Barrera Siniestra
Barrera Siniestra
Barrera Siniestra
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Eric Frank Russell
Barrera siniestra
EVASIÓN - 36
ePub r1.2
Titivillus 07.08.2023
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Título original: Sinister Barrier
Eric Frank Russell, 1939
Traducción: María Luisa Martínez Alinari
Ilustración de cubierta: Armando Páez Torres
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Este libro se terminó de imprimir el
día 11 de junio de 1954, en los
Talleres Gráficos Didot, S. L. R.,
Luca, 2223, Buenos Aires.
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ERIC FRANK RUSSELL
BARRERA SINIESTRA
LIBRERÍA HACHETTE S. A.
BUENOS AIRES
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PRESENTACIÓN
Hace algún tiempo presentamos a los lectores de esta colección una novela titulada El
cerebro de Donovan, original de Curt Siodmak, cuyo parentesco con el género
policial era bastante lejano, pues más bien habría podido ser encasillada en lo que el
americano Hugh Gernsback denominó en 1926 «science fiction».
El merecido éxito que obtuvo El cerebro de Donovan nos ha animado a incluir
otra excelente muestra de este género, bautizado en verdad bastante tarde, pues no
eran sino «science fiction» muchas de las novelas de Julio Verne, Edgar Poe y H. G.
Wells, las que a su vez tenían honrosísimos antecedentes nada menos que en Platón,
Cyrano de Bergerac y Voltaire. Mezcla de realidad y de imaginación, este género
llena perfectamente el propósito a que responde nuestra colección: proporcionar al
lector un medio de evasión de las «cosas previstas, uniformes, cotidianas».
Por otra parte, las buenas muestras del género «science fiction» —entre las que
descuella Barrera siniestra— instruyen al lector sobre muchas cosas del dominio de
la ciencia que de otro modo tal vez no llegara a conocer.
Así como acontece con la novela policial o de «suspenso», no son pocos los
hombres de ciencia que distraen sus ocios con la lectura de «science fiction», quizá
por ser los más aptos para juzgar sobre si lo que parece muchas veces el disparatado
producto de una imaginación desenfrenada no será la realidad de mañana.
El Editor
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PREFACIO
Sería inútil pretender que Barrera siniestra es algo más que ficción; el sugerir otra
cosa sería deshonesto. Algunos lo considerarán como una fantasía, porque se
desarrolla en el futuro y describe ciertos adelantos que han de llegar probablemente
con el tiempo. Pero, en mi opinión, es una especie de ficción real, porque creo
sinceramente que si hay un libro que se basa en los hechos es este.
Barrera siniestra es una historia tan real como puede serlo cualquiera que
presente verdades que bajo capa de entretenimiento tal vez parezcan increíbles. Su
atmósfera fantástica deriva solamente de la extrañeza, la excentricidad, la completa
inexplicabilidad (por lo que se refiere a la ciencia) dogmática de los hechos
establecidos que la hicieron nacer. Esos hechos son innumerables. Yo los conocí en
forma de miles de recortes periodísticos, sacados de medio centenar de periódicos
del Nuevo y del Viejo Mundo. Otros mil más me fueron relatados por aventureros más
osados que yo; gentes que habían explorado más a fondo y con mayor atrevimiento
los terrenos prohibidos donde solo opera una ley: la de que la curiosidad mata al
gato.
A pesar de que poseía una montaña de sugestiva evidencia, no conseguía formar
con ella una historia, hasta que conocí a tres americanos, no juntos, pero sí con
efecto acumulativo. Los tres formaban una trinidad maldita de la que nació la
religión de la condenación de Barrera siniestra. El primero de los tres, un ciudadano
de San Francisco, amante de los debates a larga distancia, me preguntó: «Ya que
todo el mundo quiere la paz, ¿por qué no la tenemos?». El segundo, un belicoso
nativo de lowa, me dijo: «Si existen razas extraterrestres más adelantadas que
nosotros, ¿por qué todavía no nos han visitado?». Hasta que me encontré con el
tercero, Charles Fort, no se me ocurrió pensar que tal vez habíamos sido visitados y
seguíamos siéndolo todavía, sin darnos cuenta de ello. Charles Fort me dijo algo que
muy bien podía servir de respuesta a ambas preguntas. Sencilla, pero
demoledoramente, me declaró: «Creo que dependemos de alguien». Y esa es la trama
de Barrera siniestra.
Cuando apareció por primera vez esta novela, sus editores, Street & Smith, de
New York, le dieron mucha publicidad en su cadena de revistas, describiéndola como
«la mejor novela fantástica de las dos últimas décadas», y prediciendo que «pasaría
a la historia con La guerra de los mundos de H. G. Wells, Veinte mil leguas de viaje
submarino de Julio Verne, y Outward bound de Sutton Vane». En aquel entonces
pensé que exageraban y que eso iba a ser mi muerte. Hay momentos en que es
pecado revelar la verdad, y el premio del pecado es la muerte. Pero como sigo con
vida, lo considero como una prueba satisfactoria de que la base de la historia es un
disparate…, ¿o acaso debo mi propia conservación a la necesidad de esa «prueba»?
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Sea como fuere, las ventas de la novela han llegado ya al cuarto de millón de
ejemplares e, inevitablemente, algunos lectores me han enviado por correo grandes
cantidades de informes acerca de hechos supranormales, recortados de sus
periódicos locales. A causa de este nuevo montón de pruebas y de la naturaleza
sangrienta de la historia prometida, que dio origen a este relato, estoy cada día más
dispuesto a aceptar que existe una parte de verdad en la proposición básica, o sea,
que el hombre no es, ni ha sido nunca, dueño de su destino y capitán de su alma.
«Creo que dependemos de alguien». ¡Charles Fort no andaba muy descaminado!
Hace mucho tiempo que dependemos de los gérmenes comunes, ¿no es cierto?
Yo escribí esta historia, pero no es mía, al menos en el sentido en que son mías
otras historias que he escrito. Esta es una colaboración múltiple donde interviene
cierto número de personas que irrumpieron en mi vida del modo más extraño, casi
como si lo hubiera decidido una influencia exterior…; pero eso es también otra
historia. A todos ellos les doy las gracias y especialmente a:
Charles Fort, autor de The book of the damned, New lands, Lol y Wild talents,
por procurarme el embrión del argumento.
La Fortean Society de New York, y su temible secretario Tiffany Thayer, por
procurarme las pruebas de la cobardía universal.
John W. Campbell, Jr. director de Astounding Science Fiction y Unknown
Worlds, por no haberme dejado en paz hasta que esta novela se convirtió realmente
en novela.
H. W. Ralston Esq., de Street and Smith Publishing Co. de New York, por
renunciar a sus derechos y permitir que este libro reapareciera en su presente forma.
Julius Schwartz, director de Superman, por proporcionarme el recorte de
periódico que aparece en la página siguiente, y con él la bujía cuya chispa me puso
en marcha.
Lloyd Arthur Eshbach y asociados, de Fantasy Press, por animarme en mis
obsesiones.
Los miles de aficionados a los relatos de ficción científica dispuestos a entrar por
las puertas del Infierno con tal de hacerlo por el piso bajo y, por lo tanto, también
dispuestos a leer esta historia.
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Recorte de un periódico de New York:
El difunto Charles Fort, que era una especie de Peter Pan de la ciencia
e iba buscando por todas partes hechos extraños, preferiblemente en
los basureros de la astronomía, se habría interesado mucho por un
incidente que ocurrió el domingo por la mañana en la Quinta Avenida,
entre las calles Veintinueve y Treinta.
Ocho estorninos en vuelo cayeron de repente muertos a los pies del
agente de policía Anton Vodrazka. No presentaban la menor herida ni
ningún indicio de cuál había sido la causa de su fin. Al principio se
pensó que podían haber sido envenenados, como lo fueron
recientemente unas palomas de la Plaza Verdi, entre la calle Setenta y
Dos y Broadway.
Pero los agentes de policía declararon que es poco probable que ocho
pájaros, aunque estuvieran envenenados, murieran al mismo tiempo
en pleno vuelo. Pocos minutos más tarde se recibía en el mismo barrio
otro informe que no sirvió precisamente para aclarar el misterio. Un
estornino, «excitado y que actuaba como si lo persiguiera un peligro
invisible», había entrado en un restaurante Childs de la Quinta
Avenida, se había golpeado contra las luces y había caído en el
escaparate.
¿Qué mató a los ocho estorninos? ¿Qué asustó al noveno? ¿Había
alguna presencia en el cielo…? Nos apresuramos a pasar la idea al
escritor de novelas de misterio más próximo.
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CAPÍTULO 1
«Una muerte rápida aguarda a la primera vaca que se rebele contra el ordeño»,
pensó el profesor Peder Bjornsen. Era un nuevo punto de vista, un punto de vista
malvado, nacido de unos hechos espantosos. Se pasó los dedos, largos y delgados,
por el cabello prematuramente blanco. Sus ojos, extrañamente saltones, llenos de
curiosa luz, miraron por la ventana de su oficina, situada en el tercer piso, el tránsito
nutrido de la céntrica Hötorget de Estocolmo. Pero, en realidad, sus ojos no miraban
el tránsito.
«Y la primera abeja que se jacte de haber robado miel, será aplastada de un
golpe», agregó. Estocolmo zumbaba y rugía, como una ciudad inconsciente de sus
cadenas. El profesor siguió mirando, en una contemplación silenciosa y medrosa.
Luego, de pronto, sus ojos se alzaron, se dilataron, se iluminaron de inquietud. Se
apartó de la ventana, lentamente, de mala gana, como si haciendo acopio de toda su
fuerza de voluntad, se retirara de un horror invisible que lo atraía.
Levantó las manos y trató de apartar, inútilmente, el aire que lo rodeaba. Sus ojos
dilatados anormalmente, fríos y duros, pero brillantes de algo que estaba más allá del
miedo, seguían con espantosa fascinación un punto informe, incoloro, que iba de la
ventana al techo. Volviéndose con un terrible esfuerzo echó a correr, abriendo la boca
y expeliendo el aire sin hacer ruido alguno.
Se hallaba a mitad de camino de la puerta cuando respiró brevemente, tropezó y
cayó. Su mano agarró el calendario que había sobre el escritorio, haciéndolo caer
sobre la alfombra. Sollozó, se llevó las manos al corazón y quedó inmóvil. La chispa
que lo había creado se extinguió. La primera hoja del calendario se agitó a impulsos
de una extraña brisa, procedente de no se sabía dónde. La fecha era el 17 de mayo del
año 2015.
Bjornsen llevaba cinco horas muerto cuando la policía descubrió el cadáver.
Imperturbable, el forense diagnosticó que la defunción se debía a una enfermedad del
corazón, dando así por terminado el examen. El teniente de policía Baeker, que
curioseaba incansablemente por el lugar, encontró en el escritorio del profesor un
mensaje de ultratumba.
«El conocimiento a medias es cosa peligrosa. Me es humanamente imposible
disciplinar mis pensamientos cada minuto del día, dominar mis sueños involuntarios
cada hora de la noche. Es inevitable que dentro de poco me hallen muerto, y en ese
caso deben…».
—¿Deben qué? —preguntó Baeker. No obtuvo respuesta. La voz que podía
haberlo escandalizado y espantado con su contestación se había callado para siempre.
Baeker escuchó el informe del forense y quemó la nota. El profesor, como tantos
hombres de su clase, decidió, se había vuelto excéntrico con la edad, seguramente a
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causa de un exceso de ciencia abstrusa. En realidad, y oficialmente, su muerte se
debía a una enfermedad del corazón.
A la misma hora y en el mismo día, el doctor Hans Luther hizo algo similar.
Atravesó el laboratorio a una velocidad de la que parecía incapaz su rechoncho
cuerpo, bajó corriendo las escaleras y cruzó el vestíbulo. Huía echando miradas
temerosas por encima del hombro, y esas miradas brotaban de unos ojos que parecían
de ágata pulimentada.
Al llegar al teléfono marcó un número con dedo tembloroso, consiguiendo
comunicarse con el Dortmund Zeitung y pidió a gritos que lo pusieran al habla con el
director. Con los ojos fijos aún en la escalera, mientras el receptor telefónico vibraba
contra su oído, gritó:
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—Vogel, tengo para usted la noticia más asombrosa desde el comienzo de los
tiempos. Tienen que concederle espacio, mucho espacio, y pronto…, antes de que sea
demasiado tarde.
—Deme los detalles —sugirió Vogel, tolerante.
—La Tierra está rodeada de un letrero que dice: ¡APARTAOS DE LA HIERBA! —
Luther miró a la escalera y su frente se cubrió de sudor.
—¡Ja, ja! —respondió Vogel sin alegría; su rostro pesado, que aparecía en la
diminuta pantalla del televisor sobre el teléfono, tenía la expresión paciente del que
está acostumbrado a las excentricidades de los hombres de ciencia.
—¡Escuche! —aulló Luther enjugándose la frente con mano temblorosa—. Usted
me conoce. Sabe que no digo mentiras, que no bromeo. No le digo nada que no pueda
probar. Por eso le digo que ahora, y quizá desde hace miles de años, nuestro mundo
perturbado… ¡a-ah…! ¡a-ah!
El receptor, que colgaba del extremo del cordón, emitió un grito ahogado.
—¡Luther! ¡Luther! ¿Qué ha ocurrido?
El doctor Hans Luther no contestó. Doblando lentamente las rodillas, puso en
blanco los ojos extrañamente brillantes y cayó de costado. Su lengua humedeció
torpemente los labios, una, dos veces. Luego murió en un horrible silencio.
El rostro de Vogel se agitó en la pantalla del televisor. El receptor dejó escapar
unos ruidos agitados, para unos oídos que ya no podían oírlos.
Bill Graham no sabía nada de las tragedias precedentes, pero se enteró de lo que
le ocurrió a Mayo, porque se encontraba precisamente en el mismo lugar en que el
hecho sucedió.
Se paseaba por la calle Catorce Oeste de New York, cuando sin motivo particular
alzó los ojos hacia la alta fachada del Martin Building y vio un cuerpo humano que
caía desde el piso duodécimo.
El cuerpo bajaba retorciéndose, dando vueltas, con los brazos extendidos, tan
impotente como si fuera un lío de trapos. Golpeó el pavimento y rebotó nueve pies.
El ruido que produjo era apagado y penetrante a la vez. Parecía que en el cemento se
hubiera estrellado una gigantesca esponja escarlata.
A veinte metros de Graham una mujer gruesa se detuvo en seco, miró la mancha y
el cuerpo, y su rostro tomó un tinte azulado. Dejando caer su bolso, se desplomó
sobre la acera, cerró los ojos y murmuró algo sin sentido. Un centenar de transeúntes
formó un círculo que iba creciendo rápidamente y cuyo centro era el cadáver. Se
empujaban y se daban codazos, tratando de ver mejor.
El muerto no tenía cara. Sus ropas empapadas en sangre estaban coronadas por
una espantosa máscara que parecía hecha de una mezcla de fresas y crema revueltas.
Graham no sintió asco alguno al inclinarse sobre el cadáver; había visto cosas peores
en la guerra.
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Sus dedos, fuertes y tostados, registraron el bolsillo del pegajoso chaleco y
sacaron una cartulina salpicada de sangre. Al mirar la tarjeta dejó escapar un silbido
de sorpresa.
—¡El profesor Walter Mayo! ¡Dios mío!
Tragando con dificultad, miró una vez más los desdichados restos caídos a sus
pies y luego se abrió paso por entre el grupo creciente de gente que comentaba lo
ocurrido en voz baja. Las puertas giratorias del Martin Building remolinearon tras él,
mientras corría hacia los levitadores neumáticos.
Tocando la tarjeta con dedos insensibles, Graham se esforzó por ordenar sus
confusos pensamientos, mientras su disco de una plaza subía rápidamente por el tubo.
¡Mayo, morir de aquel modo!
Al llegar al piso decimosexto, el disco se detuvo con un blando rebote y un
suspiro de aire que se escapa. Graham corrió por el pasillo abajo, llegó al laboratorio
de Mayo y vio que la puerta estaba entreabierta.
En el laboratorio no había nadie. Todo parecía tranquilo y ordenado, sin señales
de ningún disturbio reciente.
Una mesa de diez metros de largo estaba cubierta de una serie de aparatos en los
que reconoció el conjunto de piezas necesarias para la destilación destructiva. Tocó
las retortas. Estaban frías. Evidentemente el experimento no se había comenzado.
Contó los frascos y decidió que habían dispuesto todo aquello para extraer el
decimosexto producto de algo que, al abrir el horno eléctrico, resultó ser una cantidad
de hojas secas. Por su forma y olor parecían ser cierta clase de hierba.
Los papeles que había en un escritorio cercano se agitaban con la brisa que
entraba por una ventana abierta de par en par. Fue a ella, miró hacia abajo y vio una
enorme multitud que rodeaba a cuatro figuras vestidas de azul y al cadáver. Una
ambulancia se detuvo junto a la acera. Graham frunció el ceño.
Dejando la ventana abierta, repasó apresuradamente los papeles que cubrían la
mesa del difunto profesor y no vio nada que pudiera satisfacer su curiosidad sin
objetivo. Lanzó una última mirada a su alrededor y salió del laboratorio. Su disco, al
bajar, se cruzó con otro en el que subían dos policías.
En el vestíbulo había una hilera de cabinas telefónicas. Entró en una de ellas, hizo
girar el disco y vio aparecer el lindo rostro de una muchacha en el visor circular.
—Comuníqueme con Mr. Sangster, Hetty.
—Sí, Mr. Graham.
El rostro de la muchacha desapareció y fue reemplazado por el de un hombre de
acusadas facciones.
—Mayo ha muerto —le informó Graham—. Cayó desde una ventana del Martin
hará cosa de veinte minutos. Fue desde el piso decimosexto y cayó casi a mis pies.
Estaba irreconocible, si no fuera por las cicatrices de las manos.
—¿Un suicidio? —el otro levantó inquisitivamente las tupidas cejas.
—Así parece —reconoció Graham—, pero no creo que lo sea.
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—¿Por qué no lo cree?
—Porque conocía muy bien a Mayo. En mi calidad de oficial de enlace entre los
hombres de ciencia y el Departamento de finanzas especiales de los Estados Unidos,
he tratado personalmente con él durante más de diez años. Recordará que negocié
cuatro préstamos para la continuación de sus trabajos.
—Sí, sí —asintió Sangster.
—En general los hombres de ciencia no son muy emocionales —prosiguió
Graham—, y Mayo era el más flemático de todos —miró fijamente la pantallita—.
Créame, Mayo era incapaz de suicidarse, al menos mientras estuviera en sus cabales.
—Le creo —dijo Sangster sin vacilar—. ¿Qué desea que haga?
—La policía tiene todos los motivos para tratar esto como un simple caso de
suicidio y yo no puedo intervenir porque carezco de atribuciones para ello. Pero le
sugiero que se toquen todas las teclas necesarias para tener la seguridad de que la
policía no abandonará el asunto hasta haberlo investigado a fondo. Quiero que
investiguen todos los pormenores del caso.
—Se hará como usted pide —le aseguró Sangster; sus fuertes rasgos aumentaron
de tamaño cuando acercó la cara a la distante cámara—. Intervendrá el departamento
apropiado.
—Gracias, señor —respondió Graham.
—Nada de eso. Usted ocupa esa posición porque nosotros tenernos absoluta fe en
su juicio —sus ojos bajaron hacia un escritorio que no se veía en la pantalla; se oyó
un crujir de papeles—. El caso de Mayo tuvo hoy un paralelo.
—¿Qué? —exclamó Graham.
—El doctor Irwin Webb ha muerto. Hace dos años estuvimos en contacto con él.
Le procuramos los fondos suficientes para que realizara ciertas investigaciones que
proporcionaren a nuestro departamento de guerra una nueva mira de cañón que se
alineaba por si sola y funcionaba por un principio magnético.
—Lo recuerdo muy bien.
—Webb murió hace una hora. La policía nos telefoneó porque en su cartera
encontró una caria nuestra —el rostro de Sangster se puso severo—. Las
circunstancias que rodean su muerte son muy extrañas. El forense mantiene que
murió de un ataque al corazón… y sin embargo expiró disparando al vacío.
—¿Disparando al vacío? —repitió Graham con incredulidad.
—Tenía en la mano una pistola automática y había disparado dos balas a la pared
de su oficina.
—¡Ah!
—Desde el punto de vista del bienestar de nuestro país y el progreso científico —
prosiguió Sangster, hablando con mucha ponderación—, la muerte de hombres como
Mayo y Webb tiene demasiada importancia para ser tratada con ligereza,
especialmente si intervienen circunstancias misteriosas. El caso de Webb parece ser el
más peculiar de los dos. Quiero que lo investigue. Me gustaría que usted,
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personalmente, examinara los papeles y documentos que haya dejado. Tal vez
encontremos en ellos algo de importancia.
—¡Pero si yo no tengo un puesto oficial en la policía! —protestó Graham.
—Se informará al oficial encargado del caso de que usted tiene autorización del
gobierno para examinar los papeles de Webb.
—Muy bien, señor —el rostro de Sangster se desvaneció del visor al colgar
Graham—. ¡Mayo! ¡Y ahora, Webb!
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su interés, nada a lo que pudiera atribuir un significado especial. Las cartas eran todas
normales, inocentes, casi aburridas. Su rostro demostró la decepción que sentía al
volverlas a colocar en su lugar.
Cerrando el escritorio dedicó su atención a una enorme caja fuerte empotrada en
la pared. Wohl sacó las llaves, diciendo:
—Estaban en su bolsillo derecho. Habría mirado la caja, pero me dijeron que lo
dejara para usted.
Graham asintió, metiendo una llave. La pesada puerta giró lentamente sobre sus
goznes, descubriendo el interior. Graham y Wohl lanzaron simultáneamente dos
exclamaciones. Frente a ellos colgaba una gran hoja de papel donde habían escrito
apresuradamente:
«La vigilancia eterna es el precio imposible de la libertad. Vean a Bjornsen si me
muero».
—¿Quién diablos es Bjornsen? —preguntó Graham, arrancando el papel de la
caja fuerte.
—No lo sé. Nunca he oído hablar de él —Wohl miró la hoja, francamente
perplejo, y dijo—: Démela. Tiene las marcas de algo que se escribió en otra hoja de
encima. Mire, las impresiones son bastante profundas. Voy a pedir que la sometan a
los rayos de luz paralela. Si tenemos suerte podremos leer lo que dice.
Graham le tendió la hoja. Wohl la llevó a la puerta y la entregó a los de afuera,
dándoles unas cuantas órdenes rápidas.
Emplearon la media hora siguiente en hacer un cuidadoso inventario del
contenido de la caja fuerte, tarea que no reveló nada, excepto que Webb era un
contador cuidadoso y que vigilaba atentamente el lado comercial de sus actividades.
Al recorrer la habitación, Wohl encontró un pequeño montoncito de ceniza en la
chimenea. Estaba convertido en un polvo fino y era imposible recuperarlo: era el
polvo de unas palabras poderosas, ahora más allá del alcance de todos.
—Las chimeneas son una reliquia del siglo veinte —declaró Wohl—. Por lo visto
conservaba esta para poder quemar en ella sus documentos. Evidentemente tenía algo
que ocultar. ¿Qué era? ¿De quién lo ocultaba? —el teléfono sonó y él se apresuró a
contestarlo, agregando—: Si es de la comisaría, quizá podrán contestarnos a esas
preguntas.
Era la comisaría. El rostro de un policía apareció en el visor, mientras Wohl
apretaba el botón del amplificador para que Graham pudiera oír también lo que decía:
—Se obtuvo el relieve de las palabras escritas sobre la hoja que nos envió —dijo
el policía—. Son muy incoherentes, pero a lo mejor significan algo para usted.
—Léamelas —ordenó Wohl, y escuchó impaciente mientras el policía le leía lo
siguiente, en una hoja escrita a máquina que tenía ante sí.
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del litoral con los campesinos. Los grados de fijación óptica tienen
que diferir. Lo estudiaré en la primera oportunidad. También tengo
que convencer a Fawcett de que me procure los datos de la incidencia
del bocio en los imbéciles, especialmente en los esquizofrénicos. Hay
mucha sabiduría en su casa de locos, pero es necesario
desenterrarla».
«Existe una relación real entre las cosas más inesperadas y más
varias. Los fenómenos tienen lazos de unión demasiado subrepticios
para ser percibidos. Bolas de fuego, perros que aullan y videntes que
no son tan simples como creemos. Inspiración, emoción y la eterna
maldad. Campanas que tañen sin que ninguna mano humana las
toque; barcos que se desvanecen en un mar soleado y sereno;
lemmings[1] que emigran al valle de las sombras. Discusiones,
ferocidad, estupideces rituales y pirámides con cimas invisibles.
Parecería una mezcolanza de pesadilla, digna de lo peor del
surrealismo…, si no supiera que Bjornsen tenía razón, ¡una terrible
razón! Es un cuadro que hay que mostrar al mundo… si se le puede
mostrar sin que haya una matanza».
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CAPÍTULO 2
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—Sí. La policía no ha podido localizarlo. No han tenido aún tiempo suficiente.
—¿Las autoridades postales no tienen ninguna carta de ese tal Bjornsen para
Webb?
—No. Ya pensamos en eso. El teniente Wohl se lo preguntó por teléfono. Ni el
cartero ni los que separan la correspondencia recuerdan haber visto cartas de alguien
llamado Bjornsen. Claro está que ese desconocido (quienquiera que sea) tal vez no le
envió ninguna carta o, si lo hizo, fue sin poner en el sobre el nombre del remitente. El
único correo de Webb son dos cartas convencionales de hombres de ciencia,
compañeros de estudios. La mayoría de los hombres de ciencia suelen mantener una
amplia pero irregular correspondencia con otros colegas, especialmente con los que
hacen trabajos de experimentación paralelos a los suyos.
—Lo que tal vez suceda con Bjornsen —sugirió Sangster.
—¡Buena idea! —Graham reflexionó un momento y luego tomó el teléfono;
marcó un número, apretó distraídamente el botón del amplificador y dio un respingo
cuando el receptor sonó con fuerza en su oído; dejando el receptor en el escritorio de
Sangster, dijo—: ¿Es el Smithsonian Institute? ¿Podría hablar con Mr. Harriman?
Harriman se puso al aparato y sus ojos obscuros se fijaron en la pantalla.
—¡Hola, Graham! ¿En qué puedo servirle?
—Walter Mayo ha muerto —le dijo Graham— e Irwin Webb también. Los dos
murieron esta mañana, con una hora de diferencia —el rostro de Harriman expresó el
pesar que sentía, mientras Graham le daba brevemente los detalles de las dos
tragedias—. ¿Conoce por casualidad algún hombre de ciencia llamado Bjornsen? —
le preguntó Graham.
—Sí. Murió el diecisiete.
—¿Murió? —Graham y Sangster se pusieron de pie, y el primero dijo fríamente
—: ¿Hubo algo anormal en su fin?
—No, que yo sepa. Era un hombre viejo; ya había vivido lo suyo. ¿Por qué me lo
pregunta?
—¡Oh, por nada! ¿No sabe nada más relativo a él?
—Era un hombre de ciencia sueco, especializado en óptica —le replicó Harriman,
visiblemente intrigado—, y hace doce años que había pasado de la madurez. Algunos
pensaban que estaba en la segunda niñez. Cuando murió se publicaron algunos
artículos necrológicos en los diarios suecos, pero no creo que se haya mencionado en
los de nuestro país.
—¿Algo más? —insistió Graham.
—No mucho. Era más bien obscuro. Si no recuerdo mal, comenzó a decaer
cuando se convirtió en el hazmerreír de todos por un ensayo que leyó en la
Conferencia Científica Internacional de Bergen, en el 2003. Estaba lleno de
disparates acerca de las limitaciones visuales, y hablaba de aparecidos, fantasmas o
algo así. Hans Luther también atrajo las iras sobre su cabeza, por ser el único hombre
de ciencia de cierta importancia que tomó en serio a Bjornsen.
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—¿Y quién es ese Hans Luther?
—Un hombre de ciencia alemán, muy inteligente. Ha muerto. Murió poco
después de Bjornsen.
—¿Qué, otro más? —exclamaron a la vez Graham y Sangster.
—¿Qué ocurre? —la curiosidad era la nota dominante en la voz Se Harriman—.
No esperarán que los hombres de ciencia vivan eternamente. Mueren exactamente
igual que los demás, ¿no es cierto?
—Cuando mueren como los demás —le replicó duramente Graham— lo sentimos
mucho, pero no sospechamos nada. Hágame un favor, Harriman. Procúreme una lista
completa de todos los hombres de ciencia de fama internacional que han muerto
desde el primero de mayo, junto con todos los detalles que pueda reunir acerca de
ellos.
Harriman parpadeó, sorprendido.
—Le telefonearé en cuanto pueda —prometió, y colgó; casi inmediatamente
volvió al aparato—. Me olvidé de decirle que, según parece, Luther murió en su
laboratorio de Dortmund mientras le daba no sé qué noticia absurda a un diario local.
Tuvo un ataque al corazón. Su muerte se atribuyó a demencia y agotamiento
cardíaco, producidos por exceso de trabajo.
Siguió al aparato, mirando el efecto que producía, esperando claramente que lo
informaran. Luego desistió y repitió:
—Le telefonearé en cuanto pueda —y colgó.
—Este asunto es cada vez más extraño, cuanto más lo investigamos —comentó
Sangster; se dejó caer en la silla, se echó atrás balanceándose y frunció el ceño,
disgustado—. Si las muertes de Mayo y Webb no fueron naturales, desde luego
tampoco fueron sobrenaturales. Así que la única alternativa posible es que se trata de
un homicidio.
—¿Por qué los iban a asesinar? —inquirió Graham.
—¡Ahí está lo malo! ¿Dónde se encuentra el motivo? ¡No existe, sencillamente!
Conozco media docena de países que pensarían que la amputación super-rápida de
los mejores cerebros de América sería un buen preludio de la guerra, pero cuando a
estos se mezclan también sabios suecos y alemanes (y quizá haya media docena más
de nacionalidades en la lista que está haciendo Harriman), la situación se vuelve tan
complicada que llega a un punto absolutamente fantástico —tomó las copias de las
notas de Webb y las agitó con abatimiento—. Tan fantástica como todo lo que dice
aquí —miró especulativamente al preocupado Graham—. Sus corazonadas nos
metieron en esta caza de Dios sabe qué. ¿No tiene ninguna idea en que apoyarlas?
—Ninguna —le confesó Graham—. Todavía no hemos descubierto los hechos
suficientes para formar la base de una teoría plausible. Tengo que buscar más
detalles.
—¿Dónde?
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—Voy a ver a ese tal Fawcett a quien Webb menciona en sus notas. Él podrá
decirme algo interesante.
—¿Conoce a Fawcett? —Sangster pareció sorprendido.
—Ni siquiera he oído hablar de él. Pero la doctora Curtis, que es medio hermana
de Webb, puede ponerme en contacto con él. Conozco bien a la doctora.
Una lenta sonrisa apareció en la cara de Sangster.
—¿Muy bien? —le preguntó.
—No todo lo bien que quisiera —replicó Graham sonriendo.
—¡Hum! ¡Así que esas tenemos! Mezclando el trabajo con el placer, ¿eh? —hizo
un gesto negligente—. ¡Oh, bueno, que tenga suerte! Si consiguiera algo más
substancioso que unas simples sospechas, podríamos pedir al FBI que colaborara en
el trabajo.
—Veré lo que puedo hacer —el teléfono sonó cuando Graham se dirigía a la
puerta; vaciló, con una mano en el picaporte, y agarró con la otra el receptor, lo puso
en el escritorio y apretó el amplificador.
Las facciones de Wohl aparecieron en la pantalla. No podía ver a Graham, que se
hallaba fuera del ángulo de visión de la cámara. Mientras hablaba tenía fijos los ojos
en Sangster.
—Webb debía tener la sarna.
—¿La sarna? —repitió confuso Sangster—. ¿Por qué?
—Porque se pintó con yodo el brazo izquierdo, desde el hombro al codo.
—¿Para qué diablos? —Sangster lanzó una mirada suplicante a Graham, que
estaba escuchando.
—No sé. No le pasaba nada en el brazo. Mi teoría es que le picaba, o que lo hizo
para satisfacer sus instintos artísticos —el duro rostro de Wohl se arrugó en una
sonrisa—. Todavía no han terminado la autopsia, pero creí que debía informarle de
eso. Cuando lo haya dejado por imposible, puedo contarle otra cosa igualmente
absurda.
—¡Dígala de una vez, hombre! —exclamó Sangster.
—Mayo también tenía la sarna.
—¿Quiere decir que se había pintado también el brazo?
—Sí, con yodo —confirmó Wohl, gozando maliciosamente con su sorpresa—. El
brazo izquierdo, desde el hombro al codo.
Mirando con fascinación la pantalla, Sangster lanzó un largo y profundo suspiro,
y diio: «¡Gracias!», y volvió a colgar el receptor, mirando con desesperación a
Graham. Y Graham dijo:
—Voy a seguir adelante.
La doctora Curtís tenía un aire estricto y profesional de tranquila eficiencia, que a
Graham le agradaba ignorar. También tenía unos rizos negros y espesos, y unas
curvas que a él le gustaba admirar con una franqueza que la doctora encontraba
molesta.
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—Irwin llevaba más de un mes portándose de un modo muy extraño —le dijo,
innecesariamente ansiosa de dirigir su atención al objeto de su visita—. No quiso
confiarse a mí, a pesar de que veía lo muy preocupada que estaba, porque me parece
que creía que era simple curiosidad femenina. El jueves pasado su actitud se acentuó
hasta tal punto que yo empecé a preguntarme si no estaría a dos dedos de un colapso
nervioso. Le aconsejé que se tomara un descanso.
—¿Ocurrió algo el jueves pasado que pudiera preocuparlo hasta ese extremo?
—Nada —le aseguró ella con confianza—. O nada que pudiera afectarlo de un
modo tan serio que llegara a perturbarlo. Claro está que tengo que reconocer que la
noticia de la muerte del doctor Sheridan lo alteró mucho, pero…
—Perdóneme —la interrumpió Graham—; ¿quién era Sheridan?
—Un antiguo amigo de Irwin; un científico inglés. Murió el jueves, según tengo
entendido de un ataque al corazón.
—¡Y siguen apareciendo! —murmuró Graham.
—¿Cómo dice? —la doctora Curtís abrió inquisitivamente sus grandes ojos
negros.
—Un simple comentario —se evadió él; inclinándose hacia ella, con sus
musculosas facciones muy tensas, le preguntó—: ¿Tenía Irwin algún amigo o
conocido llamado Fawcett?
Ella abrió aún más los ojos.
—¡Oh, sí! El doctor Fawcett, especialista interno del Manicomio del Estado. ¿Me
imagino que no tendrá nada que ver con la muerte de Irwin?
—Absolutamente nada —él se dio cuenta de la perplejidad que ahora vencía a su
fingida tranquilidad habitual; sintió deseos de aprovecharse de ella y hacerle unas
cuantas preguntas más, pero un aviso subconsciente, una sutil advertencia le hizo
desistir; pensando que era un estúpido al obedecer a sus impulsos interiores,
prosiguió—: Mi departamento se interesa especialmente en el trabajo de su hermano
y su desgraciado fin nos ha dejado frente a varios asuntos que necesitan aclararse.
Aparentemente satisfecha, le tendió su mano fría.
—Permítanme que les ayude en lo que pueda.
Él retuvo la mano hasta que ella se soltó.
—Me ayuda elevando mi moral —le replicó bromeando.
Al salir bajó las escaleras que llevaban al quirófano del piso veinte y llegó al
camino aéreo que pasaba entre los enormes edificios, a una altura de cien metros
sobre el suelo.
Un giroauto de la policía dobló veloz una esquina y se detuvo ante el quirófano,
en el mismo instante en que Graham bajaba los escalones. El teniente Wohl asomó la
cabeza por una de las ventanillas.
—Sangster me dijo que estaba aquí. He venido a buscarle.
Entrando en el veloz vehículo, Graham preguntó:
—¿Ha ocurrido algo más? Parece un perro de caza, siguiendo un rastro.
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—Uno de los muchachos descubrió que las últimas llamadas de Webb y Mayo
fueron dirigidas a un sabio llamado profesor Dakin —apretó el botón del acelerador,
y el vehículo de dos ruedas se puso en marcha; el giróscopo, encerrado en su caja,
emitía un leve zumbido—. Ese tal Dakin vive en William Street, cerca de su casa de
usted. ¿Lo conoce?
—Como a mis propias manos. Usted debería conocerlo también.
—¿Yo? ¿Por qué? —Wohl dio vuelta al velante y dobló una esquina del camino
aéreo con el descuido propio de un policía; el giroauto se mantuvo rígidamente en su
posición, mientras sus ocupantes rodaban hacia un lado. Graham se asió a la
barandilla. Otros cuatro conductores que había en aquel momento en el camino aéreo
se llevaron un susto terrible y los miraron furiosos, mientras pasaban veloces como
rayos por su lado.
—¿Cuándo abandonó la policía el método de los moldes? —preguntó Graham
cuando recuperó el aliento.
—Hace cinco años —le contestó Wohl—. Ahora tornamos impresiones
fotográficas con unas cámaras estereoscópicas. Las impresiones sobre las superficies
fibrosas se toman en relieve por medio del rayo de luz paralela.
—Lo sé muy bien. Pero ¿por qué se usa ahora ese método?
—Porque es más práctico y absolutamente exacto.
—Siga adelante —le sugirió Graham.
—Se usa desde que se descubrió un medio de medir la profundidad
estereoscópica empleando el… ¡diablos! —lanzó una rápida mirada de excusa a su
pasajero y concluyó—: Vernier estereoscópico de Dakin.
—Exactamente. Ese Dakin es el hombre que lo inventó. Mi departamento
financió los trabajos preliminares. Muchas veces nuestro dinero produce buenos
resultados.
Wohl se guardó los comentarios y se concentró en el manejo de su máquina.
William Street se deslizaba rápidamente hacia ellos; sus rascacielos parecían gigantes
que se aproximaban.
Dando una brusca vuelta que arrancó un grito de goma atormentada a la rueda
posterior, el giroauto bajó del camino aéreo y entró en una de las espirales de
descenso, girando tan rápidamente que mareaba.
Llegaron al nivel del suelo a una velocidad extraordinaria y Wohl exclamó,
estirándose:
—¡Esas espirales me entusiasman!
Graham se tragó el comentario apropiado, porque su atención, estaba fija en el
giroauto, bajo y largo, de aluminio bronceado, que se aproximaba. Procedía de
William Street, pasó con un audible silbido de aire rasgado y subió por la rampa de la
espiral que ellos acababan de dejar. Al pasar a su lado, los ojos agudos de Graham
pudieron ver el rostro pálido y alterado de su conductor, que miraba fijamente por el
plastividrio del parabrisas.
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—¡Ahí va! —exclamó apresuradamente—. ¡Pronto, WohI! ¡Aquel era Dakin!
Haciendo girar frenéticamente el volante, mientras el giroauto daba la vuelta,
Wohl aumentó la corriente de la potente dínamo. El vehículo corrió hacia adelante, se
metió en un hueco estrecho que dejaban dos autos que bajaban y subió a toda
velocidad la rampa.
—Debe estar unas seis vueltas más arriba, cerca del final —supuso Graham.
Asintiendo con un gruñido, Wohl tiró de los controles mientras el rápido vehículo
subía a toda velocidad la espiral. En la quinta vuelta se encontraron detrás de un
antiguo automóvil de cuatro ruedas, que ocupaba el centro del camino y subía
laboriosamente a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora.
Improvisadamente, Wohl dio una demostración de las grandes ventajas mecánicas
de los vehículos de dos ruedas con propulsión en ambas. Lanzando una maldición
violenta se apartó, aumentó la corriente y pasó junto al anticuado obstáculo a ochenta
por hora, dejando al chófer temblando en el volante.
Como una monstruosa bala plateada, el vehículo salió de la espiral al camino
aéreo, ahuyentando a cierto número de máquinas particulares, a las que dejó atrás. El
velocímetro marcaba ciento cuarenta y cinco.
Un kilómetro más allá vieron a su perseguido que corría a toda velocidad por la
elevada arteria, manteniendo su ventaja.
Wohl movió la palanca de energía de emergencia y gruñó:
—Esto va a destrozar las baterías.
El giroauto siguió adelante hasta que la aguja del velocímetro se detuvo
temblorosa por encima de ciento sesenta. La caja del giróscopo lanzaba un zumbido
furioso como si dentro de ella estuvieran presas un millón de abejas. Ciento setenta y
seis. Los soportes tubulares de acero de la barandilla del camino aéreo pasaban como
una valla sólida, sin intervalos aparentes entre ellos. Ciento noventa y dos.
—¡La cresta de la Gran Intersección! —gritó Graham, como aviso.
—Si llega a ella a esta velocidad disparatada dará un salto de más de treinta
metros —gruñó Wohl, entornando los ojos para mirar hacia delante ansiosamente—.
Su giróscopo le hará caer bien, pero sus gomas van a reventar, por lo menos una.
¡Conduce como un loco!
—Por eso no me cabe duda de que ocurre algo que no debía ocurrir —la fuerza
centrífuga obligó a Graham a contener el aliento, mientras pasaban junto a otro
decrépito auto de cuatro ruedas, cuyo conductor logró gesticular en la fracción de
segundo aprovechable.
—Deberían prohibir que los cacharros esos anduvieran por los caminos aéreos —
gruñó Wohl. Miró hacia delante. La brillante forma del vehículo que perseguían
torcía por la curva amplia que llevaba a la Gran Intersección—. Apenas hemos
ganado cien metros. Va a toda velocidad y tiene un modelo de deporte especial.
Cualquiera creería que alguien lo persigue.
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—Nosotros —dijo fríamente Graham. Sus ojos buscaron el espejo retrovisor
mientras reflexionaba acerca de la posibilidad de que a Dakin lo persiguiera alguien
más que ellos. ¿De qué huiría Dakin? ¿De qué había querido huir Mayo cuando se
tiró por la ventana? ¿A qué disparaba Webb como acto de desafío en el momento en
que murió? ¿Qué había acabado con Bjornsen y qué hizo expirar a Luther con una
frase incoherente en los labios?
Dejó aquella especulación poco fructífera, se fijó en que el camino estaba libre de
otros perseguidores, y levantó los ojos cuando algo proyectó una sombra obscura
sobre el techo transparente del giroauto. Era un helicóptero de la policía, que colgaba
de una hélice de rotación estacionaria y cuyas ruedas de aterrizaje se hallaban a
menos de un metro del auto.
Las dos máquinas corrieron a la misma velocidad durante unos segundos. Wohl
señaló con dedo autoritario la estrella policial que había en la cubierta del auto y
luego les indicó con el gesto el que corría desesperadamente delante de ellos.
El piloto del helicóptero, después de darle a entender que le comprendía, ganó
altura y velocidad. Pasando por encima de los más altos tejados, el aparato atravesó
rugiendo el aire, en un intento desesperado de acortar camino y llegar antes que
Dakin a la intersección.
Sin acortar en lo más mínimo el paso, Wohl llegó a la curva a ciento noventa por
hora. Las gomas chillaron al sentir la atracción hacia un lado. Graham se apoyó
pesadamente en la puerta más cercana; el pesado cuerpo de Wohl se le había echado
encima, oprimiéndolo.
Mientras la fuerza centrífuga los mantenía en aquella actitud, y el torturado
giróscopo se esforzaba por mantener la máquina en la debida posición, las gomas
abandonaron la batalla y el auto describió un terrible ocho doble. Se deslizó hacia
atrás por el cemento, por el grueso de un pelo no chocó con un faetón perezoso que
venía detrás, pasó como una centella por entre otros dos giroautos, arrancó el
guardabarros de un bamboleante auto de cuatro ruedas y golpeó contra uno de los
costados. Milagrosamente, la barandilla resistió.
Wohl se quedó con la boca abierta como un pez, tratando de beber un poco de
aire. Señaló con la mano el lugar donde el camino aéreo se curvaba sobre otra ruta
elevada, cruzándola en ángulo recto.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Mire eso!
Desde el punto donde se encontraban, a unos cuatrocientos metros, parecía como
si la parte más alta del arco dividiera en dos partes iguales las pequeñas ventanas de
un imponente edificio que había detrás. La máquina de Dakin se hallaba precisamente
en el centro de la cresta, mientras el helicóptero de la policía revoloteaba impotente
sobre ella.
El auto no se hundió en perspectiva detrás de la cresta, como debería haber hecho
en circunstancias normales. Pareció que flotara lentamente en el aire hasta llegar a la
parte alta de las ventanas divididas, descubriendo una línea de cristales entre sus
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ruedas y la parte alta del arco. Durante un largo segundo permaneció allí, debajo del
helicóptero, suspendido aparentemente en el aire, desafiando la ley de la gravedad.
Luego, con la misma extraña lentitud, desapareció de la vista.
—¡Un disparate! —exclamó Graham, enjugándose la frente—. ¡Un completo y
total disparate!
Bajó la ventanilla, hasta que una profunda hendidura del plastividrio le impidió
seguir bajándola. Los dos hombres escucharon atentamente, inquietos. Desde la
elevación llegó hasta ellos un ruido breve y agudo de metal que se destroza, unos
segundos de silencio, luego un golpe ahogado.
Sin decir palabra, salieron dificultosamente del averiado giroauto, y echaron a
correr por el camino aéreo, hasta llegar al amplio y suave arco. Encontraron una
docena de vehículos, en su mayor parte modernos gíroautos, detenidos junto a una
rotura de la barandilla que tendría unos diez metros. Los conductores, pálidos como
la muerte, agarraban los retorcidos postes, inclinándose, tratando de ver en el
profundo abismo que había a sus pies.
Graham y Wohl se abrieron paso entre ellos y miraron hacia abajo. Allá, en el
lado opuesto de la calle situada frente al camino aéreo más bajo, un montón informe
de metal formaba un trágico bulto en la acera. La fachada del edificio que alzaba allí
sus diez pisos, mostraba las marcas que había dejado el vehículo destrozado en su
descenso. Los surcos del camino del olvido.
Un conductor de auto exclamaba con voz agitada, sin dirigirse a nadie en
particular:
—¡Terrible! ¡Terrible! ¡Debe de haber perdido el sentido! Salió como una bala de
un cañón monstruoso, rompió la barandilla y fue a dar contra el edificio. Yo le oí caer
ahí —se humedeció los resecos labios—. ¡Que golpe más espantoso!
El que hablaba exponía en voz alta las emociones de los demás. Graham sentía su
espanto, su horror. Sentía también la excitación, la sed sádica, el estremecimiento del
alma corporativa del inevitable grupo que se había reunido cien metros más abajo. El
histerismo de las multitudes es contagioso (pensó), y lo sintió subir como un invisible
incienso infernal. Uno podía emborracharse con él. Los hombres que individualmente
son sobrios, pueden embriagarse colectivamente; embriagarse con las emociones de
la masa. Las emociones, ¡el tóxico invisible!
Otra sensación dispersó esos mórbidos pensamientos mientras seguía mirando
hacia abajo, fascinado: una sensación de miedo culpable, como la del hombre que
tiene opiniones peligrosas y punibles en algún país donde se cuelga a los hombres
que no piensan como los demás. La sensación era tan fuerte y enfática que tuvo que
hacer un gran esfuerzo para disciplinar su mente. Apartando su mirada de la escena,
dio un codazo a Wohl.
—Aquí no nos queda nada que hacer. Hemos llegado al final del camino de
Dakin, eso es todo. Vámonos.
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De mala gana se apartó Wohl del agujero. Al ver que el derrotado helicóptero
aterrizaba en el camino aéreo, se apresuró hacia él.
—Wohl, de la brigada de homicidios —dijo brevemente—. Llame a la comisaría
de Center Street por onda corta y pídales que se lleven mi giroauto para repararlo. Yo
les informaré por teléfono enseguida.
Volvió adonde se hallaba el grupo de conductores, los interrogó y encontró a uno
que iba a William Street. Su auto era un antiguo vehículo de cuatro ruedas, capaz de
hacer ochenta ruidosos kilómetros por hora. Wohl aceptó la ayuda con la conveniente
condescendencia y subió arrugando la nariz con un gesto de disgusto.
—Algunos se adelantan a su época, otros se mueven con ella y otros se quedan
simplemente rezagados —tiró desdeñosamente del gastado cuero artificial sobre el
que estaba sentado—. Esta preciosidad no ha cambiado desde que Tut construyó las
pirámides.
—Tut no las construyó —le contradijo Graham.
—El hermano de Tut, entonces. O su tío. O su contratista. ¿Qué importa? —su
cabeza fue lanzada hacia atrás cuando el conductor, al embragar, hizo crujir el
automóvil, que dio un salto hacia delante. Wohl lanzó una maldición, ofendido, y le
dijo a Graham—: Consiento en que me maneje de esta manera porque soy un simple
esclavo y tengo que hacer lo que me mandan. Pero aún no tengo la menor noción de
lo que busca, si es que anda buscando algo. ¿Sabe su departamento algo especial que
no deba divulgarse?
—No sabemos más que usted. Todo comenzó con unas vagas sospechas mías, que
mis superiores respaldan —miró especulativamente el rajado y amarillento parabrisas
—. Fui el primero en oler gato encerrado. Y para castigo mío, tengo que
descubrirlo… o cantar la palinodia.
—Bueno, veo que tiene el valor de llevar adelante sus corazonadas —dio un salto
en su asiento y se quejó—. ¡La policía de servicio, en este cacharro! Bueno, a esto
venimos a parar. Todos tenemos que morir, y hasta nosotros vinimos a terminar en un
furgón —volvió a dar otro salto, fuerte—. Por el cariz que están tomando las cosas,
estoy viendo que voy a terminar loco. Pero, hasta entonces, seguiré con usted.
—Gracias —le respondió Graham sonriendo; observó a su compañero—. A
propósito, ¿cómo se llama usted?
—Art.
—Gracias, Art —se corrigió.
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CAPÍTULO 3
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—Ninguno de los que usted anda buscando funciona tan bien. ¿Es accionista de
alguno de los cementerios locales? —le preguntó burlón Wohl—. Cuando voy con
usted me queda un consuelo.
—¿Cuál?
—Que moriré con las botas puestas.
Graham sonrió y no dijo nada. El auto aumentó de velocidad. Veinte minutos más
tarde rozaban casi la barandilla al dar una vuelta. Graham seguía callado. Siguieron
veloces hacia el norte y llegaron a Albany en dos horas; una buena velocidad, incluso
para Wohl.
—Esto se encuentra fuera de mi esfera oficial —comentó Wohl mientras se
detenían ante la puerta del edificio—. Así que no puede considerarme en servicio
activo. Simplemente me ha traído como amigo.
El nuevo Manicomio del Estado elevaba su arquitectura severa y ultramoderna en
una extensión algo mayor de un kilómetro cuadrado y que en otros tiempos había
sido parque. No cabía duda de que el doctor Fawcett era el miembro más importante
de la institución.
Era un hombrecillo delgado, con una gran cabeza calva y una cara en forma de
triángulo terminada por una perilla puntiaguda; sus ojillos coléricos y de párpados
arrugados miraban tras los cristales de unos lentes sin montura.
Su cuerpecito resultaba aún más pequeño detrás de un escritorio del tamaño de un
campo; muy erguido en su asiento agitaba en una mano la copia de las anotaciones de
Webb, que le había entregado Graham. Al hablar lo hacía con el aire autoritario de la
persona cuyos deseos son órdenes, cuyas opiniones son la esencia de la razón pura.
—Una revelación muy interesante del estado mental de mi pobre amigo Webb.
¡Muy triste, muy triste! —quitándose los lentes los empleó para golpear con ellos el
papel, dando mayor énfasis a sus palabras—. Ya sospechaba que padecía una
obsesión, pero le confieso que nunca creí que estuviera tan desequilibrado.
—¿Qué le hizo sospecharlo? —le preguntó Graham.
—Soy un ajedrecista entusiasta. Webb lo era también. Nuestra amistad
descansaba solamente en nuestra afición al juego; teníamos muy pocas cosas en
común. Webb era un físico y su trabajo no tenía la menor relación con los desórdenes
mentales; no obstante, de repente mostró un ávido interés por el tema. A petición
suya, le permití que visitara el manicomio y observara a algunos de nuestros
enfermos.
—¡Ah! —Graham se inclinó hacia él—. ¿No le dio alguna razón de ese interés
repentino?
—No me la dio, ni yo se la pedí —le replicó secamente el doctor Fawcett—. Los
enfermos que le interesaban eran aquellos que padecían ilusiones consecuentes,
además de una manía persecutoria. Particularmente, se concentró en los
esquizofrénicos.
—¿Y qué es eso? —intervino inocentemente Wohl.
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El doctor Fawcett alzó las cejas.
—Personas que padecen esquizofrenia, claro está.
—Sigo sin enterarme —insistió Wohl.
—Son egocéntricos esquizoides —dijo el doctor Fawcett con expresión de
inefable paciencia.
Haciendo un gesto de derrota Wohl gruñó:
—Un loco es siempre loco, se le llame como se le llame.
Fawcett lo miró con disgusto.
—Veo que es una criatura de preconceptos dogmáticos.
—Soy un policía —dijo Wohl parpadeando—. Y me doy cuenta perfectamente
cuando quieren tomarme el pelo.
—Debe perdonar nuestra ignorancia, doctor —intervino suavemente Graham—.
¿No podría explicárnoslo en términos menos técnicos?
—Los esquizofrénicos —dijo Fawcett, hablando como el que le habla a un niño—
son personas que padecen un tipo especial de trastorno mental que hace un siglo se
llamaba demencia precoz. Tienen una personalidad disociada y la parte dominante de
esa personalidad vive en un mundo de fantasía que les parece infinitamente más real
que el de la realidad. Aunque existen muchas formas de demencia que se caracterizan
por alucinaciones que varían en detalle e intensidad, el mundo fantástico del
esquizofrénico es vivido e invariable. Para decírselo del modo más elemental posible,
siempre sufren la misma pesadilla.
—Ya —comentó Graham, vacilante.
Poniéndose los lentes con meticuloso cuidado, Fawcett se levantó.
—Voy a enseñarles uno de los pacientes por el que Webb se interesaba.
Los hizo atravesar una puerta y los condujo, por una serie de corredores, al ala
este del manicomio. Una vez allí, se detuvo ante un grupo de celdas y les indicó una
con un gesto.
Miraron por un pequeño ventanillo enrejado y vieron que en el interior había un
hombre desnudo. Se hallaba de pie junto a su cama, con las piernas muy separadas y
sacando el vientre, anormalmente distendido. Los espantosos ojos del paciente
estaban fijos en su vientre con firme e infernal concentración.
Fawcett murmuró rápidamente.
—Una de las peculiaridades de la esquizofrenia consiste en que la víctima
encuentra con frecuencia una postura, a veces obscena, que puede mantener sin
moverse durante un tiempo imposible para el ser humano normal. Tienen fases en que
se convierten en estatuas vivas, repulsivas con frecuencia. Este caso particular es un
típico poseur. Su mente alterada le ha convencido de que tiene un perro vivo en el
interior del abdomen y se pasa horas enteras esperando el menor síntoma de
movimiento.
—¡Santo Dios! —exclamó Graham espantado.
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—Una alucinación característica, se lo aseguro —dijo Fawcett profesionalmente
impasible. Miró a través de los barrotes, como si estuviera observando
académicamente a un insecto clavado con un alfiler—. Los comentarios irracionales
de Webb acerca de ese caso, me hicieron pensar que era ligeramente excéntrico.
—¿Cuál fue la reacción de Webb? —Graham miró de nuevo a la celda y luego
apartó gustoso los ojos de ella; estaba pensando lo mismo que Wohl… ¡si Dios no lo
remedia, así acabaré yo!
—Le fascinaba este enfermo, y me dijo: «Fawcett, ese pobre diablo ha sido
llevado de un lado para otro por estudiantes de medicina invisibles. Es un resto
mutilado, que han tirado por inservible los supervivisectores» —Fawcett se acarició
la perilla, con gesto tolerante y divertido—. Melodramático, pero completamente
ilógico.
Un escalofrío recorrió el musculoso cuerpo de Graham. A pesar de sus nervios de
acero se sentía enfermo. Wohl tenía también la cara pálida, y los dos se sintieron
interiormente aliviados cuando Fawcett los condujo de nuevo a su despacho.
—Le pregunté a Webb qué diablos quería decir con aquello —prosiguió el doctor
Fawcett, imperturbable—, pero se limitó a reír desagradablemente y me citó ese
adagio de que cuando la ignorancia es una bendición es una locura querer ser sabio.
Una semana más tarde me telefoneó en un estado de gran excitación y me preguntó si
podía proporcionarle datos relativos a la incidencia del bocio en los imbéciles.
—¿Se los consiguió?
—Sí —Fawcett buscó algo debajo de su enorme escritorio, abrió un cajón y sacó
un papel—. Los tenía aquí listos para él. Como ha muerto, los informes llegan
demasiado tarde —y le entregó el papel a Graham.
—¡Cómo! —exclamó Graham mirándolo—, aquí se declara que no hay ni un solo
caso de bocio entre los dos mil pacientes de este manicomio. Los demás manicomios
informan que en ellos la enfermedad es desconocida o extremadamente rara.
—Lo cual no significa nada. Solo sirve como evidencia negativa de que los
imbéciles no son propensos a una enfermedad que no es muy común —miró a Wohl y
dijo con tono ligeramente ácido—: Cuando una enfermedad no es muy común es
porque hay muy pocas gentes susceptibles de padecerla. Probablemente los mismos
datos pueden aplicarse a dos mil chóferes, vendedores de pintura… o policías.
—Cuando tenga bocio le avisaré —prometió hoscamente Wohl.
—¿Cuál es la causa del bocio? —intervino Graham.
—Una deficiencia de yodo —dijo inmediatamente Fawcett.
¡Yodo! Graham y Wohl se miraron sobresaltados, antes de que el primero
preguntara:
—¿El exceso de yodo tiene algo que ver con la imbecilidad?
Fawcett se echó a reír abiertamente, temblándole la barba.
—Si fuera así, habría muchos idiotas entre los marineros, que comen alimentos
ricos en yodo.
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Un mensaje pasó abrasador por el cerebro de Graham. El rostro de Wohl
demostraba que estaba pensando lo mismo. Un mensaje ilógico del muerto.
Los marineros son notoriamente propensos.
¿Propensos a qué? ¿A las alucinaciones y a las supersticiones marítimas basadas
en esas alucinaciones? La serpiente marina, las sirenas, el holandés errante, las
ondinas y los seres pálidos e hinchados que se apoderan de las almas y cuyos rostros
pegajosos suben y bajan en la estela que brilla a la luz de la Luna…
Hay que extender la idea y procurarse los datos que permitan comparar a los
habitantes del litoral con los campesinos.
Con un gesto forzadamente casual, Graham recogió las notas de Webb del
escritorio.
—Gracias, doctor. Nos ha ayudado mucho.
—No vacilen en comunicarse conmigo si creen que puedo servirles para algo más
—les advirtió Fawcett—. Si acaso llegan a averiguar la causa del desdichado estado
de Webb, les agradeceré que me pongan al corriente de los detalles —su breve risa
era más de frialdad que de excusa—. Todos los análisis competentes de una
alucinación son contribuciones valiosas al conocimiento del conjunto.
Volvieron a New York tan aprisa como habían venido, y su reflexivo silencio se
rompió solo cuando Wohl dijo:
—Este asunto me hace pensar que se trata de una epidemia de locura temporal
entre los científicos que han trabajado demasiado con el cerebro.
Graham gruñó, por todo comentario.
—El genio está emparentado con la locura —insistió Wohl, decidido a reforzar su
teoría—. Además, la ciencia no puede seguir progresando constantemente, sin que
algunos de los mejores cerebros se extravíen cuando se esfuerzan por abarcarlo todo.
—Ningún hombre de ciencia trata de saberlo todo. La ciencia es demasiado
amplia para un cerebro solo, y por eso cada hombre de ciencia es un especialista en
su propio campo, aunque tal vez sea un completo ignorante de las cosas que están
fuera de él.
Wohl gruñó a su vez. Se concentró en el auto, sin lograr por ello mejores
resultados en las esquinas y no dijo una palabra más hasta llegar a la casa de Graharn.
Allí dejó a su pasajero con un breve:
—Hasta mañana, Bill —y se alejó velozmente.
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—Le hablo del Smithsonian —respondió el otro—. Mr. Harriman me dejó anoche
un recado para usted, pero no conseguimos encontrarlo.
—Estaba en Albany. ¿Cuál es el mensaje?
—Mr. Harriman me encarga que le diga que ha hablado con todas las agencias
noticiosas, y que estas le han informado que en las últimas cinco semanas han
fallecido dieciocho hombres de ciencia. Siete eran extranjeros y once americanos. El
número es unas seis veces superior a lo normal, porque las agencias rara vez
informan de más de tres muertes por mes.
—¡Dieciocho! —exclamó Graham, mirando el rostro reflejado en el visor—.
¿Tiene sus nombres?
—Sí —el joven se los dictó y Graham los fue copiando; luego le dio sus
respectivas nacionalidades—. ¿Algo más, señor?
—Dele las gracias a Mr. Harriman y pídale que me llame a mi oficina a la hora
que le resulte conveniente.
—Muy bien, Mr. Graham —el joven desconectó, dejándolo sumido en hondas
reflexiones.
—¡Dieciocho!
Al otro extremo de la habitación, el gong del receptor de telenoticias sonó
suavemente. Graham fue hacia él, levantó la tapa y descubrió la pantalla que en su
aparato transmitía las ediciones del New York Sun.
La edición matutina del Sun comenzó a pasar lentamente por la pantalla, mientras
Graham la miraba desatento. De repente, sus miradas se clavaron en ella y se
concentró completamente en la transmisión al ver aparecer un titular:
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Y el segundo:
Las dos noticias eran superficiales y se limitaban a decir que «la policía estaba
haciendo investigaciones».
Wohl se presentó en aquel momento. Entró apresuradamente en el departamento
con los ojos resplandecientes. Con gesto breve apartó el Sun, diciendo:
—Lo he visto.
—¿Por qué está tan excitado?
—Mi corazonada —se sentó, respirando pesadamente—. Usted no es el único que
tiene corazonadas —sonrió, como excusándose—. Han efectuado las autopsias. Mayo
y Webb estaban llenos de estupefacientes.
—¿De veras? —preguntó incrédulamente Graham.
—De mescal —prosiguió Wohl—. Una forma especial de mescal, altamente
refinada. Sus estómagos contenían fuertes cantidades —se detuvo para recobrar el
aliento—. Y en sus ríñones había mucho azul de metileno.
—¡Azul de metileno! —la mente de Graham luchaba en vano por sacar alguna
conclusión racional de esa información.
—Los muchachos siguieron esas pistas inmediatamente. En los laboratorios de
Mayo, Webb y Dakin encontraron mescal, azul de metileno y yodo. Nosotros mismos
podíamos haberlos encontrado, si hubiéramos sabido lo que debíamos buscar.
Graham asintió.
—Lo normal, entonces, es imaginarse que la autopsia de Dakin habría producido
el mismo resultado.
—Eso creo —aprobó Wohl—. Los muchachos han descubierto también que lo
que estaba destilándose en el horno de Mayo era cáñamo indio. Dios sabe cómo lo
obtuvo, pero eso era. Por lo visto estaba experimentando con otros estupefacientes,
además del mescal.
—Si lo hacía —declaró positivamente Graham— sería solamente como
experimento científico. Mayo no fue nunca un toxicómano.
—Así parece —replicó secamente Wohl.
Graham le entregó la lista que le había dado Harriman.
—Mire eso. Según el Smithsonian, esos dieciocho hombres murieron en las
últimas cinco semanas. La ley de los promedios sugiere que quizá tres o cuatro de
esas muertes eran normales e inevitables —se sentó en una esquina de la mesa y se
puso a balancear las piernas—. Pero, a su vez, sugiere que las demás no lo eran. Y
también significa que estamos mezclados en algo mucho más importante de lo que
parecía a primera vista.
Mientras repasaba la lista, Wohl comentó:
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—No solo importante, sino absurdo. Todos los casos de estupefacientes tienen sus
aspectos absurdos. Este es algo tan increíble, que lo tengo clavado en la cabeza desde
anoche —hizo una mueca—. No puedo olvidarme del tipo que vimos en la celda…
embarazado de un perro.
—Olvidémoslo por el momento.
—¡Ojalá pudiera!
—Lo que tenemos hasta ahora —prosiguió pensativo Graham— nos plantea
varias preguntas, cuyas respuestas podrían conducirnos a alguna parte —señaló con
el dedo la lista que Wohl tenía aún en la mano—. No sabemos sobre qué base
establecen esas agencias su porcentaje de tres. ¿Lo hacen a lo largo de los últimos
doce meses, de los últimos cinco años, o de los últimos veinte? Si es un porcentaje a
largo término, y las muertes de este último mes son seis veces superiores, ¿cuáles
fueron las defunciones que hubo el último mes y el último año? En otras palabras,
¿cuál es el total de muertes desde que comenzaron? ¿Y a qué se debe su comienzo?
—Comenzaron con el primer suicidio —declaró Wohl—. Los demás no fueron
más que imitadores —le devolvió la lista—. Mire alguna vez un archivo policial.
Verá como en distintas ocasiones el asesinato o el suicidio se convierten en algo
temporalmente contagioso. Un crimen espectacular y que tenga publicidad, induce a
cometer varios más del mismo tipo.
—Desde el comienzo he dicho que no se trata de suicidios, y lo mantengo.
Conocía muy bien a Mayo y a Dakin, a Webb lo conocía de nombre. No pertenecían
al tipo psicológico capaz de destruirse a sí mismo, ni aunque estuvieran llenos de
estupefacientes.
—Esa es la cuestión —declaró terca y enfáticamente Wohl—. Usted los conoció
sobrios, no cuando estaban llenos de ellos. Un tipo que se atraca de tóxicos no es el
mismo de antes, sino otra persona distinta. Es capaz de cualquier cosa, incluso de
disparar al aire o de tirarse por una ventana.
—Se lo concedo —Graham parecía preocupado mientras se guardaba la lista en el
bolsillo—. Lo que me intriga es lo del mescal.
—A mí no. El tráfico de estupefacientes se propaga por recomendación personal.
Me imagino que algún hombre de ciencia, medio enloquecido por el excesivo trabajo,
encontró un estimulante, más peligroso de lo que creía. Lo empleó, se lo sugirió a los
demás y algunos lo probaron. Quizá durante algún tiempo les dio resultado pero,
como el arsénico, su efecto es acumulativo. Se fue acumulando en su interior hasta
que acabó por idiotizarlos, uno tras otro —extendió las manos—. ¡Ahí lo tiene!
—¡Ojalá fuera tan sencillo! Pero hay algo dentro de mí que me dice que no es así.
—Algo que tiene dentro… —dijo burlón Wohl—. ¡Otro perro!
Preocupado, Graham lanzó una mirada al Sun, que seguía proyectándose en la
pantalla. Abrió la boca para contestar debidamente, pero la cerró sin hablar. De
repente se había fijado en las palabras que aparecían en la pantalla. Se levantó,
mientras Wohl seguía su mirada:
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FIN DE UN FAMOSO ESPECIALISTA
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CAPÍTULO 4
Como de costumbre, más de la mitad del centenar de testigos que habían presenciado
la muerte de Stephen Reed había desaparecido sin dejar rastros. Alguien había
llamado precipitadamente a un policía, el agente había telefoneado a su comisaría y
un periodista que allí se hallaba había pasado la noticia al Sun.
Tardaron dos horas en descubrir a tres testigos. El primero era un hombre
rechoncho, de cara gruesa y sudorosa.
—Pasaba junto al hombre ese, sin hacerle mucho caso —le dijo a Graham—.
Tengo preocupaciones de sobra, ¿sabe? De repente lanzó un aullido terrible, hizo una
especie de danza y se metió entre el tráfico.
—¿Y luego?
—Me imaginé lo que iba a ocurrir y miré hacia otro lado.
El siguiente testigo era una rubia gorda. Estaba muy nerviosa. En la mano tenía
un pañuelito, y mientras hablaba mordisqueaba nerviosamente una de sus puntas.
—Me dio un vuelco el corazón. Avanzaba como quien ve un fantasma. Me
imagino que lo vería. Gritó, agitó los brazos y se lanzó como un loco a la calle.
—¿Oyó lo que gritaba? —le preguntó Graham.
Ella mordió de nuevo el pañuelo. Sus pálidos ojos azules tenían una mirada de
espanto.
—Me trastornó tanto que no lo comprendí. Gritaba ronca y ásperamente, con
todas sus fuerzas. Creo que era algo así como: «¡No! ¡No! ¡Por el amor de Dios, no!»,
y otros disparates por el estilo.
—¿No vio nada que pudiera darle motivo para comportarse así?
—No. ¡Eso era lo peor de todo! —volvió a morder el pañuelo, mirando a todas
partes, como si quisiera ver lo invisible.
—Antes de una semana empezará a consultar adivinas —comentó Wohl cuando
la rubia se fue.
El tercer testigo, un hombre suave y bien vestido, de voz agradable, dijo:
—Me fijé en Mr. Reed que venía hacia mí, con una mirada muy extraña. Tenía los
ojos brillantes y vidriosos, como sí se hubiera puesto en ellos belladona.
—¿Qué? —intervino Wohl con curiosidad.
—Belladona, como nos ponemos nosotros en el teatro.
—¡Oh! —exclamó Wohl.
—Miraba con inquietud a todos lados, arriba y abajo, y a su alrededor. Parecía
asustado por algo. Pensé que buscaba una cosa que no quería encontrar.
—Siga —le instó Graham.
—Conforme se acercaba a mí, su rostro se puso pálido. Parecía invadido de un
terror fuerte y repentino. Hizo unos gestos desesperados, como el que intenta parar un
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golpe fatal, gritó algo incoherente y corrió al medio de la calle —el testigo se encogió
de hombros, fatalista—. Un camión de veinte toneladas lo atropello. Sin duda, murió
instantáneamente.
—¿No oyó lo que decía?
—Lo siento: no.
—¿No había nada que indicara el porqué de ese terror?
—Nada —aseguró con autoridad el otro—. El incidente me impresionó tanto que
inmediatamente le busqué una causa. No pude encontrarla. Se me ocurrió que debía
proceder de algo no evidente… un tumor del cerebro, por ejemplo.
—Le quedamos muy agradecidos —Graham vio alejarse al hombre; sumido en
sus pensamientos aguardó mientras Wohl tomaba el teléfono y llamaba al depósito de
cadáveres.
¿Qué era aquella esencia sutil y no identificada en la mente humana, que
impulsaba a los malayos a correr «amok», echando espuma por la boca, kriss en
mano, decididos a cometer al por mayor asesinatos irrazonables? ¿Qué otra esencia,
similar, aunque no la misma, hacía que la nación japonesa mirara el suicidio
ceremonial con fría ecuanimidad? ¿Qué impulsaba a los hindúes fanáticos a morir
tirándose al carro de Juggernaut? ¿Se debería aquello que estaba ocurriendo al
insidioso poder de un nuevo virus, que nacía y se propagaba en los lugares más
civilizados, horriblemente estimulado, quizá, por el mescal, el yodo y el azul de
metileno?
Dejó sus especulaciones al ver que Wohl colgaba el teléfono y se volvía a él con
el aire martirizado de una persona acosada por pecados pasados.
—Todavía no han hecho la autopsia de Reed, pero encaja en el cuadro general: se
había pintado con yodo.
—¿El brazo izquierdo?
—No. Evidentemente creía en la variedad, o quizá estaba simplemente chiflado.
Se pintó la pierna izquierda, hasta la rodilla.
—Entonces podemos agregarlo a nuestra lista —decidió Graham—. Podemos
decir que es otro caso, aunque no podamos definir en qué consisten esos casos.
—Sí, lo mismo creo.
—Art, su teoría de los toxicórnanos puede aplicarse al mescal, pero ¿qué me dice
de los otros dos productos que se usan asociados con él? El azul de metileno y el
yodo no son estupefacientes. Son inocuos, no crean hábito, no enloquecen a la gente.
—Ni tampoco el agua, pero hay mucha gente que la toma con whisky.
Graham hizo un gesto de impaciencia.
—Eso no tiene nada que ver con este caso. A mi entender, podemos seguir dos
caminos lógicos. El primero, examinar a fondo la casa de Reed. El segundo,
preguntarle a algún especialista qué efectos pueden tener el mescal, el azul de
metileno y el yodo, en personas que los usen como esos hombres los usaron.
—La casa de Reed está bastante lejos —dijo Wohl—. Buscaré el auto.
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La casa del difunto Stephen Reed era una villa de soltero, al cuidado de un ama
de llaves, mujer madura y maternal. Aparte de sus quehaceres domésticos, ella no
sabía nada, y cuando le comunicaron la trágica noticia, quedó en tal estado que no
podía hablarles ni de lo que sabía.
Mientras se retiraba a su habitación, registraron expertamente el despacho de
Reed. Encontraron una formidable masa de papeles que examinaron con frenética
prisa.
—El que va a tener ahora un ataque al corazón es el jefe —profetizó Wohl,
agarrando otro montón de cartas.
—¿Por qué?
—La policía local debía intervenir en esto. Le va a dar un ataque de apoplejía si
se entera de que usted me arrastra a invadir el terreno de los demás. Tal vez usted no
lo sepa, pero va a acabar consiguiendo que me degraden.
Graham lanzó un gruñido burlón, mientras proseguía con su búsqueda. Al cabo de
un rato, se acercó a Wohl con una carta en la mano.
—Escuche esto —y leyó en voz alta—: «Querido Steve: siento mucho saber que
Mayo te ha puesto al corriente de lo que hace. Ya sé que te interesaba profundamente,
pero con franqueza te digo que entretenerse con esas cosas es perder un tiempo
valioso. Te aconsejo que lo tires todo al cesto de los papeles y lo olvides. Será más
seguro para ti, como sé muy bien por experiencia». —Alzó los ojos—. Lleva la
dirección de Webb y está firmado: «Irwin».
—¿Qué fecha tiene?
—Veintidós de mayo.
—No es tan antigua.
—Una doble unión —observó Graham—. Mayo, Webb y Reed. Se lo pasaron del
uno al otro. Lo esperaba.
—Yo también —Wohl hojeó rápidamente unos papeles—. Recomendación
personal, como le dije. Aunque parece ser que por alguna razón Webb trató de
desanimar a Reed.
—La razón era que mezclarse en esas cosas significaba morir… ¡y Webb lo sabía
ya entonces! El veintidós de mayo sabía que sus días estaban contados, con tanta
seguridad como yo sé que estoy aquí. No podía evitarlo, pero trató de apartar a Reed
de la tumba.
Levantando los ojos de los papeles, Wohl se quejó.
—Usted dice las cosas más raras. Dentro de poco sugerirá que ahora nos han
señalado a nosotros.
—No estoy seguro de que no lo hagan… si logramos descubrir algo importante.
El escalofrío de otras veces se insinuó en los músculos de su espalda y flexionó
los hombros esforzándose por vencerlo. Tenía una sensación aguda de frustración
psíquica, como si a su cerebro le estuviera permitido indagar en todas las direcciones,
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excepto en una. Siempre que iba por esa dirección sonaba en su interior un timbre de
alarma y su mente inquisitiva retrocedía sumisa.
Metiendo en el archivo un puñado de papeles insignificantes, gruñó:
—Nada. Solo habla de ojos y nervios ópticos. Dormía con ellos y se los comía.
—Lo mismo aquí —convino Wohl—. ¿Qué es conjuntivitis?
—Una enfermedad de la vista.
—Creí que tenía algo que ver con los empalmes ferroviarios —examinó los
últimos papeles y los volvió a su lugar—. Aquí no tiene laboratorio ni quirófano.
Operaba en el Hospital de Oftalmología de Brooklyn. ¿Probamos allí?
—Primero tengo que llamar a mi oficina para darles mi informe —empleando el
teléfono de Reed, Graham telefoneó a Sangster, tuvo una larga conversación con él,
terminó y le dijo a Wohl—: Dicen que vayamos allá inmediatamente. Nos están
esperando desde por la mañana. Sangster habla como sí se hubiera tragado una
bomba atómica.
—¿A nosotros? —preguntó Wohl, alzando las cejas.
—A los dos —confirmó Graham—. Se trata de algo muy importante —se frotó la
mejilla, mirando el cuarto con franca decepción—. Este lugar es tan poco fructífero
como un vacío. Aunque nos llaman con urgencia, creo que debemos pasar antes por
el hospital… Es nuestra última oportunidad de descubrir algo acerca de Reed.
—Vamos.
El doctor Pritchard, un joven alto y esbelto, los recibió después que la secretaria
del hospital los hizo ir pasando uno tras del otro. Los saludó, les indicó unos sillones
y se quitó la chaqueta blanca.
—Me figuro que querrán interrogarme acerca del pobre Reed.
—¿Sabe que ha muerto? —le preguntó Graham.
Pritchard asintió sobriamente.
—La policía nos informó por teléfono en cuanto ocurrió.
—No se trata de saber si se suicidó —le dijo Graham—. Tal vez se mató
deliberadamente, tal vez no, aunque yo no creo que lo haya hecho. No obstante, la
evidencia demuestra que en aquel momento estaba muy lejos de encontrarse en un
estado normal. ¿Puede explicarnos a qué se debía?
—No.
—¿Había últimamente algo raro en él?
—Me parece que no. Yo era su ayudante y con seguridad habría notado cualquier
nueva peculiaridad suya —reflexionó un momento—: Hace unos tres días me pareció
excepcionalmente preocupado. Eso no tiene nada de extraordinario en una persona de
su carácter y profesión.
—¿Por qué hace unos tres días? —insistió Graham.
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—Desde entonces no lo he visto. Había pedido un corto permiso para completar
un trabajo.
—¿No le indicó cuál era la naturaleza de ese trabajo?
—No. Nunca fue comunicativo.
—¿Conocía al profesor Mayo y al doctor Webb?
—Había oído hablar de ellos. No los conocía.
—¿No le habló Reed de ninguno de los dos, ni le dijo que estaba relacionado de
algún modo con alguno de ellos?
—No —dijo positivamente Pritchard.
Graham miró a Wohl, derrotado.
—¡Un callejón sin salida! —se volvió hacia Pritchard—. Según tengo entendido,
Reed era un notable cirujano de ojos. ¿Podría haberle inducido eso a interesarse
especialmente por los tóxicos o estupefacientes?
—Dentro de ciertos límites quizá.
—¿Tienen aquí alguna autoridad en estupefacientes en general?
Pritchard reflexionó de nuevo.
—Creo que Deacon es el que sabe más de eso. ¿Quiere hablar con él?
—Por favor.
Tocó un timbre, y le dijo al ayudante que acudió:
—Pregúntele al doctor Deacon si puede venir un minuto.
Deacon llegó, muy irritado. Llevaba guantes de goma y una lámpara para revisar
sujeta a sus cabellos canosos.
—No ha podido elegir momento peor para… —comenzó; pero al ver a Graham y
a Wohl agrego—: Perdón.
—Siento molestarle, doctor —le dijo Graham suavemente—. Seré breve. ¿Puede
decirme lo que le pasa a una persona que se pinta con yodo y toma fuertes dosis de
mescal y azul de metileno?
—Que termina en el manicomio —le aseguró Deacon sin vacilar.
Wohl lanzó un «¡Uff!» de disgusto y se miró el estómago.
—¿Lo dice literalmente? —insistió Graham—. ¿Facilita eso la locura?
—¡Ni mucho menos! Quería decir que para hacer algo tan absurdo tendría que
estar loco.
—No es eso lo que queremos saber, doctor. Le pregunto los efectos físicos, sin
tener para nada en cuenta el motivo.
—Bueno —dijo Deacon, con más amabilidad—. No pretendo hablar del asunto
con la misma autoridad con que lo harían ciertos especialistas, pero le diré que el
mescal, tomado en dosis suficientes, le haría subir más alto que una cometa. El azul
de metileno le limpiaría los riñones y le teñiría la orina. En cuanto al yodo,
funcionaría como germicida, mancharía la piel y, como es halógeno, impregnaría en
muy poco tiempo todo el sistema.
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—¿Cree que la asociación de los tres puede crear otro efecto más positivo…,
digamos, que uno ayuda a la reacción del otro, como un catalizador?
—No puedo decírselo —le confesó Deacon—. Las interacciones múltiples son
aún objeto de investigaciones y lo seguirán siendo durante muchos años.
Graham se levantó, le dio las gracias a él y a Pritchard y luego le dijo a Wohl:
—Parece ser que Reed llegó muy tarde a este juego mortal. No tuvo tiempo de
hacer ni decir gran cosa. Lo que se oculta detrás de todo esto pega pronto y duro.
—Y más duro aún cuando se trata de un objeto que se mueve —observó Wohl
con seco humorismo; salió con Graham—. ¿Vamos a ver a Sangster?
—Sí. Tenemos que ir allá cuanto antes. Le dará un ataque si no llegamos pronto.
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uno de los agentes más privilegiados del Tío Sam!
Tomando el anillo que le entregaba Leamington se lo puso en el tercer dedo de la
mano derecha. Le entraba perfectamente y comprendió que debía de estar preparado
dando por sentado que aceptaría. También sabía que en su superficie interior de iridio
extraduro había unas inscripciones delicadas, demasiado pequeñas para ser
apreciadas a simple vista; datos microscópicos que daban su nombre, estatura, peso,
medidas Bertillon y fórmula dactilar, además de su número en el Servicio y una fiel
aunque infinitamente pequeña copia de su firma.
Aquel modesto ornamento era su única insignia, su único signo de autoridad, y su
significado estaba oculto para todos, excepto los equipados para descifrarlo… pero
era un ábrete sésamo en cualquier lugar oficial.
Mientras esos pensamientos pasaban por su mente, sintió una leve y extraña
sensación de peligro; la advertencia, de nuevo la nota vaga, inquietante, pero
completamente turbadora. Miró de nuevo su anillo, y comprendió que se podía ver
desde un ángulo distinto y terrible: podía resultar el único medio de identificarlo para
una muerte horrible y mutiladora… como habían sido identificados otros muchos.
¿Qué era lo que había dicho Webb?
«Un resto mutilado que han tirado por inservible los supervivisectores».
Apartando el recuerdo dijo:
—Una cosa, coronel. Me gustaría continuar trabajando en cooperación con el
teniente Wohl. Está tan interiorizado del asunto como yo… y nos necesitamos el uno
al otro.
Trató de no ver el gesto de agrado de Wohl, mientras escuchaba la respuesta de
Leamington.
—¡E-e-jem! Es algo irregular, pero creo que podrá arreglarse. No dudo de que
podremos conseguir que el jefe de policía conceda al teniente Wohl un permiso, hasta
que este asunto quede terminado.
—Gracias, señor —dijeron a coro Graham y Wohl.
El teléfono de Sangster sonó, y él contestó y se lo pasó a Graham, diciendo:
—Harriman.
—Hola, Harriman —dio Graham—. Sí, recibí su lista. ¡Muchas gracias! —se
detuvo, al oír que el segundo teléfono que había en el escritorio de Sangster sonaba
con fuerza—. Aquí hay un ruido terrible. Está sonando el otro teléfono. ¿Qué me
dijo? —hizo una pausa y escuchó—: Lo siento, Harriman, pero por ahora no puedo
decirle nada. Sí, un promedio seis veces superior es algo que debe investigarse, y es
lo que voy a hacer… ¡si se puede!
Dejó de hablar, mientras Sangster ponía el otro teléfono en la mesa y murmuraba:
—La doctora Curtis.
—Oiga, Harriman —prosiguió apresuradamente—, todos esos científicos eran
hombres de distintas nacionalidades, edades y tipos. Por lo tanto, no puede tratarse de
una conspiración dirigida contra un país, a no ser que se trate de alguien lo bastante
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inteligente y despiadado para matar alguno de los suyos para no despertar sospechas.
Y lo dudo.
—En esto no hay nada político —dijo Harriman—, como no lo hay en una
enfermedad nueva.
—¡Exactamente! Por distintos que nos parezcan, esos científicos debían de tener
una cosa en común; la cosa que, directa o indirectamente, los condujo a la muerte.
Quiero buscar ese denominador común. Busque todos los detalles que pueda acerca
de las personas que figuran en su lista y de otros casos anteriores que le parezca
adecuado agregar. Telefonéeme —miró inquisitivamente a Leamington, quien le dio
un número, y terminó— llamando al coronel Leamington, Boro 8-19638.
Colgó, tomó el otro teléfono y habló rápidamente. Los otros estudiaban su cambio
de expresión, conforme hablaba.
Cuando terminó les dijo:
—La doctora Curtis ha recibido una llamada de larga distancia del profesor
Edward Beach. Dice que acaba de leer la noticia de las muertes de Webb y Mayo.
Expresó un gran pesar, pero a la doctora Curtis le pareció que se mostraba
anormalmente curioso acerca de los detalles de las tragedias.
—¿Y bien? —preguntó Leamington.
—Según la doctora, Beach es un antiguo amigo de Webb. Es el nombre que
inventó la cámara estereoscópica que la policía usa con el vernier de Dakin. Trabaja
para la National Camera Company, en su fábrica de Silver City, en Idaho. Beach es
precisamente uno de los hombres de ciencia que puede tener valiosas informaciones
relativas a Webb, Mayo y Dakin —hizo una pausa, para dar mayor importancia a sus
palabras, y agregó—: Especialmente porque preguntó a la doctora Curtis si Webb,
como Mayo y Dakin, trabajaba antes de morir en la fórmula de Bjornsen.
—¡Bjornsen! —exclamó Sangster.
—Veo que me comprende —prosiguió Graham—. Beach está unido a ellos, del
mismo modo que ellos estaban unidos entre sí… por una correspondencia basada en
intereses comunes. ¡Tiene un lugar en esta cadena mortal, pero la muerte no lo ha
alcanzado aún! Es una futura víctima que se encuentra todavía en condiciones de
hablar. Tengo que verlo antes de que se convierta en el cadáver número veinte —
consultó su reloj—. Creo que podré alcanzar el estratoplano de las diez y media para
Boise.
—¿Lo acompaño o va usted solo? —preguntó Wohl.
—Iré solo. Art, llame a la Estación Estratosférica de Battery Park y pídales que
me reserven pasaje para las diez y media.
—¿Y luego qué hago? —preguntó Wohl, tomando el teléfono—. Deme algo que
hacer… no me gusta perder tiempo.
—Repase los datos de Harriman. Vea si puede comunicarse con las autoridades
policiales de los lugares donde murieron esos hombres de ciencia, y pídales más
detalles de sus muertes. Anótelo todo, por poco importante que parezca. Y
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engatúselos, a ver si consigue que exhumen los cadáveres y les hagan la autopsia —
miró a Leamington—. ¿Está bien, coronel?
—Puede llevar el asunto como le parezca —aprobó Leamington—. Creo que el
que comienza algo es el más adecuado para terminarlo.
—Lo que nos preocupa es que muchos de los que empezaron esto no lo han
terminado —dijo Graham—. Esta… cosa tiene una aptitud notable para acabar con
los principiantes antes de que hayan llegado muy lejos —sonrió con cierta melancolía
—. Yo tampoco soy inmortal… pero haré lo que pueda.
Tomó el sombrero y salió camino de Battery Park, el estratoplano de las diez y
media y el peor desastre en la historia del Nuevo Mundo.
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CAPÍTULO 5
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Graham fue el primero en bajar. Descendió por la escalera portátil de modo que
dejó asombrados a los mozos, llegó al suelo, e iba a echar a correr cuando se detuvo,
espantado.
En el campo de aterrizaje habría unas cien personas, entre funcionarios y civiles,
pero ninguno de ellos avanzó a recibir el estratoplano. Todos estaban inmóviles, con
las caras vueltas hacia el sur y los ojos entornados como si se esforzaran por ver algo
muy lejano.
En aquella dirección, a noventa y cinco kilómetros de distancia, subiendo más
allá de las cimas de las estribaciones de las Rocosas, se veía la nube. No tenía forma
de hongo, como otras nubes ominosas. Era obscura, retorcida y seguía creciendo. Se
había convertido en una espantosa columna que llegaba hasta el fondo mismo del
cielo y trataba de atravesarlo, como un hongo gaseoso cuyas raíces estuvieran en el
Infierno; una enorme y espantosa erección de nubes hoscas, que giraban y se
ensanchaban, erguidas como una columna visible del dolor y los lamentos de los
humanos.
¡Y el ruido! El ruido de aquel lejano fenómeno era infinitamente terrible, aun
apagado por la distancia; un sonido de aire torturado y roto; un sonido como podría
hacerlo un Gargantúa enfurecido que atravesara el cosmos desgarrando y rompiendo
todo lo que se pusiera al alcance de sus manos de gigante.
Todos los rostros, pálidos e incrédulos, miraban cómo aquella columna hincaba su
obscuro dedo en el vientre del vacío, y en ese vacío se oyó como una hueca y
estentórea risa, que resonaba en las cavernas del más allá. Luego, bruscamente, la
nube se desplomó.
Su corona gaseosa siguió subiendo, mientras su base semisólida caía. Desaparecía
de la vista con la asombrosa rapidez de un condenado a muerte que cae en la trampa.
La nube había desaparecido, pero su alma hinchada todavía seguía subiendo, en
dirección oeste, mientras los infernales rugidos y truenos ahogados persistían durante
varios segundos, antes de apagarse y morir.
Los hipnotizados espectadores comenzaron a moverse, lenta, torpemente, como
en sueños. Cinco oficiales se dirigieron estúpidamente hacia el estratoplano, con las
mentes confusas por la visión del sur. En uno de los lados del campo, un aviador
particular reanudó su camino hacia su aparato. Graham se le adelantó.
—¡Pronto! ¡Lléveme a Silyer City…! ¡Misión oficial!
—¿Eh? —el aviador lo miró con cara de preocupación.
—Silver City —repitió urgentemente Graham; sus fuertes dedos agarraron al otro
del hombro, sacudiéndolo para dar mayor énfasis a sus palabras—. Lléveme a Silver
City lo más rápidamente que pueda.
—¿Por qué?
—¡Diablos! —rugió amenazadoramente Graham—, ¿quiere ponerse a discutir en
un momento así? Me lleva… o haré que confisquen su aparato. ¿Qué prefiere?
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La nota de autoridad que había en su voz produjo efecto. El aviador volvió
rápidamente a la realidad y le dijo:
—¡Sí, sí! Lo llevaré.
No preguntaba quién era Graham ni cuáles sus propósitos. Subiendo rápidamente
a su nave de dos asientos y diez cohetes, aguardó a que subiera su pasajero y luego
lanzó fuego por la cola. El modelo deportivo atravesó veloz la pista de cemento, y
ascendió rápidamente en el azul.
Su destino se hallaba detrás de la obscura nube de polvo que iba bajando
lentamente conforme avanzaban. Cuando se hallaban completamente encima de la
ciudad una fuerte ráfaga de viento apartó la obscura cortina, descubriendo el lugar
donde antes había estado Silver City.
El piloto bajó la vista y gritó algo que se perdió entre el rugido de los tubos de
popa, y luego luchó por recuperar los mandos que momentáneamente se le habían
escapado de las manos. Mientras los rojos venturis vomitaban fuego y largos chorros
de vapor, la aeronave descendió casi al nivel del suelo, aproximándose a una escena
que hizo que el estómago de Graham se contrajera.
Silver City había desaparecido; el área que antes ocupaba era ahora una enorme
cicatriz en la faz de Idaho, una herida de ocho kilómetros de ancho, salpicada de
restos de casas, entre los que se arrastraba o cojeaba un número patéticamente
pequeño de sobrevivientes.
Tembloroso por la impresión, el aviador hizo un aterrizaje improvisado. Eligió un
trozo de arena lisa en el borde norte de la cicatriz y descendió con su aparato; tocó el
suelo y se levantó, lo tocó de nuevo, se ladeó, y la punta del ala de estribor se hincó
en la tierra blanda. La máquina describió un semicírculo, se arrancó del ala y cayó
sobre el costado de estribor, con el ala de babor apuntando grotescamente al cielo. La
pareja salió ilesa del aparato. Juntos estudiaron la escena en completo silencio.
Una hora antes aquello había sido una ciudad limpia, moderna, activa, de unos
treinta y cinco mil habitantes. Ahora era un campo arrancado a los dominios del
Infierno, un terreno lleno de cráteres, donde solo había montones de ladrillos
destrozados, y vigas retorcidas. Pálidas cobras de humo ondulaban aún al compás de
distantes gemidos. Aquí y allá una piedra se separaba ruidosamente de su vecina, una
viga se contraía en la agonía del hierro.
Había otras cosas; cosas ante las que huían los ojos y retrocedían las mentes;
cosas que debían fotografiarse, pero no para su publicación. Restos rojos y
manchones carmesí inextricablemente mezclados con jirones de lana y hebras de
algodón. Una figura destrozada, con un traje de trabajo. Una cabeza que exudaba aún
vapor. Una mano pegada a una viga, con los dedos extendidos, como queriendo
alcanzar lo que nunca alcanzó.
—Peor que la erupción del Krakatoa —declaró en voz baja Graham—. Peor
incluso que el desastre de la Montagne Pelee.
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—¡Qué explosión! ¡Qué explosión! —exclamaba el piloto, con nerviosa
excitación—. Esto es atómico. Solo una bomba atómica puede haber causado un
desastre así. ¿Sabe lo que significa eso?
—Dígamelo usted.
—Que cada pulgada de este terreno es mortal. Que nos estamos impregnando de
radiaciones mortíferas cada segundo que permanecemos aquí.
—¡Qué lástima! —Graham señaló el avión estropeado—. Mejor será que se
vuelva… —su voz se hizo más tolerante—. No sabemos si es atómica o no, y cuando
lo sepamos será demasiado tarde.
Una figura surgió trabajosamente de una pirámide de vigas retorcidas. Rodeó
cojeando los cráteres, evitando unas obstrucciones informes y terribles, y corrió
vacilante hacia la pareja.
Era un ser humano, cuyos andrajos flameaban en torno a las piernas desnudas. Se
acercó a ellos, con el rostro ceniciento que encuadraba un par de ojos enloquecidos,
medio cubierto de polvo y sangre.
—Todos muertos —anunció agitando una mano temblorosa en dirección al lugar
de donde venía—. Todos muertos —rio como loco—. Todos, menos yo y los pocos
que han sido encontrados dignos a los ojos del Señor —se agachó, alzó hacia el cielo
los ojos enrojecidos y murmuró algo en un tono demasiado débil para poder ser
entendido; la sangre manaba a través de los andrajos que le cubrían la pierna
izquierda—. ¡Escuchen! —ordenó de pronto, llevándose una mano temblorosa a la
oreja—. Gabriel tocó su trompeta y hasta los pájaros enmudecieron —rio de nuevo
—. No hay pájaros. Cayeron como una lluvia, todos muertos. Cayeron del cielo,
muertos todos —y balanceándose sobre sus talones murmuró de nuevo algunas
palabras.
El piloto fue a su aparato y volvió con un frasco. El hombre lo tomó y bebió un
largo trago de brandy, como si fuera agua. Se atragantó, luego bebió más. Después de
haberlo vaciado se lo entregó al aviador y siguió balanceándose. Lentamente, la luz
de la razón volvió a sus ojos.
Luchando por ponerse de pie, exclamó mirando a los otros, en tono más normal:
—Tenía mujer y un par de hijos. Una buena mujer y dos hijos espléndidos.
¿Dónde están ahora? —sus ojos brillaron desesperados, buscando una respuesta que
ninguno de los dos podía darle.
—No pierda la esperanza —lo tranquilizó Graham—. No la pierda hasta no
saberlo con certeza.
—Cuéntenos qué ocurrió —sugirió el piloto.
—Estaba arreglando una chimenea en Borah Avenue e iba a buscar un pedazo de
alambre, cuantío pareció que el Universo entero se hacía pedazos. Algo me agarró,
me lanzó al cielo y luego me tiró. Cuando volví en mí Silver City no existía ya —se
llevó la mano a los ojos—. No había calles, ni casas. Ni hogar, ni esposa, ni hijos.
Todos habían muerto y los pájaros caían a mi alrededor.
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—¿No tiene la menor idea de cuál fue la causa? —inquirió Graham.
—Sí —declaró el hombre con voz venenosa—. Fue la National Camera Company
haciendo experimentos con algo que no debían tocar. Buscando otro diez por ciento,
sin pensar en las consecuencias. ¡Qué todos los que tienen algo que ver con ella
perezcan y se condenen para siempre!
—¿Quiere decir que la explosión se originó en la fábrica? —intervino Graham,
cortando su tirada.
—¡Claro! —exclamó el hombre con ojos brillantes de odio—. Sus tanques
volaron. Tenían una batería de cilindros donde guardaban un millón de galones de
una solución de nitrato de plata, y todos los gallones explotaron a la vez, enviándolo
todo al infierno. ¿Por qué les permiten guardar una cosa así, en medio de una ciudad?
¿Qué derecho tienen a hacerlo? ¡Habría que colgar a los culpables! ¡Habría que
colgarlos más altos que lo que voló la ciudad! —escupió furiosamente, frotándose los
hinchados labios; tenía la muerte en la boca—. Acabar de ese modo con hogares
pacíficos y familias felices, y…
—Pero el nitrato de plata en solución, no explota así.
—¿No? —replicó la víctima con exagerado sarcasmo; su gesto abarcó todo lo que
lo rodeaba—. ¡Miren! —sus interlocutores miraron; y no supieron qué decirle.
Los autos empezaban a llegar por la carretera de Boise, la vanguardia de un
verdadero desfile que continuaría durante una semana. Un avión descendió hacia
ellos, luego otro y otro. Un autogiro aterrizó a media milla de distancia. Dos
helicópteroambulancias se preparaban a imitarlo.
Sin pensar por el momento en las causas, ni preocuparse por las consecuencias,
mil pares de pies hollaron el cementerio del Oeste, mil pares de manos examinaron
cuidadosamente los restos, sacando de entre los edificios derruidos criaturas vivas,
aunque mutiladas. En su prisa por rescatar a los vivos, nadie pensó en los átomos que
chisporroteaban invisibles, en las radiaciones que atravesaban y seguían atravesando
su propio cuerpo.
Las ambulancias, terrestres o aéreas, oficiales o improvisadas, partían y volvían
sin cesar. Los camilleros abrieron, con sus pies un camino ancho y firme que más
tarde se convertiría en la ruta exacta de la calle de la Misericordia. Los periodistas
volaban a un centenar de metros de altura en helicópteros apresuradamente
contratados, captando con sus cámaras el horror de la ciudad, que propalaban por sus
micrófonos agonía y angustia con adjetivos extravagantes, ninguno de ellos tan
conmovedor como la realidad fotográfica que se pintaba en las pantallas de cien
millones de receptores de televisión.
Graham y su piloto trabajaron afanosamente con los demás hasta mucho después
de que la noche hubiera envuelto con su obscuro sudario a los muertos que aún
quedaban en la ciudad. Una Luna convexa ascendió lentamente en el cielo,
iluminando con sus rayos el espectáculo. La mano de la viga mantenía su gesto.
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Un giroauto manchado de sangre, guiado por un chofer silencioso, llevó a
Graham de vuelta a Boise. Se lavó y se afeitó en un hotel y luego llamó al coronel
Leamington.
La noticia del desastre había conmovido al mundo, le dijo Leamington. El
presidente había recibido ya mensajes de condolencia de quince gobiernos
extranjeros y de innúmeras personalidades.
—Vamos a dar inmediatamente los pasos necesarios para determinar
definitivamente y lo más pronto posible, si eso fue otro Hiroshima, Black Tom, o
Texas City —prosiguió—. Es decir, si la causa se debe a un ataque, al sabotaje o a un
accidente.
—No es otro Hiroshima —le dijo Graham—. No fue una explosión atómica…
por lo menos como nosotros la entendemos. Fue un ordinario y vulgar bang, un
rompimiento molecular. Pero en escala gigantesca.
—¿Cómo lo sabe?
—Han traído contadores Geiger de todas partes. Antes de salir hablé con unos
cuantos operadores. Dicen que la radiación no es anormal. El lugar parece seguro. Si
hay alguna radiación, no puede descubrirse por los medios que se están utilizando.
—¡Hum! —gruñó Leamington—. Me imagino que recibiremos dentro de poco el
informe —guardó silencio unos segundos y luego dijo—: Si por casualidad descubre
algo que sugiera una relación entre ese espantoso desastre y su investigación, déjelo
todo inmediatamente y comuníquese conmigo. En esas circunstancias, el asunto es
demasiado grande para que se encargue de él un solo hombre.
—No hay evidencia alguna de esa relación —le replicó Graham.
—No… ¡hasta que usted descubra algo! —le replicó Leamington—. En vista de
lo ocurrido antes, tengo mis sospechas. A menos de que sea uno de los pocos
sobrevivientes, Beach es ahora el vigésimo de la lista, como usted temía. Una boca
cerrada antes de que pueda comunicarse con ella, precisamente como los demás. ¡Eso
no me gusta!
—Quizá, señor, pero…
—Graham, vuelvo a insistir en que si por casualidad descubre algún lazo de unión
entre este holocausto y el trabajo de que está encargado, debe dejarlo todo enseguida
y venir inmediatamente a informarme.
—Muy bien.
—En ese caso, llamaremos en nuestra ayuda a los mejores cerebros del país —la
voz del coronel Leamington se apagó y luego volvió, más fuerte—. ¿Qué piensa
usted de la situación?
Graham vaciló antes de replicar. Sabía que se encontraba tan lejos de la verdad
como al principio, pero no podía apartar la sensación extraña y misteriosa que lo
obsesionaba desde la muerte de Mayo. Le parecía absurdo dar importancia a
sensaciones que, aunque fuertes y persistentes, eran evasivamente vagas. ¿Se parecía
aquella sensación a la corazonada que lo había puesto sobre la pista de algo que aún
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estaba por descubrir? ¿Aquellas advertencias psíquicas, estaban relacionadas de algún
modo con su perspicacia de investigador? ¿Era intuición, una superstición vacía, o
simplemente nervios excitados?
Llegó por fin a una decisión y dijo, lenta, deliberadamente:
—Jefe, todavía no tengo ni la menor idea de lo que se oculta detrás de todo esto,
pero tengo la sensación de que hay momentos en que es peligroso hablar de ello —un
pensamiento nació en su mente, y agregó—: Creo que hay momentos en que hasta es
peligroso pensar en ello.
—¡Absurdo! —se burló Leamington—. Los verdaderos telépatas no existen, el
hipnotismo se ha exagerado mucho, y no hay ningún medio mecánico de conocer los
pensamientos secretos de otra persona. Además, ¿cómo diablos puede realizarse una
investigación sin pensar?
—Eso es lo malo —respondió secamente Graham—; no puede hacerse. Por lo
tanto, tengo que correr el riesgo.
—¿Habla en serio, Graham?
—¡Nunca hablé con más seriedad! Creo, o mejor dicho siento, que hay momentos
en los que puedo solucionar mentalmente este asunto, con toda libertad y provecho.
Del mismo modo, siento que hay momentos inexplicables en los cuales pensar en eso
es exponerme gravemente. No puedo explicarle por qué, pero eso es lo que siento.
Quizá esté loco… pero cuanto más hondamente penetro en este asunto más respeto
siento por mi locura.
—¿Por qué?
—Porque —dijo Graham— sigo perpendicular… ¡mientras los demás están
horizontales!
Colgó el receptor, con una extraña luz en los ojos. Sin saber por qué, estaba cierto
de que no se equivocaba al calcular el peligro. Tenía que correr un riesgo terrible,
luchando contra un poder infinitamente terrible, porque era completamente
desconocido. La vigilancia eterna es el precio imposible de la libertad. Si él, como
Webb, tenía que sucumbir en un vano esfuerzo por pagar ese precio, ¡así sería!
El jefe de policía Corbett logró por fin encontrar un herido en la sala última del
atestado Hospital Central. Según él, aquel hombre era el único empleado de la
National Camera Company entre los tres mil supervivientes rescatados de los restos
de Silver City.
El herido estaba vendado de pies a cabeza, con los ojos cubiertos y solo la boca
visible. Un fuerte olor de ácido tónico se desprendía de él, testigo mudo de sus
grandes quemaduras. Graham se sentó a un lado de la cama, Corbett al otro.
Una agotada enfermera les dijo:
—Cinco minutos, nada más. Está muy débil, pero tiene posibilidad de salvarse, si
no lo cansan.
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Acercando los labios al oído cubierto de vendajes, Graham le preguntó:
—¿Qué explotó?
—Los tanques —fue el leve susurro.
—¿El nitrato de plata? —preguntó Graham, haciendo lo posible por demostrarle
la incredulidad que sentía.
—Sí.
—¿Es explicable?
—No —la lengua, hinchada y descolorida, humedeció los quemados labios.
—¿En qué trabajaba? —le preguntó Graham.
—En el laboratorio.
—¿Investigaciones?
—Sí.
Graham dirigió una significativa mirada a Corbett y luego le preguntó al hombre
de la cama.
—¿En qué trabajaban en el momento del desastre?
No obtuvo respuesta. La boca se cerró, la respiración se hizo casi inaudible.
Alarmado, Corbett llamó a la enfermera.
La muchacha acudió apresuradamente y examinó al paciente.
—No le pasa nada. Les quedan dos minutos más —y se alejó, con la cara pálida
de cansancio.
Graham le hizo de nuevo la pregunta, sin obtener respuesta. Frunciendo el ceño,
le indicó a Corbett que se encargara él de hacerle hablar.
—Le habla Corbett, el jefe de policía de Boise —declaró el funcionario,
severamente—. El que le interroga es un miembro del Servicio de Inteligencia de los
Estados Unidos. Más de treinta mil personas murieron en la explosión de ayer y los
pocos que quedan no se encuentran en mejor estado que usted. El descubrimiento de
la causa de esta tragedia es más importante que su lealtad a sus jefes. Le aconsejo que
hable.
La boca permaneció tercamente cerrada.
—Si se niega a hablar —prosiguió Corbett— encontraremos medios…
Haciéndole callar con un ademán, Graham acercó los labios al herido y murmuró:
—El doctor Beach le autoriza a decir todo lo que sabe.
—¡Beach! —exclamó el hombre de la cama—. ¡Pero si me advirtió que no debía
decir nada!
—¿Le advirtió? —Graham quedó completamente asombrado—. ¿Cuándo se lo
advirtió? ¿Lo ha visto aquí?
—Una hora antes de que usted llegara —admitió el otro, en voz baja.
Haciendo un gran esfuerzo, Graham contuvo su deseo de gritar: «¡Entonces está
vivo!». Pero lo consiguió y dijo fría, confidencialmente:
—En una hora pueden ocurrir muchas cosas. Puede hablar sin miedo.
El otro se movió ligeramente.
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—Antes de ayer descubrimos la nueva emulsión —les dijo de mala gana—. Bajo
la supervisión de Beach estábamos buscándola desde hacía casi tres meses. Era un
trabajo intensivo, que se realizaba en tres turnos, día y noche, y lo hacíamos tan
aprisa como si a alguien le costara mil dólares por segundo. Beach no descansaba. Un
investigador individual habría tardado diez años en encontrar la emulsión, pero
trabajábamos sesenta y teníamos a nuestra disposición todos los recursos de la
compañía. Wyman la descubrió por fin el miércoles por la mañana, pero no
estábamos seguros de que lo había conseguido hasta que la probamos unos minutos
antes de la explosión.
—¿Qué clase de emulsión era y cómo la probaron? —le animó Graham.
—Era una emulsión fotográfica sensible a frecuencias que penetraban en el
infrarrojo mucho más profundamente que las placas comerciales más adelantadas.
Llegaba a la banda del ultrarradio. Según Beach, una emulsión así podría fotografiar
pequeños soles…, no sé por qué, ninguno de nosotros lo sabía. Hicimos unas
exposiciones de rutina con el producto de Wyman y, efectivamente, revelamos unos
negativos donde figuraban unas cosas como soles.
—¡Siga! ¡Siga! —le instó Graham.
—Los miramos curiosamente y hablamos de ellos bastante. Esos soles eran
pequeñas esferas de radiación invisible, tres o cuatro, que flotaban a gran altura sobre
el techo del Cobertizo de Extracción Número Cuatro. No sé cómo ni por qué… pero
su vista nos excitó de un modo horrible, como si nos diera un vuelco el corazón.
Beach estaba en su casa en el momento en que la prueba resultó positiva, así que
Wyman le telefoneó, y estaba contándole lo ocurrido cuando… ¡bam!
—¿Pero Beach conocía la existencia de esos fenómenos antes de que
consiguieran fotografiarlos?
—¡Claro! No sé dónde obtuvo la información, pero el caso es que lo sabía.
—¿Nunca les dio algún indicio acerca de la naturaleza de esos objetos?
—No. Nos dijo simplemente cuál sería su aspecto en el negativo. Nada más. Era
muy reservado sobre el tema.
—¡Gracias! —le dijo Graham—. Nos ha ayudado mucho.
Se levantó de la silla y salió lentamente de la sala, seguido por el perplejo
Corbett. Bajaron por el caminillo y se detuvieron para esperar el giroauto del jefe de
policía.
Obedeciendo a un misterioso impulso, a una idea extraña pero apremiante, que no
podía identificar ni explicar. Graham apartó sus pensamientos del reciente examen,
obligándolos a concentrarse en otra parte. Le costaba trabajo dominar su mente de
modo tan dictatorial, y durante varios segundos sufrió una verdadera agonía mental al
obligar a sus pensamientos a seguir un camino más inocuo. Sacó de sus recuerdos una
mujer, y dejó que su mente gozara con el recuerdo de sus cabellos negros y rizados, la
curva de sus caderas, la tranquila sonrisa que de cuando en cuando iluminaba su cara
en forma de corazón. La doctora Curtís, sí. Pero como era un hombre no le costó
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trabajo pensar en ella de un modo no profesional. ¡Después de todo, con aquellas
formas no tenía derecho a esperar otra cosa!
Su memoria estaba aún recordando sus ojos tranquilos y serenos, mirándose en
ellos, cuando Corbett subió a su auto y gruñó, pesadamente.
—¡Qué lástima que ese hombre no pudiera decirnos lo que eran esos soles!
—Sí —convino Graham, casi sin oírle; cerró la puerta del auto detrás del
corpulento jefe—. Lo llamaré a su oficina después de cenar —y se alejó
apresuradamente, con la visión clavada aún en su imaginación, peculiarmente vivida.
Bajando la ventanilla de plastividrio, Corbett le gritó:
—Creo que hay que investigar esos soles. Estoy seguro de que tienen mucho que
ver con esto. ¡Apostaría mi vida!
Al ver que no recibía comentario alguno, el jefe lanzó una mirada de disgusto a
las anchas espaldas de Graham y se dedicó a apostar su vida, apretando con su grueso
dedo el arranque del auto.
El giroauto gimió como un perro ansioso, se puso fácilmente en marcha y
aumentó inmediatamente su velocidad. Poco después el vehículo avanzaba a tal
rapidez que el viento que levantaba su marcha agitaba las persianas de las casas que
bordeaban la calle. Pasando como una bala por una estrecha abertura del tráfico, llegó
a la intersección antes de que funcionaran las señales automáticas, desparramando en
todas las direcciones a los asustados transeúntes. Como un loco atravesó otra
manzana, describió una ligera curva al cruzar la segunda intersección y fue a dar
directamente contra la pared de cemento de un edificio. El auto se aplastó hasta
quedar reducido a la mitad de su longitud normal y un bloque de cemento de dos
toneladas cayó sobre él. El ruido del impacto fue como una pequeña explosión que
reverberó varias veces a través de las calles vecinas.
El sonido golpeó imperativamente en los oídos del semihipnotizado Graham. Este
luchó desesperadamente, casi como un loco, por mantener ante su visión mental un
rostro femenino, por desechar y olvidar el conocimiento de que otra persona más
había pagado una terrible pena por sentir curiosidad por los pequeños soles.
Mientras una multitud de curiosos (protegida por su propia ignorancia) se reunía
boquiabierta en torno al auto destrozado, Graham, vulnerable por sus propias
sospechas, amenazado por lo invisible, luchó consigo mismo mientras seguía
alejándose del lugar, luchó por seguir viendo un espejismo, con exclusión de todo lo
demás. Siguió adelante, tercamente, luchando por disfrazar los pensamientos
traicioneros de su mente; y porque luchaba venció.
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CAPÍTULO 6
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MILLIGAN’S STRIKE
Graham miró el cartel, entornó los ojos y luego miró atrás. El camino estaba
vacío.
Las negrísimas sombras de los riscos que rodeaban el valle se tragaron la suya
mientras lo atravesaba, llegaba al silencioso edificio y miraba sus ventanas frías e
impasibles. Ninguna luz le dio la bienvenida detrás de los rectángulos de cristal,
ningún ruido de vida humana se percibía a través de los severos muros. El único
sonido que oía era el de una piedra suelta, que rodaba sendero abajo. Aquel ruido
lejano le hizo apretarse contra la pared, llevándose la mano al bolsillo. Durante
quince minutos, estuvo mirando la entrada del valle, iluminada por la Luna.
Luego dejó de hacerlo y llamó con fuerza a la puerta de metal, probó a abrirla y
vio que estaba cerrada con llave. Volvió a llamar, empleando un guijarro grande para
aumentar el ruido. No obtuvo respuesta. Volviéndose de espaldas a la puerta, con los
ojos inyectados de sangre fijos en el lejano cartel, golpeó en la puerta con la pesada
bota de clavos de acero, produciendo un ruido tan fuerte como el de un gong, hasta
que todo el edificio resonó con el eco de su llamada.
El horror le desgarraba el corazón, mientras llamaba frenéticamente para que le
abrieran. Quizá otros habían entrado antes que él: otros que no habían llamado ni
abierto, pero que habían entrado silenciosa e insidiosamente; otros contra los que era
inútil disparar, de los que era inútil huir.
Luchando con su pánico, dio contra la puerta un tremendo golpe final. Si un
minuto más tarde no obtenía respuesta, arrancaría uno de los goznes de las ventanas,
empleando para ello una roca. Tenía que entrar allí a toda costa, aunque fuera
destrozando el lugar. Pegó el oído contra la puerta blindada, escuchó atentamente y
oyó un ligero zumbido que fue creciendo en intensidad.
El alivio animó sus facciones al oír que cesaba. Luego sintió un breve y claro
ruido metálico; unos pasos, lentos y deliberados, se acercaron a la puerta. Sonó una
cadena, unos cerrojos se descorrieron chirriantes, la cerradura funcionó y la puerta se
abrió escasamente quince centímetros.
Una voz profunda y sonora preguntó en la obscuridad:
—¿Y bien?
Graham se presentó brevemente, en seis palabras, y luego preguntó:
—¿Es usted el profesor Beach?
La puerta se abrió de par en par y el hombre oculto por la obscuridad interior le
dijo rápidamente:
—Entre, Graham. Nos conocemos de antes. No podía identificarlo en esta
infernal obscuridad.
Graham entró y oyó que la puerta se cerraba con fuerza tras él. Una mano lo
agarró del brazo, lo condujo a través del obscuro piso, deteniéndolo al otro extremo.
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Delante de su cara sonó algo metálico, el suelo se hundió bajo sus pies. ¡Un ascensor
en un lugar así!
La luz apareció desde abajo, el suelo dejó de descender. Graham vio el rostro del
otro. El científico seguía siendo el hombre alto, moreno y de rostro delgado de antes.
La carga de los años pesaba poco sobre sus hombros, porque Graham apenas si
distinguía diferencia alguna en la cara que llevaba varios años sin ver. Pero había una
diferencia asombrosa: los ojos.
La nariz de Beach, delgada y curva como el pico de un halcón, sobresalía entre un
par de ojos fríos y duros, de un brillo anormal. Había algo parecido al hipnotismo en
su mirada deliberada, calculadora y penetrante, algo imponente en su misterioso
brillo.
—¿Por qué está tan obscuro arriba? —le preguntó Graham fascinado aún por las
extrañas órbitas.
—La luz atrae a las criaturas nocturnas —replicó evasivamente Beach—. A veces
molestan mucho —estudió a su visitante—. ¿Cómo se le ocurrió venirme a buscar
aquí?
—El director del periódico local de Boise sabía que usted pasaba mucho tiempo
en este lugar. Me dijo que mañana por la mañana iba a enviar un periodista, para ver
si estaba vivo o muerto. Yo me adelanté a él.
—Me imagino —suspiró Beach— que después de lo ocurrido es inevitable que
me asalte una horda de curiosos. ¡Oh, bueno…! —hizo entrar a Graham en una
pequeña habitación llena de libros y le indicó un asiento; cerró cuidadosamente la
puerta y se sentó frente a él; sus extraños ojos lo miraron intensamente—. Siento
muchísimo que volvamos a vernos en circunstancias tan terribles. Supongo que su
visita estará relacionada con el desastre de Silver City, ¿no es así?
—Sí.
—Pero como el departamento de finanzas especiales no tiene nada que ver con
esto, ¿cómo puede interesarle el asunto? —las cejas negras y finamente arqueadas de
Beach se alzaron interrogantes.
Graham se quitó el anillo y se lo entregó.
—Probablemente habrá oído hablar de estos anillos, aunque no los haya visto. En
su superficie interna hay una inscripción microscópica que me acredita como
miembro del Servicio de Inteligencia de los Estados Unidos. Si quiere, puede
comprobarlo con un microscopio.
—¡Ah, el Servicio de Inteligencia! —las cejas se fruncieron, pensativas; Beach
dio vueltas al anillo entre sus dedos y se lo devolvió, sin molestarse en inspeccionarlo
—. Me basta con su palabra —su ceño se acentuó—. Si quiere saber por qué explotó
el nitrato de plata, no puedo decírselo. En las semanas próximas me pedirán esa
explicación la policía, los inspectores de fábrica, los químicos industriales, los
periodistas, etc. Pero será inútil. No puedo ofrecerles explicación alguna.
—¡Miente! —declaró categóricamente Graham.
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Con un suspiro de resignación, el hombre de ciencia se puso de pie, se dirigió
hacia la puerta por donde habían entrado y tomando un palo con un gancho en la
punta lo empleó para descorrer una gran pantalla, enrollada en el techo. Una vez
satisfecho de que la pantalla cubría completamente la puerta, volvió a su asiento.
—¿Por qué miento?
A Graham se le erizó el pelo en la nuca al contestar:
—Porque usted, y usted solo sabe que el nitrato explotó misteriosamente por
causa de un extraño fenómeno que trataba de fotografiar. Porque alguien que
trabajaba a sus órdenes tomó una fotografía prohibida… ¡y Silver City murió en la
explosión!
Tragó saliva, seguro de que al hablar así había firmado su sentencia de muerte, y
se asombró de verse aún vivo. Estudiando el efecto que sus palabras habían
producido en Beach, vio que las manos del científico se apretaban espasmódicamente
y un resplandor casi imperceptible relampagueó en los brillantes ojos.
—Lo que acabó con la ciudad —prosiguió Graham— era la misma cosa, o cosas,
que han eliminado a un número desconocido de hombres de ciencia famosos en todo
el mundo. Mi investigación de esas muertes me ha conducido hasta usted.
Sacó su cartera y de ella un telegrama que entregó a Beach. Este fue leyendo
entre dientes el texto:
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medio de un relámpago treinta mil almas pagaron el precio con sus cuerpos terrenales
y quizá hasta con sus mismas almas. Ahora mismo, sus pensamientos son su más
peligroso enemigo. Sabiendo lo poco que puede saber, pensando en ello, dándole
vueltas en su mente, está pidiendo que lo destruyan en cualquier momento, se marca
a sí mismo como un hijo de la perdición, está condenado por la actividad involuntaria
de su propia mente —su mirada se dirigió a la puerta—. Si esa pantalla fluorescente
resplandece, ni yo, ni toda la fuerza del mundo civilizado podrán salvarle de una
muerte inmediata.
—Me he dado cuenta de ello —le respondió serenamente Graham—. Mi riesgo
no es mayor que el suyo, y no puede aumentar por las cosas que usted sabe. ¡No
puedo morir más porque sepa más! —se esforzó por no mirar la pantalla y concentrar
su atención en los ojos brillantes que tenía enfrente; si algo iluminaba la pantalla lo
vería en aquellos ojos—. Como ha habido una matanza, a pesar de que la verdad no
es generalmente conocida, no creo que las cosas puedan empeorar, si se supiera.
—Una suposición —le replicó burlonamente Beach— basada en la errónea
premisa de que lo que es malo no puede ser peor —seguía con los ojos fijos en la
pantalla—. Nada era peor que el arco y las flechas… hasta que se descubrió la
pólvora. Nada era peor que eso… hasta que aparecieron los gases tóxicos. Luego los
aviones de bombardeo; después los proyectiles supersónicos; más tarde las bombas
atómicas; hoy los gérmenes y virus transformados; mañana algo distinto —su risa fue
breve, sardónica—. Por medio del dolor y las lágrimas, aprendemos que siempre se
puede progresar más.
—Estoy dispuesto a discutir con usted cuando me encuentre en posesión de todos
los hechos —le replicó Graham.
—¡Los hechos son increíbles!
—¿Usted los cree?
—Una pregunta clara —le concedió Beach—. Pero en mi caso no se trata de
creencias; la fe no tiene nada que ver con lo que uno aprende empíricamente. No,
Graham, no los creo… ¡los sé! —se acarició lúgubremente la barbilla—. La
evidencia incontrovertible que se ha acumulado ya, no permite dudar a las mentes
que la conocen.
—Entonces, ¿cuáles son los hechos? —preguntó Graham, instándole a que
hablara con su expresión—. ¿Qué destruyó Silver City? ¿Qué acabó con los
experimentos de un grupo de científicos, terminando con sus vidas de una manera
calculada para no despertar sospechas? ¿Qué asesinó esta tarde al jefe de policía
Corbett?
—¿Corbett? ¿Ha muerto también? —con los brillantes ojos clavados, por encima
del hombro de su interlocutor, en la pantalla de la puerta, Beach reflexionó
largamente; en la habitación reinó un silencio total, roto solamente por el tictac del
pequeño reloj que marcaba los momentos que llevaban hacia la tumba. Una mente
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trabajaba rápidamente, mientras la otra aguardaba con flemático espanto. Finalmente,
Beach se levantó y apagó las luces.
—Podemos observar mejor la pantalla en la obscuridad —comentó—. Siéntese
junto a mí, no aparte de ella los ojos, y si resplandece, obligue a sus pensamientos a
cambiar de dirección… ¡o ni el mismo cielo podrá ayudarlo!
Acercando su silla a la del científico, Graham miró la obscuridad. Sabía que por
fin la verdad iba a saberse, y su conciencia no le dejaba un momento de reposo.
«¡Deberías haber obedecido las órdenes!», gritaba silenciosamente en su interior
una pequeña voz. «¡Deberías haber entrado en contacto con Leamington, como te
ordenaron! ¡Si Beach muere, y tú con él, el mundo solo sabrá que has fracasado
(como todos los demás) porque te negaste a cumplir con tu deber!».
—Graham —comenzó Beach con voz áspera, cortando los reproches mentales de
su interlocutor—: el mundo ha hecho un descubrimiento científico, tan importante, de
tanto alcance como el telescopio y el microscopio.
—¿De qué se trata?
—De un medio de extender la porción visible del espectro al infrarrojo.
—¡Ah!
—Bjornsen lo descubrió —prosiguió Beach—. Como muchos otros
descubrimientos, se debió a una casualidad producida mientras Bjornsen buscaba otra
cosa, pero él se dio cuenta de que había descubierto algo muy importante y trató de
hacerlo utilizable. Como el telescopio y el microscopio, ha revelado un mundo nuevo,
que nadie sospechaba hasta ahora.
—¿Un ángulo revelador de lo desconocido, constantemente presente? —sugirió
Graham.
—¡Precisamente! Cuando Galileo miró incrédulamente por su telescopio,
descubrió algo que durante innúmeros siglos millones de ojos habían visto sin
comprender; descubrió un mundo nuevo que derribaba el sistema de astronomía de
Copérnico, totalmente falso, aunque oficialmente aceptado por todos.
—Fue un descubrimiento maravilloso —convino Graham.
—La analogía con el microscopio es mayor aún, porque descubrió un hecho que
estaba desde el comienzo del mundo ante las narices de todos, sin que nadie lo
sospechara: el hecho de que compartíamos nuestro mundo, nuestra existencia, con
una verdadera multitud de criaturas vivas ocultas más allá de los límites de nuestra
vista natural, ocultas en lo infinitamente pequeño. Piense en eso —le instó Beach,
alzando la voz—, en esos animales vivos y activos que nos rodean, que viven dentro
de nosotros, luchan, procrean y mueren incluso dentro de nuestra corriente sanguínea,
pero estaban completamente ocultos a nuestras miradas hasta que el microscopio dio
una nueva potencia a nuestros inadecuados ojos.
—Ese fue también un gran descubrimiento —aprobó Graham; a pesar de su
interés tenía aún los nervios excitados, porque se sobresaltó ante el roce inesperado
de la mano del otro.
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—Así como todas esas cosas nos eludieron siglo tras siglo, algunas ocultándose
en lo enormemente grande, otras en lo excepcionalmente pequeño, otras más nos han
eludido ocultas en lo absolutamente incoloro —la voz de Beach era vibrante y
ligeramente ronca—. La escala de las vibraciones electromagnéticas abarca más de
sesenta octavas, de las cuales el ojo humano solo puede ver una. Más allá de la
barrera siniestra de nuestras limitaciones, fuera del alcance de nuestra pobre visión,
dominándonos a todos desde la cuna a la tumba, viviendo a expensas nuestras, tan
implacables como el peor de los parásitos, se encuentran nuestros maliciosos y
omnipotentes amos y señores: ¡las criaturas que realmente dominan la Tierra!
—¿Qué diablos son? No se venga con subterfugios. ¡Dígamelo, por amor de
Dios! —la frente de Graham se perló de sudor frío mientras sus ojos permanecían
fijos en la dirección de la pantalla; ningún resplandor, ningún halo terrible penetró la
total obscuridad, como pudo notar con alivio.
—Para los ojos que pueden verlos gracias a la nueva visión, son como esferas
flotantes de una luminiscencia azul pálido —declaró Beach—. Como parecen globos
de luz viva, Bjornsen los bautizó con el nombre de vitones. No solamente están
vivos…, ¡también son inteligentes! Son los Señores de la Tierra; nosotros, las ovejas
de sus campos. Son los sultanes crueles y empedernidos de lo invisible; nosotros, sus
esclavos, mudos, idiotas, tan indescriptiblemente estúpidos que hasta ahora ni
siquiera nos hemos dado cuenta de nuestras cadenas.
—¿Usted puede verlos?
—¡Sí! ¡A veces llego a desear no haber aprendido a verlos! —la respiración del
científico estaba alterada—. Todos los que probaron el experimento final de Bjornsen
se convirtieron en seres dotados de la capacidad de penetrar la barrera de la vista. Los
que vieron a los vitones se excitaron, pensaron en su descubrimiento y encontraron la
muerte. Desde una distancia limitada, los vitones pueden leer la mente humana con
tanta facilidad como un libro abierto. Naturalmente, tomaron rápidamente sus
medidas para impedir que se propagara una noticia que eventualmente podía
llevarnos a desafiar su dominio de siglos. Mantienen ese dominio con la misma
frialdad con que nosotros mantenemos el nuestro sobre el mundo animal: matando a
los que se oponen. Los discípulos de Bjornsen que no consiguieron ocultar el
conocimiento de sus mentes o posiblemente lo traicionaron en sueños, murieron —
hizo una pausa y agregó—: Lo mismo puede ocurrirnos a nosotros —otra pausa,
puntuada por el constante tictac del reloj—. Esto, Graham, es su purgatorio en vida…
el conocerlo todo es condenarse. Una mente excepcionalmente potente puede buscar
un refugio en el dominio de sus pensamientos durante el día, durante todos los
minutos del día, pero ¿quién puede dominar sus sueños? ¡Ay, en el sueño reside el
mayor de nuestros peligros! No se acueste; ¡la cama puede ser su perdición!
—Ya sospechaba algo parecido.
—¿Sí? —la sorpresa de Beach era evidente en su tono.
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—Desde que comencé mi investigación he tenido momentos extraños y
misteriosos en que sentía que lo más importante era dirigir mi pensamiento hacia otra
parte. Más de una vez he obedecido a un impulso absurdo, pero poderoso, de pensar
en otra cosa, creyendo, casi sabiendo, que estaba más seguro haciéndolo así.
—Es eso lo que lo ha salvado —le aseguró Beach—. De no haberlo hecho ya
estaría enterrado.
—Entonces ¿mi dominio mental es mayor que el de hombres tan notables como
Bjornsen, Luther, Mayo y Webb?
—No, nada de eso. Usted pudo ejercer ese dominio con más facilidad porque
dominaba simplemente una vaga corazonada. A diferencia de los demás, no tenía que
suprimir un conocimiento total y horrible —ominosamente agregó—: ¡La prueba real
consistirá en lo que dure después de esto!
—De todas maneras, le doy gracias al cielo por mis corazonadas —murmuró
Graham.
—Sospecho que no son tales corazonadas —le dijo Beach—. Si esos sentimientos
suyos, aunque vagos e irrazonables, eran lo bastante poderosos para obligarlo a
obedecerlos, desafiando su instinto racional, es evidente que su percepción
extrasensorial está desarrollada hasta un grado verdaderamente anormal.
—Nunca había pensado en eso —reconoció Graham—. Tenía demasiadas
ocupaciones para dedicarme a analizarme.
—La facultad, aunque no común, está lejos de ser única —levantándose de su
silla, Beach encendió las luces y abrió un cajón de un gran fichero. Buscó entre una
serie de recortes de prensa, extrajo unos cuantos, y los miró.
—Aquí tengo datos relativos a esos casos, desde hace más de cincuenta años.
Michèle Lefèvre, de St. Ave, cerca de Vannes, en Francia, repetidamente examinada
por los hombres de ciencia franceses. Su percepción extrasensorial se estimaba
superior en un sesenta por ciento a la eficiencia de la vista normal. Juan Eguerola, de
Sevilla, setenta y cinco por ciento. Willi Osipenko, de Poznan, noventa por ciento —
sacó un recorte del montón—. Aquí tiene algo extraordinario. Está tomado del Tit
Bits inglés, y tiene fecha del 19 de marzo de 1938. Ilga Kirps, una pastora de Riga.
Era una joven de inteligencia media, pero con curiosidad científica. Un comité de los
hombres de ciencia más famosos de Europa la sometió a un examen muy completo, y
luego declaró que indudablemente poseía el poder de la percepción extrasensorial
desarrollado hasta un grado tan asombroso que era superior a su vista natural.
—Más fuerte que el mío —comentó Graham, mientras el científico guardaba los
recortes, apagaba la luz y volvía a su asiento.
—Ese poder varía. Ilga Kirps era una híbrida vitón. La percepción extrasensorial
es un rasgo vitón.
—¡Qué! —Graham se irguió en su asiento, clavando los dedos en los brazos del
sillón.
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—Es una facultad vitona —repitió con calma Beach—. Ilga Kirps era el resultado
feliz de un experimento vitón. El caso de usted fue menos fructífero, quizá porque su
operación fue prenatal.
—¿Prenatal? Dios santo, ¿qué quiere decir…?
—Ya he pasado de la edad de decir lo que no pienso —le aseguró Beach—.
¡Cuando digo prenatal, quiero decir simplemente eso! Más aún, le digo que si no
tuviéramos la maldición de esas luminosidades, no tendríamos hoy en día la mayoría
de las complicaciones del parto. Cuando alguien sufre, no es el accidente desgraciado
que creemos. Graham, yo llego ahora hasta aceptar la posibilidad de un fenómeno
que toda mi vida rechacé como claramente absurdo, es decir, los partos de las
vírgenes. Acepto que haya habido ocasiones en que sujetos inermes y descuidados
han sido inseminados artificialmente. ¡Los vitones se están inmiscuyendo
continuamente, experimentando, practicando su supercirugía en su ganado cósmico!
—Pero ¿por qué, por qué?
—Para ver si es posible dotar a los seres humanos de las cualidades de los vitones
—hubo un silencio de un momento, y luego Beach agregó, secamente—. ¿Qué se
proponen los hombres cuando le enseñan a las focas a jugar con pelotas, a los loros a
maldecir, a los monos a fumar cigarros y montar en bicicleta? ¿Por qué tratan de
producir perros que hablen, y enseñan a los elefantes a hacer cabriolas absurdas?
—Me doy cuenta del paralelo —reconoció Graham, mórbidamente.
—Aquí tengo mil recortes más donde se habla de seres humanos misteriosamente
dotados de poderes inhumanos, que tienen defectos anormales o supranormales, que
dan a luz atroces monstruosidades que enseguida son estranguladas u ocultas para
siempre de la vista humana. Otros han sufrido experiencias inexplicables, destines
antinaturales. ¿Recuerda el caso de Daniel Dunglass Home, el hombre que flotó
desde la ventana de un primer piso ante los asombrados ojos de varios testigos dignos
de crédito? ¡El suyo era el caso verdaderamente auténtico de una persona que poseía
el poder de la levitación… el método vitón de locomoción! Debería leer un libro
llamado Hey-day of a wizard, que se refiere a él. Home poseía además otros muchos
poderes extraños. Pero no era un brujo. ¡Era un humanoidevitonesco!
—¡Dios bendito!
—Y luego el caso de Kaspar Hauser, el hombre surgido de la nada —Beach
prosiguió, imperturbable—. Nadie nace del vacío, así que Hauser tuvo que tener su
origen, como todos los demás. Probablemente el suyo fue un laboratorio vitón. Ese,
también, debió de ser el misterioso destino de Benjamin Bathurst, embajador
británico extraordinario en Viena, que el 25 de noviembre de 1809 dio una vuelta en
torno a las cabezas de una pareja de caballos… y desapareció para siempre.
—No le comprendo del todo —protestó Graham—. ¿Qué tienen que ver esas
supercriaturas con la gente que desaparece?
La sonrisa de Beach era dura y fría en la obscuridad.
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—¿Por qué hacen desaparecer los estudiantes de medicina a los gatos
vagabundos? ¿De qué estanque perplejo e intrigado desaparecen las ranas que se
disecan? ¿Quién roba el cadáver del pobre del depósito, cuando se necesitan vísceras
en la Facultad de Medicina?
—¡Uf! —dijo Graham, con franco asco.
—Las desapariciones son muy corrientes. Por ejemplo, ¿qué fue de la tripulación
del María Celeste? ¿Y de la del Rosalía? ¿Fueron las ranas apropiadas, sacadas de un
estanque conveniente? ¿Qué fue del Waratah? El hombre que a último momento se
negó a embarcarse en el Waratah, ¿poseía esa percepción extrasensorial, o se le
previno instintivamnte porque no era una rana apropiada? ¿Qué hace apropiado a un
hombre y al otro no? ¿Acaso el primero vive en constante peligro y el segundo goza
de una vida segura? ¿Es posible que alguna diferencia peculiar inidentificable, en
nuestra formación, signifique que yo esté destinado a morir, mientras que usted no va
a ser tocado?
—Eso es algo que el tiempo demostrará.
—¡El tiempo! —exclamó desdeñosamente Beach—. Quizá hace millones de años
que llevamos a cuestas a esos demonios y hasta ahora no nos habíamos dado cuenta
de su presencia. El homo sapiens… ¡un hombre cargado de males! —murmuró algo
entre dientes y luego prosiguió—: Esta misma mañana estaba estudiando un caso al
que no se le encontró solución en diez años. Los detalles figuran en el Evening
Standard de Londres, del 16 de mayo de 1938, y en el Daily Telegraph inglés de
varios días después. El vapor Anglo-Australian de 5456 toneladas desapareció de
pronto, sin dejar rastros. Era un barco moderno y marinero que navegaba en aguas
tranquilas cuando, de repente, él y su tripulación de treinta y ocho hombres,
desaparecieron como si nunca hubieran existido. Se desvaneció en medio del
Atlántico, a ochenta kilómetros de distancia de otros barcos, poco después de haber
enviado un mensaje por radio diciendo que todo andaba bien. ¿Dónde fue? ¿Dónde se
encuentran la mayoría de los miles de personas que han sido inscriptas y buscadas
durante años por la Sección Personas Desaparecidas?
—Dígamelo usted —Graham buscó la pantalla en la obscuridad y no pudo
encontrarla; en medio de aquella negrura seguía cumpliendo su labor de centinela,
guardándolos, aunque no pudiera más que avisarles con escasos segundos de ventaja,
de la presencia de unos invasores a los que tenían que hacer frente solos.
—No lo sé —confesó Beach—. Nadie lo sabe. Lo único que puedo decir es que
se apoderaron de ellos seres que solo ahora conocemos, poderes desconocidos, pero
de ningún modo sobrenaturales. Se los llevaron para fines que no podemos más que
sospechar. Desaparecieron como desaparecieron tantos desde el comienzo de la
historia, como seguirán desapareciendo en el porvenir. Algunos han vuelto,
deformados de un modo que no podemos comprender. A esas gentes las hemos
crucificado, quemado en la pira, matado con balas de plata o encerrado en los
manicomios. Y han vuelto a llevarse más, y se los seguirán llevando.
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—Quizá —dijo escépticamente Graham—. Quizá.
—No hace más de un mes, el estratoplano New York-Río, se metió entre unas
nubes al llegar a Puerto España, Trinidad, y no volvió a reaparecer. Mil ojos lo veían
en un momento y al siguiente no. No se han vuelto a tener noticias de él. Hace nueve
meses, el nuevo correo Moscú-Vladivostok desapareció de modo similar. Tampoco se
han tenido noticias de él. Desde los primeros tiempos de la aeronáutica ha habido
cientos de casos así.
—Recuerdo algunos de ellos.
—¿Qué fue de Amelia Earhart y Fred Noonan: del teniente Oskar Omdal, Brice
Goldsborough y Mrs. F. W. Grayson; del capitán Terence Tully y el teniente James
Medcalf; de Nungesser y Coli? Algunos, quizá, se estrellaron, pero estoy seguro de
que a otros no les ocurrió eso. Fueron arrebatados, del mismo modo que otros seres
humanos, siglo tras siglo, solos, en grupos, en barcos enteros.
—Hay que informar al mundo —juró Graham—; hay que prevenirlo.
—¿Quién puede hacerlo… y vivir? —le preguntó cáusticamente Beach—.
¿Cuántos otros miles han sido reducidos al silencio, con la misma efectividad? Hablar
es pensar, y pensar es traicionarse y morir. Aun nosotros, en este escondite solitario,
podemos ser hallados eventualmente por algún ser invisible, que nos oiga y nos haga
pagar el precio de saber demasiado; el precio de nuestra incapacidad de disfrazar
nuestros pensamientos. Los vitones son implacables, completamente implacables,
como lo demuestra horriblemente el hecho de que volaron Silver City en cuanto
vieron que habíamos descubierto un medio de fotografiarlos.
—No obstante, hay que prevenir al mundo —insistió tercamente Graham—. La
ignorancia podrá ser la felicidad, pero el conocimiento es un arma. La humanidad
tiene que conocer a sus opresores para romper sus cadenas.
—Hermosas palabras —dijo burlón el profesor Beach—. Admiro su espíritu,
Graham, pero no basta con eso. Todavía no sabe lo suficiente para apreciar la
imposibilidad de lo que sugiere.
—Por eso he venido a verle —le replicó Graham—. ¡Para saber! Si me marcho de
aquí mal informado, usted tendrá la culpa de mi fracaso. Dígame todo lo que sabe…
no le pido más.
—¿Y después de eso?
—Yo aceptaré la responsabilidad y el riesgo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Reinó silencio en la obscuridad, mientras los dos contemplaban la pantalla, uno
nerviosamente impaciente, el otro fríamente decidido. Un silencio cargado de
pensamientos rápidos e interrogantes, puntuado por tictacs lentos y cautos. Era como
si el destino del mundo se estuviera pesando en la balanza de la mente de un hombre.
De repente Beach dijo:
—¡Venga! —encendió las luces, abrió una puerta junto a la pantalla, aun inactiva,
y encendió nuevas luces que iluminaron un laboratorio compacto, limpio y bien
equipado.
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Apagando las luces de la habitación que acababan de dejar, Beach cerró la puerta
de comunicación y le indicó a su compañero un timbre que había en una pared.
—Si la pantalla de la habitación de al lado brilla, una célula fotosensible
funcionará, haciendo sonar el timbre. Si suena, lo mejor será que cambie de
pensamiento rápida y completamente… que se prepare para lo peor.
—Comprendido.
—Siéntese aquí —le ordenó Beach. Se limpió los dedos con un poco de éter y
tomó un frasco—. Esta reacción de Bjornsen es sinérgica. ¿Sabe lo que eso significa?
—Que su efecto es puramente de asociación.
—¡Eso es! Usted lo expresa a su modo, pero la definición me parece buena. Es
una reacción producida por drogas que funcionan cooperativamente y que ninguna de
ellas podría producir por separado. Ya comprenderá lo que eso significa: probar los
efectos de múltiples en todas las combinaciones posibles significa una cantidad de
experimentos que alcanzan cifras astronómicas. La sinergia mantiene constantemente
ocupados a los investigadores. Muy bien podrían haber tardado cincuenta años más
en descubrir esto. Si Peder Bjornsen no hubiera tenido la inteligencia suficiente para
darse cuenta de su suerte, nosotros… —mientras su voz se apagaba levantó el frasco,
vertió parte en una redoma y contó las gotas con el mayor cuidado.
—¿Y ahora? —le preguntó Graham, mirándolo.
—Voy a tratarlo de acuerdo con la fórmula de Bjornsen. Durante unos minutos
quedará ciego, pero no se asuste… sus ojos se estarán reajustando, nada más.
Mientras su vista se modifica, le daré todos los detalles que conozco.
—¿El tratamiento es permanente o temporal?
—Parece permanente, pero no podría asegurárselo. Nadie ha vivido lo suficiente
para saberlo —dejó el frasco y se acercó a Graham con la redoma y un pedacito de
algodón—. Ya está —dijo—, y ahora escuche atentamente lo que voy a decirle… ¡Tal
vez no tenga otra oportunidad!
¡Sin que él lo supiera, su frase era profética!
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CAPÍTULO 7
Aquí y allá, pálidos jirones de niebla pasaban ante la Luna que descendía en el
horizonte; en el valle había una obscuridad profunda, casi sólida. El edificio bajo,
hosco en su soledad, estaba completamente oculto por las sombras de la noche, lo
mismo que la figura que salió por su puerta blindada y cruzó veloz la sombra hacia
los pinos.
Por un momento, la figura se convirtió en la silueta de un hombre, al darle los
rayos de la Luna, junto al viejo letrero, y luego se desvaneció sobre el fondo de los
árboles. Un guijarro rodó por el sendero, una ramita crujió más allá, y luego no se
oyó más que el murmullo de múltiples millones de hojas, el gemido de la brisa
nocturna en las ramas.
Al otro extremo de la senda un serbal extendía sus ramas sobre un estrecho
cilindro de metal pulido. Algo pasó sigilosamente junto al tronco del árbol, se
confundió con el cilindro. Se oyó el suave clic de una cerradura bien aceitada, luego
un zumbido bajo, pero potente. Un pájaro nocturno graznó alarmado mientras el
cilindro se proyectaba fuera del negro charco de sombra, atravesaba veloz el camino,
pasaba por encima de una cresta lejana.
El mismo cilindro se hallaba al llegar el alba en la Estación Estratosférica de
Boise. Por un extremo, las estrellas brillaban aún débilmente sobre un fondo gris que
se iba aclarando gradualmente; por el otro, el cielo reflejaba el tono rosado del
amanecer. Las nieblas matinales ponían un velo de gasa sobre las Rocosas.
Bostezando, Graham dijo al teniente de policía Kellerher.
—Por razones especiales, Beach y yo vamos a partir a distintas horas y por
distintas rutas. «Es absolutamente imperativo que uno» de nosotros llegue a
Washington. Bajo su responsabilidad, queda encargado de ir a buscar a Beach dentro
de una hora y dejarlo sano y salvo en el Olympian.
—¡Lo haré así, no se preocupe! —le aseguró Kellerher.
—¡Muy bien! Lo dejo por su cuenta —bostezando de nuevo, Graham ignoró la
mirada fascinada que el policía dirigió a sus ojos, y subió al asiento posterior de un
veloz avión a chorro del ejército, listo para ponerse en marcha hacia el este.
El piloto se inclinó hacia delante y apretó el botón. Unas cortas plumas de fuego y
largos chorros de vapor salieron de la cola del aparato y, pasando por otros tubos,
inundaron los bordes de salida de sus pulidas alas. En medio de un potente rugido,
que pronto quedó tras ellos, ascendieron en el cielo matinal, mientras su estela de
vapor se perdía a lo lejos, y el ruido de sus cohetes despertaba el eco de las cimas de
las montañas.
Pasando veloz sobre las abruptas crestas de las Rocosas, que se hincaban como
lanzas en el rojo cielo de la aurora, el piloto niveló la marcha. Graham abrió repetidas
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veces la boca, contuvo varios bostezos y miró a través del plastividrio con ojos cuyo
cansancio no podía ocultar su extraño lustre.
Los cohetes seguían disparándose, un kilómetro antes que su sonido. La barbilla
de Graham fue hincándose lentamente en su pecho, sus párpados se agitaron un
momento y luego se cerraron. Acunado por la rítmica vibración de los cohetes y el
movimiento del avión comenzó a roncar.
Un golpe y el rápido girar de las ruedas sobre el cemento lo despertaron.
¡Washington! El piloto le dio un ligero codazo y sonrió, mostrándole el reloj. Habían
hecho el viaje en cortísimo tiempo.
Cuatro figuras se acercaron veloces al aparato. Graham reconoció a dos de ellas:
el coronel Leamington y el teniente Wohl. Los otros eran unos individuos corpulentos
de aspecto autoritario.
—Recibí su telegrama, Graham —anunció Leamington, con los ojos brillantes de
excitación; sacó el mensaje de su bolsillo y lo leyó en voz alta—. «Caso aclarado. Su
solución importante para la paz del mundo y digna de la atención del presidente. Vaya
a recibirme al aeropuerto militar de Washington a las dos cuarenta». —Se acarició el
bigote—. Su información debe de ser de una importancia tremenda.
—¡Sí! —Graham volvió hacia el cielo sus ojos fríos y relucientes—. ¡Y a menos
que tome grandes precauciones, no viviré para decírselo! Tendrá que oírme en algún
lugar subterráneo, bien protegido, por ejemplo el sótano de un edificio
gubernamental. Me gustaría que hicieran funcionar un Blattnerphone, para que
impresione un disco de lo que digo, por si (a pesar de mi cuidado y mi buena suerte)
mi narración se detiene a la mitad.
—¿Se detiene? —Leamington lo miró perplejo.
—Eso dije. Muchas bocas han sido cerradas en cualquier momento y lugar, sin
aviso ninguno. La mía puede cerrarse tan rápidamente como cualquiera de ellas, por
lo que sé. Quiero hablar en un lugar seguro y retirado.
—Bueno, creo que se podrá arreglar —convino Leamington.
Sin hacer caso de las expresiones de curiosidad con que los otros escuchaban sus
frases, Graham prosiguió:
—También quiero que alguien vaya a recibir al profesor Beach, que llega esta
noche a Pittsburgh en el Olympian. Puede venir hasta aquí en avión, para confirmar
mis declaraciones… o completarlas.
—¿Completarlas?
—Sí, si yo no puedo hacerlo.
—Habla de un modo muy extraño, Graham —opinó Leamington, conduciéndolo
hacia un giroauto que esperaba.
—No más que los hombres que han muerto —después de subir al vehículo,
seguido de los demás, agregó—: Bien pronto oirán toda la historia, en términos
sencillos y fáciles de comprender… ¡y quizá se arrepentirán de haberla escuchado!
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Y habló; lo hizo ante un auditorio de treinta personas, sentadas en filas de sillas
duras e incómodas, en un sótano situado a sesenta metros debajo del nivel del suelo.
Una pantalla fluorescente, proporcionada por un laboratorio gubernamental, cubría la
única puerta, con su capa supersensible inerte, sin vida, pero dispuesta a emitir un
resplandeciente aviso si pasaba por ella uno de los invisibles intrusos. Encima de
ellos, como una barrera pétrea entre la sesión secreta y los peligrosos cielos, se alzaba
la poderosa masa del Edificio del Departamento de Guerra.
Su auditorio era un auditorio extraño, inquietamente atento, expectante y
ligeramente escéptico. Figuraban en él el coronel Leamington, Wohl y los dos agentes
federales que habían recibido a Graham a su llegada. A la izquierda se veía a los
senadores Carmody y Dean, hombres de confianza del primer magistrado del país.
Willetts C. Keithley, jefe supremo del Servicio de Inteligencia de los Estados Unidos,
hombre flemático y de anchos hombros, estaba sentado a la derecha y tenía a su lado
a su secretario particular.
Detrás de ellos había cierto número de hombres de ciencia, funcionarios y
psicólogos consultantes, en un total de dos docenas. Un rostro inteligente y agudo,
coronado por una melena de blancos cabellos, denunciaba la presencia del profesor
Jurgens, uno de los más famosos expertos mundiales en psicología de las masas.
Junto a él se veía la cara morena y delgada de Kennedy Veitch, famoso radiólogo.
Los seis hombres sentados a su izquierda representaban los mil cerebros que seguían
esforzándose aún por producir la bomba Wavicle, la sucesora, largo tiempo buscada,
de la bomba atómica. El resto de los presentes eran hombres igualmente capaces en
sus diversas esferas, algunos desconocidos, otros mundialmente famosos.
La atención de todos estaba fija exclusivamente en el orador, cuyos ojos
resplandecientes, ronca voz y expresivos gestos les nacían darse cuenta cabal de la
terrible importancia del tema. En un rincón el hilo magnético pasaba suavemente por
el Blattnerphone, grabando con mecánica exactitud lo que se decía.
—Caballeros —comenzó Graham—: hace algún tiempo un científico sueco,
Peder Bjornsen, tropezó por casualidad con una línea nueva de investigación que
siguió con éxito hasta su fin, hace seis meses, cuando descubrió que podía extender el
alcance de la visión humana. Lo consiguió gracias a una mezcla de yodo, mescal y
azul de metileno, y aunque todavía no se conoce claramente el modo en que actúan
los tres componentes, no cabe la menor duda de su eficacia. La persona tratada con
ellos según las instrucciones de Bjornsen, puede distinguir una extensión de
frecuencias electromagnéticas mucho mayor que la que permite la vista natural.
—¿Cuánto mayor? —preguntó una voz escéptica.
—La extensión es solamente en una dirección —le contestó Graham—. Penetra
en el infrarrojo. Según Bjornsen, su límite es la banda de la ultrarradiotelefonía.
—¿Cómo, se puede ver el calor? —preguntó el otro.
—¡Ver el calor… y más allá! —le aseguró Graham.
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Levantó la Voz por encima del murmullo de asombro que produjeron sus palabras
y prosiguió.
—Los científicos podían tratar de averiguar cómo se consiguió ese extraordinario
resultado. Lo que me interesa a mí, lo que interesa a nuestro país y al mundo entero,
es el asombroso hecho que este descubrimiento ha sacado a luz —se detuvo, y agregó
claramente—: ¡Caballeros, una forma de vida, distinta y superior a la nuestra, es la
dueña de este mundo!
Por asombroso que parezca, no hubo voces que se levantaran en colérica protesta,
risas escépticas, ni rumor de conversaciones. Algo les imponía silencio, quizá un
sentido comunal de la verdad, o quizá su mutuo reconocimiento de la completa
sinceridad del orador. Siguieron como pegados a sus asientos, clavando en él sus ojos
especulativos e inquietos, traicionando en sus caras el hecho de que su declaración
sobrepasaba sus expectativas más fantásticas.
—Les aseguro que eso es un hecho probado —declaró Graham—. Yo mismo he
visto a esas criaturas. Las he visto, como unos globos pálidos pero curiosamente
resplandecientes, flotando en el cielo. Un par de ellos me pasaron rozando, rápida,
silenciosamente, mientras acechaba en la solitaria senda que llevaba al laboratorio de
Beach, en las montañas entre Silver City y Boise. Otro flotaba en el aire sobre la
Estación Estratosférica de Boise, poco antes de que mi avión despegara. Cuando
llegué a Washington vi docenas de ellos. En este mismo momento hay veintenas de
ellos sobre la ciudad, y probablemente algunos sobre este edificio. Frecuentan las
moradas de los humanos; por razones terribles se reúnen en los lugares donde el
número de personas es mayor.
—¿Qué son? —preguntó el senador Carmody, con el rostro enrojecido.
—Nadie lo sabe. No ha habido tiempo suficiente para estudiarlos. Bjornsen
pensaba que eran invasores extranjeros de un origen muy reciente, pero reconocía que
todo eso no pasaba de ser una conjetura y que no poseía datos en que basar su
opinión. El difunto profesor Mayo convenía en que su origen era extraterrestre, pero
opinaba que habían ocupado y conquistado este planeta hace muchos miles de años.
Por el contrario, el doctor Beach piensa que son nativos de la Tierra, como los
microbios. Beach dice que el difunto Hans Luther fue más allá y, basándose en la
evidencia de nuestros defectos, sugirió que esas cosas eran verdaderos seres
terrestres, y nosotros los descendientes de los animales que importaron de otros
mundos, en sus naves cósmicas de transporte de ganado.
—¡Ganado…! ¡Ganado…! ¡Ganado! —la palabra recorrió la sala; la
pronunciaban como si fuera algo repugnante.
—¿Cuánto se sabe acerca de esas criaturas? —preguntó alguien.
—Muy poco. No tienen el menor parecido con los seres humanos y, desde nuestro
punto de vista, son tan completa y totalmente extraños que no es posible encontrar
una base común que nos permita llegar a un entendimiento. Parecen esferas
luminiscentes, de unos noventa centímetros de diámetro, y sus superficies, vivas,
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azules, resplandecientes, están totalmente desprovistas de facciones observables. No
se registran en una película infrarroja ordinaria, aunque Beach los ha fotografiado con
la ayuda de una nueva emulsión. No se pueden descubrir con el radar, evidentemente
porque absorben las vibraciones del radar, en vez de reflejarlas. Beach asegura que
tienden a reunirse en la vecindad de las antenas de radar, como los niños sedientos
junto a una fuente. Piensa que ellos nos inspiraron el descubrimiento del radar…
¡proporcionándoles de ese modo otro placer incomprensible, pagado con nuestro
sudor!
Los rostros de sus oyentes mostraban una extraña mezcla de respeto y horror,
mientras él proseguía diciendo:
—Se sabe que esas extrañas esferas emplean la percepción extrasensorial como
un substituto de la vista, y que han desarrollado esa facultad hasta un grado máximo.
Por eso han podido comprendernos siempre, aunque nosotros no los viéramos,
porque el sexto sentido mental es independiente de las frecuencias electromagnéticas.
Utilizan también la telepatía en lugar de las cuerdas vocales y los órganos del oído…
O quizá es simplemente otro aspecto de esa misma percepción extrasensorial. Sea
como fuere, pueden leer y comprender los pensamientos humanos a corta distancia,
pero no a larga distancia. Beach los llama vitones, porque no son carne y están
hechos de energía. No son animales, minerales ni vegetales… son energía.
—¡Absurdo! —exclamó un científico, que encontraba al fin algo dentro del
campo de sus conocimientos—. ¡La energía no puede asumir una forma tan compacta
y equilibrada!
—¿Y las bolas de fuego?
—¿Las bolas de fuego? —aquello tomaba desprevenido al crítico; miró vacilante
en torno suyo y se rindió—: Reconozco que tiene razón. La ciencia no ha podido
encontrar una explicación satisfactoria de esos fenómenos.
—Pero —dijo seriamente Graham— la ciencia reconoce sin embargo que las
bolas de fuego son formas de energía temporalmente equilibrada, que no pueden
repetirse en ningún laboratorio. Tal vez son vitones moribundos. Quizá sean esas
criaturas tan mortales como nosotros, sea cual fuere el término medio de su vida, que
caen al morir, disgregando su energía en frecuencias repentinamente visibles —tomó
su cartera y extrajo de ella unos recortes—. World Telegram, del 17 de abril: una bola
de fuego penetró por la ventana abierta de una casa, quemando una alfombra en el
lugar donde estalló. El mismo día, otra bola erró unos doscientos metros por una calle
abajo y se deshizo en una vaharada de calor. Chicago Daily News del 22 de abril: el
caso de una bola de fuego que floto lentamente a través de una pradera, entró en una
casa, trató de subir por la chimenea y luego explotó, destrozando la chimenea.
Dejó los recortes en su lugar y se alisó cansadamente los cabellos.
—Beach me los prestó. Tiene una gran colección de recortes que se remontan a
ciento cincuenta años. Casi dos mil de ellos tratan de las bolas de fuego y fenómenos
similares. Cuando se los estudia, sabiendo lo que al fin se sabe, nos parecen distintos.
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Ya no son una colección de datos extraños. Son una colección singular de hechos
coherentes y altamente significativos, que nos hacen pensar cómo hasta ahora no
hemos sospechado nunca la verdad. El terrible cuadro estaba siempre presente… pero
no habíamos conseguido enfocarlo de modo debido.
—¿Qué le hace decir que esas cosas, esos vitones, son nuestros amos? —le
preguntó Keithley, hablando por primera vez.
—Bjornsen lo dedujo de sus observaciones y sus discípulos llegaron
inevitablemente a la misma conclusión. Una vaca que pensara comprendería,
enseguida el dominio del que lleva su raza al matadero. Los vitones se conducen
como si fueran los amos de la Tierra… ¡Porque lo son! Son mis dueños y los de
usted, del presidente, de todos los reyes y criminales que han nacido.
—¡Ni mucho menos! —juró una voz al final de la sala.
Nadie miró hacia atrás. Carmody frunció el ceño, disgustado por la interrupción,
y los demás concentraron su atención en Graham.
—Se han descubierto muy pocas cosas —les dijo Graham—, pero ese poco
significa mucho. Beach está convencido de que, no solamente los vitones están
hechos de energía, sino que se alimentan de energía… ¡de nuestra energía! Para ellos,
nosotros existimos solamente como productores de energía que la naturaleza les ha
proporcionado para satisfacer lo que en ellos haga las veces de estómago. Por eso nos
crían y nos incitan a reproducirnos. Nos reúnen, nos llevan de un lado para otro, nos
ordeñan, engordando con las corrientes generadas por nuestras emociones del mismo
modo que nosotros engordamos con el jugo que involuntariamente produce el ganado
al que damos alimentos que contienen estimulantes de la lactancia. ¡Muéstreme al
hombre altamente emocional, con una vida larga y sana, y me habrán mostrado la
vaca campeona de los vitones!
—¡Esos diablos! —dijo una voz.
—Si reflexionan debidamente acerca de esto, caballeros —insistió Graham—, se
darán plena cuenta de sus horribles implicaciones. La energía nerviosa producida por
el acto de pensar, así como la reacción glandular a las emociones es, como se sabe
desde hace tiempo, de una naturaleza eléctrica o casi eléctrica, y su producción es la
que sirve para nutrir a nuestros invisibles amos. Pueden aumentar la cosecha siempre
que quieran, estimulando las rivalidades, los celos, los odios, y aumentando de ese
modo nuestras emociones. Cristianos contra mahometanos, negros contra blancos,
comunistas contra católicos, todos ellos son harina para el molino vitón, son alimento
de unos estómagos que no podemos siquiera imaginar. Del mismo modo que nosotros
cultivamos nuestros alimentos, los vitones cultivan el suyo. Lo mismo que nosotros,
aran sus campos, siembran y cosechan. Somos su suelo de carne, surcado por las
circunstancias dictadas por los vitones. Sembrado de ideas contradictorias, fertilizado
con rumores falsos, mentiras y deformaciones de la realidad, salpicado de sospechas
y celos, para que podamos producir buenas cosechas de energía emocional que
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segarán los cuchillos de la revuelta y la guerra. Cada, vez que alguien grita guerra,
¡un vitón emplea sus cuerdas vocales para convocar a los demás vitones al banquete!
Un hombre sentado junto a Veitch se levantó y dijo:
—Quizá usted sabrá lo que algunos de nosotros estamos haciendo. Estamos
tratando de dejar atrás la partición del átomo. Estamos tratando de encontrar un
medio de disipar en su energía primitiva las partículas subatómicas. Estamos tratando
de crear la bomba Wavicle. Si lo conseguimos, ¡será una bomba terrible! Una sola
bomba pequeña bastará para hacer temblar todo el mundo —se humedeció los labios
y miró en torno suyo—. ¿Sugiere que estamos inspirados por los vitones?
—¿No han fabricado la bomba?
—Aún no.
—Ahí tiene su respuesta —dijo secamente Graham—. Tal vez no la harán nunca.
O, si la hacen, tal vez no la usen. Pero si la hacen… ¡si dejan caer una…!
Se oyó un fuerte golpe en la puerta, y su sonido sobresaltó a muchos de los
presentes. Un hombre uniformado entró, murmuró algo al oído de Keithley y se
marchó. Keithley se levantó, pálido, con voz vibrante. Miró a Graham, luego a los
presentes, y dijo lentamente:
—Caballeros, siento informarles que acaban de comunicarme que el Olympian
tuvo un choque a veinte millas de Pittsburgh —tragó saliva; su tensión era obvia—.
Ha habido muchos heridos y un muerto. ¡La única baja es el doctor Beach!
Se sentó, en medio del ruido de los comentarios de sus espantados oyentes.
Durante un minuto, los que se hallaban en la sala se revolvieron inquietos en sus
asientos, se miraron, miraron la pantalla y clavaron sus ojos febriles en Graham.
—Otra mente informada ha sido hundida en el olvido —comentó amargamente
Graham—. ¡La centésima o milésima tal vez! —extendió dramático los brazos—.
Comemos, pero no recorremos al azar los campos buscando patatas. Las plantamos y,
al cultivarlas, las mejoramos según las ideas que nos hemos formado acerca de lo que
deben ser. Similarmente, nuestros tubérculos emocionales no son sonrientes para
llenar unos vientres superiores; hay que cultivarlos, estimularlos, según las ideas de
los subrepticios cultivadores.
«Esa —gritó, apretando el puño y agitándolo antes sus asombrados oyentes— es
la única razón por la que los seres humanos, racionales en otros aspectos,
suficientemente ingeniosos para asombrarse a sí mismos con su propia inteligencia,
no pueden conducir los asuntos mundiales de un modo que haga justicia a su
intelecto. Por esa razón, en la hora actual, podríamos vivir en el mundo más glorioso
que pueda haber conocido la historia, pero en realidad vivimos entre los miserables
monumentos de nuestra potencia destructora, y no podemos obtener la paz, la
tranquilidad, la seguridad. Por esa razón progresamos en la ciencia y en las artes
productoras de emoción, en todas las gracias excitantes, pero no en la sociología, que
desde el principio estaba atada de pies y manos».
Expresivamente desenrolló una hoja de papel imaginaria y dijo:
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—Si os mostrara una microfotografía del borde de una sierra vulgar, sus picos y
valles serían un perfecto gráfico de las ondas emocionales que alteran este mundo con
terrible regularidad. Emoción… ¡la cosecha! Histeria… ¡el fruto! Rumores de guerra,
preparativos de guerra, acusaciones de preparativos de guerra, guerras reales, feroces
y sanguinarias; revueltas religiosas, crisis financieras, huelgas, rivalidades de color,
manifestaciones ideológicas, propaganda insidiosa, asesinatos, matanzas, desastres
llamados naturales, o cualquier crimen que despierte emoción; revoluciones y más
guerras.
Su voz era fuerte y decidida, al proseguir.
—A pesar del hecho de que la mayoría de los hombres vulgares de todos los
colores y credos ansían instintivamente la paz y la seguridad, por encima de todo,
este mundo de gente sensata y cuerda (excepto en ese punto) no puede satisfacer ese
anhelo. ¡Porque no les permiten satisfacerlo! La paz, la paz verdadera, es una época
de hambre para los que se encuentran en una escala superior de vida. De algún modo
tienen que producir emociones, energía nerviosa en grandes cosechas mundiales.
—¡Es atroz! —juró Carmody.
—Cuando se ve este mundo acosado por las sospechas, lleno de ideas
contradictorias, tambaleándose bajo el peso de los preparativos guerreros, podéis
estar seguros de que se acerca el tiempo de la cosecha… de la cosecha de los otros,
no de la nuestra… Nosotros no somos más que unos pobres tontos a los que se lleva
de un lado para el otro. ¡La cosecha es para los otros!
Se inclinó y los miró con ojos ardientes.
—Caballeros, he venido aquí para daros la fórmula de Bjornsen, para que la
podáis probar vosotros mismos. Quizá habrá entre vosotros uno o dos que crean que
mis palabras son vanas. ¡Dios sabe cómo me gustaría haberme engañado! ¡Lo mismo
pensaréis vosotros dentro de poco! —su sonrisa era dura, desprovista de humor—.
Pido, exijo, que se le haga saber al mundo la verdad, antes de que sea demasiado
tarde. La humanidad no conocerá nunca la paz, nunca hará un cielo de esta Tierra,
mientras su alma colectiva soporte esta espantosa carga y su mente colectiva esté
corrompida desde su nacimiento. La verdad tiene que ser un arma, porque si no esas
criaturas no habrían tomado medidas tan extremas para impedir que se conociera.
Temen la verdad; por lo tanto, el mundo debe saberla. ¡El mundo tiene que ser
informado!
Se sentó y se cubrió el rostro con las manos. Había cosas que no podía decirles,
cosas que no quería decirles. Antes de que fuera de día algunos de ellos podrían
probar por sí mismos los hechos, mirarían los temibles cielos… y otros morirían.
Morirían gritando el culpable conocimiento que les llenaba la mente, el miedo que
impregnaba sus corazones. Lucharían fútilmente, correrían inútilmente, balbucearían
al morir sus protestas y expirarían inermes.
Vagamente oyó al coronel Leamington dirigirse a los presentes, diciéndoles a los
científicos que se fueran separadamente, con cuidado y circunspección, que se
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llevaran con ellos copias mimeografiadas de la preciosa fórmula, que la probaran lo
antes posible y le informaran de los resultados en cuanto los obtuvieran. Sobre todo,
debían ejercitar el dominio de sus pensamientos, manteniéndose apartados, para que
en el peor de los casos sus mentes no los traicionaran como grupo, sino solamente
como individuos. Leamington se daba también cuenta del peligro. Por lo menos no
quería arriesgarse.
Los peritos gubernamentales se fueron, uno a uno, aceptando el pedazo de papel
que les daba Leamington. Todos ellos miraron a Graham, pero ninguno habló. Sus
rostros eran serios y en sus mentes bullían ya pensamientos ominosos.
Cuando el último de ellos se hubo ido, Leamington dijo:
—Le hemos preparado un dormitorio en el sótano más bajo, Graham. Debemos
cuidarlo hasta que se haya comprobado lo que dice, porque la muerte de Beach
significa que usted es el único que tiene información de primera mano acerca de esto.
—Lo dudo.
—¿Eh? —Leamington abrió la boca, sorprendido.
—No lo creo —le aseguró Graham, con cansancio—. Solo Dios sabe cuántos
hombres de ciencia han recibido privadamente información del descubrimiento de
Bjornsen. Sin duda, algunos no quisieron creer en él porque pensaron que era
absurdo. Nunca se preocuparon de probarlo por sí mismos y su omisión les salvó la
vida. Pero puede haber otros que hayan confirmado los experimentos de Bjornsen y
hayan tenido la suerte de no haber sido descubiertos hasta ahora. Serán hombres
aterrados, obsesos, medio enloquecidos por su conocimiento, temerosos de ponerse
en ridículo, de precipitar su fin o hasta de causar una gran catástrofe si lo gritan en la
plaza pública. Estarán escondidos en algún lugar, yendo sigilosamente de un lado a
otro, como ratas de albañal. ¡Le costaría un trabajo infinito encontrarlos!
—¿Cree que la diseminación general de la noticia causará disturbios?
—Disturbios es poco decir —declaró Graham—; la palabra para lo que va a
ocurrir no figura en el diccionario. La noticia se conocerá solamente si los vitones
fracasan en sus intentos de impedirlo. Si lo consideran necesario, no vacilarán en
hacer desaparecer la mitad de la raza humana, para preservar la dichosa ignorancia de
la otra mitad.
—Suponiendo que puedan hacerlo —intervino Leamington.
—Han organizado dos guerras mundiales y nos han mantenido en suspenso e
inquietos durante los últimos veinte años con la amenaza de una tercera guerra,
mayor aún —Graham se frotó las fuertes manos—. Si lo han hecho antes, pueden
volver a hacerlo.
—¿Sugiere entonces que son tan todopoderosos que es inútil luchar contra ellos?
—¡Ni mucho menos! Pero no subestimo al enemigo. ¡Ese es un error que hemos
cometido demasiado a menudo en el pasado! —vio que Leamington respingaba, pero
no hizo comentario alguno—. Su número y fuerza son aún tema de especulación.
Bien pronto caerán sobre nosotros, buscando a los promotores del motín, acabando
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con ellos rápida, definitivamente. Si me descubren y me matan, tendrá que buscar
otro sobreviviente. Bjornsen se lo dijo a sus amigos y estos le pasaron la información
a los suyos, así que no se sabe hasta donde se ha extendido la noticia, por conductos
puramente personales. Dakin, por ejemplo, lo supo por Webb, quien lo supo por
Beach, y este por Bjornsen. Reed lo supo por Mayo. Dakin y Reed, que conocieron la
noticia por cuarta o quizá décima mano, murieron de todos modos. Así que también
puede haber algunos que, por suerte, más que por nada, han conseguido sobrevivir.
—Eso espero —dijo Leamington con tono lúgubre.
—Una vez que la noticia se sepa, los que la sabemos ahora estaremos seguros. El
motivo para matarnos habrá dejado de existir —en su tono había una expectación
placentera, la alegría del que aspira a librarse de una carga intolerable.
—Si los resultados obtenidos por esos hombres de ciencia confirman sus
declaraciones —intervino el senador Carmody—, yo me encargaré personalmente de
que se informe sin demora al presidente. Puede confiar en que el gobierno tomará
todas las medidas de que es capaz.
—¡Gracias! —saludándolo agradecido, Graham se levantó y salió con
Leamington y Wohl, quienes lo condujeron a su refugio temporal, situado en uno de
los sótanos más profundos del Departamento de Guerra.
—Oiga, Bill —dijo Wohl—; reuní una gran cantidad de informes europeos de los
que no he podido hablarle. Se efectuaron las autopsias de Sheridan, Bjornsen y
Luther, y los resultados fueron exactamente los mismos que en los casos de Mayo y
Webb.
—Todo eso tiene una relación —dijo el coronel Leamington; dio una palmadita
en el hombro a Graham, con un divertido toque de orgullo paternal—. Su historia va
a someter a un esfuerzo a la credulidad del mundo, pero yo le creo implícitamente.
Lo dejaron para que gozara del sueño que tanta falta le hacía y que él sabía no
podría obtener. Era imposible dormir cuando se acercaba una crisis de tal magnitud.
Había visto morir a Mayo. Había visto cómo Dakin huía de una muerte rápida,
implacable, y había anticipado y oído el fin similar de Corbett. Aquella noche…
Beach. Mañana… ¿quién?
En las horas frías y húmedas de la madrugada, la noticia se supo en toda la
extensión del planeta, con una impresionante rapidez, con una violencia que
trascendía todo. El mundo entero aulló de horror.
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CAPÍTULO 8
Eran las tres de la madrugada del 9 de junio del año 2015, y el Departamento de
Propaganda de los Estados Unidos, rara vez mencionado, pero de una eficacia
soberbia, trabajaba aún. Los dos enormes pisos que ocupaba en el Edificio de
Asuntos Internos estaban a obscuras, desiertos, pero, a media milla de distancia,
oculto en un sótano de una hectárea, que comprendía una docena de habitaciones
grandes, trabajaba afanoso el personal del departamento, aumentado por ochenta
auxiliares voluntarios.
Un piso más arriba, rodeado de espesísimos muros de cemento y acero, se
hallaban las enormes prensas anticuadas, limpias, aceitadas, que durante años se
habían mantenido listas para el uso, por si acaso un día ocurría una avería en el
sistema nacional de reproducción de noticias por la televisión. Trescientos metros
más arriba se erguía la esbelta mole que albergaba el diario semioficial Washington
Post.
En las manos de aquellos cuatrocientos hombres sudorosos, sin chaqueta, se
hallaban los hilos de la comunicación con el mundo entero. Podían disponer de la
televisión, la radio, los cables, los correos estratosféricos, y hasta de los servicios de
señales de las fuerzas armadas.
Pero a pesar de su intensa actividad, a ras del suelo no se distinguía ningún signo
de vida. El edificio del Post parecía aparentemente muerto, y sus múltiples filas de
ventanas no reflejaban más que la luz de la Luna. Inconsciente de la actividad
frenética de los sótanos, un agente de servicio se paseaba solitario por la acera, con
los ojos fijos en un lejano reloj iluminado, y su mente ocupada en cosas tan poco
peligrosas como la taza de café que tomaría al final de su turno. Un gato pasó
corriendo por la acera y se desvaneció en la sombra.
Pero abajo, muy abajo, mucho más abajo de los ceñudos monolitos, en medio de
un millón de durmientes desprevenidos, los cuatrocientos hombres preparaban la
horrible mañana. Las teclas del Morse y los autotipos de gran velocidad enviaban
mensajes breves y claros u otros más largos y ominosos. Las teletipos transmitían
furiosamente capítulos enteros de información. Los teléfonos sonaban y emitían
palabras metálicas mientras, en un rincón, un potente transmisor de onda corta y
múltiples conductos enviaba los impulsos a una altísima antena, y de allí a oídos muy
lejanos.
Las noticias iban llegando, se estudiaban, se ponían en correlación, se archivaban.
Bleeker ha terminado la prueba, e informa que ve dos esferas que se deslizan sobre la
Delaware Avenue. Muy bien, dígale a Bleeker que lo olvide… ¡si puede! Williams al
teléfono, diciendo que ha hecho la prueba y ve esferas luminiscentes. ¡Dele las
gracias a Williams y dígale que se oculte bajo tierra! Tollerton al aparato, diciendo
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que la prueba ha sido positiva y que está observando una hilera de globos azules que
pasan por encima del Potomac. Dígale que se vaya a un sótano y que se duerma.
—¿Es usted, Tollerton? Gracias por la información. No, lo siento, no nos
permiten decir si las otras pruebas confirman la suya. ¿Por qué? ¡Por su bien, claro
está! ¡Ahora deje de pensar en ello y adiós!
Reinaba una agitación ruidosa pero sistemática; las llamadas de fuera se cruzaban
con las que se hacían desde dentro y todos los que hablaban desde larga distancia
pedían prioridad sobre los demás. Un hombre, agarrado desesperadamente a un
teléfono, trataba por vigésima vez de llamar a la estación WRTC de Colorado. Al fin
desistió y pidió que le comunicaran con el departamento de policía de Denver. En
otro rincón, un operador de radio recitaba ante el micrófono, con paciente monotonía:
—Llamando al transporte aéreo Arizona. Llamando al transporte aéreo Arizona.
En mitad de aquella agitación, exactamente a las cuatro, dos hombres llegaron por
el túnel que desde hacía una década proporcionaba un rápido medio de salida de los
miles de diarios, húmedos aún, que iban a las terminales del ferrocarril.
El primer hombre entró y mantuvo respetuosamente abierta la puerta, para que
pasara su compañero. El segundo hombre era alto, fuerte, con cabellos gris acero y
claros ojos grises que miraban confiados en el rostro musculoso.
Mientras este último contemplaba la escena, su acompañante dijo simplemente:
—Caballeros, el Presidente.
Hubo un momentáneo silencio, mientras todos se ponían en pie y miraban las
facciones que tan bien conocían. Luego el primer magistrado les pidió con un ademán
que siguieran trabajando y se hizo conducir a una cabina. Una vez dentro se ajustó las
gafas, dispuso unas hojas mecanografiadas que llevaba en la mano, se aclaró la
garganta y miró el micrófono.
Brilló la lámpara de señales. El presidente comenzó a hablar, con voz segura,
convincente, impresionante. Dos manzanas más allá, oculta en otro sótano, una
maquinaria delicada absorbió su voz y comenzó a reproducirla dos mil veces.
Mucho después de su partida la maquinaria siguió funcionando, produciendo
diminutas bobinas de hilo magnético que, encerradas dentro de tubos sellados al
vacío, fueron enviadas rápidamente a sus destinos.
El estratoplano New York-San Francisco salió a las cinco de la mañana, llevando
entre su carga una docena de tubitos con reproducciones del discurso del Presidente.
Dejó caer por el camino tres de ellos, antes de que el piloto perdiera el dominio de
sus pensamientos… y entonces el aparato desapareció para siempre.
El correo especial de Londres, que salía a las cuatro y treinta, recibió la primera
serie de reproducciones, las transportó a través del Atlántico y las entregó en destino.
El piloto y el copiloto creían que las cajas selladas contenían microfilms. Pensaban
que eran microfilms y no otra cosa, y de ese modo se engañó a los que podían estar
interesados en sus pensamientos.
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Cuando llegó la hora cero, tres cuartas partes de las reproducciones habían
llegado a su destino. De la cuarta parte que faltaba, unas pocas habían sufrido
demoras naturales e imprevistas, mientras que el resto representaban las primeras
bajas del nuevo y extraño conflicto. El discurso podía haber sido pronunciado
fácilmente por el Presidente en persona, empleando el sistema de transmisión
nacional… con la misma facilidad, el discurso podría haber sido interrumpido en la
primera frase, por la muerte que acechaba ante el micrófono. Ahora, mil quinientos
presidentes hablaban ante mil quinientos micrófonos desparramados por todo el
mundo, de tal modo que algunos aguardaban en los consulados y embajadas
americanos de Europa, Asia y Sudamérica, mientras otros se hallaban ya listos en
solitarias islas del Pacífico, y otros más a bordo de buques de guerra, en medio del
mar, lejos de los lugares frecuentados por los seres humanos… y los vitones. Diez se
localizaron en los desiertos árticos, donde el único fenómeno vitonesco eran unos
resplandores inofensivos que se veían en el cielo.
A las siete de la mañana en los Estados del Norte, al mediodía en Gran Bretaña, y
a horas equivalentes en otros lugares, la noticia apareció en la primera página de los
anticuados diarios, brilló en las pantallas de telenoticias, se reflejó claramente en la
pantalla del estereocine, se lanzó desde los altavoces y los sistemas de transmisión
pública, se gritó desde los tejados de las casas.
Un grito de angustia, bajo e incrédulo, se escapó de las bocas de los humanos, un
gemido que fue aumentando con la creencia hasta convertirse en un largo grito
histérico. La voz de la humanidad expresaba la profunda impresión, cada raza de
acuerdo a sus tendencias emotivas, cada nación, de acuerdo con su credo, cada
hombre de acuerdo con sus glándulas. En New York, una multitud espantada llenó
Times Square, sofocándose casi, gritando, moviéndose, agitando los puños, alzados
amenazadoramente contra el cielo, convertidos en seres belicosos por el peligro,
como las ratas acorraladas. En Central Park, una multitud más decorosa rezó, cantó
himnos, llamó a gritos a Jesús, protestó, lloró.
En Londres, Piccadilly se vio manchado aquella mañana con la sangre de
cuarenta suicidas. En Trafalgar Square se interceptó el tráfico, y hasta sus famosos
leones quedaron ocultos bajo una verdadera inundación de figuras humanas medio
enloquecidas que pedían a gritos la augusta presencia de Jorge VIII, o vociferaban
réplicas a Dios Todopoderoso. Y mientras los leones seguían agachados, más abajo
aún que aquella humanidad agachada, y los rostros pálidos miraban con fijeza a los
oradores callejeros que protestaban que el premio del pecado es la muerte, la
Columna de Nelson se rompió por su base, se ladeó y cayó en un segundo terrible
sobre otra columna de gritos, aplastando a trescientas personas. ¡La emoción subió a
los cielos, una emoción clara, brillante, que apagaba la sed!
Los mahometanos se hicieron cristianos aquella mañana, y los cristianos
mahometanos, budistas… cualquier cosa. Las iglesias cambiaban su público con el de
los burdeles y, eventualmente, los manicomios recogían ambos. Mientras muchos
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pecadores se apresuraban a bañarse en agua bendita, los puros se sumían en la
iniquidad. Todos ellos según sus luces, pero todos un poco desequilibrados. ¡Todas
las vacas vitones habían sido estimuladas satisfactoriamente y tenían las ubres llenas!
Pero la noticia se había hecho pública, a pesar de los intentos para impedirlo, no
obstante los diversos obstáculos surgidos durante su propagación. No todos los
diarios aceptaron la petición oficial de que dedicaran sus primeras páginas al texto
autorizado. Muchos declararon su independencia periodística (o la imbécil
obstinación de sus propietarios) y deformaron la copia que les habían enviado,
dándole un acento horrible o humorístico, según sus caprichos individuales,
manteniendo así la tradicional libertad de mala interpretación que es en realidad la
libertad de prensa. Unos cuantos se negaron categóricamente a publicar tales
disparates. Otros, en sus editoriales, lo mencionaron como una maniobra electoral en
la que no creían. Y algunos otros trataron de cumplir lealmente con lo que les pedían,
y no lo consiguieron.
El New York Times salió retrasado declarando que su edición de aquella mañana
no había podido aparecer a tiempo «por varias muertes repentinas ocurridas en su
personal». Diez personas habían muerto aquella mañana en las oficinas del Times. El
Kansas City Star salió retrasado, exigiendo que les informaran de la nueva
estratagema que Washington había ideado para sacarles sus dólares. El personal del
diario sobrevivió.
En Elmira, el director del Gazette fue hallado muerto en su escritorio; en su
mano, helada ya, sostenía aún los datos enviados por Washington. Su ayudante había
tratado de arrancarle la hoja y cayó muerto junto a él. Un tercer periodista estaba
caído junto a la puerta, un reportero atrevido que había muerto en el mismo instante
en que su mente concebía la idea de que podía cumplir el deber por el que habían
dado su vida sus superiores.
La estación de Radio WTTZ voló en pedazos en el mismo momento en que su
micrófono se cargaba de energía y el locutor abría la boca para transmitir las noticias
que iban, a ser seguidas del discurso presidencial.
A mediados de la semana se calculó que diecisiete estaciones de radio en los
Estados Unidos, y sesenta y cuatro en el mundo entero, habían sido destrozadas
misteriosamente, por medios supernormales, a tiempo para impedir la transmisión de
revelaciones consideradas indeseables por los otros. La prensa tuvo también grandes
pérdidas; las oficinas de los diarios fueron destrozadas en los momentos críticos por
explosiones inexplicables, o perdieron, uno a uno, los miembros informados de su
personal.
Pero, aun así, el mundo supo la verdad, porque los propagandistas lo habían
preparado todo muy bien de antemano. Hasta los seres invisibles no pueden estar en
toda partes a la vez. La noticia se había publicado, y unas cuantas personas elegidas
se sentían libres, pero el resto del mundo estaba aterrado.
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Bill Graham y el teniente Wohl se hallaban con el Profesor Jurgens en su
departamento del Lincoln Parkway. Estaban mirando las ediciones de la tarde de
todos los diarios que habían podido comprar.
—La reacción es más o menos lo que uno podía esperar —comentó Jurgens—.
¡Qué mezcla! ¡Miren esto!
Les entregó un ejemplar del Boston Transcript. El diario no hacía mención alguna
de los poderes invisibles, pero en un editorial de tres columnas atacaba ferozmente al
gobierno.
«No nos interesa», juraba el director del Transcript, «saber si la noticia de esta
mañana es cierta o no, pero sí nos importan los medios empleados para publicarla.
Cuando el gobierno ejercita poderes que no le fueron concedidos por el mandato del
pueblo, y prácticamente confisca las primeras páginas de todos los diarios del país,
vemos en eso el primer paso hacia una dictadura. Vemos que se inclina hacia unos
métodos que no serán tolerados ni un momento por esta libre democracia, y con los
que nos enfrentaremos decididamente, mientras conservemos nuestra voz para poder
hablar».
—Este nos presenta el problema —dijo seriamente Graham— de a quién
pertenecen realmente los puntos de vista del diario. Podemos suponer que la persona
que escribió eso lo hizo con completa honestidad y buena fe, pero ¿esas opiniones
son realmente suyas, o son ideas astutamente insinuadas en su mente, ideas que ha
aceptado como suyas, que cree suyas?
—¡Ah, ahí está el peligro! —convino Jurgens.
—Como todos los datos que poseemos tienden a demostrar el hecho de que los
vitones dirigen nuestras opiniones como desean, guiando sutilmente nuestros
pensamientos para satisfacer mejor sus fines, resulta prácticamente imposible
determinar cuáles son los puntos de vista que tienen una base lógica y natural, y
cuáles son los implantados en la mente.
—Es difícil —admitió Jurgens—. Eso les da una tremenda ventaja, porque
pueden mantener su dominio sobre la humanidad conservando al mundo dividido, a
pesar de todos nuestros intentos de unión. De ahora en adelante, cada vez que un
perturbador abra la boca, tenemos que hacernos una pregunta de suma importancia:
¿quién habla ahora? —con su dedo, largo y delicado, señaló el artículo en cuestión
—. Este es el primer contragolpe, el primer golpe contra la unidad que
perseguimos… avivando astutamente la sospecha de que en todo esto se oculta una
amenaza de dictadura. La antigua técnica de la calumnia. Millones de personas la han
creído siempre. Millones la creerán siempre que se trate de una mentira que prefieran
creer a la verdad.
—Exacto —Graham frunció el ceño, mientras Wohl lo miraba pensativo.
—El Cleveland Plain Dealer adopta otra posición —observó Jurgens—. Lindo
ejemplo de cómo el periodismo presenta los hechos al público. El redactor es amigo
de las sátiras. Hace referencias burlonas a la reunión de Washington de hace una
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semana, e insiste en llamar a los vitones los «Fantasmas de Graham». En cuanto a
usted, piensa que quiere vender algo, probablemente anteojos de Sol.
—¡Diablos! —dijo malhumoradamente Graham; y al sentir la risita de Wohl, se
calló.
—No se preocupe por eso —prosiguió Jurgens—. Cuando haya estudiado la
psicología de las masas tanto tiempo como yo, ya no se sorprenderá por nada —dio
un golpecito en el papel—. Esto era de esperar. Desde el punto de vista periodístico,
la verdad existe solamente para que la violen. Únicamente se respetan los hechos
cuando les parece conveniente imprimirlos; de no ser así, lo inteligente es hacer
tragar al público una sarta de mentiras. El periodista se siente más a gusto: eso le da
la sensación de superioridad sobre los tontos que le creen.
—No se sentirán tan superiores cuando puedan ver la verdad.
—No, efectivamente —Jurgens reflexionó un momento y luego dijo—: No me
gustaría parecerle melodramático, pero ¿tendría la bondad de decirme si en este
momento hay por aquí alguno de esos vitones?
—No hay ninguno —le aseguró Graham, mirando por la ventana—. Veo algunos
flotando sobre tejados distantes, y dos al final del camino, pero no veo ninguno por
aquí.
—¡Gracias a Dios! —Jurgens demostró el alivio que sentía; se pasó la mano por
la cabeza, metiendo los delgados dedos entre los cabellos, largos y blancos, y sonrió
al ver que Wohl se sentía también aliviado—. Lo que me interesa es el problema de lo
que vamos a hacer ahora. El mundo sabe ya lo peor, pero ¿qué va a hacer?, ¿qué
puede hacer?
—El mundo no solamente sabe lo peor, sino que lo ve en su terrible e indiscutible
realidad —dijo seriamente Graham—. El gobierno se ha incautado prácticamente de
las grandes compañías, en su plan de campaña. El primer paso será poner a la venta,
en grandes cantidades y a bajo precio, los materiales citados en la fórmula de
Bjornsen, para que el público en general pueda ver por sí mismo a los vitones.
—¿Y adónde nos llevará eso?
—Habremos dado un gran paso adelante hacia el inevitable choque. Tenemos que
contar con una opinión pública unida que nos apoye en la lucha que se avecina; y no
hablo de un modo restringido, me refiero al mundo entero. Nuestras numerosas
camarillas, políticas, religiosas o lo que sean, tendrán que dejar sus diferencias ante
este nuevo y mayor peligro, y apoyarnos unidos en nuestros futuros esfuerzos de
librarnos de una vez para siempre de ellos.
—Eso pienso yo —dijo vacilante Jurgens—, pero…
—Más aún —prosiguió Graham—, debemos reunir todas las informaciones
posibles acerca de los vitones. Lo que sabemos de ellos hasta ahora es
espantosamente poco. Necesitamos mayores datos, en cantidades que solo pueden
proporcionarnos miles, quizá millones de observadores. En el primer momento que
nos sea posible, debemos anular la enorme ventaja que los vitones tienen sobre
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nosotros gracias a su antiguo conocimiento de los seres humanos, y llegar a un
conocimiento igualmente profundo de ellos. ¡Conoce a tu enemigo! Es inútil hacer
planes u oponerse a ellos, hasta que podamos calcular de un modo debido la fuerza
contra la que tenemos que luchar.
—Muy sensato —le concedió Jurgens—. Yo no veo esperanza alguna para la
humanidad, hasta que no haya conseguido librarse de esa carga. Pero ¿sabe lo que
significa la oposición?
—¿Qué? —le instó Graham.
—¡La guerra civil! —con rostro grave el psicólogo agitó una mano para dar
mayor énfasis a sus palabras—. No tendrá una oportunidad de descargar un golpe
miserable contra esos vitones, hasta que no haya conseguido antes conquistar y
dominar medio mundo. La humanidad se dividirá contra sí misma… ellos se
encargarán de eso. La mitad que siga bajo la influencia vitona tendrá que ser
dominada por la otra mitad, y en realidad tendrán quizá que exterminarla, no solo
hasta el último hombre, sino hasta la última mujer y el último niño.
—No me imagino que puedan ser tan brutos —intervino Wohl.
—Mientras la gente insista en pensar con sus glándulas, sus vientres, sus carteras,
o cualquier cosa menos sus cerebros, serán capaces de cualquier estupidez —declaró
fogosamente Jurgens—. Se dejarán engañar por una propaganda bien organizada,
persistente y emocional, y cometerán tonterías sin fin. ¿Recuerda a los japoneses? A
principio del siglo pasado nos parecían civilizados, poéticos; les vendíamos hierro y
herramientas. Una década más tarde los llamábamos puercos amarillos. En 1980 los
amábamos de nuevo y los llamábamos los únicos demócratas de Asia. A finales de
este siglo tal vez habrán vuelto a ser unos diablos. Lo mismo ocurrió con los rusos, a
los que vitoreábamos, maldecíamos, vitoreábamos, maldecíamos… según lo que se
ordenaba al público que vitoreara o maldijera. Cualquier mentiroso experto puede
levantar a las masas y convencerlas de que deben amar u odiar a otras masas, según
su propia conveniencia. Si los hombres vulgares, pero inescrupulosos, pueden dividir
y vencer, ¡los vitones también pueden hacerlo! —se volvió de Wohl a Graham—.
Recuerde mis palabras, muchacho; su primero y más formidable obstáculo serán los
millones de bobos emocionales de su propia especie.
—Temo que acierte —reconoció inquieto Graham.
Jurgens acertó de plano. Siete días más tarde la fórmula de Bjornsen se ponía a la
venta en cantidades inmensas, y el primer golpe se descargó a la mañana del octavo
día. Se descargó con una tremenda fuerza, que la humanidad sintió como una
explosión psíquica.
Un cielo azul, que el Sol naciente pintaba de rosa, lanzó desde la invisibilidad de
sus capas superiores dos mil delgados chorros de fuego. Los chorros se curvaron
hacia abajo, blanqueándose al condensarse. Al perder altitud se espesaron,
convirtiéndose en las potentes explosiones traseras de unos extraños estratoplanos
amarillos.
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Debajo de ellos se hallaba Seattle, con unos escasos transeúntes madrugadores en
sus calles y unas pocas columnas de humo subiendo de sus hornos. Muchos ojos se
volvieron asombrados hacia el cielo, muchas cabezas, medio dormidas aún, se dieron
vuelta en la almohada mientras la armada aérea pasaba aullando sobre Puget Sound y
descendía hacia los tejados de Seattle.
La velocidad de su ataque aumentó terriblemente su aullido, convirtiéndolo en un
grito agudo, mientras la horda amarilla pasaba como un cohete sobre los tejados,
mostrando en la parte inferior de cada ala el emblema de un rojizo Sol. Unos objetos
negros y amenazadores cayeron en pares de sus esbeltos fuselajes, bajaron en medio
de un espantoso silencio, se hundieron en los edificios que había debajo. Los edificios
se convirtieron inmediatamente en una mezcla espantosa de llamas, humo, ladrillos y
maderas rotas.
Durante seis minutos infernales, Seattle se estremeció y tembló bajo una serie
ininterrumpida de explosiones. Luego, como unos fantasmas del vacío, los dos mil
aviones amarillos se desvanecieron en la estratosfera de donde habían venido.
Cuatro horas más tarde, mientras las calles de Seattle brillaban aún con los vidrios
rotos y sus vivos gemían aún entre las ruinas, los invasores volvieron a aparecer.
Vancouver sufrió esta vez. Una picada, seis minutos de infierno, y luego se fueron.
Lenta, perezosamente, los chorros de vapor de sus colas se disiparon en las regiones
superiores, mientras abajo quedaban avenidas destrozadas, barrios comerciales
deshechos, hogares aplastados en torno de los cuales vagaban hombres silenciosos y
serios, mujeres sollozantes, niños que gritaban, algunos ilesos, otros no. Aquí y allá
una voz gritaba y gritaba como un condenado en un mundo de condenados. Aquí y
allá una seca detonación llevaba la paz y la tranquilidad a alguien que urgentemente
necesitaba ambas cosas. Una píldora de plomo era buena medicina para los que
estaban casi destrozados.
Coincidiendo con el ataque, igualmente efectivo, que sufrió por la tarde San
Francisco, el gobierno de los Estados Unidos identificó oficialmente a los agresores.
Los emblemas de los aviones de los atacantes podían haber sido identificación
suficiente, pero la evidencia era tan absurda que no parecía digna de crédito. Además,
las esferas oficiales no habían olvidado los días en que se consideraba conveniente
asestar golpes bajo cualquier bandera, excepto la propia.
No obstante era cierto. El enemigo era la Federación Asiática, con quien los
Estados Unidos estaban en amistosos términos hasta entonces.
Un desesperado mensaje radial de las Filipinas confirmó la verdad. Manila había
caído, los barcos de guerra de la Federación, sus aviones y tropas se habían
apoderado de todo el archipiélago. El ejército filipino no existía ya, la flota oriental
de los Estados Unidos, que se hallaba de maniobras, era atacada en el momento
mismo en que se dirigía en su ayuda.
América acudió veloz a las armas, mientras sus gobernantes consideraban el
nuevo problema que de un modo tan violento se les presentaba. Los jóvenes ricos y
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de buena familia se disponían a eludir el aislamiento. Los fanáticos religiosos huían a
las colinas, aguardando al arcángel Gabriel. Entre los demás, las poderosas masas se
dispusieron al sacrificio, mientras todo el mundo se preguntaba espantado:
¿Por qué no emplean bombas atómicas? ¿No las tienen… o no se atreven porque
nosotros tenemos más?
Con o sin bombas atómicas nadie dudaba de que aquel ataque, tan feroz y sin
motivo, estaba inspirado por los vitones. Pero ¿cómo habían conseguido las
luminosidades corromper e inflamar al pueblo normalmente apático de la Federación
Asiática?
Un piloto fanático, derribado al intentar un raid absurdo y solitario sobre Denver,
reveló el secreto. Había llegado el momento, aseguró, de que su nación ocupara el
lugar que debía. Unos poderes invisibles estaban de su lado, les ayudaban, los
guiaban hacia su destino divino. Había llegado el día del juicio y los mansos iban a
poseer la Tierra.
¿Acaso sus sabios no habían visto aquellos pequeños soles, reconociendo en ellos
los espíritus de sus gloriosos antepasados?, preguntó con la certidumbre del que hace
una pregunta que no tiene respuesta. ¿No es el Sol nuestro antiguo emblema?
¿No somos los hijos del Sol, y estamos destinados, al morir, a convertirnos en
pequeños soles? ¿Qué es la muerte más que una simple transición del ejército de la
abominable carne al ejército celestial del espíritu deslumbrador, donde se obtiene
gran honra en la compañía de nuestros honorables padres y los gloriosos padres de
nuestros padres?
El camino de los asiáticos ha sido elegido ya, gritó como un loco, un camino
perfumado por las celestiales flores del pasado, así como por las indignas semillas del
presente. ¡Matadme! ¡Matadme… para que así pueda ocupar mi lugar entre mis
antepasados, los únicos que pueden cubrir con su gracia mi inmundo cuerpo!
Esos eran los místicos desvaríos del piloto asiático. Su continente entero estaba
incendiado con ese loco sueño, astutamente concebido y expertamente insinuado en
sus mentes por los poderes que dominaban la Tierra mucho antes de la era del
Emperador Ming; poderes que tenían la medida exacta de la vaca humana y sabían
cuando y cómo podían ordeñar sus rebosantes ubres. La idea de «explicarse»
plausiblemente como los espíritus ancestrales, daba buena idea de la infernal
ingeniosidad de los vitones.
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¡En vano! ¿No habían sido los occidentales los primeros en descubrir los
pequeños soles?, por lo tanto, ¿cómo podían negar su existencia? ¡Adelante, pues,
hasta conseguir la victoria!
Las hordas espiritualmente inflamadas desbordaron de sus pacíficos límites, con
los ojos brillantes de ignorancia en vez de conocimiento, con las almas consagradas a
la divina misión. Los Ángeles desapareció casi en un repentino holocausto que cayó
sobre él desde las nubes. El primer aparato enemigo que llegó a Chicago dañó un
rascacielos, aplastó entre sus muros de cemento y acero mil cuerpos, antes de que un
interceptor-robot lo hiciera pedazos en pleno vuelo.
Hasta el veinte de agosto ninguna de las partes había empleado bombas atómicas,
bacterias o gases radioactivos. Los dos temían las represalias, que eran la única
defensa efectiva. Era una guerra sangrienta pero no total.
Pero las tropas asiáticas se hallaban en posesión completa de toda California y la
parte meridional de Oregon. El primero de septiembre, los transportes aéreos y
submarinos redujeron sus pérdidas constantes disminuyendo el envío de tropas a
través del Pacífico. Contentándose con consolidar y mantener la inmensa posición
establecida en el continente americano, la Federación Asiática volvió su atención en
dirección opuesta.
Las tropas triunfantes invadieron el Viet Nam, Malasia y Siam, agregando sus
ejércitos enloquecidos a sus fuerzas. Tanques de doscientas toneladas que abrían
surcos de más de un metro, atravesaban ruidosamente los pasos de las montañas y,
cuando se atascaban en los pantanos, eran empujados por enormes masas de
humanidad. Topos mecánicos abrían grandes caminos en las selvas infranqueables
hasta entonces, mientras otros aparatos recogían y apilaban los restos, que los
lanzallamas incendiaban. Encima de ellos, los estratoplanos salpicaban el cielo. La
fuerza de los asiáticos residía en su número. Su arma era la mayor de todas, el arma
que poseen todos los hombres: la de su fertilidad.
Penetraron en la India como un monstruoso conglomerado de hombres y
máquinas. La mística población infestada por los vitones los recibió con los brazos
abiertos, y trescientos millones de hindúes se convirtieron inmediatamente en
reclutas, agregándose al ejército de Oriente y convirtiendo así a una cuarta parte de la
humanidad en pobres muñecos de la Raza Superior.
Pero no todos doblaban la rodilla e inclinaban la cabeza. Con suprema astucia los
vitones aumentaron la cosecha emocional incitando a los musulmanes del Pakistán a
oponerse. Ochenta millones de pakistanos se pusieron de espaldas a Persia,
cerrándoles el paso. El resto del mundo musulmán se dispuso a apoyarlos.
Frenéticamente morían por Alá, y Alá alimentaba imparcialmente a los vitones.
El breve respiro que permitió el cambio de la presión a otra parte, permitió que
América se recuperara del golpe inicial. La prensa, dedicada exclusivamente hasta
entonces a describir los aspectos del conflicto, empezó a dedicar un poco de espacio a
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otros asuntos, especialmente a los pasados experimentos de Bjornsen y a las noticias
acerca de las actividades vitonas, tanto pasadas como presentes.
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eléctricos similares», que se veían con frecuencia cerca de Kartoum, Sudán, y Kano,
Nigeria.
Reynolds News (Inglaterra), 29 de mayo de 1938: Nueve hombres heridos por
algo misterioso que cayó del cielo. Uno de ellos, Mr. J. Hurn, lo describió como «una
bola de fuego».
Daily Telegraph, 8 de febrero de 1938: Se informa de la presencia de unas esferas
luminosas, vistas por muchos lectores durante una excepcional aurora boreal, por sí
sola un fenómeno muy raro en Inglaterra.
Western Mail (Gales), mayo de 1933: Unas bolas fosforescentes fueron vistas
sobre el lago Bala, Gales central.
Los Angeles Examiner, 7 de septiembre de 1935: Algo descripto como una
«especie de rayo» cayó en Centerville, cuando brillaba el Sol, lanzó a un hombre de
la silla donde estaba sentado e incendió una mesa.
Liverpool Echo (Inglaterra), 14 de julio de 1938: Algo que los testigos
describieron como «una luz azul» invadió el pozo número tres de la mina de carbón
Bold, St. Helens, Lancashire, entró en contacto con los gases y ocasionó una
«misteriosa explosión».
Unas luces azules que no fueron descubiertas por el radar hicieron sonar las
sirenas de alarma en Irlanda del Norte y los aviones de combate se elevaron en el
cielo, el 17 de enero de 1942. No cayó ninguna bomba, no se vio ningún avión. La
noticia no se publicó en los diarios y se sospechó que los alemanes usaban alguna
nueva estratagema. Cuatro meses antes, los cañones antiaéreos de Berlín disparaban
contra unas «luces de navegación», cuando ningún avión cruzaba sobre la ciudad.
El Sydney Herald y el Melbourne Leader habían publicado artículos
asombrosamente largos acerca de unas esferas resplandecientes, o bolas de fuego, que
por motivos desconocidos infestaron Australia durante todo el año 1905,
especialmente en los meses de febrero y noviembre. Misteriosas reuniones se habían
celebrado en las Antípodas. Uno de esos fenómenos, observado por el Observatorio
de Adelaida, se movía con tanta lentitud que pudo ser visto durante cuatro minutos
antes de que desapareciese.
Bulletin of the French Astronomical Society, de octubre de 1905: Un extraño
fenómeno luminoso se ha visto en Calabria, Italia. La misma clase de fenómeno, en el
mismo lugar, había sido visto en septiembre de 1934, según informaba Il Popolo
d’Italia.
Alguien encontró un ejemplar viejo y destrozado de El viaje de la Bacchante,
donde el rey Jorge V, entonces un muchacho joven, describía una extraña sucesión de
luces flotantes, «como las de un barco fantasma todo encendido», vista por doce
miembros de la tripulación de la Bacchante a las cuatro de la madrugada del 11 de
junio de 1881.
Daily Express (Inglaterra), 15 de febrero de 1933: Unas luminosidades brillantes
se han visto en Warwickshire, Inglaterra.
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Literary Digest, 17 de noviembre de 1925: Similares objetos luminosos se han
visto en Carolina del Norte.
Field, 11 de enero de 1903: «Cosas» luminosas en Norfolk, Inglaterra.
Dagbladet, 17 de enero de 1936: Fuegos fatuos, cientos de ellos, se vieron en el
sur de Dinamarca, pero a ningún científico se le ocurrió investigarlos. No era culpa
suya; como todos los santos y los pecadores, hacían lo que les inspiraban los vitones.
Peterborough Advertiser (Inglaterra), 27 de marzo de 1909: Unas luces extrañas
se vieron sobre el cielo de Peterborough. En fechas siguientes el Daily Mail confirmó
la noticia, agregando otras de lugares lejanos. Algún acontecimiento emocional debió
ocurrir en Peterborugh en marzo de 1909, pero ningún diario publicaba algo que
pudiera tener relación entre las actividades humanas y las de los vitones, aunque hay
funciones humanas que no son para publicar.
Daily Mail (Inglaterra), 24 de diciembre de 1912: Publicaba un artículo del conde
de Erne describiendo brillantes luminosidades que habían aparecido durante «siete u
ocho años» cerca de Lough Erne, Irlanda. Las cosas que hicieron sonar las sirenas de
Belfast en 1942, habían aparecido en la dirección de Lough Erne, Irlanda.
Berliner Tageblatt del 21 de marzo de 1880: «Una verdadera horda» de
luminosidades flotantes fue vista en Kattenau, Alemania. En el mismo siglo, esferas
brillantes habían sido vistas en docenas de lugares, tan distantes entre sí como el
Senegal francés, los Everglades de Florida, Carolina, Malasia, Australia, Italia e
Inglaterra.
Dándose un gusto periodístico, el Herald-Tribune publicó una edición especial
que contenía veinte mil referencias a las luminosidades y esferas resplandecientes,
sacadas de cuatrocientos ejemplares de Doubt. Y como final publicaba una copia,
fotografiada con los rayos paralelos, de las anotaciones de Webb, publicándolas con
una opinión editorial de que el científico iba por buen camino en sus investigaciones
en la época en que murió. A la luz de los recientes descubrimientos, ¿quién podía
decir cuántos esquizofrénicos eran realmente desequilibrados y cuántos víctimas de
los experimentos vitones, o personas normales dotadas fortuitamente de una visión
anormal?
«Todos esos seres dotados de segunda vista, ¿eran tan simples como creíamos?»,
preguntaba el Herald-Tribune parafraseando a Webb. «¿O quizá podían percibir
frecuencias que estaban más allá del alcance de la mayoría de nosotros?».
Luego seguían más citas resucitadas del pasado. El caso de una cabra que algo
invisible perseguía a través de un campo y luego cayó muerta; el caso de un rebaño
de vacas que de repente enloqueció de miedo y corrió a través de toda una pradera,
lanzando sus emociones al vacío; el histerismo de una granja de pavos, donde once
mil aves se volvieron locas en diez minutos… proporcionando así un bocado a los
invisibles viajeros. Cuarenta y cinco casos de perros que aullaban lastimeramente,
metían la cola entre las piernas y, arrastrándose, huían… ¡de nada! Casos de locura
contagiosa entre los perros y las vacas «demasiado numerosos para enumerarlos»,
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pero todos ellos probando (declaraba el Herald-Tribune) que los ojos de los animales
funcionan de un modo distinto al de los seres humanos, excepto los de una pequeña
minoría de estos.
El público leyó ávidamente hasta la última letra, admirándose, temblando de
miedo día y noche. Multitudes aterradas y pálidas asaltaron las farmacias,
arrebatando la fórmula de Bjornsen en cuanto se puso a la venta. Miles, millones de
personas se trataron de acuerdo con las instrucciones, vieron los hechos en su infernal
realidad y los últimos restos de sus dudas se disiparon.
En Preston, Inglaterra, nadie yio nada anormal… hasta que se descubrió que la
fábrica química local de la defensa atómica había substituido el azul de metileno por
azul de toluidina. En Yugoeslavia un tal profesor Zingerson, de la Universidad de
Belgrado, se trató con yodo, azul de metileno y mescal, miró con sus ojos miopes el
cielo y no vio más de lo que había visto antes. Y lo dijo así en un artículo
amargamente sarcástico publicado en la Domenica del Corriere. Dos días más tarde
un científico americano, en viaje de turismo, convenció al diario de que publicara una
carta suya donde aconsejaba al buen profesor que, o se quitara sus anteojos de cristal
emplomado, o los substituyera con unos cristales hechos de fluorita. No se volvió a
saber nada más del distraído profesor yugoeslavo.
Mientras tanto, en el oeste de América los monstruosos tanques hacían
incursiones ocasionales en la línea del frente, chocaban, se convertían en astillas de
metal. Estratoplanos velocísimos, helicópteros de observación y bombas robot
surcaban en todas direcciones el cielo de California, Oregon y los puntos estratégicos
del este. Ninguna de las dos partes habían hecho aún uso de los explosivos atómicos,
porque ambas vacilaban en desencadenar un proceso que tal vez no podrían terminar
las fuerzas humanas. Básicamente la guerra se parecía a guerras anteriores y menos
sangrientas; a pesar de las nuevas técnicas, da las armas robot y automáticas, a pesar
de que los conflictos armados se habían convertido en un asunto donde no hacía falta
más que oprimir un botón, el soldado ordinario, el infante vulgar seguía siendo lo
más importante. Los asiáticos tenían diez soldados por cada uno de los enemigos, y
procreaban en cantidad superior a sus pérdidas.
Las distancias se iban acortando cada vez más al cabo de un mes de batalla,
cuando los cohetes supersónicos intervinieron en la lucha. Tan altos que no podía
vérseles y más rápidos que el sonido, surcaron los cielos por encima de las Rocosas,
errando el blanco en la mayoría de los casos, pero, aun así, descargando golpes
feroces en los grandes centros da población humana. Un error de diez kilómetros,
cuando se disparaba con un alcance de dos o tres mil, era una buena puntería. Desde
las Bermudas a Llasa todo el país corría el riesgo de ver cómo el cielo lanzaba sus
proyectiles, cuyo ruido se sentía después.
Los cielos brillaban y ardían, escupiendo la muerte con una horrorosa
imparcialidad, mientras hombres de todos los credos y colores vivían sus últimos
minutos o sus últimas horas protegidos mentalmente por la esperanza de sobrevivir y
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el no saber lo que les aguardaba al minuto siguiente. El cielo y la Tierra se habían
unido para crear el Infierno. La gente vulgar lo soportaba con el fatalismo animal de
los órdenes inferiores, viéndolo con ojos más comprensivos que antes, conscientes
constantemente de una amenaza más invencible, más repugnante que cualquier cosa
nacida con su propia forma.
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CAPÍTULO 9
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aplastados juntos. Al llegar a lo alto, sus ojos cautelosos se alzaron hacia el cielo;
echó a correr y casi cayó al otro lado, seguido de Wohl, en medio de un diminuto alud
de polvo y tierra.
Atravesando veloces la acera llena de baches y hendiduras, penetraron por el
hueco donde antes estaban las puertas de entrada. Al dar la vuelta a la curva del
empedrado caminillo de autos que llevaba a la puerta principal del hospital, Graham
oyó una exclamación ahogada de su compañero.
—¡Dios santo, Bill, un par de ellos viene por nosotros!
Mirando hacia atrás vio dos globos azules, brillantes, ominosos, que bajaban
hacia ellos en un largo y rápido descenso. Se hallaban a trescientos metros de
distancia, pero se acercaban con aceleración regular, y el siniestro silencio de su
llegada era algo verdaderamente aterrador.
Wohl pasó junto a él sollozando, jadeante.
—¡Vamos, Bill!
Sus piernas se movían como nunca se movieron antes. Graham corrió tras él,
mientras su corazón le golpeaba locamente las costillas.
Si alguna de aquellas cosas se acercaba a ellos y leía la mente de su víctima,
reconocería inmediatamente en él a una de las principales figuras de la oposición. Lo
que les había salvado hasta ahora de los vitones era lo difícil que les resultaba
distinguir a un ser humano de otro. Hasta los vaqueros del gran rancho King-Kleber
no podían conocer individualmente a cada animal y, por la misma razón, habían
tenido la suerte de escapar a la atención de aquellos espantosos superpastores. ¡Pero
ahora…!
Corrió como un loco, comprendiendo mientras corría que su huida era inútil, que
el hospital no contenía ninguna esperanza de salvación, no era un santuario, ninguna
protección contra fuerzas superiores, como aquellas… Pero aun así siguió corriendo.
Precedido de Wohl, que le llevaba un metro de delantera, y con las veloces
amenazas a unos doce metros detrás, llegó a la puerta principal, que los dos
atravesaron como si no existiera. Una sobresaltada enfermera se les quedó mirando
mientras atravesaban el vestíbulo, y luego se llevó una pálida mano a la boca y gritó.
Silenciosamente, con terrible persistencia, las esferas perseguidoras pasaron junto
a la muchacha, doblaron veloces la esquina y entraron en el corredor que habían
seguido sus presas.
Graham vio con el rabillo del ojo las luminosidades mientras doblaba frenético la
esquina siguiente. Se hallaban a unos siete metros y se aproximaban veloces. Esquivó
a un interno de blanca chaqueta, saltó por encima de un armazón bajo y largo que
sacaban de una sala, asustó a un grupo de enfermeras con su loca carrera.
El brillante piso era traicionero. Las botas militares de Wohl se escurrieron en la
cera, patinó, luchó por recobrar el equilibrio y cayó al suelo con un ruido sordo que
hizo retemblar las paredes. Incapaz de detenerse, Graham saltó sobre él, escurrió en
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la resbaladiza superficie y chocó violentamente contra la puerta de enfrente. La
puerta crujió, gimió, se abrió de golpe.
Con los músculos de los hombros tensos de expectación, se volvió para
enfrentarse con lo inevitable. Sus brillantes ojos se llenaron de sorpresa.
Inclinándose, ayudó a Wohl a levantarse y le señaló el final del corredor.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Dios santo!
—¿Qué ocurre?
Al llegar a la esquina del pasillo se detuvieron. Permanecieron allí un momento,
su color se intensificó y luego partieron como si los persiguiera el demonio.
—¡Caramba, qué suerte hemos tenido! —jadeó Wohl.
—Pero ¿qué les hizo huir? —insistió Graham, perplejo—. Nunca vi que
desistieran de ese modo. Nunca supe que dejaran una víctima una vez elegida. ¿Por
qué lo hicieron?
—No me lo pregunte —sonriendo con alivio, Wohl se limpió vigorosamente el
polvo—. Quizá no éramos demasiado buenos para ellos. Quizá decidieron que
íbamos a ser muy mala comida y que podían comer mejor en otra parte. No lo sé…
no soy la fuente de la sabiduría.
—Muchas veces se marchan apresuradamente —dijo detrás de ellos una voz fría
y tranquila—. Eso ha ocurrido con frecuencia.
Girando sobre sus talones, Graham la vio en el umbral de la puerta contra la que
había chocado. La luz de la habitación ponía un halo dorado en torno a sus rizos
negros. Sus ojos lo miraron serenos.
—El encanto de los quirófanos —le dijo Graharn a Wohl, con innecesario gusto;
Wohl la miró de pies a cabeza y exclamó:
—¡Vaya si lo es!
Ofendida, ella extendió una de las esbeltas manos hacia la puerta, como si fuera a
cerrarla.
—Cuando haga una visita social, Mr. Graham, le ruego que llegue de un modo
más decoroso, y no con tanto ruido como una tonelada de ladrillos —trató de helarlo
con la mirada—. Esto es un hospital, no una selva.
—Es muy difícil encontrar una tonelada de ladrillos en una selva —le contestó él
—. No, no, por favor, no cierre la puerta. Vamos a entrar —la franqueó, seguido de
Wohl, que tampoco hacía caso de su frialdad.
Se sentaron junto a su escritorio y Wohl estudió una fotografía que había en él. La
señaló y dijo:
—Para Armonía, de Papá. Armonía, ¿eh? Es un nombre bonito. ¿Su papá era
músico?
Aquello rompió un poco el hielo. La doctora Curtis tomó una silla y sonrió.
—¡Oh, no! Me imagino que le gustaba el nombre.
—Y a mí también —anunció Graham, mirándola—. Creo que nos convendría.
—¿Nos? —las finas: cejas se alzaron ligeramente.
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—¡Sí! —le contestó él, con descaro—. Algún día.
La temperatura de la habitación descendió cinco grados. Ella escondió las piernas
debajo de la mesa ocultándolas a sus ojos. El piso tembló con un lejano rugido que
procedía del cielo. Los tres se pusieron inmediatamente serios.
Aguardaron a que el rugido se hubiera alejado, y luego Graham dijo:
—Mire, Armonía… —hizo una pausa, y agregó—: No le importa que la llame
Armonía, ¿verdad? —y sin aguardar su respuesta, prosiguió—: ¿Qué decía antes
acerca de que los vitones huían con frecuencia de aquí?
—Es algo misterioso —reconoció la doctora Curtis—; no le encuentro
explicación alguna, y hasta ahora no he tenido tiempo de buscársela. Lo único que
puedo decirle es que cuando el personal del hospital pudo ver a los vitones,
descubrimos que frecuentaban el hospital en gran número. Entraban en las salas y se
alimentaban de los enfermos que sufrían grandes dolores, aunque, naturalmente,
nosotros se lo ocultamos a ellos.
—Lo comprendo.
—Por alguna razón que no entiendo, no molestaban al personal —miró
interrogativamente a sus oyentes—. No sé por qué.
—Porque —le dijo Graham— las personas poco emocionales no son más que
malas hierbas desde su punto de vista, especialmente en un lugar que contiene tantos
frutos jugosos y maduros. ¡Sus salas son huertos!
La brutalidad de su explicación hizo asomar al ovalado rostro un gesto de
disgusto. Prosiguió ella:
—En ciertos períodos hemos notado que todas las esferas luminiscentes del
hospital huyen con toda la rapidez posible y no vuelven durante cierto tiempo. Eso
suele ocurrir tres o cuatro veces al día. Ahora acaba de ocurrir.
—Y probablemente nos salvó la vida.
—Posiblemente —reconoció ella con un calculado desinterés que no engañó a
nadie.
—Pues verá, doctora… eh… Armonía… —su dura mirada acabó con la sonrisa
de Wohl—. ¿No sabe si cada uno de esos éxodos coincide con algún aspecto
constante de la rutina del hospital, tal como el suministro de cierta medicina a los
enfermos, el funcionamiento de los aparatos de Rayos X, o la abertura de frascos de
determinados productos químicos?
Ella reflexionó un momento, sin darse cuenta al parecer de que su interlocutor
clavaba en ella su mirada. Finalmente se levantó, examinó un archivo, llamó por
teléfono, consultó a alguien que estaba en otro lugar del edificio. Cuando terminó la
llamada, en su rostro había una sonrisa de satisfacción.
—Realmente fue una estupidez mía, pero debo reconocer que no pensé en ello
hasta que sus preguntas me lo hicieron recordar.
—¿Qué? —la instó Graham.
—El aparato para curas con onda corta.
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—¡Ah! —Graham se golpeó la rodilla y miró triunfante al interesado Wohl—. La
máquina de fiebre artificial. ¿Está cubierta?
—Nunca hemos conseguido cubrirla del todo. Hemos tratado de hacerlo porque
ocasionaba trastornos en la recepción de los aparatos de televisión de las cercanías,
cubriendo sus placas de visión de dibujos a cuadros. Pero el aparato es muy potente,
sus ondas cortas muy penetrantes, y ha desafiado todos nuestros esfuerzos; según
tengo entendido, los que se quejaban han tenido que cubrir sus receptores.
—¿En qué longitud de onda opera? —insistió Graham.
—En una onda de un metro y cuarto.
—¡Eureka! —Graham se puso en pie, lleno del fuego de la batalla—. ¡Por fin
hemos hallado un arma!
—¿Qué quiere decir con eso de un arma? —Wohl no parecía muy impresionado.
—A los vitones no les gusta. Nosotros mismos lo hemos visto, ¿no? ¡Dios sabe
cómo les sentarán sus emanaciones a sus extraños sentidos! Quizá las sienten como
un calor insoportable, o el equivalente vitón de un abominable olor. Fuera lo que
fuere, sabemos que huyen de ellas todo lo aprisa que pueden. Algo que les haga huir
de un lugar se convierte, ipso facto, en un arma.
—Me parece que no anda descaminado —concedió Wohl.
—Si es un arma, o un arma potencial —intervino seriamente la doctora Curtís—,
¿no cree que los vitones la habrían destruido? Nunca vacilan en destruir lo que creen
necesario destruir. ¿Por qué iban a dejar intacta esa amenaza de su existencia… si lo
es?
—No me imagino nada mejor calculado para atraer la atención de la desesperada
humanidad hacia las propiedades de los gabinetes de terapia, que el ir destruyéndolos
uno tras otro.
—Sí… —sus grandes ojos negros tenían una mirada pensativa—. Su astucia es
realmente grande. Siempre se adelantan a nosotros en sus pensamientos.
—Siempre, hasta ahora —le corrigió él—. ¿Qué importa ayer, cuando aún nos
queda mañana? —tomó el teléfono—. Tengo que informarle inmediatamente a
Leamington de lo ocurrido. Quizá sea tan peligroso como la dinamita. Quizá sea lo
que yo espero…, ¡y que Dios nos proteja si no lo es! Además, será lo suficiente para
que sus hombres preparen un aparato que nos proteja durante la reunión de esta
noche.
El rostro cansado y agotado de Leamington apareció en el pequeño visor. Al oír
las precipitadas palabras de Graham, se animó un tanto. Cuando terminó, Graham se
volvió a la doctora Curtís.
—La reunión es de carácter científico y se celebrará a las nueve de la noche en el
sótano del edificio de la National Guarantors, en Water Street. Me gustaría que
viniera conmigo.
—Estaré lista a las ocho y media —le prometió ella.
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El profesor Chadwick se hallaba ya en la mitad de su discurso cuando Bill
Graham, Armonía Curtís y Art Wohl se dirigieron silenciosamente por el pasillo
central a sus asientos. El sótano estaba lleno de un público callado y atento.
El coronel Leamington, sentado al final de la primera fila, volvió la cabeza y
atrajo la atención de Graham indicándole con el dedo un gran gabinete que montaba
guardia junto a la puerta. Graham asintió con la cabeza.
Con un diario arrollado en una mano y la otra libre para accionar mejor, el
profesor Chadwick decía:
—Desde hace un par de meses, el Herald-Tribune está exhumando grandes
cantidades de datos, pero aún no ha extraído ni la mitad de ellos. La cantidad de
material es tan enorme que uno se maravilla del descaro con que operaban los
vitones, con completa confianza en la falta de sospechas de la humanidad. Sin duda
debíamos de parecerles soberanamente estúpidos.
—Y lo éramos —comentó desde atrás una cínica voz.
Chadwick asintió precipitadamente y prosiguió:
—Su método de «explicar» sus propios errores, omisiones, faltas y descuidos,
insinuando en nuestras mentes ideas supersticiosas que los «explicaban», apoyando
esas ideas con la realización de supuestos milagros cuando hacía falta y con la
producción de fenómenos espiritistas cuando se los pedían, son una buena muestra
del infernal ingenio de esas criaturas a las que llaman vitones. Han hecho del
confesionario y la sala de sesiones espiritistas sus centros de camuflaje psíquico; el
sacerdote y el médium han sido igualmente sus aliados en su demoníaca labor para
conseguir que las masas ciegas siguieran siéndolo —agitó sardónicamente una mano
—. De ese modo, las personas de visión excepcional han podido elegir siempre lo que
preferían: visiones de santas vírgenes, santos o pecadores, o las sombras de los
difuntos. ¡Elijan lo que quieran, muchachos, todos son suyos!
Alguien rio, con una risa fría y áspera, que irritaba los nervios.
—Los datos del Herald-Tribune son, en realidad, un historial de la credulidad
humana, de cómo los hombres pueden mirar cara a cara los hechos… ¡y negarlos! De
como la gente puede ver un pescado y llamarlo carne, según los convencionalismos
de sus dogmáticos tutores, tan ciegos como ellos, según sus miedos personales de
perder sus partes invisibles en las mansiones celestiales inexistentes, según su crédula
creencia de que Dios puede negarles las alas si ellos, a su vez, declaran que algo que
de fuente autorizada se considera cosa del cielo, es en realidad del infierno —hizo
una pausa y agregó en voz baja, pero audible—: Satán fue un mentiroso desde el
principio… ¡así lo dicen!
—Estoy de acuerdo —dijo Leamington con voz fuerte, sin importarle un comino
el herir las suceptibilidades de los demás.
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—Yo mismo he descubierto una gran cantidad de datos coherentes —prosiguió
Chadwick—. Por ejemplo, unas cosas que ahora sabemos eran vitones, frecuentaban
el distrito del río Fraser, en la Columbia Británica, a principios de 1938.
Constantemente se hablaba de ellas en los diarios. Una noticia de la United Press
inglesa, con fecha 21 de julio de 1938, dice que los grandes incendios de bosques que
asolaban entonces la costa del Pacífico de Norteamérica habían sido causados por
algo que se describía como «rayo seco», un fenómeno único, según ellos mismos
reconocían.
»En 1935, en la Presidencia de Madras, en la India, se informó de la aparición de
una secta esotérica de adoradores de unas bolas flotantes, que al parecer podían ver
los objetos de sus devociones, completamente invisibles para los que no creían en
ellos. Los intentos de fotografiar lo que adoraban fracasaron invariablemente, aunque
yo y ustedes sabemos que lo habrían conseguido si los fotógrafos hubieran podido
emplear la emulsión de Beach.
»El Los Angeles Examiner de mediados de junio de 1938, informa de un caso
parecido al del difunto profesor Mayo. Se titula: Famoso astrónomo se suicida, e
informa a sus lectores de que el doctor William Wallace Campbell, presidente emérito
de la Universidad de California, había muerto tirándose desde la ventana de un tercer
piso. Su hijo sospechaba que el acto de su padre se debía al miedo de quedarse ciego.
Personalmente, yo creo que ese miedo podía tener relación directa con su vista, ¡pero
no en el sentido que creían!
Sin hacer caso de los murmullos de aprobación de su auditorio, el profesor
Chadwick dijo:
—Lo creeréis o no, pero la percepción extrasensorial de un hombre, o su alcance
visual, eran tan extraordinarios, que consiguió pintar un cuadro excelente donde se ve
a varios vitones flotando en un paisaje de pesadilla, y, como si hubiera presentido su
carácter rapaz, incluyó a un halcón en la escena. El cuadro es el Paisaje de un sueño
de Mr. Paul Nash, exhibido por primera vez en 1938, y que se encuentra ahora en la
Galería Tate, en Inglaterra. Nash murió súbitamente pocos años después.
Volviendo los ojos hacia Graham, el orador declaró:
—Toda la evidencia que hemos podido reunir demuestra sin duda alguna que los
vitones son unas criaturas compuestas de energía primaria, mantenida en una forma
compacta y equilibrada a la vez. No son sólidas, líquidas ni gaseosas. Tampoco son
animales, minerales o vegetales. Representan otra forma de vida, sin clasificar, que
comparten con las bolas de fuego y fenómenos similares, pero no son materia, en el
sentido generalmente aceptado; son otra cosa, extraña a nosotros, pero no
sobrenatural. Quizá son un conjunto de vibraciones, imposible de analizar con los
instrumentos que poseemos hoy; sabemos que son tan peculiares que nuestras
pruebas espectroscópicas han resultado ineficaces. A mí me parece que la única arma
posible contra ellos es algo que influya en su extraño estado de materia, es decir, algo
que interfiera con las vibraciones naturales de los vitones. El descubrimiento que ha
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hecho hoy Mr. Graham, del Servicio de Inteligencia, confirma ampliamente esta
teoría —levantando una mano para llamar a Graham, concluyó—: Por eso le pido a
Mr. Graham que les ponga al corriente de la valiosa información que ha obtenido, y
estoy seguro de que podrá ayudarnos grandemente con alguna sugerencia útil.
Con voz fuerte y segura, Graham les contó su experiencia de unas horas antes.
—Es imperativo —les dijo— que inmediatamente nos entreguemos a una
investigación profunda de las ondas cortas proyectadas por el sistema de rayorradial,
para determinar qué frecuencias son fatales para los vitones (si es que hay alguna
fatal). En mi opinión, sería conveniente que instaláramos un laboratorio adecuado en
un lugar lejano y poco frecuentado, distante de las áreas de lucha, porque sabemos
que los vitones se congregan en los lugares donde la población es más densa y que
raramente visitan las regiones inhabitadas.
—Me parece una idea excelente —Leamington se puso en pie, dominando con su
alta estatura a los que le rodeaban—. Hemos calculado que el número de vitones
alcanza aproximadamente a una vigésima o trigésima parte de la raza humana, y no
es arriesgado decir que en su mayoría se congregan en lugares donde encuentran
buenas fuentes de energía humana o animal. Un laboratorio oculto en el desierto, en
una localidad de escaso valor emocional, podría permanecer seguro e inobservado
durante años.
Los oyentes expresaron en voz alta su aprobación, mientras Leamington volvía a
sentarse. Por primera vez desde la crisis que precipitó Bjornsen, pensaban que la
humanidad había encontrado un camino, que iba a hacer algo para librarse de la carga
de siglos. Pero como para recordarles que el optimismo debía estar modificado por la
cautela, el suelo tembló, un trueno ahogado sonó afuera, seguido luego por el
retumbar de los cielos, cuando el sonido, más lento, se unió a su causa.
Leamington había pensado ya en un lugar adecuado para establecer lo que
esperaba fuera el primer arsenal antivitón. Sin hacer caso de los ruidos exteriores, el
jefe del Servicio Secreto sonrió paternalmente a su protegido, que se hallaba aún en la
plataforma. Instintivamente sabía que su plan tendría éxito y que Graham
representaría un papel calculado para aumentar la reputación del Servicio.
Leamington nunca les pidió a sus muchachos más que el cuerpo y el alma. Y nunca
había recibido menos de ellos.
—Es inútil —les recordó Graham, cuando los ruidos exteriores se acallaron—
pelear con los asiáticos sin tratar a la vez de dominar a sus astutos amos. Acabar con
las luminosidades es acabar con la fuente del engaño de nuestros enemigos, volverles
a la razón. Los asiáticos son humanos, como nosotros; si les quitamos sus sueños
locos les quitaremos también su furia.
—¿Por qué no organizar a los científicos de nuestro país y hacerles trabajar en esa
labor? —inquirió una voz.
—Pueden estar seguros de que lo haremos así. Pero, como sabemos muy bien por
experiencia, mil investigadores separados valen mucho más que mil unidos. ¡Si todo
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el mundo occidental pone manos a la obra, nada, visible o invisible, podrá impedir
que acabemos por triunfar!
Todos asintieron ruidosamente, mientras él miraba distraído el gabinete que aún
montaba guardia frente a la única puerta. El recuerdo de Beach era como un dolor
apagado en su cerebro, que se unía a otras memorias igualmente trágicas: el aspecto
de muñeco de trapo del cuerpo destrozado del profesor Mayo, el abandono con que
Dakin había corrido a su espantosa muerte, la horrible concentración en los ojos del
que sufría con un imaginario perro en su vientre, el golpe del auto de Corbett al
chocar contra la piedra, la gran bandera negra de átomos atormentados desplegada
sobre Silver City.
Era inútil desanimarlos en aquel raro momento de entusiasmo. De todos modos,
era claro como el día que las investigaciones de onda corta solo podían moverse en
dos direcciones: la acertada y la equivocada. El equivocarse significaba la esclavitud
eterna, y la primera indicación de acierto significaría la matanza despiadada de todos
los experimentadores que estuvieran en vías de obtener el éxito.
Lo que les esperaba era el asesinato de todos los valiosos cerebros que hubiera en
la primera línea de aquella extraña campaña. Era una certeza espantosa que Graham
no tuyo el valor de mencionar. Cuando el auditorio se calló por fin, bajó de la
plataforma. El silencio fue roto por un rasgo familiar ahora; el de la muerte repentina.
El suelo saltó veinte centímetros hacia el norte y luego fue recobrando lentamente
su posición normal. Mientras los ocupantes del sótano escuchaban en actitudes
tensas, el rumor potente del cemento desgarrado llegó hasta ellos a través de gruesos
muros. Luego el horrible rugido del cielo, como si el Creador gozara con la agonía de
su propia creación. Una pausa, seguida de un rumor más bajo y ligero, el de los
vehículos que corrían veloces por las calles, dirigiéndose hacia la nueva área de
destrozos, sangre y lágrimas.
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para despistarnos precisamente. Quizá se están riendo ahora de nosotros —golpeó
nerviosamente su escritorio—. No me gusta, no me gusta.
—O quizá quieren que pensemos precisamente eso —intervino Graham.
—¿Eh? —Sangster abrió la boca con una rapidez que hizo sonreír a los demás.
—Sus puntos de vista prueban que la falta de interés de los vitones debería
desanimarnos —acercándose a la ventana, Graham contempló el destrozado
panorama de New York—. ¡He dicho «debería», fíjese bien! Sospecho de su aparente
apatía. Esas malditas cosas conocen la psicología humana mucho mejor que los
peritos del tipo de Jurgens.
—¡Muy bien, muy bien! —enjugándose la frente, Sangster buscó entre unos
papeles que había en su escritorio, extrajo una hoja y la levantó—. Aquí tiene un
informe de la Electra Radio Corporation. Sus veinte peritos podrían igualmente estar
jugando a los dados. Dicen que las ondas cortas no sirven para nada. Las han lanzado
contra las luminosidades en todas las frecuencias imaginables, y las esferas se limitan
a apartarse, como si se encontraran frente a un mal olor. Bob Treleaven, dice que
realmente cree que las malditas cosas sienten ciertas frecuencias como equivalentes a
olores —golpeó el papel con un dedo acusador—. Así que, ¿qué vamos a hacer
ahora?
—«Y también sirven los que aguardan en su puesto» —citó filosóficamente
Graham.
—Muy bien. Aguardaremos —echando hacia atrás su silla, Sangster puso los pies
en el escritorio y asumió la expresión de una persona cuya paciencia no tiene fin—.
Tengo una tremenda fe en usted, Bill, pero en esas investigaciones se está gastando el
dinero de mi departamento. Me sentiría más contento si supiera lo que esperamos.
—Estamos esperando que alguno de los investigadores consiga acabar con un
vitón —el curtido rostro de Graham se ensombreció—. Y aunque siento muchísimo
decirlo, estamos esperando también el primer cadáver de una nueva serie.
—Eso es lo que me inquieta —intervino Leamington, con voz baja y seria—.
Esas malditas esferas leen con frecuencia nuestras ideas. Algún día, Bill, leerán su
mente. Se darán cuenta de que han encontrado el as… y, cuando lo encontremos
nosotros estará más muerto que una lápida de granito.
—Todos tenemos que arriesgarnos —dijo Graham—. ¡No me arriesgué poco el
día en que nací! —volvió a mirar por la ventana—. ¡Miren!
Los otros se unieron a él y miraron también. Una gran nube gris surgía de la base
del Liberty Building. El sonido se unió al espectáculo mientras lo contemplaban y se
sintió un terrible estrépito que sacudió todo el barrio. Entonces llegó el sonido de
arriba, un terrible aullido que cambió de tono al descender.
Cuatro segundos después, cuando la nube había alcanzado su mayor densidad, la
inmensa mole del estropeado Liberty Building se inclinó hacia adelante, lentamente,
como si cayera con la poderosa resistencia de un mamut herido. Alcanzó un ángulo
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absurdo, vaciló, en aparente desafío de la ley de gravedad, amenazando con sus
millones de toneladas el área que iba a devastar.
Luego, como si una mano invisible hubiera surgido del vacío y le hubiera
asestado el fatal empujón final, la enorme pila cayó con más velocidad y su hermosa
columna se partió en tres partes, por las que asomaban las vigas como dientes
podridos. El ruido de su caída parecía el mugido del caos original.
La tierra tronó y se estremeció en largas ondas de agitación plásmica. Una gran
nube de silicato pulverizado subió girando hacia arriba.
Una verdadera horda de esferas, azules, tensas, ansiosas, hambrientas, bajaron de
inmensas alturas, desde todas las direcciones, concentrando directamente su camino
sobre aquella última fuente de agonía.
Sobre el Hudson, otra serie de esferas seguían fantasmales una bomba, colgadas a
ella como una cola de grandes cuentas azules. La bomba cayó potente sobre Jersey
City, ladeándose, chillando, mientras las mujeres que encontrara en su camino
tratarían de chillar aún más que ella… y los vitones gozarían de todo aquello en
silencio, como buitres mudos.
—¡Un cohete! —exclamó Leamington, mirando aún los restos del Liberty
Building, obscurecidos por el humo—. Al principio pensé que habían empezado con
las bombas atómicas. ¡Dios santo, de qué tamaño ha debido de ser!
—Otro adelanto vitón —opinó amargamente Graham—. Otra ventaja técnica que
le han dado a sus muñecos asiáticos.
De repente sonó el teléfono del escritorio de Sangster, sobresaltando sus excitados
nervios. Sangster lo contestó, oprimiendo el botón del amplificador.
—Sangster —dijo el teléfono con acentos agudos y metálicos—. Padilla me acaba
de llamar por radio desde Buenos Aires. ¡Tiene algo! Dice… dice… Sangster… ¡oh!
Alarmado por la mirada de Sangster y su palidez, Graham se puso de un salto a su
lado y miró en el visor del instrumento. En aquel preciso instante vio un rostro que
desaparecía en la diminuta pantalla. Era una cara vaga, más indistinta aún por una
extraña niebla luminosa que la rodeaba, pero en sus borrosas facciones se pintó un
inefable terror antes de que desapareciera del todo de la vista.
—Bob Treleaven —murmuró Sangster—. ¡Era Bob! —parecía aturdido—. Lo
mataron… ¡y yo los vi matarlo!
Sin hacer caso, Graham agitó el teléfono, llamó a la operadora, ardiendo de
impaciencia mientras ella trataba de obtener comunicación con el otro lado. Pero no
pudo obtener respuesta alguna con aquella línea, ni tampoco con las líneas
alternativas.
—Póngame con el Servicio de Radio —dijo secamente—. Es una misión
oficial… ¡así que dese prisa! —se volvió al pálido Sangster—. ¿Dónde está la fábrica
de la Electra?
—En Bridgeport, Connecticut.
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—¿Servicio de Radio? —Graham pegó los labios al aparato—. Acaban de recibir
una llamada de Buenos Aires para Bridgeport, Connecticut, retransmitida
seguramente desde Barranquilla. Sígale la pista y comuníqueme con el que llamaba
—sin soltar el teléfono, llamó a Wohl con un ademán.
—Tome el otro teléfono, Art. Llame a la policía de Bridgeport, y dígales que
vayan a la fábrica de la Electra y que nos guarden cualquier cosa que encuentren en
ella. Luego vaya a buscar el auto. Yo iré enseguida.
—¡Muy bien! —gruñó Wohl en señal de asentimiento, y agarrando el otro
aparato, dio unas cuantas instrucciones apresuradas. Luego salió.
Graham consiguió su comunicación y habló durante un rato, mientras los
músculos de sus mandíbulas se le acusaban con fuerza, conforme escuchaba. Cuando
terminó hizo otra llamada más breve. Luego dejó el teléfono y miró a los demás,
hosco y decepcionado.
—Padilla está más muerto que una momia egipcia. El operador de radio de
Barranquilla ha muerto también. Debe haber escuchado y sin duda oyó algo que no
debía oír. Eso le costó la vida. En este momento me convendría poder estar en cuatro
lugares a la vez —se frotó la barbilla y agregó—: Le apuesto un millón contra uno a
que Treleaven está muerto como los demás.
—Bueno, ahí tiene sus cadáveres —comentó Leamington con absoluta falta de
emoción.
Su frase llegaba demasiado tarde. Graham había atravesado ya la puerta y se
dirigía hacia los levitadores. En sus pasos largos y rápidos había algo vengativo y un
brillo duro acentuaba el brillo nuevo de sus ojos de visión más amplia. Sus pupilas
habían sufrido algo más que un reajuste espectroscópico, ahora vibraban de odio.
El aire suspiró en las entrañas del edificio mientras el disco que llevaba a Graham
descendía a gran velocidad, llevándolo hacia la calle y el giroauto que aguardaba. Al
llegar al piso bajo saltó afuera, con las aletas de la nariz distendidas como el lobo que
ha encontrado el rastro de su presa.
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CAPÍTULO 10
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—Dice que los vitones llevaban vigilándolos varios días —intervino Wohl—.
Durante ese tiempo, ¿se han apoderado de algún empleado para revisarle la mente?
—De cuatro —la nerviosidad del hombrecillo aumentó—. En los últimos días lo
hicieron con cuatro. Fue algo horroroso. No podíamos decir a quién elegirían luego.
No nos dejaban trabajar de día ni dormir de noche —lanzó a Wohl una patética
mirada y prosiguió—. El último se lo llevaron ayer y se volvió loco; lo dejaron fuera
de las puertas, convertido en un idiota sollozante.
—Bueno, pues cuando nosotros llegamos aquí no había ninguno —hizo notar
Wohl.
—Probablemente están convencidos de que con su acción han impedido que la
fábrica se convierta en una posible fuente de peligro, al menos por el momento —
Graham no pudo contener una sonrisa al darse cuenta de la nerviosidad del
hombrecillo, que contrastaba con la indiferencia elefantina del sargento de policía—.
¡Volverán!
Despidió al testigo y a los demás empleados de la fábrica de radios. Con la ayuda
de Wohl registró el laboratorio en busca de notas, libretas o algún papel que pudiera
parecer significativo, mientras recordaba los críticos mensajes dejados por otros
mártires anteriores.
Sus esfuerzos fueron vanos. Solo disponían de un hecho: el hecho de que Bob
Treleaven estaba decididamente muerto.
—¡Esto es un Infierno! —gimió desesperado Wohl—. Ni un indicio. Ni el indicio
más miserable. ¡Es terrible!
—Use su imaginación —le aconsejó Graham.
—No me diga que ha descubierto algo —los honrados ojos de Wohl se dilataron,
sorprendidos; miró el laboratorio, tratando de descubrir algo que hubiera pasado por
alto.
—No —Bill Graham tomó su sombrero—. En este caso nadie vive lo suficiente
para darnos un indicio útil, y no nos queda más remedio que seguir la línea que mejor
nos parezca. Vamos; tenernos que volver.
Mientras atravesaban velozmente Stamford, Wohl apartó su pensativa mirada de
la carretera, miró a su pasajero y dijo:
—Muy bien, muy bien; ¿es un secreto de familia?
—¿El qué?
—La línea de pensamiento que está siguiendo.
—Son varias. Para empezar, no sabernos lo suficiente acerca de Padilla. Tenemos
que averiguar más cosas, y tal vez alguna de ellas sea interesante. Además, parece ser
que Treleaven disfrutó de cinco minutos tranquilos en el teléfono, antes de que lo
mataran. Habló con Sangster menos da medio minuto, y esa fue la última llamada que
hizo en este mundo pecador. Así que, a menos que tardara cuatro minutos y medio en
comunicarse con Sangster, lo cual no creo, me figuro que llamaría antes a alguien.
Averiguaremos si fue así y, en ese caso, a quién llamó.
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—Es usted una maravilla… y yo más tonto de lo que creía —dijo Wohl.
Sonriendo con ligera timidez, Graham prosiguió.
—Finalmente, hay un número desconocido de estaciones de radio de aficionados
entre Buenos Aires, Barranquilla y Bridgeport. Una o dos pueden haber interceptado
la radio comercial mientras transmitía. Si alguien estaba escuchando y oyeron la
conversación de Padilla, tenernos tanto interés en descubrirlo como los vitones.
¡Tenemos que encontrar a ese hombre antes de que sea demasiado tarde!
—La esperanza —recitó Wohl— mana eternamente en el corazón de los hombres
—sus ojos se alzaron hasta el espejo retrovisor, casualmente, luego quedaron fijos en
él con espantosa fascinación—. ¡Pero no en el mío! —agregó con tono ahogado.
Volviéndose en su asiento, Graham miró por la ventanilla posterior.
—¡Vitones… detrás de nosotros!
Sus agudos ojos miraron hacia delante y hacia los costados, abarcando el terreno
con precisión fotográfica.
—¡Acelere! —su pulgar apretó el botón de emergencia mientras Wohl hincaba el
pie en el acelerador hasta el límite; las baterías extra agregaron su potencia y,
mientras la dínamo chillaba con su nota más alta, el giroauto siguió adelante.
—Es inútil… ¡Estamos casi en su poder! —exclamó Wohl; maniobró con
destreza para dar la vuelta a una pronunciada curva, corrigió tres patinazos sucesivos,
enderezó la marcha; el camino era una ancha cinta que pasaba bajo sus veloces
ruedas—. No podemos huir ni aun a esta velocidad.
—¡El puente! —le previno Graham; sintiéndose sorprendido ante su propia
sangre fría, le señaló el puente que se aproximaba a gran velocidad—. Salte por el
costado y tírese al río. Es una posibilidad.
—¡Una… posibilidad… horrorosa! —jadeó Wohl.
Sin hacer comentario alguno, Bill Graham miró de nuevo hacia atrás y vio que
sus perseguidores, ominosamente brillantes, se hallaban a unos doscientos metros e
iban ganando rápidamente terreno. Eran diez que atravesaban la atmósfera en fila
india, moviéndose con ese paso aparentemente fácil, pero rápido como una bala,
característico de su especie.
El puente creció en perspectiva al acercarse; la fantasmal horda ganó unos
cincuenta metros de ventaja. Ansiosamente, Graham dividió su atención entre la
escena de delante y la de detrás. Aquello iba a ser desesperado. Una fracción de
segundo podía ser la diferencia entre una posibilidad en un millón, o ninguna.
—Tenemos el tiempo justo —gritó por encima del aullido de la dínamo—.
Cuando toquemos el agua, salga del auto y nade debajo del agua todo el tiempo que
pueda. No salga a la superficie más que para aspirar un instante el aire. Permanezca
sumergido mientras estén por las cercanías, aunque tenga que remojarse una semana.
Mejor eso que… —y dejó la frase sin terminar.
—Pero… —comenzó a decir Wohl, con rostro cada vez más tenso, conforme el
puente se acercaba al volante.
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—¡Ahora! —rugió Graham; no aguardó a que Wohl se decidiera; sus fuertes
dedos agarraron el volante, le dieron vuelta con irresistible poder.
Con un grito de protesta del maltratado giróscopo, el esbelto auto saltó por
encima del parapeto. Pasó a unos escasos treinta centímetros del borde de cemento,
describiendo una espectacular parábola en el aire. Como un monstruoso proyectil de
seis metros, chocó con el agua con una fuerza que envió un chaparrón de gotas más
arriba de la carretera. Un diminuto arco iris tembló momentáneamente en las gotas.
El auto bajó y bajó, en medio de una fuente de ascendentes burbujas.
Desapareció, dejando en la turbada superficie una delgada película multicolor de
petróleo, sobre la cual flotaron las diez perplejas luminosidades, temporalmente
derrotadas.
Afortunadamente había tenido la previsión de abrir la puerta en el instante en que
chocaban con el agua, se dijo Graham. Si no, la presión interior del agua lo habría
mantenido prisionero durante varios segundos valiosos. Moviendo sinuosamente su
cuerpo fuerte y musculoso, y con un fuerte impulso de sus pies, se libró del auto en el
momento en que este se hundía de costado en el fondo del río.
Con brazadas rápidas y potentes, bajó por el río a la mayor velocidad de que era
capaz, con el pecho lleno de aire, esforzándose por ver a través del turbio líquido.
Sabía que Wohl había salido, había sentido la presión del auto cuando el teniente de
policía salió de él. Pero no podía ver a Wohl; el agua fangosa del río se lo impedía.
Unas burbujas se escaparon de su boca, mientras sus pulmones llegaban al punto
de rebelión. Trató de aumentar el alcance de sus brazadas, sintió palpitar con fuerza
su corazón y comprendió que los ojos comenzaban a salírsele de las órbitas. Con un
ágil impulso subió hacia arriba, su boca y sus narices llegaron a la superficie, exhaló,
aspiró una gran bocanada de aire puro. Luego volvió a descender, nadando con todas
sus fuerzas.
Cuatro veces subió a la superficie con la rapidez de una trucha que trata de pescar
una mosca, aspiró una bocanada profunda, y volvió a las profundidades del río.
Finalmente nadó hasta la parte más superficial, sus botas rozaron el fondo pedregoso
y sus ojos se alzaron cautelosos por encima de la superficie.
Los deslumbrantes diez ascendían ahora desde un punto de la orilla oculto por el
puente. Graham contempló su ascenso con ojos calculadores, los siguió hasta que se
convirtieron en diez puntitos brillantes, en el borde de las nubes. Mientras los
espectros azules cambiaban de dirección, dirigiéndose rápidamente hacia el este,
Graham salió del agua con paso vacilante y permaneció en la orilla, chorreando.
El río seguía su curso, tranquilo y silencioso. El investigador contempló su
plácida superficie con una perplejidad que rápidamente se trocó en inquietud. Corrió
río arriba, con las ropas aun chorreando agua, deseando y temiendo a la vez ver el
otro lado del puente.
Cuando se acercó corriendo pudo ver el cuerpo de Wohl, a través del arco de
cemento. El agua sonaba lúgubremente en las botas de Graham mientras corría por la
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estrecha orilla, bajo el puente, y sacaba la forma inmóvil del teniente de policía.
Quitándose de la frente el cabello mojado, Graham se inclinó sobre las piernas
inertes del otro y pasó sus brazos por ellas. Agarró con las manos los muslos helados
de Wohl y se irguió; sus músculos crujían bajo el peso del policía.
Apretó el cuerpo, mirando la cabeza que colgaba hacia abajo. El agua se escapaba
de la boca abierta de Wohl, cayendo sobre las botas de Graham. Este lo sacudió con
un movimiento fuerte, hacia arriba, y miró las gotas que caían. Cuando terminaron de
caer, puso a Wohl boca abajo, se agachó sobre él, colocó las manos, fuertes y
musculosas, sobre las costillas sin aliento, y comenzó a apretarlas y aflojarlas con
ritmo determinado.
Seguía aún trabajando, con un movimiento lleno de cansancio, pero perseverante,
cuando el cuerpo se estremeció y un sonido ronco y acuoso se escapó de su garganta.
Media hora más tarde, Graham se hallaba en un giroauto, apresuradamente detenido,
sosteniendo entre sus brazos el agotado cuerpo de Wohl.
—Me di un golpe terrible en la cabeza —dijo Wohl; tosió, jadeó, y apoyó
débilmente la cabeza en el hombro del otro—. Me quedé aturdido desde el primer
momento. Quizá fue la puerta. Yo estaba de cara a la corriente y me golpeó por
detrás. Me hundí, subí, volví a hundirme. Comencé a respirar agua —sus pulmones
hacían un ruido de gorgoteo—. Me siento como si llevara un mes en el río.
—Ya se le pasará —le consoló Graham.
—Creí… que me moría. Me dije: esto es el fin. Un fin asqueroso… como la
basura… tirado al río. Arriba y abajo, arriba y abajo, entre fango y burbujas,
eternamente —se inclinó, vacilante. Graham lo incorporó—. Había subido… y
luchaba como un loco… con los pulmones llenos. Llegué a la superficie… y un
maldito vitón me agarró.
—¿Qué? —gritó Graham.
—Un vitón me agarró —repitió Wohl—. Sentí sus fantasmales dedos…
buscando… en el interior de mi cerebro… registrándolo —tosió ásperamente—. Eso
es todo lo que recuerdo.
—Deben haberlo arrastrado a la orilla —declaró con excitación Graham—. Si han
leído sus pensamientos, anticiparán nuestros próximos movimientos.
—Registrando… mi cerebro —murmuró Wohl; cerró los ojos, respirando con un
vibrante ruido bronquial.
—¿Por qué no mataron a Wohl, como han hecho con otros? —preguntó
Leamington, apretando los labios.
—No lo sé. Quizá decidieron que no sabía nada realmente peligroso para ellos —
Bill Graham miró cara a cara a su superior—. Ni yo tampoco, en realidad… Así que
no crea que voy a morir cada vez que salgo.
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—No me engaña —le riñó Leamington—. Es maravillosa la suerte que ha tenido
hasta ahora.
Dejando pasar aquello por alto, Graham dijo:
—Voy a echar mucho de menos a Art estos días —suspiró—. ¿Logró
conseguirme los datos que le pedí acerca de Padilla?
—Lo intentamos —Leamington lanzó un gruñido de disgusto—. El agente que
tenemos allí no pudo descubrir nada. Las autoridades tienen mucho que hacer y no
pudieron atenderlo.
—¿Por qué? ¿Falta de ganas de trabajar?
—No. Buenos Aires sufrió un terrible raid aéreo asiático, poco después de que
cablegrafiáramos. La ciudad ha sufrido grandes daños.
—¡Diablos! —juró Graham, mordiéndose los labios, disgustado—. Se acabó uno
de nuestros posibles indicios.
—Ahora no nos quedan más que las estaciones de radio de aficionados —observó
lúgubremente Leamington—. Estamos trabajando en eso; pero nos llevará tiempo.
Esos malditos aficionados tienen la costumbre de esconderse en las cimas de las
montañas o en el centro de las selvas. Eligen siempre los lugares más raros.
—¿No puede llamarlos por radio?
—¡Oh, sí! Puedo llamarlos por radio… como puedo llamar a mi mujer cuando
está en otro lugar. Escuchan cuando les viene en gana —abrió un cajón, sacó una hoja
de papel y se la tendió—. Esto llegó un momento antes de que volviera. Tal vez
signifique algo, o tal vez no. ¿Qué opina?
—Informe de la United Press —Graham lo leyó rápidamente—. El profesor
Fergus McAndrew, investigador atómico de fama mundial, desapareció
misteriosamente esta mañana de su casa de Kirkintilloch, Escocia —lanzó una rápida
mirada al impasible Leamington, y volvió su atención a la hoja—. Desapareció
cuando estaba a la mitad de su desayuno, dejando la comida sin terminar, el café
caliente aún. Mrs. Martha Leslie, su anciana ama de llaves, dice que las
luminosidades lo secuestraron.
—¿Y bien? —preguntó Leamington.
—¡Secuestrado… no muerto! ¡Qué raro! —el investigador frunció el ceño,
mientras su mente se concentraba en el nuevo aspecto—. Por lo visto no debía de
saber demasiado, porque si no lo habrían dejado muerto en la mesa del desayuno, en
vez de secuestrarlo. ¿Por qué lo secuestraron, si no constituía una amenaza?
—Eso es lo que no comprendo —por una vez en su disciplinada vida,
Leamington se dejó dominar por sus sentimientos; golpeó el escritorio con el puño y
dijo en voz muy alta—: Desde el comienzo de este increíble asunto nos hemos visto
enredados en una serie de pistas que llevaban todas a personas que habían muerto, o
que ya no estaban en este mundo. Cada vez que corremos detrás de algo nos
tropezamos con un nuevo cadáver; cada vez que querernos agarrar algo nos
encontramos ante el vacío. Ahora han empezado a llevarse las pruebas ante nuestras
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narices. Ni siquiera tenemos un cuerpo —castañeteó los dedos—. ¡Se fue… así!
¿Dónde va a terminar esto? ¿Cuándo ya a terminar… si es que termina?
—Terminará cuando el último de los vitones deje de existir, o el último de los
humanos perezca —Graham agitó el informe de la United Press y cambió de tema—.
Me parece que el tal McAndrew debe de ser uno de los mejores talentos mundiales de
esta hora.
—¿Y qué?
—Que no se contentarán con examinar su mente, como han venido haciendo
hasta ahora. Irán separando una por una todas las piezas de su intelecto para ver por
qué funciona así. No veo otra razón del rapto. Yo sospecho que los vitones empiezan
a inquietarse, quizá a asustarse, y que se lo han llevado porque lo consideran un buen
sujeto para su super-cirugía. —Sus ojos llamearon con una intensidad que sobresaltó
a su interlocutor—. Están tratando de medir un promedio para calcular las
probabilidades, están perdiendo la confianza y quieren saber qué les espera. Por eso
medirán la potencia del cerebro de McAndrew y por él deducirán si es probable que
logremos descubrir lo que ellos temen que descubramos.
—¿Y entonces? —le preguntó Leamington con voz sibilante.
—Sospechamos que Padilla descubrió algo, quizá voluntariamente, quizá por
accidente, pero también hay que pensar en la posibilidad de que fuera un soñador a
quien mataron para despistarnos. Una pista falsa sudamericana —Graham se levantó,
dominando con su alta estatura el escritorio de su jefe; agitó enfáticamente un dedo
—. Si no me equivoco, ese secuestro significa dos cosas.
—¿Qué son…?
—Primera, que existe un arma letal esperando que nosotros la descubramos… si
podernos. ¡Los vitones son vulnerables! —hizo una pausa y luego dijo
cautelosamente—: Segundo, si su estudio de la mente de McAndrew los convence de
que tenernos el talento para encontrar y perfeccionar esa arma, tomarán todas las
medidas posibles para enfrentarse con la amenaza… ¡y lo harán enseguida! ¡De un
momento a otro puede estallar un verdadero infierno!
—¡Si no ha estallado ya! —dijo Learnington, con un amplio ademán—. ¿Concibe
algo más desesperado que nuestra situación actual?
—Más vale un diablo conocido que uno por conocer —le replicó Graham—.
Sabemos lo que pasa ahora. No sabemos lo que puede pasar dentro de un momento.
—Si se les ocurre alguna diablura más —dijo Leamington— ¡acabarán con
nosotros!
Graham no le contestó. Estaba sumido en sus pensamientos, unos pensamientos
inquietos y turbados. Un hombre, muerto ya, le había dicho que tenía percepción
extrasensorial. Quizá era eso, o quizá doble vista, pero sabía que se aproximaba algo
mucho peor que todo aquello.
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Obscuridad, una obscuridad profunda y lúgubre, como solo puede encontrarse en
una ciudad brillante en otro tiempo de luces. Aparte de los relámpagos de los
giroautos que atravesaban veloces, con los faros cubiertos, en las calles destrozadas y
sin cristales de New York no se veía otra cosa que esa sombra total, profunda,
deprimente.
Aquí y allá, círculos de postes de madera, pintados con pintura fosforescente que
resplandecía con luz verde en la noche, para prevenir a los conductores de los
inmensos pozos dejados por los cohetes. El acre hedor de la guerra era más
pronunciado que nunca, el olor de tierra levantada y cañerías rotas, ladrillos partidos
y cuerpos destrozados.
En la calle Seis una pequeña linterna roja que se agitaba en la obscuridad le hizo
pisar el freno a Graham. Se detuvo y salió del giroauto.
—¿Qué ocurre?
Un joven policía surgió de la obscuridad.
—Lo siento, señor, pero necesitamos su vehículo —permaneció silencioso
mientras Graham le revelaba su identidad y luego declaró—: No puedo hacer nada,
Mr. Graham. Mis órdenes son expropiar todos los vehículos que intenten pasar de
este punto.
—Muy bien, no discutiremos —metiendo la mano dentro del giroauto, Graham
sacó su pesado abrigo y se lo puso—. Iré andando.
—Lo siento realmente —le aseguró el policía—. Ocurre algo muy serio en el
oeste y necesitamos todos los vehículos de que podemos echar mano —se volvió a
dos de sus agentes, vestidos de un pardo verdoso apenas visible en la obscuridad—.
Lleven este auto al depósito —luego, mientras la pareja subía a él, apretó el botón de
su linterna roja e hizo señas a otro giroauto que se aproximaba.
Graham siguió con paso rápido adelante. A uno de los costados de la calle se
veían muros medio caídos, algunos temporalmente apuntalados con maderos. Al otro
lado, esqueletos de lo que en otros tiempos había sido una manzana comercial, que se
erguían en espantosa soledad.
Una batería antiaérea ocupaba la pieza que había al final. Pasó frente a ella en
silencio, sintiendo el aura de tensión que emanaba de las figuras silenciosas, con
cascos de acero, que rodeaban los esbeltos cañones apuntados hacia arriba. Su deber
era de una espantosa inutilidad: los cañones, las mechas de proximidad, los
ingeniosos mecanismos de aviso no podían luchar contra un cohete que se adelantara
a su propio sonido. Lo más que podían esperar era una ocasional bomba-robot, o un
asiático loco que ambicionara un suicidio honorable. Nada más.
Más allá de la plaza, precariamente situado en un tejado destrozado, se hallaba un
puesto combinación de vigía aéreo y estación de radar. Las trompetas cuádruples del
primero apuntaban inútilmente hacia el horizonte occidental: la antena hemisférica de
la segunda rotaba debidamente, pero con escaso efecto. Aunque no podía verlos,
sabía que entre el puesto y los cañones había más figuras tensas y silenciosas, que
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aguardaban el funcionamiento del aviso Sperry, que aguardaban el gemido de sirena
anunciando la aparición de algo lo suficientemente lento para percibirse y, quizá para
derribarse.
Una aurora de un rosa pálido brilló un segundo sobre las Palisades, y el estampido
de la explosión sonó mucho más tarde. Lo que la había causado creó un fuerte oleaje
en el Hudson. Un momento después, hubo otro relámpago al otro lado del río, en
Jersey, cerca de Haverstraw. Luego el silencio llenó el cielo.
Pero el camino no estaba silencioso. De las profundidades subió un sonido
extraño, persistente: algo parecido a un roer potente. Aquel subterráneo rac-rac-rac se
oía claramente, y acompañó a Graham durante todo el camino.
Allá abajo, mucho más allá de los cimientos de la ciudad, unas enormes
mandíbulas de acero y berilio se estaban tragando la roca. Unos topos mecánicos
estaban mordiendo los estratos inferiores, formando las arterias de una ciudad nueva
y más segura, fuera del alcance de los cohetes y las bombas.
«Cuando la terminen», pensó burlón Graham, «el subterráneo antiguo será el
Elevado».
Torció a la izquierda y vio una mancha sólida de obscuridad, en medio de una
sombra menos material. La forma obscura se hallaba al otro lado de la calle y llevaba
unos zapatos con suelas herradas que sonaban ruidosamente al correr.
Se hallaban el uno casi frente al otro cuando de una hinchada nube, oculta en la
obscuridad general, salió una bola de fría luz azul. Su ataque repentino y feroz era
irresistible. La forma humana sintió el peligro inminente, dio media vuelta y dejó
escapar un grito espantoso, que se ahogó a la mitad.
Mientras Graham, oculto en la sombra, miraba con sus ojos duros y brillantes el
ataque, increíblemente rápido, la luminosidad se acercó a su víctima, iluminándola
con una pálida luz. Graham vio los finos y brillantes tentáculos insertarse en el
cuerpo del hombre. La luminosidad despidió un par de anillos, especie de halos
inmateriales que se fueron extendiendo y desaparecieron. Un minuto después, el
brillante demonio ascendía, llevando tras de sí el cuerpo.
Otro hombre era arrebatado de modo similar en un solar que había unos
doscientos metros más allá del camino. Al pasar frente al esqueleto de una casa,
Graham vio al cazador y su presa que atravesaban el trozo descubierto. Iluminada por
el fantasmal resplandor del primero, la sombra fantásticamente alargada de la
segunda flotaba delante da él.
La presa se movía como el que huye de un ser del Infierno. Sus pies herían con
fuerza la Tierra, mientras unas palabras extrañas y deformadas se escapaban de su
laringe, oprimida por el miedo.
El azul iridiscente cayó sobre él, formando un nimbo satánico en torno a su
cabeza. El azul fue hinchándose y se tragó a la víctima y su final grito desesperado.
El vitón escupió dos anillos antes de ascender con el cuerpo.
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En Drexler Avenue se llevaron a un tercero y un cuarto. Vieron descender las
bolas azules. Uno de elles corrió. El otro cayó de rodillas, se inclinó en espantosa
sumisión cubriéndose con las manos la nuca. El que corría gritaba roncamente, con el
vientre hinchado y su voz, llena de terror, convertida en un verdadero peán de los
condenados. El otro permaneció arrodillado como ante Dios. La luminosidad se
mostró tan imparcial como cualquier dios. Ambos hombres fueron arrebatados
simultáneamente, sollozando ascendieron juntos a los cielos, lo mismo el herético que
el creyente, el pecador que el justo. Los vitones no tenían preferencias ni
favoritismos.
Graham tenía la frente inundada de sudor cuando siguió su camino y entró en el
Hospital Samaritano. Pero se lo enjugó antes de ver a Armonía, decidiendo que era
mejor no hablarle de esas tragedias.
Ella estaba tan fría y tranquila como siempre, y sus hermosos ojos negros lo
contemplaren con una especie de amable serenidad. Sin embargo, penetraban
profundamente en su interior.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó ella.
—¿Ocurrido? ¿Qué quiere decir?
—Parece preocupado. Y acaba de enjugarse la frente.
Él sacó un pañuelo, se la enjugó de nuevo y dijo:
—¿Cómo lo supo?
—Está manchada —sus ojos lo miraron, inquietos—. ¿Volvieron a perseguirle?
—No, a mí no.
—¿A otro?
—¿Qué es esto? —le preguntó—. ¿Un interrogatorio?
—Es la primera vez que le veo perder su aplomo —se defendió ella.
—Siempre lo pierdo cuando hablo con usted —apartó de sus pensamientos otros
asuntos más serios y la miró, sonriente—. Cuando me acostumbre a usted, cuando la
vea más, me portaré con más normalidad.
—¿Qué quiere decir?
—Ya lo sabe.
—Le aseguro que no tengo ni la menor idea de lo que trata de insinuar —le dijo
ella, fríamente.
—Que salga de paseo conmigo —le contestó él.
—¡Qué salga con usted! —sus ojos se alzaron suplicantes al techo—. En medio
de todo esto me pide una cita —se sentó detrás de su escritorio y tomó una pluma—.
Debe de estar loco de remate. Buenos días, Mr. Graham.
—Buenos días, no; buenas noches —le recordó él, y lanzó un exagerado suspiro
—. Es una noche para el amor.
Ella resopló con fuerza y comenzó a escribir.
—Muy bien —dijo él—. Sé muy bien cuándo me desdeñan. Me voy
acostumbrando a los desdenes. Cambiemos de tema. ¿Qué desea?
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—Estaba esperando que recobrara la serenidad —dijo ella, dejando la pluma—.
Hace varias horas que deseo verle.
—¡Que lo desea, Dios mío! —exclamó él, poniéndose en pie, encantado.
—¡No sea presumido! —con el ademán le indicó que se sentara—. Quiero
hablarle de algo serio.
—¡Oh, caramba! ¿Conque yo no soy serio? —le preguntó él.
—Invité a tomar el té al profesor Farmiloe.
—¿Qué tiene él que yo no tenga?
—¡Buenos modales! —le dijo ella, secamente; él dio un respingo, vencido.
—Es un viejecito encantador. ¿Lo conoce usted?
—Algo…, aunque no quisiera conocerlo —dijo él con exagerada expresión de
celos y desprecio—. Un viejo de barbita blanca, ¿no? Creo que es un especialista de
Fordham, o algo así. Probablemente el encargado de mariposas tropicales.
—Es mi padrino —mencionó aquel hecho como si eso lo explicara todo—. Es un
físico muy bueno, Mr. Graham.
—Bill —la instó él.
Ella no le hizo caso.
—Creo que…
—Bill —insistió él.
—¡Oh, muy bien! —dijo, impaciente—; Bill, si así le gusta —trató de asumir una
expresión seria, pero él descubrió una ligera sonrisa bajo la aparente seriedad, y eso
lo llenó de satisfacción—. Bill, creo que se le ha ocurrido alguna idea. Eso me
preocupa. Cada vez que a alguien se le ocurre una idea, muere.
—No necesariamente. No sabemos todavía cuántas personas siguen vivas después
de habérseles ocurrido una idea. Además, yo estoy vivo.
—Está vivo porque, al parecer, no tiene más que una idea —le replicó ella
acremente, metiendo las piernas debajo de la silla.
—¿Cómo puede decir eso? —protestó él, escandalizado.
—Por amor de Dios, ¿no podemos seguir hablando del tema de que deseo hablar?
—Muy bien —él le sonrió de nuevo—. ¿Qué le hace pensar que el pobre
Farmiloe padece alguna idea?
—Le estuve hablando de las luminosidades. Quería explicarle por qué es tan
difícil encontrar un arma contra ellas.
—¿Y qué le dijo?
—Me dijo que todavía no habíamos aprendido a manejar las fuerzas con la misma
facilidad que las substancias, que habíamos progresado lo suficiente para descubrir a
los vitones, pero no para crear un medio de acabar con ellos —sus hermosos ojos lo
miraron antes de proseguir—. Dijo que podíamos lanzar energía en toda clase de
formas contra un vitón y que si no ocurría nada no teníamos medios de descubrir por
qué no había ocurrido. Ni siquiera podíamos capturar y retener a un vitón, para
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averiguar si repelen la energía, la absorben o la vuelven a irradiar. No podemos
apoderarnos de uno, para ver de qué está hecho.
—Sabemos que absorben cierta energía —le señaló Graham—. Absorben las
corrientes nerviosas, bebiéndolas como caballos sedientos. Absorben las vibraciones
del radar; el radar no puede nada contra un vitón. En cuanto al misterio de su
composición, Farmiloe tiene razón. No tenemos la menor idea, ni medio alguno de
descubrirlo. Eso es lo malo.
—El profesor Farmiloe dice que, según su opinión personal, esas luminosidades
poseen una especie de campo electrodinámico que pueden modificar a voluntad, que
pueden dominar la mayoría de las formas de energía que los rodean, absorbiendo solo
las que son su alimento natural —la repugnancia impregnó su rostro—. Por ejemplo,
las corrientes nerviosas que hemos mencionado antes.
—Y no podemos reproducirlas con ningún aparato conocido —comentó Graham
—. Si pudiéramos, tal vez conseguiríamos hincharlos hasta reventar.
Ella sonrió de nuevo.
—A mí se me ocurrió decir que me gustaría tener una cuchara mágica, para
revolverlos como puddings azules —sus esbeltos dedos se cerraron en torno a una
cuchara imaginaria, moviéndola en vigorosas elipses—. Por alguna razón extraña, mi
demostración pareció fascinarlo. Me copió moviendo su dedo, describiendo vueltas y
más vueltas, como si fuera un juego. Era una tontería mía, pero… ¿por qué iba a
mostrarse él igualmente tonto? Él sabe mucho más que yo acerca de los problemas de
la energía.
—Eso me parece carente de sentido. ¿No estará en la segunda infancia?
—Ni muchísimo menos.
—Entonces no lo comprendo —Graham hizo un gesto de derrota.
—Sin darme la menor indicación de lo que pensaba, y como ligeramente
aturdido, dijo que tenía que irse —prosiguió ella—. Luego salió, con su aire
preocupado de siempre. Al irse me dijo que trataría de buscarme la cuchara.
Realmente no sé lo que quiso decir con eso; no me quería tranquilizar con palabras
vanas… ¡lo decía por algo! —sus suaves cejas se alzaron inquisitivas—. ¿Pero qué?
—¡Está chiflado! —decidió Graham; hizo un movimiento como el que revuelve
algo con una cuchara—. Una locura… como todo lo que ocurre en este caso.
Probablemente Farmiloe está estupidizado por el estudio. Se irá a su casa y tratará de
crear una nueva batidora, y terminará usándola bajo los cuidados de Fawcett. Fawcett
tiene decenas de pacientes como él.
—No diría eso si conociera al profesor tan bien como yo —le replicó ella
vivamente—. Es la persona menos desequilibrada que conozco. Me gustaría que
fuera a verlo. Tal vez sepa algo interesante —se inclinó hacia él—. ¿O prefiere llegar
demasiado tarde, como de costumbre?
—Muy bien —dijo él, dando un respingo—. No me pegue cuando estoy caído.
Ahora mismo voy a verlo.
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—Me parece muy sensato —aprobó ella; sus ojos cambiaron de expresión
mientras él se levantaba y tomaba su sombrero—. Antes de irse, ¿no quiere decirme
qué era lo que le preocupaba?
—¿Preocuparme? —él se volvió lentamente—. ¡Qué risa! ¡Ja, ja! ¡Yo
preocupado!
—No me engaña. Ni sus bromas del principio, tampoco. En cuanto entró vi que
estaba preocupado —unió las manos—. Bill, ¿qué pasa…? ¿Algo nuevo? ¿Algo
peor?
—¡Oh, diablos! —pensó un momento y luego dijo—: Creo que más vale que se
lo diga. De todos modos, antes o después va a enterarse.
—¿Qué es?
—Por lo visto ya no los matan. Se los llevan, Dios sabe adonde —dio vueltas al
sombrero entre las manos—. No sabemos para qué se los llevan, ni adonde. Pero
podernos soñar… ¡y tener pesadillas!
Ella palideció.
—Es la versión última de una antigua frase —agregó, brutalmente—: ¡una suerte
peor que la muerte! —se puso el sombrero—. Por eso, ¡por amor de Dios!, cuídese y
apártese de su camino lo más que pueda. No huya de nuestras citas, ni siquiera
subiendo a los cielos, ¿eh?
—No hemos concertado ninguna cita.
—Todavía no. Pero algún día lo haremos. Cuando todo esto se arregle voy a
molestarla de veras —sonrió—. Entonces no tendré otra cosa que hacer… ¡y me voy
a pasar el tiempo haciéndolo!
Cerró la puerta mientras ella sonreía ligeramente. Atravesó la verja y salió al
obscuro camino, bajo un cielo de azabache, pensando que la sonrisa seguiría en el
rostro de Armonía mientras recordara sus palabras. Pero no pudo pensar mucho
tiempo en esa sonrisa.
A lo lejos las nubes invisibles dejaron caer grandes gotas de luminoso azul; la
lluvia del Infierno. Poco después los espantosos glóbulos volvieron a ascender. Se
hallaban demasiado lejos para que pudiera verlos con claridad, pero sintió que los
fenómenos subían cargados.
Con los ojos de la mente vio unas figuras rígidas e inmóviles, que ascendían
sujetas entre los tentáculos de sus repulsivos captores, mientras debajo de sus cuerpos
inermes diez mil cañones apuntaban al cielo, cien mil trompetas de los vigías
antiaéreos aguardaban el advenimiento de otro enemigo que, por lo menos, era de
carne. Estaban sacando las ranas del estanque, mientras las que quedaban peleaban
entre sí, como caníbales.
—Mediremos nuestra existencia por sus ranas.
Se preguntó cómo aparecería esa epidemia de secuestros a los ojos de un
observador que no se hubiera tratado aún con la fórmula de Bjornsen. Sin duda, esa
demostración espantosa de unos poderes superiores justificaba las miedosas
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supersticiones del pasado. Cosas como aquella habían pasado antes. La historia y las
antiguas leyendas estaban llenas de repentinos frenesíes, levitaciones, desapariciones
y ascensiones en el misterio azul del cielo eterno.
Sus pensamientos se apartaron del tema y volvieron al anciano científico que
había corrido a casa con una extraña idea, y se dijo: «Bill Graham, te apuesto un
dólar contra un centavo a que Farmiloe se ha vuelto loco, ha desaparecido o ha
muerto».
Satisfecho con la mórbida apuesta, bajó por Drexler, deslizándose cautelosamente
por las_ sombras, con los zapatos de suela de goma que casi no hacían ruido y los
ojos brillantes como el ágata, dispuestos a descubrir la emboscada de las nubes
nocturnas. Allá abajo, las mandíbulas de acero y berilio seguían mordiendo los
minerales ocultos y las rocas secretas.
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CAPÍTULO 11
El profesor Farmiloe había muerto sin duda alguna, y Graham lo comprendió así en
cuanto abrió la puerta. Rápidamente atravesó la obscura habitación, pasó su pequeña
linterna por las ventanas, se aseguró de que las cortinas no dejaban pasar luz alguna,
y luego fue a la llave de la luz y la encendió.
La luz de doscientos vatios cayó sobre la inmóvil figura del científico, haciendo
resplandecer burlonamente su blanco cabello, enmarcado por los brazos laciamente
apoyados en el escritorio. Farmiloe, sentado en su sillón, parecía dormido, con la
cansada cabeza apoyada en los brazos. Pero su sueño no se rompería al día siguiente:
era otra clase de reposo, sin sueños y sin fin.
Suavemente, Graham levantó los inclinados hombros, pasó una mano a través de
la camisa, tocó el pecho frío. Estudió el rostro viejo y bondadoso, y vio que estaba
desprovisto de la expresión de terror que deformaba las facciones de otros muertos.
Farmiloe había llegado a una edad muy avanzada. Quizá su muerte era natural.
Quizá en el reloj de su vida había sonado la hora final… y las luminosidades no
habían tenido nada que ver con la tragedia. A primera vista, no parecía que hubieran
tenido nada que ver con aquello; su expresión era tranquila, además del hecho de que
había muerto y no había sido arrebatado. Lo malo era que si una autopsia revelaba
que la muerte había sido causada por un ataque al corazón, eso no significaría nada.
Unos filamentos extrañamente vibrantes pueden absorber las corrientes nerviosas
casi eléctricas con tal rapidez y voracidad que paralicen los músculos del corazón. La
gente (especialmente los viejos) puede morir del mismo modo, sin que eso tenga nada
que ver con las manifestaciones supernormales. ¿El fin de Farmiloe sería acaso un fin
natural? ¿O había muerto porque su cerebro, viejo y sabio, había alojado unos
pensamientos capaces de convertirse en una amenaza?
Mirando lúgubremente el cadáver, Graham se maldijo a sí mismo. «¿O prefiere
llegar demasiado tarde, como de costumbre? ¡En eso fue profeta! ¡Siempre llego
tarde! ¿Por qué diablos no me vine detrás del viejo en cuanto me habló de él?». Se
rascó disgustado la cabeza. «A veces me parece que nunca voy a aprender a hacer las
cosas bien». Miró en torno suyo. «¡Muy bien, tonto, vamos a ver lo que sacas en
limpio!».
Rápidamente registró la habitación. No era un laboratorio, sino más bien una
especie de oficina y biblioteca particular. Trató la habitación con escaso respeto,
destrozándola casi en su determinación de descubrir cualquier cosa digna de ser
hallada. No encontró nada, ni un pequeño detalle que pudiera dar origen a una pista.
La masa de libros, documentos y papeles parecía tan desprovista de sentido como el
discurso de un político. En sus delgadas facciones se pintaba la desesperación cuando
finalmente dejó el registro y se dispuso a marcharse.
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Sus movimientos habían alterado el equilibrio del cadáver, que fue escurriéndose
gradualmente del asiento, inclinándose hacia abajo, extendiendo los brazos sobre la
brillante superficie del escritorio. Metiendo las manos debajo de las frías axilas,
Graham levantó el patético peso y llevó el cadáver a un diván. Algo cayó al suelo,
rodando con un ruido metálico. Graham dejó el cadáver extendido sobre el diván, le
cubrió la cara, cruzó sus manos gastadas y de gruesas venas. Luego buscó lo que
había caído.
Era un lápiz automático, yio su brillo plateado junto a una pata del escritorio. Lo
recogió. Sin duda alguna se había caído de los fríos dedos de Farmiloe, o de su
regazo.
El descubrimiento le estimuló de nuevo. El recuerdo de otros hallazgos hacía que
el lápiz le resultara altamente sugestivo. Claro está que Farmiloe podría haber sido
arrebatado de esta vida (si había ocurrido así) en el mismo momento en que su mente
formaba el pensamiento que iba a transmitir con el lápiz. Los vitones no solían dar
una oportunidad a sus víctimas: las mataban sin vacilar, inmediatamente.
En aquel momento se asombró al descubrir algo que había pasado por alto, es
decir, que los vitones no podían leer. Era una cosa obvia, pero no se le había ocurrido
hasta entonces. Los vitones no tenían órganos ópticos, empleaban la percepción
extrasensorial en vez de ellos. Eso significaba que sentenciaban a muerte a todo el
que tenía ideas peligrosas, o concebía la idea de escribirlas de modo que ellos no
pudieran entenderlas. Posiblemente los signos impresos o escritos en el papel no
significaban nada para sus extraños sentidos; comprendían los pensamientos, no las
letras; eran los señores de lo intangible y no de lo concreto y substancial.
Eso significaba que si Farmiloe había empleado su lápiz era probable que lo
escrito permaneciera, como habían permanecido otros mensajes que no habían sido
destruidos. Por segunda vez, Graham registró los cajones del escritorio, buscando
libretas, blocks, o cualquier anotación apresurada que pudiera tener algo significativo
para una mente capaz de comprenderlo. Luego dedicó su atención a la parte de arriba,
se convenció de que el block y el secante no tenían marca alguna, y miró dos libros
científicos, repasándolos hoja por hoja.
No tuvo suerte. Solo le quedaba el Sun. La última edición de la noche sin abrir en
el centro del escritorio, colocada como si Farmiloe hubiera empezado a mirarla y de
repente hubiera perdido interés por las noticias del mundo. Recorrió la hoja impresa
con sus ojos fotográficos y respiró profundamente cuando vio una marca de lápiz.
Era un redondel grueso, rápidamente trazado: un círculo profundo, como el que
traza un hombre en un momento de frenesí… o en el último momento de su vida.
«Si lo mataron», pensó Graham, «evidentemente lo hizo después de que lo
mataran. La muerte no coincide con la detención del corazón: el cerebro no pierde la
conciencia hasta varios segundos después. Una vez vi a un hombre muerto correr diez
pasos antes de que reconociera que había muerto».
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Se humedeció con la lengua los resecos labios mientras trataba de descifrar aquel
mensaje de ultratumba. El círculo frenéticamente trazado representaba la última
resistencia de Farmiloe: el terco esfuerzo del cerebro que se apagaba por dejar un
indicio, por torpe, apresurado o traído por los cabellos que fuera. En cierto modo era
patético, porque representaba el tributo del profesor, en el instante de su muerte, a la
inteligencia y cualidades deductivas de su especie. Era también absurdo, realmente
absurdo…, ¡porque el círculo rodeaba el dibujo de un oso!
En las columnas de anuncios, pintado sobre un fondo de icebergs, el oso, en dos
patas, con la mano derecha extendida en ademán persuasivo, sonreía con una irritante
sonrisa de orgullo comercial. El objeto de su orgullo era una heladera grande y
complicada, debajo de la cual aparecían las palabras:
«Represento la mejor heladera del mundo… Me encontrarán en su puerta».
—El que escribió el anuncio no padece un exceso de modestia —gruñó Graham,
recorriéndolo con abatimiento—. Tengo que dormir —decidió—; si no duermo,
acabaré en un manicomio.
Arrancó el anuncio de la página, lo dobló y se lo guardó en la cartera. Luego
apagó la luz y se fue.
Por el camino de vuelta, entró en una cabina telefónica del subterráneo, llamó a la
policía, les informó de lo ocurrido a Farmiloe, y les dio unas rápidas instrucciones
entre repetidos bostezos. Luego llamó a Boro 8-19638, no obtuvo respuesta, se sintió
ligeramente sorprendido de que el departamento de inteligencia no contestara, pero
tenía demasiado sueño y estaba demasiado fatigado para preguntarse cuál sería la
causa o inquietarse. No le contestaban, así que podían irse al diablo.
Finalmente se acostó y cerró los ojos, enrojecidos de cansancio. A un kilómetro
de distancia, una batería de gran altura, un equipo de radar y un puesto de vigías se
hallaban vacíos en la obscuridad, porque los encargados de atenderlos habían sido
arrancados de sus puestos. Sin saber nada de aquello, Graham se revolvió en sueños
fantásticos donde veía una oficina vacía, rodeada por un mar vivo y de un brillante
azul, que atravesaba a grandes zancadas la figura gigantesca de un oso.
La inquietud que debía haber sentido por la noche lo asaltó con más denuedo por
la mañana. Trató de llamar por teléfono al departamento de inteligencia, no obtuvo
respuesta, pero entonces reaccionó inmediatamente. Allí ocurría algo raro, pensó su
cerebro, activo y descansado de nuevo… Más valía andarse con cuidado.
Y con cuidado se acercó poco más tarde al edificio. El lugar presentaba un
aspecto inocente; tenía la estudiada indiferencia de una trampa de ratones recién
colocada. Los vitones más cercanos se hallaban en el límite del oeste, colgando de la
parte inferior de unas gruesas nubes, mirándose al parecer los ombligos.
Permaneció allí un cuarto de hora, dedicando su atención al ominoso edificio y el
amenazador cielo. Por lo visto, el único modo de averiguar lo que le ocurría al
teléfono de Leamington era entrar en el edificio y enterarse. Atrevidamente penetró
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en él y se dirigió a un levitador. Un hombre surgió de la garita del portero y se le
acercó.
Era un hombre de ojos negros y cabellos más negros aún, que se destacaban en su
rostro pálido como la cal. Llevaba sombrero, traje y zapatos negros. Parecía un
enterrador.
Atravesando el vestíbulo con pasos rápidos y fáciles, de pantera, gritó:
—¡En, usted…! —y disparó contra Graham.
Si el agente secreto hubiera estado un poco más seguro de sí mismo, o un
poquitín menos nervioso, aquello le habría costado la cabeza. Aun así, sintió las
secciones de la bala pasar rozándole el cráneo, mientras se tiraba al suelo. Una vez en
él, rodó tratando de ir a dar contra las piernas del otro antes de que disparara de
nuevo, pero sabiendo que no lograría hacerlo a tiempo.
Los músculos de su espalda se estremecieron en dolorosa anticipación del
impacto cuádruple de una bala seccionada. Sintió el esperado disparo, seco y fuerte.
La reacción nerviosa le forzó a abrir la boca, disponiéndola a lanzar el grito que su
garganta no emitió. En aquel asombroso momento, cuando se daba cuenta de que el
disparo había errado de nuevo el blanco, oyó un extraño gemido, seguido de un golpe
seco.
Una cara manchada de rojo cayó en el arco de su visión, a ras del suelo, una cara
cuyos ojos retenían aún su mirada de locura, aunque su brillo se fuera apagando.
Graham se puso en pie de un salto, con la flexibilidad y rapidez de un acróbata.
Luego miró a su atacante, caído en el suelo.
Un gemido sordo atrajo su atención hacia un lado. Saltando por encima del
cadáver del hombre de negro, corrió hacia las escaleras que había junto a los
levitadorcs y se inclinó sobre una figura, caída en torpe postura al pie de ellos.
La figura, que empuñaba aún una automática caliente, se movió débilmente, con
pequeños movimientos lastimosos que descubrieron cuatro agujeros ensangrentados
en la parte delantera de su chaqueta. La otra mano se alzó lentamente, mostrándole a
Graham un sencillo anillo de oro.
—No se preocupe por mí, amigo —el hombre hablaba con voz entrecortada y
ronca—. Llegué hasta aquí… pero no puedo moverme más —las piernas se agitaron
espasmódicamente; el moribundo dejó caer su arma—. Al menos acabé con el
puerco. Lo maté… ¡y lo salvé a usted!
Sujetando el anillo entre los dedos, Graham miró al hombre caído a sus pies y
luego a la sombría figura de su atacante. Afuera estalló el Infierno en toda su furia, el
edificio tembló y unos muros cercanos se desplomaron, pero Graham ni hizo caso de
esos sonidos. ¿Qué hacía un agente fatalmente herido en la entrada misma del
departamento de inteligencia? ¿Por qué no le habían contestado cuando los llamó por
teléfono la noche anterior y luego por la mañana?
—¡Déjeme! ¡Estoy listo! —débilmente, el agente trató de apartar las manos de
Graham, que intentaban desabrochar la ensangrentada chaqueta—. ¡Vaya arriba, eche
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una mirada y salga enseguida! —se ahogó, con una espuma sanguinolenta—. ¡La
ciudad… está llena de locos! ¡Han abierto los manicomios y los locos… andan
sueltos! ¡Márchese, amigo!
—¡Dios mío! —Graham se irguió, comprendiendo que el hombre caído a sus pies
había muerto; agarró su automática y entró precipitadamente en el levitador más
próximo; los muros seguían cayendo afuera, pero él no los oía. ¿Qué le aguardaría
arriba?
«¡Vaya arriba, eche una mirada y salga enseguida!».
Con la automática segmentaria en la mano y los brillantes ojos mirando hacia
arriba, ardía de impaciencia mientras le parecía que el disco subía con una lentitud
imposible de soportar.
Una espantosa náusea le invadió el estómago al mirar la oficina de Leamington.
El lugar era un matadero. Contó rápidamente los cadáveres: ¡siete! Tres yacían cerca
de las ventanas y en sus rostros fríos había quedado indeleblemente estampada la
marca de su diabólico destino. Tenían las pistolas guardadas en la pistolera, sin usar.
¡No habían tenido la menor posibilidad de hacerlo!
Los otros cuatro estaban caídos al azar. Esos sí que habían sacado sus armas y las
habían usado. Uno de los componentes del cuarteto era el coronel Leamington; su
cuerpo acribillado a balazos mantenía su dignidad, aun en la muerte.
—El trío de la ventana fue muerto por los vitones —decidió Graham luchando
por vencer su horror, obligándose a pensar en la situación con toda la calma posible
—; los demás se mataron entre sí.
Olvidándose momentáneamente de que le habían aconsejado que saliera cuanto
antes, se acercó al escritorio del jefe, estudió las posiciones, las actitudes. No era
difícil reconstruir los acontecimientos. Evidentemente, el par que había junto a la
puerta (los últimos en llegar) habían disparado sobre Leamington y el otro, pero no
con la rapidez suficiente. Leamington y su ayudante habían cambiado
simultáneamente unos disparos con sus asaltantes. El resultado no tenía nada de
extraño; aquellos modernos proyectiles segmentarios eran mucho más mortíferos que
las antiguas balas de una pieza.
Todos los cadáveres pertenecían a agentes del servicio de inteligencia; aquello era
lo que le intrigaba. Recorrió la habitación con el revólver aún en la mano, frunciendo
profundamente el ceño mientras trataba de buscar una solución.
«Parece ser que las luminosidades mataron primero a los tres que hay junto a la
ventana, dejando ilesos a Leamington y al otro… o por lo menos vivos». Su ceño se
hizo aún más pronunciado. «Dejaron a dos vivos. ¿Por qué diablos lo hicieron? ¡Aquí
ocurre algo muy extraño!». Se sentó en el borde del escritorio y contempló los
cadáveres. «Después de eso, llegaron tres más, quizá porque Leamington los había
llamado. Entraron, debieron de darse cuenta de que ocurría algo… porque
inmediatamente comenzaron a disparar. Los cinco murieron. Cuatro inmediatamente,
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el quinto se arrastró y llegó hasta abajo». Levantó el revólver, sintiendo su peso.
«¡Pero no hay ningún indicio que me muestre por qué empezaron a disparar!».
Tragó saliva con fuerza y fue retirando los anillos forrados de iridio de las manos
de los muertos, guardándoselos en los bolsillos. Hubiera ocurrido lo que fuera,
aquellos hombres habían sido compañeros suyos, agentes en quienes confiaba el
servicio más confidencial del Tío Sam.
Una campana sonó suavemente en un rincón. Se acercó al receptor de
telenoticias, lo abrió y vio en la pantalla la primera edición del Times.
Cuidadosamente, la fue leyendo.
La presión asiática aumentaba en el Medio Oeste, decía con grandes titulares el
Times. Había habido manifestaciones de obreros, pidiendo que se emplearan
inmediatamente las bombas atómicas. La situación europea era extremadamente
grave. Treinta estratoplanos enemigos habían sido derribados en el sur de Kansas
durante el combate estratosférico más importante de la guerra. Un disparo afortunado
de un proyectil de largo alcance, disparado a siete mil kilómetros del blanco, había
volado un depósito de municiones asiático, devastando unos doscientos kilómetros
cuadrados. La guerra bacteriológica va a empezar pronto, dice Cornock. El Congreso
declara ilegal el culto de los vitones.
La página salió de la pantalla, siendo reemplazada por las noticias locales.
Conforme la leía, su rostro fue perdiendo la perplejidad. ¡La gente estaba
enloquecida! En todo New York y en las grandes ciudades del mundo occidental se
raptaba a la gente, se la llevaba a los cielos y luego se la devolvía a la Tierra, pero se
la devolvía en condiciones mentales muy distintas de su primitivo estado.
¡Supercirugía en las nubes! Apretó con más fuerza la pistola, conforme el terrible
significado de aquello iba penetrando la niebla mental creada por la carnicería de la
oficina. ¡Aquel era el golpe maestro! La victoria final se aseguraba de aquel modo, y
(en el ínterin) se sacaba más miel emocional con la ayuda de inermes reclutas sacados
de las mismas filas de los ejércitos antivitónicos.
¿Qué había dicho el pobre diablo que murió abajo? «¡La ciudad… está llena de
locos!». ¡Eso era! Los tres que había junto a la ventana habían muerto al resistirse, o
los habían matado porque no servían para sus fines quirúrgicos. Leamington y los
demás habían sido arrebatados, los habían operado y luego los habían devuelto.
Habían vuelto como esclavos mentales de sus fantasmales contrarios. El despacho se
había convertido en una trampa hábilmente diseñada para cazar a los agentes secretos
(el corazón de la resistencia) uno a uno, o a pares, o en grupos.
Pero los últimos tres, que llegaron juntos, se habían dado cuenta de algún modo
del peligro. Con la abnegación y amor por el deber propios de su clase, habían
matado a Leamington y a su compañero. El sentimiento no tenía lugar alguno en
aquella horrible descripción. Sin vacilar, los tres habían matado a su jefe, dándole una
muerte rápida y sangrienta, porque gracias a su viva inteligencia habían comprendido
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que ya no era su jefe, sino un instrumento del enemigo que le había deformado la
mente.
La oficina central había sido una trampa… ¡y posiblemente lo era aún! El
pensamiento pasó por la mente de Graham, le hizo saltar hacia la ventana. Miró por
ella y vio que las nubes se habían disipado, dejando un cielo claro y azul donde
brillaba con fuerza el Sol de la mañana.
En la bóveda azul habría tal vez cien, mil luminosidades vagando al azar, algunas
acercándose, guardando la trampa y dispuestas a lanzarse sobre ella. La fórmula
maravillosa de Bjornsen no le permitía distinguir el resplandeciente ultraazul en un
fondo de brillante azul normal. El básico y el hiper compartían su brillo bajo la luz
del Sol, confundiéndose.
La certeza de que su ansiosa mirada estaba acompañada de unos pensamientos
igualmente ansiosos y que la transmisión de sus vibraciones psíquicas podía atraer a
los cazadores cercanos, le hizo correr hacia la puerta. ¡Mejor irse cuando aún era
tiempo! Llegó a los levitadores y bajó veloz en uno de ellos.
Dos hombres se hallaban junto a la puerta de entrada. Los vio a través del tubo
transparente de su levitador, mientras el disco llegaba al nivel de la calle y se detenía
con un temblor de goma.
Sin salir de él razonó rápidamente: «Si esos hombres fueran normales,
demostrarían alguna curiosidad por los dos cadáveres caídos ante sus ojos. No les
interesan; por lo tanto, no son normales. ¡Son marionetas vitonas!».
Antes de que su disco hubiera cesado del todo de moverse, lo hizo descender aún
más, y su cuerpo, alto y atlético desapareció de la vista de la pareja que aguardaba.
Los dos se irguieron sorprendidos y corrieron hacia el levitador. Los dos llevaban
revólveres.
Cinco pisos más abajo del nivel de la calle, lo detuvo, salió del tubo perpendicular
y atravesó el sótano antes de que los compresores ocultos hubieran cesado de
suspirar. Al pasar por debajo de la escalera principal, oyó ruido de pisadas en lo alto.
Levantó la automática y huyó por una serie de corredores vacíos, llegando a una
salida situada al lado opuesto del edificio. Salió por una trampilla de acero y aspiró
con gusto el aire fresco. Resultaba muy agradable después del olor de moho y ratas
del sótano. Los agentes que llevaban el anillo conocían seis salidas como aquella,
desconocidas del público en general.
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—Sí, ¿qué? —convino Graham, haciendo sonar furiosamente el teléfono—. Por
lo visto, el sistema de teléfonos está estropeado también.
—Lo ha estado toda la noche —murmuró el sargento, esforzándose por hablar a
pesar de la salchicha; tragó un bocado y abrió los ojos, mientras su nuez subía y
bajaba—. ¡Docenas, cientos de ellos! Los hemos golpeado, matado, les hemos
quitado los pantalones, los hemos quemado… ¡y siguen viniendo! Algunos de ellos
eran muchachos de los nuestros, con el uniforme aún —levantó una mano enorme—.
Cuando Heggarty venga a relevarme, estaré listo… ¡A lo mejor no es Heggarty! ¡Uno
nunca sabe ahora quién es quién, hasta que no empieza a hacer algo!
—No puede uno confiar ni en su madre. —Graham obtuvo de repente su
comunicación y gritó—: ¡Hola, Hetty! —sonrió tristemente al oír el «¡Hola!» con que
le contestaban, y luego dijo—: ¡Comuníqueme con Mr. Sangster, enseguida!
Una voz rica y profunda sonó en el aparato. Graham lanzó un profundo suspiro de
alivio, le contó su experiencia de media hora antes, hablando rápidamente mientras le
describía la escena del departamento de inteligencia.
—No puedo comunicarme con Washington —concluyó—. Dicen que las líneas
están derribadas y que la radio no funciona. Por el momento le daré cuenta de mis
descubrimientos a usted. No puedo hacerlo a nadie más.
—Es una noticia terrible, Graham —le replicó Sangster en tono grave—. ¿Desde
dónde habla?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
—¿De veras no sabe dónde se encuentra en este momento? —la sorpresa hizo
subir dos tonos la voz de Sangster.
—Quizá. Pero usted no… ¡y no lo sabrá!
—¿Quiere decir que se niega a decírmelo? ¿Sospecha de mí? ¿Piensa que puedo
ser otro mutilado mental? —guardó silencio un rato; su interlocutor trató de adivinar
su expresión en el diminuto visor, pero el aparato no funcionaba bien y solo podía ver
vagos vislumbres entre una mezcla confusa de luces y sombras—. Me imagino que
no puedo censurarlo por eso —prosiguió Sangster—; algunos de ellos se portan como
gangsters mudos, pero otros demuestran una extraordinaria astucia.
—Lo único que quiero que haga (si es que puede hacerlo) es enviar mis informes
a Washington —dijo Graham—. Yo estoy demasiado ocupado para buscar un medio
de hacerlo. Tendrá que ayudarme en eso.
—Lo intentaré —le prometió Sangster—. ¿Algo más?
—Sí. Me gustaría que me consiguiera los nombres y direcciones de los agentes
del servicio de inteligencia que se encuentran en la ciudad o cerca de ella. No todos
habrán caído en la trampa. A veces algunos de ellos tardan semanas en ir a la oficina.
Creo que algunos deben estar aún libres. Leamington era el único que tenía la
información que quiero, pero Washington puede proporcionármela.
—Veré lo que puedo hacer —Sangster hizo una pausa y luego le dijo con voz un
poco más fuerte—: Este departamento se encargó recientemente de un par de asuntos
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de Leamington.
—¿Descubrieron algo? —preguntó ansiosamente Graham.
—La respuesta de Inglaterra dice que el laboratorio y las notas de McAndrews
demuestran que estaba haciendo una investigación muy interesante sobre la variación
de la velocidad de las partículas tratadas por el calor. Al parecer estaba buscando el
secreto del poder de cohesión subatómico. No lo había conseguido y los ingleses lo
dan por muerto.
—¡No creo que se equivoquen! —exclamó Graham—. Lo han analizado… y han
tirado los restos ¡Está en algún cubo de la basura celeste… como un cobayo
desmembrado!
—Mi imaginación puede pintarme cuadros de todas clases, sin que usted me
proporcione los colores —lo amonestó Sangster—. Déjeme con mis sueños, no es
necesario poner más énfasis en el horror.
—¡Perdón!
—Hemos descubierto que ningún aficionado a la radio escuchó la conversación
de Padilla —prosiguió Sangster—. Lo que le dijo a Treleaven permanece en el
misterio. Las investigaciones de la vida de Padilla no revelan nada, excepto que hacía
experiencias de radio, con gran éxito financiero. Ganó mucho dinero con la
modulación simplificada de las frecuencias. Y se ganó la muerte de otro modo, pero
no dejó la menor huella que nos indique cómo fue.
—Hace un par de días que he abandonado esa pista.
—Lo dice como si hubiera encontrado otra pista mejor —la voz de Sangster
estaba llena de interés—. ¿Es así?
—Casi todas las mañanas encuentro una —declaró Graham, lúgubremente— y
por la noche ya no sirve. ¡No cabe duda de que me he buscado un mal trabajo! —
apretó los labios y suspiró—. ¿Qué hacen los especialistas del Gobierno?
—Nada, que yo sepa. Hay dos grupos distribuidos por lugares aislados que
sugirió Leamington. Han descubierto que esa soledad es su protección pero también
un inconveniente. Planean cosas, las fabrican y luego no encuentran luminosidades
con que probarlas.
—¡Diablos, no pensé en eso! —reconoció Graham.
—No es culpa suya; ninguno de nosotros lo pensó —Sangster hablaba
lúgubremente—. Si los enviamos a lugares infestados de vitones, se mueren
enseguida. Es un callejón sin salida —dijo con impaciencia.
—Probablemente tiene razón —le contestó Graham—. Volveré a informarles
cuando sepa algo que merezca la pena.
—¿Adónde va ahora? —le preguntó el otro vivamente.
—Estoy sordo de este oído —le dijo Graham—. Es curioso, no le oigo nada.
—¡Oh, bueno! —la decepción de su voz le llegó por el hilo—. Usted sabrá lo que
hace. ¡Cuídese bien! —un fuerte clic señaló que había colgado.
—En la duda —le dijo el sargento— hay que buscar al que gana dinero con ello.
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—¿Y quién lo está ganando ahora? —le preguntó Graham.
—Los enterradores —el sargento frunció al ceño ante la sonrisa del otro—.
Bueno, ¿no es así?
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CAPÍTULO 12
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El jefe testarudo con el que había batallado al principio lo condujo a la salida y le
dijo:
—¿Accedió a lo que le pedía?
—No.
—Me lo imaginaba.
—¿Por qué?
El otro le miró, turbado.
—No me atrevía a decirlo, pero, francamente, Thurlow es incapaz de darle una
taza de leche a un gatito ciego.
Mirándole agudamente, Graham le dio un codazo.
—¿Por qué se preocupa por eso? El tiempo está de su parte. Usted ocupará su
puesto cuando él esté pudriéndose.
—Si vivimos lo suficiente para ver el fin de esto —asintió lúgubremente el otro.
—Eso es preocupación mía —le dijo Graham—. ¡Adiós!
En la farmacia de la esquina había un teléfono. Graham miró a los cuatro clientes
que había en ella y a los tres empleados, antes de volverles la espalda para entrar en
la cabina.
Desconfiaba de todo el mundo. Una voz en su interior le avisaba de que lo
andaban buscando con feroz determinación, que por fin el fantasmal enemigo había
descubierto que la fuente de la oposición no era tanto el mundo de la ciencia como un
pequeño grupo de ases de la investigación… y que él era el as de todos.
Los vitones habían buscado una compensación a su incapacidad inherente de
distinguir un ser humano del otro, porque los humanos les parecían como otras tantas
ovejas. Habían enrolado a la fuerza en sus filas a otros seres humanos, encargándoles
de la misión de segregar del rebaño a los animales intransigentes. Los vitones estaban
ayudados ahora por una horda de «quislings» creados quirúrgicamente, deformados,
desesperados, inermes, pero aun así una peligrosa quinta columna.
Hasta ahora el único peligro que había corrido era que una luminosidad lo cazara
al azar y leyera su mente. Ahora lo amenazaban con seres de su misma especie.
Aquella técnica de hermano contra hermano era una nueva y terrible amenaza.
Marcó su número telefónico, dándole gracias al cielo porque en el cerebro
aturdido de Wohl no se hubiera pintado su persona y la localización de su casa. El
cerebro medio ahogado y desorganizado de Wohl había entregado sin resistencia lo
que sabía de la oficina central, haciendo que sus rapaces captures lo abandonaran
desdeñosamente en la orilla, en su prisa por llegar al escenario de la matanza.
Graham nunca le diría al corpulento teniente de policía que él, y solo él, había
denunciado a Leamington y los demás.
—Habla Graham —dijo, sintiendo que levantaban el lejano receptor.
—Escuche, Graham —le dijo Sangster con voz urgente—; hablé con Washington
poco después de que usted me telefoneara. Nos comunicamos por medio de los
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transmisores aficionados… Por lo visto es el único sistema de comunicación que nos
queda. Washington lo necesita enseguida. ¡Tiene que ir allá cuanto antes!
—¿Sabe de qué se trata?
—No lo sé. Lo único que me han dicho es que tiene que ver a Keithley sin
demora alguna. En Battery Park hay un estratoplano capturado a los asiáticos que le
está esperando.
—¡Quién se imagina que voy a viajar en un estratoplano asiático! Nuestros
aviadores no lo dejarán ni cinco minutos en el aire.
—Me parece que no se da cuenta de nuestra verdadera posición, Graham.
Excepto algunos vuelos arriesgados, nuestros aviadores no salen. Si no tuvieran que
enfrentarse más que con los asiáticos, bien pronto habrían limpiado los cielos de
ellos. Pero están también los vitones. Eso es algo muy distinto. Cuando un vitón se
lanza sobre un piloto y lo obliga a aterrizar en territorio enemigo con el aparato,
como un regalo… bueno, no podemos permitirnos el lujo de entregarles así hombres
y aviones. Los asiáticos dominan el aire. Eso puede hacernos perder la guerra. Tome
el aparato asiático, estará más seguro.
—Lo haré inmediatamente —vigilando la farmacia a través de los paneles de
plastividrio de la cabina, pegó los labios al aparato y prosiguió apresuradamente—.
Le llamé para que me procurara una lista de los clientes locales de Freezer
Fabricators. Tal vez tendrá que ponerse duro con una momia consumida que se llama
Thurlow; pero cuanto más duro se ponga, más me gustará. Hace mucho tiempo que
se merece que lo hagan. También querría que llamara a Harriman al Smithsonian, que
le pida que se comunique con los astrónomos que aún están activos y les pregunte si
imaginan que puede haber alguna relación entre las luminosidades y la Osa Mayor.
—¿La Osa Mayor? —repitió Sangster, sorprendido.
—Sí, en este asunto hay un oso que significa algo. Dios solo sabe qué, pero tengo
que averiguarlo de algún modo; tengo la sensación de que se trata de algo
importantísimo.
—¡Importante… un oso! ¿No puede ser otro animal? ¿Tiene que ser un oso?
—No, solo un oso —le contestó Graham—. Estoy seguro de que esto no tiene
nada que ver con la astronomía, pero no puedo pasar por alto ni la más pequeña
posibilidad.
—¡Heladeras, momias, estrellas y osos! —exclamó Sangster—. ¡Jesús! —guardó
silencio un momento y luego gimió—: Creo que se lo llevaron también a usted, pero
haré lo que me pide —luego repitió de nuevo—: ¡Jesús! —y colgó.
El viaje a Washington fue rápido y sin incidentes, pero el piloto militar suspiró
aliviado cuanto el aparato tocó la pista de destino.
Salió del avión y le dijo a Graham:
—Es muy agradable llegar adonde uno quería ir, y no adonde un globo azul nos
obliga a aterrizar.
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Graham asintió, subió al giroauto que aguardaba y se alejó de allí a gran
velocidad. Diez minutos más tarde reflexionaba furioso acerca de la costumbre
burocrática de ahorrar dos minutos y derrochar diez. Se paseaba por la sala de espera
con grandes zancadas inquietas. Cualquiera creería que no había guerra, al ver cómo
le hacían esperar a uno en Washington.
Aquella pareja de científicos, por ejemplo. Dios solo sabía a quién iban a ver,
pero estaban allí desde que llegó y se conducían como si esperaran seguir allí cuando
finalmente la roca de los siglos se convirtiera en polvo. Graham los miró irritado.
¡Cómo hablaban! No hacían más que hablar y hablar, como si la destrucción del
mundo y la matanza de seres humanos fueran distracciones intrascendentes
comparadas con otros asuntos de más peso.
Estaban discutiendo la fórmula de Bjornsen. El más bajo pensaba que lo que
causaba la modificación de la vista eran las moléculas del azul de metileno
transportadas a la púrpura visual por el yodo, que por su calidad de halógeno
funcionaba como conductor.
El grueso pensaba de distinto modo. La diferencia residía en el yodo. El azul de
metileno era el catalizador que producía la fijación de un rectificador que, de no ser
así, degeneraría. Convenía en que el mescal servía solamente para estimular los
nervios ópticos, acordándolos con la nueva visión, pero que el verdadero causante de
aquello era el yodo. Por ejemplo, no había más que mirar los esquizofrénicos de
Webb. Tenían yodo, pero carecían de azul de metileno. Eran ejemplos de una brusca
variación biológica, con una fijación natural que no requería catalizador.
Sin pensar en otros asuntos más urgentes e importantes, el bajito comenzó a
refutarle de nuevo, poniendo a Graham a dos dedos de la cólera. El investigador se
estaba preguntando si les importaba saber cómo funcionaba la fórmula de Bjornsen,
una vez descubierto que funcionaba, cuando oyó que le llamaban por su nombre.
Tres hombres ocupaban la habitación en que le hicieron entrar. Los reconoció a
los tres: Tollerton, un especialista local; Willetts C. Keithley, jefe supremo del
Departamento de Inteligencia, y finalmente un hombre de mandíbula cuadrada y ojos
grises cuya presencia le hizo saludar rígidamente: ¡el presidente!
—Mr. Graham —le dijo el presidente sin preámbulo alguno—, esta mañana llegó
un correo de Europa. Era el quinto que despachaban en cuarenta y ocho horas. Sus
cuatro predecesores murieron en el camino. Nos trajo malas noticias.
—Sí, señor —dijo respetuosamente Graham.
—Un cohete cayó en Lovaina, Bélgica. Tenía una cabeza atómica. Europa, como
represalia, lanzó diez. Los asiáticos han enviado doce más. Esta mañana, el primer
cohete atómico del hemisferio llegó a nuestro territorio. La noticia no se publicó,
claro está, pero estamos a punto de devolver el golpe con todas nuestras fuerzas. En
resumen: la guerra atómica, tan temida, ha comenzado ya —se puso las manos a la
espalda y comenzó a pasearse por la sala—. Nuestra moral es buena, a pesar de todo.
La gente tiene confianza, están seguros de que la victoria acabará siendo nuestra.
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—Yo también lo estoy —dijo Graham.
—¡Ojalá lo estuviera yo! —el presidente dejó de pasearse y lo miró de frente—.
La situación que existe ahora no es una guerra, en el sentido histórico de la palabra.
Si lo fuera la ganaríamos. Pero es otra cosa, ¡es un suicidio de la especie! El hombre
que se tira al río conquista la paz, y nada más. Ninguno de los dos lados puede ganar
esta batalla… excepto, quizá, los vitones. La humanidad perderá. Nosotros, como
nación, tenemos que perder también, porque formamos parte de la humanidad. Las
cabezas más serenas de ambas partes se han dado cuenta de ello desde el principio, y
por esa razón se ha demorado en todo lo posible el empleo de las armas atómicas.
Ahora (¡que Dios nos perdone!) la espada atómica ha sido desenvainada. Ninguno de
los dos lados se atreverá a ser el primero en envainarla.
—Lo comprendo.
—Si eso fuera todo, ya sería bastante malo —prosiguió el presidente—, pero no
es todo —se volvió hacia un mapa que había en la pared, y le señaló una gruesa línea
negra, rota por un entrante que penetraba casi hasta Nebraska—. El público no lo
sabe. Representa el área de la penetración blindada enemiga en los últimos dos días.
Es una saliente asiática que no sé si podremos contener.
—Sí. —Graham miró el mapa inexpresivamente.
—No podemos hacer más sacrificios. No podemos luchar con un enemigo más
fuerte —el presidente se acercó a él y sus severos ojos se clavaron en los de Graham
—. El correo nos informó que la situación de Europa es extremadamente crítica; en
realidad, tan crítica que no podrán resistir más que hasta las seis en punto de la tarde
del lunes. Hasta esa hora la humanidad puede conservar una esperanza. Después
Europa se rendirá o la aniquilarán. Las seis; ni un minuto más tarde.
—Comprendo, señor —el agente secreto se dio cuenta de que la mirada de
Tollerton estaba fija en él y de que Keithley clavaba en él sus agudos ojos.
—Francamente, eso significa que no hay salida para ninguno como no sea asestar
un golpe efectivo a la causa fundamental de todo esto: los vitones. O eso, o dejar de
sobrevivir como seres sensibles mentalmente. O eso, o los que quedemos nos
hallaremos convertidos en animales domésticos. ¡Tenemos ochenta horas para buscar
la salvación! —el presidente estaba grave, muy grave—. No espero que nos la
encuentre, Mr. Graham; no espero milagros de hombre alguno. Pero como conozco su
historial, como sé que usted trabajó en este asunto desde el comienzo, quise
informarle yo mismo: decirle que cualquier sugestión que nos haga será
inmediatamente obedecida con todo el poder de que disponemos; decirle también que
puede pedir toda la autoridad que desee, porque la tendrá.
—El presidente —intervino Keithley— piensa que si algún hombre puede hacer
algo, ese hombre es usted. Que empezó esto, ha seguido en ello hasta ahora y es la
persona más apropiada para terminarlo… si puede terminarse.
—¿Dónde han escondido a los expertos? —preguntó bruscamente Graham.
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—Hay un grupo de veinte en Florida, y uno de veintiocho en el interior de Puerto
Rico —replicó Keithley.
—¡Tráigamelos! —los ojos de Graham brillaban con el fuego de la batalla—.
Tráigalos y póngalos en comunicación conmigo.
—Los tendrá —declaró el presidente—. ¿Algo más, Mr. Graham?
—Deme una autoridad absoluta para incautarme de todos los laboratorios,
fábricas y líneas de comunicación que considere necesarios. Que los pedidos de
materiales que yo haga tengan prioridad a cualquier otro.
—Concedido —el presidente pronunció sin vacilar la palabra.
—Una petición más —se la hizo a Keithley, explicándosela—. Su deber consistirá
en vigilarme. Él me vigilará y yo a él. Si alguno de los dos nos convirtiéramos en
muñeco de los vitones, el otro lo matará enseguida.
—Concedido también —Keithley le entregó un pedazo de papel— Sangster dijo
que quería las direcciones de los agentes de New York. En la lista tiene diez, seis
locales y cuatro de fuera de la ciudad. Dos de los agentes locales no se han
presentado desde hace algún tiempo y desconocemos su destino.
—Trataré de dar con ellos —Graham se guardó el papel.
—Ochenta horas, no lo olvide —dijo el presidente—. Ochenta horas entre la
libertad para los vivos, o la esclavitud para los que no hayan muerto —puso
paternalmente la mano en el hombro de Graham—. ¡Haga lo más que pueda con los
poderes que le he concedido, y que la Providencia lo guíe!
—Ochenta horas —murmuró Graham mientras corría hacia el avión que
aguardaba para llevarlo de vuelta a New York.
En el centro mismo del Nuevo Mundo, cien millones de seres se enfrentaban con
trescientos millones. A cada hora, a cada minuto, miles morían, otros miles más
quedaban mutilados, mientras los brillantes buitres de los cielos bebían con deleite el
champaña de su agonía.
El infernal banquete tocaba a su fin. Iban a servirles el último plato, un plato
atómico, en grandes cantidades, servido con manos enrojecidas de sangre. Luego, el
apetito satisfecho de corrientes humanas, descansarían contentos, aguardando futuros
festines, rutinarios y regulares, producidos en los momentos de acoplamiento o en los
entierros. ¡Ochenta horas!
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—¡Art! —exclamó gozoso—. Iba a telefonear a Stamford para pedirles que le
dejaran salir. Lo necesito.
—Pues salí —dijo Wohl, sucintamente—. No podía permanecer más tiempo en el
hospital. Había una enfermera angulosa que se había hecho ilusiones. Me llamaba
Wohly-Pohly y me robó los pantalones. ¡Uf! —se estremeció al recordarlo—. Pedí a
gritos mi ropa y me miraron como si la hubieran vendido al trapero. Así que, al fin,
tuve que escaparme sin ella.
—¿Cómo, desnudo?
—¡Chiss! —Wohl parecía escandalizado; con el pie dio a un lío de ropas que
había en el suelo—. No, con eso. La ola de crímenes debe ser horrible cuando hasta
los tenientes de policía roban las mantas de los hospitales —se levantó, estiró los
brazos y dio una vuelta lenta, como las modelos de vestidos—. ¿Le gusta el traje?
—¡Santo Dios, si es uno mío!
—¡Claro! Lo encontré en su guardarropa. Me cuelga un poco en los brazos y me
está un poco ajustado en el vientre, pero sirve.
—Debe de tener una figura espantosa. Demasiado poco en los hombros y
demasiado en el vientre —comentó Graham; su sonrisa desapareció y su rostro se
puso serio; hizo sentar a Wohl en su silla—. Escuche, Art. El tiempo es escaso.
Acabo de volver de Washington y lo que he oído allí es bastante para no dejarme
descansar un momento. La situación es peor de lo que yo creía —le contó lo que
había ocurrido desde que dejó a Wohl en el hospital de Stamford—. Por eso le pedí a
Keithley una cosa y aquí está —le entregó un sencillo anillo forrado de iridio—. La
policía le ha despedido y ha ingresado en el servicio de Inteligencia, le guste o no.
Ahora es compañero mío.
—Así sea —la estudiada indiferencia de Wohl no conseguía ocultar su deleite—.
¿Cómo diablos las autoridades le dan a uno siempre el tamaño justo?
—Olvídelo, tenemos que resolver cosas más graves —le dio a Wohl el recorte del
Sun que había tomado de la casa de Farmiloe—. Nos estamos organizando a toda
prisa. Tenemos hasta el lunes por la tarde, y entonces, habremos vencido ¡o será el fin
nuestro! No importa que nos muramos de hambre o de lo que sea, con tal de que
hayamos producido nuestra labor para esa fecha —le mostró el recorte—. Esto fue lo
último que escribió Farmiloe. Y nuestro único indicio.
—¿Está seguro de que es un indicio?
—¡No! No estoy seguro de nada en esta precaria existencia. Pero me da el
corazón que eso señala realmente algo que merece la pena saberse, ¡algo que le costó
la vida a Farmiloe!
Mirando atenta y largamente al oso, colocado estúpidamente sobre el fondo de
icebergs, Wohl dijo:
—¿Ha hecho que estudiaran las piezas de la heladera?
—Sangster llevó una a la universidad y la desmontaron pieza por pieza.
Estudiaron hasta el último tornillo. No les quedó por hacer nada, como no fuera sacar
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el esmalte de las planchas, lamiéndolo.
—¿Y no descubrieron nada?
—Nada. El frío puede matar tal vez a las luminosidades, haciendo más lentas sus
vibraciones, pero ¿cómo vamos a aplicarlo? No existe nada parecido a un rayo de frío
puro, ni la posibilidad de crear uno; es un absurdo teórico —Graham miró inquieto su
reloj—. ¿No le sugiere nada el círculo de lápiz?
—¡B-r-rrr! —gruñó Wohl, abrazándose.
—¡No haga tonterías, Art! No hay tiempo para bromas.
—Siempre sentí mucho el frío —se excusó Wohl, frunciendo el ceño al anuncio
—. No me gusta la sonrisa de superioridad de ese animal. Sabe que estamos en un
aprieto y no le importa —le devolvió el recorte a Graham—. Lo único que me dice es
algo que sabía ya hace tiempo, o sea que tiene usted una aptitud asombrosa para
descubrir los indicios más extraños.
—¡No me lo recuerde! —la voz de Graham era un gruñido iracundo; clavó su
furiosa mirada en el recorte—. ¡Un oso! Aquí tenemos algo que puede ser un indicio;
quizá es la pieza más importante del rompecabezas; quizá es la salvación, si
conseguimos interpretarla. ¡Pero no es más que un oso grande, mercenario, contento
de sí y probablemente comido de pulgas!
—Sí —intervino Wohl—. ¡Un oso imbécil y apestoso! ¡Un oso polar piojoso!
—Si hubiera ido antes a ver a Farmiloe, o me lo hubiera encontrado en el
camino… —Graham se detuvo a la mitad de la frase; una mirada sobresaltada
apareció en sus ojos; con voz apagada por la sorpresa, exclamó—: ¡Eh, usted le llamó
oso polar!
—¡Claro! ¡No es una jirafa, a menos que yo sea ciego!
—¡Un oso polar! —gritó Graham, cambiando de tono con una violencia tan
repentina que hizo levantarse a Wohl—. ¡Polarización! Eso es: ¡polarización! —agitó
vigorosamente el dedo en el aire—. Polarización circular o elíptica. ¡Diablos! ¿Cómo
no lo vi antes? Un niño podría haberlo visto. Soy demasiado tonto para vivir.
—¿Eh? —exclamó boquiabierto Wohl.
—¡Le apuesto un millón de dólares contra un buñuelo a que es polarización! —
gritó Graham con el rostro enrojecido; agarró dos sombreros, puso uno en la cabeza
del asombrado Wohl y se caló el otro—. ¡Afuera! ¡Vamos a trabajar como locos!
¡Vamos a decírselo al mundo antes de que sea demasiado tarde!
Salieron corriendo, sin molestarse en cerrar la puerta. Sus ojos vigilaban
atentamente los cielos mientras corrían veloces por la acera. Unos puntos azules
salpicaban el cielo, pero ninguno estaba cerca.
—¡Por aquí! —jadeó Graham, metiéndose por una boca de cemento que llevaba a
la nueva ciudad inferior; bajaron la pendiente hasta las escaleras mecánicas
ultrarrápidas, entraron en los levitadores en el primer piso y descendieron más de cien
metros.
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Respirando pesadamente mientras saltaban de sus discos, se encontraron en la
encrucijada de seis nuevos túneles. De los dos agujeros más nuevos se escapaban
unos ruidos roncos, un tronar apagado.
Hidrantes, cabinas telefónicas, televisores públicos y hasta una pequeña cigarrería
habían sido instalados ya en aquel lugar subterráneo, abierto en unas semanas. Los
ingenieros, capataces y obreros iban de un lado para otro, cargados con sus
herramientas, instrumentos y lámparas portátiles. De cuando en cuando, un tranvía
eléctrico muy cargado pasaba de un túnel a otro. Siniestramente, los obreros estaban
colocando detectores de gases radioactivos en los tubos de los levitadores y las bocas
de ventilación.
—Los vitones rara vez bajan aquí —observó Graham—. Creo que podremos
telefonear con relativa seguridad. Entre en la cabina de al lado, Art. Telefonee a todos
los laboratorios científicos, depósitos y fábricas que encuentre en la lista. Dígales que
el secreto puede ser la polarización de alguna clase, probablemente elíptica. No les
permita discutir. Dígales que corran la noticia por donde crean más conveniente… y
cuelgue.
—¡Bien! —dijo Wohl, entrando en su cabina.
—¿Cuánto tiempo llevaba esperando cuando llegué?
—Unos quince minutos —Wohl tomó la guía y la abrió por la página uno—.
Hacía un par de minutos que acababa de vestirme, cuando entró como si le hubieran
disparado de un cañón.
Graham entró en la cabina de al lado, marcó y obtuvo el número. Como de
costumbre, el visor no funcionaba, pero reconoció la voz.
—Pruebe la polarización, Harriman —le dijo rápidamente—. Quizá la elíptica.
Propague la noticia inmediatamente… ¡si quiere vivir! —colgó, antes de que
Harriman pudiera hacer comentario alguno.
Hizo siete llamadas más, repitiendo su sugestión con absoluta economía de
palabras. Luego llamó al Hospital Central de Stamford y preguntó a qué hora había
salido Wohl. La respuesta le hizo suspirar aliviado. El exoficial de policía no había
podido ser arrebatado y pervertido; había explicado debidamente el empleo de su
tiempo.
Realmente no había sospechado que el otro fuera un muñeco de los vitones,
particularmente porque Wohl parecía muy dispuesto a ayudarle a propagar la
información que el enemigo luchaba desesperadamente por suprimir. Pero no podía
olvidar lo que Sangster le había dicho: «otros demuestran una gran astucia». Además,
no podía alejar la sensación persistente y a veces aterradora de que él era el objeto
especial de una gran búsqueda. Sentía que el enemigo conocía su existencia; que su
único problema era dar con él.
Se encogió de hombros y siguió marcando apresuradamente, y oyó que su
interlocutor le decía:
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—Su compañero Wohl está hablando ahora por la otra línea, diciéndonos
exactamente lo mismo.
—No importa, con tal que hayan recibido la noticia —dijo brevemente Graham
—. Pásenla a todos los que puedan.
Una hora más tarde salía de la cabina y abría la puerta de la cabina de Wohl.
—Déjelo, Art. Creo que lo hemos extendido ya demasiado para que puedan
detenerlo.
—Yo había llegado a la letra P —suspiró Wohl—. El que me tocaba era un tipo
llamado Penny —suspiró profundamente—. Iba a preguntarle si podía darme diez
centavos.
—Déjese de bromas —en la cara de Graham se pintó la ansiedad al mirar la hora
que marcaba el gran reloj que había sobre las cabinas—. El tiempo corre más de prisa
de lo que pensaba y tengo que…
Un lejano rugido le interrumpió. La tierra tembló y se estremeció con pulsaciones
rápidas y atormentadas, y una tremenda bocanada de aire caliente y maloliente
invadió el túnel. Por los tubos transparentes de los levitadores bajaron unas cosas que
se aplastaron ruidosamente en el fondo. Un polvo fino cayó del techo; a lo lejos se
oyeron unos gritos.
La gritería fue creciendo y acercándose. Unos hombres que vociferaban y
gesticulaban salieron de los túneles formando un grupo enorme, clamoroso, que llenó
la encrucijada. Un gigantesco tamborileo golpeó la tierra encima de ellos, y más
polvo cayó abajo. El tamborileo cesó; el grupo se agitaba, maldiciendo.
Alguien se abrió camino entre la multitud, entró en una cabina telefónica y salió
de ella al cabo de un minuto. A fuerza de gritos consiguió que los demás se callaran
para oírle. Su tono estentóreo reverberaba en la encrucijada, perdiéndose en lúgubres
ecos en los túneles.
—¡La salida está cerrada! El cable telefónico está intacto y los que se encuentran
arriba dicen que hay unas diez mil toneladas sobre la entrada. ¡Los muñecos de los
vitones lo hicieron! —la multitud aulló levantando los puños, mirando en torno suyo,
buscando una cuerda y unas cuantas víctimas—. No se preocupen, muchachos —
rugió el orador—. La policía acabó con ellos. Los mataron inmediatamente —sus
ojos autoritarios recorrieron la masa de rostros cansados—. Vuelvan al Número
Cuatro; por allí creo que podremos salir.
Murmurando y frunciendo el ceño, los obreros penetraron en el túnel. Antes de
que el último de ellos hubiera desaparecido por el obscuro arco, los truenos y golpes
lejanos volvieron a sentirse, con redoblada furia. Las mandíbulas de acero y berilio
habían reanudado su labor.
Graham se acercó al que había hablado en el momento en que se disponía a salir,
se identificó y le preguntó:
—¿Cuánto tiempo tardarán?
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—La salida más fácil es por el túnel Número Cuatro —replicó el otro—. Hay
unos noventa pies de roca sólida entre nosotros y la otra cuadrilla de obreros.
Trabajando de consuno creo que podremos terminarla en tres horas.
—¡Tres horas! —Graham lanzó otra mirada al reloj y gimió.
Diez de las preciosas ochenta habían transcurrido ya, y lo único que tenía era una
suposición que todavía tenía que ser confirmada experimentalmente. Ahora iba a
malgastar tres más en aquella espera, aguardando a que lo sacaran de aquellas
profundidades que, por lo menos, eran más seguras que la peligrosa superficie. De
nuevo, el golpe de los vitones había sido perfectamente calculado, ¡o el diablo había
vuelto a mirar de nuevo por los suyos!
Como pequeña compensación descubrió luego que el sistema aquel tenía su salida
en la calle catorce Oeste, porque Graham lo había dispuesto todo para encontrarse en
el sótano del Martín Building con los especialistas del gobierno y demás sabios.
Sesenta y cuatro de ellos se hallaban ya reunidos, e inquietos, en el profundo
sótano cercano al lugar donde el profesor Mayo, al tirarse por la ventana, había dado
comienzo a aquella serie de espantosos sucesos. A Graham le parecía apropiado que
la huella de aquella tragedia marcara el escenario de la última conferencia donde la
humanidad decidía su existencia o desaparición.
—¿Les han hablado de la polarización? —preguntó; todos asintieron; uno se
levantó dispuesto a ofrecerle una opinión; Graham le indicó que se sentara—. Por el
momento no quiero discusiones, caballeros.
Sus ojos de águila los fueron estudiando individualmente, mientras seguía.
—A pesar de que poseen poderes infinitamente superiores, hemos burlado dos
veces a nuestros adversarios. Lo hemos hecho en el caso de la polarización, que
insinuó Farmiloe, y también cuando propalamos la noticia de la existencia del
enemigo. Los hemos vencido, a pesar de todo. En ambas ocasiones, conseguimos
sacar ventaja de la principal debilidad de los vitones: que no pueden estar en todos los
lugares a la vez. Vamos a emplear de nuevo la misma táctica.
—¿Cómo? —preguntó una voz.
—No se lo voy a decir con todo detalle. ¡Quizá entre nosotros haya algunos en los
que no podamos confiar! —sus facciones delgadas y musculosas mantenían su
aspecto severo, mientras los recorrió de nuevo con la mirada. Inquietos, sus oyentes
se movieron en sus asientos, lanzando miradas aprensivas a sus vecinos. Sus
pensamientos eran fácilmente legibles: ¿a qué hombre puedo llamar hombre, cuando
a ninguno puedo llamar hermano?—. Voy a dividirlos en ocho grupos de ocho
personas —prosiguió Graham—. Los dispersaré y ninguno de los grupos conocerá el
lugar donde se encuentran los otros siete. ¡Los que no saben nada no pueden hablar!
Más movimientos inquietos, más sospechas mutuas. Wohl, que se hallaba al lado
de Graham, sonrió para sí. Gozaba con la situación. Si en medio de aquella reunión
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de cerebros famosos se hallaba una docena de muñecos vitones, espías inermes pero
supremamente astutos del campamento humano, su identidad era completamente
desconocida y no había medio alguno de descubrirla. Cualquiera de los presentes
podía hallarse sentado entre dos terribles autómatas.
—Me voy a llevar un grupo de ocho, para darles privadamente instrucciones, y
enviarlos al lugar donde deben trabajar —les informó Graham; eligió a Kennedy
Veitch, el especialista en rayos X—. Usted queda a cargo del primer grupo, Mr.
Veitch. Elija los siete que quiera.
Después de que Veitch hubo elegido sus compañeros, Graham los llevó a otra
habitación y les dijo apresuradamente:
—Van a ir a los laboratorios Acme, de Filadelfia. Cuando lleguen allí, no se
limitarán a hacer unos experimentos cuyo fin sea acabar con unas cuantas
luminosidades (si tienen éxito), porque eso significa que serían inmediatamente
eliminados por otros globos cercanos y nosotros nos quedaríamos preguntándonos
por qué diablos habían muerto. ¡Estamos hartos de preguntarnos por qué mueren los
hombres como ustedes!
—No veo de qué modo pueden impedirse las represalias —opinó Veitch con la
cara pálida, pero los labios firmes.
—No puede evitarse… por ahora —Graham les dijo claramente la verdad, sin
pensar en si resultaba brutal o no—. Usted y sus hombres podrán ser hechos
pedazos… pero nosotros vamos a saber lo que hacen hasta el mismo momento en que
los despedacen. Tal vez los envíen al Infierno y nosotros no podamos evitarlo, ¡pero
sabremos por qué los han enviado allí!
—¡Ah! —exclamó Veitch; su grupo se apretó junto a él, con los ojos muy
abiertos, llenos de ese curioso silencio de los hombres que se enfrentan con la hora
cero.
—Su laboratorio tendrá varios micrófonos, que se comunicarán con el sistema de
teléfonos de la ciudad. También estarán unidos al sistema de teletipo de la policía, y
tendrán un operador de la policía a su disposición. El cuerpo de señales del ejército
les proporcionará dos muchachos con aparatos de comunicación. Aparatos de
televisión, situados muy lejos de su laboratorio, los enfocarán con sus registros de
mayor precisión. En los edificios adyacentes habrá observadores que vigilarán
constantemente su laboratorio.
—Ya… —dijo lenta y pensativamente Veitch.
—Me describirá con todo detalle cualquier cosa que piense hacer, antes de
hacerla. Me la enviará por los conductos de que dispone, los micrófonos, la teletipo,
las radios. Los registros registrarán cómo lo hace. Los observadores verán los
resultados. Si le ocurre algo, sabremos exactamente por qué le ha ocurrido.
Veitch no hizo comentario alguno, y Graham prosiguió:
—Si consigue acabar con una luminosidad, los detalles técnicos de la hazaña
serán inmediatamente conocidos por una gran cantidad de gente, que propalará la
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noticia en una extensión mayor aún. Sabremos qué clase de equipo hace falta para
repetir el golpe, enviaremos inmediatamente grandes cantidades, y nada en el cielo o
en la Tierra nos podrá detener —los miró fijamente—. ¡En camino… y buena suerte!
—Dígale a Laurie que elija sus siete y que los traiga aquí —le dijo a Wohl.
—No me gustó nada el chiquitín que le miraba por encima del hombre de Veitch
—le dijo Wohl, deteniéndose junto a la puerta—. Sus ojos me daban escalofríos.
—¿Por qué?
—Porque tenían una mirada fija, animal. ¿No se fijó en él? Eche una mirada a la
galería de arte de la policía: verá docenas de ojos así, generalmente entre los asesinos
locos o toxicómanos —Wohl miró expectante al otro—. No todos la tienen, pero sí la
mayoría. Depende del estado en que se hallaban sus mentes cuando los fotografiaron.
—Sí —convino Graham pensativo—. Pensándolo bien, la he visto en los estudios
de los gangsters de épocas pasadas: Dillinger, Nelson, los Barrow, Louie Lep y otros.
¿Quién sabe si eran pobres instrumentos de bebedores invisibles, muñecos humanos
empleados para obtener más emoción… cuando no había suficientes novios?
—¡Diablos! —exclamó Wohl—. ¿Sugiere que cada habitación nupcial es una
fuente de soda?
—No todas. ¡Claro que no! Pero sí algunas.
—Viviría en un Infierno, si tuviera su mente. ¿Por qué no se ahorca un día de
estos?
—Ahora vivimos en un Infierno y ya sabe cuántos se ahorcaron desde que se
descubrió —hizo un gesto de impaciencia—. Veitch no ha debido de salir aún del
edificio. Vaya a buscarlo, Art, y avísele —se dirigió hacia la puerta—. Yo mismo iré
a buscar a Laurie.
Seguía aún con el ceño fruncido de inquietud, cuando se dirigió al grupo siguiente
y lo hizo entrar en la habitación.
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CAPÍTULO 13
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—¿Los peces? —exclamó Laurie, francamente perplejo.
Graham le señaló la claraboya que había sobre ellos.
—Tenemos que olvidarnos de nuestro ambiente y mirar las cosas desde un punto
de vista nuevo. Arriba está el océano atmosférico, infinitamente más tangible para los
vitones que para nosotros. Está lleno de peces azules y resplandecientes que nadan en
su ambiente natural, que nadan valiéndose de unos medios de propulsión de que
carecemos las criaturas que nos arrastramos en su fondo.
—Pero la energía…
—La luz ordinaria es una forma de energía y tiene peso —prosiguió Graham;
mientras hablaba, oyó el ruido de una teletipo de la policía—. Como están hechos de
fuerzas primarias (wavicles o lo que sea) creo que esos vitones poseen una especie de
substancia, aunque no son materia como generalmente se entiende. Nos encentramos
frente a una cuarta y desconocida forma de materia, una forma-fuerza. Poseen peso,
aunque tal vez sea muy pequeño, desde nuestro punto de vista. Tienen inercia y
necesitan gastar energía para vencerla. Por eso nos chupan como caramelos, para
renovar sus tejidos —sonrió a Laurie—. Claro que todo eso no son más que
opiniones mías.
—Posiblemente tiene razón —reconoció Laurie, mirando la claraboya con
expresión de profundo asco.
—Ahora bien —prosiguió Graham—, los informes que hemos reunido desde que
descubrimos el efecto ahuyentador de los gabinetes de onda corta, demuestran que las
luminosidades son susceptibles a una radiobanda que se extiende de dos centímetros
a un metro y medio. No se mueren. Huyen, como si las hubieran pinchado.
—Mi opinión es que esos impulsos dificultan el movimiento de los electrones de
su superficie —opinó Laurie—, pero no penetran.
—¡Eso! Y lo que tenemos que conseguir, no en un mes ni en una semana, sino en
unas pocas horas, es esa penetración. Hemos descortezado el árbol vitón y las astillas
nos dieron en el ojo. Si tenemos suerte, podremos penetrar hasta sus hambrientos
estómagos por medio de la polarización. Eso, o empezar a mugir, porque volveremos
a ser lo que hemos sido siempre: ¡un simple rebaño de vacas! —miró cara a cara a
Laurie—. Tiene cincuenta horas. Empiece desde dos centímetros para arriba.
—¡Lo haremos! —le juró Laurie; dio unas cuantas órdenes breves a su grupo, que
inmediatamente entró en actividad.
A uno de los lados, el operador de la teletipo transmitía la información conforme
Laurie le exponía sus intenciones. Micrófonos silenciosos pero supersensibles
recogían también su voz, llevándola a doce direcciones distintas y a diferentes
distancias. Los registros colocados en el tejado tomaban la escena desde arriba.
Con Wohl a su lado, Graham se dirigió rápidamente hacia la puerta y, cuando
llegaba a ella, los registros captaron y transmitieron un espantoso incidente que se
pintó dramáticamente en las pantallas de los lejanos receptores.
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Todas las luces se apagaron simultáneamente, el cuadro de distribución lanzó una
lluvia de chispas y un vampiro azul penetró por un tragaluz abierto en la pared norte.
Unos vagos resplandores azules reflejaron al invasor vítón en las pulidas superficies
de los aparatos, cambiaron y desaparecieron conforme la aparición descendió al nivel
del suelo.
Un rostro humano, horriblemente contraído, al que la fantasmal iluminación daba
un aspecto leproso, se interpuso directamente en el camino de la luminosidad; ¡un
bocadillo que aguardaba al hambriento! De los labios contorsionados de la víctima se
escaparon unas palabras histéricamente incoherentes, que terminaron en un largo y
ronco suspiro.
Unos pies inermes se arrastraron por el suelo, inmediatamente debajo del
resplandeciente diablo, golpearon contra las patas de una mesa. El globo brillante
subió y bajó, arrastrando tras él una forma inerte. Le dio un par de violentos tirones,
como si quisiera extraer más energía de sus ubres. Unos cristales cayeron de una
mesa adyacente, dieron en el suelo y rebotaron en él, como una imitación horrible del
espantoso globo.
Alguien comenzó a vomitar ruidosamente mientras una llama roja bailaba
vívidamente en el lado oeste del laboratorio. Unos puntitos obscuros y purpúreos
aparecieron momentáneamente en la superficie brillante del invasor. Más llamas; el
chasquido seco y duro del fuerte elemento se magnificaba en proporciones
ensordecedoras.
La luminosidad dejó su carga, como el que deja un saco viejo y vacío. Vengativa,
pasó como una bala hacia el oeste, dirigiéndose en curva meteórica hacia el chorro de
fuego que se oponía a ella. Una voz gritó una aterrada obscenidad, se ahogó, se calló.
El vitón dio cinco veces contra la pared, bebiendo ansiosamente.
La rapidez de su partida fue asombrosa. El globo azul ascendió al tragaluz, brilló
en su marco abierto y salió. Su tamaño se fue reduciendo en dirección a las nubes. El
vitón volvía a casa.
Unos pies se movieron vacilantes, unas voces sonaron altas y temblorosas en la
obscuridad de un lugar que casi no recibía iluminación de fuera. Una mano rápida
cerró el tragaluz, aumentando aún la obscuridad. Graham abrió la puerta, dejando
entrar por ella la luz de la tarde.
En un rincón, alguien pasó la luz de una linterna eléctrica sobre el cuadro y las
cajas de fusibles, y se puso a trabajar en ellos con unos dedos que temblaban de un
modo invencible.
La energía encendió de golpe una multitud de bombillas. Laurie corrió al pasillo
central, se arrodilló junto a una forma que se retorcía, con los ojos en blanco.
Sintiendo a Graham a su lado, alzó los ojos hacia el investigador, mirándole con la
cara pálida como el mármol.
—Está loco —dijo Graham con voz fría y serena; la forma caída gritaba
horriblemente, agarrada a la mano de Laurie, llorando—. No descubrió nada. Se
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volvió loco cuando lo pillaron.
—¡Dios mío, qué horrible! —exclamó Laurie.
—Nos lo llevaremos —miró el delgado círculo de espectadores miedosos; uno de
ellos agarraba aún un crucifijo—. Vuelvan al trabajo, muchachos. No se asusten por
esto —los hombres se dispersaron lenta, aturdidamente; atravesó hacia el lado oeste
del hangar, donde Wohl se hallaba inclinado sobre un cuerpo inerte.
—Tan muerto como mi abuelo —anunció Wohl sin emoción alguna.
Inclinándose, Graham extrajo un revólver de los dedos sin vida del operador de la
teletipo. Colocó el arma en una mesa, buscó un pequeño espejo y reflejó la luz en los
ojos abiertos. Tal vez serían imaginaciones suyas, pero le pareció ver ese algo sutil
que es la vida desvanecerse gradualmente de los ojos alzados.
Después de registrar a la víctima, se irguió y dijo:
—¡No han dejado ni una marca! Su corazón se detuvo, eso es todo.
Una sirena gimió afuera en el camino, y su sonido se apagó tristemente junto a la
puerta abierta. Cuatro oficiales de policía entraron, acompañados de un hombre en
traje de paisano. Sencillamente, sin comentarios, se llevaron el cadáver uniformado y
volvieron por el científico caído en el suelo. Cuando se lo llevaron movía la boca,
pero sin proferir ningún sonido.
Tres de los oficiales de policía subieron al auto y se alejaron. El cuarto se sentó
ante la teletipo. El hombre vestido de paisano se acercó a Laurie.
—Soy Ferguson, el reemplazante.
Laurie estaba estupefacto; recorrió con la mirada las caras de sus compañeros.
Nerviosamente se tiró de una oreja mientras en su rostro se pintaba una pregunta.
—Organización —le explicó Graham; hizo un amplio gesto que comprendía los
micrófonos y los registros—. Sus pérdidas han sido compensadas ya. Siga con su
tarea, y démonos prisa. ¡Tenemos que movernos con más rapidez que la muerte!
Graham salió velozmente de allí y subió a un giroauto. Wohl tomó el volante.
Graham le dijo:
—Le apostaría cualquier cosa a que el mío está ahora convertido en un montón de
hierros viejos, en el oeste.
—Quizá —Wohl sacó el auto al camino—. ¿Adónde vamos?
—A Yonkers. Allí hay un laboratorio subterráneo. Steve Kornig está a cargo de él
—al notar la curiosidad de Wohl, agrego—: En esta región no hay más que dos
grupos. No pienso revelar dónde están los demás, ni siquiera a usted.
—¿Lo que quiere decir que a lo mejor me pueden agarrar y sacarme la
información? —Wohl hizo una mueca al cielo—. ¿Y qué nos pasará si la víctima es
usted? ¿O entonces no nos quedará rnás remedio que aceptarlo y resignarnos?
—Seguiríamos luchando. Nadie se imagina que yo soy invencible. Hay muchos
grupos más, aparte de los sesenta y cuatro individuos a quienes convoqué. Yo no
tengo nada que ver con los otros y no sé nada acerca de ellos. La gente de
Washington y otros lugares los ha colocado en los sitios que les parecen mejores.
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Además, en este país nadie sabe donde se encuentran los grupos sudamericanos y
europeos.
—No cabe duda —decidió Wohl— que esta es una de esas ocasiones donde el
saber es una locura.
—¡Seguramente! —la expresión de Graham era pensativa—. Las cosas se han
dispuesto de modo que mi caso es el mismo de los demás; yo no puedo decir lo que
no sé.
Torcieron a la derecha, mientras la dínamo zumbaba con fuerza. Suave y
rápidamente, rodearon un gran cráter que había en el camino. Sobre el enorme
agujero se veían unas vigas entrecruzadas con las puntas retorcidas y enmohecidas.
—¡Buena explosión! —dijo Wohl mientras su máquina corría a toda velocidad;
en poco más de un minuto cubrió tres kilómetros de distancia, luego acortó la marcha
al llegar a una intersección y dobló a la izquierda.
En aquel punto, el cielo brilló con un brillo varias veces superior al normal y, por
un segundo, lanzó unas sombras claras acusadas sobre la calle. El fenómeno
desapareció enseguida. Wohl detuvo el giroauto y aguardó expectante. Unos
segundos después la tierra tembló. El esqueleto agrietado y vacilante de un edificio
cercano cayó a la carretera con un estrépito horrendo, llenándola de cascotes. Varios
vitones suspendidos en el cielo comenzaron a descender hacia el oeste.
—Eso fue atómico —declaró Graham—. A bastantes kilómetros de aquí.
Probablemente un cohete.
—Si hubiéramos salido media hora antes… —Wohl dejó la frase sin terminar.
—Pero no salimos y eso es todo. Inútil dirigirnos hacia allí ahora. Dé la vuelta,
Art. Probaré el Battery.
Se dirigieron veloces a la ciudad, apartándose del distante y gigantesco hongo que
despedía la muerte. Como una bala, pasaron ante el Banco de Manhattan.
El giroauto se detuvo junto al encintado. Graham permaneció en su asiento, con
los ojos clavados en el espejo retrovisor. Abrió la portezuela y salió, sigiloso.
—¿Qué ocurre? ¿Se ve desde aquí el hongo? —preguntó Wohl, mirando inquieto
al otro.
—El piso veinticuatro. Sí, fue el veinticuatro —los ojos de Graham centellearon
—. Algo azul y brillante salió de una ventana de ese piso, cuando pasábamos por
delante. Lo vi con el rabillo del ojo. Las seis ventanas del centro pertenecen a la
oficina de Sangster.
—¿Y eso significa?
—Que estoy seguro de que fue una luminosidad —en las facciones del
investigador se pintó la ira—. Quédese aquí, Art; voy a telefonear.
Sin aguardar a que Wohl le contestara, entró en el edificio más cercano y encontró
un teléfono en una oficina del piso bajo, destrozada, y desierta. En extraño contraste
con lo que le rodeaba, el visor del instrumento estaba intacto y funcionaba
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perfectamente, porque el rostro de una muchacha apareció en la diminuta pantalla en
cuanto obtuvo comunicación.
—¡Hola, Hetty! —la saludó él con su alegría usual.
—¡Hola! —sonrió mecánicamente ella.
—¿Está Mr. Sangster?
—No. Ha estado fuera toda la tarde. Lo espero antes de las cinco y media —su
voz era peculiarmente monótona y sin vida, pero su sonrisa se hizo más insistente,
más invitante—. ¿No quiere venir a esperarle, Mr. Graham?
—Lo siento, no puedo. Yo…
—¡Hace tanto que no lo veo! —le rogó—. Como la mayoría de los edificios que
nos rodean han sido derribados, y este está casi desierto, me parece que vivo en una
isla, me siento sola, tengo miedo. ¿No puede venir para hablar un poco conmigo,
hasta que llegue?
—Hetty, no tengo tiempo —se sentía conmovido por sus palabras y al mismo
tiempo miraba fascinado la pantalla, fijándose en el más mínimo movimiento de sus
labios, el más pequeño temblor de sus párpados.
—¿Desde dónde habla? —de nuevo la voz opaca, fonográfica, sin vida.
Su cólera iba en aumento y las palmas de sus manos habían empezado a cubrirse
de sudor. Evadiendo su pregunta, le dijo lentamente:
—Pasaré por ahí, Hetty. Espérame a eso de las cinco.
—¡Muy bien! —su sonrisa se acentuó, pero sus ojos no colaboraron en ella—. No
deje de venir. No me cause esa decepción, ¿quiere?
—Confíe en mí, Hetty.
Desconectó y se quedó mirando largo tiempo la pantalla, con ojos furiosos. Su
cólera era inmensa. Movió los dedos como si ardiera en deseo de estrangular a
alguien. Lanzó una violenta maldición y volvió apresuradamente al giroauto que le
aguardaba.
—Se apoderaron de Hetty —le elijo a Wohl—. Me hablaba y se comportaba
como accionada por un mecanismo. El lugar es una trampa.
—Como lo era la oficina central —le contestó Wohl; tragó saliva con fuerza,
golpeó con los dedos el volante y siguió mirando el cielo.
—Le apuesto diez contra uno a que mi casa es también una trampa… Sangster y
Hetty la conocían bien —su cólera creciente coloreaba su voz; apretó con fuerza los
puños—. Se van acercando cada vez más a mí. Art, estoy harto. No puedo aguantar
más esta caza. Voy a plantarme y darles de lleno en la cara, ¡y que se vayan al diablo!
—¿De veras? —dijo Wohl; apoyó un codo en el volante y la cabeza en una mano;
luego estudió a Graham con interés académico—. Así, sin más, ¿eh? Bajará a uno de
los cielos y le deshará a patadas lo que en ellos haga las veces de trasero, ¿eh? —
apartó la cabeza de la mano y le grito—: ¡No hable como un imbécil!
—¿Qué le pasa?
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—Nada —Wohl le mostró su anillo, forrado de iridio—. Ni tampoco va a pasarle
a usted si puedo impedirlo.
—No quiero que me pase. Por eso he decidido asestarles un buen golpe.
—¿Cómo va a hacerlo?
—Ya veremos —entró en el auto y se puso a reflexionar, mirando atentamente el
techo transparente por si alguna esfera pasaba dentro del alcance telepático—. Si la
trampa está llena de vitones, entonces no hago más que hablar por hablar, porque no
podré hacer nada.
—¡Ah! —dijo Wohl, habiéndole al parabrisas—, ¡lo reconoce!
Graham lo miró, dio un resoplido y agregó:
—Pero si como creo, han dejado el trabajo sucio para un grupo de muñecos
suyos, entonces entraré. Entraré, les romperé los dientes a patadas y me llevaré a
Hetty. ¿Qué encuentra de malo en eso?
El otro reflexionó.
—¡Hum!, si confían en sus muñecos, creo que podrá hacerse. Sí, podrá hacerlo y
salirse con la suya, aunque va a correr un gran riesgo. Pero tengo que hacerle una
objeción.
—¿Cuál?
—Todos esos «yo» que emplea. ¿Quién diablos se cree que es? —le mostró de
nuevo el anillo—. ¡Iremos los dos a buscar a Hetty!
—No pensaba hacerlo solo, ni siquiera con usted. ¡No soy tan loco! —Graham
miró por última vez al Banco de Manhattan—. Cuando volvía de Washington me
encontré con otro agente y le encargué que me buscara a los otros nueve que andan
por aquí. Si los ha podido encontrar, nos estará esperando en la Estación Central. Nos
reuniremos con ellos y veremos sí podemos acabar con la trampa. Si tenemos suerte
podremos hacerlo —se echó hacia atrás en su asiento—. Dese prisa, Art; contamos
con menos de una hora.
Miró a los ocho agentes, fijándose en sus facciones limpias y confiadas, en sus
cuadradas mandíbulas, y comprendiendo que el par que faltaba no se volvería a
encontrar. En conjunto deberían haber sido diez. Todos ellos se daban cuenta de que
bien pronto su número habría disminuido aún más. Pero ni sus expresiones ni su
porte los traicionaban. Eran miembros del Servicio de Inteligencia, hombres
acostumbrados a compensar las bajas haciendo el servicio de los que faltaban… y
más todavía.
—¿Saben lo que tienen que hacer? —les preguntó; ellos asintieron; levantó un
dedo para indicarles los observadores que, veinte pisos más arriba, miraban a través
de dos calles y una manzana destrozada la oficina de Sangster.
—Los muchachos dicen que no hay luminosidades en la oficina, así que no cabe
duda de que tendremos que habérnoslas solamente con sus muñecos. Voy a entrar.
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Ustedes, muchachos, me tienen que ayudar a salir.
Volvieron a asentir. Nadie comprendía por qué razón Graham había decidido
arriesgar así su vida, pero les bastaba que hubiera decidido hacerlo y estaban
dispuestos a cumplir con su deber.
—Muy bien, muchachos; me marcho.
—Yo también —anunció Wohl, dando un paso hacia delante.
—¡Por amor de Dios, no se meta en esto, Art! No sabemos qué clase de
reacciones tienen esos muñecos. Hetty era amiga mía, pero a usted no lo conoce ni de
vista. Si entra, puede estropearlo todo.
—¡Oh, diablos! —dijo Wohl.
Sonriendo a su desilusionado compañero, Graham se apresuró a salir, atravesó el
camino bajo las miradas de los observadores, que lo contemplaban con sus gemelos,
y entró en el Banco de Manhattan. Cinco hombres se paseaban por el vestíbulo
descuidado y polvoriento. Sin hacer caso de ellos se dirigió atrevidamente a los
levitadores neumáticos y subió al piso veinticuatro.
En aquel piso no se veían más hombres, pero sintió que unos ojos locos y
fantasmales lo vigilaban mientras abría la puerta del departamento de finanzas
especiales.
Con un casual: «Hola, Hetty», cerró la puerta tras él. Sus ojos recorrieron la
habitación, se fijaron en la puerta cerrada del despacho particular de Sangster y en las
puertas, cerradas también, de un gran placard cercano. A Sangter no se lo veía. Quizá
la muchacha le había dicho la verdad acerca de él.
Afuera, un reloj estropeado por la guerra dio la hora con notas quebradas. Eran
las cinco en punto.
Graham se sentó en una esquina del escritorio y balanceó descuidadamente una
de las musculosas piernas.
—Estaba muy ocupado, Hetty, realmente ocupado; si no habría pasado por aquí
antes. Estamos llegando al momento decisivo. ¡Así lo espero!
—¿De qué modo? —y no agregó, «Bill», como era su costumbre.
—Por fin vamos a producir un arma antivitona.
—¿En ondas cortas? —le preguntó; sus ojos se clavaron en los de él y a Graham
se le erizó el cabello al ver el vacío de sus pupilas antes tan llenas de vida, un vacío
espantoso y sin alma, que la hacía indiferente a los halagos masculinos, las
frivolidades femeninas o sus antiguos temas de conversación. Sus intereses eran
ahora distintos, horriblemente distintos; armas antivitonas y ondas cortas, además del
propio Graham, elegido como víctima por sus amos.
—¡Sí! —miró fascinado sus mecánicas facciones; era espantoso pensar que no se
trataba ya de la vivaz muchacha que había conocido, que aquella forma familiar se
había convertido en un robot de carne—. Estamos buscando los centímetros. Hemos
dividido una amplia banda entre muchos grupos de investigadores. Un ejército así no
puede fallar.
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—Me alegro mucho —comentó ella, con una voz desprovista completamente de
tono; sus manos pálidas, surcadas de venas azules buscaron algo en su falda, debajo
del borde del escritorio, fuera de la vista de él—. ¿Sabe dónde están esos grupos y
qué caminos están probando?
El triunfo lo invadió mientras ella le hacía aquella pregunta, aparentemente pueril.
Era lo que él esperaba; aquel pobre cerebro deformado trabajaba obedientemente en
una sola dirección, siguiendo mecánicamente el curso que le habían trazado. En su
pregunta había astucia, pero no inteligencia. Hasta un idiota habría visto lo que
ocultaba aquel interrogante.
Le habían impuesto un deber doble: primero, cebar la trampa; segundo, obtener la
información esencial antes de dar la señal de muerte. No cabía duda de que la
espantosa operación a que habían sometido su mente no la había dotado de poderes
telepáticos, si las luminosidades podían dotar de ellos a sus víctimas. Sea como fuere,
no se había dado cuenta de que él sabía la verdad.
Esforzándose por contener su vehemencia, le dijo:
—Aunque hay muchos grupos experimentales, Hetty, yo conozco el lugar donde
están situados todos ellos —era una completa y desvergonzada mentira, pero la dijo
sin la menor compunción, con tono jactancioso—. No tienes más que sugerir una
longitud de onda y yo te diré dónde la están probando y quiénes son.
El muñeco respondió traicionando a sus manipuladores; su pobre cerebro
deformado era demasiado automático para desconfiar.
—Punto cinco centímetros —respondió, diciendo las palabras como si se las
hubieran grabado en su mente torturada; sus manos se movieron hasta el escritorio; se
estaba preparando para recibir la información… y darle el premio.
—Eso era todo lo que quería saber —gruñó Graham; se había levantado y había
rodeado el escritorio antes de que ella pudiera moverse.
Cuando extendía las manos para agarrarla, vio que la puerta del despacho de
Sangster se habría de par en par y una figura amenazadora cargaba contra él. Se lanzó
al suelo, hacia delante; cuando cayó, tenía ya en la mano la automática. El invasor
maníaco se detuvo, apuntó torpemente y el ruido de su disparo resonó terriblemente
en el confinado espacio.
Unas cosas cayeron como catapultas sobre la espalda de Graham. La puerta del
placard se abrió de par en par. Ignorando momentáneamente a su primer atacante,
disparó a la abertura, vio saltar unas astillas de madera y comprendió que las cuatro
secciones de la bala habían dado en el blanco.
Una figura apareció en la abertura, se inclinó, se dobló, escupiendo una espuma
sanguinolenta. Luego cayó cuan larga era, formando con su ensangrentado torso una
barrera repentina en el camino de su enloquecido compañero.
Aprovechándose de su peligro, Hetty corrió hacia un cajón, sacó algo de él. Se
inclinó por encima del escritorio apuntando a Graham, con los ojos fríos e
inexpresivos clavados en la mira del diminuto y anticuado revólver. Sus nudillos
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blanqueaban. El escritorio se movió, porque Graham, haciendo un esfuerzo
desesperado, lo impulsó hacia ella. El pequeño revólver disparó hacia arriba mientras
Hetty caía sobre su silla, y las balas se clavaron en el techo.
Unas pisadas sonaron precipitadamente en el pasillo exterior; alguien lanzaba
juramentos cerca de los levitadores. Graham se irguió con la gracia flexible de una
cobra y disparó al mismo tiempo que su primer atacante. Su brazo izquierdo se
estremeció involuntariamente, y sintió un fuerte calor en él, pero su atacante cayó
como un animal sacrificado.
Detrás de él la puerta se abrió de golpe, descubriendo a dos agentes secretos,
armas en mano. Unos ruidos secos y explosivos sonaron al otro extremo del pasillo.
Un proyectil dio en el metal, silbando; otros dos más se hincaron en el marco de la
puerta; un tercero se hundió en la carne de alguien. El más bajo de los dos agentes se
ahogó, escupió, se ahogó de nuevo, se apoyó contra la pared, se escurrió hasta el
suelo y terminó por quedar sentado, con la cabeza caída hacia un lado, mientras el
revólver se escapaba de sus dedos.
—¡Está lleno! —juró el otro—. ¡El lugar está lleno de ellos! —mirando a través
de la puerta disparó dos veces en dirección al pasillo; una descarga resonó a la
derecha y en los escasos segundos de silencio que siguieron a ella, cuatro agentes más
entraron en la habitación.
—¡Dense prisa! —les urgió Graham—. Quiero que saquen a la muchacha.
Se volvió rápidamente con la intención de agarrar a Hetty para llevársela, cuando
por la ventana abierta vio un distante resplandor azul.
—¡Vitones!
Unas veinte esferas bajaban unas tras otra, como un inmenso collar, en dirección
a la habitación. Los pastores venían en ayuda de sus perros.
Más pisadas resonaron con fuerza en el corredor. Sus compañeros abrieron fuego
mientras él corría hacia la puerta. El agente sentado buscó a tientas su revólver, cayó
de costado, cerró los ojos, escupió sangre.
En el corredor se oían golpes, gemidos y una gritería confusa y enloquecida. Un
instante después, una muchedumbre de muñecos vitones entró en la habitación.
Realizaban su asalto con la completa falta de interés por su seguridad personal y la
carencia de organización y energía propia de los autómatas. Eran unos robots a los
que se les había ordenado solamente que mataran, como pudieran.
Un rostro impasible, donde los ojos brillaban fantasmales, se acercó al de
Graham. Su boca colgante estaba llena de saliva. Graham la golpeó con toda la fuerza
que tenía; la cara se desvaneció como si se hubiera perdido en el cosmos. Otra la
reemplazó y cayó inmediatamente al suelo, de otro puñetazo.
Alguien levantó un cuerpo enloquecido, convulso y lo lanzó al medio de la
habitación. Un muñeco vitón que se arrastraba por el suelo como una serpiente,
agarró la pierna izquierda de Graham. Este empleó la derecha para darle al otro una
patada en la cara, convirtiéndosela en algo parecido a una fresa aplastada. El revólver
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de un agente tronó junto a su oído, ensordeciéndole, llenando sus narices con el olor
de la cordita.
El grupo enloquecido y furioso salió de la oficina y atravesó el corredor, camino
de los levitadores. Un peso descendió con gran fuerza sobre su hombro, mil manos
trataban de asirle a la vez.
Vio a Sheenan, un agente, meter el cañón de su revólver en una boca entreabierta
y volarla. Grandes salpicaduras de sangre, carne y cerebro volaron en todas
direcciones, mientras la víctima, en parte sin cabeza, caía bajo los pies de los demás.
Detrás de él, delante o en otra dirección (no sabía dónde) alguien gritaba algo acerca
de los vitones. Se metió entre una horda de muñecos, luchando más
enloquecidamente que ellos. Luego la existencia se convirtió en un Infierno de fuego
en el que se hundió, se hundió, se hundió hasta que cesaron todos los sonidos.
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CAPÍTULO 14
Aflojándose el vendaje que le rodeaba la cabeza, Graham miró el distante edificio del
Banco de Manhattan y se volvió a los demás.
—¿Cómo diablos conseguimos salir de aquello? ¿Qué ocurrió?
—Yo y mi compañero luchamos contra cinco de ellos en el vestíbulo —le explicó
Wohl, acariciándose una rodilla lastimada y dando un respingo—. Oímos el jaleo de
arriba por el hueco de los levitadores, conforme los otros seis subían en su ayuda.
Poco tiempo después, dos de ellos bajaron como balas, trayéndole. ¡Le habían dado
un golpe en la cabeza y tenía un aspecto horroroso! —se acarició de nuevo la rodilla,
murmurando un juramento—. Sus camilleros me dijeron que lograron huir un minuto
antes de que llegaran las luminosidades.
—¿Y Hetty?
—¡Allí está! —Wohl le entregó unos gemelos—. Acabó como Mayo.
—¿Qué? ¿Se tiró por la ventana? —y se sumió en hondas reflexiones al ver que
Wohl asentía.
Así que el deber que le habían impuesto a aquel pobre cerebro deformado era un
deber triple; tenía que acabar consigo misma cuando dejara de serles útil.
Miró con el ceño fruncido el trágico montón caído en la acera. Dentro de poco la
retirarían y le darían un lugar decente donde reposar. De todas maneras, era una
suerte que hubieran podido huir a tiempo, porque de nuevo no se les podía identificar
entre los millones de habitantes de New York.
Como no fuera por azar, o con la ayuda de uno de sus muñecos, sería tan difícil
encontrarlos como el dar con una abeja individual en un gran enjambre. Una rebelión
imaginaria de las abejas le parecía un paralelismo adecuado. Del mismo modo se
protegerían contra la humanidad unos cuantos insectos intelectuales que buscaran un
medio de reemplazar el ácido fórmico con el veneno de la Viuda Negra. En realidad,
ellos eran también abejas, abejas cuya miel nerviosa no era para los otros.
—¿Quién me trajo? —le dijo a Wohl—. ¿Solo dos? —sus ojos inquisitivos se
fijaron en los cuatros agentes que se hallaban junto a ellos, y dos se agitaron,
inquietos—. ¿Qué fue de los otros cuatro? ¿Los mataron?
—A dos de ellos sí —uno de los componentes de la pareja señaló con la mano el
Banco de Manhattan—. Bathurst y Craig se quedaron detrás.
—¿Por qué?
—La mayoría de los muñecos fueron ahuyentados, heridos o muertos, pero los
vitones estaban entrando. Estaban entrando por la parte de arriba, mientras nosotros
tratábamos de salir por abajo. Así que Bathurst y Craig se quedaron y… —su voz se
apagó.
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—¿Los engañaron, sabiendo que no podían escapar? —sugirió Graham; los
demás asintieron.
Dos de ellos se habían quedado para atraer al enemigo, invencible aún, pero
demasiado ansioso; para correr y gritar, gritar y morir, o convertirse a su vez en
muñecos. Habían corrido hacia arriba, sabiendo que nunca llegarían al tejado, pero
sabiendo también que cuando sus mentes fueran analizadas, los otros se habrían
sumergido entre la masa de humanidad que era su protección.
Se habían sacrificado por él. Graham no podía hacer ningún comentario que no
sonara fatuo, y sabía que no le pedían ni esperaban ninguno. Según la tradición del
servicio, dos agentes habían cumplido con su deber según lo entendían… ¡Y eso era
todo!
Frotándose el brazo izquierdo, levantó el delgado vendaje que lo cubría. Era una
simple herida superficial.
—Que eso le sirva de lección —dijo Wohl—; no entre corriendo en los lugares
donde los ángeles no se atreven ni a poner el pie. Solo servirá para darle disgustos.
—Espero que nos dará la salvación —replicó Graham; sin hacer caso de la
curiosidad de Wohl, se volvió a los cuatro agentes.
—Ustedes dos —dijo eligiendo un par— vayan a Yonkers. No podrán ir allí
directamente, hay una radiación muy fuerte en el camino. Tendrán que dar un rodeo.
Pero tienen que llegar allí a toda costa.
—Iremos, no se preocupe —aseguró uno.
—Muy bien. Díganle a Steve Koenig que pruebe inmediatamente con punto cinco
centímetros y acertará. Más vale que vayan separados; así habrá el doble de
probabilidades de que lleguen. Recuerden: punto cinco centímetros. Eso es todo lo
que Koenig querrá saber —se dirigió a la otra pareja—. Marconi ha establecido su
fábrica subterránea en Queens. Trabaja por cuenta propia, sin tener órdenes de
Washington, pero les vendrá bien la información. Así que vayan y díganle a Deacon
que tenemos razones para creer que la longitud de onda crítica es de punto cinco
centímetros.
—Sí, Mr. Graham —respondió uno de ellos.
Graham se dirigió a los cuatro.
—Mejor será también que les digan que, si quieren tener éxito, tendrán que
moverse deprisa, o acabarán con ellos. Tendrán que proteger su laboratorio con la
primera instalación que produzcan, y luego las estaciones de donde saquen la energía.
Luego (¡pero no hasta entonces!) podrán satisfacer los pedidos oficiales. Díganles
que es absolutamente esencial que no se conmuevan por cualquier pánico burocrático
hasta que hayan protegido sus laboratorios y las estaciones de energía. ¿Me
entienden?
—Sí, Mr. Graham —y salieron, cautos, pero rápidamente.
Graham apretaba severamente la mandíbula cuando le dijo a Wohl:
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—Si descubrimos un medio de producir armas apropiadas no vamos a dejar que
nos destruyan su fuente.
—Lógico —convino Wohl, y lo miró interrogativo—. ¿Descubrió algo, Bill?
—Sí. Descubrí el detalle específico que la mente de Hetty tenía órdenes de
buscar. Sin duda alguna, las luminosidades pensaban aprovecharse de su
descubrimiento y proceder en consecuencia —arrancó un pedazo de bolsillo que
colgaba de su destrozada chaqueta y lo tiró, frunciendo el ceño—. Si era posible,
tenía que descubrir la situación de cualquier grupo experimental que trabajara cerca
de punto cinco centímetros. Si hubiera podido identificarlos, habrían sido borrados de
la Tierra. Probablemente habrían acabado al mismo tiempo con otros grupos, para
confundirnos. No teníamos ningún indicio de cuál era la longitud de onda potente,
pero ellos habrían acabado con la que temían.
—¡Caramba! —en la cara de Wohl se pintó una mezcla de alegría y admiración
—. ¿Y fue allí para sacarles eso? ¡Lo mismo podía haberles pedido a los vitones que
se lo dijeran!
—Lo hicieron —replicó sucintamente Graham—; nos informaron por poder. Muy
amables, ¡malditos sean! —había mirado su reloj—. Tenemos que empezar desde ese
punto y obtener resultados dentro de unas pocas horas. Lo malo es la polarización; se
trata de ondas cortas de radio, no de una luz ordinaria.
—No importa —lo consoló Wohl—. Hasta ahora lo ha hecho muy bien.
—¿Yo? ¡Querrá decir nosotros!
—Quiero decir usted —insistió Wohl—. Lo ha hecho muy bien. Toda nube tiene
un forro de plata.
—Tendremos que ver esa plata muy pronto, o si no… —se interrumpió, se frotó
el brazo dolorido y se quedó mirando a Wohl—. Me parece recordar que los fotones
cambiaban sus ochos dobles en verdaderas espirales cuando rebotaban en la plata
pulida.
—¿Y qué?
—La plata puede servir, tal vez —prosiguió Graham, sin hacerle caso—. El
problema es en gran parte un problema de refracción contra reflejo, pero la plata
puede servir. Hay bastantes posibilidades de que una onda tan corta se convierta en
espiral si el rayo puede hacerse rebotar en una placa de plata, especialmente si
empleamos un propulsor Bergstrom de campo magnético para hacerlo más duro y
fuerte, cortando la absorción.
—¡Claro! —Wohl sonrió, excusándose—. Creo que deberá funcionar como dice.
—Es una posibilidad entre mil —murmuró—. Merece la pena probarse si Laurie
no ha descubierto nada mejor —cesó de acariciar su herida, repentinamente dinámico
—. Vamos, Art; vamos a visitar de nuevo a Laurie.
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Cien técnicos de reconocida habilidad trabajaban afanosamente ahora en el gran
cobertizo de Faraday. Se los había tomado de las distintas fábricas de radios e
instrumentos científicos de la localidad, y todos ellos conocían tan bien su trabajo que
Laurie y su pequeño grupo podían concentrarse en sus investigaciones especiales.
Valiosas horas de trabajo ininterrumpido se hallaban representadas allí por los
aparatos compactos y complicados que brillaban en el centro del atestado cobertizo.
Tubos largos y esbeltos brillaban en el corazón del conjunto: pantallas cilíndricas
proyectadas de sus placas giratorias de madera, debajo de las cuales había una docena
de ruedas de goma. Desde su asiento, montado frente a un pequeño panel de control,
el aparato entero podía moverse y girar eléctricamente como una grúa, extrayendo su
energía de los cables que salían de sus extremos y atravesaban el suelo hasta los
generadores.
Aquí un obrero se inclinaba sobre un disco de peraluminio y lo cubría con una
placa de plata empleando el procedimiento alámbrico de metalización. Mientras su
arco eléctrico iba dejando caer su lluvia de diminutas gotas, otro obrero cercano
plateaba otro disco con plata granulada, pasada por una llama de oxiacetileno,
haciéndola penetrar así en la superficie calentada de antemano. Cualquier método
valía, con tal de poder hacerlo con exactitud óptica.
Otro obrero bruñía un disco plateado en una máquina pulimentadora,
comprobando frecuentemente los resultados con el medidor de un micrómetro. Detrás
de él, uno de los expertos de Laurie terminaba de montar una antena hemisférica. Dos
científicos más trabajaban en torno a un gran cañón cilindrico; uno de ellos ajustaba
las miras delantera y posterior en su superficie de arriba, el otro ponía a punto
minuciosamente su complejo propulsor.
¡Faltaban dos horas!
Graham entró con un anticuado diario impreso y apoyó un pie en la placa
giratoria, recorriendo con los ojos la primera página. Iowa amenazada por la batalla
per Omaha, el ejército asiático entra en el Luxemburgo, Madrid desaparece en un
bombardeo atómico, Escandinavia resistirá solamente hasta hoy, más cohetes
atómicos asolan Inglaterra. Todo era derrotismo, depresión. Sus ojos pasaron a una de
las columnas de los lados en el momento en que Laurie se acercó a él. El colapso
francés era inminente. Se guardó el diario en el bolsillo.
—¿Malas noticias? —preguntó Laurie.
—No muy buenas. Pero hay algo más. Lo recibí de Filadelfia, por radio. Veitch
tenía casi completado su aparato pero esta mañana voló en pedazos.
—¡Ah! —Laurie frunció las tupidas cejas—. Eso sugiere que iba por buen
camino. Si él iba por buen camino, nosotros vamos por malo.
—No necesariamente. Veitch tenía un muñeco vitón entre los suyos. Se lo
avisamos y él dijo que lo engañaría. No quería quitarlo por si lo reemplazaban por
otro. Mejor diablo conocido que diablo por conocer.
—¿Lo hizo el muñeco?
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—Sí, muriendo en la explosión. Una especie de honorable harakiri. Un par de
investigadores resultaron heridos —lo miró, meditabundo—. Le habría telefoneado
antes a Veitch si no fuera porque todas sus líneas están estrictamente reservadas para
el exterior. Debería haber estado listo antes que los demás, porque le habían enviado
toneladas de material de Florida y no necesitaba más que unirlo.
—¡Hum! ¿Algo más?
—Solo que Sangster ha sido localizado. Estaba preocupado por él. Lo
encontraron en un hospital subterráneo. Se hallaba en William Street cuando cayó un
gran trozo del camino aéreo. Curará.
Dejando a Laurie, visitó el espacio abierto que había frente al cobertizo. Allí en el
centro de un área libre, había un anillo de gigantescas puestas a tierra de cobre,
dispuestas para conectarse con los múltiples condensadores del complicado sistema
del transmisor.
Una hilera de puntos azules, diminutos por la distancia, se paseaba hacia el este,
cerca de Long Island. Sus ojos brillaron al verlos. «En buen lío están metidos», pensó
con su desinterés crónico por el lío en que se hallaba metido él. Parecían centenares
de preocupados apicultores tratando de buscar algo en miles de colmenas que
contenían decenas de millones de abejas. Podían andar de acá para allá, pero no
podían estar en todas partes a la vez. Y ese era su punto débil.
Su mirada volvió a las tierras de cobre y se preguntó si aquel sistema, a pesar de
su eficacia, serviría para absorber el terrible shock del vengativo enemigo. Lo dudaba.
Un sistema diez veces mayor no serviría para enfrentarse con una furia infernal como
la que había destruido Silver City.
Lo más que podían esperar era destruir un vitón; y dejar que el resto del mundo se
enterara de por qué Faraday había volado del mapa, que se enterara de que había aún
esperanzas, si podían seguir luchando un poco más. Sí, el acabar con un viton sería
suficiente.
Detrás del lugar destinado al transmisor había un ancho pozo, con muros de
dieciocho centímetros hechos de un cemento que se secaba enseguida y que se hundía
en las profundidades como un tubo gigantesco. En su centro había un mástil de
contacto corredizo.
Un hombre iba a manejar el transmisor. Si lograba hacerlo, aquel hombre trataría
de salvarse del holocausto que el éxito produciría, hundiéndose por aquel pozo en las
negras profundidades. Era un santuario primitivo, pero el mejor que se había podido
crear con rapidez, en aquellas circunstancias.
—¿Cuánto falta? —preguntó a Laurie cuando volvió a entrar.
—Quince minutos —Laurie se enjugó la frente, húmeda y preocupada—. Todo
estará listo dentro de quince minutos. Si resulta, lo tenemos todo listo para producir
inmediatamente diez más —con un gesto de la mano le indicó los obreros—. Y con
tal de que no los maten a todos, los tendremos listos en un par de horas.
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—No, nada de eso —la contradicción de Graham era categórica y autoritaria—.
Ahora mismo va a enviar los repuestos a una prudente distancia de aquí. Toda esta
región puede volar a las nubes si los vitones se llevan su merecido, y entonces los
repuestos se necesitarán en otra parte —buscó un micrófono y habló rápidamente por
él.
Tres minutos más tarde una hilera de camiones se detenía ante las puertas y cada
uno de ellos, después de retirar su carga, se alejó pesadamente de allí. Los obreros
salían en grupos silenciosos y pensativos, dejando el laboratorio vacío de todo,
excepto el proyector de ondas polarizadas que brillaba en el centro. Un cuarteto de
científicos se apresuró a terminar los últimos detalles.
Graham se apoyó en la placa giratoria, mirándolos con una fría paciencia que le
sorprendía, considerando lo cerca que estaba la hora de la prueba. Después de días de
tensión nerviosa se sentía de repente tan impasible como Buda, como el hombre que
se encuentra finalmente en el sillón del dentista después de aguardar inquieto una
hora en la sala de espera. Su mirada se fijó en uno de los cuatro que trabajaban, un
individuo bajito, con una tonsura en la calva cabeza.
Mientras el especialista completaba su tarea, Graham se dirigió a él con tono
áspero y cortante.
—No me gusta manejar un circuito así, tan poco seguro como el que han
preparado. —El veneno concentrado de su voz espantó a sus oyentes.
El hombrecillo a quien se había dirigido volvió hacia él su rostro marchito de
monje, con unos pálidos ojos azules que lo miraron inexpresivos. Dejando caer un
pedazo de delgado cable, metió casualmente la mano en el bolsillo, como si buscara
un par de pinzas.
Graham disparó desde su lugar, y el potente disparo, a quemarropa casi, tiró al
otro de espaldas. Mientras Laurie y los demás lo miraban muy pálidos, Art Wohl
avanzó tranquilamente, se inclinó sobre el cadáver, buscó en sus bolsillos y extrajo un
pequeño objeto, en forma de huevo.
—¡Santo Dios, una bomba! ¡Habríamos volado juntos con este loco!
—No importa. Llévesela, Art, y tírela en el depósito de detrás —dirigió su
atención a Laurie—. De vuelta a la válvula de derivación, Duncan, y compruebe el
circuito. Vea si la potencia neta es correcta. En ese caso, sacaremos el aparato afuera
y lo conectaremos a esas tierras.
Un minuto después, Laurie anunciaba:
—Está listo para la acción. Nunca funcionará mejor, aunque no consiga nada.
—¡Magnífico! —lo sacaron afuera y lo conectaron a las tierras; Laurie se fue con
sus tres hombres, dejando solo a Wohl.
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cargado y nuboso. Discutió con Wohl, mientras el humo y la espuma de un disparo de
cohete subían por el sur.
—Márchese, Art —le ordenó—. Hay vitones por aquí —le indicó unas cuantas
bolas luminosas que vagaban hacia el nordeste—. No tengo tiempo de ponerme a
discutir. Siga a Duncan y a los demás; le doy medio minuto para irse.
—Pero… —comenzó a protestar Wohl.
—¡Largo! —rugió Graham con voz frenética.
Vio cómo Wohl se alejaba tristemente, cabizbajo, aguardó a que hubiera
desaparecido de la vista, detrás del hangar. Delante de él, el tubo cilíndrico se
proyectaba hacia el cielo como un monstruoso cañón. Las luminosidades que se
acercaban se hallaban solamente a unos dos kilómetros de distancia.
Con sus ojos de gran alcance miró el cielo, mientras daba tiempo a que Wohl se
alejara a prudente distancia. El origen de los vitones no se conocería nunca, decidió.
Su existencia seguiría siendo un misterio, como la de los neumococos o cualquier
otra forma de vida. Pero su teoría favorita era que realmente pertenecían a la Tierra, y
también pensaba que los iban a borrar de ella para siempre, que si no lo hacía un solo
grupo humano lo harían varios.
Había llegado la hora cero, el momento decisivo. Movió el gran tubo, alineándolo
sobre las bolas que avanzaban. El tubo se movió fácilmente sobre sus balancines, y
luego todo el aparato giró suavemente en su marco giratorio. Oyó zumbar la energía
que fabricaban los generadores del hangar y se dio cuenta de que faltaban aún
noventa minutos para llegar al término del plazo que había puesto Europa. Tiró de
una palanca y dejó pasar la corriente.
Hubo un segundo de pausa, mientras los tubos se calentaban. Lejos de allí, en
puestos estratégicos, a diez o doce pisos de altura, observadores distantes lo vigilaban
con sus gemelos, que les temblaban en las manos.
El rayo de medio centímetro entró en el eje, polarizado, dirigible. Penetró en la
boca del tubo; y el eje de sus impulsos giratorios se hallaba paralelo con las miras
alineadas sobre los vitones.
Aquella frecuencia se hallaba más allá del campo de visión de Bjornsen y el rayo
no podía verse. Pero su efecto era asombrosamente visible. La primera luminosidad
de un grupo de diez se detuvo en mitad del aire, como si le cerrara el paso un
obstáculo invisible. Se volvió de un color más profundo, pasando del azul claro a un
púrpura obscuro e inmediatamente a un naranja extraordinariamente brillante, y luego
se deshizo en la nada. Desapareció de un modo tan completo que el ejército de
observadores quedó estupefacto.
Los nueve vitones que quedaban vacilaron, indecisos, y otro se detuvo y pasó por
el ciclo azul-púrpura-naranja-desaparición, antes de que los demás huyeran a toda
velocidad, subiendo hacia las nubes y desapareciendo en ellas.
Alguien gritaba como un toro enfurecido mientras Graham elevaba el tubo y
cazaba a otro más en plena huida. Otro gritó una frase estúpida, diciendo que era más
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deportivo darles en el ala.
Con el rabillo del ojo vio una gran llamarada de un amarillo blanquecino, que
surgió por la dirección general de Broadway. Después vino el ruido y luego una
fuerte ráfaga de aire que lo hizo temblar en su asiento. Apretó los labios con fuerza,
los extraños gritos cesaron y entonces comprendió que quien gritaba hasta
enronquecer era él.
Un sexto sentido, quizá su percepción extrasensorial, lo hizo girar con el aparato.
Giró con fuerza detrás de la caja del propulsor y vio una línea de esferas que se
acercaban precipitadamente desde el sur.
Comenzó a gritar de nuevo, al ver que la primera tomaba un fuerte tono púrpura.
Las luminosidades que la seguían se detuvieron tan de repente que a él le pareció que
tenían pies y habían frenado con fuerza, para no patinar. Pero su velocidad era
demasiado grande. Chocaron con su compañero en el mismo momento en que este
tomaba un deslumbrador color naranja.
—¡Uno por Mayo! —gritó, moviéndose en su asiento—. ¡Uno por Webb! ¡Uno
por Beach, asquerosos globos parásitos! ¡Otro por Farmiloe, y todos los demás por
Bjornsen!
Interrumpiendo sus aullidos de loco, miró los resultados de la colisión aérea. Por
un espacio de una fracción de segundo, la conglomeración de energía, que giraba
rápidamente, mantuvo su forma esférica, pero más alargada, en medio del asombrado
cielo. Luego estalló con un espantoso rugido.
Los tímpanos de Graham retemblaron con fuerza. El aire desplazado estuvo casi a
punto de arrancarlo de su asiento. El aparato tiró de las ligaduras que lo sujetaban,
gimiendo.
Mientras el conjunto de wavicles explotaba y se dispersaba, unos rayos feroces le
hirieron, con la fuerza de una quemadura de Sol, obligándole a cerrar los ojos para
proteger sus pupilas.
Pero no podía permanecer quieto, no quería permanecer quieto. Aquel era el final
del camino, su media hora de triunfo, aunque no volviera a tener otra y, sobre todo, el
momento de la retribución. Aullando como un sioux, hizo girar el tubo en un arco de
noventa grados y disparó contra dos bolas brillantes y amenazadoras que se le venían
encima.
Ahora comprendía cómo habían hecho explotar los tanques de Silver City. Una
docena de ellas, veinte, o quizá cincuenta, se habían suicidado tirándose sobre los
tanques, fundiéndose al chocar con ellos. La mezcla había destruido su equilibrio
natural, convirtiéndolas en un superdetonador. En su antigua sabiduría poseían un
secreto que sus esclavos humanos habían descubierto recientemente: el secreto de la
separación violenta cuando las formas de energía, radioactivas o vitónicas, excedían
de su masa crítica.
Aquel nitrato de plata había recibido el peor golpe del mundo, un terrible golpe a
cuyo lado la bomba atómica resultaba cosa de niños. Y el gran dedo negro que
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señalaba el lugar por donde habían desaparecido los habitantes de Silver City era una
columna monstruosa de átomos enloquecidos, que buscaban nuevas uniones al subir
hacia arriba.
Girando de nuevo su placa giratoria, lanzó una nueva andanada mortal contra un
sexteto que se aproximaba, lo vio disgregar su energía en frecuencias visibles y dejar
de existir. Los vitones tal vez apreciaban el radar y se divertían con él. Pero las ondas
cortas hiperbólicas… ¡eso penetraba como un sacacorchos en su interior y los hacía
explotar!
En el límite del horizonte norte había aparecido una enorme formación de
luminosidades. Trató de alcanzarlas con su rayo, vio que no podía distinguir el
resultado y sacó en conclusión que se hallaban fuera de su alcance. En el este
hicieron erupción más volcanes hechos por el hombre. El aire olía a ozono, goma
quemada y cemento húmedo. Unas voces, borrosas por la distancia, gritaban desde
todas partes.
Pensó en la flota aérea americana que no podía volar, en los diez mil aparatos
rápidos y eficaces que no se atrevían a remontar vuelo mientras hubiera unas
luminosidades que pudieran controlar las mentes de los pilotos, volviéndolos al uno
contra el otro. Eso iba a cambiar bien pronto. Los guerreros aéreos iban a obscurecer
los cielos, mientras abajo la gente pronunciaría las palabras más dulces de todas las
guerras.
—¡Los nuestros!
Hasta entonces solo había acabado con las luminosidades atrevidas, perezosas o
desprevenidas, pero ahora conocían el peligro. Un ataque en masa era inminente, un
asalto en el que los vitones demostrarían de nuevo la totalidad de su poder unido.
Caerían sobre él en compañías, batallones, brigadas, en número muy superior para él.
Iban a borrarlo de la faz de la Tierra que les disputaba, y también a su proyector. El
fin estaba cercano, pero había merecido la pena.
Mirando el cielo, vio una escuadrilla de estratoplanos asiáticos que bajaba hacia
el este con la tranquila confianza de los que se creen protegidos de Dios. Detrás y
debajo de ellos surgieron unas chispas, unas nubecillas. Se preguntó si alguno de
aquellos pilotos fanáticos había presenciado la muerte de sus supuestos espíritus
ancestrales, y se dijo que no era posible.
La noticia debía saberse ya. Se sabría en todo el Nuevo Mundo y probablemente
en Europa, con todos sus detalles. Europa resistiría, sabiendo que la victoria era ahora
cierta, aunque cuestión de tiempo. Quizá alguno de los otros grupos había tenido
también éxito. Sea como fuere, no importaba; el éxito de Faraday era el triunfo de la
humanidad.
Cesó de pensar en todo aquello al ver que se acercaban las lejanas cohortes.
Formaban una aurora tan grande y fantástica que le resultaba difícil concebir su
completa invisibilidad para la vista normal. Eran una miríada de un azul intenso, un
verdadero ejército, cuyo número llenaba el horizonte del norte con un horroroso
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panorama deslumbrador, una hueste celestial no nacida del cielo y rechazada hacía
mucho tiempo por el Infierno. La velocidad de su avance era casi increíble.
Mientras se preparaba para su llegada, Graham vio que un lugar en el centro de la
masa enemiga se volvía púrpura, luego naranja, y por fin desaparecía totalmente. Por
un momento se quedó perplejo y luego recordó: el laboratorio de Yonkers.
—¡Bravo, Steve! —rugió—. Lo consiguió. ¡Dales fuerte, Steve!
Con toda su potencia, roció con ondas a la hueste que se acercaba rápidamente. El
azul se convirtió en púrpura, luego en naranja y finalmente en nada. Una sección
intacta se separó del cuerpo principal y se dirigió hacia Yonkers; algunos de sus
miembros cambiaron de color y cayeron por el camino.
El resto se lanzó furiosamente hacia Graham. Él sabía lo que iba a ocurrir, lo
sentía por el modo como iban concentrándose gradualmente mientras se
aproximaban. Hasta el último momento iba a atacarles con todas sus fuerzas,
matándolos en masa con sus furiosas palabras y sus impulsos letales. Luego, cuando
se fundieron suicidas, se dirigió al pozo en cuatro saltos veloces, se abrazó al poste y
dejó que la fuerza de gravedad lo arrastrara hacia abajo.
Un azul fantasmal y espantoso ondeó momentáneamente sobre la boca del pozo,
mientras se deslizaba a asombrosa velocidad. El cielo se había convertido en un
deslumbrador cuenco azul. Luego, bruscamente, ardió en una insoportable llamarada.
Un rugido que destrozaba el cerebro resonó mientras el cosmos, deshecho en
pedazos, le golpeaba los maltratados tímpanos. El poste se agitó como la varita de un
juglar.
Sin que pudiera evitarlo, se vio despedido de él, cayó en unas temblorosas
profundidades. El pozo se estremeció de la base a la boca, sus paredes se agrietaron y
la tierra, las piedras y los trozos de cemento cayeron sobre él en una lluvia mortal.
Algo mayor y más negro que el resto se soltó, cayó pesadamente en medio de la
general obscuridad, golpeó con un ruido sordo su carne.
Graham lanzó un extraño suspiro. Su mente se extravió, como una balsa de
funerario ébano en un negrísimo mar.
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mudo e insensible a todo. En otras palabras, ha estado tal y como es.
—¿De veras? —el resoplido de Graham era menos violento que los de otros
tiempos; miró furioso al ciervo—. ¿Usted puso ahí eso? No lo encuentro tan
divertido.
Wohl lo miró, hizo como que soportaba con dolor la idea y luego dijo:
—¡Guau, Guau!
Luchando por erguirse, Graham se apoyó en un codo, sin hacer caso de los latidos
de su cráneo.
—Búsqueme mi ropa, polizonte ignorante; tengo que salir de aquí.
—Nada de eso —la ancha mano de Wohl lo empujó suavemente hacia abajo—.
Ahora me toca a mí dar órdenes y a usted obedecer —hizo la declaración con franco
placer, y prosiguió—: Esas luminosidades devastaron un área de unos tres kilómetros
de diámetro y mataron a muchos observadores. Tardamos doce horas en localizar su
madriguera y sacar el montón de carne para el gato en que estaba convertido. Así que
quédese tranquilo en la cama, mientras el tío Art le distrae contándole unas historias.
Sacó un diario, lo abrió y le fue refiriendo brevemente los acontecimientos del
día, con voz llena de entusiasmo.
—El alcalde Sullivan dice que la ciudad está ahora adecuadamente protegida.
Electra ha aumentado cien veces más su producción de proyectores. Dos escuadrillas
de estratoplanos asiáticos aterrizaron hoy en Battery Park y se rindieron —mirando a
su oyente, exclamó—. Eso son solamente noticias locales. Han ocurrido muchas
cosas mientras usted estaba aquí roncando.
—¡Hum! —Graham lo miró, ofendido—. ¿Qué fue de Koenig?
—Perdió dos operadores cuando Yonkers sufrió el ataque de los vitones. Muchos
de los observadores que había allí murieron también, pero los demás están bien —
Wohl volvió a su diario—. Oiga esto —le invitó—: La línea de Nebraska reforzada.
Nuestro ejército avanza frente a la oposición cada vez más débil del enemigo. La
rebelión cunde en las filas asiáticas, porque nuestros primeros transmisores han
llegado al frente y empiezan a destruir las luminosidades que hay en él. Los pacifistas
asiáticos se han apoderado de Chungkíng y han empezado a fabricar rayos
antivitones. Europa avanza a gran velocidad hacia el este. Washington espera que
Asia le ofrecerá un armisticio y nos ayudará a acabar con las luminosidades —dobló
el diario y lo metió debajo de la almohada de Graham—. La guerra casi se ha
terminado, gracias a usted.
—¡No diga disparates! —le replicó acremente Graham, irguiéndose de nuevo—.
Búsqueme mi ropa. Yo no soy un ladrón desvergonzado como usted; no robo mantas.
Wohl se puso en pie y lo miró con falso horror.
—¡Dios santo, Bill, tiene un aspecto terrible! Realmente malo. Creo que necesita
un médico. —Y se dirigió hacia la puerta.
—No haga tonterías —gritó Graham; se sentó apresuradamente en la cama,
sujetándose la cabeza con las manos para que no se le cayese—. Búsqueme mis
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pantalones antes de que le dé una paliza. Tengo que salir cuanto antes de este agujero.
—No sabe lo que le conviene —reprobó Wohl desde la puerta—. Está en un
nuevo hospital subterráneo, en el Samaritano.
—¿Eh?
—El Samaritano —repitió Wohl, mirando burlón al ciervo.
—¡Ah! —Graham volvió a echarse inmediatamente en la cama, lanzando un débil
gemido—. Me siento muy mal, Art. Creo que voy a morirme. Vaya a buscarme un
médico.
—¡Bueno! —dijo Wohl, fingiendo sostener un arco imaginario—. ¡Míreme! ¡Soy
Cupido! —Y salió.
Ella entró poco después, se sentó, y con su aire más profesional le preguntó:
—¿Cómo se siente ahora?
—Me pasa lo de siempre con las manos —y sacando una le tomó la suya.
Ella se la retiró, firmemente.
—Este no es un lugar para esas cosas.
—Nunca me dio la mínima oportunidad en otro —contestó él.
Ella no dijo nada y miró al ciervo, sin verlo.
—Es un horror —dijo él.
—¿Perdón?
—Eso —señaló con la cabeza el cuadro—. Me imagino que es una broma de
alguien. ¿Suya?
—¿Mía? —su sorpresa era patente—. No diga disparates. Si no le gusta haré que
lo quiten.
—Sí, por favor. Me recuerda a mí mismo. Pensándolo bien, a todo el mundo.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Acorralado. Desde el comienzo de la historia hemos estado acorralados.
Primero sin saberlo, luego sabiéndolo. Me alegra enterarme de que terminó. Quizá
ahora tendremos tiempo de divertirnos. Ya que me ayudó en mi trabajo, puede
ayudarme a divertirme.
—No creo que le haya ayudado en nada de valor —le replicó ella afectadamente.
—Nos habló de Beach, de los gabinetes de onda corta y de Farmiloe. Si no
hubiera sido por usted, estaríamos aún persiguiendo sombras —se sentó en la cama y
la miró—. Ya no voy a perseguir más sombras. Bastante las he perseguido.
Sin contestarle, ella se volvió a medias y miró meditabunda hacia arriba. Él bebió
con la mirada la curva de su mejilla, la de sus espesas pestañas, y ella se dio cuenta
de su mirada.
—Allí arriba, Armonía, están las estrellas —prosiguió él—. Tal vez hay también
gente, seres de carne y hueso como nosotros, seres amigos que nos habrían visitado
hace tiempo de no haber sido por la prohibición vitona. Hans Luther creía que les
habían prevenido que no pisaran la hierba. Prohibido, prohibido, prohibido; eso era
para ellos la Tierra —volvió a estudiarla de nuevo—. Todo lo que merecía la pena
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estaba prohibido para los seres que querían venir aquí, y para nosotros, presos aquí
abajo. No se permitía más que lo que nuestros amos consideraban provechoso para
ellos.
—Pero ahora no —murmuró ella.
—No, ahora no. Ahora podemos vivir para nosotros, y no para ellos. Finalmente
nuestras emociones son nuestras. Dos es compañía, tres no son nada… especialmente
cuando el tercero es un vitón. Se le ha ocurrido pensar en que ahora nosotros estamos
solos en el sentido más exacto y verdadero de la palabra.
—¿Nosotros?
Ella giró su rostro hacia él, arqueando las cejas.
—Quizá este no sea el lugar adecuado —observó él—, pero al menos es la
oportunidad —la atrajo hacia él y apretó sus labios contra los de ella.
Ella lo rechazó, pero no con demasiada fuerza. Al cabo de un momento cambió
de parecer y le echó los brazos al cuello.
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ERIC FRANK RUSSELL. (Sandhurst, Surrey, 6 de enero de 1905 - 28 de febrero de
1978) fue un escritor inglés conocido por sus relatos cortos de ciencia-ficción.
Hijo de un instructor de la Royal Military Academy, en 1934, mientras vivía cerca de
Liverpool, leyó en Amazing Stories una carta de un tal Leslie J. Johnson, un lector
que vivía cerca de él. Russell se puso en contacto con Johnson y este le animó a
convertirse en escritor. Juntos escribieron la novela Seeker of Tomorrow, publicada en
Astounding y fueron miembros de la British Interplanetary Society.
Su primera novela en solitario, Sinister Barrier, fue publicada en el primer número de
Unknown en marzo de 1939. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en la Royal
Air Force como ingeniero. Desde finales de los años 1940 trabajó exclusivamente
como escritor, participando activamente en varias asociaciones de ciencia ficción.
Murió el 28 de febrero de 1978.
La obra de Russell está escrita en un estilo sencillo y directo, influenciado por la
literatura detectivesca de los Estados Unidos. Uno de sus temas recurrentes era cómo
la simple resolución de la raza humana podía vencer a una lenta y pesada burocracia
extraterrestre.
A menudo ha sido clasificado como escritor humorístico. Sin embargo, su humor
suele ser una sátira de la autoridad y la burocracia, así como un alegato en contra del
belicismo.
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Un tema al que recurrió varias veces es la parasitación de la raza humana (Sinister
Barrier, Three to Conquer), lo que modificaba susceptiblemente las reglas clásicas
del contacto con otras especies como interlocutores.
A pesar de ser británico, escribió siempre para revistas norteamericanas, por lo que, a
menudo, los lectores tienden a creer que es estadounidense.
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NOTAS
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[1]Pequeños animales migratorios, parecidos a las ratas, que se hallan en las regiones
árticas. <<
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