Yonnet Jacques - Calle de Los Maleficios
Yonnet Jacques - Calle de Los Maleficios
Yonnet Jacques - Calle de Los Maleficios
alemán. Pronto logra escapar y llegar a París para incorporarse a las actividades
clandestinas de la resistencia.
Publicado por primera vez en 1954, Raymond Queneau consideraba este extraño libro el
mejor jamás escrito sobre París. Retrato del periodo más sombrío de la capital francesa
durante el pasado siglo —el de la ocupación nazi—, Calle de los Maleficios es sobre todo
el testimonio único de un extraordinario narrador y flâneur infatigable, versado como
nadie en la historia más antigua y «minúscula» de Paris, que atravesó el firmamento
literario de su tiempo como una estrella fugaz.
Jacques Yonnet
Calle de los Maleficios
La ciudad es mujer, con sus deseos y repulsiones, sus impulsos y sus renuncias, y su
pudor, sobre todo su pudor.
Para penetrar en el corazón de una ciudad, para conocer sus secretos más sutiles,
hay que actuar con infinita ternura y con una paciencia a veces desesperante. Hay que
rozarla sin hipocresía, acariciarla sin segundas intenciones, y hacerlo durante siglos.
Aquí no hay cabida para personajes ficticios ni historias que proceden únicamente
de la imaginación del narrador, que podría ser cualquier otra persona.
Entiéndase este libro no como el más inquietante sino como el más inquieto de los
testimonios.
1941
Pasados la isla y los dos brazos del río, la ciudad cambia de cara. En la plaza
ajardinada, donde estaba la antigua morgue, se han amontonado unas sobre otras
piedras de épocas diferentes que no pueden ni verse. Se odian silenciosamente. Y yo
sufro tanto como ellas. Es inconcebible que nadie pensara en ello.
El Sena parece molesto. El mismo mohín de disgusto que en otros tiempos, cuando
me acercaba a saludarlo después de un viaje demasiado largo para mi gusto. No es un
amante fácil.
Cuento con algo de dinero, suficiente para vivir dos semanas o quizás tres, pero los
únicos papeles que tengo son la identificación militar del sargento Ybarne, un sacerdote
sin familia, muerto en mi campo, y un certificado de desmovilización al mismo nombre
que me he hecho yo mismo.
No sé si algún día podré recuperar mi verdadero nombre. Debo estar siempre alerta
por las patrullas y redadas, sobre todo las que realizan los policías franceses.
He deambulado por el gueto, detrás del Hôtel de Ville. Conozco todas las calles, y
las casas piedra por pierda. Me he ido decepcionado, casi colérico. En el ambiente flotan
la desesperanza, la aceptación y la renuncia. Necesitaba respirar un ambiente más
enérgico. Así que, un instinto inapelable guio mis pasos hasta la plaza Maubert, de
sonrisa secreta. La calle des Grands-Degrés me atrae. Tengo la íntima sensación de que
allí estrecharé una mano amiga.
Este pequeño tenderete verde, hecho con tablas, es la «tienda» (que no llega a tres
metros cuadrados) de Cyril, el maestro relojero. Nacido en Kiev, solo Dios sabe cuándo.
Un coronel del Imperio, de la época en la que los coroneles todavía eran valientes,
había perdido una pierna en Austerlitz, lo que justificó su jubilación. El oficial solicitó al
Emperador permiso para volver a París con su caballo, al que le unía un gran cariño. El
Emperador tenía uno de sus días buenos y aceptó.
A Cyril le hizo mucha gracia mi historia. Bebimos mucho y nos hicimos amigos del
alma.
Cyril me ha encontrado un refugio. Me ha llevado a la calle Maître-Albert, una vía
que baja sinuosa hasta el río. El antro de Pignol es minúsculo y está lleno de gente. Se
puede picar algo con los postigos de las ventanas cerrados. Cada hora, la patrulla
rabiosa sube por la calle. Las botas anuncian su presencia desde muy lejos. Se diría que
a cada paso que resuena, el asfalto les responde «mierda». En cuanto doblan la esquina,
se apagan las luces y todo el mundo se calla. Tienen la sensación de cometer un
sacrilegio. Penetran en la noche hostil con un enorme miedo agarrado a sus tripas, como
un hombre se follaría a la fuerza a una mujer que lo rechazara.
Aquí se reúnen personas consideradas reputadas y honorables por sus trajes de tres
piezas con auténticos vagabundos. Todos comen del mismo rancho. Me he fijado en el
gafotas que está sentado en una esquina del banco, con el pelo cortado a cepillo, los ojos
saltones y con grandes ojeras. Cyril me susurra que es un poeta. Su nombre es Robert
Desnos.
La scarlatine
Ô Lamartine…[1]
Así recuperé, entre otras cosas, una edición de 1853 de Paris Anecdote, de Privât
d’Anglemont; una extensa y muy antigua recopilación de Arrests mémorables du
Parlement de Paris; y dos preciosos cuadernos que me permitirán reunir indicaciones de
hechos, lugares y fechas. Además, la Biblioteca Nacional de nuevo me abre sus puertas.
También el Arsenal, y Sainte-Geneviève, y los Archivos. Así, he podido reconstruir una
leyenda medieval sobre el lugar exacto en el que trabaja Cyril desde hace tantos años.
En 1465, el callejón de Amboise, que conducía del río a la plaza Maubert, nacía en el
laborioso bullicio de Port-aux-Bûches. El Bièvre lánguido dibujaba allí una especie de
delta, antes de unir su caudal limoso y cargado de tanino con las aguas del Sena. Se
amontonaban troncos todavía sin escuadrar en el fango estancado que los volvía
imputrescibles. París estaba inquieta. Por el norte, llegaban las fuerzas de Charles el
Temerario. Por el curso del Loira, los bretones, unidos a la causa borgoñona, acosaban a
los hombres del duque de Maine. François de Bretagne y el duque de Berry también se
habían aliado contra la corona del rey Luis XI. En la misma Cité, los borgoñones no
dejaban de intrigar. Las fuerzas de la policía, desbordadas, tampoco eran de fiar. Así
que se había relajado la vigilancia sobre los siervos semiesclavos, nómadas, vendedores
ambulantes y buhoneros que se congregaban en las murallas de la ciudad.
Solo los nobles o los ricos negociantes podían permitirse ser sus clientes. Tristán el
Ermitaño, que vivía en una casa cercana, apreciaba la habilidad del relojero y lo había
tomado bajo su protección.
Algunos de sus clientes, los más ancianos y con más fortuna, parecían notar cada
vez menos el peso de los años. Rejuvenecían, y los viejos presenciaron con asombro a
aquellos que creían sus coetáneos volver a ser hombres en la flor de la edad…
Se supo que Biber, envuelto de gran misterio, había construido para ellos relojes que
no se preocupaban por indicar las horas, puesto que sus agujas giraban al revés. La
persona cuyo nombre estaba grabado en los ejes de los engranajes veía su suerte ligada
a la del objeto. Volvía sobre sus pasos, recorría al revés el curso de una existencia que
llegaba a su fin, rejuvenecía…
Los beneficiarios del maravilloso secreto formaron una hermandad. Y transcurrieron
muchos años…
Le suplicaron:
—¿No puede hacer algo para que nuestras vidas vuelvan a ir hacia delante?
—Pero ¿por qué? A usted lo conocemos desde hace muchos años y nunca ha
cambiado de aspecto. Parece que no tenga usted edad…
Invadieron su casa pero no lo encontraron por ninguna parte. Todos ellos habían
acudido con la idea secreta de robar el reloj del brujo, aquel reloj único que tanta
tranquilidad podía darles.
—¿Conoces una leyenda… la del tiempo que corría al revés… sobre Oswald
Biber…?
—Entonces, ¿tú también sabes eso? Es mucho más grave de lo que creía…
Por un instante, vi en su mirada una angustia infinita, surgida desde lo más hondo
de las edades del tiempo.
Puedo domesticar el barrio, pero es imposible someterlo, como en otra época, a las
reglas de urbanidad. No dudo en darle la espalda a un tipo, con fama de simpático y
aspecto irreprochable, que me tiende una mano rolliza. Pero acepto con placer
rodearme de borrachínes de buen carácter, como si fueran la ganga de un mineral.
Tenemos a Gérard el pintor, enamorado de su pelo; a primeros de mes, siempre va a
que le hagan un peinado de mosquetero, pero la segunda semana ya parece un mujik.
También está Séverin el anarquista, que desertó por una chica; y Théophile Trigou, un
bretón que para llegar todas las mañanas a la misa de Saint-Séverin usa las mismas
astucias que nosotros para fingir que ignoramos sus inofensivos tejemanejes. Théophile
es un latinista excelente y nos hace pasar unas veladas estupendas de vez en cuando.
Los cuatro formamos el «gran equipo», tal y como nos bautizó Pignolette. Nos aprecia y
por eso nos cuida.
Las casas vibran por simpatía, como las cuerdas de un violín lo hacen por amor.
Como cargas de explosivos que se ponen de acuerdo para explotar a la vez.
El comandante nos hizo una señal para que nos calláramos, y se fue sigilosamente a
echar el cerrojo.
Las miradas de los mafiosos iban de la vela al hombre y del hombre a la vela. Una
vez que la llama hubo consumido dos tercios de su recorrido, se alargó, crepitó, se
volvió azul y vaciló, borracha como la aurora de un mal día. Entonces, supe quién era
ese hombre. Lo había conocido en otra época.
Después del final de la otra guerra, viví parte de mi infancia —los meses de verano,
varios años seguidos— en E…, una aldea de Eure-et-Loir. Allí tenía algunos amiguitos
que se extasiaban con los hechos, gestas y hazañas de los mayores, es decir de los que
tenían tres o cuatro años más que ellos.
Había algo más. El maestro Thibaudat era marcou, es decir, había heredado de sus
antepasados el secreto del dominio del fuego, una sabiduría que se transmitía de padres
a hijos.
Llegó un día en el que el maestro Thibaudat sintió que perdía sus fuerzas. Temía no
poseer la suficiente energía vital para poder ejercer su oficio. Su único hijo, Honoré, se
había convertido ya en un hombre: sus dieciocho años le habían valido una bicicleta
nueva y un pantalón largo, el tercero.
Honoré cada vez estaba más pagado de sí mismo. Siempre iba con los mismos
amigos porque, al ir mejor vestido que ellos y tener siempre abundante dinero en el
bolsillo, destacaba fácilmente en los bailes populares, sobre todo en la época en la que
los jornaleros, insatisfechos con las putas de los burdeles, ya que solo eran buenas «para
los palurdos que siempre follan con el resto de la banda mirando y borrachos como
cubas», se tiraban alegremente a jovencitas, preñándolas o pegándoles la gonorrea, sin
darles tiempo a abrir la boca para dar las gracias, mandarlos a la mierda o llamar a su
mamá.
Honoré, como mínimo, demostraba cierta dulzura y delicadeza, así como medios
para compensar a sus compañeros por el salario perdido de media jornada. Y también
sabía encontrar unas sábanas discretas, bajo un edredón de plumas que aventaba
rápidamente con un golpe de cadera y dos patadas, hacia el cubo con tapadera de
esmalte azul y adornado con un ribete de loza…
—Dime, Honoré, ¿qué te contó tu padre? ¿Qué tienes que decir para llevarte el
calor? ¿Una especie de plegaria o algún sortilegio? Venga, Honoré, dímelo…
Llevaron ante Honoré a un niño que se había caído en la chimenea, este le impuso
las manos y empezó a murmurar. Al cabo de un cuarto de hora, el niño había muerto.
A partir de ese momento, los rumores empezaron a cobrar fuerza, una turba cogió
horcas, mayales e, incluso, fusiles. El marcou se había convertido en malahou, es decir, en
perjuro, había traicionado su pacto y, con ello, los había traicionado a todos.
Los gendarmes protegieron con toda su energía a Honoré, quien consiguió subirse a
su bicicleta y llegar al apeadero de Gazeran, muy lejos de allí, donde paraba el tren de
París.
La mecha se había extinguido, aunque todavía humeaba por descuido o, quizás, por
asombro.
—¿Honoré Thibaudat?…
En tres vasos grandes, de tres tragos, se acabó toda su jarra de limonada. Me miró.
Esta vez con los ojos de un perro apaleado.
Solo nos quedaban veinte minutos antes del toque de queda. Uno al lado del otro,
Honoré y yo subimos por la Mouffe. Señaló un tragaluz:
—Duermo ahí, en el sótano, se está más fresco… Desde aquella época, sobre todo
después de estar en África, me quemo. Me quema aquí —recorrió su laringe con una
mano temblorosa—. No puedo hacer nada para calmarme. Lo he probado todo, incluso
pinchazos. Después, vuelve a empezar y es peor. A veces puedo apagar unas brasas,
pero me quedo exhausto. Ya soy viejo…
Diciembre
Definitivamente, hace mucho mucho frío. La gente pasa hambre. Las raciones son
insuficientes. No hay nada con que saciarse. Sin fuerzas, los vagabundos, que desde
hace tiempo forman parte del paisaje, caen como moscas, y solo los más fuertes
sobreviven. A quienes se dignan a realizar alguna actividad, no les falta el trabajo, y eso
es bueno. Les basta con salir a la calle a las cinco (antes, está prohibido) y ponerse a
rebuscar en las basuras. Nunca antes el papel, la madera y el metal recuperados de la
basura se cotizaron tan alto. Y siguen al alza. Los maestros traperos, quincalleros al por
mayor, empiezan a amasar verdaderas fortunas. A los vagabundos les importa un
comino. Conseguirán lo justo para zampar cualquier cosa, de cualquier modo y en
cualquier parte, y llenarse el buche del vino suficiente para que la borrachera les dure
hasta que vuelvan a despertarse.
Ayer encontraron al viejo Hubert muerto, helado, encima de la barra. Las ratas
habían empezado a dar cuenta de las partes blandas que tenía descubiertas: el cuello,
las mejillas y la grasa de las palmas de las manos. Se veía venir desde hacía tiempo, así
que no ha sorprendido a nadie. En el letrero de su establecimiento todavía se puede
leer:
CAFÉ - VINOS - LICORES
Está en el número 1 bis de la calle de Bièvre, justo al lado del muelle. Cuenta con dos
pisos y medio, es decir que hay que ser un enano o tener las piernas amputadas a la
altura de las rodillas para poder estar de pie en la buhardilla. El aspecto exterior es al
menos tan honesto como el de otras casas de la calle. Pero en cuanto subes un piso, te
das cuenta del percal. Los techos desaparecen precipitadamente. Las paredes están
abombadas o rezuman humedad. Te tropiezas en los agujeros del suelo, auténticos
hoyos. Aquí, la masa de inquilinos se compone de (o se descompone en) cinco familias,
tres de las cuales conviven sin estar casadas, y entre todas reúnen a veintiún niños de
entre dos y diez años, sin contar a los que todavía llevan pañales. Los padres tienen
todos un aspecto similar: son bajitos. Ninguno de ellos alcanza el metro sesenta. Y
siguen un principio común: no dan ni palo al agua, desde hace muchos años. Qué le
vamos a hacer, es mala suerte. Todos son obreros y peones especializados, pero están
tan especializados en una habilidad concreta, y tienen tan mala suerte, que los empleos
que les ofrecen nunca son de su especialidad. Siempre por los pelos. Así que tienen que
conformarse con el paro, con las prestaciones sociales, las primas por nacimiento, con el
subsidio de más allá, y los seguros de más acá, sociales, asociales o antisociales…
Con todos esos ingresos no se vive mal, y no se tiene el gaznate seco. Pero pagar al
propietario es otra historia. Hasta que no protesta, no sueltan lastre. Pero protestar no
encajaba con el temperamento del viejo Hubert. Ya lo avisaron de que tenía que hacer
reparaciones de urgencia en su edificio… Pero ¿con qué dinero? Y además, con los
Fritz[2] por todas partes y la miseria generalizada, no se podía esperar ni un céntimo. ¿Y
entonces, qué? ¿Desahuciarlos? Impensable. Por tanto, el viejo Hubert se propuso
ignorar la existencia de la casa de huéspedes. Condenó su propia habitación, en primer
lugar, y decidió vivir en el bistró.
Eso le bastaba para vivir, hasta aquel amanecer de invierno en el que, al encontrarse
la puerta cerrada, los vagabundos descubrieron a Hubert muerto, congelado como un
témpano, rodeado de botellas vacías, latas de conserva y platos sucios.
El cadáver de Hubert no era un espectáculo agradable: tenía una mirada torva y una
mueca extraña en la cara, se le había secado la baba, y estaba tumbado sobre un montón
de basura. Por desgracia, yo ya había visto muchos fiambres, y, en esa ocasión, habría
preferido ahorrarme el espectáculo.
Después, puso a trabajar a tres o cuatro chicos que estaban allí, haciendo valer su
autoridad. No trabajaban tanto desde hacía mucho tiempo. Botellas en una esquina y
trapos en la otra. La basura al arroyo: y de inmediato a las alcantarillas. Un golpe de
escoba y otro con el trapo.
—Hace cuarenta y dos años que llevo esta barraca. Me gustaría volver a mi tierra,
pero no me quedan fuerzas desde que murió la parienta. Y no puedo venderla tal y
como está ahora. De todos modos, antes de palmarla, me gustaría saber qué hay en mi
tercer sótano…
El tercer sótano estaba tapiado por ordenanza prefectoral desde las inundaciones de
1910. Una doble pared de ladrillos impedía que las crecidas del agua inundaran los
pisos superiores. En caso de tormenta o de atasco de los desechos, el sótano servía como
un excedente regulador.
Hacía buen tiempo: no había riesgo de ahogamiento ni de ningún otro accidente
imprevisto. Eramos cinco: Hubert, Gérard el pintor, dos obreros y yo.
Eso era todo. Nada más. Decepcionados, volvimos sobre nuestros pasos. El viejo
Hubert exploraba las paredes con su lámpara eléctrica. ¡Mira! Una abertura. No, un
nicho. En él había algo de madera que parecía una estatuilla negra. Levanté aquel objeto
sin dificultad. Me lo eché debajo del brazo y le dije a Hubert:
Cerramos la puerta para admirar con más atención las bellezas escondidas de
nuestros compañeros, que las exhibieron complacidos.
Después, para contentar a Théophile, que siempre estaba dispuesto a examinar los
problemas comunes de los marginales, iniciamos una discusión interminable.
Fanfán nos habló del aburrimiento lacerante de las prisiones, de la suciedad de las
celdas heladas o asfixiantes, de las relaciones que se establecen a través de
promiscuidades asquerosas, y de la alegría que se siente al engañar a los matones o al
conseguir, por medios inverosímiles, tinta y agujas, y del terrible alivio que se siente al
saberse marcado por uno mismo, de una manera visible e indeleble que te une a la
inmensa y salvaje hermandad de los eternamente reprobados.
Théophile Trigou parecía apasionado por el tema. Mencionó diversas imágenes,
figuras y consignas que había observado en las epidermis de sus coetáneos. Se lanzó sin
freno a una disertación sabia y llena de interés sobre el «simbolismo del tatuaje».
Me sorprendí al afirmar, con una autoridad sin fundamentos, que era un peligro
para cualquier hombre someter su cuerpo a semejante operación. Creo que incluso dije:
«a semejante experiencia». Me oí decir que el tatuaje era no solo, a mi entender, una
señal de pertenencia a un grupo, a menudo indecente, sino también la marca de la
aceptación de la derrota, del abandono de la lucha contra un destino desde entonces
implacable.
—Eso por supuesto. Un hombre tatuado puede agitar algunas fuerzas. Mira si no lo
que pasa en el «Salève…».
—¿?…
—¿Dónde está?
—Vamos, muéstramelo.
Estaba emocionado. Los otros objetaron que no era el momento, porque estábamos
bien allí, que todavía quedaba bebida en nuestras copas y que para qué cambiar de bar.
Calle Zacharie. Quisieron cambiarle el nombre por el del cantante Xavier Privas,
pero el que se sigue usando es el antiguo. No tiene nada que ver con el profeta: en el
siglo XIII, era la calle Sac-à-Lie. Los vendedores de vinagre, mientras esperaban que en
Petit-Châtelet confirmaran la calidad de su mercancía, dejaban allí los odres de cuero
que contenían la lía, la madre del vinagre, por así decirlo. Durante un tiempo, bajo el
reinado del Luis IX, se la llamó calle de los «Tres candelabros». Y también, durante unos
pocos años, calle del «Hombre que canta». No obstante, conozco a un inglés, el doctor
Garret, que posee un documento extraordinario: me lo enseñó en Sydenham, en 1935. Se
trata de un mapa del barrio de la Sorbona trazado hacia 1600 por los residentes del
colegio de los irlandeses. La calle Zacharie, entre Saint-Séverin y la Huchette —según el
mapa es indiscutible—, está señalada con el nombre de Wichtcraft Street.
A ambos lados de la calle Zacharie hay una doble hendidura que dibuja un pequeño
espacio donde descansan carritos cargados de todo lo que se pueda desear. En la puerta
de la tienda de carbón hay una carretilla doblada sobre sí misma, rueda contra rueda,
con los varales juntos y el puntal inestable, que parece el esqueleto de un ave zancuda
del Apocalipsis montada sobre un eje. Por todas partes se oyen salmos de árabes,
negros, griegos o armenios. Este balcón de madera estuvo hace mucho tiempo pintado
de blanco. En él, se seca la colada, como si fuera un parche sobre las ventanas con
oftalmia. Un grupo de magrebíes se fijó en nosotros. Se preguntan qué hacen allí unos
desconocidos. Un chico joven se separa del grupo. Siguiendo órdenes de los mayores,
nos pregunta «qué hora es». Nosotros nos encogemos de hombros sin responderle.
Como si en semejante calle pudiera ser una hora cualquiera.
En el Salève la estufa no tira bien, lo que unido al tabaco reutilizado por tercera vez,
al vino peleón y al permanente olor a ácido (de desinfectante o de vómito, o ambos)
vuelve el ambiente casi insoportable. No obstante, también está ese cosquilleo que basta
con probar una vez: en dos segundos te desgarra la garganta e, inmediatamente
después, se extiende como una mancha de aceite. Una sensación dulce aparece de
repente y por sorpresa. Aspiren por la boca y soplen por la nariz. Ya está. Están
atrapados.
El roedor nos ha visto a Théophile y a mí. Fanfán le suelta un rollo, pero mientras
continúa con su cháchara, el dueño con cara de rata gorda parece cada vez más receloso.
Hace una señal al mirón que está más lejos: un tipo grande se acerca. Es francés, muy
oscuro y amargado; pero ni viejo, ni encorvado, aunque condenado para siempre a la
miseria. Se ve enseguida. Presentaciones: Edgar Jullien. Periodista, explorador.
Théophile y yo damos nuestros nombres. O los de otros. Nunca se es demasiado
precavido. Un chico con cara de rata imberbe y más bajo es el hijo único del cara de rata
que está detrás del mostrador.
Edgar Jullien, llamémoslo así, era un periodista conocido hasta hace muy pocos
años. Especialista en temas del Islam y miembro de la Sociedad de Exploradores
franceses. Conoce bien el norte de África, aunque sobre todo ha viajado por Oriente
Próximo, donde consiguió pasar durante varios meses por musulmán. No es difícil
imaginártelo con turbante, babuchas y los hombros cubiertos por una chilaba
descuidada. Llevó a cabo misiones bastante peligrosas, pero cometió el error de dejarse
llevar de un día para otro por una confianza pueril, estúpida y seductora. El tan temible
arrebato de locura tuvo lugar en Siria, donde conoció a varios monjes griegos exiliados.
Estos habían formado una secta satánica y querían iniciarlo en sus ritos. Hasta ese
momento, todo parecía una mascarada ridícula de místicos neuróticos; en cualquier
caso, Edgar Jullien, por desidia y quizás por otros motivos que se calla, aceptó que le
tatuaran en el pecho el emblema de la secta: un murciélago.
En el centro de la sala del fondo han dispuesto una mesa, después de echar a los
haraganes que dormitaban sobre ella. Han puesto un vaso lleno de agua, en cuya
superficie el hijo cara de rata ha dejado una aguja de coser previamente imantada y
engrasada.
Los dos hombres tatuados, que se ignoran sin llegar a detestarse, se sientan uno
frente al otro con el torso desnudo y la espalda pegada a las paredes opuestas de la
habitación. Avanzan lentamente hacia la mesa que los separa. La improvisada brújula
se desorienta, duda, enloquece, y la aguja se hunde. Repiten la operación cuatro veces.
Es sorprendente lo bien que se está en el bar de Pignol. Entre los que lo frecuentan se
ha creado una conchabanza tácita e inmediata. La selección ha surgido naturalmente:
truhanes enclenques, putas sedientas, chivatos borrachos de polis de poca monta y los
burgueses un poco demasiado conformistas (salvo por la libra de carne del mercado
negro y del camembert sin restricciones) se encuentran bastante incómodos. No tienen
más remedio que irse. Igual que cualquiera que no respete las exigencias de Pignol. En
primer lugar, hay que tener la boca cerrada. ¿La guerra? Agua pasada. ¿Los chleuhs[5]?
Ninguno conocido. ¿Rusia? Cambie en Réaumur. ¿La policía? En otros tiempos era útil,
para regular la circulación… En el bar de Pignol, el silencio constituye la principal, más
difícil y mayor prueba de entronización.
¡Madre mía! Espero que nadie se asuste con mi vocabulario. No es una pose. Utilizar
otras palabras sería traicionar a personas a las que quiero demasiado. Y traicionarles a
ustedes también, ya que podrían pensar que tengo «todo el tiempo del mundo», o bien
llegarían a la conclusión contraria. ¿Lo pillan?…
Así, entre personas que deberían de haberse menospreciado unas a otras, nació un
gran sentimiento de unión ¡Menuda fauna, amigos míos!
Está Pépé el mariquita. ¡Increíble! Parece mentira que se pueda ser tan afeminado. Se
atreve incluso a hacer la calle en la puerta del hotel de enfrente. Vagabundo, sin dientes,
exageradamente maquillado, ha llegado a peinarse con una peluca amarilla y a ponerse
una falda encima de la única pierna de su pantalón y la pata de palo que deja ver el
muñón desnudo. Esa escoria humana se considera hermafrodita. Antes era inquilino de
un burdel de Le Havre donde lo llamaban la Mexicana. Ahora engatusa a los Fritz,
sobre todo a los jóvenes de las SS que llegan uno a uno, con cierto disimulo, porque
tienen prohibida la entrada en esa calle. Conseguiría que lo echaran de cualquier sitio.
Aquí lo aguantamos. El porqué me lo preguntaré toda la vida. Y me sorprendo y asusto
al darme cuenta de que no me da asco.
También está Léopoldie, la antillana. A pesar de ser fulana, es una buena chica que
ha dejado el negocio mientras dure la guerra. Dice que el verde grisáceo de los
uniformes no le va. Así que vende flores, sobre todo a nosotros, siempre que sea
posible.
Luego está Bizinque, con una cara que es todo pómulos, una napia como un
forúnculo, una boca con la forma del culo de una gallina (o de un avestruz), y con los
ojos muy abiertos y grandes, rodeados de rojo, de manera que recuerdan a los de una
dorada. Es un trapero, pero también un fisgón de primera que podría encontrar un
fonógrafo en el desierto. También está Ritón el chulo, que está liado con Catherine para
disfrutar de la modesta pensión de la mujer. Un día que estaba ebrio y que se había
quedado sin dinero para seguir bebiendo, Ritón les dio una tremenda paliza a los críos
de Catherine. Y mientras los críos berreaban, los vecinos no oyeron a Ritón desmontar
la puerta que daba al rellano. La convirtió en leña que revendió enseguida a Constant,
el vendedor de carbón de la calle del Sena.
Los demás rufianes no merecen mención, aunque cada uno daría para una novela.
Me sorprendo a mí mismo al haber escrito aquí «no merecen mención…». Y eso ¿en
virtud de qué? Mis pretensiones están fuera de lugar…
No, ya sé qué pasa. Les caigo simpático, parezco inofensivo y no me dedico a darles
sermones como Théophile. Así que todos quieren contarme sus cosas. Mendigan
aceptación, una disculpa para sus comportamientos a menudo abominables, una
sombra de conmiseración. Théophile los escucha. Es casi un santo. Pero yo no tengo
siempre la paciencia necesaria. Estos son los tipos que mis granujas frecuentan. Géga,
que vende de todo, últimamente se gana la vida como trapero al por mayor. Sonrisa
torcida, sombrero con ribete, pipa y mucha labia, más propia de Balzac. Tiene un
corazón de oro, pero le vendría bien mantener la boca cerrada. Luego tenemos al señor
Moigneaud, actualmente profesor de historia en una institución privada, destituido del
puesto que ocupaba en el departamento de asuntos exteriores en la Tour Pointue,
porque no tenía unas ideas demasiado favorables a la cruz gamada. También está el
viejo Bonnechose, abogado y doctorenderecho, un borracho, achacoso y canijo, que suele
estar acompañado de dos o tres viejos cachondos, y muchas veces también de Henri
Vergnolle, un tipo grande y con labios gordos, arquitecto y socialista, que está apartado
de la política por la simple razón de que no hay más política que la de la Wehr-Heim[6].
Así, con estas cuatro palabras, ya está todo dicho. Nos apoyamos pero sin hablar. Es
magnífico. He investigado la prodigiosa historia de estas paredes. Me parece que soy el
único que sé que son las piedras, y solo las piedras, las que marcan el tono aquí.
Hay noticias de la calle de Bièvre. Henri Vergnolle conserva algunos contactos y nos
ha puesto al día.
Me despertó un pellizco. Estaba avisado: hacia las siete y media el intruso debía
llegar a nuestros parajes. Cuando cruzara el Sena, pasaría mi frontera. Me vestí a toda
prisa y me dirigí a la calle de Bièvre. Lo vi desde lejos, fingiendo pasear por aquella
mañana ácida. Todos mis planes se desmoronan. Son dos, él y su mujer. Eso no estaba
previsto.
Llevaban sendas maletitas: al llegar a la estación, habían tenido que dejar sus baúles
en la consigna. Los traperos cargados con sacos salían como topos de pasillos oscuros.
La luz bailarina jugaba con sus caras surcadas de arrugas y transformaba a los barbudos
en profetas. Los niños empezaban a chillar. Las ventanas abiertas aireaban, muy a su
pesar, algunos edredones que, humillados, lloraban plumas. El hombre llevaba un
papel en la mano, y encontró el 1 bis. Dio un aviso. Su mujer examinaba el muelle, la
altura de los techos, miraba desconfiada a los mendigos que, vacilantes, cruzaban la
puerta. La pareja subió por la calle hasta la Maubert, después volvió sobre sus pasos. El
hombre pidió información a la señora Verduras-cocidas-para-llevar, que tiraba al arroyo
el serrín de su tienda. Tendrían que rendirse a la evidencia: era allí. No me pasaron
inadvertidos ni el desasosiego del hombre, ni la indiferencia de la mujer. Séverin,
Théophile y yo decidimos seguir el asunto de cerca, y afanarnos por averiguar lo antes
posible qué alegrías o preocupaciones nos iban a procurar aquellas dos nuevas figuras
que habían aparecido en nuestros dominios.
Pude contemplar durante un buen rato dos pinturas surrealistas: una representaba
una máquina de coser colocada sobre una mesa de operaciones; la otra, un toro que
arremetía contra un piano de cola.
Valentin no está hecho para esto. Sirve tan a disgusto a nuestra fauna hirsuta vestida
con andrajos, que los mendigos enseguida lo han clasificado como un tipo
desagradable. ¿Podría perder a la clientela y conseguir que se fuera a beber a otra
parte?… Imposible. Esa gente son como chinches: una vez que han decidido invadir un
sitio concreto, el dueño del lugar, por voluntad propia o por la fuerza tendrá que
rendirse y cederles el sitio. Eso es lo que le pasa a Valentin. Ha acabado resignándose y
bajando a las cuatro y media para preparar su inmundo aguachirle.
Ceñudo, apenas responde a lo que le dicen sus clientes que, borrachos de ocho a
diez, le cuentan sus penas.
No obstante, ha tenido que volverse más sociable ante la necesidad de establecer una
clasificación entre los que trabajan —traperos—, y a quienes se les puede dar cierto
crédito sin correr demasiados riesgos, o incluso fiarles, y los que no solo no dan ni
golpe, sino que se vanaglorian de no darlo.
Paulette se arregla en su habitación, baja tarde para preparar sus platos, después de
musitar un vago saludo a su alrededor. Siempre es recibida con un silencio amargo, una
especie de desaprobación irritada: en la Maubert, mucho menos que en cualquier sitio y
en la época que vivimos, alardear de frescura e incluso de elegancia no está bien visto.
Porque la chica se emperifolla con ganas, su juventud resulta explosiva, y, cuando va
por la calle, no se molesta en moderar el contoneo propio de las fulanas, con lo que
atrae un reguero de miradas, hipócritas, llenas de deseos, de celos y de reproches.
Ella y Valentín hablan muy poco, y todavía menos en el trabajo. Después del
desayuno, preparado con cuidado y del que dan cuenta en diez minutos, Valentin se
pone un abrigo y se va a dar una vuelta. Pasea solo, durante una o dos horas, a veces
tres, por las orillas del Sena, que recorre hasta Austerlitz y más allá. No entra en ningún
sitio, no se relaciona con nadie. Se comporta como un oso.
En un tugurio con música, ahora cerrado, cerca de la Contrescarpe, Fréhel canta para
los amigos. Hay que atravesar un largo pasillo y dar cuatro golpes, tres secos y uno más
tímido, para que la puerta gruesa y chata se entreabra.
Allí, de pie, está una enorme mujer con la cara deformada por la mala vida, con un
delantal negro de vendedora callejera, y ambas manos gordas e inútiles sobre el vientre.
Canta Chanson tendre y La Vieille Maison con una voz resquebrajada, ya sin timbre. La
Lune, discreto e inmóvil, la acompaña con la armónica, La Lune, el vagabundo que se
enorgullece de serlo, La Lune el acróbata, La Lune el extraordinario músico, tan
sensible… Hay quienes se toman su tiempo en los lavabos, quienes van a lamentarse
sobre un hombro amigo, con la nariz y los ojos cubiertos por un pañuelo de cuadros
malvas. Háblame un poco de los tipos duros.
Fréhel vive en casa de una amiga por Montmartre, pero para esta noche le hemos
buscado una habitación cerca. Queremos tenerla con nosotros. Los hemos llevado a
todos, a ella, a La Lune y al que le deja la habitación a tomar un trago al Vieux-Chêne.
Ese hombre me interesa. Es mayor, pero no viejo. No tiene pinta de borracho y sus
rasgos son angulosos, raciales. Confieren cierta nobleza a su rostro oscuro enmarcado
por una barba tupida, negra y brillante. Sus ojos profundos te escrutan hasta el fondo.
Es una mirada impecable. Conserva una sorprendente finura en sus manos largas y
delgadas teniendo en cuenta el trabajo que ejerce (es trapero como los demás). Un
detalle: tiene la oreja izquierda agujereada y lleva un pequeño pendiente de oro. Vi uno
parecido en la oreja de una cantante rusa, una antigua cosaca.
Siempre llevo algo encima con lo que dibujar. Después de invitarlo a una copa, le
pedí permiso para hacerle un retrato rápido de la cara con tinta roja. Cinco minutos es
mucho tiempo, pero él posa pacientemente.
—Pero no esperaba ningún favor, habría preferido pagarte por posar o hacerte otro
retrato si eso te hubiera servido de algo…
—Solo acepto que me paguen por mi trabajo. Aquí, bebo. Y te repito que es mejor
para ti contar con mi permiso.
No me quedó más remedio que pedir otras dos copas. La Lune se había
desmoronado y roncaba sobre la mesa.
Sé que los alemanes han empezado a hacer redadas entre los gitanos, incluso entre
los sedentarios. Me prometí que, si volvía a encontrarme con mi hombre, le advertiría
del riesgo que corría, y si podía lo aconsejaría o lo ayudaría. Hoy nos hemos encontrado
en el mercado des Carmes y he acompañado al barbudo hasta la calle de Bièvre. Por el
camino, aproveché para expresarle mis temores. Él se detuvo en seco y me miró
fijamente:
—¿Gitano? ¿Por qué me llamas así? Desde luego, yo no invento el vocabulario del
barrio… En cuanto a las redadas, deberías ver lo poco que les importo a los alemanes, a
los polis, y a todos los demás…
El Gitano desplegó una sonrisa característica. Parecía que estuviera esperando ese
momento.
Paulette, siguiendo las indicaciones del barbudo, dispuso las cartas formando una
estrella, las volvió a mezclar, las invirtió, y volvió a hacer montoncitos:
—Ya está…
Valentin tardó dos segundos en entenderlo todo. Palideció. Nunca lo había visto así:
—¡Largo! ¡Fuera!…
El Gitano llegó al local de Pignol muy tarde. No tenía ganas de hablar. Solo pudimos
arrancarle estas inquietantes palabras:
—Ese amigo tuyo no debería haber hecho algo así… Nunca… Si él supiera…
Aquella mañana, el barbudo ya no aguantó más. Su audacia llegó tan lejos como
para intentar penetrar en el café. Valentin, que no esperaba otra cosa, soltó a su perro. El
pastor, feroz, franqueó de un salto la barra. Todos pensamos que se iba a lanzar, con los
colmillos fuera, sobre el barbudo. Pero se detuvo en seco. El Gitano lo tenía bajo control
sin borrar la sonrisa. Mostrar dos dedos de la mano derecha formando una V le había
bastado para detener el arrebato de la bestia. Entonces el Gitano empezó a musitar
palabras incomprensibles. El perro se echó a temblar. Retrocedió enseñándole los
dientes y cuando pensó que estaba fuera de alcance de un peligro impreciso, que solo él
conocía, huyó, corrió a protegerse en las piernas de su amo. El Gitano no insistió. Se fue
balanceándose.
Ahora el perro no deja de temblar. Se niega a comer. Hay que sacarlo a rastras a la
calle. Se escapa y vuelve a entrar a toda prisa. Se le caen matas de pelo. Valentin decidió
un día envolverlo en una manta y llevarlo en brazos, gimiendo, hasta el veterinario más
cercano. El especialista, el Doctor N., un hombre negro, es famoso por su ciencia
intuitiva, que nunca falla. Cuando Valentin le explicó la historia, él asintió y habló de un
«maleficio», con la cara de un hombre que sabe lo que se dice.
Todos los días, administra dos inyecciones al animal, que se ha quedado sin pelo y
está en los huesos. Pero sin apenas esperanza. Quiere que quede claro.
Durante el tiempo que duró el tratamiento del perro, el Gitano no volvió a aparecer
por la calle de Bièvre. Las noches por fin se hicieron más cortas, el tiempo más suave…
y Valentin cada vez parecía más sombrío. En su interior crecía una cólera sorda. Todos
esperábamos que llegara el día en el que… y por fin, lo hizo.
El Gitano entró sin hacer ruido, mientras Valentin, que estaba ordenando las
botellas, le daba la espalda. Yo estaba en el fondo del local, al final de la barra.
Valentin se enfureció terriblemente. Profería injurias sin cesar: «Pedazo de… Especie
de…». Al final cogió una porra pesada.
El barbudo, siempre con su exasperante sonrisa, le apuntó con las manos, con ambas
esta vez, y formó dos uves horizontales con los dedos. También dijo más cosas…
Sí, se desencadenó una fuerza enorme, en flujos sucesivos, de las manos de aquel
hombre demoníaco, e inmovilizó a Valentin, que de pronto se quedó mudo como un
guiñapo.
El barbudo se echó una mano hacia atrás, abrió la puerta y cruzó el umbral de
espaldas, sin prisas. La maldad de su sonrisa se había acentuado.
Valentin se está convirtiendo en un mono. Se rasca los sobacos, las ingles y todo el
cuerpo. Da asco a los clientes, a pesar de ser salvajes y estar acostumbrados a prácticas
más bien malsanas.
Tiene las manos y el cuello en carne viva, con costras supurantes por todas partes.
Hemos tenido que obligarlo a ir al Hôtel-Dieu. Y de allí lo han enviado a toda prisa a
Saint-Louis. Nadie sabe dar un diagnóstico preciso sobre el tipo de lepra que devora su
piel. Su martirio —el de los desollados vivos— lo ha sumido en la furia y la locura.
Paulette ya solo abría el café por la tarde, y se negaba a servir a los clientes que le
disgustaban. Mientras tanto, un techo del edificio había empezado a hundirse y los
bomberos habían tenido que apuntalarlo.
Al holandés solo lo vimos dos veces. Era guapo y parecía joven a pesar de las canas.
Llevaba jersey, ropa ancha de ratina azul oscuro y gorro de marinero. Afirmaba ser el
dueño de una gabarra amarrada no lejos de allí, lo que nos hizo preguntarnos cómo
había conseguido entrar con la mayoría de los canales obstruidos.
Cuando estaba allí, Paulette solo tenía ojos para él. Según dicen, un día le propuso ir
a visitar su gabarra. Paulette echó a los presentes, cerró con llave y la deslizó en el
buzón.
Se produjo otro desprendimiento mucho más grave. Tuvieron que intervenir los
servicios de emergencias de la ciudad y se decidió que había que evacuar el inmueble
urgentemente. Hubo que llamar a la policía para expulsar a una retahíla de vagabundos
que se quejaban y vociferaban arrastrando con ellos a la chiquillería y el petate.
Tapiaron las salidas.
Tiempo después, llegó un arquitecto. Examinó los daños y tomó muestras de los
materiales. Supimos entonces que las piedras de la casa padecían una verdadera
enfermedad: una especie de hongo las había invadido y las estaba devorando. Las
piedras se estaban convirtiendo en polvo como el yeso mal hecho. Y la «enfermedad»,
además, parecía contagiosa y podía ser una amenaza para los otros edificios. Por tanto,
había que demoler el edificio inmediatamente.
Todas las mañanas, el Gitano pasa por delante de la casa y se detiene un momento.
Empezaron a arreglar el techo, o lo que quedaba de él. Pero, claro, como todo ese
trabajo da mucha sed, cada cuarto de hora, nuestros muchachos iban a tomarse una
copa a un sitio y luego a otro: al Vieux Palais, al local de Dumont, al de Bébert. Los
dueños de los diferentes bares y los habituales no dudaron en contarles con pelos y
señales el asunto del Gitano, del perro enfermo y maldito, la historia de cómo Valentin
cogió la lepra y se volvió loco y la de la desaparición de Paulette. A un obrero de la
construcción no le gustan las historias que le dan dolores de cabeza.
Apenas habían empezado con el segundo piso cuando los seis hombres, incluido el
jefe de obra, empezaron a notar en las manos, en los sobacos y en las ingles picores
extraños.
Al poco tiempo, todos habían encontrado razones de peso para romper el contrato
que los ligaba con la empresa municipal de obras. Y la casa quedó abandonada: nadie
quería picar aquellas piedras malditas.
No sé cómo los alemanes se enteraron del asunto, pero fue una cuadrilla de polacos,
a los que trajeron en camiones a pie de obra desde las minas del norte, bajo la vigilancia
de dos feldgrau[7] armados, la que arrasó con todo en dos días.
Ahora todo está limpio y el terreno nivelado. El Gitano va cada mañana, a eso de las
once, cargado con sacos. Pausadamente, se instala sobre una caja, en medio del
terraplén, y organiza la mercancía que después entrega a los maestros traperos: restos
de lana, pedazos de otros tejidos, papeles, metal, huesos antiguos y desechos de todo
tipo.
Por fin el barbudo muestra la sonrisa de sus días buenos. Está en terreno
conquistado.
Capítulo 4
PASTEUR
La aventura, seguida paso a paso, vivida hora a hora, de la casa que ya no existe no
es suficiente para bosquejar el retrato de todo este periodo. Desde mi huida, no podía
librarme de la influencia intermitente de un inmenso cansancio que, de vez en cuando,
bruscamente y sin avisar, me paralizaba las piernas y me abatía hasta el punto de
pensar que me iba a caer redondo allí mismo.
EL APODO DE ALFOPHONSE
—Verás, cuando mi madre me parió, tenía tres hermanas mayores. «Por fin, un
niño», dijo mi viejo. (En este punto prefiero pasar por alto los detalles fisiológicos que,
en francés correcto, pierden gracia). Coincidió que mi tío, el hermano de mi madre, que,
no te lo he dicho antes, pero trabajaba en el ayuntamiento del barrio, llevaba el registro
de nacimientos. Su cuñado fue a verlo y le dijo: «¡Eh! Gus, ¡qué tal! ¡traigo noticias! ¡Tu
hermana me ha dado un chaval hecho y derecho, con sus huevos y su pilila!». «Oye,
Albert —dice mi tío—, cuando eso le pasa al príncipe de Gales, el rey de los Ingleses
ordena que disparen veintiuna salvas con un solo cañón. ¡Pues nosotros nos vamos a
echar veintiún tragos por el gaznate! ¡Y mejor pronto que tarde!». Y así los dos cuñados
se van a engullir veintiuna copas de vino peleón, sin perdonar ni una. Al volver, iban
dando tumbos. Entonces, mi tío coge su portaplumas para inscribirme en el Registro.
«Todavía faltan cosas por hacer, habrá que pensar un nombre». El padre se estruja los
sesos, pero no se le ocurre nada. Y después dice: «¿Te acuerdas del abuelo, eh, Gus? ¿Te
acuerdas o qué? Se llamaba Alphonse. ¿Te acuerdas ahora? ¡Pues nuestro chiquillo se va
a llamar así, como el abuelo!». Menuda imagen más tierna. Imagínatelos a los dos
gimoteando y mi tío, mientras se sorbe los mocos, empieza a escribir: «A-l-f-o…». «¡Qué
te equivocas! —interviene el padre—, ¡pe hache!». «¿Qué dices de pe hache?». «¡A-l-p-
h!». «¡Mierda! Pues en el registro no se pueden hacer cambios ni pagando. ¡Es ilegal!».
No se podía cambiar mi nombre, y así acabé llamándome Alfophonse…
Poco a poco y solapadamente, el barrio echó raíces en su vida. Aquel sector, piedras
y personas, decidió quedárselo para siempre, aunque el precio que se pagó para que
esta conjura de vagos deseos tuviera éxito fue elevado. Esto es lo que ocurrió.
Ordenaron a Trigou sacerdote, pero no tuvo que abandonar la capital. El joven cura
se convirtió en profesor de francés y de latín en una institución religiosa, bastante
conocida, de Auteuil. Pasó algunos años tranquilos; Théophile cumplía
satisfactoriamente con su tarea de pedagogo y educador. Todos los domingos de
verano, respetaba los designios del Señor tomándose un descanso. A menudo, iba solo a
las afueras de París, a una región boscosa: y allí, como un San Francisco de Asís
moderno, se entregaba a piadosas lecturas y meditaba en la soledad silvestre amenizada
por cantos de pájaros.
El tren estaba compuesto por viejos vagones de madera, como los trenes carreta de
provincias, y no había pasillos. El cura estaba solo en su compartimento. Enseguida
averiguó el origen del providencial —y mullido— montículo sobre el que se había
sentado tan imprudentemente: era un hormiguero gigantesco. Los insectos campaban a
sus anchas por su pantalón y su ropa interior, y se habían vuelto feroces al estar lejos de
su madriguera. El cura decidió que debía ocuparse en aquel momento, entre dos
estaciones, del asunto más urgente: se desabrochó la sotana, se quitó el pantalón y los
calzoncillos, y los sacudió por la ventana. En un momento del trayecto, el tren tomó una
curva, y el cura, consternado, vio cómo un golpe de viento arrollador le arrancó las
ropas de las manos. Entonces, el tren se detuvo…
Théophile, que ante la inminencia del peligro estaba fuera de sí, solo tuvo tiempo
para precipitarse bajo la banqueta: una parte del cándido grupo entró en el
compartimento y el tren volvió a ponerse en marcha.
La agitación, la polvareda y los ramos que sacudían las niñas eran un suplicio para
nuestro desgraciado cura: no pudo evitar estornudar en las pantorrillas de una
jovencita, que empezó a lanzar sin parar gritos estridentes. Haciendo acopio de una
valentía piadosa, la religiosa acompañante se atrevió a inclinarse: y ante sus narices, se
encontró con un par de nalgas avergonzadas, lo que para ella fue una aparición
satánica. Se desmayó mientras las chicas daban la señal de alarma. El convoy se detuvo
en pleno campo, mientras los gritos de pánico se propagaban de vagón en vagón. El
mecánico, el conductor y el controlador se apresuraron a acudir al lugar y, a duras
penas, sacaron de debajo de su banqueta a Théophile, más muerto que vivo. De pie en
el balasto, tuvo que aguantar multitud de afrentas, injurias y calumnias a las que no
podía responder, ya que solo podía preocuparse por bajarse los faldones (demasiado
cortos) de su camisa, que revoloteaban a causa de una brisa vespertina.
En los días siguientes, el informe de los gendarmes cayó en manos de la prensa local,
y se hizo eco del incidente. El Progrès de Seine-et-Marne, un folleto anticlerical, le dedicó
todo tipo de sarcasmos tanto espirituales como irónicos, mientras que el Indépendant, un
semanario bienpensante, lamentaba este acontecimiento y la falta de caridad que
demostraba el cofrade. No hizo falta más para que un periodista parisino, M. de La
Fouchardière, aprovechara la oportunidad y diera rienda suelta a su verbo mordaz.
Tanto unos como otros habían mencionado el nombre de Théophile Trigou… y así fue
cómo nuestro cura se vio, de la noche a la mañana, despedido sin miramientos de la
institución que constituía su ganapán. Además, había sufrido un choque moral tan
violento que no pudo superarlo.
No quiere hablar de la vida que llevó los meses siguientes; pero volvieron a verlo
enseguida en el barrio de Maubert, y también por los alrededores de los liceos de
Charlemagne, de Henri-IV y de Saint-Louis. Se ha dejado crecer la barba. Va vestido con
una chaqueta cubierta de porquería, lleva pechera y cuello, pero casi nunca camisa. Por
unos tragos o alguna moneda presta ayuda a colegiales y estudiantes con sus ejercicios
de versificación y de traducción latinas. Lo llaman el «doctor» o el «profesor». Acepta
su suerte con filosofía…
Aquí todo el mundo lo sabe desde hace cuatro meses. Bizinque, y solo él, es quien ha
levantado el techo, quien ha desatornillado los grifos y quien ha arrancado las tuberías
del gas. Cuando acabó, se puso manos a la obra con la madera y la estructura del
edificio. Nunca lo ha ocultado y nos ha invitado a unos buenos tragos. Vergnolle, el
arquitecto, no cree que lleguen a pedirle cuentas. Así que mejor para todos.
Ayer Bizinque nos trajo a un extraño tipo al que apenas conocía. Se trata del señor
Casquete. El señor Casquete es funcionario de pompas fúnebres. No ha llegado a ser
director a pesar de sus veinticuatro años de buenos y leales servicios. Su medalla militar
y su gusto por las cosas «bien hechas» deberían de haberle procurado un ascenso más
rápido. Pero tiene un doble problema: su inteligencia más bien… mediocre, y su aspecto
físico. Pequeño y fornido, posee un cráneo extrañamente plano y grande.
En los años 20, tuvieron que hacerle a medida su gorra reglamentaria. Este
contratiempo con el uniforme requirió la petición de muchas «opiniones favorables» y
autorizaciones de diferentes niveles. En el boletín municipal, la rúbrica de un alto
funcionario de la ciudad, ministro después, ratificó el derecho de la administración, por
un voto solemne, de dotar al señor Casquete de un gorro diferente al ordinario. El
apodo pervivió, y él mismo ha llegado a olvidarse de su propio nombre.
A la mañana siguiente, el asunto quedó olvidado… pero los tres comensales del
enterrador, personas mayores, perdieron la vida en un tiempo récord, y el penoso deber
de sepultarlos recayó sobre su amigo. Los habituales del pequeño café tuvieron el mal
gusto de recordarle sus palabras y de insinuar pérfidamente que les había echado un
mal de ojo.
De hecho, durante todo el invierno pasado, llevó bajo tierra a tantas personas
conocidas que su entorno quedó consternado. Ahora evitan hablar en su presencia de
enfermos o de ancianos muy débiles.
Incluso dicen por lo bajo que el señor Casquete, un hombre valiente y fuerte, es el
instrumento inconsciente e involuntario del destino, y que vehicula efluvios funestos.
La gente se muestra cobarde ante lo desconocido. Sus amigos de siempre han acabado
por apartarse de él: lo rodea semejante clima de desconfianza y de silencio temeroso
que se vuelve neurasténico y se refugia en la bebida.
Los irlandeses dibujaron su propio mapa del Viejo París. El doctor Garret me lo
enseñó. Tengo ganas de hacer lo mismo y dibujar un itinerario muy particular, el de las
«calles con leyenda», que no necesariamente son las más antiguas. En algunas zonas de
la ciudad, hay lugares donde solo lo eterno tiene cabida. Las personas sencillas que los
frecuentan son las últimas en saber qué tipo de perennidad representan. Algunas de
ellas solo son puros fenómenos de supervivencia.
En el local de Pignol, por ejemplo, hay noches en las que vivimos lo que yo llamo la
hora mágica. Para mí, esa expresión está cargada de significado: la utilizo en muy raras
ocasiones. Desconfío. Pero sé por qué la he escrito aquí.
En este recodo de la capital oculto y secreto, son muchos los bares en los que la vida
nocturna alcanza su punto álgido entre la medianoche y las cinco de la mañana,
mientras dura el toque de queda. Además del grupo de bohemios cuyo centro y
animador soy en parte yo, los vagabundos y los traperos al por mayor son quienes
pueblan estas horas salvajes, en las que los postigos de las ventanas ya están cerrados,
los cerrojos echados, el gaznate húmedo y el oído, al acecho. Según una tradición, cuyos
fundamentos todavía no he tenido la suerte de verificar, cuando personas de opiniones
opuestas llegan a un punto muerto en una discusión, ya sea sobre operaciones militares,
trapicheos en el mercado negro o sobre los precios de compra de metales no ferrosos, el
Viejo aparece sin que nadie lo vea entrar. Sentado, encogido en una esquina sombría,
con su alto bastón de peregrino, aporta su granito de arena y en dos palabras cierra el
pico a quien exagera o a quien se equivoca.
Todas estas historias me las contó Pignolette, pues parece que profesa una extraña
devoción hacia el Viejo. Le cambia la voz al hablar de él, casi parece que le tiembla un
poco. Yo no sé ni qué responder, ni qué pensar. Vivo en un mundo de magia.
Catorce metros de largo, ciento treinta kilos. Tales son los récords que baten
respectivamente en el café Guignard, esquina de la calle Dante, la barra y el patrón. Ese
coloso posee una nariz enorme y aquilina. Es inevitable que te recuerde los mascarones
del Pont-Neuf. Sobre todo sus cejas, oscuras y pobladas, confieren al rostro un poder a
la vez nervioso y masivo, que contrasta con los mofletes.
No me gusta especialmente lo sórdido, y no creo que lo que me llevó hasta allí esa
tarde tórrida fuera el tufo a sudor, a bebida tibia y amarga, o a orina estancada. El señor
Casquete bebía calmadamente a sorbitos de una copa. Lo invité a brindar. Mi presencia
pareció agradarle. Tal vez le procurara cierto alivio. Todo el mundo se había reunido en
una parte de la sala, a la derecha. Una risa abyecta, histérica, una risa de animales había
poseído a aquel magma humano, y hombros y jorobas se movían siguiendo la misma
cadencia pesada. Más allá del amontonamiento convulso de torsos, se distinguían
fragmentos de una pelea: dos voces agudas intercambiaban en un lenguaje que no
podría ser más colorido injurias que sería inútil e inapropiado reproducir aquí.
Había un hombre rubio de pie, un poco inclinado hacia delante, con las manos
apoyadas en los respaldos de dos sillas. Llevaba el pantalón arremangado por encima
de las rodillas, y en ellas, había unos tatuajes: eran dos rostros, dos retratos que
pretendían parecerse a sus modelos. A la derecha, un hombre con bigote, chato, con
cejas espesas. A la izquierda, una mujer con el aspecto de una pepona, con pestañas
muy largas, unos ojos exageradamente pintados y labios gruesos. El hombre contraía
los músculos y hacía trabajar a sus tendones; sus rótulas bailaban y toda aquella
crispación parecía insuflar vida a las dos caras enemigas. Porque las rodillas se
hablaban en un francés atormentado, mezclado con lengua sabir, palabras desconocidas
y frases innobles: el hombre hacía voces y la escena destilaba un humor tan negro que
sentí una fuerte angustia. El señor Casquete contemplaba el espectáculo sin rechistar.
Desde luego, ha visto ya muchas cosas.
El hombre de los tatuajes en las rodillas se movió el primero: se arregló la ropa, llegó
a la puerta y el sol lo engulló. La pareja, muy lentamente, se acercó a la barra. Pidieron
ron y se cruzaron unas palabras fugitivas en una lengua que no pude comprender.
—Vámonos, esto apesta a desgracia —dijo el señor Casquete.
Llevé allí al señor Casquete para intentar que se olvidara de sus preocupaciones, y le
pedí a Cyril que se uniera a nosotros. Me resultaba imposible «digerir» la escena del
hombre con las rodillas tatuadas, y sobre todo, la de la entrada de la pareja. Me
atormentaba y necesitaba una explicación. Se lo expliqué todo a Cyril, que apenas se
mostró sorprendido. Cuando le expliqué la escena que acababa de presenciar, Cyril bajó
la cabeza y murmuró:
—Pobre, pobre viejo… Señor Casquete, más le hubiera valido estar en otra parte…
El enterrador se revolvió:
—Pero si no tengo nada que ver con lo que ha pasado… Además, no ha ocurrido
ninguna desgracia…
—… Nada que ver. Por supuesto, se ha convencido de ello. Usted no ha tenido nada
que ver. Y, evidentemente, tampoco sabe nada de lo que va a pasar ahora, está fuera de
su alcance y no puede intervenir, ¿verdad, señor Casquete?
—¿?
—¿Lo conoces?
—Sí, y demasiado.
En Marsella, en 1919, el joven sargento ucraniano Vladimir Ilin, que había
combatido en los Balcanes en el bando de las tropas aliadas, no tenía ni dinero ni
trabajo. Había desertado de su unidad, acantonada entonces en Corfú y a punto de ser
repatriada. La situación legal de Vladimir era tan precaria como su presupuesto… Por
otro lado, la perspectiva de volver a su país, demasiado plano y monótono para su
gusto —solo hablamos de la topografía— no seducía a su espíritu sediento de
aventuras, aficionado a cierto exotismo y definitivamente unido a los habitantes de la
Europa occidental. Intentar llegar a París con el estómago vacío y acabar trabajando
como enterrador en las trincheras de Argonne o cumpliendo trabajos forzados en las
regiones devastadas para evitar que lo devolvieran a una frontera todavía mal
delimitada tampoco le parecía nada atractivo. No tenía elección…
Así llegó al fuerte de Saint-Jean y se encontró bajo la protección del banderín rojo y
verde del 2.º batallón del enésimo regimiento de la Legión extranjera… donde Cyril,
que entonces se llamaba Pétrovich, era furriel.
Vladimir se enroló para cinco años. Se habituó sin dificultad al régimen de disciplina
extremadamente estricta de su nueva formación. Así que, cuando el regimiento se
embarcó con destino a África, Vladimir ya se había forjado sólidas amistades. Además,
la estima de sus jefes directos le valió numerosos favores, en particular una mayor
libertad en sus idas y venidas… pues no hay duda de que el derecho a realizar un
periplo de trescientos metros puede ser más precioso que dar la vuelta al mundo con
una brida en el cuello.
—Lo habrían pasado a cuchillo, por supuesto. Cyril, te puedo contar el resto. El 175.º
lo adoptó. Lo trataban como si fuera su mascota. El chico llegó a ser ordenanza de un
oficial…
—Sí —dijo Cyril, un poco apagado, con gesto más consternado que sorprendido.
—¡Pues bien, el oficial era mi tío! Y tu chico acabó su campaña como ayudante de
cocina.
—El cocinero, escúchame atentamente, era mi padre. Desde 1920 o 1921, oigo contar
la historia en mi casa. Tu búlgaro volvió a Francia con el batallón expedicionario de los
Dardanelos. En Marsella, se comprometió… Ahora recuerdo su nombre: Boris… Boris
Kazalik.
Acababa de dar la medianoche. Olga, la dueña, acababa de cerrar los postigos de las
ventanas por fuera. Ahora, tapaba los cristales, desde el interior. En la caja, la
propietaria de las nalgas número 3 y número 4 hacía cuentas.
Me lo habían descrito varias veces tal y como ahora lo veía: menudo, barbudo,
greñudo, con su capa oscura y su largo bastón, sus grandes y bonitas manos, piernas
cortas y deformes, embutidas por cordones de los tobillos a las rodillas, su voz de
pajarillo enfermo y su aspecto a la vez bondadoso y malicioso.
Cyril lo sabía todo. Era el único confidente posible de los dos «hermanos de sangre»,
porque no era celoso y no daba crédito a las sospechas de que algo turbio ocurría, por la
simple razón de que no ocurría nada más aparte de lo que se acaba de explicar.
El batallón fue asignado a un nuevo destino. Una guerra es una mezcla inaudita, un
monstruo que va mucho más allá del horror y de su contrario, mucho más coherente y
estético y lógico y necesario que algunos de esos adornos que tenemos en las fuentes, un
monstruo que se traga la baba y lanza su espuma a lo lejos. Y el batallón se ocupaba de
la espuma.
La cual tuvo lugar auspiciada por otros indus… (ver la frase precedente).
Yo dudaba:
—«De los tres»… Quiere decir que la pareja… ¿eran los otros dos?
—Menuda pregunta. ¡Pues claro!… Solo nos queda esperar lo que sucederá ahora…
Puede estar contento de haber hecho un buen trabajo… En fin, no es culpa suya.
Edmond y Bucaille son excelentes amigos, pero hay que saberlo, porque se pasan el
rato peleándose; ambos son traperos al por mayor y están continuamente discutiendo
por el precio de la mercancía. Aprovechando que estaban en presencia del Viejo que,
con o sin razón, tenía fama de saberlo todo, intentaron tentarlo para que les ayudara a
llegar a un acuerdo. El Viejo les respondió con un desaire:
—Dejad que pase la noche… Siempre con vuestros trapos, vuestros papeles y
vuestra chatarra… No es el momento de hablar de esas cosas.
Olga nos preparó un café muy fuerte, con verdadero café de estraperlo. Lo
saboreamos lentamente, con gran deleite, y agradecidos a la dueña. Su novia vino a
beber a nuestra mesa. Poniéndose detrás de ella, Olga la cogió con ternura por los
hombros y quiso darle por sorpresa, como habría hecho un hombre, un beso en el
cuello. Pero Edmond se fijó en el gesto:
Y el Viejo continuó:
De repente, un ruido del exterior atrajo nuestra atención, pues no había nadie.
Tardamos unos minutos antes de darnos cuenta de que el Viejo había desaparecido, se
había evaporado delante de su taza vacía.
—Esto te interesará. Ven a ver. Es aquí mismo. Si no tienes, pide un poco de colonia
a tu vecina. Coge dos pañuelos como mínimo.
Conozco bien el número 6 del callejón Maubert pues estudié su historia hace tiempo.
Allí, hace casi tres siglos, el marqués de Sainte-Croix, el amante de la Brinvilliers, instaló
su laboratorio, y allí mismo lo encontraron muerto en medio de sus retortas en
condiciones que los historiadores todavía discuten.
—Entonces nada. Yo me encargo del barrio. Solo tengo derecho a hacer unas
constataciones preliminares. El asesino no ha revuelto la habitación, ni robado nada.
Esto es lo que había debajo de la almohada.
—Tengo que esperar a los de la policía criminal. Este sitio apesta. Ve a tomarte un
trago de ron en el bar de Pagès, acabaré en un momento. Me gustaría hacerte una
pregunta por curiosidad personal.
En Pagès, solo me preguntó si, en mi opinión, la muerte de Vladimir tenía algo que
ver con la presencia de los alemanes. Le dije que no, que no me parecía probable.
—¿Sospechas de alguien? Al parecer, últimamente te han visto en bares con ese tipo.
—Si quieres que me olvide de que, al fin y al cabo, eres poli, no me pongas en estos
compromisos, por mucha curiosidad que tengas.
No insistió más.
Vladimir llevaba muerto varios días, y los vecinos habían forzado su puerta por el
olor. El edificio, que ya era sórdido de por sí, amenazaba con volverse inhabitable. A
media tarde, el señor Casquete, acompañado por dos ayudantes, acudió a hacer su
trabajo. A ninguno se le pasó por la cabeza poner el cadáver encima de una camilla. Era
imposible extenderlo para acostarlo en la caja de pino: estaba hecho un ovillo. Los
enterradores lo agarraron: uno por los pies y otro por las axilas. Se habían hecho una
especie de mascarillas con servilletas empapadas en un producto especial.
Entonces, el señor Casquete tomó una decisión. Cogió un mazo destinado a ese uso,
le rompió los codos y las rodillas (¡las rodillas!) al cadáver, y lo metieron en el ataúd
descoyuntado como un pelele. Como la escalera era muy estrecha, ya les había costado
mucho subir la caja vacía, así que los bomberos les prestaron unas poleas. Bajaron el
ataúd por la ventana, delante de doscientos curiosos que se habían reunido y que
parecían deleitados por el número fuera de programa.
—No es para tanto… Después de casi veinticinco años de práctica, uno deja de
pensar en lo que hace.
—Pensar en lo que hace… Por cierto, cuando le ha roto las rodillas, ¿ha pensado que
ha destruido tranquilamente sin inmutarse los tatuajes que tenía bajo la tela del
pantalón?
12 de septiembre
He visto a Fernand.
—¿Y eso?
—El tipo y su mujer temían que los encontrarían enseguida si se quedaban en París.
Se fueron a pie a las afueras. Bebían. Una noche, en la llanura de Saint-Denis, se
acomodaron junto a un horno de cal abandonado que iban a demoler. Nadie podía
imaginarse que estuvieran durmiendo allí. A primera hora de la mañana, ambos
recibieron, al mismo tiempo o casi, el impacto de una enorme bola de piedra que los
golpeó en la cara y les abrió el cráneo. Los llevaron al Hospital Lariboisière: pero
debieron de palmarla en el acto.
Esto mismo se lo conté al señor Casquete. Me pidió que lo ayudara a redactar una
carta. Quería dejar las pompas fúnebres por razones de salud.
Capítulo 5
Abril de 1943
Las misiones que he realizado me dejan tiempo libre: además, como necesitaba una
tapadera, por las mañanas enseño francés y dibujo en una escuela técnica.
El Oberge des Mailletz es, de lejos, el bar más antiguo que aparece en los archivos de
la ciudad. En 1292, Adam des Mailletz, tabernero, pagaba como diezmo 18 sueldos y 6
dinares. Así lo dice el registro de impuestos de la época. En su fundación, el Trois
Mailletz fue el punto de encuentro de maestros escultores que, bajo la dirección de
Jehan de Chelles, tallaban en piedra blanca personajes bíblicos destinados a adornar los
coros norte y sur de Notre-Dame. Bajo el edificio, hay dos pisos de sótanos
superpuestos: los más profundos son de la época galorromana. Entre otros objetos
reconstituidos, han dejado allí lo que queda de los instrumentos de tortura descubiertos
en los sótanos del Petit-Châtelet.
MINA LA GATA
Un rostro sin edad, casi sin mentón. Si se miraba con detenimiento, su cara era
felina. Solo una vez que estuvo allí, junto a nosotros, entendimos que aquel encuentro
tenía algo de extraño, y que, en realidad, la esperábamos. Nos dimos cuenta de que,
debajo de su envoltorio de jirones de tela, el paquete estaba vivo. Se quedó de pie, cerca
de la entrada. El patrón melenudo —llamado Grospierre, un tipo valiente— la
contemplaba con paciencia desde detrás de sus enormes gafas.
Por fin, la chica se atrevió a hablar tímidamente, con una voz aguda y disonante,
como un violín chirriante.
—Pues claro que no, mi pobre señora —dijo Grospierre—. ¡Cómo se le ocurre pedir
leche en los tiempos que corren! ¡Piense un poco!
Ella soltó un suspiro y levantó el fardo para acercárselo a los labios. Sus gestos, su
mirada y aquel suspiro desprendían tanto cansancio y tanta desesperación que todos
nos sentimos conmovidos y avergonzados. Grospierre hizo una mueca de hastío:
Volvió al día siguiente, y todos los días después de ese. Siempre llevaba un gato en
brazos, pero nunca el mismo. A veces, también iba cargada con una bolsa llena hasta
arriba de cosas que nunca enseñaba.
Supimos que su nombre era Mina, que mendigaba y que trabajaba cuando se
presentaba la ocasión. Recogía gatos abandonados y los criaba en una cabaña de
madera de Gentilly, de donde iban a echarla muy pronto. Ella estaba preocupada sobre
todo por sus animales, ya que allí los cuidaba, alimentaba, y les consagraba todo su
tiempo y su vida.
No sé quién fue el primero que la apodó Mina la gata. Pero era imposible, sí,
imposible, calificarla de otro modo.
Solo teníamos que conseguir unas cajas de jabón, un poco de serrín y de lejía para
realizar una limpieza aceptable, y Mina disfrutaría de un mínimo de tranquilidad. Los
dos tragaluces daban al tejado, así que los gatos podrían acceder fácilmente a él y
pasárselo de lo lindo maullando a la luna.
Por fin, la muchacha llegó. Se sentó como de costumbre y le dimos la buena nueva.
Pero no pareció prestar toda la atención que nosotros creíamos que nos merecíamos.
El fardo del día acaparaba su completa atención, y en esta ocasión más que en
ninguna otra, también sus preocupaciones y su solicitud. Era un minino pequeño y
horrible, pelado, rojizo y tuerto. Y malo, estúpidamente malo, porque arañaba a su
benefactora cuando quería darle de beber. Nosotros le aconsejamos que abandonara a
su propia suerte a esa bestia ingrata, fea y peligrosa, porque parecía enferma y podía
contagiar a sus congéneres, pero nuestros consejos y exhortaciones no sirvieron de
nada: Mina, tercamente, nos respondió que se dedicaría a ese animal más que a ningún
otro, justamente, porque la rechazaba, pero también porque estaba enfermo y mutilado,
y por tanto, era el más desgraciado.
Esa misma noche, Mina, agotada, después de haberse ocupado de todos sus
animales, pudo tumbarse sobre una cama que consistía en un «colchón» apoyado sobre
varias pilas de periódicos. El particular colchón era una tela impermeable doblada en
dos, cosida como un saco, que habían rellenado con serrín de madera.
Creíamos haber conseguido que la vida de Mina fuera más tranquila al encontrarle
una habitación. Pero, lamentablemente, sus desgracias empezaron ese mismo día. Y una
vez más, no se nos puede culpar.
El animalejo rojizo asqueroso fue la causa de todo. Mina estaba empecinada en
mimar y consentir a esa bestia, aquejada con total seguridad de un mal que no sabíamos
definir. Siempre furiosa y rabiosa, emitía un inquietante y extraño bufido ronco.
Mina se decidió a consultar al veterinario negro. (El mismo que había intentado
curar al perro de la calle de Bièvre…).
De nuevo, el doctor N… se mostró reservado. Estas fueron sus palabras: «este gato
tiene intenciones ocultas». No obstante, lo curó. Con un pelaje más brillante y un
aspecto más robusto, la bestia parecía haberse recuperado definitivamente, aunque no
se mostraba agradecida a Mina por su paciente devoción. Una vez que volvió a estar de
nuevo en pie (o en patas, en este caso), se fue por el tragaluz y desapareció por los
tejados, sin decir adiós.
Después «volvió». Mina, como cada noche, pasaba el tiempo en la barra de chez
Dumont, antes de volver a su habitación. Entró un albañil. O al menos, eso decía él que
era. Buscaba alojamiento en el barrio. Era pelirrojo y tuerto.
Pelirrojo y tuerto. Se llamaba Goupil. Goupil, que quiere decir zorro. Igual que
Bièvre significa «castor».
Todos los días, desde esa misma noche, Goupil, entre gatos y paquetes, compartía
las comidas de Mina y su lecho miserable. Para nosotros, era simplemente impensable
que un ser como Mina, tan alejada de la naturaleza humana que la considerábamos
prácticamente una criatura asexuada, pudiera embarcarse en una aventura sentimental,
aunque fuera platónica.
Desde los primeros días de su relación, Goupil se mostró exigente y feroz. Parecía
considerar a Mina mucho más como una presa que como una esclava. Trabajaba
irregularmente como peón de obra, y afirmaba que le preocupaba que lo contratara una
empresa que acabara en manos de los soldados alemanes. Mina, por su parte, asumía la
parte esencial de los gastos de aquella unión «inverosímil». Casi todos los días, cargada
como de costumbre con paquetes más o menos voluminosos, llegaba a orillas del Sena,
que recorría infatigablemente hasta donde estaban las puestos de libros de ocasión. A
menudo, hablaba con la gente que se encontraba, traperos en su mayoría. Supimos por
fin cuál era la naturaleza de su actividad: buscaba gangas. Es decir buscaba ciertos
objetos, y los compraba para, por supuesto, revenderlos después. Todos tenían una
característica en común: eran exclusivamente representaciones de gatos. Compraba
estatuillas, jarrones, mangos de cuchillo y otros utensilios de lo más variopinto. Tenía
gatos de bronce, de porcelana, de alabastro, de madera y de cualquier otra cosa que se
te pudiera ocurrir. Más tarde nos enteramos de que entregaba todos sus hallazgos a un
rico coleccionista, un personaje que, antes de la guerra, frecuentaba a los teósofos de la
sala Adyar. Los marchantes de arte de la calle Jacob lo conocen muy bien: lo llaman el
«Hombre-Gato». Pero al tipo no le gusta que hablen de él.
Aquel pequeño negocio parecía dar sus frutos: Mina vivía mejor, ya no mendigaba y
siempre tenía alguna moneda a mano. Cuidaba tranquilamente de sus animales, que
habían colonizado el tejado, desierto ahora de palomas, y sobre todo cuidaba de su
hombre. La calma solo reinaba las pocas semanas en las que Goupil disponía de algo de
dinero, que sacaba de aquí y allá trabajando a desgana. Así, cuando le venían mal
dadas, no dudaba en quitarle el dinero a Mina. Iba a dilapidar las cuatro monedas que
conseguía en los burdeles de la Mouffe, después de ordenar a su mujer que vendiera las
últimas cosas que le quedaban.
Mina solo sabía responder a esa abominable actitud con una resignación
descorazonadora. Intentábamos en vano separarla de ese hombre horrible. Ella sacudía
la cabeza con tristeza, nos miraba extrañada y decía con voz sorda: «¿Entonces, no lo
habéis entendido todavía?…». Sus palabras nos hacían mucho daño.
Séverin espiaba a Goupil de lejos, procuraba estar enterado de sus tropelías y solo le
preocupaba saber cómo iba a acosar a Mina.
En cuanto a mí, intentaba decididamente vencer la repulsión que sentía hacia él para
acercarme, intentaba sondearlo y ganarme su confianza. Me había codeado ya con
tantos monstruos… Pero no sirvió de nada. Fue una pérdida de tiempo y de dinero,
porque en el universo de la Maube, donde todo se licua, mis únicos intentos de
acercamiento consistían en ofrecerle una copa tras otra. Él las engullía sin rechistar,
excepto por las palabras malsonantes que me dedicaba en cuanto le daba la espalda. Mi
necedad y mi insistencia le sobrepasaban, él respondía con gruñidos, muecas y a veces
con una sonrisa malvada.
En Navidad, pasamos por una mala racha. Por diferentes razones, Séverin y
Théophile tuvieron problemas con la ley.
Lo último que se había sabido de Londres era que se iban a entregar muy pronto mil
(sí, mil) cartillas de racionamiento en blanco, admirablemente copiadas del modelo que
les había hecho llegar. No obstante, en lugar de usar el papel infecto en el que se
imprimen aquí, nos lanzaron en paracaídas unas cartillas impresas en un magnífico
papel Bristol… Mejor dejémoslo estar.
El holgazán y cínico Goupil se volvió brutal al no poder beber tanto como quería.
Pegaba a Mina cuando volvía a casa con poco o nada de dinero. Y nosotros, miserables,
no podíamos hacer nada. Al periodo de las palizas, que Mina soportaba sin abrir la
boca, le siguió otro de atrocidades muy bien pensadas. Una noche, Goupil, además de
las ansias de vino tinto, sintió también que tenía hambre. Dumont le había advertido y
amenazado en la portería de que se las tendría que ver con él si seguía maltratando a
Mina. Goupil no respondió. Sin decir ni pío, subió las escaleras y agarró a un gato, el
más dulce y confiado, lo encerró en un viejo saco y ató una pesada piedra alrededor.
Después se fue a tirarlo al Sena.
Cuando supo de esta monstruosidad, Mina se enfadó muchísimo y dio rienda suelta
a su cólera desesperada. Goupil se volvió loco. Tuvimos que arrancar a Mina de las
garras de la bestia y ocultarla en el barrio de la Glacière, en casa de un herrero pobre,
pero amistoso.
Un poco después del toque de queda, el ruido de una terrible pelea despertó al
vecindario. Goupil y Mina estaban enzarzados en una lucha sin cuartel. La gente
observaba tímidamente el tejado desde sus ventanas.
El viejo Tacoine, que vive enfrente, afirmó haber visto a un animal amarillo —
aunque dice que no podría asegurar que fuese un gato grande— huyendo por el
tragaluz.
En sus garras crispadas había matas de pelo rojo. Recogí con cuidado esos pelos y le
di una parte a mi amigo de la infancia B…, peletero del barrio. Él me dijo:
—De hecho, han arrancado esta mata de pelo de una piel no curtida. En mi opinión,
pertenecía a un animal vivo.
Olvidaba algo: me encontré un día al doctor N…, el que sabía cosas y que había
dicho del gatito malvado «que tenía intenciones ocultas». La bondad de ese hombre,
sobre todo con los animales, es legendaria. Me miró desconfiado y afligido a la vez.
Abriendo su puerta de par en par me dijo: «Ocúpese solo de lo que le concierne».
Capítulo 6
Constato con una profunda alegría que, desde mi ingreso en las fuerzas
combatientes, un escudo invisible nos protege a mis compañeros y a mí. No somos
exactamente espías, seríamos incapaces. Dirijo un centro de cartografía y transmisión.
Los otros se ocupan de las comunicaciones por radio, son agentes de enlace o
codificadores… Todos técnicos. Nadie con identidad doble. Todos los días burlamos,
gracias a nuestra suerte, los controles de la vigilancia alemana. El peligro acecha por
todas partes, pero siempre puedo olerlo. Estoy en pleno control de mis facultades: con
todos los sentidos alerta, preparado para cualquier milagro, sobreexcitado.
He aprendido que, igual que una guerra entre los hombres no es un fenómeno a
escala humana, el peligro que adopta una forma y un valor humano está mucho más
unido a las horas y a los lugares que a sus muy inconscientes vehículos.
SIGUE-BAILANDO
Me paseaba con un joven polaco, que llegó de Londres anteayer y que está bajo mi
tutela durante algunos días. Posee un transmisor de radio. El martes, dos Wellington
pilotados por sus compañeros vendrán a fotografiar la base de Brétigny, que yo
controlo. Él dirigirá la misión con la radio, desde el suelo, en Marolles-en-Hurepoix.
Habla mal francés, bastante bien alemán, y regular el inglés. Le he proporcionado una
identificación del «Sicherheitsdienst[11]», algo que para mí es pan comido: ahora se llama
Watsek y trabaja como ingeniero en la frontera belga para los Fritz. Estamos
preparados. Pero, en algún momento, debe entrar en contacto con el «grupo antena» de
mi grupo, y participar en una emisión desde París. Los riesgos son enormes. Me parece
una imbecilidad exponer casi inútilmente a este chico. Pero son las órdenes.
No puedo evitar estar muy preocupado por él. Por eso decidí llevarlo, por meandros
que me son familiares, a dar lo que yo llamo una «vuelta beneficiosa». Una parada aquí,
otra allá, y otra más si fuera necesario: sin saberlo, se impregnará de un influjo que
considero protector, y se librará de otras escorias pesadas, paralizantes y quizás fatales
si no se tienen en cuenta. Terno su muerte absurda. No me atrevo a decir que la
presiento. Ha llegado el momento de hacerme cargo de este caso.
Gérard, el pintor barbudo, nos acompaña. Lleva unos días con un aspecto
endemoniadamente desastrado.
Quarteron pareció alegrarse con nuestra llegada. Sin embargo, nos dijo:
Yo lo tranquilicé con un guiño. De los tres tipos, conocía a dos: Joseph Brizou y
Pierrot el chapuzas. Gánsters, unos golfos tremendos, pero no colaboradores de un
imperio.
Brizou pidió otros tres vasos y los llenó con lo que quedaba de espumoso en la
botella de cuello dorado. Pierrot el chapuzas se calmó y vino a darnos la mano. Pero
seguía absorto en sus asuntos. Bruscamente se volvió hacia el gordo:
—¿Has tenido esto en cuenta?… ¿Sabes el riesgo que corremos?… ¿Te das cuenta?
Quarteron palideció y recogió algo del suelo. Yo volví a echarme a reír y pedí una
botella.
Ya he visto otras veces esta situación, aunque siempre me sorprendo: hombres que
coinciden por casualidad y que se enteran a lo largo de una conversación de que
compartieron amantes, y, en lugar de adoptar una actitud digna, fría y mísera
apropiada para el caso, se ríen sin problemas y se colman mutuamente de deferencias a
menudo líquidas, mientras se susurran directamente al oído confidencias pícaras…
Pues bien, entre Sigue-Bailando y yo ocurrió lo mismo, aunque con nuestra ciudad. No
sentíamos celos el uno del otro, sino que nos complementábamos. Los hombres viven
aislados hasta tal punto, prisioneros de su maldita miel, que se revelan gregarios hasta
extremos inverosímiles.
Al salir del bar de Quarteron, olisqueó el aire fresco de la Montagne, escuchó los
tímidos lamentos de un acordeón que tocaban unas manos anónimas detrás de una
ventana entreabierta, en alguna parte de la penumbra. Y después respiró
profundamente y dijo unas palabras extraordinarias:
—A esos los conozco muy bien —dijo él—, podría decirse que son mis amigos:
Goubin, Pommier, Raoulx, Bories… Cuando era un crío, el dueño señalaba una mesa
enorme y vieja en la que, supuestamente, habían grabado sus nombres con la punta de
un cuchillo que estaba colgado en la pared, al lado de una escopeta antigua. También
había un cuadro en color en el que aparecían los cuatro tipos levantando sus vasos ante
el mar y el sol, aunque también al sol le habían pintado un gorro rojo…
—El cartel de la taberna, tallado y pintado, estaba antes fuera, pero han hecho bien
en colgarlo dentro del local…
—Por la lluvia…
—¡Por tus muertos! Tiene unos poderes que ni te imaginas. Ahora está cerrado.
Podemos ir por la mañana, en cuanto abran. Te contaré la historia en el mismo lugar de
los hechos.
Había pasado cien veces por delante de aquella casa en ruinas de la calle Thouin sin
imaginarme que en el patio trasero había un tugurio clandestino donde podías comer
productos de charcutería bretona de estraperlo hasta reventar. Allí conocen y respetan a
Sigue-Bailando, al que llaman señor Édouard. Gasta sin mesura y nosotros disfrutamos.
Sigue-Bailando se mostraba muy efusivo y estaba totalmente decidido a contarme su
lamentable juventud.
—En realidad, no era culpa mía. Era fuerte y peleón, y hubo cinco o seis tipos que
intentaron hacer de padres. Me dieron unas buenas palizas, pero nunca seguí sus
órdenes, ni pudieron mandar sobre mí. Cuando tenía diecisiete años, un soldado
desertor se lio con la puta de mi madre…
—Calla, hombre, no hables así. No debes, no puedes decir algo así. Aunque lo
pienses, aunque sea verdad.
—Era verdad, totalmente verdad… y sí, tengo derecho, tengo derecho a hablar mal
de ella, porque aquí, en este lugar, uno tiene derecho a todo, pero precisamente el de
decir tonterías, no…
—Al tío aquel no lo tragaba. Y la mayoría de veces, había comida en casa gracias a
mí… Así que un día decidí que no aguantaba más. El tipo intentó enfrentarse a mí. Yo
estaba muy cabreado. Solo le di un puñetazo, uno solo, con este de aquí (se miró su
enorme puño como si fuera el de otro), justo en la sien. Pero lo encajó mal y murió de
una meningitis. Yo acabé en la colonia de Belle-Ile-en-mer. Me juntaba con los tipos más
quemados, con aquellos que tenían los ojos demasiado claros… ¿me sigues?
—Sí, ya veo.
—Por supuesto que sí. Me gustaría mucho ayudarte y puede que llegue un día en el
que lo haga. De todos modos, hay algo de ti que me tranquiliza.
—¿El qué?
—París, París, ya ves, todo es gracias a ella, gracias a esta ciudad y a sus gentes no
cumplo una cadena perpetua de trabajos forzados. Tengo muchísima suerte de que
París me aprecie.
—Explícate, y también me gustaría saber por qué dices que aquí, más que en
ninguna parte, se puede hablar de cualquier cosa, excepto de tonterías.
—Lo voy a romper. Tome, para que se compre otro por la mañana.
Arrancó las hojas plegadas, una por barrio, y empezó a juntarlas encima de dos
mesas cercanas.
—Cuenta.
Él se tomó su tiempo.
—¿Conocerás el Vieux-Chêne?
—Por supuesto.
—Escucha bien: cada siete años, se produce una pelea o corre la sangre, pero nada
de niñerías, la reyerta debe ser grave y debe haber sangre. Cada once años, es oficial y
está probado, una muerte. Es necesario que, al menos, una persona muera. Y es por la
calle, por el lugar. ¿Conoces el Port-Salut?
—No hace falta que gastes saliva. Siempre ha sido un lugar para urdir
conspiraciones.
—Vaya, vaya. Es un viejo bar, que han reconvertido en un pequeño burdel, pero
solo aceptan a clientes habituales, así no llaman mucho la atención…
—Me vale con eso. Sigo, entonces. ¿Sabes qué era la Mouffetard antes?
—¿Antes de qué?…
—Sí, plegarias que son diferentes a las demás. Por cosas fuera de lo corriente. Señora
Rita, ¿no tendrá los diarios de los últimos días?
—Ocurrirá en cualquier momento —me dijo él—, tenemos que llegar a chez Olivier
a primera hora de la mañana.
—¡Qué noche tan bonita hace! Parece que Villon flote en el ambiente.
Sigue-Bailando se sobresaltó.
Del bolsillo de detrás del pantalón, sacó un ejemplar de una edición de lujo y
encuadernada en badana de los Testamentos y las Baladas. Pero no había nada que
pudiera sorprenderme de aquel personaje.
Le informé lo mejor que pude. Recitamos juntos, a media voz, la Balada de los
Ahorcados:
Había olvidado que después de medianoche era ya domingo. A las cinco, salimos a
tomar el aire. En el mismo momento, doscientos nomos, duendes, elfos o brujos con
andrajos, cargados con enormes bolsas, enganchados a carritos o remolcando carros
improvisados, huyeron de la sombra como gusanos de un queso, y tosiendo, eructando,
bostezando, tropezando y discutiendo, se apresuraron en dirección a Saint-Médard.
Aquellos eran los propietarios de los primeros puestos del famoso mercado de las
pulgas de Mouffetard, que corrían, por las aceras de las calles de Saint-Médard y
Gracieuse, a pelearse por los mejores sitios. Una tolerancia que viene de lejos permite a
los traperos y a cualquiera que lo desee venir aquí los domingos por la mañana y
menudear con la chatarra, sin ser necesariamente titulares de una patente, ni pagar
derecho ninguno.
En chez Olivier, en la salita ahumada, decorada con antiguas portadas en color del
Petit Journal illustré, se amontonaba ya una caterva de pordioseros, atenazados por el
frío, sucios y que soltaban un vaho agrio.
Yo respondí:
Y nuevamente me arrastró con él. Señaló el Vieux-Chêne. Entre las dos ventanas del
primer piso, el árbol extiende sus ramas atormentadas y sus raíces generosas.
—Un poco por todas partes: pero sobre todo en Melun, cuando estaba en el trullo.
¡Caramba! ¡Estos tipos que salen de la cárcel sí que saben cosas! Sigue-Bailando
continuó:
—Sí, en la calle Tiquetonne hay uno que se le parece: el «Arbre à Liège». Está en el
local del viejo La Frite.
—Bien. Para empezar, date cuenta de que ambos están tallados con la misma
madera. Y aparte de eso, ¿no te llama la atención algo más?
—Sí, amigo mío, madera de naufragio. Primero fue madera de árbol, sin nada
especial, madera normal y corriente. Los hombres cortaron el árbol. Lo tallaron,
trabajaron, cepillaron, lo calafatearon y lo alquitranaron. Con esa madera hicieron un
barco, celebraron su nacimiento y lo bautizaron como si fuera un niño. Después le
confiaron sus vidas. Pero los hombres no dominaban al barco. El barco también tenía
algo que decir. Un barco es alguien, piensa, respira y reacciona… como una persona. Un
barco tiene una misión que cumplir. Es el dueño de su destino. Así, el navío se hunde,
zozobra porque su misión era irse a pique un día determinado a una hora, por unos
motivos concretos y un lugar. Quizás estaba ya escrito en las estrellas. Y mucho tiempo
después, otros hombres descubren los restos del naufragio, lo reflotan, sacan los trozos
de madera, y tendrías que ver con qué respeto lo hacen. Entonces, ¿puedes afirmar que
esos restos no saben nada, no recuerdan nada ni pueden hacer nada, que como es duro,
será tonto, como un zoquete? Te diré algo que los marinos saben muy bien: la madera
de un naufragio es como el rescoldo de un brasero, el fuego se mantiene vivo. Todo lo
que ocurre bajo el signo y los auspicios de la madera de un naufragio, aunque se trate
de una pequeña astilla, tiene múltiples consecuencias. Una guarrada conlleva otras mil;
una flor (se refería a un favor) conlleva un campo, o una provincia entera de flores, de
tulipanes o de ciclámenes para elegir. Por ejemplo: en la base del letrero de los cuatro
sargentos hay madera de restos de un naufragio. Nosotros lo sabemos… pues bien, te
garantizo que, gracias a las molestias que aquel tipo se ha tomado antes (se refería al
hombre que había estado rezando), el presidente del tribunal, el jurado, el procurador,
los carceleros, el verdugo, los asistentes y todos los demás van a recibir lo suyo, ¡y será
terrible! A partir de ahora la mala suerte los va a perseguir. De verdad. Y durante
mucho tiempo.
—No. No era una plegaria bienintencionada. Y créeme, para atreverse a hacerlo, hay
que tener mucho valor. Por suerte, hay tipos como él… ¿cómo si no se defendería a la
gente como nosotros?
—Hablas de nosotros, pero tú, aunque te hayan condenado por algún delito, no
estás en la misma situación que un condenado a muerte.
—Ya, bueno… no del todo… pero como te decía, el Vieux-Chêne es el único sitio de
este sector que está «libre de sus mentiras». Todo lo que haces, todo lo que dices, lo que
piensas, incluso, es grave y acarrea consecuencias. Es el principio del circuito donde no
caben las tonterías. Ahora, espera, te voy a enseñar una cosa.
El centro de París, una espiral con cuatro centros, cada uno totalmente
independiente de los otros tres…, pero eso no es algo que se revele a cualquiera. Quiero
creer que Alexandre Arnoux mencionó el farol que está detrás del ábside de Saint-
Germain-l’Auxerrois con buena fe e inocentemente. Yo no iba a sentar precedente. Que
los curiosos siguieran jugando a las adivinanzas.
Dio rienda suelta a un arrebato de amistad fraternal completamente pueril, pero sin
olvidarse de su idea: se fue a una papelería cercana y volvió con un pequeño compás
rudimentario de hojalata.
A un lado y al otro del Sena, siguiendo rigurosamente la línea que había dibujado,
me mostró que las insignias seculares estaban a la misma distancia del pozo mágico.
Después enumeró y señaló en el mapa los principales lugares clave donde sus
amigos o él habían sentido aquel influjo.
Todos estaban de mal humor. Estaban enfadados con un corso que les había fallado
en un negocio, bastante turbio en mi opinión, sobre brocas de acero de volframio. El
corso, al que habían convocado a una reunión, no daba señales de vida. Sigue-Bailando
estaba colérico.
—Es la última vez que este imbécil me la juega. La próxima vez que lo vea, aunque
llegue ahora, lo voy a escarmentar.
Sabía que esas palabras no eran palabras baladíes. Deseaba que el ambiente se
relajara, aunque parecía imposible. Por suerte, llegó Alexandre, un trapero un poco
borrachín, con cara de buena persona. Por aquellos lugares tenía fama de estar un poco
chiflado. No se le tiene muy en cuenta. Todo el mundo tiene sus pequeñas manías.
—Desde luego, jefe, a su salud, jefe, señora, y a la de todos los presentes —farfullaba
el hombre engullendo de golpe dos grandes copas de vino peleón.
Brizou bromeaba de buena gana, pero Pierrot el chapuzas y Dolly la tórrida, sobre
todo esta última, lo miraban de reojo con mala cara.
Después llegó una división Panzer. Se lo crea usted o no, Villemain detuvo a los
motociclistas que iban a la cabeza. Estos, asustados ante semejante aparición, lo
desarmaron, lo metieron en un sidecar y se lo llevaron con ellos para que «les hiciera de
guía».
La división, que llegaba antes de lo esperado, acampó dos días al norte de París.
Vistieron a Alexandre con un uniforme alemán, le regalaron un par de botas y lo
hicieron responsable, mediante una Kantonsstardort Kommandantur, de la distribución de
gasolina para los belgas fugitivos que volvían a su país. Y cuando los alemanes se
cansaron, mandaron a los gendarmes que lo licenciaran y lo enviaron de vuelta a su
casa de la plaza Maubert.
Esta increíble aventura le hizo perder la poca lucidez que tenía, y desde entonces el
inofensivo Alexandre pasa los días camelándose al populacho. Una gabardina, a sus
ojos, es una especie de uniforme. Siempre que ve a alguien con un impermeable, se
acerca al tipo en cuestión, le da un golpecito suave y le dice, con gran misterio: «Yo soy
como usted… soy de la policía…».
Alexandre se fue, borracho como una cuba, con algo de dinero y un buen tentempié.
Sigue-Bailando y Brizou comentaban lo ocurrido jocosamente:
—Oye, ¿no te parece gracioso? Ojalá todos los polis fueran iguales…
—Ese tipo tiene que estar muy mal. De lo contrario, siendo como es de este agujero,
sabría que por todo se paga un precio, y sobre todo por los malentendidos. Pero yo no
tengo por qué tenerle miedo, tengo suerte, es una molestia para los más fuertes. Y
además, hay que divertirse de vez en cuando. «Sigue-Bailando, sé lo que me juego…».
Menuda cara más asquerosa. Me había topado con él dos o tres veces. Me da
náuseas. Se hace llamar Sacchi, o Saqui, o Saki. Afirma que es de Calvi, pero juraría que
es uno más de esa turba de apátridas voluntarios que despiertan el rechazo allá donde
van, una de esas cucarachas grasientas, gordas, rastreras y apestosas que infectan
algunas costas mediterráneas. En su cara, más que rasgos, parece que tenga cicatrices. Y
para completarlo, le cuelgan dos huevos debajo de los ojos y tiene unas orejas de
soplillo. Para vomitar.
Sin más, mi colosal amigo lo cogió por las orejas de soplillo y empezó a hacerlo volar
por encima de una silla de mimbre. Como número de acrobacia, no tenía parangón. El
tipo pataleaba y lloriqueaba. Quarteron hizo bien al intervenir: el tal Sacchi sangraba y
tenía las dos orejas medio arrancadas. Se fue a la puerta de un salto y, apuntando
rabioso a su torturador con el dedo índice, dijo:
—Mis orejas te traerán mala suerte, ¿me oyes? No estoy de broma. Te traerán una
gran desgracia.
—Vámonos de aquí —dijo Dolly—, es mejor que no nos quedemos más tiempo. Ese
tipo es malvado, con la tunda que le has dado es capaz de todo.
Nos fuimos al bar del chino y, por supuesto, no salimos hasta el amanecer. Sigue-
Bailando, visiblemente obsesionado por las palabras de Sacchi, juró tres veces a lo largo
de la noche que le cortaría las orejas y las disecaría para usarlas de amuleto.
Ayer estuve en Brétigny con Watsek, el operador de radio polaco. Todo fue bastante
bien: el cielo estaba despejado, casi sin nubes. Los dos Wellington, después de sobrevolar
el terreno durante varios minutos, se lanzaron en picado en dos ocasiones, desafiando a
la Flak[13]. Los Fritz, alarmados, habían corrido a ponerse a cubierto. Sin inmutarse,
Watsek transmitió sus mensajes. Ahora respiro tranquilo. Pero mañana volveremos a
meternos en la boca del lobo: hay que emitir desde París, y nuestra central, cerca de la
estación de Lyon, ha caído en manos de la Gestapo. Por suerte, no nos han hecho
demasiado daño.
—Mis orejas —que lleva vendadas con esparadrapo—, mis orejas le traerán mala
suerte.
—¿Y por qué tus orejas, y no otra cosa, como todo tu cuerpo, por ejemplo?
—Joder, pues haré que me las embrujen. ¿No sabes cómo se hace?
—Puedo desvelarte el secreto, pero ya sabes que todo tiene un precio. ¿Te parece
justo, no? Mil monedas.
El muy crápula… Le di la mitad por adelantado. Quedamos en encontrarnos el
viernes por la mañana, en el cruce de Gobelins.
Géga es un hombre increíble. Últimamente está sin blanca, pero siempre encuentra
la manera de prestar a los prófugos que suelo tener bajo mi protección los servicios más
inesperados. Les consigue zapatos, ropa correcta, comida, sitios donde dormir (respecto
a lo que no se puede ser muy exigente), e incluso bicicletas, cuyas piezas compra de una
en una cuando tiene la ocasión. Hoy es el propietario o gerente —nadie lo sabe
exactamente— de un pequeño café que acaba de instalar en la calle de Bièvre, y que está
en el terreno abandonado donde estaba la antigua casa del viejo Hubert. Como Géga
está sin dinero (los que lo conocemos sabemos que no será por mucho tiempo) y apenas
tiene mercancía, hay que pagarle por adelantado cuando vamos por su local a tomar un
trago. No gana ni un céntimo con esto, lo que a todo el mundo le parece divertido, y a
él, el primero. Aquella tarde, teníamos consejo de guerra, en el «Ojo» —ese es el letrero
del nuevo bistró de Géga— con dos radios del grupo de antena «Hunter» y con Watsek,
el polaco. Es grave. Los mensajes que hay que transmitir en las siguientes veinticuatro
horas son tan importantes que necesitamos a toda costa, sean cuales sean los riesgos,
encontrar enseguida un lugar desde el que emitir. Hasta hace poco, teníamos dos techos
en París en los que desplegar la antena, pero los motociclistas alemanes las
descubrieron. Así que los perdimos. Si emitíamos desde las afueras corríamos el riesgo
de interferir en las transmisiones de una red amiga instalada allí, y estropear tanto sus
mensajes como los nuestros. Brochard el capitán, jefe de grupo, tuvo que tomar una
decisión a regañadientes.
—¡Mala suerte! Tendremos que emitir desde la Halle aux Vins, donde el tipo que me
presta su pabellón ignora totalmente lo que vamos a hacer. Me temo casi con total
seguridad que habrá bronca, pero lo único que podemos hacer es pedir que nos doblen
la protección. No hay otra opción, tenemos que ir.
Tiene razón. Varios centenares de vidas dependen de que uno solo de los mensajes
lleguen a su destino: debemos evitar que bombardeen un tren cargado de una gran
cantidad de potentes explosivos (mucho mayor de lo que creen en Londres) en medio
de una estación que estará abarrotada. El convoy se dirige hacia el sur, y con un ataque
terrestre podríamos destruirlo en medio del campo. De eso me ocupo yo.
Los chicos se miraron unos a otros. Conscientes de lo que les esperaba, aceptaron.
Watsek ni se inmutó.
Desde luego, a Sigue-Bailando le gusta jugar con fuego. Si un poli lo ve, está
perdido, pero le da igual: necesita empaparse del ambiente del barrio. Por casualidad
entró en el «Ojo», y, al verme allí, dijo:
En 1940, en un burdel de Lorraine, estaba con los chicos de otra compañía. Era
responsable del destacamento, así que debía vigilarlos como un maestro a sus pupilos.
—El siguiente ataque será a las cuatro de la mañana. No sabemos a qué nos
enfrentamos. —No se atrevía a admitir que la maniobra le parecía inútil, pero podía
deducirlo uno mismo—. Esos chicos merecen pasar un buen rato. Sobre todo, vigile que
no se emborrachen. Procure que escriban a sus casas. Y tráigalos de vuelta a
medianoche.
Sigue-Bailando se fue cuando ya era noche cerrada. Cuando se iba, me cogió aparte:
—¿Sabes que el cerdo de Sacchi quiso vengarse? Ahora seguro que ya no moverá un
dedo.
Viernes noche
Como cabía esperar, no fue fácil. A las cinco menos cinco, todo estaba listo. A las
cinco y cuatro minutos conectaron con el repetidor del avión, que sobrevolaba el sur de
Normandía, a medio camino de las costas inglesas. A las cinco y diecinueve, acabó la
emisión. A las cinco y veintitrés, entraron petardeando los alemanes motorizados,
seguidos por la policía militar y por un camión de las SS.
Allá estaban la Manufacture, la escuela Estienne, y las obras del metro. Más cerca,
los guardamuebles. Aquí, calles flanqueadas por casas bajas y nombres
tranquilizadores: calle des Cordelières, calle des Marmousets, pasaje Moret… Las
piedras son claras, los patios profundos y vastos. Desde ellos se accede a los primeros
pisos de las casas por escaleras exteriores de madera carcomida. Muchos artesanos
parecen haber heredado, y explotan todavía, las recetas de tiempos antiguos: pellejeros,
encuadernadores, ilustradores, litógrafos… Aquí el tiempo pasa más lentamente que en
otras partes.
Los rostros de las personas reflejan una paciencia laboriosa y tranquila. Fíjate qué
curioso: esta pared usurpa cincuenta centímetros del espacio vital de la casa de su
vecino, de la que lo separa, lateralmente, un pie como mucho. La gente de aquí es más
de irse tarde a la cama que de permanecer en vela, así que lo ha convertido en su
urinario natural. Un hombre delgado tiene que deslizarse de lado por el angosto
recoveco, lo que no me costó hacer siguiendo a Sacchi. Llegamos a un largo pasaje
curvilíneo, que ni siquiera los niños conocen, pues lo habrían usado sin reparos como
patio de juegos. Había cuarenta metros, cincuenta tal vez, entre dos paredes sordas,
mudas y ciegas, una de ladrillos huecos y la otra de caliza sin pulir. Torcimos a la
derecha: y bruscamente en el horizonte apareció una ensenada y vimos una esquina de
cielo sobre el universo en miniatura de una Venecia nórdica. Ignoraba que, en París,
siguiera existiendo aquel tramo del Bièvre a cielo abierto. Hacía frío. Las ventanas que
daban a las aguas negras estaban cerradas. Con el brazo derecho había que agarrarse a
una cuerda colgada de la muralla y subirse a una estrecha pasarela colgante que llegaba
a medio muslo. Después de completar estas maniobras, sin poder coger impulso, me
balanceé y palpé la pared hasta alcanzar una persiana de madera articulada típica de
Lyon: allí íbamos. Me planté con un salto en un suelo poco firme que está blando por
una capa de serrín. Estamos en casa del señor Klager, en la cueva de los embrujos.
—Guárdate esas historias para ti. Nunca pagarás bastante caro lo que haces —gruñó
Klager, con menosprecio—, a ver qué traes.
Sacchi había abierto la tapa de un vulgar pastillero redondo. Dentro había una
sustancia a su imagen y semejanza: grasienta, negruzca, sucia y maloliente. Klager
examinó a la luz del día el contenido de la caja y la olió.
—Está bien —dijo él—. Venga, ponte derecho y no te muevas. El otro obedeció.
El señor Klager se arremangó la camisa gris que llevaba. Se tomó un momento para
concentrarse y empezó a amasar con los dedos un poco de la repugnante pomada.
Después untó las orejas de Sacchi frotándolas con los pulgares. Dio varias pasadas, cada
vez más rápidas, desde las vértebras cervicales hasta las parótidas y a lo largo de las
mandíbulas.
—Ahora solo tengo que conseguir que vuelva a tirarme de las orejas. Más vale que
se prepare el muy cabrón —bromeaba Sacchi, con los ojos fruncidos y la boca torcida en
un gesto malvado.
Era evidente que no quería que le hablara delante del corso de mis asuntillos. Nos
despedimos antes de subir a la ventana. Sacchi le tendió una mano que Klager ignoró.
—Vale, pero dime, ¿qué había en esa caja que olía tan mal?
—No me hables de eso. Es asqueroso. Todo lo que puedo decirte es que he tenido
que sobornar a un enterrador de Bagneux para conseguirlo.
Después de librarme de aquel granuja (buf, qué asco), salté de nuevo a la casa de
Klager. No pude evitarlo, no habría podido dormir.
—Exactamente.
—No sabría decírselo. En primer lugar, por pura curiosidad. Prefiero confesárselo
inmediatamente, aunque seguramente no le guste la idea… y también, porque me
resulta indispensable saber cosas que hasta ahora desconocía.
Solo le conté que era profesor suplente de una escuela técnica, que era curioso por
naturaleza, y un enamorado de todo lo relativo al viejo París y a las tradiciones que se
mantienen en él.
—¿Periodista?
Eso le hizo sonreír. Nos habíamos entendido. Me señaló la puerta del fondo.
Sin embargo, este hombre, cuya existencia debería estar exenta de cualquier otra
preocupación que no fuera su fructífera actividad cotidiana, no siempre vivió días de
gloria y de buenos amigos. Todavía joven, para evitar un desastre que habría
comprometido para siempre su existencia tranquila, tuvo que recurrir a un brujo de
Lorraine, que murió de una embolia fulminante a lo largo de una operación
particularmente grave y delicada. Ese día, Klager heredó involuntariamente una
enorme cantidad de fuerzas —buenas y malas, usando una formulación muy básica—
que administra como un banquero, según su conciencia y las ocasiones que se le
presenten para desembarazarse —esa palabra es suya— de acumulaciones no
demasiado grandes.
—¿Cree usted que la gente malvada que acude actuaría de manera distinta si no me
conocieran o que harían menos daño?
Por suerte, la ciudad está en guardia. Ella también posee sus armas secretas. El
verano pasado, liberó unas válvulas de seguridad que forman parte de un dispositivo
maravilloso que solo ella conoce. Desde hace tres meses, de todos los rincones de la
ciudad surgen alegremente iluminados, trastornados más o menos frenéticos,
alucinados y vigorizantes maniacos. Los más modestos solo intentan asegurar el
bienestar de Francia, e incluso de Europa, pero la mayoría pretenden ocuparse de todo
el Mundo, con una gran M mayúscula, e incluso de nuestro pobre sistema planetario en
su conjunto. Ya teníamos designados a nuestros bufones, como Ferdinand Lop [15], el
inefable, al que vituperan los ignorantes delatores que escriben en Pilori, a diez francos
la línea de prosa de mierda antisemita, antidemocrática (si es que esa palabra tiene
todavía algún significado), y antitodo lo que se quiera. Por mi parte, estoy convencido
desde el primer momento de que nuestro Ferdinand no está tan loco como quiere
hacernos creer, y me parece alguien valeroso. Ignora lo que digan los demás, y sigue
recibiendo los mensajes sucesivos y contradictorios que anuncian la llegada, bajo el
puente de las Artes, del submarino que lo recogerá para llevarlo al mar del Norte a
negociar un compromiso entre las partes beligerantes. ¡No tiene un pelo de tonto!
En calle del Sena vive Raymond Duncan, un hombre majestuoso, hierático, venoso y
primario, que siente la necesidad de vestirse como el figurante de una obra adaptada de
Aristófanes para los espectáculos de Barret. Ignora a los críos que se burlan de él por la
calle. Continúa presidiendo los «diálogos socráticos» en los que participan
extravagantes mujeres acomodadas y aburridas, tocadas con grandes y poéticos
sombreros, en los que aves rellenas de paja revolotean entre jardines franceses
salpicados de frutas confitadas. Duncan consiguió engañar a las tremendamente
ingenuas «autoridades de ocupación»: es americano, pero ha escapado al destino de sus
otros compatriotas que se han quedado en Francia y que están encerrados en campos de
concentración, y goza de todo el respeto, consideración y miramiento que se merecen
los accionistas y copropietarios de muchas acerías, fábricas de armamento y otras
baratijas situadas en territorio de Hitler. También tenemos a Fèvre, el soldado retirado,
siempre ataviado con botas, chaqué y sombrero de copa, con sus largos cabellos
pegajosos, rostro delicado de perseguido, su voz de eunuco y su bastón trenzado; está
también Dodola-Prière, en estado de éxtasis perpetuo, que, con una agilidad
sorprendente, cada diez pasos cae de rodillas con las manos hacia delante y toca la acera
con la frente, que ya tiene callosa. Hay algunos más de menor envergadura e interés,
pero que están igualmente integrados desde hace muchos años en la cohorte de
lunáticos habituales que marcarán este cuarto del siglo. Están catalogados, aceptados y
admitidos de una vez por todas. Solo los paletos se extrañarían al verlos. Y aparte
tenemos a los nuevos, a los inesperados, a los profetas, mesías, krishnas, a «los que
siempre habíamos esperado». No hay ningún barrio que no se enorgullezca de tener su
propio predicador. Montmartre tiene a su «astrónomo público», que, al precio de
cuarenta francos, te muestra, en un telescopio del mercadillo, la Luna y sus cráteres, y te
regala además un poema: «Embajador de las estrellas… en nombre de miles y miles de
millones de mundos estelares (lo que no resulta demasiado comprometedor) protesto
contra la guerra y aporto la solución». Auteuil tiene a Baptiste, un vagabundo que fue
combatiente de la guerra del 14, por supuesto, y que pregona la inminente
autoexterminación de la humanidad y la conquista del mundo por parte de los caballos
(caballos marinos, caballos terrestres y fantasmas resucitados de todos los caballos de
todos los tiempos que murieron en el campo de batalla…). En Grenelle, tienen las
divagaciones de Ben Ferrer, que, por un favor especial, está en comunicación constante
con Mahoma. Ha nacido un tercer sexo que, a partir de ahora, tiene la responsabilidad
de perpetuar la especie. De aquí en adelante será pecado mortal utilizar de manera
normal los conductos humanos de los que disponemos. El futuro pertenece a los castos,
a los onanistas, a los maricones y a las tortilleras. ¡Venga, pues!
La situación del parque Montsouris es más grave, porque allí hay toda una banda.
Más bien, dos bandas, ¡pero qué estoy diciendo! Dos sectas, que muy tranquilamente se
reúnen en el peristilo de los Marroniers, encima de la cascada, y con mucha cortesía se
entregan a discusiones contradictorias. Son los «vectoristas radiantes» y los
«perpendicastos». En varias ocasiones han levantado las sospechas de los guardias, que
debieron creer que usaban un lenguaje secreto y los dejaron tranquilos. Pero algún
chivato de la policía se enteraría del tema y organizaron una redada. Según las noticias
que llegan, todo quedó en nada. Se trataba de modestos funcionarios, de empleados de
bajo rango, de jubilados humildes que fueron incapaces de explicar por qué habían
sentido la necesidad de comportarse de manera tan extravagante, al menos durante una
hora al día.
Con los vagabundos es diferente. Quien jura por dios que conseguirá amasar una
fortuna espera un milagro, porque sabe que los milagros ocurren. Hay que apoyarse o
sentarse en una esquina tranquila, sin llamar la atención de nada, cerrar los ojos si es
posible, y escuchar. El hombre habla para sus adentros. Ofrece sus perlas al mejor
postor: «Por la cabeza de Geneviève que tenía una hijita que murió a los siete años…».
Esto va más allá del melodrama. Allí existe el drama más real y severo. Un suceso
nunca es lo que es en sí mismo y nada más. La tragedia surge de lo que ocurre
alrededor del suceso, y al mismo tiempo.
Las responsabilidades cada vez más serias que asumo me obligan a estar siempre en
tensión. Por eso ahora soy incapaz de perder el tiempo como antes, de dedicarle un
lugar tan importante a las ensoñaciones y al dolce far niente. Mis estudios, mis
investigaciones ocupan todo mi tiempo libre. Más adelante, entre otras cosas, me
gustaría publicar un glosario de palabras francesas que deben su origen a la pequeña
historia parisina. En este ámbito, ya he realizado curiosos análisis y he hecho
descubrimientos inesperados.
SAINTE PATÈRE
La «patera» era entre los romanos un vaso parecido a un platillo, poco profundo y
que se usaba para las libaciones. Su forma recuerda a nuestros catavinos. Con el
pretexto de que estos recipientes a menudo tenían ornamentaciones cinceladas, hubo
quien quiso asimilarlos a los cabujones que a veces se ponen en los extremos de las
patères. Y en esto se basan para sacar una etimología cogida por los pelos. Se equivocan
ustedes, señores de la Sorbona: una vez más, París tiene razón.
En otro tiempo, en la «isla de los Monos», una zona de vegetación que, pasados los
Gobelins, dividía en dos a nuestro viejo amigo el Bièvre, había construcciones de
madera y ramaje. El terreno pertenecía a todo el mundo, y los vecinos con algo de
tiempo libre disfrutaban relajándose de vez en cuando en aquel lugar tranquilo y con
sombra.
Sin embargo, en un momento que creo poder situar alrededor de 1350, un sacerdote
secular cuyo nombre no se ha conservado para la posteridad se retiraba a esa isla en
verano. Un Robinson avanzado a su tiempo, vivía tranquilamente en una caseta
construida por él mismo, y se entregaba a reflexiones profundas y serias. Cuando hacía
mucho calor, no se pensaba dos veces realizar devotas abluciones en las aguas del río.
Había muy pocas personas que vivieran allí, y el sacerdote de alma pura, que no tenía
nada que esconder a su creador, se bañaba tal y como llegó al mundo, conservando
como muestra de una distinción suprema su sombrero.
Los caminos del señor son inescrutables. ¿Acaso esa visión que se le ofrecía no era
una de las tentaciones contra las que el Evangelio nos avisa?
En esa misma isla, construyó con sus propias manos una capilla cuyo frontón
delantero adornó con un rostro femenino radiante de divina pureza. Y consagró la
capilla a la Sainte Patère. Nadie le reprocha haberse inventado una hermana pequeña
para los santos…
Entre los elegidos, también debe de haber una «compañía para los marginales…».
He rastreado hasta los grimorios de finales del siglo XVI menciones de los vestigios
de la capilla de la «Sainte Patère». Yo mismo siento por la pequeña santa una tierna
veneración. Siempre está en mis pensamientos cuando cuelgo mi chubasquero.
—No me quedaré para siempre en París. Te pido dos cosas. Si alguna vez te
encuentras conmigo en otra parte (con su gesto circular quiso indicar que se refería a la
Mouffe, la Maube y la Montagne), actúa como si nunca me hubieras visto. Cuando
quieras, siempre habrá tiempo para «volver» a conocernos…
—Pues haz lo que quieras, di lo que quieras, pero hay que hacer todo lo posible para
que no se construya en el sitio que ya sabes hasta dentro de mucho mucho tiempo.
Dolly la tórrida, que andaba buscándome, me cogió cuando iba a cruzar la calle de la
Huchette. Había recorrido kilómetros de adoquines y asfalto antes de ponerme la mano
encima. Con mano férrea, me arrastró a Saint-Séverin, hasta el interior de la iglesia. Allí
al menos estaríamos tranquilos.
—¿Sigue-Bailando?
—El corso…
Con un gesto discreto pero nervioso me indicó que no podía entrar más en detalles.
—¿Qué es esto?
—Dos millones.
—Bueno, ¿y adónde…?
¿Una dirección o una historia de locos? Calle des Terres-au-Curé. ¿Eso existe en
París?
—Pero, sí, claro. Está en la Puerta de Ivry. Hay vegetación y casas bajas. Muy pocos
alemanes. Ningún poli.
Sigue-Bailando me recibió en un pequeño restaurante con una deferencia y cortesía a
la que no estoy demasiado habituado.
—¿Necesitas algo?
Contesté:
Dimos una vuelta. Por aquel barrio retirado, mucha gente vive también del
menudeo. Entramos en una tienda con el suelo de tierra batida, una especie de trastero,
de cueva de Alí Babá, llena de los cachivaches más disparatados y aparentemente
inútiles. El dueño era un judío polaco, pequeño, risueño y cuyo vocabulario en francés
abarcaba unas cincuenta palabras. Encontró la manera de instalar un bar en una esquina
de su cueva. Y servía un aguardiente de ciruelas excelente.
El hombre tenía una manera particular de asentir: se echó a reír. Me sorprendió que
aquel tipo hubiera escapado a las persecuciones y redadas que soportaban los otros
judíos.
—Se inscribió en Gentilly —me explicó Sigue-Bailando—, pero vive aquí. No corre
ningún riesgo. Ya ves, este sector está fuera del circuito que te dibujé en su día, pero
podrías completar el mapa, y dibujar una línea desde la plaza de Italia. París se hace
más grande poco a poco. Invierte mucho tiempo y paciencia en adoptar un nuevo
pueblo…
—Mis asuntos son mi cruz. No serviría de nada que te involucrara. Tengo que salir
de la ciudad. Aquí huele a chamusquina.
—Ah, ya me acuerdo. Y eso cuenta a partir de esta noche, pero antes quería verte
por última vez.
—¿Alguna novedad?
—Me voy de París durante bastante tiempo. Tengo que cambiar de nombre.
—¿Por la policía?
—No. Es una historia de… de familia. Quizás algún día te la cuente.
—¿Necesitas dinero?
—No, no. Te he elegido como padrino: vas a ponerme el nombre que llevaré durante
siete años.
Ayer, entre las once y las doce de la noche, en un enclave consagrado de la calle
Saint-Médard, me inicié en los ritos de su tribu bajo las instrucciones del Gitano.
Teníamos una copa llena de vino. Con una cuchilla de afeitar, realizamos una ligera
incisión en nuestra muñeca izquierda. Cayeron algunas gotas de sangre en el vino tinto,
que nos bebimos de cuatro tragos, dos cada uno. A partir de entonces, el Gitano se
llamaría Gabriel.
Ya sabía unas cuantas cosas: en varias ocasiones, cuando caía en mis manos un
documento raro o cuando mi mirada se detenía sobre las páginas olvidadas de un libro
de trescientos años, podía constatar con placer que lo que acababa de aprender
corroboraba algunas intuiciones que no requerían ninguna prueba exterior para ser
ciertas. Pero Sigue-Bailando y el Gitano, sobre todo este último, me abrieron nuevos
horizontes. Y no sospechaba lo vastos que eran. No pude evitar volver a merodear, yo
solo, una vez más por la calle de Bièvre. Después de haber saludado a aquel lugar
maldito, me sorprendí bordeando las rejas del arzobispado y encaminé mis pasos hacia
la isla de Saint-Louis, la isla de mi dulzura brumosa…, ese enclave de calma confiada,
esa nave de piedras pensativas con las que, algunas noches, a ciertas horas, tengo la
impresión de comulgar. Al cruzar la pasarela, pensé que el Gitano no era el único de su
raza que había echado mal de ojo a un lugar del berenjenal parisino. Una crónica de
1427, en plena guerra de los Cien Años, nos informa de que, el 17 de abril de ese mismo
año, llegaron a la Cité «doce Penanciers», es decir, penitentes. Un duque, un conde y
diez hombres a caballo, que se denominaban cristianos del Bajo Egipto, fueron a ver al
Papa para confesar sus pecados después de que los sarracenos los expulsaran; y se les
impuso la penitencia de recorrer Europa sin acostarse en una cama. 120 personas, entre
hombres, mujeres y niños, componían su séquito, las pocas que quedaban de las 1200
que había al partir. Los recluyeron en La Chapelle, y allí multitudes de personas iban a
verlos. Tenían las orejas agujereadas y llevaban un aro de plata. Sus mujeres de pelo
negro y rizado eran muy feas, brujas, ladronas y leían la buena fortuna…
A aquellos gitanos se les prohibió la entrada en la Cité, donde ellos esperaban
librarse a «espectaculares devociones». Ante la intransigencia de la policía, intentaron
alborotar a la multitud de curiosos, siempre abundantes. Los rodearon y los obligaron a
subirse a un barco. Y, en varias tandas, los trasladaron a las orillas de la isla de Notre-
Dame, actual proa de la isla de Saint-Louis, a la espera de llevárselos más lejos. Este
rápido desalojo no les gustó en absoluto, así que nuestros «penitentes» se quitaron las
caretas y lanzaron un maleficio sobre el brazo del Sena que les habían obligado a cruzar.
En 1634, el «Pont des Bois», construido por María de Medici, no era más que un
«camino de veinticinco pies y unos parapetos a cada lado»… Se inauguró con una
procesión jubilar. Tres parroquias subieron al mismo tiempo a la pasarela, que se
hundió inmediatamente. Veinte personas resultaron ahogadas, y cuarenta, heridas. En
1709 hubo que demoler lo que quedaba del puente, bastante castigado por los
carámbanos que arrastraba el Sena. En 1717 se volvió a construir: decidieron pintarlo de
rojo, de donde viene su nombre de «Pont Rouge», que pervive gracias a la taberna
situada en la esquina del muelle. El puente acusa enseguida una inexplicable
inestabilidad. Se prohíbe el paso a los vehículos. En 1819 es necesario reconstruir los
arcos. En 1842, el puente maldito, de nuevo, amenaza ruina. Se construye una pasarela
provisional con hilo de hierro, y después, con piedras, el puente de Saint-Louis… que se
hunde, en bloque, en diciembre de 1939.
No obstante, no creo que debamos asimilar a los gitanos con los pájaros de mal
agüero. Devuelven el mal por el mal, y el bien por el bien. Pero multiplicado por cien.
Su poder parece sobrepasarlos. Conocí a algunos en España que leían las estrellas; en
Alemania, a otros que curaban las quemaduras; en Camargue, a quienes curaban a los
caballos y sabían cómo disminuir los dolores del parto, tanto en las mujeres como en los
animales.
Hay seres humanos que escapan a las leyes humanas. Tal vez la desgracia es que no
todos lo saben.
Mientras tanto, aquí dejo una idea completamente gratuita: cuando llegue el día en
el que las fronteras de Europa y de otros lugares, como en otros tiempos, permitan el
paso de las tribus nómadas que a algunos parecen «inquietantes», sería interesante que
los investigadores especializados en astronomía (sí, sí) examinaran los recorridos
itinerantes de los cíngaros migratorios armados con un mapa del cielo y de la tierra.
Tal vez comprendan que esos lentos viajes, aparentemente sin fin, responden a
exigencias cósmicas. Como las guerras, como las migraciones.
No me puedo resistir aquí a contar una leyenda del siglo XV. Trata de la efigie de
una virgen que, en otros tiempos, adornaba el coro de la capilla de Saint-Aignan, cuyos
vestigios todavía pueden adivinarse en la Cité, en la calle des Ursins, muy cerca de
Notre-Dame.
En la ventana de una casa baja, una joven cosía y remendaba la ropa de su familia.
Fuera, bajo su vigilancia, jugaban unos niños: sus propios hermanos pequeños y los
hijos de sus vecinos.
Las mujeres hablaban alrededor. El cíngaro sacó de su funda de tela verde un violín:
con paciencia lo había estado afinando.
Acudieron niños, atraídos por la prestancia del joven de piel de bronce, por los
colores vivos de su ropa de corte inusitado, por la forma extraña del instrumento.
El cíngaro empezó a tocar, y la melodía que se elevó era tan cautivadora, persuasiva,
y el sonido del instrumento tan penetrante que las personas, en silencio y con la mirada
fija en él, cayeron en el embrujo, pues había un embrujo. Pero no estaba destinado a los
niños, ni a la mujeres mudas por la admiración y el estupor. La joven había
comprendido que el gitano tocaba para ella, y solo para ella. Cuando se fue el músico
que, al contrario de lo esperado, no pidió ni un óbolo, la invadió una languidez feliz. En
su mente cándida empezaron a brotar sueños desconocidos.
El cíngaro volvió los días siguientes, a la misma hora y justo al mismo sitio. Ahora se
atrevía a buscar la mirada de la joven: debía de ver en ella tanta admiración,
reconocimiento y asombro mezclados con un deseo tan violento como impreciso que
estaba seguro de ir ganando la partida mágica que estaba jugando. Cuando estuvo
seguro de que había conseguido —¿quién sabe para qué causa demoníaca?— el alma de
la chica rubia, empezó a tocar un aria extraña, cargante al principio, inquietante, y
después obsesiva y que, cada vez más rápida y siempre volviendo sobre el mismo
motivo, parecía querer introducir a las casas, las piedras, el sol y las personas en una
zarabanda desenfrenada.
Acabó bruscamente, con un sonido agudo. Él se fue muy rápido, sin volverse, y
desapareció entre las estrechas callejuelas que conducían a la catedral.
La muchacha no pudo ocultar a los suyos la muy profunda e inédita impresión que
el cíngaro había dejado en su corazón y sus sentidos. Asimismo, su padre se había
enfurecido tanto por la insistencia del músico en acudir delante de su ventana a liberar
sus arias hechizadas, que decidió darle caza en cuanto el gitano se fuera de allí.
Esa misma noche, la joven, presa de una fiebre repentina, empezó a temblar y a
delirar. Su madre la velaba.
—Madre, el cíngaro me llama. Es a mí a quien busca con su violín… Toca mientras
camina y las gentes corren hacia él, personas de muchos colores…
—¡El cíngaro me llama! ¡El cíngaro! Todo el mundo baila a su alrededor… Son
muchos. No les veo la cara. Voy a ir, quiero unirme a ellos. Me voy… Es a mí, a mí a
quien llama…
Nadie supo jamás qué fue del gitano; una vez más, expulsaron de la Cité a todos los
nómadas extranjeros, a los que también se quería expulsar del reino.
Muchas personas afirman que han visto, en la capilla de Saint-Aignan, que la virgen
del rostro puro que preside el coro se mueve y se oscurece durante la misa de difuntos.
¿Quién inspiró entonces la leyenda del rey de los Aulnes (Der Erlenkönig) al poeta
alemán?
¡O gitanos de Bohemia! Qué felicidad que las maldiciones, los anatemas lanzados
contra vosotros desde hace siglos no hayan destruido la hermandad vigilante de
vuestros fieles poetas.
Cada día compruebo que las palabras —teoría, observaciones, consejos y avisos— de
Sigue-Bailando y el Gitano se demuestran verdaderas y adquieren un sentido más
profundo.
Sigue-Bailando decía que no era casual que hubiera tantos bistrós en París. La gente
no pasa tanto tiempo allí solo para beber. Lo hace para encontrarse, reunirse y para
consolarse. Sí, para consolarse: las personas se aburren continuamente, y tienen miedo,
miedo a la soledad y al aburrimiento. Y además, en su interior, llevan siempre consigo
su miedo más profundo: el miedo a la muerte, todos, por mucho que intenten aparentar
que no les importe un pimiento. Y para no pensar en ello, harían cualquier cosa.
No olvidemos que ese miedo hizo que se construyeran todos los templos y todas las
iglesias. Entonces, en ciudades como estas en las que cuarenta razas se mezclan, todo el
mundo siente que tiene siempre algo que decir. Escucha bien lo que voy a decir: cuando
te sientas bien en un bar, y decidas ir allí a menudo a reunirte con tus amigos, si quieres
sentirte a gusto y no encontrarte con piedras en el camino, acomódate en una esquina,
pon al día tu correspondencia, lee, pica algo allí mismo y observa lo que pasa durante
un día entero. Al menos dos veces al día, o tres si tu bar abre por la noche, llega el
«tiempo de nada». Ocurre todos los días a la misma hora y en el mismo minuto, pero
cambia según los sitios. Las personas hablan, se cuentan sus cosas, beben y, ¡paf! un
segundo de silencio, donde todo el mundo se queda inmóvil, con la copa levantada y la
mirada perdida. Inmediatamente después, el jaleo vuelve a empezar, pero tu segundo
en el que nada pasa puede durar de cinco a diez minutos. Y durante ese tiempo, fuera y
en todos sitios, la vida, la vida de los demás avanza más rápido, como una avalancha. Si
estás atento y aprovechas ese momento para no perder el hilo de tu discurso y decir lo
que quieras, conseguirás que te escuchen e incluso te obedezcan si fuera necesario. Ya
verás, pruébalo.
Eso fue todo. Dos palabras. Cualquiera podría haber dicho otras palabras, pero el
momento hizo que esas dos palabras adquirieran mucho peso, una relevancia tal que
hicieron fortuna. Desde ese día, en el barrio, ya no van Jeannine y Thérèse a hacer la
compra, sino Coquette y Cocodette.
Nadie me quitará la idea de la cabeza de que los líderes de los hombres, esa especie
de forúnculos, de abscesos semiinconscientes, que atraen hacia sí mismos, como
humores nocivos, a las turbas febriles, poseen un conocimiento innato del tiempo
anquilosado. Juegan con los segundos vacíos como con un tablero de damas. Una
fracción de tiempo quieto, fijo, de tiempo muerto, hundido como una cuña en los
engranajes más maravillosamente engrasados de la más lúcida de las mentes: y, en un
momento, todo el mecanismo queda destrozado por los suelos, dispuesto a asimilar
todas las disciplinas, dispuesto a ratificar las aberraciones más monstruosas y sobre
todo colectivas.
Hay que haber asistido al menos una vez, como yo, a la ceremonia del «Licht-
Dom[18]» para comprender el hecho nazi, experimentar esa grandeza estéril y sopesar el
verdadero peligro, que no se extinguirá con la destrucción de la Wehrmacht.
Lo que yo hacía hasta ahora no era, para mi gusto, demasiado deportivo. Por
supuesto, hay peligro (todo consiste en no dejarse coger), pero solo hago un trabajo de
funcionario clandestino. Por tanto, ya no sigo los preceptos oficiales que me prohíben
cualquier otra actividad aparte de mis misiones oficiales.
ZOLTÁN
EL MAESTRO DEL CONTROL MENTAL
Yo también tengo a mis «polis». Y son muy honestos. El que más valoro, y el tipo
más interesante también, es Jean Lecardeur. Ese mastodonte no lleva uniforme desde
hace más o menos diez años. Trabaja como inspector en Les Halles, donde sus
atribuciones consisten en repartir las «medallas» o insignias de los transportistas
autorizados. Vive en Sainte-Geneviève-des-Bois, en los aledaños de Brétigny, y todas las
mañanas me trae las informaciones de mis agentes de enlace, algunos de los cuales
trabajan allí mismo. Lecardeur se ocupa de mis «niños», como él los llama, y les
proporciona verduras, frutas y, a veces, carne.
Empleado en un circo en su Budapest natal desde los doce años, Zoltán Hazaï fue
sucesivamente aprendiz de pastelero en Belgrado, propietario de una casa de comida de
mala reputación en Salónica, y estibador en Tulcea a orillas del Danubio.
Se embarcó en un barco ruso y durante dos años amontonó cajas en los muelles de
Odesa. Después de lo cual, recorrió Polonia, el norte de Alemania y se encontró en
Francia cuando estalló la «guerra de broma». No se sabe muy bien por qué, las
autoridades de la policía sospecharon de él y, solo gracias a los desórdenes provocados
por la avalancha de las fuerzas alemanas en junio de 1940, conoció la dulzura de
nuestros propios campos de concentración (que, después del éxodo de los republicanos
españoles, ya no volverán a ser para nuestro país un motivo de gloria).
Todo cambió a raíz de la ocupación. Zoltán procura pasar desapercibido, se esconde
y se hace el tonto. Pero hay que vivir. Como cuenta con una importante musculatura,
nuestro hombre trabaja, de vez en cuando, en Les Halles.
Así fue como Jean Lecardeur, cuyo deber era llevar a nuestro «insumiso» a los
servicios de Extranjería de la Prefectura, es decir, a los alemanes, lo convirtió en su
protegido.
—Habla alemán, ruso y todas las lenguas del este… Habría que falsificar sus
papeles… Podría sernos útil…
Sí, pero no podía hacer pasar por parisino a un hombre que todavía vacilaba
demasiado al hablar: en Francia prácticamente solo ha frecuentado a judíos, polacos o
cíngaros. Por otro lado, su estatura no le permite pasar desapercibido. Le encontramos
trabajo de chico para todo en el negocio de un mercader de madera, en Clamart. Y todo
va bien. Según Lecardeur, el húngaro siente tal necesidad de gastar su energía física
que, además de cumplir con su trabajo, busca y realiza con alegría los trabajos más
penosos. Yo mismo he ido a verlo en dos ocasiones. Su inteligencia es evidente, su
experiencia con los hombres, su indulgencia paciente con las personas más duras de
mollera o fanáticas me sorprenden agradablemente. Para que pueda perfeccionar su
francés, le he prestado la serie de novelas de Panaït Istrati: Kyra Kyralina, El tío Anghel…
Las devora y ya ha hecho progresos asombrosos en muy pocos días.
Llovía en la calle. Durante todo el día, una lluvia fina y persistente había
impregnado la ropa, los rostros e incluso las paredes con una especie de humor helado
que parecía exudar desde el interior. Nos habíamos reunido, con el equipo de pintores,
en el Quatre-Fesses.
Sin decir nada más, sacó un litro de ponche que puso a calentar a fuego vivo.
Recuperamos enseguida el buen ambiente. Todos teníamos algo que decir sobre la
lluvia y empezamos a divagar. A lo largo de la tarde, Gérard regaló a Olga una de las
telas que llevaba encima.
Yo le di a Suzy, su novia, unos grabados que tenía allí por casualidad. Y Paquito, un
nuevo miembro, se ofreció para ir a buscar carbón al trastero del fondo del patio al día
siguiente. Esas manifestaciones de buena voluntad y generosidad enternecieron tanto a
Olga y a su compañera que alternaron los ponches con algún que otro beaujolais,
acompañado con algún tentempié improvisado.
En el exterior, cada vez llovía más fuerte. Sin ningún sigilo, la lluvia caía con
estruendo y, a veces, una ráfaga colérica la llevaba a golpear contra el cristal. Olga nos
pidió que le echáramos una mano para cerrar los postigos y la puerta. Así estaríamos
más tranquilos. ¿A quién se podía esperar tan tarde y con semejante tiempo?
Su nombre era Élisabeth. Esperaba, sin demasiada prisa, a que la lluvia cesara para
partir. Nos miraba a unos y luego a otros. Se asombraba, probablemente, de que
después de haberle preguntado su nombre ninguno de nosotros sintiera la necesidad de
hacerle más preguntas.
Olga le había cogido su humilde abrigo para ponerlo a secar cerca de la estufa.
La lluvia empeoraba, se la oía repicar sobre el asfalto y sobre los techos. Habíamos
apagado la luz visible del exterior. Sumergidos en la penumbra, apretados unos junto a
otros, estábamos listos a decirnos en voz baja, por turnos, algunos de los poemas que
vagaban en nuestras memorias.
—¡Ciento ochenta!
—¡Doscientos cinco!
Entonces, desde detrás de la estufa, desde detrás de nosotros, una vocecilla aguada y
temblorosa, pero muy calmada, dijo:
Comprobé con placer que los cabellos y la barba del Viejo de después de
Medianoche estaban lisos y muy secos, como si no le hubiera afectado el tiempo que
hacía, o hubiera surgido de un sótano cuya salida nadie conociera.
—Tengo ahí la camioneta. No vale la pena que se moje los pies. A las cinco, la llevaré
a su casa. Hasta entonces, póngase cómoda.
Siguiendo mis costumbres, había pasado mi paquete de cigarrillos para que cada
uno se sirviera. El Viejo me lo agradeció con una sonrisa cómplice, con una sonrisa que
quería decir: «¿Cómo quiere usted que yo fume?…».
No valía la pena hablar de eso. Sé que no responde nunca a las preguntas directas,
sobre todo las que tratan sobre él. Pero esa no era la razón por la que estaba tan tímido y
tan poco emprendedor. Hasta ese momento, conocía el miedo, no el temor. Al lado del
Viejo, me volvía mudo y un tontorrón, y sentía la ausencia completa de radiación, de
emisiones de calor o de cualquier otro efluvio que emanara de su parte. Me intimidaba
una piedra que se movía. El Viejo leía mis pensamientos y sonreía. No sabe, y no puede
saber bromear. Fue él quien rompió el hielo.
—¿Qué ha sido del polaco que llevó un día a la calle de Bièvre? Parecía que estaba
usted muy inquieto por él.
Debo destacar que me habló de «usted». Aunque, por lo que había visto, solía tutear
a todo el mundo. Su pregunta me emocionó. Cuántas veces he pensado en ese minuto
en que sentí que la muerte merodeaba, repasando sus cuentas, como si estuviera en su
casa. Intenté reaccionar:
—Pero eso ocurrió durante el día. Usted no estaba allí. ¿Cómo puede…?
Para hacerme callar le bastó con un gesto con la mano y la misma sonrisa de
complicidad que en esta ocasión significaba algo así como: «¿cómo pretende usted que
yo no sepa algo?».
Pasé a resumirle la historia: «… El chico se ha ido, ya no está en Francia. Se entrena
en otra parte mientras espera recuperarse para volver…». Y para acabar de hacerle
entender hice «Bzzz… bzzzz», a la vez que le señalaba el techo.
—No, porque no quiero saberlas. Sé que está vivo y eso me basta. ¿Por qué me lo
pregunta?
—No sé cuál de los dos habría hecho mejor no frecuentando al otro… pero estaban
destinados a conocerse.
Dijo esas palabras en un tono que era imposible entenderlas de manera despectiva o
injuriosa. Sobre todo, reflejaban un extraño reproche. ¿Los poderes del Viejo de después
de Medianoche serían limitados en ese sentido?
Tuve todo el tiempo para revivir el instante terrible en el que, al notar a Watsek
señalado por la muerte, me esforcé por alejar de él, al menos en aquella ocasión, la
suerte funesta. Otros habrían rezado con un fervor concentrado.
Watsek escapó, solo murió el joven ametrallador, se necesitaban dos cadáveres, esa
era la exigencia que estaba en el aire, y la muerte quiere que se cumplan sus cuentas.
¿Quién de nosotros…?
La ondina estaba cansada, la luz era demasiado escasa. Gérard guardó su dibujo y
decidió acabarlo en otro momento; la muchacha había prometido que vendría a vernos
otra vez.
Le pedí a Gérard una hoja de papel y un trozo de carboncillo. Le hice al Viejo, que se
prestó de buena gana, un dibujo bastante logrado que me guardé cuidadosamente en el
portafolios de la banda, con la esperanza de poder colgarlo. Haberme visto aplicarme
con tanto empeño a reproducir sus rasgos, deteniéndome sobre todo en los detalles de
una de sus manos, parecía alegrar al Viejo. Aunque no dijo por qué.
Tomamos un café. En Notre-Dame dieron las cinco: todo el mundo se levantó. En los
movimientos que precedieron y siguieron a las despedidas, el Viejo desapareció.
A la mañana siguiente, compré un fijador Lefranc y pedí prestado a Gérard su
vaporizador para poder conservar el retrato del Viejo, del que me sentía bastante
orgulloso. No obstante, por mucho que busqué en el portafolios no encontré mi dibujo.
Al final, sacamos uno a uno todos los documentos guardados. Reconocí mi hoja, bajo un
trozo de servilleta blanca. El dibujo se había borrado totalmente, como si hubieran
frotado la hoja con miga de pan. Tuvimos que limpiar el fondo de tela del portafolios,
que estaba sucio de polvo de carboncillo.
Gérard acabó vendiendo algunas telas. Paquito recibía de su familia algunas ayudas
escasas, pero que llegaban con regularidad. Séverin se arreglaba falsificando pasaportes
para extranjeros cuyo permiso de residencia en Francia había expirado. Para eso, usaba
mi propio material de falsos papeles. En cuanto a mí, ponía en común todo lo que
ganaba, además de lo que me correspondía del presupuesto de la red. A todo el mundo
le iban mejor las cosas. Mientras tanto, habíamos «admitido» a Doudou Landier, nacido
en Tahití, un excelente pintor y escultor; y también a Climent Dulaure, un pintor de
brocha gorda, que sabía decorar imitando el mármol y la madera. A Climent le parecía
que integrarse en nuestro grupo era lo más natural porque de vez en cuando reproducía
una postal con la habilidad de un buen artesano. Mucho más joven que nosotros, y «no
implicado en nuestros asuntos», se enamoró rápidamente de Elisabeth. Era un amante
puro, sobrecogido y muy romántico. Además de la capa a lo Musset, le faltaban el
balcón, la guitarra y la cuerda de nudos.
Colmada de oropeles más o menos extraños, la pequeña posó con una guitarra, un
niño, un bandoneón, una jarra de aceite, en la que nosotros pretendíamos ver un ánfora.
Una vez Élisabeth aceptó sin demasiadas reticencias posar con un seno al
descubierto. Sin segunda intención, y con mucha delicadeza, le pedimos que nos diera
algunas poses rápidas de desnudos integrales. Para demostrarle que era algo natural,
común, necesario y sin importancia, la llevamos un día a la Academia de la Grande-
Chaumière.
Ella aceptó, con la condición de que guardáramos el secreto. Y sobre todo, sobre
todo, «no se lo digáis a Clément, se pondría enfermo…».
¡Ah! ¡Ese cuerpo, esas líneas, esa piel de nácar! Desde hace dos meses, vivimos las
mismas emociones que los autores de la Antigüedad.
Capítulo 8
de sus habitantes.
Hay que pasearse por el majestuoso Londres en tiempos de guerra, una ciudad que
vive con los dientes apretados y con los puños cerrados, para darse cuenta de que París
es un poco puta.
Todos los días y todas las noches, desde hace varias semanas, Londres sangra y
esconde sus heridas con una dignidad impresionante. El dont show off reina soberano.
De vez en cuando, un Doodle Bug (V-1), que no para de pedorrear, sacude la
tranquilidad del cielo pastoso. Un segundo, a veces dos… tres como mucho… de
silencio. Puedes imaginarte el grueso cigarro con alerones de escualo que se detiene en
seco, se bambolea, da una vuelta con torpeza y cae en picado. Deflagración. En general,
un edificio entero acaba destruido.
Parece que los equipos de auxilio de la Defensa civil obedecen a una consigna muy
imperiosa de pudor y de silencio. Jamás se producen arrebatos de locura. En esta
ciudad impasible, lo que suscita el pánico es la indiferencia.
Tengo el deber de guardar el secreto sobre lo que pasa en París y sobre todo lo
concerniente a la misión que me ha llevado a pasar una corta estancia aquí. En una
caserna del sur, más allá de Morden, se ha construido, en parte con mis datos, una
inmensa maqueta al milímetro del campo de Brétigny. Los equipos que tienen la misión
de cavar las pistas y destruir hangares y almacenes de municiones de esta importante
base de paso estudian minuciosamente la topografía del terreno. Cada dos días nos
llegan —secret emergency— las indicaciones precisas de la ubicación de las nuevas piezas
del cañón Flak. Un ejemplo de trabajo bien hecho.
En casa del padre Berlemont, en Deen Street, algunas noches se puede disfrutar de
unas buenas risas y de una despreocupación confiada, un poco ingenua, que recuerda al
bulevar o las orillas del Sena. Pero esto es algo muy excepcional. En Frith Street está el
Mars, un restaurante griego donde se reúne un simpático grupo de intelectuales de
lengua francesa. Ninguno de ellos declara pretender, en el futuro gobierno de la Francia
liberada, un puesto superior al de subsecretario de Estado, una modestia que los honra.
Pero me gustaría ver dónde tendrían los huevos si tuvieran que soportar, en Saint-
Michel o por los controles de una estación parisina, una redada de la Gestapo con los
bolsillos llenos de documentos explosivos…
Conserva parte de sus descubrimientos allí mismo: cálices de estaño trabajado, jarras
grandes, pulseras de hueso o de marfil con signos rúnicos grabados, marmitas de todo
tipo, libros, pergaminos, documentos muy antiguos con figuras geométricas que
adornan textos extranjeros, algunos en latín «con toques de inglés», otros en gaélico, y
otro incluso en frisón.
Garret tiene la ambición de montar, una vez acabe la guerra, un museo consagrado a
la brujería y a los modos en los que se practicaba y se practica todavía en el noroeste de
Europa.
—Sé que durante algunos años se llamó calle de los «Tres candelabros», y a finales
del siglo XIII, calle del «Hombre que canta».
Estupefacto, encendí una pipa y esperé «bien abierto de orejas», como habría dicho
Sigue-Bailando.
—En primer lugar, debe saber —o recordar más bien— unos hechos históricos que
en Francia, lamentablemente, se han intentado olvidar: el hecho de que París fue
durante muchos años una capital inglesa; que «nuestro» rey (debo contener mi sonrisa)
Enrique V, el primero de diciembre de mil cuatrocientos veinte, hizo su entrada en «su»
capital… pero ¿qué le hace tanta gracia?
—Habla usted de «mi» capital, lo que me parece bien siempre y cuando no me haga
responsable de lo que hicieron mis compatriotas hace quinientos años. Pero su rey
Enrique V… ¿Dónde estaban sus ancestros en esa época, doctor Garret? ¿Está usted
seguro de que estaban bajo su autoridad, y, en ese caso, era por su voluntad?
—Casi. Porque permitió la interrelación más profunda entre nuestros pueblos y los
intercambios intelectuales más fructíferos.
—Y los ingleses, desde entonces, han asimilado mucho más de lo que cree su
experiencia continental. Pero aquí es donde quería yo llegar. El inglés es un ser
esencialmente místico. E inquieto, porque es escrupuloso. Por consiguiente, está
interesado en todo lo que podría interpretarse en una manifestación sobrehumana, ya
se trate de una leyenda con significado esotérico —como nosotros aquí— o de un
acontecimiento de valor premonitorio. No se olvide de que todos los cuerpos
constituidos en París —Parlamento, Clero, y Universidad sobre todo— eran favorables
a los ingleses en la época de la que le hablo…
—… y que su Universidad ejercía aquí una influencia tan grande que atrajo a la élite
de los futuros miembros de nuestras universidades. Sin embargo, los ingleses, escoceses
e irlandeses que vivían en los alrededores de su Barrio Latino, sucumbieron hasta tal
punto al hechizo de París que permitieron reconstituir la más emocionante antología de
cuentos, leyendas y fábulas vinculadas a sus piedras. Esta es la historia del Hombre que
canta, transmitida de boca en boca por los descendientes de un oficial galo que la había
oído en el lugar de origen.
Un hombre iba a morir. Lo sabía. Estaba un paso más allá del sufrimiento, al límite
de la debilidad. Sus últimos pasos estaban contados, igual que sus últimos instantes y
sus últimos deseos. Inmerso en una meditación silenciosa y profunda donde se
mezclaban el amor de los humildes y el perdón a los malvados, ya se había despedido
de los vivos, a los que ignoraría a partir de ahora.
Solo le quedaba decir adiós a las cosas inertes, testigos mudos y familiares de una
vida árida, monótona y sin alegrías. El hombre había sobreestimado sus fuerzas,
porque, si las personas atareadas que se cruzaban con él en la calle Sac-à-Lie ignoraban
más que nunca su presencia, las cosas que lo querían —y que nunca se lo habían dicho,
porque quizás se daban cuenta demasiado tarde— odiaban ver que se iba para siempre.
Intentaban retenerlo desesperadamente.
El hombre que iba a morir creía que todavía tenía el vigor necesario para bajar por
su calle, desde Saint-Séverin, pasar bajo el porche de la iglesia en el que tanto había
mendigado, y llegar a las riberas del Sena, cuyos muelles entonces solo tenían una
suave pendiente.
Ella también tenía la mirada de las personas que quieren morir. Subía por la calle
con la misma lentitud con la que el hombre intentaba llegar al árbol de la ribera del río
que había elegido para acostarse y entregar su alma, mirando las estrellas. La mujer
había dado media vuelta; había pasado bajo el brazo del hombre una mano helada para
sujetarlo. Entonces, mientras la pareja de moribundos, ya ajenos a cualquier vida
terrestre, recorría lo que le quedaba de camino, la noche, en lugar de caer, surgía de la
tierra.
La noche surgía, como una tinta viva, de las sombras, de las piedras de los recodos
oscuros. Y mientras que una noche opaca y densa, surgida de debajo, devoraba la
ciudad, las fuerzas de la mujer se consolidaban y aseguraba su abrazo: seguía sujetando
a aquel hombre y, vigorosamente, lo llevó junto al árbol fatal, en la ribera donde ambos
se tumbaron, cuando la noche ya había ganado el cielo y había oscurecido el contorno
de los ojos de las estrellas. Nadie supo nunca la naturaleza del contrato que unía a esos
dos seres.
Nunca se supo quién era la mujer ni qué había sido de ella. En cuanto al hombre,
recuperando algo de vida cuando estalló de alegría, se puso a cantar en la calle. Cantaba
con una voz clara y cálida, con una voz que llevaba en sí misma toda la luz del mundo.
Pero se había quedado ciego.
Capítulo 9
He hecho una bolita con un billete de autobús londinense que había guardado
imprudentemente. De un golpecito lo tiro al agua, riéndome a carcajadas para mis
adentros.
Los libreros de viejo, para el habitual de los muelles, se han convertido en figuras
tan familiares, por sus siluetas, sus voces, sus pequeñas costumbres —la elección de su
mercancía y la manera de disponer sus estantes— que hacen nacer exigencias sordas,
tan tenaces como ignoradas.
Pierre-Luc Lheureux vende libros para asegurarse el sustento, pero es poeta y está
muy lejos de ser el único. Tiene su puesto —un banco hecho de cara a sus cajas— en la
esquina del puente del Arzobispado. Con un gorro azabache y preocupado por
mantener siempre una cierta elegancia en su vestimenta, puede llegar a expresar
profesiones de fe que reflejan el pacifismo más intransigente. En cuanto me ve, me
saluda con una sonrisa, y ser sensible a ese gesto no es contentarse con poco.
«Con un gaznate de alta calidad que desprecia el vino peleón», Pierre-Luc comparte
mi gusto —pronunciado, como alguien podría señalar y yo confirmo— por el Cabernet
servido a la temperatura justa, es decir, casi helado. Asimismo, cuando en una bodega
se anuncia la llegada de nueva mercancía, tenemos la costumbre de ir a probar la
calidad del néctar. A veces, nuestros pasos nos llevan hasta la isla de Saint-Louis, pero
muy a menudo pasamos Notre-Dame y entramos en Desmolières, en la calle des Ursins.
Para ello hay que cruzar el Pont-au-Double.
El espectáculo que se ve allí, vale la pena. Basta con que haga un poco de sol. Los
quincalleros y vagabundos, sentados, de pie, acostados o amontonados son una legión,
a pesar de la persecución a la que les somete una policía preocupada por conservar en la
ciudad una imagen de fiesta popular al estilo de Breughel. Jorobado, manco, tuerto o
tullido de cintura para abajo, lo que sea, pero recién afeitado, arreglado y sobrio. Tu
miseria no debe tomarse más en serio que aquella, maquillada y con peluca, de los
figurantes de la Ópera en una representación de Boris Godunov. A decir verdad, para
quien conoce bien a estos hombres —no merecen menos interés—, los polis del lugar, a
menudo bonachones, tienen algo de razón en esta ocasión. Al menos cuando se
muestran un poco avaros por su ingenuidad.
Por lo que yo sé, hay dos escuelas de actitud en las que los neófitos en el oficio de
mendigar, con el debido permiso para actuar en un lugar muy preciso cuyo derecho de
explotación han adquirido a un precio bastante caro, reciben lecciones de los más
experimentados, que son admirables artistas y demuestran un extraordinario sentido
psicológico. Sospecho que entre los «maestros» cuya obra pude conocer, había algunos
antiguos cómicos curtidos en el arte del mimo.
Estos son los cabecillas. Exigen que el alumno vaya en ayunas, que preste la debida
atención a los consejos y observaciones que le dispensen, que se comporte ante el
maestro con una absoluta sumisión. Las dos escuelas usan técnicas diferentes, así que es
fácil distinguir a los defensores de una y de otra.
Los «jefes» son, por lo demás, bastante buenos amigos: no se hacen la competencia.
Ma Pipe, de Aubervilliers, es grande y muy barbudo. Bajo su capa, que sabe llevar
con arte, lleva en bandolera una guitarra que nadie le ha visto nunca tocar. Deja que
digan de él que, en otro tiempo, fue un gran violinista al que un accidente privó del uso
de su mano izquierda, o bien un tenor de renombre a quien se le estropeó la voz en un
naufragio, o en el cumplimiento de no sé qué acto de devoción: todo depende de la
imaginación del narrador, que nunca es el interesado. Jamás responde a las preguntas.
Finge los aires de una joven cogida en falta cuando le hacen una fotografía, y como un
gran señor se embolsa la pasta. El primo de turno se dirige a él como señor y siente
ganas de disculparse. Un día me confesó que había copiado su personaje del de Vitalis,
uno de los héroes de Sans Famille, de Hector Malot.
—Lo mejor de todo —decía él dándose palmaditas sobre los muslos— es que nunca
he sabido cantar, no conozco ni una nota musical… ¡He sido mendigo toda mi puta
vida!
(En eso también mentía, lo sé, pero en este caso era víctima de su propio engaño).
Está familiarizado con la obra de Callot, pero mientras contempla lo que consigue
obtener de sus pupilos, lo patético de sus actitudes me obliga a pensar en los primitivos.
Pienso en los grabados de Mantegna, con sus personajes desnudos, inmóviles,
agonizando en un sufrimiento silencioso. Una vez que se consigue la pose, se fija y se
arreglan hasta sus menores aspectos, el alumno debe volver los días siguientes,
colocarse en su lugar y quedarse totalmente inmóvil, bajo la mirada del maestro, hasta
que sepa anquilosarse por sí mismo. Solo en ese momento es capaz y digno de usar un
emplazamiento que le aportará una renta segura.
—Los cuarenta sueldos del «cliente» diario, que pasa a la misma hora, todos los días
del año, valen más la pena que las posibles cien monedas del peregrino casual. Siempre
exijo a mis alumnos que conserven una pose de estatua; el cliente que les ha dado una
vez, tiene que hacerlo siempre.
En la esquina del puente, sobre su cama plegable, su bastón entre las piernas, estaba
el Durmiente. Hacía años que me había fijado en ese ser inmóvil, pero al principio,
confusamente, sin prestarle demasiada atención. Él no mendiga, ni «posa»: duerme, eso
es todo.
El sobretodo que lleva durante todo el año está raído, pero cuidadosamente
cepillado. Se cubre la cabeza con una boina. Los zapatos todavía conservan las suelas,
que son de un grosor decente. Duerme.
No es para nada feo, en su rostro no se evidencian las huellas de los vicios o de
enfermedades indelebles: duerme tranquilamente, reposadamente, de la mañana a la
noche, cuando no llueve. Nunca he estado para verlo instalarse o moverse: desconozco
su voz, su modo de caminar, el color de sus pupilas: solo conozco su sueño.
Tampoco había hablado nunca con alguien de él. No obstante, hoy le he dicho a
Pierre-Luc:
—Vivió unos años en África, después en Sudamérica. Algunos dicen que es químico,
y otros, que es un antiguo misionero. No lo sé exactamente. Contrajo en una región
malsana una enfermedad terrible que lo dejó medio paralizado: sus movimientos son
muy lentos. Duerme todo el tiempo. Pero su cerebro está intacto. Por suerte tiene a su
hermano…
—«Trabajan» juntos.
—¿Por qué lo dices con sorna?
—No lo hago en absoluto, pero prefiero explicártelo otro día. Hoy me cuesta mucho
hablarte de ese desgraciado.
Bastó solo que habláramos una vez del tema para que las circunstancias se
mezclaran y nos obligaran a volver sobre el tema. Ayer, Pierre-Luc y yo hicimos el
mismo periplo. El Durmiente, como si no se hubiera movido desde el día anterior,
estaba en su puesto. Pero en esta ocasión, era el objeto de las risas de los que pasaban
por allí. Tres bromistas, estudiantes probablemente, habían dispuesto a sus pies una
pancarta: sordomudo de nacimiento, y un viejo fonógrafo en el que hacían sonar una
antigua cancioncilla: C’est la femme aux bijoux — Celle qui rend fou — C’est une enjôleu-
se[21]…
Ciertamente, el efecto era cómico. Los golfos se divertían, con una malicia nada
desdeñable. A Pierre-Luc le desagradó mucho esta situación. Sufrió un ataque de cólera,
del que no le habría considerado capaz, tiró al Sena el fonógrafo y el cartel, y arremetió
contra los tres vivales que se alejaron, contrariados y un poco avergonzados.
—Date una vuelta, un domingo de estos, por el mercadillo de Bicêtre. Y ahora dime,
¿te importaría hacer el favor de hablar de otra cosa?
Malas noticias. Dos de nuestros agentes, que viajaban en bici hasta la frontera suiza
para llevar documentos de una importancia considerable, fueron detenidos de camino,
entre Dijon y Lyon. No sabemos nada más al respecto: ahora están en poder de los
alemanes. Es absolutamente necesario cumplir con éxito la misión y enviar, cueste lo
que cueste, a alguna otra persona. Además, no tenemos noticia de nuestros hombres de
Burdeos. La Gestapo está haciendo estragos. Y nunca hemos tenido tantos mensajes
urgentes por transmitir. Será así hasta el final, que los más atrevidos de entre nosotros
ven cercano. La paz o una lucha encarnizada. Pero no más esta existencia hipócrita para
la que no estamos hechos.
He alquilado, en pleno centro de París, cerca de Châtelet, un apartamento en un
sexto piso, bajo el tejado. Un tejado al que puedo acceder sin salir de mi casa, y extender
con total tranquilidad una antena de diez metros, ¡y más si fuera necesario!
Desde aquí, cada noche a las cinco, los radios conectan con Londres y transmiten
durante diez minutos. Además de los frigoríficos de Les Halles, en este barrio hay
tantos montacargas, tantas máquinas y aparatos eléctricos que las perturbaciones
continuas hacen extremadamente delicadas las detecciones alemanas. Pero desconfío de
los golpes duros que siempre son posibles, y ha llegado el momento de ir a ver a los
«contactos» que me había pasado Sigue-Bailando.
SIGUE-BAILANDO
Empecé por el sitio que estaba más cerca de mi nuevo domicilio: el Gobelet
d’Argent, en la calle du Cygne, esquina con la calle Pierre-Lescot.
Pastis, que se sirve en taza para fingir que los agentes de fraudes no están al
corriente de nada.
Una chica tetuda, en busca de un posible cliente, me lanza una mirada cargada de
intención y de rímel. Yo hago un acuso de recibo invitándola a un cigarrillo, y le digo
que «no» con una sonrisa desganada. Siguiendo las indicaciones de Sigue-Bailando,
pregunto:
—No las conozco… vengo de parte de un amigo. La nueva… ¿lleva mucho tiempo
aquí?
—Entonces, creo que más bien debe de ser la otra. ¿Quiere tomar algo?…
Las tetas cubiertas de satén negro le tiemblan como gelatina. Estira del picaporte y
grita en la calle vacía:
—¡Mimile!…
—Sí, la misma.
—¡Mierda! Voy…
Entra un alemán. La chica se vuelve felina, concretamente como una gata de angora,
por la capa de piel que lleva. Volviéndose, y cayéndose de un taburete demasiado
estrecho para sus grandes nalgas, dice:
—¡Travieso!
—WegdalWeg![22]
La chica se indigna:
—¡Menudo chalado! Os juro que son todos maricas… Si esto continúa así, voy a
tener que volver al burdel.
Tengo que darle diez monedas a un tipo para que mueva el culo y me traiga a
Solange. Ella es muy muy guapa. Una muñeca de porcelana. Me tiende una mano fina a
la vez que me pregunta con sus grandes ojos claros, que no necesitan maquillaje. Yo le
digo en voz baja:
—Sigue-Bailando…
No tiene la voz cascada. ¿Cómo puede ser esta chica una fulana? No lo entiendo.
Camina rápidamente, y yo la sigo de cerca. Entra en un hotel de la calle Pierre-Lescot,
sube los escalones de cuatro en cuatro, y en el entresuelo lanza un grito a la recepción
acristalada:
—¡Soy Solange! Voy al octavo…
—¿Con qué?
—¿Con el corso?
Ella se sorprende:
—¡Ah, genial! ¡Con todo lo que nos ha hablado de usted, puede usted decir sin
miedo que tiene un buen amigo! Y entonces, ¿qué puedo hacer por usted?
—Ahora mismo, nada. He venido sin más, para conocernos… Si hay algún
problema, es posible que tenga que presentarme a cualquier hora, sin avisar. Y en ese
caso… lo necesitaré todo.
—No hay problema. He visto cosas peores. ¿Vendrá con su propio nombre?
—Sí.
—No.
—Ya no se ven tipos así desde la anterior guerra. Los jóvenes de ahora… unos flojos,
como lo oyes.
Ya está, nos tuteábamos. El hielo se había roto. ¡Bien! Y me enteré de unas cuantas
cosas.
—Sí, hemos tenido noticias gracias a Pierrot el chapuzas. Sacchi no había cumplido.
Sigue-Bailando le dio una buena tunda en un bistró…
—Brizou, Joseph, sí. Y pasará un tiempo antes de que salga. Tiene un montón de
cargos. Sigue-Bailando estaba furibundo.
Al parecer, enseguida había conseguido la dirección del otro, que se escondía en una
villa junto a la carretera, cerca de Melón. Sigue-Bailando y Pierrot fueron a visitarlo una
buena mañana. Sacchi sabía que estaba jodido. No abrió. Saltaron la verja y encontraron
al bueno del corso llamando a los gendarmes. Ah, fue muy fácil. ¡Crrrrrrrruic! ¡Crac! y
¡Crac! La garganta y las dos orejas. Escaparon por el jardín mientras los polis llegaban
por el otro lado. Consiguieron dejarlos atrás, corrieron campo a través, se agenciaron
unos trapos que encontraron en unas granjas. Disfrazados de campesinos fueron a pie a
coger el tren en Mormant. ¡Se pegaron una buena caminata!
—Sí, la oreja.
—Si tanto dices que eres su amigo, deberías haber matado al corso en ese
momento…
—Nada te dice que eso hubiera arreglado las cosas. Y deberías entender que hay
personas que no son libres de hacer lo que quieran…
—¡Ah! Mira que es astuto. Precisamente él me ayudó a conseguir esta casa. Se había
fijado en el sitio, sin conocerlo ni nada. Vino con periódicos viejísimos, amarillentos,
donde se hablaba de la casa en tiempos antiguos. Creo que incluso le pidió el mapa de
las tuberías a un arquitecto. Me dijo: «Necesito el ocho». Se presentó al dueño y se lo
cameló. Pagó un año por adelantado, ¡un año! Instalaron al antiguo inquilino al lado, y
ahora vivo yo aquí.
El edificio no es joven. Las paredes son gruesas. Las puertas enormes tienen
antiguos ventanucos con rejas. Una enorme viga corta el techo.
—Escucha bien, amigo. La mayoría de los clientes que suben aquí —que ahora son
casi solo los habituales— no vienen para echar un polvo, sino para que los escuche:
vienen, incluso de muy lejos, para contarme su vida, largo y tendido, y para explicarme
todo lo que se les pasa por la cabeza. Entonces, yo les doy consejo, cuando estoy segura
de que no voy a pifiarla. A casi todos les gusta que los consuelen. ¿Y qué hago yo? Yo
los engatuso… No te imaginas lo buenos que son. Y tontos… pero como soy una
sentimental, cuanto más tontos son, más me gustan. Ya no me van a cambiar.
—¡Oh! No estoy liada con… Es mi amigo, un amigo de verdad, como no hay otro. Si
la gente lo sabe, no me buscarán problemas…
¡Dios santo! Ya está. Sabía que era la calle Pierre-Lescot, pero ignoraba que fuera en
este hotel y probablemente en esta habitación. Abril de 1814. El imperio estaba
sufriendo unos espasmos que anunciaban su próximo fin. Algunos «sotnias» de
cosacos, de regimientos prusianos, que habían entrado en la capital por la frontera de
Clichy, acamparon un día y una noche en los Campos Elíseos. Después de un desfile
sombrío, al final del cual, si debemos creer a los historiógrafos del momento, la flor y
nata de la sociedad parisina perdió parte de su dignidad[23], se concedió una licencia a
las tropas, que hubo que repartir entre varios sectores. Los oficiales se acantonaron en el
Palais-Royal, y los hombres estaban aparcados en el barrio de la Grande-Truanderie.
Como se solía decir en la época, la calle Pierre-Lescot le costó al ejército ruso más de una
batalla.
… le tocó en suerte pasar una noche con un suboficial cosaco. Entre las joyas que el
triunfador, como un verdadero bárbaro, hacía relucir ante sus ojos, reconoció un
medallón de la familia, que su hermano, sargento de la Guardia, llevaba siempre sobre
su corazón. Para quitárselo, había que matarlo. La chica se vio obligada a entregarse al
asesino de su hermano.
—Si llegaras a tener problemas con algún tipo que no te dé buena espina, del que
desconfíes, tráemelo y lo desnudaré como a los demás. Cuando me lo propongo, puedo
ser muy zorra.
La besé con todo mi corazón. Nunca había sentido nada igual hacia una puta.
Necesitaba agentes de enlace para París: nuestros mejores ciclistas se fueron al Sur o
a Normandía. Le di algún dinero a Heisserer, que no parecía necesitarlo demasiado, y lo
dejé en manos de las secretarias de la central, prometiéndole que lo incorporaría,
oficialmente, más tarde, si quedábamos satisfechos y a condición de que el trabajo le
gustara. Solo ahora tengo dudas sobre ese tipo, muy vagas.
Fue realmente fácil. Ayer cené con Heisserer, Solange y Paulette, mi antigua vecina.
Nos despedimos a las once y media, el momento justo para volver a nuestras casas.
Como Heisserer vive lejos, pareció encantado de que Solange se lo llevara con ella, con
el pretexto de enseñarle una casa en un barrio más «civilizado». Sin ninguna duda,
durmieron juntos.
—Ahora estoy mejor —dijo él, con una voz muerta y una sonrisa que hacía daño.
La gente contemplaba la escena entristecida. Todos parecían esperar algo. Les oía
decir:
¿Cómo era posible que aquella carcasa medio viva, incapaz de alimentarse o de ser
útil en algo, pudiera forjarse semejante reputación?… No tardé mucho en saberlo. El
hermano —al que llamaban Frédéric— despejó la mesa del cuenco y de los vasos, y dejó
un cuadernillo. Entonces, empezó el desfile.
Un hombre con mono azul se sentó entre los dos Lancelin. Se desabrochó la parte
superior del mono, se subió la camisa y descubrió su cadera:
—Levantando una viga de acero. Hice un mal gesto: no la cogí en una buena
posición. Tuve que girar la cintura.
Frédéric descubrió todavía más la cadera y una parte de los riñones. Hizo sentarse al
hombre delante del Durmiente. Le cogió las manos y las colocó sobre la parte del
cuerpo dolorida. Veinte personas, en un silencio absoluto, observaban la escena. El
dueño del bar había pasado por delante de la barra para no perderse nada. El
Durmiente, cuyo rostro, al contrario de lo que se podría pensar, demuestra una viva
inteligencia, parecía estar reflexionando profundamente. Durante un buen rato se
quedó así. Y después el hermano dijo:
—Mejor. Saldrá adelante pero con mucha dificultad y paciencia. ¿A quién le toca?
Era el turno de una mujer embarazada, que se quejaba de dolores en los costados. Le
impusieron las manos del Durmiente por encima de la ropa.
—Con la mejor voluntad, está todo ocupado hasta la semana que viene —dijo él.
… Yo no entendía nada. Era la primera vez que oía el verbo dormir con ese uso. No
cesaba de preguntarme cómo podía entablar una conversación con alguno de los
presentes, y darle cuerda hasta conseguir saber la clave del enigma, cuando vi a
Armand Lassenay.
—No, no sabe reducir las fracturas, ni detener una enfermedad infecciosa si está
muy desarrollada. Pero es bastante efectivo con los reumatismos y los problemas del
sistema nervioso. Además, cuando el enfermo está muy débil, cuando el organismo
deficiente se defiende mal, hacerlo «dormir» te echa una mano. Lo sé, sin él apenas
podría mover el brazo y la pierna que me quedan.
—Estaría bueno que eso pasara… Incluso los médicos militares acuden a ellos en
busca de ayuda, o los llaman para sus clientes.
Solange es mi gran amor ahora. La he paseado por su barrio, por la parte trasera de
Les Halles, que apenas conoce. Le he contado las historias de la Truie qui File, de la
Traverse Philis y de Cul-de-sac Corydon. Le he hablado del cruce de la Coudrette, del
palo de cucaña de la calle aux Oües, o del Panier fleuri…
Ella me dijo:
—Ni siquiera con el tiempo podría hacerme a la idea. No podría evitar pensar que
sería una pena.
—¡Ah! Está muy enamorado de mí. Viene a verme todas las noches. No me gusta
nada. Solo lo hago por ti.
—¿Tienes sospechas?
—No sé qué decirte. Todavía no. Es muy difícil descifrar lo que piensa. Pero lo
conseguiré. Ya me ha contado que los alemanes iban a usar muy pronto un arma
secreta. Algo de primera calidad. Parece que no esté esperando otra cosa. Necesito que
me des una dirección o un teléfono para que pueda avisarte si hay alguna novedad.
No obstante, voy a avisar a los compañeros de que hay que tener los ojos bien
abiertos.
Capítulo 10
16 de junio del 44
Hace nueve días que no como nada sólido, desde el drama. Tengo los nervios de
punta. Apesto a lejía, a alcohol, a formol y a todos los desinfectantes que he podido
encontrar. Por mucho que me froto, me persigue el olor a cadáver fresco, a sangre tibia,
a tripas humeantes. Es abominable. Por suerte no me pertenezco, si no me habría
suicidado. Aunque cuando me oigo decir «por suerte», no puedo evitar preguntarme
«quién sabe…».
—Tenemos que avisarlo enseguida, hay que prevenir a todo el mundo. Ese alsaciano
que tenéis en el grupo es un topo, un colaborador de la Gestapo, un chivato. Ahora que
tiene esta dirección, la de la Central y la de vuestros buzones, quiere destruir todo el
sistema a la vez, y encargarse él mismo de quedarse con el premio gordo. ¡Es un cabrón
tremendo!…
No obstante, yo me llevé la peor parte. Tenía cincuenta minutos para avisar a los
radios, que llegarían un poco antes de las cinco. Bourgoin estaba apostado abajo, en la
terraza del café. Subí a las cuatro y media. Debrive, ya en el tejado, desplegaba la
antena. Yo le hice una señal para que se sentara entre dos chimeneas y esperara a ver
cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Por si acaso, le di una de mis dos granadas de baquelita, que parecía un estuche de
jabón de afeitar.
—Ya van tres veces que me paran por la calle, y una en el metro, pero siempre evito
que me registren. Creo que ya he demostrado suficiente, así que me gustaría que me
aceptarais oficialmente por si llegaran a cogerme. Podría ser útil llegado el caso.
—Completamente de acuerdo —le respondí—. ¿Tienes una pluma? —Le entregué
un formulario para rellenar con sus datos—. Serás R J 1682 (que es mi propio número).
Del techo colgaba un cordel del que debía tirar en caso de alarma. Debrive, sentado
encima de mi cabeza, sujetaba el otro cabo.
—Heisserer.
Notre-Dame estaba al fondo: muy cerca está la torre de Saint-Jacques. Entre dos
pinos, se ve la copa de un castaño.
Los dos Fritz que vinieron a visitarme un cuarto de hora después no sabían
exactamente qué pintaban allí. Sus compañeros registraban el edificio y ellos hacían lo
mismo. Se repartieron la tarea y fueron piso por piso. Yo los entretuve un momento. Al
entrar, pasaron por encima de una lámina de linóleo enrollada que barraba la puerta de
la gran habitación. Dentro estaba Heisserer. Como yo tenía pintura en los dedos, les
pedí que cogieran ellos mismos mis papeles, que estaban en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Descorché el vino y les invité a un trago. Uno de ellos se acercó a la ventana y
me dijo:
Me enteré también de que, en el piso de la calle, hablaron un buen rato con el oficial
que los dirigía: no se explicaban la desaparición de su confidente.
Cuando se fueron, Debrive pudo bajar del canalón de zinc donde estaba
encaramado. Registramos el cadáver. El muy cabrón no era ni siquiera miembro de los
servicios de seguridad, sino que simplemente tenía una acreditación de la avenida Foch;
solo poseía un Dienstausweis[25]. No iba armado. Incluso los alemanes desconfiaban de
él. Solo llevaba encima seiscientos francos. Al final, gastamos cinco para comprar una
cesta de mimbre y una maleta de cartón de mala calidad. Despedí a Debrive. Aunque se
había bebido el resto del vino, estaba echando las tripas por la boca. Se llevó la ropa y
los zapatos del muerto con el encargo de destruirlos.
Por mi parte, yo viví una nueva lección de anatomía e incluso de disección, y todo
ello, terriblemente lúcido. Lo cierto es que me comporté como un niño torpe. En lugar
de descuartizar el cadáver por la pelvis y los hombros, me empeciné en cortarlo por la
cintura, como si talara un tronco de árbol. Creía que sería muy simple. La carnicería, el
embalaje y la limpieza me llevaron toda la noche. La cabeza separada del tronco,
pensativa y con un ojo medio cerrado, me miraba mientras me ocupaba del resto del
cuerpo. La había puesto encima de una bandeja de cobre que había comprado en
Bicêtre.
El gesto por sí solo es infame. Debería haber dejado que otros lo llevaran a cabo. Lo
que podría disculpar a otros, yo no me lo puedo perdonar.
Me tiré completamente vestido a la cama. Ella se sentó a mi lado en una silla baja, y
me cogió de la mano.
—Mira, su última noche la pasó aquí, acostado donde tú estás tumbado. Casi no
durmió. Soñaba en voz alta, hacía sus proyectos. Decía que muy pronto tendría mucho
dinero, y que más tarde se iría a Sudamérica, que me llevaría con él si quería. Y
después, hubo que esperar a que todo esto (hizo un gesto con ambas manos para
abarcar las paredes y el techo) actuara. Por la mañana, vació su bolsa y lo desembuchó
todo. Después se quedó adormecido durante una hora. Cuando se fue, estaba inquieto,
no se acordaba del todo bien de lo que había podido contarme. Y yo le dije: «cuando
empezaste a roncar, estábamos juntos en Brasil…». Eso lo tranquilizó. No deberías
torturarte tanto. Entiendo que no ha sido agradable tener que matarlo, pero es París
quien se ha vengado. Piensa en Sigue-Bailando.
EL DURMIENTE DEL PONT-AU-DOUBLE
Julio
—Las cosas no parecen ir muy bien por aquí dentro. Debe de estar usted muy
agotado.
Si él supiera…
Septiembre
¡Uf! Los alemanes se han ido sin demasiados daños. Es un milagro. Y aquí me
tienen, periodista y oficial a la vez —por fin de uniforme—, destinado a la Seguridad
Militar. Todas las noches, en el periódico, escribo grandes odas laudatorias; en concreto,
me han encargado relatar en folletines épicos los episodios de la liberación de París.
Los negros de las plantaciones han invadido mi viejo barrio. Son buenos tipos
cuando están sobrios, pero terribles cuando están borrachos.
Léopoldie y su amiga, Alice, recuperan el tiempo perdido, y lo hacen con gusto.
Todas las noches, en una puerta de París, se cuelan a escondidas en el recinto de un
aparcamiento y hacen el amor con los negros. «Trabajan» tanto que tienen callos en las
nalgas y los omoplatos. Invitan a todo el mundo a beber. Pépé el mariquita lamenta la
partida de los antiguos ocupantes: los americanos no aprecian sus encantos. Uno de
ellos le ha dicho que olía muy mal. Desde entonces, se perfuma con agua de violetas, lo
que ha obligado a los Pignol a no dejarle cruzar su puerta.
Los polis, a los que ahora tenemos que glorificar, han detenido a dos falsos coroneles
en la calle Monge. Uno era armenio.
He constatado que los lugares candentes de París son los mismos desde la Edad
Media. Las primeras barricadas que se hicieron correspondían a unos fines estratégicos
muy vagos: en la calle de l’Arbre-Sec, por ejemplo. Pero es en la calle Pernelle, calle du
Fouarre, calle de la Huchette, en el Petit-Pont, donde la Ciudad se encendió, fiel a sus
costumbres seculares.
Mis bohemios, más sabios, se han refugiado en el primer piso del Quatre-Fesses,
donde Élisabeth les prepara el rancho. Ningún cambio ha irrumpido en sus vidas,
excepto en el caso de Théophile, que ha vuelto al sacerdocio. Quiere partir a la África
negra como misionero.
Diciembre
De ahí su apodo. En parte, debemos al grupo Labadou que surgieran las trolas más
graciosas, y que corrieran por París y se apoderaran de la provincia con la rapidez de
una guerra relámpago.
Eso era lo esencial de sus actividades conjuntas. Recuerdo el día en el que llegó a
Francia la noticia de la salida, durante mucho tiempo incierta, de un formidable
escuadrón de blindados, en alguna parte del frente ruso. La Propaganda Staffel había
ordenado que la prensa insistiera en la envergadura de los medios empleados por una y
otra parte. El diario Aujourd’hui salió con este titular, explicado en seis columnas:
… y todo el mundo, del margen izquierdo, recordó los versos del clásico De
Profundis:
Era viudo. Desde hacía varios años, convivía maritalmente con una dama de edad
madura, la señora Félicienne. Aunque en un principio era más bien arrogante, era
también una ama de casa muy cuidadosa. Su casa de dos habitaciones estaba llena de
objetos sin valor, recogidos de cualquier parte durante sus paseos dominicales, a lo
largo de los muelles, o en las ferias. Y los cisnes de porcelana, las tazas japonesas, los
objetos cursis de cobre amarillo, lustrosos y brillantes relucían de manera
enternecedora. Pero la señora Félicienne parecía dedicar a esa chatarra, a los cojines
bordados con borlas, a los jarrones de flores, un amor que negaba a las personas.
Bastante ahorradora, gestionaba con maestría femenina el presupuesto del hogar, y
miraba con malos ojos a su «hombre» pasar el rato en compañía de sus amigos. Para
ella, la Liberación debía suponer el final de una existencia libertina que ella aborrecía.
En cuanto a Labadou, aturdido por su éxito inesperado, veía la situación desde un
punto de vista diferente: con pocas prisas de retomar sus pinceles, prefería deambular
vestido de uniforme, flanqueado por uno o dos acólitos, y dejar extasiado a todo el
barrio con los relatos de las hazañas de armas tan asombrosas como imaginarias.
Hasta que una mala mañana, por una mala racha de frío que no parecía acabarse,
Marius, ardiendo de fiebre, tuvo que ser llevado al Hôtel-Dieu donde se le diagnosticó
una bronconeumonía doble.
Esa misma noche, los amigos del enfermo se reunieron en el café del Chat qui Pêche.
Se habían formado dos bandos entre ellos: los partidarios de la señora Félicienne, del
respeto a las costumbres tradicionales, por no decir a «las buenas costumbres»; y los
que consideraban que Louisette suponía la posibilidad de vivir una «tercera juventud»
para Marius.
La señora Félicienne y Louisette llegaron cada una por su lado. Louisette parecía
superada por la tristeza. Su rival, por el contrario, mantenía el control de sus
sentimientos y la cabeza fría. Se abrió un debate sobre la situación. Deombreaombre
sugirió:
—Como no podemos intervenir en el tratamiento de Marius… Solo tenemos una
oportunidad de conseguir su mejoría: ir a ver a los hermanos Lancelin y hacerlo
«dormir».
La señora Félicienne se mostró reticente, pero no les costó hacerle entender que no
había ninguna objeción seria que pudiera hacerse a que el Durmiente pensara durante
dos horas al día en el hombre que querían salvar.
—Es como una oración por un difunto —dijo Fralicot—. Si no le hace ningún bien,
tampoco le hará ningún mal.
La noche se alargó. Cada uno contó, adornándolas como mejor sabía, las historias de
curaciones milagrosas realizadas por el Durmiente y su hermano. Por poco no les
atribuyeron la capacidad de curar a los muertos. Pero la señora Félicienne seguía su
argumento.
—Eso es asunto suyo —dijo Collard el antiguo—. Nosotros somos sus amigos, y
también os apreciamos a vosotras dos. Arreglaos en familia…
Deombreaombre intervino:
—Las dos queréis que salga de esta, ¿no? Pues bien, hay que hacer como en la
guerra: una alianza para un fin común. Por el momento, deberíais uniros. Y Fralicot, de
hombre a hombre…
Ante los ojos húmedos de los presentes, los dos hombres se abrazaron.
—Me gustaría saber qué perrería está tramado —dijo una voz.
—Sabe usted que haremos todo lo que podamos, pero será un proceso difícil.
Y vieron a Louisette hacer la colada para la señora Félicienne, que, durante ese
tiempo, guisaba algunos platos. Con gran cuidado, dio de comer al Durmiente.
—Le dejo hacerlo porque es usted —dijo Frédéric realmente conmovido—. Desde
que está paralizado, siempre lo cuido yo…
Todo el mundo del Chat qui Pèche estaba al corriente de las noticias. Marius parecía
mejorar. La fiebre no le había bajado, pero respiraba mejor y con menos fatiga. La
mirada se le había despejado. Y todo el mundo se alegraba por ello. Pero, mientras que
la señora Félicienne parecía extasiarse con las virtudes del Durmiente, Louisette no
podía disimular su alegría. ¡Marius se curaría! Estaba radiante.
—En todo caso, si se va al otro barrio, no cuente con su dinero… Nunca será nada
más que su concubina, no su viuda.
—Eso está por ver. Ha habido juicios en casos como este. La ley no es igual que antes
—declaró con autoridad Félicienne, sin poder ocultar su inquietud.
Fralicot, llamado Les Éparges, tenía algunas razones para estar informado:
Félicienne apenas frecuentaba el local de Pignol. Por casualidad, coincidió allí un día
con el doctor Torquemène, que había ido a ver a un inquilino.
—Mire, no sé si podría ayudarme… No sé qué me pasa desde hace dos días, no dejo
de dormir.
—Es una catástrofe —se lamentaba Frédéric—, para él y para nuestros enfermos…
—Lo mejor será que descanse un poco en mi casa —dijo Félicienne—. Lo cuidaré.
Nos quedaremos a su lado velándolo si fuera necesario.
—No, no, me desenvuelvo mejor yo sola —se defendía la otra de malos modos.
Frédéric fue a la cocina a buscar un vaso de agua, azúcar y una cuchara. Y abrió un
cajón.
—Se ha acabado.
Ella lloriqueaba.
—Era para impedirle dormir. Ella podría haberlo matado así. Louisette se desmayó.
El escándalo que se produjo después enmudeció al barrio. Nadie comprendía apenas
lo que ocurría. Se achacó a la desesperación el ataque de ira que había sufrido Louisette
y que le había hecho injuriar sobre su rival con una violencia increíble. Ella había
intentado golpear a la otra, pero Frédéric se lo había impedido. Se oyeron también
exclamaciones incoherentes entre las que las palabras «asesinato» y «criminal» se
proferían entre sollozos y ataques de rabia.
—No sé qué me pasó… No me acuerdo muy bien. Ya sabes que no estoy muy bien
de la cabeza…
—Te estás volviendo neurasténica. Creo que a ti también habría que «ponerte a
dormir».
Sigo yendo a ver a Pierre-Luc, mi amigo de los muelles, pero cuando debemos pasar
por delante del Durmiente, por algún motivo me veo obligado a dar un largo rodeo.
Capítulo 11
No se pueden imaginar qué tremendas alegrías reserva esa profesión. Es como si, en
cada incunable, devorado por los gusanos y el olvido, en cada libro de hechizos mudo,
en cada recopilación de crónicas olvidadas, velara un duende malicioso que, en el
momento adecuado, guiñando un ojo, te otorga tu recompensa en forma de un nuevo
hecho maravilloso.
MARIONETAS Y MAGIA
Él los modelaba, los maquillaba, los peinaba y les daba los toques finales con amor.
En los bistrós, no ocultaba el placer que sentía al darles vida. Improvisaba escenas
cómicas retorcidas —a la medida de su auditorio—. Pero poco le importaba, siempre y
cuando el sonido de una risa impersonal —de la «risa franca» de la que habla Heine—
resonara en sus oídos.
Albergué cierto interés por el escultor-marionetista, hasta tal punto que me inspiró
para escribir algunas piezas para su guiñol. («Fabricar» obras populares de vez en
cuando resulta dulce y tranquilizador). Dominado por la incontinencia, gesté cinco
comedias al modo lionés. Vaubaillon y Billaudot las publicaron. Gracias al bohemio,
conocí a su principal cliente: M. Mayette.
—Estoy harto —me dijo un día—. Perfilo demasiado a mis personajes. Y no gano
suficiente para comer.
—¡Ajusta el precio!
—Nunca sé a qué manos van a parar… Es como dar margaritas a los cerdos.
Por último, me dio la clave que, en aquel momento, no me decía casi nada.
—Piénselo, las esculturas, sobre todo cuando son polícromas, están hechas para
permanecer inmóviles. Esos rostros, esos medios cuerpos a los que se dota de
movimiento, están demasiado vivos para su naturaleza: puede resultar peligroso para
los que no lo entienden demasiado bien. Nadie sabe prever qué consecuencias puede
tener la energía en potencia cuando se libera…
Más tarde encontré muchos documentos antiguos que contaban la historia del
barrio. Entre muchas otras cosas, supe que cerca de la casa Mayette, por el pasaje de
Clos-Bruneau (en 1248: la calle Judas) se había establecido una comunidad de orientales
(gitanos o judíos…) que, desde antes de la Edad Media, se dedicaban a fabricar
«muñecos articulados».
Hemos encontrado a músicos vagabundos, a personas que tocan el órgano, y a domadores de monos y de
otros animales vivos: hay casas que son verdaderas casas de fieras. En ellas los artesanos de marionetas
establecen sus cuarteles generales.
Estos han importado toda una industria en la calle Clos-Bruneau. Allí habita toda una población, una
población curiosa, dulce, buena, casi artista, que recuerda vagamente a ciertos personajes de los cuentos
fantásticos de Hoffmann. Están totalmente volcados en la fabricación de los fantoccini. En primer lugar, el
ebanista hace las cabezas. Es a la vez pintor y peluquero. Realiza creaciones sencillas y otras más elaboradas.
Vende sus cabezas jóvenes, más elaboradas, a entre 2 y 4 francos; las de los ancianos de barba y cabellos
blancos, a 10-15 francos; una peluca simple, 12 sueldos; con adornos y rizos, para mujer o para caballero Luis
XIII, 2 francos.
Junto a él, está la costurera que hace los vestidos; le proporcionan las telas; cuando trabaja para un
espectáculo bien establecido, como el del señor Morin, de la calle Jean-de-Beauvais, gana 2 francos al día sin
apenas esfuerzo. Después están las zapateras, que fabrican los zapatos de satén para las marionetas bailarinas y
las botas de gamuza para los caballeros. Los zapatos se venden a 4 sueldos el par, las botas, a 15. Por último
está el verdadero mago de ese mundo, el encargado de hacer la cruceta de las marionetas, cuyo trabajo es atar
todos los hilos que deben servir para hacer que la marioneta se mueva por el teatro: es quien debe completar la
ilusión. Se requiere una cierta habilidad para hacerlo bien, no debe permitirse al encargado de hacer bailar a la
marioneta que se equivoque y confunda un hilo de la cruceta con otro, haciéndole mover un brazo cuando
debería ser una pierna: la disposición de los hilos debe ser tal que, al verlos, el experto en tales menesteres
pueda decir: este es el de los brazos, este el de las piernas…
Jean Brioché, hacia el año 1650, era un famoso arrancador de dientes. En invierno
operaba en el Pont-Neuf, y recorría la provincia en verano.
La entrega de los títeres se efectuó en los plazos convenidos. Los muñecos eran tan
bonitos y su manipulación tan cómoda que Brioché, dejando allí sus alicates y su potro
de torturas, se convirtió en su propio «representante», instruyó a unos ayudantes y se
dedicó exclusivamente a montar espectáculos de marionetas. Le fue muy bien y, en
muy poco tiempo, amasó una fortuna.
Brioché, que era un avaro, le pagó de mala gana la primera cantidad pactada del
precio global.
El artesano le explicó que dejaba en manos de sus propios muñecos velar porque se
cumplieran sus compromisos. Brioché se encogió de hombros…
Se fue a la provincia, donde los ingresos que consiguió fueron superiores a sus
expectativas. Lo vieron por toda Borgoña, y después en Saboya. Seguía evitando a su
acreedor…
El día exacto en que se había fijado el último pago —en Navidad de 1650—, Brioché
y su compañía cruzaban la frontera de Helvecia.
En medio del entusiasmo general, el telón se levantó para que empezara la obra
anunciada: La condena de Polichinela[27].
Los espectadores declararon que «hasta donde alcanza la memoria, nadie había oído
hablar en el país de seres tan graciosos, ágiles y parlanchines como aquellos». Los que
los oyeron se asustaron. Declararon que los muñecos no podían ser otra cosa que un
grupo de duendes a las órdenes de un demonio…
La sentencia iba a ser ejecutada, cuando llegó un hombre llamado Dumont, capitán
de la guardia suiza al servicio del rey de Francia. Movido por la curiosidad había ido a
ver al mago francés, y reconoció entonces al desdichado Brioché que tanto le había
hecho reír en París. Se presentó a toda prisa ante el juez, después de haber conseguido
que suspendieran un día la condena, le explicó lo que él sabía, le hizo comprender el
mecanismo de las marionetas y consiguió la orden de liberar a Brioché.
Aunque eso no fue nada fácil: porque los testigos del juicio que habían asistido a la
representación estaban seguros de lo que habían visto y seguían gritando que era un
sortilegio. Durante mucho tiempo, la población de Soleure estuvo dividida en este
asunto.
Brioché volvió a París a toda prisa. No se calmó hasta que llegó al Clos-Bruneau y
hubo pagado hasta el último céntimo de la deuda al encantador —quería escribir «al
artesano»—.
Así empiezan a forjarse las leyendas… No sé qué parte de ficción hay en la historia
de Brioché, aunque hay que decir que en Suiza se conservan documentos antiguos que
atestiguan las circunstancias del proceso y todo lo que aquí acaba de explicarse.
Me enteré de que Gabriele d’Annunzio compró, al final del siglo pasado, algunos
muñecos de Brioché. Los más bellos. Actualmente son propiedad del poeta y
dramaturgo Guillot de Saix, el «Niño de la Barba blanca».
EL VIEJO DE DESPUÉS DE MEDIANOCHE
Más o menos, todos están enamorados de ella. En mi caso, me inspira más bien un
sentimiento paternal, pero estoy tan celoso como los demás.
El legionario volvió todas las noches siguientes: cada vez llevaba un codillo «para
comerlo entre amigos», decía él. Gastaba mucho. «El dinero… para lo que me sirve…».
Contaba con una voz regular y penetrante sus aventuras en África, en Túnez y en
Indochina, donde lo había sorprendido la invasión japonesa, pero decía que «se había
unido a los maquis», como cualquier chico de Cévennes.
—A Vincennes. Adiós.
Al día siguiente, el legionario dijo que tenía más tiempo. Un acordeonista que estaba
de paso había llenado de gente el bar durante buena parte de la noche. Solo hacia
medianoche estuvimos verdaderamente a nuestras anchas. Edmond, que cada vez
parece disfrutar más de nuestra compañía, estaba sentado al lado de Élisabeth. Él la
colmaba de atenciones y de gestos conmovedores.
—Sí, alguien se atreve. Desde luego que sí. ¡Yo me atrevo! —gritó el Viejo—. Mientes
igual que otros respiran. Nunca has puesto un pie en Indochina, y tampoco en África.
¡Largo de esta mesa! Vete a dormir… vete ya mismo.
Pensamos que el legionario, fuera de sí, iba a lanzarse sobre el Viejo. Pero Edmond
se levantó también:
—Escucha, amigo. Tal vez los demás sean poetas, pero yo no. Tu palabrería no me
gusta. Lárgate de aquí ahora mismo. ¿Quieres que te lleve de vuelta al fuerte de
Vincennes?
El otro se fue con sus cosas, sin decir ni una palabra. Nosotros nos quedamos
aturdidos, sin saber protestar. Élisabeth parecía petrificada. Clément estaba exultante.
Una boca o un rostro pueden mentir, pero no el cuerpo de Élisabeth. Aquel día, en
cuanto se desnudó ante nosotros, nos dimos cuenta de que la habían desflorado.
Ninguno de los cambios nos pasó desapercibido, ni la casi imperceptible caída de los
pechos —el surco superior había desaparecido—, ni zonas del vientre que atrapaban la
luz en lugar de reflejarla, ni las profundas ojeras, ni la pérdida de ligereza en las caderas
que una especie —sí, desde luego era eso—, una especie de vergüenza había invadido,
petrificado, mortificado. Nos corroía un muy amargo rencor. Nuestras miradas debían
de estar cargadas de reproches o de piedad: la pequeña no pudo soportarlas ni cinco
minutos. Se cubrió bruscamente con una tela y empezó a sollozar. Ninguno de nosotros
volvió a insistir.
Padre, madre, hermano mayor, todos ellos judíos polacos, fueron deportados, y
ahora sabemos que fueron también exterminados. Aquel medio retrasado, con secuelas
de una meningitis, padece una escoliosis que le impide hacer cualquier esfuerzo físico.
Su rostro con un mentón muy poco pronunciado y los ojos saltones recuerda primero a
un pájaro, después a un pez, y por último a un conejo. Para colmo, incluso su estado
civil es objeto de bromas. Tiene exactamente el mismo nombre de alguien considerado
«una alta personalidad política». Aquí lo llamaré Simón Baum, para no molestar a
nadie.
—Ahora estoy tranquilo… trabajo por mi cuenta: soy pulidor de suelos de madera.
Por fin puedo esforzarme como me gusta. ¡Ah! Te aseguro que trabajo muy duro…
—¿Y aparte de eso?
—Ningún problema.
Mi húngaro habla ahora un francés tosco, pero bastante correcto. Me ha dicho que se
ha establecido cerca del suburbio de Saint-Antoine, el barrio de origen de Simón Baum.
Me acordé repentinamente de ese dato y me dio una idea.
—Dígame… ¿no necesitaría algo de ayuda? Un joven que le lleve las herramientas,
que le haga las compras… un pobre tipo, buena gente…
—No es solo porque a mí me moleste… Necesita sentir que sirve para algo.
—De acuerdo.
—¿Como qué?
—¡Oh! No… pobre de mí, si tampoco tengo nunca ganas… Me llama «mi teniente».
Zoltán se da cuenta de que algo extraño pasa y se acerca, lentamente, andando como
un pato, como si tuviera la costumbre de hacerlo cuando pensara que le ronda un
peligro desconocido. Va a buscar una silla y sienta encima a mi Simón, comatoso.
Después de remojarlo con un balde de agua fría y de darle varios pares de bofetadas,
Zoltán mira fijamente al otro, intensamente:
Simón abre sus grandes ojos, y sigue alelado. Zoltán coge la mano herida y
encuentra el sitio por el que había entrado la astilla: corre a casa de la conserje y vuelve
con una pinza de depilar. Con destreza pero sin cuidado, saca el delgado trocito de
madera. Más tranquilo, pone las manos sobre los hombros de Simón, lo mira con
insistencia y le repite:
Le costó recuperarse varios días, acostado en la cama de Zoltán, quien estaba tan
afectado que lo cuidaba como si fuera una niñera torpe y desmañada.
Yo iba a ver a Simón todas las noches. Me resultó fácil inducirle un trance hipnótico,
del que lo iba a liberar enseguida: pero todos mis intentos para despertarlo
completamente fueron en vano. Desde ese día, se quedó bajo la influencia, bajo el poder
absoluto del húngaro. Este sentía un verdadero remordimiento por el incidente, y yo
mismo confieso que mi propia parte de responsabilidad en el asunto me torturaba.
Al principio, Zoltán llevaba mal tener que aguantar a aquel ser que caminaba con
pasos rápidos y cortos, que adivinaba sus pensamientos y que preveía todos sus gestos.
Y después, se acostumbró. Y, entre aquellos dos seres tan diferentes se estableció una
corriente de amistad imposible de situar en un plano que no fuera suprapsíquico.
El trabajo se acumulaba. Zoltán era muy apreciado por varias razones. Muchas
familias exiliadas volvían por fin a París y querían renovar sus hogares. Y entre ellas se
lo recomendaban. El peculio de Zoltán engordaba: pensaba establecerse como maestro
artesano. «Pensaría seriamente en casarme —me dijo un día—, si no fuera por el chico».
El chico, claro, era Simón…
Igual que a bastantes personas bilingües les sale hablar en inglés a los animales,
caballos o perros, cuando Zoltán tenía prisa hablaba a Simón en ruso. Además, cuando
la tarea a realizar se preveía dura y larga, es decir, a la medida de su exceso de vigor,
pensaba en ruso. Una reminiscencia de los duros años pasados en Odesa.
—Allí al menos me divertía —le gustaba decir, al tiempo que hinchaba sus bíceps.
Simón no había aprendido nunca ni una miserable palabra en ruso: aparte de su
francés rudimentario, no sabía —y de forma bastante vaga—, más que algunas frases en
yiddish que en otros tiempos había oído pronunciar a sus padres.
—Ya oumiraiou ot jajdy. Sievodna tak jarko. Davaïtié pit! (Me muero de sed. Hoy hace
mucho calor. ¡Deme de beber!).
Y Simón respondió, con una voz más firme de la que tenía cuando estaba despierto,
y sin tartamudear en absoluto:
Octubre
Esta mañana, Gérard ha venido a despertarme con gran estrépito y agitando un
periódico.
—¿Lo sabe?
—Sí. Lo sé.
Era pura desesperación, como un pajarillo temeroso y herido que había recogido en
las molduras del Salon d’Automne.
Era muy tarde y no hablábamos. Élisabeth, abrumada, se escondía el rostro entre las
manos. Clément pensaba que estaba enferma y no sabía qué hacer. Olga quería que
comiéramos algo, pero nosotros no teníamos hambre.
Se sentaron y la española le tiró sus cartas. Las colocó formando un triángulo, las
cubrió y al volverlas descubrió que eran picas, corazones y sotas. Ella soltó una risa
malvada.
—¡Qué t’había dicho! ¡Una cornuda de tomo y lomo, eso es lo que eres tú!… ¿Ehhh,
y ya sabe que Jeannot no es suyo? —Se refería al pequeño Batifol, de solo diez años.
La Batifol se puso furiosa y quiso abofetear a la bruja. Olga intervino para separarlas
con mano firme. Entonces se oyó, desde el rincón habitual, la voz del Viejo:
Entonces, señalando con su largo dedo índice a Elisabeth, que seguía postrada, el
Viejo profirió:
Nunca habríamos pensado que el Viejo fuera capaz de dar semejante brinco sobre
sus pequeñas piernas torcidas. Tiró su bastón y se lanzó a perseguir a la chica: en esa
ocasión, lo vimos salir.
Se inició así una carrera a ciegas por las sucias calles que llevan al Sena.
Cuando el Viejo había corrido detrás de Élisabeth, su bastón había caído sobre el
suelo de baldosas con un fuerte ruido. Al recogerlo, Suzy se había fijado en lo mucho
que pesaba. Lo había dejado sobre el banco. Después, cuando las dos mujeres
empezaron de nuevo a limpiar, Suzy volvió a coger el largo bastón para llevárselo al
fondo de la habitación. Mientras caminaba, sintió que el objeto se volvía cada vez más
ligero, hasta el punto de que se volvió hacia Olga para explicarle su sorpresa. En ese
momento, el bastón se le había deshecho literalmente entre las manos.
Él se encogió de hombros:
—Bastante trabajo tenemos ya con ese barrio de pirados como para ponernos ahora
a perseguir fantasmas…
1946
Se trata de un personaje cuyo verdadero patrimonio reside en los ahogados del Sena.
Hablo de Poloche, el pescador de cangrejos.
Pequeño, con las manos cerca de las rodillas, un chimpancé sin mentón, Poloche
vive en una habitación minúscula del muelle de la Tournelle, llena hasta arriba de
objetos extraños provenientes exclusivamente de las operaciones de dragado y de
limpieza realizadas en el lecho del río. Hace unos días, me vio en el muelle y me abordó
violentamente indignado.
—Usted que conoce a los peces gordos de la Prefectancia (!) tiene que ayudarme.
¡Tiene que echarme una mano!…
—Está bien. Aunque mis «influencias» no son gran cosa. ¿De qué se trata?
—En este país de hijos de puta siempre son los pobres los que la pagan. ¿Quiere que
se lo explique? Están arruinando al pequeño comercio, quieren nuestra muerte. ¡Así los
peces gordos se lo quedarán todo para ellos!
—Venga conmigo.
Poloche me llevó a las orillas del río, después de haberme «forzado» (expresión de
pudor) a beberme un vinito de la Bouteille d’Or. Con un índice tembloroso, señaló al
agua, hacia una parte del río llena de lodo.
—¡Mire!
—¡Eso te crees tú! Es un remolino, mi remolino, con el que me gano las lentejas
desde la otra guerra. Nadie me había puesto problemas hasta ahora. Y todos los años,
los cangrejos que consigo reunir, los vendo en la Bouteille, en la Tour d’Argent…
¡Incluso los he vendido en la Tour Eiffel! Y en el Vel d’Hiv’, cada año, para los Six
Tours… Además, no hago daño a nadie.
—Pues verá usted, parece que el remolino dificulta la circulación: molesta a las
barcas, amenaza el pilón del puente. ¡Paparruchas! Da igual que haya una conexión de
la Fluvial con la Prefectura, han enviado aquí a los tipos de Puentes y caminos, a los de
la policía forestal, y no sé cuántas cosas más… Y ahora quieren quitarme mi remolino,
mi forma de vida… ¿Se da usted cuenta de que todos los cadáveres, en cuanto son lo
suficientemente ligeros para bajar por la corriente —y no están tan hinchados como
para flotar—, ya vengan de Bercy, de Charenton, o de mucho más lejos, acaban
«aterrizando» aquí mismo? Se quedan ahí tres o cuatro días… y después ¡puf!
desaparecen ellos solos. Por eso este rincón siempre está limpio. Pero sin remolino, no
hay cadáveres, y sin cadáveres no hay cangrejos. ¡Desgraciado! A mi edad, ¿adónde
quieren mandarme a pescar a mis animalillos, a Billancourt? O si no, que me den una
pensión… ¿de verdad no tiene algún contacto para arreglar el tema? Podríamos
organizar un festín… le prometo una cesta llena, y de los vivos, ¡palabra de honor!
Casi todos mancos, tuertos, cojos y tullidos. Caminan por la vida entre ensoñaciones.
Uno de ellos, un oriental nacido en Mosul, en Persia, me explicó las prácticas que
realizaba cierta secta en su país para asegurar las oportunidades que tenía un muerto de
llegar a la esfera de los elegidos. Se tumba el cadáver en el suelo; entre los dientes, se le
pone un trozo de pan. Se lleva a un perro que no conociera al muerto. Si el animal se
aleja, el muerto está condenado. Si lo olisquea, se le ha asignado un tiempo en el
purgatorio, un tiempo que sus parientes pueden acortar mediante plegarias. Si el perro
se sube al cadáver para coger el trozo de pan, entonces el alma del difunto está en el
paraíso, y eso da lugar a grandes celebraciones.
Es cierto que los perros —no todos, pero sí muchos— son sensibles a ciertos efluvios
todavía misteriosos.
El invierno pasado se llevó al viejo Berger. Tenía ochenta y cuatro años cuando yo lo
conocí. Corpulento y barbudo, recto como un árbol. Había aprendido a leer, pero ya no
se acordaba: ¿para qué le servía? Por el contrario, conocía los nombres de cientos de
estrellas, que sabía señalar sin equivocarse jamás. Las etapas de su vida estaban
marcadas por las desapariciones de sus sucesivos perros. Convertido en trapero como
todo el mundo, llevaba consigo la alegría tranquila de los patriarcas. Una vez me dijo:
—En las llanuras de Beauce y de Perche, donde durante setenta y un años llevé a
pastar a mi rebaño, por la noche mis perros aullaban a la muerte. Solía saber quién
estaba enfermo o muy mayor en las aldeas cercanas, y nunca me sorprendía el hecho de
que mis perros demostraran tener un instinto premonitorio que nunca fallaba. Sin
embargo, en cuatro ocasiones, a lo largo de muchos años, mis perros aullaron en varios
lugares donde no había, que yo supiera, alguien en peligro inminente de muerte.
Siempre se trató de jóvenes, víctimas de accidentes fortuitos: un caballo que se desboca,
un incendio en una granja, un carro cargado que se cae… —y Berger añadió—: La
Muerte y la Nada no significan lo mismo… La muerte es una fuerza poderosa, menos
malvada de lo que se cree. Se anuncia como una amiga para las personas que no tienen
miedo de ella. Cuando llega a alguna parte, necesita cumplir con su obra, y enseguida.
A mí ya no hay nada que me sorprenda. ¿Sabe? Se aprende mucho entre la tierra y las
estrellas…
Una conocida leyenda afirma que se practica la eutanasia con las personas que
tardan demasiado en morir en una institución pública y cuyo cadáver además es
probable que no se reclame. Destinado a la bañera de formol y a la sala de disección, y
mutilado en vida por profesores y estudiantes, nuestro moribundo recibirá la dulce y
tranquilizadora dosis que lo mandará ad patres. ¿Verdadero o falso? No lo sé. Lo cierto
es que nuestros vagabundos, aunque aprecian en su justo valor una estancia, incluso
prolongada y sobre todo en invierno, en una sala caliente donde el sustento diario no es
un problema, dudan en dejarse hospitalizar cuando notan que su fin se acerca. El
«horrible pinchazo» inspira a estos granujas más horror, indignación y asco que la
muerte que espera a los condenados. A sus ojos, aquellos han cometido el irreparable, el
imperdonable crimen de haberse dejado coger y de haber justificado así la existencia de
los Engranajes del tan aborrecido mecanismo: el de la policía y la justicia represora.
Por lo demás, los vagabundos saben defenderse contra aquellos de los suyos que
provocan y se burlan de la muerte con demasiada inconsciencia o desenvoltura. La
historia de Maurice nos ha enseñado mucho sobre este tema.
Maurice no era otro que el hijo, ilegítimo como debe ser, de la Goulue, la famosa
bailarina de cancán de finales de siglo. Recuerden: el Moulin Rouge, Valentin el
deshuesado…
Aprovecha los días que sale para pasear todavía por la Maubert —lo conocí en el bar
de Pignol— y hace mucho tiempo iba con gusto al barrio del Croissant, donde tenía sus
contactos.
Allí, bebía con los tipógrafos, los mecánicos de las rotativas y los repartidores de
prensa.
Provocó escándalos memorables. Pero la historia que está muy lejos de olvidarse es
la de la muerte de Craquette.
La susodicha, hija de las calles, increíblemente fea y sucia, se había convertido desde
la Liberación en la amiga íntima de Maurice. La pícara pareja encajaba admirablemente.
Maurice se aprovechaba de la generosidad de su compañera, que a veces, sobre todo de
noche, podía «seducir» a un borracho. Un día, un negro del ejército americano aceptó
«irse» con la Craquette. En lugar de demostrarle sus exóticos ardores, el negro llenó a la
Craquette de puñetazos, con la intención evidente de matarla y robarle. La chica gritó,
el negro se asustó y huyó. Maurice acudió y encontró a Craquette desmayada. El «hijo
de rey» no perdió el tiempo: anunció por todo el barrio la repentina muerte de su
compañera y pidió a todos la colaboración para pagar los gastos del funeral, que quería
que fuera decente. Cada uno contribuyó con lo que pudo. Por la noche, una Craquette
llena de moratones, hinchada, llorosa y con los ojos medio cerrados hizo su aparición,
mientras que Maurice, despreocupado, digería en un bistró cercano las numerosas
cervezas con las que había regado un sustancioso festín.
Algún tiempo después, usada, quemada y deteriorada, la mujer murió. Y desde ese
día, a Maurice, definitivamente excluido, se le prohibió volver a aparecer por la calle du
Croissant, que él había profanado.
SIGUE-BAILANDO
No, Fernand Fabre no debería haberme hecho algo así jamás. Empezó
convenciéndome de que el asunto de Sigue-Bailando ya no le interesaba. Además, lo
habían cambiado a Seguridad del territorio. Solo se ocupaba ya de los extranjeros
sospechosos, y desde luego nunca en mi compañía. ¡Qué alivio!
Una vez, un estudiante le había dicho lo mucho que le sorprendía que aquel hombre
tan basto profesara semejante admiración por François Villon, de quien coleccionaba las
ediciones y los libros de sus obras. Se habían pasado hablando toda la noche. A Fernand
Fabre le parecía algo asombroso, hasta tal punto que llegó a tomar notas.
Dimos una vuelta por la Estrapage, y con total naturalidad llegamos a la plaza de la
Contrescarpe. De allí, bajamos por la Mouffe. Cuando pasamos por delante del teatro
Mouffetard, justo delante del Vieux-Chêne, se fijó en un cartel:
LAS MARIONETAS
DE KAREL CAPEK
Un público paciente esperaba en silencio a que los tres golpes resonaran. Estudiantes
e intelectuales pobres, o que fingían serlo, ocupaban la mitad de los bancos. Por fin la
luz se apagó y dos proyectores iluminaron el inicio del espectáculo: un ballet folclórico
eslovaco. Entre bambalinas, alguien tocaba el piano. Sobre un fondo de un decorado
campestre, seis muñecas, de dos en dos y mirándose de frente, daban vueltas al ritmo
de la música, pataleaban y se saludaban con gestos ingenuos. Y bruscamente se hizo
una oscuridad total: se había ido la corriente. Sacaron velas y el público fue a dar una
vuelta hasta que volviera la luz. Nos sentíamos un poco en familia. Pero el apagón se
eternizó. Al cabo de un cuarto de hora, el director de la sala, Adrien, y algunos de sus
ayudantes empezaron a reunir a los espectadores dispersos por la calle.
Adrien había colocado a ambos lados del pequeño escenario una lámpara de aceite.
La iluminación con un tono verdoso cubría con formas pálidas los rostros de las
personas que una sombra violenta recortaba sin piedad. Aquella noche, el drama tenía
el color de una tisana.
Fernand Fabre se interesó por el fresco que cubría la pared. Lo acompañé a la otra
punta de la habitación. Junto a él, había reconocido a Sigue-Bailando, pero Fernand no
se había dado cuenta de nada.
Conforme resonaban las estrofas, el muñeco que estaba en primer plano, más grande
que los demás y que habían montado con bastante habilidad, perdía un pie y después el
otro, después una mano, un brazo, un muslo hasta que quedó completamente
desmembrado: un torso esquelético y una cara horrible cuyas órbitas acababa de
picotear un pájaro surgido de una pesadilla.
Allí fue donde todo el mundo había acabado congregándose. Estaba al lado de
Fernand, al que intentaba llevar hacia el fondo. Vigilaba la puerta. El imbécil de Sigue-
Bailando entró, y justo detrás de él iban dos tipos a los que apenas conocía y que no
tenían mucha pinta de estar interesados en las marionetas de Karel Capek. Sigue-
Bailando, ¡el muy cretino!, me vio en medio de aquella humareda, se acercó a mí y me
dio un efusivo apretón de manos. Se fijó en Fernand, al que le había presentado hacía
tiempo y le tendió una mano que el otro no le cogió enseguida, porque estaba ocupado
—¡hum!— en buscar algo en sus bolsillos.
Fernand sonrió.
Probablemente serán las últimas que oiga de él. El coche arrancó sin hacer ruido.
ZOLTÁN
EL MAESTRO DEL CONTROL MENTAL
Fue durante los meses en los que los supervivientes de los «Campos de la muerte»
nos llegaban por hornadas, antes de volver a los países de su elección.
Simón, sentado a mi lado, parecía absorto, tal vez intimidado. Su rostro apenas
transmite los sentimientos que lo animan, o más bien que lo «inmovilizan».
A la izquierda de Simón estaba una chica flacucha, arrugada, tocada con un chal.
Con precaución e infinitas dificultades, intentaba comerse una minúscula porción de
huevos con salmón. Sus manos eran translúcidas. Bajo su cuello, latían las venas. Zoltán
se había fijado en aquella estatua con la mayor angustia. Simón no se daba cuenta de
nada.
Una comida judía corriente: pescado relleno de miga de pan, ternera cocida con
rábano picante. El bote de rábano está cerca de la joven. Zoltán le pide a Simón que se lo
pase. Torpe, Simón lo tira.
—Discúlpeme…
—Pojalouïsta (No pasa nada…) —dijo su vecina, con una sonrisa pálida y triste.
Simón nos miró con orgullo. Él también sonreía. No le habíamos visto hacerlo desde
hacía mucho tiempo.
Todas las noches, Simón iba a encontrarse con su amiga. Casi se había vuelto
coqueto. Le ofrecía té, le cogía la mano y se la llevaba a pasear por la calles del gueto tan
diezmado. Se hablaban poco: esas dos almas heridas no tenían otra cosa que confiarse
que su mutua presencia.
Zoltán se congratulaba conmigo del feliz giro que tomaban los acontecimientos: por
fin podíamos vislumbrar para nuestro Simón un futuro casi normal.
Simón estaba disgustado por la próxima partida de la joven Ida; pero mientras tanto,
las dificultades en Israel crecían, donde se veía con terror llegar a miles de inmigrantes,
hambrientos y sin fuerzas. Y la estancia en París de Ida Bleivas se alargaba.
Un día, le había dicho a Simón que le habría gustado oír hablar yiddish. El
endemoniado Zoltán sabía algo de la lengua, y, ni corto ni perezoso, vuelve a repetir la
experiencia anterior: en menos de dos semanas, se lo enseña, no solo para manejarse
con él, sino para casi hablar con fluidez.
Simón estaba cambiado: tenía una mayor viveza de ánimo y espíritu, y en ocasiones
incluso daba muestras de una clara alegría. Cuando hablaba francés sus problemas de
pronunciación casi habían desaparecido.
Una noche que estábamos tomando el fresco juntos, Simón nos confesó que después
de todo le daba igual conseguir la nacionalidad francesa, que quería ligar su vida a la de
la chiquilla y seguirla a Israel. A mí, aquella decisión me pareció su única tabla de
salvación y como tal la recibí calurosamente, pero para mi enorme sorpresa, Zoltán se
enfadó.
Desde ese momento, asistía a un fenómeno increíble: unos intensos celos, surgidos
de más allá de imposibles vínculos físicos, se habían apoderado de Zoltán. Se había
unido tanto al que él llamaba su «animal cargante» que la sola idea de la separación lo
ponía enfermo. Todos mis esfuerzos por calmarlo, por hacerlo entrar en razón, fueron
en balde.
Cuando regresé, supe que Simón había vuelto a tener dificultades para hablar y que
incluso babeaba.
En todos los guetos del mundo hay mercachifles que venden las pepitas de los
limones o de las sandías, no lo sé exactamente. Los judíos las mastican como si fueran
avellanas.
En la entrada, un ser miserable vende, o intenta vender, pepitas. Mastica sin parar:
cada vez se parece más a un roedor.
No sabe hablar: con dificultad, se pueden distinguir dos sílabas que salen de su
garganta trabada: I-da… I-da…
Capítulo 13
BERGSON
1947
Intento rememorar y volver a pensar París. Las convulsiones que sacudían el mundo
parecen, en opinión de los más tercos que las rebajan a escala humana, haberse calmado
por mucho tiempo. Yo no me creo nada. En ninguna parte de mi tan explorada ciudad,
tan cuestionada y tan penetrada, he encontrado el adormecimiento y la quietud
fatigada, síntomas de una paz duradera. Las personas están cansadas, eso es cierto.
Cansadas y decepcionadas. Están hartas de todo. Pero no la ciudad, que sigue
estremeciéndose. Asimismo, mientras todavía haya enormes cantidades de material de
guerra sin destruir —y que están guardadas cuidadosamente—, seguirá existiendo la
posibilidad de una revuelta. Hay que esperar absolutamente cualquier cosa.
Los acontecimientos que he decidido poner por escrito son las más espectaculares
manifestaciones de fuerzas consideradas «oscuras» por miedo, por ignorancia, o por
una rutina estúpida. Pero ahora es un hecho incontestable que hasta la menor palabra,
los gestos más anodinos, adquieren en ciertos lugares y a ciertas horas una importancia,
un peso inusitado, y tienen repercusiones que sobrepasan en mucho la intención.
Allí me encontré, un día «como cualquier otro», a uno de mis antiguos amigos. La
preocupación por la composición de un documental me obligó a deambular por los
alrededores de los Blancs-Manteaux. En el cruce de las calles Sainte-Croix y Aubriot
existe un pequeño café vetusto por el que vela una Virgen indulgente y benevolente,
como lo son todos los cristos y santos inocentes erigidos por el pueblo de los «hombres
y mujeres trabajadores» y para su «uso personal». Me proponía trazar los
acontecimientos de los que nuestro simpático bar podía haber sido testigo y evocar a los
personajes que, sin duda, habrían pasado por allí al cabo de tantos años.
Con toda seguridad, en el siglo XIII, época en la que la actual calle Aubriot llevaba el
nombre de «calle de los Monos», uno de los más interesantes y pintorescos notables del
barrio era el señor Michel de Soucques. Este, antes de poseer bienes importantes, había
tenido que ser más o menos un cómico ambulante o exhibidor de animales: porque
consagró el resto de su vida a ayudar a unos y a dar cobijo a los otros. Las bestias
exóticas, para evitar el contagio de ciertas enfermedades, tenían que ponerse en
cuarentena antes de que sus propietarios pudieran exhibirlas «por las calles de la
ciudad». El señor Michel recogía también a los animales cuyos dueños no podían, por
falta de medios, mantener aislados, sin que les ayudasen a ganarse el pan. Su morada, la
«Casa de los Monos», dio el nombre a la calle. Un pasaje muy próximo conservó esa
apelación.
Para ver a los osos y los papagayos (periquitos) había que comprar una entrada en el
pasaje del Petit-Châtelet, ante el Petit-Pont. En cuanto a los simios, la «Regulación de los
oficios de París, por Etienne Boilève, magistrado jefe de esta ciudad», indica esto:
Si un mercader trae un mono para venderlo debe pagar cuatro dinares; si el mono pertenece a un hombre
que lo ha comprado para su divertimento, está exento, y si el simio pertenece al exhibidor, deberá actuar
delante del cobrador del peaje, y a cambio debe quedar exento de todo lo que compre para su uso inmediato: y
también los juglares están exentos a cambio de un fragmento de canción.
Todo esto quiere decir que el exhibidor de bestias, en lugar de pagar los cuatro
dinares que se le reclamaban al mercader, pagará su deuda en canciones y piruetas. De
donde proviene nuestra locución: «Pagar en moneda de mono».
El hombre se acercó a la barra y pidió un anís. Para pagar y llevarse el vaso a sus
labios, solo usó su mano derecha. Otro vaso, y otro más. ¿Dónde había visto antes esa
cara? Debajo de la pelliza, se podía ver el cuello de una camisa de cuadros grandes. Eso,
el sombrero y la mirada perdida definían prácticamente a mi personaje: debía de
trabajar en un circo.
—¿Cuánto?
Siempre solo con la mano derecha, rompió el paquete, aplastó sobre el mostrador
uno de los macarons y, después de haberlo saboreado, se metió en su abrigo, abotonado
de arriba abajo, un trocito de pastel. Apareció una mano, una mano con guante de lana,
que atrapó la comida. Oímos los ruidos de alguien al masticar debajo de la pelliza.
Junto a mí, en el fondo del local, estaba sentada, en la única silla posible, la vieja
Angélique, una bretona un poco simple. En la isla, donde la falsa ingenuidad está
prohibida, se ocupa de la limpieza y de las compras.
Eramos unos diez o doce los que nos hacíamos la misma pregunta sin decir nada. El
hombre entonces se desabrochó tres botones y aupó sobre sus hombros a un anciano
barbudo, bigotudo —de guata—, con unos ojos negros que se movían en todas las
direcciones: una nariz larga y curvada, guantes, botines de punta retorcida, un
pantaloncito negro tejido, una camiseta interior con una gran capucha.
La perfección del maquillaje nos sorprendió. Así, la tarea de aquel hombre era
proporcionar a su mono infinitos dulces, hasta el punto de que la bestia aceptaba
soportar aquel atuendo —que no parecía molestarle en absoluto—, y sobre todo esa
nariz de cartón piedra y esa máscara de maquillaje.
La hora, la luz tenue, la atmósfera distendida que reinaba aquel día, se habían aliado
para llevarnos, en unos pocos segundos, a un mundo encantado.
Angélique insistió:
—Claro que no —dijo bajando un poco la voz—. Dele un trozo de pastel. Así podrá
darle la mano…
Angélique rebuscó entre sus faldas y sacó una cartera grande usada. Había unos
pocos billetes, doblados con cuidado.
—Señor, la ocasión lo vale… François, sirve una copa a todos los presentes. No es
que esté muy boyante, pero esto me hace bien, y estoy muy contenta…
—No hace falta, mujer, guarde su dinero, aquí sabemos mantenernos —dijo François
mientras llenaba los vasos.
El hombre del mono había dado mil francos a escondidas a Suzanne, para que,
después de irse él, llenáramos de provisiones la bolsa de Angélique.
—Encantado, has conseguido que se me haga la boca agua, ¿pero durante cuánto
tiempo me vas a hacer esperar?
—¿Qué rumores?
—¿Quiénes?
—Pero eso sería algo horrible, una estupidez. ¿Por qué? ¿Por qué razón iban a hacer
algo así? ¿Y con qué derecho?
Su vecino el barbero, que además ofrecía baños de vapor, se había ganado el favor
del público por su probidad y su habilidad para peinar, afeitar, y por sus baños turcos.
Sin embargo, gracias a un perro que se puso a escarbar en el suelo con insistencia, el
origen de la carne que usaba el pastelero salió a la luz: ¡el animal desenterró huesos
humanos! Se descubrió que, cada sábado, antes de cerrar el negocio, el barbero ofrecía a
un estudiante un afeitado gratis. Sentaba en su sillón basculante a un joven confiado y,
allí, le cortaba la garganta. Tiraban inmediatamente la víctima al sótano, donde el
pastelero se ocupaba del cadáver, lo descuartizaba y lo sazonaba según el sabor del día.
Lo que le había valido a las pastas su fama era que la carne humana es más delicada
gracias a la alimentación, según explicaba ingenuamente el viejo Dubreuil.
Quemaron a aquellos dos miserables en medio de sus pastas, se ordenó que la casa
fuera demolida, y construyeron en su lugar una especie de pirámide expiatoria en una
de cuyas caras estaba la efigie del perro. La pirámide fue visible hasta 1861.
Pero aquí la historia se complica y se tiñe del mejor humor negro. En efecto, los
numerosísimos clérigos que habían consumido carne humana eran culpables ante Dios
de algo mucho peor que de un venial pecado de gula, así que, sin vacilar, ¡los
excomulgaron! Se convocó un gran consejo, presidido por varios obispos, y se decidió
enviar a Aviñón, lugar de residencia del papa Clemente VI, una delegación de prelados
para pedir que fueran reconsideradas si no la prohibición cristiana de entregarse a la
antropofagia, sí al menos la condena al infierno de los caníbales involuntarios. La
delegación se puso en marcha, provista de una buena suma de dinero, con los pies
desnudos, cargando con cirios y entonando cantos. No obstante, los caminos de la
época no eran muy seguros y estaban llenos de tentaciones. En definitiva, Clemente VI
no vio nunca llegar a los penitentes a causa de lo que sigue.
Las autoridades que tenían derechos sobre las tierras vecinas de Saint-Médard y que
se ocupaban de vigilarlas cambiaron muchas veces. Pero, en todo momento, a pesar de
los cambios y los estremecimientos de la Historia, en Saint-Médard siempre se respetó
el permiso para mercadear. Hasta nuestros días…
—Me gustaría que me dijeras qué se cuenta entre los tuyos sobre Saint-Médard…
Niños con ojos de antílope se movían sin cesar bajo las roulottes. Uno de ellos, muy
pequeño con el trasero al aire, había tocado con la nariz la comida del perro. Y el animal
se divertía tanto que saltaba y, de vez en cuando, con golpes de hocico, metía de nuevo
el morro en su cuenco. Dos crías adorables peinaban y alisaban con esmero el pelaje de
un oso negro bonachón que comía una remolacha.
Un hombre sujetando una larga cuerda hacía andar alrededor de una pista
imaginaria a un joven caballo sin enjaezar. El animal, no completamente domesticado,
se encabritaba, con las crines al viento, se levantaba y lanzaba patadas al aire con sus
ligeras pezuñas, y después volvía a caminar, sometido, lleno de rencor.
Estaba en el confín del mundo. Los oropeles de colores vehementes, el pelaje blanco
del caballo habían transformado los colores del paisaje de fondo, anodino y un poco
sórdido. Se habría podido situar aquel campamento de nómadas en cualquier rincón de
Europa, de América o de Asia Menor.
—Ah, no. Ciertamente jamás. No puedes redimir un acto malvado: se puede reparar,
cuando todavía es posible. Me parece justo que me devuelvan todo el bien que he
podido hacer. Procuro estar al día. Pero creo que no puedes borrar un acto que hayas
hecho. Tampoco las intenciones que has podido tener. La intención, eso es lo que me
parece más grave.
—No. Además soy más severo que cualquier otra persona. Me resulta inconcebible
cualquier idea de humildad o de sumisión.
—Venga, no te burles.
Descargaba su rabia pateando el culo de todas las latas de conserva que se ponían al
alcance de sus pies.
—¡Ah! Pues sí. Incluso en dos épocas, espaciadas por unos dos siglos más o menos;
casi podría decirte los años.
Él pareció aliviado.
La familia política de Mijaíl era de la misma tribu. Más o menos, son todos primos.
Había observado que tenían un físico más racial, más evolucionado que la mayoría de
sus congéneres: labios finos, cejas bien separadas, frentes amplias, las orejas les nacían a
la altura de los ojos y no por encima. Viven en un régimen patriarcal, bajo la autoridad
no de un «jefe», sino de un rey no elegido por sus súbditos como suele ser costumbre
entre los cíngaros: el cargo es hereditario. Sin embargo, la tradición familiar (que
corresponde a una creencia fuertemente arraigada), exige que, cada siete generaciones, sea
el mismo rey el que reaparezca para regenerar su línea de sucesión. La autoridad de los
antepasados y de sus descendientes, simples eslabones de la cadena a pesar de ser
también reyes, será muchísimo menor que la suya, que es absoluta y que se ejerce en
todos los ámbitos. Los príncipes reales, los hijos mayores, deben procrear en cuanto
sean físicamente capaces, es decir entre los trece y dieciséis años, lo que nos lleva a que
haya un soberano «reencarnado» por siglo, o casi. La ley de la tribu exige que el rey, al
morir, no sea inhumado, sino incinerado y se lancen las cenizas al viento.
Aquí aparece un detalle que desde hace tiempo hace dudar a Mijaíl, antes de
revelarme la clave de una tradición temible, pero que nunca nadie se atreverá a
transgredir. Una comida fúnebre, ordenada por un rito inmutable, reunirá a los hijos del
muerto, y de forma más general a todos sus descendientes varones. Entre otras comidas
clásicas, deberán compartir el cerebro, el corazón, y los testículos del difunto,
preparados según sus preferencias.
—No. El último «Gran Rey» fue incinerado en la isla de Oléron, en 1880. En Francia,
es un problema, porque no tenemos derecho a disponer de nuestros muertos, ni
siquiera de transportarlos…
—Ya está todo previsto. Habrá que meterlo en un cofre lleno de sal, y la caravana se
pondrá en marcha hasta que llegue a un lugar desierto o apartado de cualquier
población, en Las Landas, por ejemplo…
Ahora era yo el que estaba incómodo. ¡Aquel hombre, Gabriel, o Mijaíl, iba a acabar
en una olla!
—Treinta y ocho.
—¿Hijos?
—Es que no lo somos. Solo yo tengo derecho a serlo. Solo yo. Tengo derecho a lo que
quiera.
—¿Y en virtud de qué lo decide? ¿De su humor? ¿De su juicio? ¿De lo borracho que
vaya?
—¡No, por supuesto que no! Es mucho más complicado. Las cuentas son las cuentas.
—Me cuesta entender por qué las personas de tu raza se empeñan en profesar la
religión católica, mientras que, por otro lado, las costumbres están teñidas del más
profundo paganismo. Y prefiero no hablar de ese canibalismo ritual, que me recuerda
demasiado al Journal des Voyages del siglo pasado. Aunque allí se trataba de etíopes y
papúes…
En el fondo de una roulotte habían montado una capilla. Una llama parpadeaba
sobre un vaso de aceite. Flotaba un ligero perfume de incienso. Jarrones con flores
habían sido dispuestos sobre la mesita que hacía las veces de altar. Una virgen de plata
ennegrecida e inaudita estaba en el centro de un icono.
—Escúchame bien. Hay dos gestos rápidos para señalar los dos elementos de la
cruz. De arriba a abajo, y de izquierda a derecha. Uno es el tiempo y el otro, el espacio.
Se limitan, se aprisionan el uno al otro. Un hombre no puede concebir al primero sin
que esté fraccionado por el otro. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. El hombre está clavado en el centro, ¿no? En el punto cero. No se puede salir de
ahí. No tenemos el derecho a hacerlo. Esa es vuestra humildad cristiana. Eso es la
obediencia. La disciplina.
Soltó una risa concentrada, sarcástica. Sus ojos brillaban. Un orgullo insensato se
marcó en su frente. Señaló la mano liberada:
—Ese es nuestro secreto, nuestra… mi herencia. Sabemos escaparnos, ir más allá. No
conocemos los límites. Piensa en eso a menudo.
Cogí el tranvía que salía de Tegel, el metro (el U-bahn) desde Wedding. Puerta de
Brandenburgo: en Unter-den-Linden, diez kilómetros de casas voladas. Estaba helando.
Unos niños jugaban con un trineo entre los escombros.
Subí hacia Stettiner Bahnhof (el equivalente a la estación del Norte). Cerca de los
urinarios, un marica jovencito —de alrededor de unos diecisiete años, con cara de ángel
y solo media pierna— me pidió fuego. Al parecer, puedes «apañar» algo con él por tres
marcos.
El primer juicio de Sigue-Bailando se había anulado. El segundo fue muy largo. Dos
tribunales lo condenaron a muerte por multitud de motivos. Lo guillotinaron hace diez
días.
—¿Que le cortaron la cabeza? ¡Le hicieron eso! ¿Y crees que será lo último…? Se
puede ir todo al diablo. ¡Me voy a Panamá!
SIGUE-BAILANDO
París, marzo
Habían matado a Sigue-Bailando y nadie protestaba por ello. «El juego es así», según
sus propias palabras. Solo tendría que haber evitado que lo atraparan de manera tan
tonta. Pero en la Montagne todo el mundo lo conocía y se pusieron a reflexionar y a
comentar el procedimiento mismo de la ejecución. Y todos, revolucionados, declararon
que era una deshonra para todo el mundo, algo horrible y asqueroso. Lo que les
disgusta tanto es lo de cortarlo en trozos. Un árabe afirmó que la decapitación de un
solo musulmán, por mucho que fuera un criminal aborrecible, uniría la fuerza de
millones de musulmanes contra el romí sacrílego. Uno no se puede presentar ante
Mahoma, limpio de todos sus pecados terrestres, con la cabeza bajo el brazo. Dolly la
tórrida está muy disgustada. Todo fue muy diferente cuando llegó Pierrot el chapuzas,
barbudo, con gafas e irreconocible.
—O tenemos cojones o no los tenemos. Yo digo que hay que matar a un poli.
—Desde luego que sí, hay que dar ejemplo. Si dejamos que los polis impongan su
ley, estamos perdidos…
Un poco más tarde llegó Alexandre Villemain, borracho como cada noche. Y como
siempre que estaba borracho, volvió con su habitual letanía:
Resulta curioso cómo las aguas del Sena actúan de manera diferente según los
ahogados, según si han comido o bebido, o bien según la proporción de alcohol sin
asimilar que se pasea por sus venas. Cuando, a la mañana siguiente de la memorable
reunión de los amigos de Sigue-Bailando, pescaron a Villemain en el muelle de Marché-
Neuf, sus manos y pies se habían vuelto enormes y blancas como el yeso.
Sus amigos los vagabundos organizaron una colecta. Así pudieron enterrarlo bajo
una lápida con su nombre.
Solange es inconsolable. Se ha hecho una bolsita que lleva directamente sobre su
piel, como un escapulario. En ella, guarda el último recuerdo que tiene de su amigo:
una «prueba del delito» que había robado durante el juicio. Es una oreja humana, del
lado derecho, curtida, larga y algo puntiaguda. Invité a ella y a sus amigas a una botella
de champán. Se preguntan si he heredado o qué me ha pasado. Eso les molesta un poco.
Así no se «entierra» a un amigo.
Ahora mismo, no tengo ningún pudor. Es la primera vez que hago una celebración
así. Entre otras chapas, me han otorgado una condecoración. Le enseño a Solange la
comunicación resumida.
Decisión n.º 1347 —18 de noviembre de 1945—… el 4 de junio de 1944 engañó a un agente de la Gestapo
que había ido a su casa para pedir que lo incorporaran a la red. Lo mató e hizo desaparecer su cadáver…
salvando así a la organización, etc.
—Todo esto es gracias a Sigue-Bailando… Cada vez me doy más cuenta de que no
está muerto del todo, y eso me da coraje. Además, hay quien se ocupa de eso…
—¡Ah! ¿Y quién?
—Todavía no estás en el ajo del todo. Lleva tiempo, ya lo sabes. Aún falta para que
te enteres de todo, falta mucho tiempo…
—Bye, bye!
Octubre de 1951
El doctor Garret y su mujer, Priscilla, están en París. Él, un dios del Norte, hercúleo
bajo su abundante cabellera blanca. Ella, pequeña, morena y regordeta, no dejaba de
reír.
Llevo una semana haciéndoles de cicerone. Hemos explorado de arriba a abajo los
barrios de la ciudad antigua. Las catacumbas, las canteras, los sótanos de Belleville, el
curso del Bièvre… Quiero compartir con Garret y su mujer todas las historias que
conozco, la documentación precisa que poseo, y también el embrujo, en la medida en la
que París quiera ser mi cómplice.
Garret quiso bajar por la calle Zacharie, «Witchcrafts Street», con el crepúsculo,
como el ciego de la leyenda.
Hemos remado por el Sena (¡en esta estación!), hemos comido salchichas en Bicêtre,
compramos en Saint-Médard una falsa «sirena» momificada (que al parecer se fabrica
en Japón), y La Lune nos dio un recital de armónica en el Vieux-Chêne. Están en la
gloria.
Nunca he conocido a un parisino más atento, más apasionado por cualquier cosa de
su ciudad que Garret, quien se confiesa absolutamente incapaz de articular ni una sola
palabra en francés. No obstante, se mueve en un ambiente que domina: todas las
noches, cenamos en el restaurante de los Bretons de la calle Grégoire-de-Tours, donde
Garret habla habitualmente en bretón con la dueña. Siempre es una alegría renovada
contarle una historia: porque cada vez saca una conclusión, una «esencia» imprevista.
Garret ha hecho que me enviaran de Londres la colección completa de sus obras, que
me resultan de un inmenso interés. No sé cómo agradecérselo. Rivalizamos en
amabilidades.
Garret es serio.
—Este objeto es una prueba de una gran importancia para mí. Me permite
demostrar que en todo este hemisferio existe un plano «mágico», que tu amigo Sigue-
Bailando había trazado, y con gran mérito, solo en París.
Septiembre del 52
A principios del mes pasado, una mañana a eso de las diez, Garret irrumpió en mi
casa. Esta vez había venido con Air France. Parecía extenuado, tenía cara de cansado y
los ojos rojos.
—Es la muñeca, la muñeca maldita… ¡Ah! pobre de mí, no soy ningún brujo.
¡Demonios! ¿Qué puedo hacer?
En B…, todo el mundo se conoce. Supimos que los cabellos pertenecían a la pequeña
Eve J…, una chiquilla de once años cuya madre había mandado que le cortaran las
trenzas.
—Ese objeto no tiene edad. Antes de ser tallado, el pedazo de roble original había
pasado tanto tiempo en el agua del mar que lo trataron como piedra, no como madera…
Además, están las propiedades tánicas de las aguas del Bièvre. La muñeca ahora es una
especie de fósil artificial. Es casi imposible fecharla, quizás ronde los doscientos años…
Los clavos se introdujeron en agujeros que ya existían. No obstante, de todo esto,
deduje que esta muñeca se esculpió usando madera de un naufragio. Y no proviene del
Este, como parecías creer, sino del Gran Norte… Y todo eso estaría bien si…
—Vamos, continúa.
—Al día siguiente mismo de quitarle esa astilla, es decir, antes de ayer, llevaron al
hospital, donde por suerte mi mujer estaba presente, a la pequeña Eve J…
—¿Y?
Compartía, y hasta qué punto, la angustia del doctor Garret, e intenté considerar
fríamente la cuestión desde todos los ángulos posibles. No conocía a ningún brujo
«practicante», y, en cualquier caso, no me habría fiado. Había que encontrar a un
exorcista de confianza y seguir sus directrices. No se nos ocurría nada más.
Lamento de verdad no poder dar más detalles sobre el lugar en el que nos reunimos,
o de la persona que nos recibió, pero he prometido formalmente guardar el secreto. El
sacerdote nos recibió con bastante cortesía. En la sacristía, un joven cura revisaba unas
cuentas. Le lanzó una mirada para que se fuera. Nos quedamos a solas y expuse el caso
sin omitir ningún detalle. El sacerdote me escuchó, sin interrumpirme, con una atención
sostenida. Cuando hube terminado, su primera pregunta me dejó atónito.
—¿Al entrar en esta iglesia… han dejado algún óbolo sobre uno de los troncos?
—¡Bien, muy bien! —dijo el sacerdote—. Ahora, escúcheme: aunque vuelva dentro
de diez o veinte años, no deje ni un franco jamás. Y tampoco el doctor.
—¡Ah!… he visto que vendía usted opúsculos en los que se contaba la historia de su
parroquia. Quería comprarme un ejemplar.
—Se lo cederé estrictamente a cambio del precio que cuesta hacerlo. No DEBO
obtener ninguna ganancia de usted, ni aceptar ningún servicio, ni siquiera de manera
indirecta.
El sacerdote añadió:
—Y recuerden bien esto: las instrucciones que dé, según mi propia conciencia,
podrían no ser demasiado del agrado de las autoridades de las que dependo…
Prométanme que no lo desvelarán jamás.
—¿La capilla? ¡Ah, sí! La casa de los… —No acaba la frase, Garret debe de
intimidarlo. Se limita a darse un golpe en la frente, y adoptando una actitud maliciosa
dice—: Está aquí al lado, al fondo del patio, en la dirección en la que apunta mi pipa…
Nos ve irnos, esta vez con una sonrisa franca. ¿En qué berenjenal nos estamos
metiendo? Han adecentado una especie de desván: le han puesto tejas nuevas y le han
dado una mano de pintura blanca. Han elevado la ventana para darle una forma ojival.
En la puerta gruesa, bien cerrada, hay una placa discreta: «CULTO, DOMINGO, DE DIEZ A
ONCE Y MEDIA». Eso es todo. No hay timbre así que golpeamos la puerta: nadie
responde.
—¿Mathias?… Se refiere usted al señor Roger… A estas horas debe de estar con el
café. Vaya a mirar al bar que hay allí abajo, a la derecha…
El hombre más corpulento de los tres se acerca. Apenas tendrá treinta años, robusto,
con los pies en el suelo.
—¿Para qué?
El señor Roger se une a nosotros y le sirven una cerveza negra. Cuando intento
pagar nuestras tres consumiciones, se opone firmemente:
El vicario me había escuchado sin abrir la boca. El señor Roger —o padre Mathias—
me interrumpe cada instante con exclamaciones alegres. Por fin, explota:
Puntúa estas fuertes palabras con un gesto —el pulgar bruscamente levantado— que
no parece propio de un sacerdote…
—Tenemos que darnos prisa —concluye el señor Roger, sin darme ocasión de hacer
ninguna otra pregunta—. Vayan a dar una vuelta y vuelvan dentro de dos horas.
Sale precipitadamente y para un taxi.
Por la noche, el señor Roger apareció vestido de padre Mathias: sotana negra,
chaqueta abotonada hasta arriba y alzacuellos. Nos costó reconocerlo. Además, parecía
preocupado, casi acongojado.
—Este caso es apasionante. No sé qué habría dado para poder ocuparme yo mismo.
Pero vengo de ver al «jefe» (¿?) y me ha disuadido de hacerlo. Hay que tener en cuenta
muchos factores: fuerza, procedimientos, un entrenamiento que no poseo todavía… Y
después, está también el tema de la proximidad… Esto es lo que deben hacer:
telefoneen a Inglaterra e infórmense de cómo está la pequeña enferma. Vayan a
Cherburgo: sale un tren a las once. Mañana por la mañana, llegarán a X…, una aldea
cerca de Carteret. Pregunten por el señor Bruhat. Es un sacerdote secularizado. Por lo
que yo sé, él es el único que puede sacarlos de este aprieto. No hace falta que le digan
que vienen de mi parte: serán bien recibidos en cualquier caso. Con semejante historia,
no lo duden…
Nos ofrecemos, si no a remunerarle por sus servicios, sí al menos a darle dinero para
un taxi.
Garret, un poco más calmado, reflexionaba sobre los días siguientes. Había
concedido a su gran cuerpo diez minutos de relajación, de dejarse llevar, en previsión
de futuros gastos de energía. El padre Mathias no parecía tener demasiada prisa, y yo
bendije aquel instante de distensión que utilicé para hacer una especie de entrevista.
—En realidad, no. Quizás dos en los tres años que llevo ejerciendo esta especialidad.
Pero he «tratado» a centenares de personas…
—¿…?
—Pues sí. Mi actividad consiste sobre todo en recibir con buenos modos a mis
«clientes» —que, nueve de cada diez, son mujeres—, escuchar sus dolencias. Dicen que
están poseídas, perseguidas, o bien bajo el influjo de algún maleficio, de un mal de ojo
que les ha lanzado alguien de su entorno. Por supuesto, es algo que no se sostiene, pero
es inútil intentar que entren en razón. Entonces, me pongo a hacer aspavientos, gestos
teatrales e inútiles… No obstante, mi actuación surte efecto y cambian. Se van, sino
curadas, como mínimo aliviadas. No podemos encerrar a todo el mundo…
—Por desgracia, sí. Las personas con problemas nerviosos, obsesivas, alucinadas o
histéricas son muy numerosas.
—Sí. De otro modo, mis actividades serían diferentes… Mi primer sujeto era un
estudiante de veinte años. Fue un niño enfermizo en una familia acomodada. Muy
mimado. Suspendió un examen, después dos. Le obligaron a recibir clases particulares,
dándole la posibilidad de elegir a los profesores. Cometió un crimen abominable, que se
atribuyó a una banda de malhechores «huidos»… evidentemente, eran inventados… Él
ni se inmutó. Se puso a estudiar con furor. Poco a poco, pasa la repesca y consigue un
nuevo diploma… Iba a presentarse a su exámenes finales, cuando nos encontramos por
casualidad en la calle de Buci. En tan solo una hora, se abrió a mí y me confesó su
terrible secreto… ¡Y menos mal! El pobre muchacho tenía un instinto asesino tan fuerte
que estaba a punto de estrangular a un niño.
—¡Madre mía!
—Tengo mis razones. Como decía… todas las noches, desde hacía varios días, mi
enfermo deambulaba por la plaza del Arzobispado. Se había fijado en un pequeño al
que regalaba piruletas: estaba esperando la oportunidad para llevárselo a una obra… Y
a pesar de la desconcertante lucidez que había demostrado durante su confesión, era
más fuerte que él… Esa fuerza, esa necesidad de hacer el mal, un mal absurdo, surgía
de alguna parte, y no me costó descubrir su origen. Mi «sujeto» estaba bajo la influencia
de un extranjero, que se decía médico, y que le daba lecciones de alemán y, según
afirmaba él, de «psicología». Me dio la impresión de que este profesor era alguien
bastante turbio. Bajo pretexto de realizar unos experimentos de psicoanálisis, había
conseguido dominar el espíritu de su alumno y lo subyugaba hasta el punto de que
cometer un crimen «a través de otra persona» era solo un juego para él. Conseguí
calmar a mi asesino en potencia: no, como podría usted pensar, con palabras
razonables, sino mediante una serie de procedimientos que yo considero propios de mi
profesión. Entonces, me propuse encontrar al profesor. No me había equivocado: aquel
ser diabólico, y sé muy bien lo que digo, desprendía a diez leguas la voluntad de hacer
el mal. Si hubiera podido impedirle que causara más daño, les aseguro que lo habría
hecho sin ningún escrúpulo.
—Tal vez no… porque es de esa gente que es más peligrosa muerta que viva.
—Explíquese.
—Es menos trágico. Una buena mujer bastante simple, madre de familia, actuaba
desde hacía varios años como médium para un círculo de ancianas que se reunían no
lejos de aquí, en una portería, para hacer espiritismo de cinco a siete. Pueden
imaginarse el tipo de personas.
—Eso sería condenar a la niña ineluctablemente. Está usted sobre aviso, no cause
ninguna desgracia. ¡Ahora, buena suerte! Y vuelvan a verme.
—¡Gracias!
La calle subía un poco. Junto a un seto, un hombre sujetaba dos toneles vacíos en
una carreta. El caballo estaba delgado y cansado. En cuanto nos vio, el hombre se quedó
inmóvil hasta que llegamos a su altura. Tenía una pipa de cerezo en la boca, unos ojos
muy claros y penetrantes, la piel oscura.
—¿Señor Bruhat?
—¡Ah! Pero no podemos hablar de eso aquí. Hay un sitio adecuado para todo.
Con toda seguridad, era un hombre de un país occidental, pero desterrado: no tenía
acento de Cotentin.
Se detuvo delante de una casa de aspecto modesto. Acarició al viejo caballo y, con
cuidado, puso dos bolsas encima de su lomo humeante.
Una cama deshecha: encima, un cristo de yeso con una rama de boj completamente
marchita. Algunos libros muy viejos. En la habitación del fondo, una acumulación
increíble de restos de todo tipo amontonados en una esquina o colgados de las paredes.
Trozos de vigas que provenían de casas incendiadas, pedazos de carlingas de aviones
derribados. Un mascarón de proa muy antiguo: una sirena, partida en dos. También
había barcos en miniatura dentro de botellas.
Nos invitó a sentarnos y puso sobre la mesa una enorme jarra de sidra dulce, y un
litro de calvados.
—Nada está perdido —dijo el sacerdote—. Voy a preparar el caballo de Basile y los
dejaré en Carteret. Hay unos canadienses de excursión que viajan esta noche a Jersey, en
su balandro a motor. De Saint-Hélier, el doctor encontrará un medio rápido de llegar a
las costas inglesas. Necesito que me traiga, muy rápidamente, un mechón de cabello de
la pequeña enferma, que le arrancarán en el último momento, y también la mitad de los
cabellos de la muñeca: sobre todo no arranque ninguno de los mechones implantados,
córtelos a media altura. Y manipule el objeto con mucha mucha precaución. También
necesito un mapa de la región de B… Usted —me ordenó él—, vaya a Cherburgo e
intente telefonear a B… para informarse de las novedades y avisar de la llegada del
doctor. Procuraré ir a su hotel por la noche.
¡Malditos sean los ferrocarriles normandos! ¡Puñeteros trenes! Fue mucho más
complicado llamar desde Cherburgo que desde París: tuve que llamar a Londres,
después a Liverpool y, por último, al hospital de B… donde por suerte estaba la señora
Garret. El estado de la pequeña enferma no había cambiado. Fiebre persistente e
inflamación severa. La niña, debilitada y muy abatida, dormitaba. Bruhat, tal y como
había dicho, me llamó por la noche y me informó de que los canadienses habían
aceptado a Garret a bordo sin problema.
Garret estuvo de regreso dos días después, a mediodía. Fue toda una proeza: en
Jersey había ido al aeródromo donde el piloto de un avión de turismo había aceptado
de buen grado llevarlo inmediatamente a Liverpool. Incluso el tiempo, que
contradiciendo todos los pronósticos era bueno, se había puesto a su favor.
Garret traía consigo dos preciados sobres con los mechones de pelo (los de la niña, y
los de la muñeca). Además, había conseguido un mapa de Inglaterra, un mapa militar al
diezmilésimo de la región galesa donde está B… y un plano catastral de la ciudad,
donde el hospital y su propia casa estaban claramente indicados.
El sacerdote Bruhat examinó con cuidado los documentos y palpó los cabellos.
—Váyanse ahora —nos dijo—. Tengo trabajo para dos días enteros. Me voy a
encerrar en casa. Mañana y pasado mañana, infórmense sobre el estado de la pequeña,
introduzcan un papel con las noticias en un sobre y échenlo en mi buzón. No llamen a
la puerta. Ahora me toca a mí actuar. Hasta pronto. Si todo va bien, hasta el jueves por
la noche. Si no, hasta el viernes.
Por fin, se oyó un ruido pesado de cerradura y la puerta se abrió de par en par.
Era el sacerdote Bruhat. Encorvado, cansado, agotado, lamentable. Pero sus ojos
brillaban de alegría.
—¡Ah, bien! Las he pasado canutas —nos dijo con una voz que intentaba ser
alegre—. He envejecido diez años con su historia: pero les debo la mayor alegría de mi
vida.
GNÓSTICOS
Marzo del 54
Nadie sabrá nunca las dificultades de todo tipo que he tenido que superar para
poner punto final a esta primera serie de mis relatos. En algunos sueños te sientes
pesado, torpe, paralizado, incapaz de moverte aunque vayan tras de ti enemigos
terribles y feroces. Una molestia, una traba, una oposición de este tipo han supuesto un
obstáculo constante a la redacción, cuán larga y difícil, de esta obra. No obstante, el
hecho de escribir una a una estas historias me liberaba cada vez de una verdadera
presión. Solo lamento no haberme liberado completamente. Estoy muy lejos de hacerlo.
—No se preocupe, comandante, soy bretón, soy cristiano y soy un caballero —dijo
Henri, y con un desafortunado gesto tiró un vaso vacío.
—¡A azufre, hueles a azufre, y menuda cara horrible de gato que caga en las brasas!
¡Estás vendido, totalmente vendido al diablo! Estás muerto, muerto, más muerto que
todos los muertos. ¡Y ni siquiera eres digno de piedad! ¡Largo! ¡Apestas! ¡Los fiambres
al cementerio!
—¿Qué quiere que haga? —dijo él asintiendo—. No aguanto a la gente que apesta. A
no ser que sea a pescado.
A las cuatro de la mañana, hubo una tormenta breve. Un rayo, solo uno, iluminó la
torre de Saint-Jacques (rodeada de una plaza donde había grandes árboles plantados…).
André Gantot era carnicero en el extrarradio sureste. Tres veces a la semana, iba en
motocicleta a Les Halles, donde negociaba la compra de carne. Tenía por costumbre
almorzar en el restaurante Raymond, en la esquina de la calle du Pontoise con el muelle
de la Tournelle, en una casa que hace tan solo doscientos años formaba parte del
«Mercado de la carne» (el puerto del ganado estaba enfrente).
El 1 de abril de 1948, exactamente la misma noticia corrió por Les Halles y realizó el
habitual circuito.
Él, desde luego que no. Pero a los compañeros, que conocían todos a Gantot y que
no les gustaba nada, les parece todo muy normal. El recuerdo de este suceso sigue muy
vivo en el barrio.
Mis trabajos sobre el Viejo París habían incitado a un productor de cine a concebir
un cortometraje dedicado a los «barrios con leyendas». Entre esas leyendas, la del ciego
—«El hombre que canta»— que me contó Garret en su refugio londinense nos había
parecido la más poética. Se me encargó la sinopsis de un guion. De común acuerdo,
decidimos titular a la película Calle de los Maleficios. Una cantante callejera debía ser la
estrella. Había escrito dos canciones leitmotiv que mi hermano, músico de profesión,
debía armonizar.
Así, una noche cálida y propicia a la inspiración, tres compañeros, con la cabeza
llena de proyectos y la pipa en la boca, descendían la calle, siguiendo los pasos de la
pareja medieval.
—Sí, aquí al lado, en el número 16. En un altillo, pero es muy jodido. Tengo que
tener luz durante toda la noche. Así que he conectado una lamparilla al contador del
vecino de abajo sin que él se lo huela.
—¿No lo sabe?
Tras comprar un litro de vino de Samos, los cuatro nos dispusimos a subir al
apartamento. A mitad de camino, Serge me dijo:
—Vivo con un camarada. Un cómico. Tal vez ya esté allí. En cualquier caso, volverá
de un momento a otro.
Para entrar en el «Desván», tenías que agacharte, seguir un largo pasillo —una
especie de galería estrecha—, y de nuevo subir unos escalones peligrosamente
desgastados. Por fin llegamos: un trastero lleno de cachivaches bastante sórdido, y no
demasiado divertido a pesar de la inscripción pintada en el yeso infecto: Aquí no estáis
en vuestra casa, mantened este lugar en un completo desorden. Nos instalamos con bastante
dificultad en unos asientos que cojeaban, y nos sirvieron algo de beber en unos vasos
pegajosos.
—Y ahora —dijo Serge— explíqueme a qué se debe tanto interés por este cuartucho.
Yo ya había vivido «mi» película, y sin «atacar» directamente la leyenda del hombre
que iba a morir, había esbozado un cuadro de Saint-Séverin en el siglo XIII, con sus
hordas de mendigos: Malingreux, Sabouleux, Rifodés… La puerta cruje: entra el número
dos. Es un joven. Grande, desaliñado, con camisa de cuadros, muy peludo. Su cara era
bonita y fina, pero iba un poco ebrio. Arreglamos rápidamente las presentaciones:
Thierry se sienta junto a mí. Yo les cuento la historia del hombre con una creciente
debilidad, de la mujer que se identificaba con la Noche, del árbol de la ribera, de la
sombra que subía y subía…
Todo relato tiene un final. No podía eternizarme… Cuando acabé con la palabra
«ciego», me respondió un grito.
Thierry estaba fuera de sí. No controlaba sus impulsos y se lanzó sobre nosotros con
las fuerzas multiplicadas por un arrebato de rabia contenida durante mucho tiempo. A
pesar de nuestros esfuerzos, consiguió golpear a Cuttoli en la cara, quien, en la pelea,
perdió un zapato. Solo después de haber arrancado los cables de la electricidad
conseguimos llegar a la escalera y después a la calle, abandonando nuestras carteras
donde llevábamos documentos, partituras y manuscritos, el fruto de nuestro trabajo de
semanas.
—Tal vez: pero nuestro hombre estaba todavía en Oriente, de regreso de una
cruzada ordenada por el rey San Luis, y a petición de los propios infieles…
—¿?…
—… Por una vez, en 1240 quisieron asociarse a los cristianos para echar de sus
tierras a las hordas de Gengis Khan… Augier se había echado al mar, navegaba hacia
las costas de África.
—¿Y entonces?
—No.
—¡Thierry de Sauldre!…
Mi alegría no ha seguido los mismos cauces que la del Gitano. No obstante, tampoco
tiene límites.
Capítulo 17
Julio-agosto de 1966
Hermes Trismegisto
… Y ahora, reflexionemos.
A menos, claro, que el profanador quiera seguir adelante con su osadía; pero eso
conlleva riesgos y peligro.
Los fatídicos once años posteriores a que saliera de la imprenta el primer ejemplar
de esta obra han tardado mucho en pasar. Al parecer, no desvelé ningún arcano mayor,
ni siquiera inconscientemente, a lo largo de las páginas precedentes. Y mejor que así
sea.
El público eficaz (en el sentido que se quiera entender) de los Enchantements sur
Paris[30] —el que lee entre líneas— tardó en aparecer. Tal vez a causa de la ambigüedad
del título. Ahí de nuevo abordamos el universo de la fantasmagoría cotidiana del que
apenas hemos salido, un «ambiente» que es a la vez paradójico, paciente, sonriente,
afable y también terrible en ocasiones.
Las primeras reacciones de los lectores (al menos las que conozco) fueron muy
diferentes de los mensajes que recibí después (en total 338 cartas, más innumerables
testimonios orales).
Todo comienza el 1 de agosto de 1954, con la increíble historia del edificio del
número 61 que voló por los aires, en el muelle de la Tournelle (delante del puente del
Arzobispado). Un edificio que databa de mediados del siglo XVII, señorial, con una
bonita fachada de piedra de sillería. El gas de una lámpara se había acumulado en una
habitación, aunque nunca llegaremos a saber si la ocupante alimentaba de verdad
tendencias suicidas. El olor causó primero extrañeza y después preocupación. Avisaron
a los bomberos del cuartel de Poissy. El resultado: en un segundo,
¡Brrraaauuuummmmmmmm! Adiós techos, suelos y paredes. Vidrios volatilizados.
Una jaula vacía, cubierta de restos de los que, por fortuna, solo sacaron cinco cuerpos,
entre los que se encontraban los de dos jóvenes bomberos[32]. El estanco que estaba
junto al lugar del desastre se transformó en morgue. La deflagración se había sentido
prácticamente en todo París. La conmoción era grande. La prensa y la radio sembraron
sus plañidos de detalles horribles, cosa que cabía esperar. Sin embargo, al día siguiente,
un comentarista de la actualidad contó con total tranquilidad en France II que había
leído cierto libro (citó Enchantements y dio mi nombre) en el que se estudiaba cierto
«perímetro maldito» de aquel sector del Viejo París… (Es verdad que la casa del
siniestro resultó ser inmediatamente contigua, por el lado de la calle de Bièvre, de la
destruida del viejo Hubert).
… Hay que tener algo en cuenta: entre los habitantes de la Mouffe, ya sean
autóctonos o recién llegados, reina una especie de paranoia colectiva, tópica; su
susceptibilidad se dispara con gran facilidad y en proporciones, en dimensiones
desconocidas en cualquier otra parte. Así toda la población pensante, alfabetizada y
descifradora de la Mouftaga se abalanzó sobre los ejemplares de aquel semanario, que
se acababan rápidamente, pues trataba asuntos de la Via Mons Cetardus y las zonas
vecinas, y, por entonces, no había nada más importante en el mundo.
Para mi profundo estupor, que primero fue indignación y después diversión (pues
había motivos para reírse), Louis Pauwels, autor del artículo, afirmaba: «Mis esfuerzos
para obtener información sobre el señor Jacques Yonnet han fracasado, pues no he
podido encontrarlo…». Y mira que era sencillo; pero, un momento, todavía hay más
sobre mí: «Supongo que J. Y. no ha dicho ni una vigésima parte de lo que sabe por
prudencia. Pero esa vigésima parte nos basta por el momento…». Y, mucho más
adelante, para concluir el artículo, bastante bien escrito por otra parte, me definía (de
nuevo yo pagaba el pato): «Poeta, aventurero de las callejuelas nocturnas, historiógrafo
y tal vez guardián de importantes secretos…». Pauwels había dado en el clavo,
probablemente sin imaginárselo. La gente leyó sus frases, las comentó y las discutió;
algunos las aprobaron y otros las refutaron. Prácticamente nadie se quedó indiferente.
El ambiente para mí se volvió más respirable. Al menos durante unos días, porque
poco después tuve que asistir a la invención, al fomento, a la elaboración de mi propia
leyenda, sin poder matizar o desmentir nada. Mi fama llegó a «territorios» familiares
mencionados y descritos en este libro: tanto en la Mouffetard, como en Maubert, en los
Muelles, en las Islas, en todo Les Halles, hasta Grenelle y Montmartre, e incluso en
lugares suburbanos como les Puces, Bicêtre o Gentilly conocían mi leyenda. Así, mis
«interlocutores válidos» no concebían que pudiera ocurrir nada singular o extraño —
incluso muy vagamente— en lo que yo no estuviera más o menos metido. Me colgaron
el sambenito de maestro del misterio y de la magia potagia, que todavía hoy sigo
llevando. Aunque quizás sea el único, estoy totalmente seguro de mi absoluta y
voluntaria neutralidad. No obstante, me sigue intrigando la vinculación de hechos y
recuerdos, la sucesión o la imbricación de acontecimientos de naturaleza diversa que
acaban uniéndose, sumándose, sin llegar a confundirse, que se corroboran, se admiten y
se justifican unos a otros, en una «danza» bizarra dominada por cierta gracia, que, a
veces, llega a ser majestuosidad. A través de estas manifestaciones del Destino en
estado puro se revela una especie de equilibrio eminente y esencialmente inestable,
precario, fugaz, peligroso, explosivo, pero que no deja de ser un equilibrio. No obstante,
desconozco si yo, que soy quien lo «polariza», lo observa y lo ratifica, actúo como centro
de gravedad o de polígono de sustentación. ¿Seré el único de mi especie? No. Todo el
mundo se encuentra en la misma situación, aunque en grados diferentes, incluso y
sobre todo los hombres primitivos. Es un detalle, una «facultad» que estos últimos han
optado por ignorar, o por fingir ignorar, que viene a ser lo mismo. ¿Son superiores a
nosotros? El Porvenir lo dirá. (El famoso imperativo de que para juzgar una época se
necesita tener cierta distancia)… ¿Pero qué es el Porvenir?
En este punto apelo a todos los que se hayan interesado por leer este libro.
Sí, su parodia. Los «espíritus burlones», tan queridos por Allan Kardec y que tanta
diversión proporcionaron a los burgueses aburridos de finales de siglo (un golpe para
sí, dos para no) no son solo la prueba de una desconcertante ingenuidad o de una
grosera «incultura». Un campo de humor (a menudo negro por cierto, ¡André Breton!)
nos rodea, nos baña, nos penetra, y ¿quién sabe? quizás también nos determina, igual
que la energía en la constante de Planck.
… Un ejemplo, a continuación.
Mi eminente «consejero» me propuso ir a tomar una copita a un bar que estaba allí al
lado. Una sugerencia de esta naturaleza equivale, a mi entender, a un mandato
conminatorio que tiendo a obedecer en el acto, sin que ni siquiera la guerra pueda
suponer un obstáculo (como ya ocurrió en su momento).
El sol brillaba rojizo. La tarde llegaba a su fin con una desenvoltura extraña.
Raymond Queneau y yo nos encaminamos sin dilación hacia un sitio donde beber. No
habíamos recorrido ni veinte metros cuando nos tropezamos (eufemismo) con la mata
de pelo lanosa, más blanca que negra, de René Debresse, quien aparentemente
albergaba (de nuevo otro eufemismo) intenciones paralelas a las nuestras. De manera
completamente inesperada, nuestro trío llegó a un bistró tan insólito que parecía sacado
de un sueño, en la esquina de la calle de Beaune con Lille. (Ahora es una tienda de
antigüedades). En el fondo de la única sala, oscura y casi inquietante, donde relucía
permanentemente y casi a su pesar una avara lamparita, había un mostrador muy bajo
y largo, de madera, recubierto de linóleo. Eso es algo que ya solo se ve en el campo
profundo, donde la gente vive en una economía cerrada. El patrón gordo y risueño,
vestido con una camisa de cuadros, permanecía entre la pared y el mostrador,
imperturbable bajo decenas de salchichones colgados, de diferentes orígenes y más o
menos empezados. Se había asignado como única misión vigilar con los dos ojos, uno
soñador y el otro fijo, dos montones de calderilla, que justificaban por sí solos la
existencia del linóleo del que hablaba antes. A la derecha, la gris y despreciable
chatarra; a la izquierda, las monedas doradas. De vez en cuando, algunos escasos
billetes y monedas blancas se deslizaban sin ruido en el gaznate ávido de un cajón
entreabierto. Ahí es donde iba el dinero. Ya se sabe que no hay que tentar a la suerte. El
suelo era de baldosas rojas y habían esparcido por encima un poco de serrín discreto. A
modo de mesas y de sillas, había toneles y barriles reformados que el cliente (y nadie
más) limpiaba con una servilleta cuando le parecía necesario. Lo juro: como
autoservicio estaba muy bien pensado. Después de limpiarte tú mismo la copa, tenías
que servirte tú mismo de una de las cuatro espitas de otros tantos barriles colocados
sobre caballetes. El vino tinto peleón era la opción más usual, pero también había otro
tinto de más calidad, o al menos que se consideraba como tal, un vino blanco y otro
rosado. Nada de cerveza, ni tampoco aguardiente de ninguna marca, ni de ningún
sabor. El despistado que pasara por allí, el cretino o el enclenque mezquino que tenía la
ocurrencia de pedir (¡pedir, en un sitio como aquel!) una infusión (tampoco es para
escandalizarse, cosas peores se han visto) o un aperitivo clásico, como un dubonnet, o
incluso un pastis, era humillado y se iba a toda prisa, lleno de vergüenza y rojo como un
semáforo cuando obtenía como única respuesta que el dueño se encogiera de hombros y
le echara una mirada de conmiseración tan insufrible que el tipo en cuestión se iba a
toda prisa. Al fin y al cabo el Espectro de la Muerte Roja existe, ¿no?
El habitual que quisiera matar el hambre con algún tentempié, tenía que llevarse su
propia rebanada de pan, y el tabernero, sin abandonar en ningún momento su trinchera,
la aderezaba con rodajas del embutido de su elección, que oscilaban del rosa pálido al
violeta, según lo curado que estuviera el embutido y el ajo que llevara. Para cortarlas,
utilizaba un instrumento con el mango de plata adamascada, un puñal kurdo que
afilaba sobre un trozo de cuero hasta que estaba lo bastante cortante. Por todas partes,
colgaban de unos cordeles lápices y tacos de papel, sujetos con pinzas para la ropa. El
borracho que se quedaba sin blanca hasta el siguiente sábado consignaba
escrupulosamente en el cuaderno que llevaba su nombre las deudas que había
contraído, y que saldaba en cuanto tenía algo de dinero. Un vaso o veinte, un tentempié
o varios, cada uno llevaba sus cuentas —sin redondear nunca jamás— y cogía el cambio
de los montones de monedas del mostrador.
Estaba en el saco. Nos tomamos unos tragos y, después de saldar nuestra cuenta y
ocuparnos con la debida educación de la de nuestros invitados, nos largamos
dignamente. Sin embargo, como somos unos bebedores empedernidos, después de
haber pasado a saludar a los excelentes carboneros y dueños del bistró Carrière y de
disfrutar del afable humor de la familia Lacour, subimos hasta el Buisson d’Argent, en
la esquina de la calle du Bac, donde nos reencontramos con los cuñados Rigoulot y Félix
Miquel. Raymond Queneau tuvo que volver a su remanso de trabajo y de meditación
donde tareas más serias y urgentes requerían su presencia… Sin embargo, cuando René
Debresse (Dominique para los íntimos) y yo nos encontramos en situaciones como
aquella, sentimos la inclinación de dejarnos llevar y hacernos confidencias mutuas. Y
además, los dos habíamos sentido —y esto nos servirá para después— cierta llamada,
cierta impresión, quizás habíamos percibido cierta señal…
Por algún motivo, sentíamos que iba a ocurrir algo. ¿Pero el qué?
Volvimos sobre nuestros pasos y, sin darnos cuenta, llegamos a nuestro punto de
partida. Los enanos seguían allí, hablando acaloradamente. Después de haber hecho
recuento de sus pequeñas preocupaciones profesionales y familiares, daban su opinión
lúcida, amarga, definitiva e inmisericorde sobre la política mundial, que no era
agradable, ah, no, nada agradable.
Unos diez días más tarde, el destino de los Enchantements estaba decidido. Tuve una
reunión con Robert Kanters en la editorial Denoël, que está en el quinto pino. De allí
volví a pie. Como no podía ser de otro modo, mis pasos me llevaron a la calle de
Beaune, hacia el antro de los toneles. ¡Oh, mis antepasados! Como diría el zapador
Camember: «Me dejas estupefacto y traspuesto…».
Imagínense. Con mi metro sesenta[33] por encima del nivel del mar —a marea baja se
entiende, y con el viento en contra—, me encuentro sacándole la cabeza y medio torso a
toda una horda, una tribu, una invasión, una hermandad… ¿qué sé yo? de mirmidones
del tipo retráctil, reunidos en pequeños grupos según sus liliputienses afinidades, que
bebían sin freno (en vasos de tamaño normal) mientras charlaban tranquilamente.
Tranquilamente, sí: pues no paraban de dedicarse palabras corteses y por cualquier cosa
se daban un apretón de manos «de gente mayor». Al fondo, Didot-Bottin, acodado en la
barra tras realizar proezas casi acrobáticas (el primer radial externo y sobre todo el
nacimiento del músculo ancóneo, sin querer ofender, a la altura del hueso temporal),
parecía saborear la situación y delectación que probablemente compartía con el señor
Antoine, que bebía a su lado. Pero el señor Antoine tenía la misma cara de asombro que
durante nuestro primer encuentro. Y yo me puse a reflexionar. Tras un primer examen
visual, comprobé que aquellas personas (todas de sexo masculino) no presentaban
ninguna de las características que definían (al menos en general) a los enanos de circo:
dedos, miembros, cortos y regordetes, macrocefalia, prognatismo más o menos
pronunciado, y a veces un acento curioso (muchas veces húngaro). No, nada de eso.
Eran modelos a escala reducida, simplemente, pero no tenían ninguna deformidad ni
desproporción. En pequeños corrillos se contaban sus vidas, se escuchaban
mutuamente complacidos, sin perder una oportunidad para mostrarse de acuerdo,
asentir a esto, suscribir aquello, y aprobarse unos a otros. Y en ninguno de aquellos
coloquios se usaba el tuteo. Me costó un poco acercarme al dueño.
—¿Y bien…?
—Pues ya ve… —repitió él, con un ojo abierto y el otro medio cerrado—, no
comprendo nada.
En los días siguientes, no tuve tiempo libre para pasarme por la calle de Beaune, ni
para observar el apogeo del fenómeno. Muchas semanas después, supe que cierta noche
el fenómeno alcanzó cotas alucinantes: habían debido de proliferar en progresión
geométrica. La multitud de enanos, más nerviosos, más ruidosos y agitados de lo
normal, había invadido no solo el establecimiento de los toneles, sino la acera y los
bistrós vecinos… Después de eso, sus incursiones se espaciaron. Su comunidad
espontánea se diseminó, se dispersó, desapareció, se volatilizó igual que había nacido,
sin que nadie pudiera atribuir aquellos hechos a ninguna causa determinada.
Por suerte, no soy el único que recuerda aquella invasión enanil. Es un hecho
evidente, reconocido y ratificado: lo que escribo no es ningún cuento que me hayan
contado. Al contrario, estas cosas ocurren. O podrían ocurrir, que viene a ser lo mismo.
Los surrealistas inventaron el «cadáver exquisito»: ahora, yo hablo del «malestar
delicioso», que he sentido en varias ocasiones —a lo largo de casi medio siglo— cada
vez que me topaba con algún asunto que disparara mi asombro por las nubes.
Corría el año 1920 o 1921: por tanto tenía cinco o seis años. No obstante, mi memoria
de niño y su mecanismo inclemente, que se activó precozmente, se remontaban a los
años 17 y 18: ¡benditos años! Los zepelines y los aviones alemanes sobrevolaban París,
más tarde llegaron el Gran Berta, las alertas nocturnas activadas por los bomberos, las
carreras de los pisos superiores a los sótanos, el terror de la gente y a menudo el pánico.
Recuerdo que, cuando siendo un chiquillo me traqueteaban como a un fardo de ropa,
era perfectamente inconsciente del peligro, tampoco demasiado serio por otro lado, y
que desbordaba felicidad. ¡Qué incomparable alegría gratuita! Cuando los hombres
volvieron a casa, todo se volvió mucho más monótono, y les guardé rencor por ello. Lo
que quedaba de mi padre y tíos volvió (al barrio Saint-Paul, cerca del ayuntamiento) a
las casas, apartamentos, habitaciones, buhardillas y demás lugares de cobijo, ocupados
ya desde antes de la tempestad por los miembros de mi vasta familia, que había sufrido
algunas bajas. Mis dos tíos más próximos legaron, además de sus nombres al hijo de su
cuñado (que «lucen» en mi acta de nacimiento), sus patronímicos a la historia
contemporánea. Bueno, ya me entienden, ¿no?, a esa historia pequeña, pequeñita. Esa
que tanto gusta a los maníacos, a los quisquillosos, a los que se pierden en los pequeños
detalles y en las leyendas.
… Mis sueños. Desde que existo, me parece que nunca he tenido ni el menor
instante de sueño «completo». O vacío, como se prefiera. No sé dormir como si no
estuviera allí, usando las palabras de cierta antigua niña. En cada ocasión, saboreo con
una delicia inefable la aprensión que preside siempre mi entrada inmediata y sin
dificultad en el universo de fantasmagoría delirante, colorida, sí, colorida, del sueño
reciente, interrumpido a disgusto, cuyo hilo se retoma como en los «folletines» del cine
mudo de otras épocas. En la época que ahora evoco e invoco (cuanto oco y oco, está
claro que esta no es una lengua de Oíl), mi universo onírico siempre se reorganizaba
alrededor de un tema sugerente.
Todos estos temas disparatados, que daban tanto que pensar y que aquí solo puedo
enumerar de manera muy incompleta, poblaron durante mucho tiempo mis sueños con
sus demostraciones vehementes, silenciosas. Enseguida, un jefe irresistible, un maestro
del ballet, un «ensamblador» habría dicho Giradoux, una figura prestigiosa surgida de
lo más recóndito de mis demencias pueriles consiguió orquestar aquel tumulto
incoherente. Era a la vez mi Tintín, mi James Bond, mi Davy Crocket, mi Robín de los
bosques. Se llamaba Jesús.
¡Sí! Jesucristo. Mi campeón, mi gran hombre, mi ídolo o casi. Pero no en el sentido
que podría esperarse. En mi mente se había construido —por sí sola, ¿acaso puede
construirse un sueño?— una noción de Jesús muy particular: era el Gran Artero —y sin
malicia lo digo—, el Embaucador Trismegisto, el Farsante perfecto a gran escala. Y todo
ello gracias a los libros encontrados en casa de mi abuela. El prestidigifarsante del museo
Grévin estaba acabado. Su agua transformada en vino no era potable. ¡La de Cristo sí!
Curar con una mano al ciego y con una sonrisa al sordo, hacer aparecer con un solo pie
montones de peces que nadie había visto antes, mientras que con el otro caminaba
tranquilamente sobre las aguas de Tiberíades. ¡Y no nos olvidemos de los panes! ¡Ni de
la tempestad apaciguada!… ¡Ni de la Ascensión!…
No ocurrió lo mismo con otro personaje tan barbudo como el primero, pero
particularmente odioso para mí. Hablo de Jean Jaurès, al que se tenía en gran estima en
mi casa. Cuando papá y mis tíos, a menudo reunidos en largas veladas, evocaban «sus
batallas» respectivas (Verdún, la cota 306, la granja del Priorato, y sobre todo Salónica,
Monastir y los Dardanelos), yo prestaba mucha atención, pero el demonio de la «cosa
social» habitaba en las conciencias de aquellos cuñados demasiado honestos. E incluso
las mujeres se incorporaban a la conversación. Alguien soltaba una palabra como
«delegado», «parlamentario» o «Dreyfus», y ya la habíamos jodido. La conversación se
centraba en un montón de cosas polvorientas, abstractas, interminables sobre las que no
entendía ni jota. Muy a mi pesar me iba a dormir. Jaurès, Jaurès y de nuevo Jaurès. Su
foto estaba por todas partes, en un portafotos (junto a otra, terriblemente fea, de Louise
Michel), en postales, incluso en medallas y en insignias fetiches. Lo detestaba hasta
extremos inimaginables. Esas noches, me esforzaba por dormirme muy rápido, para
reunirme con mi querido Jesús. Al menos con él no te aburrías nunca.
… Aquel jueves, como iba diciendo, tuve que ponerme mis zapatos de charol,
cuidadosamente lustrados, y vestirme con cierto trajecito marinero que se completaba
con un birrete coronado con un pompón rojo, regalo de la tía Dumas (a quien quise
matar durante mucho tiempo). Me conminaron a «portarme bien», lo que no anunciaba
nada bueno, y me enviaron a casa de mis tíos, que vivían en la puerta de al lado.
Cuando llegué, no estaban solos. Además de otros personajes que se habían confundido
con la decoración hacía ya tiempo, reconocí a tres personajes familiares: Victor
Griffuelhes (otro barbudo más), Pierre Laval y Léon Jouhaux, que efusivamente me
subió a sus anchos hombros. Todos iban vestidos con sus mejores ropas. La cohorte,
inmersa en una acalorada discusión, cruzó el Sena y llegó a la plaza del Panteón. Nos
topamos con un control de polis (entonces todavía los llamábamos tringlots) que nos
abrió paso: porque «nosotros» éramos Autoridades.
Había un estrado con baldaquín rojo junto a un monumento cubierto que iban a
inaugurar de inmediato. Habían esculpido a Jean Jaurès con un redingote, inclinado
sobre una mesa, con las cejas levantadas, mirando al vacío y con la barba al viento,
habían respetado su legendario cuello de toro, y tendía una mano derecha gorda, con la
palma hacia arriba, en un gesto convincente. A pesar de mi tierna edad, aquel horrible
mamotreto me extrañó de una manera que no podría explicar. Por suerte, no se trataba
más que de un «proyecto en firme», un trozo de yeso adecentado para la ocasión del
que más tarde sacarían una réplica en bronce. Claro. Entonces llegaron los discursos.
… No hubo más discursos. La precaria «estatua», que retiraron esa misma tarde, no
se entregó al Depósito de Mármoles. Yo estaba desbordante de alegría. Me llevaron,
manu avunculi, a casa, por donde no volvieron a aparecer ni Pierre Laval, ni Léon
Jouhaux después de ese día.
… A mis quince o dieciséis años, conocí las últimas palabras atribuidas a Juliano el
Apóstata, «el Emperador a su pesar» del Palacio de las Termas: «¡Has vencido,
Galileo!».
Alguien podría hacer la observación de que la anécdota precedente tiene muy poca
relación, al menos a primera vista, con el «espíritu» de los Enchantements.
¡Pues nada más lejos! Desde luego que la tiene. Si sigue leyendo, me dará la razón.
En este libro, intervengo mucho más como un testigo (en el sentido inglés, más
amplio y más preciso de witness[38]), que como fabulador preocupado únicamente de las
quimeras creadas por él mismo, pero que antes o después están ligadas a su destino,
eminentemente estéril, de quimeras.
Ya habrán leído (cf. p. 147) la historia de los sucesivos golpes de mala suerte que se
cebaron con el puente de Saint-Louis, «maldito por los gitanos», en plena Guerra de los
Cien Años[39]. Faltaba un detalle, un epílogo, que expongo a continuación sin aderezos.
—Sobre todo, no los canses demasiado —me había dicho el coronel, para quien un
servidor trabajaba como secretario fiel, atento y ávido (al mismo tiempo que ejercía de
director del Ballonnet, journal du front).
En estas circunstancias, llegó a mis oídos una historia: un soldado de origen italiano,
llamado Victor Lolli, casado y padre de familia, fue a hablar con el suboficial que
actuaba de jefe de obra.
—No tengo los ánimos necesarios para trabajar esta mañana. No soy yo mismo.
Necesito un día de «permiso»…
—Es una tontería. Justo antes de que me movilizaran, trabajaba como ebanista en la
tienda de un anticuario de la calle Saint-Louis-en-l’Isle. Tres o cuatro veces al día,
cruzaba el puente que lleva a la Cité. Me gustaba ese barrio tan bonito. Pues bien, esta
noche, o más bien esta mañana, a eso de las cinco, he tenido una pesadilla, aunque casi
nunca sueño: «mi» puente se derrumba en el peor momento. Sin más, de golpe. Sé muy
bien que no es posible, pero desde que lo soñé, no estoy bien. Tengo, por así decirlo,
vértigo, como… como ganas de vomitar.
—Está bien. Ve a dar un paseo, escribe a tu casa… Pero no te dejes ver demasiado…
Varios antiguos camaradas, con los que me encontré después, se acuerdan bastante
bien de lo que acabo de contar y estarían dispuestos a dar su testimonio. Debo añadir
que, todavía en nuestros días, los especialistas consideran el derrumbamiento del
puente de Saint-Louis (que causó una sola víctima, una mujer que me gustaría
identificar) mucho más un «fenómeno» que un accidente, porque se escapa a cualquier
explicación racional.
… Haber observado, confirmado, aunque solo sea una vez en la vida, un hecho de
esta naturaleza, que no levanta ninguna sospecha y del que están excluidas las
supercherías, confiere a la vida un sentido, un peso, que la transpone, que la eleva, que
la magnifica.
Era el mes de junio de 1940, después de la debacle de las Ardenas. En medio de una
nube de insectos, un puñado de heridos sangraban sobre las baldosas de una iglesia
transformada en Kriegsgefangenenlazarett[40]. Estaba allí, herido como los demás. Junto a
mí había un joven negro de una belleza temerosa y ágil, a la vez pantera y gacela.
Contaba su edad en lunas. Debía de tener unos dieciocho años. En su placa había un
solo nombre: «Congo», y unos números. Le faltaba un pie.
Un argelino, a quien le faltaba un ojo, empezó a explicar sin ninguna acritud que,
contando a todas las víctimas posibles de la malaria, de las moscas tsé tsé, de la peste,
de la lepra, de la elefantiasis, de las guerras entre tribus, de los sacrificios religiosos, que
la dominación europea había evitado en África y en otras partes, no se llegaría ni a una
décima parte del número de negros, árabes, hindúes, chinos y otros que habían sido
masacrados por una causa que les era totalmente ajena, por una causa europea.
Y dejándose llevar afirmaba que, a pesar de todo, la guerra justa es una institución
de Alá y que las personas que repudian la idea misma de la guerra no tienen cojones y,
si los tienen, solo lo demuestran de vez en cuando, no siempre.
—En mi país hay bosques tan sombríos y con un follaje tan espeso que los animales
que viven allí temen enfrentarse a los rayos del sol. Se les quemarían los ojos. Miles de
especies de bestias pueblan nuestros bosques: las hormigas, sobre todo, son legión. Hay
algunas que alcanzan un tamaño desconocido aquí y que edifican verdaderas fortalezas,
más altas que nuestras cabañas; hacen tanto ruido con sus patas y sus mandíbulas que
su presencia se advierte desde muy lejos. Incluso las fieras se desvían de su camino para
evitarlas.
»Por otro lado, está la sabana, donde todo es amarillo y está seco por la inclemencia
del sol. En la sabana viven también las hormigas rojas, que se comportan con una
audacia y una ferocidad espantosas: llegan incluso a atacar a las grandes serpientes, a
las que primero ciegan y después, metódicamente, disecan para enterrarlas y
almacenarlas para la época de lluvias.
»Sin embargo, de vez en cuando, después de periodos de paz irregulares, que van
de varias semanas a varios años, las hormigas negras y las rojas —que no tienen razón
para pelearse, ni por sus presas, que no son las mismas, ni por su hábitat, ya que unas y
otras morirían si tuvieran que abandonar la luz abrasadora o la sombra templada—
entran en guerra. Parecen acordar con antelación un campo de batalla cómodo, casi
siempre un claro, junto a un arroyo o a un pantano. Los pájaros, que parecen avisados,
esperan el festín. El día acordado, los soldados de uno y otro bando se ponen en
marcha, lenta y eficazmente, hacia el lugar establecido: las negras llevan hojas que usan
como parasol para evitar una posible insolación.
»Solo nuestros adivinos y nuestros brujos —dijo Congo— saben prever con
precisión y antelación las fechas de las batallas de hormigas. Las leen en el cielo, en el
humo, en la ceniza y no se equivocan jamás. Por el contrario, las hormigas no tienen por
qué saber ni entender nada, aparte de la orden, jamás discutida, de destruir y de dejarse
partir en dos, a millones.
»Vosotros, los blancos —concluyó él— actuáis igual que las hormigas. Obedecéis las
órdenes que recibís de quién sabe dónde, y solo vuestros adivinos y vuestros brujos —
sí, los tenéis, aunque no se parecen a los nuestros, y no siempre se desenmascaran—
pueden prever, esperar y están capacitados para observar, si no aprobar, las
consecuencias, pero sin poder conjurarlas nunca. Así que no sois ni más fuertes, ni más
listos, ni más libres que las bestias de la sabana.
La herida de Congo no cicatrizaba. Y llegó la gangrena. El chico negro murió sin una
queja y sin el menor lamento, a principios de julio. Lo enterraron en Nogent-sur-Seine.
Llegué justo a tiempo para acompañar a los improvisados guardias de honor que lo
enterraron, bajo la mirada más de asombro que de desprecio de los centinelas alemanes.
¡Tanto miramiento y respeto por el cadáver de un negro! Inconcebible…
Desde hace treinta años, siempre que me veo envuelto en algún acontecimiento
insólito o bien puedo observarlo de cerca, se me brinda la posibilidad, siempre desde el
exterior y de forma fortuita, de explicar aquello que he sentido publicando un
testimonio fresco y duradero en alguna hoja amiga. Así fue como, en octubre de 1955,
entregué a la revista Bizarre de la editorial Pauvert un estudio titulado Universe Virgule
Cinq.
Eran cuatro páginas encantadoras de frases afectuosas y bien construidas, sin una
falta de ortografía.
Yaya, ¿por qué me ocultas tantas cosas? Me gustaría que me las contaras…
—¿Tiene noticias? Por dios… Hay centenares de adivinos así en París. Todo el
mundo lo sabe, a ver…
Os traeremos al país
El centro de la cueva se parecía a una pista en la que habían esparcido arena y serrín.
El griot se lanzó.
Iba desnudo salvo por una tela enrollada a la altura de los riñones. De ella, colgaban
saquitos, garras de felinos y diferentes talismanes, además de dos cascabeles.
Los rostros de los negros que formaban la orquesta (cerca de una treintena) se
fueron poniendo progresivamente tensos, agresivos, malvados, feroces, antes de
«recomponerse», de sosegarse, de afinarse, de volver a una calma casi hierática, que
prácticamente no pertenece a este mundo: vibraban, ellos también, con ese temblor
imperceptible «que hace que las cosas zumben». Un fenómeno que podría relacionarse
con aquel otro, terrible, que se constata a veces en alta montaña, cuando el piolet de un
alpinista sorprendido por una tormenta incipiente se cubre de electricidad estática y
empieza a emitir sonidos extraños.
Al mismo tiempo, el griot había empezado a girar sobre sí mismo, como una
bayadera, como un evzone, como un derviche, como una peonza. Agotado, cayó de
bruces sobre el serrín del suelo.
Por turnos, los negros (los de mayor edad primero) pronunciaban unas breves
palabras que por supuesto yo no entendía, pero entre las que me pareció distinguir
nombres de lugares y personas por la repetición de algunos vocablos. El griot, boca
abajo y con los brazos en cruz, respondía con una voz jadeante, entrecortada y lejana.
De nuevo, era una voz venida de otra parte. Ninguno de los que planteaban las
preguntas intervino más de una vez. La «experiencia» duró varias horas. Sin embargo,
tanto mi amigo sacerdote como yo perdimos totalmente la noción del tiempo. La voz
del griot se volvía cada vez más débil, como si aquel hombre inmóvil hubiera gastado
inmensas cantidades de energía en su estado de aparente inconsciencia.
El negro que parecía actuar como maestro de ceremonias (cabellos blancos, rostro
surcado de arrugas y aparentemente muy viejo) levantó ambas manos. Era una señal.
Entonces tuvo lugar una de las operaciones más extraordinarias que haya observado
jamás.
… Por fin, el cuerpo tendido del griot pareció aletargarse —reunirse—, aflojarse. Se
retorció como un cordel en una sartén con aceite. Dos de sus robustos congéneres lo
agarraron cada uno por un brazo y lo pusieron en pie. A él le fallaban las fuerzas. Se le
iba la cabeza. Estaba literalmente destrozado. Los otros lo vistieron con gran cuidado. Y
la compañía se dispersó. La escalera por la que subimos daba a un pasaje que bordeaba
el café por el que habíamos entrado. Había amanecido. Los guardaespaldas metieron al
griot en un coche que se alejó a toda prisa.
El padre Germain y yo caminamos en silencio por las calles desiertas: la plaza Saint-
André-des-Arts y la incoherencia, la falta de pudor de aquella masa de edificios
reventados, con las tripas al aire desde 1840; la calle Hautefeuille y la torrecilla de los
curas de Fécamps, allí donde duerme y vela la enigmática Sirena (¿pero quién lo sabe?).
Al cabo de un momento, el sacerdote dijo:
—… Aparte del asombro y del efecto sorpresa prolongado… ¿no ha sentido nada
especial?
—Sí. Por segunda vez en mi vida, he sentido vértigo: una pérdida del equilibrio, una
atracción hacia el vacío.
—Cuéntemelo todo.
—… Había oído y leído que el vértigo existía. Una sensación que jamás había tenido,
ni siquiera en sueños. En mi juventud, me entregué para provocarla a las más estúpidas
osadías: caminé por los andamios de la catedral de Chartres, sobre las almenas de
Chambord; trepé a los cables de fijación de un avión Morane que estaba para el
desguace; subí hasta lo alto de escarpados acantilados, de cornisas de las montañas de
Val d’Isère, allí donde el vértigo no perdona. Y nada. Después, llegó la Liberación. En
septiembre del 44, olvidándome de que seguía siendo militar, volví al periodismo. Un
día, Albert Bayet me mandó entrevistar al jefe de la policía de la época: el señor Luizet.
Aunque no iba con ninguna recomendación especial, aquel alto personaje me recibió en
sus apartamentos con una cortesía y una deferencia completamente desproporcionadas
por la diferencia entre su rango y el mío. Primero me pareció divertido, pero
rápidamente se volvió pesado y después inquietante. La entrevista tuvo tanto interés
que olvidé totalmente el motivo, cosa que no me suele pasar. Sin embargo, por respeto a
las susodichas costumbres, pedí al jefe de policía permiso para dibujar un croquis
rápido de su cara con el que ilustrar mi artículo. (Aunque sobre todo era para
interrumpirlo). Tardaría dos minutos. Todavía nos veo allí: a mí, de pie, con un
cuaderno y con la sanguina en la mano, y al jefe, pensativo, sentado en un sofá junto a
un perro dormido (un perro de pelo largo, sedoso, muy brillante y de color blanco
rosáceo: en ninguna parte he visto a un animal semejante). Procedí, como de costumbre,
a hacer un esbozo rápido y, para no eternizarme, contemplé a mi modelo con una
atención más sostenida, más intensa de lo normal. Entonces sentí, percibí,
prácticamente vi una llanura, una estepa, un territorio ilimitado y completamente vacío,
desesperadamente llano y blanquecino, y al mismo tiempo me pareció que empezaba a
caer en picado, como en un ascensor descolgado. Me puse pálido y sentí que me iba a
desmayar. El jefe de la policía se dio cuenta:
—Esta noche todo ha sido diferente. Al pensar en ello, me doy cuenta de que ni
siquiera es comparable a la primera vez. Primero, está el decorado: aunque el «ambiente
de cava de jazz» debería resultarme familiar, no estoy acostumbrado a sentirme tan
fuera de lugar, al menos en París. Y menos en compañía de negros. Mientras que las
melodías, los acordes y los ritmos particulares de los gitanos —y también de los judíos,
cuando tratamos su lejano folklore—, me incitan a pensar, soñar, extrapolar (es decir:
reconstruir), las cadencias sonoras específicamente negras[41] de las que ayer por la
noche fuimos prisioneros, casi víctimas, incitan e invitan a un abandono total, a «un
olvido de uno mismo» que se parece, y bastante peligrosamente, al efecto de ciertas
drogas paralizantes. Tengo la impresión, ahora que volvemos a respirar, de que me
cogieron con la guardia baja. Mientras que usted, un viejo africano…
—¡Eh, eh!… No vaya tan rápido. Alguien[42] escribió: «No se puede conocer Rusia,
solo existen diversos grados de ignorancia…». Podría decir lo mismo de África, donde
he vivido medio siglo. Vuelva a su «vértigo».
—… No fue desagradable, pero sí extraño, increíblemente extraño. Creo que caí bajo
el poder de los encantamientos en cuanto empezaron: o se es buen público o no. He
dicho que «caí», pero no se trató de una caída vertical, sino lateral. Eso es: lateral. Me
desplazaba en sentido horizontal en el tiempo y el espacio, sin poder resistirme, a una
velocidad de locura, avanzando en dirección opuesta al planeta (si eso hubiera ocurrido
unos meses más tarde, habría usado expresiones como «puesto en órbita» o
«sputnikficado»). Atravesé milenios invadido por una especie de tranquilidad bárbara,
de una voluptuosidad casi animal (y no bestial) que nunca había sentido. Bajo la
sujeción absoluta del griot en estado de trance, me sentí imperiosamente,
indisolublemente ligado a todos esos negros allí reunidos. Por emplear una expresión
muy degradada: estaba en su misma longitud de onda. Solo ahora, liberado de esa
influencia, siento un malestar. Exactamente: un miedo retrospectivo. ¡Y eso es algo que
conozco muy bien! Sin embargo, hoy, en esta precisa ocasión, no sé a qué se debe, ni
cuál es el motivo de ese miedo. Tengo la seguridad de que esta noche he corrido un
gran riesgo, pero no sé cuál exactamente…
—Hoy usted ha arriesgado algo más que su vida —dijo él— aunque nadie le
deseaba ningún mal.
—Me gustaría entenderlo…
—Lo han usado como soporte, como punto de apoyo y puerto de atraque. Aquí la
gente lo llamaría médium. Y en cierto modo ha sido así, pero no completamente.
—Ya, bueno… los médiums a los que he conocido, con los que he hablado, suelen
tener fama de ser capaces de comunicar a los vivos con un más allá poblado de
entidades macabras, difuntos recientes o lejanos, que no han conseguido librarse de sus
pequeñas preocupaciones y rencillas terrenales, por no mencionar sus medios de
expresión más bien… sospechosos. Creo firmemente que los médiums estimulan una
autosugestión primaria en la imaginación afectiva de los simples… En todo caso, no
puedo estar de acuerdo con usted en que haya asumido ningún papel, consciente o no,
de intermediario entre vivos y muertos…
—Permitir al subconsciente del griot en trance «crear» y hacer inteligibles las frases
que oía y que no podía entender. Respondía a las preguntas de sus congéneres, daba
noticias de sus países respectivos, noticias banales y recientes: sobre nacimientos y
decesos, en primer lugar, y sobre la caza y las cosechas. También sobre ceremonias, ritos
de iniciación de los adolescentes…
—Pero ¿por qué me han elegido estos negros, en lugar de a usted, para asumir
este… trabajo? Usted parecía conocerlos a todos.
—La corriente… ¿Puede explicarme de una vez qué riesgo corría yo, el médium, el
soporte, la pantalla, el tamiz?
Se tomó su tiempo.
—Solo puedo explicarlo por aproximación —dijo él—. Mediante parábolas, o casi.
Me alegra ver que no ha perdido su vitalidad y que su cabeza sigue en su sitio. Podría
haber sufrido una… desconexión, una relajación psíquica imposible de reparar. A partir
de ese momento, habría vivido en el piso de abajo. Ausente de su propia vida. Su
existencia no habría tenido alcance, ni peso, ni sentido. Como un péndulo que gira en el
vacío…
Tiempo después, una noche muy tarde, fui a dar un paseo por donde estaba el Trois
Mailletz. Habían quitado el bistró y en los vastos sótanos la gente bailaba (¡se sigue
bailando, oh mi inolvidable amigo!). Se ha convertido en el Métro-Jazz. El nuevo dueño
se empeñó en presentarme al negro con la marca circular en el labio, como los blasfemos
de la Edad Media. Cuando el hombre (solo habla inglés, y qué inglés) me reconoció,
noté su recelo. ¡Sobre todo, sobre todo, que no se sepa!
Es una de las grandes figuras del jazz. Su nombre es famoso en el mundo entero. Me
obligó a prometer que no lo revelaría. ¡Cómo lo lamento!
Juro dejar listo rápidamente Paris ma légende después de las siguientes líneas. Una
olla para confituras, un objeto campesino, de cobre, que usó un tatarabuelo mío me
lanza un reproche mudo: dentro hay varios centenares de cartas abiertas.
Mi gato, mi maravilloso gato blanco, nacido en mi cómoda hace ya seis años (ahora
es él quien me sirve de médium), juega con ese trasto, lo hace girar y girar, y acaba
dándose una vuelta en el carrusel. Como yo en 1919.
Muy pronto, tendremos tiempo para charlar. En Denoël, me autorizan a señalar aquí
que mis descubrimientos semanales están fielmente recogidos, y de mi puño y letra, en
el Auvergne de Paris, tan querido para Léon-Paul Fargue, que no está más muerto para
mí que André Breton o Youki Desnos. Ni que Robert, ¡mi maravilloso camarada!
Sigo sintiendo alegría dentro de mí. ¿Para qué demonios sirve creer, cuando sabes?
Esperemos que nadie esté acabado tras este final, como deseamos siempre en el
mundo real.
Aquí está:
Escuche bien:
… Todo lo que pasa es eterno.
Sin principio.
Sin final.
ES
JACQUES YONNET (22 de junio de 1915 en Paris - 16 de agosto de 1974 en Paris) fue
un poeta, letrista, dibujante, pintor, escultor y escritor francés. Es conocido sobre todo
por libro Calle de los maleficios: crónica secreta de París (anteriormente publicado bajo el
título Enchantements sur Paris, 1954 por Denoël), que toda una generación de autores
(entre los cuales Raymond Queneau, pero también Jacques Audiberti, Jacques Prévert,
Marcel Béalu o Claude Seignolle) admiraba como uno de los mejores libros escritos
sobre París bajo la Ocupación. Jacques Yonnet era amigo de Robert Doisneau cuyos
dibujos ilustran su libro más importante.
Al final de los años 1950, Yonnet fue crítico gastronómico en el semanario L’Auvergnat
de Paris gracias a su amigo Pierre Chaumeil. Escribió cientos de páginas a la vez llenas
de fantasía y de poesía, acompañadas de dibujos, a la gloria de los bares parisinos.
También fue amigo del escritor Robert Giraud que tomó su sucesión en L’Auvergnat de
Paris tras su fallecimiento.
[5] Término peyorativo con el que los franceses se referían a los soldados alemanes.
(N. del E.) <<
[7] «Gris de campaña». Color del uniforme militar de las fuerzas armadas alemanas.
(N. del E.) <<
[8] Juego de cartas muy popular en Francia. (N. del E.) <<
[12] «Lascivas damas de bellos cuerpos / Van al Valle del Amor a buscar fortuna». <<
[13] Pieza de artillería alemana usada para la defensa antiaérea. (N. del E.) <<
[16] Rango militar alemán equivalente a un sargento primero. (N. de la T.) <<
[18] Elemento estético utilizado en mítines nazis que consistía en dirigir hacia el
cielo 152 reflectores antiaéreos que rodeaban al público. (N. del E.) <<
[19] Literalmente, «pueblo alemán». Término utilizado durante el III Reich para
designar a personas de origen alemán. (N. del E.) <<
[20] Rifodés y Malingreux son dos tipos de mendigos estafadores de la Corte de los
Milagros de París, en la Edad Media. Los Rifodés afirmaban que el cielo del fuego
había destruido sus hogares, y los Malingreux eran falsos enfermos. (N. de la T.) <<
[21] «Es la mujer enjoyada / La que hace enloquecer / Es una embaucadora…». <<
[23] Según Bordier… «los vencedores rugían con tamaña bajeza… las condesas
lanzaron laureles a los calmucos y se subieron a caballito detrás de los cosacos…».
Según Vaulabelle: «Las damas más ricas y nobles fueron las responsables de los
desórdenes públicos en las calles y plazas». (N. del A.) <<
[27] Que parece ser una curiosa adaptación del Fausto de Marlowe. (N. del A.) <<
[29] «Siendo más picoteados por los pájaros que dedales de coser / Que de nuestra
envilecida persona nadie se ría: / ¡Pero rogad a Dios que a todos nosotros quiera
absolver!». <<
[30] Con ese título apareció el libro por primera vez. (N. del A.) <<
[31] Me han escrito de Chile, de Brasil, de Guatemala, de los Estados Unidos, de las
Comoras, de Madagascar, de Nueva Caledonia, y de casi todos los países
francófonos de África. (N. del A.) <<
[32] Aquí entra en juego el humor feroz de la gente del barrio. Esta es la versión que
se quiso dar del drama:
EL COMISARIO INVESTIGADOR, a una dama amiga de la portera (difunta).
—Ha dicho usted que «olía a gas». Así avisó a los bomberos. ¿Qué ocurrió después?
LA DAMA.—¡Ah, y desde luego que fue lo último que hizo, señor comisario! (N. del
A.) <<
[33] «… 1940: una bala se lleva la cimera de su casco y la pena por ser tan pequeño…
etc.». (Noticia dedicada al autor por Henry Muller en el Dictionnaire des
contemporains, 1959, del Crapouillot.) (N. del A.) <<
[34] Fue durante mucho tiempo director, junto con Jean Grave, de Temps Nouveaux
de la calle Broca. (N. del A.) <<
[35] «Entre otros…», podemos citar sobre todo a Vladimir Ulianov, al que llamaban
Volodia, en la calle Ferdinand-Duval, que se convirtió en Lenin; su comensal Leon
Trotski (gorrero en la calle Chapon), Pierre Laval, Vincent Auriol, abogados
menesterosos, los pintores Signac y Maximilien Luce… pero eso se lo contaré en otra
ocasión. (N. del A.) <<
[37] François Albert tuvo que soportar, en los años 20, a un verdadero fustigador en
la persona de Léon Daudet. Este, desde su asiento en la Cámara, interrumpía las
reivindicaciones vociferantes de nuestro bigotudo de izquierda en estos términos:
[41] Sobre todo, que esta palabra (este adjetivo) que uso aquí, no ofusque a nadie.
¡Ya nos hemos entendido! (N. del. A.) <<