Pred Juan Cal
Pred Juan Cal
Pred Juan Cal
Esto es lo que entendió san Juan al decir: “Si sabemos que Él nos oye en
cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn.5,
15). Esto parece mera superfluidad de palabras pero en realidad es una declaración muy útil para
advertirnos que Dios, aun cuando no condesciende con nosotros concediéndonos lo que le
pedimos, no por eso deja de sernos propicio y favorable; de manera que nuestra esperanza, al
apoyarse en su Palabra, no será jamás confundida ni nos engañará.
Es tan necesario a los fieles mantenerse con esta paciencia, que si no se apoyasen en ella,
no permanecerían en pie. Porque el Señor prueba a los suyos con no ligeras experiencias; y no
solamente no les trata delicadamente, sino que muchas veces incluso les pone en gravísimos
aprietos y necesidades, y así abatidos les deja hundirse en el lodo por largo tiempo antes de
darles un cierto gusto de su dulzura. Y como dice Ana: “Jehová mata, y él da vida; él hace
descender al Seol, y hace subir” (1Sm. 2,6). ¿Qué les quedaría al verse afligidos de esta manera,
sino perder el ánimo, desfallecer y caer en la desesperación, de no ser porque cuando se
encuentran así afligidos, desconsolados y medio muertos, los consuela y pone en pie la
consideración de que Dios tiene sus ojos puestos en ellos, y que al fin triunfarán de todos los
males que al presente padecen y sufren? Sin embargo, aunque ellos se apoyen en la seguridad de
la esperanza que tienen, a pesar de ello no dejan entretanto de orar; porque si en nuestra oración
no hay constancia de perseverancia, nuestra oración no vale nada.
***
CAPITULO XXI
En guardia contra los indiscretos y los curiosos. Como quiera que esta materia de la
predestinación es en cierta manera oscura en sí misma, la curiosidad de los hombres la hace muy
enrevesada y peligrosa; porque el entendimiento humano no se puede refrenar, ni, por más
límites y términos que se le señalen, detenerse para no extraviarse por caminos prohibidos., y
elevarse con el afán, si le fuera posible, de no dejar secreto de Dios sin revolver y escudriñar.
Mas como vemos que a cada paso son muchos los que caen en este atrevimiento y desatino, y
entre ellos algunos que por otros conceptos no son realmente malos, es necesario que les
avisemos oportunamente respecto a cómo deben conducirse en esta materia.
Lo primero es que se acuerden que cuando quieren saber los secretos de la
predestinación, penetran en el santuario de la sabiduría divina, en el cual todo el que entre
osadamente no encontrará cómo satisfacer su curiosidad y se meterá en un laberinto del que no
podrá salir. Porque no es justo que lo que el Señor quiso que fuese oculto en sí mismo y que Él
solo lo entendiese, el hombre se meta sin miramiento alguno a hablar de ello, ni que revuelva y
escudriñe desde la misma eternidad la majestad y grandeza de la sabiduría divina, que Él quiso
que adorásemos, y no que la comprendiésemos, a fin de ser para nosotros de esta manera
admirable. Los secretos de su voluntad que ha determinado que nos sean comunicados nos los ha
manifestado en su palabra. Y ha determinado que es bueno comunicarnos todo aquello que veía
sernos necesario y provechoso.
40. Otros, en fin, se inquietan por las consecuencias psicológicas de la predestinación. En cuanto
a lo que aducen algunos, que esta doctrina es muy peligrosa, incluso para los mismos fieles,
porque es contraria a las exhortaciones, porque echa por tierra la fe, y porque revuelve y hace
desfallecer el corazón de los hombres, todo esto que alegan es vano.
El mismo san Agustín no disimula que le han reprendido por todas estas razones, porque
explicaba con toda libertad la predestinación; pero él los refutó suficientemente, como era capaz
de hacerlo.
Respuesta. En cuanto a nosotros, como se nos objetan muy diversos absurdos respecto a
esta doctrina, será muy conveniente que respondamos a cada uno de ellos oportunamente. Por el
momento sólo deseo conseguir de todos los hombres en general, que no escudriñemos ni
queramos saber lo que el Señor ha escondido y no quiere que se sepa; y que no menospreciemos
lo que Él nos ha manifestado y declarado en su Palabra; y ello, para que por una parte no seamos
condenados por nuestra excesiva curiosidad, y de otra, por nuestra ingratitud. Porque dice muy
bien san Agustín ~ 2 que con toda seguridad podemos seguir la Escritura, la cual, como una
madre con su criatura, va poco a poco conociendo nuestra debilidad, para no dejarnos atrás.
En cuanto a los que son tan cautos y tímidos, que querrían que la Palabra de Dios fuese
del todo sepultada y jamás se hablase de ella para no perturbar a los corazones tímidos, ¿bajo qué
pretexto, pregunto yo, pueden ocultar su arrogancia cuando indirectamente tachan a Dios de loca
inconsideración, como si no hubiera visto antes el peligro, que ellos con su prudencia creen que
van a evitar?
Por tanto, todo el que hace odiosa la materia de la predestinación clara y abiertamente
habla mal de Dios, como si inadvertidamente se le hubiera escapado manifestar algo que no
puede menos de hacer gran daño a la Iglesia.
1º. La elección de las naciones. Pues bien, Dios ha dado testimonio de esta
predestinación, no solamente respecto a cada persona particular, sino también a toda la raza de
Abraham, a la cual ha puesto como ejemplo para que todo el mundo comprenda que es El quien
ordena cuál ha de ser la condición y estado de cada pueblo y nación. “Cuando el Altísimo”, dice
Moisés, “hizo heredar a las naciones; cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció
los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel. Porque la porción de Jehová es
su pueblo; Jacob la heredad que le tocó- (Dt. 32,8-9). Aquí se ve claramente la elección; y es que
en la persona de Abraham, como en un tronco seco y muerto, un pueblo es escogido y apartado
de los demás, que son rechazados. Pero la causa no aparece, sino que Moisés, a fin de suprimir
toda ocasión de gloriarse, enseña a sus sucesores que toda su dignidad consiste únicamente en el
amor gratuito de Dios. Porque pone como razón de su libertad, que Dios amó a sus padres y
escogió a su descendencia después de ellos (Dt.4, 37). Y en otro lugar habla todavía más
claramente: No por ser vosotros más en número que todos los pueblos os ha escogido, sino
porque Jehová os amó (Dt. 7,7-8). Esta advertencia la repite muchas veces: -He aquí, de Jehová,
tu Dios, son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra y todas las cosas que hay en ella.
Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de
ellos, a nosotros, de entre todos los pueblos” (Dt. 10, 14-15). Y en otro lugar les manda que sean
puros y santos, porque son elegidos como pueblo peculiar de Dios (Mt. 26,18-19). Y lo mismo
en otro pasaje repite que el amor que Dios les profesaba era la causa de que fuera su protector
(Dt.23, 5). Lo cual los fieles también confiesan a una voz: Él nos eligió nuestra heredad. la
hermosura de Jacob, al cual amó (Sal. 47,4). Pues ellos atribuyen a este amor gratuito todos los
ornamentos con que Dios les había adornado. Y esto no solamente porque sabían que no los
habían adquirido por ningún mérito suyo, sino también porque conocían que ni el mismo santo
patriarca Jacob tuvo virtud suficiente para adquirir para sí y para su posteridad tan singular
prerrogativa y dignidad. Y para mejor suprimir toda ocasión de orgullo y de soberbia, les echa en
cara a los judíos que ninguna cosa han merecido menos, que ésta de ser amados por Dios, puesto
que eran un “pueblo duro de cerviz” (Dt.9, 6).
También los profetas hacen muchas veces mención de esta elección para más afrentar a
los judíos por haberse apartado de ella tan vilmente.
Como quiera que sea, respondan ahora los que quieren ligar la elección de Dios a la
dignidad de los hombres, o a los méritos de las obras. Al ver que una nación es preferida a las
demás, y comprender que Dios no se movió por consideración de ninguna clase a inclinarse a
una nación tan pequeña y menospreciada, y lo que es peor, de gente mala y perversa, ¿van a
emprenderla con Dios porque tuvo a bien dar tal ejemplo de misericordia? Mas con todas sus
murmuraciones y lamentos no podrán impedir la obra de Dios; ni arrojando contra el cielo su
despecho, cual si fueran piedras, herirán ni perjudicarán Su justicia; antes bien les caerán en la
cara.
Se les recuerda también a los israelitas este principio de' la elección gratuita cuando se
trata de dar gracias a Dios, o de confirmarse en una esperanza respecto al futuro. “Él nos hizo, y
no nosotros a nosotros mismos; pueblo suyo somos, y ovejas de su prado” (Sal. 100, 3). La
negación que emplea no es superflua, sino que se añade para excluirnos a nosotros mismos, a fin
de que entendamos que de todos los bienes de que gozamos no solamente es Dios el autor, sino
además que Él mismo se ha movido a hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros
que las mereciera.
Nos exhorta también a que nos contentemos con el solo beneplácito de Dios, diciendo:
“Descendencia somos de Abraham, su siervo, hijos de Jacob, sus escogidos” (Sal. 105,6). Y
después de haber enumerado los continuos beneficios que habían recibido como fruto de su
elección, concluye que Dios se ha portado tan liberalmente con ellos por haberse acordado de su
pacto. A esta doctrina responde el cántico de toda la Iglesia: Tu diestra y tu brazo, y la luz de tu
rostro dieron esta tierra a tus padres, porque te complaciste en ellos (Sal. 44,3). Sin embargo
hemos de notar que cuando se hace mención de la tierra, se da como señal y marca visible de la
secreta elección de Dios, por la que fueron adoptados.
A la misma gratitud exhorta David al pueblo: “Bienaventurada la nación cuyo Dios es
Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para sí” (Sal. 33,12). Y Samuel los anima a tener
esperanza: “Jehová no desamparará a su pueblo, por su grande nombre; porque Jehová ha
querido hacernos pueblo suyo” (I Sm. 12,22). De la misma manera se anima a sí mismo David,
pues viendo su fe asaltada, se arma para poder resistir, diciendo:”Bienaventurado el que tú
escogieres y atrajeres a ti para que habite en tus atrios” (Sal. 65,4).
Mas como la elección que de otra manera permanecería escondida en Dios ha sido
ratificada, tanto con la primera libertad del cautiverio de los judíos, como con la segunda y con
otros diversos beneficios que tuvieron lugar, la palabra elegir se aplica algunas veces a estos
testimonios manifiestos, los cuales, sin embargo, llevan implícita esta elección. Como en Isaías:
'Jehová tendrá piedad de Jacob y todavía escogerá a Israel- (Is. 14, l). Porque hablando del futuro
dice que la reunión que verificará del resto del pueblo, al que parecía haber desheredado, será
una señal de que su elección permanecerá firme y estable, aunque parecía que ya había perdido
su fuerza y valor. Y cuando en otro lugar dice: “Te escogí, y no te deseché” (Is. 41,9),
engrandece el curso ininterrumpido de su amor paternal, que con tantos beneficios y mercedes
había mostrado. Y aún más claramente lo dice el ángel en Zacarías: “Y Jehová poseerá a Judá su
heredad en la tierra santa, y escogerá aún a Jerusalén” (Zac.2,12), como si al castigarla
ásperamente la hubiese reprobado, o que el destierro y cautiverio hubiese interrumpido la
elección, que siempre queda en su integridad e inviolable, aunque no siempre se vean las señales.
***
CAPITULO XXII
2. Ef. 1, 4-6 enseña quién es elegido, cuándo, en quién, en vista de qué, por qué razón
Para que la prueba sea más cierta debemos notar detalladamente todas las partes de este
pasaje, las cuales, todas juntas, quitan cualquier ocasión de dudar.
Cuando él habla de los “elegidos” no hay duda que entiende los fieles, como luego lo
explica. Por tanto, indebidamente tuercen este nombre los que lo aplican al tiempo en que fue
publicado el Evangelio.
Al decir san Pablo que los fieles fueron elegidos antes de la fundación del mundo suprime
toda consideración de dignidad. Porque ¿qué diferencia podría existir entre aquellos que aún no
habían nacido, y que luego habían de ser iguales a Adán?
En cuanto a lo que añade, que fueron elegidos en Cristo, se sigue no solamente que cada
uno fue elegido fuera de sí mismo, sino también que los unos fueron distinguidos de los otros,
pues vemos que no todos los hombres son miembros de Cristo.
En lo que sigue, que fueron elegidos para ser santos, claramente refuta el error de
aquellos que dicen que la elección procede de la pureza, puesto que claramente les contradice san
Pablo diciendo que todo el bien y virtud que hay en los hombres, es efecto y fruto de la elección.
Y si se busca una causa más profunda, responde san Pablo que Dios así lo ha
predestinado; y esto según el puro afecto de su voluntad, palabras con las que echa por tierra
todos los medios que los hombres han inventado para ser elegidos. Porque él afirma que todos
los beneficios que Dios nos hace para vivir espiritualmente proceden y nacen de esta fuente; a
saber, que ha elegido a quienes ha querido, y que antes de haber nacido les había preparado y
reservado la gracia que les quería comunicar.
3. Somos elegidos por gracia, sin consideración de obra alguna presente o futura, para
glorificar a Dios con nuestras obras
Doquiera que reina esta decisión de Dios no se hace caso alguno de las obras. Es verdad
que el Apóstol no lleva adelante aquí la antítesis existente entre estas dos cosas; pero la debemos
entender tal cual él mismo la supone en otro lugar: “Nos salvó y llamó con llamamiento santo, no
conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo
antes de los tiempos de los siglos” (2Tim.1,9). Ya hemos demostrado que lo que sigue a
continuación: para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él, nos libra de todo escrúpulo;
pues decir, que porque Dios ha previsto que seríamos santos, por eso nos ha escogido, es
trastornar el orden que guarda san Pablo.
Podemos, pues, concluir con toda seguridad: Si Dios nos ha escogido para que fuésemos
santos, entonces no nos ha escogido por haber previsto que lo seríamos; pues son dos cosas
contrarias, que los fieles tengan su santidad por la elección, y que por esta santidad de sus obras
hayan sido elegidos.
Y de nada valen los sofismas a los que corrientemente se acogen sosteniendo que es
verdad que Dios comunica la gracia de su elección no por los méritos que hayan podido
preceder, sino por los que habían de venir. Porque cuando dice el Apóstol que los fieles fueron
escogidos para que fuesen santos, a la vez da a entender que la santidad que habían de tener trae
su origen y principio de la elección. Mas, ¿cómo concordar que lo que es el efecto de la elección
haya sido causa de la misma'? Además el Apóstol confirma aún más claramente lo que había
dicho, añadiendo que Dios nos ha escogido según el puro afecto de su voluntad, que en sí mismo
había decretado. Porque esto vale tanto como decir, que ninguna cosa consideró fuera de sí
mismo al hacer esta deliberación. Por esta razón prosigue luego que toda la suma de nuestra
elección se debe referir al fin de ser “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef. 1,6).
Ciertamente la gracia de Dios no merecería ser ella sola glorificada en nuestra elección, si ésta
no fuera gratuita; y no sería gratuita, si Dios al elegir a los suyos, tuviese en cuenta cuáles hablan
de ser las obras de cada uno.
Así pues, lo que decía Jesucristo a sus discípulos vemos que es muy gran verdad en todos
los fieles: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros- (Jn. 15,16). Con lo
cual Jesucristo no solamente excluye los méritos pasados, sino que además da a entender a sus
discípulos que nada tenían por lo que merecieran ser elegidos, si Su misericordia no se les
hubiera adelantado. De esta manera se ha de entender lo que dice san Pablo:” ¿Quién le dio a él
primero para que le fuese recompensado?- (Rom. 11, 35). Porque él quiere probar que la bondad
de Dios de tal manera previene a los hombres.. que no halla cosa alguna en lo pasado ni en el
futuro por la cual poder reconciliarse con ellos.
5. ¿Con qué podrán oscurecer estas palabras los que en la elección atribuyen algo a las obras,
precedentes o futuras? Ello sería destruir totalmente lo que pretende probar el Apóstol, que la
diferencia entre estos dos hermanos no depende de ninguna consideración de las obras, sino de la
pura vocación de Dios, puesto que Él estableció esta diferencia entre ellos aun antes de nacer. Y
ciertamente san Pablo no hubiera ignorado esta sutileza que usan los sofistas, si tuviera algún
fundamento; pero como sabía perfectamente que nada bueno puede prever Dios en el hombre,
sino lo que hubiere determinado darle por la gracia de la elección, no tiene en cuenta este orden
perverso de preferir las buenas obras a la causa y origen de las mismas.
Vernos, pues, por las palabras del Apóstol que la salvación de los fieles se funda sobre la
sola benevolencia de Dios, y que este favor y gracia no se alcanza con ninguna obra, sino que
proviene de su gratuita vocación. Tenemos también una especie de espejo o cuadro en que se nos
representa esto mismo. Hermanos son Jacob y Esaú; engendrados de un mismo padre y una
misma madre, e incluso enclaustrados en el mismo seno materno antes de nacer. Todas estas
cosas son iguales entre ellos; sin embargo el juicio de Dios hizo gran diferencia entre ellos;
porque al uno lo escoge, y al otro lo rechaza. No existía otra razón para que el uno pudiese ser
preferido al otro, que la sola primogenitura; pero ni eso se tuvo en cuenta, y se da al menor lo
que se niega al mayor. Más aún; en muchos otros parece que Dios a propósito ha menospreciado
la primogenitura, a fin de quitar a la carne toda materia y ocasión de gloriarse; rechazando a
Ismael, pone Dios su corazón en Isaac; rebajando a Manasés, prefiere a Efraín.
6. En ese pasaje el Apóstol no fuerza de ningún modo los textos del Antiguo Testamento y está de
acuerdo con san Pedro
Y si alguno replica que no se puede en virtud de estos detalles sin importancia
pronunciarse en lo que se refiere a la vida eterna, y que es pura burla querer concluir que el que
fue exaltado al honor de la primogenitura, ése fuese adoptado para ser heredero del reino de Dios
- pues hay muchos que no perdonan ni al mismo san Pablo, acusándole de haber retorcido el
sentido de la Escritura para aplicarlo a esta materia - respondo, como ya lo he hecho, que el
Apóstol no habló inconsideradamente, ni ha retorcido el sentido de la Escritura, sino que veía - lo
cual esta gente no puede considerar - que Dios quiso declarar con una marca y señal corporal la
elección espiritual de Jacob, la cual de otra manera permanecía secreta en su oculto consejo.
Porque si no referimos la primogenitura dada a Jacob a la vida futura, la bendición que recibió
sería vana y ridícula, puesto que de ella no obtuvo más que muchas miserias y desventuras, un
triste destierro y grandes congojas y angustias. Viendo, pues, san Pablo que con esta bendición
externa había testimoniado una bendición espiritual y no caduca, la cual había preparado en su
reino a su siervo Jacob, no dudó en tomar como argumento y prueba la primogenitura que había
recibido, para probar que había sido elegido por Dios.
Debemos también recordar que la tierra de Canaán fue una prenda de la herencia del
reino de los cielos; de manera, que no debemos dudar que Jacob fue incorporado a Jesucristo
para ser compañero de los ángeles en la vida celestial. Es, pues, elegido Jacob y rechazado Esaú;
y son diferenciados por la predestinación de Dios aquellos entre los cuales no existía diferencia
alguna en cuanto a los méritos.
Si se quiere saber la causa, es la que da el Apóstol: que fue dicho a Moisés: Tendré
misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca
(Rom.9,15). Pregunto yo: ¿qué quiere decir esto? Sin duda el Señor clarísimamente asegura que
no existe entre los hombres ningún otro motivo para que les otorgue beneficios que su sola y
pura misericordia. Por tanto, si Dios solo establece y ordena en sí mismo tu salvación, ¿a qué
desciendes a ti mismo? ¿Por qué te lo aplicarás a ti mismo? Puesto que Él te señala como causa
total su sola misericordia, ¿por qué te vas a apoyar en tus propios méritos? Si Él quiere que
pongas todos tus pensamientos en su sola misericordia, ¿por qué vas a aplicar tú una parte a la
consideración de las obras?
Es, pues, necesario volver a aquel reducido número del que dice san Pablo en otro lugar
que desde antes lo conoció (Rom. 11, 2); no como éstos se lo imaginan, que Él prevé todas las
cosas permaneciendo ocioso y sin preocuparse de nada, sino en el sentido en que esta palabra se
toma muchas veces en la Escritura. Porque cuando san Pedro dice en los Hechos, que Jesucristo -
(fue) entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” Hch. 2,23), no
presenta a Dios como un simple espectador, sino como autor de nuestra salvación. El mismo san
Pedro al decir que los fieles, a los que él escribía, “(eran) elegidos según la presciencia de Dios”
(1 Pe. 1,2), con estas palabras declara propiamente aquella arcana y secreta predestinación, con
la que Dios señaló como hijos suyos a los que Él quiso.
Al añadir la palabra “propósito” como sinónimo, siendo así que significa una firme
determinación, nos enseña que Dios no sale de sí mismo para buscar la causa de nuestra
salvación. Y en ese sentido dice en el mismo capítulo que Cristo fue el cordero ya destinado
desde antes de la fundación del mundo (1 Pe. 1, 19-20); porque, ¿qué cosa habría más fría que
decir que Dios había estado mirando desde arriba, de donde venía la salvación a los hombres?
Así pues, vale tanto en san Pedro “pueblo preconocido”, como en san Pablo un “remanente-
sacado de una ingente multitud que falsamente se jacta del nombre de Dios.
También en otro lugar san Pablo, para abatir el orgullo y la jactancia de aquellos que
cubriéndose meramente con el título externo, como con una máscara, se asignan el primer lugar
en la Iglesia como columnas de la misma, dice: “Conoce el Señor a los que son suyos- (2Tim.
2,19).
Finalmente ` san Pablo con estas palabras señala dos pueblos; uno es toda la descendencia
de Abraham; el otro, la parte que de él fue sacada y que Dios se reserva para sí como un tesoro,
de tal manera, que los hombres no saben dónde está. Y no hay duda que él lo ha tomado de
Moisés, el cual afirma que Dios será misericordioso con quienes quiera - aunque hable del
pueblo escogido, cuya condición en apariencia era igual -; como si dijera que no obstante ser
común y general la adopción, sin embargo Él se había reservado una gracia aparte, como un
singular tesoro, para aquellos a quienes tuviese a bien comunicarla; y que el pacto general no
impedía que El se escogiera y apartara un número reducido de entre aquella multitud. Y
queriendo mostrarse como Señor absoluto y que libremente puede dispensar esto, expresamente
niega que haya de ser misericordioso con uno más que con el otro, sino porque así le place; pues
si la misericordia no se presenta sino a aquellos que la buscan, es cierto que no son rechazados;
pero ellos previenen y adquieren en parte este favor, cuya alabanza Dios se atribuye y guarda
para sí mismo.
***
CAPITULO XXIII
2. b. ¿No sería injusto que Dios destinara a la muerte a criaturas que no le han ofendido aún?
Con esto bastaría para personas modestas y temerosas de Dios que tienen presente que
son meros seres humanos. Mas como estos perros rabiosos profieren contra Dios no sólo una
especie de blasfemia, es necesario que respondamos en particular a cada una de ellas, pues los
hombres carnales en su locura disputan con Dios de diversas maneras, como si Él estuviese
sometido a sus reprensiones.
Preguntan primeramente por qué se enoja Dios con las criaturas que no le han agraviado
con ofensa de ninguna clase. Porque condenar y destruir a quien bien le pareciere es más propio
de la crueldad de un verdugo, que de la sentencia legítima de un juez. Y así les parece que los
hombres tienen justo motivo para quejarse de Dios, si por su sola voluntad y sin que ellos lo
hayan merecido, los predestina a la muerte eterna.
Dios no hace nada injusto: su voluntad es /a regla supremo de toda justicia. Si alguna vez
entran semejantes pensamientos en la mente de los fieles, estarán debidamente armados para
rechazar sus golpes, con sólo considerar cuán grave mal es investigar los móviles de la voluntad
de Dios, puesto que de cuantas cosas suceden, ella es la causa con toda justicia. Porque, si
hubiera algo que fuera causa de la voluntad de Dios, sería preciso que fuera anterior y que
estuviera como ligada por ello lo cual es grave impiedad sólo concebirlo. Porque de tal manera
es la voluntad de Dios la suprema e infalible regla de justicia, que todo cuanto ella quiere, por el
solo hecho de quererlo ha de ser tenido por justo. Por eso, cuando se pregunta por la causa de
que Dios lo haya hecho así, debemos responder: porque quiso. Pues si se insiste preguntando por
qué quiso, con ello se busca algo superior y más excelente que la voluntad de Dios; lo cual es
imposible hallar. Refrénese, pues, la temeridad humana. y no busque lo que no existe, no sea que
no halle lo que existe. Este, pues, es un freno excelente para retener a todos aquellos que con
reverencia quieran meditar los secretos de Dios.
Contra los impíos, a quienes nada les importa y que no cesan de maldecir públicamente a
Dios, el mismo Señor se defenderá adecuadamente con su justicia, sin que nosotros le sirvamos
de abogados, cuando quitando a sus conciencias toda ocasión de andar con tergiversaciones y
rodeos, les haga sentir su culpa.
Dios, siendo la bondad y la justicia, es su propia ley para sí mismo. Sin embargo, al
expresarnos así no aprobamos el desvarío de los teólogos papistas en cuanto a la potencia
absoluta de Dios; error que hemos de abominar por ser profano.' No nos imaginamos un Dios sin
ley, puesto que Él es su misma ley; pues - como dice Platón - los hombres por estar sujetos a los
malos deseos, tienen necesidad de la ley; mas la voluntad de Dios, que no solamente es pura y
está limpia de todo vicio, sino que además es la regla suprema de perfección, es la ley de todas
las leyes. Nosotros negamos que esté obligado a darnos cuenta de lo que hace; negamos también
que nosotros seamos jueces idóneos y competentes para fallar en esta causa de acuerdo con
nuestro sentir y parecer. Por ello, si intentamos más de lo que nos es lícito temamos aquella
amenaza del salmo que Dios será reconocido justo y tenido por puro cuantas veces sea juzgado
por hombres mortales (Sal. 51, 4).
3. Dios no está obligado a conceder su gracia al pecador que encuentra en sí mismo la causa de
su condenación
He aquí cómo Dios con su silencio puede reprimir a sus enemigos. Mas para que no
permitamos que su santo Nombre sea escarnecido, sin que haya quien lidie por su honra, Él nos
da armas en su Palabra, para que les resistamos. Por tanto, si alguno nos ataca preguntándonos
por qué Dios desde el principio ha predestinado a la muerte a algunos, que no podían haberla
merecido, porque aún no habían nacido, la respuesta será preguntarles en virtud de qué piensan
que Dios es deudor del hombre si lo consideran según su naturaleza. Estando, como todos lo
estamos, corrompidos y contaminados por los vicios, Dios no puede por menos de aborrecernos;
y esto no por una tiranía cruel, sino por una perfecta justicia. Ahora bien, si todos los hombres
por su natural condición merecen la muerte eterna, ¿de qué iniquidad e injusticia, pregunto yo,
podrán quejarse aquellos a quienes Dios ha predestinado a morir? Vengan todos los hijos de
Adán; discutan con Dios por qué antes de ser engendrados han sido predestinados por su
providencia eterna a perpetua miseria; ¿qué podrán murmurar contra Dios cuando les traiga a la
memoria quiénes son ellos? Si todos están hechos de una masa corrompida, no podemos
extrañarnos de que estén sujetos a condenación. No acusen, pues, a Dios de injusticia, si por su
juicio eterno son destinados a muerte; a la cual, mal que les pese, su propia naturaleza les lleva,
como ellos perfectamente comprenden.
Por aquí se ve claramente cuán perversa es la inclinación de esta gente a murmurar contra
Dios, pues a sabiendas encubren la causa de su condenación, la cual se ven forzados a reconocer
en sí mismos: y así, por más que lo doren, no se podrán justificar. Aunque yo confesase cien
veces que Dios es el autor de su condenación - lo cual es muy verdad -, no por ello se purificarán
del pecado que está esculpido en sus conciencias y que a cada paso se presenta ante sus ojos.
Preguntan también si han sido predestinados por disposición de Dios a esta corrupción,
que afirmamos es la causa de su ruina. Porque si es así, cuando perecen en su corrupción no
hacen otra cosa que llevar sobre sí la calamidad en que por haber sido predestinados para esto,
cayó Adán y precipitó consigo a toda su posteridad. ¿No será, pues, injusto Dios, que tan
cruelmente se burla de sus criaturas?
6. Segunda objeción: ¿Por qué Dios va a castigar aquello cuya causa es Su predestinación?
Otra objeción formula además la impiedad, si bien no tiende tanto a acusar a Dios, como
a excusar el pecado de ellos; aunque, a decir verdad, el pecador que es condenado por Dios no
puede justificarse sin infamar al Juez que lo condena.
Se queja, pues, esta gente contra Dios, diciendo que cómo podría Él imputar a los
hombres como pecado las cosas que Él con su predestinación les ha obligado necesariamente a
hacer. Pues, ¿qué podrían hacer ellos? ¿Resistir a Sus decretos? Esto sería inútil, ya que no
podrían prevalecer contra ellos. Luego, Dios no los castiga justamente por cosas cuya causa
principal es Su predestinación.
No se puede oponer en Dios presciencia y voluntad. Por mi parte concedo gustoso que la
sola presciencia no causa necesidad alguna en las criaturas. Aunque no todos estén de acuerdo en
esto; pues hay algunos que la hacen causa de todas las cosas. Pero me parece que Lorenzo Valla,
hombre por otra parte no muy versado en la Escritura, ha considerado esto con mucha sutileza y
prudencia, al decir que esta disputa es inútil; y la razón que da es que la vida y la muerte son más
acciones y obras de la voluntad de Dios que de su presciencia. Si Dios solamente hubiera
previsto lo que había de acontecer a los hombres, y no lo ordenase según su gusto, entonces con
toda razón se plantearía la cuestión de saber qué necesidad pondría en los hombres la divina
presciencia; pero como quiera que Él no ve las cosas futuras en ninguna otra razón, sino porque
El ha determinado que así sean, es una locura rompernos la cabeza disputando acerca de lo que
causa y obra su presciencia, cuando es evidente, que todo se hace por ordenación y disposición
divina.
9. Puede que alguno diga que aún no he aducido una razón capaz derefrenar aquella blasfema
excusa.
Confieso que esto es imposible, porque la impiedad siempre murmurará. Sin embargo me
parece que he dicho lo suficiente para quitar al hombre no sólo toda razón, sino hasta el pretexto
de murmurar.
Los réprobos desean una excusa a su pecado, diciendo que no pueden evitar pecar por
necesidad; principalmente cuando esta necesidad les viene impuesta por ordenación divina. Yo,
por el contrario, les niego que esto sea suficiente para excusarlos, puesto que esta ordenación de
Dios de la que se quejan es justa. Y aunque su justicia y equidad nos sea desconocida, sin
embargo es bien cierta. De lo cual concluimos que no sufren castigo alguno que no les sea
impuesto por el justo juicio de Dios.
Enseñamos también que obran muy mal al querer poner sus ojos en los secretos
inescrutables del consejo divino, para inquirir y saber el origen de su condenación, disimulando y
no haciendo caso de la corrupción de su naturaleza, de la cual realmente procede. Y que esta
corrupción no se debe imputar a Dios se ve claramente, porque Él mismo dio buen testimonio de
su creación. Porque aunque por la providencia eterna de Dios, el hombre haya sido creado para
caer en la miseria en que está, sin embargo éste tomó la materia de sí mismo, y no de Dios; pues
la razón de que se haya perdido no es otra sino haber degenerado de la pura naturaleza en la que
Dios lo creó, a la perversidad y maldad.
El fin de nuestra elección es vivir santamente. San Pablo trata convenientemente de los
sordos gruñidos de aquellos puercos. Dicen que no les importa vivir disolutamente, porque si son
del número de los elegidos sus pecados no serán obstáculo para que al fin se salven. Sin embargo
san Pablo nos enseña lo contrario cuando dice que Dios nos ha escogido para que llevemos una
vida santa e irreprensible delante de Él (Ef. 1,4).
Si el fin y la meta de la elección es la santidad de vida, ella debe más bien despertarnos y
estimularnos a emplearnos alegremente en la santidad, que no a buscar pretextos con que
encubrir nuestra pereza y descuido. Porque es muy grande la diferencia entre estas dos cosas:
dejar de obrar bien y no preocuparse de ello porque la elección basta para salvarnos, y que el
hombre es elegido para que se ejercite en obrar bien. No tengamos, pues, nada que ver con tales
blasfemias, que trastornan de arriba abajo el orden de la elección.
En cuanto a la otra afirmación, que el hombre reprobado por Dios perdería el tiempo y no
conseguiría nada si procurase agradarle con la inocencia y promesa de vida, en esto se les
convence de que hablan desvergonzadamente. Pues, ¿de dónde les podría venir este deseo, sino
de la elección? Porque todos aquellos que son del número de los réprobos, siendo como son
vasos hechos para afrenta, no dejan de provocar contra sí mismos la ira de Dios con sus
perpetuas abominaciones, ni cesan de confirmar con manifiestas señales que el juicio de Dios
está ya pronunciado contra ellos; ¡tan lejos están de resistirle en vano!
Testimonios de san Agustín. Todo esto lo he tomado fielmente de san Agustín. Mas como
puede que sus palabras tengan más autoridad que las mías, seguiré citando de él lo que sea
oportuno.
“Si algunos”, dice él, “después de oír esto se entregan a la negligencia y abandonando el
esfuerzo se van en pos de sus apetitos y deseos, ¿debemos nosotros por esta causa pensar que es
falso lo que se ha dicho de la presciencia de Dios? ¿Es que no ha de suceder que sean buenos
aquellos que Dios ha previsto que lo sean, por muy grande que sea la maldad en que al presente
se hallen encenagados; y que si Él ha previsto que sean malos realmente lo sean, por más santos
que ahora parezcan? ¿Será preciso por esto negar o callar lo que con toda verdad se dice de la
presciencia de Dios; principalmente cuando callando se cae en otros errores?-' Y:”Una cosa es
callar la verdad, y otra tener necesidad de decir la verdad. Sería muy largo buscar todas las
causas que hay para callar la verdad; pero entre otras hay una, y es no hacer peores a los que no
entienden, por querer hacer más doctos a los que entienden, los cuales por decir nosotros
semejantes cosas, no serían más doctos, ni tampoco peores. Suponiendo, pues, que decir la
verdad produzca el efecto de que al decirla nosotros, el que no la entiende se haga peor, y que si
la callamos, el que la pueda entender corra algún peligro, ¿qué nos parece deberíamos hacer en
tal caso? ¿Es que no deberíamos decir la verdad, para que los que la puedan entender la
entiendan, y no callar, de manera que ambos queden ignorantes, y que aun el más entendido se
haga peor, cuando de oírla él y entenderla, otros muchos la aprenderían por medio de él?
Nosotros no rehusamos decir lo que la Escritura afirma que es lícito oír. Tememos que al hablar
nosotros se escandalice y ofenda el que no la puede entender; y no tememos, que por callar, se
engañe el que la puede entender.”
Después aún más claramente confirma esto mismo, terminando con esta breve
conclusión: “Por tanto, si los apóstoles y los Doctores de la Iglesia que les siguieron hicieron lo
uno y lo otro: tratar piadosamente de la eterna elección de los fieles y mantenerlos en un orden
santo de bien vivir, ¿cuál es la causa de que estos nuevos Doctores, forzados y convencidos por
la invencible potencia de la verdad, dicen que no se debe predicar al pueblo la predestinación,
aunque lo que de ello se diga sea verdad? Más bien, pase lo que pase, se debe predicar, para que
el que tiene oídos para oír oiga. ¿Y quién los tiene, si no los ha recibido de Aquel que promete
darlos? Así pues, el que no ha recibido tal don, que rechace la buena doctrina, con tal que el que
lo ha recibido tome y beba, beba y viva. Porque siendo necesario predicar las buenas obras para
que Dios sea servido como conviene, también se debe predicar la predestinación, para que el que
tiene oídos se gloríe de la gracia de Dios en Dios, y no en sí mismo”.”
14. Prudencia y caridad son necesarias en la enseñanza de la predestinación
Sin embargo, como este santo Doctor tenía un singular celo y deseo de edificar las almas,
tiene cuidado de moderar la manera de enseñar la verdad de tal forma, que se guarda con gran
prudencia en cuanto es posible de escandalizar a nadie; pues advierte que la verdad se puede
decir también con gran provecho.
Si alguno hablase de esta manera al pueblo: Si no creéis es porque Dios os ha
predestinado ya para condenaros; éste no sólo alimentaría la negligencia, sino también la malicia.
Y si alguno fuese más allá y dijese a sus oyentes que ni en el futuro habían de creer por estar ya
reprobados, esto sería maldecir en vez de enseñar. Esta clase de gente, san Agustín quiere, toda
razón, que no tenga nada que ver con la Iglesia, puesto que carecen del don de enseñar y
atemorizan a las personas sencillas e ignorantes. Pero en otro lugar 3 dice que “el hombre
aprovecha la corrección cuando Aquel que hace aprovechar aun sin corrección, se compadece y
le ayuda; pero, ¿por qué El ayuda a uno o a otro? No digamos que el juicio es del barro, y no del
alfarero.
Poco después: “Cuando los hombres por medio de la corrección vuelven al camino de la
justicia, ¿quién es el que obra en sus corazones la salvación, sino Aquel que da el crecimiento,
sea uno u otro el que plante y el que riega? (1Cor. 3,6). Cuando a Dios le place salvar a un
hombre, no hay libre albedrío de hombre que lo impida y resista”. “Por tanto no hay lugar a
dudas, sino que debe tenerse por absolutamente cierto, que las voluntades de los hombres no
pueden resistir a la voluntad de Dios, el cual hace en el cielo y en la tierra todo cuanto quiere, e
incluso ha hecho lo que ha de suceder, puesto que con las mismas voluntades de los hombres
hace todo cuanto quiere” 4. Y también: “Cuando Él quiere atraer a los hombres, ¿Los ata quizás
con ligaduras corporales? Obra interiormente; interiormente retiene los corazones; interiormente
mueve los corazones, y atrae a los hombres con la voluntad que ha formado en ellos”.
Sobre todo no se puede omitir en manera alguna lo que luego añade; a saber, que como
nosotros no sabemos quiénes son los que pertenecen o dejan de pertenecer al número y compañía
de los predestinados, debemos tener tal afecto, que deseemos que todos se salven; y así,
procuraremos hacer a todos aquellos que encontráremos partícipes de nuestra paz.
Subrayemos esta conclusión, que responde al reproche formulado con frecuencia de que
la doctrina de la elección sería un obstáculo al fervor de la evangelización.
Por lo demás, nuestra paz no reposará más que en los que son hijos de paz.
En conclusión: nuestro deber es usar, en cuanto nos fuere posible, de una corrección
saludable y severa, a modo de medicina; y esto para con todos, a fin de que no se pierdan y no
pierdan a los otros; mas a Dios le corresponde hacer que nuestra corrección aproveche a aquellos
que Él ha predestinado.
***
CAPITULO XXIV
Testimonio de san Bernardo. Ya fin de que este testimonio no parezca débil y de poca
importancia, consideremos cuán grande claridad y certidumbre trae consigo. A este respecto san
Bernardo se expresa muy a propósito. Después de haber hablado de los réprobos, dice estas
palabras: “El propósito de Dios permanece firme, la sentencia de paz está asegurada sobre los
que le temen, disimulando sus males y remunerando sus bienes, para que de una extraña manera,
no solamente sus bienes, sino aun sus males se conviertan en bien. ¿Quién acusará a los elegidos
de Dios? A mí me basta solamente para poseer la justicia tener propicio y favorable a Aquel
contra quien pequé. Todo cuanto Él ha determinado no imputarme es como si nunca hubiera
existido”.' Y poco después: Oh lugar de verdadero reposo, al cual no sin razón podría llamar
cámara en la que Dios es visto, no como turbado por la ira o angustiado por la preocupación, sino
en la que se conoce que su benevolencia es buena, agradable y perfecta. Esta visión no espanta ni
asombra, sino que sosiega y halaga; no suscita curiosidad alguna llena de inquietud, sino que la
apacigua; no turba los sentidos, sino que los aquieta. He aquí donde de veras se consigue reposo:
que Dios estando apaciguado nos tranquiliza, porque nuestro reposo es verlo y tenerlo apacible. 2
El llamamiento eficaz implica la perseverancia final. Mas puede que alguno diga que
debemos estar solícitos y acongojados por lo que en el futuro nos pueda acontecer. Porque así
como san Pablo dice que Dios llama a aquellos que ha escogido (Rom. 8,30), también el Señor
prueba que”muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt.22,14); y el mismo san Pablo en otro
lugar nos exhorta a estar seguros: “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1Cor. 10, 12).
Y: “Tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme (Rom. 11,20). Finalmente, la
experiencia misma muestra suficientemente que el llamamiento y la fe sirven de muy poco, si
juntamente no hay perseverancia, la cual se nos da a todos.
Pero Cristo nos ha librado de esta solicitud. Porque sin duda estas promesas se refieren al
futuro: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene no le echo fuera” y: “Esta
es la voluntad del que me ha enviado: que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida
eterna; y yo lo resucitaré en el día postrero- (Jn.6, 37.40). Igualmente: “Mis ovejas oyen mi voz,
y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy la vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de -mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede
arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10, 27-29). Y cuando dice que toda planta que su Padre
no plantó será arrancada (Mt. 15,13), prueba por el contrario, que es imposible que los que han
echado vivas raíces en Dios puedan ser arrancados de El. Está de acuerdo con ello lo que dice
san Juan: “Si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Jn. 2,19). Y ésta
es la razón por la que san Pablo se atreve a gloriarse frente a la muerte y la vida, frente a lo
presente y lo por venir (Rom.8,38); gloria que debe estar fundada sobre el don de la
perseverancia. Y no hay duda que se refiere a todos los elegidos al decir: “El que comenzó en
vosotros la obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Flp. 1,6). Y David, cuando
titubeaba en la fe, se apoyaba en este fundamento: “(Señor), no desampares la obra de tus
manos” (Sal. 138,8). Y el mismo Jesucristo, cuando ora por los elegidos no hay duda de que en
su oración pide lo mismo que pidió por san Pedro; a saber, que su fe no falte (U.22, 32). De lo
cual concluimos que están fuera de todo peligro de apartarse por completo de Dios, puesto que al
Hijo de Dios no le fue negada su petición de que sus fieles perseverasen constantes. ¿Qué nos
quiso enseñar Cristo con esto, sino que confiemos en que seremos salvos para siempre, puesto
que Él nos ha recibido por suyos?
10. Mientras espera a llamarlos, Dios preserva a los elegidos de toda impiedad desesperada
Ciertamente los elegidos no son congregados por el llamamiento en el aprisco de Cristo
desde el seno de su madre, ni todos a la vez, sino según el Señor tiene a bien dispensarles su
gracia. Antes de ser conducidos a este sumo Pastor, andan errantes como los demás, dispersos
unos por un lado, y otros por otro, en el común desierto del mundo; y en nada difieren de los
demás, sino en que el Señor los ampara con una singular misericordia para que no se precipiten
en el despeñadero de la muerte eterna. Si no fijamos en ellos no veremos más que hijos de Adán,
que no pueden parecerse sino al perverso y desobediente padre del que proceden; y el que no
caigan en una impiedad suprema y sin remedio no se debe a la natural bondad que pueda haber
en ellos, sino a que los ojos de Dios velan por ellos y su mano está extendida para guardarlos.
Porque los que sueñan que tienen no sé qué semilla de elección arraigada en su corazón desde su
nacimiento y que en virtud de ella se inclinan a la piedad y al temor de Dios, no tienen
testimonio alguno con que defenderse, y la misma experiencia les convence de ello.
Citan algunos ejemplos para probar que los elegidos, aun antes de su iluminación, no
estaban fuera de la religión; dicen que san Pablo vivió de manera irreprensible en su fariseísmo
(Flp. 3,5-6); y que Cornelio fue acepto a Dios por sus limosnas y sus oraciones (Hch. 10,2).
Respecto a san Pablo, admito que están en lo cierto; pero se engañan en el caso de
Cornelio; pues bien claro se ve que estaba iluminado y regenerado, de forma que nada le faltaba,
sino que le fuese revelado manifiesta y claramente el Evangelio. Pero, aun cuando esto fuese así,
¿qué podrían concluir de aquí? ¿Que todos los elegidos han tenido siempre el Espíritu de Dios?
Esto sería como si alguno, después de demostrar la integridad de Arístides, Sócrates, Escipión,
Curión, Camilo y otros personajes semejantes, concluyera de ahí que cuantos han vivido
ciegamente en su idolatría han llevado una vida santa y pura. Pero además de que su argumento
no vale nada, la Escritura les contradice abiertamente en muchos lugares. Porque el estado y
condición en que los efesios, según san Pablo, vivieron antes de ser regenerados, no muestra un
solo grano de esta simiente: “Estabais”, dice, “muertos en vuestros delitos y pecados, en los
cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de
la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales
también todos nosotros vivimos en otro tiempo en las obras de nuestra carne, haciendo la
voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que
los demás- (Ef. 2,1-3). Y también: “En otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el
Señor; andad como hijos de luz” (Ef. 5,8).
Puede que alguno diga que esto ha de referirse a la ignorancia del verdadero Dios en la
cual también ellos confiesan que los elegidos han vivido antes de su llamamiento. Pero esto sería
una insolente calumnia, puesto que san Pablo concluye de lo dicho que los efesios no deben en
adelante mentir ni robar (Ef. 25-28). Mas, aunque fuese como ellos dicen, ¿qué responderán a
otros pasajes de la Escritura? Así cuando el mismo Apóstol, después de advertir a los corintios
de que “ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni
los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos... heredarán el reino de Dios”, inmediatamente añade
que ellos se vieron envueltos en los mismos crímenes antes de conocer a Cristo; pero que al
presente estaban lavados en la sangre de Jesucristo y habían sido liberados por su Espíritu (1Cor.
6,9-1 l). Y a los romanos: “Así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir
a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para
servir a la justicia. Porque, ¿qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os
avergonzáis?” (Rom.6, 19-21).
11. Antes de ser llamados, todos los elegidos son ovejas descarriadas
¿Qué semilla de elección, pregunto yo, fructificaba en aquellos que habían vivido toda la
vida mal y deshonestamente y que, como desahuciados, ya se hundían en el vicio más execrable?
Si el Apóstol hubiera querido expresarse conforme al parecer de estos nuevos doctores, hubiera
debido mostrar cuán obligados estaban a la liberalidad que Dios había usado con ellos, al no
dejarlos caer en tan grande abominación. E igualmente, también san Pedro debería exhortar a los
destinatarios de su carta a ser agradecidos a Dios por la perpetua semilla de elección que había
plantado en ellos. Mas por el contrario, les amonesta porque ya es suficiente que en el pasado
dieran rienda suelta a toda clase de vicios y abominaciones (1 Pe.4,3).
¿Y qué decir si pasamos a dar ejemplo? ¿Qué semilla de justicia había en Rahab la
ramera antes de creer (Jos.2, 1)? ¿Qué semilla en Manasés, cuando hacía derramar la sangre de
los profetas hasta el punto, por así decirlo, que la ciudad de Jerusalén estaba anegada en sangre
(2 Re. 21,16)? ¿Y qué decir del ladrón, que en el último suspiro se arrepintió de su mala vida
(Lc. 23,41-42)?
No hagamos, pues, caso de estas nuevas invenciones que hombres inquietos y temerarios
se forjan sin fundamento alguno en la Escritura. Atengámonos firmemente a lo que dice la
Escritura, que “todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su
camino(Is. 53,6); es decir, por la perdición. A aquellos a quienes ha determinado librar de este
abismo de perdición, el Señor los deja hasta la -Ocasión y el momento oportunos, cuidando
solamente de que no caigan en una blasfemia irremisible.
12. Los réprobos son privados de la Palabra de Dios o endurecidos con ella
Así como el Señor, con la virtud y eficiencia de su llamamiento, guía a los elegidos a la
salvación a que por su eterno decreto los ha predestinado; así también dispone y ordena contra
los réprobos Sus juicios, con los cuales ejecuta lo que había determinado hacer de ellos. Por eso,
a aquellos a quienes ha creado para condenación y muerte eterna, para que sean instrumentos de
su ira y ejemplo de su severidad, a fin de que vayan a parar al fin y meta que les ha señalado, los
priva de la libertad de oír su Palabra, o con la predicación de la misma los ciega y endurece más.
Aunque del primer caso hay muchos ejemplos, me contentaré con aducir uno mucho más notable
que los demás. Casi cuatro mil años pasaron antes de la venida de Jesucristo, durante los cuales
el Señor ocultó y escondió a todas las gentes la salvífica luz de su doctrina. Si alguno objeta que
Dios no les comunicó tan grande bien debido a que los juzgó indignos de él, diremos que
ciertamente los que después vinieron no lo merecieron más que sus antecesores. De lo cual,
además de la evidencia que la experiencia misma nos da, el profeta Malaquías, en el capítulo
cuarto de su profecía, nos presenta un testimonio inequívoco. Después de haberse levantado
contra la incredulidad, las enormes blasfemias y otros crímenes y pecados, asegura que, a pesar
de todo, el Redentor no dejará de venir (Mal. 4, 1). ¿Cuál es, entonces, la causa de que hiciera
esta gracia a éstos, y no a los otros? En vano se atormentaría el que quisiera buscar otro motivo
más alto que el secreto e inescrutable designio de Dios. No hay que temer que, si algún discípulo
de Porfirio o cualquier otro blasfemo se toma la libertad de recriminar la justicia de Dios, no
tengamos modo de responderle. Porque cuando decimos que nadie es condenado sin que lo
merezca, y que es gratuita misericordia de Dios que algunos se libren de la condenación y se
salven, es esto suficiente para mantener la gloria de Dios, y no es menester, según se dice, andar
por las ramas para defenderla de las calumnias de los impíos. Por tanto, el soberano Juez dispone
Su predestinación cuando, privando de la comunicación de Su luz a quienes ha reprobado, los
deja en tinieblas.
Por lo que se refiere a lo segundo, la experiencia común de cada día y numerosos
ejemplos de la Escritura nos demuestran que es verdad.' De cien personas que oyen el mismo
sermón, veinte lo aceptarán con pronta fe, y las demás no harán caso de él; se reirán de él, lo
rechazarán y condenarán. Si alguno objeta que esta diversidad procede de la malicia y
perversidad de los hombres, no será esto suficiente; porque la misma malicia imperaría en el
corazón de los demás, si el Señor por su gracia y bondad no los corrigiese. Así que siempre
quedaremos enredados, mientras no nos acojamos a lo que dice el Apóstol: “¿Quién te distingue?
(1 Cor.4,7). Con lo cual el Apóstol da a entender que si uno excede a otro, no se debe a su propia
virtud y poder, sino a la sola gracia de Dios.
13. Los réprobos son instrumento de la justa cólera de Dios
La causa de que Dios otorgue a unos su misericordia, mientras deja a un lado a los otros,
la da san Lucas, diciendo que “estaban ordenados para vida eterna” (Hch. 13,48). ¿Cuál
pensamos que pueda ser la causa de que los otros hayan sido dejados, sino que son instrumentos
de ira para afrenta? Siendo, pues, así, no nos dé vergüenza hablar como lo hace san Agustín:
“Bien podría Dios”, dice él, “convertir la voluntad de los malos al bien, puesto que es
omnipotente; no hay duda posible sobre ello. ¿Cuál es, entonces, la causa de que -no lo haga?
Porque no quiere. Mas, por qué no quiere, sólo Él lo sabe; nosotros no debemos saber más de lo
que nos conviene.”' Esto es mucho mejor que andar con rodeos y tergiversaciones, como san
Crisóstomo, diciendo que Dios atrae a sí al que lo invoca y extiende su mano para ser ayudado. 2
Esto lo dice para que no parezca que la diferencia está en el juicio de Dios, sino sólo en la
voluntad del hombre.
En suma, tan lejos está el acercarse a Dios de apoyarse en el propio movimiento del
hombre, que aun los mismos hijos de Dios tienen necesidad de que su Espíritu los inste y
estimule a ello. Lidia, vendedora de púrpura,, temía a Dios; y sin embargo, fue necesario que el
Señor abriese su corazón para que prestara atención a la doctrina de san Pablo y se aprovechase
de ésta (Hch. 16,14). Y esto no se dice de una mujer en particular sino para que sepamos que
adelantar y aprovechar en la piedad es una obra admirable del Espíritu Santo.
Por eso su Palabra los endurece y les parece oscura. Ciertamente no se puede poner en
duda que el Señor envía su Palabra a muchos cuya ceguera quiere aumentar. Pues, ¿con qué fin
dispuso que se avisase tantas veces al faraón? ¿Fue quizá porque pensaba que su corazón se
había de ablandar al enviarle una embajada tras otra? Muy al contrario; antes de comenzar ya
sabía el término que el asunto iba a tener, y así lo manifestó antes de que llegase a efecto. Ve,
dijo a Moisés, y declárale mi voluntad; pero Yo endureceré su corazón de modo que no dejará ir
al pueblo (Ex.4,21). Del mismo modo, cuando suscita a Ezequiel le advierte que lo envía a un
pueblo rebelde y obstinado, a fin de que no se asombre al ver que era como predicar en el
desierto, y que teniendo oídos para oír, no oían (Ez.2,3; 12,2). Igualmente predice a Jeremías que
su doctrina sería como fuego para destruir y disipar al pueblo como paja (Jer. 1, 10).
Pero la profecía de Isaías es aún más terminante, pues tal es la embajada que Dios le da:
“Anda, y di a este pueblo: Oíd bien y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis.
Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus
ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Is.
6,9-10). Aquí vemos cómo les dirige la palabra, pero para que se hagan más sordos; les muestra
su luz, pero para que se cieguen más; les propone su doctrina, pero para que se aturdan más con
ella; les ofrece el remedio, pero para que no sanen. Citando san Juan este pasaje del profeta
Isaías, afirma que los judíos no podían creer la doctrina de Jesucristo, porque pesaba sobre ellos
la maldición de Dios (Jn. 12,39).
Tampoco se puede poner en duda que a quienes Dios no quiere iluminar, les propone su
doctrina llena de enigmas, a fin de que no les aproveche, y caigan en mayor embotamiento y
extravío. Porque Cristo afirma que sólo a sus apóstoles explicaba las parábolas que había usado
hablando con el pueblo, porque a ellos se les concedía la gracia de entender los misterios del
reino de Dios, y no a los demás (Mt. 13, 11). ¿Entonces, me diréis, pretende el Señor enseñar a
aquellos que no quiere que le comprendan? Considerad dónde está el defecto y no preguntaréis
más. Porque cualquiera que sea la oscuridad de su doctrina, siempre tiene luz suficiente para
convencer la conciencia de los impíos.
14. Por su justo juicio, pero para nosotros incomprensible, los réprobos, responsables de su
perdida, ilustran la gloria de Dios
Queda ahora por ver cuál es la razón por la que el Señor hace esto, una vez probado que
indudablemente lo hace.
Si se responde que la causa es que los hombres, por su impiedad, maldad e ingratitud, así
lo merecen, es ciertamente una gran verdad; mas a pesar de esta diversidad, por la que el Señor
inclina a unos a que le obedezcan y hace que los otros persistan en su obstinación y dureza, para
solucionar debidamente esta cuestión debemos acogernos necesariamente al pasaje que san Pablo
citó de Moisés; a saber, que Dios desde el principio los suscitó para anunciar su nombre sobre la
tierra (Rom. 9, 17). Por tanto, que los réprobos no obedezcan la doctrina que se les ha predicado,
ha de imputarse con toda razón a la malicia y perversidad que reina en su corazón; con tal, sin
embargo, que se añada que han sido entregados a esta perversidad en cuanto que por el justo,
pero incomprensible juicio de Dios han sido suscitados para ilustrar su gloria mediante su propia
condenación.
Asimismo, cuando se dice de los hijos de Elí que no oyeron los saludables consejos que
su padre les daba porque Jehová quería hacerlos morir (1Sm.2,25), no se niega que la contumacia
y obstinación procediera de su propia maldad; pero a la vez se advierte la causa de que hayan
sido dejados en su contumacia, ya que Dios podía haber ablandado su corazón; a saber, porque el
inmutable designio de Dios los había predestinado a la perdición. A este propósito se refiere lo
que dice san Juan: “A pesar de que (El Señor) había hecho tantas señales delante de ellos, no
creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quien ha creído
a nuestro anuncio?- (Jn. 12,37-38). Porque aunque no excusa de culpa a los contumaces, se
contenta con decir que los hombres no encuentran gusto ni sabor alguno en la Palabra de Dios,
mientras el Espíritu Santo no se las haga gustar. Y Jesucristo, al citar la profecía de Isaías:
“Serán todos enseñados por Dios” (Jn. 6,45; Is. 54,13), no intenta sino probar que los judíos
están reprobados y no son del número de su Iglesia, por ser incapaces de ser enseñados; y no da
otra razón sino que la promesa de Dios no les pertenecía. Lo cual confirma el apóstol san Pablo
diciendo que Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles
locura, es para los llamados poder y sabiduría de Dios (I Cor. 1,23-24). Porque después de haber
dicho lo que comúnmente suele acontecer siempre que se predica el Evangelio; a saber, que
exaspera a unos y otros se burlan de él, afirma que sólo entre los llamados es estimado y tenido
en aprecio. Es verdad que poco antes había hecho mención de los fieles; pero no para abolir la
gracia de Dios, que precede a la fe; antes bien, añade a modo de declaración este segundo
miembro, a fin de que los que hablan abrazado el Evangelio atribuyesen la gloria de su fe a la
vocación de Dios que los llamó, como lo dice después.
Al oír esto los impíos se quejan de que Dios abusa de sus pobres criaturas, ejerciendo
sobre ellas un cruel y desordenado poder, como si se estuviera burlando. Mas nosotros, que
sabemos que los hombres de tantas maneras son culpables ante el tribunal de Dios que de ser
interrogados sobre mil puntos no podrían responder satisfactoriamente a uno solo, confesarnos
que nada padecen los impíos que no sea por muy justo juicio de Dios. El que no podamos
comprender la razón, debemos llevarlo pacientemente; y no hemos de avergonzarnos de confesar
nuestra ignorancia, cuando la sabiduría de Dios se eleva hacia lo alto.
2Pedro 3,9. El texto de san Pedro que dice que el Señor no quiere que ninguno perezca,
sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Pe. 3, 9), parece urgirnos mucho más; sólo que la
solución de este nudo que parece tan fuerte, se presenta en la segunda parte de la sentencia.
Porque no ha de entenderse otra clase de voluntad de recibir la penitencia, sino la que se propone
en toda la Escritura. La conversión ciertamente está en manos de Dios. Que le pregunten a Él si
quiere convertir a todos, dado que promete dar a un pequeño número un corazón de carne,
dejando a los demás con su corazón de piedra (Ez.36,26). Es evidente que si Dios no estuviese
dispuesto en su misericordia a recibir a todos aquellos que se la piden, sería falsísimo el texto de
Zacarías: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros” (Zac. 1, 3). Mas yo afirmo que no hay
hombre alguno que se acerque a Dios, sino aquel a quien Él atrae a sí. Si dependiese de la
voluntad del hombre arrepentirse, no diría san Pablo: “Por si Dios les concede que se
arrepientan” (2 Ti m. 2,25). Y aún afirmo más: si Dios mismo, que con su Palabra exhorta a
todos a penitencia, no incitase a ella a sus elegidos con una secreta inspiración de su Espíritu, no
diría Jeremías: Conviérteme, y seré convertido, porque después que me convertiste hice
penitencia (Jer. 31, 18-19).
Respondo que no es así: Porque aunque las promesas de vida sean universales, sin
embargo no son contrarias en modo alguno a la predestinación de los réprobos, con tal que
pongamos nuestros ojos en su cumplimiento. Sabemos que las promesas de Dios consiguen su
efecto cuando las recibimos con fe; por el contrario, cuando la fe se extingue, las promesas son
abolidas.
Si ésta es la naturaleza y condición de las promesas, veamos ahora si repugnan a la
predestinación divina. Leemos que Dios desde toda la eternidad ha elegido a aquellos que quiere
recibir en su gracia y a aquellos en que quiere ejecutar su ira; y que, sin embargo, sin distinción
alguna propone a todos la salvación. Yo respondo que todo esto está muy de acuerdo entre sí.
Porque el Señor, al prometer esto no quiere decir otra cosa sino que su misericordia se ofrece a
todos cuantos la buscan y piden su favor; lo cual, sin embargo, no hacen sino aquellos a quienes
El ha iluminado. Ahora bien, Él ilumina a quienes ha predestinado para ser salvos. Éstos son los
que experimentan la verdad de las promesas cierta y firmemente; de manera que en modo alguno
puede decirse que hay contradicción entre la eterna elección de Dios y el hecho de que ofrezca el
testimonio de su gracia y favor a los fieles.
Sin embargo, ¿por qué nombra a todos los hombres? Evidentemente nombra a todos a fin
de que la conciencia de los fieles goce de mayor seguridad, viendo que no hay diferencia alguna
entre los pecadores, con tal que crean; y a fin de que los impíos no pretexten que no tienen
refugio alguno al que acogerse para escapar a la servidumbre del pecado, cuando ellos con su
ingratitud lo rechazan. Así pues, como quiera que a los unos y a los otros se les ofrezca por el
Evangelio la misericordia de Dios. no queda otra cosa sino la fe., es decir, la iluminación de
Dios, que distinga entre los fieles y los incrédulos, de suerte que los primeros sientan la eficacia
y virtud de su iluminación, y los otros no consigan fruto alguno. Ahora bien, esta iluminación se
regula según la eterna elección de Dios.
La queja de Jesucristo que alegan: Jerusalén, Jerusalén; cuántas veces quise juntar a tus
hijos y no quisiste (Mt. 23,37), de nada sirve para confirmar su opinión. Admito que Jesucristo
no habla aquí como hombre, sino que reprocha a los judíos el que siempre y en todo tiempo
hayan rehusado su gracia; sin embargo, debemos considerar cuál es esta voluntad de Dios de la
que se hace aquí mención, pues es cosa bien sabida la gran diligencia que puso Dios en conservar
a este pueblo; y también se sabe con cuanta obstinación, ya desde los primeros hasta el fin, se
han resistido a ser elegidos, entregándose a sus desordenados deseos. Sin embargo, de aquí no se
sigue que el inmutable designio de Dios fuera nulo y vano debido a la maldad de los hombres.
Dios no tiene dos voluntades contradictorias. Replican que no hay, cosa que menos
convenga a la naturaleza de Dios que afirmar que tiene dos voluntades. De buena gana se lo
concedo, con tal que lo entienda bien. Pero, ¿por qué no consideran tantos textos de la Escritura
donde atribuyéndose sentimientos humanos habla como hombre, descendiendo, por así decirlo,
de su majestad? Dice que extendió sus manos todo el día a un pueblo rebelde (Is. 65,2); que ha
procurado mañana y tarde atraerlo a sí. Si quieren entender esto al pie de la letra sin admitir
figura de ninguna clase, abrirán la puerta a innumerables cuestiones vanas y superfluas, las
cuales se pueden solucionar todas diciendo que Dios por semejanza se atribuye lo que es propio
de los hombres. Pero es suficiente la solución que ya antes hemos dado; a saber, que aunque la
voluntad de Dios sea diversa a nuestro parecer, no obstante Él no quiere esto o aquello en sí, sino
dejar atónitos nuestros sentidos con su multiforme sabiduría, como dice san Pablo (Ef. 3, 10),
hasta que en el último día nos haga comprender que Él de un modo admirable y oculto quiere lo
mismo que al presente nos parece contrario a su voluntad.
¿No es Dios Padre de todos? Echan mano también de otras sutilezas que no merecen
respuesta. Dicen que Dios es Padre de todos, y que como Padre no es razonable que desherede
sino a aquel que por su culpa propia se hiciere merecedor de ello. ¡Como si la liberalidad de Dios
no se extendiera incluso a los puercos y los perros! Y si nos limitamos al género humano, que me
respondan cuál es la causa de que Dios haya querido ligarse a un pueblo para ser su Padre,
prescindiendo de los demás; y por qué de este mismo pueblo ha entresacado un pequeño número
como flor. Pero el rabioso deseo que esta gente desenfrenada tiene de maldecir, le impide
considerar que como Dios hace brillar el sol sobre los buenos y los malos (Mt. 5,45), así también
reserva la herencia eterna para el pequeño número de sus elegidos, a los que dirá: “Venid,
benditos de mi Padre; heredad el reino” (Mt. 25,34).
Ultimas objeciones. Objetan también que Dios no aborrece cosa alguna de cuantas ha
creado. Aunque se lo concedo de buena gana, esto en nada está contra lo que enseñamos: que los
réprobos son odiados por Dios y con toda razón; porque desprovistos de su Espíritu, no pueden
mostrar otra cosa sino causa de maldición.
Dicen también que no hay diferencia alguna entre judío y gentil, y que por esto Dios
propone su gracia indiferentemente a todos. También yo lo admito, con tal que se entienda, como
lo expone san Pablo, que Dios, tanto de los judíos como de los gentiles, llama a aquellos que
bien le parece sin ser obligado por nadie (Rom.9,24).
Esta misma respuesta vale también para los que alegan que Dios encerró todas las cosas
debajo de pecado, a fin de tener misericordia de todos (Rom. 11,32). Esto es muy cierto; pites Él
quiere que la salvación de los bienaventurados se imparte a Su misericordia, aunque este
beneficio no sea común a todos.
***
CAPITULO XXV
LA RESURRECCION FINAL
1. La esperanza de la resurrección final y de la gloria celeste nos ayuda a llevar la cruz
Aunque Jesucristo, sol de justicia, después de vencer a la muerte, 4,sacó a la luz la vida y
la inmortalidad por el evangelio”, como dice san Pablo (2Tim. 1, 10); por lo cual se dice que el
que cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn. 5,24); y que ya no somos extranjeros ni
advenedizos, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, que nos hace
sentar en los lugares celestiales con Jesucristo (Ef.2,19.6), de suerte que no nos falte cosa alguna
para gozar de perfecta felicidad; sin embargo, para que no se nos haga duro tener que
ejercitarnos en este mundo en una guerra penosa e ininterrumpida, como si no consiguiésemos
fruto ni provecho alguno de la victoria que Cristo nos ha ganado, debemos tener presente lo que
en otro lugar nos enseña la Palabra de Dios hablando de la naturaleza de la esperanza. Porque
como quiera que “esperarnos lo que no vemos” (Rom.8,25), y que - como en otro lugar está
escrito - la fe es la demostración de lo que no se ve (Heb. 11, 1), mientras permanecemos