Las Veladas Del Tropero-Godofredo Daireaux
Las Veladas Del Tropero-Godofredo Daireaux
Las Veladas Del Tropero-Godofredo Daireaux
Godofredo Daireaux
Publicado: 1911
Fuente: Wikisource
Edición: Imprenta de La Nación, 1919
Godofredo Daireaux
Cuentos pampeanos
BUENOS AIRES
Indice
págs.
Prólogo
...................................................... 9
El
. . Buey
. . . . .corneta
............................................... 13
El
. . Poncho
. . . . . . .de
. . .vicuña
.......................................... 24
El
. . Alambrado
. . . . . . . . . . de
. . .don
. . . .Cornelio
................................... 37
La
. . .Pulpería
. . . . . . . modelo
............................................ 48
El
. . Sobrante
.................................................... 57
El
. . Petizo
. . . . . .overo
.............................................. 67
La
. . .Bombilla
. . . . . . . .de
. . plata
......................................... 78
Cuerocurtido
...................................................... 87
Don
. . . .Calixto,
. . . . . . . el
. . dadivoso
......................................... 96
Las
. . . .Huascas
. . . . . . . de
. . . Timoteo
........................................ 106
La
. . .Estancia
. . . . . . . .del
. . .dormilón
........................................ 117
La
. . .Piedra
. . . . . .de
. . afilar
........................................... 129
El
. . Hombre
. . . . . . . .que
. . . .hacía
. . . . .llover
................................... 140
El
. . Ojo
. . . .filiador
................................................ 148
Los
. . . .Huevos
. . . . . . .de
. . avestruz
......................................... 159
El
. . Hombre
. . . . . . . .del
. . .facón
......................................... 168
Las
. . . .Brutalidades
. . . . . . . . . . .de
. . .Plácido
.................................... 178
La
. . .Olla
. . . .de
. . Gabino
............................................. 185
Siempre
. . . . . . . .conforme
.............................................. 199
Las
. . . .Hazañas
. . . . . . . .del
. . .Travieso
....................................... 210
Las
. . . .Botas
. . . . .del
. . . potro
.......................................... 219
El
. . Rebenque
. . . . . . . . . .de
. . Agapito
........................................ 228
Vivir
. . . . como
. . . . . .un
. . .conde
......................................... 236
Quien
. . . . . .sueña,
. . . . . . vive
.......................................... 246
El
. . Idilio
. . . . .de
. . .Lorenzo
............................................ 256
La
. . .Guachita
................................................... 267
El
. . Gaucho
. . . . . . . del
. . . .gateado
......................................... 277
La
. . .Guitarra
. . . . . . . encantada
............................................ 286
El
. . Rancho
. . . . . . . de
. . .los
. . .hechizos
....................................... 299
Suerte
. . . . . . Peligrosa
................................................ 310
A Eduardo Sivori
Prólogo
Lo único que quería doña Serapia era que de una vez se cristianara a
ese chico.
-Así no puede quedar -decía ella-: ¡Infiel, a los ocho meses! Ya es
tiempo de hacerlo cristiano.
Don Anacleto no decía que no, pero postergaba la ceremonia por
no haber podido todavía encontrar un compadre a su gusto. Ya tenía
de compadres a todos los hacendados y puesteros medio pudientes
de la vecindad, y no quedaban más que los paisanos pobres, los que
no «hacían cuenta». Y todos los días, era la misma pelea con su
mujer, ella apurando, nombrando a Fulano, a Zutano y a Mengano
como candidatos aceptables, y don Anacleto desechándolos.
-Buena gente -decía él-, buenos compañeros, para pagar, así, de
pasada, una copa o dos, pero para compadre se necesita otra cosa,
gente formal, de fundamento, que tenga siquiera algo que regalar al
chico.
Y pasaban los meses.
Una noche, después de cenar y de acostar a la ya numerosa
caterva de criaturas con que los había favorecido la suerte, don
Anacleto y su mujer, sentados en la cocina, cerca del fogón,
rebatían, entre mate y mate, el tema de siempre, cuando llamaron
en el palenque.
-¡Buenas noches! -gritó una voz desconocida; y don Anacleto,
levantándose, entreabrió la puerta, salió por la rendija, volvió a
cerrar ligero, se agachó y, a pesar de la oscuridad, alcanzó a divisar
dos jinetes parados que esperaban la venia.
-¿Quiénes son? -preguntó.
-Reseros, señor, que venimos a pedir licencia para hacer noche.
-Bájense -contestó inmediatamente don Anacleto-, y pasen,
nomás, sin cumplimiento.
Bien sabía que un resero siempre es hombre con plata, propia o
ajena, y aunque no tuviera él nada que vender, porque sus animales
estaban flacos, de puro instinto se le alegraba el corazón. Al que
trae plata, amigo, hay que tratarlo bien: ya que de fijo no viene a
pechar y que, al contrario, puede ser que...
Habiendo desensillado los dos jinetes, alzaron los recados y con
don Anacleto entraron en la cocina. Eran dos paisanos, de buena
presencia ambos, pero cuyas prendas de vestir señalaban marcada
diferencia, como de patrón y de capataz.
Uno, de facciones muy finas, con la tez morena, los ojos vivos y
relucientes, la nariz algo más que aguileña y los labios de rojo
intenso entre la barba renegrida, llevaba blusa y chiripá negros y en
la cintura un ancho tirador todo cubierto de monedas de oro y de
plata. Su modo de ser y de tratar a su compañero no dejaban duda:
era él el patrón.
El otro, aunque de traje muy decente también, no lucía tanto lujo
y guardaba con el primero cierto respeto.
Doña Serapia les preparó un asadito, sólo para que no fueran a
dormir de mal humor, les dijo ella, excusándose de que fuera tan
poco el agasajo; y mientras se asaba la carne y circulaba el mate, se
entretuvieron conversando con don Anacleto.
Éste, siempre en acecho de lo que le podía traer alguna ventaja,
parecía haberles tomado un olorcito a posible provecho, y, con todo
disimulo, andaba indagando quiénes eran, de dónde venían, a dónde
iban, si eran de muy lejos, y mil cosas por el estilo que podían
ayudarle en sus propósitos o hacerlo batir en retirada.
Las respuestas eran bastante evasivas, pero dadas con franqueza
bonachona, y tales, que don Anacleto no dudó ya de haber
encontrado al compadre de sus ensueños.
Dio justamente la casualidad que, en ese momento, se despertó la
criatura en el cuarto vecino y empezó a llorar.
-Pobre -dijo la madre-; no es extraño que tenga pesadillas, infiel
como está todavía, a los ocho meses.
Y pasó al dormitorio a tratar de hacerlo dormir.
Don Anacleto aprovechó la ocasión para tantear el terreno, sin
fijarse en cierto movimiento, como de rabia reprimida de los
forasteros, y especialmente del patrón, a esa palabra «infiel». Sin
ver que éste había fruncido las cejas como al oír una injuria
personal, don Anacleto, con la obcecación de su idea fija, le dijo
que, efectivamente, tenía que cristianar un chiquillo, un varoncito
muy mono -una preciosura, el muchacho-, y que si consintiera el
señor en ser su padrino, lo podrían ir a bautizar el día siguiente; que
quedaría muy honrado de que tan distinguido huésped aceptara de
ser su compadre...
Pero ahí quedó cortado, y hasta todo asustado, al ver levantarse
llenos de ira, al distinguido huésped y al compañero; y el primero le
dijo:
-Para compadre, amigo, no sirvo yo, sépalo, y todo lo que puedo
hacer por su hijo, ya que a usted se le ocurrió que debía ser su
padrino, ¡es desearle que reciba más golpes y porrazos de todas
clases, que cualquier hombre que haya existido y exista jamás en el
mundo entero!
Y sin decir más, salió furioso de la pieza y se dirigió hacia el
palenque, llevándose el recado y seguido por el compañero.
Don Anacleto se quería morir de aflicción, y mientras quedaba
mirando la puerta como petrificado, oyó en el dormitorio el ruido de
una caída; era su mujer que dejaba caer al chico en el suelo, y los
gritos de la criatura confirmaron al desgraciado padre en el temor
que ya lo tenía poseído, de habérselas habido con Mandinga y de
haberlo hecho enojar con hablarle de cristianar y de bautizar, cosas
que lo ponen siempre, por supuesto, fuera de sí.
Todavía estaba sin moverse don Anacleto, cuando volvió a entrar
en la cocina el capataz del misterioso forastero. Venía a buscar el
rebenque de su patrón que éste había dejado en la mesa, y don
Anacleto se lo iba a entregar, cuando, acordándose, el muy astuto,
que debía de ser el rebenque ese una prenda de inestimable valor
para el que lo tuviera en su poder, lo agarró resueltamente y,
echándose atrás, se lo negó al hombre.
El gaucho, entonces, humildemente, le suplicó que se lo
devolviera, pues, de otro modo, su patrón lo iba a matar o hacer con
él cosa peor.
-Bueno -le dijo Anacleto-, se lo devuelvo si me indica el medio de
destruir el hechizo de que su patrón hizo víctima a mi hijo.
-No puedo, no puedo -contestó el gaucho, temblando.
-Entonces, salga de aquí, maldito -exclamó don Anacleto,
blandiendo el rebenque, y esto bastó para que, en el acto, se dejase
caer de rodillas en el suelo el infeliz, sabedor, probablemente, de lo
que pesaba en las espaldas esa lonjita.
-Mire, señor -dijo-, destruir del todo el poder de las palabras de mi
amo, no se puede; pero tóquelo despacio al niño con el rebenque y
aunque sufra en su vida, como no lo puede ya evitar, más golpes y
porrazos que cualquier hombre en la tierra, le puedo asegurar que
será sin sentirlos.
Don Anacleto entró en el dormitorio, tomó de brazos de su mujer
al muchacho que todavía gritaba bastante y lo tocó despacio con el
rebenque. En el acto dejó de llorar la criatura y don Anacleto no
pudo menos que admirarse; pero desconfiaba todavía, cuando, al
darse vuelta para colocar al chico en la cuna, le pegó, sin querer, un
golpe bárbaro en la cabeza contra la pared, y en vez de llorar, se rió
la criatura, como pidiendo otro.
Don Anacleto y su mujer se quedaron estupefactos, aunque nada
supiera todavía doña Serapia; pero el otro gaucho, apurado para irse
a juntar con el amo que ya lo estaba llamando, empezaba a
reclamar a gritos el rebenque; don Anacleto se lo entregó y
corriendo detrás de él hasta la puerta, la cerró con estrépito,
haciendo «cruz-diablo» a los huéspedes aquellos.
Y después le contó todo a doña Serapia, quien, por supuesto, se
santiguó durante una hora, pensando con dolor que ya le sería
imposible hacer cristianar a su hijo. Don Anacleto, él, tomaba las
cosas con más filosofía, calculaba que al fin y al cabo, no venía a ser
tan malo para el chico el terrible regalo del padrino improvisado,
enmendado de modo tan feliz por el incidente del rebenque
olvidado.
Y a medida que el muchacho crecía, más se hacían ver los
admirables efectos de la providencial combinación. Como se lo había
prometido el diabólico forastero, todo era para él ocasión para
porrazos y golpes, y su vida hubiera sido un martirio sin igual, a no
ser la compostura milagrosa producida por la indicación del capataz.
No pasaba la criatura cerca de una mesa sin pegarse en la cabeza;
no salía al patio sin enredarse en el umbral, y sin caer al suelo; pero
lo que a cualquier otro le hubiera roto la cabeza, o por lo menos
hecho salir algún enorme chichón, a él no le dejaba siquiera
moretón, y cada susto de sus padres por las caídas, o por los golpes
que se daba, le causaba la mayor alegría; tan bien, que a falta de
poderle llamar, según el calendario, Visitación o Guadalupe, Calasanz
o Deogracias, le llamaron Cuerocurtido.
Esto de ver que ningún golpe le hacía mal, por supuesto, no tardó
en hacer de él un muchacho atrevido como él solo. Más de una vez,
don Anacleto lo quiso corregir, sin acordarse de que ni coscorrón, ni
paliza le podían hacer nada. Los coscorrones sólo hacían doler los
dedos que se le pegaban en la cabeza, y los palos se rompían en sus
espaldas sin más resultados que hacerle reír a carcajadas.
Cuando peleaba con otros muchachos, siempre acababa por salir
victorioso; no que pegara él muy fuerte, pues no pasaba de travieso
y no era malo, pero por poco que se defendiera, pronto se cansaban
los otros de recibir golpes; sin que los que le devolvían produjeran
ningún efecto. Y todos los muchachos, por numerosos que fueran,
se retiraban de la contienda, con los miembros machucados, la nariz
hinchada, un ojo negro, una oreja ensangrentada o los dientes
flojos, mientras que él seguía muy orondo y fresquito como una flor.
Desde chico, como cualquier otro gauchito, Cuerocurtido había
empezado a andar a caballo, y desde el primer día hubo para él un
surtido de porrazos y de golpes lo más variado. Cualquier espantada
del caballo, cualquier tropezón, que para otros hubiera pasado
inadvertido, con él, daba resultado completo, gracias al malévolo
forastero, su maldito padrino; pero era por fin poco el inconveniente,
ya que el caer no era para Cuerocurtido, gracias al roce del famoso
rebenque, más que una pequeña sacudida, quizá agradable, pues
siempre se levantaba riéndose. Sin contar que la domada del potro
más bellaco no pasaba para él de un juego; como no sentía los
golpes, no los temía y se le sentaba a cualquier animal sin recelo; y
quizá suponiendo que, ya que los golpes no le hacían nada, tampoco
los sentía el potro, con tantas ganas se los menudeaba, que el
animal siempre acababa pronto por aflojar y darse por vencido.
Más de veinte veces, pues no era muy parador, efecto
probablemente de la maldición, había rodado con tan mala suerte,
que se le había venido encima el mancarrón, apretándolo. Cualquier
otro hubiera quedado aplastado, y con las costillas rotas; él no; si no
podía librarse solo, lo que más de una vez le sucedió, esperaba que
lo viniesen a sacar, y nada más.
Una vez estaba tirando agua, cuando se le desmoronó el jagüel
tan repentinamente, que cayó en él con caballo, manga y todo. El
caballo se mató, pero Cuerocurtido, ¡cuándo no!, risueñito, salió de
allí.
En el corral y en el rodeo era muy bárbaro para trabajar, y parecía
que nada hiciera para evitar cornadas, rodadas o apretaduras; más
bien era como si las buscara. Fue, un día, cogido y levantado diez
veces seguidas por un toro bravo. Por supuesto, todos lo creyeron
muerto, y cuando, enlazado el toro, lo fueron a levantar, creyendo
que iba a ser de a pedacitos, se sentó en el suelo y con toda
tranquilidad armó un cigarro, contentándose con decir:
-¡Toro loco!
En otra ocasión, la armada de su lazo, habiéndose cerrado en una
sola asta de un novillo, resbaló y, cimbrando, vino la argolla con una
fuerza terrible a darle derecho en el ojo.
-¡Pobre! -gritó al verle recibir el golpe el dueño de la hacienda,
que estaba allí cerca.
-No es nada, patrón, no se asuste; si es de goma.
Y aunque hubiera sido de goma, a cualquier otro le saca el ojo;
pero Cuerocurtido ni la sintió siquiera.
Aunque, por suerte, no fuera peleador, no siempre podía evitar
encontrarse, en la pulpería, metido en algún barullo; y decimos por
suerte, porque si le hubiera dado el genio por buscar camorra y
hacer armas por un sí o por un no, como a tantos paisanos, hubiera
dejado el tendal, pues pudo comprobar en varias ocasiones que no
le entraban los cuchillos ni los facones y que los tajos sólo
alcanzaban a hacerle trizas la ropa.
Una vez, al entremeterse para separar dos gauchos armados que
querían pelear, recibió en la misma cabeza una bala de revólver. Fue
un grito de espanto; lo creían muerto; ni siquiera un chichón; la bala
aplastada había caído en el suelo.
Y un gaucho viejo que allí estaba y había servido en el ejército, no
pudo menos de decirle:
-Pero amigo, ¿por qué no se hace usted soldado? Es el oficio que
mejor le pueda convenir.
Y lo pensó Cuerocurtido. Y, al mes, estaba de milico en la frontera.
Allí, peleó con tanto coraje, que se volvió el terror de los indios,
haciendo la admiración de sus jefes y de sus compañeros.
De los más terribles entreveros, a lanza y sable, salta siempre
ileso, sin que se pudiera saber cómo. Se cansaba de matar indios,
sin que una gota de su sangre fuera vertida jamás, y pronto fue
bastante que lo vieran ellos adelantarse, para disparar despavoridos,
creyéndole hijo de Mandinga, cuando no era más que su ahijado.
Cuando la guerra del Paraguay, era ya capitán; hizo toda la
campaña, cargando siempre al frente de sus hombres, y haciéndolos
matar, por lo demás, con la desenvoltura del que se sabe
invulnerable: era de la escuela antigua.
Subió, de grado en grado, hasta llegar a coronel, lo que casi era
poco para un hombre sobre el cual se aplastaban las balas como en
placa de tiro al blanco; pero desgraciadamente, no sabía leer ni
escribir y no pudo alcanzar a general.
Don Calixto, el dadivoso
Don Calixto había nacido generoso. Pobre, gran cosa no podía dar,
pero se complacía en regalar al que lo pidiese, algo de lo poco que
por casualidad tuviese. Algunos -de los mismos, por supuesto, que
más lo aprovechaban- lo trataban de infeliz, incapaces de sospechar
que su satisfacción en dar era algo igual, si no mayor, a la del
pulpero que logra cobrar una cuenta dudosa.
No tenía más que su puestito -intruso en campo del Estado- una
manada de yeguas y algunos caballos, y vivía de changas: algún
arreo, una hierra, un aparte, la esquila; también vendía algunos
bozales trenzados, y sembraba un retazo de maíz para mantener a la
familia con mazamorra cuando faltaba la carne.
Una tarde, sentado en el umbral de su rancho, gozaba el suave
calor del tibio sol de mayo, saboreando un cimarrón. Contemplaba,
no sin cierto orgullo, el conjunto de sus riquezas: en el desplayado
que formaba patio al rancho, se erguía una troje, granero de pobre,
improvisado con seis álamos, alambre y chala, pero relleno hasta el
tope de su tranquilizadora opulencia de largas y gruesas espigas de
maíz, doradas como sueños de fortuna... y como ellos, resbaladizas.
En el rastrojo que, mas allá, extendía su manto rotoso de chalas
amarillas y quebrajeadas, entre los verdes parches del pasto otoñal
que luchaba para tapar las manchas negras de la tierra desnuda,
devolvían al sol su nota alegre los zapallos Angola y los criollos,
haciendo relumbrar en el suelo el barniz de su verdeobscuro
realzado de ribetes y salpicaduras de oro.
Y del armónico esplendor de tantos colores, suavemente
amortiguado por el vaho azulado que se levantaba de la tierra
húmeda y caliente, de la inefable quietud de la atmósfera, subían
hasta el corazón bondadoso de don Calixto las ganas de tener a
quien ofrecer parte de todo aquello, de su pequeña cosecha y del
inmenso bienestar de que se sentía invadido.
Como para hacerle el gusto, vino justamente de visita, en ese
momento, uno de sus vecinos, hombre viejo, que vivía solo en su
choza, de lo que le daban los demás, pues estaba imposibilitado por
la edad para ganarse la vida; y tan luego como después de haber
atado al palenque su caballo, se le hubo acercado a don Calixto, éste
se levantó, cediéndole el banquito en el cual estaba sentado, y tomó
para sí -asiento, por lo demás, bastante incómodo- uno de los
zapallos que se estaban oreando encima del techo.
La conversación entre estos dos gauchos, aunque fueran ambos
pobres de solemnidad, pronto versó, tan naturalmente como la de
cualquier capitalista, sobre los bienes de la tierra y su mejor empleo.
-¡Zapallos lindos! -exclamó el viejo-. ¡Tan sazonados, tan grandes!
¡Y qué cantidad había tenido, don Calixto! ¡Quién tuviera una
carrada de ellos, curándose en el techo, con las heladas, para hacer
sabroso el puchero!
-¿Quiere algunos, don?...
Calixto no dijo el nombre de la visita, por la sencilla razón de que
nunca lo había sabido; y cosa rara, tampoco se acordaba habérselo
oído a nadie, nunca.
-Hombre -contestó el viejo-, si no fuera mucho pedir...
-¡Qué esperanza, señor! Si a mí me sobran. ¿Qué voy a hacer yo
con tantos zapallos?
-La verdad, que sería mejor para usted que fueran ovejas.
-Pues no -dijo, riéndose, don Calixto-; más que los zapallos, haría
una majada el puchero sabroso, ¿no es cierto? Pero para qué se va a
acordar uno de lo que no puede tener.
Y levantándose, ató a la cincha de su mancarrón un cuero de
potro todo arrugado que, desde mucho tiempo ya, le servía de
carretilla, lo acercó al rastrojo, y lo cargó hasta más no poder con los
mejores zapallos que encontró. Los trajo a la rastra hasta el patio;
allí, los amontonó y le dijo al viejo que, a la tarde, se los iba a
mandar por un muchacho, en el carrito; y volviéndose a sentar en el
zapallo, tomó de manos del viejo el mate. Se aprontaba a cebar
cuando de repente corcoveó su asiento, y lo dejó tirado patas arriba
como maturrango que se hubiese puesto a domar, disparando, el
zapallo, hecho una grande y linda oveja, gorda y lanuda. Y mientras
que entre risueño y renegando, se levantaba don Calixto y se
sacudía el chiripa, vio disparar también, cambiado en punta de
ovejas, el montón de zapallos que había traído para el visitante; y
todas se dirigían hacia el rastrojo, donde impetuosamente y como
asustados, se levantaban todos los demás zapallos, cambiados en
otras tantas ovejas, capones, borregas y corderos, según su tamaño.
Don Calixto se quedó un rato asombrado de lo que veía, y
dándose vuelta hacia el viejo, para cambiar con él impresiones, vio
con estupefacción que había desaparecido con caballo y todo, como
si se lo hubiese tragado la tierra.
Estaba en aquel momento solo en el puesto. Su mujer había ido,
con sus hijos más chicos, a dos cuadras de allí, a una lagunita donde
tenía perenne la batea de lavar, y los muchachos mayores estaban
trabajando en la vecindad o paseando.
Montó, pues, a caballo, y de un galopito estuvo con la majada; la
atajó, la miro bien y vio que era toda de una señal -muy bonita la
señal, dos paletillas cerquita de la punta, de modo que cada oreja
parecía una hoja de trébol-, y que pasaba de quinientos animales, y
gordos todos, grandes, lanudos, sanos que daba gusto.
-¿De quién será esa señal? -pensaba don Calixto-. ¿Quién sabe si
no será algún chasco del amigo Mandinga, y si mañana no me cae la
policía a llevarme por cuatrero?
Creía don Calixto, lo mismo que la mayor parte de los paisanos -
¡son tan ignorantes!- que de Mandinga no se puede esperar más
que males y perjuicios... No sabía -nadie se lo había enseñado-, que
al hombre servicial y bueno que le cae en gracia, dispensa éste, el
día menos pensado, los más inesperados favores.
Arreó la majadita hasta donde estaba su mujer, se la enseñó, le
contó el caso y le pidió su parecer. La mujer no era tonta; no se
desconcertó por tan poco y le aconsejó tres cosas: dejar suelta la
majada, como si fuese ajena y cuidarla desde lejos; apagar la vela
que, ese día, le había puesto a la Virgen de Luján y colocar a ésta en
el baúl en que guardaba la ropa, para que si realmente fuese la
majada obsequio de Mandinga y la llegase Ella a ver, no tuviese la
tentación de destruirla de algún modo-, y, por fin, ir al pueblo a
averiguar en el juzgado de quién era esa señal para, si no era de
nadie, asegurársela sacando la boleta. Se dispuso don Calixto a
hacer lo indicado por su mujer, y había ensillado su mejor caballo
con sus mejores aperos para ir al pueblo, cuando, al momento de
montar, quiso ver si tenía en el tirador papel de fumar y se encontró
con un documento que no era otra cosa que la boleta de propiedad
a su nombre y perfectamente en regla, de la señal de «dos
paletillas».
En vez de seguir para el pueblo, y después de consultar otra vez
con la señora, arregló contra la pared del rancho un corralito
improvisado con palas plantadas en el suelo, dos o tres postes que
tenía tirados por allí y el arado, todo ligado con dos lazos estirados
de punta a punta y de los cuales colgó todos los ponchos, cobijas y
cueros que pudo hallar en la casa.
Tan mansitas eran las ovejas, que casi solas entraron en el corral
sin asustarse por las colgaduras, y se disponía don Calixto a
contarlas, cuando llegó al puesto otro conocido de él, otro pobre,
por supuesto, que sabiendo lo que era de bueno, le venía a pedir un
zapallo o dos.
Se quedó boquiabierto al ver las ovejas y preguntó a don Calixto
de dónde le habían caído.
-Me las dieron por zapallos -contestó éste.
-¿Por zapallos? ¿Y quién?
-¡Ah! Esto, amigo, es secreto; cada zapallo, una oveja al corte; así
fue. Y son como quinientas. Lo que sí, he quedado sin zapallos, lo
cual no deja de ser una broma.
-¡Bah! Eso es lo de menos. Pero sabe que son más de lo que
usted dice y que me contentaría muy bien con lo que sobrase de las
quinientas.
-¡Pago! -gritó riéndose don Calixto, como si hubiese sido apuesta-.
¡Hombre!, ya que no tengo zapallos para darle, me ayuda usted a
contar hasta quinientos, y le regalo el resto. ¿Para qué quiero más?
Y así fue, y como resultaran las ovejas quinientas sesenta, el otro
vecino pobre, lleno de gozo, se llevó las sesenta. La mujer de don
Calixto refunfuñaba un poco al ver a su marido tan generoso, pero,
¿qué iba a hacer?, ya que para él no tenía más objeto lo que le
sobraba que llenar necesidades ajenas.
Por lo demás, para probar que no era ingrato, el vecino le mandó
de regalo a don Calixto un rosario de contar hacienda.
Pronto cundió la voz por todos los ranchos de los intrusos
poblados en el campo del Estado, de la suerte singular que le había
tocado a don Calixto, y no había concluido el día cuando doña
Liberata, una viuda, comadre de él, cargada de hijos, le había
mandado pedir un poco de carne, un cuarto, aunque fuera, o un
espinazo para hacer un puchero.
Don Calixto no vaciló un rato y despachó al muchacho para su
casa con todo un capón gordo, bien atado de los tientos del recado.
-Y dile a tu mamá -le gritó- que se quede con el cuero para los
vicios.
Dio la casualidad que estaba en casa de la viuda un resero; se
quedó el hombre admirado de la gordura del capón, y al día
siguiente, a la madrugada, antes que soltase la majada don Calixto,
estaba en su palenque, llamándolo, a ver si hacían negocio. Don
Calixto lo recibió con los agasajos debidos a quien trae plata, loco de
contento al pensar que, por la primera vez en su vida, iba, como
cualquier hacendado rico, a recibir pesos.
Lo que más le agradaba era que iba, con éstos, a poder cumplir
con su compadre don Pedro, de quien tenía recibidos tantos
servicios, en momentos de penuria, y pagar por él, a su vez, al
pulpero con quien estaba empeñado hasta los ojos y que le había
mandado el otro de regalo.
El resero vio la majada, calculó que de ella podía sacar unos
cincuenta capones gordos y ofreció un precio halagador, que don
Calixto aceptó. El aparte pronto estuvo hecho, y cuando se trató de
contar, don Calixto quiso estrenar el rosario que le había el otro
mandado de regalo.
Bien pensaba, a la verdad, que no necesitaba rosario para la única
tarja de cincuenta que iba a tener que contar; y así se lo dijo el
resero, pero don Calixto lo quería probar, de puro gusto. Empezaron
a contar; y pasaban capones y capones, sin que pareciese mermar la
chiquerada. Contaron una tarja, y contaron dos, y contaron tres, y
saltan más y más capones y seguían contando. El resero, viendo que
todos eran parejos en gordura, dejaba correr, no más, y contaba, y
tarjaba, sin querer cortar el chorro, reservándose de manifestar su
admiración para cuando se acabase. Y sólo se acabo cuando hubo
cantado don Calixto la última de las veinte cuentas de que constaba
el rosario. Lo felicitó el resero por su buena suerte, sin pedirle más
explicaciones, sabiendo, como buen gaucho, que hay ciertas
preguntas que no debe hacer el hombre discreto; le pagó los mil
capones al mismo precio por cabeza que habían tratado para los
cincuenta que había pensado comprar y se fue con su arreo.
Fueron los pesos de don Calixto como rocío celestial para todos los
pobres gauchos del pago; quedaron saldadas, en la esquina, hasta
las libretas que, de viejas, las había echado en olvido, casi, el mismo
pulpero, y todos anduvieron, por un tiempo, con ropa nueva pagada
al contadito.
Es que, burlándose de las observaciones de su mujer, no perdía
ocasión don Calixto de regalar a sus vecinos pobres todo lo que le
pedían, a pesar de ser algunos de ellos imprudentes y hasta voraces,
y también de darles casi siempre mucho más de lo que solicitaban.
-¿Para qué quiero tanto? -era su refrán-. Lo que me sobra me
estorba, y a otros les hace falta.
Tenía tanta más razón, cuanto, por inexplicables circunstancias,
resultaba siempre pequeña la parte de los favorecidos, pues más les
daba y más aumentaban los productos de su majada.
A uno de aquéllos se le ocurrió, una vez, mandarle pedir, no
porque se muriese de necesidad, sino sencillamente porque era el
día de su santo y lo quería festejar debidamente, un cordero gordo.
Don Calixto fue al corral y eligió él mismo el cordero más grande y
gordo de la majada, y el muchacho que lo había venido a pedir le
prometió, en recompensa, que, el día de la señalada, su padre, sus
hermanos y él le vendrían a ayudar. Y así lo hicieron.
La parición había sido abundante: el corderaje era lindo, alegre,
retozador, y para facilitar el trabajo, lo apartaron todo junto en un
chiquero especial. Y empezaron los cuchillos a trabajar fuerte y
parejo, amontonándose las colitas, y seguían, sin cesar, disparando
para la majada los corderos ensangrentados, balando
lastimeramente por la madre. Pero más corderos alcanzaban los
peones a los señaladores, más quedaban para señalar; parecía que
manara el chiquero, y acabaron por cansarse todos, sin haber
podido concluir, pues quedaban encerrados muchos animales
todavía. Lo que viendo don Calixto hizo parar el trabajo, y regaló a
los que habían venido a ayudarle todos los corderos que quedaban
orejanos, a los cuales se agregaron, cuando los llevaban, las
respectivas madres que ya andaban por el campo.
-¿Para qué quiero majada tan grande -decía-, si ya me sobran
ovejas?
Ya que tan generoso era don Calixto, con razón pensó doña
Encarnación, otra pobre de la vecindad, que no le negaría para cama
de sus criaturas unos cuantos cueros de oveja; y se los mandó pedir.
Por el mismo muchacho que le trajo la carta, don Calixto le mandó
un caballo cargado con los cueros de consumo más grandes y más
lanudos que tuviese en su galpón, siendo siempre su orgullo dar lo
mejor de lo que tenía.
Cuando llegó la esquila, doña Encarnación mandó a todos sus
hijos mayores a que ayudasen a don Calixto en su trabajo, no
pudiendo ella misma ir, por tener que atender a los demás, todavía
muy chicos. Las ovejas que a esos muchachos les tocó esquilar no
eran mejores que las otras y sucedió entonces una cosa bien
extraordinaria: todos los vellones que al latero entregaban, pesaban
de diez kilos arriba, cada uno, siendo su lana sumamente fina, larga
de medio metro y tan rizada que nunca se había visto lana igual en
ninguna parte de la pampa.
Se amontonaron los compradores y con tal de conseguir los
vellones maravillosos, pagaron por toda la partida un precio
exorbitante.
¡Tenía una suerte ese don Calixto!
Fácil será comprender que con todo esto hubiese aumentado
demasiado y casi a pesar suyo, su fortuna, si, por otro lado, no
hubiese también crecido su generosidad. Pero se empeñaba el
hombre en sembrar, con lo que le sobraba, en muchos humildes
hogares, un poco de felicidad, tanto que consiguió, dicen, cosechar -
de vez en cuando-, esa flor exquisita y rara: la gratitud.
Las huascas de Timoteo
Estaban sentadas la madre y la hija muy cerca del fogón, por el frío
que hacía, tomando mate, después de cenar, cuando tras largo y ya
molesto silencio, la muchacha se decidió á soltar el secreto que le
quemaba el pecho, y resueltamente dijo á la vieja:
—Quiero casarme con Demetrio.
La madre la miró, y meneando la cabeza, contestó:
—¿Quién sabe si querrá él?
—Haga usted, pues, que quiera, madre—dijo la muchacha.
—Trataré, hija; pero va á ser trabajoso, porque seguramente se va
á entrometer don Prudencio; y bien sabes que mi poder ante el suyo
cede.
La vieja, una china fiera, toda desgreñada y harapienta, tenía
fama de ser, como tantas otras en la Pampa, aficionada á brujear y
de saber, con ciertas yerbas, grasas y otros elementos, componer
filtros inspiradores de amores imprevistos ó de odios repentinos. Su
hija, sin ser bonita—de semejante madre hubiera sido difícil, tenía
ese atractivo de la juventud que, muchas veces, basta para
imponerse á los corazones desprevenidos, y á pesar de su pobreza,
soñaba casarse con Demetrio, de quien se había enamorado
locamente.
Era éste un joven estanciero, buen muchacho y bastante rico,
trabajador, asimismo, y muy dedicado á sus quehaceres. Había
heredado la estancia de sus padres, muertos cuando él era criatura,
y la administraba muy bien. Cierto es que, en orfandad, había sido
protegido y siempre bien aconsejado por un antiguo amigo de su
finado padre, don Prudencio, hombre de mucho tino y de gran
sabiduría.
A éste la bruja lo tenía por brujo, y por tanto más poderoso
cuanto más ignoraba ella de qué medios se valía para contrarrestar
sus conjuros que más de una vez había desbaratado.
Muchos sólo lo tenían á don Prudencio por hombre de mucha
experiencia y de buen sentido; bastando, es cierto, á menudo, esas
dos cosas tan raras, para darle á uno fama de brujo.
No perdió tiempo la vieja para complacer á su hija y aprovechó de
que esa misma noche era de luna menguante para salir al campo en
busca de las plantas é ingredientes necesarios para el éxito de sus
artimañas. A la madrugada soltó las ovejas, previamente rociadas
con un agua preparada secretamente por ella, en dirección al campo
de Demetrio, y pocas horas después había conseguido su objeto
preliminar, que era hacerlas mixturar con alguna majada de la
estancia, mandando á la muchacha á pedir, sobre la marcha, aparte
á Demetrio. Fué ésta con su mejor ropa, por poco propicia que fuese
la ocasión para lucir un percal tan duro y quebradizo, y en el bolsillo
de su vestido llevó un pequeño frasco cuyo contenido debía producir
en el que lo bebiera un amor fulminante hacia ella.
Demetrio, al ver desde su casa que se iban á mixturar las
majadas, montó á caballo y se vino disparando cortarlas; pero no las
pudo separar, y después de un rato pasado entre ellas, sintió su
corazón—efecto del vapor que despedía el líquido con que habían
sido salpicadas las ovejas de la vieja,—presa de un sentimiento
hasta entonces desconocido; sintió que necesitaba, pero con ansia,
así, de golpe, querer y ser querido. Mientras crecía en él ese
apremiante anhelo y lo invadía todo, divisó á la muchacha que venía
hacia él al galope; y cuando llegó á su lado creyó ver en ella el alivio
ofrecido á su pena. Cruzaron ambos miradas ardientes, mientras
explicaba la joven, bastante turbada y sin saber muy bien lo que
decía, sin que tampoco, por lo demás, la entendiera muy bien
Demetrio, cómo ella se había descuidado y cómo venía á pedir
disculpa y aparte.
Demetrio, más turbado que ella, la invitó á pasar para las casas,
mientras se encerraban las majadas, y ordenó al capataz que allí
estaba que trajese mate. El capataz no se lo hizo decir dos veces,
pues era joven, soltero y buen mozo, y no le disgustaba la ocasión
de rozarse con una muchacha interesante. Alcanzó el primer mate á
la niña, quien aprovechó la ocasión para echar en él, con todo
disimulo, al devolvérselo, algunas gotas del filtro preparado por la
madre, pensando rematar así la victoria ya casi lograda. Pero en el
momento en que volvía el capataz con el mate para ofrecérselo á
Demetrio, abrió la puerta don Prudencio y llamó al joven con tal tono
de imperioso apuro, que éste no pudo vacilar en obedecer y salió,
excusándose con la muchacha é indicando al capataz que
aprovechara él el mate servido.
La niña se quería morir y se retorcía, agitada en la silla, impotente
para impedir la catástrofe que amenazaba sus amores; y vió al
capataz tomando delante de ella el mate preparado para acabar de
enamorar á Demetrio. Lo miraba con terrible inquietud, sabedora de
la eficacia de los filtros maternos, y efectivamente, antes de haber
agotado el mate, el capataz estaba á sus pies, declarándola su
irresistible amor.
Demetrio volvió en este mismo instante y como si el hechizo que
sufriera, victoriosamente combatido ya por los argumentos de don
Prudencio, no precisara más que el inesperado espectáculo del
capataz enamorado para quedar del todo destruído, miró
desdeñosamente á ambos y les ordenó que se retirasen de su vista.
Anonadada por semejante desgracia, la muchacha se fué,
sostenida por su improvisado amante, quien la llevó á su casa y la
entregó á la madre, pero no sin llevarse la promesa de que serían
admitidas sus visitas.
A falta del patrón, más vale, pensó la vieja, el capataz que un
peón, y ya que por el efecto del filtro que había tomado, estaba tan
embelesado, no había más que aprovechar la ocasión y casarlos. Y
así fué; pero, como madre engañada y bruja burlada, juró vengarse.
Y se lo hizo jurar dos veces su hija, cuando algún tiempo después
supo que Demetrio se había casado con una sobrina de don
Prudencio.
No hubo día desde entonces que no salieran por el agujero del
techo de paja, en el rancho de la vieja, humaredas sospechosas:
espesas y negras como nubes de tormenta, o transparentes y
azuladas como rocío matutino, coloradas como una puesta de sol en
día de viento, ó amarillentas como nubarrón preñado de granizo;
con olor á azufre á veces, y otras de perfume penetrante.
Y pronto se dejaron sentir en la vecindad los terribles efectos de
las brujerías de la vieja, pagando más de un inocente los platos
rotos y sufriendo desastres, sin haber tenido en ellas arte ni parte,
por las contrariedades amorosas de su hija. Hubo quemazones
terribles, mundaciones devastadoras, invasiones de mosquitos,
gegenes y tábanos que arruinaron las haciendas, seguidas de
epizootias que las diezmaron; pero Demetrio, gracias a las medidas
salvadoras oportunamente tomadas por don Prudencio, pudo evitar
que el fuego penetrase en su campo y que el agua quedase
estancada en él; sus haciendas, vacunadas con tiempo, no se
enfermaron y pudo aprovechar de que sólo su campo hubiese
quedado en buen estado para comprar á vil precio las haciendas
enflaquecidas de sus vecinos y ganar mucho dinero.
La bruja casi reventó de ira al ver que ninguno de sus maleficios lo
había alcanzado. En un arranque de rabia, volcó al patio todo lo que
todavía quedaba en las ollas, pavas, latas ó tachos, en que había
estado preparando su diabólica cocina; y durante un mes, no pudo
pasar nadie, por el mal olor que despedían esos residuos á una
legua en contorno. Pero ahí encontró su propio castigo, pues todas
las plagas producidas por sus maleficios se desencadenaron
entonces con tal fuerza, en el campito que ocupaba y en su
hacienda que, á los pocos días, quedó todo quemado ó anegado; y
los animales, arruinados por los mosquitos y presa de las
enfermedades más variadas, dejaron sus osamentas, perdidas con
cuero y todo, en un abrojal impenetrable.
Por supuesto, todo lo achacaba á su contrario don Prudencio, á
quien trataba de brujo infame, que en vez de mostrarse buen
compañero con los colegas, les impedía que aprovecharan su
trabajo; hasta que acabó por encontrar un medio sencillo y terrible
para vengarse.
Don Prudencio, pensando por su parte que había quedado la bruja
impotente, ya que sus artimañas sólo á ella habían perjudicado,
resolvió efectuar un viaje á la capital que, desde mucho tiempo,
tenía proyectado. Hizo sus recomendaciones á Demetrio y á su
mujer, les encomendó de telegrafiarle sin demora en caso de que
sucediera cualquier cosa anormal y se despidió por un mes.
Demetrio había hecho domar con todo cuidado para su silla un
precioso potrillo, y desde la primera vez que lo había montado había
quedado encantado con su andar suave y ligero. Al llegar á la
pulpería á donde había ido para una diligencia, cruzó la cancha
preparada, como de costumbre, para las carreras. Estaba vareando
justamente su parejero un gaucho, á quien en seguida conoció. Era
su antiguo capataz, casado con la hija de la bruja; Demetrio, lejos
de guardarle rencor, más bien le agradecía haber apartado de su
camino el imprevisto escollo de su posible matrimonio con la
muchacha aquélla, preparando así, sin querer, su actual felicidad; y
acercándose á él, lo saludó.
El hombre aprovechó la ocasión para ponderar el potrillo, é insinuó
que lo debería probar en la cancha. Demetrio en su vida había
corrido una carrera formal y menos aún arriesgado dinero en
caballos, pero nunca tampoco le había disgustado probar la ligereza
ó la resistencia de algún animal de su marca. Consintió, pues, y
desensilló; y, en pelo, se fué con el otro hasta la punta de la cancha.
Corrieron cuatro carreras, y aunque fuera el caballo del gaucho
animal muy guapo y muy ligero, lo cortó á luz, las cuatro veces, el
potrillo de Demetrio, sin necesitar siquiera rebenque. Felicitó á
Demetrio el yerno de la bruja, y después de aconsejarle de asistir
con su potrillo á las carreras del domingo, se despidió.
¿Por qué sería que desde ese momento Demetrio ya no pensó en
otra cosa que en correr carreras? Se acostaba pensando en carreras;
soñaba con carreras, y se despertaba acordándose sólo de las
carreras, y, todo el día, en ellas pensaba.
Fué, por supuesto, á la reunión del domingo, é hizo correr el
potrillo; y no pudo menos que entusiasmarse más y más con el
animal, pues cada carrera para él era un triunfo. Triunfos explicables
para quien hubiera podido ver á la bruja sentada en ancas del
corredor y castigando, como puede en semejante caso castigar una
bruja.
Difícil es á un hombre, en una reunión, ganar en las carreras sin
arriesgar después algunos pesitos á la taba ó al choclón; y así le
sucedió á Demetrio, y también es difícil, muy difícil, que el que juega
no se apasione, y no quiera, si gana, ganar más, y si pierde,
recuperar lo perdido. Menos que cualquier otro podía Demetrio,
sugestionado sin saberlo por la bruja y su yerno, esquivar el
tropezón, y se volvió ese día, en pocas horas, jugador empedernido.
Es que también ese día fué todo de gloria para él: no sólo ganó
todas las carreras con su potrillo, sino que la taba con que jugó
parecía cargada y que como marcados le salieron los naipes con que
probó la suerte. Si hubiese perdido, quizá se salva, pero ganó sin
cesar y la pasión del juego de tal modo se apoderó de él, que desde
entonces pudo cantar victoria la bruja vengativa: había dado con la
tecla.
La mujer de Demetrio extrañó mucho, el día siguiente, ver que su
marido, tan asiduo siempre en sus trabajos, no se ocupaba más que
de su potrillo, haciéndolo cuidar como si hubiera sido algún padrillo
de gran precio. Vió con disgusto que todos los días, casi, iba á la
pulpería y que allí pasaba las horas, volviendo después á casa, ó
demasiado alegre ó demasiado triste. Unas veces, volvía con el
tirador lleno de pesos y no hablando sino de comprar cosas de puro
lujo; otras venía sin un cobre y hecho un tigre. Empezó la señora á
concebir sospechas aterradoras, viendo ya cercana la tormenta que
derriba el hogar y lo hunde en la desgracia y en la miseria.
Sigilosamente, mandó un telegrama á don Prudencio.
Pero pasaron días y semanas sin que éste volviera ni diera señales
de vida, y mientras tanto, seguía Demetrio jugando. Empezaba á
perder, en medio de caprichosas alternativas, mucho más de lo que
antes había ganado. Su genio se alteraba; sus modales se volvían
destemplados; maltrataba & su gente y por poco hubiera maltratado
á su mujer cuando quería ella conocer los motivos de su malestar y
de ese cambio repentino.
La bruja gozaba. En su fogón, sólo ya burbujeaba despacio el
contenido de una única olla, vigilada por su yerno y su hija, con el
mismo afán que por ella misma. Habían bastado algunas gotas de lo
que allí cocinaba para proporcionar á Demetrio el cebo de la
engañosa y pasajera suerte que ya lo iba conduciendo al abismo, y
la vieja veía próximo el momento en que podría, si no viniese á
estorbar ese otro brujo de don Prudencio, hacer pasar, por medio del
juego, á manos de su yerno la estancia de Demetrio con las
haciendas que le quedaban. Todo ya casi estaba listo; apenas cuatro
noches y tres días más de cocimiento faltaban, y dos ó tres
ingredientes, que ya los había conseguido y los tenía á mano, para
poder inspirar con seguridad á su yerno la audacia del desafío final,
darle la irresistible suerte momentánea que necesitaba y hacer á la
vez á Demetrio presa de la obcecación indispensable para que
arriesgara en un minuto de locura toda su fortuna.
Pero sucedió que el día anterior al que para librar la gran batalla
había ella fijado, se encontró Demetrio en la pulpería con un
forastero muy jugador, al parecer, pues se conocía que andaba
tanteando á todos los á quienes suponía susceptibles de arriesgar
algo á cualquier juego que fuera. Y generalmente perdía el hombre;
parecía tan chambón como vicioso, y como también se conocía que
tenía pesos y ganas de perderlos, Demetrio poco se hizo de rogar
para iniciar un partido.
Empezaron por jugar á los naipes y Demetrio ganó, al principio; y
á medida que se empeñaba el contrario en recuperar lo perdido, se
entusiasmaba él para ganar más, tan bien que, sin pensar, aceptó
paradas cada vez más fuertes y que, de golpe, en cuatro ó cinco
jugadas desgraciadas, no sólo volvió á perderlo todo, sino que quedó
sin un peso y con su palabra empeñada por cantidades que nunca
hubiera podido realizar sino vendiendo toda su hacienda y parte del
campo.
Febril, desesperado y subyugado, á la vez, por la mirada tan
irónicamente fría del forastero jugador, aceptó la oferta que éste le
hizo de desquitarse con él con un tiro de taba, jugando lo que de su
estancia le quedaba por lo que ya le debía.
Tiró primero el forastero, pero nada sacó; tiró Demetrio, y casi,
casi cayó suerte; volvió á tirar el otro y ganó.
—Cuanto antes me entregue la estancia, señor—dijo éste en
seguida,—mejor será.
—Vamos—dijo Demetrio, y montando á caballo, fueron hasta las
casas.
Demetrio ya no pensaba sino en el modo de disculparse con su
mujer de tamaña locura, y cuando llegó en su presencia le dijo, al
presentarle al forastero:
—He vendido al señor la estancia con sus haciendas y se la vengo
á entregar.
La señora, que hacía tiempo que lo venía entendiendo todo, se
dejó caer en una silla y echó á llorar; y las lágrimas de su mujer
conmovieron de tal modo á Demetrio, que, comprendiendo por fin la
magnitud de su crimen, no pudo menos que ahogarse él también en
llanto. Ante él se abría el triste horizonte de miseria á que quedaban
condenados por su culpa; veía entregada á las borrascas de la vida
precaria la felicidad de su hogar hasta hacía poco tranquilo, tan
dichoso, y lloraba amargamente.
Pero había que ser hombre; se enderezó y dirigiéndose al
forastero, se puso á sus órdenes.
Mientras le miraba, esperando que le contestase, vió con
admiración que el hombre se quitaba de un gesto la barba espesa
que casi tapaba todas sus facciones y la larga melena que le había
hecho desconocer y tomar por forastero por todos los vecinos que lo
habían visto y por él mismo, y conoció, lleno de alegría y de
vergüenza, á don Prudencio, su gran protector, su juicioso y sabio
amigo, que sin grandes esfuerzos había sabido frustrar los funestos
planes de la bruja vengativa.
Fin