Ala Delta - Serie Roja - Cuentos para La Hora Del Bano
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Maria Dolors Alibés
ePub r1.0
Titivillus 26.10.2020
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Maria Dolors Alibés, 1989
Ilustraciones: Gerardo Amechazurra
Diseño de cubierta: José Antonio Velasco
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Índice de contenido
Cubierta
Baño de rey
Paracaidista
El anfibio
La sombra
Cosquilleador de nubes
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Baño de rey
Había una vez un rey
que se bañaba con la corona puesta.
Se lavaba la cabeza con un champú
de espuma incontrolada
porque no era, ni mucho menos,
uno de esos reyes
a quienes les gusta controlarlo todo.
Bien sentado en la bañera,
levantaba los brazos y metía los dedos
entre perlas y brillantes, y así se daba
unas buenas fricciones
en el real cabello.
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Al momento aparecían
montañas puntiagudas,
nevadas de espuma blanca.
El rey cerraba los ojos
y se frotaba las orejas
por dentro y por fuera.
Se aclaraba bien con agua
templada y se secaba con
una toalla de seda.
Todo lo hacía con atención,
sin prisas y sin pausas.
Cuando salía de la bañera
las orejas le brillaban tanto
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que en ellas se reflejaban
el oro, las perlas
y los brillantes.
Después,
de pie delante del espejo,
se quitaba la corona
con mucho cuidado,
la metía en una bolsa de plástico
y la guardaba en el armario
de las zapatillas.
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Siempre había sido un rey
ordenado y minucioso.
Luego se peinaba
con raya a un lado
los cuatro pelos que le quedaban,
sacaba la lengua
para ver si tenía sucia la tripa,
y sonreía satisfecho.
¡Por fin había encontrado
la fórmula mágica
para eliminar la caspa!
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Paracaidista
Filiberto había tenido un día de esos
en que todo sale requetebién.
Uno de esos que no son festivos
pero se podrían pintar de rojo
en los calendarios.
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Lo último que le pasó
fue que cuando abrió el grifo
del agua de la ducha,
todas las gotas empezaron
a caer en paracaídas.
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Filiberto se apartó para
contemplar el descenso silencioso
y ver cómo se iba formando
una nube de minúsculos paraguas
de todos los colores.
Se iban abriendo e hinchando
a mediana altura,
y se balanceaban suavemente
antes de dejarse caer
en el fondo de la bañera…
Y el fondo de la bañera pronto
estuvo lleno de personajes diminutos,
enredados en cuerdas
y en telas finísimas.
Filiberto cerró el grifo
cuando vio que ya no cabían más.
Era evidente que no se podía bañar.
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De ninguna manera
podía meter sus pies tan sucios
en aquella agua
que había llegado allí
de una manera tan bonita,
espectacular y casi poética…
Tampoco podía permitir
que se fuera por el desagüe.
Por eso llamó
al fontanero de urgencia.
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Los fontaneros de urgencia
saben qué hacer en estos casos.
En efecto.
Abrió la caja de las herramientas
y le preguntó a Filiberto
qué quería ser de mayor.
Él respondió que paracaidista.
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—Ahí tienes la explicación.
Vengo de revisar el grifo
de un niño que quiere ser
horticultor y cada dos por tres
se le llena la bañera de gotas
en forma de guisantes.
¡Cuándo aprenderéis
a abrir los grifos
con mentalidad de marinero
o de pescador de caña!
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El anfibio
Había una vez un niño
que oyó decir la palabra anfibio.
—Mamá,
¿qué quiere decir anfibio?
Su madre, una de las personas
más sabias del mundo,
le explicó que
un anfibio
es un animal que a ratos
vive dentro del agua
y a ratos fuera.
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También le dijo que los anfibios
ponen huevos y que de los huevos
nacen las crías,
y así hasta nunca acabar.
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—Las ranas,
que tú ya conoces, son un
buen ejemplo de anfibios, hijo,
pero hay muchos más.
Y ocurrió que aquella misma noche
el niño encontró un anfibio
en la bañera.
Él, que hacía tiempo que quería
tener un animal en casa,
saltó de contento.
Era un anfibio blanco,
resbaladizo
y con un fuerte olor a coco.
Se llamaba pastilla de jabón.
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No se dejaba atrapar,
pero el niño lo cogió
con las dos manos
y le hizo cuatro caricias.
Después se dio cuenta
de que el animal
se comía los bichitos
que le encontraba en las manos,
las piernas o la barriga.
Echaba espuma,
y supuso que cada burbuja
debía de ser un huevo.
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Las burbujas nadaban sobre el agua
y se le pegaban en la barbilla,
los brazos y el cuello…
Las que no estallaran
se convertirían en los nuevos anfibios.
Lo contó a sus amigos
y no se lo creyeron.
—¡Anda ya!
Las pastillas de jabón
nacen en los supermercados.
Las hemos visto mil veces,
bien envueltas en papeles de colorines.
Y era que los amigos de aquel niño
nunca habían tenido en las manos
una pastilla de jabón
que respirara flojito, flojito,
mientras el corazón le hacía
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trip-trap,
trip-trap,
trip-trap…
¡Ellos se lo perdían!
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La sombra
Una vez una sombra
se metió en una bañera.
Y eso que
no le gustaba nada bañarse.
El agua le daba miedo
por muchas razones.
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Una, porque no era precisamente
una sombra larga y, según había oído
decir, el agua encoge,
de manera que se podía
convertir en una minisombra.
Otra razón era que
el contacto con cualquier líquido
le producía escalofríos
y castañetear de dientes.
Podía pescar un resfriado,
y una sombra que se precie
no puede estornudar.
Pero, aun así, no tuvo más
remedio que meterse en el agua.
Su amo,
que era un chico rubio
con trescientas cincuenta pecas
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repartidas por todo el cuerpo,
se puso en remojo después de
quitarse toda la ropa
y dejarse la sombra puesta.
Los chicos suelen
ser muy despistados.
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Se enjabonó las piernas,
el cogote y las rodillas
mientras canturreaba
una canción.
La sombra gritaba en vano
pidiendo auxilio.
Pudo salir de la bañera
detrás del chico,
justo a tiempo para que
no la engullera el desagüe.
Y estaba tan limpia y reluciente
que esta vez se fijó en ella,
y se quedó maravillado
cuando vio que su sombra
tenía trescientas cincuenta pecas
repartidas por todo el cuerpo.
Aún está boquiabierto.
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Cosquilleador de nubes
Había una vez
un cepillo de dientes
que en sus horas libres
—y tenía muchas—
se convertía en cosquilleador de nubes.
Cosquilleador viene de cosquilla.
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El cepillo daba unas cuantas
vueltas por el cielo,
esquivando aviones
y especialmente pájaros carpinteros,
que a menudo no distinguen
entre picotear madera
u otros materiales más modernos.
Contemplaba el mar
desde allá arriba,
porque le gustaban los barcos
cuanto más pequeños mejor,
y los bañistas
como mosquitos en bañador.
Cosquilleaba nubes
dibujando letras en el cielo.
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Casi siempre vocales
y algunas consonantes
que le salían resonantes,
es decir, con ruidos ruidosos.
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Las nubes se reían siempre,
porque no hay cosquilla
que no haga reír,
y, aprovechando que había espacio,
se revolcaban libremente.
Cuando se cansaba,
el cepillo cepillador
se volvía a casa
atravesando autopistas
y pueblos pequeños.
Algunos días, de paso,
también cosquilleaba al viento.
O se quedaba quieto
viendo los movimientos
de las cometas de papel.
Y es que en el cielo
nunca se sabe qué puede pasar.
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Después, ya en casa,
se quedaba en su lugar,
acostado o de pie,
pero siempre muy quieto.
Como una mosquita muerta.
Como si no hubiera roto
un plato en su vida.
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Un, dos, tres, ¡ciempiés!
Una vez un ciempiés comodón
le pidió a su vecino,
un escarabajo cualquiera,
que le ayudase a lavarse los pies.
El escarabajo, que en aquel
momento no tenía nada mejor
que hacer, le dijo que sí.
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—¿Por qué pie
quieres que empecemos?
Escoge tú…
—Pito, pito, colorito…
—¡Nada de pito, pitos!
¡Todos me salís
con la misma cantinela!
Me lo tendré que inventar:
Un, dos, tres. Café.
Liro, liro, liro.
Un, dos, tres. Café.
Liro, liro, liro. ¡Piececito!
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Tocó empezar
por el cincuenta y nueve.
Los ciempiés no se sientan nunca
porque no les cansa estar de pie.
El escarabajo se sentó
para deshacer el lazo del zapato,
aflojó el cordón,
cogió el talón y tiró.
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¡Ahí va!
¡Ahora el calcetín!
Los calcetines se sacan
más fácilmente.
Es cuestión de manitas.
—¡Uf!
Te pondré el pie en remojo
y después te cortaré las uñas.
Huelen que apestan.
¡El siguiente!
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Cuando llegaba al número
ochenta y tres,
hecho un lío
de calcetines sucios
y zapatos vacíos,
decidió cambiar de vecino
e instalarse en el cuarto de baño
de cualquier niño.
No se ha trasladado aún
porque no ha terminado con el ciempiés
y no es de los que
dejan las cosas a medio hacer.
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