Odisea (Version de Samuel Butler)
Odisea (Version de Samuel Butler)
Odisea (Version de Samuel Butler)
2700 años después, sigue muy viva: en 2018, una encuesta realizada por la BBC, en
la que participaron escritores y críticos de 35 países, la eligió como la obra literaria
más influyente de la historia.
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Homero
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Título original: The Odyssey
Homero, 700 a. C.
Traducción: Miguel Temprano García
Retoque de cubierta y de ilustración: diego77
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LA HISTORIA DE ULISES
Este libro narra la historia de Ulises, o más bien la historia de su regreso a casa
después de diez años de guerra en Troya. El libro se conoce como «Odisea» porque el
nombre griego de Ulises es Odiseo (Όδυσσεύς). El viaje de vuelta duró tanto como
la guerra, diez años de denodados esfuerzos (o no tan denodados, opinan algunos) por
volver al hogar.
Como es sabido, la guerra de Troya empezó por una mujer. O no: hay quien dice
que fue Zeus quien quiso originar un conflicto para reducir la población de la Tierra,
que ya entonces le parecía excesiva. Lo cierto es que, siguiendo instrucciones del
Jefe, la diosa de la Discordia se presentó en una boda a la que habían sido invitados
todos los dioses menos ella y, llena de despecho, arrojó a los pies de Hera, Atenea y
Afrodita una manzana de oro que llevaba la inscripción «A la más bella». Las tres
diosas se consideraron merecedoras del trofeo, por lo que hubo que recurrir a un juez
imparcial, encargo que recayó en el joven Paris, hijo del rey de Troya, que en aquel
entonces ejercía de pastor en el monte Ida, en Asia Menor. Allí acudieron las tres
diosas: para sobornar al juez —ya entonces la justicia era imparcial— Hera le ofreció
riqueza y poder, Atenea la sabiduría, Afrodita el amor de la mujer más hermosa del
mundo. No hubo color: el premio se lo llevó Afrodita.
Que Helena —tal era el nombre de la belleza en cuestión— estuviera casada con
Menelao, rey de Esparta, era un problema menor. Afrodita se encargó de que se
enamorara perdidamente de Paris y de que huyera con él, en una nave cargada con las
riquezas de su marido.
Menelao se lo tomó mal, quizá no tanto por Helena —cuando esta volvió a su
lado, diez años después, Menelao la recibió (casi) como si nada hubiera pasado: todo
un ejemplo de mentalidad abierta— como por las riquezas o el bochorno. Él había
ganado a Helena en un concurso al que se habían presentado casi todos los príncipes
de Grecia, hasta noventa y nueve, dicen; y tan apetitosa era la recompensa que estaba
claro que los perdedores iban a tener mal perder. Por lo que el padre de la novia, que
era quien convocaba el certamen, estableció como condición que todos los
participantes se comprometieran a defender al elegido y la paz de su matrimonio.
La idea de este pacto de solidaridad había sido de Ulises, rey de la pequeña y
rocosa isla de Ítaca: tosco y achaparrado como era, se sabía sin posibilidades de
victoria, por lo que quiso ganarse el favor del rey Tindáreo, padre de Helena, para
optar directamente al premio de consolación, la mano de Penélope, prima de la reina
de la belleza.
En la época del flechazo entre Helena y Paris, Ulises y Penélope ya se habían
casado, y tenían un hijo de meses, Telémaco. Cuando los enviados de Menelao fueron
a reclamarle que participara en la operación de castigo contra Paris, quien se había
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refugiado con su amada en su Troya natal, Ulises se fingió loco, y uncía al arado un
asno y un buey para irse a labrar la arena, y sembraba sal en los surcos que hacía.
Uno de los mensajeros, un tal Palamedes, no se tragó el montaje: arrancó al pequeño
Telémaco de los brazos de su madre, que estaba contemplando la labranza, y lo arrojó
delante de las lamas del arado. Ulises detuvo la yunta, revelando así su cordura, y
condenándose por tanto a partir a la guerra.
(En justa venganza, durante la guerra Ulises acusó a Palamedes de traición,
incriminándole con pruebas falsas, e hizo que muriera lapidado. Palamedes fue el
inventor del alfabeto).
En la guerra Ulises hizo un poco de todo: mató a unos cuantos en combate, y a
otros mientras dormían[1]; entró en Troya disfrazado de mendigo y, sobre todo, urdió
la estratagema del famoso caballo de madera, gracias al cual los griegos consiguieron
acabar con la resistencia troyana y ganar la guerra.
Ulises llevó a Troya doce naves y mil quinientos hombres. Veinte años después,
cuando por fin pudo llegar a su Ítaca natal, no le quedaba ni un solo hombre, ni una
sola nave. La Odisea nos cuenta porqué.
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NUESTRA EDICIÓN
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cantares de gesta y los romances de ciego, ha desembocado en el rap. No es casual
que la Odisea sea el libro favorito de Jay-Z, ni que Kase-O inicie su tema más famoso
con una invocación a Poseidón y a las musas.
Pero es tal la lejanía en el tiempo que es imposible reproducir, siquiera con una
mínima aproximación, la emoción que esa lectura producía en el público de la época.
Los admirables trabajos de los filólogos —Zenódoto de Éfeso (s. III a. C.),
Friedrich August Wolf (1759-1824), Friedrich Nietzsche (1844-1900), Milman Parry
(1902-1935), por citar solo algunos— se ocupan, desde hace siglos, en desentrañar el
significado exacto de cada una de las palabras que componen el poema y en desvelar
los mecanismos de su composición. En la estela de sus trabajos, se han realizado
numerosísimas traducciones a todas las lenguas: un volumen de prodigiosa erudición,
The printed Homer, de Philip H. Young, relaciona más de cinco mil, publicadas en
cuatrocientas ciudades distintas de todo el planeta. Pero para nuestro propósito, el de
revivir las historias de Ulises y Penélope y percibir cuán presentes han estado y
seguirán estando en nuestras vidas, era necesaria no tanto la versión más
filológicamente precisa, sino la que, aun a riesgo de ser menos literal, fuera más
eficaz como relato.
La lectura de un breve ensayo de Borges, Las versiones homéricas, publicado en
1932, nos puso sobre la pista de la versión, al inglés y en prosa, que Samuel Butler
hizo en 1900. Borges la define como una «irónica novela burguesa», y, por la eficacia
con la que transmite la esencia del relato original, la juzga «la más fiel de las
versiones homéricas».
Samuel Butler (1835-1902), clérigo en Londres primero y criador de ovejas en
Nueva Zelanda después, autor de la novela utópica Erewhon, descripción de un país
imaginario en el que están prohibidas las máquinas, y donde los criminales son
tratados como enfermos, y los enfermos como criminales, fue también el primero en
reparar en la feminidad de la Odisea. No es Ulises-Odiseo el protagonista del poema
que lleva su nombre, puesto que él no es más que el marido ausente, que a su regreso
se justifica con una retahíla de probables mentiras: la verdadera acción se desarrolla
en Ítaca, en el pulso entre Penélope y los pretendientes; y un papel no menor tienen
en la obra los demás personajes femeninos, como Calipso, que convive siete años con
Ulises y le ofrece la inmortalidad; Circe, que sucumbe a sus encantos y a su
elocuencia; y Nausícaa, que lo imagina como marido ideal. Esto, junto con las
frecuentes muestras de sensibilidad femenina que recorren la obra y la alejan de la
rudeza de la Ilíada, llevó a Butler a afirmar que no fue Homero el autor de la Odisea,
sino una mujer.
El dictamen de Borges y la percepción de la feminidad de la Odisea que tuvo
Butler nos animaron a cometer la herejía de traducir la Odisea del inglés. ¿Por qué
no? A fin de cuentas, los clásicos son de todos, y cada uno los lee como quiere.
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Y ahora, a disfrutar. Estamos en 1178 antes de nuestra era. Ninguno de los
protagonistas de la Odisea pudo sospechar que, 3200 años después, seguiría habiendo
lectores ansiosos por compartir su vida y sus afanes.
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CANTO I[1]
LOS DIOSES CELEBRAN CONSEJO
ATENEA VISITA ÍTACA
TELÉMACO DESAFÍA A LOS PRETENDIENTES
Háblame, ¡oh, Musa!, de ese ingenioso héroe que viajó de aquí para allá después de
saquear la famosa ciudad de Troya. Visitó muchas ciudades y numerosas fueron las
naciones cuyos usos y costumbres conoció; además, sufrió mucho en el mar mientras
procuraba salvar la vida y conducir a sus hombres sanos y salvos de vuelta a casa;
pero, por más que se esforzó, no pudo salvarlos, pues perecieron por su propia locura
al comer las vacas de Helios, el Hijo de las Alturas, que impidió su regreso. Háblame
también de todas estas cosas, ¡oh, hija de Zeus!, de quienquiera que las hayas sabido.
Todos los que habían escapado a la muerte en la batalla o por naufragio habían
vuelto ya a su hogar menos Ulises[2], a quien, aunque estaba deseando regresar a su
patria con su mujer, retenía la diosa Calipso, que lo tenía en una enorme cueva y
planeaba casarse con él. Pese a que, pasados varios años, llegó el momento en el que
los dioses decidieron que volviese a Ítaca, ni siquiera entonces terminaron sus
dificultades; todos los dioses habían empezado a compadecerlo, mas no Poseidón,
que siguió acosándolo sin cesar y no le dejaba regresar. Poseidón se hallaba entre los
etíopes, que viven en el fin del mundo y están divididos en dos grupos, uno al oeste y
el otro al este. Había ido allí a asistir a una hecatombe de carneros y bueyes, y
disfrutaba de la fiesta; pero los otros dioses se congregaron en la casa de Zeus
olímpico y el señor de los dioses y los hombres habló primero. En ese momento
estaba pensando en Egisto, a quien había matado el hijo de Agamenón, Orestes; así
les dijo a los otros dioses:
—Ved cómo los hombres nos culpan a los dioses de lo que no es sino el fruto de
su propia locura. Mirad a Egisto; se casó con la mujer de Agamenón sin tener
derecho a ello y después mató a Agamenón, aunque sabía que eso supondría su
propia muerte, pues envié a Hermes para decirle que no hiciera ninguna de esas
cosas, porque Orestes no dejaría de vengarse cuando creciera y quisiera volver a casa.
Hermes le advirtió de buena fe, pero él no quiso escuchar y ahora ha pagado por todo
ello.
Y respondió Atenea[3]:
—Padre, hijo de Cronos, poderosísimo señor, Egisto se lo tenía merecido, igual
que cualquiera que haga lo que él. Pero es por Ulises por quien se me parte el corazón
cuando pienso en su sufrimiento en esa isla solitaria ceñida por el mar, lejos, pobre
hombre, de todos sus amigos. Es una isla cubierta de bosques, en mitad mismo del
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mar, donde vive una diosa, hija de Atlas, que cuida del fondo del océano y sostiene
las grandes columnas que mantienen separado el cielo de la tierra. Esta hija de Atlas
retiene al pobre e infeliz Ulises e intenta con toda suerte de halagos que se olvide de
Ítaca, pero él, cansado de la vida, no piensa en otra cosa que en ver una vez más el
humo de su hogar. ¿Esto, señor, no te conmueve? ¿Acaso Ulises, cuando estuvo ante
Troya, no te hizo numerosos sacrificios? ¿Por qué entonces sigues tan enfadado con
él?
—Hija mía, ¿qué estás diciendo? —replicó Zeus—. ¿Cómo voy a olvidar a Ulises
si no hay en la tierra hombre más capaz ni más generoso en sus ofrendas a los dioses
inmortales que habitan en el cielo? Recuerda, no obstante, que Poseidón sigue furioso
con Ulises porque cegó el ojo de Polifemo, el rey de los cíclopes. Polifemo es hijo de
Poseidón y la ninfa Toosa, hija del señor del mar Forcis; por eso, aunque no mata a
Ulises, lo atormenta y le impide volver a casa. Pero pensemos ahora cómo podemos
ayudarle a regresar; Poseidón se apaciguará, pues no podrá oponerse a la voluntad de
todos.
Y dijo Atenea:
—Padre, hijo de Cronos, poderosísimo señor, en tal caso, si los dioses quieren
ahora que Ulises vuelva a casa, deberíamos enviar antes a Hermes a la isla Ogigia
para que diga a Calipso que hemos tomado una decisión: Ulises debe regresar.
Entretanto yo iré a Ítaca para infundir valor al hijo de Ulises, Telémaco[4]; le animaré
a convocar a los griegos en asamblea y a prohibir a los pretendientes de su madre
Penélope[5] que entren en su casa y sigan comiéndose sus vacas y corderos; lo llevaré
a Esparta y a Pilos para ver si puede averiguar algo sobre el regreso de su querido
padre, pues esto hará que hablen bien de él.
Y con esas palabras se calzó las relucientes sandalias doradas, inmortales, con las
que puede volar como el viento sobre la tierra o el mar, asió la temible lanza de
bronce, fuerte, robusta y resistente, con la que desbarata las filas de héroes que la han
contrariado, y voló desde las altas cumbres del Olimpo. Enseguida estuvo en Ítaca, a
las puertas de la casa de Ulises, con la lanza de bronce en la mano y haciéndose pasar
por un forastero, Mentes, caudillo de los tafios. Allí encontró a los pretendientes
jugando a las damas delante de la casa y sentados en las pieles de los bueyes que
habían matado y comido. Los heraldos y los criados se afanaban para servirles, unos
mezclaban vino con agua en las cráteras, otros limpiaban las mesas con esponjas
mojadas y volvían a ponerlas, y otros trinchaban gran cantidad de carne.
Telémaco la vio mucho antes que los demás. Abatido, estaba sentado entre los
pretendientes; pensaba en su valeroso padre, en cómo los echaría a todos de la casa si
regresara y volviera a ser como era y lo honraran igual que en el pasado. Mientras
pensaba tales cosas entre ellos, vio a Atenea y fue directo a la puerta, molesto de que
un huésped tuviera que esperar tanto en la entrada. Tomó su mano derecha y la invitó
a darle su lanza.
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—Sé bienvenido a nuestra casa —dijo—; cuando hayas compartido nuestra
comida, dinos a qué has venido.
La guió mientras hablaba y Atenea lo siguió. Una vez dentro, dejó la lanza
apoyada en una robusta columna, en el armero, junto a otras muchas lanzas de su
infortunado padre, y la llevó a un asiento muy ornamentado debajo del cual extendió
una bella tela bordada. Había también un taburete para los pies y colocó otro asiento
para él a su lado, lejos de los pretendientes, para que no la molestaran con su ruido y
sus insolencias mientras comía y para poderle preguntar con más libertad por su
padre.
Una sirvienta les llevó entonces agua en una preciosa jarra dorada, que vertió en
una jofaina de plata para que se lavasen las manos, y puso una mesa a su lado. Otra
sirvienta de mayor rango les llevó pan y les ofreció muchas cosas que había en la
casa, el trinchante les sirvió platos con toda clase de carnes y dejó copas de oro a su
lado, y un criado les llevó vino y se lo escanció.
Luego entraron los pretendientes y ocuparon su sitio en los bancos y asientos. Sin
más dilación los criados les vertieron agua sobre las manos, las sirvientas fueron de
aquí para allá con cestas de pan y unos pajes llenaron las cráteras de agua mezclada
con vino; y ellos echaron mano a las viandas que tenían delante. En cuanto
terminaron de comer y beber, pidieron música y danza, que son el mejor colofón de
un banquete, así que un sirviente le llevó la lira a Femio, a quien obligaron a cantar
para ellos. En cuanto cogió la lira y empezó a cantar, Telémaco le habló en voz baja a
Atenea, acercando la cabeza para que nadie pudiera oírle.
—Espero —dijo— que no te ofenda lo que voy a decir. Cantar es barato para
quienes no tienen que pagarlo, puesto que todo esto es de alguien cuyos huesos se
pudren en algún desierto o reducen a polvo las olas. Si mi padre volviera a Ítaca,
estos hombres rogarían tener unas piernas muy ligeras y no grandes riquezas, pues el
dinero de nada les serviría; pero, ¡ay!, ha sucumbido a algún funesto destino e
incluso, si alguien nos dijera que va a regresar, ya no le creeríamos: no volveremos a
verle. Y, ahora, dime, y sé sincero, quién eres y de dónde vienes. Háblame de tu
ciudad y de tus padres, del barco en el que has llegado, de cómo tu tripulación te ha
traído a Ítaca, y de qué nación dice ser, pues no has podido venir por tierra. Dime
también, pues quiero saberlo, ¿es la primera vez que vienes a esta casa o estuviste
aquí en época de mi padre? En los viejos tiempos teníamos muchos invitados, pues
mi padre también visitaba a mucha gente.
—Te diré la verdad con todo detalle —respondió Atenea—. Soy Mentes, hijo de
Anquíalo, y soy rey de los tafios. He venido aquí con mi barco y mi tripulación,
rumbo a gentes que hablan otra lengua, pues voy a Temesa con un cargamento de
hierro para volver con bronce. Mi nave está fondeada más allá del campo abierto,
lejos de la ciudad, en el puerto Reitro, al pie de la boscosa montaña Neyo. Nuestros
padres fueron amigos, como te contará el anciano Laertes, si vas a preguntarle.
Aunque me cuentan que ya no viene nunca a la ciudad y que vive solo en el campo,
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consumido por la pena, con una vieja que le cuida y le prepara la comida cuando
vuelve cansado de pasear por sus viñedos. Me habían dicho que tu padre había vuelto
y por eso he venido, pero parece que los dioses siguen empeñados en obstaculizar su
retorno, pues no está muerto ni en el continente. Es más probable que se encuentre en
una isla ceñida por el mar en mitad del océano o que esté prisionero entre salvajes
que lo retienen contra su voluntad. No soy adivino, y sé poco de presagios, pero
hablaré como me inspira el cielo, y te aseguro que no seguirá fuera mucho tiempo,
pues es hombre de tantos recursos que, aunque esté atado con cadenas de hierro,
encontrará el medio de volver. Pero dime, y sé sincero, ¿de verdad puede Ulises tener
un hijo tan apuesto como tú? Sin duda te le pareces mucho en la cabeza y los ojos,
fuimos muy amigos antes de que zarpara hacia Troya, adonde fueron también los
mejores de todos los griegos. Desde ese momento no hemos vuelto a vernos.
—Mi madre —respondió Telémaco— me dice que soy hijo de Ulises, pero hay
que ser muy listo para saber quién fue tu padre. Ojalá fuese hijo de alguien que
hubiera envejecido en sus propias tierras, pues, ya que me preguntas, no hay hombre
más desafortunado bajo el cielo que aquel que dicen que es mi padre.
—No hay peligro de que tu linaje desaparezca —respondió Atenea— mientras
Penélope tenga un hijo tan bien plantado como tú. Pero dime, y sé sincero, ¿a qué
viene tanto comer y quién es esta gente? ¿Qué sucede? ¿Celebras un banquete o es
que se ha casado alguien de la familia? Pues nadie parece traer sus propias
provisiones. Y los invitados, qué comportamiento tan insolente, qué ruido meten por
toda la casa; basta para asquear a cualquier persona respetable que se les acerque.
—Ya que me lo preguntas, mientras mi padre estuvo aquí todo fue bien, pero los
dioses, disgustados, lo han querido de otro modo y lo han ocultado más de lo que han
ocultado jamás a ningún mortal. Sería mejor si hubiese muerto con sus hombres a las
puertas de Troya o si hubiese perecido entre amigos, una vez acabada la guerra, pues
entonces los griegos habrían levantado un túmulo sobre sus cenizas y yo mismo
habría sido el heredero de su fama; pero ahora un viento tormentoso se lo ha llevado
no sabemos adónde, ha desaparecido sin dejar rastro y solo heredo desdichas. Y mi
dolor no es solo por la pérdida de mi padre, pues algún dios me ha enviado otros
pesares; los señores de todas nuestras islas, de Duliquio, de Same y de la boscosa
Zacintos, e incluso los nobles de la propia Ítaca, arruinan mi casa con el pretexto de
cortejar a mi madre, que ni les dice que no se casará ni pone fin a todo esto; y así van
acabando con mi hacienda y dentro de poco también conmigo.
—¿Ah, sí? —exclamó Atenea—, pues sí que necesitas que vuelva Ulises. Dale su
casco, su escudo y un par de lanzas, y, si es el hombre que era cuando lo conocí en
nuestra casa, el mismo que bebía y bromeaba, nada más atravesar el umbral castigaría
sin miramientos a esos pretendientes desvergonzados, que tendrían unas bodas muy
tristes. En aquella ocasión venía de Éfira, donde había ido a pedir veneno para sus
flechas a Ilo, hijo de Mérmero. Ilo temía a los dioses eternos y no quiso dárselo, pero
mi padre le dejó llevarse un poco, pues le tenía mucho aprecio.
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»Pero ¡bueno! Corresponde a los dioses decidir si ha de regresar para vengarse o
no en su propia casa; yo te aconsejaría, no obstante, que intentes librarte cuanto antes
de estos pretendientes. Sigue mi consejo, convoca en asamblea mañana por la
mañana a los héroes griegos, expón tu caso ante ellos e invoca a los dioses como
testigos. Pide a los pretendientes que se vayan cada uno a su hogar, y, si tu madre
decide casarse de nuevo, que vuelva con su padre, que le encontrará un marido y le
dará una excelente dote, como corresponde a una hija amada. En cuanto a ti, hazme
caso: coge el mejor barco que puedas encontrar, con una tripulación de veinte
hombres, y ve en busca de tu padre, que tanto tiempo lleva perdido. Alguien podría
decirte algo o algún mensaje de los dioses podría señalarte el camino (la gente a
menudo se entera así de las cosas). Primero ve a Pilos y pregunta a Néstor; de allí ve
a Esparta y visita a Menelao, que fue el último de los griegos en volver a casa; y, si te
enteras de que tu padre está vivo y ha emprendido el camino de vuelta, podrás
soportar el despilfarro de estos pretendientes otros doce meses. Si, por el contrario, te
enteras de su muerte, vuelve enseguida, celebra los ritos fúnebres con la pompa
debida, erige un túmulo en su recuerdo y haz que tu madre vuelva a casarse. Luego,
una vez hecho todo esto, medita bien el modo, abiertamente o mediante engaños, de
matar a estos pretendientes en tu propia casa. Ya no tienes edad para comportarte
como un niño; ¿no has oído que todos elogian a Orestes por haber matado a Egisto, el
asesino de su padre? Eres un joven fuerte y apuesto, demuestra lo que vales y lábrate
un nombre. Ahora, no obstante, debo regresar a mi barco y con mi tripulación, que se
impacientarán si los dejo esperando más tiempo. Piensa bien en lo que te he dicho y
llévalo a cabo.
Y Telémaco respondió:
—Has sido muy amable al hablarme como si fuese tu hijo; haré todo lo que me
has dicho. Sé que quieres seguir el viaje, pero quédate un poco más hasta que hayas
descansado y te hayas bañado. Luego te daré un regalo de gran belleza y valor;
marcharás, alegre, a la nave con un obsequio como solo reciben los amigos más
queridos.
—No intentes retenerme —dijo Atenea—, pues deseo ponerme en camino. En
cuanto a los regalos que quieres hacerme, ya me los llevaré cuando vuelva. Me harás
un buen regalo y a cambio te daré otro no menos valioso.
Y con estas palabras la diosa voló como un pájaro en la noche. Había infundido
valor a Telémaco y le había recordado más que nunca a su padre. Él, atónito, supo
que el desconocido era un dios, así que fue allí donde estaban los pretendientes.
Femio seguía cantando y los oyentes escuchaban extasiados mientras cantaba la
triste historia del regreso de Troya y los pesares que Atenea había impuesto a los
griegos. Penélope, hija de Icario, oyó la canción desde sus aposentos en el piso de
arriba y bajó por la alta escalinata, no sola, sino acompañada por dos de sus
doncellas. Cuando llegó donde los pretendientes, se detuvo ante una de las columnas
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que sostenían el techo, con una doncella a cada lado. Un velo le cubría el rostro y
lloraba con amargura.
—Femio —gritó—, conoces otros muchos hechos de dioses y héroes, gestas que
a los poetas les gusta cantar. Canta alguna de ellas a los pretendientes y que beban el
vino en silencio, pero olvida esa triste historia, pues me parte el corazón y me
recuerda a mi marido perdido, a quien lloro sin cesar y cuyo nombre era conocido en
toda la Hélade y en Argos.
—Madre —respondió Telémaco—, deja que el bardo cante lo que quiera; los
bardos no causan los males de los que cantan; es Zeus, y no ellos, quien envía dichas
o pesares a los hombres según le place. Este hombre no tiene mala intención al cantar
el desdichado retorno de los griegos, pues los hombres siempre aplauden los cantos
más nuevos. Hazte a la idea y sé fuerte: Ulises no es el único hombre que no volvió
de Troya, pues muchos otros cayeron igual que él. Ve adentro de la casa y ocúpate de
tus quehaceres cotidianos, del telar, de la rueca y de dar órdenes a las criadas, los
discursos corresponden a los hombres y sobre todo a mí, que soy el señor de esta
casa[6].
Ella, perpleja, entró de nuevo en la casa y pensó en lo que le había dicho su hijo.
Luego subió a su habitación con sus doncellas y lloró a su querido marido hasta que
Atenea derramó un dulce sueño sobre sus ojos. Por su parte, en la sala los
pretendientes se enardecieron, todos deseaban compartir el lecho con ella.
Entonces habló Telémaco:
—Desvergonzados e insolentes pretendientes —gritó—, comamos y bebamos a
placer, pero basta de gritos, pues es un raro privilegio oír a un hombre con una voz
tan parecida a la de los dioses como la de Femio. Mañana por la mañana id todos a la
asamblea, allí os diré que os marchéis de mi casa. Celebrad banquetes por turnos en
vuestras casas, comeos lo que es vuestro. Si, por el contrario, decidís seguir abusando
de un solo hombre, invocaré a los dioses; algún día Zeus se ocupará de vosotros y,
cuando perezcáis en la casa de mi padre, no quedará nadie para vengaros.
Los pretendientes se mordieron el labio al oírle y se sorprendieron de la osadía de
sus palabras. Luego Antínoo, hijo de Eupites, dijo:
—Los dioses parecen haberte enseñado a hablar y fanfarronear, quiera Zeus que
nunca llegues a ser el rey de Ítaca como lo fue tu padre.
—Antínoo, no te enfades —respondió Telémaco—, pero, si Zeus quiere, seré rey
si puedo. ¿Es este el peor destino que se te ocurre para mí? No es malo ser rey, pues
procura riquezas y honores. Aun así, ahora que Ulises ha muerto, hay muchos
grandes hombres en Ítaca, viejos y jóvenes, y alguno de ellos puede ser rey; en ese
caso seré el jefe de mi propia casa y mandaré en los siervos que Ulises obtuvo como
botín.
Entonces respondió Eurímaco, hijo de Pólibo:
—Depende de los dioses decidir quién de nosotros será rey, pero tú serás el jefe
de tu casa y de tus esclavos; mientras quede un hombre en Ítaca, nadie usará la
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violencia contigo ni te robará. Y ahora, amigo mío, quiero preguntarte por tu
huésped. ¿De qué país viene? ¿De qué familia es y dónde están sus tierras? ¿Tenía
noticias sobre el regreso de tu padre o lo han traído aquí sus propios asuntos? Parecía
un hombre rico, pero se fue tan deprisa que desapareció antes de que pudiésemos
conocerle.
—Mi padre está muerto —dijo Telémaco—; incluso si me llega algún rumor, ya
no le doy crédito. Mi madre llama a veces al adivino y le pregunta, pero yo no creo
en sus vaticinios. En cuanto al desconocido, era Mentes, hijo de Anquíalo, rey de los
tafios, un viejo amigo de mi padre.
Pero en su corazón sabía que había sido la diosa.
Los pretendientes volvieron a sus cantos y bailes, pero cuando cayó la noche
todos se fueron a dormir a sus casas. La habitación de Telémaco, situada en el piso de
arriba, daba a un patio exterior; allí subió, meditabundo y pensativo. Una amable
anciana, Euriclea[7], hija de Ops, el hijo de Pisenor, fue delante de él con un par de
antorchas encendidas. Laertes la había comprado con su propio dinero cuando era una
adolescente; pagó veinte bueyes por ella y siempre le demostró tanto respeto en la
casa como a su propia esposa, aunque no la llevó a su lecho por miedo a enfadar a su
mujer. Ella fue quien condujo a Telémaco a su cuarto; lo quería más que ninguna de
las demás mujeres de la casa, pues lo había criado de niño. Él abrió la puerta del
dormitorio y se sentó en la cama; se quitó la túnica y se la dio a la anciana, que la
dobló con cuidado y la colgó de un clavo al lado de la cama, tras lo cual salió, tiró de
la puerta con un agarrador de plata y soltó la falleba de la correa. Telémaco, tapado
con un vellón de oveja, pasó la noche pensando en su viaje y en el consejo que le
había dado Atenea.
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CANTO II
ASAMBLEA DEL PUEBLO DE ÍTACA
DISCURSOS DE TELÉMACO Y DE LOS PRETENDIENTES
TELÉMACO Y ATENEA PARTEN HACIA PILOS
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frecuentan la casa de mi padre, sacrifican nuestros bueyes, corderos y cabras en sus
banquetes, y se beben nuestro vino. No hay casa capaz de resistir semejante
despilfarro; no tenemos a Ulises para que nos defienda y yo no puedo imponerles mi
voluntad. Jamás seré tan fuerte como lo fue él, aunque, si pudiera, me defendería,
pues no soporto más este trato; mi casa está siendo deshonrada y arruinada. Respetad,
pues, vuestra propia conciencia y avergonzaos. Temed también la ira de los dioses, no
vayan a enfadarse y a volverse contra vosotros. Os ruego por Zeus y por Temis, que
inicia y disuelve los consejos, que me ayudéis, amigos, y no me dejéis solo, a no ser
que mi valiente padre Ulises hubiera hecho algún daño a los griegos y ahora os estéis
vengando al ayudar y apoyar a estos pretendientes. Además, si alguien ha de devorar
mis bienes y mi hacienda, preferiría que fueseis vosotros, pues podría reclamároslos e
ir casa por casa hasta recuperarlos, mientras que así no tengo ninguna opción.
Después de decir estas palabras, Telémaco tiró el cetro al suelo y rompió a llorar.
Todos sintieron lástima de él, pero nadie se levantó ni se atrevió a contestarle con
palabras similares, solo Antínoo, que dijo así:
—Telémaco, vaya fanfarrón insolente que estás hecho, ¿cómo osas acusarnos así
a los pretendientes? La culpa es de tu madre y no tuya, pues es una mujer taimada.
Estos tres últimos años, ya casi cuatro, nos ha sacado de quicio, pues nos ha dado
esperanzas a cada uno de nosotros y nos ha hecho promesas en las que no había ni
una sola palabra de verdad. Y luego nos hizo una jugarreta. Instaló un gran bastidor
en su habitación y empezó a tejer una enorme tela. Y nos dijo:
»—Pretendientes, Ulises ha muerto, pero no me obliguéis a casarme tan pronto;
puesto que no querría que mi pericia con los hilos caiga en el olvido, esperad a que
termine el sudario del héroe Laertes para que esté listo cuando la muerte se lo lleve.
Es muy rico y las mujeres murmurarán si lo entierran sin sudario.
»Eso dijo y todos aceptamos; la veíamos tejer todo el día, pero por la noche
deshacía la tela a la luz de las antorchas. De este modo nos tuvo engañados tres años,
sin que la descubriéramos, pero a medida que nos acercábamos al cuarto año, una de
sus doncellas, que sabía lo que estaba haciendo, nos lo contó y la sorprendimos
cuando estaba deshaciéndola, por lo que tuvo que terminarla tanto si quería como si
no. Por eso los pretendientes te damos esta respuesta para que la entendáis tú y los
griegos: echa de tu casa a tu madre y ordénale que se case con alguien que le guste y
que le indique su padre, pues no sé qué ocurrirá si continúa incomodándonos y
dándose tantos humos con las numerosas cosas que le ha enseñado Atenea y su
inteligencia. Nunca ha habido una mujer igual; todos conocemos a Tiro, a Alcmena, a
Micena y a las mujeres famosas de la antigüedad, pero ninguna podría compararse
con tu madre. No es justo que nos haya tratado de este modo; y, mientras siga con
esas ideas que los dioses le han metido en la cabeza, nosotros continuaremos
devorando tu hacienda; y no veo por qué iba a querer cambiar, ya que así obtiene
honores y gloria, mientras que tú te quedas sin riquezas, no ella. Así que hazte a la
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idea de que no volveremos a nuestras tierras ni a ninguna otra parte hasta que no
tome una decisión y se case con alguno de nosotros.
—Antínoo, ¿cómo voy a echar de la casa de mi padre a la mujer que me trajo al
mundo? —respondió Telémaco—. Mi padre no está y no sabemos si sigue vivo o ha
muerto. Para mí sería muy difícil devolverle la dote y el ajuar a Icario si insisto en
enviarle su hija. No solo se ofendería conmigo, sino que los dioses también me
castigarían, pues, cuando mi madre dejase la casa, invocaría a las Erinias para que la
vengaran; además, sería deshonroso y no quiero ni hablar de ello. Si persistís en
vuestras ofensas, dejad mi hogar y celebrad los banquetes en otra casa y a costa de
otro. Si, en vez de eso, preferís seguir abusando de un solo hombre, yo invocaré a los
dioses; algún día Zeus se encargará de vosotros y, cuando muráis en la casa de mi
padre, no habrá nadie para vengaros.
Mientras hablaba, Zeus envió dos águilas desde lo alto de la montaña, que
volaron con el viento, una al lado de la otra, en majestuoso vuelo. Cuando estuvieron
justo sobre el centro de la asamblea, empezaron a describir círculos, batiendo el aire
con sus alas y mirando como un presagio mortal a los ojos de los que había abajo;
luego lucharon con ferocidad, se arañaron la una a la otra y se alejaron volando hacia
la parte derecha de la ciudad. Todos se quedaron maravillados al verlas y se
preguntaron qué podría significar eso. Haliterses, que era el mejor adivino e
intérprete de augurios, les habló con franqueza y claridad:
—Oíd, hombres de Ítaca, y hablo sobre todo a los pretendientes, pues veo que la
desdicha se cierne sobre ellos. Ulises no estará fuera mucho más tiempo; de hecho,
está cerca y dispuesto a traer la muerte y la destrucción no solo sobre ellos, sino
también sobre muchos de quienes vivimos en Ítaca. Seamos inteligentes ahora que
estamos a tiempo y evitemos dichos males. Que los pretendientes obren así por
propia voluntad; será mejor para ellos, pues no hablo por hablar: a Ulises le ha
sucedido todo lo que predije cuando los griegos partieron hacia Troya en su
compañía. Dije que después de pasar muchas penalidades y de perder a todos sus
hombres volvería a casa transcurridos veinte años y que nadie le reconocería; y ahora
todo esto se va a cumplir.
—Vete a casa, viejo, y hazles predicciones a tus hijos, no vaya a pasarles algo
malo —respondió Eurímaco, hijo de Pólibo—. Sé leer estos augurios mucho mejor
que tú; los pájaros siempre vuelan de aquí para allá bajo el sol y eso rara vez significa
nada. Ulises ha muerto en un país lejano y es una pena que tú no murieses con él, así
no estarías haciendo vaticinios y avivando la cólera de Telémaco, que bastante
enfadado está ya. Supongo que crees que te dará algo para tu familia, pero te aseguro
una cosa: cuando un viejo como tú, que debería saber mejor lo que dice, alienta la ira
de un joven, hace que a este le vayan peor las cosas, puesto que no conseguirá nada;
en cuanto a ti, te impondremos una multa mayor de la que puedas pagar. Y a
Telémaco le digo, en presencia de todos vosotros, que envíe a su madre con su padre,
que se encargará de buscarle un marido y de proporcionarle la dote que cualquier hija
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querida puede esperar. Hasta entonces seguiremos acosándola con nuestras
pretensiones, pues no tememos a nadie y nos traen sin cuidado tanto él y sus bonitos
discursos como tú y tus vaticinios. Puedes rogar cuanto quieras a los dioses, que solo
conseguirás que te odiemos aún más. Volveremos y seguiremos consumiendo la
hacienda de Telémaco sin compensarle hasta que su madre deje de atormentarnos y
de tenernos en ascuas. Además, si no podemos cortejar a las otras mujeres a las que
deberíamos desposar, es por cómo nos trata ella.
—Eurímaco, y vosotros, pretendientes[10] —respondió entonces Telémaco—, no
diré ni os suplicaré más, pues los dioses y el pueblo de Ítaca conocen ahora mi
historia. Dadme, pues, una nave y una tripulación de veinte hombres e iré a Esparta y
a Pilos en busca de mi padre, que lleva tanto tiempo perdido. Alguien podría decirme
algo o puede que los dioses me envíen algún mensaje. Si oigo que está vivo y de
regreso a casa, toleraré los abusos de los pretendientes otros doce meses. Si, por el
contrario, me entero de que ha muerto, volveré cuanto antes, celebraré los ritos
fúnebres con la pompa debida, elevaré un túmulo en su memoria y haré que mi madre
vuelva a casarse.
Dicho lo cual se sentó. Méntor[11], gran amigo de Ulises, a quien este había
dejado a cargo de todo y con plena autoridad sobre los criados, se levantó y les dijo
con franqueza y sencillez:
—Oídme, hombres de Ítaca, espero que no volváis a tener ningún gobernante
amable y bien dispuesto ni ninguno que os gobierne con equidad; espero que de ahora
en adelante vuestros reyes sean crueles e injustos, pues todos habéis olvidado a
Ulises, que os gobernó como un padre. Más que con los pretendientes, que por la
maldad de sus corazones han escogido ejercer la violencia y arriesgan sus vidas al
consumir los bienes de Ulises, pensando que no volverá, estoy enfadado con
vosotros, pues me asombra que os quedéis sentados sin intentar siquiera poner fin a
unos hechos tan escandalosos, y eso que podríais, si quisierais, pues sois muchos y
ellos pocos.
—Méntor, ¿qué locura es esta de incitar al pueblo a detenernos? —le respondió
Leócrito, hijo de Evénor—. Aunque fuerais más, os resultaría difícil combatir contra
nosotros por los banquetes. Incluso aunque el propio Ulises nos atacara mientras
celebramos un banquete en su casa e hiciera cuanto estuviera en su mano para
echarnos, su mujer, que tanto desea su vuelta, tendría pocos motivos para alegrarse y
vería derramarse su sangre si intentara combatir contra tantos. Lo que has dicho no
tiene sentido. Vamos, volved a vuestros asuntos y que los viejos amigos de su padre
Méntor y Haliterses vayan a despedir a este muchacho, si es que decide marcharse,
que no lo creo, pues lo más probable es que se quede donde está hasta que alguien
venga a decirle algo.
Así se disolvió la asamblea y todo el mundo regresó a su propia casa, mientras
que los pretendientes volvieron a la de Ulises. Telémaco se fue a la orilla del mar, se
lavó las manos en las olas grises y rezó a Atenea.
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—Óyeme —gritó—, oh, diosa que ayer viniste a visitarme y me animaste a
embarcarme en busca de mi padre tanto tiempo desaparecido. Te obedecería, pero los
griegos, y sobre todo esos malvados pretendientes, ponen trabas a mis planes.
Mientras rezaba, Atenea se le acercó bajo la apariencia y con la voz de Méntor.
—Telémaco —dijo—, si eres como tu padre, en adelante no serás estúpido ni
cobarde, pues Ulises nunca faltó a su palabra ni dejó las cosas a medio hacer. Así que,
si has salido a él, tu viaje no será infructuoso. Si la sangre de Ulises y Penélope no
corriera por tus venas, dudo de que lo consiguieras. Los hijos rara vez son tan buenos
como sus padres, por lo general son peores, no mejores. Pero como, en adelante, no
vas a ser ni estúpido ni cobarde y has heredado parte del ingenio de tu padre, veo con
esperanzas tu empresa. Ahora olvídate de esos insensatos pretendientes, pues no
tienen cordura ni virtud; no piensan en la muerte y en la perdición que muy pronto se
abatirá sobre ellos, todos perecerán el mismo día. En cuanto a tu viaje, no lo demores
demasiado; tu padre fue tan buen amigo mío que te encontraré una nave y yo mismo
iré contigo. Mas vuelve ahora a casa con los pretendientes y empieza a preparar las
provisiones para tu viaje; comprueba que todo esté bien guardado, el vino en ánforas
y la harina, que es necesaria para la vida, en sacos de cuero. Yo iré a la ciudad a
buscar voluntarios. Hay muchas naves en Ítaca viejas y nuevas; iré a verlas por ti y
escogeré la mejor, la prepararemos y nos haremos cuanto antes a la mar.
Así habló Atenea y Telémaco no perdió el tiempo y empezó a hacer lo que le
pedía la diosa. Volvió entristecido a casa y encontró a los pretendientes desollando
cabras y asando cerdos en el patio. Antínoo salió enseguida a su encuentro, le cogió
la mano y le dijo entre risas:
—Telémaco, bravucón, no nos guardes rencor de hecho ni de palabra y ven a
comer y a beber con nosotros como siempre. Los griegos te encontrarán una nave y
una tripulación escogida para que puedas zarpar hacia Pilos cuanto antes en busca de
noticias de tu noble padre.
—Antínoo —respondió Telémaco—, no puedo comer en paz ni disfrutar con
hombres como vosotros. ¿No os ha bastado con consumir mis bienes cuando era
niño? Ahora que soy un hombre y me doy cuenta de lo que ocurre, también soy más
fuerte, y sea aquí entre esta gente o yendo a Pilos, os causaré todo el daño que pueda.
Partiré, y mi partida no será en vano, aunque, por vuestra culpa, pretendientes, no
tengo ni barco ni tripulación propios y deberé ser pasajero y no capitán.
Apartó la mano de la de Antínoo. Entretanto, los demás siguieron preparando la
cena en el patio y lo miraron burlones.
—Telémaco —dijo un jovenzuelo— cavila cómo matarnos; supongo que pretende
traer ayuda de Pilos o de Esparta, donde parece tan decidido a ir. ¿O irá también a
Efira a conseguir veneno para echárnoslo en el vino y acabar con todos nosotros?
—Puede que, si se embarca, Telémaco acabe corriendo la suerte de su padre y
muera lejos de sus amigos —dijo otro—. En ese caso tendríamos mucho que hacer,
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pues podríamos repartirnos sus propiedades: la casa podemos dejar que se la queden
su madre y el hombre con quien se case.
De ese modo hablaron. Pero Telémaco bajó al espacioso almacén donde el bronce
y el oro de su padre se amontonaban en el suelo, y donde la ropa y los mantos estaban
guardados en arcones. Había también gran cantidad de aromático aceite, y varias
botas de vino añejo sin mezclar y digno de un dios se alineaban contra la pared por si,
al final, regresaba Ulises. La sala estaba cerrada con sólidas puertas; la anciana y fiel
ama de llaves Euriclea, hija de Ops, el hijo de Pisenor, la custodiaba noche y día.
Telémaco la llamó al almacén y dijo:
—Aya, sácame un poco del mejor vino que tengas, del que estás guardando para
que lo beba mi padre en caso de que, pobre hombre, logre escapar a la muerte y
encuentre el camino a casa. Lléname doce ánforas y asegúrate de que todas tienen
tapa; llena también de harina de cebada varios sacos de cuero bien cosidos, unas
veinte medidas en total. Disponlo todo cuanto antes y no digas nada a nadie. Me lo
llevaré todo esta noche en cuanto mi madre haya subido a acostarse. Voy a ir a Pilos y
a Esparta a ver si me entero de algo sobre el regreso de mi querido padre.
Cuando Euriclea lo oyó, se echó a llorar y le habló con cariño:
—Mi niño querido, ¿cómo se te ha podido meter esa idea en la cabeza? ¿Adónde
quieres ir, tú, que eres la única esperanza de esta casa? Tu pobre padre se fue y ha
muerto en algún país extranjero, nadie sabe dónde, y, en cuanto les des la espalda,
estos malvados empezarán a conspirar para quitarte de en medio y repartirse tus
posesiones; quédate con los tuyos y renuncia a vagar y arriesgar tu vida en el océano
estéril.
—No temas, aya —respondió Telémaco—, mi plan está inspirado por un dios;
pero prométeme que no dirás nada de esto a mi madre hasta que hayan pasado diez o
doce días, a no ser que se entere antes de mi partida y te pregunte, pues no quiero que
eche a perder su belleza llorando.
La anciana prometió solemnemente que no lo haría y, una vez pronunciado el
juramento, empezó a llenar las ánforas de vino y a echar la harina de cebada en los
sacos, mientras Telémaco volvía con los pretendientes.
Entonces a Atenea se le ocurrió otra cosa. Adoptó la forma de Telémaco y fue por
la ciudad a ver a cada miembro de la tripulación y les dijo que estuvieran en la nave
al caer el sol. También fue a ver a Noemón, hijo de Fronio; le pidió una nave y él
aceptó de buena gana. Cuando el sol se puso y la oscuridad cubrió toda la tierra, ella
puso la nave en el agua, subió a bordo todo el aparejo que por lo general llevan las
naves y la fondeó en un extremo del puerto. Enseguida llegó la tripulación y la diosa
infundió ánimos a todos.
Después fue a casa de Ulises y sumió a los pretendientes en un profundo sopor.
Hizo que la bebida los aturdiera y que las copas se les cayeran de las manos, por lo
que, en vez de seguir bebiendo vino, volvieron a la ciudad a dormir, con los párpados
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caídos y soñolientos. Luego adoptó la figura y la voz de Méntor y llamó a Telémaco
para que saliera:
—Telémaco —dijo—, los hombres están a bordo y a los remos, esperan tus
órdenes, por lo que apresúrate y zarpemos.
Se puso en camino y Telémaco la siguió. Cuando llegaron al barco encontraron a
la tripulación esperando al borde del agua y Telémaco dijo:
—Vamos, amigos, ayudadme a subir a bordo los víveres que están en mi casa; ni
mi madre ni las criadas saben nada, solo una de ellas.
Con estas palabras les guio y los demás le siguieron. Cuando embarcaron las
cosas como él les dijo, Telémaco subió a bordo, precedido por Atenea, que ocupó su
sitio en la popa del barco, mientras Telémaco se sentaba a su lado. Luego los hombres
largaron amarras y ocuparon su sitio en los bancos. Atenea les envió un viento
propicio del oeste, que silbaba sobre las olas oscuras, por lo que Telémaco les ordenó
que tiraran de las drizas e izaran las velas. Encajaron el mástil en su hueco y
aseguraron las jarcias; después izaron las velas blancas. Cuando las velas se
hincharon con el viento, la nave voló sobre el agua purpúrea y las espumosas olas
silbaron contra sus costados en su avance. Después de afirmar toda la jarcia, llenaron
las cráteras hasta el borde e hicieron libaciones en honor de los dioses inmortales,
pero sobre todo de la hija de ojos grises de Zeus.
Y así la nave surcó su derrotero durante las guardias de la noche desde la
oscuridad hasta el alba.
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CANTO III
TELÉMACO VISITA A NÉSTOR EN PILOS
Cuando el sol se estaba alzando del bello mar hacia el firmamento para arrojar luz
sobre mortales e inmortales[12], llegaron a Pilos, la ciudad de Neleo. El pueblo de
Pilos se había congregado a la orilla del mar para ofrecer toros negros en sacrificio a
Poseidón, señor de los terremotos. Había nueve grupos, cada uno de quinientos
hombres, y nueve toros por grupo[13]. Cuando estaban comiendo las entrañas y
asando los muslos en honor de Poseidón, llegaron Telémaco y su tripulación,
recogieron las velas, fondearon la nave y desembarcaron en la orilla. Atenea iba la
primera y Telémaco la siguió.
—Telémaco —dijo—, no estés acobardado ni nervioso; has emprendido este viaje
para intentar averiguar dónde está enterrado tu padre y cómo llegó su fin, conque ve
directo a ver a Néstor[14] para que nos diga lo que sabe. Ruégale que diga la verdad;
no te mentirá, pues es una excelente persona.
—Pero, Méntor —replicó Telémaco—, ¿cómo debo ir a verlo y cómo debo
dirigirme a él? No estoy acostumbrado a hacer discursos y me avergüenza interrogar
a alguien que es mucho mayor que yo.
—Hay cosas, Telémaco —respondió Atenea—, que te sugerirá tu propio instinto
y un dios también te guiará; pues estoy seguro de que los dioses te han acompañado
desde el momento en que naciste hasta hoy.
Luego siguió andando a toda prisa y Telémaco siguió sus pasos hasta que llegaron
al lugar donde estaban congregados los pilios. Allí encontraron a Néstor con sus
hijos; sus hombres se ocupaban preparando la comida y ensartando trozos de carne en
los espetones o asándola. Cuando vieron a los desconocidos, se arremolinaron en
torno a ellos, los tomaron de la mano y les animaron a sentarse. Un hijo de Néstor,
Pisístrato, les dio la mano y los sentó sobre las suaves pieles que había sobre la arena,
cerca de su padre y de su hermano Trasimedes. Luego les sirvió porciones de las
entrañas y les escanció vino en una copa dorada que ofreció primero a Atenea, a la
que se dirigió así:
—Ofrece una plegaria, señor —dijo—, al rey Poseidón, pues este banquete está
consagrado a él; cuando hayas rezado y terminado tus libaciones, pásale la copa a tu
amigo para que haga lo mismo. No me cabe duda de que también él alza sus manos
para rezar, pues el hombre no puede vivir sin los dioses. Es más joven que tú, casi de
mi misma edad, por lo que te ofrezco a ti primero la copa.
Mientras hablaba le dio la copa. A Atenea le pareció muy correcto y apropiado
que se la hubiese dado antes a ella, y empezó a rezar a Poseidón.
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—¡Oh, tú, que rodeas la tierra —exclamó—, acepta la plegaria que te dirigen tus
siervos! En primer lugar, concede tus favores a Néstor y a sus hijos; da también
alguna recompensa a los pilios por la generosa hecatombe que te ofrecen. Por último,
concédenos a Telémaco y a mí éxito en la empresa que nos ha traído en nuestra nave
a Pilos.
Cuando finalizó su plegaria, le pasó la copa a Telémaco, que también rezó. Poco
después, cuando la carne estuvo asada y la sacaron de los espetones, cada uno recibió
su parte y todos disfrutaron de una comida excelente. Una vez que hubieron comido y
bebido suficiente, Néstor, caballero de Gerenia, empezó a hablar:
—Ahora que nuestros invitados han comido, podemos preguntarles quiénes son.
¿Quiénes sois y de qué puerto venís? ¿Sois comerciantes? ¿O recorréis los mares
como piratas, en guerra con todos?
Telémaco respondió valientemente, pues Atenea le había inspirado valor para
preguntar por su padre y ganar renombre.
—Néstor —dijo—, hijo de Neleo, honra de los griegos, preguntas de dónde
venimos y te lo diré. Venimos de Ítaca, al pie del Neyo, y la cuestión de la que quiero
hablarte es de índole privada y no pública. Voy en busca de noticias de mi
infortunado padre Ulises, de quien se cuenta que saqueó contigo la ciudad de Troya.
Sabemos cuál fue el destino de todos los demás héroes que combatieron en Troya,
pero, en lo que atañe a Ulises, los dioses nos han negado incluso saber si está muerto,
pues nadie puede confirmarnos en qué lugar murió ni nos dice si cayó peleando en
tierra o se perdió en el mar entre las olas de Anfítrite. Por eso te suplico de rodillas
que tengas la bondad de relatarme su desdichado final si lo viste con tus ojos o se lo
oíste a otro viajero, pues desde que nació fue hombre aventurero. No suavices tu
relato por respeto o por lástima, dime lo que viste. Si mi valiente padre Ulises fue
alguna vez leal contigo, ya fuese de hecho o de palabra, cuando a los griegos os
hostigaban los troyanos, tenlo presente ahora y cuéntame la verdad.
—Amigo mío —respondió Néstor—, me has traído a la memoria una época de
grandes pesares, pues los valientes griegos sufrieron mucho, tanto en el mar, cuando
íbamos en pos del botín a las órdenes de Aquiles, como cuando combatíamos ante la
gran ciudad del rey Príamo. Nuestros mejores hombres cayeron allí: Áyax, Aquiles,
Patroclo, comparable a los dioses por sus consejos, y mi propio y querido hijo
Antíloco, rápido en la carrera y valiente en el combate. Pero sufrimos mucho más que
eso; ¿qué lengua mortal podría contarlo todo? Aunque te quedases aquí
preguntándome cinco o seis años, no acabaría de contarte todo lo que sufrieron los
griegos, y, antes de que concluyera, regresarías a tu patria fatigado por mi relato.
Nueve largos años intentamos toda suerte de estratagemas, pero la mano de Zeus
estaba contra nosotros; en todo ese tiempo no hubo nadie que pudiera compararse en
astucia con tu padre, si de verdad eres su hijo. Apenas creo lo que ven mis ojos, pues
hablas como él; nadie diría que personas de edad tan diferente puedan hablar de
forma tan parecida. Él y yo nunca tuvimos diferencias ni en el campo de batalla ni en
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el consejo, sino que con una única voz y propósito aconsejábamos a los griegos la
mejor forma de actuar.
»No obstante, después de saquear la ciudad de Príamo y partir en nuestras naves,
un dios nos dispersó y Zeus creyó oportuno castigar a los griegos en su viaje de
vuelta, pues no habían sido sabios ni prudentes, y muchos murieron por la ira de la
hija de Zeus, Atenea, que causó una disputa entre los dos hijos de Atreo.
»Los hijos de Atreo convocaron una asamblea en un mal momento, pues estaba
atardeciendo y los griegos estaban adormilados por el vino. Cuando explicaron por
qué los habían reunido, Menelao indicó que quería zarpar cuanto antes; en cambio,
Agamenón pensaba que debíamos esperar hasta ofrecer hecatombes para aplacar la
cólera de Atenea. ¡Loco!, debería haber sabido que no lo conseguiría, pues, cuando
los dioses toman una decisión, no la cambian fácilmente. De esta forma, los dos
intercambiaron palabras desagradables y los griegos, divididos en dos bandos, se
pusieron en pie con un grito que desgarró el aire.
»Esa noche descansamos y alimentamos nuestra ira, pues Zeus planeaba
desgracias contra nosotros. Por la mañana unos cuantos llevamos las naves al agua y
embarcamos en ellas nuestros enseres y a las mujeres, mientras otros, más o menos la
mitad, se quedaban atrás con Agamenón. Nosotros, la otra mitad, embarcamos y nos
hicimos a la mar; y las naves navegaron bien, pues algún dios había alisado las aguas.
Cuando llegamos a Ténedos ofrecimos sacrificios a los dioses, pues estábamos
deseando regresar a nuestras casas, pero el cruel Zeus no quiso que así fuese y causó
una segunda disputa, tras la cual algunos partieron al mando de Ulises a hacer las
paces con Agamenón. En cambio, yo y las naves que quedaron conmigo nos
apresuramos a seguir el viaje, pues comprendí que un dios planeaba nuestra
perdición. Diomedes vino también conmigo y sus hombres le siguieron. Luego
Menelao nos alcanzó en Lesbos, donde estábamos decidiendo la mejor ruta, pues no
sabíamos si rodear Quíos por la isla de Psiria, y dejarla a la derecha, o ir por debajo
hacia el tormentoso cabo de Mimas. De modo que pedimos una señal a los dioses,
que nos mostraron que estaríamos antes fuera de peligro si navegábamos por mar
abierto hasta Eubea. Así lo hicimos y se alzó un viento propicio que nos llevó a
Geresto, donde ofrecimos muchos sacrificios a Poseidón por habernos ayudado hasta
entonces en nuestro viaje. Cuatro días después, Diomedes fondeó sus naves en Argos,
pero yo seguí hacia Pilos y el viento no cesó desde el primer día en el que lo envió un
dios.
»De modo, mi querido y joven amigo, que regresé sin oír nada de los demás. No
sé quiénes lograron llegar sanos y salvos a su patria ni quiénes se perdieron, pero,
obligado por el deber, te daré sin reservas las noticias que me han llegado desde que
regresé a mi propia tierra. Se dice que los mirmidones volvieron a casa al mando de
Neoptólemo, el hijo de Aquiles, igual que el valiente hijo de Peante, Filoctetes.
Idomeneo tampoco perdió a nadie en el mar y logró llevar a Creta a todos sus
hombres, excepto a los que habían caído en combate. Aunque habites en el rincón
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más alejado del mundo, te habrás enterado de lo que le sucedió a Agamenón y del
triste final que encontró a manos de Egisto, así como del terrible castigo que luego
sufrió este. Ya ves lo bueno que es para un padre dejar un hijo como Orestes, que
mató a Egisto, el asesino de su noble padre. Así que demuestra tú también tu valor,
pues eres un muchacho alto y apuesto, y lábrate un nombre.
—Néstor, hijo de Neleo —respondió Telémaco—, los griegos honran a Orestes y
su nombre se recordará porque ha vengado a su padre con nobleza. Ojalá los dioses
me concedieran poder vengarme del mismo modo de la insolencia de los malvados
pretendientes, que me maltratan y planean mi ruina, pero los dioses no me reservan
esa dicha ni a mí ni a mi padre, y tendremos que soportarlo como mejor podamos.
—Amigo —dijo Néstor—, ahora que lo dices, creo haber oído que tu madre tiene
muchos pretendientes que, sin tu permiso, van consumiendo tu hacienda. ¿Lo toleras
sumiso o el pueblo está contra ti por algún mandato divino? ¿Quién sabe si al final
Ulises volverá y les dará su merecido a esos canallas, ya sea solo o ayudado por una
hueste de los griegos? Si Atenea te amara tanto como amaba a Ulises cuando
combatíamos ante Troya (pues nunca he visto que los dioses quisieran tanto a nadie
como Atenea quería entonces a tu padre), si te protegiera como le protegió a él,
algunos de esos pretendientes olvidarían muy pronto su cortejo.
—No puedo esperar nada parecido —respondió Telémaco—, sería desear
demasiado. No oso ni siquiera pensarlo. Ni aunque quisieran los dioses podría tener
esa suerte.
Al oírlo, Atenea dijo:
—Telémaco, ¿qué estás diciendo? Si así se lo propone, a un dios le resulta fácil
salvar a un hombre; y si fuese yo, no me importaría lo mucho que sufriese para llegar
a mi hogar con tal de volver sano y salvo. Preferiría eso a un rápido regreso y que
luego me mataran en mi propia casa, como le ocurrió a Agamenón por la traición de
Egisto y su mujer. La muerte es irrevocable y, cuando a alguien le llega su hora, ni
siquiera los dioses, por mucho que lo amen, pueden salvarlo.
—Méntor —respondió Telémaco—, no hablemos más de eso. Es imposible que
mi padre vuelva; hace tiempo que los dioses han decidido su perdición. Hay algo, no
obstante, que querría preguntar a Néstor, pues sabe mucho más que nadie. Dicen que
has reinado durante tres generaciones, por lo que me pareces similar a un inmortal
cuando te miro. Dime, Néstor, y sé sincero, ¿cómo llegó Agamenón a morir así?
¿Dónde estaba Menelao? ¿Y cómo pudo matar Egisto a un hombre mucho mejor que
él? ¿Se hallaba Menelao lejos de Argos, camino de algún otro sitio, y por eso Egisto
se envalentonó y mató a Agamenón?
—Te diré la verdad —respondió Néstor—, aunque de hecho has adivinado lo que
sucedió. Si cuando volvió de Troya Menelao hubiese encontrado a Egisto todavía con
vida en su casa, no le habrían erigido ningún túmulo tras su muerte, sino que habrían
dejado fuera de la ciudad el cadáver a merced de los perros y los buitres, y ninguna
mujer lo habría llorado, pues había cometido un crimen; pero seguíamos allí,
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combatiendo en Troya, y Egisto, que estaba tranquilamente en Argos, sedujo a
Clitemnestra, la mujer de Agamenón, con sus incesantes halagos.
»Al principio no quiso oír hablar de sus malvados planes, pues era buena por
naturaleza; además, había con ella un bardo a quien Agamenón había dado órdenes
estrictas al partir hacia Troya de vigilar a su mujer; pero, cuando la divinidad decidió
la destrucción de Clitemnestra, Egisto llevó a este bardo a una isla desierta y lo dejó
allí para que fuese pasto de los cuervos y las gaviotas, tras lo cual ella fue de buen
grado a la casa de Egisto. Entonces él ofreció muchos sacrificios a los dioses y
decoró muchos templos con ofrendas, pues había logrado más de lo que esperaba.
»Entretanto, Menelao y yo íbamos camino a casa desde Troya con mutuos
sentimientos de amistad. Cuando llegamos a Sunión, promontorio sagrado de Atenas,
Apolo con sus dardos indoloros mató a Frontis[15], el timonel del barco de Menelao
(nunca hubo hombre que supiera gobernar mejor una nave con mal tiempo), mientras
pilotaba la nave. Menelao, aunque deseoso de continuar el viaje, tuvo que esperar
para enterrar a su compañero y ofrecerle los ritos funerarios debidos. Poco después,
cuando pudo hacerse a la mar y llegó al cabo Malea, Zeus se puso en su contra e hizo
que el viento soplara y que las olas se alzaran como montañas. Dispersó su flota y
empujó la mitad hacia Creta, donde viven los cidones, junto al río Yárdano. Hay una
alta península que se interna en el mar desde un lugar llamado Gortina, y en toda esa
parte de la costa hasta Festos el mar se encrespa cuando sopla viento del sur, aunque
pasado Festos la costa está más resguardada, pues una pequeña península puede ser
una gran protección. Esta parte de la flota se estrelló contra las rocas y se hundió, si
bien las tripulaciones consiguieron salvarse. En cuanto a las otras cinco naves, el
viento y el mar las empujaron hasta Egipto, donde Menelao reunió mucho oro y
bienes entre las gentes de habla extranjera. Mientras tanto Egisto llevó a cabo su
crimen. Después de asesinar a Agamenón gobernó siete años en Micenas, y el pueblo
le obedeció, pero al octavo año Orestes regresó de Atenas y lo mató. Luego celebró
los ritos funerarios por su madre y el cobarde Egisto y ofreció un banquete al pueblo
de Argos; ese mismo día Menelao volvió a casa con tantos tesoros como sus naves
podían transportar.
»Sigue mi consejo, pues, y no sigas viajando tan lejos de casa ni dejes tus bienes
con gente tan peligrosa en tu hogar; devorarán todo lo que tienes y tú habrás perdido
el tiempo. No obstante, te recomiendo que vayas a ver a Menelao, que acaba de
regresar de un viaje entre pueblos tan lejanos que ningún mortal habría creído poder
volver, cuando los vientos le empujaron mucho más lejos de lo que él había pensado;
ni siquiera los pájaros pueden volar esa distancia en un año, tan vastos y terribles son
los mares que deben cruzar. Ve a verle, pues, por mar, y lleva a tus hombres contigo;
o, si prefieres viajar por tierra, llévate un carro y unos caballos, mis hijos pueden
acompañarte a Esparta, donde vive Menelao. Ruégale que te diga la verdad y no te
mentirá, pues es una persona excelente.
Mientras hablaba se puso el sol y se hizo de noche, por lo que Atenea dijo:
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—Señor, lo que has dicho es muy juicioso; ahora, no obstante, ordena que corten
las lenguas de las víctimas y que mezclen el vino para que podamos hacer libaciones
a Poseidón y los demás inmortales, y vayamos luego a acostarnos, pues es tarde ya y
ha oscurecido, y no es oportuno alargar el banquete para los dioses.
Así habló la hija de Zeus, y ellos la obedecieron. Unos criados vertieron agua
sobre las manos de los invitados, mientras unos pajes llenaron las cráteras de agua y
vino y las fueron pasando para que cada cual hiciera sus libaciones; después arrojaron
las lenguas de las víctimas al fuego y se pusieron en pie para hacer su ofrenda.
Cuando terminaron, Atenea y Telémaco se dispusieron a volver a bordo de la nave,
pero Néstor corrió a buscarlos y se lo impidió.
—Zeus y el resto de los dioses inmortales —exclamó— impiden que dejéis mi
casa para ir a bordo de una nave. ¿Creéis que soy tan pobre y falto de ropa, o que no
tengo mantos suficientes para disponer lechos cómodos para mí y mis invitados?
Dejad que os diga que no permitiré que el hijo de mi antiguo amigo Ulises pase la
noche en la cubierta de una nave, no mientras viva, y tampoco lo permitirán después
mis hijos, sino que os abrirán la casa como yo he hecho.
—Señor, has hablado bien —respondió Atenea—, y será mucho mejor que
Telémaco haga como has dicho, que vaya contigo y duerma en tu casa; sin embargo,
yo debo regresar para dar órdenes a la tripulación e infundirles ánimos. Soy el más
viejo de ellos; los demás son jóvenes de la edad de Telémaco que han emprendido
este viaje por amistad, así que debo volver a la nave y dormir allí. Además, mañana
debo ir donde viven los caucones, que me adeudan una cuantiosa suma. En cuanto a
Telémaco, ahora que es tu invitado, envíalo a Esparta en un carro y que uno de tus
hijos lo acompañe. Ten también la bondad de proporcionarle tus caballos mejores y
más veloces.
En cuanto terminó de hablar, salió volando en forma de águila, y todos se
maravillaron al verlo. Néstor se quedó asombrado y tomó a Telémaco de la mano.
—Amigo —dijo—, veo que algún día serás un gran hombre, puesto que los
dioses te ayudan cuando aún eres tan joven. De entre quienes moran en el cielo, sin
duda se trataba de la temible hija de Zeus, que tanto apreció a tu valiente padre entre
los griegos. Diosa, senos propicia a mí, a mi buena esposa y a mis hijos. A cambio te
ofreceré en sacrificio una novilla de anchos cuernos y un año de edad que nunca
conoció el yugo ni el arado. Forraré sus cuernos de oro y te la sacrificaré.
Así rezó y Atenea oyó su plegaria. Luego se encaminó a su casa, seguido de sus
hijos y cuñados. Cuando llegaron y ocuparon su sitio en los bancos y asientos, les
mezcló en una crátera vino dulce que tenía once años cuando la despensera abrió la
jarra. Mientras mezclaba el vino, rezó e hizo libaciones a Atenea. Luego, terminadas
las ofrendas y después de beber cuanto quisieron, todos volvieron a sus casas, pero
Néstor puso a Telémaco en la habitación que había sobre el pórtico con Pisístrato[16],
el único hijo soltero que le quedaba. Por su parte, él dormía en una habitación al
fondo de la casa con la reina, su esposa, a su lado.
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Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados[17], Néstor se
levantó de su lecho y ocupó su sitio en los bancos de piedra blanca y pulida que había
delante de su casa. Allí se sentaba antes Neleo, consejero comparable a los dioses,
pero ahora estaba muerto, y había ido a la casa de Hades; así que Néstor se sentó en
su trono con el cetro en la mano como garante del bien común. Cuando salieron de
sus habitaciones, sus hijos fueron con él, Equefrón, Estratio, Perseo, Areto,
Trasimedes y Pisístrato, y, cuando llegó Telémaco, le invitaron a sentarse con ellos.
Néstor les habló entonces:
—Hijos míos —dijo—, apresuraos a hacer lo que os pido. Antes de nada quiero
que os ganéis el favor de la gran diosa Atenea, que ayer se me hizo visible durante las
celebraciones. Id, pues, uno de vosotros al llano, decidle al boyero que me elija una
novilla y traédmela enseguida. Que otro vaya a la nave de Telémaco e invite a toda la
tripulación y que dejen solo a dos hombres a cargo de la embarcación. Otro ha de ir a
buscar a Laerces, el orfebre, para que forre de oro los cuernos de la novilla. Los
demás quedaos donde estáis; decid a las criadas que preparen un excelente banquete y
que traigan asientos, leña y agua limpia del manantial.
Todos se apresuraron a obedecerle. Trajeron a la novilla del llano y la tripulación
de Telémaco llegó del barco; el orfebre trajo su yunque, el martillo y las pinzas para
trabajar el oro, y Atenea en persona llegó para aceptar el sacrificio. Néstor le dio el
oro y el orfebre forró los cuernos de la novilla para que la diosa se complaciera con
su belleza. Luego Estratio y Equefrón la cogieron de los cuernos; Areto fue a buscar
agua a la casa en un aguamanil con forma de flor, y en la otra mano llevaba una cesta
con harina de cebada; el robusto Trasimedes esperaba con un hacha afilada,
preparado para sacrificar la novilla, mientras Perseo sujetaba un cubo. Luego Néstor
empezó lavándose las manos y espolvoreando la harina, y ofreció muchas oraciones a
Atenea mientras arrojaba un mechón de pelo de la novilla al fuego.
Después de rezar y espolvorear la harina, Trasimedes derribó a la novilla con un
tajo que le cortó los tendones de la nuca, al ver lo cual las hijas y cuñadas de Néstor,
y su venerable esposa Eurídice (la hija mayor de Climeno) chillaron de alegría.
Recogieron la novilla del suelo, y Pisístrato la degolló. Cuando dejó de sangrar, la
descuartizaron. Cortaron los muslos, los envolvieron en dos capas de grasa y
colocaron encima más trozos de carne; luego Néstor los puso encima de la leña y
vertió vino por encima, mientras los jóvenes aguardaban a su lado con espetones de
cinco puntas en la mano. Una vez cocinados los muslos y después de probar las
entrañas, cortaron el resto de la carne en trozos pequeños, los ensartaron en los
espetones y los asaron al fuego.
Entretanto, la encantadora Policasta, la hija menor de Néstor, lavó a Telémaco.
Cuando terminó de lavarlo y de ungirlo en aceite, le dio una túnica y un hermoso
manto. Al salir del baño y ocupar su sitio al lado de Néstor, Telémaco parecía un dios.
Una vez asada la carne, se sentaron a comer atendidos por nobles varones que les
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escanciaron vino en copas de oro. En cuanto se saciaron de comer y beber, Néstor
dijo:
—Hijos, enganchad los caballos de Telémaco al carro para que pueda partir
enseguida.
Así habló y ellos hicieron lo que les pidió, y engancharon los veloces caballos al
carro. La despensera les preparó pan, vino y viandas dignas de los hijos de un rey.
Luego Telémaco subió al carro y Pisístrato cogió las riendas y se sentó a su lado.
Arreó los caballos, que salieron a toda prisa hacia el campo abierto, dejando tras de sí
la elevada ciudadela de Pilos. Todo ese día galoparon enganchados al carro hasta que
el sol se puso y la oscuridad cubrió la tierra. Después llegaron a Feres, donde vivía
Diocles, hijo de Ortíloco y nieto de Alfeo. Allí pasaron la noche y Diocles les trató
con hospitalidad. Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos
sonrosados[18], volvieron a enganchar los caballos y salieron por el resonante pórtico.
Pisístrato arreó los caballos, que se pusieron a galopar con premura, hasta que
llegaron a unos trigales en campo abierto y terminaron el viaje, con tanta presteza los
llevaron sus corceles. Entonces se puso el sol y la oscuridad cubrió la tierra.
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CANTO IV
TELÉMACO VISITA A MENELAO EN ESPARTA
LOS PRETENDIENTES CONSPIRAN EN ÍTACA
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plata para que se lavaran las manos y les acercó una mesa limpia. Una criada de
mayor rango les sirvió pan y les ofreció muchas cosas buenas que había en la casa,
mientras el trinchante llenaba bandejas con todo tipo de carnes y colocaba copas de
oro a su lado.
Menelao les saludó diciendo:
—Comed, y sed bienvenidos; cuando hayáis acabado de cenar os preguntaré
quiénes sois, pues el linaje de hombres como vosotros no puede haberse perdido. Sin
duda descendéis de una estirpe de reyes, pues los pobres no tienen hijos como
vosotros.
Dicho lo cual les dio un trozo de lomo asado, que le habían servido por ser una de
las mejores partes, y ellos dieron cuenta de lo que les habían servido en el plato;
cuando se saciaron de comer y beber, Telémaco le dijo al hijo de Néstor, acercando la
cabeza para que nadie pudiera oírles:
—Mira, Pisístrato, amigo de corazón, mira el resplandor del bronce y el oro, del
ámbar, el marfil y la plata. Todo es tan espléndido que es como ver el palacio de Zeus
olímpico. Estoy atónito.
Menelao lo oyó y dijo:
—Nadie, hijos míos, puede compararse con Zeus, pues su casa y todo lo que le
rodea es inmortal. En cambio, entre los hombres mortales…, bueno, puede que haya
otro tan rico como yo o no, pero en cualquier caso he viajado mucho y padecido
muchas penurias, pues transcurrieron casi ocho años antes de que pudiera llegar a
casa con mis naves. Estuve en Chipre, Fenicia y Egipto; fui también donde viven los
etíopes, los sidonios y los erembos, y a Libia, donde los carneros tienen cuernos nada
más nacer y las ovejas paren tres veces al año. En ese país todo el mundo, sea amo o
esclavo, tiene queso, carne y leche en abundancia, pues las ovejas se los proporcionan
todo el año. Pero, mientras viajaba y acumulaba grandes riquezas entre esas gentes,
mi hermano fue asesinado en secreto por la perfidia de su malvada esposa, por lo que
poseer toda esta riqueza no me proporciona ningún placer. Sean quienes sean vuestros
padres, deben de haberos hablado de esto y de un palacio que perdí abarrotado de
riquezas. ¡Ojalá tuviese solo un tercio de lo que tengo y me hubiera quedado en casa,
así seguirían vivos todos los que perecieron en la llanura de Troya, lejos de Argos! A
menudo lloro aquí por todos y cada uno de ellos. A veces lloro de lástima, pero
enseguida lo dejo porque el llanto es un frío consuelo que cansa enseguida. No
obstante, por mucho que lamente su pérdida, hay una que me duele más que la de
todos ellos. Aunque me lamento por todos, lloro sobre todo por la pérdida de uno de
ellos. Ni siquiera puedo pensar en él sin que me repugnen la comida y el sueño, tan
desdichado me siento, pues ni uno solo de los griegos se esforzó ni arriesgó tanto
como él. No ganó nada con ello y ha dejado un legado de pesar para mí, pues lleva
perdido mucho tiempo y no sabemos si está vivo o muerto. Su anciano padre, su
mujer, Penélope, que tanto ha sufrido, y su hijo, Telémaco, a quien dejó poco después
de nacer, están sumidos en el dolor por su causa.
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Así habló Menelao, y a Telémaco se le encogió el corazón al pensar en su padre.
Las lágrimas cayeron de sus ojos cuando oyó hablar así de él, y se llevó el manto a la
cara con ambas manos. Cuando Menelao lo vio, dudó entre dejarle escoger a él el
momento de hablar o preguntarle sin más y averiguar qué pasaba.
Mientras estaba indeciso, Helena bajó de su habitación perfumada y de techos
altos, tan encantadora como la propia Artemisa. Adrasta le llevó un asiento, Alicipe,
una suave alfombra de lana, mientras Filo le llevaba el canastillo de plata que
Alcandra, la mujer de Pólibo, le había dado. Pólibo vivía en la egipcia Tebas, que es
la ciudad más rica del mundo; había obsequiado a Menelao con dos bañeras de plata
pura, dos trípodes, y diez talentos de oro; aparte de eso, su mujer le hizo a Helena
varios regalos espléndidos, a saber: una rueca de oro, y un canastillo de plata con
ruedas y una banda dorada. Filo lo colocó ahora a su lado, lleno de hilo devanado, y
puso encima una rueca con lana de color violeta. Luego Helena se sentó, apoyó los
pies en el escabel y empezó a preguntar a su marido.
—¿Sabemos, Menelao, los nombres de estos forasteros que han venido a
visitarnos? No sé si acierto o me equivoco, pero debo decir lo que pienso. Jamás he
visto hombre o mujer tan parecido a nadie como este joven a Telémaco, a quien
Ulises dejó siendo un niño recién nacido cuando los griegos fuisteis a Troya a
combatir por mi muy vergonzosa culpa[22].
—Mi querida esposa —respondió Menelao—, veo el parecido igual que tú. Sus
manos y sus pies son idénticos a los de Ulises; igual que su pelo, la forma de la
cabeza y la expresión de sus ojos. Además, cuando hablé de Ulises y dije lo mucho
que había sufrido por mi culpa, le cayeron lágrimas de los ojos y ocultó su rostro en
el manto.
Entonces habló Pisístrato:
—Menelao, hijo de Atreo, tienes razón al pensar que este joven es Telémaco, pero
es muy prudente y se avergüenza de venir aquí y preguntar sin más a alguien como
tú. Mi padre, Néstor, me pidió que lo acompañara, pues quería saber si podías darle
algún consejo o sugerencia. Un hijo siempre encuentra dificultades cuando su padre
desaparece y lo deja sin nadie que le apoye; y así es como se encuentra ahora
Telémaco, pues su padre está ausente y no hay nadie entre los suyos que lo defienda.
—Bendito sea mi corazón —replicó Menelao—, pues estoy recibiendo la visita
del hijo de un amigo muy querido que sufrió mucho por mi causa. Siempre tuve la
esperanza de agasajarlo con el mayor respeto si los dioses nos permitían regresar de
allende los mares. Quería darle una ciudad en Argos y construirle un palacio. Quería
animarlo a dejar Ítaca con sus bienes, su hijo y todo su pueblo, y saquear para ellos
alguna de las ciudades vecinas que me deben obediencia. Así nos habríamos visto a
menudo, y solo la muerte habría podido poner fin a una amistad tan cercana y feliz.
Supongo, no obstante, que algún dios nos negó esa gran suerte, pues ha impedido que
el pobre hombre vuelva a su casa.
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Así habló, y sus palabras hicieron que todos prorrumpieran en llanto. Helena,
Telémaco y el propio Menelao lloraron, y tampoco Pisístrato pudo evitar que los ojos
se le llenaran de lágrimas al recordar a su hermano Antíloco, a quien había dado
muerte el hijo de la luminosa Aurora. Entonces le dijo a Menelao:
—Señor, mi padre Néstor, cuando hablábamos de ti en casa, siempre dijo que eras
una persona de un raro y excelente entendimiento. Si es posible, pues, haz como voy
a pedirte. No me gusta llorar mientras ceno. La mañana llegará a su debido tiempo y
antes del mediodía no me importa cuánto lloremos a los muertos. Es lo único que
podemos hacer por ellos, afeitarnos la cabeza y enjugarnos las lágrimas de las
mejillas. Yo tenía un hermano que murió en Troya, no era el peor de los hombres que
había allí. Sin duda debiste conocerlo, se llamaba Antíloco, yo nunca lo vi, pero dicen
que era el más rápido corriendo y valiente en el combate.
—Tanta sensatez, amigo —respondió Menelao—, no parece propia de tus años.
Está claro que has salido a tu padre. Enseguida se ve cuando un hombre es hijo de
alguien a quien Zeus ha bendecido con una mujer y varios hijos: y a Néstor lo ha
favorecido desde el primero hasta el último de sus días, dejándole envejecer en paz en
su propia casa rodeado de sus hijos, que son valientes y bien dispuestos. Pongamos
fin, pues, a tanto llanto y volvamos a la cena. Que nos viertan agua en las manos.
Telémaco y yo podemos hablar mañana.
Así que Asfalión, uno de los criados, vertió agua sobre sus manos y comieron los
manjares que tenían delante.
Luego la hija de Zeus, Helena, recordó otra cosa. Mezcló el vino con una hierba
que borra las preocupaciones, los pesares y el mal humor. Quien bebe el vino con esa
droga no vierte una sola lágrima el resto del día, ni aunque su padre y su madre
caigan muertos o vea descuartizar ante sus ojos a un hijo o un hermano. Esta droga,
de poderes y virtudes tan poderosas, se la había dado a Helena la mujer de Ton,
Polidamna, en Egipto, donde cultivan todo tipo de hierbas: unas buenas, para echar
en las cráteras, y otras venenosas. Además, todos sus habitantes son hábiles médicos,
pues son de la raza de Peán. Después de mezclar la droga y de ordenar a los criados
que escanciaran vino a todo el mundo, dijo:
—Menelao, hijo de Atreo, y vosotros, amigos, hijos de hombres honorables
(según la voluntad de Zeus, que otorga cosas buenas y malas, y puede hacer cuanto
quiera), comed y escuchad mientras os cuento una historia. No puedo enumerar todas
las hazañas de Ulises, pero puedo decir lo que hizo cuando estaba a las puertas de
Troya y vosotros, griegos, afrontabais toda suerte de dificultades. Él mismo se golpeó
y se hirió, se puso unos harapos y entró en la ciudad enemiga como un campesino o
un mendigo, con un aspecto muy diferente al de cuando estaba entre los suyos. Con
este disfraz entró en la ciudad de Troya, y nadie le dijo nada. Solo yo lo reconocí y
empecé a preguntarle, pero fue demasiado astuto para mí. No obstante, cuando lo
lavé y ungí y le di ropa, después de hacerme prometer con un solemne juramento que
no lo traicionaría a los troyanos hasta que hubiese vuelto sano y salvo a su
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campamento y a sus naves, me dijo lo que planeaban hacer los griegos. Mató a
muchos troyanos y consiguió mucha información antes de llegar al campamento
griego, y dio motivos a las troyanas para lamentarse, aunque yo me alegré, pues
empezaba a echar de menos mi hogar y me sentía desdichada por la injusticia que
Afrodita había cometido conmigo al llevarme allí, lejos de mi patria, de mi hija y de
mi marido, que no carece de buen porte ni juicio.
—Todo lo que has dicho es cierto, mi querida esposa —dijo entonces Menelao—.
He viajado mucho y he tratado a muchos héroes, pero nunca he visto a un hombre
como Ulises, cuyo valor y aguante quedaron demostrados dentro del caballo de
madera, donde nos ocultábamos los más valientes de los griegos esperando para
llevar la muerte y la destrucción a los troyanos. En ese momento viniste adonde
estábamos, acompañada de Deífobo, algún dios que quería favorecer a los troyanos
debió de enviarte. Tres veces diste la vuelta a nuestro escondrijo y tres veces llamaste
por su nombre a todos nuestros jefes imitando la voz de sus mujeres: Diomedes,
Ulises[23] y yo te oímos desde nuestros bancos. Diomedes y yo no sabíamos si salir o
responderte desde dentro, pero Ulises nos contuvo, así que guardamos silencio, todos
excepto Anticlo, que empezó a responder, por lo que Ulises le tapó la boca con sus
fuertes manos. Esto nos salvó a todos, pues acalló a Anticlo hasta que Atenea hizo
que te marcharas de allí.
—¡Qué triste —exclamó Telémaco— que nada de eso sirviera para salvarle, ni
siquiera su férreo valor! Pero ahora, señor, ten la bondad de enviarnos a dormir para
que podamos disfrutar del dulce y agradable sueño.
Así que Helena ordenó a las criadas que preparasen lechos bajo el pórtico con
mullidas esteras púrpuras y tendieran sobre ellas mantas de lana para que los
huéspedes se pudieran abrigar. Después las criadas salieron con antorchas y
prepararon los lechos, y un criado llevó allí a los forasteros. Telémaco y Pisístrato
durmieron en el pórtico, mientras el hijo de Atreo yacía en una habitación con la
hermosa Helena a su lado. Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos
sonrosados[24], Menelao se levantó y se vistió. Se ciñó las sandalias a los bellos pies,
se colgó la espada del hombro y salió de su cuarto como un dios inmortal. Luego se
sentó al lado de Telémaco y dijo:
—Telémaco, ¿qué te ha impulsado a hacer este largo viaje por mar hasta Esparta?
¿Vienes por asuntos públicos o personales? Cuéntamelo todo.
—He venido, señor —respondió Telémaco—, para ver si puedes contarme algo
sobre mi padre. Están devorando mi casa y mi hogar; mi hacienda está siendo
consumida y mi casa está llena de sinvergüenzas que matan mis ovejas y mis bueyes
con la excusa de cortejar a mi madre. Por eso te suplico de rodillas que tengas la
bondad de relatarme su desdichado final si lo viste con tus ojos o se lo oíste a otro
viajero, pues desde que nació fue hombre aventurero. No suavices tu relato por
respeto o lástima, dime lo que viste. Si mi valiente padre Ulises fue alguna vez leal
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contigo, ya fuese de hecho o de palabra, cuando a los griegos os hostigaban los
troyanos, tenlo presente ahora y cuéntame la verdad.
Al oírlo, Menelao se indignó.
—¿Cómo —exclamó— pretenden usurpar esos cobardes el lecho de un hombre
valiente? Es como si una cierva pariera sus cervatos en la guarida del león y luego
fuese a comer al bosque o a una loma con abundante hierba: cuando el león vuelva a
su guarida, acabará enseguida con ellos. Y lo mismo hará Ulises con esos
pretendientes. Por el padre Zeus, por Atenea y por Apolo, si Ulises sigue siendo el
hombre que era cuando luchó con Filomelides[25] en Lesbos y lo derribó en el suelo
con tanta fuerza que todos los griegos lo vitorearon y alguna vez se encuentra con
esos pretendientes, disfrutarán de poca compasión y de unos tristes esponsales. En
cuanto a tus preguntas, no te engañaré ni me andaré con rodeos, sino que te diré sin
ocultar nada lo que me contó Proteo, el viejo del mar.
»Yo estaba deseando llegar aquí, pero los dioses me retuvieron en Egipto, pues
mis hecatombes no habían terminado de complacerles y los dioses son muy estrictos
con los ritos debidos. Desde Egipto, a un día de viaje en barco con viento de popa hay
una isla llamada Faros, que tiene un buen puerto desde el que los barcos pueden
dirigirse a mar abierto después de aprovisionarse de agua. Allí me retuvieron los
dioses veinte días sin ni siquiera un soplo de viento que me ayudara a seguir adelante.
Las provisiones se nos habrían agotado y mis hombres habrían pasado hambre si una
diosa no se hubiese compadecido de mí y me hubiese salvado: Idotea, hija de Proteo,
el viejo del mar.
»Vino a verme un día en que estaba solo, como ocurría a menudo, pues los
hombres, hambrientos, salían a pescar con sus puntiagudos anzuelos con la esperanza
de capturar un pez o dos.
»—Forastero —dijo—, parece que te guste pasar hambre o que al menos no te
preocupa demasiado, pues te quedas aquí un día tras otro, sin intentar partir siquiera,
pese a que tus hombres están al borde de la muerte.
»—Deja que te diga —respondí—, quienquiera que seas de entre las diosas, que
no estoy aquí por propia voluntad, sino que debo de haber ofendido a los dioses que
viven en el cielo. Dime, entonces, pues los dioses lo saben todo, cuál de los
inmortales me retiene de este modo y dime también cómo surcar el mar para llegar a
mi casa.
»—Desconocido —dijo—, te lo diré con claridad. Hay un anciano inmortal que
vive cerca de aquí debajo del mar y que se llama Proteo. Es egipcio y dicen que es mi
padre; es el principal súbdito de Poseidón y conoce todos los abismos del océano. Si
logras engañarlo y atraparlo, te dirá qué rumbo seguir y cómo surcar el mar hasta
llegar a tu casa. También te dirá, si quieres, lo que ha ocurrido en tu hogar, tanto lo
bueno como lo malo, mientras estabas fuera en tu largo y peligroso viaje.
»—¿Puedes mostrarme —pregunté— alguna estratagema con la que pueda
atrapar a este divino viejo sin que sospeche y me descubra? No es fácil para un
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hombre mortal atrapar a un dios.
»—Desconocido —dijo—, te lo diré con claridad. Cuando el sol llega a su cénit,
el viejo del mar sube de debajo de las olas, anunciado por el viento de poniente, que
riza las aguas sobre su cabeza. Nada más salir, se tumba a dormir en una enorme
gruta marina; duermen a su alrededor también algunas focas, hijas de Anfítrite.
Mañana por la mañana temprano te llevaré a ese lugar y aguardarás allí escondido.
Escoge, pues, a los tres mejores hombres de tu flota. Ahora te diré todos los trucos
que intentará el anciano.
Primero, echará un vistazo a las focas y las contará; luego, después de verlas y
contarlas con los dedos, se pondrá a dormir entre ellas igual que un pastor entre su
rebaño. En cuanto veáis que se queda dormido, atrapadlo; usad todas vuestras fuerzas
para sujetarlo, pues hará todo lo posible para liberarse. Se convertirá en todas las
criaturas de la tierra y también en fuego y en agua, pero deberéis sujetarlo cada vez
con más fuerza, hasta que empiece a hablarte y recupere la forma que tenía cuando se
fue a dormir; entonces podréis soltarlo y preguntarle cuál de los dioses es el que está
enfadado contigo y qué debes hacer para llegar a tu casa allende el mar.
»Después de decir esto, se sumergió entre las olas y yo volví, con el corazón
colmado de preocupaciones, al lugar donde mis naves estaban alineadas en la orilla.
En cuanto llegué a mi embarcación preparamos la cena, pues estaba a punto de caer
la noche, y acampamos en la playa.
»Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, elegí a los
tres hombres en quienes más confiaba y me dirigí a la orilla mientras rezaba a los
dioses. Entonces, la diosa me proporcionó cuatro pieles de foca, recién desolladas,
del fondo del mar, pues planeaba engañar a su padre. Luego excavó cuatro agujeros
para que nos metiésemos en ellos y esperásemos a que saliera. Cuando nos
acercamos, nos hizo tendernos en los agujeros, uno detrás del otro, y echó una piel de
foca encima de cada uno de nosotros. Nuestro escondite resultaba insoportable, pues
el hedor de las focas era repugnante (¿quién querría compartir su lecho con un
monstruo marino si pudiera evitarlo?), pero también en eso nos ayudó la diosa, pues,
para aliviarnos, nos puso en la nariz fragante ambrosía que tapaba el olor de las focas.
»Esperamos toda la mañana con paciencia y vimos cientos de focas que salían del
agua para tomar el sol en la orilla. A mediodía salió también el viejo del mar y,
cuando encontró a las focas, fue adonde estaban y las contó. Fuimos de las primeras
que contó y no sospechó ningún engaño, sino que se tumbó a dormir en cuanto acabó
de contar. Entonces, nos abalanzamos sobre él con un grito y lo sujetamos; enseguida
empezó con sus trucos y se transformó primero en un león de enorme melena; luego
de pronto se convirtió en un dragón, en un leopardo y en un jabalí; un instante
después era agua, y luego un árbol, pero lo sujetamos y no lo soltamos ni un
momento, hasta que por fin el viejo se desanimó y dijo:
»—¿Cuál de los dioses, hijo de Atreo, ha ideado esta conjura para atraparme
contra mi voluntad? ¿Qué es lo que quieres?
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»—Lo sabes muy bien, anciano —respondí—, no conseguirás confundirme.
Llevo mucho tiempo en esta isla y no veo que vaya a poder salir. Empiezo a perder la
esperanza; dime, pues los dioses lo sabéis todo, cuál de los inmortales me impide
continuar el viaje y dime también cómo surcar los mares para llegar a mi casa.
»—En ese caso —dijo—, si quieres concluir tu viaje y volver pronto a casa, debes
ofrecer sacrificios a Zeus y los demás dioses antes de embarcar, pues se ha decretado
que no puedas regresar con tus amigos y a tu hogar hasta que no hayas vuelto al río
de Egipto, que nace en el cielo, y hayas ofrecido sagradas hecatombes a los dioses
inmortales que reinan en el firmamento. Cuando lo hayas hecho, te permitirán acabar
el viaje.
»Sentí un gran desánimo cuando oí que debía volver a hacer el largo y temible
viaje a Egipto, pero aun así respondí:
»—Haré, anciano, todo lo que me has dicho; pero ahora dime, y sé sincero, si
todos los griegos a quienes Néstor y yo dejamos atrás al partir de Troya han llegado
sanos y salvos a sus casas o si alguno encontró la muerte, ya sea a bordo de su nave o
entre sus amigos después de combatir en la guerra.
»—Hijo de Atreo —respondió—, ¿por qué me lo preguntas? Más te valiera no
saber lo que he de contarte, pues te puedo asegurar que tus ojos se colmarán de
lágrimas cuando hayas oído mi historia. Muchos de esos por los que preguntas han
muerto, pero muchos aún viven, y solo dos de los principales jefes griegos murieron
en su regreso a casa. Respecto a lo que ocurrió en el campo de batalla…, tú mismo
estuviste allí. Un tercero sigue en el mar, vivo, pero retenido y sin poder volver. Ayax
naufragó, pues Poseidón lo empujó contra las grandes rocas de Giras; no obstante, le
permitió salir sano y salvo del agua, y, a pesar de la animadversión de Atenea, habría
escapado a la muerte si no se hubiese condenado a sí mismo por su jactancia. Dijo
que los dioses no podían ahogarlo pese a haberlo intentado; cuando Poseidón oyó tan
insolentes palabras, cogió su tridente con sus fuertes manos y partió la roca de Giras
en dos. La base siguió donde estaba, pero la parte donde se hallaba Ayax cayó al mar
y arrastró a Áyax, que bebió el agua salada y se ahogó.
»”Tu hermano y sus naves escaparon, pues lo protegió Hera, pero, cuando estaba
a punto de llegar al alto promontorio de Malea, le sorprendió una fuerte tormenta que
volvió a arrastrarlo mar adentro contra su voluntad y lo llevó a la tierra donde antes
moraba Tiestes y entonces vivía Egisto. No obstante, poco después pareció que, pese
a todo, podría volver sano y salvo, pues los dioses cambiaron otra vez el viento.
Llegaron a casa, y Agamenón besó el suelo patrio y vertió lágrimas de alegría al
encontrarse en su propio país.
»”Había un centinela a quien Egisto siempre tenía de guardia y al que había
prometido dos talentos de oro. Este hombre llevaba un año vigilando, para asegurarse
de que la llegada de Agamenón no pasara inadvertida; cuando este hombre vio
desembarcar a Agamenón, fue a avisar a Egisto, que enseguida empezó a tramar un
plan contra él. Escogió a veinte de sus guerreros más valientes, los emboscó a un lado
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del atrio y en el otro mandó preparar un banquete. Luego envió sus carros y jinetes a
recibir a Agamenón y lo invitó al banquete, con fines malvados. Lo llevaron allí, sin
sospechar el fin que le esperaba, y lo mataron cuando terminó el banquete como
quien sacrifica a un buey; ni uno solo de los seguidores de Agamenón quedó con vida
ni tampoco ninguno de los de Egisto, sino que todos murieron en aquella sala.
»Así habló Proteo, y a mí se me partió el corazón al oírle. Me senté en la arena y
lloré; me sentí como si no pudiese soportar seguir viviendo ni ver la luz del sol.
Luego, cuando me cansé de llorar y revolearme en la arena, el viejo del mar dijo:
»—Hijo de Atreo, no pierdas más el tiempo llorando con tanta amargura, no te
hará ningún bien; vuelve a casa cuanto antes, pues Egisto tal vez siga con vida e
incluso si Orestes ya lo ha matado, aún puedes llegar a tiempo para su funeral.
»Eso me consoló a pesar de mi dolor y dije:
»—Ya sé qué ha pasado con ellos dos. Háblame ahora del tercer hombre, ¿está
vivo, retenido en el mar, o ha muerto? Dímelo, por mucho pesar que me causes.
»—El tercer hombre —respondió— es Ulises, que vive en Ítaca. Lo veo en una
isla, pesaroso en la mansión de la ninfa Calipso, que lo tiene cautivo, y no puede
volver a casa porque no tiene naves ni marineros que lo lleven allende el mar. En
cuanto a tu propio final, Menelao, no morirás en Argos, sino que los dioses te
llevarán hasta los Campos Elíseos, que están en el confín del mundo. Allí reina el
rubio Radamantis, y los hombres gozan de una vida más fácil que en ningún otro
sitio, pues nunca llueve, ni graniza ni nieva, sino que Océano envía un sonoro viento
de poniente que insufla vida a los hombres. Esto te sucederá por haber desposado a
Helena y ser el yerno de Zeus.
»Dicho lo cual se sumergió entre las olas, y yo volví con las naves y mis
compañeros. Mi corazón estaba colmado de preocupaciones. Cuando llegué a las
naves preparamos la cena, pues estaba a punto de caer la noche, y acampamos en la
playa. Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, echamos
las naves al agua, colocamos los mástiles y las velas, y luego subimos a bordo. Mis
compañeros ocuparon su sitio en los bancos y golpearon el mar gris con sus remos.
De nuevo anclé las naves en el río de Egipto, que nace en el cielo, y ofrecí
hecatombes que fueron numerosas y suficientes. Después de aplacar así la cólera
divina, erigí un túmulo en memoria de Agamenón para que su nombre perdurara para
siempre, tras lo cual tuve una rápida travesía de regreso a casa, pues los dioses me
enviaron un viento favorable.
»Y ahora hablemos de ti: quédate diez o doce días más y te ayudaré a seguir tu
camino. Te haré un noble obsequio de un carro y tres caballos. Te daré también una
hermosa copa para que mientras vivas pienses en mí cuando hagas libaciones en
honor de los dioses inmortales.
—Hijo de Atreo —respondió Telémaco—, no insistas en que me quede más
tiempo. Me gustaría pasar aquí otros doce meses; tu conversación es tan amena que ni
por un momento querría volver a casa con mis padres, pero la tripulación que he
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dejado en Pilos ya se impacienta y tú me apartas de ellos. En cuanto al regalo que
quieres hacerme, prefiero que sea un objeto de plata. No puedo llevarme los caballos
conmigo a Ítaca, sino que los dejaré aquí para adornar tus propios establos, pues allí
no tenemos prados ni caminos y la tierra es más apta para las cabras que para los
caballos. En cambio, en tu reino hay muchas llanuras donde crecen el trébol y
también la hierba, el trigo, la cebada y la avena. Ni una sola de nuestras islas tiene
terreno llano para los caballos, e Ítaca menos que ninguna.
Menelao sonrió y tomó la mano de Telémaco entre las suyas.
—Lo que dices —dijo— demuestra que eres de buena familia. Puedo y haré el
cambio que me pides y te daré el objeto de plata más valioso de mi casa. Una crátera
de plata pura, excepto el borde, que está incrustado de oro, labrada por el propio
Hefesto. Fédimo, el rey de los sidonios, me la dio en una visita que le hice cuando
pasé por allí en mi viaje de regreso. Tuya será.
Mientras hablaban, los invitados seguían llegando a la casa del rey. Traían ovejas
y vino, y también el pan que les habían dado sus mujeres. Y todos preparaban el
banquete en las salas.
Entretanto, los pretendientes se entretenían lanzando discos o practicando su
puntería con la jabalina delante de la casa de Ulises y seguían comportándose con su
acostumbrada insolencia. Antínoo y Eurímaco, que eran sus jefes y los más
destacados entre ellos, estaban allí sentados cuando llegó Noemón, hijo de Fronio, y
le dijo a Antínoo:
—¿Se sabe, Antínoo, qué día volverá Telémaco de Pilos? Se llevó una de mis
naves y la necesito para ir a Elide; tengo allí doce yeguas y doce potros de un año sin
domar, y quiero traer uno para domarlo.
Al oírlo se sorprendieron mucho, pues estaban convencidos de que Telémaco no
había ido a la ciudad de Neleo. Pensaban que estaba en alguna de sus granjas con las
ovejas o el porquero; así que Antínoo preguntó:
—¿Cuándo se fue? Dime la verdad. ¿A qué hombres se llevó consigo? ¿Eran
hombres libres o sus propios esclavos? Ambas cosas son posibles. Dime también, ¿le
dejaste llevarse la nave de buen grado porque te la pidió o la cogió sin tu permiso?
—Se la dejé —respondió Noemón—; tratándose de un hombre tan ilustre, ¿qué
otra cosa podía hacer cuando me dijo que tenía dificultades y me la pidió? No pude
negarme. En cuanto a los que partieron con él, eran jóvenes de familias nobles, y vi
que Méntor embarcaba con él como capitán, o algún dios exactamente igual a él. No
lo entiendo, pues ayer por la mañana vi a Méntor, a pesar de que se embarcó hacia
Pilos.
Noemón volvió después a la casa de su padre, pero Antínoo y Eurímaco se
enfadaron mucho. Dijeron a los demás que dejasen sus juegos y fuesen a sentarse con
ellos. Cuando llegaron, Antínoo habló de forma airada. Tenía el corazón negro de ira
y sus ojos brillaban como el fuego cuando dijo:
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—Por los dioses, este viaje de Telémaco es un asunto muy serio. Aunque
pensábamos que no lo haría, el joven se ha ido a pesar de nosotros y, además, con una
tripulación escogida. Pronto nos causará problemas; ojalá Zeus se lo lleve antes de
que se haga un hombre. Buscadme, pues, una nave y una tripulación de hombres, y le
esperaré emboscado en los estrechos que hay entre Ítaca y Samos; así lamentará el
día en que partió para intentar conseguir noticias de su padre.
Así habló, y los demás aplaudieron sus palabras; luego todos ellos entraron en la
casa. No tardó mucho Penélope en enterarse de lo que planeaban los pretendientes,
pues un criado, Medonte, los oyó desde fuera del patio mientras trazaban sus planes y
corrió a advertir a su señora. Al atravesar el umbral de su cuarto, Penélope dijo:
—Medonte, ¿para qué te han enviado aquí los pretendientes? ¿Acaso para decir a
las criadas de Ulises que dejen sus labores y les preparen la cena? Ojalá no pudierais
cortejar ni cenar más, ni aquí ni en ninguna otra parte, por cómo dilapidáis la herencia
de mi hijo. ¿No os contaron vuestros padres cuando erais niños que Ulises nunca fue
duro ni habló a nadie con aspereza? Los reyes a veces cogen afecto a unos y odian a
otros, pero Ulises nunca cometió injusticias contra nadie, lo cual demuestra vuestra
mala intención y que en este mundo ya no queda gratitud.
Entonces, Medonte dijo:
—Ojalá, señora, esto fuese todo, pero están maquinando algo mucho peor…,
quiera Zeus frustrar sus planes. Van a intentar matar a Telémaco cuando vuelva de
Pilos y Esparta, donde ha ido a buscar noticias de su padre.
A Penélope se le encogió el corazón y se quedó callada un buen rato; los ojos se
le llenaron de lágrimas y no supo qué decir. No obstante, por fin dijo:
—¿Por qué se ha ido mi hijo? ¿Por qué tenía que partir en naves que son para los
hombres como caballos marinos? ¿Acaso quiere morir sin dejar a nadie tras él que
conserve su nombre?
—No sé —respondió Medonte— si algún dios le animó a emprender el viaje o si
partió por su propio impulso para ver si podía averiguar si su padre estaba muerto o
vivo y camino de casa.
Luego volvió a bajar y dejó a Penélope sumida en el pesar. Había muchos bancos
en la casa, pero no tuvo ánimos para sentarse en ninguno de ellos, sino que se tumbó
en el suelo de su habitación y se echó a llorar. También las criadas de la casa, tanto
las jóvenes como las viejas, lloraban. Penélope, entre sollozos, dijo:
—Amigas, Zeus me ha enviado más dolor y aflicción que a ninguna otra mujer.
Primero perdí a mi valiente marido, de corazón de león, que tenía tantas buenas
cualidades y cuyo nombre era conocido en toda la Hélade y Argos, y ahora mi hijo
querido está a merced de los vientos y las olas, sin que me haya enterado siquiera de
su partida. A ninguna de vosotras, desvergonzadas, se os ocurrió levantarme de la
cama, aunque todas sabíais muy bien que se marchaba. Si yo hubiera sabido que
planeaba este viaje, no le habría dejado marchar por mucho que anhelase partir. En
fin, id alguna a buscar a mi viejo esclavo Dolio, que cuida de mi jardín y fue un
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regalo de mi padre el día de mi boda. Pedidle que vaya enseguida a contárselo todo a
Laertes, que tal vez pueda concebir algún plan para atraernos las simpatías de la gente
y ponerla en contra de quienes intentan exterminar su propia raza y la de Ulises.
Entonces la anciana nodriza Euriclea dijo:
—Puedes matarme, señora, o dejarme vivir en tu casa, como prefieras, pero te
diré la verdad. Yo lo sabía todo y le proporcioné los víveres necesarios, pan y vino,
pero me hizo jurar solemnemente que no te diría nada hasta transcurridos diez o doce
días, a no ser que me preguntaras o te enterases de su partida, pues no quería que
echaras a perder tu belleza llorando. Y ahora, señora, lávate la cara, cámbiate el
vestido y ve arriba con tus criadas a ofrecer plegarias a Atenea, hija de Zeus portador
de la égida, pues ella puede salvarlo aunque se halle en las fauces de la muerte. No
molestes a Laertes, que bastantes problemas tiene ya. Además, no creo que los dioses
odien tanto al linaje del hijo de Arcesio como para que no quede nadie que herede
tanto la casa como los bellos campos que la rodean.
Con estas palabras animó a su señora a interrumpir el llanto y secó las lágrimas de
sus ojos. Penélope se lavó la cara, se cambió el vestido y subió con sus criadas.
Luego echó cebada en un cesto y rezó a Atenea:
—Óyeme —dijo—, hija del incansable Zeus, portador de la égida. Si alguna vez
Ulises mientras estuvo aquí quemó para ti gruesos muslos de cordero o de novilla,
tenlo presente ahora en mi favor y salva a mi hijo querido de la vileza de los
pretendientes.
Lloró en voz alta mientras hablaba, y la diosa oyó su plegaria. En la sala los
pretendientes se exaltaron y uno dijo:
—La reina está preparándose para casarse con alguno de nosotros. Qué poco
imagina que su hijo está condenado a morir.
Esto dijeron, pero no sabían lo que ocurriría. Entonces Antínoo dijo:
—Compañeros, basta de bravatas, no vayan a oírnos. Levantémonos y
cumplamos en silencio lo acordado.
Escogió entonces a veinte hombres. Bajaron a la nave y a la orilla del mar,
echaron al agua la nave y la prepararon para navegar. Subieron el mástil y las velas;
amarraron los remos a los toletes con tiras retorcidas de cuero, y largaron las blancas
velas. Sus criados les llevaron las armas. Después de fondear la nave, desembarcaron
y allí mismo cenaron y esperaron a que cayera la noche.
Entretanto, Penélope seguía arriba en su habitación, incapaz de comer o beber y
sin saber si su valiente hijo escaparía o sería derrotado por los malvados
pretendientes. Como una leona perseguida por cazadores que la acosan por todas
partes, estuvo cavilando hasta que la venció el sueño, y se quedó en la cama privada
de toda acción y pensamiento.
Entonces Atenea creó una visión con la forma de la hermana de Penélope, Iftima,
hija de Icario, que se había casado con Eumelo y vivía en Feras. Le ordenó que fuese
a casa de Ulises y convenciera a Penélope de que dejara de llorar; así, la visión entró
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en la habitación por el agujero por el que pasaba la correa para tirar de la puerta, se
plantó ante la cabecera del lecho y dijo:
—Penélope, los dioses de vida dichosa no quieren que llores y te entristezcas. Tu
hijo no les ha hecho ningún mal, así que volverá contigo.
Penélope, que dormía dulcemente ante las puertas del sueño, respondió:
—Hermana, ¿por qué has venido? No sueles venir con frecuencia, pero supongo
que es porque vives lejos. ¿He de dejar, pues, de llorar y debo contener los tristes
pensamientos que me torturan? Yo, que he perdido a mi valiente marido, de corazón
de león, que tenía tantas buenas cualidades y cuyo nombre era conocido en toda la
Hélade y Argos. Y ahora mi hijo ha partido en una nave, es un joven inexperto que no
está acostumbrado a vivir sin comodidades ni a parlamentar con los hombres. Estoy
aún más preocupada por él que por mi marido; tiemblo al pensar que pueda ocurrirle
algo entre las gentes que ha ido a visitar o en el mar, pues tiene muchos enemigos que
conspiran contra él y pretenden darle muerte antes de que pueda regresar a casa.
Entonces la visión dijo:
—Anímate y no te aflijas. Le acompaña alguien que muchos hombres querrían
tener de su lado, me refiero a Atenea, es ella quien se ha compadecido de ti y me ha
enviado a traerte este recado.
—Entonces —dijo Penélope—, si eres un dios o te han enviado aquí por encargo
divino, háblame también del otro infortunado, ¿sigue vivo o ha muerto ya y está en la
casa de Hades?
Y la visión respondió:
—No te diré si está vivo o muerto, de nada sirve tanta charla ociosa.
Entonces desapareció por el agujero de la puerta y se desvaneció en el aire;
Penélope despertó de su sueño reconfortada y descansada, tan claro había sido su
sueño.
Entretanto, los pretendientes subieron a bordo y se hicieron a la mar, decididos a
matar a Telémaco. Entre Ítaca y Samos hay un islote rocoso no muy grande llamado
Ásteris que tiene un puerto a cada lado donde puede fondearse una nave. Allí se
emboscaron los griegos.
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CANTO V
CALIPSO
ULISES LLEGA A ESQUERIA
Y entonces, cuando Aurora se alzó de su lecho al lado de Titono[26] para llevar la luz
tanto a los mortales como a los inmortales[27], los dioses se reunieron en consejo y
con ellos Zeus, el señor del trueno, que es su rey. Atenea empezó a contarles los
muchos sufrimientos de Ulises, pues se compadecía de él, retenido tan lejos en la
mansión de la ninfa Calipso[28].
—Padre Zeus —dijo—, y todos vosotros, dioses que vivís en una dicha eterna,
espero que nunca vuelva a haber un gobernante amable y bueno ni nadie que
gobierne de forma ecuánime. Espero que en adelante todos sean crueles e injustos,
pues a Ulises ninguno de sus antiguos súbditos lo recuerda a pesar de que los trataba
como un padre. Helo ahí, yaciendo con gran pesar en la isla donde habita la ninfa
Calipso, que no le deja partir, sin poder regresar a su propio país, pues no tiene naves
ni marineros que lo lleven allende el mar. Es más, unos malvados intentan matar a su
único hijo, Telémaco, a su vuelta de Pilos y Esparta, donde ha ido en busca de
noticias de su padre.
Y respondió su padre, Zeus:
—¿Qué estás diciendo, hija mía? ¿No lo enviaste allí tú misma porque pensaste
que así ayudarías a Ulises a volver a casa y a castigar a los pretendientes? Además, tú
eres perfectamente capaz de proteger a Telémaco y de asegurarte de que llegue sano y
salvo a su hogar, y de hacer que los pretendientes vuelvan sin conseguir darle muerte.
Después de hablar así, le dijo a su hijo Hermes:
—Hermes, tú eres nuestro mensajero, ve, pues, y dile a Calipso que hemos
decretado que el infortunado Ulises vuelva a casa. No han de llevarlo ni dioses ni
hombres, sino que, después de un largo viaje de veinte días en una balsa, llegará a la
fértil Esqueria, el país de los feacios, de linaje próximo a los dioses, que le honrarán
como si fuese uno de nosotros. Lo enviarán en una nave a su país y le darán más
bronce, oro y vestidos de los que habría traído de Troya si conservara todo su botín y
hubiese llegado a casa sin sufrir contratiempos. Así es como hemos dispuesto que
vuelva a su patria y regrese entre los suyos.
Así habló, y Hermes, verdugo de Argos, hizo lo que le pidió. Enseguida se calzó
las deslumbrantes sandalias de oro con las que podía volar como el viento sobre el
mar y la tierra. Cogió la vara con la que cierra los ojos de los hombres por el sueño o
los despierta a su antojo, y con ella en la mano voló sobre Pieria; luego bajó del
firmamento hasta llegar al mar, cuyas olas rozó como un cormorán que vuela
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pescando hasta en el último hueco y rincón del océano, salpicándose el espeso
plumaje con las gotas de la espuma. Voló y voló sobre muchas olas fatigadas, pero
cuando por fin llegó a la remota isla, se apartó del mar y siguió por tierra hasta llegar
a la cueva donde vivía la ninfa Calipso.
La encontró en casa. Un gran fuego ardía en el hogar, y desde lejos se notaba el
fragante olor del cedro y la madera de sándalo. Estaba ocupada en su telar, pasando
por la urdimbre su lanzadera de oro y cantando melodiosamente. Alrededor de la
cueva había un espeso bosque de alisos, álamos y aromáticos cipreses, donde toda
suerte de aves habían construido sus nidos: búhos, halcones y ruidosos cuervos
marinos que pasan todo el tiempo en el agua. Una parra cargada de uvas crecía
exuberante a la entrada de la cueva. En torno a cuatro fuentes de agua clara había
verdes prados donde crecían violetas y perejil. Ni siquiera un dios podría sustraerse al
encanto de un lugar tan bello. Hermes, después de admirarlo, entró en la cueva.
Calipso lo reconoció al instante, pues todos los dioses se conocen, por muy lejos
que vivan unos de otros. Sin embargo, Ulises no estaba allí, sino a la orilla del mar,
como de costumbre, contemplando el estéril océano con lágrimas en los ojos,
gimiendo con el corazón encogido de pesar. Calipso ofreció un asiento a Hermes y
dijo:
—¿Por qué has venido a verme, Hermes, siempre honrado y bienvenido, si casi
nunca me visitas? Di lo que quieres, y lo haré si está en mi mano y puedo, pero antes
ven adentro y deja que te trate como a un huésped.
Mientras hablaba, le acercó una mesa con ambrosía y le mezcló rojo néctar.
Después de comer y beber, Hermes le dijo:
—Yo soy un dios y tú una diosa, te diré, como pides, la verdad sin engañarte. Me
ha enviado Zeus pese a que yo no quería, ¿quién podría querer venir hasta aquí, en
mitad del mar, donde no hay ciudades populosas que me dediquen sacrificios o
hecatombes escogidas? Aun así, he tenido que venir, pues ninguno de los dioses
podemos contradecir a Zeus ni desobedecer sus órdenes. Dice que tienes aquí al más
desafortunado de los que combatieron nueve años ante la ciudad del rey Príamo y se
hicieron a la mar el décimo año después de saquearla. De camino a casa ofendieron a
Atenea, que alzó contra ellos el viento y las olas, por lo que todos sus valientes
compañeros murieron y solo él fue arrastrado hasta aquí por el viento y la marea.
Zeus ordena que dejes partir de inmediato a este hombre, pues se ha decretado que no
morirá aquí, lejos de los suyos, sino que ha de volver a su hogar y a su país y ver otra
vez a sus amigos.
Calipso tembló de ira al oírlo.
—Vosotros, dioses —exclamó—, deberíais avergonzaros de vosotros mismos.
Siempre estáis celosos y odiáis que una diosa se encapriche de un mortal y viva con
él como marido y mujer. Así, cuando Aurora de dedos sonrosados eligió a Orión,
vosotros os pusisteis furiosos hasta que Artemisa lo mató en Ortigia[29]. Y cuando
Deméter se enamoró de Yasión y se acostó con él en un campo arado tres veces, Zeus
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se enteró poco después y lo mató con sus rayos. Y ahora también estáis enfadados
porque tengo aquí a un hombre. Lo encontré sentado en la quilla de un barco, pues
Zeus había golpeado su nave con un rayo y la había hundido en mitad del océano.
Toda la tripulación se ahogó, mientras a él lo empujaban el viento y las olas hasta mi
isla. Le cogí afecto y lo cuidé y estaba decidida a hacerlo inmortal para que no
tuviese que envejecer, pero no puedo contrariar a Zeus ni desobedecer sus órdenes;
así que, si insiste, que Ulises vuelva a hacerse a la mar. Sin embargo, yo no puedo
ayudarle porque no tengo naves ni hombres que puedan ir con él. Mas le daré buenos
consejos que lo lleven de vuelta a su país.
—Déjale marchar —dijo Hermes— o Zeus se enojará contigo y te castigará.
Dicho lo cual, Hermes se marchó. Calipso fue a buscar a Ulises[30], pues había
oído el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la playa, con los ojos llenos de
lágrimas y muriéndose de añoranza, pues ya no amaba a Calipso, y, aunque estaba
obligado a dormir con ella de noche en la cueva, era ella y no él quien así lo quería.
El día lo pasaba en las rocas y en la orilla llorando y mirando el mar. Calipso se le
acercó y dijo:
—Desdichado, ya no deberás seguir aquí lamentándote por más tiempo. Voy a
dejarte marchar por mi propia voluntad, así que corta unos troncos y construye una
balsa con una cubierta que te lleve a salvo al otro lado del mar. Subiré a bordo pan,
vino y agua para que no mueras de hambre. También te daré ropa y enviaré un viento
favorable que te lleve a casa, si los dioses del cielo así lo quieren, pues ellos saben
más de estas cosas y pueden disponerlas mejor que yo.
Ulises se estremeció al oírla.
—Escucha, diosa —respondió—, hay algo detrás de todo esto; no puede ser que
quieras ayudarme de verdad a volver a casa cuando me animas a llevar a cabo algo
tan espantoso como hacerme a la mar en una balsa. Ni siquiera una buena nave con
viento favorable podría aventurarse a emprender un viaje tan largo: nada que puedas
decir o hacer me hará subir a bordo de una balsa si antes no juras solemnemente que
no me deseas ningún mal.
Calipso sonrió al oírle y le acarició con la mano:
—Sabes muchas cosas —dijo—, pero ahora te equivocas. Que el cielo, la tierra y
las aguas del río Estigia sean mis testigos y este es el juramento más solemne que
puede hacer un dios, de que no te deseo ningún mal y de que solo te aconsejo que
hagas lo que haría yo en tu lugar. Estoy siendo franca contigo. Mi corazón no es de
hierro y siento compasión por ti.
Dicho esto, la diosa echó a andar y Ulises fue tras ella. Los dos, diosa y hombre,
llegaron a la cueva de Calipso, donde Ulises ocupó el asiento que Hermes acababa de
dejar. Calipso le sirvió carne y bebida que toman los hombres, aunque a ella sus
doncellas le sirvieron néctar y ambrosía, y los dos comieron lo que tenían delante.
Cuando se saciaron de comer y beber, Calipso dijo:
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—Ulises, noble hijo de Laertes, ¿así que deseas partir cuanto antes hacia tu tierra?
Te deseo muy buena suerte, pero, si supieras cuántos sufrimientos te esperan antes de
llegar a tu patria, te quedarías aquí conmigo y dejarías que te convirtiera en inmortal,
por muchas ganas que tengas de ver a tu mujer, en quien piensas todo el tiempo día
tras día; no creo que yo sea menos bella que ella, pues no puede imaginarse que una
mujer mortal pueda compararse en belleza con una inmortal.
—Diosa —respondió Ulises—, no te enfades conmigo por esta causa. Sé muy
bien que mi mujer Penélope no es tan bella como tú. No es más que una mujer,
mientras que tú eres una inmortal. Aun así, ansío volver y no puedo pensar en otra
cosa. Si algún dios busca mi ruina cuando esté en alta mar, lo soportaré como mejor
pueda. He pasado ya infinitas dificultades tanto en el mar como en tierra, por lo que
resistiré las que vengan.
Poco después se puso el sol y oscureció, tras lo cual los dos se retiraron al interior
de la cueva y se acostaron, disfrutando del amor en mutua compañía. Cuando
apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados[31], Ulises se puso la
túnica y el manto, mientras que la diosa escogió un vestido muy delicado y fino, con
un precioso cinto dorado en la cintura y un velo para cubrirse la cabeza. Entonces
empezó a pensar en cómo ayudarle a ponerse en camino. Le dio una enorme hacha de
bronce, afilada por ambos lados y con un precioso mango de madera de olivo.
También le entregó una azuela afilada y luego lo llevó a la parte más alejada de la
isla, donde crecían los árboles más altos: abedules, álamos y abetos que llegaban al
cielo, cuya madera, ya seca, flotaría bien en el agua. Después de mostrarle dónde
crecían los mejores árboles, Calipso volvió a casa y él se puso a talarlos, cosa que
hizo en poco tiempo. Pulió y cortó los troncos como un buen carpintero. Calipso le
trajo entonces una barrena, con la que Ulises taladró los troncos. Los unió y reforzó
con clavijas, y construyó una balsa tan ancha como una nave grande. Después fijó
una cubierta sobre los baos y colocó la borda alrededor. También construyó un mástil
con una verga, y un timón para gobernar la embarcación. Rodeó la balsa con una
barrera de mimbres y maderos para protegerla de las olas. Luego Calipso le llevó
unas telas para fabricar las velas, y él también las hizo excelentes y las aseguró con
drizas y escotas. Por fin, con la ayuda de unas palancas, botó la balsa en el agua.
En cuatro días terminó el trabajo; el quinto Calipso lo despidió de su isla después
de lavarlo y darle ropa limpia. Le entregó un odre lleno de vino tinto y otro más
grande de agua; también le dio un zurrón lleno de provisiones y mucha carne.
Además, le envió un viento cálido y favorable, y Ulises, dichoso, largó la vela
mientras gobernaba hábilmente la balsa con el timón. Abrió bien los ojos y no los
apartó de las Pléyades, del Boyero, que se pone tarde, y de la Osa —que los hombres
llaman también el Carro y que gira en su sitio, delante de Orión, y es la única que no
se sumerge en el gran río del Océano—. Calipso le había indicado que siempre dejara
la Osa a su izquierda[32]. Diecisiete días navegó sobre el mar[33] y el decimoctavo
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divisó los tenues perfiles de las montañas de la costa feacia, que se alzaban como un
escudo en el horizonte.
Pero el rey Poseidón, que volvía del país de los etíopes, vio a Ulises a lo lejos
desde el monte Solimo. Lo vio navegando por el mar y se encolerizó. Movió la
cabeza y murmuró para sus adentros:
—Así que los dioses han cambiado de idea respecto a Ulises mientras yo estaba
entre los etíopes, y ahora está cerca del país de los feacios, donde se ha decretado que
escape de las calamidades que le han afligido. Aun así, tendrá que pasar muchas
penalidades antes de conseguirlo.
Dicho lo cual amontonó las nubes, cogió su tridente y removió el mar con él, y
alzó la ira de todos los vientos hasta que la tierra, el mar y el cielo acabaron ocultos
en una nube y la noche cayó del cielo. Vientos del este, del sur, del norte y del oeste
se abatieron al mismo tiempo sobre él, y se alzaron grandes olas. El corazón de Ulises
empezó a desfallecer.
—¡Ay! —se dijo con desánimo—, ¿qué será de mí? Temo que Calipso estuviera
en lo cierto cuando me advirtió que padecería mucho en el mar antes de volver a casa.
Todo se está cumpliendo. Cómo ha oscurecido Zeus el cielo con sus nubes, y qué
tormenta están alzando toda suerte de vientos al mismo tiempo. Ahora sí que es
segura mi muerte. Benditos tres veces los griegos que cayeron delante de Troya por la
causa de los hijos de Atreo. Ojalá hubiese muerto el día en que los troyanos me
atacaron con tanto ardor por el cadáver de Aquiles, así habría tenido un entierro digno
y los griegos habrían honrado mi nombre, pero ahora parece que me espera un final
lamentable.
Mientras hablaba una ola rompió sobre él con una fuerza tan terrible que la balsa
cabeceó y él salió despedido. Soltó el timón y la fuerza de la tormenta fue tan grande
que rompió el mástil por la mitad y la verga y la vela cayeron al mar. Ulises pasó
mucho rato bajo el agua, y apenas pudo volver a salir a la superficie, pues la ropa que
le había dado Calipso le arrastraba hacia el fondo; pero al final sacó la cabeza y
escupió el agua salada y amarga que corría por su rostro. No obstante, a pesar de
todo, no perdió de vista su balsa, sino que nadó lo más deprisa posible hacia ella, se
agarró y volvió a subir a bordo para no ahogarse. El mar empujaba la balsa de aquí
para allá igual que el viento otoñal arrastra los cardos en un camino. Era como si los
vientos del sur, del norte, del este y del oeste jugaran con ella.
Cuando estaba en este aprieto, Ino, la hija de Cadmo, también llamada Leucotea,
lo vio. Antes había sido una simple mortal, pero ahora se había convertido en diosa
marina. Al ver en tales dificultades a Ulises, se compadeció y alzándose como una
gaviota de entre las olas se sentó en la balsa.
—Pobre hombre —dijo—, ¿por qué está Poseidón tan enojado contigo? Te lo está
haciendo pasar mal, pero, a pesar de todas sus bravatas, no te matará. Pareces una
persona sensata, haz pues lo que te digo: desnúdate, deja que el viento se lleve la
balsa y nada hasta la costa feacia, donde te aguarda una suerte mejor. Toma, coge mi
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velo y póntelo alrededor del pecho; es divino y mientras lo lleves ningún mal podrá
sucederte. En cuanto llegues a tierra, quítatelo, lánzalo al mar lo más lejos que puedas
y vete.
Dicho lo cual se quitó el velo y se lo dio. Luego volvió a sumergirse como un ave
marina y desapareció debajo de las aguas negruzcas.
Pero Ulises no supo qué pensar.
—¡Ay! —se dijo con desánimo—, este ha sido otro dios que busca mi ruina y me
aconseja dejar mi balsa. En cualquier caso, no lo haré aún, pues la tierra donde ha
dicho que me libraría de mis dificultades parece muy lejana. Ya sé lo que haré, estoy
seguro de que es lo mejor: pase lo que pase me quedaré en la balsa mientras resista,
pero, cuando el mar la rompa, nadaré a tierra; no se me ocurre nada mejor.
Mientras estaba así de indeciso, Poseidón envió una ola tremenda que se alzó
sobre su cabeza y cayó sobre la balsa, que se deshizo como cuando el viento dispersa
un montón de paja. Ulises se subió a uno de los troncos como si montara a caballo,
luego se quitó la ropa que le había dado Calipso, se enrolló el velo de Ino por debajo
de los brazos y se lanzó al mar con intención de nadar hasta la orilla. El rey Poseidón
lo vio, movió la cabeza y murmuró para sus adentros:
—Eso es, nada como puedas hasta que te encuentres con gente de bien. No creo
que digas que te he dejado salir bien parado.
Dicho lo cual fustigó a sus caballos y se dirigió a Egas, donde está su palacio.
Pero Atenea decidió ayudar a Ulises, así que contuvo todos los vientos menos uno
y los obligó a aplacarse; levantó una firme brisa del norte sobre las aguas hasta que
Ulises llegara a la tierra de los feacios, donde estaría a salvo.
Así, flotó dos días y dos noches en el agua[34], entre las olas, con la muerte
mirándole a la cara; pero, al despuntar el tercer día, el viento amainó y siguió una
calma chicha en la que no se movía ni siquiera un poco de aire. Al ser levantado por
una ola miró hacia delante y vio tierra muy cerca. Luego, igual que se alegran los
niños cuando su padre querido empieza a mejorar después de padecer una larga
enfermedad enviada por un espíritu enojado de la que por fin le salvan los dioses,
Ulises agradeció volver a ver tierra y árboles y nadó con todas sus fuerzas para poder
poner otra vez el pie en tierra firme. Pero, al acercarse, oyó el estruendo de las olas
rompiendo contra las rocas con un tremendo estrépito. Todo estaba envuelto en
espuma; no había puertos donde pudiera fondear un barco, ni refugio de ningún tipo,
solo escollos, rocas y promontorios.
Ulises empezó a desfallecer, y se dijo desesperado:
—¡Ay, Zeus me ha permitido divisar tierra después de nadar tan lejos y hacerme
perder toda esperanza, pero ahora no veo por dónde salir del agua, pues la costa es
rocosa y está batida por las olas, las rocas son lisas y se alzan en vertical desde el mar
profundo, y no puedo trepar por ellas porque no hay dónde apoyarse! Temo que, si
intento salir, alguna ola me estrelle contra las rocas y me haga caer de mala manera.
Si, por otro lado, sigo nadando en busca de una playa o un puerto, una tormenta me
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podría volver a llevar mar adentro contra mi voluntad o un dios me podría enviar un
gran monstruo de las profundidades para que me ataque, pues Anfítrite cría muchos
así y sé que Poseidón está muy enojado conmigo.
Mientras estaba tan indeciso una ola lo atrapó y lo levantó con tal fuerza contra
las rocas que se habría golpeado y hecho pedazos si Atenea no le hubiese mostrado
qué hacer. Se agarró a la roca con las dos manos y se aferró a ella gimiendo de dolor
hasta que se retiró la ola, y así se salvó; pero luego volvió la ola y lo arrastró mar
adentro obligándole a soltar las manos igual que las ventosas de un pólipo cuando se
arranca del suelo y se lleva las piedras del fondo consigo: las rocas le desgarraron la
piel de las fuertes manos y luego la ola lo arrastró bajo el agua.
El infortunado Ulises habría perecido pese a no haber llegado su hora si Atenea
no le hubiera ayudado a conservar la calma. Nadó otra vez mar adentro, lejos del
alcance de las olas que golpeaban la tierra, y siguió observando la orilla en busca de
algún refugio que contuviera las olas. Al cabo de un rato llegó a la desembocadura de
un río; pensó que este podía ser un buen sitio, pues no había rocas y ofrecía
protección contra el viento. Reconoció que se trataba de un río y le rezó:
—Óyeme, oh, rey, quienquiera que seas y sálvame de la cólera del dios marino
Poseidón, pues a ti te imploro. Todos los que se extravían necesitan orar a veces a los
dioses, por eso en mi aflicción me acerco a tu corriente y me hinco de rodillas delante
de ti. Ten piedad de mí, oh, rey, pues a ti te imploro.
Entonces el dios contuvo la corriente y aplacó las olas, de modo que todo quedó
en calma y pudo llegar sano y salvo a la desembocadura del río. Aquí le fallaron
finalmente las rodillas y las fuertes manos, pues el mar lo había quebrantado. Tenía el
cuerpo hinchado, y por la boca y la nariz le corría un río de agua marina, por lo que
no podía respirar ni hablar, y cayó desfallecido y exhausto; pronto, cuando recobró el
aliento y volvió en sí, se quitó el velo que le había dado Ino y lo lanzó al río para que
lo llevara al mar, donde muy pronto lo recuperó Ino. Después Ulises se apartó del río,
se tumbó junto a unos juncos y besó la tierra fértil.
—¡Ay! —lloró desanimado para sus adentros—, ¿qué será de mí y cómo acabará
todo esto? Si paso aquí en la orilla del río la larga noche, estoy tan cansado que el frío
amargo y la humedad podrían acabar conmigo, pues al amanecer se levantará un
fuerte viento desde el río. Si, por el contrario, subo por la montaña en busca de
refugio entre los árboles y duermo en algún bosquecillo, podría escapar del frío y
descansar, pero algún animal salvaje podría atacarme y devorarme.
Al final juzgó más prudente ir al bosque y encontró uno en una loma no muy lejos
del agua. Se acurrucó entre dos ramas nacidas de un mismo tronco: una de olivo y la
otra de acebuche. Ningún viento, por fuerte que fuese, podía colarse en la protección
que ofrecían, ni los rayos del sol atravesarlos ni la lluvia empaparlos, tan cerca
crecían el uno del otro. Ulises se metió debajo y empezó a prepararse un lecho en el
que tumbarse, pues había muchas hojas muertas a su alrededor, suficientes para tapar
a dos o tres hombres incluso en pleno invierno. Se alegró al verlo, así que se agachó y
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las amontonó. Luego, igual que quien vive solo en el campo, sin vecinos, guarda una
brasa entre las cenizas para encender fuego sin tener que ir a buscarlo a otra parte,
Ulises se cubrió de hojas y Atenea vertió un dulce sueño sobre sus ojos, cerró sus
párpados e hizo que olvidara sus pesares.
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CANTO VI
EL ENCUENTRO ENTRE NAUSÍCAA Y ULISES
Y aquí durmió Ulises, vencido por el sueño y la fatiga; pero Atenea fue al país y la
ciudad de los feacios, un pueblo que antes vivía en la bella ciudad de Hiperea, cerca
de los indómitos cíclopes. Los cíclopes eran más fuertes y les atacaban, por lo que su
rey Nausítoo se los llevó de allí y los instaló en Esqueria, lejos de cualquier otro
pueblo. Rodeó la ciudad con una muralla, construyó casas y templos, y repartió las
tierras entre los suyos; pero luego murió y fue al Hades, y el rey Alcínoo, cuyos
consejos eran inspirados por los dioses, reinaba ahora. A su casa, pues, se apresuró
Atenea para adelantarse al regreso de Ulises.
Fue directa al bello dormitorio donde descansaba una joven tan encantadora como
una diosa, Nausícaa[35], hija del rey Alcínoo. Dos doncellas dormían a su lado, las
dos muy hermosas, una a cada lado del umbral, con las puertas cerradas. Atenea
adoptó la figura de la hija del famoso marino Dimante, que era gran amiga de
Nausícaa y de su misma edad; entonces se acercó al lecho de la joven como un soplo
de viento, se plantó al lado de la cabecera y dijo:
—Nausícaa, ¿en qué estaría pensando tu madre para tener una hija tan perezosa?
Mira tu ropa toda desordenada, y eso que estás a punto de casarte y no solo deberías
estar bien vestida, sino también buscando ropa para quienes te acompañen. He ahí la
manera de labrarte un buen nombre y de que tu padre y tu madre se enorgullezcan de
ti. Vayamos, pues, mañana a hacer la colada nada más despuntar el día. Vendré a
ayudarte para que todo esté dispuesto cuanto antes, pues los mejores jóvenes de tu
pueblo te cortejan y no seguirás soltera mucho tiempo. Pídele a tu padre al alba que
disponga un carro y unas mulas para llevar las túnicas, los cintos y otras telas, será
mucho mejor para ti que andar, pues los lavaderos están apartados de la ciudad.
Dicho lo cual Atenea partió al Olimpo, que, según dicen, es la morada eterna de
los dioses. Allí no sopla con fuerza el viento, y no pueden caer la nieve ni la lluvia,
sino que luce siempre el sol con una luz tranquila que ilumina para siempre a los
benditos dioses. Este era el lugar donde fue la diosa después de dar instrucciones a la
joven.
Poco después llegó la mañana y despertó a Nausícaa, que se levantó extrañada
por su sueño; así que fue al otro extremo de la casa a contárselo a su padre y a su
madre, y los encontró en su propio cuarto. Su madre estaba sentada junto al fuego
devanando el hilo púrpura en compañía de sus doncellas, y su padre estaba a punto de
marcharse para reunirse en consejo con los nobles feacios. Ella le detuvo y dijo:
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—Padre, ¿podrías prepararme un carro grande? Quiero llevar la ropa sucia al río y
lavarla. Tú eres el jefe y es justo que vayas con ropa limpia al consejo. Tienes además
cinco hijos, dos casados, y los otros tres apuestos solteros; sabes que les gusta llevar
la ropa limpia en las danzas, por eso se me ha ocurrido.
No dijo ni una palabra de su boda, pues no quiso, pero su padre lo supo y dijo:
—Tendrás las mulas, hija mía, y todo lo que desees. Ve y que los hombres te
preparen un carro grande y sólido donde quepa toda la ropa.
Dicho lo cual dio órdenes a los criados, que prepararon el carro y uncieron las
mulas, mientras la joven bajaba la ropa sucia y la colocaba en el carro. Su madre le
preparó una cesta de provisiones con muchas cosas buenas y un odre de vino; la
muchacha subió a la carreta y su madre le dio también una vasija dorada de aceite
para que ella y sus doncellas se ungieran con él. Luego cogió el látigo y las riendas y
aguijó a las mulas, que echaron a andar y cuyos cascos resonaron en el camino.
Tiraron sin flaquear y transportaron no solo a Nausícaa y su colada, sino a las
doncellas que la acompañaban.
Cuando llegaron al río, fueron a los lavaderos, por los que corría siempre
suficiente agua limpia para lavar la ropa, por muy sucia que estuviese.
Desengancharon las mulas y dejaron que pacieran la dulce hierba que crecía al borde
del agua. Bajaron la ropa del carro, la metieron en el agua y compitieron por ver
quién la pisaba antes en las pilas para quitarle la suciedad. Después de lavarla, la
tendieron a la orilla del mar, donde las olas habían levantado una playa de guijarros, y
se lavaron ellas mismas y se ungieron de aceite de oliva. Luego comieron junto a la
orilla del río y esperaron a que el sol terminara de secar la ropa. Después de comer se
quitaron los velos que les cubrían la cabeza y empezaron a jugar a la pelota, mientras
Nausícaa cantaba para ellas. Igual que Artemisa cazadora recorre las montañas del
Taigeto o el Erimanto para cazar jabalíes o ciervos, las ninfas del bosque, hijas de
Zeus portador de la égida, la acompañan (y Leto se enorgullece de ver a su hija
destacar en altura sobre las demás y eclipsar a la más bella entre tantas beldades)
también la joven destacaba entre sus doncellas.
Cuando llegó el momento de volver y estaban plegando la ropa y subiéndola al
carro, Atenea empezó a pensar que convenía que Ulises despertara y viese a la
bellísima joven que iba a llevarle a la ciudad de los feacios. La chica, pues, lanzó la
pelota a una de las doncellas, a quien se le escapó y se le cayó en el agua. Todas
empezaron a gritar y las voces despertaron a Ulises, que se sentó en su lecho de hojas
y se dijo a sí mismo:
—¡Ay! ¿Entre qué gentes me encuentro? ¿Son crueles, salvajes e incivilizados, o
humanos y hospitalarios? Me parece oír las voces de unas jóvenes similares a las de
las ninfas que frecuentan las cumbres de las montañas, los manantiales, los ríos y los
prados de verde hierba. O tal vez sean de la raza de los hombres y las mujeres.
Veamos si puedo echarles un vistazo.
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Dicho lo cual salió de debajo del arbusto y rompió una rama cubierta de hojas
para ocultar su desnudez. Parecía un león que acecha rebosante de fuerza y desafía al
viento y la lluvia; sus ojos brillan mientras merodea en busca de bueyes, ovejas o
ciervos, pues tiene hambre, y osará colarse incluso en una granja bien vallada para
cazar alguna oveja; eso les pareció Ulises a las jóvenes cuando se les acercó desnudo
como estaba, pues le empujaba la necesidad. Al ver a alguien tan desgreñado y sucio
por el agua salada, las demás salieron corriendo, pero la hija de Alcínoo se mantuvo
firme, pues Atenea infundió valor en su corazón y apartó de ella todo temor. Se quedó
delante de Ulises, y él dudó si ir adonde estaba, arrojarse a sus pies y abrazarle las
rodillas como un suplicante, o quedarse allí mismo y rogarle que le diera un poco de
ropa y le mostrara el camino a la ciudad. Al final creyó mejor implorarle desde lejos,
por si a la joven le ofendía que se acercara a abrazarle las rodillas, así que le habló
con palabras melifluas y persuasivas.
—¡Oh, reina! —dijo—, imploro tu ayuda. Aunque dime ¿eres una diosa o una
mujer mortal? Si eres una diosa y moras en el cielo, solo se me ocurre que seas
Artemisa, la hija de Zeus, pues tu rostro y tu figura se parecen mucho a ella; si, por el
contrario, eres mortal y habitas en la tierra, dichosos tres veces tu padre y tu madre,
dichosos tres veces también tus hermanos y hermanas, qué orgullosos deben de
sentirse al ver un retoño tan bello como tú en las danzas. Más feliz, no obstante, será
aquel cuyas ofrendas nupciales sean más generosas y te lleve a su propia casa. Nunca
he visto a nadie tan hermoso, ni hombre ni mujer, y me he quedado asombrado al
verte. Solo acierto a compararte con una joven palmera que vi cuando estuve en
Delos y que crecía cerca del altar de Apolo, pues también estuve allí, con muchos
seguidores, cuando hice el viaje que ha sido la causa de todos mis males. Jamás brotó
del suelo una planta como aquella, y la admiré con tanto asombro como ahora te
admiro a ti. No me atrevo a abrazar tus rodillas. Estoy en un grave apuro; tras veinte
días en el agua, ayer pude salir del mar. Los vientos y las olas me han empujado
desde la isla de Ogigia, y ahora el destino me ha arrojado a esta costa para que pueda
seguir sufriendo, pues no creo que mis penas se hayan acabado, sino que los dioses
siguen reservándome muchos males.
»Y ahora, ¡oh, reina!, compadécete de mí, pues eres la primera persona que he
visto y no conozco a nadie más en este país. Muéstrame el camino a tu ciudad y
déjame algo para cubrirme. Que los dioses te concedan todo lo que tu corazón anhele:
un marido, una casa y un hogar feliz y apacible, pues no hay nada mejor en este
mundo que la concordia entre marido y mujer. Ello molesta a los enemigos, alegra a
los amigos y da buena fama a los esposos.
A lo cual respondió Nausícaa:
—Forastero, pareces una persona sensata y bien dispuesta. La suerte no tiene
explicación; Zeus da prosperidad a ricos y pobres según le parece, así que has de
aceptar lo que haya querido enviarte y soportarlo como puedas. Ahora, no obstante,
que has venido a esta tierra no te faltará ropa ni nada que un suplicante en apuros
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pueda necesitar. Te mostraré el camino a la ciudad y te diré el nombre de nuestro
pueblo: somos feacios y yo soy la hija de Alcínoo, en quien reside todo el poder.
Luego llamó a sus doncellas y dijo:
—Quedaos donde estáis, amigas. ¿Acaso tenéis que echar a correr nada más ver a
un hombre? ¿Lo tomáis por un ladrón o un homicida? Nadie puede venir a hacer
ningún daño a los feacios, pues gozamos del favor de los dioses, vivimos en medio de
un mar agitado y no tenemos tratos con otros pueblos. Este es solo un pobre hombre
que se ha perdido. Debemos ser amables con él, pues los extranjeros y los mendigos
están bajo la protección de Zeus y aceptan agradecidos lo que se les da; conque,
amigas, dadle un poco de comida y bebida y lavadlo en el río en algún sitio a
resguardo del viento.
Al oírlo las doncellas dejaron de correr y empezaron a llamarse unas a otras.
Hicieron que Ulises se sentara en un lugar protegido y le llevaron una túnica y un
manto. También le dieron la vasija de oro llena de aceite y se dispusieron a bañarlo en
el torrente. Pero Ulises respondió:
—Apartaos para que pueda quitarme la sal de los hombros y ungirme de aceite,
pues hace mucho que en mi piel no cae una gota de aceite. No puedo lavarme
mientras estéis ahí. Me avergüenza desnudarme delante de unas jóvenes tan bellas.
Ellas se apartaron y corrieron a contárselo a la joven, mientras Ulises se lavaba en
el torrente y se quitaba la sal de la espalda, los anchos hombros y el pelo. Después se
ungió de aceite y se puso la ropa que le había dado la joven. Atenea hizo que
pareciera más alto y más fuerte, también hizo que el pelo creciera más espeso en su
cabeza y que cayera en rizos como flores de jacinto; lo glorificó en la cabeza y los
hombros como un hábil artesano que ha estudiado su oficio con Hefesto y Atenea
embellece una bandeja de plata dorándola para que sea más bella. Luego se sentó en
la playa, muy joven y apuesto, y la muchacha lo miró con admiración. Entonces ella
les dijo a sus doncellas:
—Amigas, quiero decir algo. Creo que los dioses que viven en el cielo han
enviado este hombre a los feacios. La primera vez que lo vi me pareció vulgar, pero
ahora su apariencia es como la de los dioses que moran en el cielo. Me gustaría que
mi marido fuese alguien como él, ojalá quiera quedarse y no marcharse. En todo caso,
dadle un poco de comida y de bebida.
Hicieron lo que les pedía y pusieron comida y bebida delante de Ulises, que
comió y bebió hambriento, pues hacía mucho que no probaba bocado. Entretanto,
Nausícaa pensó en otra cosa. Hizo que metieran la ropa plegada en el carro y que
engancharan las mulas, y, tras sentarse en él, le dijo a Ulises:
—Forastero —dijo—, sube y vayamos a la ciudad; te llevaré a casa de mi
excelente padre, donde te aseguro que estarás entre los mejores de los feacios. Pero
haz lo que te pido, ya que pareces sensato. Cuando pasemos por los campos y las
granjas, ve detrás del carro con las doncellas mientras yo voy delante. Muy pronto
llegaremos a la ciudad, donde verás la muralla que la rodea y un puerto a cada lado
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con una estrecha entrada a la ciudad, y las naves estarán amarradas del lado del
camino, pues cada cual tiene un sitio donde amarrar su embarcación. Junto al templo
de Poseidón hay una plaza pavimentada con grandes losas. Aquí se guarda y repara
todo aquello relacionado con el mar, aparejos, velas y remos, pues los feacios nada
saben de arcos y flechas, sino que se enorgullecen de sus mástiles, remos y naves,
con las que viajan lejos allende el mar.
»Temo los cotilleos y el escándalo que podrían circular contra mí, pues la gente
tiene mala intención y algún individuo rastrero, si nos ve, podría decir: “¿Quién es
ese apuesto forastero que va con Nausícaa? ¿Dónde lo ha encontrado? Supongo que
va a casarse con él. Tal vez sea un náufrago caído de un barco extranjero, pues no
tenemos vecinos, o algún dios ha bajado del cielo en respuesta a sus plegarias y va a
vivir con ella el resto de su vida. Está bien que se haya ido a buscar marido a otra
parte, puesto que desprecia a los muchos jóvenes y excelentes feacios que están
enamorados de ella”. Eso es lo que dirían, y yo no podría quejarme, pues también me
escandalizaría si viese a otra joven hacer lo mismo e ir por ahí con hombres a su
antojo mientras su padre y su madre siguen vivos y sin estar casada.
»Conque, si quieres que mi padre te dé una escolta y te ayude a llegar a casa, haz
lo que te pido. Verás un bosquecillo de álamos consagrado a Atenea al lado del
camino; hay un pozo y un prado alrededor. Aquí mi padre tiene un huerto muy fértil,
desde donde se podría oír un grito proveniente de la ciudad. Siéntate allí y espera
hasta que lleguemos a casa de mi padre. Luego, cuando calcules que hayamos
llegado, ve a la ciudad y pregunta por la casa de mi padre Alcínoo. No te costará
encontrarla, cualquier niño te indicará dónde está, pues nadie tiene una mansión tan
hermosa. Cuando hayas pasado la puerta y el patio de fuera, ve directo al otro patio
hasta que veas a mi madre. La encontrarás sentada junto al fuego hilando lana
púrpura. Es muy hermoso verla apoyada en uno de los postes rodeada de sus
doncellas. Cerca de su asiento está el de mi padre, en el que se sienta a beber como
un dios inmortal. No te detengas ante él y dirígete a mi madre, pon tus manos en sus
rodillas e implórale que te deje volver pronto a casa. Si consigues ganártela, podrás
tener esperanzas de ver tu país por muy lejos que se encuentre.
Dicho lo cual azotó a las mulas con el látigo y dejaron atrás el río. Las mulas
tiraron con fuerza, y sus cascos resonaron en el camino. Tuvo cuidado de no ir
demasiado deprisa por Ulises y las doncellas que iban a pie detrás del carro, y manejó
el látigo con buen juicio. Cuando el sol empezaba a ponerse, llegaron al bosquecillo
sagrado de Atenea, y allí Ulises se sentó y rezó a la poderosa hija de Zeus.
—¡Óyeme —exclamó—, hija de Zeus, portador de la égida, infatigable, óyeme
ahora, pues no atendiste mis plegarias cuando Poseidón me estaba ahogando! ¡Ahora,
pues, compadécete de mí y concédeme que pueda ser bien recibido por los feacios!
Así oró, y Atenea oyó su plegaria, pero no quiso mostrarse a él abiertamente por
respeto a su tío Poseidón, que seguía furioso y decidido a impedir que Ulises llegara a
casa.
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CANTO VII
ALCÍNOO RECIBE A ULISES EN SU PALACIO
Así pues, Ulises esperó y rezó; y la joven siguió hacia la ciudad. Cuando llegó a la
casa de su padre, fue a la puerta, y sus hermanos, bellos como dioses, salieron a su
encuentro, desengancharon las mulas y llevaron la ropa a la casa, mientras ella iba a
su cuarto, donde una vieja sirvienta, Eurimedusa de Apira, le encendió el fuego. A
esta anciana la habían traído por mar de Apira y había sido escogida como premio
para Alcínoo porque era rey de los feacios y el pueblo le obedecía como si fuera un
dios. Había sido la nodriza de Nausícaa, y ahora encendió el fuego y le llevó la cena a
su alcoba.
Poco después, Ulises llegó a la ciudad; y Atenea lo ocultó en una espesa niebla
por si alguno de los orgullosos feacios con los que se encontrara era grosero con él o
le preguntaba quién era. Luego, cuando estaba entrando en la ciudad, fue a su
encuentro bajo la forma de una niña con una jarra. Se plantó delante de él, y Ulises
dijo:
—Niña, ¿podrías decirme cuál es la casa del rey Alcínoo? Soy un forastero
infortunado y no conozco a nadie en tu ciudad ni en tu país.
Entonces Atenea respondió:
—Sí, padre forastero, te mostraré la casa que buscas, pues Alcínoo vive muy
cerca de mi padre. Iré delante y te mostraré el camino, pero no digas nada, ni mires a
nadie ni hagas preguntas, pues a la gente de aquí no le gustan los forasteros ni los que
son de otro sitio. Es un pueblo marinero y surca los mares por la gracia de Poseidón
en naves que se deslizan como el pensamiento o como un pájaro en el aire.
Con esas palabras le mostró el camino, y Ulises siguió sus pasos; pero ninguno de
los feacios lo vio atravesar la ciudad, pues la gran diosa Atenea lo había envuelto en
una espesa oscuridad. Admiró sus puertos, sus naves, sus lugares de asamblea y las
altas murallas de la ciudad, que eran imponentes, y, cuando llegaron a la casa del rey,
Atenea dijo:
—Esta es la casa, padre forastero, que querías que te mostrara. Encontrarás a
muchos varones ilustres a la mesa, pero no tengas miedo; tú entra, pues cuanto más
osado seas más probable es que consigas lo que quieres, aunque seas un forastero.
Primero encuentra a la reina. Se llama Arete y es de la misma familia que su marido
Alcínoo. Los dos descienden de Poseidón, que fue padre de Nausítoo con Peribea,
una mujer muy bella. Peribea era la hija más joven de Eurimedonte, que era rey de
los gigantes, pero arruinó a su desdichado pueblo y perdió la vida en una expedición
de pillaje.
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»Poseidón, no obstante, se acostó con su hija, y ella le dio un hijo, el gran
Nausítoo, que reinó sobre los feacios. Nausítoo tuvo dos hijos, Rexénor y Alcínoo;
Apolo mató al primero cuando acababa de casarse y aún no tenía hijos varones; pero
dejó una hija, Arete, a quien desposó Alcínoo, y a la que honra como no es honrada
ninguna otra mujer por su marido.
»Por eso fue, y aún es, respetada sin medida por sus hijos, por el propio Alcínoo y
por el pueblo, que la ve como a una diosa y la vitorea cuando pasea por la ciudad,
pues es una mujer con muy buen juicio y mejor corazón y siempre ayuda a los
esposos a resolver sus disputas. Si consigues ganártela, podrás seguir teniendo
esperanzas de volver a ver a los tuyos y de regresar sano y salvo a tu casa y a tu
patria.
Luego Atenea dejó Esqueria y partió más allá del mar. Fue a Maratón y a las
espaciosas calles de Atenas, donde entró en la morada de Erecteo. En cambio, Ulises
fue a la casa de Alcínoo, y se lo pensó mucho al llegar delante del umbral de bronce,
pues el esplendor del palacio era como el del sol o la luna. Los muros a ambos lados
eran de bronce de un extremo al otro, y la cornisa era de lapislázuli. Las puertas eran
doradas y colgaban de pilastras de plata que se alzaban en una base de bronce,
mientras que el dintel era de plata y el picaporte de oro.
A ambos lados había unos mastines de oro y plata que Hefesto, con su arte
consumado, había creado expresamente para montar guardia en el palacio del rey
Alcínoo; eran inmortales y no envejecían. Había bancos a lo largo del muro, cubiertos
de finas telas tejidas por las mujeres de la casa. Aquí las personas principales entre
los feacios se sentaban a comer y a beber, pues reinaba la abundancia en todas las
estaciones; y sobre unos pedestales había estatuas doradas de jóvenes con antorchas
encendidas para iluminar de noche a quienes estaban en la mesa. Hay cincuenta
doncellas en la casa, algunas están siempre moliendo rico grano amarillo en el
molino, mientras otras trabajan en el telar, o se sientan a la rueca, y la lanzadera va y
viene como las hojas de los álamos, y tejen una tela tan prieta que repele el aceite.
Igual que los feacios son los mejores marinos del mundo, sus mujeres superan
tejiendo a todas las demás, pues Atenea les ha enseñado toda suerte de artes útiles y
son muy inteligentes. Fuera del patio hay un enorme jardín de unos cuatro acres
rodeado por una tapia[36]. Está repleto de árboles hermosos: perales, granados y
manzanos. También hay higueras y olivos. Los frutos no se pudren ni caen en todo el
año, ni en invierno ni en verano, pues el aire es tan cálido que una nueva cosecha
madura antes de que caiga la anterior. Las peras crecen entre peras, las manzanas
entre manzanas y los higos entre higos, y lo mismo pasa con las uvas, pues hay un
excelente viñedo: en la parte baja las ponen a secar, en otra parte las vendimian, otras
están siendo pisoteadas en las tinas, otras más allá acaban de florecer y empiezan a
convertirse en fruta, y otras cambian de color. En el extremo más alejado crecen
verduras de todas las temporadas. Hay dos riachuelos, uno riega todo el huerto,
mientras que el otro pasa por debajo del patio hasta la casa y la gente de la ciudad
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saca agua de él. Tales eran los dones con que los dioses habían bendecido la casa del
rey Alcínoo.
Aquí se quedó Ulises un rato mirando a su alrededor, pero, cuando hubo visto lo
suficiente, cruzó el umbral y entró en la casa. Allí encontró a todos los personajes
principales entre los feacios haciendo libaciones a Hermes, como hacían siempre
antes de irse a dormir. Oculto todavía por la oscuridad en que lo había envuelto
Atenea, atravesó el patio hasta llegar adonde estaban Arete y el rey Alcínoo: entonces
puso sus manos sobre las rodillas de la reina, momento en el que la oscuridad se
disipó y él se volvió visible. Todos se quedaron atónitos al ver allí a un hombre, pero
Ulises empezó enseguida su ruego.
—Reina Arete —exclamó—, hija del gran Rexénor, en mi aflicción te ruego
humildemente, igual que a tu marido y a tus invitados, a quienes los dioses concedan
una larga vida próspera y feliz, y permitan dejar a sus hijos todas sus posesiones y los
honores concedidos por el pueblo, que me ayudes a volver a mi país cuanto antes,
pues llevo mucho tiempo padeciendo pesares lejos de los míos.
Luego se sentó en el hogar entre las cenizas y todos guardaron silencio, hasta que
el héroe Equeneo, que era un excelente orador y uno de los ancianos feacios, les
habló con sencillez y franqueza:
—Alcínoo —dijo—, no es digno de ti que un forastero esté sentado en las cenizas
de tu hogar. Todos esperan a oír lo que dices; dile, pues, que se levante y se siente en
una silla repujada de plata, y pide a tus criados que mezclen un poco de vino y agua
para que podamos hacer libaciones a Zeus, el señor del trueno, que protege a todos
los suplicantes, y que la despensera le dé de cenar lo que haya en la casa.
Cuando Alcínoo le oyó, cogió a Ulises de la mano, lo levantó del hogar y le pidió
que ocupara el asiento de Laodamante, que estaba sentado a su lado y era su hijo
favorito. Una sirvienta le llevó entonces agua en un precioso aguamanil de oro y la
vertió en una jofaina de plata para que se lavara las manos, y le acercó una mesa
limpia; y una criada le llevó pan y le ofreció muchas cosas buenas que había en la
casa, y Ulises comió y bebió. Luego Alcínoo ordenó a uno de los criados:
—Pontonoo, mezcla vino en una crátera y sírvelo para que podamos hacer
libaciones a Zeus, el dios del trueno, que es el protector de todos los suplicantes bien
intencionados. —Pontonoo mezcló entonces vino y agua, y lo sirvió a todos para que
hiciesen sus libaciones. Al acabar las ofrendas y después de haber bebido lo que
querían, Alcínoo dijo—: Consejeros y gobernantes de los feacios, oíd mis palabras.
Habéis cenado, así que idos a casa a dormir. Mañana por la mañana invitaré a un
número aún mayor de consejeros y ofreceré un banquete en honor a nuestro invitado;
luego hablaremos sobre los hombres que lo acompañarán para que pueda volver a su
patria sin dificultades, por muy distante que esta se encuentre. Debemos asegurarnos
de que no sufra ningún mal en su viaje de regreso, aunque, cuando llegue a su patria,
tendrá que afrontar su suerte o su infortunio como cualquiera. Es posible, no obstante,
que el forastero sea uno de los inmortales que haya venido del cielo a visitarnos; pero
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en este caso los dioses se apartan de su costumbre, pues hasta ahora siempre se
habían manifestado cuando les estábamos ofreciendo hecatombes. Vienen y se
sientan en nuestros banquetes como uno de nosotros, y si un viajero solitario se
encuentra con uno de ellos, no se ocultan, pues estamos tan emparentados con los
dioses como los cíclopes o los gigantes.
—Te ruego, Alcínoo, que alejes esa idea de la cabeza —dijo Ulises—. No tengo
nada de inmortal, ni en cuerpo ni en alma, y me parezco a los más afligidos de
vosotros. De hecho, si te contara lo que los dioses han tenido a bien enviarme, dirías
que estoy aún en peor situación. No obstante, permíteme cenar a pesar de mis penas,
pues un estómago vacío es algo muy molesto y se hace notar por muy tristes que sean
las circunstancias de un hombre. Estoy muy apenado, pero, aun así, él insiste en que
coma y beba, me pide que deje de lado mis pesares y me ocupe solo de llenarlo. En
cuanto a vosotros, haced como decís, y, al despuntar el día, ayudadme a volver a mi
hogar. Moriré contento si antes puedo ver otra vez mis propiedades, mis criados y la
grandeza de mi casa.
Así habló. Todos aprobaron sus palabras y acordaron darle una escolta por haber
hablado de un modo tan razonable. Luego, terminadas las libaciones y después de
haber bebido cuanto quisieron, se fueron a dormir cada uno a su casa, y dejaron a
Ulises en la sala con Arete y Alcínoo mientras los criados quitaban la mesa al acabar
de cenar. Arete fue la primera en hablar, pues reconoció la túnica, el manto y la ropa
que llevaba Ulises, que habían tejido ella y sus doncellas; así que dijo:
—Forastero, antes de seguir, quisiera hacerte una pregunta, ¿quién eres y de
dónde vienes, y quién te ha dado esa ropa? ¿No has dicho que venías de allende el
mar?
—Sería una larga historia, señora —respondió Ulises—, si tuviera que relatar con
detalle la historia de mi infortunio, pues los dioses han sido duros conmigo. Pero te
responderé. Mar adentro hay una isla llamada Ogigia. Aquí vive la astuta y poderosa
diosa Calipso, hija de Atlas. Vive sola, lejos de cualquier vecino humano o divino. La
fortuna, no obstante, me llevó a su hogar solitario y desolado, pues Zeus golpeó mi
nave con sus rayos y la hundió en mitad del océano. Mis valientes compañeros se
ahogaron todos, pero yo me agarré a la quilla y estuve a merced del mar nueve días
hasta que, por fin, la noche del décimo, los dioses me llevaron a la isla Ogigia, donde
habita la gran diosa Calipso. Me recogió y trató con mucha amabilidad; de hecho,
quiso hacerme inmortal para que nunca envejeciera, pero no consiguió convencerme
de que se lo permitiera.
»Pasé siete años con Calipso, y todo ese tiempo empapé con mis lágrimas la
hermosa ropa que me dio; pero, por fin, cuando llegó el octavo año, me dejó partir
por su propia voluntad, ya fuese porque se lo había ordenado Zeus o porque había
cambiado de opinión. Me despidió de su isla en una balsa, que aprovisionó con
abundante pan y vino. Además, me dio ropa buena y abrigada y me envió un viento
cálido y favorable. Diecisiete días navegué por el mar, y el decimoctavo divisé las
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montañas de vuestra costa y me alegré mucho de verlas. No obstante, me aguardaban
aún muchas dificultades, pues Poseidón no quiso dejarme ir más allá y levantó una
enorme tormenta contra mí; las olas eran tan altas que no pude sujetarme a la balsa,
que se hizo pedazos por la furia de la tormenta, y tuve que echarme al agua hasta que
el viento y la corriente me trajeron a vuestras orillas.
»Allí intenté llegar a tierra, pero no pude, pues era un mal sitio y las olas me
golpeaban contra las rocas, así que volví a nadar mar adentro hasta que vi un río que
me pareció más conveniente, pues no había rocas y estaba al abrigo del viento. Aquí
salí del agua y volví a recobrar el sentido. Estaba cayendo la noche, así que me alejé
del río y me interné en un bosquecillo, donde me cubrí con hojas y enseguida un dios
me envió un profundo sueño. Triste y exhausto como estaba, dormí entre las hojas
toda la noche y hasta la tarde del día siguiente, cuando desperté a la caída del sol y vi
a las doncellas de tu hija jugando en la playa y a tu hija, parecida a una diosa, entre
ellas. Imploré su ayuda, y ella demostró una excelente disposición, mucho más de lo
que habría cabido esperar de una persona tan joven, pues los jóvenes a menudo son
irreflexivos. Me ofreció pan y vino, me pidió que me lavara en el río y me dio la ropa
que llevo ahora. Así, por mucho que me haya dolido, te he contado toda la verdad.
—Forastero —dijo entonces Alcínoo—, mi hija ha hecho muy mal al no traerte
directo a mi casa con sus doncellas, puesto que fue la primera persona a quien pediste
ayuda.
—Te ruego que no la regañes —respondió Ulises—; la culpa no es suya. Me pidió
que la siguiera con sus doncellas, pero yo estaba asustado y avergonzado, pues pensé
que tal vez te desagradaría verme. A veces los hombres son suspicaces e irritables.
—Forastero —contestó Alcínoo—, no soy de los que se enfadan por nada,
siempre es mejor ser razonable; pero, por el padre Zeus, por Atenea y por Apolo,
ahora que veo qué clase de persona eres y que piensas como yo, desearía que te
quedases, te casaras con mi hija y te convirtieras en mi yerno. Si te quedas, te daré
una casa y tierras, pero nadie, Zeus no lo quiera, te obligará a quedarte contra tu
voluntad. Te aseguro que mañana me ocuparé de buscarte una escolta que te
acompañe. Podrás dormir todo el viaje si quieres, y los hombres te llevarán sobre las
aguas plácidas a tu hogar o adonde desees, aunque esté más allá de Eubea, que
cuentan quienes la vieron, cuando llevaron al rubio Radamantis a ver a Ticio, el hijo
de la Tierra, que es el lugar más lejano, aunque hicieron el viaje en un solo día sin
cansarse y luego volvieron. Verás así que mis naves superan a todas las demás y que
mis marineros son unos magníficos remeros. Entonces Ulises se alegró y rezó en voz
alta diciendo:
—Padre Zeus, concede que Alcínoo pueda hacer lo que ha dicho, pues así se
ganará un nombre imperecedero entre los hombres y al mismo tiempo yo volveré a
mi patria.
Así conversaron. Luego Arete ordenó a sus doncellas que dispusieran un lecho en
el pórtico y pusieran esteras rojas, colchas y mantos de lana para Ulises. Las
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doncellas salieron con antorchas en la mano y, después de preparar el lecho, buscaron
a Ulises y le dijeron:
—Levántate, señor forastero, y ven con nosotras, pues tu cama está lista.
Y él se alegró de ir a descansar.
Así Ulises durmió en un lecho en el resonante pórtico; y Alcínoo se acostó en el
interior de la casa con su esposa la reina a su lado.
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CANTO VIII
EL BANQUETE EN LA CASA DE ALCÍNOO
LOS JUEGOS
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Alcínoo mató una docena de corderos, ocho cerdos y dos bueyes. Luego los
despellejaron y aderezaron para ofrecer un magnífico banquete.
Un criado llegó con el famoso bardo Demódoco, a quien la Musa había querido
mucho, si bien le había dado cosas buenas y malas, pues, aunque le había concedido
un divino don para el canto, le había robado la vista. Pontonoo le preparó un asiento
entre los invitados. Colgó una lira para él sobre su cabeza y le mostró dónde
encontrarla con las manos. También dejó una cesta con viandas a su lado y una copa
de vino de la que pudiera beber cuando quisiera.
Todos empezaron a comer lo que había en la mesa, pero, cuando bebieron y
comieron lo suficiente, la Musa animó a Demódoco a cantar las gestas de los
héroes[38], en concreto, una cuya fama llegaba hasta el cielo, a saber, la disputa entre
Ulises y Aquiles, y las gruesas palabras que intercambiaron en un banquete. Aunque
Agamenón se alegró al oír pelearse a sus caudillos, pues Apolo le había profetizado
en Delfos, cuando consultó el oráculo, que así empezaría el mal que por voluntad de
Zeus iba a caer tanto sobre los griegos como sobre los troyanos.
Eso cantó el bardo, pero Ulises se echó el manto purpúreo sobre la cabeza y se
cubrió el rostro, pues le avergonzaba que los feacios vieran que estaba llorando.
Cuando el bardo dejó de cantar, se secó las lágrimas de los ojos, se descubrió el rostro
y, cogiendo la copa, hizo libaciones a los dioses; pero, cuando los feacios animaron a
Demódoco para que siguiera cantando, pues se deleitaban con sus palabras, Ulises
volvió a echarse el manto sobre la cabeza y lloró con amargura. Nadie reparó en su
pesar, excepto Alcínoo, que estaba sentado a su lado y oyó sus suspiros. Así que
enseguida dijo:
—Consejeros y jefes de los feacios. Ya hemos tenido suficiente tanto de banquete
como de los cantos que deben acompañarlo; pasemos ahora a los juegos atléticos para
que, a su regreso a casa, nuestro invitado pueda contar a sus amigos cómo superamos
a las demás naciones con los puños, la lucha, el salto y la carrera.
Con estas palabras abrió la marcha y los demás le siguieron. Un criado colgó la
lira de Demódoco de su gancho, lo acompañó fuera de la sala y lo instaló igual que
antes al lado de los principales jefes feacios, que se disponían a contemplar los
juegos; una multitud de varios miles de personas les siguió, y se presentaron muchos
excelentes competidores para todos los premios. Acróneo, Ocíalo, Elatreo, Nauteo,
Primneo, Anquíalo, Eretmeo, Ponteo, Prioreo, Toonte, Anabesíneo y Anfíalo, hijo de
Polineo hijo de Tecton. También estaba Euríalo, hijo de Naubolo, que era como el
propio Ares y el más apuesto de todos los feacios después de Laodamante. Los tres
hijos de Alcínoo, Laodamente, Halios y Clitoneo, también competían.
Empezaron por las carreras. Los participantes fueron al punto de partida y
levantaron una polvareda en el llano cuando salieron corriendo todos al mismo
tiempo. Clitoneo llegó el primero con mucha diferencia; aventajó a todos por la
misma distancia que pueden arar dos mulas en un campo en barbecho. Luego pasaron
al doloroso arte de la lucha, y en esto Euríalo, hijo de Naubolo, que era como el
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propio Ares, demostró ser el mejor. Anfíalo sobrepasó a todos en el salto, mientras
que en lanzamiento de disco nadie superó a Elatreo. El hijo de Alcínoo, Laodamante,
fue el mejor en el pugilato, y también fue él quien, después de que todos se
divirtieran con los juegos, dijo:
—Preguntemos al forastero si destaca en alguna de estas pruebas; parece muy
fuerte, sus muslos, piernas, brazos y cuello tienen una fuerza prodigiosa, y tampoco
es viejo, aunque ha sufrido mucho, pues no hay nada como el mar para causar
estragos en un hombre, por muy fuerte que sea.
—Tienes razón, Laodamante —respondió Euríalo—, ve a ver a tu invitado y
díselo tú mismo.
Cuando Laodamante lo oyó, se abrió paso entre la multitud y le dijo a Ulises:
—Espero, señor, que participes en nuestras competiciones si se te da bien alguna
de ellas; debes de haber participado ya en muchas. No hay mayor gloria en la vida
para un hombre que demostrar su valía con las manos y los pies. Participa y olvida
tus pesares. Tu vuelta a casa no tardará mucho, pues la nave está en el agua y ya ha
sido reclutada la tripulación.
—Laodamante, ¿por qué me provocas así? Pienso más en mis penas que en
competiciones; he pasado infinitas dificultades y he venido a vosotros como
suplicante, rogando a vuestro rey y a vuestro pueblo que me ayuden a regresar a casa.
Entonces, Euríalo le insultó sin más y dijo:
—Deduzco, pues, que no se te da bien ninguno de los juegos que gustan por lo
general a los hombres. Supongo que eres uno de esos mercaderes codiciosos a
quienes solo preocupan los cargamentos y las ganancias que llevarán de regreso. No
tienes nada de atleta.
—Qué vergüenza, señor —respondió enfadado Ulises—, eres un insolente. Está
claro que los dioses no conceden elocuencia, belleza y entendimiento a todos los
hombres por igual. Un hombre puede parecer débil, pero un dios lo adorna con tan
buena conversación que encandila a todos los que lo ven; su dulce moderación
convence a quienes le oyen y dirige a los suyos en las asambleas, y todos lo admiran
allí donde va. Otro puede ser bello como un dios, pero su belleza no está coronada
con la discreción. Este es tu caso. Ningún dios podría ser más apuesto que tú, pero
eres un majadero. Tus insensatas palabras me han enfadado, y te equivocas, pues
destaco en muchos juegos; de hecho, cuando era joven y fuerte estaba entre los
mejores atletas de mi tiempo. Ahora, no obstante, estoy débil por los trabajos y las
penas, pues he sufrido mucho tanto en el campo de batalla como entre las olas del
fatigoso mar. Aun así, pese a todo, competiré, pues tus insolentes palabras me han
herido en lo vivo.
Y, sin siquiera quitarse el manto, cogió a toda prisa un disco más grande, más
grueso y mucho más pesado que los que usaban los feacios. Luego, lo hizo girar y lo
lanzó con sus fuertes manos. Los feacios bajaron la cabeza ante la velocidad del
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disco, que voló más allá de cualquier marca que hubieran hecho antes. Atenea, bajo
aspecto de hombre, fue y señaló el lugar donde había caído.
—Un ciego, señor, podría distinguir tu marca a tientas, tan lejos ha quedado de
las demás. Puedes estar tranquilo con esta prueba, pues ningún feacio puede
aproximarse siquiera a este lanzamiento.
Ulises se alegró de encontrar un amigo entre los espectadores, y habló con más
amabilidad:
—Jóvenes, superad ese lanzamiento si podéis, y yo lanzaré otro disco igual o más
pesado. Si alguien quiere competir conmigo, que salga, pues estoy muy disgustado;
en el pugilato, en la lucha o en la carrera, tanto me da, competiré con cualquiera,
excepto con Laodamante, con él no puedo, porque soy su invitado y no se puede
competir con un amigo. Al menos a mí no me parece prudente ni sensato que un
huésped desafíe a la familia de su anfitrión en unos juegos, sobre todo cuando se
halla en el extranjero. Es como segar la hierba bajo los propios pies; pero no haré
excepciones con los demás, pues quiero zanjar la cuestión y dejar claro quién es el
mejor. Se me dan bien todos los juegos que practican los hombres. Soy un arquero
excelente. En la batalla siempre soy el primero en derribar a algún enemigo con mis
flechas, da igual cuántos estén apuntando a mi lado. Filoctetes era el único que sabía
disparar mejor que yo cuando los griegos estuvimos a las puertas de Troya[39]. Supero
con mucho a cualquier otro mortal, de los que aún comen pan sobre la faz de la tierra,
aunque no me gustaría enfrentarme a los hombres de épocas pasadas, como Hércules
o Éurito de Ecalia, hombres que podían competir con los propios dioses. Éurito
encontró un final prematuro, pues Apolo se enfadó con él y lo mató porque le desafió
como arquero. Puedo lanzar un venablo más lejos que cualquier otro disparar una
flecha. Solo en las carreras temo que pueda ganarme alguno de los feacios, pues el
mar me ha quebrantado mucho: se me acabaron las provisiones y aún estoy débil.
Todos guardaron silencio, excepto el rey Alcínoo, que dijo:
—Señor, nos ha gustado mucho oír lo que has dicho, y entiendo que, irritado por
las palabras insolentes de uno de nuestros atletas, que nunca habría pronunciado
nadie que supiera hablar con decoro, estés dispuesto a demostrar tu habilidad. Espero
que entiendas lo que te digo y cuentes a todos los jefes que coman contigo y con tu
familia cuando vuelvas a casa que tenemos diversas virtudes que vienen de nuestros
abuelos. No somos púgiles notables ni destacamos en la lucha, pero somos de pies
rápidos y excelentes marineros. Nos gustan los banquetes, la música y la danza, y la
ropa limpia, los baños calientes y una buena cama. Venga, aquellos a quienes se os da
mejor la danza, bailad para que, cuando vuelva a casa, nuestro invitado pueda contar
a sus amigos que superamos a los demás pueblos como navegantes, en las carreras,
en las danzas y en el canto. Demódoco se ha dejado la lira en mi casa, que vaya
alguien a traérsela.
Al oírlo, un criado corrió a buscar la lira a casa del rey. Los nueve hombres
escogidos como jueces buscaron un terreno llano y marcaron un amplio espacio. Poco
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después volvió el criado con la lira de Demódoco, que ocupó su sitio en el centro;
entonces los bailarines más jóvenes de la ciudad empezaron a danzar con tanta
agilidad que Ulises se deleitó con el alegre centelleo de sus pies. El bardo empezó a
cantar los amores de Ares y Afrodita y cómo se unieron en la casa de Hefesto. Ares
hizo muchos regalos a Afrodita y deshonró el lecho matrimonial del soberano
Hefesto. Helios, que vio lo que hacían, se lo contó a Hefesto. Este se enfureció al oír
la terrible noticia y fue a su fragua maquinando la venganza; colocó el yunque en su
sitio y empezó a forjar unas cadenas que nadie podría romper o soltar, para retenerlos
allí. Terminada la trampa, fue a su dormitorio y extendió las cadenas en torno a los
postes del lecho, en círculo; también colgó muchas del techo, como telarañas. Tan
finas y sutiles eran que ni un dios las habría visto. En cuanto terminó de preparar la
trampa, fingió partir a Lemnos, la región que más le agradaba. Ares no montaba
guardia en vano y, en cuanto lo vio partir, corrió a su casa ardiendo de amor por
Afrodita. Afrodita acababa de volver de visitar a su padre Zeus y estaba a punto de
sentarse cuando Ares entró en la casa y le dijo:
—Vayamos al lecho de Hefesto, no está en casa, pues ha partido a Lemnos, con
los sintios, de lengua bárbara.
A ella le pareció bien, así que fueron a la cama[40]. Pero quedaron atrapados entre
las cadenas que había dispuesto el astuto Hefesto: no pudieron mover ni un pie ni una
mano y descubrieron demasiado tarde que habían caído en una trampa. Entonces
llegó Hefesto, que había dado media vuelta antes de llegar a Lemnos cuando Helios
le contó lo sucedido. Muy furioso, se quedó en el umbral e hizo un ruido atroz para
llamar a los demás dioses.
—Padre Zeus —gritó— y todos los demás dioses que vivís eternamente, venid y
ved la ridícula y vergonzosa escena que quiero mostraros. Afrodita, la hija de Zeus,
siempre me está deshonrando porque soy cojo. Está enamorada de Ares, que es
apuesto y ágil, mientras que yo soy un tullido, pero la culpa no es mía, sino de mis
padres, que no deberían haberme engendrado. Venid y vedlos tendidos en mi cama.
Me enfurece verlos. Se quieren mucho, pero creo que, si pudieran, se marcharían,
pero ahí se quedarán hasta que su padre no me devuelva la suma que le di por una
hija que, aunque bella, es deshonesta.
Los dioses acudieron a la casa de Hefesto: Poseidón que circunda la tierra,
Hermes que trae la fortuna y también el soberano Apolo; en cambio, las diosas, por
pudor, se quedaron en casa. Luego, quienes dispensan todos los bienes se quedaron
en el umbral y estallaron en inacabables carcajadas al ver lo astuto que había sido
Hefesto. Y uno de ellos se volvió hacia su vecino y dijo:
—Las malas artes nunca prosperan, y los débiles engañan a los fuertes. Ved cómo
Hefesto, pese a ser un tullido, ha atrapado a Ares, que es el dios más ágil del cielo; y
ahora Ares lo pagará.
Así hablaron, pero el soberano Apolo le dijo a Hermes:
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—Mensajero Hermes, que concedes bienes, a ti no te importaría lo fuertes que
fuesen las cadenas con tal de acostarte con Afrodita, ¿verdad?
—Soberano Apolo —respondió Hermes—, aunque hubiese tres veces más
cadenas y todos vosotros, dioses y diosas, me mirarais, no dudaría en acostarme con
ella.
Los dioses inmortales se echaron a reír al oírle, menos Poseidón, que imploraba a
Hefesto que liberara a Ares:
—Déjalo marchar, yo me aseguraré, como pides, de que te pague una
compensación razonable entre los dioses inmortales.
—No me pidas eso —respondió Hefesto—; la promesa de alguien deshonesto es
una mala garantía, ¿cómo podría obligar a Ares si se va y deja atrás sus deudas junto
con sus cadenas?
—Hefesto —dijo Poseidón—, si Ares se marcha sin pagar sus deudas, yo mismo
las pagaré.
—En ese caso no puedo ni debo negarme —respondió Hefesto.
Entonces soltó las cadenas que les retenían y, en cuanto quedaron libres, los dos
se marcharon velozmente, Ares a Tracia y Afrodita a Chipre y a Pafos, donde está su
bosquecillo y su fragante altar con ofrendas encendidas. Allí las Gracias la bañaron y
la ungieron con aceite divino de los dioses inmortales, y la vistieron con ropajes de
belleza arrebatadora.
Así cantó el bardo, y tanto Ulises como los marineros feacios se quedaron
extasiados al oírlo.
Luego Alcínoo pidió a Laodamante y Halios que bailaran solos, pues nadie podía
competir con ellos. Así que cogieron una pelota roja que les había hecho Pólibo, y
uno de ellos se inclinó hacia atrás y la lanzó hacia las nubes, mientras el otro saltaba
del suelo y la atrapaba antes de que volviese a caer. Después de jugar a la pelota
empezaron a bailar, alternándose en la danza, mientras los jóvenes del público
marcaban el ritmo con pies y manos y hacían un gran estrépito. Entonces Ulises dijo:
—Rey Alcínoo, dijiste que sois los bailarines más ágiles del mundo, y así lo han
demostrado. Me han dejado asombrado.
El rey se alegró al oírle y exclamó a los feacios:
—Consejeros y jefes feacios, nuestro invitado parece una persona muy sensata;
démosle las pruebas de hospitalidad que cabría esperar. Entre vosotros hay doce jefes,
y conmigo somos trece; contribuid todos con un manto limpio, una túnica y un
talento de oro fino; entreguémoselo ahora para que cuando vaya a cenar tenga el
corazón alegre. En cuanto a Euríalo, tendrá que disculparse, pues ha sido grosero.
Así habló. Todos le aplaudieron y enviaron a sus criados a buscar los regalos.
Entonces Euríalo dijo:
—Rey Alcínoo, me disculparé ante el forastero como pides. Le regalaré mi
espada, que es toda de bronce, menos la empuñadura, que es de plata. También le
daré la vaina, de marfil tallado. Será muy valiosa para él.
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Mientras hablaba puso la espada en manos de Ulises y dijo:
—Buena suerte, padre forastero, si he dicho algo que no debiera, que el viento se
lleve mis palabras y que los dioses te concedan un regreso seguro, pues tengo
entendido que llevas mucho tiempo lejos de casa y has pasado muchas dificultades.
—Buena suerte a ti también, amigo, ojalá los dioses te concedan toda suerte de
dichas. Espero que no eches de menos la espada que me has dado con tus disculpas.
Con estas palabras se ciñó la espada al hombro. Al caer el sol, los criados ya
habían traído los regalos a casa de Alcínoo, donde sus hijos los dejaron al cuidado de
su madre. Luego Alcínoo se dirigió a la casa y pidió a los invitados que ocuparan sus
asientos.
—Esposa mía —dijo volviéndose hacia la reina Arete—, ve a buscar el mejor
cofre que tengamos y mete en él un manto y una túnica limpios. Pon también una
caldera de cobre al fuego y calienta un poco de agua; nuestro invitado tomará un baño
caliente. Asegúrate también de que los regalos que le han hecho los nobles feacios se
guardan como es debido, así podrá disfrutar mejor de la cena y las canciones que
seguirán. Yo mismo le regalaré esta exquisita copa de oro para que se acuerde de mí
el resto de su vida siempre que haga libaciones a Zeus o a cualquiera de los dioses.
Entonces Arete ordenó a sus criadas que pusieran el agua a calentar y cuanto
antes un trípode en el hogar, y ellas pusieron el agua del baño sobre el fuego y
echaron ramas para avivarlo, y el agua se calentó mientras las llamas jugaban entre
las trébedes. Entretanto, Arete sacó un magnífico cofre de su cuarto, donde guardó
los bellos presentes de oro y los ropajes que habían llevado los feacios. Finalmente,
añadió un manto y una buena túnica de Alcínoo y le dijo a Ulises:
—Cierra la tapa tú mismo y átala cuanto antes, no vayan a robarte mientras estés
dormido en tu nave.
Cuando Ulises la oyó, cerró la tapa y la ató con un nudo que le había enseñado
Circe[41]. Nada más terminar, una de las criadas llegó para bañarlo. Disfrutó mucho
con el baño caliente, pues no había tenido criados desde que dejó la casa de Calipso,
que mientras estuvo con ella le había cuidado como a un dios. Cuando las criadas
acabaron de bañarlo, lo ungieron con aceite y le dieron un manto limpio y una túnica.
Entonces se fue con los invitados, que estaban bebiendo vino. La encantadora
Nausícaa se hallaba apoyada en una de las columnas de la sala y lo admiró al verlo
pasar.
—Adiós, forastero —dijo—, no me olvides cuando llegues a salvo a casa, pues es
a mí a quien debes recompensar por haber salvado tu vida.
—Nausícaa, hija del gran Alcínoo —respondió Ulises—, ojalá Zeus, el poderoso
marido de Hera, me conceda volver a casa; allí te rezaré como a una diosa todos los
días de mi vida, pues fuiste tú quien me salvó.
Dicho lo cual se sentó al lado de Alcínoo. Sirvieron entonces la cena y mezclaron
el vino para beber. Un criado acompañó al bardo Demódoco, tan apreciado por el
pueblo, y lo situó en mitad del grupo, cerca de una de las columnas de la sala, para
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que pudiera apoyarse en ella. Luego Ulises cortó un trozo de lomo de cerdo con
mucha grasa y le ordenó a un criado:
—Llévale este trozo de cerdo a Demódoco y dile que se lo coma; a pesar del
dolor que me causan sus canciones, quiero saludarle; los bardos son honrados y
respetados en todo el mundo, pues la Musa les enseña sus canciones y los aprecia.
El criado llevó el trozo de cerdo a Demódoco, que lo aceptó muy complacido.
Luego comieron lo que había en la mesa y, en cuanto acabaron de comer y beber,
Ulises le dijo a Demódoco:
—Demódoco, no hay nadie en el mundo a quien admire más que a ti. La Musa,
hija de Zeus, o Apolo deben de haberte enseñado a cantar tan bien el regreso de los
griegos y todos sus sufrimientos y hazañas. Si no estuviste allí tú mismo, debiste de
oírselo a alguien que sí estuvo. No obstante, cambia ahora de tema y háblanos del
caballo de madera que construyó Epeo con la ayuda de Atenea y que Ulises metió
mediante una estratagema en la ciudadela de Troya, después de llenarlo con los
soldados que luego saquearon la ciudad. Si cantas bien esta historia, diré a todos lo
magníficamente que te ha dotado un dios.
El bardo, inspirado por los dioses, empezó la historia a partir del momento en que
los griegos prendieron fuego a sus tiendas y se marcharon, mientras que otros, ocultos
en el interior del caballo, esperaban con Ulises en el lugar donde estaban reunidos los
troyanos. Pues los propios troyanos arrastraron el caballo hasta el interior de su
fortaleza y lo dejaron allí mientras celebraban una asamblea a su alrededor y
defendían tres opiniones distintas. Unos querían destruirlo allí mismo cuanto antes;
otros, arrastrarlo hasta lo alto de la roca donde se alzaba la fortaleza y despeñarlo por
el precipicio; y otros, dejarlo donde estaba como ofrenda a los dioses. Y eso fue lo
que resolvieron al final, pues el destino de la ciudad quedó sellado cuando metieron
en ella aquel caballo en cuyo interior aguardaban los más valientes de entre los
griegos para llevar la muerte y la destrucción a los troyanos. Luego cantó cómo los
hijos de los griegos salieron del caballo y saquearon la ciudad. Cantó cómo asaltaron
aquí y allá la ciudadela y la destruyeron, y cómo Ulises corrió furioso como Ares en
compañía de Menelao a la casa de Deífobo, donde más encarnizados eran los
combates, y, con la ayuda de Atenea, salió victorioso.
Todo esto contó, pero Ulises se emocionó al oírlo y las lágrimas humedecieron
sus mejillas. Lloró como llora una mujer cuando se arroja sobre el cuerpo de su
marido caído ante su propia ciudad tras luchar con valentía en defensa de su hogar y
de sus hijos. Grita y lo abraza mientras él yace sin aliento y agoniza, pero sus
enemigos la golpean en la espalda y los hombros, se la llevan como esclava a una
vida de trabajo y pesar y la belleza desaparece de sus mejillas: así lloró Ulises, pero
ninguno de los presentes reparó en sus lágrimas excepto Alcínoo, que estaba sentado
a su lado y oyó sus sollozos y sus suspiros. El rey se levantó enseguida y dijo:
—Consejeros y jefes de los feacios, que Demódoco cese sus cantos, pues a
algunos de los presentes parecen no gustarles. Desde que acabamos de cenar y
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Demódoco empezó a cantar, nuestro invitado ha estado gimiendo y lamentándose. Es
evidente que sufre, así que será mejor que el bardo deje de cantar para que todos,
anfitriones y huésped, podamos disfrutar por igual. Será lo mejor, pues este banquete,
la escolta y los regalos que le hacemos con la mejor voluntad son todos en su honor, y
cualquiera que tenga un mínimo de sentimientos sabe que se debe tratar a los
huéspedes y a los suplicantes como a hermanos.
»De modo que, señor, déjate de reservas y disimulos en lo que voy a preguntarte;
será más educado que me des una respuesta sincera; dime el nombre con el que te
llamaban tu padre y tu madre y por el que te conocían en tu ciudad y en las villas
cercanas. No hay nadie, ni rico ni pobre, que no tenga nombre, pues los padres y las
madres ponen nombre a los hijos en cuanto nacen. Dime también cuál es tu país, tu
nación y tu ciudad para que nuestras naves sepan qué camino seguir para llevarte. Los
feacios no tienen pilotos y sus embarcaciones no tienen timón como las de los demás
pueblos, sino que las mismas naves entienden lo que queremos y en qué pensamos;
conocen todas las ciudades y países, pueden atravesar el mar aunque esté cubierto de
niebla y nubes, por lo que no hay peligro de naufragio ni de sufrir daños. No obstante,
recuerdo oír decir a mi padre que Poseidón se enfadaba con nosotros por la facilidad
con la que dábamos escolta a todos. Decía que uno de estos días el dios hundiría uno
de nuestros barcos cuando volviera de escoltar a alguien y que enterraría nuestra
ciudad debajo de una montaña muy alta. Eso decía mi padre, pero que el dios cumpla
o no su amenaza es cosa suya.
»Y ahora dime y sé sincero: ¿dónde has estado y a qué países has viajado?
Háblanos de sus gentes y de sus ciudades, dinos quiénes fueron hostiles, salvajes e
incivilizados, y quiénes, por el contrario, fueron humanos y hospitalarios. Cuéntanos
también por qué te entristece tanto oír cantar el regreso de los griegos de Troya. Los
dioses lo dispusieron todo y enviaron sus desdichas para que las futuras generaciones
tuvieran algo sobre lo que cantar. ¿Acaso perdiste a algún valeroso pariente de tu
mujer cuando estuviste ante Troya, a un yerno o a un suegro, que son las relaciones
más cercanas aparte de los de la propia sangre, o fue algún valiente y bondadoso
compañero, pues un buen amigo es tan querido por un hombre como un hermano?
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CANTO IX
ULISES REVELA QUIÉN ES Y EMPIEZA SU HISTORIA
LOS CÍCONES, LOS LOTÓFAGOS Y LOS CÍCLOPES
Y Ulises respondió:
—Rey Alcínoo, da gusto oír a un bardo con una voz tan divina como la de este
hombre. Nada hay mejor ni más placentero que un grupo de personas que se
divierten, con los invitados sentados a una mesa bien surtida de pan y de carnes,
mientras el copero escancia vino en las copas. Es una de las cosas más agradables de
ver. Ahora, no obstante, que me preguntas por la historia de mis desdichas y reavivas
mis tristes recuerdos, no sé por dónde empezar ni cómo continuar y concluir mi
relato, pues los dioses me han enviado numerosos males.
»En primer lugar, te diré mi nombre para que lo sepas y un día, si sobrevivo a mis
desdichas, podáis ser mis invitados aunque viva muy lejos de todos vosotros. Soy
Ulises, hijo de Laertes, tan conocido entre las gentes por mis ardides que mi fama
asciende al cielo. Vivo en Ítaca, donde hay una alta montaña llamada Nérito, cubierta
de bosques; no muy lejos, hay numerosas islas muy próximas unas a otras: Duliquio,
Same y la boscosa isla de Zacinto. Se extiende plana en el horizonte hacia poniente,
mientras que las otras dan a levante. Es una isla abrupta, pero cría hombres valientes,
y mis ojos no han visto otra a la que prefieran. La diosa Calipso me retuvo con ella en
su cueva y quería que me casara con ella, lo mismo que la astuta diosa Circe de Eea,
pero ni la una ni la otra lograron persuadirme, pues no hay nada más querido para un
hombre que su propia patria y sus padres, y, por muy espléndido que sea el hogar que
pueda tener en un país extranjero, si está lejos de su padre o su madre, no le tendrá
aprecio. Ahora, no obstante, os contaré las numerosas penalidades que por voluntad
de Zeus encontré a mi regreso de Troya.
»Después de largar velas, el viento me llevó primero a Ismaro, que es la ciudad de
los cícones. Saqueé la ciudad y pasé a muchos por la espada. Raptamos a sus mujeres
y también nos llevamos un gran botín, que dividimos a partes iguales para que nadie
tuviera motivo de queja. Luego dije que sería mejor partir cuanto antes, pero mis
hombres no quisieron obedecerme y se quedaron bebiendo vino y sacrificando bueyes
y ovejas a la orilla del mar. Entretanto, los cícones fueron a buscar la ayuda de otros
cícones que vivían en el interior. Estos eran más numerosos, más fuertes y más
versados en el arte de la guerra, pues sabían pelear tanto desde carros como a pie,
según lo dictara la ocasión; por la mañana llegaron tan numerosos como las hojas y
las flores en verano, y Zeus se volvió contra nosotros, por lo que nos vimos en un
grave aprieto. La batalla aconteció cerca de las naves; ambas huestes se enfrentaron
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con sus lanzas de punta broncínea. Por la mañana resistimos, pese a que nos
superaban en número, pero, cuando empezó a declinar el sol, a la hora en que los
hombres sueltan a los bueyes, los cícones nos derrotaron y perdimos a seis hombres
de cada nave, por lo que huimos con los que quedaban.
»Navegamos con el corazón apesadumbrado por la pérdida de nuestros
compañeros, aunque contentos de haber escapado a la muerte. No obstante, no
partimos hasta haber invocado tres veces a cada uno de los desdichados que habían
perecido a manos de los cícones. Luego Zeus levantó el viento del norte contra
nosotros, hasta que se convirtió en una tempestad y unas espesas nubes ocultaron la
tierra y el cielo y la noche descendió del cielo. Dejamos que la tempestad empujara
las naves, pero la fuerza del viento hacía jirones las velas, así que las arriamos por
miedo a naufragar y remamos hacia tierra con todas nuestras fuerzas. Pasamos allí
dos días y dos noches sufriendo tanto por el esfuerzo como por la inquietud, pero la
mañana del tercer día volvimos a colocar los mástiles, largamos velas, ocupamos
nuestro puesto y dejamos que el viento y los timoneles gobernaran las naves. Y
habría llegado sano y salvo a casa si al doblar el cabo Malea no hubiese tenido en
contra el viento del norte y las corrientes, que me desviaron lejos de la isla de Citera.
»Nueve días me empujaron vientos desfavorables, pero al décimo llegamos al
país de los lotófagos, que se alimentan de una especie de flor. Aquí desembarcamos
para aprovisionarnos de agua y las tripulaciones comieron en la orilla cerca de las
naves. Cuando terminaron de comer y beber, envié a tres compañeros a ver cómo
eran las gentes de aquel lugar. Partieron enseguida y encontraron a los lotófagos, que
no les hicieron ningún daño, sino que les dieron a probar el loto, que era tan delicioso
que todos los que lo probaban dejaban de añorar su casa y ni siquiera querían volver
para contar lo que les había sucedido, sino que querían quedarse a comer el loto junto
con los lotófagos sin pensar más en su regreso; no obstante, aunque lloraron con
amargura, los obligué a volver a las naves y mandé que los ataran debajo de los
bancos. Luego ordené a los demás que subieran a bordo, no fuese a probar algún otro
el loto y dejase de querer volver a casa; ellos ocuparon su sitio y golpearon el mar
gris con los remos.
»Seguimos navegando, siempre apesadumbrados, hasta llegar al país de los
inhumanos y salvajes cíclopes. Los cíclopes, confiando en los dioses, no plantan ni
aran la tierra, puesto que todo germina sin necesidad de cultivarlo: trigo, cebada y
vides, que dan vino en grandes racimos; y Zeus hace que crezcan con la lluvia. No
tienen leyes ni celebran asambleas, sino que viven en cuevas en la cumbre de altas
montañas; cada cual es amo y señor de su familia y no se relacionan con sus vecinos.
»Delante del puerto hay una isla boscosa y fértil, ni muy cerca ni muy lejos del
país de los cíclopes. Está repleta de un sinnúmero de cabras monteses, sin que los
pasos del hombre las molesten, pues los cazadores, que por lo general pasan tantas
penurias en los bosques o entre los precipicios de las montañas, no van nunca por allí;
tampoco está cultivada, sino que es un erial inculto todo el año y en ella no viven más
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que las cabras. Como los cíclopes no tienen naves ni quienes las construyan, no
pueden ir de una ciudad a otra ni navegar por el mar para ir a otro país como quienes
sí las tienen; de lo contrario, podrían haber ocupado la isla, pues es fértil y daría
cosechas en abundancia. Hay prados que llegan hasta la orilla, bien regados y
cubiertos de hierba abundante; las viñas crecerían muy bien; hay terrenos llanos para
el arado que darían cosechas excelentes pues el suelo es profundo. Tiene un buen
puerto donde no hacen falta cables ni anclas, ni es preciso amarrar la nave, sino que
basta con sacarla a la playa y esperar allí hasta que el viento sea favorable para
hacerse a la mar. En lo alto del puerto hay un manantial de agua cristalina que mana
de una cueva rodeada de álamos.
»A esa isla llegamos, aunque la noche estaba tan oscura que algún dios debió de
guiarnos, pues no se veía nada. Una niebla espesa rodeaba las naves; la luna se había
ocultado detrás de las nubes y nadie habría visto la isla ni aun buscándola; tampoco
había olas que nos indicaran que estábamos cerca de la orilla. No obstante, sacamos
los barcos del agua, arriamos las velas, desembarcamos y acampamos en la playa.
»Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, admiramos
la isla y la recorrimos mientras las ninfas, hijas de Zeus, asustaban a las cabras para
que pudiésemos tener carne para la cena. Al verlo fuimos a buscar las lanzas, los
arcos y las flechas a los barcos, nos dividimos en tres grupos y empezamos a dar caza
a las cabras. Algún dios nos envió una buena caza; llevaba doce naves conmigo, y a
cada embarcación le correspondieron nueve cabras y a la mía, diez; así comimos y
bebimos hasta hartarnos todo el día hasta la puesta del sol, y aun así nos sobró mucho
vino, pues cuando saqueamos la ciudad de los cícones nos habíamos llevado muchas
ánforas y todavía no lo habíamos acabado. Mientras comíamos vimos el país de los
cíclopes, que estaba enfrente, y el humo de sus fuegos, y oímos sus voces y a sus
cabras y ovejas. Cuando se puso el sol y oscureció, acampamos en la playa y a la
mañana siguiente convoqué un consejo. Y les dije:
»—Quedaos aquí, mis valientes compañeros, mientras voy en mi nave a conocer
a esas gentes; quiero ver si son salvajes e incivilizados o una raza humana y
hospitalaria.
»Subí a mi barco y ordené a mis hombres que soltaran amarras; y todos ocuparon
su sitio y golpearon el mar gris con los remos. Cuando alcanzamos la costa, que no
estaba muy lejos, vimos, en la pared de un acantilado cerca del mar, una enorme
caverna rodeada de laureles. Había sitio para muchas cabras y ovejas, y fuera había
un aprisco grande con una cerca muy alta hecha de piedra y madera de pino y de
roble. Era la morada de un monstruo gigantesco que había salido a pastorear sus
rebaños. No tenía tratos con nadie y vivía como un forajido. Era una criatura
horrenda que no parecía un hombre, sino un peñasco recortado en la montaña contra
el cielo[42].
»Ordené a mis hombres que sacaran el barco a la orilla y se quedaran donde
estaban, todos menos los doce mejores, que me acompañarían. Cogí también un odre
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de vino tinto dulce, que me había regalado Marón, hijo de Evantes, que era sacerdote
de Apolo, el dios de Ismaro. Cuando saqueamos la ciudad lo respetamos y le
perdonamos la vida, y también la de su mujer y su hijo, por lo que me hizo varios
regalos de gran valor: siete talentos de oro fino, un cuenco de plata y doce ánforas de
vino dulce sin mezclar y del sabor más exquisito. Nadie en la casa sabía de su
existencia, solo su mujer, el ama de llaves y él: para beberlo mezclaba veinte partes
de agua por una de vino, y aun así la fragancia de la crátera era tan exquisita que era
imposible no beber. Llené un odre muy grande con este vino y me llevé un zurrón
lleno de comida, pues intuí que podría tener que enfrentarme a un salvaje de enorme
fuerza que no respetaría ni la ley ni la justicia.
»Enseguida llegamos a su cueva, pero había salido a pastorear sus rebaños, así
que entramos y observamos todo lo que había allí. Los estantes estaban llenos de
quesos, y tenía más corderos y cabritillos de los que cabían en los rediles. Estaban
separados: primero los de un año, luego los recentales y por fin los lechales; en
cuanto a la leche, todos los recipientes y cuencos estaban rebosantes de suero. Al ver
todo esto, mis hombres me rogaron que les permitiera primero robar algunos quesos y
llevarlos a la nave; después volverían, se llevarían los corderos y los cabritillos, los
subirían a bordo y partirían con ellos. Habría sido lo mejor, pero no quise
escucharles, pues quería conocer a su dueño con la esperanza de que me hiciera algún
presente. No obstante, cuando lo vimos, fue muy poco amable con mis hombres.
»Encendimos un fuego, ofrecimos algunos de los quesos en sacrificio, comimos
otros y nos sentamos a esperar a que volviera el cíclope con sus ovejas. Cuando llegó,
cargaba con un enorme haz de leña seca para encender el fuego para la cena y lo soltó
con tal estrépito en el suelo de la caverna que nos escondimos asustados al fondo.
Metió en la cueva las ovejas y las cabras para ordeñarlas, y dejó los machos, tanto los
carneros como los machos cabríos, en el aprisco. Luego tapó la entrada de la cueva
con una enorme roca, tan grande que veintidós carros de cuatro ruedas no habrían
podido apartarla. Una vez hecho eso se sentó y ordeñó las ovejas y las cabras, una por
una, y dejó que volvieran con sus crías. Cuajó la mitad de la leche y la dejó en unos
recipientes de mimbre, y la otra mitad la puso en cuencos para bebérsela en la cena.
Después, al encender el fuego, nos vio y preguntó:
»—Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde habéis venido? ¿Sois comerciantes o
surcáis los mares como piratas, contra todos y con todos contra vosotros?
»Su terrible voz y su monstruoso aspecto nos llenaron de espanto[43], pero
conseguí responder:
»—Somos griegos que volvemos de Troya, pero por la voluntad de Zeus y por el
mal tiempo nos hemos desviado de nuestro rumbo. Somos la gente de Agamenón,
hijo de Atreo, que ha ganado fama en todo el mundo al saquear una ciudad tan grande
y matar a tanta gente. Así que te rogamos humildemente que nos demuestres cierta
hospitalidad y nos hagas los regalos que corresponden a cualquier huésped. Teme la
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cólera de los dioses, pues somos suplicantes y Zeus protege a todos los huéspedes y
venga a los suplicantes y extranjeros.
»—Forastero —fue su implacable respuesta—, o bien eres un loco o no sabes
nada de este país. ¿Hablarme a mí de temer a los dioses o asustarme de su cólera? A
los cíclopes nos traen sin cuidado Zeus y todos esos benditos dioses, pues somos más
fuertes que ellos. Si no me apetece, no os perdonaré la vida ni a ti ni a tus
compañeros por temor a Zeus. Y ahora dime dónde has dejado tu nave para
desembarcar. ¿Al otro lado del cabo o la habéis varado en la orilla?
»Lo dijo para confundirme, pero yo era demasiado astuto para dejarme engañar y
respondí con una mentira:
»—Poseidón estrelló mi nave contra las rocas en un extremo de vuestro país y la
hundió. Nos empujó contra ellas desde mar abierto, pero los que me acompañan y yo
escapamos de las fauces de la muerte.
»El muy cruel y miserable no me respondió una palabra, sino que, con un gesto
brusco, atrapó a dos de mis hombres al mismo tiempo y los estrelló contra el suelo
como si fuesen cachorros. Sus sesos se desparramaron por el suelo y la tierra se
empapó con su sangre. Luego les arrancó uno a uno los miembros y se los comió. Los
devoró como un león en el desierto, la carne, los huesos, la médula y las entrañas, sin
dejar nada. Nosotros lloramos y alzamos las manos a Zeus al ver algo tan atroz, pues
no sabíamos qué otra cosa hacer. Después de llenar su enorme estómago y acompañar
la comida de carne humana con leche, el cíclope se tumbó en el suelo entre sus ovejas
y se quedó dormido. Al principio medité sacar la espada y clavársela en alguna parte
vital, pero pensé que si lo hacía estaríamos perdidos, pues nunca podríamos apartar la
roca que el monstruo había colocado delante de la puerta. Así que nos quedamos
llorando y suspirando hasta la madrugada.
»Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, él volvió a
encender el fuego, ordeñó las cabras y ovejas, una por una, y dejó que volvieran con
sus crías; en cuanto terminó, cogió a otros dos de mis hombres y los devoró para
desayunar. Enseguida, con la mayor facilidad, apartó la piedra de la puerta y sacó las
ovejas, pero luego volvió a colocarla en su sitio. Una vez hecho eso, gritó para
espantar las ovejas hacia la montaña; así que me quedé planeando la manera de
vengarme y obtener gloria.
»Al final se me ocurrió que el mejor plan sería hacer lo siguiente: el cíclope tenía
una enorme maza apoyada cerca de uno de los rediles; era de madera verde de olivo y
la había cortado con la intención de usarla cuando estuviera seca. Era tan enorme que
solo podíamos compararla con el mástil de una nave mercante de veinte remeros,
muy pesada y capaz de aventurarse en mar abierto. Fui a la maza y corté una estaca
de unos dos metros, que luego di a los hombres para que la afilaran por un extremo;
así lo hicieron y después calenté la punta para endurecerla. Hecho esto, la escondí
debajo del estiércol que cubría toda la cueva, y dije a los hombres que echaran a
suerte quiénes de ellos se atreverían a levantarla conmigo para clavársela al monstruo
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en el ojo cuando estuviera dormido. La suerte cayó justo sobre los cuatro que habría
elegido yo, que conmigo éramos cinco. Por la noche el miserable volvió de la
montaña y recogió los rebaños en la cueva; esta vez los metió todos dentro y no los
dejó en el aprisco; supongo que debió de hacerlo por capricho o porque algún dios le
indicó que lo hiciera. En cuanto volvió a poner la piedra contra la puerta, se sentó,
ordeñó las ovejas y las cabras, una por una, y dejó que volvieran con sus crías; al
acabar, cogió a otros dos de mis hombres y los devoró para cenar. Entonces me
acerqué con un cuenco de madera lleno de vino tinto en la mano.
»—Oye, cíclope —dije—, has comido mucha carne humana, así que toma y bebe
un poco de vino para que veas la bebida que llevábamos a bordo de mi nave. Te lo
traía como presente, con la esperanza de que te apiadarías de mí y me ayudarías a
volver a casa, y en vez de eso te enfadas y gritas de forma intolerable. Debería darte
vergüenza, ¿cómo quieres que venga a verte nadie si lo tratas así?
»Entonces cogió la copa y bebió. Le gustó tanto el sabor del vino que me pidió
otro cuenco lleno.
»—Ten la amabilidad —dijo— de servirme un poco más y dime enseguida cómo
te llamas. Quiero hacerte un regalo que te gustará. En esta tierra también tenemos
vino, pues la tierra nos da uvas y el sol se encarga de madurarlas, pero esta bebida
parece néctar y ambrosía al mismo tiempo.
»Así que le serví más; tres veces le llené el cuenco y tres veces lo vació sin
mesura; entonces, cuando vi que el vino se le había subido a la cabeza, le dije en el
tono más convincente que pude:
»—Cíclope, preguntas por mi nombre y te lo diré, pero dame el regalo que me has
prometido. Me llamo Nadie, así me han llamado siempre mi padre, mi madre y mis
amigos.
»Y el muy cruel y miserable respondió:
»—En ese caso me comeré a todos los compañeros de Nadie y a él lo dejaré para
el final. Este es el regalo que le haré.
»Mientras hablaba, empezó a dar tumbos y cayó de espaldas en el suelo. Se le
quedó torcido el enorme cuello y le dominó un sueño profundo. Tan borracho estaba
que eructaba y vomitaba el vino y los trozos de carne humana que había engullido.
Entonces puse la estaca de madera en el fuego para calentarla y arengué a mis
hombres por si a alguno le faltaba el valor. Cuando la madera, a pesar de estar tan
verde, estaba a punto de arder, la saqué del fuego, y mis hombres me acompañaron,
pues algún dios les había infundido valor. Clavamos el extremo afilado de la estaca
en el ojo del monstruo, y haciendo fuerza con todo mi peso le di vueltas y más
vueltas como si estuviese agujereando una madera de un barco con la barrena, que
dos hombres con una rueda y una correa de cuero pueden hacer girar cuanto quieran.
La sangre comenzó a brotar y el vapor del ojo quemado le chamuscó los párpados y
las pestañas, mientras que la raíz del ojo crepitaba por el fuego. Igual que cuando el
herrero mete el hacha en el agua fría para templarla, pues eso es lo que le da la fuerza
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al hierro, se produce un gran silbido, así silbó el ojo del cíclope alrededor de la estaca
de olivo y sus gritos atroces hicieron que la cueva retumbara. Corrimos asustados,
pero él se arrancó del ojo la estaca sucia de sangre y la tiró lejos presa de rabia y
dolor; tanto gritó que los demás cíclopes que vivían cerca de él corrieron a la puerta
de su cueva al oírle y le preguntaron qué le ocurría.
»—¿Qué te aflige, Polifemo —dijeron—, que haces tanto ruido que quiebras el
silencio de la noche y no nos dejas dormir? ¿Te está robando alguien las ovejas?
¿Intenta matarte alguien con engaños o con violencia?
»Pero Polifemo les gritó desde el interior de la caverna:
»—¡Nadie me mata con engaños, Nadie me mata con violencia!
»—Pues si nadie te ataca —respondieron ellos—, eso es que debes de estar
enfermo; y, cuando Zeus hace enfermar a alguien, no hay nada que hacer, así que más
te vale rezar a tu padre Poseidón.
»Entonces se fueron y yo me reí para mis adentros por el éxito de mi engaño. Mas
el cíclope, gimiendo de dolor, se abrió paso a tientas hasta que encontró la roca y la
apartó de la puerta; luego se sentó en el umbral y extendió las manos para atrapar a
cualquiera que intentara salir con las ovejas, pues pensó que yo sería tan insensato
como para intentarlo.
»Por mi parte, me quedé pensando cómo salvar mi vida y la de mis compañeros;
pensé y pensé, como quien sabe que su vida depende de ello, pues el peligro era muy
grande. Al final, juzgué que este plan sería el mejor: había carneros ya grandes que
tenían mucha lana negra, así que los até sin hacer ruido de tres en tres con los
mimbres de la cama donde dormía el malvado monstruo. Debajo del carnero del
centro iría un hombre y los dos de los lados lo ocultarían, así que había tres carneros
por cada uno. En cuanto a mí, había un carnero mejor que los demás, por lo que lo
sujeté por el lomo, me oculté en la espesa lana de su vientre, me colgué
pacientemente de su lana y me sujeté con fuerza.
»Así esperamos, muy asustados, a que amaneciera. Cuando apareció la hija de la
mañana, Aurora de dedos sonrosados, los carneros salieron a pastar, mientras las
ovejas balaban en los rediles esperando a que las ordeñara, pues tenían las ubres
llenas; su dueño, a pesar de todo su dolor, palpó los lomos de todos los carneros sin
descubrir a los hombres que había debajo. Cuando por fin salió el carnero, cargado
con el peso de su lana y conmigo, Polifemo lo sujetó y dijo:
»—Mi buen carnero, ¿por qué sales el último de la cueva esta mañana? No
acostumbras a dejar que las ovejas te precedan, sino que las guías a la carrera al prado
florido o al río, y también eres el primero en volver; en cambio, ahora te demoras.
¿Es porque sabes que tu amo ha perdido el ojo y lamentas que ese malvado Nadie y
sus pérfidos hombres lo hayan emborrachado y cegado? Pero he de cobrarme su vida.
Si pudieras entenderme y hablar, me dirías dónde se esconde ese miserable y yo
desparramaría sus sesos por todo el suelo de la cueva. Así me vengaría del daño que
me ha hecho ese pérfido Nadie.
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»Con esas palabras empujó al carnero afuera y, en cuanto nos alejamos un poco
de la cueva y los rediles, me solté del vientre del carnero y liberé a mis compañeros;
las ovejas, que estaban bien cebadas, las llevamos hasta el barco. La tripulación se
alegró mucho al ver a los que habíamos escapado a la muerte, pero lloraron por
aquellos a los que el cíclope había matado. No obstante, les indiqué por señas que
debían acallar sus llantos y les ordené que subieran cuanto antes las ovejas a bordo y
nos hiciéramos a la mar; así que embarcaron, ocuparon sus sitios y golpearon el mar
gris con los remos. Luego, cuando nos alejamos tanto como alcanzaba mi voz,
empecé a burlarme del cíclope:
»—¡Cíclope! Deberías haber medido mejor a tu enemigo antes de devorar a sus
compañeros en tu cueva. ¿Tan miserable eres que devoras a tus visitantes en tu propia
casa? Tendrías que haber sabido que tu crimen no quedaría impune, y ahora Zeus y
los demás dioses te han castigado.
»Al oírme se puso más y más furioso, así que arrancó la cumbre de una alta
montaña y la lanzó justo delante de mi nave y a punto estuvo de arrancar el timón. El
mar tembló cuando cayó la roca, y la ola nos empujó hacia la orilla. Entonces cogí
una larga pértiga y aparté la nave e indiqué por señas a mis hombres que remaran
para salvar la vida y volvimos otra vez mar adentro. Cuando llegamos dos veces más
lejos que antes, quise burlarme otra vez del cíclope, pero los hombres me rogaban e
imploraban que callara.
»—No seas tan loco —exclamaron— de provocar más a esta salvaje criatura; ya
nos ha lanzado una roca que casi nos ha devuelto a tierra y por poco nos mata. Si
hubiese oído nuestras voces, ya nos habría destrozado la cabeza y la nave con las
rocas que nos habría lanzado, pues es capaz de arrojarlas muy lejos.
»Pero yo no quise escucharles y le grité furioso:
»—Cíclope, si alguien te pregunta quién te ha desfigurado y te ha sacado el ojo,
di que fue el valiente guerrero Ulises, hijo de Laertes, que vive en Ítaca.
»Al oírlo, gimió y gritó:
»—¡Ay, ay, se está cumpliendo la antigua profecía! Una vez vino aquí un hombre
valiente y de gran estatura, Télemo, hijo de Eurimo, que era un excelente adivino y
dio vaticinios a los cíclopes hasta que envejeció; me dijo que todo esto me ocurriría
un día y afirmó que perdería la vista a manos de Ulises. Esperaba a alguien de
presencia imponente y gran fuerza, y ha resultado ser un hombre insignificante, un
ser despreciable, el que me ha cegado aprovechándose de que estaba borracho. Ven,
pues, Ulises, que te haré un regalo como prueba de mi hospitalidad y pediré a
Poseidón que te ayude en tu viaje, pues Poseidón y yo somos padre e hijo. Y, si así lo
desea, me curará, pues nadie más que él, ni dios ni mortal, puede hacerlo.
»A lo cual respondí:
»—Ojalá estuviese tan seguro de matarte y enviarte a la casa de Hades como lo
estoy de que Poseidón no podrá curar ese ojo tuyo.
»Entonces alzó las manos hacia el firmamento y rezó diciendo:
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»—¡Óyeme, gran Poseidón, si de verdad me engendraste y soy hijo tuyo,
concédeme que Ulises no vuelva vivo a casa!; o, si ha de volver con sus amigos, que
sea tarde y afligido después de perder a todos sus hombres, que llegue a casa en un
barco ajeno y encuentre desolación en su hogar.
»Así rezó, y Poseidón atendió su plegaria. Luego, arrancó una roca mucho más
grande que la primera y la lanzó con una fuerza prodigiosa. Falló por poco, pero
estuvo a punto de arrancar el timón. El mar tembló cuando cayó la roca, y la ola que
levantó nos empujó hacia la orilla de la isla.
»Cuando por fin llegamos adonde aguardaban el resto de las naves, encontramos
a nuestros compañeros llorándonos y esperando preocupados nuestro regreso.
Sacamos la embarcación a la arena, desembarcamos las ovejas del cíclope y las
dividimos a partes iguales para que nadie tuviera motivos de queja. En cuanto al
carnero, mis compañeros estuvieron de acuerdo en que me lo quedara, así que lo
sacrifiqué en la orilla del mar y quemé los muslos en honor a Zeus, que es el señor de
todos. Pero él no aceptó el sacrificio y solo pensó en cómo destruir mis naves y a mis
compañeros.
»Todo el día hasta la puesta del sol comimos y bebimos, pero cuando se puso el
sol y oscureció, acampamos en la playa. Cuando apareció la hija de la mañana,
Aurora de dedos sonrosados, ordené embarcar a los hombres y soltar amarras. Todos
ocuparon su sitio y golpearon el mar gris con los remos. Y así navegamos con el
corazón apesadumbrado por la pérdida de nuestros compañeros, aunque contentos de
haber escapado a la muerte.
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CANTO X
EOLO
LOS LESTRIGONES
CIRCE
»Desde allí fuimos a la isla Eolia, donde vive Eolo, hijo de Hípotes, apreciado por los
dioses inmortales. Es una isla que flota en el mar y está rodeada por una muralla de
hierro. Eolo tiene seis hijas y seis hijos vigorosos, y dio las primeras en matrimonio a
sus hijos varones. Todos viven con su padre y su madre, y celebran abundantes
banquetes y disfrutan de riquezas de todo tipo. Todo el día el aire de la casa está
cargado del olor de la carne asada, también en el atrio; pero de noche duermen en
lechos bien construidos, cada cual con su mujer entre las mantas. Estas eran las
gentes con quienes habíamos ido.
»Eolo me agasajó un mes entero y me hizo un sinfín de preguntas sobre Troya,
nuestra flota y el regreso de los griegos. Le conté todo exactamente como había
sucedido, y, cuando le dije que tenía que partir y le pedí que me ayudara a seguir mi
camino, no puso ninguna objeción, sino que enseguida comenzó a disponerlo todo.
Es más, despellejó un buey para hacer un odre en el que meter los vientos rugientes,
pues Zeus le había hecho señor de los vientos y podía agitarlos o calmarlos a
voluntad. Subió el odre a la nave y lo ató con un cordón de plata para que no saliera
ni un soplo. Me envió entonces el viento del oeste, que era el más favorable. Pero de
nada sirvió, pues nos perdió nuestra propia locura.
»Nueve días y nueve noches navegamos, y el décimo día divisamos nuestra tierra
natal en el horizonte. Llegamos tan cerca que vimos los fuegos de rastrojos, pero yo
estaba tan cansado que me quedé dormido, pues no había soltado el timón ni un
momento para que pudiéramos llegar cuanto antes a casa. Entonces los hombres
empezaron a murmurar y a decir que yo llevaba oro y plata en el odre que Eolo me
había regalado.
»Y uno le decía a su vecino:
»—Hay que ver cómo hace amigos y recibe honores este hombre en cualquier
ciudad o país donde vaya. Mira qué rico botín trae a casa de Troya, mientras nosotros,
que hemos viajado tan lejos como él, regresamos con las manos tan vacías como
partimos, y ahora Eolo le ha dado incluso más. Deprisa, veamos qué es y cuánto oro y
plata hay en el odre que le ha dado.
»Así hablaron y los malos consejos prevalecieron. Abrieron el saco y los vientos
salieron y levantaron una tormenta que de nuevo nos llevó, entre llantos, mar adentro
y nos alejó de nuestro país. Entonces me desperté y no supe si arrojarme al mar o
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vivir y soportarlo todo en silencio. Al final resistí, me cubrí la cabeza y me tumbé en
la nave, mientras los hombres se lamentaban amargamente y los vientos feroces
llevaban de vuelta nuestra flota a la isla Eolia.
»Cuando llegamos, desembarcamos para aprovisionarnos de agua y comimos al
lado de las naves. Justo después de comer, escogí un heraldo y a uno de mis hombres
y nos dirigimos a casa de Eolo, donde lo encontré comiendo con su mujer y su
familia. Nos sentamos como suplicantes en el umbral, y, al vernos, nos preguntaron
sorprendidos:
»—Ulises, ¿qué te trae por aquí? ¿Qué dios te ha maltratado? Hicimos un gran
esfuerzo por enviarte a Ítaca o adonde quisieras ir.
»Así hablaron y yo respondí pesaroso:
»—Mis hombres han sido mi perdición; ellos y el sueño cruel me han traído la
ruina. Amigos, deshaced vosotros que podéis este daño.
»Hablé del modo más conmovedor que pude, pero ellos no dijeron nada, hasta
que el padre respondió:
»—Tú, el más vil de los hombres, vete ahora mismo de la isla; no ayudaré a aquel
a quien los dioses detestan. Vete, pues has llegado aquí a causa del odio de los dioses.
»Y con esas palabras me echó de su palacio.
»Desde allí seguimos navegando desconsolados hasta que los hombres se
fatigaron de tanto remar para nada, pues ya no había viento que les ayudara. Seis días
nos esforzamos, día y noche, y al séptimo llegamos a la rocosa fortaleza de Lamos,
llamada Telépilo, ciudad de los lestrigones, donde el pastor que recoge las cabras y
las ovejas para ordeñarlas saluda al que saca su rebaño a pastar y este último
responde a su saludo. En ese país un hombre que no durmiese podría ganar un salario
doble: uno guardando bueyes y el otro apacentando ovejas, pues trabajan tanto de
noche como de día.
»Llegamos entonces al puerto, rodeado de altos acantilados, que tiene una entrada
estrecha entre dos promontorios. Mis capitanes llevaron las naves al interior del
puerto, donde nunca hay olas, y las juntaron cuanto pudieron. Yo dejé fuera mi barco
y lo amarré a una roca; luego trepé a un peñasco para explorar el terreno, pero no vi
ni hombres ni ganado, solo un poco de humo. Así que envié a dos hombres con un
heraldo a averiguar qué clase de gente vivía allí.
»Los hombres, después de desembarcar, siguieron un camino llano por el que la
gente llevaba la leña de la montaña a la ciudad, hasta que se encontraron con una
joven que había salido a buscar agua a la fuente de Artacia y que era la hija de un
lestrigón llamado Antífates. Cuando se acercaron, mis hombres le preguntaron quién
era el rey de esas tierras y qué clase de gentes gobernaba. Ella los envió a casa de su
padre, pero, cuando llegaron, descubrieron que la esposa era una giganta tan grande
como una montaña y se horrorizaron al verla.
»Ella enseguida llamó a su marido Antífates, que estaba en la asamblea, y él se
dispuso a matar a mis hombres. Cogió a uno de ellos y se preparó la cena con él allí
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mismo, mientras los otros dos corrían de vuelta a las naves lo más deprisa que
pudieron. Pero Antífates dio la voz de alarma y de todas partes salieron miles de
robustos lestrigones: ogros, no hombres. Nos lanzaron enormes rocas como si fueran
piedras desde los acantilados, y oí el horrible crujido de las naves al aplastarse unas
contra otras y los gritos que daban mis hombres al morir cuando los lestrigones los
ensartaban con sus lanzas como si fueran peces y se los llevaban a casa para
devorarlos. Mientras mataban a mis hombres en el puerto saqué la espada, corté el
cable de mi embarcación y ordené a mis hombres que remaran con todas sus fuerzas
si no querían acabar como los demás; así que remaron por sus vidas y dimos gracias
cuando llegamos a mar abierto, lejos del alcance de las rocas que nos lanzaron. En
cuanto a los demás, ni uno solo quedó con vida.
»Desde allí navegamos con el corazón apesadumbrado por la pérdida de nuestros
compañeros, aunque contentos de haber escapado a la muerte, y llegamos a la isla de
Eea, donde vive Circe[44], una astuta y poderosa diosa hermana del malvado Eetes;
ambos son hijos de Helios y de Perseis, que es hija de Océano. Llevamos la nave a un
puerto seguro sin decir palabra, pues algún dios nos guio, desembarcamos y pasamos
allí dos días y dos noches fatigados de cuerpo y alma. Cuando llegó la mañana del
tercer día, cogí mi lanza y mi escudo y me alejé de la nave para explorar y ver si
podía oír voces o descubrir rastro de seres humanos. Trepé a la cima de un alto
promontorio y vi el humo de la casa de Circe que se alzaba hacia el cielo entre un
denso bosque. Al verlo dudé si, ya que había visto el humo, no sería mejor ir a
averiguar más, pero al final juzgué más conveniente volver a la nave, dar de cenar a
los hombres y enviar a algunos de ellos en lugar de ir yo mismo.
»Cuando casi había llegado, algún dios se compadeció de mi soledad y puso en
mi camino un ciervo de bella cornamenta. Había estado pastando en el bosque y se
dirigía a beber al río, empujado por el calor del sol. Al pasar le clavé la lanza en el
lomo: la punta de bronce lo atravesó y cayó gimiendo en el polvo hasta que se le
escapó la vida. Entonces le puse el pie encima, saqué la lanza de la herida y la dejé en
el suelo. Busqué mimbres y unos juncos y los trencé para hacer una recia cuerda de
casi una braza de longitud con la que até las patas del noble animal; hecho lo cual me
lo eché al cuello y volví a la nave apoyado en la lanza, pues el ciervo era demasiado
grande para llevarlo al hombro. Después de dejarlo delante de la embarcación, llamé
a los hombres y les hablé uno por uno para infundirles ánimos:
»—Mirad, amigos, no vamos a morir tan pronto, y al menos no pasaremos
hambre mientras tengamos comida y bebida a bordo.
»Ellos se descubrieron la cabeza y admiraron el ciervo, que era espléndido. Luego
se lavaron las manos y empezaron a prepararlo para la cena.
»Y, así, mientras duró el día y hasta la puesta del sol nos quedamos allí comiendo
y bebiendo hasta saciarnos. Luego se puso el sol, oscureció y acampamos en la playa.
Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, convoqué un
consejo y dije:
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»—Amigos, estamos en un gran apuro, conque escuchadme. No sabemos por
dónde se pone o se alza el sol; por tanto, desconocemos dónde están el este y el oeste.
No veo cómo salir de esta situación, pero debemos esforzarnos por encontrar la
manera. Lo que es seguro es que estamos en una isla, pues esta mañana subí lo más
alto que pude y vi que el mar la rodeaba por todas partes hasta el horizonte; es más
bien baja, pero en el centro vi humo que se alzaba de un denso bosque.
»El corazón se les encogió al oírme, pues recordaron cómo les habían tratado el
lestrigón Antífates y el salvaje Polifemo. Lloraron amargamente y con desánimo,
pero los llantos no conducen a ninguna parte, así que los dividí en dos grupos, cada
uno a las órdenes de un jefe: uno se lo di a Euríloco y yo mismo me puse al mando
del otro. Luego echamos las suertes en un casco y salió Euríloco, que se puso en
camino con sus veintidós hombres, que se fueron sollozando, igual que los que nos
quedamos.
»Cuando llegaron a la casa de Circe vieron que estaba construida con sillares de
piedra, en un sitio que se veía desde lejos, en mitad del bosque. Había lobos salvajes
y leones merodeando alrededor: pobres animales embrujados a los que había
amansado con sus encantamientos y sometido con sus drogas. No atacaron a mis
hombres, sino que movieron la cola. Igual que los perros rodean a su amo cuando lo
ven salir después de la cena, pues saben que les llevará alguna cosa, aquellos lobos y
leones acariciaron con sus grandes zarpas a mis hombres, que se asustaron mucho al
ver unas criaturas tan extrañas. Poco después llegaron a la puerta de la casa de la
diosa y desde allí oyeron a Circe cantando melodiosamente mientras trabajaba en su
telar y tejía una tela tan fina, tan suave y de colores tan deslumbrantes que solo podría
tejerla una diosa. Al oírla, Polites, en quien yo confiaba y a quien apreciaba más que
a los otros, dijo:
»—Hay alguien dentro trabajando en el telar y cantando melodiosamente; todo el
lugar resuena con su voz, llamémosla y veamos si es una mujer o una diosa.
»La llamaron y ella descorrió los cerrojos y les invitó a entrar. Ellos, sin
sospechar nada, la siguieron, todos menos Euríloco, que se temió algún engaño y se
quedó fuera. Una vez en la casa, les invitó a tomar asiento en unos bancos y sillas y
les preparó una mezcla de queso, miel, harina y vino de Pramnos a la que añadió
pérfidos venenos para que olvidaran su hogar. Cuando se la bebieron, los convirtió en
cerdos con un golpe de su vara y los encerró en las pocilgas. Eran igual que cerdos: la
cabeza, el pelo y todo lo demás, y también gruñían como cerdos, pero sus sentidos
siguieron siendo los mismos, por lo que lo recordaban todo.
»Circe les echó unas bellotas y unos hayucos de los que comen los cerdos.
Mientras tanto, Euríloco corrió a contarme el triste destino de nuestros compañeros.
Estaba tan abrumado por el dolor que por más que intentaba hablar no encontraba las
palabras; los ojos se le llenaron de lágrimas y solo pudo sollozar y suspirar hasta que
al final conseguimos que nos contara lo sucedido.
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»—Fuimos —dijo—, como nos pediste, por el bosque y en medio de los árboles
había una hermosa casa construida con sillares de piedra en un lugar que se ve desde
lejos. Allí encontramos a una mujer, o tal vez fuese una diosa, que trabajaba en su
telar y cantaba con dulzura; así que los hombres la llamaron a gritos, y ella abrió la
puerta y nos invitó a pasar. Los demás no sospecharon nada malo y entraron con ella
en la casa, pero yo me quedé donde estaba, pues temí alguna traición. Desde ese
momento no volví a verlos, pues ninguno volvió a salir, aunque estuve mucho tiempo
esperándoles.
»Entonces cogí mi espada de bronce y me la ceñí al hombro; también cogí mi
arco y le pedí a Euríloco que volviera conmigo y me mostrara el camino. Pero él me
agarró con ambas manos y habló lastimero:
»—Señor, no me obligues a ir contigo y permite que me quede, pues sé que no
podrás traerlos de vuelta y que tampoco tú volverás con vida; intentemos escapar los
pocos que quedamos, pues aún estamos a tiempo de salvar la vida.
»—Quédate, pues, donde estás —respondí—, comiendo y bebiendo en la nave,
pero yo debo ir, pues estoy obligado.
»Y, después de decir estas palabras, dejé la nave y fui tierra adentro. Cuando
llegué al bosque y me hallaba cerca de la enorme casa de la hechicera Circe, me
encontré a Hermes, el dios de la vara de oro, con el aspecto de un joven en el apogeo
de su juventud y de su belleza, con el vello a punto de crecerle en el rostro. Se me
acercó, tomó mi mano entre las suyas y dijo:
»—Pobre desdichado, ¿adónde vas por estas colinas solo y sin conocer el
camino? Tus hombres están encerrados en las pocilgas de Circe. ¿Acaso crees que
podrás liberarlos? Puedo decirte que no volverás y que tendrás que quedarte allí con
ellos. Pero no temas, yo te protegeré y te salvaré. Coge esta hierba, que tiene muchas
virtudes, y llévala contigo cuando entres en casa de Circe, te protegerá de cualquier
desdicha.
»”Y ahora te diré la magia perversa que Circe intentará practicar contigo. Te
preparará una bebida y le añadirá sus drogas, pero no podrá hechizarte, pues la virtud
de la hierba que te daré impedirá que funcionen sus encantamientos. Te lo explicaré.
Cuando Circe te golpee con su vara, saca tu espada y salta sobre ella como si fueses a
matarla. Ella se asustará y querrá que te acuestes con ella; no te niegues si quieres
liberar a tus compañeros y salir bien librado, pero oblígala a jurar solemnemente por
todos los dioses que no intentará nada malo contra ti, ya que, si no, cuando estés
desnudo te dejará sin fuerzas ni valor.
»Mientras hablaba arrancó la hierba del suelo y me mostró cómo era. La raíz era
negra, pero la flor era blanca como la leche; los dioses la llaman moly, y los mortales
no pueden arrancarla[45].
»Luego Hermes volvió al alto Olimpo atravesando la isla boscosa; pero yo seguí
hasta la casa de Circe y, a medida que avanzaba, se me encogió el corazón de temor.
Cuando llegué a la puerta me quedé allí y llamé a la diosa. En cuanto me oyó, abrió la
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puerta y me invitó a entrar; así que la seguí, temeroso. Me sentó en un trono repujado
de plata, con un escabel a los pies, y me preparó una bebida en una copa de oro; en
ella, tramando mi perdición, puso la droga. Después de dármela y de que yo me la
bebiera sin quedar hechizado, me golpeó con su vara.
»—Vamos —gritó—, ve a la pocilga y quédate allí con los demás.
»Pero yo me abalancé sobre ella con la espada desenvainada como si fuese a
matarla, y ella cayó al suelo con un grito, me abrazó las rodillas y habló con voz
lastimera diciendo:
»—¿Quién eres y de dónde vienes? ¿Cómo es posible que mis hierbas no tengan
el poder de hechizarte? Nunca hombre alguno había resistido un solo sorbo de la
hierba que te he dado, eres inmune a los hechizos. Sin duda debes de ser el osado
héroe Ulises que Hermes siempre dijo que pasaría por aquí con su nave de regreso a
su hogar desde Troya. Ahora, pues, envaina la espada y vayamos a la cama para que
podamos hacer las paces y aprendamos a confiar el uno en el otro.
»—Circe, ¿cómo puedes esperar que haga las paces contigo —respondí— si
acabas de convertir a todos mis hombres en cerdos? Y ahora que me tienes aquí me
propones que me acueste contigo para dejarme sin fuerzas ni valor. No aceptaré irme
a la cama contigo hasta que me prometas solemnemente que no volverás a intentar
hacer nada malo.
»Ella lo juró tal como le pedí, y, finalizado el juramento, me fui con ella a la
cama.
»Entretanto sus cuatro sirvientas lo dispusieron todo para el baño y la comida.
Son hijas de los bosques, las fuentes y las aguas sagradas que corren hasta el mar.
Una de ellas extendió una bella tela purpúrea sobre un asiento y colocó una alfombra
debajo. Otra acercó unas mesas de plata a los asientos y dejó encima unas cestas de
oro. Una tercera mezcló dulce vino con agua en un cuenco de plata y colocó unas
copas doradas sobre las mesas, mientras la cuarta ponía agua a hervir en un gran
caldero sobre el fuego. Cuando el agua rompió a hervir, vertió agua fría hasta que
estuvo a mi gusto, y luego me metió en el baño y empezó a lavarme la cabeza y los
hombros para quitarme el cansancio y la rigidez de mis miembros. En cuanto terminó
de lavarme y de ungirme con aceite, me vistió con un buen manto y una túnica y me
llevó a un asiento muy bello tachonado de plata, que también tenía un escabel bajo
mis pies. Entonces llegó una criada con un precioso aguamanil de oro, vertió el agua
en una jofaina para que me lavara las manos y me acercó una mesa limpia; otra criada
me llevó pan y me ofreció muchas de las cosas que había en la casa, y Circe me
animó a comer, pero yo no quise, pues aún estaba malhumorado y suspicaz.
»Cuando Circe me vio sentado allí sin comer y tan apesadumbrado, se me acercó
y me dijo:
»—Ulises, ¿por qué te quedas ahí como si fueses mudo, reconcomiéndote por
dentro, y te niegas a comer y beber? ¿Es que aún sospechas? No deberías, pues ya he
jurado solemnemente que no te haré ningún daño.
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»—Circe —respondí—, nadie con el menor sentido de lo que es justo podría
comer o beber en tu casa hasta que no hubieses liberado a sus compañeros y le
hubieses dejado verlos. Si quieres que coma y beba, debes liberar a mis hombres y
traerlos aquí para que los vea con mis propios ojos.
»Cuando terminé de hablar, ella fue al patio con la vara en la mano y abrió las
puertas de las pocilgas. Mis hombres salieron, todavía con forma de cerdos, y se
quedaron mirándola. Ella se puso en medio y los untó con una segunda droga que
hizo que se les cayeran las cerdas que les habían salido con la primera y volvieran a
ser hombres, más jóvenes que nunca, más altos y más apuestos[46]. Me reconocieron
enseguida, me dieron la mano y lloraron de alegría hasta que toda la casa se llenó con
el clamor de su llanto, y la propia Circe se apiadó tanto de ellos que se acercó y me
dijo:
»—Ulises, noble hijo de Laertes, vuelve cuanto antes al mar, donde has dejado tu
nave, y sácala a tierra firme. Luego oculta los aparejos y tus provisiones en alguna
cueva y vuelve aquí con tus hombres.
»Acepté, así que volví a la orilla del mar y encontré a los hombres en la nave
llorando y lamentándose piadosamente. Al verme, me rodearon igual que las terneras
corretean alrededor de sus madres, cuando ven que las llevan a ordeñar, después de
pastar todo el día, y la casa resuena con sus mugidos. Tan contentos estaban de verme
que parecía como si hubiesen vuelto a la escarpada Ítaca, donde habían nacido y
crecido.
»—Señor —dijeron—, nos alegramos tanto de verte como si hubiésemos vuelto
sanos y salvos a Ítaca, pero cuéntanos el destino sufrido por nuestros compañeros.
»Les consolé y les dije:
»—Debemos sacar la nave a tierra y ocultar los aparejos y las provisiones en
alguna cueva; después acompañadme todos lo más deprisa posible a la casa de Circe,
donde encontraréis a vuestros compañeros comiendo y bebiendo en abundancia.
»Los hombres me habrían seguido sin dudarlo, pero Euríloco intentó disuadirles y
dijo:
»—¡Ay, desdichados! ¿Qué será de nosotros? No corráis a vuestra perdición
yendo a casa de Circe, que nos convertirá a todos en cerdos, lobos o leones, y
tendremos que vigilar su casa. Recordad cómo nos trató el cíclope cuando nuestros
compañeros entraron en la cueva y Ulises fue con ellos. Esos hombres perdieron la
vida por culpa de su locura.
»Cuando le oí, pensé en desenvainar la espada que colgaba junto a mi fuerte
muslo y cortarle la cabeza a pesar de ser un pariente cercano; pero los hombres
intercedieron por él y dijeron:
»—Señor, si es posible, deja que él se quede aquí a cuidar de la nave y llévanos a
los demás a casa de Circe.
»Después todos fuimos tierra adentro, y Euríloco no se quedó atrás, sino que nos
acompañó, asustado por mi severa amenaza.
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»Entretanto, Circe se había encargado de que a los hombres que había dejado
atrás los bañaran y ungieran con aceite de oliva; también les había dado mantos y
túnicas de lana, y, cuando llegamos, los encontramos cenando cómodamente en su
casa. En cuanto los hombres se vieron y se reconocieron, lloraron de alegría y
gritaron hasta que resonó todo el palacio. Entonces Circe se me acercó y dijo:
»—Ulises, noble hijo de Laertes, di a tus hombres que dejen de gritar, sé que
habéis sufrido mucho en el mar y el daño que os han hecho hombres crueles en tierra,
pero eso ya ha pasado, conque quedaos aquí y comed y bebed hasta que volváis a
estar tan fuertes y sanos como cuando partisteis de Ítaca. Ahora estáis débiles de
cuerpo y alma, solo pensáis en las penalidades que habéis sufrido en vuestros viajes y
ya no sabéis divertiros.
»Así habló y nos persuadió. Nos quedamos con Circe doce meses celebrando
banquetes y comiendo carne y bebiendo vino en abundancia. Pero, cuando pasó el
año y se volvieron a alargar los días, mis hombres me llamaron y dijeron:
»—Señor, es hora de empezar a pensar en volver a casa, si es que tu destino es
salvar la vida y volver a ver tu patria.
»Así hablaron y me persuadieron. Todo el día hasta la puesta del sol comimos
carne y bebimos vino, pero, cuando se puso el sol y oscureció, los hombres fueron a
dormir en el atrio cubierto. Yo, después de acostarme con Circe, le abracé las rodillas,
y la diosa oyó lo que tenía que decirle:
»—Circe, por favor, cumple la promesa que me hiciste de ayudarme a seguir mi
viaje a casa. Quiero volver y mis hombres también, y no hacen más que
importunarme con sus quejas cuando tú no estás.
»—Ulises, noble hijo de Laertes —respondió la diosa—, no tendréis que quedaros
más tiempo si no queréis, pero hay otro viaje que tienes que hacer antes de volver a
casa. Debes ir a la casa de Hades y de la temible Perséfone a consultar al espectro de
Tiresias, el adivino tebano ciego, cuya razón sigue intacta. Solo a él le ha permitido
Perséfone conservar el entendimiento incluso en la muerte, pues las demás almas
vagan sin rumbo.
»Me desanimó oír eso. Me senté en la cama y lloré, y de buena gana habría
renunciado a ver otra vez la luz de sol, pero pronto me cansé de llorar y de agitarme y
pregunté:
»—¿Y quién me guiará en ese viaje? La casa de Hades es un puerto al que no
puede llegar nave alguna.
»—No te hará falta ningún guía —respondió—; alza tu mástil, larga las blancas
velas, quédate inmóvil y el viento del norte te llevará hasta allí. Cuando tu
embarcación haya atravesado las aguas del Océano, llegarás a la fértil orilla del país
de Perséfone, con sus bosques de altos álamos y estériles sauces. Saca la nave a
orillas del Océano y dirígete a la oscura morada de Hades. La encontrarás cerca del
lugar donde los ríos Piriflegetonte y Cocito, que es un afluente del río Estigia,
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confluyen en el Aqueronte, y cerca verás un peñasco, justo donde se encuentran
ambos ríos atronadores.
»”Cuando llegues a ese lugar, cava una zanja de un codo de largo por cada lado y
vierte en ella una libación a todos los muertos. Primero, miel mezclada con leche;
luego, vino, y, en tercer lugar, agua. Y esparce blanca harina de cebada por encima de
todo. Además, deberás ofrecer muchas oraciones a las pobres almas y prometerles
que, cuando vuelvas a Ítaca, les sacrificarás un ternero estéril, el mejor que tengas, y
echarás a la pira muchas cosas buenas. Y prometerás a Tiresias un carnero negro para
él solo, el mejor de tus rebaños.
»”Una vez que hayas invocado así a las almas, sacrifícales un carnero y una oveja
negra, y orienta su cabeza hacia el Erebo, pero tú aléjate de ellos como si fueses hacia
el río. Entonces las almas de muchos muertos irán a verte, y tú dirás a tus hombres
que recen a Hades y Perséfone y les quemen como ofrenda los dos animales
sacrificados. Luego saca la espada y siéntate allí para impedir que cualquier otro
espectro se acerque a la sangre derramada antes de que Tiresias responda a tus
preguntas. El adivino acudirá pronto y te hablará de tu viaje: de lo que durará y de
cómo deberás surcar los mares para llegar a tu casa.
»Cuando terminó de hablar había amanecido y me vistió con la túnica y el manto.
Ella se echó una preciosa tela de gasa muy fina sobre los hombros, se la ciñó a la
cintura con un cinto dorado y se cubrió la cabeza con un velo. Entonces fui adonde
mis hombres y les hablé con dulzura uno por uno:
»—No debéis seguir durmiendo, tenemos que irnos, Circe me lo ha explicado
todo.
»Y ellos hicieron lo que les dije.
»No obstante, no me los pude llevar a todos. Había entre nosotros un joven
llamado Elpenor, no demasiado juicioso ni valiente, que se había emborrachado y
dormía encima de la casa, lejos de los demás, para estar más fresco. Cuando oyó el
ruido de los hombres, se despertó sobresaltado y, en vez de bajar por la escalera, se
cayó del tejado y se partió el cuello, y su espectro descendió a la casa de Hades.
»Cuando junté a los hombres, les dije:
»—Pensáis que vamos a poner rumbo a casa, pero Circe me ha dicho que, en
lugar de eso, tenemos que ir a la casa de Hades y Perséfone a consultar al espectro del
adivino tebano Tiresias.
»Los hombres se quedaron desolados al oírme y se echaron al suelo gimiendo y
mesándose los cabellos, pero las cosas no se solucionan con llantos. Cuando llegamos
a la orilla del mar, llorando y lamentando nuestro destino, Circe nos llevó un carnero
y una oveja, y los atamos en la nave. Pasó entre nosotros sin que nos diéramos
cuenta, pues ¿quién puede ver las idas y venidas de un dios si este no desea ser visto?
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CANTO XI
ULISES VISITA A LOS MUERTOS
»Luego, cuando llegamos a la orilla del mar, echamos la nave al agua y subimos a
bordo el mástil y las velas; también subimos las ovejas y ocupamos nuestro sitio,
llorando acongojados. Circe la gran y astuta diosa, nos envió un viento favorable que
sopló firme de popa y llenó todo el tiempo nuestras velas; así que colocamos el
aparejo y dejamos que la nave fuese donde la llevaran el viento y el timonel. Todo el
día las velas estuvieron hinchadas y mantuvo su rumbo por el mar, pero cuando el sol
se puso y se hizo la oscuridad sobre la tierra, nos adentramos en las profundas aguas
del río Océano, donde están las tierras y la ciudad de los cimerios que viven rodeados
de una niebla y oscuridad que los rayos del sol no atraviesan ni cuando se alza en el
cielo ni cuando vuelve a ponerse, sino que los pobres desdichados viven en una larga
y triste noche. Cuando llegamos allí sacamos la nave a tierra, desembarcamos las
ovejas y seguimos el curso del Océano hasta llegar al lugar que nos había dicho
Circe.
»Una vez allí, Perimedes y Euríloco sujetaron a las víctimas, mientras yo
desenvainaba la espada y excavaba la zanja de un codo de lado. Hice una libación en
honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con vino y por fin con
agua, y lo espolvoreé todo con harina blanca de cebada mientras rezaba a los pobres
espectros vanos y les prometía que cuando volviera a Ítaca les sacrificaría un ternero
estéril, el mejor que tuviera, y echaría a la pira muchas cosas buenas. También
prometí que Tiresias[47] tendría una oveja negra solo para él, la mejor de mis rebaños.
Después de rezar a los muertos, degollé a las dos ovejas y dejé que la sangre cayera
en la zanja, entonces las almas salieron del Erebo: novias, jóvenes solteros, ancianos
desgastados por el trabajo, doncellas traicionadas en el amor y hombres valientes que
habían muerto en la batalla, con la coraza todavía manchada de sangre; salieron de
todas partes y pulularon en torno a la zanja con unos extraños gritos que me hicieron
palidecer de temor. Al verlos llegar, ordené a mis hombres que se dieran prisa en
despellejar las carcasas de las ovejas muertas y que las quemaran mientras repetían
sus oraciones a Hades y Perséfone; pero yo me quedé con la espada desenvainada y
no dejé que los pobres espectros vanos se acercaran a la sangre hasta que Tiresias
hubiera respondido a mis preguntas.
»El primer espectro que llegó fue el de mi compañero Elpenor, que aún no había
sido enterrado bajo tierra. Habíamos dejado el cadáver sin velar ni enterrar en casa de
Circe, pues teníamos demasiado por hacer. Sentí lástima por él y le grité al verlo:
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»—Elpenor, ¿cómo has llegado a esta penumbra y esta oscuridad? Has llegado a
pie antes que yo en mi nave.
»—Señor —respondió con un gemido—, fueron la mala suerte y mi indecible
ebriedad. Estaba dormido en lo alto de la casa de Circe, y no pensé en bajar por la
gran escalera sino que me caí del tejado y me rompí el cuello, así que mi espectro
descendió a la casa de Hades. Y ahora te imploro, por todos los que has dejado detrás,
aunque no estén aquí, por tu mujer, por el padre que te crio cuando eras niño, y por
Telémaco que es la única esperanza de tu casa, que hagas lo que te pediré ahora. Sé
que cuando abandones este limbo volverás a dirigir tu nave hacia la isla de Eea. No te
marches de allí sin velarme ni enterrarme, o atraeré la cólera del cielo sobre ti,
quémame con mi coraza, eleva un túmulo en mi memoria a la orilla del mar, que en
los días venideros diga a la gente lo desafortunado que he sido, y clava sobre mi
tumba el remo que usaba cuando estaba todavía vivo y con mis compañeros.
»—Desdichado —respondí—, haré lo que me pides.
»Así, nos sentamos y hablamos tristemente los dos, yo a un lado de la zanja con
la espada sobre la sangre, y el espectro de mi camarada contándome todo esto desde
el otro lado. Luego se presentó el espectro de mi madre muerta, Anticlea, hija de
Autólico. La había dejado con vida cuando partí a Troya y rompí a llorar al verla,
pero incluso así, y a pesar de todo mi dolor, no la dejé acercarse a la sangre hasta que
Tiresias hubiese respondido a mis preguntas.
»Entonces llegó el espectro del tebano Tiresias con su cetro dorado en la mano.
Me conocía y dijo:
»—Ulises, noble hijo de Laertes, ¿por qué, pobre hombre, has dejado la luz del
día y has descendido a visitar a los muertos en este triste lugar? Aparta de la zanja y
quita la espada para que pueda beber la sangre y responder con sinceridad a tus
preguntas.
»Conque me aparté y envainé la espada, tras lo cual, después de beber la sangre,
empezó su profecía.
»—Quieres saber —dijo— de tu regreso a casa, pero el cielo te lo va a poner
difícil. No creo que escapes a la mirada de Poseidón, que todavía sigue muy enojado
contigo por haber cegado a su hijo. Aun así, después de muchos sufrimientos, podréis
llegar a casa si sabéis conteneros tú y tus compañeros cuando vuestra nave llegue a la
isla de Trinacia, donde encontraréis las ovejas y las vacas de Helios, que lo ve y lo
oye todo. Si dejáis esos rebaños indemnes y pensáis solo en regresar a casa, podréis,
después de muchas penalidades, llegar a Ítaca; pero, si les hacéis daño, predigo la
destrucción de tu nave y la de tus hombres. Aunque tú puedas escapar, volverás muy
quebrantado después de perder a todos tus hombres, en la nave de otro, y encontrarás
dificultades en tu casa, que estará invadida por hombres despóticos, que devoran tu
hacienda con el pretexto de cortejar y hacer regalos a tu mujer.
»”Cuando llegues a tu hogar te vengarás de estos pretendientes; y, después de
matarlos por la fuerza o con engaños en tu propia casa, deberás coger un remo bien
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hecho y continuar tu viaje, hasta llegar a un país donde la gente no ha oído hablar del
mar y ni siquiera echa sal a la comida, ni sabe nada de barcos ni de remos que son
como las alas de la nave. Te daré una señal segura que no podrás pasar por alto.
Encontrarás a un viajero que te dirá que lo que llevas al hombro debe de ser un
rastrillo; al oírlo clava el remo en el suelo y sacrifica un carnero, un toro y un jabalí a
Poseidón. Luego ve a casa y ofrece hecatombes a todos los dioses del cielo uno por
uno. En cuanto a ti, la muerte te llegará del mar, y tu vida escapará muy despacio
cuando tengas muchos años y el ánimo sosegado, y tu pueblo te bendecirá. Todo lo
que he dicho se cumplirá.
»—Así será, si el cielo quiere, pero dime, y sé sincero, veo el espectro de mi
pobre madre ahí al lado; está sentada al lado de la sangre sin decir palabra, y aunque
soy su propio hijo no me recuerda ni me habla; dime, señor, qué puedo hacer para que
me reconozca.
»—Eso —dijo— es fácil. Cualquier espectro al que dejes probar la sangre hablará
contigo como un ser responsable, pero si no se lo permites volverán a marcharse.
»Dicho lo cual el espectro de Tiresias volvió a la casa de Hades, pues había
completado su profecía, pero yo me quedé donde estaba hasta que mi madre llegó y
probó la sangre. Entonces me reconoció al instante y me habló con cariño diciendo:
»—Hijo mío, ¿cómo has venido a este oscuro lugar si aún estás vivo? Es difícil
para los vivos ver este sitio, pues entre nosotros y ellos se extienden mares temibles,
y está Océano que nadie puede cruzar a pie, sino que se necesita una buena nave. ¿Es
que aún intentas encontrar el camino a casa desde Troya y todavía no has vuelto a
Ítaca ni has visto a tu mujer en tu casa?
»—Madre —respondí—, he tenido que venir a consultar al espectro del profeta
tebano Tiresias. No he estado cerca del país de los griegos ni he puesto el pie en mi
patria, y no he pasado más que una larga serie de desdichas desde el primer día en
que partí con Agamenón hacia Troya, el país de nobles caballos, para combatir a los
troyanos. Pero dime, y sé sincera, ¿cómo fue tu muerte? ¿Sufriste una larga
enfermedad, o el cielo te concedió pasar con facilidad a la eternidad? Háblame
también de mi padre, y del hijo al que dejé atrás, ¿siguen mis posesiones en sus
manos, o se las ha arrebatado alguien que cree que no volveré para reclamarlas?
Dime también qué piensa hacer mi mujer y cómo está de ánimos; ¿vive con mi hijo y
guarda mi hacienda con cuidado, o ha aceptado al mejor partido que ha podido
encontrar y ha vuelto a casarse?
Mi madre respondió:
»—Tu mujer aún sigue en tu casa, pero está muy preocupada y pasa llorando día
y noche. Nadie te ha arrebatado aún tus posesiones y Telémaco conserva intactas tus
tierras. Tiene que recibir a mucha gente, por supuesto, debido a su posición de
magistrado, y por lo mucho que le invitan; tu padre sigue en su antigua casa en el
campo y nunca va a la ciudad. No tiene lecho ni mantas cómodas; en invierno duerme
en el suelo delante de la chimenea con los hombres y va cubierto de harapos, pero en
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verano, cuando vuelve el buen tiempo, se tumba en la viña sobre un lecho de
pámpanos tirado por el suelo. Se lamenta continuamente de que no vuelvas a casa y
sufre más y más a medida que se hace mayor. En cuanto a mi propio final fue así: el
cielo no me llevó rápido y sin dolor en mi propia casa, ni me aquejó ninguna
enfermedad de esas que por lo general minan a la gente y acaban matándola, sino el
pesar por saber qué hacías y el afecto que te tenía… eso fue lo que me mató.
»Entonces intenté abrazar el espectro de mi pobre madre. Tres veces salté hacia
ella e intenté rodearla con mis brazos, pero ella escapó de mí como un sueño o un
fantasma, y herido en lo más hondo, le dije:
»—Madre, ¿por qué no te quedas quieta cuando intento abrazarte? Si pudiéramos
rodearnos con los brazos podríamos encontrar un triste consuelo al compartir nuestras
penas incluso en la casa de Hades; ¿quiere Perséfone causarme aún más pesar al
burlarse de mí con un fantasma?
»—Hijo mío —respondió ella—, el más desdichado de los hombres, no es
Perséfone quien te engaña, sino que todo el mundo es así cuando muere. Los
tendones ya no unen la carne y los huesos; perecen consumidos en la pira en cuanto
la vida abandona el cuerpo, y el espectro sale volando como en un sueño. Ahora, no
obstante, vuelve a la luz del día cuanto antes, y fíjate en todo esto para que puedas
contárselo después a tu mujer.
»Así conversamos, y luego Perséfone envió a las almas de las esposas y las hijas
de los hombres más famosos. Se arremolinaron en torno a la sangre, y pensé en cómo
interrogarlas a todas. Al final decidí que lo mejor sería desenvainar la afilada hoja
que colgaba de mi robusto muslo e impedir que bebieran la sangre al mismo tiempo.
Así vinieron de una en una y, cuando les pregunté, me dijeron su estirpe y su linaje.
»La primera a la que vi fue a Tiro. Era hija de Salmoneo y la mujer de Creteo el
hijo de Eolo. Se enamoró del río Enipeo que es el río más bello del mundo. Una vez,
cuando estaba dando un paseo a su lado como de costumbre, Poseidón, disfrazado de
su enamorado, se acostó con ella en la boca del río y una enorme ola purpúrea se alzó
como una montaña sobre ellos para ocultar a la mortal y al dios, y ella desató su
virginal cinto y quedó sumida en un profundo sueño. Cuando el dios terminó el acto
amoroso, tomó su mano en la suya y dijo:
»—Tiro, alégrate; los abrazos de los dioses no son estériles y pasados doce meses
tendrás dos bellos gemelos. Cuídalos bien. Soy Poseidón, así que vuelve a casa, pero
calla y no se lo cuentes a nadie.
»Luego se sumergió en el mar, y ella, llegado el momento, dio a luz a Pelias y a
Neleo, que pusieron todo su poder al servicio de Zeus. Pelias era un gran criador de
ovejas y vivía en Yolcos, pero el otro vivía en Pilos. Sus otros hijos los tuvo con
Creteo: Esón, Feres y Amitaon, que era un poderoso guerrero y auriga.
»A su lado vi a Antíope, hija de Asopo, que podía jactarse de haber dormido entre
los brazos del propio Zeus y le dio dos hijos, Anfión y Zeto. Ellos fundaron Tebas
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con sus siete puertas, y construyeron una muralla alrededor, pues a pesar de su fuerza
no pudieron defender Tebas hasta haberla amurallado.
»Después vi a Alcmena, la mujer de Anfitrión, que le dio a Zeus al indómito
Hércules; y a Mégara que era hija del gran rey Creonte, y a quien desposó el temible
hijo de Anfitrión.
»También vi a la madre del rey Edipo, la bella Epicasta, cuyo espantoso destino
fue casarse con su propio hijo sin saberlo. Este se desposó con ella después de matar
a su padre, pero los dioses proclamaron la historia al mundo entero; tras lo cual siguió
siendo rey de Tebas, muy apenado por la inquina que le habían demostrado los
dioses; pero Epicasta fue a la casa del poderoso carcelero Hades, después de
ahorcarse desesperada, y los espíritus vengadores lo acosaron por la madre ultrajada
hasta su posterior y amarga ruina.
»Después vi a Cloris, a quien Neleo desposó por su belleza, después de ofrecerle
regalos de valor incalculable. Era la hija pequeña de Anfión, hijo de Iaso y rey de
Orcómenos Minia, y fue reina de Pilos. Dio a luz a Néstor, a Cromio y a Periclímeno,
y también a la maravillosa y encantadora Pero, a quien pretendieron todos sus
vecinos; pero Neleo solo quiso entregársela a quien robara el ganado de Ificles de los
pastos de Fílace, y era una ardua tarea. El único hombre que osó intentarlo fue un
adivino excelente, pero la voluntad del cielo estaba en su contra, pues los vaqueros lo
sorprendieron y encarcelaron; no obstante, al cabo de un año, cuando volvió la misma
estación, Ificles lo liberó, después de que le expusiera todos los oráculos del cielo.
Así, se cumplió la voluntad de Zeus.
»Y vi a Leda, la mujer de Tindáreo, que le dio a dos hijos famosos, Castor
domador de caballos y Pólux el poderoso púgil. Ambos héroes yacen bajo tierra,
aunque siguen con vida, pues, por un favor especial de Zeus, mueren y vuelven a la
vida, uno de ellos cada día, y tienen el rango de dioses.
»Luego vi a Ifimedea, la mujer de Aloeo que se jactó del abrazo de Poseidón. Le
dio dos hijos, Oto y Efialtes, pero ambos vivieron poco tiempo. Eran los niños más
hermosos jamás nacidos en este mundo, y también los más apuestos, con la excepción
de Orión; a los nueve años medían nueve brazas de altura y nueve codos en torno al
pecho. Amenazaron con combatir a los dioses del Olimpo e intentaron colocar el
monte Osa en lo alto del Olimpo, y el monte Pellón sobre el Osa, para poder trepar
hasta el mismo cielo, y lo habrían hecho si hubiesen llegado a la edad adulta, pero
Apolo, hijo de Leto, los mató a ambos, antes de que les brotara la barba en las
mejillas y el mentón.
»Después vi a Fedra y a Procris, y a la bella Ariadna, la hija del mago Minos, a
quien Teseo se llevó de Creta a Atenas, pero no pudo disfrutarla, pues Artemisa la
mató en la isla de Día por lo que Dioniso le había dicho de ella.
»Vi también a Mera y a Clímena, y a la odiosa Erifila, que vendió a su propio
marido a cambio de oro. Pero tardaría toda la noche en enumerar a todas las mujeres
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e hijas de dioses a las que vi, y es hora de acostarme, sea en la nave con mi
tripulación, o aquí. En cuanto a la escolta, ya os ocuparéis vosotros y el cielo.
Aquí terminó, y dejó a los invitados embelesados y mudos en el atrio. Luego
Arete les dijo:
—¿Qué opináis de este hombre, oh, feacios? ¿No os parece alto y bien parecido, y
no es inteligente? Cierto que es mi propio invitado, pero todos participáis de ese
honor. No os apresuréis a enviarlo a casa, ni escatiméis los regalos que tanto necesita,
pues el cielo os ha bendecido a todos con una gran abundancia.
Entonces habló el anciano héroe Equeneo, que era uno de los feacios más viejos:
—Amigos —dijo—, lo que acaba de decir nuestra augusta reina es razonable y
conveniente, conque dejaos convencer; aunque la decisión de hecho y de palabra
corresponde al rey Alcínoo.
—Así se hará —exclamó Alcínoo—, tan seguro como que vivo y reino sobre los
feacios. Nuestro huésped está deseando volver a casa, pero aun así debemos
convencerlo para que se quede con nosotros hasta mañana, para que me dé tiempo a
recaudar la suma que quiero darle. En cuanto a su escolta os corresponde a todos, y
sobre todo a mí por ser persona principal entre vosotros.
Y Ulises respondió:
—Rey Alcínoo, si me pidieras que me quedara doce meses, y luego me ayudases
a partir, cargado con tus nobles regalos, te obedecería de buen grado y saldría
ganando, pues volvería a mi patria con las manos aún más llenas, y sería más
respetado y querido por todos los que me vieran cuando volviera a Ítaca.
—Ulises —replicó Alcínoo—, ninguno de los presentes cree que seas un
charlatán o un farsante. Sé que hay mucha gente que va por ahí contando historias
muy verosímiles de las que resulta difícil saber si son o no ciertas, pero tu forma de
hablar me convence de tu sinceridad. Además has contado la historia de tus
desdichas, y las de los griegos, como un bardo experimentado; pero dime, y sé
sincero, si viste a alguno de los poderosos héroes que fueron contigo a Troya y
perecieron allí. Las tardes todavía son largas, y aún no es hora de acostarse… así que
sigue con tu historia, pues podría seguir escuchándote hasta mañana por la mañana,
mientras continúes contándonos tus aventuras.
—Alcínoo —respondió Ulises—, hay un momento para hablar y un momento de
irse a la cama; no obstante, ya que así lo deseas, te contaré la historia aún más triste
de aquellos de mis camaradas que no cayeron luchando con los troyanos, sino que
murieron a su regreso, por la traición de una mujer malvada.
»Cuando Perséfone dispersó las almas femeninas en todas las direcciones, se me
acercó tristemente el espectro de Agamenón, hijo de Atreo, rodeado de quienes
habían muerto con él en la casa de Egisto. En cuanto probó la sangre, me reconoció y,
llorando amargamente, alargó los brazos para abrazarme; pero ya no tenía fuerza ni
sustancia y yo también lloré compadeciéndolo al contemplarlo.
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»—¿Cómo fue tu muerte —pregunté—, rey Agamenón? ¿Alzó Poseidón sus
vientos y sus olas contra ti cuando estabas en el mar, o acabaron contigo tus enemigos
en tierra cuando estabas robándoles las vacas o las ovejas, o mientras combatían en
defensa de su ciudad y sus mujeres?
»—Ulises —respondió—, noble hijo de Laertes, no perdí la vida en el mar en
ninguna tormenta alzada por Poseidón, ni me mataron mis enemigos en tierra, sino
que Egisto y mi malvada mujer urdieron mi muerte. Me invitó a su casa, me agasajó
y luego me mató miserablemente como a un buey en el matadero, mientras a mi
alrededor mataban a mis compañeros como a ovejas o a cerdos para un banquete de
boda, una comida campestre o el festín de un noble. Has debido ver morir a muchos
hombres en la batalla, o en combate singular, pero nunca has visto nada tan triste
como la forma en que caímos en aquella sala, con las cráteras y las mesas volcadas y
el suelo impregnado del olor de nuestra sangre. Oí a Casandra, la hija de Príamo,
gritar cuando Clitemnestra la mató a mi lado[48]. Yo yacía en el suelo con la espada
clavada en el cuerpo, y alcé las manos para matar a esa mujerzuela homicida, pero se
me escapó; ni siquiera me cerró los labios ni los ojos cuando agonizaba, pues en este
mundo no hay nada tan cruel y tan desvergonzado como una mujer culpable de una
enormidad así. ¡Matar a su propio marido! Pensé que iba a ser bien recibido por mis
hijos y mis criados, pero su crimen abominable ha traído la deshonra sobre ella y
sobre todas las mujeres que vendrán después, también las buenas.
»—Es cierto —respondí— que, desde el principio hasta el final, Zeus ha
demostrado su odio por la casa de Atreo en los consejos de sus mujeres. Mira cuántos
de nosotros caímos por culpa de Helena, y ahora parece que Clitemnestra conspiró
también contra ti en tu ausencia.
»—Ve con cuidado, pues —continuó Agamenón—, y no confíes demasiado ni en
tu propia esposa. No le digas todo lo que sabes. Cuéntale solo parte, y guárdate lo
demás. No es que tu mujer, Ulises, vaya a asesinarte, pues Penélope es una mujer
admirable y de muy buen carácter. Cuando partimos hacia Troya era una joven esposa
con un niño en el pecho. Ese niño sin duda se habrá convertido ya en un hombre, y él
y su padre se alegrarán al verse y se abrazarán como es justo que así sea, mientras
que mi malvada esposa ni siquiera me permitió la alegría de ver a mi hijo, sino que
me mató antes de que pudiera hacerlo. Otra cosa te digo —y recuérdalo bien— no
digas a nadie cuándo vas a llegar a Ítaca, preséntate de improviso, pues después de
esto ya no se puede confiar en las mujeres. Pero ahora dime, y sé sincero, ¿puedes
darme noticias de mi hijo Orestes? ¿Se halla en Orcómenos, o en Pilos, o está en
Esparta con Menelao?, pues supongo que aún vive.
»—Agamenón —respondí—, ¿por qué me preguntas? No sé si tu hijo está vivo o
muerto, y no está bien hablar de lo que se ignora.
»Mientras los dos hablábamos y llorábamos entristecidos se acercó el espectro de
Aquiles, con Patroclo, Antíloco y Áyax que, después del hijo de Peleo, era el mejor y
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el más apuesto de los griegos. El ágil descendiente de Eaco me reconoció y habló
lastimero:
»—Ulises, noble hijo de Laertes, ¿qué osada empresa piensas emprender ahora
que te aventuras en la casa de Hades entre los simples muertos, que no somos más
que los espectros de quienes ya no pueden obrar?
»—Aquiles, hijo de Peleo, principal campeón de los griegos —respondí—, he
venido a consultar a Tiresias, y ver si podía aconsejarme cómo volver a Ítaca, pues
aún no he podido llegar cerca de la tierra de los griegos, ni poner el pie en mi país,
sino que he pasado penalidades todo el tiempo. En cuanto a ti, Aquiles, nunca ha
habido nadie tan afortunado como tú, ni lo habrá, pues cuando estabas vivo te
adorábamos todos los griegos, y ahora que estás aquí eres un gran príncipe entre los
muertos. Conque no te tomes tan a pecho haber muerto.
»—No digas una sola palabra a favor de la muerte —respondió—; preferiría ser
un criado en casa de un hombre pobre y estar en la tierra, que reinar entre los
muertos. Pero háblame de mi hijo; ¿ha ido a la guerra y será un gran soldado, o no es
así? Dime también si has oído algo de mi padre Peleo… ¿reina todavía sobre los
mirmidones[49] o ya no le muestran respeto en la Hélade y Ftía ahora que es viejo y le
fallan los miembros? Ojalá pudiera estar a su lado, a la luz del día, con la misma
fuerza que tenía cuando di muerte al más valiente de nuestros enemigos en la llanura
de Troya… ojalá pudiera ser como era entonces e ir aunque fuese solo un rato a la
casa de mi padre, cualquiera que intentara violentarlo o suplantarlo se arrepentiría
enseguida.
»—No he sabido nada de Peleo —repliqué—, pero puedo contártelo todo de tu
hijo Neoptólemo[50], pues lo llevé en mi propia nave desde Esciros con los griegos.
En nuestros consejos de guerra delante de Troya siempre era el primero en hablar, y
su juicio era infalible. Solo Néstor y yo le superábamos; y cuando se trataba de
combatir en la llanura de Troya, nunca se quedaba con el grueso de sus hombres, sino
que los adelantaba a todos en valor. Muchos hombres mató en la batalla: no podría
nombrar a todos a los que dio muerte combatiendo en el bando de los griegos, pero te
diré que acabó con el valiente héroe Eurípilo hijo de Télefo, que era el hombre más
apuesto que jamás vi con excepción de Memnón; también cayeron muchos de los
ceteos por culpa de los sobornos de una mujer. Es más, cuando los más valientes de
los griegos entraron en el caballo construido por Epeo, y me correspondió a mí
decidir si abríamos la puerta de nuestra emboscada o la cerrábamos, aunque los
demás jefes y personas principales de los griegos se secaban los ojos y temblaban de
pies a cabeza, a él nunca lo vi palidecer ni secarse una lágrima de la mejilla; todo el
tiempo me animaba a salir del caballo, asía el mango de la espada y la lanza
broncínea y respiraba furia contra el enemigo. Sin embargo, una vez ocupada la
ciudad, él pudo cobrar y embarcar su parte de los beneficios habidos, que era una
fuerte suma. Salió sin un rasguño de toda esta peligrosa campaña. Ya se sabe: todo
está en tener suerte.
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»Cuando le conté todo esto, el espectro de Aquiles se alejó por un prado cubierto
de asfódelos, exultante por lo que le había dicho sobre el valor de su hijo.
»Los espectros de los demás muertos se quedaron a mi lado y cada cual me contó
su triste historia; solo el de Áyax, hijo de Telamón, se quedó aparte, enojado aún
conmigo por haberle vencido en la disputa por las armas de Aquiles. Tetis las había
ofrecido como premio, pero los jueces fueron Atenea y los prisioneros troyanos.
Ojalá no hubiese vencido nunca esa disputa, pues costó la vida de Áyax, que era el
más preeminente de los griegos después del hijo de Peleo, tanto en estatura como en
valor.
»Cuando lo vi intenté aplacarlo y dije:
»—Áyax, ¿ni siquiera muerto olvidarás y perdonarás y dejarás que el juicio sobre
esa odiosa armadura siga reconcomiéndote? Bastante pérdida para los griegos fue
perder un bastión tan fuerte como tú. Te lloramos tanto como lloramos al propio
Aquiles, hijo de Peleo, y la culpa la tuvo solo el rencor de Zeus contra los griegos,
pues eso fue lo que le impulsó a aconsejar tu destrucción: ven, pues, contén tu
orgulloso espíritu y oye lo que puedo contarte.
»No quiso responder y se volvió al Erebo con los demás espectros; no obstante,
yo debería haberle hecho hablar a pesar de su gran enfado, o debería haber seguido
interpelándole, pero había muchos otros entre los muertos a quienes deseaba ver.
»Luego vi a Minos, hijo de Zeus, con su cetro dorado en la mano, impartiendo
justicia entre los muertos, y los espectros se arremolinaban sentados y de pie a su
alrededor en la espaciosa casa de Hades, para conocer las sentencias que dictaba
sobre ellos.
»Después de a él vi al gigantesco Orión en un prado cubierto de asfódelos
persiguiendo los espectros de los animales salvajes que había matado en las
montañas, y llevaba en la mano una gran maza de bronce, eterna e indestructible.
»Y vi a Ticio, el hijo de Gaia, tendido en la llanura donde ocupaba nueve acres de
terreno. A su lado, dos buitres hundían el pico en su hígado, y él intentaba espantarlos
con las manos, pero no podía, pues había violado a la amante de Zeus, Leto, cuando
pasaba por Panopeo camino de Delfos.
»Presencié también el atroz destino de Tántalo, que se hallaba en un lago con el
agua hasta la barbilla; se moría por saciar su sed, pero, cada vez que el pobre
desdichado se agachaba para beber, el agua se secaba y desaparecía, y no quedaba
nada más que tierra seca, requemada por el rencor del cielo. También había árboles
cuya fruta pendía sobre su cabeza: peras, granadas, manzanas, dulces higos y jugosas
aceitunas, pero cada vez que esa pobre criatura extendía el brazo para coger algo, el
viento volvía a alzar las ramas hacia el cielo.
»Y vi a Sísifo en su interminable tarea de subir su roca gigantesca con ambas
manos. Intentaba hacerla rodar con manos y pies hasta lo alto de la montaña, pero,
justo antes de que pudiera hacerla rodar por el otro lado, las fuerzas le fallaban y la
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roca implacable volvía a caer con estrépito a la llanura. Después, él empezaba a
empujarla otra vez sudoroso y jadeante por la pendiente.
»Después vi al poderoso Hércules, pero era solo su espectro, pues él disfruta de
festines eternos con los dioses inmortales, y tiene a la encantadora Hebe por esposa,
que es hija de Zeus y Hera. Los espectros chillaban a su alrededor, como pájaros
espantados que volaran en todas las direcciones. Parecía negro como la noche con el
arco desnudo en la mano y la flecha en la cuerda, y miraba a su alrededor como si
estuviera apuntando. Ceñido al pecho llevaba un maravilloso cinto dorado,
maravillosamente adornado con osos, jabalíes y leones de ojos brillantes; también
había guerra, batallas y muerte. El hombre que había hecho ese cinturón, por mucho
que se esforzara, jamás podría hacer otro parecido. Hércules me reconoció nada más
verme, y habló lastimero diciendo:
»—Ulises, noble hijo de Laertes, ¿llevas la misma triste vida que yo cuando no
estaba bajo tierra? Era hijo de Zeus, pero pasé infinidad de penalidades, pues me puse
al servicio de uno inferior a mí, un hombre vulgar que me impuso toda clase de
trabajos. Una vez me envió aquí a buscar al perro del infierno, pues no se le ocurrió
tarea más difícil, pero saqué al perro del Hades y se lo llevé, con la ayuda de Hermes
y de Atenea.
»Después, Hércules volvió a bajar a la casa de Hades, pero yo me quedé donde
estaba por si algún otro poderoso difunto iba a verme. Y habría visto a otros que
murieron antes, a quienes me habría gustado ver: a Teseo y a Pirítoo, hijos gloriosos
de los dioses, pero me rodearon tantos miles de espectros con gritos tan espeluznantes
que me dejé llevar por el pánico, no fuese a enviarme Perséfone desde la casa de
Hades la cabeza del espantoso monstruo Gorgona. Me apresuré a volver a la nave,
ordené a los hombres que subieran a bordo cuanto antes y soltaran amarras; así que
embarcaron y ocuparon su sitio, después de lo cual la nave descendió por el río
Océano. Al principio tuvimos que remar, pero luego se alzó un viento favorable.
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CANTO XII
LAS SIRENAS
ESCILA Y CARIBDIS
LAS VACAS DE HELIOS
»Cuando salimos del río Océano y llegamos a mar abierto, continuamos hasta llegar a
la isla de Eea, donde el sol sale como en otros sitios. Después aproximamos la nave a
la playa y la sacamos a la orilla, donde nos echamos a dormir y esperamos a que
despuntara el día.
»Luego, cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, envié
unos hombres a casa de Circe a buscar el cadáver de Elpenor. Cortamos leña y,
después de llorarlo y de lamentarnos, llevamos a cabo los ritos fúnebres. Una vez que
ardieron su cuerpo y su armadura, erigimos un túmulo, colocamos una estela y en lo
alto del túmulo clavamos el remo que él había usado.
»Mientras hacíamos todo esto, Circe, que sabía que habíamos vuelto de la casa de
Hades, se vistió y fue a vernos lo más deprisa que pudo; y sus doncellas la
acompañaron cargadas de pan, carne y vino. Después se plantó ante nosotros y dijo:
»—Habéis sido muy valientes al descender vivos a la casa de Hades, por lo que
moriréis dos veces y no una como los demás; ahora, pues, quedaos aquí el resto del
día, comed hasta saciaros y proseguid vuestro viaje mañana al despuntar el día.
Entretanto, yo le mostraré a Ulises el rumbo que debéis seguir, para que no sufráis
más desdichas en el mar ni en la tierra.
»Acordamos hacer como había dicho y pasamos el día comiendo y bebiendo
hasta la puesta de sol. Cuando se puso el sol y oscureció, los hombres se tumbaron a
dormir junto a la nave. Circe me tomó de la mano y me pidió que me sentara aparte;
ella se reclinó a mi lado y me preguntó por nuestras aventuras.
»—Hasta ahora todo ha ido bien —dijo cuando terminé de contarle mi historia—.
Ahora presta atención a lo que voy a decirte, un dios se encargará de recordártelo.
Primero llegaréis adonde las sirenas, que hechizan a todos los que se les acercan. Si
por imprudencia alguien se acerca demasiado y oye su canto, su mujer y sus hijos no
volverán a darle la bienvenida, pues, sentadas en un prado verde, lo atraen a la muerte
con la dulzura de su canto. Hay un montón de huesos de muertos a su alrededor, con
la carne pudriéndose aún en ellos. Pasa de largo y tapa los oídos de tus hombres con
cera para que ninguno pueda oírlas; tú, si quieres, podrás oírlas, pero deberás ordenar
a tus hombres que te aten de pie y manos al mástil para que tengas el placer de
escucharlas. Si ruegas e imploras a los hombres para que te suelten, que te aten aún
con más fuerza.
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»”Cuando tu tripulación y tú hayáis dejado atrás las sirenas, deberás escoger tú
mismo qué rumbo seguir: yo solo puedo mostrarte las dos rutas posibles. Por una
parte, hay unas peñas contra las que las oscuras olas de Anfítrite rompen con una
furia terrible, los dioses felices las llaman las Rocas Errantes. Ni siquiera un pájaro
puede pasar, ni tan siquiera las tímidas palomas que llevan ambrosía al padre Zeus,
pues las rocas siempre le arrebatan alguna, por lo que el padre Zeus debe enviar otras;
ningún barco que haya llegado a esas rocas ha regresado, sino que las olas y los
remolinos de fuego están llenos de cadáveres y restos de los naufragios. La única
embarcación que consiguió pasar fue la famosa Argos a su vuelta de la casa de Eetes,
y también ella se habría estrellado contra estos escollos si Hera no la hubiese pilotado
por el amor que sentía por Jasón.
De estos dos escollos uno llega hasta el cielo y se pierde en una oscura nube que
no se disipa nunca, por lo que la cumbre no llega a verse ni siquiera en verano o a
principios del otoño. Nadie, ni aunque tuviera veinte manos y veinte pies, podría
escalarla, pues es muy empinada y tan lisa como si la hubieran pulido. En el centro
hay una enorme caverna que da al oeste y al Erebo; debes arrumbar la nave hacia allí,
aunque la cueva está tan alta que ni el más fuerte arquero podría lanzar una flecha en
su interior. Dentro se encuentra Escila, que suelta gañidos como los de un perrillo,
aunque en realidad es un monstruo espantoso; nadie, ni siquiera un dios, podría
enfrentarse a ella sin aterrorizarse. Tiene doce patas contrahechas y seis cuellos de
una longitud prodigiosa; al final de cada cuello hay una cabeza horrible con tres
hileras de dientes, todos muy apretados, capaces de matar a cualquiera al instante. Se
sienta en el interior de su lóbrega cueva, asoma las cabezas y escudriña el agua
alrededor de la roca para pescar delfines, tiburones o algún monstruo de mayor
tamaño de los muchos que nutre Anfítrite. Ninguna nave ha pasado por allí sin perder
a alguno de sus hombres, pues alarga todas las cabezas al mismo tiempo y se lleva a
un hombre en cada boca.
»”El otro escollo es más bajo, aunque los dos están tan juntos que entre ambos
media un tiro de flecha. En él crece una frondosa higuera, y debajo está el remolino
de Caribdis. Tres veces al día vomita sus aguas y tres veces vuelve a sorberlas.
Procura no estar allí cuando las esté sorbiendo, pues de lo contrario ni el mismo
Poseidón podría salvarte; debes pasar lo más deprisa posible junto a Escila, pues es
mejor perder seis hombres que a toda la tripulación.
»—¿No hay algún modo —pregunté— de escapar de Caribdis y al mismo tiempo
mantener a Escila a raya cuando intente atacar a mis hombres?
»—Qué temerario eres —respondió la diosa—, siempre deseando combatir contra
algo o alguien; no te resignas a dejarte vencer siquiera por los inmortales. Pero Escila
no es mortal; además es salvaje, brutal, cruel e invencible. No hay nada que hacer, lo
mejor es intentar escapar de ella, pues, si te demoras en su roca mientras te pones la
armadura, podría atraparte en un segundo ataque de sus seis cabezas y llevarse a otra
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media docena de tus hombres; conque pasa a toda vela e invoca en voz alta a Ceto,
que, para su desgracia, es la madre de Escila e impedirá que vuelva a atacarte.
»”Llegarás después a la isla de Trinada y allí verás numerosas vacas y ovejas
propiedad de Helios: siete manadas de vacas y siete rebaños de ovejas, con cincuenta
cabezas por rebaño. No crían ni disminuye su número, y están al cuidado de las
diosas Faetusa y Lampetia, que son hijas de Helios y de Neerea. Su madre, después
de dar a luz y de darles el pecho, las envió a la isla de Trinacia, que estaba muy lejos,
para que vivieran allí y cuidaran los rebaños de su padre. Si dejáis indemnes los
rebaños y no pensáis más que en volver a casa, podréis, después de muchos
esfuerzos, llegar a Ítaca; pero, si les hacéis daño, te vaticino la destrucción de tu nave
y de tus compañeros, y tú, incluso aunque escapes, regresarás tarde, quebrantado y
después de perder a todos tus hombres.
»Así concluyó sus palabras, y Aurora llegó en su trono de oro. Circe volvió al
interior de la isla. Entonces subí a bordo y ordené a mis hombres que soltaran
amarras; embarcaron enseguida, ocuparon su sitio y golpearon el mar gris con los
remos. Poco después la gran y astuta diosa Circe nos envió un viento favorable que
sopló firme de popa y llenó las velas, así que ajustamos el aparejo y dejamos que el
viento y el timonel gobernaran la nave.
»Luego, muy angustiado, arengué a mis hombres:
»—Amigos, no es justo que solo uno o dos entre nosotros conozcan las
predicciones que me ha hecho Circe, así que os las contaré para que tanto si vivimos
como si morimos podamos hacerlo con los ojos abiertos. En primer lugar me ha
advertido que nos apartemos de las sirenas[51], que cantan maravillosamente en un
lecho de flores; pero ha dicho que yo podía oírlas siempre que ninguno más lo
hiciera. Así que atadme de pie al mástil con un nudo tan fuerte que no pueda escapar.
Si os ruego y os suplico que me soltéis, atadme aún con más fuerza.
»Apenas había acabado de explicárselo todo a los hombres cuando llegamos a la
isla de las sirenas, pues el viento había sido muy favorable. De pronto amainó y llegó
una calma chicha: no se movía ni un soplo de viento ni había una ola en el agua, así
que los hombres arriaron las velas y las guardaron; después tomaron los remos y
blanquearon el agua con la espuma que levantaban al bogar. Entretanto cogí un trozo
de cera y lo corté con la espada. Después la amasé entre mis poderosas manos hasta
que se ablandó gracias a mi fuerza y a los rayos del sol. A continuación tapé los oídos
a todos mis hombres y ellos me ataron de pies y manos al mástil y siguieron remando.
Cuando pasábamos cerca de la isla, la embarcación navegaba muy deprisa y las
sirenas, al vernos, empezaron con sus cantos.
»—Ven —decían—, célebre Ulises, honra de los griegos, y escucha nuestras
voces. Nadie ha pasado jamás sin quedarse a oír la encantadora dulzura de nuestro
canto, y quien lo escucha se va no solo embelesado, sino también más sabio, pues
conocemos todos los males con que los dioses aquejaron a los griegos y a los
troyanos ante Troya, y podemos contarte todo lo que va a suceder en el mundo.
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»Cantaron estas palabras muy musicalmente, y, como quería seguir oyéndolas,
indiqué por señas a mis hombres que me soltaran. Ellos, en cambio, remaron más
deprisa, y Euríloco y Perimedes me ataron con nudos aún más fuertes hasta que
llegamos lejos del alcance de las voces de las sirenas. Luego mis hombres se quitaron
la cera de los oídos y me desataron.
»Nada más pasar la isla, vi una enorme ola de la que se alzaba espuma y oí
retumbar un ruido. Los hombres se asustaron mucho, pues el mar entero resonaba con
el estruendo del agua, soltaron los remos y la nave se detuvo. Así que les exhorté uno
por uno a no desfallecer.
»—Amigos —dije—, esta no es la primera vez que estamos en peligro, y no
estamos tan mal como cuando el cíclope nos encerró en su cueva; mi valor y mis
sabios consejos nos salvaron entonces, y también viviremos para recordar esto. Haced
todos lo que os diga, confiad en Zeus y remad con todas vuestras fuerzas. En cuanto a
ti, timonel, presta atención, porque la nave está en tus manos: apártala de esa furiosa
corriente y acércate al escollo para pasarlo cuanto antes o la estrellarás y nos llevarás
a todos a la muerte.
»Hicieron como les dije, pero no les conté lo del horrible monstruo Escila porque
supe que los hombres no seguirían remando si se enteraban, sino que se habrían
acurrucado en la bodega. Solo en una cosa desobedecí las estrictas instrucciones de
Circe: me puse la armadura. Luego cogí dos robustas lanzas y fui a proa, pues supuse
que por ahí aparecería el monstruo de la roca, que tanto daño iba a hacer a mis
hombres; pero no la vi por ninguna parte por más que escudriñé la oscura peña por
todas partes.
»Luego entramos en el estrecho muy asustados, pues a un lado estaba Escila y al
otro la temible Caribdis sorbiendo el agua salada. Cuando la vomitaba era como
cuando el agua hierve en un caldero encima del fuego, y la espuma llegaba hasta la
cima de ambos escollos. Cuando empezaba a sorberla de nuevo, veíamos el agua dar
vueltas y vueltas y romper contra las rocas con un estruendo ensordecedor. Veíamos
la arena en el fondo del mar, y los hombres estaban desquiciados de terror. Cuando
más absortos estábamos, temiendo que cada momento fuese a ser el último, Escila
cayó de pronto sobre nosotros y se llevó a mis seis mejores hombres. Al volver a
mirar a la nave y a la tripulación, vi las manos y los pies de mis compañeros ya muy
por encima de mí, debatiéndose en el aire mientras Escila se los llevaba, y oí que
pronunciaban mi nombre en un último grito desesperado. Igual que un pescador,
sentado en una roca arpón en mano, echa cebo al agua para engañar a los pobres
pececillos, los ensarta con la punta de cuerno del arpón y los arroja todavía
boqueando a la orilla a medida que los va atrapando, también Escila dejó a mis
pobres compañeros jadeando en su roca y los engulló a la entrada de su guarida
mientras ellos chillaban y extendían las manos hacia mí en mortal agonía. Esto fue lo
más atroz que vi en todos mis viajes.
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»Cuando pasamos las Rocas Errantes, con Escila y la temible Caribdis, llegamos
a la magnífica isla donde estaban las vacas y las ovejas divinas de Helios. Todavía en
el mar a bordo de la nave oí mugir a las vacas al volver a los corrales y el balido de
las ovejas. Entonces recordé lo que Tiresias, el adivino tebano ciego, me había dicho,
así como las advertencias de Circe de que evitáramos la isla de Helios, pues era aquí
donde encontraríamos el mayor peligro. Así que, muy preocupado, dije a mis
hombres:
»—Amigos, sé que estáis muy angustiados, pero escuchad mientras os digo el
vaticinio que me hizo Tiresias y el cuidado que puso Circe en advertirme que
evitáramos la isla de Helios, pues era aquí, dijo, donde encontraríamos el mayor
peligro. Así que dirigid la nave lejos de la isla.
»Los hombres se desanimaron al oírme, y Euríloco enseguida me respondió con
insolencia:
»—Ulises —dijo—, eres cruel; eres muy fuerte y nunca te cansas; parece que
estés hecho de hierro, y ahora, aunque tus hombres están exhaustos por el esfuerzo y
la falta de sueño, no les dejas desembarcar y prepararse una buena cena en esta isla,
sino que les animas a dirigirse mar adentro y a seguir navegando inútilmente en las
guardias de la noche fugaz, cuando el viento sopla con más fuerza y hace más daño.
¿Cómo escaparemos si nos sorprende una de esas tormentas que se levantan de
pronto y que tantas veces hunden las naves, cuando los dioses no se muestran
propicios? Obedezcamos, pues, las órdenes de la noche y preparemos la cena al lado
del barco; mañana por la mañana volveremos a subir a bordo y nos haremos a la mar.
»Así habló Euríloco, y los hombres aprobaron sus palabras. Vi que un dios
planeaba nuestra perdición y dije:
»—Me obligáis a ceder, pues sois muchos contra uno. Pues bien, juradme todos
que, si alguien encuentra un rebaño de vacas o de ovejas, no cometerá la locura de
matar uno solo de esos animales, sino que se contentará con la comida que nos ha
dado Circe.
»Todos juraron como les pedí, y, una vez pronunciado el juramento, amarramos la
nave en un puerto que había cerca de un torrente de agua dulce, y los hombres
desembarcaron y prepararon la cena. En cuanto comieron y bebieron lo suficiente,
empezaron a hablar de los compañeros que Escila había devorado; empezaron a
lamentarse y no dejaron de llorar hasta que cayeron en un profundo sueño.
»En la tercera guardia de la noche, cuando las estrellas habían cambiado de
posición, Zeus levantó un gran vendaval que cubrió el mar y la tierra de espesas
nubes, y la noche se derramó desde el cielo. Cuando apareció la hija de la mañana,
Aurora de dedos sonrosados, sacamos la nave a tierra y la metimos en una cueva
donde las ninfas marinas celebran sus bailes y galanteos, y convoqué a los hombres a
un consejo.
»—Amigos —dije—, tenemos carne y bebida en la nave, tengámoslo presente y
no toquemos el ganado o sufriremos las consecuencias, pues estas vacas y ovejas
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pertenecen al poderoso Helios, que lo ve y lo oye todo.
»Y una vez más prometieron que obedecerían.
»Todo un mes el viento siguió soplando del sur y no hubo otro viento, solo el del
sur y el del este. Mientras duraron el trigo y el vino, los hombres no tocaron las vacas
cuando tenían hambre; no obstante, cuando terminaron todo lo que había en la nave,
tuvieron que ir tierra adentro con anzuelos y sedales a cazar pájaros y cualquier cosa
a la que podían echar mano, pues estaban hambrientos. Un día me adentré en la isla
para pedir a los dioses que me mostraran el modo de regresar. Cuando llegué lo
bastante lejos de mis compañeros y encontré un lugar bien protegido del viento, me
lavé las manos y recé a todos los dioses del Olimpo hasta que me enviaron un dulce
sueño.
»Entretanto Euríloco había estado dando malos consejos a los hombres.
»—Oídme —dijo—, mis pobres compañeros. Todas las muertes son malas, pero
no hay ninguna tan mala como la muerte por hambre. ¿Por qué no apartamos las
mejores de estas vacas y las ofrecemos en sacrificio a los dioses inmortales? Si
alguna vez volvemos a Ítaca, podemos construir un hermoso templo a Helios y
decorarlo con toda suerte de adornos; si, por el contrario, decide hundir nuestro barco
en venganza por esas vacas robadas y los demás dioses están de acuerdo, yo al menos
prefiero ahogarme en agua salada y acabar de una vez que morir lentamente de
hambre en una isla desierta como esta.
»Así habló Euríloco, y los demás aprobaron sus palabras. Las vacas, bien
alimentadas y hermosas, pacían no muy lejos de la nave; los hombres apartaron las
mejores, y las rodearon mientras dirigían sus plegarias a los dioses y usaban brotes de
roble en lugar de harina de cebada, pues no quedaba cebada. Cuando terminaron de
rezar sacrificaron las vacas y las descuartizaron; despiezaron los muslos, los
envolvieron en dos capas de grasa y colocaron unos trozos de carne cruda encima. No
tenían vino para hacer libaciones mientras se quemaban, así que vertieron agua de
vez en cuando mientras se asaban las entrañas; una vez consumidos los muslos,
probaron las entrañas y cortaron el resto en trozos pequeños y los clavaron en
espetones.
»A esas alturas el profundo sueño me había abandonado y volví a la nave y a la
orilla del mar. Al acercarme, empecé a oler a carne asada, y, entre gemidos, dirigí una
oración a los dioses inmortales.
»—Padre Zeus —exclamé— y todos los demás dioses inmortales que vivís en
una eterna bendición, habéis sido crueles conmigo al enviarme ese sueño; ved qué
grandes cosas han hecho mis hombres en mi ausencia.
»Entretanto Lampetia fue a ver a Helios y le contó que habíamos matado a sus
vacas, por lo que él montó en cólera y dijo a los inmortales:
»—Padre Zeus y todos los demás dioses que vivís en una eterna bendición, debo
vengarme de la tripulación de la nave de Ulises: han tenido la insolencia de matar mis
vacas, que eran lo único que me gustaba contemplar, tanto al alzarme en el cielo
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como al bajar otra vez a tierra. Si no saldan cuentas conmigo por las vacas, bajaré al
Hades y brillaré allí entre los muertos.
»—Helios —dijo Zeus—, sigue brillando sobre dioses y mortales en la tierra
fructífera. Haré pedazos la nave con un rayo en cuanto se hagan a la mar.
»Esto me lo contó Calipso, que lo oyó de labios de Hermes.
»En cuanto llegué a la nave y a la orilla del mar, reprendí a cada uno de los
hombres por separado, pero ya no había nada que hacer, pues las vacas estaban
muertas. Y, de hecho, los dioses empezaron enseguida con señales y prodigios, pues
las pieles de las vacas se pusieron a reptar y la carne, estuviese cruda o cocida, mugía.
»Seis días mis hombres siguieron apartando las mejores vacas y celebrando
banquetes con ellas, pero cuando Zeus, el hijo de Cronos, añadió un séptimo día, la
furia del viento cesó; así que subimos a bordo, alzamos el mástil, largamos velas y
nos hicimos a la mar. En cuanto nos alejamos de la isla y no pudimos ver más que el
cielo y el mar, el hijo de Cronos alzó una negra nube sobre nuestra nave y el mar se
oscureció debajo de ella. No llegamos mucho más lejos, pues un momento después
nos sorprendió una terrible tormenta que rompió las jarcias del mástil, que, al caer, se
llevó consigo todo el aparejo y le aplastó la cabeza al timonel, que cayó sin vida por
la borda como si hubiera saltado al agua.
»Luego Zeus golpeó con un rayo la nave, que empezó a girar envuelta en fuego y
azufre. Todos los hombres cayeron al mar y se quedaron flotando como gaviotas
alrededor de la nave, pero el dios enseguida les privó de cualquier oportunidad de
regresar a casa[52].
»Me quedé en la nave hasta que el mar separó la quilla de las cuadernas. El mar
se llevaba la quilla y entonces cayó sobre ella el mástil. De este colgaba una jarcia de
recias tiras de cuero de buey con el que pude atarlos; conseguí sentarme sobre ellos y
dejé que los vientos me llevaran donde quisieran.
»El vendaval del oeste había amainado, y el viento volvió a soplar del sur, por lo
que temí que me devolviera al terrible remolino de Caribdis. Y esto, precisamente,
fue lo que ocurrió, pues las olas me arrastraron toda la noche y al amanecer llegué a
la roca de Escila y al remolino. En ese momento estaba sorbiendo el agua salada, pero
yo pude saltar hacia la higuera, de la que me colgué como un murciélago. No podía
poner el pie en ninguna parte, pues las raíces estaban muy lejos y las ramas estaban
demasiado altas. Me quedé colgado esperando pacientemente a que Caribdis
expulsara de nuevo el agua junto con la quilla y el mástil. Un juez no se alegra más
de volver a casa a cenar, después de entretenerse en el tribunal con los casos más
complicados de lo que me alegré yo al ver asomar otra vez la balsa en el remolino.
Cuando, tras una larga y penosa espera, vi de nuevo mi balsa, me dejé caer al agua y
subí a ella, y empecé a remar con las manos. En cuanto a Escila, el padre de los
dioses y los hombres no permitió que me viera, de lo contrario habría muerto sin
remedio.
Página 108
»Así pasé nueve días, hasta que la noche del décimo los dioses me dejaron varado
en la isla Ogigia, donde vive la gran y poderosa diosa Calipso. Me acogió y fue buena
conmigo, pero ya no necesito decir más, pues ya os lo conté todo ayer a ti y a tu noble
esposa y no me gusta repetir lo mismo una y otra vez.
Página 109
CANTO XIII
ULISES DEJA ESQUERIA Y VUELVE A ÍTACA
Así habló, y todos se quedaron callados, hechizados por su historia, hasta que por fin
habló Alcínoo.
—Ulises —dijo—, ahora que has llegado a mi casa no dudo de que regresarás a tu
hogar sin más desventuras, por mucho que hayas sufrido en el pasado. A vosotros,
que venís aquí cada noche para beber mi mejor vino y escuchar a mi bardo, debo
deciros lo siguiente: nuestro huésped ya ha guardado la ropa, el oro y el resto de los
presentes que habéis traído para obsequiarle, regalémosle además un trípode y un
caldero cada uno. Luego nos resarciremos con la ayuda del pueblo, pues uno solo no
puede hacer regalos tan generosos.
Todos estuvieron de acuerdo y cada cual volvió a su propia casa. Cuando apareció
la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados[53], corrieron a la nave y llevaron
consigo los calderos y los trípodes. Alcínoo subió a bordo y comprobó que todo
estuviera bien estibado debajo de los bancos para que nada se soltase y pudiera hacer
daño a los remeros. Después, todos se fueron a casa de Alcínoo a comer, y él
sacrificó un toro para ellos en honor a Zeus, que es el señor de todo. Pusieron los
muslos a asar y prepararon un excelente banquete durante el cual el inspirado bardo
Demódoco, que era admirado por todos, cantó. Pero Ulises no dejaba de mirar al sol,
como animándolo a ocultarse, pues estaba deseando ponerse en camino. Igual que
quien se ha pasado el día arando un campo se alegra cuando cae la noche y puede ir a
cenar, pues las piernas le sostienen con dificultad, así se alegró Ulises cuando se puso
el sol. Entonces les dijo a los feacios, dirigiéndose en particular al rey Alcínoo:
—Señor, y todos vosotros, adiós. Haced vuestras libaciones y despedidme
contentos, pues habéis cumplido el deseo de mi corazón al proporcionarme una
escolta y al hacerme regalos, que espero que los dioses me permitan disfrutar. Ojalá
encuentre en mi casa, con buena salud, a mi admirable esposa y a mis amigos, y ojalá
vosotros podáis hacer felices a vuestras mujeres y a vuestros hijos. Que los dioses os
concedan toda suerte de bienes y no os suceda nada malo.
Así habló. Todos los que lo oyeron estuvieron de acuerdo con sus palabras y
coincidieron en que debía tener su escolta, pues había hablado de forma razonable.
Alcínoo le dijo a su criado:
—Pontonoo, mezcla vino en una crátera y sírvelo para que podamos rezar al
padre Zeus y despedir a nuestro invitado.
Pontonoo mezcló entonces vino y agua, y lo sirvió a cada uno de los presentes,
que hicieron sus libaciones desde sus asientos a los dioses dichosos que viven en el
Página 110
cielo. Ulises se levantó y puso una copa en manos de la reina Arete.
—Adiós, reina —dijo—, sé feliz para siempre, hasta que la vejez y la muerte,
común destino de todos, pongan sus manos en ti. Ahora me despido, sé feliz en esta
casa con tus hijos, con tu pueblo y con el rey Alcínoo.
Mientras hablaba cruzó el umbral, y Alcínoo envió a un hombre para
acompañarlo a su nave y a la orilla del mar. Arete también envió a unas doncellas con
él: una llevaba una túnica y un manto limpios; otra, un cofre; y la tercera, pan y vino.
Cuando llegaron a la orilla, la tripulación subió los presentes, la comida y la bebida a
bordo. Para que Ulises pudiera dormir tranquilo, los hombres extendieron una estera
y una sábana de lino en la popa de la embarcación. Luego subió él también a bordo y
se tendió en su lecho sin decir palabra. A continuación, todos ocuparon su sitio,
largaron amarras, y empezaron a remar mar adentro. Ulises se sumió en un sueño
profundo, dulce y casi igual que la muerte.
La nave corrió como una cuadriga cuando los caballos notan el látigo. La proa se
curvó igual que el cuello de un caballo y una gran ola purpúrea borboteaba a su
estela. Mantuvo firme el rumbo, y ni un halcón, la más veloz de las aves, habría
podido seguirla. Así pues, se abrió paso por el agua, llevando a un varón que era tan
astuto como los dioses y que ahora dormía plácidamente, ajeno a todo lo que había
sufrido tanto en el campo de batalla como sobre las olas del fatigoso mar.
Pero Poseidón no olvidó las amenazas que le había hecho a Ulises y fue a ver a
Zeus.
—Padre Zeus —dijo—, nadie me respetará entre los dioses si unos mortales como
los feacios, que son sangre de mi sangre, me muestran tan poco aprecio. Dije que
permitiría a Ulises regresar a casa cuando hubiese sufrido lo suficiente. No dije que
no volvería, pues ya sabía que habíais dado vuestra aprobación. Pero ahora lo han
llevado en una nave profundamente dormido y lo han desembarcado en Ítaca después
de regalarle más presentes de los que habría traído de Troya si hubiese cogido su
parte del botín y hubiera llegado a casa sin contratiempos.
—¡Oh señor de los terremotos! ¿Qué estás diciendo? Ningún dios te ha faltado al
respeto. Sería monstruoso que insultaran a alguien tan anciano y venerado como tú.
No obstante, si algún mortal es tan insolente como para tratarte sin respeto, haz lo que
creas conveniente y véngate si quieres.
—Lo habría hecho ya —respondió Poseidón—, pero no quería hacer nada que
pudiera molestarte; ahora, pues, quiero hundir la nave feacia mientras regresa, así no
escoltarán a nadie en el futuro. Y también quiero sepultar su ciudad debajo de una
montaña gigantesca.
—Amigo mío —respondió Zeus—, te recomiendo que en el momento en que los
de la ciudad estén viendo llegar la nave, la conviertas en una roca en forma de barco.
Eso los dejará a todos atónitos; luego puedes sepultar su ciudad debajo de una
montaña.
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Cuando Poseidón, que circunda la tierra, oyó esto, fue a Esqueria, donde viven los
feacios, y se quedó allí hasta que la nave, que navegaba veloz, se acercó. Entonces la
convirtió en piedra y la empujó con la palma de la mano para clavarla en el mar.
Después se marchó.
Los feacios empezaron a hablar entre ellos, y se dijeron:
—¡Oh! ¿Quién puede haber clavado la nave en el mar, justo cuando llegaba a
puerto? Hace un momento se veía perfectamente.
Así hablaban, pero no encontraban explicación, y Alcínoo dijo:
—Recuerdo ahora la vieja profecía de mi padre. Decía que Poseidón se enfadaría
con nosotros por llevar a la gente al otro lado del mar y que un día haría naufragar
una nave feacia cuando volviera de una escolta y sepultaría nuestra ciudad debajo de
una alta montaña. Eso decía mi anciano padre, y ahora se está cumpliendo. Hagamos,
pues, lo que voy a decir; en primer lugar, debemos dejar de escoltar a la gente que
llegue aquí, y, en segundo, sacrifiquemos doce toros escogidos a Poseidón para que
se apiade de nosotros y no sepulte nuestra ciudad debajo de la montaña.
Al oírlo, el pueblo se asustó y fue a buscar los toros.
Y los jefes y los gobernantes de los feacios rezaron al soberano Poseidón de pie
en torno a su altar.
Cuando Ulises se despertó, no reconoció su patria, pues había pasado fuera
mucho tiempo; además, la hija de Zeus, Atenea, lo envolvió todo en la niebla para
que nadie supiera de su llegada y ella pudiese contárselo todo, y para que ni su mujer,
ni sus amigos ni el pueblo lo reconocieran hasta que se hubiese vengado de los
malvados pretendientes. Así que todo le parecía diferente: los caminos, los puertos,
los precipicios y los frondosos árboles. Cuando se puso en pie y contempló su patria,
se golpeó los muslos con la palma de la mano y gritó desesperado:
—¡Ay! ¿Entre qué gentes he ido a parar? ¿Son salvajes e incivilizados o humanos
y hospitalarios? ¿Dónde guardaré este tesoro y qué camino tomaré? Ojalá me hubiese
quedado con los feacios. Quizá habría encontrado otro jefe que me hubiera guiado
hasta mi patria. Ahora no sé dónde guardar mi tesoro, y tampoco puedo dejarlo aquí
por miedo a que alguien se lo lleve. En verdad los jefes y gobernantes feacios no se
han portado bien conmigo y me han dejado en un país equivocado; dijeron que me
llevarían de vuelta a Ítaca y no lo han hecho. Así los castigue Zeus, el protector de los
suplicantes, pues él lo ve todo y castiga a quienes obran mal. Supongo que es mejor
que cuente mis bienes y compruebe si la tripulación se ha llevado alguna cosa.
Contó todo, los calderos, los trípodes y todas las vestiduras, pero no faltaba nada.
Siguió lamentándose por no estar en su propio país y estuvo yendo y viniendo por la
orilla del sonoro mar llorando su triste destino. Luego Atenea fue a su encuentro bajo
el aspecto de un joven pastor de porte delicado y principesco, con un buen manto
sobre los hombros; llevaba sandalias en los bellos pies y empuñaba una jabalina.
Ulises se alegró al verla y salió a su encuentro.
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—Amigo —dijo—, eres la primera persona con quien me encuentro en estas
tierras; te saludo y te ruego que estés bien dispuesto hacia mí. Protege mis bienes y
también a mí, pues me abrazo a tus rodillas y te suplico como si fueses un dios.
Dime, pues, y sé sincero, ¿qué tierra y qué país es este? ¿Quiénes son sus habitantes?
¿Estoy en una isla o me hallo en la orilla de algún continente?
—Forastero —respondió Atenea—, debes de ser muy simple o venir de algún
lugar muy lejano para no saber qué país es este. Es un lugar muy famoso y mucha
gente de todas partes lo conoce. Es escarpado y no es bueno para los caballos, pero
no es una mala isla. En ella se cultiva el trigo y también da vino, pues la riegan la
lluvia y el rocío, y tiene fuentes que nunca se secan. Por eso, señor, el nombre de
Ítaca es conocido incluso en Troya, que tengo entendido que está muy lejos del país
de los griegos.
Ulises se alegró de estar en su propio país y continuó hablando, pero no fue
sincero y mintió por la astucia instintiva de su corazón.
—Oí hablar de Ítaca —dijo— cuando estuve en Creta[54] más allá del mar, y
ahora parece que he llegado a ella con todos estos tesoros. He dejado muchos más
para mis hijos, pero huyo porque maté a Orsíloco, hijo de Idomeneo, el corredor más
veloz de Creta: quería robarme el botín que había conseguido en Troya después de
muchas dificultades y peligros tanto en el campo de batalla como sobre las olas del
fatigoso mar. Aseguró que yo no había servido a su padre con lealtad en Troya, sino
que mandaba por mi cuenta a mis hombres y a otros. Así que me embosqué en el
camino con uno de mis hombres y lo maté con una lanza cuando volvía del campo a
la ciudad. Era una noche muy oscura y nadie nos vio; no se supo, por tanto, que yo lo
había matado. Sin embargo, poco después me dirigí a una nave y rogué a los dueños,
que eran fenicios, que me subieran a bordo y me dejasen en Pilos o en la Elide, y les
ofrecí parte del botín hasta que aceptaron. No planeaban ninguna treta, pero el viento
los apartó de su rumbo y navegamos hasta llegar aquí de noche. Lo único que
pudimos hacer fue entrar en el puerto, y, tras desembarcar, nos pusimos a dormir. Yo
estaba muy cansado y me quedé dormido enseguida, así que desembarcaron mis
cosas de la nave y las dejaron al lado de donde yo yacía en la arena. Luego siguieron
su viaje hasta Sidonia y me dejaron aquí muy atribulado.
Esa fue su historia, pero Atenea sonrió y le acarició con la mano. Luego adoptó la
forma de una bella mujer alta y sabia.
—Ciertamente debe de ser un hombre muy astuto y mentiroso —dijo— quien
pueda superarte en ardides, incluso aunque tengas a un dios delante de ti. Osado
como eres, lleno de astucias, infatigable en el engaño, ¿es que no puedes dejar tus
trucos y tus mentiras ni siquiera ahora que vuelves a estar en tu país? Pero no
hablemos más del asunto, ambos sabemos engañar si la ocasión lo requiere: tú eres el
orador y consejero más cabal entre los hombres, mientras que yo no tengo rival en
cuanto a ingenio y sutileza entre los dioses. ¿No has reconocido a Atenea, la hija de
Zeus, a mí, que he estado siempre contigo, que te he protegido en todas tus
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desventuras y que persuadí a los feacios para que te apreciaran? Heme aquí otra vez
para hablar contigo y ayudarte a esconder el tesoro que hice que te dieran los feacios,
y para mostrarte las dificultades que te esperan en tu propia casa. Deberás enfrentarte
a ellas, pero no digas a nadie, hombre ni mujer, que has vuelto. Sopórtalo todo y
aguanta las insolencias de todos sin decir palabra.
—Un hombre, diosa —respondió Ulises—, puede saber mucho, pero cambias tan
constantemente de forma que, cuando uno se encuentra contigo, es difícil saber si
eres tú o no. Esto, no obstante, sí que sé: fuiste muy benévola conmigo mientras los
griegos combatimos ante Troya, pero desde el día en que subimos a bordo después de
saquear a la ciudad de Príamo y un dios nos dispersó, desde ese día, Atenea, no volví
a verte, y no recuerdo que subieras a mi nave para ayudarme cuando estaba en
apuros; tuve que vagar triste y apesadumbrado hasta que los dioses me libraron de la
desdicha y llegué a la ciudad de los feacios, donde me animaste y me llevaste a la
ciudad. Y ahora te imploro en nombre de tu padre que me digas la verdad, pues no
creo haber vuelto a Ítaca. ¿Estoy en otro país y te burlas y me engañas con todo lo
que has dicho? Sé sincera, ¿he vuelto de verdad a mi patria?
—Siempre se te meten cosas así en la cabeza —respondió Atenea—, por eso no
puedo abandonarte en tu infortunio; eres muy razonable, astuto y perspicaz.
Cualquiera que no fueses tú habría corrido a casa a ver a su mujer y a sus hijos al
volver de un viaje tan largo, pero tú no preguntas por ellos ni pareces querer tener
noticias suyas hasta haber puesto a prueba a tu mujer, que está en casa llorándote en
vano y no conoce la paz ni de día ni de noche por las lágrimas que vierte por tu causa.
En cuanto a lo de no haber estado a tu lado, estaba segura de que volverías sano y
salvo, aunque perdieras a todos tus hombres, y no quería pelearme con mi tío
Poseidón, que no te ha perdonado que cegases a su hijo. Ahora, no obstante, te
mostraré esta parte de Ítaca y así tal vez me creas. Este es el puerto del viejo tritón
Forcis y aquí está el olivo que crece en lo alto. Cerca está la cueva sagrada de las
náyades, en la que has ofrecido muchos dignos sacrificios a las ninfas. Y ese es el
boscoso monte Nérito.
Mientras hablaba, la diosa disipó la niebla y apareció la tierra. Entonces Ulises se
regocijó de hallarse de vuelta en su patria y besó el suelo generoso; alzó las manos y
rezó a las ninfas, diciendo:
—Náyades, ninfas, hijas de Zeus, pensaba que no volvería a veros, ahora os
saludo con todo mi afecto y os traeré ofrendas como en los viejos tiempos si la
temible hija de Zeus me concede larga vida y ver crecer a mi hijo hasta que sea un
hombre.
—Ten valor y no te preocupes por eso —respondió Atenea—, metamos cuanto
antes tus cosas en la cueva, donde estarán a salvo. Veamos cómo disponerlo todo de
la mejor manera.
Y con esas palabras entró en la cueva para buscar los mejores escondrijos,
mientras Ulises trasladaba allí el tesoro de oro, bronce y fastuosos ropajes que le
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habían regalado los feacios. Lo ocultaron todo con cuidado y Atenea tapó la entrada
de la cueva con una roca. Luego los dos se sentaron en la raíz del olivo y planearon
cómo lograr la destrucción de los malvados pretendientes.
—Ulises —dijo Atenea—, noble hijo de Laertes, piensa en cómo acabar con esas
personas desvergonzadas que se han adueñado de tu casa estos tres años y que han
cortejado a tu mujer y le han hecho regalos de boda. Pero ella no hace más que
lamentar tu ausencia y les da esperanzas y envía mensajes de ánimo a todos, a pesar
de que piensa justo lo contrario de lo que dice.
Y Ulises respondió:
—En verdad, diosa, parece que habría encontrado en mi casa un final tan funesto
como Agamenón en la suya si no me hubieses advertido a tiempo. Aconséjame ahora
el mejor modo de vengarme. Quédate a mi lado y presta tu valor a mi corazón como
el día en que tomamos Troya. Ayúdame ahora como hiciste entonces y combatiré
contra trescientos hombres si tú, diosa, estás a mi lado.
—Confía en mí —dijo—, no te perderé de vista. Creo que alguno de los que están
devorando tu hacienda salpicarán el suelo con su sangre y sus sesos. Haré que nadie
te reconozca: cubriré tu cuerpo de arrugas, perderás tu pelo rubio, te vestiré con una
prenda que repugnará a todos los que te vean, llenaré de legañas tus bellos ojos y te
convertiré en un ser despreciable para los pretendientes, para tu mujer y para el hijo
al que dejaste atrás. En primer lugar, dirígete a ver al porquero que cuida tus cerdos,
siempre te ha tenido afecto y adora a Penélope y a tu hijo; lo encontrarás dando de
comer a los cerdos cerca de la roca del Cuervo, junto a la fuente Aretusa, donde
engordan con hayucos y agua de manantial. Quédate con él y averigua cómo están las
cosas, mientras yo voy a ver a tu hijo, que se encuentra con Menelao en Esparta,
adonde ha ido a intentar averiguar si sigues con vida.
—Pero ¿por qué —preguntó Ulises— no se lo dijiste si ya lo sabías? ¿Es que
querías que se embarcara entre toda suerte de peligros mientras otros devoraban su
hacienda?
—No te preocupes por él —respondió Atenea—, lo envié allí para que hablen
bien de él por haber ido. No ha sufrido ningún contratiempo, sino que se aloja
cómodamente con Menelao y está rodeado de toda clase de riquezas. Los
pretendientes se han hecho a la mar y le están esperando con intención de matarlo
antes de que pueda llegar a casa. No lo conseguirán, sino que algunos de los que
están devorando tu hacienda irán antes a la tumba.
Mientras hablaba, Atenea lo tocó con su vara y lo cubrió de arrugas, le quitó el
pelo y marchitó su carne; llenó de legañas sus ojos, que eran muy hermosos; cambió
su ropa y le puso encima unos harapos y una túnica hecha jirones, sucia y tiznada de
humo; también le dio una piel de ciervo sin curtir como abrigo y un báculo y una
bolsa llena de agujeros, con una cuerda para que se la echara al hombro.
Cuando la pareja terminó de trazar así sus planes, se despidieron, y la diosa se
dirigió a Esparta a buscar a Telémaco.
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CANTO XIV
ULISES EN LA CABAÑA DE EUMEO
Ulises dejó el puerto y siguió el accidentado sendero por el bosque más allá de la
cima de la montaña hasta que llegó al lugar donde Atenea le había dicho que
encontraría al porquero, que era el mejor sirviente que tenía. Lo encontró sentado
delante de su cabaña, que estaba al lado del cercado que había construido en un sitio
que se veía desde lejos. Lo había hecho bello y espacioso, con mucho espacio para
que corrieran los cerdos; lo había construido en ausencia de su amo, con piedras
recogidas del suelo, sin decir nada a Penélope ni a Laertes, y lo había cercado en lo
alto con espinos. Fuera había levantado una recia valla de postes de roble, cortados
por la mitad y muy juntos, y dentro había dispuesto doce pocilgas una al lado de la
otra para que se tumbaran las cerdas. Había cincuenta cerdas en cada porqueriza,
todas con lechones; los cerdos dormían fuera y eran muchos menos, pues los
pretendientes se los habían comido, y el porquero tenía que enviarles siempre los
mejores. Había trescientos sesenta machos y los cuatro perros del porquero, que eran
feroces como lobos, dormían siempre con ellos. En ese momento, el porquero se
estaba haciendo un par de sandalias con piel de buey. Tres de sus hombres estaban
recogiendo a los puercos en un sitio o en otro, y había enviado al cuarto a la ciudad
con un macho que le habían obligado a llevar los pretendientes para sacrificarlo y
saciarse de carne.
Cuando los perros vieron a Ulises, empezaron a ladrar con furia y se abalanzaron
sobre él, pero Ulises fue lo bastante astuto para sentarse y soltar el báculo que llevaba
en la mano. Lo habrían despedazado en su propia casa si el porquero no hubiera
dejado la piel de buey y salido corriendo por la puerta para espantar a los perros
gritándoles y lanzándoles piedras.
Luego le dijo a Ulises:
—Anciano, los perros probablemente habrían acabado contigo, y luego habría
tenido problemas. Los dioses ya me han enviado suficientes preocupaciones, pues he
perdido al mejor de los amos y vivo lamentándome por eso. Tengo que cuidar cerdos
para que se los coman otras personas, mientras él, si es que vive para ver la luz del
día, pasa hambre en alguna tierra lejana. Pero ven adentro y, cuando te hayas saciado
de pan y vino, dime de dónde vienes y cuéntame tus desventuras.
El porquero le acompañó al interior de la cabaña y le pidió que se sentara.
Extendió un mullido lecho de ramas en el suelo y colocó encima la gruesa piel de
cabra silvestre que usaba para dormir por la noche. A Ulises le gustó esta bienvenida
y dijo:
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—Ojalá que, como pago por la hospitalidad con que me has recibido, Zeus y los
demás dioses te concedan lo que tu corazón desee.
A esto respondiste, oh Eumeo[55]:
—Forastero, aunque viniera un hombre aún más pobre, no estaría bien por mi
parte insultarle, pues todos los forasteros y los mendigos los envía Zeus. Tendrás que
contentarte con lo que te dé y estar agradecido, pues los sirvientes viven
atemorizados cuando tienen a jóvenes señores por amos. Y esta es mi desdicha ahora:
los dioses han impedido el regreso de quien habría sido generoso conmigo y me
habría dado una casa, un poco de tierra, una mujer hermosa y todo lo que un amo
generoso concede a un criado que ha trabajado de firme para él y cuya labor han
favorecido los dioses como han hecho conmigo. Si mi señor hubiese envejecido aquí,
habría hecho grandes cosas por mí, pero ha muerto, ojalá la estirpe de Helena sea
destruida, pues ella ha sido la causa de la muerte de muchos hombres buenos. Eso fue
lo que llevó a mi amo a Troya, la tierra de nobles corceles, a luchar con los troyanos
por la causa del rey Agamenón.
Mientras hablaba se ciñó el cinto y fue a las pocilgas donde estaban encerrados
los lechones. Escogió dos y los sacrificó. Los chamuscó, los troceó y los ensartó en
espetones; cuando terminó de asar la carne, se la puso delante a Ulises, caliente y
todavía en el espetón, y espolvoreó encima harina blanca de cebada. Luego el
porquero mezcló vino en un cuenco de madera, tomó asiento frente a Ulises y le pidió
que empezara a comer.
—Come, forastero —dijo—, lechón, lo que se permite a los criados. Los cerdos
cebados son para los pretendientes, que los devoran sin vergüenza ni escrúpulos. No
obstante, los dioses benditos desaprueban hechos tan vergonzosos y respetan a
quienes hacen lo que es justo y legítimo. Incluso a los feroces piratas que saquean
tierras ajenas, y a quienes Zeus concede su botín, incluso a ellos les remuerde la
conciencia cuando vuelven a casa con las naves llenas, y esperan temerosos su juicio;
pero algún dios parece haber dicho a esta gente que Ulises ha muerto y se niegan a
regresar a casa y hacen ofertas de matrimonio de la manera acostumbrada solo para
devorar su hacienda por la fuerza, sin miedo ni límites. No pasa un día sin que
sacrifiquen varias víctimas, y no una ni dos, y beban su vino, pues era un hombre
muy rico. Ningún otro en Ítaca ni en el continente lo es tanto como lo era él; tenía
tanto como veinte hombres juntos. Te diré lo que tenía. En el continente hay doce
manadas de vacas y otros tantos rebaños de ovejas, también hay doce piaras de
cerdos, y tanto sus hombres como otras personas cuidan de doce rebaños de cabras.
Aquí en Ítaca apacientan rebaños de cabras aún más numerosos al otro extremo de la
isla. Cada uno de ellos envía todos los días la mejor cabra del rebaño a los
pretendientes. En cuanto a mí, estoy a cargo de los cerdos que ves aquí y tengo que
escoger los mejores y enviárselos.
Esta fue su historia, y Ulises siguió comiendo y bebiendo vorazmente, pensando
en su venganza. Cuando comió suficiente y se sació, el porquero cogió el cuenco que
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usaba para beber, lo llenó de vino y se lo dio a Ulises, que se alegró y dijo al cogerlo
entre las manos:
—Amigo, ¿quién era ese amo tuyo que te compró y te pagó y que era tan rico y
poderoso como cuentas? Dices que pereció por la causa del rey Agamenón; dime
quién era, por si lo he conocido. Saben Zeus y los demás dioses si podría darte
noticias de él, pues he viajado mucho.
Eumeo respondió:
—Anciano, ningún viajero que llegue con noticias suyas conseguirá que la mujer
y el hijo de Ulises crean su historia. Además, los vagabundos que buscan un lugar
donde alojarse tienen la boca llena de mentiras y no dicen una palabra de verdad;
todos los que llegan a Ítaca van a ver a mi ama y le cuentan mentiras, y ella los acoge
y les hace toda suerte de preguntas, llorando como hacen las mujeres cuando pierden
a sus maridos. Y tú también, anciano, a cambio de una túnica y un manto inventarías
sin duda una bonita historia. Pero hace mucho que los lobos y las aves de presa han
despedazado a Ulises, o que los peces del mar lo han devorado, y sus huesos yacen
enterrados profundamente en la arena en alguna costa extranjera; está muerto para
desgracia de todos los suyos, y sobre todo para mí, pues vaya donde vaya no
encontraré un amo tan bueno, ni siquiera aunque volviese a casa con mi padre y mi
madre, donde nací y me crie. No obstante, no echo tanto de menos a mis padres,
aunque me gustaría volver a verlos en mi patria, como a Ulises, pues me tenía mucho
aprecio y siempre cuidó bien de mí. Por ello, esté donde esté, siempre honraré su
recuerdo.
—Amigo —respondió Ulises—, estás muy convencido y te cuesta creer que tu
amo vaya a regresar; no obstante, estoy dispuesto a jurarte que volverá. No me des
nada a cambio de esta noticia hasta que haya venido, luego puedes darme una túnica
y un manto, si quieres. Estoy muy necesitado, pero no aceptaré nada hasta entonces,
pues tanto como al fuego del infierno odio al hombre que deja que su pobreza le
tiente para mentir. Juro por el soberano Zeus, por los ritos de la hospitalidad y por el
hogar de Ulises al que he llegado ahora que todo ocurrirá como he dicho. Ulises
volverá este mismo año: entre el final de esta luna y el comienzo de la siguiente
vendrá a vengarse de todos los que están maltratando a su mujer y a su hijo.
A esto respondiste, oh Eumeo:
—Anciano, no cobrarás por traer buenas noticias, Ulises nunca volverá a casa;
bebe tu vino en paz y hablemos de otras cosas. No sigas recordándome todo esto;
siempre me duele cuando alguien habla de mi honrado amo. Dejemos de lado tu
juramento, cuánto desearía que volviese, igual que Penélope, su viejo padre Laertes y
su hijo Telémaco. También me aflige lo de su hijo; estaba llegando a la edad viril y
prometía no ser peor que su padre tanto en porte como figura, pero alguien, sea
hombre o dios, le ha turbado la mente, así que ha ido a Pilos a intentar conseguir
noticias de su padre, mientras los pretendientes aguardan emboscados su regreso con
la esperanza de dejar sin descendientes la casa de Arcisio en Ítaca. Pero no hablemos
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más de él; que lo atrapen o escape si el hijo de Cronos extiende su mano para
protegerlo. Y ahora, anciano, cuéntame tu historia; dime también, pues quiero
saberlo, de dónde eres y de dónde vienes. Háblame de tu ciudad y de tus padres, en
qué nave has llegado, qué tripulación te ha traído a Ítaca y de dónde decían ser, pues
no puedes haber llegado por tierra.
Y Ulises respondió:
—Te lo contaré todo. Si tuvieses carne y vino suficiente y pudiéramos quedarnos
en la cabaña sin otra cosa que hacer que comer y beber mientras los demás iban a
trabajar, podría pasar doce meses explicando sin terminar el relato de las penas que
han tenido a bien enviarme los dioses.
»Soy cretense de nacimiento; mi padre era un hombre rico que tuvo muchos hijos
de su matrimonio, aunque yo nací de una esclava que había comprado como
concubina. No obstante, mi padre, Cástor, hijo de Hílax (de cuya estirpe desciendo y
a quien los cretenses honraban por su riqueza y prosperidad, y por el valor de sus
hijos), me trató como a mis otros hermanos nacidos en su matrimonio. Sin embargo,
cuando la muerte se lo llevó a la casa de Hades, sus hijos se repartieron su herencia y
echaron a suerte las partes, y a mí me dieron solo una casa y poco más. Mi valor me
permitió emparentar con una familia rica, pues no era fanfarrón ni me acobardaba en
el campo de batalla. Todo eso ha quedado atrás, pero espero que viendo la paja sepas
ver cómo era la espiga, pues he pasado tribulaciones sin cuento. Ares y Atenea me
hicieron intrépido en la guerra; una vez escogidos mis hombres para sorprender al
enemigo en una emboscada, no me preocupaba la muerte, sino que era el primero en
avanzar y matar con la lanza a todo el que me encontrara. Así era yo en la batalla,
pero el trabajo en la granja no me interesaba, ni la vida hogareña de quienes se
dedican a criar hijos. Mi placer estaba en las naves y en la guerra, en las flechas y las
lanzas, cosas que estremecen a la mayoría de los hombres. A unos les gustan unas
cosas y a otros, otras. Antes de que los griegos fuesen a Troya, nueve veces capitaneé
naves en el extranjero y obtuve una gran riqueza. Yo era el primero en escoger el
botín y luego se me asignaba mucho más.
»Mi hacienda creció y me convertí en un gran hombre entre los cretenses, pero,
cuando Zeus aconsejó la terrible expedición en la que tantos perecieron, el pueblo
quiso que Idomeneo y yo capitaneáramos las naves a Troya y no pudimos negarnos,
pues todos insistieron en que así fuese. Allí luchamos nueve años, pero al décimo
saqueamos la ciudad de Príamo. Estábamos volviendo a casa cuando un dios nos
dispersó, fue entonces cuando Zeus urdió mi infortunio. Solo llevaba un mes feliz con
mis hijos, mi mujer y mis bienes, cuando se me ocurrió la idea de navegar a Egipto,
así que dispuse una flota y busqué tripulantes. Tenía nueve naves, y los hombres se
apresuraron a embarcar en ellas. Mis hombres y yo celebramos banquetes seis días, y
les encontré muchas víctimas tanto para sacrificarlas a los dioses como para ellos
mismos, pero al séptimo día subimos a bordo y largamos velas desde Creta con un
viento favorable de popa como si estuviésemos descendiendo un río. No le ocurrió
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nada malo a ninguna de las naves y nadie enfermó, sino que dejamos que las naves
fuesen adonde las llevasen el viento y los timoneles. Al quinto día llegamos al río
Egipto; allí fondeé las naves en el río y ordené a mis hombres que se quedaran en
ellas y las vigilaran mientras enviaba exploradores a observar desde alguna altura.
»Pero los hombres desobedecieron mis órdenes. Siguieron sus propios planes y
saquearon el país de los egipcios, mataron a los hombres y se llevaron cautivos a las
mujeres y a los niños. La alarma pronto llegó a la ciudad, y, cuando oyeron el grito de
guerra, los hombres acudieron al despuntar el alba hasta que la llanura se llenó de
jinetes y soldados a pie y del brillo de las armaduras. Entonces Zeus extendió el
pánico entre mis hombres y se negaron a enfrentarse al enemigo al verse rodeados.
Los egipcios mataron a muchos y nos dejaron con vida al resto para que trabajáramos
para ellos. Zeus, no obstante, me inspiró para hacer lo siguiente, ¡ojalá hubiese
muerto entonces en Egipto, pues me aguardaban muchas penalidades!: me quité el
casco y el escudo y solté la lanza al suelo, luego me dirigí al carro del rey, me abracé
a sus rodillas y se las besé, tras lo cual él me perdonó la vida, me invitó a subir a su
carro y me llevó a su casa. Muchos me amenazaron con sus lanzas e intentaron
matarme en su furia, pero el rey me protegió, pues temía la cólera de Zeus, el
protector de los forasteros, que castiga a quienes obran mal.
»Me quedé allí siete años y acumulé mucho dinero entre los egipcios, pues todos
me dieron alguna cosa; pero, cuando iba ya por el octavo año, llegó cierto fenicio, un
canalla taimado que ya había cometido toda suerte de vilezas, y este hombre me
convenció para que fuese con él a Fenicia, donde estaban su casa y sus posesiones.
Me quedé allí doce meses, pero, transcurrido ese tiempo, cuando pasaron los meses y
los días y volvió la misma estación, me pidió que me embarcara con él en una nave
con destino a Libia con la excusa de ir a recoger un cargamento a ese lugar, aunque
en realidad quería venderme como esclavo y quedarse con mi dinero. Yo sospeché de
sus intenciones, pero subí a bordo con él, pues no pude evitarlo.
»La nave avanzó con viento fresco del norte hasta que llegamos al mar que se
extiende entre Creta y Libia; allí, no obstante, Zeus decidió su destrucción, pues, en
cuanto salimos de Creta y no pudimos ver más que el cielo y el mar, alzó una negra
nube sobre nuestra nave y el mar se oscureció debajo de ella. Luego Zeus golpeó con
un rayo la nave, que empezó a girar envuelta en fuego y azufre. Todos los hombres
cayeron al mar y se quedaron flotando como gaviotas alrededor de la nave, pero el
dios enseguida les privó de cualquier oportunidad de regresar a casa. Yo estaba muy
abatido. No obstante, Zeus hizo que el mástil de la nave quedara a mi alcance, y así
salvé la vida, pues me aferré a él y floté lejos de la furia de la tempestad. Nueve días
estuve a merced del mar, pero en la oscuridad de la novena noche una enorme ola me
llevó a la costa de Tesprotia. Allí, Fidón, el rey de los tesprotos, me recibió con
hospitalidad sin pedirme nada a cambio, pues su hijo me encontró cuando estaba
medio muerto de frío y fatiga, me cogió de la mano, me llevó a casa de su padre y me
dio ropa para ponerme.
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»Fue allí donde tuve noticias de Ulises, pues el rey me dijo que lo había recibido
y había sido muy hospitalario con él en su viaje de regreso. Me mostró también el
tesoro de oro, hierro y bronce que había reunido Ulises. Había suficiente para
mantener a su familia durante diez generaciones, y todo lo había dejado en la casa del
rey Fidón. Y el rey explicó que Ulises había partido a Dodona para averiguar la
voluntad de Zeus mediante el roble del dios respecto a si, después de tan larga
ausencia, debía volver a Ítaca abiertamente o en secreto[56]. Además, el rey juró en mi
presencia, mientras hacía libaciones en su propia casa, que la nave estaba en la orilla
y que había encontrado una tripulación que lo llevaría a su patria. No obstante, me
despidió antes de que volviera Ulises, pues había una nave tesprota a punto de partir
hacia la isla de Duliquio y les pidió que me llevasen sano y salvo con el rey Acasto.
»Estos hombres tramaron un plan contra mí, pues, cuando el barco se alejó de
tierra, decidieron venderme como esclavo. Me quitaron la túnica y el manto que
llevaba y me dieron los harapos viejos con los que me ves ahora; luego, al caer la
noche, llegaron a Ítaca y me ataron con una fuerte cuerda en el barco, mientras ellos
desembarcaban para cenar a la orilla del mar. Pero los dioses deshicieron los nudos
por mí, y, después de enrollarme los harapos sobre la cabeza, me deslicé por el timón
hasta el mar, nadé hasta alejarme de ellos y salí a tierra cerca de un bosque, en el que
me oculté. Ellos se enfadaron mucho y fueron a buscarme, hasta que por fin pensaron
que era en vano y volvieron a su nave. Los dioses, después de esconderme, me
llevaron a la puerta de un buen hombre como tú, pues no parece que vaya a morir
todavía.
A esto respondiste, oh Eumeo:
—Pobre y desdichado forastero, la historia de tus desventuras me ha interesado
mucho, pero la parte sobre Ulises no es cierta y no conseguirás que la crea. ¿Por qué
un hombre como tú tiene que contar mentiras de ese modo? Sé todo sobre el regreso
de mi amo. Los dioses lo detestan, de lo contrario se lo habrían llevado delante de
Troya o le habrían permitido morir rodeado de amigos al acabar la guerra; en ese caso
los griegos habrían construido un túmulo sobre sus cenizas y su hijo habría heredado
su renombre, pero ahora los vientos tormentosos se lo han llevado y no sabemos
adónde.
»En cuanto a mí, vivo apartado con los cerdos y nunca voy a la ciudad a no ser
que Penélope me mande llamar cuando llega alguna noticia de Ulises. Entonces se
sientan todos en círculo y hacen preguntas, tanto quienes lamentan la ausencia del rey
como quienes se alegran de ella porque pueden devorar su hacienda sin tener que
pagarla. Por mi parte, nunca me he molestado en preguntar a nadie desde que me
engañó un etolio que había matado a un hombre y recorrido un largo camino hasta
llegar a mi casa, donde fui muy amable con él. Dijo que había visto a Ulises con
Idomeneo entre los cretenses reparando las naves que había dañado el vendaval.
Afirmó que Ulises volvería el verano o el otoño siguiente con sus hombres, y que
regresaría cargado de riquezas. Y ahora tú, anciano desdichado, a quien el destino ha
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traído a mi puerta, no intentes halagarme con vanas esperanzas. No es ese el motivo
de que te trate con amabilidad, sino solo por respeto a Zeus, el dios de la hospitalidad,
a él lo temo y a ti te compadezco.
—Veo que eres difícil de convencer —respondió Ulises—; te lo he jurado, y aun
así sigues sin creerme. Hagamos un trato y pongamos a los dioses del cielo por
testigos. Si tu amo vuelve a casa, dame un buen manto y una túnica y envíame a
Duliquio, donde quiero ir; pero, si no viene, manda a tus hombres que me apresen y
despeñen por ese precipicio de ahí como advertencia para que los vagabundos no
vayan por ahí contando mentiras.
—¡Vaya fama ganaría —respondió Eumeo— si te matase después de haberte
recibido en mi cabaña y ofrecido mi hospitalidad! ¿Cómo podría rezar después a
Zeus? Pero es la hora de la cena y espero que mis hombres vengan pronto para que
podamos cocinar algo sabroso.
Así hablaron, y poco después llegaron los porqueros con los cerdos, a los que
encerraron en las pocilgas para pasar la noche, y sus chillidos organizaron un
tremendo escándalo cuando los recogieron. Y Eumeo llamó a sus hombres y dijo:
—Traed el mejor cerdo que tengáis para que pueda sacrificarlo por este forastero,
y comeremos nosotros también. Ya nos hemos esforzado demasiado engordando los
cerdos para que otros recojan el fruto de nuestro esfuerzo.
Dichas esas palabras empezó a cortar leña, mientras los demás iban a buscar un
cerdo cebado de cinco años y lo colocaban en el altar. Eumeo no se olvidó de los
dioses, pues era un hombre piadoso, así que lo primero que hizo fue arrancar unas
cerdas de la cara del animal, arrojarlas al fuego y rezar a todos los dioses por el
retorno de Ulises. Luego lo mató golpeándolo con un tronco. Entonces degollaron y
chamuscaron el animal, tras lo cual lo despedazaron. Eumeo echó al fuego trozos de
carne con grasa y espolvoreada con harina de cebada. El resto de la carne lo cortaron
en trozos pequeños que clavaron en los espetones y asaron hasta que estuvieron
hechos; cuando los quitaron de los espetones, los pusieron en una bandeja. El
porquero, que era un hombre muy equitativo, se puso en pie para darle a cada uno su
parte. Hizo siete partes; una la dejó para Hermes, el hijo de Maya, y otra para las
ninfas, a las que también rezó; las otras las repartió entre los hombres. Dio a Ulises,
como prueba de respeto, el lomo, y Ulises quedó muy complacido.
—Espero, Eumeo —dijo—, que Zeus esté tan bien dispuesto hacia ti como lo
estoy yo por el respeto que demuestras a un pobre como yo.
A esto respondiste, oh Eumeo:
—Come, buen hombre, y disfruta de la cena ahora que puedes. Un dios nos da y
nos quita según su voluntad, pues puede hacer lo que le plazca.
Mientras hablaba cortó el primer pedazo, que ofreció a los dioses inmortales;
después hizo una libación, puso la copa en manos de Ulises y se sentó a comer su
parte. Mesaulio les llevó su propio pan; el porquero había comprado a ese hombre a
los tafios, y pagó por él con su propio dinero sin decir nada a su ama ni a Laertes.
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Luego todos echaron mano a las viandas que tenían delante y, cuando se saciaron de
comer y beber, Mesaulio se llevó el pan que había sobrado, y todos se dispusieron a
irse a dormir.
La noche era tempestuosa y muy oscura, pues no había luna. Diluviaba sin parar y
soplaba un viento húmedo del oeste, así que Ulises pensó comprobar si Eumeo, que
tan hospitalario había sido, se quitaría su propio manto y se lo daría o si pediría a uno
de sus hombres que se lo diese.
—Escuchadme —dijo—, Eumeo y los demás, os voy a contar una historia. Es el
vino el que me vuelve tan locuaz; el vino hace que incluso un hombre cabal se ponga
a cantar, hará que ría y baile y diga muchas palabras que más le habría valido no
decir. Aun así, ya que he empezado, seguiré. Ojalá fuese aún joven y fuerte como
cuando tendimos una emboscada delante de Troya. Los jefes eran Menelao y Ulises,
pero yo también estaba al mando, pues así lo quisieron ellos. Cuando llegamos a las
murallas de la ciudad, nos tendimos entre los matojos y los juncos, bajo los escudos.
Soplaba viento del norte y hacía mucho frío; la nieve caía fina y cubría los escudos.
Todos los demás llevaban mantos y túnicas y durmieron bastante cómodos bajo los
escudos, pero yo había olvidado mi manto por descuido, sin pensar que haría tanto
frío, y solo tenía mi túnica y mi escudo. Cuando pasaron dos tercios de la noche y las
estrellas cambiaron de posición, le di un codazo a Ulises, que estaba a mi lado, y él
me prestó atención enseguida.
»—Ulises —le dije—, este frío me va a matar, pues no tengo manto; algún dios
me engañó y me hizo venir solo con la túnica y no sé qué hacer.
»A Ulises, que era tan astuto como valiente, se le ocurrió el siguiente plan:
»—Calla —dijo en voz baja— o te oirán los demás.
»Luego se apoyó en el codo y levantó la cabeza.
»—Amigos —dijo—, un dios me ha enviado un sueño mientras dormía. Estamos
lejos de los barcos, quiero que alguien vaya a decirle a Agamenón que nos envíe más
hombres cuanto antes.
»Al oírle, Toante, hijo de Andremón, se quitó el manto y echó a correr hacia las
naves, tras lo cual cogí su manto y me tumbé cómodamente hasta la mañana. Ojalá
fuese tan joven y fuerte como en aquellos tiempos, pues entonces alguno de vosotros,
porquerizos, me daría un manto tanto por buena voluntad como por respeto a un
soldado valiente, pero ahora la gente me mira con desprecio porque voy vestido con
harapos.
Y Eumeo respondió:
—Anciano, nos has contado una historia excelente y hasta ahora no has dicho
nada que no sea razonable; de momento, pues, no te faltará ropa ni nada que un
forastero en apuros pueda desear, pero mañana por la mañana deberás volver a
ponerte tus viejos harapos, pues no tenemos mantos ni túnicas de sobra, sino que cada
cual tiene el suyo. Cuando vuelva el hijo de Ulises, él te dará un manto y una túnica y
te enviará allí donde desees ir.
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Con estas palabras se puso en pie y preparó la cama de Ulises extendiendo unas
pieles de cabra y oveja en el suelo delante del fuego. Ulises se tumbó, y Eumeo le
tapó con un grueso y pesado manto que guardaba por si hacía muy mal tiempo.
Así durmió Ulises, y los jóvenes durmieron a su lado. Pero al porquero no le
gustaba dormir lejos de sus puercos, así que se preparó para ir afuera, y a Ulises le
gustó comprobar que cuidaba de sus bienes en ausencia de su amo. Primero se ciñó la
espada a los robustos hombros y se echó encima un grueso manto para protegerse del
viento. También cogió la piel de una cabra grande y bien cebada, y una lanza por si le
atacaban hombres o perros, y fue a descansar donde dormían los cerdos, al pie de una
roca que les protegía del viento del norte.
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CANTO XV
TELÉMACO REGRESA A ÍTACA Y ENCUENTRA A TEOCLÍMENO
TELÉMACO VA A LA CABAÑA DE EUMEO
Entretanto Atenea fue a la bella ciudad de Esparta a advertir al hijo de Ulises que
debía regresar cuanto antes. Los encontró a él y a Pisístrato durmiendo en el pórtico
de la casa de Menelao; Pisístrato dormía profundamente, pero Telémaco no había
podido descansar en toda la noche pensando en su desdichado padre. Atenea fue a su
lado y le dijo:
—Telémaco, no deberías seguir tan lejos de tu hogar mucho más tiempo ni dejar
tus bienes con gente tan peligrosa en tu casa; consumirán todo lo que tienes y tu
empresa no habrá tenido sentido. Pide a Menelao que te envíe cuanto antes a casa si
quieres encontrar a tu excelente madre todavía allí a tu llegada. Su padre y sus
hermanos insisten ya en que se case con Eurímaco, que le ha dado más que los otros,
y cada vez le hace más presentes nupciales. Espero que no se lleven nada valioso de
la casa contra tu voluntad, pero ya sabes cómo son las mujeres: siempre quieren lo
mejor para el hombre con quien se casan y no vuelven a pensar en los hijos del
primer marido, ni tampoco en su padre, cuando está muerto y enterrado. Vuelve a
casa, pues, y pon todo a cargo de la sirvienta más respetable que tengas hasta que los
dioses te envíen una esposa. Deja que te hable de otro asunto: los principales
pretendientes se han emboscado en el estrecho entre Ítaca y Samos con la intención
de matarte antes de que vuelvas a casa. No lo conseguirán; es más probable que
algunos de los que ahora devoran tu hacienda encuentren su propia tumba. Navega
día y noche y aparta tu nave de las islas; el dios que vela por ti y te protege te enviará
un viento favorable. En cuanto llegues a Ítaca, envía tu nave y tus hombres a la
ciudad, pero tú ve a ver al porquero que cuida de tus cerdos; está bien dispuesto hacia
ti, quédate con él, pues, esa noche, y luego envíalo con Penélope para decirle que has
vuelto sano y salvo de Pilos.
Después volvió al Olimpo, pero Telémaco despertó a Pisístrato dándole con el
talón y le dijo:
—Despierta, Pisístrato, y engancha los caballos al carro, tenemos que volver a
casa.
Pero Pisístrato respondió:
—Por mucha prisa que tengamos no podemos viajar en la oscuridad. Pronto
amanecerá, espera hasta que Menelao haya traído sus presentes y mande subirlos al
carro; deja que nos despidamos como es costumbre. Mientras viva, un huésped no
debería olvidar nunca al anfitrión que le ha recibido con hospitalidad.
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Mientras hablaba empezó a despuntar el día[57], y Menelao, que se había
levantado ya y había dejado a Helena en la cama, fue a verlos. Cuando Telémaco lo
vio, se puso la túnica lo más deprisa posible, se echó un manto sobre los hombros y
salió a su encuentro.
—Menelao —dijo—, deja que regrese a mi país, pues quiero volver a casa.
Y Menelao respondió:
—Telémaco, si insistes en marcharte, no seré yo quien te lo impida. No me gustan
los anfitriones demasiado apegados ni demasiado fríos con sus huéspedes. La
moderación es lo mejor en todos los casos, y no dejar marchar a un hombre cuando
quiere irse es tan malo como echarlo cuando desea quedarse. Hay que tratar bien a los
huéspedes cuando están en la casa y despedirlos cuando quieren marcharse. Espera,
pues, a que suban tus hermosos presentes al carro y a haberlos visto. Les diré a las
mujeres que te preparen comida con lo que haya en la casa; será más apropiado y
menos oneroso para ti comer aquí antes de emprender tan largo viaje. Es más, si
deseas hacer un viaje por la Hélade o el Peloponeso, engancharé mis caballos y yo
mismo te llevaré a nuestras ciudades principales. Nadie nos despedirá con las manos
vacías; todo el mundo nos dará alguna cosa: un trípode de bronce, un par de mulas o
una copa de oro.
—Menelao —respondió Telémaco—, quiero volver a casa cuanto antes, pues,
cuando partí, dejé mis bienes sin protección y temo que mientras busco a mi padre
acabe arruinándome yo mismo o descubra que me han robado algo valioso en mi
ausencia.
Cuando Menelao le oyó, ordenó enseguida a su mujer y a los criados que
prepararan la comida. En ese momento llegó Eteoneo, y Menelao le pidió que
encendiera el fuego y cocinara un poco de carne, y él así lo hizo. Luego Menelao bajó
a la sala donde guardaba sus tesoros en compañía de Helena y Megapentes. Allí
eligió una copa con doble asa y le pidió a su hijo Megapentes que buscara también
una crátera de plata. Entretanto, Helena fue al arcón donde guardaba las preciosas
vestiduras que había tejido con sus propias manos y escogió una adornada con
bordados, la mejor, que brillaba como una estrella. Luego todos volvieron con
Telémaco y Menelao dijo:
—Telémaco, ojalá Zeus, el poderoso esposo de Hera, te lleve sano y salvo a casa
como deseas. Ahora te regalaré el objeto de plata más precioso y delicado de mi casa.
Es una crátera de plata pura, excepto el borde, que está incrustado de oro, y es obra
de Hefesto. Fédimo, el rey de los sidonios, me la dio en una visita que le hice cuando
pasé por allí en mi viaje de regreso. Tuya será.
Con estas palabras puso la copa de doble asa en las manos de Telémaco, mientras
Megapentes cogía la hermosa crátera y la ponía delante de él. Al lado estaba la
hermosa Helena con la túnica preparada.
—También yo, hijo mío —dijo—, tengo algo que darte como recuerdo de Helena;
es para que lo lleve tu esposa el día de su boda. Hasta entonces, di a tu querida madre
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que te lo guarde. Vuelve ahora feliz a tu país y a tu hogar.
Con esas palabras le dio la túnica y él la aceptó contento. Luego Pisístrato subió
admirado los presentes al carro. A continuación, Menelao llevó a Telémaco y a
Pisístrato a la casa y todos se sentaron a la mesa. Una criada les llevó agua en un
precioso aguamanil de oro, la vertió en una jofaina de plata para que se lavaran las
manos y les acercó una mesa limpia. Una criada de mayor rango les sirvió pan y les
ofreció muchas cosas buenas que había en la casa.
Eteoneo trinchó la carne y dio a cada uno su parte, mientras Megapentes
escanciaba el vino. Luego echaron mano a las viandas que tenían delante, pero en
cuanto comieron y bebieron lo suficiente, Telémaco y Pisístrato engancharon los
caballos y ocuparon su sitio en el carro. Tras salir por el portal, Menelao fue detrás de
ellos con una copa dorada llena de vino en la mano derecha para que pudieran hacer
una libación antes de partir. Se puso delante de los caballos y dijo:
—Adiós a ambos; aseguraos de contarle a Néstor cómo os he tratado, pues fue
como un padre conmigo mientras los griegos combatíamos delante de Troya.
—Nos aseguraremos, señor —respondió Telémaco—, de contárselo todo en
cuanto lo veamos. Ojalá estuviese igual de seguro de encontrar a Ulises al volver a
Ítaca para hablarle de la hospitalidad que nos has ofrecido y mostrarle los muchos y
hermosos presentes que me llevo conmigo.
Mientras hablaba, voló a su derecha un ave: un águila que llevaba en las garras
una gran oca blanca del corral, y todos los hombres y las mujeres corrían detrás de
ella gritando. Se les acercó mucho y luego se alejó por la derecha delante de los
caballos. Al verla todos se alegraron y Pisístrato dijo:
—Dime, Menelao, ¿han enviado los dioses este presagio para nosotros o para ti?
Menelao estaba pensando cuál sería la mejor respuesta, pero Helena se le adelantó
y dijo:
—Interpretaré este auspicio según me inspiran los dioses y cómo se cumplirá. El
águila ha venido de la montaña donde se crio y tiene su nido, y del mismo modo
Ulises, después de viajar lejos y sufrir mucho, volverá para vengarse, si es que no ha
vuelto ya y está tramando la perdición de los pretendientes.
—Quiéralo Zeus —respondió Telémaco—, si es así, te rezaré como si fueses una
diosa, incluso cuando esté en casa.
Con esas palabras fustigó a los caballos y ellos echaron a correr a toda velocidad
hacia campo abierto. Viajaron todo el día hasta que el sol se puso y la oscuridad
cubrió la tierra. Luego llegaron a Feres. Pasaron allí la noche y les recibieron con
hospitalidad. Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados[58],
volvieron a enganchar sus caballos y a ocupar su sitio en el carro. Pisístrato fustigó a
los caballos, que salieron corriendo, y pronto llegaron a Pilos. Entonces Telémaco
dijo:
—Pisístrato, espero que prometas hacer lo que voy a pedirte. Sabes que nuestros
padres eran amigos mucho antes que nosotros; además, los dos tenemos la misma
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edad y este viaje nos ha unido aún más. No me lleves lejos de la nave y déjame aquí,
pues si voy a la casa de tu padre intentará que me quede por el afecto que me tiene y
debo regresar cuanto antes.
Pisístrato pensó cómo hacer lo que le pedía, y al final decidió dirigirse hacia la
nave y subir los bellos presentes de oro y ropajes de Menelao a la embarcación.
Luego dijo:
—Sube enseguida a bordo y di a tus hombres que embarquen también antes de
que yo llegue a casa y hable con mi padre. Sé lo obstinado que es, y estoy seguro de
que no te dejará partir; vendrá a buscarte y no se volverá sin ti. Sin duda, se va a
enfadar mucho.
Con estas palabras se encaminó con sus fuertes corceles hacia la ciudad de los
pilios y enseguida llegó a su hogar, mientras que Telémaco llamó a sus hombres y dio
sus órdenes.
—Ahora, amigos —dijo—, subámoslo todo a bordo de la nave y partamos hacia
casa.
Así habló, y todos embarcaron como él había dicho. Pero mientras Telémaco
estaba ocupado rezando y haciendo sacrificios a Atenea, llegó un hombre de un país
lejano, un adivino llamado Teoclímeno, que huía de Argos porque había matado a un
hombre. Se presentó a ver a Telémaco mientras hacía libaciones y rezaba en su barco.
—Amigo —dijo—. Ahora que te encuentro haciendo sacrificios en esta nave, te
imploro por esos mismos sacrificios y por el dios a quien los estás haciendo, te
imploro también por tu cabeza y por la de tus compañeros que me digas la verdad y
solo la verdad. ¿Quién y de dónde eres? Háblame también de tu ciudad y de tus
padres.
—Te responderé con sinceridad —contestó Telémaco—. Soy de Ítaca, y mi padre
es Ulises, tan seguro como que vivió alguna vez. Pero ha encontrado algún final
desdichado. Por eso he subido a esta nave con mi tripulación para ver si podía tener
noticias suyas, pues lleva fuera mucho tiempo.
—Yo también —respondió Teoclímeno— soy un exiliado, pues he dado muerte a
un hombre de mi misma raza. Tiene muchos hermanos y parientes en Argos, y son
muy poderosos entre los griegos. Huyo para evitar que me maten y estoy condenado a
vagar por la superficie de la tierra. Soy un suplicante, llévame a bordo de tu nave para
que no me den muerte, pues estoy seguro de que me persiguen.
—No te rechazaré —respondió Telémaco— si quieres venir con nosotros. Ven,
pues, y en Ítaca te trataremos con hospitalidad.
Dicho lo cual cogió la lanza de Teoclímeno y la dejó en la cubierta de la nave.
Subió a bordo y se instaló en la popa e invitó a Teoclímeno a sentarse a su lado; luego
los hombres largaron amarras. Telémaco les dijo que cogieran los cabos y todos se
apresuraron a hacerlo. Encajaron el mástil en su hueco y aseguraron la jarcia; después
izaron las velas blancas con cabos de cuero retorcido de buey. Atenea les envió un
viento favorable, que sopló con fuerza para llevar la embarcación lo más deprisa
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posible. Así pasaron por Crunos y Calcis. Entonces se puso el sol y la oscuridad
cubrió la tierra. La embarcación pasó cerca de Feas y la Elide, donde reinan los
epeos. Telémaco puso rumbo a las islas fugaces, dudando para sus adentros si
escaparía a la muerte o le harían prisionero.
Entretanto, Ulises y el porquero cenaban en la cabaña junto con el resto de los
hombres. En cuanto terminaron de comer y beber, Ulises quiso poner a prueba al
porquero y ver si seguiría tratándole bien y le invitaría a quedarse allí o lo enviaría a
la ciudad. Así que dijo:
—Eumeo, y todos vosotros, mañana quiero ir a mendigar en la ciudad y no seguir
siendo una carga para ti y tus hombres. Dame tu consejo, pues, y un buen guía que
me acompañe y me muestre el camino. También me gustaría ir a casa de Ulises y
llevar noticias de su marido a la reina Penélope. Luego podría ir a ver a los
pretendientes por si me dan de cenar, ya que de tanta abundancia disfrutan. Puedo
servirles como criado de muchas formas. Escuchad y creedme si os digo que, gracias
a Hermes, que presta elegancia y buen nombre a todas las empresas humanas, no hay
nadie vivo que pueda ser mejor criado que yo a la hora de echar leña al fuego, cortar
madera, trinchar, cocinar o escanciar vino, todo aquello que los pobres deben hacer
para los nobles.
El porquero se quedó muy preocupado al oírle y exclamó:
—¿Quién puede haberte metido esa idea en la cabeza? Si te acercas a los
pretendientes será tu perdición, pues su orgullo y su insolencia llegan hasta el mismo
cielo. Jamás querrían a un hombre como tú por criado. Sus criados son todos jóvenes,
bien vestidos, con gruesos mantos y túnicas, de rostro agraciado y pelo bien cuidado;
las mesas siempre están limpias y llenas de pan, carne y vino. Quédate, pues, donde
estás, no eres una carga para nadie, no me importa que te quedes, y a los demás,
tampoco. Cuando vuelva, Telémaco te dará una túnica y un manto y te enviará donde
quieras ir.
—Espero que los dioses te aprecien tanto como yo —respondió Ulises— por
permitirme descansar. No hay nada peor que vivir siempre errante, cuando los
hombres caen tan bajo están dispuestos a pasar muchas penalidades por el triste
estómago. No obstante, ya que me pides que me quede y espere el regreso de
Telémaco, háblame de la madre de Ulises y de su padre, a quien dejó en el umbral de
la vejez cuando partió a Troya. ¿Siguen vivos o han muerto ya y están en la casa de
Hades?
—Todo te lo contaré —dijo Eumeo—. Laertes sigue vivo y reza a Zeus que le
deje partir en paz en su propia casa, pues está muy afligido por la ausencia de su hijo
y también por la muerte de su esposa, que le dolió mucho y le envejeció más que
ninguna otra cosa. Tuvo un final desdichado por el pesar que sentía por su hijo: ojalá
ningún amigo o vecino que haya sido amable conmigo sufra un final como el suyo.
Cuando aún seguía con vida, y aunque siempre estaba lamentándose, me gustaba ir a
verla y preguntarle cómo estaba, pues me crio con su hija Ctímena, la menor de sus
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hijos, y ella apenas hacía distinciones. Cuando crecimos, casaron a Ctímena en Same
y recibió una dote espléndida. En cuanto a mí, mi ama me dio una buena túnica, un
manto y un par de sandalias y me envió al campo, aunque siguió teniéndome tanto
aprecio como antes. ¡Todo eso ha terminado! Aun así, los dioses me han permitido
prosperar en mi labor; tengo suficiente para comer y beber, e incluso para ofrecer
algo a mis huéspedes. Pero se acabaron las palabras y los hechos amables de mi ama,
pues la casa ha caído en manos de unos malvados. A los criados les gusta ver y hablar
a su ama y beber y comer con ella, y llevarse algún presente al campo. Eso es lo que
los mantiene de buen humor.
—Entonces, Eumeo, debías de ser muy pequeño —respondió Ulises— cuando te
llevaron tan lejos de tu hogar y de tus padres. Dime, y sé sincero, ¿saquearon la
ciudad donde vivían tus padres, o te capturaron unos enemigos cuando estabas solo
cuidando de las ovejas o las vacas, y, después de cargarte en sus barcos, te vendieron
en esta casa?
—Forastero —dijo Eumeo—, siéntate tranquilo, bebe tu vino y escúchame. Las
noches ahora son largas; hay tiempo de sobra tanto para dormir como para sentarse a
hablar, no deberías ir a acostarte tan pronto. Dormir mucho es tan malo como dormir
demasiado poco. Si alguno de los demás quiere acostarse, que lo haga y nos deje
solos, así podrá sacar los cerdos de mi amo después de desayunar por la mañana.
Nosotros nos quedaremos aquí comiendo y bebiendo en la cabaña, contándonos
historias sobre nuestras desdichas, pues, cuando un hombre ha sufrido mucho y la
vida lo ha zarandeado, gusta de recordar los pesares ya pasados. En cuanto a tu
pregunta, mi historia es la siguiente:
»Puede que hayas oído hablar de una isla llamada Siria, que está al norte de
Ortigia, donde da la vuelta el sol. No está muy poblada, pero la tierra es buena, con
mucho pasto para las vacas y las ovejas, y en ella abundan el vino y el trigo. Allí no
hay escasez, y la gente no sufre enfermedades, sino que, cuando envejecen, Apolo
llega con Artemisa y los mata con dardos indoloros. En ella hay dos ciudades, y todo
el país está dividido entre las dos. Mi padre, Ctesio, hijo de Ormeno, un hombre
comparable a los dioses, reinaba sobre ambas.
»Pues bien, allí llegaron unos astutos comerciantes fenicios, que son grandes
marineros, en una nave que habían cargado con toda suerte de baratijas. En la casa de
mi padre había una mujer fenicia, muy alta y agraciada, y una excelente criada, pero
esos canallas la engatusaron. Un día, cuando lavaba la ropa cerca de su nave, uno de
ellos la sedujo y se unió con ella. Después le preguntó quién era y de dónde procedía,
y ella le habló de mi padre.
»—Soy de Sidón —dijo— e hija de Aribante, un hombre rico. Un día cuando
volvía del campo a la ciudad me secuestraron unos piratas de Tafos y me trajeron
aquí y me vendieron al dueño de esta casa.
»El hombre le dijo entonces:
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»—¿No querrías venirte con nosotros a ver la casa de tus padres y a tus mismos
padres? Los dos están vivos y se dice que son muy ricos.
»—Lo haré encantada —respondió ella—, si antes juráis no hacerme daño
durante el camino.
»Todos juraron lo que les había pedido, y, cuando terminaron de pronunciar el
juramento, la mujer dijo:
»—Ahora, silencio. Si alguno de vuestros hombres me ve por la calle o en la
fuente, no me habléis, no vaya alguien a contárselo a mi amo y a despertar sus
sospechas. Me mandaría encerrar y haría que os mataran a todos. Guardad el secreto,
comprad vuestras mercancías lo antes posible y mandadme llamar cuando tengáis la
nave llena. Llevaré todo el oro que pueda coger y haré otra cosa más para pagarme el
pasaje. Soy la niñera del hijo del dueño de la casa, un niño muy despierto que
siempre corretea a mi lado. Lo llevaré en vuestra nave, y conseguiréis mucho dinero
cuando lo vendáis en otras tierras.
»Dicho lo cual volvió a la casa. Los fenicios se quedaron un año entero hasta que
cargaron la nave de mercancías; cuando la tuvieron llena, mandaron a buscar a la
mujer. Su mensajero, un tipo muy astuto, se presentó en casa de mi padre con un
collar de oro con cuentas de ámbar, y, mientras mi madre y las criadas lo admiraban y
regateaban, le hizo una seña a la mujer y volvió a la nave. Entonces ella me tomó de
la mano y me sacó de la casa. Al pasar por la sala vio las mesas con las copas de los
invitados que habían ido a ver a mi padre; cogió tres copas y las ocultó en los
pliegues de su túnica, mientras yo la seguía inocente. El sol se había puesto y la
oscuridad lo cubría todo, así que fuimos lo más deprisa posible hasta llegar al puerto,
donde estaba amarrada la nave fenicia. En cuanto subieron a bordo, se hicieron a la
mar y nos llevaron consigo, y Zeus les envió un viento favorable; seis días
navegamos de noche y de día, pero al séptimo Artemisa golpeó a la mujer, que se
desplomó en la bodega igual que una gaviota al posarse en el agua. La tiraron por la
borda para que fuese pasto de las focas y los peces, y yo me quedé triste y solo. Poco
después, los vientos y las olas llevaron la nave a Ítaca, donde Laertes pagó mucho por
mí, y así fue como llegué a ver esta tierra.
—Eumeo, he escuchado la historia de tus desventuras con mucho interés y
lástima —respondió Ulises—, pero Zeus te ha dado cosas buenas y malas, pues, a
pesar de todo, tienes un buen amo que se preocupa de que no te falten la comida ni la
bebida, y llevas una buena vida, mientras que yo sigo mendigando de ciudad en
ciudad.
Así conversaron y apenas les quedó tiempo para dormir, pues pronto
amaneció[59]. Entretanto, Telémaco y su tripulación estaban acercándose a tierra, así
que arriaron velas, desmontaron el mástil y remaron hasta llevar la nave a puerto.
Después de fondear, desembarcaron a la orilla, mezclaron el vino y prepararon la
cena. En cuanto comieron y bebieron lo suficiente, Telémaco dijo:
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—Llevad la nave a la ciudad, pero a mí dejadme aquí, pues quiero ir a ver a los
pastores y mis campos. Por la noche, cuando haya visto lo que quiero, volveré a la
ciudad y mañana por la mañana os ofreceré una buena comida con carne y vino en
pago a vuestros desvelos.
Entonces Teoclímeno preguntó:
—¿Y qué, mi joven y querido amigo, hago yo? ¿A qué casa, de todas las de tus
hombres principales, debo encaminarme? ¿O voy directo a tu casa y me presento a tu
madre?
—En cualquier otra ocasión —respondió Telémaco—, te habría animado a ir a mi
propia casa, pues no te habría faltado hospitalidad. En este momento, no obstante, no
estarías cómodo, pues yo no estaré y mi madre no querrá recibirte; ni siquiera se deja
ver a menudo por los pretendientes, sino que se sienta al telar y teje lejos de ellos, en
el cuarto de arriba. Pero puedo decirte un hombre a cuya casa puedes ir: me refiero a
Eurímaco, el hijo de Pólibo, que es muy apreciado por todo el mundo en Ítaca. Es el
mejor y el más insistente de los pretendientes que cortejan a mi madre y se esfuerzan
por ocupar el lugar de Ulises. Zeus, no obstante, sabe si antes de la boda le vendrá la
hora final.
Mientras hablaba, un pájaro voló a su derecha: un halcón, el mensajero de Apolo.
Llevaba una paloma entre las garras y le iba arrancando las plumas, que caían al
suelo a mitad de camino entre Telémaco y la nave. Al verlo, Teoclímeno lo llamó a
un lado y le cogió de la mano.
—Telémaco —dijo—, un dios ha enviado ese pájaro a tu derecha. Nada más verlo
he sabido que era un augurio: significa que conservarás tu poder y que no habrá en
Ítaca más casa real que la tuya.
—Ojalá sea así —respondió Telémaco—. Si lo es, te demostraré tanta
generosidad y te daré tantos presentes que todos los que te vean te felicitarán.
Luego le dijo a su amigo Pireo:
—Pireo, hijo de Clitio, has demostrado ser el más dispuesto a servirme de todos
los que me han acompañado a Pilos; quiero que lleves a este forastero a tu casa y le
trates con hospitalidad hasta que yo pueda ir a recogerle.
Pireo respondió:
—Telémaco, puedes estar fuera el tiempo que quieras, yo cuidaré de él y no le
faltará la hospitalidad.
Dicho lo cual subió a bordo y ordenó a los demás que hicieran lo mismo.
Telémaco se ciñó las sandalias y cogió una lanza larga y recia con la punta de bronce
afilado. Luego soltaron las amarras y se dirigieron a la ciudad tal como Telémaco les
había ordenado, y él echó a andar lo más deprisa posible hasta llegar allí donde
comían sus incontables piaras de cerdos y donde vivía el excelente porquero, que tan
devoto sirviente de su amo era.
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CANTO XVI
ULISES REVELA QUIÉN ES A TELÉMACO
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—Viejo amigo, ¿de dónde es este forastero? ¿Cómo lo trajo su tripulación a Ítaca
y quiénes eran? Pues por tierra no ha podido llegar.
A esto respondiste, oh Eumeo:
—Hijo mío, te diré la verdad. Dice que es cretense y que ha sido un gran viajero.
En este momento huye de una nave tesprota y se ha refugiado en mi cabaña, así que
lo dejo en tus manos. Haz lo que te plazca con él, pero recuerda que es tu suplicante.
—Me aflige mucho —dijo Telémaco— lo que acabas de contarme. ¿Cómo voy a
llevar a este forastero a mi casa? Todavía soy joven y no soy lo bastante fuerte para
defenderme si alguien me ataca. Mi madre no sabe si quedarse donde está y cuidar de
la casa por respeto a la opinión del pueblo y al recuerdo de su marido, o si ha llegado
el momento de escoger al mejor de los que la cortejan y a quien le haga la mejor
oferta. De todos modos, ya que el forastero ha venido a tu casa, le encontraré un
manto, una buena túnica, una espada y unas sandalias, y lo enviaré adonde quiera ir.
O, si quieres, puedes dejar que se quede aquí contigo y le enviaré ropa y comida para
que no sea una carga para ti y tus hombres; pero que no vaya donde los pretendientes,
pues son muy insolentes y lo maltratarán de un modo injurioso para mí. Por muy
valiente que sea, no puede hacer nada contra tantos, pues son demasiados para él.
—Señor —dijo entonces Ulises—, es justo que yo también opine. Estoy muy
apenado por lo que dices del modo insolente en que los pretendientes se comportan
contigo, que eres un joven ilustre. Dime, ¿lo toleras sumiso o es que el pueblo está
contra ti por algún mandato divino? ¿Tienes queja de tus hermanos, pues a ellos es a
quien debe recurrir un hombre, por muy grandes que sean sus rencillas? Ojalá fuese
tan joven como tú y supiera lo que sé ahora; si yo fuese el hijo de Ulises, o incluso el
propio Ulises, me arriesgaría a que alguien me cortara la cabeza, pero iría a la casa y
sería una maldición para cada uno de ellos. Si fuesen demasiados, puesto que no
tengo más que dos brazos, preferiría morir peleando en mi propia casa a ver cosas tan
vergonzosas a diario: cómo maltratan a mis huéspedes, a hombres que arrastran a las
criadas por la casa, el vino derramado y el pan desperdiciado sin propósito para un fin
que no llegará a producirse.
—Te diré la verdad —respondió Telémaco—. No hay enemistad entre mi pueblo
y yo, ni puedo quejarme de mis hermanos, a quienes siempre puede recurrir un
hombre por muy grandes que sean sus rencillas. Zeus nos ha hecho una raza de hijos
únicos. Laertes fue el único hijo de Arcesio, y Ulises el único hijo de Laertes. Yo
mismo soy el único hijo de Ulises, que me dejó atrás cuando partió. Por eso mi casa
está en manos de incontables intrusos, pues los jefes de las islas vecinas, de Duliquio,
de Same, de Zacinto, y también los hombres principales de la propia Ítaca devoran mi
hacienda con el pretexto de cortejar a mi madre, que ni dice sin más que no volverá a
casarse ni pone fin a esto. De esta forma arruinan mi hacienda y pronto acabarán
también conmigo. Todo, no obstante, depende de los dioses. Pero ve, viejo amigo
Eumeo, a decirle a Penélope que estoy a salvo y que he vuelto de Pilos. Díselo solo a
ella, y luego vuelve aquí sin que nadie lo sepa, pues hay muchos que traman mi ruina.
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—Te entiendo y te obedezco —respondió Eumeo—; no tienes que decirme más,
solo si, ya que voy a pasar por allí, no sería mejor informar al pobre Laertes de que
has vuelto. Antes supervisaba las labores a pesar de lo triste que estaba por Ulises, y
comía y bebía con los criados siempre que le apetecía; pero me han contado que,
desde el día en que partiste a Pilos, no ha comido ni bebido como debería, ni cuida de
la granja, sino que se sienta a llorar y la carne se le arruga sobre los huesos.
Y dijo Telémaco:
—¡Lo siento por él! Pero debemos dejarle solo por ahora. Si pudiese elegir lo que
quisiera, lo primero que escogería es el regreso de mi padre. Vete, pues, y lleva mi
mensaje; luego apresúrate a volver y no te desvíes del camino para decirle nada a
Laertes. Di a mi madre que envíe a una de sus sirvientas en secreto con la noticia y
que se entere por ella.
Así dijo al porquero; Eumeo cogió sus sandalias, las ciñó a sus pies y partió a la
ciudad. Atenea esperó a que estuviese lejos de la granja y luego se presentó en forma
de una mujer bella, majestuosa y sabia. Se plantó al lado de la puerta y se mostró a
Ulises, mientras que Telémaco no podía verla y no sabía que estuviera allí, pues los
dioses no se dejan ver por todo el mundo. Ulises la vio, y también los perros, pues no
ladraron, sino que se fueron gimiendo asustados al otro lado de los corrales. Le hizo
un gesto a Ulises con la cabeza y las cejas, y él salió de la cabaña. Entonces ella le
dijo:
—Ulises, noble hijo de Laertes, es hora de que le digas la verdad a tu hijo: no
sigas ocultándosela más tiempo, traza tus planes para destruir a los pretendientes y ve
a la ciudad. No tardaré en acompañarte, pues yo también estoy deseando entrar en
combate.
Mientras hablaba le tocó con la vara dorada. Primero le puso una hermosa túnica
limpia y le echó un manto sobre los hombros, luego lo hizo más joven y de presencia
más imponente; le devolvió su color, llenó sus mejillas e hizo que su barba volviera a
ser oscura. Después se marchó y Ulises volvió al interior de la cabaña. Su hijo se
quedó perplejo al verlo y apartó de él los ojos por miedo a estar contemplando a un
dios.
—Forastero —dijo—, qué deprisa has cambiado de como eras hace un momento.
Llevas otra ropa y tu color no son los mismos. ¿Eres uno de los dioses que viven en el
cielo? Si es así, seme propicio hasta que pueda hacerte los sacrificios debidos y las
ofrendas de oro labrado. Ten compasión de mí.
—No soy ningún dios —respondió Ulises—, ¿por qué me confundes con uno?
Soy tu padre, por cuya causa sufres y te lamentas en manos de personas que
desprecian las leyes.
Mientras hablaba besó a su hijo y una lágrima cayó de su mejilla al suelo, pues
había contenido las lágrimas hasta entonces. Pero Telémaco no podía creer que fuese
su padre y dijo:
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—No eres mi padre, algún dios me halaga con falsas esperanzas para después
hacerme sufrir más; ningún mortal podría hacer como tú has hecho y envejecer y
volver a ser joven en un momento si no es con la ayuda de un dios. Hace un segundo
eras un viejo harapiento y ahora eres como un dios bajado del cielo.
—Telémaco —respondió Ulises—, no deberías sorprenderte tanto de que me
encuentre aquí. No ha de venir ningún otro Ulises. Soy tal como me ves; después
muchas penalidades y vagabundeos, he vuelto a casa al vigésimo año. Lo que te
maravilla es obra de la temible diosa Atenea, que hace conmigo lo que le place, pues
puede hacer lo que desee. Primero me convierte en un mendigo y luego en un joven
bien vestido; es fácil para los dioses que viven en el cielo hacer que cualquiera
parezca rico o pobre.
Dicho lo cual se sentó, y Telémaco abrazó a su padre y lloró. Los dos estaban tan
conmovidos que lloraron como águilas o buitres a los que los campesinos les han
robado sus polluelos. Y el sol se habría puesto mientras lloraban si Telémaco no
hubiese preguntado:
—¿En qué nave, padre querido, te ha traído tu tripulación a Ítaca? ¿De qué nación
decían ser? Pues no puedes haber venido por tierra.
—Te diré la verdad, hijo mío —respondió Ulises—. Me trajeron los feacios. Son
grandes marineros y tienen por costumbre dar escolta a quien llega a su costa. Me
trajeron por mar mientras dormía y me dejaron en Ítaca con muchos presentes en
bronce, oro y ropajes. Todo está escondido en una cueva gracias a un dios. Y ahora he
venido por indicación de Atenea para que planeemos cómo matar a nuestros
enemigos. En primer lugar, dame la lista de los pretendientes con su número, para
que pueda saber quiénes y cuántos son. Así podré decidir si podemos enfrentarnos
solos a ellos o si conviene buscar a otros que nos ayuden.
—Padre —respondió Telémaco—, siempre he oído hablar de tu fama tanto en el
campo de batalla como dando consejos, pero la tarea de la que hablas es muy grande,
me asusta solo pensarlo. Dos hombres no pueden enfrentarse a tantos y tan valientes.
No son solo diez pretendientes, ni dos veces diez, sino muchas veces diez; enseguida
sabrás cuántos. Hay cincuenta y dos jóvenes escogidos de Duliquio, y tienen a seis
criados; de Same hay veinticuatro; veinte jóvenes son de Zacinto, y hay doce de la
propia Ítaca, todos de noble cuna. Estos últimos tienen al sirviente Medonte, a un
bardo y a dos trinchantes. Si nos enfrentamos a tantos, tendrías motivos para lamentar
tu regreso y tu venganza. Mira a ver si se te ocurre alguien que esté dispuesto a venir
y ayudarnos.
—Escucha —respondió Ulises— y piensa si Atenea y su padre Zeus te parecen
suficientes o si debo intentar buscar a alguien más.
—Esos de los que hablas —respondió Telémaco— son dos buenos aliados, pues,
aunque viven en las alturas entre las nubes, su poder se extiende sobre dioses y
hombres.
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—Los dos —continuó Ulises— no tardarán en entrar en liza cuando nos
enfrentemos a los pretendientes. Así que vuelve a casa mañana temprano y ve con los
pretendientes como antes. Luego el porquero me llevará a la ciudad disfrazado de
mendigo viejo y mísero. Si ves que me maltratan, ten ánimo ante mi sufrimiento.
Incluso si me sacan a rastras de la casa o me arrojan cosas, quédate mirando y
limítate a intentar que se comporten de forma más razonable; pero no te escucharán,
pues el día en que habrán de saldar cuentas se acerca. Otra cosa te digo, y tenlo bien
presente: cuando Atenea me lo indique, te haré una señal con la cabeza; al verla,
debes coger todas las armas que haya en la casa y esconderlas. Invéntate una excusa
para cuando los pretendientes te pregunten por qué te las llevas; diles que quieres
protegerlas del humo, pues ya no están como cuando se fue Ulises, sino que se han
ensuciado de hollín. Añade que temes que Zeus les anime a pelearse cuando beban y
que podrían hacerse daño y deshonrar el banquete y el cortejo, pues las armas a veces
tientan a las personas a utilizarlas. Pero deja dos espadas, dos lanzas y dos escudos de
cuero para que podamos echar mano de ellos en cualquier momento; Zeus y Atenea
no tardarán en acallar a esa gente. Hay una cosa más. Si eres mi hijo y mi sangre
corre por tus venas, no cuentes a nadie que Ulises está en la casa: ni a Laertes, ni al
porquero, ni a ninguno de los sirvientes, ni siquiera a la propia Penélope. También
comprobaremos de parte de quién están las mujeres y los criados.
—Padre —respondió Telémaco—, con el tiempo me conocerás y verás que sé
seguir tus consejos. No obstante, no creo que el plan que propones vaya a acabar bien
para ninguno de los dos. Piénsalo dos veces. Perderemos mucho tiempo recorriendo
los campos y poniendo a los hombres a prueba, y entretanto los pretendientes estarán
despilfarrando tu hacienda con impunidad y arrogancia. Prueba a las mujeres, para
ver quiénes son desleales y quiénes inocentes, pero no me parece buena idea ir a
poner a prueba a los hombres. Eso podemos hacerlo después, si de verdad tienes
alguna señal de que Zeus va a apoyarte.
Así conversaron, y entretanto la nave en la que habían viajado Telémaco y su
tripulación desde Pilos llegó a la ciudad de Ítaca. Cuando entraron en el puerto,
sacaron la nave a tierra; llegaron los criados, recogieron las armas y dejaron todos los
presentes en casa de Clitio. Luego enviaron a un criado a advertir a Penélope de que
Telémaco se había quedado en el campo, pero había enviado la nave a la ciudad para
que ella no se entristeciera ni preocupara. Este sirviente y Eumeo se encontraron
cuando iban a darle la noticia a Penélope. Cuando llegaron a la casa, el sirviente se
adelantó y le dijo a la reina en presencia de sus esclavas:
—Tu hijo, señora, ha vuelto de Pilos.
Entonces Eumeo se acercó a Penélope y le dijo todo lo que su hijo le había pedido
que le dijera. Después de darle el mensaje, salió de la casa y volvió con sus cerdos.
Los pretendientes se sorprendieron y enfadaron por lo ocurrido, por lo que fueron
detrás de la tapia que rodeaba el atrio y parlamentaron al lado de la puerta. Eurímaco,
hijo de Pólibo, fue el primero en hablar.
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—Amigos —dijo—, este viaje de Telémaco es un asunto muy serio, ¡y nosotros
que pensábamos que no tendría éxito! Ahora, no obstante, pongamos una nave al
agua y juntemos una tripulación para ir a buscar a los demás y decirles que regresen
cuanto antes.
No había terminado de hablar cuando Anfínomo se volvió y vio la nave en el
puerto, con la tripulación arriando las velas y guardando los remos; así que se rio y
les dijo a los demás:
—No hace falta enviarles ningún mensaje, pues ya están aquí. Algún dios debe de
haberles advertido o bien han visto pasar la nave y no han podido darle alcance.
Luego se levantaron y fueron a la playa. La tripulación sacó la nave a la orilla, y
los sirvientes recogieron el aparejo. Entonces todos juntos fueron al lugar de
asamblea, pero no dejaron que nadie, joven o viejo, se sentase con ellos. Y Antínoo,
hijo de Eupites, habló primero:
—¡Ved cómo los dioses han salvado a este hombre de la muerte! De día pusimos
centinelas en los promontorios y al ponerse el sol nunca fuimos a dormir a la orilla,
sino que nos quedamos toda la noche en la nave con la esperanza de capturarlo y
matarlo; pero algún dios lo ha traído a casa a pesar de todo. Pensemos cómo acabar
con él. No debe escapársenos; mientras siga con vida es imposible que consigamos
nuestro propósito, pues es muy astuto y el pueblo no está de nuestro lado. Debemos
apresurarnos antes de que convoque a los griegos en asamblea; no tardará en hacerlo,
pues debe de estar furioso con nosotros, y contará a todos que nos conjuramos para
matarlo, aunque no conseguimos capturarlo. Al pueblo no le gustará cuando se
entere; debemos impedir que nos hagan daño o que nos envíen al exilio. Intentemos
matarlo en el campo, lejos de la ciudad, o en los caminos. Luego podemos repartirnos
su hacienda y que su madre y el hombre con quien se case se queden con la casa. Si
esto no os gusta y queréis que Telémaco siga con vida y conserve los bienes de su
padre, más vale no quedarse aquí devorando su hacienda, sino que cada cual haga su
oferta a Penélope desde su propia casa y que ella se case con aquel cuyo destino sea
desposarla y pueda darle más.
Todos callaron hasta que Anfínomo se levantó para hablar. Era hijo de Nisos, que
era hijo del rey Areto, y era uno de los cabecillas de los pretendientes de la isla de
Duliquio; su conversación, además, le resultaba más agradable a Penélope que la de
los demás pretendientes porque era un hombre de buena disposición natural.
—Amigos —dijo con sinceridad—, no estoy a favor de matar a Telémaco. Es
algo atroz matar a alguien de sangre noble. Pidamos consejo a los dioses y, si los
oráculos de Zeus lo aconsejan, yo mismo os ayudaré a matarlo y animaré a los demás
a hacerlo; pero, si nos disuaden, os pediré que contengáis vuestra mano.
Así habló y sus palabras les complacieron, por lo que fueron a casa de Ulises y
ocuparon sus sitios de costumbre.
Entonces Penélope decidió mostrarse a los pretendientes. Sabía lo de la conjura
para matar a Telémaco, pues el sirviente Medonte lo había oído cuando celebraban
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consejo y se lo había contado. Bajó al atrio acompañada de sus doncellas y, cuando
llegó donde estaban los pretendientes, tapada con un velo, le reprochó a Antínoo:
—Antínoo, insolente y pérfido intrigante, dicen que eres el mejor orador y
consejero entre los hombres de tu edad en Ítaca, pero no es cierto. Loco, ¿por qué
buscas la muerte de Telémaco y no respetas a los suplicantes, cuyo protector es el
mismísimo Zeus? No está bien que conspiréis unos contra otros. ¿Has olvidado que
tu padre vino a refugiarse a esta casa, temeroso de su pueblo, que estaba enfadado
con él por haber ido con unos piratas de Tafos a saquear a los tesprotos, que estaban
en paz con nosotros? Querían hacerle pedazos y repartirse todas sus propiedades,
pero Ulises los contuvo, aunque estaban furiosos, y ahora tú devoras su hacienda sin
pagarla, cortejas a su mujer e intentas matar a su hijo. Detente de una vez y contén
también a los demás.
A esto Eurímaco, hijo de Pólibo, respondió:
—Ten ánimo, reina Penélope, hija de Icario, y no te preocupes por eso. No ha
nacido aún, ni nacerá, el hombre que vaya a ponerle la mano encima a tu hijo
Telémaco mientras yo viva, pues mi lanza se enrojecerá con su sangre. Ulises muchas
veces me sentaba en sus rodillas, me daba de beber vino en los labios y me ponía
trozos de carne en la mano. Telémaco es mi mejor amigo y no tiene nada que temer
de nosotros, los pretendientes. Aunque, por supuesto, si son los dioses quienes le
envían la muerte, no podrá escapar de ella.
Dijo esto para que ella callara, pero en realidad conspiraba contra Telémaco.
Luego Penélope volvió arriba y lloró por su marido hasta que Atenea vertió el
sueño sobre sus ojos. Por la noche Eumeo volvió con Ulises y con su hijo, que
acababan de sacrificar a un cerdo de un año y estaban preparándose para cenar.
Entonces Atenea convirtió a Ulises de nuevo en un viejo con un toque de su vara y
volvió a vestirlo con la ropa vieja, por miedo a que el porquero pudiera reconocerlo y
fuese incapaz de guardar el secreto y corriera a contárselo a Penélope.
Telémaco fue el primero en hablar:
—Así que has vuelto, Eumeo. ¿Qué noticias traes de la ciudad? ¿Han vuelto ya
los pretendientes o siguen esperando para sorprenderme cuando vuelva a casa?
—No se me ocurrió preguntarlo mientras estuve en la ciudad —respondió Eumeo
—. Di mi mensaje y volví lo antes posible. Encontré a uno que había ido contigo a
Pilos, y él fue el primero en darle la noticia a tu madre, pero puedo decir lo que vi con
mis propios ojos: cuando iba por la colina de Hermes vi entrar en el puerto una nave
con varios hombres a bordo. Llevaban muchos escudos y espadas y pensé que eran
los pretendientes, aunque no puedo estar seguro.
Al oírlo, Telémaco sonrió a su padre sin que Eumeo pudiera verlo.
Luego, cuando terminaron de preparar la cena, comieron y cada cual recibió su
parte hasta saciarse. En cuanto comieron y bebieron lo suficiente, se tumbaron a
descansar y disfrutaron de la bendición del sueño.
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CANTO XVII
TELÉMACO SE ENCUENTRA CON SU MADRE
ULISES Y EUMEO VAN A LA CIUDAD
ANTÍNOO INSULTA A ULISES
PENÉLOPE PIDE QUE ULISES VAYA A VERLA
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contra los pretendientes.
Telémaco atravesó la sala y salió con la lanza en la mano; no iba solo, pues le
acompañaban sus dos veloces perros. Atenea le prestó una apostura casi divina, de
forma que todos se maravillaron al verlo. Los pretendientes se arremolinaron en torno
a él con bellas palabras en los labios y maldad en el corazón, pero él se apartó y se
sentó con Méntor, Antifos y Haliterses, viejos amigos de la casa de su padre, que le
pidieron que les contara lo que le había sucedido. Entonces llegó Pireo con
Teoclímeno, a quien había acompañado por la ciudad hasta el lugar de asamblea, y
Telémaco se acercó enseguida a ellos. Pireo fue el primero en hablar:
—Telémaco, quisiera que enviases unas cuantas mujeres a mi casa a recoger los
presentes que te dio Menelao.
—No sabemos, Pireo —respondió Telémaco—, lo que pasará. Si los
pretendientes me matan en mi propia casa y se reparten mis propiedades, prefiero que
te quedes tú con los presentes y que no caigan en sus manos. Si consigo matarlos yo a
ellos, ya me los devolverás.
Con estas palabras llevó a Teoclímeno a su casa. Una vez allí dejaron los mantos
en los bancos y en los asientos, y fueron a lavarse a los baños. Cuando las doncellas
terminaron de bañarlos y ungirlos y les dieron túnicas y mantos, ocuparon su sitio en
la mesa. Una criada les llevó agua en un precioso aguamanil de oro, la vertió en una
jofaina de plata para que se lavaran las manos y les acercó una mesa limpia. Una
criada de mayor rango les sirvió pan y les ofreció muchas cosas buenas que había en
la casa. Frente a ellos estaba sentada Penélope, que hilaba lana. Luego ellos echaron
mano a las viandas que tenían delante y, en cuanto terminaron de comer y beber,
Penélope dijo:
—Telémaco, voy a ir arriba a tumbarme en el triste lecho que no he dejado de
anegar con mis lágrimas desde el día en que Ulises partió hacia Troya con los hijos de
Atreo. No obstante, antes de que vuelvan los pretendientes, dime si has podido
enterarte de algo sobre el regreso de tu padre.
—Te diré la verdad —respondió su hijo—. Fuimos a Pilos y vimos a Néstor, que
me llevó a su casa y me trató con tanta hospitalidad como si fuese su propio hijo y
hubiera vuelto después de una larga ausencia, y lo mismo hicieron sus hijos. Pero me
dijo que no había oído nada a nadie sobre Ulises, ni sobre si estaba vivo o muerto. Me
envió entonces con Menelao en un carro tirado por caballos. Allí vi a Helena, la
culpable, por voluntad de los dioses, del sufrimiento de griegos y troyanos. Menelao
me preguntó qué me había hecho ir a Esparta, y le conté toda la verdad, a lo que él
respondió:
»—¿Cómo pretenden usurpar esos cobardes el lecho de un hombre valiente? Es
como si una cierva pariera sus cervatos en la guarida del león y luego fuese a comer
al bosque o a una loma con abundante hierba: cuando el león vuelva a su guarida,
acabará enseguida con ellos. Y lo mismo hará Ulises con esos pretendientes. Por el
padre Zeus, por Atenea y por Apolo, si Ulises sigue siendo el hombre que era cuando
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luchó con Filomeleides en Lesbos y lo derribó en el suelo con tanta fuerza que todos
los griegos lo vitorearon y alguna vez se encuentra con esos pretendientes, disfrutarán
de poca compasión y de unos tristes esponsales. En cuanto a tus preguntas, no te
engañaré ni me andaré con rodeos, sino que te diré sin ocultar nada lo que me contó
el viejo del mar. Dijo que veía a Ulises en una isla lamentándose amargamente en la
casa de la ninfa Calipso, que lo retenía prisionero, y que no podía regresar a casa
porque no tenía barcos ni marineros que lo llevaran allende el mar.
»Eso me contó Menelao, y cuando oí su historia me despedí; los dioses me
enviaron un viento favorable y me trajeron a casa sano y salvo.
Con estas palabras conmovió el corazón de Penélope. Luego Teoclímeno le dijo:
—Señora, esposa de Ulises, Telémaco no entiende de estas cosas; escúchame,
pues, a mí, que puedo adivinarlas con seguridad y no te ocultaré nada. Que Zeus, rey
del cielo, sea mi testigo: Ulises se encuentra ya en Ítaca y, conocedor de todas estas
maldades, se prepara para hacer rendir cuentas a los pretendientes. El augurio que vi
cuando estaba en la nave significaba esto, y así se lo dije a Telémaco.
—Ojalá sea así —respondió Penélope—. Si lo es, te demostraré tanta generosidad
y te daré tantos presentes que todos los que te vean te felicitarán.
Así conversaron. Entretanto, los pretendientes se entretenían lanzando discos o
practicando su puntería con la jabalina delante de la casa de Ulises y seguían
comportándose con su acostumbrada insolencia. Pero cuando fue la hora de cenar, y
los rebaños de cabras y ovejas llegaron a la ciudad desde los campos de los
alrededores, guiadas como de costumbre por sus pastores, Medonte, que era su
sirviente favorito y quien les atendía en la mesa, dijo:
—Bueno, mis jóvenes señores, ya os habéis ejercitado bastante, pasad adentro
para que podamos servir la cena. No está mal cenar cuando es hora.
Así que entraron en la casa, dejaron los mantos sobre los bancos y los asientos y
sacrificaron varias ovejas, cabras, cerdos y una novilla, todos ellos bien cebados.
Entretanto, Ulises y el porquero se dispusieron a partir a la ciudad, y el porquero dijo:
—Forastero, supongo que todavía quieres ir hoy a la ciudad, como ha dicho mi
amo; yo habría preferido que te quedases como peón en la granja, pero debo hacer lo
que dice mi amo o luego me regañará, y que te reprenda tu amo es muy grave.
Partamos ahora que es pleno día, pues luego anochecerá y tendrás frío.
—Lo sé y te entiendo —replicó Ulises—; no tienes que decir más. Partamos, pero
si tienes un cayado a mano, deja que me apoye en él, según dices el camino es difícil.
Mientras hablaba, se echó al hombro el zurrón viejo, sucio y harapiento colgado
de un cordel, y Eumeo le dio un cayado. Después, los dos se pusieron en camino y
dejaron la granja al cuidado de los perros y los pastores; el porquero abría la marcha,
seguido de su amo, que parecía un vagabundo anciano y maltrecho apoyado en un
cayado y con la ropa hecha jirones. Cuando llegaron cerca de la ciudad, pasaron junto
a la fuente a la que sus habitantes iban a buscar agua. La habían hecho Itaco, Nérito y
Políctor. Había un bosquecillo de álamos plantados alrededor, y el agua fría y
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cristalina caía de una roca más arriba. Aquí Melantio, hijo de Dolio, les adelantó con
unas cabras, las mejores de su rebaño, que llevaba para la cena de los pretendientes,
le acompañaban dos pastores. Cuando vio a Eumeo y a Ulises, les insultó con
palabras ofensivas y escandalosas que enojaron mucho a Ulises.
—Miradlos —exclamó—, menuda pareja. Ved cómo los dioses juntan a los que
más se parecen. ¿Adónde, si puede saberse, señor porquero, llevas a este pobre
desdichado? A cualquiera le repugnaría ver a alguien así sentado a su mesa. Los que
son como él solo se dedican a ir de puerta a puerta mendigando unas cuantas migajas
insignificantes, no espadas o calderos como haría un hombre. Si me lo dieras de peón
para mi granja, lo pondría a limpiar los apriscos o a llevar la comida a los cabritos, y
podría alimentarse de suero, pero ha ido por mal camino y no quiere trabajar, solo
mendigar comida por toda la ciudad para llenar su panza insaciable. Te aseguro que,
como se acerque a la casa de Ulises, le romperán la cabeza con los taburetes que le
van a lanzar para que se vaya.
Y al pasar le dio una patada en la cadera a Ulises por pura maldad, pero este se
mantuvo firme y no se apartó del camino. Por un momento dudó si abalanzarse sobre
Melantio y matarlo con su cayado, o derribarlo al suelo y aplastarle los sesos, pero
decidió contenerse. El porquero miró con indignación a Melantio y alzó los brazos
para rezar.
—Ninfas de las fuentes —exclamó—, hijas de Zeus, si alguna vez Ulises quemó
muslos cubiertos de grasa, ya fuesen de cordero o de cabra, oíd mi plegaria y haced
que algún dios le permita volver a casa. Enseguida pondría fin a las bravatas de
quienes como tú vais por ahí insultando a la gente y os pasáis el día en la ciudad
mientras los rebaños se echan a perder por vuestro descuido.
Entonces Melantio, el cabrero, respondió:
—Perro de mala raza, ¿se puede saber de qué hablas? Un día u otro te subiré a
bordo de una nave y te llevaré a un país extranjero donde pueda venderte y quedarme
con el dinero que me den. Ojalá estuviese tan seguro de que Apolo iba a golpear de
muerte a Telémaco este mismo día, o de que los pretendientes acabarán con su vida,
como de que Ulises nunca volverá a casa.
Con estas palabras se marchó y se apresuró para llegar a casa de su amo. Una vez
allí, entró y ocupó su sitio entre los pretendientes, frente a Eurímaco, que le tenía más
afecto que los demás. Los criados le llevaron un trozo de carne, y una criada de rango
superior le sirvió pan. Poco después Ulises y el porquero llegaron a la casa y oyeron
música, pues Femio estaba empezando a cantar para los pretendientes. Entonces
Ulises cogió al porquero de la mano y dijo:
—Eumeo, esta casa de Ulises es excelente. Por muy lejos que uno vaya, no
encontrará muchas iguales. El patio está rodeado por un muro con almenas, las
puertas son dobles y bien construidas; sería difícil tomarla por las armas. También
veo que hay mucha gente celebrando un banquete en el interior, pues huele a carne
asada y oigo sonar la música, que los dioses crearon para acompañar los banquetes.
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Entonces Eumeo dijo:
—Dices bien, como de costumbre, pero pensemos en qué hacer ahora. ¿Entrarás
primero a ver a los pretendientes y me dejarás aquí, o esperarás y me dejarás entrar a
mí? Pero no te demores mucho, no sea que alguien te vea aquí fuera y te arrojen
alguna cosa. Piénsalo bien, te lo ruego.
—Lo entiendo y te haré caso —respondió Ulises—. Pasa tú primero y déjame
donde estoy. Estoy acostumbrado a que me peguen y me lancen cosas. Me he llevado
tantos golpes en la guerra y en el mar que estoy acostumbrado, puedo soportar
algunos más. Pero un hombre no puede ocultar un estómago vacío; ese es un enemigo
que causa muchas dificultades a los hombres, por eso se botan las naves para surcar
el mar y hacer la guerra contra otros pueblos.
Mientras así hablaban, un perro que estaba dormido alzó la cabeza y levantó las
orejas. Era Argos, a quien Ulises había criado antes de partir hacia Troya, aunque no
lo había ejercitado. Tiempo atrás los jóvenes lo sacaban a cazar cabras monteses,
ciervos o liebres, pero, desde que su amo se había ido, yacía olvidado encima del
estiércol de las mulas y las vacas que se amontonaba delante del establo hasta que los
hombres lo usaban para abonar el huerto; y estaba lleno de pulgas. En cuanto vio a
Ulises, agachó las orejas y movió la cola, aunque no pudo acercarse a su amo.
Cuando Ulises vio al perro, al otro lado del patio, le cayó una lágrima sin que Eumeo
lo viera, y dijo:
—Eumeo, ¿qué perro tan noble es ese que está ahí sobre el estiércol? Tiene un
aspecto excelente, ¿es tan bueno como parece o es solo uno de esos perros que
rondan alrededor de la mesa y se tienen solo por aparentar?
—Ese perro —respondió Eumeo— era de quien ha muerto en un país lejano. Si
fuese como era cuando Ulises partió a Troya, enseguida te demostraría de qué era
capaz. No había animal salvaje en el bosque que pudiera escapar de él una vez que
encontraba su rastro. Pero ahora son malos tiempos para él, pues su amo se ha ido y
está muerto y las mujeres no cuidan de él. Si la mano del amo no les vigila, los
criados no cumplen con su obligación, pues Zeus se lleva la mitad de lo bueno que
hay en un hombre cuando lo convierte en esclavo.
Con esas palabras entró en la sala donde se encontraban los pretendientes. Fuera,
Argos murió nada más reconocer a su amo después de veinte años.
Telémaco vio a Eumeo mucho antes que nadie y con un gesto le indicó que fuese
a sentarse a su lado. El porquero miró y vio un asiento vacío al lado de donde estaba
el trinchante cortando la carne para los pretendientes; lo cogió, lo llevó a la mesa de
Telémaco y se sentó enfrente de él. Luego el criado le llevó un trozo de carne y le dio
pan de la cesta.
Justo después, entró Ulises con el aspecto de un pobre, viejo y mísero mendigo,
apoyado en el cayado y con la ropa harapienta. Se quedó sentado junto al umbral de
madera de fresno justo al otro lado de las puertas que llevaban del atrio de fuera al de
dentro, al lado de una columna de madera de ciprés que el carpintero había cepillado
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con destreza y había encajado con regla y cordel. Telémaco cogió un pan de la cesta y
toda la carne que pudo sostener con las dos manos y le dijo a Eumeo:
—Llévaselo al forastero y dile que pase a pedir a los pretendientes, los mendigos
no deben ser vergonzosos.
Así que Eumeo fue adonde estaba y le dijo:
—Forastero, Telémaco te envía esto y dice que vayas a pedir a los pretendientes,
pues los mendigos no deben ser vergonzosos.
—Ojalá el soberano Zeus conceda la felicidad a Telémaco y cumpla todos los
deseos de su corazón —respondió Ulises.
Luego, con ambas manos, cogió lo que Telémaco le había enviado y lo dejó sobre
el sucio y viejo zurrón que tenía a sus pies. Siguió comiendo mientras cantaba el
bardo y acabó de cenar justo cuando finalizó. Los pretendientes aplaudieron al bardo,
tras lo cual Atenea fue adonde Ulises y le animó a mendigar trozos de pan a cada uno
de los pretendientes para ver qué clase de personas eran y distinguir a los buenos de
los malos; aunque, pasara lo que pasara, no pensaba perdonar a ninguno. Y
empezando por la derecha, iba pidiendo a cada uno y extendía la mano como si fuese
un verdadero mendigo. Algunos se compadecieron de él y, extrañados, se
preguntaban unos a otros quién era y de dónde venía. Entonces el cabrero Melantio
dijo:
—Pretendientes de mi noble señora, algo puedo deciros, pues lo he visto antes.
Lo ha traído el porquero, aunque no sé nada de él ni de dónde viene.
Entonces Antínoo empezó a insultar al porquero:
—¡Serás idiota! ¿Para qué has traído a este hombre a la ciudad? ¿Es que no
tenemos ya suficientes mendigos y vagabundos que nos molesten mientras comemos?
¿No te bastan los que vienen aquí a malgastar la hacienda de tu amo como para
traernos a otro?
Y Eumeo respondió:
—Antínoo, eres de noble cuna, pero no está bien lo que has dicho. No ha sido
cosa mía traerlo aquí. ¿Quién invitaría a un forastero si no es alguien que sepa un
oficio como el de adivino, médico, carpintero o bardo? Los hombres así son
bienvenidos en todas partes, pero nadie invitaría a un mendigo, que no le daría más
que preocupaciones. Siempre has sido más inflexible con los criados de Ulises que
los demás pretendientes, y sobre todo conmigo, pero a mí no me importa con tal de
que Telémaco y Penélope sigan aquí con vida.
Pero Telémaco dijo:
—Cállate y no le respondas; Antínoo es el pretendiente con la lengua más afilada
y hace que los demás sean más crueles.
Luego se volvió hacia Antínoo y añadió:
—Antínoo, te preocupas tanto por mis intereses como si fuese tu propio hijo. ¿Por
qué quieres echar a este forastero de la casa? No lo quieran los dioses. Coge alguna
cosa y dásela tú mismo, te lo ruego. No te preocupes por mi padre ni por ninguno de
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los criados de la casa, aunque sé que no harás lo que te pido, pues te gusta más comer
que dar comida a los demás.
—¿Qué insinúas, Telémaco —respondió Antínoo—, con esas palabras
jactanciosas? Si todos los pretendientes le dieran tanto como le voy a dar yo, no
volvería en otros tres meses.
Mientras hablaba cogió de debajo de la mesa el taburete en el que apoyaba sus
pies e hizo ademán de arrojárselo a Ulises, pero los demás pretendientes le dieron
todos algo, y él llenó el zurrón de carne y de pan. Ulises estaba a punto de volver al
umbral y comer lo que le habían dado, pero antes fue a ver a Antínoo y le dijo:
—Señor, dame alguna cosa, está claro que no eres el más pobre de los presentes.
Pareces un jefe, uno de los principales, por lo que deberías ser el más espléndido, y
yo hablaré a todos de tu generosidad. Una vez fui rico y tuve una hermosa casa. En
esos días, di a muchos vagabundos como soy yo ahora sin pararme a pensar lo que
querían o quiénes pudieran ser. Tenía numerosos criados y todas las demás cosas que
disfrutan quienes viven con comodidad y se consideran ricos, pero Zeus tuvo a bien
arrebatármelas. Me envió con unos piratas a Egipto; fue un largo viaje que resultó ser
mi ruina. Fondeé las naves en el río y ordené a mis hombres que se quedaran en ellas
y las vigilaran mientras enviaba exploradores a observar desde alguna altura.
»Pero los hombres desobedecieron mis órdenes. Siguieron sus propios planes y
saquearon el país de los egipcios, mataron a los hombres y se llevaron cautivos a las
mujeres y a los niños. La alarma pronto llegó a la ciudad, y, cuando oyeron el grito de
guerra, los hombres acudieron al despuntar el alba hasta que la llanura se llenó de
jinetes y soldados a pie y del brillo de las armaduras. Entonces Zeus extendió el
pánico entre mis hombres y se negaron a enfrentarse al enemigo al verse rodeados.
Los egipcios mataron a muchos y nos dejaron con vida al resto para que trabajáramos
para ellos; a mí me entregaron a un amigo suyo, Dmétor, hijo de Yaso, que era un
hombre muy poderoso en Chipre. Desde allí he venido en este estado de enorme
miseria.
—¿Qué dios puede habernos enviado esta pestilencia para fastidiarnos la cena? —
exclamó Antínoo—. Quédate ahí, lejos de mi mesa, o te envío de nuevo a Egipto y
Chipre por tu insolencia. Has pedido a los demás y te han dado con generosidad, pues
están rodeados de abundancia y es fácil gastar las cosas ajenas cuando hay muchas.
Ulises hizo ademán de marcharse y dijo:
—Tu aspecto, señor, es mejor que tus modales; si estuvieses en tu propia casa, no
le darías a un pobre ni una pizca de sal, pues estando en la de otro hombre rodeado de
abundancia eres incapaz de darle un pedazo de pan.
Esto enfadó mucho a Antínoo, que le respondió con el ceño fruncido:
—Pagarás por esto antes de salir de aquí.
Y, mientras decía estas palabras, le lanzó un taburete, que le golpeó en el hombro
derecho, cerca de la nuca. Ulises resistió firme como una roca y el golpe no le hizo
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tambalearse siquiera; movió en silencio la cabeza mientras pensaba en su venganza.
Luego volvió a sentarse en el umbral y dejó el zurrón lleno a sus pies.
—Escuchadme —gritó—, pretendientes de la reina Penélope, y os diré lo que
pienso. Un hombre no conoce el dolor si lo golpean mientras lucha por su dinero, sus
ovejas o su ganado, y Antínoo me ha golpeado mientras yo estaba al servicio de mi
estómago, que siempre mete a la gente en dificultades. De todos modos, si los pobres
tienen dioses vengadores, les ruego que Antínoo encuentre su fin antes de casarse.
—Quédate donde estás y come en silencio o vete a otra parte —gritó Antínoo—.
Si dices una palabra más, haré que los criados te arrastren por los pies por la sala y te
despellejen vivo.
A los demás pretendientes les incomodó lo que dijo, y uno de los jóvenes
respondió:
—Antínoo, has hecho mal al golpear a este pobre vagabundo, te arrepentirás si
resulta ser un dios; todos sabemos que los dioses van por ahí bajo el aspecto de
gentes extranjeras para ver quiénes son justos y quiénes no.
Eso dijeron los pretendientes, pero Antínoo no les hizo caso. Entretanto,
Telémaco se puso furioso por el golpe que le habían dado a su padre y, aunque no
derramó ninguna lágrima, negó con la cabeza en silencio y pensó en su venganza.
Cuando Penélope se enteró de que habían golpeado a un mendigo en la sala
donde estaban celebrando el banquete, dijo ante sus doncellas:
—Ojalá Apolo te golpee a ti, Antínoo.
—Si nuestras plegarias fuesen atendidas, ninguno de los pretendientes volvería a
ver salir el sol —respondió su doncella Eurínome.
—Aya, los odio a todos por igual, pues ninguno me desea ningún bien —dijo
Penélope—, pero detesto a Antínoo como a la oscuridad de la misma muerte. Un
pobre y desdichado vagabundo viene a la casa a mendigar empujado por la pura
necesidad. Todos le han dado algo que echarse al zurrón, pero Antínoo le ha golpeado
en el hombro con un taburete. —Así habló con sus doncellas mientras estaba en su
cuarto y Ulises terminaba la cena. Luego mandó llamar al porquero y le dijo—:
Eumeo, ve a decirle al forastero que suba, quiero verle y hacerle unas preguntas.
Parece haber viajado mucho, y puede que haya visto u oído algo sobre mi desdichado
esposo.
A esto respondiste, oh Eumeo:
—Si estos griegos, señora, callaran un rato, os deleitaría con el relato de sus
aventuras. Ha pasado tres días y tres noches conmigo en mi cabaña, que fue el primer
lugar que encontró después de escapar de su nave, y aún no ha terminado de
contarme sus desdichas. Como alguien que se deleita oyendo a un bardo inspirado
por los dioses, yo disfruté mientras lo escuchaba en mi cabaña. Dice que hay una
vieja amistad entre su casa y la de Ulises, y que viene de Creta, donde viven los
descendientes de Minos, después de haber ido de aquí para allá empujado por toda
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suerte de infortunios; también afirma que ha oído contar que Ulises está vivo y cerca
de aquí, entre los tesprotos, y que trae un gran tesoro consigo.
—Llámalo, pues —dijo Penélope—, para que yo también pueda oír su historia.
En cuanto a los pretendientes, deja que se diviertan dentro o fuera como deseen, pues
no tienen de qué preocuparse. Su trigo y su vino siguen intactos en sus casas, y solo
los criados los consumen, mientras ellos pasan aquí un día tras otro sacrificando
nuestros bueyes, ovejas y cabras para sus banquetes, y sin escatimar el vino que
beben. No hay hacienda que pueda resistir semejante despilfarro, pues no tenemos
aquí a Ulises para protegemos. Si volviese, él y su hijo no tardarían en vengarse.
Cuando hablaba, Telémaco estornudó con tanta fuerza que se oyó en toda la casa.
Penélope se rio al oírlo, y le dijo a Eumeo:
—Ve y llama al forastero, ¿no has oído que mi hijo ha estornudado mientras yo
hablaba? Esto solo puede significar que todos los pretendientes van a morir y que
ninguno de ellos escapará. Diré algo más de todo corazón: si considero que el
forastero dice la verdad, le daré una túnica y un buen manto.
Cuando Eumeo la oyó, fue a ver a Ulises y le dijo:
—Padre forastero, mi señora Penélope, madre de Telémaco, me ha mandado a
buscarte; está muy apesadumbrada, pero quiere oír lo que puedas contarle de su
marido, y si considera que dices la verdad, te dará una túnica y un buen manto, que es
lo que más falta te hace. En cuanto a pan, puedes conseguir suficiente para llenar el
estómago mendigando por la ciudad y aceptando lo que quieran darte.
—No le contaré a Penélope —respondió Ulises— más que la pura verdad. Lo sé
todo sobre su marido, pues hemos sufrido las mismas desventuras, pero temo pasar
entre la multitud de crueles pretendientes, cuyo orgullo e insolencia llegan hasta el
cielo. Justo ahora, además, mientras estaba en la casa sin meterme con nadie, un
hombre me ha dado un golpe muy doloroso, pero ni Telémaco ni nadie me ha
defendido. Dile, pues, a Penélope que sea paciente y espere a la caída del sol. Que me
guarde un sitio al lado del fuego, pues mi ropa está gastada y es muy fina, como bien
sabes, pues la has visto desde la primera vez que te pedí que me ayudaras, entonces
podrá preguntarme por el regreso de su marido.
El porquero volvió al oírle, y Penélope dijo al verle cruzar el umbral:
—¿Por qué no lo has traído contigo, Eumeo? ¿Teme que alguien pueda
maltratarlo o le avergüenza entrar en la casa? Los mendigos no deberían ser
vergonzosos.
A esto respondiste, oh Eumeo:
—El forastero es muy sensato. Prefiere evitar a los pretendientes y solo hace lo
que haría cualquiera. Te pide que esperes hasta la caída del sol, así podrás oírle y
hablar con él cuanto quieras.
—Ese hombre no es tonto —respondió Penélope—, muy probablemente ocurriría
como dice, pues no hay en ninguna parte gente tan malvada como esos hombres.
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Cuando terminó de hablar, Eumeo volvió con los pretendientes, pues no tenía más
que decir. Después, fue a ver a Telémaco y le dijo al oído para que nadie le oyera:
—Querido señor, volveré ahora con los cerdos a cuidar de tu hacienda y de mis
asuntos. Tú estáte atento a lo que ocurra aquí, pero sobre todo guárdate del peligro,
pues hay muchos que te quieren mal. Ojalá Zeus los destruya antes de que puedan
hacernos daño.
—Muy bien —respondió Telémaco—, vuelve a casa cuando hayas cenado, y por
la mañana ven aquí con las víctimas que vayamos a sacrificar. Déjanos lo demás a los
dioses y a mí.
Dicho lo cual Eumeo volvió a ocupar su asiento, y, cuando terminó la cena, salió
de la casa y regresó con sus cerdos. En cuanto a los pretendientes, se divertían
cantando y danzando, pues ya estaba anocheciendo.
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CANTO XVIII
ULISES PELEA CON IRO
PENÉLOPE RECIBE LOS PRESENTES DE LOS PRETENDIENTES ULISES
REPRENDE A EURÍMACO
Llegó entonces cierto vagabundo vulgar que acostumbraba a mendigar por toda la
ciudad de Ítaca y era un glotón y un borracho incorregible. Este hombre no tenía
fuerza ni aguante, pero era muy grande y corpulento; su verdadero nombre, el que le
puso su madre, era Arneo, pero los jóvenes del lugar le llamaban Iro, porque hacía
recados a todo el que se lo pedía. Nada más llegar empezó a insultar a Ulises y a
intentar echarle de su propia casa.
—Vete, viejo —exclamó—, de esa puerta o te sacarán a rastras por el cuello y por
los pies. ¿Es que no ves que todos me guiñan el ojo y quieren que te eche de aquí por
la fuerza, y que si no lo hago es solo porque no quiero? Levanta y vete o acabaremos
a golpes.
Ulises lo miró con el ceño fruncido y dijo:
—Amigo, no te hago ningún daño; todos son muy generosos contigo, pero no te
envidio. En este umbral hay sitio para los dos. Pareces un vagabundo como yo, tal
vez los dioses nos concedan mejor fortuna en otro momento. Así que no sigas
hablando de peleas, no vayas a enojarme y, pese a ser viejo, te cubra de sangre la
boca y el pecho. Si lo hago, mañana estaré más tranquilo, pues ya no volverás a casa
de Ulises.
Iro se enfadó mucho y respondió:
—Sucio glotón, parloteas como una pescadera vieja. Me están entrando ganas de
agarrarte y arrancarte los dientes de la boca. Prepárate y deja que esta gente se ponga
en pie y nos vea. ¿Vas a poder pelear con alguien mucho más joven?
Así hablaron en el suelo delante del umbral, y cuando Antínoo vio lo que pasaba,
se rió de buena gana y dijo a los demás:
—Esto es lo más divertido que habéis visto; los dioses nunca nos habían enviado
nada parecido a esta casa. El forastero e Iro han discutido y van a pelear,
asegurémonos de que empiecen cuanto antes.
Los pretendientes se rieron e hicieron un círculo alrededor de los dos vagabundos
harapientos.
—Escuchad —dijo Antínoo—, para la cena hay en el fuego unas tripas de cabra
rellenas de sangre y grasa; quien salga victorioso y demuestre ser el mejor tendrá su
parte y podrá sentarse a nuestra mesa; y no permitiremos que ningún otro mendigo
entre en la casa.
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Los demás estuvieron de acuerdo, pero Ulises para confundirles dijo:
—Señores, un anciano como yo, exhausto por los sufrimientos, no puede
enfrentarse a un joven; mi estómago incontenible me anima a hacerlo, pero sé que
acabaré recibiendo una paliza. Debéis jurar, no obstante, que no me daréis un golpe a
traición para favorecer a Iro y darle la victoria.
Todos estuvieron de acuerdo y pronunciaron su juramento. Telémaco tomó la
palabra y dijo:
—Forastero, si estás dispuesto a enfrentarte a este hombre, no debes temer a
ninguno de los presentes. Como alguien te golpee, tendrá que pelear con más de uno.
Soy el anfitrión, y los otros jefes, Antínoo y Eurímaco, son ambos hombres sensatos
y coinciden conmigo.
Todo el mundo estuvo de acuerdo. Entonces Ulises se ciñó los viejos harapos para
pelear, y descubrió sus recios muslos, su amplio pecho, sus hombros y sus poderosos
brazos; y Atenea hizo que sus miembros fuesen aún más fuertes. Los pretendientes se
quedaron atónitos y se volvieron hacia sus vecinos diciendo:
—Con los muslos que ha destapado el forastero debajo de sus harapos, está claro
que pronto no quedará nada de Iro.
Iro empezó a inquietarse al oírlos, pero los criados le obligaron por la fuerza a
prepararse y lo llevaron a la parte abierta de la sala; tan asustado estaba que le
temblaban las piernas. Antínoo le regañó y le dijo:
—Fanfarrón jactancioso, si tienes miedo de alguien tan viejo y decrépito como
este vagabundo, es que no deberías haber nacido. Si te vence y demuestra ser mejor
que tú, te aseguro que te subiré a bordo de una nave que vaya al continente y te
venderé al cruel rey Équeto[61], que te cortará la nariz y las orejas, y te arrancará los
testículos para dárselos a los perros.
Eso asustó aún más a Iro, pero lo sacaron al centro de la sala. Los dos hombres
levantaron los brazos para pelear. Ulises pensó si darle un golpe tan fuerte que
acabara con él allí mismo o pegarle con menos fuerza para derribarlo. Al final juzgó
más prudente lo segundo por miedo a que los griegos empezasen a sospechar quién
era. Luego empezaron a pelear. Iro golpeó a Ulises en el hombro derecho, pero Ulises
le dio un puñetazo en el cuello, debajo de la oreja, que le rompió los huesos e hizo
que empezara a sangrar por la boca; cayó gimiendo al suelo, apretando los dientes y
dando patadas. Los pretendientes, alzando los brazos, casi se morían de risa. Y Ulises
lo cogió por un pie y lo arrastró hasta fuera del patio, donde lo apoyó contra la pared
y le puso el cayado en la mano.
—Siéntate aquí —dijo— y no dejes que se te acerquen los perros y los cerdos;
eres una criatura lamentable, y si intentas ser rey de los mendigos te irá aún peor.
Luego se echó el sucio zurrón atado con un cordel al hombro y volvió a sentarse
en el umbral. Los pretendientes entraron en la sala y, entre risas, felicitaron a Ulises.
—Que Zeus y los demás dioses —dijeron— te concedan cuanto desees por haber
puesto fin a la impertinencia de este vagabundo insaciable. Enseguida lo llevaremos
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al continente con el cruel rey Équeto.
A Ulises eso le pareció un buen augurio, y Antínoo le sirvió tripas de cabra llenas
de sangre y grasa. Anfínomo cogió dos hogazas de pan de la cesta y se las llevó, y le
ofreció vino en una copa de oro.
—Te deseo suerte —dijo—, padre forastero, ahora te van mal las cosas, pero
espero que te vayan mejor en adelante.
A esto respondió Ulises:
—Anfínomo, pareces un hombre cabal, y es posible que lo seas, siendo hijo de
quien eres. He oído hablar bien de tu padre, es Niso de Duliquio, un hombre rico y
valiente. Escucha, pues, y haz caso de lo que te digo. El hombre es la más vana de las
criaturas que pueblan la tierra. Cuando los dioses le conceden fuerza y salud, cree que
no sufrirá ningún mal; y cuando los benditos dioses le envían desdichas, las soporta
como puede. Pues es Zeus el que dispone la vida de los hombres. Sé lo que digo,
porque una vez fui rico y cometí muchas injusticias llevado por mi orgullo, pensando
en que mis padres y mis hermanos me ayudarían; por ello, no hay que ser injusto,
sino aceptar las cosas buenas que nos envían los dioses. Considera las infamias que
cometen estos pretendientes, mira cómo consumen la hacienda y deshonran a la
mujer de alguien que sin duda ha de volver algún día no muy lejano. Es más, que
llegará pronto. Quiera un dios enviarte antes a casa para que no te lo encuentres el día
de su regreso, pues, cuando llegue, los pretendientes y él no se despedirán sin que se
derrame la sangre.
Con estas palabras, hizo una libación y, después de beber, dejó la copa de oro en
manos de Anfínomo, que se alejó muy serio y con la cabeza baja, pues se temía lo
peor. Pero no escaparía a su destrucción, pues Atenea lo había condenado a morir a
manos de Telémaco.
Luego Atenea inspiró en Penélope el deseo de mostrarse ante los pretendientes
para que se enamorasen aún más de ella y que su marido y su hijo la honrasen. Así
que fingió una risa burlona y dijo:
—Eurínome, he cambiado de opinión y, por más que los odie, quiero presentarme
ante los pretendientes. También quiero aconsejar a mi hijo que no tenga más tratos
con ellos. Dicen bellas palabras, pero desean su mal.
—Mi querida niña —respondió Eurínome—, lo que dices es cierto, ve a advertir a
tu hijo, pero antes lávate y unge tu rostro. No vayas con las mejillas cubiertas de
lágrimas, no está bien que te lamentes sin cesar. Además, has rezado mucho para
poder ver a Telémaco con barba, y él ya es un hombre.
—Eurínome —respondió Penélope—, sé que tu intención es buena, pero no
intentes persuadirme de que me lave y me unja, pues los dioses me robaron mi
belleza el día que partió mi marido. Di a Autónoe e Hipodamia que me acompañen a
la sala, pues no estaría bien que bajara yo sola con los hombres.
La anciana salió de la habitación para ordenar a las doncellas que fuesen con su
señora. Entretanto, Atenea sumió en un dulce sueño a Penélope, que se tumbó en su
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lecho. Luego la diosa la cubrió de gracia y belleza para que todos la admiraran. Le
lavó la cara con la ambrosía que usa Afrodita cuando danza con las Gracias, la hizo
más alta e imponente, y volvió su tez más blanca que el marfil tallado. Una vez hecho
todo esto, se marchó. Las doncellas llegaron y despertaron a Penélope con el ruido de
sus voces.
—A pesar de mis desdichas —dijo—, ¡qué sueño tan delicioso he tenido! Ojalá
Artemisa me dejara morir con tanta dulzura en este momento y no tuviera que seguir
marchitándome de desesperación por la pérdida de mi amado marido, que tenía toda
suerte de buenas cualidades y era el hombre más distinguido entre los griegos.
Con estas palabras bajó de su cuarto, no sola sino acompañada por dos de sus
doncellas. Cuando llegó a la sala donde estaban los pretendientes, se quedó junto a
una de las columnas que sostenían el techo, con un velo cubriéndole el rostro y con
una austera doncella a cada lado. Al verla, todos los pretendientes rezaron para
conseguirla y poder compartir su lecho.
—Telémaco —dijo ella, dirigiéndose a su hijo—, me temo que ya no eres tan
discreto y bueno como antes. Cuando eras más joven tenías mayor sentido del decoro.
Ahora que has crecido, aunque un desconocido que te viese te tomaría por el hijo de
un padre adinerado por tu porte y tu belleza, tu conducta no es la que debiera ser.
¿Cómo has permitido que maltraten así a un forastero? ¿Qué habría pasado si hubiese
acabado malherido mientras era un suplicante en nuestra casa? Sin duda habría sido
una deshonra para ti.
—Tu enfado no me sorprende, querida madre —respondió Telémaco—, lo
comprendo. Ya no soy un niño y sé cuando las cosas no son como deberían ser, pero
no siempre soy capaz de comportarme correctamente, pues estos malvados no hacen
más que turbarme y no tengo a nadie que me ayude. No obstante, esta pelea entre Iro
y el forastero no ha acabado como querían los pretendientes, pues ha ganado el
forastero. Ojalá el padre Zeus, Atenea y Apolo le rompieran el cuello a todos estos
pretendientes tuyos, a unos dentro y a otros fuera de la casa; ojalá acabaran tan
maltrechos como está Iro ahí fuera. Se ha llevado tal paliza que no se tiene en pie ni
puede volver a su casa, pues no le quedan fuerzas.
Así conversaron. Luego se les acercó Eurímaco y dijo:
—Reina Penélope, hija de Icario, si todos los griegos pudieran verte en este
momento, mañana por la mañana tendrías más pretendientes, pues eres la mujer más
admirable del mundo tanto por tu belleza como por tu entendimiento.
A esto respondió Penélope:
—Eurímaco, los dioses me robaron toda mi belleza cuando los griegos partieron
hacia Troya y mi amado marido se fue con ellos. Si volviese y cuidara de mis
intereses, sería más respetada y tendría mejor presencia ante el mundo. Pero ahora me
agobian las preocupaciones y las aflicciones que los dioses han tenido a bien
enviarme. Mi marido lo previo todo y antes de partir me cogió de la muñeca y dijo:
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»—Mujer, no todos volveremos sanos y salvos de Troya, pues los troyanos saben
combatir con el arco y la lanza. También son excelentes jinetes. No sé, pues, si algún
dios me enviará de vuelta contigo o si pereceré en Troya. Entretanto, cuida aquí de
todo. Cuida de mi padre y de mi madre como hasta ahora, e incluso más en mi
ausencia, pero, cuando veas que a nuestro hijo le sale la barba, cásate con quien
quieras y deja esta casa.
»Eso me dijo, y ahora todo se está cumpliendo. Llegará una noche en la que
tendré que someterme a un matrimonio que detesto, pues Zeus me ha privado de toda
esperanza de felicidad. Este pesar, además, me llega al alma misma. Antes los
pretendientes cortejaban de forma diferente a la mujer, de noble cuna, a quien querían
tener como esposa. Le llevaban bueyes y corderos para invitar a sus parientes y le
hacían magníficos regalos, ¡no devoraban su hacienda!
Esto fue lo que dijo, y Ulises se alegró al ver que intentaba sacarles regalos a los
pretendientes y halagarlos con bellas palabras que él sabía que no eran sinceras.
Antínoo respondió:
—Reina Penélope, hija de Icario, acepta tantos regalos como desees de
quienquiera que te los ofrezca, no está bien rechazar un obsequio. Pero nosotros no
nos iremos de aquí ni volveremos a atender nuestros asuntos hasta que te hayas
desposado con el mejor de nosotros, sea quien sea.
Los demás aplaudieron las palabras de Antínoo, y todos enviaron a sus criados a
por presentes. El de Antínoo volvió con una preciosa túnica exquisitamente bordada.
Tenía doce alfileres de oro puro para abrocharla. El de Eurímaco le llevó enseguida
una magnífica cadena de oro y cuentas de ámbar que brillaban como el sol. Los dos
criados de Euridamante volvieron con unos pendientes que relucían preciosos,
mientras que el rey Pisandro hijo de Polictor le llevó un collar de exquisita factura, y
todos aportaron hermosos regalos.
La reina volvió a su cuarto, y las doncellas subieron los presentes. Mientras tanto,
los pretendientes se dedicaron a cantar y a danzar y se quedaron hasta que se hizo de
noche. Luego, para iluminar la sala, encendieron tres tederos, que las doncellas
avivaban por turnos.
Entonces Ulises dijo:
—Doncellas, sirvientas de Ulises, que lleva tanto tiempo ausente, id con la reina a
la casa; sentaos con ella y entretenedla, o tejed y cardad la lana, yo ya me encargaré
de la luz. Puede que se queden hasta mañana, pero no resistirán más que yo, pues
tengo mucho aguante.
Las doncellas se miraron y se echaron a reír, y la hermosa Melanto empezó a
burlarse de él con desprecio. Era hija de Dolio, aunque la había criado Penélope, que
le había dado juguetes y había cuidado de ella cuando era niña. Sin embargo, no tenía
consideración por el pesar de su señora y se había convertido en la amante de
Eurímaco.
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—Pobre desdichado —dijo—, ¿es que se te ha vaciado la sesera? Vete a dormir
en alguna herrería o un lugar donde cotilleen las viejas y déjate de cháchara. ¿Es que
no te avergüenza abrir la boca en presencia de tus mejores, y más cuando son tantos?
¿Acaso se te ha subido el vino a la cabeza o siempre parloteas así? Parece que hayas
perdido el juicio por haber vencido a ese vagabundo de Iro; ten cuidado no vaya a
venir un hombre mejor que él, te abra la cabeza y te eche sangrando de la casa.
—Perra —respondió Ulises, mirándola con el ceño fruncido—, iré a contarle a
Telémaco lo que has dicho y hará que te descuarticen.
Con estas palabras asustó a las mujeres, que corrieron al interior de la casa. Se
fueron temblando de pies a cabeza, pues pensaron que haría lo que decía. En cambio,
Ulises se instaló al lado de los tederos y observó a los hombres. Atenea no permitió
que los pretendientes contuvieran su insolencia, pues quería que Ulises se enojara aún
más con ellos. Por ello, envió a Eurímaco, hijo de Pólibo, a burlarse de él, e hizo que
los otros se rieran.
—Escuchadme —dijo—, pretendientes de la reina Penélope. Este hombre no ha
venido por casualidad a la casa de Ulises; creo que la luz no viene de los tederos, sino
de su propia cabeza, pues no le queda ni un solo pelo.
Luego se volvió a Ulises y dijo:
—Forastero, ¿trabajarías de sirviente si te envío a los campos y me aseguro de
que tengas una buena paga? ¿Sabes construir una cerca de piedra o plantar árboles?
Te daría de comer todo el año y te buscaría ropa y calzado. Pero no, tú has ido por
mal camino y no quieres trabajar, prefieres llenarte la barriga mendigando por ahí.
—Eurímaco —respondió Ulises—, ojalá tú y yo tengamos ocasión de competir
trabajando a principios de verano cuando los días son más largos: dame una buena
hoz, coge tú otra, y veamos quién aguanta más o siega más tiempo, desde el
amanecer hasta el ocaso. O, si prefieres arar, cojamos dos bueyes: llévame a un
campo y veamos quién de los dos traza el surco más recto. Y, si estallara hoy una
guerra, y me dieras un escudo, un par de lanzas y un casco, verías que sería el
primero en entrar en combate. Así dejarías de lanzarme pullas sobre mi estómago.
Eres cruel e insolente y te crees un gran hombre porque te hallas entre unos pocos
cobardes. Si Ulises vuelve alguna vez, aunque las puertas de su casa son anchas, te
parecerán estrechas cuando intentes huir por ellas.
Eurímaco se puso furioso al oír todo esto. Lo miró con el ceño fruncido y gritó:
—¡Desgraciado, ahora te daré tu merecido por atreverte a decirme todo esto ante
tantos hombres! ¿Acaso se te ha subido el vino a la cabeza o siempre parloteas así?
Parece que hayas perdido el juicio por haber vencido a ese vagabundo de Iro.
Y cogió un taburete, pero Ulises buscó protección junto a las rodillas de
Anfínomo de Duliquio, pues tuvo miedo. El taburete golpeó al copero en la mano
derecha e hizo que él y la jarra que llevaba cayeran al suelo con estrépito. Los
pretendientes causaron gran alboroto y se dijeron entre ellos:
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—¡Ojalá el forastero se hubiese muerto en otra parte! No podemos tolerar
semejante riña por un mendigo y que no podamos disfrutar del banquete por su causa.
Al oírlo Telémaco se adelantó y dijo:
—Señores, ¿os habéis vuelto locos? ¿Es que no soportáis la comida y la bebida?
¿Es que os ha poseído algún dios? No quiero echaros, pero ya habéis cenado y,
cuanto antes os volváis a casa y a la cama, tanto mejor.
Los pretendientes se mordieron el labio sorprendidos por la audacia de sus
palabras, pero Anfínomo dijo:
—No nos ofendamos ni le respondamos mal, es razonable lo que dice. Y nada de
violencia con el forastero ni con los criados de Ulises. Que el copero pase para que
hagamos las libaciones y podamos irnos a descansar a casa. En cuanto al forastero,
que Telémaco se encargue de él, pues es a su casa donde ha venido.
Así habló, y sus palabras complacieron a todos. Entonces Mulio de Duliquio, un
criado de Anfínomo, mezcló en una crátera vino con agua y la fue pasando a todos
para que hiciesen sus libaciones a los dioses. Luego, terminadas las libaciones y
después de beber cuanto quisieron, cada cual marchó a su casa.
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CANTO XIX
TELÉMACO Y ULISES SE LLEVAN LAS ARMAS
EURICLEA LE LAVA LOS PIES A ULISES
PENÉLOPE LE CUENTA A ULISES SU SUEÑO
Ulises se quedó en la sala, meditando el modo en que, con la ayuda de Atenea, podría
matar a los pretendientes. Luego le dijo a Telémaco:
—Telémaco, debemos coger todas las armas que haya en la casa y llevarlas abajo.
Invéntate una excusa para cuando los pretendientes te pregunten por qué te las llevas;
diles que quieres protegerlas del humo, pues ya no están como cuando se fue Ulises,
sino que se han ensuciado de hollín. Añade que temes que Zeus les anime a pelearse
cuando beban y que podrían hacerse daño y deshonrar el banquete y el cortejo, pues
las armas a veces tientan a las personas a utilizarlas.
Telémaco estuvo de acuerdo con lo que le dijo su padre, por lo que llamó a la
doncella Euriclea y le dijo:
—Aya, encierra a las mujeres en sus habitaciones mientras yo guardo las armas
que dejó mi padre. Nadie cuida de ellas desde que mi padre se fue y se han ido
tiznando de hollín durante mi infancia. Quiero llevarlas donde no les llegue el humo.
—Ojalá, hijo mío —respondió Euriclea—, te encargases tú de la administración
de la casa y cuidases tú mismo de tu hacienda. Pero ¿quién te acompañará para
alumbrarte? Las doncellas habrían ido, pero no les dejas.
—El forastero me alumbrará —respondió Telémaco—; quien come mi pan debe
hacer algo por ganárselo.
Euriclea hizo lo que le pedían y encerró a las mujeres en sus habitaciones. Luego
Ulises y su hijo se apresuraron a guardar los cascos, los escudos y las lanzas; y
Atenea, con una lámpara de oro en la mano que desprendía un suave y brillante
resplandor, les acompañó. Telémaco dijo:
—Padre, mis ojos contemplan una gran maravilla: las paredes, las vigas y las
columnas resplandecen como una llama ardiente. Sin duda hay aquí un dios.
—Silencio —respondió Ulises—, calla y no hagas preguntas, pues así obran
siempre los dioses. Vete a la cama y déjame hablar con tu madre y con las doncellas.
En su pesar, tu madre querrá hacerme toda clase de preguntas.
Al oírlo, Telémaco se fue, a la luz de las antorchas, a su cuarto. Allí se acostó
hasta la mañana siguiente, mientras que Ulises se quedó en la sala, meditando el
modo en que, con la ayuda de Atenea, podría matar a los pretendientes.
Luego Penélope, semejante a Afrodita o Artemisa, bajó de su cuarto, y le
acercaron al fuego la silla en que solía sentarse, adornada con incrustaciones de plata
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y marfil. Se la había hecho Icmalio y tenía un escabel adosado a la silla que estaba
cubierta con una gruesa zalea. Las doncellas recogieron las mesas en que habían
cenado los insolentes pretendientes y pusieron más madera en los tederos para tener
luz y calor. Melanio empezó a insultar por segunda vez a Ulises y le dijo:
—Forastero, ¿es que vas a molestarnos con tu presencia en la casa toda la noche y
espiando a las mujeres? ¡Vete a cenar fuera, desgraciado, o te echarán tirándote un
tizón encendido!
Ulises la miró con el ceño fruncido y respondió:
—Buena mujer, ¿por qué te enfadas así conmigo? ¿Es porque no voy limpio, mi
ropa está harapienta y me veo obligado a mendigar por ahí como los vagabundos?
Una vez fui rico y tuve una hermosa casa. En esos días, di a muchos vagabundos
como soy yo ahora sin pararme a pensar lo que querían o quiénes pudieran ser. Tenía
numerosos criados y todas las demás cosas que disfrutan quienes viven con
comodidad y se consideran ricos, pero Zeus tuvo a bien arrebatármelas; por lo que ve
con cuidado, mujer, no vayas a perder tú también ese orgullo y la posición elevada de
la que te jactas ahora. Procura no caer en desgracia con tu señora, por si vuelve
Ulises, porque aún hay una posibilidad de que lo haga. Además, aunque esté muerto
como crees, por la voluntad de Apolo ha dejado a un hijo, Telémaco, que se dará
cuenta de cualquier cosa que hagan mal las doncellas de la casa, pues ya no es ningún
niño.
Penélope oyó lo que decía y riñó a la doncella:
—¡Perra impúdica! Ya veo que te estás portando de forma abominable y te
arrepentirás. Sabías muy bien, pues te lo dije yo misma, que iba a ver al forastero y
preguntarle por mi marido, por cuya causa padezco este constante pesar. Luego le
dijo a su criada principal, Eurínome:
—Trae un asiento y una zalea para que se siente el forastero mientras me cuenta
su historia y escucha lo que tengo que decirle. Quiero hacerle unas preguntas.
Eurínome volvió enseguida con el asiento y puso la zalea encima. En cuanto
Ulises se sentó, Penélope empezó diciendo:
—Forastero, lo primero que te preguntaré es quién eres y de dónde eres. Háblame
de tu ciudad y de tus padres.
—Señora —respondió Ulises—, ¿quién en la faz de la tierra se atreverá a
reprocharte nada? Tu fama llega al mismísimo firmamento del cielo, eres como un
rey piadoso y justo que gobierna un gran país: la tierra da trigo y cebada, los árboles
están cargados de fruta, las ovejas dan corderos, y el mar es abundante en peces por
razón de sus virtudes y sus súbditos hacen grandes cosas bajo su mando. De todos
modos, ya que estoy aquí en tu casa, pregúntame otra cosa y no quieras saber de mi
estirpe y mi familia, o despertarás recuerdos que aumentarán mi dolor. Vivo
apesadumbrado, pero no quisiera sentarme a quejarme y llorar en una casa ajena, ni
está bien lamentarse siempre. Alguna criada, o incluso tú misma, se podría hartar y
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decir que tengo los ojos anegados en lágrimas porque se me ha subido el vino a la
cabeza.
Entonces Penélope respondió:
—Forastero, los dioses me robaron toda mi belleza cuando los griegos partieron
hacia Troya y mi amado marido se fue con ellos. Si volviese y cuidara de mis
intereses, sería más respetada y tendría mejor presencia ante el mundo. Pero ahora me
agobian las preocupaciones y las aflicciones que los dioses han tenido a bien
enviarme. Los principales varones de nuestras islas, Duliquio, Same y Zacinto, y
también de la propia Ítaca me cortejan contra mi voluntad y devoran mi hacienda. Así
que no puedo prestar atención ni a los forasteros, ni a los suplicantes ni a quienes
dicen ser hábiles artesanos, sino que me paso el tiempo apesadumbrada por Ulises.
Quieren que vuelva a casarme cuanto antes, y tengo que inventarme estratagemas
para engañarles. Primero los dioses me inspiraron la idea de instalar un gran bastidor
en mi cuarto y empezar a tejer una enorme tela. Entonces les dije:
»—Pretendientes, Ulises ha muerto, pero no me obliguéis a casarme tan pronto;
puesto que no querría que mi pericia con los hilos caiga en el olvido, esperad a que
termine el sudario del héroe Laertes para que esté listo cuando la muerte se lo lleve.
Es muy rico y las mujeres murmurarán si lo entierran sin sudario.
»Eso les dije, y todos aceptaron; me pasaba el día tejiendo, pero por la noche
deshacía la tela a la luz de las antorchas. De este modo los tuve engañados tres años,
sin que me descubrieran, pero a medida que nos acercábamos al cuarto año, algunas
doncellas desvergonzadas se lo contaron a los pretendientes, que me sorprendieron y
se enfadaron mucho, por lo que tuve que terminarla tanto si quería como si no. Y
ahora no se me ocurre ningún otro truco para librarme de este matrimonio. Mis
padres me presionan, y mi hijo se lamenta de los estragos que hacen los pretendientes
en su hacienda, pues ya tiene edad para darse cuenta de todo y es perfectamente
capaz de cuidar de sus propios asuntos. Pero dime ahora quién eres y de dónde eres,
pues tienes que tener un padre y una madre: no puedes ser hijo de un roble o de una
roca.
Entonces Ulises respondió:
—Señora, esposa de Ulises, puesto que insistes en preguntarme por mi familia, te
responderé a pesar de lo difícil que me resulta: uno tiene que aceptar el sufrimiento
cuando lleva exiliado tanto tiempo como yo y ha padecido tanto entre gentes tan
diversas. No obstante, en lo que atañe a tu pregunta, te diré lo que quieres saber. En
mitad del océano hay una isla bella y fértil llamada Creta; está muy poblada y tiene
noventa ciudades, y en ella se hablan muchas lenguas diferentes que se mezclan entre
sí, pues hay griegos, eteocretenses, dorios de tres tribus y nobles pelasgos. Hay allí
una gran ciudad, Cnosos, donde reinaba Minos, que cada nueve años departía con el
propio Zeus. Minos fue el padre de Deucalión, de quien soy hijo, pues Deucalión
tuvo dos hijos, Idomeneo y yo. Idomeneo zarpó hacia Troya y yo, que soy el
pequeño, me llamo Etón; mi hermano era al mismo tiempo el mayor y el más valiente
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de los dos. Y fue en Creta donde vi a Ulises y le ofrecí hospitalidad, pues los vientos
lo llevaron allí cuando, camino de Troya, lo desviaron de su rumbo en el cabo Malea
y lo dejaron en Amnisos, ante la cueva de Ilitía, en un puerto difícil en el que apenas
podía encontrar refugio de los fuertes vientos. En cuanto llegó, fue a la ciudad y
preguntó por Idomeneo, diciendo que era su amigo desde antiguo, pero Idomeneo
había partido hacia Troya diez o doce días antes, por lo que lo llevé a mi casa y le
ofrecí mi hospitalidad, pues tenía abundancia de todo. También di de comer a los
hombres que lo acompañaban con gachas de cebada de las reservas públicas, e hice
colectas de vino y bueyes para hacer cuantos sacrificios quisieran. Se quedaron
conmigo doce días, pues soplaba una tempestad del norte tan fuerte que apenas se
podía andar. Supongo que debió de levantarla algún dios hostil, pero al decimotercer
día el viento amainó y pudieron zarpar.
Muchas historias creíbles le contó Ulises, y Penélope lloró al oírle y sus mejillas
se inundaron de lágrimas, pues se le conmovió el corazón. Igual que la nieve se funde
en las cumbres cuando los vientos del sureste y el oeste soplan sobre ellas hasta que
los ríos se desbordan, así se inundaron sus mejillas de lágrimas por el marido que
estaba todo el tiempo sentado a su lado. Ulises lo lamentó y la compadeció, pero
contuvo con astucia las lágrimas y sus ojos siguieron tan duros como el cuerno o el
hierro. Luego, cuando ella se consoló con el llanto, se volvió hacia él y dijo:
—Ahora, forastero, voy a comprobar si viste o no a mi marido y a sus hombres
como dices. Dime, pues, cómo iba vestido y qué clase de hombres eran él y sus
compañeros.
—Señora —respondió Ulises—, ha pasado tanto tiempo que apenas puedo
decirlo. Han transcurrido veinte años desde que dejé mi casa, pero te diré lo que
recuerdo. Ulises llevaba un manto doble de lana púrpura sujeto con un broche de oro
de gran belleza con dos muescas para el alfiler. En la parte de delante se veía a un
perro que sujetaba un cervatillo entre las patas delanteras y lo miraba jadear en el
suelo. A todo el mundo le maravillaba el modo en que se había labrado en oro la
escena del perro que miraba al cervato y lo asfixiaba mientras él se debatía por
escapar. En cuanto a la túnica que llevaba debajo, era tan suave que se le ajustaba
como la piel de una cebolla y brillaba al sol para admiración de todas las mujeres que
la veían. He de decir, y lo digo de corazón, que no sé si Ulises llevaba esta ropa
cuando salió de casa, o si se la regaló alguno de sus compañeros en el viaje o alguien
en cuya casa se alojó, pues era un hombre que tenía muchos amigos. Yo mismo le
regalé una espada de bronce, un precioso manto doble púrpura y una túnica. Llevaba
un sirviente consigo, un poco mayor que él, y puedo decirte cómo era: tenía los
hombros encorvados, era moreno y tenía el pelo crespo y rizado. Se llamaba
Euríbates, y Ulises le trataba con más familiaridad que a los demás.
Penélope se conmovió aún más al oír las pruebas indiscutibles que le dio Ulises;
después de encontrar otra vez consuelo en las lágrimas, le dijo:
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—Forastero, si antes te compadecía, ahora serás honrado y bienvenido en mi casa.
Fui yo quien le dio a Ulises la ropa que dices. Y también le di el broche de oro para
que lo llevase como adorno. ¡Ay! Ya nunca volveré a darle la bienvenida. Fue un
funesto destino el que le hizo partir hacia esa ciudad detestable cuyo nombre no
puedo pronunciar siquiera.
—Señora, esposa de Ulises, no te afees más lamentando tu pérdida con amargura,
aunque no te culpo —respondió Ulises—. Es natural que una mujer que ha amado a
su marido y le ha dado hijos sienta su pérdida, aunque se trate de un hombre peor que
Ulises, que dicen que era como un dios. Aun así no llores más y escucha lo que voy a
contarte. Puedo asegurarte que he oído que Ulises está vivo y de camino a casa; se
encuentra entre los tesprotos y trae consigo un valioso tesoro. No obstante, perdió su
nave y su tripulación al salir de la isla de Trinada, pues Zeus y Helios se enfadaron
con él porque sus hombres sacrificaron el ganado de Helios, y todos se ahogaron.
Mas Ulises se agarró a la quilla del barco y la corriente lo llevó hasta la tierra de los
feacios, que están emparentados con los inmortales y lo trataron como si fuese un
dios, le dieron muchos regalos y se ofrecieron a escoltarlo a casa sano y salvo. De
hecho, Ulises hace mucho que ya estaría aquí si no hubiese creído más conveniente ir
de país en país acumulando riquezas, pues no hay nadie tan astuto como él. Todo esto
me lo contó Fidón, el rey de los tesprotos, y me juró que la nave que traería a Ulises a
su patria ya estaba en el agua y ya disponía de tripulación. Me despidió a mí primero,
porque había una nave tesprota a punto de partir hacia la isla de Duliquio, pero me
mostró el tesoro que había reunido Ulises, suficiente para mantener a su familia diez
generaciones. No obstante, el rey me dijo que Ulises había partido a Dodona para
averiguar la voluntad de Zeus mediante el roble del dios y saber si, después de tan
larga ausencia, debía volver a Ítaca abiertamente o en secreto. Conque has de saber
que está a salvo y no tardará en llegar; está cerca y no seguirá lejos de casa mucho
más tiempo. Aun así, confirmaré mis palabras con un juramento, y pondré por testigo
a Zeus, que es el primero y el más poderoso de los dioses, así como al hogar de
Ulises donde me encuentro, de que todo lo que he dicho sucederá. Ulises volverá este
mismo año; cuando acabe esta luna y empiece la siguiente, estará aquí.
—Ojalá sea así —respondió Penélope—. Si lo es, te demostraré tanta generosidad
y te daré tantos presentes que todos los que te vean te felicitarán. Pero sé muy bien lo
que ocurrirá. Ulises no volverá y tú no conseguirás tu escolta, pues ya no hay señores
en la casa como él, que recibía a forasteros honorables y los despedía para que
siguieran su viaje. Y ahora, doncellas, lavadle los pies y preparadle una cama con
esteras y mantas para que duerma caliente hasta mañana. Luego, al rayar el alba,
lavadlo y volved a ungirlo para que se siente en la sala a comer con Telémaco. Y
tanto peor para aquel que sea descortés con él, ya que en ese caso no volverá a esta
casa. ¿Cómo, señor, podrás saber si soy o no superior a otras de mi sexo, tanto en
entendimiento como en la bondad de mi corazón si te dejo cenar mal vestido en mi
casa? Los hombres viven poco tiempo. Cuando son crueles y se comportan con
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crueldad, todo el mundo les desea el mal mientras viven y hablan con desprecio de
ellos cuando mueren. En cambio, a los justos, a los que obran con justicia, todos los
alaban y hablan bien de ellos.
—Señora —respondió Ulises—, renuncié a las mantas y las esteras el día en que
dejé las nevadas cumbres de Creta para embarcarme. Dormiré como he dormido
muchas noches desde entonces. He pasado muchas noches a la intemperie esperando
a que llegue la mañana. Tampoco quiero que me lave los pies ninguna de tus criadas;
aunque si tienes a alguna mujer anciana y respetable que haya sufrido tantas
penalidades como yo, dejaré que ella me los lave.
—Mi querido señor —respondió Penélope—, de todos los huéspedes que han
pasado por mi casa nunca hubo nadie que hablase con tanto decoro como tú. Hay en
la casa una anciana muy respetable, la misma que cogió a mi pobre marido en sus
brazos al poco de nacer y que lo crio en su infancia. Ahora está muy débil, pero ella
te lavará los pies. Ven, Euriclea, y lava a este hombre de la misma edad de tu amo;
supongo que los pies y las manos de Ulises deben de parecerse mucho a las suyas,
pues el sufrimiento nos envejece a todos muy deprisa.
Al oír estas palabras, la anciana se cubrió el rostro con las manos, empezó a llorar
y se lamentó diciendo:
—Mi niño querido, no sé qué voy a hacer contigo. Estoy segura de que no ha
habido nadie más temeroso de los dioses que tú, y aun así Zeus te odia. Nadie en el
mundo le ha ofrendado más muslos que tú ni ha hecho mejores hecatombes mientras
rezabas para llegar a una edad avanzada y ver crecer a tu hijo y que se pareciera a ti.
Pero mira cómo te ha impedido volver a tu propia casa. No me cabe duda de que las
mujeres de algún palacio extranjero al que ha llegado Ulises se mofan de él como se
mofan de ti estas mujerzuelas. No me extraña que no quieras que te laven después del
modo en que te han insultado. Yo te lavaré los pies, puesto que Penélope me lo pide.
Te los lavaré por Penélope y por ti, pues has despertado en mí una viva compasión. Y
deja que te diga una cosa más, y te ruego que me escuches, por aquí han pasado
muchos forasteros en dificultades, pero me atrevo a decir que ninguno era tan
parecido a Ulises en su voz, su figura y sus pies como tú.
—Quienes nos han visto a los dos —respondió Ulises— siempre han dicho que
nos parecíamos mucho, y tú también te has dado cuenta.
A continuación, la anciana cogió el caldero en el que iba a lavarle los pies, lo
llenó de abundante agua fría y después añadió agua caliente hasta que el baño estuvo
tibio. Ulises se sentó al lado del fuego, pero enseguida se apartó, pues temió que,
cuando la anciana le cogiera la pierna, reconociera cierta cicatriz que tenía y saliese a
relucir la verdad. Y, de hecho, en cuanto empezó a lavar a su amo, enseguida
reconoció la cicatriz que le había hecho un jabalí cuando cazaba en el monte Parnaso
con su excelente abuelo Autólico, que fue el ladrón y perjuro más consumado del
mundo, y con los hijos de Autólico. El propio Hermes le había concedido tales dones,
pues siempre quemaba los muslos de las cabras y los corderos en su honor, por lo que
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siempre le auxiliaba. Ocurrió una vez que Autólico había ido a Ítaca y había
encontrado al niño recién nacido de su hija. En cuanto acabó de cenar, Euriclea le
puso al niño en las rodillas y dijo:
—Autólico, tienes que encontrar un nombre para tu nieto, siempre habías querido
tener uno.
—Yerno e hija —replicó Autólico—, llamad al niño así: puesto que muchas
personas de diversos lugares, tanto hombres como mujeres, me detestan, llamad al
niño «Ulises». Cuando crezca y vaya a visitar a la familia de su madre al monte
Parnaso, donde están mis posesiones, le haré un regalo y lo despediré alegre.
Así que Ulises fue al Parnaso a buscar los presentes de Autólico, que le dio la
bienvenida con sus hijos y le estrechó la mano. Su abuela Anfitea lo abrazó y le besó
la cabeza y los ojos, mientras Autólico pedía a sus hijos que prepararan la cena.
Llevaron un toro de cinco años, lo despellejaron y descuartizaron; lo cortaron en
trozos más pequeños que clavaron en espetones; los asaron lo suficiente y sirvieron
los trozos. Y así, mientras duró el día y hasta la puesta del sol estuvieron comiendo y
bebiendo hasta saciarse, pero cuando se puso el sol y oscureció, se fueron a la cama y
disfrutaron del don del sueño.
Cuando apareció la hija de la mañana, Aurora de dedos sonrosados, los hijos de
Autólico salieron a cazar con sus perros y Ulises los acompañó. Treparon por las
boscosas laderas del Parnaso y pronto llegaron a los aireados valles de la planicie;
pero, cuando el sol empezaba a calentar los campos nada más alzarse de las lentas y
calladas corrientes de Océano, llegaron a un altozano. Los perros corrían por delante
en busca del rastro de algún animal y detrás iban los hijos de Autólico y Ulises, con
una larga lanza en la mano. Allí se hallaba el cubil de un enorme jabalí entre una
maleza tan densa que el viento y la lluvia no podían atravesarla, ni tampoco los rayos
del sol, y el suelo estaba cubierto de hojas caídas. El jabalí oyó el ruido de los pasos
de los hombres y a los perros que ladraban, por lo que salió a toda prisa de su
guarida, erizó las cerdas del cuello y se plantó ante ellos con los ojos encendidos.
Ulises fue el primero en levantar la lanza e intentar clavársela al animal, pero el jabalí
fue demasiado rápido y le embistió de lado y le desgarró la rodilla con los colmillos,
aunque no llegó hasta el hueso. A pesar de todo, Ulises le acertó en el lomo derecho y
la punta de la lanza lo atravesó, y cayó gruñendo en el polvo hasta que se le escapó la
vida. Los hijos de Autólico vendaron la herida de Ulises y pronunciaron un hechizo
para que dejara de sangrar. Entonces volvieron a casa lo más deprisa posible.
Autólico y sus hijos cuidaron muy bien a Ulises y, tras hacerle espléndidos regalos, lo
enviaron de regreso a Ítaca. Cuando volvió, su padre y su madre se alegraron y le
preguntaron cómo se había hecho esa herida; y él les contó cómo le había desgarrado
el jabalí cuando estaba de caza con Autólico y sus hijos en el monte Parnaso.
En cuanto Euriclea cogió entre sus manos la pierna con la cicatriz, la reconoció y
soltó el pie. La pierna cayó en el caldero, que se volcó con estrépito, de modo que el
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agua se derramó por el suelo; los ojos de Euriclea se llenaron de lágrimas de alegría y
pesar, y no pudo hablar, aunque cogió a Ulises de la barba y dijo:
—Mi niño querido, estoy segura de que eres Ulises, aunque no te he reconocido
hasta que te he tocado.
Mientras hablaba se volvió hacia Penélope como para decirle que su querido
marido estaba en la casa, pero Penélope no la miró ni vio lo que sucedía porque
Atenea distrajo su atención. Entonces Ulises cogió a Euriclea por el cuello y se la
acercó con la mano izquierda.
—Aya, tú que me criaste a tus pechos, ¿quieres ser mi perdición ahora que,
después de diez años de vagabundeo, he vuelto por fin a mi propia casa? Ya que un
dios ha querido que me reconozcas, contén la lengua y no digas ni una palabra a
nadie; de lo contrario, si un dios me concede acabar con la vida de estos
pretendientes, no te perdonaré, aunque hayas sido mi propia nodriza, cuando dé
muerte a las demás mujeres.
—Hijo mío —respondió Euriclea—, ¿qué estás diciendo? Sabes muy bien que
nada puede doblegarme o quebrantarme. Contendré la lengua como si fuese una
piedra o un pedazo de hierro; es más, deja que te diga que, cuando un dios ponga a
los pretendientes en tus manos, te daré una lista de las mujeres de la casa que se han
portado mal y de las que son inocentes.
—Aya —respondió Ulises—, no deberías hablar así; yo puedo formarme mi
propia opinión sobre todas y cada una de ellas. Guarda silencio y deja lo demás a los
dioses.
Euriclea salió de la sala para ir a buscar más agua, pues la otra se había
derramado. Cuando terminó de bañarlo y de ungirlo con aceite, Ulises acercó su
asiento al fuego para calentarse y ocultó la cicatriz debajo de los harapos. Entonces
Penélope empezó a hablarle y le dijo:
—Forastero, querría hablar contigo un momento de otro asunto. Es casi hora de
acostarse, al menos para aquellos que pueden dormir a pesar de sus penas. A mí los
dioses me han dado una vida de pesares tan inconcebibles que incluso de día, cuando
me ocupo de mis obligaciones y cuido de los criados, sigo llorando y lamentándome
todo el rato; luego, cuando llega la noche y todos vamos a acostarnos, me quedo
despierta pensando y mi corazón es presa de las más incesantes y crueles torturas. Mi
imaginación se agita y duda si debería quedarme aquí con mi hijo y proteger mi
hacienda, mis criados y la grandeza de mi casa por respeto a la opinión del pueblo y
al recuerdo de mi difunto esposo, o irme con el mejor de estos pretendientes que me
cortejan y me hacen tan magníficos presentes. Cuando mi hijo era todavía un niño sin
entendimiento, no quería que dejase la casa de mi marido, pero ahora que ha crecido
me ruega y me suplica que me vaya, irritado por el modo en que los pretendientes
devoran su hacienda. Escucha, pues, un sueño que he tenido y ayúdame a
interpretarlo, si sabes. Tengo en casa veinte ocas que comen afrecho en un comedero
y que me gustan mucho. Soñé que un águila bajaba volando desde la montaña y
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clavaba su curvo pico en el cuello de cada una de ellas hasta matarlas. Luego alzaba
el vuelo y las dejaba muertas en el corral. Mis doncellas acudieron al oírme llorar en
sueños por la muerte de mis ocas. Luego volvía el águila, se posaba en una viga, me
hablaba con voz humana y me pedía que dejara de llorar: «Ten valor, hija de Icario,
esto no es un sueño, sino una visión de un buen augurio que sin duda ha de
cumplirse. Las ocas son los pretendientes y yo ya no soy un águila, sino tu marido,
que he vuelto contigo y haré que esos pretendientes tengan un final deshonroso».
Entonces desperté y al asomarme vi a las ocas en el comedero comiendo el afrecho
como de costumbre.
—Este sueño, señora —respondió Ulises—, solo admite una interpretación, pues
¿no fue el propio Ulises quien te dijo que se cumpliría? Te ha augurado la muerte de
los pretendientes y ni uno solo de ellos escapará con vida.
—Forastero, a menudo los sueños son inexplicables —respondió Penélope— y no
siempre se hacen realidad. Hay dos puertas por las que pasan estos caprichos sin
sustancia: una es de cuerno y la otra de marfil. Los que pasan por la puerta de marfil
son vanos y engañosos, y los que pasan por la puerta de cuerno se cumplen y
significan algo para quienes los ven[62]. No creo que mi propio sueño pasara por la
puerta de cuerno, ¡qué gran alegría tendríamos mi hijo y yo! Además, y ten presente
lo que voy a decirte, el alba traerá el día aciago que habrá de separarme de la casa de
Ulises, pues voy a celebrar el certamen de las hachas. Mi esposo clavaba en una
hilera doce hachas en la sala, igual que los puntales de una embarcación, y luego las
atravesaba con una flecha. Pediré a los pretendientes que intenten hacer lo mismo y a
quien sea capaz de tensar el arco con más facilidad y atraviese las doce hachas con su
flecha es a quien seguiré cuando deje la casa de mi marido legítimo, tan hermosa y
abundante en riqueza. Pero incluso así, no me cabe duda de que la recordaré en mis
sueños.
—Señora, esposa de Ulises —respondió él—, no hace falta que demores la
prueba, pues Ulises volverá antes de que puedan tensar el arco, si es que pueden, y
lanzar las flechas a través del hierro.
—Mientras estés aquí y me hables, señor —dijo Penélope—, no tengo deseos de
volver a la cama. Pero no se puede estar sin dormir, y los dioses han dispuesto un
momento para cada cosa. Así que iré arriba y me tenderé en ese lecho que no he
dejado de inundar con mis lágrimas desde el día en que Ulises partió hacia la ciudad
de odioso nombre.
Luego subió a su cuarto, no sola, sino en compañía de sus doncellas, y una vez
allí lloró a su querido marido hasta que Atenea vertió el dulce sueño sobre sus
párpados.
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CANTO XX
ULISES ORA A ZEUS
EUMEO Y FILETIO LLEGAN A LA CASA
TEOCLÍMENO PREDICE EL DESASTRE
Ulises se acostó en el vestíbulo sobre una piel de buey sin curtir y varias zaleas de las
ovejas que habían devorado los pretendientes, y Eurínome le echó un manto por
encima en cuanto se acostó. Allí se quedó Ulises sin poder dormir meditando el modo
en que mataría a los pretendientes. Vio que algunas mujeres, entre risas, salían de la
casa para ir a acostarse con los pretendientes. Eso enojó mucho a Ulises, que dudó si
levantarse y matarlas a todas allí mismo, o dejar que durmieran una última vez con
ellos. Ante tales actos, el corazón le ladraba en su interior como una perra que no deja
que un desconocido se acerque a sus cachorros. Pero se golpeó el pecho y dijo:
—Calla, corazón, peores cosas tuviste que soportar cuando el espantoso Cíclope
devoró a tus valerosos compañeros y lo soportaste en silencio hasta que tu astucia te
sacó sano y salvo de la cueva, aunque creías que ibas a morir.
Así reprendió a su corazón y le pidió que resistiera, pero él se revolvía de un lado
al otro meditando cómo, siendo solo uno como era, podría matar a tantos hombres. Al
cabo de un rato, Atenea descendió del cielo bajo el aspecto de una mujer y flotó sobre
su cabeza diciendo:
—Pobre desdichado, ¿por qué yaces así despierto? Esta es tu casa, tu mujer está a
salvo en ella, igual que tu hijo, que es un joven del que estaría orgulloso cualquier
padre.
—Diosa —respondió Ulises—, todo lo que has dicho es cierto, pero pienso en
cómo podré matar yo solo a estos malvados pretendientes, que siempre están juntos.
Y hay otra cuestión. Si con tu ayuda y la de Zeus puedo matarlos, ¿adonde debo
escapar de los que querrán vengarlos?
—Debería darte vergüenza —respondió Atenea—, cualquiera confiaría en un
aliado peor que yo, incluso aunque ese aliado fuese un simple mortal y menos sabio
que yo. ¿Acaso no soy una diosa y no te he protegido siempre en tus tribulaciones?
Te digo sin más que, aunque nos rodearan cincuenta partidas de hombres dispuestos a
matarnos, conseguirías robarles el ganado y las ovejas y huir. Pero ve a dormir, es
malo pasar toda la noche en vela y ya falta poco para que terminen tus desdichas.
Y la diosa vertió sueño sobre sus ojos, y luego volvió al Olimpo.
Mientras Ulises se dejaba arrastrar por un profundo sueño que alivió el peso de
sus penas, su admirable esposa despertó, se sentó en el lecho y volvió a llorar.
Después de consolarse con el llanto, rezó a Artemisa diciendo:
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—Gran diosa Artemisa, hija de Zeus, atraviesa mi corazón con una flecha y
mátame; o deja que un remolino me arrastre y me lleve por caminos de oscuridad
hasta soltarme en la boca del Océano de constante reflujo, como hizo con las hijas de
Pandáreo. Las hijas de Pandáreo perdieron a su padre y a su madre, pues los dioses
los mataron, y quedaron huérfanas. Pero Afrodita cuidó de ellas y las alimentó con
queso, miel y dulce vino. Hera les enseñó a superar a todas las mujeres en belleza y
entendimiento. Artemisa les dio una presencia imponente, y Atenea les otorgó toda
clase de dones. Pero un día, cuando Afrodita fue al Olimpo a ver a Zeus para casarlas,
pues él sabe muy bien lo que le ocurrirá, unos vientos tempestuosos las raptaron y se
las llevaron para que fuesen las doncellas de las temibles Erinias[63]. Así quiero yo
que los dioses se me lleven o la bella Artemisa me golpee, pues prefiero ir debajo de
la triste tierra si de esta forma puedo ver a Ulises y no tener que entregarme a un
hombre peor de lo que él fue. Además, por mucho que alguien llore de día, lo
soportará si puede dormir de noche, pues cuando los ojos se cierran por el sueño la
gente olvida tanto lo bueno como lo malo. En cambio, a mí mi desdicha me persigue
incluso en sueños. Esta misma noche he soñado que había a mi lado alguien que era
como Ulises cuando partió, y me alegré, pues pensé que no era un sueño, sino la
verdad misma.
Entonces despuntó el día[64], y Ulises oyó su llanto y le extrañó, pues fue como si
lo hubiese reconocido y estuviese a su lado. Luego recogió el manto y las pieles y los
dejó sobre un asiento en la sala, pero la piel de buey la sacó fuera. Alzó las manos y
oró, diciendo:
—Padre Zeus, puesto que has querido traerme por mar y por tierra a mi propia
casa después de todas las tribulaciones que me has hecho pasar, dame una señal de
boca de alguno de los que despiertan ahora en la casa y otra señal afuera.
Así rezó. Zeus oyó su plegaria y tronó entre las nubes desde el esplendor del
Olimpo, y Ulises se alegró al oírlo. Al mismo tiempo, dentro de la casa, una molinera
le dio otra señal. Había doce molineras cuya labor era moler el trigo y la cebada, que
son el sostén de la vida. Las demás habían terminado su tarea y habían ido a
descansar, pero esta no había terminado aún, pues no era tan fuerte como ellas.
Cuando oyó el trueno, dejó de moler y le dio la señal a su amo diciendo:
—Padre Zeus, tú que reinas sobre el cielo y la tierra, has tronado con el cielo
despejado y sin una nube, esto es un signo para alguien. Concede a esta pobre
sirvienta que hoy sea el último día que los pretendientes comen en casa de Ulises. Me
han agotado moliendo harina para ellos. Y espero que no vuelvan a comer en ningún
sitio.
Ulises se alegró al oír los augurios que le llevaron la voz de esa mujer y el trueno,
pues sabía que significaban que se vengaría de los pretendientes.
Las otras doncellas de la casa se despertaron y encendieron el fuego en el hogar.
Telémaco también se levantó y se vistió. Se ciñó la espada al hombro, se ató las
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sandalias a los bellos pies y cogió una recia lanza con la punta de bronce; se detuvo
en el umbral y le dijo a Euriclea:
—Aya, ¿te has asegurado de que el forastero estuviera cómodo y tuviera un lecho
y comida o te has despreocupado de él? Piensa que mi madre, aunque sea noble,
protege a las personas inferiores y descuida a otros que son mejores.
—No se lo recrimines, niño —dijo Euriclea—, pues no hay nada que recriminar.
El forastero se sentó y bebió cuanto quiso, tu madre le preguntó si quería más pan y
respondió que no. Cuando le apeteció irse a dormir, ella pidió a las criadas que le
preparasen un lecho, pero él dijo que era un pobre vagabundo y no quería dormir en
una cama e insistió en que le extendieran una piel de buey sin curtir y unas pieles en
el vestíbulo y yo misma lo cubrí con un manto.
Entonces Telémaco se fue al lugar de asamblea; llevaba la lanza en la mano y no
iba solo, pues le acompañaban sus dos perros. Y Euriclea llamó a las doncellas y dijo:
—Vamos, despertad; barred el atrio y asperjadlo con agua para quitar el polvo;
poned pieles en los asientos; limpiad las mesas, alguna de vosotras, con una esponja
húmeda; lavad las cráteras y las copas e id a buscar agua a la fuente ahora mismo; los
pretendientes están a punto de llegar; hoy vendrán pronto porque es día de fiesta.
Así habló y todas hicieron lo que les dijo; veinte fueron a por agua a la fuente; y
las demás se afanaron en la casa. Los hombres que atendían a los pretendientes
llegaron y empezaron a cortar leña. Al cabo de un rato las mujeres volvieron de la
fuente, y el porquero llegó con los tres mejores cerdos que tenía. Los dejó comiendo
y luego preguntó de buen humor a Ulises:
—Forastero, ¿te tratan mejor los pretendientes ahora o siguen tan insolentes como
siempre?
—Ojalá los dioses —respondió Ulises— los castiguen por las maldades que
prodigan sin el menor pudor en casa ajena.
Así hablaron; entretanto llegó también Melantio, el cabrero, con las mejores
cabras para la cena de los pretendientes y en compañía de dos pastores. Ataron las
cabras debajo del pórtico y Melantio empezó a provocar a Ulises:
—¿Todavía estás aquí, forastero, para incomodar a todos mendigando por la casa?
¿Por qué no te vas a otra parte? Tú y yo no nos entenderemos hasta que hayamos
probado nuestros puños. Mendigas sin el menor decoro, ¿es que no hay más griegos
que celebren banquetes?
Ulises no respondió, pero agachó la cabeza, pensativo. Luego llegó un tercer
hombre, Filetio, que llevaba una novilla estéril y unas cabras. Las habían llevado
unos barqueros, que llevan a la gente de un sitio a otro. Filetio ató la novilla y las
cabras debajo del pórtico y fue a ver al porquero.
—¿Quién, porquero —preguntó—, es este forastero recién llegado? ¿Es uno de
tus hombres? ¿Cuál es su familia? ¿De dónde viene? El pobre da la impresión de
haber sido un gran hombre, pero los dioses envían pesares a quienes ellos quieren,
incluso a los reyes, si así lo desean.
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Mientras decía esas palabras se acercó a Ulises y le saludó con la mano derecha.
—Buenos días, padre forastero —dijo—, pareces bastante abatido, pero espero
que con el tiempo te vayan mejor las cosas. Padre Zeus, de todos los dioses eres el
más perverso. Todos somos tus hijos, pero no tienes piedad de nosotros en nuestras
penas y aflicciones. Al ver a este hombre me he cubierto de sudor y los ojos se me
han llenado de lágrimas, pues me recuerda a Ulises, que temo que lleve harapos como
los de este hombre, si es que sigue entre los vivos. Si ha muerto ya y está en la casa
de Hades, ¡ay de mi amo, que me puso a cuidar su ganado entre los cefalenios cuando
yo era muy joven! Ahora sus vacas son incontables, pues se han reproducido como
espigas de trigo. Pero ahora tengo que traerlas para que se las coman otros que
desprecian a su hijo aunque esté en casa y no temen la cólera de los dioses, sino que
están ansiosos por dividirse las propiedades de Ulises porque lleva fuera mucho
tiempo. A menudo he pensado, aunque no sería justo mientras viva su hijo, en
marcharme con las vacas a algún país extranjero; siempre sería mejor que quedarme
aquí y cuidar las vacas de otros. Hace mucho que debería haber huido y haberme
puesto bajo la protección de algún otro jefe, pues no soporto esta situación, pero aún
creo que mi pobre amo volverá y echará a todos esos pretendientes de su casa.
—Vaquero —respondió Ulises—, pareces una persona muy bien dispuesta y veo
que eres un hombre sensato. Por Zeus, el padre de todos los dioses, y por el hogar de
Ulises donde me encuentro, te aseguro que Ulises volverá antes de que te marches, y,
si lo deseas, lo verás matar a los pretendientes.
—Si Zeus así lo quisiera —respondió el vaquero—, verías que yo haría cuanto
pudiera por ayudarle.
Y del mismo modo Eumeo rezó para que Ulises pudiera volver a casa.
Así conversaron. Entretanto, los pretendientes estaban tramando un plan para
asesinar a Telémaco, pero un ave voló cerca de ellos a su izquierda: un águila con una
paloma en las garras. Al verla, Anfínomo dijo:
—Amigos, este plan para asesinar a Telémaco no tendrá éxito, mejor vayamos a
cenar.
Los demás estuvieron de acuerdo, así que entraron y dejaron sus mantos sobre los
bancos y los asientos. Después de sacrificar las ovejas, las cabras, los cerdos y la
novilla, asaron las entrañas y las sirvieron. Mezclaron el vino en las cráteras y el
porquero le dio a cada uno su copa, mientras Filetio repartía el pan de las cestas y
Melantio les escanciaba el vino. Luego echaron mano a las viandas que tenían
delante.
Telémaco hizo que Ulises se sentara en la parte del atrio que estaba empavesada
de piedra; le dio un asiento desvencijado y una mesita, y ordenó que le sirvieran parte
de la carne de las entrañas y vino en una copa de oro.
—Siéntate ahí —dijo— y bebe tu vino entre los nobles. Pondré fin a las pullas y
los golpes de los pretendientes, pues esto no es una taberna, sino que es la casa de
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Ulises y ha pasado de él a mí. Así que, pretendientes, contened la mano y la lengua si
no queréis que ocurra una desgracia.
Los pretendientes se mordieron el labio y se maravillaron de la osadía de sus
palabras. Luego Antínoo dijo:
—No nos gusta ese lenguaje, pero lo toleraremos, pues Telémaco nos amenaza en
serio. Si Zeus nos lo hubiese permitido, hace tiempo que habríamos puesto fin a sus
bravatas.
Así habló Antínoo, pero Telémaco no le hizo caso. Entretanto los heraldos
anunciaron la hecatombe sagrada por toda la ciudad, y los griegos se congregaron en
el umbrío bosquecillo de Apolo.
Luego asaron la carne del lomo, la quitaron de los espetones, dieron a cada cual
su parte y comieron hasta saciarse. Los que servían la mesa le dieron a Ulises un
trozo exactamente igual que a los demás, pues así se lo había ordenado Telémaco.
Pero Atenea no permitió que los pretendientes cesaran en su insolencia, pues
quería que Ulises se enojara aún más con ellos. Resultó que había entre ellos un
sujeto irreverente llamado Ctesipo, que era de Same. Este hombre, confiado en su
mucha riqueza, cortejaba a la mujer de Ulises y les dijo a los pretendientes:
—Oíd lo que tengo que decir. El forastero ha tenido ya una ración tan grande
como los demás, lo cual está bien, pues no es justo ni razonable tratar mal a ningún
invitado de Telémaco. No obstante, le haré un regalo por mi cuenta para que tenga
algo que darle a la mujer que lo bañe o a cualquiera de las criadas de Ulises.
Mientras hablaba cogió una pezuña de ternera de la cesta y se la lanzó a Ulises,
pero Ulises agachó la cabeza y la esquivó; la pezuña golpeó la pared y no a él.
Entonces Telémaco habló con ferocidad a Ctesipo:
—Tienes suerte de que el forastero haya agachado la cabeza y no le hayas dado.
De haberle acertado, te habría atravesado con mi lanza y tu padre, en vez de venir a
una boda, habría venido a enterrarte. ¡Basta de comportamientos viles! Ya no soy el
niño que era, sino un adulto que distingue el bien del mal y sabe lo que está pasando.
Llevo demasiado tiempo viéndoos matar mis ovejas y devorando mi trigo y mi vino;
lo he tolerado, porque un hombre no puede enfrentarse solo a tantos, pero no me
provoquéis más. Si queréis matarme, hacedlo. Prefiero mil veces morir que
presenciar escenas tan vergonzosas un día tras otro: que se insulte a mis invitados y
que se arrastre a las criadas por la casa de forma indecorosa.
Todos callaron hasta que Agelao, hijo de Damastor, dijo:
—Que nadie se ofenda por lo que nos acaba de decir ni lo contradiga, pues es
muy razonable. Dejad, pues, de maltratar al forastero y a cualquiera de los criados de
la casa. No obstante, quiero decir unas palabras amistosas a Telémaco y a su madre
que espero sepan apreciar. Mientras teníais esperanzas de que Ulises volviera a casa
algún día, nadie podía reprocharos que hicierais esperar a los pretendientes. Pero
ahora es evidente que no lo hará, así que ve a hablar con tu madre y dile que se case
con el mejor y con quien le haga la mejor oferta. Así podrás ocuparte de tu herencia y
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comer y beber en paz mientras tu madre cuida de la casa de otro hombre, no de la
tuya.
—Por Zeus, Agelao —respondió Telémaco—, y por los sufrimientos de mi
desdichado padre, que, o bien ha muerto lejos de Ítaca, o vaga en algún país lejano,
que no pongo ningún obstáculo a la boda de mi madre. Al contrario, la animo a
escoger a quien ella quiera y le daré incontables regalos cuando lo haga, pero no me
atrevo a insistirle en que se vaya de la casa contra su voluntad. Que los dioses me
impidan tal cosa.
Atenea hizo que los pretendientes se echaran a reír sin mesura y les extravió el
juicio. La carne que comían estaba manchada de sangre, se les inundaron los ojos de
lágrimas y el corazón se les llenó de presagios. Teoclímeno lo vio y dijo:
—Desdichados, ¿qué os aflige? La oscuridad os cubre de pies a cabeza; las
lágrimas humedecen vuestras mejillas; el aire vibra con vuestros lamentos; las
paredes y las vigas del techo gotean sangre; en el vestíbulo y el patio se agolpan
espectros que se dirigen a la infernal oscuridad; el sol ha desaparecido del cielo y una
cegadora negrura cubre toda la tierra[65].
Así habló, y todos se rieron de buena gana.
—Este extranjero —dijo Eurímaco— ha perdido el juicio. Criados, echadlo a la
calle, ya que dice que aquí está tan oscuro.
—Eurímaco —respondió Teoclímeno—, no hace falta que me echen. Tengo ojos,
oídos y un par de piernas, por no hablar de mi entendimiento. Me iré de esta casa,
pues veo que os amenaza una desgracia de la que ninguno de vosotros, que insultáis a
la gente y tramáis maldades en la casa de Ulises, podréis escapar.
Se fue de la casa y volvió con Pireo, que le dio la bienvenida, pero los
pretendientes siguieron mirándose unos a otros y provocando a Telémaco al burlarse
de sus huéspedes. Un tipo insolente le dijo:
—Telémaco, no sabes escoger a tus huéspedes: primero este vagabundo
impertinente, que se dedica a mendigar pan y vino y no sabe trabajar ni pelear, sino
que es un inútil; y luego ese otro tipo que se las da de adivino. Hazme caso, sería
mucho mejor subirlos a una nave, enviarlos a los sículos y venderlos por lo que te
den.
Telémaco no le hizo caso y se quedó callado mirando a su padre, esperando que
en cualquier momento empezara el ataque contra los pretendientes.
Entretanto, la hija de Ícaro, la sabia Penélope, había hecho que le preparasen una
lujosa silla delante de la puerta para oír lo que se decía. Muy contentos y alegres los
pretendientes disfrutaron de un banquete bueno y abundante, pues habían sacrificado
muchas víctimas. Pero no puede concebirse nada más espantoso que la comida que
una diosa y un hombre valiente estaban a punto de ofrecerles, pues ellos mismos
habían buscado su perdición.
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CANTO XXI
EL CERTAMEN DE LAS HACHAS
ULISES REVELA QUIÉN ES A EUMEO Y FILETIO
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he traído el poderoso arco de Ulises. A quien sea capaz de tensar el arco y atravesar
las doce hachas con su flecha es a quien seguiré cuando deje la casa de mi marido
legítimo, tan hermosa y abundante en riqueza. Pero incluso así, no me cabe duda de
que la recordaré en mis sueños.
Cuando terminó de hablar, ordenó a Eumeo que llevara el arco y las hachas de
hierro a los pretendientes, y Eumeo lloró mientras hacía lo que le había pedido. A su
lado, el vaquero también lloró al ver el arco de su amo, pero Antínoo les reprendió:
—Patanes necios y estúpidos, ¿por qué aumentáis el dolor de vuestra señora
lloriqueando de este modo? Bastante tiene con lamentar la pérdida de su esposo; así
que sentaos a comer en silencio o id fuera si queréis llorar y dejad aquí el arco.
Nosotros los pretendientes tendremos que esforzarnos en esta prueba, pues no será
fácil tensar un arco semejante. No hay ninguno de nosotros que sea como Ulises,
pues lo he visto y lo recuerdo, aunque yo no era más que un niño.
Eso dijo, y tenía la esperanza de poder tensar el arco y lanzar la flecha a través del
hierro. En realidad, iba a ser el primero en probar las flechas de manos de Ulises, a
quien estaba deshonrando en su propia casa.
Entonces habló Telémaco:
—¡Pobre de mí! Zeus debe de haberme privado de mi buen juicio. Mi querida y
excelente madre dice que se irá de casa y volverá a desposarse, y yo me río y me
alegro como si no pasara nada. Pero, pretendientes, ya que se ha convocado el
certamen, celebrémoslo. El premio es una mujer sin igual en Pilos, Argos, Micenas,
Ítaca o el continente. Lo sabéis tan bien como yo, ¿qué necesidad tengo de hablar en
alabanza de mi madre? Vamos, pues, no pongáis excusas para retrasarlo, y veamos si
sois capaces o no de tensar el arco. Yo también lo intentaré; si puedo tensarlo y
atravesar el hierro, no permitiré que mi madre abandone esta casa con un
desconocido, no si puedo ganar los premios que mi padre ganó antes que yo.
Dicho lo cual se levantó de su asiento, se soltó el manto de color púrpura y se
quitó la espada del hombro. Primero colocó las hachas en fila, en un largo surco que
había excavado antes y que había trazado con cordel, y luego pisoteó la tierra
alrededor. Todos se sorprendieron al ver cómo las colocaba tan bien, pese a que no lo
había visto hacer nunca. Cuando terminó, fue hasta el umbral para probar el arco; tres
veces intentó con todas sus fuerzas tensar la cuerda, y tres veces tuvo que soltarla,
aunque había tenido la esperanza de armar el arco y disparar a través del hierro. Iba a
intentarlo una cuarta vez, y lo habría conseguido, pero Ulises le indicó con un gesto
que se contuviera a pesar de su rabia. Así que dijo:
—¡Ay! O siempre seré débil e inútil, o soy demasiado joven y aún no tengo
fuerzas suficientes para defenderme si alguien me ataca. Vosotros, que sois más
fuertes, probad el arco y acabemos con este certamen.
Después de dejar el arco y la flecha, Telémaco se sentó. Entonces Antínoo dijo:
—Venid uno detrás de otro, de izquierda a derecha, a partir de donde el copero
comienza a escanciar el vino.
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Los demás estuvieron de acuerdo, y Leodes, hijo de Enope, fue el primero en
levantarse. Era el arúspice de los pretendientes y el único que detestaba sus maldades
y se indignaba con los demás. Fue el primero en coger el arco y la flecha, pero no
pudo armar el arco, pues sus manos eran débiles, no estaban acostumbradas al trabajo
duro y se cansaban pronto, y dijo a los pretendientes:
—Amigos, no puedo tensarlo; que otro lo intente, este arco acabará con la vida y
el alma de muchos de nosotros, pues es mejor morir que seguir viviendo sin
conseguir el premio que tanto tiempo hemos esperado y por el que llevamos aquí
tantos días. Algunos aún esperan y rezan para casarse con Penélope, pero, cuando
vean este arco y lo prueben, valdrá más que empiecen a cortejar y hacer
proposiciones nupciales a otra mujer y dejar que Penélope se case con quien le haga
la mejor oferta y esté destinado a desposarla.
Dejó el arco y se sentó. Antínoo le reprochó:
—¿Qué estás diciendo, Leodes? Tus palabras son monstruosas e intolerables; me
enoja oírte. ¿Así que este arco habrá de acabar con la vida de muchos de nosotros
solo porque tú no puedes tensarlo? Es cierto, no naciste para arquero, pero hay otros
que lo tensarán enseguida.
Entonces le dijo a Melantio, el cabrero:
—Escúchame bien, enciende un fuego en la sala y coloca al lado un asiento
cubierto con una piel de cordero y trae también una gran bola de manteca de la que
guardan en la casa. Calentemos el arco y engrasémoslo, luego volveremos a probar y
pondremos fin a este certamen.
Una vez que Melantio hizo lo que se le había ordenado, los pretendientes
calentaron el arco y volvieron a probarlo, pero ninguno fue lo bastante fuerte para
tensarlo. Solo quedaban Antínoo y Eurímaco, que eran los jefes de los pretendientes y
los más importantes de todos ellos.
Luego el porquero y el vaquero salieron juntos de la sala y Ulises les siguió.
Cuando cruzaron las puertas, Ulises les dijo en voz baja:
—Vaquero, y tú, porquero, dudo si contaros una cosa, aunque creo que os la voy a
decir. ¿Qué haríais si se presentase aquí Ulises traído de pronto por un dios? ¿Os
pondríais de parte de los pretendientes o de Ulises?
—Padre Zeus —respondió el vaquero—, ojalá ordenaras tal cosa. Si un dios
trajera de vuelta a Ulises, verías con qué fuerza e ímpetu lucharía por él.
Con palabras similares, Eumeo rezó a los dioses por la vuelta de Ulises. Cuando
estuvo seguro de lo que pensaban, Ulises dijo:
—Yo soy Ulises, ya estoy aquí. He sufrido mucho, pero, por fin, pasados veinte
años, he vuelto a mi patria. Creo que vosotros sois los únicos criados que se alegran
de que así sea, pues no he oído a ninguno de los otros rezar por mi regreso. Así que
solo a vosotros os revelaré la verdad de lo que va a pasar. Si un dios pone a los
pretendientes en mis manos, os buscaré una esposa y os daré una casa y tierras cerca
de las mías, y para mí será como si fueseis hermanos y amigos de Telémaco. Ahora
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os daré pruebas convincentes para que estéis seguros de reconocerme. Mirad, esta es
la cicatriz que me hizo el jabalí con sus colmillos cuando estaba cazando en el monte
Parnaso con los hijos de Autólico.
Apartó los harapos para mostrar la cicatriz y, después de verla de cerca, los dos
rompieron a llorar, abrazaron a Ulises y le besaron la cabeza y los hombros, mientras
Ulises les besaba las manos y las mejillas. El sol se habría puesto mientras se
lamentaban si Ulises no los hubiera contenido y dicho:
—Interrumpid vuestro llanto, no vaya a salir alguien, nos vea y advierta a los que
están en la casa. Cuando entréis, no vayáis juntos; yo iré primero y vosotros podéis
seguirme después. Que esta sea la señal entre nosotros: los pretendientes no querrán
que yo coja el arco y la aljaba, pero tú, Eumeo, dámelos y di a las mujeres que cierren
la puerta de sus habitaciones. Aunque oigan gritos y el estrépito de hombres
luchando, que no salgan y se queden donde están ocupándose de sus labores. Tú,
Filetio, cierra las puertas del patio y átalas para que no puedan abrirse.
Dichas estas palabras, volvió a la casa y ocupó el asiento que había dejado.
Enseguida los criados le siguieron adentro.
En ese momento el arco estaba en manos de Eurímaco, que lo estaba calentando
al lado del fuego, pero ni siquiera así pudo tensarlo y se sintió muy humillado. Soltó
un profundo suspiro y dijo:
—Me lamento por mí y por todos vosotros; me lamento por tener que renunciar al
matrimonio, aunque eso no me importa tanto, pues hay muchas otras mujeres en Ítaca
y en otros sitios. Lo que más me duele es que seamos tan inferiores en fuerza a Ulises
y no podamos armar su arco. Esto nos deshonrará ante quienes aún no han nacido.
—No será así, Eurímaco —dijo Antínoo—, y tú lo sabes. Hoy el pueblo celebra la
fiesta de Apolo, ¿quién puede armar un arco en un día como este? Dejadlo a un lado;
las hachas podéis dejarlas donde están. Que el copero reparta las copas para que
podamos hacer libaciones y olvidar este asunto del arco, le diremos a Melantio que
traiga más cabras mañana, las mejores que tenga. Luego podemos ofrendar los
muslos a Apolo, el poderoso arquero, y volver a celebrar el certamen para poner fin a
la disputa.
Los demás aprobaron sus palabras, y unos criados vertieron agua sobre las manos
de los invitados, mientras que otros llenaban las cráteras de vino y agua y las iban
pasando para que todos hicieran libaciones. Luego, cuando finalizaron sus libaciones
y cada cual bebió cuanto deseaba, Ulises dijo con astucia:
—Pretendientes de la ilustre reina, escuchad lo que tengo que deciros. Apelo
sobre todo a Eurímaco y a Antínoo, que acaba de hablar de manera tan razonable.
Dejad de disparar ahora y que la cuestión quede en manos de los dioses, pero por la
mañana que ellos den la victoria a quien deseen. De momento, no obstante, dadme el
arco para que pueda probar la fuerza de mis manos y si aún tengo tantas como tenía o
si los viajes y las tribulaciones han acabado con ellas.
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Todos se enfadaron mucho, pues temieron que pudiera tensar el arco, así que
Antínoo se negó diciendo:
—Malvada criatura, no tienes ni un ápice de sentido común en el cuerpo, deberías
considerarte afortunado de que te hayan permitido comer con tus mejores sin sufrir
daño alguno, de que no te hayan servido raciones más pequeñas que a nosotros y de
haber podido oír nuestra conversación. A ningún otro mendigo o forastero le hemos
permitido oír lo que decimos. El vino debe de haberte sentado mal, como hace con
quienes beben sin mesura. Fue el vino quien encendió al centauro Euritión cuando
estaba con Pirítoo entre los lapitas. Cuando el vino se le subió a la cabeza, enloqueció
y cometió varias maldades en la casa de Pirítoo; eso enojó a los héroes que estaban
allí, que se abalanzaron sobre él y le cortaron la nariz y las orejas; luego lo sacaron a
rastras de la casa. Él se marchó enloquecido y cargó con el peso de su crimen,
privado de entendimiento. A partir de entonces hubo guerra entre los hombres y los
centauros, pero él fue el causante con su ebriedad. Del mismo modo puedo decirte
que, si tensas el arco, no encontrarás piedad de nadie, pues te enviaremos con el rey
Équeto. Así que bebe, guarda silencio y no oses competir con hombres más jóvenes
que tú.
Entonces habló Penélope:
—Antínoo, no está bien que maltrates a un invitado de Telémaco a esta casa. Si el
forastero resulta ser lo bastante fuerte para tensar el poderoso arco de Ulises, ¿crees
que me llevaría consigo para hacerme su esposa? No os preocupéis, ni siquiera a él
puede habérsele ocurrido tal cosa.
—Reina Penélope —respondió Eurímaco—, no creemos que este hombre vaya a
llevarte con él, es imposible, pero nos preocupa que algún hombre o mujer vil vaya
por ahí diciendo: «Estos pretendientes son débiles: han estado cortejando a la mujer
de un valiente cuyo arco no pudieron armar, y, sin embargo, un mendigo andrajoso
que llegó a la casa lo tensó a la primera y pasó una flecha a través de las hachas».
Esto es lo que dirán y será una vergüenza para nosotros.
—Eurímaco —respondió Penélope—, quienes insisten en devorar la hacienda de
un gran jefe y en deshonrar su casa no pueden querer que los demás piensen bien de
ellos. ¿Qué más te da a ti que la gente hable como dices? Este forastero es fuerte, y
además dice ser de origen noble. Dale el arco y veamos si puede tensarlo o no. Yo
digo, y así lo haré, que si Apolo le concede la gloria de tensarlo, le daré un manto y
una túnica de buena calidad y una jabalina para mantener a los perros y los ladrones a
raya, y una espada. También le daré un par de sandalias y me aseguraré de que vaya
sano y salvo allí donde quiera ir.
Luego habló Telémaco:
—Madre, soy el único hombre en Ítaca o en las islas que hay delante de la Elide
que tiene el derecho de darle o quitarle este arco a alguien. Si ese es mi deseo, nadie
se puede oponer a que yo le regale el arco al forastero y deje que se lo lleve. Ve
adentro de la casa y ocúpate de tus quehaceres cotidianos, del telar, de la rueca y de
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dar órdenes a las criadas. Este arco es cosa de hombres, y sobre todo mía, que soy el
señor de esta casa.
Ella, perpleja, entró de nuevo en la casa y pensó en lo que le había dicho su hijo.
Luego subió a su habitación con sus doncellas y lloró a su querido marido hasta que
Atenea derramó un dulce sueño sobre sus ojos[67].
El porquero cogió el arco e hizo ademán de llevárselo a Ulises, pero los
pretendientes le increparon desde todos los rincones de la sala, y uno le dijo:
—¡Idiota! ¿Adónde llevas el arco? ¿Es que has perdido el juicio? Si Apolo y los
demás dioses escuchan nuestras plegarias, tus propios perros te atacarán en un lugar
tranquilo y acabarán contigo.
Eumeo se asustó por sus amenazas y dejó el arco en el suelo, pero Telémaco le
gritó desde el otro lado de la sala, y le amenazó diciendo:
—Padre Eumeo, llévale el arco a pesar de lo que digan. Si no, te echaré a
pedradas hasta el campo, pues, aunque muy joven, tengo más fuerza que tú. Ojalá
aventajara en fuerzas a los demás pretendientes como te aventajo a ti, pues echaría a
algunos de ellos de esta casa.
Así habló, y todos se rieron de buena gana, lo que les predispuso a favor de
Telémaco. Entonces Eumeo cogió el arco y lo dejó en manos de Ulises. Luego llevó
aparte a Euriclea y le dijo:
—Euriclea, Telémaco dice que cierres la puerta de las habitaciones de las
mujeres. Aunque oigan gritos y el estrépito de hombres luchando, que no salgan y se
queden donde están ocupándose de sus labores.
Euriclea hizo lo que le dijo y cerró las puertas de las habitaciones de las mujeres.
Entretanto Filetio se escabulló en silencio y cerró las puertas del patio. Había una
cuerda de papiro en el cobertizo y ató las puertas con ella; luego volvió a ocupar su
asiento y miró a Ulises, que había cogido el arco en la mano y estaba dándole vueltas
para ver si la carcoma lo había roído en su ausencia. Entonces uno se volvió hacia su
vecino y dijo:
—Este viejo entiende de arcos. Por como lo maneja, o bien tiene uno en casa, o
quiere fabricarse otro parecido.
—Espero que tenga tanto éxito en eso como el que es probable que tenga al armar
el arco.
Pero Ulises, después de cogerlo y examinarlo, lo tensó con tanta facilidad como
un bardo cuando tensa una cuerda de tripa mediante una clavija. Luego se lo puso en
la mano derecha para probar la cuerda, que cantó entre sus manos dulce como una
golondrina. Los pretendientes se quedaron demudados. Además, en ese momento
Zeus envió una señal y tronó ruidosamente. El corazón de Ulises se regocijó al oír el
augurio que le había enviado el hijo de Cronos.
Cogió una flecha que había sobre la mesa, pues las que los griegos estaban a
punto de probar seguían todas dentro de la aljaba, la puso en el centro del arco y tiró
de la muesca de la flecha y de la cuerda hacia así, sin moverse del asiento. Después
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de apuntar, la soltó, y la flecha pasó por los agujeros de los mangos de las hachas del
primero hasta el último, hasta atravesarlos todos e ir a parar al patio. Luego le dijo a
Telémaco:
—Tu invitado no te ha deshonrado, Telémaco. No he fallado el blanco y no me ha
costado tensar el arco. Sigo siendo fuerte, no como dicen los pretendientes. Ahora, no
obstante, ha llegado el momento de preparar la cena mientras haya luz y luego
disfrutar del canto y la danza, que son el mejor colofón de un banquete.
Mientras hablaba hizo un gesto con las cejas y Telémaco se ciñó la espada, cogió
la lanza y se plantó armado al lado de su padre.
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CANTO XXII
ULISES ACABA CON LOS PRETENDIENTES
LAS DONCELLAS MUEREN AHORCADAS
Ulises se quitó los harapos y saltó al umbral con el arco y la aljaba llena de flechas.
Tiró las flechas a sus pies y dijo:
—El certamen ha concluido. Ahora veremos si Apolo me permite acertar en otro
blanco contra el que ningún hombre ha disparado aún.
Apuntó una flecha mortal contra Antínoo, que estaba a punto de coger la copa de
dos asas para beber vino y la tenía ya en las manos. No presintió su muerte, ¿quién de
ellos habría imaginado que un solo hombre, por muy valiente que fuese, se
enfrentaría a tantos? La flecha acertó a Antínoo en el cuello y la punta le atravesó la
garganta, por lo que se desplomó y la copa se le cayó de las manos, mientras le
brotaba de la nariz un espeso chorro de sangre. Volcó la mesa y tiró las cosas que
había encima, de modo que el pan y las carnes se mancharon al caer al suelo. Los
pretendientes gritaron al ver que había disparado a un hombre; todos se levantaron
consternados del asiento y miraron hacia las paredes, pero no había ni escudos ni
lanzas, y le hicieron enfadados reproches a Ulises:
—Forastero, pagarás por disparar así contra la gente. No presenciarás ningún otro
certamen, estás acabado, ese al que acabas de matar era uno de los jóvenes
principales de Ítaca, y los buitres te devorarán por haberle matado.
Así hablaron, convencidos de que había matado a Antínoo por error, y no
repararon en que la muerte pendía sobre todos y cada uno de ellos. Pero Ulises los
miró furioso y dijo:
—Perros, ¿creíais que no volvería de Troya? Habéis devorado mi hacienda,
obligado a mis criadas a acostarse con vosotros y cortejado a mi mujer cuando yo aún
estaba con vida. No habéis temido ni a los dioses ni a los hombres, y ahora vais a
morir.
Todos empalidecieron de miedo al oírle, y todos miraron a su alrededor para ver
si podían huir y ponerse a salvo, pero solo Eurímaco habló:
—Si eres Ulises, lo que has dicho es justo. Hemos hecho estragos en tus tierras y
en tu casa. Pero Antínoo, que era el jefe, ya ha muerto. Todo ha sido obra suya. No
quería desposar a Penélope, eso le daba igual. Lo que pretendía era algo muy
diferente y Zeus no se lo ha concedido: quería matar a tu hijo y ser el rey de Ítaca.
Ahora que ha encontrado la muerte que merecía, perdona la vida de tu pueblo.
Llegaremos a un acuerdo y te pagaremos lo que hemos comido y bebido. Cada uno
de nosotros te pagará una compensación por valor de veinte bueyes, y te daremos oro
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y bronce hasta que tu corazón se ablande. Hasta que no lo hayamos hecho, nadie
podrá quejarse de que estés encolerizado por nuestra causa.
Ulises lo miró furioso y dijo:
—Aunque me dieseis todo lo que tenéis ahora en el mundo y todo lo que vayáis a
tener, no contendría mi mano hasta haberos pagado del todo. Tendréis que luchar o
huir para salvar la vida, pero ninguno escapará.
El corazón se les encogió al oírlo, pero Eurímaco volvió a hablar y dijo:
—Amigos, este hombre no se detendrá. Se quedará donde está y nos disparará
hasta haber acabado con todos y cada uno de nosotros. Luchemos, pues, desenvainad
las espadas y usad las mesas para protegeros de sus flechas. Ataquémosle todos a la
vez para echarle del umbral; luego podemos ir a la ciudad y dar la alarma para que
deje de dispararnos.
Mientras hablaba desenvainó la aguda espada de bronce y con un grito saltó hacia
Ulises, que le disparó al instante una flecha en el pecho que le acertó en el pezón y le
llegó hasta el hígado. Soltó la espada y cayó doblado en dos sobre la mesa. La copa y
todas las carnes cayeron cuando golpeó el suelo con la frente en mortal agonía y dio
una patada al asiento. Sobre sus ojos se extendió la oscuridad.
Entonces Anfínomo desenvainó la espada y se abalanzó sobre Ulises para intentar
apartarlo de la puerta, pero Telémaco fue más rápido y le atacó por detrás; la lanza se
le clavó entre los hombros y le atravesó el pecho, de modo que cayó pesadamente a
tierra y golpeó el suelo con la frente. Después Telémaco se apartó de él y dejó la
lanza en el cadáver por miedo a que, al intentar arrancarla, alguno de los griegos
pudiera atacarle con la espada o derribarle, así que echó a correr y enseguida se puso
al lado de su padre. Luego dijo:
—Padre, deja que te traiga un escudo, dos lanzas y un casco de bronce que ciña
tus sienes. Yo me armaré también y traeré armas para el porquero y el vaquero, más
vale que estemos bien armados.
—Corre a traerlas —respondió Ulises— mientras me queden flechas, no sea que
consigan echarme de la puerta.
Telémaco hizo como dijo su padre y corrió al almacén donde guardaban las
armas. Escogió cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos de bronce con penachos
de pelo de caballo. Se los llevó a toda prisa a su padre y fue el primero en armarse,
mientras el vaquero y el porquero se ponían la coraza y ocupaban su sitio al lado de
Ulises. Entretanto Ulises, mientras le duraron las flechas, se dedicó a dispararles a los
pretendientes, que fueron cayendo uno tras otro. Cuando se le terminaron las flechas,
dejó el arco y se echó un escudo de cuatro pellejos de grosor al hombro; en la bella
cabeza se puso un casco coronado con un penacho de pelo de caballo que se movía
amenazador en lo alto, y cogió dos temibles lanzas de punta de bronce.
En la pared había una trampilla y, en un extremo, una salida que daba a un pasillo
estrecho y estaba bloqueada por una recia puerta. Ulises ordenó a Filetio que se
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pusiera al lado de la puerta y la vigilara, pues solo una persona podía atacarla cada
vez. Pero Agelao gritó:
—¿Es que nadie puede salir por la trampilla y contarle a la gente lo que pasa?
Vendrían a ayudarnos enseguida y pondríamos fin a este hombre y sus disparos.
—No puede ser, Agelao —respondió Melantio—, la trampilla está muy cerca de
la puerta del patio y es muy estrecha. Un hombre valiente podría impedir el paso a
muchos. Pero ya sé lo que haré, te traeré armas del almacén, pues estoy seguro de que
ahí es donde las han dejado Ulises y su hijo.
El cabrero Melantio fue por el pasillo de atrás al almacén de la casa de Ulises.
Allí escogió doce escudos, con otros tantos cascos y lanzas, y se los llevó a toda prisa
a los pretendientes. Ulises se desanimó al ver a los pretendientes poniéndose las
armaduras y blandiendo las lanzas. Comprendió el grave peligro y le dijo a Telémaco:
—Alguna de las mujeres está ayudando a los pretendientes contra nosotros o tal
vez sea Melantio.
—La culpa, padre, es mía y solo mía: he dejado abierta la puerta del almacén y
ellos han estado más atentos que yo —respondió Telémaco—. Ve, Eumeo, vigila la
puerta y comprueba si es una de las mujeres quien está haciendo eso o si, como
sospecho, es cosa de Melantio, el hijo de Dolio.
Así hablaron. Entretanto, Melantio había vuelto al almacén a por más armas, pero
el porquero lo vio y se lo dijo a Ulises, que estaba a su lado.
—Ulises, noble hijo de Laertes, es ese canalla de Melantio, como sospechábamos.
¿Lo mato, si puedo vencerle, o quieres que lo traiga aquí para que puedas vengarte tú
mismo de las muchas maldades que ha cometido en tu casa?
—Telémaco y yo contendremos a los pretendientes hagan lo que hagan —
respondió Ulises—; vosotros id y atad a Melantio de pies y manos. Metedlo en el
almacén y cerrad la puerta; luego pasadle un lazo alrededor del cuerpo y colgadlo de
una columna cerca de las vigas del techo para que se quede allí sufriendo.
Así habló, y ellos hicieron lo que les dijo. Llegaron al almacén sin que los viera
Melantio, que estaba distraído buscando las armas, y los dos se pusieron a ambos
lados de la puerta y esperaron. Al poco salió Melantio con un casco en una mano y en
la otra un viejo escudo enmohecido, que había sido de Laertes cuando era joven, los
dos lo agarraron, lo arrastraron por los pelos y lo tiraron al suelo. Le ataron las manos
y los pies a la espalda con un nudo apretado y doloroso como les había dicho Ulises,
luego le pasaron un lazo por el cuerpo y lo colgaron de una columna cerca de las
vigas. Entonces te acercaste a él, oh Eumeo, y le dijiste:
—Melantio, pasarás la noche en un lecho tan blando como mereces. Cuando veas
amanecer, recuerda que es la hora a la que llevas las cabras a los pretendientes.
Y allí lo dejaron muy cruelmente maniatado; después cerraron la puerta tras ellos
y volvieron a ocupar su sitio al lado de Ulises. Los cuatro hombres defendían el
umbral con fiereza y llenos de cólera, pero los que estaban en la sala eran muchos y
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valientes. Entonces se les apareció Atenea, la hija de Zeus, con la voz y la figura de
Méntor. Ulises se alegró al verla y dijo:
—Méntor, ayúdame, no olvides a tu viejo compañero y los muchos favores que te
ha hecho. Además, los dos tenemos la misma edad.
Pero todo el tiempo supo que era Atenea. Los pretendientes gritaron y Agelao fue
el primero en hablar:
—Méntor —gritó—, no permitas que Ulises te convenza de que te pongas de su
parte y combatas a los pretendientes. Esto es lo que haremos: cuando hayamos
matado al padre y al hijo, te mataremos a ti también. Pagarás con tu cabeza, y, cuando
estés muerto, cogeremos todo lo que tienes, dentro y fuera de tu casa, y lo juntaremos
con las cosas de Ulises. No dejaremos que tus hijos vivan en tu casa ni tampoco tus
hijas, y tu viuda no seguirá viviendo en la ciudad de Ítaca.
Eso enfureció aún más a Atenea, que reprendió muy enojada a Ulises:
—Ulises, tu fuerza y tu destreza ya no son las que eran cuando combatiste nueve
largos años entre los troyanos por la noble Helena. Esos días mataste a muchos y
gracias a tu estratagema se conquistó la ciudad de Príamo. ¿Cómo es que ahora, que
estás en tu propia casa, demuestras menos valor ante los pretendientes? Vamos,
amigo, ven a mi lado y mira cómo Méntor, hijo de Alcimo, combate a tus enemigos y
devuelve los favores que le hiciste.
Pero no le concedió la victoria todavía, porque quería que él siguiera probando su
valor y el de su hijo, así que voló a una de las vigas de la sala y se posó allí bajo la
forma de una golondrina.
Entretanto, Agelao, hijo de Damástor, Eurínomo, Anfimedonte, Demoptólemo,
Pisandro y Pólibo, hijo de Políctor, cargaban con el peso del combate en el bando de
los pretendientes; de todos los que peleaban para salvar la vida eran con diferencia
los más valientes. Agelao les arengó y dijo:
—Amigos, pronto tendrá que ceder, pues Méntor se ha ido después de pronunciar
sus bravatas. Están defendiendo la puerta solos. No disparéis todos contra él al mismo
tiempo, arrojad vuestras lanzas los seis primeros y ved si podéis obtener gloria
matándolo. Cuando haya caído, no tendremos que preocuparnos de los demás.
Arrojaron las lanzas como les había dicho, pero Atenea las desvió todas. Una se
clavó en la jamba, otra en la puerta, y la punta afilada de otra golpeó el muro; después
de esquivar las lanzas de los pretendientes, Ulises les dijo a sus hombres:
—Amigos, yo diría que es mejor que arrojemos también nuestras lanzas contra
ellos o coronarán el daño que nos han hecho matándonos sin más.
Así que apuntaron y arrojaron sus lanzas. Ulises mató a Demoptólemo, Telémaco
a Euríades, Eumeo a Elato y el vaquero a Pisandro. Todos mordieron el polvo y,
cuando los demás se retiraron a un rincón, Ulises y sus hombres avanzaron y
recuperaron las lanzas arrancándolas de los cadáveres.
Los pretendientes volvieron a apuntar, pero una vez más Atenea hizo que sus
armas fuesen inútiles. Una se clavó en una pilastra, otra en la puerta, mientras que la
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punta afilada de otra golpeó la pared. No obstante, Anfimedonte le rasguñó la muñeca
a Telémaco y Ctesipo rozó el hombro de Eumeo por encima del escudo, aunque la
lanza pasó de largo y cayó al suelo. Entonces Ulises y sus hombres lanzaron las suyas
contra los pretendientes. Ulises mató a Euridamante, Telémaco a Anfimedonte y
Eumeo a Pólibo. Después el vaquero acertó a Ctesipo en el pecho y se mofó de él
diciendo:
—Grosero hijo de Politerses, no digas más palabras insolentes y deja que los
dioses hablen, pues son mucho más fuertes que los hombres. Te doy este consejo en
pago por la pezuña que le lanzaste a Ulises cuando mendigaba en su propia casa.
Así habló el vaquero, y Ulises hirió al hijo de Damástor con una lanza en una
lucha cuerpo a cuerpo, mientras que Telémaco acertó a Leócrito, hijo de Evenor, en el
vientre, y la lanza le atravesó limpiamente. Entonces Atenea desde su sitio en la viga
alzó su égida mortal y a los pretendientes se les encogió el corazón. Corrieron al otro
extremo de la sala como una manada de vacas enloquecidas por los tábanos a
principios de verano, cuando los días son más largos. Igual que los buitres de pico
curvo y garras afiladas se abalanzan sobre los pájaros más pequeños, que por miedo
bajan al suelo, y los matan porque no pueden volar ni defenderse, así arremetieron
Ulises y sus compañeros contra los pretendientes y les golpearon por todas partes.
Soltaron gritos horribles cuando les aplastaron los sesos, y el suelo se empapó con su
sangre. Entonces Leodes se abrazó a las rodillas de Ulises y dijo:
—Ulises, te suplico que tengas piedad de mí y me perdones la vida. Nunca he
ultrajado a las mujeres de tu casa, ni de obra ni de palabra, e intenté detener a los
demás. Les advertía, pero no me escuchaban y ahora están pagando su locura. Yo era
su arúspice; si me matas, moriré sin haber hecho nada para merecerlo y nadie me
agradecerá el bien que hice.
Ulises lo miró con severidad y respondió:
—Si eras su arúspice, debes de haber rezado muchas veces para que se retrasara
mi vuelta y para poder casarte con mi mujer y tener hijos con ella. Así que morirás.
Con estas palabras cogió la espada que había soltado Agelao al morir y que estaba
en el suelo. Luego golpeó a Leodes en la nuca, de forma que su cabeza cayó rodando
por el polvo mientras todavía estaba hablando.
El bardo Femio, hijo de Terpes, a quien los pretendientes habían obligado a cantar
para ellos, intentaba salvar la vida. Estaba cerca de la trampilla y tenía la lira en la
mano. No sabía si huir de la sala y refugiarse en el altar de Zeus que estaba en el
patio o dirigirse a Ulises y abrazarse a sus rodillas. Finalmente, dejó la lira en el suelo
y fue junto a Ulises, se abrazó a sus rodillas y dijo:
—Ulises, te imploro que te apiades de mí y me perdones la vida. Luego lo
lamentarás si matas a un bardo que puede cantar para los dioses y para los hombres.
Aprendí por mí mismo y un dios me visita con su inspiración. Te cantaría como si
fueses un dios, por lo que no te apresures a cortarme la cabeza. Tu propio hijo
Telémaco te dirá que yo no quería frecuentar tu casa y cantar para los pretendientes
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después de los banquetes, pero eran numerosos y demasiado fuertes para mí y me
obligaron.
Telémaco lo oyó y corrió al lado de su padre.
—¡Espera! —gritó—, este hombre es inocente, no le hagas daño; y perdonaremos
también a Medonte, que siempre fue bueno conmigo cuando era niño, a no ser que
Filetio o Eumeo lo hayan matado ya o que se haya cruzado en tu camino.
Medonte oyó estas palabras de Telémaco, pues estaba acurrucado debajo de un
asiento donde se había escondido cubriéndose con una piel de buey sin curtir.
Entonces salió, fue adonde estaba Telémaco y se abrazó a sus rodillas.
—Aquí estoy, mi querido señor —dijo—, contén tu mano y advierte a tu padre, o
me matará en su furia contra los pretendientes.
Ulises le sonrió y respondió:
—No temas. Telémaco te ha salvado la vida. Así, en el futuro podrás contar a la
gente que las buenas acciones dan mejores frutos que las malas. Salid, pues, el bardo
y tú de la sala e id fuera, mientras yo termino lo que tengo que hacer aquí dentro.
Los dos fueron al patio lo más deprisa posible y se sentaron al pie del gran altar
de Zeus, mirando atemorizados a su alrededor y pensando aún que los matarían.
Luego Ulises registró la sala para ver si alguno había conseguido esconderse y seguía
con vida, pero comprobó que todos yacían en el polvo bañados en su propia sangre.
Eran como peces que los pescadores han sacado del mar y arrojado en la playa para
que den boqueadas hasta que el sol acabe con ellos. Así yacían los pretendientes
amontonados unos sobre otros.
—Llama al aya Euriclea —le pidió Ulises a Telémaco—, tengo una cosa que
decirle.
Telémaco llamó a la puerta de las habitaciones de las mujeres.
—Date prisa, anciana que estás por encima de las demás mujeres de la casa —
dijo—. Sal, mi padre quiere hablar contigo.
Cuando Euriclea le oyó, abrió la puerta, salió y siguió a Telémaco. Encontró a
Ulises entre los cadáveres manchados de sangre y suciedad igual que un león que
acaba de devorar a un buey y tiene el pecho y las fauces ensangrentadas, y verlo es
espantoso; así estaba Ulises empapado de sangre de pies a cabeza. Cuando ella vio
los cadáveres y semejante cantidad de sangre, empezó a llorar de alegría, pues
comprendió que había realizado una gran hazaña, pero Ulises la hizo callar:
—Anciana —dijo—, alégrate en silencio, domínate y no hagas ruido, es indigno
regocijarse ante los muertos. La voluntad de los dioses y sus malas obras han causado
la destrucción de estos hombres, que no respetaban a nadie, ni rico ni pobre, y han
tenido un mal final como castigo por su locura y su maldad. Ahora, no obstante, dime
qué mujeres de la casa han sido indecorosas y cuáles son inocentes.
—Te diré la verdad, hijo mío —respondió Euriclea—. Hay cincuenta mujeres en
la casa a quienes hemos enseñado a hacer cosas como cardar la lana y todo tipo de
trabajos domésticos. De ellas, doce han sido indecorosas y me han faltado el respeto a
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mí y a Penélope. A Telémaco no le han faltado al respeto, pues hasta ahora no era un
hombre y su madre nunca le permitió dar órdenes a las criadas; pero deja que vaya al
piso de arriba y le cuente a tu mujer lo sucedido, pues algún dios ha hecho que se
quede dormida.
—No la despiertes aún —replicó Ulises—, pero di a esas desvergonzadas que
bajen a verme. —Euriclea salió de la sala para buscar a las mujeres y llevarlas con
Ulises; entretanto, él llamó a Telémaco, al vaquero y al porquero—. Empezad —les
dijo— a retirar a los muertos y haced que las mujeres os ayuden. Luego coged
esponjas y agua para limpiar las mesas y los asientos. Cuando la casa esté limpia,
llevad a las mujeres fuera y atravesadlas con la espada hasta que mueran y olviden el
amor y cómo se acostaban en secreto con los pretendientes.
En ese momento llegaron las mujeres llorando y lamentándose amargamente.
Primero sacaron los cadáveres y los amontonaron en el cobertizo exterior. A
continuación limpiaron las mesas y los asientos con agua y esponjas, mientras
Telémaco y los otros dos quitaban la sangre y la suciedad del suelo. Luego, después
de limpiarlo y ordenarlo todo, llevaron fuera a las mujeres y las arrinconaron para que
no pudieran huir. Telémaco les dijo a los otros dos:
—No permitiré que estas mujeres tengan una muerte honrosa, pues fueron
insolentes conmigo y con mi madre, y se acostaban con los pretendientes.
Así que ató un cabo de barco a una de las columnas y a la pared, y lo tensó para
que los pies de las mujeres no tocaran el suelo; cada una de ellas hubo de pasar la
cabeza por un lazo y tuvo una muerte miserable. Sus pies se movieron convulsos un
rato, pero no por mucho tiempo.
En cuanto a Melantio, lo sacaron a rastras hasta el patio. Allí le cortaron la nariz y
las orejas; le arrancaron las partes viriles y se las echaron crudas a los perros, y en su
furia le cortaron las manos y los pies.
Una vez hecho esto, se lavaron las manos y los pies y volvieron a la casa, pues
todo había terminado. Y Ulises le dijo a la buena y anciana nodriza Euriclea:
—Tráeme azufre, que limpia toda contaminación, y enciende un fuego para que
pueda purificar la casa. Y dile a Penélope que venga aquí con sus criadas y también
con todas las doncellas que hay en la casa.
—Todo lo que has dicho es bien cierto —respondió Euriclea—, pero deja que te
traiga ropa limpia, una túnica y un manto. No sigas con esos harapos. No está bien.
—Primero enciende el fuego —ordenó Ulises.
Ella le llevó fuego y azufre, como le había pedido, y Ulises purificó la sala, la
casa y el patio. Luego Euriclea llamó a las mujeres y les contó lo sucedido; tras lo
cual salieron de sus habitaciones con antorchas en la mano y rodearon a Ulises, le
besaron la cabeza y los hombros y le cogieron de las manos. A él le dieron ganas de
llorar pues las recordaba a todas.
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CANTO XXIII
PENÉLOPE RECONOCE A ULISES
ULISES, TELÉMACO, EUMEO Y FILETIO SALEN DE LA CIUDAD
Euriclea, riendo alegre, fue al piso de arriba a contarle a su señora que su amado
marido había vuelto. Sus viejas rodillas volvieron a ser jóvenes y sus pies brincaban
de alegría cuando subió con su señora y se inclinó sobre su cabeza para hablarle:
—Despierta, Penélope, mi niña, y verás con tus propios ojos algo que llevas
deseando desde hace mucho tiempo. Ulises ha regresado por fin y ha matado a los
pretendientes que tantas molestias estaban causando en su casa al devorar su hacienda
y maltratar a su hijo.
—Excelente nodriza —respondió Penélope—, debes de haberte vuelto loca. Los
dioses hacen enloquecer a veces a personas muy sensatas y vuelven cuerdos a los
insensatos. Esto es lo que deben de haber hecho contigo, pues siempre habías sido
una persona juiciosa. ¿Por qué te burlas de mí cuando ya tengo suficientes problemas,
me dices esos disparates y me despiertas del dulce sueño que había cerrado mis ojos?
No había dormido tan bien desde el día en que mi pobre esposo partió hacia esa
ciudad de nombre aciago. Vuelve con las mujeres; si hubiese sido cualquier otra
quien me hubiese despertado con tan absurda noticia, la habría echado con una severa
reprimenda, pero tu edad te protege.
—Mi niña —respondió Euriclea—, no me burlo. Es cierto que Ulises ha vuelto.
Es el forastero a quien todos maltrataron en la sala. Telémaco lo sabía, pero guardó el
secreto de su padre para que pudiera vengarse de esos malvados.
Entonces Penélope se levantó de un salto de su lecho, rodeó a Euriclea con sus
brazos y lloró de alegría.
—Pero, mi aya querida —dijo—, explícamelo; si de verdad ha venido como
dices, ¿cómo ha podido vencer él solo a los malvados pretendientes, que eran siempre
muy numerosos?
—Yo no estaba presente —respondió Euriclea— y lo ignoro, solo les oí gritar
mientras los mataba. Nos quedamos acurrucadas en un rincón de las habitaciones de
las mujeres hasta que llegó tu hijo a buscarme de parte de su padre. Luego encontré a
Ulises de pie entre los cadáveres, que yacían en el suelo unos encima de otros. Te
habría gustado verlo allí de pie cubierto de sangre y tierra, igual que un león. Pero
ahora los cadáveres yacen amontonados en el cobertizo exterior, y Ulises ha
encendido una gran hoguera para purificar la casa con azufre. Me ha enviado a
buscarte, conque ven conmigo para que las dos nos regocijemos, pues por fin se ha
cumplido el deseo de tu corazón: tu esposo ha vuelto, ha encontrado sanos y salvos a
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su mujer y a su hijo, y se ha vengado en su propia casa de los pretendientes que tan
mal se habían portado con él.
—Mi querida nodriza —dijo Penélope—, no estés tan confiada. Sabes cuánto nos
alegraremos todos de saber que Ulises ha vuelto, y más que nadie yo misma y el hijo
que nació de los dos, pero lo que me dices no puede ser cierto. Debe de ser un dios
enojado con los pretendientes por su maldad quien ha acabado con ellos, pues no
respetaban a nadie, ni rico ni pobre, y han tenido un mal final por su crueldad. Ulises
está muerto lejos de Grecia, nunca volverá a casa.
Entonces la nodriza Euriclea dijo:
—Mi niña, ¿qué estás diciendo? Muy desconfiada eres si crees que tu esposo no
ha de volver cuando está en la casa y al lado del hogar en este mismo instante.
Además, puedo darte otra prueba: al bañarlo, reparé en la cicatriz que le hizo el
jabalí. Quise decírtelo, pero él me lo impidió y me tapó la boca con la mano. Ven
conmigo y haremos un trato: si te engaño, puedes darme la muerte más cruel que se te
ocurra.
—Aya querida —dijo Penélope—, por muy sabia que seas no puedes entender la
voluntad de los dioses. De todos modos, vayamos en busca de mi hijo para ver los
cadáveres de los pretendientes y al hombre que los ha matado.
Luego bajó de su habitación pensando si sería mejor guardar las distancias con su
marido y preguntarle, o si debería correr hacia él y abrazarlo. No obstante, cuando
entró en la sala, se sentó frente a Ulises, que, mirando al suelo, esperaba a ver qué
decía su valiente mujer al verlo. Por un largo rato se sentaron en silencio dominados
por el asombro. Al cabo de un rato, ella lo miró a la cara, pero, una vez más,
volvieron a engañarla los harapos y no lo reconoció hasta que Telémaco se lo
reprochó y dijo:
—Madre, aunque eres tan dura que me cuesta llamarte por ese nombre, ¿por qué
te apartas así de mi padre? ¿Por qué no te sientas a su lado, le hablas y empiezas a
hacerle preguntas? Ninguna otra mujer se quedaría apartada de su marido regresado
después de veinte años de ausencia y de pasar tantas penalidades, pero tu corazón
siempre ha sido duro como la piedra.
—Hijo mío —respondió Penélope—, estoy tan atónita que no encuentro palabras
para hacer preguntas ni para responderlas. Ni siquiera puedo mirarlo a la cara. Pero,
si de verdad es Ulises que ha vuelto a su hogar, ya nos iremos reconociendo poco a
poco, pues hay cosas que solo él y yo sabemos y que los demás desconocen.
Ulises sonrió al oírla y le dijo a Telémaco:
—Que tu madre me ponga cuantas pruebas quiera y pronto se convencerá. Ahora
me rechaza y cree que soy otra persona porque estoy sucio y cubierto de harapos.
Pensemos, no obstante, qué es lo que más conviene hacer ahora. Cuando un hombre
ha matado a otro, incluso cuando se trata de alguien que no ha dejado muchos amigos
para vengarle, el que lo ha matado debe decir adiós a los suyos y huir del país.
Nosotros hemos matado a los jóvenes más insignes de Ítaca. Quiero que lo pienses.
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—Decídelo tú, padre —respondió Telémaco—, pues dicen que eres el consejero
más sabio entre los hombres. Te seguiremos de buen grado y no te fallaremos
mientras nos duren las fuerzas.
—Diré lo que me parece mejor —respondió Ulises—. Primero lavaos y poneos
las túnicas; decid también a las criadas que vayan a su cuarto y se vistan. Femio
interpretará después una danza con su lira para que, si la gente de fuera, los vecinos o
alguien que pase por la calle lo oyen, piensen que está celebrándose una boda en la
casa, y ningún rumor sobre la muerte de los pretendientes llegue a la ciudad antes de
que podamos huir a nuestros campos. Una vez allí decidiremos cuál de los caminos
que nos ofrezca Zeus es el más adecuado.
Así habló, y ellos hicieron como les había dicho. Primero se lavaron y se pusieron
las túnicas, mientras las mujeres se preparaban. Luego Femio cogió su lira y despertó
en ellos el anhelo de dulces canciones y majestuosas danzas. La casa resonó con el
ruido de los hombres y las mujeres bailando, y la gente que había fuera dijo:
—Supongo que la reina ha decidido casarse por fin. Debería avergonzarse de no
seguir protegiendo la hacienda de su esposo hasta que vuelva a casa.
Eso dijeron, pero ignoraban lo sucedido. La criada principal, Eurínome, lavó y
ungió a Ulises y le dio un manto y una túnica. Atenea hizo que pareciera más alto y
más fuerte, también hizo que el pelo creciera más espeso en su cabeza y que cayera
en rizos como flores de Jacinto; le embelleció los hombros y la cabeza igual que un
hábil artesano que ha estudiado todas las artes con Hefesto o Atenea —y cuya obra es
bellísima— enriquece un objeto de plata al dorarlo. Salió del baño parecido a uno de
los inmortales y se sentó enfrente de su mujer.
—Querida —dijo—, los dioses te han dado un corazón inflexible. Ninguna otra
mujer seguiría apartada de su marido después de veinte años de ausencia y de tantas
penalidades. Pero, vamos, aya, prepárame un lecho para mí solo, pues esta mujer
tiene un corazón duro como el hierro.
—Querido —respondió Penélope—. No quiero jactarme ni despreciarte, pero no
me impresiona tu apariencia, pues recuerdo muy bien qué clase de hombre eras
cuando te fuiste de Ítaca. Así pues, Euriclea, saca su cama del dormitorio, y ponle
mantos y pieles.
Dijo esto para ponerlo a prueba, pero Ulises se enfadó mucho y dijo:
—Mujer, estoy muy disgustado con lo que acabas de decir. ¿Quién ha sacado mi
cama del sitio donde la dejé? Debe de haberle resultado difícil, por más habilidoso
que sea, a no ser que le haya ayudado un dios a trasladarla. No hay hombre viviente,
aunque sea muy fuerte y joven, que pueda cambiarlo de sitio, pues es una maravilla
que construí con mis propias manos. En el recinto de la casa crecía vigoroso un joven
olivo en torno al cual construí mi alcoba con gruesas paredes de piedra y un techo por
encima, e hice las puertas sólidas y bien encajadas. Luego corté las ramas más altas y
dejé el tocón en pie. Cepillé el tronco de la raíz hacia arriba y lo labré con
herramientas de carpintero y procuré que quedara recto trazando una línea en la
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madera para hacer el pie de la cama. Después hice un agujero en el centro donde
encajé el poste principal de mi lecho y lo decoré con plata y oro, por último tendí un
pellejo de cuero rojo de un lado al otro. Así que ya ves que lo conozco bien y quiero
saber si aún sigue allí o alguien ha arrancado el olivo para llevárselo.
Cuando Penélope oyó las pruebas que le había dado Ulises, se derrumbó. Corrió a
su lado, le echó los brazos al cuello y le besó.
—No te enfades conmigo, Ulises —exclamó—, tú que eres el más sabio de los
hombres. Los dos hemos sufrido. Los dioses nos han privado de la dicha de pasar la
juventud y envejecer juntos; no te ofendas ni te tomes a mal que no te haya besado
nada más verte. He pasado mucho tiempo temblando de miedo por si alguien venía y
me engañaba con una mentira, pues hay por ahí muchos malvados. La hija de Zeus,
Helena, no se habría entregado a un extranjero de haber sabido que los hijos de los
griegos irían a buscarla y la traerían de vuelta. Su mala acción, a la que la empujó un
dios, fue la causa de todos nuestros pesares. Ahora, no obstante, que me has
convencido demostrándome que sabes lo de nuestra cama, que solo hemos visto tú y
yo, además de una doncella, no puedo seguir desconfiando más tiempo.
Entonces Ulises se conmovió a su vez y lloró mientras abrazaba a su amada y fiel
esposa contra su pecho. Igual que los hombres que nadan hacia la orilla agradecen ver
tierra cuando Poseidón hunde su nave con la furia de sus vientos y sus olas, y solo
llegan a tierra unos pocos que, cubiertos de sal, agradecen estar en tierra firme y fuera
de peligro, así recibió ella a su marido al mirarlo, y no pudo separar los bellos brazos
de su cuerpo. De hecho, habrían seguido llorando hasta el alba si Atenea no hubiese
alargado la noche y retenido a Aurora en el Océano impidiéndole enganchar a su
carro los corceles Lampo y Faetonte. Finalmente, Ulises dijo:
—Mujer, aún no han acabado nuestras dificultades. Todavía me aguardan trabajos
desconocidos. Será largo y difícil, pero debo pasar por ellos, pues así me lo profetizó
la sombra de Tiresias el día que descendí al Hades a preguntar por mi regreso y el de
mis compañeros. Pero ahora vayamos a la cama para que podamos acostarnos y
disfrutar del don del sueño.
—Puedes ir a dormir cuando quieras —respondió Penélope—, ya que los dioses
te han enviado a tu hogar. Pero ya que un dios te ha hecho hablar de eso, cuéntame el
trabajo que te espera. Tarde o temprano tendrás que contármelo, así que es mejor que
me lo digas ahora.
—Querida esposa —respondió Ulises—, ¿por qué me presionas? No obstante, no
te lo ocultaré, aunque no sea de tu agrado. A mí mismo no me gusta, pues Tiresias me
pidió que siguiera viajando cargado con un remo hasta llegar a un país donde la gente
no ha oído hablar del mar y ni siquiera echa sal a la comida, no sabe nada de barcos
ni de remos, que son como las alas de la nave. Me dio una señal segura que no te
ocultaré. Dijo que encontraría a un viajero que me preguntaría si lo que llevaba al
hombro era un rastrillo; al oírlo, debía clavar el remo en el suelo y sacrificar un
carnero, un toro y un jabalí a Poseidón. Hecho lo cual debía volver a casa y ofrecer
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hecatombes a todos los dioses del cielo uno por uno. En cuanto a mí, dijo que la
muerte me llegaría del mar, y que la vida se me escaparía muy despacio cuando
tuviera muchos años y el ánimo sosegado, y que mi pueblo me bendeciría. Todo esto,
afirmó, se cumplirá.
—Si los dioses van a concederte una vida más feliz en la vejez, puedes tener la
esperanza de un descanso en tus desdichas.
Así conversaron. Entretanto, Eurínome y la nodriza cogieron unas antorchas y
prepararon el lecho con suaves mantos; en cuanto terminaron, la nodriza volvió a la
casa a descansar y dejó que la doncella Eurínome acompañara al lecho a Ulises y a
Penélope con una antorcha. Después de llevarlos a su habitación se marchó, y ellos
volvieron a celebrar alegres los ritos de su propio y antiguo lecho. Telémaco, Filetio y
el porquero dejaron de bailar y despidieron también a las mujeres. Luego se tumbaron
a dormir en la sala.
Cuando Ulises y Penélope saciaron su amor, se pusieron a hablar. Ella le contó lo
mucho que había sufrido al ver la casa invadida por una multitud de malvados
pretendientes que habían matado muchos bueyes y ovejas por su causa, y se habían
bebido incontables jarras de vino. Ulises, a su vez, le contó lo que había sufrido y las
numerosas penas que había causado a otros. Se lo contó todo, y ella disfrutó tanto
escuchándole que no se durmió hasta que acabó toda su historia[68].
Empezó por su victoria sobre los cicones y por cómo desde allí llegó al fértil país
de los lotófagos. Le habló del cíclope y de cómo lo había castigado por haber
devorado sin piedad a sus valientes compañeros; de cómo había ido a casa de Eolo,
que lo había recibido con hospitalidad y le había ayudado a seguir su camino, aunque
ni aun así pudo llegar a casa, puesto que, para su desdicha, una tormenta lo arrastró
otra vez mar adentro; de cómo llegó a Telépilo, la ciudad de los lestrigones, que
destruyeron todas las naves con sus tripulaciones, menos la suya. Luego le habló de
la astuta Circe y de sus artes, y de cómo navegó hasta la helada casa de Hades para
consultar al espectro del adivino tebano Tiresias, donde también vio a sus antiguos
compañeros y a su madre; de cómo oyó después los portentosos cantos de las sirenas
y siguió hasta las Rocas Errantes y las temibles Caribdis y Escila, por donde ningún
hombre había pasado sano y salvo; de cómo sus hombres devoraron el ganado de
Helios, por lo que Zeus golpeó la nave con sus rayos y todos sus hombres perecieron
y solo él quedó con vida; de cómo llegó por fin a la isla Ogigia, con la ninfa Calipso,
que lo retuvo en una cueva y le dio de comer y quiso casarse con él y convertirlo en
inmortal para que nunca envejeciera, aunque no logró convencerlo; y de cómo,
después de muchos sufrimientos, había llegado con los feacios, que lo habían tratado
como si fuese un dios y lo habían enviado en una nave a su patria después de
obsequiarle con oro, bronce y numerosas prendas de ropa. Esto fue lo último que le
contó, pues le dominó un profundo sueño que alivió el peso de sus desdichas.
Entonces Atenea pensó en otra cosa. Cuando consideró que Ulises ya había
disfrutado de su mujer y del descanso, pidió a Aurora de trono de oro que saliera del
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Océano para verter su luz sobre los hombres[69]. Entonces Ulises se levantó de su
cómodo lecho y le dijo a Penélope:
—Mujer, los dos hemos sufrido mucho: tú, aquí, lamentando mi ausencia, y yo al
no poder volver a casa por más que lo deseaba. Ahora que por fin estamos juntos,
cuida de las propiedades que hay en la casa. En cuanto a las ovejas y las cabras que
los pretendientes han devorado, tomaré por la fuerza muchas de otras personas y
obligaré a los griegos a compensarme hasta que vuelvan a llenar mis apriscos. Ahora
iré a ver a mi padre, que tanto ha sufrido por mi causa, y a ti te dejaré estas
instrucciones, aunque no te hagan falta. Al amanecer se sabrá que he matado a los
pretendientes; sube, quédate en tus habitaciones con las mujeres y no hagas preguntas
a nadie.
Mientras hablaba cogió sus armas. Luego despertó a Telémaco, Filetio y Eumeo y
les pidió que cogieran también sus armas. Así lo hicieron. Después abrieron las
puertas y salieron detrás de Ulises. Era ya de día, pero Atenea les ocultó en la
penumbra y los sacó a toda prisa de la ciudad.
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CANTO XXIV
LAS ALMAS DE LOS PRETENDIENTES EN EL HADES
ULISES VA A LA CASA DE LAERTES
ATENEA IMPONE LA PAZ
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»—Esperad, no huyáis, hijos de los griegos, esta es su madre, que sale del mar
con sus ninfas inmortales a ver el cadáver de su hijo.
»Así habló y los griegos ya no tuvieron miedo. Las hijas del viejo del mar te
rodearon llorando amargamente y te vistieron con divinos ropajes. Las nueve Musas
también acudieron y, alternándose, entonaron el lamento funeral con sus dulces
voces. No hubo un griego que no llorara de pena al oírlas. Diecisiete días y diecisiete
noches te lloramos, mortales e inmortales, pero al decimoctavo te entregamos a las
llamas y sacrificamos muchos carneros cebados y muchos bueyes. Mientras ardías,
muchos héroes, a pie y a caballo, entrechocaban sus armas en torno a la pira. Cuando
las llamas de Hefesto consumieron tu carne, recogimos los blancos huesos y los
pusimos en vino puro y ungüentos. Tu madre nos trajo un ánfora de oro para
guardarlos, regalo de Dioniso y obra del propio Hefesto: en ella mezclamos tus
huesos con los de Patroclo, que había muerto antes que tú, y aparte colocamos los de
Antíloco, a quien tú apreciabas más que a ningún otro de tus compañeros después de
muerto Patroclo.
»Los griegos construyeron un bello túmulo en un saliente que asoma sobre el
Helesponto para que pudieran verlo desde el mar tanto los vivos como los que
nacerán después. Tu madre pidió regalos a los dioses y los puso allí para que lucharan
por ellos los más nobles de los griegos. Debes de haber presenciado el funeral de
muchos héroes, pero nunca habrás visto regalos como los que ofreció en tu honor
Tetis, pues los dioses te apreciaban. Así tu fama, Aquiles, no se ha perdido ni siquiera
en la muerte, y tu nombre perdura entre la humanidad. En cambio, yo, ¿qué solaz
encontré cuando concluyó la guerra? Pues Zeus quiso que muriera a mi regreso a
manos de Egisto y de mi malvada esposa.
Así hablaron, y entonces llegó Hermes con las almas de los pretendientes a
quienes había dado muerte Ulises. Las almas de Agamenón y Aquiles se quedaron
perplejas al verlos y fueron enseguida a su encuentro. El espectro de Agamenón
reconoció a Anfimedonte, hijo de Melaneo, que vivía en Ítaca y había sido su
anfitrión, y le habló:
—Anfimedonte, ¿qué os ha ocurrido a todos estos jóvenes, todos de la misma
edad, que estáis aquí bajo tierra? No podría escogerse a hombres mejores en ciudad
alguna. ¿Ha alzado Poseidón sus vientos y sus olas contra vosotros cuando estabais
en el mar, o han acabado con vosotros vuestros enemigos en tierra cuando estabais
robándoles las vacas o las ovejas o mientras combatían en defensa de su ciudad y sus
mujeres? Responde a mi pregunta, pues he sido tu huésped. ¿No recuerdas que estuve
en tu casa con Menelao para intentar convencer a Ulises de que se uniera a nosotros
con sus naves contra Troya? Pasó un mes entero antes de que pudiéramos seguir el
viaje, pues nos costó mucho convencer a Ulises de que viniera con nosotros.
Y el fantasma de Anfimedonte respondió:
—Agamenón, hijo de Atreo, rey de hombres, recuerdo lo que dices y te contaré
con exactitud y detalle cómo aconteció nuestro final. Hacía mucho que Ulises se
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había ido y estábamos cortejando a su mujer, que no dijo con claridad que no se
casaría ni zanjó la cuestión, pues buscaba nuestra destrucción. Este fue el engaño que
maquinó. Instaló un gran bastidor en su habitación y empezó a tejer una enorme tela.
Y nos dijo: «Pretendientes, Ulises ha muerto, pero no me obliguéis a casarme tan
pronto; puesto que no querría que mi pericia con los hilos caiga en el olvido, esperad
a que termine el sudario del héroe Laertes para que esté listo cuando la muerte se lo
lleve. Es muy rico y las mujeres murmurarán si lo entierran sin sudario».
»Eso dijo y todos aceptamos; la veíamos tejer todo el día, pero por la noche
deshacía la tela a la luz de las antorchas. De este modo nos tuvo engañados tres años,
sin que la descubriéramos, pero a medida que nos acercábamos al cuarto año, una de
sus doncellas, que sabía lo que estaba haciendo, nos lo contó y la sorprendimos
cuando estaba deshaciéndola, por lo que tuvo que terminarla tanto si quería como si
no. Y cuando nos mostró el sudario que había hecho, después de lavarlo, su esplendor
era como el del sol o la luna.
»Entonces algún dios malicioso llevó a Ulises hasta la casa donde vive su
porquero. Allí fue también su hijo, que volvía de un viaje a Pilos, y los dos fueron a
la ciudad después de tramar el plan para destruirnos. Telémaco llegó primero y
después, en compañía del porquero, Ulises, cubierto de harapos y apoyado en un
bastón como si fuese un mendigo viejo y miserable. Llegó tan de repente que ninguno
lo reconocimos, ni siquiera los más viejos, y le insultamos y arrojamos cosas. Soportó
los golpes y los insultos sin decir palabra, aunque estaba en su propia casa, pero,
cuando la voluntad de Zeus así se lo aconsejó, él y Telémaco cogieron las armas y las
ocultaron y cerraron las puertas. Luego astutamente hizo que su mujer ofreciera su
arco para que los desdichados pretendientes compitiéramos por él; ese fue el
principio de nuestro final, pues ninguno pudo tensar el arco, ni siquiera un poco.
Cuando iban a dárselo a Ulises, todos gritamos que no lo hicieran, pero Telémaco
insistió. En cuanto lo tuvo entre las manos, lo tensó con facilidad y lanzó una flecha a
través del hierro. Luego se plantó en mitad del umbral y tiró las flechas al suelo,
mirando con fiereza a su alrededor. Primero mató a Antínoo, y luego disparó sus
dardos mortales uno tras otro. Quedó claro que un dios le ayudaba, pues nos
golpearon con fuerza y acierto por todo el atrio y se oyeron espantosos gemidos cada
vez que aplastaban nuestros sesos y la tierra se empapaba con nuestra sangre. Así,
Agamenón, es como encontramos nuestro fin, y nuestros cadáveres yacen todavía
olvidados en la casa de Ulises, pues nuestros amigos ignoran aún lo sucedido, por lo
que no pueden recogernos y lavar la negra sangre de nuestras heridas mientras lloran
por nosotros, tal como debe hacerse con los muertos.
—Feliz Ulises, hijo de Laertes —respondió el espectro de Agamenón—, sin duda
eres afortunado de tener una mujer con un entendimiento tan preclaro y tan fiel a su
esposo como Penélope, la hija de Icario. La fama, por tanto, de su virtud nunca
morirá, y los inmortales compondrán canciones en honor de la constancia de
Penélope que serán bien recibidas por los hombres. Qué distinta fue la maldad de la
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hija de Tindáreo, que mató a su legítimo esposo; su canción será odiosa para los
hombres, pues ha traído la deshonra sobre todas las mujeres, también las buenas.
Así conversaron en la casa de Hades, en las entrañas de la tierra. Entretanto
Ulises y los demás salieron de la ciudad y pronto llegaron a la bella y bien cuidada
granja de Laertes, que había conseguido con constantes trabajos. Allí vivían también
varios esclavos y una anciana de Sicilia que cuidaba de él. Cuando llegaron, Ulises le
dijo a su hijo y a los otros dos:
—Id a la casa y matad el mejor cerdo que podáis encontrar para la comida. Yo
quiero ver si mi padre me reconoce o si me ha olvidado después de tan larga
ausencia.
Entonces se quitó la armadura y se la dio a Eumeo y Filetio, que fueron directos a
la casa, mientras él iba hacia la abundante viña para poner a prueba a su padre. Al
llegar al huerto no vio a Dolio ni a sus hijos, ni a ninguno de los demás criados, pues
estaban buscando ramas de espino para hacer un seto. Así que encontró solo a su
padre. Llevaba una túnica vieja, remendada y muy sucia, se cubría las piernas y las
manos con pieles de buey para no arañarse con las zarzas; y en la cabeza llevaba un
gorro de piel de cabra. Parecía muy apesadumbrado. Cuando Ulises lo vio tan
consumido, anciano y abrumado por las desdichas, se quedó debajo de un peral y
rompió a llorar. No supo si abrazarlo, besarlo y contarle que había vuelto a casa, o
preguntarle primero y ver lo que decía. Al final, decidió que era mejor obrar con
astucia y fue al encuentro de su padre, que estaba agachado cuidando unas plantas.
—Veo, señor —dijo Ulises—, que eres un excelente hortelano y que no escatimas
esfuerzos. No hay una sola planta ni una higuera, vid, olivo, peral o bancal que no
esté bien cuidado. Confío, no obstante, en que no te ofendas si te digo que cuidas
mejor de tu huerto que de ti mismo. Eres viejo y vas desaliñado y muy mal vestido.
No puede ser dejadez de tu amo, pues tu rostro y tu figura no son los de un esclavo y
proclaman que eres de noble cuna. Pareces más bien de esos que, después de lavarse
y comer bien, descansan en un blando lecho por la noche, como merecen los
ancianos. Pero dime, y sé sincero, quién es tu señor y de quién es el huerto en el que
trabajas. Dime también otra cosa: ¿es de verdad Ítaca este lugar al que he llegado? Un
hombre acaba de decírmelo, pero tenía poca paciencia y no me ha querido escuchar
cuando le he preguntado si un viejo amigo mío estaba vivo o ya muerto en la casa de
Hades. Hace tiempo estuvo en mi casa un hombre al que llegué a apreciar más que al
resto de los huéspedes que he tenido. Dijo que su familia era de Ítaca y que su padre
era Laertes, hijo de Arcisio. Lo recibí con hospitalidad, le ofrecí todo lo que había en
mi casa y, cuando partió, le hice los presentes acostumbrados. Le di siete talentos de
oro fino y una crátera de plata maciza con flores engastadas. También le di doce
capas, doce lienzos, doce mantos y doce túnicas. A todo eso añadí cuatro bellas
mujeres versadas en todas las artes útiles, y dejé que escogiera.
Su padre vertió lágrimas y respondió:
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—Señor, has llegado a la tierra que dices, pero ha caído en manos de unos
malvados. Tan ricos presentes fueron en vano. Si hubieses encontrado a tu amigo
vivo en Ítaca, te habría recibido con hospitalidad y habría correspondido con
generosidad a tus presentes, como habría sido justo teniendo en cuenta lo que tú le
habías dado. Pero dime, y sé sincero, ¿cuántos años hace que recibiste a este invitado,
a mi hijo, infortunado como nadie? ¡Ay! Lejos de su patria lo han devorado los peces
del mar o ha sido presa de los pájaros y las bestias salvajes en tierra firme. Ni su
madre ni yo, que éramos sus padres, hemos podido abrazarlo y vestirlo por última
vez, ni tampoco su excelente esposa Penélope ha podido llorarlo como es natural en
su lecho de muerte y cerrarle los ojos según es costumbre hacer con los muertos. Pero
ahora, dime, y sé sincero, pues quiero saberlo. ¿Quién eres y de dónde vienes?
Háblame de tu ciudad y de tus padres. ¿Dónde está fondeado el barco que os ha traído
a ti y a tus hombres a Ítaca? ¿O viajabas como pasajero en la nave de otro y quienes
te han traído han seguido su camino y te han dejado aquí?
—Te responderé a todo con sinceridad —respondió Ulises—. Soy de Alibante,
donde tengo una hermosa casa. Soy hijo del rey Afidante, que es hijo de Polipemón.
Me llamo Epérito, un dios me desvió de mi rumbo al partir de Sicilia y me ha traído
aquí en contra de mi voluntad. Mi nave está fondeada lejos de la ciudad, y han pasado
cinco años desde que Ulises dejó mi país. Pobre hombre, aunque los augurios eran
favorables cuando partió: todas las aves volaban a nuestra derecha, y tanto él como
yo nos alegramos de verlas al despedirnos, pues teníamos la esperanza de volver a
vernos e intercambiar presentes.
Una negra nube de pesar ensombreció a Laertes mientras escuchaba. Cogió tierra
con ambas manos y se la echó por la cabeza llorando. A Ulises se le conmovió el
corazón; entonces fue hacia él, lo abrazó y lo besó diciendo:
—Soy yo, padre, por quien preguntas: he vuelto después de pasar fuera veinte
años. Pero deja de suspirar y lamentarte. No tenemos tiempo que perder, pues debo
decirte que he matado a los pretendientes en mi casa en castigo por su insolencia y
sus crímenes.
—Si de verdad eres mi hijo Ulises —respondió Laertes— y has vuelto, tendrás
que darme una prueba irrefutable de tu identidad, si es que quieres convencerme.
—Mira esta cicatriz —respondió Ulises—, me la hizo un jabalí con el colmillo
mientras cazaba en el monte Parnaso. Mi madre y tú me habíais enviado con
Autólico, el padre de mi madre, para recibir los presentes que me había prometido
cuando estuvo aquí. También te indicaré los árboles que me regalaste y por los que te
preguntaba cuando te seguía por el huerto siendo niño. Tú me decías sus nombres y
lo que eran. Me regalaste trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras; también
dijiste que me regalarías cincuenta hileras de vides.
A Laertes le fallaron las fuerzas cuando oyó las pruebas que le había dado su hijo.
Lo abrazó y Ulises tuvo que sujetarlo o habría caído al suelo. Tan pronto como se
dominó y empezó a recobrar el uso de sus sentidos, dijo:
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—¡Oh padre Zeus! Si de verdad los pretendientes han sido castigados por su
insolencia y su locura, es que sigue habiendo dioses en el Olimpo. No obstante,
mucho me temo que enseguida se presentará aquí el pueblo de Ítaca y que habrán
enviado mensajeros a todas partes desde las ciudades de Cefalonia.
Ulises respondió:
—Ten valor y no te preocupes por eso, vayamos ahora a casa. Ya les he dicho a
Telémaco, Filetio y Eumeo que fuesen allí y prepararan la comida lo antes posible.
Al llegar a la casa encontraron a Telémaco con el vaquero y el porquero; estaban
cortando la carne y mezclando vino con agua. Luego la anciana siciliana llevó a
Laertes adentro y lo bañó y lo ungió con aceite. Le puso un buen manto y Atenea le
dio una presencia más imponente y le hizo más alto y robusto que antes. Cuando
volvió, su hijo se sorprendió al verlo tan parecido a un inmortal y le dijo:
—Querido padre, algún dios te ha hecho más alto y más apuesto.
—Por el padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá fuese el hombre que era cuando
acaudillaba a los cefalenios y tomé Nérico, una fortaleza bien amurallada en el
continente. Si aún fuese quien fui entonces y hubiese estado ayer en casa con mi
armadura, habría podido ayudarte a combatir contra los pretendientes. Habría matado
a muchos de ellos y te habrías alegrado al verlo.
En cuanto terminaron de prepararlo todo y estuvo listo el banquete, cada cual
ocupó su sitio en los bancos y asientos y empezaron a comer. Poco después el viejo
Dolio y sus hijos llegaron de trabajar, pues su madre, la mujer siciliana que cuidaba
de Laertes, había ido a buscarlos. Cuando vieron a Ulises y estuvieron seguros de que
era él, se quedaron atónitos, pero Ulises los regañó bromeando y dijo:
—Siéntate a comer, anciano, y olvida tu sorpresa; hace rato que queríamos
empezar y te hemos estado esperando.
Luego Dolio se acercó a Ulises.
—Señor —dijo cogiendo la mano de su amo y besándole la muñeca—, hace
mucho que anhelábamos tu regreso y ahora los dioses te han traído con nosotros
cuando habíamos perdido toda esperanza. Saludos, pues, y ojalá los dioses te traigan
prosperidad. Pero dime, ¿sabe ya Penélope que has vuelto o enviamos a alguien a
decírselo?
—Anciano —respondió Ulises—, lo sabe ya, así que no debes preocuparte por
eso.
Dicho lo cual se sentó y los hijos de Dolio se acercaron a Ulises para saludarlo y
abrazarlo; luego ocuparon sus asientos por orden cerca de su padre.
Mientras estaban comiendo, el mensajero Rumor extendió por la ciudad la noticia
del terrible destino sufrido por los pretendientes, por lo que ante la casa de Ulises
comenzó a llegar gente que gemía y se lamentaba. Se llevaron a los muertos; cada
uno enterró al suyo y subieron los cadáveres de quienes eran de otros sitios a bordo
de barcos de pesca para que los pescadores los llevasen a su tierra. Luego, muy
airados, se reunieron en el lugar de asamblea. Una vez allí, Eupites fue el primero que
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se levantó para hablar. Estaba abrumado de dolor por la muerte de su hijo Antínoo,
que había sido al primero al que había matado Ulises. Y llorando amargamente dijo:
—Amigos, este hombre ha causado un gran daño a los griegos. Se llevó a muchos
de nuestros mejores hombres consigo en su flota y ha perdido las naves y a sus
tripulantes; además, a su regreso, ha matado a los más nobles cefalenios. Vayamos a
buscarlo antes de que escape a Pilos o a la Elide o nos avergonzaremos para siempre.
Si no vengamos el asesinato de nuestros hijos y hermanos, será un ultraje imborrable.
Yo no tendría más placeres en la vida y preferiría morir ahora mismo. Vayamos, pues,
a perseguirlos antes de que puedan cruzar al continente.
Lloró mientras hablaba y todos lo compadecieron. Entonces llegaron Medonte y
el bardo Femio desde la casa de Ulises. Todos se quedaron atónitos al verlos, y
Medonte dijo:
—Oídme, hombres de Ítaca. Ulises no ha hecho estas cosas contra la voluntad de
los dioses. Yo mismo vi a un dios inmortal adoptar la forma de Méntor y situarse a su
lado. Este dios unas veces le daba ánimos situándose delante de él, y otras recorría
furioso la sala y atacaba a los pretendientes, que caían uno tras otro.
Al oírlo les dominó a todos un pálido temor, y el anciano Haliterses, el hijo de
Mástor, se levantó para hablar, pues era el único entre ellos que conocía tanto el
pasado como el futuro, así que les habló con sencillez y sinceridad diciéndoles:
—Hombres de Ítaca, es culpa vuestra que las cosas hayan acabado así. No
quisisteis escucharme, ni tampoco a Méntor, cuando os pedíamos que contuvierais la
locura de vuestros hijos, que, llevados por la insolencia de su corazón, despilfarraban
la hacienda y deshonraban a la mujer de un jefe que pensaban que no volvería. Ahora,
no obstante, haced lo que os digo. No persigáis a Ulises, no vayáis a causar vuestra
propia desdicha.
Esto fue lo que dijo. Media asamblea levantó un gran clamor de aceptación y se
marchó. Los demás se quedaron donde estaban, pues el discurso de Haliterses no les
había convencido y apoyaban a Eupites. Estos últimos corrieron a por sus armas y se
congregaron delante de la ciudad. Les guiaba Eupites, dominado por su locura, que
pensaba que iba a vengar el asesinato de su hijo, cuando en realidad iba a morir él
mismo.
Entretanto, Atenea le dijo a Zeus:
—Padre, hijo de Cronos, poderoso señor, responde a esta pregunta: ¿qué piensas
hacer? ¿Quieres que sigan combatiendo o vas a imponer la paz?
Y Zeus respondió:
—Hija mía, ¿por qué me preguntas? ¿No habíamos acordado que Ulises volviera
a casa y se vengara de los pretendientes? Haz lo que quieras, pero te diré lo que me
parece más razonable. Ahora que Ulises se ha vengado, que pronuncien un juramento
solemne en virtud del cual seguirá gobernando, mientras hacemos que los otros
olviden y perdonen la matanza de sus hijos y hermanos. Que vuelvan a ser amigos
como antes y que reinen la paz y la abundancia.
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Eso era lo que Atenea estaba a punto de proponer, así que descendió a toda prisa
de las elevadas cumbres del Olimpo.
Cuando Laertes y los demás terminaron de comer, Ulises dijo:
—Salid a ver si vienen.
Y uno de los hijos de Dolio hizo lo que le pedía.
Al llegar al umbral vio que estaban muy cerca y le dijo a Ulises:
—Aquí llegan, volvamos a por las armas.
Se pusieron la armadura lo más deprisa posible, Ulises, sus tres hombres y los
seis hijos de Dolio, y también Laertes y Dolio, guerreros por necesidad a pesar de su
pelo gris. Después abrieron la puerta y salieron con Ulises al frente.
Entonces Atenea, la hija de Zeus, fue a su encuentro después de adoptar la forma
y la voz de Méntor. Ulises se alegró al verla y le dijo a su hijo Telémaco:
—Telémaco, ahora que estás a punto de librar una batalla donde se verá el valor
de cada cual, asegúrate de no deshonrar a tus ancestros, que eran famosos por su
fuerza y su valor en todas partes.
—Lo que dices es cierto, mi querido padre —respondió Telémaco—, y verás, si
quieres, que no tengo intención de deshonrar a tu familia.
Laertes se alegró al oírlo. Y exclamó:
—¡Dioses! ¡Cuánto me alegra presenciar este día! Mi hijo y mi nieto rivalizan en
valor.
Entonces Atenea se le acercó y dijo:
—Hijo de Arcesio, el mejor amigo que tengo en el mundo, reza a la doncella de
ojos glaucos y a Zeus, su padre, apunta la lanza y arrójala.
Nada más hablar infundió en él un valor renovado, y después de rezar y apuntar la
lanza, la arrojó. Acertó a Eupites en el casco y la lanza lo atravesó, pues el casco no
resistió su empuje, y su armadura resonó cuando se desplomó en el suelo. Entretanto
Ulises y su hijo cargaron contra la vanguardia de los enemigos y les golpearon con
las lanzas y espadas. Y los habrían matado a todos si Atenea no hubiera alzado la voz
y detenido el combate.
—Hombres de Ítaca —exclamó—, poned fin a esta guerra espantosa y zanjad la
cuestión cuanto antes sin más derramamiento de sangre.
Un pálido temor los dominó a todos. Tanto se asustaron al oír la voz de la diosa
que soltaron las armas al suelo y echaron a correr hacia la ciudad para salvar la vida.
Pero Ulises soltó un grito y corrió tras ellos como un águila que se abate en picado.
Entonces el hijo de Cronos envió un rayo de fuego que cayó justo delante de Atenea.
Y ella le dijo a Ulises:
—Ulises, noble hijo de Laertes, detén este combate o Zeus se enojará contigo.
Así habló Atenea y Ulises la obedeció de buen grado. Luego Atenea adoptó la
forma y la voz de Méntor y selló un pacto de paz entre los dos bandos.
Página 199
Homero nació en el año 1102 a. C., en una de las siete ciudades que se disputaron la
gloria de ser su patria: Ítaca, Esmirna, Quíos, Colofón, Pilos, Argos y Atenas. Era
hijo de Cretéis, una jovencita imprudente que quedó embarazada no se sabe de quién.
Después del nacimiento de Homero su madre se casó con Femio, famoso bardo que
dirigía una escuela poética, y que aparece en la Odisea, quien le enseñó el oficio de
poeta; a la muerte de su padrastro, Homero le sustituyó al frente de la escuela, hasta
que decidió dedicarse a viajar, y visitar, entre otros lugares, Iberia. A su regreso a
Grecia contrajo una enfermedad en los ojos, que al poco tiempo le provocó la
ceguera. Entonces decidió dedicarse exclusivamente a la poesía, y se casó y tuvo dos
hijas. Compuso un buen número de poemas, entre ellos:
Foceida
Cércopes
Batracomiomaquia
Psaromaquia
La cabra siete veces trasquilada
El canto del mirlo
Ilíada
Odisea
El horno
La canción del mendigo
A su muerte fue enterrado en la isla de Íos. Esto es lo que cuenta la más antigua de
sus biografías, atribuida falsamente a Heródoto.
Página 200
Según afirmaba Heráclito, murió durante un viaje, de pena y de rabia por no ser capaz
de resolver el enigma que le habían planteado unos pescadores, a los que el poeta
invidente había preguntado si habían pescado algo. La respuesta vino en forma de
acertijo:
Página 201
Notas
Página 202
[1]Ulises se cargó, por lo menos, a los siguientes (en orden alfabético): Alástor,
Alcandro, Cárope, Cromio, Democoonte, Deyopites, Dolón, Ennomo, Halio,
Hipódomo, Molión, Nomeón, Pitides, Prítanis, Quersidimonte, Reso, Soco y Toón.
Al parecer, en las guerras antiguas era costumbre preguntarle el nombre al enemigo
antes de matarlo. <<
Página 203
[1] Día 1
8 de marzo
1178 a. C.
Página 204
[2] ¿Odiseo o Ulises?
Página 205
[3] ATENEA
Αθήνα
Es la diosa de la razón, de las artes y la guerra; va armada con una lanza y protegida
por una coraza de piel de cabra. Su padre Zeus se traga a su madre Metis, su primera
esposa, pues una profecía le había advertido que sus hijos con ella iban a ser más
poderosos que él. En el momento del parto, estando Metis todavía dentro de él, sufre
un horrible dolor de cabeza y pide a Hefesto que se la abra de un hachazo. De la
brecha sale Atenea, adulta y armada, profiriendo un grito de guerra. (Píndaro,
Olímpicas, VII, 35). Atenea es la protectora de varios héroes cuyas virtudes se
relacionan con los dominios de la diosa; Ulises, por ejemplo, recibe su protección
gracias a su ingenio, su astucia y sus dotes oratorias, cualidades que Atenea aprecia.
<<
Página 206
[4] TELÉMACO
Τηλέµαχος
Es el hijo único del matrimonio de Penélope y Ulises. Cuando Telémaco es apenas un
bebé, su padre se marcha a la guerra de Troya, que durará diez años. Durante el
tiempo que Ulises está fuera, Mentor, un viejo amigo, cuidará de su hijo. Después de
la guerra Ulises tarda otros diez años en regresar a casa; cuando Atenea visita a
Telémaco en Ítaca, este tiene veinte años. <<
Página 207
[5] PENÉLOPE
Πηνελόπη
Es hija de Icario, rey de Esparta, y de Peribea, una Náyade o ninfa de agua dulce.
Cuando Penélope alcanza la edad de casarse, su padre organiza una carrera y la
ofrece en matrimonio al vencedor; Ulises es quien la gana. Icario pide a la pareja que
se queden a vivir en Esparta pero Ulises declara que desea marcharse a Ítaca,
obligando a Penélope a escoger entre su padre y su marido. Ella, ruborizada, no
responde y se tapa la cara con un velo; el padre, que lo entiende, los deja ir y erige un
monumento al pudor en honor a su hija (Pausanias, Descripción de Grecia, III 12,1-4;
III 20, 10-11). Esta anécdota se suma a muchas otras para hacer de Penélope un
símbolo de fidelidad marital. <<
Página 208
[6] La voz pública de las mujeres
«Hay algo vagamente ridículo en este chiquillo que hace callar a una experimentada
Penélope de mediana edad. Pero es una buena demostración de que justo cuando
empiezan las pruebas escritas de la cultura occidental las mujeres no son escuchadas
en la esfera pública; más que eso, tal como lo explica Homero: de que una parte
integral del crecimiento de un hombre es aprender a controlar lo que se dice en
público y a silenciar a las mujeres de la especie». (Mary Beard, Mujeres y poder: un
manifiesto). <<
Página 209
[7] EURICLEA
Εύρύκλεια
Nodriza de Ulises y fiel guardiana de su palacio. En su juventud, Laertes, el padre de
Ulises, la compra como esclava. Ulises también confiará en ella para que cuide de
Telémaco. Su nombre significa «fama amplia», y contrasta con el de Anticlea, madre
de Ulises, que significa «sin fama». <<
Página 210
[8] Día 2
9 de marzo
1178 a. C. <<
Página 211
[9] Los fallos de Homero
Quandoque bonus dormitat Homerus (De vez en cuando se duerme el buen Homero),
dice Horacio en su Ars poética. La frase ya era, tal vez, proverbial, para referirse a los
fallos que los críticos advertían en sus obras. Aquí, Egiptio no puede saber la suerte
que ha corrido su hijo porque Ulises no ha vuelto para contárselo. <<
Página 212
[10] 108 enamorados
«Veamos qué es lo que la Odisea nos pide que nos creamos, o, mejor, que nos
traguemos. Se nos dice que más de cien jóvenes se enamoran profundamente, y al
mismo tiempo, de una supuesta viuda que podría doblarles la edad, y a la que apenas
han visto, y menos a solas. Tan enamorados están que ni pueden pensar en otro
matrimonio hasta que Penélope elija a uno de ellos; y, como no lo hace, se vengan de
su crueldad devorando sus terneros y sus bueyes, bebiendo su vino y acostándose con
sus criadas, sin que nadie haga el menor esfuerzo por echarlos». (Samuel Butler, The
Authoress of the Odyssey). <<
Página 213
[11] MENTOR
Μέντωρ
Amigo de Ulises y maestro y consejero de Telémaco. Su nombre se incorporó al
lenguaje común a partir de la fama que adquirió, a principios del s. XVIII, la novela
Les aventures de Télémaque, del abate Frangís de Salignac de la Mothe-Fénelon,
tutor del Delfín de Francia, de la que Mentor (en realidad, Atenea disfrazada de
Mentor) es el personaje principal. La novela, admirada por, entre otros, Rousseau,
Montesquieu y Thomas Jefferson, gozó de gran popularidad en toda Europa, y fue
libro de lectura obligada para los estudiantes de francés. Ya en 1914 la Real
Academia Española adoptó «mentor» como nombre común. <<
Página 214
[12] Día 3
10 de marzo
1178 a. C. <<
Página 215
[13] 4500 personas y 81 toros
«Después de leer la Odisea, lo que más se echaba en falta, en el aire de nuestra costa,
es el olor a carne asada que las hecatombes de bueyes y terneros expandían, en la
época homérica, por el litoral del paganismo. Es un olor que hace soñar». (Josep Pla,
El cuaderno gris). <<
Página 216
[14] NÉSTOR
Νέστωρ
Página 217
[15] Muerte súbita
Apolo era al mismo tiempo el dios de las artes, de la belleza, de la armonía, por un
lado, y por otro lado de la muerte súbita, que causaba con sus flechas indoloras, de las
plagas y las enfermedades. Dos de sus símbolos eran el arco y la lira, ambos
instrumentos de cuerda tensada, pero cuyas finalidades son muy dispares. <<
Página 218
[16] Noche de amor
En la Ilíada y en la Odisea, los invitados siempre duermen solos. Se pregunta
Zenódoto de Éfeso, primer bibliotecario de la Biblioteca de Alejandría (s. IIΙ a. C.),
si, después de tanto vino, Pisístrato y Telémaco querían seguir la fiesta por su cuenta.
<<
Página 219
[17] Día 4
11 de marzo
1178 a. C. <<
Página 220
[18] Día 5
12 de marzo
1178 a. C. <<
Página 221
[19] MENELAO
Μενέλαος
Rey de Esparta, hermano de Agamenón y esposo de Helena. Es hijo de Atreo, rey de
Micenas, y de Aéropa, una princesa cretense. Se convierte en rey de Esparta al
casarse con Helena, tras vencer en el concurso de pretendientes convocado por
Tindáreo, padre putativo de Helena. La fuga de esta con Paris desencadena la guerra
de Troya; tras la caída de la ciudad, cuando Menelao se dispone a matar a la esposa
infiel, Helena se le muestra medio desnuda, y ello basta para que el arma se le caiga
de las manos y renazca el antiguo amor. Es el penúltimo de los héroes griegos en
regresar al hogar tras la guerra, pues tarda ocho años. <<
Página 222
[20] Gestación subrogada
El recurso de tener hijos con una esclava cuando no es posible tenerlos con la esposa
legítima también se encuentra en el Génesis. Sara, esposa de Abraham, le ofrece su
esclava Agar, para que la deje embarazada (16:1-15). Lo mismo hacen Leá y Raquel,
las dos esposas de Jacob, con sus respectivas esclavas, Zilpá y Bilhá (30:1-10). <<
Página 223
[21] HELENA
Ελένη
Esposa de Menelao. Es hija de Zeus y de Leda, la esposa de Tindáreo, rey de Esparta.
Helena nace de uno de los dos huevos que puso Leda tras su unión con Zeus
metamorfoseado en cisne; de los mismos huevos nacen los Dioscuros, Cástor y
Pólux, y Clitemnestra, que será esposa de Agamenón. Helena era la mujer más
hermosa del mundo, y fue el premio que Afrodita concedió a Paris por haberla
elegido como la diosa más bella. El rapto de Helena desencadena la guerra de Troya;
durante los diez años que dura el asedio ella vive casada con Paris y, a la muerte de
éste, con Deífobo, otro hijo de Príamo, rey de Troya. <<
Página 224
[22] Culpar a la mujer
Página 225
[23] Juntos hasta el Infierno
Además de compartir residencia en el caballo de madera, Diomedes y Ulises
conviven también en el Infierno de Dante, convertidos en una llama de doble lengua
(canto XXVI, vv. 49-84). Están condenados con los consejeros fraudulentos, por
haber urdido el engaño del caballo de Troya, por haber descubierto con un ardid el
escondite de Aquiles —que se refugiaba en la corte del rey Licomedes disfrazado de
mujer para no tener que ir a la guerra, donde sabía que perdería la vida—, y por haber
robado el Paladio, la estatua de Atenea que protegía la ciudad de Troya. <<
Página 226
[24] Día 6
13 de marzo
1178 a. C. <<
Página 227
[25] Filomelides
Rey de Lesbos que obligaba a los viajeros que llegaban a su isla a luchar contra él. Si
los vencía, los mataba, pero Ulises lo mató a él cuando, rumbo a Troya, hizo escala
allí. <<
Página 228
[26] El hombre-grillo
Titono era hermano de Príamo, rey de Troya. Era tal su belleza que la Aurora se
enamoró de él, y pidió a Zeus que le concediera la inmortalidad, cosa que el padre de
los dioses concedió. Pero como se le olvidó pedir también la juventud eterna, Titono
se fue haciendo cada vez más viejo, arrugado y encogido, hasta convertirse en un
grillo.
Tennyson, en su poema Tithonus, describe la envidia que siente el personaje por los
«happy men that have the power to die» (hombres felices que pueden morir). <<
Página 229
[27] Día 7
14 de marzo
1178 a. C. <<
Página 230
[28] CALIPSO
Καλυψώ
Es hija del titán Atlas y de la ninfa oceánide Pléyone. Calipso reina en Ogigia, una
isla en la que se la encierra como castigo por ser hija de Atlas, después de que los
titanes perdieran la guerra contra los dioses del Olimpo. Acoge a Ulises cuando el
héroe llega a sus dominios, lo cuida y le ofrece la inmortalidad y la juventud eterna si
este accede a quedarse con ella; Ulises rechaza la propuesta y queda preso en la isla
durante siete años hasta que los dioses deciden que es hora de que emprenda el
camino a casa. Se dice que Calipso y Ulises tuvieron dos hijos, Nausítoo y Nausínoo
(Hesíodo, Teogonía, 1019). <<
Página 231
[29] Mala suerte con los hombres
La pobre Aurora no tiene suerte con sus amantes. Al parecer, Orión, que era un
gigante de una belleza extraordinaria, intentó violar a Artemisa. La diosa le envió un
escorpión que le picó en el talón y lo mató. Tanto el escorpión como Orión fueron
transformados en constelaciones: la constelación de Orión huye eternamente de la de
Escorpión. <<
Página 232
[30] ULISES
Όδυσσεύς
Página 233
[31] Día 8
15 de marzo
1178 a. C. <<
Página 234
[32] Amor incomprendido
«¡Calipso, ah, Calipso! Pienso muchas veces en ella. Amó a Ulises. Vivieron juntos
durante siete años. No sabemos durante cuánto tiempo compartió su lecho con
Penélope, pero seguramente no fue tanto. Aun así, se suele exaltar el dolor de
Penélope y menospreciar el llanto de Calipso» (Milan Kundera, La ignorancia). <<
Página 235
[33] Días 8-29
Del 15 de marzo
al 5 de abril
1178 a. C. <<
Página 236
[34] Días 30 – 32
Del 6 de abril
al 8 de abril
1178 a. C. <<
Página 237
[35] NAUSÍCAA
Ναυσικάα
Hija de Alcínoo, rey de los feacios, y de la reina Arete. Según algunos mitógrafos,
como Pseudo-Apolodoro (Biblioteca mitológica, 7,35) y Dictis Cretense (Ephemeris
belli troiani), acabó casándose con Telémaco, y tuvo con él un hijo llamado
Persépolis. <<
Página 238
[36] Paraísos
El jardín de Alcínoo es, junto con el jardín de Calipso descrito en el canto V, uno de
los primeros ejemplos del tópico literario del locus amoenus, o jardín maravilloso.
Otros ejemplos son el Jardín del Edén (Génesis, 2:9-15), el jardín del rey Midas
(Heródoto, Historia, VIII, 138), la Arcadia en la que sitúa Virgilio sus Bucólicas, el
Paraíso musulmán (Corán, suras 16,18,36-38). O el que describe fray Luis de León en
su Oda a la vida retirada: «Del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un
huerto». <<
Página 239
[37] Día 33
9 de abril
1178 a. C. <<
Página 240
[38] Dios aprieta pero no ahoga
Demódoco compensa su ceguera con su don para el canto; el adivino Tiresias, que
Ulises encontrará en el inframundo, recibe el don de la profecía al tiempo que los
dioses le privan de la vista. Quizás Borges tuvo en cuenta estos ejemplos cuando
compuso su Poema de los dones: «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta
declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los
libros y la noche». <<
Página 241
[39] El mejor arquero
Filoctetes era el depositario del arco y las flechas de Hércules. Se enroló en la
expedición contra Troya, pero tuvo que desembarcar antes de llegar por culpa de una
herida en un pie. Cuando el oráculo determinó que los griegos no ganarían la guerra
hasta que tomaran parte en ella las armas de Hércules, Ulises fue a buscarlo para que
se reincorporara al ejército griego. <<
Página 242
[40] Llamada al orden
San Clemente de Alejandría, de nombre en latín Titus Flavius Clemens (c. 150 - c.
216), teólogo cristiano, comenta este pasaje en su Protrepticus: «¡Cese tu canto,
Homero! No es hermoso, nos presenta un adulterio. Nosotros apartamos los oídos de
la fornicación». <<
Página 243
[41] Homero sigue dormitando
Otro fallo del autor: del personaje de Circe todavía no se ha hablado. <<
Página 244
[42] POLIFEMO
Πολύφηµος
Hijo de Poseidón y de la ninfa marina Toosa. Se le suele representar como un horrible
ogro barbudo con un solo ojo en la frente. Vive solo en una caverna y devora la carne
cruda, pese a conocer el uso del fuego. Con anterioridad a la visita de Ulises ha
estado enamorado de Galatea, que no le corresponde. Cuando la descubre en brazos
de su prometido Acis, aplasta a este último con un peñasco (Ovidio, Metamorfosis,
XIII, 882-884). Eurípides, en cambio, en su drama satírico El cíclope, le atribuye
tendencias homosexuales. <<
Página 245
[43] Gañán montañoso
«Un monte era de miembros eminente / este que, de Neptuno hijo fiero, / de un ojo
ilustra el orbe de su frente / émulo casi del mayor lucero; / cíclope, a quien el pino
más valiente, / bastón, le obedecía, tan ligero, / y al grave peso junco tan delgado, /
que un día era bastón y otro cayado» (Luis de Góngora, Fábula de Polifemo y
Galatea). <<
Página 246
[44] CIRCE
Κίρκη
Hija de Helios y de la ninfa oceánica Perseis, y hermana de Eetes, rey de la Cólquida,
guardián del Vellocino de Oro. Vive en la isla de Eea, en un gran palacio rodeado de
bosques por el que merodea un gran número de animales salvajes, hombres en otro
momento a los que ella ha convertido en animales gracias a sus conocimiento de
hechicería. De regreso a Ítaca, Ulises permanece un año junto a Circe; según Hesíodo
(Teogonía, 1011), tiempo suficiente para engendrar tres hijos de Circe, Agrio, Latino
y Telégono. <<
Página 247
[45] ¿Mandrágora o ajo negro?
Página 248
[46] Animales racionales
Página 249
[47] TIRESIAS
Τειρεσίας
El adivino Tiresias, ciego, es el primer transexual de la historia. Un día vio unas
serpientes que copulaban, y las separó con un bastón. Como castigo, fue
transformado en mujer. Siete años más tarde, volvió a separar serpientes, y como
castigo fue transformado en hombre. Un día Zeus intentaba justificar ante Hera, su
esposa, sus numerosas infidelidades, explicándole que los hombres disfrutan con el
sexo mucho menos que las mujeres, y que por esta razón necesitaban practicarlo más
a menudo. Hera sostenía que esto no era así, y para aclarar la cuestión llamaron a
Tiresias, el único que había estado en los dos lados. Este dio la razón a Zeus, diciendo
que las mujeres gozan diez veces más que los hombres. Como castigo, Hera le privó
de la vista; como premio, Zeus le dio el poder de predecir el futuro. <<
Página 250
[48] Profecías inútiles
Casandra, hija de Príamo y Hécuba, reyes de Troya, tenía el don de la profecía, pero
no el de la persuasión, por lo que nadie la creía. En vano advirtió a los troyanos de los
peligros del caballo de madera. Concluida la guerra, fue entregada como botín a
Agamenón, que se enamoró de ella, y tuvo con ella dos hijos gemelos, Telédamo y
Pélope. <<
Página 251
[49] Hombres-hormiga
Μυρµιδόνες (Mirmidones) deriva de Μυρµηξ (hormiga). La isla de Egina, en la
que nació Eaco, abuelo de Aquiles, estaba desierta, por lo que Eaco, que deseaba
tener un pueblo sobre el que reinar, pidió a Zeus que transformara las numerosísimas
hormigas en personas, y Zeus así lo hizo. De ahí el nombre. <<
Página 252
[50] Crueldad infinita
Ulises omite que, según se narra en otras historias de la guerra de Troya, Neoptólemo
destacó por ser el más despiadado de los asesinos tras la caída de la ciudad. Dio
muerte a Príamo ante el altar de Zeus y a Astianacte, hijo de Héctor, arrojándolo
desde la muralla. En otra versión, Neoptólemo mata a Príamo golpeándolo con el
cuerpo sin vida de su nieto. <<
Página 253
[51] Mujeres-pájaro
En la tradición griega, las sirenas son genios marinos con rostro de mujer y cuerpo de
ave (Ovidio, Metamorfosis, V, 550). Son hijas del dios-río Aqueloo y de una de las
musas. Su número era impreciso. Según algunas fuentes, eran tres: Parténope,
Leucosia y Ligia; una tocaba la lira, otra cantaba y la tercera tocaba la flauta. Con su
música atraían a los navegantes, que se acercaban peligrosamente a la costa y
zozobraban, y las sirenas devoraban a los imprudentes. <<
Página 254
[52] Ulises se queda solo
Ulises llega a Troya al mando de doce naves con unos 120 hombres cada una, e inicia
la vuelta a casa con los 950 supervivientes de la guerra. En Ismaro mueren 72
hombres; Polifemo se come a 6; 1 muere borracho en el palacio de Circe; 800 mueren
ensartados por los lestrigones; a 6 se los traga Escila; los que quedan se ahogan
después de comer las vacas del sol. <<
Página 255
[53] Día 34
10 de abril
1178 a. C. <<
Página 256
[54] En Creta todos mienten
Ulises sitúa sus mentiras —ésta y otras que seguirán— en Creta, que en la antigüedad
fue considerada patria de los mentirosos. Epiménides, legendario poeta y filósofo
cretense del s. VI a. C. que según Plutarco y Diógenes Laercio estuvo dormido
durante cincuenta y siete años, enunció la célebre paradoja que lleva su nombre:
«Todos los cretenses mienten. Yo soy cretense». <<
Página 257
[55] EUMEO
Εὔµαιος
Es hijo de Ctesio, rey de la isla de Siria, una de las Cícladas. De niño fue raptado por
unos piratas fenicios y vendido a Laertes, que lo crio junto con sus hijos Ulises y
Ctímene. Es el porquero de Ulises y, junto con Euriclea, su sirviente más fiel. <<
Página 258
[56] Oráculos y pitonisas
Página 259
[57] Día 36
12 de abril
1178 a. C. <<
Página 260
[58] Día 37
13 de abril
1178 a. C. <<
Página 261
[59] Día 38
14 de abril
1178 a. C. <<
Página 262
[60] Día 39
15 de abril
1178 a. C. <<
Página 263
[61] Espanto de los mortales
Así era conocido Équeto, rey de Epiro. Se cuenta de él que cuando se enteró de que
su hija Métope había tenido amores con un tal Ecmódico, mandó castrar al
muchacho, y a su hija la cegó clavándole agujas en los ojos. Luego la encerró en una
torre y le dio granos de cebada hechos de bronce para moler, prometiéndole que
recuperaría la vista cuando consiguiera hacer harina con ellos. <<
Página 264
[62] Las puertas del sueño
Se trata de un juego de palabras en griego antiguo: κέρας (cuerno) resuena con
κραινω (cumplir), mientras que έλέφας (marfil) se parece a έλεφαίροµαι
(engañar). Esta imagen ha ido apareciendo constantemente a lo largo de la historia.
Platón, en su diálogo Cármides, la pone en boca de Sócrates: «Escucha, pues, mi
sueño; bien sea que haya pasado por la de cuerno o por la de marfil»; Neil Gaiman,
en The Sandman, hace que Morfeo use cuerno y marfil para construir las puertas a su
reino. <<
Página 265
[63] Diosas de la venganza
Las Erinias nacieron de las gotas de sangre que cayeron en la tierra cuando Cronos,
padre de Zeus, castró a Urano, su propio padre. Se representaban como genios alados
con serpientes en la cabellera y llevando en la mano antorchas o látigos. Cuando se
apoderaban de una víctima la enloquecen y torturan de mil maneras. Su misión
principal es la venganza del crimen. <<
Página 266
[64] Día 40
16 de abril
1178 a. C. <<
Página 267
[65] Eclipse
«El sol ha desaparecido del cielo»… Un eclipse total de sol tuvo lugar en la zona el
16 de abril de 1178 a. C., y a partir de esta fecha se ha establecido la datación de la
acción de la Odisea, que se desarrolla a lo largo de 41 días. <<
Página 268
[66] Arqueros
Éurito, rey de Ecalia, era hijo de Melaneo, tan hábil con el arco que pasaba por ser
hijo de Apolo, el arquero divino, de quien habría recibido el arco que luego heredaría
su hijo. En el canto VIII se nos ha hablado de Filoctetes, receptor del arco y las
flechas de Hércules. Los arqueros homéricos inauguran una larga serie de héroes de
gran destreza con esta arma, como son Guillermo Tell y Robin Hood en la Edad
Media, o, más recientemente, Legolas (El señor de los anillos), Ojo de Halcón (Los
vengadores) o Katniss Everdeen (Los juegos del hambre). <<
Página 269
[67] Sueño reparador
Penélope pasa muchas noches en vela, pero también duerme profundamente, con la
ayuda de Atenea, en varios momentos de la Odisea. Duerme después de que
Telémaco le ordenara callar y la mandara a su habitación (canto I); duerme para
aliviar su sufrimiento cuando descubre que Telémaco se ha ido de viaje (canto IV);
duerme antes de presentarse a los pretendientes, y Atenea aprovecha su sueño para
embellecerla (canto XVIII); y dormirá durante toda la batalla que se avecina. <<
Página 270
[68] Falso final
Aristarco de Samotracia (c. 216 a. C. - c. 123 a. C.), sexto director de la Biblioteca de
Alejandría, continuador de los trabajos filológicos de Zenódoto de Éfeso y
Aristófanes de Bizancio, y autor de la primera edición históricamente relevante de los
poemas homéricos, sostuvo que la versión primigenia de la Odisea terminaba con el
reencuentro de Ulises y Penélope. <<
Página 271
[69] Día 41
16 de abril
1178 a. C. <<
Página 272