Yonnet Jacques - Calle de Los Maleficios

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En junio de 1940, en Boult-sur-Suippe, Jacques Yonnet cae prisionero del ejército

alemán. Pronto logra escapar y llegar a París para incorporarse a las actividades
clandestinas de la resistencia.

En la Rive gauche, de la plaza Maubert a la calle Mouffetard, combatientes, artistas,


espías, bohemios, traperos y criminales transitan de noche las callejuelas, los cafés, los
bistrós. Son las arterias ocultas de la ciudad, su vida secreta, nutrida de oscuros
personajes, sucesos imperceptibles y antiguas leyendas que Yonnet recoge en un relato
compuesto de realidad y fantasía, de etnografía y fábula.

Publicado por primera vez en 1954, Raymond Queneau consideraba este extraño libro el
mejor jamás escrito sobre París. Retrato del periodo más sombrío de la capital francesa
durante el pasado siglo —el de la ocupación nazi—, Calle de los Maleficios es sobre todo
el testimonio único de un extraordinario narrador y flâneur infatigable, versado como
nadie en la historia más antigua y «minúscula» de Paris, que atravesó el firmamento
literario de su tiempo como una estrella fugaz.
Jacques Yonnet
Calle de los Maleficios

Crónica secreta de París


Capítulo 1
Una ciudad muy antigua es como una charca, con sus colores, sus reflejos, su frescor
y su cieno, su efervescencia, sus maleficios y su vida latente.

La ciudad es mujer, con sus deseos y repulsiones, sus impulsos y sus renuncias, y su
pudor, sobre todo su pudor.

Para penetrar en el corazón de una ciudad, para conocer sus secretos más sutiles,
hay que actuar con infinita ternura y con una paciencia a veces desesperante. Hay que
rozarla sin hipocresía, acariciarla sin segundas intenciones, y hacerlo durante siglos.

El tiempo trabaja para quienes se sitúan fuera de él.

No puede considerarse de París, no puede llamarla su ciudad, quien no conoce sus


fantasmas. Impregnarse de sus grises, confundirse con la sombra indecisa e insulsa de
los ángulos muertos, unirse a la multitud húmeda que, siempre a las mismas horas,
surge o rezuma del metro, de las estaciones, de los cines o de las iglesias; o ser el
hermano silencioso y distante de quien pasea solo, del soñador inmerso en una soledad
desconfiada, del iluminado, del mendigo, del borracho incluso. Todo esto requiere un
largo y difícil aprendizaje, un conocimiento de las gentes y los lugares que solo se
consigue tras años de paciente observación.

En épocas turbulentas aflora el verdadero temperamento de una ciudad, y con más


razón todavía en el caso de París, que se sustenta sobre un magma de cerca de sesenta
pueblos. Me he pasado los últimos trece años tomando notas de todo tipo, sobre todo
historiográficas, ya que ese es mi oficio. En ellas, se cuentan una serie de
acontecimientos de los que fui testigo o su muy humilde protagonista. Un cierto pudor
o miedo inefable me impidió hasta hoy iniciar esta obra.

Debido quizás a ciertas condiciones particulares, me pareció que los sucesos


irracionales que se van a tratar aquí correspondían al ámbito de lo fantástico, aunque lo
fantástico a la altura del hombre.

A través de la observación de las situaciones más intrascendentes, he descubierto


hechos extraños y coincidencias, una lógica hasta tal punto rigurosa que, movido por mi
preocupación constante por ceñirme a la verdad, me he visto obligado a entrar en
escena mucho más de lo que hubiera sido necesario. No obstante, era esencial definir la
época, y yo, que estuve involucrado en ella hasta la médula, la he vivido con más
intensidad que nadie. A fin de cuentas, jamás se me hubiera ocurrido contar una
aventura personal sin antes constatar que estaba íntimamente ligada a la de la Ciudad,
infinitamente más compleja y digna de interés.

Aquí no hay cabida para personajes ficticios ni historias que proceden únicamente
de la imaginación del narrador, que podría ser cualquier otra persona.

Entiéndase este libro no como el más inquietante sino como el más inquieto de los
testimonios.

1941

Pasados la isla y los dos brazos del río, la ciudad cambia de cara. En la plaza
ajardinada, donde estaba la antigua morgue, se han amontonado unas sobre otras
piedras de épocas diferentes que no pueden ni verse. Se odian silenciosamente. Y yo
sufro tanto como ellas. Es inconcebible que nadie pensara en ello.

El Sena parece molesto. El mismo mohín de disgusto que en otros tiempos, cuando
me acercaba a saludarlo después de un viaje demasiado largo para mi gusto. No es un
amante fácil.

El invierno será duro. Ya hay gaviotas en el puente de la Tournelle y solo estamos en


septiembre.

En junio de 1940, en Boult-sur-Suippe, me hirieron y apresaron. Supe que los


alemanes me consideraban un periodista opositor. Me escapé en cuanto tuve ocasión.

Cuento con algo de dinero, suficiente para vivir dos semanas o quizás tres, pero los
únicos papeles que tengo son la identificación militar del sargento Ybarne, un sacerdote
sin familia, muerto en mi campo, y un certificado de desmovilización al mismo nombre
que me he hecho yo mismo.

No sé si algún día podré recuperar mi verdadero nombre. Debo estar siempre alerta
por las patrullas y redadas, sobre todo las que realizan los policías franceses.

Todavía no sé dónde dormir. Tengo algunos amigos de confianza, alrededor de una


docena. He merodeado bajo sus ventanas, pero nunca me he atrevido a visitarlos.

He deambulado por el gueto, detrás del Hôtel de Ville. Conozco todas las calles, y
las casas piedra por pierda. Me he ido decepcionado, casi colérico. En el ambiente flotan
la desesperanza, la aceptación y la renuncia. Necesitaba respirar un ambiente más
enérgico. Así que, un instinto inapelable guio mis pasos hasta la plaza Maubert, de
sonrisa secreta. La calle des Grands-Degrés me atrae. Tengo la íntima sensación de que
allí estrecharé una mano amiga.

EL RELOJERO DEL TIEMPO AL REVÉS

Este pequeño tenderete verde, hecho con tablas, es la «tienda» (que no llega a tres
metros cuadrados) de Cyril, el maestro relojero. Nacido en Kiev, solo Dios sabe cuándo.

La vieja Georgette, la lavandera, una de las decanas de la Maube, que conoció el


Château-Rouge y al padre Lunette y la perforación de la calle Lagrange, me dijo en
1938: «Ese tipo es formidable. Voy a cumplir setenta años y lo conozco desde siempre.
Vende y repara relojes de segunda mano. Nunca ha tenido ningún problema. De vez en
cuando, cambia de nombre porque dice que tiene derecho a hacerlo. Esta es la
decimocuarta mujer que le conozco. Ha enterrado a más de la mitad de las otras, y
siempre tiene la misma cara. No entiendo nada».

Desde luego, era un personaje curioso. Otras preocupaciones más apremiantes me


habían impedido prestar la atención merecida al «caso» Cyril, hasta que, tiempo
después, me lo encontré en un bistró y le conté la historia del edificio de al lado de su
barraca, de la que acababa de enterarme.

Un coronel del Imperio, de la época en la que los coroneles todavía eran valientes,
había perdido una pierna en Austerlitz, lo que justificó su jubilación. El oficial solicitó al
Emperador permiso para volver a París con su caballo, al que le unía un gran cariño. El
Emperador tenía uno de sus días buenos y aceptó.

Coronel y caballo compraron la casa y mandaron que construyeran un piso más.


Hay un gran patio de gres. Tras pagar una gran suma de dinero, instalaron un
abrevadero gigantesco, porque el señor Caballo tenía la costumbre de darse baños y
solo podía saciar su sed con agua corriente. Los ahorros y la pensión del coronel no
bastaron para pagar a los tres o cuatro hombres que llevaban el agua en baldes desde el
Sena hasta el riachuelo intermitente del sibarita corcel. El coronel y su montura
expiraron al mismo tiempo, uno en brazos del otro.

A Cyril le hizo mucha gracia mi historia. Bebimos mucho y nos hicimos amigos del
alma.
Cyril me ha encontrado un refugio. Me ha llevado a la calle Maître-Albert, una vía
que baja sinuosa hasta el río. El antro de Pignol es minúsculo y está lleno de gente. Se
puede picar algo con los postigos de las ventanas cerrados. Cada hora, la patrulla
rabiosa sube por la calle. Las botas anuncian su presencia desde muy lejos. Se diría que
a cada paso que resuena, el asfalto les responde «mierda». En cuanto doblan la esquina,
se apagan las luces y todo el mundo se calla. Tienen la sensación de cometer un
sacrilegio. Penetran en la noche hostil con un enorme miedo agarrado a sus tripas, como
un hombre se follaría a la fuerza a una mujer que lo rechazara.

Apagón. Parece que es frecuente últimamente. La dueña, Pignolette, la única


persona que Cyril me ha presentado, enciende las velas. Observo, entonces, el rostro del
relojero, que, a la luz normal, no aparenta más de cuarenta años.

Incontables arrugas paralelas, extraordinariamente finas, ocupan cada milímetro de


su piel. Parece momificado. Me vuelven a la memoria las palabras de Georgette.
Después de que Cyril me pidiera que le contara mi odisea, llega su turno de hablar.

Se enroló en la Legión extranjera bajo un nombre falso en cuanto empezaron las


hostilidades, y tuvo la suerte de ser bueno en la batalla: consiguió la Cruz de guerra y
una medalla militar. No lo hicieron prisionero y le permitieron conservar el nombre que
había elegido, así que ahora «se» vende su propia patente. No obstante, también
recuerdo perfectamente que Cyril me contó hace tiempo, con muchos detalles, los
combates en los que participó en el frente francés en 1914-1918, y también las famosas
«masacres de Kiev», cuando ataron a los traidores a los raíles para que una locomotora
les pasara por encima y les cortara la cabeza. Esta historia de tiempo y de ubicuidad me
resulta un poco inquietante.

Aquí se reúnen personas consideradas reputadas y honorables por sus trajes de tres
piezas con auténticos vagabundos. Todos comen del mismo rancho. Me he fijado en el
gafotas que está sentado en una esquina del banco, con el pelo cortado a cepillo, los ojos
saltones y con grandes ojeras. Cyril me susurra que es un poeta. Su nombre es Robert
Desnos.

He pedido la llave de mi habitación. El cansancio me ha vuelto extraordinariamente


sensible. Un camión ruidoso pasa a lo lejos. Lo oigo bajar por la calle Monge. Va a
rodear el lugar y coger el bulevar por la izquierda. Puedo verlo. Estoy seguro. Hace
temblar dos kilómetros de murallas. Esta noche el barrio tiene los nervios a flor de
mugre.
Ici tous les plafonds ont eu

La scarlatine

Ça pèle à plâtre que veux-tu

Ô Lamartine…[1]

La mancha redonda, negra y ocelada que hay sobre la mesita de noche es de la


lámpara de petróleo de otra época, apestosa y que chorrea a más no poder. Una
malvada bombilla manchada de cagadas de moscas se cierne sobre mi cabeza,
imperceptiblemente. Hace que las sombras se muevan. El camión se acerca, y las
sombras exasperadas no vuelven a ocupar su sitio: la propia habitación participa de la
inquietud de la noche.

La movilización me sorprendió a mi regreso de un periplo por el este de Europa.


Había llenado mis dos habitaciones de bohemio de documentos y libros sobre el París
antiguo, aunque no había tenido tiempo para leerlos.

Durante el día, me colé furtivamente en mi casa. Habían puesto unos sellos


alemanes en mi puerta: es decir, dos tiras de papel oscuro, del que se usa para
embalajes, timbrados con el águila gamada. Creen que impresionan al mundo con esos
medios tan mediocres. Entrar, empaquetar ropa, documentos y libros, volver a ponerlo
todo en orden e irme sin que nadie me viera fue solo un juego.

Así recuperé, entre otras cosas, una edición de 1853 de Paris Anecdote, de Privât
d’Anglemont; una extensa y muy antigua recopilación de Arrests mémorables du
Parlement de Paris; y dos preciosos cuadernos que me permitirán reunir indicaciones de
hechos, lugares y fechas. Además, la Biblioteca Nacional de nuevo me abre sus puertas.
También el Arsenal, y Sainte-Geneviève, y los Archivos. Así, he podido reconstruir una
leyenda medieval sobre el lugar exacto en el que trabaja Cyril desde hace tantos años.

Esto es lo que se cuenta.

En 1465, el callejón de Amboise, que conducía del río a la plaza Maubert, nacía en el
laborioso bullicio de Port-aux-Bûches. El Bièvre lánguido dibujaba allí una especie de
delta, antes de unir su caudal limoso y cargado de tanino con las aguas del Sena. Se
amontonaban troncos todavía sin escuadrar en el fango estancado que los volvía
imputrescibles. París estaba inquieta. Por el norte, llegaban las fuerzas de Charles el
Temerario. Por el curso del Loira, los bretones, unidos a la causa borgoñona, acosaban a
los hombres del duque de Maine. François de Bretagne y el duque de Berry también se
habían aliado contra la corona del rey Luis XI. En la misma Cité, los borgoñones no
dejaban de intrigar. Las fuerzas de la policía, desbordadas, tampoco eran de fiar. Así
que se había relajado la vigilancia sobre los siervos semiesclavos, nómadas, vendedores
ambulantes y buhoneros que se congregaban en las murallas de la ciudad.

En el emplazamiento exacto de la barraca de Cyril, se había instalado un relojero


llegado de oriente, convertido a la religión de Cristo y que demostraba tener una gran
piedad. Confeccionaba, vendía y reparaba relojes, bastante preciosos y raros en la
época, destinados a fraccionar el paso de las horas.

Solo los nobles o los ricos negociantes podían permitirse ser sus clientes. Tristán el
Ermitaño, que vivía en una casa cercana, apreciaba la habilidad del relojero y lo había
tomado bajo su protección.

El comercio de los relojeros prosperaba. El oriental había repudiado su nombre


bárbaro y se hacía llamar Oswald Biber (nombre que designa a un castor, igual que la
antigua palabra francesa «Bièvre»). El astuto hombre vivía austeramente, aunque se
sabía que había amasado una buena fortuna. Mientras tanto, los gitanos a los que
habían echado de la Cité montaron sus campamentos cerca de Port-aux-Bûches. Leían el
futuro en la tierra que removían con la punta de un bastón, en las manos de las mujeres
y en los ojos de los niños.

Los prelados se escandalizaron y los acusaron de practicar la brujería. Pero no había


suficiente madera para quemar a todos aquellos a los que, con razón o sin ella, acusaban
de brujos. Los gitanos, a los que entonces se llamaba egipcios, mantenían con el relojero
una buena relación de vecindad. Tal vez a causa de eso, empezó a correr un rumor que
cobró fuerza, según el cual el piadoso Biber era en realidad un custodio de secretos
prohibidos. Con el tiempo, hubo que acabar aceptándolo.

Algunos de sus clientes, los más ancianos y con más fortuna, parecían notar cada
vez menos el peso de los años. Rejuvenecían, y los viejos presenciaron con asombro a
aquellos que creían sus coetáneos volver a ser hombres en la flor de la edad…

Se supo que Biber, envuelto de gran misterio, había construido para ellos relojes que
no se preocupaban por indicar las horas, puesto que sus agujas giraban al revés. La
persona cuyo nombre estaba grabado en los ejes de los engranajes veía su suerte ligada
a la del objeto. Volvía sobre sus pasos, recorría al revés el curso de una existencia que
llegaba a su fin, rejuvenecía…
Los beneficiarios del maravilloso secreto formaron una hermandad. Y transcurrieron
muchos años…

Un día, Oswald Biber recibió la visita de todos sus clientes.

Le suplicaron:

—¿No puede hacer algo para que nuestras vidas vuelvan a ir hacia delante?

—Por desgracia, eso me resulta imposible… Pueden considerarse afortunados, no


obstante: si no hubiera hecho lo que hice, todos ustedes habrían fallecido ya…

—¡Pero no queremos seguir rejuveneciendo! Nos acercamos a la adolescencia, a la


juventud inconsciente, a la noche de la primera infancia y el final ineluctable en el que
llegaremos al limbo. No podemos soportar la obsesión de la fecha implacable, la fecha
escrita de nuestra muerte…

—No puedo hacer nada más por ustedes.

—Pero ¿por qué? A usted lo conocemos desde hace muchos años y nunca ha
cambiado de aspecto. Parece que no tenga usted edad…

—Porque el maestro que tuve en Venecia, en un tiempo muy lejano, y que no me


transmitió toda su ciencia, cosa que lamento, construyó para mí este reloj. Las agujas
giran hacia la izquierda y hacia la derecha… Envejezco y rejuvenezco un día de cada
dos…

Sin estar convencidos, los aspirantes a la eternidad se fueron y se reunieron un poco


más lejos. Decidieron volver de noche a casa de Biber el brujo para obligarlo por todos
los medios a cumplir su voluntad.

Invadieron su casa pero no lo encontraron por ninguna parte. Todos ellos habían
acudido con la idea secreta de robar el reloj del brujo, aquel reloj único que tanta
tranquilidad podía darles.

Se enzarzaron en una pelea salvaje, y en medio de su lucha furiosa hicieron añicos el


objeto que mandaba sobre todos los demás.

Sus relojes se detuvieron inmediatamente y allí mismo cayeron fulminados. Los


cadáveres fueron descubiertos y condenados. Los metieron en un osario, en un lugar
donde «la tierra era tan putrefacta que un cuerpo se consumía en nueve días…».
En su momento, casi llegué a lamentar contarle la leyenda a Cyril. Ya había podido
observar la sutileza de su pensamiento y la rectitud de algunos de sus consejos. En el
barrio se podía resumir así la opinión unánime de la gente: Cyril sabe cosas que los
demás desconocen. Pero ignoraba que guardara un secreto —el suyo— y que
recordárselo le resultara tan penoso. Le dije solamente:

—¿Conoces una leyenda… la del tiempo que corría al revés… sobre Oswald
Biber…?

Él palideció y se puso a temblar. Con la voz resquebrajada y mirándome


aterrorizado, dijo como si hablara para sí mismo:

—Entonces, ¿tú también sabes eso? Es mucho más grave de lo que creía…

Por un instante, vi en su mirada una angustia infinita, surgida desde lo más hondo
de las edades del tiempo.

Después, se rehizo y hablamos de otra cosa.


Capítulo 2
París permanece alerta bajo la ocupación. La ciudad, inviolada en su interior, está
tensa, hosca y despectiva. Ha reforzado sus fronteras interiores, igual que se cierran los
compartimentos estancos de un navío ante una amenaza. Ya no se ve la relación
confiada y amistosa que existía hasta hace solo unos meses entre los barrios de París.
Siento que las diferencias seculares entre la Maubert y la Montagne, la Mouffetard y los
Gobelins resurgen y se reafirman cada día con más fuerza. Y no hablamos ya de cruzar
los puentes: el lado derecho y el lado izquierdo ya no son dos mundos diferentes, sino
dos planetas. A menudo, siento la necesidad de ocultarme bajo los burletes, de
acurrucarme solo y silencioso en la esquina de una banqueta para contemplar la sonrisa
que, desde el otro lado del cristal, me dedica solo a mí una roca, una piedra cómplice. Y
ver con placer, en ese trozo de pared, que un cartel agitado por el viento en aquella
mañana dramática intenta llamar mi atención. Sabe que le voy a responder.

Puedo domesticar el barrio, pero es imposible someterlo, como en otra época, a las
reglas de urbanidad. No dudo en darle la espalda a un tipo, con fama de simpático y
aspecto irreprochable, que me tiende una mano rolliza. Pero acepto con placer
rodearme de borrachínes de buen carácter, como si fueran la ganga de un mineral.
Tenemos a Gérard el pintor, enamorado de su pelo; a primeros de mes, siempre va a
que le hagan un peinado de mosquetero, pero la segunda semana ya parece un mujik.
También está Séverin el anarquista, que desertó por una chica; y Théophile Trigou, un
bretón que para llegar todas las mañanas a la misa de Saint-Séverin usa las mismas
astucias que nosotros para fingir que ignoramos sus inofensivos tejemanejes. Théophile
es un latinista excelente y nos hace pasar unas veladas estupendas de vez en cuando.
Los cuatro formamos el «gran equipo», tal y como nos bautizó Pignolette. Nos aprecia y
por eso nos cuida.

Ayer realizamos una visita al Vieux-Chêne, el bar del comandante, un antiguo


oficial de la marina mercante.

Cuando anochece es el mejor momento para recorrer la Mouffetard, la antigua Via


Mons Cetardus. Los edificios solo tienen dos o tres pisos, y muchos están coronados por
gabletes puntiagudos. En ninguna otra parte de París resulta tan evidente para el
peatón la fraternidad oculta que une a las casas afines. Afines por su edad, no por su
ubicación. Si una de ellas da muestras de decrepitud, se inclina hacia delante o pierde
un trozo de cornisa, como si fuera un diente; a las pocas horas, su hermana, a cien
metros de distancia pero concebida según los mismos planos y construida por los
mismos hombres, sentirá también que le fallan los cimientos.

Las casas vibran por simpatía, como las cuerdas de un violín lo hacen por amor.
Como cargas de explosivos que se ponen de acuerdo para explotar a la vez.

EL PENITENTE DEL SECRETO TRAICIONADO

En el Vieux-Chêne abundaban las peleas sangrientas entre indeseables de altos


vuelos. Era un refugio, un lugar para tramar conspiraciones, y muy a menudo la escena
de un crimen, de manera que la policía había precintado la puerta varias veces.

Pensaba dedicarme a meditar en silencio, con la pipa en la boca y la memoria a


punto. Pero me resultó imposible. El silencio, como la locura, solo existe por
comparación. Mis compañeros y yo estábamos desconcertados, intimidados casi, al no
disponer de la «pared» que nos permitía aislarnos: aquella noche no reinaba el habitual
concierto de eructos, de cloqueos, de gorgoteos, de incoherencias declamadas, cantadas
o baladas, de injurias y de ronquidos de borrachos.

Los mafiosos de la esquina y los vagabundos estaban ahí como siempre. No


obstante, mudos, ansiosos y atentos, como si temieran algo, contemplaban a un hombre
enjuto y seco, vestido de negro y sucio hasta la náusea. Con los codos sobre la mesa e
inclinado hacia delante, miraba fijamente con grandes ojos y profundas ojeras una vela
nueva encendida a cierta distancia delante de él.

El comandante nos hizo una señal para que nos calláramos, y se fue sigilosamente a
echar el cerrojo.

Los minutos se escapaban como el vino de una barrica.

Las miradas de los mafiosos iban de la vela al hombre y del hombre a la vela. Una
vez que la llama hubo consumido dos tercios de su recorrido, se alargó, crepitó, se
volvió azul y vaciló, borracha como la aurora de un mal día. Entonces, supe quién era
ese hombre. Lo había conocido en otra época.

Después del final de la otra guerra, viví parte de mi infancia —los meses de verano,
varios años seguidos— en E…, una aldea de Eure-et-Loir. Allí tenía algunos amiguitos
que se extasiaban con los hechos, gestas y hazañas de los mayores, es decir de los que
tenían tres o cuatro años más que ellos.

Los mayores fingían menospreciarnos. Nunca se mezclaban en nuestros juegos, pero


les encantaba que la chiquillería, un buen público, los admirara. El más vanidoso, el
más fanfarrón y presuntuoso, quizás el más malvado de los mayores, se llamaba
Honoré. Lo odiábamos tanto como queríamos a su padre, al que llamábamos «maestro
Thibaudat». Ese buen hombre —todavía recuerdo su alta gorra azul, sus bigotes a la
gala, y el reflejo de la forja en su rostro— reparaba la maquinaria agrícola. Además, era
capitán de bomberos del pueblo, lo cual suponía un gran honor. Todos los domingos
por la mañana, reunía a sus subordinados con cascos y emplumados para entrenarse.
Delante del ayuntamiento, los disponía en fila de a uno y dirigía la maniobra con su
masculina voz de Beauce:

—¡Manga de riego lista! ¡Abrid el agua! ¡Alineaos en la acera como el domingo


pasado! Fijaos: mirad a esas putas… menudo manguerazo vamos a darles…

¡Ah, cuánto nos reíamos!

Del resto me enteré más tarde.

Había algo más. El maestro Thibaudat era marcou, es decir, había heredado de sus
antepasados el secreto del dominio del fuego, una sabiduría que se transmitía de padres
a hijos.

Thibaudat poseía el arte de apagar un motor en llamas, de aislar una granja


incendiada, tenía el genio estratégico de acotar un fuego en el bosque. Pero sobre todo,
podía curar. Las quemaduras benignas desaparecían enseguida: las otras nunca se le
resistían más de unas horas. Acudía al hospital a atender los casos más graves: allí
pasaba las manos por encima del paciente abrasado, que gritaba y corría peligro de
asfixiarse. Al mismo tiempo, recitaba fórmulas, que solo él conocía, en voz baja. El dolor
desaparecía inmediatamente. La carne y la piel se reconstituían a una velocidad que
dejaba estupefactos a muchos médicos. Todavía mucha gente recuerda a Thibaudat,
desde Maintenon a Chartres, y hasta en Mans.

Llegó un día en el que el maestro Thibaudat sintió que perdía sus fuerzas. Temía no
poseer la suficiente energía vital para poder ejercer su oficio. Su único hijo, Honoré, se
había convertido ya en un hombre: sus dieciocho años le habían valido una bicicleta
nueva y un pantalón largo, el tercero.

Después de prometer formalmente que mantendría la boca cerrada, fue iniciado en


el secreto de la familia y se convirtió también en marcou.

Honoré cada vez estaba más pagado de sí mismo. Siempre iba con los mismos
amigos porque, al ir mejor vestido que ellos y tener siempre abundante dinero en el
bolsillo, destacaba fácilmente en los bailes populares, sobre todo en la época en la que
los jornaleros, insatisfechos con las putas de los burdeles, ya que solo eran buenas «para
los palurdos que siempre follan con el resto de la banda mirando y borrachos como
cubas», se tiraban alegremente a jovencitas, preñándolas o pegándoles la gonorrea, sin
darles tiempo a abrir la boca para dar las gracias, mandarlos a la mierda o llamar a su
mamá.

Honoré, como mínimo, demostraba cierta dulzura y delicadeza, así como medios
para compensar a sus compañeros por el salario perdido de media jornada. Y también
sabía encontrar unas sábanas discretas, bajo un edredón de plumas que aventaba
rápidamente con un golpe de cadera y dos patadas, hacia el cubo con tapadera de
esmalte azul y adornado con un ribete de loza…

—Dime, Honoré, ¿qué te contó tu padre? ¿Qué tienes que decir para llevarte el
calor? ¿Una especie de plegaria o algún sortilegio? Venga, Honoré, dímelo…

En varias ocasiones, Honoré, olvidando su juramento, habló. Ya había ejercido el


poder que le habían transmitido para tratar heridas poco graves. Los pacientes se
habían sentido aliviados, aunque más lentamente que si los hubiera socorrido su padre.
Pero había que ser indulgente. Honoré acabaría mejorando.

La sombrerería de Rambouillet había prosperado. En el taller de costura, veinte


mujeres delante de veinte máquinas «hacían girar» veinte sombreros de paja trenzada,
horribles casquetes en los que aprisionar los moños. Había dos muchachas de la región
de E… sentadas una junto a otra. Una de ellas se vanagloriaba de haber conocido —y
disfrutado— los encantos del guapo Honoré. Su vecina, herida en su orgullo, afirmó
saber tanto de ese asunto como ella. No podían tirarse de los pelos, pero las chicas eran
testarudas: a falta de insultos, para cerrarse mutuamente el pico, se lanzaron las frases
que no podían pronunciarse, las frases que Honoré había revelado tan
imprudentemente. Y aquellas sílabas desveladas revolotearon por toda la ciudad…

Llevaron ante Honoré a un niño que se había caído en la chimenea, este le impuso
las manos y empezó a murmurar. Al cabo de un cuarto de hora, el niño había muerto.

A partir de ese momento, los rumores empezaron a cobrar fuerza, una turba cogió
horcas, mayales e, incluso, fusiles. El marcou se había convertido en malahou, es decir, en
perjuro, había traicionado su pacto y, con ello, los había traicionado a todos.

Los gendarmes protegieron con toda su energía a Honoré, quien consiguió subirse a
su bicicleta y llegar al apeadero de Gazeran, muy lejos de allí, donde paraba el tren de
París.

El viejo Thibaudat murió poco después, según se cuenta, de pena.


Honoré, desterrado para siempre de la comarca, se fue por el mal camino y acabó
cumpliendo el servicio militar en los batallones de infantería ligera de África.

La mecha se había extinguido, aunque todavía humeaba por descuido o, quizás, por
asombro.

Aquellos truhanes empezaron a hablar, acusándose unos a otros de haber apagado


la vela sin que nadie se hubiera dado cuenta. El hombre de negro parecía a la vez
postrado y aliviado.

No sé por qué fui tan cruel.

—¿Honoré Thibaudat?…

Las arrugas de su rostro se marcaron todavía más. El mismo estupor de miedo, la


misma vertiginosa angustia que había observado en Cyril. Pero aquella duró mucho
más tiempo. Con gran dificultad, dijo:

—¿Qué… qué quiere usted?

—Nada. Simplemente saber si tú eres el hijo del bombero marcou, de E… Nos


conocimos hace tiempo.

—Bueno, y ¿qué? ¿Qué quiere usted?

—Nada, nada en particular. Ven a tomarte un trago.

—Solo toma limonadas —dijo el dueño.

A Honoré parecía faltarle el aire. Por fin, acabo diciendo:

—Sí… sí… con mucho hielo.

En tres vasos grandes, de tres tragos, se acabó toda su jarra de limonada. Me miró.
Esta vez con los ojos de un perro apaleado.

—Entonces… ¿conoce usted la historia?

Solo nos quedaban veinte minutos antes del toque de queda. Uno al lado del otro,
Honoré y yo subimos por la Mouffe. Señaló un tragaluz:
—Duermo ahí, en el sótano, se está más fresco… Desde aquella época, sobre todo
después de estar en África, me quemo. Me quema aquí —recorrió su laringe con una
mano temblorosa—. No puedo hacer nada para calmarme. Lo he probado todo, incluso
pinchazos. Después, vuelve a empezar y es peor. A veces puedo apagar unas brasas,
pero me quedo exhausto. Ya soy viejo…

Era verdad. A sus cuarenta años, parecía tener setenta.

Se puso a gritar y bramar:

—¿Qué debo hacer?… ¿Qué debo hacer?…

Y abandoné en mitad de la noche, sollozando en un rincón, al penitente del secreto


traicionado.

Diciembre

Definitivamente, hace mucho mucho frío. La gente pasa hambre. Las raciones son
insuficientes. No hay nada con que saciarse. Sin fuerzas, los vagabundos, que desde
hace tiempo forman parte del paisaje, caen como moscas, y solo los más fuertes
sobreviven. A quienes se dignan a realizar alguna actividad, no les falta el trabajo, y eso
es bueno. Les basta con salir a la calle a las cinco (antes, está prohibido) y ponerse a
rebuscar en las basuras. Nunca antes el papel, la madera y el metal recuperados de la
basura se cotizaron tan alto. Y siguen al alza. Los maestros traperos, quincalleros al por
mayor, empiezan a amasar verdaderas fortunas. A los vagabundos les importa un
comino. Conseguirán lo justo para zampar cualquier cosa, de cualquier modo y en
cualquier parte, y llenarse el buche del vino suficiente para que la borrachera les dure
hasta que vuelvan a despertarse.

LA MUÑECA TALLADA EN MADERA DE UN NAUFRAGIO

Ayer encontraron al viejo Hubert muerto, helado, encima de la barra. Las ratas
habían empezado a dar cuenta de las partes blandas que tenía descubiertas: el cuello,
las mejillas y la grasa de las palmas de las manos. Se veía venir desde hacía tiempo, así
que no ha sorprendido a nadie. En el letrero de su establecimiento todavía se puede
leer:
CAFÉ - VINOS - LICORES

ALOJAMIENTO CON TODAS LAS COMODIDADES

—«Con todas las comodidades». ¡Anda ya!

Está en el número 1 bis de la calle de Bièvre, justo al lado del muelle. Cuenta con dos
pisos y medio, es decir que hay que ser un enano o tener las piernas amputadas a la
altura de las rodillas para poder estar de pie en la buhardilla. El aspecto exterior es al
menos tan honesto como el de otras casas de la calle. Pero en cuanto subes un piso, te
das cuenta del percal. Los techos desaparecen precipitadamente. Las paredes están
abombadas o rezuman humedad. Te tropiezas en los agujeros del suelo, auténticos
hoyos. Aquí, la masa de inquilinos se compone de (o se descompone en) cinco familias,
tres de las cuales conviven sin estar casadas, y entre todas reúnen a veintiún niños de
entre dos y diez años, sin contar a los que todavía llevan pañales. Los padres tienen
todos un aspecto similar: son bajitos. Ninguno de ellos alcanza el metro sesenta. Y
siguen un principio común: no dan ni palo al agua, desde hace muchos años. Qué le
vamos a hacer, es mala suerte. Todos son obreros y peones especializados, pero están
tan especializados en una habilidad concreta, y tienen tan mala suerte, que los empleos
que les ofrecen nunca son de su especialidad. Siempre por los pelos. Así que tienen que
conformarse con el paro, con las prestaciones sociales, las primas por nacimiento, con el
subsidio de más allá, y los seguros de más acá, sociales, asociales o antisociales…

Con todos esos ingresos no se vive mal, y no se tiene el gaznate seco. Pero pagar al
propietario es otra historia. Hasta que no protesta, no sueltan lastre. Pero protestar no
encajaba con el temperamento del viejo Hubert. Ya lo avisaron de que tenía que hacer
reparaciones de urgencia en su edificio… Pero ¿con qué dinero? Y además, con los
Fritz[2] por todas partes y la miseria generalizada, no se podía esperar ni un céntimo. ¿Y
entonces, qué? ¿Desahuciarlos? Impensable. Por tanto, el viejo Hubert se propuso
ignorar la existencia de la casa de huéspedes. Condenó su propia habitación, en primer
lugar, y decidió vivir en el bistró.

Se pasó tres meses durmiendo en su barra, sobre un montón de trapos. De día,


servía tinto peleón; por la mañana, café: un infame líquido negruzco, acompañado de
licores más o menos adulterados.

Eso le bastaba para vivir, hasta aquel amanecer de invierno en el que, al encontrarse
la puerta cerrada, los vagabundos descubrieron a Hubert muerto, congelado como un
témpano, rodeado de botellas vacías, latas de conserva y platos sucios.
El cadáver de Hubert no era un espectáculo agradable: tenía una mirada torva y una
mueca extraña en la cara, se le había secado la baba, y estaba tumbado sobre un montón
de basura. Por desgracia, yo ya había visto muchos fiambres, y, en esa ocasión, habría
preferido ahorrarme el espectáculo.

Théophile Trigou también acudió a la escena, y desde luego, como en mi caso, la


curiosidad malsana era el menor de sus motivos. Arrancó la pipa a Tutur de entre los
dientes y tiró al suelo el casco de La Voltige. Y, como Ida la Tuerta berreaba fuera de sí,
la echó a golpes.

Después, puso a trabajar a tres o cuatro chicos que estaban allí, haciendo valer su
autoridad. No trabajaban tanto desde hacía mucho tiempo. Botellas en una esquina y
trapos en la otra. La basura al arroyo: y de inmediato a las alcantarillas. Un golpe de
escoba y otro con el trapo.

Encontró el medio de tumbar el cadáver sobre una mesa no demasiado inestable,


cubierta de tela de saco completamente nueva.

Adquirió un aspecto decente, casi chocante.

Théophile se quedó inmóvil junto al muerto. Yo sabía que estaba rezando. La


Voltige, que intentaba hacerse el duro, tardó un poco más en entenderlo. Se oyó una
risa sarcástica, y un tipo le dijo: «No seas tonto». Tragó saliva y adoptó un aire
pensativo.

Todo el mundo desapareció cuando llegaron los polis.

Parecía que Hubert presentía su sórdido final. En octubre, me había dicho:

—Hace cuarenta y dos años que llevo esta barraca. Me gustaría volver a mi tierra,
pero no me quedan fuerzas desde que murió la parienta. Y no puedo venderla tal y
como está ahora. De todos modos, antes de palmarla, me gustaría saber qué hay en mi
tercer sótano…

El tercer sótano estaba tapiado por ordenanza prefectoral desde las inundaciones de
1910. Una doble pared de ladrillos impedía que las crecidas del agua inundaran los
pisos superiores. En caso de tormenta o de atasco de los desechos, el sótano servía como
un excedente regulador.
Hacía buen tiempo: no había riesgo de ahogamiento ni de ningún otro accidente
imprevisto. Eramos cinco: Hubert, Gérard el pintor, dos obreros y yo.

El viejo Marteau, el albañil de la esquina, había preparado todo el material para


reparar los desperfectos, así que nos pusimos manos a la obra a excavar un agujero.

Exploramos sesenta metros de un pasillo abovedado, cuidadosamente construido


(debía de ser una antigua calle). Caminábamos sobre un fango asqueroso. Al final, había
una reja infranqueable. El pasadizo seguía más allá y se hundía hacia abajo. Parecía un
sifón de desagüe.

Eso era todo. Nada más. Decepcionados, volvimos sobre nuestros pasos. El viejo
Hubert exploraba las paredes con su lámpara eléctrica. ¡Mira! Una abertura. No, un
nicho. En él había algo de madera que parecía una estatuilla negra. Levanté aquel objeto
sin dificultad. Me lo eché debajo del brazo y le dije a Hubert:

—No tiene ningún valor…

Y me guardé ese tesoro.

Lo contemplé durante horas a solas. Mis deducciones y mis presentimientos no


estaban equivocados. Bièvre-Sena había sido en otra época un lugar donde se reunían
brujos y adoradores de Satán. Y esa especie de magia primaria, que practican en
nuestros días los negros del África central, se conocía aquí ya hace siglos… La estatuilla
había resistido milagrosamente el paso del tiempo: las virtudes bien conocidas de las
aguas del Bièvre, tan ricas en taninos, habían protegido la madera de la putrefacción y
la habían endurecido, casi petrificado. Aquel objeto no tenía un fin estético, ya que
estaba burdamente tallado, probablemente en un tronco de roble. Tenía las piernas
ligeramente abiertas, y los brazos separados del cuerpo. No había indicación de sexo.
Habían clavado cuatro clavos formando un triángulo. Dos de ellos, rojos por el óxido, se
habían despegado de la superficie de la madera por sí solos. En los ojos, habían clavado
sendos pinchos. En el cráneo, como si fuera un salero, había veinticuatro agujeros en los
que habían insertado mechones de pelo oscuro pegados con cera. Todavía quedaban
restos. No he revelado a nadie mi descubrimiento. Espero el momento.
Capítulo 3

«TU CUERPO ESTÁ TATUADO»

El otro día, algunos de los más destacables especímenes humanos de la Mouffe


fueron a la Maube y aterrizaron en el bar de Pignol. Iban cargados con cestas. Creo que
habían vendido a Pignolette, en el mercado seminegro, los conejos que habíamos estado
comiendo. Estaban allí Fanfán-poca-broma, Lamehumos y Mariposa. A Mariposa lo
llamaban así porque el nacimiento de su nariz parecía una mariposa bómbix azul con
las alas nervudas sobre su frente.

Durante un periodo de su vida en el que apenas la usaba, Lamehumos aceptó que le


adornaran la «cabecilla vivificante»[3], de la que hablaba Rabelais, con delicados
motivos en espiral. Don Juan por naturaleza, decía que tenía la costumbre de invitar a
sus compañeras a usar ese instrumento de una manera sutil que recordaba a los
fumadores de chibuquí de Baudelaire. De ahí su mote.

Fanfán-poca-broma debe el suyo a la cara imperturbable que pone cuando describe


la Guayana, la colonia penitenciaria a la que lo enviaron. Condenado a cinco años de
trabajos forzados, conmutaron su pena a reclusión y la cumplió en Francia. Conserva un
fuerte rencor hacia algunos de sus demasiado celosos abogados defensores. Fanfán lleva
tatuajes en toda la parte inferior de su cuerpo. Del ombligo a los dedos de los pies, del
coxis a la planta de los pies, está cubierto de nombres de flores, de plantas extrañas, de
animales fantásticos que retozan entre cartas de una baraja, cubiletes de dados y lemas
sibilinos.

Cerramos la puerta para admirar con más atención las bellezas escondidas de
nuestros compañeros, que las exhibieron complacidos.

Después, para contentar a Théophile, que siempre estaba dispuesto a examinar los
problemas comunes de los marginales, iniciamos una discusión interminable.

Fanfán nos habló del aburrimiento lacerante de las prisiones, de la suciedad de las
celdas heladas o asfixiantes, de las relaciones que se establecen a través de
promiscuidades asquerosas, y de la alegría que se siente al engañar a los matones o al
conseguir, por medios inverosímiles, tinta y agujas, y del terrible alivio que se siente al
saberse marcado por uno mismo, de una manera visible e indeleble que te une a la
inmensa y salvaje hermandad de los eternamente reprobados.
Théophile Trigou parecía apasionado por el tema. Mencionó diversas imágenes,
figuras y consignas que había observado en las epidermis de sus coetáneos. Se lanzó sin
freno a una disertación sabia y llena de interés sobre el «simbolismo del tatuaje».

Me sorprendí al afirmar, con una autoridad sin fundamentos, que era un peligro
para cualquier hombre someter su cuerpo a semejante operación. Creo que incluso dije:
«a semejante experiencia». Me oí decir que el tatuaje era no solo, a mi entender, una
señal de pertenencia a un grupo, a menudo indecente, sino también la marca de la
aceptación de la derrota, del abandono de la lucha contra un destino desde entonces
implacable.

Fanfán asintió. Y dijo:

—Eso por supuesto. Un hombre tatuado puede agitar algunas fuerzas. Mira si no lo
que pasa en el «Salève…».

—¿?…

—No lo puedo explicar sin más… Habría que ir.

—¿Dónde está?

—En la calle Zacharie. En Saint-Séverin.

—Vamos, muéstramelo.

Estaba emocionado. Los otros objetaron que no era el momento, porque estábamos
bien allí, que todavía quedaba bebida en nuestras copas y que para qué cambiar de bar.

Calle Zacharie. Quisieron cambiarle el nombre por el del cantante Xavier Privas,
pero el que se sigue usando es el antiguo. No tiene nada que ver con el profeta: en el
siglo XIII, era la calle Sac-à-Lie. Los vendedores de vinagre, mientras esperaban que en
Petit-Châtelet confirmaran la calidad de su mercancía, dejaban allí los odres de cuero
que contenían la lía, la madre del vinagre, por así decirlo. Durante un tiempo, bajo el
reinado del Luis IX, se la llamó calle de los «Tres candelabros». Y también, durante unos
pocos años, calle del «Hombre que canta». No obstante, conozco a un inglés, el doctor
Garret, que posee un documento extraordinario: me lo enseñó en Sydenham, en 1935. Se
trata de un mapa del barrio de la Sorbona trazado hacia 1600 por los residentes del
colegio de los irlandeses. La calle Zacharie, entre Saint-Séverin y la Huchette —según el
mapa es indiscutible—, está señalada con el nombre de Wichtcraft Street.

¿Por qué la llamarían calle de los Maleficios?…


Este asunto me sigue intrigando porque, desde mucho antes de la guerra, nunca
pude evitar sentir un doloroso malestar cuando recorría a solas aquella vía estrecha y
sombría. Es el mismo tipo de desasosiego que se siente en presencia de un amigo cuyo
ánimo está cargado de inexplicables reticencias.

Estaba decidido a obligar a la calle, llena de oscuros secretos, a levantar un poco su


velo. Ya empezaba a saborear mi revancha.

LOS TATUAJES ENEMIGOS

A ambos lados de la calle Zacharie hay una doble hendidura que dibuja un pequeño
espacio donde descansan carritos cargados de todo lo que se pueda desear. En la puerta
de la tienda de carbón hay una carretilla doblada sobre sí misma, rueda contra rueda,
con los varales juntos y el puntal inestable, que parece el esqueleto de un ave zancuda
del Apocalipsis montada sobre un eje. Por todas partes se oyen salmos de árabes,
negros, griegos o armenios. Este balcón de madera estuvo hace mucho tiempo pintado
de blanco. En él, se seca la colada, como si fuera un parche sobre las ventanas con
oftalmia. Un grupo de magrebíes se fijó en nosotros. Se preguntan qué hacen allí unos
desconocidos. Un chico joven se separa del grupo. Siguiendo órdenes de los mayores,
nos pregunta «qué hora es». Nosotros nos encogemos de hombros sin responderle.
Como si en semejante calle pudiera ser una hora cualquiera.

En el Salève la estufa no tira bien, lo que unido al tabaco reutilizado por tercera vez,
al vino peleón y al permanente olor a ácido (de desinfectante o de vómito, o ambos)
vuelve el ambiente casi insoportable. No obstante, también está ese cosquilleo que basta
con probar una vez: en dos segundos te desgarra la garganta e, inmediatamente
después, se extiende como una mancha de aceite. Una sensación dulce aparece de
repente y por sorpresa. Aspiren por la boca y soplen por la nariz. Ya está. Están
atrapados.

Alguien está fumando kif.

El patrón tiene la cara de un roedor evolucionado. Casi sociable. A su alrededor,


fermenta la carne borracha. Borracha no solo de vino adulterado, sino también de
hambre, de cansancio, y de aburrimiento. En una esquina sumida en la penumbra, tres
pares de ojos oscuros nos fusilan. En ese lado hay gente despierta. El olor a kif viene de
ahí.

El roedor nos ha visto a Théophile y a mí. Fanfán le suelta un rollo, pero mientras
continúa con su cháchara, el dueño con cara de rata gorda parece cada vez más receloso.
Hace una señal al mirón que está más lejos: un tipo grande se acerca. Es francés, muy
oscuro y amargado; pero ni viejo, ni encorvado, aunque condenado para siempre a la
miseria. Se ve enseguida. Presentaciones: Edgar Jullien. Periodista, explorador.
Théophile y yo damos nuestros nombres. O los de otros. Nunca se es demasiado
precavido. Un chico con cara de rata imberbe y más bajo es el hijo único del cara de rata
que está detrás del mostrador.

—Anda, ve a buscarme a Dimitri —dice el padre.

El muchacho ha abierto la puerta y se ha sumergido en otra fábrica de


desesperación.

Contarlo todo sería demasiado largo.

Y además, no tengo derecho a hacerlo.

Edgar Jullien, llamémoslo así, era un periodista conocido hasta hace muy pocos
años. Especialista en temas del Islam y miembro de la Sociedad de Exploradores
franceses. Conoce bien el norte de África, aunque sobre todo ha viajado por Oriente
Próximo, donde consiguió pasar durante varios meses por musulmán. No es difícil
imaginártelo con turbante, babuchas y los hombros cubiertos por una chilaba
descuidada. Llevó a cabo misiones bastante peligrosas, pero cometió el error de dejarse
llevar de un día para otro por una confianza pueril, estúpida y seductora. El tan temible
arrebato de locura tuvo lugar en Siria, donde conoció a varios monjes griegos exiliados.
Estos habían formado una secta satánica y querían iniciarlo en sus ritos. Hasta ese
momento, todo parecía una mascarada ridícula de místicos neuróticos; en cualquier
caso, Edgar Jullien, por desidia y quizás por otros motivos que se calla, aceptó que le
tatuaran en el pecho el emblema de la secta: un murciélago.

Desde entonces, su vida se ha convertido en una increíble concatenación de atroces


catástrofes.

Dimitri B… fue un gran pianista a quien se escuchaba con la máxima concentración


en todas las salas de Europa. Hijo de un ruso blanco, solicitó la ciudadanía francesa y,
para obtenerla, tuvo que realizar bastante después de la edad normal un servicio militar
de dieciocho meses en la Armada francesa. Eligió Túnez. Entonces, ya bebía mucho. Su
cerebro acabó vencido por el aguardiente, el raki[4], el paludismo. Como provenía de
una familia fanática y ortodoxa en la que se le exigía el cumplimiento constante y
estricto de sus deberes litúrgicos, no pensaba descansar hasta que le tatuaran en sus
pectorales un inmenso crucifijo recargado, como un icono. Al contrario que Edgar
Jullien, que está terriblemente lúcido, Dimitri parece completamente loco.
Dimitri se presta al juego por un litro de tinto, pero no sé por qué lo hace Edgar
Jullien. Y tampoco me atrevo a adivinarlo.

En el centro de la sala del fondo han dispuesto una mesa, después de echar a los
haraganes que dormitaban sobre ella. Han puesto un vaso lleno de agua, en cuya
superficie el hijo cara de rata ha dejado una aguja de coser previamente imantada y
engrasada.

Los dos hombres tatuados, que se ignoran sin llegar a detestarse, se sientan uno
frente al otro con el torso desnudo y la espalda pegada a las paredes opuestas de la
habitación. Avanzan lentamente hacia la mesa que los separa. La improvisada brújula
se desorienta, duda, enloquece, y la aguja se hunde. Repiten la operación cuatro veces.

Según afirma el patrón, algunas noches de tormenta, el agua incluso ha empezado a


hervir.

Me gustaría sacar alguna conclusión de esta experiencia. O bien plantearme algún


interrogante y poder comprometerme a llegar hasta el final, a informarme, a aportar el
principio de una solución, por mal definida o banal que fuera… pero no. Yo veo, siento,
observo, soporto. Que otros resuelvan los enigmas.

Es sorprendente lo bien que se está en el bar de Pignol. Entre los que lo frecuentan se
ha creado una conchabanza tácita e inmediata. La selección ha surgido naturalmente:
truhanes enclenques, putas sedientas, chivatos borrachos de polis de poca monta y los
burgueses un poco demasiado conformistas (salvo por la libra de carne del mercado
negro y del camembert sin restricciones) se encuentran bastante incómodos. No tienen
más remedio que irse. Igual que cualquiera que no respete las exigencias de Pignol. En
primer lugar, hay que tener la boca cerrada. ¿La guerra? Agua pasada. ¿Los chleuhs[5]?
Ninguno conocido. ¿Rusia? Cambie en Réaumur. ¿La policía? En otros tiempos era útil,
para regular la circulación… En el bar de Pignol, el silencio constituye la principal, más
difícil y mayor prueba de entronización.

Por lo demás, todo es cuestión de imponderables. Funciona mediante regla de tres:


la gente que no se lleva bien con la gente con la que me llevo bien es gente con la que no
me puedo llevar bien. Un silogismo, por supuesto. ¡Así que, largo de aquí!

¡Madre mía! Espero que nadie se asuste con mi vocabulario. No es una pose. Utilizar
otras palabras sería traicionar a personas a las que quiero demasiado. Y traicionarles a
ustedes también, ya que podrían pensar que tengo «todo el tiempo del mundo», o bien
llegarían a la conclusión contraria. ¿Lo pillan?…
Así, entre personas que deberían de haberse menospreciado unas a otras, nació un
gran sentimiento de unión ¡Menuda fauna, amigos míos!

Está Pépé el mariquita. ¡Increíble! Parece mentira que se pueda ser tan afeminado. Se
atreve incluso a hacer la calle en la puerta del hotel de enfrente. Vagabundo, sin dientes,
exageradamente maquillado, ha llegado a peinarse con una peluca amarilla y a ponerse
una falda encima de la única pierna de su pantalón y la pata de palo que deja ver el
muñón desnudo. Esa escoria humana se considera hermafrodita. Antes era inquilino de
un burdel de Le Havre donde lo llamaban la Mexicana. Ahora engatusa a los Fritz,
sobre todo a los jóvenes de las SS que llegan uno a uno, con cierto disimulo, porque
tienen prohibida la entrada en esa calle. Conseguiría que lo echaran de cualquier sitio.
Aquí lo aguantamos. El porqué me lo preguntaré toda la vida. Y me sorprendo y asusto
al darme cuenta de que no me da asco.

También está Léopoldie, la antillana. A pesar de ser fulana, es una buena chica que
ha dejado el negocio mientras dure la guerra. Dice que el verde grisáceo de los
uniformes no le va. Así que vende flores, sobre todo a nosotros, siempre que sea
posible.

Luego está Bizinque, con una cara que es todo pómulos, una napia como un
forúnculo, una boca con la forma del culo de una gallina (o de un avestruz), y con los
ojos muy abiertos y grandes, rodeados de rojo, de manera que recuerdan a los de una
dorada. Es un trapero, pero también un fisgón de primera que podría encontrar un
fonógrafo en el desierto. También está Ritón el chulo, que está liado con Catherine para
disfrutar de la modesta pensión de la mujer. Un día que estaba ebrio y que se había
quedado sin dinero para seguir bebiendo, Ritón les dio una tremenda paliza a los críos
de Catherine. Y mientras los críos berreaban, los vecinos no oyeron a Ritón desmontar
la puerta que daba al rellano. La convirtió en leña que revendió enseguida a Constant,
el vendedor de carbón de la calle del Sena.

Los demás rufianes no merecen mención, aunque cada uno daría para una novela.

Me sorprendo a mí mismo al haber escrito aquí «no merecen mención…». Y eso ¿en
virtud de qué? Mis pretensiones están fuera de lugar…

No, ya sé qué pasa. Les caigo simpático, parezco inofensivo y no me dedico a darles
sermones como Théophile. Así que todos quieren contarme sus cosas. Mendigan
aceptación, una disculpa para sus comportamientos a menudo abominables, una
sombra de conmiseración. Théophile los escucha. Es casi un santo. Pero yo no tengo
siempre la paciencia necesaria. Estos son los tipos que mis granujas frecuentan. Géga,
que vende de todo, últimamente se gana la vida como trapero al por mayor. Sonrisa
torcida, sombrero con ribete, pipa y mucha labia, más propia de Balzac. Tiene un
corazón de oro, pero le vendría bien mantener la boca cerrada. Luego tenemos al señor
Moigneaud, actualmente profesor de historia en una institución privada, destituido del
puesto que ocupaba en el departamento de asuntos exteriores en la Tour Pointue,
porque no tenía unas ideas demasiado favorables a la cruz gamada. También está el
viejo Bonnechose, abogado y doctorenderecho, un borracho, achacoso y canijo, que suele
estar acompañado de dos o tres viejos cachondos, y muchas veces también de Henri
Vergnolle, un tipo grande y con labios gordos, arquitecto y socialista, que está apartado
de la política por la simple razón de que no hay más política que la de la Wehr-Heim[6].

Así, con estas cuatro palabras, ya está todo dicho. Nos apoyamos pero sin hablar. Es
magnífico. He investigado la prodigiosa historia de estas paredes. Me parece que soy el
único que sé que son las piedras, y solo las piedras, las que marcan el tono aquí.

LA CASA QUE YA NO EXISTE

Hay noticias de la calle de Bièvre. Henri Vergnolle conserva algunos contactos y nos
ha puesto al día.

En Lugny (Saône-et-Loire), un viñador de veintisiete años acaba de enterarse,


gracias a un gabinete de abogados, de que él era el único heredero de su tío, el viejo
Hubert, y que le deja en herencia «un edificio en París, cerca del bulevar Saint-
Germain». Para tomar posesión, deberá pagar una cantidad de dinero importante. Pero,
como dice la copia de la carta que tengo ante mis ojos, encontrarán una forma de
arreglarlo.

Se abren las apuestas (morales). La gente se pregunta si el joven intentará vender el


inmueble (!) o si se decidirá a solicitar un salvoconducto para venir desde la zona no
ocupada a explotarlo él mismo.

Todos bromean ya con la pinta que tendrá. A mí no me gusta nada en absoluto.


Vergnolle, también, participa en el escarnio.

¿Qué ocurre? Théophile Trigou me intriga y me exaspera desde hace mucho. Se


gana la vida, y nada mal, enseñando latín en la Source y en d’Harcourt a los malos
estudiantes universitarios que padecen con los análisis de textos ciceronianos o con
alguna traducción inversa complicada. Cuando una vez le hice una pregunta
desacertada, me respondió:

—¿Y de qué te extrañas? Este maldito barrio me ha seducido. No he podido


resistirme…
¿Y qué? Yo tampoco… Soy tan celoso de «mis» piedras que voy a revisarlas una a
una, movido por una incierta ansiedad mineral, para intentar averiguar cuál defraudará
primero mis esperanzas. Después de medianoche, voy sobre todo por la calle de Bièvre,
entre los coches, y me intriga particularmente la casa del viejo Hubert, colonizada
definitivamente por vagabundos. Me parece impensable que algún extranjero, un
desconocido, un tipo de fuera posea más derechos que yo sobre ese edificio que
agoniza. Si alguien viene, quiero ser el primero en recibirlo, con conocimiento de causa.
Según su aspecto, dependerá de mi voluntad que sea repudiado para siempre, o bien
que se convierta en el nuevo chico de la manzana y que todo el mundo lo acepte, si lo
decido así.

Me despertó un pellizco. Estaba avisado: hacia las siete y media el intruso debía
llegar a nuestros parajes. Cuando cruzara el Sena, pasaría mi frontera. Me vestí a toda
prisa y me dirigí a la calle de Bièvre. Lo vi desde lejos, fingiendo pasear por aquella
mañana ácida. Todos mis planes se desmoronan. Son dos, él y su mujer. Eso no estaba
previsto.

Llevaban sendas maletitas: al llegar a la estación, habían tenido que dejar sus baúles
en la consigna. Los traperos cargados con sacos salían como topos de pasillos oscuros.
La luz bailarina jugaba con sus caras surcadas de arrugas y transformaba a los barbudos
en profetas. Los niños empezaban a chillar. Las ventanas abiertas aireaban, muy a su
pesar, algunos edredones que, humillados, lloraban plumas. El hombre llevaba un
papel en la mano, y encontró el 1 bis. Dio un aviso. Su mujer examinaba el muelle, la
altura de los techos, miraba desconfiada a los mendigos que, vacilantes, cruzaban la
puerta. La pareja subió por la calle hasta la Maubert, después volvió sobre sus pasos. El
hombre pidió información a la señora Verduras-cocidas-para-llevar, que tiraba al arroyo
el serrín de su tienda. Tendrían que rendirse a la evidencia: era allí. No me pasaron
inadvertidos ni el desasosiego del hombre, ni la indiferencia de la mujer. Séverin,
Théophile y yo decidimos seguir el asunto de cerca, y afanarnos por averiguar lo antes
posible qué alegrías o preocupaciones nos iban a procurar aquellas dos nuevas figuras
que habían aparecido en nuestros dominios.

Pude contemplar durante un buen rato dos pinturas surrealistas: una representaba
una máquina de coser colocada sobre una mesa de operaciones; la otra, un toro que
arremetía contra un piano de cola.

La pareja Valentin, arrancada de su universo familiar, me provocó el mismo efecto


de absurdidad dramática.

Valentin no está hecho para esto. Sirve tan a disgusto a nuestra fauna hirsuta vestida
con andrajos, que los mendigos enseguida lo han clasificado como un tipo
desagradable. ¿Podría perder a la clientela y conseguir que se fuera a beber a otra
parte?… Imposible. Esa gente son como chinches: una vez que han decidido invadir un
sitio concreto, el dueño del lugar, por voluntad propia o por la fuerza tendrá que
rendirse y cederles el sitio. Eso es lo que le pasa a Valentin. Ha acabado resignándose y
bajando a las cuatro y media para preparar su inmundo aguachirle.

Ceñudo, apenas responde a lo que le dicen sus clientes que, borrachos de ocho a
diez, le cuentan sus penas.

No obstante, ha tenido que volverse más sociable ante la necesidad de establecer una
clasificación entre los que trabajan —traperos—, y a quienes se les puede dar cierto
crédito sin correr demasiados riesgos, o incluso fiarles, y los que no solo no dan ni
golpe, sino que se vanaglorian de no darlo.

Paulette se arregla en su habitación, baja tarde para preparar sus platos, después de
musitar un vago saludo a su alrededor. Siempre es recibida con un silencio amargo, una
especie de desaprobación irritada: en la Maubert, mucho menos que en cualquier sitio y
en la época que vivimos, alardear de frescura e incluso de elegancia no está bien visto.
Porque la chica se emperifolla con ganas, su juventud resulta explosiva, y, cuando va
por la calle, no se molesta en moderar el contoneo propio de las fulanas, con lo que
atrae un reguero de miradas, hipócritas, llenas de deseos, de celos y de reproches.

Ella y Valentín hablan muy poco, y todavía menos en el trabajo. Después del
desayuno, preparado con cuidado y del que dan cuenta en diez minutos, Valentin se
pone un abrigo y se va a dar una vuelta. Pasea solo, durante una o dos horas, a veces
tres, por las orillas del Sena, que recorre hasta Austerlitz y más allá. No entra en ningún
sitio, no se relaciona con nadie. Se comporta como un oso.

Mis compañeros y yo aprovechamos ese momento para entrar y «cortejar» a


Paulette, como dicen algunos, o expresado de otro modo, intentamos ganárnosla sin
mucho éxito. Ahora sabemos que detrás de ese encantador rostro sombreado por su
pelo castaño claro, tras esos rasgos inmaduros, detrás de esa frente enervante, se
esconde un cerebro de chorlito, caprichoso y fantasioso. Hemos averiguado lo esencial,
o lo que nos interesa, de su vida anterior: dejó los estudios muy pronto y la obligaron a
aceptar un matrimonio que sus padres consideraban adecuado con un chico al que no
quería. Una vez, antes de la guerra, en su pueblo de origen, una gitana le había
predicho que haría un largo viaje… Con una sonrisa forzada, Paulette afirma que no
sabe qué lamenta más, si el hecho de que el supuesto viaje no haya llegado a cumplirse,
o haber pagado cien monedas por una predicción falsa.
No nos ha hecho ninguna confidencia más sobre su vida conyugal: no obstante, es
fácil constatar que sus horas de intimidad con Valentin son las mínimas.

En un tugurio con música, ahora cerrado, cerca de la Contrescarpe, Fréhel canta para
los amigos. Hay que atravesar un largo pasillo y dar cuatro golpes, tres secos y uno más
tímido, para que la puerta gruesa y chata se entreabra.

Allí, de pie, está una enorme mujer con la cara deformada por la mala vida, con un
delantal negro de vendedora callejera, y ambas manos gordas e inútiles sobre el vientre.
Canta Chanson tendre y La Vieille Maison con una voz resquebrajada, ya sin timbre. La
Lune, discreto e inmóvil, la acompaña con la armónica, La Lune, el vagabundo que se
enorgullece de serlo, La Lune el acróbata, La Lune el extraordinario músico, tan
sensible… Hay quienes se toman su tiempo en los lavabos, quienes van a lamentarse
sobre un hombro amigo, con la nariz y los ojos cubiertos por un pañuelo de cuadros
malvas. Háblame un poco de los tipos duros.

Fréhel vive en casa de una amiga por Montmartre, pero para esta noche le hemos
buscado una habitación cerca. Queremos tenerla con nosotros. Los hemos llevado a
todos, a ella, a La Lune y al que le deja la habitación a tomar un trago al Vieux-Chêne.

Por pura coincidencia, encontramos reunida en el Vieux-Chêne a la flor y nata de la


Mouffe charlando en torno a la estufa de hierro. La Puce está allí. Acaba de salir de la
cárcel. Había robado de la sacristía de Saint-Médard los hábitos de gala del cura. Sin-
Ojo, el oficial jubilado, tuerto como su nombre indica, escucha la perorata de un
esqueleto apergaminado, un auténtico farsante, que se cubre con una larga capa porque
es muy friolero. Junto al esqueleto, está sentado un hombre muy viejo con perilla y
binóculos.

—Allí abajo, en el fondo, estaba el estrado —explica el esqueleto arrastrando las


erres—. Cuando yo cantaba, solía llevar un fular o una gorra; a veces un quepí que trajo
Georges Darien, el que escribió Contre Biribí. Venía con tipos a los que yo no conocía, a
veces se traía a chicas. Justo antes de estallar la guerra, me invitó a cenar en
Montparnasse. Allí vi a algunos hombres imposibles. Y mugrientos… Pasó mucho
tiempo hasta que leí sus memorias. En ellas explica lo mucho que me admiraba, que
creía que tenía el talento del verdadero «cantante del pueblo»… Y, bueno, teniendo en
cuenta en lo que se ha convertido, eso significa algo, sobre todo ahora.

El esqueleto en cuestión se llama Montehus. Habla de un personaje llamado


Vladimir Ilich Lenin, que en su época también disfrutó de cierta celebridad.
Me levanté para darle la mano al Gitano barbudo, que comía en silencio en una
esquina. Había que cuidar las relaciones.

Ese hombre me interesa. Es mayor, pero no viejo. No tiene pinta de borracho y sus
rasgos son angulosos, raciales. Confieren cierta nobleza a su rostro oscuro enmarcado
por una barba tupida, negra y brillante. Sus ojos profundos te escrutan hasta el fondo.
Es una mirada impecable. Conserva una sorprendente finura en sus manos largas y
delgadas teniendo en cuenta el trabajo que ejerce (es trapero como los demás). Un
detalle: tiene la oreja izquierda agujereada y lleva un pequeño pendiente de oro. Vi uno
parecido en la oreja de una cantante rusa, una antigua cosaca.

Siempre llevo algo encima con lo que dibujar. Después de invitarlo a una copa, le
pedí permiso para hacerle un retrato rápido de la cara con tinta roja. Cinco minutos es
mucho tiempo, pero él posa pacientemente.

En el momento de irme con toda la banda, el Gitano me aborda casi


ceremoniosamente y me autoriza a conservar su efigie. Respondí con torpeza:

—Pero no esperaba ningún favor, habría preferido pagarte por posar o hacerte otro
retrato si eso te hubiera servido de algo…

Él insistió, casi colérico:

—Solo acepto que me paguen por mi trabajo. Aquí, bebo. Y te repito que es mejor
para ti contar con mi permiso.

No me quedó más remedio que pedir otras dos copas. La Lune se había
desmoronado y roncaba sobre la mesa.

El sonido de la voz del Gitano, su acento apenas perceptible y la nitidez metálica de


sus palabras se han grabado en mi memoria.

Sé que los alemanes han empezado a hacer redadas entre los gitanos, incluso entre
los sedentarios. Me prometí que, si volvía a encontrarme con mi hombre, le advertiría
del riesgo que corría, y si podía lo aconsejaría o lo ayudaría. Hoy nos hemos encontrado
en el mercado des Carmes y he acompañado al barbudo hasta la calle de Bièvre. Por el
camino, aproveché para expresarle mis temores. Él se detuvo en seco y me miró
fijamente:
—¿Gitano? ¿Por qué me llamas así? Desde luego, yo no invento el vocabulario del
barrio… En cuanto a las redadas, deberías ver lo poco que les importo a los alemanes, a
los polis, y a todos los demás…

—¿No serás un chivato?

Como respuesta, soltó una carcajada franca y me dio un golpecito en el hombro.

—De todos modos, te agradezco que intentaras echarme una mano.

Cuando llegamos al bar de Paulette, la llamó «señora» y no «patrona», y pidió té.


Nunca se había visto algo así. Insistió en pagar una ronda. Un fenómeno. No sé qué me
llevó a hablar de mi viaje a Praga. Él conocía no solo esa ciudad, sino también Hungría,
Rumanía, Galatz y las bocas del Danubio. Sabía evocar, con un verdadero talento de
narrador, las gentes de aquellos parajes, sus costumbres, sus trabajos, el color de sus
ropas y la forma de sus casas.

Paulette, contraria a su costumbre, no se atrincheró detrás de la barra, sino que se


sentó con nosotros, dejó la toquilla que estaba tejiendo sobre la mesa y se puso a
escuchar con deleite las historias del barbudo. ¿Qué la impulsaría a contar la historia de
la gitana, del «gran viaje» y de las cien monedas?

El Gitano desplegó una sonrisa característica. Parecía que estuviera esperando ese
momento.

—Veamos si ha dicho la verdad… —dijo, empezando a barajar delante de la joven


una baraja de cartas extranjera, adornada con dibujos desconocidos por aquí—. Corte.

Paulette, siguiendo las indicaciones del barbudo, dispuso las cartas formando una
estrella, las volvió a mezclar, las invirtió, y volvió a hacer montoncitos:

—Ya está…

El Gitano parecía muy concentrado y dispuesto a no hablar a la ligera cuando


Valentin nos interrumpió. Las cartas seguían dispuestas sobre el mantel encerado.

En el rostro de Paulette, que parecía repentinamente exasperada, se podía leer una


decepción, un cansancio y un rencor que no perdonan.

Valentin tardó dos segundos en entenderlo todo. Palideció. Nunca lo había visto así:

—¡Esfúmate! ¡Lárgate de aquí!


El robusto Gitano recogió sus cartas y se levantó sin prisa, con mucha calma.

—¡Perdón! Yo soy una persona educada y no hago ningún daño.

Valentin estaba colérico:

—¡Largo! ¡Fuera!…

—Muy bien —farfulló con tosquedad el Gitano.

Ya en la acera, se volvió y dirigió una nueva sonrisa al enemigo, extraña y diferente.


Intenté hacer entrar en razón a Valentin:

—Ese tipo… estaba conmigo…

—Bueno, vale, hablemos de otra cosa…

El Gitano llegó al local de Pignol muy tarde. No tenía ganas de hablar. Solo pudimos
arrancarle estas inquietantes palabras:

—Ese amigo tuyo no debería haber hecho algo así… Nunca… Si él supiera…

Definitivamente, reprobaba la actitud de Valentin, y parecía afectado.

Séverin y yo nos fuimos, pensativos e inquietos.

Pues bien, el Gitano la ha armado bien. Al amanecer, se presentó en la calle de


Bièvre. Pidió un café solo, pero Valentin volvió a echarlo. Los traperos presentes, que
apenas conocen al barbudo —las gentes de la Maube y las de la Mouffe son enemigos—,
han dejado caer que un día cualquiera podría haber problemas. Valentin ha tenido que
acortar su paseo cotidiano por el puente de la Tournelle. Hace unos días recogió a un
perro hambriento. Un pastor de Beauce. Hoy el animal estaba atado en el mostrador,
cerca de un plato de comida abundante. Paulette cosía en silencio con el ceño fruncido.
Es obvio que está rumiando su venganza. Por mi parte, solo me he atrevido a decirle
cosas banales. Valentin, en un intento de relajar el ambiente, me hizo una broma insulsa
y se esforzó por reír. El vino tinto le supo agrio.

El Gitano, poco a poco, se ha ido desplazando de sector. Se acercó al muelle. Sus


colegas afirman que trabaja muy duro y que está recogiendo una cantidad asombrosa
de papeles, de trapos y de metal. Bebe menos que los demás. Nadie sabe dónde vive.
Muy probablemente, no demasiado lejos porque recorre la calle de Bièvre todas las
mañanas y, para desesperación de Valentin, se detiene delante de los cristales de su
local y lo mira fijamente, con una media sonrisa en los labios, lanzándole una amenaza
taimada cada vez más evidente.

Aquella mañana, el barbudo ya no aguantó más. Su audacia llegó tan lejos como
para intentar penetrar en el café. Valentin, que no esperaba otra cosa, soltó a su perro. El
pastor, feroz, franqueó de un salto la barra. Todos pensamos que se iba a lanzar, con los
colmillos fuera, sobre el barbudo. Pero se detuvo en seco. El Gitano lo tenía bajo control
sin borrar la sonrisa. Mostrar dos dedos de la mano derecha formando una V le había
bastado para detener el arrebato de la bestia. Entonces el Gitano empezó a musitar
palabras incomprensibles. El perro se echó a temblar. Retrocedió enseñándole los
dientes y cuando pensó que estaba fuera de alcance de un peligro impreciso, que solo él
conocía, huyó, corrió a protegerse en las piernas de su amo. El Gitano no insistió. Se fue
balanceándose.

Ahora el perro no deja de temblar. Se niega a comer. Hay que sacarlo a rastras a la
calle. Se escapa y vuelve a entrar a toda prisa. Se le caen matas de pelo. Valentin decidió
un día envolverlo en una manta y llevarlo en brazos, gimiendo, hasta el veterinario más
cercano. El especialista, el Doctor N., un hombre negro, es famoso por su ciencia
intuitiva, que nunca falla. Cuando Valentin le explicó la historia, él asintió y habló de un
«maleficio», con la cara de un hombre que sabe lo que se dice.

Todos los días, administra dos inyecciones al animal, que se ha quedado sin pelo y
está en los huesos. Pero sin apenas esperanza. Quiere que quede claro.

Se ha acabado. El perro ha recibido la inyección fatal.

Durante el tiempo que duró el tratamiento del perro, el Gitano no volvió a aparecer
por la calle de Bièvre. Las noches por fin se hicieron más cortas, el tiempo más suave…
y Valentin cada vez parecía más sombrío. En su interior crecía una cólera sorda. Todos
esperábamos que llegara el día en el que… y por fin, lo hizo.

El Gitano entró sin hacer ruido, mientras Valentin, que estaba ordenando las
botellas, le daba la espalda. Yo estaba en el fondo del local, al final de la barra.
Valentin se enfureció terriblemente. Profería injurias sin cesar: «Pedazo de… Especie
de…». Al final cogió una porra pesada.

El barbudo, siempre con su exasperante sonrisa, le apuntó con las manos, con ambas
esta vez, y formó dos uves horizontales con los dedos. También dijo más cosas…

Sí, se desencadenó una fuerza enorme, en flujos sucesivos, de las manos de aquel
hombre demoníaco, e inmovilizó a Valentin, que de pronto se quedó mudo como un
guiñapo.

El barbudo se echó una mano hacia atrás, abrió la puerta y cruzó el umbral de
espaldas, sin prisas. La maldad de su sonrisa se había acentuado.

Valentin, presa de un insuperable abatimiento, tuvo que acostarse. No se lo volvió a


ver en varios días. El barbudo aprovechó su ausencia para presentarse por la tarde a
echarle las cartas a Paulette. Nunca supimos qué le contó, pues no dejaba que nadie se
acercara. Y ella decía: «Es asunto mío».

Valentin ha vuelto a atender la barra. Está irreconocible. Ha adelgazado y su piel se


ha vuelto de color cerúleo. Tiene una mirada perdida y apagada. A menudo hay que
repetirle los pedidos. Ha empezado a tener tics. Se rasca entre los dedos. Paulette lo
observa imperturbable.

Valentin se está convirtiendo en un mono. Se rasca los sobacos, las ingles y todo el
cuerpo. Da asco a los clientes, a pesar de ser salvajes y estar acostumbrados a prácticas
más bien malsanas.

Solo van a verlo por curiosidad.

Al mismo tiempo, está perdiendo la razón. Es incapaz de acabar una frase. De


natural poco hablador, se lanza a dar discursos grandilocuentes y, después de unas
palabras, se queda callado.

Tiene las manos y el cuello en carne viva, con costras supurantes por todas partes.
Hemos tenido que obligarlo a ir al Hôtel-Dieu. Y de allí lo han enviado a toda prisa a
Saint-Louis. Nadie sabe dar un diagnóstico preciso sobre el tipo de lepra que devora su
piel. Su martirio —el de los desollados vivos— lo ha sumido en la furia y la locura.
Paulette ya solo abría el café por la tarde, y se negaba a servir a los clientes que le
disgustaban. Mientras tanto, un techo del edificio había empezado a hundirse y los
bomberos habían tenido que apuntalarlo.

Al holandés solo lo vimos dos veces. Era guapo y parecía joven a pesar de las canas.
Llevaba jersey, ropa ancha de ratina azul oscuro y gorro de marinero. Afirmaba ser el
dueño de una gabarra amarrada no lejos de allí, lo que nos hizo preguntarnos cómo
había conseguido entrar con la mayoría de los canales obstruidos.

Cuando estaba allí, Paulette solo tenía ojos para él. Según dicen, un día le propuso ir
a visitar su gabarra. Paulette echó a los presentes, cerró con llave y la deslizó en el
buzón.

Se fueron juntos hacia el Sena. Ninguno de nosotros volvió a verlos.

El edificio quedó a la buena de dios. Saquearon la habitación de Paulette y el café.


Por la noche, los vagabundos, que habían roto la puerta trasera, pasaban por el pasillo e
invadían el café, donde dormían unos encima de otros.

Se produjo otro desprendimiento mucho más grave. Tuvieron que intervenir los
servicios de emergencias de la ciudad y se decidió que había que evacuar el inmueble
urgentemente. Hubo que llamar a la policía para expulsar a una retahíla de vagabundos
que se quejaban y vociferaban arrastrando con ellos a la chiquillería y el petate.
Tapiaron las salidas.

Tiempo después, llegó un arquitecto. Examinó los daños y tomó muestras de los
materiales. Supimos entonces que las piedras de la casa padecían una verdadera
enfermedad: una especie de hongo las había invadido y las estaba devorando. Las
piedras se estaban convirtiendo en polvo como el yeso mal hecho. Y la «enfermedad»,
además, parecía contagiosa y podía ser una amenaza para los otros edificios. Por tanto,
había que demoler el edificio inmediatamente.

Todas las mañanas, el Gitano pasa por delante de la casa y se detiene un momento.

Empezó la obra un equipo de obreros franceses. Desde el piso superior, montaron


una especie de barra de seguridad con tablones y apuntalaron la fachada.

Empezaron a arreglar el techo, o lo que quedaba de él. Pero, claro, como todo ese
trabajo da mucha sed, cada cuarto de hora, nuestros muchachos iban a tomarse una
copa a un sitio y luego a otro: al Vieux Palais, al local de Dumont, al de Bébert. Los
dueños de los diferentes bares y los habituales no dudaron en contarles con pelos y
señales el asunto del Gitano, del perro enfermo y maldito, la historia de cómo Valentin
cogió la lepra y se volvió loco y la de la desaparición de Paulette. A un obrero de la
construcción no le gustan las historias que le dan dolores de cabeza.

Apenas habían empezado con el segundo piso cuando los seis hombres, incluido el
jefe de obra, empezaron a notar en las manos, en los sobacos y en las ingles picores
extraños.

Al poco tiempo, todos habían encontrado razones de peso para romper el contrato
que los ligaba con la empresa municipal de obras. Y la casa quedó abandonada: nadie
quería picar aquellas piedras malditas.

Las lluvias primaverales transformaron las escaleras en cascadas y los techos en


cataratas. La casa amenazaba con derrumbarse sobre la calle en cualquier momento.

No sé cómo los alemanes se enteraron del asunto, pero fue una cuadrilla de polacos,
a los que trajeron en camiones a pie de obra desde las minas del norte, bajo la vigilancia
de dos feldgrau[7] armados, la que arrasó con todo en dos días.

Mientras tanto, iban recogiendo los escombros…

Ahora todo está limpio y el terreno nivelado. El Gitano va cada mañana, a eso de las
once, cargado con sacos. Pausadamente, se instala sobre una caja, en medio del
terraplén, y organiza la mercancía que después entrega a los maestros traperos: restos
de lana, pedazos de otros tejidos, papeles, metal, huesos antiguos y desechos de todo
tipo.

Por fin el barbudo muestra la sonrisa de sus días buenos. Está en terreno
conquistado.
Capítulo 4

Los antiguos comprendieron

la omnipotencia del fondo de las cosas.

PASTEUR

La aventura, seguida paso a paso, vivida hora a hora, de la casa que ya no existe no
es suficiente para bosquejar el retrato de todo este periodo. Desde mi huida, no podía
librarme de la influencia intermitente de un inmenso cansancio que, de vez en cuando,
bruscamente y sin avisar, me paralizaba las piernas y me abatía hasta el punto de
pensar que me iba a caer redondo allí mismo.

Pedí consejo a Cyril. Me recomendó como solución el sueño:

—Es la única solución. En cuanto sientas que desfalleces, procura tumbarte en un


sitio calentito y dormirte. Pero ten cuidado: si estás tan débil, no te puedes dormir en
cualquier sitio. Busca un sitio seguro donde estés a tu gusto, allí estarás a salvo. Procura
aguantar despierto hasta llegar allí. Es muy importante.

Tiene razón. Siguiendo sus indicaciones, he cambiado la orientación de la cama de


mi habitación cinco o seis veces. Ahora que está perpendicular, cerca de la ventana, me
siento seguro y tranquilo. Lo que decía Cyril se puede verificar fácilmente.

Cyril no es el único que ha contribuido a mejorar mi educación. Varias personas me


han enseñado que existe en el orden profundo de las cosas un humor en potencia que
responde a exigencias paradójicas. ¿Reírse es propio del hombre? Quizás. Pero el
acontecimiento que nos hace reír, el objeto de la broma, pertenece a toda la creación,
desde la ameba hasta el cristal. En suma, no hay que tomarse nada demasiado en serio.

EL APODO DE ALFOPHONSE

Al recibir la misiva en la que lo convocaban a cumplir con sus obligaciones militares,


el hombre al que llamaban Borjois se dio cuenta de que su nombre era Alfophonse. Han
leído bien: efeopehacheoene. Se lo explicó bromeando a sus compañeros, que se
partieron de la risa, evidentemente, y Alfophonse inició en el acto la necesaria
investigación. Ahora pretende proclamar el resultado en el argot que conoce mejor que
nadie. Porque Alfophonse es un purista: es un chico de la Glacière, y allí las tradiciones
siguen muy vivas.

—Verás, cuando mi madre me parió, tenía tres hermanas mayores. «Por fin, un
niño», dijo mi viejo. (En este punto prefiero pasar por alto los detalles fisiológicos que,
en francés correcto, pierden gracia). Coincidió que mi tío, el hermano de mi madre, que,
no te lo he dicho antes, pero trabajaba en el ayuntamiento del barrio, llevaba el registro
de nacimientos. Su cuñado fue a verlo y le dijo: «¡Eh! Gus, ¡qué tal! ¡traigo noticias! ¡Tu
hermana me ha dado un chaval hecho y derecho, con sus huevos y su pilila!». «Oye,
Albert —dice mi tío—, cuando eso le pasa al príncipe de Gales, el rey de los Ingleses
ordena que disparen veintiuna salvas con un solo cañón. ¡Pues nosotros nos vamos a
echar veintiún tragos por el gaznate! ¡Y mejor pronto que tarde!». Y así los dos cuñados
se van a engullir veintiuna copas de vino peleón, sin perdonar ni una. Al volver, iban
dando tumbos. Entonces, mi tío coge su portaplumas para inscribirme en el Registro.
«Todavía faltan cosas por hacer, habrá que pensar un nombre». El padre se estruja los
sesos, pero no se le ocurre nada. Y después dice: «¿Te acuerdas del abuelo, eh, Gus? ¿Te
acuerdas o qué? Se llamaba Alphonse. ¿Te acuerdas ahora? ¡Pues nuestro chiquillo se va
a llamar así, como el abuelo!». Menuda imagen más tierna. Imagínatelos a los dos
gimoteando y mi tío, mientras se sorbe los mocos, empieza a escribir: «A-l-f-o…». «¡Qué
te equivocas! —interviene el padre—, ¡pe hache!». «¿Qué dices de pe hache?». «¡A-l-p-
h!». «¡Mierda! Pues en el registro no se pueden hacer cambios ni pagando. ¡Es ilegal!».
No se podía cambiar mi nombre, y así acabé llamándome Alfophonse…

El nombre de Alfophonse lo hizo famoso en el regimiento y después entre sus


compañeros de trabajo. Acabó pensando que llevaba escrito el nombre en la cara.
Ahora, cuando conoce a alguien nuevo, se ríe. Aunque otros se excusarían. Tiene una
risa franca y comunicativa, contagiosa. Tendrá una vida larga e hilarante hasta el último
segundo.

LA MUY LAMENTABLE AVENTURA DE THÉOPHILE TRIGOU

El bendito de Théophile se decidió a hacerme confidencias un día. Ahora sé a qué


atenerme con él.

Hace casi veinticinco años, el joven bachiller Théophile, originario de Rennes,


manifestó un interés profundo por los estudios literarios clásicos y una inclinación
irresistible hacia la vida eclesiástica. Su familia tuvo que resignarse a dejarlo entrar en el
seminario. En ese momento, visitó París por primera vez, cuando hacía un peregrinaje a
Notre-Dame. Le cogió el gusto a vagar por los barrios bajos que rodean la Cité, y su
encanto ambiguo lo sedujo inmediatamente. Meses más tarde, volvió a la gran ciudad,
todavía como estudiante de teología, pero en esta ocasión para quedarse cerca de la
calle Saint-Jacques, no lejos del lugar donde había vivido tiempo atrás otro estudiante:
François de Montcorbier, al que nosotros llamamos Villon.

Su temperamento debía de ser el de un misionario o predicador. Porque no pasaba


una semana sin que se viera a aquel joven, vestido de manera severa y tocado con una
boina, paseando por los alrededores de la plaza Maubert. Conocía los nombres de los
autóctonos menos atractivos y sabía ganarse su confianza para que le contaran sus
miserias y las historias más inconfesables. Recolectores de colillas, ladrones y mendigos
no tenían secretos para aquel a quien ellos llamaban cariñosamente el «Padre novato».

Al cabo del tiempo, Théophile se animó a entrar en cualquier antro y a mezclarse


todavía más con la canallesca. Tenía predilección por los mendigos que, bajo su costra
de sudor apestoso y negruzco, demostraban haber adquirido cierta cultura «en los
tiempos de su alocada juventud», y estos, a su vez, se sentían en cierto modo orgullosos
de su amistad.

Poco a poco y solapadamente, el barrio echó raíces en su vida. Aquel sector, piedras
y personas, decidió quedárselo para siempre, aunque el precio que se pagó para que
esta conjura de vagos deseos tuviera éxito fue elevado. Esto es lo que ocurrió.

Ordenaron a Trigou sacerdote, pero no tuvo que abandonar la capital. El joven cura
se convirtió en profesor de francés y de latín en una institución religiosa, bastante
conocida, de Auteuil. Pasó algunos años tranquilos; Théophile cumplía
satisfactoriamente con su tarea de pedagogo y educador. Todos los domingos de
verano, respetaba los designios del Señor tomándose un descanso. A menudo, iba solo a
las afueras de París, a una región boscosa: y allí, como un San Francisco de Asís
moderno, se entregaba a piadosas lecturas y meditaba en la soledad silvestre amenizada
por cantos de pájaros.

Un domingo de agosto en el que el calor era más asfixiante que de costumbre, el


joven sacerdote fue al bosque de Fontainebleau.

Después de una larga caminata, y sintiéndose ya un poco cansado, se sentó sobre un


montículo, que parecía estar allí expresamente para eso, junto a un árbol. Se quedó
dormido un buen rato. Cuando se despertó, notó extraños picores en las caderas.
Entonces, se dio cuenta de que tenía el tiempo justo para llegar a la estación y subir al
tren. Durante el camino de regreso, los picores, que se habían extendido por toda la
parte inferior de su cuerpo, aumentaron hasta hacerse insoportables. No obstante, como
tenía poco tiempo y estaba acostumbrado a mortificaciones dolorosas, aunque fueran
espirituales, no se preocupó hasta que estuvo en el interior del vagón de cuál podía ser
la causa de esa comezón.

El tren estaba compuesto por viejos vagones de madera, como los trenes carreta de
provincias, y no había pasillos. El cura estaba solo en su compartimento. Enseguida
averiguó el origen del providencial —y mullido— montículo sobre el que se había
sentado tan imprudentemente: era un hormiguero gigantesco. Los insectos campaban a
sus anchas por su pantalón y su ropa interior, y se habían vuelto feroces al estar lejos de
su madriguera. El cura decidió que debía ocuparse en aquel momento, entre dos
estaciones, del asunto más urgente: se desabrochó la sotana, se quitó el pantalón y los
calzoncillos, y los sacudió por la ventana. En un momento del trayecto, el tren tomó una
curva, y el cura, consternado, vio cómo un golpe de viento arrollador le arrancó las
ropas de las manos. Entonces, el tren se detuvo…

En el andén, cargadas con flores del campo y canturreando pausadas melodías,


esperaban unas cincuenta jovencitas puras, internas de un orfanato muy cristiano,
acompañadas por una religiosa.

Théophile, que ante la inminencia del peligro estaba fuera de sí, solo tuvo tiempo
para precipitarse bajo la banqueta: una parte del cándido grupo entró en el
compartimento y el tren volvió a ponerse en marcha.

La agitación, la polvareda y los ramos que sacudían las niñas eran un suplicio para
nuestro desgraciado cura: no pudo evitar estornudar en las pantorrillas de una
jovencita, que empezó a lanzar sin parar gritos estridentes. Haciendo acopio de una
valentía piadosa, la religiosa acompañante se atrevió a inclinarse: y ante sus narices, se
encontró con un par de nalgas avergonzadas, lo que para ella fue una aparición
satánica. Se desmayó mientras las chicas daban la señal de alarma. El convoy se detuvo
en pleno campo, mientras los gritos de pánico se propagaban de vagón en vagón. El
mecánico, el conductor y el controlador se apresuraron a acudir al lugar y, a duras
penas, sacaron de debajo de su banqueta a Théophile, más muerto que vivo. De pie en
el balasto, tuvo que aguantar multitud de afrentas, injurias y calumnias a las que no
podía responder, ya que solo podía preocuparse por bajarse los faldones (demasiado
cortos) de su camisa, que revoloteaban a causa de una brisa vespertina.

Entregaron al sátiro —así lo calificaron de inmediato— a dos empleados de la


Compañía que lo condujeron a pie hasta la caseta del guardabarrera más cercana, que
estaba a varios kilómetros.
Desde allí, llamaron a los gendarmes. Théophile tuvo verdaderos apuros para
demostrar su buena fe. Durmió en el talego y hasta la mañana siguiente no encontraron
sus ropas esparcidas sobre el talud. En Auteuil tuvo que dar una explicación
embarazosa sin atreverse a revelar la verdadera causa de su desventura, y por primera
vez mintió a sus superiores.

En los días siguientes, el informe de los gendarmes cayó en manos de la prensa local,
y se hizo eco del incidente. El Progrès de Seine-et-Marne, un folleto anticlerical, le dedicó
todo tipo de sarcasmos tanto espirituales como irónicos, mientras que el Indépendant, un
semanario bienpensante, lamentaba este acontecimiento y la falta de caridad que
demostraba el cofrade. No hizo falta más para que un periodista parisino, M. de La
Fouchardière, aprovechara la oportunidad y diera rienda suelta a su verbo mordaz.
Tanto unos como otros habían mencionado el nombre de Théophile Trigou… y así fue
cómo nuestro cura se vio, de la noche a la mañana, despedido sin miramientos de la
institución que constituía su ganapán. Además, había sufrido un choque moral tan
violento que no pudo superarlo.

No quiere hablar de la vida que llevó los meses siguientes; pero volvieron a verlo
enseguida en el barrio de Maubert, y también por los alrededores de los liceos de
Charlemagne, de Henri-IV y de Saint-Louis. Se ha dejado crecer la barba. Va vestido con
una chaqueta cubierta de porquería, lleva pechera y cuello, pero casi nunca camisa. Por
unos tragos o alguna moneda presta ayuda a colegiales y estudiantes con sus ejercicios
de versificación y de traducción latinas. Lo llaman el «doctor» o el «profesor». Acepta
su suerte con filosofía…

Paralelamente a lo que ocurrió en la calle de Bièvre, otra casa de París se volatilizó.


La prensa acaba de informar de ello. Un hombre de Lille, zona prohibida, propietario de
un edificio parisino en la calle Labrouste, había puesto en venta su casa. Se trataba de
un viejo hotel en ruinas, cuyos habitantes habían abandonado hacía mucho.

Un veterinario establecido en la zona sur se interesó por el inmueble, donde pensaba


instalar una clínica para perros después de la guerra. Un notario de París realizó la
transacción, pero cuando un subalterno del perito o de un experto en tasaciones se
presentó en el lugar, no encontró ningún edificio.

Ni rastro. Había desaparecido, se había evaporado. Solo quedaba un terreno baldío


al que los niños iban a jugar a la pelota y a mear en los cascotes. Se ha puesto una
denuncia por «desaparición de edificio». Y los periodicuchos han publicado la historia
con pelos y señales, acompañada de grandes fotos en las que no se ve nada, porque son
de la zona de la casa desaparecida. Incluso los cantantes populares aprovechan la
ocasión y le sacan jugo. Mientras tanto, Bizinque se desternilla de risa. Se pasa las
noches recortando y clasificando los artículos que relatan su hazaña.

Aquí todo el mundo lo sabe desde hace cuatro meses. Bizinque, y solo él, es quien ha
levantado el techo, quien ha desatornillado los grifos y quien ha arrancado las tuberías
del gas. Cuando acabó, se puso manos a la obra con la madera y la estructura del
edificio. Nunca lo ha ocultado y nos ha invitado a unos buenos tragos. Vergnolle, el
arquitecto, no cree que lleguen a pedirle cuentas. Así que mejor para todos.

LAS RODILLAS DE LA MALA SUERTE

Ayer Bizinque nos trajo a un extraño tipo al que apenas conocía. Se trata del señor
Casquete. El señor Casquete es funcionario de pompas fúnebres. No ha llegado a ser
director a pesar de sus veinticuatro años de buenos y leales servicios. Su medalla militar
y su gusto por las cosas «bien hechas» deberían de haberle procurado un ascenso más
rápido. Pero tiene un doble problema: su inteligencia más bien… mediocre, y su aspecto
físico. Pequeño y fornido, posee un cráneo extrañamente plano y grande.

En los años 20, tuvieron que hacerle a medida su gorra reglamentaria. Este
contratiempo con el uniforme requirió la petición de muchas «opiniones favorables» y
autorizaciones de diferentes niveles. En el boletín municipal, la rúbrica de un alto
funcionario de la ciudad, ministro después, ratificó el derecho de la administración, por
un voto solemne, de dotar al señor Casquete de un gorro diferente al ordinario. El
apodo pervivió, y él mismo ha llegado a olvidarse de su propio nombre.

Como nunca ha conseguido ascender, sigue ejerciendo su «arte» en el distrito V y


cumple con naturalidad las obligaciones más repulsivas. Por la noche, hasta hace poco,
tenía la costumbre de jugar a la belote[8], en la calle Monge, con unos tranquilos amigos.

No obstante, el señor Casquete es receloso. En cierta ocasión, uno de sus


compañeros de cartas hizo trampas bromeando. El señor Casquete se lo tomó bastante
mal. Después de un intercambio de opiniones un poco subidas de tono, tiró sus cartas y
se fue, farfullando: «Burlaos de mí mientras podáis… ¡que os enterraré a los tres!…».

A la mañana siguiente, el asunto quedó olvidado… pero los tres comensales del
enterrador, personas mayores, perdieron la vida en un tiempo récord, y el penoso deber
de sepultarlos recayó sobre su amigo. Los habituales del pequeño café tuvieron el mal
gusto de recordarle sus palabras y de insinuar pérfidamente que les había echado un
mal de ojo.
De hecho, durante todo el invierno pasado, llevó bajo tierra a tantas personas
conocidas que su entorno quedó consternado. Ahora evitan hablar en su presencia de
enfermos o de ancianos muy débiles.

Incluso dicen por lo bajo que el señor Casquete, un hombre valiente y fuerte, es el
instrumento inconsciente e involuntario del destino, y que vehicula efluvios funestos.
La gente se muestra cobarde ante lo desconocido. Sus amigos de siempre han acabado
por apartarse de él: lo rodea semejante clima de desconfianza y de silencio temeroso
que se vuelve neurasténico y se refugia en la bebida.

EL VIEJO DE DESPUÉS DE MEDIANOCHE

Los irlandeses dibujaron su propio mapa del Viejo París. El doctor Garret me lo
enseñó. Tengo ganas de hacer lo mismo y dibujar un itinerario muy particular, el de las
«calles con leyenda», que no necesariamente son las más antiguas. En algunas zonas de
la ciudad, hay lugares donde solo lo eterno tiene cabida. Las personas sencillas que los
frecuentan son las últimas en saber qué tipo de perennidad representan. Algunas de
ellas solo son puros fenómenos de supervivencia.

En el local de Pignol, por ejemplo, hay noches en las que vivimos lo que yo llamo la
hora mágica. Para mí, esa expresión está cargada de significado: la utilizo en muy raras
ocasiones. Desconfío. Pero sé por qué la he escrito aquí.

Generalmente, a la mañana siguiente de un día oscuro recibimos una mala noticia:


una muerte lejana o el arresto de un amigo. Se trata de una verdadera ósmosis de
nuestras penas. Todos sufrimos intensamente, concienzudamente, como para aliviar al
principal interesado. Y solo hablamos de malas noticias para intentar atenuar, edulcorar
y encontrar las posibles repercusiones. Nuestros silencios están hechos de una cólera
sorda. Sin embargo, siempre ocurre algún imprevisto que reestablece el ambiente
desplazando y transformando el mapa de nuestras preocupaciones. A menudo la
conversación, lánguida al principio, gira alrededor de un personaje mítico, un ser
anodino, un fantasma que todo el mundo dice haber conocido, pero del que desconozco
si existe verdaderamente como tú y como yo, o bien forma parte de la alucinante fábula
que rodea a la ciudad y que a veces toma posesión de ella perturbando los espíritus de
todos los noctámbulos. Se trata del «Viejo de después de Medianoche».

En este recodo de la capital oculto y secreto, son muchos los bares en los que la vida
nocturna alcanza su punto álgido entre la medianoche y las cinco de la mañana,
mientras dura el toque de queda. Además del grupo de bohemios cuyo centro y
animador soy en parte yo, los vagabundos y los traperos al por mayor son quienes
pueblan estas horas salvajes, en las que los postigos de las ventanas ya están cerrados,
los cerrojos echados, el gaznate húmedo y el oído, al acecho. Según una tradición, cuyos
fundamentos todavía no he tenido la suerte de verificar, cuando personas de opiniones
opuestas llegan a un punto muerto en una discusión, ya sea sobre operaciones militares,
trapicheos en el mercado negro o sobre los precios de compra de metales no ferrosos, el
Viejo aparece sin que nadie lo vea entrar. Sentado, encogido en una esquina sombría,
con su alto bastón de peregrino, aporta su granito de arena y en dos palabras cierra el
pico a quien exagera o a quien se equivoca.

El Viejo no se muestra ante cualquiera. De todos modos, nadie lo ha visto antes de


medianoche, y solo en una zona: en el bar de Pignol, en el Quatre-Fesses, en el Trois
Mailletz o en el de Dumont. Siente un malvado placer entrando o desapareciendo
cuando todo el mundo está distraído. Anuncia su presencia con una risita, una especie
de cloqueo, o bien con unas palabras —una verdad—, las más oportunas e imposibles
de contradecir. A menudo, cuando hay que solventar un litigio, le consultan, pero solo
responde cuando ambas partes están presentes. Y su palabra se considera una sentencia
inapelable. La «Verdad del buen dios», dicen las ancianas: la Salagnac, la Georgette, o
Thérèse…

El Viejo es bueno. Él se encargó de reconciliar a Edouard y a Bébert, dos traperos


enfadados a muerte a causa de una historia de encubrimiento, de la que ninguno era
culpable. También fue él quien consiguió que los Graillot hicieran las paces, a pesar de
las calumnias que habían proferido contra la Graillotte. Mandó alejar en el momento
adecuado a la pequeña por unas paperas, y se dio cuenta de que Zouzou, la hija de
Solange, tenía escarlatina…

Todas estas historias me las contó Pignolette, pues parece que profesa una extraña
devoción hacia el Viejo. Le cambia la voz al hablar de él, casi parece que le tiembla un
poco. Yo no sé ni qué responder, ni qué pensar. Vivo en un mundo de magia.

LAS RODILLAS DE LA MALA SUERTE

Catorce metros de largo, ciento treinta kilos. Tales son los récords que baten
respectivamente en el café Guignard, esquina de la calle Dante, la barra y el patrón. Ese
coloso posee una nariz enorme y aquilina. Es inevitable que te recuerde los mascarones
del Pont-Neuf. Sobre todo sus cejas, oscuras y pobladas, confieren al rostro un poder a
la vez nervioso y masivo, que contrasta con los mofletes.

No me gusta especialmente lo sórdido, y no creo que lo que me llevó hasta allí esa
tarde tórrida fuera el tufo a sudor, a bebida tibia y amarga, o a orina estancada. El señor
Casquete bebía calmadamente a sorbitos de una copa. Lo invité a brindar. Mi presencia
pareció agradarle. Tal vez le procurara cierto alivio. Todo el mundo se había reunido en
una parte de la sala, a la derecha. Una risa abyecta, histérica, una risa de animales había
poseído a aquel magma humano, y hombros y jorobas se movían siguiendo la misma
cadencia pesada. Más allá del amontonamiento convulso de torsos, se distinguían
fragmentos de una pelea: dos voces agudas intercambiaban en un lenguaje que no
podría ser más colorido injurias que sería inútil e inapropiado reproducir aquí.

Me sobrepuse a mi sentimiento de indiferencia asqueada y conseguí, seguido del


señor Casquete, acercarme al espectáculo, que valía la pena.

Había un hombre rubio de pie, un poco inclinado hacia delante, con las manos
apoyadas en los respaldos de dos sillas. Llevaba el pantalón arremangado por encima
de las rodillas, y en ellas, había unos tatuajes: eran dos rostros, dos retratos que
pretendían parecerse a sus modelos. A la derecha, un hombre con bigote, chato, con
cejas espesas. A la izquierda, una mujer con el aspecto de una pepona, con pestañas
muy largas, unos ojos exageradamente pintados y labios gruesos. El hombre contraía
los músculos y hacía trabajar a sus tendones; sus rótulas bailaban y toda aquella
crispación parecía insuflar vida a las dos caras enemigas. Porque las rodillas se
hablaban en un francés atormentado, mezclado con lengua sabir, palabras desconocidas
y frases innobles: el hombre hacía voces y la escena destilaba un humor tan negro que
sentí una fuerte angustia. El señor Casquete contemplaba el espectáculo sin rechistar.
Desde luego, ha visto ya muchas cosas.

Cansado, el hombre se detuvo para respirar, mientas la multitud balante se concedía


cierto respiro. El hombre engulló una tras otra cuatro copas de licor, a las que el
generoso público lo había invitado. Se disponía a retomar su exhibición, cuando entró
una pareja. Debían de rondar la cincuentena y estaban famélicos, cansados y arrugados.
No obstante, no eran exactamente vagabundos. Él cargaba con un «vestido», una tela
negra enrollada como las que llevan los pintores o algunos jornaleros. La mujer
arrastraba una maleta. La desesperanza y un inmenso cansancio se marcaban en sus
rasgos.

En presencia del hombre de las rodillas tatuadas, se quedaron quietos. Petrificados.


Se hizo un silencio total durante un segundo. Los más borrachos y obtusos de los
vagabundos presentes debieron de quedarse en estado de shock. La risa de las mujeres
medio borrachas cambió de tono y de color. Nadie se atrevía ni a respirar. Había tres
miradas que se enfrentaban. Venían de otro universo, uno en el que el odio, y solo el
odio, es la fuente de energía.

El hombre de los tatuajes en las rodillas se movió el primero: se arregló la ropa, llegó
a la puerta y el sol lo engulló. La pareja, muy lentamente, se acercó a la barra. Pidieron
ron y se cruzaron unas palabras fugitivas en una lengua que no pude comprender.
—Vámonos, esto apesta a desgracia —dijo el señor Casquete.

Por la noche estábamos en el Quatre-Fesses[9], un bar que debe su nombre a que lo


regentan dos damas que, ya de vuelta en la vida, tras no haber sentido en sus
numerosos contactos con sus muy numerosos compañeros varones más que alegrías
incompletas, «se apañan» entre ellas, cosa en la que no vemos ningún inconveniente.

Llevé allí al señor Casquete para intentar que se olvidara de sus preocupaciones, y le
pedí a Cyril que se uniera a nosotros. Me resultaba imposible «digerir» la escena del
hombre con las rodillas tatuadas, y sobre todo, la de la entrada de la pareja. Me
atormentaba y necesitaba una explicación. Se lo expliqué todo a Cyril, que apenas se
mostró sorprendido. Cuando le expliqué la escena que acababa de presenciar, Cyril bajó
la cabeza y murmuró:

—Pobre, pobre viejo… Señor Casquete, más le hubiera valido estar en otra parte…

El enterrador se revolvió:

—Pero si no tengo nada que ver con lo que ha pasado… Además, no ha ocurrido
ninguna desgracia…

Cyril reflexionó y sopesando sus palabras dijo:

—… Nada que ver. Por supuesto, se ha convencido de ello. Usted no ha tenido nada
que ver. Y, evidentemente, tampoco sabe nada de lo que va a pasar ahora, está fuera de
su alcance y no puede intervenir, ¿verdad, señor Casquete?

El otro abría sus ojos como platos, como si le hablaran en hebreo.

Con discreción, le pregunté a Cyril:

—¿Quién es ese pobre viejo del que te compadecías hace un momento?

—Pues, Vladimir, por supuesto.

—¿?

—Pues… el… —se señaló las rodillas.

—¿Lo conoces?

—Sí, y demasiado.
En Marsella, en 1919, el joven sargento ucraniano Vladimir Ilin, que había
combatido en los Balcanes en el bando de las tropas aliadas, no tenía ni dinero ni
trabajo. Había desertado de su unidad, acantonada entonces en Corfú y a punto de ser
repatriada. La situación legal de Vladimir era tan precaria como su presupuesto… Por
otro lado, la perspectiva de volver a su país, demasiado plano y monótono para su
gusto —solo hablamos de la topografía— no seducía a su espíritu sediento de
aventuras, aficionado a cierto exotismo y definitivamente unido a los habitantes de la
Europa occidental. Intentar llegar a París con el estómago vacío y acabar trabajando
como enterrador en las trincheras de Argonne o cumpliendo trabajos forzados en las
regiones devastadas para evitar que lo devolvieran a una frontera todavía mal
delimitada tampoco le parecía nada atractivo. No tenía elección…

Así llegó al fuerte de Saint-Jean y se encontró bajo la protección del banderín rojo y
verde del 2.º batallón del enésimo regimiento de la Legión extranjera… donde Cyril,
que entonces se llamaba Pétrovich, era furriel.

Vladimir se enroló para cinco años. Se habituó sin dificultad al régimen de disciplina
extremadamente estricta de su nueva formación. Así que, cuando el regimiento se
embarcó con destino a África, Vladimir ya se había forjado sólidas amistades. Además,
la estima de sus jefes directos le valió numerosos favores, en particular una mayor
libertad en sus idas y venidas… pues no hay duda de que el derecho a realizar un
periplo de trescientos metros puede ser más precioso que dar la vuelta al mundo con
una brida en el cuello.

En Sidi-bel-Abbès, Vladimir selló un pacto de «hermanos de sangre» con uno de sus


compañeros. Un búlgaro muy joven en el que se había fijado desde Marsella, y al que
apreciaba no solo por su «gran valor»… sino porque era un chico decente y con palabra.
El búlgaro tenía una historia extraña a sus espaldas. Francotirador aliado de los
comitadjis serbios, fue apresado por el 175.º francés de infantería (en este momento,
aguzo el oído para escuchar el relato de Cyril), en Monastir, eso es, en Monastir… y si
no hubiera sido prácticamente un niño…

En ese momento, estallo:

—Lo habrían pasado a cuchillo, por supuesto. Cyril, te puedo contar el resto. El 175.º
lo adoptó. Lo trataban como si fuera su mascota. El chico llegó a ser ordenanza de un
oficial…

—Sí —dijo Cyril, un poco apagado, con gesto más consternado que sorprendido.
—¡Pues bien, el oficial era mi tío! Y tu chico acabó su campaña como ayudante de
cocina.

—Sí, sí, eso es…

—El cocinero, escúchame atentamente, era mi padre. Desde 1920 o 1921, oigo contar
la historia en mi casa. Tu búlgaro volvió a Francia con el batallón expedicionario de los
Dardanelos. En Marsella, se comprometió… Ahora recuerdo su nombre: Boris… Boris
Kazalik.

—Evidentemente, así es, por supuesto —acertaba a decir Cyril, prácticamente


desmoronado—, ¿pero cómo sabes tú todo eso?

—No te rompas la cabeza. Mi padre y mi tío estuvieron juntos en Oriente. Es normal


que sepa la historia… Me parece más bien divertido. Nada grave…

—¡Oh! Pero sí lo es —dijo alguien.

Y esas palabras sobresaltaron a todos los presentes. Era el Viejo.

Acababa de dar la medianoche. Olga, la dueña, acababa de cerrar los postigos de las
ventanas por fuera. Ahora, tapaba los cristales, desde el interior. En la caja, la
propietaria de las nalgas número 3 y número 4 hacía cuentas.

El Viejo. No habíamos ni reparado, ni notado su presencia. Se acariciaba la barba, en


su rincón oscuro, contento de haber provocado esa pequeña sorpresa. Lo que me
sorprendió más es que, una vez pasado el primer segundo de emoción, nadie parecía
tan sorprendido.

Me lo habían descrito varias veces tal y como ahora lo veía: menudo, barbudo,
greñudo, con su capa oscura y su largo bastón, sus grandes y bonitas manos, piernas
cortas y deformes, embutidas por cordones de los tobillos a las rodillas, su voz de
pajarillo enfermo y su aspecto a la vez bondadoso y malicioso.

En realidad, no creía en su existencia, así que no sé si en ese momento me sentí


decepcionado o encantado. Quizás ambas cosas. Tal vez habría preferido que fuera una
leyenda, encantadora por otra parte, que hubiera ido tomando forma en la imaginación
de las personas, y detectar en esas personas un síntoma clave: que todas tuvieran
recuerdos no adquiridos de un hecho cuya veracidad no pudiera comprobarse. Por
primera vez, había podido vivir un acontecimiento insólito exterior a mí, y el
sobrecogimiento, el hipo y el vértigo tan esperados y deseados no se habían presentado.
Mis órganos autónomos, aquellos cuyos reflejos no puedo controlar, que me dirigen,
que gestionaban mi terror inmenso bajo la lluvia de Stukas cayendo en picado, habían
dicho amén. El señor Ojo, la señora Oreja, los señores Nervios, y los señores Testículos
estaban tan tranquilos e impávidos como los compañeros allí presentes: Edmond,
Bucaille, el viejo Casquete, y el propio Cyril… A todo el mundo le parecía natural. El
Viejo de después de Medianoche y todo lo fantástico que representa no era poca cosa, y
sin embargo… no podía haber entrado: ni por la puerta del pasillo, ni por la del sótano,
porque no habíamos apartado la vista o apenas; ni por la calle, Olga había echado el
cierre a las once. Tampoco había tragaluz. Era una idiotez pensar que se hubiera podido
esconder en una esquina antes de nuestra llegada. Una tontería. En fin, así eran las
cosas.

El Viejo no habló inmediatamente. Tranquilamente dejó a Cyril contar la historia de


las rodillas.

En Bel-Abbès y otros lugares, los legionarios Boris y Vladimir ofrecieron a sus


camaradas el ejemplo más reconfortante de amistad pura, reconfortante y protectora. Si
uno manifestaba el deseo de tener algo, el otro sentía que tenía el deber inmediato de
conseguirlo. Nuestros muchachos se enfrentaron con éxito a la dura vida en el norte de
África, a la construcción de carreteras incandescentes bajo el azote de la arena agitada
por un viento del fin del mundo (una prueba de la que el cuerpo se recupera solo para
tener que vencer la noche helada) y a muchas otras circunstancias adversas. Y las
afrontaron con total conocimiento de causa, sin subestimar su pérfida hostilidad, cada
vez con menos fuerzas, pero también más cerca de la conquista de sí mismos. Y más
unidos. Tenían ese tipo de amistad que se recibe sin tener que buscarla.

Cyril lo sabía todo. Era el único confidente posible de los dos «hermanos de sangre»,
porque no era celoso y no daba crédito a las sospechas de que algo turbio ocurría, por la
simple razón de que no ocurría nada más aparte de lo que se acaba de explicar.

El batallón fue asignado a un nuevo destino. Es monstruoso afirmar aquí que, al


final de la guerra, se puede aprender una lección o sacar conclusiones de todo menos de
la masacre. Todo el mundo se olvida enseguida de los muertos. Pero es asombroso, y
feliz, cómo nos ganan en este punto.

Lo importante son las migraciones. El batallón fue asignado a un nuevo destino.


Desde hace un siglo las palabras «miles» o «millones» de muertos, y las palabras
«derrota» y «victoria» han perdido cualquier significado y no tienen ninguna
importancia.

El batallón fue asignado a un nuevo destino. Una guerra es una mezcla inaudita, un
monstruo que va mucho más allá del horror y de su contrario, mucho más coherente y
estético y lógico y necesario que algunos de esos adornos que tenemos en las fuentes, un
monstruo que se traga la baba y lanza su espuma a lo lejos. Y el batallón se ocupaba de
la espuma.

Por aquel entonces, grupos heterogéneos que se llamaban pomposamente


«expediciones», incluso «misiones científicas», exploraban del sur de Orán al sur de
Alger, los montes de Ksour, el Yebel Amur, los Ouled Nail.

Bajo la protección de industriales decepcionados por el armisticio general de


Europa, que, para su gusto, se había acordado con demasiada rapidez, grupos de
personas que se consideraban técnicos, pero que en realidad eran auténticos
aventureros, peinaban unos países que consideraban «vírgenes» en busca de algún
yacimiento (de carbón, algún metal o lo que fuera) o de alguna cosa en la que invertir y
hacer fructificar —y sobre todo camuflar— inmensas fortunas hasta entonces sin
explotar y a punto de ser bloqueadas antes de su definitiva confiscación.

La cual tuvo lugar auspiciada por otros indus… (ver la frase precedente).

Los mejores ejemplos de crápulas negreros, europeos y levantinos circulaban en


automóviles, desplegaban mapas tan impresionantes como imprecisos e intentaban
llevar una vida de lujo allá donde fuera posible. Cientos de pequeños comercios
itinerantes, toda una corporación, habían surgido en la estela de estos conquistadores
de arena y guijarros. De todas estas actividades modestas, aunque lucrativas, la venta
de bebidas refrescantes con más o menos alcohol, de tabaco, de hachís y de otros
caprichos que solo se consienten los señores más generosos, no era nada desdeñable. Y
Consuelo Quaglia lo comprendió.

Navarra, nacida con el siglo, cruzó en 1917 la frontera de Hendaya y no se detuvo


allí, pues sus encantos juveniles hablaban por sí solos. En la plaza Mériadeck de
Burdeos, inició una deslumbrante y fulminante carrera. Algunos altercados con los
vigilantes de la moral, su idea bien arraigada de negar sus «servicios» a sus sucesivos
chulos o a según qué candidatos la obligaron a buscarse otra vocación: la de viajera
impenitente. Su belleza, su extrema avaricia y su absoluto desprecio por cualquier cosa
que no estuviera bajo su propia piel oscura la hicieron prosperar. Al cumplir cierta
edad, encontró la manera de llegar a Ain Sefra, sola, para establecerse con un permiso
de residencia, una licencia… y una suma considerable de pesetas, de francos y de
dólares. Así que, cuando el batallón recaló cerca de la ciudad, el cabaret de Consuelo se
había convertido ya en el lugar de encuentro de todo individuo europeo mínimamente
afortunado.
Mientras tanto, Vladimir y Boris habían conseguido sus sardinetas de lana y un
galón dorado, y Cyril se había convertido en ayudante. Una noche, los tres se
encontraron en el local de Consuelo. Hubo pelea, Cyril ya no recuerda por qué, aunque
eso daría igual, entre civiles y militares, y después, una vez derrotados los civiles, entre
turcos[10] y legionarios. Estos últimos se adueñaron del lugar y Consuelo se fijó en el
rostro de Cyril, los hombros de Vladimir y en la elegancia del joven búlgaro. Cyril lo
cuenta así:

«A la zorra me la tiré yo el primero de los tres. Más me habría valido aguantarme.


Aunque no se puede negar que tenía un cuerpo espléndido, su cabeza parecía separada
de su bajo vientre por kilómetros o siglos, o kilómetros de siglos. Después de correrte, te
apartaba de malas maneras cogiéndote por los hombros y te miraba de una forma
ausente y despectiva a la vez. Lo único que podías hacer era volver a ponerte el
uniforme de tres piezas e irte a beber hasta no poder más, hasta coger una turca
formidable para tener un motivo confesable del asco que sentías hacia ti mismo. Yo no
volví a estar con ella, pero Vladimir se enganchó. Donde yo veía el más profundo, total
y asqueroso de los cinismos, él descubría pudor. Yo era de Kiev y él de Jarkov, así que
él era el más ruso. ¡Y lo habían seducido, engañado y embrujado! Y a la chica le gustaba
que fuera así. Probablemente, le gustaba menos que se la follara, o puede que le
recriminara haberla obligado a notar en su cuerpo sensaciones que creía haber
desterrado para siempre de su vida. Eso le quitaba el control. Ella lo poseía por
venganza, hasta el punto de que con solo levantar el dedo meñique le habría hecho
cometer las peores tonterías, hasta dejarse fusilar o condenar. De vez en cuando, se
tiraba al joven Boris, nada serio, solo para fastidiar al otro. Entonces un día, él se
decidió, muerto de vergüenza, a hablar con su compañero. Le reveló todos sus
sentimientos y el búlgaro se quedó con la boca abierta. ¡Cómo podía estar tan colgado
un tipo como Vladimir de semejante puta! Pero aceptó lo que su compañero le pedía y
juró no volver a estar con ella. Al fin y al cabo, no le importaba un comino. Entonces,
Vladimir empezó a hacer planes. Veía el final de su servicio militar: solo le quedaban
trece meses… y al final le esperaba la nacionalidad francesa, y un bonito peculio, unos
ahorros… A Consuelo le iba bien, estaba harta de África. Ella lo esperaría, en la costa de
Francia o en las Baleares. Allí montarían un bar con una pequeña casa de huéspedes. Y
vivirían tranquilos… según lo que decía Consuelo. Él se veía ya allí: y una noche, falta a
la llamada porque se le pegan las sábanas de la cama de la chica. Aquella noche, nos
despertaron a las cinco de la mañana a toda prisa. Nos pusimos en camino, a marchas
forzadas, hacia El Golea. Vladimir se unió a nosotros ocho horas más tarde. El régimen
de tiempos de guerra seguía en vigor, al menos para nosotros. Así que no existía el
delito de ausencia ilegal, sino solo el de deserción. A Vladimir le quitaron su grado.
Pasó un consejo de guerra en Bel-Abbès: seis meses de prisión y seis meses de servicio
extra. Y el día tan esperado del final de su servicio militar, ni siquiera pudo estrecharle
la mano a Boris, “su hermano de sangre”, que estaba en Orán. Sin embargo, al parecer,
el chico no había olvidado a la fulana. Así que se las arregló para alargar su estancia en
África: volvió a Ain Sefra donde la chica languidecía esperando, le hizo vender su
burdel y los dos cabrones se fueron a Marsella, desde donde tuvieron el morro de
enviarle una carta a Vladimir para darle ánimos. No debieron hacerlo. Vladimir se
volvió loco, más incluso por la traición de su compañero que por haber perdido a la
chica. Su comportamiento no tenía límites: mala conducta, fugas, broncas en cada
esquina. Le cayeron varios meses en chirona suplementarios que cumplió en Alger. En
prisión, hizo que un tipo que conoció allí le tatuara en las rodillas los retratos de Boris y
de la chica. Y dijo: “Mientras mis rodillas discutan, no les auguro una buena vida”.
Desde entonces, divierte a los compadres con su numerito. Al cabo del tiempo, su vida
volvió un poco a la normalidad e, incluso, solicitó volver a alistarse, pero al ver su mal
expediente y su mala salud —había acabado tuberculoso— lo licenciaron. Yo me ocupé
de él en los primeros tiempos que estuvo por aquí. Trabaja de embalador con un
maestro trapero».

Casquete escuchó la historia y, entonces, pareció entenderlo. Se volvió hacia el Viejo,


que lo miraba con malicia:

—Conociéndote, acabarás enterrando a uno o dos de estos tres —murmuró por


debajo de su barba.

El señor Casquete estaba disgustado:

—¡Ah! No, no, deje de hablarme así…

Yo dudaba:

—«De los tres»… Quiere decir que la pareja… ¿eran los otros dos?

El Viejo se encogió de hombros.

—Menuda pregunta. ¡Pues claro!… Solo nos queda esperar lo que sucederá ahora…
Puede estar contento de haber hecho un buen trabajo… En fin, no es culpa suya.

Edmond y Bucaille son excelentes amigos, pero hay que saberlo, porque se pasan el
rato peleándose; ambos son traperos al por mayor y están continuamente discutiendo
por el precio de la mercancía. Aprovechando que estaban en presencia del Viejo que,
con o sin razón, tenía fama de saberlo todo, intentaron tentarlo para que les ayudara a
llegar a un acuerdo. El Viejo les respondió con un desaire:
—Dejad que pase la noche… Siempre con vuestros trapos, vuestros papeles y
vuestra chatarra… No es el momento de hablar de esas cosas.

Olga nos preparó un café muy fuerte, con verdadero café de estraperlo. Lo
saboreamos lentamente, con gran deleite, y agradecidos a la dueña. Su novia vino a
beber a nuestra mesa. Poniéndose detrás de ella, Olga la cogió con ternura por los
hombros y quiso darle por sorpresa, como habría hecho un hombre, un beso en el
cuello. Pero Edmond se fijó en el gesto:

—¡Joder con las tortilleras! No os cortáis ni un pelo…

—A nosotros nos da igual —dijo Cyril riéndose.

Y el Viejo continuó:

—En algunas balanzas, todo eso no tiene ningún peso.

De repente, un ruido del exterior atrajo nuestra atención, pues no había nadie.
Tardamos unos minutos antes de darnos cuenta de que el Viejo había desaparecido, se
había evaporado delante de su taza vacía.

Fernand es licenciado en derecho, y en la actualidad trabaja como inspector de


policía, lo que no es ninguna sinecura para gente como él. Porque él está allí, y lo
demuestra, «por una buena causa»: atrapar a su presa. Así que acepta que lo detesten
cordialmente todos aquellos a los que, sin que ellos lo sepan, les presta un servicio
increíble. Lo sé muy bien. Somos amigos. Esta mañana, Fernand vino a verme.

—Esto te interesará. Ven a ver. Es aquí mismo. Si no tienes, pide un poco de colonia
a tu vecina. Coge dos pañuelos como mínimo.

Conozco bien el número 6 del callejón Maubert pues estudié su historia hace tiempo.
Allí, hace casi tres siglos, el marqués de Sainte-Croix, el amante de la Brinvilliers, instaló
su laboratorio, y allí mismo lo encontraron muerto en medio de sus retortas en
condiciones que los historiadores todavía discuten.

El olor es insoportable. En su habitación del último piso, completamente vestido


encima de su cama, Vladimir está en el centro de una escena repugnante. Le han
cortado el cuello de lado a lado. Todo su cuerpo está retorcido. Sus manos agarradas al
colchón. Tiene las rodillas levantadas a la altura del mentón.
—¿Y entonces…?

—Entonces nada. Yo me encargo del barrio. Solo tengo derecho a hacer unas
constataciones preliminares. El asesino no ha revuelto la habitación, ni robado nada.
Esto es lo que había debajo de la almohada.

Me enseñó un fajo de billetes y dijo:

—Tengo que esperar a los de la policía criminal. Este sitio apesta. Ve a tomarte un
trago de ron en el bar de Pagès, acabaré en un momento. Me gustaría hacerte una
pregunta por curiosidad personal.

En Pagès, solo me preguntó si, en mi opinión, la muerte de Vladimir tenía algo que
ver con la presencia de los alemanes. Le dije que no, que no me parecía probable.

—¿Sospechas de alguien? Al parecer, últimamente te han visto en bares con ese tipo.

—Si quieres que me olvide de que, al fin y al cabo, eres poli, no me pongas en estos
compromisos, por mucha curiosidad que tengas.

No insistió más.

Vladimir llevaba muerto varios días, y los vecinos habían forzado su puerta por el
olor. El edificio, que ya era sórdido de por sí, amenazaba con volverse inhabitable. A
media tarde, el señor Casquete, acompañado por dos ayudantes, acudió a hacer su
trabajo. A ninguno se le pasó por la cabeza poner el cadáver encima de una camilla. Era
imposible extenderlo para acostarlo en la caja de pino: estaba hecho un ovillo. Los
enterradores lo agarraron: uno por los pies y otro por las axilas. Se habían hecho una
especie de mascarillas con servilletas empapadas en un producto especial.

Entonces, el señor Casquete tomó una decisión. Cogió un mazo destinado a ese uso,
le rompió los codos y las rodillas (¡las rodillas!) al cadáver, y lo metieron en el ataúd
descoyuntado como un pelele. Como la escalera era muy estrecha, ya les había costado
mucho subir la caja vacía, así que los bomberos les prestaron unas poleas. Bajaron el
ataúd por la ventana, delante de doscientos curiosos que se habían reunido y que
parecían deleitados por el número fuera de programa.

—Desde luego, menudo trabajo puñetero el suyo, señor Casquete.

—No es para tanto… Después de casi veinticinco años de práctica, uno deja de
pensar en lo que hace.
—Pensar en lo que hace… Por cierto, cuando le ha roto las rodillas, ¿ha pensado que
ha destruido tranquilamente sin inmutarse los tatuajes que tenía bajo la tela del
pantalón?

—¡Vaya! No… si no fuera por usted, no me habría acordado de ese detalle.

12 de septiembre

He visto a Fernand.

—… ¿Y del fiambre del callejón Maubert hay noticias?

—Sí… La brigada criminal ha identificado rápidamente al asesino: un búlgaro, un


antiguo legionario que tenía viejas rencillas con tu trapero… Pero todo se ha acabado
ya.

—¿Y eso?

—El tipo y su mujer temían que los encontrarían enseguida si se quedaban en París.
Se fueron a pie a las afueras. Bebían. Una noche, en la llanura de Saint-Denis, se
acomodaron junto a un horno de cal abandonado que iban a demoler. Nadie podía
imaginarse que estuvieran durmiendo allí. A primera hora de la mañana, ambos
recibieron, al mismo tiempo o casi, el impacto de una enorme bola de piedra que los
golpeó en la cara y les abrió el cráneo. Los llevaron al Hospital Lariboisière: pero
debieron de palmarla en el acto.

Esto mismo se lo conté al señor Casquete. Me pidió que lo ayudara a redactar una
carta. Quería dejar las pompas fúnebres por razones de salud.
Capítulo 5

«Dime con quién vas, y te diré a quién odias».

Abril de 1943

No podía pasar de otro modo.

Yo, el escéptico, el decepcionado, el hastiado, el negador, el «anarquista», como


dicen los compañeros, que no van del todo errados, aquí estoy, y por voluntad propia,
«de servicio». Me he unido a una formación —militar— de la resistencia. Desde luego,
no es la consecuencia de un ataque de patriotismo de efectos retardados. Tengo muchas
razones para que me importe un bledo la suerte y los avances de los soldados que, en
zona de ocupación alemana y con el culo todavía dolorido por la monstruosa patada
que les han dado, se felicitan y se cuelgan en la pechera las medallas de la difunta
Tercera República.

Sin embargo, me resultó imposible negarme a espiar a esa especie de paracaidista


que no hablaba ni una palabra de francés y que se indignaba por no encontrar aquí
cigarrillos rubios. Y una cosa llevó a la otra…

Mi «trabajo» consiste en supervisar los bombardeos de objetivos alemanes en la


región parisina. Es decir, procurar que haya las menos víctimas civiles posibles. Y eso es
todo. Pase lo que pase, tendré la conciencia tranquila. ¿Qué más podría pedir?

Las misiones que he realizado me dejan tiempo libre: además, como necesitaba una
tapadera, por las mañanas enseño francés y dibujo en una escuela técnica.

No obstante, no he abandonado a mis queridos bohemios, pero como en el bar de


Pignol empezaba a oler a chamusquina, hemos emigrado a otro antro menos escabroso:
el Trois Mailletz, cerca de Saint-Julien-le-Pauvre. En la esquina de la calle Galande.

El Oberge des Mailletz es, de lejos, el bar más antiguo que aparece en los archivos de
la ciudad. En 1292, Adam des Mailletz, tabernero, pagaba como diezmo 18 sueldos y 6
dinares. Así lo dice el registro de impuestos de la época. En su fundación, el Trois
Mailletz fue el punto de encuentro de maestros escultores que, bajo la dirección de
Jehan de Chelles, tallaban en piedra blanca personajes bíblicos destinados a adornar los
coros norte y sur de Notre-Dame. Bajo el edificio, hay dos pisos de sótanos
superpuestos: los más profundos son de la época galorromana. Entre otros objetos
reconstituidos, han dejado allí lo que queda de los instrumentos de tortura descubiertos
en los sótanos del Petit-Châtelet.

En la barra, modesta, atiende el dueño melenudo, que curiosamente nunca va recién


afeitado ni tampoco lleva barba larga. Alrededor de la estufa que está en el centro de la
estancia vetusta, se reúnen personas simples y sin historia, menos borrachos que los de
la calle de Bièvre, y menos sucios también. Exactamente lo que necesitábamos.

MINA LA GATA

Cuando ella apareció, con su paquete bajo el brazo, Théophile, Séverin y yo no


teníamos más razones que los demás para estar allí. Un gorro de piel gris, apretado
hasta los ojos, la hacía parecer asiática. Un abrigo malo, también gris, con un cuello y
bocamangas a juego con el gorro, completaba el conjunto.

Un rostro sin edad, casi sin mentón. Si se miraba con detenimiento, su cara era
felina. Solo una vez que estuvo allí, junto a nosotros, entendimos que aquel encuentro
tenía algo de extraño, y que, en realidad, la esperábamos. Nos dimos cuenta de que,
debajo de su envoltorio de jirones de tela, el paquete estaba vivo. Se quedó de pie, cerca
de la entrada. El patrón melenudo —llamado Grospierre, un tipo valiente— la
contemplaba con paciencia desde detrás de sus enormes gafas.

Por fin, la chica se atrevió a hablar tímidamente, con una voz aguda y disonante,
como un violín chirriante.

—¿No tendría un poco de leche?

—Pues claro que no, mi pobre señora —dijo Grospierre—. ¡Cómo se le ocurre pedir
leche en los tiempos que corren! ¡Piense un poco!

Ella soltó un suspiro y levantó el fardo para acercárselo a los labios. Sus gestos, su
mirada y aquel suspiro desprendían tanto cansancio y tanta desesperación que todos
nos sentimos conmovidos y avergonzados. Grospierre hizo una mueca de hastío:

—Espere un minuto —volvió con una vasito y dijo—: ¿fría o caliente?

—Así está bien…


Los ojos de la mujer brillaban de alegría, pero hacía mucho tiempo que se había
olvidado de sonreír. Se sentó, levantó un trozo de tela que envolvía al bulto y dejó al
descubierto la cabeza de un gatito asustado. Grospierre, como nosotros, se esperaba ver
aparecer la carita de un bebé. Sin indignarse, le dejó hacer.

Con mil precauciones, acercó la leche al animal y este se puso a lamerla


rápidamente. Cuando el gato se acabó la leche, dijo:

—¡Gracias! —Dudó por un momento y añadió—: ¿Puedo quedarme aquí un


momento para entrar en calor?

Théophile la invitó a la primera copa. La chica se quedó un buen rato sentada y en


silencio. Miraba hacia todos lados con temor, sobre todo a las esquinas oscuras. No se
fue hasta que se quedó completamente tranquila.

Volvió al día siguiente, y todos los días después de ese. Siempre llevaba un gato en
brazos, pero nunca el mismo. A veces, también iba cargada con una bolsa llena hasta
arriba de cosas que nunca enseñaba.

Supimos que su nombre era Mina, que mendigaba y que trabajaba cuando se
presentaba la ocasión. Recogía gatos abandonados y los criaba en una cabaña de
madera de Gentilly, de donde iban a echarla muy pronto. Ella estaba preocupada sobre
todo por sus animales, ya que allí los cuidaba, alimentaba, y les consagraba todo su
tiempo y su vida.

No sé quién fue el primero que la apodó Mina la gata. Pero era imposible, sí,
imposible, calificarla de otro modo.

Los habituales del Trois Mailletz acabaron adoptando a Mina porque la


consideraban un símbolo cotidiano de la profunda indiferencia a la que están
condenadas las cosas que importan. En voz baja, se hablaba de las dificultades de los
alemanes para avanzar en Rusia, de lo que pasaba en Grecia, en el norte de África, y
aquí, por supuesto. Se comentaban las tensiones del futuro, las restricciones que habría
que temer o la compulsación de los tickets de pan de la siguiente quincena…

Y entonces entraba Mina, acunando a un gatito: todos pasábamos a preocuparnos


solo por la salud del gato y por las circunstancias de su captura. Cada día, todos
colaborábamos para darle de comer…

Un día, esperábamos a Mina con cierta impaciencia feliz. Séverin le había


encontrado en la casa de Dumont, en la calle Maître-Albert, una buhardilla donde
alojarse y donde podría dar cobijo a sus animalitos si los llevaba discretamente y de uno
en uno.

Solo teníamos que conseguir unas cajas de jabón, un poco de serrín y de lejía para
realizar una limpieza aceptable, y Mina disfrutaría de un mínimo de tranquilidad. Los
dos tragaluces daban al tejado, así que los gatos podrían acceder fácilmente a él y
pasárselo de lo lindo maullando a la luna.

En caso de que Dumont, que albergaba (y escondía) a muchos hombres perseguidos,


protestara, nos encargaríamos de solucionar las cosas.

Lo esencial era que Mina se mudara.

Por fin, la muchacha llegó. Se sentó como de costumbre y le dimos la buena nueva.
Pero no pareció prestar toda la atención que nosotros creíamos que nos merecíamos.

El fardo del día acaparaba su completa atención, y en esta ocasión más que en
ninguna otra, también sus preocupaciones y su solicitud. Era un minino pequeño y
horrible, pelado, rojizo y tuerto. Y malo, estúpidamente malo, porque arañaba a su
benefactora cuando quería darle de beber. Nosotros le aconsejamos que abandonara a
su propia suerte a esa bestia ingrata, fea y peligrosa, porque parecía enferma y podía
contagiar a sus congéneres, pero nuestros consejos y exhortaciones no sirvieron de
nada: Mina, tercamente, nos respondió que se dedicaría a ese animal más que a ningún
otro, justamente, porque la rechazaba, pero también porque estaba enfermo y mutilado,
y por tanto, era el más desgraciado.

No supimos qué responder…

A la mañana siguiente, Mina se instaló en la calle Maître-Albert. Nosotros la


ayudamos a transportar sus pertenencias, sus gatos, y algunos cartones cuidadosamente
envueltos cuyo contenido no intentamos averiguar.

Bizinque vino a echarnos una mano y nos prestó su carrito.

Esa misma noche, Mina, agotada, después de haberse ocupado de todos sus
animales, pudo tumbarse sobre una cama que consistía en un «colchón» apoyado sobre
varias pilas de periódicos. El particular colchón era una tela impermeable doblada en
dos, cosida como un saco, que habían rellenado con serrín de madera.

Creíamos haber conseguido que la vida de Mina fuera más tranquila al encontrarle
una habitación. Pero, lamentablemente, sus desgracias empezaron ese mismo día. Y una
vez más, no se nos puede culpar.
El animalejo rojizo asqueroso fue la causa de todo. Mina estaba empecinada en
mimar y consentir a esa bestia, aquejada con total seguridad de un mal que no sabíamos
definir. Siempre furiosa y rabiosa, emitía un inquietante y extraño bufido ronco.

Mina se decidió a consultar al veterinario negro. (El mismo que había intentado
curar al perro de la calle de Bièvre…).

De nuevo, el doctor N… se mostró reservado. Estas fueron sus palabras: «este gato
tiene intenciones ocultas». No obstante, lo curó. Con un pelaje más brillante y un
aspecto más robusto, la bestia parecía haberse recuperado definitivamente, aunque no
se mostraba agradecida a Mina por su paciente devoción. Una vez que volvió a estar de
nuevo en pie (o en patas, en este caso), se fue por el tragaluz y desapareció por los
tejados, sin decir adiós.

Durante cuatro días, fue imposible consolar a Mina. Y después…

Después «volvió». Mina, como cada noche, pasaba el tiempo en la barra de chez
Dumont, antes de volver a su habitación. Entró un albañil. O al menos, eso decía él que
era. Buscaba alojamiento en el barrio. Era pelirrojo y tuerto.

Pelirrojo y tuerto. Se llamaba Goupil. Goupil, que quiere decir zorro. Igual que
Bièvre significa «castor».

Necesitaría muchas páginas para definir y explicar la naturaleza de la conexión


espontánea que se estableció entre Mina y el hombre pelirrojo.

Todos los días, desde esa misma noche, Goupil, entre gatos y paquetes, compartía
las comidas de Mina y su lecho miserable. Para nosotros, era simplemente impensable
que un ser como Mina, tan alejada de la naturaleza humana que la considerábamos
prácticamente una criatura asexuada, pudiera embarcarse en una aventura sentimental,
aunque fuera platónica.

No obstante, era patente e indiscutible. Aquella relación nos causó semejante


sorpresa que captó todo nuestro interés y consiguió que nos olvidáramos de los
acontecimientos mundiales.

Desde los primeros días de su relación, Goupil se mostró exigente y feroz. Parecía
considerar a Mina mucho más como una presa que como una esclava. Trabajaba
irregularmente como peón de obra, y afirmaba que le preocupaba que lo contratara una
empresa que acabara en manos de los soldados alemanes. Mina, por su parte, asumía la
parte esencial de los gastos de aquella unión «inverosímil». Casi todos los días, cargada
como de costumbre con paquetes más o menos voluminosos, llegaba a orillas del Sena,
que recorría infatigablemente hasta donde estaban las puestos de libros de ocasión. A
menudo, hablaba con la gente que se encontraba, traperos en su mayoría. Supimos por
fin cuál era la naturaleza de su actividad: buscaba gangas. Es decir buscaba ciertos
objetos, y los compraba para, por supuesto, revenderlos después. Todos tenían una
característica en común: eran exclusivamente representaciones de gatos. Compraba
estatuillas, jarrones, mangos de cuchillo y otros utensilios de lo más variopinto. Tenía
gatos de bronce, de porcelana, de alabastro, de madera y de cualquier otra cosa que se
te pudiera ocurrir. Más tarde nos enteramos de que entregaba todos sus hallazgos a un
rico coleccionista, un personaje que, antes de la guerra, frecuentaba a los teósofos de la
sala Adyar. Los marchantes de arte de la calle Jacob lo conocen muy bien: lo llaman el
«Hombre-Gato». Pero al tipo no le gusta que hablen de él.

Aquel pequeño negocio parecía dar sus frutos: Mina vivía mejor, ya no mendigaba y
siempre tenía alguna moneda a mano. Cuidaba tranquilamente de sus animales, que
habían colonizado el tejado, desierto ahora de palomas, y sobre todo cuidaba de su
hombre. La calma solo reinaba las pocas semanas en las que Goupil disponía de algo de
dinero, que sacaba de aquí y allá trabajando a desgana. Así, cuando le venían mal
dadas, no dudaba en quitarle el dinero a Mina. Iba a dilapidar las cuatro monedas que
conseguía en los burdeles de la Mouffe, después de ordenar a su mujer que vendiera las
últimas cosas que le quedaban.

Mina solo sabía responder a esa abominable actitud con una resignación
descorazonadora. Intentábamos en vano separarla de ese hombre horrible. Ella sacudía
la cabeza con tristeza, nos miraba extrañada y decía con voz sorda: «¿Entonces, no lo
habéis entendido todavía?…». Sus palabras nos hacían mucho daño.

No podíamos evitar recordar al gato desaparecido, pelirrojo y tuerto, como Goupil.


El misterio desgarrador que rodeaba la historia de aquella rara coincidencia paralizaba
nuestra voluntad hasta el punto de no poder hablar del tema entre nosotros. Trigou
huía como de la peste en cuanto Goupil se acercaba: evitaba pasar por delante de su
casa y caminar tras sus pasos. Solo oír hablar de él le resultaba odioso. Toda prueba de
la existencia de aquel hombre le inspiraba un horror enfermizo.

Séverin espiaba a Goupil de lejos, procuraba estar enterado de sus tropelías y solo le
preocupaba saber cómo iba a acosar a Mina.

En cuanto a mí, intentaba decididamente vencer la repulsión que sentía hacia él para
acercarme, intentaba sondearlo y ganarme su confianza. Me había codeado ya con
tantos monstruos… Pero no sirvió de nada. Fue una pérdida de tiempo y de dinero,
porque en el universo de la Maube, donde todo se licua, mis únicos intentos de
acercamiento consistían en ofrecerle una copa tras otra. Él las engullía sin rechistar,
excepto por las palabras malsonantes que me dedicaba en cuanto le daba la espalda. Mi
necedad y mi insistencia le sobrepasaban, él respondía con gruñidos, muecas y a veces
con una sonrisa malvada.

En Navidad, pasamos por una mala racha. Por diferentes razones, Séverin y
Théophile tuvieron problemas con la ley.

Yo todavía no tenía trabajo estable y el estado mayor londinense me hizo llegar, en


lugar de las ayudas previstas en billetes de banco, un cheque negociable en Alger (!).

Hasta entonces, habíamos ayudado a Mina en todo lo humanamente posible,


aunque sabíamos que Goupil era el primero que se beneficiaba de lo que nosotros nos
privábamos con gran esfuerzo.

Lo último que se había sabido de Londres era que se iban a entregar muy pronto mil
(sí, mil) cartillas de racionamiento en blanco, admirablemente copiadas del modelo que
les había hecho llegar. No obstante, en lugar de usar el papel infecto en el que se
imprimen aquí, nos lanzaron en paracaídas unas cartillas impresas en un magnífico
papel Bristol… Mejor dejémoslo estar.

El holgazán y cínico Goupil se volvió brutal al no poder beber tanto como quería.
Pegaba a Mina cuando volvía a casa con poco o nada de dinero. Y nosotros, miserables,
no podíamos hacer nada. Al periodo de las palizas, que Mina soportaba sin abrir la
boca, le siguió otro de atrocidades muy bien pensadas. Una noche, Goupil, además de
las ansias de vino tinto, sintió también que tenía hambre. Dumont le había advertido y
amenazado en la portería de que se las tendría que ver con él si seguía maltratando a
Mina. Goupil no respondió. Sin decir ni pío, subió las escaleras y agarró a un gato, el
más dulce y confiado, lo encerró en un viejo saco y ató una pesada piedra alrededor.
Después se fue a tirarlo al Sena.

Cuando supo de esta monstruosidad, Mina se enfadó muchísimo y dio rienda suelta
a su cólera desesperada. Goupil se volvió loco. Tuvimos que arrancar a Mina de las
garras de la bestia y ocultarla en el barrio de la Glacière, en casa de un herrero pobre,
pero amistoso.

Entonces, Goupil empezó a aterrorizar a todo el mundo. Nadie se planteaba llamar a


la policía. La gente aguantaba al demente y cada uno esperaba que llegara rápido el
ineluctable fin de la tragedia.
Esta situación duró quince días. Cuando Goupil se cansaba de buscar a Mina, volvía
a casa al anochecer y ahogaba a un gato, o tal vez a dos. A los últimos se los comió y
vendió sus pieles.

Un mediodía, cuando Mina imprudentemente había ido a Les Halles a rebuscar


entre las basuras, Goupil se le echó encima. La molió a palos y la arrastró cogiéndola
por el brazo hasta su casa medio inconsciente. La encerró con una cadena y se fue a
matar el tiempo en la calle sin perder de vista la entrada del edificio.

Volvió más tarde.

Un poco después del toque de queda, el ruido de una terrible pelea despertó al
vecindario. Goupil y Mina estaban enzarzados en una lucha sin cuartel. La gente
observaba tímidamente el tejado desde sus ventanas.

La lucha cesó con un largo quejido.

El viejo Tacoine, que vive enfrente, afirmó haber visto a un animal amarillo —
aunque dice que no podría asegurar que fuese un gato grande— huyendo por el
tragaluz.

Por la mañana, Dumont, al que Séverin y yo habíamos acompañado, forzó la puerta.


En medio del increíble montón de cajas rotas, de jirones, de inmundicias de todo tipo,
no encontramos ni a Goupil ni a Mina. Solo a una gata gris, tiesa, colgada de los
montantes.

En sus garras crispadas había matas de pelo rojo. Recogí con cuidado esos pelos y le
di una parte a mi amigo de la infancia B…, peletero del barrio. Él me dijo:

—Es pelo de zorro.

Me lo volví a encontrar antes de ayer y me volvió a decir:

—De hecho, han arrancado esta mata de pelo de una piel no curtida. En mi opinión,
pertenecía a un animal vivo.

En varias ocasiones he intentado relatar esta historia. No sé qué sentimiento de


repugnancia, qué inconsciente aunque irresistible consigna de silencio me obligó a
cambiarla y convertirla en un cuento medieval. Tampoco sé qué me empuja a escribirla
hoy, sin poder releerla. Sigue resultándome demasiado penoso.

Olvidaba algo: me encontré un día al doctor N…, el que sabía cosas y que había
dicho del gatito malvado «que tenía intenciones ocultas». La bondad de ese hombre,
sobre todo con los animales, es legendaria. Me miró desconfiado y afligido a la vez.
Abriendo su puerta de par en par me dijo: «Ocúpese solo de lo que le concierne».
Capítulo 6
Constato con una profunda alegría que, desde mi ingreso en las fuerzas
combatientes, un escudo invisible nos protege a mis compañeros y a mí. No somos
exactamente espías, seríamos incapaces. Dirijo un centro de cartografía y transmisión.
Los otros se ocupan de las comunicaciones por radio, son agentes de enlace o
codificadores… Todos técnicos. Nadie con identidad doble. Todos los días burlamos,
gracias a nuestra suerte, los controles de la vigilancia alemana. El peligro acecha por
todas partes, pero siempre puedo olerlo. Estoy en pleno control de mis facultades: con
todos los sentidos alerta, preparado para cualquier milagro, sobreexcitado.

He aprendido que, igual que una guerra entre los hombres no es un fenómeno a
escala humana, el peligro que adopta una forma y un valor humano está mucho más
unido a las horas y a los lugares que a sus muy inconscientes vehículos.

SIGUE-BAILANDO

Ayer, en el bar de Quarteron, en la calle de la Montagne, me puse en ridículo e


incluso levanté sospechas. Tendría que aprender a refrenar mis arrebatos de simpatía,
sobre todo los más espontáneos.

Me paseaba con un joven polaco, que llegó de Londres anteayer y que está bajo mi
tutela durante algunos días. Posee un transmisor de radio. El martes, dos Wellington
pilotados por sus compañeros vendrán a fotografiar la base de Brétigny, que yo
controlo. Él dirigirá la misión con la radio, desde el suelo, en Marolles-en-Hurepoix.
Habla mal francés, bastante bien alemán, y regular el inglés. Le he proporcionado una
identificación del «Sicherheitsdienst[11]», algo que para mí es pan comido: ahora se llama
Watsek y trabaja como ingeniero en la frontera belga para los Fritz. Estamos
preparados. Pero, en algún momento, debe entrar en contacto con el «grupo antena» de
mi grupo, y participar en una emisión desde París. Los riesgos son enormes. Me parece
una imbecilidad exponer casi inútilmente a este chico. Pero son las órdenes.

No puedo evitar estar muy preocupado por él. Por eso decidí llevarlo, por meandros
que me son familiares, a dar lo que yo llamo una «vuelta beneficiosa». Una parada aquí,
otra allá, y otra más si fuera necesario: sin saberlo, se impregnará de un influjo que
considero protector, y se librará de otras escorias pesadas, paralizantes y quizás fatales
si no se tienen en cuenta. Terno su muerte absurda. No me atrevo a decir que la
presiento. Ha llegado el momento de hacerme cargo de este caso.
Gérard, el pintor barbudo, nos acompaña. Lleva unos días con un aspecto
endemoniadamente desastrado.

El viejo Quarteron, visiblemente exasperado, farfullaba mientras revisaba unas


facturas. Tenía el ojo puesto en un tipo gordo sentado en la mesa que hacía cuentas,
junto a una botella de espumoso y tres copas vacías. Dos fulanos mandones, con las
manos en los bolsillos, el abrigo echado hacia atrás y el sombrero inclinado, caminaban
de un lado a otro, nerviosos.

Quarteron pareció alegrarse con nuestra llegada. Sin embargo, nos dijo:

—Sidonie ha pasado esta mañana. Os da los buenos días.

Lo que significa: «Id con cuidado. No conozco, o al menos no demasiado bien, a


estos tipos. No os fieis».

Yo lo tranquilicé con un guiño. De los tres tipos, conocía a dos: Joseph Brizou y
Pierrot el chapuzas. Gánsters, unos golfos tremendos, pero no colaboradores de un
imperio.

El gordo levantó la mirada, miró la barba de Gérard y dijo:

—¡Qué tipos más elegantes!

Yo me sentí humillado: soy extremadamente cuidadoso con mi aspecto y mi ropa


para que no atraigan la atención de nadie, allá donde vaya. Mi polaco, con su abrigo
Saint-Galmier, tiene el aspecto inofensivo de un estudiante que ha dado el estirón. Sin
embargo, no solté prenda.

—¿Cómo andas? —me dijo Brizou.

—Aquí me ando —dije siguiendo nuestra costumbre de derrochar el más fino


humor.

Brizou pidió otros tres vasos y los llenó con lo que quedaba de espumoso en la
botella de cuello dorado. Pierrot el chapuzas se calmó y vino a darnos la mano. Pero
seguía absorto en sus asuntos. Bruscamente se volvió hacia el gordo:

—¿Has tenido esto en cuenta?… ¿Sabes el riesgo que corremos?… ¿Te das cuenta?

El otro, tranquilo, soltó:

—Sigue bailando… sé lo que me juego.


Sus palabras me hicieron gracia. Me eché a reír y el ambiente se distendió.
Quarteron me llevó un momento aparte para advertirme de que «Sigue-Bailando» era
un criminal muy peligroso (¿y qué más me daba?), al que buscaba toda la policía, que
toda la banda eran buenos clientes, pero que mientras estaban allí, él, Quarteron, no
podía evitar estar inquieto.

Cuando volví con los demás, Sigue-Bailando me guiñó el ojo:

—Ahora que estás al corriente, sabes a qué atenerte, ¿verdad?…

Quarteron palideció y recogió algo del suelo. Yo volví a echarme a reír y pedí una
botella.

Sigue-Bailando me dio una palmada en el hombro izquierdo que me hizo tambalear.


Y nos dimos un apretón de manos de los que marcan un hito en la vida de una falange.

Desde luego, el tal Sigue-Bailando consiguió desconcertarme. Los otros no podían


seguir nuestro ritmo, así que se fueron a acostar. Yo le di mi llave a Watsek. Hasta
arriba de schnaps, se durmió en mi cama. A la seis de la mañana, Sigue-Bailando y yo
estábamos en la parte baja de la Mouffe, cerca de Gobelins, con dos botellas de vino
blanco muy frío y un bogavante muy caliente y humeante que sobresalía de la olla, y
que media hora antes todavía vivía. En nuestra época, aquella ostentación era casi una
vergüenza. A los demás podía resultarles ofensivo pero no se quejaron de nada. Sigue-
Bailando dio la orden al dueño de invitar a una copa, a su cuenta, a todos los que
entraran.

Durante toda la noche y toda la madrugada hablamos de él y de París, de París y de


él. Son inseparables. Para ser precisos, de un cierto París y de un cierto él.

Ya he visto otras veces esta situación, aunque siempre me sorprendo: hombres que
coinciden por casualidad y que se enteran a lo largo de una conversación de que
compartieron amantes, y, en lugar de adoptar una actitud digna, fría y mísera
apropiada para el caso, se ríen sin problemas y se colman mutuamente de deferencias a
menudo líquidas, mientras se susurran directamente al oído confidencias pícaras…
Pues bien, entre Sigue-Bailando y yo ocurrió lo mismo, aunque con nuestra ciudad. No
sentíamos celos el uno del otro, sino que nos complementábamos. Los hombres viven
aislados hasta tal punto, prisioneros de su maldita miel, que se revelan gregarios hasta
extremos inverosímiles.

Al salir del bar de Quarteron, olisqueó el aire fresco de la Montagne, escuchó los
tímidos lamentos de un acordeón que tocaban unas manos anónimas detrás de una
ventana entreabierta, en alguna parte de la penumbra. Y después respiró
profundamente y dijo unas palabras extraordinarias:

—Ah, París… ¡solo existes tú!

Me llevó a la calle Descartes. Quizás por deformación profesional, se me ocurrió


contarle solo a él —un público inmejorable— la historia, la «pequeña historia», de las
calles adormecidas que recorríamos. Cuando pasamos por el café Quatre-Sergents,
recordó algo.

—A esos los conozco muy bien —dijo él—, podría decirse que son mis amigos:
Goubin, Pommier, Raoulx, Bories… Cuando era un crío, el dueño señalaba una mesa
enorme y vieja en la que, supuestamente, habían grabado sus nombres con la punta de
un cuchillo que estaba colgado en la pared, al lado de una escopeta antigua. También
había un cuadro en color en el que aparecían los cuatro tipos levantando sus vasos ante
el mar y el sol, aunque también al sol le habían pintado un gorro rojo…

—Sí, pero este no es el único establecimiento de París que se nutre de sargentos de


La Rochelle: hay uno en el bulevar Beaumarchais…

—Claro, ¿y el otro? —Esperaba sorprenderme.

—¿El otro? Por dios santo, en la calle Mouffetard, chez Olivier…

—Chez Olivier, eso es.

—El cartel de la taberna, tallado y pintado, estaba antes fuera, pero han hecho bien
en colgarlo dentro del local…

—Sí, ¿y sabes por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué han puesto el cartel dentro del local?

—Por la lluvia…

—¡Por tus muertos! Tiene unos poderes que ni te imaginas. Ahora está cerrado.
Podemos ir por la mañana, en cuanto abran. Te contaré la historia en el mismo lugar de
los hechos.

Había pasado cien veces por delante de aquella casa en ruinas de la calle Thouin sin
imaginarme que en el patio trasero había un tugurio clandestino donde podías comer
productos de charcutería bretona de estraperlo hasta reventar. Allí conocen y respetan a
Sigue-Bailando, al que llaman señor Édouard. Gasta sin mesura y nosotros disfrutamos.
Sigue-Bailando se mostraba muy efusivo y estaba totalmente decidido a contarme su
lamentable juventud.

—En realidad, no era culpa mía. Era fuerte y peleón, y hubo cinco o seis tipos que
intentaron hacer de padres. Me dieron unas buenas palizas, pero nunca seguí sus
órdenes, ni pudieron mandar sobre mí. Cuando tenía diecisiete años, un soldado
desertor se lio con la puta de mi madre…

—Calla, hombre, no hables así. No debes, no puedes decir algo así. Aunque lo
pienses, aunque sea verdad.

La mesa debía de ser sólida. De lo contrario, la habría roto. No paraba de gritar:

—Era verdad, totalmente verdad… y sí, tengo derecho, tengo derecho a hablar mal
de ella, porque aquí, en este lugar, uno tiene derecho a todo, pero precisamente el de
decir tonterías, no…

—Bueno, pero cálmate.

—Al tío aquel no lo tragaba. Y la mayoría de veces, había comida en casa gracias a
mí… Así que un día decidí que no aguantaba más. El tipo intentó enfrentarse a mí. Yo
estaba muy cabreado. Solo le di un puñetazo, uno solo, con este de aquí (se miró su
enorme puño como si fuera el de otro), justo en la sien. Pero lo encajó mal y murió de
una meningitis. Yo acabé en la colonia de Belle-Ile-en-mer. Me juntaba con los tipos más
quemados, con aquellos que tenían los ojos demasiado claros… ¿me sigues?

—Sí, ya veo.

—Después de eso, se acabó. Quizás podría haber sacado algún provecho de la


guerra de 1939 para volver al buen camino, pero no podía porque estaba en chirona.
Ahora mírame, soy el tipo más duro de aquí. En mi trabajo soy muy hábil, pero en el
fondo no soy más que un miserable. ¿Lo entiendes?

—Por supuesto que sí. Me gustaría mucho ayudarte y puede que llegue un día en el
que lo haga. De todos modos, hay algo de ti que me tranquiliza.

—¿El qué?

—He escuchado atentamente todo lo que me has dicho, comprendo tu drama y lo


lamento, pero por mucho que lo intente, no puedo sentir por ti ni una pizca de piedad.
Sus pensamientos estaban muy lejos.

—París, París, ya ves, todo es gracias a ella, gracias a esta ciudad y a sus gentes no
cumplo una cadena perpetua de trabajos forzados. Tengo muchísima suerte de que
París me aprecie.

—Explícate, y también me gustaría saber por qué dices que aquí, más que en
ninguna parte, se puede hablar de cualquier cosa, excepto de tonterías.

—Señora Rita, ¿no tendría un callejero?

—Por supuesto que sí, señor Édouard.

—Lo voy a romper. Tome, para que se compre otro por la mañana.

Soltó un fajo de billetes pequeños.

Arrancó las hojas plegadas, una por barrio, y empezó a juntarlas encima de dos
mesas cercanas.

Con su pluma, marcó unos puntos que correspondían a plazas y cruces. Y


rápidamente, encima, dibujó dos líneas casi rectas, paralelas: una en cada orilla del
Sena. Hizo otras dos, transversales. Por último, una curva irregular que seguía el
trazado de la antigua muralla del siglo XIII.

—Aquí está el circuito. En su interior está todo lo importante —dijo él.

Empezaba a parecer apasionante. Así que lo animé:

—Cuenta.

Él se tomó su tiempo.

—¿Conocerás el Vieux-Chêne?

—Por supuesto.

—Y ¿qué sabes al respecto?

—Montones de cosas. El antiguo lavadero… El casco de Oro, Leca y Manda, las


peleas…

—¿Y qué más?


—Cada cierto tiempo, los ánimos se enervan: se dan navajazos por un sí y por un no,
incluso ha habido muertos…

Intentó ser efectista.

—Escucha bien: cada siete años, se produce una pelea o corre la sangre, pero nada
de niñerías, la reyerta debe ser grave y debe haber sangre. Cada once años, es oficial y
está probado, una muerte. Es necesario que, al menos, una persona muera. Y es por la
calle, por el lugar. ¿Conoces el Port-Salut?

—¿Donde está aquella verja, en la calle Fossés-Saint-Jacques? Sí, claro…

—¿Qué ocurrió allí durante la Revolución?

—No hace falta que gastes saliva. Siempre ha sido un lugar para urdir
conspiraciones.

—¿Y eso ha cambiado?

—No quiero saberlo. (¡Dios santo!…).

—Bueno, ¿y en este sitio?

Me señala un punto del mapa, cerca del Sena, y yo respondo riéndome.

—Vaya, vaya. Es un viejo bar, que han reconvertido en un pequeño burdel, pero
solo aceptan a clientes habituales, así no llaman mucho la atención…

—¿Desde hace cuánto?

—¿Bromeas? Desde la época de Luis IX, por lo menos…

Dames au corps gent, folles de leur corps

Vont au Val d’Amour pour chercher fortune…[12]

—Me vale con eso. Sigo, entonces. ¿Sabes qué era la Mouffetard antes?

—¿Antes de qué?…

—Antes de todo esto, antes de que hubiera casas.


—… La Via Mons Cetardus, una necrópolis donde los romanos permitían enterrar a
los cristianos. De hecho, todavía ahora se descubre algún sarcófago de vez en cuando…
Eran los aliscanos de París.

—Sí. Los cristianos de aquel momento… ¿estaban un poco marginados, no?

—Bueno, no tenían muy buena fama.

—¿Sabes que en la Mouffe siempre se han hecho plegarias informales?

—¿Informales? No entiendo a qué te refieres.

—Sí, plegarias que son diferentes a las demás. Por cosas fuera de lo corriente. Señora
Rita, ¿no tendrá los diarios de los últimos días?

—Claro, señor Edouard.

Sigue-Bailando se puso a hojear una docena de diarios. Estaba completamente


absorto en su actividad. Sacó una navaja plegable, tan afilada como una cuchilla. De vez
en cuando, recortaba un minúsculo artículo breve, sin título, y se guardaba el trocito de
papel en el bolsillo.

La cólera, cuando surge en estado puro y se acumula porque no encuentra un


objetivo contra el que estallar, encierra un formidable potencial de capacidad
destructiva. Sigue-Bailando, silencioso, concentrado y con los dientes apretados,
desprendía un halo funesto. La cólera lo había engullido, había penetrado en él y se
había convertido en su única razón de ser. Aunque intentaba dominarse, yo temía una
explosión inminente. Recogí, sin que él se fijara, cada uno de los artículos recortados.
Alguno decía, sin más comentario, que un tal Armad B…, a quien la Corte del Loira
había condenado a muerte por doble asesinato, había «pagado» su deuda con la
sociedad.

—Ocurrirá en cualquier momento —me dijo él—, tenemos que llegar a chez Olivier
a primera hora de la mañana.

—¡Qué noche tan bonita hace! Parece que Villon flote en el ambiente.

Sigue-Bailando se sobresaltó.

—¡Villon! ¿Has dicho Villon?

—Pues sí, eso es.


—Espera, vas a ver…

Del bolsillo de detrás del pantalón, sacó un ejemplar de una edición de lujo y
encuadernada en badana de los Testamentos y las Baladas. Pero no había nada que
pudiera sorprenderme de aquel personaje.

—Este es mi hombre, mi campeón. Qué curiosa pareja habríamos hecho si nos


hubiéramos conocido, y qué bien me habría venido un hermano como este.

Se dispuso a seguir los pasos del poeta:

—Entonces, ¿a qué altura de la calle Saint-Jacques vivía el viejo Guillaume? Y La


Pomme de Pin, ¿dónde estaba exactamente?

Le informé lo mejor que pude. Recitamos juntos, a media voz, la Balada de los
Ahorcados:

—Esto lo pronuncias mal. Es mucho más simple…

Él lo repitió dócilmente; después, me dio unas palmaditas y me dijo:

—¡Menudo poeta estás hecho, desde luego que sí!

Había olvidado que después de medianoche era ya domingo. A las cinco, salimos a
tomar el aire. En el mismo momento, doscientos nomos, duendes, elfos o brujos con
andrajos, cargados con enormes bolsas, enganchados a carritos o remolcando carros
improvisados, huyeron de la sombra como gusanos de un queso, y tosiendo, eructando,
bostezando, tropezando y discutiendo, se apresuraron en dirección a Saint-Médard.
Aquellos eran los propietarios de los primeros puestos del famoso mercado de las
pulgas de Mouffetard, que corrían, por las aceras de las calles de Saint-Médard y
Gracieuse, a pelearse por los mejores sitios. Una tolerancia que viene de lejos permite a
los traperos y a cualquiera que lo desee venir aquí los domingos por la mañana y
menudear con la chatarra, sin ser necesariamente titulares de una patente, ni pagar
derecho ninguno.

En chez Olivier, en la salita ahumada, decorada con antiguas portadas en color del
Petit Journal illustré, se amontonaba ya una caterva de pordioseros, atenazados por el
frío, sucios y que soltaban un vaho agrio.

El letrero, de imponente tamaño, con colores alegres y recién barnizado, cuelga de la


pared, a la izquierda, cerca de la entrada.
Las efigies en bajo relieve de nuestros cuatro «conspiradores», con un vaso en la
mano y caras de entusiasmo, se recortan sobre un paisaje marítimo con nubes oscuras
como el betún. La ingenua habilidad del maestro que realizó esa pieza, una verdadera
joya del arte popular, revela la época precisa de su concepción y de su finalización: en
algún momento del año 1822, un escultor se habría dejado llevar por la emoción y por la
indignación generosa de un pueblo exasperado por la estúpida decapitación de cuatro
jóvenes carbonari inconscientes, en la plaza Grève. Y yo pregunto: ¿qué suboficial, en
una noche de borrachera, no ha sentido alguna vez la obligación de salvar a Francia, o
algún otro país?

Sigue-Bailando me dio un codazo. Un hombre, de pie, inmóvil, estaba delante del


letrero y parecía examinarlo con una atención extrema. Y no se inmutaba en absoluto
por el creciente jaleo. Estaba amaneciendo. El contraluz me reveló su perfil anguloso,
contorneado por un hilo de barba encanecida. Me acerqué a ese hombre tanto como
pude: estaba seguro de no equivocarme. Noté que rezaba con un extraño fervor.
Pasaron así unos largos minutos. Imperceptiblemente, el hombre inclinó la cabeza tres
veces. Después, dio media vuelta y se acercó a la barra. Sigue-Bailando lo abordó, le
pasó con familiaridad su brazo bajo el codo. Me dio la impresión de que se conocían.
Pero no era así. Sigue-Bailando hizo una señal a Olivier con el pulgar para que le
sirviera al otro lo que quisiera. Después, mi nuevo amigo sacó de su cartera una suma
importante: varios miles de francos. Discretamente, se los dio al otro:

—Para la familia —dijo en voz baja.

El hombre se lo agradeció con una sonrisa cómplice y con un apretón de manos


cargado de significado. Se fue sin decir esta boca es mía. Sigue-Bailando me enseñó uno
de los breves que había recortado de los diarios la víspera.

Yo respondí:

—Gracias, empiezo a entenderlo.

—Quizás, pero todavía no lo sabes todo —dijo él.

Y nuevamente me arrastró con él. Señaló el Vieux-Chêne. Entre las dos ventanas del
primer piso, el árbol extiende sus ramas atormentadas y sus raíces generosas.

—¿Sabrías decir de qué época es ese letrero?

—No, solo sé que ya estaba allí alrededor del siglo XVII.

—¿De qué está hecho?


—De madera, con varias capas de yeso mezclado con alumbre, para protegerla.

—¿De madera de qué?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Ya te lo digo yo: de madera de restos de un naufragio. Los restos de un barco


reflotado en el estuario del Sena, en 1592, repito: mil quinientos noventa y dos.

—¿Dónde has aprendido esas cosas?

—Un poco por todas partes: pero sobre todo en Melun, cuando estaba en el trullo.

¡Caramba! ¡Estos tipos que salen de la cárcel sí que saben cosas! Sigue-Bailando
continuó:

—¿Y sabes dónde está el letrero hermano de ese?

—Sí, en la calle Tiquetonne hay uno que se le parece: el «Arbre à Liège». Está en el
local del viejo La Frite.

—Bien. Para empezar, date cuenta de que ambos están tallados con la misma
madera. Y aparte de eso, ¿no te llama la atención algo más?

—Así, de repente, no.

—Ahora te lo digo. Primero, comamos algo.

Y así, nos compramos el bogavante.

Sigue-Bailando me desveló parte del misterio. Con palabras simples, fórmulas


banales que demostraban la honestidad innata y la profunda bondad de aquel curtido
criminal, me hizo ver mi propia ciudad desde un ángulo maravilloso. Nunca me habría
atrevido a imaginar nada de lo que contó.

—Sí, amigo mío, madera de naufragio. Primero fue madera de árbol, sin nada
especial, madera normal y corriente. Los hombres cortaron el árbol. Lo tallaron,
trabajaron, cepillaron, lo calafatearon y lo alquitranaron. Con esa madera hicieron un
barco, celebraron su nacimiento y lo bautizaron como si fuera un niño. Después le
confiaron sus vidas. Pero los hombres no dominaban al barco. El barco también tenía
algo que decir. Un barco es alguien, piensa, respira y reacciona… como una persona. Un
barco tiene una misión que cumplir. Es el dueño de su destino. Así, el navío se hunde,
zozobra porque su misión era irse a pique un día determinado a una hora, por unos
motivos concretos y un lugar. Quizás estaba ya escrito en las estrellas. Y mucho tiempo
después, otros hombres descubren los restos del naufragio, lo reflotan, sacan los trozos
de madera, y tendrías que ver con qué respeto lo hacen. Entonces, ¿puedes afirmar que
esos restos no saben nada, no recuerdan nada ni pueden hacer nada, que como es duro,
será tonto, como un zoquete? Te diré algo que los marinos saben muy bien: la madera
de un naufragio es como el rescoldo de un brasero, el fuego se mantiene vivo. Todo lo
que ocurre bajo el signo y los auspicios de la madera de un naufragio, aunque se trate
de una pequeña astilla, tiene múltiples consecuencias. Una guarrada conlleva otras mil;
una flor (se refería a un favor) conlleva un campo, o una provincia entera de flores, de
tulipanes o de ciclámenes para elegir. Por ejemplo: en la base del letrero de los cuatro
sargentos hay madera de restos de un naufragio. Nosotros lo sabemos… pues bien, te
garantizo que, gracias a las molestias que aquel tipo se ha tomado antes (se refería al
hombre que había estado rezando), el presidente del tribunal, el jurado, el procurador,
los carceleros, el verdugo, los asistentes y todos los demás van a recibir lo suyo, ¡y será
terrible! A partir de ahora la mala suerte los va a perseguir. De verdad. Y durante
mucho tiempo.

—Entonces, ¿el hombre aquel no rezaba por el descanso de algún muerto?

—No. No era una plegaria bienintencionada. Y créeme, para atreverse a hacerlo, hay
que tener mucho valor. Por suerte, hay tipos como él… ¿cómo si no se defendería a la
gente como nosotros?

—Hablas de nosotros, pero tú, aunque te hayan condenado por algún delito, no
estás en la misma situación que un condenado a muerte.

Él hizo un gesto evasivo.

—Ya, bueno… no del todo… pero como te decía, el Vieux-Chêne es el único sitio de
este sector que está «libre de sus mentiras». Todo lo que haces, todo lo que dices, lo que
piensas, incluso, es grave y acarrea consecuencias. Es el principio del circuito donde no
caben las tonterías. Ahora, espera, te voy a enseñar una cosa.

Insistió en limpiar la mesa y, de nuevo, se concentró en su juego minucioso:


reconstituir el mapa de París, que llevaba en trozos arrugados en el bolsillo del abrigo.

Lo ayudé y él me preguntó a quemarropa:

—¿En tu opinión, dónde está el verdadero centro de París?


No podía responder, y la pregunta me pilló desprevenido. Creía que saber eso
formaba parte de una serie de conocimientos muy particulares y secretos. Para ganar
tiempo, dije:

—El punto cero de las carreteras de Francia… La placa de cobre de la plaza de


Notre-Dame.

Me lanzó una mirada exasperada:

—¿Me tomas por tonto?

El centro de París, una espiral con cuatro centros, cada uno totalmente
independiente de los otros tres…, pero eso no es algo que se revele a cualquiera. Quiero
creer que Alexandre Arnoux mencionó el farol que está detrás del ábside de Saint-
Germain-l’Auxerrois con buena fe e inocentemente. Yo no iba a sentar precedente. Que
los curiosos siguieran jugando a las adivinanzas.

—El centro, tal y como tú debes de concebirlo, es el pozo de Saint-Julien-le-Pauvre.


El llamado «Pozo de la verdad» desde el siglo IX.

Él se alegró. Por fin llegaba adonde él quería ir a parar. Me dijo:

—Sabes… contigo podría hacer grandes cosas. Por desgracia, yo ya no soy


recuperable… ni siquiera ahora.

Dio rienda suelta a un arrebato de amistad fraternal completamente pueril, pero sin
olvidarse de su idea: se fue a una papelería cercana y volvió con un pequeño compás
rudimentario de hojalata.

—Mira, el Vieux-Chêne, el Pozo. El Pozo, el Arbre-à-Liège…

A un lado y al otro del Sena, siguiendo rigurosamente la línea que había dibujado,
me mostró que las insignias seculares estaban a la misma distancia del pozo mágico.

—Pues verás… desde siempre… cuando ocurre un suceso trágico en el Vieux-


Chêne, un ciclo lunar después (justo veintiocho días), lo mismo ocurre en el local del
viejo Le Frite, pero de forma menos grave. Como si se tratara de una repetición, un
eco…

Después enumeró y señaló en el mapa los principales lugares clave donde sus
amigos o él habían sentido aquel influjo.

Como conclusión, dijo:


—Soy el peor granuja, entiendo que en algún momento me llegará la hora de pagar
y lo veo justo. Pero no en cualquier sitio. Hay lugares en los que cuando uno miente o
tiene un mal pensamiento, le falta al respeto a París. Y eso me duele. Pierdo el buen
juicio y me revuelvo contra ello, como si estuviera destinado a reaccionar así.

No sé a qué vorágine me vi abocado por culpa de Sigue-Bailando. Aunque no lo


necesitaba, no pensaba hacer nada por evitar la concatenación de todos los hechos que
iban a ocurrir.

Ayer, además de Brizou y Pierrot el chapuzas, sus tenientes y guardaespaldas,


Sigue-Bailando iba acompañado de una rubia mal teñida, mayorcita, rechoncha y
fanfarrona. Me la presentó como Dolly la tórrida. Él dijo que era su «estado colchón». Se
ocupa de su correspondencia y, cuando la banda quiere pasar la noche en el barrio, se
encarga de encontrar una guarida discreta.

Todos estaban de mal humor. Estaban enfadados con un corso que les había fallado
en un negocio, bastante turbio en mi opinión, sobre brocas de acero de volframio. El
corso, al que habían convocado a una reunión, no daba señales de vida. Sigue-Bailando
estaba colérico.

—Es la última vez que este imbécil me la juega. La próxima vez que lo vea, aunque
llegue ahora, lo voy a escarmentar.

Sabía que esas palabras no eran palabras baladíes. Deseaba que el ambiente se
relajara, aunque parecía imposible. Por suerte, llegó Alexandre, un trapero un poco
borrachín, con cara de buena persona. Por aquellos lugares tenía fama de estar un poco
chiflado. No se le tiene muy en cuenta. Todo el mundo tiene sus pequeñas manías.

—Hola, madero —dijo Sigue-Bailando, jovial y en un repentino tono distendido—.


Tómate un trago. Es una orden.

—Desde luego, jefe, a su salud, jefe, señora, y a la de todos los presentes —farfullaba
el hombre engullendo de golpe dos grandes copas de vino peleón.

Brizou bromeaba de buena gana, pero Pierrot el chapuzas y Dolly la tórrida, sobre
todo esta última, lo miraban de reojo con mala cara.

Se cuentan muchas cosas sobre Alexandre Villemain. Asuntos sucios, problemáticos


y feos. La verdad es más simple. Me la confió Quinton, su principal «cliente». Esto es lo
que me contó:
A los cuarenta y cinco años, movilizaron a Villemain y se incorporó al ejército
territorial para participar en la incomprensible miniguerra de 1939-1940. El muy inútil
no servía para nada porque ni siquiera era capaz de marchar al paso, pero se las sabía
todas y divertía a todo el mundo. Un día, alguien se dio cuenta de que no sabía leer. Lo
cambiaron de compañía (olvidándose de registrarlo en su nueva unidad), le dieron un
título falso, salpicado de sellos fantasiosos, un fusil Gras, unos cartuchos Lebel, víveres
para tres días, un odre de vino y un litro de aguardiente. Lo instalaron en una caseta
junto a la carretera, un poco más arriba de Senlis. Un ayudante le dijo: «Vigilarás la
carretera… Tienes que dar el alto a todos los vehículos, militares o civiles, comprobar
sus papeles, y no les dejes irse si no los tienen en regla. Si no, advierte a los gendarmes.
¿Me has entendido? ¡Descanse!…».

El regimiento se fue, dejando atrás a Villemain, quien, complaciente por naturaleza,


echaba una mano a los campesinos, arreglaba bicicletas, y cogía allá donde podía
víveres, bebida, tabaco e incluso ropa, pues iba vestido con andrajos.

En la región lo llamaban el «salvaje». Pero durante su jornada reglamentaria, desde


la seis y media hasta las cinco de la tarde, cumplía impecablemente con su servicio,
fruncía el ceño al revisar los papeles de las «cafeteras» que dejaba pasar con grandes
aspavientos y una sonrisa protectora. Una vez que daban las cinco en el campanario
más cercano, dejaba su fusil en el suelo, cerraba su caseta y se iba a vagabundear. El
policía de la carretera hizo reír hasta las lágrimas a centenares de personas, incluidos
algunos generales. Y todo continuó así hasta el éxodo. Entonces, verdaderamente había
mucha gente: Villemain se concedió un permiso y se tomó un descanso. Fueron dos días
y dos noches de silencio, sin otro ruido que los aviones de fondo y los cuervos sobre su
cabeza…

Después llegó una división Panzer. Se lo crea usted o no, Villemain detuvo a los
motociclistas que iban a la cabeza. Estos, asustados ante semejante aparición, lo
desarmaron, lo metieron en un sidecar y se lo llevaron con ellos para que «les hiciera de
guía».

La división, que llegaba antes de lo esperado, acampó dos días al norte de París.
Vistieron a Alexandre con un uniforme alemán, le regalaron un par de botas y lo
hicieron responsable, mediante una Kantonsstardort Kommandantur, de la distribución de
gasolina para los belgas fugitivos que volvían a su país. Y cuando los alemanes se
cansaron, mandaron a los gendarmes que lo licenciaran y lo enviaron de vuelta a su
casa de la plaza Maubert.

Esta increíble aventura le hizo perder la poca lucidez que tenía, y desde entonces el
inofensivo Alexandre pasa los días camelándose al populacho. Una gabardina, a sus
ojos, es una especie de uniforme. Siempre que ve a alguien con un impermeable, se
acerca al tipo en cuestión, le da un golpecito suave y le dice, con gran misterio: «Yo soy
como usted… soy de la policía…».

Alexandre se fue, borracho como una cuba, con algo de dinero y un buen tentempié.
Sigue-Bailando y Brizou comentaban lo ocurrido jocosamente:

—Oye, ¿no te parece gracioso? Ojalá todos los polis fueran iguales…

Era evidente que a Pierrot el Chapuzas no le parecía divertido, y Dolly dio su


opinión sin que nadie se la pidiera:

—A mí no me hace ninguna gracia ese desharrapado amigo vuestro, pero ninguna


en absoluto. Por mucho que esté como un cencerro, el tipo se imagina que es poli.
Aunque no tenga nada que ver con ella y no sepa ni escribir su nombre, es un motivo
para desconfiar. Por principio. Lo lleva en la sangre. No hay ni que untarlo para que se
convierta en un soplón. Y, ¿quieres que te sea sincera? No me atrevería a poner la mano
en el fuego y decir que no es un chivato sin miedo a quemarme.

Pierrot el chapuzas insistió:

—Ese tipo tiene que estar muy mal. De lo contrario, siendo como es de este agujero,
sabría que por todo se paga un precio, y sobre todo por los malentendidos. Pero yo no
tengo por qué tenerle miedo, tengo suerte, es una molestia para los más fuertes. Y
además, hay que divertirse de vez en cuando. «Sigue-Bailando, sé lo que me juego…».

Sigue-Bailando quería llevar a todo el mundo a cenar al local de un chino que


conocía, cuando apareció el corso. Ojalá nos hubiéramos ido cinco minutos antes.

Menuda cara más asquerosa. Me había topado con él dos o tres veces. Me da
náuseas. Se hace llamar Sacchi, o Saqui, o Saki. Afirma que es de Calvi, pero juraría que
es uno más de esa turba de apátridas voluntarios que despiertan el rechazo allá donde
van, una de esas cucarachas grasientas, gordas, rastreras y apestosas que infectan
algunas costas mediterráneas. En su cara, más que rasgos, parece que tenga cicatrices. Y
para completarlo, le cuelgan dos huevos debajo de los ojos y tiene unas orejas de
soplillo. Para vomitar.

Enseguida empezaron a hablar de sus asuntos. Vagamente entendí que se trataba de


colarles a unos alemanes brocas de un metal raro, que se habían desechado por un
defecto de fabricación: todas tenían taras. Sacchi se iba a encargar de venderlas a un
precio alto. Sin embargo, intentaba quedarse con la mayor parte de los beneficios,
poniendo como excusa a los montones de intermediarios que no podía ignorar, y a los
que, por supuesto, había que sobornar. Las malas intenciones del tipo eran flagrantes.
Sigue-Bailando se contenía. Al final, con una calma impostada, se acercó al aterrorizado
Sacchi y le escupió en las narices:

—Corso de los cojones, no te olvides de que he sido yo el que te ha sacado de la


mierda. Puedes ir olvidándote del tema de las brocas. Yo mismo me encargaré de
venderlas. Pero ya me la metiste doblada con el rollo de los tornillos y del hilo de cobre.
Quiero que te largues de aquí, inmediatamente. Pero antes, tengo una deuda que saldar.
No contigo, sino con mi tierra. Y esta es mi tierra. Había jurado que te tiraría de las
orejas y no puedo faltar a mi palabra.

Sin más, mi colosal amigo lo cogió por las orejas de soplillo y empezó a hacerlo volar
por encima de una silla de mimbre. Como número de acrobacia, no tenía parangón. El
tipo pataleaba y lloriqueaba. Quarteron hizo bien al intervenir: el tal Sacchi sangraba y
tenía las dos orejas medio arrancadas. Se fue a la puerta de un salto y, apuntando
rabioso a su torturador con el dedo índice, dijo:

—Mis orejas te traerán mala suerte, ¿me oyes? No estoy de broma. Te traerán una
gran desgracia.

Sigue-Bailando escupió mirándolo:

—Ven a decírmelo aquí y te las corto al raso —dijo sacando su navaja.

Pero el falso corso se había largado.

—Vámonos de aquí —dijo Dolly—, es mejor que no nos quedemos más tiempo. Ese
tipo es malvado, con la tunda que le has dado es capaz de todo.

Nos fuimos al bar del chino y, por supuesto, no salimos hasta el amanecer. Sigue-
Bailando, visiblemente obsesionado por las palabras de Sacchi, juró tres veces a lo largo
de la noche que le cortaría las orejas y las disecaría para usarlas de amuleto.

No estaba borracho en absoluto.

Ayer estuve en Brétigny con Watsek, el operador de radio polaco. Todo fue bastante
bien: el cielo estaba despejado, casi sin nubes. Los dos Wellington, después de sobrevolar
el terreno durante varios minutos, se lanzaron en picado en dos ocasiones, desafiando a
la Flak[13]. Los Fritz, alarmados, habían corrido a ponerse a cubierto. Sin inmutarse,
Watsek transmitió sus mensajes. Ahora respiro tranquilo. Pero mañana volveremos a
meternos en la boca del lobo: hay que emitir desde París, y nuestra central, cerca de la
estación de Lyon, ha caído en manos de la Gestapo. Por suerte, no nos han hecho
demasiado daño.

A mediodía, me enteré de que cuatro inspectores se presentaron en el bar de


Quarteron para echarle el guante a Sigue-Bailando justo diez minutos después de que
nos fuéramos del bar antes de ayer por la noche, tras recibir un chivatazo telefónico. Al
mando estaba mi amigo Fernand. Preferiría que se ocupara de otros asuntos.

Me sorprendí al encontrarme al Corso esperándome en el Trois Mailletz, pero no le


comenté nada del asunto del chivatazo. Demostrando el repulsivo hipócrita que está
hecho, intentó tirarme de la lengua con zalamería. Quería que le consiguiera un último
encuentro con Sigue-Bailando. Afirmaba que las aguas podían volver a su cauce y que
tenía mucho que ganar. Por supuesto, me negué pretextando que no sabía dónde
encontrar a nadie de la banda, y que no me interesaban en absoluto sus asuntos.
Entonces, el tipo desveló cuáles eran sus verdaderas intenciones. Estaba terriblemente
resentido con Sigue-Bailando. Se sentía mortalmente humillado tras la sesión de castigo
de la otra noche. Al pensar que soy neutral, no tiene reparos en jactarse delante de mí.
Aunque apenas me conoce, parecía pretender recuperar no sé qué prestigio perdido
conmigo. Me importunó con historias, seguramente falsas, de venganzas crueles donde
él llevaba siempre la voz cantante, y que iba hinchando con detalles sádicos conforme
las contaba. Le dejé continuar porque ya me había insistido dos veces en lo mismo:

—Mis orejas —que lleva vendadas con esparadrapo—, mis orejas le traerán mala
suerte.

—¿Y por qué tus orejas, y no otra cosa, como todo tu cuerpo, por ejemplo?

—Solo mis orejas. Así no tendré que ocuparme de nada.

—Pero ¿cómo piensas hacerlo?

—Joder, pues haré que me las embrujen. ¿No sabes cómo se hace?

—Pues no y lo lamento: me gustaría saberlo.

—Puedo desvelarte el secreto, pero ya sabes que todo tiene un precio. ¿Te parece
justo, no? Mil monedas.
El muy crápula… Le di la mitad por adelantado. Quedamos en encontrarnos el
viernes por la mañana, en el cruce de Gobelins.

Géga es un hombre increíble. Últimamente está sin blanca, pero siempre encuentra
la manera de prestar a los prófugos que suelo tener bajo mi protección los servicios más
inesperados. Les consigue zapatos, ropa correcta, comida, sitios donde dormir (respecto
a lo que no se puede ser muy exigente), e incluso bicicletas, cuyas piezas compra de una
en una cuando tiene la ocasión. Hoy es el propietario o gerente —nadie lo sabe
exactamente— de un pequeño café que acaba de instalar en la calle de Bièvre, y que está
en el terreno abandonado donde estaba la antigua casa del viejo Hubert. Como Géga
está sin dinero (los que lo conocemos sabemos que no será por mucho tiempo) y apenas
tiene mercancía, hay que pagarle por adelantado cuando vamos por su local a tomar un
trago. No gana ni un céntimo con esto, lo que a todo el mundo le parece divertido, y a
él, el primero. Aquella tarde, teníamos consejo de guerra, en el «Ojo» —ese es el letrero
del nuevo bistró de Géga— con dos radios del grupo de antena «Hunter» y con Watsek,
el polaco. Es grave. Los mensajes que hay que transmitir en las siguientes veinticuatro
horas son tan importantes que necesitamos a toda costa, sean cuales sean los riesgos,
encontrar enseguida un lugar desde el que emitir. Hasta hace poco, teníamos dos techos
en París en los que desplegar la antena, pero los motociclistas alemanes las
descubrieron. Así que los perdimos. Si emitíamos desde las afueras corríamos el riesgo
de interferir en las transmisiones de una red amiga instalada allí, y estropear tanto sus
mensajes como los nuestros. Brochard el capitán, jefe de grupo, tuvo que tomar una
decisión a regañadientes.

—¡Mala suerte! Tendremos que emitir desde la Halle aux Vins, donde el tipo que me
presta su pabellón ignora totalmente lo que vamos a hacer. Me temo casi con total
seguridad que habrá bronca, pero lo único que podemos hacer es pedir que nos doblen
la protección. No hay otra opción, tenemos que ir.

Tiene razón. Varios centenares de vidas dependen de que uno solo de los mensajes
lleguen a su destino: debemos evitar que bombardeen un tren cargado de una gran
cantidad de potentes explosivos (mucho mayor de lo que creen en Londres) en medio
de una estación que estará abarrotada. El convoy se dirige hacia el sur, y con un ataque
terrestre podríamos destruirlo en medio del campo. De eso me ocupo yo.

Los chicos se miraron unos a otros. Conscientes de lo que les esperaba, aceptaron.
Watsek ni se inmutó.
Desde luego, a Sigue-Bailando le gusta jugar con fuego. Si un poli lo ve, está
perdido, pero le da igual: necesita empaparse del ambiente del barrio. Por casualidad
entró en el «Ojo», y, al verme allí, dijo:

—Va a parecer que te huelo.

A regañadientes, tuve que presentárselo a Géga y a los otros compañeros. No


adivinarán de quién hablaron durante un buen rato: de François Villon, al que Sigue-
Bailando idolatraba, aun siendo casi un analfabeto. Géga, un amante de las letras,
estaba en el paraíso. Yo me dedicaba a vigilar la puerta. Nunca se sabe.

En 1940, en un burdel de Lorraine, estaba con los chicos de otra compañía. Era
responsable del destacamento, así que debía vigilarlos como un maestro a sus pupilos.

El coronel me había dicho:

—El siguiente ataque será a las cuatro de la mañana. No sabemos a qué nos
enfrentamos. —No se atrevía a admitir que la maniobra le parecía inútil, pero podía
deducirlo uno mismo—. Esos chicos merecen pasar un buen rato. Sobre todo, vigile que
no se emborrachen. Procure que escriban a sus casas. Y tráigalos de vuelta a
medianoche.

Cuando ya se iba, le oí susurrar: «Pobres críos».

Durante toda mi vida me acordaré de aquellas horas que pasamos en compañía de


cuatro chicas marchitas, tan agotadas y decepcionadas que ni siquiera se maquillaban.
Esperaban que las obligaran a evacuar el sector en cualquier momento. Estaban más
preocupadas por encontrar cierto descanso que en ganar unas monedas, y ninguno de
mis chicos tenía ganas de juergas picantes.

Bebieron con moderación vino de la Moselle. La melancolía era general, y se había


apoderado incluso de la madame del burdel que, por pura desesperación, pagó una
ronda. Todo el mundo se refugiaba en los recuerdos. Y en ese momento, vi que cuatro
de los diez rostros palidecían, se afinaban, se volvían más afilados, diáfanos, y después
borrosos, como si los viera a través de la niebla, de una nube verdosa que no engaña.
Incluso había garabateado sobre la servilleta unos versos del poema:

Oui je vous vois marqués d’avance

Mes frères du dernier matin…[14]

A la noche siguiente supe que mis presentimientos no me habían engañado.


Sin embargo, lo que ocurrió a continuación con Sigue-Bailando y los técnicos de
radio fue muy diferente. Tenía la angustiosa sensación de que había dos muertos en
potencia en el grupo, dos próximos difuntos. ¿Cuáles? Aún no lo sabía. Como si
dependiera de mí señalarlos, me sentía oprimido por un inexplicable sentido de la
responsabilidad. Watsek era el que más me preocupaba, así que deseé con todas mis
fuerzas que saliera bien parado.

Sigue-Bailando se fue cuando ya era noche cerrada. Cuando se iba, me cogió aparte:

—¿Sabes que el cerdo de Sacchi quiso vengarse? Ahora seguro que ya no moverá un
dedo.

Y simuló hacer tres cortes: dos en las orejas y otro en el cuello.

Viernes noche

Como cabía esperar, no fue fácil. A las cinco menos cinco, todo estaba listo. A las
cinco y cuatro minutos conectaron con el repetidor del avión, que sobrevolaba el sur de
Normandía, a medio camino de las costas inglesas. A las cinco y diecinueve, acabó la
emisión. A las cinco y veintitrés, entraron petardeando los alemanes motorizados,
seguidos por la policía militar y por un camión de las SS.

Tuvimos que abandonar el material. Brochard, en mangas de camisa, llevó rodando


un tonel vacío hasta la calle Saint-Bernard, pudo alcanzar el muelle y esconderse en una
gabarra. Ahora está a salvo, igual que Watsek; pero ha habido un muerto, un muchacho
de los refuerzos que nos protegían, y dos heridos leves que quedaron en manos de los
Fritz. Aunque digan todo lo que saben, no nos preocupa: el dispositivo de alerta ha
funcionado una vez más. Un muerto, uno solo, sé que no se ajusta a mis cálculos. Me
tranquiliza que Watsek esté bien, pero no puedo evitar pensar en Sigue-Bailando. Por
mucho que me repita que nada de lo que pasa depende de mí, esta angustia asquerosa
no me abandona.

Esa mañana, Sacchi me esperaba en el lugar acordado. En primer lugar, pidió


abundante bebida y exigió sus quinientos francos, justo antes de hacerme prometer que
guardaría silencio sobre lo que iba a ver y oír.

No obstante, creía conocer como la palma de mi mano el sector limitado


esencialmente por el bulevar Arago, la avenida Gobelins y la calle Croulebarbe. ¿Por
qué tenía que ser ese ser infame, repudiado por las personas y hasta por las propias
piedras, quien me revelara la fórmula de esa sonrisa desconocida?

Allá estaban la Manufacture, la escuela Estienne, y las obras del metro. Más cerca,
los guardamuebles. Aquí, calles flanqueadas por casas bajas y nombres
tranquilizadores: calle des Cordelières, calle des Marmousets, pasaje Moret… Las
piedras son claras, los patios profundos y vastos. Desde ellos se accede a los primeros
pisos de las casas por escaleras exteriores de madera carcomida. Muchos artesanos
parecen haber heredado, y explotan todavía, las recetas de tiempos antiguos: pellejeros,
encuadernadores, ilustradores, litógrafos… Aquí el tiempo pasa más lentamente que en
otras partes.

Los rostros de las personas reflejan una paciencia laboriosa y tranquila. Fíjate qué
curioso: esta pared usurpa cincuenta centímetros del espacio vital de la casa de su
vecino, de la que lo separa, lateralmente, un pie como mucho. La gente de aquí es más
de irse tarde a la cama que de permanecer en vela, así que lo ha convertido en su
urinario natural. Un hombre delgado tiene que deslizarse de lado por el angosto
recoveco, lo que no me costó hacer siguiendo a Sacchi. Llegamos a un largo pasaje
curvilíneo, que ni siquiera los niños conocen, pues lo habrían usado sin reparos como
patio de juegos. Había cuarenta metros, cincuenta tal vez, entre dos paredes sordas,
mudas y ciegas, una de ladrillos huecos y la otra de caliza sin pulir. Torcimos a la
derecha: y bruscamente en el horizonte apareció una ensenada y vimos una esquina de
cielo sobre el universo en miniatura de una Venecia nórdica. Ignoraba que, en París,
siguiera existiendo aquel tramo del Bièvre a cielo abierto. Hacía frío. Las ventanas que
daban a las aguas negras estaban cerradas. Con el brazo derecho había que agarrarse a
una cuerda colgada de la muralla y subirse a una estrecha pasarela colgante que llegaba
a medio muslo. Después de completar estas maniobras, sin poder coger impulso, me
balanceé y palpé la pared hasta alcanzar una persiana de madera articulada típica de
Lyon: allí íbamos. Me planté con un salto en un suelo poco firme que está blando por
una capa de serrín. Estamos en casa del señor Klager, en la cueva de los embrujos.

El señor Klager no dijo nada pero tuvo que reconocerme. Yo lo identifiqué


enseguida: era el hombre de la barba puntiaguda que rezaba la plegaria malvada en el
Quatre-Sergents. Me sonrió gentilmente, y con discreción, pero su mirada se heló al ver
al corso. Le habló con dureza y lo trató sin miramientos, como a un miserable. Eso me
gustó.

—¿Has traído lo que te he dicho?

Sacchi, dominado, encorvado, avergonzado y acobardado, dijo:


—Sí… aquí está. No me ha sido fácil, y me ha costado muy caro.

—Guárdate esas historias para ti. Nunca pagarás bastante caro lo que haces —gruñó
Klager, con menosprecio—, a ver qué traes.

Sacchi había abierto la tapa de un vulgar pastillero redondo. Dentro había una
sustancia a su imagen y semejanza: grasienta, negruzca, sucia y maloliente. Klager
examinó a la luz del día el contenido de la caja y la olió.

—Está bien —dijo él—. Venga, ponte derecho y no te muevas. El otro obedeció.

El señor Klager se arremangó la camisa gris que llevaba. Se tomó un momento para
concentrarse y empezó a amasar con los dedos un poco de la repugnante pomada.
Después untó las orejas de Sacchi frotándolas con los pulgares. Dio varias pasadas, cada
vez más rápidas, desde las vértebras cervicales hasta las parótidas y a lo largo de las
mandíbulas.

—Muy bien, he acabado. No te la quites hasta mañana. Te aconsejo que te vayas


enseguida a casa: apestas.

Sacchi, molesto, llevó a Klager a la habitación contigua para pagarle su


«intervención», que debía de ser muy cara a juzgar por el prolongado ruido de billetes
grandes con su crujido característico.

Los dos hombres volvieron.

—Ahora solo tengo que conseguir que vuelva a tirarme de las orejas. Más vale que
se prepare el muy cabrón —bromeaba Sacchi, con los ojos fruncidos y la boca torcida en
un gesto malvado.

—Ve con cuidado tú también —replicó Klager. Volvió la mirada hacia mí y


claramente más amable me dijo—: En cuanto a usted, señor, ahora que ya sabe dónde
estoy, quedo a su disposición.

Era evidente que no quería que le hablara delante del corso de mis asuntillos. Nos
despedimos antes de subir a la ventana. Sacchi le tendió una mano que Klager ignoró.

Acompañé un poco al corso malhumorado para intentar averiguar un par de cosas:

—¿Qué piensas hacer ahora con Sigue-Bailando?


—Voy a llevarme conmigo a dos tipos fuertes, lo encontraré y lo enfureceré.
Necesito que me toque las orejas una vez más, pero me basta con que las toque: no
tengo humor para una pelea como la del otro día.

—¿Y después? ¿Qué pasará después?

—En cualquier caso, sufrirá un duro golpe.

—Vale, pero dime, ¿qué había en esa caja que olía tan mal?

—No me hables de eso. Es asqueroso. Todo lo que puedo decirte es que he tenido
que sobornar a un enterrador de Bagneux para conseguirlo.

—¿Esa peste era de un cadáver?

—Podría decirse que sí…

Después de librarme de aquel granuja (buf, qué asco), salté de nuevo a la casa de
Klager. No pude evitarlo, no habría podido dormir.

Me recibió sin rastro de asombro.

—¿Conoce a ese tipo?

—Muy vagamente y no me gusta. Quiere perjudicar a una persona a la que conozco


desde no hace mucho, pero a quien tengo en cierta estima. Aparte de eso, no es muy
recomendable…

—¿El hombre del domingo?

—Exactamente.

—¿Y para qué ha venido?

—No sabría decírselo. En primer lugar, por pura curiosidad. Prefiero confesárselo
inmediatamente, aunque seguramente no le guste la idea… y también, porque me
resulta indispensable saber cosas que hasta ahora desconocía.

—¿Pero quién es usted?

Solo le conté que era profesor suplente de una escuela técnica, que era curioso por
naturaleza, y un enamorado de todo lo relativo al viejo París y a las tradiciones que se
mantienen en él.
—¿Periodista?

—En absoluto, y menos en este momento.

Eso le hizo sonreír. Nos habíamos entendido. Me señaló la puerta del fondo.

La conversación duró dos largas horas. No puedo relatarla entera, ni aquí ni en


ninguna otra parte, ni hoy, ni más adelante. Me comprometí a guardar el secreto.
Aunque si contengo mi lengua y mi pluma, lo hago por deferencia más que por miedo.

No obstante, por si llegaba el momento en el que debiera hablar o escribir sobre el


señor Klager, me autorizó a relatar lo que sigue a continuación.

En primer lugar, el verdadero oficio de Klager no es hechizar a sus contemporáneos


o encantar una determinada parte de su anatomía. Tampoco consagrarse a plegarias
clandestinas, y maléficas. El señor Klager es calderero. Fabrica objetos —vasos, copas,
jarrones, botones, broches— de metal repujado. Por ahora, la escasez de cobre y estaño,
tanto en láminas como en cualquier otra forma, obliga al señor Klager a ejercer un
trabajo un poco diferente: fabrica linternas y faroles de todo tipo. Con una habilidad
consumada y un gusto certero, utiliza el material que le caiga entre las manos.

Sin embargo, este hombre, cuya existencia debería estar exenta de cualquier otra
preocupación que no fuera su fructífera actividad cotidiana, no siempre vivió días de
gloria y de buenos amigos. Todavía joven, para evitar un desastre que habría
comprometido para siempre su existencia tranquila, tuvo que recurrir a un brujo de
Lorraine, que murió de una embolia fulminante a lo largo de una operación
particularmente grave y delicada. Ese día, Klager heredó involuntariamente una
enorme cantidad de fuerzas —buenas y malas, usando una formulación muy básica—
que administra como un banquero, según su conciencia y las ocasiones que se le
presenten para desembarazarse —esa palabra es suya— de acumulaciones no
demasiado grandes.

—¿Pero por qué permite que se use su poder en ambos sentidos?

—¿Cree usted que la gente malvada que acude actuaría de manera distinta si no me
conocieran o que harían menos daño?

—Pero acepta dinero por eso.

—Puede estar tranquilo. No me he quedado ni un céntimo de ese dinero: va a parar


a personas que lo necesitan mucho. Y no hablo exactamente de caridad.
¿Acaso yo actúo de manera diferente? Me dedico a definir los puntos de impacto
para limitar los daños, pero no podría hacer que cayeran menos bombas.
Capítulo 7
Septiembre del 43

La duda, la vacilación y una desconfianza cansada dominan nuestra vida. François


Moyen colgó en el armario de su cocina un mapa, comprado en un mercadillo, del
«escenario de las operaciones del este».

A mediodía y a las nueve de la noche, después de escuchar atentamente los


informativos de radio Londres, rectifica a lápiz o, si está de humor, con chinchetas su
«primera línea de batalla».

A eso se limitan sus preocupaciones y su espíritu de lucha. Está calando la idea de


que este interminable conflicto no es más que una bobada por la que los franceses
apenas nos podemos quejar, para no quedar como unos críos malcriados ante toda
Europa.

Los directores, regidores y encargados de plató de las futuras guerras deberían


aprender que, igual que una película, el desarrollo de la guerra no puede alargarse
demasiado. Si la retaguardia se cansa y se aburre, el combatiente sufrirá el contragolpe,
y la calidad de la mano de obra (de guerra, se entiende) se resentirá tremendamente.

Mis amigos y yo, que obtenemos nuestras informaciones de fuentes no


propagandísticas, sabemos que esto acabará antes o después con el aplastamiento ya
concertado de las fuerzas de la cruz gamada. Vamos ganando. No obstante, si fuera
capaz de albergar convicciones que me llevaran a luchar en el otro bando, creo que aun
perdiendo jugaría con la misma desenvoltura y sin ningún tipo de escrúpulos. De todos
modos, me alegro de relacionarme cada día con una élite de personas que no tiene unas
convicciones morales más elevadas que los demás, pues, aunque persiguen antes que
nada su propia aventura, aportan un peligro, riesgo, violencia y emoción sin los cuales
no mereceríamos más que morir de aburrimiento. Igualmente, si algún día se pide a los
franceses que, tras recuperar su estatus de ciudadanos, vuelvan a mostrar respeto hacia
los «poderes públicos», las instituciones republicanas (u otras) restituidas se enfrentarán
a grandes dificultades para que se las vuelva a tomar en serio.

Por suerte, la ciudad está en guardia. Ella también posee sus armas secretas. El
verano pasado, liberó unas válvulas de seguridad que forman parte de un dispositivo
maravilloso que solo ella conoce. Desde hace tres meses, de todos los rincones de la
ciudad surgen alegremente iluminados, trastornados más o menos frenéticos,
alucinados y vigorizantes maniacos. Los más modestos solo intentan asegurar el
bienestar de Francia, e incluso de Europa, pero la mayoría pretenden ocuparse de todo
el Mundo, con una gran M mayúscula, e incluso de nuestro pobre sistema planetario en
su conjunto. Ya teníamos designados a nuestros bufones, como Ferdinand Lop [15], el
inefable, al que vituperan los ignorantes delatores que escriben en Pilori, a diez francos
la línea de prosa de mierda antisemita, antidemocrática (si es que esa palabra tiene
todavía algún significado), y antitodo lo que se quiera. Por mi parte, estoy convencido
desde el primer momento de que nuestro Ferdinand no está tan loco como quiere
hacernos creer, y me parece alguien valeroso. Ignora lo que digan los demás, y sigue
recibiendo los mensajes sucesivos y contradictorios que anuncian la llegada, bajo el
puente de las Artes, del submarino que lo recogerá para llevarlo al mar del Norte a
negociar un compromiso entre las partes beligerantes. ¡No tiene un pelo de tonto!

En calle del Sena vive Raymond Duncan, un hombre majestuoso, hierático, venoso y
primario, que siente la necesidad de vestirse como el figurante de una obra adaptada de
Aristófanes para los espectáculos de Barret. Ignora a los críos que se burlan de él por la
calle. Continúa presidiendo los «diálogos socráticos» en los que participan
extravagantes mujeres acomodadas y aburridas, tocadas con grandes y poéticos
sombreros, en los que aves rellenas de paja revolotean entre jardines franceses
salpicados de frutas confitadas. Duncan consiguió engañar a las tremendamente
ingenuas «autoridades de ocupación»: es americano, pero ha escapado al destino de sus
otros compatriotas que se han quedado en Francia y que están encerrados en campos de
concentración, y goza de todo el respeto, consideración y miramiento que se merecen
los accionistas y copropietarios de muchas acerías, fábricas de armamento y otras
baratijas situadas en territorio de Hitler. También tenemos a Fèvre, el soldado retirado,
siempre ataviado con botas, chaqué y sombrero de copa, con sus largos cabellos
pegajosos, rostro delicado de perseguido, su voz de eunuco y su bastón trenzado; está
también Dodola-Prière, en estado de éxtasis perpetuo, que, con una agilidad
sorprendente, cada diez pasos cae de rodillas con las manos hacia delante y toca la acera
con la frente, que ya tiene callosa. Hay algunos más de menor envergadura e interés,
pero que están igualmente integrados desde hace muchos años en la cohorte de
lunáticos habituales que marcarán este cuarto del siglo. Están catalogados, aceptados y
admitidos de una vez por todas. Solo los paletos se extrañarían al verlos. Y aparte
tenemos a los nuevos, a los inesperados, a los profetas, mesías, krishnas, a «los que
siempre habíamos esperado». No hay ningún barrio que no se enorgullezca de tener su
propio predicador. Montmartre tiene a su «astrónomo público», que, al precio de
cuarenta francos, te muestra, en un telescopio del mercadillo, la Luna y sus cráteres, y te
regala además un poema: «Embajador de las estrellas… en nombre de miles y miles de
millones de mundos estelares (lo que no resulta demasiado comprometedor) protesto
contra la guerra y aporto la solución». Auteuil tiene a Baptiste, un vagabundo que fue
combatiente de la guerra del 14, por supuesto, y que pregona la inminente
autoexterminación de la humanidad y la conquista del mundo por parte de los caballos
(caballos marinos, caballos terrestres y fantasmas resucitados de todos los caballos de
todos los tiempos que murieron en el campo de batalla…). En Grenelle, tienen las
divagaciones de Ben Ferrer, que, por un favor especial, está en comunicación constante
con Mahoma. Ha nacido un tercer sexo que, a partir de ahora, tiene la responsabilidad
de perpetuar la especie. De aquí en adelante será pecado mortal utilizar de manera
normal los conductos humanos de los que disponemos. El futuro pertenece a los castos,
a los onanistas, a los maricones y a las tortilleras. ¡Venga, pues!

La situación del parque Montsouris es más grave, porque allí hay toda una banda.
Más bien, dos bandas, ¡pero qué estoy diciendo! Dos sectas, que muy tranquilamente se
reúnen en el peristilo de los Marroniers, encima de la cascada, y con mucha cortesía se
entregan a discusiones contradictorias. Son los «vectoristas radiantes» y los
«perpendicastos». En varias ocasiones han levantado las sospechas de los guardias, que
debieron creer que usaban un lenguaje secreto y los dejaron tranquilos. Pero algún
chivato de la policía se enteraría del tema y organizaron una redada. Según las noticias
que llegan, todo quedó en nada. Se trataba de modestos funcionarios, de empleados de
bajo rango, de jubilados humildes que fueron incapaces de explicar por qué habían
sentido la necesidad de comportarse de manera tan extravagante, al menos durante una
hora al día.

Sí, en estos tiempos soplan vientos de locura, y esta metáfora no la he elegido al


azar. Nadie está a salvo de la exasperación colectiva que se ha apoderado de nuestros
ánimos. Todo el mundo se considera un pequeño héroe, incluidos —y ahí está el
problema— los auténticos héroes, quienes deberían desconocer esa cualidad suya
durante bastante tiempo. Pienso en los muchachos paracaidistas con los que me codeo a
diario: están acorralados y les espera una muerte horrible o las peores torturas. Saben
muy bien adónde puede llevarles la menor extravagancia o el mínimo desvío de las más
estrictas y básicas normas de prudencia. Y aún así, son imparables. Todos son capaces
de enzarzarse en una pelea con el más insignificante feldwebel[16] con el que se crucen en
el peor momento.

La plaza Maubert, donde la miseria fisiológica cuidadosamente cultivada —ese es


uno de sus secretos— confina a mis vagabundos a un nirvana permanente, un universo
de luz suave y de ruidos amortiguados, un mundo sin peso y sin consistencia, es un
derroche de sentencias definitivas y de ademanes teatrales. Pedir que te fíen para un
vaso de ratafía equivale a una filípica.

Imaginemos que un antiguo estudiante, empapado de sus queridos clásicos,


poseedor de una buena memoria y dispuesto a gastar kilovatios de buena voluntad se
dirige al Odéon en un mal día. Hay días así, en lo que todo suena a hueco, e incluso el
vacío en sí mismo tiene un sonido indeciso. No hay nada que hacer: la inspiración no
responde. Arrastramos una decepción punzante, un rencor contra no sabemos quién:
¿autor o intérpretes? No podemos hacer otra cosa que acurrucamos entre almohadones
y acunarnos, solos, totalmente solos, con alejandrinos diseñados a medida.

Con los vagabundos es diferente. Quien jura por dios que conseguirá amasar una
fortuna espera un milagro, porque sabe que los milagros ocurren. Hay que apoyarse o
sentarse en una esquina tranquila, sin llamar la atención de nada, cerrar los ojos si es
posible, y escuchar. El hombre habla para sus adentros. Ofrece sus perlas al mejor
postor: «Por la cabeza de Geneviève que tenía una hijita que murió a los siete años…».

Esto va más allá del melodrama. Allí existe el drama más real y severo. Un suceso
nunca es lo que es en sí mismo y nada más. La tragedia surge de lo que ocurre
alrededor del suceso, y al mismo tiempo.

Para entenderlo, hay que haberlo respirado al menos una vez.

Las responsabilidades cada vez más serias que asumo me obligan a estar siempre en
tensión. Por eso ahora soy incapaz de perder el tiempo como antes, de dedicarle un
lugar tan importante a las ensoñaciones y al dolce far niente. Mis estudios, mis
investigaciones ocupan todo mi tiempo libre. Más adelante, entre otras cosas, me
gustaría publicar un glosario de palabras francesas que deben su origen a la pequeña
historia parisina. En este ámbito, ya he realizado curiosos análisis y he hecho
descubrimientos inesperados.

SAINTE PATÈRE

Es un sustantivo, tan honesto y banal como modesto, que deriva, no obstante, de la


brutalidad más divertida: patère[17]. Ya saben, ese artilugio en el que uno se deja la
gabardina, o donde las personas que todavía llevan sombrero se lo olvidan.

En francés, esa palabra designa (según la enciclopedia Larousse) los utensilios


fijados en la pared que sirven para sujetar las cortinas. Se dice que la palabra francesa
patère deriva de «patera», término latino que designa algo muy diferente. Pues bien, no
es así en absoluto.

La «patera» era entre los romanos un vaso parecido a un platillo, poco profundo y
que se usaba para las libaciones. Su forma recuerda a nuestros catavinos. Con el
pretexto de que estos recipientes a menudo tenían ornamentaciones cinceladas, hubo
quien quiso asimilarlos a los cabujones que a veces se ponen en los extremos de las
patères. Y en esto se basan para sacar una etimología cogida por los pelos. Se equivocan
ustedes, señores de la Sorbona: una vez más, París tiene razón.

En otro tiempo, en la «isla de los Monos», una zona de vegetación que, pasados los
Gobelins, dividía en dos a nuestro viejo amigo el Bièvre, había construcciones de
madera y ramaje. El terreno pertenecía a todo el mundo, y los vecinos con algo de
tiempo libre disfrutaban relajándose de vez en cuando en aquel lugar tranquilo y con
sombra.

Sin embargo, en un momento que creo poder situar alrededor de 1350, un sacerdote
secular cuyo nombre no se ha conservado para la posteridad se retiraba a esa isla en
verano. Un Robinson avanzado a su tiempo, vivía tranquilamente en una caseta
construida por él mismo, y se entregaba a reflexiones profundas y serias. Cuando hacía
mucho calor, no se pensaba dos veces realizar devotas abluciones en las aguas del río.
Había muy pocas personas que vivieran allí, y el sacerdote de alma pura, que no tenía
nada que esconder a su creador, se bañaba tal y como llegó al mundo, conservando
como muestra de una distinción suprema su sombrero.

Las zarzas y la maleza formaban tupidos promontorios, y en las orillas de la isla


había calas encantadoras donde uno se sentía como en su casa, con la intimidad
confiada de los primeros tiempos.

Un día, el sacerdote se aventuró un poco más lejos de lo que le hubiera permitido la


cortina de follaje. El agua solo le llegaba a la mitad del muslo. Y allí, se topó, cara a cara,
con dos adorables náyades, como si Eva hubiera tenido una hermana gemela. Nuestras
sirenas se quedaron inmóviles por la sorpresa durante un tiempo. Tal vez quizás por
alguna incierta curiosidad…

Los caminos del señor son inescrutables. ¿Acaso esa visión que se le ofrecía no era
una de las tentaciones contra las que el Evangelio nos avisa?

Dos preocupaciones asaltaron al sacerdote: la de apartarse de los preceptos básicos


del pudor; y también la de implorar a Dios que no le dejara sucumbir y entregar su
espíritu a todos sus deseos impuros.

Tremendamente turbado, se quitó el sombrero, que se puso donde le obligaban los


principios eternos, y cruzó las manos por encima de la cabeza. Con una total humildad
empezó a recitar: Pater noster qui es in coelis…

Entonces, sucedió el milagro: ¡Oh, la inefable vigilancia del Señor omnipresente! El


sombrero se quedó en su sitio.
Adveniat regnum tuum…

La maravillosa eficacia del Padrenuestro pronunciado en unas circunstancias tan


dramáticas confirmó a nuestro sacerdote en sus edificantes convicciones.

En esa misma isla, construyó con sus propias manos una capilla cuyo frontón
delantero adornó con un rostro femenino radiante de divina pureza. Y consagró la
capilla a la Sainte Patère. Nadie le reprocha haberse inventado una hermana pequeña
para los santos…

Entre los elegidos, también debe de haber una «compañía para los marginales…».

He rastreado hasta los grimorios de finales del siglo XVI menciones de los vestigios
de la capilla de la «Sainte Patère». Yo mismo siento por la pequeña santa una tierna
veneración. Siempre está en mis pensamientos cuando cuelgo mi chubasquero.

En varias ocasiones, me he encontrado al Gitano de la calle de Bièvre. Sigue


colonizando el emplazamiento de la casa demolida. A pesar de sus protestas, muy leves
en realidad, no le he ocultado mi convicción de que todos los desastres que ocurrieron
en ese lugar los causó únicamente su maléfica voluntad. Pero, aparte de eso, no
pretendo hacer ningún tipo de juicio sobre él y su comportamiento: me limito a mis
observaciones muy egoístas. Y, por otra parte, apasionantes. Él siempre sonreía, sin
comprometerse. Sin embargo, un día me dijo:

—No me quedaré para siempre en París. Te pido dos cosas. Si alguna vez te
encuentras conmigo en otra parte (con su gesto circular quiso indicar que se refería a la
Mouffe, la Maube y la Montagne), actúa como si nunca me hubieras visto. Cuando
quieras, siempre habrá tiempo para «volver» a conocernos…

—Muy bien, lo prometo. ¿Y qué más?

—Es posible que conozcas a gente… a arquitectos… a personas de la Ciudad…

—Podría ser el caso, sí. ¿Y?

—Pues haz lo que quieras, di lo que quieras, pero hay que hacer todo lo posible para
que no se construya en el sitio que ya sabes hasta dentro de mucho mucho tiempo.

—¿Por qué? ¿Qué podría pasar?

—Catástrofes… sin límites… No puedo evitarlo.


—Te prometo que velaré porque así sea. Incluso un día, lo dejaré por escrito.

—Eso sería todavía mejor.

Dolly la tórrida, que andaba buscándome, me cogió cuando iba a cruzar la calle de la
Huchette. Había recorrido kilómetros de adoquines y asfalto antes de ponerme la mano
encima. Con mano férrea, me arrastró a Saint-Séverin, hasta el interior de la iglesia. Allí
al menos estaríamos tranquilos.

—¿Ha pasado algo?

—Sí… No. Sí y no.

—¿Sigue-Bailando?

—A salvo. Corre peligro. Tiene que esconderse.

—¿Qué ha hecho ahora?

—El corso…

Con un gesto discreto pero nervioso me indicó que no podía entrar más en detalles.

—¿Y qué puedo hacer yo?

Se acercó mucho a mí y me susurró:

—Solo confiamos en ti. Tenemos que llevarle una cosa…

Sacó de su bolso un paquete envuelto en papel de embalar.

—¿Qué es esto?

—Dos millones.

—Bueno, ¿y adónde…?

¿Una dirección o una historia de locos? Calle des Terres-au-Curé. ¿Eso existe en
París?

—Pero, sí, claro. Está en la Puerta de Ivry. Hay vegetación y casas bajas. Muy pocos
alemanes. Ningún poli.
Sigue-Bailando me recibió en un pequeño restaurante con una deferencia y cortesía a
la que no estoy demasiado habituado.

Mientras se guardaba el paquete en el bolsillo, me dijo:

—¿Necesitas algo?

Contesté:

—Ahora mismo, no.

—Mejor, ya hablaremos, pero ahora no me hagas preguntas.

Dimos una vuelta. Por aquel barrio retirado, mucha gente vive también del
menudeo. Entramos en una tienda con el suelo de tierra batida, una especie de trastero,
de cueva de Alí Babá, llena de los cachivaches más disparatados y aparentemente
inútiles. El dueño era un judío polaco, pequeño, risueño y cuyo vocabulario en francés
abarcaba unas cincuenta palabras. Encontró la manera de instalar un bar en una esquina
de su cueva. Y servía un aguardiente de ciruelas excelente.

—Ya ves, papa Popovich, es un gran tipo —afirmó Sigue-Bailando—. Te aseguro


que puedes pedirle cualquier cosa. Incluso las más peligrosas, y eso es bueno saberlo.

El hombre tenía una manera particular de asentir: se echó a reír. Me sorprendió que
aquel tipo hubiera escapado a las persecuciones y redadas que soportaban los otros
judíos.

—Se inscribió en Gentilly —me explicó Sigue-Bailando—, pero vive aquí. No corre
ningún riesgo. Ya ves, este sector está fuera del circuito que te dibujé en su día, pero
podrías completar el mapa, y dibujar una línea desde la plaza de Italia. París se hace
más grande poco a poco. Invierte mucho tiempo y paciencia en adoptar un nuevo
pueblo…

Sigue-Bailando me dijo que no quería compartir conmigo sus preocupaciones.

—Mis asuntos son mi cruz. No serviría de nada que te involucrara. Tengo que salir
de la ciudad. Aquí huele a chamusquina.

—¿Y tu corso? ¿Has vuelto a verlo?

Aunque me había respondido simplemente con la mirada, me dijo:


—Si por casualidad te lo encuentras por la calle y no te gustan los aparecidos,
cambia de acera.

Sigue-Bailando guardó en un sobre dos páginas arrancadas de un cuaderno llenas


de su caligrafía recta y fina. Eran direcciones, la mayoría de tabernas, teléfonos y con
indicaciones del tipo «Chapeau-l’Arnaque, en Tonneaux de ocho a la medianoche»,
«Dora la Rousse, en el pasaje Ramey, a las cinco», etc. Todas esas personas, por la
simple recomendación de mi amigo, me prestarían una ayuda ilimitada en caso de
necesidad. Es un regalo muy valioso, pero ahí no acabó. Sigue-Bailando volvió a su
tema favorito y se empeñó en hacerme unas últimas recomendaciones, porque podría
ser que no volviéramos a vernos. Me indicó, esta vez con un extraordinario lujo de
detalles, los lugares de París donde debe explicarse, discutirse y concluirse un asunto
delicado, y me recalcó los lugares que hay que evitar en determinadas ocasiones. Sentí
que me iniciaba en las corrientes misteriosas que hacen palpitar las venas más secretas
de la Ciudad. Sigue-Bailando contó también cosas asombrosas que tengo prohibido
divulgar. Sobre todo su frase final de ocho palabras. Bruscamente, dejó de hablar, me
dio un apretón de manos y se fue, sin volverse a mirar, por el bulevar exterior.

LOS GITANOS Y PARÍS

Hace un momento, me ha dado la impresión de que me seguían, más exactamente


de que me buscaban. Aunque ya había usado todos los trucos habituales en casos así —
darme la vuelta bruscamente, paradas prolongadas delante de los escaparates que
reflejen la calle— no conseguí ver a nadie. Sin embargo, sé que no me equivoco. Al final,
comprobé que tenía razón: era el Gitano, que me abordó con una sonrisa en los labios,
después de que Sigue-Bailando se alejara.

—No te habría dirigido la palabra, recuerda lo que me hiciste prometer…

—Ah, ya me acuerdo. Y eso cuenta a partir de esta noche, pero antes quería verte
por última vez.

—¿Cómo sabías que estaba en este barrio?

—Cuando quiero encontrar a alguien, me lo tomo en serio.

—¿Alguna novedad?

—Me voy de París durante bastante tiempo. Tengo que cambiar de nombre.

—¿Por la policía?
—No. Es una historia de… de familia. Quizás algún día te la cuente.

—Entonces, ¿quieres papeles falsos?

—No los necesito. Además, nosotros también tenemos nuestros métodos.

—¿Necesitas dinero?

—No, no. Te he elegido como padrino: vas a ponerme el nombre que llevaré durante
siete años.

Lo que me contó, podré desvelarlo más tarde.

Ayer, entre las once y las doce de la noche, en un enclave consagrado de la calle
Saint-Médard, me inicié en los ritos de su tribu bajo las instrucciones del Gitano.
Teníamos una copa llena de vino. Con una cuchilla de afeitar, realizamos una ligera
incisión en nuestra muñeca izquierda. Cayeron algunas gotas de sangre en el vino tinto,
que nos bebimos de cuatro tragos, dos cada uno. A partir de entonces, el Gitano se
llamaría Gabriel.

Ya sabía unas cuantas cosas: en varias ocasiones, cuando caía en mis manos un
documento raro o cuando mi mirada se detenía sobre las páginas olvidadas de un libro
de trescientos años, podía constatar con placer que lo que acababa de aprender
corroboraba algunas intuiciones que no requerían ninguna prueba exterior para ser
ciertas. Pero Sigue-Bailando y el Gitano, sobre todo este último, me abrieron nuevos
horizontes. Y no sospechaba lo vastos que eran. No pude evitar volver a merodear, yo
solo, una vez más por la calle de Bièvre. Después de haber saludado a aquel lugar
maldito, me sorprendí bordeando las rejas del arzobispado y encaminé mis pasos hacia
la isla de Saint-Louis, la isla de mi dulzura brumosa…, ese enclave de calma confiada,
esa nave de piedras pensativas con las que, algunas noches, a ciertas horas, tengo la
impresión de comulgar. Al cruzar la pasarela, pensé que el Gitano no era el único de su
raza que había echado mal de ojo a un lugar del berenjenal parisino. Una crónica de
1427, en plena guerra de los Cien Años, nos informa de que, el 17 de abril de ese mismo
año, llegaron a la Cité «doce Penanciers», es decir, penitentes. Un duque, un conde y
diez hombres a caballo, que se denominaban cristianos del Bajo Egipto, fueron a ver al
Papa para confesar sus pecados después de que los sarracenos los expulsaran; y se les
impuso la penitencia de recorrer Europa sin acostarse en una cama. 120 personas, entre
hombres, mujeres y niños, componían su séquito, las pocas que quedaban de las 1200
que había al partir. Los recluyeron en La Chapelle, y allí multitudes de personas iban a
verlos. Tenían las orejas agujereadas y llevaban un aro de plata. Sus mujeres de pelo
negro y rizado eran muy feas, brujas, ladronas y leían la buena fortuna…
A aquellos gitanos se les prohibió la entrada en la Cité, donde ellos esperaban
librarse a «espectaculares devociones». Ante la intransigencia de la policía, intentaron
alborotar a la multitud de curiosos, siempre abundantes. Los rodearon y los obligaron a
subirse a un barco. Y, en varias tandas, los trasladaron a las orillas de la isla de Notre-
Dame, actual proa de la isla de Saint-Louis, a la espera de llevárselos más lejos. Este
rápido desalojo no les gustó en absoluto, así que nuestros «penitentes» se quitaron las
caretas y lanzaron un maleficio sobre el brazo del Sena que les habían obligado a cruzar.

A partir de entonces, no dejaron de ocurrir cosas terribles en ese preciso lugar…

En 1634, el «Pont des Bois», construido por María de Medici, no era más que un
«camino de veinticinco pies y unos parapetos a cada lado»… Se inauguró con una
procesión jubilar. Tres parroquias subieron al mismo tiempo a la pasarela, que se
hundió inmediatamente. Veinte personas resultaron ahogadas, y cuarenta, heridas. En
1709 hubo que demoler lo que quedaba del puente, bastante castigado por los
carámbanos que arrastraba el Sena. En 1717 se volvió a construir: decidieron pintarlo de
rojo, de donde viene su nombre de «Pont Rouge», que pervive gracias a la taberna
situada en la esquina del muelle. El puente acusa enseguida una inexplicable
inestabilidad. Se prohíbe el paso a los vehículos. En 1819 es necesario reconstruir los
arcos. En 1842, el puente maldito, de nuevo, amenaza ruina. Se construye una pasarela
provisional con hilo de hierro, y después, con piedras, el puente de Saint-Louis… que se
hunde, en bloque, en diciembre de 1939.

Desde entonces, esta horrible estructura improvisada de tablas de madera y


travesaños de hierro, une ambas islas…

«Por donde pasa mi caballo…», decía Atila.

No obstante, no creo que debamos asimilar a los gitanos con los pájaros de mal
agüero. Devuelven el mal por el mal, y el bien por el bien. Pero multiplicado por cien.
Su poder parece sobrepasarlos. Conocí a algunos en España que leían las estrellas; en
Alemania, a otros que curaban las quemaduras; en Camargue, a quienes curaban a los
caballos y sabían cómo disminuir los dolores del parto, tanto en las mujeres como en los
animales.

Hay seres humanos que escapan a las leyes humanas. Tal vez la desgracia es que no
todos lo saben.

Mientras tanto, aquí dejo una idea completamente gratuita: cuando llegue el día en
el que las fronteras de Europa y de otros lugares, como en otros tiempos, permitan el
paso de las tribus nómadas que a algunos parecen «inquietantes», sería interesante que
los investigadores especializados en astronomía (sí, sí) examinaran los recorridos
itinerantes de los cíngaros migratorios armados con un mapa del cielo y de la tierra.

Tal vez comprendan que esos lentos viajes, aparentemente sin fin, responden a
exigencias cósmicas. Como las guerras, como las migraciones.

Los cíngaros fueron perseguidos en Francia y en otras partes de manera salvaje,


mezquina, imbécil y cíclica. Casi tanto como los judíos. En París, siglo tras siglo, se los
relegó fuera de los sucesivos límites de la Ciudad. Los estados de Orléans, en 1560, los
condenaron al ostracismo, bajo amenaza de pena de horca o de galeras si se atrevían a
reaparecer. Tolerados en algunas regiones divididas por la herejía, expulsados de otros
lugares por ser descendientes de Cham, inventor de la magia, siempre son considerados
como una plaga.

Las personas sedientas de lo maravilloso se atrevían a ir a su encuentro, más allá de


las barreras y de las murallas. En nuestros días, hay algunos a los que se considera
«honorables» e «integrados» —¡qué horrible palabra!—, y que viven preocupados por
ocultar cuidadosamente su origen, excepto a aquellos que saben —que sienten— que les
tienen una simpatía espontánea.

No me puedo resistir aquí a contar una leyenda del siglo XV. Trata de la efigie de
una virgen que, en otros tiempos, adornaba el coro de la capilla de Saint-Aignan, cuyos
vestigios todavía pueden adivinarse en la Cité, en la calle des Ursins, muy cerca de
Notre-Dame.

En la ventana de una casa baja, una joven cosía y remendaba la ropa de su familia.
Fuera, bajo su vigilancia, jugaban unos niños: sus propios hermanos pequeños y los
hijos de sus vecinos.

Una tarde calurosa, un juglar cíngaro caminaba hacia la plaza de Saint-Julien-le-


Pauvre, donde, como era habitual, los cantantes, músicos, cuentacuentos, feriantes y
contorsionistas, hacían una demostración de sus talentos al aire libre y ofrecían sus
servicios a los dueños de los castillos cercanos o lejanos.

El cíngaro se detuvo en medio de una pequeña plaza rodeada de casas macizas. En


una de ellas, estaba apoyado el brocal de un pozo.

Las mujeres hablaban alrededor. El cíngaro sacó de su funda de tela verde un violín:
con paciencia lo había estado afinando.
Acudieron niños, atraídos por la prestancia del joven de piel de bronce, por los
colores vivos de su ropa de corte inusitado, por la forma extraña del instrumento.

El cíngaro se colocó cerca de la joven, a quien llevaba contemplando bastante


tiempo.

La adolescente llevaba los cabellos trenzados y recogidos a la altura de las mejillas,


tal y como exigía la moda de la época. Un velo de tela blanca coronaba un rostro tan
bello que su dulzura, fineza, y pureza de su óvalo eran ya legendarias: ¿acaso no se
había inspirado en ella un monje para pintar la virgen que dominaba el coro de la
iglesia de Saint-Aignan?

El cíngaro empezó a tocar, y la melodía que se elevó era tan cautivadora, persuasiva,
y el sonido del instrumento tan penetrante que las personas, en silencio y con la mirada
fija en él, cayeron en el embrujo, pues había un embrujo. Pero no estaba destinado a los
niños, ni a la mujeres mudas por la admiración y el estupor. La joven había
comprendido que el gitano tocaba para ella, y solo para ella. Cuando se fue el músico
que, al contrario de lo esperado, no pidió ni un óbolo, la invadió una languidez feliz. En
su mente cándida empezaron a brotar sueños desconocidos.

El cíngaro volvió los días siguientes, a la misma hora y justo al mismo sitio. Ahora se
atrevía a buscar la mirada de la joven: debía de ver en ella tanta admiración,
reconocimiento y asombro mezclados con un deseo tan violento como impreciso que
estaba seguro de ir ganando la partida mágica que estaba jugando. Cuando estuvo
seguro de que había conseguido —¿quién sabe para qué causa demoníaca?— el alma de
la chica rubia, empezó a tocar un aria extraña, cargante al principio, inquietante, y
después obsesiva y que, cada vez más rápida y siempre volviendo sobre el mismo
motivo, parecía querer introducir a las casas, las piedras, el sol y las personas en una
zarabanda desenfrenada.

Acabó bruscamente, con un sonido agudo. Él se fue muy rápido, sin volverse, y
desapareció entre las estrechas callejuelas que conducían a la catedral.

La muchacha no pudo ocultar a los suyos la muy profunda e inédita impresión que
el cíngaro había dejado en su corazón y sus sentidos. Asimismo, su padre se había
enfurecido tanto por la insistencia del músico en acudir delante de su ventana a liberar
sus arias hechizadas, que decidió darle caza en cuanto el gitano se fuera de allí.

Esa misma noche, la joven, presa de una fiebre repentina, empezó a temblar y a
delirar. Su madre la velaba.
—Madre, el cíngaro me llama. Es a mí a quien busca con su violín… Toca mientras
camina y las gentes corren hacia él, personas de muchos colores…

—Son los colores del atardecer… enseguida se hará de noche. Duérmete…

—¡El cíngaro me llama! ¡El cíngaro! Todo el mundo baila a su alrededor… Son
muchos. No les veo la cara. Voy a ir, quiero unirme a ellos. Me voy… Es a mí, a mí a
quien llama…

Tuvieron que llamar a un cura. A medianoche, le daba la extremaunción.

Nadie supo jamás qué fue del gitano; una vez más, expulsaron de la Cité a todos los
nómadas extranjeros, a los que también se quería expulsar del reino.

Muchas personas afirman que han visto, en la capilla de Saint-Aignan, que la virgen
del rostro puro que preside el coro se mueve y se oscurece durante la misa de difuntos.

¿Quién inspiró entonces la leyenda del rey de los Aulnes (Der Erlenkönig) al poeta
alemán?

Aquí, debo ceder mi lugar a la gran voz de Kostis Palamas:

«La música se hace carne y se convierte en un mundo nuevo, en un hombre nuevo…


Aquel, el último en nacer, el hijo de la música y del amor, se alzará triunfador sobre una
gran tierra, profeta de un alma todavía mayor…

»¡Tomadme en vuestros brazos —dijo él—, y escuchad, oh grandes bosques


inocentes! Y lo encerramos en nuestro sueño y la voz de la lira lo absorbió todo, se
convirtió en un abismo, se convirtió en sueño y en encantamiento: nosotros fuimos un
templo y él un cantor, un profeta, un dios de la armonía…».

¡O gitanos de Bohemia! Qué felicidad que las maldiciones, los anatemas lanzados
contra vosotros desde hace siglos no hayan destruido la hermandad vigilante de
vuestros fieles poetas.

Cada día compruebo que las palabras —teoría, observaciones, consejos y avisos— de
Sigue-Bailando y el Gitano se demuestran verdaderas y adquieren un sentido más
profundo.

Sigue-Bailando decía que no era casual que hubiera tantos bistrós en París. La gente
no pasa tanto tiempo allí solo para beber. Lo hace para encontrarse, reunirse y para
consolarse. Sí, para consolarse: las personas se aburren continuamente, y tienen miedo,
miedo a la soledad y al aburrimiento. Y además, en su interior, llevan siempre consigo
su miedo más profundo: el miedo a la muerte, todos, por mucho que intenten aparentar
que no les importe un pimiento. Y para no pensar en ello, harían cualquier cosa.

No olvidemos que ese miedo hizo que se construyeran todos los templos y todas las
iglesias. Entonces, en ciudades como estas en las que cuarenta razas se mezclan, todo el
mundo siente que tiene siempre algo que decir. Escucha bien lo que voy a decir: cuando
te sientas bien en un bar, y decidas ir allí a menudo a reunirte con tus amigos, si quieres
sentirte a gusto y no encontrarte con piedras en el camino, acomódate en una esquina,
pon al día tu correspondencia, lee, pica algo allí mismo y observa lo que pasa durante
un día entero. Al menos dos veces al día, o tres si tu bar abre por la noche, llega el
«tiempo de nada». Ocurre todos los días a la misma hora y en el mismo minuto, pero
cambia según los sitios. Las personas hablan, se cuentan sus cosas, beben y, ¡paf! un
segundo de silencio, donde todo el mundo se queda inmóvil, con la copa levantada y la
mirada perdida. Inmediatamente después, el jaleo vuelve a empezar, pero tu segundo
en el que nada pasa puede durar de cinco a diez minutos. Y durante ese tiempo, fuera y
en todos sitios, la vida, la vida de los demás avanza más rápido, como una avalancha. Si
estás atento y aprovechas ese momento para no perder el hilo de tu discurso y decir lo
que quieras, conseguirás que te escuchen e incluso te obedezcan si fuera necesario. Ya
verás, pruébalo.

Es absolutamente cierto. En el Grilles Pataillot, en la calle Frédéric Sauton, el primer


tiempo de nada se produce a las doce y treinta y seis del mediodía. Lo descubrí, por
casualidad, hace tres semanas. Estaba allí Jean, el colchonero, un buen tipo, aunque
simple; y, además de una decena de habituales, había dos jóvenes criadas a las que todo
el mundo conocía: Jeannine y Thérèse. Son muy amigas y tienen la costumbre de hacer
sus compras juntas. El «segundo en blanco» llegó, y durante ese instante, Jean, que no
perdió el hilo de sus pensamientos, normalmente bastante pobres, dijo mirando a las
chicas:

—¡Mira! Coquette y Cocodette.

Eso fue todo. Dos palabras. Cualquiera podría haber dicho otras palabras, pero el
momento hizo que esas dos palabras adquirieran mucho peso, una relevancia tal que
hicieron fortuna. Desde ese día, en el barrio, ya no van Jeannine y Thérèse a hacer la
compra, sino Coquette y Cocodette.

Nadie me quitará la idea de la cabeza de que los líderes de los hombres, esa especie
de forúnculos, de abscesos semiinconscientes, que atraen hacia sí mismos, como
humores nocivos, a las turbas febriles, poseen un conocimiento innato del tiempo
anquilosado. Juegan con los segundos vacíos como con un tablero de damas. Una
fracción de tiempo quieto, fijo, de tiempo muerto, hundido como una cuña en los
engranajes más maravillosamente engrasados de la más lúcida de las mentes: y, en un
momento, todo el mecanismo queda destrozado por los suelos, dispuesto a asimilar
todas las disciplinas, dispuesto a ratificar las aberraciones más monstruosas y sobre
todo colectivas.

Hay que haber asistido al menos una vez, como yo, a la ceremonia del «Licht-
Dom[18]» para comprender el hecho nazi, experimentar esa grandeza estéril y sopesar el
verdadero peligro, que no se extinguirá con la destrucción de la Wehrmacht.

Cyril se entrena en desarrollar hasta la exasperación sus facultades «receptivas».


Ahora afirma que puede detectar, casi a lo lejos, a un verdadero nazi de un simple
feldgrau. Practica este juego sobre todo en el metro. Procura acercarse y usa todas sus
antenas. Diagnostica, y solo queda comprobarlo. Los que, antes de 1939, eran miembros
del partido o de las Juventudes hitlerianas llevan una insignia violeta y negra. Parece
que no se equivoca nunca.

Lo que yo hacía hasta ahora no era, para mi gusto, demasiado deportivo. Por
supuesto, hay peligro (todo consiste en no dejarse coger), pero solo hago un trabajo de
funcionario clandestino. Por tanto, ya no sigo los preceptos oficiales que me prohíben
cualquier otra actividad aparte de mis misiones oficiales.

Sin ninguna reticencia, doy documentación falsa a quien me lo pida. Escondo a


fugitivos y a paracaidistas. He ayudado a cruzar a la zona sur a austriacos desertores.
Ahora, realmente corro riesgos. Pero la suerte no me ha abandonado: mi ciudad vela
por mí.

No obstante, fui un poco demasiado lejos dando mi dirección a Oscar Heisserer, un


chico de mi regimiento. Nos reconocimos por la calle. Es alsaciano: por ciento cincuenta
metros no es alemán. Habla francés sin acento, pero su lengua materna es la de Goethe.
Recuerdo que no hablaba con mucho entusiasmo de la «guerra tonta». Cuando cayó
prisionero, enseguida trabó amistad con los Fritz. Quizás un poco más de lo que habría
sido adecuado. A sus camaradas —para los que hacía de intérprete y de «hombre de
confianza»— no les gustaba, y entre ellos lo consideraban un hipócrita. Liberado como
volksdeutsche[19], no tiene ningunas ganas de ponerse el uniforme verde y gris e ir a
darse una vuelta por el Volga. Le confeccioné un juego de documentos a nombre de
Lagarde. Certificados censales, de trabajo y todo lo demás. Sin embargo, sé que está
muy impresionado por el «orden» alemán, muy intoxicado, quizás desde antes de la
guerra, por la propaganda nazi. Es el tipo por excelencia del que hay que desconfiar. Me
he dejado llevar por una imprudencia loca. Pero la duda lo corroe, y me gusta jugar con
eso.

ZOLTÁN
EL MAESTRO DEL CONTROL MENTAL

Yo también tengo a mis «polis». Y son muy honestos. El que más valoro, y el tipo
más interesante también, es Jean Lecardeur. Ese mastodonte no lleva uniforme desde
hace más o menos diez años. Trabaja como inspector en Les Halles, donde sus
atribuciones consisten en repartir las «medallas» o insignias de los transportistas
autorizados. Vive en Sainte-Geneviève-des-Bois, en los aledaños de Brétigny, y todas las
mañanas me trae las informaciones de mis agentes de enlace, algunos de los cuales
trabajan allí mismo. Lecardeur se ocupa de mis «niños», como él los llama, y les
proporciona verduras, frutas y, a veces, carne.

El otro día me confió su preocupación. Se había involucrado con un refugiado sin


patria, un húngaro llamado Zoltán, que, de una vez por todas, firmó su propia paz, al
margen de todas las guerras, Eje o no Eje, y que no tiene ninguna intención de ir a
engrosar las tropas del animal Horthy.

Sus peregrinaciones largas y agitadas a través de Europa central habían tenido un


final lógico: en 1938, Zoltán se había instalado en París, donde esperaba, por fin,
construir una existencia tranquila y sin imprevistos. Veinte años de aventuras y de
diversas fortunas habían enriquecido su espíritu con los suficientes recuerdos para
llenar las tres o cuatro horas de ensoñación feliz que Zoltán se permitía a diario, al
margen de la oportunidad del momento.

Empleado en un circo en su Budapest natal desde los doce años, Zoltán Hazaï fue
sucesivamente aprendiz de pastelero en Belgrado, propietario de una casa de comida de
mala reputación en Salónica, y estibador en Tulcea a orillas del Danubio.

Se embarcó en un barco ruso y durante dos años amontonó cajas en los muelles de
Odesa. Después de lo cual, recorrió Polonia, el norte de Alemania y se encontró en
Francia cuando estalló la «guerra de broma». No se sabe muy bien por qué, las
autoridades de la policía sospecharon de él y, solo gracias a los desórdenes provocados
por la avalancha de las fuerzas alemanas en junio de 1940, conoció la dulzura de
nuestros propios campos de concentración (que, después del éxodo de los republicanos
españoles, ya no volverán a ser para nuestro país un motivo de gloria).
Todo cambió a raíz de la ocupación. Zoltán procura pasar desapercibido, se esconde
y se hace el tonto. Pero hay que vivir. Como cuenta con una importante musculatura,
nuestro hombre trabaja, de vez en cuando, en Les Halles.

Así fue como Jean Lecardeur, cuyo deber era llevar a nuestro «insumiso» a los
servicios de Extranjería de la Prefectura, es decir, a los alemanes, lo convirtió en su
protegido.

—Habla alemán, ruso y todas las lenguas del este… Habría que falsificar sus
papeles… Podría sernos útil…

Sí, pero no podía hacer pasar por parisino a un hombre que todavía vacilaba
demasiado al hablar: en Francia prácticamente solo ha frecuentado a judíos, polacos o
cíngaros. Por otro lado, su estatura no le permite pasar desapercibido. Le encontramos
trabajo de chico para todo en el negocio de un mercader de madera, en Clamart. Y todo
va bien. Según Lecardeur, el húngaro siente tal necesidad de gastar su energía física
que, además de cumplir con su trabajo, busca y realiza con alegría los trabajos más
penosos. Yo mismo he ido a verlo en dos ocasiones. Su inteligencia es evidente, su
experiencia con los hombres, su indulgencia paciente con las personas más duras de
mollera o fanáticas me sorprenden agradablemente. Para que pueda perfeccionar su
francés, le he prestado la serie de novelas de Panaït Istrati: Kyra Kyralina, El tío Anghel…
Las devora y ya ha hecho progresos asombrosos en muy pocos días.

EL VIEJO DE DESPUÉS DE MEDIANOCHE

Llovía en la calle. Durante todo el día, una lluvia fina y persistente había
impregnado la ropa, los rostros e incluso las paredes con una especie de humor helado
que parecía exudar desde el interior. Nos habíamos reunido, con el equipo de pintores,
en el Quatre-Fesses.

Como todos estábamos desanimados, nos pedimos tímidamente unas


consumiciones baratas: cerveza de mala calidad o vino blanco. Cuando Olga, una
morena de cabello muy corto, un tapón regordete, se aseguró de que ninguno de
nosotros fuera a hacer ninguna locura, dijo:

—Está bien. Esta noche vais a ser mis invitados.

Sin decir nada más, sacó un litro de ponche que puso a calentar a fuego vivo.
Recuperamos enseguida el buen ambiente. Todos teníamos algo que decir sobre la
lluvia y empezamos a divagar. A lo largo de la tarde, Gérard regaló a Olga una de las
telas que llevaba encima.

Yo le di a Suzy, su novia, unos grabados que tenía allí por casualidad. Y Paquito, un
nuevo miembro, se ofreció para ir a buscar carbón al trastero del fondo del patio al día
siguiente. Esas manifestaciones de buena voluntad y generosidad enternecieron tanto a
Olga y a su compañera que alternaron los ponches con algún que otro beaujolais,
acompañado con algún tentempié improvisado.

En el exterior, cada vez llovía más fuerte. Sin ningún sigilo, la lluvia caía con
estruendo y, a veces, una ráfaga colérica la llevaba a golpear contra el cristal. Olga nos
pidió que le echáramos una mano para cerrar los postigos y la puerta. Así estaríamos
más tranquilos. ¿A quién se podía esperar tan tarde y con semejante tiempo?

Entonces apareció en el umbral, sin aliento por la carrera, chorreando y con su


sombrero en la mano. Era muy bella, verdaderamente muy bella. Daba la impresión de
haber caído con la lluvia y, al enjugarse la cara, parecía tragarse lágrimas de niña.

Su nombre era Élisabeth. Esperaba, sin demasiada prisa, a que la lluvia cesara para
partir. Nos miraba a unos y luego a otros. Se asombraba, probablemente, de que
después de haberle preguntado su nombre ninguno de nosotros sintiera la necesidad de
hacerle más preguntas.

Se debía al temor de decepcionarnos, de descubrir que era estúpida o


verdaderamente impura. Nos bastaba con lo que sabíamos. Sus cabellos mojados, su
cara lavada le conferían las gracias de una ondina.

Olga le había cogido su humilde abrigo para ponerlo a secar cerca de la estufa.

La lluvia empeoraba, se la oía repicar sobre el asfalto y sobre los techos. Habíamos
apagado la luz visible del exterior. Sumergidos en la penumbra, apretados unos junto a
otros, estábamos listos a decirnos en voz baja, por turnos, algunos de los poemas que
vagaban en nuestras memorias.

En ese momento, unos frenos chirriaron delante de la puerta.

—Es Edmond —dijo Olga—, voy a abrirle.

Ella pasó por el pasillo.

—¡Pues sí que es difícil entrar aquí!


Mi amigo Edmond, flanqueado por su inseparable Bucaille, se balanceaba mientras
se sacudía. Por supuesto, pidieron algo para beber, y para todo el mundo. Edmond y
Bucaille nos caían bien. No obstante, habían roto el ambiente mágico que empezaba a
imponerse y estábamos decepcionados. Y yo se lo reprochaba.

Era inevitable. Después de gastar algunas bromas propias de camioneros, no


demasiado sucias debido a la presencia de Élisabeth, nuestros dos compañeros sacaron
cuadernos y lápices y se pusieron a hacer cuentas. Al cabo de dos minutos, ya estaban
gritándose e insultándose, y pensábamos que se iban a pegar.

Edmond había dejado delante de él unos libros viejos salvados de su destrucción.


Los compañeros y yo nos pusimos a hojearlos. La discusión entre los dos traperos no
bajaba de tono. Aunque no entiendo nada del tema, creí entender que uno le
reprochaba al otro haber vendido cobre más caro del precio que tocaba. Acabaron por
lanzarse las cifras a la cara:

—¡Ciento ochenta!

—¡Doscientos cinco!

Entonces, desde detrás de la estufa, desde detrás de nosotros, una vocecilla aguada y
temblorosa, pero muy calmada, dijo:

—Ciento ochenta y ocho. Ha bajado seis francos desde ayer.

Comprobé con placer que los cabellos y la barba del Viejo de después de
Medianoche estaban lisos y muy secos, como si no le hubiera afectado el tiempo que
hacía, o hubiera surgido de un sótano cuya salida nadie conociera.

Pidió un poco de leche caliente y nos miró con buen humor.

—Qué tal, amigos. —Señaló a Elisabeth—: ¿quién es la chica?

—Una amiga —dijo Gérard.

—Elisabeth —dijo la ondina, con una sonrisa.

El Viejo se acariciaba la barba con un gesto que nos resultaba familiar.

—Élisabeth… mmmmm… sí, es bonito.

En el dintel exterior, la garras de la lluvia golpeaban con ritmo enérgico.


—¿Dónde vive la señorita? —preguntó Edmond.

—En la calle de Ulm, encima del Panteón, en casa de mi tía.

—Tengo ahí la camioneta. No vale la pena que se moje los pies. A las cinco, la llevaré
a su casa. Hasta entonces, póngase cómoda.

Edmond, Bucaille y Paquito se pusieron a jugar a las cartas.

Olga y Suzy dormitaban, abrazadas.

Gérard descubrió una hoja de Canson y empezó a hacerle un retrato a la joven.

Siguiendo mis costumbres, había pasado mi paquete de cigarrillos para que cada
uno se sirviera. El Viejo me lo agradeció con una sonrisa cómplice, con una sonrisa que
quería decir: «¿Cómo quiere usted que yo fume?…».

Sin embargo, bebe leche y otras veces vino. ¿Entonces?

No valía la pena hablar de eso. Sé que no responde nunca a las preguntas directas,
sobre todo las que tratan sobre él. Pero esa no era la razón por la que estaba tan tímido y
tan poco emprendedor. Hasta ese momento, conocía el miedo, no el temor. Al lado del
Viejo, me volvía mudo y un tontorrón, y sentía la ausencia completa de radiación, de
emisiones de calor o de cualquier otro efluvio que emanara de su parte. Me intimidaba
una piedra que se movía. El Viejo leía mis pensamientos y sonreía. No sabe, y no puede
saber bromear. Fue él quien rompió el hielo.

—¿Qué ha sido del polaco que llevó un día a la calle de Bièvre? Parecía que estaba
usted muy inquieto por él.

Debo destacar que me habló de «usted». Aunque, por lo que había visto, solía tutear
a todo el mundo. Su pregunta me emocionó. Cuántas veces he pensado en ese minuto
en que sentí que la muerte merodeaba, repasando sus cuentas, como si estuviera en su
casa. Intenté reaccionar:

—Pero eso ocurrió durante el día. Usted no estaba allí. ¿Cómo puede…?

Para hacerme callar le bastó con un gesto con la mano y la misma sonrisa de
complicidad que en esta ocasión significaba algo así como: «¿cómo pretende usted que
yo no sepa algo?».
Pasé a resumirle la historia: «… El chico se ha ido, ya no está en Francia. Se entrena
en otra parte mientras espera recuperarse para volver…». Y para acabar de hacerle
entender hice «Bzzz… bzzzz», a la vez que le señalaba el techo.

El Viejo me miró fijamente:

—¿No hay noticias de Sigue-Bailando?

—No, porque no quiero saberlas. Sé que está vivo y eso me basta. ¿Por qué me lo
pregunta?

—No sé cuál de los dos habría hecho mejor no frecuentando al otro… pero estaban
destinados a conocerse.

Dijo esas palabras en un tono que era imposible entenderlas de manera despectiva o
injuriosa. Sobre todo, reflejaban un extraño reproche. ¿Los poderes del Viejo de después
de Medianoche serían limitados en ese sentido?

Tuve todo el tiempo para revivir el instante terrible en el que, al notar a Watsek
señalado por la muerte, me esforcé por alejar de él, al menos en aquella ocasión, la
suerte funesta. Otros habrían rezado con un fervor concentrado.

Watsek escapó, solo murió el joven ametrallador, se necesitaban dos cadáveres, esa
era la exigencia que estaba en el aire, y la muerte quiere que se cumplan sus cuentas.
¿Quién de nosotros…?

Si me entero de la muerte de Sigue-Bailando, aunque sea dentro de veinte años,


tendré la impresión de tener algo que ver.

La ondina estaba cansada, la luz era demasiado escasa. Gérard guardó su dibujo y
decidió acabarlo en otro momento; la muchacha había prometido que vendría a vernos
otra vez.

Le pedí a Gérard una hoja de papel y un trozo de carboncillo. Le hice al Viejo, que se
prestó de buena gana, un dibujo bastante logrado que me guardé cuidadosamente en el
portafolios de la banda, con la esperanza de poder colgarlo. Haberme visto aplicarme
con tanto empeño a reproducir sus rasgos, deteniéndome sobre todo en los detalles de
una de sus manos, parecía alegrar al Viejo. Aunque no dijo por qué.

Tomamos un café. En Notre-Dame dieron las cinco: todo el mundo se levantó. En los
movimientos que precedieron y siguieron a las despedidas, el Viejo desapareció.
A la mañana siguiente, compré un fijador Lefranc y pedí prestado a Gérard su
vaporizador para poder conservar el retrato del Viejo, del que me sentía bastante
orgulloso. No obstante, por mucho que busqué en el portafolios no encontré mi dibujo.
Al final, sacamos uno a uno todos los documentos guardados. Reconocí mi hoja, bajo un
trozo de servilleta blanca. El dibujo se había borrado totalmente, como si hubieran
frotado la hoja con miga de pan. Tuvimos que limpiar el fondo de tela del portafolios,
que estaba sucio de polvo de carboncillo.

Elisabeth volvió a vernos de vez en cuando. Y al cabo de un tiempo, se convirtió en


una costumbre. Era muy joven y acababa de llegar de su pueblo. No tenía más familia
que su tía, tratante de libros viejos y documentos raros.

Andábamos mal de fondos: «la bandera negra flotaba sobre la marmita»… La


pequeña no tenía trabajo, y desde luego, no tenía ni cabeza ni manos de criada o de
camarera. Nosotros queríamos ayudarla.

Gérard acabó vendiendo algunas telas. Paquito recibía de su familia algunas ayudas
escasas, pero que llegaban con regularidad. Séverin se arreglaba falsificando pasaportes
para extranjeros cuyo permiso de residencia en Francia había expirado. Para eso, usaba
mi propio material de falsos papeles. En cuanto a mí, ponía en común todo lo que
ganaba, además de lo que me correspondía del presupuesto de la red. A todo el mundo
le iban mejor las cosas. Mientras tanto, habíamos «admitido» a Doudou Landier, nacido
en Tahití, un excelente pintor y escultor; y también a Climent Dulaure, un pintor de
brocha gorda, que sabía decorar imitando el mármol y la madera. A Climent le parecía
que integrarse en nuestro grupo era lo más natural porque de vez en cuando reproducía
una postal con la habilidad de un buen artesano. Mucho más joven que nosotros, y «no
implicado en nuestros asuntos», se enamoró rápidamente de Elisabeth. Era un amante
puro, sobrecogido y muy romántico. Además de la capa a lo Musset, le faltaban el
balcón, la guitarra y la cuerda de nudos.

Un día, urdimos un complot. En la habitación de Doudou, que era espaciosa,


haríamos que Elisabeth posara varias horas al día, por lo que le pagaríamos. Desde
luego, sería muy mala suerte que ninguno de nosotros consiguiera hacer una pieza
vendible.

Colmada de oropeles más o menos extraños, la pequeña posó con una guitarra, un
niño, un bandoneón, una jarra de aceite, en la que nosotros pretendíamos ver un ánfora.

Clément, el enamorado, no se unía a nosotros hasta la noche.


Distribuimos nuestras telas, nuestras aguadas y nuestros dibujos entre los
negociantes de metales del barrio. Géga sobre todo actuó un poco de mecenas.

Una vez Élisabeth aceptó sin demasiadas reticencias posar con un seno al
descubierto. Sin segunda intención, y con mucha delicadeza, le pedimos que nos diera
algunas poses rápidas de desnudos integrales. Para demostrarle que era algo natural,
común, necesario y sin importancia, la llevamos un día a la Academia de la Grande-
Chaumière.

Ella aceptó, con la condición de que guardáramos el secreto. Y sobre todo, sobre
todo, «no se lo digáis a Clément, se pondría enfermo…».

¡Ah! ¡Ese cuerpo, esas líneas, esa piel de nácar! Desde hace dos meses, vivimos las
mismas emociones que los autores de la Antigüedad.
Capítulo 8

Inglaterra. Si esta cuasiisla está unida al continente

solo en el fondo del mar, es a causa de la desconfianza

de sus habitantes.

PIERRE MAC ORLAN

Londres, febrero-marzo de 1944

Hay que pasearse por el majestuoso Londres en tiempos de guerra, una ciudad que
vive con los dientes apretados y con los puños cerrados, para darse cuenta de que París
es un poco puta.

Todos los días y todas las noches, desde hace varias semanas, Londres sangra y
esconde sus heridas con una dignidad impresionante. El dont show off reina soberano.
De vez en cuando, un Doodle Bug (V-1), que no para de pedorrear, sacude la
tranquilidad del cielo pastoso. Un segundo, a veces dos… tres como mucho… de
silencio. Puedes imaginarte el grueso cigarro con alerones de escualo que se detiene en
seco, se bambolea, da una vuelta con torpeza y cae en picado. Deflagración. En general,
un edificio entero acaba destruido.

Parece que los equipos de auxilio de la Defensa civil obedecen a una consigna muy
imperiosa de pudor y de silencio. Jamás se producen arrebatos de locura. En esta
ciudad impasible, lo que suscita el pánico es la indiferencia.

Tengo el deber de guardar el secreto sobre lo que pasa en París y sobre todo lo
concerniente a la misión que me ha llevado a pasar una corta estancia aquí. En una
caserna del sur, más allá de Morden, se ha construido, en parte con mis datos, una
inmensa maqueta al milímetro del campo de Brétigny. Los equipos que tienen la misión
de cavar las pistas y destruir hangares y almacenes de municiones de esta importante
base de paso estudian minuciosamente la topografía del terreno. Cada dos días nos
llegan —secret emergency— las indicaciones precisas de la ubicación de las nuevas piezas
del cañón Flak. Un ejemplo de trabajo bien hecho.

Me ataviaron con un uniforme azul de teniente de la aviación aunque mi arma de


origen es la infantería. Frecuentar los círculos franceses de esta ciudad es deprimente.
Se comentan los acontecimientos sin que nadie demuestre ni altura de miras, ni el más
elemental sentido de la Historia. En la Patriotic School de Duke Street, nos reunimos
para asistir a conferencias sin interés. Las personas que están allí de paso se sorprenden
de lo extremadamente mediocres que son quienes están llamados a ser célebres algún
día. Es menos repugnante el ambiente del Saint-James Club, donde los hombres
dedicados a la causa comen y chocan sus jarras de cerveza negra, juegan al bridge y
evitan hablar de otra cosa que no sea el tiempo, la literatura (¡oh! policial…), de cocina o
de mujeres.

El East End, Whitechapel en particular, ha perdido la esencia de su encanto algo


pérfido que parece hecho para corroborar a Mac Orlan.

En casa del padre Berlemont, en Deen Street, algunas noches se puede disfrutar de
unas buenas risas y de una despreocupación confiada, un poco ingenua, que recuerda al
bulevar o las orillas del Sena. Pero esto es algo muy excepcional. En Frith Street está el
Mars, un restaurante griego donde se reúne un simpático grupo de intelectuales de
lengua francesa. Ninguno de ellos declara pretender, en el futuro gobierno de la Francia
liberada, un puesto superior al de subsecretario de Estado, una modestia que los honra.
Pero me gustaría ver dónde tendrían los huevos si tuvieran que soportar, en Saint-
Michel o por los controles de una estación parisina, una redada de la Gestapo con los
bolsillos llenos de documentos explosivos…

Alimentaba una idea fija: la de encontrarme con el doctor Garret. Y lo conseguí. El


robusto anciano es Major y da clases a los médicos y enfermeras extranjeros que se han
incorporado a la Home Guard, en el hospital de West Norwood.

Me reconoció enseguida —¡después de nueve años!— y demostró un entusiasmo


que me llenó de alegría. Me preguntó de cuánto tiempo libre disponía, si había pasado
recientemente «por el cielo» de París. Ante mi respuesta incómoda, tuvo que entender
que no era totalmente dueño de mis palabras, aunque me hubiera encantado satisfacer
su curiosidad. Garret no me ocultó su intención de acaparar todos los momentos libres
posibles.

Yo acepté complacido: en compañía de un hombre semejante se pueden conseguir


las más maravillosas escapadas.
Garret habita en Harold Road, no lejos del colegio católico de Convent Hill que fue
recientemente devastado por una bomba aérea. Vive solo en una habitación exigua
transformada en laboratorio improvisado, lleno de cachivaches, algo nada común en
Inglaterra. La señora Garret, médico también, dirige un servicio en el hospital de B…,
ciudad de Gales donde la pareja tiene su residencia habitual.

En tiempos normales, el doctor Garret no se ocupa de medicina terapéutica.


Etnólogo y biólogo, da a los profanos la impresión de dispersar sus actividades en
ámbitos extrañamente diversos. Para quien sigue sus trabajos y conoce su obra, todo
corresponde a la más serena de las lógicas.

Garret es de origen escocés. Habla admirablemente todos los dialectos de las


Highlands, así como el galo, el gaélico y las diferentes lenguas bretonas. Pero es
absolutamente impermeable al francés.

Me pone al corriente de sus últimas investigaciones que la guerra interrumpió en


parte. Todos los años, durante varios meses, se dedica a surcar, además del sur de
Inglaterra, Escocia, Irlanda, la isla de Man y hasta Shetland, en busca de objetos raros
con destinos particulares: las prácticas de magia parecen estar extraordinariamente
vivas en todas esas provincias.

Conserva parte de sus descubrimientos allí mismo: cálices de estaño trabajado, jarras
grandes, pulseras de hueso o de marfil con signos rúnicos grabados, marmitas de todo
tipo, libros, pergaminos, documentos muy antiguos con figuras geométricas que
adornan textos extranjeros, algunos en latín «con toques de inglés», otros en gaélico, y
otro incluso en frisón.

Garret tiene la ambición de montar, una vez acabe la guerra, un museo consagrado a
la brujería y a los modos en los que se practicaba y se practica todavía en el noroeste de
Europa.

Cuando le dije que me sorprendía que un hombre como él mezclara extravagancia


sistemática con las preocupaciones más «positivas» que le había conocido, el doctor se
lanzó a una larga disertación en la que afirmó que los conocimientos humanos en
nuestros días estaban ridículamente controlados, que, desde hace milenios, el ocultismo
había presidido las más extraordinarias manifestaciones de la ciencia revelada a los
hombres, y planteó la hipótesis de que las civilizaciones gigantes de Menfis y Nínive, de
Cartago y Babilonia tal vez no eran obra de millones de esclavos explotados por una
élite crédula.
Sostuvo con vehemencia que había que afanarse en el estudio de los fenómenos
paranormales, sobre todo en las épocas en las que problemas graves como la guerra
actual ponen patas arriba el planeta.

Una alarma interrumpió su monólogo, que parecía casi una predicación.

No creo verdaderamente haber traicionado la causa aliada confesando a Garret que


venía de París y que iba a volver en poco tiempo. Él no volvía a Francia desde 1919. Me
preguntó si el mausoleo levantado cerca del Arco del Triunfo seguía existiendo. Me
abruma con preguntas sobre mi vieja ciudad, y, en particular, sobre el barrio de Saint-
Séverin, que parece interesarle más que los otros. Supongo que es a causa de
Huysmans. Creo que he ido más allá de sus esperanzas contándole con pelos y señales
todos los acontecimientos insólitos de los que he sido testigo a lo largo de varios años.
Se mostró muy interesado en el relato del maleficio de la casa de la calle de Bièvre por el
Gitano. Me pidió que le describiera con todo lujo de detalles la estatuilla de madera que
descubrí en los sótanos del viejo Hubert.

—Llevo veinticinco años —dijo él— posponiendo mi viaje de novios ad kalendas


graecas. Ardo en deseos de pasear a mi mujer por ese París de leyendas. Quiero hacerlo
en cuanto sea posible.

—Espero que me des pronto la alegría de recibirte allí.

LA CALLE DE LOS MALEFICIOS

Me había hablado de Saint-Séverin: aproveché la ocasión.

—¿Qué ha pasado con el documento que me enseñó hace tiempo: un mapa de la


Cité y del barrio de la Sorbona, con indicaciones en inglés antiguo?

—Está en B…, en mi biblioteca. Es una de las piezas más preciosas de mi colección.

—¿Se acuerda usted de la calle Zacharie, que en su mapa lleva el nombre de


Witchcrafts Street (calle de los Maleficios)?

—Sé que durante algunos años se llamó calle de los «Tres candelabros», y a finales
del siglo XIII, calle del «Hombre que canta».

—¿Y sabe por qué?

—Creo que el nombre de los «Tres candelabros» conmemoraba una ceremonia de


exorcismo. El rito antiguo requería que, para lanzar el «Gran Anatema» y conjurar el
poder maléfico atado a un hombre o a un objeto, tres sacerdotes vestidos con sus estolas
de gala, después de haber recitado las fórmulas consagradas, arrojaran al suelo con
fuerza tres candelabros con tres cirios encendidos cada uno. Las nueve llamas tenían
que apagarse al mismo tiempo. Después se rociaba con agua bendita el suelo o el objeto
que se acababa de liberar de las influencias demoníacas. En cuanto a la apelación «calle
del Hombre que canta», no sé a qué se debe y lo lamento porque debe de tratarse de
una leyenda muy antigua y probablemente muy bella, olvidada para siempre en
nuestros días.

Garret aclaraba los vasos sonriendo. De un estante lleno de libros y de revistas, en


cuya puerta colgaba un casco, un estuche de gaita y una máscara de gas, había sacado
un frasco de whisky.

—Póngase cómodo. ¿Está usted «cómodo» así? Yo mismo le contaré la leyenda. No


tengo derecho a transcribirla, porque pertenece a la tradición oral transmitida desde el
siglo XV por los miembros de una secta iniciática extremadamente hermética a la que he
aceptado pertenecer, por curiosidad más que por necesidad intelectual. Con mi
autorización expresa, te permito, a ti extranjero, ponerla por escrito y enriquecer tus
archivos.

Estupefacto, encendí una pipa y esperé «bien abierto de orejas», como habría dicho
Sigue-Bailando.

—En primer lugar, debe saber —o recordar más bien— unos hechos históricos que
en Francia, lamentablemente, se han intentado olvidar: el hecho de que París fue
durante muchos años una capital inglesa; que «nuestro» rey (debo contener mi sonrisa)
Enrique V, el primero de diciembre de mil cuatrocientos veinte, hizo su entrada en «su»
capital… pero ¿qué le hace tanta gracia?

—Habla usted de «mi» capital, lo que me parece bien siempre y cuando no me haga
responsable de lo que hicieron mis compatriotas hace quinientos años. Pero su rey
Enrique V… ¿Dónde estaban sus ancestros en esa época, doctor Garret? ¿Está usted
seguro de que estaban bajo su autoridad, y, en ese caso, era por su voluntad?

—Esa es la menor de mis preocupaciones… Decía que Enrique V, rey de Inglaterra,


al entrar en París, fue aclamado por la población.

—Bastaba con tener un poco de sentido de la manipulación para hacer aclamar a


cualquiera. En nuestros días…

—Permítame. Enrique VI fue proclamado en Saint-Denis, rey de Francia e


Inglaterra… Más tarde fue coronado en Notre-Dame, con gran alborozo.
—En resumen, está justificando la guerra de los Cien Años.

—Casi. Porque permitió la interrelación más profunda entre nuestros pueblos y los
intercambios intelectuales más fructíferos.

—Eso es… los franceses están «britanizados» sin saberlo.

—Y los ingleses, desde entonces, han asimilado mucho más de lo que cree su
experiencia continental. Pero aquí es donde quería yo llegar. El inglés es un ser
esencialmente místico. E inquieto, porque es escrupuloso. Por consiguiente, está
interesado en todo lo que podría interpretarse en una manifestación sobrehumana, ya
se trate de una leyenda con significado esotérico —como nosotros aquí— o de un
acontecimiento de valor premonitorio. No se olvide de que todos los cuerpos
constituidos en París —Parlamento, Clero, y Universidad sobre todo— eran favorables
a los ingleses en la época de la que le hablo…

—¡Por dios santo!…

—… y que su Universidad ejercía aquí una influencia tan grande que atrajo a la élite
de los futuros miembros de nuestras universidades. Sin embargo, los ingleses, escoceses
e irlandeses que vivían en los alrededores de su Barrio Latino, sucumbieron hasta tal
punto al hechizo de París que permitieron reconstituir la más emocionante antología de
cuentos, leyendas y fábulas vinculadas a sus piedras. Esta es la historia del Hombre que
canta, transmitida de boca en boca por los descendientes de un oficial galo que la había
oído en el lugar de origen.

Un hombre iba a morir. Lo sabía. Estaba un paso más allá del sufrimiento, al límite
de la debilidad. Sus últimos pasos estaban contados, igual que sus últimos instantes y
sus últimos deseos. Inmerso en una meditación silenciosa y profunda donde se
mezclaban el amor de los humildes y el perdón a los malvados, ya se había despedido
de los vivos, a los que ignoraría a partir de ahora.

Solo le quedaba decir adiós a las cosas inertes, testigos mudos y familiares de una
vida árida, monótona y sin alegrías. El hombre había sobreestimado sus fuerzas,
porque, si las personas atareadas que se cruzaban con él en la calle Sac-à-Lie ignoraban
más que nunca su presencia, las cosas que lo querían —y que nunca se lo habían dicho,
porque quizás se daban cuenta demasiado tarde— odiaban ver que se iba para siempre.
Intentaban retenerlo desesperadamente.
El hombre que iba a morir creía que todavía tenía el vigor necesario para bajar por
su calle, desde Saint-Séverin, pasar bajo el porche de la iglesia en el que tanto había
mendigado, y llegar a las riberas del Sena, cuyos muelles entonces solo tenían una
suave pendiente.

Era la hora del crepúsculo. Exhausto, el hombre caminaba apoyándose en las


paredes. Algunas personas lo interpelaban, los niños gritaban y lloraban, y formaban un
gran alboroto. Los sonidos demasiado violentos bailaban con colores que se movían
ante los ojos del hombre, que pensó hundirse.

En el lugar en el que la calle se estrechaba, un farol colgado sobre un montón de


desechos guiñó un ojo al hombre y le reenvió como una bala ardiendo un trozo del sol
que se ponía. El hombre resultó herido por aquella luz, y la púrpura y el oro que se
agarraban a las esquinas de los techos martirizaban sus pupilas, y el adiós lleno de
reproches sordos que le lanzaban las piedras, los carteles, los marmosetes danzando y
haciendo muecas desde las columnas de las esquinas, torturaban su pobre corazón. Al
borde del agotamiento, el hombre iba a caer allí como un pellejo vacío. Pero la mujer lo
sujetó.

Ella también tenía la mirada de las personas que quieren morir. Subía por la calle
con la misma lentitud con la que el hombre intentaba llegar al árbol de la ribera del río
que había elegido para acostarse y entregar su alma, mirando las estrellas. La mujer
había dado media vuelta; había pasado bajo el brazo del hombre una mano helada para
sujetarlo. Entonces, mientras la pareja de moribundos, ya ajenos a cualquier vida
terrestre, recorría lo que le quedaba de camino, la noche, en lugar de caer, surgía de la
tierra.

La noche surgía, como una tinta viva, de las sombras, de las piedras de los recodos
oscuros. Y mientras que una noche opaca y densa, surgida de debajo, devoraba la
ciudad, las fuerzas de la mujer se consolidaban y aseguraba su abrazo: seguía sujetando
a aquel hombre y, vigorosamente, lo llevó junto al árbol fatal, en la ribera donde ambos
se tumbaron, cuando la noche ya había ganado el cielo y había oscurecido el contorno
de los ojos de las estrellas. Nadie supo nunca la naturaleza del contrato que unía a esos
dos seres.

Pero a la mañana siguiente, no se encontró ningún cadáver bajo el árbol.

Nunca se supo quién era la mujer ni qué había sido de ella. En cuanto al hombre,
recuperando algo de vida cuando estalló de alegría, se puso a cantar en la calle. Cantaba
con una voz clara y cálida, con una voz que llevaba en sí misma toda la luz del mundo.
Pero se había quedado ciego.
Capítulo 9

París, mayo del 44

Es domingo y hace muy buen día.

Me fui de Inglaterra el jueves a medianoche, y ya estoy de nuevo paseando por el


muelle de la Tournelle, con una pipa Dunhill en la boca, las manos en los bolsillos
espaciosos de un raincoat y todavía impregnado de la niebla del Támesis.

Cuando me cruzo con un alemán, o simplemente con personas-que-no-saben-nada,


tengo la impresión infantil de haberles colado una buena jugarreta, y me río por dentro.

¡Caramba! Ese Oberleutnant debe de ser duro. Aunque es un soldado de infantería,


lleva su cruz de hierro colgada en el pecho. Ha desplegado todos sus bártulos de pintor,
y tranquilamente ha pintado un lienzo: la hilera de puentes, con las chalanas barrigonas
en primer plano, inmóviles desde hace meses, que roen sus amarras.

Le da un enfoque icónico, con colores muy fuertes que recuerdan a I. G. Farben.


Debe de ser bávaro. Este romántico de largas manos finas, insensible a las manchas
grisáceas que flotan alrededor de la isla, ignorará siempre el sutil brillo de aquel brazo
del Sena.

He hecho una bolita con un billete de autobús londinense que había guardado
imprudentemente. De un golpecito lo tiro al agua, riéndome a carcajadas para mis
adentros.

Los libreros de viejo, para el habitual de los muelles, se han convertido en figuras
tan familiares, por sus siluetas, sus voces, sus pequeñas costumbres —la elección de su
mercancía y la manera de disponer sus estantes— que hacen nacer exigencias sordas,
tan tenaces como ignoradas.

Si uno de ellos se muda, mueve sus cajones y su escaparate un centenar de metros,


se rompe un paciente equilibrio; hay que replantearse toda la orilla. Con más razón si
cruza los puentes y se expatría al otro lado del río; se produce una conmoción
comparable a la que produciría trasladar a Montmartre, en una noche, la Sainte-
Chapelle.
Tengo muchos amigos entre los libreros de viejo. En particular, en la orilla derecha,
los Fallet, padre e hijo, Borel-Rosny, que es novelista a ratos. Pero en el margen
izquierdo —el Elegido— podría nombrarlos a todos.

Pierre-Luc Lheureux vende libros para asegurarse el sustento, pero es poeta y está
muy lejos de ser el único. Tiene su puesto —un banco hecho de cara a sus cajas— en la
esquina del puente del Arzobispado. Con un gorro azabache y preocupado por
mantener siempre una cierta elegancia en su vestimenta, puede llegar a expresar
profesiones de fe que reflejan el pacifismo más intransigente. En cuanto me ve, me
saluda con una sonrisa, y ser sensible a ese gesto no es contentarse con poco.

«Con un gaznate de alta calidad que desprecia el vino peleón», Pierre-Luc comparte
mi gusto —pronunciado, como alguien podría señalar y yo confirmo— por el Cabernet
servido a la temperatura justa, es decir, casi helado. Asimismo, cuando en una bodega
se anuncia la llegada de nueva mercancía, tenemos la costumbre de ir a probar la
calidad del néctar. A veces, nuestros pasos nos llevan hasta la isla de Saint-Louis, pero
muy a menudo pasamos Notre-Dame y entramos en Desmolières, en la calle des Ursins.
Para ello hay que cruzar el Pont-au-Double.

El espectáculo que se ve allí, vale la pena. Basta con que haga un poco de sol. Los
quincalleros y vagabundos, sentados, de pie, acostados o amontonados son una legión,
a pesar de la persecución a la que les somete una policía preocupada por conservar en la
ciudad una imagen de fiesta popular al estilo de Breughel. Jorobado, manco, tuerto o
tullido de cintura para abajo, lo que sea, pero recién afeitado, arreglado y sobrio. Tu
miseria no debe tomarse más en serio que aquella, maquillada y con peluca, de los
figurantes de la Ópera en una representación de Boris Godunov. A decir verdad, para
quien conoce bien a estos hombres —no merecen menos interés—, los polis del lugar, a
menudo bonachones, tienen algo de razón en esta ocasión. Al menos cuando se
muestran un poco avaros por su ingenuidad.

Porque, si ya ha pasado la época en la que los Rifodés y Malingreux[20] ocultaban sus


miembros sanos con los que les habían robado a los ahorcados, terriblemente
maquillados y descoyuntados, sigue existiendo la tradición de ofrecer un espectáculo
tan terrible a quienes pasan por delante que dar limosna se convierte en un acto reflejo.

Por lo que yo sé, hay dos escuelas de actitud en las que los neófitos en el oficio de
mendigar, con el debido permiso para actuar en un lugar muy preciso cuyo derecho de
explotación han adquirido a un precio bastante caro, reciben lecciones de los más
experimentados, que son admirables artistas y demuestran un extraordinario sentido
psicológico. Sospecho que entre los «maestros» cuya obra pude conocer, había algunos
antiguos cómicos curtidos en el arte del mimo.
Estos son los cabecillas. Exigen que el alumno vaya en ayunas, que preste la debida
atención a los consejos y observaciones que le dispensen, que se comporte ante el
maestro con una absoluta sumisión. Las dos escuelas usan técnicas diferentes, así que es
fácil distinguir a los defensores de una y de otra.

Los «jefes» son, por lo demás, bastante buenos amigos: no se hacen la competencia.

Ma Pipe, de Aubervilliers, es grande y muy barbudo. Bajo su capa, que sabe llevar
con arte, lleva en bandolera una guitarra que nadie le ha visto nunca tocar. Deja que
digan de él que, en otro tiempo, fue un gran violinista al que un accidente privó del uso
de su mano izquierda, o bien un tenor de renombre a quien se le estropeó la voz en un
naufragio, o en el cumplimiento de no sé qué acto de devoción: todo depende de la
imaginación del narrador, que nunca es el interesado. Jamás responde a las preguntas.
Finge los aires de una joven cogida en falta cuando le hacen una fotografía, y como un
gran señor se embolsa la pasta. El primo de turno se dirige a él como señor y siente
ganas de disculparse. Un día me confesó que había copiado su personaje del de Vitalis,
uno de los héroes de Sans Famille, de Hector Malot.

—Lo mejor de todo —decía él dándose palmaditas sobre los muslos— es que nunca
he sabido cantar, no conozco ni una nota musical… ¡He sido mendigo toda mi puta
vida!

(En eso también mentía, lo sé, pero en este caso era víctima de su propio engaño).

Ma Pipe observa minuciosamente a su nuevo discípulo. Valora el provecho que


podrá sacar de la delgadez, las heridas o malformaciones corporales del sujeto. Y le
obliga a adoptar ciertas posturas, tres como mucho: una tumbado, contra un pilar, una
pared, la verja de una plaza; la otra, sentado directamente sobre el suelo. Para el
alumno, es una tortura. Ma Pipe lo rodea y se ocupa de arreglar algunos detalles que
tienen su importancia.

Está familiarizado con la obra de Callot, pero mientras contempla lo que consigue
obtener de sus pupilos, lo patético de sus actitudes me obliga a pensar en los primitivos.
Pienso en los grabados de Mantegna, con sus personajes desnudos, inmóviles,
agonizando en un sufrimiento silencioso. Una vez que se consigue la pose, se fija y se
arreglan hasta sus menores aspectos, el alumno debe volver los días siguientes,
colocarse en su lugar y quedarse totalmente inmóvil, bajo la mirada del maestro, hasta
que sepa anquilosarse por sí mismo. Solo en ese momento es capaz y digno de usar un
emplazamiento que le aportará una renta segura.
—Los cuarenta sueldos del «cliente» diario, que pasa a la misma hora, todos los días
del año, valen más la pena que las posibles cien monedas del peregrino casual. Siempre
exijo a mis alumnos que conserven una pose de estatua; el cliente que les ha dado una
vez, tiene que hacerlo siempre.

Ma Pipe se muestra contrario a las exhibiciones de muñones o de miembros


esqueléticos. Dice que no hay que provocar el asco. En esto no está de acuerdo con
Moitoseul, su compadre, que «trabaja» en Nanterre. Prepara a muchas mujeres,
mientras que Ma Pipe no quiere hacerlo. A los que Moitoseul coge a su cargo, les obliga
a fingir una pose exageradamente idiota: mirada perdida, boca entreabierta. Los
personajes de Moitoseul son ambulantes y animados, al contrario que los de Ma Pipe.
Casi todos deben simular, aunque prácticamente ya la tienen, una enfermedad nerviosa:
fingir el continuo temblor de un miembro, del rostro, incluso de todo el cuerpo, y
convulsiones espasmódicas: pero la mirada es lo principal. El mendigo ataca al cliente
en movimiento, de cara. Se le planta en sus narices, lo mira con una insistencia
despavorida y le tiende una mano temblorosa. La víctima, al ver que le impiden el paso,
no tiene más remedio que rebuscar en su bolsillo: más le vale no intentar con un gesto
brusco apartar al inoportuno. Este se desmonta —sabe caer con facilidad— y alborota a
los sinvergüenzas de los alrededores, para quienes es un deber y una alegría poner el
grito en el cielo y formar un escándalo… Así se mantienen las buenas tradiciones. En la
Edad Media, existían los Sabouleux, inocentes acróbatas que masticaban saponaria —
nuestra hierba jabonera—. La baba que producían recordaba a la enfermedad sagrada.
Y los epilépticos para reírse se libraban a contorsiones que no conmovían a nadie. Y el
óbolo que se daba se calculaba según la altura de los saltos en carpa…

EL DURMIENTE DEL PONT-AU-DOUBLE

Así pues, en ese sonriente domingo en el que la incertidumbre del mañana no


parecía ensombrecer los rostros de la gente, Pierre-Luc y yo cruzamos el Pont-au-
Double, después de haber contemplado a los vagabundos, macerando su vino morado.

En la esquina del puente, sobre su cama plegable, su bastón entre las piernas, estaba
el Durmiente. Hacía años que me había fijado en ese ser inmóvil, pero al principio,
confusamente, sin prestarle demasiada atención. Él no mendiga, ni «posa»: duerme, eso
es todo.

El sobretodo que lleva durante todo el año está raído, pero cuidadosamente
cepillado. Se cubre la cabeza con una boina. Los zapatos todavía conservan las suelas,
que son de un grosor decente. Duerme.
No es para nada feo, en su rostro no se evidencian las huellas de los vicios o de
enfermedades indelebles: duerme tranquilamente, reposadamente, de la mañana a la
noche, cuando no llueve. Nunca he estado para verlo instalarse o moverse: desconozco
su voz, su modo de caminar, el color de sus pupilas: solo conozco su sueño.

Tampoco había hablado nunca con alguien de él. No obstante, hoy le he dicho a
Pierre-Luc:

—Qué extraño. Cuando pasamos al lado de esos miserables somnolientos, sentimos


su presencia, sabemos que una vida tenaz existe, aferrada a esos cuerpos corrompidos.
Pero junto a ese hombre que duerme tengo una sensación totalmente diferente: me da la
impresión de encontrarse muy lejos, él o algo de él. Es como si estuviera hueco, vacío, y
que ese vacío, a ver cómo lo digo, aspirara lo que ocurre en el exterior. Me resultaría
muy penoso quedarme mucho tiempo aquí. Tengo la impresión de dejar un poco de mi
propia sustancia.

Pierre-Luc me miró extrañado:

—Algo de eso hay, sí… —dijo él.

—Pero oye, ¿quién es ese hombre?

—Creía que lo conocías. Es Lancelin. Bueno, ¿vamos a Desmolières, no?

Constaté con sorpresa que Pierre-Luc, habitualmente bastante prolijo, no sentía


ningún placer en que le preguntaran por el Durmiente, sino más bien todo lo contrario,
lo que solo consiguió intrigarme más. Insistí.

—Vivió unos años en África, después en Sudamérica. Algunos dicen que es químico,
y otros, que es un antiguo misionero. No lo sé exactamente. Contrajo en una región
malsana una enfermedad terrible que lo dejó medio paralizado: sus movimientos son
muy lentos. Duerme todo el tiempo. Pero su cerebro está intacto. Por suerte tiene a su
hermano…

—¡Ah! ¿Tiene un hermano?

—Sí, un hermano gemelo que lo cuida, le da de comer, lo acuesta, como una


enfermera. Lo trae aquí a media mañana y viene a buscarlo cuando cae la noche.

—Eso está bien… ¿Pero a qué se dedica su hermano?

—«Trabajan» juntos.
—¿Por qué lo dices con sorna?

—No lo hago en absoluto, pero prefiero explicártelo otro día. Hoy me cuesta mucho
hablarte de ese desgraciado.

Bastó solo que habláramos una vez del tema para que las circunstancias se
mezclaran y nos obligaran a volver sobre el tema. Ayer, Pierre-Luc y yo hicimos el
mismo periplo. El Durmiente, como si no se hubiera movido desde el día anterior,
estaba en su puesto. Pero en esta ocasión, era el objeto de las risas de los que pasaban
por allí. Tres bromistas, estudiantes probablemente, habían dispuesto a sus pies una
pancarta: sordomudo de nacimiento, y un viejo fonógrafo en el que hacían sonar una
antigua cancioncilla: C’est la femme aux bijoux — Celle qui rend fou — C’est une enjôleu-
se[21]…

Ciertamente, el efecto era cómico. Los golfos se divertían, con una malicia nada
desdeñable. A Pierre-Luc le desagradó mucho esta situación. Sufrió un ataque de cólera,
del que no le habría considerado capaz, tiró al Sena el fonógrafo y el cartel, y arremetió
contra los tres vivales que se alejaron, contrariados y un poco avergonzados.

—¿Sigues sin querer contarme qué hace con su hermano?

—Date una vuelta, un domingo de estos, por el mercadillo de Bicêtre. Y ahora dime,
¿te importaría hacer el favor de hablar de otra cosa?

Es todo lo que pude sacarle.

Malas noticias. Dos de nuestros agentes, que viajaban en bici hasta la frontera suiza
para llevar documentos de una importancia considerable, fueron detenidos de camino,
entre Dijon y Lyon. No sabemos nada más al respecto: ahora están en poder de los
alemanes. Es absolutamente necesario cumplir con éxito la misión y enviar, cueste lo
que cueste, a alguna otra persona. Además, no tenemos noticia de nuestros hombres de
Burdeos. La Gestapo está haciendo estragos. Y nunca hemos tenido tantos mensajes
urgentes por transmitir. Será así hasta el final, que los más atrevidos de entre nosotros
ven cercano. La paz o una lucha encarnizada. Pero no más esta existencia hipócrita para
la que no estamos hechos.
He alquilado, en pleno centro de París, cerca de Châtelet, un apartamento en un
sexto piso, bajo el tejado. Un tejado al que puedo acceder sin salir de mi casa, y extender
con total tranquilidad una antena de diez metros, ¡y más si fuera necesario!

Desde aquí, cada noche a las cinco, los radios conectan con Londres y transmiten
durante diez minutos. Además de los frigoríficos de Les Halles, en este barrio hay
tantos montacargas, tantas máquinas y aparatos eléctricos que las perturbaciones
continuas hacen extremadamente delicadas las detecciones alemanas. Pero desconfío de
los golpes duros que siempre son posibles, y ha llegado el momento de ir a ver a los
«contactos» que me había pasado Sigue-Bailando.

SIGUE-BAILANDO

Empecé por el sitio que estaba más cerca de mi nuevo domicilio: el Gobelet
d’Argent, en la calle du Cygne, esquina con la calle Pierre-Lescot.

Un pequeño bistró de apariencia curiosa, con forma de triángulo en un refuerzo. La


parte delantera, inspirada en un estilo neogótico, está adornada con molduras
recargadas. En la barra, se apoyan fulanas. Y dos tipos poco atractivos juegan a los
dados.

Pastis, que se sirve en taza para fingir que los agentes de fraudes no están al
corriente de nada.

Una chica tetuda, en busca de un posible cliente, me lanza una mirada cargada de
intención y de rímel. Yo hago un acuso de recibo invitándola a un cigarrillo, y le digo
que «no» con una sonrisa desganada. Siguiendo las indicaciones de Sigue-Bailando,
pregunto:

—¿Puedo ver a Solange?

—¿A cuál? —dice la chica—. ¿A la Solange nueva o a la vieja? ¿La mayor o la


pequeña?

—No las conozco… vengo de parte de un amigo. La nueva… ¿lleva mucho tiempo
aquí?

—¡Oh, no!… Salió del trullo hace tres semanas…

—Entonces, creo que más bien debe de ser la otra. ¿Quiere tomar algo?…
Las tetas cubiertas de satén negro le tiemblan como gelatina. Estira del picaporte y
grita en la calle vacía:

—¡Mimile!…

Llega una voz indolente desde los pisos superiores.

—Sí, la misma.

—Ve a buscarme a Solange, y ¡rápido!

—¡Mierda! Voy…

Entra un alemán. La chica se vuelve felina, concretamente como una gata de angora,
por la capa de piel que lleva. Volviéndose, y cayéndose de un taburete demasiado
estrecho para sus grandes nalgas, dice:

—¡Travieso!

El Fritz le lanza una mirada de acero y estalla:

—WegdalWeg![22]

Furioso y ultrajado se larga sin ni siquiera acabarse su cerveza.

La chica se indigna:

—¡Menudo chalado! Os juro que son todos maricas… Si esto continúa así, voy a
tener que volver al burdel.

Tengo que darle diez monedas a un tipo para que mueva el culo y me traiga a
Solange. Ella es muy muy guapa. Una muñeca de porcelana. Me tiende una mano fina a
la vez que me pregunta con sus grandes ojos claros, que no necesitan maquillaje. Yo le
digo en voz baja:

—Sigue-Bailando…

—¡Ah, vale! Venga conmigo.

No tiene la voz cascada. ¿Cómo puede ser esta chica una fulana? No lo entiendo.
Camina rápidamente, y yo la sigo de cerca. Entra en un hotel de la calle Pierre-Lescot,
sube los escalones de cuatro en cuatro, y en el entresuelo lanza un grito a la recepción
acristalada:
—¡Soy Solange! Voy al octavo…

—Bueno, ¿y qué tal ha ido?

—¿Con qué?

—¿Con el corso?

—No sé nada. No soy curioso…

Ella se sorprende:

—¿Cómo… cómo se llama?

Le doy el pseudónimo acordado, y ella parece alegrarse:

—¡Ah, genial! ¡Con todo lo que nos ha hablado de usted, puede usted decir sin
miedo que tiene un buen amigo! Y entonces, ¿qué puedo hacer por usted?

—Ahora mismo, nada. He venido sin más, para conocernos… Si hay algún
problema, es posible que tenga que presentarme a cualquier hora, sin avisar. Y en ese
caso… lo necesitaré todo.

—No hay problema. He visto cosas peores. ¿Vendrá con su propio nombre?

—Sí.

—¿Tiene alguna condena?

—No.

—Entonces es pan comido.

Hablamos a trompicones sobre la guerra, el desembarco que se hacía esperar y sobre


Sigue-Bailando, sobre todo de él, por el que Solange siente la más conmovedora
admiración.

—Ya no se ven tipos así desde la anterior guerra. Los jóvenes de ahora… unos flojos,
como lo oyes.

Ya está, nos tuteábamos. El hielo se había roto. ¡Bien! Y me enteré de unas cuantas
cosas.
—Sí, hemos tenido noticias gracias a Pierrot el chapuzas. Sacchi no había cumplido.
Sigue-Bailando le dio una buena tunda en un bistró…

—Sí, lo sé. Estaba allí.

—… Y lo expulsó de la Montagne, y de esta parte del barrio, vamos, de cualquier


parte donde hubieran podido encontrarse. Pero el otro desgraciado quería entregar la
banda a la pasma antes de largarse. Lo intentó dos veces: la primera vez, todo el mundo
desapareció. Pero, la segunda, los polis contaban con informantes y trincaron a
Brizou…

—¡Ah! Brizou está preso.

—Brizou, Joseph, sí. Y pasará un tiempo antes de que salga. Tiene un montón de
cargos. Sigue-Bailando estaba furibundo.

Al parecer, enseguida había conseguido la dirección del otro, que se escondía en una
villa junto a la carretera, cerca de Melón. Sigue-Bailando y Pierrot fueron a visitarlo una
buena mañana. Sacchi sabía que estaba jodido. No abrió. Saltaron la verja y encontraron
al bueno del corso llamando a los gendarmes. Ah, fue muy fácil. ¡Crrrrrrrruic! ¡Crac! y
¡Crac! La garganta y las dos orejas. Escaparon por el jardín mientras los polis llegaban
por el otro lado. Consiguieron dejarlos atrás, corrieron campo a través, se agenciaron
unos trapos que encontraron en unas granjas. Disfrazados de campesinos fueron a pie a
coger el tren en Mormant. ¡Se pegaron una buena caminata!

—¿Y las orejas…? ¿Qué pasó con ellas?

—Sigue-Bailando quería guardarlas como trofeos. No se le podía quitar esa idea de


la cabeza. Pero perdió una en la huida. Y no era buen momento para desandar lo
andado…

—No sé y no quiero saber dónde está Sigue-Bailando en este momento. Pero si


tienes la ocasión de llevarle noticias, dile que no la guarde, díselo de mi parte.

—¿Que no guarde el qué? ¿La oreja?

—Sí, la oreja.

Le expliqué la escena en la casa de Klager, junto al Bièvre, la pomada, el olor, y ella


me lanzó una mirada de reproche:

—Si tanto dices que eres su amigo, deberías haber matado al corso en ese
momento…
—Nada te dice que eso hubiera arreglado las cosas. Y deberías entender que hay
personas que no son libres de hacer lo que quieran…

Solange me preguntó si Sigue-Bailando me había puesto al corriente del circuito


ideal —de los lugares cómplices— que él había compuesto a través de las calles de
París. Le describí mi entusiasmo la noche en la que mi nuevo amigo me expuso sus
ideas sobre los acontecimientos cíclicos y los lugares predestinados. Solange estaba
emocionada:

—¡Ah! Mira que es astuto. Precisamente él me ayudó a conseguir esta casa. Se había
fijado en el sitio, sin conocerlo ni nada. Vino con periódicos viejísimos, amarillentos,
donde se hablaba de la casa en tiempos antiguos. Creo que incluso le pidió el mapa de
las tuberías a un arquitecto. Me dijo: «Necesito el ocho». Se presentó al dueño y se lo
cameló. Pagó un año por adelantado, ¡un año! Instalaron al antiguo inquilino al lado, y
ahora vivo yo aquí.

El edificio no es joven. Las paredes son gruesas. Las puertas enormes tienen
antiguos ventanucos con rejas. Una enorme viga corta el techo.

—¿Y has notado algo extraño en esta casa?

Me pone la mano sobre el brazo. Y, en confianza, me dice:

—Escucha bien, amigo. La mayoría de los clientes que suben aquí —que ahora son
casi solo los habituales— no vienen para echar un polvo, sino para que los escuche:
vienen, incluso de muy lejos, para contarme su vida, largo y tendido, y para explicarme
todo lo que se les pasa por la cabeza. Entonces, yo les doy consejo, cuando estoy segura
de que no voy a pifiarla. A casi todos les gusta que los consuelen. ¿Y qué hago yo? Yo
los engatuso… No te imaginas lo buenos que son. Y tontos… pero como soy una
sentimental, cuanto más tontos son, más me gustan. Ya no me van a cambiar.

Tenía los ojos llorosos.

—Y Sigue-Bailando, en resumen, te ¿protege?

—¡Oh! No estoy liada con… Es mi amigo, un amigo de verdad, como no hay otro. Si
la gente lo sabe, no me buscarán problemas…

—Dime, ¿eres tú o la habitación la que predispone a tus clientes a hacer


confidencias?
—Ambas. Además, no a todos les produce el mismo efecto. Y tampoco a mí. Sigue-
Bailando ya me dijo: «Aquí te las verás de todos los colores. Pero no te pondrán un
dedo encima». Y es verdad: hay algunos chiflados que se hacen pasar por sus jefes, por
alguien con más éxito que ellos. Pero no importa, porque entre estas cuatro paredes no
se pueden decir chorradas. Se echan atrás. Cuando vea a Sigue-Bailando, le pediré que
me dé detalles sobre la historia de este sitio. Ahora, me interesa. Me había hablado de
un ruso con una chica…

¡Dios santo! Ya está. Sabía que era la calle Pierre-Lescot, pero ignoraba que fuera en
este hotel y probablemente en esta habitación. Abril de 1814. El imperio estaba
sufriendo unos espasmos que anunciaban su próximo fin. Algunos «sotnias» de
cosacos, de regimientos prusianos, que habían entrado en la capital por la frontera de
Clichy, acamparon un día y una noche en los Campos Elíseos. Después de un desfile
sombrío, al final del cual, si debemos creer a los historiógrafos del momento, la flor y
nata de la sociedad parisina perdió parte de su dignidad[23], se concedió una licencia a
las tropas, que hubo que repartir entre varios sectores. Los oficiales se acantonaron en el
Palais-Royal, y los hombres estaban aparcados en el barrio de la Grande-Truanderie.
Como se solía decir en la época, la calle Pierre-Lescot le costó al ejército ruso más de una
batalla.

«Una desgraciada muchacha seducida —publicó más tarde el Constitutionnel— que


cayó, después de que su seductor la abandonara, en el abismo de la prostitución».

… le tocó en suerte pasar una noche con un suboficial cosaco. Entre las joyas que el
triunfador, como un verdadero bárbaro, hacía relucir ante sus ojos, reconoció un
medallón de la familia, que su hermano, sargento de la Guardia, llevaba siempre sobre
su corazón. Para quitárselo, había que matarlo. La chica se vio obligada a entregarse al
asesino de su hermano.

Era imposible oponer resistencia, pero no vengarse. Mientras el cosaco dormía


saciado, Judith cogió una de las pistolas de Holofernes y le voló los sesos. A la mañana
siguiente, hizo una confesión completa de todos los motivos que la habían llevado a eso.
La policía francesa, obligada a encarcelar a la culpable, y a avisar a los representantes
del zar, reemplazó a la prisionera, durante la noche, por una pobre muerta en el Hôtel-
Dieu. ¡Una gran idea!

Y Judith continuó en otro sitio su carrera de hetaira desesperada.


Solange quería que pasáramos juntos una parte de la noche, pero yo no tenía tiempo.
Cuando nos despedimos, me dijo:

—Si llegaras a tener problemas con algún tipo que no te dé buena espina, del que
desconfíes, tráemelo y lo desnudaré como a los demás. Cuando me lo propongo, puedo
ser muy zorra.

La besé con todo mi corazón. Nunca había sentido nada igual hacia una puta.

Reflexioné mucho tiempo sobre la propuesta de Solange. Me gustaría saber lo que


Heisserer (alias Lagarde) tiene en la cabeza. El otro día, me descubrió en el Quatre-
Fesses, donde yo creía que podía estar tranquilo. Había que sellar su cartilla de
racionamiento falsa, como si hubiera recogido sus tiques del trimestre en el
ayuntamiento, porque la policía comprobaba incluso eso.

Sin embargo, tenía la impresión de que se trataba solo de un pretexto. Heisserer me


confió que, como en ese momento no tenía trabajo, estaba dispuesto a prestarme
algunos servicios, en caso de necesidad. Incluso viajaría si había que hacerlo.

Necesitaba agentes de enlace para París: nuestros mejores ciclistas se fueron al Sur o
a Normandía. Le di algún dinero a Heisserer, que no parecía necesitarlo demasiado, y lo
dejé en manos de las secretarias de la central, prometiéndole que lo incorporaría,
oficialmente, más tarde, si quedábamos satisfechos y a condición de que el trabajo le
gustara. Solo ahora tengo dudas sobre ese tipo, muy vagas.

Fue realmente fácil. Ayer cené con Heisserer, Solange y Paulette, mi antigua vecina.
Nos despedimos a las once y media, el momento justo para volver a nuestras casas.
Como Heisserer vive lejos, pareció encantado de que Solange se lo llevara con ella, con
el pretexto de enseñarle una casa en un barrio más «civilizado». Sin ninguna duda,
durmieron juntos.

EL DURMIENTE DEL PONT-AU-DOUBLE

Domingo por la noche


Pierre-Luc me había picado la curiosidad, así que esta mañana he ido a pasearme
por el rastro de Bicêtre.

Los harapientos, todavía más miserables que en el centro de la ciudad y en su


mayoría muy viejos, chapotean entre un amasijo de chatarra, vajillas rotas, trapos
marchitos, objetos de todo tipo cuyo primer uso se olvidó hace ya mucho tiempo. Me
propuse reconstruir una rueca cuyas piezas sueltas había comprado aquí y allá, a
diferentes vendedores. Entre los traperos, los quincalleros y los caldereros, caminaban
dos hombres, muy lentamente: eran el Durmiente del Pont-au-Double y su hermano,
vestidos iguales y con el mismo sombrero. Se parecían de manera prodigiosa. Yo los
seguí. Tuve suerte, porque se dirigieron hacia el garito de poca monta donde había
dejado mis compras. Se sentaron. Sirvieron al Durmiente un gran cuenco de tapioca con
leche, que su hermano válido le dio a beber con cuchara. De vez en cuando, le secaba
los labios al paralítico y le arreglaba el cuello de la camisa. Era muy conmovedor y
penoso. Después de la tapioca, el Durmiente bebió unos tragos de vino.

—Ahora estoy mejor —dijo él, con una voz muerta y una sonrisa que hacía daño.

La gente contemplaba la escena entristecida. Todos parecían esperar algo. Les oía
decir:

—¡Qué desgraciado y qué hombre tan valiente!

¿Cómo era posible que aquella carcasa medio viva, incapaz de alimentarse o de ser
útil en algo, pudiera forjarse semejante reputación?… No tardé mucho en saberlo. El
hermano —al que llamaban Frédéric— despejó la mesa del cuenco y de los vasos, y dejó
un cuadernillo. Entonces, empezó el desfile.

Un hombre con mono azul se sentó entre los dos Lancelin. Se desabrochó la parte
superior del mono, se subió la camisa y descubrió su cadera:

—Aquí es donde me da —dijo él.

—¿Cómo le ha pasado? —preguntó Frédéric.

—Levantando una viga de acero. Hice un mal gesto: no la cogí en una buena
posición. Tuve que girar la cintura.

—Vuelva a hacer el movimiento.

El hombre se levantó y fingió coger algo muy pesado del suelo.

—Vuelva a hacerlo con fuerza.


El paciente lo intentó, pero no llegó a acabar y puso cara de dolor.

—Ya veo lo que pasa.

Frédéric descubrió todavía más la cadera y una parte de los riñones. Hizo sentarse al
hombre delante del Durmiente. Le cogió las manos y las colocó sobre la parte del
cuerpo dolorida. Veinte personas, en un silencio absoluto, observaban la escena. El
dueño del bar había pasado por delante de la barra para no perderse nada. El
Durmiente, cuyo rostro, al contrario de lo que se podría pensar, demuestra una viva
inteligencia, parecía estar reflexionando profundamente. Durante un buen rato se
quedó así. Y después el hermano dijo:

—Está bien. Es suficiente.

El señor Frédéric cogió su cuaderno.

—¿Su nombre? —le dijo al enfermo.

—Portal. Xavier Portal.

—Bueno. No puede ser antes del martes por la mañana.

—¿Mañana no es posible? ¿De verdad que no es posible?

—No. El lunes y el jueves tenemos Chopitel todo el día…

—¿Cómo le va? —preguntó el dueño.

—Mejor. Saldrá adelante pero con mucha dificultad y paciencia. ¿A quién le toca?

Era el turno de una mujer embarazada, que se quejaba de dolores en los costados. Le
impusieron las manos del Durmiente por encima de la ropa.

—El martes, a primera hora de la tarde —decidió Frédéric, mientras escribía en el


cuaderno.

La gente seguía haciendo cola: reumatismos, migrañas persistentes. Un asmático. El


señor Frédéric hacía unas preguntas tan pertinentes que podría haberlas dicho un
médico. Y llenaba su cuaderno de notas, que parecían citas, hasta la semana siguiente.
Todavía faltaba gente por pasar.

—Con la mejor voluntad, está todo ocupado hasta la semana que viene —dijo él.

Una mujer se quejaba.


—¿Y mi lumbago, no puede dormírmelo esta vez?

… Yo no entendía nada. Era la primera vez que oía el verbo dormir con ese uso. No
cesaba de preguntarme cómo podía entablar una conversación con alguno de los
presentes, y darle cuerda hasta conseguir saber la clave del enigma, cuando vi a
Armand Lassenay.

Lo conocí hace dos años. Era artificiero y se ocupaba de la limpieza de minas.


Entonces tenía cuatro miembros y dos ojos, como todo el mundo. Ahora, es solo medio
hombre. Un obús mal desactivado le había destrozado el lado derecho. Era un milagro
que siguiera vivo. Ahora es vendedor ambulante: vende en los mercados callicida y
piedras de mechero.

Nos tomamos un vino.

—¿Le intriga el Durmiente? De hecho, hay razones para que lo haga. Su


procedimiento es muy curioso, pero bastante simple en sí mismo. Como ya se habrá
dado cuenta, aplica las manos sobre la parte que haya que sanar. Solo unos instantes. En
ese momento, no da ningún alivio. A eso lo llama «conectar». Dice que siente las
mismas enfermedades, incluso los mismos síntomas, y en ocasiones también los mismos
dolores que el paciente. Pero solo durante el tiempo de imposición de las manos. Así
que «ordena» el recuerdo de lo que ha sentido, igual que se guarda un libro en un
estante. Y pasa a otra persona. Cuando llega el momento de curar algún caso
determinado, solo tiene que acordarse y pensar en ello mientras duerme. Pensar, por
supuesto, de una manera determinada… Cada vez, cuando la «operación» acaba, su
hermano lo llama al orden. Lo despierta y lo «conecta» con el nuevo paciente.

—¿Sin que el enfermo esté presente?

—Sí. Da igual que el enfermo esté a quinientos kilómetros, no importa.

—¿Y puede curarlo todo?

—No, no sabe reducir las fracturas, ni detener una enfermedad infecciosa si está
muy desarrollada. Pero es bastante efectivo con los reumatismos y los problemas del
sistema nervioso. Además, cuando el enfermo está muy débil, cuando el organismo
deficiente se defiende mal, hacerlo «dormir» te echa una mano. Lo sé, sin él apenas
podría mover el brazo y la pierna que me quedan.

—Y… ¿cobra mucho?


—Nunca pide nada. Acepta las pequeñas dádivas que le den, ya sea algo de comer,
carbón en invierno, ropa vieja… Esos dos hermanos son unos benefactores para la gente
pobre. Podrían vivir como reyes…

—¿Nunca los han molestado?

—Estaría bueno que eso pasara… Incluso los médicos militares acuden a ellos en
busca de ayuda, o los llaman para sus clientes.

Solange es mi gran amor ahora. La he paseado por su barrio, por la parte trasera de
Les Halles, que apenas conoce. Le he contado las historias de la Truie qui File, de la
Traverse Philis y de Cul-de-sac Corydon. Le he hablado del cruce de la Coudrette, del
palo de cucaña de la calle aux Oües, o del Panier fleuri…

Ella me dijo:

—Me gustas, sabes. Tanto que no podría follar contigo nunca.

—¿Ni en una isla desierta?

—Ni siquiera con el tiempo podría hacerme a la idea. No podría evitar pensar que
sería una pena.

—Y mi tipo, Heiss… quiero decir, Lagarde, ¿qué opinas?

—¡Ah! Está muy enamorado de mí. Viene a verme todas las noches. No me gusta
nada. Solo lo hago por ti.

—¿Tienes sospechas?

—No sé qué decirte. Todavía no. Es muy difícil descifrar lo que piensa. Pero lo
conseguiré. Ya me ha contado que los alemanes iban a usar muy pronto un arma
secreta. Algo de primera calidad. Parece que no esté esperando otra cosa. Necesito que
me des una dirección o un teléfono para que pueda avisarte si hay alguna novedad.

El tal Heisserer me provoca grandes quebraderos de cabeza. Me he comportado a la


ligera, he sido demasiado confiado, por una vez. Ahora ya no puedo despedirlo.
Resulta impecable en su servicio. Es inteligente y valiente. En la estación del Este, cruzó
un control de la policía mostrando una tarjeta falsa de Defensa civil.

No obstante, voy a avisar a los compañeros de que hay que tener los ojos bien
abiertos.
Capítulo 10

16 de junio del 44

Me duele. Se han despertado las esquirlas de la granada teutona que me alcanzó en


junio de 1940. Campan a sus anchas por mi costado, por mi cadera, por mi cuello. Me
hacen cosquillas, me pican, me escuecen, me dan punzadas y a veces me asolan con
gritos de dolores espasmódicos absolutamente insoportables. Solo me alivian las
inyecciones de morfina, pero quiero evitarlas a toda costa.

Hace nueve días que no como nada sólido, desde el drama. Tengo los nervios de
punta. Apesto a lejía, a alcohol, a formol y a todos los desinfectantes que he podido
encontrar. Por mucho que me froto, me persigue el olor a cadáver fresco, a sangre tibia,
a tripas humeantes. Es abominable. Por suerte no me pertenezco, si no me habría
suicidado. Aunque cuando me oigo decir «por suerte», no puedo evitar preguntarme
«quién sabe…».

Solange se presentó en casa, enloquecida, un día a las nueve de la mañana. Yo ya me


había ido. Mi viejo camarada Bourgoin estaba allí, codificando los mensajes de esa
noche.

—Tenemos que avisarlo enseguida, hay que prevenir a todo el mundo. Ese alsaciano
que tenéis en el grupo es un topo, un colaborador de la Gestapo, un chivato. Ahora que
tiene esta dirección, la de la Central y la de vuestros buzones, quiere destruir todo el
sistema a la vez, y encargarse él mismo de quedarse con el premio gordo. ¡Es un cabrón
tremendo!…

Me buscaron en todos los sitios donde solía estar, mientras yo supervisaba la


descarga de unas bombas de fósforo y su transferencia desde la vía del tren hasta «mi»
campo. Bourgoin había arramblado con todo lo que debíamos proteger: mapas, textos y
códigos. Sobre todo, los códigos. Había dejado el revólver escondido en una guitarra sin
fondo, colgada de la pared.

Llegué a las cuatro a la estación de Austerlitz. Bourgoin me esperaba allí. Solange


vigilaba la estación de la plaza Saint-Michel.
La operación de desmontar la Central había sido relativamente fácil. Había hecho
subir a un muchacho al piso superior para llamar a un timbre e irse excusándose por
haberse equivocado. El chaval se había fijado en un encerador que se afanaba en hacer
relucir el parqué del rellano, justo delante de la puerta de nuestra oficina. En la portería,
un tipo grande, que fumaba un puro, se había sentado junto a la puerta y retenía a la
portera.

Nuestros chicos, después de haber calculado minuciosamente su golpe, entraron en


el edificio de al lado, aterrorizando a un pobre pianista que se estaba echando una
cabezadita y que no entendió nada cuando los vio usar picos reglamentarios de la
Defensa civil para derruir la pared de su habitación. Sin imprevistos, pudieron salvar la
saca del correo, los documentos, el dinero e incluso las dos máquinas de escribir.

No obstante, yo me llevé la peor parte. Tenía cincuenta minutos para avisar a los
radios, que llegarían un poco antes de las cinco. Bourgoin estaba apostado abajo, en la
terraza del café. Subí a las cuatro y media. Debrive, ya en el tejado, desplegaba la
antena. Yo le hice una señal para que se sentara entre dos chimeneas y esperara a ver
cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Por si acaso, le di una de mis dos granadas de baquelita, que parecía un estuche de
jabón de afeitar.

Me quedé en calzoncillos y pijama. Desplegué mi caballete de pintor y dejé por


encima mis tubos de colores. Después de haber puesto un poco de pintura fresca sobre
mi paleta, me dispuse a seguir trabajando en un bodegón que nunca acabaré. La
posteridad se lo pierde.

A las cinco menos diez alguien llama a la puerta: era Heisserer.

Llegó contento y peripuesto. Traía media botella de vino bueno. Le dije:

—¡Qué lástima que no tengamos hielo!

Fui a buscar las copas y una jarra, y eché agua.

Heisserer se vanagloriaba de sus hazañas.

—Ya van tres veces que me paran por la calle, y una en el metro, pero siempre evito
que me registren. Creo que ya he demostrado suficiente, así que me gustaría que me
aceptarais oficialmente por si llegaran a cogerme. Podría ser útil llegado el caso.
—Completamente de acuerdo —le respondí—. ¿Tienes una pluma? —Le entregué
un formulario para rellenar con sus datos—. Serás R J 1682 (que es mi propio número).

Se puso a escribir con toda tranquilidad, instalado cerca de la ventana.

Del techo colgaba un cordel del que debía tirar en caso de alarma. Debrive, sentado
encima de mi cabeza, sujetaba el otro cabo.

Me dirigí hacia el ángulo opuesto de la habitación y levanté la guitarra. Heisserer,


sin alzar la mirada, se encendió un cigarrillo.

—Heisserer.

Se levantó de un respingo. Se le dilataron las pupilas increíblemente. Mi barillet 92,


bien apoyado contra la cadera, era el único que tenía la palabra. No obstante, dije:

—Tienes quince segundos. Si eres listo. Mira a Notre-Dame.

Él sabía que ya todo era inútil. Al menor gesto, perdería la vida.

Notre-Dame estaba al fondo: muy cerca está la torre de Saint-Jacques. Entre dos
pinos, se ve la copa de un castaño.

Apuntaba a los riñones.

No soy yo, es una máquina, un autómata, un robot dirigido a distancia el que se


acerca a ese depósito de vida mermada, dolorosamente destruida sobre el suelo mal
encerado, sediento de su sangre, y el que le dispara una bala en la oreja.

Los dos Fritz que vinieron a visitarme un cuarto de hora después no sabían
exactamente qué pintaban allí. Sus compañeros registraban el edificio y ellos hacían lo
mismo. Se repartieron la tarea y fueron piso por piso. Yo los entretuve un momento. Al
entrar, pasaron por encima de una lámina de linóleo enrollada que barraba la puerta de
la gran habitación. Dentro estaba Heisserer. Como yo tenía pintura en los dedos, les
pedí que cogieran ellos mismos mis papeles, que estaban en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Descorché el vino y les invité a un trago. Uno de ellos se acercó a la ventana y
me dijo:

—¿No ha oído dos tiros?


—Sí, por supuesto. Venían de la escalera. No sé cómo están hechas esas metralletas
vuestras, pero creo que hay que tener cuidado al manejarlas. ¿Qué ha pasado?

Hicieron un gesto evasivo, el Gefreiter[24] me preguntó cuántos vecinos había por


piso, cosa que no sabía, y me pidió que los acompañara para hacerles de intérprete.
Respondí que la idea no me gustaba, que no era policía y que me preocupaba labrarme
una mala fama en aquella casa en la que era un nuevo inquilino. Llegaron a la
conclusión de que tenía razón.

Se olvidaron de explorar el tejado.

Me enteré también de que, en el piso de la calle, hablaron un buen rato con el oficial
que los dirigía: no se explicaban la desaparición de su confidente.

Cuando se fueron, Debrive pudo bajar del canalón de zinc donde estaba
encaramado. Registramos el cadáver. El muy cabrón no era ni siquiera miembro de los
servicios de seguridad, sino que simplemente tenía una acreditación de la avenida Foch;
solo poseía un Dienstausweis[25]. No iba armado. Incluso los alemanes desconfiaban de
él. Solo llevaba encima seiscientos francos. Al final, gastamos cinco para comprar una
cesta de mimbre y una maleta de cartón de mala calidad. Despedí a Debrive. Aunque se
había bebido el resto del vino, estaba echando las tripas por la boca. Se llevó la ropa y
los zapatos del muerto con el encargo de destruirlos.

Por mi parte, yo viví una nueva lección de anatomía e incluso de disección, y todo
ello, terriblemente lúcido. Lo cierto es que me comporté como un niño torpe. En lugar
de descuartizar el cadáver por la pelvis y los hombros, me empeciné en cortarlo por la
cintura, como si talara un tronco de árbol. Creía que sería muy simple. La carnicería, el
embalaje y la limpieza me llevaron toda la noche. La cabeza separada del tronco,
pensativa y con un ojo medio cerrado, me miraba mientras me ocupaba del resto del
cuerpo. La había puesto encima de una bandeja de cobre que había comprado en
Bicêtre.

La parte superior del cuerpo, que abultaba un poco en la maleta, la dejé en la


consigna de la estación de Montparnasse. La parte inferior en Austerlitz. Ya veremos.

Hay que desconfiar de los cadáveres frescos

Del fantasma de la garra blanca

Y de la claridad de esas lámparas…

escribía en 1940 Luc Bérimont en Domaine de la nuit.


Siempre me ha repugnado muchísimo tener que acercarme o tocar un cadáver
reciente. Me parece algo inconveniente, inútil. Es hostil, malvado, peligroso. La
«presencia» es mucho más fuerte, mucho más sensible una hora después de la muerte
que una hora antes. Pero con Heisserer no observé algo así.

Estaba completamente ausente de su cabeza, de sus manos, de su carne palpitante.


Había huido inmediatamente, aliviado, liberado de su vida absurda.

Mis compañeros quisieron presentarme la «ejecución» de Heisserer como una


hazaña remarcable. Intentaron convencerme de que había evitado un encadenamiento
de desastres, pero mi obsesión, mi vergüenza, mi pena van más allá, están por encima
de la opinión de los hombres. Solo tengo que reflexionar, calcular, sopesar mis derechos
y mis deberes para entender que soy culpable de atentar contra las mismas raíces de la
naturaleza humana. No debía participar en esa lucha, ensuciarme con ese fango. Me
asaltan los remordimientos del melodrama: pienso en mis ancianos padres esperando
su carta semanal. Es ridículo, por supuesto, pero ningún argumento ni lógica puede
tranquilizarme.

El gesto por sí solo es infame. Debería haber dejado que otros lo llevaran a cabo. Lo
que podría disculpar a otros, yo no me lo puedo perdonar.

La noche siguiente fui a ver a Solange. El cansancio, la emoción retroactiva y el asco


habían podido conmigo.

Me tiré completamente vestido a la cama. Ella se sentó a mi lado en una silla baja, y
me cogió de la mano.

—Mira, su última noche la pasó aquí, acostado donde tú estás tumbado. Casi no
durmió. Soñaba en voz alta, hacía sus proyectos. Decía que muy pronto tendría mucho
dinero, y que más tarde se iría a Sudamérica, que me llevaría con él si quería. Y
después, hubo que esperar a que todo esto (hizo un gesto con ambas manos para
abarcar las paredes y el techo) actuara. Por la mañana, vació su bolsa y lo desembuchó
todo. Después se quedó adormecido durante una hora. Cuando se fue, estaba inquieto,
no se acordaba del todo bien de lo que había podido contarme. Y yo le dije: «cuando
empezaste a roncar, estábamos juntos en Brasil…». Eso lo tranquilizó. No deberías
torturarte tanto. Entiendo que no ha sido agradable tener que matarlo, pero es París
quien se ha vengado. Piensa en Sigue-Bailando.
EL DURMIENTE DEL PONT-AU-DOUBLE

Julio

El dolor que siento, cada vez más agudo, no me da tregua. Desesperado, he


recurrido al Durmiente, gracias a la recomendación de Lassenay el artificiero. El
hermano me ha palpado el torso y me ha hecho preguntas tan pertinentes que he
llegado a sospechar que había cursado serios estudios médicos.

También me ha dicho, tocándose la frente:

—Las cosas no parecen ir muy bien por aquí dentro. Debe de estar usted muy
agotado.

Si él supiera…

Me ha impuesto las manos del Durmiente en el costado dolorido y en la cabeza. El


domingo recibiré la tercera sesión. Siento asombrado los beneficios reales de esta
terapia misteriosa. Ya era hora de volver a estar en forma: estamos sobrepasados por el
trabajo.

Septiembre

¡Uf! Los alemanes se han ido sin demasiados daños. Es un milagro. Y aquí me
tienen, periodista y oficial a la vez —por fin de uniforme—, destinado a la Seguridad
Militar. Todas las noches, en el periódico, escribo grandes odas laudatorias; en concreto,
me han encargado relatar en folletines épicos los episodios de la liberación de París.

Si escribiera lo que pienso en realidad, me lincharían. En Les Halles, vi como


recogían el cadáver de un crío de quince años, como mucho, que todavía llevaba
pantalones cortos. Se había lanzado al asalto de un camión Fritz que enarbolaba una
bandera blanca. El niño iba armado con una pistola 5'5 con culata de nácar: el accesorio
de bolso de una dama de 1924. Los verdaderos criminales no iban en el camión.

Los negros de las plantaciones han invadido mi viejo barrio. Son buenos tipos
cuando están sobrios, pero terribles cuando están borrachos.
Léopoldie y su amiga, Alice, recuperan el tiempo perdido, y lo hacen con gusto.
Todas las noches, en una puerta de París, se cuelan a escondidas en el recinto de un
aparcamiento y hacen el amor con los negros. «Trabajan» tanto que tienen callos en las
nalgas y los omoplatos. Invitan a todo el mundo a beber. Pépé el mariquita lamenta la
partida de los antiguos ocupantes: los americanos no aprecian sus encantos. Uno de
ellos le ha dicho que olía muy mal. Desde entonces, se perfuma con agua de violetas, lo
que ha obligado a los Pignol a no dejarle cruzar su puerta.

En la Maubert, la peor escoria aprovecha el momento de calma para hacerse fotos en


las barricadas, disfrazados de corsarios, y posando en actitud heroica.

Por mi parte, tengo un aspecto bastante mediocre con el uniforme, luciendo mi


grado normal de teniente. Aquí todo el mundo es al menos comandante. Solo los
menores de veinte años son solo capitanes.

Los polis, a los que ahora tenemos que glorificar, han detenido a dos falsos coroneles
en la calle Monge. Uno era armenio.

He constatado que los lugares candentes de París son los mismos desde la Edad
Media. Las primeras barricadas que se hicieron correspondían a unos fines estratégicos
muy vagos: en la calle de l’Arbre-Sec, por ejemplo. Pero es en la calle Pernelle, calle du
Fouarre, calle de la Huchette, en el Petit-Pont, donde la Ciudad se encendió, fiel a sus
costumbres seculares.

Mis bohemios, más sabios, se han refugiado en el primer piso del Quatre-Fesses,
donde Élisabeth les prepara el rancho. Ningún cambio ha irrumpido en sus vidas,
excepto en el caso de Théophile, que ha vuelto al sacerdocio. Quiere partir a la África
negra como misionero.

Diciembre

Marius Labadou, llamado el «Comandante», era un bufón cincuentón, pintor de


brocha gorda de profesión y aficionado al beaujolais afrutado.

En el periodo de entreguerras, Marius Labadou perteneció al glorioso cuerpo de


suboficiales reenganchados que llevaron a poblaciones subdesarrolladas de otras
latitudes el mensaje de la Dulce Francia y afirmaron el esplendor de nuestra cultura
universal con sus botas de tachuelas de hierro.
Marius Labadou volvió a su hogar como subteniente de la reserva.

El estado mayor, apremiado sin duda por otras preocupaciones, se olvidó de


consultar a Marius Labadou antes de solicitar el armisticio de junio de 1940, y este
soltaba espumarajos por la boca de rabia al ver a las hordas teutonas desfilando dentro
de nuestras murallas. Asimismo, Marius Labadou fue uno de los primeros fundadores
de un organismo de resistencia en el París ocupado. Lo llevó con mucha prudencia:
reunió a un grupo de cinco o seis enófilos hitlerofóbicos, personas de confianza. Y las
trastiendas discretas de la calle de la Huchette conocieron durante cuatro años la fiel
presencia de figuras eminentemente patrióticas: Peluche, el Dulce Sacristán, Lucien
Deombreaombre y su compañero Collard, llamado Osito y muchas cosas más, y
Fralicot, llamado Les Éparges, por la auténtica odisea que vivió entre 1914 y 1918. Bajo
la autoridad entusiasta, a la par que circunspecta de Marius Labadou, estas valientes
personas celebraban un conciliábulo diario, durante el cual se ponían mutuamente al
corriente de los rumores que habían llegado a sus oídos durante el día, y después los
comentaban. Apuraban alegremente las botellas que ya escaseaban (¡una más que los
alemanes no se beberían!)… Deombreaombre, que solía sacar conclusiones definitivas,
cogía por el cuello de su chaqueta a cada uno de sus compañeros, uno tras otro:

—¡Venga, de hombre a hombre, dime que no estás desesperado!

De ahí su apodo. En parte, debemos al grupo Labadou que surgieran las trolas más
graciosas, y que corrieran por París y se apoderaran de la provincia con la rapidez de
una guerra relámpago.

Eso era lo esencial de sus actividades conjuntas. Recuerdo el día en el que llegó a
Francia la noticia de la salida, durante mucho tiempo incierta, de un formidable
escuadrón de blindados, en alguna parte del frente ruso. La Propaganda Staffel había
ordenado que la prensa insistiera en la envergadura de los medios empleados por una y
otra parte. El diario Aujourd’hui salió con este titular, explicado en seis columnas:

LA BATALLA FUE GIGANTESCA…[26]

… y todo el mundo, del margen izquierdo, recordó los versos del clásico De
Profundis:

Casi todas las ladillas murieron

A excepción de las más fuertes

Que se agarraron a los pelos del…


(Desnos había colaborado en la edición). ¡Ah! La banda de Labadou se ha reído bien
esta vez… En resumen, si la actividad de este equipo era casi nula y nunca causó
ningún daño a las tropas del Eje, al menos nuestros bravos bebedores tenían unas
intenciones excelentes. No escondí a Labadou las posibilidades que me habían ofrecido
de establecer comunicación con Londres. Me pidió que transmitiera la noticia de la
existencia de su grupo del «Chat qui pêche». ¿Y por qué no? Hice un informe al servicio
de inteligencia y la guerra continuó.

Durante las batallas en las calles, Labadou y su equipo se guardaron mucho de


aventurarse a salir si no era para reponer provisiones, especialmente de bebida.
«Tenemos otras cosas que hacer», afirmaban dándose importancia. Como la disciplina
es la fuerza principal de los peores desórdenes, nadie se extrañaba. Así, cuando todo
estuvo más calmado, cuando ajusticiamos a unos cuantos pobres diablos por razones
nada patrióticas, cuando rendimos honores al admirable cuerpo policial, tan odiado la
víspera y cuando las putas y los negros del Medio Oeste inventaron un idioma
anglogermánico, con mutuas concesiones, la burocracia francoaliada sustituyó a la
burocracia wehrmachto-gestapista.

Marius Labadou consiguió que lo reconocieran a él y a su grupo. Un coronel que


hizo la guerra en los despachos —y refugios— londinenses, y un suboficial que con
abnegación velaba por mantener la moral en los bistrós de la Huchette habían nacido
para entenderse.

Con pleno derecho, Marius Labadou fue ascendido a comandante, Fralicot y


Deombreaombre, a capitanes, y los otros a tenientes con dos galones. No se sabe dónde
encontraron los rutilantes y altamente fantasiosos uniformes con los que se disfrazaban
en el campo de batalla. Goering habría palidecido ante sus pectorales. No dejaron de
estar borrachos en una semana. Marius Labadou estaba muy guapo con su uniforme, y
eso fue lo que le perdió.

Era viudo. Desde hacía varios años, convivía maritalmente con una dama de edad
madura, la señora Félicienne. Aunque en un principio era más bien arrogante, era
también una ama de casa muy cuidadosa. Su casa de dos habitaciones estaba llena de
objetos sin valor, recogidos de cualquier parte durante sus paseos dominicales, a lo
largo de los muelles, o en las ferias. Y los cisnes de porcelana, las tazas japonesas, los
objetos cursis de cobre amarillo, lustrosos y brillantes relucían de manera
enternecedora. Pero la señora Félicienne parecía dedicar a esa chatarra, a los cojines
bordados con borlas, a los jarrones de flores, un amor que negaba a las personas.
Bastante ahorradora, gestionaba con maestría femenina el presupuesto del hogar, y
miraba con malos ojos a su «hombre» pasar el rato en compañía de sus amigos. Para
ella, la Liberación debía suponer el final de una existencia libertina que ella aborrecía.
En cuanto a Labadou, aturdido por su éxito inesperado, veía la situación desde un
punto de vista diferente: con pocas prisas de retomar sus pinceles, prefería deambular
vestido de uniforme, flanqueado por uno o dos acólitos, y dejar extasiado a todo el
barrio con los relatos de las hazañas de armas tan asombrosas como imaginarias.

Así conquistó el corazón de Louisette, una antigua modelo convertida en camarera.


Bastante bonita a pesar de parecer mayor de lo que en realidad era, Louisette supo
transformar el buen ángel que velaba por Marius en demonio. Nuestro comandante
descuidaba sus actividades profesionales. Cansado de oír todos los días las
recriminaciones de la señora Félicienne, aprovechó una escena para transportar
incontinente su maleta ligera y sus camisas de recambio a casa de Louisette,
infinitamente más joven y deseable… La nueva pareja se instaló a unos cien metros del
hogar abandonado. Pero dadas las costumbres del barrio, nadie abrió la boca. La vida
cotidiana volvió a su ritmo normal. La señora Félicienne intentaba disimular su cólera y
procuraba poner buena cara a su rival, pero los que la conocían afirmaban que no había
que fiarse de esa actitud. Y mucho menos teniendo en cuenta que Marius recibía una
pensión que siempre sería un aliciente si las cosas se ponían feas…

Mientras tanto, Marius Labadou perdió algo de su soberbia. Contrajo un resfriado


que no se acabó de curar bien. Se doblaba y tosía sin parar. Su nueva señora velaba por
él, pero él bebía verdaderamente demasiado.

Hasta que una mala mañana, por una mala racha de frío que no parecía acabarse,
Marius, ardiendo de fiebre, tuvo que ser llevado al Hôtel-Dieu donde se le diagnosticó
una bronconeumonía doble.

Esa misma noche, los amigos del enfermo se reunieron en el café del Chat qui Pêche.
Se habían formado dos bandos entre ellos: los partidarios de la señora Félicienne, del
respeto a las costumbres tradicionales, por no decir a «las buenas costumbres»; y los
que consideraban que Louisette suponía la posibilidad de vivir una «tercera juventud»
para Marius.

La señora Félicienne y Louisette llegaron cada una por su lado. Louisette parecía
superada por la tristeza. Su rival, por el contrario, mantenía el control de sus
sentimientos y la cabeza fría. Se abrió un debate sobre la situación. Deombreaombre
sugirió:
—Como no podemos intervenir en el tratamiento de Marius… Solo tenemos una
oportunidad de conseguir su mejoría: ir a ver a los hermanos Lancelin y hacerlo
«dormir».

La señora Félicienne se mostró reticente, pero no les costó hacerle entender que no
había ninguna objeción seria que pudiera hacerse a que el Durmiente pensara durante
dos horas al día en el hombre que querían salvar.

—Es como una oración por un difunto —dijo Fralicot—. Si no le hace ningún bien,
tampoco le hará ningún mal.

Ese argumento fue decisivo.

La noche se alargó. Cada uno contó, adornándolas como mejor sabía, las historias de
curaciones milagrosas realizadas por el Durmiente y su hermano. Por poco no les
atribuyeron la capacidad de curar a los muertos. Pero la señora Félicienne seguía su
argumento.

—Y después, si consigue salir de esta, estará prácticamente incapacitado. ¿Qué hará


y en casa de quién vivirá? ¿Eh?

Louisette se calló. Los otros, molestos, agacharon la cabeza.

—Eso es asunto suyo —dijo Collard el antiguo—. Nosotros somos sus amigos, y
también os apreciamos a vosotras dos. Arreglaos en familia…

Deombreaombre intervino:

—Las dos queréis que salga de esta, ¿no? Pues bien, hay que hacer como en la
guerra: una alianza para un fin común. Por el momento, deberíais uniros. Y Fralicot, de
hombre a hombre…

—Eres una autoridad en el tema —aceptó Fralicot.

Ante los ojos húmedos de los presentes, los dos hombres se abrazaron.

—Me gustaría saber qué perrería está tramado —dijo una voz.

La devoción de la señora Félicienne sobrepasó cualquier expectativa. A primera hora


de la mañana, se presentó en el barrio de los hermanos Lancelin y localizó su domicilio.
Tuvo que suplicarles: lo hizo tanto y tan bien que en cuanto abrieron las salas al
público, los Lancelin estaban en la cabecera de Marius. Parecía estar muy mal. El
Durmiente le impuso las manos sobre el torso durante tanto rato que el otro murmuró:

—Pare, estoy agotado…

Al salir, Frédéric Lancelin, que sostenía a su hermano, dijo a la señora Félicienne:

—Sabe usted que haremos todo lo que podamos, pero será un proceso difícil.

—Hagan todo lo que puedan, yo me ocuparé de sus asuntos. En primer lugar,


vendrán ustedes a comer a mi casa.

Y vieron a Louisette hacer la colada para la señora Félicienne, que, durante ese
tiempo, guisaba algunos platos. Con gran cuidado, dio de comer al Durmiente.

—Le dejo hacerlo porque es usted —dijo Frédéric realmente conmovido—. Desde
que está paralizado, siempre lo cuido yo…

El primer día, Marius «fue dormido» concienzudamente durante varias horas.

Todo el mundo del Chat qui Pèche estaba al corriente de las noticias. Marius parecía
mejorar. La fiebre no le había bajado, pero respiraba mejor y con menos fatiga. La
mirada se le había despejado. Y todo el mundo se alegraba por ello. Pero, mientras que
la señora Félicienne parecía extasiarse con las virtudes del Durmiente, Louisette no
podía disimular su alegría. ¡Marius se curaría! Estaba radiante.

Esto disgustó mucho a la señora Félicienne, que enseguida se ocupó de poner a su


rival en su lugar:

—Quisiste robarme a mi hombre. Y ya ves qué pasó. ¡Pues bien! Me lo vas a


devolver. Tengo derechos sobre él. En primer lugar, su domicilio legal sigue siendo mi
casa. No ha hecho ningún cambio. ¿Creías que te iba a dejar el camino libre para que
disfrutaras de su pensión?

—Su dinero no me importa un comino —dijo Louisette.

Resultaba evidente que a Collard no le caía muy bien Félicienne. Y se arriesgó a


decir:

—En todo caso, si se va al otro barrio, no cuente con su dinero… Nunca será nada
más que su concubina, no su viuda.
—Eso está por ver. Ha habido juicios en casos como este. La ley no es igual que antes
—declaró con autoridad Félicienne, sin poder ocultar su inquietud.

Fralicot, llamado Les Éparges, tenía algunas razones para estar informado:

—Pues yo de usted no estaría muy segura…

Félicienne parecía preocupada. Su mirada se endureció. Miró con malicia a


Louisette.

—En cualquier caso, tú y yo saldaremos cuentas, muchacha —dijo apretando los


dientes.

Félicienne apenas frecuentaba el local de Pignol. Por casualidad, coincidió allí un día
con el doctor Torquemène, que había ido a ver a un inquilino.

—¿Quiere tomar algo, doctor?

—No, gracias. Nunca bebo.

—Mire, no sé si podría ayudarme… No sé qué me pasa desde hace dos días, no dejo
de dormir.

—Haga como yo, beba menos.

—Le juro que no es el caso…

El médico se fue encogiéndose de hombros y sin responder. Suzanne, la dueña del


hotel Sommerard, estaba allí.

—¡Ah! Qué desconsiderado es ese hombre… Esta tarde le preguntaré al pequeño


Claude, que se aloja en mi casa. Estudia medicina…

—Muy bien, qué amable. Pasaré a saludarte a última hora.

A la mañana siguiente, el enfermo parecía fuera de peligro, y todo el equipo,


confiado en las virtudes de ambos tratamientos combinados (el de los médicos y el del
Durmiente) bebía a la salud de Marius y de su pronta recuperación. Pero una sombra se
cernía sobre tanta alegría. Llegaron los hermanos Lancelin, uno sosteniendo al otro. El
Durmiente parecía mucho más débil que de costumbre. Frédéric, evidentemente
inquieto, lo sentó como si estuviera hecho de una sustancia extraordinariamente frágil.
El Durmiente temblaba un poco. Susurró sin poder contener el hipo:
—No-sé-qué-me-pasa… No-he-podido-dormir… Nada-en-absoluto.

—Es una catástrofe —se lamentaba Frédéric—, para él y para nuestros enfermos…

—Lo mejor será que descanse un poco en mi casa —dijo Félicienne—. Lo cuidaré.
Nos quedaremos a su lado velándolo si fuera necesario.

Los días siguientes, el estado de Marius empeoró gravemente, pero la atención de


todos, excepto para Louisette, se volvió en parte al caso del paralítico. El Durmiente ya
no dormía, ¡no podía dormir! Ni de día, ni de noche. Se quejaba de palpitaciones
cardíacas. Ahora era solo una sombra de sí mismo.

Félicienne lo obligaba a tomar caldo.

—Tiene que alimentarse.

Louisette se ofreció para ayudarlo.

—No, no, me desenvuelvo mejor yo sola —se defendía la otra de malos modos.

Cuando en el Hôtel Dieu anunciaron la muerte de Marius, Félicienne lloró sin


derramar una lágrima. Frédéric se había quedado en su casa, para velar a su hermano,
que casi no podía respirar. Esperaba el regreso de las mujeres para ir a buscar a un
médico, uno de verdad. Quizás una inyección de algún antiespasmódico podría aliviar
al Durmiente sin sueño, al filo de la extenuación.

Frédéric fue a la cocina a buscar un vaso de agua, azúcar y una cuchara. Y abrió un
cajón.

Cuando las dos mujeres entraron, Félicienne dijo:

—Se ha acabado.

Ella lloriqueaba.

—Se ha acabado —repitió Louisette, pálida y rendida.

Félicienne fue a buscar algo a la habitación contigua. Frédéric aprovechó para


hacerle una señal a Louisette de que tenía algo que decirle. Sacó de su bolsillo cuatro
tubos metálicos: tres vacíos y el otro a medias. ORTEDRINA. Louisette no lo entendió
inmediatamente. Frédéric señaló a su hermano:

—Era para impedirle dormir. Ella podría haberlo matado así. Louisette se desmayó.
El escándalo que se produjo después enmudeció al barrio. Nadie comprendía apenas
lo que ocurría. Se achacó a la desesperación el ataque de ira que había sufrido Louisette
y que le había hecho injuriar sobre su rival con una violencia increíble. Ella había
intentado golpear a la otra, pero Frédéric se lo había impedido. Se oyeron también
exclamaciones incoherentes entre las que las palabras «asesinato» y «criminal» se
proferían entre sollozos y ataques de rabia.

Frédéric Lancelin demostró una gran capacidad de autocontención y una autoridad


notables. Después de calmar a Louisette, le pidió que lo ayudara a llevar a su hermano a
casa, lo que hizo con un aire desilusionado. Se les consiguió un coche.

A la mañana siguiente, Félicienne y Louisette volvieron a encontrarse en el Chat qui


Pêche. Durante un momento, se temió que volvieran a enzarzarse en una nueva
disputa. Para sorpresa general, Louisette se disculpó:

—No sé qué me pasó… No me acuerdo muy bien. Ya sabes que no estoy muy bien
de la cabeza…

Y por segunda vez, Félicienne y Louisette se reconciliaron. O fingieron hacerlo.

Todos los compañeros del barrio acompañaron a Thiais a la comitiva fúnebre de


Marius Labadou.

Recibimos noticias del Durmiente: había recuperado su sueño y estaba en el puente,


como antes. Había vuelto a «pasar consulta». Pero Félicienne empezó a debilitarse.
Lloraba a menudo sin motivo aparente, se emborrachaba y se deprimía:

—¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

Los vecinos la consolaban y la acompañaban a su casa. Louisette se convirtió en su


más fiel amiga. Un día ella le dijo:

—Te estás volviendo neurasténica. Creo que a ti también habría que «ponerte a
dormir».

Félicienne se negaba horrorizada, pero carecía de voluntad. Louisette insistía con


paciencia y seguridad. El Durmiente impuso las manos sobre la nuca, los ojos y las
orejas de Félicienne. Frédéric vigiló la operación con una actitud severa que nadie le
había visto antes.
Félicienne ingresó en Sainte-Anne hace muy poco. Estará allí hasta el final de sus
días, que no tardará en llegar. Vegeta, dormita inconsciente, en un estado de letargo
prácticamente permanente. Y es mejor así: en cuanto se despierta, las pesadillas y las
alucinaciones le hacen soltar alaridos insoportables.

Sigo yendo a ver a Pierre-Luc, mi amigo de los muelles, pero cuando debemos pasar
por delante del Durmiente, por algún motivo me veo obligado a dar un largo rodeo.
Capítulo 11

Un historiógrafo es una especie de detective en busca del hecho, cercano o lejano,


que aporta a una secuencia de acontecimientos, en apariencia ajenos unos a otros, su
vínculo, su justificación, su lógica.

No se pueden imaginar qué tremendas alegrías reserva esa profesión. Es como si, en
cada incunable, devorado por los gusanos y el olvido, en cada libro de hechizos mudo,
en cada recopilación de crónicas olvidadas, velara un duende malicioso que, en el
momento adecuado, guiñando un ojo, te otorga tu recompensa en forma de un nuevo
hecho maravilloso.

MARIONETAS Y MAGIA

Todo el mundo en la Maubert y en la Montagne conoció a ese bohemio un poco


estrafalario que, hace unos años, fabricaba títeres, los «vestía» y los vendía en Mallete y
en Vaubaillon.

Nuestro hombre estaba especializado en la confección de títeres «de manopla», es


decir sin piernas, y con un vestido que cubría la mano de quien los manejara.

Él los modelaba, los maquillaba, los peinaba y les daba los toques finales con amor.
En los bistrós, no ocultaba el placer que sentía al darles vida. Improvisaba escenas
cómicas retorcidas —a la medida de su auditorio—. Pero poco le importaba, siempre y
cuando el sonido de una risa impersonal —de la «risa franca» de la que habla Heine—
resonara en sus oídos.

Albergué cierto interés por el escultor-marionetista, hasta tal punto que me inspiró
para escribir algunas piezas para su guiñol. («Fabricar» obras populares de vez en
cuando resulta dulce y tranquilizador). Dominado por la incontinencia, gesté cinco
comedias al modo lionés. Vaubaillon y Billaudot las publicaron. Gracias al bohemio,
conocí a su principal cliente: M. Mayette.

Ya cincuentón, era dueño, desde hacía mucho, de un próspero negocio, aunque su


primera vocación había sido la de prestidigitador e ilusionista. No obstante, era ante
todo un hombre afable y bueno, cultivado y sobre todo impregnado de esa sensibilidad
a flor de piel que no engaña. ¿Adónde quiero llegar? Al hecho de que M. Mayette se
instalara allí y no en otro sitio. Siempre es lo mismo.
El bohemio dejó de repente de fabricar sus muñecos, aunque los encargos no
dejaban de llegar. Su industria, a pesar de ser artesanal, parecía floreciente.

—Estoy harto —me dijo un día—. Perfilo demasiado a mis personajes. Y no gano
suficiente para comer.

—¡Ajusta el precio!

—Si solo fuera eso…

No quise insistir. En otra ocasión, me confesó que «amaba» demasiado sus


creaciones (nunca tallaba dos cabezas idénticas), y, aunque había hecho cientos de ellas,
cada vez que se separaba de una de sus criaturas sentía que lo desgarraban.

—Nunca sé a qué manos van a parar… Es como dar margaritas a los cerdos.

Por último, me dio la clave que, en aquel momento, no me decía casi nada.

—Piénselo, las esculturas, sobre todo cuando son polícromas, están hechas para
permanecer inmóviles. Esos rostros, esos medios cuerpos a los que se dota de
movimiento, están demasiado vivos para su naturaleza: puede resultar peligroso para
los que no lo entienden demasiado bien. Nadie sabe prever qué consecuencias puede
tener la energía en potencia cuando se libera…

Se dedicó a pintar frescos en los cafés, y después le perdí la pista.

Más tarde encontré muchos documentos antiguos que contaban la historia del
barrio. Entre muchas otras cosas, supe que cerca de la casa Mayette, por el pasaje de
Clos-Bruneau (en 1248: la calle Judas) se había establecido una comunidad de orientales
(gitanos o judíos…) que, desde antes de la Edad Media, se dedicaban a fabricar
«muñecos articulados».

En la página 33 de mi precioso Privât d’Anglemont, se puede leer:

Hemos encontrado a músicos vagabundos, a personas que tocan el órgano, y a domadores de monos y de
otros animales vivos: hay casas que son verdaderas casas de fieras. En ellas los artesanos de marionetas
establecen sus cuarteles generales.

Estos han importado toda una industria en la calle Clos-Bruneau. Allí habita toda una población, una
población curiosa, dulce, buena, casi artista, que recuerda vagamente a ciertos personajes de los cuentos
fantásticos de Hoffmann. Están totalmente volcados en la fabricación de los fantoccini. En primer lugar, el
ebanista hace las cabezas. Es a la vez pintor y peluquero. Realiza creaciones sencillas y otras más elaboradas.
Vende sus cabezas jóvenes, más elaboradas, a entre 2 y 4 francos; las de los ancianos de barba y cabellos
blancos, a 10-15 francos; una peluca simple, 12 sueldos; con adornos y rizos, para mujer o para caballero Luis
XIII, 2 francos.
Junto a él, está la costurera que hace los vestidos; le proporcionan las telas; cuando trabaja para un
espectáculo bien establecido, como el del señor Morin, de la calle Jean-de-Beauvais, gana 2 francos al día sin
apenas esfuerzo. Después están las zapateras, que fabrican los zapatos de satén para las marionetas bailarinas y
las botas de gamuza para los caballeros. Los zapatos se venden a 4 sueldos el par, las botas, a 15. Por último
está el verdadero mago de ese mundo, el encargado de hacer la cruceta de las marionetas, cuyo trabajo es atar
todos los hilos que deben servir para hacer que la marioneta se mueva por el teatro: es quien debe completar la
ilusión. Se requiere una cierta habilidad para hacerlo bien, no debe permitirse al encargado de hacer bailar a la
marioneta que se equivoque y confunda un hilo de la cruceta con otro, haciéndole mover un brazo cuando
debería ser una pierna: la disposición de los hilos debe ser tal que, al verlos, el experto en tales menesteres
pueda decir: este es el de los brazos, este el de las piernas…

Y ese es el texto. Después, las casualidades de un viaje a Suiza, cuyo recuerdo


mantengo muy vivo todavía en mi memoria, me permitieron conocer la aventura de
Brioché.

Jean Brioché, hacia el año 1650, era un famoso arrancador de dientes. En invierno
operaba en el Pont-Neuf, y recorría la provincia en verano.

En el puente se amontonaban charlatanes de todo tipo, artesanos, pequeños


mercaderes, mendigos y artistas, mientras que los curiosos se agolpaban delante de los
prestigiosos caballetes de Mondor y de Tabarin. Brioché conducía a sus clientes sobre
una especie de cadalso, cubierto de carteles multicolores, y allí los libraba, sin
demasiados miramientos, de sus dientes cariados. Los pacientes, expuestos así a las
pullas —o a la admiración— de un público encendido, permanecían tan estoicos como
les permitía la dolorosa operación. Brioché, a quien el populacho bautizó como
«desempedrador de las Calles de la Boca», cumplía con la costumbre de la época
organizando, antes de cada sesión pública de «extracción», una parada luminosa y llena
de colores. Así, se le ocurrió la idea de montar un espectáculo de muñecos que bailaran
ante los ojos de los curiosos.

La mañana del 24 de diciembre de 1649, un hombre moreno se detuvo durante un


buen rato delante del estrado donde Brioché animaba a sus títeres. Paciente, esperó al
final de la sesión. Después, abordó a Brioché, lo felicitó por su habilidad y le propuso
confeccionar solo para él marionetas mucho más bonitas, que representaran el aspecto
de los héroes de la comedia italiana: Polichinela, Pantalón, Arlequín… Y también
personajes de inspiración religiosa, que le permitieran representar «misterios».

Brioché siguió al hombre hasta su taller, en el Clos-Bruneau. El otro le enseñó


muestras de sus producciones. Seducido, Brioché encargó una serie de personajes.
Acordaron un precio, que debería saldar más tarde, conforme llegaran los ingresos. Se
fijó una fecha límite: un año exacto desde que se cerrara el trato.
Había quedado estipulado que las marionetas, en el caso de que no se pagaran a
tiempo, volverían a manos de su creador. Brioché pagó un anticipo y se cerró el trato.

La entrega de los títeres se efectuó en los plazos convenidos. Los muñecos eran tan
bonitos y su manipulación tan cómoda que Brioché, dejando allí sus alicates y su potro
de torturas, se convirtió en su propio «representante», instruyó a unos ayudantes y se
dedicó exclusivamente a montar espectáculos de marionetas. Le fue muy bien y, en
muy poco tiempo, amasó una fortuna.

El hombre moreno fue a verlo y le reclamó una parte de su deuda.

Brioché, que era un avaro, le pagó de mala gana la primera cantidad pactada del
precio global.

El artesano le explicó que dejaba en manos de sus propios muñecos velar porque se
cumplieran sus compromisos. Brioché se encogió de hombros…

Se fue a la provincia, donde los ingresos que consiguió fueron superiores a sus
expectativas. Lo vieron por toda Borgoña, y después en Saboya. Seguía evitando a su
acreedor…

El día exacto en que se había fijado el último pago —en Navidad de 1650—, Brioché
y su compañía cruzaban la frontera de Helvecia.

En Soleure, dio una representación en presencia de un público numeroso y selecto.


Los suizos no conocían las marionetas: se maravillaron ante las piruetas que hacían los
personajes del primer ballet. Tres violinistas tocaban detrás del decorado, mientras que
los muñecos «músicos» rascaban en el escenario los instrumentos de la Sainte-Farce.
Pero ese solo era el preámbulo.

En medio del entusiasmo general, el telón se levantó para que empezara la obra
anunciada: La condena de Polichinela[27].

Entonces, se produjo otro hecho asombroso: ¡los muñecos de repente


desobedecieron las órdenes de su maestro! Se hicieron nudos, se mezclaron y se
rompieron los hilos que debían mandar hasta sus menores movimientos: liberados, sin
cadena, se pusieron a girar, a brincar, a pelearse, a luchar entre ellos sin que nadie
pudiera calmarlos…

Los espectadores declararon que «hasta donde alcanza la memoria, nadie había oído
hablar en el país de seres tan graciosos, ágiles y parlanchines como aquellos». Los que
los oyeron se asustaron. Declararon que los muñecos no podían ser otra cosa que un
grupo de duendes a las órdenes de un demonio…

Los arqueros de Helvecia apresaron a Brioché y lo llevaron ante el juez, escoltados


por una turba vociferante. El magistrado quiso ver a los muñecos causantes del proceso:
le llevaron el teatro y los duendes de madera, «que apenas lograba tocar sin
estremecerse»: y Brioché fue condenado a ser quemado vivo con sus bártulos.

La sentencia iba a ser ejecutada, cuando llegó un hombre llamado Dumont, capitán
de la guardia suiza al servicio del rey de Francia. Movido por la curiosidad había ido a
ver al mago francés, y reconoció entonces al desdichado Brioché que tanto le había
hecho reír en París. Se presentó a toda prisa ante el juez, después de haber conseguido
que suspendieran un día la condena, le explicó lo que él sabía, le hizo comprender el
mecanismo de las marionetas y consiguió la orden de liberar a Brioché.

Aunque eso no fue nada fácil: porque los testigos del juicio que habían asistido a la
representación estaban seguros de lo que habían visto y seguían gritando que era un
sortilegio. Durante mucho tiempo, la población de Soleure estuvo dividida en este
asunto.

Brioché volvió a París a toda prisa. No se calmó hasta que llegó al Clos-Bruneau y
hubo pagado hasta el último céntimo de la deuda al encantador —quería escribir «al
artesano»—.

Después su fama no dejó de crecer. Se prodigaba mucho por la Corte.

Así empiezan a forjarse las leyendas… No sé qué parte de ficción hay en la historia
de Brioché, aunque hay que decir que en Suiza se conservan documentos antiguos que
atestiguan las circunstancias del proceso y todo lo que aquí acaba de explicarse.

Me gustaría encontrarme de nuevo con el bohemio que me había dicho: «Lo


esculpido, polícromo, está hecho para permanecer inmóvil… Las reacciones de la
energía en potencia son imprevisibles…».

Me enteré de que Gabriele d’Annunzio compró, al final del siglo pasado, algunos
muñecos de Brioché. Los más bellos. Actualmente son propiedad del poeta y
dramaturgo Guillot de Saix, el «Niño de la Barba blanca».
EL VIEJO DE DESPUÉS DE MEDIANOCHE

Gérard está haciendo progresos. Séverin también. Felizmente han influido en


Paquito, que evoluciona de la manera más simpática. Los tres organizaron, en la calle
del Sena, una exposición de sus obras. Mis compañeros de la prensa las colmaron de
críticas halagadoras. Después, sus obras se vendieron con dificultad. Los compañeros
«marchantes de todo», Géga a la cabeza, les echaron una mano. Una relativa
tranquilidad reina en el seno del grupo, pero una sombra se cierne sobre el paisaje. Esa
sombra se llama Elisabeth, cuyos dieciocho años acabamos de celebrar.

Más o menos, todos están enamorados de ella. En mi caso, me inspira más bien un
sentimiento paternal, pero estoy tan celoso como los demás.

Una noche del pasado octubre, un legionario de paseo acabó en el Quatre-Fesses. Yo


estaba allí, vestido de civil. El legionario estaba absolutamente decidido a confraternizar
con todo el mundo. Durante el día ya lo había intentado con Olga. No era mal tipo, a
pesar de su rudeza: como era un buen hablador —eso sí es verdad—, le había causado
una buena impresión. Por la noche, tuvo un comportamiento agradable y compró dos
dibujos a Paquito. Sin motivos para desconfiar, nos pareció natural invitarlo a nuestra
mesa. Prefirió ponerse en la esquina, para que no lo vieran desde el exterior: aunque
pasaba algún compañero suyo y lo veía, no parecía interesado.

Mirando a lo lejos, habló de África, de Saigón, de Shangai, de Tonkín donde había


luchado…

A la pequeña solo le dedicó una mirada educada y distraída al despedirse. A ella no


parecía darle ni frío ni calor, pero se mostró melindrosa cuando Clément quiso, como
cada noche, acompañarla hasta su casa. Y vimos a Clément muy triste.

El legionario volvió todas las noches siguientes: cada vez llevaba un codillo «para
comerlo entre amigos», decía él. Gastaba mucho. «El dinero… para lo que me sirve…».
Contaba con una voz regular y penetrante sus aventuras en África, en Túnez y en
Indochina, donde lo había sorprendido la invasión japonesa, pero decía que «se había
unido a los maquis», como cualquier chico de Cévennes.

Describía las interminables travesías que pasó viajando en el entrepuente. La


melancolía. Los compañeros, sus vidas, sus historias. Y después, a las once y media,
dijo:
—Polop, tengo licencia hasta la medianoche.

—¿Adónde tienes que volver?

—A Vincennes. Adiós.

Y se fue a toda prisa hasta el metro.

En otra ocasión, un habitual, Dédé, dueño de un coche, le propuso acompañarlo y él


aceptó. Dédé volvió a los veinte minutos.

—¿Ya has vuelto del fuerte de Vincennes?

—Qué va… Lo he llevado a un hotel en la calle de la Convention.

Edmond estaba presente y farfulló:

—No sé qué os parece a vosotros, pero su jeta no me gusta…

Al día siguiente, el legionario dijo que tenía más tiempo. Un acordeonista que estaba
de paso había llenado de gente el bar durante buena parte de la noche. Solo hacia
medianoche estuvimos verdaderamente a nuestras anchas. Edmond, que cada vez
parece disfrutar más de nuestra compañía, estaba sentado al lado de Élisabeth. Él la
colmaba de atenciones y de gestos conmovedores.

El legionario se había lanzado a contar el complicado relato de una expedición en el


Tonkín, amenizado con paracaidismo, emboscadas, arrastrarse por los arrozales… Le
pidieron detalles sobre cómo había conseguido volver a la patria. En ese momento,
farfulló un poco, se repuso y empezó a ensartar, a estrangular o a cortar la garganta a
los japoneses. Ya casi llevaba una docena, cuando se oyó un cloqueo y una vocecilla
bien conocida:

—¡Ji, ji, ji, eso no es verdad!

El Viejo, acurrucado en su esquina habitual, reía, sarcástico esta vez, seguro de sí


mismo, con la evidente intención de poner en jaque al impostor. Este, ofendido, se
levantó. Estaba rabioso:

—¡Cómo! Alguien se atreve…

—Sí, alguien se atreve. Desde luego que sí. ¡Yo me atrevo! —gritó el Viejo—. Mientes
igual que otros respiran. Nunca has puesto un pie en Indochina, y tampoco en África.
¡Largo de esta mesa! Vete a dormir… vete ya mismo.
Pensamos que el legionario, fuera de sí, iba a lanzarse sobre el Viejo. Pero Edmond
se levantó también:

—Escucha, amigo. Tal vez los demás sean poetas, pero yo no. Tu palabrería no me
gusta. Lárgate de aquí ahora mismo. ¿Quieres que te lleve de vuelta al fuerte de
Vincennes?

El otro se fue con sus cosas, sin decir ni una palabra. Nosotros nos quedamos
aturdidos, sin saber protestar. Élisabeth parecía petrificada. Clément estaba exultante.

Me había prometido observar al Viejo en cuanto el ambiente se relajara. ¿Por qué


tuvo Edmond que cogerme aparte en ese momento para decirme no sé qué?… Todo el
mundo estaba distraído: el Viejo había desaparecido.

En aquel periodo, Élisabeth recibía cartas que la portera de su tía le entregaba en


mano. Estaba muy cambiada, ausente, distante, huidiza, y a menudo, después de posar,
desaparecía durante horas. Alguien nos contó que un tipo la esperaba en el metro
Jussieu. Nos aseguramos: era el legionario, pero en esa ocasión iba vestido de civil. Para
no causar a Clément un sufrimiento inútil, acordamos no revelarle esas citas. Al cabo de
un tiempo, supimos que Élisabeth había pasado una noche fuera de su casa. Su tía,
alarmada, nos despertó al amanecer: nosotros le juramos que la pequeña había pasado
con nosotros la noche en blanco celebrando una «velada artística» que se había
alargado.

Una boca o un rostro pueden mentir, pero no el cuerpo de Élisabeth. Aquel día, en
cuanto se desnudó ante nosotros, nos dimos cuenta de que la habían desflorado.

Ninguno de los cambios nos pasó desapercibido, ni la casi imperceptible caída de los
pechos —el surco superior había desaparecido—, ni zonas del vientre que atrapaban la
luz en lugar de reflejarla, ni las profundas ojeras, ni la pérdida de ligereza en las caderas
que una especie —sí, desde luego era eso—, una especie de vergüenza había invadido,
petrificado, mortificado. Nos corroía un muy amargo rencor. Nuestras miradas debían
de estar cargadas de reproches o de piedad: la pequeña no pudo soportarlas ni cinco
minutos. Se cubrió bruscamente con una tela y empezó a sollozar. Ninguno de nosotros
volvió a insistir.

El tiempo pasa… Conservo esbozos de «antes». Realmente, desde aquel día, no


trabajamos tan a gusto.

Elisabeth sigue viendo a su tipo. Nosotros no le hablamos nunca de ello. Y Clément,


que espera su oportunidad, sigue cortejándola…
ZOLTÁN
EL MAESTRO DEL CONTROL MENTAL

En la Seguridad Militar, mi misión esencial es encontrar el rastro de nuestros


camaradas arrestados aquí y deportados al este.

Me asignaron a un ordenanza. Un joven soldado del servicio auxiliar, que quería


enrolarse en la armada Leclerc. ¡Pobre chico! Tuvimos que hacernos cargo por piedad
de ese ser miserable, desolado, desamparado, escapado por algún milagro de las
redadas alemanas que azotaron su calle.

Padre, madre, hermano mayor, todos ellos judíos polacos, fueron deportados, y
ahora sabemos que fueron también exterminados. Aquel medio retrasado, con secuelas
de una meningitis, padece una escoliosis que le impide hacer cualquier esfuerzo físico.
Su rostro con un mentón muy poco pronunciado y los ojos saltones recuerda primero a
un pájaro, después a un pez, y por último a un conejo. Para colmo, incluso su estado
civil es objeto de bromas. Tiene exactamente el mismo nombre de alguien considerado
«una alta personalidad política». Aquí lo llamaré Simón Baum, para no molestar a
nadie.

La única preocupación de los militares que incorporaron a Baum fue asegurarle


durante los meses de su servicio una vida material aceptable, y quizás también salvarlo
de algún funesto arrebato de desesperanza. Mucha gente sabe que soy vulnerable a
algunos sentimientos de piedad gratuita, así que me asignaron a este idiota.

Me saca de quicio. Le tengo solemnemente prohibido ocuparse de mis zapatos y de


mi ropa, y fisgonear entre mis objetos personales. Una secretaria ordena mis informes,
que él no puede tocar. Su inutilidad le pesa. Como soldado, quiso luchar y conquistar
Alsacia, como los chicos de Montmartre se pelean por los agujeros. Le envío a hacer
compras imposibles o le paso revistas que él archiva tranquilamente, acurrucado en la
esquina de un pasillo. Por suerte, muy pronto me libraré de él.

Zoltán Hazaï me ha encontrado. Entró un día en mi oficina, seguido por un


gendarme que sospechaba de él. Estaba contento de volverlo a ver.

—¿Qué noticias hay?

—Ahora estoy tranquilo… trabajo por mi cuenta: soy pulidor de suelos de madera.
Por fin puedo esforzarme como me gusta. ¡Ah! Te aseguro que trabajo muy duro…
—¿Y aparte de eso?

—Me gustaría conseguir la ciudadanía lo antes posible. Necesitaría una


declaración…

—Ningún problema.

Mi húngaro habla ahora un francés tosco, pero bastante correcto. Me ha dicho que se
ha establecido cerca del suburbio de Saint-Antoine, el barrio de origen de Simón Baum.
Me acordé repentinamente de ese dato y me dio una idea.

Le entregué a Zoltán un documento en el que se afirma que, según mi conocimiento,


no ha perpetrado ningún asesinato, ni ha hundido ningún submarino aliado, ni
entregado a la Gestapo ningún paracaidista. Y después:

—Dígame… ¿no necesitaría algo de ayuda? Un joven que le lleve las herramientas,
que le haga las compras… un pobre tipo, buena gente…

—Habría que verlo… ¿Por qué no?

Le expliqué el caso de Simón Baum.

—No es solo porque a mí me moleste… Necesita sentir que sirve para algo.

—De acuerdo.

Llamé a Simón. Me miraba con sus grandes ojos.

—Te presento a un amigo. Vive en tu barrio… Necesitas un poco de movimiento, de


ejercicio… Te dejo en sus manos. Renovaré tus permisos cada dos días. Vendrás aquí a
recoger tu ropa, tu sueldo y tu tabaco.

Simón aceptó pasivo.

Por fin me había librado de la obsesión de oír a Simón entrar furtivamente en mi


casa, cada hora, a preguntar con su voz monocorde: «¿Qué tengo que haceeer?». Ya no
tendré que echarlo con unos malos modos que enseguida me reprochaba. Si hubiera
sido el inocente animalillo que parecía, lo habría colmado de ternura, pero es un ser
humano, ¡qué demonios! Y como tal me exaspera. Vino a buscar su permiso, su dinero y
sus camisas lavadas. Le di varias «raciones K» y todo el tabaco que había podido reunir.
Se mostró asustadizo y mohíno, como siempre.

—¿Y bien? ¿Qué tal con el húngaro?


—Oh, es amable, muy amable conmigo. —Lo pronuncia con su particular acento
hebreo—. Me enseña a hacer cosas…

—¿Como qué?

—Recojo las virutas de madera, las meto en sacos…

—¿No te obliga a beber, no?

—¡Oh! No… pobre de mí, si tampoco tengo nunca ganas… Me llama «mi teniente».

Me costó imaginarme la escena.

Zoltán, encorvado, cepillaba jadeando el suelo de una habitación vacía. Su torso en


movimiento sudaba bajo un sol de justicia. A su lado, a cuatro patas y también con el
pecho desnudo, estaba Simón. Zoltán se levanta, se estira y va a beber algo… Simón
permanece agachado: recoge las virutas igual que haría un niño con la arena seca para
evitar que se le peguen los pies al suelo. Por un torpe y rápido gesto de la mano
izquierda, una larga astilla se le clava profundamente entre el pulgar y la palma. Tras
un dolor agudo, cae desmayado.

Zoltán se da cuenta de que algo extraño pasa y se acerca, lentamente, andando como
un pato, como si tuviera la costumbre de hacerlo cuando pensara que le ronda un
peligro desconocido. Va a buscar una silla y sienta encima a mi Simón, comatoso.
Después de remojarlo con un balde de agua fría y de darle varios pares de bofetadas,
Zoltán mira fijamente al otro, intensamente:

—¿Eres un hombre o no? ¿Eres un hombre?

Simón abre sus grandes ojos, y sigue alelado. Zoltán coge la mano herida y
encuentra el sitio por el que había entrado la astilla: corre a casa de la conserje y vuelve
con una pinza de depilar. Con destreza pero sin cuidado, saca el delgado trocito de
madera. Más tranquilo, pone las manos sobre los hombros de Simón, lo mira con
insistencia y le repite:

—Vamos, chico, valor, ¿me oyes? Valor, no seas gallina.

Simón entrecerró los ojos, estaba en silencio, inmóvil y aparentemente inconsciente.


Zoltán lo había hipnotizado sin darse cuenta. En ese momento, el húngaro cometió un
error grave. En lugar de despertar a su «sujeto» con pasos verticales, de abajo arriba —
del estómago hacia la frente, y apartándose al llegar a los ojos—, en vez de hacer eso, en
lugar de llamarme por teléfono, coge una servilleta mojada en agua fría y empieza a
golpear con todas sus fuerzas al desdichado muchacho, que empezó a gritar y a
forcejear, presa de una terrible crisis de nervios.

Le costó recuperarse varios días, acostado en la cama de Zoltán, quien estaba tan
afectado que lo cuidaba como si fuera una niñera torpe y desmañada.

Yo iba a ver a Simón todas las noches. Me resultó fácil inducirle un trance hipnótico,
del que lo iba a liberar enseguida: pero todos mis intentos para despertarlo
completamente fueron en vano. Desde ese día, se quedó bajo la influencia, bajo el poder
absoluto del húngaro. Este sentía un verdadero remordimiento por el incidente, y yo
mismo confieso que mi propia parte de responsabilidad en el asunto me torturaba.

Cuando Simón se recuperó, al menos aparentemente, continuó siguiendo a Zoltán,


pero no como un ayudante o un empleado. El húngaro ya no era el «jefe», sino el «amo»
de un perro fiel y demasiado sumiso que no se despegaba de él. Una vez que habían
acabado con su dura jornada de trabajo, Zoltán sentía la necesidad de liberarse durante
unas horas —aunque solo fuera para poder cortejar a cierta vendedora de limones (o de
berenjenas según la temporada)—. Para eso, se veía en la obligación de encerrar a
Simón entre cuatro paredes y dormirlo, pura y simplemente, antes de cerrar la puerta y
esfumarse…

Al principio, Zoltán llevaba mal tener que aguantar a aquel ser que caminaba con
pasos rápidos y cortos, que adivinaba sus pensamientos y que preveía todos sus gestos.
Y después, se acostumbró. Y, entre aquellos dos seres tan diferentes se estableció una
corriente de amistad imposible de situar en un plano que no fuera suprapsíquico.

El trabajo se acumulaba. Zoltán era muy apreciado por varias razones. Muchas
familias exiliadas volvían por fin a París y querían renovar sus hogares. Y entre ellas se
lo recomendaban. El peculio de Zoltán engordaba: pensaba establecerse como maestro
artesano. «Pensaría seriamente en casarme —me dijo un día—, si no fuera por el chico».
El chico, claro, era Simón…

Igual que a bastantes personas bilingües les sale hablar en inglés a los animales,
caballos o perros, cuando Zoltán tenía prisa hablaba a Simón en ruso. Además, cuando
la tarea a realizar se preveía dura y larga, es decir, a la medida de su exceso de vigor,
pensaba en ruso. Una reminiscencia de los duros años pasados en Odesa.

—Allí al menos me divertía —le gustaba decir, al tiempo que hinchaba sus bíceps.
Simón no había aprendido nunca ni una miserable palabra en ruso: aparte de su
francés rudimentario, no sabía —y de forma bastante vaga—, más que algunas frases en
yiddish que en otros tiempos había oído pronunciar a sus padres.

Al principio, por bromear, se entrenó para decirle —mal— a su señor:


«Zdravstvouitié, gospodine!». (¡Buenos días, señor!) o: «Spassibo!» (¡gracias!), nada más.

El mes pasado, una calurosa tarde, Simón, abotargado, dormitaba en un diván, en la


habitación de al lado de la que trabajaba Zoltán. Este aguzó de repente el oído. Alguien
estaba hablando en ruso a su lado. Decían:

—Ya oumiraiou ot jajdy. Sievodna tak jarko. Davaïtié pit! (Me muero de sed. Hoy hace
mucho calor. ¡Deme de beber!).

Zoltán no podía estar más sorprendido. Se levantó y registró con la mirada la


entrada y la habitación contigua. No cabía duda, estaba solo con Simón dormido. Él le
dijo, sin despertarlo:

—Ty govorich po rousski? (¿Hablas ruso?).

Y Simón respondió, con una voz más firme de la que tenía cuando estaba despierto,
y sin tartamudear en absoluto:

—Vot vopross! Nieoujeli vy nie znaietié? Ya vsiegda govoril po rousski. (¡Menuda


pregunta! ¿No lo sabía usted? Siempre he hablado ruso).

Enseguida me pusieron al corriente de este fenómeno, que pude comprobar en


varias ocasiones desde entonces. Pregunté a Zoltán. Me confesó que disfrutaba
durmiendo a Simón siempre que deseaba tener algunos instantes de soledad. Entonces
«le transmitía sus pensamientos en ruso —decía él—, porque se encontraba más
cómodo en esa lengua, y tenía la impresión de proyectar con más fuerza su voluntad».

Se enganchó al juego, y Simón, el pobre, tonto y desvalido Simón, empezó a hablar


ruso con fluidez en unas pocas semanas, sin gramática, sin libro de texto, ni cuaderno
de apuntes.

En ese punto estamos.

EL VIEJO DE DESPUÉS DE MEDIANOCHE

Octubre
Esta mañana, Gérard ha venido a despertarme con gran estrépito y agitando un
periódico.

—¡Sobre todo que Élisabeth no lo vea!… Ve a buscarla, mantenía ocupada durante el


día, haz lo que sea…

En primera página, a dos columnas, con un titular llamativo, se anunciaba el arresto


del «legionario». Publicaban una foto suya en la que salía con aire orgulloso, sonriente y
esposado. Decían que era un ladrón, un asesino, un estafador y un proxeneta. Todo un
partido.

Corrí a casa de la pequeña. La encontré en la portería. Leía una carta y estaba


totalmente blanca. Temblaba. Solo acertó a decirme:

—¿Lo sabe?

—Sí. Lo sé.

Era pura desesperación, como un pajarillo temeroso y herido que había recogido en
las molduras del Salon d’Automne.

La pequeña acabó confesándose con Séverin y conmigo. Desamparada, nos pidió de


repente que buscáramos a una hacedora de ángeles para que le practicara un aborto. En
la Maubert, a eso lo llamábamos «tejer al crío», en memoria de una matrona que, en los
servicios del bar de Guignard, utilizaba una larga aguja para realizar esa operación. No
conseguíamos hacer entrar en razón a Élisabeth. Le propusimos que hiciera un viaje,
que se escondiera, que pasara un tiempo en el campo, en casa de alguno de nuestros
parientes, hasta que diera a luz. Ni su tía ni Clément se enterarían. Todo fue en vano.
Estaba decidida, y solo nos dio dos opciones: o eso o el suicidio. No hace falta que diga
el aprieto en el que estábamos.

Era muy tarde y no hablábamos. Élisabeth, abrumada, se escondía el rostro entre las
manos. Clément pensaba que estaba enferma y no sabía qué hacer. Olga quería que
comiéramos algo, pero nosotros no teníamos hambre.

Entró Marina, un poco achispada, acompañada de la madre Batifol, que también


estaba contenta. Estaban peleándose y querían unos coñacs.
—Yo, yo mismita te voy a decir si te han puesto los cuernos, ahora mismo te lo voy a
decir.

Se sentaron y la española le tiró sus cartas. Las colocó formando un triángulo, las
cubrió y al volverlas descubrió que eran picas, corazones y sotas. Ella soltó una risa
malvada.

—¡Qué t’había dicho! ¡Una cornuda de tomo y lomo, eso es lo que eres tú!… ¿Ehhh,
y ya sabe que Jeannot no es suyo? —Se refería al pequeño Batifol, de solo diez años.

La Batifol se puso furiosa y quiso abofetear a la bruja. Olga intervino para separarlas
con mano firme. Entonces se oyó, desde el rincón habitual, la voz del Viejo:

—¡Marina, largo! Estás borracha.

—¿Y por qué me voy a ir? Me quedaré si me da la gana.

—¡Marina, largo! Das mala suerte a los niños.

—Aquí no hay ningún niño.

Entonces, señalando con su largo dedo índice a Elisabeth, que seguía postrada, el
Viejo profirió:

—Sí, el pequeño que ella lleva en su vientre.

Élisabeth se levantó, despavorida, con la manos en la cabeza. Soltó el aullido de una


loba. Llegó hasta la puerta y se fue corriendo en la noche.

Nunca habríamos pensado que el Viejo fuera capaz de dar semejante brinco sobre
sus pequeñas piernas torcidas. Tiró su bastón y se lanzó a perseguir a la chica: en esa
ocasión, lo vimos salir.

Se inició así una carrera a ciegas por las sucias calles que llevan al Sena.

Desde la calle du Petit-Pont, oímos dos chapuzones cercanos. Clément tuvo la


serenidad suficiente para llamar a casa de Félix, al que despertó, de telefonear a los
bomberos e inmediatamente después a la policía. ¡Y no tardaron mucho! En tres
minutos se presentó allí el bote de la fluvial. Unos chicos entrenados y dispuestos a todo
repescaron a Élisabeth, que estaba medio sumergida. Mientras tanto, se presentaron los
bomberos y la policía terrestre. No faltaba ningún elemento a la fiesta. Iluminaron el
agua con un proyector, pero el Viejo no apareció por ningún lado.
Hacia las cinco, volvimos al Quatre-Fesses, para poner a Olga al corriente de los
acontecimientos y tranquilizarla sobre la suerte de la pequeña. Olga atendía a su amiga,
que no parecía ella misma, y que nos lanzó (¡a nosotros!)… una mirada asustada.

—¿Qué ocurre? ¿Tanto la ha impresionado lo ocurrido?

—No es por la pequeña… sino por el bastón…

Cuando el Viejo había corrido detrás de Élisabeth, su bastón había caído sobre el
suelo de baldosas con un fuerte ruido. Al recogerlo, Suzy se había fijado en lo mucho
que pesaba. Lo había dejado sobre el banco. Después, cuando las dos mujeres
empezaron de nuevo a limpiar, Suzy volvió a coger el largo bastón para llevárselo al
fondo de la habitación. Mientras caminaba, sintió que el objeto se volvía cada vez más
ligero, hasta el punto de que se volvió hacia Olga para explicarle su sorpresa. En ese
momento, el bastón se le había deshecho literalmente entre las manos.

Han pasado ya varios días. Suzy todavía no se ha recuperado. No podemos hablar


del tema delante de ella: se queda pálida y tiembla como una hoja.

A la mañana siguiente de su ahogamiento frustrado, fuimos a visitar a Élisabeth.


Preguntó por el Viejo.

—Debió de hundirse hasta el fondo…

—Solo me sorprende a medias —dijo ella.

Se quedó un momento en silencio. Después se puso la mano sobre el vientre y


decidió que se quedaría al niño.

He hablado con Boucher, el inspector de la comisaría de la calle Dante:

—¿Y el Viejo? ¿No hay noticias?

Él se encogió de hombros:

—Bastante trabajo tenemos ya con ese barrio de pirados como para ponernos ahora
a perseguir fantasmas…

El niño se llamará Patrice si es un chico, y Ghislaine en el caso contrario. Clément


espera con ansia su nacimiento para reconocerlo y casarse con su mamá.
Capítulo 12

SOBRE EL ARTE DE APROVECHAR LA MUERTE

1946

Se trata de un personaje cuyo verdadero patrimonio reside en los ahogados del Sena.
Hablo de Poloche, el pescador de cangrejos.

Pequeño, con las manos cerca de las rodillas, un chimpancé sin mentón, Poloche
vive en una habitación minúscula del muelle de la Tournelle, llena hasta arriba de
objetos extraños provenientes exclusivamente de las operaciones de dragado y de
limpieza realizadas en el lecho del río. Hace unos días, me vio en el muelle y me abordó
violentamente indignado.

—Usted que conoce a los peces gordos de la Prefectancia (!) tiene que ayudarme.
¡Tiene que echarme una mano!…

—Está bien. Aunque mis «influencias» no son gran cosa. ¿De qué se trata?

—En este país de hijos de puta siempre son los pobres los que la pagan. ¿Quiere que
se lo explique? Están arruinando al pequeño comercio, quieren nuestra muerte. ¡Así los
peces gordos se lo quedarán todo para ellos!

—Estoy de acuerdo, pero ¿qué puedo hacer yo?

—Venga conmigo.

Poloche me llevó a las orillas del río, después de haberme «forzado» (expresión de
pudor) a beberme un vinito de la Bouteille d’Or. Con un índice tembloroso, señaló al
agua, hacia una parte del río llena de lodo.

—¡Mire!

—¿Y bien? Solo es agua…

—¡Eso te crees tú! Es un remolino, mi remolino, con el que me gano las lentejas
desde la otra guerra. Nadie me había puesto problemas hasta ahora. Y todos los años,
los cangrejos que consigo reunir, los vendo en la Bouteille, en la Tour d’Argent…
¡Incluso los he vendido en la Tour Eiffel! Y en el Vel d’Hiv’, cada año, para los Six
Tours… Además, no hago daño a nadie.

—¿Y qué le impide continuar?

—Pues verá usted, parece que el remolino dificulta la circulación: molesta a las
barcas, amenaza el pilón del puente. ¡Paparruchas! Da igual que haya una conexión de
la Fluvial con la Prefectura, han enviado aquí a los tipos de Puentes y caminos, a los de
la policía forestal, y no sé cuántas cosas más… Y ahora quieren quitarme mi remolino,
mi forma de vida… ¿Se da usted cuenta de que todos los cadáveres, en cuanto son lo
suficientemente ligeros para bajar por la corriente —y no están tan hinchados como
para flotar—, ya vengan de Bercy, de Charenton, o de mucho más lejos, acaban
«aterrizando» aquí mismo? Se quedan ahí tres o cuatro días… y después ¡puf!
desaparecen ellos solos. Por eso este rincón siempre está limpio. Pero sin remolino, no
hay cadáveres, y sin cadáveres no hay cangrejos. ¡Desgraciado! A mi edad, ¿adónde
quieren mandarme a pescar a mis animalillos, a Billancourt? O si no, que me den una
pensión… ¿de verdad no tiene algún contacto para arreglar el tema? Podríamos
organizar un festín… le prometo una cesta llena, y de los vivos, ¡palabra de honor!

Casi todos mancos, tuertos, cojos y tullidos. Caminan por la vida entre ensoñaciones.

En su caso, y según ellos, cuando una persona desaparece se la reemplaza


inmediatamente: una reencarnación permanente. Son más solidarios con los muertos
que con los vivos, y su comportamiento los hace herederos de los arcanos del
paganismo más lejano.

El respeto a la Muerte por sí misma, como la deferencia debida a lo muerto, se les


escapa absolutamente. Pero se alejan del que agoniza y evitan escrupulosamente el
contacto e incluso la proximidad con un muerto «demasiado joven», es decir, cuya
defunción haya ocurrido en las veinticuatro horas anteriores.

Uno de ellos, un oriental nacido en Mosul, en Persia, me explicó las prácticas que
realizaba cierta secta en su país para asegurar las oportunidades que tenía un muerto de
llegar a la esfera de los elegidos. Se tumba el cadáver en el suelo; entre los dientes, se le
pone un trozo de pan. Se lleva a un perro que no conociera al muerto. Si el animal se
aleja, el muerto está condenado. Si lo olisquea, se le ha asignado un tiempo en el
purgatorio, un tiempo que sus parientes pueden acortar mediante plegarias. Si el perro
se sube al cadáver para coger el trozo de pan, entonces el alma del difunto está en el
paraíso, y eso da lugar a grandes celebraciones.

Es cierto que los perros —no todos, pero sí muchos— son sensibles a ciertos efluvios
todavía misteriosos.

El invierno pasado se llevó al viejo Berger. Tenía ochenta y cuatro años cuando yo lo
conocí. Corpulento y barbudo, recto como un árbol. Había aprendido a leer, pero ya no
se acordaba: ¿para qué le servía? Por el contrario, conocía los nombres de cientos de
estrellas, que sabía señalar sin equivocarse jamás. Las etapas de su vida estaban
marcadas por las desapariciones de sus sucesivos perros. Convertido en trapero como
todo el mundo, llevaba consigo la alegría tranquila de los patriarcas. Una vez me dijo:

—En las llanuras de Beauce y de Perche, donde durante setenta y un años llevé a
pastar a mi rebaño, por la noche mis perros aullaban a la muerte. Solía saber quién
estaba enfermo o muy mayor en las aldeas cercanas, y nunca me sorprendía el hecho de
que mis perros demostraran tener un instinto premonitorio que nunca fallaba. Sin
embargo, en cuatro ocasiones, a lo largo de muchos años, mis perros aullaron en varios
lugares donde no había, que yo supiera, alguien en peligro inminente de muerte.
Siempre se trató de jóvenes, víctimas de accidentes fortuitos: un caballo que se desboca,
un incendio en una granja, un carro cargado que se cae… —y Berger añadió—: La
Muerte y la Nada no significan lo mismo… La muerte es una fuerza poderosa, menos
malvada de lo que se cree. Se anuncia como una amiga para las personas que no tienen
miedo de ella. Cuando llega a alguna parte, necesita cumplir con su obra, y enseguida.
A mí ya no hay nada que me sorprenda. ¿Sabe? Se aprende mucho entre la tierra y las
estrellas…

Una conocida leyenda afirma que se practica la eutanasia con las personas que
tardan demasiado en morir en una institución pública y cuyo cadáver además es
probable que no se reclame. Destinado a la bañera de formol y a la sala de disección, y
mutilado en vida por profesores y estudiantes, nuestro moribundo recibirá la dulce y
tranquilizadora dosis que lo mandará ad patres. ¿Verdadero o falso? No lo sé. Lo cierto
es que nuestros vagabundos, aunque aprecian en su justo valor una estancia, incluso
prolongada y sobre todo en invierno, en una sala caliente donde el sustento diario no es
un problema, dudan en dejarse hospitalizar cuando notan que su fin se acerca. El
«horrible pinchazo» inspira a estos granujas más horror, indignación y asco que la
muerte que espera a los condenados. A sus ojos, aquellos han cometido el irreparable, el
imperdonable crimen de haberse dejado coger y de haber justificado así la existencia de
los Engranajes del tan aborrecido mecanismo: el de la policía y la justicia represora.
Por lo demás, los vagabundos saben defenderse contra aquellos de los suyos que
provocan y se burlan de la muerte con demasiada inconsciencia o desenvoltura. La
historia de Maurice nos ha enseñado mucho sobre este tema.

Maurice no era otro que el hijo, ilegítimo como debe ser, de la Goulue, la famosa
bailarina de cancán de finales de siglo. Recuerden: el Moulin Rouge, Valentin el
deshuesado…

Maurice se las da de ser el fruto de los amores prohibidos de su madre y de Eduardo


VII de Inglaterra. Para apoyar sus palabras, llega a mostrar documentos como mínimo
perturbadores. Después de examinarlos llegamos a la conclusión de que el viejo tuvo
una juventud dorada gracias a la generosidad de Su Majestad Británica. Esta destinaba
unos pagos mensuales bastante importantes, de las arcas reales, al inconfesable retoño.
De todo esto, Maurice conserva solo dos recuerdos: un maravilloso tatuaje, obra de
Henri de Toulouse-Lautrec, que adorna su pecho: el retrato de la Goulue. Y un perfil —
el suyo— que se parece de manera alucinante a las efigies de su padre putativo que
aparecen en los peniques. Por tanto, es un hecho incontestable que el soberano, con
fama de vividor, mantuvo con la célebre bailarina una relación larga, tanto en Londres
como en París (la pareja se encontraba en la calle Montorgueil, en el primer piso del
«Rocher de Cancale», en un apartamento decorado por Gavarni). Maurice cayó en la
mendicidad en el periodo de entreguerras. Actualmente, vive en el refugio de mendigos
de Nanterre, donde con toda probabilidad acabará sus días. Se ha convertido en una
ruina lamentable.

Aprovecha los días que sale para pasear todavía por la Maubert —lo conocí en el bar
de Pignol— y hace mucho tiempo iba con gusto al barrio del Croissant, donde tenía sus
contactos.

Allí, bebía con los tipógrafos, los mecánicos de las rotativas y los repartidores de
prensa.

Provocó escándalos memorables. Pero la historia que está muy lejos de olvidarse es
la de la muerte de Craquette.

La susodicha, hija de las calles, increíblemente fea y sucia, se había convertido desde
la Liberación en la amiga íntima de Maurice. La pícara pareja encajaba admirablemente.
Maurice se aprovechaba de la generosidad de su compañera, que a veces, sobre todo de
noche, podía «seducir» a un borracho. Un día, un negro del ejército americano aceptó
«irse» con la Craquette. En lugar de demostrarle sus exóticos ardores, el negro llenó a la
Craquette de puñetazos, con la intención evidente de matarla y robarle. La chica gritó,
el negro se asustó y huyó. Maurice acudió y encontró a Craquette desmayada. El «hijo
de rey» no perdió el tiempo: anunció por todo el barrio la repentina muerte de su
compañera y pidió a todos la colaboración para pagar los gastos del funeral, que quería
que fuera decente. Cada uno contribuyó con lo que pudo. Por la noche, una Craquette
llena de moratones, hinchada, llorosa y con los ojos medio cerrados hizo su aparición,
mientras que Maurice, despreocupado, digería en un bistró cercano las numerosas
cervezas con las que había regado un sustancioso festín.

Los comensales habituales de Maurice se reunieron para hablar, lo declararon


«culpable», le hicieron confesar su falta y le reprocharon que hubiera inspirado en el
ánimo de la gente, al anunciar la falsa muerte de Craquette, esa tristeza, esa proyección
de piedad, ese pensamiento «que solo se tiene una vez». Para «conjurar la mala suerte»,
tres o cuatro mendigos hicieron una batida por el sector y solicitaron a las mismas
personas una donación de la misma cantidad de la que habían dado para el entierro. En
esa ocasión, el dinero se destinó por completo a Craquette, quien, sin ningún rencor,
emborrachó a su hombre.

Algún tiempo después, usada, quemada y deteriorada, la mujer murió. Y desde ese
día, a Maurice, definitivamente excluido, se le prohibió volver a aparecer por la calle du
Croissant, que él había profanado.

SIGUE-BAILANDO

No, Fernand Fabre no debería haberme hecho algo así jamás. Empezó
convenciéndome de que el asunto de Sigue-Bailando ya no le interesaba. Además, lo
habían cambiado a Seguridad del territorio. Solo se ocupaba ya de los extranjeros
sospechosos, y desde luego nunca en mi compañía. ¡Qué alivio!

Me había enterado de que en varias ocasiones, Fernand se había ido a explorar la


calle de la Montagne sin intentar encontrarme. Sobre todo había aparecido por sitios por
los que yo ya lo había llevado. Mostrándose afable y alegre, y no negándose nunca a
invitar a una copa, había conseguido hacerse con el favor de los autóctonos. Entablaba
de buena gana conversación con ellos y, muy hábilmente, había averiguado las
costumbres de Sigue-Bailando.

Una vez, un estudiante le había dicho lo mucho que le sorprendía que aquel hombre
tan basto profesara semejante admiración por François Villon, de quien coleccionaba las
ediciones y los libros de sus obras. Se habían pasado hablando toda la noche. A Fernand
Fabre le parecía algo asombroso, hasta tal punto que llegó a tomar notas.

En cuanto me informaron de todo esto, declaré a mi amigo el policía una guerra


silenciosa. Por mi parte, hablé con todos mis conocidos, les expliqué que Fernand era
poli, un poli asqueroso y un hipócrita despreciable. Casi siempre, la respuesta que
obtenía era: «¡Bah! Todo eso son solo tonterías. No parece mal tipo. E incluso le ha
quitado las multas a Jojo el corbata. Y además, poli o no, ¿qué nos importa?». Era
desesperante. Por fin, me encontré con Fernand. Tratarlo con frialdad no era una buena
idea, ni tampoco preguntarle. Me incliné por seguirle el juego.

Dimos una vuelta por la Estrapage, y con total naturalidad llegamos a la plaza de la
Contrescarpe. De allí, bajamos por la Mouffe. Cuando pasamos por delante del teatro
Mouffetard, justo delante del Vieux-Chêne, se fijó en un cartel:

LAS MARIONETAS

DE KAREL CAPEK

—Ese espectáculo debe de ser bueno —dijo Fernand—. Además, he leído en el


periódico que al final de cada sesión, el director —que creo que es un pintor— recita a
Villon, cuando encuentra entre el público a personas que le gustan.

Villon. El corazón me había dado un vuelco, pero me olí la trampa y me apresuré a


hablar de otra cosa. Hablar de otra cosa… Ya no se podía tramar nada. Cada uno tenía
su papel, exactamente como con las marionetas. El juego estaba en marcha y el
mecanismo desencadenado, de manera que intentar detener su curso era una pretensión
tan absurda como querer volver atrás en el tiempo.

Un público paciente esperaba en silencio a que los tres golpes resonaran. Estudiantes
e intelectuales pobres, o que fingían serlo, ocupaban la mitad de los bancos. Por fin la
luz se apagó y dos proyectores iluminaron el inicio del espectáculo: un ballet folclórico
eslovaco. Entre bambalinas, alguien tocaba el piano. Sobre un fondo de un decorado
campestre, seis muñecas, de dos en dos y mirándose de frente, daban vueltas al ritmo
de la música, pataleaban y se saludaban con gestos ingenuos. Y bruscamente se hizo
una oscuridad total: se había ido la corriente. Sacaron velas y el público fue a dar una
vuelta hasta que volviera la luz. Nos sentíamos un poco en familia. Pero el apagón se
eternizó. Al cabo de un cuarto de hora, el director de la sala, Adrien, y algunos de sus
ayudantes empezaron a reunir a los espectadores dispersos por la calle.

Adrien había colocado a ambos lados del pequeño escenario una lámpara de aceite.
La iluminación con un tono verdoso cubría con formas pálidas los rostros de las
personas que una sombra violenta recortaba sin piedad. Aquella noche, el drama tenía
el color de una tisana.

Fernand Fabre se interesó por el fresco que cubría la pared. Lo acompañé a la otra
punta de la habitación. Junto a él, había reconocido a Sigue-Bailando, pero Fernand no
se había dado cuenta de nada.

—En estas condiciones, no podemos ofrecer el espectáculo en su totalidad —anunció


Adrien—. Sus entradas serán válidas para cualquier otra función, pero su presencia no
ha sido en balde. Esta penumbra nos permite ofrecerles una escena de Villon.

El telón se abrió dejando a la vista cuatro marionetas alucinantes que se balanceaban


en una horca. Y Adrien, con su voz de bajo profundo, empezó a recitar:

Frères humains qui après nous vivez

N’ayez les coers contre nous endurciz

Car si pitié de nous pauvres avez

Dieu en aura plus tost de vous mercy[28]

Conforme resonaban las estrofas, el muñeco que estaba en primer plano, más grande
que los demás y que habían montado con bastante habilidad, perdía un pie y después el
otro, después una mano, un brazo, un muslo hasta que quedó completamente
desmembrado: un torso esquelético y una cara horrible cuyas órbitas acababa de
picotear un pájaro surgido de una pesadilla.

Plus becquetez d’oilseaux que dès à couldre…

De notre mal personne ne s’en rie:

Mais priez Dieu que tous nous vueille absouldre![29]

Después de esta función recortada, artistas y público se encontraron en la acera.

En el otro lado de la calle, donde todavía no había electricidad, parpadeaban las


velas encendidas a toda prisa por el dueño del Vieux-Chêne.

Allí fue donde todo el mundo había acabado congregándose. Estaba al lado de
Fernand, al que intentaba llevar hacia el fondo. Vigilaba la puerta. El imbécil de Sigue-
Bailando entró, y justo detrás de él iban dos tipos a los que apenas conocía y que no
tenían mucha pinta de estar interesados en las marionetas de Karel Capek. Sigue-
Bailando, ¡el muy cretino!, me vio en medio de aquella humareda, se acercó a mí y me
dio un efusivo apretón de manos. Se fijó en Fernand, al que le había presentado hacía
tiempo y le tendió una mano que el otro no le cogió enseguida, porque estaba ocupado
—¡hum!— en buscar algo en sus bolsillos.

—¿No llevas dinero? No te preocupes, yo pago la ronda —dijo Sigue-Bailando, fiel a


su costumbre.

Él también buscó algo en el bolsillo de su chaqueta, llena de billetes pequeños y


moneditas. Lo primero que puso encima de la barra fue una oreja humana seca, como
disecada (una oreja derecha).

Fernand sonrió.

—Vaya por dónde, qué tenemos aquí.

Al lado de la oreja derecha, dejó a su gemela, la izquierda, peor conservada que la


anterior: apestaba un poco.

—Así es el juego —dijo Sigue-Bailando tendiéndole las muñecas.

—Tienes tiempo —dijo Fernand—. Bébete la copa, bebe…

Llenamos con bocadillos los bolsillos de Sigue-Bailando. Le pedí al dueño dos


pañuelos y una manta. Nadie se fijó en las esposas. Al cruzar la puerta, Sigue-Bailando
profirió estas tres palabras:

—¡Por fin libre!

Probablemente serán las últimas que oiga de él. El coche arrancó sin hacer ruido.

ZOLTÁN
EL MAESTRO DEL CONTROL MENTAL

Un día me había llevado a Zoltán y a Simón a desayunar a un restaurante judío de la


calle des Écouffes. Me gusta este barrio nostálgico, lleno de mugre, de Oriente, de
barbas y de leyendas.

Fue durante los meses en los que los supervivientes de los «Campos de la muerte»
nos llegaban por hornadas, antes de volver a los países de su elección.

A nuestro alrededor, personas increíblemente delgadas, con el rostro teñido para


siempre por una tristeza imborrable y que parecía secular, eran arriados dignamente, si
es que se puede aceptar esa paradoja. Una mujer, que debió de ser bella en otro tiempo
—con una matrícula de cinco cifras tatuada en el antebrazo—, les servía alimentos
blandos que tragaban lentamente y con dificultad.

Estábamos sentados en una mesa. Un silencio incómodo pesaba sobre nosotros.


Sentía vergüenza, y Zoltán también, de dar a esas personas el espectáculo de nuestra
salud y de nuestra despreocupación.

Simón, sentado a mi lado, parecía absorto, tal vez intimidado. Su rostro apenas
transmite los sentimientos que lo animan, o más bien que lo «inmovilizan».

A la izquierda de Simón estaba una chica flacucha, arrugada, tocada con un chal.
Con precaución e infinitas dificultades, intentaba comerse una minúscula porción de
huevos con salmón. Sus manos eran translúcidas. Bajo su cuello, latían las venas. Zoltán
se había fijado en aquella estatua con la mayor angustia. Simón no se daba cuenta de
nada.

Una comida judía corriente: pescado relleno de miga de pan, ternera cocida con
rábano picante. El bote de rábano está cerca de la joven. Zoltán le pide a Simón que se lo
pase. Torpe, Simón lo tira.

—Discúlpeme…

—Pojalouïsta (No pasa nada…) —dijo su vecina, con una sonrisa pálida y triste.

Simón nos miró con orgullo. Él también sonreía. No le habíamos visto hacerlo desde
hacía mucho tiempo.

La rusa y Simón entablaron una conversación, entrecortada en un principio y más


fluida después. Se llamaba Ida Bleivas, era originaria de un pueblo perdido de la
frontera rusolituana. Liberada, justo a tiempo, de un campo devastado por el tifus,
formaba parte del convoy de «personas desplazadas» que se dirigía al recién nacido
estado de Israel. Parecía agotada. En la trastienda, la vimos arreglarse el chal delante del
espejo. Le habían rasurado el pelo totalmente. Por fin Simón había encontrado una
miseria a su medida: estaba feliz.

Todas las noches, Simón iba a encontrarse con su amiga. Casi se había vuelto
coqueto. Le ofrecía té, le cogía la mano y se la llevaba a pasear por la calles del gueto tan
diezmado. Se hablaban poco: esas dos almas heridas no tenían otra cosa que confiarse
que su mutua presencia.
Zoltán se congratulaba conmigo del feliz giro que tomaban los acontecimientos: por
fin podíamos vislumbrar para nuestro Simón un futuro casi normal.

Simón estaba disgustado por la próxima partida de la joven Ida; pero mientras tanto,
las dificultades en Israel crecían, donde se veía con terror llegar a miles de inmigrantes,
hambrientos y sin fuerzas. Y la estancia en París de Ida Bleivas se alargaba.

Un día, le había dicho a Simón que le habría gustado oír hablar yiddish. El
endemoniado Zoltán sabía algo de la lengua, y, ni corto ni perezoso, vuelve a repetir la
experiencia anterior: en menos de dos semanas, se lo enseña, no solo para manejarse
con él, sino para casi hablar con fluidez.

Simón estaba cambiado: tenía una mayor viveza de ánimo y espíritu, y en ocasiones
incluso daba muestras de una clara alegría. Cuando hablaba francés sus problemas de
pronunciación casi habían desaparecido.

Una noche que estábamos tomando el fresco juntos, Simón nos confesó que después
de todo le daba igual conseguir la nacionalidad francesa, que quería ligar su vida a la de
la chiquilla y seguirla a Israel. A mí, aquella decisión me pareció su única tabla de
salvación y como tal la recibí calurosamente, pero para mi enorme sorpresa, Zoltán se
enfadó.

Desde ese momento, asistía a un fenómeno increíble: unos intensos celos, surgidos
de más allá de imposibles vínculos físicos, se habían apoderado de Zoltán. Se había
unido tanto al que él llamaba su «animal cargante» que la sola idea de la separación lo
ponía enfermo. Todos mis esfuerzos por calmarlo, por hacerlo entrar en razón, fueron
en balde.

Un día, delante de mí, dijo estas palabras atroces:

—Le quitaré de su cerebro todo lo que le he puesto…

Una misión imprevista y repentina me llevó a Alemania durante seis semanas. En


mi ausencia, los permisos permanentes de Simón no podían renovarse, pero tenía que
tener vía libre, como siempre, por las noches.

Cuando regresé, supe que Simón había vuelto a tener dificultades para hablar y que
incluso babeaba.

Entró en el Val-de-Grâce. Muy pronto se reveló incapaz de pronunciar cualquier


cosa que fuera inteligible, ni siquiera en francés.
Hasta el día de hoy en el que ha sufrido una crisis de epilepsia. Se lo ha licenciado
del ejército inmediatamente.

Un día, Ida Bleivas, despertada al amanecer por «responsables» de no sé qué


organismo, contó con una hora para hacer su pobre maleta y unirse al convoy con
rumbo a Marsella como primer destino.

De Zoltán no hay noticias: su casera ha tenido que romper la cerradura. Encontraron


su habitación ordenada, con su ropa y sus herramientas de trabajo…

¿Dónde iba a estar Zoltán, si no en la Mouffe?

Esto es lo que me ocurrió después de varios meses. Terriblemente envejecido,


consumido, solo me dijo:

—Es peor que si hubiera cometido un crimen… No sé si me recuperaré algún día.


No obstante, lo intento.

Ya no se dedicaba a pulir suelos. A cambio de una copa de vino, un tentempié, a


menudo por nada, enseñaba ruso a estudiantes generosos y comprometidos…
Entiéndanme bien. Les permitía hacer progresos tan rápidamente que «alguien muy
correcto, con gafas y un ligero acento» se apasionó por su método e insistió vivamente
en llevárselo de viaje. No me supo precisar adónde.

En todos los guetos del mundo hay mercachifles que venden las pepitas de los
limones o de las sandías, no lo sé exactamente. Los judíos las mastican como si fueran
avellanas.

En Belleville, en la République, hay cines donde se proyectan películas yiddish de


antes de la guerra: Idl mit’n Fidl, el Rey Lear de Israel, el Dybbuck…

En la entrada, un ser miserable vende, o intenta vender, pepitas. Mastica sin parar:
cada vez se parece más a un roedor.

No sabe hablar: con dificultad, se pueden distinguir dos sílabas que salen de su
garganta trabada: I-da… I-da…
Capítulo 13

… la cuestión es precisamente saber

si el pasado ha dejado de existir,

o si ha dejado de ser útil…

BERGSON

1947

Intento rememorar y volver a pensar París. Las convulsiones que sacudían el mundo
parecen, en opinión de los más tercos que las rebajan a escala humana, haberse calmado
por mucho tiempo. Yo no me creo nada. En ninguna parte de mi tan explorada ciudad,
tan cuestionada y tan penetrada, he encontrado el adormecimiento y la quietud
fatigada, síntomas de una paz duradera. Las personas están cansadas, eso es cierto.
Cansadas y decepcionadas. Están hartas de todo. Pero no la ciudad, que sigue
estremeciéndose. Asimismo, mientras todavía haya enormes cantidades de material de
guerra sin destruir —y que están guardadas cuidadosamente—, seguirá existiendo la
posibilidad de una revuelta. Hay que esperar absolutamente cualquier cosa.

Los acontecimientos que he decidido poner por escrito son las más espectaculares
manifestaciones de fuerzas consideradas «oscuras» por miedo, por ignorancia, o por
una rutina estúpida. Pero ahora es un hecho incontestable que hasta la menor palabra,
los gestos más anodinos, adquieren en ciertos lugares y a ciertas horas una importancia,
un peso inusitado, y tienen repercusiones que sobrepasan en mucho la intención.

Es bueno, es dulce descubrir en París un oasis de calma —pues son raros—, e ir de


vez en cuando, escapando de las calles llenas de cólera, a sumergirse en él como en un
lago tibio y tranquilo.
Así es la plaza Dauphine. Uno se siente un poco prisionero en ese triángulo
sombreado, semiprovincial, donde todos los habitantes se conocen por su nombre, y no
saben saludarse sin una sonrisa.

Me gusta en particular el colmado que también es bar de Suzanne. Ella y su marido


reinan en algunos metros cuadrados de tienda donde, en un espacio asombrosamente
angosto, encuentran el modo de convivir legumbres secas y cocidas, conservas, litros de
vino, y el minúsculo mostrador de madera detrás del cual reina el señor Suzanne, es
decir el viejo François. A la hora del aperitivo, una clientela que no podría ser más
ecléctica invade el lugar. Desde las grises criadas, que aquí se hacen llamar
«gobernantas», a algunos ilustres jueces y abogados, que no tienen reparos en brindar,
de pie, con fulanos miserables y andrajosos (la cárcel está cerca), e incluso llegan a beber
también con los carceleros y guardianes de la «Administración penitenciaria».

Allí me encontré, un día «como cualquier otro», a uno de mis antiguos amigos. La
preocupación por la composición de un documental me obligó a deambular por los
alrededores de los Blancs-Manteaux. En el cruce de las calles Sainte-Croix y Aubriot
existe un pequeño café vetusto por el que vela una Virgen indulgente y benevolente,
como lo son todos los cristos y santos inocentes erigidos por el pueblo de los «hombres
y mujeres trabajadores» y para su «uso personal». Me proponía trazar los
acontecimientos de los que nuestro simpático bar podía haber sido testigo y evocar a los
personajes que, sin duda, habrían pasado por allí al cabo de tantos años.

Con toda seguridad, en el siglo XIII, época en la que la actual calle Aubriot llevaba el
nombre de «calle de los Monos», uno de los más interesantes y pintorescos notables del
barrio era el señor Michel de Soucques. Este, antes de poseer bienes importantes, había
tenido que ser más o menos un cómico ambulante o exhibidor de animales: porque
consagró el resto de su vida a ayudar a unos y a dar cobijo a los otros. Las bestias
exóticas, para evitar el contagio de ciertas enfermedades, tenían que ponerse en
cuarentena antes de que sus propietarios pudieran exhibirlas «por las calles de la
ciudad». El señor Michel recogía también a los animales cuyos dueños no podían, por
falta de medios, mantener aislados, sin que les ayudasen a ganarse el pan. Su morada, la
«Casa de los Monos», dio el nombre a la calle. Un pasaje muy próximo conservó esa
apelación.

Para ver a los osos y los papagayos (periquitos) había que comprar una entrada en el
pasaje del Petit-Châtelet, ante el Petit-Pont. En cuanto a los simios, la «Regulación de los
oficios de París, por Etienne Boilève, magistrado jefe de esta ciudad», indica esto:

Si un mercader trae un mono para venderlo debe pagar cuatro dinares; si el mono pertenece a un hombre
que lo ha comprado para su divertimento, está exento, y si el simio pertenece al exhibidor, deberá actuar
delante del cobrador del peaje, y a cambio debe quedar exento de todo lo que compre para su uso inmediato: y
también los juglares están exentos a cambio de un fragmento de canción.

Todo esto quiere decir que el exhibidor de bestias, en lugar de pagar los cuatro
dinares que se le reclamaban al mercader, pagará su deuda en canciones y piruetas. De
donde proviene nuestra locución: «Pagar en moneda de mono».

LOS GITANOS Y PARÍS

Con el espíritu lleno de ideas felices y después de haber cubierto un agradable


periplo, llegué sin darme cuenta a orillas del Sena y crucé el primer puente.

Era de noche. En Chez Suzanne los habituales, como de costumbre, charlaban


apaciblemente mientras bebían a sorbitos vino rosado. Entró un hombre grande,
huesudo y moreno, que llevaba un sombrero de ala grande y una pelliza caqui,
probablemente de origen militar.

Todos estábamos ya intrigados por esta incursión: en el bar de Suzanne no se ven


nunca caras extrañas a esas horas.

El hombre se acercó a la barra y pidió un anís. Para pagar y llevarse el vaso a sus
labios, solo usó su mano derecha. Otro vaso, y otro más. ¿Dónde había visto antes esa
cara? Debajo de la pelliza, se podía ver el cuello de una camisa de cuadros grandes. Eso,
el sombrero y la mirada perdida definían prácticamente a mi personaje: debía de
trabajar en un circo.

El hombre vio paquetes de macarons colgados de la pared. Señalándolos le dijo a


Suzanne:

—¿Cuánto?

Siempre solo con la mano derecha, rompió el paquete, aplastó sobre el mostrador
uno de los macarons y, después de haberlo saboreado, se metió en su abrigo, abotonado
de arriba abajo, un trocito de pastel. Apareció una mano, una mano con guante de lana,
que atrapó la comida. Oímos los ruidos de alguien al masticar debajo de la pelliza.

Junto a mí, en el fondo del local, estaba sentada, en la única silla posible, la vieja
Angélique, una bretona un poco simple. En la isla, donde la falsa ingenuidad está
prohibida, se ocupa de la limpieza y de las compras.

Angélique me había tirado de la manga y me señalaba la mano que agarraba los


trozos de macaron:
—¿Qué es eso?

Eramos unos diez o doce los que nos hacíamos la misma pregunta sin decir nada. El
hombre entonces se desabrochó tres botones y aupó sobre sus hombros a un anciano
barbudo, bigotudo —de guata—, con unos ojos negros que se movían en todas las
direcciones: una nariz larga y curvada, guantes, botines de punta retorcida, un
pantaloncito negro tejido, una camiseta interior con una gran capucha.

La perfección del maquillaje nos sorprendió. Así, la tarea de aquel hombre era
proporcionar a su mono infinitos dulces, hasta el punto de que la bestia aceptaba
soportar aquel atuendo —que no parecía molestarle en absoluto—, y sobre todo esa
nariz de cartón piedra y esa máscara de maquillaje.

La hora, la luz tenue, la atmósfera distendida que reinaba aquel día, se habían aliado
para llevarnos, en unos pocos segundos, a un mundo encantado.

Angélique insistió:

—¿Pero qué es eso, señor?

—¿Eso? Es un enano, señora. Ya lo ve, un enano, un enano muy viejo.

—¿Un enano? Pero… ¿qué tipo de enano?

—Un enano de nuestros bosques —afirmó el otro, imperturbable—. Todavía hay


muchos así en mi país.

—Por dios, no es posible. ¿No es un muñeco?

—Claro que no —dijo bajando un poco la voz—. Dele un trozo de pastel. Así podrá
darle la mano…

—¡Ah, ah! Claro, es cierto.

Y Angélique, exultante, dijo:

—Verá usted, señor. En mi región, en Bretaña, también hay bosques como en la


vuestra; me habían contado que allí vivían enanos, farfadets los llamamos allí: también
hay korrigans, a caballo sobre yeguas blancas, y después están las hembras más grandes,
que no son malvadas, las milloraines… Pues bien, creía en todos esos seres como en el
Evangelio, hasta que cumplí catorce años. ¡Sí, catorce años, señor! Y después me
trasladé a Rennes, donde me dijeron que todo eso no eran más que cuentos… Así que
como nunca había visto ni en los bosques ni en la landa a ninguna de esas criaturas,
pues dejé de creer en «sus» enanos… Pero ¿he tenido que llegar al final de mi vida,
porque ya voy por los sesenta y ocho y casi no valgo para nada, para volver a creer en
ellos de una vez por todas? ¡Ah, señor! ¡Si supiera usted lo mucho que significa para mí!

Todo el mundo estaba conmocionado. Nadie pensaba en mofarse de la buena


mujer… El hombre del mono había entablado una discreta conversación con Suzanne.

Angélique rebuscó entre sus faldas y sacó una cartera grande usada. Había unos
pocos billetes, doblados con cuidado.

—Señor, la ocasión lo vale… François, sirve una copa a todos los presentes. No es
que esté muy boyante, pero esto me hace bien, y estoy muy contenta…

—No hace falta, mujer, guarde su dinero, aquí sabemos mantenernos —dijo François
mientras llenaba los vasos.

El hombre volvió a poner al mono en su lugar, se abrochó la pelliza y se despidió de


todo el mundo con una sonrisa. Miró hacia donde estaba yo, con complicidad. Fíjate,
fíjate… Cuando tenía ya un pie fuera, Angélique se echó hacia atrás:

—¡Eh, señor! ¿Y dónde ha encontrado a ese enano?

Colocándose el sombrero con un gesto grandilocuente dijo:

—En una leyenda, señora…

El hombre del mono había dado mil francos a escondidas a Suzanne, para que,
después de irse él, llenáramos de provisiones la bolsa de Angélique.

Ahora lo he reconocido, es el gitano de la calle de Bièvre, es Gabriel, que fue mi


ahijado durante siete años… Simplemente se ha afeitado la barba. Debe de haber vivido
un tiempo fuera de Francia, se nota en su manera de hablar.

Este domingo, al salir de la cama, no he tardado mucho en decidir cómo emplear la


mañana. Aunque hubiera tomado otra decisión, mis pasos me habrían traído al
mercado de Saint-Médard. He husmeado con deleite entre las tiendas de viejo, le he
dado la mano al Comandante, y me he encontrado con La Puce, La Lune,
Trouillebave… Pero no había ido solo para eso. El Gitano me esperaba. En esta ocasión
estaba solo: al mono lo saca de paseo solo por la noche, durante dos horas.
Ya no se llama Gabriel, sino Mijaíl. Su nuevo «padrino», mi sucesor, es rumano.
Pronto nos conoceremos: Mijaíl —puesto que hay que llamarlo así— nos ha invitado a
los dos al banquete que da su tribu para celebrar su próxima boda. Saborearemos
juntos, en la misma marmita familiar, el «niglo» (el erizo) de la amistad verdadera.
Ahora, Mijaíl es el director del teatro-circo ambulante que posee su futura familia
política. Me enseñó una foto de los ojos de su prometida. Solo de los ojos. El resto de la
cara está tapado con papel blanco doblado, pegado en el reverso. Parece que «entre
ellos» —y no sé si ese término comprende a toda la raza o solo a una tribu— es
costumbre durante un periodo muy concreto del noviazgo.

Fuimos al bar de Olivier donde, por supuesto, le hablé de Sigue-Bailando, de Klager


y de su barba puntiaguda y de las «plegarias malvadas» que se hacían delante del cartel
del Quatre-Sergents.

—Aunque tú te creas que ya lo sabes todo de París… te enseñaré todavía muchas


más cosas que seguro que desconoces —me dijo él.

—Encantado, has conseguido que se me haga la boca agua, ¿pero durante cuánto
tiempo me vas a hacer esperar?

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

Olivier me llamó a un rincón tranquilo.

—¿Sabes los rumores que corren?

—¿Qué rumores?

Parece que quieren eliminar el mercado, «nuestro» mercado.

—¿Quiénes?

—La Prefectura, por supuesto.

—Pero eso sería algo horrible, una estupidez. ¿Por qué? ¿Por qué razón iban a hacer
algo así? ¿Y con qué derecho?

—Con el derecho público, simplemente… Tienen todo el derecho de apelar a una


concesión que existe desde hace siglos, pero que no aparece en ningún texto escrito.
Estaría bien que pudieras hablar de nosotros en algunos artículos…

—Eso está dentro de las posibilidades…


—… y que intentes descubrir, en los archivos de la ciudad, el origen de esa
concesión. Parece que es muy antigua…

—De acuerdo, me ocuparé de inmediato.

—Tenme al corriente de tus investigaciones —me dijo el Gitano—. Si confirman lo


que se cuenta en mi familia, vas a tener muchas sorpresas.

—¿Cómo? ¿Cómo pueden afectar las tradiciones de una comunidad gitana al


mercado de Saint-Médard?… De hecho, ¿te refieres al mercado o a la iglesia?

—A los dos. La iglesia es un lugar de peregrinaje al que debemos ir, al menos


algunos de nosotros, de vez en cuando: cada siete generaciones. Ahora no me preguntes
nada más: trabaja.

LAS CONCESIONES DE SAINT-MÉDARD

¡Qué ciudad de milagros! Me he convertido en detective y he rastreado el


acontecimiento entre volúmenes de ocultismo y libros viejos. La historia nace en la Cité.
Aquí la tienen:

En la Edad Media, ninguno de nuestros ruidosos guardianes motociclistas de la paz


perturbaban la tranquilidad de la actual calle Chanoinesse, que serpentea a la sombra
de Notre-Dame. Entonces se llamaba calle des Marmousets, y donde se encuentra el
garaje de los moteros estaba la esquina de la calle des Deux-Marmites. Allí, hasta 1884,
se podían contemplar los restos de un monumento prácticamente ignorado, la llamada
torre de Dagobert, en la que había una escalera del siglo IX, cuya barandilla, de diez
metros de altura, estaba tallada en el tronco de un roble gigantesco. En ese lugar, la
tradición sitúa las viviendas de un barbero y de un pastelero que, en el año 1335,
regentaban negocios contiguos. La fama del pastelero, cuyos productos eran los más
suculentos que se podían encontrar, crecía cada día. Muchos altos cargos de la iglesia
devoraban con avidez los extraordinarios pasteles que nuestro hombre, so pretexto de
guardar el secreto de los condimentos de las carnes, preparaba solo con la ayuda de un
único aprendiz, que se encargaba de trabajar la masa.

Su vecino el barbero, que además ofrecía baños de vapor, se había ganado el favor
del público por su probidad y su habilidad para peinar, afeitar, y por sus baños turcos.
Sin embargo, gracias a un perro que se puso a escarbar en el suelo con insistencia, el
origen de la carne que usaba el pastelero salió a la luz: ¡el animal desenterró huesos
humanos! Se descubrió que, cada sábado, antes de cerrar el negocio, el barbero ofrecía a
un estudiante un afeitado gratis. Sentaba en su sillón basculante a un joven confiado y,
allí, le cortaba la garganta. Tiraban inmediatamente la víctima al sótano, donde el
pastelero se ocupaba del cadáver, lo descuartizaba y lo sazonaba según el sabor del día.
Lo que le había valido a las pastas su fama era que la carne humana es más delicada
gracias a la alimentación, según explicaba ingenuamente el viejo Dubreuil.

Quemaron a aquellos dos miserables en medio de sus pastas, se ordenó que la casa
fuera demolida, y construyeron en su lugar una especie de pirámide expiatoria en una
de cuyas caras estaba la efigie del perro. La pirámide fue visible hasta 1861.

Pero aquí la historia se complica y se tiñe del mejor humor negro. En efecto, los
numerosísimos clérigos que habían consumido carne humana eran culpables ante Dios
de algo mucho peor que de un venial pecado de gula, así que, sin vacilar, ¡los
excomulgaron! Se convocó un gran consejo, presidido por varios obispos, y se decidió
enviar a Aviñón, lugar de residencia del papa Clemente VI, una delegación de prelados
para pedir que fueran reconsideradas si no la prohibición cristiana de entregarse a la
antropofagia, sí al menos la condena al infierno de los caníbales involuntarios. La
delegación se puso en marcha, provista de una buena suma de dinero, con los pies
desnudos, cargando con cirios y entonando cantos. No obstante, los caminos de la
época no eran muy seguros y estaban llenos de tentaciones. En definitiva, Clemente VI
no vio nunca llegar a los penitentes a causa de lo que sigue.

Todavía podía verse Notre-Dame en el horizonte luminoso, cuando los prelados,


con los pies destrozados, sopesaron las dificultades del viaje y decidieron hacer una
parada en un lugar propicio para discutir las siguientes decisiones que habrían de
tomar. Rodearon París, bordearon las tierras del conde de Boloña, ribereñas del Bièvre,
y descubrieron un lugar llamado «Pont aux tripes», más o menos donde está el cruce de
Gobelins, un albergue acogedor a cuyo dueño le importaba poco la incursión de los
soldados del Gran Preboste. Nuestros religiosos, ligeros de bienes y que apreciaban la
comida generosa que les había servido su anfitrión, atrasaron su viaje y se instalaron
alrededor de la villa de Saint-Médard. Muy pronto se vieron en la necesidad de renovar
su provisión de escudos. Algunos de ellos se reconvirtieron en Hubains, es decir,
«aquellos a los que Saint Hubert curó de la rabia»; los otros, en Coquillards, que decían
volver del peregrinaje a Santiago de Compostela, o de Saint-Michel. Así, distribuidos en
dos bandas amigas, nuestros «penitentes», que obligaban un poco al viajero retrasado a
darles limosna, no gozaban de la aprobación de sus rivales: los Rifodés, los Malingreux,
los Franc-Mitoux, los Piètre —todos ellos, bandidos de caminos reales, esperaban la
ocasión de medir sus fuerzas con los intrusos—. Y finalmente, esto fue lo que ocurrió.
Una noche de otoño de 1352, Jean de Meulan, antiguo obispo de Noyon y nuevo obispo
de París, volvía a su propiedad situada un poco más arriba de la iglesia de Saint-
Médard, al lado de la calle du «Mont-Fêtard»… Su coche iba custodiado por caballeros
armados, pero su guardia habría cedido ante el ataque de una banda de malandrines,
completamente decididos a acabar con el obispo y su escolta si no hubiera sido porque
los antiguos «Penitentes», avisados, acudieron corriendo al lugar y se enfrentaron a
ellos en una batalla campal. Jean de Meulan, sano y salvo, pudo entrar en su propiedad.

Como reconocimiento a esa intervención, debida tal vez a un último escrúpulo en el


que se podría descubrir una particular deformación profesional, dio la absolución a los
Coquillards y a los Hubains, a los que permitió vender en sus tierras y en las contiguas
todas sus mercancías y objetos de procedencia dudosa…

Por tanto, como el papa Clemente VI no llegó a solicitar ninguna indulgencia al


Cielo, las almas de los desdichados prelados, sacerdotes y monjes demasiado golosos
agonizan, desde hace siglos, en las marmitas del infierno.

Las autoridades que tenían derechos sobre las tierras vecinas de Saint-Médard y que
se ocupaban de vigilarlas cambiaron muchas veces. Pero, en todo momento, a pesar de
los cambios y los estremecimientos de la Historia, en Saint-Médard siempre se respetó
el permiso para mercadear. Hasta nuestros días…

LOS GITANOS Y PARÍS

El Gitano leía l’Aboi de París mientras se acariciaba el mentón. Sonreía.

—Y bien… ¿en qué piensas?

—Eso es. Sí, sí. Vamos a dar una vuelta.

Se guardó el diario en el bolsillo y, en la primera tienda, compró cinco del mismo


número.

—Me gustaría que me dijeras qué se cuenta entre los tuyos sobre Saint-Médard…

—Intenta sacar unas horas libres y ven. Me gustaría presentarte a mi familia.


Estamos acampados junto a Montreuil.

Niños con ojos de antílope se movían sin cesar bajo las roulottes. Uno de ellos, muy
pequeño con el trasero al aire, había tocado con la nariz la comida del perro. Y el animal
se divertía tanto que saltaba y, de vez en cuando, con golpes de hocico, metía de nuevo
el morro en su cuenco. Dos crías adorables peinaban y alisaban con esmero el pelaje de
un oso negro bonachón que comía una remolacha.
Un hombre sujetando una larga cuerda hacía andar alrededor de una pista
imaginaria a un joven caballo sin enjaezar. El animal, no completamente domesticado,
se encabritaba, con las crines al viento, se levantaba y lanzaba patadas al aire con sus
ligeras pezuñas, y después volvía a caminar, sometido, lleno de rencor.

Un monito al que me pareció reconocer exploraba la cabellera de una anciana que se


ocupaba de mantener el fuego chisporroteante con ramitas frescas. La sopa hervía
generosa en el caldero de cobre rojo con asas y patas de hierro robustamente forjadas.

Unas mujeres manipulaban, en medio de la confusión del banquete, la mantelería y


la vajilla. Mijaíl actuaba como el jefe. Todos lo miraban dóciles y algo temerosos. Mijaíl
cogió un bastón que estaba por allí, se acercó a una caravana, dio dos golpes, y después
otro más espaciado. La puerta se abrió. Una chica altanera y larga, con el pelo
despeinado, bajó los cuatro escalones.

—Mi mujer —dijo Mijaíl.

Ella sonrió con gracia a la vez que me tendía la mano.

Estaba en el confín del mundo. Los oropeles de colores vehementes, el pelaje blanco
del caballo habían transformado los colores del paisaje de fondo, anodino y un poco
sórdido. Se habría podido situar aquel campamento de nómadas en cualquier rincón de
Europa, de América o de Asia Menor.

—Solo falta un poco de música —dije yo.

—Quédate con nosotros —dijo Mijaíl—. Esta noche no te defraudaremos.

Hubiera querido decirme cosas, montones de cosas, hacerme revelaciones que


esperaba con impaciencia. Pero todavía no llegaban. Como no sabía a qué se debían sus
tapujos, no podía intentar superarlos. Por fin se decidió, con cierta cobardía, y tomó la
iniciativa preguntándome:

—¿Alguna vez han tenido que perdonarte algo grave?

—Eso depende. Probablemente, he pecado gravemente, sí. Pero pensar en «hacerme


perdonar»… ¿Quién debería hacerlo para empezar?

—Pues los hombres.

—Ah, no. Ciertamente jamás. No puedes redimir un acto malvado: se puede reparar,
cuando todavía es posible. Me parece justo que me devuelvan todo el bien que he
podido hacer. Procuro estar al día. Pero creo que no puedes borrar un acto que hayas
hecho. Tampoco las intenciones que has podido tener. La intención, eso es lo que me
parece más grave.

—¿No reconoces a ningún otro juez?

—No. Además soy más severo que cualquier otra persona. Me resulta inconcebible
cualquier idea de humildad o de sumisión.

—Entonces, ¿rechazas incluso el principio de la confesión?

—Absolutamente. Eso me indigna. Me exaspera. Es una humillación, una


degradación que no puedo admitir.

—Por supuesto, es un punto de vista…

Caminábamos por encima de los montículos cubiertos de hierba de la zona.


Rodeamos el cadáver de un animal. Lo que quedaba de una rueda que habían usado
hasta desgastarla por completo estaba tirado sobre las ortigas. Mijaíl la recogió y se la
echó al hombro. Me pregunté para qué podía usarla. Después de un silencio, me dijo:

—Bueno, y si sintieras dentro de ti, en tu cuerpo físico, la existencia de algo


malvado, impuro, prohibido…

—Para eso está la penicilina.

—Venga, no te burles.

Descargaba su rabia pateando el culo de todas las latas de conserva que se ponían al
alcance de sus pies.

—Vamos a ver, entiéndeme.

—… No sé. Es algo que no me ha pasado nunca.

Prefirió cambiar de tema.

—¿Nunca has tenido la impresión, en forma de recuerdo, de intuición o algo así, de


haber tenido una vida en el pasado?

—¡Ah! Pues sí. Incluso en dos épocas, espaciadas por unos dos siglos más o menos;
casi podría decirte los años.

—¿Y dónde ocurría eso?


—Aquí, aquí, en París.

—Y eras tú, ¿no te «ves» en la piel de una persona diferente?

—No. Era exactamente el mismo tipo, la misma cara, el mismo cuerpo


prácticamente.

Él pareció aliviado.

—Por fin, un punto de encuentro… Ahora espero que puedas comprenderme.

La familia política de Mijaíl era de la misma tribu. Más o menos, son todos primos.
Había observado que tenían un físico más racial, más evolucionado que la mayoría de
sus congéneres: labios finos, cejas bien separadas, frentes amplias, las orejas les nacían a
la altura de los ojos y no por encima. Viven en un régimen patriarcal, bajo la autoridad
no de un «jefe», sino de un rey no elegido por sus súbditos como suele ser costumbre
entre los cíngaros: el cargo es hereditario. Sin embargo, la tradición familiar (que
corresponde a una creencia fuertemente arraigada), exige que, cada siete generaciones, sea
el mismo rey el que reaparezca para regenerar su línea de sucesión. La autoridad de los
antepasados y de sus descendientes, simples eslabones de la cadena a pesar de ser
también reyes, será muchísimo menor que la suya, que es absoluta y que se ejerce en
todos los ámbitos. Los príncipes reales, los hijos mayores, deben procrear en cuanto
sean físicamente capaces, es decir entre los trece y dieciséis años, lo que nos lleva a que
haya un soberano «reencarnado» por siglo, o casi. La ley de la tribu exige que el rey, al
morir, no sea inhumado, sino incinerado y se lancen las cenizas al viento.

Aquí aparece un detalle que desde hace tiempo hace dudar a Mijaíl, antes de
revelarme la clave de una tradición temible, pero que nunca nadie se atreverá a
transgredir. Una comida fúnebre, ordenada por un rito inmutable, reunirá a los hijos del
muerto, y de forma más general a todos sus descendientes varones. Entre otras comidas
clásicas, deberán compartir el cerebro, el corazón, y los testículos del difunto,
preparados según sus preferencias.

Y apresurarse, aunque vivan en la otra punta de la Tierra, a llegar a París y hacer


penitencia en Saint-Médard, rezando durante mucho tiempo, durante nueve días. Y
deben hacerlo en Saint-Médard y en ninguna otra parte; porque ese es el único sitio en
el que pueden absolverlos del pecado de canibalismo.

—Ahora, estás en tu derecho de considerarme un salvaje…


—Para nada. Desde luego, no me esperaba lo que acabas de contarme, y no me ha
dado tiempo a asimilarlo. Ahora bien, de ahí a juzgarte… En todo caso, ¿has asistido ya
a semejante comida, has vivido una ceremonia de ese tipo?

—No. El último «Gran Rey» fue incinerado en la isla de Oléron, en 1880. En Francia,
es un problema, porque no tenemos derecho a disponer de nuestros muertos, ni
siquiera de transportarlos…

—¿Y qué haréis con el próximo?

Mi pregunta pareció provocarle cierto malestar.

—Ya está todo previsto. Habrá que meterlo en un cofre lleno de sal, y la caravana se
pondrá en marcha hasta que llegue a un lugar desierto o apartado de cualquier
población, en Las Landas, por ejemplo…

—¿Y qué lugar de la dinastía ocupas tú?

—Mi padre es el actual rey, el sexto, y yo soy su hijo mayor…

Ahora era yo el que estaba incómodo. ¡Aquel hombre, Gabriel, o Mijaíl, iba a acabar
en una olla!

—Entonces… tú eres el reencarnado… ¿Y cuántos años tienes?

—Treinta y ocho.

—¿Hijos?

—Tengo dieciséis, de los cuales, cuatro son chicas.

—¿Y cuántas veces te has casado?

—Esta es la cuarta vez.

—No sabía que los de tu raza fueran polígamos.

—Es que no lo somos. Solo yo tengo derecho a serlo. Solo yo. Tengo derecho a lo que
quiera.

—¿Y por qué eras un trapero cuando te conocí?


—Todos estamos obligados, incluidos los reyes, a vivir un periodo de aislamiento y
de extrema pobreza. El más viejo de la tribu, y no necesariamente el rey, es quien decide
cuándo ha llegado la hora de partir y el tiempo que debe durar la prueba.

—¿Y en virtud de qué lo decide? ¿De su humor? ¿De su juicio? ¿De lo borracho que
vaya?

—¡No, por supuesto que no! Es mucho más complicado. Las cuentas son las cuentas.

En ese punto, se negó a dar más explicaciones.

—Me cuesta entender por qué las personas de tu raza se empeñan en profesar la
religión católica, mientras que, por otro lado, las costumbres están teñidas del más
profundo paganismo. Y prefiero no hablar de ese canibalismo ritual, que me recuerda
demasiado al Journal des Voyages del siglo pasado. Aunque allí se trataba de etíopes y
papúes…

—Quiero enseñarte una cosa.

En el fondo de una roulotte habían montado una capilla. Una llama parpadeaba
sobre un vaso de aceite. Flotaba un ligero perfume de incienso. Jarrones con flores
habían sido dispuestos sobre la mesita que hacía las veces de altar. Una virgen de plata
ennegrecida e inaudita estaba en el centro de un icono.

Un Jesucristo de madera, polícromo, dominaba el conjunto. Era antiguo. Una obra


húngara o rumana. No era un Cristo normal: tenía la cabeza levantada, con los ojos
mirando al cielo. La mano izquierda, despegada de la cruz, parecía decir adiós, o llamar
a alguien. El efecto no era nada estético.

—Escúchame bien. Hay dos gestos rápidos para señalar los dos elementos de la
cruz. De arriba a abajo, y de izquierda a derecha. Uno es el tiempo y el otro, el espacio.
Se limitan, se aprisionan el uno al otro. Un hombre no puede concebir al primero sin
que esté fraccionado por el otro. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, es verdad, es indiscutible. No estamos hechos para ir más allá.

—Sí. El hombre está clavado en el centro, ¿no? En el punto cero. No se puede salir de
ahí. No tenemos el derecho a hacerlo. Esa es vuestra humildad cristiana. Eso es la
obediencia. La disciplina.

Soltó una risa concentrada, sarcástica. Sus ojos brillaban. Un orgullo insensato se
marcó en su frente. Señaló la mano liberada:
—Ese es nuestro secreto, nuestra… mi herencia. Sabemos escaparnos, ir más allá. No
conocemos los límites. Piensa en eso a menudo.

El tiempo en el eje de abscisas, y el espacio en el eje de ordenadas… Nosotros


clavados en el centro. Te prometo, Mijaíl, que pensaré en ello mucho más a menudo de
lo que me gustaría.
Capítulo 14

Berlín, febrero de 1948

Cogí el tranvía que salía de Tegel, el metro (el U-bahn) desde Wedding. Puerta de
Brandenburgo: en Unter-den-Linden, diez kilómetros de casas voladas. Estaba helando.
Unos niños jugaban con un trineo entre los escombros.

Subí hacia Stettiner Bahnhof (el equivalente a la estación del Norte). Cerca de los
urinarios, un marica jovencito —de alrededor de unos diecisiete años, con cara de ángel
y solo media pierna— me pidió fuego. Al parecer, puedes «apañar» algo con él por tres
marcos.

Redada en el vestíbulo de la estación. Agentes de la policía alemana y suboficiales


rusos registraban las mochilas que llevaban personas demacradas, con prisas por llegar
a los vagones oscuros, con ventanas de contrachapado.

Junto a la estación, un mercado negro de patatas, de cerillas, de infames cigarrillos


rusos (los llaman «Papyrouski»), Y yo pregunto, ¿pueden imaginarse quién me vende
un paquete, vestido con un sombrero alemán y una chaqueta verde grisácea? ¡Pierrot el
chapuzas, Pierrot de la banda de Sigue-Bailando! No estaba al corriente de los últimos
sucesos. La noticia lo ha dejado destrozado.

El primer juicio de Sigue-Bailando se había anulado. El segundo fue muy largo. Dos
tribunales lo condenaron a muerte por multitud de motivos. Lo guillotinaron hace diez
días.

—¿Que le cortaron la cabeza? ¡Le hicieron eso! ¿Y crees que será lo último…? Se
puede ir todo al diablo. ¡Me voy a Panamá!

—Te lo ruego, Pierrot, no hagas el tonto…

SIGUE-BAILANDO

París, marzo
Habían matado a Sigue-Bailando y nadie protestaba por ello. «El juego es así», según
sus propias palabras. Solo tendría que haber evitado que lo atraparan de manera tan
tonta. Pero en la Montagne todo el mundo lo conocía y se pusieron a reflexionar y a
comentar el procedimiento mismo de la ejecución. Y todos, revolucionados, declararon
que era una deshonra para todo el mundo, algo horrible y asqueroso. Lo que les
disgusta tanto es lo de cortarlo en trozos. Un árabe afirmó que la decapitación de un
solo musulmán, por mucho que fuera un criminal aborrecible, uniría la fuerza de
millones de musulmanes contra el romí sacrílego. Uno no se puede presentar ante
Mahoma, limpio de todos sus pecados terrestres, con la cabeza bajo el brazo. Dolly la
tórrida está muy disgustada. Todo fue muy diferente cuando llegó Pierrot el chapuzas,
barbudo, con gafas e irreconocible.

En la trastienda del bar de Quarteron reunieron a algunos fieles y celebraron una


especie de consejo de guerra. Todo el mundo estaba de acuerdo en que «las cosas no
podían quedar así». La cólera desatada de Dolly rayaba la histeria. Ella fue la que se
atrevió a decir la última palabra:

—O tenemos cojones o no los tenemos. Yo digo que hay que matar a un poli.

Los otros estaban acalorados. Pierrot apoyaba a Dolly:

—Desde luego que sí, hay que dar ejemplo. Si dejamos que los polis impongan su
ley, estamos perdidos…

Un poco más tarde llegó Alexandre Villemain, borracho como cada noche. Y como
siempre que estaba borracho, volvió con su habitual letanía:

—Yo soy como vosotros… Soy de la policía…

Todo el mundo lo miró con interés.

Resulta curioso cómo las aguas del Sena actúan de manera diferente según los
ahogados, según si han comido o bebido, o bien según la proporción de alcohol sin
asimilar que se pasea por sus venas. Cuando, a la mañana siguiente de la memorable
reunión de los amigos de Sigue-Bailando, pescaron a Villemain en el muelle de Marché-
Neuf, sus manos y pies se habían vuelto enormes y blancas como el yeso.

Sus amigos los vagabundos organizaron una colecta. Así pudieron enterrarlo bajo
una lápida con su nombre.
Solange es inconsolable. Se ha hecho una bolsita que lleva directamente sobre su
piel, como un escapulario. En ella, guarda el último recuerdo que tiene de su amigo:
una «prueba del delito» que había robado durante el juicio. Es una oreja humana, del
lado derecho, curtida, larga y algo puntiaguda. Invité a ella y a sus amigas a una botella
de champán. Se preguntan si he heredado o qué me ha pasado. Eso les molesta un poco.
Así no se «entierra» a un amigo.

Ahora mismo, no tengo ningún pudor. Es la primera vez que hago una celebración
así. Entre otras chapas, me han otorgado una condecoración. Le enseño a Solange la
comunicación resumida.

Decisión n.º 1347 —18 de noviembre de 1945—… el 4 de junio de 1944 engañó a un agente de la Gestapo
que había ido a su casa para pedir que lo incorporaran a la red. Lo mató e hizo desaparecer su cadáver…
salvando así a la organización, etc.

Solange sonrió y me dijo:

—Todo esto es gracias a Sigue-Bailando… Cada vez me doy más cuenta de que no
está muerto del todo, y eso me da coraje. Además, hay quien se ocupa de eso…

—¡Ah! ¿Y quién?

—Todavía no estás en el ajo del todo. Lleva tiempo, ya lo sabes. Aún falta para que
te enteres de todo, falta mucho tiempo…

Salió a la calle y me dijo:

—Bye, bye!

Un cliente la esperaba en la acera.


Capítulo 15

LA MUÑECA TALLADA EN MADERA DE UN NAUFRAGIO

Octubre de 1951

El doctor Garret y su mujer, Priscilla, están en París. Él, un dios del Norte, hercúleo
bajo su abundante cabellera blanca. Ella, pequeña, morena y regordeta, no dejaba de
reír.

Llevo una semana haciéndoles de cicerone. Hemos explorado de arriba a abajo los
barrios de la ciudad antigua. Las catacumbas, las canteras, los sótanos de Belleville, el
curso del Bièvre… Quiero compartir con Garret y su mujer todas las historias que
conozco, la documentación precisa que poseo, y también el embrujo, en la medida en la
que París quiera ser mi cómplice.

Garret quiso bajar por la calle Zacharie, «Witchcrafts Street», con el crepúsculo,
como el ciego de la leyenda.

Hemos remado por el Sena (¡en esta estación!), hemos comido salchichas en Bicêtre,
compramos en Saint-Médard una falsa «sirena» momificada (que al parecer se fabrica
en Japón), y La Lune nos dio un recital de armónica en el Vieux-Chêne. Están en la
gloria.

Nunca he conocido a un parisino más atento, más apasionado por cualquier cosa de
su ciudad que Garret, quien se confiesa absolutamente incapaz de articular ni una sola
palabra en francés. No obstante, se mueve en un ambiente que domina: todas las
noches, cenamos en el restaurante de los Bretons de la calle Grégoire-de-Tours, donde
Garret habla habitualmente en bretón con la dueña. Siempre es una alegría renovada
contarle una historia: porque cada vez saca una conclusión, una «esencia» imprevista.

Garret ha hecho que me enviaran de Londres la colección completa de sus obras, que
me resultan de un inmenso interés. No sé cómo agradecérselo. Rivalizamos en
amabilidades.

—¿No es mejor así? —dice la vieja Georgette, la «veterana» de la Maube, a quien


todas las mañanas, en el Trois Mailletz, le ofrecemos algo para comer.
Garret ha instalado definitivamente su laboratorio, su biblioteca y sus colecciones en
B…, el pequeño pueblo galés donde su mujer sigue dirigiendo el servicio de ginecología
del hospital.

Le enseñé mi muñeca votiva, la estatuilla que exhumé de los sótanos de la calle de


Bièvre. Garret la contempló, la examinó, la acarició, la valoró, la tocó y la admiró
durante mucho mucho tiempo, como si estuviera en éxtasis. Me dijo:

—Es una pieza extrañamente rara, si no única.

Quiso explorar el lugar subterráneo donde la descubrí. Movilicé a mis antiguos


compañeros. Tuvimos que renovar la expedición de hace diez años, lo que no fue nada
fácil.

Garret es serio.

—Este objeto es una prueba de una gran importancia para mí. Me permite
demostrar que en todo este hemisferio existe un plano «mágico», que tu amigo Sigue-
Bailando había trazado, y con gran mérito, solo en París.

Se fueron. En el andén de la estación, pues no les gusta coger aviones, le llevé mi


estatuilla para que se la quedaran, cuidadosamente envuelta. Estaban felices como
niños. ¡Ah! ¡Qué buena gente!

Septiembre del 52

A principios del mes pasado, una mañana a eso de las diez, Garret irrumpió en mi
casa. Esta vez había venido con Air France. Parecía extenuado, tenía cara de cansado y
los ojos rojos.

Un poco de mermelada de naranja lo reconfortó. Yo le insistí para que hablara.

—Es la muñeca, la muñeca maldita… ¡Ah! pobre de mí, no soy ningún brujo.
¡Demonios! ¿Qué puedo hacer?

Le resultó difícil explicarse de manera menos incoherente. Al final lo consiguió, y


me contó lo siguiente.
—Cuando volví a B… me apresuré a preparar una vitrina para instalar en ella «tu
muñeca»… y sentí el extraño deseo de devolverle su aspecto primitivo, es decir, con sus
cabellos oscuros, probablemente bastante largos.

Le pedí al único peluquero de nuestra pequeña ciudad que, cuando pudiera,


apartara algunos mechones de la longitud deseada… Eso sí, le dije que era para llevar a
cabo un proyecto que no tenía demasiada importancia. No tenía prisa.

Un día, el peluquero envió un paquete a mi mujer: eran dos mechones, largos y


frondosos, de unos bonitos cabellos castaños.

En B…, todo el mundo se conoce. Supimos que los cabellos pertenecían a la pequeña
Eve J…, una chiquilla de once años cuya madre había mandado que le cortaran las
trenzas.

De vez en cuando, por la noche, me dedicaba a ponerle a la estatuilla el cabello que


le faltaba desde hacía siglos. Con mucha paciencia y mucho cuidado, según mi
costumbre, inserté los cabellos, poco a poco, en los veinticuatro agujeros del cráneo…
Para los mechones no usé cera, sino parafina. ¡Ah! la muñeca tiene otro aspecto. Ahora,
significa otra cosa. Puedes verlo por ti mismo.

Y me enseñó una foto. Era indiscutible.

—… Hace tiempo, quise determinar, en la medida de lo posible, la «antigüedad» y el


origen de este objeto extraordinario. Hice varias pruebas con astillas de madera de
diferente origen y época. Después, me decidí a quitarle algunas fibras a la muñeca
mágica. Hice un corte minúsculo en el lugar donde menos pudiera afectar al aspecto
exterior: entre las piernas. ¡Ah!, menudo desgraciado, qué hice…

—¿Y bien? ¿De qué época data el objeto?

—Ese objeto no tiene edad. Antes de ser tallado, el pedazo de roble original había
pasado tanto tiempo en el agua del mar que lo trataron como piedra, no como madera…
Además, están las propiedades tánicas de las aguas del Bièvre. La muñeca ahora es una
especie de fósil artificial. Es casi imposible fecharla, quizás ronde los doscientos años…
Los clavos se introdujeron en agujeros que ya existían. No obstante, de todo esto,
deduje que esta muñeca se esculpió usando madera de un naufragio. Y no proviene del
Este, como parecías creer, sino del Gran Norte… Y todo eso estaría bien si…

—Vamos, continúa.
—Al día siguiente mismo de quitarle esa astilla, es decir, antes de ayer, llevaron al
hospital, donde por suerte mi mujer estaba presente, a la pequeña Eve J…

—La chica de los cabellos.

—Exactamente. La niña tenía fiebre, deliraba un poco y se quejaba de dolores atroces


en el lugar exacto en el que yo le había hecho un corte a la muñeca…

—¿Y?

—En este momento, la niña presenta una horrible inflamación, únicamente


superficial, por suerte, de órganos delicados. El análisis de sangre no ha revelado nada.
Es una estrella de mar, a la que devora un dolor que mi mujer intenta aliviar sin éxito…
Nosotros somos los únicos que conocemos la verdadera causa del mal: mi imprudencia.
Los cabellos han servido para que la muñeca representara a la niña… Hay que
encontrar un remedio, y rápidamente. La medicina no sirve de nada. Debemos
dirigirnos a un verdadero brujo o a un exorcista… El sacerdote anglicano de nuestra
ciudad me ha aconsejado que venga a tu casa. ¿Qué hacemos ahora?

En este punto, me veo obligado a declarar que jamás en mi vida he recurrido al


ministerio de un sacerdote, ni católico ni ningún otro. Absténganse de juzgarme o de
atribuirme una etiqueta: en cualquier caso, será falsa.

Compartía, y hasta qué punto, la angustia del doctor Garret, e intenté considerar
fríamente la cuestión desde todos los ángulos posibles. No conocía a ningún brujo
«practicante», y, en cualquier caso, no me habría fiado. Había que encontrar a un
exorcista de confianza y seguir sus directrices. No se nos ocurría nada más.

Considerablemente perplejo, fui con Garret al barrio de Saint-Séverin. Allí, un amigo


mío posee una librería especializada en la historia de las religiones y, por supuesto, de
las ciencias ocultas. Le expuse el problema. Me aconsejó vivamente que consultara a
uno de sus clientes, un clérigo, vicario de una de las parroquias parisinas cuya historia
es de las más accidentadas.

Acudí cauteloso a la entrevista. Temía que el sacerdote al que iba a consultar


demostrara cierto sectarismo, se indignara y se negara a ayudarnos. Pero no fue así.

Lamento de verdad no poder dar más detalles sobre el lugar en el que nos reunimos,
o de la persona que nos recibió, pero he prometido formalmente guardar el secreto. El
sacerdote nos recibió con bastante cortesía. En la sacristía, un joven cura revisaba unas
cuentas. Le lanzó una mirada para que se fuera. Nos quedamos a solas y expuse el caso
sin omitir ningún detalle. El sacerdote me escuchó, sin interrumpirme, con una atención
sostenida. Cuando hube terminado, su primera pregunta me dejó atónito.

—¿Al entrar en esta iglesia… han dejado algún óbolo sobre uno de los troncos?

Más desconcertado que molesto, respondí:

—Desde luego que no… ni siquiera se nos había ocurrido.

Garret, angustiado, intentaba en vano comprender nuestras palabras.

—¡Bien, muy bien! —dijo el sacerdote—. Ahora, escúcheme: aunque vuelva dentro
de diez o veinte años, no deje ni un franco jamás. Y tampoco el doctor.

—¡Ah!… he visto que vendía usted opúsculos en los que se contaba la historia de su
parroquia. Quería comprarme un ejemplar.

—Se lo cederé estrictamente a cambio del precio que cuesta hacerlo. No DEBO
obtener ninguna ganancia de usted, ni aceptar ningún servicio, ni siquiera de manera
indirecta.

Sus palabras empezaban a resultar humillantes.

—¿Tan maléficos le parecemos? ¡Nos considera unos proscritos! Sonrió:

—No es eso. Ni siquiera unos diablos cornudos, si llegara a ver alguno, me


asustarían. No se trata de usted, sino del servicio que, quizás, pueda proporcionarles…
Debe ser… ¿cómo podría decirlo?… unilateral.

Traduje a Garret lo que acababa de decir. Él frunció el ceño, se secó la frente y


respiró profundamente.

—Fine… I think we’re on the right way.

(Bien, creo que vamos por buen camino).

El sacerdote añadió:

—Y recuerden bien esto: las instrucciones que dé, según mi propia conciencia,
podrían no ser demasiado del agrado de las autoridades de las que dependo…
Prométanme que no lo desvelarán jamás.

Después de que se lo prometiéramos, el vicario continuó:


—Lo que ustedes necesitan es un exorcismo, puro y simple, y debemos usar
enseguida unos medios muy poderosos; porque me parece que su muñeca posee una
«carga» nada común. En realidad, ni siquiera sé si estoy listo para realizar la operación.
Y no tenemos tiempo que perder. Lo normal sería que avisara al obispo y que él,
después de múltiples conciliábulos e intercambios de opiniones, tomara decisiones
imprevisibles… No obstante, solo se me ocurre una solución y puede que les sorprenda.
Aquí tiene esta dirección. Es la de un sacerdote que no pertenece a la religión católica —
lo que para el caso carece completamente de importancia— y que se ha revelado como
un exorcista de primer orden. Vayan a verlo inmediatamente: y procuren no
mencionarme, a menos que sea necesario. Recuerden sus promesas y manténganme, en
la medida de lo posible, al corriente de los acontecimientos.

El padre Mathias, culto alejandrista, iglesia de la calle du Château-des-Rentiers.


¡Menuda historia! Intenten imaginarnos a Garret y a mí, deambulando por los
alrededores de la Puerta de Ivry, en busca de la capilla desconocida.

El barrio es un poco provinciano. Hay jardincitos delante de las casas. Un anciano,


sentado a horcajadas en un silla, fuma en pipa delante de su casa. Venciendo mis
propias reticencias, voy a preguntar.

—¿La capilla? ¡Ah, sí! La casa de los… —No acaba la frase, Garret debe de
intimidarlo. Se limita a darse un golpe en la frente, y adoptando una actitud maliciosa
dice—: Está aquí al lado, al fondo del patio, en la dirección en la que apunta mi pipa…

Nos ve irnos, esta vez con una sonrisa franca. ¿En qué berenjenal nos estamos
metiendo? Han adecentado una especie de desván: le han puesto tejas nuevas y le han
dado una mano de pintura blanca. Han elevado la ventana para darle una forma ojival.
En la puerta gruesa, bien cerrada, hay una placa discreta: «CULTO, DOMINGO, DE DIEZ A
ONCE Y MEDIA». Eso es todo. No hay timbre así que golpeamos la puerta: nadie
responde.

—Disculpe, señora, ¿el padre Mathias?…

—¿Mathias?… Se refiere usted al señor Roger… A estas horas debe de estar con el
café. Vaya a mirar al bar que hay allí abajo, a la derecha…

La mujer ha intercambiado unos gestos con su vecina en actitud burlona.

—El señor Roger, por favor… bueno, o el padre Mathias.

—Espere aquí, no tardará.


Debo disuadir a Garret de pedir té con limón.

—Aquí eso llamaría mucho la atención… Y ya lo hacemos bastante. ¡Dos coñacs!

Entran tres muchachos en chándal que parecen deportistas. Hablan despreocupados


y se dan unas palmaditas en el hombro.

—Roger, hay unos hombres esperándote.

El hombre más corpulento de los tres se acerca. Apenas tendrá treinta años, robusto,
con los pies en el suelo.

—¿Para qué?

—Es una cuestión profesional…

—Vale, vale, enseguida… Pónganse allí, estaremos más tranquilos.

Nos señala la trastienda.

El señor Roger se une a nosotros y le sirven una cerveza negra. Cuando intento
pagar nuestras tres consumiciones, se opone firmemente:

—No, no, todavía no sé qué quiere… Ya pago yo mi copa. No insista.

Garret me mira de reojo: parece tranquilo.

El vicario me había escuchado sin abrir la boca. El señor Roger —o padre Mathias—
me interrumpe cada instante con exclamaciones alegres. Por fin, explota:

—Es formidable. ¡Ah! Desde luego que es sorprendente. Es un asunto excelente. Sí


que lo es…

Puntúa estas fuertes palabras con un gesto —el pulgar bruscamente levantado— que
no parece propio de un sacerdote…

Entonces, me pregunta, e intenta informarse de múltiples detalles. Garret hace un


esfuerzo por recopilar sus recuerdos, responde y yo traduzco. Así pasamos una hora.

—Tenemos que darnos prisa —concluye el señor Roger, sin darme ocasión de hacer
ninguna otra pregunta—. Vayan a dar una vuelta y vuelvan dentro de dos horas.
Sale precipitadamente y para un taxi.

Por la noche, el señor Roger apareció vestido de padre Mathias: sotana negra,
chaqueta abotonada hasta arriba y alzacuellos. Nos costó reconocerlo. Además, parecía
preocupado, casi acongojado.

—Este caso es apasionante. No sé qué habría dado para poder ocuparme yo mismo.
Pero vengo de ver al «jefe» (¿?) y me ha disuadido de hacerlo. Hay que tener en cuenta
muchos factores: fuerza, procedimientos, un entrenamiento que no poseo todavía… Y
después, está también el tema de la proximidad… Esto es lo que deben hacer:
telefoneen a Inglaterra e infórmense de cómo está la pequeña enferma. Vayan a
Cherburgo: sale un tren a las once. Mañana por la mañana, llegarán a X…, una aldea
cerca de Carteret. Pregunten por el señor Bruhat. Es un sacerdote secularizado. Por lo
que yo sé, él es el único que puede sacarlos de este aprieto. No hace falta que le digan
que vienen de mi parte: serán bien recibidos en cualquier caso. Con semejante historia,
no lo duden…

Nos ofrecemos, si no a remunerarle por sus servicios, sí al menos a darle dinero para
un taxi.

—¡No, no, ni se les ocurra!

Insistimos en pagarle su bebida:

—No empiecen mal desde el principio.

Garret, un poco más calmado, reflexionaba sobre los días siguientes. Había
concedido a su gran cuerpo diez minutos de relajación, de dejarse llevar, en previsión
de futuros gastos de energía. El padre Mathias no parecía tener demasiada prisa, y yo
bendije aquel instante de distensión que utilicé para hacer una especie de entrevista.

—… ¿Ha realizado ya muchos exorcismos?

—En realidad, no. Quizás dos en los tres años que llevo ejerciendo esta especialidad.
Pero he «tratado» a centenares de personas…

—¿…?

—Pues sí. Mi actividad consiste sobre todo en recibir con buenos modos a mis
«clientes» —que, nueve de cada diez, son mujeres—, escuchar sus dolencias. Dicen que
están poseídas, perseguidas, o bien bajo el influjo de algún maleficio, de un mal de ojo
que les ha lanzado alguien de su entorno. Por supuesto, es algo que no se sostiene, pero
es inútil intentar que entren en razón. Entonces, me pongo a hacer aspavientos, gestos
teatrales e inútiles… No obstante, mi actuación surte efecto y cambian. Se van, sino
curadas, como mínimo aliviadas. No podemos encerrar a todo el mundo…

—En resumen, usted se encarga de los perturbados…

—Por desgracia, sí. Las personas con problemas nerviosos, obsesivas, alucinadas o
histéricas son muy numerosas.

—¿Y en qué consistieron sus dos «operaciones»?

—Déjeme explicarle algo: la palabra «exorcismo» suele usarse equivocadamente, a


falta de otra expresión mejor. Aunque he visto algunas cosas inusitadas, raras e insólitas
en los síntomas que presentaban mis dos enfermos (porque eran dos enfermos), nunca
he descubierto la marca del mal.

—¿Tiene usted elementos para comparar?

—Sí. De otro modo, mis actividades serían diferentes… Mi primer sujeto era un
estudiante de veinte años. Fue un niño enfermizo en una familia acomodada. Muy
mimado. Suspendió un examen, después dos. Le obligaron a recibir clases particulares,
dándole la posibilidad de elegir a los profesores. Cometió un crimen abominable, que se
atribuyó a una banda de malhechores «huidos»… evidentemente, eran inventados… Él
ni se inmutó. Se puso a estudiar con furor. Poco a poco, pasa la repesca y consigue un
nuevo diploma… Iba a presentarse a su exámenes finales, cuando nos encontramos por
casualidad en la calle de Buci. En tan solo una hora, se abrió a mí y me confesó su
terrible secreto… ¡Y menos mal! El pobre muchacho tenía un instinto asesino tan fuerte
que estaba a punto de estrangular a un niño.

—¡Madre mía!

—Como se lo digo. Antes ya había asesinado a un miembro de su familia. Usted es


el primero al que le cuento esto.

—¿Y a qué se debe esa confianza?

—Tengo mis razones. Como decía… todas las noches, desde hacía varios días, mi
enfermo deambulaba por la plaza del Arzobispado. Se había fijado en un pequeño al
que regalaba piruletas: estaba esperando la oportunidad para llevárselo a una obra… Y
a pesar de la desconcertante lucidez que había demostrado durante su confesión, era
más fuerte que él… Esa fuerza, esa necesidad de hacer el mal, un mal absurdo, surgía
de alguna parte, y no me costó descubrir su origen. Mi «sujeto» estaba bajo la influencia
de un extranjero, que se decía médico, y que le daba lecciones de alemán y, según
afirmaba él, de «psicología». Me dio la impresión de que este profesor era alguien
bastante turbio. Bajo pretexto de realizar unos experimentos de psicoanálisis, había
conseguido dominar el espíritu de su alumno y lo subyugaba hasta el punto de que
cometer un crimen «a través de otra persona» era solo un juego para él. Conseguí
calmar a mi asesino en potencia: no, como podría usted pensar, con palabras
razonables, sino mediante una serie de procedimientos que yo considero propios de mi
profesión. Entonces, me propuse encontrar al profesor. No me había equivocado: aquel
ser diabólico, y sé muy bien lo que digo, desprendía a diez leguas la voluntad de hacer
el mal. Si hubiera podido impedirle que causara más daño, les aseguro que lo habría
hecho sin ningún escrúpulo.

—¿Incluso haciéndolo… desaparecer?

—Tal vez no… porque es de esa gente que es más peligrosa muerta que viva.

—Explíquese.

—Permítame no hacerlo. En resumen, me costó mucho conquistar la influencia


necesaria sobre mi joven enfermo. Por último, fui a ver a sus padres y les expliqué la
necesidad de alejarlo de París… Cosa que hicieron. Ahora está mucho mejor, pero sigo
vigilándolo, en la distancia.

—¿Y el segundo caso?

—Es menos trágico. Una buena mujer bastante simple, madre de familia, actuaba
desde hacía varios años como médium para un círculo de ancianas que se reunían no
lejos de aquí, en una portería, para hacer espiritismo de cinco a siete. Pueden
imaginarse el tipo de personas.

»Ella era la señora Hache, costurera, de constitución débil y muy impresionable. Un


día, en la calle, presencia un accidente grave: un coche contra un camión. La señora
Hache no puede aguantar el espectáculo de los dos cadáveres ensangrentados. Se
desmaya y no vuelve en sí. Se la llevan al hospital. Allí, en un estado de
semiinconsciencia, empieza a pronunciar ante el atónito interno un discurso que parecía
coherente, pero en una lengua desconocida. No obstante, algunos sonidos eran
familiares para el interno. No es de extrañar: ¡era griego clásico! No supimos nada de lo
que ocurrió después. Porque desde ese día la señora Hache, a la mínima, caía en trance,
o prácticamente, y empezaba a divagar: unas veces en latín, eligiendo los casos que
tocaban, pero más a menudo en griego, y en otras ocasiones en dialectos sobre los que
doctos profesores de Lenguas Orientales no se pusieron de acuerdo. Porque el asunto se
divulgó y autoridades médicas se interesaron por el caso, psiquiatras, sobre todo:
llaman a este fenómeno, “xenoglosia”. En varias ocasiones, se han grabado los
“discursos” de la señora Hache… Ya despierta, nunca ha querido admitir que la que
escuchaba era su propia voz. Pero estas experiencias la debilitaban, y el cura de su
parroquia me pidió que me ocupara de ella. Yo conseguí devolverle una salud y un
equilibrio que habría perdido hasta el final de sus días. No me pregunte qué pienso, o
qué no pienso, de todo esto, y volvamos a nuestra muñeca: dígale al doctor Garret que,
si telefonea a su casa, dé discretamente instrucciones para que nadie, absolutamente
nadie, toque el objeto.

Lo hice y Garret preguntó:

—¿Y si ordeno que quemen ese trozo de madera?

El padre Mathias se sobresaltó:

—Eso sería condenar a la niña ineluctablemente. Está usted sobre aviso, no cause
ninguna desgracia. ¡Ahora, buena suerte! Y vuelvan a verme.

—¡Gracias!

—… La única palabra que no debe decirse…

Llamamos desde la Bourse. El estado de la pequeña había empeorado. La noche


anterior había tenido fiebre y pesadillas (a las que llaman nightmares, «las yeguas de la
noche»). La inflamación se agravaba. La señora Garret suplicaba que «hiciéramos
algo»…

En Cherburgo hacía un tiempo desapacible al amanecer. Una lluvia corrosiva, fina y


helada, nos recibió. No habíamos previsto ese tiempo de perros. Tiritando de frío e
hirviendo de impaciencia, entramos en una taberna, donde esperamos a que abrieran la
oficina de Turismo. No salía ningún autobús a Carteret hasta la tarde, y para reunirnos
con el sacerdote Bruhat todavía tendríamos que recorrer a pie legua y media hacia el
interior. Así que alquilamos un coche.

—¿No buscaban al señor Bruhat? Mírenlo, allí lo tienen.

La calle subía un poco. Junto a un seto, un hombre sujetaba dos toneles vacíos en
una carreta. El caballo estaba delgado y cansado. En cuanto nos vio, el hombre se quedó
inmóvil hasta que llegamos a su altura. Tenía una pipa de cerezo en la boca, unos ojos
muy claros y penetrantes, la piel oscura.

—¿Señor Bruhat?

—Soy yo. ¿En qué puedo ayudarles?

—Venimos de París para verlo.

Parecía desconfiado y contrariado.

—¡Ah! Vienen de París, ¿a esta hora? ¿Qué ocurre?

—Es por un asunto de… de brujería, de un maleficio…

—¡Ah! Pero no podemos hablar de eso aquí. Hay un sitio adecuado para todo.

Bajamos la cuesta sin hablar.

Con toda seguridad, era un hombre de un país occidental, pero desterrado: no tenía
acento de Cotentin.

Se detuvo delante de una casa de aspecto modesto. Acarició al viejo caballo y, con
cuidado, puso dos bolsas encima de su lomo humeante.

—Entren por ahí…

Una cama deshecha: encima, un cristo de yeso con una rama de boj completamente
marchita. Algunos libros muy viejos. En la habitación del fondo, una acumulación
increíble de restos de todo tipo amontonados en una esquina o colgados de las paredes.
Trozos de vigas que provenían de casas incendiadas, pedazos de carlingas de aviones
derribados. Un mascarón de proa muy antiguo: una sirena, partida en dos. También
había barcos en miniatura dentro de botellas.

—¿Tomarán un vaso de sidra, verdad?

Nos invitó a sentarnos y puso sobre la mesa una enorme jarra de sidra dulce, y un
litro de calvados.

—Bueno, ¿cuál es su historia?

No se perdió ni una coma. Su mirada clara, clavada en mí, guiaba mi pensamiento.


Cuando terminé, dijo:
—Bien, muy bien… ¿Me han traído ustedes cabellos?

No pude evitar mirar a derecha y a izquierda en busca de alguna otra persona: su


voz había cambiado completamente, el acento campesino había desaparecido. Era el
sacerdote quien hablaba. Repetí la pregunta a Garret. Consternado, dijo:

—Pues no, ya lo sabes… Debería haberlo pensado.

—Nada está perdido —dijo el sacerdote—. Voy a preparar el caballo de Basile y los
dejaré en Carteret. Hay unos canadienses de excursión que viajan esta noche a Jersey, en
su balandro a motor. De Saint-Hélier, el doctor encontrará un medio rápido de llegar a
las costas inglesas. Necesito que me traiga, muy rápidamente, un mechón de cabello de
la pequeña enferma, que le arrancarán en el último momento, y también la mitad de los
cabellos de la muñeca: sobre todo no arranque ninguno de los mechones implantados,
córtelos a media altura. Y manipule el objeto con mucha mucha precaución. También
necesito un mapa de la región de B… Usted —me ordenó él—, vaya a Cherburgo e
intente telefonear a B… para informarse de las novedades y avisar de la llegada del
doctor. Procuraré ir a su hotel por la noche.

¡Malditos sean los ferrocarriles normandos! ¡Puñeteros trenes! Fue mucho más
complicado llamar desde Cherburgo que desde París: tuve que llamar a Londres,
después a Liverpool y, por último, al hospital de B… donde por suerte estaba la señora
Garret. El estado de la pequeña enferma no había cambiado. Fiebre persistente e
inflamación severa. La niña, debilitada y muy abatida, dormitaba. Bruhat, tal y como
había dicho, me llamó por la noche y me informó de que los canadienses habían
aceptado a Garret a bordo sin problema.

Garret estuvo de regreso dos días después, a mediodía. Fue toda una proeza: en
Jersey había ido al aeródromo donde el piloto de un avión de turismo había aceptado
de buen grado llevarlo inmediatamente a Liverpool. Incluso el tiempo, que
contradiciendo todos los pronósticos era bueno, se había puesto a su favor.

Para volver, tren de Liverpool a Londres, y de París a Cherburgo: de Londres a París


había cogido un avión de British Airways.

Garret traía consigo dos preciados sobres con los mechones de pelo (los de la niña, y
los de la muñeca). Además, había conseguido un mapa de Inglaterra, un mapa militar al
diezmilésimo de la región galesa donde está B… y un plano catastral de la ciudad,
donde el hospital y su propia casa estaban claramente indicados.
El sacerdote Bruhat examinó con cuidado los documentos y palpó los cabellos.

Observé que después de tocar los de la muñeca, se humedeció los dedos en un


líquido —agua probablemente— de un pequeño frasco, antes de palpar el mechón que
le había quitado a la niña.

Vertió tres enormes vasos de calvados.

—Váyanse ahora —nos dijo—. Tengo trabajo para dos días enteros. Me voy a
encerrar en casa. Mañana y pasado mañana, infórmense sobre el estado de la pequeña,
introduzcan un papel con las noticias en un sobre y échenlo en mi buzón. No llamen a
la puerta. Ahora me toca a mí actuar. Hasta pronto. Si todo va bien, hasta el jueves por
la noche. Si no, hasta el viernes.

Veinticuatro horas después, la niña ya no sufría, su temperatura había vuelto a ser


normal y la inflamación disminuía a una rapidez impresionante.

Dos días después, se había recuperado: la niña estaba curada, se extrañaba de


encontrarse en un hospital ya que no recordaba la gravedad del mal del que había
escapado.

Cayó la noche. Acabábamos de dar la buena noticia. Caminábamos de un lado a


otro, indiferentes a las miradas de los vecinos intrigados.

Por fin, se oyó un ruido pesado de cerradura y la puerta se abrió de par en par.

Era el sacerdote Bruhat. Encorvado, cansado, agotado, lamentable. Pero sus ojos
brillaban de alegría.

—¡Ah, bien! Las he pasado canutas —nos dijo con una voz que intentaba ser
alegre—. He envejecido diez años con su historia: pero les debo la mayor alegría de mi
vida.

Como el vicario parisino, el padre Mathias, Bruhat declinó con indignación y un


nerviosismo conminatorio nuestros intentos de «compensarle».

—¿Qué debo hacer ahora con la muñeca? —preguntó Garret.

—Lo que quieran… Está definitivamente neutralizada, pueden creerme. Respecto a


la pequeña, pronto olvidará esta penosa aventura. También está protegida de bastantes
enfermedades. De hecho, cuando vuelva a casa, envíeme su foto. De vez en cuando, me
ocuparé de ella, eso le hará bien, y yo estaré encantado de hacerlo…
Capítulo 16

—¿Acaso no alcanzas el Absoluto?

—¿Acaso no viene hacia mí?

GNÓSTICOS

Marzo del 54

A lo largo de los capítulos anteriores, me he limitado a exponer, ajustándome a la


verdad tanto como he podido, un encadenamiento de acontecimientos diferentes, más o
menos desconcertantes, y que consideraba fenómenos sobre los que había que
reflexionar, más que fantasear, y que había que verificar antes de aceptarlos sin más.

Nadie sabrá nunca las dificultades de todo tipo que he tenido que superar para
poner punto final a esta primera serie de mis relatos. En algunos sueños te sientes
pesado, torpe, paralizado, incapaz de moverte aunque vayan tras de ti enemigos
terribles y feroces. Una molestia, una traba, una oposición de este tipo han supuesto un
obstáculo constante a la redacción, cuán larga y difícil, de esta obra. No obstante, el
hecho de escribir una a una estas historias me liberaba cada vez de una verdadera
presión. Solo lamento no haberme liberado completamente. Estoy muy lejos de hacerlo.

La vorágine no se ha calmado nunca. O mejor dicho, no se calmará jamás: todavía no


sé cuándo podré dejar de estar tan involucrado. Aquí no puedo permitirme plantear
ecuaciones cuyos elementos existen actualmente y que se resolverán en el futuro, y
cuyos resultados todavía debo ratificar. Durante un tiempo todavía indeterminado,
estoy en la situación del maníaco que es incapaz de encontrar un pedazo de hilo sin
cogerlo y hacer un nudo. No obstante, sea cual sea el lugar atribuido al narrador a lo
largo de estos relatos, sé bien que no se trata de mi propia vida, sino de la palpitante,
rica y generosa vida de mi Ciudad.
Estos escrúpulos me obligan a callar algunos hechos asombrosos que no solo
presencié yo, y a cuyos protagonistas no deseo nombrar: en este caso, transformar y
trasladar lugares, nombres y fechas sería pura deshonestidad.

Me gustaría que llegara un día en el que, convertido en un peatón anónimo que


husmea en los lugares de estos recuerdos, pudiera seguir a algún lector puntilloso, que
los hay, y disfrutar de su presencia cuando, con este libro en su bolsillo, se encuentre en
presencia de alguno de los personajes descritos, situados o mencionados en las páginas
anteriores, y que existen, y siguen muy vivos, perpetuando, conscientemente o no, su
leyenda. Me gustaría que alguien se informe, que alguien compruebe. Hay que estar
muy muy alerta para descubrir todas las claves que he diseminado entre estas páginas.
Muchos pueden encontrar su propia casa entre ellas.

De todos modos, deben saber algo: en algunos sectores de París, lo maravilloso es


moneda corriente. Los autóctonos lo aceptan y participan. Me baso en dos ejemplos,
fáciles de comprobar, y que confirmarán centenares de personas.

Henri el bretón, un borrachín buena persona, sobrevivía en la lonja de pescado.


Quienes lo conocían, que son muchos, siempre se reúnen en su cuartel general: el local
de Pagès, el bar del vendedor de carbón de la calle du Haut-Pavé. Una noche de julio de
1950, Henri le pide a Pagès mil francos prestados, según él, para apostar en las carreras.
A las diez, está ya medianamente piripi, en el Vieux-Chêne. El pacífico Henri, cuando
estaba borracho, solía empecinarse con alguna idea y vociferar.

—No armes jaleo —le dijo el comandante.

—No se preocupe, comandante, soy bretón, soy cristiano y soy un caballero —dijo
Henri, y con un desafortunado gesto tiró un vaso vacío.

Se empeñó en pagar los desperfectos.

En ese momento llega, como de casualidad, por supuesto, Honoré Thibaudat, el


hombre que ha perdido cualquier crédito, el hombre con quemaduras, el hombre del
secreto traicionado. Más delgado y más cerúleo que nunca, embutido de negro, más que
vestido, y con los ojos extraordinariamente hundidos. Henri le dirige la palabra. El otro
se niega a responderle. Henri se enfurece.

—Para empezar, no me gustas y hueles a azufre. En mi país, el cura no te habría


disculpado.
Las dos sílabas de «cura» despiertan en el corazón infantil de Henri una corriente de
lejanos recuerdos. Vuelve a verse haciendo misa en Kirity-Penmarc’h. Se santigua
haciendo aspavientos entre el humo de las pipas. Inspirado, lanza al otro unas palabras
terribles:

—¡A azufre, hueles a azufre, y menuda cara horrible de gato que caga en las brasas!
¡Estás vendido, totalmente vendido al diablo! Estás muerto, muerto, más muerto que
todos los muertos. ¡Y ni siquiera eres digno de piedad! ¡Largo! ¡Apestas! ¡Los fiambres
al cementerio!

Aquello rayaba en la locura. Henri empezó a recitar teatralmente: «De profundis


clamavi, Domine, Domine…».

La piel cerosa de Thibaudat se había vuelto grisácea:

—¡Pare, pare! ¿Qué está haciendo?

Mientras uno se tambaleaba horrorizado, el otro seguía:

—Fiant aures tuae intendentes in vocem…

El comandante amenazó al Bretón con enfadarse si no se marchaba enseguida. Henri


obedeció.

—¿Qué quiere que haga? —dijo él asintiendo—. No aguanto a la gente que apesta. A
no ser que sea a pescado.

Henri tuvo que comer algo para recuperar algo de sobriedad.

A las cuatro de la mañana, hubo una tormenta breve. Un rayo, solo uno, iluminó la
torre de Saint-Jacques (rodeada de una plaza donde había grandes árboles plantados…).

A poca distancia, en la reja que rodeaba la plaza, encontraron a Henri fulminado,


con las manos agarrotadas alrededor de su carretilla y con el rostro azul.

André Gantot era carnicero en el extrarradio sureste. Tres veces a la semana, iba en
motocicleta a Les Halles, donde negociaba la compra de carne. Tenía por costumbre
almorzar en el restaurante Raymond, en la esquina de la calle du Pontoise con el muelle
de la Tournelle, en una casa que hace tan solo doscientos años formaba parte del
«Mercado de la carne» (el puerto del ganado estaba enfrente).

Gantot era un hombre bastante desagradable. Achaparrado y mentecato, fanfarrón,


hablador, exasperaba a todo el mundo por sus réplicas sin sentido. El 1 de abril de 1947,
por la mañana, una noticia transmitida por teléfono a Les Halles tardó dos horas en
cruzar el Sena: André Gantot, que la víspera se había ido muy tarde del restaurante
Raymond, se había matado cuando volvía de noche. Su moto había derrapado. Un
árbol… muerte en el acto.

Sus colegas de Les Halles reunieron inmediatamente dinero y compraron una


inmensa corona que colocaron delante del puesto donde solía hacer sus compras.

A mediodía, cundió el estupor: André Gantot, peripuesto, orgulloso de sí mismo,


hacía su aparición para disfrutar de los efectos de lo que él consideraba una buena
broma. Solo encontró malas caras. Nadie se molestó en ocultarle la desaprobación
general.

Avergonzado, pensó que se libraría pagando una ronda de aperitivos.

El 1 de abril de 1948, exactamente la misma noticia corrió por Les Halles y realizó el
habitual circuito.

—Definitivamente, se ha pasado —dijeron sus colegas.

Y ya nadie pensó en ello. En la Tournelle, todo el mundo estuvo de acuerdo en que


aquella insistencia estúpida podría jugarle una mala pasada.

No sabían cuánta razón tenían. Al día siguiente, se confirmó que el carnicero,


después de haberse ido la víspera a una hora avanzada, se había parado en varios bares
de camino. Incluso se había ofrecido para llevar a un joven. A quinientos metros de su
casa, André Gantot se había roto el cráneo contra un árbol. El joven había salido ileso, y
lo vimos poco después: «André sangró como un buey —nos dijo—. No derrapó: se fue a
dar directamente contra el árbol, a toda velocidad. Era como si el obstáculo lo atrajera,
lo llevara hacia él… Nunca lo entenderé».

Él, desde luego que no. Pero a los compañeros, que conocían todos a Gantot y que
no les gustaba nada, les parece todo muy normal. El recuerdo de este suceso sigue muy
vivo en el barrio.

LA CALLE DE LOS MALEFICIOS

Durante la última estancia del doctor Garret en París, no me atreví a ponerlo al


corriente de lo que ocurrió en la calle Zacharie —calle de los Maleficios— en el verano
de 1950. Este acontecimiento me afectó hasta tal punto que evito mencionarlo. Y hasta el
último momento me he sentido incapaz de exponerlo aquí. Se podría creer que existe un
humor inmanente, que la desconfianza flota en el aire. ¿Quién está inquieto, quién tiene
razones para temer que tales testimonios lleguen a conocimiento de los hombres, qué se
teme y por qué?

Me gustaría que este último relato tuviera la austeridad de un informe.

Mis trabajos sobre el Viejo París habían incitado a un productor de cine a concebir
un cortometraje dedicado a los «barrios con leyendas». Entre esas leyendas, la del ciego
—«El hombre que canta»— que me contó Garret en su refugio londinense nos había
parecido la más poética. Se me encargó la sinopsis de un guion. De común acuerdo,
decidimos titular a la película Calle de los Maleficios. Una cantante callejera debía ser la
estrella. Había escrito dos canciones leitmotiv que mi hermano, músico de profesión,
debía armonizar.

Así, una noche cálida y propicia a la inspiración, tres compañeros, con la cabeza
llena de proyectos y la pipa en la boca, descendían la calle, siguiendo los pasos de la
pareja medieval.

Eramos el periodista Raphaël Cuttoli, mi hermano y yo.

Por suerte —eran las dos de la mañana—, encontramos abierto un restaurante, el


Athènes de Denis l’Evzone. Solo quedaba un cliente, que estaba comiendo arroz: Serge
B…, un tipo muy particular, de origen gitano, al que conocía vagamente por habérmelo
encontrado en los viernes poéticos de los «Insulares», en la Ile Saint-Louis.

—No sabía que viviera usted en el barrio…

—Sí, aquí al lado, en el número 16. En un altillo, pero es muy jodido. Tengo que
tener luz durante toda la noche. Así que he conectado una lamparilla al contador del
vecino de abajo sin que él se lo huela.

—¿Y a qué se debe esa precaución?

—¿No lo sabe?

—Es la habitación del Ciego.

El corazón me dio un vuelco. Cuttoli y mi hermano, a quienes les había contado la


historia un cuarto de hora antes, estaban pasmados.

—¿Qué ciego? Dígamelo, dígamelo rápido.


—Es una historia muy extraña. Hay una antigua, muy antigua tradición ligada a este
altillo, o a este desván, más bien. Ninguno de sus varios inquilinos ha podido quedarse
más de unas semanas. Parece que el fantasma de un ciego hirsuto y con una ligera
cojera se les aparece en sus sueños: y, sin despertarlos, el ciego acerca a sus ojos una
mano larga y grande, luminosa y traslúcida, y helada. Se despiertan muy angustiados, y
conservan el recuerdo de una horrible pesadilla, y tienen la impresión de que el ciego
les ha chupado la luz: ven con menos claridad, les parpadean los ojos y no soportan el
sol. Al final, no aguantan más y se van. La propietaria, una mujer anciana, cansada de
estas historias, no quería seguir alquilando esta habitación a ningún precio. He tenido
que suplicárselo… Pero, aunque nunca he visto al fantasma, esos cuentos me
impresionan. Así que dejo la luz encendida toda la noche, por precaución. Y hasta ahora
he dormido tranquilo.

A continuación tuve el placer de comprobar lo que me contaba el buen hombre: era


cierto. Mis antiguos conocidos de la Maube, Georgette, el viejo Marteau, Jean el
colchonero y muchos otros, han tenido todos alguna experiencia con el ciego. Hay que
estirarles de la lengua y hablan con terror del tema. Todos se quejan de tener problemas
de vista y los atribuyen a su estancia en el «Desván». La mayoría lleva gafas con
cristales oscuros.

—Tengo mucho interés en visitar su habitación.

—De acuerdo. Vuelva mañana, de día.

—No, ahora mismo. Es urgente. Es de una importancia capital.

Tras comprar un litro de vino de Samos, los cuatro nos dispusimos a subir al
apartamento. A mitad de camino, Serge me dijo:

—Vivo con un camarada. Un cómico. Tal vez ya esté allí. En cualquier caso, volverá
de un momento a otro.

Para entrar en el «Desván», tenías que agacharte, seguir un largo pasillo —una
especie de galería estrecha—, y de nuevo subir unos escalones peligrosamente
desgastados. Por fin llegamos: un trastero lleno de cachivaches bastante sórdido, y no
demasiado divertido a pesar de la inscripción pintada en el yeso infecto: Aquí no estáis
en vuestra casa, mantened este lugar en un completo desorden. Nos instalamos con bastante
dificultad en unos asientos que cojeaban, y nos sirvieron algo de beber en unos vasos
pegajosos.
—Y ahora —dijo Serge— explíqueme a qué se debe tanto interés por este cuartucho.

Yo ya había vivido «mi» película, y sin «atacar» directamente la leyenda del hombre
que iba a morir, había esbozado un cuadro de Saint-Séverin en el siglo XIII, con sus
hordas de mendigos: Malingreux, Sabouleux, Rifodés… La puerta cruje: entra el número
dos. Es un joven. Grande, desaliñado, con camisa de cuadros, muy peludo. Su cara era
bonita y fina, pero iba un poco ebrio. Arreglamos rápidamente las presentaciones:

—Thierry, mi compañero —nos dice Serge. Vale.

Thierry se sienta junto a mí. Yo les cuento la historia del hombre con una creciente
debilidad, de la mujer que se identificaba con la Noche, del árbol de la ribera, de la
sombra que subía y subía…

Serge estaba de pie detrás de su camarada. Pero Cuttoli, mi hermano y yo


observábamos con inquietud los ojos de Thierry, sus manos temblorosas, su rostro
lívido: estaba perdiendo la cabeza.

Todo relato tiene un final. No podía eternizarme… Cuando acabé con la palabra
«ciego», me respondió un grito.

Thierry estaba fuera de sí. No controlaba sus impulsos y se lanzó sobre nosotros con
las fuerzas multiplicadas por un arrebato de rabia contenida durante mucho tiempo. A
pesar de nuestros esfuerzos, consiguió golpear a Cuttoli en la cara, quien, en la pelea,
perdió un zapato. Solo después de haber arrancado los cables de la electricidad
conseguimos llegar a la escalera y después a la calle, abandonando nuestras carteras
donde llevábamos documentos, partituras y manuscritos, el fruto de nuestro trabajo de
semanas.

Cuando fuimos a recuperar nuestras pertenencias se formó un gran escándalo en el


que tuvo que intervenir la policía… y mi hermano, Cuttoli, ensangrentado, y yo
acabamos en la comisaría del Panteón donde nadie comprendía cómo un buen hombre
se había podido volver súbitamente loco después de escuchar el relato de una leyenda.

Thierry tardó mucho en recuperarse. Él también se quejaba de problemas de vista. Y


de la mente.

Le conté este penoso incidente a mi amigo D…, funcionario de la ciudad. Al día


siguiente, viene a mi casa conmocionado y me pregunta a quemarropa:

—¿Quién era el preboste de París en 1268, la época de la leyenda?


—Ahora te lo digo.

Consulto mi diccionario de calles de París de Félix Lazare:

—Augier, Jehan Augier.

—Bien. ¿Y qué hacía en 1268?

—Pues eso, acabo de decírtelo, era el preboste de París…

—Tal vez: pero nuestro hombre estaba todavía en Oriente, de regreso de una
cruzada ordenada por el rey San Luis, y a petición de los propios infieles…

—¿?…

—… Por una vez, en 1240 quisieron asociarse a los cristianos para echar de sus
tierras a las hordas de Gengis Khan… Augier se había echado al mar, navegaba hacia
las costas de África.

—¿Y entonces?

—… En París, había cedido su autoridad a diferentes personajes, en particular a uno


de los mayordomos de Saint-Séverin, llamado Thierry de Sauldre, un noble de Flandes.
Thierry de Sauldre fue víctima de un maleficio, o al menos se atribuyeron a las prácticas
de un brujo el mal que lo aquejó, y que progresivamente lo privó de la vista. En 1269,
promulgó una ordenanza que prohibía el acceso a la calle de los Maleficios a «todos los
ciegos, sea cual sea la causa de su ceguera»… Después siguieron la pista de su familia.
En el siglo XVIII, los de Sauldre emigraron y se convirtieron en colonos de Guadalupe.
Los últimos descendientes volvieron hace muy poco. Y justamente su agresor de la otra
noche nació en Guadalupe…

—Mira, de hecho, se llamaba también Thierry.

—¿Y conoces el nombre completo?

—No.

—¡Thierry de Sauldre!…

«Thierry de Sauldre» existe. Aunque he transformado un poco su patronímico. Es un


chico con talento y de excelente familia, a quien no querría causarle ningún perjuicio.
Asimismo, tampoco puedo decir aquí cuál es el increíble tributo que, para conservar
su luz, Thierry debe pagar a la Noche. Sí, a la Noche, o mejor dicho, a la oscuridad.

Observar o provocar estas aventuras, vivirlas, en cualquier caso, supone la peor de


las pruebas y conlleva la recompensa más maravillosa e inesperada.

Mi alegría no ha seguido los mismos cauces que la del Gitano. No obstante, tampoco
tiene límites.
Capítulo 17

DONDE EL AUTOR HABLA SIN ORDEN NI CONCIERTO

Julio-agosto de 1966

παν έν παντί καί τάνά παλίν

Hermes Trismegisto

completado por Alfred Capus

ONCE AÑOS Y PICO

… Y ahora, reflexionemos.

Según una tradición teñida de esoterismo, bastante somera e incluso transparente,


cuando algún imprudente, jugando al aprendiz de brujo, se atreve a «soltar» o liberar
alguna afirmación en la que se pudiera ver algún inicio de divulgación —y, por tanto,
de profanación— de un secreto prohibido a la multitud, es necesario dejar que la
cuestión se enfríe y no hablar de ella en absoluto durante un periodo (un ciclo, si se
prefiere) de once revoluciones solares.

A menos, claro, que el profanador quiera seguir adelante con su osadía; pero eso
conlleva riesgos y peligro.

Los fatídicos once años posteriores a que saliera de la imprenta el primer ejemplar
de esta obra han tardado mucho en pasar. Al parecer, no desvelé ningún arcano mayor,
ni siquiera inconscientemente, a lo largo de las páginas precedentes. Y mejor que así
sea.

El público eficaz (en el sentido que se quiera entender) de los Enchantements sur
Paris[30] —el que lee entre líneas— tardó en aparecer. Tal vez a causa de la ambigüedad
del título. Ahí de nuevo abordamos el universo de la fantasmagoría cotidiana del que
apenas hemos salido, un «ambiente» que es a la vez paradójico, paciente, sonriente,
afable y también terrible en ocasiones.
Las primeras reacciones de los lectores (al menos las que conozco) fueron muy
diferentes de los mensajes que recibí después (en total 338 cartas, más innumerables
testimonios orales).

Al principio, se interesaban por el grado de veracidad de mis relatos. Por tiempo o


por distancia[31] muchos no podían venir a comprobarlo in situ, ni a preguntar a los
protagonistas, a pesar de que los invité a venir (algunos sí aceptaron: todavía saboreo su
asombro duradero, al menos tanto como ellos mismos). Por tanto, me vi obligado a
redactar una especie de respuesta universal para responder a todas las cartas. Se trataba
prácticamente de una circular en la que valoraba de 0 a 10 los principales textos que
componían el armazón del libro según su fidelidad a la verdad. No obstante, no
conseguí expresarme como yo quería, y por ello acepto ahora encantado meterme en
esta ratonera. Espero que me perdonen alguna o varias digresiones.

… Igual que una ciudad, un libro vive su propia vida.

Por supuesto, no cualquier ciudad, ni tampoco cualquier libro. En lo que respecta a


este, en cuanto se confirmaron sus veleidades de independencia (casi desde su
aparición: después hubo una nueva corriente, bastante diferente de la primera, hacia
1958-1959), no dejó de hacer de las suyas. Yo lo veía con asombro, pero también ansioso
y encantado.

Primeros síntomas: acontecimientos fuera de lo común, insólitos, incluso


perturbadores, intervinieron en la «infravida» de la Ciudad (el milagro habría sido que
eso no hubiera ocurrido). Testigos, protagonistas (muy a menudo involuntarios),
víctimas o beneficiarios de estas extrañas circunstancias defendían que debían de
proceder de una especie de voluntad inmanente que habitaría en un universo taimado
con burlas implacables —donde las nociones de bien y de mal (a escala humana, por
supuesto) estarían invertidas, más que destruidas—.

Todo comienza el 1 de agosto de 1954, con la increíble historia del edificio del
número 61 que voló por los aires, en el muelle de la Tournelle (delante del puente del
Arzobispado). Un edificio que databa de mediados del siglo XVII, señorial, con una
bonita fachada de piedra de sillería. El gas de una lámpara se había acumulado en una
habitación, aunque nunca llegaremos a saber si la ocupante alimentaba de verdad
tendencias suicidas. El olor causó primero extrañeza y después preocupación. Avisaron
a los bomberos del cuartel de Poissy. El resultado: en un segundo,
¡Brrraaauuuummmmmmmm! Adiós techos, suelos y paredes. Vidrios volatilizados.
Una jaula vacía, cubierta de restos de los que, por fortuna, solo sacaron cinco cuerpos,
entre los que se encontraban los de dos jóvenes bomberos[32]. El estanco que estaba
junto al lugar del desastre se transformó en morgue. La deflagración se había sentido
prácticamente en todo París. La conmoción era grande. La prensa y la radio sembraron
sus plañidos de detalles horribles, cosa que cabía esperar. Sin embargo, al día siguiente,
un comentarista de la actualidad contó con total tranquilidad en France II que había
leído cierto libro (citó Enchantements y dio mi nombre) en el que se estudiaba cierto
«perímetro maldito» de aquel sector del Viejo París… (Es verdad que la casa del
siniestro resultó ser inmediatamente contigua, por el lado de la calle de Bièvre, de la
destruida del viejo Hubert).

Entonces me tuve que enfrentar a una serie de pruebas que no me esperaba en


absoluto. Aquella población tan interesante, confiada y recelosa a la vez, que había
tardado un cuarto de siglo en domesticar, a la que había tratado con una paciencia
destacable y con una buena voluntad permanente que rallaba en la abnegación, me
manifestó de un día para el otro una hostilidad sorda y no confesada. La gente
desconfiaba como por un reflejo irracional: cuando me acercaba a alguien, este
procuraba dominarse, templar su ánimo, recurrir a la simple razón para corregir una
actitud de repugnancia, de repulsión incluso, que no estaba justificada por nada «serio».
Por supuesto, yo, el interesado, no me había vuelto ningún pardillo. Supe ocultar mi
angustia, sobreponerme a la verdadera pena que sentía para centrarme en mi
preocupación más seria e inmediata: averiguar y descifrar la naturaleza exacta del
reproche inconsciente que me hacían. Por suerte, no me achacaban el mal de ojo que le
habían atribuido al viejo Casquete. Creían, o al menos eso supuse, que poseía algún
conocimiento inquietante y un montón de intuiciones (o de certidumbres)
verdaderamente angustiosas. De un día para otro, me había convertido en un pájaro de
mal agüero y para disipar aquel clima insoportable debía cortar por lo sano aquella
leyenda ridícula. Tomé la decisión el 2 de agosto de 1954 por la noche…

La mañana del 4 de agosto, fecha memorable, el semanario Carrefour (de gran


formato en la época) ostentaba un titular escandaloso: «PARÍS CAPITAL DE LA MAGIA». El
subtítulo anunciaba: «En el barrio de Mouffetard, mendigos hechiceros y reyes gitanos
viven en un cuento de hadas…».

… Hay que tener algo en cuenta: entre los habitantes de la Mouffe, ya sean
autóctonos o recién llegados, reina una especie de paranoia colectiva, tópica; su
susceptibilidad se dispara con gran facilidad y en proporciones, en dimensiones
desconocidas en cualquier otra parte. Así toda la población pensante, alfabetizada y
descifradora de la Mouftaga se abalanzó sobre los ejemplares de aquel semanario, que
se acababan rápidamente, pues trataba asuntos de la Via Mons Cetardus y las zonas
vecinas, y, por entonces, no había nada más importante en el mundo.

Para mi profundo estupor, que primero fue indignación y después diversión (pues
había motivos para reírse), Louis Pauwels, autor del artículo, afirmaba: «Mis esfuerzos
para obtener información sobre el señor Jacques Yonnet han fracasado, pues no he
podido encontrarlo…». Y mira que era sencillo; pero, un momento, todavía hay más
sobre mí: «Supongo que J. Y. no ha dicho ni una vigésima parte de lo que sabe por
prudencia. Pero esa vigésima parte nos basta por el momento…». Y, mucho más
adelante, para concluir el artículo, bastante bien escrito por otra parte, me definía (de
nuevo yo pagaba el pato): «Poeta, aventurero de las callejuelas nocturnas, historiógrafo
y tal vez guardián de importantes secretos…». Pauwels había dado en el clavo,
probablemente sin imaginárselo. La gente leyó sus frases, las comentó y las discutió;
algunos las aprobaron y otros las refutaron. Prácticamente nadie se quedó indiferente.

El ambiente para mí se volvió más respirable. Al menos durante unos días, porque
poco después tuve que asistir a la invención, al fomento, a la elaboración de mi propia
leyenda, sin poder matizar o desmentir nada. Mi fama llegó a «territorios» familiares
mencionados y descritos en este libro: tanto en la Mouffetard, como en Maubert, en los
Muelles, en las Islas, en todo Les Halles, hasta Grenelle y Montmartre, e incluso en
lugares suburbanos como les Puces, Bicêtre o Gentilly conocían mi leyenda. Así, mis
«interlocutores válidos» no concebían que pudiera ocurrir nada singular o extraño —
incluso muy vagamente— en lo que yo no estuviera más o menos metido. Me colgaron
el sambenito de maestro del misterio y de la magia potagia, que todavía hoy sigo
llevando. Aunque quizás sea el único, estoy totalmente seguro de mi absoluta y
voluntaria neutralidad. No obstante, me sigue intrigando la vinculación de hechos y
recuerdos, la sucesión o la imbricación de acontecimientos de naturaleza diversa que
acaban uniéndose, sumándose, sin llegar a confundirse, que se corroboran, se admiten y
se justifican unos a otros, en una «danza» bizarra dominada por cierta gracia, que, a
veces, llega a ser majestuosidad. A través de estas manifestaciones del Destino en
estado puro se revela una especie de equilibrio eminente y esencialmente inestable,
precario, fugaz, peligroso, explosivo, pero que no deja de ser un equilibrio. No obstante,
desconozco si yo, que soy quien lo «polariza», lo observa y lo ratifica, actúo como centro
de gravedad o de polígono de sustentación. ¿Seré el único de mi especie? No. Todo el
mundo se encuentra en la misma situación, aunque en grados diferentes, incluso y
sobre todo los hombres primitivos. Es un detalle, una «facultad» que estos últimos han
optado por ignorar, o por fingir ignorar, que viene a ser lo mismo. ¿Son superiores a
nosotros? El Porvenir lo dirá. (El famoso imperativo de que para juzgar una época se
necesita tener cierta distancia)… ¿Pero qué es el Porvenir?

En este punto apelo a todos los que se hayan interesado por leer este libro.

¿Quién no ha sentido, al menos una vez en su existencia, una emoción repentina,


fortuita, una Llamada hacia Otra realidad tan imperiosa como enigmática?
Movido por los problemas aquí mencionados y guiado por una preocupación de
información rigurosa, hace ya treinta años, e incluso más, que me dedico a preguntar a
las personas a mi alcance (o más bien, intento ganarme sus confidencias), a personas de
diferentes lugares, de cualquier extracción social y de todas las disciplinas. De todos
esos centenares de entrevistas, ninguna fue negativa. El resultado de esta investigación
paciente, y permanente, porque dura todavía y no sabría cómo ponerle fin, está claro:
todos esos seres humanos, absolutamente todos, incluso los más refractarios, los más
reticentes, los más «comprometidos» o los más frustrados, han reconocido haberse
encontrado, al menos una vez, y aunque fuera solo durante unos segundos —y cada
uno a su manera— con alguien iluminado, alguien clarividente, intuitivo: en definitiva,
con alguien inspirado, si se quiere decir así. Hay personas que saben cosas por medios
de comunicación y de comprensión completamente distintos a los ordinarios, y que se
les brinda la posibilidad de aprovechar el momento y penetrar en lo Prohibido, de
cruzar límites considerados infranqueables y entrar sin problemas en un «universo
paralelo» que, lejos de ser la antítesis de nuestra «vida cotidiana» banal y tan
infravalorada, sería a la vez su complemento, prolongación y parodia.

Sí, su parodia. Los «espíritus burlones», tan queridos por Allan Kardec y que tanta
diversión proporcionaron a los burgueses aburridos de finales de siglo (un golpe para
sí, dos para no) no son solo la prueba de una desconcertante ingenuidad o de una
grosera «incultura». Un campo de humor (a menudo negro por cierto, ¡André Breton!)
nos rodea, nos baña, nos penetra, y ¿quién sabe? quizás también nos determina, igual
que la energía en la constante de Planck.

… Un ejemplo, a continuación.

LOS ENANOS DE LA CALLE DE BEAUNE

… Calle de la Universidad en otoño de 1953, junto a la sede de Gallimard, donde


tenía una reunión. Hacía poco que había entregado (y con cuánta timidez) a Raymond
Queneau (a instancias del editor René Debresse, que ya entonces era un viejo amigo y
feliz cómplice) el manuscrito de lo que después sería la presente obra, pero en forma de
novelas cortas separadas: no ligamos la salsa hasta más tarde, después de muchas
tentativas y de vencer multitud de escrúpulos.

Mi eminente «consejero» me propuso ir a tomar una copita a un bar que estaba allí al
lado. Una sugerencia de esta naturaleza equivale, a mi entender, a un mandato
conminatorio que tiendo a obedecer en el acto, sin que ni siquiera la guerra pueda
suponer un obstáculo (como ya ocurrió en su momento).
El sol brillaba rojizo. La tarde llegaba a su fin con una desenvoltura extraña.
Raymond Queneau y yo nos encaminamos sin dilación hacia un sitio donde beber. No
habíamos recorrido ni veinte metros cuando nos tropezamos (eufemismo) con la mata
de pelo lanosa, más blanca que negra, de René Debresse, quien aparentemente
albergaba (de nuevo otro eufemismo) intenciones paralelas a las nuestras. De manera
completamente inesperada, nuestro trío llegó a un bistró tan insólito que parecía sacado
de un sueño, en la esquina de la calle de Beaune con Lille. (Ahora es una tienda de
antigüedades). En el fondo de la única sala, oscura y casi inquietante, donde relucía
permanentemente y casi a su pesar una avara lamparita, había un mostrador muy bajo
y largo, de madera, recubierto de linóleo. Eso es algo que ya solo se ve en el campo
profundo, donde la gente vive en una economía cerrada. El patrón gordo y risueño,
vestido con una camisa de cuadros, permanecía entre la pared y el mostrador,
imperturbable bajo decenas de salchichones colgados, de diferentes orígenes y más o
menos empezados. Se había asignado como única misión vigilar con los dos ojos, uno
soñador y el otro fijo, dos montones de calderilla, que justificaban por sí solos la
existencia del linóleo del que hablaba antes. A la derecha, la gris y despreciable
chatarra; a la izquierda, las monedas doradas. De vez en cuando, algunos escasos
billetes y monedas blancas se deslizaban sin ruido en el gaznate ávido de un cajón
entreabierto. Ahí es donde iba el dinero. Ya se sabe que no hay que tentar a la suerte. El
suelo era de baldosas rojas y habían esparcido por encima un poco de serrín discreto. A
modo de mesas y de sillas, había toneles y barriles reformados que el cliente (y nadie
más) limpiaba con una servilleta cuando le parecía necesario. Lo juro: como
autoservicio estaba muy bien pensado. Después de limpiarte tú mismo la copa, tenías
que servirte tú mismo de una de las cuatro espitas de otros tantos barriles colocados
sobre caballetes. El vino tinto peleón era la opción más usual, pero también había otro
tinto de más calidad, o al menos que se consideraba como tal, un vino blanco y otro
rosado. Nada de cerveza, ni tampoco aguardiente de ninguna marca, ni de ningún
sabor. El despistado que pasara por allí, el cretino o el enclenque mezquino que tenía la
ocurrencia de pedir (¡pedir, en un sitio como aquel!) una infusión (tampoco es para
escandalizarse, cosas peores se han visto) o un aperitivo clásico, como un dubonnet, o
incluso un pastis, era humillado y se iba a toda prisa, lleno de vergüenza y rojo como un
semáforo cuando obtenía como única respuesta que el dueño se encogiera de hombros y
le echara una mirada de conmiseración tan insufrible que el tipo en cuestión se iba a
toda prisa. Al fin y al cabo el Espectro de la Muerte Roja existe, ¿no?

El habitual que quisiera matar el hambre con algún tentempié, tenía que llevarse su
propia rebanada de pan, y el tabernero, sin abandonar en ningún momento su trinchera,
la aderezaba con rodajas del embutido de su elección, que oscilaban del rosa pálido al
violeta, según lo curado que estuviera el embutido y el ajo que llevara. Para cortarlas,
utilizaba un instrumento con el mango de plata adamascada, un puñal kurdo que
afilaba sobre un trozo de cuero hasta que estaba lo bastante cortante. Por todas partes,
colgaban de unos cordeles lápices y tacos de papel, sujetos con pinzas para la ropa. El
borracho que se quedaba sin blanca hasta el siguiente sábado consignaba
escrupulosamente en el cuaderno que llevaba su nombre las deudas que había
contraído, y que saldaba en cuanto tenía algo de dinero. Un vaso o veinte, un tentempié
o varios, cada uno llevaba sus cuentas —sin redondear nunca jamás— y cogía el cambio
de los montones de monedas del mostrador.

—Estoy seguro de que nunca robarán nada —decía el dueño, enternecido.

Al pensar en ello, me gusta creerlo.

Conociendo todos estos pequeños detalles, Raymond Queneau (de l’Académie),


René Debresse y Mi Persona nos adentramos en aquel antro y realizamos todas las fases
del rito consagrado. Apenas empezábamos a disfrutar con unas copas del ambiente del
lugar, particularmente interesante aquel día, cuando apareció el señor Didot-Bottin. En
carne y hueso. Como prueba, llevaba en un lugar totalmente visible su nombre en letras
mayúsculas, que destacaban sobre el fondo gris azulado del casco que iba a juego con
su traje (chaqueta cruzada y botones de cobre) de mayordomo acomodado. El conjunto
lo completaba una gran saca de cuero de la que sobresalían documentos y rollos
destinados al correo o que provenían de aquel. Así, el señor Didot-Bottin, la simplicidad
en persona, se esforzaba por asumir el oficio de chico de los recados de su propia
empresa. Un detalle: Didot-Bottin medía, contando el casco, un metro y dieciocho.

Raymond Queneau, un dechado de cortesía, saludó Cortésmente al enano, su vecino


(o casi) y lo invitó a beber con nosotros. Didot-Bottin no se hizo de rogar. Entonces se
presentó, Dios sabe de dónde, otro hombrecito, al que no conocíamos y que parecía un
intendente de alguna empresa. Vestido con mucha más sencillez que el primero, llevaba
dos morrales de tela. En cuanto cruzó el umbral, la mirada del segundo enano se cruzó
con la del primero. A Raymond Queneau, con su gran autoridad y calma, y su enorme,
desconcertante y sosegada desvergüenza de impenitente bromista, se le ocurrió que
podía presentarlos:

—Señor Didot-Bottin… señor Alfred.

—Antoine —rectificó el enano, turbado a la par que complacido.

Estaba en el saco. Nos tomamos unos tragos y, después de saldar nuestra cuenta y
ocuparnos con la debida educación de la de nuestros invitados, nos largamos
dignamente. Sin embargo, como somos unos bebedores empedernidos, después de
haber pasado a saludar a los excelentes carboneros y dueños del bistró Carrière y de
disfrutar del afable humor de la familia Lacour, subimos hasta el Buisson d’Argent, en
la esquina de la calle du Bac, donde nos reencontramos con los cuñados Rigoulot y Félix
Miquel. Raymond Queneau tuvo que volver a su remanso de trabajo y de meditación
donde tareas más serias y urgentes requerían su presencia… Sin embargo, cuando René
Debresse (Dominique para los íntimos) y yo nos encontramos en situaciones como
aquella, sentimos la inclinación de dejarnos llevar y hacernos confidencias mutuas. Y
además, los dos habíamos sentido —y esto nos servirá para después— cierta llamada,
cierta impresión, quizás habíamos percibido cierta señal…

Por algún motivo, sentíamos que iba a ocurrir algo. ¿Pero el qué?

Volvimos sobre nuestros pasos y, sin darnos cuenta, llegamos a nuestro punto de
partida. Los enanos seguían allí, hablando acaloradamente. Después de haber hecho
recuento de sus pequeñas preocupaciones profesionales y familiares, daban su opinión
lúcida, amarga, definitiva e inmisericorde sobre la política mundial, que no era
agradable, ah, no, nada agradable.

Nos tomamos la última antes de la última, en fin, la antepenúltima, después nos


tomamos otra que casi nos hizo poner un pie en la tumba, y luego recibimos el golpe
definitivo. No nos separamos sin haber llegado al acuerdo unánime de que la vida
siempre es demasiado corta. Demasiado corta, de verdad.

Unos diez días más tarde, el destino de los Enchantements estaba decidido. Tuve una
reunión con Robert Kanters en la editorial Denoël, que está en el quinto pino. De allí
volví a pie. Como no podía ser de otro modo, mis pasos me llevaron a la calle de
Beaune, hacia el antro de los toneles. ¡Oh, mis antepasados! Como diría el zapador
Camember: «Me dejas estupefacto y traspuesto…».

Imagínense. Con mi metro sesenta[33] por encima del nivel del mar —a marea baja se
entiende, y con el viento en contra—, me encuentro sacándole la cabeza y medio torso a
toda una horda, una tribu, una invasión, una hermandad… ¿qué sé yo? de mirmidones
del tipo retráctil, reunidos en pequeños grupos según sus liliputienses afinidades, que
bebían sin freno (en vasos de tamaño normal) mientras charlaban tranquilamente.
Tranquilamente, sí: pues no paraban de dedicarse palabras corteses y por cualquier cosa
se daban un apretón de manos «de gente mayor». Al fondo, Didot-Bottin, acodado en la
barra tras realizar proezas casi acrobáticas (el primer radial externo y sobre todo el
nacimiento del músculo ancóneo, sin querer ofender, a la altura del hueso temporal),
parecía saborear la situación y delectación que probablemente compartía con el señor
Antoine, que bebía a su lado. Pero el señor Antoine tenía la misma cara de asombro que
durante nuestro primer encuentro. Y yo me puse a reflexionar. Tras un primer examen
visual, comprobé que aquellas personas (todas de sexo masculino) no presentaban
ninguna de las características que definían (al menos en general) a los enanos de circo:
dedos, miembros, cortos y regordetes, macrocefalia, prognatismo más o menos
pronunciado, y a veces un acento curioso (muchas veces húngaro). No, nada de eso.
Eran modelos a escala reducida, simplemente, pero no tenían ninguna deformidad ni
desproporción. En pequeños corrillos se contaban sus vidas, se escuchaban
mutuamente complacidos, sin perder una oportunidad para mostrarse de acuerdo,
asentir a esto, suscribir aquello, y aprobarse unos a otros. Y en ninguno de aquellos
coloquios se usaba el tuteo. Me costó un poco acercarme al dueño.

—¿Y bien…?

—Pues ya ve… —repitió él, con un ojo abierto y el otro medio cerrado—, no
comprendo nada.

Y nosotros también asentimos. Ambos llegamos a la conclusión de que, por lo que


sabíamos, solo en América (ya se sabe lo que pasa cuando se habla de oídas de otros
países: de lejanas regiones, mentiras a montones) existían varias organizaciones oficiales,
una de las cuales agrupaba a los jorobados y otra a personas de talla pequeña. Por tanto,
estos enanos (los «nuestros») no podían haberse llamado por teléfono, ni haberse
escrito, ni haber lanzado una convocatoria mediante carteles, prensa o radio. Una orden
venida de otra parte, una corriente imperiosa e inapelable había encontrado,
«seleccionado» a aquellos personajes, los había poseído, los había arrastrado y
conducido hasta ese lugar preciso de la Ciudad Crisol. Allí, se consolaban, se
desahogaban con una inconsciencia tranquila, efímera y feliz (por supuesto,
completamente relativa) antes de volver cada uno a su casa, «como las personas
grandes».

En los días siguientes, no tuve tiempo libre para pasarme por la calle de Beaune, ni
para observar el apogeo del fenómeno. Muchas semanas después, supe que cierta noche
el fenómeno alcanzó cotas alucinantes: habían debido de proliferar en progresión
geométrica. La multitud de enanos, más nerviosos, más ruidosos y agitados de lo
normal, había invadido no solo el establecimiento de los toneles, sino la acera y los
bistrós vecinos… Después de eso, sus incursiones se espaciaron. Su comunidad
espontánea se diseminó, se dispersó, desapareció, se volatilizó igual que había nacido,
sin que nadie pudiera atribuir aquellos hechos a ninguna causa determinada.

Por suerte, no soy el único que recuerda aquella invasión enanil. Es un hecho
evidente, reconocido y ratificado: lo que escribo no es ningún cuento que me hayan
contado. Al contrario, estas cosas ocurren. O podrían ocurrir, que viene a ser lo mismo.
Los surrealistas inventaron el «cadáver exquisito»: ahora, yo hablo del «malestar
delicioso», que he sentido en varias ocasiones —a lo largo de casi medio siglo— cada
vez que me topaba con algún asunto que disparara mi asombro por las nubes.

Me había jurado no dispersar, sin ninguna consideración, los recuerdos de una


infancia encantada, de una juventud tumultuosa, casi todos felices y extremadamente
ricos. Forman un «todo» del que he procurado no sacar nada (excepto para la radio:
pero no es lo mismo). De manera muy excepcional, me desviaré del programa marcado.

SOBRE DOS BARBUDOS ILUSTRES

Corría el año 1920 o 1921: por tanto tenía cinco o seis años. No obstante, mi memoria
de niño y su mecanismo inclemente, que se activó precozmente, se remontaban a los
años 17 y 18: ¡benditos años! Los zepelines y los aviones alemanes sobrevolaban París,
más tarde llegaron el Gran Berta, las alertas nocturnas activadas por los bomberos, las
carreras de los pisos superiores a los sótanos, el terror de la gente y a menudo el pánico.
Recuerdo que, cuando siendo un chiquillo me traqueteaban como a un fardo de ropa,
era perfectamente inconsciente del peligro, tampoco demasiado serio por otro lado, y
que desbordaba felicidad. ¡Qué incomparable alegría gratuita! Cuando los hombres
volvieron a casa, todo se volvió mucho más monótono, y les guardé rencor por ello. Lo
que quedaba de mi padre y tíos volvió (al barrio Saint-Paul, cerca del ayuntamiento) a
las casas, apartamentos, habitaciones, buhardillas y demás lugares de cobijo, ocupados
ya desde antes de la tempestad por los miembros de mi vasta familia, que había sufrido
algunas bajas. Mis dos tíos más próximos legaron, además de sus nombres al hijo de su
cuñado (que «lucen» en mi acta de nacimiento), sus patronímicos a la historia
contemporánea. Bueno, ya me entienden, ¿no?, a esa historia pequeña, pequeñita. Esa
que tanto gusta a los maníacos, a los quisquillosos, a los que se pierden en los pequeños
detalles y en las leyendas.

Charles Desplanques, filósofo ciclodidacta de tinte anarcosindicalista[34], y Albert


Nicolet, socialista en los tiempos en los que aquel vocablo tenía todavía alguna vaga
relación con su significado original, ambos discípulos de Jaurès, entre otros [35], fueron
uno administrador de la Bolsa de trabajo, y el otro secretario del Sindicato de
construcción de la CGT; en definitiva, entre ambos eran una combinación de Léon
Jouhaux, su mutuo compañero (al que yo llamaba «mi tío», aunque no lo era en
absoluto). Lo que decían estaba tan bien dicho, lo que sabían lo sabían tan bien y lo que
creían se lo creían tanto que tardé cerca de un cuarto de siglo en darme cuenta de su
inconmensurable ingenuidad, que rozaba lo sublime.
Entonces, una mañana me desperté con el claro presentimiento de que no iba a ser
un jueves como cualquier otro. ¿Lo había leído en el techo o en mis sueños de esa
noche?

… Mis sueños. Desde que existo, me parece que nunca he tenido ni el menor
instante de sueño «completo». O vacío, como se prefiera. No sé dormir como si no
estuviera allí, usando las palabras de cierta antigua niña. En cada ocasión, saboreo con
una delicia inefable la aprensión que preside siempre mi entrada inmediata y sin
dificultad en el universo de fantasmagoría delirante, colorida, sí, colorida, del sueño
reciente, interrumpido a disgusto, cuyo hilo se retoma como en los «folletines» del cine
mudo de otras épocas. En la época que ahora evoco e invoco (cuanto oco y oco, está
claro que esta no es una lengua de Oíl), mi universo onírico siempre se reorganizaba
alrededor de un tema sugerente.

En la cómoda de mi abuela (nacida en 1854), descubrí una historia santa ilustrada


con grabados tan enternecedores como impresionantes en madera, y un libro de
divulgación (con unas ilustraciones dignas de verse) que seguía una fórmula que nunca
más se ha vuelto a dar desde entonces. Se entrelazaban hechos y costumbres (bastante
espantosas) de mexicanos, zulúes y otros patagones, con recetas de «cocina sencilla»
capaces de provocar la náusea incluso a los más temerarios[36], con listas de plantas-
panaceas, que no vale la pena comentar aquí, con juiciosos consejos domésticos («No
contrate nunca a criadas que sepan leer… entre otros graves inconvenientes,
compromete su asiduidad a los oficios…», una afirmación que retomó cincuenta años
más tarde monseñor Dupanloup). Ah, y casi me olvido: también había varias páginas
consagradas a los globos dirigibles. ¿Y qué más? Sí: biografías de héroes antiguos
alternadas con las efigies de los dioses del Olimpo y del Valhalla, explicaciones sobre
los nuevos barcos de la marina militar, y todo ello sazonado con procedimientos para
calentar el estiércol en invierno. Explicaban alguna cosa del fuego central de la Tierra…
Y después, se daban algunas nociones de astronomía tan originales y audaces que me
decepciona tremendamente que no se exploten en nuestros días. Me alegro de que este
precioso libro haya permanecido, o más bien haya vuelto, a mis manos y pueda
consolarme de inevitables, múltiples y dolorosas renuncias.

Todos estos temas disparatados, que daban tanto que pensar y que aquí solo puedo
enumerar de manera muy incompleta, poblaron durante mucho tiempo mis sueños con
sus demostraciones vehementes, silenciosas. Enseguida, un jefe irresistible, un maestro
del ballet, un «ensamblador» habría dicho Giradoux, una figura prestigiosa surgida de
lo más recóndito de mis demencias pueriles consiguió orquestar aquel tumulto
incoherente. Era a la vez mi Tintín, mi James Bond, mi Davy Crocket, mi Robín de los
bosques. Se llamaba Jesús.
¡Sí! Jesucristo. Mi campeón, mi gran hombre, mi ídolo o casi. Pero no en el sentido
que podría esperarse. En mi mente se había construido —por sí sola, ¿acaso puede
construirse un sueño?— una noción de Jesús muy particular: era el Gran Artero —y sin
malicia lo digo—, el Embaucador Trismegisto, el Farsante perfecto a gran escala. Y todo
ello gracias a los libros encontrados en casa de mi abuela. El prestidigifarsante del museo
Grévin estaba acabado. Su agua transformada en vino no era potable. ¡La de Cristo sí!
Curar con una mano al ciego y con una sonrisa al sordo, hacer aparecer con un solo pie
montones de peces que nadie había visto antes, mientras que con el otro caminaba
tranquilamente sobre las aguas de Tiberíades. ¡Y no nos olvidemos de los panes! ¡Ni de
la tempestad apaciguada!… ¡Ni de la Ascensión!…

Vosotros me contradecís, me negáis, me humilláis, me maltratáis, me torturáis, me


crucificáis, me sepultáis y me inhumáis: todo eso que me llevo yo. Estáis molestos, pues
intentad cogedme si podéis. ¡Como decía, un bellaco! Esa es la idea que en mi quinto
año de vida me forjé de Cristo. Por otro lado, no me interesé ni me compadecí con la
huida de Egipto, ni con el ayuno en el desierto, ni con la Pasión, ni con todos los
episodios que ya os imagináis. ¿Cómo no se va a confiar en un tipo con esas
habilidades?… Todos los días añadía una nueva secuencia a mi cinemateca secreta, en
la que solo Jesús ocupaba el papel de héroe central. Sin distinción, le atribuía las gestas
de Sansón, de David, de Perseo, de Belerofonte, de Pedro el Grande, del barón de Crac.
Pasé unos ratos estupendos con mi amigo Jesús…

No ocurrió lo mismo con otro personaje tan barbudo como el primero, pero
particularmente odioso para mí. Hablo de Jean Jaurès, al que se tenía en gran estima en
mi casa. Cuando papá y mis tíos, a menudo reunidos en largas veladas, evocaban «sus
batallas» respectivas (Verdún, la cota 306, la granja del Priorato, y sobre todo Salónica,
Monastir y los Dardanelos), yo prestaba mucha atención, pero el demonio de la «cosa
social» habitaba en las conciencias de aquellos cuñados demasiado honestos. E incluso
las mujeres se incorporaban a la conversación. Alguien soltaba una palabra como
«delegado», «parlamentario» o «Dreyfus», y ya la habíamos jodido. La conversación se
centraba en un montón de cosas polvorientas, abstractas, interminables sobre las que no
entendía ni jota. Muy a mi pesar me iba a dormir. Jaurès, Jaurès y de nuevo Jaurès. Su
foto estaba por todas partes, en un portafotos (junto a otra, terriblemente fea, de Louise
Michel), en postales, incluso en medallas y en insignias fetiches. Lo detestaba hasta
extremos inimaginables. Esas noches, me esforzaba por dormirme muy rápido, para
reunirme con mi querido Jesús. Al menos con él no te aburrías nunca.

… Aquel jueves, como iba diciendo, tuve que ponerme mis zapatos de charol,
cuidadosamente lustrados, y vestirme con cierto trajecito marinero que se completaba
con un birrete coronado con un pompón rojo, regalo de la tía Dumas (a quien quise
matar durante mucho tiempo). Me conminaron a «portarme bien», lo que no anunciaba
nada bueno, y me enviaron a casa de mis tíos, que vivían en la puerta de al lado.
Cuando llegué, no estaban solos. Además de otros personajes que se habían confundido
con la decoración hacía ya tiempo, reconocí a tres personajes familiares: Victor
Griffuelhes (otro barbudo más), Pierre Laval y Léon Jouhaux, que efusivamente me
subió a sus anchos hombros. Todos iban vestidos con sus mejores ropas. La cohorte,
inmersa en una acalorada discusión, cruzó el Sena y llegó a la plaza del Panteón. Nos
topamos con un control de polis (entonces todavía los llamábamos tringlots) que nos
abrió paso: porque «nosotros» éramos Autoridades.

Había un estrado con baldaquín rojo junto a un monumento cubierto que iban a
inaugurar de inmediato. Habían esculpido a Jean Jaurès con un redingote, inclinado
sobre una mesa, con las cejas levantadas, mirando al vacío y con la barba al viento,
habían respetado su legendario cuello de toro, y tendía una mano derecha gorda, con la
palma hacia arriba, en un gesto convincente. A pesar de mi tierna edad, aquel horrible
mamotreto me extrañó de una manera que no podría explicar. Por suerte, no se trataba
más que de un «proyecto en firme», un trozo de yeso adecentado para la ocasión del
que más tarde sacarían una réplica en bronce. Claro. Entonces llegaron los discursos.

… Mientras tanto, desde lo alto de mi observatorio (los hombros de Jouhaux), me


fijé, distraído, en los tejemanejes de una mujercita de edad indefinida, muy menuda y
muy humilde, vestida totalmente de negro. Sin invitación alguna, se había colado entre
las personas «importantes» (o que al menos decían serlo). Sentada en la esquina de un
banco, se mantenía muy derecha, atenta y en tensión, tres filas por detrás de nosotros.

Jouhaux fue el primero en dar un emotivo discurso. Lo sucedió un hombre que le


llegaba a la mitad del pecho, que hablaba de manera seca y entrecortada, visiblemente
irascible y con un abundante bigote. Empezó a declamar con grandes aspavientos. Era
François Albert, compañero y discípulo del Gran Hombre. En aquel momento, me
importaba un comino saber si era ministro de Trabajo en ejercicio o en potencia [37]. La
palabrería se alargó mucho mucho, lo que importunó a mis tíos, que tuvieron que
intervenir. Ante nosotros teníamos a François Albert, iracundo, fuera de sí y más
voluble que nunca, improvisando un paralelismo entre Jean Jaurès y —¿adivinan el
resto?— Jesús, sí, Jesús, ¡mi amigo Jesucristo! ¡Nada más y nada menos! El público
estaba inquieto. Y pasó un ángel (como no podía ser de otro modo).

… Entonces, justo en ese momento, una vocecilla femenina, increíblemente aguda,


silbante, vengadora y felizmente malvada, se deslizó, se insinuó y se coló despiadada en
todos los oídos a su alcance:

—¡A la mieeeeeeeerda con Cristo!


Por los pelos llegué a ver a la mujercita de negro escabulléndose por entre la
multitud, con la habilidad de una musaraña. De una musaraña contenta consigo misma
y que se reía como solo Rabelais sabía reírse. Una hilaridad incontenible, un júbilo
propio de un niño alocado invadió y sacudió mi cuerpecillo, dejando a mis tíos
consternados, indignando a Laval y desatando la cólera impotente, desesperada y
avergonzada de Jouhaux, mientras que Griffuelhes, que tenía tendencia a pontificar,
sospechaba que aquello era un golpe preparado, aunque ese detalle no lo supe hasta
mucho más tarde. Las reacciones extremadamente diversas de un público
«convencido», pero guasón como pocas veces, habían sumido al orador del bigote en el
mutismo y el estupor, mientras que el falso Jaurès sobre su falso pedestal, avanzando su
mano falsa, señalando al público bullicioso y alborotado parecía también indignado:
«¡Basta! ¡Contémplame a mí, chusma!».

… No hubo más discursos. La precaria «estatua», que retiraron esa misma tarde, no
se entregó al Depósito de Mármoles. Yo estaba desbordante de alegría. Me llevaron,
manu avunculi, a casa, por donde no volvieron a aparecer ni Pierre Laval, ni Léon
Jouhaux después de ese día.

… A mis quince o dieciséis años, conocí las últimas palabras atribuidas a Juliano el
Apóstata, «el Emperador a su pesar» del Palacio de las Termas: «¡Has vencido,
Galileo!».

… Una vez más, no pude evitar reírme.

Alguien podría hacer la observación de que la anécdota precedente tiene muy poca
relación, al menos a primera vista, con el «espíritu» de los Enchantements.

¡Pues nada más lejos! Desde luego que la tiene. Si sigue leyendo, me dará la razón.

En este libro, intervengo mucho más como un testigo (en el sentido inglés, más
amplio y más preciso de witness[38]), que como fabulador preocupado únicamente de las
quimeras creadas por él mismo, pero que antes o después están ligadas a su destino,
eminentemente estéril, de quimeras.

La seriedad con la que la presente obra fue recibida y comentada me obliga, de


manera definitiva, a mantener una rigurosa honestidad, lo que por otra parte no me
supone ninguna molestia. En las páginas siguientes, no será necesario discernir lo
verdadero de lo falso. Levanto mi mano derecha…
REGRESO AL MUELLE BOURBON

Ya habrán leído (cf. p. 147) la historia de los sucesivos golpes de mala suerte que se
cebaron con el puente de Saint-Louis, «maldito por los gitanos», en plena Guerra de los
Cien Años[39]. Faltaba un detalle, un epílogo, que expongo a continuación sin aderezos.

22 de diciembre de 1939, Beuvillers en Lorraine, 46.ª de Infantería, La Tour


d’Auvergne murió en el campo de batalla, una desgracia. La «guerra tonta» está en su
máxima ausencia de apogeo. A falta de tiros y bombas, las tropas se ocupan de obras de
excavación. Trincheras, como en otra época, reforzadas (!) por líneas de repliegue. Hay
que preverlo todo. La cuota impuesta: un metro cúbico de tierra, por hombre y día.

—Sobre todo, no los canses demasiado —me había dicho el coronel, para quien un
servidor trabajaba como secretario fiel, atento y ávido (al mismo tiempo que ejercía de
director del Ballonnet, journal du front).

En estas circunstancias, llegó a mis oídos una historia: un soldado de origen italiano,
llamado Victor Lolli, casado y padre de familia, fue a hablar con el suboficial que
actuaba de jefe de obra.

—No tengo los ánimos necesarios para trabajar esta mañana. No soy yo mismo.
Necesito un día de «permiso»…

«Añora su casa», pensó el otro comprensivo.

—A ver, ¿qué te pasa, amigo?

—Es una tontería. Justo antes de que me movilizaran, trabajaba como ebanista en la
tienda de un anticuario de la calle Saint-Louis-en-l’Isle. Tres o cuatro veces al día,
cruzaba el puente que lleva a la Cité. Me gustaba ese barrio tan bonito. Pues bien, esta
noche, o más bien esta mañana, a eso de las cinco, he tenido una pesadilla, aunque casi
nunca sueño: «mi» puente se derrumba en el peor momento. Sin más, de golpe. Sé muy
bien que no es posible, pero desde que lo soñé, no estoy bien. Tengo, por así decirlo,
vértigo, como… como ganas de vomitar.

—Está bien. Ve a dar un paseo, escribe a tu casa… Pero no te dejes ver demasiado…

Ese mismo día me pusieron al corriente de lo que pasaba y, lo confieso, me provocó


una vaga inquietud, pero nada más. ¡Hay que ser sensatos!
… El día de Navidad, me llegó una carta de París en la que me explicaban, con todo
detalle, lo que había pasado. Indiscutiblemente, la visión de Lolli era exacta y precisa.
Fue un caso de «percipiencia». Un fenómeno extremadamente raro.

Varios antiguos camaradas, con los que me encontré después, se acuerdan bastante
bien de lo que acabo de contar y estarían dispuestos a dar su testimonio. Debo añadir
que, todavía en nuestros días, los especialistas consideran el derrumbamiento del
puente de Saint-Louis (que causó una sola víctima, una mujer que me gustaría
identificar) mucho más un «fenómeno» que un accidente, porque se escapa a cualquier
explicación racional.

… Haber observado, confirmado, aunque solo sea una vez en la vida, un hecho de
esta naturaleza, que no levanta ninguna sospecha y del que están excluidas las
supercherías, confiere a la vida un sentido, un peso, que la transpone, que la eleva, que
la magnifica.

… Confirmar, es decir, registrar, autentificar, «digerir» testimonios de este tipo, que


intervendrán, a partir de ese momento, como factores determinantes en la contabilidad
(más o menos inconsciente) de nuestra economía mental, en la que se razona mucho
más por eliminación, a semejanza de la Madre Naturaleza, implica una toma de
conciencia (y, por tanto, de responsabilidad) verdaderamente apasionante por sus
imprevisibles consecuencias.

En 1944, mientras escribía un relato de guerra que no gustó a todo el mundo


(aunque como lo hice con ese objetivo, lo considero misión cumplida), aventuré la
«parábola de las hormigas» (mi amigo Jesucristo de nuevo…).

LA PARÁBOLA DE LAS HORMIGAS

Era el mes de junio de 1940, después de la debacle de las Ardenas. En medio de una
nube de insectos, un puñado de heridos sangraban sobre las baldosas de una iglesia
transformada en Kriegsgefangenenlazarett[40]. Estaba allí, herido como los demás. Junto a
mí había un joven negro de una belleza temerosa y ágil, a la vez pantera y gacela.
Contaba su edad en lunas. Debía de tener unos dieciocho años. En su placa había un
solo nombre: «Congo», y unos números. Le faltaba un pie.

Un argelino, a quien le faltaba un ojo, empezó a explicar sin ninguna acritud que,
contando a todas las víctimas posibles de la malaria, de las moscas tsé tsé, de la peste,
de la lepra, de la elefantiasis, de las guerras entre tribus, de los sacrificios religiosos, que
la dominación europea había evitado en África y en otras partes, no se llegaría ni a una
décima parte del número de negros, árabes, hindúes, chinos y otros que habían sido
masacrados por una causa que les era totalmente ajena, por una causa europea.

Y dejándose llevar afirmaba que, a pesar de todo, la guerra justa es una institución
de Alá y que las personas que repudian la idea misma de la guerra no tienen cojones y,
si los tienen, solo lo demuestran de vez en cuando, no siempre.

Alguien se indignó. Congo tomó entonces la palabra:

—No deseas la guerra. No puedes hacer nada. Lo sé.

Y nos contó más o menos esto:

—En mi país hay bosques tan sombríos y con un follaje tan espeso que los animales
que viven allí temen enfrentarse a los rayos del sol. Se les quemarían los ojos. Miles de
especies de bestias pueblan nuestros bosques: las hormigas, sobre todo, son legión. Hay
algunas que alcanzan un tamaño desconocido aquí y que edifican verdaderas fortalezas,
más altas que nuestras cabañas; hacen tanto ruido con sus patas y sus mandíbulas que
su presencia se advierte desde muy lejos. Incluso las fieras se desvían de su camino para
evitarlas.

»Por otro lado, está la sabana, donde todo es amarillo y está seco por la inclemencia
del sol. En la sabana viven también las hormigas rojas, que se comportan con una
audacia y una ferocidad espantosas: llegan incluso a atacar a las grandes serpientes, a
las que primero ciegan y después, metódicamente, disecan para enterrarlas y
almacenarlas para la época de lluvias.

»Sin embargo, de vez en cuando, después de periodos de paz irregulares, que van
de varias semanas a varios años, las hormigas negras y las rojas —que no tienen razón
para pelearse, ni por sus presas, que no son las mismas, ni por su hábitat, ya que unas y
otras morirían si tuvieran que abandonar la luz abrasadora o la sombra templada—
entran en guerra. Parecen acordar con antelación un campo de batalla cómodo, casi
siempre un claro, junto a un arroyo o a un pantano. Los pájaros, que parecen avisados,
esperan el festín. El día acordado, los soldados de uno y otro bando se ponen en
marcha, lenta y eficazmente, hacia el lugar establecido: las negras llevan hojas que usan
como parasol para evitar una posible insolación.

»Solo nuestros adivinos y nuestros brujos —dijo Congo— saben prever con
precisión y antelación las fechas de las batallas de hormigas. Las leen en el cielo, en el
humo, en la ceniza y no se equivocan jamás. Por el contrario, las hormigas no tienen por
qué saber ni entender nada, aparte de la orden, jamás discutida, de destruir y de dejarse
partir en dos, a millones.

»Vosotros, los blancos —concluyó él— actuáis igual que las hormigas. Obedecéis las
órdenes que recibís de quién sabe dónde, y solo vuestros adivinos y vuestros brujos —
sí, los tenéis, aunque no se parecen a los nuestros, y no siempre se desenmascaran—
pueden prever, esperar y están capacitados para observar, si no aprobar, las
consecuencias, pero sin poder conjurarlas nunca. Así que no sois ni más fuertes, ni más
listos, ni más libres que las bestias de la sabana.

La herida de Congo no cicatrizaba. Y llegó la gangrena. El chico negro murió sin una
queja y sin el menor lamento, a principios de julio. Lo enterraron en Nogent-sur-Seine.
Llegué justo a tiempo para acompañar a los improvisados guardias de honor que lo
enterraron, bajo la mirada más de asombro que de desprecio de los centinelas alemanes.
¡Tanto miramiento y respeto por el cadáver de un negro! Inconcebible…

No era ni cristiano, ni musulmán, sino un simple fetichista. Durante el breve


momento de mi adiós mudo, sentí que se apoderaba de mí, en un arrebato desconocido,
una plegaria salvaje, sin fórmulas, solicitando no saber nunca nada más que lo esencial
sobre el papel de una desconocida, oscura y primitiva deidad. No obstante, Congo no se
había ido solo, eso era lo esencial. Yo lo había velado y cuidado hasta su último aliento,
y no me podía imaginar que dieciséis años más tarde nuestra amistad (instintiva más
que solidaria o cómplice) daría sus frutos, al otorgar a la parábola de las hormigas lo
que nosotros podríamos llamar una pragmática sanción.

Desde hace treinta años, siempre que me veo envuelto en algún acontecimiento
insólito o bien puedo observarlo de cerca, se me brinda la posibilidad, siempre desde el
exterior y de forma fortuita, de explicar aquello que he sentido publicando un
testimonio fresco y duradero en alguna hoja amiga. Así fue como, en octubre de 1955,
entregué a la revista Bizarre de la editorial Pauvert un estudio titulado Universe Virgule
Cinq.

A continuación, relato lo que ocurrió.

EL GRIOT CONDUCTOR DE ALMAS

Mi amigo Yaya Bafoundé es congoleño y capataz metalúrgico. La primavera pasada


conocí a la joven mujer (blanca) con la que se casó hace unos años. Tienen unos críos
adorables de color café con leche.
—Acabo de volver de África —me dijo la joven mamá—, he pasado un año entero
en el pueblo de A…, hogar de mi familia política. Vivía como todo el mundo, en una
cabaña de tierra batida. La gente de la tribu de mi marido vive completamente desnuda.
Eso no me impresionó. Yo llevaba un bubú africano ligero y nadie protestó por ello. No
se puede hacer una idea de la honestidad (en el sentido antiguo del término), de la
gentileza, de la delicadeza, de la inteligencia y del pudor receloso de esos seres a los que
debemos comprender mucho más que dominar. Solo deben realizar el servicio militar
los jóvenes que saben contar hasta cinco (la mayoría solo llega a contar hasta tres, o al
menos lo fingen). Sin embargo, no lo necesitan. Saben muchas otras cosas. Mire, aquí
tengo una carta reciente de mi suegro, y su foto —tapaba púdicamente con el pulgar el
miembro viril del hombre.

Eran cuatro páginas encantadoras de frases afectuosas y bien construidas, sin una
falta de ortografía.

—Mi suegra murió antes de ayer, todavía no sé de qué. La quería mucho. Me da


mucha pena.

—¿Antes de ayer ha dicho? ¿Cómo se ha enterado tan rápido?

—Ah, creía que lo sabía usted. El adivino, bueno, el griot…

Yaya, ¿por qué me ocultas tantas cosas? Me gustaría que me las contaras…

—Yaya se hizo de rogar, pero no lo dejé estar. Y no he perdido mi tiempo.

—¿Tiene noticias? Por dios… Hay centenares de adivinos así en París. Todo el
mundo lo sabe, a ver…

—Yaya tiene que explicarme muchas cosas todavía…

… El antiguo griot, que ahora trabajaba para la empresa de motores Gnome et


Rhône, entró en trance. La tarde violácea transformó la plaza de Rungis en el decorado
dramático de una película muda. Apoyado en el borde de la pasarela, el Negro fumaba
una gran pipa cónica y lanzaba pequeñas nubes de humo blanco, muy densas, muy
pesadas. Otros negros afirmarán que en ese mismo instante, desdoblado tres o cuatro
veces, el mismo hombre realiza el mismo rito en otros puntos de la periferia parisina: en
el muelle de Javel, en Billancourt, en el Rond-Point de la Chapelle («Bilocación»,
¿verdad, Robert Amadou?…).

Las hierbas aromáticas consumidas en la pipa mágica las cogieron en Senegal, en


Guinea, en el Congo, en Dahomey. Su combustión despertará a los espíritus de todos
los negros desarraigados, arrancados de sus chozas, de sus cubos de adobe, de los
morteros de mijo, que habían venido a morir aquí. Antes, en un sótano profundo del
barrio de Saint-Séverin, cuarenta torsos de azabache y ébano se estremecían al compás
del sonido de unos tam-tams improvisados, hechos con bidones de gasolina, escudillas,
barriles. El encantamiento había durado toda la noche. Un misionero al que conocía, el
padre Germain, me proporcionó el cántico ritual, cuya traducción aporto aquí:

Balam Balaam Balalaam Bam Bamm

Hermanos de nuestros hermanos,

resucitados para esta noche,

Que sobre las piraguas de nuestros recuerdos

Vuestras almas naveguen…

Balam Balaam Balalaam Bam Bamm

Tíos de nuestros tíos, que nuestros familiares

que se quedaron en el pueblo

no se olviden de entregaros como ofrenda

vuestra parte de las cosechas…

Balam Balaam Balalaam Bam Bamm

Padres de nuestros padres, os somos fieles

Os traeremos al país

Y os daremos como regalo de reencuentro

todas las plantas del bosque, balam, balalaamm…

Aquel solo fue el principio de una ceremonia en la que el padre Germain y yo


éramos los únicos blancos admitidos, por un favor muy excepcional. Hasta ese
momento solo me había fijado en la intención poética de aquella… parte del
encantamiento. No obstante, se trataba, en realidad, de un preludio destinado a calentar
a los participantes.

Lo que sucedió a continuación fue extremadamente perturbador.

El centro de la cueva se parecía a una pista en la que habían esparcido arena y serrín.
El griot se lanzó.
Iba desnudo salvo por una tela enrollada a la altura de los riñones. De ella, colgaban
saquitos, garras de felinos y diferentes talismanes, además de dos cascabeles.

Llevaba el rostro pintado con motivos simétricos de un rojo intenso rodeado de un


blanco tan chillón que parecía brillar en la penumbra. Alrededor del ombligo se había
dibujado una espiral doble, también blanca y roja.

El cuerpo, más bien pequeño, nervudo y de proporciones armoniosas, se movía


haciendo ondas y temblando a la vez, con los brazos levantados y la cabeza echada
hacia atrás. La concurrencia, que había dejado de pronunciar cosas inteligibles, emitió
una serie de ruidos guturales: un leitmotiv al que hacían eco unos extraños responsos,
todo ello puntuado con un ritmo cautivador, «disgregante» por así decirlo. Sentías que
te fundías, que te disolvías, que te destruías desde dentro. (Pensaba en el Cíngaro
medieval, en la Virgen oscura de Saint-Aignan).

El griot pataleaba al compás. Lo asaltaban arrebatos espasmódicos, como si su


cuerpo quisiera librarse por la parte superior de efluvios surgidos del suelo. Sus
temblores podían compararse a los de un atáxico peligrosamente castigado.

Los rostros de los negros que formaban la orquesta (cerca de una treintena) se
fueron poniendo progresivamente tensos, agresivos, malvados, feroces, antes de
«recomponerse», de sosegarse, de afinarse, de volver a una calma casi hierática, que
prácticamente no pertenece a este mundo: vibraban, ellos también, con ese temblor
imperceptible «que hace que las cosas zumben». Un fenómeno que podría relacionarse
con aquel otro, terrible, que se constata a veces en alta montaña, cuando el piolet de un
alpinista sorprendido por una tormenta incipiente se cubre de electricidad estática y
empieza a emitir sonidos extraños.

Al mismo tiempo, el griot había empezado a girar sobre sí mismo, como una
bayadera, como un evzone, como un derviche, como una peonza. Agotado, cayó de
bruces sobre el serrín del suelo.

Entonces empezó la prueba de «percipiencia» provocada.

Por turnos, los negros (los de mayor edad primero) pronunciaban unas breves
palabras que por supuesto yo no entendía, pero entre las que me pareció distinguir
nombres de lugares y personas por la repetición de algunos vocablos. El griot, boca
abajo y con los brazos en cruz, respondía con una voz jadeante, entrecortada y lejana.
De nuevo, era una voz venida de otra parte. Ninguno de los que planteaban las
preguntas intervino más de una vez. La «experiencia» duró varias horas. Sin embargo,
tanto mi amigo sacerdote como yo perdimos totalmente la noción del tiempo. La voz
del griot se volvía cada vez más débil, como si aquel hombre inmóvil hubiera gastado
inmensas cantidades de energía en su estado de aparente inconsciencia.

El negro que parecía actuar como maestro de ceremonias (cabellos blancos, rostro
surcado de arrugas y aparentemente muy viejo) levantó ambas manos. Era una señal.

Entonces tuvo lugar una de las operaciones más extraordinarias que haya observado
jamás.

Las diferentes cajas de resonancia improvisadas (nada de instrumentos apropiados,


ni de un tam-tam clásico) se estremecieron y empezaron a rugir bajo el sabio galope de
unos dedos inspirados. Se repetía en sentido inverso el ritual del principio que había
servido para vaciar al griot de su entendimiento, de su conciencia subjetiva. Ahora
había que devolvérsela y traerlo de vuelta a la tierra, en un proceso parecido al que se
sigue para despertar a un sujeto bajo hipnosis ejecutando los pasos de abajo arriba y
apartándose al llegar a la altura de los ojos. Fue largo y penoso. Todos los participantes
de esta «repesca» daban evidentes muestras de realizar un esfuerzo psíquico poderoso.
¿Repesca?… Más bien extracción, ¡y de qué abismo! El ritmo de las percusiones se
ralentizó: entraron las palmas al mismo tiempo que los gritos guturales, que parecían
gritos de aliento. Me fijé en un negro muy gordo que había a mi izquierda y que
pertenecía a un grupo étnico que destacaba claramente sobre los otros. Se esforzaba con
el mismo ardor y la misma fe concentrada. Su rostro y su cuello relucían cubiertos de
sudor. Una marca circular, profunda, «accidental», cortaba sus gruesos labios.

… Por fin, el cuerpo tendido del griot pareció aletargarse —reunirse—, aflojarse. Se
retorció como un cordel en una sartén con aceite. Dos de sus robustos congéneres lo
agarraron cada uno por un brazo y lo pusieron en pie. A él le fallaban las fuerzas. Se le
iba la cabeza. Estaba literalmente destrozado. Los otros lo vistieron con gran cuidado. Y
la compañía se dispersó. La escalera por la que subimos daba a un pasaje que bordeaba
el café por el que habíamos entrado. Había amanecido. Los guardaespaldas metieron al
griot en un coche que se alejó a toda prisa.

El padre Germain y yo caminamos en silencio por las calles desiertas: la plaza Saint-
André-des-Arts y la incoherencia, la falta de pudor de aquella masa de edificios
reventados, con las tripas al aire desde 1840; la calle Hautefeuille y la torrecilla de los
curas de Fécamps, allí donde duerme y vela la enigmática Sirena (¿pero quién lo sabe?).
Al cabo de un momento, el sacerdote dijo:

—… Aparte del asombro y del efecto sorpresa prolongado… ¿no ha sentido nada
especial?
—Sí. Por segunda vez en mi vida, he sentido vértigo: una pérdida del equilibrio, una
atracción hacia el vacío.

—Cuéntemelo todo.

—… Había oído y leído que el vértigo existía. Una sensación que jamás había tenido,
ni siquiera en sueños. En mi juventud, me entregué para provocarla a las más estúpidas
osadías: caminé por los andamios de la catedral de Chartres, sobre las almenas de
Chambord; trepé a los cables de fijación de un avión Morane que estaba para el
desguace; subí hasta lo alto de escarpados acantilados, de cornisas de las montañas de
Val d’Isère, allí donde el vértigo no perdona. Y nada. Después, llegó la Liberación. En
septiembre del 44, olvidándome de que seguía siendo militar, volví al periodismo. Un
día, Albert Bayet me mandó entrevistar al jefe de la policía de la época: el señor Luizet.
Aunque no iba con ninguna recomendación especial, aquel alto personaje me recibió en
sus apartamentos con una cortesía y una deferencia completamente desproporcionadas
por la diferencia entre su rango y el mío. Primero me pareció divertido, pero
rápidamente se volvió pesado y después inquietante. La entrevista tuvo tanto interés
que olvidé totalmente el motivo, cosa que no me suele pasar. Sin embargo, por respeto a
las susodichas costumbres, pedí al jefe de policía permiso para dibujar un croquis
rápido de su cara con el que ilustrar mi artículo. (Aunque sobre todo era para
interrumpirlo). Tardaría dos minutos. Todavía nos veo allí: a mí, de pie, con un
cuaderno y con la sanguina en la mano, y al jefe, pensativo, sentado en un sofá junto a
un perro dormido (un perro de pelo largo, sedoso, muy brillante y de color blanco
rosáceo: en ninguna parte he visto a un animal semejante). Procedí, como de costumbre,
a hacer un esbozo rápido y, para no eternizarme, contemplé a mi modelo con una
atención más sostenida, más intensa de lo normal. Entonces sentí, percibí,
prácticamente vi una llanura, una estepa, un territorio ilimitado y completamente vacío,
desesperadamente llano y blanquecino, y al mismo tiempo me pareció que empezaba a
caer en picado, como en un ascensor descolgado. Me puse pálido y sentí que me iba a
desmayar. El jefe de la policía se dio cuenta:

—¿Le ocurre algo?

—¡Buf! —dije yo—. No es nada, cansancio…

… Me ofrecieron un whisky fuerte y me despedí a toda prisa. Unos días después, el


prefecto Luizet sucumbió a un mal fulminante cuyo origen aún hoy sigue siendo
misterioso. En las horas posteriores a su muerte, por razones que desconozco, le
abrieron el cráneo.

«El encéfalo estaba totalmente licuado».


El padre Germain quería toda la historia. Insistió.

—¿Y esta noche?

—Esta noche todo ha sido diferente. Al pensar en ello, me doy cuenta de que ni
siquiera es comparable a la primera vez. Primero, está el decorado: aunque el «ambiente
de cava de jazz» debería resultarme familiar, no estoy acostumbrado a sentirme tan
fuera de lugar, al menos en París. Y menos en compañía de negros. Mientras que las
melodías, los acordes y los ritmos particulares de los gitanos —y también de los judíos,
cuando tratamos su lejano folklore—, me incitan a pensar, soñar, extrapolar (es decir:
reconstruir), las cadencias sonoras específicamente negras[41] de las que ayer por la
noche fuimos prisioneros, casi víctimas, incitan e invitan a un abandono total, a «un
olvido de uno mismo» que se parece, y bastante peligrosamente, al efecto de ciertas
drogas paralizantes. Tengo la impresión, ahora que volvemos a respirar, de que me
cogieron con la guardia baja. Mientras que usted, un viejo africano…

—¡Eh, eh!… No vaya tan rápido. Alguien[42] escribió: «No se puede conocer Rusia,
solo existen diversos grados de ignorancia…». Podría decir lo mismo de África, donde
he vivido medio siglo. Vuelva a su «vértigo».

—… No fue desagradable, pero sí extraño, increíblemente extraño. Creo que caí bajo
el poder de los encantamientos en cuanto empezaron: o se es buen público o no. He
dicho que «caí», pero no se trató de una caída vertical, sino lateral. Eso es: lateral. Me
desplazaba en sentido horizontal en el tiempo y el espacio, sin poder resistirme, a una
velocidad de locura, avanzando en dirección opuesta al planeta (si eso hubiera ocurrido
unos meses más tarde, habría usado expresiones como «puesto en órbita» o
«sputnikficado»). Atravesé milenios invadido por una especie de tranquilidad bárbara,
de una voluptuosidad casi animal (y no bestial) que nunca había sentido. Bajo la
sujeción absoluta del griot en estado de trance, me sentí imperiosamente,
indisolublemente ligado a todos esos negros allí reunidos. Por emplear una expresión
muy degradada: estaba en su misma longitud de onda. Solo ahora, liberado de esa
influencia, siento un malestar. Exactamente: un miedo retrospectivo. ¡Y eso es algo que
conozco muy bien! Sin embargo, hoy, en esta precisa ocasión, no sé a qué se debe, ni
cuál es el motivo de ese miedo. Tengo la seguridad de que esta noche he corrido un
gran riesgo, pero no sé cuál exactamente…

El padre Germain estaba serio:

—Hoy usted ha arriesgado algo más que su vida —dijo él— aunque nadie le
deseaba ningún mal.
—Me gustaría entenderlo…

—Lo han usado como soporte, como punto de apoyo y puerto de atraque. Aquí la
gente lo llamaría médium. Y en cierto modo ha sido así, pero no completamente.

—Ya, bueno… los médiums a los que he conocido, con los que he hablado, suelen
tener fama de ser capaces de comunicar a los vivos con un más allá poblado de
entidades macabras, difuntos recientes o lejanos, que no han conseguido librarse de sus
pequeñas preocupaciones y rencillas terrenales, por no mencionar sus medios de
expresión más bien… sospechosos. Creo firmemente que los médiums estimulan una
autosugestión primaria en la imaginación afectiva de los simples… En todo caso, no
puedo estar de acuerdo con usted en que haya asumido ningún papel, consciente o no,
de intermediario entre vivos y muertos…

—Tranquilícese: no se trata de eso. Su presencia, física y psíquica, se utilizó al


mismo tiempo como pantalla y como criba. De usted, de su substancia, han extraído,
aspirado o bombeado una cantidad de cierto tipo de efluvios que tienen que ver con el
poder mental, una energía cuya naturaleza las investigaciones de nuestros científicos
todavía no han podido esclarecer.

—¡Vamos, que es un robo con intimidación! ¿Pero con qué fin?

—Permitir al subconsciente del griot en trance «crear» y hacer inteligibles las frases
que oía y que no podía entender. Respondía a las preguntas de sus congéneres, daba
noticias de sus países respectivos, noticias banales y recientes: sobre nacimientos y
decesos, en primer lugar, y sobre la caza y las cosechas. También sobre ceremonias, ritos
de iniciación de los adolescentes…

—Pero ¿por qué me han elegido estos negros, en lugar de a usted, para asumir
este… trabajo? Usted parecía conocerlos a todos.

—Porque yo no soy ya lo bastante neutro… Desde hace mucho tiempo, conozco su


manera de pensar, sus formas de expresión (no todas), sus relaciones… Además,
comprendo y hablo alguno de los dialectos utilizados esta noche por el griot, mientras
que él mismo, en su estado normal, solo sabría usar uno o quizás dos…

—¿Se trata de un caso de xenoglosia, entonces?

—Sí, muy característico, y que además está deliberadamente provocado. El griot


debería haber sido el único en presentar ese fenómeno. Pero ocurrió algo mejor: se
produjo algo excepcional. Es probable que no se diera cuenta.
—¿El qué? Vamos, dígame.

—¿Se ha fijado en un hombre robusto que estaba a su lado?

—¿El tipo de la marca en los labios? Sí, por supuesto…

—¡Pues bien! Él nunca ha estado en África, porque es un negro americano. Y, sin


embargo, se expresó en la lengua de sus ancestros (que se remontan al menos a la cuarta
generación), una lengua que habitualmente ignora por completo. No pude comprender
la pregunta que le hizo, ni lo que le respondieron, pero sí constaté que la corriente era
particularmente poderosa.

—La corriente… ¿Puede explicarme de una vez qué riesgo corría yo, el médium, el
soporte, la pantalla, el tamiz?

Se tomó su tiempo.

—Solo puedo explicarlo por aproximación —dijo él—. Mediante parábolas, o casi.
Me alegra ver que no ha perdido su vitalidad y que su cabeza sigue en su sitio. Podría
haber sufrido una… desconexión, una relajación psíquica imposible de reparar. A partir
de ese momento, habría vivido en el piso de abajo. Ausente de su propia vida. Su
existencia no habría tenido alcance, ni peso, ni sentido. Como un péndulo que gira en el
vacío…

Tiempo después, una noche muy tarde, fui a dar un paseo por donde estaba el Trois
Mailletz. Habían quitado el bistró y en los vastos sótanos la gente bailaba (¡se sigue
bailando, oh mi inolvidable amigo!). Se ha convertido en el Métro-Jazz. El nuevo dueño
se empeñó en presentarme al negro con la marca circular en el labio, como los blasfemos
de la Edad Media. Cuando el hombre (solo habla inglés, y qué inglés) me reconoció,
noté su recelo. ¡Sobre todo, sobre todo, que no se sepa!

Su cicatriz es la marca de la boquilla de una trompeta.

Es una de las grandes figuras del jazz. Su nombre es famoso en el mundo entero. Me
obligó a prometer que no lo revelaría. ¡Cómo lo lamento!

Martes 25 de octubre de 1966


La una y media. Durante la guerra, algunas horas eran cruciales. Después, la noción
de tiempo me fue resultando cada vez más extraña. Vence el último plazo de mi editor.
No podría explicar la «fórmula» de la inmensa alegría, de la inconcebible (para los
profanos) tranquilidad, o de la seguridad que siento en mi interior como autor de este
libro y como testigo de los hechos que en él se narran.

Dispongo de un cuarto de hora.

Juro dejar listo rápidamente Paris ma légende después de las siguientes líneas. Una
olla para confituras, un objeto campesino, de cobre, que usó un tatarabuelo mío me
lanza un reproche mudo: dentro hay varios centenares de cartas abiertas.

Mi gato, mi maravilloso gato blanco, nacido en mi cómoda hace ya seis años (ahora
es él quien me sirve de médium), juega con ese trasto, lo hace girar y girar, y acaba
dándose una vuelta en el carrusel. Como yo en 1919.

Muy pronto, tendremos tiempo para charlar. En Denoël, me autorizan a señalar aquí
que mis descubrimientos semanales están fielmente recogidos, y de mi puño y letra, en
el Auvergne de Paris, tan querido para Léon-Paul Fargue, que no está más muerto para
mí que André Breton o Youki Desnos. Ni que Robert, ¡mi maravilloso camarada!

A su memoria dedico un gran corazón herido a modo de cenotafio.

Sigo sintiendo alegría dentro de mí. ¿Para qué demonios sirve creer, cuando sabes?

… Después de la lectura, que me conmocionó profundamente, del reciente libro de


Barjavel: La Faim du Tigre, se me ocurrió una forma de acabar el presente postfacio (que
considero inconcluso).

Esperemos que nadie esté acabado tras este final, como deseamos siempre en el
mundo real.

Aquí está:

… Estamos lejos de la imagen mezquina, limitada, de un Dios bíblico senil, indeciso,


masoquista, estúpidamente vengativo, injustamente cruel, colérico a contratiempo,
decepcionante y decepcionado, exudando aburrimiento y mediocridad, cansado
demasiado pronto de haberse inventado a sí mismo.

Escuche bien:
… Todo lo que pasa es eterno.

Sin principio.

Sin final.

ES
JACQUES YONNET (22 de junio de 1915 en Paris - 16 de agosto de 1974 en Paris) fue
un poeta, letrista, dibujante, pintor, escultor y escritor francés. Es conocido sobre todo
por libro Calle de los maleficios: crónica secreta de París (anteriormente publicado bajo el
título Enchantements sur Paris, 1954 por Denoël), que toda una generación de autores
(entre los cuales Raymond Queneau, pero también Jacques Audiberti, Jacques Prévert,
Marcel Béalu o Claude Seignolle) admiraba como uno de los mejores libros escritos
sobre París bajo la Ocupación. Jacques Yonnet era amigo de Robert Doisneau cuyos
dibujos ilustran su libro más importante.

Al final de los años 1950, Yonnet fue crítico gastronómico en el semanario L’Auvergnat
de Paris gracias a su amigo Pierre Chaumeil. Escribió cientos de páginas a la vez llenas
de fantasía y de poesía, acompañadas de dibujos, a la gloria de los bares parisinos.
También fue amigo del escritor Robert Giraud que tomó su sucesión en L’Auvergnat de
Paris tras su fallecimiento.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Jacques Yonnet participa muy activamente en la


Resistencia parisina.
Notas
[1] «Aquí todos los techos han tenido / La escarlatina / Cómo no, el yeso se está
pelando / Oh Lamartine…». <<

[2] Soldados alemanes. (N. de la T.) <<

[3] Se refiere al sexo masculino. (N. de la T.) <<

[4] Licor anisado. (N. del E.) <<

[5] Término peyorativo con el que los franceses se referían a los soldados alemanes.
(N. del E.) <<

[6] M. Henri Vergnolle se convertirá, después de la Liberación, en presidente del


Consejo municipal. (N. del A.) <<

[7] «Gris de campaña». Color del uniforme militar de las fuerzas armadas alemanas.
(N. del E.) <<

[8] Juego de cartas muy popular en Francia. (N. del E.) <<

[9] «Cuatro Nalgas». <<

[10] Soldado árabe de las colonias. (N. de la T.) <<

[11] Servicio de inteligencia de las SS. (N. del E.) <<

[12] «Lascivas damas de bellos cuerpos / Van al Valle del Amor a buscar fortuna». <<

[13] Pieza de artillería alemana usada para la defensa antiaérea. (N. del E.) <<

[14] «Os veo ya señalados / Hermanos de la última mañana…». <<

[15] Humorista francés que presentó candidatura a la presidencia de Francia varias


veces con propuestas surrealistas. (N. del E.) <<

[16] Rango militar alemán equivalente a un sargento primero. (N. de la T.) <<

[17] Colgador. (N. de la T.) <<

[18] Elemento estético utilizado en mítines nazis que consistía en dirigir hacia el
cielo 152 reflectores antiaéreos que rodeaban al público. (N. del E.) <<
[19] Literalmente, «pueblo alemán». Término utilizado durante el III Reich para
designar a personas de origen alemán. (N. del E.) <<

[20] Rifodés y Malingreux son dos tipos de mendigos estafadores de la Corte de los
Milagros de París, en la Edad Media. Los Rifodés afirmaban que el cielo del fuego
había destruido sus hogares, y los Malingreux eran falsos enfermos. (N. de la T.) <<

[21] «Es la mujer enjoyada / La que hace enloquecer / Es una embaucadora…». <<

[22] «¡Fuera de aquí. Largo!» <<

[23] Según Bordier… «los vencedores rugían con tamaña bajeza… las condesas
lanzaron laureles a los calmucos y se subieron a caballito detrás de los cosacos…».

Según Vaulabelle: «Las damas más ricas y nobles fueron las responsables de los
desórdenes públicos en las calles y plazas». (N. del A.) <<

[24] Cabo. (N. del. E.) <<

[25] Documento de identidad oficial alemán. (N. del E.) <<

[26] Primer verso de una de las estrofas de la canción popular De Profundis


Morpionibus, escrita por Théophile Gautier. (N. del E.) <<

[27] Que parece ser una curiosa adaptación del Fausto de Marlowe. (N. del A.) <<

[28] «Hermanos humanos, que tras nosotros vivís / No se os endurezca el corazón


contra nosotros / Puesto que si piedad de nosotros, pobres desdichados, tenéis / Muy
pronto Dios la tendrá de vosotros». <<

[29] «Siendo más picoteados por los pájaros que dedales de coser / Que de nuestra
envilecida persona nadie se ría: / ¡Pero rogad a Dios que a todos nosotros quiera
absolver!». <<

[30] Con ese título apareció el libro por primera vez. (N. del A.) <<

[31] Me han escrito de Chile, de Brasil, de Guatemala, de los Estados Unidos, de las
Comoras, de Madagascar, de Nueva Caledonia, y de casi todos los países
francófonos de África. (N. del A.) <<

[32] Aquí entra en juego el humor feroz de la gente del barrio. Esta es la versión que
se quiso dar del drama:
EL COMISARIO INVESTIGADOR, a una dama amiga de la portera (difunta).

—Ha dicho usted que «olía a gas». Así avisó a los bomberos. ¿Qué ocurrió después?

LA DAMA.—Vino un «sargento». Subió al primer piso y dijo: «Sí, huele a gas». Y


maquinalmente, mientras pensaba, encendió una cerilla.

EL COMISARIO INVESTIGADOR.—¡Pero eso es lo último que debería haber hecho!

LA DAMA.—¡Ah, y desde luego que fue lo último que hizo, señor comisario! (N. del
A.) <<

[33] «… 1940: una bala se lleva la cimera de su casco y la pena por ser tan pequeño…
etc.». (Noticia dedicada al autor por Henry Muller en el Dictionnaire des
contemporains, 1959, del Crapouillot.) (N. del A.) <<

[34] Fue durante mucho tiempo director, junto con Jean Grave, de Temps Nouveaux
de la calle Broca. (N. del A.) <<

[35] «Entre otros…», podemos citar sobre todo a Vladimir Ulianov, al que llamaban
Volodia, en la calle Ferdinand-Duval, que se convirtió en Lenin; su comensal Leon
Trotski (gorrero en la calle Chapon), Pierre Laval, Vincent Auriol, abogados
menesterosos, los pintores Signac y Maximilien Luce… pero eso se lo contaré en otra
ocasión. (N. del A.) <<

[36] Me limito a copiar fielmente, se lo juro.

«Sopa de cerveza (alimento no excitante). Cueza un cuarto de cerveza (negra) con un


poco de comino y unos trozos de pan viejo. Cuélela y póngala de nuevo al fuego con
un trocito de mantequilla y un poco de sal, deslíe un huevo y un poco de harina de
patatas. Antes de servir, mezcle con cerveza fría.» (N. del A.) <<

[37] François Albert tuvo que soportar, en los años 20, a un verdadero fustigador en
la persona de Léon Daudet. Este, desde su asiento en la Cámara, interrumpía las
reivindicaciones vociferantes de nuestro bigotudo de izquierda en estos términos:

—Cálmese, cálmese, amigo mío.

—… ¡Señor Presidente, me gustaría que me autorizara a llevarme enseguida a este


señor para que haga reír a mis hijos! (N. del A.) <<

[38] ¡No se enfade, profesor Étiemble! Pero ¿cuándo fundaremos la Academia


francesa? (N. del A.) <<
[39] De aquí saqué, en 1963, el argumento de una película para la televisión: Paris
des Maléfices, del director Claude Dagues, con la preciosa y pertinente intervención
de Armand Lanoux. (N. del A.) <<

[40] Hospital de guerra para prisioneros. (N. del E.) <<

[41] Sobre todo, que esta palabra (este adjetivo) que uso aquí, no ofusque a nadie.
¡Ya nos hemos entendido! (N. del. A.) <<

[42] Paul Winterton (EE. UU.). (N. del A.) <<

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