Mal Consentido Claves
Mal Consentido Claves
Mal Consentido Claves
Mal consentido
La complicidad del espectador indiferente
Comencemos por fijar los límites y el propósito de nuestra indagación: a qué mal
y a qué aspecto o dimensión del mal nos referimos. Para responder a ello, será preciso
ofrecer algunas consideraciones previas, que bien podrían adoptar la forma de unos
sencillos presupuestos últimos sobre la naturaleza del mal. El lector no encara misterio
alguno del mal ni se adentra en brumas metafísicas impenetrables. Dada su familiaridad
con la clase de mal que abordamos, no le será difícil mantener los pies bien pegados al
suelo.
1
C. Card, The Atrocity Paradigm. A Theory of Evil. Oxford U.P. New York 2002, p. 9. Se diría que no
está lejos de esta tesis R. Sánchez Ferlosio: “Esa noción de ‘el Mal’, extrapolada, encarnada y proyectada
en el mundo con jerarquía de Ente (...).Es el gran comodín ideológico, exorcismo de urgencia para
cualquier vacilación moral”. En “Pecios. El Mal es un comodín ideológico”. El País, 22 de enero de
2009, p. 33.
2
individuos pierden así su poder frente a sus males. Todo queda diluído en ese magma
maligno, todo es despachado sin intento de explicación razonable alguna.
Es difícil no entender esta idea del mal como un residuo teológico: el eterno
combate del Diablo contra Dios. Pero en ese combate entre Bien y Mal los hombres de
carne y hueso no tomamos parte, de esa pelea interminable no somos más que su mera
ocasión, sus sufridos portadores, a lo sumo sus pasivos espectadores. Es de nuevo un
modo de deshacernos de nuestra responsabilidad en los males que causamos, una
artimaña para aplacar nuestro dolor o nuestra incomprensión; una escapatoria de pensar
el mal.
Si el mal no es un Ente al margen de los males reales que nos afectan, entonces
tampoco puede darse separado de algún bien en distintas proporciones. Sólo una
interesada, maniquea, simplificación puede detectar males sin mezcla de bien alguno y
viceversa. Con frecuencia el mal sucede por causa o a consecuencia de un bien, a pesar
y al lado de algún bien, de igual manera que todo bien se presenta en cambiante
combinación con un mal o como resultado imprevisto de éste. Las conductas humanas
no se explican a menos que acertemos a descubrir al uno dentro del otro y la desigual
distribución de uno y otro. “Creo que todo mal se acompaña de una razón que no
necesariamente es un mal”, escribe Todorov2. Concentrar todo lo bueno en un lado y
encarnar todo lo malo en el otro, trae consigo la certeza moral que echamos en falta en
épocas de ansiedad. Pero constituye un abuso arriesgado porque, lejos de invitarnos a
pensar, “el discurso del mal es utilizado para reprimir el pensamiento”3.
2. Males del mundo son los males naturales y los sociales, que se
corresponden con los necesarios y los innecesarios. Males necesarios son los naturales,
los nacidos de nuestra condición encarnada y, al fin, mortal. Como ocurre para el resto
de los seres vivos, cada uno de ellos resulta un síntoma de nuestra finitud, todos son
anticipaciones de la muerte que nos espera. En puridad no habría que llamarles males4,
2
“Sin embargo, ver el mal en el bien y el bien en el mal no significa que todos los valores se confundan
ni que todas las elecciones sean válidas. Eso sería caer en el exceso contrario, el del nihilismo, el rechazo
a juzgar”. T. Todorov, Deberes &delicias. Una vida entre fronteras. FCE. Buenos Aires 2003, pp. 224-
225.
3
R. Bernstein, El abuso del mal. Katz. Buenos Aires 2006, p. 28.
4
Concuerdo con C. Card (cit., p. 5) en que los sucesos naturales que no son causados por una agencia
moral no deberían considerarse males. Una epidemia se vuelve un mal sólo cuando los hombres fallaron a
3
porque no son producto de una voluntad, ni divina ni humana, y por eso mismo son en
verdad ajenos, aunque nos afecten como males propios. Son desgracias naturales o
catástrofes fortuitas y accidentales, que nos sobrevienen sin la participación deliberada
de nadie y al margen de lo debido o indebido, así como del mérito o demérito de su
sujeto paciente.
Los males propiamente tales son los innecesarios o sociales y evitables, los
nacidos del ejercicio de la libertad en nuestras múltiples relaciones. Son males que nos
hacemos entre nosotros, unos a otros. Estos males implican un deber inmediato que las
anteriores especies desconocían: son los males que no deben ser o haber sido. Sólo de
este mal tiene sentido decir que no debe ocurrir, porque de los otros la misma expresión
carece de sentido al menos moral. A menudo se exclama con un afán meramente
metafórico que esa dolencia incurable o ese terremoto son injustos, como si fueran
producto de la intención humana. Con ello no queremos decir sino que tales daños
chocan con nuestra razón o sentimientos morales y que, si estuviera en nuestras manos,
los impediríamos. Tal vez debamos abrazar aquellos males inevitables que son la
expresión de nuestra finitud, como quería Nietzsche. El sí a la vida, el amor fati, quizá
puedan demandarlo. Pero de ninguna manera cabe exigir aceptar como un destino lo
que no lo es, ni presentar como síntoma de riqueza de la vida lo que es su degradación:
en suma, los males evitables.
He ahí una distinción capital para todo lo que va a seguir. Es la que separa una
situación que algunos llaman de emergencia y esa otra que calificamos como daño
social; o, en otros términos, la diferencia entre catástrofe y calamidad 5. Digamos mejor
(puesto que este segundo término queda hoy subsumido en el primero) entre catástrofe
o desastre, por un lado, y todo el elenco de términos que significan ofensa, injuria,
humillación agravio, vejación... y que pueden reunirse bajo el más general e inequívoco
de situaciones de injusticia. Sea como fuere, los rasgos del desastre natural en modo
alguno coinciden con los del mal o daño social. Ni, por tanto, puede ser la misma la
la hora de prevenirla o aliviarla. Por eso los males naturales carecen de significado: “El desastre natural es
el objeto de intentos de predicción y control, pero no de interpretación” (S. Neiman, Evil in Modern
Thought. Princeton U.P. Princeton 2002, p. 250).
5
La catástrofe sería una desgracia provocada por causas naturales que escapan al control humano La
calamidad es la desgracia que resulta de acciones humanas intencionales, excluidos los casos de mala
suerte o que derivan de actos voluntarios no intencionales. Las calamidades son evitables, las catástrofes
no; en aquéllas tiene sentido hablar de responsabilidad moral o jurídica, pero no en las otras. Todo ello en
E. Garzón Valdés, “Introducción” a Calamidades. Gedisa. Barcelona 2004, pp. 11 ss.
4
actitud psicológica con que cada una de ellas se encara ni tampoco la responsabilidad
con que nos apremia.
Claro que en cierto sentido también estos males no naturales o sociales son
necesarios. No son tan universales como los naturales, porque pasan por nuestra
conciencia y en buena medida por nuestros propósitos. Para explicarlos hay que contar
con nuestra condición humana: la presencia de pasiones, los diversos marcos sociales, el
altruismo limitado y otras. Pero no son necesarios en el sentido de que el hombre esté
condenado a hacer el mal o volverse malo. Lo son sólo porque, cuando el hombre quiere
ciertas cosas, los componentes de la situación (y el consiguiente conflicto con otros
agentes) dan lugar con frecuencia al mal, desencadenan injusticias. Ese mal, contingente
o accidental pero en cierta medida necesario, puede ser tan previsible o imprevisible
como el mal natural; brota a menudo como un efecto lateral o secundario de la acción
humana, como algo en realidad no querido por sus agentes.
6
C. Thiebaut, De la tolerancia. Visor. Madrid 1999, pp. 16 ss. Cfr. T. López de la Vieja, Etica y
Literatura. Tecnos. Madrid 2003: “...el mal no es el Mal, sino el ‘daño’ ”.
5
opción descansa asimismo en que, al ser los únicos que pueden no haber sido, esos
males sociales no deben ser. Frente a los males naturales, que también debemos en lo
posible prevenir y aminorar, pero que a fin de cuentas resultan inevitables, los sociales
vienen a una con el deber de limitarlos y en último término de tratar de impedirlos.
Estando ambas clases de mal sujetas a esos deberes morales, parece indiscutible que el
deber frente al mal social es mayor y más acuciante que el otro. La razón de ello estriba
en que, si bien el mal natural puede ser cuantitativamente mayor, el social será siempre
por naturaleza cualitativamente más grave. Y lo es en tanto que producto de un ser
personal y libre, es decir, un mal fruto de intenciones y propósitos. Más todavía, como
en el caso del mal público, porque ha podido llevarse a cabo en nombre de algún
nosotros y presuntamente por nuestro bien. En último término, porque es el único mal
del que por provenir de seres humanos podemos avergonzarnos: “Somos hombres,
pertenecemos a la misma familia humana a la que pertenecían nuestros verdugos”7.
7
P. Levi, Vivir para contar. Alpha-Decay. Barcelona 2010, p. 31.
8
O. Marquard, Apología de lo contingente. I. Alfons el Magnanim. Valencia 2000, p. 34.
6
hombre”9. El hombre quiere lo mejor (video meliora, proboque), pero sigue lo peor
(deteriora sequor). La causa última de los males no es una presunta maldad innata, sino
más bien la debilidad humana en forma de ignorancia o de pasiones como la ambición o
el miedo. Las más de las veces el mal no es querido como tal por nadie o casi nadie; en
demasiadas ocasiones es un resultado casual, indirecto o lateral de las acciones
humanas. Si valiera la hipótesis que fija en unas pocas las raíces del mal, éste apenas
emergería como fin en sí mismo. Aparte de su carácter instrumental de medio para un
fin, o su procedencia de un egotismo traicionado o a través del vínculo con ese
idealismo que persigue el bien haciendo mal..., sólo el sádico obtiene su placer de hacer
daño10. Pero, aun cuando se dejara explicar por estos móviles, eso no sería suficiente
para atribuir maldad al individuo como no se dieran en una cierta cuantía: “la maldad es
una magnitud de umbral”11.
9
V. Grossman, Vida y destino. Círculo de Lectores. Barcelona 2007, p. 519.
10
R.F. Baumeister-K. Vohs, “Four Roots of Evil”. En A.G. Miller (ed.), The Social Psychology of Good
and Evil. Guilford Press. New York 2004, pp. 85 ss.
11
“Sí, el hombre vacila y se debate toda la vida entre el bien y el mal, resbala, cae, trepa, se arrepiente, se
ciega de nuevo, pero mientras no haya cruzado el umbral de la maldad tiene la posibilidad de echarse
atrás, se encuentra aún en el campo de nuestra esperanza. Pero cuando la densidad o el grado de sus malas
acciones, o el carácter absoluto de su poder le hacen saltar más allá del umbral, abandona la especie
humana. Y tal vez para siempre” (A. Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, vol. I. Tusquets. Barcelona 2005,
pp. 210-211).
7
El sufrimiento inmerecido
Es un hecho que el mal puede tener como autor y sujeto paciente a la misma
persona, pero no es ése el que nos interesa. En la doctrina cristiana clásica uno mismo
era el que incurría en el mal de culpa, por desviarse de la regla debida, y como
consecuencia en el mal de pena o sufrimiento acarreado al culpable. El mal es allí ante
todo un mal moral, porque consiste en una falta o pecado, y sólo después es un mal
físico o su castigo. Hasta para Kant lo peor del mal estriba en transgredir la regla o ley
de la razón para invertir en provecho del sujeto el orden de los motivos que deben
determinar la voluntad; mientras ese desorden moral se califica de “mal absoluto”, el
dolor resultante sólo será un “mal condicional”.
De modo que el mal es lo que hace mal, lo que hace sufrir. Frente a eso que nos
contradice, que pugna por anonadarnos, el pensamiento se revela impotente. Este aspira
a integrar todo en un orden inteligible, pero el sufrimiento muestra el fracaso de la
especulación. Claro que, con arreglo a la distinción que dejamos sentada, el sufrimiento
del propio mal social habrá de experimentarse como peor o más doloroso que el
proveniente del mal natural. Y ello hasta el punto de que tal vez sólo el último, al
conllevar propósitos o dejaciones de sujetos humanos, merezca en rigor el calificativo
12
S. Neiman, cit., 276.
13
J. Mayerfeld, Suffering and Moral Responsibility. Oxford U. P. New York 1999, pp. 85-89.
8
Alguien comete un mal y otro sufre ese mal cometido por él. El mal del agente
seguirá siendo de naturaleza moral, pero se manifiesta como malo principalmente a
través del mal físico que experimenta el paciente. No lo reconocemos primero en la falta
o el pecado; reconocemos el mal sobre todo en el sufrimiento, es decir, allí donde la
vida se opone a sí misma. Rechazamos el sufrimiento como lo que no debe ser en tanto
que incompatible con la vida; es ante todo nuestro cuerpo el que dice ‘no’ al
sufrimiento, mientras uno se afirma a sí mismo como un ser dotado de una existencia
más que natural. “Hay que convenirlo: el mal está en la tierra; y se encuentra primero
bajo la forma no de la falta o del pecado, sino del sufrimiento”, o sea, “está en el cuerpo
cuando sufre”. “Sufrir y hacer sufrir: ahí radica todo el mal”14.
14
J. Porée, Le Mal, homme coupable, homme souffrant. A. Colin. Paris 2000, pp. 17-18 y 107-108. Cfr.
E. Ocaña, Sobre el dolor. Pre-Textos. Valencia 1997, p. 44.
9
origen demónico del mal en Dios mismo, actuemos ética y políticamente contra el
mal”15.
15
P. Ricoeur, El mal. Un desafío a la filosofía y a la teología. Amorrortu. Buenos Aires 2006, pp. 60-61.
Marquard escribe que “en presencia del sufrimiento, bajo su presión inmediata, el problema jamás es la
teodicea; pues lo importante en ese caso es solamente la firmeza en la passio y la compassio, la capacidad
de resistir, ayudar y consolar” (cit., 30).
16
G. Scarre, After evil: responding to wrongdoing. Ashgate. Aldershot 2004, p. 11.
17
S. Pérez 2001, “Major Offenders, Minor Offenders”. En M.P. Lara (ed.), Rethinking Evil. U. of
California Press. Berkeley 2001, p. 189.
18
A.J. Vetlesen, Evil and Human Agency. Cambridge U.P. New York 2005, p. 2.
19
J. Kekes, Facing Evil. Princeton U.P. Princeton 1990, p. 4.
10
voluntariedad. Esta carencia se salva cuando se califica al mal como “daño a otros,
intencionado, planeado y moralmente injustificado”20.
20
L. Berkowitz, “Evil is more than banal”. Personality and Social Review 1999, vol. 3, 3, p. 246.
21
C. Card, cit., p. 16. Los males son “daños previsibles e intolerables producidos por una fechoría
culpable” (ib., 17).
22
G. Scarre, cit., p. 4. Según E. Staub (The Roots of Evil. Cambridge U.P. New York 1989, p. 25), mal
significa “destrucción de seres humanos”. Y esto comprende no sólo el asesinato deliberado de otros, sino
también “la creación de condiciones que material o psicológicamente destruye o disminuye la dignidad de
la gente, su felicidad y la capacidad de satisfacer las necesidades básicas”. Tiene así pleno sentido
distinguir, por inspiración en los “bienes primarios” de Rawls, también unos males básicos: los daños que
nadie debería experimentar. Cfr. Card, cit., 17.
11
Por esta socialidad y más aún publicidad del mal asoman algunos caracteres
diferenciales respecto de los males naturales o necesarios. Ya subrayamos que el mal
que nos hacemos los hombres, en tanto que intencionado e inmerecido, tiene que ser
más doloroso que el natural o fortuito. Sólo de él cabe decir que es injusto, sólo de él
hay responsables o culpables. La otra clase de mal no la ha producido nadie (al menos a
sabiendas), a nadie podemos reprochar por ellos y con nadie podemos pleitear por su
causa. En el caso de los males impuestos por la naturaleza o el azar se debe compasión,
socorro y consuelo para quienes, en un momento o en otro, son sus casuales
destinatarios. Pero los males que nos causamos unos a otros, además de esas respuestas,
demandan por encima de todo una justicia que trate de encauzar el afán de venganza y
reponer el bien sacrificado. Pues frente a los primeros nos sabemos impotentes,
mientras que los segundos despiertan enseguida nuestra potencia en forma de
indignación. “La impotencia del sufrir encierra una potencia igual de indignación”, una
capacidad que sólo puede surgir con la ruptura de nuestra existencia natural, con la
pregunta extrañada del porqué, esto es, con la percepción de la distancia entre el ser y el
deber ser de la situación que nos hace sufrir23. Por lo demás, aun si fuera utópicamente
pensable liquidar el mal social y en particular el político, no por ello habríamos acabado
con el mal en su dimensión natural. El final de la violencia e injusticia no sería el
término del sufrimiento humano, porque aún subsistirían los sufrimientos propios de la
enfermedad y de la muerte prevista.
23
J. Porée, cit., p. 22.
12
24
A. Finkielkraut, Una voz viene de la otra orilla. Paidós. Buenos Aires 2003, pp. 11-12. La obra de W.
Jankélévitch es El perdón. Seix-Barral. Barcelona 1999.
13
sobre todo enjuiciar el mal que está ocurriendo; o, al menos, hacer todo eso con el
sosiego conveniente, con la distancia justa y sin miedo.
Por otra parte, el mal pasado siempre nos resulta más ajeno, y ello aunque se
refiera a nuestros antecesores más próximos. Siendo un daño potencialmente objetivable
de una vez por todas, también de él se derivan unas responsabilidades más o menos
precisas. Pero el caso es que ahora ya no están los ejecutores ni las víctimas de aquello
(salvo sus descendientes), sino a lo más una especie de testigos indirectos o de segundo
grado. Se trata de dos daños, de dos responsabilidades y de otras tantas tareas de
naturaleza incomparable. No puede parangonarse el daño que ya ha sido, aunque fuera
muy superior por su cualidad o cantidad, con el que está a la vista, porque uno y otro
nos interpelan de modo muy diferente. Debemos salvar la memoria de las víctimas en el
caso del pasado, proteger su vida y dignidad amenazadas en el caso del presente; la
conciencia nos encomienda recordar y condenar el daño pasado, pero oponernos al mal
actual para impedirlo o mitigarlo.
del presente mismo. A tales extremos llegan lo que algunos han llamado "abusos de la
memoria", que no son sino motivos espurios para atender obsesivamente al pasado con
olvido de los deberes hacia el momento actual.
En general, una razón vergonzante de preocuparse del pasado es que eso nos
permite con buena conciencia desentendernos del presente. "Conmemorar las víctimas
del pasado es gratificante, ocuparse hoy de ellas es más delicado". Más todavía, la
memoria de nuestros duelos nos disculpa de mirar los sufrimientos de los otros, justifica
nuestros actos presentes en nombre de los quebrantos pasados. La conmemoración
ritual, que a menudo se limita a confirmar en el pasado los prejuicios que hoy
mantenemos contra los demás y la imagen positiva de "los nuestros", contribuye a
desviar nuestra atención de las peligrosas urgencias de ahora mismo. Y no se olvide, en
fin, de la siempre atractiva tentación del victimismo. Nadie, individuo o grupo, quiere
ser víctima, pero sin duda desea haberlo sido: todos aspiran al estatuto de víctima por
los privilegios que ese pasado promete en el presente25.
25
T. Todorov, Les abus de la mémoire. Arléa. Evreux 1995, pp. 53 ss.; Memoria del mal, tentación del
bien. Península. Barcelona 2002, pp. 208 ss.
26
A. Huysen, En busca del futuro perdido. FCE/Goethe Institut. México 2002, pp. 39-40. Citado en M.
Cruz, Las malas pasadas del pasado. Anagrama. Barcelona 2005, p. 124.
15
La idea clave es que, antes que el particular deber de la memoria, nos incumbe el
deber general de la acción justa. Antes del deber presente hacia el pasado o el futuro,
está el deber presente hacia el presente mismo.
Eso sí, con tal de que no hagamos un uso indebido de la memoria. Puesto que en
el pasado se encuentra de todo, observa Todorov30, carece de sentido hacer un elogio
incondicional de la memoria. Esta es un instrumento neutro, capaz de perseguir igual
fines nobles que innobles. Por eso descarta la fórmula deber de memoria, “que implica
que el simple hecho de mantener los recuerdos del pasado garantiza nuestra virtud”. La
memoria no debe conducir a la venganza; si no es olvido ni perdón, tampoco puede
servir para la rendición de cuentas.
El uso adecuado de la memoria es el que sirve a una causa justa del presente, no el
que se limita a reproducir sin más el pasado y, lo que es peor, a menudo un pasado
sacralizado o producto de la pura invención. “Si el pasado fue injusto, el conocimiento
27
A los espectadores nos correspondería estar "tan atentos como fuera prácticamente posible al
sufrimiento infligido a las víctimas mientras las acciones causantes del sufrimiento tuvieran actualmente
lugar, para así ayudar a detenerlo" (cursiva del texto). A. J. Vetlesen, cit., p. 22.
28
H. Arendt, Responsabilidad y juicio. Paidós. Barcelona 2007, p. 248.
29
Th. Adorno, Educación para la emancipación. Morata. Madrid 1998, p. 18.
30
T.Todorov, Deberes & delicias, cit., pp. 233-235.
16
Hablamos sobre todo del olvido interesado. Ese olvido es injusticia, y tanto más
grave cuanto más colectivo y público sea el daño. El olvido en el presente corre junto a
la omisión en el pasado. Aquella complicidad en el daño se transforma en una cadena
temporal de complicidad: el presente se vuelve cómplice del daño pasado y se arriesga
así a desembocar en otro daño para el porvenir. A menudo ya no hay lugar más que al
último deber de la justicia anamnética: el grado mínimo de la exigencia de justicia es
conmemorar la injusticia.
Defraudar este deber de memoria -es decir, acabar olvidando- representa una
forma objetiva de complicidad: complicidad con los autores y los cómplices del
atropello del pasado. Como es también una forma de complicidad con este presente
inicuo que repite y prolonga el pecado anterior. En sentido estricto, dice Susan Sontag,
no existe lo que se llama memoria colectiva, porque toda memoria es individual. "Lo
que se denomina memoria colectiva no es un recuerdo sino una declaración: que esto es
importante y que ésta es la historia de lo ocurrido”. La memoria es además la única
relación que mantenemos con los muertos34 y esos muertos tendrían derecho a pedirnos
cuentas, según nos transmitió Adorno: “Así como los muertos están entregados inermes
31
T. López de la Vieja, cit., p. 48.
32
A.J. Vetlesen, cit., pp. 281 ss.
33
R. Esposito, Confines de lo político. Trotta. Madrid 1996, p. 167.
34
S. Sontag, Ante el dolor de los demás. Punto de Lectura. Madrid 2004, pp. 99 y 132 respectivamente.
Cfr. A. Finkielkraut, cit., pp. 78 ss.
17
a nuestro recuerdo, así también es nuestro recuerdo la única ayuda que les ha quedado
(...) El recuerdo apunta a la salvación de lo posible, que aún no ha sido realizado” 35.
la ley se imponen sobre la de la justicia. Es lo que lleva a Plutarco a afirmar que “la
política se define como lo que arrebata al odio su carácter eterno; dicho de otro modo, lo
que subordina el pasado al presente” (ib.).
He aquí, por fin, la distinción que más ha pesado a la hora de discernir y desplegar
nuestro objeto de reflexión. Ante los males sociales o daños públicos que los hombres
nos hacemos unos a otros, lo habitual es limitar sus dimensiones al mal que se comete y
al que se padece y, por ello mismo, restringir sus figuras a la del agresor y su víctima.
Más todavía, suele bastarnos detectar a los malvados (quienes maquinan, perpetran o
ejecutan aquel mal) y separarlos de todos los demás. Este resto lo forman los pacientes
o víctimas de esos atropellos y, en caso de no figurar entre los anteriores, quienes somos
sus meros espectadores. Los malos, en definitiva, suelen ser los otros.
Es de suponer que, por fortuna, casi nunca seamos los agentes directos del
sufrimiento injusto y, para nuestra desgracia, más probable resulta que nos toque estar
entre sus pacientes. Pero lo seguro del todo es que nos contemos, en múltiples
ocasiones, entre sus espectadores. Y en este caso, limitándonos a ese por lo general
pasivo papel, no podrá sortearse la cuestión de si nuestra misma pasividad ante los
daños a terceros se transforma en algún grado de complicidad. De hecho, lo venimos a
reconocer cada vez que, tras exclamar en mitad o después de un mal “que no vuelva a
suceder nunca más”, añadimos enfáticamente eso de que “no lo vamos a consentir”.
Parece una confesión indirecta de que lo sucedido ha contado, ya que no con nuestro
beneplácito, al menos con nuestro permiso o nuestra escasa resistencia.
Claro que no solemos aceptar de buen grado este cargo que acaba de
pronunciarse: nos consideramos ¿inocentemente? inocentes. Los sujetos morales
tendemos a pensar que sólo la expresa y directa comisión de actos más o menos inicuos
nos otorgaría alguna culpa. A esta inclinación verdadera o simulada contribuye no poco
la común apariencia del mal al que me refiero El mal por acción es el mal por
antonomasia, el visible, el de autoría fácil de identificar y -al menos en cierta medida-
de efectos cuantificables, aquel que en mayor grado puede suscitar la conciencia
individual o colectiva del daño. Por el contrario, este otro daño procurado más bien por
la dejación de muchos, como en general ofrece los rasgos opuestos al anterior (aunque
se trate del mismo mal, sólo que contemplado desde la abstención que lo permite), pasa
más inadvertido y no concita el mismo sentimiento de responsabilidad en sus sujetos; o
sea, en los que se tienen por no-autores. No digamos nada si, junto a ser de carácter
más o menos público, los daños causados no destacan como espectaculares ni como
especialmente cruentos, porque entonces la conciencia de responsabilidad se diluye más
todavía. Un mal de tantos parece un mal de nadie en particular.
Acción y omisión
Se ha escrito que la historia del nazismo descubre la complicidad y los pecados de
omisión que prueban nuestra colaboración en la ejecución del mal. En su carta al hijo de
Eichmann, Günther Anders llega a decirle: “El hecho de que nadie: ningún amigo,
ninguna mujer (sin duda, tampoco su madre), ninguna institución (...) le reprocharan a
20
Los pensadores clásicos de la sociedad ya habían dado cuenta de ello. Stuart Mill:
"Una persona puede causar daño a otras no sólo por su acción, sino por su omisión, y en
ambos casos debe responder ante ella del perjuicio". Eso sí, el caso de la omisión
requiere un esfuerzo de prudencia mayor que el de la acción: "Hacerle a uno
responsable del mal que haya causado a otro es la regla general; hacerle responsable por
no haber prevenido el mal es, comparativamente, la excepción"39. Tampoco Max Weber
tiene la menor duda: "Por 'acción' debe entenderse una conducta humana (bien consista
en un hacer externo o interno, ya en un omitir o permitir [cursiva mía]) siempre que el
sujeto o los sujetos de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo"40.
Si el mal consentido es distinto del mal cometido, en todo caso no deja de ser un
mal y un mal nada virtual o imaginado, sino tan real como el cometido y el padecido.
O, si se prefiere, uno de los rostros que el daño adopta en su plasmación, además de uno
de sus elementos imprescindibles. He aquí que una realidad deficiente, y precisamente
por deficiente, se convierte en realidad bien efectiva. No son juegos de palabras
mantener que este defecto propicia el exceso contrario (por no contrariarlo), o que es
una ausencia que se hace presente o, en fin, que esta complicidad negativa se vuelve
activa justamente gracias a su pasividad y mientras permanece pasiva.
38
G. Anders, Nosotros, los hijos de Eichmann. Paidós. Barcelona 2001, p. 92.
39
S. Mill, Sobre la libertad. Alianza. Madrid, 11ª ed. 1996, p. 67.
40
M. Weber, Economía y sociedad. FCE. México, 4ª reimp. 1979, p. 5.
21
sería el nombre común tanto para los actos como para las abstenciones: “Actos y
abstenciones (...) son dos modos de acción”41. La omisión en particular recibe también
el nombre de acción negativa42. De suerte que el aparente no-hacer es un hacer real; en
la vida social, el dejar de hacer uno mismo corresponde a un dejar hacer a otros. El
consentimiento cómplice del mal no es un como si se hubiera cometido ese mal, sino
más bien un modo de cometerlo o un requisito ineludible para su ejercicio. La ciencia
política reciente da a esa conducta el nombre de non-decision, que ya es una especie de
decisión: como componente pasivo de sucesos en curso, posee consecuencias públicas
verificables, lo mismo porque consolida el statu quo o porque permite que unas
acciones en marcha se refuercen.
41
G.H. Von Wright, Norma y acción. Una investigación lógica. Tecnos. Madrid 1963, pp. 45 ss.
42
G. Ryle, “Negative actions”. Hermathena 115, pp. 81-93. 1973.
22
consistencia del mal43. Eso sin duda es cierto si juzgamos que el daño puede ser
superior o inferior al deseado por quien lo comete o al imaginado por quien lo examina
desde fuera o simplemente se lo representa. Por si acaso hagamos constar una
advertencia: en daños de naturaleza más honda o sutil, no cabe decir que la mirada de la
víctima sea siempre y por principio la que sopese y exprese con total exactitud la
calidad y cuantía del daño. El enfermo es el único que siente su dolencia, desde luego,
pero no por ello resulta su mejor médico.
Pero nos interesa sobre todo el mal consentido, el que sirve de mediador en esta
dialéctica o se incrusta a modo de gozne entre las otras dos figuras de la tragedia. Su
influjo sobre cada una de esas figuras resulta indudable; por de pronto, en el mismo mal
que se comete. Y es que ese mal del que nos hacemos cómplices al aceptarlo sin el
menor esfuerzo crítico y la debida protesta puede jugar un papel a priori: sencillamente
porque la mera previsión de esa negligencia impulsará al agente a emprender su
detestable proyecto, aunque sólo fuera de manera negativa. Es decir, por ayudarle a
superar así ciertas inhibiciones que impedían o retrasaban la empresa. No se trata sólo
de que el canalla quiera asegurarse la inhibición de los eventuales rebeldes para ganar
mejor la partida. Es que con frecuencia ya cuenta de antemano con la debilidad nacida
del miedo o la desorganización de sus pacientes; y, por parecidos mecanismos, también
de sus espectadores, más que pacientes, pasivos. La permisividad general hace más fácil
el crimen. Lo que es todavía más: mientras la comisión del mal público se facilita por
encontrar ya dispuestos los medios para ello, la resistencia a ese mal deberá empezar
por reunir sus propios medios. O deberá entrar en el terreno del poderoso y competir
con su fuerza, y todo ello resulta tan caro que trae más a cuenta permanecer quieto. El
consentimiento de la injusticia por parte de quien no reacciona contra ella desempeña
asimismo una función impulsora a posteriori o, mejor dicho, durante y después de la
comisión de tal injusticia. Al fin y al cabo tiende a reforzarla y hasta a justificarla por la
falta misma de rechazo de palabra o de obra.
¿Y cuál sería el modo como este mal consentido influye a su vez en el sufrimiento
particular que las víctimas padecen? Se diría, por un lado, que lo aumenta
43
“El único saber posible sobre el sufrimiento es el saber que el sufriente tiene de sí mismo” (J. Porée,
“Mal, souffrance, douleur”. En M. Canto-Sperber, Dictionnaire d’Ethique et de Philosophie morale.
PUF. Paris 2001, p. 907).
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cuantitativamente, y tanto más cuanto mayor y más ostensible sea la ofensa sufrida, y
más cerca se sitúe su espectador, y mayor sea su capacidad de actuar y menor el
sacrificio requerido. Más allá del dolor físico, la pena moral de la víctima ha de
multiplicarse a una con su sentimiento de abandono. Igual que la tortura hace perder sin
remisión la confianza en el mundo, también quien experimenta la indiferencia del
prójimo frente a la vileza de la que es objeto deja de “sentir el mundo como su hogar”44.
Pues el infierno no son los otros, sino más bien la ausencia de todo otro45. La víctima ya
no se duele tanto del daño infligido por su enemigo, sino infinitamente más por este otro
daño que le propinan quienes parecían sus amigos o siquiera individuos más cercanos.
El apático consentimiento de estos últimos altera cualitativamente su dolor al trocarlo
en pura resignación o en franca desesperación.“Lo más perjudicial para nuestros
impulsos de vida no proviene de las acciones odiosas y destructivas de nuestros
enemigos. Aunque quizá no podamos resistirlas físicamente, sí podemos afrontarlas
psicológicamente mientras nuestros amigos (...) están a la altura de la confianza que
depositamos en ellos”. Como sigue diciendo Bettelheim, ya sabemos que “es mucha la
gente que tiene enemigos que le desean mal; fue la indiferencia de todos los demás, los
que deberían haber acudido a salvarles, el factor que de forma tan definitiva destruyó las
esperanzas de los judíos”.
44
J. Améry, Más allá de la culpa y de la expiación. Pre-Textos. Valencia 2001, pp. 90 ss. Más aún, el
abandono debilita en sus pacientes los impulsos de vida y aumenta los de muerte. Fue el caso de los
judíos bajo el nazismo (B. Bettelheim, Sobrevivir. Crítica. Barcelona 1981, p. 132. Para la cita posterior
inmediata del mismo autor, cfr. p. 133).
45
J.-L. Charrion, Prolégomènes à la charité, p. 31. En J. Porée, cit., 910.
46
P. Levi, Vivir para contar, cit., pp. 36 y 155-156 respectivamente.
24
probabilidad la suya será una conmemoración un tanto sectaria. Sea como fuere, lo
innegable es que cualquier punto de esta intrincada red de connivencia compone un
eslabón objetivo de la cadena del mal.
3. Tras lo hasta aquí dicho, parece claro que estas clases de mal ponen el
énfasis en tres especies correspondientes de sujeto: el agente o agresor, la víctima y el
espectador. Agentes del daño pueden ser el primero y el último de la serie de sus
25
autores, tanto el más inmediato como cualquier otro que sirva de instrumento mediato,
con tal de que sean colaboradores necesarios. En suma, todos aquellos sin cuya
participación, mayor o menor, entusiasta o reticente, el daño no habría tenido lugar, o
no persistiría o en todo caso no con la misma gravedad y alcance. Si desde el punto de
vista del agente, los espectadores tienen la posibilidad de detener la vejación ya en
marcha, para la víctima representan a menudo su única fuente de esperanza. Cuando
permanecen pasivos, esos observadores les están enviando a agentes y pacientes un
nítido mensaje, a saber, que la agresión puede seguir adelante. Las omisiones de este
"tercer partido" en la relación nuclear que estamos contemplando, especialmente cuando
se las toma combinadas, son tan decisivas para el resultado de los acontecimientos
como las acciones de los perpetradores directos47. De ahí que el espectador pasivo
pueda ser a su pesar uno de esos colaboradores indirectos y, a fin de cuentas, merezca
ser incluido entre los cómplices.
Pero lo mismo que los espectadores pueden asumir el papel de víctimas para así
disculpar mejor su negligencia, también las víctimas se comportan a menudo como
sumisos espectadores de los daños que sufren. Sabemos que muchas injusticias son
consentidas por parte de quienes las padecen, de esas víctimas que se sumen en la
impotencia sin haber probado sus fuerzas para cambiar su suerte. Aparte de los
espectadores, las mismas víctimas pueden ocupar ese espacio de indefinición y
complicidad con el poder que Primo Levi bautizó como "la zona gris" y localizaba en
los Läger. Ese nombre permite varias lecturas. De una parte, la de oponerse a la
tendencia maniquea a simplificar la historia en términos de amigo/enemigo, de reducir
el caudal de los sucesos humanos a los conflictos entre "nosotros y ellos", es decir,
buenos y malos. La visión gana ya en realismo cuando introducimos ese tercero en
discordia que es el espectador. Pero designa también la coexistencia del bien y el mal,
de la piedad y la brutalidad, en el interior de la misma persona, y más aún en situaciones
de sometimiento a un poder salvaje.
Así se explica una cierta indistinción moral entre los verdugos y sus víctimas,
contagiadas éstas últimas por los métodos de aquéllos y capaces también de mitigar sus
propios sufrimientos a fuerza de aumentar los de sus compañeros de persecución y
47
A.J. Vetlesen, cit., pp. 220 ss.
26
tortura. A la postre, "cuanto más dura es la opresión, más difundida está entre los
oprimidos la buena disposición para colaborar con el poder". No sólo eso. El corderil
silencio de las víctimas disuade al espectador de actuar en su defensa y refuerza su
propósito de permanecer insensible ante la iniquidad contemplada en derredor. “La
resistencia activa despierta admiración; contemplar la subyugación violenta inspira
repulsión; mientras que la sumisión pasiva nos permite, a la mayoría de nosotros,
olvidarnos de todo bastante pronto”48. Pero esta es otra especie de consentimiento que
aquí no se tendrá en cuenta.
48
B. Bettelheim, cit., p.199. Sobre el consentimiento de las víctimas, pp. 195 ss.