Adios Muy Buenas 657376 Adm

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© Urtzi Elorza, 2019

«Me desperté en el sofá. No sé por qué dormí ahí, aunque estaba agotado. Solo sé que
me despertaron los rayos de luz que se colaban por la ventana. Me levanté a duras penas con
intención de bajar la persiana, pero finalmente decidí ir a la cocina.
Estaba descalzo y los fríos azulejos me recordaron que estaba despierto. Encontré sobre
la mesa el pan que me sobró el día anterior. Le di un mordisco. Estaba duro. Demasiado duro.
Era como intentar comer mis huesos. Lo escupí. Llené un vaso de leche y, sin ni siquiera
calentarlo, salí al balcón.
Miré al horizonte. Los primeros rayos de sol aparecían sobre aquel mar pintado de un
precioso color azul, que me recordó a los ojos de ella. Me invadió un sentimiento de nostalgia.
Aun así disfruté del paisaje, mientras mis pies chapoteaban en el agua. Esa era una de las
ventajas de tener la casa en segunda línea de playa.
Cuando le di un trago al vaso, noté que sabía raro y, además, estaba frío. Era de esperar.
No me apetecía volver a entrar a la cocina para calentarlo. Por lo demás, se estaba a gusto. Para
ser marzo hacía bastante calor, y el agua que mojaba mis pies estaba templada.
Cerré los ojos y disfruté de los primeros rayos de sol. Yo llevaba puesta una camiseta
de manga larga, pero de cintura para abajo solo tenía puestos los calzoncillos. Abrí los ojos y
lo comprobé. Sí, eran unos calzoncillos rojos. Su reflejo en el agua me pareció divertido. Volví
a cerrar los ojos y seguí recibiendo el calor del sol.
Me quedé así un rato, hasta que me di cuenta de que había agua en mi balcón. Miré al
suelo y, efectivamente, había agua. ¿De dónde había salido toda esa agua? ¿La vecina de al
lado se había pasado regando a las plantas? No era posible. Tenía ochenta y cuatro años, pero
aún no había perdido la cabeza; ni tampoco tenía una manguera.
Miré hacia su parte del balcón. También estaba lleno de agua. Quizás la señora estuviera
fregando y hubiera sufrido un ataque al corazón. Puede sonar demasiado dramático, pero por
poder, podría pasar. Uno no decide cuándo le da un ataque al corazón. Un día estás fregando
el tazón que has usado para desayunar y ¡PUM! Adiós muy buenas.
Asomé la cabeza como pude y vi que la puerta a su cocina estaba cerrada. El agua no
podía haber salido por ahí. Miré al techo. No había rastro de agua. Solo me quedaba mirar hacia
abajo.
Al hacerlo, vi que todo estaba inundado. El agua que mojaba mis pies era el propio mar.
No tenía sentido porque yo vivo en un cuarto piso. Era imposible que la marea hubiese subido
tanto, y si hubiera habido un tsunami me habría enterado. Vi que el agua también llegaba hasta
el cuarto piso de los apartamentos que estaban a primera línea de playa. Bueno, el agua parecía
estar incluso más alto, aunque era lógico, dado que estaba más cerca del mar. Lo que no era
lógico era que la carretera que estaba entre las dos filas de edificios se hubiera transformado
en un canal de Venecia.
Me fijé en que había dos manchas en el fondo del mar. Una iba por detrás de otra más
pequeña. Parecía una persecución a cámara lenta. Supuse que eran dos peces. No lograba verlos
bien.
Me sorprendió el silencio que había. No había gritos, ni helicópteros de rescate, ni
sirenas. Solo el ruido que producía el agua. ¿Qué había sido de los que vivían debajo de mi
piso? ¿Murieron ahogados o, por algún motivo que cuestionaba las leyes de la física, el agua
no había entrado en sus casas? ¿Y qué estaban haciendo los que vivían en un cuarto piso o en
alguno más alto? ¿Seguían durmiendo tranquilamente?
No encontré ninguna respuesta. Sin embargo, me entraron muchísimas ganas de darme
un baño. Sé que no me deja en muy buen lugar que en una catástrofe natural de esas magnitudes,
en la que seguramente hubiesen muerto cientos de personas, quisiera bañarme, pero bueno. Me
apetecía y punto.
Me quité la camiseta, dejé el vaso en el suelo y crucé al otro lado de la barandilla. Sin
dejar de agarrarla, alargué la pierna para comprobar la temperatura del agua. No me apetecía
darme un baño frío. Al notar que estaba templada, decidí hacerlo.
Antes de saltar, me di cuenta de que el pez grande del fondo del mar hacía movimientos
extraños. El pequeño tampoco paraba de moverse. Pensé que, si saltaba, podrían atacarme. No
sabía qué eran exactamente. Preferí ser prudente, así que me quedé observándolos, intentando
descubrir qué eran.
Como el grande no parecía un tiburón ni el pequeño una piraña, me preparé para saltar.
Solté mis manos y las puse hacia arriba, dando comienzo a un magnífico salto de cabeza, pero
antes de levantar los pies del suelo, escuché un grito que me asustó. Rozando el infarto, me
agarré de nuevo a la barandilla. ¿Alguien se había despertado y había visto esa inundación?
Los gritos no paraban. Una voz de mujer suplicaba que no lo hiciese. Busqué de dónde
provenían los gritos y descubrí que venían de abajo. Una mujer me gritaba y hacía aspavientos,
y su perro no paraba de ladrar.
Me di cuenta de que el agua había desaparecido. No quedaba ni una gota. Entré
rápidamente al balcón y me quede tirado en el suelo. “Genial”, pensé, “ahora van a creer que
soy un suicida”. Pero yo solo quería darme un baño.
Sin moverme del sitio, busqué el vaso y le di un trago. Aquello no era leche. Era
pacharán. Debía estar borracho. Por lo que no fue mi culpa, sino del alcohol, ¿entiendes? Así
que problema solucionado. Me alegro de que hayamos resuelto este pequeño malentendido.
Dejaré la bebida y listo. Muchas gracias por tu tiempo, doctora.»

Tras eso, el hombre se puso de pie.


—No tan rápido, Carlos. —La psiquiatra le hizo volver a sentarse—. Beber pacharán
no te hace tener ese tipo de alucinaciones. Aquí hay un problema más grave.
—¿Más que el alcoholismo?
—Más que el alcoholismo. —La mujer apretó un botón de su mesa—. Siento decirte
que tendrás que quedarte aquí algún tiempo. Te vamos a seguir haciendo pruebas para
determinar qué te ocurre exactamente. Tranquilo Carlos, estamos aquí para ayudarte. Ya verás
cómo sale todo bien.
Dos hombres fornidos vestidos con un uniforme blanco entraron a la sala y se acercaron
a Carlos.
—Si eres tan amable de acompañarnos… —dijo uno de ellos.
—¡Pero que yo estoy genial! —protestó Carlos—. ¡¿Y quiénes sois vosotros?!
Los hombres lo agarraron con fuerza, sin dejar de sonreír, y lo arrastraron hacia la
puerta. La mujer asintió con la cabeza.
—¡Esperad! ¡No! ¿Adónde me lleváis? ¡Fue culpa del pacharán! ¿Lo entendéis?
¡SOLTADME! —gritó él desesperado—. ¡¡¡Fue el pacharán!!!
—Pobre hombre… —dijo la psiquiatra mientras observaba cómo se llevaban a
Carlos—. Es una pena, pero la vida es así: Un día saltas del balcón pensando que vas a caer al
agua y ¡PUM! Adiós muy buenas.

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