UNIDAD 6-TUBERT-Anorexia - Una Perspectiva Psicoanalitica
UNIDAD 6-TUBERT-Anorexia - Una Perspectiva Psicoanalitica
UNIDAD 6-TUBERT-Anorexia - Una Perspectiva Psicoanalitica
Silvia Tubert1
Introducción
Los llamados trastornos del comportamiento alimentario, aunque han sido registrados desde hace
siglos, nunca alcanzaron la frecuencia ni la trascendencia social que tienen en la actualidad: se
trata de un fenómeno masivo, como lo fue la histeria en tiempos de Freud. Los estudios
epidemiológicos indican que se trata, esencialmente, de una patología de la adolescencia
femenina: en su incidencia la relación hombre/mujer es de 1/10, la edad de comienzo es
habitualmente la adolescencia y la frecuencia es mayor entre las clases medias y altas -aunque se
está extendiendo a las clases bajas- y en los países occidentales. Asimismo, se ha observado un
aumento de la incidencia en ciertos grupos (azafatas, modelos, deportistas, bailarinas) y la
existencia de casos de depresión, alcoholismo y trastornos de la alimentación en la familia. Estos
trastornos comprenden diversos tipos de manifestaciones; los más importantes, según la
clasificación propuesta por el DSM IV son los siguientes:
En lo que respecta a los criterios diagnósticos para la anorexia, la mayoría de los autores que se
han ocupado del tema coinciden en destacar el miedo intenso a engordar, que no disminuye a
medida que se pierde peso; la alteración de la imagen corporal; una disminución del 25% del peso,
aunque este criterio ha sido sustituido por la reducción del índice de masa corporal (que se
determina dividiendo el peso por el cuadrado de la talla: los valores de 17,5 o menos se consideran
de riesgo médico); la negativa a mantener el peso corporal por encima del mínimo según edad y
talla; la ausencia de enfermedades somáticas que justifiquen la pérdida de peso -los trastornos
orgánicos son, por el contrario, una consecuencia del adelgazamiento; no obstante, tienen a su vez
efectos psicológicos y pueden alcanzar una magnitud capaz de provocar la muerte. Podríamos
añadir la negación de la perturbación, la ausencia de enfermedad psiquiátrica y la amenorrea, que
suele considerarse como una consecuencia de la pérdida de peso aunque diversos autores
observaron que es frecuente que se produzca antes de que esa pérdida lo justifique 1.
En las anoréxicas suelen presentarse ciertos rasgos comunes de una manera bastante
estereotipada: ignoran o niegan las sensaciones de hambre y de fatiga, les gusta preparar comidas
muy elaboradas, coleccionan recetas, acaparan alimentos en casa, conocen el contenido calórico
de los alimentos, tienen una resistencia profunda al tratamiento, no admiten que se hayan
producido modificaciones en su aspecto físico y creen estar gordas, realizan ejercicios físicos
exagerados y en los casos más graves toman laxantes y diuréticos y se auto provocan vómitos. En
cuanto a los rasgos de carácter que pueden operar como factores que predisponen a la anorexia,
la mayoría de los autores coincide en la descripción de la anoréxica como "niña modelo": obediente
1
http://www.psiconet.com/foros/genero/tubert2.htm
y perfeccionista, buena alumna, exigente consigo misma y preocupada por agradar y complacer a
todos. En el plano familiar, es frecuente la presencia de casos de alcoholismo, depresión,
trastornos de la alimentación o al menos preocupaciones exageradas con respecto a la dieta, al
control del peso y a la apariencia física. Entre los factores desencadenantes juegan un papel
importante las separaciones o pérdidas de distintos tipos. También hemos de hacer referencia a
los factores que tienden a perpetuar la sintomatología, como los efectos de la desnutrición en el
terreno biológico, el aislamiento social que conlleva e incluso podemos observar en muchos casos,
entre estos factores, los efectos iatrogénicos de los tratamientos centrados en el problema
somático. Como consecuencia de la anorexia -o acompañándola- se presentan diversos síntomas:
amenorrea, trastornos del sueño, estreñimiento, dolor abdominal, saciedad prematura, intolerancia
al frío, hipotermia, cianosis y vasoconstricción. La persistencia del cuadro conduce a la caquexia,
bradicardia, hipotensión, lanugo y edema.
Al concebir el síntoma como un mensaje cifrado que revela y encubre al mismo tiempo ciertos
deseos, angustias y conflictos de una persona, se hace necesario recurrir, para acceder al sentido
inconsciente del mismo, a las asociaciones verbales del sujeto, que abrirán el camino a la
expresión de aquello que había sido reprimido. De este modo, el psicoanálisis sustituye la clínica
de la mirada, propia del modelo médico, por la clínica de la escucha: se ofrece al paciente la
posibilidad de hablar, puesto que sólo en su discurso podrá emerger su propia subjetividad, en la
medida en que logre poner en palabras aquello que se manifestaba como síntoma. En los casos de
anorexia y de bulimia, precisamente, el sujeto y su palabra quedan borrados a favor de los actos :
ingesta de alimentos, rituales relacionados con ella, vómitos, purgas pasan a un primer plano en su
vida; si la atención médica y/o psicológica se centra en estos actos y se propone conseguir su
modificación, dejando de lado la problemática subjetiva que aquellos manifiestan de manera
simbólica, no hará más que entrar en una lucha con el sujeto que, entonces, se verá obligado a
insistir en sus síntomas como única manera -paradójica por cierto- de afirmarse y exigir ser
reconocido como tal; o bien contribuirá, iatrogénicamente, a desalojarlo de su posición subjetiva
vinculada a su condición de ser hablante para reducirlo a su existencia orgánica, convirtiéndose
en objeto de los deseos e intenciones de los otros -en este caso, el personal sanitario. La etiqueta
diagnóstica suele ofrecer al sujeto una respuesta y una certidumbre acerca de su propia identidad.
Esta certeza garantizada por el saber médico obtura toda posibilidad de interrogación y
cuestionamiento con respecto a su ser y a su deseo que, como veremos más adelante, es lo que
está en juego en estos casos.
Es importante subrayar que la concepción del síntoma como sustituto de aquello que no se puede
poner en palabras no supone que haya un significado único y común a todas las personas que lo
padecen sino que, por el contrario, es necesario buscar su significación en cada caso puesto que
es el resultado de un proceso singular: la historia de las relaciones intersubjetivas en cuyo seno se
constituyó el sujeto. En consecuencia, podemos decir que la anorexia y la bulimia tendrán tantos
sentidos diferentes como pacientes aquejados por ellas nos dispongamos a escuchar. Sin
embargo, intentaremos esbozar algunas generalizaciones -siempre parciales y provisorias- a partir
de nuestras observaciones clínicas 4.
Los ideales vinculados a la feminidad que dominan lo imaginario social son responsables, en parte,
del malestar femenino en nuestra cultura en tanto coadyuvan a la subordinación social, legal,
económica y familiar de las mujeres, imponiendo unos modelos de identidad que operan como el
lecho de Procusto: para amoldarse a ellos cada una ha de recortar algo de sí misma, ya sea que
se trate de deseos, necesidades, aspiraciones o potencialidades personales. La renuncia,
represión y alienación que generan esos ideales se pagan, como ha mostrado Freud, al precio de
las neurosis u otras patologías 5. Desde este punto de vista, la psicopatología sólo se distancia de
la psicología normal -en el supuesto de que tal cosa exista- por una diferencia cuantitativa y no
cualitativa: los trastornos de la alimentación, especialmente la anorexia, nos permiten apreciar,
como si se tratara de una lente de aumento, los conflictos inducidos por los modelos de identidad
femenina -fundamentalmente los referidos a la imagen corporal ideal y los medios prescriptos para
alcanzarla- que dominan en el mundo occidental. Es decir, existe un continuo entre las exigencias
interiorizadas de manera relativa y con cierta flexibilidad por las mujeres que son consideradas
como normales y los efectos devastadores de esas mismas exigencias asumidas de manera
absoluta -tanto que pueden llevarlas a la muerte, aunque en un número reducido de casos- por las
anoréxicas. En este sentido, el ideal de la esbeltez y las dietas seguidas para alcanzarlo
proporcionan un excelente ejemplo de un valor socialmente aceptado que quizás no habría sido
cuestionado si no mediara su aplicación llevada hasta sus últimas consecuencias en los casos
considerados como patológicos. La anorexia se presenta, entonces, como emblema de la
construcción del cuerpo femenino en nuestra cultura.
El cuerpo humano no se genera exclusivamente por la reproducción biológica sino que tiene una
historia: no sólo ha sido percibido, interpretado y representado de diversos modos en distintas
épocas sino que también ha sido vivido de maneras diferentes, se lo ha llamado a la existencia en
culturas muy variadas, ha estado sujeto a un amplio espectro de tecnologías y medios de control y
se ha incorporado a diversos ritmos de producción y consumo y a otros tantos regímenes de placer
y dolor 6.
Las dietas no representan una exigencia cultural reciente. La dietética griega regulaba la ingesta
de alimentos con la finalidad de alcanzar la moderación y el auto-dominio. En la Edad Media la
práctica cristiana del ayuno buscaba la purificación espiritual y el dominio de la carne. En ambos
casos la dieta era un instrumento para la construcción de un sujeto que buscaba desarrollar las
posibilidades más profundas de la excelencia espiritual. Todas las religiones rechazan por igual la
gula, imagen bíblica del pecado original y también uno de los siete pecados capitales, y confían en
que el ayuno permita ganar méritos y virtudes, en función de la oposición maniquea del cuerpo
animal y el espíritu consagrado a Dios. No ha de sorprendernos, entonces, que la bulimia se asocie
con un sentimiento de debilidad espiritual y la anorexia con otro de fuerza. Asimismo, esto nos
permitirá comprender a la anorexia como un intento de escapar a la misma voracidad a la que se
abandona el bulímico.
Hacia el final de la era victoriana, quizás por primera vez en el mundo occidental, las clases medias
comienzan a rechazar el alimento en aras de un ideal estético: ya no se aspira a la perfección
del alma, sino que se pretende que el cuerpo se ajuste a una imagen modélica que prescribe
determinado peso o forma física como ideal. Hoy ya no se lucha contra los apetitos o deseos,
buscando sólo el control de los impulsos y la evitación de los excesos, sino que se combate contra
la grasa, la celulitis, la flaccidez. En consecuencia, se desarrollan numerosas técnicas destinadas a
lograr una transformación puramente física, como las dietas, gimnasias, medicamentos e incluso
intervenciones quirúrgicas.
Sin entrar en la cuestión de la explotación industrial de estas técnicas y los intereses económicos
que están en juego, debemos señalar que al mismo tiempo que aumenta la incidencia de los
trastornos de la alimentación surge la preocupación por los casos extremos de quienes han llegado
a obsesionarse o han ido demasiado lejos en el intento de hacer coincidir su cuerpo con la imagen
ideal. Así, proliferan en la actualidad los libros y artículos sobre la bulimia y la anorexia nerviosa
junto a las advertencias contra los riesgos de las dietas líquidas, la gimnasia compulsiva, la cirugía
de estómago y de reducción de grasas y la liposucción. Pero aunque estos excesos son percibidos
como patológicos, la preocupación por la gordura y la dieta no sólo responde a la norma sino que
funciona, como ha observado Susan Bordo utilizando conceptos de Foucault, como una poderosa
estrategia de normalización, que busca la producción de cuerpos dóciles , capaces de auto-control
y de auto-disciplina, dispuestos a transformarse y a mejorarse al servicio de las normas sociales y,
fundamentalmente, de las relaciones de dominio y subordinación imperantes 7. Es decir, las
representaciones del cuerpo (científicas, filosóficas, estéticas), en función de los efectos
performativos de los discursos que las articulan, operan como regulaciones prácticas que no sólo
modelan sino que también construyen el cuerpo viviente. Foucault afirma, al referirse a la auto-
disciplina, que el poder no necesita emplear la violencia física para imponer sus reglas; le basta
con una mirada vigilante que cada individuo llega a interiorizar, de modo que acaba por controlarse
a sí mismo. Y, en la medida en que las mujeres están más intensamente sujetas que los hombres a
este tipo de control -en razón de su subordinación social y familiar-esta maquinaria normalizadora
reproduce, al mismo tiempo, la codificación cultural de las diferencias y relaciones de poder entre
los sexos. De este modo, las disciplinas de la dieta y el ejercicio, que surgen de las prácticas
normativas de la feminidad en nuestra cultura -a las que simultáneamente reproducen-, preparan al
cuerpo femenino para la docilidad y la obediencia. No obstante, las mujeres experimentan estas
mismas prácticas como fuentes de poder y de control en tanto las perciben como medios para
alcanzar la belleza, la aceptación social, laboral y sexual; en suma, la posibilidad de influir en los
otros: como afirmaba Foucault, el poder y el placer no son excluyentes. La anorexia, en
consecuencia, expresa una paradoja: se trata del deseo de controlar el cuerpo -cuando es
imposible controlar alguna otra cosa- y de lograr la autonomía -no depender de nada ni de nadie-
pero el control acaba por escapar al control y debilita tanto a quien la padece que debe ser
hospitalizada y pasa así a depender totalmente de los otros 8.
Si la forma esbelta, delgada pero firme, ha llegado a imponerse como modelo estético dominante
en nuestra cultura, es porque representa una solución de compromiso entre exigencias
contradictorias y porque permite acallar la angustia que genera el cuerpo, su realidad siempre
inaprensible, sus exigencias, sus limitaciones que obstaculizan los proyectos humanos, su relación
significante con la muerte, tanto en el sujeto que se encarna en él como en el cuerpo social , cuyas
debilidades también representa 9.
La compulsión a amoldar el propio cuerpo a una imagen y el rechazo a las carnes que desbordan
el límite ideal -ya no se trata de corregir un peso excesivo sino de hacer entrar el cuerpo en los
contornos de unaforma imaginaria- dan cuenta de la angustia, individual y social, ante el fantasma
de una corporalidad identificada con deseos, apetitos e impulsos incontrolables. El cuerpo se
convierte en metáfora de la exigencia pulsional, que amenaza al sujeto poniendo
permanentemente en cuestión su supuesta identidad y lo obliga a reconocer, paralelamente a su
corporalidad, su falta de ser y su desconocimiento de sí mismo. El cuerpo representa, de este
modo, un doble problema: para el sujeto mismo, que sólo vive encarnado en una materia que, sin
embargo, le parece ser exterior y ajena a su subjetividad; para la cultura, que sólo puede persistir y
transmitirse a través de una sucesión de generaciones de individuos cuyos cuerpos nunca pueden
ser completamente controlados. En este sentido Mary Douglas, para quien el cuerpo es una forma
simbólica y puede funcionar como metáfora de la cultura, ha observado que la inquietud que lleva a
mantener unos límites corporales rígidos y que se manifiesta, por ejemplo, en rituales y
prohibiciones concernientes a las excreciones corporales y a las delimitaciones entre el interior y
el exterior del organismo, se hace más intensa y evidente en las sociedades o en los períodos
históricos inestables. Los bordes del cuerpo pasan a representar las fronteras sociales. De este
modo, el control rígido de los cuerpos, el dominio de los deseos, responde al intento de regular en
el organismo del individuo las inestabilidades o transformaciones que amenazan al cuerpo social
10.
No es extraño entonces que la angustia ante los apetitos incontrolables de las mujeres se
intensifique en períodos en que aquellas adquieren una mayor independencia y se manifiestan en
el espacio público, tanto social como político. Así, en la segunda mitad del siglo XIX, paralelamente
a la primera ola del feminismo, se produjo una proliferación de imágenes femeninas oscuras,
peligrosas y malvadas en el arte y la literatura. En ningún otro momento se representó a la mujer
de manera tan coherente, programática y desnuda como vampiro, castradora o asesina 11.
Asimismo, el siglo XIX se destacó por la obsesión por la sexualidad -en especial la femenina- y su
control médico. El tratamiento para la excitación sexual excesiva incluía la aplicación de
sanguijuelas en el cuello de la matriz, la clitoridectomía y la extirpación de los ovarios 12. En esa
misma época se puso de moda un corsé más ajustado que nunca: mientras las sufragistas
trabajaban por la emancipación legal y política de las mujeres, la moda y la costumbre las
aprisionaban físicamente más de lo que jamás lo habían hecho 13. Así, por ejemplo, un anuncio de
1878 afirma que el corsé es "el monitor siempre presente de una mente bien disciplinada y de
sentimientos bien regulados" 14. Por otra parte, a la imagen de una mujer peligrosa, insaciable y
agresiva le responde una feminidad ideal, purgada de todos los aspectos amenazadores, que
desempeña un papel importante en el mantenimiento de las relaciones de poder entre los sexos: la
doctrina científica oficial -en la voz de Krafft-Ebing, por ejemplo-proclamaba que la mujer carece de
deseos sexuales, lo que se articula perfectamente con el tema moral de la mujer como ángel del
hogar.
En una época como la nuestra, marcada por el cuestionamiento de las identidades sexuales de
hombres y mujeres, y la transformación de las categorías y relaciones genéricas, no nos sorprende
que tengan tanto auge técnicas que intervienen con violencia en los cuerpos femeninos -además
de los estereotipos que constituyen un poderoso instrumento ideológico para contener los apetitos
femeninos, como la noción de que las mujeres prefieren cuidar y alimentar a los otros más que a sí
mismas. Esta intervención puede tener fines aparentemente opuestos: garantizar su función
procreadora, como sucede en el caso de las técnicas de reproducción asistida, o consolidar una
forma ideal que define a la feminidad no maternal, cuando se trata de la estética corporal 16.
Peter Gay sugiere que estos ideales son producto de una reacción al peligro de que se produzcan
modificaciones en las relaciones establecidas entre los sexos; aunque -debemos añadir- no actúan
sólo desde el espacio social y cultural sino que son interiorizados de modo que llegan a operar
desde el ideal del yo de las mujeres. El lúcido análisis de John Berger permite apreciar la
identificación de la mujer con la mirada masculina, con la consiguiente división subjetiva. Berger
afirma que las mujeres están ahí para satisfacer un apetito ajeno pero no para tener uno personal;
el deseo de ser reconocidas como deseables contribuye a que se configuren como objetos para
ser consumidos por los otros más que como sujetos de un deseo propio. Los hombres miran a las
mujeres y éstas observan cómo son miradas, lo que determina no sólo la mayor parte de las
relaciones entre hombres y mujeres sino también la relación de la mujer consigo misma: el
observador existente en la mujer es masculino, en tanto que la observada es femenina. Al
experimentar su propio cuerpo como si fueran los observadores masculinos de sí mismas, se
transforman en un objeto, en particular en un objeto visual 17.
Esta contradicción, que nos divide al situarnos al mismo tiempo en dos posiciones incompatibles,
se articula con los antagonismos intrapsíquicos que escinden nuestra subjetividad: exigencia
pulsional e imposibilidad de hallar un objeto adecuado y definitivo (lo que nos encadena al
consumismo, que ofrece siempre nuevos objetos que prometen el acceso al goce, uniendo
asintóticamente el placer libidinal objetal y la satisfacción narcisista); falta de ser e imposibilidad de
prescindir de una identidad que no puede sino ser ilusoria, en tanto nos proporciona una imagen de
unidad y plenitud (lo que nos conduce a demandar lo que nos ofertan, que no es meramente un
objeto sino que representa la esperanza de ser alguien que, además, tiene poder) 19. Según
Susan Bordo, el cuerpo esbelto codifica la idea tantálica de una persona auto-regulada en la
que todo está en orden a pesar de las contradicciones de la cultura y, debemos añadir, pese a su
propia escisión como sujeto deseante. Así, el carácter problemático de la estructura social,
articulado a las incertidumbres propias de nuestra condición de sujeto hablante, acaba por
inscribirse en el cuerpo. La bulimia se configura, desde esta perspectiva, como una contradicción
moderna de la personalidad que expresa explícitamente el desarrollo exagerado del hambre de
consumo irrestricto (orgías de ingesta incontrolada de comida), que coexiste en una tensión
inestable con la exigencia de sobriedad y la necesidad de purgación (vómitos, ejercicios físicos
compulsivos e ingesta de laxantes).
El cuerpo esbelto es, sobre todo, un ideal femenino, así como los trastornos de la alimentación
predominan entre las mujeres. Susan Bordo ha observado que si la esbeltez contemporánea
representa un correcto control del deseo, su significación está sobredeterminada porque el hambre
ha sido siempre una metáfora cultural de la sexualidad, el poder y el deseo femeninos: desde la
diosa Kali, sedienta de sangre que, en una de sus representaciones, aparece devorando sus
propias entrañas, pasando por las brujas del siglo XV, descritas como voraces e insaciables, hasta
las representaciones de las mujeres como seres dominados por sus emociones, sometidas a sus
caprichos y, en suma, más ligadas por su corporalidad al reino de la naturaleza que al de la cultura.
Es fácil apreciar que las anoréxicas se auto contemplan con una mirada vigilante y acusadora por
cuanto se encuentran habitadas por una representación de sí mismas como hambrientas,
insaciables y descontroladas, al tiempo que intentan desesperadamente alcanzar el ideal de
control y eliminación de sus deseos sexuales, expresados en el lenguaje de la pulsión oral.
En las culturas patriarcales, la regulación del deseo femenino constituye un problema: los deseos
femeninos son otros, misteriosos, amenazantes. Esta imagen de la mujer deviene más
problemática, como ya he señalado, en períodos de transformación de las relaciones establecidas
entre los sexos. A medida que proliferan las representaciones terroríficas de la mujer insaciable -
sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX- adelgaza la imagen del cuerpo femenino, haciéndose
más semejante a la de una niña o un adolescente. Pero la representación andrógina de la mujer no
sólo tiende a apaciguar la inquietud que suscita lo imaginario colectivo con respecto a los deseos
femeninos, sino que también asume una significación aparentemente contradictoria, que puede
explicar su atractivo para las mujeres mismas: les ofrece una imagen diferente de la del cuerpo
maternal asociado a su destino reproductor. A la representación pasiva de la feminidad, la
anoréxica -que no se contenta con ser deseable sino que aspira también a ser deseante- opone
una actitud activa de control, culturalmente asociada a la masculinidad, lo que le permite integrar lo
femenino y lo masculino en un ideal andrógino.
Fraad habla de una exigencia triplemente contradictoria que se impone mediáticamente a las
mujeres en la actualidad: l. Que sean "femeninas" y se centren en el ámbito doméstico en una
sociedad en que las necesidades se perciben como una molestia; 2. Que se centren en la
competencia y el rendimiento en los ámbitos social y político en los que actúan con desventaja; 3.
Que se centren en el sexo y sean atractivas en un espacio publico en que esa actitud entraña
riesgos 21.
En oposición a la definición del cuerpo femenino como un organismo biológico que debe realizar
sus funciones reproductoras, para lo cual es necesario que el sujeto normalice su deseo, estamos
en presencia de una imagen estética que el sujeto debe colocar en el lugar de su ideal del yo; en
ambos casos se trata de construcciones discursivas que lo despojan de sus referentes subjetivos
al ignorar la dimensión del deseo inconsciente que nos exige tomar en consideración la
singularidad. La patología de la alimentación, en sus diversas formas, pone de manifiesto que el
cuerpo es un escenario en el que se desarrolla el drama del sujeto: sólo puede reconocerse en los
significantes propios de un orden simbólico que no puede constituirlo como humano sin alienarlo;
sólo puede dar cuenta de su experiencia corporal a través de un lenguaje y de unas imágenes que
mediatizan su relación singular con su propio cuerpo.
El hecho de que la edad de comienzo de los TCA sea la adolescencia (se han observado dos
momentos privilegiados de comienzo: la pubertad y en torno a los 18 años, cuando se acaban los
estudios secundarios) nos lleva a pensar que existe alguna relación entre el síntoma y la crisis que
se experimenta de manera privilegiada -al menos en la cultura occidental- en este momento de la
vida, así como su mayor incidencia entre las mujeres nos condujo a considerar su relación con la
construcción del cuerpo femenino en la cultura. En efecto, la comprensión de los trastornos de la
alimentación no se agota, de ninguna manera, con la referencia a los efectos subjetivos de los
ideales estéticos de la figura femenina. Aunque éstos desempeñan, evidentemente, un papel
importante, no nos permiten entender por qué no todas las mujeres sufren su impacto de la misma
manera; para orientarnos en esa dirección es necesario explorar la dimensión intrasubjetiva,
fundamentalmente en lo que respecta a la peculiaridad de los procesos adolescentes. Mi hipótesis,
en este sentido, es que los trastornos de los que nos estamos ocupando corresponden a un
fracaso en la resolución de la crisis adolescente, de modo que hemos de analizar esa crisis con
algún detalle. Quiero aclarar ante todo que entiendo que la adolescencia no es meramente una
etapa evolutiva sino que está marcada por el enfrentamiento del sujeto con las coordenadas
básicas de nuestra existencia: la sexuación y la mortalidad. En consecuencia, la resolución de la
crisis sólo puede ser parcial y relativa, puesto que la angustia, la incertidumbre y la herida
narcisista que derivan del reconocimiento de aquellas coordenadas estarán presentes a lo largo de
toda nuestra vida, aunque generalmente de manera más atenuada o bien encubiertas por las
máscaras de la adultez y la madurez 25.
- La pérdida de la representación narcisista del niño o niña ideal, es decir, sin carencias, ajena al
reconocimiento de la castración, la sexuación y la mortalidad, reconocimiento que dará lugar a una
profunda herida narcisista.
- La pérdida de la figura de los padres como soporte del ideal del yo infantil (en función,
precisamente, de la ruptura generacional asociada a la instauración del tabú del incesto), que
relanza la dialéctica identificación/separación, en tanto le hace revivir el drama de la separación
originaria, de la decepción inicial consecutiva al desprendimiento irreparable del otro.
Por todo ello podemos concebir la crisis de la adolescencia como crisis narcisista y aproximarnos
desde esta perspectiva a la problemática intrasubjetiva de la anorexia, que se presenta entonces,
en una de sus dimensiones, como una patología del narcisismo. Pero veamos primero algunas
características de esta crisis, que se despliega tanto en el terreno de la pulsión sexual como en el
del narcisismo, el yo corporal y el goce mortífero asociado a la liberación de la pulsión de muerte.
La resolución de esta crisis se produce a través del reencuentro con el Otro, en tanto puede ser
reconocido en un plano simbólico, como objeto del deseo, lo que supone la aceptación de que no
se lo puede tener -como se creyó haber poseído alguna vez a los objetos de la infancia-
sino encontrar. Es decir, al ingresar en el orden del intercambio se anula el circuito cerrado del
narcisismo y no sólo el Otro sino el propio sujeto llega a significarse de manera simbólica, mediante
la identificación con los emblemas que orientarán su identidad adulta y sexuada. Sin embargo, el
narcisismo marca el tipo de elección de objeto que realiza inicialmente el adolescente de ambos
sexos. En un primer momento, el objeto erótico se escoge conforme a su propia imagen, de modo
que la elección es de carácter homosexual, ya sea consumada como tal a través de juegos
sexuales o sublimada en la relación con el amigo o amiga íntimos en los que se proyecta el yo
ideal infantil que el sujeto ya no puede sostener. Luego, cuando se produce la elección
heterosexual, observamos las huellas del narcisismo en la idealización de la pareja, a quien se
coloca en el lugar del yo ideal perdido. Desde este punto de vista, se trata de subsanar la ruptura
narcisista ocasionada por la pérdida de la bisexualidad imaginaria de la infancia: lo femenino en el
caso del varón y lo masculino en el de la mujer se recuperan, también imaginariamente, en la
relación con el otro sobrevalorado. De este modo, el otro representa aquello que completaría
imaginariamente al sujeto, encubriendo así la castración que supone nuestra realidad corporal
monosexuada.
La crisis narcisista incluye también una amplia problemática referida a la autopercepción puesto
que en la adolescencia "normal" es frecuente encontrar una distorsión -mayor o menor- de la
imagen de sí mismo: la imagen corporal que devuelve el espejo no corresponde a la auto-
representación estructurada a lo largo del período de latencia, por lo que se experimenta al cuerpo
como ajeno y desconocido. En casos extremos -como sucede en la anorexia- la distorsión
producida por la impronta del cuerpo fantasmático en el cuerpo real puede llegar a configurar un
verdadero delirio corporal.
Freud afirmaba que el punto más espinoso del sistema narcisista corresponde a la creencia en
la inmortalidad del yo; la imposibilidad de seguir afirmándola impone el reconocimiento de la finitud
de la existencia 28. En consecuencia, el reconocimiento de la sexuación -renuncia a la
bisexualidad imaginaria e interrogación acerca de la propia identidad sexuada- y el de la mortalidad
-renuncia a la inmortalidad- son, en cierto modo caras de la misma moneda. Parte importante de la
psicopatología específica de la adolescencia -tal como sucede en las anorexias y bulimias- se
vincula con la imposibilidad de asumir esta doble herida narcisista y a las correspondientes
operaciones defensivas con las que se intenta neutralizarla.
Debemos mencionar, aunque sólo sea brevemente, que esta problemática afecta también a los
padres de un hijo o hija adolescente. Por un lado, la transformación corporal de los jóvenes
cancela la imagen del niño o niña maravillosos que sostiene una representación narcisista primaria;
en efecto, en la economía libidinal parental los hijos se sitúan como prolongación y último reducto
del narcisismo de los padres, de modo que el nuevo individuo queda asociado al destino psíquico
de otros. Por otro, la necesaria separación del hijo o hija amenaza con la disolución de la familia, lo
que sugiere el carácter temporal de las instituciones y las vidas humanas; en última instancia, la
mortalidad. En términos generales, para comprender las anorexias y bulimias es imprescindible
investigar su compromiso con la estructura familiar, ya que si el síntoma revela y encubre al mismo
tiempo el enfrentamiento del sujeto que lo padece con unas coordenadas existenciales que
despiertan angustia y son difíciles de aceptar, cumple también una función similar para sus padres
o al menos alguno de ellos. En muchos casos de bulimia es fácil apreciar que el cuerpo de la hija,
investido narcisísticamente de una manera ambivalente -idealización y hostilidad- encarna el objeto
de un duelo imposible de la madre. Esto nos permite entender la frecuente complicidad de los
padres con un síntoma que pretenden reducir pero que, inconscientemente, contribuyen a
perpetuar.
- Ruptura del vínculo con la madre, soporte de la posición narcisista del sujeto en su infancia, en
tanto constituía con ella una célula autosuficiente y ocupaba el lugar del objeto de su deseo (a esto
nos referimos al hablar de reedición del complejo de Edipo).
- Pérdida de la bisexualidad imaginaria, es decir, del otro sexo negado por la realidad anatómica. Si
en el plano pulsional aquélla se experimenta como castración, en lo que concierne a la imagen
corporal y a la identidad del yo se presenta como partición, en tanto es necesario renunciar a la
otra mitad, de la que se podía disponer imaginariamente en la infancia.
En suma, el niño o niña debe desprenderse de las identificaciones con sus padres, tanto primarias,
es decir, generadas a partir de la posición narcisista infantil -en la que el yo ideal corresponde al
deseo de los padres, para quienes funciona inicialmente como espejo participando así en la
organización narcisista parental-, como secundarias o postedípicas -que a diferencia de las
anteriores son parciales e incluyen, fundamentalmente, la asunción de los modelos de la
masculinidad y la feminidad. Los conflictos de los adolescentes con sus padres constituyen un
signo de este proceso de diferenciación que es esencial en la estructuración del sujeto. Es en este
sentido que Lacan habla de la alienación (identificación fusional con el otro) y la separación como
momentos fundantes en la génesis del sujeto deseante. En consecuencia, la nueva identidad que
se configura en la adolescencia no es una mera síntesis o integración de las identificaciones
infantiles, como se suele decir, sino que consiste, esencialmente, en la destrucción de aquellas.
Por eso, en la medida en que se establece sobre la base de la separación y la partición, podemos
decir que no hay identidad sino imaginaria: puesto que implica separación, no hay identidad con el
otro; en tanto supone partición, no hay identidad consigo mismo 31.
El doble es, entonces, un producto de la disolución de la identidad infantil, cuestionada por las
transformaciones corporales que exigen el reconocimiento de la sexuación y la mortalidad. En
tanto tal, cumple una función defensiva contra la despersonalización aunque, al mismo tiempo,
representa una amenaza para la integridad del sujeto por cuanto encarna el amor narcisista al
propio yo y todo aquello que el sujeto rechaza porque no lo puede asumir. El complejo proceso de
salida de esta coyuntura comprende la asunción del cuerpo real monosexuado y mortal, que
conduce a la sustitución del yo ideal por el ideal del yo -femenino o masculino, en concordancia o
no con el sexo anatómico-, la remodelación de la imagen del cuerpo, producto de la articulación de
la identificación imaginaria narcisista, la libidinización y la potencialidad sustitutiva y simbólica del
lenguaje, que orienta la identificación; y la configuración del objeto del deseo -elección de objeto,
ya sea hetero u homosexual. El fracaso de este proceso o conjunto de operaciones simbólicas se
significa en una serie de manifestaciones sintomáticas -que se pueden entender simultáneamente
como patologías del narcisismo y patologías del acto- destinadas a exorcizar al doble mortífero del
adolescente: tal es el caso de los intentos de suicidio, el abuso de alcohol y drogas, la delincuencia
y los trastornos de la alimentación.
Como consecuencia del fracaso en la simbolización, el cuerpo real -donde está enquistada la
significación- se convierte en un campo de batalla donde combaten las pulsiones de vida con las
de muerte -el fantasma adolescente de morir como niño para renacer a la existencia como adulto
relativamente autónomo pasa al acto-; la sexualidad se enfrenta con la autoconservación -se
intenta controlar la angustia que genera el encuentro con la sexuación y la mortalidad reduciendo a
su mínima expresión el cuerpo que las significa-; el yo se opone al otro -que se presenta como un
doble, es decir, como una parte enajenada de uno mismo. La clínica psicoanalítica de los
trastornos de la alimentación nos permite apreciar el despliegue de este triple conflicto tanto en el
terreno de la sexualidad como en el de la imagen de sí mismo; en términos freudianos, en las
trayectorias de la libido de objeto y la narcisista.
Lo que está en juego, fundamentalmente, es el deseo de hacer reconocer su propio deseo; en este
sentido, es una protesta contra la reducción de toda demanda al plano de la necesidad 41.
Siguiendo la sugerencia de Lacan, podemos entender que la anoréxica sacrifica la necesidad, la
autoconservación, para afirmarse como sujeto de deseo más allá de su corporalidad. Esto es
precisamente lo que no puede enunciar verbalmente, por lo que emerge bajo la forma de síntoma,
es decir, a través de una formación de compromiso. Logra así hacer presente su deseo -su
condición de sujeto y no de mero objeto del deseo del otro- pero sólo de una manera regresiva que
sustituye el deseo por el goce autoerótico y la autocontemplación narcisista.
En términos generales, la significación del síntoma remite tanto a la relación temprana de la niña
con la madre -en la medida en que despliega la problemática de la oralidad- como al pasaje fallido
por la situación edípica: la actualización del erotismo oral, que retorna de lo reprimido en el
síntoma, es el producto del desplazamiento de una genitalidad que no se puede asumir.
Esto nos lleva a mencionar, al menos, la dimensión familiar de la cuestión, en tanto el fracaso en la
resolución de la crisis adolescente es el resultado de una historia de relaciones intersubjetivas que
requiere que consideremos el síntoma en su referencia al otro, por cuanto el sujeto forma parte de
la economía libidinal y es objeto de los fantasmas de quienes fueron sus objetos primarios. En el
contexto de la relación con la madre, la negativa a comer puede representar un intento de
establecer una separación, una distancia, de impedir que el otro la "llene"; es la única forma de
hacerlo con una madre que, según informan las historias clínicas, ha centrado su atención a la hija
en la alimentación, obstruyendo la enunciación de cualquier deseo posible mediante la satisfacción
de la necesidad orgánica o la exigencia de amoldarse al ideal materno. A medida que la hija crece,
la madre puede desplazar el interés por sus necesidades a otros aspectos de su existencia,
siempre que se trate de algo concreto -como el rendimiento en los estudios, por ejemplo- pero no
puede tomar en consideración la condición de sujeto de la niña: sus deseos, fantasías,
aspiraciones. En consecuencia, espera rendimientos elevados de su hija pero toma la mayor parte
de las decisiones que le conciernen: aquélla ha de ser aceptada y valorada socialmente como
producto de su madre, como espejo que debe reflejar su ideal narcisista. Por eso, si en los casos
más leves, asociados a estructuras histéricas o cuadros depresivos, la anorexia puede entenderse
como acting-out (actuación), en el sentido de la escenificación de un conflicto que no se puede
articular de otro modo, que se muestra al otro, en los más graves, cuando el proceso de alienación
se aproxima a la psicosis, hemos de pensar en un verdadero pasaje al acto, puesto que se trata de
una ruptura en la que el sujeto está destituido de su posición y reducido a la condición de objeto.
Si la anoréxica se siente invadida por el otro e intenta dejarlo fuera para afirmarse como sujeto, la
bulímica se siente vacía y procura incorporar al objeto, que cree haber tenido y perdido, a través de
la ingesta de comida -en muchos casos, además, de alcohol y/o drogas 42. Ya Otto Fenichel había
observado la naturaleza adictiva de la bulimia, a la que definía como una "toxicomanía sin droga"
43.
Generalmente encontramos en las historias dos situaciones opuestas que pueden hallarse en la
raíz del conflicto: la madre no ha libidinizado suficientemente a la hija, no la ha visto nunca como
"la niña ideal", o bien no ha podido ver en ella otra cosa que la encarnación del ideal, extendiendo
su narcisismo a la hija, lo que no le permite reconocerla como otro. La hija, correlativamente,
asume los fantasmas de la madre con la consiguiente imposibilidad de formular un deseo propio.
Winnicott ha establecido la relación existente entre los síntomas que implican dejar morir al propio
cuerpo y una experiencia temprana de "muerte psíquica", es decir, de inexistencia -en algún
sentido- para el otro. Esto es lo que sucede cuando la hija no logra constituirse como sujeto
diferenciado porque no puede salir -o sólo sale traumáticamente- de la identificación primaria con
la madre: la niña se convierte en portavoz de los deseos de la madre y ésta atribuye sus propios
deseos a la hija y trata de satisfacerlos bajo la apariencia de ocuparse de aquélla. En esta
situación la consunción del cuerpo se convierte en un medio para la "supervivencia" subjetiva, que
pone en acto, al mismo tiempo, la separación -generadora de culpa por alejarse de la madre y
temor a que ésta no "sobreviva" a la separación, de modo que la propia existencia sólo pueda
garantizarse a expensas de la de la madre- y la unión con ella -el síndrome refuerza la
dependencia, por el peligro real que entraña. De este modo, la lucha entre pulsiones de vida y de
muerte adquiere una expresión dramática en la relación madre-hija.
En muchos casos las historias clínicas dan cuenta de una relación intensa y ambivalente con la
madre, que se rompe a causa de alguna forma de abandono, (por ejemplo, en ocasión del
nacimiento de un hermano o la falta de atención en algún momento crucial de la vida de la niña).
La ambivalencia de la relación se desarrolla, con frecuencia, sobre el fondo depresivo de la madre
y de su imagen negativa de la feminidad; el narcisismo de la hija, en consecuencia, estará marcado
por la ambigüedad y la insatisfacción crónica.
Como consecuencia de las dificultades mencionadas, pasa al primer plano una vinculación
privilegiada con el padre, que es en realidad un contra-investimento defensivo de la anterior y
carece de la calidad estructurante de la relación paterna. El padre parece, generalmente, poco
comprometido con la vida familiar -lo que confirma la imposibilidad de encontrar otro objeto fuera
de la relación primaria fallida -, pero puede presentar una actitud contra-edípica y convertir a la hija
en su favorita, lo que confiere a la relación una fuerte tonalidad incestuosa, frecuentemente
reforzada por intentos de seducción por parte de otros miembros del entorno familiar. Al llegar a la
pubertad esta relación se hace insostenible. En la medida en que los fantasmas incestuosos, que
amenazan realizarse, y la fragilidad narcisista se refuerzan mutuamente, la confrontación edípica
se convierte en un factor desorganizador que, al desencadenar la regresión, permite apreciar el
carácter masivo de la relación originaria. Si el padre no garantiza claramente el respeto al tabú del
incesto la niña se ve obligada a hacerse cargo de establecer una distancia defensiva, eliminando
de su cuerpo los signos de la feminidad: lo que rechazan, fundamentalmente, son sus pechos,
caderas, vientre y muslos o, como suelen decir, "el cuerpo de cintura para abajo". En este sentido,
en tanto afirma y borra el cuerpo al mismo tiempo, la anorexia encarna la contradicción entre la
presencia y la ausencia del cuerpo femenino, lo que revela el fallo en la función de espejo de la
madre y al mismo tiempo la adhesión a ella en busca de la imagen ideal. Como el niño que aleja y
acerca el carretel 44, la anoréxica hace desaparecer su propio cuerpo, cuya sexualidad femenina -
identificada con el cuerpo materno- no puede asumir ni simbolizar, y lo hace reaparecer como
metáfora de una palabra que no puede enunciar. Lo observa obsesivamente, lo pesa, lo controla,
porque no logra descifrar su significación. Como hemos visto, la imagen de sí y las respuestas del
objeto externo ocupan una posición central en la regulación narcisista de las adolescentes; en los
trastornos de la alimentación, la importancia de la mirada del otro se asocia a la labilidad de la
estructura subjetiva y a la primacía de lo que sucede en la superficie corporal. Jeammet ha
subrayado el papel del contrainvestimientos de las sensaciones corporales que hacen presente al
objeto, en detrimento de los sentimientos y de las representaciones psíquicas que presuponen la
ausencia del objeto y por lo tanto el riesgo de perderlo 45. En la medida en que no se ha
"interiorizado" el objeto, tampoco se puede elaborar el duelo por su pérdida; es esta ausencia de
elaboración psíquica y de simbolización lo que determina el pasaje al acto: el deseo se transforma
en necesidad, el afecto en sensación, la angustia en hambre. La crisis bulímica, desde esta
perspectiva, puede entenderse como un montaje perverso de una vulnerabilidad ligada al
mantenimiento de una dependencia excesiva de los objetos externos, asociada al fracaso parcial
de la interiorización. La comida se asemeja a un fetiche: la crisis bulímica crea una fuente de
excitación interna y la aplaca, en una alternancia que representa la carencia -desamparo o
depresión- y su ocultación 46.
Es necesario señalar, una vez más, el carácter iatrogénico de los tratamientos que se centran en la
mera eliminación del síntoma y tienen como objetivo fundamental lograr que la paciente "gane
peso". Estos tratamientos que reproducen el modelo de relación familiar que condujo precisamente
a la producción del síntoma y, lo que es más grave aún, intervienen en lo real del cuerpo mediante
actos que insisten en ignorar al sujeto y lo reducen -una vez más- a la posición de objeto. Muchas
veces estos actos están destinados a aliviar la angustia que despierta la figura de la anoréxica en
tanto pone en escena la presencia de la muerte. Pero lo que intenta, excepto en un número muy
reducido de casos, no es morir sino estar a punto de morir, sobrevivir negando toda necesidad
vital, llevando una vida en los límites de lo posible 47 Cuando la anoréxica se niega a comer,
escribe Ginette Raimbault, está intentando decir qué es lo que quiere: palabras, esas palabras que
hacen lo humano, que lo insertan en una historia, que lo vinculan con el Otro en una dependencia
diferente de la comida, que lo inscriben como un ser de deseo y no sólo de necesidad" 48.
Ser "anoréxica" o "bulímica" constituye una respuesta a la pregunta por la propia identidad -
problema existencial, especialmente angustiante en la adolescencia-, lo que explica la tenacidad
con que las pacientes parecen aferrarse a estas etiquetas diagnósticas. Pero se trata de una
pseudo-respuesta que aliena al sujeto; de ahí la necesidad de ir más allá del síntoma tanto en el
proceso diagnóstico como en el terapéutico: las etiquetas sólo sirven para confirmar la falsa
identidad. En este sentido, es probable que los servicios destinados exclusivamente al tratamiento
de estos trastornos tengan efectos iatrogénicos, reforzando aquello que pretenden curar al incluir a
las pacientes en una categoría diagnóstica que, a pesar de estar fundada en una comunidad
inexistente entre ellas (excepto en lo que respecta al síntoma), tiene efectos performativos;
fundamentalmente, la producción de una identidad colectiva imaginaria que anula la posibilidad de
reconocimiento de la diversidad y la singularidad de la problemática subjetiva.
Este artículo ha sido publicado en I. Martínez Benlloch et al.: Género, desarrollo psicosocial y
trastornos de la imagen corporal, Madrid, Instituto de la Mujer, 2001.
Notas
1 Marí, Silvia, "Trastorno de la conducta alimentaria en la adolescencia. Anorexia y bulimia", trabajo
presentado en la Escuela de Clínica Psicoanalítica de niños y adolescentes de Madrid, 25-4-1998.
5 Freud, Sigmund, "El malestar en la cultura", Obras Completas, T.III, Madrid, Biblioteca Nueva,
1968.
6 Gallagher, Catherine y Laqueur, Thomas, The Making of the Modern Body, Los Angeles, Univ. of
California Press, 1987, p.vii.
7 Bordo, Susan, Unbearable Weight. Feminism, Western Culture and the Body, Berkeley-Los
Angeles-Londres, University of California Press, 1993.
8 Fraad, Harriet, "Anorexia as Crises Embodied: A Marxist Feminist Analysis of the household", en
Fraad H., Resnick S.,Wolff R., Bringing it All Back Home. Class, Gender and Power in the Modern
Household, Londres y Boulder (Colorado), Pluto Press, 1994, p.112-131.
10 Douglas, Mary, Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Madrid,
Siglo XXI, 1991.
11 Gay, Peter, La experiencia burguesa. De Victoria a Freud. Vol.I: La educación de los sentidos,
Mexico, F.C.E., 1988.
13 de Riencourt, Amaury, Sex and Power in History, Nueva York, David McKay, 1974, p.319.
15 Michie Helena, The Flesh Made Word. Female Figures and Women’s Bodies, Nueva York y
Oxford, Oxford University Press, 1987, p.26.
16 Tubert, S. op.cit.
17 Berger J., Modos de ver, Madrid,
18 Bordo, S. Op.cit.
19 Tubert, S. Op.cit.
21 Id. p.123.
22 Assoun, Paul-Laurent, Corps et Symptôme. T.I, Clinique du Corps, París, Anthropos, 1997, p.27.
31 Tubert, S., "Identidad y adolescencia. Reflexiones sobre un mito", Clínica y Salud, VIII, 2 (1997).
36 Holland J., Ramazanogen C., Sharpe S. y Thomson R., "Power and Desire: The Embodiment of
Female Sexuality", Feminist Review , Nº46 (1994), 21-38.
37 Miles M., "The Good Body", en Winkler M.G. y Cole L.B., Asceticism in Contemporary Culture ,
New Haven & Londres, Yale University Press, 1994, p.50.
38 Id. p.61.
39 Walker Bynum C., Holy Feast & Holy Fast: The Religious Significance of Food to Medieval
Women , Berkeley, University of California Press, 1987.
41 Lacan, J., "La dirección de la cura y los principios de su poder", Escritos II, México, Siglo XXI,
1984.
42 Hekier, Marcelo y Miller, Celina, Anorexia-bulimia: deseo de nada, Buenos Aires, Paidós, 1994;
Baravalle, Graziella, Jorge, C.H. y Vaccarezza, L.E., Anorexia. Teoría y clínica psicoanalítica,
Barcelona, Paidós, 1993.
43 Fenichel, O.(1945) Teoría psicoanalítica de las neurosis , México, Paidós, 1994, p.429-431.
44 Freud, S., "Más allá del principio del placer", op.cit. T.I.
46 Id., p.97.
48 Raimbault, Ginette y Eliacheff, Caroline, Las indomables. Figuras de la anorexia, Buenos Aires,
Nueva Visión, 1991.
49 Vindreau, Christine: "La boulimie dans la clinique psichiatrique", La boulimie, RFP, op.cit. p.78