Las Veladas Del Tropero-Godofredo Daireaux

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Las veladas del tropero

Godofredo Daireaux

Publicado: 1911
Fuente: Wikisource
Edición: Imprenta de La Nación, 1919
Godofredo Daireaux

Las veladas del tropero

Cuentos pampeanos

BUENOS AIRES
Indice

págs.
Prólogo
...................................................... 9
El
. . Buey
. . . . .corneta
............................................... 13
El
. . Poncho
. . . . . . .de
. . .vicuña
.......................................... 24
El
. . Alambrado
. . . . . . . . . . de
. . .don
. . . .Cornelio
................................... 37
La
. . .Pulpería
. . . . . . . modelo
............................................ 48
El
. . Sobrante
.................................................... 57
El
. . Petizo
. . . . . .overo
.............................................. 67
La
. . .Bombilla
. . . . . . . .de
. . plata
......................................... 78
Cuerocurtido
...................................................... 87
Don
. . . .Calixto,
. . . . . . . el
. . dadivoso
......................................... 96
Las
. . . .Huascas
. . . . . . . de
. . . Timoteo
........................................ 106
La
. . .Estancia
. . . . . . . .del
. . .dormilón
........................................ 117
La
. . .Piedra
. . . . . .de
. . afilar
........................................... 129
El
. . Hombre
. . . . . . . .que
. . . .hacía
. . . . .llover
................................... 140
El
. . Ojo
. . . .filiador
................................................ 148
Los
. . . .Huevos
. . . . . . .de
. . avestruz
......................................... 159
El
. . Hombre
. . . . . . . .del
. . .facón
......................................... 168
Las
. . . .Brutalidades
. . . . . . . . . . .de
. . .Plácido
.................................... 178
La
. . .Olla
. . . .de
. . Gabino
............................................. 185
Siempre
. . . . . . . .conforme
.............................................. 199
Las
. . . .Hazañas
. . . . . . . .del
. . .Travieso
....................................... 210
Las
. . . .Botas
. . . . .del
. . . potro
.......................................... 219
El
. . Rebenque
. . . . . . . . . .de
. . Agapito
........................................ 228
Vivir
. . . . como
. . . . . .un
. . .conde
......................................... 236
Quien
. . . . . .sueña,
. . . . . . vive
.......................................... 246
El
. . Idilio
. . . . .de
. . .Lorenzo
............................................ 256
La
. . .Guachita
................................................... 267
El
. . Gaucho
. . . . . . . del
. . . .gateado
......................................... 277
La
. . .Guitarra
. . . . . . . encantada
............................................ 286
El
. . Rancho
. . . . . . . de
. . .los
. . .hechizos
....................................... 299
Suerte
. . . . . . Peligrosa
................................................ 310
A Eduardo Sivori
Prólogo

¡Miren que sabía de cosas ese hombre !...


Vecino del Azul, desde cuando era pueblo fronterizo, capataz de
un resero, durante veinte años, había recorrido con él,
incansablemente, toda la Pampa del sur, y de todo lo visto, oído ó
adivinado en sus viajes, le daba por sacar unas historias tan
interesantes, tan lindas, que conseguía mantener despiertos á los
compañeros toda la noche, si así lo exigía la seguridad de la
hacienda.
Gracias á él, siempre encontraba su patrón peones para sus
arreos, con menos trabajo y á menor precio que cualquier otro
tropero; pues todos sabían cuán lindo era viajar bajo sus órdenes, y
se le ofrecían, de todas partes, los aficionados. No ignoraban que
para el trabajo, nadie era más delicado, y que más de una noche
tendrían que pasar en vela, pero también sabían que la velada, se la
pasarían—fuera de sus horas de ronda, escuchando alguna historia
entretenida ó alguna conseja maravillosa, de esas que hacen olvidar
al más pobre las asperezas de la vida, arrebatan en sueños dorados
al más desgraciado y borran, por un rato, de su memoria la más
triste realidad; capaces hasta de infundir calor de abrigado hogar á
las espaldas, azotadas por el viento, del peón acurrucado en la paja
mojada, bajo el poncho empapado.
Toda alma ingenua necesita cuentos, lo mismo que toda criatura
necesita leche; alimento liviano y sutil de la primera edad, que
mantiene sin cansar. Y por esto es que todos los pueblos primitivos
han tenido sus leyendas, sus fábulas, sus relaciones de aventuras,
de viajes extraordinarios, de combates heroicos, de amores célebres;
sus tradiciones mitológicas, sus historias milagrosas, religiosas ó
profanas; y nuestro capataz seguramente pensaría que, como
cualquier otro, bien podría el gaucho tener los suyos.
Por lo demás, era cosa de creer que hubiese tenido ocasión de
comunicar personalmente con algunos seres sobrenaturales, de los
muchos que existen en la Pampa, y que éstos le habían confiado sus
secretos, pues bien se conocía, al oirlo, que no eran mentiras lo que
estaba contando. Si bien en sus cuentos solían aparecer personajes
harto misteriosos y suceder acontecimientos incomprensibles para
cierta gente, no tenía esto nada de extraño, pues todos saben que
hay en la Pampa muchas cosas ocultas y seres invisibles cuyos actos
nadie podría explicar, pero que tampoco nadie puede negar.
No se puede asegurar que, de vez en cuando, no agregase á la
verdad algo de lo suyo; pero, ¿quién no comprenderá que, en las
largas horas de ronda y de arreo, puedan nacer en el alma
embelesada por los misteriosos conciertos del nocturno silencio
pampeano y por los maravillosos espectáculos de la naturaleza ó
sobreexicitada por las grandiosas y terribles manifestaciones de sus
repentinas iras, mil figuras extrañas, de dudosa realidad quizá, pero
que la imaginación cree verdaderas?
Por lo menos, ninguno de los auditores nunca se hubiera atrevido
á dejar entender á ese hombre que le quedara una sombra de duda
por todo lo que él narraba, de miedo de perturbar la palpitante
relación y de cegar, quizá para siempre, el fantasmagórico manantial
de sus invenciones ingeniosas.
¿Invenciones? ¡Claro! ¿Quién, sino él, las contó jamás?
Lo que, inconscientemente, por lo demás, gustaba sobremanera á
su auditorio es que en todos los cuentos sólo actuaban personajes
netamente criollos, en ambiente pampeano puro. Otros que él, por
supuesto, les habían, á veces, alrededor del fogón, contado cuentos
prodigiosos, pero en ellos hablaban de reyes y de príncipes, de
reinas y de princesas, de monstruos y de bellezas encantadas, de
tesoros fabulosos y de pedrerías, como si jamás hubiese habido en
la llanura gente de esa laya, ni mayores riquezas que modestos
aperos de plata y buenos caballos. Los santos y la Virgen peleaban,
en ellos, á menudo, con Mandinga, y siempre lo vencían y lo
maltrataban; ¡como si hubieran sido mejores gauchos que él y le
hubieran podido enseñar á domar y á manejar el lazo!
Cantidad de otros personajes, procedentes quién sabe de dónde,
cruzaban por aquellas historias, divertidas, sin duda, pero con un
tufo exótico que impedía que ni por un momento se pudiese creer
en su veracidad. ¿Qué necesidad había de ir á pedir prestados seres
y figuras, hadas y genios, espíritus y fantasmas á todos los países
habidos y por haber, teniéndolos en la Pampa, criollazos,
innumerables y lo más dispuestos á responder en el acto á su
evocación?
¡Y qué lindamente los evocaba nuestro tropero!...
Sucedió que, una noche, después de haber dejado con tres
hombres la tropa que conducía, de novillos tan ariscos que no se
atrevía la gente á prender un cigarro, de miedo de asustarlos, se
había agachado con los demás peones entre las pajas, para
contarles un cuento. Y apenas empezaba, cuando se vieron relucir
en las tinieblas los ojos redondos de los mismos novillos del arreo,
que rodeaban, inmóviles y silenciosos, al grupo y escuchaban al
narrador con profunda atención.
G. D.
El buey corneta

«Nunca falta -dice el refrán- un buey corneta»; y la verdad es que,


tanto entre la gente como entre la hacienda, nunca falta quien trate
de llamar sobre sí la atención, aunque no sea más, muchas veces,
que por un defecto.
A pesar del refrán, don Cirilo, en su numeroso rodeo de vacas, y
entre los muchos bueyes que siempre tenía para los trabajos de su
estancia, o para vender a los chacareros, no tenía, ni había tenido
jamás, ningún buey de esa laya. Tenía para con ellos antipatía
instintiva, y cuando, por un capricho de la naturaleza o por algún
accidente, uno de esos animales salía o se volvía corneta, en la
primera oportunidad lo vendía o lo hacía carnear.
Y por esto fue que, una mañana, al revisar su rodeo, extrañó ver
entre sus animales un magnífico buey negro, con una asta torcida.
«¿De dónde habrá salido éste?» -pensó-, y aproximándose a él, para
mirarle la marca, se quedó estupefacto al conocer la suya propia,
admirablemente estampada y con toda nitidez en el pelo renegrido y
lustroso del animal.
Y la señal, de horqueta en una oreja y muesca de atrás en la otra,
confirmaba la propiedad.
Quedó don Cirilo caviloso, tratando de acordarse en qué
circunstancias podría haberlo perdido, y sobre todo, de adivinar por
qué casualidad podía haber vuelto a la querencia un buey de esa
edad, que seguramente faltaba del rodeo desde ternero. No pudo
hallar solución y quedó con la pesadilla; pesadilla, al fin, fácil de
sobrellevar.
Y siguió ocupándose de lo que tenía que hacer en el rodeo, es
decir, de «agarrar carne», lo que para don Cirilo significaba carnear
alguna res bien gorda, vaca, vaquillona o novillo, poco importaba,
con tal que no fuera de su marca. Y como los campos todavía no
estaban en ninguna parte alambrados, nunca dejaban de ofrecerse
al lazo animales de la vecindad.
Echó pronto los puntos a una vaquillona gorda, en la cual ya, dos
o tres veces, se había fijado, y desprendiendo el lazo -pues le
gustaba operar él mismo-, la anduvo apurando con un peón para
que saliera del rodeo. Ya estaban en la orilla, cuando la vaquillona,
dándose vuelta de repente, se vino a arrimar al buey corneta que, lo
más pacíficamente, estaba allí rumiando y mirando con sus grandes
ojos indiferentes y plácidos.
Al dar vuelta para seguirla, el caballo de don Cirilo resbaló y pegó
una costalada tan rápida, que, si no hubiera sido éste buen jinete,
sale seguramente apretado.
Volvió a montar y a perseguir; pero sólo fue después de unas
chambonadas, como nunca le había sucedido hacerlas, que logró
enlazarla; y ya se iba acercando el capataz para degollarla, cuando
reventó el lazo, haciendo bambolear el caballo, mientras que la
vaquillona, muy fresca, se mandaba mudar trotando, con la cola
parada en señal de triunfo, llevándose la armada en las aspitas, y la
mitad del lazo a la rastra.
Derechito se fue, adonde estaba parado el buey corneta, como
para contarle las peripecias por que acababa de pasar, y el buey
parecía escucharla con interés, mirando con sus grandes ojos
indiferentes por el lado de don Cirilo, quien, apeado en medio de los
peones, contemplaba con rabia los restos de su lazo trenzado, sin
poder explicar cómo se había podido cortar semejante huasca con el
esfuerzo de un animal tan pequeño.
Renunció por ese día a carnear la vaquillona, y volviendo a las
casas, entró en el corral de las ovejas, las que todavía no se habían
soltado por el mucho rocío; arrinconó la majada en una esquina del
corral, y con el cinchón quiso enlazar un animal cuya señal cantaba
claramente que era de un vecino. Pero era día de tan mala suerte,
que el cinchón, no se sabe cómo, detuvo por el pescuezo un capón
de propiedad del mismo don Cirilo, mientras el otro disparaba
brincando.
Don Cirilo, ya disgustado por demás, se contentó con lo que, sin
querer, había agarrado, y sacando afuera del corral el capón de su
señal, lo degolló, renegando.
Al levantar la cabeza, vio a cien metros de él al buey corneta, que,
mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, comía, con mil
precauciones para no pincharse, y con toda la atención de un goloso
que prueba un bocado elegido, la alcachofa de uno de los pocos
cardos de Castilla que, todavía escasos, crecían cerca de las
poblaciones.
Don Cirilo, al ver el animal, volvió a pensar que presentaba éste
un caso singular de vuelta a la querencia, sobre todo, que, estando
gordo, y siendo, como parecía, muy manso, era extraordinario que
no hubiese encontrado por allá quien lo aprovechase para toda una
rica serie de pucheros. Pero de ahí no pasó en sus reflexiones, y se
fue para su casa, dejando que los peones desollasen la res
sacrificada.
Al día siguiente, don Cirilo, apenas en el rodeo, vio, detrás del
buey corneta, la vaquillona que le había valido una rodada y la
pérdida de un lazo.
No tuvo necesidad esa vez de echarla del rodeo para poderla
enlazar, pues ella le ganó el tirón, y mientras el buey corneta miraba
a don Cirilo con sus grandes ojos plácidos, éste echó a correr con
dos peones para alcanzarla. Pero el animal parecía galgo; en su vida
don Cirilo había visto disparar tan ligero, correr tanto tiempo y dar
tantas vueltas, ningún animal vacuno; sin contar que ya que iba
cerniéndose en su cabeza la armada traidora, como relámpago, daba
media vuelta, cayendo el lazo en el vacío, o bien se paraba de golpe,
dejando que pasase por delante. Nunca, ninguno de los gauchos allí
presentes había visto cosa igual, y no dejaba de empezar a cundir
entre ellos cierta sospecha que les hacía a veces errar el tiro adrede.
Don Cirilo, sin embargo, acabó por meterle lazo, y la pudieron
degollar. Pero era carne tan cansada, que durante cuatro días todo el
personal de la estancia -menos un peón viejo que prefirió no comer
más que galleta- y toda la familia de don Cirilo, incluso él por
supuesto, que había comido más que ninguno, todos anduvieron
enfermísimos y como envenenados.
Para desquitarse, don Cirilo cortó el cuero de la vaquillona, y
aunque fuera algo delgado, pudo sacar de él muchos cabestros
buenos, que hacían justamente mucha falta en la estancia. Pero
salió tan fofo el cuero, que bastaba que se atase un caballo con uno
de los dichosos cabestros para que lo cortase y se mandase mudar;
y costó esto tres o cuatro recados, desparramados entre los
cañadones por caballos que dispararon ensillados. Iba saliendo cara
la vaquillona
El buey corneta, él, seguía comiendo con precaución alrededor de
las casas las alcachofas espinosas de los cardos de Castilla, mirando
con sus grandes ojos indiferentes a don Cirilo, cada vez que con él
se encontraba.
Una mañana de neblina cerrada, que don Cirilo había salido solo,
no se sabe a qué diligencia misteriosa, de repente dio con el buey
corneta. Entre la espesa gasa de la cerrazón, le pareció enorme el
animal; y su silenciosa masa, sus grandes ojos indiferentes clavados
en los suyos, hicieron sobre don Cirilo, emparedado a solas con él
entre la flotante humedad de la neblina, una impresión de tan
invencible inquietud, casi de terror, que por poco le hubiera dado
explicaciones, como a un juez, para excusarse, y demostrarle que
tampoco los vecinos eran santos, pues a menudo le pegaban
malones, comiéndole las mejores vacas y los capones más gordos.
Al tranco, pasó cerca del buey corneta, sin que éste se moviera ni
dejara de mirarlo con sus ojos, que, de grandes, parecían los de la
conciencia; hasta que, enojándose contra sí mismo, contra el buey, y
contra las ideas locas que éste le había hecho brotar en la cabeza,
quiso don Cirilo emprender otra vez la carrera hacia el punto de cita
que había indicado a su gente para llevar a cabo la diligencia
misteriosa a que iba. Pero en este momento, el caballo hundió la
mano de modo tan terrible en una cueva de peludo, que antes que
pudiera pensarlo estaba tendido en el suelo don Cirilo, como
cualquier maturrango, y con la muñeca recalcada.
Tuvo a la fuerza que descansar unos cuantos días, durante los
cuales, más de una vez, pasó por su memoria la figura del buey
corneta, enorme, renegrido, con su mirada fatídica. Y como,
justamente, mientras se estaba acordando de él, le viniera el
capataz a avisar que, desde dos días, faltaban del campo, sin que se
les pudiera encontrar en ninguna parte, unos caballos ajenos que,
desde mucho tiempo ya, se tenían para los trabajos más penosos,
don Cirilo no pudo dejar de exclamar que ya, para él, sin duda
alguna, el buey era algún mandado de Mandinga.
-De otro modo -dijo-, ¿cómo será que desde que anda por mi
campo, sin que se sepa de dónde ha salido, no se puede carnear a
gusto ni utilizar un ajeno?
Y entre sí resolvió que no pasarían muchos días sin que le viera el
cuero al revés al maldito animal, y esto, a pesar de ser de su marca.
Mientras tanto, y como las malas mañas nunca se van así no más,
en un abrir y cerrar de ojos, ya que se le compuso la mano lo
bastante para poder trabajar, pensó en contraseñalar unas diez o
doce ovejas ajenas que, desde días atrás, andaban mixturadas con
su majada. Eran de una vecina, viuda, con bastantes hijos y
comadre de don Cirilo: de una mujer que, si le hubiera pedido
cualquier servicio, se lo hubiera prestado, no sólo con gusto, sino
hasta sacrificándose, pero la tentación de apropiarse animales
ajenos era para don Cirilo tan fuerte, que ni en este caso la resistió.
Y mientras trataba de modificar artísticamente la señal de la
primera oveja que encontró a mano, se le resbaló el pie, no se sabe
cómo; el animal sacudió la cabeza y don Cirilo se plantó la punta del
cuchillito de señalar en la mano izquierda. Se levantó, echando
pestes, y al aproximarse a la puerta del corral para ir a las casas a
hacerse curar la herida, casi tuvo, para pasar, que hacer retirar al
buey corneta, que, plácidamente, se rascaba la paleta contra un
poste.
No dijo nada don Cirilo, pero miró al buey como para matarlo con
los ojos.
Y con todo, no se atrevió a dar orden de carnearlo; y, cosa quizá
más rara, durante ocho días, pareció no acordarse que hubiera
ajenos en el rodeo y en la majada, y mandó carnear de la marca del
establecimiento. El capataz y los peones extrañaban, por supuesto,
pero no tanto como se hubiera podido creer, porque también ellos le
tenían singular recelo al corneta negro.
La carne le pareció algo dura a don Cirilo durante una temporada,
y vigiló -lo que antes nunca había soñado en hacer-, que su señora
no la dejase malgastar en la cocina, lo que le valió el excelente
resultado de acostumbrarla a evitar desde entonces todo derroche.
No hubiera sido muy prudente, en esos días, de parte del capataz,
el pedirle huascas nuevas, pues lo mismo que la carne, parecía que
los cueros hubieran tomado un valor extraordinario.
Cuando se le hubo sanado la herida, y pudo volver al rodeo, lo
primero que buscó fue, por supuesto, al buey corneta; pero tuvo,
para verlo, que mirar lejos en el campo. Andaba solo entre las pajas
y parecía tener pocas ganas de acercarse.
Don Cirilo lo contempló largo rato, y el fruto de sus reflexiones
fue, sin duda, que, estando tan retirado el testigo indiscreto de sus
hazañas, se podía, sin inconveniente, carnear algún ajeno, pues
empezó a buscar la presilla del lazo. No la pudo desprender; parecía
endurecido el cuero, y ya, mirándolo con sus grandes ojos
indiferentes, estaba a su lado el buey corneta.
-¡Brujo maldito! -rezongó don Cirilo; pero enlazó una vaca vieja de
su marca.
De vuelta a las casas, despachó un chasque a su comadre,
avisándole que en su majada tenía algunas ovejas de ella; y pasaron
días y días sin que le viniera la idea -por lo menos al parecer- de
carnear ningún animal que no fuera de él. Durante todo este tiempo,
dio la casualidad que ni una sola vez se encontrara con el buey
corneta, ni en el campo, ni en el rodeo. ¡Qué cosa particular!, y
aunque fuera suyo, no tenía gana alguna de volverlo a encontrar. No
le tenía miedo, por supuesto, pero se encontraba, como quien dice,
más a gusto sin él.
-Mejor, hombre, mejor; que no haces falta ninguna por aquí -decía
entre sí don Cirilo.
Pero una mañana que, justamente iba a acabarse la carne en
casa, como andaba cruzando por el campo en un fachinal espeso,
salió disparando delante de él una vaquillona gorda de la hacienda
de su vecino don Braulio. Desató el lazo, y apurando el caballo, ya la
iba a alcanzar, cuando, pesadamente, entre dos cortaderas, se
levantó, como un monumento, el enorme buey corneta, renegrido e
impasible.
-¡Al diablo! -exclamó don Cirilo- con el intruso -y recogiendo el
lazo, se volvió para su casa. Nada dijo a nadie, pero desde ese día,
nunca permitió que se carnease sino de su marca, y aseguran que,
desde entonces, no volvió a ver al buey corneta en su campo.
Y pasaron así unos meses, firme don Cirilo en su buena
resolución, pero renegando siempre de los vecinos que seguían,
ellos, aprovechando las ocasiones. Particularmente, su antigua
víctima, don Braulio, quien parecía mantenerse únicamente de la
hacienda de don Cirilo.
Un día que había mandado pedir rodeo a ese vecino, para ver si
apartaba los animales de su propiedad antes que se los comiese
todos, le llamó inmediatamente la atención al entrar entre la
hacienda, un buey corneta renegrido, metido entre ella. No tuvo la
menor duda que fuera el famoso buey de su marca que tan buenos
y contundentes consejos le había dado; pero quedó muy perplejo.
¿Lo llevaría, ya que era de su marca, o lo dejaría, no más, como
olvidado? Y pensándolo, se aproximó al animal, mirándole
maquinalmente el anca. Se quedó profundamente sorprendido: el
buey llevaba, perfectamente pintada, la marca de don Braulio.
Como quien no quiere la cosa, le dijo entonces a éste don Cirilo:
-¡Qué lindo buey oscuro! Lástima que sea corneta.
-¡Hombre! -exclamó don Braulio-, me pasa con ese animal una
cosa singular. Lo he visto aparecer de repente en mi rodeo, sin
poder averiguar hasta el día de hoy, de dónde me sale ese buey con
mi marca y mi señal, y sin que me pueda acordar cuándo ni cómo lo
habré perdido. No me acuerdo haber tenido jamás un animal de esa
laya.
Fingió admirarse don Cirilo, pero guardó para sí sus reflexiones.
Como un mes después, ni quizá tanto, recibió de don Braulio un
chasque, avisándole que en su rodeo había una punta de animales
que se habían mixturado con los suyos y que haría bien de venirlos a
apartar.
Si don Cirilo no hubiera visto el buey corneta en la hacienda de
don Braulio, quizá se hubiera muerto de admiración en presencia del
caso tan inaudito; ¡mire quién, para semejante aviso!, pero la
presencia del buey corneta en el campo de don Braulio todo se lo
explicaba. «Le habrá sucedido lo mismo que a mí -pensó-; y habrá
tenido que acabar por rendirse.»
Había acertado. Don Braulio, cansado de pegar rodadas, de
reventar lazos, de cortarse con el cuchillo, de enfermarse con carne
cansada, y todo, siempre con anuencia, al parecer, del buey cometa,
se había convencido de que no había más remedio, para no verlo
más, que dejar de carnear ajenos.
Y así lo había hecho, y ya se iba retirando el buey, alejándose
cada vez más del rodeo y de las casas, hasta que desapareció del
campo.
Cuentan que así fue pasando de estancia en estancia, durante
largo tiempo, el buey corneta renegrido, siempre cambiando de
marca, sin que se le pudieran conocer las anteriores; admirándose
los dueños de ver de repente aparecer en su hacienda este extraño
animal tan desconocido, a pesar de ser de su propiedad, y poco a
poco se volvieron todos los vecinos de aquellos pagos tan delicados
para la carne ajena como si hubieran vivido en las costas del
Gualichú, en tiempo de Rosas.
No hay duda que el mismo buey corneta sigue en alguna parte,
haciendo de las suyas. Muchos creen que anda ahora muy cerca de
la cordillera; otros dicen que en la pampa; no falta quien lo haya
visto en el Sur, ni tampoco quien haya oído hablar de él en el Norte.
¡Vaya uno a saber por dónde anda!... Pero lo mejor es evitar su
presencia y no hay cosa más fácil.
El poncho de vicuña

Un gaucho muy viejo y muy pobre, viendo aproximarse el fin de sus


días, llamó a sus tres hijos y les dijo:
-Me queda poco tiempo que vivir; como no tengo más que ese
poncho de vicuña que sea de algún valor, quiero que pertenezca
después de mi muerte al que lo haya sabido utilizar mejor. Saldrán
ustedes por turno, llevándoselo; irán lo más lejos que puedan por el
campo, y después de una semana justita cada uno, volverán y me
contarán en detalle lo que hayan hecho.
Jacinto, el mayor, hombre ya de treinta años, un perdido que se
había pasado toda la vida matrereando por todas partes, salió, al día
siguiente, a las tres de la tarde, con caballo de tiro, el poncho de
vicuña terciado en el brazo y rumbeó al poniente.
No se daba muy buena cuenta de lo que había querido decir el
viejo al hablar de «utilizar» la manta de vicuña, pero poco costaba
probar y, como por otra parte, la manta era de precio, y con ella
puesta era fácil darse corte, iba con la idea de lucirse en algunas
reuniones, hasta acabar los pesitos que llevaba, y después volver a
casa.
Siendo el día muy templado, no se puso el poncho sino a la
oración, cuando empezó a refrescar, y poco después llegaba a un
rancho donde pensaba pedir licencia para hacer noche. Llamó al
palenque; contestó una voz y salió a la puerta una mujer. El gaucho
le pidió permiso para desensillar, y como esperaba la contestación
para apearse, vio que la mujer, asombrada primero, espantada
después, temblando se dirigía hacia su marido, ocupado en el patio
en componer un apero. Vino éste, miró hacia el palenque, y con un
gesto de fastidio, exclamó:
-Pero mujer zonza, ¡si no hay nadie!
-¿Cómo nadie? -dijo entonces en voz alta Jacinto.
Y al oírle empezó a temblar el marido, teniendo fuerzas para
preguntar:
-¿Quién habla?
El gaucho, sospechando que algo pasaba que no se podía explicar,
les dijo:
-Pero, ¿no me ven ustedes? -y la contestación, después de corta
vacilación, fue la disparada rápida del matrimonio, y su desaparición
en el rancho cuya puerta se cerró con estrépito.
Quedó Jacinto vacilando por largo rato; y quitándose el poncho
para cerciorarse de lo que sospechaba, llamo otra vez. La puerta del
rancho se entreabrió despacio, y con el susto todavía pintado en la
cara, le dio el dueño de casa las buenas tardes. Jacinto, sin bajarse,
le pidió un jarro de agua, y mientras se lo iba a buscar el otro,
rápidamente se volvió a poner el poncho. En este mismo momento,
el puestero, siempre desconfiado, se daba vuelta para mirarlo, y
seguramente vio algo estupendo, pues tiró el jarro al suelo y el
balde en el pozo, y de un salto se encerró y se atrancó en el rancho.
Jacinto se alejó, sabiendo ya que el poncho de vicuña era prenda
de inestimable valor, pues al ponérselo en los hombros, quedaba uno
invisible.
Para probar mejor y de un modo más práctico su virtud, se fue de
un galope hasta la pulpería próxima, donde todavía había mucha
gente, y sin quitárselo entró en el despacho. Fue como si no hubiera
entrado nadie; pues ninguno le hizo caso, ni lo miró, ni le habló. Por
la puerta interior pasó hasta el mostrador, vació el cajón, llenándose
el tirador con el dinero en presencia del patrón y de los mozos que
ni siquiera se movieron; y, sin que un perro ladrara ni lo detuviera
nadie, volvió al palenque, desató su caballo y se fue al tranco.
Y empezó a dar rienda suelta a sus malos instintos hasta entonces
sofrenados por el temor al castigo. Pareciéndole asegurada la más
completa impunidad, se volvió Jacinto terrible azote para toda la
comarca.
Robó de puro gusto, sin necesidad; mató familias enteras con el
único objeto de burlarse de los desesperados esfuerzos de la policía
para dar con los asesinos. Amanecían quemadas en una sola noche
tres o cuatro casas en la vecindad, quedando los negociantes
arruinados y las familias sin hogar; el estanciero encontraba en los
galpones muertos sus animales más finos, desjarretado su mejor
toro, malamente herido algún parejero de valor.
Todos acudían a la policía, acusándola de negligencia y hasta de
complicidad. Contaban horrores de lo que pasaba, refinamientos de
crueldad hacia cristianos y animales, como si una bandada de tigres
se estuviera cebando en esos pagos.
Y, todo, sin que nadie pudiera dar el dato más vago sobre la
filiación de alguno de los bandidos que tantas tropelías cometían, ni
siquiera el menor indicio que pudiera facilitar en algo las
indagaciones.
Uno solo pudo decir algo; fue el puestero a quien Jacinto una
tarde había pedido un jarro de agua, desapareciendo súbitamente
de su vista, al ponerse en los hombros un poncho de vicuña que
llevaba en el brazo. Pero, por supuesto, al oír el cuento todos se
echaron a reír y lo trataron de loco.
Pasaron algunos días, un siglo para los vecinos aterrorizados,
sucediéndose las desgracias repentinas como en tiempo de las más
sangrientas guerras, llenándose la campaña de ruinas y de lutos.
Por suerte, ya tocaban a su fin las hazañas del extraño malhechor.
Estando por vencer el término fijado por el padre para la vuelta,
pensó Jacinto que mucho más seguro sería quedarse con el poncho
maravilloso que devolverlo al viejo para que lo probasen sus
hermanos; y aunque tuviera la convicción de haberlo utilizado como
ninguno de ellos sería seguramente capaz de hacerlo, mejor le
pareció no arriesgar la parada y guardárselo.
Y el mismo día en que hubiera debido volver a casa del padre, se
fue con la manta puesta a una gran pulpería, donde siempre se solía
juntar mucha gente, quedándose allí sin que nadie lo viera, en
espera del momento en que sin peligro, podría renovar su provisión
de pesos.
Iban a dar las tres, hora en que había salido con el poncho, una
semana antes, y el juego estaba en su apogeo, cuando entró el
puestero que lo había visto desaparecer de tan misteriosa suerte, al
ponerse la manta.
Jacinto, al ver a este hombre, el único que pudiera conocerlo si se
le antojara quitarse el poncho y volverse visible, sintió irresistible
deseo de deshacerse de él, y abalanzándose, cuchillo en mano, le
tiró un terrible puntazo. Por suerte, el puestero, interpelado en ese
mismo momento por un amigo, se daba vuelta, de modo que sólo
recibió la puñalada en el brazo. Gritó, al sentirse herido; al mismo
tiempo, daban las tres, y Jacinto no pudo renovar la embestida,
embargados que fueron sus movimientos en los pliegues del poncho,
arrancado con violencia inaudita de sus hombros por una mano
invisible, sin que lo pudiera detener más que un ratito; pero este
rato fue lo suficiente para que la concurrencia viese desaparecer por
los aires la prenda maravillosa; y quedó él, azorado, a la vista de
todos, con el cuchillo ensangrentado en la mano, sin fuerza para
usarlo.
El puestero herido ya lo había conocido y denunciado en un grito
de terror; y todos bien convencidos esta vez de que el pobre no era
loco, y de que tenían por fin agarrado al tigre asolador de la
comarca, lo mataron a puñaladas.
Mientras la historia del poncho de vicuña se difundía con mil
comentarios en toda la campaña, la prenda mágica había vuelto sola
a manos de su dueño. El viejo comprendió que su hijo mayor había
malogrado su suerte y dejándose de quejas inútiles y de
advertencias contraproducentes, entregó la manta a su segundo
hijo, Honorio.
Éste salió, ignorando, lo mismo que Jacinto, la virtud del poncho
de vicuña; pero lo mismo que él, pronto pudo conocerla por la
observación de algunos detalles que le llamaron la atención. Había
salido con tropilla, llevando el poncho en el brazo, y los animales
iban perfectamente arreados. Cuando refrescó, se puso el poncho y
la tropilla empezó a darle mucho trabajo, pues era como si los
caballos no le hubieran hecho caso. Dejando maneada la yegua y la
tropilla arrollada, se dirigió hasta una casa de negocio situada como
a diez cuadras; y por el camino se fijó en que los teruteros, aunque
casi los pisase, no se levantaban, ni le gritaban; que de una majada
que estaba allí paciendo, no se movió ni una sola oveja cuando
pasó, y que ni los mismos perros le hacían caso pues ni uno de ellos
ladró cuando llegó.
Algo sorprendido, se apeó en el palenque y ató el caballo,
mezclándose con la gente que allí estaba.
Había varios conocidos de él; pero vio que ninguno lo miraba, ni le
hablaba, lo que le pareció por demás singular. Empezó a sospechar
que la manta de vicuña, celosamente conservada por su padre,
tendría alguna virtud desconocida, y saliendo al patio, se la quitó,
para ver. Los perros, en el acto, empezaron a ladrar; dos o tres
gauchos miraron quién llegaba; uno de ellos lo conoció y lo saludó, y
todas estas circunstancias casi le quitaron las dudas que aún le
quedaban sobre el valor de la prenda.
Para quedar del todo seguro de la suerte que le había tocado,
aprovechó un momento en que nadie lo miraba para volverse a
poner el poncho; y aproximándose a un grupo de gauchos que
jugaban a la taba, perfectamente conoció que ninguno de ellos lo
veía; a tal punto que, colocándose por detrás del que iba a tirar y
que estaba haciendo saltar al aire la taba, se la cazó de un manotón;
se quedaron todos asombrados, y si la buscaron en el suelo, fue sólo
con la esperanza de convencerse, encontrándola, de que no eran
víctimas de una brujería.
Honorio quedó quizá tan asombrado como los demás, pero loco de
contento al pensar en el inmenso poder que le había caído en
suerte.
Buen muchacho, pero de poco alcance, no pensó por supuesto, ni
por un momento, sino en el provecho propio que de él podía sacar.
No tenía, por suerte, los instintos perversos de su hermano
Jacinto, ni pensó en crímenes, pues no era de los a quienes el poder
vuelve tiranos, pero tampoco, pensó en hacer bien a nadie más que
a sí mismo. Era haragán y vividor, y aprovechó la ocasión para vivir
bien y de arriba; para él hubo ya siempre y en todas partes buenas
camas y abundante comida, cigarros finos y copas de lo mejor.
Penetraba en cualquier casa como en la propia, tomaba lo que
quería y se mandaba mudar sin que nadie lo pudiera ver. No
abusaba, por lo demás, porque no era malo, contentándose con
quitar a algún rico algo de lo que le sobraba, sin perjudicar nunca a
la gente pobre.
En ocho días se puso gordo; pero cuando se trató de cumplir con
lo prometido y de volver a la casa paterna para entregar a su dueño
el poncho de vicuña, no se pudo conformar. Dejó pasar medio día,
vacilando; y en el mismo momento en que ya tomaba la resolución
de guardárselo, y de mandarse mudar con él, una fuerza irresistible
se lo arrancó tan violentamente, que su caballo se encabritó,
mientras que caía en el suelo su sombrero y casi se caía él también.
Por suerte, andaba solo por el campo en aquel momento y nadie lo
vio, pero quedó muy desconsolado.
Tuvo que trabajar, el pobre, para comer; adiós vida fácil y sin
riesgo, a costillas ajenas; adiós los cigarros de a veinte y las copas
de lo mejor, de arriba; y sin el recurso siquiera de ir a descansar por
temporadas a la casa del viejo, ante quien ya no hubiera tenido la
osadía de presentarse, se tuvo que conchabar de peón en una
estancia.
El viejo quedó bastante triste, al ver volver a su poder el poncho
de vicuña sin que se lo trajese nadie. Comprendió que tampoco era
digno de llevar semejante prenda su segundo hijo, y llamando al
último, Ignacio, muchacho de veinte años, se la entregó,
recomendándole bien de hacer de ella un uso prudente, y de
traérsela otra vez a los ocho días.
El joven se fue con el montado únicamente; iba sin entusiasmo,
nada más que para hacerle el gusto al padre, quien, a pesar de
quedarse solo y enfermo así se lo ordenaba.
Más que recelo, temor experimentaba, al ver confiado a sus
manos este poncho de vicuña que sus hermanos habían llevado, uno
tras otro, y que había vuelto misteriosamente al poder de su dueño,
sin que ninguno de ellos se lo hubiera traído. ¿Qué secreto, qué
virtud -trágica quizá-, encerraría en sus pliegues? ¿Habrían muerto
ellos? ¿Por qué, de qué modo habían desaparecido?
Era tarde cuando salió, y la noche lo agarró a poca distancia de la
casa paterna. Sintiéndose sin ganas de comer, ni menos de
conversar con nadie, tendió su recado entre dos cortaderas altas que
le brindaron a la vez colchón blando y confortable reparo, y
envolviéndose en la manta se acostó.
No podía conciliar el sueño, preocupado como estaba, y mirando
las estrellas pestañear y escuchando las mil voces nocturnas de la
pampa, pensaba en los peligros que quizá le valdría la posesión de la
temible prenda.
La noche se había vuelto muy obscura, cuando de repente oyó un
rumor de arreo que se iba acercando al sitio donde había tendido la
cama. Lo que en seguida extrañó era que parecía venir el arreo sin
ese clamoreo peculiar que siempre, siquiera a ratos, tiene que
acompañar la marcha de los animales para avivarla, enderezar algún
porfiado, o apurar un rezagado, y hace que los habitantes de los
ranchos cercanos, entretenidos en tomar mate, mientras
chisporrotea el asado, enderecen las caras iluminadas por la llama
rojiza del fogón, y digan, estirando los pescuezos:
-Está pasando una tropa.
La tropa que estaba viniendo, apurada sin ruido de voces, sólo
hacía retumbar el suelo con su pisoteo. Sintió Ignacio que pasaba
cerquita de él; que eran ovejas, unas quinientas, más o menos, por
el bulto, y que los tres hombres que las arreaban, dejándolas
resollar un momento, se apeaban a un metro apenas de donde
estaba él acostado. Extrañaba que no les hubiera llamado la
atención la presencia de su caballo, atado entre las pajas, y sintió
bastante inquietud al verse tan cerca de tres desconocidos, de
ocupación tan sospechosa.
Pronto su inquietud aumentó al oír la conversación de estos
hombres.
-Vamos bien -dijo uno-; antes de que aclare estaremos en mi
campo.
Ignacio quedo frío al conocer esta voz por la de un estanciero que
gozaba de consideración y en casa de quien él había trabajado
muchas veces.
-¿De qué te ríes, Antonio? -agregó.
-De la cara de don Salustiano, cuando vea que le faltan una punta
de animales -contestó Antonio.
Ignacio prestó mayor atención todavía: Antonio era conocido suyo,
y don Salustiano era muy querido de su padre, por deberle éste mil
servicios, se prometió probarle en esta ocasión su gratitud, pero, al
mismo tiempo, aunque no fuera cobarde, temblaba de caer en
manos de los tres bandidos que tan cerca de él estaban que casi lo
tocaban, y que, seguramente, de conocer su presencia, no lo dejan
con vida.
En este mismo momento, uno de ellos, de repente, prendió un
fósforo y encendió un cigarro, permitiendo esta luz viva ver a los
cuatro, tan juntos que cualquiera hubiera podido creer que juntos
estuviesen conversando, los tres bandidos y el joven.
Éste, primero se creyó perdido, pero no se movió y los miraba
ardientemente, extrañando sobremanera que ninguno de ellos fijase
en él la vista.
Y habiendo relucido otro fósforo, con el mismo resultado, empezó
a sentirse como protegido de algún modo sobrenatural.
Aprovechando la obscuridad, se puso de pie, despacio, con el
cuchillo en la mano y esperó. Seguían ellos conversando y fumando,
y otro fósforo crepitó. Estaba él en plena luz y asimismo se dio
cuenta de que ninguno de ellos, aunque vueltos los tres hacia él, lo
podía ver. Cruzó entonces por su mente la maravillosa verdad de que
la manta puesta sobre sus hombros lo hacía invisible, y para
comprobarlo, dispuesto, si no fuera cierto, a cualquier trance, tosió
fuerte y, a su vez, prendió un fósforo.
Y esto bastó para que en menos de un segundo, de los tres
cómplices no quedase ni rastro. ¡Volaron!, dejando ahí no más las
ovejas, más asustados que si esa tos y ese fósforo hubieran sido un
relámpago con trueno. Ignacio, tranquilamente, volvió a ensillar, y
solo, despacio, haciendo revolear el poncho, arreó las ovejas hasta el
campo de don Salustiano, donde llegó a la madrugada. Allí, las dejó,
y sin darse a ver, se fue.
Entró en una pulpería, con la manta en el brazo, y después de un
frugal almuerzo, se fue a dormir la siesta bajo los árboles, bien
envuelto en su poncho, para que lo dejaran tranquilo.
Lo despertó el ruido de una reyerta, y sin quitarse el poncho, para
que no lo pudieran ver, se acercó a los que estaban peleando. Un
gaucho, a quien todos conocían por malo, armado de un facón de
una vara de largo, apuraba a un infeliz, ebrio, incapaz, en ese
estado, de defenderse con el cuchillo relativamente corto que
llevaba. El gaucho malo estaba jugando con él, como el gato con
una laucha, y ya le iba a dar el golpe fatal, sin que ninguno de los
que le formaban rueda se atreviera a interponerse, cuando, con el
ruido seco de un golpe, saltó por el aire el facón medio quebrado,
yendo a caer en una pipa de agua de lluvia, puesta de aljibe en la
esquina de la casa.
La figura del matón tan lindamente desarmado no se puede
describir. Su contrario, sin pedir más, se fue, bamboleando, a
esconder, pero los otros gauchos allí presentes no pudieron contener
la risa, mientras el matrero, con mil esfuerzos, pescaba en la pipa al
compañero de sus cobardes hazañas. Y entre las risas sonaba como
campana alegre una carcajada juvenil que parecía salir a la vez de
todas partes y de ninguna. Enfurecido, el gaucho, habiendo
recuperado su facón, quiso vengarse de las burlas que se le hacían y
se abalanzó sobre el que le pareció más débil y flojo. Pero, sin que
nadie viera quién los daba, retumbaron en este momento, en sus
espaldas, unos rebencazos tan bien aplicados, que, soltando el
arma, se fue a guarecer en la cocina, como si lloviera.
Aseguran que fue la última vez que sacó a relucir la daga y que,
en las reuniones, no hubo, desde entonces, gaucho más manso.
Ese mismo día, Ignacio, al ver que un jugador usaba taba
cargada, se la cambió por otra, cargada al revés, sin que lo pudiera
sospechar, aprovechando para ello una parada más fuerte, ella sola,
que todas las anteriores juntas; y pudo gozar a su gusto del enojo
del ladrón robado.
Y empezó a comprender que el poderoso, con sólo quererlo,
puede deshacer muchos entuertos y producir muchos bienes.
Un día, pasó por un pueblo, parándose en varias casas de
negocio, y tanto oyó hablar de las autoridades, que pensó que si
fuera cierto la mitad de lo que se decía de ellas, podrían ir a parar
todas, con gran ventaja para el vecindario, a la penitenciaria. Fue,
con el poncho puesto, a dar un paseo por las oficinas; y pudo ver al
comisario dando orden de traerle preso, porque sí, a un gaucho que
cuidaba demasiado de cierta hacienda que le habían confiado y que
codiciaba el juez de paz. Éste se ocupaba en preparar una guía que
permitiera a su gente llevar sin peligro a otra parte esta misma
hacienda. El intendente estaba preparando de antemano la lista de
los conscriptos que debían salir «sorteados» el domingo siguiente, y
el recaudador redactaba oficios amenazadores, imponiendo multas
tremendas e injustas a los contribuyentes sin defensa; y del más
pequeño al más encumbrado de estos encargados del bien público,
no había uno solo que no estuviera empeñado en robar dinero o
hacienda, en falsear votos, en falsificar documentos, en abusar de
su autoridad, en cometer, por fin, y con perfecta inconsciencia, por
lo demás, los delitos más viles.
Se divirtió Ignacio en descomponerles los planes, haciéndoles mil
diabluras. La policía, de repente, quedo a pie, con todos los caballos
perdidos, robados o mancos. El juez de paz, inducido en error por un
aviso misterioso, fue a caer con una hacienda robada en una celada,
que le valió un escándalo terrible, y quedó el hombre arruinado por
lo que tuvo que pagar.
De la caja del recaudador desapareció el importe de las multas
mal cobradas, recuperándolo -nunca supieron cómo- los
perjudicados; y las listas de sorteados del intendente se perdieron
en el mismo momento del sorteo.
Y tantas cosas por el estilo pasaron, que ya, ni por plata, se
hubiera atrevido un empleado a faltar a su deber, ni que se lo
hubiera ordenado un superior.
Cuando, a los ocho días, con el sentimiento de dejar todavía
mucho malo por enderezar, mucho bien por hacer, volvió a la casa
paterna, él, que tan bien había sabido utilizar el poncho de vicuña,
no traía plata, ni había engordado; pero encontró suficiente
recompensa en la bendición que le dio su padre.
Y juntos, resolvieron quemar el poncho de vicuña, pensando que
las tinieblas siempre más fomentan el crimen que la virtud, y que el
bien no debe tener recelo a la luz del día.
El Alambrado de Don Cornelio

Apuradísimo, arreaba Celedonio la tropilla, rumbo al Sur; y para


alguna diligencia muy urgente debía de ser, por la prisa con que iba.
Era ya casi de noche; noche serena y clara de verano, propicia para
galopar, y bien se comprendía que la aprovechara. Iba cortando
campo y cruzando caminos, pero dejando á un lado, como si los
evitara, los mismos que hubiera podido seguir, y dando vuelta á los
alambrados que encontraba por delante. Había dejado ya muy atrás
el pueblo de Guaminí, y galopaba en un bajo, casi hundido ya en la
sombra creciente, cuando divisó, parados en la cima de un médano
y envueltos en los últimos resplandores del sol poniente, tres jinetes
á quienes, al momento, conoció por una comisión de policía. Detuvo
la tropilla en el fachinal, se apeó, le quitó á la madrina el cencerro, y
apuró la marcha, en silencio, alejándose más y más de la incómoda
aparición. Al rato, se encontró frente á la tranquera de un alambrado
que, á pesar de no ser nuevo, no se acordaba haber visto jamás; la
tranquera, abierta, no tenía quien la cuidara, y á pesar de gustarle
poco meterse en campos cercados, entró, como si hubiera sido el
cerco, esta vez, amparo contra la indiscreción posible de aquellos
milicos allá parados, en el médano. Y siguió, rumbo al Sur.
A pesar de no tener campanilla la madrina, iban bien los caballos y
troteaban amontonados alrededor de la yegua, sin cortarse ninguno.
Apuraba la marcha Celedonio, en busca del lado opuesto del
alambrado, que pronto encontró, y siguió, orillándolo.
La noche era clara, y pudo ver que el alambrado era de
construcción poco esmerada, con sólo cinco alambres, sin ninguno
de púa, medios postes algo delgados y bastante torcidos, con
torniquetes mal apretados; y como no aparecía ninguna tranquera,
después de galopar un gran rato, detuvo otra vez la tropilla, se
apeó, y sacando el cuchillo, trató de cortar los alambres contra un
poste. No pudo, y sin embargo, el cuchillo era cortador, de acero
bien templado, de gavilán probado y pesado; el gaucho era
baqueano de oficio, y hasta entonces nunca había dado con
alambrado que le resistiera, y no alambrados de mala muerte como
éste, sino cercos hechos á todo costo, con siete y ocho hilos gruesos
y galvanizados, sin que ninguno hubiera sido capaz de atajarle el
paso, jamás; lo podían atestiguar las numerosas tropillas llevadas
por él, en rápido malón, á los campos de afuera, donde siempre
hacen tanta falta caballos buenos y baratos, ó á las colonias donde
se venden tan bien, en el momento de las aradas.
Galopó algo más, y en un trecho donde el alambrado le parecía
mejor estirado, probó otra vez con el cuchillo. Fué fatal la tentativa,
y voló la hoja en dos pedazos, sin que el alambre quedase siquiera
sentido. Con rabia, Celedonio arreó ligero la tropilla otra vez,
orillando siempre, buscando tranqueras, ya que no había forma de
salir de otro modo. Pero pasaron las horas de la noche toda, sin que
apareciese tranquera alguna, ni falla en el alambrado, y debía de ser
inmenso ese campo para que ni siquiera hubiese dado con el
esquinero. Y los postes parecían mirar al gaucho con sonrisa de
burla, cuando, al salir el sol, lo vieron, galopando siempre, arreando
la tropilla extenuada, sin haber podido encontrar la buscada
tranquera.
Celedonio estaba cansado y tenía hambre; los caballos
necesitaban descanso; dejó la tropilla en un pajal, retirado bastante
del alambrado, y se dirigió, medio triste, hacia una población que se
veía, no muy lejos.
Llegó al palenque; llamó, y salió del rancho un gaucho entrado en
años, de chambergo y de chiripá listado, bastante descolorido, con el
mate en la mano, y en la cara, esa sonrisa indulgente de los
hombres buenos que han visto muchas cosas; preguntó al forastero
con marcado interés qué se le ofrecía. Celedonio, medio cortado, le
pidió un jarro de agua. Necesitaba, por cierto, tomar agua, pero
necesitaba también otras cosas más sólidas, y al devolver el jarro,
preguntó por la estancia principal.
—Aquí no más, es, amigo—contestó el hombre.
—La casa está á su disposición.
—Gracias, señor—dijo Celedonio;—pero, ¿dónde está la tranquera
por este costado? Me metí anoche por una que encontré abierta, y
no pude dar con la salida.
—¡Qué cosa rara!—dijo el viejo.—¿Y por qué no cortó el
alambrado, hombre? De todos modos...
—No me hubiera atrevido, señor—contestó Celedonio haciéndose
el inocente.—Y, dígame, señor, ¿es muy grande su campo?
—Pequeño, amigo, pequeño; media legua escasa; la tranquera
que busca está allí enfrente. Pronto la va á encontrar. Pero, puede
descansar un rato, si gusta, tomar unos mates, comer un churrasco,
ya que le fué tan mal...
—Por chambón habrá sido, señor—dijo el gaucho; habré dejado
sin verla la tranquera que usted dice, y como voy medio de prisa, le
pediré permiso para seguir viaje.
—A su gusto, amigo, á su gusto; usted es dueño. Vaya no más.
Y Celedonio, dando las gracias, sin haberse atrevido, quién sabe
por qué, á aceptar la hospitalidad ofrecida, fué á juntarse con la
tropilla. La encontró cerca de una lagunita; habían comido bien los
animales y habían tomado agua; mudó caballo, volvió á prenderle el
cencerro á la yegua y enderezó hacia el alambrado en la dirección
indicada por el viejo.
Galopaba, arreando con ahinco los animales, deseoso de salir
cuanto antes de ese cerco en que se había metido, y postergando el
desayuno hasta mejor oportunidad.
Galopó, y galopó hasta cansar el flete que había ensillado. Agarró
otro y siguió galopando, y las horas pasaban el rocío se había
secado, las sombras se iban achicando, el sol se hacía ardiente, y el
hambre molesta, y no veía Celedonio por delante alambrado ninguno
ni tranquera.
Dejó resollar la tropilla, tomó agua en un charco, pues no se veía
población alguna, fumó, para engañar el hambre, unos cuantos
cigarros que le quedaban, y, después de dormir la siesta volvió á
ensillar, pero sin ganas ya, pues andaba perdido, sin saber qué
pensar y medio enojado con ese viejo que le hablaba de tranquera
cuando no había siquiera alambrado. Pero, ¿el de esta mañana,
dónde estaba? Había uno, lo había visto, no había sido sueño.
Al caer el sol, sin saber cómo, volvió á dar con él; y no había duda
posible, era el mismo, pobremente construído, con sus cinco hilos
flojos y sus postes endebles; ¿estaría la tranquera? La buscó,
galopó, cansó caballos y se cansó él también. Nada. Y de repente
divisó, no muy retirado, el rancho, la población, donde, por la
mañana, había estado con el viejo.
No supo si debía alegrarse ó patalear de rabia. Pero, ¿qué iba á
hacer? estaba medio muerto de hambre y de cansancio. Arrolló la
tropilla en el mismo sitio donde, por la mañana, la había dejado, y
cabizbajo, se acercó al palenque. Lo recibió el viejito, siempre
risueño y hospitalario.
—¡Ya de vuelta, amigo!—exclamó.—No iba muy lejos, según
parece. ¿Cómo le fué?
—Bien, señor, no más—contestó Celedonio, conteniendo las ganas
que tenía de atropellarlo.
—¿Estará cansado, amigo? váyase á la cocina que allí encontrará
gente; vaya no más y desensille, que le darán de comer.
Fué Celedonio hacia la cocina, desensilló, entró y se encontro con
varios hombres que rodeaban el fogón, tomando mate, fumando y
cambiando, á ratos, algunas palabras, esperando que el asado
estuviera listo para cenar é irse á dormir. Poca alegría reinaba entre
esa gente, y todos parecían rendidos, como después de algún
trabajo largo y fuerte.
Saludó Celedonio y se sentó, y sintió en la mirada con que lo
filiaron todos, cierta compasión burlona, como si hubieran podido
saber los presentes en qué situación humillante se hallaba. Pero se
tranquilizó pronto; ¿cómo hubieran podido adivinar? nadie lo había
visto en todo el día, mientras galopaba: de esto estaba bien seguro.
Le alcanzaron el mate. ¡Qué rico le pareció! y después de tan
largo ayuno, también se le hacía agua la boca, al mirar el asado.
¡Sabroso debía de ser! ¿Habría calumniado á ese viejo tan servicial?
El que hacía de capataz, al parar el asador, le tendió un cuchillo.
—Tome, compañero, que quizá no tenga—le dijo, sin mirarlo; y en
su voz había esa misma ironía compasiva que Celedonio había creído
notar en la mirada de los demás.
Dió las gracias, tomó el cuchillo, se sirvió y comió con el apetito
que se puede suponer. Poco á poco, la conversación se animó.
Empezó el capataz á hablar de los trabajos que se habían hecho en
el día, y éstos eran tantos, que Celedonio pensó que era mentira lo
que contaba, ó que eran muchas las cuadrillas de peones en la
estancia.
Y así lo preguntó; pero le dijeron que no, que por ahora no había
más que los diez ó doce que allí estaban, y que, si bien duraba poco
la gente en la estancia de don Cornelio, y siempre se renovaba, no
aumentaba casi nunca el personal.
—Nunca faltan peones aquí—agregaron;—aunque cuando uno ha
estado una vez, es raro que vuelva á conchabarse.
—¿Es malo ese viejito?—preguntó Celedonio.—No parece.
—Usted verá mañana, cuando esté trabajando.
—Pero si no he venido á trabajar. Voy de paso.
—Sí, sí, ya sabemos. También veníamos de paso nosotros. Mire,
amigo, cuando uno cae aquí, ya se sabe por qué cae. Déjese de
historias, que son inútiles. Usted, lo mismo que nosotros, quedó
encerrado en la trampa y el que no encuentra la tranquera para salir,
es que tiene alguna deuda que pagar... y la paga.
—¡A ver, el cuchillo!—dijo el capataz, con una guiñada.
—¡Hombre! no tengo —contestó Celedonio;—¿no se lo dije?
—¿Y ese cabo que le sale de la cintura?
—Se me quebró la hoja.
—¿Quiere que le diga cómo?—y como Celedonio se callaba, el otro
le contó punto por punto de qué manera había quebrado el cuchillo.
—¡Si á todos nos ha pasado igual, hombre! menos á éste—y
designó á uno de los compañeros,—porque él había entrado de á
pie, por encima del alambrado, dejando el caballo del otro lado. Es
que quería agarrar un capón. en la rinconada, y cuando quiso volver
á salir, no pudo; el alambrado se había vuelto de veinte metros de
alto y lleno de púas; tampoco pudo pasar entre los alambres, pues
metió la cabeza y se volvieron los hilos tan tirantes, que no la pudo
sacar: allí quedó preso hasta que vino el viejo, y... lo conchabó.
Celedonio no dejaba de estar muy inquieto, y trató de indagar
ciertos detalles sobre don Cornelio y su modo de ser; pero no pudo
saber gran cosa, sino que el que quedaba conchabado en la
estancia, tenía que salir buen peón á la fuerza y acostumbrado al
trabajo. Supo también que tres de los compañeros habían entrado
en el alambrado, cortándolo con la mayor facilidad, para sacar
robadas una punta de vacas, y que no habiendo podido salir, habían
tenido que conchabarse con don Cornelio; que se le habían querido
alzar, y que en el acto, habían recibido tan linda paliza, sin saber de
dónde llovía, que no habían insistido; y hacía tiempo que los tenía
trabajando fuerte, seguido y de arriba, pues nunca daba un peso á
nadie.
—Sí, señor—confirmó uno de los tres;—y le aseguro que el día
que me suelte don Cornelio, iré á trabajar por allá lejos y por
cualquier precio, pero que ya no me meteré más á querer robar, por
no quedar encerrado en otro alambrado como éste.
—Y yo, ¿qué diré?—contó con voz lastimera otro de los peones;—
yo que andaba tan bien con mi haciendita. ¿Qué pensará mi familia
que no sabe de mí hace más de un mes? El amor á la carne ajena,
¡señor! He quedado encerrado en ese maldito alambrado, al acarrear
una vaquillona que acababa de descuartizar, y ahora, cada día, don
Cornelio me hace sacar de su rodeo una vaca ó un novillo de mi
propia marca, que no sé cómo los puede tener, y me los hace
carnear, y no se come otra carne en la estancia. Cuando salga de
aquí, estaré fundido.
Y casi lloraba el pobre.
Cansados, se fueron por fin á dormir, y á la madrugada, los
despertó el capataz. Y pudo ver Celedonio que en la estancia de don
Cornelio no se perdía mucho tiempo en tomar mate y en ensillar;
pero no entendía él todavía de conchabarse, y habló de despedirse y
de ir en busca de su tropilla.
—¿Qué tropilla? amigo—pregunto don Cornelio.
—La mía, señor; la que traje ayer.
—¿Y era suya esa tropilla? ¡gaucho lindo que no conoce su marca!
A ver, pinte la marca de su tropilla.
Y Celedonio, con el dedo, dibujó en la arena, la marca de la
tropilla que había venido arreando con tanto afán y tan mal éxito; y
resultó que la marca era la misma de don Cornelio, quien en seguida
se lo probó, sacando del tirador el boleto en debida forma.
—¿Y de dónde sacó esa tropilla?—le preguntó éste.—¿Y con qué
guía venía? ¿Y á dónde la llevaba?
El pobre Celedonio quedó completamente abombado, no supo qué
contestar, y cuando, con aire severo, le mandó don Cornelio que
ensillara y se viniera con los otros al rodeo, á trabajar, obedeció, no
más, como un carnerito.
No era de convite el trabajo, en esa estancia. En el rodeo tuvieron
que lidiar con unos toros bravísimos que todo se lo llevaban por
delante, y, más de una vez, Celedonio creyó llegada su hora; pero, al
fin, no era mal gaucho, y á fuerza de empeñarse en evitar golpes,
atinaba, como nunca lo había hecho, en enlazar sin errar, en abrirse
ligero, en disparar con toda furia para, en una vuelta repentina,
dejar correr sola la fiera, en una palabra, en trabajar como es
debido.
Y después de comer un churrasco y de dormir una hora, tuvo que
rondar á su turno la hacienda así trabajada, lo que no era cosa de
andar muy descansado.
El día siguiente, hubo que trabajar una manada, tuzar unos potros
más malos que baguales, y tuvo Celedonio que empezar á
entablarlos en una tropilla que le encomendó don Cornelio que le
formara y amansara.
Y Celedonio obedeció, aunque encontrara que era mucho más fácil
robarse una tronilla hecha que lidiar para hacerla. Pasó una porción
de días domando, rondando, cuidando, como en la vida lo había
hecho, y se tuvo que dar maña para hacer un trabajo bueno, pues
don Cornelio, á cada rato, estaba encima de sus hombres, mirándolo
á uno de tal modo, cuando el trabajo no estaba del todo á su gusto,
que pocas ganas le dejaba de llegar á merecer un reto formal.
El día que había entrado Celedonio á trabajar en el alambrado de
don Cornelio, éste, no necesitando más al que había querido robarle
un capón, lo había despachado. El hombre no se lo hizo decir dos
veces, y con el mismo caballo que tenía atado fuera del alambrado,
cuando lo pillaron y que había entrado en el cerco—nunca supo
cómo,—se fué hasta la tranquera que le indicó don Cornelio, y salió
del campo, disparando.
Días después, cayó otro parroquiano que iba arreando, solito,
entre los. cañadones, una puntita de ovejas que se había cortado
por allá y que resultaron, por supuesto, de la señal de don Cornelio.
Este despachó entonces al hacendado que carneaba de noche, y que
por la misma tranquera que el anterior se fué para su casa, donde
encontró á toda su familia desconsolada por su ausencia, y su
hacienda bastante mermada, como bien lo suponía.
Celedonio, cuando salió ése, se fijó bien en la ubicación de la
tranquera que le indicó don Cornelio, y á la siesta, rumbeó, sin decir
nada, hacia ella. La vió abierta de par en par—el otro no iba á tomar,
naturalmente, el trabajo de cerrarla.—Se acercó despacio á ella y de
repente espoleó el caballo y se lanzó al galope para salir del
alambrado; pero al llegar á la tranquera, se cerró ésta tan ligero y
tan bruscamente, que el pobre Celedonio recibió un tremendo golpe,
rodando con el caballo, sin poder salir parado; y, restregándose las
costillas, volvió á las casas, donde no llamó á nadie para contar su
hazaña.
Pasaron así muchos días, durante los cuales entabló, domó y
amansó la tropilla nueva de don Cornelio, haciéndose un peón de mi
flor en cualquier trabajo de estancia. Hasta que, un domingo, por la
mañana, don Cornelio, habiendo cazado á otro matrero, lo llamó y le
dijo que ya le había tocado el turno y que se fuera á las elecciones,
á votar, y no volviera, que no necesitaba ya de sus servicios.
—¿Por quién votaré, patrón?—preguntó Celedonio.
—Por quien le parezca mejor, amigo; que el voto es libre—le
contestó el viejito.
Celedonio no pidió más, ni reclamó sueldo, y pasó por la
tranquera, no sin cierto recelo de que se le cerrara de golpe otra
vez, en dirección al pueblo, para obedecer á don Cornelio, de miedo
que le fuera á suceder algún otro chasco.
Al alejarse del alambrado, divisó, encerrados en él y orillándolo,
como en busca de tranquera, á cuatro jinetes que se acordó haber
visto ya al anochecer, el día anterior, empeñados en la misma tarea.
Era lo más fácil ver quiénes eran, pues relampagueaban los sables y
coloreaban los quepíes; era el señor comisario, con un sargento y
dos milicos, apurados para llegar antes de las elecciones que
debían... vigilar.
Al llegar al pueblo, supo Celedonio que por falta de dicho señor,
cada uno, ese día, era libre de votar como quería, y votó por don
Cornelio, pensando que, al fin y al cabo, el viejito del alambrado no
era del todo malo.
La pulpería modelo

Hacía mucha falta un boliche en aquellos pagos, pues era todo un


trabajo para las numerosas familias allí establecidas, ir a más de
veinte leguas a buscar los vicios; pero toda esa gente era tan pobre,
que ningún comerciante se había atrevido a establecerse entre ella.
Parecía que más bien le tenían miedo, lo que se comprende, pues
todos eran vagos, intrusos, desertores, gauchos malos, boleadores,
sin más hacienda que la tropilla ni más recurso que el aleatorio
producto de la caza.
Dos o tres veces había caído entre ellos un galleguito mercachifle,
con su carro lleno de mercaderías y se las había cambiado por pluma
de avestruz, cerda, cueros de venado y de nutria, algunos de tigre y
uno que otro quillango de guanaco, haciendo, en resumidas cuentas,
puras pichinchas, pero no se sentía muy seguro entre tantos diablos
y no había vuelto más.
Y fue muy grande el regocijo de todos al saber que del día a la
noche, y sin que se supiera muy bien cómo, se había levantado
cerca del Médano de los Leones, un boliche regularmente surtido,
cuyo dueño, que decía llamarse don Eufemio, era extranjero -lo que
de sobra se conocía por su modo de hablar-, y parecía muy buen
hombre.
No tardó la noticia en cundir de rancho en toldo, de toldo en
cueva, y apenas amaneció, ya se amontonaron los caballos en el
palenque; como paja voladora en un hueco, y, en el mostrador, los
gauchos.
Causaba cierta admiración -y no la disimulaban todos- esta casa
tan bien construida, con sus buenas paredes de barro bien
revocadas, su techo de hierro, sus estantes llenos de toda clase de
mercaderías, sin que nadie la hubiera visto edificar, sin que nadie
hubiera encontrado o divisado los carros que habían traído la carga,
sin que un peón siquiera hubiera sido conchabado en el pago para
cortar la paja o pisar el barro.
-¡Cosa bárbara! -dijo uno, con jeta de recelo.
-Cállate -le contestó otro-; mejor es no relinchar, cuando se
desconoce la querencia.
-¿No será brujo el don Eufemio ese?
-Anda, che; pregúntaselo.
Y no dejaban de mirarlo todos con bastante desconfianza. Pero lo
que menos tenía el hombre era cara de brujo.
Rechoncho, colorado, risueño, amable, don Eufemio era todo el
tipo del pulpero de profesión, y nada más. No parecía que hubiera
nada que no fuese natural en su modo de ser. Despachaba con
actividad y destreza todo lo que se le pedía, y a pesar de estar solo
en el mostrador, detrás de la reja que lo separaba de los clientes,
para todo se daba maña.
Ninguno, ese día, se atrevió a pedirle fiado; no hay que atropellar
para que el pingo pare a mano; además, todos tenían plata, pues
hacía tiempo que no venía ningún mercachifle; ni un panadero
siquiera. Sólo dos o tres gauchos trataron de aprovechar el momento
en que don Eufemio, muy atareado, atendía a otros, para... olvidarse
de pagar el gasto, deslizándose discretamente y sin llamar la
atención. Pero dio la casualidad que en el momento de pisar el
umbral no podían resistir las ganas de mirar a don Eufemio, y como
si una mirada atrajese la otra, se encontraban con su ojito risueño y
burlón fijo en los suyos, de tal modo penetrante, que ya bajando la
vista, tartamudeaban una excusa:
-Caramba, me iba sin pagar.
O pedían:
-Deme otra copa.
Y mansitos, se volvían a acercar al mostrador con la platita en la
mano.
Uno quiso hacerse el fuerte, y aunque medio turbado por la
mirada aguda y socarrona del pulpero, se apartó con decisión del
mostrador, dispuesto a irse; pero había un clavo que salía de las
tablas -¡todo había sido hecho tan deprisa!- y se agarró tan mal el
chiripa, que al dar un paso se le rajó desde arriba abajo. Se tuvo
que quedar a la fuerza hasta componerlo, mal que mal, y bastó esto
para que le volviera la memoria y pagase lo que debía.
Otro que lo pensaba imitar, estaba, como quien no quiere la cosa,
recostado contra la puerta, listo para escabullirse. Pero cuando
quiso, no se pudo despegar; había una mancha de alquitrán en la
puerta, y de tal modo se le había pegado la blusa, que tuvo que
venir en su auxilio el mismo don Eufemio, a quien en seguida abonó
el gasto.
También disparó un caballo ensillado, dejando a pie al amo, y sólo
se paró y se dejó agarrar cuando se hubo acordado éste de pagar lo
que había comprado.
¡Hombre confiado, por demás, don Eufemio y fácil, al parecer, de
engañar! Como no tenía dependiente -decía que no le alcanzaba el
negocio para tanto-, tenía, muchas veces, que dejar al cliente solo
en el despacho, mientras iba a la trastienda a sacar el vino o la
galleta que le habían pedido; y ya que la reja no llegaba hasta
donde estaba la tienda, muy bien le hubieran podido robar algún
poncho o alguna pieza de género. Pero dicen -cosa difícil de creer
entre semejante vecindario de bandoleros y de matreros- que nunca
le faltó nada.
Una vez, es cierto, quiso un gaucho llevarse una docena de
medias que habían quedado en el mostrador, pero en el momento en
que las iba a esconder bajo el poncho, se le habían escapado de las
manos, desparramándose en el suelo las veinticuatro como maíz
frito, y como justamente volvía don Eufemio de la trastienda, le
ayudó a levantarlas, contestando con indulgente sonrisa a las
disculpas que le daba:
-No es nada, hombre, no es nada.
Otro día, sin mala intención -distracción no más-, se le iba un
cliente con tres tiradores cinchados debajo de la blusa, cuando de
repente volvió don Eufemio y vio que el pobre se ponía pálido como
el bramante de los estantes. Le preguntó cariñosamente lo que
tenía, y como el otro no sabía lo que era o no lo podía decir, le hizo
sentarse, y antes que se desmayara del todo, le desprendió -y era
tiempo- los tres tiradores que le estaban apretando más y más.
-Pero, mire, ¡qué ocurrencia! -dijo don Eufemio-; para hacerse el
buen mozo, ¿no?
Y haciéndole tomar un vaso de agua con anís, para que se
compusiera, lo despidió con buenas palabras y volvió a colgar del
techo los tres tiradores.
Puede ser que otros hechos por el estilo le hayan sucedido, en
otras ocasiones, pero no han de haber sido muy frecuentes, pues ni
él se quejó nunca de que le hubiesen llevado nada, ni tampoco lo
contaron los vecinos.
Es cierto que, en general, son casos que más bien suceden
cuando no hay gente indiscreta. Una vez, sin embargo, le pasó a
uno un chasco bastante lindo para quitarle por un tiempo las ganas
de hacerse el gracioso. En un descuido de don Eufemio -había ese
día mucha gente en la casa-, un gaucho se cazó un magnífico
chambergo. Salió al patio; se lo probó, y como le iba a las mil
maravillas, tiró el viejo que, por los agujeros que tenía, parecía
espumadera, y volvió al mostrador. Apenas hubo entrado, todos lo
miraron asombrados; él no sabía por qué y se les iba a enojar,
cuando de repente, el sombrero se le entró hasta taparle toda la
cara; llevaba la prenda un letrero con estas palabras: «Este
sombrero no es mío».
La carcajada fue general.
-¡Bien se ve que no es tuyo! -decían, todos.
-¿Será el de tu abuelo?
-¡Pues amigo, los eliges grandes!
El pobre mozo, enceguecido, se debatía, sin podérselo quitar, y
tuvo don Eufemio que acudir en su ayuda, volviéndole a poner en la
cabeza el viejo compañero grasiento que, con tanta ingratitud, había
tirado.
Fuera de estos pequeños incidentes sin importancia, andaba muy
bien, al parecer, la pulpería de don Eufemio. La verdad es que el
hombre no podía ser más simpático. Fiaba con mucha facilidad, no a
todos, por supuesto, pero a todos los que se lo venían a pedir con
intención de pagarle. Parecía que adivinaba, con sólo mirarlos,
quiénes eran los buenos y quiénes eran los pícaros. Debía de tener
mucho tino ese hombre, pues nunca, nunca se equivocó. Y, cosa
rara, bastaba que hubiera fiado a algún pobre que no tuviera con
qué caerse muerto para que toda clase de buenas suerte le cayeran
encima, poniéndolo pronto en condiciones de saldar su deuda.
También hay que decir que, a sus clientes, don Eufemio siempre
pagaba muy buen precio por los frutos que le traían; nadie les
hubiera pagado más, sin contar que su balanza no era de esas que
tienen secreto para aumentar el peso de la galleta o de la hierba que
se entrega y mermar el de los frutos que se reciben. Era costumbre
de él pesar no solamente lo justo sino con liberalidad, y no tenía la
balanza de su mostrador, como la de tantas casas, una pesita en
permanencia en uno de los platillos; no, y los dos platillos, bien
iguales, bien limpios y vacíos, se balanceaban a la vista de todos, al
menor soplo de viento.
A pesar de ser el vecindario tan mal compuesto, y de ser
frecuentes las reuniones en la pulpería de don Eufemio, raras veces
había peleas importantes y nunca se oyó decir que hubiera tenido
que intervenir la policía ni tampoco que hubiera habido muertes. Sin
embargo, había entre todos estos gauchos cada borracho que daba
miedo, matones que eran verdaderas fieras. Pues, en medio de los
peores barullos, se metía don Eufemio, sonriente siempre, sereno,
llamándolos al orden, despacio, con buenas palabras, y cuando se
hubiera podido creer que el mundo se venía abajo, que todos los
cuchillos y facones relucían amenazadores, acababa todo en pura
gritería, sin que se vertiese una gota de sangre. A veces, había
tajos, y bien dados, que parecía que iban a dejar a uno finado y al
otro... desgraciado, pero nunca, por singular suerte, pasaban de
hacer la ropa trizas.
Una sola vez, don Eufemio corrió gran peligro. Quería separar a
dos gauchos enfurecidos; con su modito de siempre, se les acercó,
levantando las manos para detener los facones que ya chirriaban
con rabia; pero eran ambos gauchos de mala ralea, y sin darle
tiempo para nada le atracó uno una terrible puñalada, mientras el
otro le disparaba a quemarropa dos tiros de revólver. Fue un grito en
la concurrencia; lo creyeron muerto a don Eufemio, y como todos lo
querían mucho, hubo un momento de cruel ansiedad. Por suerte..., o
por quién sabe qué, no había nada. El gaucho de la puñalada estaba
forcejeando para desclavar el facón, entrado hasta la ese en una
tabla del mostrador, y el de los tiros contemplaba con asombro sin
igual las dos balas hechas unas obleas, en la palma de su mano y
también el cañón del revólver hecho una viruta.
Los gritos de terror se resolvieron en carcajadas y todos los
presentes armaron a los dos guapos un titeo de mi flor con el cual
se tuvieron que conformar, reconciliándose.
Don Eufemio nunca pensó en prohibir en su casa los juegos de
azar. No había casi peligro, en pago tan apartado, de que vinieran a
menudo comisiones de policía, y dejaba que se pelasen al choclón, a
la taba, a lo que quisieran. De todos modos para él era lo mismo, ya
que toda la plata, poco a poco, tendría que venir al cajón. Pero,
contó, muchos años después, un gaucho que solía, en estas
reuniones, hacer de coimero, que siempre, después de jugar mucho,
y pasar por las peripecias más conmovedoras, cada uno se retiraba
sin haber perdido ni ganado un centavo. ¿Cómo sería esto? No lo
podía explicar, pero sí era, y no una vez lo había podido comprobar,
sino cien veces, mil.
¡Vaya!, ¡vaya!, ¡qué cosa! Y lo bueno es que el más borracho
tampoco quedaba mal, en la pulpería de don Eufemio. Las bebidas
serían de muy buena calidad, pues por mucho que tomara uno,
nunca quedaba enfermo: cantaba, se enojaba, metía bochinche,
pero pronto se le pasaba y quedaba tan fresco como antes.
A pesar de su liberalidad y de su honradez, don Eufemio
prosperaba; hacía fortuna, esto se conocía a la legua. El surtido cada
vez mayor; una cantidad enorme de libretas, pues era preciso ser
más que ruin para no conseguir de él un fiadito; las mejoras en la
casa, todo claramente indicaba que era sólida la firma, cuando ya se
dieron a conocer señales de que esos campos hasta entonces
incultos, pronto iban a ser entregados a la agricultura. Habían venido
agrimensores a medir lotes, lotes grandes, a la verdad, pero que ya
iban a dejar cortada y recortada la inmensidad pampeana, poniendo
fin a la vida casi nómada de los boleadores, matreros y demás que
la poblaban, y don Eufemio desde entonces empezó a aconsejar a
todos que trataran de arreglarse con los nuevos dueños de tanto
campo, para conseguir un lote -pues los venderían con muchas
facilidades de pago-, y dedicarse a una vida más tranquila, más
laboriosa y también más provechosa. Prometió ayudar a quienes no
alcanzaban los medios, e hizo venir un gran surtido de todos esos
artículos que necesitan los colonos para establecerse, empezar los
trabajos y sostenerse también hasta la cosecha.
Muchos gauchos encontraron que tenía razón don Eufemio y
siguieron sus consejos; a éstos les daba fiado todo lo que le pedían:
ropa, provisiones, arados y les adelantaba también algunos pesos.
No faltó gente que dijera que pronto se iba a fundir don Eufemio con
tanta generosidad, pero, al fin y al cabo, él era dueño. Los que así
hablaban eran, en general, los que teniendo pocas ganas de
empuñar la mancera del arado, pensaban en retirarse más afuera,
donde todavía por un tiempo iban a quedar holgados los hombres
gauchos y los avestruces; y tanto más les parecía que se iba a fundir
don Eufemio, cuanto que a ellos, con su tino habitual, les había
cortado ya la libreta, diciéndoles que pensaba liquidar.
Y efectivamente liquidó don Eufemio, y del modo más inesperado
que dar se puede. Un día, cuando ya estaba asegurada la primera
cosecha, y que gracias a su ayuda se podrían considerar ricos los
vagos de antaño que habían querido trabajar, amaneció el Médano
de los Leones sin boliche ni nada que pudiera hacer acordar que allí
hubiera existido nunca una casa de negocio.
-Habrá quebrado y se ha fugado -dijeron los vagos que ya
aprontaban las tropillas para mandarse mudar a otros pagos.
-Habría venido sólo a abrirnos el buen camino -dijeron los otros,
los laboriosos.
Y acordándose éstos de todo lo que para ellos había hecho don
Eufemio, conservaron hacia él un profundo sentimiento de tierna
gratitud.
Siempre esperaban, por lo demás, que vendría, algún día, a cobrar
lo que se le debía y no había uno solo que no tuviera lista, en algún
rincón, la cantidad que, ese día, le tocaría pagar.
Pues, señor, nunca vino don Eufemio a cobrar, nunca, jamás,
dando así prueba suprema de haber sido un pulpero modelo.
El sobrante

Es algo difícil, muchas veces, hacer con absoluta exactitud una


mensura grande en la pampa inmensa y despoblada; y no tenía
nada de particular que en la mensura de quinientas leguas
cuadradas hecha por orden del superior gobierno, hubiera señalado
el agrimensor, al rematar su trabajo, un pequeño sobrante de mil
metros de frente a un arroyito por dos mil de fondo.
Doscientas hectáreas, poca cosa en esa inmensidad donde
abundan propiedades de diez y de veinte leguas; pero área
tentadora para un pobre gaucho como Ciriaco, que, siempre
vagando y changando por el campo, nunca había podido edificar un
rancho estable para la familia. Cuando muchacho, había servido en
la frontera, había peleado contra los indios y pasado mil miserias,
contribuyendo a asegurar al país la posesión tranquila de las fértiles
regiones que hoy se iban a repartir; había trabajado muchos años de
peón, de baqueano, de tropero, ganándose escasamente la vida y la
de sus hijos, y cuando, por la mensura en la cual lo habían ocupado
en llevar jalones, vio que sobraba ese lote, juró que de él iba a ser, y
de nadie más, pensando que bien lo tenía merecido.
El lotecito era lindo, con su frente de mil metros a un arroyito
cantor y sus dos mil de fondo, con su pastizal mixturado de trébol de
olor y cola de zorro, de altamisa y de gramilla. Ciriaco, sin perder un
día, fue en busca de la familia, y trajo a la vez sus escasos animales,
los cuatro trastos y algunos tirantes. Eligió un sitio alto, paró el toldo
y se encontró como un rey. No habiendo vecinos, abundaba el
campo, y su pequeña majada y sus pocas vacas prosperaron tanto
que, en muy pocos años, tenía hacienda para poblar mucho más que
el sobrante.
Pero no hay felicidad que dure toda la vida. A medida que los
dueños iban ocupando sus campos, hacían desalojar las familias en
ellos establecidas; y cuando se supo que el campo donde había
poblado Ciriaco era del Estado, muchos pensaron que, lo mismo que
él, bien podían establecerse allí. Cada cual busca su alivio; y como
nunca falta gente para aprovechar lo que no es de nadie, y como
Ciriaco no tenía títulos, pronto hubiera podido haber doscientos
ranchos en las doscientas hectáreas.
Varios intrusos habían instalado ya sus toldos, y como no tenían
en qué caerse muertos, no había duda que pronto se iban a
mantener de la haciendita de Ciriaco, lo que muy poca gracia le
hacía, cuando le aconsejó su mujer que fuese a contar el caso a un
tío que ella tenía, bastante distante de allí, y que, según aseguraba,
era muy diablo para ciertas cosas. No decía que fuese brujo, ni había
motivo para que nadie pensara semejante cosa; pero tenía a su
disposición -de esto no cabía duda- medios insólitos y muy
particulares de manejar a la gente y de hacerla hacer lo que él
quería, a las buenas o a las malas.
Salió Ciriaco en busca del tío; y después de mucho galopar dio con
él.
El viejo lo recibió muy bien, se enteró del asunto, lo pensó dos o
tres días, y por fin entregó a Ciriaco cuatro estaquitas de una
madera muy dura y desconocida, diciéndole que las plantara en los
cuatro esquineros del sobrante, enterrándolas bastante para que
nadie las descubriese. Ciriaco llegó de noche a su rancho, y en
seguida fue, con todo sigilo, a plantar sus estaquitas, bien
enterradas, cerquita de los mismos mojones colocados por el
agrimensor.
Muchos eran los que, en su ausencia, habían venido a poblar; y
cuando amaneció, vio Ciriaco, con asombro, el campo lleno de
ranchos en todas partes, muchos de ellos con su respectiva majada;
tanto que ya no había sitio para su hacienda y que era epidemia
segura para el próximo invierno. Otros pobladores no tenían más
que la tropilla, y éstos, por supuesto, eran los peores vecinos,
porque también tenían qué comer, y para comer, había que carnear.
Ciriaco estaba muy desalentado, pero su mujer le infundió ánimo,
asegurándole que se podía tener confianza en las estaquitas del tío,
y que no tardarían en producir su efecto.
En un rincón del sobrante había cavado su cueva un matrero
conocido; en ese momento estaba ensillando, y al rato lo vieron
llegar al palenque, preguntando si no habían visto su tropilla. Ciriaco
pataleaba de ganas de preguntarle cuánto pagaba de
arrendamiento, pero hubiera sido fácil la respuesta y se contuvo,
contestándole, no más, que no la había visto. Y el otro se fue a
campear.
Se venía, mientras tanto, acercando al sobrante todo un arreo,
arreo de pobre, por cierto, pero no por eso menos amenazador: un
carrito lleno de muebles y de cachivaches, guiado por un mozo
robusto, con cara de pocos amigos, armado de un gran facón y con
revólver en el cinto; dos mujeres venían sentadas entre la carga;
seguía una manada numerosa como para talar en dos días las
doscientas hectáreas, conducida por un viejo y dos muchachos,
hombrecitos ya; y por detrás arreaban una majada y algunas
lecheras otros tres gauchos.
Al verlos, Ciriaco, enfadado, gritó a su mujer:
-¡Y las estacas de tu tío, che!, ¿qué hacen?
-Esperáte, hijo; hay que darles tiempo -contestó ella.
Desdeñosamente, se sonreía Ciriaco y seguía mirando. Pero,
cuando llegó el carro justito a la línea del sobrante, se le cortó la
cincha al caballo de varas, y antes que nadie lo hubiese podido
remediar, se empinó el carro, volcando con estrépito en el pasto la
mitad de su carga, muebles y mujeres, todo revuelto... ¡Un susto
jefe! Como pudieron, compusieron las cosas con la ayuda de los que
venían arreando los animales, pero, habiendo quedado éstos sólo
con dos muchachos para cuidarlos, aprovecharon la ocasión, la
majada para mixturarse con la de otro poblador del sobrante, y las
yeguas para disparar para la querencia. Vuelto a cargar el carro,
quisieron hacerlo entrar en el campo para llegar al sitio que de
antemano habían señalado para establecerse; pero no les fue
posible; se empacó el caballo de tal modo, que no hubo forma de
hacerle dar un paso; lo castigaron; se desprendió la huasca del
látigo; le metieron cuarta; se cortó el lazo tres veces; ataron dos
laderos; se les resbalaba el recado, o se cortaba la cincha, o no
querían tirar, y todo, todo fue inútil; no pudieron pasar la línea del
campo; tuvieron que desensillar allí mismo, y acampar a dos cuadras
de lo que habían creído ser el término de su viaje.
De los compañeros, habían vuelto algunos sobre sus pasos, en
busca de la hacienda perdida, mientras que los otros se ocupaban
en apartar la majada mixturada.
Ciriaco ya no renegaba; gozaba, y le decía la mujer:
-No ves si serán buenas las estaquitas de mi tío. ¡Si nunca ha
salido chiflado el viejo con sus cosas!
Con todo, era muy incómodo cuidar los intereses en medio de
tanta población; había que estar siempre pastoreando las ovejas
para evitar mixturas, a pesar de aprovechar lo más posible los
campos linderos, aun apenas poblados, y Ciriaco pensaba que si
algo era que no pudiese entrar más gente en el sobrante, mejor
hubiera sido ver también salir de una vez a los que en él estaban.
-Paciencia -le decía su mujer-, que así ha de ser.
Pasaron algunos días; el matrero de la tropilla extraviada no había
vuelto; los que habían ido a traer otra vez la yeguada, tampoco; los
del carro allí estaban, esperando no se sabe bien qué, y los que
cuidaban la majada no la dejaban ni un rato, temiendo otro
entrevero. Empezó entonces a llover y llovió tanto, que todos los
bajos se anegaron, quedando inundados los ranchos, menos el de
Ciriaco, el único que estuviese en una loma.
Después de la lluvia nacieron en los charcos tantos mosquitos y
jejenes que empezó a hacerse imposible la vida en el sobrante; las
haciendas disparaban de noche y se mandaban mudar, o se
quedaban rodeadas y sin comer, enflaqueciendo que daba lástima.
Por una casualidad singular, no había más que las de Ciriaco que
parecían indemnes de todo aquello, lo que no dejaba de sorprender
a los demás pobladores; y empezaban todos a pensar que habían
tenido poca suerte en venir a meterse en lo que realmente parecía la
Loma del Diablo.
Algunos se fueron a otra parte, sin pedir más; otros porfiaron,
pero se seguían de tal modo las plagas que cada día iba renunciando
alguno.
Como no volvían los que habían salido a campear, el carrito acabó
por emprender la marcha del retorno en busca de ellos, seguido por
la majada, mermada, flaca, sarnosa y manca.
La mayor parte de los ranchos ya quedaban taperas, y después de
una epidemia que mató a casi todas las haciendas de los pobladores
que todavía quedaban en el sobrante, acabaron por irse las últimas
familias.
Ciriaco bendecía las estaquitas; volvía a prosperar lo mismo que
antes, y más que nunca, parecía realmente dueño único del campo.
Y no dejaba, sin embargo, acordándose de lo que él mismo había
sufrido, de tenerles también alguna lástima a estos pobres criollos,
condenados a vagar siempre con sus familias, sin poder conseguir,
en tanta intensidad de campo, algún pequeño lote en propiedad,
que para ellos hubiera sido la quieta felicidad del pan asegurado, y
para el país la verdadera base del progreso y de la riqueza.
Otras pruebas, por lo demás, le iban a hacer para quitarle el
sobrante; y no ya pequeños pobretes y buscavidas perseguidos por
la insaciable rapacidad de los grandes propietarios, sino algunos de
estos mismos que, porque tienen mucho, quieren tenerlo todo.
Después de los chimangos, el gavilán.
Primero fueron dos de los linderos. Cada uno de ellos tenía
veinticinco mil hectáreas; pero faltándoles las doscientas de Ciriaco,
parecía faltarles la misma vida. Y sea por la virtud de las estaquitas,
o sea simplemente porque eran testarudos, empezaron a pleitear
entre sí; y duró la cuestión tantos años, que cuando murieron no se
había acabado y Ciriaco seguía gozando del sobrante.
Pero, si la codicia descansa, nunca muere; y vinieron otros
sigilosamente, bien armados con papel sellado a montones, firmas,
garabatos y rúbricas como para mandar a la cárcel al mismo juez, y
sin que Ciriaco hubiese sospechado nada, llegó un día, de la capital,
al juzgado de paz, la orden de desalojamiento.
Hacía veintinueve años que con su familia, siempre más
numerosa, ocupaba el sobrante. Las doscientas hectáreas habían
cambiado de aspecto; no quedaba más rastro de lo que eran antes
que una gran mata de paja cortadera con sus hermosos penachos
plateados, dejada adrede como recuerdo a la vez y adorno. El trigo,
el lino, el maíz, la alfalfa y otros cultivos, los árboles frutales y hasta
plantas de lujo cubrían todo el terreno. Como eran muchos los hijos
de Ciriaco y cada cual quería como propio este retazo de tierra, en el
cual había nacido, todos se empeñaban en hacer de él el paraíso
terrenal con que sueña cada hombre, y el resultado era que estas
doscientas hectáreas daban para vivir a numerosas personas, más
holgadamente que las cincuenta mil linderas a unos cuantos infelices
y a sus dueños que nunca siquiera las habían visto.
Y llegó el alguacil con su oficio. Llegó... No llegó: quiso llegar y no
pudo. Al franquear la línea del sobrante, rodó.
De las casas, pues ya no eran ranchos, vino a socorrerlo uno de
los hijos de don Ciriaco, y como el alguacil le tendiera la orden de
desalojamiento, el viento se la arrancó de las manos y se la llevó
quién sabe dónde.
El hombre volvió al pueblo y dio cuenta de lo ocurrido; mandaron
a otro. Frente a uno de los esquineros empezó su caballo, un
mancarrón siempre manso, a bailar como loco. El hombre era jinete,
como buen argentino, pero no pensaba tener que domar, ese día, y
menos semejante animal.
No lo pudo apaciguar sino dando las espaldas al sobrante y
mandándose mudar sin haber podido entrar.
El juez de paz mandó, una tras otra, cinco comisiones; volvieron
todas deshechas, sin que nadie, sin embargo, les hubiese resistido;
piernas rotas, cabezas contusas, narices hinchadas, caballos
mancos, la mar, sin más motivos aparentes que comunes accidentes,
rodadas, coces, disparadas o corcovos inesperados, todo siempre al
querer franquear la línea del sobrante.
El juez no se atrevía a ir él mismo, pero dio parte detallado del
caso al ministro de Gobierno, llamando su atención sobre lo que allí
pasaba.
El ministro, por sus numerosas ocupaciones, dejó pasar algún
tiempo antes de tomar medidas; pero como él mismo tenía por
aquellos pagos un gran campo que poca plata le había costado,
aprovechó la ocasión para ir a visitarlo. Llegó con numerosa y
brillante comitiva de autoridades, soldados y convidados, al famoso
sobrante. Cuando Ciriaco divisó semejante séquito de jinetes y
volantas, con tanta gente y tantos caballos, a pesar de su fe en las
estaquitas, creyó que ya había sonado la hora y que, esta vez, los
echaban sin remedio.
Su mujer le aseguró que no; que no les podían hacer nada,
mientras estuvieran en su sitio las estaquitas del tío, y que
cualquiera que viniese, tendría que renunciar y dejarlos en paz.
El ministro venía algo intranquilo por todo lo que le habían
contado del sobrante y de sus moradores, pero con la confianza que
da el ejercicio del poder, hizo dirigir sin titubear su carruaje hacia la
casa de Ciriaco. Toda la comitiva siguió, poniéndose prudentemente
a retaguardia, sin decir nada, los que ya habían venido antes con
alguna misión.
Ciriaco, por su lado, se adelantó hacia la gente, rodeado de toda
su familia: lo acompañaban su mujer, sus diez hijos, sus tres yernos
y sus dos nueras, con sus veinte nietos.
Cuando llegó la volanta a la línea del campo, se produjo, sin
saberse por qué, un barquinazo bárbaro que despidió del pescante al
cochero, y los caballos, asustados, iban a darse vuelta y disparar,
cuando uno de los hijos de Ciriaco los detuvo y les hizo entrar en el
campo sin mayor dificultad. Y siguieron todos los de la comitiva,
penetrando admirados en ese campito tan bien cultivado que parecía
un parque.
El ministro no decía nada, pero miraba todo con atención
profunda, maravillado, como si hubiera entrado en un mundo
desconocido.
Quiso visitarlo todo, cultivos y casas, pesebres y galpones,
animales y tambos, montes y praderas, y al ver el resultado de
abundancia, de felicidad y de progreso, conseguido en un miserable
sobrante de doscientas hectáreas, por el lento esfuerzo de un pobre
gaucho, antes andariego, hoy jefe de una familia numerosa de
ciudadanos y de productores, tuvo la atormentada visión de lo que
sería la República Argentina, si sus antecesores... y él mismo,
hubiesen repartido entre miles de criollos pobres los millones de
hectáreas regaladas a un centenar de parásitos.
Llamó a Ciriaco y le dijo:
-Hace treinta años, amigo, que usted ocupa esta tierra; es suya,
por la ley. No solamente vivirá usted en paz en ella, sino que el
gobierno quiere que cada uno de sus hijos y de sus nietos tenga en
propiedad doscientas hectáreas de las tierras incultas que rodean su
chacra, para que cada cual haga en ellas lo que usted tan bien ha
sabido hacer en las suyas.
Y mientras Ciriaco y toda su familia se confundían en
manifestaciones de agradecimiento, el ministro dio orden de que
fueran en busca de los actuales dueños de las cincuenta mil
hectáreas incultas que pensaba expropiar en parte, a cualquier
precio que fuese, para cumplir su promesa. Se proponía aprovechar
la ocasión para avergonzarlos de su antipatriótica dejadez; pero el
juez de paz detuvo el chasque, diciendo:
-Están en París, señor.
El petizo Overo

Don Antonio había encerrado su majada y estaba desensillando,


entre las últimas vislumbres del poniente, cuando sintió un
campanilleo algo lejano todavía. Se agachó y vió que hacia su casa
se dirigía una tropilla, al parecer numerosa, conducida por un solo
jinete. Momentos después, éste dejó sus caballos rodeados, y
acercándose al tranco, saludó á don Antonio y le pidió licencia para
hacer noche. Don Antonio, incapaz de negar á nadie la hospitalidad,
no vaciló un momento en convidar al forastero á bajarse y & entrar
el recado.
El recién venido era un gaucho alto, delgado, de facciones poco
simpáticas, con sus labios finos y su nariz aguileña, su barba
renegrida y sus ojos inquietos, en movimiento perpetuo, tan
penetrantes, que parecían barrenarle á uno el alma.
La sonrisa, que vagaba en la boca, dejaba ver dientes agudos que
parecían más de fiera que de hombre, y tan sardónica era que
inspiraba pavor como si fuera de burla anticipada por desgracias
próximas. Vestía el hombre como paisano holgado, chiripá de paño y
blusa bordada, haciendo resaltar la elegancia de su traje, todo
negro, la bayeta colorada del forro de su poncho y el pañuelo de
seda punzó, flotante en el cuello.
Llamó particularmente la atención de don Antonio el pie tan
exiguo del forastero, calzado de botas finísimas, una de las señas
peculiares por las cuales más seguramente se conoce á Mandinga; y
también se acordó que al darle en el palenque las buenas noches,
no le había dicho, según la costumbre: «Ave María.»
Después de la cena, don Antonio, por las dudas, y para hacérselo
propicio, en cualquier caso, ofreció al sospechoso huésped tender la
cama en la misma pieza que servía de comedor; pero el forastero no
quiso y casi estuvo á punto de amostazarse por la insistencia del
otro, yéndose á instalar en la cocina. Don Antonio pudo ver que al
salir, miraba de rabo de ojo, entre asustado y rabioso, por una
puerta que acababan de abrir, una imagen de la Virgen de Luján
colocada en el dormitorio entre dos velas, encima de una cómoda; y
por su parte hubiera jurado la mujer del puestero, quien, calladita,
no había dejado un instante de observarlo todo, que los ojos de la
figura también se habían movido dos veces con mirada fulgurante.
Asimismo, pasó tranquila la noche, sin que nada pudiera hacer
suponer que ningún diablo descansara en una de las habitaciones.
A la madrugada, como don Antonio le ofreciera traerle la tropilla,
el huésped, sin contestar, moduló un silbido breve, agudo y tan
estridente, que don Antonio se puso todo trémulo; en la vida, nadie
le había destrozado el oído de semejante modo; y quedó muy
admirado al ver tropilla venirse al trote, hacia donde estaba el amo.
¡Y qué tropilla! veinte caballos negros, pero lo que se llama tapados,
sin un pelo blanco en todo el cuerpo; altos, elegantes, briosos, pero
mansos, al parecer, sin una falla ni un defecto, y lo más raro era que
se habían venido así, á pesar de haberse quedado sola, allá, en el
campo, la yegua madrina. Es que al lado de ella estaba un potrillo
recién nacido. Se le acercaron los dos hombres; y vieron que era
feo, cabezón, barrigón, petizón, y por mejor, overo, con unas
manchas de un bayo relavado que apenas resaltaban de las blancas.
—¡Horrible! el potrillo—dijo el forastero, y sacando el cuchillo, lo
iba á degollar, cuando don Antonio le pidió que se lo dejase para el
chico, pues habían parido dos lecheras y lo podía criar guacho.
—Bueno—dijo el gaucho;—guárdelo para el muchacho, pues á él,
hasta que tenga diez años cumplidos, le ha de prestar servicios.
Y después de haberlo dejado mamar hasta que se llenara, arreó la
madre, la juntó con la tropilla, ensilló, se despidió cortésmente, a
pesar de que con la sonrisa más bien parecía burlarse de todos, y
pronto desapareció tras de una loma.
—¡Mira—dijo la mujer á don Antonio;—¿no tomas el olor?
Don Antonio arrugó la nariz y estuvo conforme en que,
efectivamente, había quedado un olorcillo á azufre.
Pero al fin y al cabo, y aunque fuera Mandinga, mal no les había
hecho; al contrario. Por lo demás, la misma Virgen no lo había
atropellado, y no tenían para qué ser más celosos que ella. Cierto es
que Ellos, á veces, tienen por fuerza, que encontrarse juntos y
tenerse paciencia, aunque no quieran.
Empezaron á criar el guacho; fué fácil: chupaba leche como
ternero, viniéndose solito hasta las casas, á pedir su ración, cuando
se olvidaban de él. Una vez, hasta se animó á entrar en el comedor.
No había nadie en la casa, nada más que, en el dormitorio, la
estatuita de la Virgen entre dos velas; y ¿quién sabe por qué sería?
volvió á salir el potrillo, disparando por el patio, y ganó campo por la
tranquera abierta. Desde entonces no se acercó ya tanto á las
piezas, y se ponía muy inquieto cuando le hacían entrar en el patio.
El niño, Antonito, por supuesto, lo quería mucho, y cuando el
padre, sujetándolo, lo sentaba encima, eran unas risas, una alegría
sin par.
El tiempo iba pasando y parecían crecer uno para el otro. El
muchacho ya empezaba å treparse sobre el petizo, agarrándose de
la crin con las manos, y de la mano del petizo con las piernas. En
poco tiempo, una vez que hubo logrado sentarse encima sin ayuda,
aprendió á trotar y á galopar, prestándose el petizo, con la mejor
voluntad, á todos sus deseos, con movimientos tan suaves que
nunca le hacía caer.
Una tarde vió don Antonio que la majada estaba á punto de
mixturarse con la del vecino, y que su caballo, habiéndose desatado
del palenque, andaba suelto como & media cuadra; el peligro era
tan inminente que le gritó & Antonito:
—¡A ver, chiquilín, si eres hombre; corre con el petizo á atajar la
majada!
El chiquilín no se lo hizo decir dos veces, y, animando al petizo con
los taloncitos desnudos, salió. Sin que ni él mismo, ni el padre se
diesen bien cuenta de cómo andaría, en menos de un segundo
estaba entre las dos majadas que ya se venían balando como
convidándose al suavísimo placer de embromar con una mixtura á
sus respectivos amos.
Lo cierto es que el padre tardó mucho más en recuperar el
mancarrón, y cuando se juntó con Antonito, hacía tiempo que, como
el mejor de los peones, éste, á gritos, había separado las ovejas y
retirado la majada. El padre lo felicitó, y le dijo que ya podía volver
al puesto; pero quedó, esta vez, algo más que admirado,
estupefacto, al ver que en un abrir y cerrar de ojos, el petizo había
llegado al palenque con su jinetito. No lo había visto galopar, menos
lo había visto volar, no había tenido tiempo siquiera de verlo salir ¡y
estaba, allá, en las casas, parado ya cerca del palenque! y
acordándose de la procedencia del petizo, ya no dudó de que su
huésped había sido el mismo Mandinga, pero el Mandinga bueno,
generoso, que suele divertirse, á veces, cuando no le han hecho
enojarse, en dejar regalos á los gauchos pobres.
El día siguiente, por la mañana, quiso él mismo probar el petizo, y
lo ensilló para ir en él á recoger la manada. Montó, apretó las
rodillas, y aflojándole la rienda, lo empujó adelante por hábil
movimiento del cuerpo, pero no se movió el animal; extrañó don
Antonio y le dió un talonazo; inocente el talonazo, pues estaba de
alpargatas; pero mejor hubiera sido que lo pensara antes, pues el
corcoveo fué tan fuerte y tan inesperado, que casi lo voltea.
Asimismo, don Antonio no reflexionó todavía que todos los caballos
no son iguales y le pegó un rebencazo. No le dió dos; no tuvo
tiempo, pues estuvo en el suelo, en el acto. Y recién se acordó que
el gaucho, al dárselo para el muchacho, le había dicho que, «á él, le
había de prestar servicios.»
Para cerciorarse de si efectivamente era así, llanó á Antonito y le
dijo:
—Andáte á traer la manada, con el petizo.
El muchacho montó, y apenas hubo montado que desapareció con
el caballo; y todavía no había vuelto don Antonio de su admiración,
cuando ya estaba encerrada en el corral la manada traída por su
hijo.
Don Antonio no se volvió loco porque tenía buena cabeza, pero
quedó un buen rato como abombado, sin saber si debía alegrarse
por la suerte de poseer su hijo semejante alhaja, ó inquietarse por lo
que le podría traer esa brujería. Todo bien pensado, resolvió no
decirle nada á la mujer, porque seguramente ésta le hubiera salido
con que la virgencita de yeso le estaba haciendo señales y
removiendo los ojos; y lo hubiera quizá obligado á matar el petizo;
un disparate, pues, aunque de Mandinga, semejante regalo no es
cosa de todos los días.
Ya, por supuesto, no dudaba don Antonio de las maravillosas
condiciones del petizo overo; pero, asimismo, las quiso otra vez
probar, no por sí mismo, pues ya sabía lo que le costaría, sino
mandando á Antonito, hasta lo de su tía, doña Teresa, cuyo puesto
quedaba á más de dos leguas de distancia. Apuntó en un papel la
hora exacta de la salida del muchacho, y le dió otro nara tía Teresa,
rogándole á ésta se lo devolviera, mar ando la hora en que hubiera
llegado el chico y la hora de su salida.
Era la una y cuarto. A las dos, estaba de vuelta Antonito, con el
apunte de doña Teresa, el cual decía: «Llegó á la una y cuarto, salió
á las dos» ; de modo que había hecho el viaje, tanto á la ida como á
la vuelta, en tiempo tan corto, que no se podía apreciar.
—Pues hijo—exclamó el padre al leer esto,—tu petizo es una
fortuna.
Efectivamente, y tanto más, cuanto que no solamente viajaba el
muchacho más ligero que el viento, sino que lo mismo que él
andaba todo animal, todo trozo de hacienda que arrease. A pesar de
no ser más que un niño, cuidaba él la majada, las vacas y la manada
con pasmosa facilidad, pues con sólo pensar en ir á verlas, montado
en el petizo, se encontraba cerca de ellas; para traerlas al corral, no
precisaba llevar arreador; bastaba un grito, y, sin saber cómo
estaban entrando en el corral todos los animales, sin que hubiera un
solo rezagado, ni por resabio, ni por mancura. Si algún animal se
había mandado mudar, le bastaba á Antonito montar en el overo y
desear ir á donde estuviera el extraviado, para que sin moverse, se
puede decir, se hallara de repente en el sitio menos pensado, donde
se escondía el animal, fuera pajonal espeso ó majada con la cual se
había mixturado, ó rodeo con que se había juntado.
No dejaron, por supuesto, de sucederle á Antonito, en ciertas
ocasiones, unas cuantas aventuras, entre graciosas y dramáticas.
Pronto se había sabido por la vecindad, y también mucho más
allá, los servicios que con su maravilloso overo podía prestar el
muchacho; y los estancieros, cuando les faltaban animales, en vez
de recurrir á la policía, que á veces no sabe, no puede ó no quiere,
iban á tratar con don Antonio, pagándole un tanto por cabeza
recuperada. Antonito ensillaba el petizo overo y bien pronto estaba
de vuelta con el arreo, con gran satisfacción del dueño de la
hacienda... y de don Antonio, ya en vías de ponerse rico.
En general, poco peligro corría Antonito en estas expediciones;
pues muchas veces los animales no eran más que extraviados y se
los encontraba paciendo fuera de la querencia; otras veces, aunque
hubieran sido robados, los sacaba sin dificultad del corraló del
campo donde los tenían guardados y se los arreaba; pero, una vez,
unos cuatreros que se habían robado una gran punta de vacas y la
llevaban, dispuestos á pelear para conservarla, aunque fuera—y así
lo decían ellos, porque ya habían oído hablar de Antonito y de sus
hazañas,—contra el muchacho del petizo overo, quisieron hacerle
armas cuando lo vieron aparecer. Pero Antonito, atropellándolos, con
un grito los arreó como si hubieran sido tropilla, y de modo tan
lindo, que en menos de un segundo los tenía, todavía con el cuchillo
en la mano, en el mismo patio interior de la policía del pueblo más
cercano. Allí los dejó, después de haber explicado al comisario por
qué los traía; y como eran bandidos conocidos, éste los hizo
encerrar.
El muchacho era muy deseoso de aprender, pero la escuela
quedaba como á diez leguas del puesto; asimismo pudo ir todos los
días y volver á su casa, sin el menor tropiezo, y se admiraban todos
los niños de que, viviendo él tan lejos, pudiera así seguir las clases.
—Es que el overo es muy guapo—decía él. Y no faltaron
muchachos que tuvieran la provechosa idea de robarle el petizo.
Pero robar el petizo, solamente en apariencia, era cosa fácil.
Quedaba atado en un poste, cerca de la vereda, durante las tres ó
cuatro horas que Antonito pasaba en la escuela, y no era muy difícil,
por supuesto, desatar el cabestro y montar. Pero el primero que se
atrevió á hacerlo quedo realmente muy poco tiempo encima; pues
de un corcovo especialísimo que ningún otro caballo ni potro tuvo
jamás, lo despidió por encima de su cabeza y lo tiró como á diez
varas, yendo á caer el muchacho en un charco de agua, de donde
salió ileso, por suerte, pero cubierto de barro de los pies á la cabeza.
Se mandó mudar para su casa, bien ligero y sin decir nada á nadie,
de modo que, no sirviendo la lección más que para él, otros niños
quisieron también probar la suerte. Dos ó tres más fueron á caer en
el mismo charco, hasta que, cansado el petizo de tantas tentativas,
se llevó á otros tres, seguiditos, á cinco leguas de distancia,
dejándolos caer y abandonándolos en medio del campo, para que
supieran de una vez que había que dejarlo tranquilo.
Y tan bien entonces cundió la voz de que era un animal temible,
capaz de matar á cualquier jinete que no fuera Antonito, que ya se
guardaron bien todos de acercársele. El mismo Antonito tuvo que
aprender un día cierto detalle que ignoraba; pues al llegar con el
petizo á la iglesia, á donde había venido en busca del cura para que
fuera á ayudar á un vecino moribundo á hacer las maletas, el petizo
se puso furibundo, pataleó, corcoveó y lo acabó por tirar al suelo,
yéndose sólo á la querencia y dejando que Antonito volviese á su
casa en mancarrón prestado que apenas podía galopar,
comprendiendo que se debe evitar entre ciertas personas roces
siempre desagradables.
Cuando, gracias a su petizo overo, fué suficientemente instruído y
bastante rico, se le ocurrió á Antonito que debía ir á la ciudad, cuyas
maravillas siempre oía ponderar, pensando que sería un verdadero
paraíso, y que allí podría pasar una vida deliciosa, como
seguramente la pasaban todos sus habitantes.
Ensilló el petizo overo, una madrugada, y en un momento, como
de costumbre, llegó donde quería ir. El caballo se paró cerca de un
mercado, cuando con el alba, empezaba á moverse la gente
trabajadora.
Lo que primero llamó la atención á Antonito fueron unos hombres
harapientos que iban escarbando en los cajones de la basura, y
juzgó que bien difícil debía de ser la vida en la ciudad, para que
tuvieran éstos que disputar á los perros su alimento.
—En el campo—pensaba,—no sólo gozamos del despertar de la
naturaleza, del esplendor del sol naciente y del aire matutino, sino
que también vivimos, y hasta los más pobres, como gente entre los
animales, mientras parece que acá viven los pobres como animales
entre la gente.
Y mientras estaba entregado á sus reflexiones, se acentuaba el
movimiento en la calle. Vió pasar á chiquilines que llevaban,
encorvados, canastas enormes, llenas de carne y de verdura y
muchos hombres y también mujeres cargados como jumentos.
Apurados andaban todos por las calles obscuras aún, con un afán de
hambrientos que daba lástima; niños que, tiritando de frío,
anunciaban á gritos los diarios que vendían; obreritas heladas bajo
su ropa delgada; artesanos, peones, trabajadores de todo género,
forzando el paso para calentarse los huesos y para no faltar á la
hora, la hora de la esclavitud en los talleres encerrados.
Y vió que toda esta gente salía de conventillos inmundos, donde
ocupaba, amontonada, cuartos infames, sucios y pequeños, y se le
fueron las ganas de vivir en la ciudad.
La había visto durante dos horas, y le bastaba.
No dudaba que la mayor parte de estos habitantes que había
podido ver, estarían mucho más dichosos y vivirían mucho mejor, si
se fueran al campo, al aire libre, á cultivar la tierra, á sembrar, á ver
brotar, crecer, florecer y madurar, las plantas que mantienen al
hombre ó engordan los animales.
Y volvió á montar el petizo, exclamando:
—Mirá, petizo, lleváme á donde yo pueda ser realmente feliz.
En el mismo momento, se encontró, sin extrañarlo de ninguna
manera, en el palenque de la casa paterna y quiso, agradecido,
desensillar el petizo; pero el petizo overo, regalo de Mandinga, había
desaparecido. Había cumplido su misión: su pequeño amo tenía diez
años y poseía lo bastante para vivir con holgura entre los suyos, en
el lugar donde había nacido.
La bombilla de plata

Era antiquísima la bombilla de plata que, para tomar mate, usaban


en casa de don Toribio. Contaba éste que su mismo tatarabuelo, a
quien había alcanzado a conocer, cuando era criatura, ignoraba
desde qué época la tenían en la familia, calculando solamente que
sería como un siglo, por lo menos, antes de nacer él; de modo que,
seguramente, era una de las primeras bombillas fabricadas en el
país, cuando la costumbre de tomar mate había cundido entre los
primitivos habitantes de la colonia.
A primera vista, no tenía, por lo demás, nada de particular:
bastante maciza, con filetitos de oro, se parecía a los millares de
bombillas que hasta hoy circulan en toda la República Argentina,
pasando a veces todavía, con la más democrática falta de cumplidos,
de la jeta risueña de la negra fiel a los repulgados y rosados labios
de la aristocrática niña, de la boca sin urbanidad del peón a la del
hacendado enriquecido, o de los labios del ordenanza, menos
pulcros que solemnes, a los del estadista refinado que, desde la
poltrona oficial, suelta, entre dos mates, sus diplomacias enredadas.
Pero a éstos, ¿quién sabe si les hubiera gustado mucho la
indiscreta bombilla de don Toribio? Pues tenía, sin que nadie supiera
de dónde, ni cómo, la traviesa virtud de taparse al oír la menor
mentira.
Aunque no fuera esta peculiaridad un secreto para nadie, en la
casa, más de una vez, en momentos de descuido, había sido fuente
de chascos muy graciosos, cuando no irreparables; y era un peligro
constante, en la misma familia, para los que tenían algo que ocultar.
Pero también era una defensa contra los de afuera, cuando venía
alguno con tapujos para cualquier cosa...
Don Toribio, con el mate en la mano, se levantó de su sillón de
hamaca, al ver pasar por el patio al capataz, y lo llamó.
-¿Hiciste dar agua a la hacienda esta mañana? -le preguntó.
-Sí, patrón -contestó el capataz-; ha tomado bien.
Y fue todo uno decir esto el capataz y tapársele la bombilla a don
Toribio, de tal modo, que no le quedó la menor duda de que fuera
mentira.
-Ensíllame el zaino -dijo en seguida. Y cuando volvió del jagüel,
donde se pudo dar cuenta de que no se había tirado agua para las
vacas, arregló las cuentas al capataz y lo despachó con toda
frescura.
Era nuevo ese capataz en la estancia e ignoraba todavía lo de la
bombilla, pues, de otro modo, no se hubiera atrevido a mentir con
semejante desfachatez.
Verdad es que el mismo don Toribio tampoco estaba exento de
dejarse pillar, pues, a veces, su señora, como quien no quiere la
cosa, cebándole mate a su vuelta del campo, le preguntaba, con
cariñosa zalamería, por dónde había andado; y cuando contestaba
él, con gesto desenvuelto y fingiendo despreocupación: «Por el
rodeo de las mestizas», o bien, «a contar la majada de Fulano», y
que ¡zas!, se le tapaba la bombilla, inmediatamente, por la celosa
imaginación siempre alerta de la iracunda misia Rudecinda pasaban,
como visiones, ciertas mestizas por demás mansas, de cierto puesto
de la estancia o los inocentes y costosos partidos de truco en la
pulpería. Y bajo las chispas amenazadoras que, en irradiación
eléctrica, arrojaban los ojos de su mujer, don Toribio, cansado de
chupar en balde, en medio del abrumador silencio, precursor de
próxima tempestad, cabizbajo y más avergonzado por su falta de
viveza que por el remordimiento de su delito, humilde y rabioso,
devolvía el mate. Siquiera, mientras chupaba ella también, a su vez,
y removía la hierba, para componer la maldita bombilla, se detenía,
por un rato, el chaparrón que siempre sigue al rayo.
En esas ocasiones no le mezquinaba don Toribio a la preciosa
prenda familiar los más sabrosos nombres, apellidos y apodos,
aunque fuera sólo entre sí, y juraba que de tal modo la iba a
esconder, que la misma Rudecinda, por pesquisadora que fuera, no
podría dar con ella.
Y así lo hacía; pero no faltaba ocasión en que le fuera
indispensable la bombilla para averiguar lo que pensaba de veras tal
o cual visita, y era él entonces el primero en ir a buscarla en su
escondrijo y en entregarla a la patrona para que con ella cebase
mate.
Así fue, un día, justamente cuando la llegada de un resero que
venía a ver los novillos. Sabía don Toribio que esa gente siempre
viene con límites de que no puede pasar, pero vaya uno a saber
cuáles son esos límites; y ¿quién mejor se lo iba a decir que la
bombilla de plata?
Apenas estaba el resero sentado en el escritorio, cuando don
Toribio la sacó sigilosamente de su caja de hierro, donde la tenía
guardada, y pasando a la pieza vecina la entregó a doña Rudecinda,
encomendándole que cebase mate prontito.
-¡Ah!, gran pillo, calavera -exclamó a media voz la señora-. Bien
pensaba que tú eras quien la tenía escondida. ¡Si habrás podido
mentir a tus anchas desde hace más de un mes que se me perdió!
-No embromes, mujer, ¿qué voy a mentir yo? -contestó don
Toribio; y volvió a juntarse con el resero.
Cuando vino la señora con el mate, pues demasiado interesante
iba a ser la conversación para mandar a una sirvienta, don Toribio
estaba ponderando sus novillos y preguntando al otro qué precio iba
a poder pagar por ellos.
Éste, por supuesto, se hacía de rogar, diciendo que habiéndolos
visto sólo a la pasada, no podía todavía saber. Pero como insistiera
don Toribio:
-Mire -le dijo por fin-, estirándome mucho, lo más que le podré
pagar son veintitrés pesos.
Y diciendo así, quiso tomar un sorbo de mate, pero se le había
tapado la bombilla, y chupaba el pobre, chupaba que daba lástima,
sin que nadie viniera.
-¿Se le tapó, don...? Preste que se la van a componer... Creo que
no vamos a hacer negocio, ¿sabe? Yo, menos de treinta, no vendo.
Y habiendo vuelto a arreglar el mate, subió el resero hasta
veinticuatro pesos, declarando que de ahí no podía pasar, y
levantándose, con el mate en la mano, como si ya se fuera a retirar,
lo devolvió diciendo que la bombilla estaba tapada otra vez; lo que
hizo que don Toribio, con toda calma, hiciera hincapié consiguiendo,
de a saltitos y poco a poco, oferta de veintisiete nacionales; y como
ya entonces no se tapaba la bombilla, pensó, con razón, que era
tiempo de cerrar el trato.
Demasiado bien le salía siempre la tan curiosa propiedad de su
bombilla de plata para que perdiera ocasión de probarla con todos
los que venían a tratar con él de negocios; y quedaba chiflado,
desde el primer mate, el acopiador que falsamente traía la noticia de
una gran baja en la lana, o que trataba de sonsacarle tirados los
cueros de su galpón.
El pulpero Fulánez, hombre vivo, vino una vez a casa de don
Toribio a arreglar las cuentas del año, y le quiso cargar de más en la
cuenta, a ver si pegaba, un vale de cien pesos. Don Toribio
aseguraba que no se lo debía; Fulánez, con el mate en la mano,
trató de darle explicaciones convincentes para probarle que él lo
había pagado. Y don Toribio, quizá hubiera acabado por creerle, y
por abonar los cien pesos, si las aclaraciones que trataba de dar el
pulpero no hubieran sido, a cada rato, lastimosamente entorpecidas
por las repetidas tapaduras de la bombilla de plata, indicio seguro de
que Fulánez mentía. Y éste tuvo que dar por terminado el asunto
hasta que pudiera enseñar el pretendido vale... ¡Cuándo!
¡Bombilla linda! Si, a veces, era como si hubiese hablado.
Tenía don Toribio cierto vecino a quien sospechaba de haberle
carneado una vaquillona rosilla, muy gorda. Un día que había venido
al rodeo, don Toribio lo hizo pasar a las casas y lo convidó con un
mate. Conversaron de la lluvia y de la sequía, del estado de los
campos y de las haciendas, y mientras estaba el vecino con el mate
en la mano, de repente preguntó don Toribio:
-Dígame, ¿no ha visto por casualidad, en su hacienda, una
vaquillona rosilla?
El vecino, con la vista medio vaga del que mira sin querer ver,
contestó después de un rato:
-No, hombre, no.
Y sin más chupó la bombilla; pero se le había tapado, y don
Toribio, mientras se la destapaban, hizo con estudiada violencia una
salida bárbara contra «los vecinos puercos que por tan poca cosa se
ensuciaban las manos, gente indigna de poseer. Comprendía -dijo-,
que algún gaucho pobre, en lidia con el hambre, carnease un
animal, pero que hacendados acomodados hicieran lo mismo, era
una vergüenza».
El otro aprobaba, por supuesto; no podía hacer de otro modo, y a
falta del mate, se chupó el responso hasta que hiciera «chirrriii» sin
necesidad de bombilla.
Para ganar a las carreras, también más de una vez le sirvió la
bombilla a don Toribio. Difícil era engañarlo sobre el valor de un
caballo, y sobre lo que de él pensaran el dueño y el compositor. Ni
se le podía hacer creer que estuviera enfermo un animal sano, ni
sano un enfermo; pronto sabía, con una sola conversación en su
casa, con el mate circulando, si pensaba el corredor hacer trampa o
no; si el caballo era de tiro largo o de tiro corto, y también si el
mismo dueño apostaba en contra de su propio caballo, con intención
de embromar a medio mundo, haciéndole perder una carrera que
hubiera podido ganar cortando a luz.
¡Bombilla loca! también; que se tapaba a cada rato, a veces ¡como
para quitarle a uno las ganas de tomar mate! Algunos,
cándidamente, renegaban con las bombillas de plata, en general,
que con mate muy caliente casi siempre se tapan; otros algo
sospechaban, después de algunas pruebas que, por su misma
repetición, los dejaban perplejos, y no faltaba quien asegurase saber
que cualquier mentira hacía tapar en el acto la bombilla de don
Toribio. Muchos se reían de esto, como de cosa imposible; pero no
dejaba la gente de tener cierto recelo antes de faltar a la verdad en
casa de don Toribio, a tal punto, que se iban poniendo lo más
francos y verídicos, poco a poco y sin pensarlo, hombres que nunca,
hasta entonces, habían podido abrir la boca sin soltar una mentira. Y
hasta proverbial se había hecho en el pago lo de: «Cuidado, che,
que se te va a tapar la bombilla».
Asimismo, había casos en que don Toribio podía mentir con el
mate en la mano, sin que la bombilla se tapara. Era cuando, de
noche, después de la cena, contaba cuentos a los niños.
Podía entonces inventar las cosas más inverosímiles y decirlas con
confianza: no había peligro, y ni por las hazañas de Cuerocurtido, ni
por las miradas del Buey Corneta, ni por don Cornelio con su
alambrado, dejaba de pasar el mate en la bombilla.
Los mayorcitos, muy al corriente ya, por supuesto, extrañaban que
así fuera, y cuando el cuento les parecía por demás imposible,
preguntaban al padre cómo era que no se tapaba la bombilla, esa
bombilla, gracias a la cual ellos habían perdido tan pronto la
costumbre de mentir, aun cuando se tratara de evitar el castigo de
alguna travesura un poco fuerte. Y les tenía que explicar don Toribio
que una bombilla tan sagaz no podía cometer la torpeza de
confundir mentiras que dañan con ilusiones que sólo embellecen la
vida, ocultando, por un rato, tras dorada neblina de ensueños, su
realidad casi siempre ruda.
Don Toribio tenía una hija moza, muy bonita la morocha, a quien
no dejaban de festejar ya, aunque con discreción, algunos jóvenes
del pago; basta que la primavera entreabra un pimpollo, para que en
seguida revoloteen en su derredor las mariposas; pero ninguno
todavía se había atrevido a formular sus sentimientos hacia la niña
más que por insinuaciones ligeras, como ser suspiros, entre
doloridos y atrevidos, o miradas de soslayo, implorando compasión...
¡Las pícaras! y consiguiendo de la muchacha, por toda contestación,
alguna lisonjera reflexión a media voz, como: «Mire qué modo de
soplar», o «¡parecen ojos de bagre!».
Don Toribio, pensando asimismo que no sería de más conocer un
poco las ideas de Encarnación al respecto, ya que ni la misma doña
Rudecinda había podido «pispar» nada, una tarde, de sopetón, al
recibir el mate de manos de su hija, le preguntó en tono de broma y
como si hubiera sabido alguna novedad:
-Y ¿cómo anda ese novio?
Se sonrojó Encarnación hasta los ojos, y contestó apresurada:
-¡Oh! yo, ni pienso en eso, tata.
Y mentira debía ser, pues en este mismo momento se le tapó la
bombilla a don Toribio; una simple coincidencia, pero que le causó
mucha gracia, no dejando de compartir doña Rudecinda, aunque con
cierto disimulo de matrona de buen tono, su regocijo. Por supuesto,
se turbó más y más Encarnación, al tomar, para ir a componer la
bombilla, el mate de manos de don Toribio.
Mientras estaba en la cocina, llegó de visita don Martiniano,
estanciero de la vecindad, con su hijo, Martiniano también de
nombre; y cuando volvió Encarnación con el mate, saludó a las
visitas con una expresión tal de gloriosa felicidad, que a los tres
viejos no les quedó ninguna duda de que bien pronto estarían de
boda. Tanto, que sin que se hubiera de veras formalizado la
conversación sobre el punto, cuando estuvieron por retirarse don
Martiniano y su hijo, estaban todos de acuerdo, los padres entre sí, y
los jóvenes por su lado. No habían tratado, seguramente, de
engañarse unos a otros, pues charlando toda la tarde habían estado
tomando mate, y ni una sola vez se había tapado la bombilla.
Encarnación aprovechó el tumulto de la despedida para ofrecer a
Martiniano el último mate, teniéndolo de pie, casi a solas, en un
rinconcito, y le dijo en voz baja, mirándole bien en los ojos:
-¿Me vas a querer siempre?
-Sí, te lo juro, Encarnación -contestó sin turbarse el joven.
Y debía de ser sincero, pues acabó el mate sin que se le tapara la
bombilla.
La palabra «siempre» queda fuera del alcance humano, y no se le
puede pedir a una simple bombilla, por perspicaz y astuta que sea,
que adivine si de veras será eterno el amor.
Cuerocurtido

Lo único que quería doña Serapia era que de una vez se cristianara a
ese chico.
-Así no puede quedar -decía ella-: ¡Infiel, a los ocho meses! Ya es
tiempo de hacerlo cristiano.
Don Anacleto no decía que no, pero postergaba la ceremonia por
no haber podido todavía encontrar un compadre a su gusto. Ya tenía
de compadres a todos los hacendados y puesteros medio pudientes
de la vecindad, y no quedaban más que los paisanos pobres, los que
no «hacían cuenta». Y todos los días, era la misma pelea con su
mujer, ella apurando, nombrando a Fulano, a Zutano y a Mengano
como candidatos aceptables, y don Anacleto desechándolos.
-Buena gente -decía él-, buenos compañeros, para pagar, así, de
pasada, una copa o dos, pero para compadre se necesita otra cosa,
gente formal, de fundamento, que tenga siquiera algo que regalar al
chico.
Y pasaban los meses.
Una noche, después de cenar y de acostar a la ya numerosa
caterva de criaturas con que los había favorecido la suerte, don
Anacleto y su mujer, sentados en la cocina, cerca del fogón,
rebatían, entre mate y mate, el tema de siempre, cuando llamaron
en el palenque.
-¡Buenas noches! -gritó una voz desconocida; y don Anacleto,
levantándose, entreabrió la puerta, salió por la rendija, volvió a
cerrar ligero, se agachó y, a pesar de la oscuridad, alcanzó a divisar
dos jinetes parados que esperaban la venia.
-¿Quiénes son? -preguntó.
-Reseros, señor, que venimos a pedir licencia para hacer noche.
-Bájense -contestó inmediatamente don Anacleto-, y pasen,
nomás, sin cumplimiento.
Bien sabía que un resero siempre es hombre con plata, propia o
ajena, y aunque no tuviera él nada que vender, porque sus animales
estaban flacos, de puro instinto se le alegraba el corazón. Al que
trae plata, amigo, hay que tratarlo bien: ya que de fijo no viene a
pechar y que, al contrario, puede ser que...
Habiendo desensillado los dos jinetes, alzaron los recados y con
don Anacleto entraron en la cocina. Eran dos paisanos, de buena
presencia ambos, pero cuyas prendas de vestir señalaban marcada
diferencia, como de patrón y de capataz.
Uno, de facciones muy finas, con la tez morena, los ojos vivos y
relucientes, la nariz algo más que aguileña y los labios de rojo
intenso entre la barba renegrida, llevaba blusa y chiripá negros y en
la cintura un ancho tirador todo cubierto de monedas de oro y de
plata. Su modo de ser y de tratar a su compañero no dejaban duda:
era él el patrón.
El otro, aunque de traje muy decente también, no lucía tanto lujo
y guardaba con el primero cierto respeto.
Doña Serapia les preparó un asadito, sólo para que no fueran a
dormir de mal humor, les dijo ella, excusándose de que fuera tan
poco el agasajo; y mientras se asaba la carne y circulaba el mate, se
entretuvieron conversando con don Anacleto.
Éste, siempre en acecho de lo que le podía traer alguna ventaja,
parecía haberles tomado un olorcito a posible provecho, y, con todo
disimulo, andaba indagando quiénes eran, de dónde venían, a dónde
iban, si eran de muy lejos, y mil cosas por el estilo que podían
ayudarle en sus propósitos o hacerlo batir en retirada.
Las respuestas eran bastante evasivas, pero dadas con franqueza
bonachona, y tales, que don Anacleto no dudó ya de haber
encontrado al compadre de sus ensueños.
Dio justamente la casualidad que, en ese momento, se despertó la
criatura en el cuarto vecino y empezó a llorar.
-Pobre -dijo la madre-; no es extraño que tenga pesadillas, infiel
como está todavía, a los ocho meses.
Y pasó al dormitorio a tratar de hacerlo dormir.
Don Anacleto aprovechó la ocasión para tantear el terreno, sin
fijarse en cierto movimiento, como de rabia reprimida de los
forasteros, y especialmente del patrón, a esa palabra «infiel». Sin
ver que éste había fruncido las cejas como al oír una injuria
personal, don Anacleto, con la obcecación de su idea fija, le dijo
que, efectivamente, tenía que cristianar un chiquillo, un varoncito
muy mono -una preciosura, el muchacho-, y que si consintiera el
señor en ser su padrino, lo podrían ir a bautizar el día siguiente; que
quedaría muy honrado de que tan distinguido huésped aceptara de
ser su compadre...
Pero ahí quedó cortado, y hasta todo asustado, al ver levantarse
llenos de ira, al distinguido huésped y al compañero; y el primero le
dijo:
-Para compadre, amigo, no sirvo yo, sépalo, y todo lo que puedo
hacer por su hijo, ya que a usted se le ocurrió que debía ser su
padrino, ¡es desearle que reciba más golpes y porrazos de todas
clases, que cualquier hombre que haya existido y exista jamás en el
mundo entero!
Y sin decir más, salió furioso de la pieza y se dirigió hacia el
palenque, llevándose el recado y seguido por el compañero.
Don Anacleto se quería morir de aflicción, y mientras quedaba
mirando la puerta como petrificado, oyó en el dormitorio el ruido de
una caída; era su mujer que dejaba caer al chico en el suelo, y los
gritos de la criatura confirmaron al desgraciado padre en el temor
que ya lo tenía poseído, de habérselas habido con Mandinga y de
haberlo hecho enojar con hablarle de cristianar y de bautizar, cosas
que lo ponen siempre, por supuesto, fuera de sí.
Todavía estaba sin moverse don Anacleto, cuando volvió a entrar
en la cocina el capataz del misterioso forastero. Venía a buscar el
rebenque de su patrón que éste había dejado en la mesa, y don
Anacleto se lo iba a entregar, cuando, acordándose, el muy astuto,
que debía de ser el rebenque ese una prenda de inestimable valor
para el que lo tuviera en su poder, lo agarró resueltamente y,
echándose atrás, se lo negó al hombre.
El gaucho, entonces, humildemente, le suplicó que se lo
devolviera, pues, de otro modo, su patrón lo iba a matar o hacer con
él cosa peor.
-Bueno -le dijo Anacleto-, se lo devuelvo si me indica el medio de
destruir el hechizo de que su patrón hizo víctima a mi hijo.
-No puedo, no puedo -contestó el gaucho, temblando.
-Entonces, salga de aquí, maldito -exclamó don Anacleto,
blandiendo el rebenque, y esto bastó para que, en el acto, se dejase
caer de rodillas en el suelo el infeliz, sabedor, probablemente, de lo
que pesaba en las espaldas esa lonjita.
-Mire, señor -dijo-, destruir del todo el poder de las palabras de mi
amo, no se puede; pero tóquelo despacio al niño con el rebenque y
aunque sufra en su vida, como no lo puede ya evitar, más golpes y
porrazos que cualquier hombre en la tierra, le puedo asegurar que
será sin sentirlos.
Don Anacleto entró en el dormitorio, tomó de brazos de su mujer
al muchacho que todavía gritaba bastante y lo tocó despacio con el
rebenque. En el acto dejó de llorar la criatura y don Anacleto no
pudo menos que admirarse; pero desconfiaba todavía, cuando, al
darse vuelta para colocar al chico en la cuna, le pegó, sin querer, un
golpe bárbaro en la cabeza contra la pared, y en vez de llorar, se rió
la criatura, como pidiendo otro.
Don Anacleto y su mujer se quedaron estupefactos, aunque nada
supiera todavía doña Serapia; pero el otro gaucho, apurado para irse
a juntar con el amo que ya lo estaba llamando, empezaba a
reclamar a gritos el rebenque; don Anacleto se lo entregó y
corriendo detrás de él hasta la puerta, la cerró con estrépito,
haciendo «cruz-diablo» a los huéspedes aquellos.
Y después le contó todo a doña Serapia, quien, por supuesto, se
santiguó durante una hora, pensando con dolor que ya le sería
imposible hacer cristianar a su hijo. Don Anacleto, él, tomaba las
cosas con más filosofía, calculaba que al fin y al cabo, no venía a ser
tan malo para el chico el terrible regalo del padrino improvisado,
enmendado de modo tan feliz por el incidente del rebenque
olvidado.
Y a medida que el muchacho crecía, más se hacían ver los
admirables efectos de la providencial combinación. Como se lo había
prometido el diabólico forastero, todo era para él ocasión para
porrazos y golpes, y su vida hubiera sido un martirio sin igual, a no
ser la compostura milagrosa producida por la indicación del capataz.
No pasaba la criatura cerca de una mesa sin pegarse en la cabeza;
no salía al patio sin enredarse en el umbral, y sin caer al suelo; pero
lo que a cualquier otro le hubiera roto la cabeza, o por lo menos
hecho salir algún enorme chichón, a él no le dejaba siquiera
moretón, y cada susto de sus padres por las caídas, o por los golpes
que se daba, le causaba la mayor alegría; tan bien, que a falta de
poderle llamar, según el calendario, Visitación o Guadalupe, Calasanz
o Deogracias, le llamaron Cuerocurtido.
Esto de ver que ningún golpe le hacía mal, por supuesto, no tardó
en hacer de él un muchacho atrevido como él solo. Más de una vez,
don Anacleto lo quiso corregir, sin acordarse de que ni coscorrón, ni
paliza le podían hacer nada. Los coscorrones sólo hacían doler los
dedos que se le pegaban en la cabeza, y los palos se rompían en sus
espaldas sin más resultados que hacerle reír a carcajadas.
Cuando peleaba con otros muchachos, siempre acababa por salir
victorioso; no que pegara él muy fuerte, pues no pasaba de travieso
y no era malo, pero por poco que se defendiera, pronto se cansaban
los otros de recibir golpes; sin que los que le devolvían produjeran
ningún efecto. Y todos los muchachos, por numerosos que fueran,
se retiraban de la contienda, con los miembros machucados, la nariz
hinchada, un ojo negro, una oreja ensangrentada o los dientes
flojos, mientras que él seguía muy orondo y fresquito como una flor.
Desde chico, como cualquier otro gauchito, Cuerocurtido había
empezado a andar a caballo, y desde el primer día hubo para él un
surtido de porrazos y de golpes lo más variado. Cualquier espantada
del caballo, cualquier tropezón, que para otros hubiera pasado
inadvertido, con él, daba resultado completo, gracias al malévolo
forastero, su maldito padrino; pero era por fin poco el inconveniente,
ya que el caer no era para Cuerocurtido, gracias al roce del famoso
rebenque, más que una pequeña sacudida, quizá agradable, pues
siempre se levantaba riéndose. Sin contar que la domada del potro
más bellaco no pasaba para él de un juego; como no sentía los
golpes, no los temía y se le sentaba a cualquier animal sin recelo; y
quizá suponiendo que, ya que los golpes no le hacían nada, tampoco
los sentía el potro, con tantas ganas se los menudeaba, que el
animal siempre acababa pronto por aflojar y darse por vencido.
Más de veinte veces, pues no era muy parador, efecto
probablemente de la maldición, había rodado con tan mala suerte,
que se le había venido encima el mancarrón, apretándolo. Cualquier
otro hubiera quedado aplastado, y con las costillas rotas; él no; si no
podía librarse solo, lo que más de una vez le sucedió, esperaba que
lo viniesen a sacar, y nada más.
Una vez estaba tirando agua, cuando se le desmoronó el jagüel
tan repentinamente, que cayó en él con caballo, manga y todo. El
caballo se mató, pero Cuerocurtido, ¡cuándo no!, risueñito, salió de
allí.
En el corral y en el rodeo era muy bárbaro para trabajar, y parecía
que nada hiciera para evitar cornadas, rodadas o apretaduras; más
bien era como si las buscara. Fue, un día, cogido y levantado diez
veces seguidas por un toro bravo. Por supuesto, todos lo creyeron
muerto, y cuando, enlazado el toro, lo fueron a levantar, creyendo
que iba a ser de a pedacitos, se sentó en el suelo y con toda
tranquilidad armó un cigarro, contentándose con decir:
-¡Toro loco!
En otra ocasión, la armada de su lazo, habiéndose cerrado en una
sola asta de un novillo, resbaló y, cimbrando, vino la argolla con una
fuerza terrible a darle derecho en el ojo.
-¡Pobre! -gritó al verle recibir el golpe el dueño de la hacienda,
que estaba allí cerca.
-No es nada, patrón, no se asuste; si es de goma.
Y aunque hubiera sido de goma, a cualquier otro le saca el ojo;
pero Cuerocurtido ni la sintió siquiera.
Aunque, por suerte, no fuera peleador, no siempre podía evitar
encontrarse, en la pulpería, metido en algún barullo; y decimos por
suerte, porque si le hubiera dado el genio por buscar camorra y
hacer armas por un sí o por un no, como a tantos paisanos, hubiera
dejado el tendal, pues pudo comprobar en varias ocasiones que no
le entraban los cuchillos ni los facones y que los tajos sólo
alcanzaban a hacerle trizas la ropa.
Una vez, al entremeterse para separar dos gauchos armados que
querían pelear, recibió en la misma cabeza una bala de revólver. Fue
un grito de espanto; lo creían muerto; ni siquiera un chichón; la bala
aplastada había caído en el suelo.
Y un gaucho viejo que allí estaba y había servido en el ejército, no
pudo menos de decirle:
-Pero amigo, ¿por qué no se hace usted soldado? Es el oficio que
mejor le pueda convenir.
Y lo pensó Cuerocurtido. Y, al mes, estaba de milico en la frontera.
Allí, peleó con tanto coraje, que se volvió el terror de los indios,
haciendo la admiración de sus jefes y de sus compañeros.
De los más terribles entreveros, a lanza y sable, salta siempre
ileso, sin que se pudiera saber cómo. Se cansaba de matar indios,
sin que una gota de su sangre fuera vertida jamás, y pronto fue
bastante que lo vieran ellos adelantarse, para disparar despavoridos,
creyéndole hijo de Mandinga, cuando no era más que su ahijado.
Cuando la guerra del Paraguay, era ya capitán; hizo toda la
campaña, cargando siempre al frente de sus hombres, y haciéndolos
matar, por lo demás, con la desenvoltura del que se sabe
invulnerable: era de la escuela antigua.
Subió, de grado en grado, hasta llegar a coronel, lo que casi era
poco para un hombre sobre el cual se aplastaban las balas como en
placa de tiro al blanco; pero desgraciadamente, no sabía leer ni
escribir y no pudo alcanzar a general.
Don Calixto, el dadivoso

Don Calixto había nacido generoso. Pobre, gran cosa no podía dar,
pero se complacía en regalar al que lo pidiese, algo de lo poco que
por casualidad tuviese. Algunos -de los mismos, por supuesto, que
más lo aprovechaban- lo trataban de infeliz, incapaces de sospechar
que su satisfacción en dar era algo igual, si no mayor, a la del
pulpero que logra cobrar una cuenta dudosa.
No tenía más que su puestito -intruso en campo del Estado- una
manada de yeguas y algunos caballos, y vivía de changas: algún
arreo, una hierra, un aparte, la esquila; también vendía algunos
bozales trenzados, y sembraba un retazo de maíz para mantener a la
familia con mazamorra cuando faltaba la carne.
Una tarde, sentado en el umbral de su rancho, gozaba el suave
calor del tibio sol de mayo, saboreando un cimarrón. Contemplaba,
no sin cierto orgullo, el conjunto de sus riquezas: en el desplayado
que formaba patio al rancho, se erguía una troje, granero de pobre,
improvisado con seis álamos, alambre y chala, pero relleno hasta el
tope de su tranquilizadora opulencia de largas y gruesas espigas de
maíz, doradas como sueños de fortuna... y como ellos, resbaladizas.
En el rastrojo que, mas allá, extendía su manto rotoso de chalas
amarillas y quebrajeadas, entre los verdes parches del pasto otoñal
que luchaba para tapar las manchas negras de la tierra desnuda,
devolvían al sol su nota alegre los zapallos Angola y los criollos,
haciendo relumbrar en el suelo el barniz de su verdeobscuro
realzado de ribetes y salpicaduras de oro.
Y del armónico esplendor de tantos colores, suavemente
amortiguado por el vaho azulado que se levantaba de la tierra
húmeda y caliente, de la inefable quietud de la atmósfera, subían
hasta el corazón bondadoso de don Calixto las ganas de tener a
quien ofrecer parte de todo aquello, de su pequeña cosecha y del
inmenso bienestar de que se sentía invadido.
Como para hacerle el gusto, vino justamente de visita, en ese
momento, uno de sus vecinos, hombre viejo, que vivía solo en su
choza, de lo que le daban los demás, pues estaba imposibilitado por
la edad para ganarse la vida; y tan luego como después de haber
atado al palenque su caballo, se le hubo acercado a don Calixto, éste
se levantó, cediéndole el banquito en el cual estaba sentado, y tomó
para sí -asiento, por lo demás, bastante incómodo- uno de los
zapallos que se estaban oreando encima del techo.
La conversación entre estos dos gauchos, aunque fueran ambos
pobres de solemnidad, pronto versó, tan naturalmente como la de
cualquier capitalista, sobre los bienes de la tierra y su mejor empleo.
-¡Zapallos lindos! -exclamó el viejo-. ¡Tan sazonados, tan grandes!
¡Y qué cantidad había tenido, don Calixto! ¡Quién tuviera una
carrada de ellos, curándose en el techo, con las heladas, para hacer
sabroso el puchero!
-¿Quiere algunos, don?...
Calixto no dijo el nombre de la visita, por la sencilla razón de que
nunca lo había sabido; y cosa rara, tampoco se acordaba habérselo
oído a nadie, nunca.
-Hombre -contestó el viejo-, si no fuera mucho pedir...
-¡Qué esperanza, señor! Si a mí me sobran. ¿Qué voy a hacer yo
con tantos zapallos?
-La verdad, que sería mejor para usted que fueran ovejas.
-Pues no -dijo, riéndose, don Calixto-; más que los zapallos, haría
una majada el puchero sabroso, ¿no es cierto? Pero para qué se va a
acordar uno de lo que no puede tener.
Y levantándose, ató a la cincha de su mancarrón un cuero de
potro todo arrugado que, desde mucho tiempo ya, le servía de
carretilla, lo acercó al rastrojo, y lo cargó hasta más no poder con los
mejores zapallos que encontró. Los trajo a la rastra hasta el patio;
allí, los amontonó y le dijo al viejo que, a la tarde, se los iba a
mandar por un muchacho, en el carrito; y volviéndose a sentar en el
zapallo, tomó de manos del viejo el mate. Se aprontaba a cebar
cuando de repente corcoveó su asiento, y lo dejó tirado patas arriba
como maturrango que se hubiese puesto a domar, disparando, el
zapallo, hecho una grande y linda oveja, gorda y lanuda. Y mientras
que entre risueño y renegando, se levantaba don Calixto y se
sacudía el chiripa, vio disparar también, cambiado en punta de
ovejas, el montón de zapallos que había traído para el visitante; y
todas se dirigían hacia el rastrojo, donde impetuosamente y como
asustados, se levantaban todos los demás zapallos, cambiados en
otras tantas ovejas, capones, borregas y corderos, según su tamaño.
Don Calixto se quedó un rato asombrado de lo que veía, y
dándose vuelta hacia el viejo, para cambiar con él impresiones, vio
con estupefacción que había desaparecido con caballo y todo, como
si se lo hubiese tragado la tierra.
Estaba en aquel momento solo en el puesto. Su mujer había ido,
con sus hijos más chicos, a dos cuadras de allí, a una lagunita donde
tenía perenne la batea de lavar, y los muchachos mayores estaban
trabajando en la vecindad o paseando.
Montó, pues, a caballo, y de un galopito estuvo con la majada; la
atajó, la miro bien y vio que era toda de una señal -muy bonita la
señal, dos paletillas cerquita de la punta, de modo que cada oreja
parecía una hoja de trébol-, y que pasaba de quinientos animales, y
gordos todos, grandes, lanudos, sanos que daba gusto.
-¿De quién será esa señal? -pensaba don Calixto-. ¿Quién sabe si
no será algún chasco del amigo Mandinga, y si mañana no me cae la
policía a llevarme por cuatrero?
Creía don Calixto, lo mismo que la mayor parte de los paisanos -
¡son tan ignorantes!- que de Mandinga no se puede esperar más
que males y perjuicios... No sabía -nadie se lo había enseñado-, que
al hombre servicial y bueno que le cae en gracia, dispensa éste, el
día menos pensado, los más inesperados favores.
Arreó la majadita hasta donde estaba su mujer, se la enseñó, le
contó el caso y le pidió su parecer. La mujer no era tonta; no se
desconcertó por tan poco y le aconsejó tres cosas: dejar suelta la
majada, como si fuese ajena y cuidarla desde lejos; apagar la vela
que, ese día, le había puesto a la Virgen de Luján y colocar a ésta en
el baúl en que guardaba la ropa, para que si realmente fuese la
majada obsequio de Mandinga y la llegase Ella a ver, no tuviese la
tentación de destruirla de algún modo-, y, por fin, ir al pueblo a
averiguar en el juzgado de quién era esa señal para, si no era de
nadie, asegurársela sacando la boleta. Se dispuso don Calixto a
hacer lo indicado por su mujer, y había ensillado su mejor caballo
con sus mejores aperos para ir al pueblo, cuando, al momento de
montar, quiso ver si tenía en el tirador papel de fumar y se encontró
con un documento que no era otra cosa que la boleta de propiedad
a su nombre y perfectamente en regla, de la señal de «dos
paletillas».
En vez de seguir para el pueblo, y después de consultar otra vez
con la señora, arregló contra la pared del rancho un corralito
improvisado con palas plantadas en el suelo, dos o tres postes que
tenía tirados por allí y el arado, todo ligado con dos lazos estirados
de punta a punta y de los cuales colgó todos los ponchos, cobijas y
cueros que pudo hallar en la casa.
Tan mansitas eran las ovejas, que casi solas entraron en el corral
sin asustarse por las colgaduras, y se disponía don Calixto a
contarlas, cuando llegó al puesto otro conocido de él, otro pobre,
por supuesto, que sabiendo lo que era de bueno, le venía a pedir un
zapallo o dos.
Se quedó boquiabierto al ver las ovejas y preguntó a don Calixto
de dónde le habían caído.
-Me las dieron por zapallos -contestó éste.
-¿Por zapallos? ¿Y quién?
-¡Ah! Esto, amigo, es secreto; cada zapallo, una oveja al corte; así
fue. Y son como quinientas. Lo que sí, he quedado sin zapallos, lo
cual no deja de ser una broma.
-¡Bah! Eso es lo de menos. Pero sabe que son más de lo que
usted dice y que me contentaría muy bien con lo que sobrase de las
quinientas.
-¡Pago! -gritó riéndose don Calixto, como si hubiese sido apuesta-.
¡Hombre!, ya que no tengo zapallos para darle, me ayuda usted a
contar hasta quinientos, y le regalo el resto. ¿Para qué quiero más?
Y así fue, y como resultaran las ovejas quinientas sesenta, el otro
vecino pobre, lleno de gozo, se llevó las sesenta. La mujer de don
Calixto refunfuñaba un poco al ver a su marido tan generoso, pero,
¿qué iba a hacer?, ya que para él no tenía más objeto lo que le
sobraba que llenar necesidades ajenas.
Por lo demás, para probar que no era ingrato, el vecino le mandó
de regalo a don Calixto un rosario de contar hacienda.
Pronto cundió la voz por todos los ranchos de los intrusos
poblados en el campo del Estado, de la suerte singular que le había
tocado a don Calixto, y no había concluido el día cuando doña
Liberata, una viuda, comadre de él, cargada de hijos, le había
mandado pedir un poco de carne, un cuarto, aunque fuera, o un
espinazo para hacer un puchero.
Don Calixto no vaciló un rato y despachó al muchacho para su
casa con todo un capón gordo, bien atado de los tientos del recado.
-Y dile a tu mamá -le gritó- que se quede con el cuero para los
vicios.
Dio la casualidad que estaba en casa de la viuda un resero; se
quedó el hombre admirado de la gordura del capón, y al día
siguiente, a la madrugada, antes que soltase la majada don Calixto,
estaba en su palenque, llamándolo, a ver si hacían negocio. Don
Calixto lo recibió con los agasajos debidos a quien trae plata, loco de
contento al pensar que, por la primera vez en su vida, iba, como
cualquier hacendado rico, a recibir pesos.
Lo que más le agradaba era que iba, con éstos, a poder cumplir
con su compadre don Pedro, de quien tenía recibidos tantos
servicios, en momentos de penuria, y pagar por él, a su vez, al
pulpero con quien estaba empeñado hasta los ojos y que le había
mandado el otro de regalo.
El resero vio la majada, calculó que de ella podía sacar unos
cincuenta capones gordos y ofreció un precio halagador, que don
Calixto aceptó. El aparte pronto estuvo hecho, y cuando se trató de
contar, don Calixto quiso estrenar el rosario que le había el otro
mandado de regalo.
Bien pensaba, a la verdad, que no necesitaba rosario para la única
tarja de cincuenta que iba a tener que contar; y así se lo dijo el
resero, pero don Calixto lo quería probar, de puro gusto. Empezaron
a contar; y pasaban capones y capones, sin que pareciese mermar la
chiquerada. Contaron una tarja, y contaron dos, y contaron tres, y
saltan más y más capones y seguían contando. El resero, viendo que
todos eran parejos en gordura, dejaba correr, no más, y contaba, y
tarjaba, sin querer cortar el chorro, reservándose de manifestar su
admiración para cuando se acabase. Y sólo se acabo cuando hubo
cantado don Calixto la última de las veinte cuentas de que constaba
el rosario. Lo felicitó el resero por su buena suerte, sin pedirle más
explicaciones, sabiendo, como buen gaucho, que hay ciertas
preguntas que no debe hacer el hombre discreto; le pagó los mil
capones al mismo precio por cabeza que habían tratado para los
cincuenta que había pensado comprar y se fue con su arreo.
Fueron los pesos de don Calixto como rocío celestial para todos los
pobres gauchos del pago; quedaron saldadas, en la esquina, hasta
las libretas que, de viejas, las había echado en olvido, casi, el mismo
pulpero, y todos anduvieron, por un tiempo, con ropa nueva pagada
al contadito.
Es que, burlándose de las observaciones de su mujer, no perdía
ocasión don Calixto de regalar a sus vecinos pobres todo lo que le
pedían, a pesar de ser algunos de ellos imprudentes y hasta voraces,
y también de darles casi siempre mucho más de lo que solicitaban.
-¿Para qué quiero tanto? -era su refrán-. Lo que me sobra me
estorba, y a otros les hace falta.
Tenía tanta más razón, cuanto, por inexplicables circunstancias,
resultaba siempre pequeña la parte de los favorecidos, pues más les
daba y más aumentaban los productos de su majada.
A uno de aquéllos se le ocurrió, una vez, mandarle pedir, no
porque se muriese de necesidad, sino sencillamente porque era el
día de su santo y lo quería festejar debidamente, un cordero gordo.
Don Calixto fue al corral y eligió él mismo el cordero más grande y
gordo de la majada, y el muchacho que lo había venido a pedir le
prometió, en recompensa, que, el día de la señalada, su padre, sus
hermanos y él le vendrían a ayudar. Y así lo hicieron.
La parición había sido abundante: el corderaje era lindo, alegre,
retozador, y para facilitar el trabajo, lo apartaron todo junto en un
chiquero especial. Y empezaron los cuchillos a trabajar fuerte y
parejo, amontonándose las colitas, y seguían, sin cesar, disparando
para la majada los corderos ensangrentados, balando
lastimeramente por la madre. Pero más corderos alcanzaban los
peones a los señaladores, más quedaban para señalar; parecía que
manara el chiquero, y acabaron por cansarse todos, sin haber
podido concluir, pues quedaban encerrados muchos animales
todavía. Lo que viendo don Calixto hizo parar el trabajo, y regaló a
los que habían venido a ayudarle todos los corderos que quedaban
orejanos, a los cuales se agregaron, cuando los llevaban, las
respectivas madres que ya andaban por el campo.
-¿Para qué quiero majada tan grande -decía-, si ya me sobran
ovejas?
Ya que tan generoso era don Calixto, con razón pensó doña
Encarnación, otra pobre de la vecindad, que no le negaría para cama
de sus criaturas unos cuantos cueros de oveja; y se los mandó pedir.
Por el mismo muchacho que le trajo la carta, don Calixto le mandó
un caballo cargado con los cueros de consumo más grandes y más
lanudos que tuviese en su galpón, siendo siempre su orgullo dar lo
mejor de lo que tenía.
Cuando llegó la esquila, doña Encarnación mandó a todos sus
hijos mayores a que ayudasen a don Calixto en su trabajo, no
pudiendo ella misma ir, por tener que atender a los demás, todavía
muy chicos. Las ovejas que a esos muchachos les tocó esquilar no
eran mejores que las otras y sucedió entonces una cosa bien
extraordinaria: todos los vellones que al latero entregaban, pesaban
de diez kilos arriba, cada uno, siendo su lana sumamente fina, larga
de medio metro y tan rizada que nunca se había visto lana igual en
ninguna parte de la pampa.
Se amontonaron los compradores y con tal de conseguir los
vellones maravillosos, pagaron por toda la partida un precio
exorbitante.
¡Tenía una suerte ese don Calixto!
Fácil será comprender que con todo esto hubiese aumentado
demasiado y casi a pesar suyo, su fortuna, si, por otro lado, no
hubiese también crecido su generosidad. Pero se empeñaba el
hombre en sembrar, con lo que le sobraba, en muchos humildes
hogares, un poco de felicidad, tanto que consiguió, dicen, cosechar -
de vez en cuando-, esa flor exquisita y rara: la gratitud.
Las huascas de Timoteo

Don Miguel había vuelto del corral, hecho un tigre se le había


cortado el lazo chileno, un lazo hecho por él mismo con todo
esmero, y no podía comprender que apenas tres meses le hubiera
durado. Se desahogó, entre dos mates, aconsejando á su hijo
Timoteo que nunca hiciera lazo, ni huasca, para trabajos fuertes, con
el cuerito maula de todas estas vacas mestizas con que ahora se
había apestado la pampa.
—No sirven, amigo—decía;—no sirven para huascas. Puede ser
que para botincitos de puebleros valgan, pero cortar en ellas un lazo
ó un maneador, es exponerse á muchas cosas. ¡Ah! ¡quién tuviera—
suspiraba,—un cuero de las vacas de Mandinga!
Y Timoteo empezó á preguntarle al viejo cómo se podría
conseguir. Don Miguel, para decir la verdad, pocos datos tenía al
respecto, pero había viajado mucho por la pampa; había estado en
trato con los indios, y algo sabía, aunque muy vago, sobre
Mandinga, sobre su existencia—muy cierta,—sus haciendas y el
lugar donde las cuida. Timoteo todo lo apuntó en su memoria, y se
mandó mudar una mañana, con su tropilla, sin decir nada á nadie.
Don Miguel, al momento, sospechó la verdad: sabía quién era
Timoteo, valiente como ninguno y firme en sus resoluciones; pero,
¿qué se iba á hacer?
Timoteo, por su parte, no ignoraba que su empresa era más que
atrevida, pero era fuerte, diestro y sufrido, y sabía templar el arrojo
con la astucia. Llevaba entre los animales de su tropilla, todos
elegidos, guapos y mansos, un parejero sin igual; alzó su mejor lazo
y un cuchillo que, lo mismo que su valor, había sido probado.
Y marchó: marchó tanto, que ya no contaba los días que se había
pasado tragando leguas, cuando dió con un arroyo cuyas aguas
corrían tan impetuosas y tan hondas, entre barrancas tan altas, que
era casi imposible vadearlas, y tan turbias que daba miedo meterse
en ellas.
Timoteo no vaciló: hizo despeñarse de la barranca la tropilla, y
para seguirla, se dejó resbalar; los caballos lucharon un gran rato
para vencer la corriente y trepar la barranca, pero, arañando,
llegaron, al fin, á la orilla.
Y después del arroyo, fueron cañadones interminables y
traicioneros, sembrados de pantanos pegajosos, en cuyo barro
blanco quedaban, á veces, en peligro de muerte los caballos; y
también fueron arenales pesados en que entraban casi hasta el
encuentro, y montes espinosos, de esos que no dan sombra, pero
que detienen al viajero, y por los cuales vagan toda clase de bichos.
A medida que iba avanzando, conservando por instinto el rumbo,
los arroyos eran más hondos y más rápidos, las barrancas más altas,
los cañadones más extensos y más cenagosos, los médanos más
pesados, los montes más impenetrables y las fieras más temibles, y
cualquiera otro hubiera renunciado á la empresa; pero Timoteo
calculaba que eran señas de que se iba acercando á los dominios de
Mandinga y sentía su corazón ensancharse con las ganas de lograr,
aun con peligro de la vida, lo que venía buscando.
Un día, al cruzar un pajonal, de tal modo se le espantó el montado
que, á pesar de ser el jinete que era, casi se fué al suelo, y vió
centellear entre dos matas de paja los ojos de oro de un tigre
enorme, encogido ya para saltar, como resorte armado. Timoteo ya
estaba de pie; el poncho en la mano izquierda, el cuchillo en la
diestra, esperaba temible adversario. No tardó la embestida; el amor
á la carne humana embravece al tigre cebado, y alzándose en las
patas traseras, parado en su colosal estatura, la fiera iba a dejarse
caer en la presa, cuando, tapándole Timoteo los ojos con el poncho,
le abrió la panza en canal, con el cuchillo cortador, hasta el pecho.
Con un ronquido aterrador, se desplomó el tigre, mientras que, de
un salto, se ponía en salvo Timoteo, huyendo de las mortales
caricias con que todavía, en los últimos estertores de la muerte, lo
hubieran podido favorecer esas uñas envueltas en terciopelo.
Desolló con toda tranquilidad el magnífico animal, estaqueó el
cuero, sacó con cuidado la grasa de los riñones y, después de sobar
con ella un lazo, puso aparte el resto, pues es un remedio
inmejorable para toda clase de dolores; y descansó en ese mismo
sitio hasta que, el cuero estando bien seco, pudo cortar en él un
elegante sobrepuesto y una linda pechera que se puso debajo del
saco.
Pudo ver, desde entonces, que todos los pumas y tigres, aun los
cebados, que encontró á su paso—y numerosos fueron,—disparaban
asustados. Pero otros peligros peores lo esperaban, pues se
aproximaba á los campos de Mandinga, guardados por gauchos
malos que, si á veces dejan penetrar en ellos á algún incauto, á
nadie dejan salir.
Casi de noche llegó á la portada de un alambrado; llamó, y de un
rancho cercano á la, tranquera, vino á pie un gaucho. Al hombre
desprevenido hubiera parecido un paisano cualquiera; pero Timoteo
bien sabía con quién se las iba á tener, y dispuesto á todo, lo esperó.
Alto y morrudo, en toda la fuerza de sus años, el gaucho llevaba en
la cintura un tremendo facón; su larga melena y su barba renegrida,
en la cual resaltaban los labios colorados como sangre, le daban cara
de pocos amigos, y bajo las alas del chambergo relumbraban unos
ojos tan negros y tan punzantes, que cualquier otro que Timoteo no
hubiera podido sostener su mirada. Al llegar á la tranquera, preguntó
al viajero lo que quería.
—Pasar no más—contestó Timoteo.
Pero el gaucho, volviendo á cerrar la tranquera, lo convidó á pasar
la noche en el puesto, diciéndole que quizá no le iban á abrir del
otro lado. El muchacho aceptó, pensando que, al fin, afrontar los
peligros es el mejor modo de vencerlos; maneó, cerca de las casas,
la yegua madrina, y apeándose en el palenque, entró en la cocina
con el puestero.
Allí, pronto supo que ya estaba de veras en la estancia de
Mandinga: sentados alrededor del fogón, churrasqueando y tomando
mate, estaban tres hombres; conversaban, y mientras el puestero
volvía á colgar, en un rincón de la pieza, la llave de la tranquera, oyó
Timoteo que decían:
—¿De dónde sacaste estas botas, che?
—Del cuero de aquel que vino, el otro día, á pedir rodeo.
—Mire, venir á pedir rodeo al patrón, ¡qué ocurrencia!
—No sabría.
—¡Qué no iba á saber, un hombre viejo!
—Creo que era gringo.
—Será. ¿Y también será gringo el lampiño aquel que le dije?
—No parece. Pero no importa; el patrón necesita un cuero de
potrillo para tientos.
Las alusiones eran claras y poco tranquilizadoras; y siguieron así
mucho rato, entendiéndolo todo, por supuesto, Timoteo, como buen
hijo de la pampa, acostumbrado desde chico á usar y oir el lenguaje
pintoresco, lleno de imágenes y de indirectas, propias de sus
moradores, y también porque de ningún modo ignoraba él dónde
estaba, ni lo que era esta gente.
Volvieron á hablar, diciendo uno de ellos:
—Con todo, amigo, vea que hay tigres dormilones.
—La verdad, que para centinelas...
—¡Vaya! más vale así; de otro modo se nos hubiera podido
enmohecer la capadora.
—Les habrá parecido muy tierno.
—No crea, amigo; si ya no es tan vacaray.
—Entonces, ¿cómo puede haber sido?
—Ha sido—interrumpió, con voz altiva Timoteo, quien había
quedado parado, recostado contra el marco de la puerta,—que hay
tigres que quieren comer hierro sin mascarlo y que se rajan las
tripas.
—¡Esa maula!—dijo el puestero;—guapa había sido la criatura.
Y todos, levantándose, lo miraban á Timoteo, extrañando que
semejante muchacho se les irguiese así. Sin inmutarse, los
consideraba Timoteo con mirada tan serena, que ninguno de los
cuatro se atrevió á hacer un ademán de provocación, y el modesto
cuchillo del joven, aun en la vaina, bastaba, al parecer, para
mantener envainados los cuatro facones de los bandidos. También
les hacía vacilar la sospecha de que algo cierto hubiera en lo que
decía, y cuando, de repente, uno, atónito, señaló á los compañeros
lo que se le alcanzaba á ver de la pechera de piel de tigre,
empezaron todos á mirar al muchacho con ojos de terror; y sabiendo
Timoteo que cuando se junta el miedo de un cobarde con el de otros
cobardes, se multiplica y se vuelve irresistible pánico, adrede, les
dejó libre la puerta, y todos dispararon.
Timoteo se apoderó de la llave de la tranquera, la guardó en el
tirador, y montando en su caballo, arreó la tropilla y se perdió entre
las sombras de la noche.
Los campos de Mandinga tienen, nadie lo ignora, ciertas
peculiaridades de ahí vienen, en años de crecidas, todas las semillas
de abrojo grande, de cepacaballo, de chamico y otras plantas
espinosas que invaden los campos cultivados de adentro.
Pero Timoteo se metió, sin cejar, entre el fachinal, confiado en el
caballo que montaba, de pie tan firme que no sabía lo que era
tropezar, y galopó hasta encontrar una puntita de hacienda, diez ó
doce animales vacunos que pacían juntos. El corazón le latía, no de
miedo, sino por la emocionante inquietud que da el éxito ya cercaño,
pero no logrado todavía ; confiaba que, vencidos los peligros del
camino, también salvaría los que todavía le esperaban, pero, ¿quién,
en ese trance, no hubiera tenido recelos?
La noche era regularmente clara, aunque sin luna; Timoteo
distinguía bastante los animales para poder elegir entre ellos, á su
gusto, antes de enlazar, y si hubieran sido mansos, habría sido la
cosa más fácil.
Pero mansos no podían ser, y antes de acercarse más á ellos, se
apeó, compuso el recado, apretó la cincha, se cercioró de que el
cuchillo corría bien en la vaina, acomodó bien el lazo, palmoteó el
caballo, le habló, lo acarició fuertemente con las dos manos, y saltó,
por fin, en él.
Al tranco, dió algunos pasos hacia el grupo de hacienda, fijándose
en todos y en cada uno de los animales, con mayor atención que el
resero más delicado, ó que el criador que ha comprado hacienda á
rebenque, hasta que echó los puntos á un novillo de tres á cuatro
años, blanco, no muy gordo pero de gran estatura, que le pareció
tener todas las condiciones necesarias para proveerlo de las huascas
soñadas, espesas y flexibles, elásticas y fuertes.
Desató el lazo, lo arrolló, dejándole una armada regular, como
para agarrar bien las astas y nada más, y resuelto, se fué galopando
despacio, derecho hacia el animal, hasta ponerlo á tiro. Ya iba
revoleando el lazo, cuando se dió vuelta, bufando, el novillo blanco;
se abalanzó con furia contra el jinete, las astas agachadas, terribles,
enormes, agudas, y, con un ruido de trueno y una rapidez indecible,
se le vino encima. Si dispara, Timoteo, en este momento, si vacila,
está perdido. Jamás, aunque recorriera como relámpago todo el
campo, le dará tiempo el novillo para usar el lazo; lo perseguirá en
todas sus vueltas, más ligero para correr que el caballo, y acabará
por voltear el flete con el jinete y hacer de ambos con las astas y las
patas picadillo como para carbonada.
Bien lo sabe Timoteo; y llamando á sí toda su atávica ligereza de
indio, toda su serena pericia de gaucho, toda su perspicaz cautela de
criollo, se le abre por un movimiento de riendas apenas sensible. La
fiera, burlada, pasa de largo; pero pronto se para y vuelve; y
cuando, esta vez, volviendo á errar la embestida furiosa, corre, se va
con la armada del lazo en las astas, y el lazo se desarrolla, se
desarrolla, silbando como una víbora. ¡Oh! Timoteo sabe; sabe con
qué clase de bicho lidia; sabe que si se para de golpe en la punta del
lazo, se corta la cincha, ó se cae el mancarrón, y todo se vuelve
desastre; y por esto le pega un chirlo al flete, lo apura, lo apura,
siguiendo al novillo hasta que se para éste, deteniéndose, más bien
que detenido, para preparar otra embestida. Lo tiene ahora Timoteo
á punta de lazo, pero medio flojo, y le sigue con atención los
movimientos: el novillo, de repente, con la cabeza agachada, se
viene; pero, por un movimiento rápido del caballo, antes que haya
tomado vuelo, el lazo se le estira de costado, como cuerda de
guitarra; tiene que cambiar de rumbo para la próxima, y cada vez
que empieza á trotear, cimbra el lazo y da vuelta el cogote. Ya tomó
otra decisión: se para, clava las manos en el suelo, y tira.
—Tirá, no más, que está bien sobado—susurra Timoteo,—tirá,
¡hijo de la gran barrosa!
Y se resbala del pingo, le palmotea el pescuezo, y silencioso,
rápido, se acerca al animal y le planta, entrando toda la mano, el
cuchillo en la garganta. La sangre sale á borbotones, y Timoteo se
sonríe.
Muge tristemente el novillo blanco, estira el pescuezo, se arrodilla,
cae.
Sin perder un minuto, Timoteo, á la luz débil de las estrellas,
empieza á desollar el animal. Se apura, porque bien comprende que
las bandidos del rancho han de haber dado aviso al amo terrible, y
que si lo pillan, la venganza será cruel; pero asimismo, cuerea con
cuidado, pues tampoco sería cosa de haber trabajado tanto y pasado
tantos malos ratos, para tener un cuero todo retazado.
Ya que hubo acabado recogió la tropilla para mudar caballo,
ensillando, esta vez, por si acaso, el parejero y arreglando el cuero
en un carguero. Llegó con toda felicidad á la tranquera, la abrió, la
volvió á cerrar, se guardó la llave, como recuerdo, y emprendió la
vuelta á sus pagos.
No hacía una hora que andaba marchando, cuando oyó un lejano
ruido de galope, y pronto pudo ver que los que así venían eran los
cuatro gauchos del rancho de la tranquera. Maneando la yegua
madrina en un bosquecillo espinoso y tupido que allí había, empezó
á correr en campo raso, á vista de ellos. En seguida, todos
emprendieron la carrera; pero el parejero de Timoteo era de tiro
largo y se empezaron á desgranar por la cancha. Cuando estuvieron
todos á buena distancia uno de otro, se dió vuelta, y llegando cerca
del primero, lo mató de un tajo, antes de darle tiempo siquiera de
sacar el facón. Esperó al segundo, y también lo mató; el tercero
llegaba, algo marchito; pero como Mandinga, que por el relato que
le habían hecho de las proezas de Timoteo, lo quería guardar de
capataz, les había mandado, con pena de muerte, que no volvieran
sin él, creyó mejor arriesgar una muerte, al fin dudosa, que volver á
la estancia para ser degollado, después de estaqueado ó molido á
palos, ó deshecho por los perros; y sacó el facón.
Hecho guapo por el miedo, peleó con valor, pero, ¿qué iba á hacer
el pobre con Timoteo? Un revés, un quite, un puntazo, y se fué al
otro mundo, dejando las tripas al sol.
El último se quedó lejos, y dándose vuelta, fué á parar quién sabe
á dónde.
El viaje para volver le pareció á Timoteo más corto y menos
penoso que la primera vez, pues venía para la querencia. Asimismo,
le habría sido imposible calcular la cantidad enorme de leguas que,
tanto á la ida como á la vuelta, había tenido que galopar.
Cuando llegó á su casa, fué grande la alegría de don Miguel, pues
había creído á su hijo perdido para siempre; y empezaron en
seguida á trabajar con toda prolijidad el cuero del novillo blanco.
Don Miguel, hombre experto en el oficio, lo supo aprovechar sin
desperdicio y en la mejor forma posible. Pudo sacar del cuero un
buen lazo chileno, una cincha como para darse corte, sin una falla y
sin una mancha; maneas y cabestros en bastante cantidad, un
cinchón doble, un bozal y un gran maneador, y todavía le alcanzó
para un par de riendas y para la trenza de sus boleadoras. Era
grande, el cuero, y de un espesor increíble; pero la gran maravilla
fué cuando empezó Timoteo á trabajar con sus huascas.
Si bien todos habían oído hablar de los cueros de Mandinga y de
las huascas que de ellos se sacaban, nadie, hasta entonces, los
había podido ver.
Muchos dudaban, por supuesto; hasta reían unos cuantos.
—¡Qué Mandinga, ni qué Mandinga!—decían;—¡si no existe! Todo
lo que cuentan de él, son mentiras.
Pronto tuvieron los más incrédulos que confesar que debía de ser
cierto todo, pues lo vieron á Timoteo atar con el cabestro más
delgado un redomón medio loco que, á pesar de los tirones que dió,
nunca lo pudo cortar. Por lo que toca al maneador, se estiraba de tal
modo, que el animal atado con él podía comer ocho días en el
mismo sitio, sin que lo mudaran; y lo más curioso quizá fué que
nunca nadie pudo robar á Timoteo, ni siquiera una manea.
Las enlazadas de Timoteo se habían hecho célebres en todo el
pago. Nunca erraba; nunca el animal más ligero pudo escapar de la
armada certera, y el más furioso tenía que sujetarse cuando llegaba
á la punta del lazo, detenido en el acto, por más fuerza que hiciera.
Lo mismo sus boleadoras, nunca dejaban de inmovilizar al potro
alzado, y sus riendas, aunque se hubiera dormido galopando,
manejaban solas el caballo mas duro de boca.
Timoteo con todo aquello se lucía en cualquier parte, aun entre
los más hábiles; y por la fama que había conquistado y los aplausos
que le dispensaban era realmente un gaucho feliz. Dinero, no tenía
más que los pesitos que se ganaba trabajando por día en los rodeos
ó en arreo de tropas, pero no era avariento, y con tal que ganara
para los vicios, no pedía más, y prefería su libertad.
Algunos estancieros ricos, seducidos por su valor personal y sus
grandes cualidades, lo mismo que por el admirable trabajo que con
sus huascas hacía, quisieron, varias veces, emplearlo en sus
establecimientos, y llegó uno de ellos—era poderoso,—á quererlo
conchabar de capataz de sus haciendas, con un sueldo de cincuenta
pesos. Rechazó todas las ofertas y se contentó con ser siempre el
gaucho Timoteo, el de las huascas seguras, que no aflojan, ni se
cortan.
La estancia del dormilón

Era en 1867. Por la segunda vez, el cólera hacía estragos en la


pampa. Familias enteras desaparecían presa de la epidemia, siendo
el incendio de sus ranchos, quemados por algún vecino, entre
caritativo y miedoso, las únicas honras fúnebres que se atrevieran a
darles; y quedaba la llanura sembrada de taperas carbonizadas,
lóbregos espantajos cuidadosamente evitados por la gente
despavorida.
Don Aristóbulo Peñalosa, modesto estanciero del Sur, establecido
en tres leguas de campo de su propiedad, allí vivía con su pequeña
familia, compuesta de su mujer y de dos criaturas, cuidando su
hacienda, poco numerosa por ser los campos todavía sin pisoteo y
de pasto duro, pero suficiente para pasarlo bien sin mucho trabajo,
en aquellos tiempos de vida patriarcal y sin codicia.
Era feliz el hombre, cuando la suerte cruel, en pocas horas, le
arrebató a las dos criaturas, y la madre, contagiada, dos días
después, las siguió, dejando a don Aristóbulo solo, desamparado,
tan agobiado por el dolor que no deseaba en esos momentos otra
cosa que caer pronto, él también, víctima de la despiadada
enfermedad.
Pero ni remotamente sufrió de ella síntoma alguno, y después de
haber rendido a los seres queridos, que para siempre lo habían
abandonado, los últimos deberes, triste, desconsolado, los ojos
hinchados de tanto llorar, muerto de cansancio moral y físico, por las
vigilias y el horrible trabajo postrero, se sentó al pie de un pequeño
ombú, plantado por él hacía tres años al lado de su rancho, y
vencido por tan repetidas emociones se durmió.
Algunos vecinos, al cruzar el campo, el día siguiente, se dieron
cuenta de que nadie cuidaba ni repuntaba las haciendas de don
Aristóbulo. La majada se había retirado mucho de las casas y bien se
veía por el tamaño de las panzas y la cantidad de ovejas echadas,
que habían quedado comiendo toda la noche; las vacas estaban casi
en la orilla del campo, sin que nadie recorriese la línea para
repuntarlas, y hasta la misma tropilla favorita de don Aristóbulo
andaba como perdida por el cañadón, lejos de la estancia.
Don Aristóbulo era muy querido, y se empezaron todos a interesar
por él y por lo que le podía haber sucedido. Fueron de a dos, de a
tres, los más valientes, a ver lo que por allí pasaba. En el palenque
dormía, ensillado, el moro, el preferido de don Aristóbulo. Llamaron;
nadie contestó, pero viendo al mismo dueño de casa recostado al pie
del ombú, se le acercaron.
Dormía profundamente; en sueño tranquilo, reparador de
exhaustas fuerzas. Lo dejaron, ¿para qué despertarlo?, y les bastó,
por lo demás, una ojeada para comprender que el rancho había
quedado vacío de sus demás huéspedes; que debajo de aquella
tierra removida descansaban ellos, y que don Aristóbulo quedaba
solo allí.
Se fueron, no era cosa de demorar mucho tiempo, cerca de una
casa apestada.
Y don Aristóbulo, sin hacer el menor movimiento, siguió
durmiendo profundamente, bajo el ombú, lo mismo que en el
palenque su caballo preferido.
Los mismos vecinos volvieron de vez en cuando, y viendo que
siempre dormían en el palenque el moro, y al pie del ombú el amo,
tomaron la costumbre de repuntarle la hacienda en la línea del
campo, sin atreverse a turbar un sueño que, por lo duradero, no
dejaba de parecerles algo prodigioso.
Poco a poco, la quinoa y la cicuta, el cardo y la cepa-caballo, y
cien otras plantas, buenas y malas, espinosas y floridas, crecieron
alrededor de la casa; semillaron y cundieron, invadiendo el patio, las
zanjas y hasta el corral de las ovejas, volviéndose matorral lo que
había sido desplayado, pero matorral de pastos tiernos, de gramilla y
de trébol, como de tierra poblada. El palenque, con el moro atado,
ensillado siempre, inmóvil y durmiendo, quedó rodeado de un
verdadero fachinal; y el ombú, cada día más crecido, extendió
poderosamente sus ramas verdes, como para proteger más y más el
sueño siempre igual y profundo de don Aristóbulo. Las raíces del
árbol hermoso sobresalían ahora del suelo como serpientes colosales
arrolladas y se encontraba el hombre dormido como en verdadero
sillón cavado por el peso de su mismo cuerpo.
En las dos piezas del rancho y en la cocina, las generaciones de
arañas se sucedían legándose y traspasándose en paz sus telas,
siempre más numerosas; y tanto los bienteveo en las ramas del
ombú, como en el crucero de la roldana del pozo silencioso los
horneros, habían multiplicado los nidos, en medio de una
tranquilidad sin par.
Hasta los zorrinos y las comadrejas se morían allí de viejos, sin
haber sabido, en su vida, lo que era ser molestados por nadie, ni por
hombres ni por perros.
Es que más tiempo pasaba, desde el día en que había empezado
su ininterrumpido sueño don Aristóbulo, más respeto le criaba la
gente a la «Estancia del dormilón», como habían dado en llamar al
establecimiento. No había vecino que no se empeñase en impedir
que saliera hacienda del campo de don Aristóbulo, lo que, con el
tiempo, no fue siempre cosa fácil, pues a pesar de las sequías y de
las epidemias que de vez en cuando hacían hecatombes entre las
vacas, las ovejas y las yeguas, ya por demás amontonadas, se
habían multiplicado excesivamente. Lo que se comprende, ya que
nadie podía disponer de un solo animal de esas haciendas. ¿Y quién
tampoco se hubiera atrevido?
Había allí animales enormes, viejísimos, pues no podían morir sino
de enfermedad o de vejez; y como nadie trabajaba la hacienda,
había en la estancia una cantidad loca de machos de todas clases, y
por todas partes retumbaban las lomas y los cañadones al estrépito
de sus luchas, golpes, coces y topadas, bramidos y relinchos.
A más de un cuatrero le estaban haciendo cosquillas las
boleadoras y el lazo, al mirar por el campo, desde la orilla, tanto
bagual y tanto toro. ¡Qué pingos, y qué huascas, y qué matambres
estaban allí comiendo pasto!... al ñudo. Tentadora, la cosa, pero
¿quién se atreve?... En su sueño, debe ver muchas cosas ese
dormilón sospechoso.
Créese asimismo que dos gauchos, una noche, penetraron en el
campo a matrerear; bandidos conocidos eran y gente guapa,
peleadores sin hiel y carneadores avezados, de noches oscuras. Pero
nunca se volvió a saber de ellos. Hubo, toda la noche, mucha bulla
en la hacienda, correrías y balidos, cosa de creer que andaban
ánimas por el campo y que toda la hacienda se había vuelto loca,
pero nada más; todo, a la madrugada, se había sosegado. Si fue
drama, fue como en el mar: hundido el bajel, se apaciguan las olas,
y ¡santas pascuas!
También hubo un juez de paz -son muy diablos-, quien en 1897,
treinta años desde que se había dormido de tan peculiar modo don
Aristóbulo Peñalosa, quiso probarle las costillas al campito aquél y a
sus haciendas.
Las tres leguas del «dormilón», al volverse según el lenguaje
entonces adoptado, ocho mil hectáreas, habían tomado mucho
valor; lo mismo que las haciendas, a pesar de haberse quedado
éstas completamente criollas; y se relamía el juez al pensar que con
algunos trámites bien dados, y convenientemente engrasados los
ejes, podría muy bien, algún día, verse dueño del establecimiento:
campo y hacienda.
Empezaron los trabajos. Mientras anduvo todo por las oficinas, no
hubo tropiezo. Pero cuando después de conseguir del tribunal de
primera instancia un oficio en forma para intervenir en la estancia
codiciada, se requirió para el objeto la ayuda de la policía, hubo
entre los milicos unanimidad para tratar de echarse atrás. Fue
necesario prometer gratificaciones extraordinarias para que tres de
ellos, los más guapos, acompañaran al juez; y eso que con ellos
iban, armados hasta los dientes, media docena de civiles, amigos del
interesado, incitados por la codicia y la curiosidad.
Encontraron el campo recién alambrado por los vecinos. Las
haciendas de la «Estancia del dormilón», por su número siempre
creciente, se hacían algo cargosas, y para no tomarse más el trabajo
de repuntarlas habían decidido todos cercar. No sin recelo se
aproximaron a la población. La maleza se había extendido y tupido
más y más; el ombú se había vuelto colosal y el rancho desaparecía
casi por completo entre los yuyos y el cardal.
Hubo que abrir a machete una verdadera picada en derechura
hasta el ombú para cerciorarse de que siempre estaba allí don
Aristóbulo. Los milicos, en esta tarea, adelantaban sin ganas,
guiados por dos vecinos antiguos, los últimos que quedaban de los
que habían conocido a don Aristóbulo, que lo habían visto sentado al
pie del árbol, el primer día de su sueño extraño y le habían cuidado
la hacienda durante los treinta años que había estado durmiendo.
Casi muchachos en aquel tiempo, se les había arrugado mucho la
cara y encanecido el pelo, pero conservaban, respecto a la «Estancia
del dormilón» y a su dueño, involuntario sentimiento de
supersticioso temor, juzgando sobrenatural ese sueño misterioso, y
poco prudente el paso por esta gente.
Al cabo de varias horas de trabajo llegaron por fin muy cerca del
pie del ombú, y no faltaban por voltear más que algunos troncos de
cicuta, cuando oyeron todos, en medio de la angustiosa perplejidad
de ese momento solemne, un ronquido sonoro y rítmico como de
persona normalmente dormida.
No tenía ese ruido nada que fuera muy asustador, y fue, sin
embargo, lo suficiente para infundir a todos esos hombres, a pesar
de sus armas, un irresistible pánico. Dispararon los milicos,
dispararon los comedidos acompañantes, dispararon los vecinos, y al
frente de ellos el mismo juez de paz, olvidado de la presa apetecida,
corriendo temblorosos hacia los caballos que habían dejado al
cuidado de un peón. Y todos, en tropel, montaron y se apretaron el
gorro como bandada de locos, hasta dejar el campo y traspasar el
alambrado.
Al cerrar con cuidado la tranquera, uno de los viejos vecinos de
don Aristóbulo le dijo al juez:
-Para mí, señor, lo mejor será esperar que despierte solo el
hombre, si se quieren evitar desgracias.
Pero esperar que despertara «el dormilón» era, para el juez y sus
aves negras, como renunciar para siempre a la esperanza tan
acariciada de apoderarse del hermoso campo que cada día valía más
y de las numerosas haciendas; y pasado el susto, pensó que ya que
tan bien dormía don Aristóbulo era una bobería el tenerle miedo, y
que mejor sería hacerle definitivo el sueño.
Se estaba entonces agregando al gran ferrocarril del Sur, un ramal
que iba justamente a cruzar por la «Estancia del dormilón», y el
buen juez hubiera querido tomar posesión del campo antes de que
allí llegaran las cuadrillas.
Pero parecía que nunca hubiera tropezado con tantas dificultades
para dar con algún gaucho capaz de... ayudar. Sólo a los meses
encontró un forajido que por muchos pesos consintió en hacer
desaparecer de cualquier modo que fuera y con todo sigilo al...
estorbo.
Ya habían llegado los rieles al alambrado y lo estaban cortando los
peones para seguir con el terraplén, cuando justamente se iba
internando en el campo el bandido, en dirección al ombú. Llegó y
después de apearse y de atar el caballo a unas matas de pasto,
entró, no sin titubear, entre el yuyal que rodeaba la casa. Trató de
seguir la senda que, como un año antes, había trazado la primera
expedición mandada por el juez de paz, pero había vuelto a crecer la
maleza de tal modo que tuvo, para abrirse camino, que mellar en
ella el cuchillo, y cuando llegó al pie del ombú, no tenía en la mano
más que un arma casi inútil. Asimismo pensó que para acabar con
un hombre dormido, le bastarían las boleadoras que llevaba en la
cintura, y hasta las manos, en un caso.
Y en el mismo momento en que volteaba la última planta de
biznaga que le tapaba las raíces del árbol, sonó un estridente silbato
que lo hizo estremecer.
Era la locomotora del primer tren de balasto que llegaba a la orilla
del campo de la «Estancia del dormilón»; y un concierto de mil
voces de los pájaros que habían anidado en el ombú contestó al
saludo de la gran civilizadora, en tan alegre bulla que no pudo
menos que contestarles a su vez con un sonoro relincho el moro
atado desde treinta y tantos años en el palenque y que se acababa
de despertar. Se sacudió también don Aristóbulo, se incorporó, se
restregó los ojos, bostezó, se estiró fuerte, y a media voz dijo:
-¡Caramba, que he dormido!
-La verdad -murmuró el gaucho, retirándose unos pasos.
Don Aristóbulo oyó y viéndose cara a cara con un desconocido que
esgrimía, con facha de bandido, aunque todo tembloroso y hecho un
susto, un cuchillo casi sin hoja, se puso de pie, preguntándole en
tono fuerte:
-¿Y a usted qué se le ofrece?
-Señor -balbuceó el otro-, lo venía a despertar.
-¿A despertar? ¿Con cuchillo? ¿Quién lo manda?
-El juez de paz, señor.
-¿Don Benito?
-¡Oh! no, señor; don Benito murió hace tiempo.
-¿Cómo, hace tiempo?
-Sí, señor; unos diez años.
-¿Diez años?
-Sí, señor. Dicen que usted estaba dormido ya hacía más de veinte
años.
-¿Qué dice?
-Así dice la gente, señor; yo no sé, porque hace poco que he
venido a estos pagos.
Don Aristóbulo trataba de recobrarse; creía estar soñando aún, y
lo que veía alrededor suyo no era para menos: el ombú tan crecido,
ese yuyal que lo había invadido todo, hasta tapar casi la vista del
rancho.
Sin decir palabra enderezó para las casas, lo que aprovechó el
bandido para escabullirse. Don Aristóbulo, bien despierto ya, tuvo
que cortar bastantes yuyos con el cuchillo para entrar, y recuperó
poco a poco la memoria del pasado; era un recuerdo suave,
amortiguado, tierno, pero sin dolor, como si hubieran pasado
efectivamente algunos años desde el triste acontecimiento.
Admirado de todo lo que veía y presentía quiso llamar al
compañero que le había mandado el juez de paz, por sospechoso
que fuera, y rogarle le trajera un caballo, pero vio que se había ido;
y como en este momento se hiciera oír otro relincho del moro y otro
silbato de la locomotora, ruido éste todavía nuevo para él, marchó
como pudo entre la maleza hasta el palenque, y sin tratar de
explicarse todavía nada de tantas cosas tan inexplicables, que todo
le parecía mentira y todo le parecía verdad, montó en el moro y se
largó al campo.
Lo encontró muy cambiado: se había vuelto todo de pasto tierno,
cubierto de trébol y cardo, una preciosura. Al poco andar, vio que
también estaba muy poblado, y hasta recargado de hacienda. -
Intrusos, pensó, que habrán aprovechado mi sueño para echarle al
campo majadas y rodeos-. Pero, al acercarse, vio que todos los
animales eran orejanos. -¿De quién serían entonces? ¿Míos? ¿Cómo
diablos podía ser?
Siguió; veía en el horizonte una cantidad extraordinaria de parvas
grandes, pero fuera de su campo, y como cuando había quedado
dormido se importaba trigo y harina de Chile y de Europa, no se
daba cuenta de lo que podían ser; pensó que eran poblaciones; pero
¿para qué tantas casas y tan grandes? Cuando llegó cerca del
alambrado, comentó mucho entre sí el gran adelanto que podía esto
representar, pero quedó mucho más sorprendido al divisar el
terraplén del ferrocarril que se venía estirando desde lejos. En él
estaba parado un largo tren de materiales y trabajaban muchos
hombres. Comprendió el origen del silbato que lo había despertado,
y como -aunque nunca lo hubiera visto- había oído hablar del tren,
se asombró de que hubiera podido llegar hasta esos campos tan
retirados de la ciudad semejante progreso.
A la vuelta, el gaucho mandado por el juez había sembrado la voz
de que el «dormilón» se había despertado, y todos los vecinos se
habían amontonado del otro lado del alambrado para saber si era
cierto.
No tardaron en ver a don Aristóbulo que se venía al trotecito del
moro, lleno del intenso gozo de sentirse vivir, volviendo a tomar
posesión de lo que era suyo, en toda la plenitud de su salud y de su
fuerza juvenil, pues durante su largo sueño no había envejecido.
El primer movimiento de toda la gente que lo miraba fue de
disparar asustada; pero medio la contuvieron los dos vecinos
antiguos que habían conocido antes a don Aristóbulo y que
aseguraron que era él y nadie más, y que siempre había sido muy
buen hombre.
Don Aristóbulo, vestido a lo antiguo, de chiripá y de poncho, se
venía acercando y quedaba admirado de ver tanta gente en esos
campos que siempre había conocido tan solitarios; y viendo que
muchos de los que lo estaban mirando debían de ser extranjeros:
-¡Qué de gringos hay por acá! -dijo entre sí, tratando de encontrar
en el montón alguna cara conocida.
Al fin, como todos se habían alejado algo del alambrado, menos
los dos vecinos antiguos, los pudo ver y reconocer, a pesar de
hallarlos muy cambiados y envejecidos, y los llamó por sus nombres,
de los que, después de un momento, se pudo acordar.
Vinieron ambos; pasaron por la tranquera, y juntándose con él,
después de efusivos abrazos, le impusieron de cuantas cosas habían
pasado desde que por una bendición del cielo, seguramente, en
medio de su aflicción, se había dormido con tantas ganas. Tuvo
preguntas que les hicieron gracia a los viejos, por ejemplo, cuando
quiso saber si siempre duraba la guerra del Paraguay, si el general
Mitre seguía de presidente y si los indios habían vuelto a invadir el
Azul.
Cuando supo que realmente había dormido treinta y tres años
seguidos, se quería morir; pero no se murió. Y hasta encontró que la
vida era cosa linda, cuando, los días siguientes, contó su hacienda y
se encontró con que tenía cinco mil vacas y veinte mil ovejas, que
valían, al corte, tres veces más cada una que cuando había dejado
de ocuparse de ellas; y, sobre todo, cuando vinieron a visitarlo
chacareros italianos que le ofrecieron de arrendamiento anual, por
sus tres leguas de campo, dos veces lo que le habían costado de
compra.
Quedó pasmado de veras don Aristóbulo, no tanto quizá por
haberse quedado dormido durante treinta y tres años, como de ver
los extraordinarios cambios que durante ese tiempo se habían
producido en su tierra; y le parecía cuento de hadas que semejante
fortuna le hubiese podido venir durmiendo.
La piedra de afilar

En posesión de los datos que necesitaba, el forastero viendo que sus


caballos habían descansado bien y comido, se levantó para
despedirse; pero Celedonio no quiso permitir que se fuera sin
almorzar, y se quedaron ambos fumando, charlando y tomando
mate, mientras doña Sinforosa preparaba un suculento costillar de
carnero.
Cuando estuvo parado el asador, Celedonio sacó de la cintura un
cuchillo que era casi nuevo y convidó al forastero a que hiciera lo
mismo.
-¿Qué hace, amigo? -le dijo-; corte, no más, a su gusto; sírvase.
El hombre metió la mano a la cintura y vio que había perdido el
cuchillo.
-¡Caramba! -dijo-; se me habrá resbalado con el tropezón que dio
mi caballo en una vizcachera. ¡Qué broma!
-¿Era de valor? -preguntó Celedonio.
-No, señor, no; una cuchilla sencilla de trabajo, bastante vieja y
usada; pero no me gusta andar sin cuchillo, ¡qué quiere!
-¡Bah! Tome éste que es bueno y guárdeselo, que tengo otro, así
se acordará de su amigo Celedonio.
-Pero, señor, no me dé su cuchillo nuevo, que cualquiera me
bastará hasta que pueda comprar otro.
-¡Qué esperanza, amigo! ¿Cómo le voy a regalar una cosa vieja?
Y como Celedonio insistiera, le dijo el forastero:
-Bueno, mire, don Celedonio; le acepto el regalo, pero, aunque
pobre, con algo me tengo que desquitar -y sacando del tirador la
mitad de una de esas piedritas de afilar que usan los segadores de
pasto para las guadañas, se la ofreció a Celedonio, agregando-: no
tengo otra cosa que darle; pero tómela, que no es mala chaira.
Celedonio, para no desairar a su huésped, tomó el pedazo de
piedra y dio las gracias; pero entre sí, medio se reía del regalo, pues
no valía ni dos centavos, bien tasado, y lo puso en el cajón de la
mesa, como para no acordarse más de él.
Al rato, se despidió el forastero, ensilló y montó. Y Celedonio, en
el momento en que ya se alejaba al tranco, disponiéndose a galopar,
se acordó que se había olvidado de preguntarle cómo se llamaba.
Abría la boca para llamarlo, cuando vio... que ya no lo veía más; se
había esfumado el hombre, con caballos y todo. Celedonio quedó
asombrado, y como había oído muchos cuentos al respecto, no le
quedó la menor duda de habérselas habido con algún mandado de
Mandinga.
No le quiso decir nada a doña Sinforosa-, ¿para qué asustar a las
mujeres con esas cosas? Pero se fue derecho a la mesa, abrió el
cajón, miró el pedazo de piedra de afilar, lo tomó en la mano, no sin
cierto recelo, y maquinalmente, asentó en él el filo del cuchillo viejo
con que se había quedado; no le vio nada de particular, y guardando
la piedra en el cajón se fue a soltar la majada.
Se acordó entonces que era día de contarla, lo que cada mes
hacía para ver si le faltaban o no animales, y al llegar a cien, quiso,
como siempre, tarjar en el lienzo del corral. No había hecho gran
esfuerzo, por supuesto, para ello, y quedo algo más que sorprendido
al ver que con el cuchillo había cortado todo el listón, como si
hubiera sido de sebo. Siguió, asimismo, contando las ovejas, pero
apenas tocaba la madera con el filo del cuchillo, cuando ya estaba la
tarja.
No pudo menos que acordarse del huésped y de la piedra de afilar
que le había regalado, y más se acordó de ellos, cuando al desollar
un capón para el consumo de la casa, vio que sin usar chaira alguna
durante todo el trabajo, sacaba el cuero con inacostumbrada
facilidad.
Al descuartizar la res, daba gusto ver con qué limpieza y prontitud
su cuchillo viejo separaba los trozos y hasta cortaba el hueso,
derechito y sin tropiezo cuando no daba bien con la coyuntura.
Varias veces en el día, tuvo, naturalmente, que valerse del cuchillo
para una porción de cosas, y cada vez pudo comprobar que nunca
había tenido semejante herramienta. Lo que sí, se dio cuenta de que
necesitaba acostumbrarse a manejarla con mucha suavidad, pues de
otro modo, era como para chasquearse feo y hacer barbaridades.
Por ejemplo, para desvasar su caballo, no necesitaba martillo,
pues no tuvo más que recortar artísticamente los vasos como si
hubieran sido de alguna pasta blanda; pero también vio, que con
cualquier distracción hubiera cortado a más de la uña, el pie,
estropeando al animal.
De noche, en invierno, solía, después de cenar, ocupar una hora o
dos, antes de ir a la cama, trenzando algún bozal o algún par de
riendas; y como esa noche iba a cortar un tiento, su mujer le hizo
presente que no había, primero, como siempre, chairado el cuchillo;
pero contestó él que era cortador, y desarrollando el pedazo de
cuero de potrillo que para el objeto tenía reservado, en un abrir y
cerrar de ojos, tan ligero que casi no hubo tiempo para darse cuenta
de nada, cortó un tiento de todo el largo del rollo, que era muy
grande; y lo cortó tan finito y tan parejo, que doña Sinforosa
exclamó:
-¡Hombre!, nunca te había visto tan diestro.
-Es que es muy cortador ese cuchillo viejo -contestó Celedonio.
Un rato después, doña Sinforosa quiso cortar para los gatos un
pedazo de carne, y como, en este momento, Celedonio estaba
trenzando y había dejado el cuchillo encima de la mesa, lo tomó ella,
fue al alero del rancho, cortó una tira de pulpa y la empezó a picar
en la mesa; pero vio con asombro que los pocos golpes que había
dado con el filo habían bastado para hacer de la mesa un picadillo
de madera.
-¿No te decía yo -le dijo Celedonio- que era muy cortador ese
cuchillo viejo?
Pero su mujer, que era muy viva, lo miró con unos ojos que bien
decían que esperaba otra explicación, y Celedonio, medio riéndose,
le contó la súbita desaparición del forastero, y le enseñó la piedra
que le había regalado.
Se le ocurrió entonces a doña Sinforosa de probarla ella también;
y agarrando un cuchillo viejo de mesa que andaba rodando por ahí,
todo enmohecido, lo afiló ligeramente.
Celedonio miraba con curiosidad, pues no había pensado él en
esto, y casi creía que sólo para su cuchillo tendría virtud la piedra;
pronto conoció su error, pues tomando una pata de carnero, su
señora la cortó con el cuchillo viejo aquel, -en rebanaditas parejas,
con hueso y todo, sin el mínimo esfuerzo. Comprendieron ambos
que ya no se podía dudar de que ese pedazo roto y, al parecer,
inservible, de piedra de afilar poseía condiciones maravillosas.
Doña Sinforosa era mujer de muy buena cabeza; y en el acto
comprendió que con no divulgar a nadie las propiedades
extraordinarias de la piedra, podrían sacar del regalo del buen
forastero muchas ventajas.
Celedonio no era lo que se puede llamar, en la pampa, un
haragán, ni tampoco lo que, en otras partes, se llamaría un gran
trabajador; por esto mismo, doña Sinforosa trató, por un lado, de
hacerle ver lo provechoso que les podrían salir ciertos trabajos con
semejante ayuda y, por otro, de asustarle con la posible pérdida de
la prenda, si la dejaba inútil. Y fácilmente lo convenció de que no
debía dejar de buscar y emprender alguno de los trabajos para los
cuales es indispensable una piedra de afilar.
No muy lejos de donde vivían, había un saladero que, durante
algunos meses, trabajaba mucho, beneficiando miles y miles de
vacunos, y pensó doña Sinforosa que Celedonio allí se debía
conchabar, pues todavía duraría la faena un mes o dos.
Celedonio consintió y fue a ofrecer sus servicios como desollador.
Llevaba consigo el pedazo de piedra de afilar bien escondido en el
tirador, el cuchillo viejo, otro grande, nuevito, pero ya probado con la
piedra y cortador como él solo, y, para despistar a los curioseadores,
una chaira común, de acero.
Justamente acababa de llegar una tropa muy grande que el patrón
tenía interés en beneficiar en el menor tiempo posible, y conchabó a
Celedonio; pero primero lo quiso probar y lo acompañó a la playa.
Una vez ahí, y después de acomodarse para el trabajo, Celedonio
tomó sitio entre los demás peones que, por supuesto, lo miraban de
reojo, dispuestos siempre a criticar a todo recién venido, y empezó a
desollar con el cuchillo viejo el novillo que le había caído en suerte.
Los más hábiles desollaban un animal en seis minutos, y esto, de
vez en cuando, no siempre; Celedonio, en tres minutos, acabó el
suyo. Quedaron todos asombrados de semejante rapidez, y el patrón
se acercó, abrió el cuero, lo revisó por todos lados, creyendo
encontrarlo lleno de tajos o por lo menos de rayaduras; pero tuvo
que reconocer que nunca había visto un cuero sacado con mayor
limpieza, pues ni una rozadura tenía el pellejo. Y como todavía no
habían traído delante de Celedonio otro animal, el patrón dio orden
a los peones de apurarse en servirle.
Celedonio, desde entonces, siguió sin parar hasta la noche,
desollando veinte y hasta veinticinco novillos por hora, sin un tajo en
los cueros. Nunca ninguno de los que ahí estaban había visto
semejante cosa y no faltaron, alrededor del fogón, después del
trabajo, las indirectas y pronto las preguntas:
-¿De dónde era? ¿Dónde había trabajado antes? ¿Dónde
compraba los cuchillos? Y esto y aquello.
Celedonio a todos contestaba, pero sin soltar el secreto.
El patrón pagaba tanto por animal, pero al final de la faena le dio
un buen premio por no haberle echado a perder ni un solo cuero, y
Celedonio volvió a su casa con el tirador repleto. Y doña Sinforosa,
que había quedado cuidando la majada, solita, pues todavía no
tenían hijos grandes, insistió en hacerle comprender cuán ventajoso
sería seguir trabajando así. El invierno se iba acabando; había sido
muy frío, y los animales habían sufrido mucho, de modo que en
septiembre sobrevino una gran epidemia que dejó por los campos el
tendal. Celedonio se puso en campaña y trabajó tan bien en la
cuerda que ya casi no sabía qué hacer con la plata, cuando llegó la
esquila.
Para esquilar también salió doña Sinforosa. Dejaron la majada al
cuidado de un pariente y se conchabaron ambos en una estancia
grande.
El primer día, con la piedra de afilar, dieron a las tijeras tan lindo
filo, que juntaron entre los dos cuatrocientas latas, y esto sin un tajo
a las ovejas. El patrón decía que de buenas ganas pagaría mil pesos
para que todos sus esquiladores trabajasen así, pues acabaría el
trabajo en pocos días, evitándole gastos de mantención, demoras
por las lluvias, peligros de temporal, etc. Y doña Sinforosa quiso
hacer la prueba.
A uno de los esquiladores que le preguntaba cómo hacían ellos
para esquilar tan ligero, le dijo que únicamente por el modo especial
que ella tenía de afilar las tijeras, y ofreció afilárselas, con la
condición que le diera cincuenta latas por día.
Aceptó el esquilador; entregó sus tijeras a doña Sinforosa y al día
siguiente se las devolvió ella, bien afiladas con la piedrita; y el
hombre sacó, descansado, sus doscientas latas. Por supuesto, al día
siguiente, todos querían hacer con doña Sinforosa el mismo trato, y
ella consintió, pero sólo después de haber conseguido del patrón la
promesa formal de los mil pesos de gratificación.
Volaban del tendal las peladas. Era un incesante ir y venir de
majadas en los corrales y chiqueradas en los bretes, y en pocos días
se acabó la esquila, recibiendo Celedonio y Sinforosa, por su trabajo
personal, por las latas que les tuvieron que ceder los esquiladores y
la gratificación prometida, un montón de pesos que ya hubo que
colocar en el Banco, porque hubiera estorbado en casa, y Celedonio
confesó que con una mujer como Sinforosa, no había más que hacer
lo que ella mandaba.
En las noches de invierno, ahora trabajaban ambos en fabricar
bozales y riendas de complicadas trenzas, no alcanzando, a pesar de
su rapidez en concluirlos, a hacer todos los que les hubieran querido
comprar las casas de negocio.
Doña Sinforosa insinuó un día a su marido que no hay que
desperdiciar, en este mundo, ningún medio de aprovechar, y le dijo
que quizás, haciendo apuestas de vez en cuando, también podría
ganarse buenos pesos. Siempre se acordaba ella de cómo había
podido, con un mal cuchillo, apenas afilado con la piedra aquella,
cortar en rebanaditas, con hueso y todo, una pata de carnero. ¡Mire
qué lindo sería cortar así un buey entero, y, pensándolo bien, nada
sería más fácil!
Así lo pensó Celedonio, e hizo la prueba con un carnero, en su
casa, cortándolo, después de carneado, en redondeles, como salarle,
desde el hocico hasta la punta de la cola.
Lo difícil era encontrar quien sostuviera una parada que valiese la
pena.
Cuando empezó de nuevo la faena en el saladero, un día le
preguntó uno de los compañeros sí sabía charquear tan bien como
desollar, y aprovechó Celedonio la ocasión para decirle que se
animaría a cortar un buey en redondeles como salame, con cuero,
huesos y todo, nada más que con el cuchillo. Se burlaron de él, pero
dejó que se burlaran y sostuvo su palabra, tanto que el patrón,
habiendo oído contar la cosa, quiso saber hasta dónde podría llegar
semejante jactancia, y le ofreció poner a su disposición un novillo
para la prueba.
-Pero si no cumples con tu palabra, perderás todo tu sueldo de un
mes.
-Bueno, patrón -dijo Celedonio-, pero si cumplo, ¿me duplica
usted ese mismo sueldo?
Al patrón no le gustaba mucho decir que sí, porque le había
causado tanta admiración el modo de trabajar de Celedonio, que no
lo creía del todo incapaz de hacer lo que ofrecía; pero todos los
peones estaban ahí, tan deseosos de que se verificara la prueba, tan
seguros de que no iba a poder, que, pensando, por otra parte, que
por cortador que fuera el cuchillo, pronto se mellaría en los huesos,
aceptó la apuesta.
Un domingo trajeron a la playa un novillo gordo y grande, lo
desnucaron, lo degollaron, le sacaron la panza, y, en medio de un
gran concurso de gente, se aprontó Celedonio a principiar la obra.
Tenía, por si acaso, dos buenos cuchillos, bien afílados con la piedra
del forastero.
En el momento en que iba a empezar, una voz -algo parecida a la
de doña Sinforosa- gritó de entre la gente:
-¡Cien pesos al patrón! -y fue como una señal; todos empezaron a
gritar, apostando también contra Celedonio. Pero éste se sentía, en
aquel momento, tan confiado en sí, que alzando la voz, contestó:
-¡Pago a todos, y por lo que quieran!
Y todos acudieron presurosos a depositar diez, cien, cinco, lo que
cada uno podía. Doña Sinforosa -la muy pícara-, mientras tanto,
aseguraba que su marido era loco, y que, seguramente, iba a perder
la apuesta, y muchos, al oírla, duplicaban la parada. Fueron tantas
las apuestas, que si falla Celedonio, pierde todo lo que tenía, y
quizás algo más.
Pero, ¡cuándo iba a fallar! Empezó la función: cortó la punta del
hocico, y después, en rebanadas, como él lo había prometido, las
mandíbulas con los dientes, carrillos, lengua y todo; y toda la
cabeza, el cráneo y las astas, y el pescuezo; e iba poniendo encima
una de otra las tajadas con tanta prolijidad, que hubiera parecido
enterita la cabeza a quien no la hubiera visto recortar.
Empezaron a temblar por los pesos, y algunos, arrepentidos,
trataron de salvarse apostando ahora por Celedonio; pero muy
pocos eran los porfiados, y cada uno tuvo que quedarse con su
respectivo clavo.
Y siguió nuestro amigo, cortando y cortando, como chanchero
despachando galantina, hasta acabar con todo el animal, hasta la
punta de la cola, sin haber precisado siquiera mudar cuchillo.
A pesar de los muchos pesos que les costaba la apuesta, lo
aclamaron todos, pues esa gente sabía lo que es un buen trabajo
con cuchillo.
Celedonio y Sinforosa se fueron para su rancho, cargados de plata
y muy contentos, por supuesto. Pero era ya casi de noche y dos de
los peones del saladero, bandidos conocidos, que habían apostado
fuerte contra Celedonio, quisieron recuperar lo perdido y también
robarle lo que llevaba.
Le ganaron la delantera, y cuando Celedonio y su mujer estaban
ya por llegar a su casa, los dos forajidos, cuchillo en mano, les
atajaron el paso. Celedonio era guapo y no vaciló; al primero le
atracó un tajo que, antes que hubiera podido detener la mano, lo
cortó al gaucho en dos medias reses perfectas que cayeron a ambos
lados del mancarrón, y de un revés le quitó al otro la parte superior
de la cabeza, con el sombrero encima, dejándole el cráneo como
caja destapada, y dejándolos tendidos en el campo fue a explicar a
las autoridades cómo había sido la cosa. No sólo lo dejaron en
libertad, sino que lo felicitaron, y desde entonces, no tuvieron más,
Celedonio y Sinforosa, que dejarse vivir, bendiciendo al forastero
generoso que les había dado el medio de ganarse tan bien la vida.
Cuentan que uno de sus sucesores, un haragán que heredó la
piedra, pero no la supo utilizar para nada, la perdió en el campo y
nunca la pudo hallar.
Puede ser que alguno la encuentre, pues hasta hoy queda
perdida.
El hombre que hacía llover

Don Benito era un pobre gaucho muy dado a la bebida. No tenía


campo, ni hacienda, ni ganas de tenerlos, y bien podía haber sequía
o crecidas, para él era lo mismo, pues, cuando donde se hallaba, las
cosas andaban mal, echaba por delante los zainos y se mandaba
mudar a otros pagos.
La sempiterna conversación de los hacendados sobre la lluvia y el
buen tiempo lo tenía fastidiado, y si algún vasco ovejero te
preguntaba si, a su parecer, pronto tendrían agua, solía contestar
que con tal que no faltase la caña, no había por qué afligirse.
Una noche volvía a su guarida medio bamboleándose en el
caballo, cuando, a la claridad de la luna, vio relucir en el pasto un
objeto desconocido. Se apeó, lo alzó, lo miró, lo echó en el bolsillo
del saco, y volvió a subir en el mancarrón.
Hacía como dos meses que no llovía; el cielo estaba más
despejado que nunca, y, cosa rara, mientras alzaba el objeto y lo
miraba rápidamente, se lo ponía en el bolsillo y volvía a montar,
llovió un rato, cesó de llover, volvió a caer agua y paró otra vez.
-¡Oh! -pensó el gaucho-; ¿qué será esto? ¡Y moja esta agüita!...
Lindo para el campo; les gustará a los vascos.
Y se fue; llegó al rancho, desensilló y colocando en una mesa el
hallazgo, durmió como una piedra.
Al día siguiente, ya algo compuesto, volvió a mirar el objeto con
más atención y pensó que debía de ser una de esas cosas como
había visto en una estancia, para hacer llover: mómetro, rarómetro,
no se acordaba bien.
-Y así es, no más, de fijo -murmuraba don Benito, acordándose
que cuando lo encontró cayeron dos aguaceritos, cortitos, pero
tupido uno de ellos.
-Éste debía de ser de los buenos. Los hay que sólo sirven -según
dicen-, para marcar el tiempo que hace y el calor que hay; pero no
hacen llover; y con tiritar o sudar y mirar el cielo, ya uno lo sabe
todo; éste era otra cosa.
Para probarlo, salió al patio con la prenda. Era una tablita de
metal, angosta y larga, con un tubito de vidrio en el medio, lleno de
un líquido que, al menor movimiento, iba y venía.
Don Benito la tenía horizontalmente en la palma de la mano y la
miraba con mucha atención, sin encontrarle nada de particular; sólo
que, en vez de tener como la que antes había visto, rayitas y
números, no tenía más que una muesquita en una de las puntas.
De un movimiento brusco la enderezó poniendo la muesca abajo,
y en seguida empezó a llover a cántaros. Sorprendido por el agua,
corrió al rancho, llevando ya horizontalmente la tablita, y antes que
llegase a la puerta, que estaba cerquita, ya no llovía.
-¡Caramba! -exclamó.
Y volviendo a salir, enderezó otra vez la tablita, siempre con la
muesca por abajo, y volvió a llover; la puso después con la muesca
para arriba, y no solamente dejó de llover, sino que empezó a soplar
un viento que todo lo secaba, mientras el sol se ponía ardiente; la
colocó por fin en la palma de la mano, y el día se hizo apacible,
primaveral. Hizo entonces con la tablita todos los movimientos
posibles, y pudo comprobar que según ellos, o se desencadenaban
los elementos y llovía torrencialmente, o llovía despacio o dejaba de
llover y soplaba el viento con suavidad o con violencia. Y el gaucho
se divirtió un gran rato con mover la tablita, ora despacio, ora
bruscamente, por un lado y por otro, poniéndola de repente en las
posiciones más contrarias, de modo que toda la vecindad, y esto en
un radio de cincuenta leguas de pampa, más o menos, habría
podido creer, de seguir el juego, que los elementos se habían vuelto
locos y que estaba ya cercano el fin del mundo. Todos los trabajos
habían quedado suspendidos, no sabiendo ya la gente asustada qué
hacer ni qué pensar.
Por suerte duró poco, pues don Benito, bien enterado ya del poder
extraordinario de la tablita de metal que tan casualmente había
encontrado, pensó que algo más tenía que hacer con ella que
divertirse, y resolvió ver si podía sacar para sí algún provecho de
esas benéficas lluvias, de que a cada rato solían decir todos que
eran patacones, y que, según parecía, podría distribuir a su antojo.
Guardó en el bolsillo del saco la tablita, y se fue para la pulpería.
Allí, entre dos copas, empezó a asegurar con convicción que toda la
noche llovería. Un hacendado contestó que sería muy bueno, pero
que, a pesar de los aguaceritos imprevistos que habían caído aquella
mañana, el tiempo no anunciaba agua.
-Pues yo le digo -porfió don Benito- que va a llover toda la noche.
-No va a llover nada -insistió el otro.
-¡Cien pesos a que llueve! -gritó don Benito.
-¿De dónde saca los cien? -le preguntaron.
-Respondo con mi tropilla, señor. Y por lo demás, va a llover: ¿no,
le digo?
-¡Me gusta el hombre! -exclamó el estanciero-. Parece que fuera
Dios. Bueno; ¡pago, por los cien!
-¡Pago! -dijo don Benito.
Y viéndose ya rico, pasó todo el día gastando en copas y en
convidadas algo de lo que consideraba ya ganado.
A la oración, a pesar de no haber ni señas de tormenta, pidió con
toda seriedad una bolsa y fue a tapar el recado en medio de las risas
de los presentes. Pensaba, una vez en el patio y lejos de toda
mirada indiscreta, sacar del bolsillo la tablita despacio, levantarla con
precaución, para que primero viniese mansa el agua, y colgarla
después en alguna pared, para que siguiese lloviendo fuerte hasta la
madrugada, en que ya podría ir a cobrar los cien pesos.
Puso, no sin alguna emoción, la mano en el bolsillo del saco...
¡Nada!... no estaba la tablita. Quedó tieso: y busca que te busca,
¡nada! ¿Habría saltado del bolsillo a la venida? Don Benito no se
acordaba muy bien si, desde entonces, la había o no sentido en el
saco. Lo cierto es que no estaba y que en ninguna parte la podía
encontrar. Se fue al rancho sin decir nada a nadie, y al día siguiente
se mandó mudar, prefiriendo que lo tratasen en su ausencia de
cualquier cosa, antes que entregar la tropilla, lo único que poseía. Se
fue lejos; galopó leguas y leguas, y por todas las regiones que iba
cruzando parecía llevar consigo la sequía. Y debía de ser así, pero no
sabía don Benito a qué atribuirlo, cuando un día, al descolgar el saco
para ponérselo, lo dejó caer entre una silla y la pared, y en seguida
empezó a llover.
Sorprendido por ese aguacero tan repentino, no pudo menos de
pensar que era producido por el misterioso talismán; alzó con
precaución el saco, y cesó el agua; tanteó entonces por todas
partes, recorriendo con la mano las costuras, y acabó por descubrir
la tablita entre el forro y el paño. Al caer el saco, medio detenido por
la silla, se había puesto parada y había llovido; al alzarlo, había
vuelto a su posición horizontal y había cesado la lluvia. ¡Lo que son
las cosas!
Don Benito, por supuesto, se alegró mucho de hallarse otra vez en
posesión de la preciosa tablita, y quiso primero que todo el
vecindario estuviese de parabienes; pero sea que fuese hombre de
poco tino -lo mismo por lo demás, que sus desconocidos
antecesores-, sea que los habitantes de la llanura fueran en aquel
entonces unos majaderos, nunca supo contentarlos.
Nada más fácil, al parecer, que regar con moderación la tierra
cada vez que lo necesita. Pues, señor, nunca acertaba.
Habiendo oído que, juntos, se quejaban por falta de agua, un
agricultor y un estanciero, y deseoso de servirles, por ser buena
gente, que siempre lo convidaba, colocó don Benito, sin decirles
nada, su tablita de hacer llover con la muesca para abajo, y la dejó
así dos días y dos noches. Llovió, naturalmente, una barbaridad; y
después de haber vuelto a poner horizontalmente la tablita, se fue a
la pulpería para gozar de la satisfacción de sus protegidos. Pero salió
el del trigo con mil improperios contra el encargado de hacer llover,
que nunca sabía lo que hacía, que echaba a perder los trigales con
diluvios después de haberlos dejado secar, mientras que el
hacendado hacía una mueca de desprecio por la poca agua que,
según él, había caído.
Don Benito, durante un tiempo, hizo todo lo posible por contentar
a todos, pero pronto vio que no era posible: el que estaba
cosechando lino gritaba por una gota de agua que, por casualidad,
cayera en su campo; el que tenía maíz sembrado clamaba, después
del aguacero, por no haber tenido también aquella misma gota; el
hacendado hubiera querido agua cada dos días en las lomas de su
campo, sin que se mojasen los bajos. Los dueños de alfalfares
siempre lloraban por agua, y cuando se la daba, nunca dejaba
alguno de ellos de maldecirla por estar justamente a punto de segar
o de emparvar.
Lo más lindo era que ni con sus propios caprichos salía bien don
Benito. Habiendo el pulpero organizado para el domingo, unas
grandes carreras, don Benito, siempre escaso de pesos, le pidió algo
prestado, el día antes; el comerciante se lo negó. Don Benito se fue
para su rancho, enojado, y al llegar, colgó la tablita con la muesca
para abajo. Llovió toda la noche y todo el día siguiente; por
supuesto, no hubo carreras, y el lunes se fue a la pulpería el gaucho,
para gozar, calladito, del éxito de su travesura. Cuando entró, oyó
que el pulpero a quien pensaba haber perjudicado tanto, exclamaba,
contentísimo:
-¡Agua rica, que me ha salvado las cien cuadras de maíz que
tengo sembradas en el puesto del Catalán!
Don Benito, renegando, resolvió desde entonces dejar entregado a
sus más locas fantasías de borracho el manejo de la tablita: la
colgaba patas arriba, la volvía patas abajo; de repente armaba una
sequía bárbara, de repente hacía llover a cántaros. Pero, asimismo,
al fin y al cabo, las quejas y las congratulaciones eran las mismas
que antes.
Un día, con la manada, se le ocurrió dar a todos un chasco que
quedase en la memoria de los hombres. Anunció en la pulpería,
como si fuera profeta, un gran diluvio. Fue a su rancho, colgó en un
rinconcito muy oscuro y muy escondido la tablita de metal, con la
muesca para abajo, cerró la puerta y se fue a sesenta leguas de allí.
Llovió en toda la comarca, fuerte y parejo, todo el día y toda la
noche, y siguió, sin parar, días y noches, fuerte y parejo.
Los campos, en su mayor parte, estaban anegados, las haciendas
no cabían en las lomas y empezaban a morir. La situación era
desesperante.
Pero del exceso del mal salió la salvación. El misterioso personaje
que había perdido la tablita de hacer llover, andaba como loco por la
pampa, buscándola.
Cuando supo del diluvio aquel, no tardó en sospechar lo que
pasaba. Tomó secretamente sus informes. La desaparición de don
Benito, después de su profecía, no dejó de llamarle la atención. Fue
al puesto del gaucho, lo registró con ojo certero y no tardó ni dos
minutos en encontrar, colgadita en la pared, con la muesca para
abajo, su tan buscada tablita de hacer llover. La descolgó, le dio
vuelta despacito y poco a poco la colocó al revés. Cesó el agua,
sopló el viento, brilló el sol, y empezaron a respirar los pobres
estancieros.
Don Benito, justamente, calculando que ya había durado bastante
su amable chanza, se había puesto en viaje para venir a dar vuelta
la tablita. Cuando llegó a la comarca que tan bien había regado,
extrañó ver que no llovía más y que, con el soplo del pampero se
empezaba ya a secar el campo. Enderezó para su rancho; pero tenía
que vadear un arroyito, y el arroyito, por su culpa, se había vuelto
un río, y don Benito, en un remolino, fue volteado del caballo,
arrollado por las olas, y tragando en una sola vez más agua de lo
que en toda su vida había tomado de caña, se ahogó.
Desde entonces, han tenido buen cuidado los encargados del
manejo de las nubes, de no extraviar más sus tablitas de hacer
llover; y si, de vez en cuando, por el modo con que molestan a los
hacendados y agricultores, parecen haberse vuelto, ellos mismos, un
poco locos y hasta perversos, a veces, sólo es que sufren ligeros
descuidos o que ceden, sin pensar, a estos pequeños caprichos y
fantasías, tan comunes y tan excusables, por lo demás, entre gente
de gobierno.
El ojo filiador

—¡Miren que se van á sacar un ojo, muchachos, con esos alambres!


—repetía por la vigésima vez don Natalio, cuando justamente uno de
los dos niños, su propio hijo, pegó un grito de dolor y corrió hacia él,
tapándose los ojos con las manos. Se entretenían, á pesar de las
advertencias de don Natalio, en tirarse uno á otro los pedazos de
alambre con que, momentos antes, habían cazado pajaritos; y,
realizándose las previsiones del padre, había quedado Natalito tuerto
del ojo izquierdo.
El otro muchacho, hijo de un vecino de por allí, se había mandado
mudar al galope de su petizo hasta el rancho paterno, y al verlo todo
avergonzado y ceñudo, el padre sospechó que había hecho alguna
picardía. A fuerza de preguntas, acabó por saber lo que le había
pasado, y tomando en una de las numerosas bolsitas que colgaban
de las vigas del techo, unas semillas de zapallo, montó á caballo y se
fué á lo de don Natalio.
Este, con resignación fatalista de buen gaucho, le contó el caso y
le hizo ver el ojo de Natalito.
—¡Caramba, amigo!—dijo, al rato, el hombre,—el ojo está perdido,
pero voy á tratar de remediar en parte el daño que, sin querer, ha
hecho mi hijo.
Tomó algunas semillas de las que había traído, las carbonizó en las
brasas, y, reducido el carbón á polvo, llenó con él un tubito de papel.
Pronunció algunas palabras, hizo varios ademanes raros, y
acercándose al chiquilín, le sopló de repente el polvo negro en el ojo
sano. El resultado inmediato fué que, por un momento, quedó ciego
del todo el muchacho; pero le duró poco la ceguera, y apenas había
recuperado la vista, que fijando en el hombre su ojo único, dijo, con
voz serena, al padre:
—Este hombre es bueno, tata; con el remedio que me hizo, no me
duele más el ojo, y, con el otro, veo muchas cosas que antes no
veía... ¡Qué de cosas veo, tata!—exclamó, admirado.
El vecino no disimuló la satisfacción que á su amor propio
causaban estas palabras, y pidiendo otra vez disculpa por la torpeza
de su hijo, prometió á Natalito que poco tendría que sufrir por
haberse quedado tuerto.
Cierto es que el pobre muchacho no era, así, muy bonito, pero
gracias al ingenioso curandero y á la virtud de su remedio, había
adquirido el ojo que le quedaba una singular agudeza de visión. Era
como si hubiera mirado con algún enorme lente todo lo que estaba
cerca, ó con milagroso anteojo de larga vista lo que estaba distante.
El detalle más insignificante se volvía para él tan sugerente que
parecía adivinar el pensamiento de los hombres y los súbitos
impulsos del instinto en los animales; lo mismo que la mínima
alteración en una planta, en su forma ó en su color, le daba á
conocer los próximos caprichos de la naturaleza.
Parecían, para él, los ojos ajenos ventanas abiertas sobre los
secretos ocultos en las cabezas; y no tardó en dar pruebas de su
maravillosa aptitud.
Llegó, pocos días después, á casa de sus padres un tío de él.
Venía á preguntar si no habían visto su tropilla, desaparecida de la
querencia el día antes, ó tenido noticia de ella. Don Natalio llamó al
muchacho que había ido por la mañana á recoger la manada y le
preguntó si algo sabía; y Natalito empezó á enumerar, como si los
tuviera por delante, todos los animales que componían la tropilla,
dando de cada pieza un detalle tan completo que el padre y el tío se
quedaron asombrados. Sabían que conocía la tropilla, por haberla
visto varias veces, pero no podían sospechar que tan bien la hubiera
filiado. La verdad era que todo lo estaba leyendo clarito el muchacho
en el pensamiento de su tío. Evocaba con seguridad infalible la
yegua overa con su potranca de tres meses, overa también, pero
más obscura y de manchas más pequeñas, y los ocho moros: éste,
viejo ya, y medio maceta; aquél de cinco años, muy mosqueador,
otro con su odio á los perros, y otro, especial para las pechadas; el
de la clin obscura, tan fijo para el lazo, y uno, zarco; otro, muy bajo,
y el último, parejero regular. Pintó después la marca y dos
contramarcas que tenían dos de los caballos, comprados por el tío, y
montando en su mancarrón, salió al campo, diciendo que lo
esperasen un rato, que ya volvía.
Quedó ausente como un cuarto de hora y, cuando volvió, le dijo al
padre:
—¿Te acuerdas, tata, ese hombre que vino aquí anteayer y sin
bajarse, pidió un vaso de agua y preguntó por el rancho de don
Tiburcio?
—Sí—dijo el padre.
—Bien pues, ese hombre es el que se lleva la tropilla de mi tío. Va
montado en el mosqueador y arrea con los otros el propio caballo en
el cual venía. Cruzó anoche por el esquinero del campo; va ligero y
ya está como á doce leguas de acá. Divisé en la brillazón el color de
su poncho, imitación vicuña con rayas verdes y coloradas, y así pude
ver que estaba por pasar el Salado. Va en derechura al Azul; debe
de vivir en las chacras de ese pueblo.
—¡Che!—dijo el tío, medio en broma,—¿no podrías decir también
cómo se llama?
—No, tío—contestó muy serio el muchacho,—todavía no; pero no
hemos de tardar en saberlo, si le seguimos el rastro como le acabo
de decir, y lo mejor para esto será mandar al comisario del Azul un
telegrama.
El tío, lleno de dudas, pero sugestionado de veras por la confianza
con que hablaba el joven, fué á la estación más cercana y mandó el
telegrama, dando las señas de la tropilla. El día siguiente, á la
noche, estaba cenando la familia, cuando de repente, como si
alguien le hubiera llamado, se levantó Natalito, agachándose en la
puerta del rancho, miró un rato entre las tinieblas del campo y dijo á
sus padres que habían quedado comiendo:
—Allá van pasando dos policianos; llevan para casa del tío la
tropilla de moros.
—¡Pero, qué ojo tiene ese muchacho! ¿A dónde ves eso?—
preguntó el padre; pues miraba él también y no podía ver nada.
No por esto dejó de ser cierta la noticia, como, por la mañana, lo
supieron.
Natalito no había ido á la escuela, primero porque le quedaba muy
lejos, y también porque, más que en los libros de letra menuda, le
gustaba leer en el hermoso libro de la Pampa, tan lleno de imágenes
y escrito para él, en letras tan grandes. Pero los progresos que así
hacía fueron tan rápidos, que pronto lo conchabó un estanciero rico
de la vecindad.
Sucedió que un gran temporal hizo mucha mixtura de haciendas, y
que el patrón de Natalito salió él mismo á los apartes, llevando
consigo á varios peones y á él de peón de mano.
El muchacho, por supuesto, no podía competir con los hombres
para el lazo, ni para el trabajo material de apartar, y sólo ayudåba á
parar rodeo.
Pero como los animales no habían todavía pelechado y la mixtura
era grande, era muy difícil conocer las marcas, y el más gaucho á
cada rato vacilaba. De la orilla del rodeo, Natalito, sin que se lo
preguntaran, varias veces les gritó á los hombres si el animal que
estaban revisando era ó no del patrón, y siempre acertaba; tanto
que á éste le llamó la atención y que lo llamó:
—Vení, tuerto—le dijo, ya que tienes tan buen ojo, ayúdanos á
apartar.
Natalito entró en el rodeo y pronto vieron que para él no había
pelo de invierno, ni animal mal quemado; conocía en el acto la
marca más indescifrable, como si estuviera pintada en papel blanco
por el mejor dibujante, y bastaba que algún ternero orejano lo
mirase de cierto modo para que adivinara que también había que
apartarlo.
Todos quedaron admirados, y el patrón, encantado con su
peoncito, pensaba:
—No tiene más que un ojo este muchacho, pero en él tiene una
fortuna.
Y mientras así pensaba, Natalito miraba en los ojos de su patrón
como por ventanas abiertas y leía en ellos mucha simpatía para él y,
al mismo tiempo, mucho deseo de sacar de su habilidad el mayor
provecho posible, de lo cual tomó nota.
Al volver á la estancia, el patrón lo dió al capataz de ayudante
principal, y éste, que lo miraba con celos, trató de hacerle incurrir en
faltas. Natalito apenas unas cuantas veces había visto el rodeo,
cuando una mañana, el capataz con tono airado, rezongó:
—Aquí falta un novillo.
—Sí, señor—contestó en el acto el muchacho; falta el manos
blancas.
—¿De dónde sabes que es él?—contestó asombrado el capataz.
—Es que vi cuando usted lo dejó allá, en el pajonal.
—¿Cómo pudiste ver, si no estabas conmigo?
—No sé, señor; tendré buena vista. Y, ahora mismo, lo estoy
viendo. Está echado un poco adentro de la orilla del pajal. ¿No lo ve
usted?
—¿Cuándo lo voy á ver si hay más de una legua y está escondido?
—Yo lo veo—afirmó el muchacho.
El capataz, que adrede, para probar la ponderada perspicacia de
Natalito, había dejado cortarse entre las pajas el novillo, no insistió,
pero quedó convencido de que con semejante ayudante no se podría
él mismo descuidar mucho en el desempeño de sus tareas.
Algunos días después estaban con el patrón revisando las vacas,
cuando á éste se le ocurrió—para ver,—preguntar á Natalito de
cuántas cabezas constaba el rodeo.
El muchacho recorrió rápidamente con la vista el oleaje de los
lomos, y contestó sin vacilar:
—Mil quinientas ochenta y dos.
—¿Todos de la marca?
—No, señor; hay ocho ajenos, de cuatro marcas distintas.
Y nombró á los dueños.
El patrón, reservando sus dudas, siguió:
—¿Cuántas vacas de vientre hay aquí mías?
—Señor—contestó sin turbarse Natalito;—son setecientas
veinticuatro, entre vacas y vaquillonas.
E interrumpiendo al patrón que iba á hacerle más preguntas,
agregó:
—Además, hay veinte toros, doscientos veinte novillos de tres
años, doscientos sesenta toritos y novillos nuevos y trescientos
cincuenta terneros del año. Puede usted contar; verá.
El estanciero creyó que era farsa, pero contó la hacienda y resultó
cierto; y le preguntó entonces á Natalito:
—Dime, ¿cómo están los novillos de tres años?
El muchacho clavó la vista en algunos y dijo:
—Empiezan apenas á criar sebo, señor.
Y de repente quedó como sorprendido y exclamó:
—¡Patrón!¡se le van á enfermar muchos animales!
—¿En qué lo conoces?—preguntó asustado el otro.
—Es que veo correr y trabajar en la sangre de muchas vacas un
hervidero de bichitos, de microbios, como dicen; y será bueno que
usted no se descuide.
El patrón, alarmado, hizo venir en seguida un veterinario, y con
vacunar toda la hacienda la salvó de una terrible epidemia de
carbuncio que poco después azotó la comarca.
Como justamente estaba entonces el estanciero por comprar un
toro importado de mucho precio, lo llevó consigo al precioso tuertito
y hizo revisar, en Buenos Aires, unos animales que le ofrecían y le
ponderaban, con mil certificados y constancias, y vió que muchos de
ellos, á más de ser más viejos de lo que decían los papeles, eran
tuberculosos. Es que donde fallaban los sueros, acertaba el ojo del
muchacho, alcanzando á ver sin microscopio lo que debajo del cuero
del animal estaba pasando.
Cada día se le hacía más valioso al estanciero el concurso de su
peoncito y todos se lo envidiaban. En cualquier ocasión, el ojo tan
lindamente filiador del muchacho le evitaba clavos ó le
proporcionaba brillantes negocios. Nunca hubiera comprado
animales á elección sino guiándose por las indicaciones de Natalito.
Este era el que fijaba el número á apartar, después de haber visto el
rodeo, y su ojo certero ni dejaba escapar un animal de las
condiciones requeridas, ni dejaba que se pudiera apartar uno que no
las tuviese todas. Para eliminar de una majada ó de un rodeo los
animales que le quitaban la vista ó demoraban su refinamiento, ahí
estaba Natalito, y las haciendas de su patrón mejoraban en todo
sentido á ojos vistas.
Ya no había en la estancia más capataz que el muchacho, y
quisieron algunos matreros aprovechar la oportunidad para hacer de
las suyas. No sabían con qué policiano se las tenían que haber. Bastó
que estuviera una vez en la pulpería, media hora, mirando jugar á
las bochas, para conocer el peligro que amenazaba á la estancia. Allí
había unos cuatro forasteros, reseros al parecer, que iban de
tránsito, decían, volviendo á sus pagos, mucho más afuera, después
de conducir una tropa á la capital. Parecía muy buena gente. El
muchacho fijó un rato en cada uno de ellos su terrible ojo filiador y
perspicaz, para el cual no había aires de inocencia que valieran; y
sorprendiendo en el acto ciertas miradas, ciertos gestos y ademanes
apenas esbozados que nadie más que él hubiera podido advertir,
comprendió lo que era esa gente. Miró al campo: como á una legua
de allí, habían dejado sus tropillas, pero no necesitaba él anteojos
para distinguir las marcas y vió que eran casi todas adulteradas con
quemaduras de alambres.
No les perdió desde entonces pisada á los hombres, y como los
podía divisar, aun de noche, á varias leguas de distancia, era fácil
para él tomarlos infraganti cada vez que querían pegar malón.
Tres ó cuatro veces trataron de llevarse, cortando los alambrados,
buenas puntas de hacienda, pero siempre, en el mejor momento, les
caía al encuentro una gavilla de peones de la estancia que,
dirigiéndose hacia ellos, los obligaba á disparar y á dejar
abandonado el botín. No tardaron en renunciar.
Natalito, mientras tanto, se iba haciendo mozo, y á pesar de tener
en el ojo una fortuna, al decir de su patrón, no parecía pensar
mucho en enriquecerse.
El estanciero, él, aprovechando sus conocimientos había
prosperado en grande, pero como Natalito no parecía demostrar que
estimara en algo sus servicios, ya que no pedía nada, no era, por
supuesto, necesario hacerle pensar en ello. Pero es que Natalito
tenía, al respecto, sus ideas.
El patrón tenía varias hijas muy bonitas, y la mayor de ellas no era
del todo indiferente al muchacho. Cierto es que siendo tuerto y
simple peón, no se hubiera atrevido en declararse, pero con el ojo
famoso que le quedaba, había sondado hasta la puntita el corazón
de la joven, y bien sabía que en él estaba grabada su imagen... de
perfil. Es que ella sabía lo que valía Natalito; hacía años que lo
conocía, acompañando á su padre con lealtad y empeño; y quizá
también lo quería por otras razones, de estas que no conoce la razón
y que, por esto mismo, son más invencibles aún.
Un día de gran fiesta, Natalito acompañó á su patrón á unas
carreras que se corrían en la pulpería de la estancia y en las cuales
figuraba un alazán muy bueno de la marca del establecimiento,
vendido hacía un año á un carrerista de profesión.
El patrón, después de consultar con Natalito, había apostado en
grande á favor del alazán; pero momentos antes de correrse la
carrera, él mismo le dió aviso de que el corredor iba á trampear y
perder la carrera de acuerdo con el dueño.
Tuvo tiempo todavía el estanciero de darse vuelta y no perdió
nada; y como preguntara á Natalito cómo había sabido que iban á
trampear, éste le contestó que alcanzaba, muchas veces, á ver lo
que pensaba la gente.
—¿Y qué pienso yo en este momento?—le contestó en seguida el
patrón.
—Usted, patrón, piensa que es una lástima que yo sea tuerto.
—¡Justito! ¡Caramba!
—Y otra lástima que yo no sea rico.
—¡Pero, amigo!—parece que lee.
—Y todo esto porque si no fuera tuerto y que fuera rico, trataría
usted de casarme con su hija mayor.
—¡Pero qué muchacho diablo!—Es la verdad!
—Pues, señor; si tuviera mis dos ojos, no vería ni más ni menos
que cualquier otro; y si no viese más que cualquier otro, usted no
estaría tan rico.
—Cierto.
—Entonces, ¿por qué no dejaría usted que me casase con su hija?
—¡Oh! por mí, Natalito, no tendría inconveniente; pero ¡cuándo va
á querer ella casarse con un tuerto!
—La podemos consultar.
—¿También habrá alcanzado á ver lo que piensa ella?
—¡Quién sabe, señor!
La consulta no fué larga, y bien sabía Natalito lo que contestaría la
niña: consintió ella en tomarlo por esposo, porque juiciosamente
pensaba que bien compensa el mérito algún defecto físico.
Los huevos de avestruz

En aquellos pagos, ya muy poblados y relativamente cercanos a la


gran ciudad de Buenos Aires, hacía tiempo que no se veían
avestruces, cuando inesperadamente corrió la voz de haber
aparecido uno, hembra, al parecer. Iba solo, zanqueando por los
campos con tanto apuro, que por todas partes a la vez parecía que
lo habían visto, y muchos vecinos que nunca siquiera habían tenido
boleadoras, inútiles ya entre puros animales mansos, se empeñaron
en fabricarlas, por si acaso. Pensar en boleadas en estancias todas
divididas en potreritos y pobladas de haciendas refinadas era más
bien resabio de criollismo que idea de gente cuerda, pero también
saber que por allí anda un avestruz y no sentir la tentación de
buscarlo para meterle bola, hubiera sido ya por demás cosa de
gringo.
La verdad es que aunque nadie lo hubiese todavía tenido a tiro,
nadie tampoco había que no le hubiera visto correr a lo lejos, por lo
menos una vez, y esto, sin que los alambrados parecieran
incomodarlo.
Una mañana, don Joaquín, pobre puestero a sueldo de una
estancia grande, cuyo campo había poblado, antes que fuese de
nadie, su propio padre y en el cual había nacido, encontró por fin un
huevo del avestruz. Lo alzó, muy contento, pues parecía fresco y
pensó que con él su patrona iba a poder cocinar una tortilla rica que
alcanzaría para toda la familia.
Don Joaquín era un hombre muy bueno, muy servicial, algo
entendido en remedios caseros, tanto para la gente como para los
animales, y siempre dispuesto a poner a disposición del prójimo,
desinteresadamente, su pequeña ciencia y su buen corazón.
Justamente venía, cuando encontró el huevo de avestruz, de asistir
a otro pobre gaucho enfermo y, por la misma ocasión y con el
mismo remedio, de curarle un caballo que se le había mancado del
encuentro.
Cuando llegó a su casa, entró triunfante en la cocina y enseñó a
su mujer el huevo.
-Bien decían -dijo ésta- que por aquí andaba un avestruz. ¡Qué
cosa rara!, ¡has visto!
-La verdad -contestó don Joaquín-, que quién sabe de dónde
puede haber venido. Hace más de treinta años que por estos pagos
no hay más avestruces. Bueno -agregó-, de cualquier modo lo
vamos a comer; dame una cacerola.
Don Joaquín sacó el cuchillo y a golpecitos empezó a romper por
el medio la cáscara. De repente soltó cuchillo y huevo encima de la
mesa, y todo asustado, se fue, llevándose del brazo a la mujer hasta
la puerta y con ella salió al patio. Pero en este momento oyeron una
vocecita armoniosa que, desde la mesa de la cocina, les gritaba:
-Vuelva, don Joaquín; no se asuste que no le voy a hacer daño;
vuelva, señora, no me tengan miedo.
Se atrevieron a mirar y vieron, parado en la mesa, entre las dos
medias cáscaras, un gauchito chiquitito, pero hermoso, lo más
elegante y bien vestido, de chiripá negro, de blusa bordada, de
pañuelo punzó, de botas finas, con un tirador, un cuchillito de cabo y
vaina de plata que era toda una joya. Era hombre, pues tenía barba,
barba negra y en punta, y también facha de hombre resuelto, con el
ala del sombrero bien levantada por delante, pero era toda una
monada de gauchito.
-Vengan, nomás, acérquense; vengan -repitió, y el ademán y la
voz eran tan atrayentes, que don Joaquín y su mujer, perdiendo el
susto, se adelantaron algunos pasos y saludaron al gauchito con el
mayor respeto.
-Hombre -le dijo éste a don Joaquín-, he sido mandado por mi
padre Churri, el Avestruz, para decirle que usted no debe quedar
más en estos pagos donde por buen gaucho que sea, nunca hará
más que vegetar. Entregue cuanto antes a su dueño la majada que
usted cuida y póngase en viaje. Galopará veinte días, al Sur o al
Oeste, como quiera, y llegará a los dominios de Churri, mi padre,
quien le asegurará el porvenir a usted y a su familia.
No había tenido tiempo don Joaquín de volver de su sorpresa,
cuando ya había desaparecido el gauchito, pero quedaba en la mesa
la cáscara rota del huevo del avestruz, y él y su mujer la estaban
todavía mirando sin saber qué pensar, cuando ladraron los perros.
Se asomó el puestero, y viendo que el que llegaba era el mismo
patrón de la estancia, le salió a recibir y le hizo entrar en la cocina.
Lo primero que vio el patrón, al entrar, fue la cáscara del huevo, y
medio enfadado, dejó entender a don Joaquín que ya que era una
novedad en el pago, no hubiese sido más que cabal atención de su
parte haberlo llevado a la estancia. Joaquín iba a dar por excusa su
pobreza, y la poca carne que le proporcionaba la estancia, cuando el
patrón, interrumpiéndole, le dijo que venía a contar la majada.
-Pues, patrón -le contestó el puestero, ya como tomando su
resolución-; cae de perilla, pues pensaba entregársela.
-¿Entregarme la majada, don Joaquín?, y ¿por qué?
-Mire, señor; me tengo que ir; la orden me la trajo ese huevo de
avestruz.
Y se lo contó todo.
El patrón, por supuesto, se rió mucho de lo que creía una
ocurrencia de don Joaquín; pero viendo que éste insistía, no puso
más obstáculo, creyéndolos a él y a la mujer locos de atar y le
recibió la majada.
El día siguiente, a la madrugada, se puso en viaje don Joaquín con
la tropilla, dejando a la mujer y a sus hijos en casa de unos
parientes, y galopó veinte días, cruzando campos desconocidos, y
acabó por llegar, el vigésimo día a la noche, a un paraje donde
abundaban los avestruces. Encontró allí un rancho, muy bueno, con
su palenque, su corral y todo: llamó, pero nadie le contestó, y
atando el caballo, se decidió a entrar. La habitación era nueva; había
muebles, nuevos también; todo sencillo, pero confortable, y en una
mesa había un candelero con su vela y unos papeles. Don Joaquín
encendió la vela y vio que en la carátula de dichos papeles estaba
escrito su nombre; no leía con mucha facilidad; pero, sin embargo, a
fuerza de fijarse, acabó por comprender que estos papeles eran los
títulos de una buena extensión de tierra, y las boletas de marcas y
de señales de vacas y ovejas cuyo número respetable apuntado en
otro papel lo llenó de júbilo.
Descansó esa noche en la casa que así le regalaba Churri, y a la
madrugada recorrió el campo, reconoció sus haciendas, y dejando
que comiesen pasto, nomás, pues en esas alturas y en semejante
soledad no necesitaban mayor cuidado, emprendió la vuelta.
Pronto se supo en todas partes la suerte que le había tocado a
don Joaquín y todos se congratularon de que en él hubiese caído por
haberlo merecido tanto con su bondad y su genio servicial. Lo
acompañaron, cuando salió con la familia para su nuevo destino, los
votos de felicidad de todos los vecinos.
Pero más de uno pensaba que el avestruz que siempre andaba
vagando por allí iba a poner más de un huevo, y las miradas de
todos cuando galopaban iban ahora siempre fijas en el suelo como
en busca de algo perdido.
El antiguo patrón de don Joaquín se había vuelto presa de una
actividad desconocida; se pasaba ahora los días enteros recorriendo
el campo, pues calculaba que el avestruz vendría, como siempre
suele hacer, a poner todos sus huevos en el mismo paraje. Más o
menos sabía dónde Joaquín había encontrado el primero, y de ahí no
salía, pastoreando.
Un día que había pasado toda la mañana calculando lo que le
costaban de carne ciertos puesteros que tenían muchos hijos, y lo
que les podía agregar de más en la cuenta de gastos a los que
cuidaban a interés, por remedio para la sarna, y lo que les podría
mochar en el precio de la lana, encontró justamente un huevo de
avestruz.
No fue lerdo pata alzarlo, y allí mismo, con el mango del cuchillo lo
quebró. Salió, con un olor a podrido que daba asco y un zumbido
asustador, todo un enjambre de moscas y moscones de todos
colores que se perdieron por el espacio.
-¡Bien sabía yo que era mentira el cuento de Joaquín! -exclamó, y
tirando con rabia la cáscara, volvió a su casa, donde, por supuesto, a
nadie dijo nada.
Pero desde entonces empezaron a morir en la estancia por
centenares animales de todas clases, sin que los veterinarios más
sabios pudiesen acertar con la enfermedad que diezmaba estas
haciendas.
Lo que no impidió que siguieran todos con los ojos en el suelo
buscando huevos, pues el avestruz siempre andaba por allí; y dio la
casualidad que Esteban, un buen muchacho, trabajador y pobre,
muy enamorado de una preciosa morocha con quien se hubiera
querido casar, también encontró uno. Se lo alzó, y, naturalmente, su
primer pensamiento fue regalarlo a la dueña de su corazón, y lo
llevó a casa de ella. Pero cuando lo vio llegar al palenque, el padre,
un hombre de esos que se figuran que sólo se puede calcular la
felicidad futura de un matrimonio por el número de vacas que
poseen los novios, vino a su encuentro y le preguntó con tono
áspero lo que se le ofrecía.
Venía -dijo Esteban- a ofrecer a la niña Edelmira este huevo de
avestruz que encontré en el campo.
-¡Ah! -contestó el padre, ya ansioso de poseer lo que bien
pensaba debía contener alguna maravilla, por lo que había oído
contar de don Joaquín. ¡Bien!, démelo a mí, que se lo entregaré.
El modo con que se le hablaba no dejaba lugar a réplica, y el
joven entregó el huevo al verdugo de sus amores, volviéndose triste
y cabizbajo hacia el palenque.
Mientras tanto, apurado, entraba el padre en su casa, y con el
cuchillo, de un golpe, partió en dos la cáscara del huevo. Y saltó en
la mesa, ágil y bizarro, el gauchito, hijo y mandadero de Churri.
Antes que hubiera podido el hombre volver de su sorpresa, le
ordenó en tono perentorio que llamase a Esteban, y como pareciera
vacilar, le repitió:
-¡Llámelo!
Corrió esta vez a la puerta el padre de Edelmira y llamó a Esteban,
que demoraba la salida cuanto podía, cinchando y componiendo el
recado.
Dejó cincha y bajeras y se vino ligerito. Le hizo entrar el suegro de
sus sueños en la pieza, y el gauchito con aire severo, dijo al dueño
de casa:
-Churri, el Avestruz, mi padre, manda que usted, bajo ningún
pretexto, se oponga al casamiento de su hija Edelmira con el joven
Esteban, porque se quieren y que esto basta. Y cuidadito, señor mío,
con desobedecer a Churri, el Avestruz.
No había con quien discutir, pues ya no quedaba más que la
cáscara rota del huevo, y el casamiento se hizo en seguida, y toda
clase de prosperidades acompañaron a la joven pareja.
Más que nunca, cuando supieron esto, siguieron todos buscando
huevos; pero eran escasos. Hablaron es cierto, de un hacendado de
poco capital, pero muy empeñoso y muy progresista, que al romper
el huevo que habían encontrado, vio salir un toro como ni pidiéndolo
a Inglaterra lo hubiera conseguido, y que fue para él toda una
fortuna.
Otro, un borracho perdido, quien por su vicio iba sumiendo en la
más profunda miseria a su numerosa familia, saltó de alegría al
encontrar en un huevo un gran porrón de ginebra; y se chupó un
trago tan largo que quedó dormido allí, nomás, entre los pies de su
flete. Pero, al despertar, se encontró con un gusto tan especial en la
boca, que, para toda la vida se le fueron las ganas de tomar y volvió
a trabajar como hombre bueno que al fin era, y a prosperar.
También contaron de un huevo de avestruz hallado por un jugador
empedernido y tramposo como él solo, y que contenía un juego de
barajas.
No quiso el hombre perder tiempo y se fue a la pulpería a probar
la suerte. Se encontró justamente allí con un infeliz que no tenía
más que un pequeño rodeo y mucha familia, y pensó que le iba a
ganar, robando, las vaquitas.
El otro, que no era jugador de profesión, pero no se negaba a
hacer de vez en cuando un partido, aceptó el desafío y empezaron a
jugar; pero cuanto más quería trampear el de los naipes de Churri,
más perdía, y tanto perdió que pudo su contrario comprar otro
pequeño rodeo de vacas para mantener a su mucha familia.
Aunque no dejase la gente de saber que no siempre salían los
huevos de avestruz al paladar del que los encontraba, no faltaba
quien los buscara; y un gaucho muy peleador habiendo un día
encontrado uno, se lo llevó hasta una pulpería donde había carreras.
Allí, lo enseñó a la gente reunida y anunció en voz alta que delante
de todos lo iba a romper.
La curiosidad era intensa. ¿Qué iba a salir? En manos de
semejante matón, quizás un facón con el cual los degollaría a todos.
Muchos fueron los que con prudencia se escurrieron, y los que
quedaban, más quedaron por compromiso de vanidad que por otra
cosa.
Por fin el gaucho rompió el huevo, y con un ruido formidable, de
la cascara salió el habitual mandadero de Churri, pero esta vez bajo
la forma de un gaucho gigante, y con una voz que parecía trueno, le
dijo:
-Por orden de mi padre Churri, el Avestruz, cada vez que quieras
pelear, vendré yo y te pegaré una paliza con este rebenque.
Y desapareció, dejando en los ojos del pobre camorrero
anonadado la visión de un rebenque capaz de reventar un buey con
un solo golpe.
A pesar de esto, no supo resistir a la tentación de alzar y romper
otro huevo de avestruz un cuatrero que acababa de carnear un
animal ajeno y se llevaba en el mancarrón un gran trozo de carne y
el cuero. De la cáscara surgió un sargento de policía armado y
vigoroso, que lo ató codo con codo, en un abrir y cerrar de ojos, y se
lo llevó a la comisaría con todo el botín.
El último de los huevos del avestruz de que se habló fue
encontrado por el juez de paz del partido. Podía, por cierto, el huevo
contener muchas cosas buenas o malas, pero cuentan que después
de dar alrededor de él dos o tres vueltas, sin apearse, el juez de paz,
de repente, castigó fuerte el caballo y salió a todo galope, sin
volverse para atrás... ¿No le gustarían los huevos de avestruz, o no
se atrevería a probar la suerte?
El hombre del facón

Había una vez en la pampa, al sur, cuando todavía la población por


aquellos pagos era escasa y la civilización poco adelantada, un
gaucho muy malo, que debía muchas muertes y que era el terror de
toda la comarca.
Siempre llevaba en la cintura un larguísimo facón, de cabo de
plata y de hoja de acero, cortante como navaja y puntiaguda como
aguja de coser; y contaban todos que con él había vertido la sangre
de un sinnúmero de seres humanos, gauchos y extranjeros,
policianos o trabajadores, sin que nunca hubiera todavía encontrado
al hombre que le hiciera frente, si no con valor, por lo menos con
suerte.
Aun peleando en son de juego, muchas veces, sin pensar, se le
había ido la mano, y en medio de la inocente distracción,
acostumbrada entonces entre los gauchos, de sacarse con destreza
unas pocas gotas de sangre de algún tajo leve en el brazo o en el
rostro, de repente había hundido entre las costillas el facón hasta la
ese, matando sin remedio al que sólo había querido marcar.
Nadie sabía cuál era su nombre de pila, pero todos creían que no
lo tenía, por parecer imposible que ningún santo, ni entre los de más
humilde ralea, hubiera permitido que llevase el suyo semejante
criminal; y todos, sin averiguar tampoco por su nombre de familia, le
llamaban «el hombre del facón».
Y el hombre del facón era temido en todas partes de tal modo,
que bastaba su aparición en alguna pulpería o en alguna carrera,
para que muy pronto se disolviera la reunión, escurriéndose
despacio cada uno para su casa, deseoso de rehuir las peleas y
bochinches, inevitables donde él estaba, y que casi siempre
acababan por un velorio.
No siempre se podían ir todos; pues, apenas entrado, convidaba a
los presentes, y desgraciado del que se negase a aceptar; ya
empezaba él a mover los ojos de terrible modo, amenazando,
chocando, insultando y tomando copas y más copas, hasta que
sacaba a relucir el facón, desafiando a algún infeliz que pronto le
servía de pretexto para «desgraciarse» una vez más, y cuya muerte,
aunque fuera sin combate, aumentaba en algo su prestigio de
matón.
Su fama de gaucho malo era tal, que cuando algún niño hacía
alguna picardía o lloraba muy fuerte, bastaba que la madre,
enojada, gritase:
-¡Ya viene el hombre del facón! -para que se callara o disparara el
muchacho, temblando de susto.
Y Manuelito, lo mismo que los demás chicos, y también que
muchos grandes, tenía, sin haberlo visto jamás, un miedo cerval al
hombre del facón.
Una tarde que estaba cuidando en el campo la majada, vio venir
derechito a él, saliendo de la pulpería, a un gaucho que, por las
señas -pues llevaba a la cintura un gran facón-, adivinó que debía
ser el hombre famoso aquel. De buenas ganas hubiera abandonado
la majada, a pesar de las recomendaciones paternas, por estar ella
en plena parición, pero no pudo; quedó como paralizado por el
terror. Y el hombre del facón se venía acercando, muy despacio, por
suerte.
El muchacho lo estaba mirando de lejos, con los ojos redondos de
miedo, creyendo llegada su última hora, cuando de repente se vio
rodeado por los geniecitos de la pradera. Eran muchos, y en un
minuto se treparon en el caballo de Manuelito, saludándolo
gentilmente, acariciándolo con flores, dándole, entre sonrisas afables
consejos para el buen cuidado de su majada y la buena preparación
de su parejero. Eran muy amigos con Manuelito porque éste siempre
trataba bien a los animales, y por esto lo querían mucho,
ayudándolo en todo, divulgándole los secretos de su madre la
naturaleza, enseñándole poco a poco esas mil cositas, indiferentes,
al parecer, o inútiles, pero que sin embargo constituyen la ciencia del
pastor, establecen y conservan su dominio sobre las haciendas y le
permiten contrarrestar, siquiera en parte, los males y las plagas que
nunca dejan de perseguirlo.
Ya se sintió confortado el muchacho con la presencia de sus
pequeños amigos, y les contó en voz baja su inquietud, su temor,
enseñándoles al hombre del facón que se venía acercando.
Los geniecitos de la pradera son pequeños seres, visibles sólo
cuando quieren, lo que raras veces sucede, y únicamente para los a
quienes quieren, que son pocos. Su poder consiste en que son
muchos, muy vivos, muy activos, muy traviesos, y dispuestos
siempre para la chacota. Cuando vieron al hombre del facón -pues
era él, nomás-, al momento se dieron cuenta de que venía
completamente ebrio. Andaba al tranco, bamboleándose, y con una
guitarra en la mano. Los geniecitos, en el acto, organizaron la
función.
No se puede decir que de veras aparecieron, vestidos de
policianos, bien armados y montados en buenos caballos, pues nadie
los vio así más que el mismo hombre del facón y Manuelito; pero
ambos, después, así lo contaron, y fuera de algunos detalles que al
gaucho le incomodaban y que por esto calló, o modificó, ambos lo
contaron del mismo modo.
Aseguró Manuelito -y a él se le podía creer, porque no era
muchacho embustero-, que al ver por delante una gran partida de
policía, el hombre del facón casi recuperó su sangre fría.
Acostumbrado como estaba a poner en fuga a los milicos con sólo
desenvainar la famosa daga, se fue sobre ellos con ella en una mano
y la guitarra en la otra.
El desbande fue todavía más rápido que de costumbre, pues de
repente el gaucho se encontró con que nadie le hacía frente; sujetó
entonces el caballo, blandió el facón y la guitarra y haciendo, de un
espolazo, revolear el mancarrón, cuyos movimientos seguía su
cuerpo flexible, ablandado por la borrachera, como si hubiera sido
una bolsa de estopa, empezó a insultar a gritos «a esos maulas que
siempre disparaban».
Y todavía gritaba cuando volvieron, de repente, ¿quién sabe por
dónde?, y sintió el hombre del facón que un policiano le quitaba la
guitarra y otro la daga. Otro le volteó el sombrero, otro le rajó el
saco; entre dos o tres le quitaron las botas, le desgarraron el chiripá
y el poncho, y después de pegarle, entre risas, una paliza jefe con la
guitarra y el facón, lo dejaron, molido, asustado, atontado. Quedo
así un rato largo, hasta que apeándose, alzó del suelo su sombrero
hecho trizas, los pedazos de la guitarra y su facón todo enclenque,
con la empuñadura medio despegada, la hoja torcida y mellada; de
las botas no pudo encontrar más que una, el rebenque se le habían
perdido, y para colmo de vergüenza, le habían tusado la cola al flete,
¡estando él encima!
Casi lloró, ese día, el hombre del facón. Trató de volver a envainar
el arma, pero estaba tan torcida la hoja, que no pudo, y cuando
llegó a su rancho, llevándola en la mano como cirio de funeral, al ver
la facha con que volvía, no pudieron contener la risa los mismos
hijos de él.
-Pero, ¿qué policía sería ésa? -repetía sin cesar, en un lamento.
Los geniecitos, después de reírse mucho con Manuelito de lo que
acababan de hacer, regalaron al muchacho un cuchillito pequeño,
lindísimo para señalar corderos, y lo dejaron cuidar su majada,
después de asegurarle que con esa arma no debía tenerle miedo a
nadie y menos al hombre del facón, que, al fin y al cabo, no era más
que un cobarde y un tonto, engreído por haber peleado siempre con
gente floja o débil.
A pesar de la risueña lección así recibida, no pasaron muchos días
sin que el gaucho malo fomentase otro bochinche en la pulpería.
Había elegido por su víctima a un puestero de una estancia vecina,
buen hombre, padre de familia, incapaz de buscar camorra a nadie.
Lo había primero fastidiado con indirectas groseras, después lo había
insultado de veras, y viendo que no lo podía hacer salir de quicio, ya
lo estaba amenazando, acariciando el puño del facón, pronto a
desenvainar.
Manuelito estaba ahí; había venido a buscar los vicios para la
familia, y lo estaban despachando. Cuando oyó los gritos del hombre
del facón, lo miró con la mera curiosidad de saber lo que iba a
suceder, pero sin inquietud, por haberle asegurado los geniecitos de
que ya no debía, con su cuchillo, temer a nadie.
Al ver que el gaucho iba a sacar el arma para herir al puestero,
también pensó -inspirado sin duda por una vocecita conocida que le
susurró algo al oído-, que muy bien lo podría atajar; y colocándose
resuelto, con el cuchillito en la mano, frente al hombre del facón, le
gritó:
-Deje usted de molestar aquí a la gente, ¡hombre fastidioso!,
¡compadrón!
Todos los presentes se quedaron admirados del valor, más bien
dicho, de la imprudencia del niño, y algunos lo quisieron detener,
temerosos de que, en su enojo, el matrero lo matase. Pero más
admirado que todos quedó el hombre del facón; no fue cólera lo que
más sintió, ni desdén tampoco, sino más bien, al contrario, una
especie de respeto para el pequeño adversario que le mandaba la
suerte. Asimismo, no le permitía su fama de guapo dejarse insultar
impunemente.
-Quítate de ahí, mocoso -gritó-, para que no te castigue.
Y se adelantó hacia él con el rebenque levantado.
-¿Lo encontraste? -le preguntó el muchacho, con aire socarrón-,
¿o compraste otro? ¿Y la daga?, ¿quién te la enderezó?
El gaucho se paró, atónito; pues creía que sólo él, en el pago,
podía saber lo que le habían pasado con la famosa partida de
policía, días antes. Borracho, como andaba, aquel día, no se había
fijado en Manuelito, y quedó confuso al oír sus palabras irónicas.
Pero pronto, de la confusión pasó al enojo, y ciego de ira, sacó el
facón de la cintura y se quiso abalanzar sobre el muchacho. Los
presentes, demasiado cobardes para interponerse, creyeron, a pesar
del valor que demostraba el chiquilín, que iba a ser éste el combate
del tigre con el cordero.
El hombre del facón primero le quiso pegar un planazo en la
cabeza, pero con sólo levantar la mano armada del cuchillito,
Manuelito rechazó la daga con tanta fuerza, que tuvo que recular de
un paso su agresor, y cuando éste volvió con el arma de punta para
atravesarle el pecho, el cuchillito del muchacho se alargó solo de tal
manera, que la punta entró en el brazo del matrero. Sintió el
pinchazo y se hubiera vuelto furioso, si su prudencia instintiva y
salvadora no le hubiera hecho adivinar en Manuelito un adversario
temible: no se daba bien cuenta de cómo, con un arma tan corta, lo
había podido alcanzar, pero justamente por esto, no se atrevía a
acercársele mucho. Se hizo entonces el que lo tomaba todo a risa, y
retirándose algo, para envainar el facón:
-Corajudo había sido el gallito -dijo.
-Como gallina había sido el gallo viejo -contestó el muchacho.
Sin querer haberlo oído, agregó el otro:
-Cosa de creer que es hijo mío.
-Cuando las gamas paran leones -replicó Manuelito.
Y quedó calladito el hombre del facón, mascando su vergüenza,
hasta que como si quisiera tomar el fresco, se deslizó hasta el patio,
despacito, y sin ruido, montó en su caballo y se mandó mudar.
Todos, ya que lo vieron irse, rodearon a Manuelito y le
preguntaron qué le había querido decir al hablarle del rebenque
perdido y de la daga torcida; y el muchacho les contó lo de la
partida de policía, sin divulgar, por supuesto, quiénes habían sido los
policianos. El cuento pronto corrió, y casi sufrió un eclipse total el
prestigio del hombre del facón.
Al saber que había sido apaleado por los milicos y que un
muchacho se había atrevido a desafiarlo, ya nadie le tuvo miedo y
cualquiera se creyó capaz de ponerlo a raya. En esto se apuraban
quizá mucho, pues sucedió que una comisión de policía, habiéndolo
querido prender, el hombre del facón mató a un soldado y puso a los
demás en precipitada fuga, recuperando él, por lo tanto, parte de su
fama.
Para recuperarla toda, pensó en deshacerse de una vez de
Manuelito, el único que, cuando empezaba a pasarse y a ponerse
chocante con la gente, lo supiera llamar a sosiego. Y siempre, en
esos casos, encontraba por delante al muchacho, avisado de
antemano por los geniecitos de la pradera.
Varias veces trató de herir al muchacho con el facón, pero recibió
otros tantos tajos, y, ¡cosa rara!, los tajos iban haciéndose cada vez
mayores, cada vez más visibles y más peligrosos. Ya llevaba en la
cara dos o tres de los buenos, que lo habían puesto bastante feo, y
seguramente, si porfiase, iba todo esto a acabar mal, como se lo
había dejado entender Manuelito.
-¿Cómo diablos hará esa criatura para cortarme con su cuchillito
cuando le tengo en el mismo pecho la punta de mi facón? -se
preguntaba el matrero; y de rabia, quiso probar otra vez la suerte.
Lo provocó al muchacho y se le cuadró en el mismo medio de una
cancha de bochas, en piso firme y parejo; no había querido, ese día,
tomar más que dos o tres copas de ginebra como para sólo
puntearse un poco y avivar sus fuerzas y sus vivezas de gaucho
peleador.
Manuelito no se hizo de rogar y se le puso de frente, con el
cuchillo en la mano. El hombre del facón, de chiripá de paño y de
blusa negra, se había arrollado el poncho en el brazo izquierdo;
había levantado bien el ala del chambergo, y con la daga en la
mano, culebreando el cuerpo y centelleándole los ojos, buscaba ya
el sitio propicio para pegarle al muchacho la puñalada mortal que
debía por fin quitar de su camino ese ridículo estorbo.
Manuelito, sereno, risueño, con la boina echada un poco atrás,
bien plantado en sus alpargatas, de chiripá de algodón y de
camiseta, sin poncho en el brazo, lo miraba al gaucho, esperando el
envite. Fue tremenda la embestida: vino como relámpago,
viboreando la hoja del facón y reluciendo, pero el chiquilín la evitó
con un quite rápido: se echó a un lado, y acercándose al gaucho
mientras se enderezaba, le alargó en el mismo segundo un puntazo
que a través de los dobleces del poncho, hecho una espumadera, le
pinchó fuerte el brazo, y un revés que le tajeó la mejilla izquierda.
No se quiso todavía dar por vencido el hombre del facón; volvió
sobre el muchacho con la daga en ristre, y después de unas cuantas
fintas, extendió el brazo en inflexible rigidez, echándose adelante
para agregar a la fuerza del golpe todo el peso de su cuerpo.
Manuelito no reculó, contentándose con presentar al agresor la
punta de su arma; y la hoja del cuchillito, estirándose como
pescuezo de mirasol, vino a herir al matrero en el mismo medio del
pecho.
El tajo no era mortal, pero sí sugestivo, pues un centímetro más y
no hubiera contado el cuento el que lo recibió. El hombre del facón
cayó desmayado, perdiendo mucha sangre, lo llevaron adentro y
quedó en asistencia más de un mes, durante el cual pensó mucho
en Manuelito y en el cuchillito tan raro con el cual casi lo había
muerto. Se levantó bien curado de la herida y casi también de su
maña vieja de querer matar a todos.
Cualquier cuchillito ahora le infundía respeto, pues siempre creía
que iba a verlo alargarse, sobre todo que, por una casualidad
singular, cada vez que le daba por pasarse con la gente y por
amenazar a alguno, siempre le sucedía algún contraste que lo
obligaba a dejar en la vaina el facón. O se le volaba el sombrero, en
el mejor momento, o se le iba del palenque el caballo ensillado, o se
le desprendía el tirador o el chiripá, de modo que quedaba
imposibilitado por un rato para pelear, y mientras tanto se le pasaba
el arrebato.
Manuelito ya no necesitaba salir a su encuentro; su recuerdo
bastaba para conservarlo manso al gaucho.
Una vez, y fue la última, éste sacó la daga para acometer a un
hombre indefenso. Manuelito, justamente, llegaba a la pulpería. En
un abrir y cerrar de ojos estuvo encima del agresor; cuando éste lo
vio armado del cuchillito, retrocedió tan ligero que fue a dar con el
cerco, donde la punta de un alambre cortado le rajó el chiripá y le
lastimó las carnes. Al sentirse herido, se dejó caer al suelo, y
llorando como un niño, imploró el perdón de Manuelito. Éste se
contentó con quitarle el facón, y quebrándoselo en dos pedazos,
dijo:
-Toma, que todavía te alcanza para cuchillo.
Desde entonces, se volvió humilde y manso el hombre del facón,
tan manso, tan humilde, que cuando las madres dicen a sus hijos,
para asustarlos: «¡Ya viene el hombre del facón!», se ríen los
muchachos, y en vez de disparar, se golpean la boca.
Las brutalidades de Placido

No porque lo mereciera, sino por haber nacido el 5 de octubre, se


llamaba Plácido; y á pesar de ese nombre, por demás simpático y
tranquilizador, no había en toda la Pampa gaucho más bruto.
Maltrataba á troche y moche los animales, sin conocer otro medio
de imponerles su voluntad que los golpes y los castigos. De puro
gusto les hacía sufrir, no teniendo mayor gozo que azotar
brutalmente un caballo ó degollar despacito una oveja.
Hacía víctimas de su crueldad hasta á los inocentes bichos del
campo matándolos aunque fueran animales inofensivos y hasta
útiles, cuando los podía agarrar, y siempre con refinamientos que
demostraban sus perversas inclinaciones, sus resabios de salvaje.
Para vivir es ley ineludible matar, pero el rey de la creación debe
tratar á sus súbditos sin inútil rigor.
Los patrones sucesivos y ya numerosos de Plácido, pues en
ninguna parte le podían aguantar las atrocidades que cometía,
especialmente con los caballos de servicio, siempre le profetizaban
que algún día, seguramente, se tendría que arrepentir de su
brutalidad y que encontraría en sus mismos actos su castigo.
El se reía: alto, fuerte y morrudo, capaz, al parecer, de desafiar á
cualquier fiera que se le hubiera metido por delante, era, al mismo
tiempo, tan... prudente como cruel y fuerte. Se divertía en degollar
con sanguinaria lentitud los capones para el consumo, pero muy
bien se guardaba de hacer lo mismo con las vacunos, por bien
asegurados que estuvieran, pues tienen astas y basta un movimiento
en falso para recibir una cornada, ó por lo menos un golpe.
Con los hombres tampoco se atrevía, pues con bichos que usan
cuchillo, es peligroso ser malo, y si más de una vez se divirtió en
molestar ó maltratar á una criatura, sólo fué cuando bien sabía que
nadie saldría á pedirle cuentas.
Sucedió, á veces, que se vengaron de él como pudieron, algunas
de sus víctimas, pero muy débiles eran y faltas de medios para
escarmentarlo de veras.
Un día, asimismo, en el corral, un capón que había visto de qué
modo trataba á sus hermanos, se le vino encima de improviso, &
todo correr, y le pegó en la rodilla una topada tan fuerte que, á
pesar de no tener el agresor más que unas aspitas embrionarias,
quedó Plácido en cama quince días, con la rodilla deshecha. Otro se
le vino por detrás, mientras estaba señalando un cordero, pegándole
de tal modo en el codo, que con el cuchillo se hirió bastante feo en
la mano izquierda.
Muchos otros golpes recibió así, pero sin darse por entendido;
quizá tampoco entendía, pues la sola excusa de su modo de ser no
podía ser otra que su poca inteligencia.
Los caballos tienen más medios de defensa y también más
inventiva que las inocentes «rabonas»; y por esto, Plácido, recibió de
ellos muchas lecciones. Aunque fuera buen jinete, más de una vez
no tuvo tiempo de salir parado, en ciertas rodadas tan repentinas y
sin motivo que parecían dadas adrede para sorprenderlo. Tampoco
siempre pudo evitar del todo algunas coces alargadas con tan
buenas ganas, que si hubieran podido surtir todo su efecto, hubiera
quedado con las piernas rotas y también la crisma.
Y hasta los bichitos de la llanura no dejaban de buscar los medios
de vengarse de él y de sus crueldades; obrando á veces solos y por
cuenta propia, otras, en gavillas, de la misma especie para vengar
injurias que afectaban los sentimientos de honor ó de cariño de toda
una familia, y también en coalición general para hacerle sentir que
contra sus fechorías protestaba indignada la animalidad entera.
Desgraciadamente para ellos, la naturaleza los ha dotado mejor
nara la defensa que para el ataque, pues aun los más dañinos son
casi inofensivos para el hombre, y Plácido hubiera podido servir de
ejemplo, para probar que este mismo es el animal más perverso de
la Pampa. Si todavía hubieran podido, para vengar sus agravios,
acometerlo en sus bienes, mutilizar sus animales por medio de
enfermedades ó de privaciones, destruir sus plantaciones, hacer
mermar sus mieses, talar sus campos, ó sembrarlos de yuyos
venenosos, no les hubiera faltado ocasión de hacerle arrepentirse de
su maldad; pero Plácido, gaucho ruin, no tenía más que el pellejo en
propiedad con los harapos que lo cubrían.
Todo lo que le podían hacer era bien poca cosa; asimismo, más de
una vez rodó, de noche, en cuevas desconocidas, de viscacha ó de
peludo, cuevas que en minutos habían sido cavadas á su intención.
Se despertó á menudo apestando á zorrino, ó con las botas
agujereadas por las ratas y encontró, varias veces, todas sus
huascas cortadas por el diente del zorro. Pero todo esto no hacía
más que sobreexcitar su rabia y se vengaba él, á su turno,
martirizando sus víctimas, ya con apariencia de pretexto.
Hasta que, cansados de sufrir, se juntaron una noche en asamblea
general los delegados de las varias especies de seres vivientes,
domésticos y silvestres, que pueblan, además del hombre, las
pampas argentinas, y nombraron una comisión de los más ofendidos
y de los más elocuentes para que fuese á tratar de conseguir de
Mandinga para él un castigo ejemplar.
Mandinga necesita de los animales y particularmente de los bichos
de la Pampa; le gusta servirlos y en ello se empeña, y como también
es muy chusco, no le desagrada tener ocasión de reirse á expensas
de algún cristiano, y les prometió que sin hacer morir á Plácido, lo
iba á poner á raya.
A los pocos días, Plácido, que andaba medio á pie por haber
deshecho á palos casi todos sus fletes, encontró en el campo un
caballo obscuro, negro como tinta, al parecer manso, de muy buena
laya, y de marca desconocida en el pago. Plácido lo arreó con su
tropilla y pronto lo ensilló. Pero el obscuro tenía un defecto: era
lerdo, y poco le gustaba á Plácido andar despacio, sobre todo para
llevar lo más lejos posible un animal ajeno, de lo cual resultó que le
empezó á menudear los rebencazos; pero más le pegaba, más lerdo
se ponía el animal, y cuando redobló, se puso éste al tranco; y le
pegó entonces con el mango, lo que hizo que se empacase. Plácido
se eó, y furioso la emprendió con el obre animal á palos, hasta
cansarse. No se movía el caballo; ciego de ira, el gaucho sacó el
cuchillo y se lo plantó en la garganta, hundiéndolo hasta el corazón.
Brotó la sangre en borbollones, y cosa rara, parecía salir con un
ruido de carcajadas sonoras. El gaucho quedó atónito y vió que los
ojos del animal, en vez de anublarse, le dirigían una mirada irónica,
y que en vez de caer en el suelo, se iba esfumando poco a poco el
obscuro, confundiéndose sus formas, cada vez más etéreas, con el
ambiente luminoso que lo rodeaba, hasta desaparecer. Y al mismo
tiempo, una voz le dijo á Plácido:—Hasta que dejes de ser un bruto,
sentirás como si los recibieras tú, todos los golpes que de hoy en
adelante des ó veas dar á los animales.
Se quedó pasmado el amigo Plácido. Sólo después de un gran
rato, creyó que era alucinación, que no había oído nada, que todo
era mentira, sueño, farsa. Sin embargo, no podía hacer menos de
acordarse del hallazgo del obscuro, y del galope que había dado en
él, y de la puñalada con que lo había muerto. Pero si fuera cierto,
ahí estaría la osamenta, y no había en el suelo más que su recado;
sin contar que la cincha, estaba cerrada, como si se hubiera
resbalado por ella el caballo.
Ensilló otro animal de la tropilla, montó, y con un gesto de
desprecio íntimo á todas estas «pavadas le pegó un chirlo. Y fué
todo uno pegárselo y darse vuelta para ver quién le había pegado
uno á él.
En el acto recordó las palabras amenazadoras de la voz
misteriosa, y muy pensativo siguió al tranco largo trecho. Para volver
á galopar, se contentó con apretar las rodillas y llevar adelante al
caballo con un movimiento del cuerpo, alzando el rebenque sólo
para arrear la tropilla. Un caballo se iba cortando; lo persiguió y lo
juntó con los demás, y le iba á negar un rebencazo, cuando se
acordó... y bajó la mano, contentándose con silbarle.
Desde ese día, Plácido empezó componerse rápidamente, pues
cada vez que, olvidándose de la amenaza, castigaba un animal, aun
con motivo, en el acto sentía él mismo la quemadura del rebencazo,
y bien pronto perdió una costumbre que tan caro le costaba. Pero
había otra cosa peor es que no sólo sentía los golpes que él mismo
pegaba, sino también los que veía pegar por otros. Sufría en
silencio, aunque bárbaramente á veces, pues por amor propio, no se
atrevía á decir nada, temiendo que se burlasen de él y se
contentaba con evitar en lo posible presenciar domadas de potros ó
carreras, pues era para él suplicio demasiado fuerte recibir tantos
rebencazos.
Pero una vez, ya no pudo resistir y gritó. De la pulpería donde se
hallaba, iba á salir una galera, y al ponerse en marcha se empacaron
dos de los escuálidos mancarrones atados á ella. Se empacaban
únicamente porque estaban flacos, sin fuerza y horriblemente
lastimados; un empacamiento lo más justificado; pero el mayoral y
el cochero no lo entendían así, y empezaron entre ambos á hacer
caer sobre los desgraciados animales una terrible tormenta de
latigazos.
El pobre Plácido que miraba desprevenido, brincó como si hubiera
sido él uno de los animales martirizados, y como no podía disparar
por hallarse entre un alambrado y la galera, empezó á exigir á gritos
de los conductores que dejasen de castigar tan bárbaramente sus
caballos. Bastante se admiraron ellos de semejante intervención,
pues lo conocían de tiempo atrás y no ignoraban la fama que tenía
de incorregible bruto, y como seguían latigueando, y seguía él
implorando su compasión, hasta con lágrimas en los ojos,
acompañaban con risas cada chirlo que daban:
—¡Mirá quién, para prohibir que se castiguen los caballos
empacadores!
Y seguían pegando no más, riéndose, y él brincando, llorando y
pidiendo perdón... para los caballos, decía, para no confesar su
terrible situación.
Acabó por arrancar la maldita galera, quedando Plácido, además
de molido por los latigazos, chiflado por el mayoral y el cochero;
pero desde aquel momento juró no dejar ya levantar la mano sobre
un animal cualquiera sin oponerse con toda su fuerza moral y física á
que lo castigasen. En los primeros tiempos, todos se reían de él, no
pudiendo pensar que fuera por su propia cuenta, ni que le doliera
toda brutalidad que presenciara; pero poco a poco, muchos de los á
quienes así suplicaba ó amenazaba, pues hasta guapo parecía
haberse hecho, dejaban de golpear sus animales y el ejemplo, poco
a poco, cundía de tratarlos con paciencia. Y como Plácido ya no era
el bruto de antes, su castigo tomó fin; pero no por esto dejó de ser
por el ejemplo y la palabra, el apóstol de la mansedumbre hacia los
animales, entre los gauchos con quienes trabajaba. A tal punto que
cundió su fama y llegó á los oídos del doctor Albarracín quien, en
recompensa, lo hizo nombrar socio honorario de la Sociedad
Protectora de los Animales.
La olla de Gabino

Había una vez en el campo un gaucho que se llamaba Gabino. Vivía


con su mujer, Quintina, y sus dos hijos pequeños, en un rancho de
mala muerte, cuidando su muy pequeña majada, algunas vacas y
una manadita de yeguas. Eran pobres, pues el producto de sus
pocos animales apenas les daba para los vicios, y a pesar de que
economizaran la carne lo más que podían, la majada, lejos de
aumentar, más bien se iba mermando, pues el escaso aumento tenía
que pasar todo, y a veces algo más, por el asador o por la olla.
Pero no por esto se lamentaba Gabino; no soñaba con hacer
fortuna, y mientras no llegara a faltar la carne, estaba lo más
dispuesto a encontrar llevadera la vida, a pesar de todas las
pequeñas miserias que consigo suele traer a los pobres y, según
dicen, también a los ricos.
Quintina, su mujer, era más difícil de contentar, y siempre se
quejaba de algo: del sol o del viento, cuando estaba lavando; del
humo, cuando estaba cocinando; de que el capón era chico; de que
la carne era flaca o demasiado gorda, o muy dura si era oveja vieja.
Eternamente, retaba al marido o a los chicos; Gabino dejaba que
retase; comprendía que, para ella, rezongar era consuelo para todos
los males y que no pudiendo, como él, gozar de las exquisitas
emociones de la taba, del truco y de las carreras, y otras diversiones
de la pulpería, era muy natural que buscase su alivio por otro lado.
Sucedió que después de una sequía prolongada que había
atrasado bastante las ovejas, vinieron lluvias interminables que las
acabaron de embromar. La majada se puso a la miseria de sarna,
porque con el agua y el barro del corral no se la podía curar, ni de
manguera, por la mucha humedad. Y era todo un trabajo encontrar
un animal siquiera medio bueno para comer. Hubo que hacer durar
más días que nunca el capón que se carneaba, pues, de otro modo,
pronto no hubiera habido carne en la casa. Gabino, muchas veces,
tenía que apretar el tirador después de comer; y cuando medio
muerto de hambre, se deslizaba hasta el alero para tratar de cortar,
de la carne ahí colgada, con que hacer un churrasco, sin que lo viera
la patrona, casi podía tener por seguro que la vigilante Quintina no
lo iba a dejar aprovechar en paz el robo.
-¡Eso es!, comilón y haragán -le decía-: cómete la carne, nomás,
¡hombre!, que después, nosotros, las criaturas y yo, quedaremos
mirando el gancho y con esto cenaremos. Si pronto vamos a quedar
sin ovejas, con semejante apetito. Te lo pasas comiendo todo el día,
como si fueras Anchorena. ¿Por qué no te comes un capón en cada
comida, para acabar de una vez con la majada?
Don Gabino se callaba, envainaba la cuchilla, prendía un cigarro y
se iba, medio triste por el hueco que sentía entre pecho y espalda.
Ya no se comía asado en la casa; Quintina había escondido el
asador, diciendo que con carne flaca es mejor hacer puchero. Y
Gabino se tenía que conformar, comprendiendo que era cierto y que,
con todo, su mujer tenía razón. El asado es un lujo, un derroche que
no permitían ya las circunstancias.
Una noche que, como de costumbre, la olla estaba en el fuego,
Gabino, dejando el mate en la mesa, exclamó:
-Tengo un hambre que parecen dos.
-Voy a servir ya -contestó la mujer, y con el trinchante, empezó a
sacar de la olla las presas de carne cocida que nadaban, escasas y
pequeñas, en el caldo. Puso la fuente en la mesa, colocó en un
banquito a las dos criaturas y les dio, a cada una, para que comieran
con las manos, una presita y un pedazo de galleta, e iba a servir al
impaciente Gabino, cuando se oyó, en el palenque, un débil: «Ave
María», que hizo que aquel se levantara y asomara la cabeza a la
puerta del rancho.
En el palenque, esperando la venia para apearse, estaba un
gaucho viejo, viejísimo, forastero, seguramente, pues no se
acordaba Gabino de haberle visto nunca por estos pagos. Su caballo,
extenuado, al parecer, por los años y la flacura; su apero miserable,
los harapos con que venía vestido, no dejaron a Gabino y a Quintina
la mínima duda sobre su posición social y financiera.
-Bájeese, amigo, bájese -gritó, en seguida, Gabino. Y dando
algunos pasos a su encuentro, lo invitó a entrar y a comer, si tenía
ganas.
-¡Hombre! -contestó el viejo-, sin cumplimiento, aceptaré, pues
tengo un hambre que parecen tres.
Quintina, al oír semejante declaración, lo miró con terror. Sumó,
en su mente las dos hambres de Gabino con las tres del forastero y,
agregándole la propia, calculó que no alcanzarían, por cierto, las tres
presas flacas que quedaban en la fuente para tantas necesidades.
El resultado inmediato fue un rezongo vehemente, pero interior y
callado, para evitar tormenta, pues si Gabino era lo más sufrido para
lo que a él personalmente tocaba, no podía soportar que
maltratasen al huésped, cualquiera que fuera.
Hizo sentar al viejo en su propio sitio, le dio su plato de latón y su
cubierto, y apenas le hubo dicho: -¿Qué hace, señor?, sírvase-, que
el forastero sacó de la cintura una cuchilla tremenda y, de la fuente,
la presa más grande, empezando a comer con un formidable ruido
de carrillos. Sus dientes, blancos, largos y sólidos, a pesar de la
edad, mordían, desgarraban y molían que daba gusto; los dedos y el
cuchillo ayudaban sin descansar y, en un abrir y cerrar los ojos, el
hueso de espinazo que se había servido quedó limpito de carne. Lo
sacudió fuerte, pegando con la muñeca derecha en el dorso de la
otra mano, e hizo caer en el plato el tuétano; lo alzó con la punta de
la cuchilla y se lo tragó, diciendo:
-Amigo, no hay que desperdiciar las cosas buenas, cuando son
pocas.
Y sin dejar tiempo a doña Quintina de salir de su asombro, agarró
otra presa.
-Con permiso -dijo. Pero bien se veía que con o sin permiso, lo
mismo hubiera sido.
Quintina dio un codazo a su marido y lo miró, asustada, con
tamaños ojos, y, sacudiendo la cabeza en dirección al viejo, pareció
preguntarle tácitamente qué medidas pensaba tomar. Gabino la
miró, riéndose, y le dijo en voz baja:
-Comeremos el hígado.
Se acordaba de que en el alero del rancho colgaba todavía de la
costanera el hígado del capón, cuyos últimos restos estaba
devorando el viejo; el hígado, es cierto, había sido algo decentado
por los gatos y se empezaba a llenar de cresa, pero era tarde para
carnear y para pensar en preparar otra cena. Al fin y al cabo,
quedaba el caldo también, con arroz y zapallo; y con hacer sopa con
una o dos galletas, no se iban a morir de hambre.
La mujer fue hasta el alero a buscar el hígado para hacer, con él,
algún fritango ligero; pero se encontró con que una gata que tenía
familia había dispuesto ya de él para los cachorros. Y doña Quintina
volvió a la cocina con la única esperanza de poder siquiera apaciguar
el hambre del matrimonio con caldo y galleta.
¡Desastre! Cuando llegó, el forastero voraz engullía, con la última
migaja de la penúltima galleta que existiera en la casa, la última
cucharada de caldo, el último átomo de zapallo y el último grano de
arroz. Y el viejo, con la vista relampagueante, la cara toda colorada
y relumbrosa, los labios y el bigote grasientos, la luenga barba
blanca salpicada de las muestras de todo lo que se había tragado,
hizo sonar la garganta con satisfacción, y pegando un puñetazo en
la mesa, exclamó, riéndose:
-¡Gracias, patrona! ¡Ahora! sí, ¡caramba!, amigo, soy otro hombre.
Con un buen jarro de agua... o de vino, mejor, si es que tiene, para
asentar ese pequeño refrigerio, y ya le quedaré muy agradecido.
-¡Buen provecho! -murmuró doña Quintina, con el mismo tono con
que hubiera dicho: ¡Revienta, animal!
En el fondo de la bolsa encontró ella una galleta, por suerte, y
partiéndola, dio una mitad a Gabino y se comió la otra, diciendo
despacio:
-Toma, pavo. Llénate con esto y cuidado con atorarte. Si quedas
con hambre, bien tienes la culpa, por dejar que cualquiera de afuera
te venga a aprovechar de semejante modo.
Don Gabino se reía. Mascaba, indiferente, la galleta que le había
dado su mujer y, agarrando de un estante pegado a la pared una
botella, la vació en un vaso que alcanzó a llenar y que tendió al
forastero, diciéndole:
-Tome, amigo; todavía alcanza para un trago ese poco carlón que
queda. Tómelo para completar la fiesta, y dispense la pobreza. La
familia es poca; por esto, la olla es tan chica; otra vez que venga,
llegue más temprano y haremos lo posible para tratarlo mejor.
-Déjese de cumplimientos, amigo -contestó el viejo-. He cenado
muy bien. Con poco me contento.
-Si será sinvergüenza ese viejo cachafaz -dijo entre dientes
Quintina.
Don Gabino se sonreía; le había hecho gracia la voracidad ingenua
del viejo. No habría comido desde varios días el pobre. Y, al fin,
¡gran cosa!, pasarlo sin cenar, una noche, por casualidad. ¡Cuántas
veces le habían sucedido ya antes!
Y viendo que el viejo, después de tomar unos mates y de fumar
un cigarro, bostezaba como para desengancharse las mandíbulas, le
ofreció tenderle cama en la cocina, lo cual aceptó el huésped, con la
misma sencillez con que había comido toda la cena. Gabino fue a
desensillarle el caballo, atando a éste con maneador largo para que
pudiera comer y se cambiaron las buenas noches.
Esa noche, antes de dormir, doña Quintina hizo sentir a su marido
todo el peso de su legítima indignación. Ser hospitalario y generoso,
tener lástima a la vejez y a la pobreza le parecía muy bueno, pero
con la condición de que la hospitalidad no le viniera a quitar a uno
mismo ninguna comodidad; que no llegase la generosidad a
disponer de lo necesario a la misma familia, sino apenas de lo
superfluo; y también encontraba que la vejez y la pobreza poca
alegría traen consigo, y que siempre basta de plagas, con las que
uno tiene en casa.
Gabino, siempre indulgente, dejó correr el chorro, y cuando
Quintina, como punto final, le quiso llamar la atención sobre el
terrible ruido de trueno con que roncaba el viejo, que se oía desde la
cocina y que les iba, decía ella, a quitar hasta el sueño, comprobó
con cierta impaciencia que su marido también empezaba a roncar y
no tuvo más remedio que agregar su nota de flauta al concierto.
El viejo era madrugador: con el alba se despertó y oyéndolo
Gabino que andaba por la cocina, revolviéndolo todo, se levantó y se
fue a juntar con él.
-Buenos días -le dijo el viejo, medio burlón-. ¿Cómo ha pasado la
noche? ¿No sufrió de empacho?
-No, señor -contestó don Gabino; y para retrucar el envite,
agregó-: ¿Tiene apetito esta mañana?
-¡Qué pregunta! Pues no; casi me muero de hambre, pero, antes
de churrasquear, tomaremos unos mates. Andaba buscando la
yerbera, sin poderla encontrar.
Gabino prendió el fuego, llenó la pava, arregló el mate, buscó la
yerba y encargándole al viejo que cebara, se fue al corral a carnear
un capón, el mejorcito que pudiera encontrar.
Cuando volvió, trayendo una paleta y algunas achuras para hacer
un churrasco, el viejo, que seguía tomando mate, le dijo:
-Pues, amigo, usted se fue y me dejó sin pitar.
-Es cierto -contestó Gabino-, dispense.
Y, sacando la tabaquera y el papel, se lo dio todo al forastero,
quien, después de prender un cigarro, siguió haciendo más y más
cigarrillos, hasta acabar con todo el tabaco, y se los guardó todos en
el bolsillo de la pechera. Gabino lo miraba con cierta admiración
bondadosa, lo que viendo el viejo le tendió un cigarro, diciéndole:
-Fume, amigo; no haga cumplimientos.
Doña Quintina se levantó un poco más tarde, y se quiso volver
loca, al ver al maldito viejo aquel, bien instalado en el fogón,
comiendo, devorando, más bien dicho, toda la carne traída por
Gabino, después de haber acabado con la yerba y con el tabaco, lo
mismo que con la galleta y el vino, el día anterior.
Después de limpiarse las manos con el trapo, el forastero dejó
entender que no le haría mal un trago de ginebra; pero no había en
la casa, pues don Gabino no era aficionado a la bebida, y, sin insistir,
se levantó el otro y declaró que ya se iba a marchar.
Quintina no pudo reprimir un suspiro de satisfacción, al oírlo, y
hasta se asegura que dijo, como entre sí, pero no bastante para que
el huésped no se volviera hacia ella, mirándola con cierto aire
socarrón a la vez y severo:
-¡Anda al diablo, lombriz!
El viejo ensilló su caballo, ayudado por don Gabino, y en el
momento de despedirse de éste, lo abrazó y le dijo:
-No me olvidaré de lo que usted ha hecho por mí. Cuente usted
con un amigo que lo ha de ayudar en todo lo que pueda, y cuando
algo le falte, acuérdese, nomás, de don Francisco.
Y se fue, al tranquito.
Gabino volvió del palenque, sonriéndose, como de graciosa
parada, del ofrecimiento del viejo.
-Acuérdese de don Francisco, me dijo, cuando algo le falte -le
contó a la mujer-, y que nunca se olvidará de lo que hicimos por él.
-Vaya con el viejo comilón y sinvergüenza -exclamó doña
Quintina-; pues, yo tampoco me he de olvidar de él.
Y como miraban ambos para el campo, vieron con admiración que
donde hubiera debido estar el viejito, sólo se divisaba como una
nube luminosa que pronto desapareció sin que de «don Francisco»
quedara ni la sombra.
-¡Don Francisco! ¿Don Francisco de qué será? -se preguntaba don
Gabino, todo pensativo-. ¿Quién sabe si no será algún enviado de
Mandinga? Aunque no parece; pues era risueño el viejito, y no
parecía malo.
-Por mi parte -dijo Quintina-, pocas ganas tendré yo, cuando no
tengamos nada que comer, de llamarlo para que nos venga a ayudar,
con su apetito, a morirnos de hambre.
Y entrando en la cocina, empezó a preparar lo necesario para el
almuerzo, aunque no fuera hora todavía, pues estaban ambos como
fácilmente se comprende, con un hambre feroz.
Lavó la olla, le echó agua, la puso en el fuego y fue al alero a
sacar carne. Cortó un cuarto del capón y, en pedazos, lo metió en la
olla.
Mientras tanto, andaba Gabino buscando el tabaco para armar un
cigarro; pero no quedaba más que el papel de estraza en que había
sido envuelto. Se acordó que don Francisco se lo había llevado todo
y se contentó con decir, sonriéndose:
-¡Qué don Francisco éste!
Y, al momento, vio con asombro que el papel de estraza, que tenía
en la mano, se había llenado, ¡cosa extraña!, del mismo tabaco que
acostumbraba fumar. Se le pusieron redondos los ojos, y, llamando a
su mujer, le enseñó el atado. La mujer se quedó admirada, por
supuesto; pero sin dar, por tan poco, su brazo a torcer, dijo:
-Bueno, pero te falta papel.
-Cierto -contestó el hombre-. ¿Qué hago?
-Pídeselo a don Francisco -le contestó, medio turbada-, para ver.
Y, sin vacilar, don Gabino llamó:
-Don Francisco, mande papel, pues, hombre.
Y mirando el atado que siempre tenía en la mano, vio, encima, un
cuaderno de papel de fumar que parecía salir de la pulpería.
Quedaron, esta vez, atónitos ambos y no se atrevían a decir una
palabra, temerosos de que tamaña brujería les resultase fatal. En
silencio y sin querer acordarse de que también se les habían
acabado la yerba, se sentaron a comer.
Cuando ya estaba Quintina sirviendo el puchero, entró una de las
criaturas y pidió una galleta.
-¡Caramba! -dijo el padre-; galleta no hay; comimos anoche, la
única que nos dejó don Francisco.
Y, al pronunciar esas palabras, oyó en un rincón de la pieza el
ruido peculiar que hace la galleta bien seca al desmoronarse en la
bolsa. Corrió don Gabino a su vez y se encontró con galleta para
varios días.
Esta vez, no hubo duda ya que con don Francisco se podía
realmente contar y se miraron los esposos con alegría sin reserva.
Comieron con apetito y sólo fue cuando estuvieron cansados de
comer que notaron que en la olla todavía quedaba con qué convidar
a varias personas. Lo más raro es que, a pesar de ser bastante flaco
el capón, el caldo era gordo y nutritivo, como si hubiera sido hecho
con carne de vaca a pesebre.
Desde ese día por pequeña que fuera la olla, y por flacas que
estuvieran las ovejas, nunca les faltó, para comer, carne abundante
y gorda, como si manantial hubiese sido la olla. Mas, los dos niños
crecieron, y su apetito, lo mismo; nacieron otros, y otros, hasta
doce, entre varones y mujeres, y sin que se cambiase la olla,
siempre alcanzaba para todos el puchero. Don Francisco no habían
venido nunca más a visitarlos y, asimismo, era como si habitara en la
casa. Era el invisible protector de la familia, y Quintina era la que
más devoción le tenía. Comprendía ella, aunque no lo confesara, que
había sido más generoso con ella todavía que con Gabino; pues por
su mala voluntad hacia él, bien hubiera podido castigarla, como
suelen hacer esos emisarios misteriosos, de poder sobrenatural, con
los que los reciben mal. Le había tenido lástima y la había
perdonado, y por esto su recuerdo era más sagrado para ella.
La majada aumentó sin cesar, pues el consumo era ínfimo y se iba
paulatinamente haciendo rico don Gabino, bendiciendo al Cielo por
haberlo hecho nacer hospitalario.
Nunca en vano llamaba al palenque ningún transeúnte; se tenía fe
en la olla y se sabía que de ella siempre saldría carne para todos; y
en caso de apuro, con llamar a don Francisco quedaba todo salvado.
Y vivieron así Gabino y Quintina, muchos años, rodeados de su
numerosa prole, multiplicada con nietos, biznietos y tataranietos,
criados todos en el respeto de las viejas costumbres hospitalarias de
los antepasados, a las cuales debían su fortuna.
Pero, al cabo de muchos años, las generaciones que se sucedían
creyeron que la olla no podía perder su maravillosa facultad, no
acordándose ya a qué ni a quién la debían. Sólo sabían que había
que invocar a «don Francisco» para conseguir que no se agotase su
contenido. El puchero, por lo demás, poco le gustaba ya a esa gente
que se había hecho delicada con la riqueza; y se reservaba la olla
para los peones y los huéspedes pobres. Y como éstos abundaban,
por supuesto, también llegó, con los años, el día en que el dueño de
la olla, hombre de regular fortuna, se rehusó a recibir, ni en la
cocina, a los pobres, diciendo, en su orgullo egoísta, que ya lo tenían
fastidiado todos esos haraganes harapientos.
Una noche, un gaucho viejísimo tremoló, en el palenque, su débil
«Ave María». Forastero debía de ser, pues el dueño de la casa no se
acordaba haberlo visto nunca por esos pagos. Venía en un caballo
flaco y mal aperado, y su chiripá roto, su poncho hecho trizas, sus
alpargatas agujereadas cantaban, en coro lastimero, la miseria del
pobre viejo. Pidió licencia para hacer noche.
El patrón vaciló; pues, aunque su resolución fuera de no dar
hospitalidad ya a ningún pobre y que la pusiese en práctica desde
tiempo atrás, de repente le pareció feo rechazar, así nomás, a ese
desgraciado. Lo pensó un rato; hasta que habiendo logrado vencer
ese amago de benevolencia, se dio vuelta las espaldas y, haciendo
sonar los dedos, gritó a un peón:
-Dile que aquí no es fonda. ¡Que se vaya a la pulpería!
Y entrando en la cocina, se acercó al fogón para sacar una brasa y
prender el cigarro. No se sabe cómo fue; mientras estaba ahí, oyó
un ruidito, como de algo que se raja, y por una rendija abierta en la
olla, todo el caldo se derramó y apagó el fuego, llenándose de humo
la cocina.
-¡Mi olla! -gritó, desesperado, y en su mente atropellaron todos los
recuerdos, las leyendas, los cuentos que sus abuelos y sus padres le
habían hecho, cuando chico, de la preciosa olla y don Francisco.
Había gozado él de la olla mágica; había evocado a menudo, con
los labios, al generoso protector de su familia, pero sin darse cuenta
de que era preciso seguir mereciendo por su generosidad los favores
concedidos a la generosidad de sus antepasados.
Comprendió en el acto el alcance de su falta y del castigo. Adivinó
quién era el gaucho viejo y pobre a quien habían negado una presa
de puchero: corrió, como loco, hasta el palenque, llamando a gritos
con toda su fuerza:
-¡Don Francisco! ¡Don Francisco!
Pero sólo llegó para ver desaparecer paulatinamente una nube
luminosa en el mismo sitio donde, en aquel momento, hubiera
debido estar el viejito, trotando.
Volvió, llorando, para las casas. Trató de componer la olla con
alambre, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles: hay cosas, en la
vida, que no se componen.
Desde aquel día, volvió a entrar la necesidad en la casa. La
majada fue siempre mermando, padre e hijos se dieron al vicio y a la
desidia; todo se volvió desastre. A los huéspedes se les admitía,
pero nunca alcanzaba la carne, y se les convidaba con caña, y
surgían peleas, a veces sangrientas. Hasta que se derrumbó todo:
bienes, hogar, familia, quedando tirada en un montón de basura la
olla que había sido de don Gabino.
Siempre conforme

Muy orgulloso era don Patricio, y tan orgullosa como él su hija


Hermenegilda, sin más mérito para ello que haber el primero
heredado algunas leguas de campo y mucha hacienda.
Vivían solos en la estancia, viudo el padre y todavía soltera la hija,
habiéndose alejado los demás hermanos por no poder sufrir su
soberbia.
Un día llegó a la estancia un gaucho viejo, bastante haraposo,
jinete en un malacara flaco, pobremente aperado. Desde el palenque
llamó, y como se asomara la señorita Hermenegilda, la saludó con
respeto; iba a pedir licencia para descansar hasta que bajase el sol,
cuando ella, cortándole la palabra descortésmente, le preguntó con
voz desdeñosa qué se le ofrecía.
El hombre se hizo más humilde aún y formuló su deseo; y la joven
le contestó que la estancia de su señor padre no era fonda para
pobres y que se retirase, no más.
El viejo, entonces, con voz sonora y ademán amenazador, le dijo:
-Pues ya que es así, hija, algún día tendrá tu señor padre de yerno
a un gaucho tan pobre como yo.
Hermenegilda, justamente, después de haber desechado a un
sinnúmero de novios muy aceptables, acababa de quedar algo
seducida por los atractivos físicos y morales de un joven abogado,
hijo de un estanciero de la vecindad, y parecía que su ambición
estuviese, por una vez, de acuerdo con lo que le dejaba de corazón
su orgullo. Por eso las palabras del gaucho viejo, proferidas con tan
expresivo enojo, le hicieron profunda impresión. ¿Sería brujo el
hombre, o algún emisario de ese Mandinga de quien todos hacían
gala de burlarse en las conversaciones, y a quien, en el fondo, tanto
temían todos? Miró hacia el campo; se iba el viejito, al tranco del
mancarrón, pero ya algo retirado. Hermenegilda, atemorizada, llamó
a un peón y le ordenó que fuese de un galope en busca del viejito y
lo trajese. El peón en seguida salió, pero cuando alcanzó al jinete
que le habían enseñado, dándoselo por viejito haraposo montado en
un malacara flaco, se encontró con un gaucho de unos treinta años,
muy elegantemente vestido y que galopaba en un magnífico pingo
oscuro, cubierto de aperos de plata. Lo miró de rabo de ojo, y sin
atreverse a decirle nada, volvió a las casas, donde dio cuenta a doña
Hermenegilda del resultado de su misión.
Y mientras Hermenegilda quedaba agobiada por el sentimiento de
lo que había hecho y el terror de lo que sin duda le iba a suceder, el
gaucho viejo, después de burlarse con su cambio repentino de
fisonomía, del mandadero de la joven, llegaba a su rancho.
Allí llamó a su hijo Sulpicio, muchacho de unos veintitantos años,
y le dijo:
-Mira, Sulpicio; ya es tiempo de que vayas a buscarte la vida. De
viático sólo te puedo dar un consejo, pero si lo sigues, te será de
gran provecho: Confórmate siempre con todo, y todo te saldrá bien.
El muchacho, obedeciendo al padre, ensilló y se fue llevando por
todo haber la bendición paterna, el consejo y la firme voluntad de
seguirlo al pie de la letra.
El caballo había enderezado de por sí hacia la estancia de don
Patricio, y Sulpicio, muy conforme, lo dejó andar a su gusto, hasta
que, poco tiempo después, estuvo en el palenque de la estancia.
Desde que se alejara de ella su padre, había ocurrido un
fenómeno singular. Hermenegilda, después de quedar un rato largo
sumida, al parecer, en profunda cavilación, se dirigió con paso firme
a la cocina. Allí estaba fregando los platos y limpiando las cacerolas
doña Eusebia, una negra vieja que había visto nacer a la muchacha
y la quería mucho, a pesar de ser a menudo zarandeada de lo lindo
por ella. Hermenegilda le tomó de las manos el trapo con que estaba
secando los platos y le dijo con inacostumbrada suavidad:
-Anda, negra, descansa; voy a acabar ese trabajo. Desde hoy
tomo a mi cargo la cocina.
-Pero, niña... -dijo la vieja.
-Anda, te digo, a tu cuarto, y descansa.
-Entonces, ¿me echa? ¿Por qué me echa, niña?
-No te echo, pero así se me antoja. Anda y déjate de rezongar,
que así tiene que ser.
Se fue doña Eusebia, pensando en algún capricho de
Hermenegilda, y se retiró a su cuarto.
Cuando, al rato, don Patricio llamó a la negra para que le diese
mate, acudió Hermenegilda, con las manos húmedas, la ropa
bastante manchada, la cara abotagada por el fuego y los ojos
llorones por el humo. El padre le preguntó qué andaba haciendo, y
ella le dijo que, siendo Eusebia muy vieja, había resuelto tomar a su
cargo su trabajo.
-¿Estás loca? -le preguntó el padre.
-No, tata -dijo-, y así tiene que ser.
Insistió don Patricio con todo el ímpetu del orgullo lastimado,
diciéndole que si se sentía enferma o cansada Eusebia, se le tomaría
ayudanta, que su hija no había nacido para cocinera, que era una
verdadera locura; pero nada valió y sólo contestaba Hermenegilda:
-Tiene que ser así, tata.
Hasta que, cansado de luchar, don Patricio la dejó seguir lo que,
rabiando y desdeñoso, llamaba su vocación.
Tomó mate de sus manos, mientras ella esperaba parada en la
puerta, humildemente, ni más ni menos que lo hubiera hecho
Eusebia; y cuando llamó al palenque Sulpicio, fue ella a recibirlo,
haciéndole entrar y sentar en la cocina, con muy buen modo,
mientras iba a avisar a don Patricio. Sulpicio, que habla oído
ponderar lo descortés que eran todos en la estancia, no pudo menos
de reconocer que siquiera la cocinera era muy amable y... bastante
buena moza.
La verdad era que, en pocas horas, la pobre Hermenegilda había
perdido la mayor parte de su natural hermosura. Los ojos se le
habían hinchado y enrojecido, la tez se le había ennegrecido,
arrugado y endurecido, tenía la cara llena de manchitas, la boca se
le había torcido, y con el poco aseo que podía conservar entre el
humo, la grasa, la leña de oveja, los platos sucios y la carne cruda,
estaba volviéndose ya una verdadera cocinera de campo. Quizá por
eso mismo le había gustado al humilde gaucho que era Sulpicio,
quien no se hubiera seguramente atrevido a fijar la vista en una
señorita.
También es de advertir que aunque hubiese estado horrible,
Sulpicio la habría hallado muy a su gusto, dispuesto como estaba a
conformarse con todo, según el consejo paterno, y a encontrar
aceptable la más repulsiva fealdad lo mismo que la más fulgurante
hermosura.
Pronto le vino la muchacha a avisar que el patrón lo esperaba.
Salió al patio caminando pesadamente con sus gruesas botas,
tapado con el poncho casi hasta los pies, el sombrero sobre las
orejas y el rebenque colgando de la muñeca... ¡Linda conquista la de
la niña Hermenegilda!
Don Patricio necesitaba gente; pero, hecho un tigre, con la locura
de su hija, recibió a Sulpicio de tal modo, que cualquier otro, en vez
de conchabarse, se hubiera mandado mudar en el acto. Sulpicio, ni
lo pensó, pues con todo estaba resuelto a conformarse. Y se
conformó, no más, con los modos de repelente altanería de su
nuevo patrón.
-Necesito peones -le dijo éste- que sepan trabajar lo mismo de a
caballo que de a pie.
-Bien, señor -contestó humildemente Sulpicio.
-¿Eres jinete?
-Sí, señor.
-¿Sabes domar?
-Sí, señor.
-¿Sabes enlazar?
-Sí, señor.
-¿Te animas a pastorear de noche?
-Sí, señor.
-¿Entiendes de cuidar ovejas?
-Sí, señor.
-¿Y de a pie, sabes trabajar?
-Pialar, sí, señor.
-No; digo con pala, con guadaña, con carretilla y otras cosas por
el estilo.
-No muy bien, señor; pero trataré...
-Bueno, entonces -dijo don Patricio-, puedes empezar ya. Tráete
esa manada que se ve allá, para mudar caballo. Ensillarás un
zebruno viejo que verás y te vas al jagüel, en el fondo del potrero;
tiras agua hasta llenar las bebederas y la represa; a la vuelta atas
del pértigo de este carrito el zebruno y con la guadaña y la horquilla
te vas al alfalfar a cortar pasto hasta llenar bien el carro y lo
repartes a los carneros de pesebre. Después, con la carretilla vas a
la parva y cortas pasto seco para los caballos que quedan de noche
atados. Una vez llenos los pesebres, te desgranas una fanega de
maíz con la máquina que está en el galpón y después te vas a
buscar las cuatro lecheras para atar los terneros.
Volverás después al campo a sacar el cuero de una yegua vieja
que murió esta mañana contra el alambrado de la laguna;
estaquearás el cuero y llevarás la carne a los chanchos. Al
anochecer, al entrar la majada, habrá que carnear un capón, pues se
nos acabó la carne. Y cuidadito de tener caballos atados para
mañana, a la madrugada, para salir a recoger, que nos han pedido
rodeo.
-Bien, patrón -dijo Sulpicio.
Y como ya se dirigía al palenque, le gritó don Patricio:
-Y movete, que me olvidé unas cuantas cosas que hay que hacer
hoy, antes que sea de noche.
Cualquier peón, el más guapo, hubiera rezongado, por lo menos,
pero se acordaba Sulpicio del consejo paterno y todo le parecía muy
bien; y todo lo hizo tal cual se lo habían mandado. Trajo la manada,
agarró el zebrano, fue con él al jagüel a tirar agua; guadañó por la
primera vez en su vida y sólo con un trabajo bárbaro pudo alcanzar
a llenar de pasto el carrito de pértigo. Repartió el pasto a los
carneros, cortó pasto seco en la parva y con la carretilla lo trajo;
desgranó el maíz, fue a buscar las lecheras y ató los terneros. Se dio
maña para poder cuerear la yegua, estaquear el cuero, llevar la
carne a los cerdos, entrar la majada y carnear un capón. Y antes de
anochecer, agarró caballos para el día siguiente.
Estaba el pobre Sulpicio rendido de cansancio, pero muy
conforme, y a pesar de que le parecía que la única cosa que se le
hubiera pasado por alto a don Patricio fuera decirle a qué horas
comería, ni chistó siquiera.
Después de acabar todo lo que le habían mandado, se deslizó en
la cocina, y sentándose en un rincón, sin atreverse a pedir nada,
esperó que la cocinera le ofreciese algo de comer. Había muchos
otros peones que antes que él habían vuelto del campo o de la
quinta, gente de toda laya, gauchos y extranjeros, y todos estaban
acabando de cenar. Extrañaban, por supuesto, verse servidos por la
niña Hermenegilda, la propia hija del patrón, pero creyendo que
fuese por indisposición de la negra Eusebia, se contentaban con
meter menos bulla que de costumbre, sin hacer los comentarios
que, conociendo la verdad, hubiesen seguramente cuchicheado.
Esta misma noche vino de visita a la estancia el joven abogado,
candidato a la mano de Hermenegilda; y antes que el padre hubiese
tenido tiempo de ir a recibirlo, se adelantó a abrirle la tranquera la
misma muchacha. Había mucha luna, y la conoció en el acto,
quedando asombrado de verla vestida como verdadera cocinera,
toda sucia, negra y de facciones tan toscas. Le habló sin embargo y
la saludó con cortesía, pero ella apenas le contestó y más bien como
una sirvienta intimidada que como solía hacer la orgullosa señorita
Hermenegilda. Como no fuese a la sala con él, no pudo menos que
preguntar al padre qué novedad había; y éste le confesó la verdad:
que su hija parecía haberse vuelto loca, que se lo pasaba en la
cocina trabajando como negra, y que ni a las buenas ni a las malas
la había podido sacar de allí. El joven manifestó que tomaba su parte
en semejante desgracia, expresando el deseo de que pronto pasase,
y se fue, para no volver más.
Mientras tanto, seguía en la cocina esperando con toda paciencia
Sulpicio que le sirviesen de comer, pero parecían haberse olvidado
todos por completo de él, y se quedó con el hambre, muy conforme,
sin embargo, sabiendo que conformándose con todo, según se lo
había prometido su padre, todo le saldría bien.
El día siguiente, desde la madrugada hasta la noche, no paró de
penar ni de ser mandado por el patrón. De todo hizo, de lo que
sabía hacer, y de lo que nunca había hecho; pero, como pudo, se dio
maña, sin rezongar ni quejarse, y conformándose con todo, comió
poco y trabajó como un burro. Y siguieron los días, las semanas y
los meses, sin mayor modificación durante todo un año.
Sulpicio había trabajado de quintero y de domador, de lechero y
de ovejero, de alambrador y de tropero, de carrero y de zanjeador;
había amansado novillos y arado la tierra, había cuidado majadas y
rondado yeguas, y hecho muchas otras cosas, tocándole siempre a
él la pala más pesada y el potro más bagual, la vaca más mañera y
el caballo más lerdo, el novillo más bruto y las yeguas más ariscas,
lo mismo que los días de más sol y las noches más oscuras... y, en la
cocina, el plato más chato, la cuchara más chica y la presa más
flaca. Pero se conformaba con todo, risueño siempre, o, por lo
menos, calladito.
Todos los festejantes de Hermenegilda, naturalmente, se habían
escurrido, y después del joven doctor, habían desaparecido, uno tras
otro, el hijo de un vecino de regular situación, y otro estanciero,
solterón viejo, y un hacendado bastante rico, pero viudo y con una
punta de hijos, y dos o tres mayordomos, quienes, atraídos, a pesar
de todo, por el olor a los pesos, habían renunciado por el olor a
humo y a grasa de la muchacha y también por su fealdad siempre
creciente.
Un pobre capataz hubiera quizá cuajado; pero era un ambicioso
que no quería ni un chiquito a Hermenegilda, y como declarase al
padre que no se casaría con ella sino con la condición de manejar a
su antojo la estancia, don Patricio lo echó.
A Sulpicio, que siempre había creído que sólo para titearlo le
habían asegurado que era hija del patrón, no le hubiera disgustado
la cocinera, a pesar de lo haraposa, sucia y fea que, sin que el padre
lo pudiera impedir, se iba poniendo cada día más; pero ¿a qué se va
a casar un pobre peón que ni siquiera tiene setenta centavos para
comprar un par de alpargatas?, pues Sulpicio, con trabajar como lo
hacía, nunca había recibido de su patrón lo que se llama un peso.
Tampoco había pedido nada, siempre conforme con lo que le daban
y con lo que no le daban, siguiendo con confianza el consejo de su
padre, a quien siempre había conocido por un gaucho lindo y vivo.
Un día, tuvo don Patricio que mandar a cien leguas de distancia
una fuerte cantidad de dinero para pagar una hacienda que había
comprado, y como no había para ese punto vías de comunicación y
no podía ir él mismo, se le ocurrió mandar de chasque a Sulpicio
como el hombre de más confianza que tuviera en la estancia.
Sulpicio, conforme, como siempre, salió con la tropilla por delante, y
cuatro días después estaba de vuelta con el recibo, habiendo pasado
hambre y sed, pero muy conforme por haber sabido evitar con toda
prudencia las dos cosas peores que le hubiesen podido suceder: ser
atacado por bandidos o atajado por la policía.
Esta vez, don Patricio quedó quizá todavía más conforme que él, y
como tuviese que traer de otra parte una hacienda muy arisca y de
difícil arreo, mandó otra vez a Sulpicio a que se recibiera de ella. Fue
nuestro amigo, conforme, como siempre, y llegó después de haber
sufrido temporales y fríos, y pasado noches y noches sin dormir,
pero tan conforme a la vuelta como a la ida, pues ni un animal se le
había perdido.
Don Patricio había, durante este año de sufrimientos, perdido poco
a poco el maldito orgullo que hasta entonces lo había dominado;
conocía además la necesidad de asegurar en alguna forma, antes de
quedar por la vejez inhabilitado para el trabajo, la situación de su
malhadada hija Hermenegilda, confiando a algún hombre bueno el
manejo del establecimiento; y viendo que no era ya posible casarla
sino con un peón, llamó a Sulpicio y le dijo:
-Me has servido como hasta hoy nadie lo hizo; has sabido
conformarte con mi mal genio, con privaciones de todo género,
cumpliendo esas múltiples y penosas obligaciones sin la menor
queja, y por todo esto, estoy dispuesto a tomarte de mayordomo,
pero con una condición: que estés conforme en casarte con la
cocinera.
Por la primera vez quizá tuvo Sulpicio una vacilación en contestar
que estaba conforme, pues la pobre Hermenegilda había
«progresado» de un modo espantoso en repugnante fealdad. Por
suerte, a tiempo se acordó del consejo paterno y para que todo le
saliera bien, se apresuró en exclamar:
-Estoy conforme, patrón.
Hermenegilda estaba presente, pero no decía nada, habiéndose
vuelto más humilde que la más humilde china del último toldo, y
mientras Sulpicio, como era de su deber, tomaba en la suya su mano
sucia y grasienta, sonó en el palenque una alegre llamada. Corrieron
todos y Sulpicio antes que ninguno, pues había conocido la voz de
su padre. También había conocido Hermenegilda al gaucho viejo que
tanto la había castigado por su orgulloso rechazo, y viendo cuán
cierta había salido la amenaza de este hombre, se echó a llorar
asustada. Pero se le acercó el gaucho viejo, y tomándola de la
mano:
-Señorita -le dijo-, no quiero que mi hijo tenga por esposa a una
cocinera, sino a la hija del estanciero don Patricio.
Y apenas acabó de hablar, cuando Hermenegilda apareció a los
ojos admirados de su padre y de su novio, ya conforme, por
supuesto, como en su vida lo estuviera, resplandeciente de
hermosura y vestida como una reina de cuento de hadas.
Las hazañas del Travieso

Cuando Salustiano quedó huérfano, no necesitó escribano para


hacer el inventario de los bienes que le legaba su padre: se
componían de una cueva cavada en campo ajeno en la costa de un
arroyo, tapada con cuatro chapas y media de hierro de canaleta,
viejas y abolladas, y con un cuero de potro todo reseco, roto y
arrugado, del palenque, un simple estacón de ñandubay; de un mate
con bombilla, una pava, un asador y una olla; de tres mancarrones,
cuatro yeguas y un perro.
El perro, producto híbrido de veinte razas distintas, tenía dos
años; era feo, pequeño, de pelo barcino, y contestaba, cuando le
venía en gana, al nombre de Travieso.
Salustiano, desamparado, lo llamó a su lado, lo acarició y le contó
sus penas, y Travieso entendió perfectamente que su amo ya no
tenía qué comer, ni plata para comprar siquiera una cebadura de
yerba; que pronto lo iban a echar de la pobre choza donde se
guarecía, y que no le iba a quedar más recurso que conchabarse por
mes en alguna parte, lo que era bien triste.
Travieso tenía sobre el particular la misma opinión de Salustiano.
Acostumbrado a recorrer con él el campo a su antojo, a dormir la
siesta en el pajonal, a buscar huevos, a cazar bichos silvestres... y
domésticos, cuando se ofrecía, no le podía caber en la cabeza la
idea de renunciar a la libertad; más bien renunciar a la vida. Pero no
era cosa de abandonarse. Si Salustiano era todavía muy muchacho
para poderse desempeñar, él le ayudaría: no faltan changas buenas
en este mundo para el que se sabe manejar, y al perro barcino no le
llamaban Travieso sin motivo. Todo esto se lo hizo comprender a su
amo y también que lo primero que había que hacer era conseguir
que no lo echasen del rancho; y le aseguró en su idioma que para
ello tenía un medio excelente.
Dejándole a Salustiano pensar en lo que creía su desgracia, se fue
a merodear por la casa del dueño del campo en el cual estaba
situada la cueva, hasta que divisó a uno de sus hijitos jugando fuera
del cerco. Se acercó despacio a la criatura, haciéndose el cacharrino,
retorciendo el espinazo y meneando la cola; el chiquilín lo acarició y
empezó a jugar con él; Travieso se iba corriendo, venía, se dejaba
agarrar y manosear, volvía a correr, haciéndose el juguetón, y sin
que la criatura lo sintiera, se iba alejando de su casa y
aproximándose al rancho de Salustiano. Y así, poco a poco, el pícaro
perro la llevó hasta muy cerca de la costa del arroyo; allí la dejó, y
corriendo hacia su amo, siempre sentado y cavilando, lo llamó a
tirones para que lo siguiese.
Salustiano saltó en su caballo, y en un momento estuvo con el
perro cerca de la criatura, que ya empezaba a jugar con el agua y se
había empapado toda la ropa. La alzó y en seguida la llevó para la
estancia. Por el camino encontró al padre que, lleno de inquietud, la
andaba buscando por todas partes. Cuando le contó Salustiano en
qué posición peligrosa la había encontrado, gracias al aviso que tan
oportunamente le diera Travieso, de buena gana los hubiese
abrazado a los dos, y le dijo:
-Amiguito, son servicios estos que no se olvidan y puede pedirme
lo que quiera.
Salustiano aprovechó la ocasión para decirle cuán abandonado y
pobre había quedado y le pidió por favor que lo dejase cuidando sus
pocos animalitos en la costa del arroyo.
-¡Cómo no! -exclamó el estanciero-; quédese, no más, y cuando
necesite carne, mande pedir con confianza.
Cuando al galope se hubo alejado el padre con su hijo sano y
salvo, Travieso dio tres vueltas de carnero seguiditas, y pegó tantos
brincos y tan fuertes, que su amo lo creyó loco; pero vio que era
alegría, no más, por su buena suerte, no pudiendo, ni por un rato,
sospechar la perrada cometida por el bribón.
No fue, para perjuicio de la moral, la última. Basta entrar con éxito
en el mal camino, para perseverar en él; y, por un tiempo, perseveró
Travieso, con la excusa, es cierto, de que sólo quería el bien de su
pobre amo.
De los tres caballos dejados por el finado, uno era bastante ligero,
y en las largas conversaciones que tenían entre sí Salustiano y
Travieso, éste acabó por hacer entender al muchacho que debería
prepararlo para correr carreras. La dificultad era que para componer
parejero, Salustiano no tenía ni maíz ni pasto; pero Travieso le
aseguró que esto no significaba nada y que debía arriesgarse.
Tampoco tenía plata, pero tanto insistió el perro, que resolvió el
muchacho arriesgar aunque fuera algún otro de sus caballos.
El día de la reunión, pudo así armar una carrera por treinta pesos,
precio que le pusieron al mancarrón; bastante inquieto estaba
Salustiano por el resultado, pero lo veía a Travieso tan contento que
ya cobró confianza.
Corrieron, y Salustiano venía por detrás e iba a perder, cuando,
como flecha, cruzó la cancha Travieso, pasándole casi entre las patas
al caballo contrario; y éste se asustó, no mucho, pero bastante para
dejarse pasar y perder los treinta pesos. Bien hubo reclamos y
discusiones, pero los rayeros habían apostado al caballo de
Salustiano y se la dieron ganada.
Travieso se presentó a su amo, humilde y con la cola escondida,
como quien por pícaro merece castigo; pero los treinta pesos que
tenía en el bolsillo lo hicieron clemente a Salustiano y le perdonó al
perro su travesura... provechosa. ¡Treinta pesos! Una fortuna para
Salustiano. Quiso ya, por supuesto, empezar a voracear y se iba a
entrar en la pulpería, cuando Travieso saltó al hocico de su caballo
que estaba atado al palenque, y aquél, asustándose, cortó el
cabestro y se mandó mudar. Los gritos, al momento, de «¡se va un
ensillado!» avisaron a Salustiano, y montando en su parejero, siguió
al otro que sólo pudo alcanzar en el palenque de su rancho.
Ya era tarde para volver a la pulpería, y Travieso empezó a
convencer a su amo de que con su plata debía comprar ovejas. A
Salustiano no le pareció mal pensado, y el día siguiente pudo
comprar de un vecino casi tan pobre como él, veinte ovejas al corte
por sus treinta pesos.
Veinte ovejas son una majada bien pequeña; pero Travieso salía a
la oración y volvía a la madrugada, trayendo por delante, quién sabe
de dónde, puntitas de ovejas que iba juntando con las veinte
fundadoras.
Salustiano era muchacho honrado y trataba de averiguar de
quiénes eran esos animales; pero todos eran de señales
desconocidas en el pago y a la fuerza se tenía que quedar con ellos,
pues nadie venía a reclamarlos, y ningún vecino tenía derecho a
quitárselos. Lo retó muy fuerte a Travieso, y el perro, con aire de
arrepentido, los ojos llenos de remordimiento, achatado en el suelo,
escuchaba, compungido; pero siempre traía ovejas y Salustiano
nunca llegó a pegarle, porque le parecía digno de perdón una culpa,
aun ajena, que tanta cuenta le hacía.
Sólo dejó Travieso de traer ovejas cuando la majada de su amo
hubo alcanzado a quinientas cabezas, y desde entonces pareció que,
sin renunciar a ser vivo, empleara su ingenio en obras más lícitas,
imitando en esto a muchos amos de perros que sólo empiezan a
criar conciencia cuando tienen los bolsillos llenos y la vida
asegurada.
Hasta le dio a Salustiano una lección de moral... provechosa, como
siempre, por supuesto. Éste había encontrado en el campo un
soberbio cuchillo con puño y vaina de plata, y por la marca que
llevaba conoció que era de un vecino, hombre rico y generoso.
Asimismo, la tentación era tan fuerte que se lo iba a guardar.
Travieso, cuando se lo enseñó, en vez de menear la cola y de saltar
y revolcarse, como hacía cada vez que a su amo le tocaba alguna
suerte, se puso triste, y al ver que Salustiano se ponía el cuchillo en
la cintura como cosa propia, empezó a aullar lamentablemente.
Salustiano comprendió que algo mal hacía y se sacó del cinto el
cuchillo, y viendo que entonces el perro, bailando, lo llevaba en
dirección al caballo, montó, y siguió a Travieso, quien, en derechura,
lo llevó a la estancia del dueño del cuchillo. Allí el muchacho
preguntó por éste y le hizo entrega de la prenda.
El cuchillo era un recuerdo de familia; andaba desesperado el
hombre por haberlo perdido, y después de abrazar con emoción a
Salustiano, le regaló diez veces el valor del cuchillo, felicitándolo por
su honradez y ofreciéndosele para lo que se le pudiera ocurrir, lo que
más que todo valía, pues, para el pobre, la protección del poderoso
es gran abrigo, por lo menos mientras que -sin querer-, no lo
aplasta.
Ya se iba Salustiano, cuando lo volvió a llamar el estanciero. Era
para pedirle un servicio; pero con remuneración. Le explicó que
todas las noches una bandada de perros cimarrones venía al corral
de su majada y le mataban una cantidad de ovejas, y que si él, con
algunos compañeros, podía cazar esos perros, le pagaría cinco pesos
por cabeza.
Salustiano, de cumplido, contestó que trataría de ver, que hablaría
con algunos, pero en verdad no sabía ni cómo hubiera podido cazar
perros, de noche, ni con quién, y se fue, sin pensar siquiera en
semejante chanza. Pero Travieso, al oír las explicaciones del
estanciero, pensó que algo había que hacer, y dejando que se fuese
solo su amo, revisó con cuidado los alrededores de la estancia.
Encontró detrás del corral un gran pozo cuadrado; era un jagüel
empezado cuando la última sequía y dejado sin concluir; no había
llegado al agua, pero tenía asimismo unos cuatro metros de hondo.
Travieso, con la diplomacia del caso, empezó a hacer relación con
los perros cimarrones, y hasta les ayudó en algunas de sus fechorías
con tanto tino que todos le fueron cobrando plena confianza.
Juntándolos entonces un día a todos, les dijo que si querían seguir
sus indicaciones, iban, en una sola noche, a llevarse toda la majada
en un sitio donde la tendrían a su disposición para cuando quisieran.
Los cimarrones aceptaron y se dieron cita para la noche.
A medida que iban llegando, Travieso los llevaba al jagüel,
haciéndoles saltar en el pozo y recomendándoles el silencio más
completo. Cuando estuvieron todos, les dijo que todavía tenía algo
que preparar y que se quedasen quietos hasta su vuelta. Corriendo,
fue a despertar a Salustiano, le hizo levantar, ensillar y venir, y lo
llevó a la estancia; allí despertaron al dueño de casa y fueron los
tres al jagüel, donde empezaban algunos perros a aullar de
impaciencia y de inquietud. El estanciero, cuando vio así presos
ciento y tantos de sus enemigos, felicitó a Salustiano por su
habilidad y le pagó en seguida el premio prometido.
Como Travieso andaba siempre por el campo, olfateando,
divisando y pispando, nada se le escapaba, y poco a poco, de uno a
uno fue juntando con las cuatro yeguas de su amo una cantidad de
potrillos y potrancas orejanos que ya no seguían madre y que, por
un motivo u otro, habían escapado a la hierra. No dejó de encontrar
también algunos terneros y vaquillonas en las mismas condiciones, y
si no los podía arrear solo, Salustiano, avisado por él, lo hacía sin
gran trabajo.
En sus correrías encontró también una vez por una gran
casualidad una estaca plantada, que apenas sobresalía del suelo;
buscó a todos vientos si no había otras, hallando así tres o cuatro.
No sabía lo que era, pero supuso, con razón, que de algo debían de
servir y las enseñó a su amo. Y efectivamente, vino una vez un
agrimensor que no pudiendo dar con unos mojones que andaba
buscando, consultó a Salustiano, quien lo llevó a ellos derechito; y el
agrimensor lo tomó de capataz haciéndole ganar una punta de pesos
durante más de un mes que duró su trabajo.
Por el arroyo en cuya costa estaba la habitación de Salustiano,
cruzaban a menudo arreos grandes de ovejas que llevaban para
fuera, y, muchas veces, era un trabajo infernal el conseguir hacerlas
pasar. Salustiano y Travieso miraban con toda tranquilidad los
esfuerzos que hacía la gente, lidiando a veces horas enteras para
hacer puntear sus ovejas entre el agua, hasta que a Travieso se le
ocurrió un día, después que se habían cansado ya los peones de un
arreo, cortar una puntita de las ovejas de Salustiano que estaban del
otro lado del arroyo y traerla hasta la orilla, quedándose él bien
escondido entre las pajas. Las ovejas así cortadas y detenidas por él
en su sitio, balaban, y cuando las del arreo las vieron y las oyeron,
se vinieron todas, como chorro, y pasó todo el arreo. El capataz no
pudo menos de pagarle a Salustiano una buena propina y desde
este día, toda majada que pretendía cruzar el arroyo aprovechaba
con gusto, aunque pagando, la baquía de Travieso y de su señuelo,
perfectamente adiestrado ya, por lo demás.
Salustiano, gracias a las vivezas de su perrito Travieso, se
encontraba en holgada situación; pero a medida que él se iba
haciendo hombre, el pobre Travieso se iba haciendo viejo. Tenía ya
catorce años y bien sentía cercano su fin. No quería dejar a su amo
solo, y su última hazaña fue de encontrarle una compañera buena
que le hiciese la vida feliz. En un baile de familia a que habían
convidado a Salustiano, le indicó Travieso la muchacha con quien se
debía casar, haciéndole tantas caricias que todos se fijaron en ella, y
más Salustiano, acostumbrado a comprender y a obedecer lo que
sabía ser consejos de su fiel amigo. También los siguió en esta
ocasión; y algún tiempo después, murió tranquilo el perro barcino,
llorado de Salustiano y de su mujer cuya suerte había sido tan bien
asegurada por él.
Las botas de potro

Una gran tropa de yeguas que marchaba para el saladero había


pasado la noche cerca del puesto; y el puestero había agasajado lo
mejor posible en su pobre rancho al capataz y á sus hombres. Por
eso, el día siguiente, en momentos de poner otra vez en movimiento
el arreo, el capataz había regalado á Agapito, hijo de su huésped, un
lindo potrillo de pocos días, destinado, de todos modos, á quedar
guacho, ya' que pronto la madre iba á ser sacrificada.
Agapito se quería morir de alegría y de orgullo. Era toda una
felicidad para el muchacho tener un potrillo de él, y lo cuidó con
todo esmero, privándose, muchas veces, de su escasa ración de
leche para dársela. El potrillo lo seguía á todas partes; dormía en la
misma puerta del rancho, y lo acompañaba trotando, cuando iba á
repuntar la majada.
Pero con el invierno, faltó la leche, y el pobre animalito se empezó
á atrasar. El frío acabó de aniquilarlo, y en pocos días, á pesar de los
cuidados de Agapito, se debilitó y languideció de tal modo que
pronto no hubo remedio...
Desconsolado, asistía el niño á los últimos momentos de su
compañero querido, arrodillado cerca de él y sosteniéndole la
cabeza, cuando oyó que el potrillo le decía:
—De mi cuero sacarás un par de botas, y mientras las lleves, no
podrán contigo ni los mismos baguales de Mandinga.
Si semejante cosa le hubiese pasado con cualquier otro animal,
seguramente Agapito hubiera disparado despavorido para las casas;
pero, para él, el potrillo era casi una persona y no extrañó que le
hablara.
Cuando, un rato después, murió el potrillo, no pudo menos el
muchacho de soltar el llanto. Vino el padre; lo consoló, y sin saber
nada de lo que al morir había dicho el animal, cortó de los garrones
un lindo par de botas para Agapito.
Así que éste las tuvo en su poder, aunque sólo fuera muchacho de
unos doce años, se mostró impaciente de empezar á probar sus
virtudes, y como el padre tení en su manada algunos potros, le pidió
que le dejase domar algunos. El padre, por supuesto, se burló de
semejante pretensión y le aconsejo siguiese domando el petizo viejo
y repuntando la majada.
Agapito no quería soltar su secreto y no insistió, pero un día que
la manada estaba entrando en el corral, pialó él solo un potro de los
más grandes, fuera de la tranquera y lo volteó, en un abrir y cerrar
de ojos. Todos lo aplaudieron, menos el padre, que le dió un buen
reto, diciéndole que á los potros había que dejarlos tranquilos. Pero
no había acabado de rezongar, cuando Agapito ya estaba sentado en
pelo en el animal sujetándolo con un bocado que en un momento le
había atado en los asientos. Y lo más lindo era que no había
maneado el potro, que nadie se lo había tenido, que ningún peón lo
apadrinaba y que el animal era del todo chúcaro, sin haber sido
nunca palenqueado siquiera.
El padre de Agapito y todos los presentes quedaban pasmados,
mirando al muchacho guapo, quien, pegado en el potro como
tábano, le daba con las riendas los tirones de estilo, castigándolo
con el rebenque lo más fuerte que le permitía su pequeño vigor
infantil y encerrando entre sus nerviosas piernecitas, calzadas con
las botas de potro, las costillas sudorosas. El animal corcoveó con
furor, pero sin resultado; saltó, brincó, se encabritó, y acabó por salir
disparando por el campo, como si lo hubieran corrido. Agapito lo
dejó correr á su gusto, empezando á sujetarlo despacio cuando vió
que se podría cansar; y cuando llegó, vencedor y radiante de gozo,
al corral, para soltar con la yeguada el potro, ya redomón, su padre
lo abrazó con lágrimas de alegría, asegurando que con semejante
jinete no podrían «ni los mismos potros de Mandinga.»
Agapito, desde entonces, siguió domando todos los animales que
se le presentaban, ganándose en las estancias un dineral para un
muchacho de tan poca edad. No había establecimiento que no lo
mandase llamar, y nunca faltaba algún potro «reservado para poner
á prueba su capacidad de domador.
Y su fama iba creciendo, y no había rancho ni estancia donde no
se ponderase la habilidad de Agapito, concordando todos en afirmar
que ani los potros de Mandinga» podrían con él, pasando así tres ó
cuatro años, durante los cuales Agapito extendió sin cesar el radio
de sus trabajos y el creciente rumor de su fama.
Un día, llegó al rancho del padre un gaucho desconocido en el
pago, arreando una soberbia tropilla de obscuros tapados, con una
yegua blanca, de madrina. Venía de chasque, trayendo para Agapito
una carta muy atenta; la firma era ilegible, pero aseguró el portador
que procedía de un estanciero rico cuyo establecimiento estaba
situado muy lejos; y como en la carta le decían á Agapito que podía
aprovechar para venir la misma tropilla que traía el hombre, que
había en la estancia muchísimos potros que domar y que no se
quería más domador que él, no tenía motivo para negarse á ir. El
padre le aconsejaba no ir, diciéndole que podía ser alguna trampa;
pero ¡vaya uno á detener á un joven á quien se ofrece la ocasión de
ver cosas nuevas! Y Agapito, calzado con sus botas de potro, que á
medida que crecía se estiraban, bien empilchado, por lo demás, y
armado de un buen recado, de confortables ponchos y fuertes
huascas, emprendió viaje con el gaucho de la tropilla de obscuros.
Nunca había salido de sus pagos; y lo que más deseaba era ir
lejos, ver campo nuevo y gente desconocida; y quedó muy bien
servido, pues cada día galopaban desde la madrugada hasta la
noche, cruzando campos de todas clases, pajonales y cañadones,
médanos y montes, lomas y bajos, campos feos y campos buenos,
de pasto tierno y de pasto fuerte, y duró el viaje tantos días que,
después, Agapito nunca pudo acordarse cuántos.
El gaucho se mostraba muy atento; pero los datos que de él pudo
sacar Agapito sobre la estancia y su patrón eran sumamente vagos.
Lo que sí, le pareció admirable la tropilla de obscuros, pues
cuando llegaron—un día, por fin, llegaron,—no había aflojado, ni
siquiera se había mancado un solo animal.
Lo llevaron en seguida á presencia del amo.
Si Agapito hubiera sido menos inocente, al ver " esa cara tan
característica, de nariz tan curva, de barba tan puntiaguda, de ojos
tan relucientes; al ver, sobre todo, los pies tan delgados del hombre,
hubiera pensado, seguramente, que no podía ser otro el personaje,
que el mismo Mandinga en persona; pero ni siquiera se le había
ocurrido, cuando le dijo éste:
—Su fama de domador ha llegado hasta mí; he sabido que todos
aseguran que ni los potros de Mandinga podrían con usted y he
querido yo, Mandinga, su servidor—agregó, medio burlón,—saber si
era cierto. Tengo muchos potros por domar y se los voy á confiar.
Son un poco ariscos—dijo con maliciosa sonrisa, pero para usted han
de ser como corderos. ¿Se anima?
—Sí, señor—dijo sin inmutarse Agapito.—Empezaré cuando usted
guste.
—Buen muchacho—susurró Mandinga; y ordenó ¡Que traigan la
manada!
Los potros que, por parecerles indomables, llaman los estancieros
reservados, son mancarrones mansos al lado de los animales que
mandó entregar Mandinga á Agapito; pero tampoco era el muchacho
de las botas de potro un domador cualquiera, y cuando vió llegar,
haciendo sonar la tierra en estrepitoso galope, los mil potros y
baguales que había hecho juntar Mandinga en su honor, ni siquiera
pestañeó.
Habría costado un trabajo enorme el encierro de estos animales
sin la presencia de Agapito; pero con sólo revolear el poncho, los
hizo el muchacho amontonar en la puerta del corral, atropellando
para entrar.
Mandinga no pudo dudar de que Agapito tuviera algún secreto
para que con él no pudieran ni los potros de su cría, pero bien sabía
que de vez en cuando le salían competidores, y no por esto se
disgustó, pues el muchacho le había caído en gracia; además, había
que verlo domar.
Pronto se pudo ver, pues en seguida empezó.
Le preguntó Mandinga cuántos peones necesitaba.
—Ninguno—dijo Agapito.—Yo solo me manejo. Enlazo, enfreno y
ensillo.
—Pero, ¿y para manear?
—No maneo.
—¿Para palenquear?
—No palenqueo.
—¿Y el apadrinador?
—¿Para qué?—contestó desdeñosamente Agapito.
Mandinga no insistió, pero á pesar de ser él quien es, quedó
medio sorprendido.
Entró en el corral el muchacho con el lazo listo. Al verle,
remolinaron los potros, huyendo todos atemorizados; revoleó un
rato el lazo y pialó con mano certera uno de los más lindos y más
vigorosos animales. Lo volteó de un tirón, en la misma puerta, y en
un momento, estuvo encima del animal enfrenado, antes de que
nadie hubiera podido siquiera hacer un gesto de ayuda.
Como bien se puede suponer, la defensa del potro fué terrible.
Corcoveó, saltando en sus cuatro pies, tiesos como postes de
ñandubay, veinte veces seguidas, elevándose hasta un metro del
suelo y dejándose caer de golpe; se encabritó, se revolcó, hizo por
fin, pero decuplicados, todos los movimientos más irresistibles del
potro que, por primera vez, lucha contra el hombre. No pudo con
Agapito, á pesar de ser de Mandinga, y volvió al palenque, después
del primer galope, mansito como mancarrón de cuidar ovejas.
Y, en seguida, Agapito agarró otro, y otro, y otro; enlazando,
enfrenando y ensillando, solito, en presencia de Mandinga y de toda
su gente, cansada ya de mirar antes que él lo estuviese de domar. Y
montaba, domaba, daba el golpe, soltaba el animal vencido; y sin
dar señales de cansancio, volvía á hacer la prueba con el siguiente.
Veinte, treinta animales le pasaban así por las manos, cada día, y
todos luchaban desesperadamente para voltearlo, sin poder
despegar de sus flancos agitados las botas de potro del invencible
domador.
Iba ya mermando la emoción, cuando, una mañana, cayó el lazo
del muchacho sobre un soberbio animal, ya de cinco años por lo
menos, de gran tamaño y de notable aspecto. Arisco como
verdadero bagual, había esquivado el lazo hasta entonces, á pesar
de las ganas que parecía tenerle Agapito; y cuando cayó, volteado
de un pial, corrió un murmullo de expectante atención. Es que ese
animal tenísu historia tres veces lo había dado, solapadamente,
Mandinga á domar, á gauchos á quienes quería castigar ó
simplemente probar, y los tres, aunque fucran todos grandes jinetes
y muy experimentados domadores, habían perdido la vida en la
prueba. Muchos de los presentes lo sabían y pronto lo supieron
todos, menos Agapito, por supuesto. ¿Quién se hubiera atrevido á
divulgárselo en presencia de Mandinga?
Este se había puesto más serio que nunca, y, las facciones
contraídas, observaba todo con su mirada intensa y penetrante.
El potro no le dió á Agapito mayor trabajo que los demás, al
principio, y salió caminando casi como si hubiera sido manso; pero
de repente, dió tantos y tan tremendos saltos de carnero que bien
se comprendía que ningún domador le hubiese podido resistir. Se
encabritaba hasta ponerse parado, y de repente, ¡zás! con toda su
fuerza se dejaba caer sobre las manos tiesas, y, sin darle tiempo al
jinete de ponerse en guardia, casi se ponía derecho sobre las
manos, volviendo á caer del mismo modo y á enderezarse sin cesar,
horas seguidas, como si no sintiera los rebencazos ni el cansancio.
Agapito, la primera vez, bamboleó un poco en el recado, y todos
lo creyeron perdido; pero fué sólo un breve momento de angustia y
se afirmó en las caronas como si no se hubiera movido el animal.
Más de cien veces saltó el potro antes de empezar á aflojar; pero ya
poco a poco se le vió cansarse, temblar y casi caerse, hasta que,
levantándolo vigorosamente Agapito con toda su fuerza, lo obligó á
galopar. El galope fué tan rápido que no podían casi distinguirse las
formas del animal y del jinete; pero fué corto, pues ya no podía más
el bagual y pronto volvió, hecho redomón, vencido.
Y todos presenciaron, admirados y emocionados, un espectáculo
que nunca se había creído posible: Mandinga se acercó á Agapito,
después que hubo éste largado el potro, y abrazándolo, le dió su
rebenque—un rebenque muy sencillo, por lo demás, de cabo de
hierro forrado en cuero,—diciéndole:
No sé, ni quiero saber quién te ha dado el poder que tienes; pero
no puede ser contrario mío, y aquel con quien «no pueden los potros
de Mandinga» merece sacar de sus habilidades consideración y
provecho. Toma ese rebenque, amiguito, y con él conseguirás ambas
cosas.
Agapito, agradecido, pues bien se daba cuenta cabal de lo que
valía el regalo, se despidió cariñosamente del que había sido su
patrón durante varios días y emprendió el viaje de vuelta con el
mismo gaucho de antes y la hermosa tropilla de obscuros con
madrina blanca.
A la noche, tendieron los recados al raso, después de una frugal
cena y durmieron, como se duerme al reparo de las pajas, en la
pampa silenciosa, después de largo galope, divinamente.
Cuando despertó, Agapito vió con asombro que estaba á media
legua escasa del rancho paterno y que había desaparecido su
compañero, pero no así la tropilla, y que ésta llevaba la marca cuyo
boleto encontró en el tirador, á su propio nombre.
El rebenque de Agapito

No cabe duda que cuando un gaucho tiene la suerte de poseer a la


vez -aunque sea, como era Agapito, casi un niño-, las botas de potro
que de él hacían el primer domador de la República Argentina,
donde cada paisano es un jinete, la incansable tropilla de oscuros
con que había vuelto de la misteriosa estancia de Mandinga, y el
rebenque de cabo de hierro que éste le había regalado y que, según
su promesa, le debía proporcionar consideración y provecho, puede
mirar el porvenir sin mayor recelo.
No conseguirá quizá, con todo esto, una gran fortuna, pero
seguramente logrará con facilidad el pan de cada día y hasta el
relativo bienestar al cual puede aspirar cualquier hombre de buena
conducta, en el rudo ambiente de la pampa; así discurría Agapito
cuando llegó al rancho paterno.
Allí lo asediaron todos a preguntas, y tuvo que contar su viaje, su
permanencia en la estancia de Mandinga, la doma que había tenido
que hacer, todos sus detalles, y enseñar los regalos del temible amo.
Por cierto, el padre, que era conocedor, y aunque ya la hubiese
visto antes, admiró mucho la tropilla de oscuros, como azabache
todos, tan tapaditos, tan elegantes y tan fuertes, y la yegua madrina
cuyo pelo de nieve tan lindamente realzaba el conjunto; pero le
pareció, a pesar del boleto de marca que había encontrado Agapito
en su tirador, algo mezquino el pago por tanto trabajo. Aunque le
dijera Agapito que el verdadero pago que había recibido era el
rebenque, difícilmente podía creer el viejo que esta prenda que, por
dos pesos, se podía comprar en cualquier pulpería, pudiese
realmente compensar los riesgos que había corrido el muchacho.
-Hijo -decía-, yo no sé nada, sino que todo trabajo se debe pagar
con plata. Nosotros, los pobres, necesitarnos para los vicios los
pesitos que podemos ganar, y esto de cobrar nuestro sudor en
mancarrones y chucherías de talabartería me parece un verdadero
engaño.
Y rezongaba contra los ricos que a veces se aprovechan de los
trabajadores tontos... y de los muchachos que no saben.
Agapito le dejaba decir, conservando la esperanza de que no le
saldría tan mal el trato.
Pasaron unos cuantos días durante los cuales Agapito no tuvo
ocasión de lucir sus habilidades ni de hacer uso de sus prendas, y se
arraigaba cada vez más en la mente del padre su primera opinión,
cuando una tarde llegó al puesto el capataz de una gran estancia
vecina en busca de peones por día para ayudar a apartar de un
rodeo de cuatro mil cabezas, quinientas vacas compradas «a
rebenque» por su patrón. Se conchabaron el padre y el hijo, el
primero a pesar de ser algo viejo, porque todos sabían que asimismo
era gran enlazador y muy de a caballo, y el hijo, porque, a pesar de
ser muchacho, todos sabían de qué era capaz.
Hicieron yunta ambos para el trabajo, y apenas habían entrado en
el rodeo, cuando les indicó el comprador una vaca para apartar. El
padre se acercó al animal para hacerlo enderezar al viento y sacarlo
así del rodeo; pero la vaca parecía algo remolona y ya la empezaba
a retar feo el viejo, cuando lo alcanzó Agapito. Y apenas hubo éste
levantado el rebenque diciendo: «¡fuera, vaca!», ésta, al trotecito,
salió del rodeo y se fue derechito para el señuelo.
Podía ser casualidad: hay animales mineros y otros que no lo son,
y quedó callado el padre de Agapito. Otra vaca les designó el patrón,
y también ésta fue enderezando para el señuelo con sólo levantar
Agapito su rebenque. El viejo guiñó el ojo; ni siquiera habían tenido
ellos que moverse del rodeo; y como en este momento trabajaba
fuerte a su lado una pareja para sacar una vaca sin poderlo
conseguir, ni a gritos, ni a golpes, Agapito se les juntó, y haciendo
de «gallos» alzó el rebenque y salió disparando la vaca tan ligero
para el señuelo, que los dos gauchos que la estaban para sacar se
quedaron mirándose, con algo más que sorpresa.
Cuando, diez o veinte veces seguidas, hubo hecho Agapito la
misma prueba, se dio cuenta el padre de que la prenda regalada por
Mandinga a su hijo valía algo más de lo que él pensaba, y, el día
siguiente, en vez de conchabarse por día, trató por un tanto por
cada vaca que sacasen del rodeo. El patrón, que los había visto
trabajar, no opuso dificultad, pues bien comprendía que si les hacía
cuenta a ellos, a él también le convenían peones de esa laya; y
desde entonces, cada vez que tenía que hacer algún aparte, los
mandaba llamar.
La fama de Agapito para apartar animales no tardó en extenderse
y pronto igualó su fama de domador; todos lo buscaban para hacer
tropas y ganaba mucho dinero.
Una vez que un resero lo había conchabado para apartar capones,
también quedó admirado. Apenas en el chiquero, Agapito no hacía
más que tocar con el rebenque el animal indicado por el comprador,
y el capón se precipitaba hacia el portillo para entrar en el trascorral.
En media hora hacía más el muchacho que diez hombres en un
día; con él ya no regía para aparte de ovejas a elección la palabra:
«a sacar de la pata»; sin más trabajo que rozarlas con el rebenque,
ya se iban a juntar con las compañeras.
Tanta plata con esto le llovía a Agapito, que pronto pudo comprar
un pequeño campo y poblarlo de animales.
Pero como no le alcanzaba todavía para alambrado y el campo era
muy bueno y poco recargado todavía, los vecinos abusaban y
dejaban sus haciendas internarse en él. Varias veces, el padre de
Agapito, que cuidaba la hacienda mientras su hijo trabajaba en las
estancias con gran provecho, se quejó y amenazó, pero no le hacían
caso, hasta que un día Agapito, al volver de su trabajo, pegó,
montado en uno de sus oscuros, y con el rebenque alzado, una
corrida tan linda a una manada ajena, que no habiendo podido el
vecino atajarla, la tuvo que campear ocho días para recuperarla; y
fue tan buena la lección, que ya ni él ni los demás se descuidaron
con sus animales.
Agapito no desdeñaba, con su tropilla de oscuros, llevar chasques
a cualquier parte, con tal que fuese lejos y que valiese la pena la
changa.
Y era preciso entonces verlo galopar por lomas y cañadas, siempre
en línea recta, saltando los alambrados con todos sus caballos y
cortando campo hasta por los pantanos más fieros, sin detenerse
jamás, sino cuando había llegado; y sin que nunca, cualquiera que
fuese el número de leguas, ni él, ni sus caballos, se hubieran
cansado jamás.
Parar un rodeo de cinco mil cabezas, entre puros fachinales, sin
un grito, sin perros, era para él un juego, pues le bastaba tener alto
el rebenque para que de todas partes se levantasen apurados los
animales, y viniesen mansitos, en chorreras interminables, por las
senditas, hasta el rodeo.
Quiso saber una vez Agapito cómo le iría en un arreo, y se
conchabó de peón con un capataz conocido que iba para los corrales
con una tropa de novillos. El capataz pensaba invertir ocho días para
llegar, pero el rebenque de Agapito arreaba de tal modo los
animales, que en dos días estuvieron en la capital.
No había tranquera ni arroyo que los atajasen, y por poco
hubieran pasado por la tablada sin pagar más impuesto que una
exhalación, si no se hubieran detenido de intento para cumplir con el
fisco.
Lo más lindo fue que llegaron, así, justito para aprovechar un día
de poca entrada de hacienda y de precios altísimos, y que, si llegan
como había pensado el capataz, hubiera tenido que sacrificarse la
hacienda a precios tirados. Y como los novillos, a pesar de haber
venido tan ligero, no habían sufrido absolutamente nada, se
disputaban los estancieros y reseros a quien conseguiría a Agapito
de capataz para llevar tropas, cada vez que se presentaba la ocasión
de aprovechar algún alza en los corrales de abasto. Natural era que
el muchacho hiciese pagar su trabajo de conformidad con lo que
valía, y seguía adelantando.
Pronto tuvo al servicio de los estancieros que la quisieron pagar
otra provechosa habilidad, debida únicamente al misterioso poder de
su rebenque: fue la de aquerenciar los animales recién traídos a un
campo, con sólo pegarles un pequeño chirlo con él; animal así
tocado, ya ni en la primavera porfiaba para irse, y quedaba como en
alambrado, sin necesidad de rondas, de pastoreo, ni de corral.
Tuvo también ocasión Agapito al comprar para sí hacienda al
corte, de comprobar de qué poderosa ayuda le podía ser su
rebenque, pues entonces sucedía, aunque hubiera cortado en el
montón, que, al ver el rebenque, se juntaban en la punta que como
suya había designado, todos los mejores animales de la majada o
del rodeo: puras ovejas nuevas y capones gordos o vaquillonas por
partir y novillos de venta.
Pero difícil es tener, en este mundo, algo que valga, sin que se
empeñen algunos envidiosos en quitárselo, y más de una vez tuvo
Agapito que vigilar de cerca sus haciendas para que no le carneasen
los mejores animales o no se los robasen. En su ausencia, el padre
cuidaba, pero era viejo, y los cuatreros se aprovechaban; hasta que,
una noche, pilló Agapito cuatro gauchos muy entretenidos en
arrearle sigilosamente para destinos desconocidos unas doscientas
ovejas. Sin hacerse sentir, atajó la tropa en la oscuridad, y
levantando el rebenque, pegó un grito. Las ovejas se arremolinaron,
enderezando en seguida a todo disparar para el corral, como
llevadas por un ventarrón, y se encontraron los cuatro matreros,
hechos unos bobos, frente a frente con el muchacho.
Agapito los esperó, a pie firme, y a cada uno de los cuatro, antes
que pudieran desnudar los cuchillos, pegó un solo rebencazo, lo que
bastó para voltearlos en el suelo, donde quedaron como muertos
hasta el día siguiente, en que vino la policía a recogerlos y a llevarlos
presos.
¡Oh!, no le había mentido Mandinga a Agapito cuando le prometió
que el rebenque que le regalaba le daría consideración y provecho, y
largo sería el relato de todas las ocasiones en que lo pudo poner a
prueba, castigando a los malos, defendiendo a los débiles,
separando a los peleadores, evitando a muchos la desgracia de
matar... o de ser muertos en las reuniones de gauchos, donde beben
y juegan y sacan a relucir, por vanidad o de puro gusto, los cuchillos
y los facones.
A muchos de ellos les causó asombro ver a semejante muchacho
poner a raya con el solo rebenque a hombres temibles, conocidos
por tales y capaces de matar a cualquiera. Tanto que uno de ellos,
sospechando que el rebenque ese debía tener alguna propiedad
secreta, trató de robárselo. ¡Pobre de él! El rebenque, solito, sin que
nadie lo manejara, al parecer, empezó a pegarle una soba como para
dejar avergonzado a cualquier comisario celoso de sus deberes
empeñado en hacer confesar su crimen a algún infeliz inocente; y
cuando descansaba la lonja, empezaba el mango, cayendo,
alternados, chirlos y golpes, como granizo después del aguacero.
Aseguran, y debe de ser cierto, que nunca más, por la duda,
intentó el hombre robar rebenques de ninguna clase.
Más que el respeto, la admiración del gauchaje supo conquistar
Agapito con su rebenque.
Aficionado a las carreras, había querido probar en la cancha
alguno de los oscuros, pero nadie se había atrevido a hacerle
carrera. Pensó entonces en probar corriendo con cualquier
mancarrón el rebenque de cabo de hierro; y hasta con los caballos
más inútiles ganaba, robando, cualquier carrera que le aceptasen,
aunque fuera de tiro largo. Es que cuando con la lonja castigaba un
caballo, parecía infundirle fuerza juvenil y sangre nueva, y todos, sin
comprender cómo podía ser, quedaban boquiabiertos... y pagaban.
Años después de haber recibido de Mandinga la maravillosa
prenda, Agapito se había vuelto padre de numerosa familia, y sus
hijos habían salido tan buenos muchachos y tan bien criados, que no
faltaban malas lenguas para asegurar que sin el rebenque nunca
hubiera logrado tan buenos resultados; pero muy bien saben todos
los que lo han conocido que era pura mentira, y que nunca había
tenido, para educar bien a sus hijos, que apelar a semejante ayuda.
Vivir como un conde

Don Sebastián, como tantos otros, vivía en la pampa holgadamente


y sin trabajar mucho, con su numerosa familia y sus pocos bienes.
Ignorante de las mil necesidades con que complican su vida el
hombre rico y el habitante de las ciudades, estaba muy conforme
con lo que tenía, ni atinaba a pensar cómo podría uno estar mucho
mejor, en este mundo. Con su buena majada, su rodeíto de vacas,
una buena tropilla y la manada de yeguas, nunca faltaban en su
casa carne gorda para comer, sebo para hacer velas, un cuero para
huascas, ni leña para el fuego; y si no siempre alcanzaba la platita
de la lana y de los cueros para saldar del todo la libreta en la
pulpería, con vender algunos animales gordos, pronto se completaba
el importe, sin contar que con algunos días de trabajo en las hierras
o en los arreos, todavía podía la patrona pasarse el capricho de
comprar al mercachifle algún trapo o algún cachivache, y el mismo
don Sebastián el gusto de arriesgar algunos pesitos al truco, su
juego favorito. Y feliz entre sus animalitos que le daban poco que
hacer y sus muchos hijos, sanos y fuertes, que le ayudaban en sus
sencillas tareas, se deleitaba en contestar, cuando le preguntaban
cómo andaban las cosas:
-Yo, amigo, vivo como un conde.
Un día llegó a su casa, a pie, un extranjero, obrero despedido de
una estancia vecina y que andaba buscando trabajo. Don Sebastián
le hizo entrar, lo convidó con el hospitalario mate, lo agasajó lo
mejor que pudo y conversó con él. El hombre parecía tener ideas
extrañas y las expresaba con vehemencia, en castellano chapurrado,
dejando correr sin cesar, del tosco envase de su jerga, el sutil
veneno del odio y de la envidia. Y cuando don Sebastián le aseguró,
como con todos acostumbraba, que él vivía «como un conde», el
huésped se burló de él, haciéndole ver que, comparada con la de
otros, su vida era miserable: que su casa era un pobre rancho, sin
más muebles casi que un asador y una pava, que sus hijos andaban
vestidos de harapos, que sus animales eran ordinarios y pocos, y
que del campo que arrendaba lo podían echar cualquier día.
No le dijo que si trabajase un poco más podría fácilmente mejorar
su vida y la de los suyos; pero le pintó con vivos colores la felicidad
de estos ricachos, podridos en plata, decía, que viven en palacios,
rodeados de mil comodidades, atendidos por una multitud de
sirvientes que se adelantan a sus menores deseos; para quienes los
millones son como para él los billetes de a diez; que poseen toros y
carneros de tanto precio que vale uno solo por toda su hacienda.
-Esto sí -exclamó- es vivir «como un conde»; usted vive como un
pobre, nada más.
Después de haberse ido el extranjero, don Sebastián ya no se
hubiera atrevido a decir que vivía «como un conde».
Experimentó tal desprecio por los modestos bienes que hasta
entonces habían sido su gloria y su dicha, que poco faltó para que se
considerase como el último y el más desgraciado de los
menesterosos.
Por primera vez le pareció injusto que algunos tuvieran tanto y
otros tan poco, y pensó que sólo los ricos, los que tenían millones,
podían vivir «como condes».
Y no hubiera tenido consuelo si algún tiempo después no le llega
por fortuna otra visita.
Era un gaucho elegante y ricamente vestido de paño negro,
montado en brioso corcel enjaezado con puros aperos de plata y de
oro. Se apeó, sin pedir licencia, y acercándose con aire de patrón a
don Sebastián, le dijo:
-Conozco tus deseos; sé que quieres ser rico para vivir «como un
conde», y como eres un buen gaucho, he resuelto hacerte el gusto.
Aquí tienes -dijo, tendiéndole un tirador grande lleno hasta reventar
de billetes de Banco- un millón de pesos. Disfrútalo a tu antojo: pero
acuérdate de que mermará de cien mil pesos cada vez que tú mismo
o algún miembro de tu familia reniegue, por tener tanta plata.
-¡Pues señor! -exclamó don Sebastián-, renegar por tener mucho;
seríamos más que zonzos.
Y tomando el tirador, iba a dar al forastero las gracias por su
generosidad, cuando vio que ya había desaparecido.
La señora de don Sebastián entraba justamente en ese momento
y frunció las narices, preguntando:
-¿Por qué quemaste azufre?
-¿Yo? -dijo don Sebastián, ocultando la prenda en los dobleces del
chiripá... ¡Ah!, sí, estaba curando un cordero de la lombriz.
No insistió la señora, y pasó para la cocina.
Don Sebastián, sólo entonces, miró bien el tirador y vio que tenía
diez bolsillos, y que cada bolsillo contenía cien mil pesos; y empezó
a buscar en el cuarto un rincón a propósito para esconder este
tesoro. Pero no encontraba sitio en ninguna parte; los pocos
muebles estaban llenos, los cajones no tenían llave, cuando, por
casualidad, tenían cerradura; colgarlo a la vista no se podía, por
supuesto, y tanto se cansó de buscar, que, renegando, exclamó:
-¡Al diablo con la plata!
Y en el acto oyó un ruidito: ¡Zuit!, y vio que uno de los bolsillos
estaba vacío.
¡Hizo una cara!... Por fin, se consoló con pensar que todavía le
quedaban novecientos mil pesos, con lo que cualquier pobre puede
vivir «como un conde», murmuró sonriéndose. Asimismo, algo
inquieto, llamó a su mujer, le enseñó el tirador y se lo contó todo.
La señora, en el acto, encontró en un baúl donde tenía sus cosas
y que sólo ella abría, un excelente sitio para esconder el tirador, y se
sentaron para conversar de lo que debían hacer con esa plata.
Pero revolvieron entre ambos muchas ideas, sin poder llegar a
resolver nada; lo que a uno le gustaba, al otro le parecía mal.
-Comprar campo y hacienda -decía la mujer.
-Sí -contestaba don Sebastián-, y el trabajo será para mí.
-Vayamos a vivir en la ciudad.
-¡Cómo no! Encerrarme en ese chiquero y comer carne cansada.
-Confiemos la plata a don José, el pulpero, y poco a poco la
iremos gastando.
-Sí, para que se nos vaya con ella, el día menos pensado.
Y de repente, don Sebastián, que no era muy paciente, exclamó:
-¡Para dolores de cabeza, no más, nos habrá regalado esa plata!
En el acto, notaron un ruidito en el baúl: ¡Zuit! Y levantándose
ambos, con inquietud, fueron a revisar el tirador. Otro bolsillito había
quedado vacío. ¡Se miraron con una jeta...!
-Bueno, basta -dijo don Sebastián-. Ni pensar ya en la plata; de
no, se nos va toda.
Y salió, por el campo, cavilando en muchas cosas: contento,
naturalmente, por un lado, de tener semejante capital, ¡ochocientos
mil pesos todavía!, pero desconsolado a la vez, por no saber qué
hacer con él, y poseído del miedo de perderlo todo.
Ese temor de quedarse sin nada, tanto se iba apoderando de él,
que cuando al volver a su casa, oyó que su mujer le pedía mil pesos
para ir al pueblito a comprar muchas cosas que hacían falta para la
familia, le contestó con impaciencia:
-Sí, gastemos, no más, que ya pronto vamos a quedar sin nada.
Al oír semejante disparate, no pudo menos que decir la señora,
con rabia:
-Pues si porque tienes plata, te vas a volver avaro, mejor es no
tenerla.
En seguida se sintió, dentro del baúl, el ruidito que ya conocían; y
pudieron, aterrados, comprobar que no quedaban más en el tirador
que setecientos mil pesos.
Cuando llegó la noche, don Sebastián, por supuesto, se negó a
dormir en otra parte que cerca de su tesoro, pues a medida que éste
disminuía, más precioso se volvía, y tendió su recado contra el
mismo baúl. Durmió mal; más bien dicho, no durmió. Cualquier ruido
le parecía sospechoso; las lauchas eran ladrones, y dos gatos
enamorados le hicieron levantar con el facón en la mano. Iba por fin
amodorrándose, a la madrugada, cuando dos cachorros que jugaban
en el patio, vinieron, persiguiéndose, a caer juntos contra la puerta
del rancho, con un ruido que le hizo creer que un escuadrón de
caballería la volteaba a pechadas. Se incorporó, asustado; pero,
conociendo su error, volvió a acostarse, y medio dormido, dijo:
-¡Qué noche perra me ha hecho pasar esa maldita plata!
¡Zuit! hicieron en el baúl, cien mil pesos más, al irse del tirador.
Don Sebastián se arrancó un mechón de cabellos, mandó traer su
tropilla, y con el tirador en la cintura, se fue para la ciudad. Quería
depositar en el Banco de la Nación los seiscientos mil pesos que
todavía le quedaban para no pensar ya en ellos sino con toda calma
y tranquilidad.
Pero el pobre no sabía nada de la ciudad; nunca había oído hablar
de esas aves de rapiña que les toman el olor a los pesos de los
campesinos desprevenidos, a través de los bolsillos, como los
chimangos a la osamenta escondida entre las pajas; y antes de
haber llegado a la fonda, ya había comprado, tirado -por mil pesos-
el premio mayor de la última lotería, en un billete adulterado; le
habían sacado del bolsillo del saco la cartera con otros mil, y le
habían vendido por doscientos pesos un magnífico reloj de cinco
cincuenta, bien pagado.
Y cuando conoció su candidez, renegó de tal modo, no contra sí
mismo, por supuesto, sino contra ese dinero que a nadie, al fin,
había pedido y que, de seguir así, lo volvería loco, que no tardó en
oír el ¡zuit! acostumbrado.
-¡Adiós mi plata! -dijo- ya no me quedan más que quinientos mil.
A este paso, pronto me quedo como antes.
Pero en este momento se le acercó un señor muy decente que le
ofreció sus servicios para el caso que tuviera algunos fondos
disponibles que colocar en valores que le darían una buena renta,
sin trabajo.
Don Sebastián, esta vez, se dio por salvado y le dijo que
efectivamente tenía para colocar así, en cosas que no le diesen
trabajo y le permitiesen darse buena vida -no se atrevió a decir: de
vivir «como un conde»- unos doscientos mil pesos.
El corredor -por tal se daba-, disimulando su inmenso júbilo, salió
en seguida y no tardó en volver con otro que traía un gran atado de
cédulas hipotecarias de la provincia de Buenos Aires, y explicándole
a don Sebastián que cada una valía cien pesos y le daría, sin que se
moviera, ocho pesos por año, le entregó, en cambio de sus
doscientos mil pesos, dos mil papeles con figuritas.
Convencido don Sebastián, de haber dado con el clavo -como
efectivamente, sin que lo supiese, le había acontecido-, se fue a
comer, pensando en comprar más de esas «cédulas boticarias»,
como ya las llamaba, tan cómodas para vivir sin hacer nada.
Tuvo de vecino, en la mesa de la fonda, a un buen vasco que
también había venido del campo para sus negocios y entablaron
conversación. Se le ocurrió a don Sebastián preguntar al compañero
lo que haría si tuviese dinero que emplear.
-Hombre -le dijo el vasco- comprar ovejas.
-¿Y si tuviese mucho dinero?
-Comprar más ovejas -dijo el vasco.
-¿Pero si tuviese más todavía?
-Entonces ya, comprar campo.
-Y de estas cosas, ¿no compraría? -le preguntó enseñándole las
cédulas.
El vasco sabía lo que eran esos papeles y echó a reír. Pero don
Sebastián, inquieto, insistió y quiso saber la verdad; el vasco se la
explicó; le dijo que sus doscientos mil pesos podían valer treinta mil,
y que no debía, antes de muchos años contar con renta alguna.
Se sulfuró don Sebastián, y mandó a los mil demonios al corredor
ese que le había engañado, y la plata, que más trabajo y más
rabietas le había dado que provecho... y ¡zuit! hizo el tirador,
vaciándose otro de los bolsillos.
-¡Mejor! -exclamó don Sebastián-, ¡andate al diablo! ¡Plata zonza!
Y obedeciéndole, cien mil pesos más se le fueron...
Don Sebastián, esta vez, se sosegó. Tanteó, ansioso, el tirador y
se dio cuenta de que ya uno solo de los bolsillos contenía todavía
algo. Eran los últimos cien mil pesos del millón que tan
generosamente le regalara el forastero, pero algo mermados por los
cuentos del tío que había sufrido.
Pensó que si con semejante cantidad todavía se podía hacer algo,
ya era tiempo de seguir el consejo del vasco y de comprar campo y
ovejas, que era, al fin y al cabo, lo único de que entendía. El vasco
era honrado y conocía la ciudad; le facilitó la venta de sus cédulas y
lo acompañó hasta su salida para el campo, evitándole otros
tropiezos y trampas.
Don Sebastián regresó a su casa con un entrevero formidable de
ideas nuevas en la cabeza.
El pobre nunca había tenido mucha ocasión de tomarse el trabajo
de pensar y no dejó de encontrar algo difícil la cosa; pero tenía
cierta viveza natural, como cualquier gaucho, y no tardó en
vislumbrar unas cuantas verdades que, antes, le habrían parecido
mentiras.
Sabía ya, por ejemplo, que es más trabajoso de lo que a primera
vista parece, emplear de modo sensato mucho dinero; que una
suerte por demás inesperada puede traer consigo en la vida más
trastornos que gozos; y que, aunque sea menos penoso, lo mismo
tiene el hombre que acostumbrarse a la buena fortuna como a la
mala.
Al ver la prudencia y la vigilancia continua que requiere la sola
conservación de los bienes, adquiridos, a veces, sin esfuerzo, dejó
de tener envidia a los ricos; y volvió a apreciar en su justo valor lo
que poseía, comprendiendo que con lo que uno tiene siempre puede
ser feliz, si a ello limita sus deseos.
Cuando llegó a su casa, tenía ya calculado lo que iba a hacer con
lo que le quedaba; empezó por dar a su señora los mil pesos que
antes le había pedido, ofreciéndole más, si necesitaba, diciéndole
que ya se había curado de la codicia y que debían hacer como antes:
gastar en proporción de lo que tenían, sin derroche, ni avaricia.
Después, con toda franqueza, le confesó las barbaridades que, en
su ignorancia, había cometido; los dolores de cabeza que le había
valido el regalo del forastero; sus reniegos injustos contra el dinero y
el castigo de ellos.
Ahora se había vuelto juicioso: no tardó en encontrar, por una
parte de lo que le habían dejado sus numerosas chapetonadas, un
buen retazo de campo, y lo fue poblando con haciendas bien
elegidas y compradas con cuidado.
Todo esto, por supuesto, no se hizo sin trabajo. Tuvo que andar
mucho, galopar días enteros, arrear tropas, pasar días y noches a la
intemperie, rondar, cuidar, vigilar, lidiar con peones y animales, y,
montada la estancia, tuvo mucho trabajo para dirigirla, muchísimo
más trabajo que lo que había tenido jamás, en otros tiempos, con su
majada única, su rodeíto de tamberas y su manada, cuando vivía,
indolente y feliz, sin necesidades y sin plata, «como un conde».
Quien sueña, vive

A Florentino, lo mismo que a muchos otros, le parecía que el hombre


debería estar en la tierra únicamente para gozar de la vida, sin
necesidad de pasar tantos malos ratos: sufrir golpes, andar enfermo,
tiritar de frío o sofocarse de calor, pasar hambre o quedar a pie,
estar sin un peso para las carreras, o sin colocación y con el poncho
empeñado, y muchas otras cosas que hacen de la vida un infierno.
Bien tenía, sin embargo, que soportar, a la fuerza, todo esto y algo
más, a veces, y como no poseía más que su tropilla y sus pilchas,
renegaba de la suerte que le había hecho nacer de un pobre gaucho
incapaz de juntar tantos pesos como tenía de hijos y que lo había
largado a que se ganase solo la vida, cuando apenas tenía doce
años.
El muchacho no era de los peores: era diestro y bien mandado, y
a los veinte años que tenía, ya había trabajado mucho, en todos los
ramos de su oficio; había arreado tropas de ganado y esquilado
miles de ovejas; había ayudado en cien hierras; había domado
potros y pastoreado rodeos; hasta había hecho trabajos de a pie,
amontonando pasto y haciendo parvas en los alfalfares, y también
había probado, por una temporada, el oficio de carrero.
Siempre se había ganado la vida, y no se hubiera podido quejar de
la suerte, si hubiese sabido contentarse con lo que caía y dejarse de
desear lo que no podía conseguir. Pero, durante las largas horas del
arreo lento, o del pastoreo paciente, dormitando al duro mecer del
tranco, bajo el sol ardiente, o recostado, de noche, en el pasto
húmedo, con el cabestro en la mano, listo para repuntar, pensaba
que bien feliz era el dueño de la hacienda que, sin tomarse trabajo,
podía tranquilamente descansar en su cama, hasta que le llegasen
los pesos.
¿Por qué no sería él mismo dueño de todos los potros que
domaba, y de los terneros que herraba, y de las ovejas que
esquilaba y de los potreros inmensos que recorría, al rayo del sol? Y
también le hubiera gustado ser el patrón de los carros, en vez de
tener, por un mezquino sueldo, que andar allí metido, arriba, con las
riendas en la mano, corriendo el riesgo de caerse, veinte veces al
día.
No era precisamente envidioso; no deseaba quitar a algún otro
sus bienes, para aprovecharlos él; tampoco aspiraba a ser más que
los otros, pero hubiera querido poseer, porque poseer le parecía la
única fuente de la felicidad.
Resolvió ir a consultar a un tío viejo suyo, hermano mayor de su
madre, del cual, ésta, muchas veces, le había dicho que era un poco
brujo y hacía cosas extraordinarias, cuando quería.
Según los datos que le dio, vivía muy lejos, en los campos de
afuera, en un toldo perdido entre las pajas, solita su alma y, al
parecer, sin recursos, pero, aseguraba ella, rico, por su arte.
Después de muchos días de viaje, a tientas por la pampa,
indagando en todas partes, como quien campea una tropilla robada,
y cuando ya desesperando de encontrarlo, Florentino se iba a volver
para sus pagos, de repente dio con un ranchito que casi le pareció
haber brotado del suelo, pues de ninguna parte lo había divisado
todavía.
Sentado en una cabeza de vaca, estaba ahí, cebando mate, un
gaucho viejo, de luenga barba blanca, vestido como cualquier
paisano pobre, y rodeado de unos cuantos galgos. Al llamado de
Florentino, contestó con benévola invitación a que se apeara, y
convidó al joven a desensillar y a hacer noche en su humilde
morada.
Entre dos mates, le preguntó Florentino si conocía a su tío; y el
viejo le contestó que sí; y también si vivía lejos de allí.
-Cerquita -le dijo el viejo, sonriéndose, y empezó a hacerle, a su
vez, preguntas tan precisas sobre los diversos miembros de su
familia, que, bien pronto, no pudo tener duda alguna el joven de
haber dado, por misteriosa casualidad, con el mismo tío a quien
buscaba; pero, viéndolo tan pobre, tan desprovisto de todo, también
pensó que de poca ayuda le iba a ser.
Asimismo le confesó que, si de tan lejos había venido en busca de
él, era porque había oído contar muchas maravillas de su ciencia y
de su poder y que, cansado de llevar vida de pobre, había pensado
que le podría indicar algún medio de vivir dichoso.
-Y no te has de ir, muchacho, sin que te lo haya dado -le contestó
el viejo.
Florentino, al oír esto, y aunque pensara que, si realmente su tío
tuviera el poder de crear las riquezas que a él le parecían
indispensables para ser feliz, hubiera debido empezar por hacerse
rico a sí mismo, se fue a dormir con el corazón lleno de esperanzas.
Pero, cuando a la madrugada del día siguiente, el tío le propuso
acompañarlo con la tropilla a una estancia vecina, donde iban a
tusar yeguas y donde podrían, dijo, ayudando, ganar un buen
sueldo, como peones por día, Florentino se quedó aturdido, y lo miró
con tanta admiración que no pudo menos, el viejo, que echarse a
reír.
-¿Y qué hay en esto? -le dijo-. ¿Te parece extraño que quiera
ganar algunos pesos para los vicios? Te prometí hacerte vivir
dichoso, pero no sin trabajar.
Florentino se sometió y ensilló, pero pensaba que ese tío viejo no
debía de ser muy brujo, y sentía haber hecho tanto viaje para
quedar en la misma. Trabajaron todo el día; comieron con los demás
peones, un buen asado; recibieron, cada uno, tres pesos y volvieron
al rancho.
Antes de acostarse, el viejo sacó de su recado una matra de lana,
de las que fabrican los santiagueños, y dándosela al muchacho, le
dijo:
-Bueno, Florentino; trabajaste mucho hoy y debes de tener ganas
de dormir: anda y tiende tu recado donde te parezca mejor, en la
pieza o afuera, y para que sea más blanda la cama, agrégale esa
matra.
Y dándole las buenas noches, se fue él también a dormir.
Florentino hizo como se lo había mandado su tío, y puso la matra
que éste le había regalado entre las demás prendas de su recado. Se
durmió, y bien pronto, pues estaba cansado de veras por el trabajo
fuerte que había hecho en ese día, enlazando primero de a caballo
las yeguas, durante toda la mañana, y trabajando de pie, para
cambiar, y dejar descansar sus caballos, durante toda la tarde.
Dormía profundamente, cuando le pareció que lo llamaba su tío, y
disparando, se levantó y fue.
Encontró al viejo en el patio: estaba desconocido; muy bien
vestido, tomaba de manos de un capataz, que respetuosamente se
lo ofrecía, el cabestro de un soberbio caballo ricamente enjaezado.
-Mira, Florentino -le dijo al joven-; toma del palenque ese zaino
malacara que hice ensillar para ti, y vamos hasta el corral a ver
cerdear tus yeguas.
Florentino oyó ese «tus yeguas» sin chistar y montando en el
zaino malacara, se fue a juntar con su tío. Caminando, se dio cuenta
de que él también iba muy bien vestido y montado en un caballo de
valor y ricamente aperado. A medida que se aproximaban al corral,
le parecía que la bulla alegre de los peones iba mermando, como
siempre sucede, cuando viene llegando el amo. Las risas callaban,
como asustadas, y seguía el trabajo sin gritos, casi, ni más ruido que
el del tropel de la hacienda huyendo del lazo, o los chasquidos de los
rebenques, o los golpes sordos de las caídas en el suelo de yeguas
pialadas; y oyó el joven que un peón lo saludaba, llamándole patrón.
El gozo de Florentino fue inmenso; sin tener necesidad de
preguntar nada a su tío, se sintió poseído por la idea de que todas
esas yeguas eran de él, que estos peones trabajaban para él, que la
cerda que se iba amontonando en las bolsas era de su propiedad, y
que, para sacar plata de ella, no necesitaba cansarse trabajando, ni
arriesgar el pellejo en medio del corral.
Quiso expresarle a su tío su agradecimiento por haberle dado lo
que más anhelaba, la riqueza sin trabajo, y se dio vuelta,
buscándolo; pero no lo encontró más; pensó que se había retirado
para las casas, y siguió admirando sus yeguas y vigilando el trabajo,
con el corazón lleno de alegría.
Después de pasar así muchas horas realmente dichosas, de
repente vio que, por error o por travesura, había tusado dos potros
hermosos que ya pensaba reservar para formar una linda yunta
volantera; al mismo tiempo, un potrillo, el más lindo de la manada,
recibió al caer, de un pial, golpe tan feroz que quedó muerto en el
acto, con el espinazo quebrado. Y antes de que tuviera tiempo para
enojarse, la tranca de la puerta del corral se rompió, al ser
atropellada por un trozo de animales, y disparó para el campo toda
la manada, interrumpiéndose el trabajo, en medio de los gritos de
los gauchos que echaban a correr en persecución de las yeguas.
Florentino, ya disgustado con la tusada inoportuna de sus potros,
y por la muerte del potrillo, se sulfuró del todo con la rotura de la
tranca y la disparada de la hacienda en pleno trabajo; y castigando
su caballo para ayudar él también, y más que ninguno a recoger las
yeguas... despertó, y se encontró muy extendido en el recado, cerca
de la puerta del rancho.
-Buenos días, muchacho -le dijo su tío, ya sentado cerca del fogón
y tomando mate ¿Qué tal dormiste?
-Bien, nomás, tío; gracias. Pero ya era tiempo que despertase,
pues se me disparaban las yeguas y ya me iban a dar más trabajo
de lo que en realidad valen.
-¿Qué yeguas, hombre?
-Las de un sueño lindo que tuve; que me hizo feliz durante toda la
noche, y que sólo se acabó cuando ya se volvía pesadilla; de modo
que lo he gozado sin tener por qué sentirlo.
El tío no contestó nada; pero después de tomar mate, le propuso
a Florentino que fueran otra vez a ganarse unos pesos, ayudando a
contramarcar una hacienda brava recién traída a otra estancia de la
vecindad. Y viendo Florentino que no había más remedio, para
comer, que trabajar, ensilló y se fue con el viejo.
Y lo mismo que el día anterior, trabajaron mucho, se cansaron
bien, comieron con los otros peones, recibieron cada uno tres pesos
y se volvieron al rancho. El viejo, al dar las buenas noches a
Florentino, le volvió a recomendar que pusiese en la cama la matra
que le había regalado, y le dijo en tono de broma:
-Y que hagas buenos sueños; pues, la dicha es un sueño.
Apenas dormido, Florentino creyó sentir que lo llamaba su tío, y
fue. Y lo mismo que en la noche anterior, encontró a éste bien
vestido y montado en caballo lujosamente aperado, rodeado de
peones que le obedecían, y supo por él, que un gran rodeo de vacas
mestizas que allí cerca estaba parado, era de su propiedad, de él,
Florentino.
Cuando quiso darle las gracias había desaparecido el viejo, y
Florentino se quedó recorriendo el rodeo por todos lados,
acompañado de un capataz muy atento que le enseñaba los toros
finos, las vaquillonas ya muy mestizas, las vacas con sus terneros, la
novillada, gorda y numerosa, algunas lecheras y bueyes de trabajo,
y por fin el señuelo, tan bien adiestrado que al solo grito de «fuera
buey», lanzado por el capataz, se juntaron en un grupo los veinte
novillos de un solo pelo de que constaba, colocándose en la orilla del
rodeo, a espera de órdenes.
Florentino se sentía el más feliz de los hombres. ¡Mire! Poseer
semejante riqueza, sentirse dueño de tantos y tan lindos animales.
Ya calculaba que la próxima parición iba a aumentar todavía el
rodeo, y que podría vender tantos novillos y tener tanta plata que no
sabría qué hacer con ella, pues quedaba de vida modesta y de
gustos sencillos, en medio de su riqueza.
No sabía de cuántas vacas era el rodeo, si de mil o de diez mil;
pero sabía que eran muchas; muchísimas más de las que jamás
hubiera soñado tener... sin la matra del tío viejo, de la cual no se
acordaba, dormido como estaba, encima de ella. Y sólo despertó al
aclarar, en el momento en que creía ver todas las vacas
tambaleándose de flacas, en medio de una sequía espantosa, sin un
novillo siquiera para el consumo, con la parición perdida y muy
comprometida la siguiente, y muy empeñado en cuerear él mismo el
mejor toro del rodeo.
-¿Qué tal, qué tal, muchacho?, ¿dormiste bien? -le preguntó el
tío-. ¿Hiciste buenos sueños?
-Un sueño más lindo aún, tío, que el de anoche; pues, era yo
dueño de un gran rodeo de vacas; y también tuve la suerte de
despertarme cuando el sueño se volvía feo.
-Mejor así, hijo; pues cuando la riqueza da más dolores de cabeza
que goces, más vale una tranquila pobreza.
Y después de tomar mate, fueron a esquilar las ovejas de un
estanciero vecino. Sacaron una punta de latas, y después de cenar,
Florentino se apresuró a echarse para dormir, sobre el rudo recado,
algo ablandado con la matra del viejo.
Aquella noche, fueron tan numerosas como las estrellas del cielo
las ovejas que le pertenecían.
No las quiso contar él; hubiera sido mucho trabajo. Pero se deleitó
viendo desfilar por los corrales y paciendo por los campos, las
inmensas majadas de su propiedad. Nacían los corderos y crecían,
que daba gusto; los veía blanquear, retozando por bandadas, en la
orilla de las majadas. A la simple vista se conocía cuán tupida y cuán
larga era la lana de los vellones en que iban envueltas las ovejas; y
tanto abundaban los capones gordos, que el resero tendría
seguramente bien poco trabajo para juntar buena tropa.
Se abandonaba Florentino al placer de contemplar su riqueza, y
dejaba pasar las horas, complaciéndose en su dicha, cuando, en un
momento, vio que las ovejas enflaquecían y se ponían sarnosas; y
mermaban las majadas, muriéndose de la lombriz todos los corderos
ya hechos borregos, y hasta los mismos animales grandes. No duró
ese triste espectáculo más que el corto instante en que se despertó
sobresaltado; pero había sido bastante para que no sintiera haber
vuelto ya a la realidad de la pobreza sin cuidado, y del trabajo sin
ambición, en medio de los cuales había vivido siempre.
Y cuando su tío, con cierta intención, le preguntó esa mañana:
-¿Y cómo te fue de sueños? -empezó a sospechar que si todas las
noches se encontraba dueño de tanta hacienda, y tan realmente feliz
mientras dormía, no debía ser del todo extraño a ello el viejo aquel.
Pensó en eso todo el día, mientras seguían esquilando ovejas y se
acordó de la matra que le había dado su tío. Quiso ver si realmente
era brujería o mera casualidad; y a la noche, cuando se acostó, la
sacó de la cama y la puso a un lado. Durmió como hombre cansado,
a puño cerrado, pero se despertó sin haber soñado más que un
leño; y quedó desde entonces convencido de que era cierto que su
tío era brujo, y que la matra era un valioso regalo.
La recogió con cuidado, la volvió a meter en medio de las pilchas
del recado; y se disponía a ir a saludar a su tío y a darle las gracias,
cuando vio que éste había desaparecido, que el toldito no existía
más, y pronto se dio cuenta, con sólo mirar en derredor suyo, de
que estaba en pagos conocidos y cerca de la casa paterna.
Ensilló y se fue, cavilando. Pensaba en muchas cosas en que
nunca había pensado hasta entonces. Tenía por todo haber unos
pocos pesos en el bolsillo, y asimismo se consideraba más feliz que
todos los hombres ricos cuyos campos iba pisando.
Su matra, llena de sueños felices, valía más ella sola, para él, que
todas las estancias, campos y haciendas de todo el vecindario. No
tenía más que extenderse en ella para tener cuanto puede uno
desear poseer, y esto, sin los disgustos inseparables de la posesión.
Sueños, no más, eran, es cierto, pero sueños lindos, que, mientras
duraban, valían una realidad, y tenía profunda lástima a los patrones
que lo conchababan cuando los veía desconsolados por haber
sufrido grandes pérdidas en sus haciendas, o seguir en medio de mil
percances algún pleito ruinoso, o tristes e inquietos por andar
apremiados por algún vencimiento. ¡Qué noches pasarían esos
pobres!
Y pensaba Florentino que más sabio había sido su tío el brujo, al
regalarle la matra, fuente inagotable de sueños hermosos, que si le
hubiera favorecido con una fortuna real, fuente, casi siempre, como
lo veía, de cavilaciones sin fin y de sufrimientos, sin número.
El idilio de Lorenzo

El viejo don Gregorio, modesto hacendado de la provincia de Buenos


Aires, era viudo, y ya no tenía por casar más que á una sola hija,
habiéndose establecido todas las demás en muy buenas condiciones,
dada su poca fortuna. Pero para su preferida don Gregorio soñaba
con algo mejor que un mayordomo de estancia ó un secretario de
juez de paz; quería para su Ciriaca algún estanciero, si no rico, por
lo menos acomodado y dueño de campo; ambición, al fin, legítima,
mientras concordara con las inclinaciones de la muchacha, pues
nunca debe el interés prevalecer en las cuestiones del corazón.
Candidatos no faltaban, pues Ciriaca era buena moza, una de esas
morochas apetitosas y serias á la vez, cuya discreta sonrisa llena de
reserva, hace lucir asimismo, y como se debe, los dientes hermosos
y los labios rojos, prometedores para el esposo de su elección de mil
maravillas de amor, y don Gregorio se lo pasaba revisando en la
mente la lista de dichos candidatos. Estudiaba con prolijidad las
condiciones de cada cual, poniendo á veces en la balanza cosas algo
desparejas y de valor muy diverso, pensando (así son los res) que la
importancia del rodeo de uno bien podía equilibrar el porte marcial y
la elegancia de otro, ó que la media legua de éste podía valer algo
más que el genio amable y servicial de aquél; y tantos y tan variados
eran los elementos del problema que no le encontraba todavía
solución, cuando, como para acabar de descalabrarlo todo, vió que
estaba á punto de agregárseles otro más.
Sorprendió dos ó tres veces en extática contemplación ante
Ciriaca á un simple peón, Lorenzo, conchabado por él hacía pocos
días, y que parecía haberse enamorado locamente de su hija, con
sólo verla.
Sin pararse en chiquitas, le arregló las cuentas en seguida,
esperando suprimir así todo amago de posible complicación; aunque
por otra parte le parecía inverosímil que la muchacha ya hubiera
hecho caso á esta muda admiración, pues con ella nunca había
cambiado Lorenzo más palabras que las que requería su servicio:
«Traigo la vaca, niña?» Soltaré el ternero, niña? ¿No me necesita
más, niña?» frases que difícilmente podían ser tomadas como
expresión de exaltada pasión. Ciriaca, por su lado, se había
contentado con contestar un sí, ó un no, bien sencillo, sin
acompañarlo con ningún suspiro comprometedor.
Pues, asimismo, y, sin que ellos mismos supieran cómo, se habían
entreverado sus almas de tal modo, que ni la voluntad paterna ya las
hubiera podido separar, y que Lorenzo, al salir de la estancia, juró
que Ciriaca sería su mujer, mientras juraba Ciriaca, sin decirlo á
nadie, que no tendría más esposo que Lorenzo. Es que el amor, para
nacer, no necesita discursos y que una mirada le basta para hacerse
entender, cosa que & veces parecen ignorar los padres, después de
haberlo sabido tan bien cuando jóvenes.
Los candidatos seguían sitiando á la muchacha. El padre ya
empezaba á decidirse á favor de uno de ellos, y sin imponérselo, no
dejaba de insinuar á Ciriaca que era el que más le convendría para
marido.
Alejado y sin recursos, ¿cómo haría el pobre Lorenzo para disputar
su conquista tomar posesión de ella? Cualquiera hubiera
desesperado y desistido, pero él era de buen temple y no pensó, ni
por un momento, en semejante cosa.
Una noche llegó á la estancia el carrero de la pulpería, con el carro
todo embarrado y los caballos extenuados, y contó, al desensillar,
que se había empantanado tan feo en el cañadón, que, sin la ayuda
de un gaucho que por allí pasaba, se quedaba en el barro con
caballos y todo. Y agregó que, á pesar del trabajo que se había dado
para soliviar la rueda, primero, y cuartearlo después, el hombre no
había querido cobrarle nada, dándole solamente un recado para don
Gregorio.
—¿Para mí?—dijo éste.
—Sí, patrón, para usted; pero no sé si debo...
—Y ¿por qué no?
—Es que...
—Hable, pues, hombre, que ya no se puede echar atrás; y
además que usted se lo debe á quien le ayudó.
—Bueno, patrón, hablaré; pero no se me vaya á enojar! Dijo que
usted debe dar á Lorenzo su hija Ciriaca de esposa, porque nunca va
á encontrar un yerno más fuerte.
Don Gregorio, todo amostazado, iba á contestar, cuando los cuatro
caballos del carro, juntando sus voces, le metieron un concierto de
relinchos como todavía no había oído. Y se quedó bastante
sorprendido al entender con toda claridad lo que le estaban
cantando:
—Es muy fuerte Lorenzo; sin él, quedábamos allá; dale tu hija,
dale tu hija Ciriaca.
Don Gregorio, callado, se retiró para las casas y se acostó
rabiando con semejante intrusión, pero, con todo, pensativo.
El día siguiente, la madrugada, se largó al campo, á refrescar las
ideas, recorriendo la línea y repuntando las vacas, y mientras
galopaba, repetía maquinalmente entre dientes:
—Dale tu hija á Lorenzo, porque es fuerte; dale tu hija á Lorenzo
—y de vez en cuando se interrumpía y decía:
—¡Cómo no! que se la voy á dar á semejante pobrete—ó algo por
el estilo, y con pimienta.
De repente, se le asustó el caballo y se encontró frente á frente
con un venado que, parándose entre las pajas, le dijo:
—Señor; un hombre que me salvó de las garras del puma, me dió
para usted este recado: don Gregorio debe dar á Lorenzo su hija
Ciriaca en matrimonio, pues nunca encontrará yerno más generoso.
Don Gregorio, febril, buscó las boleadoras en la cintura, pero
«Damián» ya estaba lejos, y apenas se le alcanzaba á ver la colita
blanca arremangada. Y don Gregorio siguió recorriendo el campo,
mascullando con impaciencia:
—Lorenzo, Lorenzo; fuerte, generoso—y más que nunca se
encaprichó en que no le daría de esposa á su hija Ciriaca.
Pasaron unos cuantos días. Merodeaban los candidatos; pero su
torpeza poco alentada por el objeto de sus rústicos afanes á nada se
atrevía, á pesar de la buena voluntad patente del padre.
Una tarde, al ir á lo del alcalde para hacer firmar el certificado de
unos cueros que había vendido, don Gregorio se detuvo delante de
un ranchito nuevo, muy bien construído, aunque de materiales muy
toscos, en cuya puerta estaba sentado tomando mate, un viejito
medio tullido, á quien conocía mucho.
—¿Cómo le va, don Justo?—le dijo. —¿Habrá hecho alguna
herencia, que tiene rancho nuevo?
—No, don Gregorio—contestó el gaucho;—pero como el viento me
había volteado el toldo, se me comidió un buen muchacho á
hacerme otro y me edificó el que usted ve, y lo mejor es que por
toda recompensa, sólo me pidió que cuando lo viera á usted le dijera
que debe dar & Lorenzo, por ser muy servicial, la mano de su hija
Ciriaca.
—Pues, amigo—le gritó don Gregorio todo sulfurado,—dígale
usted, cuando lo vea, que el Lorenzo ése es un trompeta, y que mi
hija no es para él.
Y se fué al galope, renegando con toda esa gente y esas bestias
que parecían haberse puesto de acuerdo para ir en contra de sus
deseos, pensando que, por suerte, nada sabía Ciriaca de todo esto,
ni se acordaba siquiera del Lorenzo aquél.
Al llegar de vuelta al palenque de su casa, vió atado en él un
caballo bastante mal entrazado y peor aperado, y oyó que en la
cocina estaban tocando la guitarra y cantando. Se apeó, y mientras
ataba el caballo, conoció que el cantor era un verdadero payador;
tocaba á las mil maravillas y su voz era sonora, y don Gregorio, muy
aficionado al buen canto, se apresuró á acercarse.
Todos los habitantes de la estancia allí estaban reunidos,
escuchando embelesados las cosas lindas que cantaba el payador; y
en primera fila Ciriaca, entreabriendo en un gesto de admiración,
sobre sus dientes hermosos los labios rojos, y dejando vagar como
en algún paraíso soñado su negra mirada velada por dos lágrimas.
Sencillamente cantaba el payador en sus versos, las proezas de
Lorenzo, diciendo cómo le había salvado la vida, peleando con un
matrero que lo iba á matar. Y en un arrebato de entusiasmo, al ver
entrar en la pieza á don Gregorio, se dirigió á él asegurándole en
una décima, que compañero más valiente no podría encontrar
Ciriaca para recorrer el camino de la vida.
Don Gregorio esta vez ya no se pudo enojar; con los versos y la
música, se sentía algo quebrantado en su resolución. La actitud de
Ciriaca, por lo demás, no dejaba lugar á duda algo había entre los
dos jóvenes; pero con todo, no era cosa de dar así su brazo á torcer
y se contentó con aplaudir al cantor, diciéndole con una sonrisa,
entre benévola y adusta:
—Despacio, amigo, por las piedras.
Muy poco tiempo después, ocurrió un temporal deshecho que
arreó, durante dos días y dos noches, todas las haciendas del
partido, y don Gregorio perdió por su parte bastantes vacas,
sintiendo no tener en ese trance, para cuidar y campear la hacienda
algún hombre de confianza.
Sus hijos todos vivían ya cada uno por su lado, cuidando
haciendas propias ó ajenas en otros pagos; sus yernos lo mismo, y
con los peones poco hay que contar cuando arrecia por demás el
mal tiempo. Para ellos nunca falta por el campo alguna cocina
amiga, donde buscar reparo y calentarse el cuerpo por dentro, con
unos buenos mates, y por fuera con la llamarada del fogón, lo que,
por supuesto, es algo más agradable que el quedarse á la
intemperie, haciendo frente al agua que le azota á uno la cara con
sus mil agujas que, de frías, queman.
Por lo que era de los candidatos á la mano de Ciriaca, sólo
volvieron á visitar á don Gregorio después de pasado el temporal;
pues todos habían tenido, decían, mucho que hacer con sus propias
haciendas. La verdad es que todos habían quedado encerrados en
sus casas, dejando que pasara la tempestad; de modo que tuvo el
mismo don Gregorio, á pesar de su edad y de sus achaques, que
empezar á campear por su cuenta sus animales desparramados. Casi
al salir de su campo, se encontró con una pobre viuda que estaba
ordeñando sus lecheritas y le preguntó cómo había hecho para
salvarlas del temporal.
—Justamente, señor—le contestó la mujer, se lo tenía trabajo, el ir
á contar, pues en recompensa de su que tan buenamente me las
campeó y me las trajo, me hizo prometer que llevaría á usted un
recado...
—Ya sé, ya sé—interrumpió don Gregorio;—y decirme que tengo
que dar mi hija Ciriaca á Lorenzo. ¿No es así?
—¡La verdad!—exclamó la viuda toda admirada de que tan bien
adivinara don Gregorio lo que iba á decirle.—Pero también le diré
que nunca encontrará usted un yerno que sea tan buen gaucho, ni
más caballero.
Y don Gregorio iba á contestar, expresando algunas dudas al
respecto, pero ya sin mayor convicción, cuando todas las lecheras y
sus terneros confundieron en un solo mugido sus armoniosas voces,
y cantaron:
—Sin él estábamos perdidas.
—¡Qué bien nos supo encontrar! ¡Cómo adivinando campea!
—¡Qué olfato y qué vista!
—¡Y qué hombre galopador!—relinchó la madrina de una tropilla
que estaba cerca.
—¡Pues no!—confirmaron los caballos.—Nos dejó cansados á
todos, con la campeada.
Y todos en coro dijeron:
—¡Gaucho más guapo dudamos que haya! Cáselo con Ciriaca, don
Gregorio.
Don Gregorio se despidió de la viuda bastante turbado; y un rato
después entraba en la pulpería de donde sacaba el gasto, y lo
convidaron á almorzar.
La conversación pronto cayó en noviazgos de muchachas de la
vecindad.
—¿Y Ciriaca?—preguntó la mujer del pulpero,—¿cuándo la casa,
don Gregorio?
—¿Quién sabe, señora, quién sabe? Es tan difícil encontrar un
hombre sin vicio.
—¡Sin vicio, don Gregorio! dice—exclamó el pulpero, presa de
súbito alboroto.—¡Y yo que me iba á olvidar! Tengo para usted un
encargo. Ultimamente hubo aquí un gran bochinche. Más de
cincuenta gauchos estaban reunidos, jugando, tomando, y
empezaron á pelear. No sabía yo qué hacer para evitar alguna
desgracia, cuando un muchacho, el único que no estaba tomando,
se les impuso á todos y los hizo sosegar.
Amigo don Gregorio, le prometí decirle á usted, en la primera
ocasión, que era él el único mozo sin vicio que pudiera encontrar
para su hija Ciriaca... Lo que sí, ¡caramba! me olvidé el nombre.
—Lorenzo, será—dijo don Gregorio.
—Justito, Lorenzo; esto es. ¿Cómo sabe usted?
—Una suposición, no más.
Ya no luchaba don Gregorio; se sentía dominado por una voluntad
superior que le imponía por yerno á ese muchacho pobre,
desconocido, pero tan protegido por su buena fama, que no veía
forma de resistirle.
Se acercaba la esquila. Empezaron á venir á ofrecerse peones á
don Gregorio, y entre ellos se presentó el amigo Lorenzo. Perplejo
estaba don Gregorio; ¿rechazarlo? ¿por qué, si era buen peón,
fuerte, generoso, servicial, valiente, buen gaucho, perspicaz y
guapo, caballero y sin vicio? ¿Porque amaba á Ciriaca y era pobre?
Pero, si Ciriaca también lo quería. Al fin y al cabo, no era ella hija de
ningún príncipe.
Y vió pasar justamente en el patio, en este momento, al de los
pretendientes á la mano de Ciriaca que más le gustaba á él, porque
era el más rico, y por la primera vez, se fijó en que era chueco, bajo,
retacón, algo viejo y medio bizco; no le quedó duda de que respecto
al físico no había comparación posible con Lorenzo.
También se acordó que aquél nunca le había prestado, á él ni á
nadie, ningún servicio, mientras que Lorenzo se había hecho de
muchos amigos, á pesar de su pobreza; y á éste lo conchabó como
quien tira los dados.
Nunca había tenido semejante esquilador; trabajador, callado,
incansable y sumiso, y tuvo que reconocer que este muchacho era
una perfección. Durante la esquila, estuvieron á punto de
aguacharse unos cuantos corderos recién nacidos; pero gracias á los
cuidados que, a pesar de que no fuera su obligación, les dispensó
Lorenzo, ninguno quedó sin juntarse otra vez con la madre. Y una
tarde que después del trabajo don Gregorio paseaba cerca del corral
de las ovejas con su hija Ciriaca, vinieron todos estos corderos, en
bandada, balando, y retozando, hacia él y le gritaron á voz en
cuello:
—Don Gregorio, don Gregorio, con ninguno será tan feliz nuestra
amita Ciriaca, como con Lorenzo, que es tan bueno.
Y como Ciriaca, toda sonrojada, les decía: «Callen, locos», con
gracioso ademán de afectuosa amenaza, don Gregorio le preguntó:
—¿Será cierto lo que dicen?
—Ellos sabrán, tata—contestó ella.
—Pero ese muchacho no tiene en qué caerse muerto—dijo el
padre.
—Para caerse muerto —contestó despacito, Ciriaca,—quizá no
sirva; pero para vivir, tata, valen más las prendas del corazón que
mucho dinero.
—¡Ah, pícara!—exclamó don Gregorio con una sonrisa—y dándole
un beso en la frente, agregó:—sé feliz, hija; al fin es todo lo que
quiere tu padre.
Cuando volvían á las casas, llegaba al palenque un gaucho de
nobles facciones y luenga barba blanca y cuyo apero y traje
demostraban un hacendado acomodado. Preguntó por don Gregorio
y éste le hizo entrar. Discreta, se iba á retirar Ciriaca, cuando con
benévolo ademán, la detuvo el recién venido.
—Señor—dijo á don Gregorio,—venía á pedir á usted para mi
ahijado Lorenzo la mano de su hija Ciriaca. El muchacho es pobre,
pero fiene buenas cualidades y merece su aprecio.
—Señor—contestó don Gregorio,—ya me convencí de que donde
manda. el amor tienen los padres que obedecer.
Se pusieron en seguida de acuerdo sobre el día de la boda, y el
forastero se retiró para avisar á Lorenzo —según manifestó,—
prometiendo venir con él, el día siguiente.
Pero, ese día, llegó solo Lorenzo, diciendo haber recibido de don
Gregorio un chasque que lo mandaba llamar, y abrió tamaños ojos
cuando le preguntó éste por el padrino, no sabiendo qué contestar,
pues ignoraba que tuviera padrino; y quién sabe cómo hubieran
andado las cosas, si no se aproxima en ese momento un peón de la
estancia anunciando que acababa de llegar un arreo de mil vacas y
de tres mil ovejas, con guía á nombre de Lorenzo.
Los dos fueron corriendo á reconocer la hacienda, á indagar del
capataz que la conducía, de dónde venía y quién la mandaba y con
qué objeto.
El capataz sólo contestó que su patrón mandaba esa hacienda
para que su ahijado Lorenzo dispusiera de ella. Se apuró en
entregarla, y cuando lo quería don Gregorio convidar á pasar para
las casas, con su gente, había desaparecido. ¿Por dónde? ¿cómo?
nadie lo pudo decir.
Pero, ¿qué importaba al fin? Poseer mil vacas y tres mil ovejas no
le quitaba á Lorenzo ninguna de sus excelentes prendas.
Las bodas fueron espléndidas. Se comió, con cuero, una de las
vaquillonas del generoso padrino, bebiendo á su salud, fuera quien
fuera, y todos aseguraron que nunca habían probado carne más
sabrosa.
Vivieron felices, muchos, muchísimos años, Lorenzo y su Ciriaca, y
tuvieron muchos hijos, lo que en la Pampa no es hazaña, pues á
cualquiera le sucede.
La guachita

Antonio no había nacido con suerte; todo siempre le salía mal;


cualquiera que fuese el trabajo que se emprendiera, sus esfuerzos
resultaban estériles, y después de haber probado mil oficios,
resolvió, mientras era todavía joven y fuerte, ver si en el campo la
fortuna le sería más favorable que en la ciudad.
Un estanciero amigo lo habilitó con una majada; le facilitó unas
cuantas vacas lecheras y algunos caballos, y empezó á trabajar con
ahinco para hacer de su modesto puesto una habitación cómoda y
agradable. Su mujer y él habían vivido siempre rodeados de relativas
comodidades, y no era cosa de vivir como cualquier gaucho
acostumbrado á dormir en cualquier parte y á comer cualquier cosa.
Plantó algunos duraznos, cultivó una pequeña huerta de verduras
y crió gallinas y pavos para poder variar la comida y no estar
siempre, él y la familia, á pura carne, toda la vida: asado y puchero,
puchero y asado. Entendía lo que era vivir como la gente, y no
mezquinó los esfuerzos para conseguir su objeto.
No por esto descuidaba los intereses, pues aquello lo hacía en los
momentos que le dejaba libres el cuidado de la majada. Vigilaba
mucho sus ovejas, las cuidaba con esmero; las curaba de la sarna,
no las dejaba mixturarse con las otras majadas; en una palabra, era
un excelente puestero, empeñado en dejar á su patrón conforme
con su trabajo y su comportación.
Pero, ¿qué quieren? Al que nace sin suerte no le valen los
empeños y todo le iba mal. Las plantas se le secaban, las gallinas no
ponían ó los pollitos se les morían, las vacas quedaban flacas y
apenas les alcanzaba la leche para criar raquíticamente el ternero;
las ovejas siempre estaban flacas y llenas de sarna, daban poca
lana, ninguna gordura y escasa parición.
Antonio se desesperaba. Su mujer maldecía el día en que había
ligado su suerte con semejante desgraciado, y no se quedaba atrás
para decírselo y cantarle lo que llamaba sus verdades. Para ella no
era mala suerte, sino incapacidad, ignorancia, inbecilidad; tan bien
que para ambos la vida se había vuelto un infierno, y que Antonio
ahora se lo pasaba casi todo el día vagando por el campo ó
pastoreando las ovejas que, siquiera, no le retaban.
Un día que, echado de bruces entre el trébol, olvidando por un
rato su constante mala suerte, dejándose embriagar por el perfume
penetrante de los pastos silvestres y la tibia suavidad de la
atmósfera pampeana, oyó de repente que las ovejas se empezaban
á llamar unas á otras y corrían hacia una mata de pajas altas. Pronto
estuvo allá toda la majada, y, acercándose Antonio, vió que las
ovejas hacían rueda alrededor de un bultito negruzco que se movía y
chillaba. Se apeó y alzó en sus manos á una niñita recién nacida,
negra, fea y contrahecha, que gritaba como mil deinonios. Quedó un
corto rato perplejo, rodeado siempre de las ovejas que parecían
seguir con el mayor interés todos sus gestos, pero pronto volvió á
montar, después de haber depositado con cuidado la niñita en el
recado, é iba á emprender la marcha para el puesto, cuando vió
surgir en súbita aparición, detrás de la paja, y disparar á todo correr,
en corcel obscuro, un jinete todo vestido de negro. Espoleó para
seguirlo, pues no podía dudar que por él hubiese sido dejada allí la
criatura; pero en un abrir y cerrar de ojos se había desvanecido el
misterioso personaje. Y caviloso se dirigió hasta su casa, seguido por
toda la majada, que a pesar de todos los esfuerzos que hacía para
espantarla, lo acompañó balando.
La señora, por supuesto, al oir los balidos y el tropel, creyó que
las ovejas invadían la quinta y salió del puesto para atajarlas,
renegando ya contra su marido que, en vez de cuidarlas, pensaba,
estaría quién sabe dónde; y cuando lo vió bajarse en el palenque,
siempre rodeado por las ovejas, quedó bastante sorprendida. Pero
su sorpresa fué mayor cuando lo vió llegar hacia ella con el hallazgo.
—¿Y qué piensas hacer con esto?—le dijo.— ¿Para qué me traes
ese monstruo?
—Lo traigo—contestó Antonio,—porque lo encontré. ¿Qué
hubieras hecho tú?
La mujer no dijo nada; pues claro era que hubiera hecho lo
mismo; pero consideró, y mucho más cuando le hubo contado lo de
la aparición, que seguía la suerte favoreciendo á Antonio del mismo
singular modo que hasta entonces había acostumbrado; y tomó de
manos de su marido la horrible criaturita con la idea de que iba á ser
una carga sin compensación, ó quizás algo peor. La llevó, por fin, al
rancho, sin saber cómo la iba á mantener, pues no tenía leche; y las
ovejas, que parecían interesarse de veras por la chica, pues habían
quedado paradas cerca del palenque, amontonadas y mirando al
grupo, como si estuviesen esperando la decisión de la patrona, sólo
cuando vieron que ésta se la llevaba, poco a poco se fueron
retirando para el campo, extendiéndose de nuevo á comer.
La señora de Antonio mandó á uno de sus hijos que fuera á traer
una de las lecheras, aunque bien supiese que poca ó ninguna leche
tenían, pero algo debía hacer para conservar la vida de la criatura; y
no fué poca su admiración al ver que la vaca que le traían,
generalmente mañera y de poca leche, se venía sola al palenque
para que la atasen, con la ubre tan hinchada que parecía que pidiese
que la ordeñasen. Sin necesitar siquiera hacer mamar el ternero, la
señora, en un momento, llenó un balde de leche espumosa y gorda,
y soltó la vaca todavía á medio ordenar.
No dejó esto de llamarle mucho la atención y se lo contó á
Antonio cuando volvió éste del campo; y él, á su vez, le hizo acordar
cómo las ovejas le habían hecho encontrar á la chica, cómo lo
habían acompañado cuando la traía, y cómo sólo se habían retirado
después de haber visto que quedaba bien atendida su protegida. Y
al pensar en la singular y tétrica figura del enlutado jinete que
parecía habérsela confiado, quedaron ambos muy pensativos.
El caso no era para menos. ¿De dónde podía venir esa chica?
Después de repasar en la mente á cuanta vecina había por allí, bien
tenían que confesar que no podía ser del pago. ¿La habrían,
entonces, traído de muy lejos? Esto, sí, probablemente. ¿O sería
más bien—insinuó Antonio,—algún peligroso regalo de quién sabe
quién?
No dejaban de tener al respecto sus dudas, ¡ocurren tantas cosas
que uno no sabe!
Lo cierto es que por fea, negra y contrahecha que fuera la niña, lo
de las ovejas siguiéndola y lo de la leche manando con inesperada
abundancia, se la habían hecho ya simpática, á tal punto, que, sea
porque se acostumbraran á verla, sea porque realmente así fuera,
les parecía disminuir su fealdad á medida que se iba criando.
Y también á medida que se iba criando la Guachita, como habían
dado todos en llamarla, parecía desarrollarse más y más la
extraordinaria facultad de que parecía dotada de acrecentar, á su
paso, hasta la exuberancia, la producción de los bienos de la tierra.
Para asegurar su amamantamiento, las pocas lecheras de Antonio
parecían haberse concertado, y la cantidad de leche que producían
era tal, que tuvo el ya afortunado puestero que conchabar á varios
peones que no hacían otra cosa que ordeñar, ordeñar y ordeñar. La
venta de la leche se volvió todo un asunto y pronto tuvo que
organizar una cremería y una fábrica de quesos que tal resultado le
dieron, que pronto desapareció el desaliento de antaño para dar
lugar á las más risueñas esperanzas de fortuna.
Mientras tanto, crecía la Guachita. Empezaba á caminar, á correr
por todas partes, á interesarse en todo lo que la rodeaba, y fea
como era, parecía ejercer sobre los seres invencible atracción,
comunicándoles, en cambio, lo mismo que á las plantas, milagrosa
fecundidad. Bastaba que apareciese en el patio para que las gallinas
y sus pollos viniesen corriendo hacia ella, y que, del fondo del
montecito, acudiesen los pavos en busca del grano de las miguitas
de pan que solía repartirles.
A pesar de que bien poca fuera la cantidad que les pudiera dar sus
pequeñas manos, todas las gallinas, como agradecidas, pronto
disparaban para sus nidos y no pasaba media hora sin que resonara
en cuanto rincón apartado había en el monte y en las casas, el canto
tan conocido, el cloqueo de orgullosa llamada de las ponedoras.
Y cada gallina clueca también sacaba tantos pollos cuantos huevos
se le habían puesto, cruzándose por el patio y por todas partes en
busca de la Guachita sus bandadas alegres y comilonas.
Los pavos se multiplicaban que daba gusto y todos engordaban &
ojos vistas, tanto que, cansados de comer de ellos, Antonio les tenía
que buscar provechosa salida, lo que no dejaba de hacer; y como ya
tenían fama los productos de su puesto, no faltaban clientes para los
miles de huevos y los centenares de aves que, con inacabable
profusión, siempre tenía á mano.
Ya no renegaban de la suerte Antonio y su mujer; gozaban del
más amplio bienestar, y lo atribuían, como era justo, & la influencia
de la Guachita, aunque siempre sin saber de dónde le podría venir
tan misterioso poder.
Los duraznos que había plantado Antonio, y que hasta entonces
nunca habían dado más fruta que si hubieran sido sauces, estaban
Todavía sin florecer, cuando, una mañana, se le ocurrió tomar de la
mano á la Guachita y llevarla á pasear por la huerta; y fué todo uno
tocar ella una planta con su manita y brotar miles de pimpollos en
cada rama, y llevada así por él de árbol en árbol, todos los iba
tocando, siendo como si hubiera prendido, uno tras otro, todos los
focos de luz rosada de alguna espléndida iluminación.
Cuando, algunos días después, cubrió el suelo la nieve de las
flores marchitas ya, Antonio y su mujer vieron con asombro que ni
una sola había dejado de cuajar y que los árboles estaban tan
cargados de fruta que se corría gran peligro de que se quebrasen las
ramas y de que no llegasen á alcanzar para semejante cosecha
todas las canastas del pago.
¡Y las ovejas! «Era una bendición de Dios», aseguraba la señora, y
no podía menos, al decir esto, que dar á la Guachita un sonoro beso
agradecido y casi maternal, en su carita seria de china fea. Antonio,
aunque también así le pareciese, conservaba ciertas dudas sobre si
era de Dios la bendición, ó de algún otro ser poderoso y
desconocido, de éstos que por la Pampa andan rodando, montados
en briosos pingos, y que, sin que nadie los vea, cruzan los campos,
sembrando, traviesos, acá y acullá, el bien y el mal, á sabiendas ó
sin saber, con intención ó por capricho, pero lo cierto era que al
mirar, en el campo ó en el corral, su magnífica majada, de puras
ovejas sanas y gordas, con lana tupida y larga, madres todas de
corderos juguetones, cuyas correrías por todos lados espejeaban en
la loma, Antonio sentía su corazón henchirse de alegre esperanza,
casi olvidado ya de las inevitables congojas que consigo trae, aun en
la dicha, el largo hábito de la desgracia.
Empezaba de veras á creerse feliz, y creerse feliz, ¿qué es sino
serlo?
Y con el pasar de los años, su prosperidad llegó á ser completa.
De pobre puestero, en pocos años, se había vuelto estanciero,
dueño de campo y de haciendas; y su familia, numerosa, como tiene
que ser la de todo hacendado, pues así la necesita para ayudarle en
sus faenas, y así lo quiere la naturaleza, cuya ley manda que donde
abunda la tierra fértil, también abunde la gente, se iba criando en
paz, robusta y sana.
Una tarde, al anochecer, llegó al palenque de la estancia un
gaucho, todo vestido de negro, montado en hermoso caballo
obscuro, lujosamente aperado. Nadie lo había visto venir, los perros
no habían anunciado su llegada, y quedaba silencioso, sin llamar, sin
apearse, pensativo al parecer, y como estudiando la disposición de
las casas y lo que en ellas podía haber.
Los rebaños estaban encerrados; los caballos de servicio,
desensillados, estaban atados dentro del cerco, debajo de los
árboles; pues ya se habían acabado las faenas del día, y como era
en invierno y hacía frío, las puertas de las habitaciones quedaban
cerradas, menos la del rancho que servía de cocina.
De ahí fué que, al rato, salió la Guachita, atravesando el patio para
llegar al comedor, donde estaba reunida la familia, esperando que se
sirviese la cena. La Guachita se había hecho moza; tenía diez y ocho
años, pero la pobre había quedado tan fea en realidad, y tan
contrahecha como cuando don Antonio la encontrara entre las pajas,
y bien difícil parecía que, á pesar del precioso don de fecundidad
que había recibido al nacer, pudiera ser algún día objeto de amorosa
codicia.
Estaba ya en el mismo medio del patio, cuando el jinete, con voz
imperiosa, desde el palenque, dijo, sin moverse:
—¡O te quedas con el amor, ó te vienes con la muerte!
Y la niña, al oir esa voz, se detuvo, como paralizada por el terror,
lanzando un grito tan agudo, que las puertas de la casa, al momento
se abrieron de par en par, abalanzándose Antonio y sus hijos, con el
cuchillo en la mano, en auxilio de la Guachita.
La encontraron muda, inmóvil, los ojos llenos de espanto. La
rodearon, la llamaron por el nombre que tan cariñosamente le
daban, inquiriendo, preguntándole lo que ocurría; la quisieron llevar
para las casas, pero ni caminaba ella, ni la podían mover; y mientras
se esforzaban, se repitió en el palenque la orden:
—¡O te quedas con el amor, ó te vienes con la muerte! Y a pesar
de los esfuerzos que hacían todos para detenerla, movida como por
invencible poder, alzando los brazos al cielo con desesperación,
lenta, pero irresistiblemente, á pasitos cortos, como liviano
fantasma, se empezó á dirigir hacia el misterioso visitante que la
llamaba.
Entonces Marcelo, el hijo mayor de don Antonio, mozo guapo y
valiente, dejando que los demás se empeñasen en detenerla, loco de
furor, con la daga en la mano, corrió hasta el palenque desafiando al
atrevido que les quería arrebatar á su Guachita.
Lo detuvo una carcajada del jinete, y con la pálida luz de las
estrellas vió, atónito, bajo las alas gachas del chambergo, diseñarse
las repelentes facciones de la fatídica calavera. Se dió vuelta
horrorizado, y al ver que seguía viniéndose la Guachita, atraída hasta
el raptor fatal, se tiró de rodillas delante de ella, gritando:
—Guachita, no te vayas, ¡no me dejes, Guachita! ¡te quiero!
Contestando á este grito de amor, un grito de rabia se dejó oir en
el palenque.
El jinete había desaparecido y la Guachita, tiernamente recostada
en el brazo viril de su amante, volvía con él á la sala.
¡Milagro! La Guachita, negra, fea, contrahecha, se había
transformado en una niña regiamente hermosa y bizarra, y
aclamaron todos, entusiastas, á la joven pareja, cuyo amor había
vencido á la muerte envidiosa y á sus hechizos.
El gaucho del gateado

Estaba la reunión en su apogeo: las apuestas se cruzaban como si


cualquier mancarrón se hubiese vuelto parejero; se armaban las
carreras tan seguidas que tenían que acortar el número de partidas
los corredores para desocupar pronto la cancha.
Llegó en estos momentos y se mezcló con la concurrencia un
gaucho muy anciano, de blanca melena y de barba como nieve,
flaco, de tez apergaminada, muy pobremente vestido de chiripá y de
poncho, y montado en un gateado más flaco aún que él, viejísimo
también y aperado miserablemente.
Como era desconocido de todos el recién venido, nadie le hacía
caso y parecía el viejo, entre tanta gente, como alma de otros
tiempos entre vivientes de hoy, alma de gaucho de antaño entre
criollos modernos. De repente, al pasar cerca de él, un joven lo miró
y le gritó, riéndose:
—¡Abuelito! le corro al gateado!
Fué general la carcajada, tan peregrina había parecido á todos
estos paisanos, bien montados en fletes invernados, la idea de hacer
correr una carrera al viejo montado en su gateado flaco.
Y redoblaron las risas, cuando, muy serio, contestó el gaucho:
—¡Pago! ¿cuántas cuadras?
—Cien varas—dijo el muchacho;—¿ó serán demasiadas para
semejante osamenta?
—Bueno—dijo el viejo,—¿y por cuánto?
—Pongamos cincuenta centavos: ¿quién sabe si los tiene?
—Aquí están—dijo el hombre, y los sacó del tirador.
El interés iba creciendo. Correr cien varas, esto se hace á pie, no á
caballo, pero creían todos que el gateado apenas podía caminar al
tranco y encontraban atrevido á este viejo, en meterse á su edad, á
correr, y en semejante animal, aunque fueran cien varas y por sólo
cincuenta centavos.
Se despejó la cancha; el viejo tiró el poncho, desensilló el
gateado, se ató la vincha en la frente y resolviendo ambos
contendientes no hacer partidas por el reducido trecho que iban á
correr, largaron en seguida.
¡Un rayo! señor, el gateado; lo cortó á luz al parejero del joven.
Apenas estaban en su sitio los rayeros, cuando lo vieron al gateado
como exhalación pasar delante de ellos, y parecía tranco el galope
tendido del otro, comparado con el suyo.
—Diez cuadras le corro ahora con el gateado—dijo el viejo al
contrario, cuando se juntaron.
—¡Pago!—contestó el vencido medio picado;—y por cien pesos, si
quiere.
—¡Pago!—dijo sencillamente el gaucho viejo, y sacando de su
pobre tirador, todo descosido, los cien pesos, los entregó al rayero.—
Soy pobre—agregó,—pero le tengo. fe al gateado.
Empezó á alborotarse la gente. Era interesante la carrera pero, ¿á
cuál ir?
¡Cuándo iba ese gateado á correr un tiro tan largo!
—¿No lo vieron hace un rato?
—Será maña ¿qué son cien varas? pero diez cuadras, es otro
cantar.
Asimismo, se cruzaron muchas apuestas, y bien se puede
asegurar que los que fueron al gateado no eran de esos descreídos
que todo lo niegan.
Sin esfuerzo ganó el gateado, dejando tirado al otro, y cuando se
apeó el amo lo miraban todos con admiración, y unos cuantos
gauchos viejos allí presentes, con orgullo susurraban:
—Todavía somos un poco, nosotros, de aquellos tiempos.
El gaucho del gateado los convidó á celebrar con los cien pesos su
victoria y gastó todo, sin contar, con ese afán tan criollo de lucir los
pesos hasta que no quede ninguno.
Poco después hubo reyerta en la pulpería: cuestiones de juego
entre mamados, y salieron á relumbrar los cuchillos. Peleaban dos
tipos, de bombacha y de bigote, con apellidos en etti, y más
peleaban para darse corte de gauchos, que con ganas de cortarse.
El viejo del gateado se les quiso interponer; veía que de
chambones podían desgraciarse sin querer, y así se lo dijo para que
dejasen de compadrear; pero fué lo bastante para que, dejando de
pelear entre sí, se le diesen vuelta, insultándolo, tratándolo de viejo
entrometido, y amenazándolo con los cuchillos, soñando ya con la
gloria de darle un tajo. Fué breve la cosa el viejo, viendo que se le
venían como relámpagos, desenvainó y zás, zás, con un revés á
cada cual, los apaciguó en seguida; y mientras enjugaban,
asustados la sangre que les chorreaba de la cara, les aconsejó que
se dejasen crecer la barba para ocultar los tajos, y que así
parecerían más gauchos.
Todos lo miraban ahora con respeto, ya no parecía tan débil, ni
tampoco osamenta el gateado, y cuando juntos se fueron, al
tranquito, por la Pampa, perdiéndose en las sombras de la noche, se
preguntaban todos quién sería ese viejo, y más de uno pensó que,
más bien que ser viviente, debía de ser el alma de algún gaucho de
antaño.
Lo que muy bien puede ser, pues á mucha distancia de allí y el
mismo día, mientras estaban tratando de bolear avestruces unos
hombres que, persiguiéndolos sin ton ni son, no podían conseguir
otra cosa que cansar los caballos, había aparecido de repente entre
ellos el gaucho del gateado. Viejos, viejísimos eran ambos,
escuálidos y, al parecer, sin fuerza ni valor; asimismo, se les ofreció
el hombre para dirigir la boleada, criticando el modo de hacer de
ellos, asegurándoles que así nunca iban á cazar nada.
Primero quisieron algunos burlarse de él; unos le preguntaban
dónde tenía la tropilla, ó si pensaba con el gateado solo bolear
avestruces; otros le decían que á su edad podía quizá dar consejos,
y formar en el cerco... del fogón, pero que para andar corriendo, era
ya muy viejo.
El gaucho del gateado los miraba sin contestar, cuando cerquita
del grupo que formaban, se levantó un venado y salió disparando
entre las pajas.
—¡A ver quién lo caza!—exclamó el viejo, y antes de que los otros
jinetes hubieran salido, corría él, volaba, en el gateado, revoleando
las boleadoras. Avergonzados, venían los demás en tropel,
siguiéndolo de lejos; y antes que se hubieran podido acercar,
quedaba volteado el animal de un tiro certero de bolas.
—¡Viejo lindo había sido!—confesaron,—y ¡qué pingo, el gateado!
—y llamándole todos afectuosamente abuelito», le dieron el mando
de la gavilla, para aprender de un gaucho viejo cómo se trabaja en
la Pampa.
Poco tiempo se quedó con ellos: tenía que ir, dijo, á una estancia
donde se estaba domando.
—¿Y usted va á domar?—le preguntaron asombrados.
—Pues, amigo—contestó el viejo, irguiéndose,—¡y entonces!...
La misma duda expresaron los de la estancia, cuando, allegándose
al corral donde estaban encerrados los potros, preguntó si
necesitaban algún domador.
—Ya somos dos—contestó, al cabo de un rato, un chino
regordetón, con cara de indio á medio blanquear.
—Como son muchos los potros, pensaba...
—Pero, de cualquier modo, usted es muy viejo, amigo, para domar
—le dijo el otro domador, criollo, al parecer, pero de piernas muy
derechas para ser gran jinete.
Y el mismo patrón de la estancia, cuando supo lo que quería el
viejo, le preguntó, riéndose, si todavía era redomón el gateado.
Asimismo, ordenó que se le diera uno de los potros menos ariscos y
más palenqueados, pues tenían costumbre, en el establecimiento, de
amansar primero de abajo los animales antes de darles el primer
galope.
Pero el gaucho del gateado insistió en que lo dejaran á él mismo
elegir á su gusto los potros que más le gustasen; y le dejaron.
Desensilló el gateado y lo soltó para que comiera, se arregló para
el trabajo, tiró el poncho, encerró en la vincha su blanca melena, y
con el lazo arrollado entró en el corral. ¡Cosa rara... ó ilusión! firme
en las piernas chuecas, ágil como un muchacho y fuerte como varón
diestro y sereno, pronto, de un solo y certero tiro, hubo enlazado un
potro chúcaro, sin palenquear aún, y lo detuvo á pie en su
disparada, como poste de ñandubay, hazaña que no es para todos; y
cuando el animal, ahorcado, se dejó caer, ya estuvo encima,
maneándolo y poniéndole bozal. Casi no habían tenido tiempo los
demás peones para ayudarle, y ya seguía la función en todos sus
detalles: los tirones en la boca con el bocado de cuero, la trabajosa
salida del corral, del animal maneado y cabestreando por la primera
vez en su vida; la colocación en el lomo de las piezas del recado, el
montar por fin de un salto y la lucha contra las mil defensas del
potro, y el primer galope, loco, furioso, matador y la vuelta al corral,
entre los vivas entusiastas al viejo del gateado, al gaucho de otros
tiempos que volvía para enseñar á la juventud cómo se domaba
antes en la llanura, y evocar en su espíritu los recuerdos
enorgullecedores de la Pampa argentina.
A la noche el anciano ensilló el gateado y se fué, callado; dejando
que todos pensasen que pronto volvería; pero ya estaba bien lejos,
el día siguiente, presentándose en su gateado por toda tropilla, á un
resero que iba á apartar novillos en varios rodeos. El hombre, al ver
semejante fantasma, se rió y por ningún precio, por supuesto, lo
quiso conchabar; y sólo de comedido, el gaucho del gateado atajó el
señuelo y los animales apartados. Pero como la gente que trabajaba,
criollos de nueva ley, bombachudos y de bigotes en punta, jinetes
medio maulas y de poco coraje, montados en caballos bien gordos
pero lerdos y mal enseñados, á menudo dejaban escapar novillos y
después les erraban veinte veces el tiro de lazo, no pudo hacer
menos el viejo que, de vez en cuando, entrometerse, y atajar con su
gateado algún novillo, cortándole el camino y costeándolo, ó
enlazándolo si se iba lejos y pechándolo también con el valiente
pingo, cuando era necesario.
El resero, un vasco ya entrado en años y que sabía lo que era
trabajar, aplaudió en varias ocasiones al gaucho del gateado,
viéndolo tan guapo, se decidió á conchabarlo de capataz para arrear
la tropa, dándolo de modelo á los muchachos que allí estaban.
—Aprendan, aprendan, muchachos—les decía,—cómo se debe
trabajar y cómo en otros tiempos se trabajaba.
Y todos admiraban sinceramente el valor impetuoso y la destreza
serena tanto del gaucho como del gateado, prometiéndose adquirir y
transmitir á sus hijos, para que no se perdieran, las prendas
naturales que habían adornado tantas generaciones desaparecidas
de gauchos hábiles, sufridos y fuertes, generosos y fieles.
El gaucho del gateado, conociendo cuánto lo apreciaba el vasco, y
cuántas ganas tenían los peones de aprender de él á trabajar,
acompañó el arreo hasta muy cerca de Buenos Aires; y más de una
vez, durante el viaje, tuvo ocasión de enseñar á los muchachos
cuánta prudencia, cuánta energía, cuánta perspicacia, cuánta
atención, y cuántas otras virtudes se necesitan para evitar pérdidas
en un arreo, durante días y noches, entre tormentas y temporales,
entre cañadones y alambrados, entre peligros siempre renacientes, y
siempre nuevos.
De noche, el gaucho del gateado les contaba cuentos ó les
cantaba décimas, acompañándose en la guitarra, y sus cantos
primorosos evocaban en vaporoso ambiente de poesía intensa todo
un mundo ya casi desaparecido, costumbres, trajes y decires
olvidados y cuyo conjunto, bien lo sentían todos, formaba en otros
tiempos el alma gaucha, base, cimiento, esencia del alma criolla, del
alma argentina, de su alma propia.
Un día no amaneció entre sus peones el capataz del gateado.
Cuentan que habiendo visto en el horizonte un monte soberbio,
quiso ir en busca de cosas nuevas que ignoraba y que quería
conocer. Habría oído hablar de mejoras estupendas en el modo de
trabajar la hacienda y quizá habría creído encontrarse con gauchos
más diestros, enlazadores más certeros, pingos mejor enseñados,
tropillas mejor entabladas, caballos mãs pechadores, y muchachos
más pialadores; soñaría con domadores más atrevidos que los de
sus tiempos y con jinetes ideales.
Lo cierto es que fué; y después de haber quedado algo perdido
entre tantos alambrados y de haberse fastidiado abriendo y cerrando
tranqueras y más tranqueras, no sin ver arrancado de su poncho
algún andrajo más en los alambres de púa, llegó á una estancia
donde todo parecía hecho á propósito para volverlo loco.
Las haciendas no tenían astas; hasta los toros eran mochos; una
cantidad de hombres, no de mujeres, de hombres, estaban
ordeñando. Más allá, habían encerrado las vacas en un corral y las
hacían pasar de á una en una especie de brete donde gente de
camisa almidonada y de galerita las manoseaban sin que se
movieran, pinchándolas con una jeringuita, mientras que otros, que
parecían peones, pero no gauchos, en otro brete trabajaban toros y
animales grandes, haciéndoles venir á la fuerza con un lazo, pero
con un lazo que por poleas manejaba un muchacho dando vuelta á
un manija.
¡Todo se había vuelto trabajos de á pie, hasta los mismos trabajos
de lazo!
Bamboleó en su gateado flaco, ya sin vigor y sin valor el gaucho
viejo de blanca melena. Después de tanto luchar para conservar su
dominio, la Pampa quedaba vencida ya sin remedio, desconocida,
olvidada, sin fuerza para imponerse, despreciada de los que no la
conocieron; y en un soplo se esfumó el alma gaucha, llevándosela
consigo y para siempre el gaucho del gateado.
La guitarra encantada

Don Nataniel y su china, con tres o cuatro hijos, criaturas todavía,


vivían, pobres como las ratas, en un campo del Estado, sobre la
costa de un gran cañadón. Su rancho era una miserable choza, con
el techo de paja todo podrido y lleno de agujeros, y sin más puerta
que un cuero de potro, viejo y arrugado; de modo que la lluvia y el
frío entraban allí como en su propia casa.
Todo el haber de la familia lo componían unas cuantas yeguas,
dos lecheras y algunos corderos guachos, alzados en el campo por
los muchachos y criados por ellos.
Nataniel no era haragán ni vicioso. Ganaba algunos pesos en las
hierras y arreos, cada vez que se le presentaba la ocasión, y su
distracción preferida no era la de tantos gauchos, de ir a pasarse las
horas en la pulpería, sino -distracción inocente y barata- de tocar la
guitarra, sin cesar, y cantando, cada vez que tenía un momento
desocupado. No era más que un modesto aficionado, pero, sin
dárselas de payador, no dejaba de tener un talentito regular. Así por
lo menos estaba dispuesta doña Filomena, su mujer, a proclamarlo,
lo mismo que cierto grillo que, desde algún tiempo, había fijado su
domicilio en un rincón de la habitación.
Este grillo era para el matrimonio un verdadero compañero, pues,
aunque nunca se le viera, se le oía mucho; y de noche solía
acompañar la guitarra y el canto de Nataniel o llenar los intermedios
con su grito familiar.
La guitarra de Nataniel, aunque muy sencilla, una de tantas de las
que cuestan tres o cuatro pesos en cualquier casa de negocio, tenía
mucho mérito para él, pues hacía largos años que la poseía; le
conocía las mañas; había sido ella la discreta confidente de sus
esperanzas y de sus penas, y no podía olvidar que también por ella
había conquistado el corazón de su Filomena.
Una noche, entró a oscuras, tiró el pesado recado en el rincón
acostumbrado, sin ver que el instrumento favorito se había caído de
su sitio en la pared, con clavo y todo, y lo aplastó completamente.
El pobre Nataniel quedó todo pesaroso, no pudiéndose conformar
con que la vieja compañera no tuviera ya compostura; y después de
la cena, que fue corta, quedaron ambos, él y la mujer, como almas
en pena, mirando extinguirse unas tras otras las brasitas del fogón,
mudos y sin saber en qué ocupar el tiempo.
De repente cantó el grillo, en el mismo rincón donde yacía la
guitarra rota, y, maquinalmente, miró allí Nataniel. ¡Cuál fue su
asombro al ver, colgada en la pared, una guitarra nueva, flamante! Y
mientras la miraba boquiabierto, señalándosela a su mujer, calladito,
con el dedo, el canto del grillo se volvió tan comprensible para
ambos como si hubiera sido voz humana; y clarito oyeron que decía:
-El que conmigo cantare y sus votos expresare, pronto los verá
colmados, si resultan moderados.
Don Nataniel y su mujer quedaron un buen rato atónitos. El grillo
seguía cantando, pero como de costumbre, nomás, y era como para
dudar de que realmente hubiese hablado. Y sin embargo, allí estaba
la otra guitarra, nueva, flamante, colgada de la pared, encima de los
restos de la «finada», sin que nadie la hubiese traído.
Nataniel tenía muchas ganas de probarle el mérito; pero tenía
también algún recelo, pues en esas brujerías, muchas veces, sucede
que lo seducen a uno con buenas palabras o con visiones de objetos
imaginarios, y de repente lo revientan.
Por fin se levantó, y también Filomena, y ambos se acercaron al
sitio donde estaba la guitarra; el hombre por delante, por ser más
guapo, y la mujer por detrás, por ser más miedosa, pero,
empujando despacito la miedosa al guapo, para que no se echase
atrás.
Nataniel, con precaución, tocó el instrumento con un dedo,
primero, y después con toda la mano; y viendo que nada sucedía, lo
descolgó. Filomena retrocedió ligero, algo asustada, pero pronto se
sosegó, y Nataniel, sentándose, empezó a dar vueltas a la guitarra,
encontrándola muy parecida a la que con tan poca suerte había
destrozado.
Se animó a templarla: era de muy lindas voces sonoras, y tocó
una milonga, que el grillo acompañó. Pero Filomena, como mujer
práctica que era, había estado pensando en los deseos moderados
aquellos que con el canto podría expresar Nataniel, para que fueran
colmados, y pronto se lo hizo recordar.
Y como para ver hasta qué punto era verdad la promesa, Nataniel
así cantó:
-Mira, grillo, mi amiguito, para probarnos tu amor, bien podrías al
asador ponernos un corderito...
Y no había tenido tiempo de cantar un verso más, cuando en la
mesa de la cocina apareció, no se sabe cómo, en una fuente grande,
un magnífico asado; «... ¡y con papas alrededor!», exclamó en el
acto Nataniel, y aparecieron papas lindas y bien cocidas, colocadas
en la fuente, alrededor del cordero.
Nataniel soltó la risa al ver la cara de su mujer, atontada por el
suceso, y cantó al grillo una copla de agradecimiento entusiasta,
antes de descuartizar con el cuchillo el cordero, tan dorado, tan
gordo y tan jugoso, que se le hacía agua la boca.
Como habían cenado mal, el cordero les venía de perilla, y con
ayuda de los chicos, que todavía no dormían, pronto dejaron la
fuente limpia, no quedando más recuerdos del regalo del grillo que
unos cuantos huesitos pelados; las manos grasientas y las caras
sucias.
Fue casi con alegría que Nataniel, en la madrugada siguiente,
prendió el fuego con las astillas de la guitarra rota, ¡lo que es la
ingratitud! Y durante todo el día, como era natural, él y Filomena,
preparando, una su puchero o lavando la ropa, y trenzando huascas
el otro, no pensaron en otra cosa que en lo que iban a pedir al grillo
con la guitarra, después de cenar.
Pero bien se acordaban ambos de que, para ser colmados, tenían
que ser moderados sus pedidos; y no sabían hasta qué punto podían
dejarse ir. Como nunca habían poseído más que los cuatro trastos
que tenían en el rancho, todo les parecía mucho, y temían que
cualquier cosa que pidieran fuese un disparate y les costase algún
castigo imprevisto; pues medio sabían que estos seres desconocidos
que protegen a los hombres, cuando uno interpreta mal sus
órdenes, aunque sea sin querer, se desatan en rabia y pegan a veces
golpes feroces.
No fue, pues, sin cierta emoción como empezó Nataniel, esa
noche, a pulsar la guitarra. Filomena había acostado a los chicos, y
sin dejar de cebar mate, para ocultar su ansiedad, esperaba que se
decidiera el cantor; pero éste no parecía tener mayor apuro, pues no
hacía sino preludiar, sin que soltase un verso. Algo impaciente ya, la
mujer le insinuó que pidiera un corte de vestido para ella o alguna
ropa para los nenes; y Nataniel formuló la demanda, no sin pedirle
disculpa al grillo por la mucha osadía.
No había acabado de bordonear la guitarra acompañando el
último verso, cuando apareció en la mesa un atadito muy bien
hecho, que contenía todo lo que había deseado la mujer y algo más,
quizá, para ella y para las criaturas. Don Nataniel, cada vez más
agradecido al grillo, le cantó una décima tan linda, que el grillo le
contestó con el más sentido serrucheo de que era capaz; y
pensando el cantor que fuera esto una invitación a seguir pidiendo,
pidió nomás; y cuando estuvo por irse a acostar, tenía más prendas
de vestir que las que en toda su vida hubiese gastado. Nada le
faltaba: botas y sombrero, chiripá y poncho de paño, camisetas y
blusas, tirador y pañuelo de seda, y cuchillo con cabo torneado y
rebenque talero. Su recado se había completado con algunas
prendas que le faltaban, y podía competir con los mejores del pago,
pues no se le habían mezquinado los adornos de plata. Doña
Filomena, por su parte, de vez en cuando, le había hecho alguna
indicación interesada, consiguiendo para sí y para los chicos todas
las riquezas que su raquítica imaginación de pobre resignada le
había podido sugerir. Ya no faltaban en el rancho una toalla para
secarse la cara, ni un par de sábanas de uso doméstico para la
cama, ni una servilleta de alemanesco para limpiarse la boca y los
dedos, en caso de tener algún huésped a quien ofrecer una tajada
de asado. Dos camisetas de abrigo había conseguido para cada uno
de sus hijos, con un par de pantalones, y -lujo inaudito- un
sombrero para el mayor y un par de zapatos para el más chico-, no
se le había ocurrido pedir todavía medias para los tres.
La mesita parecía mostrador de tienda, cuando Nataniel volvió a
colgar la guitarra, y la tuvo que volver a tomar para pedirle al grillo:
-Que el gran favor les hiciera de regalarles siquiera un baúl o
algún ropero pa poner tanto pilchero.
No se hizo esperar la respuesta, y en el acto apareció un baúl de
esmerada fabricación, con buena cerradura, para guardar el tesoro.
Probablemente el bienhechor no les había mandado ropero por
haberse dado cuenta de que en un rancho tan pequeño, hubiese
sido un estorbo.
Cuando, como Nataniel y Filomena, uno ha sido pobre toda la
vida, cualquier cosita le parece lujo; y pasaron ambos unos cuantos
días, admirados de su suerte, gozando de ella con una candidez de
niños, y sin pensar en pedir más, creyéndose quizá llegados al
apogeo de la dicha, o temiendo parecer groseros.
De noche, lo mismo que antes con la otra guitarra, Nataniel
cantaba, y le contestaba el grillo, mientras cebaba mate Filomena,
sin que ninguno se acordara de expresar el menor deseo.
Pero un día faltó la carne, y se tuvieron todos que contentar con
un poco de mazamorra. Nataniel, algo malhumorado, se acordó que
quizá podría pedir al grillo con la guitarra algo que asegurase para
siempre la manutención de la familia; y se largó con una canción
que significa, en el fondo, su deseo de tener una majada que cuidar,
para tener siempre el puchero seguro; pero, por las dudas, la hizo
tan alambicada, que quizá no la pudo entender el grillo en el acto,
pues esa noche se fue Nataniel a dormir sin haber oído balar las
ovejas que esperaba.
-Se nos está enojando el grillo -dijo él a Filomena.
Y Filomena le contestó:
-Por voraces, será -y quedaron avergonzados y tristes.
Se equivocaban, pues al día siguiente recibieron la visita de un
estanciero vecino que les venía a ofrecer una majada al tercio.
Mientras hablaba, sentado con ellos en el rancho y tomando mate,
cantó el grillo, como aconsejando. Pronto fue hecho el trato; y
bendiciendo a su geniecillo protector, Nataniel, después de cenar,
agotó en su honor todas las alabanzas que en sus cantos se le
pudieron ocurrir.
Un bienestar relativo fue la consecuencia inmediata del arreglo
con el estanciero; nunca faltaba la carne ya en la pobre morada; y
sin tener que importunar al grillo, lo que siempre temía Nataniel, no
faltaban tampoco ni la yerba, ni el azúcar, ni el tabaco.
Solamente cuando llegó el invierno, doña Filomena, al tiritar ella
de frío, y al ver tiritar a las criaturas, insistió con su marido para que
cantase alguna décima «de las de pedir», como decía ella.
Nataniel, que bien sabía que, una vez descontados los gastos de
esquila y el remedio para la sarna, nunca le alcanzaría el producto
de las ovejas para poder comprar ropa de abrigo, se decidió a
pedirle al grillo lo que le pareció necesario; y al ver que, ponchos y
frazadas, tricotas de lana y bombachas gruesas, se iban apilando en
la mesa, con vestidos de tartán y enaguas de punto para ella,
Filomena comprendió que hasta entonces habían sido unos infelices
en no pedir al grillo muchas otras colas, ya que, al fin y al cabo, sin
rezongar ni vacilar, les concedía todo lo que le pedían.
Y como sólo da trabajo el primer paso, no tardó Nataniel, incitado
por su mujer, en insinuarle al grillo que mucho mejor sería que la
majada fuera de él, en propiedad, en vez de ser ajena y sólo a
interés. Y el día siguiente, al abrir el cajón de la mesa para sacar
yerba, Nataniel quedó lo más sorprendido: vio un rollo de papel que
le pareció ser de billetes de Banco; lo abrió, y mientras lo miraba
con los ojos relucientes de alegría, llamó al palenque el dueño de las
ovejas. Nataniel cerró el cajón, recibió al estanciero, y pronto supo
que éste venía con la intención de ofrecerle en venta las ovejas. No
se turbó el gaucho por tan poca cosa, pues le empezaba a parecer
muy natural cualquier maravilla, y mientras discutían el precio, cantó
el grillo, en su rincón, como aconsejando.
Pronto cerraron el trato; Nataniel y el vendedor contaron la
majada, que resultó de mil y tantas cabezas, y dio la casualidad que,
justito, alcanzaban los pesos del cajón para pagar su importe, ni uno
más ni uno menos.
Dicen que comiendo viene el apetito, y tardaron pocos días, esta
vez, Nataniel y Filomena en pensar que bien podrían pedir al grillo
algo más que unas cuantas ovejas; ya que todo se lo daba con tan
buena voluntad, era que sus deseos resultaban moderados, como lo
había él mismo mandado. También, lo que antes hubieran creído ser
una enormidad, ya les parecía poca cosa; estaba lejos el tiempo en
que hubiera vacilado un mes Nataniel antes de pedir al grillo una
bombacha o un par de botas; y por poco hubiera despuntado en su
mente la idea de que el grillo sólo cumplía con una obligación, y que
a su talento de cantor y de guitarrero debía sus liberalidades; quizá
el geniecillo, sin sus décimas, no hubiera podido vivir.
Y le cantó una «de las de pedir», pero «macuca». Se largó nomás,
con que sus ovejas estarían más a su gusto en campo propio que en
campo del Estado, de donde, cualquier día, lo podían echar como
intruso.
El día siguiente se apeó en el palenque un soldado de la policía
que le traía, de chasque, mandado por el juez de paz del partido, un
gran sobre de oficio. Era un título de propiedad en forma, de dos
leguas de campo, allí mismo donde vivía, que el Superior Gobierno,
sin que se supiera cómo ni por qué, le regalaba; ¿equivocación?
¿Quizá lo habrían confundido con algún ministro?
Lo cierto es que Nataniel y su mujer no dejaron de sentirse
orgullosos al verse tan ricos, y empezaron a pensar que no tendría
límite su poder. En la misma noche le cantó Nataniel al grillo unas
cuantas décimas de alabanza agradecida, pero, al mismo tiempo, no
dejó de pedirle que completase su obra regalándole, en lugar del
rancho miserable, indigno ya de un estanciero rico, una casita
decente, bien construida y bien amueblada.
Y el sol, cuando salió, creyó estar en un error, y se quedó inmóvil,
un minuto entero, asomado en el horizonte, haciendo colorear con la
luz de su poderoso farol el techo de teja de una alegre casita, que
no se acordaba haber visto allí el día anterior.
Nataniel y Filomena quedaron, esta vez, tan encantados con su
preciosa morada, que en un arrebato de suprema satisfacción,
declaró el cantor al grillo, en los mejores versos que pudo, que ya no
le pedirían más, quedaban colmados sus votos.
Y realmente, ¿qué mas hubieran deseado? Su dicha no podía ser
más completa. No les faltaba nada: llenos de salud, ellos y sus hijos;
ricos como el que más, ya que lo que tenían superaba en mucho a
sus necesidades; asegurados de la ayuda del grillo, a quien acudían
con discreción en los casos difíciles, vivían absolutamente felices, sin
deseos ni pesares: ¿cómo hubieran tenido pesares, cuando, al
contrario, los recuerdos de todo su pasado de pobreza era, por
comparación, su mejor elemento de gozo?
No todos, por cierto, saben apreciar esa clase de felicidad, un
poco pasiva, por la misma falta de contrastes que la hagan resaltar;
pero la apreciaban ellos, y en su justo valor, después de las penurias
de antaño, contentándose ahora con dejarse vivir.
Pasaron así algunos años. Nataniel trabajaba con sus muchachos;
vendía la lana de sus ovejas, los capones y los novillos, sobrándole
siempre dinero. No dejaba, cada noche, de tomar la guitarra y de
cantar lindas décimas, que el grillo acompañaba con su cantito
monótono y estridente, celebrando así juntos los inefables goces de
la vida apacible del campo, cuyas viriles faenas conservan la salud
del cuerpo y dan al alma la quietud.
Desgraciadamente, el afán de tener más y más, ese gusano
destructor de toda felicidad, siempre vivo en el corazón humano, no
estaba más que dormido en el de ellos.
Llegó un día en que no se contentaron con la abundancia,
quisieron la opulencia; les pareció poco el ser respetados y queridos,
pensaron en ser los primeros.
Una tarde, al ver cruzar por el campo el break de un gran
estanciero vecino, tirado por soberbios caballos, lleno de señoras
que lucían elegantes y lujosos trajes de viaje, Filomena se sintió, por
primera vez, herida por la envidia. Llamó a su marido, y toda
enojada, le dijo:
-¿Será más que nosotros esa gente, que ni nos mira siquiera? ¿Por
qué dejas que tengan más campo que nosotros, cuando, con sólo
pedirlo al grillo, podríamos seguramente ser más ricos que ellos?
¡Tan orgullosas que son esas mujeres, con sus gorras emplumadas! -
agregó entre dientes.
Y la verdad es que lo que más le dolía a Filomena,
inconscientemente sin duda, era ver que otras llevaban adornos que
a ella le parecían prohibidos, a pesar de haber podido comprarlos
también, si hubiera querido. Era que por instinto sentía que a su
facha de paisana tosca hubiera sentado una de esas gorras
emplumadas lo mismo que a Nataniel un sombrero de copa, y esto
le causaba una rabia capaz de hacerla despreciar todos los favores
de que se habían visto colmados.
Nataniel no estaba muy convencido de la necesidad de tener más
bienes. Su felicidad le seguía pareciendo suficiente, y no pensaba
que pudiera ser mayor, aun teniendo más tierra y más hacienda; se
resistió pues a las exigencias de su mujer; pero tanto lo fastidió ella,
que, para conseguir la paz, tomó la guitarra y se dispuso a cantar.
En este mismo momento cantó el grillo, como aconsejando, y su
canto, esa noche, parecía triste y melancólico, como si alguna
desgracia le estuviera por suceder. También al preludiar, le pareció a
Nataniel algo ronca la guitarra, y casi estuvo a punto de volverla a
colgar. Pero Filomena no le dejó, y Nataniel, para probar las
atenciones del grillo, acordándose que le faltaba una carona para el
recado, se la pidió. Apareció en seguida la carona. Alentado por el
resultado, quiso entonces soltar de golpe, para que el susto fuese
corto, toda la tropilla de pedido que en su cabeza había estado
entablando, y, en versos rápidos, empezó a pedir campos extensos y
numerosas haciendas y un palacio lujosamente amueblado y casa en
la ciudad y los pesos por millones y coches y servidores y esto y lo
otro, y hubiese seguido algún tiempo todavía, quizá, si de repente
no se hubieran cortado todas las cuerdas de la guitarra, menos una,
rajándose también lastimosamente la caja.
Se quedaron los esposos tullidos como por un rayo. Al cabo de un
gran rato, se levantó despacio Nataniel, y en puntillas, como para no
despertar la mala suerte, fue a colgar en su sitio la descuajaringada
guitarra. Y cantó el grillo, como si llorase.
Pasaron sin novedad algunos días, y como no podía Nataniel vivir
sin cantar, trató de componer el instrumento con cuerdas compradas
en la pulpería, pero casi no sonaban, y tuvo, para poder hacer
música, que comprar una guitarra nueva.
Quedó tristemente colgada, durante mucho tiempo, la guitarra
encantada, sin prestar a su dueño más beneficio que hacerle
recordar su imprudencia; hasta que un día, habiéndose arriesgado a
pedir al grillo, acompañándose con la única cuerda que le había
quedado, un pequeño servicio, pudo comprobar que todavía sus
deseos, con tal que fuesen moderados, podrían quedar cumplidos.
Pero el mismo estado precario del instrumento claramente le
indicaba que cualquier desliz le sería fatal.
El rancho de los hechizos

Desierta había sido siempre la pampa en aquellas alturas, sin un


árbol, sin una población, sin un rebaño a la vista. Y por eso Sandalio,
que hacía pocos días había cruzado por allí boleando avestruces con
otros matreros, se quedó muy sorprendido al ver un rancho muy
bien construido, rodeado de un buen monte, encerrado en
alambrados, con sus corrales y su palenque.
¿De quién sería todo aquello? ¿Quién habría venido a poblar esa
soledad?
Y como Sandalio no era hombre de perder tiempo en conjeturas,
ni de admitir que pudiera haber para él palenque desconocido, no
vaciló en acercarse.
Vago empedernido, acostumbraba vivir de rapiñas y consideraba
que no hay cocina que se atreva, por huraña e inhospitalaria que
sea, a negar a quien los pida con un buen cuchillo en la cintura, un
churrasco y un mate.
A medida que se aproximaba fijábase en todos los detalles: por la
puerta entreabierta del rancho veía el vestido de una mujer, muy
ocupada en coser y acompañando con su canto el ruido de la
máquina. No había perros en el patio, ni caballo cerca, lo que le hizo
suponer que la mujer estaba sola y sin defensa, y esto bastó para
que en su cabeza de gaucho malo nacieran en el acto intenciones
criminales de toda índole.
Con cierta cautela se arrimó al palenque, y después de acariciar la
empuñadura del facón, como para avisarlo de estar listo para
cualquier complicidad, se apeó y quiso atar el caballo. Pero no le
dieron tiempo los tres estacones del palenque, pues empezaron a
brincar en alegre baile, haciendo con sus retorcidos cuerpos mil
contorsiones, y pegándole de vez en cuando, como quien no quiere
la cosa, un buen palo en las espaldas. El mancarrón, asustado, se
mandó mudar ensillado, y cuando el gaucho, después de correr a pie
dos cuadras, perseguido por los tres estacones locos, se detuvo para
resollar, vio que todo había desaparecido y que quedaba solo en
medio del campo, a pie y molido. Y oyó una voz que cantaba:
-Los estacones, bandido, tu intención han conocido.
Sandalio, por supuesto, no contó a nadie su hazaña; pero
queriendo saber si era cierto lo que había visto o si era mentira, a
pesar de sentir todavía en el lomo ciertos dolores que le hubieran
podido confirmar que no había sido sueño, le ponderé a su amigo
Vicente, borracho de siete suelas, lo lindo que en el rancho famoso
trataban a cualquier transeúnte, asegurándole que lo habían
convidado con ginebra... Pero, amigo, ¡qué ginebra!, ¡y a discreción!
Vicente, al oírle, se quedó con la boca hecha agua, y no pensó ya
sino en ir sigilosamente en busca del rancho aquel donde, de arriba,
se podía tomar cosa tan rica, y... a discreción. Eso, sobre todo, de la
discreción, le gustaba mucho.
Bien enterado de la ubicación exacta del rancho, se fue una
mañana a ver si lo encontraba. Dio con él, en el paraje indicado por
Sandalio, y lo mismo que éste vio el palenque, el rancho, el corral y
la mujer cosiendo detrás de la puerta entreabierta. Se acercó al
palenque, y soñando ya con la buena ginebra con que lo iban a
obsequiar, llamó.
Contestó una voz femenina, cantando con toda claridad:
-Si por bebida vinieras, ¡cuidado con las tranqueras!
Vicente, a punto ya de llegar justamente a la tranquera, se detuvo
algo sorprendido, pero fue cosa de un rato, y resueltamente empujó
la puerta. Ésta cedió pero movida por un resorte poderoso se volvió
a cerrar, pegándole al gaucho un golpe feroz que lo mandó a rodar,
desmayado, a veinte varas de distancia.
Cuando, azorado, volvió en sí, quedó admirado al ver que el
rancho y todo había desaparecido. Sentía mucha sed, y viendo que a
su lado estaba un porrón de ginebra, lo tomó con avidez, y, sin
paladear, sorbió un gran trago.
Pero la ginebra era agua, y como Vicente tenía poca afición por
tan desabrido líquido, tiró lejos de sí el porrón, y montando en su
caballo que todavía estaba en el mismo sitio donde había estado
antes el palenque, se fue bastante caviloso con lo que le había
pasado.
Sandalio se encontró con él en la pulpería a los pocos días, y le
preguntó cómo le había ido.
-¿Dónde? -preguntó Vicente, haciéndose el zonzo.
-¡Hombre -le dijo Sandalio-, en el rancho que le dije, pues!
-¡Ah!, sí; rancho lindo, que parece de brujos.
Y le contó ingenuamente y punto por punto todo lo que le había
ocurrido.
Sandalio, consolado ya del propio mal por el mal ajeno, se rió
mucho, y lo mismo hizo Nicolás, gaucho joven aún, pero ya
perverso, quien, pensando que sólo por la borrachera había visto
Vicente tantas cosas imposibles y recibido tantos porrazos, no se
acordó más que de la mujer aquella, cosiendo, solita en su rancho,
sin hombre que la defendiera, ni perro que la cuidase y habiendo
conseguido de Vicente las señas que le podían guiar, armó viaje para
el paraje designado.
Soñando ya con alguna belleza cuyo amor le hubiera reservado la
suerte, dispuesto a conquistarla a las buenas o a las malas, galopó
deprisa hasta divisar la población. Se acercó lleno de emoción, pero
dispuesto a todo, y lo mismo que había hecho Sandalio al llegar,
acarició, para mayor seguridad, la empuñadura del cuchillo.
Llamó en el palenque y la voz femenina le contestó, invitándole a
apearse. Así lo hizo, ató el caballo y pasó la tranquera dirigiéndose
con paso seguro hacia la puerta entreabierta, por donde se veía
cosiendo a la mujer. Pero mientras atravesaba el patio, Nicolás oyó
que ésta cantaba:
-No mires por la rendija, si no el gato te castiga.
Pero no por miedo a un gato se iba a contener Nicolás, y
agarrando por el borde la puerta, la quiso abrir. En vez de abrirse se
cerró la puerta, apretándole la mano derecha, al mismo tiempo que
la cola de un gran gato negro, al cual no había visto y que se le
abalanzó con furia. El gato no le podía alcanzar la cara, pero le
desgarró todo el chiripá -un chiripá nuevito- y le lastimó
horriblemente la mano que no podía sacar de la rendija.
Duró muy poco por suerte la función, y de repente desaparecieron
como pesadilla el gato, la puerta, el rancho y todo, quedando Nicolás
con la mano deshecha por la apretadura y por el gato.
Cuando le preguntaron Sandalio y Vicente lo que tenía en la
mano, por tenerla así envuelta, dijo que se había quemado con el
lazo, al disparar una yegua que tenía enlazada de a pie. Y agregó:
-Y siento mucho haber tenido que venirme, pues estaba en este
puesto de que nos habló Vicente, como un conde: bien mantenido,
bien pagado y sin nada que hacer casi.
Así hablaba él por no dar su brazo a torcer y para inspirarles
envidia; pero más o menos suponían ellos lo que le había podido
haber pasado.
Únicamente Pascual, un haragán y comilón sin igual, que también
había oído lo que contara Nicolás, pensó que para él no dejaría de
ser ganga una colocación tan buena: buen sueldo, buena comida y
casi nada que hacer, esto pocas veces se encuentra, y con las
indicaciones que riéndose entre sí, le dio Nicolás, rumbeó para el
rancho.
Por el camino encontró a un hombre que araba, y como se le
había disparado un caballo, le pidió, ya que iba montado, tuviese la
bondad de traérselo. Pascual se hizo el sordo y pasó.
Un poco más lejos se encontró con unos vascos que curaban de la
sarna una majada y que le pidieron les ayudase a encerrar una
chiquerada, ya que estaba allí. Pero Pascual les contestó que iba
deprisa y se fue.
Otros que estaban cerdeando unas yeguas, también le pidieron
una manita, porque eran pocos y querían acabar; pero Pascual dijo
que su caballo estaba cansado y los dejó.
Y lo mismo hizo con otros que para hacer un pequeño aparte le
rogaron que les atajase el rodeo un rato.
Llegó por fin al rancho, donde todo estaba como se lo había
pintado su amigo Nicolás. Pero cerca del palenque vio una pieza
dispuesta como para forasteros, con la puerta abierta, un fogón con
leña lista, bancos, una pava, un mate, hierba, etc., y hasta vio que
colgaba del techo medio capón gordo. Y pensó que antes de
conchabarse siempre podría aprovechar todo esto y comer de arriba.
Después de atar el caballo, iba hacia la pieza cuando sintió que la
mujer que cosía, desde el rancho cantaba:
-Quien no trabaja no come; el haragán, ¡que se embrome!
Se paró, porque le pareció indirecta, pero estaba ya muy cerca de
la pieza para echarse atrás y quiso entrar; cuatro perros bravísimos,
al sentirlo, se le echaron encima, destrozándole la ropa y también un
poco la carne, y lo corrieron hasta que saltó en su caballo y disparó.
Cuando ya muy lejos se dio vuelta y miró, no quedaba ni rastro de
las poblaciones, ni tampoco de la gente que a la venida había
encontrado apartando, cerdeando, curando y arando.
Se quedó muy admirado el hombre y se fue cavilando hasta la
querencia, repitiendo a cada rato:
-Pero, mire ¡qué cosa!... ¡Qué cosa!
Tanto que su compañero Hipólito, cuatrero de oficio, quiso saber
cuál era esa cosa que tan preocupado lo tenía. Y Pascual, no
queriendo, por supuesto, confesar lo que le había pasado, le salió
con media mentira, diciéndole que en un puesto nuevo, ubicado en
tal parte -y le indicó con prolijidad el paraje- había visto una
hacienda tan gorda, tan mansa y tan fácil de arrear, aun de día, por
lo mal cuidada, que nunca había visto cosa igual.
Hipólito le propuso ir los dos a pegar malón; pero Pascual pretextó
estar medio indispuesto, lo que no era del todo falso, y le aconsejó
que fuese solo, que no había peligro.
Hipólito se decidió. Fue de día a inspeccionar el campo y la
hacienda y salió exacto todo lo que le había contado Pascual sobre el
puesto y su ubicación y sobre la mujer sola y sobre los animales tan
mansos que sólo al grito se arrollaban y marchaban.
Se dejó estar escondido entre el pajonal hasta que fue de noche
cerrada, dirigiéndose entonces hacia los animales en que se había
fijado. Los encontró fácilmente, y como todos estaban con la cara al
viento y que justamente soplaba éste de donde pensaba llevarlos, se
puso detrás de ellos y amontonándolos en un grupo, gritó: «¡fuera
buey!». Pero en el acto sintió el tropel de los novillos que dándose
vuelta se le venían encima con bufidos de enojo, y vio relucir frente
a sí tantas luces fulgurantes como tenían de ojos entre todos. Presa
de un espanto sin igual, echó a galopar, castigando el mancarrón
con furia, y galopó derecho nomás, leguas y leguas, atravesando
lomas y cañadones, tropezando en las vizcacheras, castigando,
espedeando, loco. Y cada vez que se animaba a deslizar una mirada
para atrás, veía las luces fulgurantes, sentía los bufidos, oía el
terrible tropel; y sólo cuando salió el lucero le pareció que ya habían
dejado de seguirlo.
Pocos hombres había tan baqueanos como él; y asimismo quedó
extraviado más de quince días, pasando mil miserias, antes de volver
a sus pagos. Lo que no impidió que una vez que estaban todos
juntos: Sandalio el bandido, con Vicente el borracho y Nicolás el
atrevido, Pascual el haragán y él, Hipólito el cuatrero, contó que se
había llevado de aquel campo una gran punta de hacienda muy
buena y que en estancia tan mal atendida se podían hacer muy
provechosos negocios. Y cada cual ponderó a su turno lo bueno que
era allá el campo, lo gorda que estaba la hacienda y lo numerosos
que eran los rodeos, y lo buena y hospitalaria que era la gente, y así
mil mentiras a cuál más grande.
No había, fuera de ellos mismos, más auditorio que Inocencio, un
buen muchacho, trabajador, hábil, honrado, discreto y sin vicios, que
por casualidad andaba por allí buscando conchabo. No conocía a
esos gauchos que tanto hablaban del rancho aquel, y creyó que
decían la verdad. Les preguntó si pensaban que necesitaran peones
allá, y en el acto le dijeron que sí; se hizo indicar por ellos dónde era
y se fue. Con un poco de atención hubiera podido ver a los
compañeros sonreírse de la confianza con que iba en busca -creía
cada uno de ellos- de algún nuevo chasco.
Inocencio, por el camino, encontró al hombre que araba y que le
pidió varios servicios: gustoso se los prestó. También ayudó a los
que estaban cerdeando yeguas y a los vascos que curaban la
majada y tampoco se negó a atajar el rodeo para facilitar a los
apartadores su trabajo.
Cuando llegó cerca del rancho nuevo, vio encerrada en el corral
una majada muy linda que parecía esperar que se le abriera la
puerta, y como mandado por una voluntad superior, soltó las ovejas
juntando con las madres los corderos extraviados, haciendo salir
despacio del corral las ovejas muy preñadas y atajando los capones
para que en su apuro por desflorar el campo no se llevasen la
majada demasiado lejos.
Una vez sosegado el rebaño en buen campo, volvió Inocencio y
mudó caballo, tomando uno de la tropilla que se le vino como a
ofrecer. Después, viendo que se venían acercando algunas lecheras
al palenque donde estaban atados unos terneros, las arrimó, las ató
y las ordeñó, sacando para ello de la pieza contigua al palenque
baldes y jarros. En dicha pieza, como lo había visto Pascual, cierto
día, estaba dispuesto todo como para que pudiera comer y
descansar cualquier forastero, pero Inocencio todavía no pensaba en
ello, pues tenía mucho que hacer y no era hora de comer. Por lo
demás, los perros que allí estaban, no le molestaron y quedaron
dormidos.
La puerta del rancho principal no estaba todavía abierta y puso
Inocencio los baldes de leche en la pieza; desató los terneros y fue a
repuntar la hacienda. Encontró muchos grupos de ella por todas
partes; lindos animales, todos muy mestizos y gordos. Se fijó en sus
respectivas querencias y anotó en su memoria las marcas que eran
tres y varios animales fáciles de distinguir por sus señales peculiares.
Cuando volvió a la estancia, pues no había más población que el
rancho y tenía que ser éste la casa principal, estaba entreabierta la
puerta y se veía el vestido de una mujer que cosía y cantaba:
-Para el que no tiene vicio, que sabe vivir con juicio, que sólo en
trabajar piensa, habrá buena recompensa.
Inocencio oyó estas palabras y le hubiera gustado poder siquiera
verle la cara a la cantora. Pero no se atrevió a acercarse, y pensando
que debía esperar que lo llamasen, entró en la pieza de los
forasteros, se preparó un churrasco, tomó mate, fumó un cigarro y
durmió la siesta. Cuando despertó, nadie tampoco lo llamó, ni le dijo
nada; pero le parecía estar hacía tiempo ya en la estancia, y, sin que
le mandaran, cumplió con lo que ya consideraba su obligación. Y los
días siguieron así, durante varios meses. Sus tareas impedían que
pudiera Inocencio sufrir de su soledad. Sin haber podido nunca, y
esto de lejos y por la rendija, ver más que el vestido de la mujer que
en el rancho vivía, soñaba con ella, y sin saber si era joven o vieja,
hermosa o fea, comprendía que su vida le pertenecía y que era ella
la voluntad misteriosa a la cual obedecía.
Un día, en el campo, se encontró con Sandalio, Vicente, Nicolás,
Pascual e Hipólito, que juntos habían venido a curiosear, y averiguar
lo que había sido de él, del rancho y de su dueña. Se quedaron
admirados de encontrarlo allí y trataron de conseguir que les
ayudara en sus propósitos. Unos querían llevarse robada la
hacienda, otro quería saquear el rancho; éste de buena gana se
hubiera llevado a la mujer, mientras que Vicente seguía soñando con
la ginebra de que en otros tiempos le habían hablado. Inocencio,
primero, creyó que era en broma, pero pronto tuvo que comprender
con qué gente se las tenía y sin fijarse en cuántos eran, los atropelló
cuchillo en mano. Poco pelearon; tres o cuatro tajos bien dados los
pusieron a todos en fuga y volvió muy tranquilo Inocencio a su
rancho.
Hacía justamente, el día siguiente, un año que estaba en el
establecimiento, y cuando a la madrugada despertó vio con asombro
que en lugar del pobre rancho de paja estaba un precioso edificio de
material. En la puerta principal, abierta de par en par, estaba,
vestida de novia y bañada en las primeras luces del alba, una mujer
joven y seductora, que con gestos amables lo invitaba a acercarse.
Tímido, vino hacia ella y de sus labios supe que por su trabajo
desinteresado durante un año y su discreta comportación, había
deshecho el hechizo de que ella era víctima, y que en recompensa le
ofrecía su corazón y su fortuna.
Inocencio tuvo el buen gusto de no hacerse de rogar: se casaron,
vivieron felices y tuvieron muchos hijos.

El rancho de los hechizos


Suerte peligrosa

Estaban sentadas la madre y la hija muy cerca del fogón, por el frío
que hacía, tomando mate, después de cenar, cuando tras largo y ya
molesto silencio, la muchacha se decidió á soltar el secreto que le
quemaba el pecho, y resueltamente dijo á la vieja:
—Quiero casarme con Demetrio.
La madre la miró, y meneando la cabeza, contestó:
—¿Quién sabe si querrá él?
—Haga usted, pues, que quiera, madre—dijo la muchacha.
—Trataré, hija; pero va á ser trabajoso, porque seguramente se va
á entrometer don Prudencio; y bien sabes que mi poder ante el suyo
cede.
La vieja, una china fiera, toda desgreñada y harapienta, tenía
fama de ser, como tantas otras en la Pampa, aficionada á brujear y
de saber, con ciertas yerbas, grasas y otros elementos, componer
filtros inspiradores de amores imprevistos ó de odios repentinos. Su
hija, sin ser bonita—de semejante madre hubiera sido difícil, tenía
ese atractivo de la juventud que, muchas veces, basta para
imponerse á los corazones desprevenidos, y á pesar de su pobreza,
soñaba casarse con Demetrio, de quien se había enamorado
locamente.
Era éste un joven estanciero, buen muchacho y bastante rico,
trabajador, asimismo, y muy dedicado á sus quehaceres. Había
heredado la estancia de sus padres, muertos cuando él era criatura,
y la administraba muy bien. Cierto es que, en orfandad, había sido
protegido y siempre bien aconsejado por un antiguo amigo de su
finado padre, don Prudencio, hombre de mucho tino y de gran
sabiduría.
A éste la bruja lo tenía por brujo, y por tanto más poderoso
cuanto más ignoraba ella de qué medios se valía para contrarrestar
sus conjuros que más de una vez había desbaratado.
Muchos sólo lo tenían á don Prudencio por hombre de mucha
experiencia y de buen sentido; bastando, es cierto, á menudo, esas
dos cosas tan raras, para darle á uno fama de brujo.
No perdió tiempo la vieja para complacer á su hija y aprovechó de
que esa misma noche era de luna menguante para salir al campo en
busca de las plantas é ingredientes necesarios para el éxito de sus
artimañas. A la madrugada soltó las ovejas, previamente rociadas
con un agua preparada secretamente por ella, en dirección al campo
de Demetrio, y pocas horas después había conseguido su objeto
preliminar, que era hacerlas mixturar con alguna majada de la
estancia, mandando á la muchacha á pedir, sobre la marcha, aparte
á Demetrio. Fué ésta con su mejor ropa, por poco propicia que fuese
la ocasión para lucir un percal tan duro y quebradizo, y en el bolsillo
de su vestido llevó un pequeño frasco cuyo contenido debía producir
en el que lo bebiera un amor fulminante hacia ella.
Demetrio, al ver desde su casa que se iban á mixturar las
majadas, montó á caballo y se vino disparando cortarlas; pero no las
pudo separar, y después de un rato pasado entre ellas, sintió su
corazón—efecto del vapor que despedía el líquido con que habían
sido salpicadas las ovejas de la vieja,—presa de un sentimiento
hasta entonces desconocido; sintió que necesitaba, pero con ansia,
así, de golpe, querer y ser querido. Mientras crecía en él ese
apremiante anhelo y lo invadía todo, divisó á la muchacha que venía
hacia él al galope; y cuando llegó á su lado creyó ver en ella el alivio
ofrecido á su pena. Cruzaron ambos miradas ardientes, mientras
explicaba la joven, bastante turbada y sin saber muy bien lo que
decía, sin que tampoco, por lo demás, la entendiera muy bien
Demetrio, cómo ella se había descuidado y cómo venía á pedir
disculpa y aparte.
Demetrio, más turbado que ella, la invitó á pasar para las casas,
mientras se encerraban las majadas, y ordenó al capataz que allí
estaba que trajese mate. El capataz no se lo hizo decir dos veces,
pues era joven, soltero y buen mozo, y no le disgustaba la ocasión
de rozarse con una muchacha interesante. Alcanzó el primer mate á
la niña, quien aprovechó la ocasión para echar en él, con todo
disimulo, al devolvérselo, algunas gotas del filtro preparado por la
madre, pensando rematar así la victoria ya casi lograda. Pero en el
momento en que volvía el capataz con el mate para ofrecérselo á
Demetrio, abrió la puerta don Prudencio y llamó al joven con tal tono
de imperioso apuro, que éste no pudo vacilar en obedecer y salió,
excusándose con la muchacha é indicando al capataz que
aprovechara él el mate servido.
La niña se quería morir y se retorcía, agitada en la silla, impotente
para impedir la catástrofe que amenazaba sus amores; y vió al
capataz tomando delante de ella el mate preparado para acabar de
enamorar á Demetrio. Lo miraba con terrible inquietud, sabedora de
la eficacia de los filtros maternos, y efectivamente, antes de haber
agotado el mate, el capataz estaba á sus pies, declarándola su
irresistible amor.
Demetrio volvió en este mismo instante y como si el hechizo que
sufriera, victoriosamente combatido ya por los argumentos de don
Prudencio, no precisara más que el inesperado espectáculo del
capataz enamorado para quedar del todo destruído, miró
desdeñosamente á ambos y les ordenó que se retirasen de su vista.
Anonadada por semejante desgracia, la muchacha se fué,
sostenida por su improvisado amante, quien la llevó á su casa y la
entregó á la madre, pero no sin llevarse la promesa de que serían
admitidas sus visitas.
A falta del patrón, más vale, pensó la vieja, el capataz que un
peón, y ya que por el efecto del filtro que había tomado, estaba tan
embelesado, no había más que aprovechar la ocasión y casarlos. Y
así fué; pero, como madre engañada y bruja burlada, juró vengarse.
Y se lo hizo jurar dos veces su hija, cuando algún tiempo después
supo que Demetrio se había casado con una sobrina de don
Prudencio.
No hubo día desde entonces que no salieran por el agujero del
techo de paja, en el rancho de la vieja, humaredas sospechosas:
espesas y negras como nubes de tormenta, o transparentes y
azuladas como rocío matutino, coloradas como una puesta de sol en
día de viento, ó amarillentas como nubarrón preñado de granizo;
con olor á azufre á veces, y otras de perfume penetrante.
Y pronto se dejaron sentir en la vecindad los terribles efectos de
las brujerías de la vieja, pagando más de un inocente los platos
rotos y sufriendo desastres, sin haber tenido en ellas arte ni parte,
por las contrariedades amorosas de su hija. Hubo quemazones
terribles, mundaciones devastadoras, invasiones de mosquitos,
gegenes y tábanos que arruinaron las haciendas, seguidas de
epizootias que las diezmaron; pero Demetrio, gracias a las medidas
salvadoras oportunamente tomadas por don Prudencio, pudo evitar
que el fuego penetrase en su campo y que el agua quedase
estancada en él; sus haciendas, vacunadas con tiempo, no se
enfermaron y pudo aprovechar de que sólo su campo hubiese
quedado en buen estado para comprar á vil precio las haciendas
enflaquecidas de sus vecinos y ganar mucho dinero.
La bruja casi reventó de ira al ver que ninguno de sus maleficios lo
había alcanzado. En un arranque de rabia, volcó al patio todo lo que
todavía quedaba en las ollas, pavas, latas ó tachos, en que había
estado preparando su diabólica cocina; y durante un mes, no pudo
pasar nadie, por el mal olor que despedían esos residuos á una
legua en contorno. Pero ahí encontró su propio castigo, pues todas
las plagas producidas por sus maleficios se desencadenaron
entonces con tal fuerza, en el campito que ocupaba y en su
hacienda que, á los pocos días, quedó todo quemado ó anegado; y
los animales, arruinados por los mosquitos y presa de las
enfermedades más variadas, dejaron sus osamentas, perdidas con
cuero y todo, en un abrojal impenetrable.
Por supuesto, todo lo achacaba á su contrario don Prudencio, á
quien trataba de brujo infame, que en vez de mostrarse buen
compañero con los colegas, les impedía que aprovecharan su
trabajo; hasta que acabó por encontrar un medio sencillo y terrible
para vengarse.
Don Prudencio, pensando por su parte que había quedado la bruja
impotente, ya que sus artimañas sólo á ella habían perjudicado,
resolvió efectuar un viaje á la capital que, desde mucho tiempo,
tenía proyectado. Hizo sus recomendaciones á Demetrio y á su
mujer, les encomendó de telegrafiarle sin demora en caso de que
sucediera cualquier cosa anormal y se despidió por un mes.
Demetrio había hecho domar con todo cuidado para su silla un
precioso potrillo, y desde la primera vez que lo había montado había
quedado encantado con su andar suave y ligero. Al llegar á la
pulpería á donde había ido para una diligencia, cruzó la cancha
preparada, como de costumbre, para las carreras. Estaba vareando
justamente su parejero un gaucho, á quien en seguida conoció. Era
su antiguo capataz, casado con la hija de la bruja; Demetrio, lejos
de guardarle rencor, más bien le agradecía haber apartado de su
camino el imprevisto escollo de su posible matrimonio con la
muchacha aquélla, preparando así, sin querer, su actual felicidad; y
acercándose á él, lo saludó.
El hombre aprovechó la ocasión para ponderar el potrillo, é insinuó
que lo debería probar en la cancha. Demetrio en su vida había
corrido una carrera formal y menos aún arriesgado dinero en
caballos, pero nunca tampoco le había disgustado probar la ligereza
ó la resistencia de algún animal de su marca. Consintió, pues, y
desensilló; y, en pelo, se fué con el otro hasta la punta de la cancha.
Corrieron cuatro carreras, y aunque fuera el caballo del gaucho
animal muy guapo y muy ligero, lo cortó á luz, las cuatro veces, el
potrillo de Demetrio, sin necesitar siquiera rebenque. Felicitó á
Demetrio el yerno de la bruja, y después de aconsejarle de asistir
con su potrillo á las carreras del domingo, se despidió.
¿Por qué sería que desde ese momento Demetrio ya no pensó en
otra cosa que en correr carreras? Se acostaba pensando en carreras;
soñaba con carreras, y se despertaba acordándose sólo de las
carreras, y, todo el día, en ellas pensaba.
Fué, por supuesto, á la reunión del domingo, é hizo correr el
potrillo; y no pudo menos que entusiasmarse más y más con el
animal, pues cada carrera para él era un triunfo. Triunfos explicables
para quien hubiera podido ver á la bruja sentada en ancas del
corredor y castigando, como puede en semejante caso castigar una
bruja.
Difícil es á un hombre, en una reunión, ganar en las carreras sin
arriesgar después algunos pesitos á la taba ó al choclón; y así le
sucedió á Demetrio, y también es difícil, muy difícil, que el que juega
no se apasione, y no quiera, si gana, ganar más, y si pierde,
recuperar lo perdido. Menos que cualquier otro podía Demetrio,
sugestionado sin saberlo por la bruja y su yerno, esquivar el
tropezón, y se volvió ese día, en pocas horas, jugador empedernido.
Es que también ese día fué todo de gloria para él: no sólo ganó
todas las carreras con su potrillo, sino que la taba con que jugó
parecía cargada y que como marcados le salieron los naipes con que
probó la suerte. Si hubiese perdido, quizá se salva, pero ganó sin
cesar y la pasión del juego de tal modo se apoderó de él, que desde
entonces pudo cantar victoria la bruja vengativa: había dado con la
tecla.
La mujer de Demetrio extrañó mucho, el día siguiente, ver que su
marido, tan asiduo siempre en sus trabajos, no se ocupaba más que
de su potrillo, haciéndolo cuidar como si hubiera sido algún padrillo
de gran precio. Vió con disgusto que todos los días, casi, iba á la
pulpería y que allí pasaba las horas, volviendo después á casa, ó
demasiado alegre ó demasiado triste. Unas veces, volvía con el
tirador lleno de pesos y no hablando sino de comprar cosas de puro
lujo; otras venía sin un cobre y hecho un tigre. Empezó la señora á
concebir sospechas aterradoras, viendo ya cercana la tormenta que
derriba el hogar y lo hunde en la desgracia y en la miseria.
Sigilosamente, mandó un telegrama á don Prudencio.
Pero pasaron días y semanas sin que éste volviera ni diera señales
de vida, y mientras tanto, seguía Demetrio jugando. Empezaba á
perder, en medio de caprichosas alternativas, mucho más de lo que
antes había ganado. Su genio se alteraba; sus modales se volvían
destemplados; maltrataba & su gente y por poco hubiera maltratado
á su mujer cuando quería ella conocer los motivos de su malestar y
de ese cambio repentino.
La bruja gozaba. En su fogón, sólo ya burbujeaba despacio el
contenido de una única olla, vigilada por su yerno y su hija, con el
mismo afán que por ella misma. Habían bastado algunas gotas de lo
que allí cocinaba para proporcionar á Demetrio el cebo de la
engañosa y pasajera suerte que ya lo iba conduciendo al abismo, y
la vieja veía próximo el momento en que podría, si no viniese á
estorbar ese otro brujo de don Prudencio, hacer pasar, por medio del
juego, á manos de su yerno la estancia de Demetrio con las
haciendas que le quedaban. Todo ya casi estaba listo; apenas cuatro
noches y tres días más de cocimiento faltaban, y dos ó tres
ingredientes, que ya los había conseguido y los tenía á mano, para
poder inspirar con seguridad á su yerno la audacia del desafío final,
darle la irresistible suerte momentánea que necesitaba y hacer á la
vez á Demetrio presa de la obcecación indispensable para que
arriesgara en un minuto de locura toda su fortuna.
Pero sucedió que el día anterior al que para librar la gran batalla
había ella fijado, se encontró Demetrio en la pulpería con un
forastero muy jugador, al parecer, pues se conocía que andaba
tanteando á todos los á quienes suponía susceptibles de arriesgar
algo á cualquier juego que fuera. Y generalmente perdía el hombre;
parecía tan chambón como vicioso, y como también se conocía que
tenía pesos y ganas de perderlos, Demetrio poco se hizo de rogar
para iniciar un partido.
Empezaron por jugar á los naipes y Demetrio ganó, al principio; y
á medida que se empeñaba el contrario en recuperar lo perdido, se
entusiasmaba él para ganar más, tan bien que, sin pensar, aceptó
paradas cada vez más fuertes y que, de golpe, en cuatro ó cinco
jugadas desgraciadas, no sólo volvió á perderlo todo, sino que quedó
sin un peso y con su palabra empeñada por cantidades que nunca
hubiera podido realizar sino vendiendo toda su hacienda y parte del
campo.
Febril, desesperado y subyugado, á la vez, por la mirada tan
irónicamente fría del forastero jugador, aceptó la oferta que éste le
hizo de desquitarse con él con un tiro de taba, jugando lo que de su
estancia le quedaba por lo que ya le debía.
Tiró primero el forastero, pero nada sacó; tiró Demetrio, y casi,
casi cayó suerte; volvió á tirar el otro y ganó.
—Cuanto antes me entregue la estancia, señor—dijo éste en
seguida,—mejor será.
—Vamos—dijo Demetrio, y montando á caballo, fueron hasta las
casas.
Demetrio ya no pensaba sino en el modo de disculparse con su
mujer de tamaña locura, y cuando llegó en su presencia le dijo, al
presentarle al forastero:
—He vendido al señor la estancia con sus haciendas y se la vengo
á entregar.
La señora, que hacía tiempo que lo venía entendiendo todo, se
dejó caer en una silla y echó á llorar; y las lágrimas de su mujer
conmovieron de tal modo á Demetrio, que, comprendiendo por fin la
magnitud de su crimen, no pudo menos que ahogarse él también en
llanto. Ante él se abría el triste horizonte de miseria á que quedaban
condenados por su culpa; veía entregada á las borrascas de la vida
precaria la felicidad de su hogar hasta hacía poco tranquilo, tan
dichoso, y lloraba amargamente.
Pero había que ser hombre; se enderezó y dirigiéndose al
forastero, se puso á sus órdenes.
Mientras le miraba, esperando que le contestase, vió con
admiración que el hombre se quitaba de un gesto la barba espesa
que casi tapaba todas sus facciones y la larga melena que le había
hecho desconocer y tomar por forastero por todos los vecinos que lo
habían visto y por él mismo, y conoció, lleno de alegría y de
vergüenza, á don Prudencio, su gran protector, su juicioso y sabio
amigo, que sin grandes esfuerzos había sabido frustrar los funestos
planes de la bruja vengativa.

Fin

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1. Título
2. Las veladas del tropero
3. Prólogo
4. El Buey corneta
5. El Poncho de vicuña
6. El Alambrado de don Cornelio
7. La Pulpería modelo
8. El Sobrante
9. El Petizo overo
10. La Bombilla de plata
11. Cuerocurtido
12. Don Calixto, el dadivoso
13. Las Huascas de Timoteo
14. La Estancia del dormilón
15. La Piedra de afilar
16. El Hombre que hacía llover
17. El Ojo filiador
18. Los Huevos de avestruz
19. El Hombre del facón
20. Las Brutalidades de Plácido
21. La Olla de Gabino
22. Siempre conforme
23. Las Hazañas del Travieso
24. Las Botas del potro
25. El Rebenque de Agapito
26. Vivir como un conde
27. Quien sueña, vive
28. El Idilio de Lorenzo
29. La Guachita
30. El Gaucho del gateado
31. La Guitarra encantada
32. El Rancho de los hechizos
33. Suerte Peligrosa
Hitos

1. Las veladas del tropero


2. Portada

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