FANTASMADA

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Índice

1. Pacto fantasmal en la Biblioteca Nacional


Diego Arboleda

2. Demasiado grande, demasiado pequeño


Ana Campoy

3. Las tinieblas de Vigo


Ledicia Costas

4. Canción para Marina


Patricia García-Rojo

5. Mudanza macabra
El Hematocrítico

Créditos
1

Este relato es básicamente una historia de libros y fantasmas, pero su


comienzo en realidad es una fórmula, una fórmula sencilla que atañe a
cuatro elementos. Se podría resumir así: A + B – C = D.
El elemento A: la Biblioteca Nacional.

La Biblioteca Nacional es una institución fundada por el rey Felipe V a


comienzos del siglo XVIII. Es el centro depositario oficial del Patrimonio
Bibliográfico y Documental de España, custodiando más de 26 millones de
publicaciones, muchas de ellas de incalculable valor.
El elemento B: Sira.
Sira, líder del equipo del Triángulo Azul, es una amante de los libros, en
especial del manga y la cultura japonesa. El equipo del Triángulo Azul fue
fundado a principios del siglo XXI por el maestro de la clase para competir
con el equipo del Círculo Rojo. En la
anterior excursión que hicieron con el
colegio, los alumnos se portaron tan mal
que no les dejaron pasar del hall de la
biblioteca. Esta vez el maestro se inventó
esta competición: tenían que portarse lo
mejor posible, con la mayor educación y
que les dejaran pasar a diferentes lugares.
Como reto tenían que llevar su insignia, el
círculo o el triángulo, al lugar más especial
al que consiguieran llegar de la Biblioteca
Nacional.
Era un reto que Sira y el equipo del
Triángulo Azul deberían haber ganado, de
no ser por el elemento C.
Elemento C: Ezequiel.
Ezequiel,
líder del
equipo del
Círculo Rojo, pidió a su padre que le
imprimiera un pañuelo con el círculo en el
centro. Se lo ató en la frente con clara
intención de hacer el gamberro y lanzarse
una y otra vez contra el resto de sus
compañeros, asegurando ser un kamikaze.
Eso debía haberle llevado a la derrota. Pero
uno de los bedeles lo vio, y le dijo: «¿Hola,
te gusta la cultura japonesa?». Y Ezequiel
respondió sayonara. Que encima significa
adiós. Y el bedel, que sí era fan de todo lo
japonés, sacó del bolsillo un pañuelo con la
bandera japonesa, se lo puso también en la
cabeza, e hizo pasar a Ezequiel a la sala de
lectura y lo subió al punto más destacado,
sobre uno de los viejos relojes que hay en
las esquinas. Donde no llegaban nunca las visitas.

Sira sintió una gran rabia por dentro. Ella era la amante de los libros y la
cultura japonesa.
El bedel se entusiasmó y susurró al oído de Ezequiel: banzai. Gran error.
Al momento, Ezequiel convirtió ese susurro en un grito. BANZAI, aulló con
todas sus fuerzas en una sala donde debe reinar el silencio. La encargada de
la sala sacó con contundencia a Ezequiel y a un asustado bedel, que veía su
puesto peligrar en un claro caso de sayonara laboral.
Pero el daño ya estaba hecho. El equipo del Círculo Rojo había ganado
la competición.
Volvamos a la fórmula A + B – C = D.

La excursión había terminado y la clase estaba enfrente de la Biblioteca


Nacional, junto a la verja, en el paseo de Recoletos. El equipo del Triángulo
Azul esperaba sentado, desanimado. Ninguno tenía sus triángulos azules
cerca. Todos los habían tirado ya a alguna papelera.
Podría parecer que esa D de la fórmula es una D de derrota. Pero no,
entre otras cosas, porque las letras están puestas en orden alfabético, no por
ser la inicial de nada. Resolvamos la fórmula:
El elemento A, la Biblioteca Nacional, tiene dos cúpulas con sendas
ventanas. En una de esas cúpulas, en concreto en la de la derecha, el
elemento B, Sira, vio un fantasma.
Y el fantasma la vio a ella. Se dio cuenta de que Sira lo había visto.
E hizo un gesto para que subiera hasta allí.
El gesto del fantasma es importante por varias razones. La primera de
ellas es que aquella figura, de un hombre anciano rodeado de un aura
blanquecina, se arrancó un brazo y lo agitó con el otro para llamar la
atención de Sira.
Al ver ese gesto, Sira señaló hacia la cúpula con cara de sorpresa.
El elemento C, Ezequiel, miró hacia donde señalaba Sira y no dijo nada.
Él no veía el fantasma. Solo Sira.

A+B–C=D
Antes te he dicho que las letras de la fórmula no son iniciales, pero lo
cierto es que el resultado del elemento D sí comienza por D. Es la frase que
Sira le dijo a su amiga Ade, miembro de su equipo. Resolvamos la fórmula:
A + B – C = Dame una hoja y un lápiz azul y estate atenta a esa ventana.

2
El fantasma esperaba a Sira en el impresionante hall de la biblioteca.
Sira se acercó a él, y decidió mantener una distancia prudencial. Aunque
le resultaba difícil medir cuál era la distancia prudencial ante un fantasma.
—No te asustes, por favor —la tranquilizó el anciano—. Permíteme
presentarme: soy Servando Crípticus, alquimista y bibliotecario.
—Y fantasma —añadió Sira.
—Sí, eso también.
Nadie parecía fijarse en aquel anciano
fantasmagórico.
—¿Solo puedo verte yo?
—Eso es —confirmó el fantasma—. ¿Te
parece que alguien más me vea?
—¿Cómo sé que no es un truco? —
desconfió Sira, mientras miraba a su
alrededor—. Que la gente no está
disimulando...
Servando Crípticus se acarició la barba
un segundo. Después preguntó:
—¿Disimularía la gente al ver esto?
Cogió su propia cabeza con las dos manos, y la dejó en el suelo.
Desde el suelo, la cabeza de Crípticus comentó:
—Llevas una bota de cada color.
Sira no respondió. No estaba acostumbrada a hablar con cabezas
separadas de su cuerpo.
Servando Crípticus devolvió la cabeza a su sitio original y siguió
hablando como si nada:
—En mi época hubiese sido peligroso. Solo las brujas vestían así.
Resulta raro.

Sira salió de su estado de sorpresa:


—No más raro que separar la cabeza del cuerpo —replicó.
—Sí, cosas de la Inquisición —respondió el fantasma—. Bueno, y del
sabio Horacio, que decía prodesse et delectare. ¿Sabes latín?
—No.
—Significa «Enseñar deleitando». Le hice caso y quise enseñar a las
autoridades que la alquimia no era magia negra —explicó Crípticus—. Les
mostré al tribunal de la Inquisición mis investigaciones más impresionantes,
para que se deleitaran. Pero no se deleitaron.
—Es que así, de entrada, no parece una buena idea... —comentó Sira,
por decir algo.
—Ay, no lo fue —suspiró Crípticus—. Me cortaron la cabeza y los
brazos.
—Lo siento mucho.
—Más lo siento yo. Pero ya me he acostumbrado.
—Entiendo... —Sira bajó la voz y susurró—: y desde entonces vagas por
la Biblioteca Nacional buscando venganza.
—¡Para nada! —exclamó Crípticus ofendido—. Además, no me gusta
esa expresión aplicada a los fantasmas. Vagar. Suena a hacer el vago. Los
fantasmas tenemos mucho trabajo.
El anciano no parecía peligroso. Y Sira recordó que tenía un objetivo,
una misión. Llevar el Triángulo Azul al lugar más especial de la Biblioteca
Nacional.
—¿Trabajas en esa cúpula? —preguntó—. Necesito que me lleves allí.
—Antes tendrás que ayudarme —le advirtió Servando Crípticus—. Quid
pro quo. «Tú me ayudas y yo te ayudo».
Sira dio un paso atrás. No sabía si podía confiar en ese fantasma y sus
frases en latín.
—¿¡Quieres que te ayude a vengarte!?
—se alarmó Sira—. ¡No pienso cortarle
nada a nadie!
—¡Pero qué obsesión con vengarse tiene
esta chica! —Crípticus juntó las palmas de
las manos y con los dedos así, juntos, señaló
a Sira—. No, quiero que me ayudes a hacer
un regalo. Es el cumpleaños de la
Emperatriz de los Fantasmas. Los miembros
de su Consejo Superior tenemos que
regalarle algo especial.
—¿La Emperatriz está aquí? —desconfió
Sira una vez más—. No puedo verla.
—No está aquí. Está en su lujoso palacio. En su sala de suelos de
lapislázuli y columnas crisoelefantinas.
—¿Por qué tienes que decir esas palabras tan complicadas? —se quejó
Sira—. A mí lapislázuli me suena a lápiz azul y crisoelefantina a algo de
elefante...
—El lapislázuli es una gema, una piedra preciosa, muy bella y valiosa. Y
crisoelefantino significa que está hecho de oro y marfil.
—Pues no sé cómo voy yo a ayudarte a hacerle un regalo a alguien que
tiene un palacio así.
—Yo tampoco lo sé. Pero sí sé que puedes. Estás destinada a ayudarme.
Todos los años, en el cumpleaños de la Emperatriz, se me permite salir y
mostrarme. Pero solo me ve la persona que puede ayudarme. Es tu destino.
Si me has visto, es que puedes ayudarme.
Sira no acababa de entenderlo. Pero al fin y al cabo estaba hablando con
un fantasma.
—¿Y qué ganas tú con eso? —le preguntó.
—La Emperatriz valora lo especial, lo
original. Si le gusta mi regalo, me premiará.
Y podré tener el puesto de fantasma fijo
aquí en la biblioteca.
—¿Quieres vagar para siempre en esta
biblioteca?
—Vagar, no, qué manía —refunfuñó
Servando Crípticus—. Estar aquí, entre
libros.
—De acuerdo —accedió Sira—. Y tú me
llevarás hasta la cúpula y me ayudarás a asomarme a la ventana.
Crípticus se arrancó el brazo y lo extendió hasta Sira ofreciéndole la
mano. La distancia de seguridad a la que Sira se había colocado era justo
dos brazos de fantasma.
Sira estrechó la mano de Servando Crípticus. Estaba fría, pero no tan fría
como ella había imaginado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el fantasma.


—Sira.
—Tenemos un trato, Sira. Pacta sunt servanda. ¿Sabes lo que significa?
—¿Pacto con Servando?
El fantasma sonrió:
—No, significa «Los pactos son para cumplirlos». Pero me caes bien,
Sira.
Servando miró a su alrededor y se acercó al primer carro de libros que
encontró. Extrajo uno de ellos y lo examinó. El título era Fábulas y cuentos
de la antigüedad. Pero el título no pareció importar a Crípticus. Lo miraba
calculando sus dimensiones. Lo comparó con la cabeza y los hombros de
Sira y dictaminó:
—Este valdrá. Junta los pies.
Sira juntó los pies. Servando Crípticus
abrió el libro por la mitad, y lo colocó sobre
la cabeza de la niña. Lo dejó caer. Las
páginas absorbieron a la niña, de la cabeza a
las botas de diferente color, y Sira
desapareció en el interior del libro. En ese
libro, como el genio en la lámpara, quedó encerrada.

3
En un lugar muy diferente del hall de la Biblioteca Nacional, Servando
Crípticus volvió a abrir el libro. Lo colocó abierto sobre el suelo y lo alzó
lentamente. Y, de pies a cabeza, Sira salió de entre sus páginas.
—Estamos en mi laboratorio —explicó el fantasma.
Después le dio Fábulas y cuentos de la antigüedad a Sira.
—Conserva este libro. Lo necesitaremos para que vuelvas. Y no te
asustes. Seguro que esto te resulta un poco extraño.
Sira se encontraba en una habitación de muros de pizarra negra, repleta
de libros, botes, instrumentos antiguos y extrañas esculturas de diablos y
otros seres fantásticos.
—Es raro —comentó Sira—. Pero no me da miedo.
—No me refiero al laboratorio, sino a mi amigo Bitroh de los Infiernos.
—¡Ay, madre!
Lo que Sira había pensado que era una escultura de un demonio era un
demonio, pero no una escultura.
—Encantado —dijo el demonio—, no tenemos muchas visitas de vivos
por aquí.
Bitroh era un demonio bajito, más que Sira, regordete y rojizo. Tenía
unos cuernos negros, un rostro sonriente, parecido al de un leopardo, torso y
brazos humanos, y patas similares a una cabra. En su espalda nacían dos
alas negras, a juego con sus cuernos.
Bitroh movió esas alas en un gesto de alegría. Hinchó el pecho, señaló
una caja que había a su lado y anunció orgulloso:
—Ya tengo mi regalo para la Emperatriz. He bajado a lo más profundo
de las capas del infierno. Más allá del pandemónium, más abajo del noveno
círculo infernal, en el último sótano de los sótanos abismales.
—Impresionante —alabó Sira.
—Sí, bueno. Hay un ascensor —matizó Crípticus.
—¿Hay un ascensor? —se extrañó Sira.
—Ya estamos, Servando —se enfadó
Bitroh—. ¿Siempre le tienes que quitar
valor a lo que yo hago?
Crípticus se encogió de hombros:
—Solo digo que hay un ascensor. Un
ascensor para demonios. Y como tú eres un
demonio, puedes usarlo.
El demonio resopló. Pero, para
desquitarse, abrió la caja del regalo.
Dos cabecitas diminutas asomaron al
mismo tiempo. Dos cascabeles sonaron de
forma alegre.
—Aquí están —mostró Bitroh con satisfacción—: Dos chihuahuas de
llama blanca.

—¡Qué monada! —exclamó Sira.


—Monada, no, ¡son terroríficos! —la corrigió el demonio—. Es fuego
blanco. Es antinatural. ¡Es fuego que no quema!
—Estupendo, así se pueden acariciar.
Y Sira acarició las cabezas de los chihuahuas.
—Que son terroríficos —refunfuñó el demonio, frustrado.
Servando Crípticus interrumpió la conversación y señaló la mesa del
laboratorio.
—Por favor, Sira, démonos prisa —le rogó el fantasma—. No tenemos
mucho tiempo. Ayúdame a hacer una tarta de cumpleaños. Será mi regalo.
—¿Tarta? —se sorprendió Sira—. ¿Los fantasmas coméis?
—No lo necesitamos —aclaró Crípticus—. Pero a la Emperatriz le gusta
mucho comer.
—Pues yo no sé hacer tartas.
Crípticus meneó la cabeza preocupado. Sira temió por un momento que
se le despegara del cuerpo.
—Pero me has visto... —replicó el fantasma—. Ya te lo he dicho, si
puedes verme, es que puedes ayudarme.
—Hum... —Sira reflexionó durante unos segundos—. Sé hacer tiramisú.
¿Tienes los ingredientes?
—¡Por supuesto! —se entusiasmó Crípticus. Y señaló las estanterías
llenas de botes—. Soy alquimista. Tengo los ingredientes más preciados del
mundo fantasmal.
Sira hizo memoria:
—Necesitaremos huevos, queso, café...
—Espera, más despacio —le pidió el
fantasma. Agarró un frasco y lo puso sobre
la mesa—: Aquí. Huevos de basilisco. ¿Qué
más?
—Queso. De mascarpone.
Crípticus agarró otro bote.
—Aquí. De mascarpone, no. De una
salamandra.
—¿Las salamandras dan leche?
—No —respondió el fantasma—. Me
refiero a que me lo vendió una salamandra.
Me hizo muy buen precio. Y café, dijiste. Del mejor, de grano de arena
volcánica.
—Bizcochos —siguió Sira.
—Aquí.
—Pero que no sean de arena.
—No, son de harina de mandrágora.
Sira se encogió de hombros.
—Supongo que valdrán.
Servando Crípticus parecía convencido, pero Sira no las tenía todas
consigo.
Aun así, Sira mezcló el queso y los
huevos para conseguir una crema. Mojó los
bizcochos en el café volcánico e hizo una
capa. Untó la crema. Y puso otra capa de
bizcochos.
—Dale tu toque especial —le animó el
fantasma—. Lo que te pida el cuerpo.
Sira echó un vistazo a los botes que
había en las estanterías de Crípticus. Tenían
nombres realmente extraños.
—No sé. ¿Aliento de sapo? —propuso.
—¡Eso es! ¡Aliento de sapo!
—¿Vejiga de murciélago?
—¡Magnífica idea!
Sira utilizó el polvo de esos dos botes. Tras unos segundos, se produjo
una pequeña explosión y una intensa humareda morada emanó del tiramisú.
—Quizá te pasaste con la vejiga de murciélago —dudó Bitroh.
—No importa —Crípticus, angustiado, señaló un reloj que había en uno
de los estantes. ¡No tenemos tiempo!
—Pues hay que enfriarlo para que se asiente —advirtió Sira—. ¿Tienes
nevera?
—Usaré viento de hielo —respondió Crípticus. Lo enfriará enseguida.
—Hay que espolvorear cacao —le recordó Sira.
Crípticus le mostró un frasco con polvo blanco.
—Tengo cuerno rallado, de cabra. Lo rallé yo mismo.
—No me convence el color. Tendría que ser más oscuro —dijo Sira. Y
señaló a Bitroh—. Como el de sus cuernos.
—¿Los míos? —el demonio dio un respingo—. Ni los mires.
Pero Crípticus ya tenía un rallador en la mano. Con rapidez, agarró la
cabeza de su amigo y se puso a rallar.
—¡Esto es humillante! —se quejó Bitroh.
—Vamos, vamos... Déjame rallarte los cuernos un poco. Si apenas los
usas.
De repente fueron interrumpidos por un ladrido estremecedor.
Uno de los chihuahuas aullaba mientras aumentaba de tamaño y
cambiaba de color.
—¿Qué ocurre? —preguntó Crípticus.
—¡Se ha comido la mitad de la fuente! —dijo Sira.
Un olor nauseabundo llenó el laboratorio. El aullido se volvió más
grave, convirtiéndose poco a poco en un rugido. Donde antes había un
chihuahua, ahora veían un ser peludo y monstruoso, mezcla de muchos
otros animales. El otro perro se refugió en la caja asustado.
Bitroh empujó al extraño y apestoso ser con una silla, haciéndolo
retroceder hasta que se metió en una cueva que había en la pared de pizarra
negra.
—¡Atrás! —gritó el demonio—. ¡A la cueva!

—¡Es mi dormitorio! —avisó Crípticus—. ¡Eso no es una cueva!


—¡Y esto ya no es un perro! —respondió el demonio.
—¡Es un monstruo! —dijo Sira.
—Os equivocáis —Crípticus se asomó a su dormitorio—. Ya no es un
monstruo.
Dos pequeñas bolas peludas salieron disparadas de la cueva.
—Ahora son tres.
Dos monstruitos peludos y del tamaño de un conejo corretearon por la
sala.
Crípticus cogió uno y lo examinó con una lente.
—¡Son sus hijos! —exclamó Sira.
—No puede ser —se opuso Bitroh—. Los dos chihuahuas eran machos.
—Obscura quaestione. Es una cuestión oscura. —dijo Crípticus alzando
el índice—. Para la bestiariología clásica, la sexualidad de los monstruos ha
sido siempre un tema espinoso.
—¿Espinoso por qué? —preguntó Sira.
—Mira, te lo mostraré —le dijo el fantasma. Y le dio la vuelta al
monstruito que tenía en la mano. ¿Ves? Está lleno de espinas.
—Caray.
Bitroh observaba al monstruo desde la puerta del dormitorio.
—Pues este desde aquí parece un macho —dijo.
De repente, el monstruo cambió su rugido por un silbido agudo y dulce.
El otro pequeño chihuahua salió corriendo de la caja. Su cascabel
repiqueteó, directo hacia el dormitorio de Crípticus.
—¡Cuidado, el otro chihuahua se mete en la cueva! —advirtió Sira.
—¡No, tú no! —gritó Bitroh mientras se lanzaba torpemente hacia el
perrito.
Pero solo logró dar un sonoro barrigazo contra el suelo. Chihuahua y
cascabel se perdieron en el interior de la cueva.
Crípticus intentó tranquilizar a su amigo Bitroh:
—¡Nolite timere! ¡Nada que temer! Esos
dos perros eran hermanos. Y según la
bestiariología la fraternidad de las bestias es
una substancia perenne que reside junto al
corazón, en el tercer espacio intercostal...
Del interior del nicho se oyeron unos
desesperados gemidos de chihuahua
seguidos del sonido de un tremendo
zarpazo.
Bitroh bajó la cabeza abatido:
—Pues me temo que aquí el monstruo se está comiendo la fraternidad de
su hermano.
El reloj del estante comenzó a sonar.
—Tenemos que ir al palacio —afirmó Servando Crípticus de forma
tajante.
El fantasma cogió una tiza, se acercó a una de las pocas zonas de la
pared que estaban libres de estantes y dibujó en la pizarra negra una puerta.
Las líneas de tiza brillaron y abrieron una puerta real en la pared.
Sira miró la bandeja. Tenían solo medio tiramisú que, al parecer,
transformaba a los animales en monstruos.
—Esto no ha salido como esperábamos —dijo.
Un cascabel salió rodando desde la cueva hasta los pies de Bitroh, quien
lo agitó melancólicamente.
—Dímelo a mí.

4
La puerta dibujada con tiza por Servando Crípticus comunicaba
directamente con el salón del trono de la Emperatriz de los Fantasmas.
Era una gran sala, muy diferente al laboratorio. Solo tenían en común las
paredes de pizarra negra. Nada más. Si el laboratorio estaba abarrotado de
botes, libros e instrumentos, esta gran sala era elegante y lujosa, pero estaba
vacía.

Crípticus no había mentido: los suelos eran de lapislázuli, de un color


azul brillante, como si cada losa contuviera un mar encerrado. Y las
columnas eran crisoelefantinas: lucían, monumentales, el oro y el marfil.
Las complicadas palabras del fantasma cobraron sentido de repente.
En esa lujosa sala entraron Sira y Crípticus con su medio tiramisú.
Y desde el fondo de esa sala se escuchó la voz de la Emperatriz:
—¿Qué es eso que huele tan mal?
Crípticus se detuvo, olió el tiramisú y se giró hacia Sira.
—Tampoco huele tanto —susurró.
—No es vuestro tiramisú —sonó la voz de Bitroh a sus espaldas.
Sira se dio la vuelta y vio al demonio, con los dos monstruitos en las
manos, y, detrás de él, el apestoso monstruo que antes fue un chihuahua.
—Me ha seguido —se disculpó el demonio.
Esta poco glamurosa comitiva caminó hacia el fondo de la sala, donde se
encontraba el trono de la Emperatriz.
Al verla, Sira exclamó sorprendida:
—¡Es una yurei!
Efectivamente, la Emperatriz era un fantasma japonés. Tenía un
larguísimo pelo negro que contrastaba con su kimono blanco. A cada lado
de su cabeza flotaba un fuego fatuo, uno de color verde y otro azul.
—Bitroh de los Infiernos y Servando Crípticus —dijo la Emperatriz—,
sois los primeros. ¿Qué me traéis?
—Pues a Sira, una viva que puede verme
—respondió Crípticus—. Y medio tiramisú
que, sinceramente, no os recomiendo comer.
—Yo dos... —añadió Bitroh, dubitativo,
enseñando los monstruitos—. Dos...
mascotas.
—Pues vaya —la Emperatriz frunció el
ceño antes de continuar—. ¿Y esa bestia
apestosa?
El demonio bajó la mirada.
—Pues me temo que la traigo yo
también.
Tres extraños personajes aparecieron de la nada en la sala. La momia de
un faraón egipcio, el fantasma de un emperador chino y un guerrero de
aspecto griego.
—Por fin —la Emperatriz dio una palmada—. Ya estamos todos. Faraón,
emperador, gran Alejandro Magno, sois bienvenidos. Siguiente regalo.

El faraón dio un paso al frente. De su bastón salió un haz de luz que


proyectó la imagen de un sólido edificio de piedra.
—Emperatriz, sois poderosa y rica. El más rico de nuestros faraones fue
Seneferus Rampsinitos, que mandó construir esta indestructible cámara de
piedra para sus tesoros. Os la ofrezco de regalo. La construiré piedra a
piedra junto a este palacio.

—Sin duda es más útil que un monstruo apestoso —sentenció la


Emperatriz mirando a Bitroh.
Sira sintió pena por el bibliotecario alquimista, pero no fue lo único que
sintió.
Alejandro Magno le ofreció a la
Emperatriz una fuente en apariencia
sencilla.
A continuación, el fantasma del
emperador chino mostró una caja blanca.
De la caja sacó un pequeño hombre de
madera, un buey de madera y un diminuto
arado, también de madera. El hombrecillo
de madera cobró vida. Sacó unas semillas,
las sembró, y al momento brotaron. En
apenas unos segundos aquel pequeño
hombre cosechó, molió y consiguió una harina blanca y brillante para hacer
pan.
—Emperatriz —habló el fantasma chino—, estos muñecos pertenecieron
a la dama San Nianzi, de la Posada del Puente de Madera. Con ella se
preparaba el pan de desayuno más delicioso de toda China. Os lo ofrezco
como regalo.
—Eso parece más apetitoso que medio incomible tiramisú —comentó la
Emperatriz mirando de reojo a Crípticus.
El bibliotecario alquimista bajó la mirada. El demonio se inclinó hacia él
y murmuró:
—Si lo sé, no te dejo que ralles mis cuernos.
—Pues todavía falta el regalo de Alejandro Magno —se lamentó
Crípticus.
Sira sintió pena por el bibliotecario alquimista, pero no fue lo único que
sintió.
Alejandro Magno le ofreció a la Emperatriz una fuente en apariencia
sencilla.
—Esta es una humilde fuente de
aceitunas de Grecia. Comeos una de ellas
antes de dormir y esta noche los dioses os
harán soñar con un lugar en concreto. Si
acudís a ese lugar en persona, allí habrá mil
monedas de plata. Cada aceituna que
comáis de este cuenco os hará tener un
sueño como ese.
—Esas aceitunas sin duda sabrán
deliciosas y me harán aún más rica —alabó la Emperatriz, complacida.
Pero Sira ya no pudo contenerse más:
—Emperatriz —dijo—. Sé algo, pero no sé cómo lo sé. Cada uno de
esos regalos esconde algo.
La Emperatriz alzó una ceja:
—Los miembros del Consejo no pueden mentirme. Me daría cuenta.
—No han mentido exactamente... —Sira no sabía explicarse muy bien
—. Es otra cosa.
—Habla con libertad —le pidió la Emperatriz de los Fantasmas.
—Conozco la historia de la cámara de los tesoros del faraón Seneferus
Rampsinitos —explicó Sira—. Es cierto que allí guardaba sus tesoros, pero
el arquitecto que la construyó ideó una piedra que podía moverse para
entrar y robar en ella. ¡La momia quiere robaros!
—Ahora un monstruo apestoso no parece tan malo —murmuró Bitroh.
—Conozco la historia de la dama San Nianzi, de la Posada del Puente de
Madera —continuó Sira—. Es cierto que con esos muñecos de madera
fabricaba un pan delicioso. ¡Pero quien lo comía se convertía en asno!
—Mira. Y criticaban mi tiramisú —murmuró Crípticus.
—Y conozco la fábula de Esopo que habla del sueño de las mil monedas
—dijo al fin Sira—. Es cierto que soñaréis con un lugar que os llevará hasta
mil monedas de plata. Pero no serán para usted. Son las mil monedas que
cobrarán unos piratas por apresaros.
La Emperatriz sonrió.
—¿Todo eso sabes?
Sira se encogió de hombros:
—Sé que lo sé, pero no sé cómo lo sé.
La Emperatriz señaló al libro de la Biblioteca Nacional que Sira tenía en
sus manos.
—Supongo que gracias a ese libro.
—No lo he leído.
—Pero has estado dentro. De los libros se entra y se sale. Y algo nos
dejan.
La Emperatriz se levantó del trono. Su pelo ondeó mientras los dos
fuegos fatuos brillaron con fuerza.
—¡Esfumaos! —ordenó al faraón, al emperador chino y a Alejandro
Magno.

Los tres grandes y poderosos personajes pusieron un gesto de terror y


desaparecieron con la rapidez que solo puede lograr un fantasma.
La Emperatriz volvió a sentarse y recuperó su semblante tranquilo.
—Gracias, Sira. Me has salvado de aquellos que quieren mi trono. —
Después se giró hacia Crípticus—. Servando, ha sido un gran regalo de
cumpleaños.
—Sabía que lo sería —afirmó el
fantasma—. Ella me vio.
—Puedes tener ese puesto de fantasma
bibliotecario que tanto deseas —le concedió
la Emperatriz—. Y devuelve a esta chica al
mundo de los vivos.
—¿Ya tengo que irme? —preguntó Sira
apenada.
—Sí —le dijo Bitroh con una sonrisa—.
Pero vuelve a visitarnos. Te dejaré rallarme
los cuernos. Pero solo un poco.
Servando Crípticus abrió el libro sobre la
cabeza de Sira. Lo dejó caer, encerrándola
de nuevo en él. Y después lo volvió a abrir.

5
No estaban en el hall de la Biblioteca Nacional sino en una habitación más
pequeña.
Era la cúpula a la que quería llegar Sira. Allí donde vio a Servando
Crípticus por primera vez.
—Tus amigos te están esperando —dijo el fantasma—. Para ellos no ha
pasado el tiempo.
—Ya... Pero... ¿Podré volver al palacio de suelos de lapislázuli y
columnas crisoelefantinas? —preguntó Sira con tono de súplica.
—Te lo prometo —respondió el fantasma—. Si eres capaz de no contar
nada de esto a nadie.
Sira alargó su mano ofreciéndosela a Crípticus y dijo:
—Pacto con Servando.
El fantasma rio y estrechó su mano.
—Pacta sunt servanda.
Sira sacó el folio y el lápiz de su bolsillo.
Pintó un triángulo azul en el papel. Acercó
una silla a la ventana. Se asomó y localizó a
Ade y a su equipo. Desde allí llamó su
atención y mostró el triángulo. Todos
comenzaron a dar saltos en cuanto la vieron.
Ezequiel abrió la boca primero. Luego su
cara se puso de color rojo, como el círculo
que llevaba en la frente.

El equipo del Triángulo Azul se alzaba con la victoria.


Qué difícil sería no contarles todo lo que había aprendido. Que los
fantasmas vagan, pero no hacen el vago, que de los libros se entra y se sale
y que un demonio es tu amigo si se deja rallar los cuernos.
Sira agitó el triángulo de lapislázuli, es decir, pintado con lápiz azul, y
sonrió mientras escuchaba las risas crisoelefantinas de sus amigos, esas
risas de marfil y oro que ascendieron como
remolinos de alegría hasta la ventana y
continuaron su camino perdiéndose en el
cielo.
Aquella mañana, cuando Gulliver despertó, se dio cuenta de que a su
alrededor las cosas no eran como de costumbre.
—Demasiado silencio —pensó.
Tanta calma no era normal en aquella parte del parque. Los jardines del
río Turia, su casa desde hacía años, solían albergar multitud de visitantes, a
cuál más ruidoso: deportistas dispuestos a batir sus marcas, paseantes que
parloteaban en voz demasiado alta o grupos de familias que reían a pleno
pulmón. Todos montaban un escándalo considerable. Conseguían, cada día,
que el parque fuera un lugar agradable y lleno de vida.
Pero aquella mañana, no. No se oía ni un alma. Ni siquiera en la lejanía.
Y eso no era nada habitual.
El parque del Jardín del Turia era un paseo abierto a todo el mundo. Era
muy extenso y rodeaba Valencia como si esta fuera un ojo y el parque su
párpado. Sus árboles eran tan frondosos como pestañas y protegían la
ciudad de la polución, el aburrimiento y los malos hábitos.
La forma del jardín era estrecha y alargada, igual que la de un camino. Y
esto era así porque, años atrás, el parque había sido el antiguo cauce del río
Turia, que bordeaba la ciudad.
Si lo piensas, no es tan raro. Los ríos son caminos para el agua. Es un
poco igual, aunque no exactamente lo mismo.
Así que aquel lugar, en realidad, era un río sin río. Pero Gulliver se
sentía muy agradecido por estar allí. Los jardines tenían mucho éxito entre
los visitantes. Gulliver solía escucharlos tumbado en su plazoleta de arena.
La gente elogiaba aquel lugar, el aroma de sus árboles y lo fresco que se
estaba en verano. Disfrutar de aquello era una suerte.
Como inglés afincado en la ciudad, Gulliver también lo pensaba. Sabía
lo afortunado que era al disfrutar de aquella explanada junto a su sombrero
y su espada. Aunque también tenía sus temores, no os vayáis a pensar.

Si alguien midiera a Gulliver desde la punta del pie hasta el último


mechón de su cabello, el resultado serían más de setenta metros. Demasiado
grande. A pesar de permanecer tumbado, el gigante temía asustar a los
pequeños visitantes. Era demasiado distinto a ellos.
Como no quería espantarlos, Gulliver se esforzaba muchísimo en su
trabajo. Se desvivía por ser agradable. Aunque nada más conocerlo, los
niños exclamaban de emoción. Corrían a subirse en sus toboganes y lo
querían de inmediato. Y entonces Gulliver pensaba que había sido
demasiado exagerado.
Solo había una pega. Y es que los niños que se hacían sus amigos pronto
crecían y desaparecían, aunque poco después regresaban con sus propios
hijos para que también lo conocieran. Por culpa de eso, para el gigante cada
vez era más difícil atender a tanta gente. Demasiado trabajo para Gulliver.
Pues, aunque los adultos ya no eran niños, junto a él todos seguían siendo
pequeños. Y ninguno veía problema en seguir tirándose por sus toboganes,
subir por sus escaleras y esconderse en sus recovecos.
Dado su éxito, Gulliver debía estar muy atento para vigilar a todo el
mundo. Sobre todo los sábados, un día demasiado abarrotado.
Procuraba evitar disgustos. Si veía que algún visitante se tiraba de mala
manera —mucha gente se vuelve loca con los toboganes—, Gulliver se
movía un poquito, una chispa de la que nadie se daba cuenta, y así la
llegada al suelo era más suave.
Era un trabajo agradable, aunque también muy sacrificado. Pues lo peor,
sin duda, eran las cosquillas. Con tanta gente caminando sobre él durante el
día, Gulliver tenía que hacer verdaderos esfuerzos para contenerse la risa.
Por eso, al finalizar la jornada, el gigante estaba agotado. Cuando los
empleados del parque cerraban las puertas y despedían al último visitante,
Gulliver ya estaba roncando.
Estar tumbado facilitaba las cosas. Era la mejor postura en la que caer
rendido cada atardecer. A veces echaba de menos ponerse de costado, o
incluso levantarse. Pero sabía que ese era su sitio y así era como debía
quedarse.
Aunque algunas veces, entre sueños, abría los ojos y observaba la luna
de Valencia. Se preguntaba si en otras ciudades y en otros lugares la luna
luciría de la misma manera. Sobre todo cuando estaba llena.

Demasiado bonita. Demasiado brillante como para no darse cuenta.

Todo esto para explicarte que aquel día fue demasiado raro para
Gulliver. El gigante se había despertado algo sorprendido, pasó una mañana
bastante extrañado y cuando llegó la tarde ya estaba muy pero que muy
preocupado.
No entendía aquel silencio. Era incapaz
de recordar un solo día en que el parque
hubiera estado vacío de personas. Aunque
fuera jornada de reparaciones en la que le
pintaran algún mechón del tobogán o le
cambiaran alguna de sus cuerdas, siempre
había jardineros, paseantes u otros visitantes
que se percibían a lo lejos, fuera de su
plazoleta.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Nadie
había pasado por el parque en todo el día. Y
no hablamos solo de los visitantes. Tampoco ningún empleado del
Ayuntamiento, como los jardineros o el personal de mantenimiento que
solía acercarse por allí. ¿Qué estaba pasando?
Entenderás que, sin gente, Gulliver tampoco podía preguntarle a nadie.
Aunque nunca había roto la norma de hablar, tal vez en una situación de
emergencia podría saltársela. Pero no hubo ocasión.
La noche caía ya sobre el parque. Normalmente a esas horas Gulliver
estaba dormido como un tronco, pero la intriga, el aburrimiento y la falta de
cansancio le hacían imposible conciliar el sueño. Todo era tan inusual que
ni siquiera se extrañó cuando, de repente, una voz surgió de la oscuridad:
—Chist, ¡oye! ¿Estás despierto?
Gulliver creyó que a lo mejor estaba dormido y eso era un sueño. Pero
no. La voz era de verdad y le estaba hablando:
—¡Eh, tú! Sé que me oyes bien. ¿Puedes hacerme caso? ¿Sabes lo que
está pasando?
No era una alucinación. Aquella voz alta y clara parecía provenir de un
lugar muy cercano a su plazoleta. Para Gulliver girar la cabeza era bastante
complicado, pero se dijo que merecía la pena por enterarse de lo que
pasaba. Así que hizo el esfuerzo.
—¡Oh, vaya! —exclamó la voz—. Así que yo llevaba razón. ¡No eres
solo una estatua!
El recién llegado se trataba de un ser algo transparente que permanecía
asomado tras el tronco de un árbol. Era pequeño —bastante pequeño, quiero
decir, ya que para Gulliver todo el mundo era diminuto— y su aspecto era
el de un niño emborronado. No como cuando se emborronan las letras al
borrarlas, no. Más bien como si quisieras mirar a alguien por debajo del
agua. Todo difuminado.
—Sí, sé que es difícil distinguirme —admitió el niño cuando Gulliver
guiñó los ojos para localizarlo—. Creo que me pondré debajo de esta farola
para que me veas bien. ¿Mejor así?

Bueno, un poco. Pero tampoco tanto. El niño visitante continuaba muy


desdibujado. Como difuso y sin límites. «Desenfocado», que dirían los
padres que tomaban fotos de sus hijos al tirarse por los toboganes. Aunque,
bajo la luz de la bombilla, el extraño era más distinguible.
—Oh, creo que no me he presentado —continuó el desconocido—. Me
llamo Ximo y vivo en el parque.
—¿De veras? —preguntó Gulliver. Aunque como hacía años que no
hablaba no supo si podían oírlo.
—Llevo aquí mucho tiempo —explicó Ximo—. Lo que pasa es que
normalmente aparezco por la noche. A esa hora, tú siempre estás
durmiendo.
A Gulliver le sorprendió esa sensación. Nunca había pensado que
alguien lo observara mientras dormía. Siempre había creído que cuando los
empleados cerraban las puertas no quedaría nadie por allí. Resultaba que en
aquel parque no solo pasaban cosas por el día. También lo hacían por la
noche.
—Pues claro que sí —le confirmó Ximo
—. Las noches aquí son de lo más divertido.
Son nuestras horas libres.
—¿Desde cuándo? —preguntó Gulliver, incrédulo.
—Desde siempre.
—Eso es demasiado.
—Qué va —replicó Ximo—. No te ofendas, pero llevamos aquí mucho
más tiempo que tú.
A Gulliver le extrañó oír eso. Llevaba
muchísimos años en su plazoleta. Tantos
que apenas lo recordaba. Pero sí que es cierto que hubo un inicio. Así era.
Todo fue por culpa de la gran riada. La que ocurrió hacía muchas
décadas, antes de que él llegara. Cuando el río Turia se desbordó y la ciudad
sufrió tanto que todavía hoy se recuerda.
El agua arrasó casas, anegó calles y arruinó negocios. Mucha gente
murió por culpa de aquello, que fue toda una tragedia. Por eso los
habitantes decidieron desviar el río para proteger Valencia. Nadie quería
más desbordamientos. Una desgracia así no volvería a ocurrir.
Así que, en el lugar del río, en ese cauce que había sido su camino, se
construyó aquel parque con su jardín. Lo hicieron justo sobre aquella herida
para que se hiciera cicatriz. Y fue entonces, en aquella época, cuando
Gulliver se instaló en Valencia. Cuando empezó a hacer amigos que
jugaban y saltaban sobre él. Así que Ximo llevaba un poco de razón, en
cierta manera. Sí hubo una época antes que él.
—Llevo años observándote —explicó
Ximo—. Siempre he querido despertarte y
saludarte, aunque los otros fantasmas no me dejaban.
—¿Los otros fantasmas? —preguntó Gulliver mirando alrededor.
—Sí. Decían que era mejor dejarte tranquilo. Pero yo creo que en
realidad les dabas miedo. Entiéndelo. Eres demasiado grande.
Gulliver pensó que a lo mejor Ximo era demasiado pequeño. Pero
aquella era una discusión que ninguno de los dos podría ganar. Así que no
la empezó.
—En realidad, lo que yo pienso es que lo mismo tú has oído algo. Por
eso estoy aquí.
—¿Algo sobre qué?
—Pues, sobre qué va a ser. Sobre la gente —Ximo señaló alrededor—.
El parque está vacío. ¿No lo has notado? Tú ves a muchos visitantes
durante el día. Lo mismo has escuchado lo que decían. Tiene que haber una
explicación para todo esto.
Ojalá hubiera sido así. Por desgracia, Gulliver se sentía igual de
desconcertado que aquel niño fantasma. De la noche a la mañana aquel
parque frondoso parecía más bien un desierto. Tampoco él entendía que allí
no hubiera ni un alma.
—Siento ser de tan poca ayuda —se lamentó—. Normalmente la gente
no suele charlar mucho. Solo juegan, se ríen y gritan. A veces, hasta cantan.
Pero estoy tan ocupado asistiéndolos que no presto mucha atención. Lo
siento.
—Vaya. Es una lástima —se lamentó Ximo—. Eras una de mis mejores
bazas.

A Gulliver le sorprendió oír aquello. No tanto porque Ximo le hubiera


tenido tan en cuenta sino porque alrededor no se veía a nadie. ¿Qué otras
posibilidades tendría Ximo de conseguir información?
Sin embargo, el niño no parecía demasiado preocupado. Observó un
instante el tamaño de la plazoleta, sonrió y se cruzó de brazos.
—Está bien, no desesperemos —concluyó—. Creo que es hora de
montar un aquelarre.

Supondrás que para Gulliver todo aquello era tan novedoso como para ti,
que eres un recién llegado a esta historia. El gigante nunca en su existencia
había presenciado nada similar. Todo era demasiado increíble.
Pero eso no fue nada comparado con lo
que pasó a continuación. Ximo carraspeó
para aclararse la garganta, elevó después el cuello y emitió un silbido tan
intenso que empezó a colarse por entre los árboles.
Y no es que te pida que uses tu imaginación —a veces hay que hacer un
esfuerzo extra para entender lo que otro te explica—, es que el silbido de
Ximo contenía luz realmente. La llamada penetraba en los jardines y se
colaba por entre los árboles. Su recorrido se ramificaba como los afluentes
de un río.
La luz pronto se topó con Vicent, el asustacorredores, uno de los
fantasmas más veteranos. Como aquel día no había podido asustar a nadie y
estaba bastante aburrido, nada más ver la señal, salió corriendo para
descubrir su origen.
Lo mismo ocurrió con Pura y con Remedios, las robameriendas, otras
habituales del lugar. Y exactamente igual pasó con Tropezones, que como
ya se dedicaba a poner zancadillas antes de construir el parque, nadie sabía
su nombre original.

Otros muchos fantasmas identificaron la luz y siguieron sus afluentes.


Todos desembocaron en la plazoleta de Gulliver, el lugar desde el que les
había convocado Ximo.
—¿Ya estamos todos? —preguntó el niño fantasma al ver el gran
número de compañeros que se había desplazado hasta allí.
—Espero que tengas una buena excusa para molestarnos —protestó
Pepo, el fastidiacumpleaños—. Para un día libre que tengo…
—Lo siento, pero el asunto es serio —Ximo zanjó las protestas—. Todos
sabemos que algo muy extraño pasa en el parque y debemos organizarnos
cuanto antes.
—¿Para qué? —protestó Alodia, la
hurtalibros—. Ahora nadie nos molesta. Así
estamos de rechupete.
—Tú estarás de maravilla —reprochó Pura—. En cambio, nosotras nos
morimos de hambre. Sin visitantes no hay merienda. Ay, lo que daría por un
buen bocadillo de lomo con patatas…
—Un poco de silencio, vamos —intervino Ximo—. Es fundamental
conseguir información y averiguar qué les ha pasado a los visitantes. He
preguntado a Gulliver, aquí presente, pero él tampoco sabe nada.
Deberíamos trabajar en equipo, ¿no os parece?
Gulliver vio cómo los fantasmas lo observaban. Algunos lo hacían con
desconfianza o, al menos, esa era la sensación que a él le daba. Todos
estaban igual de emborronados que Ximo y era difícil distinguir sus gestos.
En el fondo, entendía su reacción. Tal vez él fuera demasiado distinto a
ellos. Gulliver se dijo que era una absoluta lástima haber pasado tantas
noches durmiendo sin saber que todo eso ocurría a su alrededor.
—Bueno, centrémonos —Ximo procuraba calmar las aguas—. ¿Alguien
tiene alguna idea?
Los fantasmas se miraron entre sí. Aquella situación era muy inesperada
y a ninguno se le ocurría qué decir.
—No sé… ¿Los animales? —preguntó Vicent—. Alodia lee muchos
libros y además es intérprete. Lo mismo sabe traducirnos lo que digan.
—¿Pero tú has visto alguna ardilla que hable? —protestó Alodia—.
Además, sería absurdo. ¡Los animales ahora están en la gloria sin gente!
—¡Pues verás cuando no encuentren cosas que comer! —exclamó Pura
—. ¡Lo mismo cambian de idea!

Y la discusión empezó, otra vez, a embarullarse.


Gulliver se dijo que tal vez podía intervenir. Comprendía que los
habitantes del parque estuvieran así de revolucionados, pero Ximo llevaba
razón: había que hacer algo. Aunque él, tumbado y atado en aquella
plazoleta, no sirviera de mucho.
Por lo general, prefería mantenerse en silencio, pero si lo que sugería
gustaba a los fantasmas, lo mismo empezaban a mirarle de otro modo. Así
que contó hasta tres y decidió pasar a la acción.
—Perdonad, pero… —interrumpió—. ¿Alguien ha hablado con las
gárgolas?
De pronto, en la plazoleta se hizo el silencio. Todos se giraron para
observar a Gulliver, que permanecía muy atento.
El gigante había meditado muy bien su sugerencia. Conocía a las
gárgolas porque las cuatro se encontraban muy cerca de su plazoleta. Tanto
que a veces escuchaba sus carcajadas desde lo alto de su puente. Solían
reírse de los visitantes, sobre todo si llevaban calcetines con sandalias.
—Oye, pues no es mala idea… —
murmuró Vicent.
—Claro que no. Es muy buena —alabó Ximo—. Y supongo que
ninguno de vosotros se habrá atrevido a preguntarles, ¿verdad?
Algunos fantasmas miraron al suelo evitando la cuestión. Otros lo
hicieron hacia arriba, como si el asunto tampoco fuera con ellos. Hablar con
las gárgolas no era algo tan sencillo. Su puente era el último de la zona y a
partir de ahí se abría el abismo.
—Sabes de sobra que el puente de las gárgolas es la frontera y que ir allí
es peligroso —Pepo encaró la cuestión—. Más allá no podemos seguir.
—¿Quién lo dice? —preguntó Gulliver—. El extremo este sigue siendo
parte del parque. ¿Por qué no podéis avanzar?
—¿Estás loco? —exclamó Remedios—. ¡Cruzar más allá del puente es
una locura! ¡Es césped prohibido!
Era la primera vez que Gulliver oía algo
semejante. Hasta ese momento siempre
había pensado que la zona de la Ciudad de las Artes y las Ciencias —la que
estaba más al este del parque— era un sitio del que todo el mundo estaba
muy orgulloso. Muchos turistas lo visitaban a lo largo del año. Era el último
tramo del jardín antes de la antigua desembocadura del río. Más allá de ahí
solo estaba el mar.
—Sí, la Ciudad de las Artes y las Ciencias es muy bonita—explicó
Ximo—, pero el problema es otro.
—¿Ah, sí? ¿Cuál? —A Gulliver le costaba creer que eso fuera verdad.
—¡Pues que esos son los dominios de Amparo, la fantasma de la ópera!
—exclamó Pura—. Gobierna el auditorio y su alrededores con mano dura.
A veces es cruel.
—Por no hablar de que castiga a los fantasmas que no cantan bien —la
apoyó Remedios.
Y no solo eso. Según explicó Alodia, Amparo solía montar óperas por la
noche, a la luz de las velas —ya que los empleados del Palau siempre
cortaban la luz al marcharse. Eran representaciones muy exquisitas, a las
que solo estaba invitada la nobleza fantasma. Aplaudían muchísimo
siempre, aunque el espectáculo no fuera ni mucho menos excelente.
—Bah. Todos esos pelotas… —explicó Pepo—. En realidad, le tienen
miedo.
—Sí, sin duda aquí vivimos más relajados —confirmó Pura de nuevo.
Ximo asintió apoyando a sus compañeros. Aunque la situación era tan
extrema que tal vez las medidas también tenían que serlo.
—Sabemos que ir hasta el límite siempre da respeto —reconoció el
fantasma—. Pero también es cierto que Amparo está más en contacto con
las altas esferas. Estoy convencido de que ella sí sabe lo que ocurre.
—Esa señora hace pactos raros —protestó Alodia—. No pienso juntarme
con ella.
—Cuando te mira siempre sabe lo que estás pensando—apoyó Remedios
—. Es terrorífica.
Estaba claro. Si algo había aprendido Gulliver aquella noche, era que la
zona de la ópera era territorio prohibido. Se dijo a sí mismo que debía
recordarlo. Si quería que esos fantasmas lo admitieran y dejaran de mirarlo
con desconfianza, no debía mencionar a esa tal Amparo ni esa parte del
césped.
—Está bien. Vemos que ha quedado claro —dijo Ximo, por su parte—.
Preguntaremos a las gárgolas primero. Vamos a organizar una expedición.
¿Algún voluntario?

Más tarde, Ximo explicaría a Gulliver los temores respecto a cruzar a la


zona prohibida.
Amparo era de esos fantasmas
incómodos y demasiado acostumbrados a
mandar. No todo el mundo está dispuesto a vivir con miedo de hacer algo
malo. Sobre todo cuando el que decide lo que está bien o lo que está mal es
otro fantasma.
Sin embargo, la situación era tan extraordinaria que no podían quedarse
de brazos cruzados. Debían actuar.
El único problema fue que la noche era fría y amenazaba lluvia. De
hecho, nada más caer las primeras gotas, los fantasmas se despidieron
rápidamente.
—Tenemos que irnos —anunció Ximo mirando al cielo—, pero nos
vemos mañana, ¿vale?
A Gulliver le pareció una exageración que unos espectros como aquellos
temieran mojarse por un chaparrón. Él lo hacía siempre que una nube
descargaba y no le pasaba nada. Pero supuso que sería por su origen inglés.
A él la lluvia no le parecía tan importante.
Al menos, Ximo había asegurado que
avisarían a las gárgolas la noche siguiente.
Así que a Gulliver no le quedó otra que conformarse. Quién sabe. Lo
mismo por la mañana los visitantes regresaban como si no hubiera pasado
nada y el problema se resolvía por sí solo.
De todas maneras, Gulliver aún estaba fascinado por lo que acababa de
presenciar. ¡Fantasmas en el parque! Cuántas tardes, antes de dormirse, se
había sentido demasiado solo en aquella plazoleta. Demasiado
incomprendido y diferente. Ahora resultaba que había estado rodeado de
compañeros que, aunque diminutos, parecían tener sus mismos temores.
Qué lastima haberlos descubierto en tan mal momento, justo cuando los
visitantes habían desaparecido. La vida no siempre es perfecta.
Y es que Gulliver tenía un problema. Lo había notado crecer en su pecho
aquella mañana y después se había convertido en un temor enorme. Pues,
¿sería posible que aquella catástrofe durara mucho tiempo? ¿Que la gente
no volviera?
El gigante sabía que la ausencia de personas sería terrorífica para él. No
solo porque sin mantenimiento su atracción empezaría a deteriorarse, sino
porque, sin visitantes, su lugar en aquel parque no tenía razón de ser. Sin
niños que saltaran sobre él ¿para qué serviría? ¿Qué podría hacer?
Decidió dejar de pensar en cosas que le
daban demasiado miedo y optó por
dormirse cuanto antes —estaba visto que trasnochar le sentaba muy mal—.
Gulliver solo deseó que aquello se quedara en una anécdota.
Sin embargo, cuando despertó al día siguiente, ocurrió lo mismo que
tanto había temido: ningún visitante se acercó hasta el parque. Ni uno. Allí
no había nadie.
Gulliver permaneció todo el día observando los accesos —todos los que
eran visibles para él, claro—, pero nadie se asomó ni siquiera para echar un
vistazo.
¿Qué diantres estaba ocurriendo? ¿Se habrían olvidado de él?
No tuvo más remedio que esperar hasta la noche, cuando un susurro al
lado de la oreja le despertó de su sueño intranquilo. Con tan pocas horas de
descanso, Gulliver se había quedado frito y, cuando se desperezó, descubrió
que la luna ya había aparecido y que Ximo acababa de despertarlo.
—¿Algún movimiento? —le preguntó el fantasma.
—Qué va —contestó el gigante—. Aquí no ha venido nadie.
—Vaya… Es francamente extraño.

El temor del pecho empezó a molestar de nuevo a Gulliver. Allí atado se


sentía impotente. Y demasiado triste.
—Oh, vamos. No te preocupes —dijo Ximo al notarlo tan abatido—. He
encargado a Vicent que avise a las gárgolas y entonces veremos.
—¿A Vicent? —Gulliver trató de hacer memoria.
—Vicent es nuestro espantacorredores ¿recuerdas? Nadie es tan rápido
como él.
Estaba claro que Ximo contaba con un buen equipo. Aunque era extraño
no verlos por allí.
No obstante, fue cosa de un momento. Casi de inmediato, Ximo puso la
mano en la frente a modo de visera. Parecía distinguir algo.
—Vicent se acerca —confirmó—. Vamos a avisar al resto y veremos qué
nos cuenta.
Los fantasmas acudieron una vez que Ximo hizo su llamada.
Aparecieron aún más rápido que la noche anterior. Una vez reunidos, todos
se sorprendieron al ver que Vicent llegaba con alguien más. Se trataba de
una de las gárgolas, que había decidido acompañarlo.
—Era lo más fácil y así os enteráis todos —explicó Vicent—. La
información de primera mano es la auténtica. Y, además… mejor que sea
ella quien lo explique.
Vicent empujó a la gárgola hacia delante sin previo aviso. La puso al
frente de la situación. Ximo, por su parte, intentó tranquilizar el ambiente.
Agradeció a la gárgola que hubiera hecho el esfuerzo de bajarse del puente
y caminar hasta allí, pero ella le quitó importancia dando un manotazo al
aire.
—¿Bromeas? —exclamó—. Esto es lo más interesante que me ha
pasado en tres días. Ahora mismo el puente es un absoluto aburrimiento.
—¿Quieres decir que por ahí tampoco ha
pasado nadie? —preguntó Remedios.
—Qué va. Ni una bici, ni un coche, ni un mísero peatón. ¡Nadie a quien
criticar! Ninguna de las cuatro gárgolas sabemos ya qué contarnos.
¡Menudo muermo!
Así que el problema parecía estar traspasando los dominios del parque.
La zona este también estaba afectada por aquel fenómeno extraño.
—Huy. Y no solo eso —continuó la gárgola—. ¡Toda la ciudad está
vacía de gente!
Una gran exclamación se adueñó de la boca de los fantasmas y también
de la de Gulliver, solo que como estaba demasiado alto nadie lo vio.
Aquello no era posible. ¿La gárgola les estaba tomando el pelo?
—En absoluto. No os engaño —confirmó ella—. Sé que una ciudad sin
ciudadanos es algo muy difícil de comprender. Por eso estoy aquí. A lo
mejor no creíais al pobre Vicent.

El espantacorredores se encogió de
hombros. Parecía aliviado por no haber
tenido que dar él mismo aquella noticia tan desconcertante.
—Pero ¿dónde están? —exclamó Petra con absoluto dramatismo—.
¿Dónde se han metido?
—Lo mismo han huido —intervino Remedios.
—O peor… ¡Los han secuestrado! —fabuló Alodia.
—No. Nada de eso —replicó la gárgola—. Es algo mucho más sencillo.
En realidad siguen aquí, solo que metidos en sus casas.
—¿En serio? —preguntó Ximo, igual de desconcertado que los demás
—. ¿Y eso por qué?
La gárgola se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Hay rumores, claro. La gárgola del noreste, mi
compañera de al lado, intentó preguntar al Parotet. Ya sabéis que su rotonda
está muy cerca de nuestro puente. Pero no conseguimos entender lo que nos
dice. No se qué de un bicho. Y por sus gestos tiene pinta que es de los
malos. Pero como el Parotet solo es un monumento y no tiene brazos, a
saber qué quiere decir.
Gulliver pensó que enterarse de algo a medias es casi peor que no
enterarse de nada. Demasiado poder para la imaginación. De hecho, pudo
comprobar, al instante, que así era.
Pepo y Pura empezaron a temer que algún otro fantasma fuera a hacerles
la competencia:
—Nosotros somos los dueños de esta zona del parque —exclamaron—.
¿Qué se habrá creído ese bicho de fuera?
El resto de fantasmas protestaron enérgicamente. Trabajaban mucho y
muy duro como para que alguien les invadiera.
Ximo dijo que el parque era, en realidad, de todo el mundo. Y que nadie
era más que nadie en aquella zona. Solo había que mirar a Gulliver. Él era
la estrella de aquella parte durante el día, pero tampoco iba presumiendo de
ello.
Al sentirse mencionado, Gulliver sintió un escalofrío. ¿Ximo pensaba
eso realmente? Él solo se limitaba a hacer su trabajo. Y en esos momentos
ni siquiera eso.

Pero el resto de los fantasmas luchaban por acaparar protagonismo.


—Nosotros somos buenos fantasmas —aseveró Pepo—. Asustamos a la
gente, pero con control. Sabemos que tampoco hay que pasarse.
—A lo mejor ese extraño lo ha mandado Amparo —continuó Petra—.
¡Lo mismo está pensando en invadirnos! ¡Defenderemos nuestra zona con
uñas y dientes! ¿Qué se piensa?
—No, no creo que sea nada de eso. —La gárgola calmó los ánimos—.
Es más bien algo de fuera, del ambiente. Pero ya os digo que solo son
rumores. Nadie sabe nada con seguridad.
Ximo agradeció que la gárgola fuera tan sensata. Con los fantasmas las
emociones siempre estaban muy alteradas. Sin embargo, la gárgola
continuó:
—De todas formas, lleváis razón en una cosa: Amparo es la única que
sabe lo que ocurre. No ha salido del Palau de la ópera desde que la gente se
empezó a encerrar en casa. Se ha metido allí con esa corte de fantasmas que
le hace de espectadores y no suelta prenda. Lo sabe todo, estoy convencida.
—Ya estamos otra vez con la dichosa ideíta de Amparo —protestó, de
nuevo, Pepo—. Ninguno irá a preguntarle. ¡No y no!
Gulliver pensó que Pepo era demasiado orgulloso. Y supo que Ximo
pensaba lo mismo.
—Me da que no nos queda otra —replicó, de hecho, el pequeño
fantasma—. Amparo es la única que parece tener información.
—Pero ¿cómo vamos a hacer eso? —exclamó Pura—. En cuanto
pongamos un pie en el césped prohibido, sus fantasmas nos apresarán.
—Bueno… eso no es así exactamente.
Quien acababa de hablar era Tropezones. Todos se giraron hacia él.
Gulliver cayó en la cuenta de que aquel fantasma desgarbado y
silencioso era el único que no había intervenido desde el principio.
Había estado muy callado desde que toda la crisis se había desatado.
Pero nadie hasta entonces se había dado cuenta. Al parecer, sí tenía algo que
decir.
—Tengo que confesar algo —se explicó Tropezones—. No lo había
dicho antes porque temía una multa del consejo, pero llegados a este
punto…
Pura y Pepo se cruzaron de brazos. No parecía sentarles muy bien que
otro se saltara las normas. Al fin y al cabo, las reglas estaban para algo.
—Resulta que, yo… una noche crucé más allá del puente.
Otro gran «Oooohhhh» se adueñó de los fantasmas congregados.
Aunque Gulliver esta vez no participó.
—¡Tenía muchas ganas de probar el minigolf! —se excusó Tropezones
—. Está en el césped prohibido y siempre he querido visitarlo. Así que, una
noche fui y…
—Bueno, está bien —lo interrumpió Alodia—. Por una vez no pasa
nada. A todos nos podría pasar.
—Ya. La cuestión es que… me gustó tanto que no he hecho más que
volver —Tropezones guiñó los ojos temiendo la ira del grupo—. ¡Pero
nunca nos ha pasado nada! ¡No nos vio nadie, os lo aseguro!
—¿Nos? —exclamó Pepo, indignado.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó Remedios como si el resto pudiera
responderle.
—Sí, bueno —Vicent dio un paso al frente—. Es que yo fui con él.

Aquello sin duda era impactante. Dos fantasmas saltándose las normas
en secreto. Quién iba a sospecharlo.
Para Gulliver, también era sorprendente. Y curioso, desde luego. Porque
mientras que para los fantasmas era algo demasiado horrible, para él era
demasiado bueno.
En el fondo aquella infracción traía buenas noticias. Significaba que ya
no había excusas para ir a la zona de Amparo, a ese dichoso césped
prohibido.
Sin peligro ya no había temor.
Demasiado genial para no aprovecharlo.

Ximo se encargó de organizar el equipo de inmediato.


Tropezones capitanearía el grupo. Ya que era el más experto en la zona
este, aprovecharían su irresponsabilidad. Vicent también se sumó por
desobediente —además de por ser el más rápido— y el consejo decidió que
Pepo, el fastidiacumpleaños, los acompañaría. Fue elegido por protestar
tanto. Ya que, si la situación lo requería, necesitarían a alguien crítico que
les hiciera reflexionar.
Gulliver pensó que aquella misión estaba condenada al fracaso desde el
principio. Aquellos fantasmas eran demasiado inocentes para solucionar
nada. Demasiado inquietos e indisciplinados. Si tenían suerte de enterarse
de lo que pasaba, había pocas probabilidades de que arreglaran algo. Pero
no dijo nada, claro. No debía hablar demasiado.
Al cabo de un rato, la expedición se puso en marcha. Los otros
fantasmas acompañaron al grupo hasta el puente. Allí los despedirían y a
partir de entonces tendrían que apañarse solos.
Ximo, en cambio, se quedó en la plazoleta junto a Gulliver. Prefería su
compañía mientras esperaban resultados. El Palau de la ópera estaba cerca.
Puede que esa misma noche tuvieran noticias.
Una gran luna iluminaba el parque, así que se tumbó junto al gigante.
Era curioso. De repente la noche se había vuelto demasiado solitaria.

—Me encanta este silencio —confesó Ximo al notar a Gulliver algo


melancólico—. Supongo que tú no estás tan acostumbrado a él como
nosotros. Tanta gente durante el día… ¡tiene que ser un escándalo!
—Lo es —respondió el gigante—. No me acostumbro a estar aquí y que
no haya ruido. Creo que esto me está afectando demasiado.
—Vamos, vamos —Ximo dio una palmada en la mejilla del gigante—.
No te deprimas. Seguro que podemos arreglarlo.
—¿Tú crees?
—Pues claro. Si los rumores son ciertos, es que hay una buena liada en
la ciudad, pero al final siempre nos reponemos.
—¿Y cómo se hace eso?
—Pues adaptándonos —aclaró Ximo—. Piénsalo. Nada nunca es
perfecto. Las ciudades, también esta, sufren malas rachas. Son como
nosotros. Todas tienen cicatrices.
—¿Hablas de la riada?
Ximo asintió. Gulliver ya había supuesto de dónde provenían esos
fantasmas. Tenían que ver con el río, con la invasión del agua, con las
ánimas que su rastro dejó.
—Todos sufrimos mucho con aquello —explicó Ximo—. Mucha gente
viva aún lo recuerda. Algunos todavía temen a la lluvia.
Eso era cierto. Gulliver había observado que los habitantes de aquella
ciudad, los vivos que a veces le visitaban, se escondían con las primeras
gotas, al igual que esos fantasmas. Cuando en Valencia llovía, apenas se
veían paraguas.
—Aquel día nadie se dio cuenta de lo que llegaba —relató Ximo—. La
zona de la huerta, la de los alrededores, se inundó, y horas después el río
trajo toda el agua. Penetró por todas partes. La riada fue imparable.
Después de aquello, el temporal no dio tregua. Llovió durante días y la
ciudad acabó destrozada. Las calles quedaron cubiertas de fango y de
tristeza. De algo así era muy difícil recuperarse. Demasiada desesperanza.
—Nosotros, por desgracia, no sobrevivimos —explicó Ximo—. Se nos
llevó el agua. Pero otros muchos sí lo hicieron y reconstruyeron lo que
quedaba.

La ciudad supo reponerse de aquello. Así que estoy convencido de que,


pase lo que pase ahora, ocurrirá igual. Seguiremos adelante.
Los muros siguen en pie a pesar de las heridas. Sus cicatrices son las
señales del tiempo. Gulliver pensó que Ximo llevaba bastante razón a pesar
de ser demasiado joven.
—Bueno, realmente tengo unos cuantos años más que tú —aclaró el
fantasma—. Aunque tú siempre me verás demasiado pequeño.
Gulliver sonrió. Ximo seguía llevando razón. El fantasma continuó:
—No hay nada perfecto del todo,
¿entiendes? Ocurre igual que con el río. El
agua se adapta al camino. Y el camino, a la vez, se amolda al agua. Los dos
se van poniendo impedimentos, pero, en cierta manera, también se están
ayudando entre sí.
—Pero aquí ya no hay río —señaló Gulliver.
—Es cierto. Ahora está en otra parte. Aunque, después de lo que pasó, él
también ha tenido que amoldarse.
En el fondo, todos lo habían hecho. Hasta ellos, convirtiéndose en
fantasmas.
—Nosotros aquí estamos bien —continuó Ximo—. Cada uno nos hemos
buscado una ocupación y ahora todo está equilibrado.
—Sí, pero yo… ¿qué puedo hacer? —Gulliver sentía su problema arder
en el pecho—. Sin niños, sin gente… Aquí atado no sirvo de nada. Soy
demasiado distinto a los demás.
—De eso nada. Eres uno de nosotros —afirmó Ximo—. Así que ahora
todos somos iguales. Además, estoy convencido de que este asunto de la
gente va a solucionarse. Y si no, mientras tanto, te daremos una ocupación.
Algo se nos ocurrirá.
Gulliver inspiró profundamente. Sentir el aprecio de Ximo era un
consuelo. El fantasma se incorporó. Acababa de tener una idea:
—Si quieres, puedo tirarme por tus toboganes hasta que el resto de los
niños regrese —exclamó—. ¡Siempre he querido probarte!
Al oír aquello, a Gulliver se le encendió el rostro. ¡Sería tan fantástico
volver a sentirse útil! Al fin y al cabo, Ximo era un pequeño fantasma. Un
espectro sí, pero con alma de niño. Se olvidaba de lo fundamental: un niño
necesita jugar siempre.
—Pues claro que sí —rio Gulliver— Aunque ahora estoy demasiado
cansado. Tal vez mañana, cuando todo esté más tranquilo.

Ximo asintió, satisfecho. Y una vez sellada la promesa, se recostó junto


a Gulliver. Decidió imitar su postura porque, como ya te he explicado,
todavía seguía siendo un niño.
Permanecieron así un buen rato. Lo que pasa es que aquella calma
pronto se deshizo. Se difuminó como el barro en el agua. Unos gritos, a lo
lejos, rompieron la quietud de la noche.
Ximo se levantó a ver qué pasaba.
—¡Oh! ¡Es una desgracia! —gritó alguien.
—¡Fuego! ¡Fuego! —se oía a lo lejos.
Gulliver y Ximo elevaron la mirada. Al fondo, en la zona este, la del
césped prohibido, la oscuridad del cielo empezaba a teñirse de malva.
Demasiado pronto para alegrarse, temió Gulliver. Empezaba a oler a
desgracia.

El temor se olía desde lejos, desde luego. Y eso era así porque en la zona
este algo se estaba quemando. Los animales, los fantasmas… todos los
habitantes del parque huían despavoridos.
A pesar de que la situación parecía complicada y de que la cara de susto
de Gulliver no ayudaba demasiado, Ximo corrió hacia el camino.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó a los que pasaban.
—¡No lo sé! ¡Todo el mundo corre! —gritó una de las gárgolas que,
junto a sus compañeras, ponía pies en polvorosa.
Las estatuas de las fuentes también huían
a la carrera, al igual que el resto de
espectros. No así Vicent, Pepo y Tropezones, que llegaron al poco rato,
discutiendo entre ellos.
—¡Es una catástrofe! —exclamó Petra al ver la magnitud del incendio
—. ¡Está ardiendo la ópera!
Pronto todos se enteraron de lo que había pasado. El Palau estaba
envuelto en llamas. Y los responsables habían sido, precisamente, la
expedición fantasma.
Al parecer, el grupo había entrado en la ópera justo en mitad de la
representación de Amparo. Esa en la que los fantasmas de su corte
aplaudían y le hacían mucho la pelota.
La idea era preguntar a Amparo en el descanso. Convencerla de que
debía darles algo de información. Pero en mitad del Réquiem de Mozart,
Pepo había tirado, sin querer, uno de los candelabros del escenario. La vela
había quemado el telón y el incendio se había descontrolado.
Mientras los fantasmas del parque seguían huyendo, Pepo, Vicent y
Tropezones seguían discutiendo:
—¡Tú y tu manía de ir soplando las velas de la gente! —protestaba
Vicent—. ¿No podías estarte quietecito?
—A ver ¿qué quieres que haga? —se defendió Pepo—. ¡No he podido
evitarlo! Soy un fastidia cumpleaños. ¡Lo llevo en la sangre!
—Sí, ¡pero no con las velas de Amparo! —intervino Tropezones—. ¿No
podías dejarlas en paz? ¡Tus tonterías nos han salido muy caras!

A pesar de muchos intentos, no había habido manera de apagar el fuego.


Y todos los fantasmas de la corte de espectadores habían huido del Palau.
—¿Y Amparo? —preguntó Petra.
—¡Ha sido la primera en poner tierra de por medio! —Vicent seguía
muy enfadado—. Ni siquiera ha querido hablar con nosotros. ¿Te crees que
iba a quedarse a ayudar?
—Pues estamos buenos.
—Lo que está claro es que habéis puesto
en peligro el parque —sentenció Alodia—. ¡Y por extensión a nosotros!
¡Todo el mundo está huyendo!
Era verdad. Y la ciudad sumaría otra catástrofe a su desgracia: se
quedaría sin ópera y sin parque. Ximo llevaba razón en que las heridas
siempre se superan, pero algo así sería muy difícil de recuperar. La pérdida
de aquello sería muy dura para Valencia. Por no hablar de que la casa de
todos volvía a estar en peligro. ¿Qué podrían hacer los fantasmas? ¡Aquel
incendio era tan colosal que no lo apagarían ni los bomberos! Era
demasiado grande. Inmenso.
Casi de inmediato, Gulliver interrumpió en plena catástrofe. Necesitaba
que Ximo se acercara. Quería hablarle.
—Córtame las cuerdas —le rogó.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Ximo, atónito.
—¡Las cuerdas! ¡Vamos! Tenéis que cortarme todo aquello que me
sujeta. Voy a levantarme.
Ximo, de repente, entendió lo que Gulliver quería decir. Era la primera
vez que veía al gigante tomar la iniciativa. Y a pesar de su preocupación,
sintió alegría.
—¿Estás seguro? —preguntó—. ¿Podrás hacerlo?
—No me queda otra —respondió él—. ¿Qué queremos? ¿Otra
catástrofe? Si dices que ese incendio es demasiado grande, es porque
vosotros sois demasiado pequeños. A lo mejor sí que es verdad que yo sirvo
para algo más.
Ximo sonrió al escuchar aquello. Estaba convencido. Así que pidió
ayuda al resto de los fantasmas para que desataran al gigante.

No fue sencillo, no te vayas a pensar. Hubo que buscar algunos objetos


que cortaran, como botellas rotas o hierros afilados. Pero unos fantasmas
con tanta experiencia no tuvieron problema en encontrarlos. Se conocían
todos los recovecos del parque.
Una vez que lo hubieron desatado, Gulliver tiró de sí con todas sus
fuerzas. Temía que tantos años paralizado le pasaran factura, pero por
fortuna no fueron suficientes. El gigante logró ponerse de pie y todos
admiraron lo increíblemente grande que era.
También comprobaron que Gulliver
llevaba razón: solo desde aquella altura
sería posible controlar el incendio. Así que el gigante no perdió un segundo.
Tomó su sombrero, aquel que lo acompañaba siempre en su plazoleta, y
avanzó sin premura hacia la Ciudad de las Artes y las Ciencias.
El fuego había avanzado mucho y ya amenazaba con colonizar los
alrededores del Palau. Solo una buena cantidad de agua podría detenerlo.
Así que Gulliver no lo pensó un instante. Hundió su sombrero en el lago y
lo descargó después sobre el edificio de la ópera.
No bastó con una vez, claro. Se trataba de insistir y no rendirse. Gulliver
pasó toda la noche recogiendo y apagando, y cuando el amanecer llegó, el
incendio ya estaba sofocado.
Así que, al ver que ya no había peligro, Gulliver se detuvo. Depositó el
sombrero en el césped y se sentó junto al edificio. Necesitaba parar un
momento antes de volver a su sitio.
El cielo ya clareaba sobre el mar, pero, por fortuna, Ximo aún no había
desaparecido. De hecho, fue hasta allí para hacerle compañía. Ya no
importaba que aquel fuera el césped prohibido. Todos los fantasmas estaban
muy agradecidos.
—Nos has salvado, Gulliver. El parque
está en deuda contigo.
«En absoluto», pensó el gigante. Aunque prefirió no decirlo. Gulliver no
solía presumir de sus hazañas, aunque sí debía admitir que se sentía
orgulloso por haber colaborado.
—Mejor que las dificultades vayan de una en una —afirmó, en cambio.
Ximo estaba de acuerdo. Mientras los ciudadanos resolvían la otra crisis,
la del bicho, mejor que no hubiera desgracias añadidas.
Pues poco después, los fantasmas descubrirían que el famoso bicho en
realidad era una enfermedad. Se enterarían de que superarla llevaría un
poco de tiempo, pero también que, con paciencia, esa brecha terminaría por
cerrarse. Los ciudadanos volverían al parque en algún momento. Así que,
con esa esperanza, los fantasmas se dedicarían a esperar.
Pero mientras tanto, aquella aventura, la del incendio, había acabado
bien. Y como Gulliver parecía más ilusionado, Ximo pensó que ya era hora
de regresar.
—¿Quieres que volvamos? —preguntó a su amigo.
Los ojos de Gulliver se entrecerraron.
—Sí. Pero dame un instante. El amanecer aquí es tan bonito…
Los dos admiraron los rayos de sol que ya despuntaban por levante.
—Demasiado hermoso —alabó Ximo.
—No, que va —respondió Gulliver—. Ahora nada es demasiado.
Los fantasmas de Vigo estábamos revolucionados. Pero revolucionados de
verdad. Como cuando suena el timbre para ir al recreo después de una clase
insoportable y todo el mundo se vuelve loco. Empiezan a moverse mesas y
sillas con un ruido de mil demonios, los niños gritan, las meriendas salen
disparadas de las mochilas, los pasillos se llenan de voces que se cruzan
unas con otras y es imposible entender nada. Pues exactamente así
estábamos los fantasmas de Vigo. Te preguntarás el motivo. Y si no te lo
preguntas no me importa nada, porque te lo voy a contar igual. Los
fantasmas de Vigo estábamos como motos, locos de remate, revolucionados
como un conductor con prisa en un atasco, como una manada de elefantes
en estampida, como tus padres cuando se enfadan y tiembla hasta el suelo.
¿Por qué? Porque teníamos un plan y no podíamos fallar. Ese plan consistía
en arruinar la Navidad de Vigo. Pero esto hay que explicarlo bien, porque la
palabra arruinar no significa lo mismo para los seres humanos que para los
fantasmas. Así que empecemos por el principio.

1
Vigo no es ciudad para fantasmas. Eso es algo que sabe hasta un fantasma
novato. A nosotros nos gusta la oscuridad, movernos en las sombras. Somos
felices en medio de una cueva llena de murciélagos, en un cementerio, en
una alcantarilla maloliente. Vigo no cumple ninguna de estas condiciones.
Y menos todavía en Navidad. Quizá no hayas estado nunca allí en esa
época. Es la pesadilla de cualquier fantasma. Todo se llena de luces de
colores. Montan un árbol gigante que se ve desde kilómetros de distancia,
una noria luminosa donde se proyectan
imágenes insoportables, con Papá Noel
bailando break dance y gente feliz y
sonriente que se abraza y hace el signo de la
V con los dedos. Es que vomito solo de
pensarlo. ¡Puag! Las calles se llenan de
guirnaldas de colores con formas de
estrellas, de campanas, de lazos. Hay una
caja gigante en forma de regalo que lanza
destellos insoportables en plena madrugada,
y también un muñeco de nieve gordo y
feliz. Una masa de grasa de luces led
funcionando a toda potencia para
amargarnos nuestra existencia. He dejado para el final una cosa que me
resulta especialmente irritante. Me refiero a una bola enorme que es un
híbrido entre un adorno de Navidad y la Estrella de la Muerte. Algunos se
visten de personajes de Star Wars para visitarla y sacarse fotos, fotos y más
fotos. Eso por no hablar de la gente. Toneladas de gente paseando por la
ciudad para contemplar el espectáculo. En los días centrales de la Navidad,
hay tantas personas que alguna vez hemos pensado que se hundiría el suelo.
Eso habría sido divertidísimo, porque debajo de ellos estábamos nosotros,
vagando por los túneles y las alcantarillas. Cruzando los dedos para que
sucediese esa tragedia que nos haría un poco más llevaderas las fiestas. Por
fin tendríamos algo que celebrar. Por desgracia, tal cosa no sucedió. Todo
sale siempre a pedir de boca para los humanos y mira, es que ya no
aguantamos más. SE ACABÓ.
Vigo tiene más cosas además de luces de colores. Si quieres saber cuáles
son, visita la página de su ayuntamiento, que allí se llama concello, y así me
ahorro explicarte todo aquello que les apasiona a los vivos y que a nosotros
nos parece insoportable: el mar, los montes, las plazas, los edificios que
guardan cientos de historias, desde el zepelín que atravesó el cielo hasta el
teatro que ardió durante un baile de carnaval y reconstruyeron piedra a
piedra. Paso de todo esto. Nosotros somos más de ruinas, casas
abandonadas, asustar gente. ¡Bu! Y hablando de asustar gente, en eso
consistía nuestro plan. Todo empezó con el
nombramiento de nuestra nueva alcaldesa.
Los fantasmas de Vigo somos demócratas.
No creas que esto es así en todas las
ciudades del mundo. Hay lugares donde
gobiernan fantasmas dictadores, que son
como los dictadores humanos, pero todavía
peor. Aquí preferimos que decida la
mayoría. Celebramos elecciones y salió
elegida Urania. Era la primera vez que se presentaba, pero tenía experiencia
de antes de morirse. De viva había sido una política bastante importante y
tiene las ideas muy claras. De hecho, en el discurso que dio la noche de su
nombramiento, no dejó lugar a dudas. Estábamos todos reunidos en el
cementerio. Se encaramó en la cabeza de un ángel que estaba a los pies de
una tumba, aclaró la garganta y dijo:
—Os prometí que, si salía elegida
alcaldesa, lo primero que haría sería
arruinar la Navidad de Vigo.
—¡SÍÍÍ! —gritamos todos los fantasmas,
entusiasmados con esa posibilidad.
—Sabéis que soy una fantasma de
palabra. Ya lo era cuando estaba viva y sigo
siéndolo ahora.
—¡LO SABEMOS! —coreamos todos.
—Fiel a mis principios, decreto ahora
mismo que llevaremos a cabo un apagón
general. Dejaremos la ciudad a oscuras,
sumida en las tinieblas.
—¡APAGÓN GENERAL!
—Seremos la envidia de alcaldes fantasmas de ciudades como Nueva
York, Tokio o París. Todos querrán visitar nuestras sombras. Vendrán
muertos de todas partes, esto se llenará de espectros. ¡Seremos la ciudad
zombi!
—¡CIUDAD ZOMBI, CIUDAD ZOMBI, CIUDAD ZOMBIII! —
exclamamos con fuerza, locos de contentos con aquella posibilidad.
—Los vivos se morirán de pena, sin todas esas luces cegadoras que tanto
les gustan. Pasarán las peores Navidades de sus vidas.
—¡LAS PEORES NAVIDADES DE
SUS VIDAS FUERON LAS DEL COVID!
—matizamos todos, de manera espontánea.
—¡Pues estas serán todavía peores! —
sentenció.
—¡TODAVÍA PEORES!
Después del mitin hubo una fiesta en el
cementerio. Bailamos hasta las tantas,
tiramos piedras contra los cristales de varios
mausoleos y pisoteamos todos los ramos de
flores que encontramos en las tumbas. Eso
es algo que hacemos en ocasiones
especiales y al día siguiente siempre
salimos en la prensa. Hay un fantasma que es el concejal de comunicación y
prensa y tiene esa estrategia bastante controlada. Se llama Cunqueiro. De
vivo dirigía un periódico y escribía libros, así que nos fiamos bastante de su
criterio. Bueno, quizá convenga precisar este dato. No es exactamente que
nosotros salgamos en el periódico. Los vivos redactan para los periódicos
titulares del tipo: Unos vándalos causaron la pasada noche destrozos en el
cementerio. Pues nosotros somos esos vándalos y estamos orgullosos.
Cuando la fiesta estaba a punto de terminar, un rato antes del amanecer,
decidí marcharme para continuar con la juerga en otra parte. Los vivos a
esto lo llaman «ir a un after». Nosotros lo llamamos «ir a asustar peña».
—Eh, Cunqueiro, ¿te vienes conmigo a asustar peña? —le pregunté—.
Tengo controlada la casa del concejal de fiestas especiales, que es el
responsable del alumbrado de Navidad. Tiene una hija pequeña con cara de
mosquita muerta. Nada puede salir mal.
—Asustar en pareja, eso me recuerda a mis primeros años de fantasma.
Me apunto ¡Vamos Coppini!
Cunqueiro es un fantasma bastante enrollado. Podría ser un pedante
porque sabe mucho sobre literatura y sobre la vida, pero la vida aquí no le
importa a nadie, así que, a los fantasmas que fueron personas destacadas, se
les suelen bajar los humos cuando se mueren. Hay alguna excepción, algún
fantasma egocéntrico siempre te encuentras, pero son los menos. Esa es una
de las ventajas de morirse. Cunqueiro también tenía fama porque era un
experto en gastronomía, pero ¿a quién le importa eso aquí, si no comemos?
Volamos por las calles de Vigo en dirección a la casa de la niña que
íbamos a asustar. La ciudad de noche es silenciosa y tranquila, como un
estanque en medio de un bosque. Me gusta la calma, odio el ruido con todas
mis fuerzas. Por eso, cuando no hay coches y el único sonido de la ciudad
es el de su propia respiración, me siento de maravilla.
—Estoy deseando que llegue el día del apagón —le confesé a mi amigo
Cunqueiro—. Me ha encantado el mitin de la alcaldesa.
—Todavía faltan un par de semanas. Tengo que reconocer que el plan de
Urania es fantástico. Fundir las luces el día del encendido es una genialidad.
Sobre todo, por la importancia que le dan los vigueses a ese evento.
¿Recuerdas la cuenta atrás de hace dos años?
—¿Cómo olvidarla? Había tantísima gente en la calle que los que
llevaban carritos de bebés recibían broncas y miradas furiosas de los demás,
porque ocupaban demasiado espacio.
—Sí, pero yo no me refiero a la multitud. Me refiero al alcalde de los
vivos. Empezó la cuenta atrás a los pies del árbol de luces leds. Cuando
llegó a cero, empezó a sonar una canción y se encendieron todas las luces al
mismo tiempo. El dijo algo así como: «Las mejores Navidades del mundo
en la mejor ciudad del mundo. ¡Viva Vigo!». Y la gente se volvió loca de
felicidad. Estallaron en una ovación. Imagínate lo que va a pasar este año,
en el momento de la cuenta atrás. Cuando se enciendan todas las luces y, de
repente, a los pocos segundos, se fundan.
—¡Glorioso! —exclamé.

Era un plan brillante que tenía dos fases. La primera, tal y como nos
había explicado Urania, consistía en fundir las luces el día del encendido. El
segundo se centraba en hacer una buena campaña de promoción para atraer
fantasmas de todas partes y llenar la ciudad y así conseguir el objetivo final:
convertir a Vigo en un hervidero de espectros venidos de todas partes, con
ganas de amargarle la vida a sus habitantes. Las próximas semanas
prometían movidas. Y para nosotros, acostumbrados al sopor de la muerte,
eso era algo que nos parecía fenomenal.
Llegamos a la casa de la niña que íbamos a asustar. En la puerta de su
cuarto había un cartel con su nombre. Se llamaba Uxía. Nuestra estrategia
estaba clara: tiraríamos algo al suelo para despertarla de un buen sobresalto.
En cuanto abriese los ojos, cogeríamos piezas de ropa, un peluche o lo que
fuese que encontrásemos en su cuarto. Como los humanos no podéis
vernos, el susto al ver los objetos flotando sería monumental.
Atravesamos la pared del cuarto de Uxía.
Su respiración era regular, todo apuntaba a
que dormía plácidamente. Imaginé que
estaría soñando con alguna de esas cosas
empalagosas con las que soñáis los vivos.
Cunqueiro me hizo una señal para que
cogiese la lámpara de la mesilla y la tirase
al suelo. Volé hasta ella y justo cuando
estaba estirando el brazo para alcanzar la
lámpara, Uxía abrió los ojos de par en par.
En condiciones normales eso no tendría ninguna importancia. ¡Pero es que
me vio! No había miedo en sus ojos, pero empezó a gritar. Y al descubrir
que aquella niña con la cara llena de pecas podía verme, yo grité todavía
más que ella. Solo que sus padres no podían oírme.
—Uxía, ¿qué pasa? —preguntó su padre, que entró en la habitación
alarmado por las voces de la niña.
—Este hombre no tiene pinta de concejal de fiestas especiales —le
comenté a Cunqueiro.
Pero la verdad es que nadie en pijama y con cara de dormido tiene pinta
de concejal.
—Lo siento, papá. He tenido una pesadilla horrible. Me he despertado
gritando —disimuló ella, supongo que para no delatarnos.
—¿Quieres que me quede un ratito contigo?
Uxía nos miró de reojo y esa fue la confirmación definitiva: aquella niña
podía vernos.
—No hace falta. Estoy bien.
El padre le dio un beso en la frente y salió de la habitación. Entonces,
Uxía se dirigió a nosotros sin cortarse un pelo:
—¿De qué vais?

Aquello nos dejó helados. Vale, helados ya estamos, porque somos


fantasmas y no corre sangre por nuestras venas. Es solo una forma de
hablar.
—¿Ahora os hacéis los tímidos? —insistió, al ver que no articulábamos
palabra. Pero es que estábamos completamente alucinados.
—No nos hacemos los tímidos, es que no solemos hablar con vivos. De
hecho, es mi primera vez —le confesé, después de unos instantes.
—Y la mía —añadió Cunqueiro, que parecía un poco desconcertado.
—Puedes vernos —le susurré.
—Por desgracia, sí —contestó ella—. Y
dejad que os diga algo: los fantasmas sois
unos desconsiderados. Os creéis que podéis
llegar aquí, a mi casa, y despertarme en
medio de la noche. ¿Por qué hacéis estas
cosas? Yo no me meto con vosotros. Solo
quiero vivir tranquila y ser una niña normal.
—¿No lo eres? —le preguntó Cunqueiro.
—Pues no, no y no. Por vuestra culpa no
soy normal, soy paranormal, y ya estoy
harta. ¿Qué tengo que hacer para que los fantasmas me dejéis en paz?
Tenía un cabreo impresionante.
—¿Pero esto te pasa a menudo? —quise saber.
Me moría de curiosidad. Todos los vivos a los que había asustado eran
unos miedicas aburridos, sin gracia de ningún tipo. Pero aquella niña tenía
algo especial.
—Todos los días. Os encuentro dentro de mi armario, en la nevera, en el
colegio, en las clases de kárate, en la casa de mis abuelos. ¡Hasta en el
cuarto de baño! No me dejáis ni hacer pis tranquila. No respetáis mi
intimidad. Y dejad que os diga otra cosa: no me caéis bien. Sois
pesadísimos, inoportunos, feos…
—¡Para el carro! —la interrumpí.
Seríamos muchas cosas, pero feos no era una de ellas.
—Contadme, ¿por qué estáis aquí? Y no me digáis que para asustarme,
porque, si es así, además de todas las cosas que os acabo de llamar, también
sois un poquito fracasados. Y eso no es algo para sentirse orgullosos.
¡Desde luego que no!
—Niña paranormal —le dijo Cunqueiro amablemente—, pareces un
poco estresada. Repites muchas veces la palabra no.
Aquella observación de mi amigo me pareció sorprendente. Se notaba
que había sido un escritor importante.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Los niños que dicen muchas veces la palabra no suelen estar
enfadados con el mundo. Por lo que nos has contado, parece que tienes un
don y que ese don te da problemas.
—Son las cinco de la mañana y estoy hablando con dos fantasmas.
Parece que sí, que este don me da algún que otro problemilla. Por lo menos
vosotros parecéis razonables —admitió, después de lanzar un suspiro—.
Normalmente es difícil entenderse con los
de vuestra especie.
—¿Y eso por qué? —le pregunté,
contento de percibir que Uxía se relajaba un
poco.
—Porque sois muy cansinos. Si no me
asusto, venís aquí todos los días a intentar
nuevas tácticas. Un fantasma me visitó
hasta setenta y siete veces seguidas. Se me
aparecía en los momentos más inoportunos,
para ver si así me derrumbaba. Una vez se
me apareció en el comedor del colegio.
Salió de repente de mi plato de espaguetis.
Me dio tal susto que pegué un grito y todos
los niños del comedor me tomaron por chiflada. En otra ocasión, atravesó la
puerta del baño del cole en medio del recreo mientras estaba haciendo pis.
Esa vez también grité. Aparecía en la papelera cuando afilaba un lápiz, salía
de la boca del trombón en clase de música, me perseguía por el patio…

—Eso es acoso —dije.


Cunqueiro me dio un codazo. No estaba bien acusar a un colega, pero es
que lo que estaba relatando Uxía era bastante fuerte y se me escapó el
comentario.
—Y ahora que os he contado mi vida, ¿qué queréis de mí? —nos
preguntó.
—Pues la verdad es que veníamos a asustarte —confesé.
—Pero ya que eso no ha funcionado y dada tu situación, estoy pensando
en que quizá podamos ayudarnos mutuamente —comentó Cunqueiro.
—¿Cómo? —preguntó ella.
Y así fue como empezó nuestra amistad con Uxía.

2
Jamás pensé que aquella escapada nocturna fuese a terminar haciéndonos
colegas de una niña viva. Va en contra de nuestros estatutos. Pero la verdad
es que me cayó bien. Además, la idea de Cunqueiro era bastante buena. Le
propuso lo siguiente: nosotros hablaríamos con los fantasmas de la ciudad
para que la dejasen tranquila. A cambio, ella conseguiría toda la
información que necesitábamos para el apagón. No le resultaría demasiado
complicado, los concejales suelen llevarse trabajo a casa. Además, al fin y
al cabo, el responsable de todo el tema del alumbrado de Navidad era su
padre. Ella aceptó, pero pidiéndonos algo más:
—Además de hablar con los fantasmas
de la ciudad para que me dejen en paz,
necesito otra cosa. Por culpa de los sustos
que me han dado vuestros amigos en el
cole, los niños piensan que me falta un
tornillo y eso me da bastantes problemas.
Me tratan como a una apestada.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —le
preguntó Cunqueiro.
—Podéis ayudarme. Quiero que me
traten bien.
Nos comprometimos a acompañarla al
colegio al día siguiente. Hacía un día de
perros, llovía un montón. Quedamos con ella en la parada del autobús, pero
llegamos un poco tarde porque nos enredamos contándole a Urania, nuestra
alcaldesa, el plan que teníamos para ayudar con el apagón general. Cogimos
a Uxía de camino, cuando ya estaba en el bus escolar. Se sentaba sola,
delante de todo, como si no quisiese relacionarse con nadie. Estaba muy
seria y tenía el ceño fruncido.
—Eh, zanahoria, ¿qué traes hoy de postre? ¿Una carrot cake? —le gritó
un niño mayor que ella que se sentaba al fondo.
—Así es mi vida —nos explicó ella, en bajito—. Ya veis qué ocurrentes
son. Llamarle zanahoria a una niña pelirroja. Tienen el cerebro del tamaño
de un guisante.
—Zanahoria, ¿estás sorda o qué? —insistió aquel niño, lanzando una
bola de papel que pasó rozando su cabeza.
Como Uxía lo ignoró por completo, estuvo fastidiándola todo el
trayecto. Ella no se inmutó. Lo normal habría sido que se echase a llorar o
que estallase en algún momento, pero se puso unos auriculares, subió el
volumen de la música y pasó de todo, como si todas aquellas estupideces no
fuesen con ella. Se ahorró escuchar comentarios feísimos que Cunqueiro y
yo sí oímos. Entre otras cosas, le dedicó una canción donde la ridiculizaba.
Por eso, mi amigo fantasma y yo, actuamos como actuamos. Cuando aquel
niño repelente se bajó del bus y echó a andar, le hicimos la zancadilla
delante de un charco lleno de barro. Se lo comió de lleno y se puso perdido,
daba lástima verlo. Tenía manchada de barro hasta la cara.
—Vaya, ahora ya no te ríes tanto de mi pelo de zanahoria —le dijo Uxía,
delante de todos—. ¿Qué has traído de postre hoy, una barro cake?
En aquel instante, Cunqueiro y yo entendimos para qué nos necesitaba
Uxía. La única forma que tenía de que la dejasen tranquila, que parasen de
burlarse de ella, era interviniendo cuando la atacasen. Aquello nos pareció
muy divertido. Teníamos que pasarnos el día haciéndole faenas a niños
vivos, ¿podía haber un plan mejor?
Una de las cosas más divertidas sucedió en la clase de Educación Física.
La profesora organizó un partido de baloncesto y un niño le tiró a Uxía un
balonazo a la cabeza a propósito. Le hizo daño, aquello estuvo fatal y de
divertido tuvo bien poco, pero ella no soltó ni una lágrima.
—Tranquila —le dijo Cunqueiro mientras ella se reponía del golpe—.
Esto no va a quedar así.
Voló hacia el niño, le aflojó el cordón de los pantalones y tiró de ellos
hacia sus pies. Llevaba unos calzoncillos de corazones bastante ridículos.
Todos estallaron en carcajadas al verlos.
—Gracias —susurró Uxía, con los ojos un poquito húmedos.
—Te confieso que, en mis años de vivo, jamás imaginé que acabaría
haciendo algo así —le contestó él, seguramente recordando su vida como
escritor y periodista de prestigio—. Pero me alegro mucho de haberte
ayudado. Ese niño se ha pasado.
Nuestra siguiente intervención fue en el comedor. Uxía se levantó para
coger una servilleta en un carrito y un par de niños aprovecharon para echar
un puñado de sal en su plato de ensaladilla rusa.
—No comas —le advertí cuando regresó—. Te han hecho una faena con
la sal.
Cunqueiro y yo nos acercamos a los niños.
—A la de tres, cabeza al plato —le indiqué—. Una, dos y…
—¡Tres! —exclamó Uxía, incapaz de contenerse.
Fue divertidísimo ver las caras y el pelo de aquellos niños embadurnados
de la mezcla de mayonesa con trozos de patata, huevo cocido y atún.
—¡Sois los Mayonesos! —les dijo ella—. Tomad, ¿queréis un poquito
de mi ensaladilla? Está al punto de sal.
Aquello le hizo ganarse la simpatía de algunos
niños del comedor, que se murieron de risa. Casi
todos sufrían las burlas de aquellos matones de
colegio. Al final de la mañana habíamos
conseguido ridiculizar a los principales abusones
que la tenían tomada con Uxía. Eran una pandilla
de cinco: el niño del autobús, el del balonazo, los
Mayonesos y otro que parecía el líder. Se llamaba
Pedro y la tenía tomada con Uxía porque su padre
había sido el anterior concejal de fiestas especiales.
Ese día, Pedro no atacó a Uxía, pero decidimos
hacerle una advertencia, por si acaso se le pasaba
por la cabeza tal cosa. Lo seguimos hasta su casa y a media noche nos
colamos en su cuarto. Revolvimos su escritorio, cogimos un folio y un
rotulador y escribí: SI VUELVES A METERTE CON UXÍA, TE CORTO
EL PESCUEZO COMO SI FUESES UN POLLO. Sí, ya sé que nos
pasamos un poco. No íbamos a cortarle el pescuezo, pero la amenaza tenía
que ser lo suficientemente gorda, por eso escribí esa barbaridad. Cunqueiro
tiró al suelo una caja de metal para despertarlo. El niño encendió la luz y
allí estaba yo, sosteniendo con mis manos el cartel con la advertencia. Casi
le da un telele al ver el papel flotando en medio de la habitación. Empezó a
llorar y a llamar a sus padres a grito pelado. Para no dejar pruebas, salimos
volando con el letrero atravesando la pared, y lo tiramos al primer cubo de
basura que encontramos.
Lo importante es que habíamos cumplido con la
primera parte del trato. Estábamos emocionados y
nos moríamos de ganas de contarle a Uxía lo que
habíamos hecho, así que fuimos a hacerle una
visita. Volvimos a despertarla en medio de la noche,
pero esta vez se lo tomó mejor que la primera vez.
Poquito a poco parecía que la íbamos conquistando
con nuestra simpatía. O quizá con nuestra habilidad
para espantar matones de colegio.
—¿De verdad se echó a llorar? —nos preguntó
Uxía.
—Tenías que haberlo visto. Yo creo que se hizo
pis encima —exageré un poco, para hacerla reír.
—Pensaba que los fantasmas erais pesados e insoportables…
—Y feos —la interrumpió Cunqueiro.
—Sí, feos también. Pero gracias a vosotros estoy empezando a cambiar
de opinión.
Aquellas palabras me parecieron preciosas. Uxía tenía mal genio. O
quizá, como había dicho Cunqueiro, lo que le sucedía era que estaba
enfadada con el mundo. Pero tenía sus motivos. Y eso podía cambiar.

3
Urania organizó una asamblea en el cementerio aquella noche. Se acercaba
la fecha del encendido de las luces y teníamos que ponernos en marcha lo
antes posible para que todo saliese a la perfección. Éramos un montón de
fantasmas, cientos. Los de nuestra especie no solemos ser educados, ni
respetuosos, ni nada que se le parezca. Pero la alcaldesa tenía cosas
importantes que decirnos. Por la cuenta que nos traía, todos estábamos
calladitos, prestando atención:
—Queridos fantasmas de Vigo, el apagón está en marcha. Hemos
contado con la ayuda de dos compañeros: Cunqueiro y Coppini. Han
establecido contacto con una niña.

—Se llama Uxía —aclaré, porque me parecía que lo correcto era


llamarla por su nombre.
—Eso, Uxía —continuó Urania—. Es la hija del concejal responsable
del alumbrado de Navidad. Nos va a ayudar con todos los preparativos.
Los fantasmas empezaron a cuchichear. A algunos no les hacía ni pizca
de gracia la participación de una viva en nuestro plan.
—Uxía no es una niña normal, es una niña paranormal —les explicó
Cunqueiro—. Puede vernos y hablar con nosotros.
—¿Estás hablando de esa niña repelente que vive en la calle Rosalía de
Castro? —preguntó Drake, un fantasma que había sido pirata de vivo y
siempre tenía algo que decir. Y lo que decía, rara vez era algo bueno—.
Estuve mucho tiempo intentando asustarla y me pareció bastante antipática.
Enseguida me di cuenta de que Drake era el fantasma que había acosado
a Uxía. Aquello era un problema porque Francis no era trigo limpio.
—La situación es la siguiente —continuó Urania—. Si prometemos no
volver a molestar a Uxía y la dejamos tranquila, sin asustarla ni hacerle
visitas inesperadas, conseguirá toda la información que necesitamos para
ejecutar el apagón. Eso nos facilitará mucho las cosas. Y, siendo justos, lo
que pide no nos supone ningún esfuerzo. Hay miles de vigueses a los que
podemos asustar.
—Pero a mí me gusta meterme con ella, no con cualquier vigués —
protestó Drake—. ¿Por qué tenemos que acatar lo que nos manda una
niñata?
—Uxía no es ninguna niñata —salí enseguida a defenderla—. Nos ha
ofrecido un trato justo.
—Pues yo no acepto ese trato. Somos fantasmas, no una ONG. Lo que
tenemos que hacer es decirle a todo que sí y cuando nos pase la información
que necesitamos, vamos a por ella y le hacemos la vida imposible. ¿Qué
somos, fantasmas o pardillos? —les preguntó a los asistentes.
—¡FANTASMAS! —contestaron muchos de ellos.
—¿Y a qué nos dedicamos, a asustar o a hacer obras benéficas con
niñatas?
—¡A ASUSTAR!
—Pues eso es lo que vamos a hacer. Exprimiremos a esa niñata hasta…
—Para el carro ahora mismo —le ordenó Urania, frenando lo que
parecía un motín a punto de estallar—. Si tienes algún problema, presentas
una queja por escrito y la valoraré. Pero aquí las decisiones las tomo yo,
que para eso soy la alcaldesa, elegida de forma democrática por la
comunidad de fantasmas. Además, ¿qué clase de fantasma eres tú, que la
tomas así con una niña? Y voy a decirte otra cosa: que sea la última vez que
me interrumpes y empiezas a dar órdenes. A mí no me tapa nadie. Y menos,
tú.
Me emocionó la bronca de Urania. Drake bajó la cabeza, dio media
vuelta y desapareció en el interior de un mausoleo. Empecé a aplaudir, y el
resto de fantasmas asistentes a la asamblea se unió.
—Y ahora que han quedado las cosas claras podéis decirle a Uxía que
tenemos un trato —nos dijo Urania a Cunqueiro y a mí—. Tiene nuestra
palabra de que ningún fantasma volverá a molestarla. Y si alguno de
vosotros no está de acuerdo, que me lo diga en privado y me encargaré de
explicarle las consecuencias —añadió, dirigiéndose a la multitud.
Los días siguientes fueron bastante movidos. Cunqueiro y yo tuvimos
que pararle los pies a Pedro. Se acercó a Uxía en un recreo, acompañado de
los Mayonesos, el niño del balonazo y el malote del autobús, y la amenazó:
—No sé cómo has hecho el truquito del cartel volador en mi cuarto, pero
esto no va a quedar así —le advirtió, apuntándola con el dedo en una
esquina del patio—. Prepárate porque, de ahora en adelante, tu vida va a ser
un infierno.

Aquellas palabras me parecieron totalmente exageradas para un niño de


11 años. ¿Los niños de 11 años habláis así? Espero que lo de Pedro sea una
excepción. También es cierto que, con lo que pasó después, no le quedaron
ganas de comportarse de esa forma nunca más. Ni con Uxía ni con nadie.
Nuestra amiga nos miró de reojo, como pidiéndonos permiso para lo que le
iba a contestar a Pedro.
—¡Adelante! —la animamos—. Nosotros te seguimos el juego.
Uxía se acercó a aquel niño insoportable, lo miró directamente a los ojos
y empezó a hablarle muy bajito, para que nadie más pudiese oírla:
—Estoy harta de tus amenazas. Vete por donde has venido y olvida que
existo. O ya sabes —añadió, haciendo el gesto de cortar el pescuezo—.
Como si fueses un pollo.

Pedro dio un paso atrás, un poco asustado, pero Uxía continuó hablando:
—Y mucho cuidado con las papeleras de este patio. Están vivas y atacan
a los abusones como tú.
—Vámonos —les ordenó Pedro a sus compinches, al ver que Uxía le
plantaba cara.
Tan pronto pasó a la altura de una papelera que estaba llena a rebosar,
Cunqueiro la volcó y yo empujé a Pedro para que aterrizase encima de la
basura. Su cara se estrelló contra un charco de residuos orgánicos de origen
desconocido que olía bastante mal. Todo el patio se desternilló de risa. Uxía
pasó por su lado con la cabeza alta y repitió:
—Recuérdalo bien, como si fueses un pollo.
Así fue como se terminó el acoso de aquellos abusones. Nunca más
volvieron a molestar ni a Uxía ni a ningún otro niño del cole. Cunqueiro y
yo chocamos los cinco, orgullosos de haber cumplido con éxito aquella
misión. Pero, sobre todo, contentos de haber ayudado a Uxía, nuestra viva
favorita.

4
Los días previos al apagón Uxía nos pasó muchísima información, toda la
que necesitábamos: la hora del encendido de las luces, una copia del plano
de situación del alumbrado de Navidad, el cuadro eléctrico desde donde se
controlaba todo y que nosotros teníamos que fundir… Nos ahorró mucho
trabajo. Estaba de buen humor. Desde nuestras intervenciones en el colegio
con los abusones, su vida había mejorado. Ahora nadie se atrevía a meterse
con ella y había hecho un par de amigas nuevas. Nos recibía con una
sonrisa cada vez que íbamos a visitarla, fuese la hora que fuese, había
dejado de repetir la palabra no y ya no tenía el ceño fruncido todo el rato.
—Hoy a Pedro le tocó de pareja
conmigo en Educación Física —nos contó
la noche antes del apagón—. Hace quince días me habría hecho pasar un
rato terrible. Pero ni se atrevió a mirarme a los ojos. Me pasó el balón
medicinal sin tirármelo a la cara, ni nada parecido.
—¿Estás contenta? —le preguntó Cunqueiro.
—Mucho. Y vosotros, ¿estáis nerviosos? Mañana es el gran día.
—Un poco —reconocí—. Cunqueiro y yo somos los encargados de
fundir las luces. Se va a montar una gordísima. ¿Te imaginas la cara de los
vigueses cuando, en plena euforia por el encendido, se apague todo de
golpe y no vuelva a encenderse? Les vamos a fastidiar las Navidades.
—Mi padre se va a llevar un buen disgusto —susurró Uxía—. Pero se le
pasará.
—Esta es la última noche que nos vemos —añadió Cunqueiro—. Hemos
venido a despedirnos de ti.
Uxía nos miró de un modo extraño.
—¿Despedirnos? Pero yo no quiero despedirme de vosotros. El trato era
que me libraseis de todos esos fantasmas pesados que me dan la lata. Pero
vosotros sois mis amigos. No entráis dentro del trato.

Aquello nos encantó. Los fantasmas no estamos demasiado


acostumbrados a que nos digan cosas bonitas. Pensamos en que quizá eso
podría traernos problemas con Urania. El acuerdo era otro, pero ya lo
solucionaríamos.
—Sois mis ángeles de la guarda, no podéis abandonarme ahora.
—No lo haremos —le aseguramos.
Quedamos en vernos al día siguiente a las ocho de la tarde en la Puerta
del Sol, que era donde se celebraría el encendido del alumbrado. Aquello
era un hervidero de gente. Era imposible caminar por la calle, los vigueses
parecían sardinas enlatadas. Se daban empujones, patadas, se pinchaban con
las puntas de los paraguas para abrirse sitio entre la multitud. Todos querían
estar lo más cerca posible del árbol de luces led, que era donde estaría el
alcalde en el momento del encendido. Uxía estaba sentada junto a su madre
muy cerca del árbol. Como su padre era el concejal de fiestas especiales, le
consiguió uno de los mejores sitios. Fuimos a hacerle una visita justo antes
de la cuenta atrás. Aunque ella no pudo hablarnos (las personas que la
rodeaban la tomarían por chiflada), nos guiñó un ojo, como deseándonos
suerte. Unos minutos antes de la cuenta atrás empezaron a llegar cientos y
cientos de fantasmas de otras ciudades. Habíamos hecho una gran campaña
y los espectros de los alrededores se morían de ganas de contemplar el
espectáculo. Urania los recibió encantada. Les dirigió unas palabras de
bienvenida y los invitó a situarse cerca del árbol.
—Queridos vigueses, queridas viguesas, ha llegado el momento —
anunció el alcalde. Su voz salía por varios altavoces—. El momento más
especial del año, el encendido de las luces de Navidad. Esta mañana me ha
llamado el alcalde de Nueva York para decirme que estaría muy atento. Yo
le contesté que mirase hacia el cielo, porque nuestras luces iban a brillar
tanto que llegarían hasta su ciudad. Porque somos la mejor ciudad del
mundo. ¡Viva Vigo!

La gente empezó a aplaudir, realmente entusiasmada.


—Y ahora sí, empieza la cuenta atrás.
¡Todos conmigo! Diez, nueve, ocho, siete,
seis, cinco, cuatro, tres, dos… ¡UNO! ¡Feliz Navidad!
Las luces se encendieron y, de repente, parecía que eran las doce de la
mañana. Todo brillaba con una intensidad insoportable para un fantasma. La
gente gritó, aplaudió, cantó, bailó. Estaban como locos. Entonces, llegó el
turno de Urania. Se dirigió a la comunidad de fantasmas, mientras los
humanos continuaban con su celebración:
—Queridos fantasmas que habéis venido de tantos sitios para presenciar
un evento de gran importancia, gracias por visitar nuestra ciudad. Os
prometo que estas van a ser las Navidades más oscuras que hayáis visto
jamás. ¡Abajo las luces!

—¡ABAJO LAS LUCES! —gritaron los fantasmas.


—Empieza la cuenta hacia adelante —continuó Urania—. ¡Todos
conmigo! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… ¡DIEZ!
Cuando pronunció el número diez,
Cunqueiro y yo arrancamos los cables del
cuadro eléctrico con todas nuestras fuerzas, que no son pocas. Los
fantasmas estamos cachas. Reventamos todo el mecanismo. Empezaron a
salir chispas y las luces de toda la ciudad se apagaron. No solo el alumbrado
de Navidad, también quedaron a oscuras los edificios.
—¡Infeliz Navidad! —gritó Urania, encantada de que todo hubiese
salido todavía mejor de lo que habíamos planeado.
—¡INFELIZ NAVIDAD! —corearon los fantasmas.
—¡Viva el Vigo de las tinieblas!
—¡VIVAAAAA!

La gente empezó a murmurar y a quejarse. Los niños lloraban y el


alcalde pedía explicaciones a los técnicos, exigiéndoles que lo solucionasen.
Pero no podían. Todos se pusieron muy nerviosos, el alcalde repetía todo el
rato por lo bajo: «¡Qué bochorno!». Fue muy emocionante. Habíamos
conseguido sumir a Vigo en una oscuridad total. Aquello merecía una fiesta
por todo lo alto. Teníamos una juerga impresionante preparada en el
cementerio. Antes de irnos, fuimos a despedirnos de Uxía.
—Gracias por todo —le dije—. Si los fantasmas pudiésemos llorar,
estaríamos ahora mismo derramando litros de lágrimas de alegría. Eres
genial, Uxía.
—Vosotros también sois geniales.
Echamos a volar hacia el cementerio en medio de aquella oscuridad tan
reconfortante, sintiéndonos unos verdaderos triunfadores. Estaba tan
eufórico que hasta me animé a cantar unos temas hasta el amanecer, como
cuando estaba vivo.

Quizá te preguntes qué sucedió después del gran apagón y cómo están
las cosas ahora. En el centro de Vigo estuvieron sin luz varios días. Los
vivos estaban bastante cabreados porque no podían ver la televisión, ni
cargar sus teléfonos móviles ni secarse el pelo. Aprovechamos esos días
para hacerles todo tipo de perrerías, los fantasmas que habían venido de
otras ciudades estaban alucinados. Vigo era la ciudad perfecta, un destino
de ensueño para cualquier espectro, con vivos a los que poder desquiciar
todavía más con nuestros sustos.
Uxía consiguió que las cosas en el colegio mejorasen. Nadie volvió a
meterse con ella jamás. Y más les valía, porque Cunqueiro y yo estábamos
preparados para lo que fuese necesario. Una amiga es para siempre, esté
viva o muerta. Los fantasmas la dejaron en paz. Bueno, casi todos.
Cunqueiro y yo la visitamos a diario. Yo les hablo mucho de la música que
me gusta y escuchamos temas juntos, Cunqueiro nos cuenta cosas sobre
libros… Lo nuestro es para siempre. ¡Ah! Y tenemos planeado otro apagón
para el año próximo. Urania ha decidido repetir el apagón año tras año,
hasta que el alcalde de Vigo se rinda. No sabemos si lo conseguirá, es un
duelo de titanes. Pero nos divierte mucho formar parte de semejante juerga.
¡Viva Vigo!
Artistas invitados

Urania Mella

Nació en Vigo en el año 1900. Fue una importante


política gallega, una mujer culta y con un gran
compromiso social y feminista. Desde muy joven
enseñó a leer y escribir a mujeres analfabetas. En
los años 30 asume la presidencia de la Unión de
Mujeres Antifascistas de Vigo. Su labor se ve
truncada con el golpe militar de julio del año 1936.
Urania fue detenida y condenada a muerte junto a
su marido, pero finalmente le conmutaron la pena a
12 años de prisión.
Álvaro Cunqueiro

Nació en Mondoñedo en el año 1911 y fue un


importante escritor. Escribía poesía, novela, teatro y
también traducía obras de otros idiomas. En el año
1961 es nombrado director del periódico vigués
Faro de Vigo, donde llevaba años trabajando como
redactor. Dejó un importantísimo legado literario.
Germán Coppini

Nació en Santander en el año 1961. Fue un cantante


y compositor que estuvo muy vinculado a Vigo,
ciudad donde empieza su carrera musical enfocada
hacia el punk. Fue vocalista de grupos como
Siniestro Total y Golpes Bajos. A él le debemos
temas inolvidables como Malos tiempos para la
lírica o No mires a los ojos de la gente.
Uxía

Consejo práctico: si no quieres que los gallegos se


rían de ti, no pronuncies «Ucsía». El sonido se
parece al grupo «sh» del inglés. Como cuando dices
she o shower. Si pronuncias bien Shakira, puedes
pronunciar bien Uxía.
1

El primer día, Noa no encontraba el clarinete entre las cajas de la


mudanza. El segundo día se perdió y no encontraba su clase en el
conservatorio. El tercero, lo que no encontraba era el conservatorio en las
calles de Jaén, la ciudad a la que acababa de mudarse con su madre. El
cuarto, Noa conoció a Max. Y el quinto, pasó lo del fantasma.

2
¿Qué habrían pensado sus amigos? Noa no quería ni imaginarlo.
Observó a Max por el rabillo del ojo. Su compañero del conservatorio
tenía puestas unas gafas de pasta con los cristales pintados de verde (según
él, el filtro verde era fundamental para captar ectoplasma) y un cartucho de
papel en cada oreja.
—Amplificadores —le dijo—. ¿Quieres probarlos?
Noa negó con la cabeza. Ni loca se iba a poner eso. Max parecía un
rarito con esos complementos. Si los antiguos compañeros de clase de Noa
lo hubiesen visto, se habrían reído durante una semana. De Max, pero de
ella también, por acompañarlo.
—Fíjate bien en esa esquina —le aconsejó Max—. Suele aparecer por
ahí.
Noa intentó recordarse por qué había accedido a acompañar a Max si
ella ni siquiera creía en fantasmas.
Estaban en el ala en obras del conservatorio, escondidos en la oscuridad
entre palés de ladrillos. Solo se veía la luz que se filtraba del patio por una
ventana. A esa hora de la tarde ya no había obreros.
El sonido de los instrumentos venía de las plantas de abajo,
amortiguado. Pero el pasillo que tenían delante estaba en completo silencio.
—Max, yo… —intentó Noa, pero su compañero la atajó con un
movimiento rápido.
Max se había puesto tenso: observaba el pasillo con los ojos
entrecerrados. Noa siguió su mirada hacia la esquina que le señalaba y un
cosquilleo le recorrió la espalda.
Entonces lo escuchó: TAC, TAC, TAC.
El sonido de un metrónomo.
Max le agarró la mano con nerviosismo. Y entonces lo vio.
Una sombra blanca cruzó el pasillo.

3
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Noa, con la piel de gallina.
—¡El fantasma!
—Pero los fantasmas no existen. —El corazón le latía a toda velocidad.
—¿Cómo que no? —Max parecía sorprendido, como si Noa hubiese
dicho que el cielo era verde.
—¡Pues que no! —Noa se puso de pie, nerviosa—. Son inventos,
superchería, imaginaciones de la gente…
—¿Eso te lo has imaginado? —preguntó Max, señalando al pasillo—.
¡Vamos! Que lo perdemos.
Max echó a correr.
Noa no sabía qué hacer. Pero estaba claro que no quería quedarse sola en
ese pasillo oscuro. ¿Qué era lo que había visto? Un juego de luz, una brizna
de niebla, un… ¡Un truco! Seguro que Max se estaba burlando de ella. Pero
lo siguió, pisándole los talones, entre los plásticos de la obra y los
andamios.
—¡Ha ido por ahí! ¡Siempre va por ahí! —indicó Max, girando la
esquina y enfilando otro pasillo.
¿Siempre? ¿Eso pasaba todos los días?
Max detuvo la carrera frente al arco de
una puerta abierta. La luz de la luna se
colaba por las ventanas sin cristales que los
albañiles estaban arreglando e iluminaba la
sala de paredes picadas, llena de escombros.
Un gran armario empotrado iba de una a
otra esquina del cuarto. Era de madera
oscura, casi negra.
TAC, TAC, TAC.
El metrónomo volvía a sonar.
Noa agarró a Max, deteniéndolo. Su compañero levantó los brazos para
señalar. Y allí, otra vez, apareció la sombra blanca, el resto de nube, el jirón
de niebla. Más tembloroso que antes por la iluminación del cuarto, pero aun
así visible.
Con el TAC TAC TAC que ponía los pelos de punta, el fantasma
atravesó el armario oscuro y desapareció.

4
—Lo he visto… —confesó Noa, sin creérselo.
—¡Pues claro que lo has visto! —Max se soltó de ella y se acercó al
armario.
Tocó la puerta justo en el sitio por donde había pasado el fantasma.
—Mira —le pidió a Noa, que puso su mano también sobre la madera.
—Está helada —se sorprendió.
—Claro, los fantasmas bajan la temperatura de cualquier sitio que
atraviesan —explicó Max—. Si te hubiese pasado por encima, te habrían
tiritado hasta las orejas.
Noa se miró la palma de la mano. Tocar la puerta era como tocar una
pared del congelador. Tanteó la madera de al lado, pero su temperatura no
era la misma. No es que estuviese caliente, pero tampoco estaba helada.
—No puede ser… —murmuró.
Max no le respondió. Buscaba la forma de abrir la puerta del armario.
Pero estaba cerrada con llave y, aunque intentaba meter sus dedos delgados
entre la madera, no conseguía hacerla ceder.
—He visto un fantasma —repitió Noa,
sentándose sobre una pila de ladrillos—.
Nadie me va a creer…
—¡Ni se te ocurra contárselo a nadie! —
se alarmó Max, girándose hacia ella—. Me
has prometido que sería un secreto.
Noa lo había hecho, sí. Después de Coro
les quedaba media hora hasta la clase de
Colectiva, donde todos los que tocaban el
mismo instrumento se reunían a ensayar, y
se habría quedado sola si no hubiese
seguido a Max. Así que le había hecho esa promesa. Pero ahora quería
contárselo a todo el mundo. Y quería preguntar.
Apretó los labios concentrada.
—¿Cuántas veces lo has visto? —dijo, señalando al armario.
—¿Lo vas a contar?
Noa hizo un gesto, insistiendo en su pregunta.
—¡Muchas! —se rindió Max, quitándose los cartuchos de papel de las
orejas—. Pero es mi fantasma, ¿vale? No quiero a medio conservatorio por
aquí cotilleando y que me lo espanten.
—Esto tiene que tener una explicación científica —dijo Noa, abrumada.
—¡Pero si lo has visto con tus propios ojos!
—Ya, pero…
—¿Lo vas a contar o no lo vas a contar? —Max se cruzó de brazos,
enfadado.
—No —concedió Noa—. Pero solo si me dices todo lo que sabes.
Y entonces, Max confesó.

5
Max había visto por primera vez al
fantasma unos días después de que
empezase la obra. Se lo cruzó, sin saber
muy bien qué era, mientras vagabundeaba
por el edificio vacío, como hacía siempre
que tenía que esperar para entrar en
Colectiva, la clase que compartía con otros
clarinetistas.
Había sido semanas antes de que llegase
Noa.
Max tenía tres obsesiones en su vida: los
superpoderes, los fantasmas y los
alienígenas. Jamás había visto un extraterrestre, jamás había logrado
demostrar que existiesen los superpoderes, pero por primera vez había visto
un fantasma. Así que se decidió a investigar.
Buscó información en Internet, tiñó sus gafas viejas de verde, consiguió
sus cartuchos de papel amplificadores y se dedicó a esperar a que volviese a
aparecer el fantasma.
—Los fantasmas están ligados a un lugar —le explicó a Noa— o a una
persona. Por eso sabía que volvería a aparecer.
Y lo hizo. Max llevaba días siguiéndolo. Era su secreto.
Pero lo había compartido con Noa. No sabía muy bien por qué.

6
Noa y Max esperaban delante de la puerta
donde tenían clase de Colectiva.
A su lado había otro clarinetista. Víctor,
un chico un año mayor que ellos que no les
hacía ni caso, concentrado en su teléfono.
Noa quería hacer más preguntas. Pero el
gesto de Max dejaba claro que no podía
decir ni mu en presencia de Víctor.
Noa miró los cuadros con fotos que
había en el pasillo. Algunos eran en color y
otros en blanco y negro. Eran imágenes de
conciertos, de clases, de promociones, de
eminentes profesores o alumnos que habían
alcanzado el éxito después de pasar por el
conservatorio de Jaén.
Se adelantó a observar las caritas
diminutas de una foto en blanco y negro en la que aparecía un montón de
gente. ¡Qué raro le parecía! Seguro que ya estaban todos muertos, como el
fantasma.
Le tiró de la manga a Max.
—¿Será alguno de estos? —le preguntó en un susurro.
Max la miró con ojos asesinos.
—¡Has prometido guardarme el secreto!
—¿Qué secreto? —preguntó Víctor, levantando los ojos de su teléfono.
—El del huevo frito —respondió Noa, guiñándole un ojo a Max.
—Payasos… —susurró Víctor, volviendo a pasar de ellos.
Entonces llegó Miguel, el profesor, y abrió la puerta de la clase. Noa se
concentró en recordar la partitura que había estado estudiando.
Mentalmente canturreó las notas del Romance de Dubois, moviendo
imperceptiblemente los dedos.
Antes de entrar la última al aula, se despidió del retrato que había
colgado enfrente: un hombre trajeado que sonreía a la cámara debajo de un
elegante bigote rizado.

7
—¡Ahí está! —Max echó a correr por el pasillo.
Noa lo siguió. Había pasado una semana desde su primer encuentro con
el fantasma, pero ahora pensaba enfrentarse al segundo.
Todos esos días había estado haciendo listas tituladas: «Por qué tengo
que creer en fantasmas. Por qué no tengo que creer en fantasmas». Y no se
ponía de acuerdo consigo misma.
—¿Tú crees en los fantasmas? —le había preguntado a su madre durante
una de las cenas.
—Sí, y en los duendes, las hadas y los gnomos… Cariño, pásame el pan
—había respondido ella.
Pero sus ojos no la engañaban. ¿O sí? Cada vez que escuchaba el
metrónomo en Lenguaje Musical se le ponía la piel de gallina.
Y allí estaba otra vez.
TAC, TAC, TAC.
Corrió detrás de Max hasta la habitación
del armario. Esa noche no había luna y la
oscuridad llenaba todos los rincones.
—Ahí… —susurró Max, agachado
detrás de los ladrillos.
Y Noa lo volvió a ver, pero esta vez
mucho más nítido. Se le puso la piel de
gallina y un escalofrío le recorrió la espalda.
TAC, TAC, TAC.
El fantasma no era ya una sombra leve.
No era un jirón de niebla. Era casi una
persona. Transparente.

8
—¿Qué hay en el armario? —preguntó Noa, tocando la superficie helada
por la que acababa de colarse el fantasma.
—Ni idea —respondió Max—. Esto era antes un almacén lleno de
trastos.
—Vamos a preguntárselo a Miguel —propuso Noa.
—¿Al profe? ¡Ni hablar!
—Pero seguro que él lo sabe.
—Claro y entonces nos preguntará qué hacíamos aquí arriba.
—Pues se lo pregunto yo, le digo que me he perdido y que he aparecido
aquí —propuso Noa.
Max la observó. Su nueva compañera llevaba puestos amplificadores de
papel en las orejas. ¿Significaba eso que ya eran amigos?
—Vale —aceptó—. Yo haré como que estoy en otra cosa.
—¡Tu siempre estás a otra cosa, Max! —se rio Noa.
Y era
verdad. Noa
había
descubierto
que Max se
distraía con
mucha
facilidad.
Macarena,
la profesora
de Coro, le
llamaba
tanto la
atención por sus despistes que parecía que
su nombre era el único que se sabía.
Al principio Noa había pensado que Max
era torpe. Ahora sabía que no. Lo único que
pasaba era que Max tenía en su cabeza ideas
demasiado interesantes como para no hacerles caso.

9
—Miguel… —probó Noa mientras limpiaba el clarinete.
Habían terminado de tocar el Minueto de Beethoven un poco antes de
que acabase la clase. Pero había sido porque les había salido fatal. Max y
ella no habían dado pie con bola, y Víctor se había enfadado con ellos.
—¿Qué te pasa? ¿Se te ha atascado la boquilla? —preguntó el profesor.
—No… —Noa no sabía cómo empezar—. Es que tenía una pregunta.
—Dispara.
—A ver, es que antes me he perdido en el conserva…
—¿No te habrás metido en la obra? —Miguel la pilló al vuelo—.
¿Cuántas veces os tiene que decir la directora que no os metáis en la obra?
El suelo de la antigua clase de piano ha desaparecido y os podéis caer por
ahí en un despiste.

Max le dirigió una mirada asesina desde el otro lado del aula. Noa
empezó a ponerse nerviosa.
—Pues sí, me he metido en la obra —confesó—. ¡Pero ha sido sin
querer!
—Explícame cómo te puedes perder en el conservatorio si tienes la clase
de Coro en el aula de al lado de esta —Miguel no parecía dispuesto a ceder.
—Porque se largan —se metió Víctor—.
Siempre se largan los dos mientras yo hago
los deberes en el aula de Coro.
—Sí, con tu teléfono —atacó Max,
enfadado.
«Menudo chivato», pensó Noa.
—Vale, profe, pues si no te lo puedo
contar, no te lo cuento —fingió enfadarse
Noa, dándole la espalda a Miguel.
Era un truco que le solía funcionar con
su madre y con su nuevo profe de
Matemáticas. Noa apartó la cabeza de esos
pensamientos, las cosas por la mañana no
estaban yendo tan bien como en el
conservatorio. Todavía no había hecho ningún amigo en la clase nueva.
—Noa, no te pongas así, ¿qué querías preguntarme? —mordió el
anzuelo Miguel.
Noa se hizo un poquito de rogar, pero después le dedicó su mirada más
poderosa de inocencia.
—Madre mía, qué peligro tienes… —se rio Miguel—. A saber qué te
has encontrado en la obra.
«Si tú supieras…», pensó Noa. Pero respondió:
—Pues me he encontrado con un armario enorme y oscuro que no se
puede abrir. ¿Qué hay dentro?
Notó como Max contenía la respiración.
—Menuda friki… —susurró Víctor.
—Hay armarios en todas las aulas de arriba —se rindió Miguel—.
Suelen tener material de clase, libros, instrumentos… Como este de aquí —
contestó, señalando el armario amarillo que había en una esquina de la
clase.
—¿Y por qué el de arriba no se abre?
—¿Es que quieres robar algo? —bromeó el profesor—. Como te vea
rondando la obra, voy a tener que llamar a tus padres.
—Yo no soy una ladrona, profe —
contestó Noa—. Soy una chica curiosa.
Y eso lo dijo con bastante morro, aunque
Max estuviese a punto de desmayarse y
Víctor pusiese los ojos en blanco.

10
—A ver, tú prueba tirando de eso —le dijo
Noa a Max, sujetando con fuerza el
destornillador.
Estaban los dos en la habitación en obras
de la planta de arriba, frente al enorme
armario negro. Noa había cogido algunas
herramientas que guardaba su madre en una
caja bajo el fregadero. Su plan era abrir el armario como fuera.
Habían descubierto las cerraduras doradas e intentaban forzarlas como
en las películas de ladrones. Pero ellos no tenían ganzúas. Tenían un
destornillador delgado y largo y otro gordo, que casi no entraba.
—La llave tendrá que estar en algún sitio —dijo Max mientras tiraba.
Estaba muy gracioso, pensó Noa. Max siempre sacaba la lengua de
medio lado cuando se concentraba. En Lenguaje Musical también lo hacía,
mientras marcaba con la mano el compás.
—La llave estará en el despacho de la directora en algún cajón —asintió
Noa—. O en conserjería.
Algo hizo clic.
Y después CLONC.
Y PUM.
Era Noa, que se había caído de culo después de romper el destornillador.
Max se partió de risa.
—¡Eh, no te rías! —se quejó Noa, enfadada.
—Es que ha sido muy gracioso —se disculpó Max—. Has puesto más
cara de susto que el primer día que viste al fantasma.
Le tendió una mano a Noa para ayudarla a levantarse.
—Bueno, pues de mayores no podemos ser ladrones —resumió ella,
recuperando el destornillador roto y devolviéndolo a la caja.
En ese momento, Max se tensó a su lado.
TAC, TAC, TAC.
—Es él —dijo en un susurro.
TAC, TAC, TAC.
Noa se giró a mirar y vio al fantasma entrando en la habitación.
Recortado a la luz de las ventanas casi se difuminaba, pero cuando pasaba
por las zonas de pared, se veía su tamaño. Era tan alto como un adulto.
Mucho más alto que ellos.
—¡Estamos en su camino! —comprendió Noa, encogiéndose.
Max se había quedado paralizado, con la espalda pegada a la puerta del
armario que siempre atravesaba el fantasma. Tenía cara de pasmo, como si
verlo desde esa perspectiva lo hubiese asustado de verdad.
—¡Quítate, Max! —le gritó Noa.
El fantasma se aproximaba con su vuelo traslúcido.
TAC, TAC, TAC.
¡Iba a pasar por encima de Max! Y Noa
recordaba cómo se quedaba de helada la
madera cuando el fantasma la atravesaba. Si
cruzaba sobre su amigo, ¿qué podría
pasarle?
La idea le dio tanto miedo que se lanzó
hacia él y lo empujó.
En el último segundo salvó a Max. Pero
se condenó ella.
El fantasma la atravesó sin piedad.

11
Noa sintió el frío. Helado, hiriente. Como si se hubiese caído al mar en el
Polo Norte.
Los dientes le castañearon. Los dedos se le agarrotaron. Se le cortó la
respiración. Cerró los ojos para protegerse. Y entonces lo vio. Su
imaginación fue asaltada por un conjunto de imágenes que pasaban a toda
velocidad: unas manos sobre un piano, un atardecer en el castillo de Santa
Catalina, una calle vacía del centro de la ciudad, una muchacha sonriente de
pelo rizado y rubio, un grupo de músicos tocando juntos, un beso a esa
muchacha de antes, las manos sobre una partitura corrigiendo unas notas…

Ninguna de esas cosas las había vivido Noa. Ninguno de esos eran sus
recuerdos. Eran los del fantasma.
—He vis… to… he visto… sus… sus… pensa… pensamientos —
confesó tiritando en cuanto el fantasma desapareció a través del armario.
—¿Cómo ha sido? ¿Qué ha pasado? —Max corrió a quitarse la chaqueta
para tendérsela a Noa, que no paraba de temblar.
—Frío… frí… o… —A Noa le castañeaban los dientes—. Aquí… y…
aquí… —se señaló el corazón y la cabeza.
Max la ayudó a ponerse la chaqueta y le frotó los brazos con fuerza, para
que entrara en calor.
—Es… un mú… sico… un músico —consiguió explicar Noa—. Es el
fan… fantasma de un mú… sico… De un… músico ena… enamorado.
12
El jueves, Noa llegaba tarde a Coro.
Y llegar tarde a Coro significaba ser la primera en dar las notas junto al
piano. Corrió el tramo de calle que le quedaba con la funda del clarinete
votando a su espalda.
¡Maldita funda! Si no se hubiese entretenido mirando en Internet
testimonios de gente que había tenido encuentros con fantasmas, no estaría
llegando tarde. Pero es que después de ser atravesada por uno, necesitaba
leer para entender.
Todavía se le ponía la piel de gallina de pensarlo. Aunque los recuerdos
del fantasma empezaban a desvanecerse en su mente, como si también
estuviesen hechos de niebla.
Llegó sin aliento a la puerta del conservatorio.
Allí había una señora elegantísima, más vieja que
su abuela, que llevaba el pelo blanco cardado con
elegantes ondas y un abrigo verde. Noa se fijó en el
enorme camafeo que lucía prendido al pecho.
—¡Perdón! —se disculpó, colándose a toda
velocidad por el hueco que dejaba la señora.
—¡Menudo torbellino! —escuchó decir a la
mujer.
—¡Con más cuidado fiera! —la regañó el
conserje mientras Noa se alejaba con prisa—. ¡Que
vas a tirar a la señora Liébana!
Noa dio un giro de trescientos sesenta grados
para pedir perdón con un gesto mientras la funda de
su clarinete volaba a lo loco.
—¡Lo siento otra
vez! —chilló, atravesando la puerta de la
clase.
—Noa, al piano —ordenó la voz marcial
de la profesora nada más verla.
—Oh, no —murmuró Noa.
Buscó a Max entre los demás miembros
del coro. El maldito se aguantaba la risa,
escondido entre sus compañeros.
13
La profesora de Coro sacó la partitura de El fantasma de la ópera. Noa miró
significativamente a Max. Pero no pudo decirle nada porque toda la clase la
miraba.
En Coro se reunían todos los niños del conservatorio que estaban en su
nivel, tocasen el instrumento que tocasen. Víctor también estaba allí, con
cara de asco y mirando por la ventana.
Estaban en la clase más grande del conservatorio. Aunque tenía más
pinta de biblioteca que de otra cosa. Las paredes estaban llenas de
estanterías con libros, instrumentos de exposición, tarros con púas, cejillas
olvidadas, metrónomos…
—Noa… —pidió Macarena, colocándose bien en el piano—. Si nos
haces el favor...
A Noa se le pusieron rojas hasta las orejas. Pero sacó pecho y se dispuso
a pagar su castigo dando las primeras notas. «Que no me salga un gallo, que
no me salga un gallo, que no me salga un gallo», era lo único que pensaba.
Se concentró en las estanterías para no mirar a sus compañeros. Y
entonces lo vio. Entre el tomo de Historia de la música occidental y la
biografía de Mozart.
Un tarro de cristal lleno de llaves. De llaves de todo tipo.

14
¿Cómo se roba un tarro de llaves en mitad
de una clase de Coro llena de gente que se
supone que no se puede mover mucho?
Noa había visto suficientes películas
como para saberlo. En cuanto la profesora
pulsó la siguiente nota, ella comenzó a
entonar:

LaaaaaaaaAAAAAAAAAAYYYYYYYY
—y terminó con un grito exagerado.
Levantó las manos al cielo, se estiró
como si le hubiese caído un rayo y se tiró al
suelo fingiendo un desmayo.
Menudo follón.
La profesora dio un respingo del susto en
el piano y después todos los compañeros de
clase se le echaron encima.
—¡Se ha muerto! —gritaba uno.
—¡Se ha desmayado! —gritaba otro.
Otros también se reían mientras entendían lo que pasaba, porque la
verdad es que había sido muy gracioso. Raro, pero muy gracioso.
Max fue el primero en llegar hasta ella. Más pálido que el fantasma, se
agachó a escuchar su respiración.
—¡Noa, Noa! —gritaba, acercándole la oreja mientras la zarandeaba.
—Shhhh… —le chistó Noa, sin abrir los ojos, fingiéndose medio muerta
todavía—. El tarro de las llaves, coge el tarro de las llaves…
Max estuvo a punto de echarlo todo a perder, pero Noa lo agarró
disimuladamente del pantalón para que no se moviera.
—¡No respira! —chillaba alguien.
—¡Quitaos, quitaos todos! —gritaba la profesora—. ¡Luis, llama al
conserje! ¡Y a la directora!
—Coge el tarro de las llaves, en la estantería —repitió Noa a toda prisa
en la oreja de Max, antes de que se lo quitasen de encima.
Después volvió a hacerse la muerta.

15
El tarro de las llaves.
¿Qué tarro de las llaves? Mientras la profesora, y toda la clase, atendía a
Noa, Max se separó del grupo y miró con urgencia las estanterías.
—El tarro de las llaves, el tarro de las llaves —repetía, retorciéndose los
dedos.
No entendía muy bien lo que se suponía que
tenía que hacer. Sus ojos se fijaron en las
estanterías. Recorrió los libros, la trompeta
abandonada, el compendio de partituras, la flauta
dulce, el plumero para limpiar los instrumentos, el
volumen de Historia de la música occidental… ¡El
tarro de las llaves! Ahí estaba.
A toda velocidad, Max se lanzó sobre él y se lo
metió debajo del jersey. Parecía que se había
comido un balón de baloncesto.
Sudando de los nervios, se escabulló de la clase
y se perdió por los pasillos, tintineando, hasta llegar
a la zona de la obra. Allí, dejó el tarro de las llaves
escondido entre los palés.
Noa era un genio. Él llevaba toda su vida ensayando en esa clase y jamás
había visto ese tarro. Max se felicitó por haberla elegido para contarle su
secreto. Desde el primer día en que la vio, supo que esa chica de cara seria
y ceño fruncido iba a ser su amiga. Lo había notado por el salto que le dio
el corazón.
Max volvió a toda prisa al aula para descubrir que su amiga estaba ya
sentada con los ojos abiertos. La seguía rodeando toda la clase y el conserje
le tendía un vaso de agua. Había también una señora vieja y elegante entre
la multitud. ¿De dónde había salido?
Los ojos de Noa se clavaron en Max en cuanto entró en la clase. Y él
asintió, orgulloso de haber cumplido con su parte de la misión.
—¡Hala, pues ya me encuentro mejor! —anunció Noa, levantándose de
un salto—. ¿Empezamos el ensayo?
La cara de pasmo de la gente fue para foto. Max tuvo que hacer
esfuerzos para aguantarse la risa.
16
Ni Noa ni Max acertaron una sola nota mientras cantaban El fantasma de la
ópera. Los dos tenían la cabeza en otro sitio.
Pero el resto de la clase tampoco atinaba, después del escándalo de Noa
nada más empezar, todos estaban bastante desconcentrados. La profesora se
enfadó tanto que los tuvo repitiendo escalas los últimos diez minutos de la
clase. ¡Y ni con eso acertaron!

—Ya recuperaremos el martes que viene —dijo Noa de forma práctica


encogiéndose de hombros—. Nuestro fantasma es más importante que el de
la ópera.
—Porque es real —asintió Max.
—Y tanto… —respondió Noa.
Después de haber experimentado cómo la atravesaba, sus dudas con los
fantasmas habían desaparecido.
Tras la clase, se escabulleron hacia la zona de obras, procurando que no
los viese nadie, y alcanzaron el rincón donde Max había escondido el tarro
de cristal repleto de llaves.
—¿Nos dará tiempo a probarlas antes de Colectiva? —preguntó
rascándose la frente.
—Y si no, me vuelvo a desmayar —se rio Noa.
—Pero esta vez me avisas, que menudo susto…
Con el tarro tintineando, Noa y Max llegaron a la habitación del armario.
Los obreros ya habían colocado las ventanas y las paredes estaban ahora
enfoscadas. Olía a cemento fresco y a humedad.
Pero el armario seguía ahí, firme, oscuro,
aguardando a su fantasma. Noa miró todos los
rincones de la habitación antes de agacharse ante la
cerradura.
—Vigila que no aparezca el fantasma —le dijo a
Max—. Con un baño de ectoplasma he tenido más
que suficiente.
—Me encanta escucharte usar palabras técnicas:
ectoplasma —se rio su amigo—. Toma, la primera
llave.
Max abrazaba el tarro, con la espalda apoyada
en el armario, mirando a la puerta por la que
siempre entraba el fantasma. Le fue pasando a Noa
llave tras llave y ella las iba probando.
—Nada —dijo ella por quincuagésima vez.
La ilusión con la que habían empezado el proyecto se estaba
desvaneciendo. Ninguna llave parecía la correcta, el tiempo corría y cada
vez quedaban menos en el tarro. Max le sopló a la siguiente llave.
—Llave de la suerte, llave de la suerte, que sea esta —dijo, pasándosela
a Noa.
Con ilusión, ella la encajó en la cerradura.
—¡Entra! —se alegró.
Pero al intentar girarla, no funcionaba.
—Nada, que no… —se rindió.
—Tenía que probar si funcionaba la magia —se disculpó Max—. Otra…
—dijo pasándole la siguiente.
Tres llaves más allá, una encajó de nuevo en la cerradura.
—Primera prueba superada —dijo Noa—. Ahora a girar.
El roce metálico de la llave llenó de sonidos la habitación antes de que
un clic los sorprendiese.
—¡Es esta! —se emocionó Noa—. ¡Abre!
Max contuvo el aliento. Por fin iban a descubrir qué había en el armario
que obsesionaba al fantasma.

17
Nada.

No había nada. Ni trastos, ni partituras, ni instrumentos, ni una banqueta de


contrabajo, ni nada. Polvo. Polvo que brillaba en la oscuridad de la noche.
Y vacío. Un vacío tan triste que Noa y Max se desinflaron.
—¿Para esto tanto? —se desesperó Noa.
Max ni siquiera podía decir palabra.
Llevaba dos meses viendo al fantasma
colarse en ese armario. Había imaginado
que allí se escondería algún tesoro: una
flauta de oro, un violín Stradivarius perdido,
una partitura original de Mozart…
¡Cualquier cosa menos nada!
—Podemos esperar al fantasma y ver
qué es lo que hace dentro… —musitó, en un
intento de agarrarse a cualquier esperanza.
—¡Seguro que echarse una siesta! —se
quejó Noa.
Estaba muy desilusionada. Pero, aun así,
no podía dejar de mirar el interior del
armario. Y por eso lo vio. Una mano blanca, transparente, salió del fondo
del mueble. Perfectamente definida. No era como las otras veces, difusa.
Ahora percibían todos los detalles en esa mano fantasma: las uñas, los
nudillos pálidos, la manga de la camisa que…
—¡Mira! —chilló Max, agarrándose a Noa.
La mano se cerró en un puño y golpeó la gruesa balda del armario.
TAC, TAC, TAC, sonó el metrónomo fantasma.
PUM, PUM, PUM, sonó la madera.
Y, de pronto, una hoja amarillenta se desprendió de debajo de la balda. Y
luego otra. Y otra. Y otra. ¡Eran partituras!
18
Noa y Max vieron como las partituras llovían desde la tabla, derramándose
a sus pies, en el suelo.
—Estaban pegadas a la madera —comprendió Noa.
—Estaban escondidas —asintió Max—. ¡Durante siglos! —aventuró.
Pero eso no fue lo único que pasó. Cuando la última hoja cayó, la mano
fantasma desapareció y una cara asomó desde el fondo del armario.
Pálida, de cejas pobladas y bigote rizado.
Era un hombre. El fantasma era un hombre.
Noa se estremeció de pies a cabeza. Max se abrazó a ella.
—¡Bu! —dijo el fantasma, haciéndolos dar un grito tan alto que se
escuchó en toda la ciudad.
Y después desapareció.

19
—¡Es él! ¡Es él! —aseguraba Noa, dando saltos delante del aula de
Colectiva, señalándole a Max la foto del hombre del bigote—. Segurísimo
que es él.
Max tenía abrazadas en su pecho las partituras que habían caído del
armario. Ni siquiera le había dado tiempo a mirarlas. Noa lo había
arrastrado a la carrera hacia ese pasillo para enseñarle la foto.
—Es él —asintió Max.
Su amiga tenía razón. El fantasma era idéntico a ese tipo.
—Era un músico de nuestro conservatorio —insistió Noa—. ¡Por eso
está atado a este sitio! A lo mejor murió aquí, o lo asesinaron… ¡A lo mejor
quiere que descubramos a su asesino!
—¡Las partituras son una pista! —aceptó
Max.
Los dos se tiraron al suelo en el acto,
extendiendo las partituras para verlas mejor.
—¿Cuál es la primera? —preguntó Noa,
mirando las que tenía más cerca.
Parecía una canción, una pieza coral…
Había partituras para el coro, pero también
para diferentes instrumentos. Eran
muchísimas páginas.
—«Cuando llegue el frío, piensa en mí»
—leyó Noa—. Bastante acertado…
Max levantó entonces en alto una de las hojas.
—¡Primera página! —anunció triunfante.
—¿Primera página de qué? —preguntó Víctor, saliendo de pronto del
aula de Coro.
Al mismo tiempo, el profe de Colectiva apareció en el pasillo.
—Pero ¿qué hacéis con las partituras tiradas por el suelo? —se enfadó
—. ¡Siempre estáis inventando algo!
—No son nuestras, profe —corrió a decir Noa.
—Son de Aurelio Serrano Cruz —se apresuró a añadir Max, leyendo la
partitura—. Canción para Marina —leyó el título.
—No puede ser —respondió el profesor, quedándose clavado en el sitio
—. Es imposible… ¿Dónde las habéis encontrado?
—En un armario, en la zona de obras... —confesó Noa.
Aunque Miguel se había puesto blanco, empezó a dar gritos:
—¡Raquel, Juan Diego, Macarena…! ¡Salid, tenéis que ver esto!
Y después se arrodilló junto a sus alumnos, con manos temblorosas y
mirada ilusionada. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era Aurelio Serrano Cruz?
¿Y quién era esa tal Marina?

20
Aurelio Serrano Cruz había sido uno de los estudiantes más talentosos que
había pasado por el conservatorio de Jaén. Con diez años ya componía y
tocaba con maestría varios instrumentos. Tenía una mente dotada
especialmente para la música y unos dedos obedientes que interpretaban
con pasión cada partitura.
Había dado conciertos en todo el mundo con solo veinte años. Había
sido violín primero en la filarmónica de Berlín con diecisiete años. La
música corría por sus venas.
—Era un genio —explicó Raquel, la directora del conservatorio.
Estaban todos en la clase de Coro, alrededor de la mesa con las
partituras. Alumnos y profesores, contemplando con admiración el
descubrimiento de Max y Noa.
—Mi padre todavía habla de sus conciertos —asintió el conserje—. Y
alguna vez tararea sus canciones…
—Aquí están —dijo entonces Miguel, sacando de las estanterías una
carpeta ajada que llevaba el nombre del compositor en la parte de arriba.
Muchas se siguen tocando en ocasiones especiales, pero esta… —Sus ojos
brillaban al mirar la partitura que había sobre la mesa—. Creía que era solo
una leyenda.
—¿Qué pasa con esta? ¿Y cómo murió
Aurelio Serrano Cruz? —se impacientó Noa
—. ¿Lo asesinaron?
Los
profesores
se miraron
entre ellos.
—Esta es
la canción
que escribió
para Marina
—respondió
la directora—. Pensaba interpretarla el día
de su boda, después de la ceremonia.
—¿Y qué pasó? —Max presentía la
tragedia.
—Que no llegó a la catedral —explicó ahora su profesor de Colectiva—.
Un coche lo atropelló cuando corría hacia el conservatorio, con su traje de
novio. Según se cuenta, con los nervios se había olvidado las partituras
aquí.
—Pero nunca se encontraron —asintió Raquel—. Hasta ahora.
Noa y Max se miraron con ojos brillantes. Por eso el fantasma rondaba
el armario. Por eso se había aparecido tantas veces. ¡Los había guiado hacia
sus partituras! Seguro que había tenido miedo de que las destruyesen con la
obra.
—En Santa Cecilia se cumplirán cincuenta años —recordó el conserje
—. La boda era en Santa Cecilia, mi padre siempre se acuerda de Aurelio
en esa fecha…
Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la directora.
—Pues entonces, tendremos que celebrarlo —dijo—. Tendremos que
celebrarlo como se merece.
21
El salón de actos estaba abarrotado.
Las luces titilaban mágicas sobre las
cabezas del público y los músicos estaban
ya situados en sus puestos.
El concierto para celebrar Santa Cecilia,
en el que todos los años los alumnos
mostraban a padres y familiares sus
progresos, esta vez era más especial que
nunca. Después de la muestra de los
diferentes instrumentos, tras la actuación
bastante decente del coro cantando El
fantasma de la ópera, y después del trío de
cuerda de último curso que había causado sensación, los profesores
subieron al escenario acompañados de los alumnos más aventajados y
cogieron sus instrumentos. El resto de estudiantes se agolpó como pudo a
un lado del salón, preparado para cantar Canción para Marina.
La directora se colocó delante del público.
—Este año no solo celebramos Santa
Cecilia —anunció con alegría—. Este año
conmemoramos una de las grandes pérdidas
de nuestro conservatorio. Hace cincuenta
años que perdimos a Aurelio Serrano Cruz
y, por eso, queremos dedicarle una pieza.
Pero no una cualquiera. Gracias a dos de
nuestros estudiantes, Max y Noa —dijo
haciéndoles una señal para que saludasen—,
hemos recuperado una partitura que
creíamos perdida, que pensábamos que era
una leyenda.
El público se removió emocionado.
—Canción para Marina —anunció la directora.
Entonces, muchos rostros se giraron hacia la última fila. Noa se puso de
puntillas para ver mejor. Max la agarró con fuerza de la mano.
—Es la señora Liébana —dijo ella, sorprendida.
Al fondo del salón, una señora de pelo blanco y ondulado, vieja y
elegante, con un enorme camafeo en el pecho, se puso de pie con ojos
emocionados.
El silencio se hizo en el salón. Los músicos se colocaron sus
instrumentos.
—Para ti, Marina —le dedicó Raquel la pieza, antes de girarse para
dirigir a los alumnos.
—Es ella —comprendió Max.
Y entonces la música comenzó a sonar. Bella y hermosa como una
caricia, como una promesa. Mientras las voces del coro se elevaban junto a
las de los instrumentos, dos lágrimas emocionadas corrían por el rostro de
Marina Liébana, la novia de Aurelio Serrano Cruz, que cincuenta años
después de su gran pérdida, amaba la música como lo había amado a él.
Noa y Max no podían dejar de mirarla con los corazones encogidos. Por
eso pudieron ver junto a ella al fantasma, joven y gallardo, de Aurelio
Serrano Cruz.
—Creo que nunca más volveremos a verlo —musitó Max, olvidándose
de cantar mientras seguía la música.
—Ya ha cumplido su deseo —asintió Noa.
Los dos entrelazaron las manos, felices y orgullosos, sumándose al
estribillo de Canción para Marina.
Al final de la canción, el fantasma les dedicó un guiño y, después, se
desvaneció.
Belén cerró la puerta y se encontró por primera vez sola en lo que ahora
era su nueva casa. Bueno, o lo que debería ser su nueva casa, porque ella no
podía ver cómo era. Ahora mismo lo único que veía a su alrededor eran
cajas. Cajas, cajas, cajas y más cajas. Las había de varios tipos: cajas
grandes, cajas enormes, cajas gigantescas, cajas mastodónticas y cajas
colosales.
Todas ellas llenas de lo que había sido su vida hasta ese momento.
La abuela de Belén había muerto y le había dejado de herencia una casa
en otra ciudad. Era vieja, demasiado grande, demasiado difícil de calentar.
Pero era una casa y era gratis. Y eso era una característica lo
suficientemente atractiva como para animarle a dejar Madrid, meter toda su
vida en esas cajas, y marcharse a Coruña.
Su plan consistía en empezar una nueva vida desde cero. Organizarse,
buscar trabajo, hacer amigos, apuntarse a un gimnasio, encontrar su
cafetería preferida, localizar el pan más rico de su barrio. Todo lo que se
hace cuando una cambia de ciudad. Pero antes tendría que conseguir vaciar
todas esas cajas. Y no se iban a vaciar solas.

Siempre que haces una mudanza hay una pregunta a la que te tienes que
enfrentar. ¿Para qué narices tienes tantas cosas? ¿De verdad era necesario
comprar un pelador de tomates y uno de zanahorias? ¿Vas a volver a leer
algún día todos esos libros? ¿Cuántos pantalones de pijama crees que
necesitas? ¿Crees que algún día te va a volver a servir ese abrigo tan gordo
que llevabas al instituto? ¿Por qué tienes guardada esa tostadora que ya no
funciona? ¿Crees que de repente va a decidir volver a tostar? ¿Por qué
conservas esos once calcetines sin pareja? ¿Para qué sirve un radiocasete si
hace como quince años que no tienes ni una sola cinta? Bueno, a la radio al
final sí que le encontró una función. Su música fue la banda sonora de la
siguiente semana de vaciado intensivo general de cajas.

Belén se esforzó por escribir con rotuladores en el cartón lo que contenía


cada una, aunque ahora se arrepentía de no haber sido algo más precisa. No
era muy útil tener doce cajas de «ROPA» y ahora se encontraba repartiendo
los vestidos, los pantalones, las toallas, las sábanas y las mantas del sofá.
Un momento. ¿Dónde estaba el cúter? Acababa de abrir una caja de pijamas
de invierno y creía haberlo dejado encima de la cama. ¿Dónde estaba?
Tardó más de diez minutos en encontrarlo, tirado en el pasillo de la
entrada. Seguramente, se le habría caído y un golpe de zapatilla lo había
mandado de paseo por la casa.
Cada día caminaba 800 metros para llegar al contenedor de cartón más
cercano a su casa y para reciclar las cajas que había conseguido vaciar
durante la jornada.
Tardó dos semanas enteras y dos días en doblar la última. Solo entonces
se permitió tirarse en el sofá y respirar aliviada. Lo había conseguido.
Cada pantalón en su percha. Cada tenedor en su cajón. Cada plato en su
alacena. Cada champú en su mueble. Poquito a poco, la casa empezaba a
parecerse más a una casa que a un almacén de cajas. Y era suya.
Cuando colgó la última cosa, un calendario que le regalaron con una
revista de cine, se sentó en el sofá y admiró su trabajo.
Ya tenía casa. Ya había terminado. Ahora, el resto de cosas de la vida.
Belén había decidido que era emprendedora. Antes no sabía qué significaba
esa palabra, pero de tanto verla por la tele, leerla en libros y estudiarla en
cursos decidió que era el adjetivo que mejor la definía. A ella le encantaba
emprender. Al resto del mundo, lo que ella emprendía le encantaba regular.
Al terminar sus estudios intentó varios proyectos emprendedores en
Madrid con éxito, vamos a decirlo así, moderado.
Montó una tienda de fundas de móviles porque consiguió un cargamento
muy barato, pero tardó tanto en prepararla que cuando la consiguió
inaugurar las que vendía ya no servían para los teléfonos que acababan de
salir.
Montó un local de comidas vegetarianas para llevar cuando se pusieron
de moda las hamburgueserías.
Lo cerró y lo convirtió en una hamburguesería cuando la gente empezó a
pedir ensaladas para llevar después de haberse pasado meses inflándose a
guarradas.
Montó tiendas en Internet de jerseys para gatos, de disfraces para perros,
de sonajeros para bebés, de alfombras tejidas, de libros de chistes, de barcos
metidos en botellas y de fundas de móviles antiguos para ver si le
interesaban a algún nostálgico.
Montó un negocio que consistía en que si enviabas la foto de tu mascota,
ella te mandaría un retrato. Y no sabía dibujar. Un negocio de adivinar el
futuro. Tampoco sabía adivinar el futuro.
Nunca había conseguido que le fuera nada bien,
pero emprender, lo que es emprender, ella
emprendía. Y se moría de ganas por volver a
emprender.
—Vuelve a casa —le decían sus padres
constantemente—. Estás perdiendo el tiempo.
Ella siempre se negó porque le daba angustia
pensar en volver a la habitación donde siempre
había vivido de niña, a su casa de siempre. Pero
este regalo de su abuela le hizo ver las cosas de otra
manera.
Volvería a Coruña, sí, pero a su propio sitio. Y
desde allí podría emprender... bueno, algo.

Colgó un corcho en el salón de su casa y empezó a


llenarlo de hojas con ideas de a qué se podría
dedicar.
En los papeles se podían leer cosas como:
Las estaba repasando cuando le vino un flash a la cabeza con una ideaza.
A ella le gustaba mucho pintarse las uñas. Y lo hacía bastante bien.
¿Pagaría la gente por ir a su casa a probar un cambio de look en los dedos?
Estaba preguntándose esto mismo cuando cayó en la cuenta de que no
estaba su rotulador rojo. Lo acababa de dejar ahí mismo, al lado del
fluorescente naranja. Y ahora ya no estaba.
—¡Pero bueno! ¿Otra vez? ¿Qué narices pasa en esta casa?
Lo encontró encima de su zapatilla. Lo cogió para ponerlo de vuelta en
su sitio, pero ahora lo que había desaparecido era el fluorescente. Se giró y
lo descubrió. Estaba flotando.
—¿Qué está pasando aquí?
El fluorescente no dijo nada.

Lo intentó coger, pero cuando acercaba la mano se escapaba un poquito


más arriba o más abajo.
A Belén no le dio nada de miedo, iba a recuperar ese rotulador porque
era suyo. Y ella era una emprendedora y nadie le quita a una emprendedora
su material de escritura así como así.
—¡Oye, fluorescente! ¡Ven aquí ahora mismo!
—Uuuuuuuuuuh —dijo una voz con tono sepulcral.
—¡Ah! —se sorprendió Belén, que,
aunque era muy valiente, era la primera vez
que escuchaba hablar a un rotulador, y es
algo que impone bastante—. ¿Hablas?
—Veeeeeeeteeeeee —dijo el rotulador.
—¿Perdona?
—Veeeeeeeeeeeeteeeeee, veeeeeteeeeee
de esta caaaaaaaaasaaaaaaaaa.
—¡Y
UNA
PORRA! —
gritó Belén
—. ¡ES MI
CASA!
—Veeeeteeeeeee.
Un cojín empezó a flotar en el aire. Los
cuadros empezaron a dar vueltas en la
pared. Unas ventanas y unas puertas
empezaron a abrirse y cerrarse.
—Pero ¿esto qué es? ¡Rotulador! ¡Para
ahora mismo!
—Noooo sooooy uuuun roootuuulaaaadoooor —dijo una voz que no era
la de un rotulador, al parecer.
—¿Ah, no? No me lo creo. Eres un rotulador muy desagradable. ¡Mira la
que estás montando!
—Noooo soooooy uuuun rooootuuuuladoooor —dijo de nuevo, mientras
se abría y cerraba ahora la puerta de la nevera y del horno. Los libros
empezaron a volar de las estanterías. Los tenedores y las cucharas salían del
cajón y hacían remolinos en el aire.
Todo el trabajo que acababa de hacer Belén vaciando las cajas, toda su
vida, estaba dando vueltas por el aire haciendo el imbécil.
—¡BAAAAAAASTAAAAAAA! —gritó Belén.

No sabéis cómo es un grito de Belén. Da más miedo que una casa con cosas
que flotan solas por el aire. Mucho más. De hecho, las cosas dejaron de
flotar, se detuvieron y se cayeron al suelo de repente.
—¡Ah, no! ¡Esto sí que no! ¿QUIÉN ESTÁ HACIENDO ESTO?
Nadie respondió, lo que aumentó todavía más el volumen de los gritos
de Belén. Sí. Era posible aumentarlos.
—¡ROTULADOR! —gritó—. ¡VEN AQUÍ AHORA MISMO!

Flotando en el aire, un par de palmos por encima de la alfombra del salón,


apareció un fantasma. Era una silueta con forma humana, que parecía
alguien con una sábana por encima. Los ojos y la boca estaban vacíos.
Brillaba. Era azulado. Transparente. Ya sabes. Un fantasma.
—¡Que no soy un rotulador!
A Belén le dio un poco de miedo encontrarse con un fantasma en su casa.
Era la primera vez que veía uno y eso siempre impresiona, pero esa
emoción quedaba en segundo plano en esos momentos porque tenía toda su
capacidad de sentir saturada por la emoción del cabreo. Un cabreo ardiente,
rojo y poderoso.
—¡Pero vamos a ver! ¿Tú vives en esta casa? —le preguntó.
—Sí —respondió el fantasma—, desde hace más de cien añ...
—¡Me trae sin cuidado! ¿Tú me has visto a mí haciendo la mudanza?
—Claro. Llevo observándote desde que...
No sé si era la primera vez que un fantasma establecía comunicación
verbal con un ser humano, pero no sé si cuenta para los libros de historia,
porque no pudo meter demasiada baza en la conversación.
—¿Y no has visto todo el trabajo que me ha costado mudarme? ¿No me
has visto peleándome con las cajas, metiendo cosas en los armarios,
colocando todo? ¡Llevo semanas dedicándome a colocar todo esto desde
que me levanto hasta que me acuesto para que ahora vengas tú con tus
rollos de fantasmas y me dejes todo esto hecho una pocilga!
—Perdona —dijo el fantasma superbajito.
—¿Qué has dicho?
—Perdona.
—¡NO TE HE ESCUCHADO!
—PERDONA. VALE. PERDONA. —El fantasma se disculpó
sinceramente, y el nivel de cabreo de Belén bajó unos decibelios, unos
tonos de rojo y unos grados centígrados.
Belén se sentó en el sofá y el fantasma se sentó a su lado.
—¿Puedes arreglar esto? —le preguntó.
—Sí, claro que puedo. Dame un par de minutos.

Los siguientes dos minutos fueron absolutamente increíbles. Los cajones y


las puertas se abrieron para que volviera hasta el último tenedor y la última
servilleta a su lugar. Todo quedó como estaba al principio. Belén no pudo
evitar un mini aplauso.
—¡Muy bien! Lo has hecho muy bien. Así me gusta.
—Gracias —dijo el Fantasma.
—¿Sabes a qué me ha recordado? A Mary Poppins. ¿Has visto esa
película?
—No, los fantasmas no vemos películas.
—Claro, ya supongo. ¿Tienes nombre?
—¿Nombre?
—Sí, si estoy hablando contigo se me hace raro llamarte «fantasma».
—Claro. Me llamo Antonio. Bueno. Me llamaba Antonio. Antes de...
—Ya, ya. Antes de...
—Sí. Ahora hace mucho que no me llaman de ninguna manera, la
verdad.
—¿Vivías aquí con mi abuela?
—Sí. Pero no me hacía ni caso. Si movía algo de sitio, si gritaba
veeeeeteeeeee, hiciera lo que hiciera, fingía que no había visto nada y hacía
otra cosa. Estuve intentando echarla por lo menos diez años, hasta que lo di
por imposible —explicó el fantasma.
Belén estaba interesadísima en esta conversación. Se levantó a
prepararse un café. Por educación le ofreció uno, pero Antonio le explicó
amablemente que los fantasmas no tomaban café ni comida ni sólidos ni
líquidos ni nada de nada. Los fantasmas son fantasmas.
—¿Y por qué hacías eso?
—¿El qué?
—El querer echarnos de casa, a mí y a mi abuela.
—Bueno, pues para poder vivir aquí yo solo.
—¿Por?
—¿Por qué? Porque hace muchos años esta casa era mi casa, por eso.
—¿Eso es lo que hacéis los fantasmas?
—Algunos. Otros están en los cementerios, otros poseen a personas, qué
sé yo. Cada uno es cada uno y tiene sus gustos.
—Y mira, una pregunta... Tú avísame si soy indiscreta, ¿vale? No quiero
pasarme, pero entiéndeme, es la primera vez que hablo con un fantasma.
—Pregunta, pregunta...
—¿Por qué estás aquí? ¿No tendrías que irte a...ya sabes...? —estaba
intentando decirlo de la manera más educada posible, pero era bastante
difícil.
—¿A dónde?
—Al más allá.
—¡Estoy en el más allá!
—No, no... a otro sitio. No sé si me explico.
—Aaaaah. El otro sitio. Ya. Pues... no sé.
—¿No sabes?
—No —Antonio sonaba resignado—, algunos se mueren y desaparecen
para siempre. Así que supongo que se han ido al otro sitio o... al otro OTRO
—Señaló hacia el suelo con un gesto y Belén lo entendió a la primera—.
Pero muchos nos quedamos por aquí.
—Entiendo.

Belén y Antonio estuvieron hablando durante horas. Ella le contó su vida y


él le contó su muerte, que no había sido particularmente interesante.
—Me puse enfermo, nada particular.
—Vaya, ¿solo eso? ¿Una gripe?
—Algo así. ¿Qué esperabas?
—No lo sé... asesinado por piratas, una guillotina, un cañonazo.
Devorado por un tiburón, algo así como de época. Morirse de una gripe no
parece nada de otro mundo.
—Bueno, a mí me llevó a otro mundo.
Los dos se partieron de risa.
Por la noche, Belén tuvo una idea, y le puso Mary Poppins. A Antonio le
pareció maravillosa. No podía quitar su vista de la pantalla. Belén se quedó
dormida a la mitad. Antonio antes de marcharse movió la manta del sofá
para taparla. Fue secándose las lágrimas fantasmales, estaba emocionado.
Había visto su primera película y hecho su primera amiga el mismo día. No
era para menos.

¿Puede alguien que está muerto ser un conviviente? ¿O es un


conmuertente? No estoy seguro, pero a partir de esa conversación Belén y
Antonio empezaron a vivir juntos. Bueno. «Vivir». Ya me entendéis. Se
convirtieron en compañeros de piso.

Belén estaba sentada delante del ordenador con el segundo café de la


mañana cuando apareció Antonio.
—Buenos días.
—Buenos días —contestó Belén con una sonrisa, sin sacar la cabeza de
la pantalla.
Es muy emocionante conocer a un fantasma, pero cuando empiezas a
vivir con él, te acostumbras enseguida y empiezas una relación mucho más
natural con el mundo sobrenatural. Algo más familiar, cotidiano. Algo más
bonito que una sucesión de gritos y espasmos de terror.
—¿Qué estás haciendo?
—Pues estoy buscando trabajo.
—¿Para qué?
—¿Cómo que para qué? Los humanos
tenemos que trabajar.
—Eso ya lo sé, pero ya tienes casa, ¿no?
Quiero decir, tu abuela no trabajaba.
—Mi abuela era una abuela, Antonio. Yo
tengo veintiocho años, no puedo pasarme el
día en casa haciendo calceta.
—¡Uy! Tu abuela no sabía hacer calceta
—explicó el fantasma—, no la vi coger
unas agujas en su vida.
Belén giró su silla al escuchar esto. En
realidad, no sabía gran cosa de la mujer que
le había hecho el regalo más alucinante que
nunca había recibido. De pequeña la visitaba de vez en cuando, pero estos
encuentros se fueron espaciando con la adolescencia. Últimamente apenas
la veía en Navidad o fin de año y poco más. Siempre había sido muy
amable con ella, pero el tiempo para compartir fue haciéndose cada vez más
y más pequeño. Pero ella era su única nieta y su abuela había sido
increíblemente generosa.
—¿Sabes qué le gustaba hacer? Puzles. Mira. Abre ese armario.
Dentro de un armario en el salón había cajas y cajas de puzles
complicadísimos. Puzles de gatos, cuadros, paisajes nevados, películas
antiguas, ciervos bebiendo en un lago. Puzles de mil, cinco mil piezas.
Incluso encontró uno de...
—¿Diez mil piezas? ¿Pero qué locura es
esta?
—Tu abuela era realmente buena con los
puzles.
—¿Pero cuánto tiempo se tarda en hacer
uno de estos?
—Tiempo es lo que más tenía tu abuela,
Belén. Cuando estaba metida en uno de
estos, desde el desayuno a la cena, se
pasaba el día en el salón revolviendo en la
montaña de piezas.
—¿En serio? ¿Y tú qué hacías todo ese
tiempo?
—Pues mirarla. Si a ella le sobraba el
tiempo, imagínate a mí. Aunque a veces...
Un puzle con un dibujo de unas rosas en
un jarrón empezó a flotar en el aire. Su tapa
se separó sola.
—Móntalo si quieres, Antonio. Pero yo tengo que seguir enviando
currículums.
—¿Qué es un currículum? —preguntó el fantasma, volviendo a dejar la
caja en su sitio.
—¡Oh! Un currículum es una página en la que explicas lo que sabes
hacer. Tienes que poner tu nombre, tu dirección, lo que has estudiado, lo
que has aprendido, y todos los sitios en los que has trabajado.
Antonio le echó un vistazo a la pantalla del ordenador.
—¡Caray! ¡Cuántas cosas!
—Sí, son muchísimas cosas. Ese es mi problema. He intentado un
montón de ideas y proyectos, pero nada me dura demasiado.
—¿Y de qué vas a trabajar?
—Pues no lo sé, Antonio. De lo que me llamen. He pensado que a lo
mejor me da un chispazo y me surge una idea triunfadora que me permita
ser mi propia jefa y montar mi propio proyecto. Pero se me tiene que
encender la bombilla. Bueno, eso, y que me salga bien. Mientras tanto
tendré que buscar cualquier cosa para ir tirando.
—Entiendo.

Belén le enseñó el índice de la página de ofertas de empleo.


—Hay un montón de oportunidades para mí. Mira: cajera en un
supermercado, reponedora; no sé, seguro que me llaman de algo.
—Seguro que sí —dijo Antonio—, ponte a ello.
—¡Luego te cuento!
—Vale.

Antonio estaba desapareciendo a través de una pared cuando regresó para


hacer una pregunta tímidamente.
—¡Oye!
—Dime.
—Esta noche...
—¿Sí?
—¿Podemos ver otra película?
Belén sonrió.
—¡Claro que sí!
Esa noche vieron Casper, Belén pensó que una historia de fantasmas sería
apropiada. Y lo consiguió. Después de ver su primer fantasma, vio a su
primer fantasma llorando con esa peli.
La noche de cine se convirtió en una tradición para estos compañeros de
piso. Antonio resultó ser un cinéfilo de cuidado. Todas las películas que
Belén le ponía le encantaban.
Veían de todo. Pelis de vaqueros, de risa, de dibujos animados,
románticas, de terror…
—¡Pero bueno! ¡Si los fantasmas no son así! —se indignó al ver una
película de una casa poseída por unos seres maléficos—. Los fantasmas
somos personas, pero muertas.
Los dos disfrutaban muchísimo de ese momento cada noche. Antonio
aprendió a hacer palomitas. Se hicieron muy amigos.
Tras dos semanas de búsqueda incesante, Belén consiguió un empleo.
Iba a trabajar de repartidora.
—¿Qué es repartidora? —quiso saber su compañero de piso al ver a
Belén estrenando uniforme.
Era una camisa blanca con pantalón, chaleco y gorra verdes.
—Entrego paquetes. La gente hace
compras por Internet, yo tengo que ir por las
mañanas con el coche a un polígono
industrial, lleno el maletero de cajas y voy
mirando dirección por dirección
llevándoselas a sus dueños.
—¡Oh! Tiene buena pinta ese trabajo —
dijo Antonio.
—¡Sí! Además, es pan comido. O sea.
Llevar cajas de un sitio a otro. Está
chupado.
—Tú siempre con cajas, ¿eh? —Los dos
rieron.
—Estaré aquí de vuelta a primera hora
de la tarde. Va a ser genial.
Se despidió y fue caminando hacia el
coche silbando.
Ni volvió a primera hora de la tarde, ni
fue genial.
Eran las nueve y pico de la noche. Antonio estaba muy preocupado
mirando por la ventana.
A su regreso ella era la que parecía un fantasma.
—¡Ha sido horrible! ¡Te prometo que ha sido horrible!
—Pero ¿qué pasó?
—¡Ha sido una pesadilla! ¡La gente vive en sitios lejísimos unos de los
otros! ¡Y no están en su casa! Resulta que vas a llevarles un paquete que
han comprado y están trabajando en vez de estar esperando para recibirlo. Y
tienes que buscar sus teléfonos, llamarles, organizar la entrega para otro
momento. ¡Y aparcar!
—¿Aparcar?
—¡Aparcar en esta ciudad es una
pesadilla! Tienes que buscar sitios en doble
fila, en pasos de peatones, la gente te grita.
Te insulta. Y tú corriendo para arriba para
abajo. Llama timbre. Sube escaleras. Firma
albaranes. Baja escaleras. No puedo más.
Belén se dejó caer en el sofá y se derritió
sobre los cojines.
Antonio flotó despacio, muy preocupado
por lo que acababa de escuchar.
—He preparado crema de puerros —
dijo. Sus habilidades con la cocina habían
mejorado mucho desde que había aprendido
a hacer palomitas.
—Gracias, Antonio. Eres un cielo. ¿Sabes qué película toca hoy?
Belén se quedó dormida antes de que Nemo se perdiera. Al día siguiente
se quedó dormida antes de que Elliot conociera a ET, el extraterrestre. Se
quedó dormida antes de que desapareciera nadie en la fábrica de chocolate.
Y se quedó dormida antes de que Luke Skywalker viera el holograma que le
había dejado la princesa Leia a Obi Wan en el robot.
En las siguientes semanas Antonio desarrolló muchas habilidades. Además
de cocinar, aprendió a fregar, a barrer, a poner la lavadora, a tender, a
planchar. Belén llegaba del trabajo cada vez más tarde y cada vez más
hecha polvo, y agradecía el trabajo que hacía Antonio en la casa.
Cada vez se dormía antes en las películas. La noche de cine dejó de ser
divertida.
Una noche, Belén llegó a la hora de cenar.
En la mesa le esperaba una pizza que ya estaba fría. Tenía muy mala
cara.
—Este trabajo es horrible, Antonio. Cada vez es peor. Hoy me han dado
tantos paquetes. Tantísimos —se angustiaba intentando hablar—. Esto no
está bien. Hoy ni siquiera me ha dado tiempo a terminar. Tengo todavía el
maletero lleno de cajas que tendré que entregar antes de coger las siguientes
cajas y más cajas y más cajas.
Antonio no sabía ni qué decir.
—No te preocupes, Belén. Buscaremos otro trabajo que sea menos
cansado. No puedes dedicarle tanto tiempo a algo así. Venga, vamos a ver
una película y verás como te pones de buen humor.
—Hoy no, Antonio. No puedo más y mañana tengo que madrugar. Me
voy a la cama.
Dejó la pizza sin tocar y se metió en su habitación. Antonio se quedó en
el salón él solo, por primera vez desde que se conocieron. Miró el mando a
distancia, pero no sabía usarlo. Ni quería aprender.
Por la mañana, Belén se despertó y se metió en la ducha mitad despierta y
mitad dormida. Notaba cómo sus piernas estaban doloridas de todo lo que
había caminado ayer. Cuando sonó el despertador, su barra de energía
estaba a menos de la mitad.
Llegó a la cocina y su fantasma le había preparado tostadas con
mantequilla y mermelada, zumo de naranja y café con leche. Pero ella solo
podía pensar en los paquetes.
—Ay, Antonio. Lo siento mucho, pero no puedo pararme a desayunar.
Me llevo una tostada para comerla en el coche, que tengo mucha faena —
dijo Belén, muy acelerada.
—¡No hace falta!
—¿Qué dices?
—Buenas noticias, no tienes que
entregar ningún paquete —sonrió Antonio.
—¿Cómo?
Belén se sentó en la mesa.
—No. Los he repartido yo. Esta noche. Mientras tú dormías.
—¿Has entregado los paquetes de mi maletero?
—Sí.
—¿Todos?
—¡Todos!
Le costó cerrar la boca de la sorpresa.
—¿Cómo has hecho eso? ¿Puedes salir de la casa?
—¿Cómo que si puedo salir?
—Creía que los fantasmas estabais como atrapados. Que teníais que
quedaros donde estabais por...
—Ya te he explicado que cuando salen fantasmas en las películas se
inventan casi todo. Salvo Casper. He de decir que Casper es bastante
realista. A lo mejor la escribió algún fantasma...
—¡Pero cuéntame cómo lo has hecho! —Belén sentía que le habían
quitado un peso de encima.

Antonio explicó que no había ningún gran secreto detrás. Iba cogiendo cada
paquete y los llevaba flotando a cada dirección.
—A mí no me tienen que abrir ningún
portal, ¿sabes? Atravieso las puertas.
—¿Y no
te vio nadie?
—¿En medio de la noche? Lo único que
verían sería una caja flotando. Ya me
aseguré de levitar a suficiente altura para
que no me descubrieran.
—¿Y dónde las dejaste?
—Esta mañana cada uno se encontrará
con su pedido en el rellano de su casa.
—¡Oh! —dijo Belén—. Seguramente se preguntarán cómo ha llegado
hasta allí, pero bueno... Les dará un poco igual, ¿no? Quieren su paquete. Y
está allí, a primera hora.
—¡Claro! Además, he de decir que lo pasé bastante bien. Hacía tiempo
que no me daba un paseo por Coruña. Está supercambiado todo. ¿Sabes que
ahora hay carreteras y farolas? ¡Es increíble!
—¿Pero cuánto tiempo hace que estás en esta casa?
—No estoy muy seguro. Pero vamos, me vino bien el paseo. Además,
los fantasmas no dormimos.
—¿No dormís? ¿Y qué hacéis por las noches?
—Yo estoy aprendiendo a hacer puzles.
—¡Tengo que enseñarte a usar el mando de la tele!
—Sí, eso no estaría nada mal —pensó Antonio—. Oye, ¿qué te parece si
hacemos así?
—¿Así cómo?
—Déjame que te ayude a repartir los paquetes. Tardarás mucho menos.
Llegarás a casa enseguida. ¡Llegaremos! A mí me gustaría pasar por ahí el
día contigo y poder ver nuestra película cada noche como antes.

Belén no sabía qué decir. Pero la perspectiva de enfrentarse a otro día de


trabajo ella sola le parecía insoportable. Así que...
—¡Adelante!
Belén y su fantasma, repartidores de paquetes, comenzaron un miércoles la
jornada laboral.
—¡Esto es otra cosa! —Belén sonreía mientras cantaba a pleno pulmón
un temazo que sonaba en la radio.

Efectivamente, aquello era otra cosa. De entrega en entrega se dedicaban a


hacer karaoke vehicular. Antonio no solo no había visto ninguna película, es
que no conocía ninguna canción.
La abuela le había tenido a una dieta estricta de noticias en la radio por
la mañana y gente discutiendo en programas del corazón tarde y noche.
Con eso como única referencia cultural, el pobre de Antonio no sabía
que la vida estaba llena de cosas maravillosas. Como E.T., El Mago de Oz,
Siniestro Total o Mecano.
—¡Esta canción es increíble! Pero ¿qué es un cuadro de bifrontismo?
—Hemos llegado —dijo Belén. Aparcó en doble fila y Antonio hizo un
gesto de OK con el pulgar hacia arriba.
—¡Vamos allá!
Cogió el paquete y atravesó con él el techo del vehículo. De alguna
manera, era capaz de convertir también los objetos en fantasmales.
Antonio atravesó el portal, subió dos
pisos por las escaleras, dejó el paquete en la
puerta, timbró y desapareció. Solo cinco segundos más tarde estaba en el
coche.
—¡Listo!
—¡Genial! ¡Siguiente entrega! —Subió el volumen a tope de la radio—.
Esta te va a encantar —Belén arrancó el coche mientras medio cantaba
medio gritaba—. Bailar pegados no es bailar, es como estar bailando solo...

Así, sí. Si tienes un fantasma que te acompañe, el trabajo de repartidor es


otra cosa. Belén había entregado todos sus paquetes a las 11:22 de la
mañana.
Volvieron a casa.
Enseñó a Antonio a jugar a la oca, hicieron un puzle, cocinaron ensalada
de pasta, y salieron a dar un paseo.
—¿Por qué no? ¡Vamos a caminar por el paseo marítimo!
—Pero entonces no podremos hablar. La gente se pensará que eres una
loca que habla sola.
Belén rio.
—¿En esta época? Esto tiene solución.
Vaya si la tenía. Si te pones unos auriculares en las orejas, la gente se
piensa que estás hablando por teléfono y puedes hablar tranquilamente con
tu mejor amigo fantasma, que está contigo paseando. Bueno, flotando.

—¡Ay, Antonio! ¡Qué feliz me ha hecho conocerte!


Antonio también era muy feliz ahora. Belén lo había cambiado para
siempre. Las películas, las canciones, este paseo escuchando las olas
batiendo por los acantilados cerca de la Torre de Hércules. ¡Esto sí que es
muerte!
El viento de Monte Alto estaba haciendo
estragos en el peinado de Belén. Sin
embargo, a Antonio lo atravesaba.
—Esta parte de Coruña sí que me recuerda a mi infancia —dijo Antonio
—. Yo solía venir aquí a jugar con mis amigos.
—¡No me digas! —intentó decir Belén en medio de lo que parecía un
huracán—. ¿Y a qué jugabais?
—A subirnos a las rocas y esquivar las olas. A tirarnos piedras a la
cabeza. A tirarnos haciendo la croqueta por el monte abajo...
—Dios. No me extraña que estés muerto.

Perfeccionaron su técnica hasta que consiguieron terminar todos los días a


las diez de la mañana.
Antonio era un auténtico fenómeno a esas alturas. Cada vez sabía hacer
más cosas. Y disfrutaba muchísimo descubriendo sus posibilidades.
Un día estaban en el Monte de San Pedro, y Belén le enseñó el horizonte
más grande que había visto nunca. Era el horizonte más horizonte que
ningún humano puede ver en el planeta. Es tan perfecto que hasta se puede
ver la circunferencia de la Tierra.
—¿Sabes? ¿Allí al fondo? Si vuelas en
esa dirección, llegarás a Nueva York.
—¿Nueva York?
—¡Sí! ¿Te acuerdas?
Claro que se acordaba. Se acordaba de Solo en casa, de Spiderman, de
Annie, de Noche en el museo.
—¡Vamos!
—Uy. No podemos ir. Está muy lejos. Hay que ir en avión.
—¡Pues compramos un billete y vamos!
—No tenemos TANTO dinero.
—¿No? ¡Pero si trabajamos muchísimo! ¡Ayer estuvimos hasta las diez y
media de la mañana!
—Ya, pero eso no funciona así.

Esto era difícil de explicar para un humano, mucho más para un fantasma.
Los empleados no son los que más ganan en un negocio. Aunque sean los
que más madrugan, sudan, cargan, los que más horas hacen, los que menos
ven a su familia...
—Los que ganan más dinero son los jefes.
—¿Los jefes? Bueno. Eso es fácil —dijo Antonio—. Pues nos hacemos
nosotros jefes.
Belén se incorporó.
—¡Claro! ¡Podemos montar nuestra propia empresa!
—¿Nuestra propia empresa? ¡Claro que sí! ¿De qué?
—¿Qué es lo que mejor se nos da?
Los dos dijeron a la vez:
—¡CAJAS!

Al día siguiente, Belén rellenó el papeleo necesario y fundó su empresa.


Puso anuncios en Internet. Imprimió
folletos e hizo que Antonio empapelase toda
la ciudad con ellos. A la mañana siguiente, recibieron su primer encargo.
Un matrimonio con un hijo pequeño que se quería mudar a una casa en
el campo.
—Muy bien —les dijo Belén— este es el presupuesto.
—Suena razonable —dijo la esposa—. ¿Cuándo podéis venir?
—Veréis —Belén les explicó cómo funcionaba su nueva empresa—,
podemos ir esta misma noche.
—¿Esta misma noche?
—Sí. Mudanzas B&A es la única empresa que se dedica a hacer
mudanzas nocturnas.
—¡Pero no queremos tener que trabajar por la noche! —protestó el padre
de familia.
—Ustedes no tendrán que hacer nada. Nos dejan la dirección y listo.
Cuando se levanten, la mudanza habrá terminado. Tienen que pasar la
noche en casa de un familiar, o en un hotel, y hecho.
La realidad era que de noche era más fácil hacer todo sin que la gente se
quedara estupefacta por ver flotar muebles por el aire, pero Belén tenía una
excusa bien pensada.
—Somos la empresa de mudanzas más económica ya que no tenemos
que pagar tiques de aparcamiento, porque trabajamos de noche. Confíe en
nosotros.

Y confiaron. Al terminar la película de ese día, Belén y Antonio entraron en


el viejo piso de la familia y la emprendedora le dijo al fantasma:
—¡Haz lo tuyo!
Y Antonio hizo lo suyo.
Tardó poquísimo en rellenar caja tras caja. Hasta sabía precintarlas y
etiquetarlas. Desmontar muebles, embalarlos. Todo.
El interior del piso salió flotando por la ventana y atravesó junto con
Antonio el cielo de Coruña. Llegaron a la casa nueva en minutos y cada
cosa se puso en su sitio mágicamente.
Una mudanza completa, en un par de horas.
Belén abrazó a Antonio tanto y tan bien que casi pudo sentirlo.
Ganaron en una mudanza lo mismo que en quince días de repartir paquetes.
Los señores dejaron en su página una opinión de cinco estrellas. La reseña
estaba llena de superlativos.
¡Increíble! ¡La mejor mudanza de la historia! ¡Esto es un desmadre!
¡Relación calidad-precio imbatible! No sé cómo lo hacen, pero lo hacen.
El teléfono volvió a sonar. La bandejita del correo electrónico pitó una
vez. Y otra. Y otra.

Mudanzas B&A explotó. Se convirtió en la empresa de mudanzas número


uno de la ciudad en pocas semanas. Tenían tantos encargos que ni siquiera
Antonio podía hacerse cargo de ello.
Pero tuvo una idea.
—Vamos de visita —dijo el fantasma.
—¿A dónde?

Es difícil ser bonito siendo un cementerio, pero el de San Amaro es


precioso. Es uno de los más antiguos de Europa, construido junto al mar.
—Esto es increíble —dijo Belén, que nunca lo había visitado.
—La verdad es que tiene unas vistas estupendas. Te puedes pasar la
eternidad mirando el mar.
—¿Estás aquí enterrado, Antonio? ¿A eso me has traído?
—No te he traído para eso, pero sí. Aquí me enterraron.
—¿Cuál es tu tumba? ¿Quieres ir a visitarla?
—Es que yo no tengo tumba.

Antonio le habló de una enfermedad terrible que viajó por todo el mundo y
que causó estragos en Coruña. Murieron tantos tan seguido que no había
sitio ni tiempo para hacer tumbas para todos.
—Era la época del cólera. La verdad es que morirse se puso de moda. Yo
creo que me quedé aquí por eso.
—¿Cómo por eso? —preguntó Belén.
—Al ser tantos, tan de repente, igual perdieron mis papeles o lo que sea.
Quizá fue por eso, no lo sé. O a lo mejor me tuve que quedar porque tenía
un propósito.
—A lo mejor conocerme y ayudarme a trabajar.
—¡A lo mejor! —sonrió Antonio.
—Bueno, ¿entonces? ¿A qué hemos venido?
—A esto.

Antonio se subió en un monolito de la tumba de alguien famoso y sacó de


dentro de lo que parecía su bolsillo una trompeta. La sopló.
Docenas de fantasmas empezaron a aparecer por todas partes. Fantasmas
bajitos, altos, fantasmas señoras, fantasmas niñas.
Algunos hablaban en gallego, algunos en inglés, uno en alemán.

Belén se quedó sin respiración ante aquella escena. Fue la cosa más
maravillosa que había visto en su vida. Ella no tenía miedo a los fantasmas,
ni los fantasmas a ella.
La trompeta de Antonio se convirtió en un megáfono.
—Bueno, ¿qué? ¿Quién está buscando trabajo?

Esta es la historia de Mudanzas B&A. La empresa de mudanzas más


importante no solo de Coruña sino de Galicia y España. La empresa
fenómeno mundial que sale en reportajes, en diarios americanos, cuyas
técnicas secretas han intentado analizar reporteros de la BBC sin éxito. La
empresa de una de las emprendedoras más importantes del planeta. La
poseedora de una fortuna incalculable, pero que, sin embargo, siempre tiene
tiempo a las diez de la noche para ver una película con sus amigos.
—¿Cuál toca hoy? —preguntó Antonio.
—Cazafantasmas.
—¡BUUUUUUUU! —gritaron los veinte fantasmas sentados en todas
las superficies posibles del salón.
Uno le tiró palomitas. Todos rieron. «Esto sí que es muerte», pensó
Antonio.
Edición en formato digital: octubre de 2021

© Del texto: Diego Arboleda, Ana Campoy, Ledicia Costas,


Patricia García-Rojo y El Hematocrítico, 2021
© De las ilustraciones: Eugenia Ábalos, 2021
© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., 2021
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.anayainfantilyjuvenil.com
anayainfantilyjuvenil@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-698-8960-2

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