Un Verano Feliz-Cuento Malo
Un Verano Feliz-Cuento Malo
Un Verano Feliz-Cuento Malo
28 Oct 2019
/
PEDRO MAIRAL
Pedro Mairal irrumpe en el mundo editorial en 1998 con Una noche con
Sabrina Love, premio Clarín, recuperada por Libros del Asteroide en 2016, y
luego La uruguaya con la que gana el premio Tigre
Juan. Ahora, Destino acaba de publicar Breves amores eternos, un libro de
cuentos en el que cada uno de ellos es una auténtica caja de sorpresas. Este
es el universo de Pedro Mairal, un escritor que en sus historias refleja
cómo los hombres afrontan sus relaciones sentimentales; hombres que
tropiezan con los mismos errores, que son puestos en evidencia por su
limitada capacidad ante las mujeres, las cuales tienen mejores recursos
emocionales.
Pedro Mairal construye con inteligencia una literatura incisiva, tierna,
divertida y perturbadora a veces, que provoca en el lector una admiración
que crece en cada libro.
Zenda publica Un verano feliz.
Un verano feliz
Mi mujer insistió tanto que le dije que sí, que iba a ir a terapia, porque se
cree que estoy deprimido. Pero la verdad es que conocí a una mujer en
Uruguay. Una gorda lindísima que me hizo tanto bien que ahora la extraño.
Pienso mucho en ella y sobre todo en la última vez que la vi. No estoy nada
deprimido. La que está deprimida es ella. Deprimida y enojada. De hecho,
estuvo enojada todo el verano. Quizá al principio fue mi culpa, supongo. Hice
un chiste estúpido ni bien llegamos a Punta del Este: ella se había comprado
unas cremas y me dijo esta crema es para levantar la cola y yo dije en voz
baja ¿viene con una grúa de regalo? No me lo perdonó porque era el primer
día de playa y estaba susceptible, insegura de ponerse el traje de baño. No
sé. Hace tiempo nos habría causado gracia, nos podríamos haber reído
juntos. Pero ya no se ríe de mis comentarios. Está atacada con el tema de la
edad, cumple cuarenta y siete este año. Yo no tengo tanto problema, pero
ella sí, todo el tiempo mirándose al espejo, lamentándose por cómo le
cambió el cuerpo. Yo me quedé pelado y no protesté tanto. La cosa es que se
tomó muy mal mi chiste, y no sirvió de nada que le dijera que estaba linda ni
que le pidiera disculpas. Me tachó, me castigó con lo que sabe que me jode:
no cogimos ni una vez en todo el mes.
Yo empecé a juntar una mezcla de bronca y calentura. Era violenta, la
calentura. Todo el día rodeado de unas minas increíbles. Íbamos a la playa en
Manantiales, porque mis hijos tienen a los amigos ahí. Antes iban amigos
nuestros, ahora están los padres de algunos compañeros de colegio de mis
hijos, pero no pasamos de saludarnos y hablar un poco de política. La cosa es
que entre tantas minas tenía que meterme al mar a cada rato, a enfriarme,
me sobraba una energía que me ponía de mal humor, y las pendejas de
dieciocho, amigas de mi hija, tomando sol ahí al lado con unos culitos duros y
redondos, unas tetitas altas que a cada rato medio se les escapaban de la
bikini, y yo hacía un esfuerzo terrible por disimular, parecía una momia con
anteojos negros sentado en la reposera porque no movía la cabeza pero
miraba todo, no podía parar de mirar minas y de imaginarme que me las
cogía a todas. Una vez me masturbé rápido en el baño del parador. No hacía
eso en un lugar público desde la adolescencia. Otra vez no aguanté más y me
metí a nadar con bronca mar adentro. Me tuvieron que sacar. Lo que me
impresionó fue la cara de vergüenza de mi hijo y mi hija cuando llegué a la
orilla escupiendo los pulmones. Mi mujer se asustó, pero le agarró por el lado
del enojo, cómo hacés una cosa así, mirá si te morís acá, Rodolfo. Esa noche
no hablé y al día siguiente dije que me sentía un poco mal, así que los llevé a
todos a la playa y me fui a Maldonado a comprar una manguera que hacía
falta para el jardín.
Maldonado es una ciudad chica, siempre me gustó. Di vueltas buscando una
ferretería y de repente una cuadra me sonó conocida hasta que vi el cartel
que decía Hiroshima. Era un puterío al que íbamos con amigos en los
ochentas. Sigue ahí. Estaba la puerta abierta. ¿Por qué no?, pensé. Tenía
rabia. Rabia contra mi mujer, que cada noche cuando me quería reconciliar
con ella me daba la espalda y me decía estoy agotada. Me sentía tan
castrado, frustrado, un pelado calentón que no podía cogerse una pendeja de
dieciocho, ni una chica de veinticinco, ni una mujer de treinta, ni una mina de
mi edad. Me sentía realmente mal y además me quemaba la cabeza esa
histeria de la playa, todo ese muestrario de culos prohibidos. ¿Con quién
cogían todas esas mujeres? Con cualquiera menos conmigo. Me quedé
dentro del auto, en la esquina. Me fijé que no viniera nadie y me decidí a
entrar. Había una tipa barriendo. Me dijo está cerrado señor, abre a las
veinte. Perdón, perdón, dije pegando la vuelta, y me atajó: ¿A quién busca? Si
busca una chica le voy a dar referencias. No entendí bien hasta que la vi dejar
la escoba y anotar algo en un papel, en la barra. Me lo dio y salí rápido. Me
volví a sentar al volante. El papelito decía Melanie y tenía un teléfono.
Estaba embalado. Pensé en volver a la Punta y llamar después, pero ya
estaba dentro de una ola de adrenalina que no sentía hacía tiempo. Yo en
general fui siempre fiel. Hace mucho me enredé durante unos meses con una
compañera de trabajo —no en la empresa donde trabajo ahora—, pero
después lo cortamos de mutuo acuerdo y nunca más. Después me porté
bien. No me quiero justificar. Esto lo hice porque quería. Quería estar con
una mujer desnuda, sentirla contra mi cuerpo, no me importaba si tenía que
pagar. Llamé desde un locutorio y una voz de mujer muy dulce me dijo que
atendía en su casa, que trabajaba sola, me dio la dirección y me pasó la tarifa
por una hora. Calculé que eran sesenta dólares en pesos uruguayos. Le dije
que iba para allá. No quedaba lejos. Pasé dos veces por la puerta manejando
despacio, mirando la casa de una planta, con las persianas bajas, sencilla.
Dejé el auto a dos cuadras y toqué el timbre. Me abrió una gorda de ojos
verdes, me hizo pasar con una sonrisa medio tímida. Tenía el pelo negro,
largo y suelto. Soy Melanie, me dijo. De entrada me gustó, era de esas
mujeres gordas con forma, con buenas curvas, pulposas pero con cintura
angosta. Me hizo pasar al cuarto, nos desvestimos y nos dimos con todo
durante un rato. Era la una de la tarde y yo cogiendo en Maldonado. Pero me
dio una felicidad enorme. No sé cómo explicarlo. Me sentí tranquilo, aliviado.
Melanie era cariñosa, me trataba bien, me ponderaba, me hacía sentir como
un hombre. Daban ganas de hacerla ir a mi mujer para mostrarle y decirle
¿ves lo fácil que es tenerme contento?
En casa decreté que día por medio no iba a ir a la playa sino a jugar al golf, y
además solo, o a tirar pelotas. Cargaba la bolsa en el baúl y me iba a pasar
una hora con Melanie, que después de vernos un par de veces me confesó
que se llamaba Mónica, que era viuda, que había trabajado de noche en el
Hiroshima, que todos los días a las diez de la mañana lo llevaba a su hijo a la
colonia de vacaciones y algunas tardes trabajaba de ayudante en una
peluquería. Yo, por mi lado, le dije toda la verdad. Le conté todo de mi
familia, la pelea absurda con mi mujer. Hablábamos, cogíamos un rato y
después yo me iba. Al día siguiente iba a la playa feliz de la vida, sereno,
mirando a las chicas pero sin bronca, disfrutando la vista, juntando ganas
porque sabía que la veía a Mónica al día siguiente. Era muy linda. Esas
morochas blancas, con unas tetotas enormes, un culo carnoso que era una
fiesta total. A ella le convenía la hora y a mí también. El acuerdo era perfecto.
Un mediodía llevé pollo con papas fritas de una rotisería y almorzamos en su
cocina. Me empecé a quedar un poco más de una hora, a veces dormíamos
una siesta hasta las tres. Era agradable estar en su casa, tan lejos del cotorreo
de la playa, de mi mujer quejándose por la mucama, de mis hijos pidiéndome
plata. Esto era otro mundo, más simple, más lento. Un día estaba su hijo
porque tenía un poco de fiebre, así que solo tomamos mate en el patio, no
hicimos nada y no me importó, de hecho, me gustó, me habló de sus plantas
mientras el hijo se acercaba y me dejaba autitos en las rodillas.
El último día que la vi a Mónica, amaneció el cielo cargado con unos
nubarrones negros y truenos. Mi hijo había llegado de madrugada, borracho,
y el auto estaba chocado, no mucho, pero con el guardabarros rozando la
rueda. Lo reté, pero él no sabía que mi bronca era por haberme dejado sin
auto justo ese día. Agarré solo tres palos, una madera, un hierro y el putter,
me los até a la espalda con una correa y me subí a la motito de mi hija.
Rodolfo vos estás loco, hay rayos, decía mi mujer, y yo le decía que el golf
últimamente era lo único que me hacía feliz. Por el camino me agarró la
lluvia, primero suave, después un chaparrón que me ensopó. Antes de llegar
me quedé sin nafta y tuve que caminar empujando la moto hasta una
estación de servicio. Empezaron a caer rayos y yo con los palos a la espalda
tenía miedo de atraerlos, pero seguí. Quería estar con Mónica. Cuando me
vio llegar, sonrió y trajo una toalla sin decir nada. Me saqué la ropa mojada y
nos metimos en la cama. Puedo decir que algo pasó. No quiero exagerar, ni
sé explicarlo bien, pero sé que los abrazos tuvieron otro significado esa tarde.
Aunque no dije nada, ella entendió que no nos íbamos a ver más. Afuera
diluviaba, Mónica me pasaba muy suave la mano por la cabeza. Sabía que eso
me gustaba. Después me trajo ropa seca de su marido, que había sido
jardinero y había muerto electrocutado con una máquina de cortar pasto.
Sobre una silla me dejó una camisa y un pantalón. Me quedé un rato con ella
en la cama, sentí su respiración distinta cuando se quedó dormida y me
levanté. Me puse de vuelta mi ropa mojada y le dejé la plata en la mesa de
luz. Se despertó un poco y nos dijimos chau con un beso. Le dije que no se
levantara y me fui. Al día siguiente volvimos con mi familia a Buenos Aires.
Cuando salimos del ferry en Dársena Norte, en la puerta de Buquebús, unos
manifestantes contra la papelera uruguaya nos tiraron huevazos que
chorreaban por el parabrisas del auto. Yo, antes de saber de qué se trataba,
sentí que me lo merecía, sentí que me estaban escrachando a mí. Pero
bueno, uno después se acomoda otra vez a su vida. Por eso digo que no estoy
deprimido, pienso en Mónica nomás. Supongo que ya me voy a ir olvidando.
Lo que tengo claro es que no voy a hacer terapia. Aunque quizá le diga a mi
mujer que voy a ir a terapia, así puedo aprovechar para salir y estar solo un
rato.
—————————————
Autor: Pedro Mairal. Título: Breves amores eternos. Editorial: Destino.