FANTASMADA
FANTASMADA
FANTASMADA
5. Mudanza macabra
El Hematocrítico
Créditos
1
Sira sintió una gran rabia por dentro. Ella era la amante de los libros y la
cultura japonesa.
El bedel se entusiasmó y susurró al oído de Ezequiel: banzai. Gran error.
Al momento, Ezequiel convirtió ese susurro en un grito. BANZAI, aulló con
todas sus fuerzas en una sala donde debe reinar el silencio. La encargada de
la sala sacó con contundencia a Ezequiel y a un asustado bedel, que veía su
puesto peligrar en un claro caso de sayonara laboral.
Pero el daño ya estaba hecho. El equipo del Círculo Rojo había ganado
la competición.
Volvamos a la fórmula A + B – C = D.
A+B–C=D
Antes te he dicho que las letras de la fórmula no son iniciales, pero lo
cierto es que el resultado del elemento D sí comienza por D. Es la frase que
Sira le dijo a su amiga Ade, miembro de su equipo. Resolvamos la fórmula:
A + B – C = Dame una hoja y un lápiz azul y estate atenta a esa ventana.
2
El fantasma esperaba a Sira en el impresionante hall de la biblioteca.
Sira se acercó a él, y decidió mantener una distancia prudencial. Aunque
le resultaba difícil medir cuál era la distancia prudencial ante un fantasma.
—No te asustes, por favor —la tranquilizó el anciano—. Permíteme
presentarme: soy Servando Crípticus, alquimista y bibliotecario.
—Y fantasma —añadió Sira.
—Sí, eso también.
Nadie parecía fijarse en aquel anciano
fantasmagórico.
—¿Solo puedo verte yo?
—Eso es —confirmó el fantasma—. ¿Te
parece que alguien más me vea?
—¿Cómo sé que no es un truco? —
desconfió Sira, mientras miraba a su
alrededor—. Que la gente no está
disimulando...
Servando Crípticus se acarició la barba
un segundo. Después preguntó:
—¿Disimularía la gente al ver esto?
Cogió su propia cabeza con las dos manos, y la dejó en el suelo.
Desde el suelo, la cabeza de Crípticus comentó:
—Llevas una bota de cada color.
Sira no respondió. No estaba acostumbrada a hablar con cabezas
separadas de su cuerpo.
Servando Crípticus devolvió la cabeza a su sitio original y siguió
hablando como si nada:
—En mi época hubiese sido peligroso. Solo las brujas vestían así.
Resulta raro.
3
En un lugar muy diferente del hall de la Biblioteca Nacional, Servando
Crípticus volvió a abrir el libro. Lo colocó abierto sobre el suelo y lo alzó
lentamente. Y, de pies a cabeza, Sira salió de entre sus páginas.
—Estamos en mi laboratorio —explicó el fantasma.
Después le dio Fábulas y cuentos de la antigüedad a Sira.
—Conserva este libro. Lo necesitaremos para que vuelvas. Y no te
asustes. Seguro que esto te resulta un poco extraño.
Sira se encontraba en una habitación de muros de pizarra negra, repleta
de libros, botes, instrumentos antiguos y extrañas esculturas de diablos y
otros seres fantásticos.
—Es raro —comentó Sira—. Pero no me da miedo.
—No me refiero al laboratorio, sino a mi amigo Bitroh de los Infiernos.
—¡Ay, madre!
Lo que Sira había pensado que era una escultura de un demonio era un
demonio, pero no una escultura.
—Encantado —dijo el demonio—, no tenemos muchas visitas de vivos
por aquí.
Bitroh era un demonio bajito, más que Sira, regordete y rojizo. Tenía
unos cuernos negros, un rostro sonriente, parecido al de un leopardo, torso y
brazos humanos, y patas similares a una cabra. En su espalda nacían dos
alas negras, a juego con sus cuernos.
Bitroh movió esas alas en un gesto de alegría. Hinchó el pecho, señaló
una caja que había a su lado y anunció orgulloso:
—Ya tengo mi regalo para la Emperatriz. He bajado a lo más profundo
de las capas del infierno. Más allá del pandemónium, más abajo del noveno
círculo infernal, en el último sótano de los sótanos abismales.
—Impresionante —alabó Sira.
—Sí, bueno. Hay un ascensor —matizó Crípticus.
—¿Hay un ascensor? —se extrañó Sira.
—Ya estamos, Servando —se enfadó
Bitroh—. ¿Siempre le tienes que quitar
valor a lo que yo hago?
Crípticus se encogió de hombros:
—Solo digo que hay un ascensor. Un
ascensor para demonios. Y como tú eres un
demonio, puedes usarlo.
El demonio resopló. Pero, para
desquitarse, abrió la caja del regalo.
Dos cabecitas diminutas asomaron al
mismo tiempo. Dos cascabeles sonaron de
forma alegre.
—Aquí están —mostró Bitroh con satisfacción—: Dos chihuahuas de
llama blanca.
4
La puerta dibujada con tiza por Servando Crípticus comunicaba
directamente con el salón del trono de la Emperatriz de los Fantasmas.
Era una gran sala, muy diferente al laboratorio. Solo tenían en común las
paredes de pizarra negra. Nada más. Si el laboratorio estaba abarrotado de
botes, libros e instrumentos, esta gran sala era elegante y lujosa, pero estaba
vacía.
5
No estaban en el hall de la Biblioteca Nacional sino en una habitación más
pequeña.
Era la cúpula a la que quería llegar Sira. Allí donde vio a Servando
Crípticus por primera vez.
—Tus amigos te están esperando —dijo el fantasma—. Para ellos no ha
pasado el tiempo.
—Ya... Pero... ¿Podré volver al palacio de suelos de lapislázuli y
columnas crisoelefantinas? —preguntó Sira con tono de súplica.
—Te lo prometo —respondió el fantasma—. Si eres capaz de no contar
nada de esto a nadie.
Sira alargó su mano ofreciéndosela a Crípticus y dijo:
—Pacto con Servando.
El fantasma rio y estrechó su mano.
—Pacta sunt servanda.
Sira sacó el folio y el lápiz de su bolsillo.
Pintó un triángulo azul en el papel. Acercó
una silla a la ventana. Se asomó y localizó a
Ade y a su equipo. Desde allí llamó su
atención y mostró el triángulo. Todos
comenzaron a dar saltos en cuanto la vieron.
Ezequiel abrió la boca primero. Luego su
cara se puso de color rojo, como el círculo
que llevaba en la frente.
Todo esto para explicarte que aquel día fue demasiado raro para
Gulliver. El gigante se había despertado algo sorprendido, pasó una mañana
bastante extrañado y cuando llegó la tarde ya estaba muy pero que muy
preocupado.
No entendía aquel silencio. Era incapaz
de recordar un solo día en que el parque
hubiera estado vacío de personas. Aunque
fuera jornada de reparaciones en la que le
pintaran algún mechón del tobogán o le
cambiaran alguna de sus cuerdas, siempre
había jardineros, paseantes u otros visitantes
que se percibían a lo lejos, fuera de su
plazoleta.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Nadie
había pasado por el parque en todo el día. Y
no hablamos solo de los visitantes. Tampoco ningún empleado del
Ayuntamiento, como los jardineros o el personal de mantenimiento que
solía acercarse por allí. ¿Qué estaba pasando?
Entenderás que, sin gente, Gulliver tampoco podía preguntarle a nadie.
Aunque nunca había roto la norma de hablar, tal vez en una situación de
emergencia podría saltársela. Pero no hubo ocasión.
La noche caía ya sobre el parque. Normalmente a esas horas Gulliver
estaba dormido como un tronco, pero la intriga, el aburrimiento y la falta de
cansancio le hacían imposible conciliar el sueño. Todo era tan inusual que
ni siquiera se extrañó cuando, de repente, una voz surgió de la oscuridad:
—Chist, ¡oye! ¿Estás despierto?
Gulliver creyó que a lo mejor estaba dormido y eso era un sueño. Pero
no. La voz era de verdad y le estaba hablando:
—¡Eh, tú! Sé que me oyes bien. ¿Puedes hacerme caso? ¿Sabes lo que
está pasando?
No era una alucinación. Aquella voz alta y clara parecía provenir de un
lugar muy cercano a su plazoleta. Para Gulliver girar la cabeza era bastante
complicado, pero se dijo que merecía la pena por enterarse de lo que
pasaba. Así que hizo el esfuerzo.
—¡Oh, vaya! —exclamó la voz—. Así que yo llevaba razón. ¡No eres
solo una estatua!
El recién llegado se trataba de un ser algo transparente que permanecía
asomado tras el tronco de un árbol. Era pequeño —bastante pequeño, quiero
decir, ya que para Gulliver todo el mundo era diminuto— y su aspecto era
el de un niño emborronado. No como cuando se emborronan las letras al
borrarlas, no. Más bien como si quisieras mirar a alguien por debajo del
agua. Todo difuminado.
—Sí, sé que es difícil distinguirme —admitió el niño cuando Gulliver
guiñó los ojos para localizarlo—. Creo que me pondré debajo de esta farola
para que me veas bien. ¿Mejor así?
Supondrás que para Gulliver todo aquello era tan novedoso como para ti,
que eres un recién llegado a esta historia. El gigante nunca en su existencia
había presenciado nada similar. Todo era demasiado increíble.
Pero eso no fue nada comparado con lo
que pasó a continuación. Ximo carraspeó
para aclararse la garganta, elevó después el cuello y emitió un silbido tan
intenso que empezó a colarse por entre los árboles.
Y no es que te pida que uses tu imaginación —a veces hay que hacer un
esfuerzo extra para entender lo que otro te explica—, es que el silbido de
Ximo contenía luz realmente. La llamada penetraba en los jardines y se
colaba por entre los árboles. Su recorrido se ramificaba como los afluentes
de un río.
La luz pronto se topó con Vicent, el asustacorredores, uno de los
fantasmas más veteranos. Como aquel día no había podido asustar a nadie y
estaba bastante aburrido, nada más ver la señal, salió corriendo para
descubrir su origen.
Lo mismo ocurrió con Pura y con Remedios, las robameriendas, otras
habituales del lugar. Y exactamente igual pasó con Tropezones, que como
ya se dedicaba a poner zancadillas antes de construir el parque, nadie sabía
su nombre original.
El espantacorredores se encogió de
hombros. Parecía aliviado por no haber
tenido que dar él mismo aquella noticia tan desconcertante.
—Pero ¿dónde están? —exclamó Petra con absoluto dramatismo—.
¿Dónde se han metido?
—Lo mismo han huido —intervino Remedios.
—O peor… ¡Los han secuestrado! —fabuló Alodia.
—No. Nada de eso —replicó la gárgola—. Es algo mucho más sencillo.
En realidad siguen aquí, solo que metidos en sus casas.
—¿En serio? —preguntó Ximo, igual de desconcertado que los demás
—. ¿Y eso por qué?
La gárgola se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Hay rumores, claro. La gárgola del noreste, mi
compañera de al lado, intentó preguntar al Parotet. Ya sabéis que su rotonda
está muy cerca de nuestro puente. Pero no conseguimos entender lo que nos
dice. No se qué de un bicho. Y por sus gestos tiene pinta que es de los
malos. Pero como el Parotet solo es un monumento y no tiene brazos, a
saber qué quiere decir.
Gulliver pensó que enterarse de algo a medias es casi peor que no
enterarse de nada. Demasiado poder para la imaginación. De hecho, pudo
comprobar, al instante, que así era.
Pepo y Pura empezaron a temer que algún otro fantasma fuera a hacerles
la competencia:
—Nosotros somos los dueños de esta zona del parque —exclamaron—.
¿Qué se habrá creído ese bicho de fuera?
El resto de fantasmas protestaron enérgicamente. Trabajaban mucho y
muy duro como para que alguien les invadiera.
Ximo dijo que el parque era, en realidad, de todo el mundo. Y que nadie
era más que nadie en aquella zona. Solo había que mirar a Gulliver. Él era
la estrella de aquella parte durante el día, pero tampoco iba presumiendo de
ello.
Al sentirse mencionado, Gulliver sintió un escalofrío. ¿Ximo pensaba
eso realmente? Él solo se limitaba a hacer su trabajo. Y en esos momentos
ni siquiera eso.
Aquello sin duda era impactante. Dos fantasmas saltándose las normas
en secreto. Quién iba a sospecharlo.
Para Gulliver, también era sorprendente. Y curioso, desde luego. Porque
mientras que para los fantasmas era algo demasiado horrible, para él era
demasiado bueno.
En el fondo aquella infracción traía buenas noticias. Significaba que ya
no había excusas para ir a la zona de Amparo, a ese dichoso césped
prohibido.
Sin peligro ya no había temor.
Demasiado genial para no aprovecharlo.
El temor se olía desde lejos, desde luego. Y eso era así porque en la zona
este algo se estaba quemando. Los animales, los fantasmas… todos los
habitantes del parque huían despavoridos.
A pesar de que la situación parecía complicada y de que la cara de susto
de Gulliver no ayudaba demasiado, Ximo corrió hacia el camino.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó a los que pasaban.
—¡No lo sé! ¡Todo el mundo corre! —gritó una de las gárgolas que,
junto a sus compañeras, ponía pies en polvorosa.
Las estatuas de las fuentes también huían
a la carrera, al igual que el resto de
espectros. No así Vicent, Pepo y Tropezones, que llegaron al poco rato,
discutiendo entre ellos.
—¡Es una catástrofe! —exclamó Petra al ver la magnitud del incendio
—. ¡Está ardiendo la ópera!
Pronto todos se enteraron de lo que había pasado. El Palau estaba
envuelto en llamas. Y los responsables habían sido, precisamente, la
expedición fantasma.
Al parecer, el grupo había entrado en la ópera justo en mitad de la
representación de Amparo. Esa en la que los fantasmas de su corte
aplaudían y le hacían mucho la pelota.
La idea era preguntar a Amparo en el descanso. Convencerla de que
debía darles algo de información. Pero en mitad del Réquiem de Mozart,
Pepo había tirado, sin querer, uno de los candelabros del escenario. La vela
había quemado el telón y el incendio se había descontrolado.
Mientras los fantasmas del parque seguían huyendo, Pepo, Vicent y
Tropezones seguían discutiendo:
—¡Tú y tu manía de ir soplando las velas de la gente! —protestaba
Vicent—. ¿No podías estarte quietecito?
—A ver ¿qué quieres que haga? —se defendió Pepo—. ¡No he podido
evitarlo! Soy un fastidia cumpleaños. ¡Lo llevo en la sangre!
—Sí, ¡pero no con las velas de Amparo! —intervino Tropezones—. ¿No
podías dejarlas en paz? ¡Tus tonterías nos han salido muy caras!
1
Vigo no es ciudad para fantasmas. Eso es algo que sabe hasta un fantasma
novato. A nosotros nos gusta la oscuridad, movernos en las sombras. Somos
felices en medio de una cueva llena de murciélagos, en un cementerio, en
una alcantarilla maloliente. Vigo no cumple ninguna de estas condiciones.
Y menos todavía en Navidad. Quizá no hayas estado nunca allí en esa
época. Es la pesadilla de cualquier fantasma. Todo se llena de luces de
colores. Montan un árbol gigante que se ve desde kilómetros de distancia,
una noria luminosa donde se proyectan
imágenes insoportables, con Papá Noel
bailando break dance y gente feliz y
sonriente que se abraza y hace el signo de la
V con los dedos. Es que vomito solo de
pensarlo. ¡Puag! Las calles se llenan de
guirnaldas de colores con formas de
estrellas, de campanas, de lazos. Hay una
caja gigante en forma de regalo que lanza
destellos insoportables en plena madrugada,
y también un muñeco de nieve gordo y
feliz. Una masa de grasa de luces led
funcionando a toda potencia para
amargarnos nuestra existencia. He dejado para el final una cosa que me
resulta especialmente irritante. Me refiero a una bola enorme que es un
híbrido entre un adorno de Navidad y la Estrella de la Muerte. Algunos se
visten de personajes de Star Wars para visitarla y sacarse fotos, fotos y más
fotos. Eso por no hablar de la gente. Toneladas de gente paseando por la
ciudad para contemplar el espectáculo. En los días centrales de la Navidad,
hay tantas personas que alguna vez hemos pensado que se hundiría el suelo.
Eso habría sido divertidísimo, porque debajo de ellos estábamos nosotros,
vagando por los túneles y las alcantarillas. Cruzando los dedos para que
sucediese esa tragedia que nos haría un poco más llevaderas las fiestas. Por
fin tendríamos algo que celebrar. Por desgracia, tal cosa no sucedió. Todo
sale siempre a pedir de boca para los humanos y mira, es que ya no
aguantamos más. SE ACABÓ.
Vigo tiene más cosas además de luces de colores. Si quieres saber cuáles
son, visita la página de su ayuntamiento, que allí se llama concello, y así me
ahorro explicarte todo aquello que les apasiona a los vivos y que a nosotros
nos parece insoportable: el mar, los montes, las plazas, los edificios que
guardan cientos de historias, desde el zepelín que atravesó el cielo hasta el
teatro que ardió durante un baile de carnaval y reconstruyeron piedra a
piedra. Paso de todo esto. Nosotros somos más de ruinas, casas
abandonadas, asustar gente. ¡Bu! Y hablando de asustar gente, en eso
consistía nuestro plan. Todo empezó con el
nombramiento de nuestra nueva alcaldesa.
Los fantasmas de Vigo somos demócratas.
No creas que esto es así en todas las
ciudades del mundo. Hay lugares donde
gobiernan fantasmas dictadores, que son
como los dictadores humanos, pero todavía
peor. Aquí preferimos que decida la
mayoría. Celebramos elecciones y salió
elegida Urania. Era la primera vez que se presentaba, pero tenía experiencia
de antes de morirse. De viva había sido una política bastante importante y
tiene las ideas muy claras. De hecho, en el discurso que dio la noche de su
nombramiento, no dejó lugar a dudas. Estábamos todos reunidos en el
cementerio. Se encaramó en la cabeza de un ángel que estaba a los pies de
una tumba, aclaró la garganta y dijo:
—Os prometí que, si salía elegida
alcaldesa, lo primero que haría sería
arruinar la Navidad de Vigo.
—¡SÍÍÍ! —gritamos todos los fantasmas,
entusiasmados con esa posibilidad.
—Sabéis que soy una fantasma de
palabra. Ya lo era cuando estaba viva y sigo
siéndolo ahora.
—¡LO SABEMOS! —coreamos todos.
—Fiel a mis principios, decreto ahora
mismo que llevaremos a cabo un apagón
general. Dejaremos la ciudad a oscuras,
sumida en las tinieblas.
—¡APAGÓN GENERAL!
—Seremos la envidia de alcaldes fantasmas de ciudades como Nueva
York, Tokio o París. Todos querrán visitar nuestras sombras. Vendrán
muertos de todas partes, esto se llenará de espectros. ¡Seremos la ciudad
zombi!
—¡CIUDAD ZOMBI, CIUDAD ZOMBI, CIUDAD ZOMBIII! —
exclamamos con fuerza, locos de contentos con aquella posibilidad.
—Los vivos se morirán de pena, sin todas esas luces cegadoras que tanto
les gustan. Pasarán las peores Navidades de sus vidas.
—¡LAS PEORES NAVIDADES DE
SUS VIDAS FUERON LAS DEL COVID!
—matizamos todos, de manera espontánea.
—¡Pues estas serán todavía peores! —
sentenció.
—¡TODAVÍA PEORES!
Después del mitin hubo una fiesta en el
cementerio. Bailamos hasta las tantas,
tiramos piedras contra los cristales de varios
mausoleos y pisoteamos todos los ramos de
flores que encontramos en las tumbas. Eso
es algo que hacemos en ocasiones
especiales y al día siguiente siempre
salimos en la prensa. Hay un fantasma que es el concejal de comunicación y
prensa y tiene esa estrategia bastante controlada. Se llama Cunqueiro. De
vivo dirigía un periódico y escribía libros, así que nos fiamos bastante de su
criterio. Bueno, quizá convenga precisar este dato. No es exactamente que
nosotros salgamos en el periódico. Los vivos redactan para los periódicos
titulares del tipo: Unos vándalos causaron la pasada noche destrozos en el
cementerio. Pues nosotros somos esos vándalos y estamos orgullosos.
Cuando la fiesta estaba a punto de terminar, un rato antes del amanecer,
decidí marcharme para continuar con la juerga en otra parte. Los vivos a
esto lo llaman «ir a un after». Nosotros lo llamamos «ir a asustar peña».
—Eh, Cunqueiro, ¿te vienes conmigo a asustar peña? —le pregunté—.
Tengo controlada la casa del concejal de fiestas especiales, que es el
responsable del alumbrado de Navidad. Tiene una hija pequeña con cara de
mosquita muerta. Nada puede salir mal.
—Asustar en pareja, eso me recuerda a mis primeros años de fantasma.
Me apunto ¡Vamos Coppini!
Cunqueiro es un fantasma bastante enrollado. Podría ser un pedante
porque sabe mucho sobre literatura y sobre la vida, pero la vida aquí no le
importa a nadie, así que, a los fantasmas que fueron personas destacadas, se
les suelen bajar los humos cuando se mueren. Hay alguna excepción, algún
fantasma egocéntrico siempre te encuentras, pero son los menos. Esa es una
de las ventajas de morirse. Cunqueiro también tenía fama porque era un
experto en gastronomía, pero ¿a quién le importa eso aquí, si no comemos?
Volamos por las calles de Vigo en dirección a la casa de la niña que
íbamos a asustar. La ciudad de noche es silenciosa y tranquila, como un
estanque en medio de un bosque. Me gusta la calma, odio el ruido con todas
mis fuerzas. Por eso, cuando no hay coches y el único sonido de la ciudad
es el de su propia respiración, me siento de maravilla.
—Estoy deseando que llegue el día del apagón —le confesé a mi amigo
Cunqueiro—. Me ha encantado el mitin de la alcaldesa.
—Todavía faltan un par de semanas. Tengo que reconocer que el plan de
Urania es fantástico. Fundir las luces el día del encendido es una genialidad.
Sobre todo, por la importancia que le dan los vigueses a ese evento.
¿Recuerdas la cuenta atrás de hace dos años?
—¿Cómo olvidarla? Había tantísima gente en la calle que los que
llevaban carritos de bebés recibían broncas y miradas furiosas de los demás,
porque ocupaban demasiado espacio.
—Sí, pero yo no me refiero a la multitud. Me refiero al alcalde de los
vivos. Empezó la cuenta atrás a los pies del árbol de luces leds. Cuando
llegó a cero, empezó a sonar una canción y se encendieron todas las luces al
mismo tiempo. El dijo algo así como: «Las mejores Navidades del mundo
en la mejor ciudad del mundo. ¡Viva Vigo!». Y la gente se volvió loca de
felicidad. Estallaron en una ovación. Imagínate lo que va a pasar este año,
en el momento de la cuenta atrás. Cuando se enciendan todas las luces y, de
repente, a los pocos segundos, se fundan.
—¡Glorioso! —exclamé.
Era un plan brillante que tenía dos fases. La primera, tal y como nos
había explicado Urania, consistía en fundir las luces el día del encendido. El
segundo se centraba en hacer una buena campaña de promoción para atraer
fantasmas de todas partes y llenar la ciudad y así conseguir el objetivo final:
convertir a Vigo en un hervidero de espectros venidos de todas partes, con
ganas de amargarle la vida a sus habitantes. Las próximas semanas
prometían movidas. Y para nosotros, acostumbrados al sopor de la muerte,
eso era algo que nos parecía fenomenal.
Llegamos a la casa de la niña que íbamos a asustar. En la puerta de su
cuarto había un cartel con su nombre. Se llamaba Uxía. Nuestra estrategia
estaba clara: tiraríamos algo al suelo para despertarla de un buen sobresalto.
En cuanto abriese los ojos, cogeríamos piezas de ropa, un peluche o lo que
fuese que encontrásemos en su cuarto. Como los humanos no podéis
vernos, el susto al ver los objetos flotando sería monumental.
Atravesamos la pared del cuarto de Uxía.
Su respiración era regular, todo apuntaba a
que dormía plácidamente. Imaginé que
estaría soñando con alguna de esas cosas
empalagosas con las que soñáis los vivos.
Cunqueiro me hizo una señal para que
cogiese la lámpara de la mesilla y la tirase
al suelo. Volé hasta ella y justo cuando
estaba estirando el brazo para alcanzar la
lámpara, Uxía abrió los ojos de par en par.
En condiciones normales eso no tendría ninguna importancia. ¡Pero es que
me vio! No había miedo en sus ojos, pero empezó a gritar. Y al descubrir
que aquella niña con la cara llena de pecas podía verme, yo grité todavía
más que ella. Solo que sus padres no podían oírme.
—Uxía, ¿qué pasa? —preguntó su padre, que entró en la habitación
alarmado por las voces de la niña.
—Este hombre no tiene pinta de concejal de fiestas especiales —le
comenté a Cunqueiro.
Pero la verdad es que nadie en pijama y con cara de dormido tiene pinta
de concejal.
—Lo siento, papá. He tenido una pesadilla horrible. Me he despertado
gritando —disimuló ella, supongo que para no delatarnos.
—¿Quieres que me quede un ratito contigo?
Uxía nos miró de reojo y esa fue la confirmación definitiva: aquella niña
podía vernos.
—No hace falta. Estoy bien.
El padre le dio un beso en la frente y salió de la habitación. Entonces,
Uxía se dirigió a nosotros sin cortarse un pelo:
—¿De qué vais?
2
Jamás pensé que aquella escapada nocturna fuese a terminar haciéndonos
colegas de una niña viva. Va en contra de nuestros estatutos. Pero la verdad
es que me cayó bien. Además, la idea de Cunqueiro era bastante buena. Le
propuso lo siguiente: nosotros hablaríamos con los fantasmas de la ciudad
para que la dejasen tranquila. A cambio, ella conseguiría toda la
información que necesitábamos para el apagón. No le resultaría demasiado
complicado, los concejales suelen llevarse trabajo a casa. Además, al fin y
al cabo, el responsable de todo el tema del alumbrado de Navidad era su
padre. Ella aceptó, pero pidiéndonos algo más:
—Además de hablar con los fantasmas
de la ciudad para que me dejen en paz,
necesito otra cosa. Por culpa de los sustos
que me han dado vuestros amigos en el
cole, los niños piensan que me falta un
tornillo y eso me da bastantes problemas.
Me tratan como a una apestada.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —le
preguntó Cunqueiro.
—Podéis ayudarme. Quiero que me
traten bien.
Nos comprometimos a acompañarla al
colegio al día siguiente. Hacía un día de
perros, llovía un montón. Quedamos con ella en la parada del autobús, pero
llegamos un poco tarde porque nos enredamos contándole a Urania, nuestra
alcaldesa, el plan que teníamos para ayudar con el apagón general. Cogimos
a Uxía de camino, cuando ya estaba en el bus escolar. Se sentaba sola,
delante de todo, como si no quisiese relacionarse con nadie. Estaba muy
seria y tenía el ceño fruncido.
—Eh, zanahoria, ¿qué traes hoy de postre? ¿Una carrot cake? —le gritó
un niño mayor que ella que se sentaba al fondo.
—Así es mi vida —nos explicó ella, en bajito—. Ya veis qué ocurrentes
son. Llamarle zanahoria a una niña pelirroja. Tienen el cerebro del tamaño
de un guisante.
—Zanahoria, ¿estás sorda o qué? —insistió aquel niño, lanzando una
bola de papel que pasó rozando su cabeza.
Como Uxía lo ignoró por completo, estuvo fastidiándola todo el
trayecto. Ella no se inmutó. Lo normal habría sido que se echase a llorar o
que estallase en algún momento, pero se puso unos auriculares, subió el
volumen de la música y pasó de todo, como si todas aquellas estupideces no
fuesen con ella. Se ahorró escuchar comentarios feísimos que Cunqueiro y
yo sí oímos. Entre otras cosas, le dedicó una canción donde la ridiculizaba.
Por eso, mi amigo fantasma y yo, actuamos como actuamos. Cuando aquel
niño repelente se bajó del bus y echó a andar, le hicimos la zancadilla
delante de un charco lleno de barro. Se lo comió de lleno y se puso perdido,
daba lástima verlo. Tenía manchada de barro hasta la cara.
—Vaya, ahora ya no te ríes tanto de mi pelo de zanahoria —le dijo Uxía,
delante de todos—. ¿Qué has traído de postre hoy, una barro cake?
En aquel instante, Cunqueiro y yo entendimos para qué nos necesitaba
Uxía. La única forma que tenía de que la dejasen tranquila, que parasen de
burlarse de ella, era interviniendo cuando la atacasen. Aquello nos pareció
muy divertido. Teníamos que pasarnos el día haciéndole faenas a niños
vivos, ¿podía haber un plan mejor?
Una de las cosas más divertidas sucedió en la clase de Educación Física.
La profesora organizó un partido de baloncesto y un niño le tiró a Uxía un
balonazo a la cabeza a propósito. Le hizo daño, aquello estuvo fatal y de
divertido tuvo bien poco, pero ella no soltó ni una lágrima.
—Tranquila —le dijo Cunqueiro mientras ella se reponía del golpe—.
Esto no va a quedar así.
Voló hacia el niño, le aflojó el cordón de los pantalones y tiró de ellos
hacia sus pies. Llevaba unos calzoncillos de corazones bastante ridículos.
Todos estallaron en carcajadas al verlos.
—Gracias —susurró Uxía, con los ojos un poquito húmedos.
—Te confieso que, en mis años de vivo, jamás imaginé que acabaría
haciendo algo así —le contestó él, seguramente recordando su vida como
escritor y periodista de prestigio—. Pero me alegro mucho de haberte
ayudado. Ese niño se ha pasado.
Nuestra siguiente intervención fue en el comedor. Uxía se levantó para
coger una servilleta en un carrito y un par de niños aprovecharon para echar
un puñado de sal en su plato de ensaladilla rusa.
—No comas —le advertí cuando regresó—. Te han hecho una faena con
la sal.
Cunqueiro y yo nos acercamos a los niños.
—A la de tres, cabeza al plato —le indiqué—. Una, dos y…
—¡Tres! —exclamó Uxía, incapaz de contenerse.
Fue divertidísimo ver las caras y el pelo de aquellos niños embadurnados
de la mezcla de mayonesa con trozos de patata, huevo cocido y atún.
—¡Sois los Mayonesos! —les dijo ella—. Tomad, ¿queréis un poquito
de mi ensaladilla? Está al punto de sal.
Aquello le hizo ganarse la simpatía de algunos
niños del comedor, que se murieron de risa. Casi
todos sufrían las burlas de aquellos matones de
colegio. Al final de la mañana habíamos
conseguido ridiculizar a los principales abusones
que la tenían tomada con Uxía. Eran una pandilla
de cinco: el niño del autobús, el del balonazo, los
Mayonesos y otro que parecía el líder. Se llamaba
Pedro y la tenía tomada con Uxía porque su padre
había sido el anterior concejal de fiestas especiales.
Ese día, Pedro no atacó a Uxía, pero decidimos
hacerle una advertencia, por si acaso se le pasaba
por la cabeza tal cosa. Lo seguimos hasta su casa y a media noche nos
colamos en su cuarto. Revolvimos su escritorio, cogimos un folio y un
rotulador y escribí: SI VUELVES A METERTE CON UXÍA, TE CORTO
EL PESCUEZO COMO SI FUESES UN POLLO. Sí, ya sé que nos
pasamos un poco. No íbamos a cortarle el pescuezo, pero la amenaza tenía
que ser lo suficientemente gorda, por eso escribí esa barbaridad. Cunqueiro
tiró al suelo una caja de metal para despertarlo. El niño encendió la luz y
allí estaba yo, sosteniendo con mis manos el cartel con la advertencia. Casi
le da un telele al ver el papel flotando en medio de la habitación. Empezó a
llorar y a llamar a sus padres a grito pelado. Para no dejar pruebas, salimos
volando con el letrero atravesando la pared, y lo tiramos al primer cubo de
basura que encontramos.
Lo importante es que habíamos cumplido con la
primera parte del trato. Estábamos emocionados y
nos moríamos de ganas de contarle a Uxía lo que
habíamos hecho, así que fuimos a hacerle una
visita. Volvimos a despertarla en medio de la noche,
pero esta vez se lo tomó mejor que la primera vez.
Poquito a poco parecía que la íbamos conquistando
con nuestra simpatía. O quizá con nuestra habilidad
para espantar matones de colegio.
—¿De verdad se echó a llorar? —nos preguntó
Uxía.
—Tenías que haberlo visto. Yo creo que se hizo
pis encima —exageré un poco, para hacerla reír.
—Pensaba que los fantasmas erais pesados e insoportables…
—Y feos —la interrumpió Cunqueiro.
—Sí, feos también. Pero gracias a vosotros estoy empezando a cambiar
de opinión.
Aquellas palabras me parecieron preciosas. Uxía tenía mal genio. O
quizá, como había dicho Cunqueiro, lo que le sucedía era que estaba
enfadada con el mundo. Pero tenía sus motivos. Y eso podía cambiar.
3
Urania organizó una asamblea en el cementerio aquella noche. Se acercaba
la fecha del encendido de las luces y teníamos que ponernos en marcha lo
antes posible para que todo saliese a la perfección. Éramos un montón de
fantasmas, cientos. Los de nuestra especie no solemos ser educados, ni
respetuosos, ni nada que se le parezca. Pero la alcaldesa tenía cosas
importantes que decirnos. Por la cuenta que nos traía, todos estábamos
calladitos, prestando atención:
—Queridos fantasmas de Vigo, el apagón está en marcha. Hemos
contado con la ayuda de dos compañeros: Cunqueiro y Coppini. Han
establecido contacto con una niña.
Pedro dio un paso atrás, un poco asustado, pero Uxía continuó hablando:
—Y mucho cuidado con las papeleras de este patio. Están vivas y atacan
a los abusones como tú.
—Vámonos —les ordenó Pedro a sus compinches, al ver que Uxía le
plantaba cara.
Tan pronto pasó a la altura de una papelera que estaba llena a rebosar,
Cunqueiro la volcó y yo empujé a Pedro para que aterrizase encima de la
basura. Su cara se estrelló contra un charco de residuos orgánicos de origen
desconocido que olía bastante mal. Todo el patio se desternilló de risa. Uxía
pasó por su lado con la cabeza alta y repitió:
—Recuérdalo bien, como si fueses un pollo.
Así fue como se terminó el acoso de aquellos abusones. Nunca más
volvieron a molestar ni a Uxía ni a ningún otro niño del cole. Cunqueiro y
yo chocamos los cinco, orgullosos de haber cumplido con éxito aquella
misión. Pero, sobre todo, contentos de haber ayudado a Uxía, nuestra viva
favorita.
4
Los días previos al apagón Uxía nos pasó muchísima información, toda la
que necesitábamos: la hora del encendido de las luces, una copia del plano
de situación del alumbrado de Navidad, el cuadro eléctrico desde donde se
controlaba todo y que nosotros teníamos que fundir… Nos ahorró mucho
trabajo. Estaba de buen humor. Desde nuestras intervenciones en el colegio
con los abusones, su vida había mejorado. Ahora nadie se atrevía a meterse
con ella y había hecho un par de amigas nuevas. Nos recibía con una
sonrisa cada vez que íbamos a visitarla, fuese la hora que fuese, había
dejado de repetir la palabra no y ya no tenía el ceño fruncido todo el rato.
—Hoy a Pedro le tocó de pareja
conmigo en Educación Física —nos contó
la noche antes del apagón—. Hace quince días me habría hecho pasar un
rato terrible. Pero ni se atrevió a mirarme a los ojos. Me pasó el balón
medicinal sin tirármelo a la cara, ni nada parecido.
—¿Estás contenta? —le preguntó Cunqueiro.
—Mucho. Y vosotros, ¿estáis nerviosos? Mañana es el gran día.
—Un poco —reconocí—. Cunqueiro y yo somos los encargados de
fundir las luces. Se va a montar una gordísima. ¿Te imaginas la cara de los
vigueses cuando, en plena euforia por el encendido, se apague todo de
golpe y no vuelva a encenderse? Les vamos a fastidiar las Navidades.
—Mi padre se va a llevar un buen disgusto —susurró Uxía—. Pero se le
pasará.
—Esta es la última noche que nos vemos —añadió Cunqueiro—. Hemos
venido a despedirnos de ti.
Uxía nos miró de un modo extraño.
—¿Despedirnos? Pero yo no quiero despedirme de vosotros. El trato era
que me libraseis de todos esos fantasmas pesados que me dan la lata. Pero
vosotros sois mis amigos. No entráis dentro del trato.
Quizá te preguntes qué sucedió después del gran apagón y cómo están
las cosas ahora. En el centro de Vigo estuvieron sin luz varios días. Los
vivos estaban bastante cabreados porque no podían ver la televisión, ni
cargar sus teléfonos móviles ni secarse el pelo. Aprovechamos esos días
para hacerles todo tipo de perrerías, los fantasmas que habían venido de
otras ciudades estaban alucinados. Vigo era la ciudad perfecta, un destino
de ensueño para cualquier espectro, con vivos a los que poder desquiciar
todavía más con nuestros sustos.
Uxía consiguió que las cosas en el colegio mejorasen. Nadie volvió a
meterse con ella jamás. Y más les valía, porque Cunqueiro y yo estábamos
preparados para lo que fuese necesario. Una amiga es para siempre, esté
viva o muerta. Los fantasmas la dejaron en paz. Bueno, casi todos.
Cunqueiro y yo la visitamos a diario. Yo les hablo mucho de la música que
me gusta y escuchamos temas juntos, Cunqueiro nos cuenta cosas sobre
libros… Lo nuestro es para siempre. ¡Ah! Y tenemos planeado otro apagón
para el año próximo. Urania ha decidido repetir el apagón año tras año,
hasta que el alcalde de Vigo se rinda. No sabemos si lo conseguirá, es un
duelo de titanes. Pero nos divierte mucho formar parte de semejante juerga.
¡Viva Vigo!
Artistas invitados
Urania Mella
2
¿Qué habrían pensado sus amigos? Noa no quería ni imaginarlo.
Observó a Max por el rabillo del ojo. Su compañero del conservatorio
tenía puestas unas gafas de pasta con los cristales pintados de verde (según
él, el filtro verde era fundamental para captar ectoplasma) y un cartucho de
papel en cada oreja.
—Amplificadores —le dijo—. ¿Quieres probarlos?
Noa negó con la cabeza. Ni loca se iba a poner eso. Max parecía un
rarito con esos complementos. Si los antiguos compañeros de clase de Noa
lo hubiesen visto, se habrían reído durante una semana. De Max, pero de
ella también, por acompañarlo.
—Fíjate bien en esa esquina —le aconsejó Max—. Suele aparecer por
ahí.
Noa intentó recordarse por qué había accedido a acompañar a Max si
ella ni siquiera creía en fantasmas.
Estaban en el ala en obras del conservatorio, escondidos en la oscuridad
entre palés de ladrillos. Solo se veía la luz que se filtraba del patio por una
ventana. A esa hora de la tarde ya no había obreros.
El sonido de los instrumentos venía de las plantas de abajo,
amortiguado. Pero el pasillo que tenían delante estaba en completo silencio.
—Max, yo… —intentó Noa, pero su compañero la atajó con un
movimiento rápido.
Max se había puesto tenso: observaba el pasillo con los ojos
entrecerrados. Noa siguió su mirada hacia la esquina que le señalaba y un
cosquilleo le recorrió la espalda.
Entonces lo escuchó: TAC, TAC, TAC.
El sonido de un metrónomo.
Max le agarró la mano con nerviosismo. Y entonces lo vio.
Una sombra blanca cruzó el pasillo.
3
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Noa, con la piel de gallina.
—¡El fantasma!
—Pero los fantasmas no existen. —El corazón le latía a toda velocidad.
—¿Cómo que no? —Max parecía sorprendido, como si Noa hubiese
dicho que el cielo era verde.
—¡Pues que no! —Noa se puso de pie, nerviosa—. Son inventos,
superchería, imaginaciones de la gente…
—¿Eso te lo has imaginado? —preguntó Max, señalando al pasillo—.
¡Vamos! Que lo perdemos.
Max echó a correr.
Noa no sabía qué hacer. Pero estaba claro que no quería quedarse sola en
ese pasillo oscuro. ¿Qué era lo que había visto? Un juego de luz, una brizna
de niebla, un… ¡Un truco! Seguro que Max se estaba burlando de ella. Pero
lo siguió, pisándole los talones, entre los plásticos de la obra y los
andamios.
—¡Ha ido por ahí! ¡Siempre va por ahí! —indicó Max, girando la
esquina y enfilando otro pasillo.
¿Siempre? ¿Eso pasaba todos los días?
Max detuvo la carrera frente al arco de
una puerta abierta. La luz de la luna se
colaba por las ventanas sin cristales que los
albañiles estaban arreglando e iluminaba la
sala de paredes picadas, llena de escombros.
Un gran armario empotrado iba de una a
otra esquina del cuarto. Era de madera
oscura, casi negra.
TAC, TAC, TAC.
El metrónomo volvía a sonar.
Noa agarró a Max, deteniéndolo. Su compañero levantó los brazos para
señalar. Y allí, otra vez, apareció la sombra blanca, el resto de nube, el jirón
de niebla. Más tembloroso que antes por la iluminación del cuarto, pero aun
así visible.
Con el TAC TAC TAC que ponía los pelos de punta, el fantasma
atravesó el armario oscuro y desapareció.
4
—Lo he visto… —confesó Noa, sin creérselo.
—¡Pues claro que lo has visto! —Max se soltó de ella y se acercó al
armario.
Tocó la puerta justo en el sitio por donde había pasado el fantasma.
—Mira —le pidió a Noa, que puso su mano también sobre la madera.
—Está helada —se sorprendió.
—Claro, los fantasmas bajan la temperatura de cualquier sitio que
atraviesan —explicó Max—. Si te hubiese pasado por encima, te habrían
tiritado hasta las orejas.
Noa se miró la palma de la mano. Tocar la puerta era como tocar una
pared del congelador. Tanteó la madera de al lado, pero su temperatura no
era la misma. No es que estuviese caliente, pero tampoco estaba helada.
—No puede ser… —murmuró.
Max no le respondió. Buscaba la forma de abrir la puerta del armario.
Pero estaba cerrada con llave y, aunque intentaba meter sus dedos delgados
entre la madera, no conseguía hacerla ceder.
—He visto un fantasma —repitió Noa,
sentándose sobre una pila de ladrillos—.
Nadie me va a creer…
—¡Ni se te ocurra contárselo a nadie! —
se alarmó Max, girándose hacia ella—. Me
has prometido que sería un secreto.
Noa lo había hecho, sí. Después de Coro
les quedaba media hora hasta la clase de
Colectiva, donde todos los que tocaban el
mismo instrumento se reunían a ensayar, y
se habría quedado sola si no hubiese
seguido a Max. Así que le había hecho esa promesa. Pero ahora quería
contárselo a todo el mundo. Y quería preguntar.
Apretó los labios concentrada.
—¿Cuántas veces lo has visto? —dijo, señalando al armario.
—¿Lo vas a contar?
Noa hizo un gesto, insistiendo en su pregunta.
—¡Muchas! —se rindió Max, quitándose los cartuchos de papel de las
orejas—. Pero es mi fantasma, ¿vale? No quiero a medio conservatorio por
aquí cotilleando y que me lo espanten.
—Esto tiene que tener una explicación científica —dijo Noa, abrumada.
—¡Pero si lo has visto con tus propios ojos!
—Ya, pero…
—¿Lo vas a contar o no lo vas a contar? —Max se cruzó de brazos,
enfadado.
—No —concedió Noa—. Pero solo si me dices todo lo que sabes.
Y entonces, Max confesó.
5
Max había visto por primera vez al
fantasma unos días después de que
empezase la obra. Se lo cruzó, sin saber
muy bien qué era, mientras vagabundeaba
por el edificio vacío, como hacía siempre
que tenía que esperar para entrar en
Colectiva, la clase que compartía con otros
clarinetistas.
Había sido semanas antes de que llegase
Noa.
Max tenía tres obsesiones en su vida: los
superpoderes, los fantasmas y los
alienígenas. Jamás había visto un extraterrestre, jamás había logrado
demostrar que existiesen los superpoderes, pero por primera vez había visto
un fantasma. Así que se decidió a investigar.
Buscó información en Internet, tiñó sus gafas viejas de verde, consiguió
sus cartuchos de papel amplificadores y se dedicó a esperar a que volviese a
aparecer el fantasma.
—Los fantasmas están ligados a un lugar —le explicó a Noa— o a una
persona. Por eso sabía que volvería a aparecer.
Y lo hizo. Max llevaba días siguiéndolo. Era su secreto.
Pero lo había compartido con Noa. No sabía muy bien por qué.
6
Noa y Max esperaban delante de la puerta
donde tenían clase de Colectiva.
A su lado había otro clarinetista. Víctor,
un chico un año mayor que ellos que no les
hacía ni caso, concentrado en su teléfono.
Noa quería hacer más preguntas. Pero el
gesto de Max dejaba claro que no podía
decir ni mu en presencia de Víctor.
Noa miró los cuadros con fotos que
había en el pasillo. Algunos eran en color y
otros en blanco y negro. Eran imágenes de
conciertos, de clases, de promociones, de
eminentes profesores o alumnos que habían
alcanzado el éxito después de pasar por el
conservatorio de Jaén.
Se adelantó a observar las caritas
diminutas de una foto en blanco y negro en la que aparecía un montón de
gente. ¡Qué raro le parecía! Seguro que ya estaban todos muertos, como el
fantasma.
Le tiró de la manga a Max.
—¿Será alguno de estos? —le preguntó en un susurro.
Max la miró con ojos asesinos.
—¡Has prometido guardarme el secreto!
—¿Qué secreto? —preguntó Víctor, levantando los ojos de su teléfono.
—El del huevo frito —respondió Noa, guiñándole un ojo a Max.
—Payasos… —susurró Víctor, volviendo a pasar de ellos.
Entonces llegó Miguel, el profesor, y abrió la puerta de la clase. Noa se
concentró en recordar la partitura que había estado estudiando.
Mentalmente canturreó las notas del Romance de Dubois, moviendo
imperceptiblemente los dedos.
Antes de entrar la última al aula, se despidió del retrato que había
colgado enfrente: un hombre trajeado que sonreía a la cámara debajo de un
elegante bigote rizado.
7
—¡Ahí está! —Max echó a correr por el pasillo.
Noa lo siguió. Había pasado una semana desde su primer encuentro con
el fantasma, pero ahora pensaba enfrentarse al segundo.
Todos esos días había estado haciendo listas tituladas: «Por qué tengo
que creer en fantasmas. Por qué no tengo que creer en fantasmas». Y no se
ponía de acuerdo consigo misma.
—¿Tú crees en los fantasmas? —le había preguntado a su madre durante
una de las cenas.
—Sí, y en los duendes, las hadas y los gnomos… Cariño, pásame el pan
—había respondido ella.
Pero sus ojos no la engañaban. ¿O sí? Cada vez que escuchaba el
metrónomo en Lenguaje Musical se le ponía la piel de gallina.
Y allí estaba otra vez.
TAC, TAC, TAC.
Corrió detrás de Max hasta la habitación
del armario. Esa noche no había luna y la
oscuridad llenaba todos los rincones.
—Ahí… —susurró Max, agachado
detrás de los ladrillos.
Y Noa lo volvió a ver, pero esta vez
mucho más nítido. Se le puso la piel de
gallina y un escalofrío le recorrió la espalda.
TAC, TAC, TAC.
El fantasma no era ya una sombra leve.
No era un jirón de niebla. Era casi una
persona. Transparente.
8
—¿Qué hay en el armario? —preguntó Noa, tocando la superficie helada
por la que acababa de colarse el fantasma.
—Ni idea —respondió Max—. Esto era antes un almacén lleno de
trastos.
—Vamos a preguntárselo a Miguel —propuso Noa.
—¿Al profe? ¡Ni hablar!
—Pero seguro que él lo sabe.
—Claro y entonces nos preguntará qué hacíamos aquí arriba.
—Pues se lo pregunto yo, le digo que me he perdido y que he aparecido
aquí —propuso Noa.
Max la observó. Su nueva compañera llevaba puestos amplificadores de
papel en las orejas. ¿Significaba eso que ya eran amigos?
—Vale —aceptó—. Yo haré como que estoy en otra cosa.
—¡Tu siempre estás a otra cosa, Max! —se rio Noa.
Y era
verdad. Noa
había
descubierto
que Max se
distraía con
mucha
facilidad.
Macarena,
la profesora
de Coro, le
llamaba
tanto la
atención por sus despistes que parecía que
su nombre era el único que se sabía.
Al principio Noa había pensado que Max
era torpe. Ahora sabía que no. Lo único que
pasaba era que Max tenía en su cabeza ideas
demasiado interesantes como para no hacerles caso.
9
—Miguel… —probó Noa mientras limpiaba el clarinete.
Habían terminado de tocar el Minueto de Beethoven un poco antes de
que acabase la clase. Pero había sido porque les había salido fatal. Max y
ella no habían dado pie con bola, y Víctor se había enfadado con ellos.
—¿Qué te pasa? ¿Se te ha atascado la boquilla? —preguntó el profesor.
—No… —Noa no sabía cómo empezar—. Es que tenía una pregunta.
—Dispara.
—A ver, es que antes me he perdido en el conserva…
—¿No te habrás metido en la obra? —Miguel la pilló al vuelo—.
¿Cuántas veces os tiene que decir la directora que no os metáis en la obra?
El suelo de la antigua clase de piano ha desaparecido y os podéis caer por
ahí en un despiste.
Max le dirigió una mirada asesina desde el otro lado del aula. Noa
empezó a ponerse nerviosa.
—Pues sí, me he metido en la obra —confesó—. ¡Pero ha sido sin
querer!
—Explícame cómo te puedes perder en el conservatorio si tienes la clase
de Coro en el aula de al lado de esta —Miguel no parecía dispuesto a ceder.
—Porque se largan —se metió Víctor—.
Siempre se largan los dos mientras yo hago
los deberes en el aula de Coro.
—Sí, con tu teléfono —atacó Max,
enfadado.
«Menudo chivato», pensó Noa.
—Vale, profe, pues si no te lo puedo
contar, no te lo cuento —fingió enfadarse
Noa, dándole la espalda a Miguel.
Era un truco que le solía funcionar con
su madre y con su nuevo profe de
Matemáticas. Noa apartó la cabeza de esos
pensamientos, las cosas por la mañana no
estaban yendo tan bien como en el
conservatorio. Todavía no había hecho ningún amigo en la clase nueva.
—Noa, no te pongas así, ¿qué querías preguntarme? —mordió el
anzuelo Miguel.
Noa se hizo un poquito de rogar, pero después le dedicó su mirada más
poderosa de inocencia.
—Madre mía, qué peligro tienes… —se rio Miguel—. A saber qué te
has encontrado en la obra.
«Si tú supieras…», pensó Noa. Pero respondió:
—Pues me he encontrado con un armario enorme y oscuro que no se
puede abrir. ¿Qué hay dentro?
Notó como Max contenía la respiración.
—Menuda friki… —susurró Víctor.
—Hay armarios en todas las aulas de arriba —se rindió Miguel—.
Suelen tener material de clase, libros, instrumentos… Como este de aquí —
contestó, señalando el armario amarillo que había en una esquina de la
clase.
—¿Y por qué el de arriba no se abre?
—¿Es que quieres robar algo? —bromeó el profesor—. Como te vea
rondando la obra, voy a tener que llamar a tus padres.
—Yo no soy una ladrona, profe —
contestó Noa—. Soy una chica curiosa.
Y eso lo dijo con bastante morro, aunque
Max estuviese a punto de desmayarse y
Víctor pusiese los ojos en blanco.
10
—A ver, tú prueba tirando de eso —le dijo
Noa a Max, sujetando con fuerza el
destornillador.
Estaban los dos en la habitación en obras
de la planta de arriba, frente al enorme
armario negro. Noa había cogido algunas
herramientas que guardaba su madre en una
caja bajo el fregadero. Su plan era abrir el armario como fuera.
Habían descubierto las cerraduras doradas e intentaban forzarlas como
en las películas de ladrones. Pero ellos no tenían ganzúas. Tenían un
destornillador delgado y largo y otro gordo, que casi no entraba.
—La llave tendrá que estar en algún sitio —dijo Max mientras tiraba.
Estaba muy gracioso, pensó Noa. Max siempre sacaba la lengua de
medio lado cuando se concentraba. En Lenguaje Musical también lo hacía,
mientras marcaba con la mano el compás.
—La llave estará en el despacho de la directora en algún cajón —asintió
Noa—. O en conserjería.
Algo hizo clic.
Y después CLONC.
Y PUM.
Era Noa, que se había caído de culo después de romper el destornillador.
Max se partió de risa.
—¡Eh, no te rías! —se quejó Noa, enfadada.
—Es que ha sido muy gracioso —se disculpó Max—. Has puesto más
cara de susto que el primer día que viste al fantasma.
Le tendió una mano a Noa para ayudarla a levantarse.
—Bueno, pues de mayores no podemos ser ladrones —resumió ella,
recuperando el destornillador roto y devolviéndolo a la caja.
En ese momento, Max se tensó a su lado.
TAC, TAC, TAC.
—Es él —dijo en un susurro.
TAC, TAC, TAC.
Noa se giró a mirar y vio al fantasma entrando en la habitación.
Recortado a la luz de las ventanas casi se difuminaba, pero cuando pasaba
por las zonas de pared, se veía su tamaño. Era tan alto como un adulto.
Mucho más alto que ellos.
—¡Estamos en su camino! —comprendió Noa, encogiéndose.
Max se había quedado paralizado, con la espalda pegada a la puerta del
armario que siempre atravesaba el fantasma. Tenía cara de pasmo, como si
verlo desde esa perspectiva lo hubiese asustado de verdad.
—¡Quítate, Max! —le gritó Noa.
El fantasma se aproximaba con su vuelo traslúcido.
TAC, TAC, TAC.
¡Iba a pasar por encima de Max! Y Noa
recordaba cómo se quedaba de helada la
madera cuando el fantasma la atravesaba. Si
cruzaba sobre su amigo, ¿qué podría
pasarle?
La idea le dio tanto miedo que se lanzó
hacia él y lo empujó.
En el último segundo salvó a Max. Pero
se condenó ella.
El fantasma la atravesó sin piedad.
11
Noa sintió el frío. Helado, hiriente. Como si se hubiese caído al mar en el
Polo Norte.
Los dientes le castañearon. Los dedos se le agarrotaron. Se le cortó la
respiración. Cerró los ojos para protegerse. Y entonces lo vio. Su
imaginación fue asaltada por un conjunto de imágenes que pasaban a toda
velocidad: unas manos sobre un piano, un atardecer en el castillo de Santa
Catalina, una calle vacía del centro de la ciudad, una muchacha sonriente de
pelo rizado y rubio, un grupo de músicos tocando juntos, un beso a esa
muchacha de antes, las manos sobre una partitura corrigiendo unas notas…
Ninguna de esas cosas las había vivido Noa. Ninguno de esos eran sus
recuerdos. Eran los del fantasma.
—He vis… to… he visto… sus… sus… pensa… pensamientos —
confesó tiritando en cuanto el fantasma desapareció a través del armario.
—¿Cómo ha sido? ¿Qué ha pasado? —Max corrió a quitarse la chaqueta
para tendérsela a Noa, que no paraba de temblar.
—Frío… frí… o… —A Noa le castañeaban los dientes—. Aquí… y…
aquí… —se señaló el corazón y la cabeza.
Max la ayudó a ponerse la chaqueta y le frotó los brazos con fuerza, para
que entrara en calor.
—Es… un mú… sico… un músico —consiguió explicar Noa—. Es el
fan… fantasma de un mú… sico… De un… músico ena… enamorado.
12
El jueves, Noa llegaba tarde a Coro.
Y llegar tarde a Coro significaba ser la primera en dar las notas junto al
piano. Corrió el tramo de calle que le quedaba con la funda del clarinete
votando a su espalda.
¡Maldita funda! Si no se hubiese entretenido mirando en Internet
testimonios de gente que había tenido encuentros con fantasmas, no estaría
llegando tarde. Pero es que después de ser atravesada por uno, necesitaba
leer para entender.
Todavía se le ponía la piel de gallina de pensarlo. Aunque los recuerdos
del fantasma empezaban a desvanecerse en su mente, como si también
estuviesen hechos de niebla.
Llegó sin aliento a la puerta del conservatorio.
Allí había una señora elegantísima, más vieja que
su abuela, que llevaba el pelo blanco cardado con
elegantes ondas y un abrigo verde. Noa se fijó en el
enorme camafeo que lucía prendido al pecho.
—¡Perdón! —se disculpó, colándose a toda
velocidad por el hueco que dejaba la señora.
—¡Menudo torbellino! —escuchó decir a la
mujer.
—¡Con más cuidado fiera! —la regañó el
conserje mientras Noa se alejaba con prisa—. ¡Que
vas a tirar a la señora Liébana!
Noa dio un giro de trescientos sesenta grados
para pedir perdón con un gesto mientras la funda de
su clarinete volaba a lo loco.
—¡Lo siento otra
vez! —chilló, atravesando la puerta de la
clase.
—Noa, al piano —ordenó la voz marcial
de la profesora nada más verla.
—Oh, no —murmuró Noa.
Buscó a Max entre los demás miembros
del coro. El maldito se aguantaba la risa,
escondido entre sus compañeros.
13
La profesora de Coro sacó la partitura de El fantasma de la ópera. Noa miró
significativamente a Max. Pero no pudo decirle nada porque toda la clase la
miraba.
En Coro se reunían todos los niños del conservatorio que estaban en su
nivel, tocasen el instrumento que tocasen. Víctor también estaba allí, con
cara de asco y mirando por la ventana.
Estaban en la clase más grande del conservatorio. Aunque tenía más
pinta de biblioteca que de otra cosa. Las paredes estaban llenas de
estanterías con libros, instrumentos de exposición, tarros con púas, cejillas
olvidadas, metrónomos…
—Noa… —pidió Macarena, colocándose bien en el piano—. Si nos
haces el favor...
A Noa se le pusieron rojas hasta las orejas. Pero sacó pecho y se dispuso
a pagar su castigo dando las primeras notas. «Que no me salga un gallo, que
no me salga un gallo, que no me salga un gallo», era lo único que pensaba.
Se concentró en las estanterías para no mirar a sus compañeros. Y
entonces lo vio. Entre el tomo de Historia de la música occidental y la
biografía de Mozart.
Un tarro de cristal lleno de llaves. De llaves de todo tipo.
14
¿Cómo se roba un tarro de llaves en mitad
de una clase de Coro llena de gente que se
supone que no se puede mover mucho?
Noa había visto suficientes películas
como para saberlo. En cuanto la profesora
pulsó la siguiente nota, ella comenzó a
entonar:
—
LaaaaaaaaAAAAAAAAAAYYYYYYYY
—y terminó con un grito exagerado.
Levantó las manos al cielo, se estiró
como si le hubiese caído un rayo y se tiró al
suelo fingiendo un desmayo.
Menudo follón.
La profesora dio un respingo del susto en
el piano y después todos los compañeros de
clase se le echaron encima.
—¡Se ha muerto! —gritaba uno.
—¡Se ha desmayado! —gritaba otro.
Otros también se reían mientras entendían lo que pasaba, porque la
verdad es que había sido muy gracioso. Raro, pero muy gracioso.
Max fue el primero en llegar hasta ella. Más pálido que el fantasma, se
agachó a escuchar su respiración.
—¡Noa, Noa! —gritaba, acercándole la oreja mientras la zarandeaba.
—Shhhh… —le chistó Noa, sin abrir los ojos, fingiéndose medio muerta
todavía—. El tarro de las llaves, coge el tarro de las llaves…
Max estuvo a punto de echarlo todo a perder, pero Noa lo agarró
disimuladamente del pantalón para que no se moviera.
—¡No respira! —chillaba alguien.
—¡Quitaos, quitaos todos! —gritaba la profesora—. ¡Luis, llama al
conserje! ¡Y a la directora!
—Coge el tarro de las llaves, en la estantería —repitió Noa a toda prisa
en la oreja de Max, antes de que se lo quitasen de encima.
Después volvió a hacerse la muerta.
15
El tarro de las llaves.
¿Qué tarro de las llaves? Mientras la profesora, y toda la clase, atendía a
Noa, Max se separó del grupo y miró con urgencia las estanterías.
—El tarro de las llaves, el tarro de las llaves —repetía, retorciéndose los
dedos.
No entendía muy bien lo que se suponía que
tenía que hacer. Sus ojos se fijaron en las
estanterías. Recorrió los libros, la trompeta
abandonada, el compendio de partituras, la flauta
dulce, el plumero para limpiar los instrumentos, el
volumen de Historia de la música occidental… ¡El
tarro de las llaves! Ahí estaba.
A toda velocidad, Max se lanzó sobre él y se lo
metió debajo del jersey. Parecía que se había
comido un balón de baloncesto.
Sudando de los nervios, se escabulló de la clase
y se perdió por los pasillos, tintineando, hasta llegar
a la zona de la obra. Allí, dejó el tarro de las llaves
escondido entre los palés.
Noa era un genio. Él llevaba toda su vida ensayando en esa clase y jamás
había visto ese tarro. Max se felicitó por haberla elegido para contarle su
secreto. Desde el primer día en que la vio, supo que esa chica de cara seria
y ceño fruncido iba a ser su amiga. Lo había notado por el salto que le dio
el corazón.
Max volvió a toda prisa al aula para descubrir que su amiga estaba ya
sentada con los ojos abiertos. La seguía rodeando toda la clase y el conserje
le tendía un vaso de agua. Había también una señora vieja y elegante entre
la multitud. ¿De dónde había salido?
Los ojos de Noa se clavaron en Max en cuanto entró en la clase. Y él
asintió, orgulloso de haber cumplido con su parte de la misión.
—¡Hala, pues ya me encuentro mejor! —anunció Noa, levantándose de
un salto—. ¿Empezamos el ensayo?
La cara de pasmo de la gente fue para foto. Max tuvo que hacer
esfuerzos para aguantarse la risa.
16
Ni Noa ni Max acertaron una sola nota mientras cantaban El fantasma de la
ópera. Los dos tenían la cabeza en otro sitio.
Pero el resto de la clase tampoco atinaba, después del escándalo de Noa
nada más empezar, todos estaban bastante desconcentrados. La profesora se
enfadó tanto que los tuvo repitiendo escalas los últimos diez minutos de la
clase. ¡Y ni con eso acertaron!
17
Nada.
19
—¡Es él! ¡Es él! —aseguraba Noa, dando saltos delante del aula de
Colectiva, señalándole a Max la foto del hombre del bigote—. Segurísimo
que es él.
Max tenía abrazadas en su pecho las partituras que habían caído del
armario. Ni siquiera le había dado tiempo a mirarlas. Noa lo había
arrastrado a la carrera hacia ese pasillo para enseñarle la foto.
—Es él —asintió Max.
Su amiga tenía razón. El fantasma era idéntico a ese tipo.
—Era un músico de nuestro conservatorio —insistió Noa—. ¡Por eso
está atado a este sitio! A lo mejor murió aquí, o lo asesinaron… ¡A lo mejor
quiere que descubramos a su asesino!
—¡Las partituras son una pista! —aceptó
Max.
Los dos se tiraron al suelo en el acto,
extendiendo las partituras para verlas mejor.
—¿Cuál es la primera? —preguntó Noa,
mirando las que tenía más cerca.
Parecía una canción, una pieza coral…
Había partituras para el coro, pero también
para diferentes instrumentos. Eran
muchísimas páginas.
—«Cuando llegue el frío, piensa en mí»
—leyó Noa—. Bastante acertado…
Max levantó entonces en alto una de las hojas.
—¡Primera página! —anunció triunfante.
—¿Primera página de qué? —preguntó Víctor, saliendo de pronto del
aula de Coro.
Al mismo tiempo, el profe de Colectiva apareció en el pasillo.
—Pero ¿qué hacéis con las partituras tiradas por el suelo? —se enfadó
—. ¡Siempre estáis inventando algo!
—No son nuestras, profe —corrió a decir Noa.
—Son de Aurelio Serrano Cruz —se apresuró a añadir Max, leyendo la
partitura—. Canción para Marina —leyó el título.
—No puede ser —respondió el profesor, quedándose clavado en el sitio
—. Es imposible… ¿Dónde las habéis encontrado?
—En un armario, en la zona de obras... —confesó Noa.
Aunque Miguel se había puesto blanco, empezó a dar gritos:
—¡Raquel, Juan Diego, Macarena…! ¡Salid, tenéis que ver esto!
Y después se arrodilló junto a sus alumnos, con manos temblorosas y
mirada ilusionada. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era Aurelio Serrano Cruz?
¿Y quién era esa tal Marina?
20
Aurelio Serrano Cruz había sido uno de los estudiantes más talentosos que
había pasado por el conservatorio de Jaén. Con diez años ya componía y
tocaba con maestría varios instrumentos. Tenía una mente dotada
especialmente para la música y unos dedos obedientes que interpretaban
con pasión cada partitura.
Había dado conciertos en todo el mundo con solo veinte años. Había
sido violín primero en la filarmónica de Berlín con diecisiete años. La
música corría por sus venas.
—Era un genio —explicó Raquel, la directora del conservatorio.
Estaban todos en la clase de Coro, alrededor de la mesa con las
partituras. Alumnos y profesores, contemplando con admiración el
descubrimiento de Max y Noa.
—Mi padre todavía habla de sus conciertos —asintió el conserje—. Y
alguna vez tararea sus canciones…
—Aquí están —dijo entonces Miguel, sacando de las estanterías una
carpeta ajada que llevaba el nombre del compositor en la parte de arriba.
Muchas se siguen tocando en ocasiones especiales, pero esta… —Sus ojos
brillaban al mirar la partitura que había sobre la mesa—. Creía que era solo
una leyenda.
—¿Qué pasa con esta? ¿Y cómo murió
Aurelio Serrano Cruz? —se impacientó Noa
—. ¿Lo asesinaron?
Los
profesores
se miraron
entre ellos.
—Esta es
la canción
que escribió
para Marina
—respondió
la directora—. Pensaba interpretarla el día
de su boda, después de la ceremonia.
—¿Y qué pasó? —Max presentía la
tragedia.
—Que no llegó a la catedral —explicó ahora su profesor de Colectiva—.
Un coche lo atropelló cuando corría hacia el conservatorio, con su traje de
novio. Según se cuenta, con los nervios se había olvidado las partituras
aquí.
—Pero nunca se encontraron —asintió Raquel—. Hasta ahora.
Noa y Max se miraron con ojos brillantes. Por eso el fantasma rondaba
el armario. Por eso se había aparecido tantas veces. ¡Los había guiado hacia
sus partituras! Seguro que había tenido miedo de que las destruyesen con la
obra.
—En Santa Cecilia se cumplirán cincuenta años —recordó el conserje
—. La boda era en Santa Cecilia, mi padre siempre se acuerda de Aurelio
en esa fecha…
Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la directora.
—Pues entonces, tendremos que celebrarlo —dijo—. Tendremos que
celebrarlo como se merece.
21
El salón de actos estaba abarrotado.
Las luces titilaban mágicas sobre las
cabezas del público y los músicos estaban
ya situados en sus puestos.
El concierto para celebrar Santa Cecilia,
en el que todos los años los alumnos
mostraban a padres y familiares sus
progresos, esta vez era más especial que
nunca. Después de la muestra de los
diferentes instrumentos, tras la actuación
bastante decente del coro cantando El
fantasma de la ópera, y después del trío de
cuerda de último curso que había causado sensación, los profesores
subieron al escenario acompañados de los alumnos más aventajados y
cogieron sus instrumentos. El resto de estudiantes se agolpó como pudo a
un lado del salón, preparado para cantar Canción para Marina.
La directora se colocó delante del público.
—Este año no solo celebramos Santa
Cecilia —anunció con alegría—. Este año
conmemoramos una de las grandes pérdidas
de nuestro conservatorio. Hace cincuenta
años que perdimos a Aurelio Serrano Cruz
y, por eso, queremos dedicarle una pieza.
Pero no una cualquiera. Gracias a dos de
nuestros estudiantes, Max y Noa —dijo
haciéndoles una señal para que saludasen—,
hemos recuperado una partitura que
creíamos perdida, que pensábamos que era
una leyenda.
El público se removió emocionado.
—Canción para Marina —anunció la directora.
Entonces, muchos rostros se giraron hacia la última fila. Noa se puso de
puntillas para ver mejor. Max la agarró con fuerza de la mano.
—Es la señora Liébana —dijo ella, sorprendida.
Al fondo del salón, una señora de pelo blanco y ondulado, vieja y
elegante, con un enorme camafeo en el pecho, se puso de pie con ojos
emocionados.
El silencio se hizo en el salón. Los músicos se colocaron sus
instrumentos.
—Para ti, Marina —le dedicó Raquel la pieza, antes de girarse para
dirigir a los alumnos.
—Es ella —comprendió Max.
Y entonces la música comenzó a sonar. Bella y hermosa como una
caricia, como una promesa. Mientras las voces del coro se elevaban junto a
las de los instrumentos, dos lágrimas emocionadas corrían por el rostro de
Marina Liébana, la novia de Aurelio Serrano Cruz, que cincuenta años
después de su gran pérdida, amaba la música como lo había amado a él.
Noa y Max no podían dejar de mirarla con los corazones encogidos. Por
eso pudieron ver junto a ella al fantasma, joven y gallardo, de Aurelio
Serrano Cruz.
—Creo que nunca más volveremos a verlo —musitó Max, olvidándose
de cantar mientras seguía la música.
—Ya ha cumplido su deseo —asintió Noa.
Los dos entrelazaron las manos, felices y orgullosos, sumándose al
estribillo de Canción para Marina.
Al final de la canción, el fantasma les dedicó un guiño y, después, se
desvaneció.
Belén cerró la puerta y se encontró por primera vez sola en lo que ahora
era su nueva casa. Bueno, o lo que debería ser su nueva casa, porque ella no
podía ver cómo era. Ahora mismo lo único que veía a su alrededor eran
cajas. Cajas, cajas, cajas y más cajas. Las había de varios tipos: cajas
grandes, cajas enormes, cajas gigantescas, cajas mastodónticas y cajas
colosales.
Todas ellas llenas de lo que había sido su vida hasta ese momento.
La abuela de Belén había muerto y le había dejado de herencia una casa
en otra ciudad. Era vieja, demasiado grande, demasiado difícil de calentar.
Pero era una casa y era gratis. Y eso era una característica lo
suficientemente atractiva como para animarle a dejar Madrid, meter toda su
vida en esas cajas, y marcharse a Coruña.
Su plan consistía en empezar una nueva vida desde cero. Organizarse,
buscar trabajo, hacer amigos, apuntarse a un gimnasio, encontrar su
cafetería preferida, localizar el pan más rico de su barrio. Todo lo que se
hace cuando una cambia de ciudad. Pero antes tendría que conseguir vaciar
todas esas cajas. Y no se iban a vaciar solas.
Siempre que haces una mudanza hay una pregunta a la que te tienes que
enfrentar. ¿Para qué narices tienes tantas cosas? ¿De verdad era necesario
comprar un pelador de tomates y uno de zanahorias? ¿Vas a volver a leer
algún día todos esos libros? ¿Cuántos pantalones de pijama crees que
necesitas? ¿Crees que algún día te va a volver a servir ese abrigo tan gordo
que llevabas al instituto? ¿Por qué tienes guardada esa tostadora que ya no
funciona? ¿Crees que de repente va a decidir volver a tostar? ¿Por qué
conservas esos once calcetines sin pareja? ¿Para qué sirve un radiocasete si
hace como quince años que no tienes ni una sola cinta? Bueno, a la radio al
final sí que le encontró una función. Su música fue la banda sonora de la
siguiente semana de vaciado intensivo general de cajas.
No sabéis cómo es un grito de Belén. Da más miedo que una casa con cosas
que flotan solas por el aire. Mucho más. De hecho, las cosas dejaron de
flotar, se detuvieron y se cayeron al suelo de repente.
—¡Ah, no! ¡Esto sí que no! ¿QUIÉN ESTÁ HACIENDO ESTO?
Nadie respondió, lo que aumentó todavía más el volumen de los gritos
de Belén. Sí. Era posible aumentarlos.
—¡ROTULADOR! —gritó—. ¡VEN AQUÍ AHORA MISMO!
Antonio explicó que no había ningún gran secreto detrás. Iba cogiendo cada
paquete y los llevaba flotando a cada dirección.
—A mí no me tienen que abrir ningún
portal, ¿sabes? Atravieso las puertas.
—¿Y no
te vio nadie?
—¿En medio de la noche? Lo único que
verían sería una caja flotando. Ya me
aseguré de levitar a suficiente altura para
que no me descubrieran.
—¿Y dónde las dejaste?
—Esta mañana cada uno se encontrará
con su pedido en el rellano de su casa.
—¡Oh! —dijo Belén—. Seguramente se preguntarán cómo ha llegado
hasta allí, pero bueno... Les dará un poco igual, ¿no? Quieren su paquete. Y
está allí, a primera hora.
—¡Claro! Además, he de decir que lo pasé bastante bien. Hacía tiempo
que no me daba un paseo por Coruña. Está supercambiado todo. ¿Sabes que
ahora hay carreteras y farolas? ¡Es increíble!
—¿Pero cuánto tiempo hace que estás en esta casa?
—No estoy muy seguro. Pero vamos, me vino bien el paseo. Además,
los fantasmas no dormimos.
—¿No dormís? ¿Y qué hacéis por las noches?
—Yo estoy aprendiendo a hacer puzles.
—¡Tengo que enseñarte a usar el mando de la tele!
—Sí, eso no estaría nada mal —pensó Antonio—. Oye, ¿qué te parece si
hacemos así?
—¿Así cómo?
—Déjame que te ayude a repartir los paquetes. Tardarás mucho menos.
Llegarás a casa enseguida. ¡Llegaremos! A mí me gustaría pasar por ahí el
día contigo y poder ver nuestra película cada noche como antes.
Esto era difícil de explicar para un humano, mucho más para un fantasma.
Los empleados no son los que más ganan en un negocio. Aunque sean los
que más madrugan, sudan, cargan, los que más horas hacen, los que menos
ven a su familia...
—Los que ganan más dinero son los jefes.
—¿Los jefes? Bueno. Eso es fácil —dijo Antonio—. Pues nos hacemos
nosotros jefes.
Belén se incorporó.
—¡Claro! ¡Podemos montar nuestra propia empresa!
—¿Nuestra propia empresa? ¡Claro que sí! ¿De qué?
—¿Qué es lo que mejor se nos da?
Los dos dijeron a la vez:
—¡CAJAS!
Antonio le habló de una enfermedad terrible que viajó por todo el mundo y
que causó estragos en Coruña. Murieron tantos tan seguido que no había
sitio ni tiempo para hacer tumbas para todos.
—Era la época del cólera. La verdad es que morirse se puso de moda. Yo
creo que me quedé aquí por eso.
—¿Cómo por eso? —preguntó Belén.
—Al ser tantos, tan de repente, igual perdieron mis papeles o lo que sea.
Quizá fue por eso, no lo sé. O a lo mejor me tuve que quedar porque tenía
un propósito.
—A lo mejor conocerme y ayudarme a trabajar.
—¡A lo mejor! —sonrió Antonio.
—Bueno, ¿entonces? ¿A qué hemos venido?
—A esto.
Belén se quedó sin respiración ante aquella escena. Fue la cosa más
maravillosa que había visto en su vida. Ella no tenía miedo a los fantasmas,
ni los fantasmas a ella.
La trompeta de Antonio se convirtió en un megáfono.
—Bueno, ¿qué? ¿Quién está buscando trabajo?
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