Calvino Institucion de La Religion Cristiana Libro II
Calvino Institucion de La Religion Cristiana Libro II
Calvino Institucion de La Religion Cristiana Libro II
Juan Calvino
LIBRO SEGUNDO
DEL CONOCMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOCIMIENTO QUE PRIMERAMENTE FUE MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS BAJO LA LEY, Y DESPUES A NOSOTROS EN EL EVANGELIO
CAPTULO PRIMERO
TODO EL GNERO HUMANO EST SUJETO A LA MALDICIN POR LA CADA Y CULPA DE ADN, Y HA DEGENERADO DE SU ORIGEN. SOBRE EL PECADO ORIGINAL
1. Para responder a nuestra vocacin con humildad, es necesario conocernos cual somos Sin causa el antiguo proverbio encarga al hombre tan encarecidamente el conocimiento de s mismo. Porque si se tiene por afrenta ignorar de las cosas pertinentes a la suerte y comn condicin de la vida a, mucho ms afrentoso ser sin duda el ignorarnos a nosotros s, siendo ello causa de que al tomar consejo sobre cualquier cosa ante o necesaria, vayamos a tientas y como ciegos. Pero cuanto ms til es esta exhortacin, con tanta mayor diligencia hemos de prono equivocarnos respecto a ella, como vemos que aconteci a los filsofos. Pues al exhortar al hombre a conocerse a s mismo, le proponen al mismo tiempo como fin, que no ignore su dignidad y excelencia quieren que no contemple en s ms que lo que puede suscitar en l una vana confianza y henchirlo de soberbia. Sin embargo, el conocimiento de nosotros mismos consiste primera en que, considerando lo que se nos dio en la creacin y cun liberal se ha mostrado Dios al seguir demostrndonos su buena voluntad, sepa cun grande sera la excelencia de nuestra naturaleza, si an permaneciera en su integridad y perfeccin, y a la vez pensemos que no hay nada en nosotros que nos pertenezca corno propio, sino que todo lo que nos ha concedido lo tenemos en prstamo, a fin de que siempre darnos de l. Y en segundo lugar, acordarnos de nuestro miserable , y condicin despus del pecado de Adn; sentimiento que echa por tierra toda gloria y presuncin, y verdaderamente nos humilla y avergenza. Porque, corno Dios nos form al principio a imagen suya para levantar nuestro espritu al ejercicio de la virtud y a la meditacin de la terna, as, para que la nobleza por la que nos diferenciamos de los brutos no fuese ahogada por nuestra negligencia, nos fue dada la razn y el entendimiento, para que llevando una vida santa y honesta, caminemos haca el blanco
que se nos propone de la bienaventurada inmortalidad. Mas no es posible en manera alguna acordarnos de aquella dignidad primera, sin que al momento se nos ponga ante los ojos el triste y miserable espectculo de nuestra deformidad e ignorancia, puesto que en la persona del primer hombre hemos cado de nuestro origen. De donde in odio de nosotros mismos y un desagrado y verdadera humildad, y se enciende en nosotros un nuevo deseo de buscar a Dios para recuperar aquellos bienes de los que nos sentimos vacos y privados. 2.Para alcanzar el fin, nos es necesario despojarnos de todo Orgullo y vanagloria La verdad de Dios indudablemente prescribe que pongamos la mano pecho y examinemos nuestra conciencia, exige un conocimiento tal, que destruya en nosotros toda confianza de poder hacer algo, y privndonos de todo motivo y ocasin de gloriarnos, nos ensea a someternos y humillarnos. Es necesario que guardemos esta regla, si queremos llegar al fin de sentir y obrar bien. S muy bien que resulta mucho ms agradable al hombre inducirle a reconocer sus gracias y excelencias, que exhortarle a que considere su propia miseria y pobreza, para que de ella sienta sonrojo y vergenza. Pues no hay nada que ms apetezca la natural inclinacin del hombre que ser regalado con halagos y dulces palabras. Y por eso, donde quiera que se oye ensalzar, se siente propenso a creerlo y lo oye de muy buena gana. Por lo cual no hemos de maravillamos de que la mayor parte de la gente haya faltado a esto. Porque, como quiera que el hombre naturalmente siente un desordenado y ciego amor de s mismo, con toda facilidad se convence de que no hay en l cosa alguna que deba a justo ttulo ser condenada. De esta manera, sin ayuda ajena, concibe en s la vana opinin de que se basta a s mismo y puede por s solo vivir bien y santamente. Y si algunos parecen sentir sobre esto ms modestamente, aunque conceden algo a Dios, para no parecer que todo se lo atribuyen a s mismos, sin embargo, de tal manera reparten entre Dios y ellos, que la parte principal de la gloria y la presuncin queda siempre para ellos. Si, pues, se entabla conversacin que acaricie y excite con sus halagos la soberbia, que reside en la mdula misma de sus huesos, nada hay que le procure mayor contento. Por lo cual cuanto ms encomia alguien la excelencia del hombre, tanto mejor es acogido. Sin embargo, la doctrina que ensea al hombre a estar satisfecho de s mismo, no pasa de ser -mero pasatiempo, y de tal manera engaa, que arruina totalmente a cuantos le prestan odos. Porque, de qu nos sirve con una vana confianza en nosotros mismos deliberar, ordenar, intentar y emprender lo que creemos conveniente, y entre tanto estar faltos tanto en perfecta inteligencia como en verdadera doctrina, y as ir adelante hasta dar con nosotros en el precipicio y en la ruina total? Y en verdad, no puede suceder de otra suerte a cuantos presumen de poder alguna cosa por su propia virtud. Si alguno, pues, escucha a estos doctores que nos incitan a considerar nuestra propia justicia y virtud, ste tal nada aprovechar en el conocimiento de s mismo, sino que se ver presa de una perniciosa ignorancia. 3. El conocimiento de nosotros mismos nos instruye acerca de nuestro fin, nuestros deberes y nuestra indigencia As pues, aunque la verdad de Dios concuerda con la opinin comn de los hombres de que la segunda parte de la sabidura consiste en conocernos a nosotros mismos, sin embargo, hay gran diferencia en cuanto al modo de conocernos. Porque segn el juicio de la carne, le parece al hombre que se conoce muy bien cuando fiado en su entendimiento y virtud, se siente con nimo para cumplir con su deber, y renunciando a todos los vicios se esfuerza con todo ahinco en poner
por obra lo que es justo y recto. Mas el que se examina y coi1sidera segn la regla del juicio de Dios, no encuentra nada en que poder confiar, y cuanto ms profundamente se examina, tanto ms se siente abatido, hasta tal punto que, desechando en absoluto la confianza en s mismo, no encuentra nada en s con que ordenar su propia vida. Sin embargo, no quiere Dios que nos olvidemos de la primera nobleza y dignidad con que adorn a nuestro primer padre Adn; la cual ciertamente debera incitarnos a practicar la justicia y la bondad. Porque no es posible verdaderamente pensar en nuestro primer origen o el fin para el que hemos sido creados, sin sentirnos espoleados y estimulados a considerar la vida eterna y a desear el reino de Dios. Pero este conocimiento, tan lejos est de darnos ocasin de ensoberbecernos, que ms bien nos humilla y abate. Porque, cul es aquel origen? Aquel en el que no hemos permanecido, sino del que hemos caldo. Cul aquel fin para que fuimos creados? Aquel del que del todo nos hemos apartado, de manera que, cansados ya del miserable estado y condicin en que estamos, gemimos y suspiramos por aquella excelencia que perdimos. As pues, cuando decimos que el hombre no puede considerar en s mismo nada de que gloriarse, entendemos que no hay en l cosa alguna de parte suya de la que se pueda enorgullecer. Por tanto, si no parece mal, dividamos como sigue el conocimiento que el hombre debe tener de s mismo: en primer lugar, considere cada uno para qu fin fue creado y dotado de dones tan excelentes; esta consideracin le llevar a meditar en el culto y servicio que Dios le pide, y a pensar en la vida futura. Despus, piense en sus dones, o mejor, en la falta que tiene de ellos, con cuyo conocimiento se sentir extremadamente confuso, como si se viera reducido a la nada. La primera consideracin se encamina a que el hombre conozca cul es su obligacin y su deber; la otra, a que conozca las fuerzas con que cuenta para hacer lo que debe. De una y otra trataremos, segn lo requiere el orden de la exposicin. 4. La causa verdadera de la cada de Adn fue la incredulidad Mas, como no pudo ser un delito ligero, sino una maldad detestable, lo que Dios tan rigurosamente castig, debemos considerar aqu qu clase de pecado fue la cada de Adn, que movi a Dios a imponer tan horrendo castigo a todo el linaje humano. Pensar que se trata de la gula es una puerilidad. Como si la suma y perfeccin de todas las virtudes pudiera consistir en abstenerse de un solo fruto, cuando por todas partes haba abundancia grandsima de cuantos regalos se podan desear; y en la bendita fertilidad de la tierra, no solamente haba abundancia de regalos, sino tambin gran diversidad de ellos. Hay, pues, que mirar ms alto, y es que el prohibir Dios al hombre que tocase el rbol de la ciencia del bien y del mal fue una prueba de su obediencia, para que as mostrase que de buena voluntad se someta al mandato de Dios. El mismo nombre del rbol demuestra que el mandato se haba dado con el nico fin de que, contento con su estado y condicin, no se elevase ms alto, impulsado por algn loco y desordenado apetito. Adems la promesa que se le hizo, que sera inmortal mientras comiera del rbol de vida, y por el contrario, la terrible amenaza de que en el punto en que comiera del rbol de la ciencia del bien y del mal, morira, era para probar y ejercitar su fe. De aqu claramente se puede concluir de qu modo ha provocado Adn contra s la ira de Dios. No se expresa mal san Agustn, cuando dice que la soberbia ha sido el principio de todos los males, porque si la ambicin no hubiera transportado al hombre ms alto de lo que le perteneca, muy bien hubiera podido permanecer en su estado'. No obstante, busquemos una definicin ms perfecta de esta clase de tentacin que nos refiere Moiss.
Cuando la mujer con el engao de la serpiente se apart de la fidelidad a la palabra de Dios, claramente se ve que el principio de la cada fue la desobediencia, y as lo confirma tambin san Pablo, diciendo que "por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores" (Rom. 5,19). Adems de esto hay que notar que el primer hombre se apart de la obediencia de Dios, no solamente por haber sido engaado con los embaucamientos de Satans, sino porque despreciando la verdad sigui la mentira. De hecho, cuando no se tiene en cuenta la palabra de Dios se pierde todo el temor que se le debe. Pues no es posible que su majestad subsista entre nosotros, ni puede permanecer su culto en su perfeccin si no estamos pendientes de su palabra y somos regidos por ella. Concluyamos, pues, diciendo que la infidelidad fue la causa de esta cada. Consecuencia de la incredulidad. De ah procedi la ambicin y soberbia, a las que se junt la ingratitud, con que Adn, apeteciendo ms de lo que se le haba concedido, vilmente menospreci la gran liberalidad de Dios, por la que haba sido tan enriquecido. Ciertamente fue una impiedad monstruosa que el que acababa de ser formado de la tierra no se contentase con ser hecho a semejanza de Dios, sino que tambin pretendiese ser igual a l. Si la apostasa por la que el hombre se apart de la sujecin de su Creador, o por mejor decir, desvergonzadamente desech su yugo, es una cosa abominable y vil, es vano querer excusar el pecado de Adn. Pues no fue una mera apostasa, sino que estuvo acompaada de abominables injurias contra Dios, ponindose de acuerdo con Satans, que calumniosamente acusaba a Dios de mentiroso, envidioso y malvado. En fin, la infidelidad abri la puerta a la ambicin, y la ambicin fue madre de la contumacia y la obstinacin, de tal manera que Adn y Eva, dejando a un lado todo temor de Dios, se precipitasen y diesen consigo en todo aquello hacia lo que su desenfrenado apetito los llevaba. Por tanto, muy bien dice san Bernardo que la puerta de nuestra salvacin se nos abre cuando omos la doctrina evanglica con nuestros odos, igual que ellos, escuchando a Satans, fueron las ventanas por donde se nos meti la muerte. Porque nunca se hubiera atrevido Adn a resistir al mandato de Dios, si no hubiera sido incrdulo a su palabra. En verdad no haba mejor freno para dominar y regir todos los afectos, que saber que lo mejor era obedecer al mandato de Dios y cumplir con el deber, y que lo sumo de la bienaventuranza consiste en ser amados por Dios. Al dejarse, pues, arrebatar por las blasfemias del diablo, deshizo y aniquil, en cuanto pudo, toda la gloria de Dios. 5. Las consecuencias de la cada de Adn afectan a toda su posteridad y a la creacin entera Consistiendo, pues, la vida espiritual de Adn en estar unido con su Creador, su muerte fue apartarse de l. Y no hemos de maravillarnos de que con su alejamiento de Dios haya arruinado a toda su posteridad, pues con ello pervirti todo el orden de la naturaleza en el cielo y en la tierra. "Toda criatura gime a una," dice san Pablo, "porque... fue sujetada a vanidad, no por su propia volunta (Rom. 8,22. 20). Si se busca la causa de ello, no hay duda de que se debe a que padecen una parte del castigo y de la pena que mereci el hombre, para cuyo servicio fueron creados. As, pues, si la maldicin de Dios lo llen todo de arriba abajo y se derram por todas las partes del mundo a causa del pecado de Adn, no hay por qu extraarse de que se haya propagado tambin a su posteridad. Por ello, al borrarse en l la imagen celestial, no ha sufrido l solo este castigo, consistente en que a la sabidura, poder, santidad, verdad y justicia de que estaba revestido y dotado hayan sucedido la ceguera, la debilidad, la inmundicia, la vanidad y la injusticia, sino que toda su posteridad se ha visto envuelta y encenagada en estas mismas miserias. Esta es la corrupcin que por herencia nos viene, y que los antiguos llamaron pecado original,
entendiendo por la palabra "pecado" la depravacin de la naturaleza, que antes era buena y pura. Lucha de los Padres de la Iglesia contra la "imitacin" de los pelagianos. Sobre esta materia sostuvieron grandes disputas, porque no hay cosa ms contraria a nuestra razn que afirmar que por la falta de un solo hombre todo el mundo es culpable, y con ello hacer el pecado comn. sta parece ser la causa de que los ms antiguos doctores de la Iglesia hablaran tan oscuramente en esta materia, o por lo menos no la explicasen con la claridad que el asunto requera. Sin embargo, tal temor no pudo impedir que surgiera Pelagio, cuya profana opinin era que Adn, al pecar, se da slo a s mismo, y no a sus descendientes. Sin duda, Satans, al encubrir la enfermedad con esta astucia, pretenda hacerla incurable. Mas como se le convenca, con evidentes testimonios de la Escritura, de que el pecado haba descendido del primer hombre a toda su posteridad, l arga que habla descendido por imitacin, y no por generacin. Por esta razn aquellos santos varones, especialmente san Agustn, se esforzaron cuanto pudieron para demostrar que nuestra corrupcin no proviene de la fuerza de los malos ejemplos que en los dems hayamos podido ver, sino que salimos del mismo seno materno con la perversidad que tenemos, lo cual no se puede negar sin gran descaro. Pero nadie se maravillar de la temeridad de los pelagianos y de los celestinos, si ha ledo en los escritos de san Agustn qu desenfreno y brutalidad han desplegado en las dems controversias. Ciertamente es indiscutible lo que confiesa David: que ha sido engendrado en iniquidad y que su madre le ha concebido en pecado (Sal. 51,5). No hace responsables a las faltas de sus padres, sino que para ms glorificar la bondad de Dios hacia l, recuerda su propia perversidad desde su misma concepcin. Ahora bien, como consta que no ha sido cosa exclusiva de David, sguese que con su ejemplo queda demostrada la comn condicin y el estado de todos los hombres. Por tanto, todos nosotros, al ser engendrados de una simiente inmunda, nacemos infectados por el pecado, y aun antes de ver la luz estamos manchados y contaminados ante la faz de Dios. Porque, "quin har limpio a lo inmundo"?; nadie, como est escrito en el libro de Job (Job 14,4). 6. La depravacin original se nos comunica por propagacin Omos que la mancha de los padres se comunica a los hijos de tal manera, que todos, sin excepcin alguna, estn manchados desde que empiezan a existir. Pero no se podr hallar el principio de esta mancha si no ascendemos como a fuente y manantial hasta nuestro primer padre. Hay, pues, que admitir como cierto que Adn no solamente ha sido el progenitor del linaje humano, sino que ha sido, adems, su raz, y por eso, con razn, con su corrupcin ha corrompido a todo el linaje humano. Lo cual claramente muestra el Apstol por la comparacin que establece entre Adn y Cristo, diciendo: como por un hombre entr el pecado en todo el mundo, y por el pecado la muerte, la cual se extendi a todos los hombres, pues todos pecaron, de la misma manera por la gracia de Cristo, la justicia y la vida nos son restituidas (Rom.5,12.18). Qu dirn a esto los pelagianos? Que el pecado de Adn se propaga por imitacin? Entonces, el nico provecho que obtenemos de la justicia de Cristo consiste en que nos es propuesto como dechado y ejemplo que imitar? Quin puede aguantar tal blasfemia? Si es evidente que la justicia de Cristo es nuestra por comunicacin y que por ella tenemos la vida, sguese por la misma razn que una y otra fueron perdidas en Adn, recobrndose en Cristo; y que el pecado y la muerte han sido engendrados en nosotros por Adn, siendo abolidos por Cristo. No hay oscuridad alguna en estas palabras: muchos son justificados por la obediencia de Cristo, como fueron constituidos
pecadores por la desobediencia de Adn. Luego, como Adn fue causa de nuestra ruina envolvindonos en su perdicin, as Cristo con su gracia volvi a darnos la vida. No creo que sean necesarias ms pruebas para una verdad tan manifiesta y clara. De la misma manera tambin en la primera carta a los Corintios, queriendo confirmar a los piadosos con la esperanza de la resurreccin, muestra que en Cristo se recupera la vida que en Adn habamos perdido (1 Cor. 15,22). Al decir que todos nosotros hemos muerto en Adn, claramente da a entender que estamos manchados con el contagio del pecado, pues la condenacin no alcanzara a los que no estuviesen tocados del pecado. Pero su intencin puede comprenderse mejor an por lo que aade en la segunda parte, al decir que 'la esperanza de vida nos es restituida por Cristo'. Bien sabemos que esto se verifica solamente cuando Jesucristo se nos comunica, infundiendo en nosotros la virtud de su justicia, como se dice en otro lugar: que su Espritu nos es vida por su justicia. (Rom. 8, 10). As! que de ninguna otra manera se puede interpretar el texto "nosotros hemos muerto en Adn" sino diciendo que l, al pecar, no solamente se busc a s mismo la ruina y la perdicin, sino que arrastr consigo a todo el linaje humano al mismo despeadero; y no de manera que la culpa sea solamente suya y no nos toque nada a nosotros, pues con su cada infect a toda su descendencia. Pues de otra manera no podra ser verdad lo que dice san Pablo que todos por naturaleza son hijos de ira (Ef.2,3), si no fuesen ya malditos en el mismo vientre de su madre. Cuando hablamos de naturaleza, fcilmente se comprende que no nos referimos a la naturaleza tal cual fue creada por Dios, sino como qued corrompida en Adn, pues no es ir por buen camino hacer a Dios autor de la muerte. De tal suerte, pues, se corrompi Adn, que su contagio se ha comunicado a toda su posteridad. Con suficiente claridad el mismo Jesucristo, Juez ante el cual todos hemos de rendir cuentas, declara que todos nacemos malos y viciosos: "Lo que es nacido de la carne, carne es" (Jn. 3,6), y por lo mismo a todos les est cerrada la puerta de la vida hasta que son regenerados. 7. Respuesta a dos objeciones Y no es menester que para entender esto nos enredemos en la enojosa disputa que tanto dio que hacer a los antiguos doctores, de si el alma de hijo procede de la sustancia del alma del padre, ya que en el alma reside la corrupcin original. Bstenos saber al respecto, que el Seor puso en Adn los dones y las gracias que quiso dar al gnero humano Por tanto, al perder l lo que recibi, no lo perdi para l solamente, sino que todos lo perdimos juntamente con l. A quin le puede preocupar e origen del alma, despus de saber que Adn haba recibido tanto para l como para nosotros, los dones que perdi, puesto que Dios no los haba concedido a un solo hombre, sino a todo el gnero humano? No hay, pues, inconveniente alguno en que al ser l despojado de tales dones, la naturaleza humana tambin quede privada de ellos; en que al mancharse l con el pecado, se comunique la infeccin a todo el gnero humano. Y como de una raz podrida salen ramas podridas, que a su vez comunican su podredumbre a los vstagos que originan, as son daados en el padre los hijos, que a su vez comunican la infeccin a sus descendientes. Quiero con ello decir que Adn fue el principio de la corrupcin que perpetuamente se comunica de unas a otras generaciones. Pues este contagio no tiene su causa y fundamento en la sustancia de la carne o del alma, sino que procede de una ordenacin divina, segn la cual los dones que concedi al primer hombre le eran comunes a l y a sus descendientes, tanto para conservarlos como para perderlos. Es tambin fcil de refutar lo que afirman los pelagianos, que no es verosmil que los hijos nacidos de padres fieles resulten afectados por la corrupcin original, pues deben quedar
purificados con su pureza; pero los hijos no proceden de regeneracin espiritual, sino de la generacin carnal. Como dice san Agustn: "Trtese de un infiel condenado o de un fiel perdonado, ni el uno ni el otro engendran hijos perdonados, sino condenados, porque engendran segn su naturaleza corrompida"'. El que de alguna manera comuniquen algo de su santidad es una bendicin especial de Dios, que no impide que la primera maldicin se propague universalmente al gnero humano; porque tal condenacin viene de la naturaleza, y el que sean santificados proviene de la gracia sobrenatural. 8. Definicin del pecado original A fin de no hablar de esto infundadamente, definamos el pecado original. No quiero pasar revista a todas las definiciones propuestas por los escritores; me limitar a exponer una, que me parece muy conforme a la verdad. Digo, pues, que el pecado original es una corrupcin y perversin hereditarias de nuestra naturaleza, difundidas en todas las partes del alma; lo cual primeramente nos hace culpables de la ira de Dios, y, adems, produce en nosotros lo que la Escritura denomina "obras de la carne". Y esto es precisamente lo que san Pablo tantas veces llama "pecado". Las obras que de l proceden, como son los adulterios, fornicaciones, hurtos, odios, muertes, glotoneras (Gl. 5,19), las llama por esta razn frutos de pecado; aunque todas estas obras son comnmente llamadas pecado en toda la Escritura, como en el mismo san Pablo. 1 . Somos culpables ante Dios. Es menester, pues, que consideremos estas dos cosas por separado: a saber, que de tal manera estamos corrompidos en todas las partes de nuestra naturaleza, que por esta corrupcin somos con justo ttulo reos de condenacin ante los ojos de Dios, a quien slo le puede agradar la justicia, la inocencia y la pureza. Y no hemos de pensar que la causa de esta obligacin es nicamente la falta de otro, como si nosotros pagsemos por el pecado de Adn, sin haber tenido en ello parte alguna. Pues, al decir que por el pecado de Adn nos hacemos reos ante el juicio de Dios, no queremos decir que seamos inocentes, y que padecemos la culpa de su pecado sin haber merecido castigo alguno, sino que, porque con su transgresin hemos quedado todos revestidos de maldicin, l nos ha hecho ser reos. No entendamos que solamente nos ha hecho culpables de la pena, sin habernos comunicado su pecado, porque, en verdad, el pecado que de Adn procede reside en nosotros, y con toda justicia se le debe el castigo. Por lo cual san Agustn 1, aunque muchas veces le llama pecado ajeno para demostrar ms claramente que lo tenemos por herencia, sin embargo afirma que nos es propio a cada uno de nosotros. Y el mismo Apstol clarsimamente testifica que la muerte se apoder de todos los hombres "porque todos han pecado" (Rom. 5,12). Por esta razn los mismos nios vienen ya del seno materno envueltos en esta condenacin, a la que estn sometidos, no por el pecado ajeno, sino por el suyo propio. Porque, si bien no han producido an los frutos de su maldad, sin embargo tienen ya en s la simiente; y lo que es ms, toda su naturaleza no es ms que germen de pecado, por lo cual no puede por menos que ser odiosa y abominable a Dios. De donde se sigue que Dios con toda justicia la reputa como pecado, porque si no hubiese culpa, no estaramos sujetos a condenacin. 2. Nosotros producimos las "obras de la carne". El otro punto que tenemos que considerar es que esta perversin jams cesa en nosotros, sino que de continuo engendra en nosotros nuevos frutos, a saber, aquellas obras de la carne de las que poco antes hemos hablado, del mismo modo que un horno encendido echa sin cesar llamas y chispas, o un manantial el agua. Por lo cual los que han definido el pecado original como una "carencia de la justicia original" que deberamos tener, aunque con estas palabras han expresado la plenitud de su sustancia, no han
expuesto, sin embargo, suficientemente su fuerza y actividad. Porque nuestra naturaleza no solamente est vaca y falta del bien, sino que adems es tambin frtil y fructfera en toda clase de mal, sin que pueda permanecer ociosa. Los que la llaman "concupiscencia" no han usado un trmino muy fuera de propsito siempre que aadan - a lo cual muchos de ellos se resisten - que todo cuanto hay en el hombre, sea el entendimiento, la voluntad, el alma o la carne, todo est mancillado y saturado por esta concupiscencia; o bien, para decirlo ms brevemente, que todo el hombre no es en s mismo ms que concupiscencia. 9. Todas las partes del alma estn posedas por el pecado Por esto dije antes que, despus de que Adn se apart de la fuente de la justicia, todas las partes del hombre se encuentran posedas por el pecado. Porque no solamente su apetito inferior o sensualidad le indujo al mal, sino que aquella maldita impiedad penetr incluso a lo supremo y ms excelente del espritu, y la soberbia penetr hasta lo ms secreto del corazn. As que es locura y desatino querer restringir la corrupcin que de ella procedi, nicamente a los movimientos o apetitos sensuales, como comnmente son llamados, o llamarla foco de fuego que convida, atrae y provoca a pecar slo a la sensualidad. En lo cual Pedro Lombardo, a quien llaman el Maestro de las Sentencias, ha demostrado una crasa ignorancia, pues preguntando por la sede de este vicio dice que es la carne, segn lo indica san Pablo; y aade su glosa, diciendo que no es as estrictamente, sino slo porque se muestra ms evidentemente en la carne. Como si san Pablo dijese solamente una parte del alma, y no toda la naturaleza, la cual se opone a la gracia sobrenatural. El mismo Pablo ha suprimido esta duda diciendo que el pecado no tiene su asiento en una sola parte, sino que no hay nada puro ni limpio de su mortal corrupcin. Porque al disputar de la naturaleza corrompida, no solamente condena los movimientos desordenados de los apetitos que se ven, sino que insiste ante todo en que el entendimiento est ciego y el corazn inclinado a la perversidad. Indudablemente todo el captulo tercero de la epstola a los Romanos no es otra cosa que una descripcin del pecado original. Esto se ve ms claramente an por la regeneracin. Porque el espritu, que se opone al viejo hombre y a la carne, no solamente indica la gracia con la que la prte inferior o sensualidad es corregida, sino tambin la entera y completa reforma de todas la partes. Y por ello san Pablo, no solametne manda derribar y destruir los gandes apetitos, sino que quiere tambin que seamos renovados en el espritu del entendimento (Ef.4,23); y en otro lugar, que seamos transformados por medio de la renovacin del entendimiento (Rom.12,2); de donde se sigue que la parte en la cual ms se muestra la excelencia y nobleza del alma, no solamente est tocada y herida, sino de tal manera corrompida, que no slo necesita ser curada, sino que tiene necesidad de vestirse de otra nueva naturaleza. Luego veremos de qu manera el pecado ocupa el entendimiento y el corazn. Ahora solamente quiero, como de paso, mostrar que todo el hombre, de los pies a la cabeza, est como anegado en un diluvio, de modo que no hay en l parte alguna exenta o libre de pecado, y, por tanto, cuanto de l procede se le imputa como pecado, segn lo que dice san Pablo, que todos los afectos de la carne son enemigos de Dios y, por consiguiente, muerte (Rom.8,7). 10.La causa del pecado no est en Dios sino en los hombres Vean , pues, los que se atreven a imputar a Dios la causa de sus pecados, por qu decimos que los hombres son viciosos por naturaleza. Ellos obran perversamente al considerar la obra de
Dios en su corrupcin, cuando deberan buscarla en la naturaleza perfecta e incorrupta en la que Dios cre a Adn. As que nuestra perdicin procede de la culpa de nuestra carne, y no de Dios; pues no estamos perdidos sino porque hemos. degenerado de la primera condicin y estado en que fuimos creados. Y no hay motivo para que alguno replique que Dios poda haber provisto mucho mejor a nuestra salvacin, si hubiera prevenido la cada de Adn. Pues esta objecin, por una parte es abominable por su excesiva curiosidad y temeridad', y por otra pertenece al misterio de la predestinacin, del cual trataremos oportunamente. As pues, procuremos imputar siempre nuestra cada a la corrupcin de nuestra naturaleza, y en modo alguno a la naturaleza con que Adn fue creado; y as no acusaremos a Dios de que todo nuestro mal nos viene de l. Es cierto que esta herida mortal del pecado est en nuestra naturaleza; pero hay una gran diferencia en que este mal sea de origen y le afecte desde un principio, o que le haya sobrevenido luego de otra manera. Ahora bien, est claro que rein por el pecado; as que no podemos quejarnos ms que de nosotros mismos, como lo hace notar con gran diligencia la Escritura; porque dice el Eclesiasts: "He aqu, solamente esto he hallado: que Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones" (Ecl.7,29). Con esto se ve bien claro, que solamente al hombre ha de imputarse su cada, ya que por la bondad de Dios fue adornado de rectitud, pero por su locura y desvaro cay en la vanidad. 11. Distincin entre perversidad "de naturaleza" y perversidad "natural" Decimos, pues, que el hombre se halla afectado de una corrupcin natural, pero que esta corrupcin no le viene de su naturaleza. Negamos que haya provenido de su naturaleza para demostrar que se trata ms bien de una cualidad adventicia con una procedencia extraa, que no una propiedad sustancial innata. Sin embargo, la llamamos natural, para que nadie piense que se adquiere por una mala costumbre, pues nos domina a todos desde nuestro nacimiento. Y no se trata de una opinin nuestra, pues por la misma razn el Apstol dice que todos somos por naturaleza hijos de ira (Ef.2,3). Cmo iba a estar Dios airado con la ms excelente de sus criaturas, cuando le complacen las ms nfimas e insignificantes? Es que l est enojado, no con su obra, sino con la corrupcin de la misma. As pues, si se dice con razn que el hombre, por tener corrompida su naturaleza, es naturalmente abominable a los ojos de Dios, con toda razn tambin podemos decir que es naturalmente malo y vicioso. Y san Agustn no duda en absoluto en llamar naturales a nuestros pecados a causa de nuestra naturaleza corrompida, pues necesariamente reinan en nuestra naturaleza cuando la gracia de Dios no est presente. As se refuta el desvaro de los maniqueos, que imaginando una malicia esencial en el hombre, se atrevieron a decir que fue creado por otro, para no atribuir a Dios el principio y la causa del mal. *** CAPTULO II
1. Peligros del orgullo y la indolencia Despus de haber visto que la tirana del pecado, despus de someter al primer hombre, no solamente consigui el dominio sobre todo el gnero humano, sino que domina totalmente en el alma de cada hombre en particular, debemos considerar ahora si, despus de haber caldo en este cautiverio, hemos perdido toda la libertad que tenamos, o si queda an en nosotros algn indicio de la misma, y hasta dnde alcanza. Pero para alcanzar ms fcilmente la verdad de esta cuestin, debemos poner un blanco en el cual concentrar todas nuestras disputas. Ahora bien, el mejor medio de no errar es considerar los peligros que hay por una y otra parte. Pues cuando el hombre es privado de toda rectitud, luego toma de ello ocasin para la indolencia; porque cuando se dice al hombre que por s mismo no puede hacer bien alguno, deja de aplicarse a conseguirlo, como si fuera algo que ya no tiene nada que ver con l. Y al contrario, no se le puede atribuir el menor mrito del mundo, pues al momento despoja a Dios de su propio honor y se infla de vana confianza y temeridad. Por tanto, para no caer en tales inconvenientes, hay que usar de tal moderacin que el hombre, al ensearle que no hay en l bien alguno y que est cercado por todas partes de miseria y necesidad, comprenda, sin embargo, que ha de tender al bien de que est privado y a la libertad de la que se halla despojado, y se despierte realmente de su torpeza ms que si le hiciesen comprender que tena la mayor virtud y poder para conseguirlo. Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cun necesario es lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y torpeza. En cuanto a lo primero demostrarle su miseria -, hay muchos que lo dudan ms de lo que debieran. Porque, si concedemos que no hay que quitar al hombre nada que sea suyo, tambin es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y vana. Porque, si no le fue lcito al hombre gloriarse de si mismo ni cuando estaba adornado, por la liberalidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, hasta qu punto no debera ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve rebajado a una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tena? En cuanto a aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de su honra, la Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue creado a la imagen de Dios, con lo cual da a entender que era rico y bienaventurado, no por sus propios bienes, sino por la participacin que tena de Dios. Qu le queda pues, ahora, sino al verse privado y despojado de toda gloria, reconocer a Dios, a cuya liberalidad no pudo ser agradecido cuando estaba enriquecido con todos los dones de su gracia? Y ya que no le glorific reconociendo los dones que de l recibi, que al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia. Adems no nos es menos til el que se nos prive de toda alabanza de sabidura y virtud, que necesario para mantener la gloria de Dios. De suerte que los que nos atribuyen ms de lo que es nuestro, no solamente cometen un sacrilegio, quitando a Dios lo que es suyo, sino que tambin nos arruinan y destruyen a nosotros mismos. Porque, qu otra cosa hacen cuando nos inducen a caminar con nuestras propias fuerzas, sino encumbrarnos en una caa, la cual al quebrarse da en seguida con nosotros en tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras fuerzas, comparndolas con una caa, porque no es ms que humo todo cuanto los hombres vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas veces san Agustn esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio ms bien lo echan por tierra, que no lo confirman. Ha sido necesario hacer esta introduccin, a causa de ciertos hombres, los cuales de ninguna manera pueden sufrir que la potencia del hombre sea confundida y destruida, para establecer en l la de Dios, por lo cual juzgan que esta disputa no solamente es intil, sino muy peligrosa. Sin embargo, a nosotros nos parece muy provechosa, y uno de los fundamentos de nuestra religin.
2. La opinin de los filsofos Puesto que poco antes hemos dicho que las potencias del alma estn situadas en el entendimiento y en el corazn, consideremos ahora cada una de ellas. Los filsofos de comn asentimiento piensan que la razn se asienta en el entendimiento, la cual como una antorcha alumbra y dirige nuestras deliberaciones y propsitos, y rige, como una reina, a la voluntad. Pues se figuran que est tan llena de luz divina, que puede perfectamente aconsejar; y que tiene tal virtud, que puede muy bien mandar. Y, al contrario, que la parte sensual est llena de ignorancia y rudeza, que no puede elevarse a la consideracin de cosas altas y excelentes, sino que siempre anda a ras de tierra; y que el apetito, si se deja llevar de la razn y no se somete a la sensualidad, tiene un cierto impulso natural para buscar lo bueno y honesto, y puede as seguir el recto camino; por el contrario, si se entrega a la sensualidad, sta lo corrompe y deprava, con lo que se entrega sin freno a todo vicio e impureza. Habiendo, pues, entre las facultades del alma, segn ellos, entendimiento, sensualidad, y apetito o voluntad, como ms comnmente se le llama, dicen que el entendimiento tiene en s la razn para encaminar al hombre a vivir bien y santamente, siempre que l mantenga su nobleza y use de la virtud y poder que naturalmente reside en l. En cuanto al movimiento inferior, que llaman sensualidad, con el cual es atrado hacia el error, opinan que con el amaestramiento de la razn poco a poco puede ser domado y desterrado. Finalmente, a la voluntad la ponen como medio entre la razn y la sensualidad, a saber, con libertad para obedecer a la razn si le parece, o bien para someterse a la sensualidad. 3. La perplejidad de los filsofos Es verdad que ellos, forzados por la experiencia misma, no niegan cun difcil le resulta al hombre erigir en s mismo el reino de la razn; pues unas veces se siente seducido por los alicientes del placer, otras es engaado por una falsa apariencia de bien, y otras se ve fuertemente combatido por afectos desordenados, que a modo de cuerdas - segn Platn - tiran de l y le llevan de un lado para otro l. Y por lo mismo dice Cicern que aquellas chispitas de bien, que naturalmente poseemos, pronto son apagadas por las falsas opiniones y las malas costumbreS2 . Admiten tambin, que tan pronto como tales enfermedades se apoderan del espritu del hombre, reinan all tan absolutamente, que no es fcil reprimirlas; y no dudan en compararlas a caballos desbocados y feroces. Porque, como un caballo salvaje, al echar por tierra a su jinete, respinga y tira coces sin medida, as el alma, al dejar de la mano a la razn, entregndose a la concupiscencia se desboca y rompe del todo los frenos. Resumen de sus enseanzas. Por lo dems, tienen por cosa cierta que las virtudes y los vicios estn en nuestra potestad. Porque si tenemos opcin - dicen - de hacer el bien o el mal, tambien la tendremos para abstenernos de hacerlo'; y si somos libres de abstenernos, tambin lo seremos para hacerlo. Y parece realmente que todo cuanto hacemos, lo hacemos por libre eleccin, e igualmente cuando nos abstenemos de alguna cosa. De lo cual se sigue, que si podemos hacer alguna cosa buena cuando se nos antoja, tambin la podemos dejar de hacer; y si algn mal cometemos, podemos tambin no cometerlo. Y, de hecho, algunos de ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es beneficio de los dioses que vivamos, pero es mrito nuestro el vivir honesta y santamente. Y Cicern se atrevi a decir, en la persona de Cota, que como cada cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha dado gracias a Dios por ella; porque - dice l - por la virtud somos alabados, y de ella nos gloriamos; lo cual no sera
as, si la virtud fuese un don de Dios y no procediese de nosotros mismos'. Y un poco ms abajo: la opinin de todos los hombres es que los bienes temporales se han de pedir a Dios, pero que cada uno ha de buscar por s mismo la sabidura. En resumen, sta es la doctrina de los filsofos: La razn, que reside en el entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos el bien que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por la sensualidad; sin embargo, goza de libre eleccin y no puede ser inducida a la fuerza a desobedecer a la razn. 4. Los Padres antiguos han seguido excesivamente a los filsofos En cuanto a los doctores de la Iglesia, aunque no ha habido ninguno que no comprendiera cun debilitada est la razn en el hombre a causa del pecado, y que la voluntad se halla sometida a muchos malos impulsos de la concupiscencia, sin embargo, la mayor parte de ellos han aceptado la opinin de los filsofos mucho ms de lo que hubiera sido de desear. A mi parecer, ello se debe a dos razones. La primera, porque teman que si quitaban al hombre toda libertad para hacer el bien, los filsofos con quienes se hallaban en controversia se mofaran de su doctrina. La segunda, para que la carne, ya de por s excesivamente tarda para el bien, no encontrase en ello un nuevo motivo de indolencia y descuidase el ejercicio de la virtud. Por eso, para no ensear algo contrario a la comn opinin de los hombres, procuraron un pequeo acuerdo entre la doctrina de la Escritura y la de los filsofos. Sin embargo, se ve bien claro por sus escritos que lo que buscaban es lo segundo, o sea, incitar a los hombres a obrar bien. Crisstomo dice en cierto lugar: "Dios nos ha dado la facultad de obrar bien o mal, dndonos el libre arbitrio para escoger el primero y dejar el segundo; no nos lleva a la fuerza, pero nos recibe si voluntariamente vamos a l. Y: "Muchas veces el malo se hace bueno si quiere, y el bueno cae por su torpeza y se hace malo, porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedro y no nos impone las cosas por necesidad, sino que nos da los remedios de que hemos de servirnos, si nos parece bien'13. Y tambin: "As como no podremos jams hacer ninguna obra buena sin ayuda de la gracia de Dios, tampoco, si no ponemos lo que est de nuestra parte, podremos nunca conseguir su gracia." Y antes haba dicho: Para que no todo sea mero favor divino, es preciso que pongamos algo de nuestra parte. Y es una frase muy corriente en l: "Hagamos lo que est de nuestra parte, y Dios suplir lo dems" . Esto mismo es lo que dice san Jernimo: "A nosotros compete el comenzar, a Dios el terminar; a nosotros, ofrecer lo que podemos; a l hacer lo que no podemos." Claramente vemos por estas citas, que han atribuido al hombre, respecto al ejercicio de la virtud, ms de lo debido, porque pensaban que no se poda suprimir la pereza de nuestra alma, sino convencindonos de que en nosotros nicamente est la causa de no hacer lo que debiramos. Luego veremos con qu habilidad han tratado este punto. Aunque tambin mostraremos cun falsas son estas sentencias que hemos citado. Imprecisin de la enseanza de los Padres. Aunque los doctores griegos, ms que nadie, y especialmente san Crisstomo, han pasado toda medida al ensalzar las fuerzas de la voluntad del hombre, sin embargo todos los escritores antiguos, excepto san Agustn, son tan variables o hablan con tanta duda y oscuridad de esta materia, que apenas es posible deducir nada cierto de sus escritos. Por lo cual no nos detendremos en exponer sus particulares opiniones, sino solamente de paso tocaremos lo que unos y otros han dicho, segn lo pida la materia que estamos tratando. En cuanto a los escritores posteriores, pretendiendo cada uno demostrar su ingenio en
defensa de las fuerzas humanas, los unos despus de los otros han ido poco a poco cayendo de mal en peor, hasta llegar a hacer creer a todo el mundo que el hombre no est corrompido ms que en su naturaleza sensual, pero que su razn es perfecta, y que conserva casi en su plenitud la libertad de la voluntad. Sin embargo, estuvo en boca de todos el dicho de san Agustn: "Los dones naturales se encuentran corrompidos en el hombre, y los sobrenaturales - los que se refieren a la vida eterna - le han sido quitados del todo." Pero apenas de ciento, uno entendi lo que esto quiere decir. Si yo quisiera simplemente ensear la corrupcin de nuestra naturaleza, me contentara con las palabras citadas. Pero es en gran manera necesario considerar atentamente qu es lo que le ha quedado al hombre y qu es lo que vale y puede, al encontrarse debilitado en todo lo que respecta a su naturaleza, y totalmente despojado de todos los dones sobrenaturales. As pues, los que se jactaban de ser discpulos de Cristo se han amoldado excesivamente en esta materia a los filsofos. Porque el nombre de "libre arbitrio" ha quedado siempre entre los latinos como si el hombre permaneciese an en su integridad y perfeccin. Y los griegos no han encontrado inconveniente en servirse de un trmino mucho ms arrogante', con el cual queran decir que el hombre poda hacer cuanto quisiese. Antiguas definiciones del libre albedro. Como quiera, pues, que la misma gente sencilla se halla imbuida de la opinin de que cada uno goza de libre albedro, y que la mayor parte de los que presumen de sabios no entienden hasta dnde alcanza esta libertad, debemos considerar primeramente lo que quiere decir este trmino de libre albedro, y ver luego por la pura doctrina de la Escritura, de qu facultad goza el hombre para obrar bien o mal. Aunque muchos han usado este trmino, son muy pocos los que lo han definido. Parece que Orgenes dio una definicin, comnmente admitida, diciendo que el libre arbitrio es la facultad de la razn para discernir el bien y el mal, y de la voluntad para escoger lo uno de lo otro'. Y no discrepa de l san Agustn al decir que es la facultad de la razn y de la voluntad, por la cual, con la gracia de Dios, se escoge el bien, y sin ella, el mal. San Bernardo, por querer expresarse con mayor sutileza, resulta ms oscuro al decir que es un consentimiento de la voluntad por la libertad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la razn. No es mucho ms clara la definicin de Anselmo segn la cual es una facultad de guardar rectitud a causa de s misma. Por ello, el Maestro de las Sentencias y los doctores escolsticos han preferido la definicin de san Agustn, por ser ms clara y no excluir la gracia de Dios, sin la cual saban muy bien que la voluntad del hombre no puede hacer nada 4 . Sin embargo aadieron algo por s mismos, creyendo decir algo mejor, o al menos algo con lo que se entendiese mejor lo que los otros haban dicho. Primeramente estn de acuerdo en que el nombre de "albedro" se debe referir ante todo a la razn, cuyo oficio es discernir entre el bien y el mal; y el trmino "libre---, a la voluntad, que puede decidirse por una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en primer lugar a la voluntad, Toms de Aquino piensa que una definicin excelente es: "el libre albedro es una facultad electiva que, participando del entendimiento y de la voluntad, se inclina sin embargo ms a la voluntad"'. Vemos, pues, en qu se apoya, segn l, la fuerza del libre arbitrio, a saber, en la razn y en la voluntad. Hay que ver ahora brevemente qu hay que atribuir a cada una de ambas partes. 5. De la potencia del libre arbitrio. Distinciones Por lo comn las cosas indiferentes6, que no pertenecen al reino de Dios, se suelen atribuir al consejo y eleccin de los hombres; en cambio, la verdadera justicia suele reservarse a la gracia especial de Dios y a la regeneracin espiritual. Queriendo dar a entender esto, el autor del libro
titulado De la vocacin de los Gentiles, atribuido a san Ambrosio, distingue tres maneras de voluntad: una sensitiva, otra animal y una tercera espiritual. Las dos primeras dicen que estn en la facultad del hombre, y que la otra es obra del Espritu Santo en l. Despus veremos si esto es verdad o no. Ahora mi propsito es exponer brevemente las opiniones de los otros; no refutarlas. De aqu procede que cuando los doctores tratan del libre albedro no consideren apenas su virtud por lo que respecta a las cosas externas, sino principalmente en lo que se refiere a la obediencia de la Ley de Dios. Convengo en que esta segunda cuestin es la principal; sin embargo, afirmo que no hay que menospreciar la primera; y confo en que oportunamente probar lo que digo. Aparte de esto, en las escuelas de teologa se ha admitido una distincin en la que nombran tres gneros de libertad. La primera es la libertad de necesidad; la segunda, de pecado; la tercera, de miseria. De la primera dicen que por su misma naturaleza est de tal manera arraigada en el hombre, que de ningn modo puede ser privado de ella; las otras dos admiten que el hombre las perdi por el pecado. Yo acepto de buen grado esta distincin, excepto el que en ella se confunda la necesidad con la coaccin. A su tiempo se ver cuanta diferencia existe entre estas dos cosas. 6. La gracia cooperante de los escolsticos Si se admite esto, es cosa indiscutible que el hombre carece de libre albedro para obrar bien si no le ayuda la gracia de Dios, una gracia especial que solamente se concede a los elegidos, por su regeneracin; pues dejo a un lado a los frenticos que fantasean que la gracia se ofrece a todos indistintamente. Sin embargo, an no est claro si el hombre est del todo privado de la facultad de poder obrar bien, o si le queda alguna, aunque pequea y dbil; la cual por s sola no pueda nada, pero con la gracia de Dios logre tambin de su parte hacer el bien. El Maestro de las Sentencias, para exponer esto dice que hay dos clases de gracia necesarias al hombre para hacerlo idneo y capaz de obrar bien; a una la llaman operante - que obra -, la cual hace que queramos el bien con eficacia; a la otra cooperante - que obra juntamente -, la cual sigue a la buena voluntad para ayudarla'. En esta distincin me disgusta que cuando atribuye a la gracia de Dios el hacernos desear eficazmente lo que es bueno, da a entender que nosotros naturalmente apetecernos de alguna manera lo bueno, aunque nuestro deseo no llegue a efecto. San Bernardo habla casi de la misma manera, diciendo que toda buena voluntad es obra de Dios; pero que sin embargo, el hombre por su propio impulso puede apetecer esta buena voluntad 2 Pero el Maestro de las Sentencias entendi mal a san Agustn, aunque l piensa que le sigue con su distincin. Adems, en el segundo miembro de la distincin hay una duda que me desagrada, porque ha dado lugar a una perversa opinin; pues los escolsticos pensaron que, como l dijo que nosotros obramos juntamente con la segunda gracia, que est en nuestro poder, o destruir la primera gracia rechazndola, o confirmarla obedeciendo. Esto mismo dice el autor del libro titulado De la vocacin de los gentiles, pues dice que los que tienen uso de razn son libres para apartarse de la gracia, de tal manera que hay que reputarles como virtud el que no se hayan apartado, a fin de que se les impute a mrito aunque no se pudo hacer sin que juntamente actuase el Espritu Santo, pues en su voluntad estaba el que no se llevase a cabo. He querido notar de paso estas dos cosas, para que el lector entienda en qu no estoy de acuerdo con los doctores escolsticos que han sido ms sanos que los nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales tanto ms me separo cuanto ellos ms se apartaron de la pureza de sus predecesores. Sea de esto lo que quiera, con esta distincin comprendemos qu es lo que les ha movido a conceder al hombre el libre albedro. Porque, en conclusin, el Maestro de las Sentencias dice que no se afirma que el hombre tenga libre albedro porque sea capaz de pensar o
hacer tanto lo bueno como lo malo, sino solamente porque no est coaccionado a ello y su libertad no se ve impedida, aunque nosotros seamos malos y siervos del pecado y no podamos hacer otra cosa sino pecar. 7. La expresin "libre albedro" es desafortunada y peligrosa Segn esto, se dice que el hombre tiene libre albedro, no porque sea libre para elegir lo bueno o lo malo, sino porque el mal que hace lo hace voluntariamente y no por coaccin. Esto es verdad; pero a qu fin atribuir un ttulo tan arrogante a una cosa tan intrascendente? Donosa libertad, en verdad, decir que el hombre no se ve forzado a pecar, sino que de tal manera es voluntariamente esclavo, que su voluntad est aherrojada con las cadenas del pecado! Ciertamente detesto todas estas disputas por meras palabras, con las cuales la Iglesia se ve sin motivo perturbada; y por eso ser siempre del parecer que se han de evitar los trminos en los que se contiene algo absurdo, y principalmente los que dan ocasin de error. Pues bien, quin al or decir que el hombre tiene libre arbitrio no concibe al momento que el hombre es seor de su entendimiento y de su voluntad, con potestad natural para inclinarse a una u otra alternativa? Mas quizs alguno diga que este peligro se evita si se ensea convenientemente al pueblo qu es lo que ha de entender por la expresin "libre albedro". Yo por el contrario afirmo, que conociendo nuestra natural inclinacin a la mentira y la falsedad, ms bien encontraremos ocasin de afianzarnos ms en el error por motivo de una simple palabra, que de instruirnos en la verdad mediante una prolija exposicin de la misma. Y de esto tenemos harta experiencia en la expresin que nos ocupa. Pues sin hacer caso de las aclaraciones de los antiguos sobre la misma, los que despus vinieron, preocupndose nicamente de cmo sonaban las palabras, han tomado de ah ocasin para ensoberbecerse, destruyndose a si mismos con su orgullo. 8. La correcta opinin de san Agustn Y si hemos de atender a la autoridad de los Padres, aunque es verdad que usan muchas veces esta expresin, sin embargo nos dicen la estima en que la tienen, especialmente san Agustn, que no duda en llamarlo "siervo"'. Es verdad que en cierto pasaje se vuelve contra los que niegan el libre albedro; pero la razn que principalmente da es para que nadie se atreva a negar el arbitrio de la voluntad de tal manera que pretenda excusar el pecado. Pero l mismo en otro lugar confiesa que la voluntad del hombre no es libre sin el Espritu de Dios, pues est sometida a la concupiscencia, que la tiene cautiva y encadenada'. Y, que despus de que la voluntad ha sido vencida por el pecado en que se arroj, nuestra naturaleza ha perdido la libertad2. Y, que el hombre, al usar mal de su libre albedro, lo perdi juntamente consigo mismo . Y que el libre albedro est cautivo, y no puede hacer nada bueno4. Y, que no es libre lo que la gracia de Dios no ha liberado. Y, que la justicia de Dios no se cumple cuando la Ley la prescribe y el hombre se esfuerza con sus solas energas, sino cuando el Espritu ayuda y la voluntad del hombre, no libre por s misma, sino liberada por Dios, obedece'. La causa de todo esto la expone en dos palabras en otro lugar diciendo que el hombre en su creacin recibi las grandes fuerzas de su libre albedro, pero que al pecar las perdi'. Y en otro lugar, despus de haber demostrado que el libre albedro es confirmado por la gracia de Dios, reprende duramente a los que se lo atribuyen independientemente de la gracia. "Por qu, pues" - dice -, "esos infelices se atreven a ensoberbecerse del libre arbitrio antes de ser liberados, o de sus fuerzas, despus de haberlo sido? No se dan cuenta de qi4e con esta expresin de libre albedro se significa la libertad. Ahora bien, "donde est el Espritu del Seor, all hay libertad" (2Cor. 3,17). Si, pues, son siervos del pecado,
para qu se jactan de su libre albedro?; porque cada cual es esclavo de aquel que lo ha vencido. Mas, si son liberados, por qu gloriarse de ello como de cosa propia? Es que son de tal manera libres, que no quieren ser siervos de aquel que dice: sin m no podis hacer nadaT18 Qu ms? Si el mismo san Agustn en otro lugar parece que se burla de esta expresin, diciendo: "El libre albedro sin duda alguna es libre, pero no liberado; libre de justicia, pero siervo del pecado" 9. Y lo mismo repite en otro lugar, y lo explica diciendo: "El hombre no est libre de la servidumbre de la justicia ms que por el albedro de su voluntad, pero del pecado no se ha liberado ms que por la gracia del Redentor" 10. El que atestigua que su opinin de la libertad no es otra sino que consiste en una liberacin de ajusticia, a la cual no quiere servir, no est sencillamente burlndose del ttulo que le ha dado al llamarla libre albedro? Por lo tanto, si alguno quiere usar esta expresin - con tal de que la entienda rectamente yo no me opongo a ello; mas, como al parecer, no es posible su uso sin gran peligro, y, al contrario, sera un gran bien para la Iglesia que fuese olvidada, preferira no usarla; y si alguno me pidiera consejo sobre el particular, le dira que se abstuviera de su empleo. 9. Renunciemos al uso de un trmino tan enojoso Puede que a algunos les parezca que me he perjudicado grandemente a m mismo al confesar que todos los Doctores de la Iglesia, excepto san Agustn, han hablado de una manera tan dudosa y vacilante de esta materia, de tal forma que no se puede deducir nada cierto y concreto de sus escritos. Pues algunos tomaran esto como si yo quisiera desestimarlos por serme contrarios. Pero yo no he hecho nada ms que advertir de buena fe y sin engao a los lectores, para su provecho; pues si quieren depender de lo que los antiguos dijeron tocante a esta materia, siempre estarn en duda, pues unas veces, despojando al hombre de las fuerzas del libre albedro le ensean a acogerse a la sola gracia, y otras le atribuyen cierta facultad, o al menos lo parece. Sin embargo, no resulta difcil probar con sus escritos que, aunque se vea esa incertidumbre y duda en sus palabras, sin embargo, al no hacer ningn caso o muy poco de las fuerzas del hombre, han atribuido todo el mrito de las buenas obras al Espritu Santo. Porque qu otra cosa quiere decir la sentencia de san Cipriano, tantas veces citada por san Agustn, que no debemos gloriarnos de ninguna cosa, pues ninguna es nuestra?' Evidentemente reduce al hombre a la nada, para que aprenda a depender de Dios en todo. Y no es lo mismo lo que dicen Euquerio y san Agustn, que Cristo es el rbol de la vida, al cual cualquiera que extendiese la mano, vivir; y que el rbol de la ciencia del bien y del mal es el albedro de la voluntad, del cual quienquiera que gustare sin la gracia, morir?' E igualmente lo que dice san Crisstomo, que todo hombre naturalmente no slo es pecador, sino del todo pecado 3. Si ningn bien es nuestro, si desde los pies a la cabeza el hombre todo es pecado, si ni siquiera es lcito intentar decir de qu vale el libre albedro, cmo lo ser el dividir entre Dios y el hombre la gloria de las buenas obras? Podra citar muchas otras sentencias semejantes a stas de otros Padres; pero para que no se crea que escojo nicamente las que hacen a mi propsito, y que ladinamente dejo a un lado las que me son contrarias, no citar ms. Sin embargo, me atrevo a afirmar que, aunque ellos algunas veces se pasen de lo justo al ensalzar el libre albedro, sin embargo su propsito es apartar al hombre de apoyarse en su propia virtud, a fin de ensearle que toda su fuerza la debe buscar en Dios nicamente. Y ahora pasemos a considerar simplemente lo que, en realidad, de verdad es la naturaleza del hombre. 10. Slo el sentimiento de nuestra pobreza nos permite glorificar a Dios y recibir sus gracias
Me veo obligado a repetir aqu otra vez lo que dije al principio de este captulo, a saber: que ha adelantado notablemente en el conocimiento de s mismo, quien se siente abatido y confundido con la inteligencia de su calamidad, pobreza, desnudez e ignorancia. Porque no hay peligro alguno de que el hombre se rebaje excesivamente, con tal que entienda que en Dios ha de recobrar todo lo que le falta. Al contrario, no puede atribuirse ni un adarme ms de lo que se le debe, sin que se arruine con una vana confianza y se haga culpable de un grave sacrilegio, al atribuirse a s mismo la honra que slo a Dios se debe. Evidentemente, siempre que nos viene a la mente este ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca a nosotros y no a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos es inspirado por el que indujo a nuestros primeros padres a querer ser semejantes a Dios conociendo el bien y el mal. Si es palabra diablica la que ensalza al hombre en s mismo, no debamos darle odos si no queremos tomar consejo de nuestro enemigo. Es cosa muy grata pensar que tenemos tanta fuerza que podemos confiar en nosotros mismos. Pero a fin de que no nos engolosinemos con otra vana confianza, traigamos a la memoria algunas de las excelentes sentencias de que est llena la Sagrada Escritura, en las que se nos humilla grandemente. El profeta Jeremas dice: "Maldito el varn que confa en el hombre, y pone carne por su brazo" (Jer. 17,5). Y: -(Dios) no se deleita en la fuerza del caballo, ni se complace en la agilidad del hombre; se complace Jehov en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia(Sal. 147, 10). Y: "l da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas; los muchachos se fatigan y se cansan, los jvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehov tendrn nuevas fuerzas" (ls.40,29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que ninguno ponga la menor confianza en s mismo, si queremos tener a Dios de nuestra parte, pues l resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Sant. 4,6). Recordemos tambin aquellas promesas: "Yo derramar aguas sobre el sequedal y ros sobre la tierra rida" (Is. 44,3). Y: "A todos los sedientos: Venid a las aguas" (Is. 55, l). Todas ellas y otras semejantes, atestiguan que solamente es admitido a recibir las bendiciones divinas el que se encuentra abatido con la consideracin de su miseria. Ni hay que olvidar otros testimonios, como el de Isaas: El sol nunca ms te servir de luz para el da, ni el resplandor de la luna te alumbrar, sino que Jehov te ser por luz perpetua" (ls.60,19). Ciertamente, el Seor no quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para mostrarse l solo glorioso en ellos, les quita la confianza aun de aquellas cosas que a nuestro parecer son las ms excelentes. 11. Testimonio de los padres Por esto me ha agradado siempre sobremanera esta sentencia de san Crisstomo: "El fundamento de nuestra filosofa es la humildad'12. Y ms an aquella de san Agustn, que dice: "Como a Demstenes, excelente orador griego, fuera preguntado cul era el primer precepto de la elocuencia, respondi: La pronunciacin; y el segundo, la pronunciacin; y el tercero, tambin la pronunciacin; e igualmente si me preguntarais cual de los preceptos de la religin cristiana es el primero, cul el segundo, y cul el tercero, os respondera siempre: La humildad' 13. Pero advirtase que l por humildad no entiende que el hombre, reconociendo en s alguna virtud, no obstante no se ensoberbece por ello, sino que el hombre de tal manera se conozca que no encuentre ms refugio que humillarse ante Dios, como lo expone en otro lugar, diciendo: "Nadie se adule ni se lisonjee; cada uno por s mismo es un demonio; el bien que el hombre tiene, de Dios solamente lo tiene. Porque qu tienes de ti sino pecado? Si quieres gloriarte de lo que es tuyo, glorate del pecado; porque la justicia es de Dios"'. Y: "A qu presumimos tanto del poder de
nuestra naturaleza? Est llagada, herida, atormentada y destruida. Tiene necesidad de verdadera confesin, no de falsa defensa'12. Y: "Cuando uno reconoce que no es nada en s mismo y que ninguna ayuda puede esperar de s, sus armas se le rompen y cesa la guerra. Y es necesario que todas las armas de la impiedad sean destruidas, rotas y quemadas y te encuentres tan desarmado, que no halles en ti ayuda alguna. Cuanto ms dbil eres por ti mismo, tanto mejor te recibir Dios'13. Por esta razn l mismo, a propsito del Salmo 70, prohibe que recordemos nuestra justicia, a fin de que conozcamos la justicia de Dios, y muestra que Dios nos ensalza su gracia de manera que sepamos que no somos nada, que slo por la misericordia de Dios nos mantenemos firmes, pues por nosotros mismos somos malos. As pues, no disputemos con Dios sobre nuestro derecho, como si perdisemos en nuestro provecho cuanto a l le atribuimos. Porque como nuestra humildad es su encumbramiento, as el confesar nuestra bajeza lleva siempre consigo su misericordia por remedio. Y no pretendo que el hombre ceda sin estar convencido; y que si tiene alguna virtud no la tenga en cuenta, para lograr la verdadera humildad; lo que pido es que, dejando a un lado el amor de s mismo, de su elevacin y ambicin - sentimientos que le ciegan y le llevan a sentir de si mismo ms de lo conveniente - se contemple como debe en el verdadero espejo de la Escritura. 12. Abolicin de los dones sobrenaturales Me agrada mucho aquella sentencia de san Agustn, que comnmente se cita: "Los dones naturales estn corrompidos en el hombre por el pecado, y los sobrenaturales los ha perdido del todo." Por lo segundo entienden la luz de la fe y la justicia, las cuales bastan para alcanzar la vida eterna y la felicidad celestial. As que el hombre, al abandonar el reino de Dios, fue tambin privado de los dones espirituales con los que haba sido adornado para alcanzar la vida eterna. De donde se sigue que est de tal manera desterrado del reino de Dios, que todas las cosas concernientes a la vida bienaventurada del alma estn en l muertas, hasta que por la gracia de la regeneracin las vuelva a recobrar; a saber: la fe, el amor de Dios, la caridad con el prjimo, el deseo de vivir santa y justamente. Y como quiera que todas estas cosas nos son restituidas por Cristo, no se deben reputar propias de nuestra naturaleza, sino procedentes de otra parte. Por consiguiente, concluimos que fueron abolidas. Corrupcin de los dones naturales. Adems de esto, se le quit tambin al hombre la integridad del entendimiento y la rectitud del corazn. 1 esto es lo que llamamos corrupcin de los dones naturales. Porque, aun que es verdad que nos ha quedado algo de entendimiento y de juicio como tambin de voluntad, sin embargo no podemos decir que nuestro entendimiento est sano y perfecto, cuando es tan dbil y est tan en vuelto en tinieblas. En cuanto a la voluntad, bien sabemos cuanta maldad hay en ella. Como la razn, con la cual el hombre distingue entre el bien y el mal, y juzga y entiende, es un don natural, no pudo perderse de todo; pero ha sido en parte debilitada, y en parte daada, de tal manera que lo que se ve de ella no es ms que una ruina desfigurada. En este sentido dice san Juan que la luz luce en las tinieblas, mas que no es comprendida por ellas (Jn. 1, 5). Con las cuales palabras se ven claramente ambas cosas; que en la naturaleza humana, por ms pervertida y degenerada que est, brillan ciertos destellos que demuestran que el hombre participa de la razn y se diferencia de las fieras brutas puesto que tiene entendimiento; pero, a su vez, que esta luz est tan sofocada por una oscuridad tan densa de ignorancia, que no puede mostrar su eficacia. Igualmente la voluntad, como es del todo inseparable de la naturaleza humana, no se perdi totalmente; pero se encuentra de tal manera cogida y presa de sus propios
apetitos, que no puede apetecer ninguna cosa buena. Es sta una definicin perfecta, pero hay que explicarla ms detalladamente. A. CORRUPCIN DE LA INTELIGENCIA A fin de que la disquisicin presente se desarrolle ordenadamente de acuerdo con la distincin que antes establecimos en el alma del hombre, de entendimiento y voluntad, es necesario que primeramente examinemos las fuerzas del entendimiento. Decir que el entendimiento est tan ciego, que carece en absoluto de inteligencia respecto a todas las cosas del mundo, repugnara, no slo a la Palabra de Dios, sino tambin a la experiencia de cada da. Pues vemos que en la naturaleza humana existe un cierto deseo de investigar la verdad, hacia la cual no sentira tanta inclinacin si antes no tuviese gusto por ella. Es, pues, ya un cierto destello de luz en el espritu del hombre este natural amor a la verdad; cuyo menosprecio en los animales brutos prueba que son estpidos y carecen de entendimiento y de razn. Aunque este deseo, aun antes de comenzar a obrar, ya decae, pues luego da consigo en la vanidad. Porque el entendimiento humano, a causa de su rudeza, es incapaz de ir derecho en busca de la verdad, y anda vagando de un error a otro, como quien va a tientas en la oscuridad y a cada paso tropieza, hasta que desaparece aqulla; as, l, al investigar la verdad deja ver cunta es su ineptitud para lograrlo. Tiene adems otro defecto bien notable, y consiste en que muchas veces no sabe determinar a qu deba aplicarse. Y as con desenfrenada curiosidad se pone a buscar las cosas superfluas y sin valor alguno; y en cambio, las importantes no las ve, o pasa por ellas despreciativamente. En verdad, raramente sucede que se aplique a conciencia. Y, aunque todos los escritores paganos se quejan de este defecto, casi todos han cado en l. Por eso Salomn en su Eclesiasts, despus de citar las cosas en que se ejercitan los hombres creyndose muy sabios, concluye finalmente que todos ellos son frvolos y vanos. 13. La inteligencia de las cosas terrenas y de las cosas del cielo Sin embargo, cuando el entendimiento del hombre se esfuerza en conseguir algo, su esfuerzo no es tan en vano que no logre nada, especialmente cuando se trata de cosas inferiores. Igualmente, no es tan estpido y tonto que no sepa gustar algo de las cosas celestiales, aunque es muy negligente en investigarlas. Pero no tiene la misma facilidad para las unas que para las otras. Porque, cuando se quiere elevar sobre las cosas de este mundo, entonces sobre todo aparece su flaqueza. Por ello, a fin de comprender mejor hasta dnde puede llegar en cada cosa, ser necesario hacer una distincin, a saber: que la inteligencia de las cosas terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas celestiales. Llamo cosas terrenas a las que no se refieren a Dios, ni a su reino, ni a la verdadera justicia y bienaventuranza de la vida eterna, sino que estn ligadas a la vida presente y en cierto modo quedan dentro de sus lmites. Por cosas celestiales entiendo el puro conocimiento de Dios, la regla de la verdadera justicia y los misterios del reino celestial. 1. Bajo la primera clase se comprenden el gobierno del Estado, la direccin de la propia familia, las artes mecnicas y liberales. A la segunda hay que referir el conocimiento de Dios y de su divina voluntad, y la regla de conformar nuestra vida con ella. a. El orden social. En cuanto a la primera especie hay que confesar que como el hombre es por su misma naturaleza sociable, siente una inclinacin natural a establecer y conservar la
compaa de sus semejantes. Por esto vemos que existen ideas generales de honestidad y de orden en el entendimiento de todos los hombres. Y de aqu que no haya ninguno que no comprenda que las agrupaciones de hombres han de regirse por leyes, y no tenga algn principio de las mismas en su entendimiento. De aqu procede el perpetuo consentimiento, tanto de los pueblos como de los individuos, en aceptar las leyes, porque naturalmente existe en cada uno cierta semilla de ellas, sin necesidad de maestro que se las ensee. A esto no se oponen las disensiones y revueltas que luego nacen, por querer unos que se arrinconen todas las leyes, y no se las tenga en cuenta, y que cada uno no tenga ms ley que su antojo y sus desordenados apetitos, como los ladrones y salteadores; o que otros - como comnmente sucede - piensen que es injusto lo que sus adversarios han ordenado como bueno y justo, y, al contrario, apoyen lo que ellos han condenado. Porque los primeros, no aborrecen las leyes por ignorar que son buenas y santas, sino que, llevados de sus desordenados apetitos, luchan contra la evidencia de la razn; y lo que aprueban en su entendimiento, eso mismo lo reprueban en su corazn, en el cual reina la maldad. En cuanto a los segundos, su oposicin no se enfrenta en absoluto al concepto de equidad y de justicia de que antes hablbamos. Porque consistiendo su oposicin simplemente en determinar qu leyes sern mejores, ello es seal de que aceptan algn modo de justicia. En lo cual aparece tambin la flaqueza del entendimiento humano, que incluso cuando cree ir bien, cojea y va dando traspis. Sin embargo, permanece cierto que en todos los hombres hay cierto germen de orden poltico; lo cual es un gran argumento de que no existe nadie que no est dotado de la luz de la razn en cuanto al gobierno de esta vida. 14. b. Las artes mecnicas y liberales En cuanto a las artes, as mecnicas como liberales, puesto que en nosotros hay cierta aptitud para aprenderlas, se ve tambin por ellas que el entendimiento humano posee alguna virtud. Y aunque no todos sean capaces de aprenderlas, sin embargo, es prueba suficiente de que el entendimiento humano no est privado de tal virtud, el ver que apenas existe hombre alguno que carezca de cierta facilidad en alguna de las artes. Adems no slo tiene virtud y facilidad para aprenderlas, sino que vemos a diario que cada cual inventa algo nuevo, o perfecciona lo que los otros le ensearon. En lo cual, aunque Platn se enga pensando que esta comprensin no era ms que acordarse de lo que el alma saba ya antes de entrar en el cuerpo, sin embargo la razn nos fuerza a confesar que hay como cierto principio de estas cosas esculpido en el entendimiento humano. Estos ejemplos claramente demuestran que existe cierto conocimiento general del entendimiento y de la razn, naturalmente impreso en todos los hombres; conocimiento tan universal, que cada upo en particular debe reconocerlo como una gracia peculiar de Dios. A este reconocimiento nos incita suficientemente el mismo autor de la naturaleza creando seres locos y tontos, en los cuales representa, como en un espejo, cul sera la excelencia del alma del hombre, si no estuviera iluminada por Su luz; la cual, si bien es natural a todos, sin embargo no deja de ser un don gratuito de su liberalidad para con cada uno en particular. Adems, la invencin misma de las artes, el modo y el orden de ensenarlas, el penetrarlas y entenderlas de verdad - lo cual consiguen muy pocos - no son prueba suficiente para conocer el grado de ingenio que naturalmente poseen los hombres; sin embargo, como quiera que son comunes a buenos y a malos, con todo derecho hay que contarlos entre los dones naturales. 15. Cuanto produce la inteligencia proviene de las gracias recibidas por la naturaleza humana
Por lo tanto, cuando al leer los escritores paganos veamos en ellos esta admirable luz de la verdad que resplandece en sus escritos, ello nos debe servir como testimonio de que el entendimiento humano, por ms que haya cado y degenerado de su integridad y perfeccin, sin embargo no deja de estar an adornado y enriquecido con excelentes dones de Dios. Si reconocemos al Espritu de Dios por nica fuente y manantial de la verdad, no desecharemos ni menospreciaremos la verdad donde quiera que la hallremos; a no ser que queramos hacer una injuria al Espritu de Dios, porque los dones del Espritu no pueden ser menospreciados sin que l mismo sea menospreciado y rebajado. Cmo podremos negar que los antiguos juristas tenan una mente esclarecida por la luz de la verdad, cuando constituyeron con tanta equidad un orden tan recto y una poltica tan justa? Diremos que estaban ciegos los filsofos, tanto al considerar con gran diligencia los secretos de la naturaleza, como al redactarlos con tal arte? Vamos a decir que los que inventaron el arte de discutir y nos ensearon a hablar juiciosamente, estuvieron privados de juicio? Que los que inventaron la medicina fueron unos insensatos? Y de las restantes artes, pensaremos que no son ms que desvaros? Por el contrario, es imposible leer los libros que sobre estas materias escribieron los antiguos, sin sentimos maravillados y llenos de admiracin. Y nos llenaremos de admiracin, porque nos veremos forzados a reconocer la sabidura que en ellos se contiene. Ahora bien, creeremos que existe cosa alguna excelente y digna de alabanza, que no proceda de Dios? Sintamos vergenza de cometer tamaa ingratitud, en la cual ni los poetas paganos incurrieron; pues ellos afirmaron que la filosofa, las leyes y todas las artes fueron inventadas por los dioses. Si, pues, estos hombres, que no tenan ms ayuda que la luz de la naturaleza, han sido tan ingeniosos en la inteligencia de las cosas de este mundo, tales ejemplos deben ensearnos cuntos son los dones y gracias que el Seor ha dejado a la naturaleza humana, aun despus de ser despojada del verdadero y sumo bien. 16. Aunque corrompidas, esas gracias de naturaleza son dones del Espritu Santo Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones excelentes del Espritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien del gnero humano. Porque si fue necesario que el Espritu de Dios inspirase a Bezaleel y Aholiab la inteligencia y arte requeridos para fabricar el tabernculo (x. 31,2; 35, 30-34), no hay que maravillarse si decimos que el conocimiento de las cosas ms importantes de la vida nos es comunicado por el Espritu de Dios. Si alguno objeta: qu tiene que ver el Espritu de Dios con los impos, tan alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espritu de Dios reside nicamente en los fieles, ha de entenderse del Espritu de santificacin, por el cual somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre tanto, Dios no cesa de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espritu a todas sus criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas. Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos sirviesen para entender la fsica, la dialctica, las matemticas y otras ciencias, sirvmonos de ellos en esto, temiendo que nuestra negligencia sea castigada si despreciamos los dones de Dios doquiera nos fueren ofrecidos. Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque le concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo, hay que advertir tambin que toda la facultad que posee de entender, y la subsiguiente inteligencia de las cosas, son algo ftil y vano ante Dios, cuando no est fundado sobre el firme fundamento de la verdad. Pues es muy cierta la citada sentencia de san Agustn, que el Maestro de las Sentencias y los escolsticos se vieron forzados a admitir, segn la cual, al hombre le fueron quitados los dones gratuitos despus de su cada; y los
naturales, que le quedaban, fueron corrompidos. No que se puedan contaminar por proceder de Dios, sino que dejaron de estar puros en el hombre, cuando l mismo dej de serlo, de tal manera que no se puede atribuir a si mismo ninguna alabanza. 17. La gracia general de Dios limita la corrupcin de la naturaleza Concluyendo: En toda la especie humana se ve que la razn es propia de nuestra naturaleza, la cual nos distingue de los animales brutos como ellos se diferencian por los sentidos de las cosas inanimadas Porque el que algunos nazcan locos o estpidos no suprime la gracia universal de Dios; antes bien, tal espectculo debe incitarnos a atribuir lo que tenemos de ms a una gran liberalidad de Dios. Porque si l no nos hubiera preservado, la cada de Adn hubiera destruido todo cuanto nos haba sido dado. En cuanto a que unos tienen el entendimiento ms vivo, otros mejor juicio, o mayor rapidez para aprender algn arte, con esta variedad Dios nos da a conocer su gracia, para que ninguno se atribuya nada como cosa propia, pues todo proviene de la mera liberalidad de Dios. Pues por qu uno es ms excelente que otro, sino para que la gracia especial de Dios tenga preeminencia en la naturaleza comn, dando a entender que al dejar a algunos atrs, no est obligada a ninguno? Ms an, Dios inspira actividades particulares a cada uno, conforme a su vocacin. De esto vemos numerosos ejemplos en el libro de los Jueces, en el cual se dice que el Seor revisti d su Espritu a los que l llamaba para regir a su pueblo (6,34). En resumen, en todas las cosas importantes hay algn impulso particular. Por esta causa muchos hombres valientes, cuyo corazn Dios haba tocado, siguieron a Sal. Y cuando le comunican que Dios quiere ungirlo rey, Samuel le dice: "El Espritu de Jehov vendr sobre ti con poder. .. y sers mudado en otro hombre" (1 Sm. 10, 6). Esto se extiende a todo el tiempo de su reinado, como se dice luego de David que "desde aquel da en adelante (el de su uncin) el Espritu de Jehov vino sobre David" (1 Sin. 16,13). Y lo mismo se ve en otro lugar respecto a estos impulsos particulares. Incluso Homero dice que los hombre tienen ingenio, no solamente segn se lo di Jpiter a cada uno, sino tambin segn como le gua cada da'. Y la experiencia nos ensea, cuando los ms ingeniosos se hallan muchas veces perplejos, que los entendinentos humanos estn en manos de Dios, el cual los rige en cada momento. Por esto se dice que Dios quita el entendimiento a los prudentes, para hacerlos andar descaminados por lugares desiertos (Sal. 107,40). Sin embargo, no dejamos de ver en esta diversidad las huellas que an quedan de la imagen de Dios, las cuales diferencian al gnero humano de todas las dems criaturas. 18. 2 . Las cosas celestiales. Por nosotros mismos no podemos conocer al verdadero Dios Queda ahora por aclarar qu es lo que puede la razn humana por lo que respecta al reino de Dios, y la capacidad que posee para comprender la sabidura celestial, que consiste en tres cosas: (1) en conocer a Dios; (2) su voluntad paternal, y su favor por nosotros, en el cual se apoya nuestra salvacin; (3) cmo debemos regular nuestra vida conforme a las disposiciones de su ley. a. No podemos por nosotros mismos conocer al verdadero Dios. Respecto a los dos primeros puntos y especialmente al segundo, los hombres ms inteligentes son tan ciegos como topos. No niego que muchas veces se encuentran en los libros de los filsofos sentencias admirables y muy atinadas respecto a Dios, pero siempre se ven en ellas confusas imaginaciones.
Ciertamente Dios les ha dado como arriba dijimos un cierto gusto de Su divinidad, a fin de que no pretendiesen ignorancia para excusar su impiedad, y a veces les ha forzado a decir sentencias tales, que pudieran convencerles; pero las vieron de tal manera, que no pudieron encaminarse a la verdad, y cunto menos alcanzarla! Podemos aclarar esto con ejemplos. Cuando hay tormenta, si un hombre se encuentra de noche en medio del campo, con el relmpago ver un buen trecho de espacio a su alrededor, pero no ser ms que por un momento y tan de repente, que, antes de que pueda moverse, ya est otra vez rodeado por la oscuridad de la noche, de modo que aquella repentina claridad no le sirve para atinar con el recto camino. Adems, aquellas gotitas de verdad que los filsofos vertieron en sus libros con cuntas horribles mentiras no estn mezcladas! Y finalmente, la certidumbre de la buena voluntad de Dios hacia nosotros -sin la cual por necesidad el entendimiento del hombre se llena de confusin - ni siquiera les pas por el pensamiento. Y as, nunca pudieron acercarse a esta verdad ni encaminarse a ella, ni tomarla por blanco, para poder conocer quin es el verdadero Dios y qu es lo que pide de nosotros. 19. Testimonio de la Escritura Pero como, embriagados por una falsa presuncin, se nos hace muy difcil creer que nuestra razn sea tan ciega e ignorante para entender las cosas divinas, me parece mejor probar esto con el testimonio de la Escritura, que con argumentos. Admirablemente lo expone san Juan cuando dice que desde el principio la vida estuvo en Dios, y aquella vida era la luz de los hombres, y que la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron (Jn. 1,4-5). Con estas palabras nos da a entender que el alma del hombre tiene en cierta manera algo de luz divina, de suerte que jams est sin algn destello de ella; pero que con eso no puede comprender a Dios. Por qu esto? Porque toda su penetracin del conocimiento de Dios no es ms que pura oscuridad. Pues al llamar el Espritu Santo a los hombres "tinieblas", los despoja por completo de la facultad del conocimiento espiritual. Por esto afirma que los fieles que reciben a Cristo "no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varn, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Como si dijese que la carne no es capaz de tan alta sabidura como es comprender a Dios y lo que a Dios pertenece, sin ser iluminada por el Espritu de Dios. Como el mismo Jesucristo atestigu a san Pedro que se deba a una revelacin especial del Padre, que l le hubiese conocido (Mt. 16,17). 20. Sin regeneracin e iluminacin no podemos reconocer a Dios Si estuvisemos persuadidos sin lugar a dudas de que todo lo que e Padre celestial concede a sus elegidos por el Espritu de regeneracin 1 falta a nuestra naturaleza, no tendramos respecto a esta materia motivo alguno de vacilacin. Pues as habla el pueblo fiel por boca del Profeta "Porque contigo est el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz' (Sal. 36,9). Lo mismo atestigua el Apstol cuando dice que "nadie puede llamar a Jess Seor, sino por el Espritu Santo" (1 Cor. 12,3). Y san Juan Bautista, viendo la rudeza de sus discpulos, exclama que nadie puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo (Jn. 3,27). Y que l por "don" entiende una revelacin especial, y no una inteligencia comn de naturaleza, se ve claramente cuando se queja de que sus discpulos no hablan sacado provecho alguno de tanto como les haba hablado de Cristo. Bien veo, dice, que mis palabras no sirven de nada para instruir a los hombres en las cosas celestiales, si Dios no lo hace con su Espritu. Igualmente Moiss, echando en cara al pueblo su
negligencia, advierte al mismo tiempo que no pueden entender nada de los misterios divinos si el mismo Dios no les concede esa gracia. "Vosotros", dice, "habis visto ... las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las seales y las grandes maravillas; pero hasta hoy Jehov no os ha dado corazn para entender, ni ojos para ver, ni odos para or" (Dt. 29,2-4). Qu ms podra decir, si les llamara "leos" para comprender las obras de Dios? Por eso el Seor por su profeta promete como un singular beneficio de su gracia que dara a los israelitas entendimiento para que le conociesen (Jer. 24,7), dando con ello a entender evidentemente, que el entendimiento humano en las cosas espirituales no puede entender ms que en cuanto es iluminado por Dios. Esto mismo lo confirm Cristo con sus palabras, cuando dijo que nadie puede ir a l sino aquel a quien el Padre lo hubiere concedido (Jn. 6,44). No es l la viva imagen del Padre en la cual se nos representa todo el resplandor de su gloria? Por ello no poda mostrar mejor cul es nuestra capacidad de conocer a Dios, que diciendo que no tenemos ojos para contemplar su imagen, que con tanta evidencia se nos manifiesta. No descendi l a la tierra para manifestar a los hombres la voluntad del Padre? No cumpli fielmente su misin? Sin embargo, su predicacin de nada poda aprovechar sin que el maestro interior, el Espritu, abriera el corazn de los hombres. No va, pues, nadie a l, si no ha odo al Padre y es instruido por l. Y en qu consiste este or y aprender? En que el Espritu Santo, con su admirable y singular potencia, hace que los odos oigan y el entendimiento entienda. Y para que no nos suene a novedad, cita el pasaje de Isaas, en el cual Dios, despus de haber prometido la restauracin de su Iglesia, dice que los fieles que l reunir de nuevo sern discpulos de Dios (1s.54,13). Si Dios habla aqu de una gracia especial que da a los suyos, se ve claramente que la instruccin que promete darles es distinta de la que l mismo concede indistintamente a los buenos y a los malos. Por tanto, hay que comprender que ninguno ha entrado en el reino de los cielos, sino aqul cuyo entendimiento ha sido iluminado por el Espritu Santo. Pero san Pablo, ms que nadie, se ha expresado claramente. Tratando a propsito de esta materia, despus de condenar toda la sabidura humana como loca y vana, despus de haberla echado por tierra, concluye con estas palabras: "El hombre natural no percibe las cosas que son del Espritu de Dios, porque para l son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" (1 Cor.2,14). A quin llama "hombre natural"? Al que se apoya en la luz de la naturaleza. ste, en verdad, no entiende cosa alguna de los misterios espirituales. Acaso porque por negligencia no les presta atencin? Aunque con todas sus fuerzas lo intentara, nada conseguira, porque hay que juzgar de ellos espiritualmente. Es decir, que las cosas recnditas solamente por la revelacin del Espritu le son manifestadas al entendimiento humano, de tal manera que son tenidas por locura cuando el Espritu de Dios no le ilumina. Y antes, el mismo apstol haba colocado por encima de la capacidad de los ojos, de los odos y del entendimiento humano, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman, y hasta haba declarado que la sabidura humana es como un velo que nos impide contemplar bien a Dios. Qu ms? El mismo san Pablo dice que "Dios ha enloquecido la sabidura del mundo" (1 Cor. 1, 20). Vamos nosotros a atribuirle tal agudeza, que pueda penetrar hasta Dios y los secretos de su reino celestial? No caigamos en tal locura! 21. Toda nuestra facultad viene de Dios Por esta causa, lo que aqu quita al hombre lo atribuye en otro lugar a Dios, rogndole por los efesios de esta manera: "El Dios de nuestro Seor Jesucristo, el Padre de gloria, os d espritu
de sabidura y de revelacin" (Ef. 1, 17). Vemos por ello que toda la sabidura y revelacin es don de Dios. Qu sigue a continuacin? Que ilumine los ojos de su entendimiento. Si tienen necesidad de una nueva revelacin, es que por s mismos son ciegos. Y aade: para que sepis cul es la esperanza de nuestra vocacin. Con estas palabras el Apstol demuestra que el entendimiento humano es incapaz de comprender su vocacin. Y no hay razn alguna para que los pelagianos digan que Dios socorre a esta torpeza e ignorancia, cuando gua el entendimiento del hombre con su Palabra a donde l sin gua no podra en manera alguna llegar. Porque David tenla la Ley, en la que estaba comprendida toda la sabidura que se poda desear; y, sin embargo, no contento con ello, peda a Dios que abriera sus ojos, para considerar los misterios de su Ley (Sal. 119,18). Con lo cual declar que la Palabra de Dios, cuando ilumina a los hombres, es como el sol cuando alumbra la tierra; pero no consiguen gran provecho de ello hasta que Dios les da, o les abre los ojos para que vean. Y por esta causa es llamado "Padre de las luces" (Sant. 1, 17), porque doquiera que l no alumbra con su Espritu, no puede haber ms que tinieblas. Que esto es as, claramente se ve por los apstoles, que adoctrinados ms que de sobra por el mejor de los maestros, sin embargo les promete el Espritu de verdad, para que los instruya en la doctrina que antes haban odo (Jn. 14,26). Si al pedir una cosa a Dios confesamos por lo mismo que carecemos de ella, y si l al prometrnosla, deja ver que estamos faltos de ella, hay que confesar sin lugar a dudas, que la facultad que poseemos para entender los misterios divinos, es la que su majestad nos concede iluminndonos con su gracia. Y el que presume de ms inteligencia, ese tal est tanto ms ciego, cuanto menos comprende su ceguera. 22. b. Podemos por nosotros mismos regular bien nuestra vida? Queda por tratar el tercer aspecto, o sea, el conocimiento de la regla conforme a la cual hemos de ordenar nuestra vida, lo cual justamente llamamos la justicia de las obras. Respecto a esto parece que el entendimiento del hombre tiene mayor penetracin que en las cosas antes tratadas. Porque el Apstol testifica que los gentiles, que no tienen Ley, son ley para s mismos; y demuestran que las obras de la Ley estn escritas en sus corazones, en que su conciencia les da testimonio, y sus pensamientos les acusan o defienden ante el juicio de Dios (Rom.2,11-15). Si los gentiles tienen naturalmente grabada en su alma la justicia de la Ley, no podemos decir en verdad que son del todo ciegos respecto a cmo han de vivir. Y es cosa corriente decir que el hombre tiene suficiente conocimiento para bien vivir conforme a esta ley natural, de la que aqu habla el Apstol. Consideremos, sin embargo, con qu fin se ha dado a los hombres este conocimiento natural de la Ley; entonces comprenderemos hasta dnde nos puede guiar para dar en el blanco de la razn y la verdad. Definicin de la ley natural. sta hace al hombre inexcusable. Tambin las palabras de san Pablo nos harn. comprender esto, si entendemos debidamente el texto citado. Poco antes haba dicho que los que pecaron bajo la Ley, por la Ley sern juzgados, y que los que sin Ley pecaron, sin Ley perecern. Como lo ltimo podra parecer injusto, que sin juicio alguno anterior fuesen condenados los gentiles, aade en seguida que su conciencia les serva de ley, y, por tanto, bastaba para condenarlos justamente. Por consiguiente, el fin de la ley natural es hacer al hombre inexcusable. Y podramos definirla adecuadamente diciendo que es un sentimiento de la conciencia mediante el cual discierne entre el bien y el mal lo suficiente para que los hombres no pretexten ignorancia, siendo convencidos por su propio testimonio. Hay en el hombre tal inclinacin a adularse, que siempre, en cuanto le es posible, aparta su entendimiento del conocimiento de sus culpas. Esto parece que movi a Platn a decir que nadie peca, si no es por
ignorancia'. Sera verdad, si la hipocresa de los hombres no tuviese tanta fuerza para encubrir sus vicios, que la conciencia no sienta escrpulo alguno en presencia de Dios. Mas como el pecador, que se empea en evitar el discernimiento natural del bien y del mal, se ve muchas veces como forzado, y no puede cerrar los ojos, ae tal manera que, quiera o no, tiene que abrirlos algunas veces a la fuerza, es falso decir que peca solamente por ignorancia. 23. El filsofo Temistio se acerc ms a la verdad, diciendo que el entendimiento se engaa muy pocas veces respecto a los principios generales, pero que con frecuencia cae en el error cuando juzga de las cosas en particular'. Por ejemplo: Si se pregunta si el homicidio en general es malo, no hay hombre que lo niegue; pero el que conspira contra su enemigo, piensa en ello como si fuese una cosa buena. El adltero condenar el adulterio en general, sin embargo, alabar el suyo en particular. As pues, en esto estriba la ignorancia: en que el hombre, despus de juzgar rectamente sobre los principios generales, cuando se trata de s mismo en particular se olvida de lo que haba establecido independientemente de s mismo. De esto trata magistralmente san Agustn en la exposicin del versculo primero del Salmo cincuenta y siete. Sin embargo, la afirmacin de Temistio no es del todo verdad. Algunas veces la fealdad del pecado de tal manera atormenta la conciencia del pecador, que al pecar no sufre engao alguno respecto a lo que ha de hacer, sino que a sabiendas y voluntariamente se deja arrastrar por el mal. Esta conviccin inspir aquella sentencia: "Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor. Para suprimir toda duda en esta materia, me parece que Aristteles ha establecido una buena distincin entre incontinencia e intemperancia. Dice l, que dondequiera que reina la incontinencia pierde el hombre, por su desordenada concupiscencia, el sentimiento particular de su culpa, que condena en los dems; pero que pasada la perturbacin de la misma, luego se arrepiente; en cambio, la intemperancia es una enfermedad ms grave, y consiste en que el hombre ve el mal que hace, y, sin embargo, no desiste, sino que persevera obstinadamente en su propsito. 24. Insuficiencia de la ley natural, que no conoce la Ley de Dios Ahora bien, cuando omos quje hay en el hombre un juicio universal para discernir el bien y el mal, no hemos de pensar que tal juicio est por completo sano e ntegro. Porque si el entendimiento de los hombres tuviese la facultad de discernir entre el bien y el mal solamente para que no pretexten ignorancia, no sera necesario que conociesen la verdad en cada cosa particular; bastara conocerla lo suficiente para que no se excusasen sin poder ser convencidos por el testimonio de su conciencia, y que desde ese punto comenzasen a sentir temor del tribunal de Dios. Si de hecho confrontamos nuestro entendimiento con la Ley de Dios, que es la norma perfecta de justicia, veremos cunta es su ceguera. Ciertamente no comprende lo principal de la primera Tabla', que es poner toda nuestra confianza en Dios, darle la alabanza de la virtud y la justicia, invocar su santo nombre y guardar el verdadero sbado que es el descanso espiritual. Qu entendimiento humano ha olfateado y rastreado jams, por su natural sentimiento, que el verdadero culto a Dios consiste en estas cosas y otras semejantes? Porque cuando los paganos quieren honrar a Dios, aunque los apartis mil veces de sus locas fantasas, vuelven siempre a recaer en ellas. Ciertamente confesarn que los sacrificios no agradan a Dios si no les acompaa la pureza del corazn. Con ello atestiguan que tienen algn sentimiento del culto espiritual que se debe a Dios, el cual falsifican luego de hecho con sus falsas ilusiones. Porque nunca se podran convencer de que lo que la Ley prescribe sobre el culto es la verdad. Ser razonable que
alabemos de vivo y agudo a un entendimiento que por s mismo no es capaz de entender, ni quiere escuchar a quien le aconseja bien? En cuanto a los mandamientos de la segunda Tabla, tiene algo ms de inteligencia, porque se refiere ms al orden de la vida humana; aunque aun en esto cae en deficiencias. Pues al ms excelente ingenio le parece absurdo aguantar un poder duro y excesivamente riguroso, cuando de alguna manera puede librarse de l. La razn humana no puede concebir sino que es de corazones serviles soportar pacientemente tal dominio; y, al contrario, que es de espritus animosos y esforzados hacerle frente. Los mismos filsofos no reputan un vicio vengarse de las injurias. Sin embargo, el Seor condena esta excesiva altivez del corazn y manda que los suyos tengan esa paciencia que los hombres condenan y vituperan. Asimismo nuestro entendimiento es tan ciego respecto a la observancia de la Ley, que es incapaz de conocer el mal de su concupiscencia. Pues el hombre sensual no puede ser convencido de que reconozca el mal de su concupiscencia; antes de llegar a la entrada del abismo se apaga su luz natural. Porque , cuando los filsofos designan como vicios los impulsos excesivos del corazn, se refieren a los que aparecen y se ven claramente por signos visibles. Pero los malos deseos que solicitan el corazn ms ocultamente, no los tienen en cuenta. 25. A pesar de las buenas intenciones, somos incapaces por nosotros mismos de concebir el bien Por tanto, as como justamente hemos rechazado antes la opinin de Platn, de que todos los pecados proceden de ignorancia, tambin hay que condenar la de los que piensan que en todo pecado hay malicia deliberada, pues demasiado sabemos por experiencia que muchas veces caemos con toda la buena intencin. Nuestra razn est presa por tanto desvaro, y sujeta a tantos errores; encuentra tantos obstculos y se ve en tanta perplejidad muchas veces, que est muy lejos de encontrarse capacitada para guiarnos por el debido camino. Sin lugar a dudas el apstol san Pablo muestra cun sin fuerzas se encuentra la razn para conducirnos por la vida, cuando dice que nosotros, de nosotros mismos, no somos aptos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3,5). No habla de la voluntad ni de los afectos, pero nos prohibe suponer que est en nuestra mano ni siquiera pensar el bien que debemos hacer. Cmo?, dir alguno. Tan depravada est toda nuestra habilidad, sabidura, inteligencia y solicitud, que no puede concebir ni pensar cosa alguna aceptable a Dios? Confieso que esto nos parece excesivamente duro, pues no consentimos fcilmente que quieran privarnos de la agudeza de nuestro entendimiento, que consideramos el ms valioso don que poseemos. Pero el Espritu Santo, que sabe que todos los pensamientos de los sabios del mundo son vanos y que claramente afirma que todo cuanto el corazn del hombre maquina e inventa no es ms que maldad (Sal.94,11; Gn.6,3), juzga que ello es as. Si todo cuanto nuestro entendimiento concibe, ordena e intenta es siempre malo cmo puede pensar algo grato a Dios, a quien nicamente puede agradar la justicia y la santidad? Y por ello se puede ver que, doquiera se vuelva nuestro entendimiento, est sujeto a la vanidad. Esto es lo que echaba muy en falta David en s mismo cuando peda entendimiento para conocer bien los mandatos de Dios (Sal. 119,34), dando a entender con tales palabras que no le bastaba su entendimiento, y que por ello necesitaba uno nuevo. Y esto no lo pide una sola vez, sino hasta casi diez veces reitera tal peticin en un mismo salmo, denotando as cunto necesitaba conseguir esto de Dios. Y lo que David pide para s, san Pablo lo suele pedir en general para todas las iglesias: "No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabidura e inteligencia espiritual, para que andis como es digno del Seor... " (Col. 1, 9- 10; Flp. 1, 4). Advirtase que al decir que ello es un beneficio de Dios equivale a proclamar que no estriba en la
facultad del hombre. San Agustn ha experimentado hasta tal punto esta deficiencia de nuestro entendimiento en orden a entender las cosas divinas, que confiesa que no es menos necesaria la gracia del Espritu Santo para iluminar nuestro entendimiento, que lo es la claridad del sol para nuestros ojos'. Y no satisfecho con esto, como si no hubiera dicho bastante, se corrige al punto, diciendo que nosotros abrimos los ojos del cuerpo para ver la claridad del sol, pero que los ojos de nuestro entendimiento siempre estarn cerrados, si el Seor no los abre. En cada momento nuestro espritu depende de Dios. Adems, la Escritura no dice que nuestro entendimiento es iluminado de una vez para siempre, de suerte que en adelante pueda ver ya por s mismo. Porque la cita de san Pablo poco antes mencionada, se refiere a una ininterrumpida continuidad y progreso de los fieles. Y claramente lo da a entender David con estas palabras: "Con todo mi corazn te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos" (Sal. 119, 10). Pues, aunque fue regenerado y haba aventajado a los dems en el temor de Dios, sin embargo, confiesa que necesita a cada momento ser enderezado por el buen camino, a fin de no apartarse de la doctrina en que ha sido instruido. Por eso en otro lugar pide que le sea renovado el espritu de rectitud, que por su culpa haba perdido (Sal. 5 1, 10), porque a Dios pertenece devolvernos lo que por algn tiempo nos haba quitado, igual que drnoslo al principio. B. CORRUPCIN DE LA VOLUNTAD 26. El deseo natural del bien no prueba la libertad de la voluntad Tenemos que examinar ahora la voluntad, en la cual principalmente reside la libertad de nuestro albedro, pues ya hemos visto que a ella le corresponde propiamente elegir, y no al entendimiento. En primer lugar, a fin de que no parezca que lo que dijeron los filsofos, y fue opinin general (a saber, que todas las cosas naturalmente apetecen lo bueno), es argumento convincente para probar que existe cierta rectitud en la voluntad, hemos de advertir que la facultad del libre albedro no debe considerarse en un deseo que procede de una inclinacin natural, y no de una cierta deliberacin. Porque los mismos telogos escolsticos confiesan que no hay accin alguna del libre albedro, ms que donde la razn sopesa los pros y los contra. Con esto quieren decir que el objeto del deseo ha de estar sometido a eleccin, y que le debe preceder la deliberacin que abra el camino hacia aqulla. Si de hecho consideramos cul es este deseo natural del bien en el hombre, veremos que es el mismo que tienen las bestias. Tambin ellas buscan su provecho, y cuando hay alguna apariencia de bien perceptible a sus sentidos, se van tras l. En cuanto al hombre, no escoge lo que verdaderamente es bueno para l, segn la excelencia de su naturaleza inmortal y el dictado de su corazn, para ir en su seguimiento, sino que contra toda razn y consejo sigue, como una bestia, la inclinacin natural. Por tanto, no pertenece en modo alguno al libre albedro, el que el hombre se sienta incitado por un sentimiento natural a apetecer lo bueno; sino que es necesario que juzgue lo bueno con rectitud de juicio; que, despus de conocerlo, lo elija; y que persiga lo que ha elegido. A fin de orillar toda dificultad hemos de advertir que hay dos puntos en que podemos engaarnos en esta materia. Porque en esta manera de expresarse, el nombre de "deseo" no significa el movimiento propio de la voluntad, sino una inclinacin natural. Y lo segundo es que "bien", no quiere decir aqu la justicia o la virtud, sino lo que cada criatura natural apetece
conforme a su estado para su bienestar. Y aunque el hombre apetezca el bien con todas sus fuerzas, nunca empero lo sigue. Como tampoco hay nadie que no desee la bienaventuranza, y, sin embargo, nadie aspira a ella si no le ayuda el Espritu Santo. Resulta, entonces, que este deseo natural no sirve en modo alguno para probar que el hombre tiene libre albedro, del mismo modo que la inclinacin natural de todas las criaturas a conseguir su perfeccin natural, nada prueba respecto a que tengan libertad. Conviene, pues, considerar en las otras cosas, si la voluntad del hombre est de tal manera corrompida y viciada, que no puede concebir sino el mal-, o si queda en ella parte alguna en su perfeccin e integridad de la cual procedan los buenos deseos. 27. El testimonio de Romanos 7,14-25 contradice a los telogos escolsticos Los que atribuyen a la primera gracia de Dios el que nosotros podamos querer eficazmente, parecen dar a entender con sus palabras, igualmente, que existe en el alma una cierta facultad de apetecer voluntariamente el bien, pero tan dbil que no logra cuajar en un firme anhelo, ni hacer que el hombre realice el esfuerzo necesario. No hay duda de que sta ha sido opinin comn entre los escolsticos, y que la tomaron de Orgenes y algunos otros escritores antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su pura naturaleza, lo describen segn las palabras de san Pablo: "No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago". El querer el bien est en m, pero no el hacerlo" (Rom. 7,15. 18). Pero pervierten toda la disputa de que trata en aquel lugar el Apstol. l se refiere a la lucha cristiana, de la que tambin trata ms brevemente en la epstola a los Glatas, que los fieles experimentan perpetuamente entre la carne y el espritu; pero el espritu no lo poseen naturalmente, sino por la regeneracin. Y que el Apstol habla de los regenerados se ve porque, despus de decir que en l no habita bien alguno, explica luego que l entiende esto de su carne: y, por tanto, niega que sea l quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en l. Qu quiere decir esta correccin: "En m, o sea, en mi carne"? Evidentemente es como si dijera: "No habita en m bien alguno mo, pues no es posible hallar ninguno en mi carne". Y de ah se sigue aquella excusa: "No soy yo quien hace el mal, sino el pecado que habita en m", excusa aplicable solamente a los fieles, que se esfuerzan en tender al bien por lo que hace a la parte principal de su alma. Adems, la conclusin que sigue claramente explica esto mismo: "Segn el hombre interior" dice el Apstol "rne deleito en la Ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente" (Rom. 7,22-23). Quin puede llevar en s mismo tal lucha, sino el que, regenerado por el Espritu de Dios, lleva siempre en s restos de su carne? Y por eso san Agustn, habiendo aplicado algn tiempo este texto de la Escritura a la naturaleza del hombre, ha retractado luego su exposicin como falsa e inconveniente l. Y verdaderamente, si admitimos que el hombre tiene la ms insignificante tendencia al bien sin la gracia de Dios, qu responderemos al Apstol, que niega que seamos capaces incluso de concebir el bien (2Cor.3,5)? Qu responderemos al Seor, el cual dice por Moiss, que todo cuanto forja el corazn del hombre no es ms que, maldad (Gn.8,21)? Estamos completamente bajo la servidumbre del pecado. Por tanto, habindose equivocado en la exposicin de este pasaje, no hay por qu hacer caso de sus fantasas. Ms bien, aceptemos lo que dice Cristo: "Todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado (Jn. 8,34). Todos somos por nuestra naturaleza pecadores; luego se sigue que estamos bajo el yugo del pecado. Y si todo hombre est sometido a pecado, por necesidad su voluntad, sede principal del pecado, tiene que estar estrechamente ligada. Pues no podra ser verdad en otro caso lo que dice san Pablo, que Dios es quien produce en nosotros el querer (Flp.2,13), si algo en nuestra voluntad precediese a la gracia del Espritu Santo.
Por tanto, dejemos a un lado cuantos desatinos se han proferido respecto a la preparacin al bien; pues, aunque muchas veces los fieles piden a Dios que disponga su corazn para obedecer a la Ley, como lo hace David en muchos lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo deseo proviene de Dios. Lo cual se puede deducir de sus mismas palabras; pues al desear que se cree en l un corazn limpio, evidentemente no se atribuye a s mismo tal creacin. Por lo cual admitimos lo que dice san Agustn: "Dios te ha prevenido en todas las cosas; prevn t alguna vez su ira. De qu manera? Confiesa que todas estas cosas las tienes de Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de l, y todo el mal viene de ti." Y concluye l: "Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado"'. *** CAPTULO III TODO CUANTO PRODUCE LA NATURALEZA CORROMPIDA DEL HOMBRE MERECE CONDENACIN 1. Segn la Escritura, el hombre natural es corrompido y carnal Pero ninguna manera mejor de conocer al hombre respecto a ambas facultades, que atribuirle los ttulos con que le pinta la Escritura. Si todo hombre queda descrito con estas palabras de Cristo: "Lo que es nacido de la carne, carne es (Jn. 3,6), bien se ve que es una criatura harto miserable. Porque como dice el Apstol, todo afecto de la carne es muerte, puesto que es enemistad contra Dios; y por eso no se sujeta ala Ley de Dios, ni se puede sujetar (Rom. 8,6-7). Es tanta la perversidad de la carne que osa disputar con Dios, que no puede someterse a la justicia de Su Ley, y que, finalmente, no es capaz de producir por s misma ms que la muerte? Supongamos que no hay en la naturaleza del hombre ms que carne: decidme si podris sacar de all algo bueno. Pero alguno puede que diga que este trmino carne" tiene relacin nicamente con la parte sensual, y no con la superior del alma. Respondo que eso se puede refutar fcilmente por las palabras de Cristo y del Apstol. El argumento del Seor es que es necesario que el hombre vuelva a nacer otra vez, porque es carne (Jn. 3,6). No dice que vuelva a nacer segn el cuerpo. Y en cuanto al alma, no se dice que renace si slo es renovada en cuanto a alguna facultad, y no completamente. Y se confirma por la comparacin que tanto Cristo como san Pablo establecen; pues el espritu se compara con la carne de tal manera, que no queda nada en lo que convengan entre s. Luego, cuanto hay en el hombre, si no es espiritual, por el mismo hecho tiene que ser carnal. Ahora bien, no tenemos nada espiritual que no proceda de la regeneracin; por tanto, todo cuanto tenemos en virtud de nuestra naturaleza no es sino carne. Y sj alguna duda nos queda sobre este punto, nos la quita el Apstol, cuando, despus de describir y pintar al viejo hombre, del que dice que est viciado por sus desatinadas concupiscencias, manda que nos renovemos en el espritu de nuestra mente (Ef.4,23). No pone los deseos lcitos y malvados solamente en la parte sensual, sino tambin en el mismo entendimiento; y por eso manda que sea renovado. Y poco antes hace una descripcin de la naturaleza humana, que demuestra que estamos corrompidos y pervertidos en todas nuestras facultades. Pues cuando dice que los gentiles "andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazn" (Ef. 4,17-18), no hay duda de que se refiere a todos aquellos que Dios no ha reformado an conforme a la rectitud de su sabidura y
justicia. Y ms claramente se puede ver por la comparacin que luego pone, en la cual recuerda a los fieles que no han aprendido as a Cristo. Porque de estas palabras podemos concluir que la gracia de Jesucristo es el nico remedio para librarnos de tal ceguera y de los males subsiguientes. Lo mismo afirma Isaas, que haba profetizado acerca del reino de Cristo diciendo: "He aqu que las tinieblas cubrirn la tierra, y oscuridad las naciones; ms sobre ti amanecer Jehov, y sobre ti ser vista su gloria" (Is. 60,2). No citar todos los textos que hablan de la vanidad del hombre, especialmente los de David y los profetas. Pero viene muy a propsito lo que dice David, que pesando al hombre y a la vanidad, se vera que l es ms vano que ella misma (Sal. 62,9). Es ste un buen golpe a su entendimiento, pues todos los pensamientos que de l proceden son tenidos por locos, frvolos, desatinados y perversos. 2. El corazn del hombre es vicioso y esta vaco de todo bien Y no es menos grave la condenacin proferida contra su corazn, cuando se dice que todo l es engaoso y perverso ms que todas las cosas (Jer. 17,9). Mas, como quiero ser breve, me contentar con una sola cita, que sea como un espejo muy claro en el cual podremos contemplar la imagen total de nuestra naturaleza. Queriendo el Apstol abatir la arrogancia de los hombres, afirma: "No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron intiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engaan; veneno de spides hay debajo de sus labios. Su boca est llena de maldicin y de amargura; sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos" (Rom. 3,10-18; Sal. 14,1-3). El Apstol fulmina con estas graves palabras, no a cierta clase de personas, sino a todos los descendientes de Adn. No reprende las malas costumbres de ste o del otro siglo, sino que acusa a la perpetua corrupcin de nuestra naturaleza. Pues su intencin en este lugar no es simplemente reprender a los hombres para que se enmienden, sino ensearles a todos, desde el primero al ltimo, que se encuentran oprimidos por tal calamidad, que jams podrn librarse de ella si la misericordia de Dios no lo hace. Y como no se poda probar esto sin poner de manifiesto que nuestra naturaleza se halla hundida en esta miseria y perdicin, alega estos testimonios con los que claramente se ve que nuestra naturaleza est ms que perdida. Queda pues bien establecido que los hombres son como el Apstol los ha descrito, no simplemente en virtud de alguna mala costumbre, sino por perversin natural. Pues de otra manera el argumento que usa no servira para nada. Muestra el Apstol que nuestra nica salvacin est en la misericordia de Dios; pues todo hombre est por si mismo sin esperanza y perdido. No me detengo aqu a aplicar estos testimonios a la intencin de san Pablo, pues los acepto ahora como si el Apstol hubiera sido el primero en proponerlos, sin tomarlos de los Profetas. En primer lugar, despoja al hombre de la justicia, es decir, de la integridad y pureza. Luego le priva de inteligencia dando como prueba el haberse apartado el hombre de Dios, que es el primer grado de la sabidura. A continuacin afirma que todos se han extraviado, y estn como podridos, de suerte que no hacen bien alguno. Cuenta luego las abominaciones con que han contaminado su cuerpo los que se han entregado a la maldad. Finalmente, declara que todos estn privados del temor de Dios, el cual debiera ser la regla a la que conformramos toda nuestra vida. Si tales son las riquezas que los hombres reciben en herencia, en vano se busca en nuestra naturaleza cosa alguna que sea buena. Convengo en que no aparecen en cada hombre todas estas
abominaciones; pero nadie podr negar que todos llevamos en nuestro pecho esta semilla del mal. Porque igual que un cuerpo cuando tiene en s la causa de su enfermedad no se dice ya que est sano, aunque an no haya hecho su aparicin la enfermedad ni experimente dolor alguno, del mismo modo el alma no podr ser tenida por sana encerrando en s misma tanta inmundicia. Y aun esta semejanza no tiene plena aplicacin; porque en el cuerpo, por muy enfermo que est, siempre queda alguna fuerza vital; pero el alma, hundida en este cieno mortal, no solamente esta cargada de vicios, sino adems vaca de todo bien. 3. Los paganos no tienen virtud alguna si no es por la gracia de Dios Surge aqu de nuevo la misma disputa de que antes hemos tratado. Porque siempre ha habido algunos que, tomando la naturaleza por gua, han procurado durante toda su vida seguir el sendero de la virtud. Y no considero el que se puedan hallar muchas faltas en sus costumbres; pues lo cierto es que con su honestidad demostraron que en su naturaleza hubo ciertos grados de pureza. Aunque luego explicaremos ms ampliamente en qu estima son tenidas estas virtudes delante de Dios, al tratar del valor de las obras, es necesario decir ahora lo que hace al propsito que tenemos entre manos. Estos ejemplos parece que nos invitan a pensar que la naturaleza humana no es del todo viciosa, pues vemos que algunos por inclinacin natural, no solamente hicieron obras heroicas, sino que se condujeron honestsimamente toda su vida. Pero hemos de advertir, que en la corrupcin universal de que aqu hablamos an queda lugar para la gracia de Dios; no para enmendar la perversin natural, sino para reprimirla y contenerla dentro. Porque si el Seor permitiera a cada uno seguir sus apetitos a rienda suelta, no habra nadie que no demostrase Con su personal experiencia que todos los vicios con que san Pablo condena a la naturaleza humana estaban en l. Pues, quin podr eximirse de no ser del nmero de aqullos cuyos pies son ligeros para derramar sangre, cuyas manos estn manchadas por hurtos y homicidios, sus gargantas semejantes a sepulcros abiertos, sus lenguas engaosas, sus labios emponzoados, sus obras intiles, malas, podridas y mortales; cuyo corazn est sin Dios, sus entraas llenas de malicia, sus ojos al acecho para causar mal, su nimo engredo para mofarse; en fin, todas sus facultades prestas para hacer mal (Rom.3,10)? Si toda alma est sujeta a estos monstruosos vicios, como muy abiertamente lo atestigua el Apstol, bien se ve lo que sucedera si el Seor soltase las riendas a la concupiscencia del hombre, para que hiciese cuanto se le antojase. No hay fiera tan enfurecida, que a tanto desatino llegara; no hay ro, por enfurecido y violento que sea, capaz de desbordarse con tal mpetu. El Seor cura estas enfermedades en sus escogidos del modo que luego diremos, y a los rprobos solamente los reprime tirndoles del freno para que no se desmanden, segn lo que Dios sabe que conviene para la conservacin del mundo. De aqu procede el que unos por vergenza, y otros por temor de las leyes, se sientan frenados para no cometer muchos gneros de torpezas, aunque en parte no pueden disimular su inmundicia y sus perversas inclinaciones. Otros, pensando que el vivir honestamente les resulta muy provechoso, procuran como pueden llevar este gnero de vida. Otros, no contentos con esto, quieren ir ms all, esforzndose con cierta majestad en tener a los dems en sujecin l. De esta manera Dios, con su providencia refrena la perversidad de nuestra naturaleza para que no se desmande, pero no la purifica por dentro. 4. Sin el deseo de glorificar a Dios, todas sus gracias son mancilladas Quiz diga alguno que la cuestin no est an resuelta. Porque, o hacemos a Camilo
semejante a Catilina, o tendremos que ver por fuerza en Camilo, que si la naturaleza se encamina bien, no est totalmente vaca de bondad. Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y que con toda justicia, consideradas en s mismas, son dignas de alabanza. Pero de qu manera prueban que l tena una bondad natural? Para demostrar esto hay que volver a reflexionar sobre el corazn y argumentar as: Si un hombre natural fue dotado de tal integridad en su manera de vivir, nuestra naturaleza, evidentemente no carece de cierta facultad para apetecer el bien. Pero, qu suceder si el corazn fuere perverso y malo, que nada desea menos que seguir el bien? Ahora bien, si concedemos que l fue un hombre natural, no hay duda alguna de que su corazn fue as. Entonces, qu facultad respecto al bien pondremos en la naturaleza humana, si en la mayor manifestacin de integridad que conocemos resulta que siempre tiende a la corrupcin? En consecuencia, as como no debemos alabar a un hombre de virtuoso, si sus vicios estn encubiertos bajo capa de virtud, igualmente no hemos de atribuir a la voluntad del hombre la facultad de apetecer lo bueno, mientras permanezca estancada en su maldad. Por lo dems, la solucin ms fcil y evidente de esta cuestin es decir que estas virtudes no son comunes a la naturaleza, sino gracias particulares del Seor, que las distribuye incluso a los infieles del modo y en la medida que lo tiene por conveniente. Por eso en nuestro modo corriente de hablar no dudamos en decir que uno es bien nacido, y el otro no; que ste es de buen natural, y el otro de malo. Sin embargo, no por ello exclumos a ninguno de la universal condicin de la corrupcin humana, sino que damos a entender la gracia particular que Dios ha concedido a uno, y de la que ha privado al otro. Queriendo Dios hacer rey a Sal lo form como a un hombre nuevo (1 Sm. 10, 6). Por esto Platn, siguiendo la fbula de Homero, dice que los hijos de los reyes son formados de una masa preciosa, para diferenciarlos del vulgo, porque Dios, queriendo mirar por el linaje humano, dota de virtudes singulares a los que constituye en dignidad; y ciertamente que de este taller han salido los excelentes gobernantes de los que las historias nos hablan. Y lo mismo se ha de decir de los que no desempean oficios pblicos. Mas, como quiera que cada uno, cuanto mayor era su excelencia, ms se ha dejado llevar de la ambicin, todas sus virtudes quedaron mancilladas y perdieron su valor ante Dios, y todo cuanto pareca digno de alabanza en los hombres profanos ha de ser tenido en nada. Adems, cuando no hay deseo alguno de que Dios sea glorificado, falta lo principal de la rectitud. Es evidente que cuantos no han sido regenerados estn vacos y bien lejos de poseer este bien. No en vano se dice en Isaas, que el espritu de temor de Dios reposar sobre Cristo (1s. 11,2). Con lo cual se quiere dar a entender, que cuantos son ajenos a Cristo estn tambin privados de este temor, que es principio de sabidura. En cuanto a las virtudes que nos engaan con su vana apariencia, sern muy ensalzadas ante la sociedad y entre los hombres en general, pero ante el juicio de Dios no valdrn lo ms mnimo para obtener con ellas justicia. 5. El hombre natural est despojado de toda sana voluntad As que la voluntad estando ligada y cautiva del pecado, no pueden modo alguno moverse al bien, cunto menos aplicarse al mismo! pues semejante movimiento es el principio de la conversin a Dios, k cual la Escritura lo atribuye totalmente a la gracia de Dios. Y as Jeremas pide al Seor que le convierta, si quiere que sea convertido (Jer 31,18). Y por esta razn en el mismo captulo, el profeta dice, describiendo la redencin espiritual de los fieles, que son rescatados de la mano de otro ms fuerte; dando a entender con tales palabras, cun fuerte son los
lazos que aprisionan al pecador mientras, alejado de Dios, vive bajo la tirana del Diablo. Sin embargo, el hombre cuenta siempre con su voluntad, la cual por su misma aficin est muy inclinada a pecar, ) busca cuantas ocasiones puede para ello. Porque cuando el hombre se vio envuelto en esta necesidad, no por ello fue despojado de su voluntad sino de su sana voluntad. Por esto no se expresa mal san Bernardo, a decir que en todos los hombres existe el querer; mas querer el bien e bendicin, y querer lo malo, es prdida. As que al hombre le queda simplemente el querer; el querer el mal viene de nuestra naturaleza corrompida, y querer el bien, de la gracia'. Y en cuanto a lo que digo, que la voluntad se halla despojada de su libertad y necesariamente atrada hacia el mal, es de maravillar que haya quien tenga por dura tal manera de hablar, pues ningn absurdo encierra en s misma, y ha sido usada por los doctores antiguos. Distincin entre necesidad y violencia. Puede que se ofendan los que no saben distinguir entre necesidad y violencia 2. Pero si alguien les preguntare a estos tales si Dios es necesariamente bueno y el Diablo es malo por necesidad, qu respondern? Evidentemente la bondad de Dios est de tal manera unida a su divinidad, que tan necesario es que sea bueno, como que sea Dios. Y el Diablo por su cada de tal manera est alejado del bien, que no puede hacer cosa alguna, sino el mal. Y si alguno afirma con blasfemia que Dios no merece que se le alabe grandemente por su bondad, pues la tiene por necesidad, quin no tendr en seguida a mano la respuesta, que a su inmensa bondad se debe el que no pueda obrar mal, y no por violencia y a la fuerza? Luego, si no impide que la voluntad de Dios sea libre para obrar bien el que por necesidad haga el bien; y si el Diablo, que no es capaz de hacer ms que el mal, sin embargo peca voluntariamente, quin osar decir que el hombre no peca voluntariamente porque se ve forzado a pecar? San Agustn ensea de continuo esta necesidad; y, aun cuando Celestio le acusaba calumniosamente de hacer odiosa esta doctrina, no por eso dej de insistir en ella, diciendo que por la libertad del hombre ha acontecido que pecase; pero ahora, la corrupcin que ha seguido al castigo del pecado ha trocado la libertad en necesidad. Y siempre que toca este punto habla abiertamente de la necesaria servidumbre de pecar en que estamos. As que debemos tener en cuenta esta distincin: que el hombre, despus de su corrupcin por su cada, peca voluntariamente, no forzado ni violentado; en virtud de una inclinacin muy acentuada a pecar, y no por fuerza; por un movimiento de su misma concupiscencia, no porque otro le impulse a ello; y, sin embargo, que su naturaleza es tan perversa que no puede ser inducido ni encaminado ms que al mal4. Si esto es verdad, evidentemente est sometido a la necesidad de pecar. San Bernardo, teniendo presente la doctrina de san Agustn, habla de esta manera: "Slo el hombre entre todos los animales es libre; y, sin embargo, despus del pecado, padece una cierta violencia; pero de la voluntad, no de naturaleza, de suerte que ni aun as queda privado de su libertad natural", porque lo que es voluntario es tambin libre. Y poco despus aade: La voluntad cambiada hacia el mal por el pecado, por no s qu extraa y nunca vista manera, se impone una necesidad tal, que ni la necesidad, siendo voluntaria, puede excusar la voluntad, ni la voluntad de continuo solicitada, puede desentenderse de la necesidad; porque esta necesidad en cierta manera es voluntaria". Y aade luego que estamos oprimidos por un yugo que no es otro que el de la sujecin voluntaria; y que por razn de tal servidumbre somos miserables, y por razn de la voluntad somos inexcusables; pues la voluntad siendo libre se hizo esclava del pecado. Finalmente concluye: "El alma, pues, queda encadenada como sierva de esta necesidad voluntaria y de una libertad perjudicial; y queda libre de modo extrao y harto nocivo; sierva por necesidad, y libre por voluntad. Y lo que es an ms sorprendente y doloroso: es culpable, por ser libre; y es
esclava, porque es culpable; y de esta manera es esclava precisamente en cuanto es libre". Claramente se ve por estos testimonios que no estoy yo diciendo nada nuevo, sino que me limito a repetir lo que san Agustn ha dicho ya, con el comn consentimiento de los antiguos, y lo que casi mil aos despus se ha conservado en los monasterios de los monjes. Pero el Maestro de las Sentencias, no habiendo sabido distinguir entre necesidad y violencia, ha abierto la puerta a un error muy pernicioso, diciendo que el hombre podra evitar el pecado, puesto que peca libremente'. 6. El nico remedio es que Dios regenere nuestros corazones y nuestro espritu Es menester considerar, por el contrario, cul es el remedio que nos aporta la gracia de Dios, por la cual nuestra natural perversin queda corregida y subsanada. Pues, como el Seor, al darnos su ayuda, nos concede lo que nos falta, cuando entendamos qu es lo que obra en nosotros, veremos en seguida por contraposicin cul es nuestra pobreza. Cuando el Apstol dice a los filipenses que l confa en que quien comenz la buena obra en ellos, la perfeccionar hasta el da de Jesucristo (Flp. 1, 6), no hay duda de que por principio de buena obra entiende el origen mismo y el principio de la conversin, lo cual tiene lugar cuando Dios convierte la voluntad. As que Dios comienza su obra en nosotros inspirando en nuestro corazn el amor y el deseo de la justicia; o, para hablar con mayor propiedad, inclinando, formando y enderezando nuestro corazn hacia la justicia; pero perfecciona y acaba su obra confirmndonos, para que perseveremos. As pues, para que nadie se imagine que Dios comienza el bien en nosotros cuando nuestra voluntad, que por s sola es dbil, recibe ayuda de Dios, el Espritu Santo en otro lugar expone de qu vale nuestra voluntad por s sola. "Os dar" dice Dios, "corazn nuevo, y pondr espritu nuevo dentro de vosotros; y quitar de vuestra carne el corazn de piedra, y os dar un corazn de carne. Y pondr en vosotros mi espritu, y har que andis en mis estatutos (Ez.36,26-27). Quin dir ahora que simplemente la debilidad de nuestra voluntad es fortalecida para que pueda aspirar eficazmente a escoger el bien, puesto que vemos que es totalmente reformada y renovada? Si la piedra fuera tan suave que simplemente con tocarla se le pudiera dar la forma que nos agradare, no negar que el corazn del hombre posea cierta aptitud para obedecer a Dios, con tal de que su gracia supla la imperfeccin que tiene. Pero si con esta semejanza el Seor ha querido demostrarnos que era imposible extraer de nuestro corazn una sola gota de bien, si no es del todo transformado, entonces no dividamos entre l y nosotros la gloria y alabanza que l se apropia y atribuye como exclusivamente suya. Dios cambia nuestra voluntad de mala en buena. As que, si cuando el Seor nos convierte al bien, es como si una piedra fuese convertida en carne, evidentemente cuanto hay en nuestra voluntad desaparece del todo, y lo que se introduce en su lugar es todo de Dios. Digo que la voluntad es suprimida, no en cuanto voluntad, porque en la conversin del hombre permanece ntegro lo que es propio de su primera naturaleza. Digo tambin que la voluntad es hecha nueva, no porque comience a existir de nuevo, sino porque de mala es convertida en buena. Y digo que esto lo hace totalmente Dios, porque, segn el testimonio del Apstol, no somos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3,5). Por esta causa en otro lugar dice, que Dios no solamente ayuda a nuestra dbil voluntad y corrige su malicia, sino que produce el querer en nosotros (Flp. 2,13). De donde se deduce fcilmente lo que antes he dicho: que todo el bien que hay en la voluntad es solamente obra de la gracia. Y en este sentido el Apstol dice en otra parte, que Dios es quien obra "todas las cosas en todos (1 Cor. 12,6). En este lugar no se trata del gobierno universal, sino que atribuye a Dios exclusivamente la gloria de todos los bienes de que estn los fieles adornados. Y al decir "todas las cosas", evidentemente
hace a Dios autor de la vida espiritual desde su principio a su trmino. Esto mismo lo haba enseado antes con otras palabras, diciendo que los fieles son de Dios en Cristo (1 Cor. 8,6). Con lo cual bien claramente afirma una nueva creacin, por la cual queda destruido todo lo que es de la naturaleza comn. A esto viene tambin la oposicin entre Adn y Cristo, que en otro lugar propone ms claramente, donde dice que nosotros -somos hechura suya, creados en Cristo, para buena ' s obras, las cuales Dios prepar de antemano para que anduvisemos en ellas" (Ef. 2, 10). Pues con esta razn quiere probar que nuestra salvacin es gratuita, en cuanto que el principio de todo bien proviene de la segunda creacin, que obtenemos en Cristo. Ahora bien, si hubiese en nosotros la menor facultad del mundo, tambin tendramos alguna parte de mrito. Pero, a fin de disipar esta fantasa de un mrito de nuestra parte, argumenta de esta manera: "por que en Cristo fuimos creados para las buenas obras, las cuales Dios prepar de antemano"; con las cuales palabras quiere decir que todas las buenas obras en su totalidad, desde el primer momento hasta la perseverancia final, pertenecen a Dios. Por la misma razn el Profeta, despus de haber dicho que somos hechura de Dios, para que no se establezca divisin alguna aade que nosotros no nos hicimos (Sal. 100, 3); y que se refiere a la regeneracin, principio de la vida espiritual, est claro por el contexto; pues luego sigue: "pueblo suyo somos, y ovejas de su prado" (Ibid.). Vemos, pues, que el Profeta no se dio por satisfecho con haber atribuido a Dios simplemente la gloria de nuestra salvacin, sino que nos excluye totalmente de su compaa, como si dijera que ni tanto as le queda al hombre de que poderse gloriar, porque todo es de Dios. 7. La voluntad, preparada por la gracia, desempea algn papel independientemente de sta? Mas, quizs haya alguno que se muestre de acuerdo en que la voluntad por s misma est alejada del bien y que por la sola potencia de Dios s convierte a la justicia, pero que, a pesar de todo, una vez preparada, obra tambin en ella por su parte, como escribe san Agustn: "La gracia precede a toda buena obra, y en el bien obrar la voluntad es conducida por la gracia, y no la gua; la voluntad sigue, y no precede"'. Esta sentencia no contiene mal alguno en s, pero ha sido pervertida y mal aplicada a est( propsito por el Maestro de las Sentencias . Ahora bien, digo que tanto en las palabras que he citado del Profeta como en otros lugares semejantes hay que notar dos cosas: que el Seor corrige, o por mejor decir, destruy nuestra perversa voluntad, y que luego nos da El mismo otra buena. En cuanto nuestra voluntad es prevenida por la gracia, admito que se la llame sierva; pero en cuanto al ser reformada es obra de Dios, no se puede atribuir al hombre que l por su voluntad obedezca a la gracia preveniente. La gracia sola produce la voluntad. Por tanto, no se expres bien san Crisstomo cuando dijo: Ni la gracia sin la voluntad, ni la voluntad sin la gracia, pueden obrar cosa alguna"'. Como si la voluntad misma no fuera hecha y formada por la gracia segn lo hemos probado poco antes por san Pablo. En cuanto a san Agustn, su intencin, al llamar a la voluntad sierva de la gracia, no fue atribuirle papel alguno en el bien obrar, sino que nicamente pretenda refutar la falsa doctrina de Pelagio, el cual pona como causa primera de la salvacin los mritos del hombre. As que san Agustn insista en lo que haca a su propsito, a saber, que la gracia precede a todo mrito; dejando aparte la cuestin del perpetuo efecto de la gracia en nosotros, de lo cual trata admirablemente en otro lugar. Porque, cuando dice repetidas veces que el Seor previene al que no quiere, para que quiera, y que asiste al que quiere, para que no quiera en vano, pone al Seor
como autor absoluto de las buenas obras. Por lo dems, sobre este tema hay en sus escritos muchas sentencias harto claras: "Los hombres," dice, "se esfuerzan por hallar en nuestra voluntad lo que nos pertenece a nosotros, y no a Dios; mas yo no s cmo lo podrn encontrar---4. Y en el libro primero contra Pelagio y Celestio, interpretando aquel dicho de Cristo: "Todo aquel que oy al Padre, y aprendi de l, viene a m" (Jn. 6,45), dice: "La voluntad del hombre es ayudada de tal manera que no solamente sepa lo que ha de hacer, sino que, sabindolo, lo ponga tambin por obra; y as, cuando Dios ensea, no por la letra de la ley, sino por la gracia del espritu, de tal manera ensea que lo que cada uno ha aprendido, no solamente lo vea conocindolo, sino que tambin, querindolo lo apetezca, y obrando lo lleve a cabo". 8. Testimonio de la Escritura Y como quiera que nos encontramos en el punto central de esta materia, resumamos en pocas palabras este tema, y confirmmoslo con testimonios evidentes de la Escritura. Y luego, para que nadie nos acuse de que alteramos la Escritura, mostremos que la verdad que enseamos, tambin la ense san Agustn. No creo que sea conveniente citar todos los testimonios que se pueden hallar en la Escritura para confirmacin de nuestra doctrina; bastar que escojamos algunos que sirvan para comprender los dems, que por doquier aparecen en la Escritura. Por otra parte me parece que no estar de ms mostrar con toda evidencia que estoy lejos de disentir del parecer de este gran santo, al que la Iglesia tiene en tanta veneracin'. Ante todo, se ver con razones claras y evidentes que el principio del bien no viene de nadie ms que de Dios. Pues nunca se ver que la voluntad Se incline al bien si no es en los elegidos. Ahora bien, la causa de la eleccin hay que buscarla fuera de los hombres; de donde se sigue que el hombre no tiene la buena voluntad por s mismo, sino que proviene del mismo gratuito favor con que fuimos elegidos antes de la creacin del mundo. Hay tambin otra razn no muy diferente a sta: perteneciendo a la fe el principio del bien querer y del bien obrar, hay que ver de dnde proviene la fe misma. Ahora bien, como la Escritura repite de continuo que la fe es un don gratuito de Dios, se sigue que es una pura gracia suya el que comencemos a querer el bien, estando naturalmente inclinados al mal con todo el corazn. Por tanto, cuando el Seor en la conversin de los suyos pone estas dos cosas: quitarles el corazn de piedra, y drselo de carne, claramente atestigua la necesidad de que desaparezca lo que es nuestro, para que podamos ser convertidos a la justicia; y, por otra parte, que todo cuanto pone en su lugar, viene de su gracia. Y esto no lo dice en un solo pasaje. Porque tambin leemos en Jeremas: "Y les dar un corazn, y un camino, para que me teman perpetuamente" (Jer. 32,39). Y un poco despus: "Y pondr mi temor en el corazn de ellos, para que no se aparten de m" (Jer. 32,40). Igualmente en Ezequiel: "Y les dar un corazn, y un espritu nuevo pondr dentro de ellos; y quitar el corazn de piedra de en medio de su carne, y les dar un corazn de carne" (Ez. 11, 19). Ms claramente no podra Dios privarnos a nosotros y atribuirse a s mismo la gloria de todo el bien y rectitud de nuestra voluntad, que llamando a nuestra conversin creacin de un nuevo espritu y un nuevo corazn. Pues de ah se sigue que ninguna cosa buena puede proceder de nuestra voluntad mientras no sea reformada; y que despus de haberlo sido, en cuanto es buena es de Dios, y no de nosotros mismos. 9. La experiencia de los santos Y as vemos que los santos han orado, como cuando Salomn deca: Incline" -el Seor "nuestro corazn hacia l, para que andemos en todos sus caminos, y guardemos todos sus
mandamientos..." (1 Re. 8,58). Con ello demuestra la rebelda de nuestro corazn al decir que es naturalmente rebelde contra Dios y su Ley, si Dios no lo convierte. Lo mismo se dice en el Salmo: "Inclina mi corazn a tus testimonios" (Sal. 119,36). Pues hay que notar siempre la oposicin entre la perversidad que nos induce a ser rebeldes a Dios, y el cambio por el que somos sometidos a su servicio. Y cuando David, viendo que durante algn tiempo haba sido privado de la gracia de Dios, pide al Seor que cree en l un corazn limpio y renueve en sus entraas el espritu de rectitud (Sal. 5 1, 10), no reconoce con ello que todo su corazn est lleno de suciedad, y que su espritu se halla encenagado en la maldad? Adems, al llamar a la limpieza que pide, "obra de Dios", no le atribuye por ventura toda la gloria? Si alguno replica que esta oracin es mera seal de un afecto bueno y santo, la respuesta la tenemos a mano; pues, aunque David ya estaba en parte en el buen camino, no obstante l compara el estado en que primeramente se encontraba con el horrible estrago y miseria en que haba cado, de lo cual tena buena experiencia. Y as, considerndose como apartado de Dios, con toda razn pide que se le d todo lo que Dios otorga a sus elegidos en la regeneracin. Y por eso, sintindose semejante a.un muerto, dese ser formado de nuevo, a fin de que, de esclavo de Satans, sea convertido en instrumento del Espritu Santo. Nada podemos sin Cristo. De cierto, es sorprendente nuestro orgullo! No hay nada que con mayor encarecimiento nos mande el Seor que la religiosa observancia del sbado, es decir, que descansemos de las obras; y no hay nada ms difcil de conseguir de nosotros que dejar a un lado nuestras obras para dar el debido lugar a las de Dios. Si no nos lo impidiera nuestro orgullo, el Seor Jess nos ha dado suficientes testimonios de sus gracias y mercedes, para que no sean arrinconadas maliciosamente. "Yo soy", dice, "la vid verdadera, y mi Padre es el labrador" (Jn. 15, l). "Como el pmpano no puede llevar fruto por s mismo, si no permanece en la vid, as tampoco vosotros, si no permanecis en m...; porque separados de m nada podis hacer" (Jn. 15,4. 5). Si nosotros no damos ms fruto que un sarmiento cortado de su cepa, que est privado de su savia, no hay por qu seguir investigando respecto a la aptitud de nuestra naturaleza para el bien. Ni tampoco ofrece duda alguna la conclusin: Separados de m nada podis hacer. No dice que es tal nuestra enfermedad que no podemos valernos; sino que al reducirnos a nada, excluye cualquier suposicin de que haya en nosotros ni sombra de poder. Si nosotros, injertados en Cristo, damos fruto como la cepa, que recibe su fuerza de la humedad de la tierra, del roco del cielo y del calor del sol, me parece evidente que no nos queda parte alguna en las buenas obras, si queremos dar enteramente a Dios lo que es suyo. Es una vana sutileza la de algunos, al decir que en el sarmiento est ya el jugo y la fuerza para producir el fruto; y, por tanto, que el sarmiento no lo toma todo de la tierra ni de su principal raz, pues pone algo por s mismo. Porque Cristo no quiere decir sino que por nosotros mismos no somos ms que un palo seco y sin virtud alguna cuando estamos separados de l; porque en nosotros mismos no existe facultad alguna para obrar bien, como lo dice en otra parte: "Toda planta que no plant mi Padre celestial ser desarraigada" (Mt. 15,13). Dios da el querer y el obrar. Por esto el Apstol le atribuye toda la gloria: "Dios es el que en nosotros produce as el querer como el hacer" (Flp. 2,13). La primera parte de la buena obra es la voluntad; la otra, el esfuerzo de ponerla en prctica: de lo uno y de lo otro es Dios autor. Por tanto, se sigue que si el hombre se atribuye a s mismo alguna cosa, sea respecto al querer el bien, o a llevarlo a la prctica, en la misma medida priva de algo a Dios. Si se dijere que Dios ayuda la debilidad de la voluntad, algo nos quedara a nosotros; pero al decir que hace la voluntad, demuestra que todo el bien que hay en nosotros viene de fuera, y no es nuestro. Y porque aun la
misma buena voluntad est oprimida por el peso de la carne, de suerte que no puede conseguir lo que pretende, aade luego que para vencer las dificultades que nos salen al paso, el Seor nos da constancia y esfuerzo a fin de obrar hasta el fin. Pues de otro modo no podra ser verdad lo que dice en otro lugar: "Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo" (1 Cor. 12,6), en lo cual hemos demostrado que se -comprende todo el curso de la vida espiritual. Por esta causa David, despus de haber pedido al Seor que le mostrase sus caminos, para andar en su verdad, dice luego: "Afirma mi corazn para que tema tu nombre" (Sal. 86, 1 l). Con lo cual quiere decir que incluso los de buenos sentimientos estn tan sujetos a engaos, que fcilmente se desvaneceran, o se iran como I agua, si no fuesen fortalecidos con la constancia. Y de acuerdo con esto, en otro lugar, despus de haber pedido que sus pasos sean encaminados a guardar la Palabra de Dios, suplica luego que se le conceda la fuerza para luchar. "Ninguna iniquidad", dice, "se enseoree de m" (Sal. 119,133). De esta manera, pues, el Seor comienza y lleva a cabo la buena obra en nosotros: en cuanto con su gracia incita nuestra voluntad a amar lo bueno y aficionarse a ello, a querer buscarlo y entregarse a ello; y, adems, que este amor, deseo y esfuerzo no desfallezcan, sino que duren hasta concluir la obra; y, finalmente, que el hombre prosiga constantemente en la bsqueda del bien y persevere en l hasta el fin. 10. Se rechaza el libre arbitrio en la obra de la gracia salvadora Dios mueve nuestra voluntad, no como durante mucho tiempo se ha enseado y credo, de tal manera que despus est en nuestra mano desobedecer u oponernos a dicho impulso; sino con tal eficacia, que hay que seguirlo por necesidad. Por esta razn no se puede admitir lo que tantas veces repite san Crisstomo: "Dios no atrae sino a aquellos que quieren ser atrados. Con lo cual quiere dar a entender que Dios extiende su mano hacia nosotros, esperando nicamente que aceptemos ser ayudados por su gracia. Concedemos, desde luego, que mientras el hombre permaneci en su perfeccin, su estado era tal que poda inclinarse a una u otra parte; pero despus de que Adn ha demostrado con su ejemplo cun pobre cosa es el libre albedro, si Dios no lo quiere y lo puede todo en nosotros, de qu nos servir que nos otorgue su gracia de esa manera? Nosotros la destruiremos con nuestra ingratitud. Y el Apstol no nos ensea que nos sea ofrecida la gracia de querer el bien, de suerte que podamos aceptarla, sino que Dios hace y forma en nosotros el querer; lo cual no significa otra cosa sino que Dios, por su Espritu, encamina nuestro corazn, lo lleva y lo dirige, y reina en l como cosa suya. Y por Ezequiel no promete Dios dar a sus elegidos un corazn nuevo solamente para que puedan caminar por sus mandamientos, sino para que de hecho caminen (Ez. 11, 19-20; 36,27). Ni es posible entender de otra manera lo que dice Cristo: "Todo aquel que oy al Padre, y aprendi de l, viene a m" (Jn. 6,45), si no se entiende que la gracia de Dios es por s misma eficaz para cumplir y perfeccionar su obra, como lo sostiene san Agustn en su libro De la Predestinacin de los Santos (cap.VIII); gracia que Dios no concede a cada uno indistintamente, como dice, si no me engao, el proverbio de Ockham: "La gracia no es negada a ninguno que hace lo que est en S". Por supuesto, hay que ensear a los hombres que la bondad de Dios est a disposicin de cuantos la buscan, sin excepcin alguna. Pero, como quiera que ninguno comienza a buscarla antes de ser inspirado a ello por el cielo, no hay que disminuir, ni aun en esto, la gracia de Dios. Y es cierto que slo a los elegidos pertenece el privilegio de, una vez regenerados por el Espritu de Dios, ser por l guiados y regidos. Por ello san Agustn, con toda razn, no se burla menos de los que se jactan de tener parte alguna en cuanto a querer el bien, que reprende a los que piensan que
la gracia de Dios les es dada a todos indiferentemente. Porque la gracia es el testimonio especial de una gratuita eleccin. "La naturaleza dice, "es comn a todos, mas no la gracia" 4. Y dice que es una sutileza reluciente y frgil como el vidrio, la de aquellos que extienden a todos en general lo que Dios da a quien le place. Y en otro lugar: Cmo viniste a Cristo? Creyendo. Pues teme que por jactarte de haber encontrado por t mismo el verdadero camino, no lo pierdas. Yo vine, dirs, por mi libre albedro, por mi propia voluntad. De qu te ufanas tanto? Quieres ver cmo aun esto te ha sido dado? Oye al que llama, diciendo: Ninguno viene a m, si mi Padre no le trajere". Y sin disputa alguna se saca de las palabras del evangelista san Juan que el corazn de los fieles est gobernado desde arriba con tanta eficacia, que ellos siguen ese impulso con un afecto inflexible. "Todo aquel", dice, "que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en l" (1Jn. 3,9). Vemos, pues, que el movimiento sin eficacia que se imaginan los sofistas, por el cual Dios ofrece su gracia de tal manera que cada uno pueda rehusarla o aceptarla segn su beneplcito, queda del todo excluido cuando afirmamos que Dios nos hace de tal manera perseverar, que no corremos peligro de poder apartarnos. 11. La perseverancia nada debe al mrito del hombre Tampoco se debera dudar absolutamente de que la perseverancia es un don gratuito de Dios, si no hubiera arraigado entre los hombres la falsa opinin de que se le dispensa a cada uno segn sus mritos; quiero decir, segn que demuestre no ser ingrato a la primera gracia. Mas, como este error procede de los que se imaginaron que est en nuestra mano poder rehusar o aceptar la gracia que Dios nos ofrece, refutada esta opinin, fcilmente tambin se deshace el error subsiguiente. Aunque en esto hay un doble error. Porque, adems de decir que usando bien de la primera gracia merecemos otras nuevas con las que somos premiados por el buen uso de la primera, aaden tambin que ya no es solamente la gracia quien obra en nosotros, sino que obra juntamente con nosotros cooperando. En cuanto a la primera, hay que decir que el Seor, al multiplicar sus gracias en los suyos y concederles cada da otras nuevas, como le es acepta y grata la obra que en ellos comenz, encuentra en ellos motivo y ocasin de enriquecerlos ms aumentando cada da sus gracias. A este propsito hay que aplicar las sentencias siguientes: "Al que tiene se le dar". Y: "Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondr" (Mt. 25,2 1 ; Lc. 19,17. 26). Pero hemos de guardarnos de dos vicios: que el buen uso de la gracia primera no se le atribuya al hombre, como si l con su industria hiciera eficaz la gracia de Dios; y lo segundo, que no se puede decir que las gracias concedidas a los fieles son para premiarles por haber usado bien la primera gracia, como si no les viniese todo de la bondad gratuita de Dios. Concedo que los fieles han de esperar esta bendicin de Dios, que cuanto mejor uso hagan de sus gracias, tanto mayores les sern concedidas. Pero digo adems, que este buen uso viene igualmente del Seor, y que esta remuneracin procede de su gratuita benevolencia. Se rechaza la gracia cooperante de los escolsticos. Los doctores escolsticos distinguen corrientemente la gracia operante y la cooperante; pero abusan de tal distincin echndolo todo a perder. Es cierto que tambin san Agustn la emple, pero aadiendo una aclaracin para dulcificar lo que pareca tener de spero. "Dios", dice, "perfecciona cooperando" - quiere decir, obrando juntamente con otro - "lo que comenz obrando; y esto es una misma gracia, pero se llama con nombres diversos conforme a las diversas maneras que tiene de obrar"'. De donde se sigue que no hace divisin entre Dios y nosotros, como si hubiese concurrencia simultnea de Dios y nuestra, sino que nicamente demuestra Cmo aumenta la gracia. A este propsito viene
bien lo que antes hemos ale gado, que la buena voluntad del hombre precede a muchos dones de Dios, entre los cuales est la misma voluntad. De donde se sigue que no queda nada que pueda atribuirse a s misma. Lo cual expresamente san Pablo lo ha declarado. Despus de decir que Dios es quien produce en nosotros el querer como el obrar (Flp. 2,13), aade que lo uno y lo otro lo hace "por su buena voluntad", queriendo decir con esta expresin su gratuita benignidad. En cuanto a lo que dicen, que despus de haber aceptado la primera gracia, cooperamos nosotros con Dios, respondo: si quieren decir que una vez que por el poder de Dios somos reducidos a obedecer a la justicia voluntariamente vamos adelante siguiendo la gracia, entonces no me opongo, porque es cosa bien sabida que donde reina la gracia de Dios hay tal prontitud para obedecer. Pero de dnde viene esto, sino de que el Espritu Santo, que nunca se contradice, alienta y confirma en nosotros la inclinacin a obedecer que al principio form, para que persevere? Mas, si por el contrario, quieren decir que el hombre tiene de su propia virtud el cooperar con la gracia de Dios, afirmo que sostienen un error pernicioso. 12. Para confirmacin de su error alegan falsamente el dicho del Apstol: "He trabajado ms que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1Cor. 15, 10). Entienden este texto como sigue: como parece que el Apstol se gloria con mucha arrogancia de haber aventajado a los dems, se corrige atribuyendo la gloria a la gracia de Dios, pero de tal manera que se pone como parte con Dios en su obrar. Es sorprendente que tantos que bajo otro aspecto no eran malos - hayan tropezado en este obstculo. Porque el Apstol no dice que la gracia de Dios trabaj con l, tomndolo como compaero y parte en el trabajo, sino que precisamente con tal correccin atribuye todo el honor de la obra a la gracia exclusivamente. No soy yo, dice, el que ha trabajado, sino la gracia de Dios, que me asista. Les enga lo ambiguo de la expresin, y especialmente la deficiente traduccin, que pasa por alto la fuerza del artculo griego. Pues si se traduce al pie de la letra el texto del Apstol, no dice que la gracia de Dios cooper con l, sino que la gracia que le asista lo haca todo. Es lo que san Agustn con toda evidencia y con pocas palabras expone como sigue: "Precede la buena voluntad del hombre a muchos dones de Dios, mas no a todos, porque ella entra en su nmero". y da luego la razn: "porque est escrito: su misericordia me previene, y su misericordia me seguir (Sal. 59, 10; 23,6); al que no quiere, Dios le previene para que quiera; al que quiere, le sigue, para que no quiera en vano"'. Con lo cual se muestra de acuerdo san Bernardo al presentar a la Iglesia diciendo: "Oh Dios, atreme como por fuerza, para hacer que yo quiera; tira de m, que soy perezosa, para que me hagas correr". 13. Testimonio de san Agustin Oigamos ahora las palabras mismas de san Agustn, para que los pelagianos de nuestro tiempo, es decir, los sofistas de la Sorbona, no nos echen en cara, como acostumbran, que todos los doctores antiguos nos son contrarios. Con lo cual evidentemente imitan a su padre Pelagio, que emple la misma calumnia con san Agustin. Trata ste por extenso esta materia en el libro que titul De la Correccin y de la Gracia, del cual citar brevemente algunos lugares, aunque con sus mismas palabras. Dice l, que la gracia de perseverar en el bien le fue dada a Adn, para que usara de ella si quera; pero que a nosotros se nos da para que queramos, y, queriendo, venzamos la concupiscencia (cap. XI). As! que Adn tuvo el poder, si hubiere querido, mas no tuvo el querer, para poder; a nosotros se nos da el querer y el poder. La primera libertad fue poder no pecar; la nuestra es mucho mayor: no poder
pecar (cap. XII). Y a fin de que no pensemos algunos, como lo hizo el Maestro de las Sentencias', que se refera a la perfeccin de que gozamos en la gloria, ms abajo quita la duda, diciendo: "La voluntad de los fieles es de tal manera guiada por el Espritu Santo, que pueden obrar bien precisamente porque as lo quieren; y quieren, porque Dios hace que quieran (2 Cor. 12,9). Porque si con tan grande debilidad que requiere la intervencin de la potencia de Dios para reprimir nuestro orgullo, se quedasen con su voluntad, de suerte que con el favor de Dios pudiesen, si quisieran, y Dios no hiciese que ellos quisieran, en medio de tantas tentaciones su flaca voluntad caera, y con ello no podran perseverar. Por eso Dios ha socorrido a la flaqueza de la voluntad de los hombres dirigindola con su gracia sin que ella pueda irse hacia un lado u otro; y as, por dbil que sea, no puede desfallecer". Poco despus, en el captulo catorce, trata tambin por extenso de cmo nuestros corazones necesariamente siguen el impulso de Dios, cuando l los toca, diciendo as: "Es verdad que Dios atrae a los hombres de acuerdo con la voluntad de los mismos y no forzndolos, pero es l quien les ha dado tal voluntad---. He aqu, confirmado por boca de san Agustn, nuestro principal intento; a saber: que la gracia no Ja ofrece Dios solamente para que pueda ser rehusada o aceptada, segn le agrade a cada uno, sino que la gracia, y nicamente ella, es la que inclina nuestros corazones a seguir su impulso, y hace que elijan y quieran, de tal manera que todas las buenas obras que se siguen despus son frutos y efecto de la misma; y que no hay voluntad alguna que la obedezca, sino la que ella misma ha formado. Y por ello, el mismo san Agustn dice en otra parte, que no hay cosa alguna, pequea o grande, que haga obrar bien, ms que la gracia2. 14. La gracia de la perseverancia es gratuita En cuanto a lo que dice en otra parte, que la voluntad no es destruida por la gracia, sino simplemente de mala convertida en buena, y que despus de volverla buena, es adems ayudada 3, con esto solamente pretende decir que el hombre no es atrado como si fuese un tronco sin movimiento alguno de su corazn, y como a la fuerza; sino que es de tal manera tocado, que obedece de corazn. Y que la gracia sea otorgada gratuitamente a los elegidos, lo dice particularmente escribiendo a Paulino: "Sabemos que la gracia de Dios no es dada a todos los hombres; y a los que se les da, no les es dada segn el mrito de sus obras, ni los mritos de su voluntad, sino de acuerdo con la gratuita bondad de Dios; y a los que no se les da, sabemos que no se les da por justo juicio de Dios." Y en la misma carta' condena de hecho la opinin de los que piensan que la gracia segunda es dada a los hombres por sus mritos, como si al no rechazar la gracia primera se hubieran hecho dignos de ella. Porque l quiere que Pelagio confiese que la gracia nos es necesaria en toda obra, y que no se da en pago de las obras, para que de veras sea gracia. Pero no es posible resumir esta materia ms brevemente de lo que l lo expone en el capitulo octavo del libro De la Correccin y de la Gracia. Ensea all primeramente que la voluntad del hombre no alcanza la gracia por su libertad, sino la libertad por la gracia; en segundo lugar, que en virtud de aquella gracia se conforma al bien, porque se le imprime un deleitable afecto a perseverar en l; lo tercero, que es fortalecida con una fuerza invencible para resistir al mal; en cuarto lugar, que estando regida por ella jams falta, pero si es abandonada, al punto cae otra vez. Asimismo, que por la gratuita misericordia de Dios la voluntad es convertida al bien, y convertida, persevera en l. Que, cuando la voluntad del hombre es guiada al bien, el que, despus de ser a l encaminada, sea constante en l, todo esto depende de la voluntad de Dios nicamente, y no de mrito alguno suyo. De esta manera, no le queda al hombre ms albedro - si as se puede
llamar - que el que l describe en otro lugar: tal que ni puede convertirse a Dios, ni permanecer en Dios, mas que por la sola gracia; y que todo cuanto puede, slo por la gracia lo puede". *** CAPTULO IV
tomemos como ejemplo el dao que hicieron a Job los caldeos, quienes, despus de haber dado muerte a los pastores, robaron todo su ganado (Job 1, 17). Sin dificultad vemos quines fueron los autores de esta maldad (porque cuando vemos a unos ladrones cometer un robo, no dudamos en imputarles la falta y condenarlos)'. Sin embargo, Satans no se estuvo mano sobre mano mientras los otros perpetraban tal acto, pues la historia nos dice que todo proceda de l. Por otra parte, el mismo Job confiesa que todo es obra de Dios, del cual dice que le quit todo cuanto le haban robado los caldeos. Cmo podemos decir que un mismo acto lo ha hecho Dios, Satans y los hombres, sin que, o bien tengamos que excusar a Satans por haber obrado juntamente con Dios, o que acusar a Dios como autor del mal? Fcilmente, si consideramos el fin y la intencin, y adems el modo de obrar. El fin y la voluntad de Dios era ejercitar con la adversidad la paciencia de su siervo; Satans, pretenda hacerle desesperar; y los caldeos, enriquecerse con los bienes ajenos usurpados contra toda justicia y razn. Esta diferencia tan radical de propsitos distingue suficientemente la obra de cada uno. Y no es menor la diferencia en el modo de obrar. El Seor permite a Satans que aflija a su siervo Job, y le entrega a los caldeos - a quienes haba escogido como ministros de tal accin -, para que l los dirija. Satans instiga el corazn de stos con sus venenosos estmulos para que lleven a cabo tan gran maldad, y ellos se apresuran a llevarlo a cabo, contaminando su alma y su cuerpo. Hablamos, pues, con toda propiedad al decir que Satans mueve a los impos, en quienes tiene su reino de maldad. Tambin se dice que Dios obra en cierta manera, por cuanto Satans, instrumento de su ira, segn la voluntad y disposicin de Dios va de ac para all para ejecutar los justos juicios de Dios. Y no me refiero al movimiento universal de Dios por el cual todas" las criaturas son sustentadas, y del que toman el poder y eficacia para hacer cuanto llevan a cabo. Hablo de su accin particular, la cual se muestra en cualquier obra. Vernos; pues, que no hay inconveniente alguno en que una misma obra sea imputada a Dios, a Satans y al hombre. Pero la diversidad de la intencin y de los medios a ella conducentes hacen que la justicia de Dios aparezca en tal obra imprescindible, y que la malicia de Satans y del hombre resulten evidentes para confusin de los mismos. 3. La accin de Dios no equivale a su presciencia o permisin Los doctores antiguos algunas veces temen confesar la verdad en cuanto a esta materia, para evitar dar ocasin a los impos de maldecir y hablar irrespetuosamente y sin la debida reverencia de las obras de Dios. Yo apruebo y estimo en gran manera semejante modestia. Sin embargo creo que no hay peligro alguno en retener simplemente lo que la Escritura nos ensea. Ni aun el mismo san Agustn se vio siempre libre de semejante escrpulo; por ejemplo cuando dice que el obcecamiento y el endurecimiento no pertenecen a la operacin de Dios, sino a su presciencia'. Pero su sutileza no puede compaginarse con tantas expresiones de la Escritura que evidentemente demuestran que interviene algn otro factor, adems de la presciencia de Dios. Y el mismo san Agustn, en el libro quinto contra Juliano, retractndose de lo que en otro lugar haba dicho, prueba con un largo razonamiento que los pecados no se cometen solamente por permisin y tolerancia de Dios, sino tambin por su potencia, a fin de castigar de esta manera los pecados pasados. Igualmente, tampoco tiene pies ni cabeza lo que algunos afirman: que Dios permite el mal, pero que l no lo enva. Muchsimas veces se dice en la Escritura que Dios ciega y endurece a los
rprobos, que cambia, inclina y empuja su corazn, segn hemos expuesto ya ms ampliamente.' Si recurrimos a la permisin o a la presciencia, no podemos explicar en modo alguno cmo sucede esto. Nosotros respondemos que ello tiene lugar de dos maneras. En primer lugar, siendo as que apenas nos es quitada la luz de Dios, no queda en nosotros ms que oscuridad y ceguera, y que cuando el Espritu de Dios se aleja de nosotros, nuestro corazn se endurece como una piedra; resultando que, cuando l no nos encamina, andamos perdidos sin remedio; con toda justicia se dice que l ciega, endurece e inclina a aquellos a quienes quita la facultad y el poder de ver, de obedecer y hacer bien. La segunda manera, ms prxima a la propiedad de las palabras, es que Dios, para ejecutar sus designios por medio del Diablo, ministro de su ira, vuelve hacia donde le place los propsitos de los hombres, mueve su voluntad y los incita a lograr sus intentos. Por esto Moiss, despus de narrar cmo Selin, rey de los amorreos, tom las armas para no dejar pasar al pueblo de Israel, porque Dios haba endurecido su espritu y haba llenado de obstinacin su corazn, dice que el fin y la intencin que Dios persegua era entregarlo en manos de los hebreos (Dt.2,30). As que, porque Dios quera destruirlo, aquella obstinacin de corazn era una preparacin para la ruina que Dios le tena determinada. 4. Dios castiga a los hombres, ya privndolos de Su luz, ya entregando su corazn a Satans Segn la primera explicacin hay que entender lo que dice Job: (l) "priva del habla a los que dicen verdad, y quita a los ancianos el consejo" (Job 12,20). "l quita el entendimiento a los jefes del pueblo de la tierra, y los hace vagar como por un yermo sin camino" (Job 12,24). E igualmente lo que dice Isaas: "Por qu, oh Jehov, nos has hecho errar de tus caminos, y endureciste nuestro corazn a tu temor? (Is. 63,17). Porque estas sentencias demuestran ms bien lo que hace Dios con los hombres al abandonarlos, que no de qu modo obra en ellos. Pero quedan an otros testimonios, que van mucho ms adelante, corno cuando Dios dice: "Endurecer su corazn (del Faran), de modo que no dejar ir al pueblo" (x. 4,2 l). Despus dice que l endureci el corazn del Faran (x. 10, l). Acaso lo endureci no ablandndolo? (6.3,19). As es; pero hizo algo ms: entreg el corazn de Faran a Satans para que robusteciese su obstinacin. Por eso haba dicho antes: Yo endurecer su corazn". Asimismo cuando el pueblo de Israel sale de Egipto, los habitantes de las tierras por las que ellos han de pasar, les salen al encuentro decididamente para impedirles el paso. Quin diremos que los incit? Moiss indudablemente deca al pueblo que haba sido el Seor quien haba obstinado su corazn (Dt. 2,30). Y el Profeta, contando la misma historia, dice que el Seor "cambi el corazn de ellos para que aborreciesen a su pueblo" (Sal. 105,25). Nadie podr ahora decir que ellos cometieron esto por haber sido privados del consejo de Dios. Porque si ellos han sido endurecidos y guiados para hacer esto, de propsito estn inclinados a hacerlo. Sin incurrir en la menor mancha, Dios se sirve de los malvados. Adems, siempre que quiso castigar los pecados de su pueblo, cmo ejecut sus propsitos y castigos por medio de los impos? De tal manera que la virtud y la eficacia de la obra proceda de Dios, y que los impos solamente sirvieron de ministros. Por eso a veces amenaza con que con un silbo har venir a los pueblos infieles para que destruyan a los israelitas (Is. 5,26; 7,18); otras, dice que los impos le servirn como de redes (Ez. 12,13; 17,20); o bien como martillos para quebrantar a su pueblo (Jer.50,23). Pero sobre todo ha demostrado hasta qu punto no estaba ocioso, al llamar a Senaquerib hacha que l agita con su mano para cortar con ella por donde le agradare (Is. 10,
15). San Agustn nota muy atinadamente: "Que los malos pequen, esto lo hacen por s mismos; pero que al pecar hagan esto o lo otro, depende de la virtud y potencia de Dios, que divide las tinieblas como le place". 5. Dios se sirve tambin de Satans Que el ministerio y servicio de Satans intervenga para provocar e incitar a los malvados, cuando Dios con su providencia quiere llevarlos a un lado u otro, se ve bien claramente, aunque no sea ms que por el texto del libro primero de Samuel, en el cual se repite con frecuencia que 1e atormentaba (a Sal) un espritu malo de parte de Jehov" (1 Sm. 16,14) Sera una impiedad referir esto al Espritu Santo. Si bien el espritu in mundo es llamado espritu de Dios, ello es porque responde a la voluntad y potencia de Dios, y es ms bien instrumento del cual se sirve Dios cuando obra, que no autor de la accin. A esto hay que aadir el testimonio de san Pablo, que "Dios les enva un poder engaoso, para que crean la mentira ... todos los que no creyeron a la verdad" (2 Tes 2,11-12). Sin embargo, como hemos ya expuesto, existe una gran diferencia entre lo que hace Dios y lo que hacen el Diablo y los impos. En una misma obra Dios hace que los malos instrumentos, que estn bajo su autoridad y a quienes puede ordenar lo que le agradare, sirvan a su justicia; pero estos otros, siendo ellos malos por s mismos, muestran en sus obras la maldad que en sus mentes malditas concibieron. Todo lo dems que atae a la defensa de la majestad de Dios contra todas las calumnias, y para refutar los subterfugios que emplean los blasfemos respecto a esta materia, queda ya expuesto anteriormente en el captulo de la Providencia de Dios'. Aqu solamente he querido mostrar con pocas palabras de qu manera Satans reina en el rprobo y cmo obra Dios en uno y otro. 6. La libertad del hombre en los actos ordinarios de la vida est sometida a la providencia de Dios En cuanto a las obras que de por s ni son buenas ni malas, y que se relacionan ms con la vida corporal que con la del espritu, aunque ya antes la hemos tocado de paso, sin embargo no hemos expuesto cul es la libertad del hombre en las mismas. Algunos dicen que en ellas tenemos libertad de eleccin. A mi parecer han afirmado esto, ms por que no queran discutir sobre un tema que juzgaban de poca importancia, que porque pretendiesen afirmar que era cosa cierta. En cuanto a m, aunque los que afirman - y yo tambin lo admito- que el hombre no tiene fuerza alguna para alcanzar la justificacin, entienden ante todo lo que es necesario para conseguir la salvacin, sin embargo, yo creo que no hay que olvidar que es una gracia especial del Seor el que nos venga a la memoria elegir lo que nos es provechoso, y que nuestra voluntad se incline a ello; y asimismo, por el contrario, el que nuestro espritu y entendimiento rehusen lo que podra sernos nocivo. Realmente la providencia de Dios se extiende, no solamente a conseguir que suceda lo que l sabe que nos es til y necesario, sino tambin a que la voluntad de los hombres se incline a lo mismo. Es verdad que si consideramos conforme a nuestro juicio el modo cmo se administran las cosas externas, juzgaremos que estn bajo el poder y la voluntad del hombre; pero si prestamos atencin a tantos testimonios de la Escritura, que afirman que el Seor aun en esas cosas gobierna el corazn de los hombres, tales testimonios harn que sometamos la voluntad y el poder del hombre al impulso particular de Dios. Quin movi el corazn de los egipcios para que
diesen a los hebreos las mejores alhajas y los mejores vasos que tenan? (x.11,2-3). Jams los egipcios por s mismos hubieran hecho tal cosa. Por tanto, se sigue, que era Dios quien mova su corazn, y no sus personales sentimientos o inclinaciones. Y ciertamente que si Jacob no hubiera estado convencido de que Dios pone diversos afectos en los hombres segn su beneplcito, no hubiera dicho de su hijo Jos, a quien tom por un egipcio: "El Dios omnipotente os d misericordia delante de aquel varn" (Gri.43,14). Como lo confiesa tambin la Iglesia entera en el Salmo, diciendo: "Hizo asimismo que tuviesen misericordia de ellos todos los que los tenan cautivos- (Sal. 106,46). Por el contrario, cuando Sal se encendi en ira hasta suscitar la guerra, se da como razn que "el Espritu de Dios vino sobre l con poder" (1 Sm. 11, 6). Quin cambi el corazn de Absaln para que no aceptara el consejo de Ahitofel, al cual sola tomar como un orculo? (2 Sm. 17,14). Quin indujo a Roboam a que siguiese el consejo de los jvenes? (1 Re. 12, 10). Quin hizo que a la llegada del pueblo de Israel, aquellos pueblos antes tan aguerridos, temblasen de miedo? La mujer de vida licenciosa, Rahab, confes que esto vena de la mano de Dios. Y, al contrario, quin abati de miedo el nimo de los israelitas, sino el que en su ey amenaz darles un corazn lleno de terror?(Lv. 26,36; Dt.28,63). 7. Dir alguno que se trata de casos particulares, de los cuales no es posible deducir una regla general. Pero yo digo que bastan para probar mi propsito de que Dios siempre que as lo quiere abre camino a su providencia, y que aun en las cosas exteriores mueve y doblega la voluntad de los hombres, y que su facultad de elegir no es libre de tal manera que excluya el dominio superior de Dios sobre ella. Nos guste, pues, o no, la misma experiencia de cada da nos fuerza a pensar que nuestro corazn es guiado ms bien por el impulso - mocin de Dios, que por su relacin y libertad; ya que en muchsimos casos nos falta el juicio y el conocimiento en cosas no muy difciles de entender, y desfallecemos en otras bien fciles de llevar a cabo. Y, al contrario, en asuntos muy oscuros, en seguida y sin deliberacin, al momento tenemos a mano el consejo oportuno para seguir adelante; y en cosas de gran importancia y trascendencia nos sentimos muy animados y sin temor alguno. De dnde procede todo esto, sino de Dios, que hace lo uno y lo otro? De esta manera entiendo yo lo que dice Salomn: que el odo oiga, y que el ojo vea, es el Seor quien lo hace (Prov.20,12). Porque no creo que se refiera Salomn en este lugar a la creacin, sino a la gracia especial que cada da otorga Dios a los hombres. Y cuando l mismo dice que: "como los repartimientos de las aguas, as est el corazn del rey en la mano de Jehov; a todo lo que quiere lo inclina" (Prov. 2 1, l), sin duda alguna bajo una nica clase comprendi a todos los hombres en general. Porque si hay hombre alguno cuya voluntad est libre de toda sujecin, evidentemente tal privilegio se aplica a la majestad regia ms que a ningn otro ser, ya que todos son gobernados por su voluntad. Por tanto, si la voluntad del rey es guiada por la mano de Dios, tampoco la voluntad de los que no somos reyes quedar libre de esta condicin. Hay a propsito de esto una bella sentencia de san Agustn, quien dice: La Escritura, si se considera atentamente, muestra que, no solamente la buena voluntad de los hombres - la cual l hace de mala, buena, y as transformada la encamina al bien obrar y a la vida eterna - est bajo la mano y el poder de Dios, sino tambin toda voluntad durante la vida presente; y de tal manera lo estn, que las inclina y las mueve segn le place de un lado a otro, para hacer bien a los dems, o para causarles un dao, cuando los quiere castigar; y todo esto lo realiza segn sus juicios ocultos, pero justsimos".
8. Un mal argumento contra el libre albedro Es necesario que los lectores recuerden que el poder y la facultad del libre albedro del hombre no hay que estimarla segn los acontecimientos, como indebidamente lo hacen algunos ignorantes. Les parece que pueden probar con toda facilidad que la voluntad del hombre se halla cautiva, por el hecho de que ni aun a los ms altos prncipes y monarcas del mundo les suceden las cosas como ellos quieren. Ahora bien, la libertad de que hablamos hemos de considerarla dentro del hombre mismo, y no examinarla segn los acontecimientos exteriores. Porque cuando se discute sobre el libre albedro, no se pregunta si puede el hombre poner por obra y cumplir todo cuanto ha deliberado sin que se lo pueda impedir cosa alguna; lo que se pregunta es si tiene en todas las cosas libertad de eleccin en su juicio para discernir entre el bien y el mal y aprobar lo uno y rechazar lo otro; y asimismo, libertad de afecto en su voluntad, para apetecer, buscar y seguir el bien, y aborrecer y evitar el mal. Porque si el hombre posee estas dos cosas, no ser menos libre respecto a su albedro encerrado en una prisin, como lo estuvo Atilio Rgulo, que siendo seor de todo el mundo como Csar Augusto. *** CAPTULO V
toda claridad la causa de su condenacin. Es lo que antes expuse ya, al poner como ejemplo a los diablos, por lo que claramente se ve que los que pecan por necesidad no dejan por lo mismo de pecar voluntariamente. Y al contrario, aunque los ngeles buenos no pueden apartar su voluntad del bien, no por eso deja de ser voluntad. Lo cual lo expuso muy bien san Bernardo, al decir que nosotros somos ms desventurados, por ser nuestra necesidad voluntaria; la cual, sin embargo, de tal manera nos tiene atados, que somos esclavos del pecado, como ya hemos visto. La segunda parte de su argumentacin carece de todo valor. Ellos entienden que todo cuanto se hace voluntariamente, se hace libremente. Pero ya hemos probado antes que son muchsimas las cosas que hacemos voluntariamente, cuya eleccin, sin embargo, no es libre. 2. Con todo derecho, los vicios son castigados y las virtudes recompensadas Dicen tambin que si las virtudes y los vicios no proceden de la libre eleccin, que no es conforme a la razn que el hombre sea remunerado o castigado. Aunque este argumento est tomado de Aristteles, tambin lo emplearon algunas veces san Crisstomo y san Jernimo; aunque el mismo san Jernimo no oculta que los pelagianos se sirvieron corrientemente de este argumento, de los cuales cita las palabras siguientes: "Si la gracia de Dios obra en nosotros, ella, y no nosotros, que no obramos, ser remunerada. En cuanto a los castigos que Dios impone por los pecados, respondo que justamente somos por ellos castigados, pues la culpa del pecado reside en nosotros. Porque, qu importa que pequemos con un juicio libre o servil, si pecamos con un apetito voluntario, tanto ms que el hombre es convicto de pecador por cuanto est bajo la servidumbre del pecado? Referente al galardn y premio de las buenas obras, dnde est el absurdo por confesar que se nos da, ms por la benignidad de Dios que por nuestros propios mritos? Cuntas veces no repite san Agustn que Dios no galardona nuestros mritos, sino sus dones, y que se llaman premios, no lo que se nos debe por nuestro mritos, sino la retribucin de las mercedes anteriormente recibidas? Muy atinadamente advierten que los mritos no tendran lugar, si las buenas obras no brotasen de la fuente del libre albedro; pero estn muy engaados al creer que esto es algo nuevo. Porque san Agustn no duda en ensear a cada paso que es necesario lo que ellos piensan que es tan fuera de razn; como cuando dice: Cules son los mritos de todos los hombres? Pues Jesucristo vino, no con el galardn que se nos deba, sino con su gracia gratuitamente dada; a todos los hall pecadores, siendo l solo libre de pecado, y el que libra del pecado" . Y: "Si se te da lo que se te debe, mereces ser castigado; qu hacer? Dios no te castiga con la pena que merecas, sino que te da la gracia que no merecas. Si t quieres excluir la gracia, glorate de tus mritos". Y: "Por ti mismo nada eres; los pecados son tuyos, pero los mritos son de Dios; t mereces ser castigado, y cuando Dios te concede el galardn de la vida, premiar sus dones, no tus mritos". De acuerdo con esto ensea en otro lugar qu la gracia no procede del mrito, sino al revs, el mrito de la gracia. Y poco despus concluye que Dios precede con sus dones a todos los mritos, para de all sacar sus mritos, y que l da del todo gratuitamente lo que da, porque encuentra motivo alguno para salvar'. Pero es intil proseguir, pues a cada paso se hallan en sus escritos dichos semejantes. Sin embargo, el mismo Apstol les librar mejor an de este desvaro, si quieren or de qu principio deduce l nuestra bienaventuranza y la gloria eterna que esperamos: "A los que predestin, a stos tambin llam; y a los que llam, a stos tambin justific; y a los que justific, a stos tambin glorific" (Rom. 8,30). Por qu, pues, segn el Apstol, son los fieles coronados? Porque por la misericordia de Dios, y no por sus esfuerzos, fueron escogidos,
llamados y justificados. Cese, pues, nuestro vano temor de que no habra ya mritos si no hubiese libre albedro. Pues sera gran locura apartarnos del camino que nos muestra la Escritura. "Si (todo) lo recibiste, por qu te glorias como si no lo hubieras recibido? (1Cor.4,7). No vemos que con esto quita el Apstol toda virtud y eficacia al libre albedro, para no dejar lugar alguno a sus mritos? Mas, como quiera que Dios es sobremanera munfico y liberal, remunera las gracias que l mismo nos ha dado, como si procediesen de nosotros mismos, por cuanto al drnoslas, las ha hecho nuestras. 3. La eleccin de Dios es lo que hace que ciertos hombres sean buenos Alegan despus una objecin, que parece tomada de san Crisstomo: que si no estuviese en nuestra mano escoger el bien o el mal, sera necesario que todos los hombres fuesen o buenos o malos; puesto que todos tienen la misma naturaleza 2 . No es muy diferente a esto lo que escribi el autor del libro De la vocacin de los gentiles, comnmente atribuido a san Ambrosio, cuando argumenta que nadie se apartara jams de la fe, si la gracia de Dios no dejase a la voluntad tal que pueda cambiar de propsito (lib. 11). Me maravilla que hombres tan excelentes se hayan llamado as a engao. Cmo es posible que Crisstomo no tuviera presente que es la eleccin de Dios la que diferencia a los hombres? Ciertamente no hemos de avergonzarnos en absoluto de confesar lo que tan contundentemente afirma san Pablo: No hay justo, ni aun uno" (Rom. 3, 10); pero aadimos. con l que a la misericordia de Dios se debe que no todos permanezcan en su maldad. Por tanto, como todos tenemos de naturaleza la misma enfermedad, solamente se restablecen aquellos a quienes agrada al Seor curar. Los otros, a los cuales l por su justo juicio desampara, se van corrompiendo poco a poco hasta consumirse del todo. Y no hay otra explicacin de que unos perseveren hasta el fin, y otros desfallezcan a mitad de camino. Porque la misma perseverancia es don de Dios, que no da a todos indistintamente, sino solamente a quienes le place. Y si se pregunta por la causa de esta diferencia, que unos perseveren y los otros sean inconstantes, slo se podr responder que Dios sostiene con su potencia a los primeros para que no perezcan, pero que a los otros no les da la misma fuerza y vigor; y esto, porque quiere mostrar en ellos un ejemplo de la inconstancia humana. 4. Las exhortaciones a vivir bien son necesarias Objetan tambin que es vano hacer exhortaciones, que las amonestaciones no serviran de nada, que las reprensiones seran ridculas, si el pecador no tuviese poder por s mismo para obedecer. San Agustn se vio obligado a escribir un libro que titul De la correccin y de la gracia, porque se le objetaban cosas semejantes a stas; y en l responde ampliamente a todas las objeciones. Sin embargo, reduce la cuestin en suma a esto: "Oh, hombre, entiende en lo que se te manda qu es lo que debes hacer; cuando eres reprendido por no haberlo hecho, entiende que por tu culpa te falta la virtud para hacerlo; cuando invocas a Dios, entiende de dnde has de recibir lo que pides" (cap. 111). Casi el mismo argumento trata en el libro que titul Del espritu y de la letra, en el cual ensea que Dios no mide sus mandamientos conforme a las fuerzas del hombre, sino que despus de mandar lo que es justo, da gratuitamente a sus escogidos la gracia y el poder de cumplirlo. Para probar lo cual no es menester mucho tiempo. Primeramente, no somos slo nosotros los que sostenemos esta causa, sino Cristo y todos sus apstoles. Miren, pues, bien nuestros adversarios cmo se van a arreglar para salir victoriosos
contra tales competidores. Por ventura Cristo, el cual afirma que sin l no podemos nada (Jn. 15,5), deja por eso de reprender y castigar a los que sin l obraban mal? Acaso no exhortaba a todos a obrar bien? Cun severamente reprende san Pablo a los corintios porque no vivan en hermandad y caridad! (1 Cor. 3,3). Sin embargo, luego pide l a Dios que les d gracia, para que vivan en caridad y en amor. En la carta a los Romanos afirma que la justicia "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" (Rom.9,16); y sin embargo, no deja luego de amonestar, exhortar y reprender. Por qu, pues, no advierten al Seor que no se tome el trabajo de pedir en balde a los hombres lo que slo l puede darles, y de castigarlos por actos que cometen nicamente porque les falta su gracia? Por qu no advierten a san Pablo que perdone a aquellos en cuya mano no est ni querer, ni correr, si la misericordia de Dios no les acompaa y gua, la cual les falta y por eso pecan? Pero de nada valen todos estos desvaros, pues la doctrina de Dios se apoya en un ptimo fundamento, si bien lo consideramos. Es verdad que san Pablo muestra cun poco valen en si mismas las enseanzas, las exhortaciones y reprensiones para cambiar el corazn del hombre, al decir que "ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento" (1 Cor. 3,7). El es quien obra eficazmente. E igualmente vemos con qu severidad establece Moiss los mandamientos de la Ley, y cmo los Profetas insisten con celo y amenazan a quienes los quebrantan. Sin embargo, confiesan que los hombres solamente comienzan a tener entendimiento cuando les es dado corazn para que entiendan; y que es obra propia de Dios circuncidar los corazones, y hacer que de corazones de piedra se conviertan en corazones de carne; que l es quien escribe su Ley en nuestras entraas; y, en fin, que l, renovando nuestra alma, hace que su doctrina sea eficaz. 5. Las exhortaciones hacen inexcusables a los obstinados De qu, pues, sirven las exhortaciones?, dir alguno. Si los impo de corazn obstinado las menosprecian, les servirn de testimonio para acusarlos cuando comparezcan ante el tribunal y juicio de Dios; y an ms: que incluso en esta vida su mala conciencia se ve presionada por ellas. Porque, por ms que se quieran mofar de ellas, ni el ms descarado de los hombres podr condenarlas por malas. Pero replicar alguno: Qu puede hacer un pobre hombre, cuando la presteza de nimo requerida para obedecer, le es negada? A esto respondo: Cmo puede tergiversar las cosas, puesto que no puede imputar la dureza de su corazn ms que a s mismo? Por eso los impos, aunque quisieran burlarse de los avisos y exhortaciones que Dios les da a pesar suyo y mal de su grado, se ven confundidos por la fuerza de las mismas. Con ellas prepara Dios a los creyentes a recibir la gracia de obedecer. Pero su principal utilidad se ve en los fieles, en los cuales, aunque el Seor obre todas las cosas por su Espritu, no deja de usar del instrumento de su Palabra para realizar su obra en los mismos, y se sirve de ella eficazmente, y no en vano. Tengamos, pues, como cierta esta gran verdad: que toda la fuerza de los fieles consiste en la gracia de Dios, segn lo que dice el profeta: "Y les dar un corazn, y un espritu nuevo pondr dentro de ellos" (Ez. 11, 19), "para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos, y los cumplan" (Ez. 11,20). Y si alguno pregunta por qu se les amonesta sobre lo que han de hacer, y no se les deja que les gue el Espritu Santo; a qu fin les instan con exhortaciones, puesto que no pueden darse ms prisa que segn lo que el Espritu los estimule; por qu son castigados cuando han faltado, puesto que necesariamente han tenido que caer debido a la flaqueza de su carne; a quien as objeta le responder: Oh, hombre! T quin eres para dar leyes a Dios? Si l quiere prepararnos mediante exhortaciones a recibir la gracia de
obedecer a las mismas, qu puedes t reprender ni criticar en esta disposicin y orden de que Dios quiere servirse? Si las exhortaciones y reprensiones sirviesen a los piadosos nicamente ' para convencerlos de su pecado, no podran ya por esto solo ser tenidas por intiles. Pero, como quiera que sirven tambin grandemente para inflamar el corazn al amor de la justicia, para desechar la pereza, rechazar el placer y el deleite dainos; y, al contrario, para engendrar en nosotros el odio y descontento del pecado, en cuanto el Espritu Santo obra interiormente, quin se atrever a decir que son superfluas? Y si an hay quien desee una respuesta ms clara, hela aqu en pocas palabras: Dios obra en sus elegidos de dos maneras: la primera es desde dentro por su Espritu; la segunda, desde fuera, por su Palabra. Con su Espritu, alumbrando su entendimiento y formando sus corazones, para que amen la justicia y la guarden, los hace criaturas nuevas. Con su Palabra, los despierta y estimula a que apetezcan, busquen y alcancen esta renovacin. En ambas cosas muestra la virtud de su mano conforme al orden de su dispensacin. Cuando dirige esta su Palabra a los rprobos, aunque no sirve para corregirlos, consigue otro fin, que es oprimir en este mundo su conciencia mediante su testimonio, y en el da del juicio hacer que, por lo mismo, sean mucho ms inexcusables. Y por esto, aunque Cristo dice que "ninguno puede venir a m, si el Padre que me envi, no le trajere"; y "todo aquel que oy al Padre, y aprendi de l, viene a m- (M.6,44.45), sin embargo, no por eso deja de ensear y convida insistentemente a quienes necesitan ser enseados interiormente por el Espritu Santo, para que aprovechen lo que han odo. En cuanto a los rprobos, advierte san Pablo que la doctrina no les es intil, pues les es "ciertamente olor de muerte para muerte- (2 Cor. 2,16); y sin embargo, es olor suavsimo a Dios. II. OBJECIONES SACADAS DE LA SAGRADA ESCRITURA 6. La Ley y los mandamientos Nuestros adversarios se esfuerzan mucho en amontonar numeroso testimonios de la Escritura, y ponen en ello gran diligencia, pues no pudiendo vencernos con autoridades tradas ms a propsito que la citadas por nosotros, quieren al menos oprimirnos con su nmero. Pero como suele acontecer en la guerra, cuando la gente no acostumbrada 1 pelear viene a las manos, por mucho lucimiento que traigan, a los primeros golpes son desbaratados y puestos en fuga; y de la misma manera nos ser a nosotros muy fcil deshacer cuanto ellos objetan, por ms apariencia y ostentacin de que hagan gala. Y como todos los textos que citan en contra de nosotros se pueden reducir a ciertos puntos generales de doctrina, al ordenarlos todos bajo una misma respuesta, de una vez contestaremos a varios de ellos. Por eso no es necesario responder cada uno en particular. Ante todo hacen mucho hincapi en los mandamientos, pensando que estn de tal manera proporcionados con nuestras fuerzas, que todo cuanto en ellos se prescribe lo podemos hacer. Amontonan, pues, un gran nmero, y por ellos miden las fuerzas humanas. Su argumentacin pro cede as: 0 bien Dios se burla de nosotros al prescribirnos la santidad la piedad, la obediencia, la castidad y la mansedumbre, y prohibirnos la impureza, la idolatra, la deshonestidad, la ira, el robo, la soberbia y otras cosas semejantes; o bien, no exige ms que lo que podemos hacer Ahora bien, todo el conjunto de mandamientos que citan, se pueden distribuir en tres clases. Los unos piden al hombre que se convierta a Dios; otros simplemente le mandan que guarde la Ley; los ltimos piden que perseveremos en la gracia que Dios nos ha otorgado. Hablemos de todos en general, y luego descenderemos a cada clase en particular.
Con sus mandamientos Dios nos demuestra nuestra impotencia. La costumbre de medir las fuerzas del hombre por los mandamientos es ya muy antigua, y confieso que tiene cierta apariencia de verdad; sin embargo afirmo que todo ello procede de una grandsima ignorancia de la Ley de Dios. Porque los que tienen como una abominacin el que se diga que es imposible guardar la Ley, dan como principal argumento - muy dbil por cierto - que si no fuese as se habra dado la Ley en vano. Pero al hablar as! lo hacen como si san Pablo jams hubiera tocado la cuestin de la Ley. Porque, pregunto yo, qu quieren decir estos textos de san Pablo: "Por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Rom. 3,20); no conoc el pecado sino por la ley" (Rom. 7,7); Fue aadida (la ley) a causa de las trasgresiones" (Gl.3,19); "la ley se introdujo para que el pecado abundase" (Rom. 5, 20)? Quiere por ventura decir san Pablo que la Ley, para que no fuese dada en vano, haba de ser limitada conforme a nuestras fuerzas? Sin embargo l demuestra en muchos lugares que la Ley exige ms de lo que nosotros podemos hacer, y ello para convencernos de nuestra debilidad y pocas fuerzas. Segn la definicin que el mismo Apstol da de la Ley, evidentemente el fin y cumplimiento de la misma es la caridad (1 Tim. 1, 5); y cuando ruega a Dios que llene de ella el corazn de los tesalonicenses, harto claramente declara que en vano suena la Ley en nuestros odos, si Dios no inspira a nuestro corazn lo que ella ensea (1 Tes.3,12). 7. La Ley contiene tambin las promesas de gracia por la que nos es dado obedecer Ciertamente, si la Escritura no ensease otra cosa sino que la Ley es una regla de vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo cuanto pensemos, yo no tendra dificultad mayor en aceptar su opinin. Pero, como, quiera que ella insistentemente y con toda claridad nos explica sus diversas utilidades, ser mejor considerar, segn lo dice el Apstol, qu es lo que la Ley puede en el hombre. Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto como nos dice la Ley lo que tenemos que hacer, al punto nos ensea tambin que la virtud y la facultad de obedecer proceden de la bondad de Dios; por esto nos insta a que lo pidamos al Seor. Si solamente se nos propusieran los mandamientos, sin promesa de ninguna clase, tendramos que probar nuestras fuerzas para ver si bastaban a hacer lo mandado. Mas, como quiera que juntamente con los mandamientos van las promesas que nos dicen que no solamente necesitamos la asistencia de la gracia de Dios, sino que toda nuestra fuerza y virtud se apoya en su gracia, bien a las claras nos dicen que no solamente no somos capaces de guardar la Ley, sino que somos del todo inhbiles para ella. Por lo tanto, que no nos molesten ms con la objecin de la proporcin entre nuestras fuerzas y los mandamientos de la Ley, como si el Seor hubiese acomodado la regla de la justicia que haba de promulgar en su Ley, a nuestra debilidad y flaqueza. Ms bien consideremos por las promesas hasta qu punto llega nuestra incapacidad, pues para todo tenemos tanta necesidad de la gracia de Dios. Mas a quin se va a convencer, dicen ellos, de que Dios ha promulgado su Ley a unos troncos o piedras? Respondo que nadie quiere convencer de esto. Porque los infieles no son piedras ni leos, cuando adoctrinados por la Ley de que sus concupiscencias son contrarias a Dios, se hacen culpables segn el testimonio de su propia conciencia. Ni tampoco lo son los fieles, cuando advertidos de su propia debilidad se acogen a la gracia de Dios. Est del todo de acuerdo con esto, lo que dice san Agustn: "Manda Dios lo que no podemos, para que entendamos qu es lo que debemos pedir". Y: "Grande es la utilidad de los mandamientos, si de tal manera se estima el libre albedro que la gracia de Dios sea ms honrada"'. Asimismo: 'Ta fe alcanza lo que la Ley
manda; y aun por eso manda la Ley, para que la fe alcance lo que estaba mandado por la Ley; y Dios pide de nosotros la fe, y no halla lo que pide si l no da lo que quiere hallar"'. Y: "D Dios lo que quiere, y mande lo que quiera" . 8. Dios nos manda convertirnos y nos convierte Esto se comprender mejor considerando los tres gneros de mandamientos que antes hemos mencionado. Manda muchas veces el Seor, as en la Ley como en los Profetas, que nos convirtamos a l. Pero por otra parte dice un profeta: "Convirteme, y ser convertido ... ; porque despus que me convert tuve arrepentimiento" (Jer.31,18.19). Nos manda tambin que circuncidemos nuestros corazones (Dt. 10, 16); pero luego nos advierte que esta circuncisin es hecha por su mano (1300,6). Continuamente est exigiendo un corazn nuevo en el hombre; pero tambin afirma que solamente l es quien lo renueva (Ez. 36,26). Mas, como dice san Agustn, lo que Dios promete, nosotros no lo hacemos por nuestro libre albedro, ni por nuestra naturaleza, sino que l lo hace por gracia 4. Y es sta la quinta de las reglas que san Agustn nota entre las reglas de la doctrina cristiana5: que debemos distinguir bien entre la Ley y las promesas, o entre los mandamientos y la gracia'>. Qu dirn pues ahora, los que de los mandamientos de Dios quieren deducir que el hombre tiene fuerzas para hacer lo que le manda Dios, y amortiguar de esta manera la gracia del Seor, por la cual se cumplen los mandamientos? l manda y da el obedecer y perseverar. La segunda clase de mandamientos que hemos mencionado no ofrece dificultad; son aquellos en los que se nos manda honrar a Dios, servirle, vivir conforme a su voluntad, hacer lo que l ordena, y profesar su doctrina. Pero hay muchos lugares en qu se afirma que toda la justicia, santidad y piedad que hay en nosotros son don gratuito suyo. Al tercer gnero pertenece aquella exhortacin que, segn san Lucas, hicieron Pablo y Bernab a los fieles: que perseverasen en la gracia de Dios! (Hch. 13,43). Pero el mismo san Pablo demuestra en otro lugar a quin se debe pedir esta virtud de la perseverancia. "Por lo dems, hermanos mos, fortaleceos en el Seor y en el poder de su fuerza" (Ef. 6, 10). Y en otra parte manda que no contristemos al Espritu de Dios con el cual fuimos sellados para el da de la redencin (U4,30). Pero, como los hombres no pueden hacer lo que l pide, ruega a Dios que se lo conceda a los tesalonicenses: que Su majestad los haga dignos de Su santa vocacin y que cumpla en ellos todo lo que l haba determinado por su bondad, y por la obra de la fe (2 Tes. 1, 1 l). De la misma manera en la segunda carta a los Corintios, tratando de las ofrendas alaba muchas veces su buena y santa voluntad; pero poco despus da gracias a Dios por haber infundido a Tito la voluntad de encargarse de exhortarlos. Luego, si Tito no pudo ni abrir la boca para exhortar a otros, sino en cuanto que Dios se lo inspir, cmo podrn ser inducidos los fieles a practicar la caridad, si Dios no toca primero sus corazones? 9. Zacaras 1,3 no prueba el libre albedro Los ms finos y sutiles discuten "estos testimonios" porque dicen que todo esto no impide que unamos nuestras fuerzas a la gracia de Dios, y que as l ayuda nuestra flaqueza. Citan tambin pasajes de los profetas en los cuales parece que Dios divide la obra de nuestra conversin con nosotros. "Volveos a ni," dice, ". ..y yo me volver a vosotros" (Zac. 1, 3). Cul es la ayuda con la que el Seor nos asiste, lo hemos expuesto antes', y no hay por qu repetirlo de nuevo, puesto que slo se trata de probar que en vano nuestros adversarios ponen en el hombre la facultad de cumplir la Ley, en virtud de que Dios nos pide que la obedezcamos; ya
que es claro que la gracia de Dios es necesaria para cumplir lo que El manda, y que para este fin se nos promete. Pues por aqu se ve, por lo menos, que se nos pide ms de lo que podemos pagar y hacer. Ni pueden tergiversar de manera alguna lo que dice Jeremas, que el pacto que haba hecho con el pueblo antiguo quedaba cancelado y sin valor alguno, porque solamente consista en la letra; y que no poda ser vlido, ms que unindose a l el Espritu, el cual ablanda nuestros corazones para que obedezcan (Jer.31,32j. En cuanto a la sentencia: "volveos a m, y yo me volver a vosotros", tampoco les sirve de nada para confirmar su error. Porque por conversin de Dios no debemos entender la gracia con que l renueva nuestros corazones para la penitencia y la santidad de vida, sino aquella con la que testifica su buena voluntad y el amor que nos tiene, haciendo que todas las cosas nos sucedan prsperamente; igual que algunas veces se dice tambin que Dios se aleja de nosotros, cuando nos aflige y nos enva adversidades. As, pues, como el pueblo de Israel se quejaba por el mucho tiempo que llevaba padeciendo grandes tribulaciones, de que Dios lo haba desamparado y abandonado, Dios les responde que jams les faltara su favor y liberalidad, si ellos volvan a vivir rectamente y para l, que es el dechado y la regla de toda justicia. Por tanto se aplica mal este lugar al querer deducir del mismo que la obra de la conversin se reparte entre Dios y nosotros. Hemos tratado brevemente aqu de esta materia, porque cuando hablemos de la Ley tendremos oportunidad de tratar de ello ms por extenso. 10. Las promesas de la Escritura estn dadas a propsito El segundo modo de exponer sus argumentos no difiere mucho del primero. Alegan las promesas en las cuales parece que Dios hace un pacto con nosotros, como son: "Buscad lo bueno, y no lo malo, para que vivis" (Am. 5,14). Y: "Si quisiereis y oyereis, comeris el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, seris consumidos a espada; porque la boca de Jehov lo ha dicho" (Is. 1, 19-20). "Si quitares de delante de m tus abominaciones" no sers rechazado (Jer. 4, l). "Si oyeres atentamente la voz de Jehov tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, tambin Jehov tu Dios te exaltar sobre todas las naciones de la tierra" (Dt. 28, l). Y otras semejantes. Piensan, pues, ellos que Dios se burlara de nosotros dejando estas cosas a nuestra voluntad, si no estuviese en nuestra mano y voluntad hacerlas o dejarlas de hacer. Ciertamente que esta razn parece tener mucha fuerza, y que hombres elocuentes podran ampliarla con muchos reparos. Porque, podran argir, que sera gran crueldad por parte de Dios que nos diese a entender que solamente nosotros tenemos la culpa de no estar en su gracia y as recibir de l todos los bienes, si nuestra voluntad no fuese libre y duea de s misma; que sera ridcula la liberalidad de Dios, si de tal manera nos ofreciese sus beneficios, que no pudiramos disfrutar de ellos; e igualmente en cuanto a sus promesas, si para tener efecto, las hace depender de una cosa imposible. En otro lugar hablaremos de las promesas que llevan consigo alguna condicin, para que claramente se vea que, aunque la condicin sea imposible de cumplir, sin embargo no hay absurdo alguno en ellas. En cuanto a lo que al tratado presente toca, niego que el Seor sea cruel o inhumano con nosotros, cuando nos exhorta y convida a merecer sus beneficios y mercedes, sabiendo que somos del todo impotentes para ello. Porque, como las promesas son ofrecidas tanto a los fieles como a los impos, cumplen con su deber respecto a ambos. Pues as como el Seor con sus
mandamientos aguijonea la conciencia de los impos para que no se duerman en el deleite de sus pecados, olvidndose de sus juicios, igualmente con sus promesas, en cierta manera les hace ver con toda certeza cun indignos son de su benignidad. Porque, quin negar que es muy justo y conveniente que el Seor haga bien a los que le honran, y que castigue con severidad a los que le menosprecian? Por tanto, el Seor procede justa y ordenadamente, cuando a los impos, que permanecen cautivos bajo el yugo del pecado, les pone como condicin, que si se retiran de su mala vida, entonces l les enviar toda clase de bienes; y ello aunque no sea ms que para que entiendan que con justas razones son excluidos de los beneficios que se deben a los que verdaderamente honran a Dios. Por otra parte, como l procura por todos los medios inducir a los fieles a que imploren su gracia, no ser extrao que procure conseguir en ellos tanto provecho con sus promesas, como lo hace, segn hemos visto, con sus mandamientos. Cuando en sus mandamientos nos ensea cul es su voluntad, nos avisa de nuestra miseria, dndonos a entender cun opuestos somos a su voluntad; y a la vez somos inducidos a invocar su Espritu, para que nos gue por el recto camino. Pero, como nuestra pereza no se despierta lo bastante con los mandamientos, aade l sus promesas, las cuales nos atraen con una especie de dulzura a que amemos lo que nos manda. Y cuanto ms amamos la justicia, con tanto mayor fervor buscarnos la gracia de Dios. He aqu como con estas amonestaciones: si quisiereis, si oyereis.... Dios no nos da la libre facultad ni de querer, ni de or, y sin embargo no se burla de nuestra impotencia; porque de esta manera hace gran beneficio a los suyos, y tambin que los impos sean mucho ms dignos de condenacin.' 11. Los reproches de la Escritura no son vanos Tambin los de la tercera clase tienen gran afinidad con los precedentes, porque alegan pasajes en los que Dios reprocha su ingratitud al pueblo de Israel, pues solamente gracias a la liberalidad de Dios ha recibido todo gnero de bienes y de prosperidad. As cuando dice: "El amalecita y el cananeo estn all delante de vosotros, y caeris a espada ... por cuanto os habis negado a seguir a Jehov" (Nm. 14,43). Y: "Aunque os habl desde temprano y sin cesar, no osteis; y os llam, y no respondisteis; har tambin a esta casa ... como hice a Silo" (Jer. 7,13). Y: "Esta es la nacin que no escuch la voz de Jehov su Dios, ni admiti correccin;... Jehov ha aborrecido y dejado la generacin objeto de su ira" (Jer. 7,28). Y: "porque habis endurecido vuestro corazn y no habis obedecido al Seor, todos estos males han cado sobre vosotros" (Jer.32,23). Estos reproches, dicen, cmo podran aplicarse a quienes podran contestar: ciertamente nosotros no desebamos ms que la prosperidad, y temamos la adversidad; por tanto, que no hayamos obedecido al Seor, ni odo su voz para evitar el mal y ser mejor tratados se ha debido a que, estando nosotros sometidos al pecado, no pudimos hacer otra cosa. Por tanto, sin razn nos echa en cara Dios los males que padecemos, pues no estuvo en nuestra mano evitarlos? La conciencia de los malos les convence de su mala voluntad. Con todo derecho son castigados. Para responder a esto, dejando el pretexto de la necesidad, que es frvolo y sin importancia, pregunto si se pueden excusar de no haber pecado. Porque si se les convence de haber faltado, no sin razn Dios les echa en cara que por su culpa no les ha mantenido en la prosperidad. Respondan, pues, si pueden negar que la causa de su obstinacin ha sido su mala voluntad. Si hallan dentro de s mismos la fuente del mal a qu molestarse en buscar otras causas fuera de ellos, para no aparecer como autores de su propia perdicin? Por tanto, si es cierto que los pecadores por su propia culpa se ven privados de los beneficios de Dios y son castigados por su mano, sobrado motivo hay para que oigan tales
reproches de labios de Dios; a fin de que si obstinadamente persisten en el mal, aprendan en sus desgracias ms bien a acusar a su maldad y a abominar de ella, que no a echar la culpa a Dios y tacharle de excesivamente riguroso. Y si no se han endurecido del todo, y hay en ellos an cierta docilidad, que conciban de sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos son infelices y estn perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazn que es verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los piadosos las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella solemne oracin de Daniel (Dn. 9). En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judos, a los cuales Jeremas por mandato de Dios muestra las causas de sus miserias, aunque no pudo suceder ms que lo que Dios haba dicho antes: "T, pues, les dirs todas estas palabras, pero no te oirn; los llamars, y no te respondern" (Jer. 7,27). Pero con qu fin hablaba el profeta a gente sorda? Para que a pesar de s mismos y a la fuerza comprendiesen que era verdad lo que oan, a saber: que era un horrendo sacrilegio echar a Dios la culpa de sus desventuras, cuando era nicamente de ellos. Con estas tres soluciones podr cada uno librarse fcilmente de la infinidad de testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen amontonar, tanto sobre los mandamientos, como sobre los reproches de Dios a los pecadores, para erigir y confirmar el dolo del libre albedro del hombre. Para vergenza de los judos, dice el salmo: "Generacin contumaz y rebelde; generacin que no dispuso su corazn" (Sal. 78,8). Y en otro salmo exhorta el Profeta a sus contemporneos a que no endurezcan sus corazones (Sal. 95,8); y con toda razn, pues toda la culpa de la rebelda estriba en la perversidad de los hombres. Pero injustamente se deduce de aqu que el corazn puede inclinarse a un lado o a otro, puesto que es Dios el que lo prepara. El Profeta dice: "Mi corazn inclin a cumplir tus estatutos" (Sal. 119,112), porque de buen grado y con alegra se haba entregado al Seor; pero no se ufana de haber sido l el autor de este buen afecto, ya que en el mismo salmo confiesa que es un don de Dios. Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta a los fieles a que se ocupen de su salvacin con temor y temblor, por ser Dios el que produce el querer y el hacer (Flp. 2,12-13). Es cierto que les manda que pongan mano a la obra, y que no estn ociosos; pero al decirles que lo hagan con temor y solicitud, los humilla de tal modo, que han de tener presente que es obra propia de Dios lo mismo que les manda hacer. Con lo cual ensea que los fieles obran pasivamente, si as puede decirse, en cuanto que el cielo es quien les da la gracia y el poder de obrar, a fin de que no se atribuyan ninguna cosa a s mismos, ni se gloren de nada. Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a "aadir virtud a la fe" (2 Pe. 1, 5), no nos atribuye una parte de la obra, como si algo hiciramos por nosotros mismos, sino que nicamente despierta la pereza de nuestra carne, por la que muchas veces queda sofocada la fe. A esto mismo viene lo que dice san Pablo: "No apaguis al Espritu" (I Tes. 5,19), porque muchas veces la pereza se apodera de los fieles, si no se la corrige. Si hay an alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el poder de alimentar la luz que se les ha dado, fcilmente se puede refutar su ignorancia, ya que esta misma diligencia que pide el Apstol no viene rns que de Dios. Porque tambin se nos manda muchas veces que nos limpiemos de toda contaminacin (2 Cor. 7, l), y sin embargo, el Espritu Santo se reserva para s solo la dignidad de santificar. En conclusin; bien claro se ve por la palabras de san Juan, que lo que pertenece exclusivamente a Dios nos es atribuido a nosotros por una cierta concesin. "Cualquiera que es engendrado de Dios", dice, "se guarda a s mismo" (I Jn. 5,18). Los apstoles del libre albedro
hacen mucho hincapi en esta frase, como si dijese que nuestra salvacin se debe en parte a la virtud de Dios, y en parte a nosotros. Como si ese guardarse de que habla el apstol, no nos viniera tambin del cielo. Y por eso Cristo ruega al Padre que nos guarde del mal y del Maligno. Y sabemos que los fieles cuando luchan contra Satans no alcanzan la victoria con otras armas que con las de Dios. Por esta razn san Pedro, despus de mandar purificar las almas por obediencia a la verdad (I Pe. 1,22), aade como corrigindose: "por el Espritu". Para concluir, san Juan en pocas palabras prueba cun poco valen y pueden las fuerzas humanas en la lucha espiritual, cuando dice que "todo aqul que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en l" (I Jn. 3,9). Y da la razn en otra parte: porque nuestra fe es la victoria que vence al mundo (I Jn. 5,4). 12. Explicacin de Deuteronomio 30,11-14 Sin embargo, alegan un texto de la Ley de Moiss, que parece muy contrario a nuestra solucin. Despus de haber promulgado la Ley, declara ante el pueblo lo siguiente: este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difcil para ti, ni est lejos ni en el cielo, sino muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazn, para que lo cumplas (Dt. 30, 11). Si estas palabras se entienden de los mandamientos simplemente, confieso que nos veramos muy apurados para responder; porque, aunque se podra argir que se dice de la facilidad para entender los mandamientos, y no para cumplirlos, siempre quedara alguna duda y escrpulo. Pero el Apstol, que es un excelente intrprete, nos ahorra andar con elucubraciones, al afirmar que Moiss se refiere en este lugar a la doctrina del Evangelio (Rom. 10, 8). Y si alguno osadamente afirma que san Pablo retorci el texto aplicndolo al Evangelio, aunque semejante osada no deja de sonar a impiedad y poca religiosidad, sin embargo, adems de la autoridad del Apstol, tenemos medios para convencer a ese tal. Porque si Moiss hablara solamente de los mandamientos, el pueblo se hubiera llenado de vana confianza; pues qu les hubiera quedado sino arruinarse, si hubieran querido guardar la Ley con sus propias fuerzas, como si fuera algo fcil? Dnde est esa facilidad, para guardarla, si nuestra naturaleza fracasa, y no hay quien no tropiece al intentar caminar? Por tanto, es evidente que Moiss con estas palabras se refera al pacto de misericordia, que haba promulgado juntamente con la Ley. Pues poco antes haba dicho que es menester que nuestros corazones sean circuncidados por Dios (Dt. 30,6), para que le amemos. Y as l puso la facilidad de que luego habla, no en la virtud del hombre, sino en el favor, y ayuda del Espritu Santo, que poderosamente lleva a cabo su obra en nuestra debilidad. Por tanto, el texto no se puede entender nicamente de los mandamientos, sino tambin, y mucho ms, de las promesas del Evangelio, las cuales muy lejos de atribuirnos la facultad de alcanzar la justicia, la destruyen completamente. Considerando san Pablo que la salvacin nos es presentada en el Evangelio, no bajo la dura, difcil e imposible condicin que emplea la Ley, - a saber: que tan slo la alcanzan los que hubieren cumplido todos los mandamientos -, sino con una condicin fcil y sencilla, aplica este testimonio para confirmar cun liberalmente ha sido puesta en nuestras manos la misericordia de Dios. Por tanto, este testimonio no sirve en absoluto para establecer la libertad en la voluntad del hombre. 13. Para humillarnos y para que nos arrepintamos con su gracia, Dios a veces nos retira temporalmente sus favores Suelen traer tambin como objecin algunos testimonios, por los que se muestra que Dios
retira algunas veces su gracia a los hombres, para que consideren hacia qu lado van a volverse. As se dice en Oseas: "Andar y volver a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen mi rostro" (Os. 5,15). Sera ridculo, dicen, que el Seor pensase que Israel le haba de buscar, si sus corazones no fuesen capaces de inclinarse a una parte u otra. Como si no fuese cosa corriente que Dios por sus profetas se muestre airado, y deje ver su deseo de abandonar a su pueblo hasta que cambie su modo de vivir. Pero qu pueden deducir nuestros adversarios de tales amenazas? Si pretenden que el pueblo, abandonado de Dios, puede por s mismo convertirse a El, tienen en contra suya toda la Escritura; y si admiten que es necesaria la gracia de Dios para la conversin, a qu fin disputan con nosotros? Pero quizs digan que admiten que la gracia de Dios es necesaria, pero de tal manera que el hombre hace algo de su parte. Mas cmo lo prueban? Evidentemente que no por el texto citado, ni por otros semejantes. Porque es muy distinto decir que Dios deja de su mano al hombre para ver en qu parar, a afirmar que socorre la flaqueza del mismo para robustecer sus fuerzas. Pero preguntarn, qu quieren, entonces, decir estas dos maneras de hablar? Respondo que vienen a ser como si Dios dijera: Puesto que no saco provecho alguno de este pueblo aconsejndole, exhortndole y reprendindole, me apartar de l un poco, y consentir en silencio que se vea afligido. Quiero ver si por ventura, al sentirse oprimido por grandes tribulaciones, se acuerda de m y me busca. Cuando se dice que Dios se apartar de l, se quiere dar a entender que le privar de su Palabra; al afirmar que quiere ver qu es lo que los hombres harn en su ausencia, quiere significar, que secretamente les probar por algn tiempo con varias tribulaciones; y tanto lo uno como lo otro lo hace para humillarnos. Porque si l con su Espritu no nos concediese docilidad, el castigo de las tribulaciones, en vez de lograr nuestra correccin, slo conseguira quebrantarnos. Falsamente se concluye, por tanto, que el hombre dispone de algunas fuerzas, cuando Dios, enojado con nuestra continua contumacia y cansado de ella, nos desampara por algn tiempo, - privndonos de su Palabra, mediante la cual en cierta manera nos comunica su presencia -, y ve lo que en su ausencia hacemos; pues l hace todo esto nicamente para forzarnos a reconocer que por nosotros mismos no podemos ni somos nada. 14. Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia Tambin argumentan de la manera corriente de hablar, que no slo los hombres, sino tambin la Escritura emplea, segn la cual se dice que las buenas obras son nuestras, y que no menos hacemos lo que es santo y agradable a Dios, que lo malo y lo que le disgusta. Y si con razn nos son imputados los pecados por proceder de nosotros, por la misma razn hay que atribuirnos tambin las buenas obras. Pues, no est conforme con la razn decir, que nosotros hacemos las cosas que Dios nos mueve a hacer, si por nosotros mismos somos tan incapaces como una piedra para hacerlas. Por eso concluyen que, aunque la gracia de Dios sea el agente principal, sin embargo, expresiones como las mencionadas significan que nosotros tenemos cierta virtud natural para obrar. Si ellos no acentuasen ms que el primer punto: que las buenas obras si dice que son nuestras, les objetara que tambin se dice que es nuestro el pan, que pedimos a Dios nos lo conceda. Por tanto, qu se puede decir del ttulo de posesin, sino que por la liberalidad de Dios y su gratuita merced se hace nuestro lo que de ninguna manera nos perteneca? As que, o admiten el mismo absurdo en la oracin del Seor, o que no tengan por cosa nueva el que se llamen
nuestras las buenas obras, en las cuales el nico ttulo para que sean nuestras es la liberalidad de Dios. Los malos cometen el mal por su propia malvada voluntad. Pero la segunda objecin encierra mayor dificultad. Se asegura que la Escritura afirma muchas veces que nosotros servimos a Dios, guardamos su justicia, obedecemos su Ley, y que nos dedicamos 1 obrar bien. Siendo todo esto cometido propio del entendimiento y de la voluntad del hombre cmo podra atribuirse a la vez al Espritu de Dios y a nosotros, si nuestra facultad y poder no tuviese cierta comunicacin con la potencia de Dios? Ser fcil desentendernos de estos lazos, si consideramos bien cmo el Espritu de Dios obra en los santos. Primeramente, la semejanza que aducen est aqu fuera de propsito; porque quin hay tan insensato que crea que Dios mueve al hombre ni ms ni menos que como nosotros arrojamos una piedra? Ciertamente, tal cosa no se sigue de nuestra doctrina. Nosotros contamos entre las facultades del hombre el aprobar, desechar, querer y no querer, procurar, resistir; es decir, aprobar la vanidad, desechar el verdadero bien, querer lo malo, no querer lo bueno, procurar el pecado, resistir a la justicia. Qu hace el Seor en todo esto? Si quiere usar de la perversidad del hombre como instrumento de su ira, la encamina y dirige hacia donde le place para realizar mediante los malvados sus obras buenas y justas. Por tanto, cuando vemos a un hombre perverso servir a Dios, satisfaciendo su propia maldad, podremos por ventura compararlo con una piedra, que arrojada por mano ajena, va, no por su movimiento o sentimiento, o su propia voluntad? Vemos, pues, la gran diferencia que existe. Los creyentes, por su voluntad regenerada y fortalecida por el Espritu Santo, quieren el bien. Y qu decir de los buenos, de los cuales se trata principalmente? Cuando el Seor erige en ellos su reino, les refrena y modera su voluntad para que no se vea arrebatada por apetitos desordenados, segn tiene ella por costumbre conforme a su inclinacin natural. Por otra parte, para que se incline a la santidad y la justicia, la endereza conforme a la norma de su justicia, la forma y dirige; para que no vacile ni caiga, la fortalece y confirma con la potencia de su Espritu. De acuerdo con esto, responde san Agustn a tales gentes: "T me dirs: a nosotros nos obliga a hacer, no hacemos por nosotros. Es verdad lo uno y lo otro. T haces y te hacen hacer, eres movido para que hagas; y t obras bien, cuando el que es bueno es quien te hace obrar. El Espritu de Dios que te hace hacer, es el que ayuda a los que hacen; su nombre de 'Ayudador' denota que tambin t haces algo"'. Esto es lo que dice san Agustn. En la primera parte de esta sentencia afirma que la operacin del hombre no queda suprimida por el movimiento e intervencin del Espritu Santo; porque la voluntad, que es guiada para que se encamine hacia el bien es de naturaleza. Pero luego aade que del nombre "Ayudador" se puede deducir que nosotros hacemos algo; esto no hay que tomarlo como si nos atribuyese algo por nosotros mismos, sino que para no retenernos en nuestra indolencia, concuerda de tal manera la operacin de Dios con la nuestra, que el querer sea de naturaleza, pero el querer bien, de la gracia. Por eso un poco antes haba dicho: Si Dios no nos ayuda, no solamente no podremos vencer, sino ni siquiera pelear. 15. Por la gracia hacemos las obras que el Espritu de Dios hace en nosotros Por aqu se ve que la gracia de Dios - segn se toma este nombre cuando se trata de la regeneracin -, es la regla del Espritu para encaminar y dirigir la voluntad del hombre. No puede dirigirla sin corregirla, sin que la reforme y renueve; de ah que digamos que el principio de la
regeneracin consiste en que lo que es nuestro sea desarraigado de nosotros. Asimismo no la puede corregir sin que la mueva, la empuje, la lleve y la mantenga. Por eso decimos con todo derecho, que todas las acciones que de all proceden son enteramente suyas. Sin embargo, no negamos que es muy gran verdad lo que ensea san Agustn2: que la voluntad no es destruida por la gracia, sino ms bien reparada. Pues se pueden admitir muy bien ambas cosas: que se diga que est restaurada la voluntad del hombre, cuando, corregida su malicia y perversidad, es encaminado a la verdadera justicia, y que a la vez se afirme que es una nueva voluntad pues tan pervertida y corrompida est, que tiene necesidad de ser totalmente renovada. Ahora no hay nada que nos impida decir que nosotros hacemos lo que el Espritu de Dios hace en nosotros, aunque nuestra voluntad no pone nada suyo, que sea distinto de la gracia. Debemos recordar lo que ya hemos citado de san Agustn: que algunos trabajan en vano para hallar en la voluntad del hombre algn bien que sea propio de ella, porque todo cuanto quieren aadir a la gracia de Dios para ensalzar el libre albedro, no es ms que corrupcin, como si uno aguase el vino con agua encenagada y amarga. Mas, aunque todo el bien que hay en la voluntad procede de la pura inspiracin del Espritu, como el querer es cosa natural en el hombre, no sin razn se dice que nosotros hacemos aquellas cosas, de las cuales Dios se ha reservado la alabanza con toda justicia. Primeramente, porque todo lo que Dios hace en nosotros, quiere que sea nuestro, con tal que entendamos que no procede de nosotros: y, adems, porque nosotros naturalmente estamos dotados de entendimiento, voluntad y deseos, todo lo cual l lo dirige al bien, para sacar de ello algo de provecho. III. OTROS PASAJES DE LA ESCRITURA 16. Gnesis 4,7 Los dems testimonios que toman de ac y de all de la Escritura, no ofrecen gran dificultad, ni siquiera a las personas de mediano entendimiento: siempre que tengan bien presentes las soluciones que hemos dado. Citan lo que est escrito en el Gnesis: A ti ser su deseo, y t te enseorears de l" (Gn.4,7), e interpretan este texto del pecado, como si el Seor prometiese a Can, que el pecado no podra enseorearse de su corazn, si el trabajare en dominarle. Pero nosotros afirmamos que est ms de acuerdo con el contexto y con el hilo del razonamiento referirlo a Abel, y no al pecado. La intencin de Dios en este lugar es reprender la envidia perniciosa que Can haba concebido contra su hermano Abel; y lo hace aduciendo dos razones; la primera, que se engaaba al pensar que era tenido en ms que su hermano ante Dios, el cual no admite ms alabanza que la que procede de la justicia y la integridad. La segunda, que era muy ingrato para con Dios por el beneficio que de l haba recibido, pues no poda sufrir a su propio hermano, menor que l, y que estaba a su cuidado. Mas, para que no parezca que abrazamos esta interpretacin porque la otra nos es contraria, supongamos que Dios habla del pecado. En tal caso, o el Seor le promete que ser superior, o le manda que lo sea. Si se lo manda, ya hemos demostrado que de esto no se puede obtener prueba alguna para probar el libre albedro. Si se lo promete, dnde est el cumplimiento de la promesa, pues Can fue vencido por el pecado, del cual deba enseorearse? Dirn que en la promesa iba incluida una condicin tcita, como si Dios hubiese querido decir: T logrars la victoria, si luchas. Pero quin puede admitir tergiversaciones semejantes? Porque si
este seoro se refiere al pecado, no hay duda posible de que se trata de un mandato de Dios, en el cual no se dice lo que podemos, sino cul es nuestro deber, aunque no lo podamos hacer. Sin embargo, la frase y la gramtica exigen que Can sea comparado con Abel, porque siendo l el primognito no sera pospuesto a su hermano, si l con su propio pecado no se hubiera rebajado. 17. Romanos 9,16 Aducen tambin el testimonio del Apstol, cuando dice: "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene rnisericordia" (Rom.9,16). De lo cual concluyen, que hay algo en la voluntad y en el impulso del hombre que aunque dbil, ayudada no obstante por la misericordia de Dios, no deja de tener xito. Mas si considerasen razonablemente a qu se refiere el Apstol en este pasaje, no abusaran tan inconsideradamente del mismo. Bien s que pueden aducir como defensores de su opinin a Orgenes y a san Jernimo 1; pero no hace al caso saber sus fantasas sobre este lugar, si nos consta lo que all ha querido decir san Pablo. Ahora bien, l afirma que solamente alcanzarn la salvacin aquellos a quienes el Seor tiene a bien dispensarles su misericordia; y que para cuantos l no ha elegido est preparada la ruina y la perdicin. Antes haba expuesto la suerte y condicin de los rprobos con el ejemplo de Faran; y con el de Moiss haba confirmado la certeza de la eleccin gratuita. Tendr, dice, misericordia, de quien la tenga. Y concluye que aqu no tiene valor alguno el que uno quiera o corra, sino el que Dios tenga misericordia. Pero si el texto se entiende en el sentido de que no basta la voluntad y el esfuerzo para lograr una cosa tan excelente, san Pablo dira esto muy impropiamente. Por tanto, no hagamos caso de tales sutilezas: No depende, dicen, del que quiere ni del que corre; luego hay una cierta voluntad y un cierto correr. Lo que dice san Pablo es mucho ms sencillo: no hay voluntad ni hay correr que nos lleven a la salvacin; lo nico que nos puede valer es la misericordia de Dios. Pues no habla aqu de una manera distinta de lo que lo hace escribiendo a Tito: "Cuando se manifest la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salv, no por obras de justicia que nosotros hubiramos hecho, sino por su misericordia" (Tit.3,4-5). Incluso los que arguyen que san Pablo ha dado a entender que existe una cierta voluntad y un cierto correr, por haber negado que sea propio del que quiere o del que corre conseguir la salvacin, incluso ellos no admitirn que yo argumente de la misma forma, diciendo que hemos hecho algunas buenas obras, porque san Pablo niega que hayamos alcanzado la gracia de Dios mediante ellas. Pues si les parece deficiente esta manera de argumentar, que abran bien los ojos, y vern que la suya no puede salvarse de la acusacin de falaz. Tambin es firme la razn en que se funda san Agustn, al afirmar que si se hubiera dicho que no es propio del que quiere ni del que corre, porque no bastan ni la voluntad ni el correr, se podra tambin dar la vuelta al argumento, y concluir que no es propio de la misericordia de Dios, ya que tampoco obrara ella sola. Pero como esto segundo es del todo absurdo, con toda razn concluye san Agustn que por eso se dice que no existe ninguna voluntad humana buena, si no la prepara el Seor; no que debamos querer y correr, sino que lo uno y lo otro lo hace Dios en nosotros. No menos neciamente fuerzan algunos el texto de san Pablo: "somos colaboradores de Dios" (1 Cor. 3,9). Es indudable que se debe limitar nicamente a los ministros; y se llaman cooperadores, no porque pongan algo de s mismos, sino porque Dios obra mediante ellos, despus de haberlos hecho idneos para serlo, adornndolos con los dones necesarios.
18. Eclesistico 15,14-17 Aportan tambin el testimonio del libro del Eclesistico, aunque, como se sabe, su autor es de dudosa autoridad. Pero aunque no le repudiemos - que podramos hacerlo con toda razn qu es lo que all se dice en confirmacin del libre albedro? Se dice que el hombre, despus de haber sido creado, fue dejado a su libre albedro, y que Dios le impuso unos mandamientos que guardar, los cuales a su vez le guardaran a l; que la vida y la muerte, el bien y el mal fueron puestos ante el hombre, para que escogiese segn su gusto. Aceptemos que el hombre haya recibido en su creacin el poder de escoger la vida o la muerte. Qu suceder, si respondemos que lo perdi? Desde luego, no es mi intencin contradecir a Salomn, quien afirma que el hombre al principio fue creado bueno, y que l ha inventado por s mismo muchas perversas novedades (Ecl. 7,29). Mas, como el hombre al degenerar y no permanecer en el estado en el cual Dios lo cre, se ech a perder a si mismo y todo cuanto tena, cuanto se dice que recibi en su primera creacin no se puede aplicar a su naturaleza viciada y corrompida. As que no solamente respondo a stos, sino tambin al mismo autor del Eclesiastico, quien quiera que sea, de esta manera: Si queris ensear al hombre a buscar en s mismo el poder de alcanzar la salvacin, vuestra autoridad no es de tanto valor ni merece tanta estima, que pueda menoscabar en lo ms mnimo la Palabra de Dios, dotada de plena certeza. Mas, si solamente queris reprimir la maldad de la carne, que imputando sus vicios a Dios pretende vanamente excusarse, y por esto decs que el hombre tiene una naturaleza buena dada por Dios, y que l ha sido causa de su propia ruina y perdicin, entonces yo afirmo lo mismo; con tal que convengamos tambin en que por su culpa se halla ahora despojado de aquellos dones y gracias con que el Seor le habla adornado al principio, y as confesemos a la vez que el hombre tiene ahora necesidad de mdico, y no de abogado. 19. Lucas 10, 30 No hay cosa que ms corrientemente tengan en la boca que la parbola de Cristo sobre el buen samaritano, en la cual se dice que los ladrones dejaron a un viajero medio muerto en el camino. S muy bien que lo que de ordinario se ensea es que la persona de este viajero representa la desgracia del linaje humano. De aqu arguyen nuestros adversarios: El hombre no ha sido de tal manera asaltado por el pecado y por el Diablo, que no le quede an algo de vida y algunas reliquias de los bienes que antes posea, puesto que se dice que le dejaron medio muerto. Porque dnde, dicen, estara aquella media vida, si no le quedase an al hombre parte de su entendimiento y de su voluntad? En primer lugar, si yo no admitiese su alegora qu podran alegar? Porque es indudable que los doctores antiguos en esta alegora han ido ms all del sentido literal propio que el Seor pretenda con tal parbola. Las alegoras no deben ir ms all de lo que permite el sentido senalado por la Escritura; pues lejos estn de ser suficientes y aptas para probar una doctrina determinada. Tampoco me faltan razones con las que poder refutar toda esta fantasa, porque la Palabra de Dios no dice que el hombre tiene media vida, sino que est muerto del todo en cuanto a la vida bienaventurada. San Pablo cuando habla de nuestra redencin no dice que nosotros estbamos medio muertos y hemos sido curados; dice que estando muertos hemos sido resucitados. l no llama a recibir la gracia de Cristo a los que viven a medias, sino a los que estn muertos y sepultados (EL 2,5; 5,14). Est de acuerdo con esto lo que dice el Seor que ha llegado la hora en que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios (Jn. 5,25). Cmo podrn oponer una vana alegora
a tan claros testimonios de la Escritura? Pero supongamos que esta alegora tenga tanto valor como un testimonio. Qu pueden concluir contra nosotros? El hombre est medio vivo, luego tiene alguna parte de vida, a saber, alma capaz de razn; aunque no penetre hasta la sabidura celestial y espiritual, tiene un cierto juicio para conocer lo bueno y lo malo; tiene cierto sentimiento de Dios, aunque no verdadero conocimiento del mismo. Pero en qu se resuelven todas estas cosas? Evidentemente no pueden lograr que no sea verdad lo que dice san Agustn, y que incluso los mismos escolsticos admiten: que los dones gratuitos pertinentes a la salvacin han sido quitados al hombre despus del pecado; y que los dones naturales han quedado mancillados y corrompidos. Por tanto, quede firmemente asentada esta verdad: que el entendimiento del hombre de tal manera est apartado de la justicia de Dios, que no puede imaginar, concebir, ni comprender ms que impiedad, impureza y abominacin. E igualmente que su corazn de tal manera se halla emponzoado por el veneno del pecado, que no puede producir ms que hediondez. Y si por casualidad brota de l alguna apariencia de bondad, sin embargo el entendimiento permanece siempre envuelto en hipocresa y falsedad, y el corazn enmaraado en una malicia interna. *** CAPTULO VI
mundo no conoci a Dios mediante la sabidura, agrad a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicacin" (1Cor. 1, 2 l). Llama l sabidura de Dios a este admirable espectculo del cielo y de la tierra, adornado y lleno de tan infinitas maravillas, por cuya consideracin podamos llegar al conocimiento de Dios sabia y prudentemente; mas como nada adelantamos con todo esto, nos llama el Apstol a la fe de Jesucristo, que por su apariencia de locura, es objeto de desdn para los incrdulos. As pues, aunque la predicacin de la cruz no satisfaga los juicios de la carne, no obstante hemos de abrazarla con humildad, si deseamos volver a nuestro Creador, de quien estamos apartados, para que de nuevo comience a ser nuestro Padre. Desde la cada de Adn los hombres han tenido necesidad de un Mediador. De hecho, despus de la cada de Adn, ningn conocimiento de Dios a podido valernos para lograr nuestra salvacin sin el Mediador. Porque cuando dice Jesucristo: Estaes la vida eterna: que te conozcan a ti, el nico Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado (Jn. 17,3), no lo entiende solamente de su tiempo, sino que lo dice de todos los tiempos y pocas. Por lo cual es tanto ms de condenar la necedad de los que abren la puerta del cielo a todos los incrdulos y toda clase de gente profana sin la gracia de Jesucristo, el cual, segn la Escritura ensea en muchos pasajes, es la nica puerta por donde podemos entrar en el camino de la salvacin. Y si alguno quiere restringir lo que dice Jesucristo a la promulgacin del Evangelio, es bien fcil de refutarlo; porque en todo tiempo y por todos se tuvo corno cierto que los que estn alejados de Dios no pueden agradarle, si antes no se reconcilian con l, y que son considerados como malditos e hijos de ira. Adase a esto lo que Cristo responde a la samaritana: "Vosotros adoris lo que no sabis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvacin viene de los judos" (Jn.4,22). Con estas palabras condena todas las religiones de los gentiles, y da la causa dicien do que el Redentor haba sido prometido bajo la Ley solamente a los judos. De donde se sigue que ninguna clase de servicio fue jams del agrado de Dios, sino el que tuvo por blanco a Jesucristo. Por eso afirma san Pablo que todos los gentiles han estado sin Dios y excluidos de la esperanza de la vida (E17.2,12). Adems, como quiera que san Juan ensea que la vida estuvo desde el principio en Cristo, y que todo el mundo se apart de ella (Jn. 1,4-5), resulta del todo necesario recurrir a esta fuente. Y por esta causa Cristo, en cuanto es Mediador para aplacar al Padre, dice que l es la vida. Ciertamente la herencia del reino de los cielos no compete ms que a los hijos de Dios; y no es razn que los que no estn incorporados a Jesucristo, nico Hijo de Dios, sean tenidos ni contados en el nmero de sus hijos. Y san Juan claramente afirma, que los que creen en el nombre de Jesucristo tienen la prerrogativa y el privilegio de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1, 12). Mas como mi intencin no es tratar ahora expresamente de la fe en Jesucristo, basta haber tocado este tema de paso. 2. Dios no ha sido propicio al antiguo Israel ms que en Cristo, el Mediador. Los sacrificios Dios jams se mostr propicio a los patriarcas del Antiguo Testamento, ni jams les dio esperanza alguna de gracia y de favor sin proponerles un Mediador. No hablo de los sacrificios de la Ley, con los cuales clara y evidentemente se les ense a los fieles que no deban buscar la salvacin ms que en la expiacin que slo Jesucristo ha realizado. Solamente quiero decir, que la felicidad y el prspero estado que Dios ha prometido a su Iglesia se ha fundado siempre en la persona de Jesucristo. Porque aunque Dios haya comprendido en su pacto a todos los descendientes de Abraham, sin embargo con toda razn concluye san Pablo que, propiamente hablando, es Jesucristo aquella simiente en la que haban de
ser benditas todas las gentes (Gl. 3,16); pues sabemos que no todos los descendientes de Abraham segn la carne son considerados de su linaje. Porque dejando a un lado a Ismael y a otros semejantes, cul pudo ser la causa de que dos hijos mellizos que tuvo Isaac, a saber, Esa y Jacob, cuando an estaban juntos en el seno de su madre, uno de ellos fuese escogido y el otro repudiado? E igualmente, cmo se explica que haya sido desheredada la mayor parte de los descendientes de Abraham? Es, por tanto, evidente que la raza de Abraham se denomina tal por su cabeza, y que la salvacin que haba sido prometida no se logra ms que en Cristo, cuya misin es unir lo que estaba disperso. De donde se sigue que la primera adopcin del pueblo escogido dependa del Mediador. Lo cual, aunque Moiss no lo dice expresamente, bien claro se ve que todos los personajes piadosos lo entendieron as. Ya antes de que fuese elegido un rey para el pueblo, Ana, madre de Samuel, hablando de la felicidad de los fieles, haba dicho en su cntico: "(Jehov) dar poder a su Rey, y exaltar el podero de su Ungido" (I Sin. 2, 10), queriendo decir con estas palabras que Dios bendecira a su Iglesia. Est de acuerdo con esto lo que poco despus dice Dios a El: "Y andar (el sacerdote fiel) delante de mi ungido todos los das (1 Sm. 2,35). Y no hay duda de que el Padre celestial ha querido mostrar en David y en sus descendientes una viva imagen de Cristo. Por eso queriendo David exhortar a los fieles a temer a Dios manda que honren al Hijo (Sal.2,12); con lo cual est de acuerdo lo que dice el Evangelio: "El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envi" (Jn. 5,23). Y as, aunque el reino de David vino a tierra al apartarse las diez tribus y dividir el reino, sin embargo el pacto que Dios haba hecho con David y sus descendientes permaneci firme y estable, como l lo dice por sus profetas: "Pero no romper todo el reino, sino que dar una tribu a tu hijo, por amor a David mi siervo, y por amor a Jerusaln, la cual yo he elegido" (I Re. 11,13). Lo mismo repite dos o tres veces en el mismo lugar, y particularmente dice: "Yo afligir a la descendencia de David por esto, ms no para siempre" (I Re. 11, 39). Y poco despus se dice: "Mas por amor a David, Jehov su Dios le dio lmpara en Jerusaln" (I Re. 15,4). Y como las cosas cada vez fueran peor, se vuelve a decir: "Con todo esto, Jehov no quiso destruir a Jud, por amor a David su siervo, porque haba prometido darle lmpara a l y a todos sus descendientes perpetuamente" (2 Re. 8,19). El resumen de todo esto es que Dios escogi nicamente a David dejando a un lado a todos los dems, para que perseverase en su favor y en su gracia, segn se dice en otro lugar: "Dej el tabernculo de Silo..., Desech la tienda de Jos y no escogi la tribu de Efraim, sino que escogi la tribu de Jud, el monte de Sin, al cual am... Eligi a David, su siervo, ...para que apacentase a Jacob su pueblo y a Israel su heredad." (Sal.78,60 ... ). En resumen, Dios ha querido conservar a su Iglesia de tal modo que su perfeccin y salvacin dependiesen de su Cabeza. Por esto exclama David: Jehov es la fortaleza de su pueblo, y el refugio salvador de su ungido" (Sal.28,8). Y luego hace esta oracin: "Salva a tu pueblo y bendice a tu heredad" (Sal. 28,9), queriendo decir con estas palabras que el bienestar de la Iglesia est ligado indisolublemente al reino de Jesucristo. Y conforme a esto dice en otro salmo: "Salva, Jehov; que el rey nos oiga en el da que lo invoquemos" (Sal. 20,9). Con lo cual claramente muestra que el nico motivo de los fieles para acudir confiadamente a implorar el fervor de Dios es el estar cubiertos con la proteccin y el amparo del Rey; lo cual se deduce tambin de otro salmo: "Oh, Jehov, slvanos, ... Bendito el que viene en el nombre de Jehov" (Sal. 118,25-26). Por todo lo cual se ve claramente que los fieles son encaminados a Jesucristo para conseguir la esperanza de ser salvados por la mano de Dios. Este es tambin el fin de otra oracin, en la cual toda la Iglesia implora la misericordia de Dios: "Sea tu mano sobre el varn de
tu diestra, sobre el hijo del hombre que para ti afirmaste" (Sal. 80,17). Porque aunque el autor de este salmo lamenta la dispersin de todo el pueblo, sin embargo pide su restauracin por medio de su nica Cabeza. Y cuando Jeremas, al ver al pueblo que era llevado cautivo, la tierra saqueada y todo destruido, llora y gime la desolacin de la Iglesia, hace mencin sobre todo de la desolacin del reino, porque con ella era como si desapareciese la esperanza de los fieles: "En aliento de nuestras vidas, el ungido de Jehov, de quien habamos dicho: a su sombra tendremos vida entre las naciones, fue apresado en sus lazos" (Lam. 4,20). Por aqu se ve claramente que Dios no puede ser propicio ni favorable a los hombre sin que haya un Mediador, y que Cristo les fue siempre puesto ante os ojos a los padres del Antiguo Testamento, para que en l pusiesen su confianza. 3. Cristo, fundamento del pacto, consuelo prometido a los afligidos Cuando Dios promete algn consuelo a los afligidos, y especialmente cuando habla de la liberacin de la Iglesia, pone el estandarte de la confianza y de la esperanza en el mismo Jesucristo. "Saliste para socorrer a tu pueblo, para socorrer a tu ungido" (Hab. 3,13). Y siempre que los profetas hacen mencin de la restauracin de la Iglesia, reiteran al pueblo la promesa hecha a David de la perpetuidad del reino. Y no ha de maravillarnos esto, porque de otra manera no tendra valor ni firmeza alguna el pacto en el que ellos hacan hincapi. Muy a propsito viene la admirable respuesta de Isaas, quien al ver como el incrdulo rey Acaz rechaza el anuncio que le haca de que Jerusalem sera libertada del cerco, y que Dios quera socorrerle en seguida, saltando, por as decirlo de un propsito a otro, va a terminar en el Mesas: "He aqu que la virgen concebir y dar a luz un hijo" (1s.7,14), dando a entender indirectamente que aunque el rey y el pueblo rechazasen por su maldad la promesa que Dios les haca, como si a sabiendas y de propsito se esforzasen en destruir la verdad de Dios, no obstante, el pacto no dejara de ser firme, y el Redentor vendra a su tiempo. Por esta causa todos los profetas tuvieron muy en el corazn, para asegurar al pueblo que Dios les era propicio y favorable, poner siempre delante de sus ojos y traerles a la memoria el reino de David, del cual dependa la redencin y la perpetua salud. As, cuando dice Isaas: "Har con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David. He aqu que yo le di por testigo a los pueblos" (ls. 55,3). Y esto, porque viendo los fieles que las cosas iban cada vez peor, no podan concebir esperanza alguna de que Dios les fuera favorable y usara de misericordia con ellos, sino poniendo ante ellos aquel testigo. De la misma manera, Jeremas para dar nimo a los que estaban desesperados, "He aqu", dice, "que vienen das, dice Jehov, en que levantar a David renuevo justo, y reinar como rey... ; en sus das ser salvo Jud, e Israel habitar confiado" (Jer. 23, 5). E igualmente Ezequiel: "Y levantar sobre ellas a un pastor, y l las apacentar; a mi siervo David ...Yo Jehov les ser por Dios, y mi siervo David, l las apacentar ... ; y establecer con ellos pacto de paz." (Ez. 34,23-25). Y en otro lugar, despus de haber tratado de una restauracin que pareca increble, dice: "Mi siervo David ser rey sobre ellos, y todos ellos tendrn un solo pastor; y andarn en mis preceptos, y mis estatutos guardarn y los pondrn por obra; ... y har con ellos pacto de paz" (Ez. 37,24-26). No entresaco ms que estos pocos testimonios de una infinidad de ellos que se podran alegar, porque solamente quiero advertir a los lectores, que la esperanza de los fieles jams ha sido puesta ms que en Jesucristo. Esto mismo dicen todos los dems profetas. As Oseas: "Y se congregarn los hijos de
Jud y de Israel, y nombrarn un solo jefe" (Os. 1, 1 l). Y mucho ms claramente lo da a entender luego: "Despus volvern los hijos de Israel, y buscarn a Jehov su Dios, y a David su rey." (Os. 3, 5). E igualmente habla bien claro Maqueas, refirindose a la vuelta del pueblo: "Y su rey pasar delante de ellos y a la cabeza de ellos Jehov." (Miq.2,13). Y lo mismo Ams, al prometer la restauracin del pueblo: "En aquel da yo levantar el tabernculo cado de David, y cerrar sus portillos, y levantar sus ruinas." (Am.9,11), porque ste era el nico remedio y la nica esperanza de salvacin: volver a levantar de nuevo la gloria y la majestad real de la casa de David; lo cual se cumpli en Cristo. Por eso Zacaras, como mucho ms cercano al tiempo en el que Cristo se haba de manifestar, exclama ms abiertamente: ---Algrate mucho, hija de Sin; da voces de jbilo, hija de Jerusalem; he aqu tu rey vendr a ti, justo y salvador." (Zac. 9,9). Lo cual est de acuerdo con el salmo ya citado: "(Jehov es) el refugio salvador de su ungido; salva a tu pueblo." (Sal.28,8-9), donde la salud de la cabeza se extiende a todo el cuerpo. 4. Dios ensea a l0sjudos desde siempre a esperar en Cristo Quiso Dios que los judos tuviesen tales profecas, a fin de que se acostumbrasen a poner los ojos en Jesucristo, cada vez que pidiesen ser liberados del cautiverio en que se hallaban. Y aunque ellos haban cado muy bajo, ciertamente que el recuerdo general de que Dios, segn lo haba prometido a David, sera quien por medio de Cristo libertara a su Iglesia, nunca lo pudieron olvidar; y asimismo, que el pacto gratuito con que Dios haba adoptado a sus elegidos permanecera firme y estable. De aqu que cuando Cristo poco antes de su muerte entr en Jerusalem. resonaba en boca de los nios como cosa corriente este cantar: "Hosanna al hijo de David" (Mt. 21,9); pues no hay duda alguna que esto reflejaba lo que corrientemente se deca entre el pueblo, y que lo cantaban a diario; a saber: que su nica prenda de la misericordia de Dios era la venida del Redentor. Dios no ha sido ni ser jams verdaderamente conocido ms que en Cristo. Por esto Cristo manda a sus discpulos que crean en l, para creer perfectamente en Dios. "Creis en Dios, creed en m tambin" (Jn. 14, l). Porque aunque propiamente hablando, la fe sube de Cristo al Padre, l quiere decir sin embargo, que si bien ella se apoya en Dios, poco a poco se va debilitando, si l no interviene para hacer que permanenza en toda su robustez. Adems, la majestad de Dios est demasiado alta para que puedan llegar a ella los hombres mortales, que como los gusanillos andan arrastrndose por la tierra. Por lo cual, lo que comnmente se dice, que Dios es el objeto de la fe, yo lo admito a condicin de que se aada esta correccin: pues no en vano Cristo es llamado "imagen del Dios invisible" (Col. 1, 15), con este ttulo se nos advierte, que si Dios no nos es presentado por medio de Jesucristo, nosotros no podemos conocer que es nuestra salvacin. Y aunque entre los judos los escribas haban oscurecido con falsas glosas e interpretaciones lo que los profetas haban dicho del Redentor, Cristo dio por cosa sabida y comnmente admitida por todos, que no haba otro remedio para la calamitosa situacin en que los judos se encontraban ni otra manera de libertar a la Iglesia, que la venida del Redentor prometido. El vulgo no entendi, como debiera, lo que ensea san Pablo, que "el fin de la ley es Cristo" (Rom. 10,4). Pero cun gran verdad es esto se ve por la misma Ley y los Profetas. No discuto an acerca de la fe. Esto se ver en el lugar oportuno. Solamente quiero que los lectores ahora tengan por inconcuso, que consistiendo el primer grado de la piedad en conocer que Dios es Padre nuestro para defendernos, gobernarnos y alimentarnos, hasta que nos reciba en la eterna herencia de su reino, de esto se sigue evidentemente lo que poco antes hemos dicho: que es imposible llegar al verdadero conocimiento de Dios sin Cristo, y que por esta razn desde el
principio del mundo fue propuesto a los elegidos, para que tuviesen fijos en l sus ojos y descansase en l su confianza. En este sentido escribe Ireneo, que el Padre, que en s mismo es infinito, se ha hecho finito en el Hijo, al rebajarse hasta adoptar nuestra pequeez, a fin de no absorber nuestros entendimientos en la inmensidad de su gloria. No comprendiendo esto, algunos fanticos retuercen esta sentencia para confirmacin de sus fantasas errneas, como si se dijera en ella que slo una parte de la divinidad deriv del Padre a Cristo, cuando es evidente que Ireneo no quiere decir otra cosa sino que Dios es comprendido en Cristo, y en nadie ms fuera de l. Siempre ha sido verdad lo que dice san Juan: Todoaquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre" (1 Jn. 2,23). Porque, aunque muchos antiguamente se gloriaron de que adoraban al supremo Dios que cre el cielo y la tierra, como quiera que no tenan Mediador alguno fue imposible que gustasen de veras la misericordia de Dios y de esta. manera se persuadieran de que Dios era su Padre. Como no tenan a la Cabeza, es decir, Cristo, el conocimiento que tuvieron de Dios fue vano y no les sirvi de nada; de lo cual tambin se sigui que habiendo cado en enormes y horrendas supersticiones, dejasen ver claramente su ignorancia. As por ejemplo, actualmente los turcos, quienes, por ms que se gloren a boca llena de que el Dios que ellos adoran es el que cre el cielo y la tierra, sin embargo no adoran ms que a un pobre dolo en lugar de Dios, puesto que rechazan a Jesucristo. *** CAPTULO VII
LA LEY FUE DADA, NO PARA RETENER EN S MISMA AL PUEBLO ANTIGUO, SINO PARA ALIMENTAR LA ESPERANZA DE LA SALVACIN QUE DEBA TENER EN JESUCRISTO, HASTA QUE VINIERA
1. La religin mosaica, fundada sobre el pacto de la gracia, apuntaba hacia Jesucristo De todo cuanto hemos expuesto se deduce muy fcilmente que la Ley no fue dada, casi cuatrocientos aos despus de la muerte de Abraham, para apartar de Cristo al pueblo elegido, sino precisamente para tener los nimos en suspenso hasta que viniese, y para incitarlos a un mayor deseo de esta venida, y animarlos en esta esperanza, a fin de que no desmayasen con lo largo de la espera. Por Ley no entiendo solamente los diez mandamientos, los cuales nos dan la regla para vivir piadosa y santamente, sino la forma de la religin tal y como Dios la promulg por medio de Moiss. Porque Moiss no fue dado como legislador, para que abrogase la bendicin prometida al linaje de Abraham, sino que ms bien vemos cmo a cada paso trae a la memoria a los judos el pacto gratuito hecho con sus padres, del cual ellos eran los herederos, como si l hubiera sido enviado para renovarlo. Sentido espiritual de las ceremonias. Esto se vio con toda evidencia en las ceremonias. Porque, qu cosa ms vana y ms frvola, que el que los hombres ofrezcan grasa y olor hediondo de animales para reconciliarse con Dios, o refugiarse en una aspersin de agua o de sangre para lavar la impureza del alma? En suma, si se considera en s mismo todo el culto y servicio de Dios prescrito por la Ley, como si no contuviese en s figuras a las cuales corresponda la verdad,
evidentemente no parecera ms que una farsa. Por esto, no sin razn, lo mismo en el discurso de Esteban que en la epstola a los Hebreos, se hace notar diligentemente el texto en el que Dios manda a Moiss fabricar el tabernculo y todo cuanto a l perteneca conforme al modelo que le haba sido mostrado en el monte (Hch. 7,44; Heb. 8, 5; x. 25,40). Porque si no hubiera en todas estas cosas un fin espiritual determinado, al que todas ellas fueran enderezadas, los judos hubieran perdido en ellas su tiempo y su trabajo, no menos que los gentiles con sus fantasas. Los hombres mundanos, que no hacen jams caso alguno de la religin y la piedad, no pueden or ni nombrar, sin sentir fastidio, tantas clases de ritos y ceremonias; y no slo se maravillan de que Dios haya querido sobrecargar al pueblo judo con tantas, sino que incluso las menosprecian y se burlan de ellas, como si fuesen juego de nios. Esto les sucede porque no consideran el fin de las mismas; pues si se separan de l las figuras de la Ley, no pueden por menos de ser consideradas vanas y frvolas. Pero el modelo, del que hemos hecho mencin, muestra bien claramente que. no ha dispuesto Dios los sacrificios, para que los que le servan se ocupasen en ejercicios terrenos, sino ms bien para levantar su entendimiento ms alto. Lo cual se puede comprender por su misma naturaleza, pues siendo l espritu, no puede darse por satisfecho con un culto y servicio que no sea espiritual. As lo confirman muchas sentencias de los profetas, que acusan a los judos de necedad, por creer que Dios haca caso de los sacrificios como eran en s mismos. Tenan ellos, por ventura, la intencin de derogar en algo la Ley? De ningn modo. Mas, precisamente porque eran sus verdaderos intrpretes, queran de esta manera dirigir a los judos por el verdadero y recto camino del cual muchos de ellos se haban apartado, andando descarriados. La Ley moral y ritual no est vaca de Cristo. Debemos, pues, concluir de lo dicho, que puesto que a los judos se les ofreci la gracia de Dios, la Ley no ha estado privada de Cristo. Porque Moiss les propuso como fin de su adopcin, que fuesen un reino sacerdotal para Dios (x. 19,6); lo cual ellos no hubieran podido conseguir de no haber intervenido una reconciliacin mucho ms excelente que la sangre de las vctimas sacrificadas. Porque, qu cosa podra haber menos conforme a la razn, que el que los hijos de Adn, que nacen todos esclavos del pecado por contagio hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta manera hechos participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les viniera de otra parte? Cmo podran ostentar y ejercer el ttulo y derecho del sacerdocio, siendo objeto de abominacin ante los ojos de Dios por sus pecados, si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moiss, enseando que la plenitud de la gracia, que los judos solamente hablan gustado en el tiempo de la Ley, ha sido manifestada en Cristo: "Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio" (1 Pe.2,9). Pues la acomodacin de las palabras de Moiss tiende a demostrar que mucho ms alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo se manifest, que sus padres; porque todos ellos estn adornados y enriquecidos con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios. 2. La Ley moral y ritual era un pedagogo que conduca a Cristo Hay que notar aqu de paso que el reino que se fund en la casa de David, es una parte de la Ley, y est contenido en la misin que le fue dada a Moiss. De donde se sigue que Cristo, lo mismo en todos los descendientes de Lev, que en los de David, ha sido puesto ante los ojos del pueblo judo, como en dos espejos: porque como ya he dicho, ellos no hubieran podido ser reyes y sacerdotes delante de Dios, por ser esclavos del pecado y de la muerte, y estar manchados por
su propia corrupcin. Por ah puede verse claramente cunta verdad es lo que dice san Pablo: que los judos estaban como confinados bajo la disciplina de un maestro de escuela hasta que viniese la semilla en favor de la cual se haba hecho la promesa (Gl.3,24). Pues como Jesucristo no se haba manifestado an ntimamente, eran semejantes a muchachos cuya rudeza y poca capacidad no puede penetrar completamente los misterios de las cosas celestiales. De qu manera han sido guiados como de la mano mediante las ceremonias a Cristo, lo hemos dicho ya, y podemos entenderlo mejor por muchos testimonios de la Escritura. Porque aunque tenan que ofrecer todos los das nuevos sacrificios para reconciliarse con Dios, sin embargo Isaas promete que todos los pecados sern expiados con un solo y nico sacrificio. Y lo mismo lo confirma Daniel (1s. 53,5; Dan. 9,26-27). Los sacerdotes elegidos de la tribu de Lev entraban en el santuario; sin embargo, se dijo que Dios haba escogido uno solo, y que haba confirmado con juramento solemne que sera sacerdote para siempre segn el orden de Melquisedec (Sal. 110,4). Usbase entonces la uncin con aceite; pero Daniel, segn lo haba visto en su visin, dice que habr otra. Y para no alargarnos ms, el autor de la epstola a los Hebreos amplia y claramente demuestra desde el captulo cuarto al once, que las ceremonias no valen para nada, ni sirven de cosa alguna, hasta que no lleguemos a Cristo. Cristo es el fin de la Ley. Por lo que hace a los diez mandamientos, recordemos muy bien lo que dice san Pablo en otro lugar: "el fin de la Ley es Cristo, para justicia a todo aqul que cree" (Rom. 10, 4). E igualmente lo que dice en otro lugar: que Jesucristo es el espritu o el alma que da vida a la letra, la cual por s misma es mortfera (2 Cor. 3, 6). Porque en el primer pasaje dice que en vano somos enseados con preceptos en qu consiste la justicia, mientras Jesucristo no nos la d, tanto por imputacin gratuita, como por el Espritu de regeneracin; por lo cual con toda razn llama a Jesucristo cumplimiento y fin de la Ley; porque de nada nos aprovechara saber qu es lo que Dios pide de nosotros, si Cristo no socorriese a los que se encuentran oprimidos por un yugo y una carga insoportables. En otro lugar dice que la Ley ha sido dada a causa de las transgresiones (Gl. 3,19); a saber, para humillar a los hombres convencindolos de su condenacin. Y como es sta la nica preparacin para ir a Cristo, todo cuanto l dice en diversas frases concuerda muy bien. Mas, como tena que combatir con engaadores, los cuales enseaban que los hombres alcanzaban la justicia por las obras de la Ley, para refutar su error se vio obligado a tomar algunas veces en sentido preciso y estricto el trmino de "Ley---, como si denotase nicamente la norma del bien vivir, bien que cuando se habla de ella en su totalidad, no hay que separar de la misma el pacto de la adopcin gratuita. 3. La Ley moral hace surgir la maldicin Es necesario explicar en pocas palabras de qu modo somos precisamente ms inexcusables por haber sido enseados por la Ley moral, y ello en orden a incitarnos a pedir perdn. Si es verdad que la Ley nos muestra la perfecta justicia, sguese tambin que la entera observancia de la Ley es perfecta justicia delante de Dios, por la cual el hombre es tenido y reputado por justo delante del tribunal de Dios. Por eso Moiss, despus de promulgar la Ley, no duda en poner como testigos al cielo y a la tierra de que haba propuesto al pueblo de Israel la vida y la muerte, el bien y el mal (Dt. 30,19). Y no podemos decir que la perfecta obediencia de la Ley no sea remunerada con la vida eterna, como el Seor lo ha prometido.
Por otra parte, es menester tambin considerar si nuestra obediencia es tal que podamos con justo ttulo esperar confiados la remuneracin. Porque de qu nos servira saber que el premio de la vida eterna consiste en guardar la Ley, si no sabemos tambin que por este medio podemos alcanzar la vida eterna? Y aqu precisamente es donde se pone de manifiesto la debilidad de la Ley. Porque al no hallarse en ninguno de nosotros ese modo perfecto de guardar la Ley, somos excluidos de las promesas de la vida eterna y caemos en maldicin perpetua. Y no me refiero a una cuestin de hecho, sino a lo que necesariamente tiene que acontecer. Porque, como quiera que la doctrina de la Ley excede en mucho a la capacidad de los hombres, podemos muy bien contemplar de lejos las promesas que se nos hacen, pero no podemos obtener provecho alguno de las mismas. Lo nico que nos queda es ver mejor a su luz nuestra propia miseria, en cuanto que se nos priva de toda esperanza de salvacin, y no vemos otra cosa que la muerte. Por otra parte, se ofrecen ante nuestros ojos las horribles amenazas que all se formulan, y que no pesan solamente sobre algunos, sino que incluyen a todos sin excepcin. Y nos oprimen y acosan con un rigor tan inexorable, que vemos la muerte como certsima en la Ley. 4. Sin embargo las promesas de la Ley no son intiles As que si solamente consideramos la Ley, no nos queda ms que desalentarnos, confundirnos y desesperarnos, pues por ella somos todos condenados, maldecidos y arrojados de la bienaventuranza que promete a los que la guardan. Dir quizs alguno, es posible que de tal manera se burle Dios de nosotros? Porque, qu falta para que sea una burla, mostrarle al hombre una esperanza, convidarlo y exhortarle a ella, afirmar que nos est preparada, y que al mismo tiempo no haya camino ni modo de llegar a ella? A esto respondo, que aunque las promesas de la Ley por ser condicionales dependen de la perfecta obediencia de la Ley - que en ningn hombre puede hallarse -, sin embargo no han sido dadas en vano. Porque despus de comprender nosotros que no nos sirven de nada, ni tienen eficacia alguna, a no ser que Dios por su bondad gratuita quiera recibirnos sin consideracin alguna de nuestras obras, y que por la fe aceptemos aquella su bondad que nos presenta en su Evangelio, estas mismas promesas no dejan de ser eficaces, incluso con la condicin que se les pone. Porque entonces el Seor nos concede gratuitamente todas las cosas, y su liberalidad llega hasta no rechazar nuestra imperfecta obediencia, sino que, perdonndonos lo que nos falta, la acepta por buena e ntegra, y, por consiguiente, nos hace partcipes del fruto de las promesas legales, como si hubisemos cumplido por entero la condicin. Mas, como esta materia se tratar con mucha mayor amplitud cuando tratemos de la justificacin por la fe, no me extender ms en ella al presente. 5. Nadie puede cumplir la Ley En cuanto a lo que dijimos, que es imposible observar la Ley, es necesario explicarlo y probarlo brevemente, porque comnmente se tiene esto por una sentencia absurda, de tal manera que san Jernimo no duda en condenarla como hertica. Qu razn ha tenido para ello, es cosa que no me interesa; me basta saber cul es la verdad. Yo llamo imposible a lo que por ordenacin y decreto de Dios no existi nunca ni existir jams. Si consideramos desde su principio el mundo, afirmo que no ha habido santo alguno, que mientras vivi en la prisin de este cuerpo mortal, haya tenido un amor tan perfecto, que haya amado a Dios con todo su corazn, con todo su entendimiento, con toda su alma y con todas sus fuerzas; y asimismo, afirmo que no ha habido ninguno que no haya sido tocado por la
concupiscencia. Quin dir que no es esto verdad? Conozco muy bien la clase de santos que se ha imaginado la vana supersticin, con una pureza y santidad tales, que los mismos ngeles del cielo apenas se pueden comparar con ellos. Pero esto no es ms que una imaginacin suya frente a la autoridad de la Escritura, que ensea otra cosa, y contra la misma experiencia. Y afirmo tambin que jams habr ninguno que llegue a ser verdaderamente perfecto, mientras no se vea libre del peso de este cuerpo mortal. Numerosos y muy claros son los testimonios de la Escritura, que prueban este punto. Salomn en la dedicacin del templo deca: "No hay hombre que no peque" (1 Re. 8,46). David dice: "No se justificar delante de ti ningn ser humano" (Sal. 143,2). Lo mismo afirma Job en varios lugares. Pero mucho ms claro que todos se expresa san Pablo, diciendo: "el deseo de la carne es contra el Espritu, y el del Espritu contra la carne" (Gl. 5,17); y para probar que todos cuantos estn bajo la Ley son malditos, no da ms razn sino lo que est escrita: "Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para hacerlas" (Gl. 3, 10; Dt. 27,16). Con lo cual da a entender, o mejor dicho, da por cierto, que no hay ninguno que pueda permanecer en ellas. Ahora bien, todo cuanto se dice en la Escritura hay que aceptarlo por eterno y necesario, de tal manera que no puede suceder de otra manera. Con esta misma sutileza molestaban los pelagianos a san Agustn. Decan que era una afrenta contra Dios suponer que l pueda mandar ms de lo que los fieles con su gracia pueden hacer. l, para escapar de la calumnia, responda', que el Seor podra, si lo quisiera, hacer que el hombre tuviese una perfeccin anglica, pero que nunca lo haba hecho ni lo hara jams, por haberlo as afirmado en la Escritura. Yo no niego esto, pero aado, que no hay por qu andar discutiendo de la potencia de Dios contra su verdad; por lo cual digo que no hay por qu burlarse, si alguno afirma que es imposible que sucedan determinadas cosas, que nuestro Seor ha anunciado que no sucedern jams. Pero si, no obstante, se quiere discutir la palabra, el Seor, cuando los discpulos le preguntaron quin podra salvarse, responde: Paralos hombres esto es imposible, mas para Dios todo es posible" (Mt. 19,26). San Agustn muestra con firmsimas razones que jams, mientras vivimos en esta carne corruptible, daremos a Dios el perfecto y legtimo amor que le debemos. El amor, dice, procede de tal manera del conocimiento, que ninguno puede amar perfectamente a Dios, sin que primero haya conocido perfectamente su bondad. Ahora bien, nosotros mientras peregrinamos por este mundo no le vemos sino oscuramente y como en un espejo; por lo tanto, el amor que le profesamos no puede ser perfecto. Por lo tanto, tengamos como cosa cierta, que es imposible que mientras vivimos en la carne cumplamos la Ley, debido a la debilidad de nuestra naturaleza, como en otro lugar probaremos con el testimonio de san Pablo. LOS TRES USOS DE LA LEY MORAL 6. lo. Revela a los hombres su impotencia, su pecado, su arrogancia Mas, para que se entienda mejor toda esta cuestin, resumamos el oficio y uso de la Ley, que llaman moral, la cual puede decirse que comprende tres partes. La primera es que cuando propone la justicia de Dios, es decir, la que a Dios le es grata, hace conocer a cada uno su propia injusticia, le da la certeza y el convencimiento de ello, condenndolo, en conclusin. Y es necesario que el hombre, que est ciego y embriagado por su amor propio, se vea forzado a conocer y confesar su debilidad e impureza; pues si no se le
demuestra con toda evidencia su vanidad y se le convence de ella, est tan hinchado por una torpe confianza en sus fuerzas, que es imposible que comprenda y se d cuenta de cunta es su debilidad, cuando con su fantasa no hace ms que ponderarlas. Pero tan pronto como comienza a compararlas con la dificultad de la Ley, encuentra un motivo para deponer su arrogancia. Porque aunque haya tenido muy alta opinin de sus fuerzas, sin embargo, al punto ve que se encuentran gravadas con un peso tan grande, que le hace vacilar, hasta desfallecer finalmente por completo. Y as, instruido el hombre de esta manera con la doctrina de la Ley, se despoja de la arrogancia que antes le cegaba. Es necesario asimismo que el hombre sea curado de otra enfermedad que tambin le aqueja, y es la soberbia. Mientras l descansa solamente en su juicio humano, en lugar de la verdadera justicia pone una hipocresa, satisfecho con la cual, se enorgullece frente a la gracia de Dios, al amparo de no s qu observancias inventadas en su cabeza. Pero cuando se ve forzado a examinar su modo de vivir conforme a la balanza de la Ley de Dios, dejando a un lado las fantasas de una falsa justicia que haba concebido por s mismo, ve que est muy lejos de la verdadera santidad; y, por el contrario, cargado de vicios, de los que crea estar libre. Porque las concupiscencias estn tan ocultas y enmaraadas, que fcilmente engaan al hombre y hacen que no las vea. Y no sin razn dice el Apstol, que l no haba sabido lo que era la concupiscencia hasta que la Ley le dijo: "No codiciars" (Rom. 7,7). Pues si no es descubierta y sacada de su escondrijo por la Ley, destruir en secreto al hombre infeliz sin que l se entere siquiera. 7. La Ley hace abundar para todos el pecado, la condenacin y la muerte As que la Ley es como un espejo en el que contemplamos primeramente nuestra debilidad, luego la iniquidad que de ella se deriva, y finalmente la maldicin que de ambas procede; exactamente igual que vemos en un espejo los defectos de nuestra cara. Porque el que no ha tenido la posibilidad de vivir justamente, por necesidad se halla atascado en el cieno del pecado; y tras el pecado viene luego la maldicin. Por lo tanto, cuanto ms nos convence la Ley de que somos hombres que hemos cometido grandes faltas, tanto ms nos muestra que somos dignos de pena y de castigo. A este propsito dice san Pablo: "por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Rom.3,20); pues en este texto muestra el Apstol solamente el primer oficio de la Ley, que claramente aparece en los pecadores que an no han sido regenerados. A lo mismo vienen las sentencias siguientes: "la ley se introdujo para que el pecado abundase" (Rom. 5,20); y por consiguiente, que es "ministerio de muerte---, que "produce ira" (2 Cor. 3,7; Rom. 4,15). Porque no hay duda alguna de que cuanto ms aguijoneada se ve la conciencia con el sentimiento del pecado, tanto ms crece la maldad, puesto que a la transgresin se junta la rebelda y contumacia contra el legislador. No queda, pues, sino que ella arme la ira de Dios, para que destruya al pecador, porque por s misma no puede hacer otra cosa que acusar, condenar y destruir. Como escribe san Agustn: "Si el espritu de gracia falta, la ley no sirve para otra cosa que para acusarnos y darnos muerte. Al decir esto no se hace injuria alguna a la Ley ni se rebaja en nada su dignidad. Porque si nuestra voluntad estuviera fundada y regulada por la obediencia a la Ley, sin duda alguna bastara para nuestra salvacin su solo conocimiento. Mas como quiera que nuestra naturaleza carnal y corrompida lucha mortalmente con la Ley espiritual de Dios, y no puede corregirse en absoluto con su disciplina, no queda sino que la Ley, que fue dada para la salvacin, caso de encontrar sujetos bien dispuestos, se convierta en ocasin de muerte y de pecado. Puesto que todos somos
convencidos de transgresores de la misma, cuanto ms claramente muestra ella la justicia de Dios, tanto ms, por contraste, descubre nuestra iniquidad; cuanta mayor certidumbre nos da del premio de vida y de salvacin, preparado para los que obran con justicia, tanto ms confirma la ruina dispuesta para los inicuos. Tan lejos, pues, estamos de hacer injuria al expresarnos as, que no sabramos cmo sera posible engrandecer ms la bondad de Dios. Pues con esto se ve claramente que slo nuestra maldad e iniquidad nos impide conseguir y gozar de la bienaventuranza que nos presenta la Ley. Y con esto encontramos ms motivos de tomarle gusto a la gracia de Dios, que suple en nosotros la deficiencia de la Ley, y de amar ms la misericordia de Dios, que nos otorga esta gracia, por la cual aprendemos que su Majestad no se cansa nunca de hacernos bien, amontonando a diario beneficios sobre beneficios. 8. La Ley nos lleva de esa manera a recurrir a la gracia En cuanto a que nuestra iniquidad y condenacin es firmada y sellada con el testimonio de la Ley, esto no se hace, si nos aprovechamos de ella, para que desesperados, lo echemos todo por tierra, y nos abandonemos a nuestra ruina, desalentados. Es cierto que los rprobos desfallecen de esta manera; pero eso les sucede por la obstinacin de su espritu. Mas los hijos de Dios han de llegar a una conclusin muy distinta. El Apstol afirma que todo el mundo queda condenado por el juicio de la ley, a fin de que toda boca sea tapada, y todo el mundo se vea obligado a Dios (Rom. 3,19). Y en otro lugar dice: "Dios sujet a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos." (Rom. 11,32). Osea, para que dejando a un lado la vana opinin que tenan de sus fuerzas, comprendan que no viven ni existen ms que por la sola potencia de Dios; para que vacos de toda otra confianza se acojan a su misericordia y a sta sola tomen como justicia y mritos suyos, la cual se presenta en Jesucristo, a todos los que con verdadera fe la desean, la procuran y esperan en ella. Porque Dios en los mandamientos solamente remunera la perfecta justicia, de la cual todos estamos faltos; y, al contrario, se muestra juez severo de los pecados. Pero en Cristo resplandece su rostro lleno de gracia y dulzura para con nosotros, aunque seamos miserables e indignos pecadores. 9. Testimonio de san Agustn En cuanto a la ensenanza que hemos de sacar de la Ley para implorar el auxilio divino, san Agustn habla de ello en diversos lugares. As escribe a Hilario: "La Ley manda, para que nosotros, esforzndonos en hacer lo que manda y no pudiendo hacerlo por nuestra flaqueza, aprendamos a implorar el favor de la gracia de Dios". Y a Aselio: "La utilidad de la Ley es convencer al hombre de su debilidad, y forzarlo a que busque la medicina de la gracia que se halla en Jesucristo". Y a Inocencio Romano le escribe: "La Ley manda; la gracia da la fuerza para bien obrar". Y a Valentino: "Manda Dios lo que no podemos hacer, para que sepamos qu es lo que debemos pedirle". Y: "Se ha dado la Ley para hacernos culpables; para que siendo culpables, temieseis, y temiendo, pidieseis perdn, y no presumieseis de vuestras fuerzas" I. Y tambin: "La Ley ha sido dada para esto, para hacernos de grandes pequeos, a fin de mostrar que por nosotros mismos no tenemos fuerzas para vivir justamente, y vindonos de esta manera necesitados, indignos y pobres, nos acogisemos a la gracia". Y luego, dirigindose a Dios: "Hazlo as, Seor, hazlo as, misericordioso Seor; manda lo que no podemos cumplir; o por mejor decir, manda lo que no podemos cumplir sin tu gracia, para que cuando los hombres no puedan cumplirlo con sus fuerzas, sea toda boca tapada y nadie se tenga por grande; que todo el mundo se vea pequeo, y se vea culpable delante de Dios" .
Pero no es necesario acumular testimonios de san Agustn sobre esta materia, ya que escribi todo un libro sobre el particular., al que puso por ttulo Del Espritu y de la Letra. Respecto a la segunda utilidad, no la expone tan claramente. Quizs porque pensaba que la segunda era mera consecuencia de la primera, o porque no estaba tan convencido de la misma, o bien porque no consegua formularla tan distinta y claramente como quera. Aunque esta utilidad de que hemos hablado convenga propiamente a los hijos de Dios, sin embargo, tambin se aplica a los rprobos. Pues si bien ellos no llegan, como los fieles, hasta el punto de sentirse confusos segn la carne, para renovarse segn el hombre interior, que es el Espritu, sino que aterrados se dejan llevar por la desesperacin, sin embargo sirve para manifestarles la equidad del juicio de Dios el que sus conciencias se vean de tal manera atormentadas por el remordimiento; ya que ellos, en cuanto les es posible, tergiversan siempre el juicio de Dios. Y aunque por ahora no se revele el juicio del Seor, sin embargo sus conciencias de tal manera se ven abatidas por el testimonio de la Ley y de sus propias conciencias, que bien claramente dejan ver lo que han merecido. 10. 2 . La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas El segundo cometido de la Ley es que aquellos que nada sienten de lo que es bueno y justo, sino a la fuerza, al or las terribles amenazas que en ella se contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no porque su corazn se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto un freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro su maldad, que de otra manera dejaran desbordarse. Pero esto no les hace mejores ni ms justos delante de Dios; porque, sea por temor o por vergenza por lo que no se atreven a poner por obra lo que concibieron, no tienen en modo alguno su corazn sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que cuanto ms se contienen, ms vivamente se encienden, hierven y se abrasan interiormente en sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer cualquier maldad, si ese terror a la Ley no les detuviese. Y no solamente eso, sino que adems aborrecen a muerte a la misma Ley, y detestan a Dios por ser su autor, de tal manera que si pudiesen, le echaran de su trono y le privaran de su autoridad, pues no le pueden soportar porque manda cosas santas y justas, y porque se venga de los que menosprecian su majestad. Este sentimiento se muestra ms claramente en unos que en otros; sin embargo existe en todos los que no estn regenerados; no se sujetan a la Ley voluntariamente, sino nicamente a la fuerza por el gran temor que le tienen. Sin embargo, esta justicia forzada es necesaria para la comn utilidad de los hombres, por cuya tranquilidad se vela, al cuidar de que no ande todo revuelto y confuso, como acontecera, si a cada uno le fuese lcito hacer lo que se le antojare. Para los futuros creyentes, la Leyes una gracia preparatoria. Yauna los mismos hijos de Dios no les es intil que se ejerciten en esta pedagoga, cuando no tienen an el Espritu de santificacin, y se ven agitados por la intemperancia de la carne. Porque mientras en virtud del temor al castigo divino se reprimen y no se dejan arrastrar por sus desvaros, aunque no les sirva de mucho por no tener an dominado su corazn ' no obstante, en cierta manera se acostumbran a llevar el yugo del Seor, sometindose a su justicia, para que cuando sean llamados no se sientan del todo incapaces de sujetarse a sus mandamientos, como si fuera cosa nueva y nunca oda. Es verosmil que el Apstol quisiera referirse a esta funcin de la Ley cuando dice que "la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impos y los pecadores, para los irreverentes y profanos, para los parricidas y los matricidas, para los homicidas, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para
cuanto se oponga a la sana doctrina" (1Tim. 1, 9). Porque con estas palabras prueba que la Ley es un freno para la concupiscencia de la carne, la cual de no ser as refrenada, se desmandara sin medida alguna. 11. El testimonio de la experiencia A ambos propsitos se puede aplicar lo que dice el Apstol en otro lugar, que la Ley ha sido para los judos un pedagogo que los encaminara a Cristo (Gl. 3,24). Porque hay dos clases de hombres a los que ella dirige hacia Cristo con sus enseanzas. Los primeros son aquellos de quienes hemos hablado, que por confiar excesivamente en su propia virtud y justicia, no son aptos para recibir la gracia de Dios, si no desechan primero esta opinin. Y as la Ley, al ponerles delante de los ojos su miseria, hace que se humillen, preparndolos de esta manera a desear lo que ellos crean que no les faltaba. Los segundos son los que tienen necesidad de freno para ser retenidos, a fin de que no suelten las riendas al mpetu de su carne y se olviden por completo de vivir segn la justicia. Porque donde quiera que no domina an el Espritu de Dios, son tan enormes y exorbitantes a veces las concupiscencias, que hay peligro de que el alma, enredada en ellas, caiga en olvido y menosprecio de Dios. Y evidentemente as sucedera, si no proveyera el Seor con este remedio de retener con el freno de su Ley a aquellos en los que an domina la carne. Por eso, cuando no regenera inmediatamente a los que ha escogido para la vida eterna, los mantiene hasta el tiempo de su visitacin por medio de la Ley en el temor, que no es puro ni perfecto, cual conviene a los hijos de Dios; pero s til durante aquel tiempo, para que conforme a su capacidad sean como guiados de la mano a la verdadera piedad. De esto tenemos tantas experiencias, que no es necesario alegar ningn ejemplo. Porque todos aquellos que durante algn tiempo vivieron en la ignorancia de Dios convendrn en que mediante el freno de la Ley se mantuvieron en un cierto temor y respeto de Dios, hasta que regenerados por el Espritu de Dios, comenzaron a amarle de verdad y de corazn. 12. 3 . La Ley moral revela la voluntad de Dios a los creyentes El tercer oficio de la Ley, y el principal, que pertenece propiamente al verdadero fin de la misma, tiene lugar entre los fieles, en cuyos corazones ya reina el Espritu de Dios, y en ellos tiene su morada. Porque, aunque tienen la Ley de Dios escrita y grabada en sus corazones con el dedo de Dios, o sea, que como estn guiados por el Espritu Santo son tan afectos a la Ley que desean obedecer a Dios, sin embargo, de dos maneras les es an provechosa la Ley, pues es para ellos un excelente instrumento con el cual cada da pueden aprender a conocer mucho mejor cul es la voluntad de Dios, que tanto anhelan conocer, y con el que poder ser confirmados en el conocimiento de la misma. Igual que un siervo, que habiendo decidido ya en su corazn servir bien a su amo y agradarle en todas las cosas, sin embargo siente la necesidad de conocer ms familiarmente sus costumbres y manera de ser, para acomodarse a ellas ms perfectamente. Pues nadie ha llegado a tal extremo de sabidura, que no pueda con el aprendizaje cotidiano de la Ley adelantar diariamente ms y ms en el perfecto conocimiento de la voluntad de Dios. La Ley les exhorta a la obediencia. Adems, como no slo tenemos necesidad de doctrina, sino tambin de exhortacin, aprovechar tambin el creyente de la Ley de Dios, en cuanto que por la frecuente meditacin de la misma se sentir movido a obedecer a Dios, y as fortalecido, se apartar del pecado. Pues conviene que los santos se estimulen a s mismos de esta manera; pues si bien en su espritu tienen una cierta prontitud para aplicarse a obrar bien, sin embargo estn
siempre agobiados por el peso de la carne, de tal manera que no pueden nunca cumplir enteramente su deber. A la carne la Ley le es como un ltigo para hacerla trabajar; igual que a un animal perezoso, que no se mueve sino a fuerza de palos. Y an digo ms; que la Ley ser, incluso para el hombre espiritual por no estar an libre del peso de la carne, como un aguijn que no le permitir estarse ocioso ni dormirse. Este oficio de la Ley tena sin duda presente David, cuando la colmaba de tantas alabanzas: "La ley de Jehov es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehov es fiel... ; los mandamientos de Jehov son rectos, que alegran los corazones... ;" (Sal. 19,7). Y: "Lmpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino" (Sal. 119,10% y otros innumerables testimonios que hay en este salmo. Y no se opone esto a los testimonios que hemos citado del Apstol en los cuales muestra, no la utilidad de la Ley respecto del hombre regenerado, sino lo que puede aportar por s misma al hombre. En cambio el Profeta en estos textos expone cunta es la utilidad de la Ley para aquellos a los que el Seor interiormente inspira prontitud para obedecerle. Y no hace mencin solamente de los mandamientos, sino que aade tambin la promesa de la gracia, que, por lo que a los fieles se refiere, no debe de ser separada, y que convierte en dulce lo que es amargo. Porque, qu habra menos amable que la Ley, si solamente nos exigiera el cumplimiento del deber con amenazas, llenando nuestras almas de temor? Sobre todo demuestra David, que en la Ley ha conocido l al Mediador, sin el cual no hay placer ni alegra posibles. Incapaces de establecer esta diferencia, algunos ignorantes rechazan temerariamente a Moiss en general y sin excepcin alguna, y arrinconan las dos tablas de la Ley. La razn de esto es su opinin de que no es conveniente que los cristianos profesen una doctrina, que contiene en s la administracin de la muerte. Tal opinin hemos de rechazarla por completo, ya que Moiss ha expuesto admirablemente que la Ley, aunque en el pecador no puede causar ms que la muerte, sin embargo en el regenerado produce un fruto y una utilidad muy distintos. Pues estando ya para morir, declara ante todo el pueblo: "Aplicad vuestro corazn a todas las palabras que yo os testifico hoy, para que las mandis a vuestros hijos, a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta Ley; porque no os es cosa vana; es vuestra vida..." (1302,46-47). Y si nadie puede negar que en la Ley se propone un modelo perfectsimo de justicia, hay que decir, o que no debemos tener regla alguna de bien, o que es menester tener por regla a la Ley de Dios. Porque no hay muchas reglas de vivir, sino una sola, la cual es perpetua e inmutable. Por lo cual, lo que dice David: que el hombre justo medita da y noche en la Ley del Seor (Sal. 1, 2), no hay que entenderlo de una poca determinada, sino que conviene a todos los tiempos y a todas las pocas hasta el fin del mundo. Y no debemos atemorizarnos ni intentar huir de su obediencia porque exige una santidad mucho ms perfecta de la que podemos tener mientras estamos encerrados en la prisin del cuerpo; porque, cuando estamos en gracia de Dios, no ejerce su rigor, forzndonos de tal manera que no se d por satisfecha hasta que no hayamos cumplido cuanto nos manda; sino que, exhortndonos a la perfeccin a la cual nos llama, nos muestra el fin hacia el cual nos es provechoso y til tender, si queremos cumplir con nuestro deber; y este tender incansablemente es suficiente. Porque toda esta vida no es ms que una carrera, al fin de la cual el Seor nos har la merced de llegar al trmino hacia el cual ahora tendemos y hacia el cual van encaminados todos nuestros esfuerzos, aunque estamos muy lejos an de l. 14. En Cristo queda abolida la maldicin de la Ley, pero la obediencia permanece
As que la Ley sirve para exhortar a los fieles, no para complicar sus conciencias con maldiciones. Incitndolos una y otra vez los despierta de su pereza y los estimula para que salgan de su imperfeccin. Hay muchos que por defender la libertad de la maldicin de la Ley dicen que sta ha sido abrogada y que no tiene valor para los fieles - sigo hablando de la Ley moral -, no porque no siga prescribiendo cosas justas, sino nicamente para que ya no siga significando para ellos lo que antes, y no los condene y destruya pervirtiendo y confundiendo sus conciencias. San Pablo bien claramente muestra esta derogacin de la Ley. Y que el Seor tambin la haya enseado se ve manifiestamente por el hecho de no haber refutado la opinin de que l haba de destruir y hacer vana la Ley, lo cual no hubiera hecho si no se le hubiera acusado de ello. Ahora bien, tal opinin no se hubiera podido difundir sin algn pretexto o razn, por lo cual es verosmil que naci de una falsa exposicin de la doctrina de Cristo; pues casi todos los errores suelen tomar ocasin de la verdad. Por tanto, para no caer nosotros tambin en el mismo error, ser necesario que distingamos cuidadosamente lo que est abrogado en la Ley, y lo que an permanece en vigor. Cuando el Seor afirma que l no haba venido a destruir la Ley, sino a cumplirla, y que no faltara ni una tilde hasta que pasasen el cielo y la tierra y todo se cumpliese (Mt. 5,17), con estas palabras muestra bien claramente que la reverencia y obediencia que se debe a la Ley no ha sido disminuida en nada por su venida. Y con toda razn, puesto que l vino para poner remedio a sus transgresiones. As que de ningn modo es rebajada la doctrina de la Ley por Cristo, pues ella, ensendonos, amonestndonos, con reprensiones y correcciones nos prepara y forma para toda buena obra. 15. Llevando sobre s nuestra maldicin, Cristo nos hace hjos de Dios Respecto a lo que dice san Pablo de la maldicin, evidentemente no pertenece al oficio de instruir, sino solamente a la fuerza que tiene para aprisionar las conciencias. Porque la Ley no solamente ensea, sino que exige cuentas autoritariamente de lo que manda. Si no se hace lo que manda, y an digo ms, si halla deficiencias en alguna de las cosas que prescribe, al momento pronuncia la horrible sentencia de maldicin. Por esta causa dice el Apstol que todos los que dependen de las obras de la Ley estn malditos, puesto que est escrito: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley para hacerlas (Gl. 3, 10; Dt. 17,16). Y dice que todos cuantos estn debajo de la Ley no fundan su justicia en el perdn de los pecados, por el cual quedamos libres del rigor de la misma. Y por eso Pablo nos ensea que hemos de librarnos de las cadenas de la Ley, si no queremos perecer miserablemente en ellas. De qu cadenas? De aquella rigurosa y dura exaccin con que nos persigue, llevndolo todo con sumo rigor sin dejar falta alguna sin castigo. Para librarnos de esta maldicin, Cristo se hizo maldicin por nosotros, porque est escrito: "Maldito todo el que pende del madero" (Dt. 21,23; Gl. 3,13). Y en el captulo siguiente el Apstol dice que Cristo estuvo sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban debajo de la Ley; pero en seguida aade: para que gozsemos del privilegio de hijos. Qu quiere decir con esto? Para que no estuvisemos oprimidos por un cautiverio que tuviese apresadas nuestras conciencias con el horror de la muerte. No obstante, a pesar de todo, ha de quedar bien establecido que la autoridad de la Ley no es rebajada en absoluto, y que debemos profesarle la misma reverencia y obediencia. 16. Sus ceremonias quedan abolidas en cuanto al uso, porque Cristo ha realizado todos sus
efectos La razn es distinta para las ceremonias, las cuales no fueron abolidas en cuanto a su efecto, sino en cuanto a su uso. Y el que Cristo con su venida las haya hecho cesar, no les quita nada de su santidad, sino ms bien las enaltece y ensalza. Porque as como se hubieran reducido antiguamente a una simple farsa, de no haberse mostrado en ellas la virtud y eficacia de la muerte y resurreccin de Jesucristo, igualmente si no cesaran nos sera hoy imposible entender el fin para el que fueron instituidas. Y por eso san Pablo, para probar que su observancia no slo es superflua, sino incluso nociva, dice que fueron sombra de lo que ha de venir, y que el cuerpo de las mismas se nos muestra en Cristo (Col. 2,17). Vemos, pues, cmo al ser abolidas resplandece mucho mejor en ellas la verdad, que si an siguiese representando veladamente a Jesucristo, que ya ha aparecido pblicamente. Y he aqu tambin por qu en la muerte de Jesucristo se rasg el velo del templo en dos partes (Mt.27,51). Porque se haba ya manifestado la imagen viva y perfecta de los bienes celestiales, que en las ceremonias antiguas apareca solamente en sombras, segn dice el autor de la epstola a los Hebreos (Heb. 10, l). A esto viene tambin lo que dice Cristo; que la Ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado (Lc. 16,16). No porque los patriarcas del Antiguo Testamento se hayan visto privados de la predicacin que contiene en s la esperanza de salvacin y de vida eterna, sino porque solamente de lejos y como entre sombras vieron lo que nosotros hoy en da contemplamos con nuestros ojos. Juan Bautista da la razn de por qu fue necesario que la Iglesia comenzase por tales rudimentos para ir subiendo poco a poco; a saber, porque "la ley por medio de Moiss fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo." Qn. 1, 17). Porque si bien en los antiguos sacrificios se prometi la verdadera remisin de los pecados, y el arca de la alianza fue una cierta prenda del amor paternal de Dios, sin embargo todo ello no hubiera pasado de una sombra, de no estar fundado en la gracia de Jesucristo, en quien nicamente se halla slida y eterna firmeza. De todas formas estemos bien seguros de que aunque las ceremonias y ritos de la Ley hayan cesado, sin embargo, por el fin y la intencin de las mismas se puede conocer perfectamente cunta ha sido su utilidad antes de la venida de Cristo, quien, al hacer que cesasen, ratific con su muerte la virtud y eficacia de las mismas. Para san Pablo, la Ley ritual ha cesado; pero la Ley moral permanece. Un poco ms de dificultad tiene la razn que da san Pablo, al decir: "Y a nosotros, estando muertos en vuestros pecados y en la incircuncisin de vuestra carne, os dio vida juntamente con l, perdonndoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que haba contra nosotros, que nos era contraria, quitndola de en medio y clavndola en la cruz" (Col. 2,13-14). Porque parece que quiere llevar ms adelante la abolicin de la Ley, incluso hasta no tener ya nada que ver con sus decretos e instituciones. Pero se engaan los que entienden esto simplemente de la Ley moral, bien que exponen, que tal abolicin se refiere a su inexorable severidad, y no a su doctrina. Otros, considerando ms detenidamente las palabras de san Pablo, ven con razn que esto propiamente se refiera a la ley ritual, y prueban que san Pablo usa muchas veces el trmino "decreto" en este sentido. As a los efesios les dice: "Porque l es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno,... aboliendo en su carne.. . la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, ("decretos") para crear en s mismo de los dos un nuevo pueblo... " (Ef. 2,14-15). No hay duda
alguna de que en este lugar se trata de las ceremonias, pues en l se dice que esta Ley era una pared que diferenciaba y separaba a los judos de los gentiles (Ef. 2,14-15). Por esto yo tambin admito que los que sostienen esta segunda opinin critican con razn el parecer de los primeros. No obstante, me parece que ellos mismos no exponen suficientemente lo que quiere decir el Apstol, pues no puedo admitir que confundan estos dos testimonios, como si quisiera decir lo mismo el uno que el otro. Por lo que hace a la Epstola a los Efesios, el sentido es el siguiente: el Apstol desea darles la certeza de que estn admitidos e incorporalos a la coffiunin con el pueblo de Israel, y les da como razn, que el impedimento que antes los divida, a saber: las ceremonias, ha quedado suprimido; porque los ritos de las abluciones y sacrificios que consagraban al Seor los diferenciaban de los gentiles. En cambio, quin no ve que en la epstola a los Colosenses el Apstol toca un misterio ms alto? Se trata all de las observancias mosaicas, que los falsos apstoles queran imponer al pueblo cristiano. Y lo mismo que en la epstola a los Glatas, al tratar de esta misma materia la toma desde mucho ms arriba, llevndola en cierta manera hasta su mismo principio y origen, igualmente lo hace en este lugar. Porque si en las ceremonias no se considera ms que la necesidad de abolirlas, a qu viene que el Apstol las llame "obligacin"; y tal obligacin que es contraria a nosotros? E igualmente por qu se iba a hacer consistir casi toda nuestra salvacin en su abolicin? Por todo lo cual se ve claramente que hay que atender aqu a otra cosa distinta de la exterioridad de las ceremonias. Y creo haber encontrado su verdadero sentido, si se me concede que es cierto lo que dice con toda verdad san Agustn1; o mejor dicho, lo que l ha sacado de las clarsimas palabras de] Apstol; a saber, que en las ceremonias judaicas haba ms bien confesin de los pecados, que no expiacin de los mismos. Porque, qu otra cosa hacan con sus sacrificios, sino confesar que eran dignos de muerte, ya que en su lugar ponan un animal, al que sacrificaban? Qu hacan con sus purificaciones, sino testimoniar que eran impuros? De esta manera renovaban la obligacin de su pecado e impureza; pero con esta declaracin no la pagaban en absoluto. Y por esto dice el Apstol que la remisin de los pecados que haba bajo el primer pacto fue realizada por la muerte de Jesucristo (Heb.9,15). Con toda razn, por tanto, llama el Apstol a las ceremonias, obligaciones contrarias a los que se servan de ellas, pues con las mismas testificaban y daban a entender su condenacin e impureza. Y no contradice esto el que los padres del Antiguo Testamento hayan sido partcipes de la misma gracia que nosotros, porque ellos lograron esto por Cristo, no por las ceremonias, a las cuales el Apstol en el lugar citado diferencia de Cristo, en cuanto que ellas, despus de haber sido revelado el Evangelio, oscurecan su gloria. Vemos, pues, que las ceremonias, en s mismas consideradas, son Ramadas con toda propiedad obligaciones contrarias a la salvacin de los hombres; pues eran a modo de escrituras autnticas, para obligar a las conciencias a declarar sus faltas. Por ello, como los falsos apstoles quisieran obligar a los cristianos a seguir guardndolas, san Pablo, considerando segn su primer origen su verdadero significado, avis con toda razn a los colosenses del peligro en que iban a caer, si consentan que los oprimieran de este modo. Porque juntamente con esto perdan el beneficio de Cristo, en cuanto que con una nica y perpetua expiacin, haba abolido para siempre esas observancias de cada da, que vallan nicamente para poner de relieve los pecados, pero en modo alguno para expiarlos. ***
CAPTULO IX
AUNQUE CRISTO FUE CONOCIDO POR LOS JUDOS BAJO LA LEY, NO HA SIDO PLENAMENTE REVELADO MS QUE EN EL EVANGELIO
1. Los patriarcas del Antiguo Testamento han contemplado y esperado aCristo por la fe, pero ms confusamente que nosotros Como Dios no quiso testificar en vano antiguamente con las expiaciones y sacrificios, que l era el Padre, y no sin motivo santific para s el pueblo que haba elegido, no hay duda que ya entonces se dio a conocer en la misma imagen en la que con entera claridad se nos manifiesta en el da de hoy. Por esto Malaquas, despus de haber ordenado a los judos que observasen lo que la Ley de Moiss les mandaba - porque a su muerte tendra lugar una interrupcin en el ministerio proftico, - anuncia que luego nacera el Sol de justicia (Mal. 4,2); dando a entender con estas palabras que la Ley serva para mantener a los fieles en la esperanza del Mesas futuro, pero que deberan esperar mayor claridad con su venida. Por,esto dice san Pedro que los profetas inquirieron y diligentemente indagaron acerca de la salvacin que ahora se manifiesta en el Evangelio; y que se les ha revelado que ellos no para s mismos, sino para nosotros administraban las cosas que ahora nos son anunciadas por el Evangelio (1Pe. 1, 10-12). No que la doctrina de los profetas haya sido intil para el pueblo de los judos, ni les haya servido de nada, sino que no gozaron del tesoro que Dios nos ha enviado por su medio. Porque actualmente se ofrece ante nuestros ojos de una manera mucho ms ntima la gracia que ellos han testificado; y ellos solamente la probaron, mientras que nosotros disfrutamos de ella con toda abundancia. Por esto Cristo, el cual afirma que tena en su favor el testimonio de Moiss (Jn. 5,46), no deja de ensalzar la medida de la gracia en la que aventajamos a los judos; pues hablando con sus discpulos dice: "Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros odos, porque oyen. Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron" (Mt. 13,16-17). No es pequea alabanza de la revelacin que se nos da en el Evangelio, que Dios nos haya preferido a aquellos patriarcas que con tanta santidad le sirvieron. Y no se opone a esto lo que en otro lugar est escrito: "Abraham se goz de que haba de ver mi da; y lo vio, y se goz" (Jn.8,58). Porque la visin de la realidad, aunque era ms oscura por estar muy lejana, no les falt en nada para que tuviesen una esperanza cierta, de la cual naca aquella alegra que acompa siempre al santo patriarca hasta la hora de su muerte. Ni tampoco lo que dice san Juan: A Dios nadie le vio jams; el unignito Hijo, que est en el seno del Padre, l le ha dado a conocer" (Jn. 1, 18), excluye a los santos anteriormente fallecidos, de la inteligencia y claridad que resplandece en la persona de Cristo; pero comparando su condicin y estado con el nuestro, resulta evidente que lo que ellos contemplaban oscuramente y entre sombras, a nosotros se nos manifiesta ante nuestros ojos, como muy bien lo expone el autor de la carta a los Hebreos, que "Dios habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo por los profetas, en estos postreros das nos ha hablado por el Hijo" (Heb. 1, l). As pues, aunque el Unignito, que actualmente es resplandor de la gloria y un vivo trasunto de la sustancia de Dios Padre, se haya manifestado antiguamente a los judos, - como lo hemos visto por san Pablo 1 -pues l fue el gua del pueblo al salir de Egipto, sin embargo es muy verdad lo que dice el mismo Apstol, que "Dios, que mand que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeci en nuestros corazones, para iluminacin del conocimiento de la gloria
de Dios en la faz de Jesucristo (2 Cor.4,6). Porque al manifestarse en esta imagen, en cierta manera se hizo visible, en comparacin de lo que antes era su rostro contemplado entre sombras. Y por ello, tanto mayor y ms abominable es la ingratitud y malicia de los que entre tanta claridad andan a tientas como ciegos. Y por esto dice san Pablo, que Satans ha oscurecido sus entendimientos para que no vean la gloria de Cristo, que resplandece en el Evangelio sin velo alguno que la cubra. 2. Definicin del trmino "Evangelio" Entiendo por "Evangelio" una clara manifestacin del misterio de Jesucristo. Convengo en que el Evangelio, en cuanto san Pablo lo llama doctrina de fe" (1 Tim.4,6), comprende en s todas las promesas de la Ley sobre la gratuita remisin de los pecados, por la cual los hombres se reconcilian con Dios. Porque san Pablo opone la fe a los horrores por los que la conciencia se ve angustiada y atormentada, cuando se esfuerza por conseguir la salvacin por las obras. De donde se sigue que el nombre de Evangelio, en un sentido general, encierra en s mismo los testirnonios de misericordia y de amor paterno, que Dios en el pasado dio a los padres del Antiguo Testamento. Sin embargo, afirmo que hay que entenderlo por la excelencia de la promulgacin de gracia que en Jesucristo se nos ha manifestado. Y esto no solamente por el uso comnmente admitido, sino que tambin se funda en la autoridad de Jesucristo y de sus apstoles. Por ello se le atribuye como cosa propia el haber predicado el Evangelio del reino (M14,17; 9,35). Y Marcos comienza su evangelio de esta manera: "Principio del evangelio de Jesucristo" (Mc. 1, l). Mas no hay por qu amontonar testimonios para probar una cosa harto clara y manifiesta. Jesucristo, pues, con su venida "sac a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio". Estas son las palabras de san Pablo (2 Tim. 1, 10), por las cuales no entiende el Apstol que los patriarcas hayan sido anegados en las tinieblas de la muerte, hasta que el Hijo de Dios se revisti de nuestra carne; sino que al atribuir esta prerrogativa de honor al Evangelio, demuestra que se ha tratado de una nueva y desacostumbrada embajada, con la cual Dios cumpli lo que haba prometido; y esto a fin de que la verdad de las promesas resplandeciese en la persona del Hijo. Porque, aunque los fieles han experimentado siempre la verdad de lo que dice san Pablo: Todas las promesas de Dios son en l s, y en l amn" (2 Cor.11,20), porque ellas fueron selladas en sus corazones, sin embargo, como El cumpli perfectamente en su carne toda nuestra salvacin, con toda razn una demostracin tan viva de estas cosas consigui un ttulo nuevo y una singular alabanza. A lo cual viene lo que dice Jesucristo: De aqu adelante veris el cielo abierto, y a los ngeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre (Jn. 1, 5 l). Porque, aunque parece que alude a la escala que en visin le fue mostrada al patriarca Jacob, no obstante quiere con esto ensalzar la excelencia de. su venida, que nos ha abierto la puerta del cielo, para que podamos entrar fcilmente. 3. Un error de Miguel Servet Sin embargo, guardmonos de la diablica invencin de Servet, el cual queriendo ensalzar la grandeza de la gracia de Jesucristo, o simulando que lo pretende hacer, suprime totalmente las promesas, como si hubiesen terminado juntamente con la Ley. Y da como pretexto, quepor la fe del Evangelio se nos comunica el cumplimiento de todas las promesas; como si no hubiese existido distincin alguna entre Cristo y nosotros. Hace poco he advertido que Jesucristo no dej de cumplir ninguna de cuantas cosas se requeran para la totalidad de nuestra salvacin; pero se concluira sin fundamento de aqu, que gozamos ya de los beneficios, que para nosotros ha
adquirido; como si no fuese verdad lo que dice san Pablo: "en esperanza fuimos salvos (Rom. 8,24). Admito ciertamente que al creer en Cristo pasamos de la muerte a la vida; pero debemos recordar tambin lo que dice san Juan, que aunque sabemos que somos hijos de Dios, sin embargo an no se ha manifestado (la plenitud de nuestra filiacin divina), hasta que seamos semejantes a l; a saber, cuando le veamos cara a cara tal cual es (1 Jn. 3,2). Por tanto, si bien Jesucristo nos presenta en el Evangelio un verdadero y perfecto cumplimiento de todos los bienes espirituales, el gozar de ellos sin embargo permanece guardado con la llave de la esperanza hasta que, despojados de esta carne corruptible, seamos transfigurados en la gloria de Aquel que nos precede. Entretanto el Espritu Santo nos manda que descansemos confiadamente en las promesas, cuya autoridad debe reprimir los aullidos de ese perro. Porque, como lo atestigua san Pablo: "la piedad tiene promesa de esta vida presente y de la venidera" (1 Tim.4,8); y por esta razn se glora de ser apstol de Jesucristo, segn la promesa de vida que es en l (2 Tim. 1, l). Y en otro lugar nos advierte que tenemos las mismas promesas que antiguamente fueron hechas a los santos (2 Cor. 7, l). En conclusin, l pone la suma de la bienaventuranza en que estamos sellados con el Espritu de la promesa; y de hecho no poseemos a Cristo, sino en cuanto lo recibimos y abrazamos revestido de sus promesas. De aqu que l vive en nuestros corazones, y sin embargo estemos separados de l, debido a que andamos por fe, no por vista (2 Cor. 5,7). As pues, concuerdan muy bien entre s estas dos cosas: que poseemos en Cristo todo cuanto se refiere a la perfeccin de la vida celestial, y que, sin embargo, la fe es la demostracin de lo que no se ve (Heb. 11, l). nicamente hay que notar que la diferencia entre la Ley y el Evangelio consiste en la naturaleza o cualidad de las promesas; porque el Evangelio nos muestra con el dedo lo que la Ley prefiguraba en la oscuridad de las sombras. 4. Diferencia, pero no oposicin entre la Ley y el Evangelio Del mismo modo se convence tambin de error a los que, oponiendo la Ley al Evangelio, no admiten ms diferencia entre ellos que la que existe entre los mritos de las obras y la gratuita imputacin de la justicia con la que somos justificados. Es verdad que no hay que rechazar esta oposicin sin ms, pues muchas veces san Pablo entiende bajo el nombre de Ley la regla de bien vivir que Dios nos ha dado y mediante la cual exige de nosotros el cumplimiento de nuestros deberes para con l, sin darnos esperanza alguna de salvacin y de vida, si no obedecemos absolutamente en todo, amenazndonos, por el contrario, con la maldicin si faltremos en lo ms insignificante. Con ello nos quiere ensear que nosotros gratuitamente, por la pura bondad de Dios, le agradamos, en cuanto l nos reputa por justos perdonndonos nuestras faltas y pecados; porque de otra manera la observancia de la Ley, a la cual se ha prometido la recompensa, jams se dara en hombre alguno mortal. Muy justamente, pues, san Pablo, pone como contrarias entre s la justicia de la Ley y la del Evangelio. Pero el Evangelio no ha sucedido a toda la Ley de tal manera que traiga consigo un modo totalmente nuevo de conseguir la justicia; sino ms bien para asegurar y ratificar cuanto ella haba prometido, y para juntar el cuerpo con las sombras, la figura con lo figurado. Porque cuando Jesucristo dice que "todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11, 13; Lc. 16,16), no entiende que los padres del Antiguo Testamento han estado bajo la maldicin, de la que no pueden escapar los siervos de la Ley, sino que han sido mantenidos en los rudimentos y primeros principios, de tal manera que no han llegado a una instruccin tan alta como es la del Evangelio.
Por esto san Pablo, al llamar al Evangelio "poder de Dios para salvacin a todo aquel que cree", aade que tiene el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 1, 16). Y al final de la misma epstola, aunque dice que el predicar a Jesucristo es una manifestacin del misterio que haba estado oculto desde toda la eternidad, luego para mejor exponer su intencin, aade que este misterio ha sido manifestado por los escritos de los profetas. De donde concluimos que, cuando se trata de la totalidad de la Ley, el Evangelio no difiere de ella ms que bajo el aspecto de una manifestacin mayor y ms clara. Por lo dems, como Jesucristo nos ha abierto en s mismo una inestimable corriente de gracia, no sin razn se dice que con su venida ha sido erigido en la tierra el reino celestial de Dios. 5. El ministerio de Juan Bautista Entre la Ley y el Evangelio fue puesto Juan, que tuvo como un cometido de intermediario entre ambos. Porque, bien que al llamar a Jesucristo "Cordero de Dios" y sacrificio para expiar los pecados", comprendi la suma del Evangelio, sin embargo, como no explic la incomparable gloria y virtud que al fin se manifest en la resurreccin, por esto Cristo afirma que no es igual que los apstoles. Porque esto quieren decir sus palabras: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el ms pequeo en el reino de los cielos, mayor es que l" (Mt. 11, 1 l). Pues no se trata aqu de la alabanza personal, sino que despus de haber preferido a Juan a todos los profetas, ensalza soberanamente el Evangelio, al cual, segn su costumbre, llama reino de los cielos. En cuanto a lo que san Juan responde a los enviados de los escribas, que l no era ms que una voz (Jn. 1,23), como si fuera inferior a los profetas, no lo hace por falsa humildad; ms bien quiere mostrar que Dios no le haba dado a l un mensaje particular, sino que simplemente desempeaba el papel de precursor, como lo haba antes profetizado Malaquas: "He aqu, yo os envo el profeta Ellas, antes que venga el da de Jehov, grande y terrible" (Mal. 4,5). De hecho no hizo otra cosa en el curso de todo su ministerio, que preparar discpulos de Cristo; yprueba por Isaas que Dios le ha enconmendado esta misin (Is.40,3). En este sentido tambin le llam Cristo "antorcha que arda y alumbraba" (Jn. 5,35), porque no haba llegado an la plena claridad del da. Todo esto no impide, sin embargo, que sea contado entre los predicadores del Evangelio, pues de hecho us el mismo bautismo que luego fue confiado a los apstoles. Mas lo que l comenz no se cumpli hasta que Cristo, entrando en la gloria celestial, lo verific con mayor libertad y progreso por medio de sus apstoles. *** CAPTULO X
sido partcipes de la misma herencia que nosotros, y han esperado la misma salvacin que nosotros por la gracia de un mismo Mediador, aunque su condicin fue muy distinta de la nuestra. Si bien los testimonios de la Ley y de los Profetas que hemos recogido en confirmacin de esto, demuestran claramente que jams hubo en el pueblo de Dios otra regla de religin y piedad que la que nosotros tenemos, sin embargo, como los doctores eclesisticos tratan muchas veces de la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento - lo cual podra suscitar escrpulos entre algunos lectores no muy avisados - me ha parecdo muy conveniente tratar ms en particular este punto, para que quede bien aclarado. Y adems, lo que ya de por s era muy til se convierte en una necesidad por la importunidad de ese monstruo de Servet, y de algunos exaltados anabaptistas, que no hacen ms caso del pueblo de Israel que de una manada de puercos, y piensan que nuestro Seor no ha querido sino cebarlos en la tierra sin esperanza alguna de la inmortalidad celeste. Por tanto, para alejar este pernicioso error del corazn de los fieles, y para disipar todas las dificultades que podran surgir al or hablar de la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, consideremos *brevemente en qu conviene y en qu se diferencia el pacto que Dios estableci con el pueblo de Israel antes de la venida de Cristo al mundo, y el que con nosotros ha establecido despus de manifestarse Cristo en carne humana. 2. Los pactos encierran una misma sustancia y verdad, pero difieren en su dispensacin Ahora bien, todo se puede aclarar con una simple palabra. El pacto que Dios estableci con los patriarcas del Antiguo Testamento, en cuanto a la verdad y a la sustancia es tan semejante y de tal manera coincide con la nuestra que es realmente la misma, y se diferencia nicamente el orden y manera de la dispensacin. Mas como nadie podra obtener un conocimiento cierto y seguro una simple afirmacin, es menester explicarlo ms ampliamente, si que queremos que sirva de algn provecho. Al exponer las semejanzas de las m mas, o por mejor decir, su unidad, sera superfluo volver a tratar de cada una de las partes ya expuestas; e igualmente estara fuera de propsito traer aqu lo que ha de decirse en otro lugar. Ahora habremos de insistir principalmente en tres puntos. El primero ser entender que el Seor no ha propuesto a los judos una abundancia o felicidad terrenas como fin al que debieran de aspirar o tender, sino que los adopt en la esperanza de una inmortalidad, y q les revel tal adopcin, tanto en la Ley como en los Profetas. El segundo es que el pacto por el que fueron asociados a Dios no debi a sus mritos, sino que tuvo por nica razn la misericordia que los llam. El tercero, que ellos tuvieron y conocieron a Cristo como Mediador por el cual haban de ser reconciliados con Dios y ser hechos partcipes de sus promesas. El segundo punto, como no ha sido an bien explicado, se desarrollar ms ampliamente en el lugar oportuno; probaremos con numerosos testimonios de los profetas, que todo el bien que el Seor ha podido prometer a su pueblo ha procedido exclusivamente de su bondad y clemencia tercero lo hemos demostrado ya en varios lugares; e incluso el prime lo hemos tocado de paso. 3. Testimonio de la Escritura Mas como ste tiene mayor inters para lo que ahora tratamos porque respecto a l hay mucha controversia, es preciso que ponga mayor diligencia en aclararlo. Nos detendremos, pues, en l; y al mis tiempo, si algo falta para explicar claramente los otros dos, lo indicamos brevemente, o lo remitiremos a su lugar oportuno.
Respecto a los tres puntos, el Apstol nos quita toda duda pos cuando dice que Dios Padre haba prometido antes p9r sus profetas las santas Escrituras el Evangelio de su Hijo, el cual El ahora ha publicado en el tiempo que haba determinado (Rom. 1, 2). Y que: la justicia de la fe enseada en el Evangelio tiene el testimonio de la Ley y Profetas (Rom.3,21). 1 . Esperanza de inmortalidad. El Evangelio ciertamente no retiene el corazn de los hombres en el gozo de esta vida presente, sino que eleva a la esperanza de la inmortalidad; no lo fija en los. deleites terrenos sino que al anunciar que su esperanza ha de estar puesta en el cielo cierto modo lo transporta all. Y as el Apstol lo define en otro lugar diciendo: "Habiendo odo la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvacin, y habiendo credo en l, fuisteis sellados con el Espritu Sa de la promesa, que es las arras de nuestra herencia (Ef. 1, 13). "(hemos) odo de vuestra fe en Cristo Jess, y del amor que tenis todos los santos, a causa de la esperanza que os est guardada en 1os cielos, de la cual ya habis odo por la palabra verdadera del evangelio" (Col. 1,4). Igualmente: "A lo cual os llam mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Seor Jesucristo" (2 Tes. 2,14). De ah que se le llame "palabra de verdad" (Ef. 1, 13); "poder de Dios para salvacin a todo aquel que cree" (Rom. 1, 16), y "reino de los cielos" (Mt. 3,2). Mas si la doctrina del Evangelio es espiritual y abre la puerta para entrar en posesin de la vida incorruptible, no pensemos que aquellos a quienes les fue prometido y anunciado se han envilecido entre deleites corporales como animales, descuidando en absoluto sus almas. Y no hay motivo para que nadie piense que las promesas del Evangelio que se hallan en la Ley y en los Profetas fueron asignadas al pueblo del Nuevo Testamento, porque el Apstol, despus de afirmar que el Evangelio haba sido prometido en la Ley, aade que "todo lo que la ley dice, lo dice a los que estn bajo la ley" (Rom. 3,19). Concedo que esto viene a otro propsito; pero el Apstol no era tan distrado, que al decir que todo cuanto la Ley ensea pertenece realmente a los judos, no recordase lo que pocos versculos antes haba dicho respecto al Evangelio prometido en la Ley. Clarsimamente, pues, el Apstol demuestra que el Antiguo Testamento se refera principalmente a la vida futura, pues dice que las promesas del Evangelio estn contenidas en l. 4. 2 . Salvacin gratuita Por la misma razn se sigue que el Antiguo Testamento consista en -la gratuita misericordia de Dios y que era confirmado por la intercesin de Jesucristo. Porque la predicacin del Evangelio no anuncia sino que los infelices pecadores son justificados por la sola clemencia paternal de Dios, sin que ellos la pudieran merecer, y que toda ella se compendia en Cristo. Quin, pues, se atrever a separar a los israelitas de Cristo, cuando se nos dice que el pacto del Evangelio, cuyo nico fundamento es Cristo, ha sido establecido con ellos? Quin osar privarles del beneficio de la gratuita salvacin, cuando se nos dice quie se les ha impartido la doctrina de la justicia de la fe? 3. Cristo Mediador. Para no alargar demasiado la discusin de una cosa tan clara, oigamos la admirable sentencia del Seor: "Abraham, vuestro padre, se goz de que haba de ver mi da; y lo vio, y se goz" (Jn.8,56). Y lo que en este lugar afirma Cristo de Abraham, el Apstol muestra que ha sido general en todo el pueblo fiel, al decir: "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos" (Heb. 13,8). Porque no se refiere en este lugar nicamente a la eterna divinidad de Cristo, sino tambin a su virtud y potencia, la cual fue siempre manifestada a los fieles. Por esto la bienaventurada Virgen y Zacaras en sus cnticos llaman a la salvacin que ha sido revelada en
Cristo "cumplimiento de las promesas que Dios haba hecho a Abraham y a los patriarcas" (Le. 1, 54-55; 72-73). Si Dios, al manifestar a Cristo, ha cumplido el juramento que antes haba hecho, no se puede decir de ningn modo que el fin del Antiguo Testamento no haya sido siempre Cristo y la vida eterna. 5. El significado de los signos y sacramentos es el mismo en ambos Testamentos Ms an. El Apstol no solamente hace a los israelitas iguales a nosotros en la gracia del pacto, sino tambin en la significacin de los sacramentos. Porque, queriendo intimidar a los Corintios con el ejemplo de los castigos, con los que, segn refiere la Escritura, antiguamente fueron castigados los israelitas, a fin de que ellos no cayesen en semejantes abominaciones, comienza con esta introduccin: que no hay razn para atribuirnos prerrogativa ni privilegio alguno, por el cual nos veamos libres de la ira de Dios que cay sobre ellos; pues el Seor no solamente les hizo los mismos beneficios que a nosotros nos ha hecho, sino que tambin les manifest su gracia con las mismas seales y sacramentos (1 Cor. 10, 1-11); como si dijese: si os confiis y os creis fuera de todo peligro, porque el bautismo con el que sois marcados, y la Cena de la que cada da participis tienen admirables promesas, y entretanto vivs disolutamente menospreciando la bondad de Dios, sabed que tampoco los judos carecieron de tales smbolos; a pesar de los cuales, sin embargo, el Seor ejerci el rigor de sus juicios. Fueron bautizados al pasar el mar Rojo y en la nube que los defenda del ardor del sol. Los que rechazan esta doctrina arguyen que aquel paso fue un bautismo carnal, que nicamente guardaba cierta semejanza con nuestro bautismo espiritual. Pero si se concede esto, el argumento del Apstol carecera de valor. l, en efecto, pretende quitar a los cristianos toda vana confianza de que son mucho ms excelentes que los judos en virtud del bautismo, ya que ellos estn bautizados y los judos no. Y de ningn modo se puede interpretar as lo que sigue inmediatamente: que ellos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual; y afirma que esta comida y esta bebida fue Cristo. 6. Explicacin de Juan 6,49 Para rebatir la autoridad del Apstol, objetan lo que dice Cristo: "Vuestros padres comieron el man en el desierto, y murieron. Si alguno comiere de este pan, vivir para siempre" (Jn.6,49.51). Pero fcilmente se puede concordar lo uno con lo otro. El Seor, como diriga su palabra a hombres que slo pensaban en saciar sus vientres, sin preocuparse gran cosa del alimento espiritual, acomoda en cierta manera su razonamiento a su capacidad; y particularmente establece la comparacin entre el man y su cuerpo en el sentido en que ellos la podan entender. Le exigan, para merecer su crdito, que confirmase su virtud haciendo algn milagro, como lo haba hecho Moiss en el desierto, cuando hizo que lloviese man del cielo. En el man ellos no vean ms que un remedio para saciar el hambre que afliga al pueblo; su penetracin no llegaba a sorprender el misterio que considera san Pablo. Por eso Cristo, para mostrar cunto ms excelente era el beneficio que deban esperar de l que el que ellos crean haber recibido de Moiss, establece esta comparacin: Si, segn vosotros pensis, fue tan grande y admirable milagro que el Seor por medio de Moiss enviara el mantenimiento a su pueblo para que no pereciese de hambre en el desierto, y con el cual fue sustentado durantealgn tiempo, concluid de aqu cunto ms excelente ha de ser el alimento que confiere la inmortalidad. Vemos la razn de que el Seor haya pasado por alto lo que era lo principal en el man, y solamente se haya fijado en su utilidad; a saber, que como los judos le haban reprochado el
ejemplo de Moiss, que haba socorrido la necesidad del pueblo con el remedio del man, l responde que era dispensador de una gracia mucho ms admirable, en cuya comparacin lo que haba hecho Moiss, y que ellos en tanto estimaban, apenas tena valor. Pero san Pablo, sabiendo que el Seor, al hacer llover man del cielo, no solamente haba querido mantener los cuerpos, sino tambin comunicar un misterio espiritual para figurar la vida espiritual, que deban esperar de Cristo, trata este argumento, como muy digno de ser explicado (1 Cor. 10, 1-5). Por lo cual podemos concluir sin lugar a dudas que no solamente fueron comunicadas a los judos las promesas de la vida eterna y celestial que tenemos actualmente por la misericordia del Seor, sino que fueron selladas y confirmadas con sacramentos verdaderamente espirituales. Sobre lo cual disputa ampliamente san Agustn contra Fausto, el maniqueo. 7. La Palabra de Dios basta para vivificar las almas de cuantos participan de ella. Y si los lectores prefieren que les aduzca testimonios de la Ley y de los Profetas, mediante los cuales puedan ver claramente que el pacto espiritual de que al presente gozamos fue comunicado tambin a los patriarcas, como Cristo y los apstoles lo han manifestado, con gusto har lo que desean; y tanto ms, que estoy cierto de que los adversarios sern convencidos de tal manera que no puedan ya andar con tergiversaciones. Comenzar con un argumento, que estoy seguro de que a los anabaptistas les parece dbil y casi ridculo; pero de gran importancia para las personas razonables y juiciosas. Admito como cosa irrebatible, que la Palabra de Dios tiene en s tal eficacia, que vivifica las almas de todos aquellos a quienes el Seor hace la merced de comunicrsela. Porque siempre ha sido verdad lo que dice san Pedro, que la Palabra de Dios es una simiente incorruptible, la cual permanece para siempre; como lo confirmacon la autoridad de Isaas (1 Pe. 1, 23; Is. 40,6). Y como en el pasado Dios lig a s mismo a los judos con este santo nudo, no se puede dudar que El los ha escogido para hacerles esperar en la vida eterna. Porque cuando afirmo que abrazaron la Palabra por la cual se acercaron ms a Dios, no lo entiendo de la manera general de comunicarse con l que se extiende por el cielo y la tierra y todas las criaturas del mundo. Pues aunque da el ser a cada una segn su naturaleza, sin embargo no las libra de la corrupcin a que estn sometidas. Me refiero a una manera particular de comunicacin, por la cual las almas de las personas fieles son iluminadas en el conocimiento de Dios, y en cierta manera, unidas a l. Ahora bien, como Adn, Abel, No, Abraham y los dems patriarcas se unieron a Dios mediante esta iluminacin de su Palabra, no hay duda que ha sido para ellos una entrada en el reino inmortal de Dios; pues era una autntica participacin de Dios, que no puede tener lugar sin la gracia de la vida eterna. 8. El pacto de la gracia es espiritual Y si esto parece an algo intrincado y oscuro, pasemos a la frmula misma del pacto, que no solamente satisfar a los espritus apacibles, sino que demostrar suficientemente la ignorancia de los que pretenden contradecirnos. El Seor ha hecho siempre este pacto con sus siervos: "Yo ser vuestro Dios, y vosotros seris mi pueblo" (Lv. 26,12); palabras en las que los mismos profetas declaran que se contiene la vida, la salvacin y la plenitud de la bienaventuranza. Pues no sin motivo David afirma muchas veces: -Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Jehov" (Sal. 144,1% "el pueblo que l escogi como heredad para s" (Sal. 33,12). Lo cual no se debe entender de una felicidad terrena, sino que
l libra de la muerte, conserva perpetuamente, y mantiene con su eterna misericordia a aquellos a quienes ha admitido en la compaa de su pueblo. E igualmente otros profetas: "T eres nuestro Dios; no moriremos" (Hab. 1, 12). Y: "Jehov es nuestro legislador; Jehov es nuestro rey; l mismo nos salvar" (1s.33,22). "Bienaventurado t, oh Israel; Quin como t, pueblo salvo por Jehov? (Dt. 33,29). Mas para no fatigarnos excesivamente con una cosa que no lo requiere, a cada paso en los Profetas se lee: ninguna cosa nos falta para tener todos los bienes en abundancia y para estar ciertos de nuestra salvacin, a condicin de que el Seor sea nuestro Dios. Y con toda razn; porque si su rostro, tan pronto como se manifiesta, es una prenda ciertisima de salvacin, cmo podr declararse por Dios a alguno, sin que al momento le descubra tesoros de vida? Porque l es nuestro Dios, siempre que resida en medio de nosotros, como lo testificaba por medio de Moiss (Lv. 26, 1 l). Y no se puede obtener de l tal preferencia sin que a la vez se posea la vida. Aunque no hubiese otra razn, ciertamente tenan una promesa de vida espiritual harto clara y evidente en ests palabras: "Yo soy vuestro Dios" (Ex. 6,7). Pues no les deca solamente que sera Dios de sus cuerpos, sino principalmente de sus almas. Ahora bien, si las almas no estn unidas con Dios por la justicia y la santidad, permanecen alejadas de l por la muerte; pero si tienen esa unin, sta les traer la salvacin eterna. 9. Las promesas del pacto son espirituales Adase a esto que l no solamente les afirmaba que sera su Dios, sino tambin les prometa que lo sera para siempre, a fin de que su esperanza, insatisfecha con los bienes presentes, pusiese sus ojos en la eternidad. Y que este modo de hablar del futuro haya querido significar esto, se ve claramente por numerosos testimonios de los fieles, en los cuales no solamente se consolaban de las calamidades actuales que padecan, sino tambin respecto al futuro, seguros de que Dios nunca les haba de faltar. Asimismo haba otra cosa en el pacto, que an les confirmaba ms en que la bendicin les sera prolongada ms all de los lmites de la vida terrena; y es que se les haba dicho: Yo ser Dios de vuestros descendientes despus de vosotros (Gn. 17,7). Porque si haba de mostrarles la buena voluntad que tena con ellos ya muertos, haciendo bien a su posteridad, con mucha mayor razn no dejara de amarlos a ellos. Pues Dios no es como los hombres, que cambian el amor que tenan a los difuntos por el de sus hijos, porque ellos una vez muertos no tienen la facultad de hacer bien a los que queran. Pero Dios, cuya liberalidad no encuentra obstculos en la muerte, no quita el fruto de su misericordia a los difuntos, aunque en consideracin a ellos hace objeto de la misma a sus sucesores por mil generaciones (Ex.20,6). Con esto ha querido mostrar la inconmensurable abundancia de su bondad, la cual sus siervos haban de sentir aun despus de su muerte, al describirla de tal manera que habra de redundar en toda su descendencia. El Seor ha sellado la verdad de esta promesa, y casi mostrado su cumplimiento, al llamarse Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob mucho tiempo despus de que hubieran muerto (x. 3,6; Mt. 22,32; l---c. 20,37). Porque sera ridculo que Dios se llamara as, si ellos hubieran perecido; pues sera como si Dios dijera: Yo soy Dios de los que ya no existen. Y los evangelistas cuentan que los saduceos fueron confundidos por Cristo con este solo argumento, de tal manera que no pudieron negar que Moiss hubiese afirmado la resurreccin de los muertos en este lugar. De hecho, tambin saban por Moiss que todos los consagrados a Dios estn en sus manos (Dt. 33,3). De lo cual fcilmente se colega que ni aun con la muerte perecen aquellos a quienes el Seor admite bajo su proteccin, amparo y defensa, pues tiene a su disposicin la vida y la
muerte. 10. La vida de los patriarcas demuestra que aspiraban por la fe a la patria del cielo Consideremos ahora el punto principal de esta controversia; a saber, si los fieles del Antiguo Testamento fueron instruidos por el Seor de tal manera, que supiesen que despus de esta vida les estaba preparada otra mejor, para que despreciando la presente, meditasen en la que haba de venir. En primer lugar, el modo de vida en que los haba colocado era un perpetuo ejercicio, que deba advertirles que eran los hombres ms desdichados del mundo, si solamente contaba la felicidad de esta vida. Adn. Adn, el cual, aunque slo fuera por el recuerdo de la dicha que haba perdido, era infelicsimo, con gran dificultad logra mantenerse pobremente (Gn. 3,17-19). Y como si fuera poco esta maldicin de Dios, de all donde pensaba recibir gran consuelo, le viene mayor dolor: de sus dos hijos, uno de ellos muere a manos de su propio hermano (Gn. 4,8), quedndole aquel a quien con toda razn haba de aborrecer. Abel, muerto cruelmente en la misma flor de la edad, es un ejemplo de la calamidad humana. No. No gasta buena parte de su vida en construir con gran trabajo y fatiga el arca, mientras que el resto de la gente se entregaba a sus diversiones y placeres (Gn. 6,14-16,22). El hecho de que escape a la muerte le resulta ms penoso que si hubiera de morir cien veces; porque, aparte de que el arca le sirve de sepulcro durante diez meses, nada poda serle ms desagradable que permanecer como anegado en los excrementos de los animales. Y, por fin, despus de haber escapado a tantas miserias, encuentra nuevo motivo de tristeza, al verse hecho objeto de burla de su propio hijo (Gn. 9,20-24), vindose obligado a maldecir con su propia boca a aquel a quien Dios con un gran beneficio haba salvado. 11. Abraham Abraham ciertamente ha de valernos por innumerables testigos, si consideramos su fe, la cual nos es propuesta como regla perfectisima en el creer (Gn. 12,4); hasta tal punto que para ser hijos de Dios hemos de ser contados entre su linaje. Qu cosa, pues, puede parecer ms contra la razn que el que Abraham sea padre de los creyentes, y que no tenga siquiera un rincn entre ellos? Ciertamente no pueden borrarlo del nmero de los mismos, ni siquiera del lugar ms destacado de todos sin que toda la Iglesia quecie destruida. Pero en lo que toca a su condicin en esta vida, tan pronto como fue llamado por Dios, tuvo que dejar su tierra y separarse de sus parientes y amigos, que son, en el sentir de los hombres, lo que ms se ama en este mundo; como si el Seor de propsito y a sabiendas quisiera despojarlo de todos los placeres de la vida. Cuando llega a la tierra en la que Dios le manda vivir, se ve obligado por el hambre a salir de ella. Se va de all para remediar sus necesidades a una tierra en la cual, para poder vivir, tiene que dejar sola a su mujer, lo cual debe haberle sido ms duro que mil muertes. Cuando vuelve a la tierra que se le haba sealado como morada, de nuevo tiene que abandonarla por el hambre. Qu clase de felicidad es sta de tener que habitar en una tierra donde tantas necesidades hay que pasar, hasta perecer de hambre, si no se la abandona? Y de nuevo se ve obligado para salvar su vida, a dejar su mujer en el pas de Abimelec (Gn. 20,2). Mientras se ve forzado a vagar de un lado para otro, las continuas rias de los criados le obligan a tomar la determinacin de separarse de su sobrino, al que quera como a un hijo; separacin que sin duda sinti tanto como si le amputaran un miembro de su propio cuerpo. Al poco tiempo se entera de que sus enemigos lo llevaban cautivo.
Dondequiera que va halla en los vecinos gran barbarie y violencia, pues no le dejan beber agua ni en los pozos que con gran trabajo haba l mismo cavado; porque si no le hubieran molestado no hubiera comprado al rey de Gerar el poder de usar los pozos. Entretanto llega a la vejez, y se ve sin hijos, que es lo ms duro y penoso que puede suceder en aquella edad; de tal manera, que perdida ya toda esperanza, engendra a Ismael. Pero incluso su nacimiento le cost bien caro, cuando su mujer Sara le llenaba de oprobios, como si l hubiera alimentado el orgullo de su esclava y fuera la causa de toda la perturbacin de su casa. Finalmente, nace Isaac; pero la recompensa es que su hijo Ismael, el primognito, sea echado de casa, como si en vez de hijo, fuera un enemigo. Cuando slo le queda Isaac en quien encontrar el solaz de su vejez, Dios le manda que le d muerte. Puede el entendimiento humano imaginar desgracia mayor que la de que un padre tenga que ser el verdugo de su propio hijo? Si hubiera muerto de enfermedad, quin no tendra a este pobre anciano por desdichado, al cual, como en son de burla, se le haba dado un hijo, que redoblara su dolor de encontrarse sin ninguno en su vejez? Si algn desconocido lo hubiera matado, el infortunio se agravara con la indignidad del hecho. Pero que tenga que morir a manos de su propio padre, sobrepasa cuantos ejemplos se conocen de desventura. En resumen: de tal manera se vio atormentado durante su vida, que si alguno quisiera pintar un ejemplo de vida desgraciada, no encontrara otro ms apto. Y que nadie objete que Abraham no fue del todo desdichado, pues al fin se libr de tantas dificultades y vivi prsperamente. Porque no se puede decir que lleva una vida dichosa el que, a travs de dificultades sin cuento, despus de largo tiempo, al fin logra salir de ellas, sino el que, sin apenas experimentar trabajos, ni saber qu son, goza en paz de los bienes de este mundo. 12. Isaac Vengamos a lsaac, que, si bien no padeci tantos trabajos, sin embargo, el ms pequeo placer y alegra le cost grandes esfuerzos. Las miserias y trabajos que experiment son suficientes para que un hombre no sea dichoso en la tierra. El hambre le hace huir de la tierra de Canan; le arrebatan de las manos a su mujer; sus vecinos le molestan y le atormentan por dondequiera que va; y esto con tanta frecuencia y de tantas maneras, que se ve obligado a luchar por el agua, como su padre. Las mujeres de su hijo Esa llenan la casa de disgustos (Gn.26,35). Le aflige sobremanera la discordia de sus hijos, y no puede solucionar tan grave problema ms que desterrando a aquel a quien haba otorgado su bendicin. Jacob. En cuanto a Jacob, ciertamente es un admirable retrato de suprema desgracia. Pasa en casa de su padre la juventud atormentado por la inquietud a causa de las amenazas de su hermano mayor, a las cuales tiene que ceder, huyendo (Gn.28,5). Proscrito de la casa de su padre y de la tierra en que naci, aparte de que es muy penoso sentirse desterrado, su to Labn no le trata con ms afecto y humanidad. No le basta que pase siete aos en dura y rigurosa servidumbre, sino que al fin es injustamente engaado, dndosele una mujer por otra (Gn.29,25). Para conseguir la mujer que antes haba pedido, tuvo que ponerse de nuevo aservir, abrasndose de da con el calor del sol, y sin' dormir de noche causa del fro, segn l mismo se lamenta. Despus de veinte aos de tanta miseria, cada da se vea atormentado por nuevas afrentas de su suegro (Gn. 31, 7). En su casa no habla tranquilidad alguna, pues la destruan los odios y las envidias de sus mujeres. Cuando Dios le manda que se retire a su pas, tuvo que preparar detal manera el momento
de su partida, que ms bien pareci una huida afrentosa; e incluso no pudo escapar de la iniquidad de su suegro, sin ser molestado en el camino por los denuestos e injurias del mismo. Despus de esto se encuentra con otra dificultad mayor, porque al acercarse a su hermano, contempla ante s tantos gneros de muertes, como se pueden esperar de un enemigo cruel (Gn. 32, 11); y por eso se ve atormentado con horribles temores mientras espera su venida. Cuando se encuentra ante l, se arroja a sus pies medio muerto, hasta que lo ve ms aplacado de lo que se atreva a esperar (Gn. 33,3). Cuando al fin entra en su tierra se le muere Raque, a quien amaba especialmente (Gn. 35,16-19). Algn tiempo despus oye decir que el hijo que le haba dado Raquel, a quien por esta razn amaba ms que a los otros, haba sido despedazado por una fiera. Cunta tristeza experiment con su muerte, l mismo nos lo deja ver, pues despus de haberlo llorado, no quiere admitir consuelo alguno, y slo desea seguir a su hijo muerto. Adems, qu pesar, qu tristeza y dolor no le proporcionara el rapto y la violacin de su hija, el atrevimiento de sus hijos al vengar tales injurias, que no solamente fue causa de que le aborreciesen todos los habitantes de aquella regin, sino que incluso le puso en grave peligro de muerte? Despus tuvo lugar el liorrendo crimen de su primognito Rubn, que debi afligirle muy hondamente; pues si una de las mayores desgracias que pueden acontecerle a un hombre es que su mujer sea violada, qu hemos de decir cuando es el propio hijo quien comete tamaa afrenta? Poco despus su familia se ve manchada con un nuevo incesto (Gri. 38,18); de tal manera, que tal cmulo de afrentas eran capaces de destrozar el corazn del hombre ms fuerte y paciente del mundo. Y al fin de su vejez, queriendo poner remedio a las necesidades que l y toda su familia padecan a causa del hambre, le traen la triste nueva de que uno de sus hijos queda en prisin en Egipto, y para librarlo es necesario enviar a Benjamn, a quien amaba ms que a ningn otro (Gn.42,34.38). Quin podra pensar que entre tantas desventuras haya tenido un solo momento para respirar siquiera seguro y tranquilo? Por eso l mismo afirma hablando con Faran que los aos de su peregrinacin haban sido pocos y malos (Gn.47,9). El que asegura que ha pasado su vida en continuas miserias, evidentemente niega que haya experimentado la prosperidad que el Seor le haba prometido. Por tanto, o Jacob era ingrato y ponderaba mal los beneficios que Dios le haba hecho, o deca la verdad al afirmar que haba sido desdichado en la tierra. Si lo que deca era verdad, se sigue que no tuvo puesta su esperanza en las cosas terrenas y caducas. 13. Todos estos patriarcas han sido extranjeros y viajeros en la tierra Si todos estos santos patriarcas esperaron de la mano de Dios una vida dichosa - de lo cual no hay duda -, evidentemente conocieron otra felicidad que la de este mundo, como admirablemente lo muestra el Apstol: "Por la fe", dice, "(Abraham) habit como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios...Conforme a la fe murieron todos stos sin haber recibido lo prometido, sino mirndolo de lejos, y creyndolo, y saludndolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque lo que stos dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aqulla de donde salieron, ciertamente tenan tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergenza de ser llamado Dios de ellos, porque les ha preparado una ciudad" (Heb. 11, 9-16).
Ciertamente hubiesen sido ms necios que un tronco al seguir con tanto ahnco las promesas, respecto a las cuales no tenan esperanza alguna de conseguirlas en la tierra, si no esperasen su cumplimiento en otra parte. Por eso no sin motivo insiste el Apstol en que se llamaron peregrinos y extranjeros en este mundo, como el mismo Moiss lo refiere (Gn. 47,9). Porque si son peregrinos y extranjeros en la tierra de Canan, dnde est la promesa del Seor por la que eran constituidos herederos de la misma? Ello demuestra claramente que la promesa de posesin que Dios les haba hecho, miraba ms arriba de la tierra. Por esto no poseyeron ni un palmo de tierra en Canan, a no ser para su sepultura (Hch. 7,5). Con lo cual declaraban que no esperaban gozar del beneficio de la promesa, sino despus de su muerte. Y sa es la causa de que Jacob deseara tanto ser sepultado en ella, hasta el punto de hacer que su hijo Jos se lo prometiera con juramento (Gn.47,29-30), en fuerza del cual ste mand que las cenizas de su padre fuesen transportadas a la tierra de Canan mucho tiempo despus (Gn. SO, 25). 14. Jacob deseando el derecho de primogenitura buscaba la vida futura En conclusin, se ve claramente que en todo cuanto emprendan tuv ron siempre ante sus ojos la bienaventuranza de la vida futura. Porque, con qu propsito hubiera deseado Jacob la primogenitura hasta poner en peligro su vida, cuando ningn beneficio le acarreaba; antes bie la causa de verse desterrado de la casa de su padre, si no fuera p l tena en vista una bendicin ms alta? Y que tal era su intencin, lo asegura l mismo cuando estando ya pra morir exclam: "Tu salvacin esper, oh Jehov" (Gn.49,18). Qu salvacin esperaba vindose ya morir, sino que consideraba la muerte como un principio de nueva vida? La oracin de Balaam. Mas, a qu discutimos respecto a los santos e hijos de Dios, si incluso el que pretenda impugnar la verdad tuvo el mismo sentimiento y lo comprendi as? Porque, qu otra cosa quera dar a entender Balaam, al decir: "Mueira yo la muerte de los rectos, y mi postrimera sea como la suya" (Nm. 23, 10), sino porque senta lo que ms tarde dijo David: "Estimada es a los ojos de Jehov la muerte de sus santos" (Sal. 116,15), y que la muerte de los malvados es desgraciada (Sal.34,22)? Si el trmino definitivo de los hombres fuera la muerte, ciertamente no habra lugar a sealar diferencia alguna entre la del justo y la del impo. Sin embargo, se los distingue por la diversa suerte y condicin que les est preparada a unos y a otros para despus de su muerte. 15. Moiss An no nos hemos detenido en Moiss, del cual dicen los soadores que impugnamos, que no tuvo otro cometido que llevar al pueblo de Israel, de carnal que era a temer y honrar a Dios, prometindoles tierras fertilsimas y abundancia de todo. Sin embargo - si no se quiere deliberadamente negar la luz que alumbra los ojos - nos encontramos ante la manifiesta revelacin del pacto espiritual. Los profetas. David espera en la vida futura. Y si descendemos a los profetas, hallaremos en ellos una perfecta claridad para contemplar la vida eterna y el reino de Cristo. En primer lugar David, quien por haber existido antes que los otros habla en figuras de los misterios celestiales conforme a la disposicin divina y con mayor oscuridad. Sin embargo, con cunta claridad y certeza dirige todo cuanto dice a este blanco! Qu caso haca de la morada terrena, lo declara en esta sentencia: "Forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres. Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive; ciertamente como una sombra que pasa. Y ahora, Seor, qu esperar? Mi esperanza est en ti" (Sal. 39, 12. 6. 7). Sin duda, el que
confiesa que no hay cosa alguna en la tierra permanente y firme, y sin embargo conserva la firmeza de su esperanza en Dios, es porque contempla su felicidad en otro sitio distinto de este mundo. Por eso suele invitar a los fieles a que contemplen esto, siempre que desea consolarlos de verdad. Porque en otro lugar, despus de haber expuesto cun breve, vana y fugaz es la vida del hombre, aade: "Mas la misericordia de Jehov es desde la eternidad y hasta la eternidad sobre los que le temen" (Sal. 103,17). Con lo cual est de acuerdo lo que dice en otra parte: ---Desdeel principio t fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecern, mas t permanecers; y todos ellos como una vestidura se envejecern; como un vestido los mudars, y sern mudados; pero t eres el mismo, y tus aos no se acabarn. Los hijos de tus siervos habitarn seguros y su descendencia ser establecida delante de ti" (Sal. 102,25-28). Si, a pesar de la destruccin del cielo y de la tierra, los fieles no dejan de permanecer delante del Seor, se sigue que su salvacin est unida a la eternidad de Dios. Y ciertamente que tal esperanza no puede durar mucho, si no descansa en la promesa que expone Isaas: "Los cielos sern deshechos como humo, y la tierra se envejecer como ropa de vestir, y de la misma manera perecern sus moradores; pero mi salvacin ser siempre, mi justicia no perecer" (ls.51,6). En este texto se atribuye perpetuidad a la justicia y a la salvacin, no en cuanto residen en Dios, sino en cuanto l las comunica a los hombres, y ellos las experimentan en s mismos. 16. La felicidad de losfieles es la gloria celestial Realmente no se pueden entender de otra manera las cosas que en diversos lugares David cuenta de la prosperidad de los fieles, sino atribuyndolas a la manifestacin de la gloria celestial. Como cuando dice: "l (Jehov) guarda las almas de sus santos; de mano de los impos los libra. Luz est sembrada para el justo, y alegra para los rectos de zn" (Sal. 97, 10-1 l). Y: "Su justicia (de los buenos) permanece para siempre, su poder ser exaltado en gloria;... el deseo de los impos perecer" (Sal. 112,9-10). Y: "Los justos alabarn tu nombre; los rectos morarn en tu presencia" (Sal. 140,13). Asimismo: "En memoria eterna ser el justo" (Sal. 112,6). Y tambin: "Jehov redime el alma de sus siervos" (Sal. 34,22). El Seor no solamente permite que sus siervos sean atormentados y afligidos por los impos, sino que muchas veces consiente que los despedacen y destruyan; permite que los buenos se consuman en la oscuridad y en la desgracia, mientras que los malos resplandecen como estrellas; y no muestra la claridad de su rostro a su fieles, para que gocen mucho tiempo de ella. Por eso, el mismo David no oculta que si los fieles fijan sus ojos en el estado de este mundo, sera una gravsima tentacin de duda, sobre si Dios galardona y recompensa la inocencia. Tan cierto es que la impiedad es lo que ms comnmente prospera y florece, mientras que los que temen a Dios son oprimidos con afrentas, pobreza, desprecios, y todo gnero de cruces. "En cuanto a mi---, dice David, "casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos. Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impos" (Sal.73,2-3). Y luego concluye: "Cuando pens para saber esto, fue duro trabajo para m, hasta que entrando en el santuario de Dios comprend el fin de ellos" (Sal. 73,16-17). 17. El cumplimiento de las promesas no tendr lugar hasta el juicio y la resurreccin Vemos, pues, aunque no sea ms por el testimonio de David, que los padres del Antiguo Testamento no ignoraron que pocas veces, por no decir nunca, cumple Dios en este mundo lo que promete a sus siervos, y que por esta razn elevaron sus corazones al Santuario de Dios, donde vean oculto lo que no podan contemplar entre las sombras de este mundo. Este Santuario era el
ltimo da del juicio que esperamos; no pudiendo verlo con los ojos del cuerpo, se contentaban con entenderlo por la fe. Apoyados en esta confianza, a pesar de cuanto les suceda en el mundo, no dudaban que al fin vendra un tiempo en el cual las promesas de Dios tendran su cumplimiento. As lo aseguran estas palabras: "En cuanto a m, ver tu rostro en justicia; estar satisfecho cuando despierte a tu semejanza" (Sal. 17,15). Y: "Yo estoy como olivo verde en la casa de Dios" (Sal. 52,8). Igualmente: "El justo florecer como la palmera; crecer como cedro de Lbano. Plantados en la casa de Jehov, en los atrios de nuestro Dios florecern. Aun en la vejez fructificarn; estarn vigorosos y verdes" (Sal.92,12-14). Y poco antes haba dicho: " Oh Jehov, muy profundos son tus pensamientos! Cuando brotan los impos como la hierba, y florecen todos los que hacen iniquidad, es para ser destruidos eternamente" (Sal.92,5-7). Dnde estar esta belleza de los eles, sino cuando la apariencia de este mundo se cambie por la manifestacin del Reino de Dios? Al poner sus ojos en aquella eternidad, no haciendo caso de la aspereza de las calamidades presentes, que comprendan son efmeras, con toda seguridad exclamaban: "No dejar para siempre cado al justo. Mas t, oh Jehov, hars descender a aqullos (los impos) al pozo de perdicin(Sal. 55XI. 22-23). Dnde hay en este mundo un pozo de muerte que se trague a los impos, de cuya felicidad expresamente se dice en otro sitio: "Pasan sus das en prosperidad, y en paz descienden al Seol" (Job 21,13)? Dnde est aquella firmeza de los santos, a quienes el mismo David nos presenta de continuo afligidos de infinitas maneras, y hasta totalmente abatidos? Ciertamente que l tena ante los ojos, no el espectculo comn de este mundo inconstante y tornadizo como un mar en tempestad, sino lo que har el Seor cuando se siente a juicio para establecer un estado permanente del cielo y de la tierra, como el mismo Profeta admirablemente lo refiere en otro lugar: "Los que confan en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podr en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate" (Sal. 49,6-7). Aunque ven que incluso "los sabios mueren; que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas, su ntimo pensamiento es que sus casas sern eternas, y sus habitaciones para generacin y generacin; dan sus nombres a sus tierras, mas el hombre no permanecer en honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaos que son conducidos al Seol, la muerte los pastorear, y los rectos se enseorearn de ellos por la maana; se consumir su buen parecer, y el Seol ser su morada" (Sal. 49,10-14). En primer lugar, al burlarse de los locos que hallan su reposo en los caducos y transitorios placeres de este mundo, muestra que los sabios deben buscar otra felicidad muy distinta; pero con mucha mayor claridad todava expone el misterio de la resurreccin cuando establece el reino de los fieles, despus de predecir la ruina de los impos. Porque, qu se ha de entender por aquella expresin suya, por la maana", sino la manifestacin de una nueva vida que ha de seguir al terminar la presente? 18. De aqu proceda aquel pensamiento con el que los fieles solan consolarse y animarse a tener paciencia en sus infortunios sabiendo que "el enojo de Dios no dura ms que un momento, pero su favor toda la vida" (Sal. 30,6). Cmo podan ellos dar por terminadas sus aflicciones en un momento, cuando se vean afligidos toda la vida? En qu contemplaban la duracin de la bondad de Dios hacia ellos, cuando a duras penas podan ni siquiera gustarla? Si no hubieran levantado su pensamiento por encima de la tierra, les hubiera sido imposible hallar tal cosa; mas como alzaban sus ojos al cielo, comprendan que no es ms que un momento el tiempo que los santos del Seor se ven afligidos; y, en cambio,los beneficios que han de recibir, durarn para siempre; y, al revs,
entendan que la ruina de los impos no tendra fin, aunque hubiesen sido tenidos por dichosos en un plazo de tiempo tan breve como un sueo. Esta es la razn de aquellas expresiones suyas: "La memoria del justo ser bendita; mas el nombre del impo se pudrir" (Prov. 10, 7). Y: "Estimada es a los ojos de Jehov la muerte de sus santos"; "pero la memoria de los impos perecer" (Sal. 116,15; 34,21). Y: "l guarda los pies de sus santos; mas los impos perecen en las tinieblas" (1 Sm. 2,9). Todo esto nos da a entender que ellos conocieron perfectamente que, por ms afligidos que los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin ser la vida y la salvacin; y, al contrario, la felicidad de los impos es un camino de placer, por el que insensiblemente se deslizan hacia una muerte perpetua. Por eso llamaban a la muerte de los incrdulos---muertede los incircuncisos" (Ez. 28, 10; 31,18), dando con ello a entender que no tenan esperanza de resurreccin. Y David no pudo concebir una maldicin ms grave de sus enemigos, que decir: "Sean rados del libro de los vivientes, y no sean escritos entre los justos" (Sal. 69,28). 19. Job sabe que su Redentor vive Pero, admirable sobre todas, es aquella sentencia de Job: "Yo s que mi redentor vive, y en el ltimo da he de resucitar de la tierra, y en mi carne ver a Dios mi salvador; esta esperanza reposa en mi corazn". Los que quieren hacer ostentacin de ingenio arguyen sutilmente que esto no ha de entenderse de la ltima resurreccin, sino del da, cualquiera que fuese, en el cual Job esperaba que Dios se le mostrase ms benigno y amable. Aunque en parte se lo concedamos, siempre ser verdad, quiranlo o no, que Job no hubiera podido concebir tan alta esperanza' si no hubiera elevado sus pensamientos por encima de la tierra. Por tanto hay que convenir en que fij sus ojos en la inmortalidad futura, pues comprendi que, incluso en la sepultura, su Redentor haba de preocuparse de l; ya que la muerte es la desesperacin suprema para los que tienen su pensamiento exclusivamente en este mundo, el cual no pudo quitarle a l la esperanza, "Aunque l me matare", deca, "en l esperar(Job 13,15). Y si algn obstinado murmura contra esto diciendo que muy pocos pronunciaron palabras semejantes, y por lo tanto, no se puede probar que haya sido doctrina comnmente admitida entre los judos, a se le responder en el acto, que stos con sus palabras no han querido ensear una especie de sabidura oculta, solamente accesible a unos cuantos espritus excelentes y particularmente dotados, pues los que pronunciaron estas palabras fueron constituidos doctores por el Espritu Santo, y abiertamente ensearon la doctrina que el pueblo haba de profesar. Por eso, cuando olmos orculos tan claros del Espritu Santo, que dan fe de la vida espiritual de la Iglesia antigua de los judos, sera obstinacin intolerable no conceder a este pueblo ms que un pacto carnal, en el que no se hace mencin ms que de la tierra y las riquezas mundanas. 20. Todos los profetas meditan en la felicidad de la vida espiritual Si desciendo a los profetas que siguieron a David, encontrara materia mucho ms amplia para desarrollar este tema. Y si la victoria no nos ha resultado difcil en David, Job y.Samuel, mucho ms fcil resultar aqu. Porque el Seor, en la dispensacin del pacto de su misericordia siempre ha procedido de suerte que cuanto ms con el correr del tiempo se acercaba el da de la plena revelacin, con tanta mayor claridad lo ha querido anunciar. Por eso al principio, cuando a Adn se le hizo la primera promesa de salvacin, solamente se manifestaron unos ligeros destellos; luego, poco a poco fue aumentando la claridad, hasta que el sol de justicia, Jesucristo,
disipando todas las nubes, ha iluminado claramente todo el mundo. No debemos, pues, temer que si queremos servirnos del testimonio de los profetas, para confirmar nuestra tesis, nos vayan a fallar. Mas, como esta materia es tan amplia y hay tanto que decir de ella, que sera menester detenerse en la misma considerablemente ms de lo que conviene a este tratado - se podra escribir un libro voluminoso sobre ello -, y como adems creo que con lo dicho hasta aqu he abierto el camino a cualquier lector, por cortas que sean sus luces, para que por s mismo pueda entenderlo, procurar no ser prolijo innecesariamente. Solamente quiero advertir a los lectores que procuren emplear la clave que les he dado para abrirse camino; a saber, que siempre que los profetas hacen mencin de la feiicidad de los fieles - de la que apenas se ve un rastro en este mundo - recurran a la distincin de que los profetas, para ms ensalzar la bondad de Dios la han figurado en los beneficios terrenos, como una especie de figuras; pero, al mismo tiempo han querido con estas figuras levantar los entendimientos por encima de la tierra, ms all de los elementos de este mundo corruptible, e incitarlos a meditar por necesidad en la bienaventuranza de la vida futura y espritual. 21. La esperanza de la resurreccin. La visin de Ezequiel Nos contentaremos con un solo ejemplo. Viendo los israelitas deportados a Babilonia que el destierro y desolacin en que se hallaban eran semejantes a la muerte, no haba quien les hiciese creer que cuanto les profetizaba Ezequiel de su vuelta y restitucin no era ms que una fbula y mentira, y no una gran verdad. El Seor, para demostrar que ni siquiera aquella dificultad podra impedir que les otorgase aquel beneficio, le muestra al profeta en una visin un campo lleno de huesos secos, a los cuales con la sola virtud de su palabra les devuelve la vida y el vigor en un momento (Ez. 37,4). Esta visin era muy a propsito para corregir la incredulidad del pueblo; pero al mismo tiempo les daba a entender hasta qu punto la potencia de Dios se extenda ms all de la vuelta y restitucin que les prometa, ya que con solo mandarlo, le era tan fcil dar vida a aquellos huesos resecos, esparcidos por uno y otro lado. Isaas. Y por esto hemos de comparar esta sentencia con otra semejante de Isaas: "Tus muertos vivirn, sus cadveres resucitarn. Despertad y cantad, moradores del polvo!; porque tu roco es cual roco de hortalizas, y la tierra dar sus muertos. Anda, pueblo mo, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignacin. Porque he aqu que Jehov sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra l; y la tierra descubrir la sangre derramada sobre ella, y no encubrir ya ms a sus muertos." (ls.26,19-21). 22. No quiero, sin embargo decir, que haya que relacionar todos los pasajes a esta regla. Algunos de ellos, sin figura ni oscuridad alguna, demuestran la inmortalidad futura, preparada en el reino de Dios para los fieles. Entre ellos, algunos de los alegados y otros muchos, pero principalmente dos. El primero es de Isaas. Dice: "Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra que yo hago permanecern delante de m, dice Jehov, as permanecer vuestra descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes, y de da de reposo en da de reposo vendrn todos a adorar delante de m, dice Jehov. Y saldrn y vern los cadveres de los hombres que se rebelaron contra m; porque su gusano nunca morir, ni su fuego se apagar" (1s. 66,22-24). El otro es de Daniel: "En aquel tiempo se levantar Miguel, el gran. prncipe que est de
parte de los hijos de tu pueblo; y ser tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo ser libertado tu pueblo, todos los que se hallan escritos en el libro. Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra sern despertados, unos para la vida eterna, y otros para confusin y vergenza perpetua" (Dan. 12,1-2). 23. Conclusiones En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo Testamento han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que Dios haba establecido con ellos, y que han puesto en l toda la confianza de su bendicin, no me esforzar mayormente en probarlos, pues son fciles de entender y nunca han existido grandes controversias sobre ellos. Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas sus astucias y artimaas no podr rebatirlo, que el Antiguo Testamento o pacto que el Seor hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente a las cosas terrenas, sino que contena tambin en s la promesa de una vida espiritual y eterna, cuya esperanza fue necesario que permaneciera impresa en los corazones de todos aquellos que verdaderamente pertenecan al pacto. Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva opinin de los que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judos, o que ellos slo buscaron llenar sus estmagos, vivir entre los deleites de la carne, poseer riquezas, ser muy poderosos en el mundo, tener muchos hijos, y todo lo que apetece el hombre natural y sin espritu de Dios. Porque nuestro Seor Jesucristo no promete actualmente a los suyos otro reino de los cielos que aquel en el que reposarn con Abraham, Isaac y Jacob (Mt. 8, 1 l). Pedro aseguraba a los judos de su tiempo, que eran herederos de la gracia del Evangelio, que eran hijos de los profetas, que estaban comprendidos en el pacto que Dios antiguamente haba establecido con el pueblo de Israel (Hch. 3,25). Y a fin de que no solamente fuese testimoniado con palabras, el Seor ha querido tambin demostrarlo con un hecho. Porque en el momento de su resurreccin hizo que muchos^santos resucitasen con l, los cuales fueron vistos en Jerusalem" (Mt. 27, 52). Esto fue como dar una especie de arras de que todo cuanto l haba hecho y padecido para redimir al gnero humano, no menos perteneca a los fieles del Antiguo Testamento, que a nosotros mismos. Porque, como lo asegura Pedro, fueron dotados del mismo Espritu con que nosotros somos regenerados (Hch. 15,8). Y puesto que vemos que el Espritu de Dios, que es como un destello de inmortalidad en nosotros, por lo cual es llamado "arras de nuestra herencia" (Ef. 1, 14) habitaba tambin en ellos, cmo nos atreveremos a privarles de la herencia de la vida? Por esto no puede uno por menos de maravillarse de cmo fue posible que los saduceos cayesen en tal necedad y estupidez, como es negar la resurreccin y la existencia del alma, puesto que ambas cosas se demuestran tan claramente en la Escritura (Hch. 23,7-8). Ni nos -resultara menos extraa al presente la brutal ignorancia que contemplamos en el pueblo judo, al esperar un reino temporal de Cristo, si la Escritura no nos hubiera dicho mucho antes, que por haber repudiado el Evangelio seran castigados de esta manera. Porque era muy conforme a la justicia de Dios, que sus entendimientos de tal manera se cegasen, que ellos mismos, rechazando la luz del cielo, buscaron por su propia voluntad las tinieblas. Leen a Moiss, y meditan de continuo sobre l; pero tienen delante de los ojos un velo, que les impide ver la luz que resplandece en su rostro. Y as permanecern hasta que se conviertan a Cristo, del cual se apartan ahora cuanto les es posible (2 Cor. 3,14-15).
*** CAPTULO XI
2. Bajo el Antiguo Testamento, esta meditacin se basaba en las promesas terrenas Esto se ver mucho ms claramente por la semejanza que usa san Pablo en la carta que escribi a los glatas. Compara el pueblo judo con un heredero menor de edad, el cul, incapaz de gobernarse an por s mismo, tiene un tutor que lo dirige (Gl. 4,1-3). Es verdad que el Apstol se refiere en este lugar principalmente a las ceremonias; pero ello no impide que pueda tambin aplicarse a nuestro propsito. Por tanto, la misma herencia les fue sealada a ellos que a nosotros, pero ellos no eran idneos, como menores de edad, para tomar posesin y gozar de ella. A la misma Iglesia pertenecen ellos que nosotros; pero en su tiempo se encontraba an en su primer desarrollo; era an una nia. El Seor, pues, los mantuvo en esta clase de enseanza: darles las promesas espirituales, pero no claras y evidentes, sino en cierto modo encubiertas y bajo la figura de las promesas terrenas. Queriendo, pues, Dios introducir a Abraham, Isaac y Jacob, y a toda su descendencia en la esperanza de la inmortalidad, les prometi la tierra de Canan como herencia; y ello, no para que se detuviesen all sin apetecer otra cosa, sino a fin de que con su contemplacin se ejercitasen y confirmasen en la esperanza de aquella verdadera herencia que an no se vea. Y para que no se llamasen a engao, aada tambin Dios esta otra promesa mucho ms alta, que les daba la certidumbre de que la tierra de Canan no era la suprema felicidad y bienaventuranza que deseaba darles. Por eso Abraham, cuando recibe la promesa de que poseera la tierra de Canan no se detiene en la promesa externa de la tierra, sino que por la promesa superior aneja eleva su entendimiento a Dios en cuanto se le dijo: "Abram; yo soy tu escudo, y tu galardn ser sobre manera grande" (Gn. 15, l). Vemos que el fin de la recompensa de Abraham se sita en el Seor, para que no busque un galardn transitorio y caduco en este mundo, sino en el incorruptible del cielo. Por tanto, la promesa de la tierra de Canan no tiene otra finalidad que la de ser una marca y seal de la buena voluntad de Dios hacia l, y una figura de la herencia celestial. De hecho, las palabras de los patriarcas del Antiguo Testamento muestran que ellos lo entendieron de esta manera. As! David, de las bendiciones temporales se va elevando hasta aquella ltima y suprema bendicin: "Mi corazn y mi carne se consumen con el deseo de ti" (Sal. 84,2). "Mi porcin es Dios para siempre" (Sal. 73,26). Y: "Jehov es la porcin de mi herencia y de mi copa" (Sal. 16,5). Y: "Clam a ti, oh Jehov; dije: t eres mi esperanza, y mi porcin en la tierra de los vivientes" (Sal. 142,5). Ciertamente, los que se atreven a hablar de esta manera confiesan que con su esperanza van ms all del mundo y de cuantos bienes hay en l. Sin embargo, la mayora de las veces los profetas describen la bienaventuranza del siglo futuro bajo la imagen y figura que hablan recibido del Seor. En ese sentido han de entenderse las sentencias en las que se dice: Los malignos sern destruidos, pero los que esperan en Jehov heredern la tierra. Jerusalem abundar en toda suerte de riquezas y Sin tendr gran prosperidad (Sal.37,9; Job 18,17; Prov.2,21-22; con frecuencia en Isaas). Vemos perfectamente que todas estas cosas no competen propiamente a la Jerusalem terrena, sino a la verdadera patria de los fieles; a aquella ciudad celestial a la que el Seor ha dado su bendicin y la vida para siempre (Sal. 132,13-15; 133,3). 3. La felicidad espiritual estaba representada por beneficios terrenos Esta es la razn de que los santos del Antiguo Testamento prestaran mucha mayor atencin a esta vida mortal y a sus correspondientes bendiciones, de la que nosotros debemos
dedicarles. Porque aunque comprendan muy bien que no deban considerar esta vida presente como su trmino y su fin, con todo, sabiendo por otra parte, que Dios figuraba en ella su gracia para confirmarlos en la esperanza conforme a su baja manera de comprender, la tenan que profesar mayor afecto que si la hubiesen considerado en s misma. Y as como el Seor, al dar prueba a los fieles de su buena voluntad hacia ellos, con beneficios temporales les figuraba la bienaventuranza que deban esperar; as, por el contrario, las penas temporales que enviaba a los rprobos eran indicio seguro y un principio de su juicio futuro contra ellos; de modo que, as como los beneficios de Dios eran ms patentes y manifiestos en las cosas temporales, de la misma manera lo eran los castigos. Los ignorantes, omitiendo esta analoga y conveniencia entre los castigos y los premios de esta vida con que el pueblo de Israel era remunerado, se maravillan de que haya tanta variedad en Dios; pues antiguamente estaba tan pronto y preparado a castigar en el acto con horrendos castigos cualquier delito que los hombres cometieran, mientras que al presente, como si hubiera templado su ira, castiga con menos rigor y con mucha menos frecuencia; y poco falta para que piensen, como se lo imaginaron los maniqueos, que no es el mismo el Dios del Antiguo y el del Nuevo Testamento, sino distinto. Pero no ser difcil librarnos de tales dudas, si tenemos presente la economa de que Dios se ha servido, como hemos explicado, por la cual cuando otorg su testamento y pacto al pueblo de Israel de una manera velada, quiso figurar y significar por una parte la eterna bienaventuranza que les prometa bajo estos beneficios terrenos, y por otra, la horrible condenacin que los impos deban esperar bajo las penas y castigos corporales. 4. 2. La Ley no contena ms que la sombra de la realidad, cuya sustancia nos trae el Evangelio La segunda diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento consiste en las figuras. El Antiguo Testamento, mientras la verdad no se manifestaba claramente, solamente la representaba y mostraba como la sombra en vez del mismo cuerpo; en cambio, el Nuevo Testamento pone ante los ojos la verdad y la misma sustancia. En casi todos los lugares en los que el Nuevo Testamento es opuesto al Viejo se menciona esta diferencia; pero mucho ms por extenso se trata de ello en la epstola a los Hebreos. Discute all el Apstol contra los que no crean Posible que las observancias y ceremonias de la Ley de Moiss fuesen abrogadas sin que se viniese a tierra toda la religin. Para refutar este error, trae lo que el Profeta mucho antes haba dicho a propsito del sacerdocio de Cristo. Porque habindole constituido el Padre "sacerdote para siempre (Sal. 110,4), es evidente que el sacerdocio levtico, en el cual unos sacerdotes se sucedan a otros, queda abolido. Y que esta nueva institucin del sacerdocio sea mucho ms excelente que la otra lo prueba diciendo que fue confirmada con juramento. Luego aade que al cambiarse el sacerdocio, necesariamente tuvo que cambiarse el testamento o pacto. Y da como razn de esta necesidad la debilidad de la Ley, que no era capaz de llevar a la perfeccin (Heb. 7,18-19). Sigue luego exponiendo en qu consista esta debilidad de la Ley; a saber, en que su justicia era exterior y no poda por lo mismo hacer perfectos interiormente segn la conciencia a los que la guardaban; porque no poda con los sacrificios de los animales destruir los pecados ni conseguir la verdadera santidad (Heb.9,9). Y concluye que hubo en la Ley una sombra de los bienes futuros, y no una presencia real; y que por ello su papel fue simplemente preparar para una esperanza mejor, que nos es comunicada en el Evangelio (Heb. 10, l). Inmutabilidad del pacto de gracia a travs de la economa legal y la evanglica. Aqu hay
que advertir el aspecto bajo el cual se compara el pacto legal con el evanglico, y el ministerio de Cristo con el de Moiss. Si la comparacin fuese en cuanto a la sustancia de las promesas, evidentemente existira una grandsima diferencia entre ambos testamentos. Mas como la intencin del Apstol es muy diferente, para hallar la verdad, es preciso ver qu quiere decir san Pablo. Pongamos ante nuestra consideracin el pacto que Dios estableci de una vez para siempre. El cumplimiento de su estabilidad y firmeza es Cristo. Hasta entonces fue menester esperarlo; y el Seor instituy por Moiss ceremonias que sirviesen como de seales y notas solemnes de tal confirmacin. El punto de controversia era si convena que las ceremonias ordenadas por la Ley cesasen para dejar el lugar a Cristo. Aunque tales ceremonias no eran ms que accidentes -y accesorias a la Ley, sin embargo como instrumentos con los que Dios mantena a su pueblo en su doctrina, tenan el nombre de testamento, igual que la Escritura suele atribuir a los sacramentos el nombre de las cosas que representan.' Y por eso el Antiguo Testamento es llamado aqu la razn o manera solemne como el pacto del Seor era confirmado a los judos, y que se comprenda en las ceremonias y los sacrificios. Mas como no hay en ellas nada slido si no se pasa adelante, prueba el Apstol que deban tener fin y ser abolidas, para dar lugar a Jesucristo, que es fiador y mediador de otro Testamento mucho ms excelente" (Heb. 7,22), por el cual se ha adquirido de una vez para siempre salvacin eterna para los elegidos, y se han borrado las transgresiones que haba en la Ley. Definicin del Antiguo Testamento. Por si a alguno no le satisface esto, damos esta definicin: El Antiguo Testamento fue una doctrina que el Seor dio al pueblo judo, repleta de observancias y ceremonias sin eficacia ni firmeza alguna; y fue otorgada por un cierto tiempo, por que estaba como en suspenso hasta que pudiera apoyarse en su cumplimiento y ser confirmada en su sustancia; pero fue hecho nuevo y eterno al ser consagrado y establecido en la sangre de Jesucristo. De ah el que Cristo llame al cliz que dio en la Cena a los apstoles "cliz del Nuevo Testamento en su sangre" (Mt.26,28), para significa que al ser sellado el Testamento de Dios con su sangre, se cumple entera mente la verdad, y con ello es transformado en Testamento nuevo y eterno. 5. La Ley era un pedagogo que conduca a Cristo Se ve claro con esto en qu sentido el Apstol ha dicho que los judos han sido conducidos a Cristo mediante la doctrina de principiantes que ensea la Ley (Gl.3,24), antes de que fuera manifestado en carne. Y confiesa tambin que fueron hijos y herederos de Dios; pero por ser an nios, dice que estaban bajo tutela (Gl.4,1 ss.). Pues era conveniente que, no habiendo salido an el Sol de justicia, no hubiese tanta claridad de revelacin, ni tan perfecta inteligencia de cosas. El Seor, pues, dispens la luz de su Palabra, pero en forma tal que slo se la vea de lejos y entre sombras. Por esto san Pablo, queriendo designar esta debilidad de entendimiento, ha usado el trmino infancia", diciendo que el Seor quiso instituirlos en aquella edad mediante ceremonias y observancias a modo de primeros principios y rudimentos convenientes para aquella edad, hasta que Jesucristo se manifestase; mediante el cual el conocimiento de los fieles haba de crecer de da en da, de tal suerte que dejaran ya de ser nios. El mismo Jesucristo not esta distincin cuando dijo que "todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11, 13); pero que desde entonces se anunciaba el reino de Dios.
Qu ensearon la Ley y los Profetas a los que vivieron en su tiempo? Daban un cierto gusto de la sabidura que andando el tiempo se haba de manifestar por completo, y la mostraban desde lejos; mas cuando Cristo pudo ser mostrado, entonces qued abierto el reino de Dios; porque en l "estn escondidos todos los tesoros de la sabidura y del conocimiento" (Col.2,3), para subir casi a lo ms alto del cielo. 6. La edad de la infancia precede a la edad adulta Y no prueba nada en contra de esto el que con gran dificultad se encuentra entre los cristianos uno que pueda ser comparado con Abraham en la firmeza de la fe. E igualmente que los profetas tuvieran un don tan excelso de inteligencia que aun hoy basta para iluminar e ilumina a todo el mundo. Porque no consideramos aqu las gracias que el Seor ha dispensado a algunos, sino la economa que ha seguido para ensear a los fieles, la cual aparece incluso en aquellos profetas que fueron dotados de un don tan singular y extraordinario de inteligencia. Pues su predicacin es oscura, como de cosas lejanas, y est velada por figuras. Adems, por admirable que fuera la inteligencia que ellos posean, como quiera, sin embargo, que tenan que someterse a la comn pedagoga del pueblo, son tambin contados en el nmero de los nios, igual que los dems. Finalmente, nunca posey ninguno de ellos tanta perspicacia, que de algn modo no se perciba la oscuridad que reinaba. Por esto deca Cristo: "Muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y or lo que os, y no lo oyeron"; y as: "Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros odos, porque oyen (Le.10, 24; Mt. 13,17). Ciertamente era muy justo que la presencia de Cristo tuviese la prerrogativa de traer consigo una manifestacin mucho ms clara de los misterios celestiales, de la que antes haba existido. A lo cual viene tambin lo que ya hemos citado de san Pedro: "A stos se les revel que no para si mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas" (1 Pe. 1, 12). 7. 3. La Ley es literal, mortal, temporal,- el Evangelio, espiritual, vivificador, eterno Pasemos a la tercera diferencia, tomada de Jeremas, cuyas palabras son: "He aqu que vienen das, dice Jehov, en los cuales har un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Jud. No como el pacto que hice con sus padres el da que tom su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehov. Pero ste es el pacto que har con la casa de Israel despus de aquellos das, dice Jehov. Dar mi ley en su mente, y la escribir en su corazn, y yo ser a ellos por Dios, y ellos me sern por pueblo. Y no ensear ms ninguno a su prjimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehov; porque todos me conocern, desde el ms pequeo de ellos hasta el ms grande, dice Jehov, porque perdonar la maldad de ellos, y no me acordar ms de su pecado" (Jer. 31,31-34). De este lugar tom ocasin el Apstol para la comparacin que establece entre la Ley, doctrina literal, y el Evangelio, enseanza espiritual. Llama a la Ley doctrina literal, predicacin de muerte y de condenacin, escrita en tablas de piedra; y al Evangelio, doctrina espiritual, de vida y de justicia, escrita en los corazones (2 Cor.3,6-7). Y aade que la Ley es abrogada, mas que el Evangelio permanece para siempre. Como quiera que el propsito del Apstol ha sido exponer el sentido del profeta, basta considerar lo que dice el uno para comprenderlos a los dos. Sin embargo, hay alguna diferencia entre ellos. El Apstol presenta a la Ley de una manera mucho ms odiosa que el profeta. Y lo
hace as, no considerando simplemente la naturaleza de la Ley, sino a causa de ciertas gentes, que con el celo perverso que tenan de ella, oscurecan la luz del Evangelio. l disputa acerca de la naturaleza de la Ley segn el error de ellos y el excesivo afecto que la profesaban. Y esto hay que tenerlo en cuenta especialmente en san Pablo. En cuanto a la concordancia con Jeremas, como ambos ex professo oponen el Antiguo Testamento al Nuevo, ambos consideran en ella exclusivamente lo que le es propio. Por ejemplo: en la Ley abundan las promesas de misericordia; mas como son consideradas bajo otro aspecto, no se tienen en cuenta cuando se trata de la naturaleza de la Ley; solamente le atribuyen el mandar cosas buenas, prohibir las malas, prometer el galardn a los que viven justamente, y amenazar con el castigo a los infractores de la justicia; sin que con todo esto pueda corregir ni enmendar la maldad y perversidad del corazn connatural a los hombres. 8. Expongamos ahora por partes la comparacin que establece el Apstol: Dice que el Antiguo Testamento es literal. La razn es porque fue promulgado sin la eficacia del Espritu Santo. El Nuevo es espiritual, porque el Seor lo ha esculpido espiritualmente en los corazones de los hombres. La segunda oposicin es como una declaracin de la primera, dice que el Antiguo Testamento es mortal, porque no es capaz ms que de envolver en la maldicin a todo el gnero humano; y que el Nuevo es instrumento de vida, porque al librarnos de la maldicin nos devuelve a la gracia y el favor de Dios. El Antiguo Testamento es ministro de condenacin, porque demuestra que todos los hijos de Adn son reos de injusticia; el Nuevo, es ministerio de justicia, porque nos revela la justicia de Dios por la cual somos justificados. La ltima oposicin hay que referirla a las ceremonias de la Ley. Como eran imagen y representacin de las cosas ausentes, era necesario que con el tiempo desaparecieran; en cambio, el Evangelio, como representa el cuerpo mismo, es firme y estable para siempre. Es verdad que tambin Jeremas llama a la ley moral pacto dbil y frgil; pero es bajo otro aspecto; a saber, porque ha sido destruida por la ingratitud del pueblo; mas como esta violacin procedi de la culpa del pueblo y no del Testamento, no se debe imputar a este ltimo. Mas las ceremonias, como por su propia debilidad contenan en s mismas la causa de su impotencia, han sido abolidas con la venida de Cristo. Diferencia entre la letra y el espritu. En cuanto a la diferencia que hemos establecido entre letra y espritu, no se debe entender como si el Seor haya dado su Ley a los judos sin provecho alguno, y sin que pudiese llevar a l a ninguno de ellos. La comparacin se establece para realzar ms la afluencia de gracia con la cual se ha complacido el Legislador, como si l se revistiera de una nueva persona, en honrar la predicacin del Evangelio. Porque si consideramos la multitud de naciones que ha atrado a s por la predicacin del Evangelio, regenerndolas con su Santo Espritu, veremos que son poqusimos los que de corazn admitieron antiguamente en el pueblo de Israel la doctrina de la Ley; aunque considerado en s mismo, sin compararlo con la Iglesia cristiana, sin duda alguna que hubo muchos fieles. 9. 4. La Ley es servidumbre; el Evangelio, libertad De la tercera diferencia se desprende la cuarta. La Escritura llama al Antiguo Testamento pacto de servidumbre, porque engendra el temor en los corazones de los -hombres; en cambio, al Nuevo lo llama pacto de libertad, porque los confirma en la confianza y seguridad. As escribe san Pablo en su carta a los Romanos: "Pues no habis recibido el espritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habis recibido el espritu de adopcin, por el
cual clamamos: Abba, Padre!" (Rom. 8,15). Est de acuerdo con esto lo que se dice en la epstola a los Hebreos: "Porque no os habis acercado al monte que se poda palpar, y que arda en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad", donde no se vean ni oan ms que cosas que causaban espanto y horror, hasta tal punto que el mismo Moiss dijo: 'Estoy espantado y temblando', cuando son aquella voz terrible, que todos rogaron que no les hablase ms; sino que os habis acercado al monte de Sin, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalem la celestial, a la compaa de muchos millares de ngeles" (Heb. 12,18-22). Lo que el Apstol expone como de paso en el texto citado de la epstola a los Romanos lo explica mucho ms ampliamente en la epstola a los Glatas, donde construye una alegora a propsito de los dos hijos de Abraham, como sigue: Agar, la sierva, es figura del Sina, donde el pueblo de Israel recibi la Ley; Sara, la duea, era figura de la Jerusalem celestial, de la cual ha procedido el Evangelio. Como la descendencia de Agar crece en servidumbre y nunca puede llegar a heredar; y, al contrario, la de Sara es libre y le corresponde la herencia, del mismo modo, por la Ley somos sometidos a servidumbre, y solamente por el Evangelio somos regenerados en libertad (Gl.4,22). El resumen de todo esto es que el Antiguo Testamento caus en las conciencias temor y horror; en cambio el Nuevo les da gozo y alegra ; que el primero tuvo las conciencias oprimidas con el yugo de la servidumbre, y el segundo las libera y les da la libertad. Objecin y respuesta. Si alguno objeta que teniendo los padres del Antiguo Testamento el mismo Espritu de fe que nosotros, se sigue que participaron tambin de nuestra misma libertad y alegra, respondo que no tuvieron por medio de la Ley ninguna de ambas cosas, sino que al sentirse oprimidos por ella y cautivos en la inquietud de la conciencia, se acogieron al Evangelio. Por donde se ve que fue un beneficio particular del Nuevo Testamento el que se vieran libres de tales miserias. Adems negamos que hayan gozado de tanta seguridad y libertad, que no sintieran en absoluto el temor y la servidumbre que les causaba la Ley. Porque aunque algunos gozasen del privilegio que haban obtenido mediante el Evangelio, sin embargo estaban sometidos a las mismas observancias, ceremonias y cargas de entonces. Estando, pues, obligados a guardar con toda solicitud las ceremonias, que eran como seales de una pedagoga que, segn san Pablo, era semejante a la servidumbre, y cdulas con las que confesaban su culpabilidad ante Dios, sin que con ello pagasen lo que deban, con toda razn se dice que en comparacin de nosotros estuvieron bajo el Testamento de servidumbre, cuando se considera el orden y modo de proceder que el Seor usaba comnmente en aquel tiempo con el pueblo de Israel. 10. Las promesas del Antiguo Testamento pertenecen al Evangelio.Testimonio de san Agustn Las tres ltimas comparaciones que mencionamos son de la Ley y del Evangelio. Por tanto, en ellas bajo el nombre de Antiguo Testamento entenderemos la Ley, y con el de Nuevo Testamento, el Evangelio. La primera que expusimos tiene un alcance mayor, pues se extiende tambin a las promesas hechas a los patriarcas que vivieron antes de promulgarse la Ley. En cuanto a que san Agustn niega que tales promesas estn comprendidas bajo el nombre de Antiguo Testamento, le asiste toda la razn. No ha querido decir ms que lo que nosotros afirmamos. l tena presentes las autoridades que hemos alegado de Jeremas y Pablo, en las que se establece la diferencia entre el Antiguo Testamento y la doctrina de gracia y misericordia. Advierte tambin muy atinadamente, que los hijos de la promesa, los cuales han sido regenerados por Dios y han obedecido por la fe, que obra por la caridad, a los mandamientos, pertenecen al
Nuevo Testamento desde el principio del mundo; y que tuvieron su esperanza puesta, no en los bienes carnales, terrenos y temporales, sino en los espirituales, celestiales y eternos; y, particularmente, que creyeron en el Mediador, por el cual no dudaron que el Espritu Santo se les daba para vivir rectamente, y que alcanzaban el perdn de sus pecados siempre que delinquan. Esto es precisamente lo que yo pretenda probar: que todos los santos, que segn la Escritura fueron elegidos por Dios desde el principio del mundo, han participado con nosotros de la misma bendicin que se nos otorga a nosotros para nuestra salvacin eterna. La nica diferencia entre la divisin que yo he establecido y la de san Agustn consiste en esto: yo he distinguido entre la claridad del Evangelio y la oscuridad anterior al mismo, segn la sentencia de Cristo: La Ley y los Profetas fueron hasta Juan Bautista, y desde entonces ha comenzado a ser predicado el reino de Dios (Mt. 11, 13); en cambio San Agustn no se contenta solamente con distinguir entre la debilidad de la Ley y la firmeza del Evangelio. Los antiguos patriarcas han participado del Nuevo Testamento. Tambin hemos de advertir respecto a los padres del Antiguo Testamento, que vivieron de tal manera bajo el mismo, que no se detuvieron en l, sino que siempre han aspirado al Nuevo, y han tenido una cierta comunicacin con l. Porque a los que, satisfechos con las sombras externas, no levantaron su entendimiento a Cristo, el Apstol los condena como ciegos y malditos. Y realmente, qu mayor ceguera puede imaginarse que esperar la purificacin de los pecados del sacrificio de una pobre bestia, o buscar la purificacin del alma en la aspersin exterior del agua, o querer aplacar a Dios con ceremonias de poca importancia, como si Dios se deleitase en ellas? Mas, todos los que, olvidndose de Cristo, se dan a las observancias exteriores de la Ley, caen en tales absurdos. 11. 5. El Antiguo Testamento no se refera ms que a un pueblo; el Nuevo se dirige a todos La quinta diferencia, que dijimos poda aadirse, consiste en que el Seor se haba escogido hasta la venida de Jesucristo un pueblo, al cual haba otorgado el pacto de su gracia. "Cuando el Altsimo hizo heredar a las naciones, cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableci los lmites de los pueblos segn el nmero de los hijos de Israel. Porque la porcin de Jehov es su pueblo; Jacob la heredad que le toc" (Dt. 32,8-9). Y en otra parte habla as con su pueblo: "He aqu, de Jehov, tu Dios, son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. Solamente de tus padres se agrad Jehov para amarlos, y escogi su descendencia despus de ellos, a vosotros, de entre todos los pueblos" (Dt. 10, 14-15). As que el Seor hizo a aquel nico pueblo la merced de drsele a conocer, como si l solo, y ninguno ms de cuantos existan, le perteneciera. Con l solo hizo su pacto; a l le manifest la presencia de su divinidad, y lo honr y ensalz con grandes privilegios. Pero dejemos a un lado los dems beneficios y contntemonos con ste del que al presente tratamos; a saber, que Dios de tal manera se uni a l por la comunicacin de su Palabra, que fue llamado y tenido como Dios suyo. Y mientras, a las dems naciones, como si no le importasen y nada tuviesen que ver con l, las dejaba "andar en sus propios caminos" (Hch. 14,16), y no les daba el nico remedio con que poner fin a tanto mal, es decir, la predicacin de su Palabra. As que Israel era por entonces el pueblo predilecto de Dios, y todos los dems considerados comoextranjeros. l era conocido, defendido y amparado por Dios; todos los dems, abandonados en las tinieblas. Israel consagrado a Dios; los dems, excluidos y alejados de l. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo ordenado para la restauracin de todas las cosas (Gl.4,4), y se manifest aquel Reconciliador de los hombres con Dios y, derribado el muro que por tanto tiempo haba tenido encerrada la misericordia de Dios dentro de las fronteras de
Israel, fue anunciada la paz a los ms alejados, igual que a los que estaban cerca, para que reconciliados todos con Dios, formasen un solo pueblo (Ef.2,14-18). Por ello ya no hay distincin alguna entre griego y judo (Rom. 10, 12; Gl. 3,28), entre circuncisin e incircuncisin (Gl. 6,15) "sino que Cristo es el todo, y en todos" (Col. 3, 1 l), al cual le son dados por herencia las naciones, y como posesin los confines de la tierra, para que sin distincin alguna domine desde un mar hasta el otro y desde el ro hasta los confines de la tierra (Sal. 2,8; 72,8, etc.). 12. La vocacin de los paganos Por tanto, la vocacin de los gentiles es una admirable seal por la que se ve claramente la excelencia del Nuevo Testamento sobre el Antiguo. Fue nunciada en numerosos y evidentes orculos de los profetas; pero de tal manera, que su cumplimiento lo reservaban para el advenimiento del reino del Mesas. Ni Jesucristo mismo, al principio de su predicacin quiso abrir las puertas a los gentiles, sino que retard su vocacin hasta que, habiendo cumplido cuanto se relacionaba con nuestra redencin, y pasado el tiempo de su humillacin, recibi del Padre un nombre que es sobre todo nombre, para que ante l se doble toda rodilla (Flp. 2,9). Por esto deca a la cananea: "No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt. 15,24)* Y por eso no permiti que los apstoles, la primera vez que los envi, pasasen estos lmites: "Por el camino de gentiles no vayis, y en ciudad de samaritanos no entris, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt. 10, 5-6); porque no haban llegado el tiempo y el momento oportunos. Y es muy de notar que, aunque la vocacin de los gentiles haba sido anunciada con tan numerosos testimonios, sin embargo, cuando lleg la hora de comenzar a llamarlos, les pareci a los apstoles algo tan nuevo y sorprendente, que lo crean una cosa prodigiosa. Al principio se les hizo difcil, y no pusieron manos a la obra sin presentar primero sus excusas. No debe maravillarnos, pues pareca contra razn, que el Seor que tanto tiempo antes haba escogido a Israel entre todos los pueblos del mundo, sbitamente y como de repente hubiese cambiado de propsito y suprimiese aquella distincin. Es verdad que los profetas lo haban predicho, pero no podan poner tal atencin en las profecas, que la novedad de la cosa no les resultase bien extraa. Los testimonios que Dios haba dado antes de la vocacin de los gentiles, no eran suficientes para quitarles todos los escrpulos. Porque, aparte de que haba llamado muy pocos gentiles a su Iglesia, a esos mismos los incorpor por la circuncisin al pueblo de Israel, para que fuesen como de la familia de Abraham; en cambio, con la vocacin pblica, que tuvo lugar despus de la ascensin de Jesucristo, no solamente se igualaba los gentiles a los judos, sino incluso pareca que se los pona en su lugar, como si los judos hubiesen dejado de existir; y tanto ms extrao era que los extranjeros, que haban sido incorporados a la Iglesia de Dios, nunca haban sido equiparados a los judos. Por eso Pablo, no sin motivo, ensalza tanto este misterio, que dice: "haba estado oculto desde los siglos y edades", y hasta llena de admiracin a los ngeles (Col. 1, 26). 13. Respuesta a dos objeciones que ponen en duda ajusticia de Dios o la verdad de la Escritura Me parece que en estos cuatro o cinco puntos he abarcado fielmente todas las diferencias que separan al Antiguo del Nuevo Testamento, en cuanto lo requiere una sencilla exposicin como la presente. Mas como a algunos les parece un absurdo esta diversidad en el modo de dirigir la Iglesia israelita y la Iglesia cristiana, y el notable cambio de los ritos y ceremonias, es preciso salirles al paso, antes de continuar adelante. Bastarn unas palabras, pues sus objeciones no son
de tanto peso, ni tan poderosas, que haya que emplear mucho tiempo en refutarlas. Dicen que no es razonable que Dios, el cual jams cambia de parecer, permita un cambio tan grande, que lo que una vez haba dispuesto lo rechace despus. A esto respondo que no hay que tener a Dios por voluble porque conforme a la diversidad de los tiempos haya ordenado diversas maneras de gobernar, segn l saba que era lo ms conveniente. Si el labrador ordena a sus gaanes una clase distinta de trabajos en invierno que en verano, no por eso le acusaremos de inconstancia, ni pensaremos por ello que se aparta de las rectas normas de la agricultura, que depende por completo del orden perpetuo de la naturaleza. Y si un padre de familia instruye, rie y trata a sus hijos de manera distinta en la juventud que en la niez, no por ello vamos a decir que es inconstante y que cambia de parecer. Por qu, pues, vamos a tachar a Dios de inconstancia, si ha querido sealar la diversidad de los tiempos con unas ciertas marcas, que l conoca como convenientes y propias? La segunda semejanza debe hacer que nos demos por satisfechos. Compara san Pablo a los judos con los nios y a los cristianos con los jvenes. Qu inconveniente o desorden hay en tal economa, que Dios haya querido mantener a los judos en los rudimentos de acuerdo con su edad, y a nosotros nos haya enseado una doctrina ms sublime y ms viril? Por tanto, en esto se ve la constancia de Dios, pues ha ordenado una misma doctrina para todos los tiempos, y sigue pidiendo a los hombres el mismo culto y manera de servirle que exigi desde el principio. En cuanto a que ha cambiado la forma y manera externa, con eso no demuestra que est sujeto a alteracin, sino nicamente ha querido acomodarse a la capacidad de los hombres, que es varia y mudable. 14. Pero insisten ellos, de dnde procede esta diversidad, sino de que Dios la quiso? No pudo l muy bien, tanto antes como despus de la venida de Cristo, revelar la vida eterna con palabras claras y sin figuras? No pudo ensear a los suyos mediante pocos y patentes sacramentos? No pudo enviar a su Espritu Santo y difundir su gracia por todo el mundo? Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear el mundo y lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al principio; e igualmente, porque ha establecido diferencias entre las estaciones del ao; entre verano e invierno; entre el da y la noche. Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda persona fiel: no dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y justamente, aunque muchas veces no entendamos la causa de que convenga hacerlo as. Sera atribuirnos excesiva importancia no conceder a Dios que conozca las razones de sus obras, que a nosotros nos estn ocultas. Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacrificios de animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levtico que tanto le agradaba en el pasado. Como si las cosas externas y transitorias dieran contento alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya hemos dicho que Dios no cre ninguna de esas cosas a causa de s mismo, sino que todo lo orden al bien y la salvacin de los hombres. Si un mdico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal paciente es ya viejo usa otro, podremos decir que el tal mdico repudia la manera y arte de curar que antes haba usado, y que le desagrada? Ms bien responder que ha guardado siempre la misma regla; sencillamente que ha tenido en cuenta la edad. De esta manera tambin fue conveniente que Cristo, aunque ausente, fuese figurado con ciertas seales, que anunciaran su venida, que no son las que nos representan que haya venido. En cuanto a la vocacin de Dios y de su gracia, que en la venida de Cristo ha sido
derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor abundancia que antes, quin, pregunto, negar que es justo que Dios dispense libremente sus gracias y dones segn su beneplcito, y que ilumine los pueblos y naciones segn le place; que haga que su Palabra se predique donde bien le pareciere, y que produzca poco o mucho fruto, como a l le agradare; que se d a conocer al mundo por su misericordia cuando lo tenga a bien, e igualmente retire el conocimiento de s que anteriormente haba dado, a causa de la ingratitud de los hombres? Vemos, pues, cun indignas son las calumnias con que los infieles pretenden turbar los corazones de la gente sencilla, para poner en duda la justicia de Dios o la verdad de la Escritura. *** CAPTULO XII
as, para que nadie se atormente investigando dnde se podr hallar este Mediador, o de qu forma se podra llegar a l, al llamarle hombre nos da a entender que est cerca de nosotros, puesto qie es de nuestra carne. Y esto mismo quiere decir lo que en otro lugar se explica ms ampliamente; a saber, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo segn nuestra semejanza, pero sin pecado" (Heb.4,15). 2. Sin la encarnacin del Hijo no podramos llegar a ser hijos de Dios y sus herederos Esto se entender an ms claramente si consideramos cul ha sido la importancia del papel de Mediador; a saber, restituirnos de tal manera en la gracia de Dios, que de hijos de los hombres nos hiciese hijos de Dios; de herederos del infierno, herederos del reino de los cielos. Quin hubiera podido hacer esto, si el mismo Hijo de Dios no se hubiera hecho hombre asumiendo de tal manera lo que era nuestro que a la vez nos impartiese por gracia lo que era suyo por naturaleza? Con estas arras de que el que es Hijo de Dios por naturaleza ha tomado un cuerpo semejante al nuestro y se ha hecho carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, para ser una misma cosa con nosotros, poseemos una firmsima confianza de que tambin nosotros somos hijos de Dios; ya que l no ha desdeado tomar como suyo lo que era nuestro, para que, a su vez, lo que era suyo nos perteneciera a nosotros; y de esa manera ser juntamente con nosotros, Hijo de Dios e Hijo del hombre. De aqu procede aquella santa fraternidad que l mismo nos ensea, diciendo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn.20,17). Aqu radica la certeza de nuestra herencia del reino de los cielos; en que nos adopt como hermanos suyos, porque si somos hermanos, se sigue que juntamente con l somos herederos (Rom. 8,17). Slo la vida poda triunfar sobre la muerte; la justicia sobre el pecado; la potencia divina, sobre los poderes del mundo. Asimismo fue muy necesario que aqul que haba de ser nuestro Redentor fuese verdadero Dios y verdadero hombre, porque haba de vencer a la muerte. Quin podra hacer esto sino la Vida? Tenla que vencer al pecado. Quin poda lograrlo, sino la misma Justicia? Haba de destruir las potestades del mundo y del aire. Quin lo conseguira sino un poder mucho ms fuerte que el mundo y el aire? Y dnde residen la vida, la justicia, el mando y seoro del cielo, sino en Dios? Por eso Dios en su clemencia se hizo Redentor nuestro en la persona de su Unignito, cuando quiso redimirnos. 3. Haba que ofrecer una obediencia perfecta en nuestra naturaleza humana, para triunfar del juicio y de la muerte El segundo requisito de nuestra reconciliacin con Dios era que el hombre, que con su desobediencia se haba perdido, con el remedio de su obediencia satisfaciese el juicio de Dios y pagase su deuda por el pecado. Apareci, pues, nuestro Seor Jesucristo como verdadero hombre, se revisti de la persona de Adn, y tom su nombre ponindose en su lugar para obedecer al Padre y presentar ante su justo juicio nuestra carne como satisfaccin y sufrir en ella la pena y el castigo que habamos merecido. En resumen, como Dios solo no puede sentir la muerte, ni el hombre solo vencerla, uni la naturaleza humana con la divina para someter la debilidad de aqulla a la muerte, y as purificarla del pecado y obtener para ella la victoria con la potencia de la divina, sosteniendo el combate de la muerte por nosotros. De ah que los que privan a Jesucristo de su divinidad o de su humanidad menoscaban su majestad y gloria y oscurecen su bondad. Y, por otra parte, no infieren menor injuria a los
hombres al destruir su fe, que no puede tener consistencia, si no descansa en este fundamento. Cristo, hijo de Abraham y de David. Asimismo era necesario que el Redentor fuera hijo de Abraham y de David, como Dios lo haba prometido en la Ley y en los Profetas. De lo cual las almas piadosas sacan otro fruto; a saber, que por el curso de las generaciones, guiados de David a Abraham, comprenden mucho ms perfectamente que nuestro Seor es aquel Cristo tan celebrado en las predicciones de los Profetas. Conclusin. Mas, sobre todo conviene que retengamos, como lo acabo de decir, que el Hijo de Dios nos ha dado una excelente prenda de la relacin que tenemos con l en la naturaleza que participa en comn con nosotros, y en que habindose revestido de nuestra carne, ha destruido la muerte y el pecado, a fin de que fuesen nuestros el triunfo y la victoria; y que ha ofrecido en sacrificio la carne que de nosotros haba tomado, para borrar nuestra condenacin expiando nuestros pecados, y aplacar la justa ira del Padre. 4. Refutacin de una vana especulacin El que considere estas cosas con la atencin que merecen, despreciar ciertas extravagantes especulaciones que llevan tras de s a algunos espritus ligeros y amigos de novedades. Tal es la cuestin que algunos suscitan afirmando que, aunque el gnero humano no hubiera tenido necesidad de redencin, sin embargo, Jesucristo no hubiera dejado de encarnarse. Convengo en que ya al principio de la creacin y en el estado perfecto de la naturaleza Cristo fue constituido Cabeza de los ngeles y de los hombres. Por eso san Pablo le llama "el Primognito de toda creacin" (Col. 1, 15). Mas como toda la Escritura claramente afirma que se ha revestido de nuestra carne para ser nuestro Redentor, sera notable temeridad imaginarse otra causa o fin distintos. Es cosa manifiesta que Cristo ha sido prometido para restaurar el mundo, que estaba arruinado, y socorrer a los hombres, que se haban perdido. Y as su imagen fue figurada bajo la Ley en los sacrificios, para que los fieles esperasen que Dios les sera favorable, reconcilindose con ellos por la expiacin de los pecados. Como quiera que a travs de todos los siglos, incluso antes de que la Ley fuese promulgada, jams fue prometido el Mediador sino con sangre, de aqu deducimos que fue destinado por el eterno consejo de Dios para purificar las manchas de los hombres, porque el derramamiento de sangre es seal de reparacin de las ofensas. Y los profetas no han hablado de l, sino prometiendo que vendra para ser la reconciliacin de Dios con los hombres. Bastar para probarlo el clebre testimonio de Isaas, en que dice que ser herido por nuestras rebeliones, para que el castigo de nuestra paz sea sobre l; y que ser sacerdote que se ofreciese a s mismo en sacrificio; que sus heridas sern salvacin para otros, y que por haber andado todos descarriados como ovejas, plugo a Dios afligirlo, para que llevase sobre s las iniquidades de todos (Is. 53,4-6). Cuando se nos dice que a Jesucristo se le orden por un decreto divino socorrer a: los miserables pecadores, querer investigar ms all de estos lmites es ser excesivamente curioso y necio. l mismo, al manifestarse al mundo, dijo que la causa de su venida era aplacar a Dios y llevarnos de la muerte a la vida. Lo mismo declararon los apstoles. Por eso san Juan, antes de referir que el Verbo se hizo carne, cuenta la transgresin del hombre (Jn. 1,9-10). Pero lo mejor es que oigamos al mismo Jesucristo hablar acerca de su misin. As cuando dice: De tal manera am Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unignito, para que todo aqul que en l cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn. 3,16). Y: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirn la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirn" (Jn.5,25). Y: "Yo soy la resurreccin y la
vida; el que cree en m, aunque est muerto, vivir" (Jn. 11,25). Y: "El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se haba perdido" (Mt. 18, 1 l). Y: Los sanos no tienen necesidad de mdico" (Mt. 9,12). Sera cosa de nunca acabar querer citar todos los pasajes relativos a esta materia. Todos los apstoles nos remiten a este principio. Evidentemente, si Cristo no hubiera venido para reconciliarnos con Dios, su dignidad sacerdotal perdera casi todo su sentido; ya que el sacerdote es interpuesto entre Dios y los hombres "para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados" (Heb. 5, l). No sera nuestra justicia, porque fue hecho sacrificio por nosotros para que Dios no nos imputase nuestros pecados (2 Cor. 5,19). En una palabra; sera despojarle de todos los ttulos y alabanzas con que la Escritura lo ensalza. Y asimismo dejara de ser cierto lo que dice san Pablo, que Dios ha enviado a su Hijo para que hiciese lo que la Ley no poda, a saber, que en semejanza de carne de pecado satisfaciese por nosotros (Rom.3,8). Ni tampoco sera verdad lo que el mismo Apstol ensea en otro lugar diciendo que la bondad de Dios y su inmenso amor a los hombres se ha manifestado en que nos ha dado a Jesucristo por Redentor. Finalmente, la Escritura no seala ningn otro fin por el que el Hijo de Dios haya querido encarnarse, y para el cual el Padre le haya enviado, sino ste de sacrificarse, a fin de aplacar al Padre (Tit.2,14). "As est escrito, y as fue necesario que el Cristo padeciese, y que se predicase en su nombre el arrepentimiento" (Lc. 24,46-47). Y: "por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida.. por las ovejas. Este mandamiento recib del Padre" (Jn. 10, 17.15.18). Y: Como Moiss levant la serpiente en el desierto, as es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado" (Jn.3,14). Asimismo: Padre, slvame de esta hora. Mas para esto he llegado a esta hora" (Jn. 12,27). En todos estos pasajes claramente se indica el fin por el que se ha encarnado: para ser vctima, sacrificio y expiacin de los pecados. Por esto tambin dice Zacaras que vino, conforme a la promesa que haba hecho a los patriarcas, paradar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte" (Lc. 1,79). Recordemos que todas estas cosas se dicen del Hijo de Dios, del cual san Pablo afirma que en l "estan escondidos todos los tesoros de la sabidura y del conocimiento" (Col. 2,3), y fuera del cual se gloria de no saber nada (1 Cor.2,2). 5.Segunda objecin. Respuesta: Somos elegidos en Cristo antes de la creacin Quizs alguno replique que todo esto no impide que Jesucristo, si bien es cierto que ha rescatado a los que estaban condenados, hubiera podido igualmente manifestar su amor al hombre, aunque ste hubiese conservado su integridad, revistindose de su carne. La respuesta es fcil, ya que el Espritu Santo declara que en el decreto eterno de Dios estaban indisolublemente unidas estas dos cosas: que Cristo fuese nuestro Redentor, y que participase de nuestra naturaleza. Con ello ya no nos es lcito andar con ms divagaciones. Y si alguno no se da por satisfecho con la inmutable ordenacin divina, y se siente tentado por su deseo de saber ms, ste tal demuestra que no le basta con que Cristo se haya entregado a s mismo como precio de nuestro rescate. San Pablo no solamente expone el fin por el cual Cristo ha sido enviado al mundo, sino que elevndose al sublime misterio de la predestinacin, reprime oportunamente la excesiva inquietud y apetencia del ingenio humano, diciendo: "Nos escogi (el Padre) en El antes de la fundacin del mundo, en amor habindonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, segn el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redencin por su sangre" (Ef. 1,4-7).
Aqu no se supone que la cada de Adn haya precedido en el tiempo, pero s se demuestra lo que Dios haba determinado antes de los siglos, cuando quera poner remedio a la miseria del gnero humano. Si alguno arguye de nuevo que este consejo de Dios dependa de la ruina del hombre, que El prevea, para m es suficiente y me sobra saber que todos aqullos que se toman la libertad de investigar en Cristo o apetecen saber de l ms de lo que Dios ha predestinado en su secreto consejo, con su impo atrevimiento llegan a forjarse un nuevo Cristo. Con razn san Pablo, despus de exponer el verdadero oficio de Cristo, ora por los efesios para que les d espritu de inteligencia, a fin de que comprendan la anchura, la longitud, la profundidad y la altura; a saber, el amor de Cristo que excede toda ciencia (E0,16-19); como si adrede pusiese una valla a nuestro entendimiento, para impedir que se aparte lo ms mnimo cada vez que se hace mencin de Cristo, sino que se limiten a la reconciliacin que nos ha trado. Ahora bien, siendo verdad, como lo asegura el Apstol, que "Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores (1 Tim. 1, 15), yo me doy por satisfecho con esto. Y como el mismo san Pablo demuestra en otro lugar que la gracia que se nos manifiesta en el Evangelio nos fue dada en Cristo Jess antes de los tiempos de los siglos (2 Tim. 1, 9), concluyo que debemos permanecer en ella hasta el fin. Refutacin de varios alegatos de Osiander. Osiander sin razn alguna se revuelve contra esta sencillez. Si bien ya en otro tiempo se haba suscitado esta cuestin, sin embargo l, de tal manera se ha soliviantado con ella, que ha perturbado infelizmente a la Iglesia. Acusa l de presuntuosos a los que afirman que si Adn no hubiera pecado, el Hijo de Dios no se hubiese encarnado; y da como razn, que no hay testimonio alguno en la Escritura que condene tal hiptesis. Como si san Pablo no refrenara nuestra insana curiosidad cuando, hablando de la redencin que Cristo nos adquiri, nos manda seguidamente que evitemos las cuestiones necias (Tit.3,9). Llega a tanto el desenfreno de algunos, que movidos por un vituperable apetito de pasar por agudos y sutiles, disputan acerca de si el Hijo de Dios hubiera podido tomar la naturaleza de asno. Osiander puede pretender justificar esta cuestin - que cuantos temen a Dios miran con horror como algo detestable -, pretextando que en ningn lugar de la Escritura est expresamente condenada. Como si san Pablo, cuando juzga que ninguna cosa es digna de ser conocida, sino Jesucristo crucificado (1 Cor.2,2), no se guardara muy bien de admitir un asno como autor de la salvacin! Y as!, al ensear que Cristo ha sido puesto por eterno decreto del Padre, para someter todas las cosas (Ef. 1,22), por la misma razn jams reconocera por Cristo al que no tuviese el oficio de rescatar. 6. El principio de que tanto se glora Osiander es totalmente infundado. Pretende que el hombre fue creado a imagen de Dios, en cuanto fue formado segn el patrn de Cristo, para representarlo en la naturaleza humana, de la cual el Padre haba ya decidido revestirlo. De ah concluye, que aunque jams hubiera decado Adn de su origen primero, Cristo no hubiera dejado, no obstante, de hacerse hombre. Toda persona de sano juicio ver cun vano y retorcido es todo esto. Sin embargo, este hombre piensa que fue l el primero en comprender de qu modo el hombre fue imagen de Dios; a saber, en cuanto que la gloria de Dios reluca en Adn, no solamente por los excelentes dones de que le haba adornado, sino porque Dios habitaba en l esencialmente. Aunque yo le conceda que Adn llevaba en s la imagen de Dios en cuanto estaba unido a l -en lo cual est la verdadera y suma perfeccin de su dignidad -, sin embargo afirmo que la imagen de Dios no se debe buscar
sino en aquellas seales de excelencia con que Dios le haba dotado y ennoblecido por encima del resto de los dems animales. En cuanto a que Jesucristo ya entonces era imagen de Dios, y por tanto, que toda la excelencia impresa en Adn proceda de esta fuente: acercarse a la gloria de su Creador por medio del Unignito, todos de comn acuerdo lo confiesan. Por tanto, el hombre fue creado a la imagen de Dios, y en l quiso el Creador que resplandeciese su gloria como en un espejo; y fue elevado a esta dignidad por la gracia de su Hijo Unignito. Pero luego hay que aadir que este Hijo ha sido Cabeza tanto de los ngeles como de los hombres; de tal suerte que la dignidad en que el hombre fue colocado perteneca igualmente a los ngeles; pues cuando omos que la Escritura los llama "dioses" (Sal.82,6), no sera razonable negar que tambin ellos han tenido algunas notas con las cuales representaban al Padre. Y si Dios ha querido representar su gloria tanto en los ngeles como en los hombres, y hacerse evidente en ambas naturalezas, la humana y la anglica, neciamente afirma Osiander que los ngeles fueron pospuestos a los hombres porque no fueron hechos a la imagen de Cristo. Pero no gozaran perpetuamente de la presencia y la visin de Dios, si no fueran semejantes a l. Y san Pablo no ensea (Col. 3, 10) que los hombres hayan sido renovados a imagen de Dios, sino para ser compaeros de los ngeles, de tal manera que todos permanezcan unidos en una sola Cabeza. Y, en fin, si hemos de dar crdito a Cristo, nuestra felicidad suprema la conseguiremos cuando en el cielo seamos semejantes a los ngeles (Mt.22,30). Y si se quiere conceder a Osiander que el principal patrn y dechado de la imagen de Dios ha sido aquella naturaleza humana que Cristo haba de tomar, por la misma razn se podr concluir al contrario, que convino que Cristo tomase la forma anglica, pues tambin a ellos les pertenece la imagen de Dios. 7. No tiene, pues, por qu temer Osiander, como lo afirma, que Dios sea cogido en una mentira, si no hubiera concebido el decreto inmutable de hacer hombre a su Hijo. Porque, aunque Adn no hubiera cado, no hubiera por eso dejado de ser semejante a Dios, como lo son los ngeles; y sin embargo, no hubiera sido necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre ni ngel. Es tambin infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado en su consejo inmutable antes de que Adn fuese creado, que Jesucristo haba de ser hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de los hombres, su gloria hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera nacido accidentalmente, para restaurar al gnero humano cado; y de esta manera hubiera sido creado a la imagen de Adn. Pues, por qu ha de sentir horror de lo que la Escritura tan manifiestamente ensea: que fue en todas las cosas semejante a nosotros, excepto en el pecado (Heb. 4,15)? Y por eso Lucas no encuentra dificultad alguna en nombrarlo en la genealoga de Adn (Lc. 3,38). Querra saber tambin por qu san Pablo llama a Cristo "segundo Adn" (I Cor. 15,45), sino precisamente porque el Padre lo someti a la condicin de los hombres, para levantar a los descendientes de Adn de la ruina y perdicin en que se encontraban. Porque si el consejo de Dios de hacer a Cristo hombre precedi en orden a la creacin, se le deba llamar primer Adn. Contesta Osiander muy seguro de s mismo, que es porque en el entendimiento divino Cristo estaba predestinado a ser hombre y que todos los hombres fueron formados de acuerdo con l. Mas san Pablo, por el contrario, al llamar a Cristo segundo Adn, pone entre la creacin del hombre y su restitucin por Cristo, la ruina y perdicin que ocurri, fundando la venida de Jesucristo sobre la necesidad de devolvernos a nuestro primer estado. De lo cual se sigue que sta fue la causa de que Cristo naciese y se hiciese hombre.
Pero Osiander replica neciamente que Adn, mientras permaneciera en su integridad, haba de ser imagen de s mismo y no de Cristo. Yo respondo, al revs, que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado jams, no por eso hubiera dejado de mostrarse y resplandecer en el cuerpo y en el alma de Adn la imagen de Dios, a travs de cuyos destellos siempre se hubiese visto que Jesucristo era verdaderamente Cabeza, y que tena el primado sobre todos los hombres. De esta manera se resuelve la vana objecin, a la que tanta importancia da Osiander, que los ngeles hubieran quedado privados de Cabeza, si Dios no hubiera determinado que su Hijo se hiciera hombre, y ello aunque la culpa de Adn no lo hubiera exigido. Pues es una consideracin del todo infundada, que ninguna persona sensata le conceder, decir que a Cristo no le pertenece el primado de los ngeles, sino en cuanto hombre, ya que es muy fcil de probar lo contrario con palabras de san Pablo, cuando afirma que Cristo, en cuanto es Verbo eterno de Dios es "el primognito de toda creacin (Col. 1, 15); -no porque haya sido creado, ni porque deba ser contado entre las criaturas, sino porque el mundo, en la excelencia que tuvo al principio, no tuvo otro origen. Adems de esto, en cuanto que se hizo hombre es llamado "primognito de entre los muertos". (Col. 1, 18). El Apstol resume ambas cosas y las pone ante nuestra consideracin, diciendo que por el Hijo fueron creadas todas las cosas, para que l fuese seor de los ngeles; y que se hizo hombre para comenzar a ser Redentor. Otro despropsito de Osiander es afirmar que los hombres no tendran a Cristo por rey, si Cristo no fuera hombre. Como si no pudiera haber reino de Dios con que el eterno Hijo de Dios, aun sin hacerse hombre, uniendo a los ngeles y a los hombres a su gloria y vida celestiales, mantuviese el principado sobre ellos! Pero l sigue engaado con este falso principio, o bien le fascina el desvaro de que la Iglesia estara sin Cabeza, si Cristo no se hubiera encarnado. Como si no pudiera conservar su preeminencia entre los hombres para a gobernarlos con su divina potencia, y alimentarlos y conservarlos con la virtud secreta de su Espritu, como a su propio cuerpo, igual que se hace sentir Cabeza de los ngeles, hasta que los llevase a gozar de la misma vida de que gozan los ngeles! Osiander estima como orculos infalibles estas habladuras suyas, que hasta ahora he refutado, acostumbrado como est a embriagarse con la dulzura de sus especulaciones, y forjar triunfos de la nada. Pero l se glora de que posee un argumento indestructible y mucho ms firme que los otros: la profeca de Adn, cuando al ver a Eva, su mujer, exclam: "Esto ahora es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn.2,23). Cmo prueba que esto es una profeca? Porque Cristo en san Mateo atribuye esta sentencia a Dios. Como si todo cuanto Dios ha hablado por los hombres contuviera una profeca! Segn este principio, cada uno de los mandamientos encierra una profeca, pues todos proceden de Dios. Pero todava seran peores las consecuencias, si diramos odos a sus desvaros; pues Cristo habra sido un intrprete vulgar, cuyo entendimiento no comprenda ms que el sentido literal, pues no trata de su mstica unin con la Iglesia, sino que trae este texto para demostrar la fidelidad que debe el marido a su mujer, ya que Dios ha dicho que el hombre y la mujer haban de ser una sola carne, a fin de que nadie intente por el divorcio anular este vnculo y nudo indisoluble. Si Osiander reprueba esta sencillez, que reprenda a Cristo por no haber enseado a sus discpulos esta admirable alegora que l explica, y diga que Cristo no ha expuesto con suficiente profundidad lo que dice el Padre. Ni sirve tampoco como confirmacin de su despropsito la cita del Apstol, quien despus de decir que somos "rniembros de su cuerpo", aade que esto es un gran misterio (Ef.5,30.32), pues no quiso decir cul era el sentido de las palabras de Adn, sino que, bajo la figura y semejanza del matrimonio, quiso inducirnos a considerar la sagrada unin que nos hace
ser una misma cosa con Cristo; y las mismas palabras lo indican as; pues a modo de correccin, al afirmar que deca esto de Cristo y de su Iglesia, hace distincin entre la unin espiritual de Cristo Y su Iglesia y la unin matrimonial. Con lo cual se destruye fcilmente la sutileza de Osiander. Por tanto, no ser menester remover ms este lodo, pues ha sido puesto bien de manifiesto su inconsistencia con esta breve refutacin. Bastar, pues, para que se den por satisfechos cuantos son hijos de Dios, esta breve afirmacin: "Cuando vino el cumplimiento del tiempo, envi Dios a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gl.4,4). *** CAPTULO XIII
por hermanos suyos; y que debi ser semejante a nosotros para que fuese misericordioso y fiel intercesor; que nosotros tenemos Pontfice que puede compadecerse de nosotros (Heb. 2,11-17); y otros muchos lugares. Est de acuerdo con esto lo que poco antes hemos citado: que fue conveniente que los pecados del mundo fuesen expiados en nuestra carne; segn claramente lo afirma san Pablo (Rom. 8, 3). Por eso nos pertenece a nosotros todo cuanto el Padre dio a Cristo, ya que es Cabeza, de la que "todo el cuerpo bien concertado y unido entre s por todas las coyunturas recibe su crecimiento" (Ef.4,16). Y el Espritu le ha sido dado sin medida, para que de su plenitud todos recibamos (Jri. 1, 16; 3,34), pues no puede haber absurdo mayor que decir que Dios ha sido enriquecido en su esencia con algn nuevo don. Por esta razn tambin dice el mismo Cristo que se santifica a si mismo por nosotros (Jn. 17,19). 2. Refutacin de los errores de Marcin y de los maniqueos, que niegan la verdadera humanidad de Cristo Es verdad que ellos alegan algunos pasajes en confirmacin de su error; pero los retuercen sin razn suficiente, y de nada les valen sus argucias cuando intentan refutar los testimonios que yo he citado en favor nuestro. Afirma Marcin que Cristo se revisti de un fantasma en lugar de un cuerpo; porque en cierto lugar est escrito que fue hecho semejante a los hombres" (Flp.2,7). Pero no se ha fijado bien en lo que dice el Apstol en ese lugar. No pretende, en efecto, explicar la clase de cuerpo que Cristo ha tomado, sino que, aunque con todo derecho podra mostrar la gloria de su divinidad, sin embargo se limit a manifestarse bajo la forma y la condicin de un simple hombre. Y as san Pablo, para exhortarnos a que a ejemplo de Cristo nos humillemos, muestra que Cristo, siendo Dios, pudo manifestar en seguida su gloria al mundo; sin embargo prefiri ceder de su derecho, y por su propia voluntad se humill a s mismo, ya que tom la semejanza y condicin de un siervo, permitiendo que su divinidad permaneciese escondida bajo el velo de la carne. Por tanto, no ensea el Apstol lo que Cristo era en cuanto a su sustancia, sino de qu modo se ha comportado. Adems, del mismo contexto se deduce espontneamente que Cristo se anonad en la verdadera naturaleza humana. Porque, qu quiere decir, que fue hallado en forma de hombre, sino que por un determinado espacio de tiempo no resplandeci su gloria divina, sino que slo se mostr como hombre en condicin vil y despreciable? Pues de otra manera tampoco estara bien lo que dice Pedro: "siendo muerto en la carne, pero vivificado en espritu (1 Pe.3,18), si el Hijo de Dios no hubiera sido dbil en cuanto a su naturaleza humana. Es lo que ms claramente expone san Pablo, diciendo que padeci segn la debilidad de la carne (2 Cor. 13,4). Y de aqu provino su exaltacin; porque expresamente afirma san Pablo que Cristo consigui nueva gloria, despus de haberse humillado, lo cual no podra convenir sino a un hombre verdadero, compuesto de cuerpo y alma. Maniqueo le atribuye la forma de un cuerpo de aire, porque Cristo esllamado el segundo Adn celeste (I Cor. 15,47). Tampoco aqu explica el Apstol la esencia celestial del cuerpo, sino la potencia espiritual, que difundida por Cristo, nos vivifica; y ya hemos visto que Pedro y Pablo la diferencian de su carne. Por eso, ese pasaje confirma ms bien la doctrina que toda la Iglesia cristiana profesa respecto a la carne de Cristo. Porque si Cristo no tuviera la misma naturaleza corporal que nosotros, no tendra valor alguno el argumento que san Pablo aduce: Si Cristo resucit, tambin nosotros resucitaremos; si nosotros no resucitamos, tampoco Cristo resucit (1
Cor. 15,16). Por ms cavilaciones y subterfugios que busquen los maniqueos, sean los antiguos o sus discpulos, jams podrn desembarazarse de esas razones. Vana es su escapatoria de que Cristo es llamado Hijo del Hombre por haber sido prometido al gnero humano; porque es evidente que por esa expresin - segn la manera de hablar de los hebreos - no hay que entender ms que verdadero hombre. Es verdad que Cristo se atuvo en su manera de hablar a las exigencias de su lengua. Ahora bien, nadie ignora que por "hijos de Adn" se entiende simplemente "hombres". Y para no ir ms lejos, baste el salmo octavo, que los apstoles interpretan de Cristo; en el versculo cuarto de dice: "Qu es el hombre, para que tengas de l memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?. Con esta manera de hablar se expresa la verdadera humanidad de Cristo, porque aunque no ha sido engendrado de padre mortal, sin embargo su origen procede de Adn. Y de hecho, sin esto no podra tener consistencia lo que ya hemos alegado: que Cristo particip de la carne y de la sangre, para juntar en uno a -los hijos de Dios (Heb. 2,14). En estas palabras se ve claramente que El es compaero y partcipe con nosotros de nuestra naturaleza. Y a esto mismo viene lo que dice el Apstol "el que santifica y los que son santificados, de uno son todos" (Heb. 2, 1 l). Claramente se ve por el contexto que esto se refiere a la comunicacin de naturaleza que tiene con nosotros, porque luego sigue: "por lo cual no se avergenza de llamarlos hermanos" (Heb.2,11); pues, si antes hubiera dicho que los fieles son hijos de Dios, Jesucristo no tendra motivo alguno para sentirse avergonzado de nosotros; mas, como segn su inmensa bondad se hace uno de vosotros, que somos pobres y despreciables, por eso dice que no se siente afrentado. En vano replican los adversarios que de esta manera los impos seran hermanos de Cristo, puesto que sabemos que los hijos de Dios no nacen de la carne ni de la sangre, sino del Espritu por la fe. Por tanto la carne sola no hace esta unin. Aunque el Apstol atribuye solamente a los fieles la honra de ser juntamente con Cristo de una misma sustancia, sin embargo no se sigue que los infieles no tengan el mismo origen de carne. As cuando decimos que Cristo se hizo hombre para hacernos hijos de Dios, este modo de hablar no se extiende a todos, pues se interpone la fe, para injertarnos espiritualmente en el cuerpo de Cristo. Tambin demuestran su necedad al discutir a propsito del nombre de primognito. Dicen que Cristo deba haber nacido de Adn al principio del mundo, para que fuese "primognito entre muchos hermanos- (Rom.8,29). Mas este nombre no se refiere a la edad, sino a la dignidad y eminencia que Cristo tiene sobre los dems. Tampoco tiene mayor consistencia el reparo de que Cristo ha tomado la naturaleza de los hombres y no la de los ngeles, por haber recibido en su gracia al gnero humano (Heb.2,16). Porque el Apstol, para ensalzar la honra que Jesucristo nos ha hecho compara a los ngeles con nosotros, que en este aspecto nos son inferiores. Y si se Pondera debidamente el testimonio de Moiss, en el que dice que la simiente de la mujer quebrantar la cabeza de la serpiente (Gn. 3,15), ello solo bastar para solucionar la cuestin; porque en este pasaje no se trata slo de Jesucristo, sino de todo el linaje humano. Como Jesucristo haba de lograr la victoria para nosotros, Dios afirma en general, que los descendientes de la mujer saldrn victoriosos contra el Diablo. De donde se sigue que Jesucristo pertenece a la especie humana; porque el decreto de Dios era consolar y dar esperanza a Eva, a la cual dirigi estas palabras, a fin de que no se consumiese de dolor y desesperacin. 3. Los testimonios en que Cristo es llamado simiente de Abraham, y fruto del vientre de David, ellos maliciosamente los confunden con alegoras. Porque si el nombre de simiente estuviera
usado alegricamente, san Pablo no dejara de decirlo, cuando claramente y sin figura alguna afirma que no hay varios redentores entre el linaje de Abraham, sino nicamente Cristo (Gl.3,16). Lo mismo vale para la pretensin de que Cristo es llamado Hijo de David solamente porque le haba sido prometido y ha sido manifestado en su tiempo. Porque san Pablo, al llamarlo "Hijo de David", aadiendo luego segn la carne" (Rom. 1, 3), especifica sin duda alguna la naturaleza humana. Igualmente, en el captulo nono, despus de llamarlo "Dios bendito", aade que desciende de los judos segn la carne (Rom.9,5). Y si no fuera verdaderamente del linaje de David, qu sentido tendra decir que es fruto de su vientre? Qu significara aquella promesa: "De tu descendencia pondr sobre tu trono" (Sal. 132, 11)? Igualmente falsean la genealoga de Cristo que expone san Mateo. Porque aunque no cuenta los progenitores de Mara, sino los de Jos, sin embargo como trataba de una cosa que ninguno de sus contemporneos ignoraba, le bastaba demostrar que Jos perteneca al linaje de David, pues se saba que Mara perteneca tambin a l. San Lucas se remonta ms all, afirmando que la salvacin que trajo Jesucristo es comn a todo el gnero humano, porque Cristo, su autor, procede de Adn, padre comn de todos. Confieso que de la genealoga, tal como est expuesta, no se puede concluir que Jesucristo es Hijo de David, ms que por serlo tambin de Mara. Mas estos nuevos marcionitas se muestran muy orgullosos, cuando para dorar su error de que Jesucristo ha tomado su cuerpo de nada, dicen que las mujeres no tienen semen; con lo cual confunden todos los elementos de la naturaleza. Mas como esta cuestin no es propia de telogos, sino de filsofos y mdicos, y, adems, las razones que aportan son muy vanas y se pueden refutar sin dificultad alguna, no la tratar. Me contentar con responder a las objeciones tomadas de la Escritura. Dicen que Aarn y Joiada tomaron mujeres de la tribu de Jud (x. 6,23; 2 Cr. 22, 1 l), y que con ello hubiera desaparecido la diferencia de las tribus, de haber tenido las mujeres semen generador. Respondo a esto que el semen del varn tiene en el orden poltico la prerrogativa de que la criatura lleve el nombre del padre, pero eso no impide que la mujer contribuya por su parte a la generacin. Esta solucin hay que extenderla a todas las genealogas que presenta la Escritura. Muchas veces no hace mencin ms que de los varones; significa esto que las mujeres no son nada? Hasta un nio puede comprender que se las incluye en los varones. Y se dice que las mujeres dan a luz para sus maridos, porque el nombre de la familia reside siempre entre los varones. Y as como se ha concedido a los varones, por la dignidad de su sexo, el privilegio de que segn la condicin y estado de los padres, los hijos sean tenidos por nobles o plebeyos; as, por el contrario, la ley civil ordena que, en cuanto a la servidumbre, el nio siga la condicin de la madre, como fruto proveniente de ella; de donde se sigue que la criatura es engendrada tambin en parte del semen materno. Y por eso desde antiguo en todos los pueblos se llama a las madres .genitrices" - engendradoras. Est de acuerdo con esto la Ley de Dios, que prohibira sin razn el matrimonio entre to y sobrina carnal, si no hubiera consanguinidad. Y sera tambin lcito al hombre casarse con su hermana, cuando lo fuese solamente de madre. Tambin yo admito que en el acto de la generacin la mujer tiene una potencia pasiva; pero aado, que lo que se dice de los hombres, se les atribuye tambin a ellas, porque no se dice que Cristo fue hecho por mujer, sino "de mujer" (Gl.4,4). Pero hay algunos tan desvergonzados que se atreven a preguntar si es conveniente que Cristo haya sido engendrado de un semen afectado por la menstruacin. Por mi parte les
preguntar si Jesucristo no se ha alimentado en la sangre de su madre, lo cual no tendrn ms remedio que admitirlo. Con toda legitimidad se deduce de las palabras de Mateo que, habiendo sido Jesucristo engendrado de Mara, fue criado y formado de su semen; como al decir que Booz fue engendrado de Rahab, se denota una generacin semejante (Mt. 1, 5). Ni tampoco pretende Mateo en este lugar hacer a la Virgen como un, canal por el cual haya pasado Cristo; sino que distingue esta admirable e incomprensible manera de engendrar, de la que es vulgar segn la naturaleza, en que Jesucristo por medio de una virgen fue engendrado de la raza de David. Porque se dice que Jesucristo ha sido engendrado de su madre en el mismo sentido y por la misma razn que decimos que lsaac fue engendrado de Abraham, Salomn de David, y Jos de Jacob. Pues el evangelista procede de tal manera que queriendo probar que Jesucristo procede de David, se contenta con la sencilla razn de que fue engendrado de Mara. De donde se sigue que l tuvo por inconcuso que Mara era pariente de Jos, y, por consiguiente, del linaje de David. 4. Los absurdos de que nos acusan no son ms que calumnias pueriles. Creen que sera grande afrenta y rebajar la honra de Jesucristo, que perteneciera al linaje de los hombres, porque no podra entonces estar exento de la ley comn, que incluye sin excepcin a toda la descendencia de Adn bajo el pecado. Pero la anttesis que establece san Pablo resuelve fcilmente tal dificultad: "Como el pecado entr en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificacin de vida" (Rom. 5,12. 18). E igualmente la otra oposicin: "El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Seor, es del cielo" (1 Cor. 15,47). Y as el Apstol, al decir que Jesucristo fue enviado en semejanza de carne pecadora para que satisfaciese a la Ley (Rom. 8,3), lo exime expresamente de la suerte comn, para que fuera verdadero hombre sin vicio ni mancha alguna. Muestran tambin muy poco sentido cuando argumentan: Si Cristo fue libre de toda mancha, y fue engendrado milagrosamente por el Espritu Santo del semen de la Virgen, se sigue que el semen de las mujeres no es impuro, sino nicamente el de los hombres. Nosotros no decimos que Jesucristo est exento de la mancha y corrupcin original por haber sido engendrado de su madre sin concurso de varn, sino por haber sido santificado por el Espritu, para que su generacin fuese pura y sin mancha, como hubiera sido la generacin antes de la cada de Adn. Debemos, pues, tener bien presente en el entendimiento, que siempre que la Escritura hace mencin de la pureza de Cristo, se seala su verdadera naturaleza de hombre: pues sera superfluo decir que Dios es puro. E igualmente la santificacin de la que habla san Juan en el capitulo diecisiete, no puede aplicarse a la divinidad. Respecto a la objecin, que nosotros admitimos dos clases de simientes de Adn, si Jesucristo, que descendi de ella, no tuvo mancha alguna, carece de todo valor. La generacin del hombre no es inmunda ni viciosa en s, sino accidentalmente por la cada de Adn. Por lo tanto, no hemos de maravillarnos de que Cristo, por quien haba de ser restituida la integridad y la perfeccin, quedase exento de la corrupcin comn. Nos echan en cara, como si fuera un gran absurdo, que si el Verbo divino se visti de carne tendra que estar encerrado en la estrecha prisin de un cuerpo formado de tierra. Esto es un despropsito. Aunque uni su esencia infinita con la naturaleza humana en una sola persona, sin embargo no podemos hablar de encerramiento ni prisin alguna: porque el Hijo de Dios descendi milagrosamente del cielo, sin dejar de estar en l; y tambin milagrosamente descendi al seno de Mara, y vivi en el mundo y fue crucificado de tal forma que, entretanto, con su divinidad ha llenado el mundo, como antes.
que ha tenido su gloria juntamente con el Padre antes de que el mundo fuese creado (Jn. 17,5), todo esto de ningn modo compete a la naturaleza humana; y por tanto, ha de ser atribuido a la divinidad. El que sea llamado "siervo" del Padr1 (Is. 42, 1 ; etc.); lo que refiere Lucas, que creca en sabidura y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres" (l_c.2,52); lo que l mismo declara: que no busca su gloria (Jn. 8,50); que no sabe cundo ser el ltimo da (Me. 13,32); que no habla por s mismo (Jn. 14, 10); que no hace su voluntad (Jn. 6,38); lo que refieren los evangelistas, que fue visto y tocado (Le. 24,39); todo esto solamente puede referirse a la humanidad. Porque, en cuanto es Dios, en nada puede aumentar o disminuir, todo lo hace en vista de s mismo, nada hay que le sea oculto, todo lo hace conforme a su voluntad, es invisible e impalpable. Todas estas cosas, sin embargo, no las atribuye simplemente a su naturaleza humana, sino como pertenecientes a la persona del Mediador. La comunicacin de propiedades se prueba por lo que dice san Pablo, que Dios ha adquirido a su Iglesia con su sangre (Hch.20,28); y que el Seor de gloria fue crucificado (I Cor.2,8); asimismo lo que acabamos de citar: que el Verbo de vida fue tocado. Cierto que Dios no tiene sangre, ni puede padecer, ni ser tocado con las manos. Mas como Aquel que era verdadero Dios y hombre, Jesucristo, derram en la cruz su sangre por nosotros, lo que tuvo lugar en su naturaleza humana es atribuido impropiamente, aunque no sin fundamento, a la divinidad. Semejante a esto es lo que dice san Juan: que Dios puso su vida por nosotros (I Jn. 3,16). Tambin aqu lo que propiamente pertenece a la humanidad se comunica a la otra naturaleza. Por el contrario, cuando deca mientras viva en el mundo, que nadie haba subido al cielo ms que el Hijo del hombre que estaba en el cielo (Jn. 3,13), ciertamente que l, en cuanto hombre y con la carne de que se haba revestido no estaba en el cielo; mas como El era Dios y hombre, en virtud de las dos naturalezas atribua a una lo que era propio de la otra. 3. Unidad de la Persona del Mediador en la distincin de las dos naturalezas Pero los textos ms fciles de la Escritura para mostrar cul es la verdadera sustancia de Jesucristo son los que comprenden ambas naturalezas. El evangelio de san Juan est lleno de ellos. Cuando leemos en l que Cristo ha recibido del Padre la autoridad de perdonar los pecados (Jn. 1,29), de resucitar a los que l quisiere, de dar justicia, santidad y salvacin, de ser consituido Juez de los vivos y de los muertos, para ser honrado de la misma manera que el Padre (Jn. 5, 21-23); finalmente, lo que dice de s mismo, que es luz del mundo (Jn. 8,12; 9,5); buen pastor (Jn. 10, 7. 1 l), la nica puerta (Jn. 10, 9) y vid verdadera (Jn. 15, l), etc.; todo esto no era peculiar de la divinidad ni de la humanidad en s mismas consideradas, sino en cuanto estaban unidas. Porque el Hijo de Dios, al manifestarse en carne, fue adornado con estos privilegios, los cuales, si bien los tenla en unin del Padre antes de que el mundo fuese creado, sin embargo no de la misma manera y bajo el mismo aspecto; pues de ninguna manera podan competer a un hombre, que no fuera ms que puro hombre. En el mismo sentido hemos de tomar lo que dice Pablo, que Cristo despus de cumplir con su oficio de Juez entregar en el ltimo da el reino a Dios su Padre (I Cor. 15,24). Ciertamente el reino del Hijo de Dios, ni tuvo7 principio ni tampoco tendr fin. Mas as como se humill tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, dejando a unlado la gloria de su majestad, y se someti al Padre para obedecerle (Flp. 2,74), y despus de cumplir el tiempo de su
sujecin, fue coronado de gloria y de honra y ensalzado a suma dignidad, para que toda rodilla se doble ante l (Heb.2,7; Flp.2,9-l0); de la misma manera someter despus al Padre ese gran imperio, la corona de gloria y todo cuanto haya recibido de l, para que sea todo en todos (1 Cor. 15,28). Porque, con qu fin se le concede autoridad y mando, sino para que por su mano nos gobierne el Padre? En este sentido se dice que est sentado a la diestra del Padre, y esto es temporal, hasta que gocemos de la visin de la divinidad. No se puede excusar el error de los antiguos por no prestar suficiente atencin a la Persona del Mediador al leer estos pasajes de san Juan, oscureciendo con ello su sentido natural y verdadero, y enredndose en mil dificultades. Conservemos, pues, esta mxima como clave para la recta inteligencia de los mismos: Todo cuanto respecta al oficio de Mediador no se dice simplemente de la naturaleza humana, ni de la divina. Por tanto, Jesucristo, en cuanto adaptndose a nuestra pequeez y poca capacidad, nos une con el Padre, reinar hasta que venga a juzgar al mundo; pero despus de hacernos partcipes de la gloria celestial y de que contemplemos a Dios tal cual es, entonces, terminado su oficio de Mediador, dejar de ser embajador de Dios, y se contentar con la gloria de que gozaba antes de que el mundo fuese creado. De hecho, la razn de atribuir en particular a la Persona de Jesucristo el nombre de Seor es precisamente porque constituye un grado intermedio entre Dios y nosotros. Es lo que quiere decir san Pablo, cuando afirma: "slo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas; y un Seor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas" (1 Cor. 8,6); a saber, en cuanto este imperio temporal de que hemos hablado le ha sido entregado por el Padre hasta que veamos su divina majestad cara a cara. Y l estar tan lejos de perder nada devolviendo el imperio a su Padre, que gozar de una mayor preeminencia. Porque entonces Dios dejar de ser Cabeza de Cristo, en cuanto que la divinidad de Cristo resplandecer plenamente por s misma, mientras que ahora est como cubierta con un velo. 4. Utilidad de esta distincin de las dos naturalezas en la unidad de la Persona Esta observacin ser muy til para solucionar muchas dificultades, con tal de que los lectores sepan usar de ella. Resulta sorprendente de qu manera los ignorantes, e incluso algunos que no lo son tanto, se atormentan con tales expresiones, pues ven que se le atribuyen a Cristo, y no son propias ni de su divinidad, ni de su humanidad. La causa es porque no se fijan en que convienen a la Persona de Cristo, en la que se ha manifestado Dios y hombre, y a su oficio de Mediador. Realmente es digno de considerar cun admirablemente conviene entre s todo lo que hemos expuesto, con tal de que consideremos tales misterios con la sobriedad y reverencia que se merecen. Mas los espritus inquietos y desquiciados no hay cosa que no revuelvan. Toman los atributos y propiedades de la humanidad para deshacer la divinidad, y viceversa; y los que pertenecen a ambas naturalezas en cuanto estn unidas y no convienen a ninguna de ellas por separado, para destruirlas a ambas. Mas, qu es esto sino pretender que Cristo no es hombre porque es Dios; que no es Dios porque es hombre; que no es ni Dios ni hombre, porque es a la vez ambas cosas? Concluyamos pues, que Cristo en cuanto es Dios y hombre, compuesto de dos naturalezas unidas, pero no confundidas, es nuestro Seor y verdadero Hijo de Dios, aun segn su humanidad, aunque no a causa de su humanidad. Debemos sentir horror de la hereja de Nestorio, el cual dividiendo, ms bien que distinguiendo las naturalezas de Jesucristo, se imaginaba en consecuencia un doble Cristo. Sin
embargo, la Escritura le contradice abiertamente, llamando Hijo de Dios al que naci de la Virgen (Le. 1, 32,43), y a la misma Virgen, madre de nuestro Seor. Asimismo debemos guardarnos tambin del error de Eutiques, el cual queriendo probar la unidad de la persona de Cristo, destrua ambas naturalezas. Ya hemos alegado tantos testimonios de la Escritura en los que la divinidad es diferenciada de la humanidad - aunque quedan otros muchos, que no he citado - que bastan para hacer callar aun a los ms amigos de discusiones. Adems, en seguida citar algunos muy a propsito para destruir este error. Bstenos al presente ver que Jesucristo no llamara a su cuerpo "templo" (Jn.2,19), si no habitase en l expresamente la divinidad. Por eso con toda razn fue condenado Nestorio en el concilio de Efeso, y despus Eutiques en el de Constantinopla y en el de Calcedonia; puesto que tan lcito es confundir las dos naturalezas en Cristo como separarlas; sino que hay que distinguirlas de tal manera que no queden separadas. 5. Refutacin de Miguel Servet Mas ya en nuestros das ha surgido un mostruo, llamado Miguel Servet, no menos nocivo que estos herejes antiguos de quienes hemos hablado. Quiso l poner en lugar del Hijo de Dios no s qu fantasma, compuesto de la esencia divina, del espritu, la carne y tres elementos increados. En primer lugar niega que Jesucristo sea Hijo de Dios, ms que porque ha sido engendrado en el seno de la Virgen por el Espritu Santo. Su astucia tiende a que, destruida la distincin de las dos naturalezas, Cristo quede reducido a una especie de mezcla y de composicin hecha de Dios y de hombre, y que sin embargo, no sea tenido ni por Dios ni por hombre. Porque la conclusin a que tiende toda su argumentacin es: que antes de que Cristo se manifestara como hombre, no haba en Dios ms que unas ciertas figuras o sombras, cuya verdad y efecto comenz a tener realidad, precisamente cuando el Verbo empez de veras a ser Hijo de Dios, segn estaba predestinado para este honor. Por nuestra parte confesamos que el Mediador, que naci de la Virgen Mara, es propiamente el Hijo de Dios. Pues ciertamente que Jesucristo no sera en cuanto hombre espejo de la gracia inestimable de Dios, si no le fuera concedida la dignidad de Hijo unignito de Dios. Sin embargo, permanece firme la doctrina de la Iglesia, segn la cual es tenido por Hijo de Dios, porque antes de todos los siglos el Verbo fue engendrado del Padre, y ha tomado nuestra naturaleza humana unindola a la divina. Los antiguos llamaron a esto unin hiposttica, entendiendo por esta expresin, que las dos naturalezas han sido unidas en una Persona. Esta expresin se invent y us para refutar la hereja de Nestorio, quien se imaginaba que el Hijo de Dios haba habitado en la carne de tal manera que no fuese hombre sin embargo. Primera objecin. Nos acusa Servet de que ponemos dos hijos de Dios, porque decimos que el Verbo eterno, antes de que se encarnara, ya era Hijo de Dios. Como si dijsemos algo ms, sino que el Hijo de Dios se ha manifestado en la carne! Porque, aunque fue Dios antes de ser hombre, no se sigue de ah que comenz a ser un nuevo dios. Tampoco es ms absurdo nuestro aserto de que el Hijo de Dios se ha manifestado en la carne, aunque respecto a su generacin eterna fue siempre Hijo. Es lo que significan las palabras que el ngel dijo a Mara: "el santo Ser que nacer, ser llamado Hijo de Dios" (Lc. 1, 35). Como si dijera: el nombre de Hijo que en tiempo de la Ley haba sido oscuro, en adelante ser clebre y muy conocido. Con lo cual est de acuerdo lo que dice san Pablo: que nosotros por ser hijos de
Dios por Cristo clamamos libremente y con confianza: Abba, Padre (Rom.8,15). Es que los padres del Antiguo Testamento no fueron en su tiempo tenidos por hijos de Dios? Yo afirmo que, confiados en este derecho, invocaron a Dios llamndole Padre. Pero como desde que el Hijo Unignito de Dios se manifest al mundo esta paternidad celestial se hizo mucho ms manifiesta, san Pablo atribuye este privilegio al reino de Cristo. Sin embargo, debemos tener como cierto, que Dios jams ha sido Padre de los ngeles ni de los hombres, sino respecto a su Hijo Unignito; y especialmente de los hombres, a los cuales su propia iniquidad les hizo aborrecibles a Dios; y as nosotros somos hijos por adopcin, porque Jesucristo lo es por naturaleza. Segunda objecin. Y no hay razn para que Servet replique que esto dependa de la filiacin que Dios haba determinado en su consejo; porque aqu no se trata de las figuras, como la expiacin de los pecados fue representada por la sangre de los animales. Mas como quiera que los padres bajo la Ley no podan ser de veras hijos de Dios de no haber estado su adopcin fundada sobre la Cabeza, quitar a sta lo que ha sido comn a sus miembros, sera un disparate. Ms an; como quiera que la Escritura llama a los ngeles hijos de Dios (Sal. 82,6), bien que su dignidad no dependa de la redencin futura, es necesario que Cristo los preceda en orden, ya que a l le pertenece reconciliarlos con el Padre. Resumir esto, aplicndolo al gnero humano. Como tanto los ngeles como los hombres, desde el principio del mundo fueron creados, para que Dios fuese Padre comn de todos ellos, segn lo que dice san Pablo, que Cristo fue Cabeza y primognito de todo lo creado, a fin de que tuviese el primado de todo (Col. 1, 15), me parece que se puede concluir con toda razn que el Hijo de Dios ha existido antes de que el mundo fuese creado. 6. Tercera objecin Y si su filiacin comenz al manifestarse l en carne, se sigue que fue Hijo respecto a la naturaleza humana. Servet y otros desaprensivos quieren que Cristo no sea Hijo de Dios, sino en cuanto que se encarn, porque fuera de la naturaleza humana no pudo ser tenido por Hijo de Dios. Respondan entonces si es Hijo segn ambas naturalezas y respecto a cada una de ellas. Ahora bien, segn san Pablo, admitimos que Jesucristo en su humanidad es Hijo de Dios, no como los fieles, solamente por adopcin y gracia, sino Hijo natural y verdadero y, por consiguiente, nico, para que as se diferencie de todos los dems. Porque a nosotros, que somos regenerados a nueva vida, Dios tiene a bien hacernos la merced de tenernos por hijos suyos; pero se reserva para Jesucristo el nombre de verdadero y nico Hijo. Y cmo es l nico entre tantos hermanos, sino porque posee por naturaleza lo que nosotros hemos recibido por gracia? Nosotros extendemos esta honra y dignidad a toda la Persona del Mediador, de tal manera, que Aquel mismo que naci de la Virgen y se ofreci al Padre como sacrificio en la cruz sea verdadera y propiamente Hijo de Dios; todo ello por razn de la divinidad. As lo ensea san Pablo, al decir de s mismo, que fue "apartado para el evangelio de Dios, que l haba prometido antes acerca de su Hijo, que era del linaje de David segn la carne, declarado Hijo de Dios con poder" (Rom. 1, 14). Por qu al llamarle expresamente Hijo de David segn la carne, iba a decir por otra parte que era declarado Hijo de Dios, sino porque quera dar a entender que esto provena de otro origen? Por eso en el mismo sentido que dijo en otro lugar que Jesucristo sufri conforme a la debilidad de la carne, y que ha resucitado segn la virtud del Espritu (2 Cor. 13,4), as ahora establece la diferencia entre las dos naturalezas. Indudablemente es necesario que esta gente exaltada confiese, quiranlo o no, que as como Jesucristo ha tomado de su madre una naturaleza en virtud de la cual es llamado Hijo de
David, de la misma manera tiene del Padre otra naturaleza por la cual es llamado Hijo de Dios; lo cual es muy distinto de la naturaleza humana. Dos ttulos le atribuye la Escritura; unas veces le llama Hijo de Dios; otras, Hijo del hombre. En cuanto a lo segundo es indudable que es llamado as, de acuerdo con el modo corriente de hablar de los hebreos, porque desciende de Adn. Y, por el contrario, yo concluyo que es llamado Hijo de Dios a causa de su divinidad y esencia eterna; pues no es menos razonable, que el nombre de Hijo de Dios, se refiera a la naturaleza divina, que el de Hijo del hombre a la humana. En conclusin, en el texto que he citado, el Apstol no entiende que el que segn la carne era engendrado del linaje de David fue declarado Hijo de Dios, sino en el mismo sentido que en otro lugar, cuando dice, que Cristo, el cual descendi de los judos segn la carne, es Dios bendito eternamente (Rom. 9, 5). Y si en ambos lugares se nota la diferencia entre las dos naturalezas, en virtud de qu niegan stos que Jesucristo, hijo de hombre segn la carne, sea Hijo de Dios respecto a su naturaleza divina? 7. Cuarta objecin Para defender su error, insisten mucho en los siguientes pasajes: que Dios no escatim ni a su propio Hijo" (Rom. 8,32); que Dios mand al ngel a decir que el que naciese de la Virgen fuese llamado "Hijo del Altsimo" (Le. 1, 32). Mas, a fin de que no se enorgullezcan con tan vana objecin, consideren un poco la fuerza de tal argumento. Si quieren concluir que Jesucristo es llamado Hijo de Dios despus de ser concebido, y, por tanto, que ha comenzado a serlo despus de su concepcin, se seguira que el Verbo, que es Dios, habra comenzado a existir despus de su manifestacin como hombre, porque san Juan dice que anuncia el Verbo de vida que toc con sus manos (I Jn. 1, l). Asimismo, dentro de su manera de argumentar, cmo interpretarn lo que dice el profeta: "Pero, t, Beln Efrata, pequea para estar entre las familias de Jud, de ti me saldr el que ser Seor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los das de la eternidad" (Miq. 5,2)? Ya he expuesto que nosotros no seguimos ni remotamente la opinin de Nestorio, que se imagin un doble Cristo. Nuestra doctrina es que Cristo nos ha hecho hijos de Dios juntamente con l en virtud de su unin fraternal con nosotros; y la razn de ello es que en la carne que tom es el Hijo Unignito de Dios. San Agustn1 nos advierte con mucha prudencia, que es un maravillos espejo de la admirable y singular gracia de Dios que Jesucristo en cuanto hombre haya alcanzado una honra que no poda merecer. Por tanto Jesucristo, ya desde el seno materno, ha sido adornado con la prerrogativa de ser Hijo de Dios. Sin embargo, no hay que imaginarse en la unidad de la Persona, mezcla o confusin alguna, que quite a la divinidad lo que le es propio. Por lo dems, no hay tampoco absurdo alguno en que el Verbo eterno de Dios haya sido siempre Hijo de Dios, y que despus de encarnarse se le llame tambin as, segn los diversos aspectos que hay en Jesucristo; lo mismo que se le llama, bien Hijo de Dios, bien Hijo del hombre, por razones diversas. Quinta objecin. Tampoco nos preocupa en absoluto la otra calumnia de Servet, segn la cual el Verbo jams fue llamado en la Escritura Hijo de Dios, a no ser en figura, hasta la venida del Redentor. A esto respondo que, aunque bajo la Ley la declaracin fue muy oscura, sin embargo fcilmente se puede concluir que aun en tiempo de la Ley y los Profetas, Jesucristo ha sido Hijo de Dios, bien que ese nombre no fuese tan conocido y usado como en la Iglesia. En efecto, ya
hemos demostrado claramente que no sera Dios eterno, sino por ser el Verbo engendrado "ab aetemo" del Padre, y que este nombre no compete a la Persona del Mediador que tom, sino en cuanto l es Dios, que se encarn; y asimismo, que Dios no hubiera sido desde el principio llamado Padre, si ya desde entonces no hubiera tenido una cierta correspondencia y relacin con su Hijo unignito, de quien proviene todo parentesco o paternidad en el cielo y en la tierra (Ef. 3,14-15). Y si nos limitamos a discutir el vocablo mismo, Salomn, hablando de la elevacin inmensa de Dios, afirma que tanto l como su Hijo son incomprensibles. Estas son sus palabras: "Cul es su nombre, y el nombre de su Hijo, si sabes? (Prov. 30,4). S muy bien que este testimonio tendr poco valor para los amigos de disputas; ni tampoco yo insisto particularmente en l, sino en cuanto sirve para mostrar que los que niegan que Jesucristo haya sido Hijo de Dios hasta despus de haberse hecho hombre, no hacen ms que argir maliciosamente. Hay que advertir tambin que todos los doctores antiguos han estado siempre de acuerdo y unnimemente as lo han enseado. Por ello es una desfachatez ridcula e imperdonable la de aquellos que se atreven a escudarse en Ireneo y Tertuliano', pues ambos confiesan que el Hijo de Dios era invisible, y luego se hizo visible. 8. Conclusin Y aunque Servet ha acumulado muchas y horrendas blasfemias, que quizs no todos sus discpulos se atreveran a confesar, sin embargo todo el que no reconoce que Jesucristo era Hijo de Dios antes de encarnarse, si se le urge ms, dejar ver en seguida su impiedad; a saber, que Jesucristo no es Hijo de Dios, sino en cuanto fue concebido en el seno de la Virgen por obra del Espritu Santo; lo mismo que antiguamente los maniqueos decan que el alma del hombre no era ms que una derivacin de la esencia divina, porque lean que Dios insufl en Adn un alma viviente (Gn.2,7). As stos de tal manera se atan al nombre de Hijo, que no establecen diferencia entre las dos naturalezas, sino que confusamente afirman que Jesucristo es segn su humanidad Hijo de Dios, porque segn la naturaleza humana es engendrado de Dios. De este modo la generacin eterna de la sabidura que ensalza Salomn, queda destruida; y cuando se habla del Mediador no se tiene en cuenta la naturaleza divina, o bien en lugar de Jesucristo se propone un fantasma. Sera muy til refutar los enormes errores e ilusiones con que Servet se ha fascinado a s mismo y a otros, a fin de que, amonestados con tal ejemplo, los lectores se mantengan dentro de la sobriedad y la modestia; pero creo que no ser necesario, pues ya lo he hecho en otro libro compuesto expresamente con este fin. Resumen de los errores de Miguel Servet. El resumen de tales errores es el siguiente: El Hijo de Dios ha sido al principio una idea o figura, ya desde entonces predestinado a hacerse hombre, el cual deba ser la imagen esencial de Dios. En lugar del Verbo, de quien afirma san Juan que ha sido siempre verdadero Dios, no reconoce ms que un resplandor visible. Respecto a la generacin de Jesucristo dice que, desde el principio tuvo Dios la voluntad de engendrar un Hijo, lo cual se verific cuando fue formado y hecho criatura. Con todo esto confunde al Espritu Santo con el Verbo, porque dice que Dios ha dispensado la Palabra invisible y el Espritu sobre la carne y el alma. En conclusin, en lugar de la generacin de Jesucristo pone las fantasas que l se ha forjado, concluyendo que ha habido un Hijo en sombra o en figura, que ha sido engendrado por la Palabra, a la cual atribuye el oficio de semen. Ahora bien, si nos atenemos a tales principios, de ellos se sigue que los puercos y los
perros son tambin hijos de Dios, porque son creados del semen original de la Palabra de Dios. Y aunque l compone a Jesucristo de tres elementos increados para decir que es engendrado de la esencia divina, sin embargo lo constituye de tal manera primognito de las criaturas, que las piedras en su grado tienen la misma divinidad esencial. Para no parecer que despoja a Cristo de su divinidad, dice que su carne es de la esencia misma de Dios, y que el Verbo se encarn en cuanto la carne fue convertida en Dios. De esta manera, incapaz de entender cmo puede Jesucristo ser Hijo de Dios, si su carne no procede de la esencia divina y es convertida en divinidad, destruye y aniquila la segunda y eterna Persona, que es el Verbo, y nos quita al Hijo de David, prometido por Redentor. Pues l repite con frecuencia que el Hijo fue engendrado de Dios por presciencia y predestinacin, y finalmente fue hecho hombre de aquella materia que desde el principio resplandeca en Dios en los tres elementos, y que por fin apareci en la primera claridad del mundo, en la nube y en la columna de fuego. Sera cosa de nnca acabar enumerar las contradicciones en que cae a cada paso. Pero por este resumen comprendern los lectores cristianos que este perro se haba propuesto apagar con sus fantasas toda esperanza de salvacin. Porque si la carne de Jesucristo fue su divinidad, no hubiera podido ser su templo. Ni tampoco podra ser nuestro Redentor, sino el que engendrado del linaje de Abraham y David, fuese verdadera y realmente hombre. Y en vano insiste en las palabras de san Juan, que el Verbo fue hecho carne; pues as como con ellas se refuta el error de Nestorio, as tampoco se puede confirmar con las mismas la hereja de Eutiques, que ha renovado Servet; ya que el propsito del evangelista no fue otro que establecer la unidad de Persona en las dos naturalezas. *** CAPTULO XV
PARA SABER CON QU FIN HA SIDO ENVIADO JESUCRISTO POR EL PADRE Y LOS BENEFICIOS QUE SU VENIDA NOS APORTA, DEBEMOS CONSIDERAR EN L PRINCIPALMENTE TRES COSAS: SU OFICIO DE PROFETA, EL REINO Y EL SACERDOCIO
1. Los tres oficios de Cristo Dice muy bien san Agustn, que aunque los herejes prediquen el nombre de Cristo, sin embargo no les sirve de fundamento comn con los fieles, sino que permanece como bien propio de la Iglesia; porque si se considera atentamente lo que pertenece a Cristo, no se le podr encontrar entre los herejes ms que de nombre; pero en cuanto al efecto y la virtud no est entre ellos l. De la misma manera en el da de hoy, aunque los papistas digan a boca llena que el Hijo es Redentor del mundo, sin embargo, como se contentan con confesarlo de boca, pero de hecho le despojan de su virtud y dignidad, se les puede aplicar con toda propiedad lo que dice san Pablo, que no tienen Cabeza (Col. 2,19). Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de salvacin y descanse confiada en l, debemos tener presente el principio de que el oficio y cargo que le asign el Padre al enviarlo al mundo, consta de tres partes; puesto que ha sido enviado como Profeta, como Rey, y como Sacerdote. Aunque de poco nos servira conocer estos ttulos, si no comprendisemos a la vez el fin y el uso de los mismos. Porque tambin los papistas los tienen en la boca, pero framente y con muy poco provecho, pues ni entienden ni saben lo que contiene en s cada uno de ellos.
1 . La profeca de Jesucristo es el cumplimiento de todas las profecas. Ya hemos dicho que aunque Dios antiguamente estuvo enviando profetas a los judos continuamente y sin interrupcin, y que de este modo no los priv jams de la doctrina que les era til y suficiente para la salvacin; sin embargo, tuvieron siempre en sus corazones arraigada la creencia de que era necesario esperar hasta la venida del Mesas para conseguir plena claridad y comprensin. Esta opinin se habla divulgado incluso entre los samaritanos, que nunca hablan entendido la verdadera religin, como se ve claramente por lo que la samaritana respondi a nuestro Redentor: "Cuando l (el Mesas) venga, nos ensear todas las cosas" (Jn.4,25). Por su parte, los judos tampoco haban inventado esto; simplemente crean lo que los profetas les prometan en sus profecas y orculos divinos. Entre ellas es muy ilustre la de Isaas: "He aqu que yo le di por testigo a los pueblos, por jefe y por maestro a las naciones" (Is. 55,4). De la misma manera que antes le haba llamado ngel y Embajador del alto consejo de Dios (ls.9,6). En el mismo sentido el Apstol, queriendo ensalzar la perfeccin de la doctrina evanglica, despus de decir que Dios muchas veces y de muchas maneras habl antiguamente por los profetas a los padres, aade que, finalmente nos ha hablado a nosotros por su Hijo muy amado (Heb. 1, 1-2). Mas como los profetas tenan la misin de mantener a la Iglesia en suspenso, y sin embargo darles en qu apoyarse hasta la venida del Mediador, los fieles, dispersos por todas partes, se quejaban de que estaban privados de este beneficio ordinario: "No vemos ya nuestras seales", decan, "no hay ms profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cundo" (Sal. 74,9). Mas cuando se le determin a Daniel el tiempo de la venida de Jesucristo, se le orden tambin clausurar la visin y la profeca (Dan. 12,4); no slo para hacer ms autntica la profeca all contenida, sino tambin para infundir mayor paciencia a los fieles, al verse por algn tiempo privados de profeta, sabiendo que el cumplimiento y fin de todas las revelaciones estaba muy cercano. 2. Lo que contiene el nombre de Cristo Debemos, pues, advertir que el nombre de Cristo se extiende a estos tres oficios. Porque es bien sabido que tanto los profetas, como los sacerdotes y los reyes, bajo la Ley eran ungidos con aceite sagrado, dedicado a esto. De aqu que al Mediador prometido se le haya dado el nombre de Mesas, que quiere decir "ungido". Y aunque admito que fue as llamado especialmente por razn de su reino, sin embargo tambin la uncin proftica y sacerdotal conservan su valor y no se deben menospreciar. La profeca de Jesucristo pertenece a todo su cuerpo. De la uncin proftica se hace expresa mencin en Isaas con estas palabras: "El Espritu de Jehov el Seor est sobre m, porque me ungi Jehov; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazn, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de crcel (Is. 61, l). Vemos, pues, que fue ungido por el Espritu Santo para ser mensajero y testigo de la gracia del Padre; y no como quiera y de la manera ordinaria y comn que los otros, pues se le diferenci de todos los dems maestros, que tenan el mismo oficio y encargo. Conviene notar aqu otra vez que no recibi la uncin para s, a fin de que enseara, sino para todo su cuerpo, a fin de que resplandeciese en la predicacin ordinaria del Evangelio la virtud del Espritu Santo. Cristo ha puesto fina todas las profecas. Queda, pues, por inconcuso y cierto que con la perfeccin de su doctrina ha puesto fin a todas las profecas; de tal manera que todo el que no
satisfecho con el Evangelio pretende aadir algo, anula su autoridad. Porque la voz que desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado; a l oid" (M0,17; 17,5), lo elev con un privilegio singular por encima de todos los dems. De la Cabeza se derram esta uncin sobre sus miembros, como lo haba profetizado Jol: "y profetizarn vuestros hijos y vuestras hijas" (JI. 2,28). Respecto a la afirmacin de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido dado "por sabidura" (1 Cor. 1, 30), y en otro lugar, que en l "estn escondidos todos los tesoros de la sabidura y conocimiento" (Col. 2,3), su sentido es un poco diverso del argumento que al presente tratamos; a saber, que fuera de l no hay nada que valga la pena conocer, y que cuantos comprenden mediante la fe cmo es l, tienen el conocimiento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el Apstol escribe en otro lugar acerca de s mismo: me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a ste crucificado" (1 Cor. 2,2): porque no es lcito ir ms all de la simplicidad del Evangelio. Y la misma dignidad proftica que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la perfecta sabidura se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseado. 3. 2. La realeza de Jesucristo Paso ahora a tratar del reino, del que hablaramos en vano y sin utilidad alguna, si no estuviesen ya advertidos los lectores de que este reino es por su naturaleza espiritual. As, por el contrario, podrn comprender su utilidad y el provecho que les aporta; y, en definitiva, toda su virtud y eternidad. Y aunque el ngel en Daniel atribuya la eternidad a la persona de Jesucristo (Dan.2,44), sin embargo con toda razn el ngel en san Lucas lo aplica a la salvacin del pueblo (Le. 1,33). a. Sobre la Iglesia. No obstante comprendamos que la eternidad de la Iglesia es de dos clases: la primera se extiende a todo el cuerpo de la Iglesia; la segunda es propia de cada uno de sus miembros. A la primera hay que referir lo que se dice en el salmo: "Una vez he jurado por mi santidad, y no mentir a David. Su descendencia ser para siempre, y su trono como el sol delante de m, como la luna ser firme para siempre. y como un testigo fiel en el cielo" (Sal.89,35-37). Porque no hay duda que en este lugar promete Dios por mediacin de su Hijo, perpetuo defensor y protector de la Iglesia, ya que solamente en Jesucristo se cumpli esta profeca. Porque despus de la muerte de Salomn la majestad del reino de Israel cay por tierra en su mayor parte, y con grande afrenta y perjuicio de la casa de David fue traspasada a un hombre particular. Y con el correr del tiempo se fue menoscabando ms y ms, hasta quedar por completo destruida en una vergonzosa ruina. Est de acuerdo con esto la exclamacin de Isaas: "Su generacin, quin la contar (Is.53,8). Porque de tal manera afirma que Cristo haba de resucitar despus de su muerte, que lo junta con sus miembros. Por tanto, siempre que omos que Jesucristo tiene una potencia eterna, entendamos que esta potencia es la fortaleza y defensa con que se mantiene la perpetuidad de la Iglesia, para que entre tanta agitacin como la sacude, entre los movimientos y tempestades tan graves y espantosas que la amenazan, no obstante permanezca sana y salva. As tambin cuando David se burla del atrevimiento de los enemigos, que en vano se esfuerzan por hacer pedazos el yugo de Dios y de su Cristo, dice que ,,en vano se alborotan los reyes y los pueblos (Sal. 2, l), porque el que mora en los cielos es lo suficientemente fuerte para reprimir y quebrantar su furor. Con estas palabras exhorta a los fieles a tener buen nimo, cuando vean que la Iglesia es oprimida; y la razn es que tiene un Rey que la guardar perpetuamente. Igualmente cuando el Padre dice a su Hijo: Sintate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus
pies (Sal. 110, l), nos advierte que por muchos y muy fuertes enemigos que conspiren contra la Iglesia para destruirla, nunca tendrn tantas fuerzas, que puedan prevalecer contra el decreto inmutable de Dios, mediante el cual constituye a su Hijo como Rey eterno. De donde se sigue que es imposible que el Diablo con todas las fuerzas del mundo pueda jams destruir la Iglesia, fundada sobre el trono eterno de Cristo. b. Sobre los fieles. Tambin en cuanto al uso particular de cada uno de los fieles, esta misma eternidad debe elevarnos a la esperanza de la El reino eterno de Cristo. Por lo dems, la autoridad de san Pablo cuando dice que Cristo entregar el reino a Dios y al Padre, y que l mismo se le someter, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor. 15,24-28), no quita nada a la eternidad de que hemos hablado; porque el Apstol no quiere decir sino que en aquella perfecta gloria la manera de gobernar no ser como ahora. Porque el Padre ha dado todo el poder a su Hijo para que nos lleve de su mano, nos dirija, nos acoja bajo su tutela y nos socorra en todas nuestras necesidades. De esta manera, mientras permanecemos lejos de Dios peregrinando por este mundo, Cristo media e intercede por nosotros para hacernos llegar poco a poco a una perfecta unin con Dios. Realmente el que l est sentado a la diestra del Padre es tanto como decir que es embajador o lugarteniente del Padre con plenitud de poder, porque Dios quiere regir y defender a la Iglesia mediante la persona de su Hijo. Y as lo expone san Pablo a los efesios, diciendo que ha sido colocado a la diestra del Padre para que sea Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef. 1, 20-23). La gloria de Cristo. Es lo que dice en otro lugar: que le ha sido dado a Cristo un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jess se doble toda rodilla y toda lengua confiese que l est en la gloria de Dios Padre (Flp. 2,9-1 l). En estas mismas palabras nos muestra el orden del reino de Cristo tal cual es necesario para nuestra necesidad presente. Y as concluye muy bien san Pablo, que Dios en el ltimo da ser por s mismo Cabeza nica de su Iglesia; pues entonces Cristo habr cumplido enteramente cuanto pertenece al oficio de regir y conservar la Iglesia, que haba sido puesto en sus manos. Por esto mismo la Escritura le llama comnmente Seor, porque el Padre le ha constituido sobre nosotros con la condicin de que quiere ejercer su autoridad y dominio por medio de l. Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra - como hay muchos dioses y muchos seores -para nosotros, sin embargo, slo hay un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para el; y un Seor Jesucristo, por medio del cual son todas las casas, y nosotros por medio de l (I Cor.8,5-6); as dice san Pablo. Y de sus palabras se puede concluir legtimamente que Jesucristo es el mismo Dios que por boca de Isaas dijo que era Rey y Legislador de la Iglesia (ls.33,22). Porque aunque Cristo declara en muchos lugares que toda la autoridad y el mando que posee es beneficio y merced del Padre, con esto no quiere decir, sino que reina con majestad y virtud divina; pues precisamente adopt la persona de Mediador, para descender del seno del Padre y de su gloria incomprensible y acercarse a nosotros. Debemos obedecer a Cristo. Con lo cual tanto ms nos ha obligado a que de buen grado y libremente nos sometamos a hacer cuanto nos mandare y a ofrecerle nuestros servicios con alegra y prontitud de corazn. Pues si bien ejerce el oficio de Rey y de Pastor con los fieles, que voluntariamente se le someten, sabemos que por el contrario lleva en su mano un cetro de hierro para quebrantar y desmenuzar como si fueran vasijas de alfarero a todos los rebeldes y contumaces (Sal. 2,9). Y tambin sabemos que "juzgar entre las naciones, las llenar de cadveres; quebrantar las cabezas en muchas tierras" (Sal. 110, 6). De ello se ven ya algunos
ejemplos actualmente; pero su pleno cumplimiento ser el ltimo acto del reino de Jesucristo. 6. 3. El sacerdocio de Jesucristo En cuanto a su sacerdocio, en resumen hemos de saber que su fin y uso es que Jesucristo haga con nosotros de Mediador sin mancha alguna, y con su santidad nos reconcilie con Dios. Mas como la maldicin consiguiente al pecado de Adn, justamente nos ha cerrado la puerta del cielo, y Dios, en cuanto que es Juez, est airado con nosotros, es necesario para aplacar la ira de Dios, que intervenga corno Mediador un sacerdote que ofrezca un sacrificio por el pecado. Por eso Cristo, para cumplir con este cometido, se adelant a ofrecer su sacrificio. Porque bajo la Ley no era lcito al sacerdote entrar en el Santuario sin el presente de la sangre; para que comprendiesen los fieles que, aunque el sacerdote fue designado como intercesor para alcanzar el perdn, sin embargo Dios no poda ser aplacado sin ofrecer la expiacin por los pecados. De esto trata por extenso el Apstol en la carta a los Hebreos desde el captulo sptimo hasta casi el final del dcimo. En resumen afirma, que la dignidad sacerdotal compete a Cristo en cuanto por el sacrificio de su muerte suprimi cuanto nos haca culpables a los ojos de Dios, y satisfizo por el pecado. Cun grande sea la importancia de esta cuestin, se ve por el juramento que Dios hizo, del cual no se arrepentir: "T eres Sacerdote para siempre segn el orden de Melquisedec" (Sal. 110,4); pues no hay duda de que con ello Dios quiso ratificar el principio fundamental en que descansaba nuestra salvacin. Porque, ni por nuestros ruegos ni oraciones tenemos entrada a Dios, si primero no nos santifica el Sacerdote y nos alcanza la gracia, de la cual la inmundicia nos separa. La muerte e intercesin de Cristo nos trae la confianza y la paz. As vemos que hemos de comenzar por la muerte de Cristo, para gozar de la eficacia y provecho de su sacerdocio; y de ah se sigue que es nuestro intercesor para siempre, y que por su intercesin y splicas alcanzamos favor y gracia ante el Padre. Y de ello surge, adems de la confianza para invocar a Dios, la seguridad y tranquilidad de nuestras conciencias, puesto que Dios nos llama a l de un modo tan humano, y nos asegura que cuanto es ordenado por el Mediador le agrada. Bajo la Ley Dios haba mandado que se le ofreciesen sacrificios de animales; pero con Cristo el procedimiento es diverso, y consiste en que l mismo sea sacerdote y vctima, puesto que no era posible hallar otra satisfaccin adecuada por los pecados, ni se poda tampoco encontrar un hombre digno para ofrecer a Dios su Unignito Hijo. Podemos ofrecernos a Dios como sacrificio viviente. Cristo tiene adems el nombre de sacerdote, no solamente para hacer que el Padre nos sea favorable y propicio, en cuanto que con su propia muerte nos ha reconciliado con l para siempre, sino tambin Para hacernos compaeros y partcipes con l de tan grande honor. Porque aunque por nosotros mismos estamos manchados, empero, siendo sacerdotes en l (Ap. 1, 6), nos ofrecemos a nosotros mismos y todo cuanto tenemos a Dios, y libremente entramos en el Santuario celestial, para que los sacrificios de oraciones y alabanza que le tributamos sean de buen olor y aceptables ante el acatamiento divino. Y lo que dice Cristo, que l se santifica a s mismo por nosotros (Jn. 17,19), alcanza tambin a esto; porque estando baados en su santidad, en cuanto que nos ha consagrado a Dios su Padre, bien que por otra parte seamos infectos y malolientes, sin embargo le agradamos como puros y limpios, e incluso como santos y sagrados. Y a este propsito viene la uncin del santuario, de que habla Daniel (Dan. 9,24). Porque se debe notar la oposicin entre esta uncin y la otra usada entonces figurativa; como si dijera el
ngel que, disipadas las sombras y figuras, el sacerdocio quedara manifiesto en la Persona de Cristo. Por ello es tanto ms detestable la invencin de los que no satisfechos con el sacerdocio de Cristo, se atreven a arrogarse la atribucin de sacrificarlo; como se hace a diario en el mundo del papado, donde la misa es considerada como oblacin expiatoria de los pecados. *** CAPTULO XVI
CMO JESUCRISTO HA DESEMPEADO SU OFICIO DE MEDIADOR PARA CONSEGUIRNOS LA SALVACIN. SOBRE SU MUERTE, RESURRECCIN Y ASCENSIN
1. Solamente en Cristo se encuentra perdn, vida y salvacin Todo cuanto hemos dicho hasta aqu de nuestro Seor Jesucristo debe conducirnos a que, estando nosotros condenados, muertos y perdidos por nosotros mismos, busquemos la libertad, la vida y la salvacin en l, como admirablemente lo dice san Pedro: "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hch.4,12). Y no ha sido por casualidad, o por capricho de los hombres por lo que se le puso a Cristo el nombre de Jess, sino que fue trado del cielo por el ngel como embajador del eterno consejo de Dios; dando como razn del nombre, que l salvara a su pueblo de sus pecados (Mt. 1,21; Lc. 1,31). Con estas palabras se le confa el cargo de Redentor, para que fuese as! nuestro Salvador. Sin embargo, la redencin se frustrara si no nos llevase de continuo y cada da hasta conseguir la perfecta salvacin. Por eso, por poco que nos apartemos de l se desvanece nuestra salvacin, que reside totalmente en l; de modo que los que no descansan y se dan por satisfechos con l se privan totalmente de la gracia. Por ello es digno de ser meditado el aviso de san Bernardo: que el nombre de Jess no solamente es luz, sino tambin alimento; y asimismo aceite, sin el cual todo alimento del alma se seca; que es sal, sin la cual todo resulta inspido; en fin, que es miel en la boca, meloda en el odo, alegra en el corazn y medicina para el alma; y que todo aquello de que se puede disfrutar carece de aliciente, si no se nombra a Jess'. Pero hemos de considerar atentamente de qu modo nos ha alcanzado la salvacin, para que no solamente estemos persuadidos y ciertos de que es l el autor de nuestra salvacin, sino tambin para que abrazando cuanto confirma nuestra fe, rechacemos lo que de algn modo puede apartarnos de ella. Porque como quiera que nadie puede descender a s mismo, poner la mano en su corazn y considerar lo que es de verdad, sin sentir que Dios le es enemigo y hostil, y que, por consiguiente, necesita absolutamente procurarse algn modo de aplacarlo - lo cual no se puede conseguir sin satisfaccin - es menester tener una certidumbre plena e indubitable. Porque la ira y maldicin de Dios tienen siempre cercados a los pecadores, hasta que logran su absolucin; porque siendo l justo Juez, no consiente que su Ley sea violada sin el correspondiente castigo. 2.Cmo se concilian la misericordia y la justicia de Dios para con nosotros Pero antes de pasar ms adelante, consideraremos brevemente Cmo es posible que Dios, el cual nos ha prevenido con su misericordia, haya sido enemigo nuestro hasta que mediante
Jesucristo se reconcili con nosotros. Porque cmo podra habernos dado en su Hijo Unignito una singular prenda de amor, si de antemano no nos hubiera tenido buena voluntad y amor gratuito? Como parece, pues, que hay aqu alguna repugnancia y contradiccin, resolver el escrpulo que de aqu podra seguirse. El Espritu Santo afirma corrientemente en la Escritura que Dios ha sido enemigo de los hombres, hasta que fueron devueltos a su gracia y favor por la muerte de Cristo (Rom. 5, 10); que los hombres fueron malditos, hasta que su maldad fue expiada por el sacrificio de Cristo (Gl. 3,10.13); que estuvieron apartados de Dios, hasta que por el cuerpo de Cristo volvieron a ser admitidos en su compaa (Col. 1, 21-22). Estas maneras de expresarse se adaptan muy bien a nuestro sentido, para que comprendamos perfectamente cun miserable e infeliz es nuestra condicin fuera de Cristo. Porque si no se dijera con palabras tan claras, que la ira, el castigo de Dios y la muerte eterna pendan sobre nosotros, conoceramos mucho peor hasta qu punto seramos desventurados sin la misericordia de Dios, y apreciaramos mucho menos el beneficio de la redencin. Ejemplo: Cuando uno oyere decir: "Si Dios mientras t eras an pecador, te hubiera aborrecido y desechado de s como lo merecas, ciertamente debas esperar un castigo horrible; mas como por su gratuita misericordia te mantuvo en su gracia y no permiti que te separases de l, te libr de tal castigo"; el interesado se sentira en parte conmovido y vera lo que deba a la misericordia de Dios. Mas si oyese tambin decir, segn lo ensea la Escritura, que haba estado muy apartado de Dios por el pecado, que haba sido heredero de la muerte eterna, sujeto a la maldicin, privado de toda esperanza de salvacin, excluido de las bendiciones de Dios, esclavo de Satans, cautivo bajo el yugo del pecado, y que, finalmente le estaba preparado un horrible castigo; mas que entonces intervino Cristo, e intercediendo por l tom sobre sus espaldas la pena y pag todo lo que los pecadores haban de pagar por justo juicio de Dios; que expi con su sangre todos los pecados que eran causa de la enemistad entre Dios y los hombres; que con esta expiacin se satisfizo al Padre y se aplac su ira; que l es el fundamento de la paz entre Dios y nosotros; que l es el lazo que nos mantiene en su favor y gracia, no le movera esto con tanta mayor intensidad, cuanto ms al vivo se le pinta ante sus ojos la gran miseria de que Dios le ha librado? En suma, como no somos capaces de comprender con el agradecimiento y deseo debidos la salvacin y la vida que nos brinda la misericordia de Dios, sin que antes nos sintamos conmovidos con el temor de la ira de Dios y el horror de la muerte eterna, la Sagrada Escritura nos ensea a conocer que Dios est en cierta manera airado con nosotros, cuando no tenemos a Jesucristo de nuestra parte y que su mano est preparada para hundirnos en el abismo; y, al contrario, que no podemos albergar sentimiento alguno de su benevolencia y amor paterno hacia nosotros, sino en Jesucristo. 3. Fuera de Cristo somos objeto de ira. En Cristo nos hacemos objeto de amor Aunque este modo de hablar sea debido al deseo de Dios de acomodarse a nosotros, sin embargo es muy verdad. Porque Dios, suma justicia, no puede amar la iniquidad que ve en todos nosotros. Hay, pues, en nosotros materia y motivo para ser objeto de ira por parte de Dios. Por tanto, segn la corrupcin de nuestra naturaleza, y atendiendo asimismo a nuestra vida depravada, estamos realmente en desgracia de Dios y sometidos a su ira, y hemos nacido para ser condenados al infierno. Mas como el Seor no quiere destruir en nosotros lo que es suyo propio, an encuentra en nosotros algo que amar segn su gran bondad. Porque por ms pecadores que
seamos por culpa nuestra, no dejamos de ser criaturas suyas; y por ms que nos hayamos buscado la muerte, l nos haba creado para que vivisemos. Por eso se siente movido por el puro y gratuito amor que nos tiene, a admitirnos en su gracia y favor. Desde luego existe una perpetua e irreconciliable enemistad entre la justicia y la maldad, en virtud de la cual, mientras permanecemos pecadores no nos puede Dios recibir en modo alguno. Por eso para suprimir todo motivo de diferencia y reconciliarnos enteramente con l, poniendo delante la expiacin que Jesucristo logr con su muerte, borra y destruye cuanta maldad hay en nosotros, para que aparezcamos justos y santos en su acatamiento en vez de manchados e impuros como antes. Por tanto es muy verdad que Dios Padre previene y anticipa con su amor la reconciliacin que hace con nosotros en Cristo; o ms bien, nos reconcilia con l, porque nos ha amado primero (I Jn.4,19). Mas como hasta que Jesucristo nos socorre con su muerte, permanece en nosotros la iniquidad, que merece la indignacin de Dios, y es maldita y condenada ante l, no podemos lograr una firme y perfecta unin con Dios hasta que Cristo no nos une a l. Realmente, si queremos tener entera seguridad de que Dios est aplacado y nos es propicio y favorable, es preciso que pongamos nuestros ojos y entendimientos solamente en Cristo; puesto que por l solo, y por nadie ms, alcanzamos que nuestros pecados no nos sean imputados, imputacin que lleva consigo la ira de Dios. 4. Por esta causa dice san Pablo que el amor con que Dios nos am antes de que el mundo fuese creado, se funda en Cristo (Ef. 1, 4). Esta doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que nos tiene en que entreg a su Hijo Unignito para que muriese (Jn. 3,16); y que, sin embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de Jesucristo fusemos reconciliados con l (Rom. 5, 10). Testimonio de san Agustin. Mas, para que lo que decimos tenga mayor autoridad entre los que desean la aprobacin de los doctores antiguos, alegar solamente un pasaje de san Agustn, en el que ensea esto mismo. "Incomprensible", dice, "e inmutable es el amor de Dios. Porque no comenz a amarnos cuando fuimos reconciliados con l por la sangre de su Hijo, sino que nos am ya antes de la creacin del mundo, a fin de que fusemos sus hijos en unin de su Unignito, incluso antes de que fusemos algo. Respecto a que fuimos reconciliados por la muerte de Jesucristo, no se debe de entender como si Jesucristo nos hubiese reconciliado con el Padre para que ste nos comenzase a amar, porque antes nos odiase; sino que fuimos reconciliados con quien ya antes nos amaba, aunque por el pecado estaba enemistado con nosotros. El Apstol es testigo de si afirmo la verdad o no: Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo an pecadores, Cristo muri por nosotros" (Rom.5,8). As que ya nos amaba cuando ramos enemigos suyos y vivamos mal. Por tanto, de una admirable y divina manera, aun cuando nos aborreca, ya nos amaba. Porque l nos aborreca en cuanto ramos como l no nos haba hecho, mas como la maldad no haba deshecho del todo su obra, saba muy bien aborrecer en nosotros lo que nosotros habamos hecho, y a la vez amar lo que l haba hecho." Tales son las palabras de san Agustn. 5. Nuestra salvacin descansa en la obediencia y en la muerte de Cristo Si alguno pregunta de qu manera Cristo, al destruir el pecado, ha suprimido la diferencia que haba entre Dios y nosotros, y nos ha alcanzado la justicia, que nos le ha vuelto favorable y
propicio, se puede responder de una manera general que ha cumplido esto con la obediencia durante el transcurso de su vida, como lo prueba el testimonio de san Pablo: Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, as tambin por la obediencia de uno, los muchos sern constituidos justos" (Rom. 5, 19). Y en otro lugar extiende la causa del perdn que nos libr de la maldicin de la Ley a toda la vida de Jesucristo: "Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envi a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley" (Gl.4,4). Por ello el mismo Cristo en su bautismo ha declarado que l cumpla un acto de justicia al obedecer, poniendo por obra lo que el Padre le haba encargado (Mt. 3,15). En resumen, desde que tom la forma de siervo comenz a pagar el precio de nuestra liberacin, para de esta manera rescatarnos. Sin embargo, la Escritura, para determinar ms claramente el modo de realizarse nuestra salvacin, expresamente lo atribuye a la muerte de Cristo, como obra peculiar suya. l mismo afirma que da su vida en rescate por muchos (Mt.20,28). San Pablo asegura que ha muerto por nuestros pecados (Rom. 4,25). San Juan Bautista proclamaba que Cristo haba venido para quitar los pecados del mundo, porque era el Cordero de Dios (Jn. 1, 29). En otro lugar san Pablo dice que somos 'Justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redencin que es en Cristo Jess, a quien Dios puso como propiciacin por medio de la fe en su sangre- (Rom. 3,24-25); y que somos reconciliados por su muerte (Rom. 5,9). E igualmente, que "al que no conoci pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fusemos hechos justicia de Dios en l" (2 Cor. 5, 2 l). No seguir citando autoridades de la Escritura, porque sera cosa de nunca acabar, y adems tendremos que citar aun muchos testimonios en el curso de este tratado. En el sumario de la fe, que comnmente se llama Smbolo de los Apstoles, se guarda el debido orden al pasar del nacimiento de Cristo a su muerte y resurreccin, para demostrarnos que all est el fundamento de nuestra salvacin. Sin embargo, no se excluye con ello la obediencia que demostr durante todo el curso de su vida; y as tambin san Pablo la comprende toda desde el principio al fin, diciendo que "se despoj a s mismo, tomando forma de siervo, hacindose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fip.2,7-8). Cristo se ha hecho obediente libremente. De hecho, aun en su muerte tiene el primer lugar su sacrificio voluntario; porque de nada nos hubiera servido para nuestra salvacin su sacrificio, si no se hubiera ofrecido libremente. Por eso el Seor, despus, de haber dicho que daba su vida por sus ovejas, aade expresamente que nadie se la quita, sino que l mismo la entrega (Jn. 10, 15.18). En este mismo sentido deca Isaas de l: "corno oveja delante de sus trasquiladores, enmudeci, y no abri su boca" (Is. 53,7). Y el evangelio refiere que l mismo se present a los sayones, salindoles al encuentro (Jn. 18,4) y que en presencia de Pilato se neg a defenderse, aceptando pacientemente su condenacin (Mt.27, 11-14). No que no haya experimentado en s mismo una gran repugnancia, pues haba tomado sobre s nuestras miserias, y por lo mismo fue conveniente que su obediencia y sumisin al Padre fuera probada de esta manera. Y fue una muestra del incomparable amor que nos tiene el sostener tan horribles asaltos y entre los crueles tormentos que senta no pensar en s mismo, para conseguir nuestro bien. De todos modos hay que tener como cierto que la nica manera de que Dios pudiera ser aplacado era que Cristo, renunciando a sus propios afectos, se sometiese a la voluntad de su Padre y se dirigiese completamente por ella. En confirmacin de esto cita muy a propsito el Apstol el testimonio delsalmo: En el rollo de la Ley est escrito de m: He aqu que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, y tu Ley est en medio de mi corazn. Entonces dije: He aqu vengo (Heb. 10, 5; Sal.
40,8-9). El juicio y la condenacin de Cristo. Mas como las conciencias temes e inquietas por el juicio de Dios no hallan reposo sino en el sacrificio y purificacin de sus pecados, con toda justicia somos encaminados a l y se nos propone la materia de la salvacin en la muerte de Jesucristo. Mas como nos estaba preparada la maldicin y nos tena cercados mientras ramos reos, ante el tribunal de Dios, se nos pone ante los ojos en primer lugar la condenacin de Jesucristo por Poncio Pilato, gobernador de Judea, para que comprendamos que la pena a que estbamos obligados nosotros, le ha sido impuesta al inocente. Nosotros no podamos escapar al espantoso juicio de Dios; para librarnos de l, Jesucristo consinti en ser condenado ante un hombre mortal, incluso malvado. Porque el nombre del gobernador no solamente se consigna en razn de la certidumbre histrica, sino tambin para que comprendamos mejor lo que dice Isaas, "el castigo de nuestra paz fue sobre l, y por su llaga fuimos nosotros curados" (ls.53,5). Porque no bastaba para deshacer nuestra condenacin que Cristo muriese con una muerte cualquiera, sino que para satisfacer a nuestra redencin fue necesario que escogiese un gnero de muerte mediante el cual, echando sobre sus espaldas nuestra condenacin, y tomando por su cuenta nuestra satisfaccin, nos librase de ambas cosas. Si unos salteadores le hubieran dado muerte, o hubiera perdido la vida en algn alboroto o sedicin popular, en semejante muerte no existira satisfaccin a Dios. Mas al ser presentado como delincuente ante el tribunal de un juez, y al procederse contra l de acuerdo con los trmites de ajusticia, acusndolo con testigos y sentencindolo a muerte por boca del mismo juez, con todo eso comprendemos que en s mismo representaba a los delincuentes y malhechores. Hay que advertir aqu dos cosas, que ya los profetas haban anunciado y dan un consuelo muy grande a nuestra fe. Porque cuando omos decir que Jesucristo fue llevado del tribunal del juez a la muerte, y que fue crucificado entre dos ladrones, en ello vemos el cumplimiento de aquella profeca que cita el evangelista: "Y fue contado entre los inicuos" (Is. 53,9; Me. 15,28). Por qu esto? Evidentemente por hacer las veces de pecador, y no de justo e inocente; pues l no mora por la justicia, sino por el pecado. Por el contrario, cuando omos que fue absuelto por boca del mismo que lo conden a muerte - pues ms de una vez se vio obligado Pilato a dar pblicamente testimonio de su inocencia - debemos recordar lo que dice otro Profeta: "He de pagar lo que no rob"? (Sal, 69,4). As vemos cmo Cristo hacia las veces de un pecador o malhechor; y a la vez reconoceremos en su inocencia, que ms bien padeci la muerte por los pecados de otros, que por los suyos propios. Y as padeci bajo el poder de Poncio Pilato, siendo condenado con una sentencia jurdica de un gobernador de la tierra, como un malhechor; y sin embargo, el mismo juez que lo conden, pblicamente afirm que no encontraba en l motivo alguno de condenacin Qn. 18,38). Vemos, pues, dnde se apoya nuestra absolucin; a saber, en que todo cuanto poda sernos imputado para hacer que nuestro proceso fuese criminal ante Dios, todo ha sido puesto a cuenta de Jesucristo, de tal manera que l ha satisfecho por ello. Y debemos tener presente esta recompensa, siempre que en la vida nos sentimos temerosos y acongojados, como si el justo juicio de Dios, que su Hijo tom sobre s mismo, estuviese para caer sobre nosotros. 6. La crucifixin de Cristo Adems, el mismo gnero de muerte que padeci no carece de misterio. La cruz era maldita, no slo segn el parecer de los hombres, sino tambin por decreto de la Ley de Dios (Dt.
21,22-23). Por tanto, cuando Jesucristo fue puesto en ella, se someti a la maldicin. Y fue necesario que as sucediese, que la maldicin que nos estaba preparada por nuestros pecados, fuese transferida a l, para que de esta manera quedramos nosotros libres. Lo cual tambin haba sido figurado en la Ley. Porque los sacrificios que se ofrecan por los pecados eran denominados con el mismo nombre que el pecado; queriendo dar a entender con ese nombre el Espritu Santo que tales sacrificios reciban en s mismos toda la maldicin debida al pecado. As pues, lo que fue representado en figura en los sacrificios de la Ley de Moiss, se cumpli realmente en Jesucristo, verdadera realidad y modelo de las figuras. Por tanto, Jesucristo, para cumplir con su oficio de Redentor ha dado su alma como sacrificio expiatorio por el pecado, como dice el profeta (Is.53, 5. 1 l), a fin de que toda la maldicin que nos era debida por ser pecadores, dejara de sernos imputada, al ser transferida a l. Y an ms claramente lo afirma el Apstol al decir: "Al que no conoci pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fusemos hechos justicia de Dios en l" (2 Cor. 5,21). Porque el Hijo de Dios siendo pursimo y libre de todo vicio, sin embargo ha tomado sobre si y se ha revestido de la confusin y afrenta de nuestras iniquidades, y de otra parte nos ha cubierto con su santidad y justicia. Lo mismo quiso dar a entender en otro lugar el Apstol al decir que el pecado ha sido condenado en la carne de Jesucristo (Roin. 8,3); dando a entender con esto que Cristo al morir fue ofrecido al Padre como sacrificio expiatorio, para que conseguida la reconciliacin por l, no sintamos ya miedo y horror de la ira de Dios. Ahora bien, claro est lo que quiere decir el profeta con aquel aserto: "Jehov carg sobre l el pecado de todos nosotros" (ls.53,6); a saber, que queriendo borrar nuestras manchas, las tom sobre s e hizo que le fueran imputadas como si l las hubiera cometido. La cruz, pues, en que fue crucificado fue una prueba de ello, como lo atestigua el Apstol. ,"Cristo" ' dice' "nos redimi de la maldicin de la ley, hecho por nosotros maldicin (porque est escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero), para que en Cristo Jess la bendicin de Abraham alcanzase a los gentiles" (Gl.3,13; Dt.27,26). Esto tena presente ' san Pedro, al decir que Jesucristo "llev l mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pe.2,24), para que por la misma seal de la maldicin comprendamos ms claramente que la carga con que estbamos nosotros oprimidos, fue puesta sobre sus espaldas. Sin embargo, no hay que creer que al recibir sobre s nuestra maldicin haya perecido en ella; sino que, al contrario, al recibirla le quit sus fuerzas, la quebrant y la destruy. Por tanto, la fe ve en la condenacin de Cristo su absolucin; y en Su maldicin, su bendicin. Por ello, no sin causa ensalza san Pablo tanto el triunfo de Cristo en la cruz, como si la cruz, objeto de deshonra y de infamia, se hubiera convertido en carro triunfa]; porque dice que el acta de los decretos que haba contra nosotros, que nos era contraria, la anul, quitndola de en medio y clavndola en la cruz; y que despoj a los principados y a las potestades, exhibindolos pblicamente (Col. 2,15). Y no debe de maravillarnos esto, porque Cristo, mediante el Espritu eterno se ofreci a si mismo" (Heb. 9,14); de lo cual viene tal cambio. Mas para que todas estas cosas arraiguen bien en nuestros corazones, y permanezcan fijas en ellos, tengamos siempre ante nuestra consideracin el sacrificio y la purificacin. Porque no podramos tener confianza total en que Jesucristo es nuestro rescate, nuestro precio y reconciliacin, si no hubiera sido sacrificado. Por eso se menciona tantas veces en la Escritura la sangre, siempre que se refiere al modo de la redencin; aunque la sangre que Jesucristo derram no solamente nos ha servido de recompensa para ponernos en paz con Dios, sino que tambin ha sido como un bao para purificarnos de todas nuestras manchas.
7. La muerte de Cristo Viene luego en el Smbolo de los Apstoles, que Fue muerto y sepultado"; en lo cual se puede ver nuevamente cmo Cristo, para pagar el precio de nuestra redencin, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte nos tena sometidos bajo su yugo; mas l se entreg a ella para librarnos a nosotros. Es lo que quiere decir el Apstol al afirmar que gust la muerte por todos (Heb.2,9.15), porque muriendo hizo que nosotros no murisemos; o - lo que es lo mismo - con su muerte nos redimi a la vida. Mas entre l y nosotros hubo una diferencia; l se puso en manos de la muerte como si hubiera de perecer en ella; pero al entregarse a ella sucedi lo contrario; l devor a la muerte, para que en adelante no tuviese ya autoridad sobre nosotros. En cierta manera l permiti que la muerte lo sojuzgase, no para ser oprimido por su poder, sino al contrario, para vencerla y destruir a quien nos tena sometidos a su tirana. Finalmente, para destruir por la muerte al que mandaba en la muerte, a saber, el Diablo; y de esta manera 1ibrar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre" (Heb. 2,14). Y ste fue el primer fruto de su muerte. El segundo consisti en que, al participar nosotros de la virtud de la misma, mortifica nuestros miembros terrenos, para que en adelante no hagan las obras anteriores; da muerte al hombre viejo que hay en nosotros, para que pierda su vitalidad y no pueda producir ya fruto alguno. La sepultura de Cristo. Esto mismo nos ensea su sepultura; que siendo nosotros sepultados juntamente con Cristo, quedemos sepultados tambin en cuanto al pecado. Porque cuando el Apstol dice que Fuimos plantados juntamente con l en la semejanza de su muerte" (Rom. 6,5), que "somos sepultados juntamente con l para muerte" (del pecado) (Rom. 6,4); que por su cruz el mundo est crucificado para nosotros y nosotros al mundo (Gl. 2,19; 6,14); que hemos muerto con l (Col. 3, 3), no solamente nos exhorta a imitar el ejemplo de su muerte, sino tambin afirma que hay en ella una eficacia, que debe reflejarse en todos los cristianos, si no quieren que la muerte de su Redentor le resulte intil y de ningn provecho. Por tanto, un doble beneficio nos brinda la muerte y sepultura de Cristo: la liberacin de la muerte, que dominaba en nosotros, y la mortificacin de nuestra carne. 8. Descenso a los infiernos No hemos tampoco de olvidar su descenso a los infiernos, de gran inters para nuestra redencin. Aunque por los escritos de los doctores antiguos parece que esta clusula del descenso de Cristo a los infiernos no estuvo muy en uso en las Iglesias, sin embargo es necesario darle su puesto en el Smbolo para explicar debidamente la doctrina que traemos entre manos, pues contiene en s misma un gran misterio, que no es posible tener en poco. Algunos de los antiguos ya la consignan, de donde se puede deducir que fue aadida algo despus de los apstoles, y poco a poco admitida en las iglesias. Sea como fuere, es cosa del todo cierta que fue tomada del comn sentir de los fieles. Pues no hay uno solo entre los Padres antiguos que no haga mencin del descenso de Cristo a los infiernos, aunque no en el mismo sentido. Mas no tiene mayor trascendencia saber por quin y en qu momento fue introducida en el Smbolo; ms bien hemos de procurar que en l tengamos un sumario perfecto y completo de nuestra fe, y que nada se ponga en l, que no est tomado de la pursima Palabra de Dios. No obstante, si algunos se resisten a admitir esta clusula por lo que
luego diremos, se ver cun necesario es ponerla en el sumario de nuestra fe, pues rechazndola se pierde gran parte del fruto de la muerte de Jesucristo. Diferencia entre la sepultura y el descenso a los infiernos. Algunos piensan que no se dice con ello nada de nuevo, sino que nicamente se repite con otras palabras lo mismo que se dijo en la clusula precedente: que Cristo fue sepultado. La razn de ellos es que el trmino "infierno se toma en la Escritura muchas veces como sinnimo de sepultura. Convengo en que es verdad lo que afirman; pero hay dos razones por las que se prueba que en este lugar, infierno no quiere decir sepulcro; y ellas me deciden a no aceptar su opinin. Sera, en efecto, improcedente, despus de haber expresado algo con palabras claras y terminantes, volver a repetir lo mismo en trminos ms oscuros. Porque cuando se ponen dos expresiones que significan lo mismo, conviene que la segunda sea como declaracin de la primera. Pero, dnde estara tal declaracin, si alguno se expresase como sigue: afirmar que Cristo fue sepultado quiere decir que descendi a los infiernos? Asimismo es inverosmil que en un sumario, en el que se exponen sucintamente los principales artculos y puntos de nuestra religin hayan querido los Padres antiguos poner una rplica tan superflua y tan sin propsito del artculo anterior. No dudo que cuantos examinaren diligentemente la cuestin, sin dificultad alguna estarn de acuerdo conmigo. 9. Fue Cristo a libertar a los muertos? Otros lo exponen de otra manera, y afirman que Cristo descendi al lugar donde estaban las almas de los patriarcas muertos antes de la venida de Cristo, para llevarles la nueva de su redencin y librarlos de la crcel en que estaban encerrados. Para ilustrar esta fantasa retuercen algunos pasajes de la Escritura, hacindoles decir lo que ellos quieren; como lo del salmo: "quebrant las puertas de bronce, y desmenuz los cerrojos de hierro" (Sal. 107,16). Y de Zacaras: "Yo he sacado tus presos de la cisterna en que no hay agua" (Zac. 9, 1 l). Mas el salmo relata el modo cmo fueron libertados los que estaban aherrojados en tierras extraas y lejanas; y Zacaras compara el destierro que el pueblo de Israel padeca en Babilonia a un pozo profundo y seco, o a un abismo, enseando a la vez con ello que la salvacin y libertad de toda la Iglesia era como una salida de las profundidades del infierno. No comprendo, pues, cmo posteriormente se lleg a pensar en la existencia de un cierto lugar subterrneo, al cual llamaron Limbo. Sin embargo, esta fbula, por ms que haya contado con el apoyo de grandes autores, y aun hoy en da muchos la tengan por verdad, no pasa de ser una fbula. Porque es cosa pueril querer encerrar en una crcel las almas de los difuntos. Adems, fue necesario que el alma de Jesucristo descendiese all para darles la libertad? Admito de buen grado que Jesucristo las ilumin con la virtud de su Espritu, para que comprendiesen que la gracia, que ellos solamente haban gustado, se haba manifestado al mundo. Y no se andara descaminado aplicando a este propsito la autoridad de san Pedro, cuando dice que Cristo fue y predic a los espritus que estaban en atalaya, - que comnmente traducen por crcel - (I Pe.3,19). Pues el hilo mismo del contexto nos lleva a admitir que los fieles fallecidos antes de aquel tiempo gozaban de la misma gracia que nosotros. Porque el apstol amplifica la virtud de la muerte de Jesucristo, diciendo que penetr hasta los difuntos, cuando las almas de los fieles gozaron como de vista de la visita que con tanto anhelo haban esperado; por el contrario, se hizo saber a los rprobos que eran excluidos de toda esperanza de conseguir la salvacin. Y en cuanto a que san Pedro no habla clara y distintamente de los piadosos y los impos, no hay que tomarlo como si los mezclara sin hacer diferencia alguna entre ellos; nicamente quiso mostrar que tanto los unos como los otros,
sintieron perfectamente el efecto de la muerte de Jesucristo. 10. Cristo ha llevado en su alma la muerte espiritual que nos era debida Mas dejando aparte el Smbolo, hemos de buscar una interpretacin ms clara y cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de la Palabra de Dios, y que adems de santa y piadosa, est llena de singular consuelo. Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muerte corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del castigo de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer a su justo juicio. Por lo cual convino tambin que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a brazo partido con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado el aserto del profeta, que el castigo de nuestra paz fue sobre l, que fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados (ls.53,5). Con estas palabras quiere decir que ha salido fiador y se hizo responsable, y que se someti, como un delincuente, a sufrir todas las penas y castigos que los malhechores haban de padecer, para lbrarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido por los dolores de la muerte (Hch. 2,24). Por tanto, no debemos maravillarnos de que se diga que Jesucristo descendi a los infiernos, puesto que padeci la muerte con la que Dios suele castigar a los perversos en su justa clera. Muy frvola y ridcula es la rplica de algunos, segn los cuales de esta manera quedara pervertido el orden, pues sera absurdo poner despus de la sepultura lo que la precedi. En efecto, despus de haber referido lo que Jesucristo padeci pblicamente a la vista de todos los hombres, viene muy a propsito exponer aquel invisible e incomprensible juicio que sufri en presencia de Dios, para que sepamos que no solamente el cuerpo de Jesucristo fue entregado como precio de nuestra redencin, sino que se pag adems otro precio mucho mayor y ms excelente, cual fue el padecer y sentir Cristo en su alma los horrendos tormentos que estn reservados para los condenados y los rprobos. 11. Cristo ha sufrido en su alma los dolores de nuestra maldicin En este sentido dijo Pedro, que Cristo resucit "sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella" (Hch. 2,24). No se nombra meramente la muerte, sino que expresamente se dice que el Hijo de Dios fue cercado por los dolores y angustias, que son fruto de la maldicin y la ira de Dios, la cual es el principio y el origen de la muerte. Porque, qu mrito hubiera tenido que l se hubiese ofrecido a sufrir la muerte sin experimentar dolor ni padecimiento alguno, sino como si se tratara de un juego? En cambio fue un verdadero testimonio de su misericordia no rehusar la muerte hacia la que senta tanto horror. Y no hay duda alguna que esto mismo quiso dar a entender el Apstol en la epstola a los Hebreos, al decir que Jesucristo fue odo a causa de su temor" (Heb. 5,7). Otros traducen: "reverencia" o "piedad"; pero la misma gramtica y el tema que all se trata muestran cun fuera de propsito. As que Jesucristo, orando con lgrimas y con grande clamor, fue odo a causa de su temor; no para ser eximido de la muerte, sino para no ser ahogado por ella como pecador, puesto que entonces nos representaba a nosotros. Ciertamente no se puede imaginar abismo ms espantoso, ni que ms miedo deba infundir al hombre, que sentirse dejado y desamparado de Dios, y que, cuando le invoca, no le oye; como si Dios mismo conspirara para destruir a tal hombre. Pues bien, vemos que Jesucristo se vio obligado, en fuerza de la angustia, a gritar diciendo: "Dios mo, Dios mo, por qu me has desamparado?" (Mt. 27,46; Sal. 22, l). Pues la opinin de algunos, que Cristo dijo esto ms en atencin a los otros, que por la afliccin que senta, no es en
modo alguno verosmil; pues claramente se ve que este grito surgi de la honda congoja de su corazn. Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso en algn momento, o que se mostrase airado con l. Porque, cmo iba a enojarse el Padre con su Hijo muy amado, en quien el mismo afirma que tiene todas sus delicias (Mt. 3,17)? 0 cmo Cristo iba a aplacar con su intercesin al Padre con los hombres, si le tena enojado contra s? Lo que afirmamos es que Cristo sufri en s mismo el gran peso de la ira de Dios, porque, al ser herido y afligido por la mano de Dios, experiment todas las seales que Dios muestra cuando est airado y castiga. Por eso dice san Hilariol, que con esta bajada a los infiernos hemos nosotros conseguido el beneficio de que la muerte quede muerta. Y en otros lugares no se aparta mucho de nuestra exposicin; as!, cuando dice: "La cruz, la muerte y los infiernos son nuestra vida". Y en otro lugar: El Hijo de Dios est en los infiernos, pero el hombre es colocado en el cielo. Mas, a qu alegar testimonios de un particular, cuando el Apstol dice lo mismo, afirmando que este fruto nos viene de la victoria de nuestro Seor Jesucristo, que estamos libres de la servidumbre a que estbamos sujetos para siempre a causa del temor de la muerte (Heb. 2,15)? Convino, pues, que Jesucristo venciese el temor que naturalmente acongoja y angustia sin cesar a todos los hombres; lo cual no hubiera podido realizarse, ms que peleando. Y que la tristeza y angustia de Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran motivo, luego se ver claramente. En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satans, contra el horror de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanz sobre ellos la victoria y el triunfo, para que nosotros no temisemos ya en la muerte aquello que nuestro Prncipe y Capitn deshizo y destruy. 12. Confesemos francamente los dolores de Jesucristo, si no nos avergonzamos de su cruz Ciertos hombres malvados y a la vez ignorantes, movidos ms por malicia que por necesidad, se alzan contra m, acusndome de que injurio sobremanera a Cristo, porque no es en absoluto razonable que l temiese por la salvacin de su alma. Adems, agravan an la calumnia aadiendo que yo atribuyo al Hijo de Dios la desesperacin, lo cual es contrario a la fe. Por lo que respecta al temor de Jesucristo, tan claramente referido por los evangelistas, evidentemente disputan sin razn. Porque antes de que llegase la hora de su muerte, l mismo dice que se turb su espritu y se entristeci; y cuando fue a su encuentro, comenz a sentir mucho horror. Por tanto, el que afirme que todo esto fue fingido, propone una escapatoria bien infame. Y as, como muy bien dice san AmbroSio4, hemos de confesar libremente la tristeza de Jesucristo, si no nos avergonzamos de la cruz. Ciertamente que si su alma no hubiera sido partcipe de la pena, l no hubiera sido Redentor ms que de los cuerpos. As pues, fue necesario que luchase, para levantar a los que derribados por tierra, eran incapaces de ponerse en pie. Y tan lejos est esto de menoscabar su gloria celestial, que ello precisamente es un motivo ms para admirar su bondad, que nunca puede ser alabada como se merece, ya que no desde tomar sobre su propia persona nuestras miserias. sta es tambin la fuente del consuelo en las angustias y tribulaciones, que nos propone el Apstol: que nuestro Mediador ha experimentado nuestras miserias para estar ms pronto y dispuesto a socorrer a los infelices y miserables (Heb.4,15). Al sufrir, Cristo ha permanecido siempre dentro de los lmites de la obediencia. Alegan tambin que se hace gran injuria a Jesucristo, atribuyndole una pasin defectuosa. Como si ellos
fueran ms sabios que el Espritu de Dios, el cual afirma que en Jesucristo se dieron a la vez ambas cosas: el ser tentado en todo y por todo como nosotros, y, sin embargo, el haber permanecido sin pecado! No debemos, pues, extraarnos de la debilidad y miseria a que Cristo quiso someterse, puesto que no fue obligado a ello por violencia o por necesidad, sino por el puro amor y misericordia que nos profesa. Por eso, cuanto l padeci por nosotros por su propia voluntad, en nada menoscaba su virtud. Estos calumniadores se engaan al no reconocer que esta flaqueza estuvo en Jesucristo limpia y pura de toda mancha y de todo vicio y pecado, porque se mantuvo en los limites de la obediencia de Dios. Porque como en nuestra naturaleza sometida a la corrupcin, no es posible hallar rectitud y moderacin - ya que todos los afectos con su gran mpetu y furia quebrantan toda medida -, ellos sin razn miden al Hijo de Dios con esta misma medida. Pero la diferencia es grandsima. Siendo l perfecto y sin mancha alguna, moder sus afectos de tal manera, que no fue posible hallar en ellos exceso alguno. Por eso pudo ser semejante a nosotros en sentir dolor, temor y espanto, y sin embargo, ser diferente en esta seal. Es injuriar a Cristo, pensar que haya temido la muerte del cuerpo. Getseman. Convencidos estos tales de su error, recurren a otra sutileza. Afirman que Cristo, aunque temi la muerte, no temi la maldicin ni la ira de Dios, de las cuales saba con toda certeza que estaba libre. Mas yo ruego a los lectores que consideren primero qu honra se hubiera seguido para Cristo de haber sido mucho ms tmido y cobarde que muchsimos hombres de ruin corazn. Los ladrones y malhechores suelen ir a la muerte con grande nimo y atrevimiento; son muchos los que no se inquietan por ir a morir, ms que si fueran de boda; otros sufren la muerte con gran serenidad. Qu constancia y grandeza de nimo hubieran sido las del Hijo de Dios, al sentirse tan turbado y conmovido por el temor de la misma? Porque los evangelistas cuentan de l cosas increbles y que parecen imposibles; dice que fue tal el dolor y el tormento que experiment, que por su cara corrieron gotas de sangre. Y esto no sucedi en presencia de los hombres, sino cuando se encontraba en un lugar retirado, elevando sus quejas al Padre. Y toda duda posible desaparece, pues fue necesario que bajasen los ngeles del cielo para consolarle de una manera nueva y desacostumbrada. No sera una afrentosa vergenza que el Hijo de Dios se hubiera mostrado tan dbil, y se hubiera dejado llevar del horror a la muerte que todos normalmente padecen, hasta el punto de quedar baado en sudor de sangre, y que slo la presencia de los ngeles pudiera reconfortarlo? Ponderemos bien igualmente, aquella oracin que tres veces seguidas repiti: "Padre mo, si es posible, pase de m esta copa (Mt.26,39). Fcilmente veremos, ya que proceda de una increble amargura de corazn, que Jesucristo sostuvo un combate mucho ms arduo y difcil, que el de una muerte comn. Por aqu se ve que esta gente contra la que discuto, habla muy osadamente de cosas que no entiende. Y la razn es que jams han considerado de veras lo que significa, y el valor de ser rescatados y quedar libres del juicio de Dios. Nuestra sabidura es ciertamente sentir cunto le ha costado al Hijo de Dios redimirnos. En medio de sus dolores, Cristo ha mantenido siempre la fe y la confianza. Si alguno pregunta si Jesucristo descendi a los infiernos cuando or al Padre, para que lo librase de la muerte, respondo que ello no fue ms que el principio. De ah se puede concluir cun crueles y horribles tormentos ha debido padecer al comprender que tenla que responder ante el tribunal de Dios, por llevar sobre sus hombros todas nuestras culpas y pecados. Aunque la virtud divina del Espritu se ocult por un momento, para dejar lugar a la
flaqueza de la carne, sin embargo hemos de saber que la tentacin ante el sentimiento del dolor y del temor fue tal, que no se opuso a la fe. As se cumpli lo que dijo san Pedro en su sermn; que era imposible que fuese retenido por los dolores de la muerte (Heb. 2,24), ya que, a pesar de sentirse como abandonado de Dios, no perdi lo ms mnimo la confianza en la bondad de Dios. Esto es lo que demuestra aquella clebre invocacin que le arranc la gran vehemencia del dolor: "Dios mo, Dios mo, por qu me has desamparado? (Mt. 27,46). Aunque se senta sobremanera angustiado, no deja, sin embargo de llamar su Dios a aqul de quien se queja que le ha abandonado. Con esto queda refutado el error de Apolinar y de los llamados monotelitas. Apolinar se imaginaba que en Cristo el Espritu eterno habla hecho las veces de alma, de suerte que lo converta en hombre slo a medias. Como si Jesucristo hubiera podido expiar nuestros pecados de otra manera que obedeciendo al Padre! Y dnde radica el afecto y la voluntad de obedecer, sino en el alma? Ahora bien, sabemos que sta se turb en Jesucristo, a fin de que las nuestras quedasen libres de todo temor, y puedan gozar de paz y quietud. En cuanto a los monotelitas, los cuales pretendan que Jesucristo no tenla ms que una sola voluntad, vemos cmo en cuanto hombre no quera aquello mismo que quera en cuanto era Dios. No digo que l dominaba y venca el temor de que hablamos con un afecto contrario; pues bien clara mente aparece la contradiccin cuando dice: Padre, slvame de esta hora. Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre" (Jn. 12, 27). En esta perplejidad no hubo desconcierto ni desorden alguno, como sucede en nosotros por mas que nos esforcemos en dominarnos y refrenarnos. 13. La resurreccin de Cristo Viene a continuacin: resucit de entre los muertos; sin lo cual todo cuanto hemos dicho, de nada valdra. Porque como quiera que en la cruz, la muerte y la sepultura de Jesucristo no aparece ms que flaqueza, es preciso que la fe pase ms all de todo esto, para ser perfectamente corroborada. Por ello, aunque en la muerte de Cristo tenemos el pleno cumplimiento de la salvacin, pues por ella somos reconciliados con Dios, se satisface al juicio divino, se suprime la maldicin y queda pagada la pena, sin embargo, no se dice que somos regenerados en una viva esperanza por la muerte, sino por la resurreccin. 1. Nuestra justificacin. Cmo sea esto as, se ve muy claramente por las palabras de san Pablo, cuando dice que Cristo fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificacin" (Rom.4,25); como si dijera que con su muerte se quit de en medio el pecado, y por su resurreccin qued restaurada y restituida la justicia. Porque, cmo podra l, muriendo, librarnos de la muerte, si hubiera sido vencido por ella? Cmo alcanzamos la victoria, si hubiera cado en el combate? Por eso distribuimos la sustancia de nuestra salvacin entre la muerte y la resurreccin de Jesucristo, y afirmamos que por su muerte el pecado qued destruido y la muerte muerta; y que por su resurreccin se estableci la justicia, y la vida renaci. Y de tal manera que, gracias a la resurreccin, su muerte tiene eficacia y virtud. Por esta razn afirma san Pablo que Jesucristo Fue declarado Hijo de Dios por la resurreccin" (Rom. 1, 4); porque entonces, finalmente mostr su potencia celestial, la cual es un claro espejo de su divinidad y un firme apoyo de nuestra fe. Y en otro lugar asegura que Cristo Fue crucificado en debilidad", pero "vive por el poder de Dios" (2 Cor. 13,4). En este mismo sentido, tratando en otra parte de la perfeccin, dice: "a fin de conocerle, y el poder de su resurreccin" (Flp. 3, 10). Y luego aade, que procura "la participacin de sus padecimientos,
llegando a ser semejante a l en su muerte". Con lo cual est de acuerdo lo que dice Pedro, que Dios "le resucit de los muertos y le ha dado gloria, para que nuestra fe y esperanza sean en Dios" (1 Pe. 1,21); no porque la fe sea vacilante al apoyarse en la muerte de Cristo, sino porque la virtud y el poder de Dios que nos guardan en la fe, se muestra principalmente en la resurreccin. Por tanto, recordemos que cuantas veces se hace mencin nicamente de la muerte, hay que entender a la vez lo que es propio de la resurreccin; y, viceversa, cuando se nombra a la sola resurreccin, hay que comprender lo que compete particularmente a la muerte. Mas, como Cristo alcanz la victoria con su resurreccin, para ser resurreccin y vida, con toda razn dice Pablo que la fe queda abolida y el Evangelio es nulo, si no estamos bien persuadidos de la resurreccin de Jesucristo (1 Cor. 15,17). Por eso el Apstol en otro lugar, despus de gloriarse en la muerte de Jesucristo contra el temor de la condenacin, para amplificarlo ms, aade que el mismo que muri, se es el que resucit y ahora est delante de Dios hecho mediador por nosotros (Rom. 8,34). 2. Nuestra santificacin. Adems de que, segn lo hemos expuesto, de la comunicacin con la cruz depende la mortificacin de nuestra carne, hay que entender igualmente que hay otro fruto correspondiente a ste, que proviene de la resurreccin. Porque, como dice el Apstol, fuimos plantados juntamente con l en la semejanza de su muerte, para que siendo partcipes de la resurreccin, caminemos en novedad de vida (Rom. 6,4-5). Y en otro lugar, como concluye que hemos muerto con Cristo, y que debemos mortificar nuestros miembros, igualmente argumenta que, ya que hemos resucitado con Cristo, debemos buscar las cosas de arriba, y no las de la tierra (Col. 3,1-5). Con las cuales palabras no slo se nos invita, a ejemplo de Cristo resucitado, a una vida nueva, sino que tambin se nos ensea que de su poder procede el que seamos regenerados en la justicia. 3. Nuestra resurreccin. Un tercer fruto de su resurreccin es que es para nosotros a modo de arras, que nos dan la seguridad de nuestra propia resurreccin, cuyo fundamento y realidad cierta se apoya en la resurreccin de Cristo. De esto habla el Apstol muy por extenso en el captulo dcimoquinto de su primera epstola a los Corintios. Aqu de paso hay que notar que resucit de entre los muertos, con lo cual se indica la verdad de su muerte y su resurreccin; como si dijsemos que sufri la misma muerte de los dems hombres, y que ha recibido la inmortalidad en la misma carne que, siendo mortal, tom. 14. La ascensin de Cristo; su presencia y su accin por el Espritu Santo No sin motivo, despus de la resurreccin se pone el artculo de su ascensin a los cielos. Si bien Jesucristo, al resucitar comenz de una manera mucho ms plena a mostrar el brillo de su gloria y de su virtud, habindose despojado de la condicin baja y vil de la vida mortal y corruptible y de la ignominia de la cruz, sin embargo, precisamente al subir a los cielos ha exaltado verdaderamente su reino. As lo demuestra el Apstol al decir que subi para cumplir todas las cosas (Ef. 4, 10), en cuyo testimonio el Apstol, usando una especie de contradiccin en cuanto a las palabras, advierte que hay perfecto acuerdo y conformidad entre ambas cosas. En efecto, Cristo de tal manera se alej de nosotros, que nos est presente de una manera mucho ms til, que cuando viva en la tierra, como encerrado en un aposento muy estrecho. Por esto san Juan, despus de referir la admirable invitacin a beber del agua de vida, contina: "Si alguno tiene sed, venga a m y beba" (Jn. 7,37). Luego aade que an no haba venido el Espritu Santo, porque Jess no haba sido an glorificado" (Jn. 7,39). Y el mismo Seor lo atestigu as a sus discpulos: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el
Consolador no vendra a vosotros" (Jn. 16,7). En cuanto a su presencia corporal, los, consuela diciendo que no los dejar hurfanos, sino que volver de nuevo a ellos; de una manera invisible, pero ms deseable, pues entonces comprendern con una experiencia ms cierta, que el mando que le haba sido entregado y la autoridad que ejercitaba, eran suficientes no slo para que los fieles viviesen felizmente, sino tambin para que se sintieran dichosos al morir. De hecho vemos cunta mayor abundancia de Espritu ha derramado, cunto ms ha ampliado su reino, cunta mayor demostracin ha hecho de su potencia, tanto en defender a los suyos, como en destruir a sus enemigos. As pues, al subir al cielo nos priv de su presencia corporal, no para estar ausente de los fieles que an andaban peregrinando por el mundo, sino para gobernar y regir el cielo y la tierra con una virtud mucho ms presente que antes. Realmente, la promesa que nos hizo: "He aqu que yo estoy con vosotros todos los das, hasta la consumacin de los siglos" (Mt.28,20), la ha cumplido con su ascensin, en la cual, as como el cuerpo fue levantado sobre todos los cielos, igualmente su poder y eficacia fue difundida y derramada ms all de los confines del cielo y de la tierra. Testimonio de san Agustn. Prefiero explicar esto con las palabras de san Agustn que con las mas. "Cristo", dice, "haba de ir por la muerte a la diestra del Padre, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos con su presencia corporal, como haba subido, conforme a la sana doctrina y a la regla de la fe. Porque segn la presencia espiritual haba de estar con sus apstoles despus de su ascensin". Y en otro lugar lo dice ms extensa y claramente: "Segn su inefable e invisible gracia se cumple lo que l dice: He aqu que estoy con vosotros hasta la consumacin de los siglos. Mas segn la carne que el Verbo tom, en cuanto que naci de la Virgen, en cuanto que fue apresado por los judos, crucificado en la cruz, bajado de ella, en cuanto fue sepultado y se manifest en su resurreccin, se cumpli esta sentencia: 'a m no siempre me tendris' (Mt. 26, 11). Por qu? Porque habiendo conversado segn la presencia corporal cuarenta das con sus discpulos, mientras ellos le acompaaban y le contemplaban sin poder seguirlo, subi al cielo; y ya no est aqu, porque est sentado a la diestra del Padre (Hch. 1, 3-9); y an est aqu, porque no se alej segn la presencia de su majestad. As que segn la presencia de su majestad siempre tenemos a Cristo; mas, segn la presencia de la carne muy bien dijo a sus discpulos: 'a m no siempre me tendris'. Porque la Iglesia lo tuvo muy pocos das segn la presencia de la carne; ahora lo tiene por la fe, y no lo ve con sus ojos. 15. Glorificacin y seoro de Cristo Por esto se aade a continuacin, que est sentado a la diestra del Padre; semejanza tomada de los reyes y los prncipes, que tienen sus lugartenientes, a los cuales encargan la tarea de gobernar. As Cristo, en quien el Padre quiere ser ensalzado, y por cuya mano quiere reinar, se dice que est sentado a la diestra del Padre; como si se dijese que se le ha entregado el seoro del cielo y de la tierra, y que ha tomado solemnemente posesin del cargo y oficio que se le haba asignado; y no solamente la tom una vez, sino que la retiene y retendr hasta que baje el ltimo da a juzgar. As lo declara el Apstol, cuando dice que el Padre le sent "a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y seoro, y sobre todo nombre que se nombra, no slo en este siglo, sino tambin en el venidero; y someti todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia" (Ef. 1, 20-23; cfr. FIp. 2,9-11; Ef. 4,15; 1 Cor. 15,27).
Ya hemos visto qu quiere decir que Jesucristo est sentado a la diestra del Padre; a saber, que todas las criaturas as celestiales como terrenas honren su majestad, sean regidas por su mano, obedezcan a su voluntad, y se sometan a su potencia. Y no otra cosa quieren decir los apstoles, cuando tantas veces mencionan este tema, sino que todas las cosas estn puestas en su mano, para que las rija a su voluntad (Hch.2,30-33; 3,21; Heb. 1, 8). Se engaan, pues, los que piensan que con estas palabras simplemente se indica la bienaventuranza a la que Cristo fue admitido. Y poco importa lo que en el libro de los Hechos testifica san Esteban: que vio a Jesucristo de pie (Hch.7,56), porque aqu no se trata de la actitud del cuerpo, sino de la majestad de su imperio; de manera que estar sentado no significa otra cosa que presidir en el tribunal celestial. 16. Los frutos del dominio de Cristo De aqu se siguen diversos frutos para nuestra fe. Porque comprendemos que el Seor Jess con su subida al cielo nos abri la puerta del r no del cielo, que a causa de Adn estaba cerrada'. Porque habiendo El entrado con nuestra carne 1 y como en nuestro nombre, se sigue como dice el Apstol, que en cierta manera estamos con l sentados en los lugares celestiales (Ef. 2,6); de suerte que no esperamos el cielo con una vana esperanza, sino que ya hemos tomado posesin de l en Cristo, nuestra Cabeza. Asimismo la fe reconoce que Cristo est sentado a la diestra del Padre para nuestro gran bien. Porque habiendo entrado en el Santuario, fabricado no por mano de hombres, est all de continuo ante el acatamiento del Padre como intercesor y abogado nuestro (Heb. 7,25; 9, 1 l). De esta manera hace que su Padre ponga los ojos en su justicia y que no mire a nuestros pecados; y as nos reconcilia con l, y nos abre el camino con su intercesin para que nos presentemos ante su trono real, haciendo que se muestre gracioso y clemente el que para los miserables pecadores es causa de horrible espanto. El tercer fruto que percibe la fe es la potencia de Cristo, en la cual descansa nuestra fuerza, virtud, riquezas y el motivo de gloriarnos frente al infierno. Porque, "subiendo a lo alto, llev cautiva la cautividad" (Ef. 4,8), y despojando a sus enemigos enriqueci a su pueblo y cada da sigue enriquecindolo con dones y mercedes espirituales. 19. Conclusin: Cristo es nuestro nico tesoro Puesto que vemos que toda nuestra salvacin est comprendida en Cristo, guardmonos de atribuir a nadie la mnima parte del mundo. Si buscamos salvacin, el nombre solo de Jess nos ensea que en l est. Si deseamos cualesquiera otros dones del Espritu, en su uncin los hallaremos. Si buscamos fortaleza, en su seoro la hay; si limpieza, en su concepcin se da; si dulzura y amor, en su nacimiento se puede encontrar, pues por l se hizo semejante a nosotros en todo, para aprender a condolerse de nosotros; si redencin, su pasin nos la da; si absolucin, su condena; si remisin de la maldicin, su cruz; si satisfaccin, su sacrificio; si purificacin, su sangre; si reconciliacin, su descenso a los infiernos; si mortificacin de la carne, su sepultura; si vida nueva, su resurreccin, en la cual tambin est la esperanza de la inmortalidad; si la herencia del reino de los cielos, su ascensin; si ayuda, amparo, seguridad y abundancia de todos los bienes, su reino; si tranquila esperanza de su juicio, la tenemos en la autoridad de juzgar que el Padre puso en sus manos. En fin, como quiera que los tesoros de todos los bienes estn en l, de l se han de sacar hasta saciarse, y de ninguna otra parte. Porque los que no contentos con l andan vacilantes de
ac para all entre vanas esperanzas, aunque tengan sus ojos puestos en l principalmente, sin embargo no van por el recto camino, puesto que vuelven hacia otro lado una parte de sus pensamientos. Por lo dems, esta desconfianza no puede penetrar en nuestro entendimiento una vez que hemos conocido bien la abundancia de sus riquezas. *** CAPTULO XVII
humana, no menos que a la gracia de Dios, que es la causa de donde procede. 2. Cristo no es solamente el instrumento, sino tambin la causa y la materia de nuestra salvacin Esta distincin se confirma con muchos textos de la Escritura. As: "De tal manera am Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unignito, para que todo aqul que en l cree, no se pierda (Jn. 3,16). Vemos cmo el amor de Dios ocupa el primer lugar en cuanto causa principal y principio, y que la fe en Jesucristo sigue como causa segunda y ms prxima. Si alguno replica que Cristo solamente es causa formal, ste tal rebaja la virtud de Cristo mucho ms de lo que lo consienten las palabras que hemos alegado; porque si nosotros conseguimos la justicia por la fe, la cual reposa en l, debemos tambin buscar en El la materia de nuestra salvacin. Esto se prueba claramente por muchos lugares. No que nosotros, dice san Juan, le hayamos amado primero, sino que l fue quien nos am primero y envi a su Hijo en propiciacin de nuestros pecados (1 Jn. 4, 10). El trmino propiciacin tiene mucho peso. Porque Dios, al mismo tiempo que nos amaba, de una manera inefable imposible de explicar, era enemigo nuestro, hasta que se hubo reconciliado en Cristo. A esto se refieren los siguientes lugares de la Escritura: "l es propiciacin por nuestros pecados" (I Jn.2,2). Y: "Agrad al Padre, por medio de l reconciliar consigo todas las cosas, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz" (Col. 1, 20). Igualmente, que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomndoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Y: "nos hizo aceptos en el Amado" (EL 1, 6). Y, en fin, para que reconciliase con Dios por su cruz a los judos y a los gentiles (Ef.2,16). La razn de este misterio puede verse en el captulo primero de la epstola a los Efesios. All san Pablo, despus de haber enseado que nosotros fuimos elegidos en Cristo, aade que en el mismo hemos alcanzado gracia. Cmo comenz Dios a recibir en su favor y gracia a los que l haba amado antes de ser creado el mundo, sino porque despleg su amor al ser reconciliado por la sangre de Cristo? Porque, siendo Dios la fuente de toda justicia, necesariamente el hombre mientras es pecador, lo tiene por enemigo y juez. Y por ello la justicia, cual la describe san Pablo, fue el principio de este amor: "Al que no conoci pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fusemos hechos justicia de Dios en l" (2 Cor. 5,21); pues quiere decir que por el sacrificio de Jesucristo hemos conseguido gratuitamente justicia, para poder ser agradables a Dios, siendo as que naturalmente ramos hijos de ira y estbamos alejados de l por el pecado. Por lo dems esta distincin' es puesta de relieve siempre que la Escritura une la gracia de Cristo con el amor que Dios nos tiene; de donde se sigue que nuestro Redentor reparte con nosotros lo que l ha adquirido. De otra manera no habra lugar a atribuirle separadamente la alabanza de que la gracia es suya y procede de l. 3. Por su obediencia Cristo nos ha merecido y adquirido el favor del Padre Que Jesucristo nos ha ganado de veras con su obediencia la gracia y el favor del Padre, e incluso que lo ha merecido, se deduce clara y evidentemente de muchos testimonios deja Escritura. Yo tengo por in controvertible, que si Cristo satisfizo por nuestros pecados, si pag la pena que nosotros debamos padecer, si con su obediencia aplac a Dios, si, en fin, siendo justo padeci por los injustos, con su justicia nos ha adquirido la salvacin; lo cual vale tanto como merecerla. Segn lo atestigua san Pablo, nosotros somos reconciliados por la muerte de Cristo (Rom.
5, 11). Evidentemente no hay lugar a reconciliacin, si no ha precedido alguna ofensa. Quiere, pues, decir el Apstol que Dios, con quien estbamos enemistados a causa del pecado, fue aplacado por la muerte de su Hijo, de tal manera que ahora nos es propicio, favorable y amigo. Hay que notar tambin cuidadosamente la oposicin que sigue: "as! como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, as tambin por la obediencia de uno, los muchos sern constituidos justos" (Rom. 5,19). Con lo cual quiere decir el Apstol que,como por el pecado de Adn somos arrojados de Dios y destinados a la Perdicin, de la irtisma manera por la obediencia de Cristo somos admitidos en su favor y gracia como justos. Como tambin afirma que "el don vino a causa de muchas transgresiones para justificacin" (Rom. 5,16). 4. Con su sangre y su muerte, Cristo ha satisfecho por todos en el juicio de Dios Ahora bien, cuando decimos que la gracia nos ha sido adquirida por los mritos de Jesucristo, entendemos que hemos sido purificados por su sangre, y que su muerte fue expiacin de nuestros pecados. Como dice san Juan: "su sangre nos limpia" (1 Jn. 1, 7). Y Cristo mismo: "esto es mi sangre que es derramada para remisin de los pecados" (Mt. 26,28; Lc. 22,20). Si el efecto de la sangre derramada es que los pecados no sean imputados, se sigue que a ese precio se satisfizo el juicio de Dios. Est de acuerdo con esto lo que dice san Juan: "He aqu el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn. 1,29). Pues contrapone Cristo a todos los sacrificios de la Ley, y dice que slo en l se ha cumplido lo que aquellas figuras representaban. Y bien sabemos lo que Moiss repite muchas veces: la iniquidad ser expiada, el pecado ser borrado y perdonado por las ofrendas. Finalmente, las figuras antiguas nos ensean muy bien cul es la virtud y eficacia de la muerte de Cristo. Esto mismo lo expone con toda propiedad el Apstol en la epstola a los Hebreos, sirvindose del principio: ',sin derramamiento de sangre no se hace remisin" (Heb.9,22); de donde concluye, que Cristo apareci para destruir con su sacrifico el pecado; y que fue ofrecido para quitar los pecados de muchos. Y antes haba dicho que Cristo, "no por sangre de machos cabros ni becerros, sino por su propia sangre, entr una vez para siempre en el lugar santsimo habiendo obtenido eterna redencin" (Heb. 9,12). Y cuando argumenta, "si la sangre de una becerra santifica para la purificacin de la carne, cunto ms la sangre de Cristo limpiar vuestras conciencias de obras muertas" (Heb.9,13-14), es claro que los que no atribuyen al sacrificio de Jesucristo virtud y eficacia para expiar los pecados, aplacar y satisfacer a Dios, rebajan en gran manera la gracia y el beneficio de Cristo, como el mismo Apstol lo dice poco despus: "Por eso es Mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisin de las transgresiones que haba bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna (Heb.9,15). Es de notar la semejanza que usa san Pablo; a saber, que Cristo fue "hecho maldicin por nosotros" (Gl.3,13); porque hubiera sido cosa superflua y aun absurda cargar a Cristo con la maldicin, de no ser para que, pagando las deudas de los dems, les alcanzase justicia. Claro es tambin el testimonio de Isaas: "el castigo de nuestra paz fue sobre l, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Is. 53, 5), pues si El no hubiera satisfecho por nuestros pecados, no se podra decir que haba aplacado a Dios tomando por su cuenta toda la pena a que nosotros estbamos obligados y pagando por ella. Y concuerda con esto lo que aade el profeta: "Yo le her por la maldad de mi pueblo.
Aadamos tambin la interpretacin de san Pedro, que suprime toda la deuda: "llev l mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1 Pe.2,24), pues afirma que la carga de nuestra condenacin fue puesta sobre Cristo, para librarnos de ella. 5. Cristo ha pagado el rescate de nuestra muerte Los apstoles afirman tambin claramente que Jesucristo ha pagado el precio del rescate, para que quedsemos libres de la obligacin de la muerte. As cuando dice san Pablo: "Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redencin que es en Cristo Jess, a quien Dios puso como propiciacin por medio de la fe en su sangre" (Rom. 3,24-25). Con estas palabras el Apstol engrandece la gracia de Dios, porque l ha dado el precio de nuestra redencin en la muerte de Jesucristo. Luego nos exhorta a que nos acojamos a su sangre, para que, consiguiendo justicia, nos presentemos con seguridad ante el tribunal de Dios. Lo mismo quiere decir san Pedro, al afirmar que fuimos "rescatados, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminacin" (1 Pe. 1, 18-19); porque sera improcedente la anttesis, si con este precio no se hubiera satisfecho por el pecado. Y por esta razn dice san Pablo que hemos sido comprados a gran precio (1 Cor.6,20). Y tampoco tendra valor lo que el mismo Apstol aade en otro lugar: Porque hay un solo Mediador, el cual se dio a s mismo en rescate por todos (1 Tim. 2,5-6), si la pena que nosotros merecamos no hubiera sido puesta sobre sus espaldas. l nos ha adquir7do el perdn, la justicia y la vida. Por esto el mismo Apstol definiendo la redencin en la sangre de Jesucristo la llama "perdn de pecados" (Col. 1, 14); como si dijera que somos justificados y absueltos delante de Dios en cuanto que esta sangre responde como satisfaccin. Con lo cual est de acuerdo aquel otro texto, (que el acta de los decretos que haba contra nosotros ha sido anulada, Col. 2, 14); porque da a entender que ha tenido lugar una compensacin, por la cual quedamos libres de la condenacin. Tambin tienen mucho peso aquellas palabras de san Pablo: "pues si por la Ley fuese la justicia, entonces por dems muri Cristo (Gl. 2,21). De aqu deducimos que hemos de pedir a Cristo lo que nos darla la Ley, de haber alguno que la cumpliese; o lo que es lo mismo, que alcanzamos por la gracia de Jesucristo lo que Dios prometi en la Ley a nuestras obras: El que hiciere estas cosas vivir en ellas (Lv. 18,5). Lo cual se confirma claramente en el sermn que predic Pablo en Antioqua, en el cual se afirma que creyendo en Cristo somos justificados de todas las cosas de que no pudimos serlo por la Ley de Moiss (Hch. 13,39). Porque si la observancia de la Ley es tenido por justicia, quin puede negar que habiendo Cristo tomado sobre sus espaldas esta carga y reconcilindonos con Dios ni ms ni menos que si hubisemos cumplido la Ley, nos ha merecido este favor y gracia? Esto mismo es lo que se dice a los Glatas: "Dios envi a su Hijo nacido bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley"(Gl. 4,4). A qu fin esta sumisin, si no nos hubiera adquirido la justicia, obligndose a cumplir y pagar lo que nosotros en manera alguna podamos cumplir ni pagar? De ah procede la imputacin de la justicia sin obras, de que habla san Pablo; a saber, que Dios nos imputa y acepta por nuestra la justicia que slo en Cristo se halla (Rom. 4,5-8). Y la carne de Cristo, no por otra razn es llamada mantenimiento nuestro que porque en l encontramos sustancia de vida (Jn. 6,55). Ahora bien, esta virtud no procede sino de que el Hijo de Dios fue crucificado como precio de nuestra justicia, o como dice san Pablo, que "se entreg a s mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante" (Ef. 5,2). Y en otro lugar, que
Fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificacin" (Rom.4,25). De aqu se concluye que por Cristo no solamente se nos da la salvacin, sino que tambin el Padre en atencin a l nos es propicio y favorable. Pues no hay duda alguna de que se cumple enteramente en el Redentor lo que Dios anuncia figuradamente por el profeta Isaas: Yo lo har por amor de m mismo, y por amor de David mi siervo (Is. 37,35). De lo cual es fiel intrprete san Juan, cuando dice: "vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre" (1 Jn.2,l2); porque aunque no pone el nombre de Cristo, Juan, segn lo tiene por costumbre, lo insina con el pronombre l. Y en este mismo sentido dice el Seor: Como yo vivo por el Padre, asimismo vosotros viviris por m (Jn.6,57). Con lo cual concuerda lo que dice san Pablo: "Os es concedido a causa de Cristo, no slo que creis en l, sino tambin que padezcis por l" (Flm. 1, 29). 6. Jesucristo no ha merecido nada para s mismo, porque solamente nos ha tenido a nosotros en consideracin Preguntar si Cristo ha merecido algo para s mismo - como lo hacen el Maestro de las Sentencias' y los escolsticos - es una loca curiosidad; y querer determinar esta cuestin, como ellos hacen, un atrevimiento temerario. Porque, qu necesidad haba de que el Hijo de Dios descendiese al mundo para adquirir para s mismo no s qu de nuevo? Adems, Dios al exponer el propsito de por qu ha enviado a su Hijo, quita toda duda; no pretendi el bien y provecho de Cristo por los mritos que pudiera tener, sino que lo entreg a la muerte y no lo perdon, por el grande amor que tena al mundo (Rom.8,32). Hay que notar tambin el modo de expresarse que usaron los profetas a este propsito: "un nio nos es nacido, hijo nos es dado" (Is.9,6). Y: 11 algrate mucho, hija de Sin; he aqu tu rey vendr a ti" (Zac.9,9). Todas ellas demuestran que Jesucristo solamente ha pensado en nosotros y en nuestro bien2 . Ni tendra fuerza la alabanza del amor de Cristo que tanto encarece san Pablo, al decir que muri por sus enemigos (Rom. 5, 10); de lo cual concluimos que no pens en s mismo. Y el mismo Cristo claramente lo dice con estas palabras: "por ellos yo me santifico a m mismo" (Jn. 17,19), mostrando con ello que no busca ninguna ventaja para s mismo, pues transfiere a otros el fruto de su santidad. Es ste un punto muy digno de ser notado, que Jesucristo, para consagrarse del todo a nuestra salvacin, en cierto modo se ha olvidado de s mismo. Los telogos de la Sorbona alegan sin razn el texto de san Pablo: "Por lo cual (por haberse humillado) Dios lo exalt hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre" (Flp. 2,9). Porque, en virtud de qu mritos pudo Cristo, en cuanto hombre, llegar a tan gran dignidad como es ser Juez del mundo, Cabeza de los ngeles, gozar de aquella suma autoridad y mando que Dios tiene, de tal manera que no hay criatura alguna, ni celestial ni terrena, ni hombre ni ngel, que pueda llegar por su virtud ni a la milsima parte de lo que l ha llegado? La solucin de las palabras de san Pablo es bien fcil y clara. El Apstol no expone all la causa de por qu Jesucristo ha sido ensalzado, sino que nicamente muestra un orden, que debe servirnos de dechado y ejemplo: que el engrandecimiento ha seguido a la humillacin'. Evidentemente no ha querido decir aqu ms que lo que en otro lugar se afirma; a saber, que era necesario que Cristo padeciera estas cosas, y que entrara as en su gloria (Lc. 24,26). La ltima oracin no aparece en la edicin espaola de 1597, pero s en la francesa de 1560. ***