Que Es El Bautismo - , Spanish E - R.C. Sproul

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Los minilibros de Preguntas cruciales

proporcionan una introducción rápida a las


verdades cristianas fundamentales. Esta
creciente colección incluye títulos como:

¿Qué es la fe?

¿Puedo tener gozo en mi vida?

¿Qué puedo hacer con mi culpa?

¿Puedo estar seguro de que soy salvo?

¿Qué es el bautismo?

¿Controla Dios todas las cosas?

¿Cómo debo vivir en este mundo?

PARA VER EL RESTO DE LA SERIE, VISITA:


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¿Qué es el bautismo?
Copyright © 2021 por Ministerios Ligonier y Poiema Publicaciones.
es.Ligonier.org Poiema.co
Publicado originalmente en inglés bajo el título
What Is Baptism?
por Ligonier Ministries
421 Ligonier Court, Sanford, FL 32771
Ligonier.org
© 2011 por R.C. Sproul
Impreso en China
RR Donnelley
0000922
Primera edición
ISBN 978-1-64289-464-6 (Tapa rústica)
ISBN 978-1-64289-465-3 (ePub)
ISBN 978-1-64289-466-0 (Kindle)
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación podrá ser
reproducida, almacenada en sistemas de recuperación de datos o transmitida
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son las citas breves en reseñas publicadas.
Diseño de portada: Ligonier Creative
Diseño interior: Katherine Lloyd, The DESK
Traducción al español: Ministerios Ligonier
Diagramación en español: Poiema Publicaciones
A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas son de LA BIBLIA
DE LAS AMÉRICAS® (LBLA) Copyright © 1986, 1995, 1997 por The Lockman
Foundation. Usado con permiso. www.LBLA.com
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Este documento digital fue realizada por Nord Compo.


Contenido

Uno El bautismo y la salvación

Dos El bautismo de Juan y el bautismo de Jesús

Tres La señal del pacto

Cuatro El significado del bautismo

Cinco La forma del bautismo

Seis Argumentos para el bautismo de infantes


Capítulo uno

El bautismo
y la salvación

Una de las descripciones más estimulantes de la iglesia se


encuentra en Efesios 4:4-6, donde leemos: «Hay un solo cuerpo y
un solo Espíritu, así como también vosotros fuisteis llamados en una
misma esperanza de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe,
un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre
todos, por todos y en todos». La iglesia es un cuerpo lleno de un
Espíritu y unido en torno a una esperanza, adorando a un Señor y
un Dios en una fe. Y se nos dice que hay un solo bautismo.
Gracias a este pasaje y a muchas otras afirmaciones bíblicas, el
sacramento del bautismo ha ocupado un papel central en la iglesia a
través de su historia y es un aspecto importante del culto cristiano.
Sin embargo, el tema del bautismo es muy controvertido y parece
que se cuestionan casi todos los aspectos del sacramento: el origen
o institución del bautismo; el significado del bautismo; la
administración del bautismo (¿quién puede y está autorizado a
bautizar a la gente?); la fórmula del bautismo (¿el bautismo debe
administrarse solo en el nombre de Jesús o en el nombre de las tres
personas de la Trinidad?); la forma del bautismo (¿se debe bautizar
por aspersión, vertimiento, inmersión parcial o inmersión total?); y
los receptores correctos del bautismo (¿se limita a los adultos que
han hecho una profesión de fe creíble o también se puede bautizar a
los infantes?). Otra gran controversia tiene que ver con la eficacia
del sacramento (¿qué logra el bautismo en las vidas de quienes lo
reciben?).
Dado que tenemos un Señor, una fe y un bautismo, se podría
pensar que habría menos preguntas en torno a este sacramento. Es
trágico que los cristianos estén tan fuertemente divididos en estos
temas. Con todo, las divisiones y controversias demuestran que los
cristianos reconocen que el bautismo es un asunto serio. Después
de todo, nadie puede leer el Nuevo Testamento, aun de forma
superficial, y no ver con claridad que el bautismo es un elemento
muy importante de la fe cristiana. Así que los cristianos que toman
su fe en serio también toman el bautismo en serio y quieren
entenderlo correctamente. Les importa lo suficiente como para
debatir las áreas de incertidumbre acerca del bautismo.
No cabe duda de que la mayor controversia sobre el bautismo se
ha centrado en su papel con respecto a la salvación. ¿Debe
bautizarse una persona para experimentar el nuevo nacimiento?
Esta pregunta ha sido un gran punto de debate en la historia de la
iglesia, así que quiero abordarla en este capítulo inicial.
La fe y el bautismo
La Iglesia católica romana ve el sacramento del bautismo como la
causa instrumental de la justificación. ¿Qué quiere decir Roma con
eso? Para ayudar a responder esa pregunta, quiero que recurramos
al antiguo filósofo griego Aristóteles, quien articuló la idea de la
causalidad instrumental.
Aristóteles identificó varios tipos de causas. Su ilustración
favorita de las diversas causas involucraba a una estatua. Él decía
que una estatua tiene varias causas, una variedad de cosas que
deben estar presentes para que la imagen tenga forma. En primer
lugar, dijo él, tiene que haber una causa material, que definió como
el material del que la estatua está hecha. Podría ser un bloque de
piedra, un trozo de madera o algún otro material. Luego identificó la
causa eficiente, una persona que cambia la forma del material y lo
remodela. Para la estatua, la causa eficiente es el escultor. Luego
está la causa formal, un plan, una idea o un plano que dirige la
alteración del material. También está la causa final, que es la razón
para tal estatua. Finalmente, Aristóteles identificó la causa
instrumental, que es la herramienta o el medio por el que se realiza
la transformación del material. Al esculpir su Piedad, Miguel Ángel
no podía simplemente ordenarle al mármol que tomara la forma que
él deseaba. Necesitó un cincel y un martillo. Esos fueron los
instrumentos a través de los cuales el cambio ocurrió en el mármol.
Como protestantes, afirmamos que la justificación es por la fe
sola. Esa pequeña palabra por es crucial para nuestra comprensión
de cómo se lleva a cabo la justificación. No significa que la fe sea
meritoria y obligue a Dios a salvarnos. Más bien, la palabra por
indica de forma gramatical lo que llamamos el dativo instrumental,
que describe el medio por el cual una cosa se lleva a cabo. Por lo
tanto, empleando las categorías de Aristóteles, la fe es la causa
instrumental de la justificación, según la postura protestante.
En cambio, la Iglesia católica romana dice que la causa
instrumental de la justificación es el bautismo. Roma proclama que
una persona es justificada al ser bautizada por un sacerdote. En el
bautismo, la persona recibe una infusión, un derramamiento de
gracia en el alma. Esta gracia a veces es llamada la gracia de la
justicia de Cristo o la gracia de la justificación. Cuando esto se
derrama en el alma de la persona bautizada, esta entra en un
estado de gracia.
El segundo tablón de justificación
Desde la perspectiva católica romana, es necesario que la persona
bautizada coopere con la gracia infundida para permanecer en un
estado de gracia porque, según Roma, las personas pueden perder
su justificación. Si una persona comete un pecado muy grave, la
gracia de la justificación muere. Entonces, la Iglesia católica romana
llama a ese tipo de pecados «pecados mortales».
Dado que la gracia salvadora se infunde en la persona en el
bautismo, pareciera que si una persona bautizada comete un
pecado mortal, eliminaría con eso la gracia de la justificación de su
alma y tendría que ser bautizada de nuevo para ser justificada una
vez más. Pero la Iglesia católica romana no rebautiza a las personas
que cometen pecados mortales; ella enseña que aun cuando la
justificación se pierde con los pecados mortales, hay un character
indelebilis, una marca indeleble puesta en el alma de cualquiera que
es bautizado.
Entonces la restauración de la justificación en el caso de un
pecado mortal se realiza por medio de otro sacramento, la
penitencia, que la Iglesia católica romana describe como el segundo
tablón de salvación para aquellos cuyas almas han naufragado (el
sacramento de la penitencia fue lo que provocó la controversia que
condujo a la Reforma protestante en el siglo XVI). Así que la primera
causa instrumental de la justificación es el sacramento del bautismo.
Si alguien pierde la justificación, la próxima vez la causa
instrumental será el sacramento de la penitencia. En resumen,
según la Iglesia de Roma, los sacramentos son los instrumentos por
medio de los cuales se comunica la salvación.
«Por la obra realizada»
Como parte de su argumento a favor de la eficacia de los
sacramentos, la Iglesia católica romana afirma que ellos funcionan
ex opere operato, que literalmente significa «por la obra realizada».
Cuando los reformadores protestantes comenzaron a cuestionar las
enseñanzas de Roma, ellos afirmaron que ex opere operato debe
significar que cualquiera que sea bautizado es justificado de forma
automática. Las autoridades católicas romanas respondieron que la
justificación no es automática, porque la infusión de gracia que
ocurre en el bautismo no lleva a la justificación si el receptor la
obstaculiza con incredulidad. A propósito, esto significa que aquellos
que son bautizados cuando eran niños son ciertamente justificados
porque ellos no son capaces de resistirse a la infusión de la gracia.
Contra el principio ex opere operato de Roma, los reformadores
argumentaron que los beneficios de lo que significa el bautismo no
se reciben aparte de la fe. Cuando Dios le da a alguien la señal del
bautismo, le hace una promesa de todos los beneficios que
concederá a todos los que creen. Por lo tanto, una persona puede
ser bautizada y, sin embargo, nunca venir a la fe y nunca
experimentar todos los beneficios que hemos enumerado. En
consecuencia, la teología reformada clásica repudia la idea de
cualquier tipo de eficacia automática del bautismo.
¿Significa esto que el bautismo es simplemente una señal
vacía? ¿Por qué hacerlo si no se consigue nada? En primer lugar, lo
hacemos porque Cristo lo ordenó, pero también porque comunica la
señal de la promesa de salvación por fe de Dios y todos los
beneficios que fluyen de ello. Cuando una persona es bautizada y
viene a la fe, si más tarde se preocupa por la pérdida de su
salvación, puede hacer memoria de su bautismo, no porque el
bautismo garantice su salvación, sino porque le recuerda la promesa
fiel de Dios de que iba a preservar a todos los que están injertados
en Cristo. Como veremos, cuando Abraham preguntó cómo podía
estar seguro de que Dios cumpliría Su promesa de darle la tierra de
Canaán, Dios celebró una ceremonia de pacto. En otras palabras,
Dios hizo un juramento. Hizo una promesa de pacto, diciendo, en
esencia: «Abraham, que yo sea destruido si no cumplo la promesa
contigo».
Dios no promete ninguno de los beneficios de la salvación a los
incrédulos. La promesa es solo para los que creen y la promesa es
absolutamente segura para ellos. Por lo tanto, el bautismo es
infinitamente valioso.
El bautismo, entonces, no es necesario para la salvación. Solo
tenemos que considerar el ejemplo del ladrón en la cruz. Él no fue
bautizado; sin embargo, Jesús le prometió que ese día estaría en el
paraíso. Algunos creyentes están físicamente impedidos de ser
bautizados, y algunos se abstienen de hacerlo porque creen que no
es necesario. Yo todavía creo que ellos estarán en el cielo si es que
de verdad han confiado solo en Cristo para su salvación.
El debate sobre el lugar del bautismo en la salvación de los
pecadores es tan solo una de las controversias que han
acompañado a este sacramento a través de los siglos. Mi objetivo
en este pequeño libro es abordar algunas de estas disputas. No
entraré en detalles, pero espero proporcionar una mirada general y
una introducción a algunos asuntos clave que rodean a este
sacramento.
Capítulo dos

El bautismo de Juan y
el bautismo de Jesús

El bautismo aparece por primera vez en la Escritura cuando Juan el


Bautista entra en escena. Juan ministró antes de que Jesús
comisionara a Sus discípulos a bautizar (Mt 28:19) o incluso dijera
algo sobre el bautismo. Se nos dan algunos datos acerca del
ministerio de Juan en los cuatro relatos de los Evangelios, pero es
Lucas el que quizá proporciona el vistazo más extenso a su vida y
obra. Allí leemos:

En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo


Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de
Galilea, y su hermano Felipe tetrarca de la región de Iturea y
Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia, durante el sumo
sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios a Juan,
hijo de Zacarías, en el desierto. Y él fue por toda la región
contigua al Jordán, predicando un bautismo de
arrepentimiento para el perdón de los pecados; como está
escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías:
VOZ DEL QUE CLAMA EN EL DESIERTO:
«PREPARAD EL CAMINO DEL SEÑOR,
HACED DERECHAS SUS SENDAS.
TODO VALLE SERÁ RELLENADO,
Y TODO MONTE Y COLLADO REBAJADO;
LO TORCIDO SE HARÁ RECTO,
Y LAS SENDASÁSPERAS se volverán CAMINOS LLANOS;
Y TODA CARNE VERÁ LA SALVACIÓN DE DIOS» (3:1-6).

Está claro que los apóstoles del Nuevo Testamento entendieron


la venida de Juan el Bautista en el contexto de la profecía de Isaías,
que hablaba sobre uno que vendría como heraldo del Mesías, uno
cuya responsabilidad principal en el plan de redención de Dios sería
preparar el camino para la llegada del Señor. Ellos, además,
estaban muy conscientes de una profecía en el libro del profeta
Malaquías. En el último capítulo de su libro —de hecho, en el último
párrafo de su libro—, Malaquías habló de la llegada del «día del
SEÑOR», que no ocurriría sino hasta la reaparición del profeta Elías
(Mal 4:5). Por lo tanto, durante cuatrocientos años después de
Malaquías, el pueblo judío esperó el regreso del profeta Elías, quien
había sido llevado al cielo cientos de años antes (2 Re 2:11). En
cada celebración de la Pascua, se dejaba una silla vacía en la mesa
en memoria de Elías, en caso de que llegara y pueda ser un invitado
aquella noche.
Por lo tanto, no es de extrañar que cuando Juan comenzó a
captar la atención, «los judíos enviaron sacerdotes y levitas de
Jerusalén a preguntarle: ¿Quién eres tú? Y él confesó y no negó;
confesó: Yo no soy el Cristo. Y le preguntaron: ¿Entonces, qué?
¿Eres Elías?» (Jn 1:19-21a). Cuando Juan descartó cualquier
pensamiento de que él podría ser el Mesías, las autoridades
supusieron a continuación que era Elías. Pero Juan también negó
eso.
Esta negación es más bien misteriosa, porque un ángel había
dicho de Juan: «E irá delante de Él en el espíritu y poder de Elías»
(Lc 1:17). Más tarde, Jesús dijo: «Y si queréis aceptarlo, él es Elías,
el que había de venir» y «pero yo os digo que Elías ya vino y no lo
reconocieron, sino que le hicieron todo lo que quisieron… Entonces
los discípulos entendieron que les había hablado de Juan el
Bautista» (Mt 11:14; 17:12-13). Sin embargo, la manera en la que
Jesús calificó esos comentarios y la declaración del ángel de que
Juan vendría «en el espíritu y poder de Elías», indican que Juan no
era en realidad Elías. Sin embargo, había una continuidad entre
ellos, de manera que el ministerio de Elías fue restablecido en la
persona de Juan el Bautista.
¿El fin del silencio?
Intenta imaginar que eres un judío del siglo I. De repente, pareciera
como si todos estuvieran hablando de la aparición de un hombre de
Dios que viene del desierto, que era el lugar de encuentro tradicional
entre Dios y Sus profetas en el Antiguo Testamento. En el desierto,
el profeta recibía su unción; allí se le daba la Palabra de Dios y era
comisionado para proclamarla a Israel. La gente pronto comenzó a
preguntarse si Juan era un profeta.
Esta pregunta tenía mucho significado porque hubo un largo
período de silencio profético. En los relatos del Antiguo Testamento,
pareciera que hay un profeta detrás de cada arbusto. Esa era una
época en la que la profecía era muy importante para la vida de los
israelitas, y Elías encabezaba la lista de los profetas. Pero luego, de
pronto, la Palabra profética de Dios había cesado en la tierra.
Malaquías había sido el último profeta en Israel. No hubo palabra de
Dios por cuatrocientos años. El pueblo de Israel había estado
esperando, durante lo que parecía una eternidad, a que Dios
hablara una vez más. Así, revivió con rapidez la esperanza de que
Juan traería la tan esperada Palabra de Dios.
Tengo una pregunta capciosa que me gusta hacer a mis
alumnos: «¿Quién fue el profeta más grande del Antiguo
Testamento?». Algunos dicen Elías; algunos dicen Isaías; otros
insisten en Jeremías. Finalmente, yo digo: «No, el profeta más
grande del Antiguo Testamento fue Juan el Bautista». A veces
olvidamos que, aun cuando leemos sobre Juan el Bautista en el
Nuevo Testamento, él vivió antes de que Jesús inaugurara el nuevo
pacto en el aposento alto, la noche de Su traición. Así que la
economía del antiguo pacto se extendía desde el principio, en el
huerto del Edén, hasta el momento de la última cena. Por lo tanto,
Juan el Bautista pertenecía al período del Antiguo Testamento, y
Jesús dijo de él: «En verdad os digo que entre los nacidos de mujer
no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista» (Mt 11:11).
«El reino de Dios se ha acercado»
Si bien Juan fue el mayor profeta del Antiguo Testamento, su tarea
era anunciar el fin del período de la historia redentora del Antiguo
Testamento, porque el reino de Dios estaba a punto de irrumpir. En
el Antiguo Testamento, la llegada del reino de Dios era un suceso
futuro ambiguo. Pero Juan comenzó su mensaje con una nota de
urgencia radical. Él clamaba: «Arrepentíos, porque el reino de los
cielos se ha acercado» (Mt 3:2). Él estaba diciendo que el reino de
Dios no estaba en el futuro distante, sino que estaba a punto de
llegar.
Juan utilizó dos metáforas para ilustrar la urgencia del momento.
En primer lugar, él dijo: «Y el hacha ya está puesta a la raíz de los
árboles» (Mt 3:10a). No era como si el leñador recién se hubiera
internado en el bosque y hubiera comenzado a desastillar la corteza
de un árbol, y todavía tenía que dar otros mil hachazos antes de
poder derribarlo. Más bien, el leñador ya había cortado hasta el
corazón mismo del árbol. Juan estaba diciendo que con un hachazo
más el árbol caería.
En segundo lugar, Juan dijo: «El bieldo está en su mano y
limpiará completamente su era; y recogerá su trigo en el granero,
pero quemará la paja en fuego inextinguible» (Mt 3:12). El bieldo era
una herramienta que usaban los agricultores de grano para separar
el trigo de la paja. Después de que se trillaba el grano, es decir, se
separaban las semillas de las cáscaras, el agricultor usaba un gran
rastrillo para arrojar montones de semillas al aire para que el viento
arrastrara la paja más liviana, los últimos fragmentos de la cáscara.
La paja volaba con el viento, pero las semillas más pesadas volvían
a caer al montón. Juan estaba diciendo que el agricultor no estaba
simplemente pensando en separar el trigo de la paja, ni iba
caminando hacia el granero para tomar su bieldo. En lugar de eso,
el agricultor tenía el bieldo en la mano y estaba a punto de
comenzar con el paso final en el proceso de su cosecha. El
momento de separación, el momento crítico en que se apartaría el
buen trigo de la paja inútil e indeseable, estaba a punto de
acontecer. Juan estaba diciendo: «Israel, tu Rey está a punto de
llegar, el Mesías está a las puertas, y tú no estás preparado».
El escándalo del bautismo
¿Qué tenía que hacer el pueblo para estar listo para la llegada del
Mesías? Juan se lo dijo claramente: necesitaban arrepentirse de sus
pecados y bautizarse.
En la mente de los teólogos y los líderes de ese entonces, el
llamado de Juan a que el pueblo se presentara en el río Jordán para
bautizarse era escandaloso. ¿Por qué? Cuando un gentil se
convertía al judaísmo, tenía que adoptar los principios y las
doctrinas del judaísmo, y tenía que ser circuncidado. Además, tenía
que pasar por un ritual que se había desarrollado durante el período
intertestamentario, un baño ceremonial de purificación conocido
como «bautismo del prosélito». Este rito de purificación era
administrado a los gentiles convertidos porque los judíos
consideraban a los gentiles ceremonialmente impuros. En cambio,
los judíos eran considerados limpios, así que no necesitaban pasar
por ningún tipo de ritual de purificación. Pero cuando Juan los llamó
a bautizarse, los fariseos se sintieron ofendidos por la implicación de
que los judíos eran impuros. Ellos no podían ver que Dios le estaba
imponiendo un nuevo requisito a Su pueblo porque se acercaba un
momento nuevo en la historia de la redención —la llegada del
Mesías— y aun los judíos necesitaban la remisión de sus pecados.
Un día, mientras Juan bautizaba en el río Jordán, vio acercarse a
Jesús. Él clamó: «He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo» (Jn 1:29b). Entonces Jesús fue adonde Juan y le pidió que
lo bautizara. Juan quedó pasmado. Mateo nos dice que «Juan trató
de impedírselo, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú
vienes a mí?» (3:14). Él sabía que Jesús era sin pecado y, por lo
tanto, no tenía necesidad de un ritual de limpieza. Pero Jesús le dijo:
«Permítelo ahora; porque es conveniente que cumplamos así toda
justicia» (v. 15). Como Mesías, Jesús tenía que someterse por
completo a la ley de Dios. Su vocación no era simplemente morir por
los pecados de Su pueblo, sino que también tenía que obedecer
perfectamente la ley para lograr la justicia que le sería imputada a
dicho pueblo. Cada requerimiento impuesto a Israel le fue impuesto
al Mesías de Israel, incluyendo el mandamiento a ser bautizado, un
mandato entregado por Juan el Bautista, un profeta de Dios. Por eso
Jesús fue bautizado.
Mientras consideramos el bautismo de Juan, sin embargo, es
crucial que entendamos que esto no es el equivalente al bautismo
del Nuevo Testamento. Hay muchos aspectos similares, pero no son
lo mismo. El bautismo del Nuevo Testamento va más allá de lo que
involucraba y simbolizaba el bautismo de Juan. Su bautismo era un
rito preparatorio para el pueblo judío mientras esperaban la llegada
del Mesías. Entonces su significado estaba fundado y arraigado en
el Antiguo Testamento. Funcionaba como un puente al sacramento
del bautismo del Nuevo Testamento. Más tarde, Jesús ordenó algo
más profundo y de mayor importancia.
El bautismo ordenado
Al final del evangelio de Mateo, encontramos la comunicación
clímax entre Jesús y Sus discípulos. Mateo escribe:

Pero los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que


Jesús les había señalado. Cuando le vieron, le adoraron; mas
algunos dudaron. Y acercándose Jesús, les habló, diciendo:
Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Id,
pues, y haced discípulos de todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado; y
he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo (28:16-20).

Es significativo, creo yo, que Jesús introdujera este mandato


diciendo a Sus discípulos: «Toda autoridad me ha sido dada en el
cielo y en la tierra». En toda Su enseñanza hasta el momento de Su
crucifixión, Jesús nunca ordenó el bautismo. Pero aquí lo hizo.
Habiéndose levantado de la tumba, Él tenía autoridad, debido a Su
obra consumada, para crear una nueva señal para el nuevo pacto, y
eso es lo que hizo al ordenar el bautismo.
En el capítulo anterior, afirmé que el bautismo no es necesario
para la salvación. Sin embargo, si alguien me preguntara: «¿El
bautismo es necesario para el cristiano?», yo le diría:
«Absolutamente». No es necesario para la salvación, pero es
necesario para la obediencia, porque Cristo, sin ambigüedades,
ordenó que todos aquellos que le pertenecen, que son parte de la
nueva familia del pacto y reciben los beneficios de Su salvación,
deben ser bautizados con la fórmula trinitaria.
Capítulo tres

La señal del pacto

No sé cuándo se volvió una costumbre entre los cristianos


estadounidenses pedir a los conferencistas que les firmen sus
biblias, pero a mí me lo piden a menudo cuando doy conferencias.
En muchas ocasiones, los que me solicitan que firme sus biblias me
piden que les escriba mi «versículo favorito». Esta petición me tomó
por sorpresa cuando recién comencé a escucharla. Yo empecé a
buscar uno. No tenía un verso favorito; supongo que quería tener
todo el consejo de Dios como un estandarte sobre mi vida. Pero
como ellos querían un verso, comencé a escribir uno que otro
versículo. El que he escrito con más frecuencia es Génesis 15:17,
que dice: «Y aconteció que cuando el sol ya se había puesto, hubo
densas tinieblas, y he aquí, apareció un horno humeante y una
antorcha de fuego que pasó por entre las mitades de los animales».
Quizá ahora mismo te estés rascando la cabeza preguntándote
por qué querría yo compartir este verso. Te aseguro que no eres el
único. Cuando anoto Génesis 15:17 en las biblias, antes de que
acabe la conferencia, siempre alguien se me acerca y pregunta:
«¿De veras quiso escribir Génesis 15:17 en mi Biblia?». Cuando le
aseguro a la persona que sí, él o ella me dice: «No le encuentro
sentido a ese verso».
Admito que Génesis 15:17 es un versículo favorito bastante
inusual. Sin su contexto, es casi imposible entender este verso. Pero
es justo por su contexto que este verso me encanta. A menudo le
digo a la gente que si me abandonaran en una isla y solo tuviera un
libro, el libro que quisiera tener, por supuesto, sería la Biblia. Si solo
pudiera tener un libro de la Biblia, querría tener el libro de Hebreos
por la forma en que condensa a la perfección todas las enseñanzas
del Antiguo Testamento y las relaciona con la obra consumada de
Cristo en el Nuevo Testamento. Pero si solo pudiera tener un verso
de la Biblia, yo quisiera tener Génesis 15:17.
Dios jura por Sí mismo
¿Qué está sucediendo aquí? En Génesis 15, vemos a Dios
haciendo promesas a Abraham. Él llamó a Abraham y le dijo: «No
temas, Abram, yo soy un escudo para ti; tu recompensa será muy
grande» (v. 1). Abraham estaba un poco confundido y preguntó:
«¿qué me darás, puesto que yo estoy sin hijos, y el heredero de mi
casa es Eliezer de Damasco» (v. 2). Abraham era uno de los
hombres más ricos del mundo. Tenía todas las bendiciones
materiales que quisiera. Sin embargo, Eliezer de Damasco, un
sirviente, era el heredero designado por Abraham, porque no tenía
hijos. Eso impulsó a Dios a reafirmar una promesa anterior
diciéndole a Abraham que tendría multitudes de descendientes,
tantos como las estrellas en el cielo (v. 5). Abraham creyó en esta
promesa divina y Dios le contó esto por justicia (v. 6). Este es el
texto que usa el apóstol Pablo en Romanos para mostrar el
fundamento del Antiguo Testamento para la doctrina de la
justificación por la fe sola (4:3).
Entonces Dios reafirmó otra promesa anterior: Abraham
heredaría la tierra de Canaán (v. 7). Pero Abraham luchaba con el
peso de esta promesa. Él preguntó: «Oh Señor Dios, ¿cómo puedo
saber que la poseeré?» (v. 8). Entonces Dios le ordenó a Abraham
que trajera varios animales, los cortara en dos y distribuyera los
pedazos en dos filas, formando un camino (vv. 9-10). Era un acto
sangriento, una matanza. Cuando Abraham terminó, Dios lo hizo
caer en un sueño profundo y le dio una visión. Ella es descrita en el
verso 17: «Y aconteció que cuando el sol ya se había puesto, hubo
densas tinieblas, y he aquí, apareció un horno humeante y una
antorcha de fuego que pasó por entre las mitades de los animales».
El horno y la antorcha de fuego eran teofanías, manifestaciones
visibles del Dios invisible. Abraham vio una manifestación divina que
pasaba entre los pedazos de los animales y entendió
inmediatamente su significado. Dios le permitió a Abraham saber
con certeza que Sus promesas se cumplirían. En otras palabras,
Dios le dijo: «Te estoy haciendo promesas y no puedo jurar por nada
más alto que mí mismo. No puedo jurar por las montañas. No puedo
jurar por los mares. No puedo jurar por los ángeles. Por lo tanto, te
juro por mí mismo. Si no cumplo con las promesas que te he hecho,
que yo sea cortado en dos como estos animales. Que yo, el Dios
inmutable, sufra mutación. Que yo, el Señor eterno, me vuelva
temporal. Que yo, el Infinito, me vuelva finito». Sabemos que esto es
lo que Dios estaba dando a entender porque el autor de Hebreos
nos lo dice: «Pues cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no
pudiendo jurar por uno mayor, juró por sí mismo, diciendo:
Ciertamente te bendeciré y ciertamente te multiplicaré» (6:13-14).
Lo que vemos en Génesis 15 es una ceremonia de pacto que
era bastante típica en la época de Abraham. Cuando dos partes
hacían un pacto, dividían animales y pasaban entre las piezas,
declarando con ello que merecían ser desgarrados si violaban el
acuerdo. En este caso, solo Dios pasó entre los pedazos porque
solo Él estaba haciendo promesas. Estaba instituyendo Su pacto
con Abraham.
Señales del pacto
¿Qué tiene que ver este suceso con el bautismo? Cuando Dios
celebra pactos con Su pueblo, haciéndoles promesas de redención,
Su costumbre es atestiguar la autenticidad del pacto dando algún
tipo de señal externa. Por ejemplo, cuando le prometió a Noé que no
volvería a destruir el mundo por medio de un diluvio, Dios puso Su
arcoíris en el cielo. Ese arcoíris era una señal visible que confirmaba
la promesa de Dios para el futuro de este planeta. Él estaba
diciendo que cada vez que vemos un arcoíris, este debería
recordarnos que Dios ha prometido no volver a destruir el mundo
con un diluvio.
De manera similar, después de instituir Su pacto con Abraham,
Dios le dio a Abraham y a sus descendientes una señal de
membresía en el pacto: la circuncisión. Esta señal tenía un
significado doble. Por una parte, el corte del prepucio era una señal
de que Dios estaba diciendo: «Te estoy cortando de entre el resto de
la humanidad caída y consagrándote como una nación para mí
mismo». Al mismo tiempo, la señal era un testimonio del pueblo, que
comunicaba, algo como esto: «Oh Dios, si no cumplo con los
términos de este pacto, si no soy fiel a ti en esta relación de pacto,
que yo sea cortado de todos los beneficios de las promesas de tu
pacto». Por lo tanto, la circuncisión simbolizaba tanto las
bendiciones como las maldiciones del pacto de Dios con Abraham.
El rito de la circuncisión fue dado para todas las generaciones de
los israelitas como la señal del antiguo pacto. Por eso, si le
pidiéramos a un judío que identifique la señal del pacto de Dios con
Su pueblo, él diría que esa señal es la circuncisión.
Tal como la circuncisión era la señal del antiguo pacto, el
bautismo es la señal del nuevo pacto. De una forma muy real, lo que
la circuncisión era para el Antiguo Testamento, el bautismo lo es
para el Nuevo Testamento. Vemos esta relación estrecha en la carta
de Pablo a los Colosenses. Él escribe:

Porque toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente en


Él, y habéis sido hechos completos en Él, que es la cabeza
sobre todo poder y autoridad; en Él también fuisteis
circuncidados con una circuncisión no hecha por manos, al
quitar el cuerpo de la carne mediante la circuncisión de
Cristo; habiendo sido sepultados con Él en el bautismo, en el
cual también habéis resucitado con Él por la fe en la acción
del poder de Dios, que le resucitó de entre los muertos. Y
cuando estabais muertos en vuestros delitos y en la
incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con
Él, habiéndoos perdonado todos los delitos, habiendo
cancelado el documento de deuda que consistía en decretos
contra nosotros y que nos era adverso, y lo ha quitado de en
medio, clavándolo en la cruz. Y habiendo despojado a los
poderes y autoridades, hizo de ellos un espectáculo público,
triunfando sobre ellos por medio de Él (2:9-15).
Aquí, Pablo le dice a un cuerpo de creyentes gentiles, que han
recibido el bautismo del Nuevo Testamento, que aquellos que son
creyentes han recibido una circuncisión interna. Tienen una
circuncisión del corazón, por lo que es apropiado que ellos tengan la
señal del nuevo pacto, que apunta más allá de sí misma, hacia
todos los beneficios de Cristo.
La continuidad en los pactos
Desde luego, la circuncisión y el bautismo no son idénticos, tal como
el antiguo pacto y el nuevo pacto no son idénticos. Pero estos dos
pactos no están en guerra. No hay una antítesis radical entre ellos.
Hay un elemento de discontinuidad, razón por la cual hablamos del
antiguo y el nuevo. Si no hubiese diferencia alguna entre ellos, la
distinción entre los pactos nuevo y antiguo no tendría sentido. Sin
embargo, el nuevo pacto no está en una condición de total
discontinuidad con el antiguo. Además de los elementos de
discontinuidad, hay fuertes elementos de continuidad. El nuevo
pacto no destruye el antiguo; más bien lo culmina y se levanta sobre
él.
Dada esta continuidad, se esperaría que haya muchos paralelos
entre el antiguo pacto y el nuevo. Por ejemplo, como ya hemos
visto, ambos pactos tienen señales externas de inclusión, la
circuncisión y el bautismo. Ambas señales tienen que ver con los
beneficios de la salvación que Dios lleva a cabo en la vida de los
que creen. Tanto la circuncisión como el bautismo representan las
promesas de Dios. Y en ambos casos, es Dios quien instituye la
señal.
El acto soberano de Dios es crucial para comprender la
importancia del bautismo. Esto significa que la integridad de la señal
no descansa en la persona que la administra ni en la persona que la
recibe. Si alguien es bautizado por un ministro que más tarde deja el
ministerio y abandona la fe, esa persona no necesita volver a
bautizarse. Asimismo, la incapacidad del bautizado de llevar una
vida ejemplar no daña la señal. La integridad de la señal se sustenta
en la persona que hace la promesa. Las promesas de Dios
respaldan la señal.
Eso nos lleva al punto central que quiero abordar en este breve
libro: el significado del bautismo. Hemos visto que es una señal del
nuevo pacto, ¿pero de qué es señal de manera específica? Una vez
conduje un vehículo desde Atlanta a Gainesville, Florida, bajo una
lluvia torrencial. Iba de ciudad en ciudad —Macon, Tifton, Valdosta,
Lake City, Gainesville— así que yo miraba con algo de ansiedad las
señales junto al camino que me indicaban la distancia hasta la
siguiente ciudad. En un punto, vi un letrero que decía: «Valdosta,
120 kilómetros». Esa era una señal para llegar a Valdosta, pero la
señal no era Valdosta. Una señal apunta a algo distinto a sí misma.
De igual modo, el bautismo no es la salvación y todo lo que
conlleva. Es la señal que nos apunta hacia los beneficios de Cristo
que recibimos por fe.
Capítulo cuatro

El significado
del bautismo

El bautismo, como hemos visto, es una señal. ¿Pero qué quiere


decir? El bautismo preparatorio de Juan era una señal de limpieza
del pecado. Él llamó al pueblo de Israel a entrar al agua en
preparación para la llegada del Mesías. Desde luego que ese
significado es incorporado al bautismo del Nuevo Testamento. Pero
el bautismo del Nuevo Testamento significa mucho más de lo que
indicaba el bautismo de Juan. En cierto sentido, dado que el
bautismo es la señal del nuevo pacto, este representa todos los
beneficios que Dios le da a Su pueblo bajo ese pacto, todos los
frutos que ganamos cuando abrazamos el evangelio de salvación
solo a través de Cristo.
Una histórica declaración doctrinal protestante y reformada, la
Confesión de Fe de Westminster, define el bautismo de la siguiente
manera: «El bautismo es un sacramento del Nuevo Testamento,
instituido por Jesucristo, no solo para admitir solemnemente a la
persona bautizada en la iglesia visible, sino también para que sea
para ella un signo y un sello del pacto de gracia, de haber sido
injertado en Cristo, de la regeneración, de la remisión de pecados y
de su entrega a Dios mediante Cristo Jesús, para andar en vida
nueva. Este sacramento, por institución del propio Jesucristo, debe
continuar en su iglesia hasta el fin del mundo» (28.1).
Quizá el rasgo que más resalte de este párrafo sea la cantidad
de comas, cada una separando una cláusula que indica un
significado particular del bautismo. Aun así, este párrafo está lejos
de ser exhaustivo. Es decir, el bautismo significa aun más cosas de
las que se enumeran en este compendio confesional. En este
capítulo, quiero considerar brevemente algunas de las verdades que
este sacramento multifacético representa.
Injertado en Cristo
El primer significado que menciona la confesión es «el pacto de
gracia», que abordé en el capítulo anterior. Luego se refiere a
alguien «injertado en Cristo». El término injertado está tomado de la
agricultura. Pablo lo utiliza cuando habla de la relación entre los
creyentes gentiles y los creyentes judíos. Él describe a los creyentes
gentiles como ramas del olivo silvestre que han sido injertadas en el
olivo, que es el pueblo del pacto de Dios (Rom 11:17-24). Injertar se
trata de algo que está siendo adherido a un hospedador que está
vivo y en crecimiento, a fin de que extraiga vida de él. Entonces,
cuando la confesión habla de ser injertados en Cristo, está
empleando una de las metáforas bíblicas más vívidas para lo que
significa convertirse en cristiano.
En el Nuevo Testamento, hay dos palabras griegas que pueden
traducirse al español como «en». Una es eis, y la otra en. Hay una
distinción importante entre estas palabras que se pierde cuando se
las traduce al español. En significa «en» en el sentido de «dentro» o
«en el interior». Eis significa «en» en el sentido de «hacia adentro».
Si algo está dentro de un círculo, está en. Si algo va desde afuera
del círculo hacia el interior del círculo, está eis.
Hago hincapié en este punto que parece menor, porque el Nuevo
Testamento nos enseña que, en nuestro estado natural, estamos
separados de Dios. Eso significa que estamos fuera de la comunión
con Dios, fuera de Cristo, sin una comunión viva o compañerismo
con Él. Cuando las personas son llamadas a la fe en el Nuevo
Testamento, tal como cuando Pablo y Silas le dijeron al carcelero de
Filipos: «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo» (Hch 16:31), la
palabra griega traducida como «en» es eis. Por lo tanto, en realidad
Pablo y Silas estaban diciendo: «Cree hacia Cristo». A todos los que
creen hacia Cristo, en adelante el Nuevo Testamento los describe
como en Cristo. En consecuencia, cuando pasamos de la
incredulidad a la fe, hacemos una transición. Entramos en el reino
de Dios, en la comunión con Dios y en una relación salvífica con
Jesucristo después de estar fuera de todo esto. La salvación,
entonces, es un movimiento de una esfera a otra, del reino de las
tinieblas al reino de la luz, y la confesión captura esta idea cuando
habla de ser injertados en Cristo.
Todos los que creen en el Señor Jesucristo entran en una unión
espiritual con Él, de manera que estamos en Cristo y Cristo en
nosotros. Por tal motivo, experimentamos lo que el Credo Apostólico
llama «la comunión de los santos». Esto significa que tenemos una
unión espiritual mística con cada uno de los cristianos que haya
vivido o vaya a vivir en este mundo, porque todos pertenecemos al
mismo cuerpo, Cristo. Por lo tanto, si yo estoy en Cristo y tú estás
en Cristo, compartimos un vínculo, una unión, no solo con Cristo,
sino también entre nosotros. El Nuevo Testamento dice que estamos
injertados en Cristo, con lo cual entramos en una unión mística con
Él y con todo Su cuerpo.
Quiero apresurarme a añadir con énfasis que no estoy diciendo
que todos los que hayan sido bautizados están, por lo tanto, en
Cristo. Simplemente estoy diciendo que el bautismo significa vida en
Cristo. Significa la promesa de Dios a Su pueblo de una relación con
Él a través de Su Hijo por la fe. Es la señal de estar en Cristo en vez
del reino de las tinieblas. Al igual que la señal de la circuncisión en
el Antiguo Testamento, el bautismo es una señal de que las
personas están en una relación especial con Dios, el Señor del
pacto de Su rebaño redimido.
Desde luego, las personas bajo el antiguo pacto, al igual que
nosotros, eran propensas a asumir que si tenían la señal, poseían
de forma automática la realidad a la que apuntaba la señal. Pablo
tuvo que reprender severamente a algunas personas por asumir que
solo por estar circuncidadas ya debían estar en una relación
especial con Dios. La circuncisión era la señal externa del pacto,
que representaba una relación redentora para todos los que, por la
fe, estaban conectados con Dios. Lo mismo se puede decir de la
señal del Nuevo Testamento.
La regeneración del corazón
El segundo punto principal que señala la confesión es nuestra
regeneración. En este punto surgen algunos problemas porque,
como hemos visto, uno de los grandes debates que rodean al
bautismo es si el sacramento efectúa automáticamente la
regeneración en quien lo recibe. Uno de los problemas en este
debate es el hecho de que el término regeneración se usa de varias
maneras en las discusiones teológicas. Se utiliza para significar una
cosa en el luteranismo histórico, otra cosa en el catolicismo romano
histórico y otra cosa en la teología reformada histórica.
En la teología reformada clásica, los términos regeneración o
nuevo nacimiento han sido usados en referencia a la obra
sobrenatural por la que Dios el Espíritu Santo trae a la vida espiritual
a un alma que está muerta en el pecado (Ef 2). Antes de la
regeneración, no tenemos inclinación por las cosas de Dios, no
tenemos deseos por Él; no lo queremos en nuestro pensamiento.
Pero cuando el Espíritu Santo opera en nuestras almas, dejamos de
ser hostiles a las cosas de Dios y empezamos a amar a Cristo;
corremos hacia Él y lo abrazamos porque hemos sido revividos para
las cosas de Dios. Este es el nuevo nacimiento que Jesús describe
en Juan 3. Sin embargo, otros usan el término regeneración no para
indicar el cambio inicial en la disposición del alma, sino la nueva
vida en la experiencia cristiana que se desarrolla después de la
conversión. En otras palabras, el término regeneración se usa en la
teología reformada para referirse al primer paso de la nueva vida,
que es el nacimiento, pero otros lo usan para la nueva vida que
comienza con el nacimiento. Quienes prefieren este uso del término
dicen que el nuevo nacimiento continúa a medida que pasamos por
un proceso de santificación a lo largo de nuestra vida. No es un
suceso de una vez para siempre, instantáneo e inmediato.
La visión reformada de la regeneración está vinculada al
concepto del pecado original. Por supuesto, no todas las iglesias
tienen la misma visión del pecado original. Prácticamente todas las
iglesias del Concilio Mundial de Iglesias confesarían que el ser
humano está caído, que cada persona nace en un estado de
corrupción heredada de Adán y Eva. Pero surgen debates enormes
en relación con el grado de tal corrupción. Algunos grupos, tales
como los pelagianos, los socinianos y algunos liberales modernos,
niegan que haya una corrupción heredada. Pero dentro del
cristianismo ortodoxo, hay consenso en que algo le sucedió a la
naturaleza constitutiva de la humanidad con la caída de Adán, que
nos dejó gravemente debilitados en cuanto a nuestra fortaleza moral
o, como enseña la teología reformada, moralmente incapaces de
inclinarnos hacia las cosas de Dios.
Este estado de corrupción se denomina pecado original. No
somos pecadores porque pecamos; pecamos porque somos
pecadores. El fruto corrupto fluye de nuestra naturaleza corrupta.
Cuando pecamos, estamos haciendo lo que nos nace de forma
natural como criaturas caídas.
Esta pecaminosidad es vista de formas metafóricas en la
Escritura. Se retrata en términos de impureza o contaminación ritual.
Por ejemplo, el mobiliario del tabernáculo y el templo del Antiguo
Testamento incluía una vasija especial llamada pila. Este utensilio
simbolizaba la necesidad de un rito de limpieza para renovar a la
persona de su estado de impureza moral.
¿Qué significa esta enseñanza para el bautismo? El bautismo es
una señal de la promesa de Dios de regenerar a Su pueblo, de
liberarlo de la esclavitud del pecado original, de limpiar sus almas de
la culpa y purificarlas para que ellos puedan entrar en una relación
salvífica con Él. Así que todo lo que pasa a través de la obra del
Espíritu Santo al cambiarnos desde adentro hacia afuera está
representado en el sacramento del bautismo. Es una señal de
limpieza del pecado, que es la regeneración a una vida nueva en
Cristo.
Remisión y rendición
El tercer significado que identifica la confesión es la «remisión de
pecados». En otras palabras, es la señal de una de las
consecuencias de nuestra fe en Cristo, que es la justificación.
Cuando Dios nos justifica, nos declara justos por la remisión de los
pecados. Nuestra justificación está fundada en el ministerio de
Cristo, quien tomó nuestros y los puso sobre Sí mismo y satisfizo las
exigencias de la justicia de Dios mediante Su obra expiatoria. Por
una parte, la muerte de Jesús en la cruz satisfizo la justicia del
Padre. Por otra parte, al igual que el macho cabrío del Antiguo
Testamento, al cual se le transferían ceremonialmente los pecados
del pueblo y era enviado a la oscuridad fuera del campamento (Lv
16), Cristo se convirtió en el portador de nuestros pecados, nuestro
macho cabrío que removió de nosotros nuestros pecados por
completo. Por lo tanto, cuando se administra el bautismo, se
representa la promesa de Dios de remitir nuestros pecados y
apartarlos de nosotros tan lejos como está el oriente del occidente
(Sal 103:12).
Finalmente, la confesión apunta a nuestra «entrega a Dios
mediante Cristo Jesús, para andar en vida nueva». Aquí la
confesión aborda nuestra entrega a Dios, el volvernos de nuestros
caminos caprichosos para seguir a Cristo sometidos a Su señorío.
Habiendo sido «crucificados con Cristo» (Gal 2:20) en nuestra unión
mística con Él, somos levantados a una nueva vida con un nuevo
corazón que es capaz de elegir los caminos de Dios. Nosotros
queremos andar por esos caminos y el bautismo es una señal de
esta rendición y del cambio resultante.
Es importante observar que la confesión concluye diciendo que
el bautismo «por institución del propio Jesucristo, debe continuar en
su iglesia hasta el fin del mundo». En cualquier lugar o momento en
que el evangelio se abra camino, los nuevos creyentes deben ser
bautizados. Cualquiera que sugiera que el bautismo es innecesario
está desafiando el mandato de Cristo mismo.
El bautismo del Espíritu
Yendo más allá de los puntos mencionados en la Confesión de
Westminster, quisiera señalar dos más. Primero, el bautismo en
agua del Nuevo Testamento apunta al bautismo del cristiano por el
Espíritu Santo.
A lo largo del siglo XX, un importante movimiento de la iglesia
puso un gran énfasis en el concepto del bautismo del Espíritu Santo.
Los creyentes carismáticos y pentecostales subrayaron el bautismo
del Espíritu como una segunda experiencia de gracia. Esto
representó un alejamiento del pensamiento cristiano clásico, el cual
entiende que el bautismo del Espíritu Santo se refiere a la
capacitación de todos los creyentes con una medida de poder para
el ministerio.
¿Qué es, entonces, el bautismo del Espíritu y cómo se relaciona
con el bautismo en agua? En el Antiguo Testamento, unos pocos
individuos tuvieron los charismata, los dones carismáticos de gracia
que les permitieron realizar tareas significativas. El Espíritu Santo
vino a David para permitirle llevar a cabo su papel como rey (1 Sam
16:13). Vino sobre los profetas, ungiéndolos y capacitándolos para
que sean agentes de revelación (2 Cr 15:1; 20:14). En el período de
los jueces, cuando se necesitaban dones únicos para el liderazgo, el
Señor levantó hombres y los dotó para liberar a Su pueblo (Jue
2:16; 13:25).
La persona del Antiguo Testamento que quizá manifestó el grado
más intenso de este bautismo y fortalecimiento del Espíritu Santo
fue Moisés, a quien Dios dotó con dones extraordinarios de
liderazgo para que fuera el mediador del antiguo pacto. En una
ocasión, cuando el pueblo estaba descontento porque no tenían
más que maná para comer, Moisés comenzó a desesperarse y le
pidió a Dios que lo matara porque la carga de satisfacer al pueblo
era muy grande para él (Nm 11:15). Dios le ordenó a Moisés que
reuniera a setenta ancianos de Israel y declaró: «tomaré del Espíritu
que está sobre ti y lo pondré sobre ellos, y llevarán contigo la carga
del pueblo para que no la lleves tú solo» (v. 17). Moisés hizo lo que
se le instruyó y Dios tomó parte de la porción del Espíritu que estaba
sobre Moisés y ungió a estos setenta ancianos para que le
ayudaran.
En un apéndice bastante extraño a esta historia, nos enteramos
de que dos de los setenta ancianos designados no se reunieron con
los demás en el tabernáculo, sino que se quedaron en el
campamento. Sin embargo, Dios los dotó con Su Espíritu y
empezaron a profetizar en el campamento, tal como los demás
ancianos profetizaban en el tabernáculo. Cuando Josué lo supo, se
molestó y urgió a Moisés a que les dijera a los dos hombres que se
detuvieran. Pero Moisés dijo: «¿Tienes celos por causa mía? ¡Ojalá
todo el pueblo del SEÑOR fuera profeta, que el SEÑOR pusiera su
Espíritu sobre ellos!» (v. 29).
Más tarde, ese deseo de Moisés se volvió parte del contenido de
la profecía cuando el profeta Joel anunció: «Y sucederá que
después de esto, derramaré mi Espíritu sobre toda carne; y vuestros
hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán
sueños, vuestros jóvenes verán visiones. Y aun sobre los siervos y
las siervas derramaré mi Espíritu en esos días» (Jl 2:28-29). Cuando
llegó el día de Pentecostés en el Nuevo Testamento, todos los
creyentes judíos que estaban presentes recibieron el bautismo del
Espíritu Santo (Hch 2:2-4). Cuando esto aconteció, el apóstol Pedro
dijo: «esto es lo que fue dicho por medio del profeta Joel: Y
sucederá en los últimos días —dice Dios— que derramaré de Mi
Espíritu sobre toda carne» (vv. 16-17a). El Nuevo Testamento,
entonces, vio la experiencia de Pentecostés como el cumplimiento
de la profecía de Joel.
A medida que el evangelio empezó a extenderse, hubo
derramamientos del Espíritu entre los samaritanos (Hch 8:14-17),
los temerosos de Dios (10:44) y los gentiles (19:1-6). Los apóstoles
fueron testigos de estos sucesos y concluyeron que, puesto que
Dios había dado Su Espíritu a cada grupo, no había ciudadanos de
segunda clase en el nuevo pacto; no había limitaciones para los
samaritanos, griegos u otros gentiles convertidos. Sobre la base de
esa verdad, Pablo afirmó: «a cada uno se le da la manifestación del
Espíritu para el bien común» (1 Co 12:7).
Por lo tanto, según el cristianismo clásico, la idea del bautismo
del Espíritu Santo es esta: cada cristiano recibe no solo la obra de
regeneración del Espíritu, sino también del poder del Espíritu para
participar en el ministerio del evangelio. Eso no significa que todos
estén llamados a ser pastores, o predicadores, o evangelistas, sino
que cada cristiano ha sido separado y capacitado por el Espíritu
Santo, como aquellos setenta ancianos de Israel. Pero si bien solo
algunos creyentes del Antiguo Testamento recibieron del poder del
Espíritu, cada creyente del Nuevo Testamento sí lo recibe.
En consecuencia, si bien existe una distinción entre el bautismo
en agua y el bautismo del Espíritu, una de las cosas que indica la
señal del nuevo pacto, el bautismo, es la participación de cada
creyente en el poder y la unción del Espíritu Santo. El bautismo en
agua es una señal del bautismo del Espíritu.
Muerte y resurrección
Finalmente, el bautismo del Nuevo Testamento es una señal de
nuestra muerte y resurrección con Cristo. El bautismo indica nuestra
identificación con la muerte de Cristo; por medio de este acto,
confesamos nuestra fe en que Su muerte fue por nosotros, que con
Su expiación Él pagó el castigo por nuestro pecado. Él no fue
levantado de los muertos simplemente para Su propia vindicación,
sino que también, como nos enseña el Nuevo Testamento, fue
levantado como el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8:29).
Por lo tanto, la conquista de la muerte en beneficio de todos los que
están en Cristo también es representada en el bautismo.
Como puedes ver, el bautismo está lleno de un simbolismo rico
que señala todas las cosas que Dios hace por nosotros cuando nos
libera de nuestro pecado. Las promesas de Dios a Su pueblo amado
a través de Jesucristo se encuentran en una exhibición reluciente
cuando se administra el sacramento del bautismo. Estas cosas no
eran parte del significado del bautismo preparatorio de Juan el
Bautista. El bautismo del Nuevo Testamento comunica todo lo que
Jesucristo ha alcanzado para nosotros.
Es importante observar que Pablo habla de la circuncisión tanto
como señal y como sello (Rom 4:11), por lo que los protestantes
históricamente han usado el mismo lenguaje para el bautismo. El
concepto del sellado es una de las enseñanzas más descuidadas
del Nuevo Testamento. Dicho concepto nos dice, por ejemplo, que
todo aquel que está en Cristo no solo renace del Espíritu Santo y
recibe poder para el ministerio, sino que también es sellado por el
Espíritu. Cada creyente recibe la «garantía» del Espíritu. Cuando
una persona compra una casa, se le pide que desembolse dinero en
garantía, el cual constituye su promesa de pagar el saldo. Algunas
personas no cumplen sus promesas, demostrando que en realidad
no actuaban en serio cuando desembolsaron su dinero. Pero
cuando Dios hace un pago en garantía y promete completar la
transacción, no tenemos que preocuparnos porque Él cumplirá con
el pago total. Con este lenguaje, el Nuevo Testamento enseña que
todo el que nace de nuevo y recibe el Espíritu Santo tiene la
promesa de Dios de que hará el resto. Somos sellados para una
salvación completa.
En el mundo antiguo, el sello era un símbolo de propiedad,
autenticidad y autoridad. Cuando un rey emitía un edicto o un
comunicado oficial de algún tipo, el documento era sellado con una
gota de cera caliente y luego el rey presionaba su anillo grabado
sobre la cera, con lo que dejaba su marca o sello para probar la
autenticidad del documento. De la misma manera, el don del
Espíritu sella al creyente, porque Dios le da Su Espíritu solo a los
que son Suyos. El Espíritu es la marca de Dios sobre las ovejas de
Su rebaño. De esta forma, la increíble promesa de salvación de Dios
a todos los que creen es comunicada por el Dios que nunca falta a
Su Palabra.
Capítulo cinco

La forma
del bautismo

¿Cuál es la forma correcta de bautizarse? ¿Existe una forma


específica de bautismo que sea esencial para garantizar la
autenticidad del sacramento? De todos los debates que han
rodeado al sacramento del bautismo, el tema de la forma adecuada
se ha convertido y mantenido como uno de los más persistentes y
divisivos.
Diversas iglesias a lo largo de la historia cristiana han
respondido esta pregunta afirmando que un método u otro es el
único modo válido. En las últimas décadas, algunos estudiosos y
teólogos han argumentado con energía que el método del bautismo
del Nuevo Testamento es la inmersión y algunos han ido tan lejos
como para insistir en que si una persona no es bautizada por
inmersión, no ha tenido un bautismo genuino. Otros han
argumentado contra esa afirmación declarando que la inmersión ni
siquiera es una forma legítima de bautismo. Desde luego, cada uno
de los otros métodos —aspersión, vertimiento e inmersión parcial—
también cuenta con partidarios y detractores vehementes.
Como dije anteriormente, no creo que este tipo de debate sea
sostenido por personas a las que solo les gusta simplemente
discutir. Creo que estas diferencias surgen porque cristianos
sinceros tienen un deseo genuino y profundo de hacer lo que agrada
a Dios, por eso quieren ejecutar el sacramento de forma bíblica. Si
una persona cree que la Escritura ordena que el bautismo se
administre por inmersión, podría llegar a la conclusión de forma
legítima de que a menos que se realice por inmersión, todas las
otras prácticas son algo inferior al bautismo.
La pregunta es, por supuesto, si la Escritura realmente ordena
un modo específico de bautismo. Esta no es una pregunta fácil de
responder.
La evidencia del texto griego
En el Nuevo Testamento, la palabra griega que se traduce como
«bautizar» es baptizo. Esta palabra generalmente significa
«sumergir, hundir, ir abajo», y es por este motivo que los
proponentes de la inmersión argumentan que el suyo es el modo
adecuado de bautismo.
En algunos de los pasajes del Nuevo Testamento donde aparece
baptizo, el contexto pareciera respaldar el argumento de que la
inmersión es el modo apropiado del bautismo. Por ejemplo, del
bautismo de Juan se sacan muchas conclusiones, porque este se
llevaba a cabo en el río Jordán, y en efecto Juan bautizaba (baptizo)
«en el río» (Mt 3:6). Se asume que Juan debió haber requerido que
las personas entraran al río para que pudieran ser sumergidas. Sin
embargo, la Escritura nunca dice que las personas fueran
sumergidas cuando entraban al río, solo que allí eran bautizadas.
Además, tenemos el arte cristiano antiguo que retrata a personas
bautizadas en un río, pero están paradas y hundidas en el agua casi
hasta la cintura, y el que administra el bautismo recoge agua del río
y la derrama sobre la cabeza del bautizado. Pareciera que los
bautizados no entraban al río para ser sumergidos, sino para que
fuera más fácil verter el agua sobre sus cabezas.
Otra narración del Nuevo Testamento que se cita para apoyar la
inmersión es el bautismo de Felipe al eunuco etíope, registrado en
Hechos 8. Lucas escribe que Felipe y el eunuco «descendieron al
agua» (Hch 8:38), y allí Felipe bautizó (baptizo) al hombre. Una vez
más, sin embargo, el texto no dice específicamente que el eunuco
fuera sumergido. Sí dice «al salir ellos del agua» (v. 39), pero
claramente esta frase no significa que tanto Felipe como el eunuco
se sumergieran en el agua antes de salir. Simplemente significa que
subieron por el borde del río, así como habían descendido por él.
Aquí, nuevamente, no se revela el modo específico del bautismo.
El asunto se torna más complejo cuando vemos que baptizo a
veces se usa cuando el contexto claramente no sugiere inmersión.
En Marcos 7, se nos dice que los fariseos se percataron de que los
discípulos de Jesús comían sin antes lavarse las manos. Este
lavado era una limpieza ceremonial no prescrita por la ley de Dios,
sino por las posteriores tradiciones rabínicas judías. A modo de
trasfondo, Marcos observa que los fariseos no comían a menos que
se hubieran lavado de forma ceremonial, especialmente después de
llegar del mercado (vv. 3b-4). Es interesante que en el verso 4 la
palabra traducida como «lavar» sea baptizo, y es claro que no
implica una inmersión de todo el cuerpo. Asimismo, en Lucas 11:38,
leemos sobre un fariseo que estaba asombrado de que Jesús no se
«lavara» antes de cenar. Aquí se utiliza otra vez la palabra baptizo, y
una vez más, está claro que no significa una inmersión total en el
agua. A veces baptizo se usa en el griego clásico simplemente para
referirse a «bañar» o «lavar», y vemos ejemplos de ese uso en
estos pasajes.
La «zambullida» de Naamán
Otro relato bíblico que aparentemente apoya la inmersión se
encuentra en 2 Reyes 5. Es interesante que la palabra baptizo
también aparezca en esta historia en la Septuaginta, la versión
griega de la Escritura hebrea. El nombre de esta versión proviene de
la frase latina Interpretatio septuaginta virorum, que literalmente
significa «interpretación de los setenta hombres». Esta traducción
fue producida en la antigüedad por un equipo de setenta eruditos
judíos. La labor de traducción se realizó durante el período de
helenización del mundo antiguo, cuando Alejandro Magno estaba
levantando su imperio y comenzando su programa de introducción
de la cultura griega por toda la región mediterránea. El griego se
estaba volviendo la lengua común, así que había generaciones de
judíos que crecían hablando y leyendo griego en lugar de hebreo. La
Escritura hebrea fue traducida al idioma griego para que los judíos
de habla griega pudieran leerla. Al tratar de determinar el significado
preciso de los términos griegos en el Nuevo Testamento, los
estudiosos examinan la Septuaginta, poniendo mucha atención a las
palabras griegas que se usaron para traducir ideas hebreas del
Antiguo Testamento.
En 2 Reyes 5, encontramos la historia de Naamán, el
comandante del ejército del rey de Siria. A Naamán, quien sufría de
lepra, le aconsejaron que fuera a Israel en busca de sanidad a
través del profeta Eliseo. Cuando Naamán llegó a la casa de Eliseo,
el profeta envió a un siervo a decirle que se «lavara» siete veces en
el río Jordán (v. 10). La palabra hebrea traducida aquí como «lavar»,
rachats, tiene el significado de «bañarse» o «lavarse», tal como
también lo tiene a veces la palabra baptizo. Aparece nuevamente en
los versos 12 y 13, cuando Naamán discutía sobre si seguía o no las
instrucciones del profeta. Pero cuando finalmente Naamán fue al
Jordán, se «sumergió» siete veces (v. 14). Aquí se usa una palabra
distinta en español porque el término hebreo es distinto; es la
palabra tabal, que significa «sumergir» o «zambullirse». Sin
embargo, en la Septuaginta, la palabra traducida como «sumergió»
es baptizo.
A primera vista, este uso de baptizo pareciera reforzar el
argumento de que significaba inmersión. Pareciera que Naamán
hizo algo más que «lavarse»; él se sumergió o zambulló en el agua
del Jordán. La dificultad está en que la Septuaginta normalmente
traduce tabal, con una palabra griega distinta, bapto, que
simplemente significa «mojar». Vemos ejemplos de ello en Levítico
4:17, donde se le ordenaba al sacerdote: «Mojará el sacerdote su
dedo en la sangre y la rociará siete veces delante del SEÑOR, frente
al velo»; en Levítico 14:6, donde se instruía al sacerdote: «y los
mojará junto con la avecilla viva en la sangre del ave muerta sobre
el agua corriente»; en Josué 3:15, que dice: «y los pies de los
sacerdotes que llevaban el arca se mojaron en la orilla del agua»; en
Rut 2:14, donde Booz le dice a Rut: «Ven acá para que comas del
pan y mojes tu pedazo de pan en el vinagre»; y en 1 Samuel 14:27,
donde se nos dice que Jonatán «extendió la punta de la vara que
llevaba en su mano, la metió en un panal de miel y se llevó la mano
a la boca». En todos estos casos, la palabra hebrea tabal se traduce
por la palabra griega bapto en la Septuaginta.
Como podemos ver, en estos pasajes la palabra tabal implica un
amplio rango de significados. En algunos casos, el objeto mojado al
parecer se sumerge completamente, pero en otros claramente no es
así. En algunos casos, la inmersión ocurre en el contexto de una
ceremonia formal en el tabernáculo, mientras que en otros casos
involucra una comida. Estos pasajes, entonces, no nos ayudan
mucho para comprender qué significa la «sumergida» de
2 Reyes 5:14.
Eso nos deja con la pregunta de por qué los setenta ancianos
usaron baptizo en lugar de bapto para traducir tabal en 2 Reyes
5:14. No creo que podamos saberlo con certeza, pero
personalmente pienso que tuvo que ver con el hecho de que la lepra
representaba impureza ceremonial, y a Naamán se le dijo que
realizara un ritual que quitaría su impureza. Tal como los fariseos se
«lavaban» (baptizo) las manos para estar ceremonialmente limpios
antes de comer, a Naamán se le dijo que se «lavara» para que
estuviera ceremonialmente limpio, y él respondió «sumergiéndose»
en el Jordán (baptizo).
Así que, a fin de cuentas, no estoy seguro de que podamos
argumentar de manera concluyente a partir de la Escritura que un
modo de bautismo deba preferirse por sobre otro.
La flexibilidad en la Iglesia primitiva
Creo que la iglesia primitiva reconoció esta falta de certeza en la
Escritura. En un lugar donde el agua era escasa y donde pocas
congregaciones tenían su propia construcción, mucho menos
bautisterios, la iglesia no era muy específica acerca de cómo debía
realizarse el bautismo. Esto se aprecia en la Didache, un «manual»
de la iglesia que data de fines del siglo I o comienzos del siglo II:

En lo que se refiere al bautismo, tenéis que bautizar así:


Habiendo dicho todas estas cosas, bautizad en el nombre del
Padre y del Hijo y el Espíritu Santo, en agua viva. Si no tienes
agua viva, bautiza con otra agua. Si no puedes con agua fría,
hazlo con caliente. Si no tienes ni una ni otra, derrama agua
sobre la cabeza tres veces, en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo. Antes del bautismo, que ayunen el
bautizante y el que es bautizado y algunos otros que puedan.
Pero al que es bautizado le ordenarás que ayune uno o dos
días antes (capítulo 7).

El escritor de la Didache fue dogmático respecto al uso de la


fórmula trinitaria en el bautismo, pero fue flexible en cuanto al modo
del bautizo. Por lo tanto, desde los primeros días, los cristianos
utilizaron formas distintas de bautismo. La forma no era de gran
importancia, siempre y cuando se comunicara el carácter de señal
de limpieza del sacramento.
Mi conclusión es que el tema de la forma del bautismo no
debería dividir a los cristianos. El tema ha sido examinado y
debatido durante dos mil años, pero no hay todavía un acuerdo
pleno en el horizonte. Esta es un área de la práctica de la iglesia
donde estamos llamados a tolerarnos unos a otros y no levantar
calumnias contra aquellos que lo practican en una forma distinta a
nuestra preferencia. El tema de fondo es que todos están tratando
de decir básicamente lo mismo a través de cualquier forma que se
emplee: que el bautizado es incluido en el cuerpo de Cristo y ha sido
limpiado del pecado. La forma que usemos no debería ser causa de
divisiones en la iglesia.
Capítulo seis

Argumentos para el
bautismo de infantes

Mi experiencia ha sido que, cuando toco el tema del bautismo de


infantes, recibo un aumento repentino en el volumen de mi
correspondencia y la mayor parte de esta no es de elogio. El motivo,
desde luego, es que la iglesia evangélica de hoy favorece de forma
mayoritaria lo que se denomina como el bautismo del creyente.
Esta preferencia no siempre ha sido la dominante. A lo largo de
la historia de la iglesia, la práctica del bautismo de infantes ha tenido
sin duda el voto mayoritario. Aun hoy, hay muchas más
denominaciones que practican el bautismo de infantes que las que
no lo hacen, pero esas denominaciones tienden a ser más
pequeñas, de manera que la membresía de las denominaciones que
no practican el bautismo de infantes supera con creces a la de las
denominaciones que sí lo hacen. En consecuencia, la persona que
cree en el bautismo de infantes y lo practica debe reconocer que, en
el escenario evangélico contemporáneo, pertenece a la minoría.
Desde luego que es muy peligroso tratar de discernir cuál es la
forma apropiada de agradar a Dios simplemente contando cabezas.
El solo hecho de que una postura, en un momento en particular,
tenga el favor de la mayoría de las denominaciones o de los
creyentes no establece su legitimidad. No obstante, los precedentes
históricos deberían hacernos reflexionar antes de volvernos
demasiado dogmáticos acerca de lo inadecuado del bautismo de
infantes. Puesto que el bautismo de infantes ha sido la postura
mayoritaria a lo largo de la historia de la iglesia, pienso que un juicio
benevolente requiere que cada creyente se pregunte al menos por
qué tantas personas han estado a favor de esa posición, aun si está
convencido de que la postura de la mayoría es incorrecta. Eso no
significa abandonar la visión propia con respecto al bautismo de
infantes; simplemente significa que uno se tomará el tiempo para
investigar por qué tantos otros ven las cosas de otra forma.
Cuando comencé a enseñar en un seminario, el alumnado
estaba compuesto principalmente por tres grupos
denominacionales: presbiterianos, episcopales y bautistas. Tanto los
presbiterianos como los episcopales practicaban el bautismo de
infantes, pero los bautistas no. Yo estaba a cargo de enseñar
Teología Sistemática III, que abarcaba la doctrina de la iglesia y los
sacramentos. Me preocupaba enseñar sobre los sacramentos
debido a la división entre mis alumnos y porque yo era un profesor
presbiteriano que creía en el bautismo de infantes. Yo me
preguntaba: «¿Qué pasará si persuado a los estudiantes bautistas
de la legitimidad del bautismo de infantes cuando están tan cerca de
ser ordenados en una comunidad que no cree en ello?».
Finalmente, diseñé lo que parecía una forma justa de abordar la
materia: asigné a los presbiterianos y episcopales un ensayo de diez
páginas sobre los argumentos a favor del bautismo de creyentes, y
a los bautistas les asigné un ensayo de diez páginas sobre los
argumentos a favor del bautismo de infantes. Pensé que con este
método todos los estudiantes conocerían lo que afirmaban los
partidarios de la postura contraria. Varios de los estudiantes
expresaron después lo útil que les resultó estudiar lo que creían sus
oponentes.
En ningún lugar del Nuevo Testamento se ordena de forma
explícita que los cristianos bauticen a sus hijos pequeños. Esto
representa un cambio en relación con el Antiguo Testamento, donde
había un mandato explícito de que los padres circuncidaran a sus
bebés varones. Pero tampoco hay una prohibición explícita en el
Nuevo Testamento contra el bautismo de infantes. El Nuevo
Testamento no da instrucciones explícitas sobre ninguna de las dos
opciones, de manera que el caso a favor o en contra del bautismo
de infantes debe elaborarse a partir de inferencias y las
vinculaciones extraídas del texto de la Escritura. Este factor, más
que cualquier otro, debería llevarnos a tener mucho cuidado en
nuestro diálogo con aquellos que discrepan de nosotros en esta
materia.
Quiero examinar algunas de las vinculaciones e inferencias que
han convertido el bautismo de infantes en el fallo mayoritario en la
historia de la iglesia.
Inferencias a partir de la Escritura
En primer lugar, está el vínculo en la Escritura entre la señal del
pacto del Antiguo Testamento, la circuncisión, y la señal del pacto
del Nuevo Testamento, el bautismo. Como ya hemos visto, la
circuncisión y el bautismo no son idénticos, pero sí tienen
importantes aspectos en común y no es un asunto menor el hecho
de que ambos sean señales del pacto. Sabemos, fuera de toda
duda, que la señal del antiguo pacto se daba a los adultos después
de que hacían una profesión de fe y a los infantes antes de que
fueran capaces de hacer una profesión de fe. Por ejemplo, Abraham
creyó siendo adulto y entonces recibió la señal del pacto, pero su
hijo Isaac recibió la señal del pacto antes de creer.
Eso es muy importante, porque el argumento más común contra
el bautismo de infantes es que representa cosas que brotan de la fe
y dado que los infantes no son capaces de expresar o adoptar la fe,
no deberían recibir la señal. Pero si ese argumento fuese correcto,
anularía la legitimidad de la circuncisión del Antiguo Testamento. Si
rechazamos el bautismo de infantes basados en el principio de que
una señal que suponga fe nunca debe darse sino hasta después de
que la fe esté presente, también negamos la legitimidad de la
circuncisión en el Antiguo Testamento.
En segundo lugar, el Nuevo Testamento considera con claridad
que el nuevo pacto es mejor que el antiguo (Heb 7:22; 8:6), en parte
porque es más inclusivo y no menos inclusivo. Dado que los infantes
recibían la señal del antiguo pacto, si no se les diera la señal del
nuevo pacto, eso significaría que el nuevo pacto es menos inclusivo
que el antiguo pacto.
En tercer lugar, existe una práctica similar con respecto a las
señales del pacto y las familias bajo ambos pactos.
Un argumento que se utiliza con energía contra el bautismo de
infantes es que en el Nuevo Testamento no hay registro de infantes
bautizados. Cada vez que leemos acerca de alguien bautizado, se
trata de un adulto. Por lo tanto, algunos infieren que solo los adultos
deberían bautizarse.
Reconozco que el argumento es técnicamente correcto: no
encontramos ni una sola referencia a un niño bautizado en los
registros escriturales sobre la iglesia primitiva. Sin embargo, hay
unos veinte registros de bautismos en la Biblia y tres de ellos
registran el bautismo no solo de un adulto en particular, sino también
de su familia, en cuyo caso pudo haber infantes incluidos. Algunos
estudiosos del Nuevo Testamento, tales como el suizo Oscar
Cullman, argumentan que la palabra griega oikos, que se traduce
como «casa» en el Nuevo Testamento, no solo puede incluir a niños
pequeños, sino que tiene referencia específica a los infantes.
De todas formas, en el Nuevo Testamento vemos familias que
reciben la señal del pacto y vemos el mismo principio que operaba
en el Antiguo Testamento cuando Abraham, por ejemplo, fue
circuncidado con todos los hombres de su casa (Gn 17:26-27).
Puesto que ese concepto de inclusión familiar se traspasa al Nuevo
Testamento, y puesto que sabemos que las familias que recibían la
señal del pacto en el Antiguo Testamento frecuentemente incluían a
infantes, los tres ejemplos de bautismo familiar del Nuevo
Testamento ciertamente respaldan la pertinencia del bautismo de
infantes.
Niños separados como santos
En cuarto lugar, debemos considerar el lenguaje de 1 Corintios 7,
donde Pablo da instrucciones acerca del matrimonio y el divorcio. Él
escribe:

Pero a los demás digo yo, no el Señor, que si un hermano


tiene una mujer que no es creyente, y ella consiente en vivir
con él, no la abandone. Y la mujer cuyo marido no es
creyente, y él consiente en vivir con ella, no abandone a su
marido. Porque el marido que no es creyente es santificado
por medio de su mujer; y la mujer que no es creyente es
santificada por medio de su marido creyente; de otra manera
vuestros hijos serían inmundos, mas ahora son santos (vv.
12-14).

¿Cómo podemos entender las extrañas declaraciones de Pablo


cuando dice que un esposo puede ser santificado por su esposa,
que una esposa puede ser santificada por su marido y que sus hijos,
de alguna forma, pueden ser santificados en este contexto?
Tendemos a concebir la santificación como el proceso por el cual el
Espíritu Santo nos conforma a Cristo después de nuestra
justificación. Algunas personas leen este texto con esa idea en
mente, diciendo: «Bueno, si yo soy creyente pero mi esposa no, y si
ella es santificada en virtud de estar casada conmigo, entonces ella
también debe estar justificada». Si eso fuera cierto, habría más de
una forma de ser salvo: se podría ser justificado por la fe personal o
casándose con alguien que tenga fe. Pero eso va en contra de la
enseñanza evidente del Nuevo Testamento. Por lo tanto, es obvio
que aquí la enseñanza de los apóstoles acerca de la santificación no
se refiere al proceso por el cual somos conformados a Cristo
después de nuestra justificación.
¿Qué significa entonces este texto? Para llegar a la respuesta,
intentemos determinar cómo habría entendido estas palabras un
judío del siglo I. Recordemos que el significado primordial del verbo
santificar es «consagrar», «separar». En efecto, en el Antiguo
Testamento, estar santificado era estar purificado o separado por
algún ritual de purificación, y el ritual primario era la circuncisión. Así
que Pablo, usando un lenguaje que rebosa de connotaciones de
pacto, está diciendo que un esposo incrédulo es separado por su
esposa creyente, y que una esposa incrédula es separada por su
esposo creyente. ¿Por qué? Para que sus hijos no sean impuros. En
el antiguo pacto, estar impuro significaba estar fuera del
campamento, separado y fuera de la comunidad del pacto de Dios.
Estas palabras de Pablo significan, entonces, que en virtud de la fe
de solo uno de los padres, los hijos son santos. Esta es una
afirmación explícita del Nuevo Testamento de que el hijo pequeño
de un solo creyente en un matrimonio está en un estado de
consagración. El hijo no se considera impuro, sino separado y se le
considera santo. Y el ritual que consagra al hijo en la comunidad del
nuevo pacto es el bautismo.
El testimonio de la historia
Finalmente, está el testimonio de la historia de la iglesia a favor del
bautismo de infantes. Se ha argumentado que el bautismo de
infantes no solo no se menciona en las páginas de la Escritura, sino
que tampoco se menciona de forma explícita en ningún documento
de la iglesia primitiva. Esta afirmación es cierta. La literatura de fines
del siglo I e incluso de comienzos del siglo II no menciona el
bautismo de infantes. La primera referencia al bautismo de infantes
es de alrededor del año 150, más de cien años después del
comienzo de la comunidad apostólica. Por lo tanto, se plantea el
argumento de que en el siglo II se ideó un ritual que representaba
un alejamiento de la práctica prístina de la iglesia primitiva.
El problema con este argumento es que la referencia de
alrededor del año 150 indica que el bautismo de infantes era la
práctica universal de la iglesia cristiana. Los argumentos a partir del
silencio son peligrosos, pero sería algo extraño y sorprendente que
hubiera habido una desviación significativa de la pureza de la
comunidad apostólica que infectara a todo el mundo cristiano a
mediados del siglo II sin que se levantara una palabra de
preocupación o de protesta. En otras palabras, el hecho de que la
práctica del bautismo de infantes aparentemente se esparciera por
toda la comunidad cristiana dentro de cien años sin que se conozca
protesta alguna es otro indicio de que la aceptación de entregar a
los niños pequeños la señal del pacto era asumida de forma sencilla
por la iglesia primitiva. Al parecer, el bautismo de infantes era
administrado porque representaba una continuación de la práctica
que tenía un precedente de más de dos mil años en la casa de
Israel.
Estas, pues, son a mi juicio algunas razones válidas y
convincentes para la práctica del bautismo de infantes. Aquí, no
obstante, una vez más encarezco que quienes creen en el bautismo
de infantes y quienes apoyan el bautismo de creyentes practiquen el
juicio de benevolencia y no permitan que sus posturas opuestas se
conviertan en fuente de división.
Acerca del autor

Dr. R.C. Sproul fue el fundador de los Ministerios Ligonier, el pastor


fundador de Saint Andrew’s Chapel en Sanford, Florida, el primer
presidente de Reformation Bible College y el editor ejecutivo de la
revista Tabletalk. Su programa de radio, Renewing Your Mind
[Renovando Tu Mente], todavía se transmite diariamente en cientos
de estaciones de radio alrededor del mundo y también se puede oír
a través de Internet.
Fue autor de más de cien libros, incluyendo La santidad de Dios,
Escogidos por Dios y Todos somos teólogos. También fue
reconocido mundialmente por su defensa articulada de la inerrancia
de las Escrituras y la necesidad del pueblo de Dios de permanecer
en la Palabra de Dios con convicción.
Durante su distinguida carrera académica, el Dr. Sproul
contribuyó en la formación de hombres para el ministerio como
profesor en varios seminarios teológicos importantes. También
trabajó como editor general de La Biblia de Estudio de La Reforma y
escribió varios libros para niños, entre ellos La copa envenenada del
Príncipe.
Para más recursos de Ministerios Ligonier, por favor dirígete a
es.Ligonier.org.
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