Dana Lane - Volver A Verte
Dana Lane - Volver A Verte
Dana Lane - Volver A Verte
Brentwood, Inglaterra
Martes 26 de agosto de 2016
Llovía. Sylvia Brown sacó las llaves de su bolso y se detuvo delante del
buzón. Lo miró largo rato, como excusa para no tener que abrirlo. Introdujo la
llave y sus ojos castaños jugaron a darle la vuelta. ¿Se atreverían sus manos?
Solo ellas sentían el frío, la humedad, la pereza.
Las gotas de lluvia se entretuvieron tejiendo una pesada cortina con su
cabello rubio hasta que se decidió a girar la llave. Había una sola carta dentro
del buzón. Llevaba varios días esperándole a ella, su receptora, a juzgar por la
fecha del matasellos. La carta no tenía remitente, pero Sylvia pudo leer un
nombre y una dirección en la solapa en blanco. No era por instinto. Detrás de
un mensaje anónimo siempre se escondía un mensajero cobarde, y ella solo
había conocido a un hombre cobarde en toda su vida.
Sylvia cogió la carta como si fuera un objeto radiactivo y la guardó en
su bolso. Eso pareció tranquilizarla, aunque la piel de imitación no fuera el
mejor aislante del mundo. En realidad, nada podía protegerla cuando Duncan
Miller insistía en entrar en su vida: ni su bolso, ni un paraguas imaginario, ni
un esparadrapo de indiferencia cubriendo la rendija de su buzón.
Sylvia abrió el viejo diario. Hacía muchos años que la luz no alumbraba
sus páginas. Apenas reconoció su caligrafía. Las fechas escritas parecían a
años luz del presente. Un día se prometió viajar a ese pasado construido con
frases y palabras. Había llegado ese día.
6 de octubre de 1991
Me niego a que las manecillas del reloj alcancen las doce. Siento que
cuando eso ocurra, pasaré una página clave del capítulo de mi vida, una
página que leería y viviría mil veces más.
Callum me ha presentado a su mejor amigo, Duncan. A primera vista
parece una tontería, pero dejó de serlo desde el instante en que sus ojos verdes
buscaron los míos, sus pupilas se dilataron y de pronto me descubrí siendo
objeto de su admiración.
Es él. Lo supe en cuanto lo vi. Para bien o para mal, en los ojos de
Duncan he visto reflejado mi futuro. Estamos condenados a ser amigos y sin
siquiera conocerle yo ya lamento ese destino. ¿Qué opinará él?
5 de diciembre de 1991
Cuando era joven e inexperta en el amor, creía que ese peculiar
sentimiento se basaba en la complicidad. Eso era todo lo que necesitaba para
permitir que Callum Miller me comiera a besos después del té y me arrastrara
a su dormitorio.
Ahora, la estabilidad que me proporciona resulta gris y aburrida
reflejada en los ojos verdes de Duncan. Su carácter complejo y excéntrico me
ha ido conquistando. Duncan me ha invitado a salir esta noche y no he sentido
el menor remordimiento al llamar a Callum para informarle de un repentino y
agudo dolor de cabeza que me impediría acompañarle a la hora de la cena.
¿Cómo iba a decirle que no a Duncan? En su presencia el vello se me
eriza, mi cuerpo se yergue y mi imaginación funciona más rápido que la propia
realidad. Yo le miro y la sola idea de ser correspondida me hace bullir de
deseo.
Lamento que mi relación con Duncan no sea compatible con la amistad
de Callum. A veces desearía poder estar con los dos al mismo tiempo,
manteniendo a cada uno en un espacio diferente de mi vida. Lo más parecido a
ese ideal es la infidelidad… Dios mío, creo que no soy consciente del lío en que
me he metido.
16 de diciembre de 1985
Esta ha sido una semana de ensueño. Quiero estar segura de que Duncan
y yo vamos en serio, aunque a cada minuto que pasa lo tengo más claro.
Nos vemos todas las tardes. Me besó en la tercera cita y no he necesitado
pasar la noche con él para darme cuenta de que es el hombre de mi vida. Él me
habla sin parar y su visión soñadora del mundo me obliga a sonreír, me insufla
calor. He llegado a ver a través de sus ojos, a sentir como él. Creo que le
conozco de toda la vida. ¿Es esto real?
Mañana hablaré con Callum.
Entre las dos lavaron los platos de la cocina siguiendo un proceso muy
mecánico: Sylvia enjabonaba, aclaraba y Rose secaba la pieza.
—Estoy muy precoupada por ti, Sylvia. ¿Qué ha ocurrido hoy? ¿Por qué
no has ido a trabajar?
—No es nada… Ya me encuentro mejor.
—¿Segura? Desde que hace unos meses Callum te llamó para anunciarte
que estaba enfermo, no has levantado cabeza…
Era cierto. Un peso horrible se había instalado en su estómago desde el
día en que sonó el teléfono y Callum le dio la noticia. Leucemia, dijo con voz
trémula. Exactamente la misma voz que le había perdido el divorcio nueve
años atrás. Los efectos fueron similares: devastación, sorpresa y, en efecto, no
levantar cabeza.
—Bastante tienes con tus propios problemas, Sylvia —siguió Rose—.
Dime la verdad. ¿Qué te ha ocurrido esta vez?
—Duncan —musitó Sylvia. Dejó caer sobre el fregadero el plato que
había estado enjabonando—. Me ha escrito.
Rose también dejó lo que estaba haciendo
—No quiero que te pongas en contacto con él. Te lo prohíbo
terminantemente, aunque tengas treinta y ocho años. Cuando se trata de
Duncan, pierdes la cabeza.
—Quería verme. Me pedía perdón y parecía sincero.
—Él nunca ha sido sincero. —Rose dio un golpe sobre la mesa—. Hasta
Brenda lo vería en tu situación. ¿No te han bastado los años para comprender
que aquello fue un error? Dime algo, Sylvia. ¿Es la primera vez que te
escribe?
La cara avergonzada de Sylvia habló por sí sola.
—Ha habido otras cartas…
—¿Otras cartas? ¿Desde cuando?
—Desde hace varios meses… Puede que algo más de un año.
—Y yo que pensaba que tu mal humor tenía que ver con la enfermedad
de Callum —dijo Rose—. ¿Por qué me lo has ocultado?
—Nunca abría las cartas, pero no podía seguir ignorándole, Rose.
Durante años he intentado obviar su existencia, olvidar que respira a
quinientos kilómetros de donde yo respiro.
Sylvia sollozó. El teléfono sonó.
—Has hecho mal en ocultarme esto —le recriminó Rose.
—No es para tanto.
—¿En serio no lo es? ¿Entonces por qué lloras?
Sylvia se secó las lágrimas a toda prisa. Su hermana le sostuvo la mirada
y luego fue en busca del teléfono. Regresó algunos minutos más tarde. Su
expresión era de extrema gravedad.
—Llaman desde Boston. Es Daniel, tu hijo.
—¿Daniel?
Sylvia le arrebató el auricular. Sabía lo que venía a continuación. Sólo
ese podía ser el motivo de que su primogénito rompiera su régimen habitual
de llamadas.
—Tienes que venir, Sylvia —murmuró una voz trémula al otro lado del
Atlántico—. Callum se está muriendo.
14
5 agosto de 1985
Esta tarde Duncan y yo hemos hablado sobre un tema tabú: el futuro. Es
como si hubiéramos sido escupidos a la realidad de repente.
Mi hermana Rose tiene la culpa de que nos hayamos estrellado. Nos
sorprendió besándonos la semana pasada, cuando Duncan me trajo a casa. Se
puso colérica. Le echó a patadas del jardín y utilizó contra él todos los
adjetivos negativos que existen. Luego arremetió contra mí, llamándome
irresponsable y recordándome que dentro de mi enorme barriga, como la
calificó ella, había un ser que esperaba nacer en el seno de una familia unida y
decente. Se tiró de los pelos, nos gritamos, lloramos y yo terminé en urgencias
con un episodio de dolorosas contracciones. Después de recomendarme todo el
reposo y la tranquilidad que una mujer en mí estado necesita, y con un puñado
de ecografías bajo el brazo, Rose me llevó a casa. Callum no preguntó por mi
cara huraña o por los arañazos en mis mejillas.
Rose y yo hemos estado todos estos días sin hablarnos. Tras cada beso
que le daba a Duncan se escondía mi culpabilidad. He tratado de que todo
volviera a ser como antes, pero al no haber logrado la despreocupación
característica de nuestros encuentros, no he tenido más remedio que sacar el
tema.
Cuando le pregunté a Duncan qué pasaría con nosotros, se quedó
callado. Bajó la mirada y se encogió de hombros. Nunca hemos ido más allá del
ahora, y sin embargo, sigo viendo el futuro en esos ojos claros que me han
regalado tanto cariño.
Nos hemos prometido dejar de vernos. Cada minuto que pasemos juntos,
será un minuto más a olvidar cuando toque correr un tupido velo a lo nuestro y
volver la cara a la realidad. Sé que Duncansiempre será un recuerdo indeleble
en mi memoria, pero cuanto antes deje de verle, menor será la profundidad de
mis cicatrices.
21 Noviembre 1986
El problema se le está yendo de las manos. Bebe muchísimo, demasiado, tanto que ya no le
reconozco. Callum está desesperado. Me habla de un joven deprimido, atormentado por sus fracasos y
abiertamente autodestructivo. Bebe, bebe hasta perder la conciencia. Ahora veo lo que antes no veía.
Siento como si se hubiera ferrado a lo nuestro como a un bote salvavidas, y cuando se hundió el
barco, no tuvo fuerzas para echar a nadar. Solo beber, beber y beber…
Ayer me sentía tan mal que dejé a Daniel con mi hermana y fui a visitarle. Duncan estaba ebrio,
y me besó, y yo le besé a él, y me prometió que cambiaría por los dos… He querido creerle.
15 de diciembre de 1986
Callum no me ha tocado durante los últimos tres meses. Rose dice que al mes de que naciera el
pequeño Josh ya había vuelto a la carga. Estoy preocupada. ¿Le violenta acaso la presencia de la
cuna? Ya he atravesado por todos los horribles síntomas del puerperio. Duncan y yo hemos
comprobado lo bien que va todo… al menos conmigo. Porque él… bueno, él no siempre está en
condiciones. Intento disimular cuando aparece bebido en las citas. Intento sonreír pero siento
vergüenza. Me dan ganas de llorar, soltar su mano y salir corriendo. Pero no puedo. No puedo porque,
por increíble que parezca, ha vuelto a pasar.
Son ya seis días de retraso. Y no me he acostado con Callum. Hace dos horas le comuniqué a
Duncan que, posiblemente, vuelva a estar embarazada y por mérito suyo. Primero intentó disuadirme.
¿Vuelves a ser regular?, preguntó. Regular no sé, pero sí estúpida, quise gritar. Duncan echó a llorar
como un niño. Se marchó y me dejó allí, con la sensación de que en cualquier momento iba a
despertar de una pesadilla. Yo me pellizqué, y sigo haciéndolo, pero no me despierto…
16 de diciembre de 1986
Callum ha llegado a casa hecho un manojo de nervios. Olía a hospital. Me ha explicado que
Duncan ha tenido un accidente… Ha tomado alcohol adulterado. Puede que muera. Creen que si
sobrevive podría perder la vista. Dios mío. Y la prueba de embarazo ha dado positivo. He andado todo
el día como sonámbula. Por la noche Callum me rodeó entre sus brazos y me susurró que todo iría
bien. Después, lenta, muy lentamente, me desvistió y me miró como a una muñeca frágil. Me penetró
despacio, no sentí nada… Preguntó diez veces si me dolía y creo que eché a llorar. Fue muy tierno,
cuando todo terminó me arrulló hasta que me quedé dormida.
3 de Febrero de 1987
Hoy he visto a Duncan. La desilusión me embargó al descubrir que mi hombre perfecto sólo
existía en el pasado, que era un espectro intangible vagando fuera de ese cuerpo intoxicado al que ya
nunca volvería.
Se pondrá bien, o eso dicen. Está intentando dejar de beber. Y aunque ha perdido un porcentaje
alto de visión, saldrá adelante. Ante mí, solo fue capaz de murmurar una disculpa mientras mantenía
los ojos clavados en el suelo. Le abracé y pegó la cara a mi tripa. Nos separamos. Le quiero, pero no
nos merece. Ya no confío en él.
11 de septiembre de 2004
Los años que Callum y yo compartimos fueron prósperos y felices. Mantuvimos una relación
sosegada, amistosa. Nadábamos en la abundancia y la estabilidad mandaba en nuestras vidas.
Duncan se casó y superó su adicción al alcohol. Cada navidad enviaba una postal y un regalo para
los niños. Callum nunca se preguntó porqué el paquete para mi hija menor era siempre el más grande
y el más colorido. Brenda creció creyendo que Callum era su padre, él envejeció convencido de ello y a
veces hasta yo misma estaba segura.
La calma se rompió el día en que Duncan llamó para comunicarnos el inesperado fallecimiento
de su mujer en un accidente de tráfico. Al oír su voz, Callum y yo supimos que había vuelto a beber.
Asistimos al funeral, que tuvo lugar en Dublín, de donde procedía la mujer de Duncan. Sus ojos claros,
enrojecidos y ocultos tras unas gafas de gruesos cristales, me miraron como la primera vez. Me dio
miedo pensar cuánto habíamos cambiado los dos, a pesar de que nuestras miradas dijeran lo mismo
que el primer día.
Duncan se esfumó después del funeral. Volvió al hotel cuando ya era de día. Si en ese momento
le hubiesen hecho unos análisis toxicológicos, varias páginas habrían sido necesarias para recoger el
cóctel de sustancias que ingirió aquella noche. Estaba muy lloroso y hablador cuando Callum y yo
bajamos a recogerle a recepción por petición del encargado del hotel. No diré lo bochornoso que fue
arrastrar a ese hombre apuesto y enorme que lloraba como un niño bajo la mirada de los huéspedes.
Duncan hablaba sin parar de su esposa muerta. Dijo que Ginebra se había marchado de casa
después de una discusión. Cogió el primer vuelvo a Irlanda y alquiló un coche para trasladarse a casa
de sus padres. Nunca llegó. Un vehículo cargado de jovencitos bebidos se interpuso en su camino.
El motivo de la disputa le abrumaba tanto que Callum se interesó por él. Yo me puse alerta. Si
había algo turbio en el pasado de Duncan, ese algo éramos mi hija y yo. Al parecer su esposa pensó lo
mismo.
Pasada la borrachera, tuvimos que rendir cuentas ante un impactado Callum. Cuando
regresamos a Londres, me pidió que me trasladara al cuarto de invitados. Él ocupó nuestra cama de
matrimonio durante muchas noches, reflexionando sobre si merecería o no la pena concederme una
nueva oportunidad. A mí me sorprendía mi propia indiferencia. Ni siquiera las caritas tristes de mis
hijos me hacían reaccionar. Los niños notaban que algo grave iba a suceder de un momento a otro.
Algo que nos cambiaría la vida a los cuatro.
Callum presentó la demanda de divorcio tres semanas después. Yo lo acepté estoicamente.
Vivimos bajo el mismo techo hasta que estuvo lista la sentencia. Callum obtuvo la custodia de Daniel y
anunció que se trasladaría a Boston. Brenda se quedaría conmigo. Ilegítima, le llamó. Yo estaba tan
aturdida que no hice nada para impedir su marcha. Así fue como un día me vi despidiendo a mi hijo de
diez años en Heathrow. Daniel me miró con cierto rencor antes de embarcar. Hoy he podido ver ese
mismo rencor en su mirada, mitigado, pero presente.
Rose dejó escapar un suspiro y miró por la ventanilla del coche. Llevaba
cerca de una hora a bordo del destartalado jeep de su marido, con Josh al
volante y su hermana menor en la parte de atrás. Junto a ella, su sobrino
Daniel. Rose estuvo observándoles a través del retrovisor. Madre e hijo
miraban en direcciones opuestas, sin intercambiar gestos de afecto o
complicidad. El asiento desocupado entre ambos acentuaba la sensación de
vacío que les había dejado Brenda.
48 horas después de su desaparición, volvían a Brentwood sin pistas
sobre su paradero. La policía les aconsejó que descansaran, que se prepararan
para una larga espera, que fueran haciéndose a la idea… a la terrible idea de
que, posiblemente, Brenda no iba a regresar.
—¿Pasamos a recoger a Tommy antes de ir a Brentwood? —preguntó
Josh, rompiendo el prolongado silencio. En la parte trasera, Daniel pegó un
pequeño brinco. Sylvia ladeó la cabeza.
—Tu tía necesita descansar, Josh. Los Langley nos traerán a Tommy.
—¿Y si los tíos de Emma deciden ir a recogerlo antes que nosotros? —
insistió el joven.
—Tú dejaste a Tommy a cargo de Rachel, ¿no es cierto? —dijo Rose—.
Entonces la única persona a la que los Langley entregarán a Tommy serás tú.
Josh torció el morro, y es que otro de los vacíos notables era el de
Emma. La madre de su nieto, en un arrebato de furia y despecho, había
decidido mudarse con sus padres.
—Deja de darle vueltas —siguió—. Emma y tú sois los padres de
Tommy, y como tales tenéis que aprender a dejar a un lado vuestros problemas
personales por el bien del niño.
—Tu madre tiene razón, Josh —intervino Sylvia. Rose se dio la vuelta.
Eran las primeras palabras de su hermana en los últimos dos días—. Tommy
no es un objeto cuya posesión debáis disputaros. Es un regalo que tenéis que
aprender a compartir, y más ahora que Emma ha tomado la decisión de volver
con sus padres.
Josh abrió la boca, pero en el último momento decidió que sería mejor
no contrariar a su tía. Rose frunció el ceño. Sylvia volvió a sumirse en su
estado de ensimismamiento inicial. Daniel le miró por el rabillo del ojo y
cambió de postura, como si en el comentario de su madre hubiese interceptado
alguna alusión a sí mismo. A continuación cerró los ojos y fingió quedarse
dormido.
Sylvia dedicó el resto del día a colgar carteles. Por la tarde, recibió una
sorprendente llamada.
—¿Una carta? ¿Para mí?
Al parecer, Emma quería devolverle algo. Sylvia dejó empantanados los
carteles y se personó en Hampstead. Cuando tuvo el sobre entre sus manos,
pudo comprobar que estaba manchado de barro.
—Llegó a mis manos por error —relató Emma, quien, por cierto,
parecía tan desmejorada como el sobre en cuestión—. Le pedí a Daniel que me
buscara una carta y me trajo esta. Estaba en la papelera de tu habitación. La abrí
sin querer y no pude evitar leer una parte… Creo que va dirigida a ti.
Sylvia tan solo necesitó leer las primeras líneas de la carta para saber
que la había escrito Duncan. El barro sólo confirmaba lo que todos se
empeñaban en negar: que ella había tenido esa sobre en sus manos un día antes.
Que Duncan había estado en Brentwood, para dejarlo personalmente en su
buzón.
—Muchas gracias, Emma. Has hecho bien en avisarme —Sylvia se puso
en pie.
—¿Te vas ya? —La joven le miró con tristeza— ¿No quieres ver a
Tommy?
—Lo siento, cielo, pero tengo que hacer algo importante.
Duncan no recordaba bien cómo había llegado allí. Las horas de espera
en el aeropuerto, el vuelo, la primera toma de contacto con la policía
londinense… Todo se le olvidó cuando le anunciaron que podría verla. Ahora
que la tenía allí, frente a sí, cada una de las palabras que había pensado en
decirle habían quedado atrapadas en aquel olvido de doble filo. Y no podía
hacer sino mirarla.
—¿Quieres que tomemos algo?
—No tengo apetito.
—Yo tampoco, la verdad.
Ella guió sus pasos hasta el jardín.
—¿Cómo has estado estos años? —preguntó, mirando al suelo y
jugueteando con las piedrecillas que lo recubrían. Su mirada había sido clara y
transparente como el primer día.
—Podría haber sido mejor, pero también podría haber sido peor —
repuso él.
—En mi caso lo dudo.
Sylvia levantó la mirada del suelo. Los dos se quedaron parados, en
completo silencio, hasta que un resorte mágico les impulsó a fundirse en un
abrazo. Duncan y Sylvia se separaron lentamente, sin saber qué decir.
—Sigues usando el mismo perfume que hace 19 años —empezó él
—Y tú sigues teniendo la misma letra enrevesada de entonces.
—Creía que no te llegaban mis cartas.
—Recibí algunas de ellas —Sylvia frunció el ceño—. Otras no pude
leerlas.
—A tu hermana no le ha gustado que viniera. Siento haberte causado
molestias.
—Tú no eres una molestia —replicó ella.
Duncan se sonrojó.
—Me alegro mucho de verte —Le cogió una mano al mismo tiempo que
le miraba a los ojos—. Aunque lamento que haya sido en estas circunstancias.
—Yo también me alegro de que estés aquí.
Sylvia estrechó su mano con fuerza. Cuando la primera lágrima brotó de
sus ojos castaños, Duncan le rodeó los hombros y le atrajo hacia sí.
—¿Callum lo sabe ya?
—Se enteró antes que yo.
—Debe estarlo pasando mal.
—A Brenda le habría encantado oírte decir eso.
—¿No le has hablado de mí?
El ambiente se tensó de forma repentina. Sylvia se secó las lágrimas.
—El hecho de que estés aquí no cambia las cosas.
—Sabes que yo he respetado tu voluntad y lo seguiré haciendo.
—Pues me alegro —Sylvia suspiró. Hizo un esfuerzo por cambiar de
tema—. Deberías saber que tu Callum se está muriendo.
—Lo sé. Fui a verle hace algunas semanas.
—¿Tendrá algo que ver con el empeoramiento de su pronóstico? —dijo
Sylvia, con una ceja levantada.
—Dímelo tú.
—Hicimos las paces. Daniel está en casa.
—Bueno, entonces la medicina no fue tan mala. Todos lo necesitábamos.
—Eso mismo dijo él.
Duncan sonrió. Exhaló un profundo suspiro.
—No puedo creer que hayamos vuelto a vernos. Lo puse en duda cuando
tu hermana me recibió blandiendo un palo de escoba.
—¿Eso es en serio?
—No, claro que no. Pero con la cara que puso al verme, cualquiera lo
habría dicho.
Sylvia echó a reír.
—Discúlpale. Nunca llegaste a caerle bien.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo con ella?
—Unos nueve años, aunque yo diría que desde siempre. No puedo
permitirme algo mejor.
—Callum no debería de haber consentido que os faltara de nada a Brenda
y a ti. Ni yo tampoco.
—Tú tenías tus propios problemas. ¿Cómo los llevas, por cierto?
¿Llevas mucho sin beber?
—La friolera de 8 años. Los mayores dicen que me he reformado.
—¿Un cigarrillo?
—A eso nunca digo que no.
Sylvia se llevó uno a los labios y lo encendió. Luego le prestó el
mechero a Duncan, quien repitió la operación.
—Brenda debe ser toda una mujer.
—Se parece a ti más de lo que me gustaría, pero tiene el carácter de su
padre. Aunque Callum diga que no, ella es su hija.
—Padres son los que crían —asintió Duncan.
—Ni siquiera eso funcionó en su día. No tienes ni idea de cuánto ha
sufrido Brenda por culpa de mi torpeza.
—Me lo puedo imaginar.
—No, no puedes.
Sylvia se sentó en las escaleras del porche. Duncan le secundó.
—Lo hicimos todo mal —suspiró ella.
—Todo menos Brenda.
—Si no fuera por ella, yo no habría podido seguir viviendo. Lo digo en
serio.
—El corazón sigue latiendo aunque hayamos perdido aquello a lo que
nos hemos aferrado. Digan lo que digan, eso también es vivir.
Les envolvió un silencio agradable, balsámico.
—¿Cómo has llevado lo de tu mujer? —preguntó Sylvia un rato después.
—Encontré a alguien que me salvó, y después a otro alguien… Y luego
me apliqué eso de, “mejor solo que mal acompañado”.
—Yo he llevado mi divorcio con enorme santidad.
—No te creo. ¿Una mujer como tú, sola?
—¿Un hombre como tú, solo?
—Solo no, pero no tan bien acompañado como habría querido.
—Lo mismo digo. Y también te digo que a eso no se le puede llamar
compañía
Sylvia arrojó la colilla al suelo y la pisoteó como si se tratara de uno de
los hombres que habían pasado por su cama en los últimos años para no
volver.
—¿Brenda no te anima a que encuentres novio?
—Constantemente. Lo malo es que un novio no se compra en los
supermercados.
—¿Y ella?
—Irlandés. Ojos azules, guapo… Llevan juntos dos años. Es todo lo que
puede desear una chica de su edad. La verdad es que hasta que todo esto
sucediera, era feliz. Y si ella lo era, yo también. Aunque tuviera que levantarme
a las 6 de la mañana para trabajar y no tuviera donde caerme muerta.
—¿En qué trabajas?
—¿Podemos obviar ese dato? —Sylvia no tenía las menores ganas de
informarle a Duncan sobre su licenciatura en bayetas y el master en fregado
express—. ¿Qué te parece si hablamos de ti? ¿A qué te dedicas?
—Soy profesor de filosofía, o de lo que se tercie. Me encanta estar con
gente joven.
—¿Sigues tocando el violín?
—Siempre que puedo —asintió él.
—Brenda tiene un chelo enorme en su habitación. También toca el violín
y no se le da mal el piano. Supongo que la sangre es la sangre.
—Callum también tiene sus habilidades artísticas.
—¿Bromeas? Desde que Callum vio un triángulo en casa y pensó que era
un utensilio de cocina, se me aclararon todas las dudas sobre la paternidad de
Brenda.
Duncan echó a reír.
—¿De verdad fue para tanto?
—Lo fue —Sylvia dejó escapar un suspiro melancólico—. Espero que
Brenda esté bien.
Durante unos eternos segundos, dejó de brotar agua de aquella
maravillosa fuente en que se había convertido su charla. Para romper la
tensión, Sylvia decidió cambiar de tema.
—Todavía no me has explicado el contenido de las llamadas.
—No sé si…
—Dime lo que sepas. No creo que sea peor que nada.
—Siempre se repite la misma secuencia —empezó él—. Descuelgo el
teléfono y escucho a una mujer gritar. Me localizan en todas partes: en casa, en
el trabajo, en el móvil… Si lo que querían era asustarme, lo han conseguido.
—¿Crees que era Brenda?
—No podría asegurarlo. Nunca he oído su voz.
—Tiene una voz preciosa —Sylvia se puso en pie—. Antes cantaba en el
coro de la escuela. Tal vez algún día puedas oírla. ¿Volvemos dentro?
Él asintió y apagó el cigarro. Después, lo arrojó al suelo y tomó la mano
de Sylvia.
33
Duncan Miller vio entrar a una nueva pareja de comensales, guiada por
el mètre. Un par de camareros se afanaron en acondicionar la mesa para los
embelesados clientes, mirando con curiosidad al atractivo escocés que, una vez
al mes, reservaba mesa para dos, pedía una copa de whisky y esperaba con
paciencia a su misteriosa acompañante.
La norma se había roto. Duncan sostenía una copa en las manos, pero de
agua mineral. Su acostumbrada rutina de visitas se había roto al aparecer un
par de semanas antes de lo habitual. La diferencia más notable, sin embargo,
era que su acompañante sí se iba a presentar.
Sylvia apareció poco después de la hora acordada, vestida con uno de los
trajes de su época dorada, que por su aspecto había permanecido mucho
tiempo guardado en un armario. Llevaba el pelo recogido con un sencillo
pasador. Apenas se había maquillado y aun así Duncan la encontró fantástica.
Ella no le vio inmediatamente. Preguntó al mètre por la ubicación de la
mesa y éste señaló en dirección a él. Duncan se puso en pie para ser visto
enseguida. Varias cabezas se giraron en su dirección. Al fin iba a tener lugar
esa noche perfecta que llevaba una docena de intentos fallidos.
—¿He llegado muy tarde? —preguntó Sylvia, nada más verle.
—No, no, para nada —Duncan le sonrió. Ella se sentó frente a él.
Uno de los camareros se acercó a la pareja al instante.
—¿Qué va a tomar?
Sylvia intercambió una mirada con Duncan.
—¿Te molesta si pido algo… fuerte?
—Puedes beber lo que quieras.
—Entonces un gintonic para mí.
El camarero se alejó enseguida. Duncan cogió su copa de agua y bebió
con avidez. Sylvia le observó largamente.
—Recuerdo este lugar —comentó—. Callum solía traerme aquí.
—No tenía ni idea.
Los labios de él, humedecidos por el agua, evocaron en Sylvia extrañas
sensaciones. Los recordaba gruesos y sensuales, recorriendo su cuello con
lentitud y dejando una cálida humedad a su paso… Sylvia se estremeció sólo
de pensar en ello. Agradeció que le sirvieran un generoso gintonic, al cual se
aferró de inmediato. El ardor del alcohol en su garganta acrecentó la
excitación que había empezado a sentir.
—Gracias por la invitación —dijo.
—Gracias a ti por aceptarla.
Volvieron a mirarse. Sylvia empezó a notar un calor que nacía en algún
recóndito lugar de su ser y se iba extendiendo, quemándole la garganta y
haciéndole lagrimear. Tragó saliva. ¿Por qué ese hombre le excitaba tanto?
¿Por qué se sentía tan a gusto en su compañía? ¿Por qué no podía pensar en
Brenda cuando le tenía delante?
—¿Por qué me has hecho venir aquí? —preguntó. Dio un segundo trago
al gintonic.
—No lo sé —confesó Duncan—. No sé qué esperar de ti, de nosotros.
Hablar de un nosotros después de dieciocho años de pasado gris hizo
que Sylvia tuviera que echar mano de la carta para abanicarse.
—¿Deberíamos esperar algo el uno del otro, acaso?
—Para mí es como si el tiempo no hubiera pasado. Siento lo mismo que
sentía entonces. Lo que sucede es que no sé si a ti te pasa lo mismo.
—Supongo que eso responde a mi pregunta —se limitó a contestar. A esa
frase siguió un breve silencio, durante el cual el vaso de Sylvia menguó
considerablemente.
—Ahora que ya sabes por qué te he hecho venir, me gustaría preguntarte
qué razón te ha motivado a aceptar mi invitación —dijo él.
—Tal vez esperemos algo el uno del otro —concedió Sylvia.
A pesar del tiempo que llevaban sin hablar, existía una cierta confianza
entre ellos, por lo que habían compartido en el pasado. Dos horas más de
conversación y volverían a hablar con la misma sinceridad que cuando
compartían lecho, sin miedo, sin pudor... Cuánto lo había echado de menos en
un mundo donde la mentira y la ambigüedad eran imprescindibles para
sobrevivir.
—¿Quieres cenar? —propuso él.
Sylvia echó un vistazo rápido y desganado a la carta.
—Aquí no hay nada que me apetezca.
Para consternación de Duncan, dejó el menú sobre la mesa y se cruzó de
brazos.
—¿No te gusta? ¿Quieres que vayamos a otro sitio? —propuso—. ¿Qué
te apetece? Iremos a donde tú quieras.
—Me apetece estar contigo. Y que hablemos.
Sylvia tenía la sensación de estar bailando al lado de un precipicio,
disfrutando de una vista tan hermosa que le cortaba la respiración, mientras su
cuerpo se movía con gracia. No le daba miedo que una ráfaga de viento le
arrastrara a la sima porque el Duncan que ella conocía jamás le dejaría caer. Y
necesitaba que ese mismo Duncan fuese el que tenía a su lado en esos
momentos.
Él agarró su mano. Sylvia se la llevó hasta la mejilla y la apretó contra
su piel, aspirando su aroma. Los dedos de Duncan le acariciaron y fueron a
parar hasta su pelo, recogiéndole un mechón rebelde detrás de la oreja. Un
estremecimiento sacudió todo su cuerpo.
—No he parado de pensar en ti desde esta tarde —confesó Duncan.
—Yo tampoco.
Sylvia le beso la mano. Le conocía tan bien y parecía haber cambiado tan
poco. Era tan placentero caminar sintiendo el vacío tan próximo a sus pies.
Tenía tanto calor.
Apuró el gintonic sin soltar la mano de Duncan. El mareo se entremezcló
con el deseo y sin saber muy bien cómo, se vio levantándose de la mesa
aferrada a él. El brazo de Duncan rodeó su cintura y sus manos se entrelazaron
en el costado de Sylvia. Salieron del restaurante y ni siquiera el fresco de
noche bastó para aliviar el creciente calor de ella. Su viejo amante empezó a
juguetear con los dedos por debajo de su camisa, las manos todavía unidas.
Sylvia creyó que iba a explotar. Caminaron pegados durante un rato, hasta ella
perdió totalmente el control y arrastró a Duncan a la hendidura de un portal, en
una calle más bien oscura.
Ella se apoyó contra la pared y poco después sintió el peso del cuerpo de
su amante sobre el suyo. Duncan buscó sus labios, pero Sylvia torció la cara e
inclinó el mentón hacia arriba. Él pareció comprender. Le besó con suavidad
en el cuello. Sylvia gimió de placer. Mordió los labios de Duncan y le besó
con ferocidad. Era una sed voraz lo que sentía. Dos pares de manos no le
habrían parecido suficientes para colmarle de las caricias que a ella le
encantaría sentir de sus manos. Sylvia sabía que se encontraban en una vía
pública, pero su deseo era tan urgente que se encontró tanteando los pantalones
de su compañero. Él, por su parte, había investigado el mecanismo de apertura
de su falda. Sylvia llevaba un buen rato sintiendo cerca de sí la erección de
Duncan. Rodeó su cuello con ambos brazos y se dejó aupar. Su falda se elevó y
unos instantes después creyó que había ascendido al cielo de sus manos. Sus
piernas se enroscaron entorno a las de Duncan con tanta fuerza que, cuando
todo terminó, apenas pudo sostenerse en pie. Se quedaron pegados contra la
misma pared que les había sostenido en su ascenso al paraíso, a la espera de
que sus respiraciones agitadas volvieran a la normalidad. Alguien silbó al
pasar a su lado. Sylvia no pudo oír nada que no fueran los latidos del corazón
de Duncan. Estaba pegada a él y todavía sentía ganas de acercarse más, de
poseerle, de sentir eternamente su cercanía…
—¿Vamos al hotel? —murmuró él.
—Vamos.
Se aproximaron al borde de la calzada. Duncan alzó el brazo y un taxi se
detuvo a su lado. Sylvia entró en él con paso tambaleante, seguida de Duncan.
El vehículo se puso en marcha. La corriente procedente de la ventanilla
despeinó el recogido de Sylvia. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de él.
Miró hacia arriba y se encontró con su mirada verdosa.
—No más gintonics por hoy, ¿verdad?
El tono de Duncan encerraba sonrisa.
—Te quiero —replicó ella.
—Estás borracha.
—Los borrachos siempre dicen la verdad. Te quiero conmigo, aquí,
ahora.
Dicho esto, le cerró la boca con un beso y el abrazo se estrechó.
38
Sylvia Miller bajó del taxi, cargando con su pequeña maleta. Se vio a sí
misma caminando por esa calle tranquila nueve años atrás. Notting Hill no
había cambiado. La mayoría de las casas seguían como entonces. Siguió
adelante. Se cruzó con un par de residentes, que le miraron con cierta
desconfianza. Pronto se dio cuenta de que era una perfecta extraña en el que
durante años había sido su hogar.
Al fin alcanzó su destino. Primero vio la residencia de los Langley. En
frente, como un arrogante fantasma, se alzaba la vivienda de los Miller.
—La casa sigue en su sitio —le había dicho Callum por teléfono unas
horas antes, entre toses agónicas—. Quiero que veas a mi abogado en Londres
y le pidas una copia de las llaves.
—No necesito de tu caridad —había replicado ella.
—Considéralo como un incentivo para Daniel y un pequeño empuje para
tu independencia. Habíamos quedado en que tú y yo éramos amigos.
Sylvia giró la cabeza. Detrás de ella caminaba un cabizbajo Daniel. El
chico se estaba quedando rezagado a propósito. Rose le había llamado
temprano para comunicarle que Daniel, a modo de celebración de su
decimoctavo cumpleaños, se había trasladado a Heathrow con el objetivo de
tomar un avión rumbo a Boston.
Pensaron que no llegarían a tiempo, sin embargo, un problema técnico
en el avión había retrasado su salida. Cuando Sylvia llegó a Heathrow, se
encontró con que, por medio de una costosa conferencia telefónica y la
experiencia psicopedagógica de Rose, entre su hermana y su exmarido habían
convencido a Daniel para que no tomara el vuelo. Los ojos de Rose brillaron
al comprobar que el sueño de Sylvia no había tenido cabida en la realidad.
Hablaron lo justo y sus caminos se separaron.
Sylvia contempló el magnífico edificio que había sido su casa mientras
estuvo casada con Callum. Nunca le había atribuido un aspecto tan
desmejorado. Todas y cada una de las ventanas estaban cerradas, así como la
verja del jardín. Calculó que la hierba debía llegarle a la altura de la cintura,
como poco. Los rosales que con tanto esmero solía cuidar habían sucumbido
hacía tiempo en aquella selva de olvido.
Rose había estado en contacto con Callum durante su estancia en
Birmingham. Sylvia supuso que le habría contado con detalle su escapada
junto a Duncan, así como el “abandono” de Daniel. Su exmarido se mostró
bastante comprensivo al respecto.
—Rose me ha dicho que habéis discutido.
—He decidido trasladarme a Londres. Me llevaré a Daniel conmigo y no
dejaré que vuelva a escaparse. Buscaré algo y cumpliré la promesa que te hice.
—No tienes que buscar.
Con el viento agitando su larga melena clara, Sylvia se abrió paso entre
la maleza del jardín. Daniel le seguía de cerca, compungido por los recuerdos
de su niñez.
—No tienes que buscar —había insistido Callum—. Quiero que lleves a
Daniel a Notting Hill. Quiero que cuando Brenda aparezca los tres estéis ahí.
Devolvedle la vida a ese lugar.
Pasaron al interior de la casa. Fue toda una conmoción comprobar que,
tras su marcha, Callum había abandonado allí muchos de sus enseres. La casa
estaba cubierta de una espesa capa de polvo. Los muebles sin tapar y los
numerosos objetos personales que reposaban en armarios y cajones daban la
impresión de que había ido decayendo igual que un ser vivo, a la espera de que
sus moradores regresaran. Olía a cerrado, a tristeza, a sueños rotos.
—Devolverle la vida corre de tu cuenta —requirió Callum—. Yo pondré
los medios económicos. Tú tendrás que hacer el resto.
—Un pedazo del alma de esa casa está donde estás tú. No sé si podré
conseguirlo.
—Salvarla será más fácil que salvarme a mí. Hará falta tiempo, luz y
mucho detergente. El alma es lo de menos, a todos nos han robado una parte y
aún podemos respirar.
Sylvia recordó estas palabras mientras encendía el fuego. Su hijo se
sentó frente a la chimenea, en silencio. En cuanto prendieron las llamas, ocupó
un asiento a su lado.
—Feliz cumpleaños, cielo —musitó, dándole un beso en la mejilla.
—Ha sido el peor día de mi vida.
Daniel le rechazó y se perdió en la planta de arriba. Con los ojos llenos
de lágrimas, Sylvia arrimó su silla a la chimenea. Intentó distraerse ojeando
una viejísima revista, pegajosa a causa de la mugre, pero su escasa afición por
la lectura no le sirvió de consuelo. No pudo luchar contra las lágrimas que
volvieron a llenar sus mejillas.
Subió a su habitación, a la que había compartido con Callum durante
nueve años. La cama de matrimonio seguía en su sitio como si ellos fueran a
volver cualquier día de aquellos. Sus albornoces aun colgaban juntos en el
perchero. Sylvia se sintió como si hubiese estado contemplando un cadáver en
descomposición.
Encontró a Daniel hecho un ovillo sobre la cama de Brenda. Su hija no
se alegraría al ver que su habitación seguía pintada de rosa, como cuando ella
la dejó. Sus viejos peluches seguían sobre la cama, y Sylvia supuso que si
abría el armario encontraría allí muchas de sus prendas. Daba la sensación de
que todos habían dejado una parte de su ser en aquella casa, cuyas paredes
albergaban sólo polvo y proyectos frustrados.
—Siento que este haya sido el peor día de tu vida. Yo hubiese querido
que fuese el mejor, hijo…
Daniel no contestó. Dejó que Sylvia se tumbase a su lado y le abrazara.
Para ella, con eso fue suficiente.
La jornada siguiente fue muy dura. Daniel cortó el césped del jardín con
una máquina prestada por los Langley, ya que la suya propia no parecía tener
interés en ponerse en marcha. Sylvia abrió las ventanas de la casa de par en
par, para echar de allí al peor inquilino de la vivienda: el olor a cerrado. Las
briznas de hierba procedentes del exterior se mezclaron con el polvo y los
recuerdos. Todo fue a parar a tres enormes bolsas de basura. A media tarde el
aspirador se negó a seguir funcionando. No se podía pedir más a un
electrodoméstico de quince años de antigüedad con antecedentes asmáticos.
46
Una semana pasó entre bayetas, lejía y cera para los suelos. Sylvia tenía
poco tiempo para pensar y mucho que limpiar, pero eso no impedía que
contara los segundos para recibir noticias sobre el rescate de Brenda. Como el
asunto corría por cuenta de Duncan, tendría que ser fuerte y anteponer el
bienestar de su hija al miedo de volver a hablar con él. Había descubierto que
pensar en lo que realmente le convenía a Brenda era la mejor quimioterapia
para sanar el tumor provocado por días de irradiación junto a Duncan.
Siempre lo había dicho: su hija le devolvía constantemente las ganas de vivir.
La noche siguiente, él llamó a casa.
—Quería decirte que ya está todo arreglado. Mañana soltarán a Brenda.
—¿Lo has hecho tú solito? —se burló ella—. ¿Esperabas algo?
¿Esperabas que te diera las gracias, acaso?
—El deber a veces concede recompensas —repuso él, sin alterarse lo
más mínimo.
—¡Estás muy equivocado si lo que buscas es una recompensa! —
exclamó Sylvia.
—Simplemente quería que lo supieras. La policía te dará instrucciones.
Y colgó.
Recordar la conversación le llenaba de euforia e ira. Aunque cuando se
le pasaba el arranque, todo quedaba en puro miedo. Miedo por los riesgos que
corriera Brenda, miedo por lo que viniera después. No quería que Duncan
intentara hacerse un hueco en su vida. Le aterrorizaba la idea de que Brenda
supiera de su existencia. Cuando ella regresara, quería que todo fuera como en
los viejos tiempos. Le gustaría recuperar a su hijo, cambiar de trabajo y
devorar cada instante. Nada más.
Sylvia suspiró. Primero tenía que aparecer su hija, su pequeña. Se
tranquilizó pensando que una vez pudiera abrazarla, el miedo a perderla sería
algo secundario. Nadie podría volver a separarlas. Se acostó y apagó la luz
principal. Al menos, ya quedaba poco para ese momento.
—Tardan demasiado.
Sylvia paseaba de un lado a otro del vehículo, bajo la incierta mirada de
Duncan, cuyos ojos entrecerrados vagaban de un lado para otro. El inspector,
quieto, en actitud de vigilante espera, le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Solo han pasado unos minutos de la hora acordada, Sylvia. Cálmese.
Verá que todo va a salir como esperamos.
—Sí —murmuró Duncan—. Todo saldrá bien.
Estaba tan nervioso como el resto, o eso daba a entender.
Cinco y media de la mañana. Aguardaban la liberación en un
descampado a las afueras de Birmingham. A no más de doscientos metros de
distancia, oculto al otro lado de la carretera, había un cordón policial que
intervendría si la situación lo requería.
Se suponía que en ese marco tendría lugar la ansiada liberación de
Brenda.
Transcurrió otro buen rato. ¿Y si aquello no les conducía a nada? ¿Y si
los secuestradores no estaban satisfechos con el precio alcanzado? ¿Y si de
repente decidían no soltar a Brenda? Aguardaron dos horas sin que hicieran
acto de presencia. Con el paso de los minutos, el fracaso de la operación se
hizo claro y real. Llegado el mediodía, el inspector propuso con mucho tacto
que Sylvia volviera a casa. Ella se negó.
—Tienen que venir —insistió— Tienen que hacerlo.
Duncan también se quedó. Al caer la noche, consiguieron hacer ver a
Sylvia que no habría liberación. Con las esperanzas bajo cero, la instalaron en
el coche. A medio camino se quedó dormida.
Sylvia despertó al escuchar una voz metálica y distorsionada que surgía
del móvil de Duncan
—Ustedes llevaron a la policía. Rompieron el trato, de modo que
nosotros estábamos en nuestro derecho de alterar algunas condiciones. Su hija
ya es libre, señor Miller.
—Pero, ¿dónde está?
—Eso tendrán que descubrirlo ustedes. Por su bien, sugiero que la
encuentren pronto. De lo contrario, puede que se lleven una sorpresa
desagradable. Sólo les doy una pista: Londres.
Todos suspiraron. Sería como buscar una aguja en un pajar.
Duncan tenía que irse, pero no quería. Sus privilegios como financiador
del rescate se habían terminado. Había acompañado a la madre de su hija en el
trago, la joven había aparecido, se había interesado por su salud con mucha
discreción y ahora lo que se esperaba de él era que desapareciera. Después de
dar las gracias al hombre que encontró a Brenda, un tipo de rasgos pakistaníes,
y hacerle prometer que le llamaría en caso de que necesitara ayuda, se dejó
caer sobre uno de los bancos de la sala de espera.
—¿Un café, Miller?
Raymond, el inspector que más se había implicado en el caso, se sentó a
su lado y le dio unas palmaditas en la espalda.
—No, no se preocupe —Duncan resbaló en el asiento—. Oiga… ¿usted
cree que podría entrar a verla?
—Sylvia me ha pedido que no lo haga. No se ofenda, señor Miller. Es
normal que quiera superprotegerla. Imagínese, encontrar a su hija pequeña con
un orificio de bala en el costado y un brazo roto después de casi veinte días de
secuestro.
—No me resulta tan difícil ponerme en su lugar. Lo mejor es que yo me
marche y sigamos como hasta ahora. Pero, por favor… Es mi hija.
—Dos minutos —cedió Raymond—. Y que no se entere Sylvia, por Dios.
Duncan sonrió. Raymond charló brevemente con los policías que
custodiaban el cuarto de Brenda y miró el reloj.
—Dos minutos. —Abrió la puerta y permitió a Duncan el paso— Sylvia
estará aquí enseguida, así que no se entretenga.
—De acuerdo.
En un primer vistazo, los ojos de Duncan apenas distinguieron una
difusa mata de pelo negro y rizado entre las sábanas blancas. Se acercó más
para verla mejor. Brenda dormía profundamente con la cabeza ligeramente
ladeada y los labios entreabiertos. Tenía ambos brazos sobre el regazo, por
encima de las sábanas. Se la quedó mirando muy detenidamente, le pasó una
mano por la frente y luego sonrió con ternura.
—Es menudita, ¿verdad? —murmuró al final—. Me recuerda mucho a
mi madre. —Le tomó de una mano y la acarició suavemente. La soltó
enseguida, como avergonzado, y se puso de pies—. Supongo que aquí estará
bien.
Carraspeó y de pronto pareció tener una gran urgencia por salir de allí.
Raymond abrió la puerta y Duncan se marchó a todo correr. Le vio
entrar en el servicio de caballeros y a los diez minutos, con la cara
congestionada, le pareció verlo salir.
Duncan recogió todas sus cosas y tomó un tren a Edimburgo. Necesitaba
ver cambiar el paisaje de forma paulatina, dejar atrás la metrópoli londinense
e ir sumiéndose poco a poco en las laderas escocesas. Tenía que concienciarse
de que su viaje había terminado, y qué mejor para ello que hacerlo al ras del
suelo y no entre las nubes.
Al llegar a su ciudad natal, anduvo mucho rato por las calles, sin ver por
dónde iba. No era su ceguera: las ganas de llorar habían interpuesto una
cortina de lágrimas entre sus ojos y el mundo. Se trataba de un muro opaco
que caería en cuanto reconociera el dolor que le carcomía por dentro. Así
rodó la primera lágrima, y la segunda, y la tercera. Después los escombros le
impidieron seguir viendo.
Fue a parar a un supermercado. Su mano se cernió entorno al cuello de
una botella. El tacto del cristal activó a otra vieja amiga de los malos tiempos:
la necesidad. La necesidad de no pensar, de no sentir, de no creer… Cortesía de
sus desafortunados acompañantes de desdichas, el primer trago supo más a
mar que agua dulce… Intentó engañarse a sí mismo, pero ya era tarde: no
nadaba en un riachuelo salado, sino en un lodazal de alcohol. “¡Entonces te
revolcarás en tu maldito fango!” El hedor a Whisky le hizo despertar. Un
clínex bastó para limpiar un paisaje que había creído desolador.
Duncan pulsó el botón rojo y su tía Geraldine acudió a su llamada al
momento. Le encontró sentado en un bordillo, junto a un montón de cristales
esparcidos por el suelo.
—¿Eres consciente de lo que te has hecho?
—Ahora mismo no, tía. Pero mañana lo seré.
Duncan abrazó a la mujer con fuerza, tratando de reprimir las lágrimas.
Llovía sobre mojado.
—No pasa nada. Has hecho bien en pedir ayuda. Creo que no te ocurría
algo así desde que murió Ginebra.
—Todo ha terminado para siempre. Amanda tenía razón, tía. Soy un
iluso.
—Claro que no tiene razón, hijo. Tú has hecho lo que creías correcto.
Apenas te reconocía cuando hablábamos, Duncan. Se nota a la legua que te
sientes mejor, y Amanda lo sabe perfectamente.
—Aún así, todo ha salido tan mal como ella había previsto —Duncan se
secó las lágrimas—. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Por el momento, montarte en ese taxi y jurarme que no se te volverá a
pasar por la cabeza la absurda idea de beber.
—Vuelves a hablarme como si fuera un adolescente.
—Sino fuera por las canas, cualquiera te tomaría por un crío. A ver si te
casas y sientas la cabeza.
—Ya he estado casado y no me ha ido muy bien.
—Bueno, la próxima será la vencida.
—Tal vez… —Duncan se separó de la anciana, más calmado. Se
cogieron del brazo—. ¿En serio crees que tengo muchas canas…?
—Yo que tú preferiría eso a quedarme calvo, como le sucedió a tu
padre… Gracias a Dios que saliste a tu madre. Además, todavía eres joven.
—¿Sabes? Al ver a Sylvia me di cuenta de todo el tiempo que ha pasado.
—¿Tanto ha envejecido?
—¡No! Sigue siendo una mujer muy atractiva, pero… la encontré muy
consumida.
—Deberías retirarte durante un tiempo.
—No tengo ganas de reincorporarme a la misma rutina de siempre. No
quiero creer que lo que he vivido se haya terminado, aunque esté de vuelta en
casa.
Subieron al taxi. Geraldine le dio la dirección al conductor y se pusieron
en marcha. El silencio se hizo en el coche. El futuro se le antojó incierto,
oculto tras un muro que su propio miedo le impedía sobrepasar.
49
Viernes 1 de octubre
—Ya estamos en casa, cariño. —Sylvia se detuvo ante la verja y buscó
las llaves en el bolso. Sonrió a Brenda, que miraba a su alrededor con los ojos
muy abiertos—. Ya estás de vuelta con nosotros, mi vida.
Sylvia le besó la mejilla con mucha dulzura, pero Brenda apenas hizo
una mueca. Se dejó conducir por su madre al interior. Iba como sonámbula.
En los nueve días que Brenda llevaba libre, apenas había articulado una
palabra. Aconsejada por los profesionales que atendieron a su hija desde el
primer momento, Sylvia se había puesto en contacto con Eileen Campbell, una
vieja amiga suya, psicóloga de profesión. Mantuvieron una entrevista en la que
le expuso la actitud que mostraba Brenda.
—Tranquila. Es posible que muestre cambios temperamentales por una
larga temporada —le serenó la psicóloga—. Tardará unas semanas en situarse
y ser perfectamente consciente del fin del cautiverio. No querrá hablar contigo
o con Daniel del tema. Con el paso del tiempo estas reacciones irán
desapareciendo y el comportamiento de Brenda se normalizará
paulatinamente. Por ahora, disfruta de tu hija. Bríndale todo el afecto,
comprensión y compañía que necesite.
Con esas palabras y algún que otro consejo más, tanto Sylvia como
Daniel se prepararon para recibir a Brenda.
—Vamos al salón —indicó Sylvia, mientras ayudaba a la chica a quitarse
la cazadora—. A ver… cuidado con ese brazo. Eso es, mi chica. Vamos dentro.
Ya en la sala de estar, ayudó a la joven a sentarse en el sofá. Brenda lo
miraba todo con extrañeza. Sylvia reparó en que no le había hablado de su
mudanza.
—Cielo, nos quedaremos en Notting Hill una temporada.
Brenda no contestó. Acarició el cuero del asiento con los dedos índice y
corazón. Estaba en casa, eso era lo importante. Sylvia volvió a sonreírle y le
echó una manta fina por encima.
—¿Estás cómoda así? —le preguntó. Brenda asintió— ¿Quieres tomar
algo?
—Un té —pidió con voz trémula—, calentito.
Sylvia le besó la frente y al poco dejó una taza de té caliente en las
manos. Se sentó a su lado y le rodeó los hombros.
—No pasa nada si no quieres hablar, ¿de acuerdo? Tómate todo el
tiempo que quieras.
Brenda asintió de nuevo y una lágrima surcó su mejilla. Sylvia, con una
sonrisa, se la secó con el borde de la manta. Luego le pasó el índice por la
punta de la nariz, como solía hacer cuando Brenda era pequeña, y se
abrazaron.
Permanecieron en esa postura hasta que la joven terminó de beberse el té.
Luego, apoyándose en el brazo de su madre, subió arriba.
—Ahora vamos a dormir un rato —le dijo Sylvia, frente a la puerta de su
cuarto—. Tienes que descansar. ¿Recuerdas tu antigua habitación? La he
arreglado para ti. Va a gustarte…
Abrió la puerta. Un enorme cartel que decía BIENVENIDA A CASA
colgaba del techo. Cuando Brenda aún no había terminado de admirarlo, cinco
cabezas surgieron de detrás de las cortinas.
—¡Sorpresa!
Daniel, Emma, Alex, Mary y Josh corrieron a abrazarla. Brenda se
quedó parada, mirándoles a todos de forma inexpresiva.
—¿No vas a saludarles?
Sylvia empujó a su hija hacia sus amigos. Brenda, como a cámara lenta,
se acercó a ellos. Josh dio un paso al frente y extendió los brazos. Su prima se
le acercó. Creyó que iba a abrazarla después de tres semanas angustiosas pero
escuchó un sollozo a sus espaldas. Brenda se había aferrado a Daniel y ambos
lloraban. Los demás permanecieron en silencio.
Josh cerró los ojos. Sylvia notó su decepción, y le rodeó los hombros
mientras contemplaba la escena.
Brenda no se soltaba de su hermano, así que Sylvia empujó al resto para
que se unieran al abrazo. Alex estaba tan feliz que no dudó en hacerlo. Su
hermana Mary aprovechó la confusión y se pegó como una lapa a la espalda
de Daniel
Sylvia sirvió café y pastas para todos. Bajaron al salón, donde tuvo lugar
la improvisada merienda. El delicioso olor procedente de la cocina y las voces
alegres de sus amigos parecieron animar a Brenda. La chica miraba a su
alrededor desde el sofá, aferrada a Alex y Daniel como una lapa.
Lunes 11 de Octubre
Brenda bostezó. El despertador había sonado bastante después de que ella
abriera los ojos. Lo apagó con un golpe secó y se levantó con lentitud.
A su lado dormía Daniel, en una improvisada cama. No le daba
vergüenza reconocer que desde su cautiverio le aturdía la soledad por las
noches.
Sacó el uniforme para afrontar el que sería su primer día de clase en
cuatro semanas. Bajó a la cocina sin despertar a Daniel. Sylvia estaba ya abajo,
terminando de preparar el desayuno. Dio los buenos días a su hija con un
fuerte abrazo y le sirvió un café con tostadas.
—¡Cielo, es tardísimo! Alejandro y Mary te están esperando fuera. —La
mujer le dio un beso en la mejilla—. Me marcho ya o mi jefe terminará por
matarme.
—No deberías haber desperdiciado todos tus días libres por mi culpa.
—Si es por ti, hago lo que sea, mi niña —Sylvia le revolvió el pelo—
Luego nos vemos.
El primer día de clase fue tan agotador que a Brenda apenas le quedaron
energías para dedicarse a otros asuntos. Salieron al patio, charlando sobre lo
dura que estaba resultado la jornada. Brenda advirtió la imagen de su hermano
haciéndole señas desde el otro lado de las verjas. Se despidió con un gesto de
Alex y se acercó al vallado.
—¿Pasa algo? —Brenda miró a su hermano de reojo.
—Sylvia se ha ido a trabajar y yo me sentía un poco solo.
Daniel esbozó una sonrisa triste. Brenda le besó en la mejilla.
—¿Cómo te está yendo? —preguntó él.
—Es agotador.
un gemido lastimero. Alex echó a reír, la tomó del brazo y se la llevó
hacia dentro.
Nunca, nunca antes había pegado a Brenda. Aquella había sido la primera
vez y se arrepentía infinitamente de haberlo hecho. Su relación con Brenda,
incluso cuando tenían problemas, estaba basada en la confianza y la escucha.
Fue a la cocina y preparó un té de menta, el preferido su hija. Se secó las
lágrimas y se quitó las legañas. Subió al cuarto de Brenda con la infusión en
las manos. Llamó a la puerta. Como Brenda no respondió, asomó la cabeza.
—Brenda, cariño… ¿podemos hablar? —murmuró. Sabía que la joven
estaba despierta.
—No quiero hablar.
Sylvia suspiró. Entró en la habitación y subió un poco la persiana.
—Te he traído té —dijo—. Es de menta.
Brenda no respondió. Sylvia dejó la infusión sobre la mesita de noche.
—Quería disculparme por lo de anoche —añadió, tras sentarse en el
borde del colchón—. ¿Me perdonas?
Brenda continuó guardando silencio.
—No quería hacerte daño, hija —sollozó Sylvia— Perdóname, por
favor.
Alargó una mano para acariciar los cabellos de su hija, pero ella se
apartó con brusquedad.
—Fuera —exclamó—. Vete.
Sylvia se puso en pie. Brenda la siguió hasta la salida, cerró la puerta con
un golpe y se apoyó sobre ella. Cogió la taza que su madre había dejado en la
mesilla y de un manotazo la envió al suelo. La alfombra quedó empapada y
cubierta de desperdicios.
74
24 de diciembre
Como era tradicional, el día de Nochebuena estudiantes y familiares se
agolpaban frente a las puertas del salón de actos del instituto. El motivo: el
festival de Navidad, que hacía las veces de misa, concierto y actuación.
—¿Y qué pasa con la actuación de Brenda? —protestó Mary, alzando su
voz entre los aplausos—. ¿Tú sabes algo, Sylvia?
—Brenda no me aclaró cuándo iba a actuar —Sylvia dejó escapar un
suspiro.
—Saldrá de un momento a otro, ya lo verás.
El festival siguió su curso. Todos aguardaron expectantes hasta el final,
aunque Brenda no salió a tocar su solo y nadie dio ninguna explicación al
respecto.
Cuando padres, alumnos y profesores abandonaron el salón de actos, el
desencanto se leía en las caras. Sylvia se chocó con Brenda en el pasillo. La
chica caminaba con lentitud, violín al hombro y mirando al suelo. Levantó los
ojos al presentir su cercanía.
—¿Dónde has estado? ¿Por qué no has salido a tocar?
—No quiero hablar. Déjame.
Brenda le apartó con un suave empujón y siguió su camino. Sylvia
prefirió no indagar en las causas su comportamiento. Para templar los ánimos,
los Langley le invitaron a tomar café. Cuando se aproximaron a la salida, Rose
abordó a Sylvia.
—¿Tienes que ir a alguna parte? —El sonido de su voz le sobresaltó.
Hacía meses que no intercambiaban una sola palabra.
—¿Qué quieres?
—Necesito hablar contigo.
HACEN LAS PACES SOBRE EL TEMA DUNCAN Y LE OFRECE
AYUDA CON BRENDA
Sylvia se alegró de contar con Rose para hacer más llevadera la derrota.
Aquella tarde, en cuanto volvió del trabajo, abrió el buzón. Facturas.
Facturas. Una carta del banco. Más facturas. Un sobre de papel blanco sin
remitente.
Eso le hizo detenerse. Miró a su alrededor, cerró de llave el buzón y
entró en casa. Subió tres pisos de escaleras y se encerró en su habitación.
Tumbada sobre la enorme cama de matrimonio, rajó el sobre.
Querida Sylvia.
Espero que os vaya muy bien a ti y a Brenda. Me gustaría hablar contigo y pedirte disculpas por
todas las molestias que mi presencia en Londres haya podido ocasionarte. Quisiera que hablásemos
sobre Brenda. Ser su profesor ha resultado una experiencia fascinante. Podría conformarme con eso y
mucho menos; lo único que deseo es que ella sea feliz.
Los miércoles por la tarde suelo estar en la cafetería del instituto, preparando las clases del días
siguiente. Pásate a verme cualquier miércoles; estaré esperándote.
No faltes. Creo que debemos solucionar este asunto cuanto antes.
Sinceramente tuyo,
Duncan.
Viernes 7 de enero
—Clase de música… ¡Lo mejor de la mañana! —exclamó Pandora. Su
sonrisa alegre contrastaba con la palidez de Brenda—. Veo que Bill no te
entusiasma tanto como antes. ¿Cuál es el problema?
—No hay ningún problema.
—Imposible, con la cara que tienes. ¿Sigues enfadada con tu madre?
Brenda aceleró el paso y se puso roja. Sus ojos verdes permanecieron
clavados en algún punto del infinito.
—Tenéis que hacer las paces. Es una pena que…
—¡Basta! —Brenda se detuvo de pronto y arrojó todos sus libros al
suelo—. ¡No necesito que organices mi vida!
Una pareja de estudiantes que cruzaba por allí se les quedó mirando.
Pandora cerró los ojos y se dio la vuelta sin decir palabra.
Ya en el aula de música, la chica se sentó en primera fila, lo más lejos
posible de Brenda. Ella miró hacia otra parte.
Rose entró en la clase diez minutos más tarde, cuando el caos
organizado a causa de la tardanza de Bill llegaba a su apogeo. Las partituras
dejaron de volar por los aires y cada cual ocupó su asiento. El silencio se hizo
de inmediato.
—El profesor Bill, como a él le gusta que le llamen —dijo Rose—, no
puede impartir la clase de hoy. Yo haré la guardia.
El murmullo de decepción se desvaneció después de que la profesora
lanzara una indescriptible mirada de advertencia. Brenda agradeció la hora de
dictadura, puesto que le sería imposible hablar con Pandora. Treinta segundos
antes de que sonara el timbre, alguien tuvo la valentía de preguntar qué le
ocurría a Bill. En circunstancias normales, Rose jamás habría dado una
respuesta. Sin embargo, esbozó algo parecido a una sonrisa.
—El profesor Bill ha presentado su dimisión esta mañana —explicó—
Parece que pronto tendréis un nuevo profesor de música.
Sylvia salió a cenar con Rose para celebrar la noticia. Había llamado a
casa para avisar a Brenda, pero la chica no le contestó el teléfono.
Eran más o menos las doce cuando aparcó frente a Notting Hill. Le
sorprendió ver un taxi en doble fila a pocos metros del vehículo de James. No
había luces encendidas en casa. Se preguntó si Brenda se habría acostado ya.
Nada más atravesar el umbral, le llegó un extraño sonido. Encendió la
luz. En lo alto de las escaleras vio a Brenda.
La chica arrastraba una pesada maleta. Tenía la cara congestionada por el
esfuerzo. Dio un tirón tan fuerte que su equipaje rodó escaleras abajo. Fue a
parar a los pies de una atónita Sylvia. Se escuchó un clic y todo su contenido se
desparramó por el suelo.
—¿Qué estás haciendo, hija?
—Me marcho de casa.
Sylvia dejó caer el bolso al suelo.
—Me voy con mi padre —siguió Brenda. Bajó los escalones y se agachó
junto a Sylvia.
—¿A casa de qué padre piensas ir, Brenda?
La joven arrojó sus prendas en el interior de la maleta.
—No te hagas la idiota. Sé dónde vive. Sé quién es.
—No tiene ni idea de lo que estás diciendo —balbució Sylvia—. Deja
eso, vamos a hablar.
Brenda le dio un empujón cuando su madre le tocó el brazo.
—¿Hablar? —siseó—. Has tenido muchas oportunidades para hablar
conmigo.
—Tienes que escucharme. No puedes juzgarme sin saber qué pasó. Voy a
explicártelo todo, pero cálmate.
—Tú tampoco me diste la opción de que me explicara aquella noche…
Ahora yo haré lo mismo.
Brenda agarró la maleta y pugnó por atravesar la puerta. Echó a correr
tambaleándose. Sylvia fue tras ella.
—¡Brenda! ¡Brenda!
Fue inútil. El propósito del taxi quedó claro cuando Brenda guardó sus
cosas en el maletero y subió antes de que Sylvia tuviera tiempo de volver a
gritar su nombre.
Querida Sylvia:
Aunque me he resignado a que mis cartas no tengan respuesta, cada día a la misma hora me
siento para escribirte. Tal vez ya no lo haga por ti, sino por mí, para analizar los acontecimientos de la
jornada y mantener en pie la fantasía de que seguimos en contacto.
Hoy como cada viernes Brenda ha asistido a su clase de música. No sé si te lo había
mencionado, pero Nick vuelve a ocupar su antiguo puesto. Me alegro; deduzco que Brenda echaba de
menos sus clases. Aunque mira a Nick con ojos distintos después de conocer que sale con tu hermana
Rose, ella misma reconoce que las clases de música son más digeribles desde que yo dejé de
impartirlas.
Aun nos resulta difícil mirarnos frente a frente, Sylvia, ya sea con la mesa del comedor de por
medio o la tarima de un aula. Intento dar lo mejor de mí mismo para que la convivencia resulte
soportable. Ni siquiera aspiro a la cordialidad. Brenda no me pone las cosas sencillas y hay días, como
hoy, en los que daría lo que fuese por tenerte a mi lado, para que me enseñes a ser padre, a no ser tan
egoísta…
Querida Sylvia:
Esta mañana, Brenda y yo hemos dado algo parecido a un paseo entre padre e hija…
96
—Papá.
Duncan miró en dirección a la puerta. Brenda estaba apoyada sobre el
marco. Su melena rizada, suelta y húmeda, le colgaba hasta la cintura. Tenía las
mejillas coloradas y para variar vestía un pijama gris.
—Porque puedo llamarte así, ¿verdad? Papá —añadió.
Sus ojos verdes se encontraron con los de Duncan. Él parpadeó. Notó
cómo sus labios se despegaban. Intentó decir algo, pero tenía la garganta seca,
como si hubiera tragado una bola de papel.
Brenda sonrió y se acercó a él.
—Lo siento —dijo—. Me he portado fatal.
Un segundo después, Duncan se encontró abrazado a su cuerpo menudo.
Necesitó dos minutos, quizá tres, para reunir el valor suficiente y contestar.
—Papá… Claro que puedes llamarme así. Siempre que quieras, Brenda.
Su hija aflojó el abrazo y le plantó un beso en la mejilla. Entonces
Duncan se dio cuenta de que tenía la cara empapada.
—Tenemos que celebrarlo —dijo Brenda.
Duncan se quitó las gafas y su hija se convirtió en un ser borroso
pululando por la estancia. Se secó las lágrimas. Oyó ruido de armarios,
después vasos. Cuando volvió a calarse las gafas, Brenda había situado un vaso
en frente de él.
—Brindemos.
Ambos sostuvieron los vasos en alto y los cristales se chocaron. Duncan
sonrió y bebió un sorbo.
La garganta le quemó como si hubiera ingerido lejía. Tosió y escupió lo
poco que no había tragado. No obstante, el gusto a Whisky permaneció en su
paladar. Su respiración se aceleró. La boca seguía quemándole.
—Pensé que te gustaría —dijo Brenda—. ¿Qué te ocurre?
Que le gustaba demasiado, pensó él.
—¿De dónde lo has sacado?
—Encontré algunas botellas en mi armario. Pensé que te gustaría —
repitió.
—No.
Las manos comenzaron a sudarle. Olía a Whisky por todas partes.
Whisky, whisky… Vio que aún tenía el vaso en la mano, la boca reseca y
ardiente… Una fuerza superior a él guiaba su mano hasta la boca. Notó el
cristal pegado a sus labios. Brenda le miró con fijeza.
—¿Estás bien?
—Yo… no puedo beber.
—¿Por qué?
—Simplemente, no puedo.
Empezaron los temblores. Duncan dejó caer el vaso sin querer. Cristales
rotos. Whisky, Whisky, Whisky. Brenda lo recogió todo.
—Lo siento, lo siento. ¿Qué te parece si lo celebramos con… café? ¿Hay
café? Vamos, siéntate, te has puesto pálido.
Duncan le dejó hacer. Sin saber muy bien cómo, estuvo sentado en el
salón, con una taza caliente entre las manos. El tema quedó momentáneamente
olvidado. Brenda puso una película, se arrebujó contra él y estuvo más amable
y accesible que nunca.
Duncan no pudo disfrutar de la reconciliación. De cuando en cuando, un
saborcillo amargo y penetrante le invadía. ¿Tendía licor el café o era solo un
molesto deja vù? Estuvo tentado de preguntarle a Brenda si había añadido
Whisky a su taza, pero se dijo a sí mismo que aquello era absurdo. Ella jamás
lo habría hecho después de lo ocurrido en la cocina.
Al cabo de un rato se encontró anhelando quedarse a solas. La
reconciliación le parecía maravillosa, pero la presencia de Brenda empezaba a
sobrar. ¿Por qué?
Cuando la chica finalmente se fue a la cama, tras el correspondiente beso
de buenas noches, Duncan sintió una gran excitación. Corrió hasta la cocina.
Whisky. La botella parecía viejísima, incluso tenía polvo.
Whisky. El líquido ambarino llegaba hasta el cuello de la botella. Las
manos le temblaban tanto que el líquido se desparramó por su camisa al
llevársela a los labios.
Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky. Lo
que antes le había parecido lejía le supo a gloria. Miró al reloj de la cocina.
Amanda y Geraldine no regresarían hasta la mañana. La primera, para su
alivio, tenía una cita. En cuanto a su tía, esperaba que la cena benéfica le
mantuviera lo bastante ocupada. Notó una punzada de arrepentimiento al
pensar en ella. ¿Qué diría si le encontraba con una botella en la mano? No era
importante, se dijo. No volvería a hacerlo. Pero necesitaba un respiro. Llevaba
tanto, tanto tiempo sin probar el alcohol…
De pronto, se dio cuenta de que la botella estaba vacía. Le temblaba todo
el cuerpo, estaba empapado, pero necesitaba más. Mucho, mucho más. Nueve
años. Hacía nueve años que no probaba la bebida. Más. Más. Más. Más.
Sabía que no era bueno para él. Sabía que no era bueno para nadie. Pero
tenía que seguir. El cuerpo se lo pedía. Todos sus poros gritaban, ¡alcohol!
Geraldine le diría que se había vuelto loco. Nueve años de sobriedad echados
por tierra. Pero no volvería a hacerlo. Nunca. Nunca. Tenía que beber.
Brenda había dicho que en el armario de su habitación había más
botellas. Duncan se dirigió hasta allí intentando no armar ruido. Recordó que,
de joven, solía esconder allí dentro sus reservas.
Abrió la puerta del armario y revolvió entre las prendas. Incluso se había
tomado la molestia de colocar una plancha de madera y crear un doble fondo.
Allí escondía sus travesuras, y si era preciso, se sentaba en la oscuridad a
beber.
Retiró la tabla. El armario no era tal, sino un vestidor, aunque eso fue
antes de idear su rincón secreto, claro está.
Tanteó en la oscuridad. Cogió una botella al azar y calculó que estaba lo
bastante llena. Volvió a colocar la tabla y salió de allí.
Bebió. Bebió. Bebió. Vodka o Ginebra, no estaba seguro. Whisky. Bebió
y durante mucho tiempo todo pensamiento desapareció de su mente. Sed.
Dolor, dolor, dolor… Oscuridad.
—¿Un café?
La mirada de Sylvia se perdía más allá del cristal que le separaba de
Brenda. La chica dormía, ajena al trajín de su alrededor. Su pelo, suelto y
revuelto, se enredaba entre los cables y sondas que le rodeaban.
Sylvia se giró al sentir una mano cálida sobre su hombro.
Nunca creyó que volvería a verle con vida, pero allí estaba, a su lado.
Apoyaba su peso en un bastón y una capa de raleado cabello castaño le cubría
la cabeza. Vestía unos vaqueros y una americana negra. Sus ojos verdes habían
recuperado el brillo. Callum Miller le miraba con una mezcla de ternura y
compasión.
—Daniel está con Rose —dijo Sylvia, al descubrir que se trataba de él.
No fue capaz de darle un abrazo, de asimilar el milagro que suponía tenerle
allí, a su lado. Probablemente, su exmarido había cruzado el charco solo para
ir a verle a ella, al tener noticias de lo ocurrido..
—Lo sé, he estado con él —repuso Callum. Se quedó a su lado,
contemplando a Brenda—. Parece que está tranquila.
—Sí.
De nuevo silencio entre ambos. Él retiró la mano de su hombro.
—¿Te apetece tomar algo caliente?
Sylvia se encogió de hombros. Callum le agarró del brazo y la condujo
hasta la cafetería. Sylvia se desplomó sobre el asiento. Hundió la cabeza entre
las manos.
—¿Qué quieres beber? —dijo Callum
—Lo que te parezca.
Callum regresó a los cinco minutos con dos humeantes tazas de té.
Sylvia sonrió. No había olvidado sus preferencias.
—¿Has venido para llevarte a Daniel?
—No hablemos de eso ahora.
—Tú sólo estás así de complaciente cuando quieres pedirme algo.
—Estás equivocada. Intento ser amable porque no es momento de sacar a
relucir nuestros asuntos personales. Daniel ya es lo bastante adulto. Dejemos
que él elija.
El siguiente espacio de silencio se prolongó cinco minutos.
—No he tenido ocasión de preguntarte cómo os ha ido todo este tiempo.
—Me costó siglos conseguir que volviera a hablarme con normalidad, y
después de que Brenda se fuera de casa me retiró la palabra. Está visto que
formar una familia normal es imposible.
Otro espacio de silencio. Sylvia se dedicó a remover los posos del té con
la cucharilla y Callum se retiró algunos cabellos del flequillo.
—Te ha crecido mucho el pelo —comentó ella—. Tienes buen aspecto.
—Los médicos dicen que la enfermedad ha entrado en remisión. Puede
que reaparezca, o puede que no. Mientras tanto, lo mejor que se me ocurre es
seguir viviendo.
Sylvia asintió. Tomó su mano.
—¿Cómo está Brenda? —preguntó entonces Callum.
—Se pondrá bien… físicamente. —Sylvia exhaló un suspiro—. Ha hecho
cosas horribles, Callum. Puede que levanten cargos contra ella.
—Brenda está enferma, eso es todo. Por ahora, lo único que debe
preocuparte es que salga cuanto antes de esa habitación de hospital y sea la
misma chica jovial de siempre.
—¿Te gustaría entrar a verla?
El aplomo de Callum se desvaneció. Bajó la mirada.
—No creo que sea una buena idea.
—Eres su padre.
—No, no lo soy.
Sus ojos verdes se oscurecieron. Sylvia se levantó de la mesa y tironeó
de él. Su bastón cayó al suelo.
—Tendrás que venir conmigo, quieras o no.
—¿Qué intentas?
—Tienes que hacer las paces con ella.
En esta ocasión fue Sylvia quien llevó a Callum a rastras. Llegaron a la
cristalera de la unidad de cuidados intensivos. Brenda no se había movido ni
un milímetro.
Sylvia y Callum entraron, agarrados de la mano. Al acercarse a la joven,
descubrieron que no dormía: tenía los ojos entornados, el rostro impávido.
Callum trató de hablarle, pero pronto comprendió que estaba sumida en el
sopor de los sedantes. Sylvia ya se había dado cuenta; se limitó a besarle la
frente y permanecer a su lado.
Callum continuaba mirando, sin apenas moverse. El tiempo transcurría
ahora con rapidez, medido por los constantes pitidos del pulso de Brenda.
—Háblale —pidió Sylvia—. Estoy segura de que ella puede oírte.
—No sé…
—Dile algo, por favor. Sabe que estamos aquí, ¿no notas cómo se han
acelerado sus latidos?
Era cierto, incluso mágico.
Callum pareció hacer un esfuerzo descomunal al alargar la mano y asir
la de Brenda. Se sobresaltó cuando los dedos de ella se cernieron entorno a los
suyos. Sus pupilas se dilataron y por un momento la joven entreabrió los ojos..
—Estamos contigo, ¿de acuerdo, pequeña? —susurró Callum—. Solo
ponte bien, por favor.
Se quedaron así, hasta que una enfermera les hizo una seña desde fuera.
Abandonaron la habitación con paso lento, Callum más apoyado en su bastón
que nunca. Apenas salieron, Sylvia se deshizo en lágrimas.
—Necesitas descansar —dijo él.
Regresaron a la sala de espera. Sentó a Sylvia a su lado y le hizo recostar
la cabeza en sus rodillas. Pasó la mano por su rostro y le cerró los ojos.
Acarició su melena constantemente hasta que ella cesó los sollozos y se quedó
dormida.
Sylvia decidió volver a casa a media tarde, para poder llorar a solas.
Callum se ofrecieron voluntarios para pasar la noche con Brenda. En cuanto le
aseguraron que seguía estable, Rose le acompañó a Notting Hill.
—Si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme. ¿Seguro que no
quieres que me quede contigo?
—Estaré perfectamente.
Su hermana asintió. Un par de minutos más tarde, Sylvia escuchó el
sonido de la puerta principal.
Entró en la cocina y puso el agua a hervir. Sacó una taza limpia y dejó el
sobre de tila en su interior. Se apoyó en la encimera y miró por la ventana. El
sol poniente le obligó a entrecerrar los ojos. La radiación calentó sus huesos
heridos y contra su voluntad, sus labios se curvaron en una sonrisa de placer.
Apoyó la cara contra la ventana. Cuando el calor se le hizo insoportable, la
abrió y asomó la cabeza. Una ráfaga de aire fresco revolvió su melena rubia.
El pelo le hizo cosquillas en la cara. La radiación directa era más agradable.
El contacto de una piel humana le quemó. Esta vez, el foco de la
radiación no se hallaba en el cielo, sino en la mano que le apartó los mechones
de la cara.
Sylvia abrió los ojos y se encontró frente a una ilusión de ojos verdes y
belleza de cuento.
—Eres de mentira.
La ilusión le mostró sus blanquísimos dientes.
—Pellízcame y verás lo asquerosamente mortal que soy.
Sylvia asomó la mano y la hundió en la mata de rizos negros. Los bucles
se deshicieron entre sus dedos y volvieron a enroscarse. Descendió hasta
acariciar el mentón de Duncan.
—¿Quién te ha dejado entrar?
—Tu hermana Rose dijo que te haría bien. Por una vez, estuvimos de
acuerdo en algo.
Sylvia le contempló a través de la ventana. Duncan estaba sin afeitar
desde hacía al menos un par de días y tenía unas ojeras moradas. Llevaba el
brazo en cabestrillo, parecía estar haciendo un gran esfuerzo por mantenerse
de pies y le sonreía.
—Me gustaría darte un abrazo —dijo él.
—Deja que te abra la puerta.
—¿La de la entrada?
Sylvia acercó su rostro al de él.
—Hablamos de puertas distintas.
Se miraron a los ojos sin apenas parpadear.
—Abre la puerta, entonces.
Sylvia se puso de puntillas y apoyó los brazos en el alféizar. Rozó la
barbilla de Duncan con sus labios. La respiración de él se volvió entrecortada.
Sylvia percibió su aliento cálido. La barba raspó su cuello. Se apartó de
improviso.
—Voy a abrirte la puerta.
—¿Cuál, si puede saberse?
Sylvia cerró la ventana con una sonrisita y corrió hasta el hall. Fuera
esperaba Duncan.
Cuando él cruzó la entrada y se fundieron en un abrazo, Sylvia no supo
decir qué había cambiado. Quizás habían desaparecido los muros, o se habían
dibujado puertas en ellos… puertas para las que ya tenían la llave.
—Lamento profundamente que Daniel se haya aprovechado de las
circunstancias para hacerte daño.
—Tranquilo, estoy acostumbrada.
—No se lo tengas en cuenta. Daniel es un chico muy particular. Algo
independiente y taciturno, pero cariñoso en el fondo.
—Lo sé.
Sylvia miró hacia atrás. El protagonista de la conversación estaba
sentado en unos bancos próximos a la zona de embarque, mirando sin mirar a
través de la enorme cristalera. Varios aviones hacían cola para el despegue.
Callum y Sylvia intercambiaron una mirada. Había llegado el momento
de la despedida. El hombre tenía que someterse a una revisión médica en
Estados Unidos y ya nada parecía retener a Daniel en Londres. Vista la
favorable evolución de Brenda, todo lo que podían hacer era regresar a
Boston.
—Cuídate, ¿vale? —suspiró Sylvia, rodeando la cara de su exmarido.
—No te preocupes por mí. Bicho malo nunca muere.
—Tú no eres malo. Para nada
Callum deslizó una mano hasta su nuca y sonrió. Acarició el cabello de
Sylvia como si se tratara de filos hilos de oro. Después le besó en los labios.
—Gracias por todo lo que has hecho —dijo ella.
—A estas alturas, deberías saber que lo que te entrego se multiplica y
vuelve a mí.
Dudaron antes de fundirse en un abrazo. El gesto consiguió ganarse la
atención de Daniel. El chico levantó la mirada y se quedó contemplando a sus
padres. Lenta, muy lentamente, se puso en pie y avanzó hasta ellos.
Tanto Sylvia como Callum hicieron un hueco entre sí. Su primogénito
no dijo una sola palabra cuando rodeó a ambos con sus brazos. Estrechó a
Sylvia con algo más de fuerza. Viniendo de él, aquello podía interpretarse
como una reconciliación. Permanecieron unidos un buen rato.
—Volveré —prometió Daniel, con voz trémula.
—No dejaremos que la próxima visita se prolongue tanto en el tiempo
—dio Callum—. ¿Qué te parece un par de meses, Sylvia?
La mujer volvió a regalarle un pico.
—¿Qué son dos meses comparados con nueve largos años?
Los ojos verdes de Callum centellearon. Tomó a Daniel del brazo y
ambos caminaron despacio hacia la puerta de embarque. Sylvia les despidió
agitando la mano, incapaz de decir una sola palabra. Al poco, sintió las manos
de Duncan sobre sus hombros.
—¿Lo ves? Te dije que volvería.