Dana Lane - Volver A Verte

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3

Brentwood, Inglaterra
Martes 26 de agosto de 2016
Llovía. Sylvia Brown sacó las llaves de su bolso y se detuvo delante del
buzón. Lo miró largo rato, como excusa para no tener que abrirlo. Introdujo la
llave y sus ojos castaños jugaron a darle la vuelta. ¿Se atreverían sus manos?
Solo ellas sentían el frío, la humedad, la pereza.
Las gotas de lluvia se entretuvieron tejiendo una pesada cortina con su
cabello rubio hasta que se decidió a girar la llave. Había una sola carta dentro
del buzón. Llevaba varios días esperándole a ella, su receptora, a juzgar por la
fecha del matasellos. La carta no tenía remitente, pero Sylvia pudo leer un
nombre y una dirección en la solapa en blanco. No era por instinto. Detrás de
un mensaje anónimo siempre se escondía un mensajero cobarde, y ella solo
había conocido a un hombre cobarde en toda su vida.
Sylvia cogió la carta como si fuera un objeto radiactivo y la guardó en
su bolso. Eso pareció tranquilizarla, aunque la piel de imitación no fuera el
mejor aislante del mundo. En realidad, nada podía protegerla cuando Duncan
Miller insistía en entrar en su vida: ni su bolso, ni un paraguas imaginario, ni
un esparadrapo de indiferencia cubriendo la rendija de su buzón.

La lluvia había acelerado la llegada de la oscuridad. Sylvia se alegró


cuando, a lo lejos, la puerta de la casa se abrió y una figura menuda salió en su
busca. Seguramente se tratara de Lucy, su hija. Aceleró el paso.
Sylvia esperó ver en el rostro de Lucy la sonrisa con que ella solía
recibirle, pero estaba demasiado oscuro. Le pareció extraño que su hija
tampoco alzara la mano en señal de bienvenida.
—¿Quién va? —exclamó la joven.
—¿Es que no me reconoces?
Entonces lo vio. Lucy llevaba una carabina en la mano, que bajó en
cuanto reconoció su voz. Corrió hasta ella y le arrastró bajo su paraguas.
—¿Se puede saber qué pretendías hacer con eso? —Sylvia señaló el
arma con desaprobación.
—Estaba mirando por la ventana de la cocina cuando vi de nuevo a esa
mujer.
—¿Qué mujer?
—Lleva semanas merodeando por los alrededores de la granja. Creí
haberla visto y salí a echar un vistazo… Ha sido una falsa alarma.
—Lucy, no vuelvas a hacer algo así… ¿Por qué no nos has dicho nada
antes? Podría ser peligroso… Vamos dentro.
Pasaron al recibidor a toda prisa. La casa era en realidad una pequeña
granja dedicada al cultivo de frutos rojos. No pertenecía a Sylvia; había
antepuesto un posesivo a aquel lugar para que el desarraigo no terminara con
ella. Los verdaderos propietarios eran su hermana mayor, Rose, y su cuñado,
Thomas; los señores Wilson a la hora de pagar un alquiler que siempre se las
arreglaban para rechazar.
Lucy dejó la carabina apoyada en la pared de la entrada. Sylvia se aferró
a la barandilla y peldaño a peldaño trepó hasta su habitación, para retrasar el
momento en que tuviera que quedarse sola y los primeros síntomas de su
exposición a la radiación comenzaran a manifestarse… El sobre sin abrir
pesaba en su bolsillo.

El coche aparcó a varios metros de la granja. El motor se detuvo y una


mujer alta se apeó del asiento del conductor.
Llovía con intensidad. Sus zapatos se hundieron en el barro. Se cubrió la
cabeza con la capucha y avanzó en dirección al edificio. Se acercó al máximo.
Había luz en la cocina. Se tapó la cara con las manos para evitar ser vista.
Entonces ocurrió. Un rostro pálido se asomó por la ventana y dio
muestras de haber detectado su presencia.
La mujer se dio la vuelta y echó a correr. Alcanzó el coche a
trompicones, manchada de barro. Su respiración agitada se reguló cuando,
minutos después, las ruedas del vehículo volaban sobre el asfalto, a varios
kilómetros de distancia.
4

Sylvia abrió el viejo diario. Hacía muchos años que la luz no alumbraba
sus páginas. Apenas reconoció su caligrafía. Las fechas escritas parecían a
años luz del presente. Un día se prometió viajar a ese pasado construido con
frases y palabras. Había llegado ese día.

6 de octubre de 1991
Me niego a que las manecillas del reloj alcancen las doce. Siento que
cuando eso ocurra, pasaré una página clave del capítulo de mi vida, una
página que leería y viviría mil veces más.
Callum me ha presentado a su mejor amigo, Duncan. A primera vista
parece una tontería, pero dejó de serlo desde el instante en que sus ojos verdes
buscaron los míos, sus pupilas se dilataron y de pronto me descubrí siendo
objeto de su admiración.
Es él. Lo supe en cuanto lo vi. Para bien o para mal, en los ojos de
Duncan he visto reflejado mi futuro. Estamos condenados a ser amigos y sin
siquiera conocerle yo ya lamento ese destino. ¿Qué opinará él?

5 de diciembre de 1991
Cuando era joven e inexperta en el amor, creía que ese peculiar
sentimiento se basaba en la complicidad. Eso era todo lo que necesitaba para
permitir que Callum Miller me comiera a besos después del té y me arrastrara
a su dormitorio.
Ahora, la estabilidad que me proporciona resulta gris y aburrida
reflejada en los ojos verdes de Duncan. Su carácter complejo y excéntrico me
ha ido conquistando. Duncan me ha invitado a salir esta noche y no he sentido
el menor remordimiento al llamar a Callum para informarle de un repentino y
agudo dolor de cabeza que me impediría acompañarle a la hora de la cena.
¿Cómo iba a decirle que no a Duncan? En su presencia el vello se me
eriza, mi cuerpo se yergue y mi imaginación funciona más rápido que la propia
realidad. Yo le miro y la sola idea de ser correspondida me hace bullir de
deseo.
Lamento que mi relación con Duncan no sea compatible con la amistad
de Callum. A veces desearía poder estar con los dos al mismo tiempo,
manteniendo a cada uno en un espacio diferente de mi vida. Lo más parecido a
ese ideal es la infidelidad… Dios mío, creo que no soy consciente del lío en que
me he metido.

16 de diciembre de 1985
Esta ha sido una semana de ensueño. Quiero estar segura de que Duncan
y yo vamos en serio, aunque a cada minuto que pasa lo tengo más claro.
Nos vemos todas las tardes. Me besó en la tercera cita y no he necesitado
pasar la noche con él para darme cuenta de que es el hombre de mi vida. Él me
habla sin parar y su visión soñadora del mundo me obliga a sonreír, me insufla
calor. He llegado a ver a través de sus ojos, a sentir como él. Creo que le
conozco de toda la vida. ¿Es esto real?
Mañana hablaré con Callum.

Martes 17 de diciembre de 1985


Ha ocurrido algo que lo cambia todo. Deshacerme de Callum será
imposible por el momento. Tengo un retraso de dos días. Ayer no le di
importancia, pero suelo ser muy regular. Duncan está decidido a esperar si es
una falsa alarma. El problema reside en la cuestión opuesta. ¿Y si estoy
embarazada? ¿Me esperará entonces?

Lunes 23 de diciembre de 1985


Es un hecho. Estoy esperando un bebé. Hoy le he visto en una ecografía
mientras Callum agarraba mi mano. He pasado el día llorando. Él me ha dicho
que esperaremos un mes más hasta hacerlo público, para asegurarnos de que
todo marcha bien. Fijaremos la fecha de la boda en el mes de marzo, cuanto
antes mejor. No puedo creer que esto me esté pasando. La noticia lo cambia
todo excepto mis sentimientos hacia Duncan.
No sé qué va a pasar a partir de ahora...

Ahora sí lo sabía, se dijo Sylvia, y de haberlo sabido diecinueve años


antes, su presente sería muy distinto.
Dejó a un lado el diario. Había subestimado su poder. Pensó que un
puñado de palabras no tendría fuerza para evocar los retazos de su juventud.
Al alzar la mirada y otear el espejo, creyó ver a la Sylvia de dieciocho años
cuyo cuerpo, libre de las cicatrices del tiempo, había sostenido ese diario
algún día, y cuya alma, cristalina e inocente, lo había llenado de sueños y
vivencias.
Pero esa ya no era ella. Parpadeó y observó su verdadero reflejo, el de
una mujer de treinta y ocho años desengañada del mundo, con unas ojeras de
preocupante tamaño y demasiadas canas invadiendo su melena rubia. Su vida
presente era bastante tranquila hasta que se le ocurrió echar la vista atrás.
La carta que había recogido del buzón estaba sobre la almohada, abierta.
Después de leerla, Sylvia tuvo que encerrarse en su habitación. Pasó la noche
en vela, diario en mano. Trató de entender qué había ocurrido para que aquella
carta terminara colándose en un buzón que ni siquiera era el suyo, pues vivía
en casa de su hermana.
A las seis llamó al trabajo e improvisó un estremecedor parte médico en
el que no faltaron desde jaquecas hasta extraños ronchones en el cuello. Pasó
el resto del tiempo en la cama, recordando, llenando la almohada de lágrimas
e incluso riendo sola cuando se le venía a la cabeza alguna de las ocurrencias
de Duncan.

Se levantó y cogió la taza de té vacía que había sobre la mesita. Abrió la


ventana y una ráfaga se llevó consigo el aire viciado de la habitación. Envuelta
en su albornoz, Sylvia bajó a la cocina.
En la casa reinaba el silencio. Josh estaría en la parte de atrás, ayudando
a su padre o cuidando la tienda de la granja. Emma era tan silenciosa que
adivinar en qué parte de la granja se encontraba era imposible. Brenda y Rose
estaban en Londres, y regresarían de un momento a otro.
Sylvia dejó la taza en el fregadero y la enjuagó con parsimonia. El
sonido de pasos distrajo su atención. Su sobrino entró en la cocina.
—¿Cómo evolucionan esos ronchones malignos?
—Eso deberías saberlo tú. Recuerda que tus padres se desloman para
pagarte la carrera de medicina.
—Totalmente de acuerdo —Josh se acercó a ella y le examinó el cuello
con expresión dramática—. Tía, creo que el diagnóstico está muy claro. Es una
reacción alérgica.
—¿En serio? ¿Y puedo saber a qué se debe?
Josh le hizo un gesto para que se acercara aun más. Sylvia obedeció.
—Al trabajo, tía.
El chico echó a reír y Sylvia le espantó de la cocina a golpe de trapo.
Cuando él se hubo ido no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.
Puso algo de agua a calentar y sacó una bolsita de té. Mientras esperaba a
que hirviera, se asomó por la ventana. Diluviaba. No quería imaginar cómo
habría sido su día de trabajo, persiguiendo con una fregona a los pacientes de
la clínica que limpiaba a diario. Odiaba la lluvia. Odiaba su trabajo. A veces
odiaba su vida.

Sylvia escuchó pasos y se alejó de la puerta. Josh recorría el pasillo


acompañado de su madre y su prima Brenda.
—¡Ya estamos aquí! —exclamó esta última, sonriente.
Tanto Josh como Rose cargaban con sendas maletas. Tras ellos, una
quinceañera castaña de mediana estatura que no despegaba la mirada del suelo.
—¿Dónde está Emma? Tenemos que presentarle a… ¿Cómo te llamabas
tú? —Josh se dirigió a la chica.
—Háblale más despacio, idiota —dijo Brenda.
—Tiene un nombre rarísimo.
—Es española.
—Italiana —le corrigió la chica, en perfecto inglés—. Y podéis
llamarme Abbie.
—Parece que entiende más de lo que pensábamos —dijo Rose.
Sylvia sonrió. Se llevaban cinco años y aunque ella había acaparado la
mayor parte del atractivo físico, a sus cuarenta y tres años Rose conservaba
una espléndida silueta, cabellera rojiza sin canas y sus mismos ojos castaños.
—Abbie será nuestra estudiante de intercambio este año —explicó
Brenda. Besó a su madre en la mejilla y le tomó del brazo.

—¿Qué os ha parecido la cena? Si algo no os gusta, no tenéis más que


decírnoslo y os pondré cualquier otra cosa. Que no os de vergüenza.
—No suele tener tanta consideración con nosotros —dijo Brenda.
Guiñó un ojo a las estudiantes extranjeras. El tintineo de los cubiertos
ponía el sonido de fondo a la conversación.
—Tendréis tiempo de conoceros durante el fin de semana. Lo pasaréis
juntos en Birmingham —dijo Rose—. Ha sido una iniciativa del instituto para
que los nuevos estudiantes os integréis cuanto antes. Yo estaré entre los
profesores que os acompañen.
—¿Podré ir yo también? —preguntó Manon.
—Me temo que solo los mayores tendrán esa suerte.
La niña hizo un puchero.
—Podrás conocernos igualmente. Vivimos todos aquí, en la granja.
Sylvia y yo somos hermanas… Josh es mi hijo y Brenda mi sobrina. Falta
Thomas, mi marido, que llegará más tarde.
—¿Y qué pasa con ella? —Manon señaló a Emma con su índice. Por la
cara que puso la chica, fue como si le hubiese clavado el dedo entre las
costillas—. Te has olvidado de ella.

Rose y Sylvia volvieron a mirarse y recogieron la mesa.

Entre las dos lavaron los platos de la cocina siguiendo un proceso muy
mecánico: Sylvia enjabonaba, aclaraba y Rose secaba la pieza.
—Estoy muy precoupada por ti, Sylvia. ¿Qué ha ocurrido hoy? ¿Por qué
no has ido a trabajar?
—No es nada… Ya me encuentro mejor.
—¿Segura? Desde que hace unos meses Callum te llamó para anunciarte
que estaba enfermo, no has levantado cabeza…
Era cierto. Un peso horrible se había instalado en su estómago desde el
día en que sonó el teléfono y Callum le dio la noticia. Leucemia, dijo con voz
trémula. Exactamente la misma voz que le había perdido el divorcio nueve
años atrás. Los efectos fueron similares: devastación, sorpresa y, en efecto, no
levantar cabeza.
—Bastante tienes con tus propios problemas, Sylvia —siguió Rose—.
Dime la verdad. ¿Qué te ha ocurrido esta vez?
—Duncan —musitó Sylvia. Dejó caer sobre el fregadero el plato que
había estado enjabonando—. Me ha escrito.
Rose también dejó lo que estaba haciendo
—No quiero que te pongas en contacto con él. Te lo prohíbo
terminantemente, aunque tengas treinta y ocho años. Cuando se trata de
Duncan, pierdes la cabeza.
—Quería verme. Me pedía perdón y parecía sincero.
—Él nunca ha sido sincero. —Rose dio un golpe sobre la mesa—. Hasta
Brenda lo vería en tu situación. ¿No te han bastado los años para comprender
que aquello fue un error? Dime algo, Sylvia. ¿Es la primera vez que te
escribe?
La cara avergonzada de Sylvia habló por sí sola.
—Ha habido otras cartas…
—¿Otras cartas? ¿Desde cuando?
—Desde hace varios meses… Puede que algo más de un año.
—Y yo que pensaba que tu mal humor tenía que ver con la enfermedad
de Callum —dijo Rose—. ¿Por qué me lo has ocultado?
—Nunca abría las cartas, pero no podía seguir ignorándole, Rose.
Durante años he intentado obviar su existencia, olvidar que respira a
quinientos kilómetros de donde yo respiro.
Sylvia sollozó. El teléfono sonó.
—Has hecho mal en ocultarme esto —le recriminó Rose.
—No es para tanto.
—¿En serio no lo es? ¿Entonces por qué lloras?
Sylvia se secó las lágrimas a toda prisa. Su hermana le sostuvo la mirada
y luego fue en busca del teléfono. Regresó algunos minutos más tarde. Su
expresión era de extrema gravedad.
—Llaman desde Boston. Es Daniel, tu hijo.
—¿Daniel?
Sylvia le arrebató el auricular. Sabía lo que venía a continuación. Sólo
ese podía ser el motivo de que su primogénito rompiera su régimen habitual
de llamadas.
—Tienes que venir, Sylvia —murmuró una voz trémula al otro lado del
Atlántico—. Callum se está muriendo.
14

5 agosto de 1985
Esta tarde Duncan y yo hemos hablado sobre un tema tabú: el futuro. Es
como si hubiéramos sido escupidos a la realidad de repente.
Mi hermana Rose tiene la culpa de que nos hayamos estrellado. Nos
sorprendió besándonos la semana pasada, cuando Duncan me trajo a casa. Se
puso colérica. Le echó a patadas del jardín y utilizó contra él todos los
adjetivos negativos que existen. Luego arremetió contra mí, llamándome
irresponsable y recordándome que dentro de mi enorme barriga, como la
calificó ella, había un ser que esperaba nacer en el seno de una familia unida y
decente. Se tiró de los pelos, nos gritamos, lloramos y yo terminé en urgencias
con un episodio de dolorosas contracciones. Después de recomendarme todo el
reposo y la tranquilidad que una mujer en mí estado necesita, y con un puñado
de ecografías bajo el brazo, Rose me llevó a casa. Callum no preguntó por mi
cara huraña o por los arañazos en mis mejillas.
Rose y yo hemos estado todos estos días sin hablarnos. Tras cada beso
que le daba a Duncan se escondía mi culpabilidad. He tratado de que todo
volviera a ser como antes, pero al no haber logrado la despreocupación
característica de nuestros encuentros, no he tenido más remedio que sacar el
tema.
Cuando le pregunté a Duncan qué pasaría con nosotros, se quedó
callado. Bajó la mirada y se encogió de hombros. Nunca hemos ido más allá del
ahora, y sin embargo, sigo viendo el futuro en esos ojos claros que me han
regalado tanto cariño.
Nos hemos prometido dejar de vernos. Cada minuto que pasemos juntos,
será un minuto más a olvidar cuando toque correr un tupido velo a lo nuestro y
volver la cara a la realidad. Sé que Duncansiempre será un recuerdo indeleble
en mi memoria, pero cuanto antes deje de verle, menor será la profundidad de
mis cicatrices.

El sonido de los pasos de una enfermera distrajo la atención de Sylvia.


Ni siquiera el jet lag había vencido a su insomnio y allí estaba ella, en el
pasillo de una clínica privada de Boston, releyendo su diario a la espera de que
algún gentil doctor le consintiera visitar a su exmarido.
Hacía nueve años que no veía a Callum, pero no se sentía nerviosa. Lo
único que le inquietaba era enfrentarse a la cara más amarga de su enfermedad.
Dudó que la imagen que conservaba en su memoria se correspondiese con el
tipo de aspecto cadavérico y sin pelo que yacía en la planta de oncología de
aquel hospital. A pesar del daño que se habían hecho, siempre había guardado
un buen recuerdo del hombre con quien compartió casi diez años de su vida.
Tal vez esto se debiera a la capacidad de su mente de censurar lo malo, lo
erróneo y lo imperfecto. Había grandes lagunas en su memoria que vadeaba si
era imprescindible mirar hacia atrás. Releyendo su diario se había zambullido
en algunas charcas, pero el agua de los pozos más oscuros permanecía mansa,
sin que nadie se hubiese atrevido a sumirse en sus profundidades.
—¿Sylvia Miller?
La mujer levantó la cabeza. Una enfermera le indicó que podía entrar en
la habitación de Callum. Sylvia se detuvo frente a la puerta. ¿Estaría él
esperando su visita? Y si era así, ¿qué pasaría cuando se viesen, después de
tantos años? Sylvia se planteó volver corriendo al aeropuerto, pero huir habría
sido pecar de un exceso de cobardía.
Trató de controlarse. Tenía que entrar y pasar el trago cuanto antes.
Cerró los ojos. Con paso firme, pero solo en apariencia, empujó la puerta y
entró en la habitación. Abrió sus ojos color miel y se encontró con algo que
no esperaba.
Callum no estaba allí dentro, aunque había indicadores de su presencia
por doquier. Un ejemplar del The London Times descansaba sobre la mesita,
junto a un montón de revistas de economía. Había una fotografía de su hijo
Daniel en un portarretratos. Sylvia echó de menos un paquete de tabaco, pero
eso era más de lo que un enfermo de leucemia podía permitirse.
La puerta de la habitación se abrió. Un celador corpulento empujaba la
camilla de Callum. A Sylvia se le ocurrió que parecía un camarero a punto de
destapar el plato estrella del día, y el olor no era demasiado bueno,
metafóricamente hablando.
Imaginarse a Callum nueve años más viejo había sido fácil, sin embargo,
el hombre que tenía delante pasaría sin problemas por un anciano de sesenta.
Sylvia pudo apreciar que la alopecia no era la única secuela de la
quimioterapia. Callum estaba extremadamente delgado y tenía los labios llenos
de úlceras. Su piel tenía un aspecto amarillento y poco saludable. Sus ojos
verdes se perdían entre bolsas y ojeras.
—Por un momento pensé que no ibas a venir.
Sylvia no pudo responder. La voz de Callum sonó exactamente igual que
el día en que le dio el sí quiero frente al altar. El camillero salió de la
habitación.
—No voy a Robarte mucho tiempo, Sylvia. Quiero que veas esto.
Callum cogió un sobre hasta entonces oculto bajo la pila de revistas y se
lo extendió a su exmujer. Su mano, llena de sondas y sueros, temblaba
ligeramente.
En el interior del sobre había un pasaporte británico. Sylvia lo abrió.
Estaba a nombre de su hijo Daniel. Entre sus páginas había dos billetes de
avión.
—¿Qué significa esto?
—Quiero que te lleves a Daniel contigo.
Sylvia sonrió con amargura.
—Daniel no querrá venir conmigo.
—Lo hará. Yo se lo he pedido.
La mujer torció el gesto. Callum no perdía ocasión para alardear de la
desigualdad con que Daniel repartía su cariño.
—¿Y qué pasa si una vez en Londres decide volver?
—No podrá. Todavía es menor y sin ese papelito que espero guardes a
buen recaudo, le será imposible subir a un avión.
—Faltan solo quince días para su cumpleaños.
—Será suficiente con eso.
Sylvia acarició el pasaporte.
—¿Qué pretendes? ¿Es la proximidad de la muerte, que te ha hecho
arrepentirte?
—Tómatelo así si quieres, pero el primer beneficiario de todo esto será
mi hijo. Si encuentra su sitio a tu lado, que rehaga allí su vida. Si desea volver,
es libre para hacerlo… una vez yo haya muerto.
A Callum parecía faltarle el aire al terminar de hablar. Le hizo un gesto
para que se marchara.
Así que eso era todo. No iban a pedirse perdón. Sylvia fue consciente de
que quizás fuera la última vez en que le viera con vida.
—No me mires así. Todos morimos.
—Cuidaré de Daniel.
Sylvia abrió la puerta. Antes de salir, Callum le retuvo.
—Dime algo, Sylvia. Si fueras tú quien yaciese sobre esta cama, ¿qué
harías? ¿Qué me dirías si yo tuviese el pomo sobre el pomo de esa puerta?
—Nunca quise hacerte daño.
—Pero lo hiciste —Callum, pese a su debilidad, se mantenía tajante. Se
miraron a los ojos.
—Te diría que estoy arrepentida y que si me dieras tu perdón, los dos
estaríamos en paz.
—Cuando muera no sentiré nada, ni siquiera arrepentimiento. ¿Qué me
impediría negarte mi perdón y condenarte a que sufras como yo he sufrido?
—El simple hecho de que aún estés vivo. Seguirás vivo hasta que
mueras, Callum, y cuando eso ocurra lo que hayas sido, sentido o vivido se
limitará a lo anterior. Vive en paz y morirás en paz.
Callum rompió el contacto visual. Se pasó una mano lánguida por la
frente, como hacía siempre que estaba pensativo. En el fondo no había
cambiado.
—Ven aquí, Sylvia —pidió. La mujer se aproximó a él—. Más cerca.
Sylvia obedeció, hasta quedar pegada a su cama. Callum le cogió de la
mano con fuerza.
—Prométeme que cuidarás bien de Daniel
—Lo haré, ya te lo he dicho.
—No le dejes volver hasta que yo haya muerto.
La petición no dejaba de ser violenta, pero Sylvia asintió.
—Hay alguien que vino a verme hace tiempo, y me dijo algo que me ha
hecho pensar mucho. Cuando te hayas ido, solo serás lo que los demás
recordemos que fuiste. Sonaba como lo que tú has dicho hoy.
Callum agarró a Sylvia con suavidad del cuello, apartando su melena
rubia. Le atrajo hacia sí. Ella le dejó hacer, sorprendida y turbada.
—Siempre te he querido. Pero él te quiere más… y tú a él —Callum
sonrió— Os parecéis tanto…
—Yo…
—En realidad nunca te he guardado rencor. Me lo guardo a mí mismo
por haberte perdido. O quizás no. No lo sé. El caso es que te perdono.
Sylvia sonrió.
—No sabes lo aliviada que me siento.
—Vive en paz y muere en paz. Los dos lo necesitábamos.
Por primera vez en varios años, se dedicaron una sonrisa. Se besaron
con suavidad en los labios. Luego él soltó su mano y Sylvia salió de la
habitación.
15

Después de cinco horas de vuelo, Sylvia calculó que, excepcionando la


tripulación, ella debía ser la única persona despierta a bordo. Ni las
turbulencias ni la atmósfera cargada habían impedido que la mayoría de los
pasajeros cayeran en las redes del sueño. No podía asegurar qué ora era. Su
reloj, fiel al meridiano de Greenwich, le indicó que los suyos seguirían
durmiendo en sus calentitas camas británicas.
La luz de los cinturones de seguridad se encendió. Sylvia dudó antes de
abrochar el cinturón del joven sentado a su derecha. Se quitó su chaqueta y se
la echó por encima de las piernas. El chico no se inmutó. Estaba
profundamente dormido.
A nadie le resultó extraño su comportamiento, a pesar de que su relación
con el chico parecía haber sido únicamente la de compañeros de butaca. No
habían cruzado una sola palabra, mirada o gesto. Sin embargo, sus rasgos eran
muy afines y tenían la misma piel clara y pecosa, el mismo pelo rubio. Las
piernas de ambos se amoldaban con dificultad al reducido espacio disponible.
Sylvia supuso que el mundo entero daba por hecho que aquel apuesto
jovencito era su hijo, excepto ella misma. Le miraba una y otra vez sin dar
crédito a lo que veían sus ojos. Daniel ya casi tenía dieciocho años. En menos
de quince días podría conducir, beber, votar… y hasta casarse sin su permiso.
Posó su mano sobre la mano cálida de su hijo y la acarició
acompasadamente. La sintió desconocida, suave, fuerte y a la vez muy familiar.
Un estremecimiento recorrió su espalda, recordándole que aún era capaz de
sentir emociones gratas. Daniel se removió en sueños y Sylvia le soltó por
miedo a despertarle.
Su más íntimo amigo le sugirió que sería un buen momento para
continuar intercambiando confidencias. Sylvia se sintió obligada a abrir el
diario.
Pasó las páginas, intentando recordar en cuál se había quedado. Retomó
la lectura a partir de una extensa y detallada crónica de su embarazo, enlazada
con la evolución de su romance con Duncan. Sylvia no se sintió con ganas de
perderse entre los abrazos de su ex amante ni de vibrar con las palabras fruto
de su locura y enamoramiento. Releyó por encima las páginas posteriores al
nacimiento de su hijo. Daniel marcó el antes y el después.

21 Noviembre 1986
El problema se le está yendo de las manos. Bebe muchísimo, demasiado, tanto que ya no le
reconozco. Callum está desesperado. Me habla de un joven deprimido, atormentado por sus fracasos y
abiertamente autodestructivo. Bebe, bebe hasta perder la conciencia. Ahora veo lo que antes no veía.
Siento como si se hubiera ferrado a lo nuestro como a un bote salvavidas, y cuando se hundió el
barco, no tuvo fuerzas para echar a nadar. Solo beber, beber y beber…
Ayer me sentía tan mal que dejé a Daniel con mi hermana y fui a visitarle. Duncan estaba ebrio,
y me besó, y yo le besé a él, y me prometió que cambiaría por los dos… He querido creerle.

15 de diciembre de 1986
Callum no me ha tocado durante los últimos tres meses. Rose dice que al mes de que naciera el
pequeño Josh ya había vuelto a la carga. Estoy preocupada. ¿Le violenta acaso la presencia de la
cuna? Ya he atravesado por todos los horribles síntomas del puerperio. Duncan y yo hemos
comprobado lo bien que va todo… al menos conmigo. Porque él… bueno, él no siempre está en
condiciones. Intento disimular cuando aparece bebido en las citas. Intento sonreír pero siento
vergüenza. Me dan ganas de llorar, soltar su mano y salir corriendo. Pero no puedo. No puedo porque,
por increíble que parezca, ha vuelto a pasar.
Son ya seis días de retraso. Y no me he acostado con Callum. Hace dos horas le comuniqué a
Duncan que, posiblemente, vuelva a estar embarazada y por mérito suyo. Primero intentó disuadirme.
¿Vuelves a ser regular?, preguntó. Regular no sé, pero sí estúpida, quise gritar. Duncan echó a llorar
como un niño. Se marchó y me dejó allí, con la sensación de que en cualquier momento iba a
despertar de una pesadilla. Yo me pellizqué, y sigo haciéndolo, pero no me despierto…

16 de diciembre de 1986
Callum ha llegado a casa hecho un manojo de nervios. Olía a hospital. Me ha explicado que
Duncan ha tenido un accidente… Ha tomado alcohol adulterado. Puede que muera. Creen que si
sobrevive podría perder la vista. Dios mío. Y la prueba de embarazo ha dado positivo. He andado todo
el día como sonámbula. Por la noche Callum me rodeó entre sus brazos y me susurró que todo iría
bien. Después, lenta, muy lentamente, me desvistió y me miró como a una muñeca frágil. Me penetró
despacio, no sentí nada… Preguntó diez veces si me dolía y creo que eché a llorar. Fue muy tierno,
cuando todo terminó me arrulló hasta que me quedé dormida.
3 de Febrero de 1987
Hoy he visto a Duncan. La desilusión me embargó al descubrir que mi hombre perfecto sólo
existía en el pasado, que era un espectro intangible vagando fuera de ese cuerpo intoxicado al que ya
nunca volvería.
Se pondrá bien, o eso dicen. Está intentando dejar de beber. Y aunque ha perdido un porcentaje
alto de visión, saldrá adelante. Ante mí, solo fue capaz de murmurar una disculpa mientras mantenía
los ojos clavados en el suelo. Le abracé y pegó la cara a mi tripa. Nos separamos. Le quiero, pero no
nos merece. Ya no confío en él.

Sylvia, decepcionada, ojeó las páginas siguientes, pero la novela de su


vida parecía terminar allí. Antes de cerrar el cuaderno, sin embargo, sintió que
era hora de completar ese relato de una vez por todas. Buscó un bolígrafo en
su bolso. Sólo encontró su lápiz de ojos. Cogió aire y la punta blanda del lápiz
tocó el papel. Las primeras palabras fueron abruptas, precipitadas, pero a
medida que se sumergió en las profundidades del pozo y se acostumbró a la
temperatura helada del agua, todo comenzó a fluir.

11 de septiembre de 2004
Los años que Callum y yo compartimos fueron prósperos y felices. Mantuvimos una relación
sosegada, amistosa. Nadábamos en la abundancia y la estabilidad mandaba en nuestras vidas.
Duncan se casó y superó su adicción al alcohol. Cada navidad enviaba una postal y un regalo para
los niños. Callum nunca se preguntó porqué el paquete para mi hija menor era siempre el más grande
y el más colorido. Brenda creció creyendo que Callum era su padre, él envejeció convencido de ello y a
veces hasta yo misma estaba segura.
La calma se rompió el día en que Duncan llamó para comunicarnos el inesperado fallecimiento
de su mujer en un accidente de tráfico. Al oír su voz, Callum y yo supimos que había vuelto a beber.
Asistimos al funeral, que tuvo lugar en Dublín, de donde procedía la mujer de Duncan. Sus ojos claros,
enrojecidos y ocultos tras unas gafas de gruesos cristales, me miraron como la primera vez. Me dio
miedo pensar cuánto habíamos cambiado los dos, a pesar de que nuestras miradas dijeran lo mismo
que el primer día.
Duncan se esfumó después del funeral. Volvió al hotel cuando ya era de día. Si en ese momento
le hubiesen hecho unos análisis toxicológicos, varias páginas habrían sido necesarias para recoger el
cóctel de sustancias que ingirió aquella noche. Estaba muy lloroso y hablador cuando Callum y yo
bajamos a recogerle a recepción por petición del encargado del hotel. No diré lo bochornoso que fue
arrastrar a ese hombre apuesto y enorme que lloraba como un niño bajo la mirada de los huéspedes.
Duncan hablaba sin parar de su esposa muerta. Dijo que Ginebra se había marchado de casa
después de una discusión. Cogió el primer vuelvo a Irlanda y alquiló un coche para trasladarse a casa
de sus padres. Nunca llegó. Un vehículo cargado de jovencitos bebidos se interpuso en su camino.
El motivo de la disputa le abrumaba tanto que Callum se interesó por él. Yo me puse alerta. Si
había algo turbio en el pasado de Duncan, ese algo éramos mi hija y yo. Al parecer su esposa pensó lo
mismo.
Pasada la borrachera, tuvimos que rendir cuentas ante un impactado Callum. Cuando
regresamos a Londres, me pidió que me trasladara al cuarto de invitados. Él ocupó nuestra cama de
matrimonio durante muchas noches, reflexionando sobre si merecería o no la pena concederme una
nueva oportunidad. A mí me sorprendía mi propia indiferencia. Ni siquiera las caritas tristes de mis
hijos me hacían reaccionar. Los niños notaban que algo grave iba a suceder de un momento a otro.
Algo que nos cambiaría la vida a los cuatro.
Callum presentó la demanda de divorcio tres semanas después. Yo lo acepté estoicamente.
Vivimos bajo el mismo techo hasta que estuvo lista la sentencia. Callum obtuvo la custodia de Daniel y
anunció que se trasladaría a Boston. Brenda se quedaría conmigo. Ilegítima, le llamó. Yo estaba tan
aturdida que no hice nada para impedir su marcha. Así fue como un día me vi despidiendo a mi hijo de
diez años en Heathrow. Daniel me miró con cierto rencor antes de embarcar. Hoy he podido ver ese
mismo rencor en su mirada, mitigado, pero presente.

—Sylvia, despierta. Tenemos que desembarcar.


La mujer abrió los ojos. Su lápiz de ojos había menguado
considerablemente y un manchurrón oscuro culminaba su escrito.
—Parece mentira que haya conseguido quedarme dormida —dijo,
guardando el diario a toda prisa. Daniel le devolvió su chaqueta con un brillo
agradecido en los ojos.
Mientras aguardaban a que llegara su equipaje, Sylvia encendió el móvil.
Brenda se preguntaría dónde había estado. Había esperado deliberadamente
hasta el fin de semana para aprovechar la ausencia de su hija y volar entonces.
Apenas habían hablado de la enfermedad de Callum. Brenda ya no lo
consideraba su padre. Sylvia no se lo había dicho expresamente, pero la actitud
de él era a la vez explicación y consecuencia.
Uno tras otro, decenas de mensajes colapsaron su buzón de entrada. Lo
único que se le ocurrió fue recurrir a su hijo, sin duda más hábil que ella en el
manejo de las tecnologías.
Daniel tenía su móvil pegado a la oreja y parecía más pálido de lo
habitual. ¿Malas noticias? Sylvia posó una mano sobre su hombro.
—¿Todo bien? ¿Cómo está Callum?
Para sorpresa de Sylvia, le ofreció el teléfono.
—¿Me oyes bien? —le saludó la voz serena de su exmarido—.
Escúchame, Sylvia. Tengo algo que decirte.
—¿Tiene que ver contigo? ¿Ha pasado algo malo?
Miró a Daniel. Pálido como la cera.
—Sylvia, intenta mantener la calma.
—¿Qué mantenga la calma?
Sylvia revisó su móvil. Todos los mensajes era de Rose.
—¿Brenda ha tenido un accidente? Dime, ¿le ha pasado algo malo?
La simple idea le nubló la vista.
—Verás, Sylvia… Lamento decirte esto, pero lo cierto es que sí.
54
Lunes 6 de septiembre de 2004
Edimburgo, Escocia. 6:30
Duncan Miller vio salir a la última pareja de comensales, que abandonó
el restaurante con paso tambaleante a causa del vino. Un par de camareros se
afanaban en la limpieza de las mesas, mirando con curiosidad al atractivo
escocés que, una vez al mes, reservaba mesa para dos, pedía una copa de
whisky y esperaba con paciencia a su misteriosa acompañante, que nunca
llegaba. Al final pagaba la copa con un billete de cien libras y se marchaba sin
tocar el licor, dejando las vueltas sobre la mesa. Su salida siempre precedía al
cierre del local.
La asiduidad de sus visitas había despertado la curiosidad de los
empleados. La misteriosa pareja de aquel hombre llevaba dándole sucesivos
plantones desde hacía cerca de un año. Cualquiera de las camareras habría
estado dispuesta a ocupar el asiento vacío, pero Duncan esperaba a una sola
persona.
¿Por qué Sylvia no se presentaba en sus citas? ¿Acaso no le llegaban sus
cartas? Tal vez hubiese escrito mal la dirección, o algún cartero inepto hubiera
deslizado las cartas en el buzón equivocado. O quizás, simplemente, ella no se
hubiese molestado en abrirlas.
A pesar de la imperturbabilidad de su expresión, las agujas del reloj se le
clavaban a cada minuto que transcurría sin señales de Sylvia. Había pedido una
copa, con el único objetivo de distraer su mente. Luchar contra la tentación de
beber un sorbo de alcohol era el método más respetuoso con su salud que se le
ocurría para resistir mejor los pinchazos de las agujas que medían la ausencia
de Sylvia.
Los camareros se miraron entre sí. Duncan supuso que era la hora de
marcharse, de reconocer que Sylvia le había fallado una vez más. Pagaría su
cuenta, apartaría los ojos de la copa y volvería a Edimburgo. Escribiría una
nueva carta, se torturaría durante días pensando en los cientos de carteros
ineptos en cuyas manos podría caer su escrito. Tendría pesadillas en las que
sus cartas se engrosaban de forma que eran incapaces de atravesar el buzón de
Sylvia… Despertaría hecho un lío de sábanas, maldiciendo su soledad y
preguntándose si merecía la pena seguir con vida. Pero entonces llegaba el día
en que sus temores o sus sueños podían hacerse realidad, y se lo jugaba el todo
por el todo… Y ese todo acababa en el punto en que se encontraba entonces,
rebuscando un billete de cien libras en su cartera para premiar la paciencia de
los camareros y regar la planta de su autoestima con un bonito acto de
solidaridad.

Duncan tocó el timbre.


Una mujer rubia y de ojos castaños le abrió la puerta. Podría haberse
tratado de Sylvia, pero respondía al nombre de Amanda. No hubo sonrisas, ni
saludos. Los ojos de Duncan no distinguieron bien lo que su alma captó
enseguida. Era tensión, odio, enfado. Un ceño borroso, una boca cruel que un
día ya muy lejano creyó posible endulzar con besos.
Todo iba a venirse abajo de un momento a otro.
—¿Dónde te habías metido? ¿Has estado con esos enfermos? —preguntó
ella.
—Te recuerdo que me incluyo en ese grupo al que tu intolerancia
califica de “enfermos” —dijo Duncan—. Ellos son mis amigos.
—Sólo son un grupo de chiflados que se dedican a ahogar sus penas
escuchando las del resto, en lugar de ahogarlas con alcohol.
—Ése es el encanto de Alcohólicos Anónimos, Amanda.
La mujer apretó los puños.
—No me has respondido. No me has dicho dónde has estado.
—He ido a ver a Sylvia.
El labio inferior de Amanda cobró vida propia.
—¿Cómo has podido? Ella forma parte del pasado. Igual que Ginebra.
Igual que las otras.
—No son mi pasado.
Amanda rió burlona.
—¿Hablas de tu esposa muerta? ¿De la mujer de tu mejor amigo, a quien
condujiste al adulterio y más tarde al abandono?
Duncan cerró los ojos.
—Cuando hablo de mi pasado sólo hablo de ti. De ti y de un montón de
sucias botellas de Whisky. Márchate de mi casa, Amanda. No quiero volver a
verte.
Ella le miró con desprecio y acto seguido subió las escaleras. Él le
esperó sin moverse un milímetro, con la puerta abierta de par en par y rostro
severo aunque sereno. Minutos después, Amanda reapareció con una maleta a
cuestas y un bulto bajo la chaqueta.
—No voy a perdonarte esta humillación.
—Te comprendo. Nunca te creí capaz de perdonar.
—Es que yo no soy Dios, Duncan. Ni yo ni ciertas personas a las que
pretendes incluir en tus planes de futuro. —Amanda le sostuvo la mirada—. Sé
que has ido más veces. Que la has esperado en ese maldito restaurante. Y
también sé que algún día lo lamentarás. Entonces volverás.
Amanda dejó caer la chaqueta y le mostró una botella de Whisky. Arrojó
a Duncan su contenido. Después estrelló el recipiente contra la pared. Tiró de
su maleta y cerró la puerta tras de sí.

El teléfono sonó, haciéndole saltar de la cama. Duncan se levantó y


buscó a tientas el auricular.
—¿Diga?
No hubo una respuesta clara. Iba a colgar, cuando lo escuchó.
Un grito de mujer desgarró el silencio. Se oía con cierta interferencia,
pero su desesperación era palpable. Los chillidos se hicieron más y más
persistentes.
Duncan permaneció inmóvil. Dejó de respirar. Los gritos se tornaron
roncos hasta transformarse en una serie de lastimeras súplicas y lamentos.
La mujer volvió a chillar de forma escalofriante.
Duncan colgó el auricular.

El aula parecía estar sumergida en una pecera de cristal. La presión en su


interior era enorme. Los sonidos tenían un eco distante. El ambiente era
cargado y asfixiante. Una voz femenina y monótona leía en voz alta. La alumna
paró y se recogió un mechón detrás de la oreja. Sus compañeros reaccionaron
a causa del momentáneo silencio y despegaron las mejillas de los pupitres.
No fueron los únicos. Duncan, sentado en la mesa del profesor, escuchó
risas. Se había quedado en trance, “empanado”, como dirían sus chicos. En un
intento por conservar su dignidad como profesor, se incorporó y se caló las
gafas. Las sonrisas borrosas se volvieron nítidas.
—Creo que podemos dejar la lectura por hoy —decidió, dándole la
razón a su caballo negro.
Un suspiro de alivio generalizado siguió a sus palabras. Treinta y cinco
libros se cerraron de golpe y el aula emergió de la pecera.
—¿Podemos estudiar literatura? Tenemos un examen justo después…
—Se le olvida a usted que me pagan para aburrirles… Saquen el manual,
no podemos desperdiciar la clase —Morros torcidos y gesto de desagrado.
Duncan sonrió—. No pongan esas caras. Abran el manual en la página doce…
Alguien tocó la puerta con los nudillos. Casi al instante, el rostro
angelical de Amanda asomó por el hueco.
—Bill, tienes una llamada.
—Voy ahora mismo. Empiecen a hacer las actividades de la página doce.
El murmullo que siguió a la salida de Duncan creció hasta convertirse en
un incontrolado griterío.
—Espero que la llamada no haya sido un pretexto inventado para
sacarme del aula —empezó, mirando a Amanda a los ojos.
—No lo es. A diferencia de ti, yo se distinguir muy bien entre lo personal
y lo profesional —Su tono era gélido—. Hay alguien que pregunta por ti.
Parecía urgente.
Duncan le dio la espalda y emprendió su camino hacia las escaleras. Ella
le agarró del brazo.
—Déjame —exclamó él, zafándose.
—Lo siento. No quería hablarte de esa manera… Cada vez que me cruzo
contigo en algún pasillo mi intención de pedirte disculpas degenera en un
nuevo encontronazo.
—Hay una persona esperándome al otro lado de la línea —replicó
Duncan.
—Somos adultos, Duncan, arreglemos las cosas de una manera
civilizada.
Él apartó a Amanda de su camino con suavidad.
Además de tener que soportar sus recurrentes llamadas, tenía que
vérselas con ella en el instituto donde trabajaba impartiendo clases de filosofía
y música. Amanda era la psicóloga del centro y se había convertido en una
nueva droga de la que desengancharse.
Ella le tentaba, escondía su nocividad con cariños y zalamerías, pero
Duncan ya sólo veía al monstruo que había detrás de su máscara y eso le daba
fuerzas para luchar. Sin embargo… ¿por qué siempre caía en las redes de
alguna dependencia? ¿Qué sería lo siguiente después de Amanda? ¿Cuál era el
origen de ese vacío que primero había llenado de alcohol y después de
Ginebra, de Amanda, de otras muchas sin nombre a las que apenas recordaba?
¿Infelicidad? No, solo era una manera de designar al vacío que le había dejado
Sylvia.
—Soy Duncan Miller, ¿en qué puedo ayudarle?
No hubo una respuesta clara. Desenroscó el cable del teléfono varias
veces. Barajó la posibilidad de que se tratara de un juego iniciado por Amanda.
No le sorprendería oír su voz a continuación, suplicándole que hablaran.
Tampoco descartó la hipótesis de la broma, o de que alguno de los novatos de
Alcohólicos Anónimos necesitara su ayuda urgente. Repitió el saludo
procurando inspirar confianza, todo en vano. Iba a colgar, cuando lo escuchó.
La mujer empezó a gritar otra vez, repitiendo la misma secuencia que de
madrugada. Duncan sintió un escalofrío recorriendo su espina dorsal.
—¡Eso no va a quedar así! —exclamó. Le aterrorizó sentir el miedo que
denotaba su propia voz.
—¿Te encuentras bien, Bill?
Qué curioso. Amanda de nuevo. Duncan colgó el auricular con tanta
fuerza que la secretaria gruñó. ¿Por qué siempre era tan inoportuna?
—Parece que vienes del depósito de cadáveres. ¿Has recibido alguna
mala noticia?
—¿Tú lo has oído? ¿Has escuchado su voz?
—Era un hombre que preguntaba por ti, nada más. ¿Ocurre algo?
Duncan negó con la cabeza y regresó al aula. El silencio se hizo al
instante.
Duncan ocupó su asiento y hundió la cabeza entre las manos. Sus
alumnos le miraron con curiosidad y preocupación. Sabían reconocer en él las
señales que precedían a la llegada de un suplente. Hubo quien preguntó si no
iban a corregir los ejercicios. Ante la indiferencia del profesor, muchos
optaron por guardar sus libros de filosofía y emplear el resto de la hora en
repasar para el examen.
25

Rose dejó escapar un suspiro y miró por la ventanilla del coche. Llevaba
cerca de una hora a bordo del destartalado jeep de su marido, con Josh al
volante y su hermana menor en la parte de atrás. Junto a ella, su sobrino
Daniel. Rose estuvo observándoles a través del retrovisor. Madre e hijo
miraban en direcciones opuestas, sin intercambiar gestos de afecto o
complicidad. El asiento desocupado entre ambos acentuaba la sensación de
vacío que les había dejado Brenda.
48 horas después de su desaparición, volvían a Brentwood sin pistas
sobre su paradero. La policía les aconsejó que descansaran, que se prepararan
para una larga espera, que fueran haciéndose a la idea… a la terrible idea de
que, posiblemente, Brenda no iba a regresar.
—¿Pasamos a recoger a Tommy antes de ir a Brentwood? —preguntó
Josh, rompiendo el prolongado silencio. En la parte trasera, Daniel pegó un
pequeño brinco. Sylvia ladeó la cabeza.
—Tu tía necesita descansar, Josh. Los Langley nos traerán a Tommy.
—¿Y si los tíos de Emma deciden ir a recogerlo antes que nosotros? —
insistió el joven.
—Tú dejaste a Tommy a cargo de Rachel, ¿no es cierto? —dijo Rose—.
Entonces la única persona a la que los Langley entregarán a Tommy serás tú.
Josh torció el morro, y es que otro de los vacíos notables era el de
Emma. La madre de su nieto, en un arrebato de furia y despecho, había
decidido mudarse con sus padres.
—Deja de darle vueltas —siguió—. Emma y tú sois los padres de
Tommy, y como tales tenéis que aprender a dejar a un lado vuestros problemas
personales por el bien del niño.
—Tu madre tiene razón, Josh —intervino Sylvia. Rose se dio la vuelta.
Eran las primeras palabras de su hermana en los últimos dos días—. Tommy
no es un objeto cuya posesión debáis disputaros. Es un regalo que tenéis que
aprender a compartir, y más ahora que Emma ha tomado la decisión de volver
con sus padres.
Josh abrió la boca, pero en el último momento decidió que sería mejor
no contrariar a su tía. Rose frunció el ceño. Sylvia volvió a sumirse en su
estado de ensimismamiento inicial. Daniel le miró por el rabillo del ojo y
cambió de postura, como si en el comentario de su madre hubiese interceptado
alguna alusión a sí mismo. A continuación cerró los ojos y fingió quedarse
dormido.

Ya el Brentwood, Josh pegó un brinco cuando escuchó el timbre del


teléfono. ¿Habría noticias sobre Brenda? ¿Serían los Langley, que ya llegaban?
¿Habría decidido Emma ponerse en contacto con él? Descolgó el auricular a
toda prisa.
—¿Diga? —preguntó Josh.
La respiración de su interlocutor era sonora y entrecortada.
—¿Sylvia? —dijo. La voz era de hombre, y sonaba cohibida.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Sabe algo de mi sobrina? —exclamó Rose,
arrebatándole el auricular a su hijo—. ¿Oiga? ¿Quién es?
Esperó unos segundos y dejó caer el teléfono en el sofá.
—¿Quién era? ¿Habéis sabido algo nuevo?
Rose y Josh se miraron entre sí. Sylvia había bajado tres pisos de
escaleras en un tiempo record. Estaba en albornoz e intentando quitar con una
toalla el exceso de humedad de su larguísima melena.
—Era un hombre que preguntaba por ti. Cuando me he puesto yo, ha
colgado —dijo Rose.
La hiperactividad de Sylvia se desinfló. Con paso lento, caminó de vuelta
a su habitación.
25
Sylvia observó desde la ventana de su habitación cómo un sombrío Josh
cargaba el equipaje de Emma en el coche de sus tíos. Suspiró.
Iba a apartar la mirada del exterior cuando vislumbró una persona a lo
lejos. El pulso se le aceleró. Recordó los comentarios asustados de Emma cada
vez que veía a alguien merodeando por los exteriores.
Sylvia caminó con decisión hasta el punto donde creyó haber viso a la
desconocida. Inspeccionó bien la zona, e incluso preguntó a varios jornaleros
si habían notado algo extraño. Ellos expresaron sus condolencias por lo
acontecido con Brenda y ni siquiera se molestaron en contestar. Sylvia dio la
media vuelta.
Quizás aquellos hombres tuvieran razón. En sus miradas se reflejaba su
propia ansiedad. Debía parecer una lunática viendo secuestradores
imaginarios. Regresó dando grandes zancadas, pero poco a poco su paso se
volvió lento y los miembros comenzaron a pesarle. Una lágrima surcó su
mejilla.
Pasó junto al buzón y sin saber muy bien por qué, abrió la portezuela. Un
sobre blanco descansaba en el fondo, impecable. Sylvia lo tomó. No tenía sello
ni dirección escrita, y lo que era más sorprendente, estaba templado. Detrás de
un mensaje anónimo siempre se esconde un mensajero cobarde, y ella sólo
había conocido a un hombre cobardes en toda su vida… y a juzgar por la
temperatura del escrito, se encontraba a minutos de distancia.
De pronto Sylvia encontró el porqué de la silueta en la distancia.
—¡Duncan! —grito. Giró sobre sí misma, mirando en todas direcciones
—. ¿Has sido tú, Duncan?
Escuchó el sonido de un motor. Corrió hacia la carretera. Un taxi. Quizás
pudiera ver a Duncan. Quizás su voz pudiera leerle las líneas que ahora tenía
delante.
—¡Duncan! Has venido, ¿verdad? ¡Has venido por Brenda!
Sylvia tropezó y cayó al suelo. El eco le devolvió sus palabras, que
sonaron estúpidas y carentes de sentido. Cerró los ojos y pegó la cara al barro.
Sintió su humedad, dejó que el frío le calara hasta los huesos… Deseó
deshacer el nudo que tenía en la garganta, romper a llorar, aferrarse a Brenda
y que Duncan les arropara a las dos. Deseó sufrir, morir si con eso bastaba
para detener aquella locura.
—Pero Sylvia, ¿qué te ha pasado?
Rose tironeó de ella hasta incorporarla. Asintió, por suerte sólo se había
llevado un golpe flojo en las rodillas. Se cogió del brazo de su hermana y
anduvo arrastrada por ella.
—Él ha estado aquí.
—¿Quién?
—Duncan.
Sylvia alzó la mano, pero ya no tenía la carta, aunque podía sentir el
tacto áspero del papel en sus dedos. Rose le miró como si el golpe le hubiera
afectado más de lo debido.
—Ahora mismo vas a acostarte.
Aceleró el paso. Sylvia sintió un dolor punzante en el pecho. Miró a su
hermana con ojos llorosos, puse le faltaba el aire.
—Él ha dejado la carta en el buzón. Rose, vamos más despacio.
—¿Por qué te empeñas en creer algo así? Todo esto te está afectando
demasiado.
Rose siguió hablando sin aminorar el paso, pero Sylvia sólo podía oír
las palpitaciones de su corazón. Tiró de la mano de su hermana. Las rodillas le
flaquearon. Volvió a sentir la humedad del barro y todo se volvió oscuro.

Rose tardó unos instantes en darse cuenta de que su hermana había


perdido el conocimiento. Soltó a Sylvia, que cayó al suelo como una
marioneta sin hilos. Igual que en sus peores pesadillas, Rose perdió la voz.
Fueron los gritos de Sylvia al abrir los ojos los que atrajeron la atención
de Josh. Su hermana empezó a gimotear que iba a morirse y Rose perdió las
esperanzas de mantener la compostura.
—Tranquila… ¿Qué te pasa?
—El corazón.
—No será un infarto, ¿verdad?
Rose intercambiando una mirada alarmada con su hijo.
—Parece una taquicardia —opinó Josh— Mamá, pide una ambulancia.
Tía, no te preocupes. Tú confías en mí, ¿verdad? Voy a empezar quinto de
medicina. Respira despacio y profundo…
Rose se alejó de ellos hasta que dejó de escuchar sus voces. Con dedos
temblorosos marcó el número de emergencias. El teléfono se le resbaló, y al
agacharse para recogerlo, se topó con un sobre manchado de barro. Tras
asegurarse de que su hermana no estaba mirando, recogió la carta y la guardó
rápidamente en su chaqueta. Su instinto le obligó a mirar a su alrededor. La
carta era real. ¿Lo habría sido también la presencia de Duncan?

—Acaba de quedarse dormida.


—Creí que no llegaría a tranquilizarse. No paraba de hablar de la
dichosa carta. ¿Y si salgo fuera a echar un vistazo?
Josh miró con ojos inseguros a su madre. Ella negó enérgicamente.
—Todo esto es producto de su imaginación, no le des más importancia.
—Como quieras…
De pronto, Rose recordó algo importante.
—El hombre que llamó por teléfono esta tarde… ¿Sabrías describirme
su voz? ¿Tenía algún acento?
—Juraría que era escocés —dijo Josh—. ¿Por qué lo preguntas?
—No, no es nada…
En cuanto su hijo se hubo ido, Rose abrió la puerta del cuarto de su
hermana. Sylvia dormía gracias a una dosis vertiginosa de calmantes. El
electrocardiograma no había revelado nada preocupante, de modo que recibió
el alta bajo promesa de tomarse las cosas con más calma. El estrés acumulado
después de la desaparición de Brenda parecía la causa más probable de la
arritmia.
La carta que tanto había alterado a Sylvia seguía en manos de Rose. Se
moría de ganas por abrirla, aunque no hacía falta rasgar el sobre para adivinar
su contenido. Palabras sin sentido, mentiras… Rose acababa de caer en la
cuenta de que, probablemente, había sido Duncan quien llamó por teléfono
durante la mañana. Al reconocer su voz había colgado, por miedo, por
vergüenza. Rose se alegraba de infundirle tanto respeto. Sylvia, sin embargo,
era una presa mucho más vulnerable. Había arruinado su vida por retozar con
Duncan a hurtadillas y todavía tenía la desfachatez de creer en sus mentiras, de
llorar por él, de tenerle en estima.
Rose arrugó la carta y la arrojó a la papelera.
26

La mansión empezaba a fundirse con la oscuridad, cuando un rayo de luz


procedente de los potentes faros de un taxi iluminó sus muros ahumados. El
vehículo se detuvo y una mujer anciana se apeó de él. Pagó la cuenta, hizo un
gesto en señal de despedida y encaminó sus pasos al porche de la vivienda.
Nada más girar la cerradura, se chocó de bruces contra un cuerpo alto y
fuerte. La mujer ahogó un gritito. Los ojos verdes de Duncan chisporroteaban
ansiosos en la penumbra.
—¿Tía Geraldine? ¿Has hecho lo que te pedí?
—Puedes estar tranquilo. Sylvia leerá tu carta. Yo misma la he metido en
el buzón para que no te quede ninguna duda de que le llega tu correspondencia.
—Gracias…
Duncan abrazó a la anciana. Se trataba de su tía materna, con la que
convivía para espantar la soledad y los recuerdos que se alojaban en aquel
enorme caserón.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti —le garantizó ella—. Prometí a
tu madre que te cuidaría.
—Ya estoy lo bastante crecidito, ¿no te parece?
—Creo que tu cuerpo y tu alma viven en mundos diferentes —suspiró la
mujer. Revolvió sus rizos entrecanos—. Unas veces te comportas como un
veinteañero en el cuerpo de un adulto y otras como un anciano con las canas
de un hombre de treinta y ocho años.
—Bueno, nadie dijo que envejecer fuera fácil. Es complicado no ser lo
bastante sabio pero tampoco lo bastante inocente.
—Creía que no te gustaban los extremos.
—Me da miedo ser consciente de lo mucho que me queda por aprender, a
pesar de los años que llevo vivo. Cuando era joven, veía un referente en cada
persona adulta. Todos parecían realmente seguros de sí mismos, capaces de
tomar las riendas de cualquier situación. Ahora, después de tantos años
trabajando con adolescentes, me doy cuenta de que les vendemos una mentira.
Nosotros tampoco crecemos. Solo ganamos credibilidad ante los más jóvenes
para seguir manteniendo la farsa de nuestra autoridad, con la esperanza de que
el paso de los años nos conceda la sabiduría que tanto anhelamos.
—El problema, Duncan, es que tú eres más joven de lo que piensas.
Como bien dices, te queda mucho por aprender, aunque también mucho tiempo
para hacerlo.
—Lo dices porque me doblas la edad. Sin embargo, ¿quién sabe cuánto
tiempo nos queda? ¿No te sientes igual que yo? ¿No crees que la vida es muy
decepcionante?
La anciana miró a su sobrino con fijeza. Acto seguido agarró la mano de
Duncan y le condujo hasta el salón. Una vez allí, le hizo sentarse en el sillón,
tomó leña de la pila que había junto a la chimenea y encendió el fuego.
—Vi a Sylvia de lejos.
—Supongo que debería preguntarte si ha cambiado mucho.
—No esperaba menos de ti. En realidad, desde que entré por esa puerta,
no has deseado preguntarme otra cosa. Te lo noto en la mirada.
—¿Cómo la encontraste? —inquirió Duncan.
—Mucho mayor, supongo. Tan alta como siempre. Algo delgada. Tenía
algunas canas, igual que tú. En su cara se leía desencanto, igual que en la tuya.
Estaba tan preocupada por Brenda como tú ahora. Parece que a pesar del
tiempo y la distancia seguís teniendo en común algo más que una hija.
—Yo no estaría tan seguro.
—Creo que deberías hablar con ella —opinó Geraldine, dejándose de
rodeos.
—No me siento con fuerzas para acercarme a Sylvia si no es a través del
papel. Ella ha seguido con su vida.
—Eres el padre de Brenda.
—Eso es algo que muy pocas personas saben –repuso Duncan.
—Tienes que dar la cara.
—Nunca he sido bienvenido en casa de Sylvia.
—Estás equivocado. Está devastada por la desaparición de su hija,
agradecerá cualquier muestra de apoyo, venga de donde venga. No
desperdicies esta oportunidad, Duncan.
—No le veo el sentido. Supongo que Rose, su hermana, tampoco. Y me
imagino que ella se habrá encargado de hacérselo ver así.
—Eres un necio —bufó Geraldine—. Tanto pesimismo junto me enerva.
—No tengo la culpa de ser como soy.
La mujer suspiró.
—Duncan, estás comportándote como un idiota. Llevas una venda en los
ojos más tupida que un muro de ladrillo. Estas vendiendo mentiras, hijo, esas
mismas mentiras contra las que despotricabas hace un momento.
—No tienes ni idea de lo que estás diciendo.
—Tú sí puedes cambiar las cosas. Quítate esa venda de los ojos. Mira de
frente a la realidad a pesar de tus defectos. Se consciente de tus limitaciones
pero también de tus virtudes. No construyas un muro imposible de vadear con
las primeras… Estoy segura de que Sylvia te recibirá con los brazos abiertos.
—No me engañes, ni te engañes a ti. Le he escrito a Sylvia mensualmente
durante el último año y no he recibido ni una sola respuesta… ¿Cómo crees
que debería sentirme, esperanzado? ¿Ilusionado ante la perspectiva de volver a
verla?
—El que no se arriesga, ni gana, ni pierde ni aprende.
—Yo ya he perdido y he ganado hasta lo imposible al lado de esa mujer.
—Hazlo aunque sea por aprender, entonces. ¿No decías que te quedaban
muchas lecciones pendientes?
Duncan bajó la mirada.
—Para mí aprender esta lección tiene tan poco sentido como enseñar
derivadas a un niño de primaria.
—Llevas años diciendo que no estás preparado.
—Tal vez nunca lo esté.
—¿Y mientras tanto?
Duncan se levantó del sofá y abandonó la habitación, con la mirada
clavada en el techo. Sonó el teléfono.
—No lo cojas —gruñó él desde el pasillo.
—¿Y si es alguien que se preocupa por ti, alguien que te quiera? ¿Piensas
pagárselo con ese desplante?
Geraldine puso la mano sobre el aparato.
—¡He dicho que no lo toques! —gritó Duncan.
—No me levantes la voz… ¡No te entiendo!
—¡NO LO TOQUES! ¡NO TOQUES NADA!
Duncan arrancó el cable de la línea y el timbre del teléfono dejó de
sonar. No contento con eso, agarró el auricular y lo estampó contra el suelo.
Geraldine, estupefacta, lo vio salir.

El móvil estuvo sonando toda la noche, sin que Duncan se atreviera a


descolgarlo.
Pasó horas sentado frente al aparato. Lo sentía vibrar y pese a la
costumbre, su sonido le sobresaltaba cada vez más. Geraldine no entendía
nada.
—Dime por qué has cortado la línea. ¿Y qué demonios le ocurre a tu
móvil? ¿Es que no vas a cogerlo? Me asustas, Duncan.
—Estoy recibiendo… llamadas.
—Eso es lo más habitual cuando suena el teléfono. Ahora dime, hijo…
¿Qué clase de llamadas?
Duncan le dirigió una mirada indescriptible. Su tía descolgó el teléfono.
Los gritos de mujer le saludaron. Se forzó a sí misma a escuchar.
—¿Desde cuándo, Duncan? —musitó.
—Ayer fue la primera vez. Me encuentran en todas partes: en casa, en el
trabajo…
El hombre bajó la mirada.
—¿Tienes idea de quién puede ser?
—Prefiero no pensar en ello.
—Esto no me gusta.
—¿Crees que a mí sí?
—Si vuelve a ocurrir, avisaremos a la policía —advirtió Geraldine.
Dejó el móvil encima de la mesa y casi al momento éste comenzó sonar
con ímpetu.
30

Sylvia despertó en su habitación de Brentwood, sola. Un sillón apostado


junto a su cama le indicó que Rose había velado su sueño. Eso le hizo sentirse
débil y estúpida. Recordó la angustia vivida el día anterior y se alegró de que
su corazón volviera a latir con normalidad. Eso significaba que podría iniciar
una doble búsqueda: la de Brenda y la del padre de su hija, cuya carta estaba
segura de que era absolutamente real.
Se vistió y bajó a la cocina. Haciendo caso omiso de las indicaciones del
doctor, se sirvió un café bien cargado, para afrontar el día con mayor energía.
Bebió a sorbitos cortos, apoyada contra el marco de la puerta trasera, mientras
el viento húmedo agitaba su melena clara. Sus pupilas estaban clavadas en un
punto muy concreto del exterior: aquel donde, escasas horas antes, creyó haber
dejado caer la carta de Duncan. Sylvia se dio la vuelta cuando sintió una mano
firme posándose en su hombro.
—Esa carta no existe, Sylvia. Todo ha sido una alucinación.
Rose, vestida para salir, miró a su hermana menor a los ojos.
—No estoy segura de eso.
—Yo misma la he estado buscando por todo el terreno para que te
quedases tranquila. Hazlo tú, si quieres, aunque te aseguro que no encontrarás
nada.
Sylvia bajó la cabeza.
—Debo parecer una completa imbécil —musitó, cerrando la puerta.
—Es normal que ocurran cosas así en momentos de debilidad, aunque
debo confesarte que no tenía ni idea de que Duncan significara tanto para ti.
—No se trata de eso, Rose, no se trata de eso… —Sylvia dejó la taza de
café sobre la encimera—. Duncan es el padre de Brenda.
—Sí, creo que en eso estamos todos de acuerdo, incluido Callum…
Thomas entró en la cocina. Rose se puso en tensión.
—¿Dónde has estado toda la noche?
—No creo que tengas derecho a pedirme explicaciones, después de haber
brillado por tu ausencia durante los últimos días.
Sylvia comprendió que sería un buen momento para abandonar la
estancia, y así lo hizo. Pocos minutos más tarde, se escuchó un portazo
atronador. Echó un vistazo por la ventana del salón y vio el coche de Rose
poniéndose en marcha. Su cuñado salió algo más tarde, cabizbajo, y se perdió
entre los campos.
—Han vuelto a hacerlo, ¿verdad?
Josh entró en el salón. Revoloteó alrededor de su tía.
—Es natural que los matrimonios tengan disputas de vez en cuando
—Ayer estaban igual. Creí que para hoy lo habrían solucionado.
Sylvia suspiró. La cara angustiada de Josh le recordó a la de Daniel
muchos años atrás. ¿Cómo hacerle entender que no era culpable de algo que
parecía tan ligado a él y a la vez tan distante?
—Ven aquí, tontorrón, sabes bien que no es cosa tuya.
Sylvia abrazó a su sobrino.
—¿Y si lo es? No he hecho más que darles disgustos últimamente.
Emma, el bebé…
—Vosotros los hijos tenéis la mala costumbre de creer que la relación de
pareja de vuestros padres se reduce a lo que tiene que ver con vosotros. Sois
fruto de algo mucho más complejo y primario, no la base de ello. Es ese algo
tan complejo es lo que se tambalea con cada discusión, lo que la origina. Tú no
puedes hacer nada, Josh.
El joven suspiró. Era su forma de darle la razón.

Sylvia dedicó el resto del día a colgar carteles. Por la tarde, recibió una
sorprendente llamada.
—¿Una carta? ¿Para mí?
Al parecer, Emma quería devolverle algo. Sylvia dejó empantanados los
carteles y se personó en Hampstead. Cuando tuvo el sobre entre sus manos,
pudo comprobar que estaba manchado de barro.
—Llegó a mis manos por error —relató Emma, quien, por cierto,
parecía tan desmejorada como el sobre en cuestión—. Le pedí a Daniel que me
buscara una carta y me trajo esta. Estaba en la papelera de tu habitación. La abrí
sin querer y no pude evitar leer una parte… Creo que va dirigida a ti.
Sylvia tan solo necesitó leer las primeras líneas de la carta para saber
que la había escrito Duncan. El barro sólo confirmaba lo que todos se
empeñaban en negar: que ella había tenido esa sobre en sus manos un día antes.
Que Duncan había estado en Brentwood, para dejarlo personalmente en su
buzón.
—Muchas gracias, Emma. Has hecho bien en avisarme —Sylvia se puso
en pie.
—¿Te vas ya? —La joven le miró con tristeza— ¿No quieres ver a
Tommy?
—Lo siento, cielo, pero tengo que hacer algo importante.

—Tú sabías que era verdad. Lo sabías y me mentiste.


Un anonadado Josh le abrió la puerta
—Vaya, no está mal como saludo de buenas tardes, tía. ¿Tan mal te ha
ido?
Sylvia no sonrió.
—¿Dónde está tu madre?
—En el salón, creo. Hemos tenido una tarde movidita. La policía vino a
hablar con ella y acaban de volver, aunque acompañados de un hombre. Mamá
dijo que no te gustaría.
Sylvia dejó de escuchar a su sobrino cuando vio a Rose.
—Me has mentido. —Le mostró la carta—. Te aprovechaste de las
circunstancias para hacerla desaparecer.
—Yo quiero lo mejor para ti, a diferencia de él.
Así que después de todo era verdad. Y Rose no parecía arrepentida.
—Duncan intenta ayudarme. Tú sólo pretendes demostrar que tienes
razón.
—Me duele que no valores mis esfuerzos por protegerte.
—Esta vez te has pasado.
—Si lo que quieres es una disculpa, la tendrás.
Esa era la manera que tenía Rose de dar su brazo a torcer, pero sin
renunciar a sus principios. Sylvia sintió ganas de plantarle un bofetón.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo— Josh me ha dicho que la policía
está aquí. Quiero hablar con ellos.
—No —Rose volvió a perder el color. Se apoyó sobre la puerta y sonrió
con nerviosismo
Sylvia tuvo un presentimiento extraño. La curiosidad por lo que Rose se
empeñaba en ocultar detrás de la puerta se entremezcló con el magnetismo que
ese algo parecía ejercer sobre ella.
—¿A quién escondes ahí? —quiso saber.
—No te va a gustar.
—¿No me gustará a ti o a mí? —exclamó Sylvia. Apartó a Rose de la
puerta— Ya me has ocultado bastantes verdades por hoy.
—¡Cruzar esa puerta acabará con todos mis esfuerzos por protegerte!
—¿Protegerme de qué? O mejor dicho, ¿de quién?
—Estás muy tensa y…
—¡No vuelvas a insinuar que no estoy en mis cabales! ¡Puedes estar
segura de que sé muy bien lo que digo!
Las hermanas se sostuvieron la mirada.
La puerta se abrió en ese instante. Un policía uniformado asomó la
cabeza.
—¿Va todo bien? —preguntó.
—Muy bien —le garantizó Rose.
—Sylvia, es un placer verla —El policía le estrechó la mano. Ella apenas
le dirigió la mirada. Le había visto cientos de veces y ni siquiera sabía cuál era
su nombre. ¿Raymond, tal vez? No podría asegurarlo—. Su hermana nos había
comentado que se sentía usted indispuesta y no podría atendernos. ¿Ya se siente
mejor?
—Estoy perfectamente.
De pronto, Sylvia levantó la mirada y se topó con los ojos verdes de
Duncan.
—Hola —musitó él, con voz ronca.
Sylvia parpadeó y miró hacia otra parte. Sin saber muy bien cómo, fue a
parar a uno de los sillones. Notaba la mirada de su hermana clavándose sobre
su nuca.
—¿Tampoco ibas a hablarme de esto? —masculló. Rose se limitó a
rechinar los dientes y mirar hacia otro lado.
—Hay novedades en el caso de su hija, Sylvia —le comunicó el
inspector.
—Ya veo.
Empezó a faltarle el aire, como si él absorbiera todo el oxígeno de la
habitación. En esos momentos, estaba experimentando una exposición directa a
la radiación que emanaba de Duncan Miller, y no sabía si sobreviviría a la
experiencia.
—Hace un par de horas mantuvimos una interesante conversación con su
hermana Rose, tras la cual decidimos ponernos en contacto con Duncan Miller
—explicó el policía. Sylvia clavó los ojos en Rose—. No obstante, hacía un día
que Duncan se había puesto en contacto con la policía escocesa, quien a su vez
nos envió una serie de pistas sobre el caso de Brenda.
—Vaya.
—Quizás el encuentro entre ustedes haya sido algo… Inesperado —
sugirió el inspector.
—Aunque le parezca increíble, hace días que nada me parece tan
inesperado como la desaparición de mi hija
Sylvia se arriesgó a buscar de nuevo la mirada de Duncan. Él no había
apartado los ojos de ella. No llevaba puestas las gafas, como la última vez, de
ahí que mirara sin mirar, tal vez esperando que el efecto de unas cuantas
dioptrías suavizara el filo de la realidad.
—Duncan ha recibido una serie de llamadas anónimas durante los días
anteriores.
—¿Brenda?
—Es posible. Hemos intervenido todos sus teléfonos a la espera de
información.
—¿Por qué a él y no a mí?
—Eso mismo me he preguntado yo —terció Rose—. Deberías darle las
gracias una vez más por hacer tu vida tan…
Sylvia le dedicó una mirada gélida. Su hermana enmudeció.
—Trataremos de responder a todas estas cuestiones en las próximas
horas. Somos conscientes de que con la investigación se han removido viejas
heridas en la familia.—El tipo miró alternativamente a Duncan y Sylvia—. Les
sugiero que salgan al jardín y se saluden apropiadamente. Rose, usted puede
permanecer conmigo y responder a algunas preguntas mientras tanto.
La mujer hizo chirriar los dientes cuando Duncan y Sylvia se pusieron
en pie y abandonaron la habitación.
31

Duncan no recordaba bien cómo había llegado allí. Las horas de espera
en el aeropuerto, el vuelo, la primera toma de contacto con la policía
londinense… Todo se le olvidó cuando le anunciaron que podría verla. Ahora
que la tenía allí, frente a sí, cada una de las palabras que había pensado en
decirle habían quedado atrapadas en aquel olvido de doble filo. Y no podía
hacer sino mirarla.
—¿Quieres que tomemos algo?
—No tengo apetito.
—Yo tampoco, la verdad.
Ella guió sus pasos hasta el jardín.
—¿Cómo has estado estos años? —preguntó, mirando al suelo y
jugueteando con las piedrecillas que lo recubrían. Su mirada había sido clara y
transparente como el primer día.
—Podría haber sido mejor, pero también podría haber sido peor —
repuso él.
—En mi caso lo dudo.
Sylvia levantó la mirada del suelo. Los dos se quedaron parados, en
completo silencio, hasta que un resorte mágico les impulsó a fundirse en un
abrazo. Duncan y Sylvia se separaron lentamente, sin saber qué decir.
—Sigues usando el mismo perfume que hace 19 años —empezó él
—Y tú sigues teniendo la misma letra enrevesada de entonces.
—Creía que no te llegaban mis cartas.
—Recibí algunas de ellas —Sylvia frunció el ceño—. Otras no pude
leerlas.
—A tu hermana no le ha gustado que viniera. Siento haberte causado
molestias.
—Tú no eres una molestia —replicó ella.
Duncan se sonrojó.
—Me alegro mucho de verte —Le cogió una mano al mismo tiempo que
le miraba a los ojos—. Aunque lamento que haya sido en estas circunstancias.
—Yo también me alegro de que estés aquí.
Sylvia estrechó su mano con fuerza. Cuando la primera lágrima brotó de
sus ojos castaños, Duncan le rodeó los hombros y le atrajo hacia sí.
—¿Callum lo sabe ya?
—Se enteró antes que yo.
—Debe estarlo pasando mal.
—A Brenda le habría encantado oírte decir eso.
—¿No le has hablado de mí?
El ambiente se tensó de forma repentina. Sylvia se secó las lágrimas.
—El hecho de que estés aquí no cambia las cosas.
—Sabes que yo he respetado tu voluntad y lo seguiré haciendo.
—Pues me alegro —Sylvia suspiró. Hizo un esfuerzo por cambiar de
tema—. Deberías saber que tu Callum se está muriendo.
—Lo sé. Fui a verle hace algunas semanas.
—¿Tendrá algo que ver con el empeoramiento de su pronóstico? —dijo
Sylvia, con una ceja levantada.
—Dímelo tú.
—Hicimos las paces. Daniel está en casa.
—Bueno, entonces la medicina no fue tan mala. Todos lo necesitábamos.
—Eso mismo dijo él.
Duncan sonrió. Exhaló un profundo suspiro.
—No puedo creer que hayamos vuelto a vernos. Lo puse en duda cuando
tu hermana me recibió blandiendo un palo de escoba.
—¿Eso es en serio?
—No, claro que no. Pero con la cara que puso al verme, cualquiera lo
habría dicho.
Sylvia echó a reír.
—Discúlpale. Nunca llegaste a caerle bien.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo con ella?
—Unos nueve años, aunque yo diría que desde siempre. No puedo
permitirme algo mejor.
—Callum no debería de haber consentido que os faltara de nada a Brenda
y a ti. Ni yo tampoco.
—Tú tenías tus propios problemas. ¿Cómo los llevas, por cierto?
¿Llevas mucho sin beber?
—La friolera de 8 años. Los mayores dicen que me he reformado.
—¿Un cigarrillo?
—A eso nunca digo que no.
Sylvia se llevó uno a los labios y lo encendió. Luego le prestó el
mechero a Duncan, quien repitió la operación.
—Brenda debe ser toda una mujer.
—Se parece a ti más de lo que me gustaría, pero tiene el carácter de su
padre. Aunque Callum diga que no, ella es su hija.
—Padres son los que crían —asintió Duncan.
—Ni siquiera eso funcionó en su día. No tienes ni idea de cuánto ha
sufrido Brenda por culpa de mi torpeza.
—Me lo puedo imaginar.
—No, no puedes.
Sylvia se sentó en las escaleras del porche. Duncan le secundó.
—Lo hicimos todo mal —suspiró ella.
—Todo menos Brenda.
—Si no fuera por ella, yo no habría podido seguir viviendo. Lo digo en
serio.
—El corazón sigue latiendo aunque hayamos perdido aquello a lo que
nos hemos aferrado. Digan lo que digan, eso también es vivir.
Les envolvió un silencio agradable, balsámico.
—¿Cómo has llevado lo de tu mujer? —preguntó Sylvia un rato después.
—Encontré a alguien que me salvó, y después a otro alguien… Y luego
me apliqué eso de, “mejor solo que mal acompañado”.
—Yo he llevado mi divorcio con enorme santidad.
—No te creo. ¿Una mujer como tú, sola?
—¿Un hombre como tú, solo?
—Solo no, pero no tan bien acompañado como habría querido.
—Lo mismo digo. Y también te digo que a eso no se le puede llamar
compañía
Sylvia arrojó la colilla al suelo y la pisoteó como si se tratara de uno de
los hombres que habían pasado por su cama en los últimos años para no
volver.
—¿Brenda no te anima a que encuentres novio?
—Constantemente. Lo malo es que un novio no se compra en los
supermercados.
—¿Y ella?
—Irlandés. Ojos azules, guapo… Llevan juntos dos años. Es todo lo que
puede desear una chica de su edad. La verdad es que hasta que todo esto
sucediera, era feliz. Y si ella lo era, yo también. Aunque tuviera que levantarme
a las 6 de la mañana para trabajar y no tuviera donde caerme muerta.
—¿En qué trabajas?
—¿Podemos obviar ese dato? —Sylvia no tenía las menores ganas de
informarle a Duncan sobre su licenciatura en bayetas y el master en fregado
express—. ¿Qué te parece si hablamos de ti? ¿A qué te dedicas?
—Soy profesor de filosofía, o de lo que se tercie. Me encanta estar con
gente joven.
—¿Sigues tocando el violín?
—Siempre que puedo —asintió él.
—Brenda tiene un chelo enorme en su habitación. También toca el violín
y no se le da mal el piano. Supongo que la sangre es la sangre.
—Callum también tiene sus habilidades artísticas.
—¿Bromeas? Desde que Callum vio un triángulo en casa y pensó que era
un utensilio de cocina, se me aclararon todas las dudas sobre la paternidad de
Brenda.
Duncan echó a reír.
—¿De verdad fue para tanto?
—Lo fue —Sylvia dejó escapar un suspiro melancólico—. Espero que
Brenda esté bien.
Durante unos eternos segundos, dejó de brotar agua de aquella
maravillosa fuente en que se había convertido su charla. Para romper la
tensión, Sylvia decidió cambiar de tema.
—Todavía no me has explicado el contenido de las llamadas.
—No sé si…
—Dime lo que sepas. No creo que sea peor que nada.
—Siempre se repite la misma secuencia —empezó él—. Descuelgo el
teléfono y escucho a una mujer gritar. Me localizan en todas partes: en casa, en
el trabajo, en el móvil… Si lo que querían era asustarme, lo han conseguido.
—¿Crees que era Brenda?
—No podría asegurarlo. Nunca he oído su voz.
—Tiene una voz preciosa —Sylvia se puso en pie—. Antes cantaba en el
coro de la escuela. Tal vez algún día puedas oírla. ¿Volvemos dentro?
Él asintió y apagó el cigarro. Después, lo arrojó al suelo y tomó la mano
de Sylvia.
33

Duncan Miller vio entrar a una nueva pareja de comensales, guiada por
el mètre. Un par de camareros se afanaron en acondicionar la mesa para los
embelesados clientes, mirando con curiosidad al atractivo escocés que, una vez
al mes, reservaba mesa para dos, pedía una copa de whisky y esperaba con
paciencia a su misteriosa acompañante.
La norma se había roto. Duncan sostenía una copa en las manos, pero de
agua mineral. Su acostumbrada rutina de visitas se había roto al aparecer un
par de semanas antes de lo habitual. La diferencia más notable, sin embargo,
era que su acompañante sí se iba a presentar.
Sylvia apareció poco después de la hora acordada, vestida con uno de los
trajes de su época dorada, que por su aspecto había permanecido mucho
tiempo guardado en un armario. Llevaba el pelo recogido con un sencillo
pasador. Apenas se había maquillado y aun así Duncan la encontró fantástica.
Ella no le vio inmediatamente. Preguntó al mètre por la ubicación de la
mesa y éste señaló en dirección a él. Duncan se puso en pie para ser visto
enseguida. Varias cabezas se giraron en su dirección. Al fin iba a tener lugar
esa noche perfecta que llevaba una docena de intentos fallidos.
—¿He llegado muy tarde? —preguntó Sylvia, nada más verle.
—No, no, para nada —Duncan le sonrió. Ella se sentó frente a él.
Uno de los camareros se acercó a la pareja al instante.
—¿Qué va a tomar?
Sylvia intercambió una mirada con Duncan.
—¿Te molesta si pido algo… fuerte?
—Puedes beber lo que quieras.
—Entonces un gintonic para mí.
El camarero se alejó enseguida. Duncan cogió su copa de agua y bebió
con avidez. Sylvia le observó largamente.
—Recuerdo este lugar —comentó—. Callum solía traerme aquí.
—No tenía ni idea.
Los labios de él, humedecidos por el agua, evocaron en Sylvia extrañas
sensaciones. Los recordaba gruesos y sensuales, recorriendo su cuello con
lentitud y dejando una cálida humedad a su paso… Sylvia se estremeció sólo
de pensar en ello. Agradeció que le sirvieran un generoso gintonic, al cual se
aferró de inmediato. El ardor del alcohol en su garganta acrecentó la
excitación que había empezado a sentir.
—Gracias por la invitación —dijo.
—Gracias a ti por aceptarla.
Volvieron a mirarse. Sylvia empezó a notar un calor que nacía en algún
recóndito lugar de su ser y se iba extendiendo, quemándole la garganta y
haciéndole lagrimear. Tragó saliva. ¿Por qué ese hombre le excitaba tanto?
¿Por qué se sentía tan a gusto en su compañía? ¿Por qué no podía pensar en
Brenda cuando le tenía delante?
—¿Por qué me has hecho venir aquí? —preguntó. Dio un segundo trago
al gintonic.
—No lo sé —confesó Duncan—. No sé qué esperar de ti, de nosotros.
Hablar de un nosotros después de dieciocho años de pasado gris hizo
que Sylvia tuviera que echar mano de la carta para abanicarse.
—¿Deberíamos esperar algo el uno del otro, acaso?
—Para mí es como si el tiempo no hubiera pasado. Siento lo mismo que
sentía entonces. Lo que sucede es que no sé si a ti te pasa lo mismo.
—Supongo que eso responde a mi pregunta —se limitó a contestar. A esa
frase siguió un breve silencio, durante el cual el vaso de Sylvia menguó
considerablemente.
—Ahora que ya sabes por qué te he hecho venir, me gustaría preguntarte
qué razón te ha motivado a aceptar mi invitación —dijo él.
—Tal vez esperemos algo el uno del otro —concedió Sylvia.
A pesar del tiempo que llevaban sin hablar, existía una cierta confianza
entre ellos, por lo que habían compartido en el pasado. Dos horas más de
conversación y volverían a hablar con la misma sinceridad que cuando
compartían lecho, sin miedo, sin pudor... Cuánto lo había echado de menos en
un mundo donde la mentira y la ambigüedad eran imprescindibles para
sobrevivir.
—¿Quieres cenar? —propuso él.
Sylvia echó un vistazo rápido y desganado a la carta.
—Aquí no hay nada que me apetezca.
Para consternación de Duncan, dejó el menú sobre la mesa y se cruzó de
brazos.
—¿No te gusta? ¿Quieres que vayamos a otro sitio? —propuso—. ¿Qué
te apetece? Iremos a donde tú quieras.
—Me apetece estar contigo. Y que hablemos.
Sylvia tenía la sensación de estar bailando al lado de un precipicio,
disfrutando de una vista tan hermosa que le cortaba la respiración, mientras su
cuerpo se movía con gracia. No le daba miedo que una ráfaga de viento le
arrastrara a la sima porque el Duncan que ella conocía jamás le dejaría caer. Y
necesitaba que ese mismo Duncan fuese el que tenía a su lado en esos
momentos.
Él agarró su mano. Sylvia se la llevó hasta la mejilla y la apretó contra
su piel, aspirando su aroma. Los dedos de Duncan le acariciaron y fueron a
parar hasta su pelo, recogiéndole un mechón rebelde detrás de la oreja. Un
estremecimiento sacudió todo su cuerpo.
—No he parado de pensar en ti desde esta tarde —confesó Duncan.
—Yo tampoco.
Sylvia le beso la mano. Le conocía tan bien y parecía haber cambiado tan
poco. Era tan placentero caminar sintiendo el vacío tan próximo a sus pies.
Tenía tanto calor.
Apuró el gintonic sin soltar la mano de Duncan. El mareo se entremezcló
con el deseo y sin saber muy bien cómo, se vio levantándose de la mesa
aferrada a él. El brazo de Duncan rodeó su cintura y sus manos se entrelazaron
en el costado de Sylvia. Salieron del restaurante y ni siquiera el fresco de
noche bastó para aliviar el creciente calor de ella. Su viejo amante empezó a
juguetear con los dedos por debajo de su camisa, las manos todavía unidas.
Sylvia creyó que iba a explotar. Caminaron pegados durante un rato, hasta ella
perdió totalmente el control y arrastró a Duncan a la hendidura de un portal, en
una calle más bien oscura.
Ella se apoyó contra la pared y poco después sintió el peso del cuerpo de
su amante sobre el suyo. Duncan buscó sus labios, pero Sylvia torció la cara e
inclinó el mentón hacia arriba. Él pareció comprender. Le besó con suavidad
en el cuello. Sylvia gimió de placer. Mordió los labios de Duncan y le besó
con ferocidad. Era una sed voraz lo que sentía. Dos pares de manos no le
habrían parecido suficientes para colmarle de las caricias que a ella le
encantaría sentir de sus manos. Sylvia sabía que se encontraban en una vía
pública, pero su deseo era tan urgente que se encontró tanteando los pantalones
de su compañero. Él, por su parte, había investigado el mecanismo de apertura
de su falda. Sylvia llevaba un buen rato sintiendo cerca de sí la erección de
Duncan. Rodeó su cuello con ambos brazos y se dejó aupar. Su falda se elevó y
unos instantes después creyó que había ascendido al cielo de sus manos. Sus
piernas se enroscaron entorno a las de Duncan con tanta fuerza que, cuando
todo terminó, apenas pudo sostenerse en pie. Se quedaron pegados contra la
misma pared que les había sostenido en su ascenso al paraíso, a la espera de
que sus respiraciones agitadas volvieran a la normalidad. Alguien silbó al
pasar a su lado. Sylvia no pudo oír nada que no fueran los latidos del corazón
de Duncan. Estaba pegada a él y todavía sentía ganas de acercarse más, de
poseerle, de sentir eternamente su cercanía…
—¿Vamos al hotel? —murmuró él.
—Vamos.
Se aproximaron al borde de la calzada. Duncan alzó el brazo y un taxi se
detuvo a su lado. Sylvia entró en él con paso tambaleante, seguida de Duncan.
El vehículo se puso en marcha. La corriente procedente de la ventanilla
despeinó el recogido de Sylvia. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de él.
Miró hacia arriba y se encontró con su mirada verdosa.
—No más gintonics por hoy, ¿verdad?
El tono de Duncan encerraba sonrisa.
—Te quiero —replicó ella.
—Estás borracha.
—Los borrachos siempre dicen la verdad. Te quiero conmigo, aquí,
ahora.
Dicho esto, le cerró la boca con un beso y el abrazo se estrechó.
38

Días después. Sábado 18 de septiembre.


Sylvia no terminaba de creerse lo que había sucedido la semana anterior.
Amanecer al lado de Duncan fue la sensación más extraña que había
experimentado desde hacía años. La luz del día daban una tonalidad diferente a
los hechos. Haberse ido a casa después del beso de reconciliación hubiera
dejado un espacio de reflexión a lo ocurrido. Acostarse con Duncan lo había
precipitado todo.
Habían hablado más bien poco, siendo Brenda su principal tema de
conversación. Sylvia se sentía culpable por haber desviado su atención a temas
menos transcendentes que la desaparición de su hija, auque Duncan le enseñó a
conciliar ambos aspectos al proponerle que iniciaran la búsqueda de Brenda
juntos. Nada menos que juntos. Sylvia preparó la maleta y siguió bailando al
borde de ese maravilloso precipicio con ella en la mano. Cada vez el riesgo
era mayor, pero ella no tenía miedo: él estaba a su lado.
La segunda noche fue la más difícil. Sylvia recogió a Duncan en Londres
y condujo hasta Birmingham. Él se había encargado de buscar habitaciones en
el mismo lugar donde despareció su hija, el hotel Apollo. Sería su punto de
partida.
Apenas hablaron durante el viaje. Nada más llegar, dejaron el equipaje en
las habitaciones. Duncan había tenido la delicadeza de reservar dos distintas.
Sylvia se duchó, se cambió de ropa y entró en el cuarto de él. Se tumbó en la
cama, mientras esperaba a que él saliera del cuarto de baño, abrazada a un
viejo peluche que descansaba encima de la colcha. Duncan entró al poco
tiempo, vestido con unos vaqueros desgastados y una vieja camiseta de manga
corta. A todas luces, su atuendo habitual para andar por casa. Se instaló en la
cama al otro extremo de Sylvia.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó ella.
—Es algo que me regaló Brenda cuando era niña.
—¿Ah sí?
—Callum me trajo a Brenda para que la conociera cuando yo todavía
estaba en la clínica de desintoxicación. Seguramente no te dijo nada. Pensó que
me animaría conocer a mi nueva ahijada. Debí caerle bien, porque me regaló
el osito.
—¿Duermes con él? —sonrió Sylvia. Duncan sonrió también y se hizo
un hueco entre las mantas. Apoyó la cabeza en la almohada, y dejó el juguete a
un lado.
—Hoy no parecías muy cómoda.
—¿Por qué dices eso?
—Anoche dijimos cosas de las que tal vez ahora nos arrepintamos.
Durante años nos hemos comportado como si no nos conociéramos y ayer
hicimos el amor. Yo tampoco estoy cómodo.
—Necesito tiempo para asimilarlo todo —musitó Sylvia, después de un
rato— Lo que sentí ayer… Ha pasado demasiado tiempo.
Duncan le tapó los ojos con las manos. Ella se estremeció al sentir su
contacto.
—Anoche, tu voz me dijo cosas muy bonitas. Palabras que nunca se me
van a olvidar, Sylvia. Olvídate de mí, escucha sólo mi voz. No me mires.
Fue un momento mágico. Al oír su voz, Sylvia sintió que el tiempo se
detenía, que volvían hacia atrás. Escuchaba a esa misma voz reír, susurrarle al
oído. Acariciar a su hijo Daniel a través de la piel de su vientre. Sentía lo
mismo que entonces. Podía sentirlo sin las interferencias de los años, el odio,
las circunstancias y el tiempo. Lo podía sentir.
Duncan quitó las manos y Sylvia volvió a encontrarse de frente a la
realidad. Sus dos ojos verdes parecían casi suplicarle. Un te amo le mordía los
labios, pero aún era muy pronto.
—¿Te puedo dar un beso? —murmuró él.
Intuyó la respuesta. Ella lo deseaba. Posó sus labios en la mejilla húmeda
de Sylvia y los mantuvo allí con suavidad. Le gustaría no separarlos nunca,
quedarse para siempre pegado a su piel. Pero se alejó con lentitud. Se llevaba
el sabor salado de una lágrima. Sylvia tardó en reaccionar.
—Hasta mañana —dijo.
—Que duermas bien.
La mujer se llevó la mano allí donde le habían besado. Lentamente, se
levantó de la cama. Avanzó temblando hasta la puerta y se perdió en la
oscuridad.

Al día siguiente se levantaron temprano y recorrieron la ciudad sin


descanso. Esa noche volvieron a dormir separados, aunque el clima era mucho
más cordial. Al tercer día, cuando la fatiga y la desesperanza comenzaron a
hacer mella en ellos, dejaron libre una de las habitaciones.
No había noticias. Cada jornada recorrían de cabo a rabo la ciudad y sus
alrededores, ayudados por un grupo de voluntarios que fue disminuyendo en
la misma medida que sus esperanzas de encontrar a Brenda con vida. Llamaban
a albergues, hospitales; peinaban descampados, colgaban carteles… Duncan no
recibió una sola llamada más y la policía progresó en sus pesquisas tan poco
como ellos. Con la caída de la noche, ambos se refugiaban el uno en el otro,
abrazados en la oscuridad. Sylvia lloraba hasta que le vencía el sueño y
Duncan hacía grandes esfuerzos para no secundarle.
Rose no se puso en contacto con ellos, aunque pudieron verla
comparecer en diversos programas de televisión. La hermana de Sylvia no
mencionó el distanciamiento que había tenido lugar entre ellas. Se limitaba a
informar a la prensa de que no había pruebas o novedades. La policía
confirmaba sus palabras y los días seguían pasando.
Esa mañana se cumplían dos semanas desde la última vez que alguien vio
a Brenda con vida. Habían sido dos semanas eternas, irreales para Sylvia. A
veces quería creer que nada había pasado. Luego despertaba junto a Duncan y
recordaba por qué él estaba allí, con ella. Otras veces le envolvía el optimismo
y ponía mucho ahínco en las labores de búsqueda. Al llegar al hotel se
derrumbaba y de nuevo estaba él, a su lado, para hacer de pañuelo, de sostén,
de amante y de colchón. Todos daban a Brenda por muerta, y sin embargo, ella
juraría que su corazón seguía latiendo en algún lugar.

Esa mañana, Sylvia abrió los ojos y se encontró a Duncan tumbado a su


lado, boca abajo, observándole. A juzgar por su postura, llevaba mucho
tiempo despierto, en esa actitud.
—¿Has dormido bien? —preguntó él.
—No demasiado. —Sylvia suspiró. Agarró uno de los rizos negros de su
amante y jugueteó con él—. He estado pensando mucho.
Duncan le abrazó. Sabía qué reflexiones le rondaban la mente: los
mismos que a él, después de días de búsquedas infructíferas.
—Tengo ganas de dejar esto y volver a casa, Duncan, pero me resisto a
creer que Brenda no vaya a regresar.
—Mientras no se demuestre lo contrario, ella está esperándote en alguna
parte. No puedes rendirte, Sylvia.
—¿Y qué sucede conmigo? Estoy muy cansada. Procuro olvidarme de
mí misma para no sufrir… —Sylvia sollozó—. Esto es horrible.
—Lo sé —Duncan aumentó la fuerza de su abrazo—. No te sientas sola.
Permanecieron así mucho rato, hasta que ella dejó de llorar y volvió a
quedarse dormida. Él se levantó sin hacer ruido. Le arregló bien las mantas y
se vistió para salir. Decidió bajar a desayunar mientras ella descansaba un
poco más. Entró en el comedor y se forzó a sí mismo a tomar una taza de café.
Las camareras, que ya le conocían de vista, le preguntaron si había alguna
novedad. Él negó con ojos tristes. Poco más podía hacer.
Cuando se acercó a recepción en busca de noticias, la encargada meneó
la cabeza de izquierda a derecha.
—Nada nuevo —dijo—. Lo siento.
—Gracias.
Tal vez fuera hora de dejar de engañarse y de reconocer que el cuento no
tendría un final feliz. Iba a dirigirse al ascensor cuando una voz familiar le
llamó por su nombre. Duncan se dio la vuelta y vio a Amanda corriendo en su
dirección.
—Menos mal que te encuentro —exclamó, echándose a sus brazos. Él le
correspondió con mucha menos efusión—. Siento muchísimo lo que está
pasando.
—No tenías que haberte molestado en venir.
—He venido en cuanto me ha sido posible, aunque llamaba a tu tía
Geraldine todos los días para preguntarle por ti.
—Te repito que no hacía falta que vinieras.
—Los buenos amigos nunca te dejaríamos solo en un momento así.
Duncan forzó una sonrisa. Amanda le soltó tras darle un beso en la
mejilla. Sylvia escogió ese momento para aparecer tras la puerta del ascensor.
Se quedó mirando a Amanda.
—Sylvia, ella es Amanda, una compañera de trabajo —dijo Duncan.
—No le mientas. Dile que somos amigos.
—Amanda ha venido a ver cómo nos iban las cosas —dijo Duncan. Asió
la mano de Sylvia—. Vamos al comedor. Tienes que desayunar algo.
—No me apetece.
—Debes hacerlo —replicó él, con suavidad. Frotó la espalda de Sylvia y
le guió hacia el interior.
Amanda se despidió y se acercó al mostrador. Duncan frunció el ceño al
ver su pequeña maleta.
—¿Qué ocurre? ¿No sois amigos? —quiso saber Sylvia. Le había
llamado mucho la atención el parecido que esa mujer guardaba consigo.
—Amanda y yo estuvimos juntos durante muchos años. Ahora somos…
compañeros de trabajo.
Sylvia pasó el brazo por su espalda y se aferró a él. Duncan sonrió al
sentirle cerca. Consiguió que Sylvia tomara media taza de café y unas migas de
bizcocho, lo suficiente para mantenerse en pie. Después, con la única compañía
de un mapa, se lanzaron a la fatídica búsqueda de Brenda.
40

Domingo 19 septiembre, 1:00

Daniel Miller encontró su pasaporte por casualidad, oculto entre las


medias de Sylvia, mientras buscaba la carta perdida de Emma. Esa noche fue a
buscarlo. Ya tenía las maletas hechas. Desde hacía una hora, era oficialmente
mayor de edad. El día anterior se había encargado de reservar un billete de
avión. Si todo salía tal y como estaba previsto, en menos de 24 horas saldría
de la inmunda granja de sus tíos y volvería a su país de acogida, junto a
Callum.
Se asomó por la ventana. El taxi ya había llegado. Echó un vistazo a la
habitación. Cogió su maleta y salió de allí.

La llamada se produjo cuando Duncan y Sylvia estaban a bordo de un


taxi, camino al hotel. Al ver que se trataba de un número desconocido, él
sacudió el hombro de su compañera, que miraba embelesada por la ventanilla
del vehículo. Ordenó detenerse al taxi para garantizar la máxima cobertura y
puso el manos libres.
—Escuche atentamente, señor Miller —le indicó una voz distorsionada
—. A mi lado hay alguien que quiere decirle algo. —Hubo un ruido de fondo,
como un clic, y cambió la voz de su interlocutor—: No le conozco de nada, y
no me merezco estar aquí por su culpa…
Sylvia ahogó un grito.
—Es ella… ¡Es Brenda! —exclamó. Duncan le indicó que guardara
silencio. La joven prosiguió, inmutable.
—Usted no me quiere, nunca se ha preocupado por mí. Si aun le queda
respeto hacia mi madre, dígale que me encuentro bien. Y si aún le queda
respeto por alguien, que no sé si es mucho pedir, pague mi rescate.
La joven había hablado con voz algo autómata, como si estuviera
leyendo. La interrupción de Sylvia no le había alterado lo más mínimo. El
individuo de la voz distorsionada tomó de nuevo la palabra.
—Prepare sesenta mil libras. En efectivo. Próximamente le daremos las
instrucciones de la entrega.
La comunicación se cortó acto seguido.
Cuando llegaron al hotel, la recepción estaba tomada por la policía. Los
empleados murmuraron al verles llegar. Duncan y Sylvia estaban asombrados.
—Sus teléfonos están pinchados —les informó el inspector a cargo del
caso—. Hemos interceptado la llamada. Provenía de una cabina próxima al
hotel. Una patrulla está rastreando todo el área.
—¿Quiere decir que mi hija ha estado aquí, que sigue en esta ciudad?
—Sylvia, nuestros expertos creen que la voz de Brenda formaba parte de
una grabación. Los secuestradores no se habrían arriesgado a pasear a la chica
por toda la ciudad, sabiendo que no hemos desistido en las labores de
búsqueda.
—¿Secuestradores, dice?
—Sí, Sylvia. Tenemos que empezar a hablar de secuestro, de intereses,
de dinero. Acompáñenme a un lugar más tranquilo.
Duncan y Sylvia se miraron entre sí. Siguieron al policía hasta el salón
de conferencias del hotel. Una vez allí, tomaron asiento.
—El secuestrador ha seguido unas pautas un tanto incoherentes. Durante
los primeros días, se mantuvo en silencio. Dejó que el cuerpo especulara sobre
una posible desaparición. Más tarde inició esas llamadas dirigidas a usted,
señor Miller. Cuando acudió a la policía, se silenció. Les dejó de nuevo
inmersos en la incertidumbre, y ahora aparece pidiendo un rescate.
Pidiéndoselo a usted, Duncan.
—¿Qué quieren de mí esas personas? —preguntó él.
—Quienes se esconden detrás de la voz misteriosa han actuado dándole
muy poca importancia al dinero. Yo diría que se tratan de una o dos, para ser
exactos. No sabría si hombres o mujeres, pero sí cercanos a su entorno y con
ganas de hacerle daño, sentimentalmente hablando. El móvil económico parece
el menos probable, a pesar de que hayan reclamado un rescate bastante
cuantioso.
—¿Lo que usted quiere decir es que se han llevado a Brenda por culpa de
Duncan? —balbució Sylvia, soltando la mano de él.
—Si usted quiere verlo así… Desde luego, dudo él haya provocado esta
situación de manera consciente.
—¿A quién le has contado lo de nuestra hija? —exclamó ella. De pronto
parecía molesta.
—He intentado mantenerlo en secreto… Sólo lo saben mis familiares
más cercanos y unos cuantos amigos.
—No entiendo por qué lo has contado. Eres un hombre con dinero. El
dinero atrae los problemas. Han podido utilizarte.
—De ahí que las primeras hipótesis apunten a una persona cercana a
Duncan —terció el inspector—. ¿Ha tenido problemas con alguien en los
últimos meses?
—Nada que me lleve a pensar que podrían secuestrar a mi hija para
chantajearme…
—¿Asuntos de negocios? ¿Enemistades? ¿Rupturas sentimentales?
—Ninguna de las personas que me quieren me harían una cosa así, y esas
son las únicas personas que sabían algo sobre mi relación con Brenda —
insistió Duncan.
—Los secuestradores han consentido que el caso tuviera una repercusión
mediática impresionante. En mi opinión, se les está yendo de las manos. El
rescate es una manera de disfrazar sus verdaderas intenciones. Quieren que
todo acabe.
—Esto no tiene sentido. Tiene que acabarse ya.
Sylvia se levantó de la silla. Ya no le miraba con los mismos ojos.
—Esto está pasándome por tu culpa —sollozó.
—Sylvia, sabes bien que yo…
La mujer se zafó cuando Duncan intentó retenerle.
—Ya te dije un día que no serías bueno para Brenda. Te pedí que
mantuvieras la distancia, por los tres.
Duncan meneó la cabeza. Jamás habría hecho algo que provocara esa
situación. Intentó ponerse en el lugar de ella, que buscaba el por qué a muchas
preguntas y cegada por la impotencia y la rabia, le había culpado a él. Quizás
con el paso de las horas asumiera la noticia y viera su cara más positiva: fuera
como fuera, Brenda estaba viva. Y él iba a pagar su rescate.
Duncan escuchó las explicaciones de los policías con oído hueco y en
cuanto le fue posible subió a la habitación. Tocó la puerta con suavidad.
—Sylvia, ábreme. Vamos a hablar.
—Déjame sola.
Duncan suspiró. Ella necesitaba tiempo y él se lo iba a dar. Bajó a cenar.
Ya se había olvidado de Amanda, cuando se cruzó con ella en el comedor.
—He visto todo el revuelo que se ha organizado —dijo, mirándole con
ojos tristes—. ¿Hay alguna novedad?
—Han secuestrado a Brenda y ahora quieren dinero a cambio de su
libertad.
—Esa es una buena noticia… Quiero decir, al menos sabéis que está viva.
—Pudimos escuchar su voz.
—Sería un momento muy especial para ti. No la habías escuchado nunca,
¿verdad?
Amanda le dedicó una pequeña sonrisa. A pesar de que proviniera de
ella, Duncan agradeció el gesto. Nadie había pensado demasiado en lo que él
sentía por Brenda.
—Sylvia cree que yo tengo la culpa de todo.
—Eso no es verdad. Quienes te queremos lo sabemos bien.
Duncan sabía que ponerle a Amanda sus habilidades en bandeja tenía sus
riesgos, sin embargo, siguió escupiendo preocupaciones.
—Me da miedo volver a perderlas.
—Lo que tenga que ser, será.
—Voy a intentarlo otra vez.
—¿Por qué no esperas hasta mañana? Si la presionas se enfurruñará más.
Puedes quedarte en mi cuarto hasta que arregléis las cosas. En el salón hay un
sofá cama.
Duncan sopesó la propuesta. Se había hecho la firme promesa de no
acercarse más a Amanda, para que ninguno de los dos volviera a sufrir por
culpa del otro.
—Solo esta noche. Mañana volverás a Edimburgo.
—De acuerdo. Me conformo con verte mejor. —Ella esbozó una sonrisa
forzada—. Aunque me duela ver que Sylvia te ha dado lo que yo no puedo.
Duncan deseó que aquello fuera verdad, y que Amanda estuviera curada
de sus celos. Su aparente sinceridad le hizo sentir más tranquilo. Desfilaron
juntos hasta la habitación, sin rozarse. Él odiaba los finales tristes, como el que
había seguido a su relación con Amanda. Prefería que se prolongaran en una
amistad, como en el caso de Rachel, mucho más productiva que la incapacidad
de resignarse que había mostrado su excompañera más reciente.
Duncan se acostó en el sofá. Le resultó extraño no ladear la cabeza y ver
a Sylvia a su lado. Abrió los ojos cuando escuchó a alguien golpear la puerta
con insistencia. Miró al reloj: eran poco más de las seis. Amanda acudió a
abrir en pijama. Al posar la mano sobre la manilla, por un momento Duncan
tuvo la ilusión de que su ex amante se estaba viendo reflejada en un espejo.
Más tarde comprendió que la puerta llevaba siglos abierta y el supuesto reflejo
de Amanda había resultado ser Sylvia.
—Bill ha pasado aquí la noche. Espero que no te importe.
—Pues claro que no.
El hombre se incorporó y se caló las gafas. Sylvia estaba ojeriza y
despeinada. Al ver a Duncan, contrajo su expresión.
—Mi hijo mayor se ha ido de casa. Tengo que volver a Londres.
—Te acompaño —decidió él, inmediatamente.
—No. Iré yo sola —Sylvia señaló su maleta, en la que Duncan no había
reparado. Empujó a la mujer hacia fuera.
—¿Sigues enfadada conmigo?
—No podemos seguir adelante con esto, Duncan. No va a cuajar.
—Dijiste que me querías.
—Estar contigo me hace bien pero también me hace mal. Hasta el
momento has perjudicado mucho a Brenda, y eso me incluye a mí. Siempre a
escondidas de todo y de todos, con un pasado demasiado difícil detrás…
—Yo no pienso lo mismo. Desde que estoy contigo…
—¿Desde que estás conmigo, qué? —Sylvia meneó la cabeza de un lado
a otro—. ¿Qué vamos a decirle a Brenda? ¿Qué opinará Daniel de todo esto?
Despierta, Duncan. Ya no tenemos dieciocho años. Somos adultos flotando en
una absurda fantasía. Necesito sentir que tengo los pies sobre el suelo.
Duncan no se lo podía creer. El temido momento en que tenían que tomar
una decisión respecto a su futuro había llegado.
—Quiero que sepas que estos días a tu lado me han devuelto la
esperanza.
—Nunca podremos formar una pareja común. ¿Qué somos, Duncan? —
Sylvia bajó la mirada—. Daniel me necesita a su lado.
—Llámame cuando todo vuelva a su cauce y podamos hablar.
—No, Duncan. Ha llegado el momento de despertar, de separar la
realidad de lo soñado.
—No puedo olvidarme de lo que hemos vivido y seguir adelante.
—Escúchame. Soy una mujer de treinta y ocho años. Tengo dos hijos a
los que mantener, un empleo miserable y un pasado que olvidar. Estar contigo
es incompatible con mi estilo de vida.
—Eso va a cambiar…
—¿Cuántas veces me has prometido que ibas a cambiar? ¡No has traído
más que problemas a mi existencia!
—¡No sé que hice para provocar el secuestro de Brenda, pero si ha
servido para pasar unas horas contigo, volvería a hacerlo mil veces más!
—¿A costa del bienestar de tu hija? —Sylvia meneó la cabeza de un lado
a otro—. ¡Eres un inmaduro, un egoísta!
Sylvia se dio la media vuelta. Duncan supo que, una vez más, la había
dejado escapar por su insensatez.
42

Sylvia Miller bajó del taxi, cargando con su pequeña maleta. Se vio a sí
misma caminando por esa calle tranquila nueve años atrás. Notting Hill no
había cambiado. La mayoría de las casas seguían como entonces. Siguió
adelante. Se cruzó con un par de residentes, que le miraron con cierta
desconfianza. Pronto se dio cuenta de que era una perfecta extraña en el que
durante años había sido su hogar.
Al fin alcanzó su destino. Primero vio la residencia de los Langley. En
frente, como un arrogante fantasma, se alzaba la vivienda de los Miller.
—La casa sigue en su sitio —le había dicho Callum por teléfono unas
horas antes, entre toses agónicas—. Quiero que veas a mi abogado en Londres
y le pidas una copia de las llaves.
—No necesito de tu caridad —había replicado ella.
—Considéralo como un incentivo para Daniel y un pequeño empuje para
tu independencia. Habíamos quedado en que tú y yo éramos amigos.
Sylvia giró la cabeza. Detrás de ella caminaba un cabizbajo Daniel. El
chico se estaba quedando rezagado a propósito. Rose le había llamado
temprano para comunicarle que Daniel, a modo de celebración de su
decimoctavo cumpleaños, se había trasladado a Heathrow con el objetivo de
tomar un avión rumbo a Boston.
Pensaron que no llegarían a tiempo, sin embargo, un problema técnico
en el avión había retrasado su salida. Cuando Sylvia llegó a Heathrow, se
encontró con que, por medio de una costosa conferencia telefónica y la
experiencia psicopedagógica de Rose, entre su hermana y su exmarido habían
convencido a Daniel para que no tomara el vuelo. Los ojos de Rose brillaron
al comprobar que el sueño de Sylvia no había tenido cabida en la realidad.
Hablaron lo justo y sus caminos se separaron.
Sylvia contempló el magnífico edificio que había sido su casa mientras
estuvo casada con Callum. Nunca le había atribuido un aspecto tan
desmejorado. Todas y cada una de las ventanas estaban cerradas, así como la
verja del jardín. Calculó que la hierba debía llegarle a la altura de la cintura,
como poco. Los rosales que con tanto esmero solía cuidar habían sucumbido
hacía tiempo en aquella selva de olvido.
Rose había estado en contacto con Callum durante su estancia en
Birmingham. Sylvia supuso que le habría contado con detalle su escapada
junto a Duncan, así como el “abandono” de Daniel. Su exmarido se mostró
bastante comprensivo al respecto.
—Rose me ha dicho que habéis discutido.
—He decidido trasladarme a Londres. Me llevaré a Daniel conmigo y no
dejaré que vuelva a escaparse. Buscaré algo y cumpliré la promesa que te hice.
—No tienes que buscar.
Con el viento agitando su larga melena clara, Sylvia se abrió paso entre
la maleza del jardín. Daniel le seguía de cerca, compungido por los recuerdos
de su niñez.
—No tienes que buscar —había insistido Callum—. Quiero que lleves a
Daniel a Notting Hill. Quiero que cuando Brenda aparezca los tres estéis ahí.
Devolvedle la vida a ese lugar.
Pasaron al interior de la casa. Fue toda una conmoción comprobar que,
tras su marcha, Callum había abandonado allí muchos de sus enseres. La casa
estaba cubierta de una espesa capa de polvo. Los muebles sin tapar y los
numerosos objetos personales que reposaban en armarios y cajones daban la
impresión de que había ido decayendo igual que un ser vivo, a la espera de que
sus moradores regresaran. Olía a cerrado, a tristeza, a sueños rotos.
—Devolverle la vida corre de tu cuenta —requirió Callum—. Yo pondré
los medios económicos. Tú tendrás que hacer el resto.
—Un pedazo del alma de esa casa está donde estás tú. No sé si podré
conseguirlo.
—Salvarla será más fácil que salvarme a mí. Hará falta tiempo, luz y
mucho detergente. El alma es lo de menos, a todos nos han robado una parte y
aún podemos respirar.
Sylvia recordó estas palabras mientras encendía el fuego. Su hijo se
sentó frente a la chimenea, en silencio. En cuanto prendieron las llamas, ocupó
un asiento a su lado.
—Feliz cumpleaños, cielo —musitó, dándole un beso en la mejilla.
—Ha sido el peor día de mi vida.
Daniel le rechazó y se perdió en la planta de arriba. Con los ojos llenos
de lágrimas, Sylvia arrimó su silla a la chimenea. Intentó distraerse ojeando
una viejísima revista, pegajosa a causa de la mugre, pero su escasa afición por
la lectura no le sirvió de consuelo. No pudo luchar contra las lágrimas que
volvieron a llenar sus mejillas.
Subió a su habitación, a la que había compartido con Callum durante
nueve años. La cama de matrimonio seguía en su sitio como si ellos fueran a
volver cualquier día de aquellos. Sus albornoces aun colgaban juntos en el
perchero. Sylvia se sintió como si hubiese estado contemplando un cadáver en
descomposición.
Encontró a Daniel hecho un ovillo sobre la cama de Brenda. Su hija no
se alegraría al ver que su habitación seguía pintada de rosa, como cuando ella
la dejó. Sus viejos peluches seguían sobre la cama, y Sylvia supuso que si
abría el armario encontraría allí muchas de sus prendas. Daba la sensación de
que todos habían dejado una parte de su ser en aquella casa, cuyas paredes
albergaban sólo polvo y proyectos frustrados.
—Siento que este haya sido el peor día de tu vida. Yo hubiese querido
que fuese el mejor, hijo…
Daniel no contestó. Dejó que Sylvia se tumbase a su lado y le abrazara.
Para ella, con eso fue suficiente.

La jornada siguiente fue muy dura. Daniel cortó el césped del jardín con
una máquina prestada por los Langley, ya que la suya propia no parecía tener
interés en ponerse en marcha. Sylvia abrió las ventanas de la casa de par en
par, para echar de allí al peor inquilino de la vivienda: el olor a cerrado. Las
briznas de hierba procedentes del exterior se mezclaron con el polvo y los
recuerdos. Todo fue a parar a tres enormes bolsas de basura. A media tarde el
aspirador se negó a seguir funcionando. No se podía pedir más a un
electrodoméstico de quince años de antigüedad con antecedentes asmáticos.
46

Una semana pasó entre bayetas, lejía y cera para los suelos. Sylvia tenía
poco tiempo para pensar y mucho que limpiar, pero eso no impedía que
contara los segundos para recibir noticias sobre el rescate de Brenda. Como el
asunto corría por cuenta de Duncan, tendría que ser fuerte y anteponer el
bienestar de su hija al miedo de volver a hablar con él. Había descubierto que
pensar en lo que realmente le convenía a Brenda era la mejor quimioterapia
para sanar el tumor provocado por días de irradiación junto a Duncan.
Siempre lo había dicho: su hija le devolvía constantemente las ganas de vivir.
La noche siguiente, él llamó a casa.
—Quería decirte que ya está todo arreglado. Mañana soltarán a Brenda.
—¿Lo has hecho tú solito? —se burló ella—. ¿Esperabas algo?
¿Esperabas que te diera las gracias, acaso?
—El deber a veces concede recompensas —repuso él, sin alterarse lo
más mínimo.
—¡Estás muy equivocado si lo que buscas es una recompensa! —
exclamó Sylvia.
—Simplemente quería que lo supieras. La policía te dará instrucciones.
Y colgó.
Recordar la conversación le llenaba de euforia e ira. Aunque cuando se
le pasaba el arranque, todo quedaba en puro miedo. Miedo por los riesgos que
corriera Brenda, miedo por lo que viniera después. No quería que Duncan
intentara hacerse un hueco en su vida. Le aterrorizaba la idea de que Brenda
supiera de su existencia. Cuando ella regresara, quería que todo fuera como en
los viejos tiempos. Le gustaría recuperar a su hijo, cambiar de trabajo y
devorar cada instante. Nada más.
Sylvia suspiró. Primero tenía que aparecer su hija, su pequeña. Se
tranquilizó pensando que una vez pudiera abrazarla, el miedo a perderla sería
algo secundario. Nadie podría volver a separarlas. Se acostó y apagó la luz
principal. Al menos, ya quedaba poco para ese momento.

—Tardan demasiado.
Sylvia paseaba de un lado a otro del vehículo, bajo la incierta mirada de
Duncan, cuyos ojos entrecerrados vagaban de un lado para otro. El inspector,
quieto, en actitud de vigilante espera, le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Solo han pasado unos minutos de la hora acordada, Sylvia. Cálmese.
Verá que todo va a salir como esperamos.
—Sí —murmuró Duncan—. Todo saldrá bien.
Estaba tan nervioso como el resto, o eso daba a entender.
Cinco y media de la mañana. Aguardaban la liberación en un
descampado a las afueras de Birmingham. A no más de doscientos metros de
distancia, oculto al otro lado de la carretera, había un cordón policial que
intervendría si la situación lo requería.
Se suponía que en ese marco tendría lugar la ansiada liberación de
Brenda.
Transcurrió otro buen rato. ¿Y si aquello no les conducía a nada? ¿Y si
los secuestradores no estaban satisfechos con el precio alcanzado? ¿Y si de
repente decidían no soltar a Brenda? Aguardaron dos horas sin que hicieran
acto de presencia. Con el paso de los minutos, el fracaso de la operación se
hizo claro y real. Llegado el mediodía, el inspector propuso con mucho tacto
que Sylvia volviera a casa. Ella se negó.
—Tienen que venir —insistió— Tienen que hacerlo.
Duncan también se quedó. Al caer la noche, consiguieron hacer ver a
Sylvia que no habría liberación. Con las esperanzas bajo cero, la instalaron en
el coche. A medio camino se quedó dormida.
Sylvia despertó al escuchar una voz metálica y distorsionada que surgía
del móvil de Duncan
—Ustedes llevaron a la policía. Rompieron el trato, de modo que
nosotros estábamos en nuestro derecho de alterar algunas condiciones. Su hija
ya es libre, señor Miller.
—Pero, ¿dónde está?
—Eso tendrán que descubrirlo ustedes. Por su bien, sugiero que la
encuentren pronto. De lo contrario, puede que se lleven una sorpresa
desagradable. Sólo les doy una pista: Londres.
Todos suspiraron. Sería como buscar una aguja en un pajar.

Fueron momentos de febril actividad e incertidumbre. Se vieron


rodeados de policías que no cesaban de repartir órdenes. Sylvia lo miraba todo
sin atreverse a recobrar la esperanza. Se trasladaron a la capital, donde se
reunieron con un agitado Daniel. En la comisaría les ofrecieron café y les
invitaron a aguardar noticias.
—Es cuestión de tiempo.
La esperada llamada llegó a las dos de la madrugada.
—¡La hemos encontrado! —comunicó el inspector, entrando en la
estancia con la camisa arremangada hasta los codos y la corbata desanudada—.
La encontró un hombre en el andén del metro de Londres.
—¿Está bien? —casi gritó Sylvia, incapaz de digerir tan esperada noticia.
—Está herida. Por suerte aquel hombre avisó a los servicios de
emergencias y todo está saliendo bien.
—Dios mío —sollozó Sylvia— Gracias.
Entonces, tomándole por sorpresa, Daniel lanzó un grito de júbilo y le
abrazó.
47

Duncan tenía que irse, pero no quería. Sus privilegios como financiador
del rescate se habían terminado. Había acompañado a la madre de su hija en el
trago, la joven había aparecido, se había interesado por su salud con mucha
discreción y ahora lo que se esperaba de él era que desapareciera. Después de
dar las gracias al hombre que encontró a Brenda, un tipo de rasgos pakistaníes,
y hacerle prometer que le llamaría en caso de que necesitara ayuda, se dejó
caer sobre uno de los bancos de la sala de espera.
—¿Un café, Miller?
Raymond, el inspector que más se había implicado en el caso, se sentó a
su lado y le dio unas palmaditas en la espalda.
—No, no se preocupe —Duncan resbaló en el asiento—. Oiga… ¿usted
cree que podría entrar a verla?
—Sylvia me ha pedido que no lo haga. No se ofenda, señor Miller. Es
normal que quiera superprotegerla. Imagínese, encontrar a su hija pequeña con
un orificio de bala en el costado y un brazo roto después de casi veinte días de
secuestro.
—No me resulta tan difícil ponerme en su lugar. Lo mejor es que yo me
marche y sigamos como hasta ahora. Pero, por favor… Es mi hija.
—Dos minutos —cedió Raymond—. Y que no se entere Sylvia, por Dios.
Duncan sonrió. Raymond charló brevemente con los policías que
custodiaban el cuarto de Brenda y miró el reloj.
—Dos minutos. —Abrió la puerta y permitió a Duncan el paso— Sylvia
estará aquí enseguida, así que no se entretenga.
—De acuerdo.
En un primer vistazo, los ojos de Duncan apenas distinguieron una
difusa mata de pelo negro y rizado entre las sábanas blancas. Se acercó más
para verla mejor. Brenda dormía profundamente con la cabeza ligeramente
ladeada y los labios entreabiertos. Tenía ambos brazos sobre el regazo, por
encima de las sábanas. Se la quedó mirando muy detenidamente, le pasó una
mano por la frente y luego sonrió con ternura.
—Es menudita, ¿verdad? —murmuró al final—. Me recuerda mucho a
mi madre. —Le tomó de una mano y la acarició suavemente. La soltó
enseguida, como avergonzado, y se puso de pies—. Supongo que aquí estará
bien.
Carraspeó y de pronto pareció tener una gran urgencia por salir de allí.
Raymond abrió la puerta y Duncan se marchó a todo correr. Le vio
entrar en el servicio de caballeros y a los diez minutos, con la cara
congestionada, le pareció verlo salir.
Duncan recogió todas sus cosas y tomó un tren a Edimburgo. Necesitaba
ver cambiar el paisaje de forma paulatina, dejar atrás la metrópoli londinense
e ir sumiéndose poco a poco en las laderas escocesas. Tenía que concienciarse
de que su viaje había terminado, y qué mejor para ello que hacerlo al ras del
suelo y no entre las nubes.
Al llegar a su ciudad natal, anduvo mucho rato por las calles, sin ver por
dónde iba. No era su ceguera: las ganas de llorar habían interpuesto una
cortina de lágrimas entre sus ojos y el mundo. Se trataba de un muro opaco
que caería en cuanto reconociera el dolor que le carcomía por dentro. Así
rodó la primera lágrima, y la segunda, y la tercera. Después los escombros le
impidieron seguir viendo.
Fue a parar a un supermercado. Su mano se cernió entorno al cuello de
una botella. El tacto del cristal activó a otra vieja amiga de los malos tiempos:
la necesidad. La necesidad de no pensar, de no sentir, de no creer… Cortesía de
sus desafortunados acompañantes de desdichas, el primer trago supo más a
mar que agua dulce… Intentó engañarse a sí mismo, pero ya era tarde: no
nadaba en un riachuelo salado, sino en un lodazal de alcohol. “¡Entonces te
revolcarás en tu maldito fango!” El hedor a Whisky le hizo despertar. Un
clínex bastó para limpiar un paisaje que había creído desolador.
Duncan pulsó el botón rojo y su tía Geraldine acudió a su llamada al
momento. Le encontró sentado en un bordillo, junto a un montón de cristales
esparcidos por el suelo.
—¿Eres consciente de lo que te has hecho?
—Ahora mismo no, tía. Pero mañana lo seré.
Duncan abrazó a la mujer con fuerza, tratando de reprimir las lágrimas.
Llovía sobre mojado.
—No pasa nada. Has hecho bien en pedir ayuda. Creo que no te ocurría
algo así desde que murió Ginebra.
—Todo ha terminado para siempre. Amanda tenía razón, tía. Soy un
iluso.
—Claro que no tiene razón, hijo. Tú has hecho lo que creías correcto.
Apenas te reconocía cuando hablábamos, Duncan. Se nota a la legua que te
sientes mejor, y Amanda lo sabe perfectamente.
—Aún así, todo ha salido tan mal como ella había previsto —Duncan se
secó las lágrimas—. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Por el momento, montarte en ese taxi y jurarme que no se te volverá a
pasar por la cabeza la absurda idea de beber.
—Vuelves a hablarme como si fuera un adolescente.
—Sino fuera por las canas, cualquiera te tomaría por un crío. A ver si te
casas y sientas la cabeza.
—Ya he estado casado y no me ha ido muy bien.
—Bueno, la próxima será la vencida.
—Tal vez… —Duncan se separó de la anciana, más calmado. Se
cogieron del brazo—. ¿En serio crees que tengo muchas canas…?
—Yo que tú preferiría eso a quedarme calvo, como le sucedió a tu
padre… Gracias a Dios que saliste a tu madre. Además, todavía eres joven.
—¿Sabes? Al ver a Sylvia me di cuenta de todo el tiempo que ha pasado.
—¿Tanto ha envejecido?
—¡No! Sigue siendo una mujer muy atractiva, pero… la encontré muy
consumida.
—Deberías retirarte durante un tiempo.
—No tengo ganas de reincorporarme a la misma rutina de siempre. No
quiero creer que lo que he vivido se haya terminado, aunque esté de vuelta en
casa.
Subieron al taxi. Geraldine le dio la dirección al conductor y se pusieron
en marcha. El silencio se hizo en el coche. El futuro se le antojó incierto,
oculto tras un muro que su propio miedo le impedía sobrepasar.
49

Viernes 1 de octubre
—Ya estamos en casa, cariño. —Sylvia se detuvo ante la verja y buscó
las llaves en el bolso. Sonrió a Brenda, que miraba a su alrededor con los ojos
muy abiertos—. Ya estás de vuelta con nosotros, mi vida.
Sylvia le besó la mejilla con mucha dulzura, pero Brenda apenas hizo
una mueca. Se dejó conducir por su madre al interior. Iba como sonámbula.
En los nueve días que Brenda llevaba libre, apenas había articulado una
palabra. Aconsejada por los profesionales que atendieron a su hija desde el
primer momento, Sylvia se había puesto en contacto con Eileen Campbell, una
vieja amiga suya, psicóloga de profesión. Mantuvieron una entrevista en la que
le expuso la actitud que mostraba Brenda.
—Tranquila. Es posible que muestre cambios temperamentales por una
larga temporada —le serenó la psicóloga—. Tardará unas semanas en situarse
y ser perfectamente consciente del fin del cautiverio. No querrá hablar contigo
o con Daniel del tema. Con el paso del tiempo estas reacciones irán
desapareciendo y el comportamiento de Brenda se normalizará
paulatinamente. Por ahora, disfruta de tu hija. Bríndale todo el afecto,
comprensión y compañía que necesite.
Con esas palabras y algún que otro consejo más, tanto Sylvia como
Daniel se prepararon para recibir a Brenda.
—Vamos al salón —indicó Sylvia, mientras ayudaba a la chica a quitarse
la cazadora—. A ver… cuidado con ese brazo. Eso es, mi chica. Vamos dentro.
Ya en la sala de estar, ayudó a la joven a sentarse en el sofá. Brenda lo
miraba todo con extrañeza. Sylvia reparó en que no le había hablado de su
mudanza.
—Cielo, nos quedaremos en Notting Hill una temporada.
Brenda no contestó. Acarició el cuero del asiento con los dedos índice y
corazón. Estaba en casa, eso era lo importante. Sylvia volvió a sonreírle y le
echó una manta fina por encima.
—¿Estás cómoda así? —le preguntó. Brenda asintió— ¿Quieres tomar
algo?
—Un té —pidió con voz trémula—, calentito.
Sylvia le besó la frente y al poco dejó una taza de té caliente en las
manos. Se sentó a su lado y le rodeó los hombros.
—No pasa nada si no quieres hablar, ¿de acuerdo? Tómate todo el
tiempo que quieras.
Brenda asintió de nuevo y una lágrima surcó su mejilla. Sylvia, con una
sonrisa, se la secó con el borde de la manta. Luego le pasó el índice por la
punta de la nariz, como solía hacer cuando Brenda era pequeña, y se
abrazaron.
Permanecieron en esa postura hasta que la joven terminó de beberse el té.
Luego, apoyándose en el brazo de su madre, subió arriba.
—Ahora vamos a dormir un rato —le dijo Sylvia, frente a la puerta de su
cuarto—. Tienes que descansar. ¿Recuerdas tu antigua habitación? La he
arreglado para ti. Va a gustarte…
Abrió la puerta. Un enorme cartel que decía BIENVENIDA A CASA
colgaba del techo. Cuando Brenda aún no había terminado de admirarlo, cinco
cabezas surgieron de detrás de las cortinas.
—¡Sorpresa!
Daniel, Emma, Alex, Mary y Josh corrieron a abrazarla. Brenda se
quedó parada, mirándoles a todos de forma inexpresiva.
—¿No vas a saludarles?
Sylvia empujó a su hija hacia sus amigos. Brenda, como a cámara lenta,
se acercó a ellos. Josh dio un paso al frente y extendió los brazos. Su prima se
le acercó. Creyó que iba a abrazarla después de tres semanas angustiosas pero
escuchó un sollozo a sus espaldas. Brenda se había aferrado a Daniel y ambos
lloraban. Los demás permanecieron en silencio.
Josh cerró los ojos. Sylvia notó su decepción, y le rodeó los hombros
mientras contemplaba la escena.
Brenda no se soltaba de su hermano, así que Sylvia empujó al resto para
que se unieran al abrazo. Alex estaba tan feliz que no dudó en hacerlo. Su
hermana Mary aprovechó la confusión y se pegó como una lapa a la espalda
de Daniel
Sylvia sirvió café y pastas para todos. Bajaron al salón, donde tuvo lugar
la improvisada merienda. El delicioso olor procedente de la cocina y las voces
alegres de sus amigos parecieron animar a Brenda. La chica miraba a su
alrededor desde el sofá, aferrada a Alex y Daniel como una lapa.

No hubo manera de iniciar una conversación coherente. Brenda siguió


mirando el televisor como hipnotizada. Josh y Sylvia llevaban un rato
atrincherados en la cocina, charlando. En cuestión de minutos los murmullos
procedentes del televisor fueron los únicos protagonistas.
64

Lunes 11 de Octubre
Brenda bostezó. El despertador había sonado bastante después de que ella
abriera los ojos. Lo apagó con un golpe secó y se levantó con lentitud.
A su lado dormía Daniel, en una improvisada cama. No le daba
vergüenza reconocer que desde su cautiverio le aturdía la soledad por las
noches.
Sacó el uniforme para afrontar el que sería su primer día de clase en
cuatro semanas. Bajó a la cocina sin despertar a Daniel. Sylvia estaba ya abajo,
terminando de preparar el desayuno. Dio los buenos días a su hija con un
fuerte abrazo y le sirvió un café con tostadas.
—¡Cielo, es tardísimo! Alejandro y Mary te están esperando fuera. —La
mujer le dio un beso en la mejilla—. Me marcho ya o mi jefe terminará por
matarme.
—No deberías haber desperdiciado todos tus días libres por mi culpa.
—Si es por ti, hago lo que sea, mi niña —Sylvia le revolvió el pelo—
Luego nos vemos.
El primer día de clase fue tan agotador que a Brenda apenas le quedaron
energías para dedicarse a otros asuntos. Salieron al patio, charlando sobre lo
dura que estaba resultado la jornada. Brenda advirtió la imagen de su hermano
haciéndole señas desde el otro lado de las verjas. Se despidió con un gesto de
Alex y se acercó al vallado.
—¿Pasa algo? —Brenda miró a su hermano de reojo.
—Sylvia se ha ido a trabajar y yo me sentía un poco solo.
Daniel esbozó una sonrisa triste. Brenda le besó en la mejilla.
—¿Cómo te está yendo? —preguntó él.
—Es agotador.
un gemido lastimero. Alex echó a reír, la tomó del brazo y se la llevó
hacia dentro.

Brenda pasó el resto de la semana enfrascada en su libro de historia.


Tenía un examen fundamental y los pronósticos no eran nada buenos. Además,
el brazo le dolía muchísimo. Estaba deseando que su dichoso escafoides se
soldara por completo.
El viernes salió del aula a punto de llorar después de hacer el
catastrófico examen.
Se encaminó al pasillo de las taquillas. Abrió la suya de mala gana y sacó
el violín. Ese día ni las clases de música le darían consuelo, sobre todo porque
no podría participar en ellas como de costumbre. ¿El culpable? Su escayola.
—¡Hola, Brenda! ¿ya estás de vuelta?
Pandora, su compañera de pupitre en el aula de música, le saludó con
efusividad. Brenda se dejó achuchar con una media sonrisa. Pandora era alta y
fornida, de pelo castaño oscuro y ojos marrones.
—¡Qué contenta estoy de verte! ¿Cuándo has vuelto?
Tomó a Brenda del brazo bueno sin apenas darle tiempo a cerrar la
taquilla.
—El lunes
—Me alegro muchísimo. ¿Sabes que tenemos profesor nuevo?
Brenda suspiró. La clase de música iba a ser muy distinta,
definitivamente.
—Mi hermana ya ha tenido clase con él, y dice que estuvo muy bien —
Pandora sonrió— Además es guapísimo…
Brenda se separó de ella
—Pandora, ahora te alcanzo. Sujétame esto.
Le tendió el violín. Entró en el servicio y evaluó su aspecto en el espejo.
Se humedeció las manos y se atusó los rizos. Suspiró. Terminó por lavarse la
cara con agua helada. El pasillo estaba vacío cuando terminó. A Brenda le
pareció escuchar la voz de Rose a la vuelta del pasillo.
—¿Cómo has tenido la cara de venir?
Era imposible que su tía estuviera hablando de semejante forma a un
alumno, aunque Daniel le había contado que había tenido una discusión
bastante fuerte con Sylvia. Desde entonces habían vivido en Notting Hill.
Brenda se acercó tanto como pudo, en busca de una tercera razón que
justificara su mal genio. Rose, con los brazos en jarras y gesto acusador,
fulminaba con la mirada a un tipo alto y moreno.
—¡Te juro que no le diré nada a la niña!
—¡Estás aquí para eso!
—¡Te lo juro por todo lo que quieras! —El hombre agarró los hombros
de Rose— ¡Solo quiero estar cerca de mi hija!
Rose le dio una sonora bofetada
—¡Mentiroso!¡Te haré la vida imposible! ¡No dejaré que la veas! ¿Cómo
has podido hacerle esto a…?
—¡Brenda!
La muchacha dio un brinco. Pandora le había puesto una mano en brazo.
—¿Qué haces aquí? Vamos a clase. ¿Cómo es que has tardado tanto?
—Nada… nada.
Brenda giró la cabeza antes de unirse a su amiga, pero ni el hombre ni
Rose estaban allí.
Duncan aún no había deshecho el equipaje. El transportador de Ransom,
su inseparable Golden Retriever, seguía empantanado en el recibidor. Todavía
no se había decido a hacer las camas, comenzar la limpieza general o retirar
las telas que cubrían los muebles. La maleta empezaba a llenarse de ropa con
arrugas indelebles, calcetines usados y culebras con forma de corbata. El
violín seguía en su funda, colgado del perchero de la entrada. Ni siquiera se
había molestado en comprobar la antena, por lo que la televisión se limitaba a
emitir un estimulante programa de puntos negros y borrosos.
Su nuevo estilo de vida era sencillo y muy relajante. Desayunaba, comía
y cenaba en el chino colindante a su casa La basura se acumulaba en una cocina
ya de por sí obstruida por la suciedad. Cuando vivía allí con Lorraine, ninguno
de los dos se mojaba las manos y sin embargo la casa relucía. Duncan se
preguntó porqué entonces no ocurriría lo mismo.
Era extraño. Aun no se había hecho a la idea de su llegada a Londres.
Había esperado que el avión atravesara una barrera, un muro entre su pasado y
su presente. Cuando la aeronave cruzó la frontera inglesa, solo sintió el codo
huesudo de su compañero de butaca. De camino a su antigua casita en
Londres, lo más emocionante fue recibir el cambio erróneo por parte del
taxista, y sobre todo, devolvérselo. Nada de sombras familiares. Ni siquiera un
amago de llanto al llegar al vecindario. Incluso mientras giraba la cerradura,
creyó que llovería polvo de hadas. Atravesó la apertura sin cambios. No hubo
emoción cuando reconoció las cortinas roñosas, la habitación que compartió
con Lorraine o la de su hermana, cuyo nombre no recordaba ya.
Aun se preguntaba si tenía que haber sentido algo especial, si sería
necesario volver a Edimburgo y repetir todo el proceso. Repasó sus actos:
embalar sus libros, descolgar la ropa del armario, plancharla, colocarla en la
maleta… Reservar los billetes de avión, preparar el transportador de Ransom,
dar un último paseo por el campo, presentar su dimisión en el instituto, tomar
un café despedida con Amanda, abrazar a su tía en la sala de embarque,
facturar el equipaje, decirle adiós desde lo lejos, saludar a las azafatas y subir
en el avión. Pensar en Sylvia, despedirse del pasado, estrecharle la mano al
futuro y sonreír. Aspirar el aire de Londres. Pisar su suelo. Recoger el
equipaje, tomar un taxi (devolver gentilmente el cambio erróneo), abrir la
puerta de casa. ¿Por qué no se sentía como si hubiese dado un gran paso en su
vida? ¿Acaso había cometido un error al regresar?
Al parecer de Amanda, así era. Ella le llamaba todos los días y antes de
colgar se las arreglaba para derramar varias lágrimas y suplicarle que
volviese.
—Todo esto es absurdo —repetía una y otra vez, con alguna variante—.
Está todo perdido, ¿no te das cuenta? Eres un estorbo en Londres, pero aquí te
necesitamos.
—Si tanto me aprecias, ¿por qué no apoyas la única cosa constructiva
que he decidido hacer con mi vida?
La pregunta de Duncan quedó suspendida en el aire durante muchas
conversaciones, hasta que, transcurridos cinco o seis días, Amanda se cansó de
lloriquear.
—Significaría perderte, Bill.
—Es muy egoísta por tu parte decir eso.
—También tú eres muy egoísta al dejarme aquí, sola, mientras persigues
una meta inexistente.
—Pensaba que te alegrabas de que fuera feliz.
—No lo eres.
Duncan miró a su alrededor y vio la capa de un centímetro de polvo, los
cristales translúcidos por la suciedad y los años luz que le separaban de una
vida común y corriente.
—Tienes razón, pero lo intento.
La conversación degeneró en una fuerte discusión. Amanda vomitó toda
clase de insultos, que repartió entre Sylvia, la mala fortuna y el propio Duncan.
—¡No voy a ser tu pañuelo cuando regreses, lamentándote por enésima
vez de haber perdido a Sylvia! ¡Si no regresas, olvídate de que existo!
—Amanda, voy a quedarme.
—¡Eres un desagradecido! ¡Jamás encontrarás una mujer que te quiera…
y a la que quieras!
Duncan no quiso seguir escuchando. Colgó y buscó la compañía de
Ransom para no tener que romper su voto de sobriedad. Pensó en llamar a
Rachel, pero imaginó a la joven con una radiante sonrisa en la cara, al borde
de la reconciliación con Lionel y vistiendo un bonito traje de premamá.
Tres días más tarde, Amanda se presentó en casa con una maleta en la
mano, suplicándole perdón. Se colgó de su cuello y comenzó a besarlo.
—Márchate —le dijo Duncan—. Te aprecio mucho, pero no volveremos
a cruzar el límite de la amistad.
—He pasado cinco horas en un coche para venir a verte. ¿Vas a dejarme
en la calle?
—Solo por esta noche, puedes quedarte.
Duncan le señaló la puerta de la única habitación libre de la vivienda.
Amanda se le quedó mirando. Cruzó el pasillo y se introdujo en el cuarto.
Cuando Duncan despertó, ella ya se había ido. Incluso se había tomado la
molestia de adecentar un poco la sala de estar. Llamó a Edimburgo para
asegurarse de que había vuelto. Su tía le dijo que sí.
—¿Pasa algo, hijo?
—No, tía. No pasa nada.

Leyó el anuncio en el periódico.


Un par de días después de aquel incidente, mientras se deleitaba con la
especialidad de la casa (cerdo agridulce), echó un vistazo a la prensa del día.
El anuncio le llamó la atención. Al principio le pareció una idea absurda,
aunque poco a poco cobró sentido. Se necesitaba cubrir de forma urgente una
vacante de profesor de música, en un instituto de las afueras.
Duncan redactó su currículo convencido de que no lograría el empleo.
Era un desastre: raramente lograba terminar sus proyectos y las excepciones
solían tener finales lacrimógenos. Fue una grata sorpresa recibir una llamada
del centro. Había conseguido una entrevista. Al día siguiente limpió la casa de
arriba abajo y planchó su mejor traje. Recorrió el trayecto silbando y con las
manos en los bolsillos. Durante la entrevista mencionó sus años de experiencia
como docente y su pasión por los jóvenes. Dos días después, le comunicaron
que el puesto era suyo.
Se presentó en el instituto el jueves para su primera jornada de clase.
Estaba hecho un manojo de nervios cuando la directora le hizo pasar a la que
sería su aula. Catorce adolescentes de trece años le miraron sin pestañear.
Duncan sonrió, ¿qué otra cosa podía hacer? Luego todo fue muy deprisa. La
directora lo presentó.
—No, nada de profesor Miller —se encontró diciendo—. Duncan.
Desde aquel momento, sintió que caía bien. Empleó aquella hora de clase
para aprender los nombres de sus alumnos y familiarizarse con ellos. Les
contó que era escocés, soltero (viudo sonaba un poco violento) y que tenía un
perro llamado Ransom.
Los alumnos del siguiente grupo eran mayores, pero todo salió a pedir
de boca. De hecho, salió bien con todos los grupos. Cuando regresó a casa,
incluso tuvo ánimos para limpiar la mugre de la cocina y ponerse a
experimentar recetas.
Al día siguiente desayunó café, se afeitó, y se vistió con unos vaqueros y
una camisa. Con el violín a la espalda, tomó el metro. Eran las once de la
mañana y le aguardaba una clase de dos horas. Entró en la sala de profesores.
Apenas le habían sido presentados uno o dos. Allí todo el mundo parecía muy
ocupado.
—Duncan, ella es Rose Wilson.
Rose apartó su melena rojiza y levantó la cabeza. Sus ojos castaños se
dilataron. El propio Duncan se estremeció. La hermana de Sylvia le estrechó la
mano.
Cinco minutos después estaba acorralado en un pasillo escuchando sus
recriminaciones. Hubo para todos los gustos: desde desgraciado hasta inútil,
pasando por caradura. No paraba de hablar de Brenda. De lo que Sylvia diría
cuando supiera que trabajaba en el instituto de su hija. Siguieron
intercambiando cumplidos hasta que les pareció oír un ruido en el pasillo.
Rose se despidió con la promesa de hacerle la vida imposible y Duncan se
recordó que debía volver al aula.
Lo hizo con paso lento. La señal había llegado. Notaba cómo su piel
transpiraba, cómo los latidos de su corazón se habían disparado. Sintió sobre
sus hombros el peso del camino recorrido. Supo que estaba en el momento
correcto, en el lugar indicado. Que había llegado a su destino.
Dirigió a sus nuevos alumnos un parco saludo y se sentó tras la mesa.
Apoyó la cabeza entre las manos hasta reponerse. Sacó un botellín de agua y se
sintió mejor al darle un trago.
—Siento haber tardado, chicos —dijo, procurando sonreír. Todos le
miraban y cuchicheaban entre sí. Ninguno parecía tener menos de diecisiete
años—. Mi nombre es Duncan. Pasaré lista… Mientras la encuentro, os haré un
breve resumen de mi vida. Perdonad…
Duncan se caló las gafas y rebuscó entre sus papeles. Eso suscitó algún
que otro comentario.
—Nací en Escocia hace treinta y ocho años, tengo unas veinte dioptrías,
adoro la música y os daré clases los viernes. ¿Alguna pregunta?
Una alumn llamada Pandora encontró demasiado breve el horario, como
le hizo saber en medio de un coro de risitas. Duncan sonrió burlón y procedió
a pasar lista.
Brenda Miller.
Una joven menuda de la última fila se puso en pie. Brenda Miller. Tenía
los ojos verdes y brillantes, el pelo oscuro y rizado… como él. Brenda Miller.
Duncan pasó lista muy rápidamente. Vació el botellín de agua antes de terminar
y comenzó un segundo.
Ensayaron para un concierto que tendría lugar la semana siguiente. Antes
de comenzar, Brenda Miller se levantó de su asiento. Se dirigió hacia la mesa
del profesor. Hacia él. Duncan tembló como un niño cuando comprendió que
pretendía hablarle. Brenda señaló su brazo escayolado y le comunicó que no
podría tocar por el momento. Duncan asintió como un imbécil y la dejó ir.
Las dos horas siguientes pasaron muy rápido para su gusto.
67

—Siéntate, siéntate… ¿Quieres tomar algo?


Eileen, la alta y morena amiga de Sylvia, recogió el abrigo de ésta. Lo
trasladó al perchero de la entrada. Sylvia le siguió con paso lento, mientras
miraba con envidia su lugar de trabajo. La consulta psicológica relucía. Por un
momento se imaginó escuchando verborreas de adinerados —y trastornados—
clientes, secando sus lágrimas y recogiendo los cheques firmados. Fantaseó
con la cantidad de ropa nueva que podría comprar para Brenda, y también para
sí misma. Tropezó y volvió a la realidad.
—¿Cómo ves a Brenda?
Sara ocupó el sofá que desde el que su hija menor escupía semanalmente
las vivencias acaecidas durante el secuestro. Pagar a Eileen para que oyera sus
preocupaciones le parecía muy deprimente, pero Brenda se negaba a soltar
prenda delante de ella.
—Dime cómo la ves tú.
—Hace las cosas de siempre… Es como si nada hubiera ocurrido.
—¿A qué viene tanta preocupación, entonces? —Eileen retuvo las manos
de Sylvia entre las suyas—. ¿Ha pasado algo?
Ella se echó la melena hacia atrás y suspiró.
—No ando muy bien de dinero. Creo que no podré traerte a Brenda de
ahora en adelante.
—¿Por qué?
Sylvia suspiró. Volvió a imaginarse en el papel de su amiga. A introducir
un cheque ficticio en su bolsillo. A canjearlo por un vale que le devolviera la
libertad. A adquirir un repelente mágico que espantara a Duncan de su vida.
Una medicina que curase su cáncer.
—He de contratar un abogado, Eileen. Duncan Miller se encuentra en
Londres.
—Te refieres al padre de tu hija.
Sylvia asintió. Eileen se puso de pies y paseó por la habitación con los
brazos cruzados.
—Brenda se está recuperando bien. Sin embargo, hay algo en su actitud
que me impide darle el alta.
—¿Eso significa que debe seguir con el tratamiento?
—Sylvia, a tu hija le llenaron la cabeza de calumnias mientras estuvo
cautiva. He ido sonsacándole poco a poco muchas de las cosas que le contaron
—Eileen le miró a los ojos—. Le hablaron sobre su padre. Me ha contado
retazos vagos e inexactos de lo que te hizo. Mentiras. Fantasías, quizá.
Sylvia permaneció callada.
—Dime algo. ¿Habías tocado este asunto con ella? —inquirió Eileen.
—Jamás. No lo he creído necesario.
—Pero Brenda habla de Callum como alguien ajeno.
—Presiente que él no es su padre biológico —dijo Sylvia—. Aunque no
imagino qué pasa por su cabeza. Siempre nos hemos bastado la una a la otra
para ser felices.
Eileen suspiró. Volvió a sentarse en el sofá.
—El primer síntoma lo noté cuando charlé con ella sobre sus captores.
Me aseguró que no recordaba a ninguno de ellos. Sonrió. Empezó a sudar.
Dijo que no fueron malos con ella. Que le habían perdonado la vida.
Sylvia parpadeó varias veces.
—Tenía la sensación de que aborrecía a sus secuestradores. En cualquier
caso, ¿qué tiene esto que ver con su opinión sobre Duncan?
—Sospecho que Brenda disculpa a sus captores por el mero hecho de
que comparte sus opiniones. Tu hija ha sido muy afortunada por recibir
atención de especialistas tras su cautiverio. Detectar posibles síntomas del
Síndrome de Estocolmo es crucial.
La palabra síndrome encendió todas las alarmas del cerebro de Sylvia.
Una vez más, anheló convertirse en Eileen por un instante, pasear por el
interior de su privilegiada mente y seleccionar la información que necesitaba
sin recurrir al exterior.
—Seguro que has oído hablar de él, Sylvia. Es un estado psicológico en
el que la víctima del secuestro desarrolla una relación de complicidad con sus
captores.
—¿Complicidad? ¿Cómo esperas que suceda algo así?
—Es una cuestión de supervivencia. Se puede vivir sin comida durante
un tiempo inhumano, pero no se puede vivir sin amar.
—Eileen… ¿cómo se puede sentir afecto por algo malvado?
—Son los síntomas que padecen fumadores, alcohólicos, drogadictos,
que aman aquello que les encarcela. Incluso las mujeres maltratadas lo sufren.
Sylvia hundió la cabeza entre las manos. Dejó de fantasear con lo que le
gustaría tener y pensó en lo que tenía. Pensó en Brenda.
—¿Se cura?
—Tendrás que seguir trayéndome a tu hija.
—Hay tantas cosas que le hacen bien que ya no sé entre cuáles elegir.
—Quizás sean necesarias dos sesiones más a la semana. No estés
preocupada, te mantendré al tanto de su evolución. Recuerda que todo irá bien
mientras esté controlada.
—¿Se notará algo en su vida normal?
—Lo mismo que hasta ahora: nada sobresaliente. No obstante, si
aparecen los secuestradores (y no tiene porqué suceder), pueden ocurrir cosas.
—Sylvia le miró con auténtico pánico. Eileen carraspeó—. En ocasiones, los
prisioneros ayudan a los captores a alcanzar sus fines o evadir a la policía.
—Mi hija jamás haría algo así.
Sylvia se levantó del sofá y caminó con paso firme hasta el hall.
Descolgó su abrigo y se lo puso.
—Tráeme a Brenda —dijo Eileen—. De entre todas las cosas buenas para
ella, te garantizo que esta es la mejor.
Por última vez, Sylvia deseó ser ella. Por su facilidad para elegir.
Algo fue cambiando en Sylvia durante los días siguientes. Estaba pálida,
respondía a Brenda de malas formas y no quería oír hablar de sus clases de
música. Parecía ponerle especialmente nerviosa la mención del nombre del
profesor.
Bill “a secas” seguía impartiendo sus clases con igual entusiasmo. A
Brenda le caía simpático, no entendía el empeño que tenía su madre en
calumniarlo.
Daniel llamó la semana siguiente para comunicarles que el trasplante se
había llevado a cabo con éxito. Aunque Callum se encontraba en una situación
muy delicada, tenían esperanzas de que el tratamiento funcionara. Harían falta
dos meses de aislamiento y terapia intensiva para comprobarlo.
Brenda tomó el camino a casa. Hacía tiempo que no regresaba
completamente sola. Normalmente o Alex o su hermano solían acompañarla.
Eso dejaba más tranquila a Sylvia. Abrió la verja del jardín, que nunca se
quedaba abierta desde su secuestro.
Nada más entrar, Brenda arrojó la mochila al suelo y tomó rumbo al
comedor, olisqueando el aire.
—Tallarines. Con salsa carbonara.
—Ve a lavarte las manos. Se van a quedar fríos.
Sylvia le dio un beso en la frente y sonrió al verla. Brenda le
correspondió con un abrazo. En las últimas semanas, había percibido cómo su
madre recuperaba el color al verla entrar por la puerta. Parecía… preocupada,
incluso sobreprotectora, cuando siempre se habían tratado como hermanas y
no como madre e hija.
Brenda ya tenía el pie puesto en el primer escalón, cuando Sylvia le
retuvo.
—Espera, quiero hablar contigo.
Brenda descendió.
—¿De qué se trata?
—Cámbiate. Te lo contaré mientras comes.
INVENTAR ALGO PARA CREAR EL CONFLICTO ENTRE SARAH Y
BRENDA PARA QUE SU RELACIÓN SE DETERIORE CON COHERENCIA.

Daniel se levantó cuando eran cerca de las diez y media. Enseguida le


vinieron a la mente los sucesos de la noche, y eso provocó que su humor se
ennegreciera.
Se estiró, abrió la ventana y se encerró en el cuarto de baño. Por mucho
que alargó su tiempo de aseo, tuvo que abandonar el baño a la hora y media.
Echó un vistazo a su hermana, que no se había levantado. Brenda se dio
la vuelta cuando él entreabrió la puerta y le masculló que se largara.
Daniel se vistió y llegó el momento de dejarse ver en la planta baja.
Cogió aire, se armó de valor y entró en el salón.
Su madre, todavía en camisón, estaba sentada en el sofá. Brazos
cruzados, cara de insomnio, ojos rojos… un pañuelo apretado en la mano
derecha y restos de lágrimas en su mejilla.
—Hola —murmuró Daniel, evitando mirarla.
—Hola.
Sylvia suspiró, se levantó y abandonó la estancia.

Nunca, nunca antes había pegado a Brenda. Aquella había sido la primera
vez y se arrepentía infinitamente de haberlo hecho. Su relación con Brenda,
incluso cuando tenían problemas, estaba basada en la confianza y la escucha.
Fue a la cocina y preparó un té de menta, el preferido su hija. Se secó las
lágrimas y se quitó las legañas. Subió al cuarto de Brenda con la infusión en
las manos. Llamó a la puerta. Como Brenda no respondió, asomó la cabeza.
—Brenda, cariño… ¿podemos hablar? —murmuró. Sabía que la joven
estaba despierta.
—No quiero hablar.
Sylvia suspiró. Entró en la habitación y subió un poco la persiana.
—Te he traído té —dijo—. Es de menta.
Brenda no respondió. Sylvia dejó la infusión sobre la mesita de noche.
—Quería disculparme por lo de anoche —añadió, tras sentarse en el
borde del colchón—. ¿Me perdonas?
Brenda continuó guardando silencio.
—No quería hacerte daño, hija —sollozó Sylvia— Perdóname, por
favor.
Alargó una mano para acariciar los cabellos de su hija, pero ella se
apartó con brusquedad.
—Fuera —exclamó—. Vete.
Sylvia se puso en pie. Brenda la siguió hasta la salida, cerró la puerta con
un golpe y se apoyó sobre ella. Cogió la taza que su madre había dejado en la
mesilla y de un manotazo la envió al suelo. La alfombra quedó empapada y
cubierta de desperdicios.
74

Eileen se obligó a permanecer atenta. Su última paciente de la mañana,


una mujer cuyo hijo había muerto recientemente en un accidente de tráfico,
acababa de superar un acceso de llanto. Ahora balbuceaba algunas palabras que
la psicóloga se esforzaba por comprender.
Se había despertado con un runrún desagradable en la cabeza. Acababa
de confirmarlo: meses de estudio exhaustivo del perfil de Brenda, consultas
con otros colegas… le había diagnosticado el Síndrome de Estocolmo y no
sabía cómo decírselo a Sylvia.
Ofreció un pañuelo a la mujer que tenía en frente y le entregó una taza de
tila. Sus ojos quedaron fijos en la tapicería del sofá.
¿Qué podía hacer? Quizás retrasara el momento de darle la noticia a su
amiga pasadas las Navidades… administraría el tratamiento apropiado a
Brenda hasta entonces.
La paciente abandonó el consultorio. Eileen cerró los ojos y apoyó la
cabeza en el respaldo del sillón. Se tomó diez minutos de desconexión, algo
que sin duda merecía.
—Eileen, tienes una llamada. Parece urgente.
La psicóloga exhaló una considerable cantidad de aire y tomó la
delantera a su ayudante. Descolgó el teléfono.
—Eileen… ¿Puedes venir a buscarme? —le saludó la trémula voz de
Sylvia.
—¿Dónde estás?
—En… en el hospital —respondió la mujer, cada vez más bajito.
—¿Ha pasado algo?
—No… no, nada. Ven a buscarme; ¿harías eso por mí?
Qué remedio. Eileen acudió al encuentro de su amiga.
Se encontró a Sylvia arrebujada en su abrigo, apoyada en una pared a la
salida de urgencias. Tenía un parche en la frente. La mujer se abrazó a ella en
cuanto la vio y rompió a llorar.
—¿Qué te ha pasado?
—Un roce con el coche. El parachoques suelto, un faro roto… aún no sé
si el seguro me cubre los daños. El semestre pasado no pagué la tarifa. —
Sylvia empezó a ponerse histérica de nuevo.
—Sólo es un coche, ¿vale? Lo importante es que estás bien —Miró a
Sylvia, que pese a sus palabras de consuelo no paraba de llorar—. ¿Es solo
eso?
Sylvia asintió entre lágrimas.
—mpecé a darle azotes y creo que me volví loca… Eileen, soy horrible,
ahora no me habla.
—Sylvia, solo a ti se te ocurre coger el coche después de eso —suspiró
Eileen.
Como para comunicarle que Brenda necesitaría el doble de sesiones a la
semana porque padecía aquel detestable trastorno. Se limitó a abrazar a Sylvia.
La acompañó hasta el coche y luego la llevó hasta su consulta.
—Comprende que está dolida y quiere hacerte sufrir—dijo, una vez su
amiga le hubo explicado todo lo ocurrido—. Vamos, Sylvia, antes de que
anochezca os habréis reconciliado.
—Nunca nos habíamos peleado así.
—No vais a estar enfadadas eternamente, ¿cierto? Quédate a comer aquí,
cámbiate de ropa y cuando estés más tranquila vuelve a casa.
Sylvia aceptó el ofrecimiento de su amiga. Hacia las tres se sentaron a
comer y volvieron a charlar sobre lo ocurrido.
—Últimamente estás trabajando mucho, Sylvia.
—¿Te refieres a los últimos nueve años?
—No, me refiero a que deberías bajar el ritmo. Estás al borde del
colapso en todos los sentidos.
—Gracias por volver a recordarme lo mucho que me he pasado.
—Sé que desde que estás con James, las cosas te van algo mejor. —
Eileen titubeó antes de añadir—: ¿Sigues… preocupada por Duncan?
Sylvia arrugó y desarrugó una servilleta hasta deshacerla.
—Es difícil saber que está tan cerca de Brenda.
—¿Y qué me dices de ti?
La mujer no contestó. Eileen le arrebató la servilleta.
—Sylvia, ¿le quieres?
—Es imposible sentir afecto por algo malvado… o por alguien.
Eileen se atragantó con los guisantes. No hubo más ruidos aparte del
tintineó de los cubiertos.
77

—Duncan, ¿me estaba buscando?


Brenda empujó la puerta del pequeño despacho. Ransom se acercó a ella
con curiosidad. Ante la estupefacción de Duncan, la joven subió a una silla.
—¡Átelo! —gritó.
Duncan así lo hizo.
—Puedes bajar —dijo—. Brenda, está atado. No haría daño ni a una
mosca.
—Pero que no se me acerque.
—No lo hará. Vamos, baja de ahí.
La chica toco el suelo con la punta de su zapatilla, mirando en dirección
al perro con auténtico miedo.
—¿Seguro que está bien atado?
—Lo está —Duncan sonrió—. ¿Qué ocurre? ¿No te gustan los perros?
Brenda meneó la cabeza de un lado a otro y por fin se decidió a bajar.
Después se sentó, sin despegar la mirada de Ransom.
—Una vez, cuando era pequeña, el perro de unos vecinos se coló en
nuestro jardín. Yo estaba jugando fuera, sola —Brenda se estremeció un poco
al mirar de refilón a Ransom—. ¿Qué podía tener, siete años? El condenado
animal se me echó encima. —Brenda se arremangó la camisa hasta la altura
del codo y mostró a Duncan la cicatriz de una mordedura.
—Así que por eso no te caen muy bien los perros. —Brenda asintió—.
Son cosas que ocurren. Yo estuve mucho tiempo sin poder montar en coche
después de que muriera mi mujer. Tuvo un accidente de tráfico. Yo no estaba
con ella, pero me entró una fobia inexplicable a los vehículos.
Brenda rompió el contacto visual.
—Pero el tiempo arregla las cosas, ¿sabes? —dijo él, mostrándose de
nuevo alegre—. Está claro que no podía pasar el resto de mi vida sin montar
en coche. Lo mismo que tú no vas a estar toda tu vida esquivando a los perros.
Brenda sonrió.
—Volviendo a lo serio. Te he pedido que vengas porque me gustaría
comentarte algo. —Duncan se sentó detrás de su escritorio—. ¿Crees que
podrás hacerte cargo del solo del concierto de Navidad? Eres, sin duda, la
mejor violinista del instituto.
A Brenda se le iluminó la cara.
—Llevo meses soñando con ello.
—El solo es tuyo, en tal caso.
Brenda se acarició la muñeca y sonrió.
—Haré lo que esté en mis manos.
La joven se puso en pie. Duncan le retuvo con un gesto.
—¿Quieres probar a acariciar a Ransom?
La chica se encogió de hombros.
—Te prometo que no te hará daño. Es un animal muy tranquilo. —
Duncan se puso de cuclillas y fue desatando a Ransom—. Le gustan mucho las
hamburguesas, aunque en teoría no debería comerlas. También le gustan las
chicas guapas, así que contigo no habrá ningún problema. Siéntate, verás.
A Brenda no le hizo demasiada gracia que el perro estuviera al fin suelto.
Sin embargo, el obediente animal se quedó allí inmóvil, mirando a la joven
con la curiosidad del principio.
Duncan lo acercó a su hija. Brenda trató de levantarse.
—Inténtalo.
La chica volvió a sentarse. Duncan guió la mano de Brenda hasta la
cabeza del animal, y dejó que los dedos de su hija se entremezclaran con su
pelaje rubio. Superada la prueba, Brenda sonrió con nerviosismo y miró a
Duncan.
—Ya está, ¿lo ves? —dijo él—. Le gusta que le acaricien por debajo del
cuello. ¿Lo intentas?
Brenda deslizó su temblorosa mano hasta el lugar indicado. Ransom,
complacido, comenzó a repartir lametones a diestro y siniestro. La chica
apartó la mano, entre sorprendida y asqueada. Duncan echó a reír.
La escena se vio interrumpida al prorrumpir Rose en el despacho.
Duncan se atragantó en plena carcajada y perdió la sonrisa.
—Ve a lavarte las manos, Brenda. Creo que es todo —dijo—. No olvides
lo que hemos hablado.
La chica se retiró. No era un secreto en el instituto que Duncan y Rose se
llevaban a muerte. Todo el mundo sabía que se evitaban en los pasillos, que no
se dirigían la palabra cuando les tocaba hacer juntos el turno del recreo o
incluso que habían tenido un par de discusiones fuertes, algo de lo que la
propia Brenda había sido testigo. Por eso, no puedo reprimir la tentación.
Miró a ambos lados del pasillo, y al comprobar que estaba sola, se secó las
babas en la falda del uniforme y arrimó la oreja.
—… ¿Otra vez jugando a mamás y papás?
—No es nada de eso; a la chica le dan miedo los perros y yo…
—Siempre encuentras la excusa perfecta para todo, pero yo sé lo que
buscas.
—Tienes razón, sabes lo que busco.
—Si fueras más listo, cerrarías la boca. Preferiría ser el profesor de
música de Brenda a ser lo que eres en realidad para ella…
—¡No quiero hacer daño a nadie, Rose! ¿Cuándo vas a entenderlo? Solo
quiero participar de la felicidad de Brenda, no apartarla de Sylvia.
—¿Y qué piensas hacer para ganarte su aprecio? ¡Eres demasiado
inteligente como para creer en la absurda idea de que Brenda vaya a quererte
algún día!
—¡Entonces, Rose, es que debo ser idota!
La puerta se abrió de improviso y Duncan se dio de bruces con Brenda.
El choque pilló desprevenido a ambos.
—He… he terminado… —balbució ella. El sobresalto se borró de la
cara de Duncan al mostrarle ella sus manos.
—Ya nos veremos. —El hombre suspiró, acarició momentáneamente el
hombro de Brenda y pronto se perdió de vista.
Rose pasó como una ráfaga a su lado y también se esfumó.

Sylvia sacó un viejo álbum de fotos de lo alto del armario. Era el de su


boda con Callum. ¡Cuánto había cambiado todo! Ese ser que hacía
respingonear su vientre se había convertido en todo un hombre, y ella,
entonces apenas una niña, caminaba a pasos agigantados hacia la madurez.
Pasó las páginas y el fino papel de seda que protegía las fotografías. Ese
día plasmado en las imágenes marcaría el inicio de una de las etapas más
sosegadas y felices de su vida. Había querido mucho a Callum, pero nunca de
la misma manera que al amigo de éste… ambas relaciones le habían dejado
grandes secuelas.
Abajo sonó el timbre. Brenda pasó al interior con cara lúgubre.
—He suspendido Filosofía. ¿Cuántos días más de castigo añado al
calendario? —preguntó automáticamente. Tiró la mochila al suelo y subió las
escaleras. Sylvia se quedó plantada en el hall, poniendo la mejilla para recibir
un beso que no llegó.
—Brenda, no habrá ningún castigo —repuso—. ¿No vas a darme un
beso?
—¿Y tú? ¿No vas a darme un tortazo?
Brenda cerró la puerta de su cuarto de un portazo.
80

24 de diciembre
Como era tradicional, el día de Nochebuena estudiantes y familiares se
agolpaban frente a las puertas del salón de actos del instituto. El motivo: el
festival de Navidad, que hacía las veces de misa, concierto y actuación.
—¿Y qué pasa con la actuación de Brenda? —protestó Mary, alzando su
voz entre los aplausos—. ¿Tú sabes algo, Sylvia?
—Brenda no me aclaró cuándo iba a actuar —Sylvia dejó escapar un
suspiro.
—Saldrá de un momento a otro, ya lo verás.
El festival siguió su curso. Todos aguardaron expectantes hasta el final,
aunque Brenda no salió a tocar su solo y nadie dio ninguna explicación al
respecto.
Cuando padres, alumnos y profesores abandonaron el salón de actos, el
desencanto se leía en las caras. Sylvia se chocó con Brenda en el pasillo. La
chica caminaba con lentitud, violín al hombro y mirando al suelo. Levantó los
ojos al presentir su cercanía.
—¿Dónde has estado? ¿Por qué no has salido a tocar?
—No quiero hablar. Déjame.
Brenda le apartó con un suave empujón y siguió su camino. Sylvia
prefirió no indagar en las causas su comportamiento. Para templar los ánimos,
los Langley le invitaron a tomar café. Cuando se aproximaron a la salida, Rose
abordó a Sylvia.
—¿Tienes que ir a alguna parte? —El sonido de su voz le sobresaltó.
Hacía meses que no intercambiaban una sola palabra.
—¿Qué quieres?
—Necesito hablar contigo.
HACEN LAS PACES SOBRE EL TEMA DUNCAN Y LE OFRECE
AYUDA CON BRENDA
Sylvia se alegró de contar con Rose para hacer más llevadera la derrota.
Aquella tarde, en cuanto volvió del trabajo, abrió el buzón. Facturas.
Facturas. Una carta del banco. Más facturas. Un sobre de papel blanco sin
remitente.
Eso le hizo detenerse. Miró a su alrededor, cerró de llave el buzón y
entró en casa. Subió tres pisos de escaleras y se encerró en su habitación.
Tumbada sobre la enorme cama de matrimonio, rajó el sobre.

Querida Sylvia.
Espero que os vaya muy bien a ti y a Brenda. Me gustaría hablar contigo y pedirte disculpas por
todas las molestias que mi presencia en Londres haya podido ocasionarte. Quisiera que hablásemos
sobre Brenda. Ser su profesor ha resultado una experiencia fascinante. Podría conformarme con eso y
mucho menos; lo único que deseo es que ella sea feliz.
Los miércoles por la tarde suelo estar en la cafetería del instituto, preparando las clases del días
siguiente. Pásate a verme cualquier miércoles; estaré esperándote.
No faltes. Creo que debemos solucionar este asunto cuanto antes.
Sinceramente tuyo,
Duncan.

—Quiero llevarme a Brenda a Edimburgo.


—No puedes.
—Sí que puedo.
Sylvia se aferró a las dos manos que se cernieron entorno a su cuello.
—Creo que debemos solucionar este asunto cuanto antes.
Respondió que no a gritos. Todo se le volvió negro, pero podía ver sus
ojos verdes.
—¡Mamá! ¿Qué demonios te pasa?
Sylvia se incorporó. Eran los ojos de su hija, los ojos de Brenda.
Todavía temblorosa, farfulló una disculpa.
—Toma, te llaman por teléfono.
Brenda le tendió el auricular con desgana y se marchó.
—¿Diga? —inquirió Sylvia.
Apartó la manta a un lado y posó una mano en su frente. Miró al reloj:
las seis de la tarde. Se había echado en la cama nada más llegar a casa, y allí se
había quedado. Juraría qua entonces se sentía mucho más cansada que al
acostarse. Tenía un dolor de cabeza horrible.
—¿Diga? —repitió, reprimiendo un bostezo.
—Sylvia, soy yo, Eileen. Siento haberte despertado. ¿Cómo te
encuentras? Escuché el veredicto en televisión…
—Entonces sabrás que han absuelto a esa mujer. Y no te preocupes por
haberme despertado. —Sylvia se levantó— Hay veces en que hasta la realidad
tiene mejor pinta.
—¿Ha pasado algo?
—No, nada importante… Dime, ¿qué necesitas?
—Tengo que hablar contigo.
Sylvia sintió una punzada de inquietud.
—¿Pasa algo con Brenda?
—Es mejor que nos veamos en alguna parte.
—Le pasa algo, ¿verdad? —exclamó Sylvia. Sus peores pronósticos iban
a hacerse realidad, estaba segura—. Desde que me hablaste de ese Síndrome de
Estocolmo, no he dejado de pensar que Brenda lo padecía.
—¡Basta! Ven aquí y deja de sacar conclusiones precipitadas. Quiero
hablarte como amiga, no como psicóloga. Pásate por mi casa, y dile a tu
hermana que venga contigo.
—¿Rose? ¿Qué tiene ella que ver en todo esto?
—Os espero aquí dentro de una hora. Y haz el favor de conducir con
cuidado, por el amor de Dios.

—Me gusta el ambiente de esta cafetería… —Amanda sonrió y apoyó la


barbilla entre sus manos, los codos sobre la mesa— Tanta gente joven me
recuerda a cuando yo tenía quince años. No me extraña que te guste tanto estar
aquí —La mujer miró a su acompañante, que agarraba un bolígrafo con gesto
distante y garabateaba algo sobre un papel en blanco—. Duncan, ¿me estás
escuchando?
—Perdón, Amanda. ¿Qué me decías?
El hombre se apartó los rizos de la frente y se enderezó las gafas.
Con la excusa de la Navidad, Amanda se había propuesto pasar unos días
en Londres, alojada en el hotel A Cinco Segundos de su Sombra. Su maleta
seguía guardada debajo de la cama.
—No decía nada, porque como de costumbre hablo sola.
—Estoy trabajando.
—¿Trabajando? Trabajando la vista, querrás decir, porque llevas toda la
tarde mirando esa condenada puerta. ¿Estás esperando a alguien?
—Y si es así, ¿qué más te da?
A Amanda se le cambió la cara.
—Te he hecho una simple pregunta, no es necesario que me respondas
así.
—No ha sido una simple pregunta —Duncan echó la silla para atrás—.
No tengo por qué darte explicaciones por cada cosa que haga.
La discusión se vio interrumpida cuando alguien dejó caer una pesada
carpeta en el centro de la mesa. Sylvia, enfundada en un abrigo oscuro y con el
cabello suelto, dedicó a Amanda una mirada difícil de describir. La escocesa se
levantó y se marchó sin decir palabra.
Sylvia ocupó el asiento vacío. Duncan percibió un cambio en ella desde
la última vez que se vieron. Su mirada se había endurecido y la sombra de
dolor en sus ojos castaños se había extendido. Sylvia había envejecido… y
mitrarle a ella era mirarse en el espejo del tiempo, que no había pasado en
vano para ninguno de los dos.
—¿A qué esperas? Soy toda oídos. ¿Qué es eso tan importante que tenías
que hablar conmigo?
Duncan tragó saliva
—No esperaba verte aquí.
—¿En serio? ¿Entonces, para qué me citaste en este lugar?
—Necesitaba hablar contigo sobre Brenda. Yo…
—¡Qué casualidad! Yo también tengo que decirte unas cuantas cosas al
respecto —exclamó Sylvia— Lárgate de este instituto. Te prohíbo
terminantemente que veas a Brenda y le dirijas la palabra. Te recomiendo que
marches de esta ciudad: mi hija te odia.
—Pero…
Intercambiaron una tensa mirada y ella le señaló con un gesto seco la
carpeta. Duncan la abrió muy lentamente. Se caló las gafas y ojeó su contenido.
Al terminar de leer, se puso gris.
—¿Brenda tiene el Síndrome de Estocolmo?
—Sí.
—Oh, Dios.
Duncan dejó los papeles encima de la mesa. Miró a Sylvia, que estaba
haciendo un tremendo esfuerzo por no echarse a llorar.
—Siento mucho que esto haya ocurrido.
—No sé si lo sientes, Duncan, pero espero que entiendas lo grave de la
situación. Tienes que marcharte.
—¿Por qué? Eso es precisamente lo que menos entiendo.
—¡Le secuestraron por tu culpa! ¡Ella cree que tú estás detrás de todo y
nadie podrá convencerla de lo contrario mientras esté enferma! ¡Puede hacer
cosas contrarias a su voluntad, puede caer en malas manos, pueden utilizarla!
¡Tu presencia aquí dispara los riesgos de que eso ocurra! ¿Entiendes ahora que
es necesario que vuelvas a Edimburgo?
—No.
Sylvia hizo un gesto de desesperación.
—Los problemas no se solucionan dándoles la espalda —siguió Duncan
—. Si consideras que yo soy un problema para Brenda, muy bien, entonces
afrontémoslo. Sylvia meneó la cabeza de izquierda a derecha.
—Qué equivocado estás, Duncan. No puedo decirle a Brenda que eres su
padre porque tú no sabes lo que es eso. Ser padre es sufrir, es entregarse, y veo
que tú no estás muy dispuesto a sacrificarte por tu hija —Sylvia se puso en pie
—. El día en que lo hagas, Duncan, podrás considerarte su padre. Hasta
entonces no.
La mujer metió la silla debajo de la mesa y se alejó.

Sylvia entró en la habitación de su hija. Lo hizo de puntillas, con infinito


cuidado. Encendió la lamparita y se sentó a su lado. Brenda dormía. Sylvia le
apartó los rizos de la cara y le recogió algunos mechones detrás de las orejas.
Le dio un beso en la frente y le arregló las mantas. Se encontraba más calmada
desde que Eileen le garantizara que la chica se encontraba bien.

Rose y Eileen acordaron desde el principio que sería así.


En cuanto la psicóloga supo que las dos hermanas se habían
reconciliado, citó a la mayor y le explicó disyuntiva en que se hallaba.
¿Debía decirle a Sylvia que Brenda estaba enferma a pesar de lo
moralmente devastada que estaba su amiga, o precisamente por eso sería
mejor callar?
Rose, que tenía un gran sentido práctico, optó por mentir a gran escala.
Eileen propuso darle la falsa noticia de un diagnóstico desfavorable a
Duncan. Él no opondría resistencia. Rose y Eileen, en vista de los buenos
resultados de la farsa, acordaron mantener a Sylvia en la ignorancia hasta que
el diagnóstico de Brenda fuera favorable.
87

Viernes 7 de enero
—Clase de música… ¡Lo mejor de la mañana! —exclamó Pandora. Su
sonrisa alegre contrastaba con la palidez de Brenda—. Veo que Bill no te
entusiasma tanto como antes. ¿Cuál es el problema?
—No hay ningún problema.
—Imposible, con la cara que tienes. ¿Sigues enfadada con tu madre?
Brenda aceleró el paso y se puso roja. Sus ojos verdes permanecieron
clavados en algún punto del infinito.
—Tenéis que hacer las paces. Es una pena que…
—¡Basta! —Brenda se detuvo de pronto y arrojó todos sus libros al
suelo—. ¡No necesito que organices mi vida!
Una pareja de estudiantes que cruzaba por allí se les quedó mirando.
Pandora cerró los ojos y se dio la vuelta sin decir palabra.
Ya en el aula de música, la chica se sentó en primera fila, lo más lejos
posible de Brenda. Ella miró hacia otra parte.
Rose entró en la clase diez minutos más tarde, cuando el caos
organizado a causa de la tardanza de Bill llegaba a su apogeo. Las partituras
dejaron de volar por los aires y cada cual ocupó su asiento. El silencio se hizo
de inmediato.
—El profesor Bill, como a él le gusta que le llamen —dijo Rose—, no
puede impartir la clase de hoy. Yo haré la guardia.
El murmullo de decepción se desvaneció después de que la profesora
lanzara una indescriptible mirada de advertencia. Brenda agradeció la hora de
dictadura, puesto que le sería imposible hablar con Pandora. Treinta segundos
antes de que sonara el timbre, alguien tuvo la valentía de preguntar qué le
ocurría a Bill. En circunstancias normales, Rose jamás habría dado una
respuesta. Sin embargo, esbozó algo parecido a una sonrisa.
—El profesor Bill ha presentado su dimisión esta mañana —explicó—
Parece que pronto tendréis un nuevo profesor de música.

Sylvia salió a cenar con Rose para celebrar la noticia. Había llamado a
casa para avisar a Brenda, pero la chica no le contestó el teléfono.
Eran más o menos las doce cuando aparcó frente a Notting Hill. Le
sorprendió ver un taxi en doble fila a pocos metros del vehículo de James. No
había luces encendidas en casa. Se preguntó si Brenda se habría acostado ya.
Nada más atravesar el umbral, le llegó un extraño sonido. Encendió la
luz. En lo alto de las escaleras vio a Brenda.
La chica arrastraba una pesada maleta. Tenía la cara congestionada por el
esfuerzo. Dio un tirón tan fuerte que su equipaje rodó escaleras abajo. Fue a
parar a los pies de una atónita Sylvia. Se escuchó un clic y todo su contenido se
desparramó por el suelo.
—¿Qué estás haciendo, hija?
—Me marcho de casa.
Sylvia dejó caer el bolso al suelo.
—Me voy con mi padre —siguió Brenda. Bajó los escalones y se agachó
junto a Sylvia.
—¿A casa de qué padre piensas ir, Brenda?
La joven arrojó sus prendas en el interior de la maleta.
—No te hagas la idiota. Sé dónde vive. Sé quién es.
—No tiene ni idea de lo que estás diciendo —balbució Sylvia—. Deja
eso, vamos a hablar.
Brenda le dio un empujón cuando su madre le tocó el brazo.
—¿Hablar? —siseó—. Has tenido muchas oportunidades para hablar
conmigo.
—Tienes que escucharme. No puedes juzgarme sin saber qué pasó. Voy a
explicártelo todo, pero cálmate.
—Tú tampoco me diste la opción de que me explicara aquella noche…
Ahora yo haré lo mismo.
Brenda agarró la maleta y pugnó por atravesar la puerta. Echó a correr
tambaleándose. Sylvia fue tras ella.
—¡Brenda! ¡Brenda!
Fue inútil. El propósito del taxi quedó claro cuando Brenda guardó sus
cosas en el maletero y subió antes de que Sylvia tuviera tiempo de volver a
gritar su nombre.

—Buenas noches, me gustaría reservar dos billetes de avión… —Duncan


escuchó un par de timbrazos insistentes y suspiró—. Disculpe, volveré a
llamar más tarde.
Colgó el teléfono y se dirigió a la entrada, donde Ransom ya llevaba un
buen rato gimoteando.
—¿Qué te pasa? —inquirió, agachándose y acariciándole. Ransom le
cubrió de lametones y empezó a ladrar en dirección a la puerta—. No te
pongas así, debe ser Amanda. Venga, no le hagas mucho de rabiar.
Duncan descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
Perro y amo se quedaron inmóviles. Una adolescente de pelo negro,
rostro pálido y llamativos ojos verdes les clavó la mirada. Estaba empapada de
la cabeza a los pies
—Vengo para quedarme. No pienses que voy a darte una oportunidad o
algo por el estilo. Dime dónde voy a dormir.
Brenda entró sin pedir permiso, dejando su empapado abrigo tirado en
medio del hall. Duncan sólo atinó a cerrar la puerta. Calculó que la reserva de
los billetes de avión podía esperar… Tal vez tuviera que regresar a Edimburgo
un poco más tarde de lo previsto.
88

DOS MESES DESPUÉS


Viernes, 11 de marzo
Sylvia avistó a Daniel y se puso en pie. Le hizo un gesto con la mano. Él
se apresuró a acudir a su lado.
Daniel la abrazó y miró a su alrededor en busca de Brenda. Sus
carcajadas se extinguieron al no verla. Se separó de Emma y clavó los ojos en
Sylvia.
—¿Dónde está mi hermana?
—Brenda se ha ido de casa. Ahora vive con su padre.
—¿Desde cuándo?
—Fue a los pocos días de que te marcharas tú.
La efusión del reencuentro se vino abajo después de aquello. Daniel dejó
las maletas en el suelo.
—¿Por qué no me habías dicho nada?
—Bastante has tenido con la recuperación de tu padre…
—¿Cómo has consentido que sucediera? —La tez de Daniel se tiñó de
rojo—. ¿Qué clase de madre eres?
—Si crees que puedes hacerlo mejor, adelante —dijo Sylvia. Le temblaba
la voz.
—Primero me abandonaste allí y ahora lo has hecho con ella.
—¡Cállate! ¿Qué podía hacer, enfadarme, castigarle hasta que me odiara
a mí tanto como a su padre?
Apenas hablaron en el interior del coche. El asunto de Brenda quedó
olvidado hasta que, al llegar a casa, Daniel anunció que se quedaría a vivir con
Rose.
Sylvia lo dejó ir. Quitó las sábanas limpias que con tanto mimo había
planchado para Daniel y cerró su habitación. Arrojó a la basura los restos de
una cena para dos y se acostó sin siquiera desvestirse.

Querida Sylvia:
Aunque me he resignado a que mis cartas no tengan respuesta, cada día a la misma hora me
siento para escribirte. Tal vez ya no lo haga por ti, sino por mí, para analizar los acontecimientos de la
jornada y mantener en pie la fantasía de que seguimos en contacto.
Hoy como cada viernes Brenda ha asistido a su clase de música. No sé si te lo había
mencionado, pero Nick vuelve a ocupar su antiguo puesto. Me alegro; deduzco que Brenda echaba de
menos sus clases. Aunque mira a Nick con ojos distintos después de conocer que sale con tu hermana
Rose, ella misma reconoce que las clases de música son más digeribles desde que yo dejé de
impartirlas.
Aun nos resulta difícil mirarnos frente a frente, Sylvia, ya sea con la mesa del comedor de por
medio o la tarima de un aula. Intento dar lo mejor de mí mismo para que la convivencia resulte
soportable. Ni siquiera aspiro a la cordialidad. Brenda no me pone las cosas sencillas y hay días, como
hoy, en los que daría lo que fuese por tenerte a mi lado, para que me enseñes a ser padre, a no ser tan
egoísta…

Duncan dejó el bolígrafo y suspiró profundamente.


Ten cuidado con lo que deseas, solía decirle su madre. Debió haber
seguido su consejo, porque su sueño se había convertido en pesadilla, y su
pesadilla en realidad.
Tenía a Brenda consigo, sí. Ya todos sabían que era su padre, y había
compartido mucho tiempo con ella… tanto que empezaba a volverse loco.
Metió la carta en un sobre y escribió en él la dirección de Sylvia. Se
aseguró de que las señas fueran comprensibles y pegó un sello. En el reverso,
redacto su propia dirección. Volvió a revisar los datos.
Permaneció sentado ante su escritorio, con los ojos cerrados y el sobre
entre las manos. Aquel era su momento preferido del día. Brenda no solía
volver a casa hasta las cinco, cuando tía Geraldine regresaba de su paseo
diario y servía la cena. Duncan aprovechaba la intimidad de la vivienda para
escribir y tocar el violín. Después salía para hacer la transición a la rutina
menos brusca.
Bajó las escaleras de la vivienda y observó el cielo plomizo. Llovía,
pero no le importó. Con las manos en los bolsillos y la barbilla inclinada hacia
las alturas, dejó que las gotas le dieran de lleno en la cara. Se detuvo ante el
buzón de correos más próximo y depositó la carta, como cada día.
Emprendió el camino de vuelta con paso mucho más lento. Sabía que,
para cuando regresara, la casa se habría llenado de voces y ruidos. Podía
imaginar a su tía Geraldine reprendiendo a Brenda en la cocina, mientras la
lavadora daba vueltas repleta de las estrambóticas prendas de su hija y la cena
bullía a fuego lento. Los ladridos de Ransom habría formado parte de la
escena, pero el animal vivía en Escocia, después de que Brenda se negara a
convivir con él. La chica alegó una fobia no superada hacia los perros.
Pese a sus intentos por retrasar la vuelta a casa, pronto se vio cruzando el
pequeño jardín. Antes de que alcanzara a tocar el timbre, Amanda le abrió.
Duncan le dedicó una media sonrisa.
—¿Cómo te ha ido hoy?
—He llenado las consultas psicológicas de todo Londres con mis
currículums, pero sigue sin haber entrevistas.
Amanda se inclinó para darle un beso en la mejilla y Duncan aspiró su
perfume como si se tratara del de Sylvia. La fantasía se mantuvo cuando la
mujer se dio la vuelta y el viento húmedo agitó su cabello rubio. Duncan pasó
el brazo por sus hombros.
—Mañana quizás haya suerte.
—Encontraré trabajo, lo verás. Y entonces podré instalarme aquí de
forma definitiva y ayudarte con Brenda.
El sonido de su voz rompió el hechizo. Duncan agitó la cabeza y soltó a
Amanda. Nada más entrar, percibió el olor chamuscado. Se dirigió a la cocina.
—¿Ha llegado ya Brenda?
—No tardará. Tu tía ha ido a tomar el té con unas amigas. La cena no es
gran cosa, pero hasta aquí llegan mis habilidades culinarias.
La pizza que le puso delante, además de precocinada, tenía aspecto
chamuscado. Duncan suspiró. Amanda no habría resultado ser un ama de casa
muy competente, pero su llegada, al igual que la de tía Geraldine, había
supuesto para él un gran alivio. Dos meses atrás, cuando fue a buscaras al
aeropuerto, se aferró a ambas como si de un par de botes salvavidas se
trataran.
Duncan estaba acostumbrado a vivir solo. La llegada de Brenda supuso
un caos en su existencia. Por si fuera poco, la comunicación con Sylvia fue
nula desde el primer momento. Rose respondió a su llamada de socorro el día
en que Brenda se presentó en casa. La mujer utilizó toda clase de argumentos
para disuadir a su sobrina. Duncan presenció la trifulca desde el hall. Su única
intervención solo sirvió para empeorarlo todo. Rose había ofrecido a Brenda
la posibilidad de vivir con ella, y Duncan apoyó la sugerencia.
—¡Vas a hacerte cargo de mí, y te lo haré pasar tan mal que nunca
volverá a abandonar a un hijo! —le gritó Brenda, con los ojos a punto de
salirse de sus órbitas.
Rose dio por terminada la discusión. Brenda se quedó a dormir esa
noche. Y la siguiente… ya habían transcurrido dos meses desde la primera.
Duncan anduvo desorientado durante varios días. Cada mañana daba un
brinco al cruzarse a Brenda en el pasillo. Se le olvidaba hacer la compra para
dos y en ocasiones pasaba la noche sin cerrar los ojos, velando el sueño de su
hija. La fascinación de los primeros días fue sustituida por el miedo. Brenda
respondía con gritos y protestas a sus acercamientos. Cuando Duncan se
descubrió gritando y sollozando en su habitación, comprendió que no podría
solo. Amanda y Geraldine se convirtieron en madres provisionales. Las
reacciones violentas de Brenda y sus faltas de respeto le hacían enrojecer
delante de las dos mujeres, pero él no quería rendirse.
—No puedes dejar que esa niña haga lo que le de la gana —decía
Amanda.
—Tienes que tratar de imponerte —añadía Geraldine.
Duncan siguió empeñado en propiciar una relación basada en la libertad
y la comunicación. Como resultado, los insultos de Brenda crecieron en
número y gravedad. Geraldine solía contarlos y elaborar informes diarios que
Duncan fingía no escuchar. Pasado un mes, la realidad se impuso. Demasiado
tarde para tomar el timón, sin embargo. Cuando llamó a Rose para mendigar
horarios de vuelta a casa, pautas de castigos y otras paparruchadas domésticas,
la mujer se limitó a cortar la línea.
Duncan se planteó darse a la bebida de nuevo, regresar a Escocia o
lanzarse desde la azotea de algún rascacielos. Soportar a Brenda a diario le
suponía mayor determinación que llevar a cabo todo lo anterior.
Eileen, psicóloga de Brenda y amiga de Sylvia, evitó que tomara la
decisión equivocada al presentarse en su casa y ofrecerle ayuda.
No habían avanzado mucho hasta el momento, aunque Brenda había
reducido el número de ofensas por minuto y aunque siempre le mandaba a la
mierda cuando le pedía que volviese pronto a casa, terminaba por hacerlo.

Geraldine regresó hacia las seis de su merienda. Para entonces, la pizza


se había quedado fría y Brenda seguía sin aparecer. Duncan no dejó de mirar el
reloj. Pasadas las siete, Amanda calentó la pizza y se sirvió un trozo. Animó a
Duncan a hacer lo mismo, pero él estaba muy ocupado llamando por teléfono.
—¿No? ¿No está contigo? Perdona las molestias —Colgó y miró a su tía
—. Emma dice que no ve a Brenda desde hace meses. Dios mío, no puedo creer
que haya dejado de salir con sus amigos.
Duncan dio un par de vueltas por la sala de estar. Pandora tampoco
aportó nada nuevo. Tanto Amanda como Geraldine restaron importancia a los
hechos. Cada cual se centró en sus tareas. Hacia las diez, Amanda dejó de
imprimir currículums y se asomó por la ventana.
—¿Crees que habrá salido a cenar con algún amigo? —preguntó.
—¿Amigos?
Duncan señaló la guía de teléfonos vacía y abandonó el cuarto. Amanda
le siguió y observó cómo se ponía una cazadora.
—Volverá de un momento a otro —Posó una mano en su hombro.
Duncan le devolvió una mirada brillante—. Tienes que mantener la cabeza fría.
—Brenda ya desapareció una vez por culpa mía. No quiero que la
historia se repita.
—No lo hará.
Amanda tironeó de él hasta el salón. Geraldine dedicó el resto de la tarde
a planchar varios uniformes de Brenda. Hacia las doce, Duncan se puso la
cazadora. En esa ocasión, ninguna de las dos mujeres intervino.
Duncan anduvo durante mucho rato por las calles, sin saber a dónde
dirigirse. Los lugares de ocio de Brenda eran una incógnita para él. No sabía
quiénes eran sus amigos, o si los tenía. Sin saber muy bien cómo, fue a parar a
Notting Hill. La antigua vivienda de Sylvia y Callum tenía una única ventana
iluminada. Duncan sintió la tentación de acercarse y llamar. Le habría
encantado arrodillarse ante Sylvia y pedirle disculpas, para poder compartir
con ella un peso que ni Geraldine ni Amanda habían logrado aliviar. Entonces
su móvil sonó y volvió a la realidad.
—Brenda está en casa —le comunicó su tía.
Su voz no sonaba alegre, aunque al menos la joven no había sido
secuestrada de nuevo. De vuelta en el adosado, Duncan se encontró a Amanda y
Geraldine en la cocina. Ambas intercambiaron una miradita nerviosa.
—¿Y Brenda?
—Se ha acostado ya. Tú también deberías hacerlo.
—¿Pero dónde ha estado? ¡Son casi las dos!
Amanda y Geraldine volvieron a mirarse. Duncan bufó y desoyendo las
protestas de ambas, se dirigió al cuarto de Brenda.
Allí estaba la joven, con las mejillas coloradas, los ojos brillantes y un
vestido bastante corto que no se parecía en nada al hábito que llevaba puesto
antes de salir. Sentada en el borde de la cama, tironeaba del borde de sus
medias, pugnando por quitárselas. Le temblaban las manos y parecía tener
problemas para coordinar sus movimientos. Duncan tardó muy poco en
entender qué ocurría.
—¿Has estado bebiendo?
Brenda se giró hacia él, como si acabara de reparar en su presencia. Los
ojos le bizqueaban.
—¿Vas a castigarme, Bill? —dijo, como si tal cosa.
No hubo gritos ni reprimendas. Duncan pasó por delante de Amanda y
Geraldine. Comprendió que habían tratado de ocultarle el estado de Brenda y
no pudo culparles. Una parte de sí habría deseado no saber la verdad. La otra
ya estaba tomando medidas para que la borrachera de su hija no se repitiera.
Pensó que había encontrado la motivación necesaria para imponerse y se
acostó. Por primera vez en semanas, durmió tranquilo.
Hacia las seis y media de la mañana, Duncan entró en el cuarto de su hija
y alzó las persianas. Abrió la ventana de par en par y tiró de las mantas que le
cubrían.
—Arriba, Brenda. Tenemos cientos de cosas que hacer.
La joven llevaba puesto el mismo vestido de la noche anterior,
excesivamente corto desde todas las perspectivas. No se había desmaquillado,
y la almohada estaba repleta de manchurrones negruzcos.
Duncan abandonó la habitación. Le dio cinco minutos para que se
levantara, pero como madrugar no parecía estar entre los planes de Brenda,
llenó una jarra de agua bien fría y regresó al cuarto. Volcó el jarro y una
cortina de agua cayó sobre Brenda.
Ella dio un brinco y gritó. Duncan tuvo que hacer un gran esfuerzo para
contener la risa. Brenda tardó unos segundos en entender lo que había
sucedido. Cuando comprendió, su rostro se convirtió en el vivo reflejo de la
indignación. Abrió la boca para decir algo, pero Duncan no le dio ocasión.
—Tienes un cuarto de hora para darte una ducha. El desayuno ya está
encima de la mesa.
—¡Son las seis y media de la mañana!
—Dentro de un cuarto de hora voy a cortar el agua caliente, así que yo
no perdería el tiempo. Por si no lo has notado, apestas a alcohol.
—Eso no es tu problema.
—Me temo que el tiempo corre… Ya sólo te quedan diez minutos. ¿Vas a
pasar el resto del día ambientando mi casa?
—¡Eres un cabrón! —Brenda tiró las mantas al suelo y corrió al cuarto
de baño.
Duncan preparó un café bien cargado. Calculando que habían pasado ya
diez minutos, cortó el agua caliente. Una serie de gritos fastidiados
comenzaron a llegarle desde el cuarto de baño. Poco después, Brenda hacía
acto de presencia en el salón, descalza, con el pelo empapado y vestida con un
peto vaquero y una camiseta gris. Tiritaba de los pies a la cabeza. Se aferró a la
taza de café de inmediato.
—¿Qué tal te ha sentado la ducha? —preguntó Duncan. Se sentó frente a
ella y arrimó su taza a los labios.
—Eres un cabrón.
—A partir de ahora, cada vez que oiga esa palabra de tus labios, te
castigaré tres días sin salir, de manera que acabas de añadir tres días de castigo
al calendario.
—Serás cabrón…
—Eso duplica tus días de castigo.
Brenda dejó la taza de café sobre la mesa. Las manos le temblaban.
—Quiero tomar algo para el dolor de cabeza.
—De momento, lo único que vas a tomar es el aire. Cálzate y ponte el
abrigo.
Fue la primera vez. La primera vez en dos meses que Brenda contuvo un
insulto. No mencionó una palabra hasta que terminó su taza de café.
Sólo entonces Duncan le permitió marchar a su habitación. Dejó las tazas
en el fregadero y, como ya estaba vestido, sólo tuvo que aguardar a su hija en
el vestíbulo.
Brenda no apareció, y a Duncan no le quedó más remedio que ir en su
busca. La joven había vuelto a tumbarse en la cama y tenía los ojos
entrecerrados.
—Levántate ahora mismo.
—Estoy muy cansada… Me duele todo.
—Es la última vez que te digo que te levantes. Si no lo haces, me veré
obligado a avisar a tu madre.
—¡Está bien!
Brenda se levantó de mala gana y se puso unas deportivas. Se echó un
abrigo por encima y siguió a su padre hasta la entrada.
—Si salgo con el pelo mojado voy a resfriarme.
—Yo te dí tiempo para que te arreglaras, no para que te echaras a dormir.
—Me niego a salir así.
El hombre titubeó. En verdad sus rizos estaban empapando su cazadora.
—Muy bien. Quítate el abrigo. Vamos a secarte el pelo.
—Puedo hacerlo yo sola.
—Si te ayudo, tardaremos mucho menos. Podemos hacerlo con dos
secadores al mismo tiempo.
Brenda se dejó ayudar a regañadientes. En un cuarto de hora, sus rizos
estaban aceptablemente secos y arreglados. Ya no se le ocurrieron más
excusas, de manera que tuvo que acompañar a su padre. Su indignación creció
cuando, ya en el exterior, Duncan le obligó a cogerle del brazo.
—¿Bromeas? No tengo por qué hacerlo.
—Me has demostrado que no eres digna de mi confianza, así que no me
queda más remedio que llevarte de la mano, como a los niños chicos.
—¡No puedes estar hablando en serio!
—Créeme, lo hago. ¿Vas a cogerme del brazo o prefieres que te ponga
una correa, como a Ransom?
—Eres un…
—¿Quieres quedarte otros tres días sin salir?
Los dientes de Brenda chirriaban a esas alturas. Se cogió del brazo de su
padre, haciendo ascos y muecas de desagrado. Duncan se mantuvo muy serio
todo el tiempo, aunque por dentro no podía evitar bullir de alegría.
Dieron un largo paseo. Brenda se quejaba continuamente de su dolor de
cabeza, y su cansancio. Duncan se limitaba a agarrar su brazo con firmeza.

Querida Sylvia:
Esta mañana, Brenda y yo hemos dado algo parecido a un paseo entre padre e hija…
96

—Papá.
Duncan miró en dirección a la puerta. Brenda estaba apoyada sobre el
marco. Su melena rizada, suelta y húmeda, le colgaba hasta la cintura. Tenía las
mejillas coloradas y para variar vestía un pijama gris.
—Porque puedo llamarte así, ¿verdad? Papá —añadió.
Sus ojos verdes se encontraron con los de Duncan. Él parpadeó. Notó
cómo sus labios se despegaban. Intentó decir algo, pero tenía la garganta seca,
como si hubiera tragado una bola de papel.
Brenda sonrió y se acercó a él.
—Lo siento —dijo—. Me he portado fatal.
Un segundo después, Duncan se encontró abrazado a su cuerpo menudo.
Necesitó dos minutos, quizá tres, para reunir el valor suficiente y contestar.
—Papá… Claro que puedes llamarme así. Siempre que quieras, Brenda.
Su hija aflojó el abrazo y le plantó un beso en la mejilla. Entonces
Duncan se dio cuenta de que tenía la cara empapada.
—Tenemos que celebrarlo —dijo Brenda.
Duncan se quitó las gafas y su hija se convirtió en un ser borroso
pululando por la estancia. Se secó las lágrimas. Oyó ruido de armarios,
después vasos. Cuando volvió a calarse las gafas, Brenda había situado un vaso
en frente de él.
—Brindemos.
Ambos sostuvieron los vasos en alto y los cristales se chocaron. Duncan
sonrió y bebió un sorbo.
La garganta le quemó como si hubiera ingerido lejía. Tosió y escupió lo
poco que no había tragado. No obstante, el gusto a Whisky permaneció en su
paladar. Su respiración se aceleró. La boca seguía quemándole.
—Pensé que te gustaría —dijo Brenda—. ¿Qué te ocurre?
Que le gustaba demasiado, pensó él.
—¿De dónde lo has sacado?
—Encontré algunas botellas en mi armario. Pensé que te gustaría —
repitió.
—No.
Las manos comenzaron a sudarle. Olía a Whisky por todas partes.
Whisky, whisky… Vio que aún tenía el vaso en la mano, la boca reseca y
ardiente… Una fuerza superior a él guiaba su mano hasta la boca. Notó el
cristal pegado a sus labios. Brenda le miró con fijeza.
—¿Estás bien?
—Yo… no puedo beber.
—¿Por qué?
—Simplemente, no puedo.
Empezaron los temblores. Duncan dejó caer el vaso sin querer. Cristales
rotos. Whisky, Whisky, Whisky. Brenda lo recogió todo.
—Lo siento, lo siento. ¿Qué te parece si lo celebramos con… café? ¿Hay
café? Vamos, siéntate, te has puesto pálido.
Duncan le dejó hacer. Sin saber muy bien cómo, estuvo sentado en el
salón, con una taza caliente entre las manos. El tema quedó momentáneamente
olvidado. Brenda puso una película, se arrebujó contra él y estuvo más amable
y accesible que nunca.
Duncan no pudo disfrutar de la reconciliación. De cuando en cuando, un
saborcillo amargo y penetrante le invadía. ¿Tendía licor el café o era solo un
molesto deja vù? Estuvo tentado de preguntarle a Brenda si había añadido
Whisky a su taza, pero se dijo a sí mismo que aquello era absurdo. Ella jamás
lo habría hecho después de lo ocurrido en la cocina.
Al cabo de un rato se encontró anhelando quedarse a solas. La
reconciliación le parecía maravillosa, pero la presencia de Brenda empezaba a
sobrar. ¿Por qué?
Cuando la chica finalmente se fue a la cama, tras el correspondiente beso
de buenas noches, Duncan sintió una gran excitación. Corrió hasta la cocina.
Whisky. La botella parecía viejísima, incluso tenía polvo.
Whisky. El líquido ambarino llegaba hasta el cuello de la botella. Las
manos le temblaban tanto que el líquido se desparramó por su camisa al
llevársela a los labios.
Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky, Whisky. Lo
que antes le había parecido lejía le supo a gloria. Miró al reloj de la cocina.
Amanda y Geraldine no regresarían hasta la mañana. La primera, para su
alivio, tenía una cita. En cuanto a su tía, esperaba que la cena benéfica le
mantuviera lo bastante ocupada. Notó una punzada de arrepentimiento al
pensar en ella. ¿Qué diría si le encontraba con una botella en la mano? No era
importante, se dijo. No volvería a hacerlo. Pero necesitaba un respiro. Llevaba
tanto, tanto tiempo sin probar el alcohol…
De pronto, se dio cuenta de que la botella estaba vacía. Le temblaba todo
el cuerpo, estaba empapado, pero necesitaba más. Mucho, mucho más. Nueve
años. Hacía nueve años que no probaba la bebida. Más. Más. Más. Más.
Sabía que no era bueno para él. Sabía que no era bueno para nadie. Pero
tenía que seguir. El cuerpo se lo pedía. Todos sus poros gritaban, ¡alcohol!
Geraldine le diría que se había vuelto loco. Nueve años de sobriedad echados
por tierra. Pero no volvería a hacerlo. Nunca. Nunca. Tenía que beber.
Brenda había dicho que en el armario de su habitación había más
botellas. Duncan se dirigió hasta allí intentando no armar ruido. Recordó que,
de joven, solía esconder allí dentro sus reservas.
Abrió la puerta del armario y revolvió entre las prendas. Incluso se había
tomado la molestia de colocar una plancha de madera y crear un doble fondo.
Allí escondía sus travesuras, y si era preciso, se sentaba en la oscuridad a
beber.
Retiró la tabla. El armario no era tal, sino un vestidor, aunque eso fue
antes de idear su rincón secreto, claro está.
Tanteó en la oscuridad. Cogió una botella al azar y calculó que estaba lo
bastante llena. Volvió a colocar la tabla y salió de allí.
Bebió. Bebió. Bebió. Vodka o Ginebra, no estaba seguro. Whisky. Bebió
y durante mucho tiempo todo pensamiento desapareció de su mente. Sed.
Dolor, dolor, dolor… Oscuridad.

Voces. Luz cegadora. Sylvia estaba a su lado. Su melena rubia le hacía


cosquillas en la cara.
—Sylvia…
Repitió su nombre muchas veces. Dejó de sentir cosquillas. Notó cómo
algo líquido resbalaba por su mejilla. Él no podía verlo, tenía la cara pegada al
suelo. El líquido goteaba con furia, y olía, y olía…
—¡… Te revolcarás en tu maldito fango, como siempre!
Sylvia se fue de su lado. Le pareció ver los pies de Brenda. Escuchó un
portazo. Duncan solo pudo relamer el suelo, porque la botella había vuelto a
quedarse vacía.
Silencio. Dolor, dolor, dolor… Oscuridad.
98

El ambiente en casa era más gélido y oscuro de lo habitual. A Sylvia le


gustaría poder trasladar la magia del pasado a aquel hogar que ni con sus
mejores intenciones había logrado resucitar.
Escogió un camisón al azar, se lo puso y bajó a la cocina.
Rose le había dejado un termo con café y algo de comida. De no ser por
ella, no probaría bocado. A menudo estaba demasiado deprimida como para
cocinar, o incluso para comer, como aquel día. Sin prestar atención a lo que le
había preparado Rose, regresó al salón y se sentó frente a la chimenea.
El crepitar del fuego se convirtió en su única compañía. Las llamas, en
su única iluminación. Y aquel calor, en su única fuente de energía.
Sylvia escuchó el sonido de la cerradura. Apoyó la cabeza en el respaldo
del sofá y cerró los ojos. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas.
Finalmente, quienquiera que estuviera en su casa se detuvo detrás de ella.
Sylvia contuvo el aliento. Ojalá fuera un ladrón violento, un violador o un
asesino en serie… Cualquier cosa, con tal de aliviar de forma rápida su
sufrimiento.
No obstante, su visitante no se correspondía con el perfil de ninguno de
los anteriores individuos. Una voz dulce rasgó el silencio de la estancia al
inquirir:
—¿Mamá?
Sylvia se dio la vuelta y reconoció a su hija en la penumbra. Brenda le
saludó con una sonrisa. Su aspecto era cadavérico, debido a los kilos que había
perdido en las dos últimas semanas, a la ropa negra y el maquillaje oscuro,
pero sobre todo, a la expresión de su cara.
—Quieta, Sylvia.
La mujer se giró automáticamente. Amanda le apuntaba con una pistola
de pequeño tamaño, aunque de aspecto muy real. Sylvia no se sorprendió. Ya
nada podía alterarle, estaba segura. Lo único que le dolió fue la mueca de
impavidez de Brenda, quien no movió un dedo cuando, pistola en mano,
Amanda le obligó a tenderse en el suelo. Sylvia no opuso ninguna resistencia
al verse reducida en su propio salón.
—No le harás daño, ¿verdad? —le hizo prometer Brenda.
—Tú y yo llegamos a un acuerdo y yo cumpliré mi parte —le aseguró
Amanda. Le hizo un gesto con la pistola y Brenda avanzó hasta Sylvia. Se
arrodilló a su lado y comenzó a atarle de pies y manos con una cuerda.
Una vez amarrada, entre las dos le sentaron en el sofá.
Sylvia buscó la mirada de su hija, pero los ojos verdes de Brenda le
evitaron en todo momento. El asunto de la llave pasó a inquietarle en mayor
medida. ¿Y si pretendían hacerle daño a Rachel? Sylvia había descubierto con
cierta sorpresa que la primogénita de los Langley había compartido cama y
sueños con Duncan. Por lo poco que sabía, Amanda miraba con malos ojos a
la atractiva irlandesa, que en la actualidad mantenía una sólida relación de
amistad con Duncan. ¿Celos, temor a que le robara espacio, quizás? Los
motivos de Amanda parecían poco rebuscados, aunque suficientes para que
Sylvia temiera por el bienestar de Rachel.
Cuando llegaron al dormitorio, Amanda le obligó a rebuscar en el cajón
bajo su atenta supervisión. Había varios manojos de llaves allí dentro: las de
Brentwood, que Sylvia ya no utilizaba, y hasta las del adosado de su hermana.
También estaba el llavero completo de los Langley. Sylvia dudó antes de coger
las llaves de Brentwood.
—Son estas —dijo, dándoselas a Amanda.
—¿Estás segura?
—Completamente.
Amanda se las guardó en el bolsillo.
—Vuelve a atarle bien y quédate con ella —dijo—. No tardaré.
Brenda indicó a su madre que se sentara en una silla cercana y procedió
a atarle los tobillos, sin mirarle a los ojos. Amanda desapareció escaleras
abajo. Madre e hija se quedaron a solas, envueltas en un completo silencio.
—Mi mente se pregunta qué vais a hacer, pero mi corazón preferiría no
oír la respuesta.
—¿Corazón? Tú no debes tener de eso.
Brenda hizo un último nudo con más fuerza de la necesaria.
—Para mí fue doloroso contarte la verdad. Impuse mi punto de vista a
todos los demás: si a mi me dolía, a ti te dolería más —reconoció Sylvia—. No
hagas tú lo mismo. No impongas a los demás tu criterio.
—Porque eres mi madre, le he pedido a Amanda que te deje al margen
—dijo Brenda.
—No dejes que el odio te ciegue.
—Amanda me ha abierto los ojos. Ella me ha enseñado a verte como
eres en la realidad, a darme cuenta de cómo Duncan te ha corrompido, a ti y a
todas las personas que alguna vez formaron parte de su vida. ¡Ojalá él no
hubiese nacido!
—¿Te das cuenta de que eres el fruto de la unión que existió entre
nosotros algún día? Volvería a acostarme con tu padre una y mil veces más si
gracias a ello pudiera ver tu sonrisa cada día, como hasta hace poco…
Sus propias palabras hicieron que Sylvia recordara una conversación
que mantuvo con Duncan hacía ya tiempo.
—¿Cuántas veces me has prometido que ibas a cambiar? —había
exclamado ella—. ¡No has traído más que problemas a mi existencia! ¡Nada de
esto habría sucedido si hubieras sabido cerrar la boca!
—¡No sé que hice para provocar el secuestro de Brenda, pero si ha
servido para pasar unas horas contigo, volvería a hacerlo mil veces más!
—¿A costa del bienestar de tu hija?¿Ves como no eres capaz de mantener
una relación común? ¡Eres un inmaduro, un egoísta!
Esta vez la egoísta era ella. Por primera vez captó el sentido de las
palabras de Duncan. Si algo hacía valer la pena esa relación destructiva que
habían mantenido, era la vida que había surgido de ella. Sylvia volvería a
equivocarse mil veces más, como Duncan, para recuperar cada minuto de la
que había sido la experiencia más excitante de su vida. Visto desde su
perspectiva, no lo consideraría egoísmo… Pero hacía meses no fue ella quien
dijo aquella frase y en boca de otro todo sonaba muy distinto.
Amanda volvió más pronto de lo que Sylvia habría deseado. Nada más
prorrumpir en el cuarto, la mujer le derribó con un fuerte puñetazo.
—¡ESTAS NO SON LAS LLAVES!
Brenda cerró los ojos cuando Amanda volvió a golpear a su madre.
—¡Estás incumpliendo el trato! —dijo.
—¡Ahora no es momento de pensar en ello!
Amanda zarandeó a Sylvia y le obligó a ponerse de pies frente a la
cómoda.
—¡Busca la llave correcta! ¡No te daré una sola oportunidad más! ¡Tu
misma!
Los ojos de Sylvia se llenaron de lágrimas. El peso de la responsabilidad
se materializó en el llavero de los Langley cuando lo extrajo del cajón. Le
costó un gran esfuerzo levantarlo, pues de él prendía la vida de una o varias
personas. Al otro lado de la balanza estaba ella, su pasado, su presente y su
futuro, retenidos en ese cuerpo que le había acompañado durante treinta y ocho
años. Notaba el frío de la pistola en su sien y la mera idea de dejar de sentir
provocó que la balanza se inclinara a su favor, y su mano elevara el manojo de
llaves de los Langley. Amanda las agarró con furia.
—Si no son estas, juro que te mataré…
—Dijiste que…
—¡Cállate ya, maldita sea! —bramó Amanda. Plantó un bofetón en la
mejilla de Brenda—. Ahora vas a acompañarme.
Le agarró de la muñeca y tironeó de ella hacia el exterior. Sylvia les vio
salir con sin saber qué consecuencias tendría el egoísmo de su elección. Se
limpió la cara en la colcha, dejándola repleta de sangre.
Un estruendo de cristales le sacó de su ensimismamiento. Hubo gritos
distantes, jaleo y un lloriqueo difuso. Sylvia escuchó cerrarse la puerta
principal y supo que Amanda y Brenda habían cumplido su misión. La piel de
Brenda parecía transparente. Amanda añadió una mordaza a las ataduras de
Sylvia y le condujo a empujones hasta la cocina. La encerró en uno de los
armarios y colocó una pesada mesa justo en frente.
Transcurridos unos minutos, Sylvia escuchó pasos alejándose. Empujó la
puerta del armario con todas sus fuerzas, pero de nada sirvió. El sonido cada
vez más próximo de sirenas de ambulancia echó por tierra todos sus esfuerzos
por permanecer tranquila. La certeza de que algo malo había ocurrido hizo
que rompiera a llorar. Llegado ese punto, no quiso oír más. Solo quedaba
esperar, esperar y esperar…
A bordo del Volvo, Amanda observó a Duncan con deleite. Su cómplice
se sentó al volante. Sylvia yacía en el suelo del vehículo, con la cara sucia de
lágrimas. A Duncan le habían instalado en el asiento trasero. Amanda le
acariciaba la frente, mirando a Sylvia de vez en cuando y dedicándole su mejor
sonrisa.
Era la escena perfecta.
Sylvia ladeó la cabeza y cerró los ojos. Amanda aprovechó la baja
guardia para separarse de Duncan.
—¿Has terminado ya de refregarte con ese imbécil? —preguntó su
cómplice.
Amanda no creyó pertinente responder.
A falta de un lugar mejor a donde ir, Neve, como su cómplice se hacía
llamar, le guió hasta un edificio de las afueras. La parte inferior tenía los
cristales rotos y las paredes pintadas con frases que Amanda no se entretuvo en
leer.
Duncan se había despabilado durante el trayecto. En verdad, Brenda les
había sido de mucha utilidad aquella noche. Sin su ayuda inestimable, habría
sido muy complicado dejar a Duncan fuera de juego. Lástima que en el último
momento se propusiera desviarse de sus directrices… Amanda se preguntó si
Neve tendría razón respecto a Josh. De no ser por él, quizás no habría tenido
que deshacerse de Brenda tan deprisa. Pero ella insistió en que el chico saliera
del coche, gritó y Amanda solo quiso dejar de oír su voz chillona.
Sacaron a Duncan del asiento. Neve cargó a Sylvia en brazos y la dejó
sobre el suelo del local, hecha un lío de brazos y piernas. Situaron a Duncan a
varios metros de ella. El fresco del exterior parecía haberle despabilado aún
más, pues abrió los ojos por completo.
—Muy bien, Amanda. Un trato es un trato. Ha llegado el momento de
recibir mi parte.
Neve se cruzó de brazos ante ella.
—No tengas tanta prisa. Primero tenemos que zanjar este asunto.
—Ya he esperado suficiente.
Amanda no quiso dar su brazo a torcer.
—Ya sabes cuales son las normas.
—Creo que eres tú quien desconoce las reglas del juego.
Amanda sacó su pistola. Neve la derribó en el acto. Ella cayó
pesadamente contra el cristal del coche, que se rompió contra su espalda. El
rostro y las manos se le tiñeron de rojo. La pistola cayó al suelo. Neve la
oprimió contra el cortante borde de la ventana, mientras ella se deshacía en
chillidos de dolor. La sangre corría entre sus dedos.
—Hemos arriesgado mucho todos estos meses y para mí el riesgo se
traduce en dinero. Todavía espero mi parte.
—¡Suéltame! —Amanda gimió—. Si me matas, nadie podrá pagarte.
Les interrumpió el ensordecedor estruendo de un disparo. Una vieja
estantería cayó al suelo. Neve soltó a Amanda y la empujó con desprecio. Ella
resbaló lentamente hasta el suelo.
Neve descubrió la pistola entre las manos de Duncan. Era el arma de
Amanda.
—Suelta a Sylvia.
—Creo que no estás en condiciones de exigir nada —Neve le apuntó con
su arma—. Suéltala si no quieres acabar igual que ella.
El hombre propinó un puntapié a su cómplice. Ella gimió. A Duncan la
cabeza le daba vueltas. Apenas conciente de lo que acababa de presenciar,
arrojó el arma al suelo.
—Pero cómo se te ocurre hacerme esto… —Amanda se recostó en la
carrocería negra del coche—. Dame mi jodida pistola, Neve.
—Llevo meses esperando el pago de mis servicios y solo me has dado
largas. Quienes me conocen bien saben que no soy la clase de persona que
tolera un comportamiento así…
Sylvia abrió lentamente los ojos, para regocijo y distracción de Duncan.
Ella le miró suplicante y llorosa. Duncan intentó acercarse a ella reptando a
través del suelo. Neve seguía entusiasmado con su discurso. La pistola yacía en
el suelo, donde Duncan la había dejado minutos antes. Amanda debía estar a
dos pasos del infierno escuchando las recriminaciones de su matón a sueldo.
No dudo más y se hizo con el arma.
—No podía esperar menos de tí… Tus ideales son bajos incluso para
alguien como yo —siguió reprochándole Neve.
—¡No es verdad! ¡Ese hombre es un demonio, el demonio que me
destrozó la vida! —chilló Amanda Sus ojos parecían a punto de salirse de sus
órbitas—. ¡Escúchalo tú también, Sylvia! ¿Te acuerdas de esa mujer tendida en
el pavimento? ¡Ojalá muera y os arrastre a los dos al infierno!
Duncan acarició el gatillo.
—Yo no te he hecho nada, Amanda. Tú sola has dado cuerpo a esta
historia sin sentido y serán tus macabras ideas quienes te arrastren al infierno.
Podrías haber conseguido que todo fuera diferente. Si buscas algún culpable de
tu desgracia, esa eres tú.
Amanda forcejeó con su cómplice. Duncan miró a Sylvia. Quería apretar
el gatillo pero no se decidía a hacerlo. ¿A quién disparar?
Observó la disputa entre sus captores. Ambos rodaban por el suelo.
Duncan temió que el arma de Neve se disparase. Pidió ayuda a Sylvia con la
mirada. Se acercaron el uno al otro y ella fue deshaciendo sus ataduras en la
medida que se lo permitían las suyas propias.
Amanda se resistía a ser capturada. Su ayudante era un hombre muy
fuerte. La mano derecha de Duncan se soltó en el momento justo. El arma del
secuestrador rodó por el suelo en dirección a él. Sin pensarlo dos veces,
Duncan alargó la mano en su busca, viendo en ella la oportunidad de desarmar
a los dos intrusos.
Neve tuvo la misma idea y sus manos se encontraron con los extremos
del arma en el mismo momento.
El cañón miraba hacia Duncan.
El tipo le miró a los ojos y esbozó una sonrisa triunfal.
Duncan quiso apartarse, pero era tarde. Soltó un fuerte quejido cuando la
bala se estrelló en su cuerpo.
—¡NO! —exclamó Amanda. Un empujón no bastó para derrotar su
eufórico cómplice. Él la rechazó de un golpe y se centró en su presa. Volvió a
apretar el gatillo, pero el arma estaba descargada. El tipo avistó la otra pistola
a escasos centímetros de Sylvia.
Sacando fuerzas de la flaqueza, y valor de la cobardía, la mujer la tomó
entre sus manos. Neve se le echó encima. Mantuvo el brazo izquierdo de ella
pegado al suelo, completamente inmovilizado. Sylvia gritó y maldijo. Aquel
hombre triplicaba su fuerza.
Bajo riesgo de herirse a sí misma, procedió a efectuar un primer
disparo. Intentó alzar la mano, midiendo sus fuerzas contra las del hombre que
tenía encima.
Sylvia notó unas gotas tibias manchando su cara. Era la sangre de
Duncan. Él se estaba esforzando al máximo por desplazar a Neve de encima de
ella. Sylvia deseó que estuviera bien. Algo hizo ceder al tipo. Sylvia levantó el
brazo por completo y encañonó a Neve en la frente. El resto sucedió solo.
Sylvia solo recordaría un espantoso aullido agónico procedente de la
garganta de aquel hombre. Una masa viscosa desparramándose sobre sí y una
salpicadura de sangre.
Rendida, dejó caer la pistola.

Amanda contempló hipnotizada el final de su cómplice. Ella había


querido detenerlo, y entonces… Escondió la cabeza entre las manos cuando el
disparo surcó el aire y convirtió la frente de Neve en un reguero de masa
cerebral y sangre.
Lentamente, fue alzando la vista desde las piernas inertes de su ayudante.
La masa gris se había esparcido sobre el busto de Sylvia. Neve apoyaba
su cabeza destrozada entre los pechos de ella. El rostro de la mujer se había
quedado bloqueado en una mueca de horror. Permanecía inerte y la pistola, a
diez centímetros de ella.
Amanda sintió una necesidad imperiosa de abandonar el lugar.
Las palabras de Duncan rebotaban en su cabeza… Tú sola has dado
cuerpo a esta historia sin sentido… Si buscas algún culpable de tu desgracia,
esa eres tú.
—¡Mentira! ¡Tú eres el culpable de mi desgracia! —sollozó, dando una
patada a Duncan—. ¡Maldito!
Intentó coger la pistola, pero a la hora de apretar el gatillo le temblaron
las manos. Se cayó de rodillas al suelo.
Al rato despertó.
Nadie se movía.
Amanda miró a Duncan. Se estaba desangrando a causa de la herida.
Sylvia parecía tan muerta como Neve. Cubrió los cuerpos de ambos con una
manta.
Suspiró con fuerza y encendió una luz suave. Duncan le dirigió una
mirada delirante cuando le ayudó a ponerse de pies.
—¿Qué pasa? ¿Después de tanto tiempo amargándome la vida no reúnes
el valor suficiente para matarme? ¡Vamos! Al menos, haz que todo ese
sufrimiento tenga justificación.
Duncan pareció quedarse sin aire después de la parrafada. Amanda
comprendió que había perdido el conocimiento cuando sintió que su peso se le
hacía más intenso. Abrió la puerta trasera del coche y le acomodó allí. Rasgó
su camisa e intentó detener la hemorragia improvisando un vendaje. Le
enjuagó la sudorosa frente con un trapo mojado en agua y lo fijó al asiento
con ayuda del cinturón de seguridad. En diez minutos estaban fuera.
102

Los agentes irrumpieron en el local haciendo gala de veloces


movimientos. Tantas precauciones resultaron inútiles. El lugar estaba desierto,
y el Volvo de Sylvia no estaba donde el testigo telefónico había asegurado
verlo.
Les llamó la atención un bulto cubierto con mantas, situado en el centro
del local. Uno de los agentes lo descubrió.
El tipo tenía un balazo en la frente y estaba tendido boca abajo, encima
de una mujer. Tenía los ojos abiertos. Seguramente, lo último que vieron fue el
transcurso de una bala mortal.
La escena tenía algo de repugnante que hizo voltearse al agente.
Salió fuera, en busca de aire. Emma se había ofrecido a acompañar a la
policía, a fin de identificar a los captores en caso de que se presentara la
ocasión. Eve y Josh también los habían visto, sin embargo el médico no dio su
autorización.
Emma fue advertida de lo sobrecogedor de la escena, pero insistió en
ayudar. El agente le guió hasta el interior. Volvió a destapar la manta. La chica
se puso una mano en la boca al ver el cadáver… y al ver a Sylvia.
—¿Conoce a alguno de los dos?
—El hombre participó en el secuestro de Brenda Miller. La mujer es
Sylvia Miller —contestó Emma, con un nudo en la garganta—. ¿Cree que está
muerta?
El agente se encogió de hombros. Avanzó hasta el agrupamiento de
cuerpos y tomó el pulso a Sylvia.
—No parece que haya sufrido daños graves… Se pondrá bien.

—El pelo, liso como siempre, ¿verdad? —Rose acarició la melena


húmeda de su hermana.
Envuelta en un albornoz con el icono del hospital, Sylvia miraba al
vacío. La mujer no respondió, así que Rose, sin poder evitar que un suspiro
escapara de sus labios, cogió el secador y se aplicó a fondo con el pelo de su
hermana. Le arregló con esmero, tanto, que incluso tuvo tiempo de contar
algunas canas sueltas a las que probablemente Sylvia había hecho la vista
gorda. Cuando terminó, dejó el secador encima de la camilla y recogió la
melena en una trenza
Sylvia no respondió. Rose le ayudó a vestirse. Habían tomado algunas
prendas que una amable enfermera les prestó. El aspecto de Sylvia volvía a ser
más o menos el habitual, excepto ese ligero temblor en las manos impropio de
ella.
—¿Qué hay de mi hija?
—Está en el quirófano. Por ahora no hay nada que podamos hacer,
Sylvia.
—¿Y Duncan?
Rose se extrañó al oír ese nombre en boca de su hermana.
—¿Qué más te da lo que haya ocurrido con él? A él le debes que tu hija
se debata entre la vida y la muerte.
—Te equivocas, Rose —replicó Sylvia—. Ya basta de convertirle en la
diana de todas las culpas. No se lo debo a él… Se lo debo a Amanda. Duncan
no ha hecho nada más que quererme.
103

¿Qué tendría el paisaje escocés que cuando lo miraba provocaba un


efecto relajante sobre él? Las dunas verdes, la niebla húmeda, la llovizna
intermitente, la sensación de que todo iba bien a su alrededor, la convicción de
que era imposible que eso cambiase.
Duncan abrió los ojos, despejado por la brisa fresca que entraba por la
ventana abierta. Estaba tumbado sobre una superficie cálida y mullida. Su
cabeza descansaba entre una nube de almohadas.
Escocia. Su hogar, su casa, su cama, su almohada… ¿qué podía ir mal?
—¿Cómo te encuentras?
Duncan giró la cabeza. Dos ojos castaños le observaban con atención.
Así, de cerca, Amanda parecía tener más arrugas en la cara. Compararla con
Sylvia le pareció un insulto.
—¿Me oyes?
Duncan quiso apartar la mano que ella colocó sobre su frente, pero
apenas podía mantener los párpados abiertos. Tenía un dolor de cabeza
palpitante y sentía ganas de vomitar.
—¿Tienes sed?
—Sí.
Amanda arrimó una pajita a sus labios. Duncan dio un sorbo. Escupió el
Whisky en la cara de ella.
—Bebe. Te aliviará el dolor del hombro. Hace rato que dejaste se
sangrar, pero la herida tiene mal aspecto.
—No.
Duncan dio un manotazo al vaso. Te revolcarás en tu maldito fango,
había dicho Amanda. Él aspiraba a algo mejor. Concentró todas sus fuerzas en
aislar el deseo. Pronto se cerró el muro y ni siquiera notó dolor.
Amanda le dejó a solas, sonriente, como si sospechara que nunca
lograría edificar sobre su fango. Duncan calculó que su muro resistiría por el
momento. Se levantó para medir sus fuerzas. El dolor le obligó a apretar los
dientes. Permaneció sentado en el borde de la cama hasta que la habitación
dejó de dar vueltas a su alrededor.
Construyó un puente frágil hasta la cocina, que le costó cruzar cerca de
diez minutos. Una vez allí, se sentó sobre la primera silla a su alcance y se
enjuagó la frente. Aún quedaba mucho por edificar.
Observó la habitación. El detector de humos del techo le recordó a
Ginebra. Su primera mujer le dedicó un guiño. Nunca se le dio bien la cocina,
aunque se empeñaba en ayudar. Una vez le salió ardiendo una sartén. Duncan
no vio las llamas, pero su tía se las había descrito muchas veces. Saltó la
alarma de incendios e hicieron reír un buen rato a los bomberos. La humareda
fue escandalosa, y la alarma podía oírse a varios kilómetros. Duncan recordó
que no pudieron apagarla.
La alarma…
¡Eso era! No tenía más que hacerla sonar.
Se giró hacia los armarios. Buscó algo que pudiera servirle, pero los
estantes estaban vacíos. Amanda había sido verdaderamente precavida.
—¿Buscas algo?
Duncan se giró hacia la puerta. Cerró el armario de golpe. Amanda se
acercó a él y le tomó del brazo.
—Vamos fuera. Quizá el aire fresco te baje la fiebre.
Por si se le ocurría zafarse, Amanda le mostró un cuchillo de
considerable tamaño, probablemente extraído de su cubertería.
El tiempo era fresco fuera. Caminaron en silencio, lentamente. Amanda
sacó un paquete de cigarrillos y se llevó uno a los labios.
—¿Podrías…? —empezó Duncan.
Ella alzó una ceja, no obstante, sacó de nuevo la cajetilla y le ofreció un
cigarrillo. Duncan se lo encendió y se lo llevó a los labios. Apenas hubo dado
un par de bocanadas comenzó a toser.
—No te hace bien. Déjalo, anda.
—Es que lo necesito.
Duncan hizo caso omiso al dolor que le producía cada espasmo y
continuó aspirando humo. Su muro parecía cada vez más sólido y resistente.
Amanda se encogió de hombros. Duncan apagó enseguida el cigarro y lo
guardó con disimulo en el bolsillo.
—¿Podemos volver dentro?
—Claro.
Dieron la vuelta. Cuando Amanda apartó las sábanas y le ayudó a
acostarse, descubrió un viejo peluche de Brenda bajo la almohada. Lo tomó
entre sus manos; ella le haría compañía en aquella noche oscura.
Despertó sobresaltado algunas horas después. Salvo la luz emitida por la
lamparita, en el resto de la sala reinaba la oscuridad.
¿A qué le recordaba aquella vaga sensación?, se preguntó Duncan,
tendido boca arriba. Algo húmedo y tibio, en la mano… Estaba tan
insensibilizado a causa de los muros y calmantes que no recordaba haber
dejado caer el brazo izquierdo fuera de la cama. Alguien le ofrecía un objeto
intacto, a pesar del amenazante tamaño de sus dientes. Ransom trepó hasta la
cama de su amo. La sorpresa inicial se tradujo en alegría. Duncan acarició al
perro con entusiasmo y recogió el objeto que llevaba entre los dientes. Era el
peluche de Brenda.
—Buen chico.
Se sentía como si su madre hubiese vuelto a la vida. Ginebra le guiñó el
ojo desde el fondo de la habitación. ¿Qué mejor compañía en un momento
como aquel que su fiel Ransom? Prácticamente había olvidado que el perro
vivía en Escocia. Se había visto obligado a desprenderse del animal por el bien
de Brenda.
Ransom agitó la cola y le cubrió de lamentotes. A pesar de todo, no había
olvidado quién era él.
Duncan rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó el cigarrillo a medio
fumar. Hizo sentar a Ransom y extendió la palma de la mano, con la colilla en
el centro.
—Búscame más de estos.
Dejó que el animal olisqueara el cigarrillo y repitió la orden varias
veces. Cuando estuvo seguro de que Ransom sabía exactamente qué hacer, le
abrió la puerta. No tardó en encontrar un viejo mechero.
La expedición canina se prolongó un cuarto de hora. El perro raspó la
puerta con las patas y Duncan abrió. Ransom traía algo en la boca. Se
desilusionó al ver que se trataba de una camisa de su difunta madre. Estaba
muy enroscada. La desdobló sobre la colcha y algo cayó al suelo.
No eran cigarrillos, sino algo mucho más eficaz: una caja de puros
cubanos. Duncan nunca creyó que el vicio que le robó la vida a su madre fuera
a devolverle la libertad a él.
Recompensó a Ransom con merecidas caricias. Se apoyó en el lomo del
animal y bajó a toda prisa. En la cocina empujó la pesada mesa de roble hasta
la puerta. Se subió a una silla y encendió tres puros a un tiempo. Aspiró y
expulsó el humo como un autómata, tratando de concentrarlo entorno al
detector de humos.
Ransom lanzó el primer gruñido de advertencia pocos segundos después.
Duncan no le prestó atención. El animal insistió. Con el segundo aviso llegó
una detonación.
La banqueta osciló y Duncan quedó tendido de espaldas. Vio la pata
seccionada de la banqueta y se incorporó con dificultad. Ransom ladraba
furiosamente en dirección a la ventana.
—No te muevas de ahí.
Como en una interminable pesadilla, Amanda le apuntó con la pistola.
Los puros estaban desparramados por el suelo, rotos y humeantes. ¿Qué le
quedaba por hacer, si lo había perdido todo?
Amanda se encaramó a la ventana y pasó al interior de la cocina. A una
señal de Duncan, Ransom arremetió contra ella. La mujer efectuó un disparo
que dio de lleno en la lámpara. Saltaron algunas chispas y se produjo una
pequeña humareda. La alarma de incendios se activó, tan estruendosamente
como Duncan lo recordaba.
Después de todo, lo había conseguido.
Hizo acopio de sus últimas fuerzas y se abalanzó sobre Amanda. Ella
arrojó el arma al suelo, consciente de que en la lucha cuerpo a cuerpo no le
sería de utilidad. El cuchillo que Duncan le había visto relució cuando lo
extrajo de su bolsillo.
La lucha se tradujo en un forcejeo por acercar el arma a la garganta del
oponente. Duncan se sintió desfallecer. El cuchillo le rozó la nuez. Ransom
intervino cuando lo único que retenía a Amanda era el peso del propio Duncan.
Mordió la mano derecha de la mujer. Ella chilló pero se resistió a soltar el
cuchillo. Ransom se alzó sobre las patas traseras y derribó a Amanda.
—¡Al cuello!
No hizo falta dar detalles. Sus dientes apretaron la garganta de la víctima
sin compasión. Amanda se hizo una bola, pero era tarde.
—¡Haz que pare! —suplicó con un hilillo de voz.
Abrió mucho los ojos y los dejó en blanco. Sus miembros
languidecieron y comenzó a sangrar a borbotones por la boca y la garganta.
—¿Sabes? No quería matarte. Sólo hacerle sufrir a ella… —Ransom
soltó a su víctima y ella cogió aire—. Te odio… pero… más le odio a ella.
Duncan cerró los ojos y se apoyó en la encimera. Le fallaron las piernas
y se dejó caer. Sus ojos se cerraron como una gruesa cortina, un muro. Estaba
cansado, muy cansado. La sangre caliente corrió entre sus dedos. Era la sangre
de Amanda, que Ransom esparcía inocentemente al pretender reanimarle con
sus lamidos.
Le pareció escuchar las sirenas de un camión de bomberos sobre el
estruendo de la alarma.
104

—¿Un café?
La mirada de Sylvia se perdía más allá del cristal que le separaba de
Brenda. La chica dormía, ajena al trajín de su alrededor. Su pelo, suelto y
revuelto, se enredaba entre los cables y sondas que le rodeaban.
Sylvia se giró al sentir una mano cálida sobre su hombro.
Nunca creyó que volvería a verle con vida, pero allí estaba, a su lado.
Apoyaba su peso en un bastón y una capa de raleado cabello castaño le cubría
la cabeza. Vestía unos vaqueros y una americana negra. Sus ojos verdes habían
recuperado el brillo. Callum Miller le miraba con una mezcla de ternura y
compasión.
—Daniel está con Rose —dijo Sylvia, al descubrir que se trataba de él.
No fue capaz de darle un abrazo, de asimilar el milagro que suponía tenerle
allí, a su lado. Probablemente, su exmarido había cruzado el charco solo para
ir a verle a ella, al tener noticias de lo ocurrido..
—Lo sé, he estado con él —repuso Callum. Se quedó a su lado,
contemplando a Brenda—. Parece que está tranquila.
—Sí.
De nuevo silencio entre ambos. Él retiró la mano de su hombro.
—¿Te apetece tomar algo caliente?
Sylvia se encogió de hombros. Callum le agarró del brazo y la condujo
hasta la cafetería. Sylvia se desplomó sobre el asiento. Hundió la cabeza entre
las manos.
—¿Qué quieres beber? —dijo Callum
—Lo que te parezca.
Callum regresó a los cinco minutos con dos humeantes tazas de té.
Sylvia sonrió. No había olvidado sus preferencias.
—¿Has venido para llevarte a Daniel?
—No hablemos de eso ahora.
—Tú sólo estás así de complaciente cuando quieres pedirme algo.
—Estás equivocada. Intento ser amable porque no es momento de sacar a
relucir nuestros asuntos personales. Daniel ya es lo bastante adulto. Dejemos
que él elija.
El siguiente espacio de silencio se prolongó cinco minutos.
—No he tenido ocasión de preguntarte cómo os ha ido todo este tiempo.
—Me costó siglos conseguir que volviera a hablarme con normalidad, y
después de que Brenda se fuera de casa me retiró la palabra. Está visto que
formar una familia normal es imposible.
Otro espacio de silencio. Sylvia se dedicó a remover los posos del té con
la cucharilla y Callum se retiró algunos cabellos del flequillo.
—Te ha crecido mucho el pelo —comentó ella—. Tienes buen aspecto.
—Los médicos dicen que la enfermedad ha entrado en remisión. Puede
que reaparezca, o puede que no. Mientras tanto, lo mejor que se me ocurre es
seguir viviendo.
Sylvia asintió. Tomó su mano.
—¿Cómo está Brenda? —preguntó entonces Callum.
—Se pondrá bien… físicamente. —Sylvia exhaló un suspiro—. Ha hecho
cosas horribles, Callum. Puede que levanten cargos contra ella.
—Brenda está enferma, eso es todo. Por ahora, lo único que debe
preocuparte es que salga cuanto antes de esa habitación de hospital y sea la
misma chica jovial de siempre.
—¿Te gustaría entrar a verla?
El aplomo de Callum se desvaneció. Bajó la mirada.
—No creo que sea una buena idea.
—Eres su padre.
—No, no lo soy.
Sus ojos verdes se oscurecieron. Sylvia se levantó de la mesa y tironeó
de él. Su bastón cayó al suelo.
—Tendrás que venir conmigo, quieras o no.
—¿Qué intentas?
—Tienes que hacer las paces con ella.
En esta ocasión fue Sylvia quien llevó a Callum a rastras. Llegaron a la
cristalera de la unidad de cuidados intensivos. Brenda no se había movido ni
un milímetro.
Sylvia y Callum entraron, agarrados de la mano. Al acercarse a la joven,
descubrieron que no dormía: tenía los ojos entornados, el rostro impávido.
Callum trató de hablarle, pero pronto comprendió que estaba sumida en el
sopor de los sedantes. Sylvia ya se había dado cuenta; se limitó a besarle la
frente y permanecer a su lado.
Callum continuaba mirando, sin apenas moverse. El tiempo transcurría
ahora con rapidez, medido por los constantes pitidos del pulso de Brenda.
—Háblale —pidió Sylvia—. Estoy segura de que ella puede oírte.
—No sé…
—Dile algo, por favor. Sabe que estamos aquí, ¿no notas cómo se han
acelerado sus latidos?
Era cierto, incluso mágico.
Callum pareció hacer un esfuerzo descomunal al alargar la mano y asir
la de Brenda. Se sobresaltó cuando los dedos de ella se cernieron entorno a los
suyos. Sus pupilas se dilataron y por un momento la joven entreabrió los ojos..
—Estamos contigo, ¿de acuerdo, pequeña? —susurró Callum—. Solo
ponte bien, por favor.
Se quedaron así, hasta que una enfermera les hizo una seña desde fuera.
Abandonaron la habitación con paso lento, Callum más apoyado en su bastón
que nunca. Apenas salieron, Sylvia se deshizo en lágrimas.
—Necesitas descansar —dijo él.
Regresaron a la sala de espera. Sentó a Sylvia a su lado y le hizo recostar
la cabeza en sus rodillas. Pasó la mano por su rostro y le cerró los ojos.
Acarició su melena constantemente hasta que ella cesó los sollozos y se quedó
dormida.

Sylvia decidió volver a casa a media tarde, para poder llorar a solas.
Callum se ofrecieron voluntarios para pasar la noche con Brenda. En cuanto le
aseguraron que seguía estable, Rose le acompañó a Notting Hill.
—Si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme. ¿Seguro que no
quieres que me quede contigo?
—Estaré perfectamente.
Su hermana asintió. Un par de minutos más tarde, Sylvia escuchó el
sonido de la puerta principal.
Entró en la cocina y puso el agua a hervir. Sacó una taza limpia y dejó el
sobre de tila en su interior. Se apoyó en la encimera y miró por la ventana. El
sol poniente le obligó a entrecerrar los ojos. La radiación calentó sus huesos
heridos y contra su voluntad, sus labios se curvaron en una sonrisa de placer.
Apoyó la cara contra la ventana. Cuando el calor se le hizo insoportable, la
abrió y asomó la cabeza. Una ráfaga de aire fresco revolvió su melena rubia.
El pelo le hizo cosquillas en la cara. La radiación directa era más agradable.
El contacto de una piel humana le quemó. Esta vez, el foco de la
radiación no se hallaba en el cielo, sino en la mano que le apartó los mechones
de la cara.
Sylvia abrió los ojos y se encontró frente a una ilusión de ojos verdes y
belleza de cuento.
—Eres de mentira.
La ilusión le mostró sus blanquísimos dientes.
—Pellízcame y verás lo asquerosamente mortal que soy.
Sylvia asomó la mano y la hundió en la mata de rizos negros. Los bucles
se deshicieron entre sus dedos y volvieron a enroscarse. Descendió hasta
acariciar el mentón de Duncan.
—¿Quién te ha dejado entrar?
—Tu hermana Rose dijo que te haría bien. Por una vez, estuvimos de
acuerdo en algo.
Sylvia le contempló a través de la ventana. Duncan estaba sin afeitar
desde hacía al menos un par de días y tenía unas ojeras moradas. Llevaba el
brazo en cabestrillo, parecía estar haciendo un gran esfuerzo por mantenerse
de pies y le sonreía.
—Me gustaría darte un abrazo —dijo él.
—Deja que te abra la puerta.
—¿La de la entrada?
Sylvia acercó su rostro al de él.
—Hablamos de puertas distintas.
Se miraron a los ojos sin apenas parpadear.
—Abre la puerta, entonces.
Sylvia se puso de puntillas y apoyó los brazos en el alféizar. Rozó la
barbilla de Duncan con sus labios. La respiración de él se volvió entrecortada.
Sylvia percibió su aliento cálido. La barba raspó su cuello. Se apartó de
improviso.
—Voy a abrirte la puerta.
—¿Cuál, si puede saberse?
Sylvia cerró la ventana con una sonrisita y corrió hasta el hall. Fuera
esperaba Duncan.
Cuando él cruzó la entrada y se fundieron en un abrazo, Sylvia no supo
decir qué había cambiado. Quizás habían desaparecido los muros, o se habían
dibujado puertas en ellos… puertas para las que ya tenían la llave.
—Lamento profundamente que Daniel se haya aprovechado de las
circunstancias para hacerte daño.
—Tranquilo, estoy acostumbrada.
—No se lo tengas en cuenta. Daniel es un chico muy particular. Algo
independiente y taciturno, pero cariñoso en el fondo.
—Lo sé.
Sylvia miró hacia atrás. El protagonista de la conversación estaba
sentado en unos bancos próximos a la zona de embarque, mirando sin mirar a
través de la enorme cristalera. Varios aviones hacían cola para el despegue.
Callum y Sylvia intercambiaron una mirada. Había llegado el momento
de la despedida. El hombre tenía que someterse a una revisión médica en
Estados Unidos y ya nada parecía retener a Daniel en Londres. Vista la
favorable evolución de Brenda, todo lo que podían hacer era regresar a
Boston.
—Cuídate, ¿vale? —suspiró Sylvia, rodeando la cara de su exmarido.
—No te preocupes por mí. Bicho malo nunca muere.
—Tú no eres malo. Para nada
Callum deslizó una mano hasta su nuca y sonrió. Acarició el cabello de
Sylvia como si se tratara de filos hilos de oro. Después le besó en los labios.
—Gracias por todo lo que has hecho —dijo ella.
—A estas alturas, deberías saber que lo que te entrego se multiplica y
vuelve a mí.
Dudaron antes de fundirse en un abrazo. El gesto consiguió ganarse la
atención de Daniel. El chico levantó la mirada y se quedó contemplando a sus
padres. Lenta, muy lentamente, se puso en pie y avanzó hasta ellos.
Tanto Sylvia como Callum hicieron un hueco entre sí. Su primogénito
no dijo una sola palabra cuando rodeó a ambos con sus brazos. Estrechó a
Sylvia con algo más de fuerza. Viniendo de él, aquello podía interpretarse
como una reconciliación. Permanecieron unidos un buen rato.
—Volveré —prometió Daniel, con voz trémula.
—No dejaremos que la próxima visita se prolongue tanto en el tiempo
—dio Callum—. ¿Qué te parece un par de meses, Sylvia?
La mujer volvió a regalarle un pico.
—¿Qué son dos meses comparados con nueve largos años?
Los ojos verdes de Callum centellearon. Tomó a Daniel del brazo y
ambos caminaron despacio hacia la puerta de embarque. Sylvia les despidió
agitando la mano, incapaz de decir una sola palabra. Al poco, sintió las manos
de Duncan sobre sus hombros.
—¿Lo ves? Te dije que volvería.

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