Del Arte de Hablar y Callar... El Lenguaje Público
Del Arte de Hablar y Callar... El Lenguaje Público
Del Arte de Hablar y Callar... El Lenguaje Público
Los monjes primitivos nos previenen contra el hablar sobre otras personas. Porque tan
pronto como hablamos de otros corremos el peligro de juzgarles y criticarles. Y contra
esa actitud de juzgar ya nos previno Jesús: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1).
Al juzgar a otros nos volvemos ciegos para las faltas propias. El psicoanalista Carl
Gustav Jung dice que, al juzgar y criticar, estamos proyectando nuestras zonas sombrías
sobre el otro; que con ello nos descargamos en alguna medida, pero que así no podemos
desarrollar ningún potencial de cambio. Más bien, nos volvemos ciegos para nuestros
fallos y de este modo los utilizamos de una manera destructiva. Jesús comparó estas
zonas sombrías con una viga: «¿Por qué te fijas en la mota en el ojo de tu hermano y no
reparas en la viga del tuyo?» (Mt 7,3). Para Jung, lo que importa es mirar las sombras
que hay dentro de uno mismo y reconciliarse con ellas. Entonces también podremos
hablar un lenguaje conciliador.
Quien no está reconciliado consigo mismo manifestará en su lenguaje su desgarro
interior. Y muchas veces desencadenará en torno a sí llamaradas de rupturas, condenas y
repulsas. Contra esto nos previene ya Santiago en su carta de finales del siglo I:
«Observad cómo una chispa incendia todo un bosque. Pues la lengua es fuego. Como un
mundo de injusticia, la lengua instalada entre nuestros miembros, contamina el cuerpo
entero e inflama el curso de la existencia» (Sant 3,6).
Existe hoy una cultura de la indignación y de la cólera. Continuamente estoy
recibiendo llamadas de televidentes: que debería decir algo a este o a aquel político o
empresario. Y las más de las veces, esa sugerencia va unida a la expectativa de que
debería dé rienda suelta a mi indignación o a mi enfado.
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A esto, respondo siempre: «Sobre personas no hablo. No las conozco. Y por eso, no
soy quién para juzgarlas». A pesar de todo, muchos periodistas de la televisión intentan
forzarme a hacer alguna declaración. Otros, por el contrario, dicen al final: «Realmente,
usted tiene razón. Al fin y al cabo, a mí tampoco me va toda esa cultura de la
indignación».
En la indignación me pongo por encima de los otros. Me levanto sobre ellos y los
miro de arriba abajo. Pero esto no nos hace bien. La tradición espiritual habla de
humildad, de humilitas. Esto quiere decir que nosotros, los humanos, estamos todos al
mismo nivel. No nos compete elevarnos por encima de los demás. Somos humanos
como los otros.
Dicen los monjes antiguos: «Cuando veas pecar a un hermano, di: Yo he pecado».
La persona que ha cometido una falta es un espejo para mí. Si contemplo ese espejo, veo
que tal vez yo tengo también la misma falta, o que al menos llevo en mí la tendencia a
cometerla. No tengo ninguna garantía de que lo que critico en el otro no pueda yo
hacerlo de la misma manera, si es que no lo he hecho ya.
La palabra alemana Entrüstung [indignación, enojo] deriva de rüsten [armar, hacer
preparativos]. Esto no solo significa el acopio [Ausrüstung] de armas, sino también el
acicalarse y el aderezarse y disponerse para algo.
Cuando me enfado con alguien, le quito su armadura, su protección [Rüstung]. Le
quito la posibilidad de defenderse. En ese momento, es incapaz de prepararse para una
tarea. Y le quito el ornato. Le desnudo públicamente y le despojo de su ornato. Esto es
como dejarle a uno las vergüenzas al aire.
Las más de las veces no pensamos en el otro y no miramos qué siente cuando se ve
despojado de su protección. Solo pensamos en nosotros y en nuestra indignación. Y en
nuestro enojo nos sentimos moralmente superiores: todo lo hacemos correctamente. Y
pensamos que es importante indignarnos en este mundo para mostrar cómo deben
comportarse los demás. También aquí vale la palabra de Jesús: «Quien de vosotros esté
sin pecado, tire la primera piedra» (Jn 8,7).
Nuestra sociedad está marcada por una mentalidad de chivo expiatorio. Cuando una
persona pública comete una falta se la pone en la picota hasta que dimita. En ese
momento, es como si se la cargara con toda la culpa que uno mismo lleva dentro. Se le
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echa encima toda la inmundicia, en la creencia de que de ese modo uno se libera de su
propia suciedad.
Sin embargo, la basura que lanzo sobre otros sigue estando pegada como una costra
a mi vida. En vez de echarla sobre los otros, debería ponerme yo bajo la ducha.
Lanzando basura, la sociedad no se limpia. Solo cuando estoy dispuesto a limpiarme yo
mismo se crea en torno a mí una atmósfera distinta.
En una sociedad en la que cada persona que destaca públicamente se convierte en
un chivo expiatorio, sobre el que se descargan los propios trapos sucios, son cada vez
menos los que están dispuestos a asumir responsabilidades.
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subsidiariamente, en representación del pueblo, podía llevar al desierto los pecados del
pueblo. Pero al chivo expiatorio no se le condenaba: al contrario, se le apreciaba porque
prestaba un servicio importante para la comunidad.
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exactamente igual que transmitir sentimientos de culpa. Frente a ambas cosas, uno no se
puede defender.
De todos modos, también hay en la televisión moderadores que contactan realmente
con el entrevistado y quieren entablar una conversación no prefabricada: una
conversación que más bien se puede ir desarrollando porque ambos se escuchan
mutuamente. Esto es posible sobre todo en un diálogo entre dos, cara a cara. En
entrevistas hechas en grupo tengo con frecuencia la impresión de que muchos
participantes miden su importancia por la frecuencia con que toman la palabra y así
dominan la conversación.
En las crónicas de sociedad de las revistas, lo que importa las más de las veces, al
igual que en la televisión, es solo el sensacionalismo. Continuamente se está hablando de
otros. En los periódicos serios, los artículos sobre otras personas son las más de las veces
plenamente respetuosos. En ellos se intenta respetar al otro.
Sin embargo, esta clase de lenguaje que se muestra sensible para con el otro y se
abstiene de juzgar es más bien rara. Incluso en los periódicos serios se ejerce con
frecuencia una presión sobre los periodistas para que presenten sus temas de la manera
más incisiva posible. Lo que es solo equilibrado, evidentemente no interesa a nadie. Se
distorsiona la finalidad del lenguaje: el lenguaje sirve para aumentar la tirada de los
periódicos, no para exponer los hechos o para aclarar los sucesos del momento y sus
trasfondos. En este contexto encaja bien una descripción de Paul Celan: «Nada podría
ofenderle tanto como el abuso y la venalidad, aquellos cálculos dañinos y aquellos
peligrosos intentos de soborno a base de un lenguaje que alardea de saberlo todo y que
en realidad no dice nada» (Baumann 97).
En la atmósfera de charlatanería de nuestro tiempo, la instrucción de san Benito de
Nursia sobre la discreta guarda del silencio sería una buena medicina. Escribe san
Benito: «Por mor del discreto silencio debe uno renunciar a veces a buenas
conversaciones. Tanto más, en razón del castigo de los pecados, tenemos que
abstenernos de malas palabras. Por tanto, aun cuando se trate de conversaciones buenas,
santas, edificantes, solo raramente les sean permitidas a los discípulos perfectos, a causa
de la importancia de la guarda del silencio. Porque está escrito: con el mucho hablar, no
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escaparás al pecado...; y en otro lugar: vida y muerte están en poder de la lengua...»
(Regla 7, 2-5).
Tan pronto como empezamos a hablar de otros, nos asalta siempre el impulso de
juzgar y condenar, y este impulso se funde con nuestras palabras. Pero, con ello, muchas
veces provocamos desastres. Ofendemos a otras personas y solo conseguimos atacarles
los nervios a nuestros oyentes o lectores.
Quien hoy toma la palabra en público imprime su sello en la sociedad. Todo aquel
que pronuncia una conferencia y todo aquel que publica una colaboración en un
periódico o en una revista contribuye a marcar su impronta en el lenguaje de nuestro
mundo. Por eso importa manejar el lenguaje con cuidado y tratarlo con esmero. Con
nuestro lenguaje colaboramos en la construcción de la casa de nuestra sociedad.
Sabemos con qué frecuencia, sin darnos cuenta, se deslizan en nuestro lenguaje la
agresividad, la crítica y la provocación.
Tanto mayor es la responsabilidad de las personas que hablan en público:
responsabilidad para con el lenguaje y para con el pensamiento de nuestro tiempo. Hilde
Domin ha visto así, desde la poesía, lo que a primera vista solo tiene una pequeña
repercusión sobre nuestro mundo. En la poesía, el poeta se aparta del mundo de lo
funcional. Por eso los poemas, por insignificantes que parezcan, forman parte «de lo
mejor que tenemos. De lo que salva al ser humano en su humanidad, lo libera de los
ataques inesperados, independientemente de la forma de sociedad en la que tenga que
vivir» (Domin 295).
Dado que todo poema renueva el lenguaje, tiene un influjo sobre la sociedad. Pero
también todo el que abre su boca en público o el que toma la pluma debería ser
consciente de la responsabilidad no solo para con el lenguaje, sino también para con el
pensamiento y para con la idea de hombre que tiene la sociedad.
El lenguaje en público debería tener algo de la cualidad del lenguaje de Jesús, el
cual también habló en público. El lenguaje público no debe segregar.
Pero con frecuencia el lenguaje segrega: ante todo, por las condenas y las
descalificaciones, pero también por un lenguaje-gueto. Un lenguaje científico segrega
con frecuencia a los no científicos. Un lenguaje teológico puede convertirse en lenguaje-
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gueto, que ya nadie entiende. El lenguaje público tiene el cometido de unir a las personas
unas con otras y reconciliarlas.
Muchas veces notamos –tan pronto como toma la palabra un político o un
economista– la ruptura interior del orador. Porque él está interiormente roto, su discurso
tiene un efecto de ruptura en la sociedad. De otros políticos se dice: «Hablan mucho sin
decir nada». Ese es un lenguaje puramente superficial. Se pierde en tópicos. Pero no
alumbra ningún horizonte; no desencadena dinamismo alguno.
Deberíamos ser conscientes de nuestra responsabilidad respecto de nuestro hablar.
No basta con hablar solamente con corrección. Decimos las cosas tal como nos parecen.
Por eso, antes que nada, nuestro hablar exige un trabajo espiritual: el trabajo de
reconciliarse uno consigo mismo, de purificar su corazón y con ello su lenguaje, para
luego poder hablar de tal manera que mis palabras respeten a los otros, los valoren, les
den ánimos, los reconcilien y les transmitan esperanza.
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