La Película Que Vi Una Vez

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La película que vi una vez

1. Mejor mirar a la pared

Hijo, me siento bastante tarada y limitada haciendo esto, pero no encuentro

otro canal de comunicación posible con vos. Ya no sé cómo hacer para hablar

con vos, cómo hacer para entendernos, al menos escucharnos. A pesar de

que hablemos el mismo idioma, no nos estamos entendiendo. Se me

agotaron todas las herramientas, me quedé sin recursos. Yo pensé que yo era

una persona lúcida, madura, inteligente, y que mi vínculo con vos cumplía

satisfactoriamente lo esperable de una madre. Me equivoqué. Yo traté de

brindarte todo lo que esperé de mi madre, cuando muy pocas veces yo recibí

de ella lo que yo creo que te estoy dando a vos. Igual ahora me doy cuenta de

que no hice nada bien con vos. Lo que sí sabés es que te amo profundamente,

siempre lo hice y lo haré. Seguramente mi madre también me amó, o eso

espero creer siempre. En estas situaciones no sé muy bien en qué cambié, no

sé si soy la misma madre con vos que la que tuve yo, pero quiero que sepas

que estoy trabajando mucho para ser otra cosa, aunque seguro no lo logre.

Estoy muy preocupada por vos, estás muy raro desde que te juntás con esta

chica, Carla. Ya sé que la conocemos desde hace muchos años, comprendo

que no es una chica más en tu vida, entiendo que tenés un vínculo muy

especial con ella. Desde que la conociste, a los cinco años, ella te transformó.

A primera vista te obnubiló. Me cuesta creer que hayas podido inteligir un

sentimiento tan trascendente siendo tan chico, por eso me preocupo, ¿Acaso

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fuiste capaz de comprender el amor siendo tan chico? ¡Tenías cinco años! Yo

me guío por mi, y yo a esa edad apenas estaba recuperándome del duelo de

enterarme de que no era el centro del universo, ¿Acaso puede enamorarse,

sentir amor desinteresado y libre un nene de cinco años? Ya sé que hablo

como una psicóloga berreta que nunca fui. Por suerte, porque la psicóloga

matriculada era tu abuela, lo de berreta no lo sé. Vos desde ese entonces me

decías que te habías enamorado de Carla, que lo sentías en el corazón, ¿Pero

cómo podías sentir esas cosas siendo tan chico? ¿Cómo podrías

comprenderlo? Yo nunca te creí, siempre asocié eso como un juego tuyo de

chico, como algo pasajero, otro pasatiempo. Vos siempre tuviste mucha

imaginación y no me llamó la atención que salieras con eso del

enamoramiento a tus 5 años.

Después Carla desapareció de tu vida y de tus intereses y vos tampoco

manifestaste nada por su ausencia, lo que me hizo reforzar esto de que lo

que sentías no era real sino un juego de chicos, pero desde que reapareció en

tu vida hace un tiempo te transformaste. Ella te transforma, quizás te

manipula y vos ni te das cuenta. No termino de entender cómo pasaron

tantos años y que te siga movilizando. Además, mientras ella era compañera

tuya de la primaria parecía que te habías olvidado de aquel supuesto

flechazo inicial porque tus intereses pasaron a ser el fútbol, el taekwando, el

dibujo, varias sagas de libros e historietas, las películas de la guerra de las

galaxias… ¡Mira si siguieras con ese fanatismo de la infancia con todo!

Creciste y todo pasó a ser parte de tu niñez, un recuerdo, y ya. Pero desde

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que esta chica volvió a tu vida vos sos otro. Te desconozco, y a vos pareciera

no importarte eso y tal vez ni siquiera te des cuenta. No sé quién sos.

Ahora que lo pienso yo recuerdo algún suceso desafortunado entre Carla,

vos, otras compañeritas y una carta que le habías escrito, creo que pasó

cuando estaban en segundo grado. En su momento eso qué pasó te dolió,

pero también recuerdo que al tiempo te pregunté por eso y vos mismo me

dijiste que “lo habías superado”, tales fueron tus palabras.

Yo decidí que como no sé cómo comunicarme con un desconocido, y vos te

estás comportando como uno, vamos a empezar de cero. Yo me voy a

presentar, vamos a hacer de cuenta que no nos conocemos. Es que quizás no

nos conozcamos. Yo voy a ser transparente y franca como nunca lo fui con

vos, voy a dejar de ser tu mamá para pasar a ser Silvia, quien soy. Ya sé que

siempre fui Silvia, pero con vos, nunca, yo siempre fui tu mamá.

Yo voy a hablarte de mí porque necesito que me comprendas. Tal vez no nos

podemos comunicar porque vos no me entendés, y encima no tenés ningún

interés en entenderme, y a eso sumale con que yo me empecino en que nadie

te entiende como yo, cuando en realidad no te entiendo en absoluto, y así

empezamos un espiral de falta de comprensión.

Perdón, hijo. Esta vez te voy a hablar de mí aunque sé que mi vida no te

interesa nada de nada, sé que vos siempre mirás para adelante, que “te pone

nervioso” la gente melancólica -esas son siempre tus palabras-, que tenés

problemas para entenderla, en fin… Pero en este caso es muy importante

que me prestes un poco de atención y me conozcas y trates de entender

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porque te digo lo que digo. Por eso te estoy escribiendo estas palabras, con

mis manos, en este cuaderno y con esta lapicera que me regaló tu papá hace

más de diez años, cuando tu papá no sabía qué hacer conmigo e insistía con

esto de que me pusiera a escribir porque “me iba a hacer muy bien”. Igual no

te preocupes, no te voy a aburrir con las causas del fracaso de mi

matrimonio. Al menos por ahora no.

Yo ya sé que a vos la historia no te interesa, te causa repulsión el

revisionismo, el hecho de vivir pensando en el pasado, pero vos no tenés

idea de lo que te estás perdiendo por pensar así. No vas a poder prosperar si

no sabés ni comprendés de dónde venís. Tal vez me equivoque, pero me

cuesta entender cómo a alguien le puede restar tanta importancia al pasado,

como si saber de dónde venimos no fuera trascendente.

Y ahora a vos te toca ser joven, qué distintos que somos, qué distinta que fui

yo. Aunque en algo nos parecemos. Yo también siempre estuve peleándome

con una supuesta mediocridad pero finalmente no pude hacer otra cosa que

seguir viviendo. Si me sincero con vos es porque no quiero que vuelvas a

cometer los mismos errores. Quiero que hagas otra cosa con tu vida, quiero

que seas vos.

2. No tengo que escribir canciones de amor

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Yo nací en 1978, el histórico año del mundial. Nací en un momento

complicado, años que recordaremos como los más violentos de nuestra

historia, pero mis padres nunca se enteraron, ni siquiera se percataron de

eso. Seguramente hubo ocultamiento de muchas situaciones por parte de

mis abuelos con mis padres, pero en otras familias este bloqueo fue el

propulsor de las militancias más radicales. No fue el caso ni de mi mamá ni

de mi papá.

Mi padre en ese entonces era empleado de la empresa nacional de

telecomunicaciones, y su papá, mi abuelo, tenía una ferretería en el barrio

de Saavedra. En ese barrio vivía mi mamá, y una vez la mandaron a comprar

no sé qué cosa a la ferretería y ahí se conocieron los dos. Mis viejos queridos,

siempre fueron tan simples, tan lineales, tan obvios. Su historia de amor

siempre fue así: simple, elemental, básica. Yo nunca pude ver la potencia de

eso, siempre los subestimé por no tener vidas trascendentes ni

revolucionarias, los dos eran jóvenes en un momento en que la juventud

estaba escribiendo la historia, desgraciadamente con su propia sangre.

Sinceramente, no sé si hubo amor entre mi padre y mi madre, pero ese fue el

amor que me enseñaron, yo aprendí a amar con esa relación.

Mi viejo era muy estructurado, tenía una disciplina impoluta, muy

organizado sobre sus tiempos y necesidades básicas satisfechas, y a eso se le

sumaba la convivencia con cuatro personas, mi madre, yo… y mi abuela y mi

tía abuela, que se nos sumaron al tiempo. De alguna manera éramos una

familia, mis padres y yo, de alguna manera ellos eran una pareja, pero yo no

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sé si pude conocer el amor en su pareja, me costaba entender cómo se

habían enamorado y si ese enamoramiento era cierto.

Mi padre, un flamante ingeniero recién recibido, el primer universitario de

su familia, hacía muy poco tiempo que había entrado a trabajar a la empresa

de telecomunaciones estatal, en los tiempos en que trabajar en una empresa

era garantía de organización y estabilidad económica y horaria casi de por

vida, o al menos por veinte o treinta años, máxime si esa empresa era del

estado. Mi papá era el menor de la familia, y para cuando conoció a mi

mamá seguía viviendo con sus padres. No creo que mi viejo con lo poco

social que era haya tenido el deseo de abandonar la casa paterna antes de

casarse; máxime porque ese deseo seguramente hubiese implicado

enfrentarse a sus padres, desafiar su moral, explicarles que existía vida

adulta fuera del matrimonio. Así fue cómo mi papá conoció a mi mamá un

sábado por la mañana a mediados de octubre, cuando empezaba a hacer

calor pero aún se disfrutaba pasear a pleno mediodía. Mi vieja así contaba

infinitas veces cómo había sido el flechazo con mi papá, qué había sentido y

dónde, cuáles fueron sus primeros intercambios de palabras, y cómo fue que

una vez conseguida la… ¿Qué había ido a buscar? Porque resulta que a mi

mamá mi abuela la había mandado a comprar algo muy importante y

urgente, no me acuerdo qué era… ¡Ah, sí! ¡Una llave inglesa! Como ya era

mediodía y estaban cerrando, porque, como mencioné antes, era sábado,

mis abuelos le dijeron a mi padre que acompañara a la muchacha, porque mi

papá ayudaba a sus padres en la tienda los sábados, ya que era el día en que

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no trabajaba en la empresa estatal. Mi vieja cuenta que mi abuelo se lo dijo

guiñandole un ojo a su tímido hijo, dándole una palmada en la espalda. Mi

viejo nunca disfrutó el relato de mi madre, pobre, sobre todo le causaba

mucho disgusto recordar que su papá le eligió esposa. En fin, esa al parecer

es la leyenda mítica del inicio del noviazgo entre mis viejos y al poco tiempo

se casaron y después nací yo.

Mi mamá era hija única, vivía con su mamá y su papá había muerto hacía

poco. Esta situación había eyectado a mi mamá al mercado laboral. Mi mamá

era egresada de una escuela técnica y dibujaba muy bien, así que trabajaba

ilustrando manuales, aunque detestaba su trabajo. Si bien mi abuela cobrara

una pensión, los ingresos eran exiguos y mi mamá necesitaba trabajar para

comprarse ropa y artículos de cosmética para verse bien y poder consegir

marido en algún momento… y eventualmente dejar de trabajar. Cuando mi

mamá llegó a su casa con el hijo del ferretero, mi abuela se deslumbró con la

seriedad de mi papá y no lo dejó irse, ya lo quiso para su hija, quién

extrañamente también estaba muy entusiasmada con el desangelado

muchacho. Porque sí, mi papá era un poco así, andaba como en su mundo,

desconectado. También mi mamá vio una oportunidad de conseguir un

novio para casarse e irse de su casa. Recordemos que mi abuelo había

fallecido hacía poco y mi abuela aun no se reponía de una depresión feroz

que la acompañó toda su vida y los que vivimos con ella también la

padecimos en silencio.

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Además, para mi vieja realizarse consistía en casarse joven y tener

hijos antes de los treinta. Si bien ya había muchas mujeres que trabajaban

-como ella misma- eso se debía a que no había un hombre disponible para

asegurar la manutención. En cualquiera de los casos, por más que mi mamá

le pusiera muchos moños a la historia de cómo conoció a su marido y al

amor de su vida, visto a la distancia parece que yo existo porque así lo

quisieron unos padres urgidos por ubicar a sus hijos. Una vez casados mis

padres, mis abuelos paternos le cedieron una propiedad familiar a su hijo y

ahí se mudó con su nueva familia.

Y así fue cómo mi niñez transcurrió en Villa Urquiza, entre tele, mates y

galletitas de agua con gente adulta que nunca me trató como niña. Mi vieja

se imaginó que con su casamiento por fin iba a formar una familia tipo de

esas que veía en la tele, sobre todo porque ya no iba a tener que trabajar,

ahora se había asegurado a su lado a un hombre proveedor. Pero como mi

abuela aún estaba mal fue imposible sacársela de encima y se la tuvo que

llevar a vivir con ella y su marido. Y también se nos sumó una hermana de

mi abuela que también había enviudado pero, para desgracia mía, no tenía

hijos.

Al principio, cuenta mi mamá, mi papá no se sentía muy cómodo con la

situación; pero como para él sacarse de encima a sus padres y a la ferretería

ya era todo un alivio, con el tiempo se adaptó a su nueva familia

exclusivamente femenina. Finalmente había más mujeres disponibles para

atenderlo y no iba a tener que estar demostrando su hombría con el obsoleto

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de su padre que lo avergonzaba públicamente por su timidez, por ser un pata

dura en el fútbol, etc. Así que yo vivía con mis padres y con mi abuela y una

tía abuela. Mi mamá no tenía hermanos, y desgraciadamente, yo tampoco.

Digo desgraciadamente porque fue una verdadera tragedia. Cuando yo tenía

cuatro años mi mamá se embarazó. El embarazo transcurrió muy bien,

hasta recuerdo que mi tía y mi abuela habían acordado venirse a dormir a mi

cuarto porque Carlos Ernesto iba a necesitar un lugar para él. Ninguna de las

dos se percató de que tal vez yo no estaba tan cómoda con su decisión y mi

malestar se transformó en ataques de llanto que fueron entendidos como

“celos”. Esto me hizo odiar a mi futuro hermanito aun desde antes de

nacer, ya que por su culpa yo iba a tener que dormir con esas dos viejas que

me quemaban la cabeza todo el día. Me acuerdo que un día me despertaron y

me dijeron que teníamos que ir al hospital de urgencia porque mi mamá no

estaba bien, que había empezado con contracciones y que, a pesar de que la

fecha probable de parto era lejana, parecía que iba a nacer el bebé. Cuando

llegamos al hospital mi mamá gritaba y unas enfermeras la estaban

sedando. Mi papá estaba sentado en el pasillo con la cabeza perdida, ni nos

vio llegar. El bebé había nacido muerto.

Mi mamá se hundió en una depresión muy grande, mi papá continuó con su

trabajo y sus rutinas de siempre, y mi tía y mi abuela siguieron viendo la tele

y tomando mate. Yo sentí una culpa espantosa que me carcomía el cuerpo ya

que yo pensaba que yo había matado a mi hermanito Carlos Ernesto con mis

pensamientos porque nunca había deseado que él existiera.

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Por suerte al tiempo volvió la democracia y, al menos en la televisión, las

cosas cambiaron. Mi mamá asumió que ya no iba a tener más hijos y

entonces vio el lado bueno de su desgracia y se puso a estudiar psicología. Mi

tía y mi abuela al principio no estaban muy convencidas con los proyectos de

“la nena” -así llamaban a tu abuela, mi mamá- pero a medida que iba

cambiando el panorama televisivo se iban convenciendo de que era lo mejor

que podía hacer. Mi papá nunca objetó nada, porque entre las tres mujeres de

la familia acordaron mantener y sostener las rutinas que él necesitaba para

poder continuar con su vida laboral, así que mientras estuviera el desayuno,

la vianda y la cena lista a tiempo, mi mamá podía hacer lo que quisiera.

Yo no fui al jardín de infantes. Nunca entendí las razones. Creo que tampoco

fueron muy debatidas ni reflexionadas. Lo que sucedió es que de pronto

llegó la necesidad de ir a la escuela justo cuando mi mamá empezó a cursar

su carrera. Si bien antes yo tampoco era una molestia porque me la pasaba

jugando sola y me portaba muy bien, creo que el hecho de que mi mamá

quisiera tener su propio mundo le hizo comprender que yo también

necesitaba de uno. El jardín nunca se había considerado como una

necesidad, la escuela sí, porque así mi mamá y las viejas podían

concentrarse en otra cosa que no fuera darnos de comer a mi papá y a mí y

yo podía hacer otra cosa que jugar sola en el patio.

Y así empecé la escuela primaria, me hice algunas amigas, me peleé con

otras, y, lo más trascendente, conocí varones. Para mí ellos siempre habían

sido una incógnita en mi vida. Mi vida estaba sellada por mujeres. No sabía

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cómo eran esas criaturas del sexo opuesto, qué pensaban, qué les gustaba

hacer. El único hombre que trataba era mi padre, pero a duras penas lo

conocía. Puedo enumerar con mucha precisión qué cosas le gustaba comer y

en qué momento del día, recuerdo que le gustaba ir a pescar al río solo y

dormir la siesta bajo un árbol, y que le gustaba ver el noticiero de la mañana

pero no el de la noche; pero yo nunca supe quién era, nunca comprendí en

dónde estaba lo varonil en él. Veía a mis compañeros de escuela y me

costaba imaginar que mi papá alguna vez había sido uno de ellos, así como

me costaba pensar que en algún momento esas viejas con las que yo convivía

alguna vez habían sido jóvenes, y que tal vez tenían la edad que yo tengo

ahora cuando yo las veía como “viejas”… Ellas tampoco conocían a los

hombres, ni mi mamá. De alguna manera agradezco que Carlos Ernesto no

haya existido, porque creo que nunca nadie se hubiera vinculado con él,

nadie hubiera sabido cómo hacerlo.

Pobre de mi mamá. Igual creo que para ella también fue un alivio, aunque

nunca pude hablarlo con ella. Aún no termino de entender por qué pero los

hombres siempre fueron una constante obsesión en mi vida, y no tanto por

ellos, sino por mi familia. Mi papá nunca me enseñó o me quiso enseñar en

qué consistía ser un hombre. Creo que porque él tampoco supo a ciencia

cierta en qué radicaba su masculinidad. Y después con Fernando me pasó lo

mismo, pero en este caso que él mismo no supiera en qué consistía ser

hombre o padre lo vivimos y lo vivió como una oportunidad para crecer,

lejos de vivirlo como una condena, tal como lo viví yo, tal como lo vivió mi

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papá. Recuerdo de chica escuchar a mi mamá o a las viejas decirme “cuando

venga tu padre vas a ver” y después llegaba mi papá cansado, prendía la tele

y se ausentaba y yo jamás pude entender por qué mi papá pudiera llegar a

ser una amenaza. Yo nunca recurrí a la autoridad de Fernando para

disciplinar a mis hijos. Prefería darme por vencida y reconocer que ni su

papá ni yo éramos una figura temeraria para ellos.

Mi tía y mi abuela sólo se vinculaban con los hombres de las telenovelas y

con el almacenero, el sodero, el carnnicero, para ellas los hombres eran

galanes o marginales, no había otra categoría. Los verdaderos hombres que

valían la pena eran los galanes. Yo me tenía que “buscar uno así”, me

decían. Uno que sea trabajador, elegante, refinado pero no tanto (demasiado

ya ponía en duda su masculinidad), galante, prolijo, muy atractivo. El

matrimonio se fue imponiendo como una necesidad de subsistencia, algo

imposible de dejar de soslayo. Tenía diez años y ya tenía que construir mi

vida al lado de un hombre, porque sino no había vida, ninguna vida era

posible. Cuando pienso en esto dimensiono la libertad con la que se han

criado mis hijos y comprendo por qué no les interesa investigar su pasado.

Entonces con este estúpido mandato del matrimonio a mí se me acortó el

mundo, porque las aspiraciones se redujeron a encontrar un hombre,

enamorarme profundamente de él y casarme. Cualquier proyecto que yo

emprendiera tenía que situarse a partir de eso. Si elegía practicar algún

deporte iba a ser para desarrollar un cuerpo fornido y atlético para lograr

una figura más atractiva, si decidía desarrollar mis inquietudes científicas o

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literarias eran en función de volverme más interesante y atractiva para los

demás, sobre todo para mi futuro marido.

Mi mamá se desarrolló profesionalmente para cumplir un mandato que yo

por suerte ya no tuve que consistía en diferenciarse de su mamá, y de su tía,

por supuesto. Si bien ella sí había cumplido el mandato de casarse y de tener

una hija (al menos), llegó un momento en que ya no podía construir su vida

alrededor de la limpieza del hogar, la cocina, los mates y la televisión. Se

empezó a aburrir y angustiar, sobre todo después de lo de mi hermanito, y

como en materia de depresión ya había saturado el ambiente mi abuela, mi

mamá se puso a estudiar y después a trabajar. Las viejas resaltaban la suerte

de mi mamá que se había buscado un buen marido que la dejara trabajar.

Parece algo prehistórico pero así fueron las cosas hace no muchos años.

Ahora pienso que mientras mi hija que hoy se identifica feminista por luchar

por el derecho a decidir sobre su cuerpo y la violencia machista; mi mamá se

identificaba feminista por usar tacos altos, minifalda y escotes, así las cosas,

no se le podía exigir más. Era muy gracioso escuchar las conversaciones que

tenían mi mamá con sus amigas con las que estudiaba psicología cuando

oportunamente se juntaban a tomar el té en casa. Todas se quejaban

sistemáticamente de sus parejas, de cómo no las ayudaban con las labores de

la casa ni con los hijos y todo culminaba con un “me tengo que ir porque le

tengo que ir a hacerle la comida a mi marido”. Tal vez había hijos que atender,

pero la demanda principal era el marido: había que cocinarle a él, eso era lo

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acuciante, los hijos podían esperar, ellos se podían arreglar solos. El marido,

no.

Vuelvo al inicio: en la primaria nunca supe cómo vincularme con los

varones. No sabía como jugar con ellos, también si llegaba a hacerlo era

juzgada como “varonera” y mal visto. Si existía alguna cercanía con un niño

era visto como un “noviazgo” cuando éramos niños y no teníamos la menor

idea en qué consistía eso. No supe cómo construir una amistad con el sexo

opuesto. Ni con el propio. Mis amigas de la primaria eran Rosa y Natalia. Con

ninguna de las dos era particularmente compinche ni ninguna significaba en

mi una compañía entrañable. Lo que sucedía era que tanto la madre de Rita

como la de Natalia eran psicólogas recibidas o estaban por hacerlo y se

llevaban muy bien con mi vieja, de hecho las tres compartían el alquiler de

un consultorio donde mi mamá y sus amigas habían empezado a atender

pacientes. Esta situación laboral nos obligaba a convivir entre nosotras y a

llevarnos forzosamente bien, aun sin elegirnos. De todas formas, nuestra

amistad era sostenida casi sin problemas. El hecho de ser tres nos permitía

evadir o evitar intensificar rispideces muy profundas. Cuando algo se

complicaba entre Rita y yo o entre Natalia y yo, siempre la tercera venía a

apaciguar los conflictos. Yo directamente no les daba lugar a posibles

problemas entre Rita y Natalia porque siempre la que traía los conflictos era

yo. Mientras que ellas se adaptaban a casi todo, yo no lograba adaptarme a

casi nada. La incómoda e insatisfecha con todo siempre era yo.

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Los problemas que yo tenía con Rita o con Natalia consistían en que yo

proponía actividades y juegos que ellas no querían hacer, yo me enojaba con

ellas por eso, y ambas, por separado, claro, me acusaban de engreída y

soberbia y por querer diferenciarme siempre. Entre Rita y Natalia no había

ningún tipo de problema, eran demasiado parecidas, la que siempre daba la

letra con alguna de ellas era yo. Lo notable era que entre ellas me acusaban

de lo mismo pero nunca al mismo tiempo, lo que evitaba que cortáramos la

amistad para siempre. Eso hubiera sido lo más sano, y de hecho lo intenté

infinitas veces, pero siempre venía alguna de las dos a pedirme disculpas

por algo que no se arrepentía de hacerme o de decirme y a mí no me quedaba

más remedio que volver a ser su amiga. No podía funcionar de otra manera,

no podía mal funcionar de otro modo. Lo que sucede es que ellas dos eran

tan parecidas entre sí que sin mi tampoco hubieran durado mucho juntas,

no se hubieran soportado. De alguna manera yo funcionaba como un

amortiguador ante posibles conflictos entre Rita y Natalia. Con estos

vaivenes nos pasamos siete años Rita, Natalia y yo, todo el tiempo, juntas.

Cuando llegaban las vacaciones siempre alguna de las dos me invitaba a

irme con ella a la playa y así mi mamá aprovechaba para estudiar o trabajar

y mi papá podía hacerse sus escapadas al Tigre a pescar; entre tanto, mi tía y

mi abuela se sumaban a grupos de jubilados y se iban a Mar del Plata.

Parecía que todos la pasaban bien menos yo. En un mundo de adultos

siempre me hicieron sentir que era un “problema” que había que sacarse de

encima cuanto antes; cuanto menos durara mi infancia, mejor. Ninguno de

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los adultos con los que vivía se conectaba con mis necesidades privativas de

la infancia.

Yo siempre era la que iba a la casa de Rita o de Natalia, ellas nunca venían a

casa porque mi hogar era muy aburrido. En eso las tres estábamos de

acuerdo: sólo se podía ver la novela que veían las viejas o el noticiero de mi

papá (nunca el televisor familiar sintonizó un programa infantil, que ya

existían) y no se podía correr en el patio porque se dañaban las plantas.

Además, yo tenía muy pocos juguetes mientras que Rita y Rosa siempre

tenían juguetes nuevos y de vanguardia, que siempre consistían en muñecas

con distintas capacidades. Pocas veces jugábamos juegos de mesa, no

leíamos, cuando yo les proponía ir a la plaza ninguna quería acompañarme

porque se iban a ensuciar, ninguna de las dos tenía ni sabía andar en

bicicleta. Tanto a Natalia como a Rita les gustaba seguir los escasos

programas infantiles de aquel entonces (en su casa sí se proyectaban en el

televisor familiar), donde, por supuesto, se publicitaban los juguetes que

ellas después pedían que les regalaran para el día del niño, para navidad,

para su cumpleaños, etc. Yo eventualmente me entusiasmaba con algún

juguete anunciado en un comercial de algún programa infantil pero sabía

que indefectiblemente nadie me lo iba a comprar, así que evitaba hacerme

ilusiones. De todas maneras, yo sabía que podía ir a la casa de Rita y Natalia

y ambas iban a mostrar sus últimas adquisiciones y las compartirían

conmigo sin problemas. Ni Rita ni Natalia vivían en una casa con patio como

yo, tampoco vivían con viejas viudas. Las dos vivían en departamento con

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sus padres y sus hermanas (tanto Rita como Natalia tenían una hermana

mujer más chica) y de lunes a viernes compartían su vivienda con una

empleada doméstica que hacía lo que en mi casa hacían las viejas y yo. Mi

mamá siempre estaba “ocupada” y con “mucho trabajo”. Merendar en las

casas de Rita y de Natalia era una experiencia muy grata para mí, veíamos la

tele tomando Nesquik con galletitas dulces de publicidad. En mi casa no

existía una práctica así, la cita social era el almuerzo y la cena, el resto del

día la cocina era terreno de las viejas con su mate y sus galletitas de agua. Lo

bueno de merendar en casa de Rita o de Natalia era que nos atendía la

empleada doméstica y además estábamos solas, sin adultos. Creo que la

merienda es el territorio de mi infancia.

En mi casa las que cocinaban, limpiaban, ordenaban, lavaban la ropa y

cuidaban el jardín eran mi abuela y mi tía, quienes a pesar de ser las más

ancianas del hogar, sus cuerpos se llevaban los trabajos más pesados. Mi

madre y mi padre se justificaban esta licencia bajo la excusa de “mucho

trabajo”, así que yo toda mi vida pensé que el trabajo doméstico no era un

trabajo como tal, lo único verdaderamente laborioso era estar en una oficina

cómodamente sentado haciendo vaya uno a saber qué (nunca entendí la

pertinencia del trabajo de mi padre ni su funcionalidad práctica) y, por otro

lado, sentarse a escuchar lo que dicen otros, como era el trabajo arduo de mi

madre, según ella. Cuando conocí los departamentos de mis amigas al

principio me daba vergüenza ser atendida por una mujer que no era ni mi

abuela ni mi tía (nunca mi madre, por supuesto, ella siempre se desvinculó

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de mi crianza) sino por una muchacha que apenas me llevaba unos años y

que bien podría ser mi hermana. Nunca comprendí el vínculo que tenían mis

amigas con esta extraña que compartía su mundo más íntimo.

Recuerdo a Caterina, la empleada doméstica de Rosa, que era uruguaya. Era

una muchacha que hablaba muy bien, tenía fama de ser “muy educada”, a

mi me llamaba la atención que nos hablaba de “tú”, y que nos hablaba de la

túnica y la moña, algo que nunca supe qué era. Ella leía poemas de Neruda,

recuerdo que una vez le encontré su pequeña biblioteca en su cuarto de

dependencia, y recuerdo que era muy enamoradiza y noviera. Había llegado

a vivir a Buenos Aires porque sus padres la trataban mal, la hacían trabajar

de muy pequeña. Yo no entendía cómo prefería trabajar de empleada

doméstica en una ciudad lejos de su familia, no entendía cómo eso era

asociado a una bendición según ella. Una vez nos dijo que nos iba a hacer

una torta especial y nos iba a llevar de paseo al nuevo shopping que se

acababa de inaugurar , esa vez usó la excusa del paseo para encontrarse con

su novio, porque resulta que nos llevó al shopping y allí nos estaba

esperando Roberto. Al tiempo Caterina desapareció y con ella muchas cosas

de la casa de Rita, así que al parecer Caterina les había estado robando y se

había escapado con su novio. Caterina era una adolescente de 15 años, ya

tenía novio y trabajo y hasta había delinquido, nosotras tres teníamos 12 o 13

años y no sabíamos ni cómo encender una hornalla y nuestros planes se

limitaban a qué hacer hoy a la tarde. A pesar de su sórdido final, recuerdo a

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Caterina muy amorosa y compinche, como nunca fue ningún adulto con

nosotras.

En sexto grado, ya casi terminando la primaria, me hice amiga de Alejandra.

Hacerme amiga de ella fue toda una hazaña y se lo debo agradecer a Andrea,

la maestra de lengua y ciencias sociales de sexto. Yo nunca le había caído

bien a Alejandra y todos los años se divertía haciéndome bromas y

molestándome. Yo nunca siquiera había respondido a sus ataques, lo que

hacía que Alejandra se pusiera cada vez más intensa. Pero en sexto grado,

con el advenimiento de la pubertad, ya no pude continuar con esa frialdad y

falsa superación y empecé a defenderme, primero con gritos… hasta que un

día le pegué una cachetada. La maestra Andrea, que estaba bastante cansada

de nuestros conflictos, un día nos envió a las dos juntas a dirección. Pero

llegamos y la directora se hallaba atendiendo a unos padres y a la

supervisora y tuvimos que esperar mucho tiempo para que por fin nos

hiciera pasar. Fue el tiempo suficiente para hacernos amigas, simplemente

necesitábamos algo de privacidad.

Alejandra era distinta a todo lo que yo conocía hasta ese momento, y lo que

hacíamos juntas también. Con Alejandra nos la pasábamos andando en

bicicleta, yendo de su barrio al mío, jugábamos en la plaza, ya que no

teníamos problemas en ensuciarnos, y con ella aprendí a jugar al póker, al

rummy y al ajedrez. Y lo más importante: Alejandra me metió en el mundo

de la literatura, con ella aprendí a disfrutar de leer e imaginar. Alejandra

tenía una inmensa biblioteca en su casa y nos pasábamos tardes y noches

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enteras leyendo. Con ella la televisión se volvió aburrida. Leíamos la

colección amarilla de Robin Hood, pasamos de Sandokan a Tom Sawyer, de

La reina del Caribe a Los viajes de Gulliver. Y después el papá de Alejandra

nos daba cuentos de Cortázar y las historias fantásticas de Bioy Casares y de

Borges. De golpe los libros me mostraron un mundo que hasta ese momento

era imposible.

Lo cierto es que de a poco la escuela se volvió más colorida e interesante

porque me estimulaba saber que ese día iba a ver a Alejandra y que me iba a

divertir mucho con ella, sobre todo me iba a compartir algún libro. Así fue

cómo empecé a pasar largas tardes con ella y su familia en su casa en

Belgrano, me empecé a quedar a dormir mucho en su casa, que resultó ser

un oasis para mí. Eran una familia tan especial, comían todos juntos y con el

televisor apagado, su papá nos preguntaba cómo nos había ido en la escuela

y se interesaba por lo que hacíamos, se interesaba por nuestras lecturas, nos

recomendaba libros, incluso él disfrutaba compartir su antigua y lejana vida

de estudiante con nosotras. Así fue como me enteré de que existía un colegio

muy antiguo y muy prestigioso en el centro de la ciudad, porque el papá de

Alejandra había estudiado ahí. Oscar -así se llamaba el señor- nos insistía

en que estudiáramos en esa escuela, que aunque íbamos a tener que hacer

un curso de ingreso muy riguroso y exigente valía la pena porque nos iba a

abrir la cabeza. Yo quería explicarle que para mí ya el hecho de compartir un

almuerzo en su casa con la televisión apagada era una experiencia muy rica,

casi lindante con lo espiritual, pero creo que eso lo hubiera desilusionado

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mucho. Y así fue cómo me entusiasmé con la idea de lograr algo por mí

misma. El hecho de hacerme amiga de Alejandra me dio la valentía

suficiente para animarme a decidir: ya podía decidir con quién vincularme,

ahora me tocaba elegir dónde quería hacer la secundaria.

Alejandra no estaba muy convencida con hacer ese tan difícil y tortuoso

curso de ingreso; ella se veía obligada a hacerlo porque para ella eso era un

mandato familiar, su hermano mayor era alumno de esa escuela, su papá

había ido hacía muchos años. Así como a mi se me imponía el hecho de

casarme, a Alejandra se le imponía el desafío de hacer el curso de ingreso y

de entrar a este reducto de gente tan selecta y brillante. Si bien a Alejandra

era muy buena alumna y le apasionaba leer (recordemos que fue ella quien

me introdujo en el mundo de la literatura) yo observaba que con su hermano

y su papá había un problema muy complicado de fondo. A su mamá ni

siquiera la recuerdo: así como en mi casa había un mundo de mujeres donde

los hombres no existían o debían pelear para existir, parecía que en la casa

de Alejandra los hombres eran los que mandaban y Alejandra tenía que

comportarse como tal para poder existir. Creo que eso había sido lo que nos

había unido, ambas estábamos huyendo de mandatos. La mamá de

Alejandra no era un referente de mujer para ella: se la pasaba en la cama,

casi siempre enferma, callada. Cuando Alejandra hablaba de su mamá

transmitía mucho dolor, oportunamente me contó una historia sobre su tía,

la hermana de su mamá, que era “desaparecida”. Hasta ese momento nunca

había oído esa palabra y me dio mucho pudor preguntarle a mí amiga qué

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quería decir con eso. Creo que la mamá de Alejandra era depresiva, pero, a

diferencia de mi abuela, su depresión era la preocupación del resto de la

familia; el hecho de que la mamá de Alejandra no quisiera hacer nada y

estuviera todo el día en la cama era motivo de alarma en el hogar de mi

amiga. En mi casa como cada quien estaba en su mundo y no compartíamos

muchas cosas, si mi abuela se pasaba tres días sin salir de la cama decíamos

que “estaba cansada” y a otra cosa mariposa.

Y así empezamos el curso de ingreso. Durante séptimo grado, el último año

de la primaria, cursábamos dos veces por semana por las noches en el centro

y los otros tres días nos juntábamos a estudiar con el hermano mayor de

Alejandra, Bruno, que ya para entonces era un ex alumno sobresaliente del

colegio y había asumido el compromiso de ayudar a su hermana para lograr

el ingreso, y, dado que no tenía muchos motivos para no hacerlo, me

ayudaba a mí también.

Bruno era particularmente atractivo. Era brillante, además. Muy soberbio,

pero podía manejar su soberbia para seducir y lograr seguidores a donde

quiera que iba. Era lo más parecido a un galán de telenovela de carne y

hueso, un candidato ideal pero que se me había vuelto cotidiano y tangible.

Yo me empecé a sentir atraída por él e inmediatamente me obsesioné con

todo lo que estábamos estudiando en el curso de ingreso porque quería

llamar su atención con mi dedicación, buscaba la manera de mostrarme

inteligente y perspicaz en todo momento. Alejandra poco a poco se empezó a

incomodar en las clases porque consistían en que su hermano y yo nos la

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pasábamos revisando los textos de historia y geografía con un entusiasmo

injustificable, mientras ella cada vez estaba más hastiada de nosotros, de las

clases y del curso de ingreso. Un día Alejandra me encaró a la salida del curso

de ingreso. Me dijo que tenía que hablar conmigo de cosas muy íntimas y

que necesitaba que nadie nos viera. Yo le propuse que nos juntáramos en el

baño cuando sonara el último timbre. Allí me dijo que era obvio que yo

gustaba de su hermano pero que él tenía novia y que yo no me daba cuenta

de que él estaba jugando conmigo porque le entretenía cautivar a una

chiquilla porque eso le daba seguridad. Me dijo que su hermano era una muy

mala persona, que era muy inseguro y que no sabía lo que quería, no como

ella que sí sabía lo que quería. Alejandra se puso a llorar y me contó que él

siempre le hacía lo mismo, que cuando ella se hacía de alguna amiga él se

metía y le robaba a sus amigas, y que ella estaba mal porque sabía que yo iba

a sufrir por culpa de él y que no quería que yo sufriera por nada del mundo

porque yo era especial. Para esta altura yo sólo podía pensar en que Bruno

tenía novia y no estaba comprendiendo lo que Alejandra me estaba

transmitiendo sobre sus sentimientos por mí. Nos quedamos en silencio,

Alejandra se secó las lágrimas, me abrazó y después me dio un beso en la

boca. Yo la empujé bruscamente y le dije que afuera nos estaba esperando su

papá y que se nos hacía tarde. Bajamos la escalera de la escuela y ahí estaba

Oscar esperándonos sonriente con muchas ganas de que le contáramos

cómo nos había ido ese día. Nos subimos a su auto y Alejandra bajó la

ventana y no nos dirigió la mirada ni la palabra en todo el viaje. Yo mantuve

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la conversación con su papá como si nada hubiera pasado. Me dejó en mi

casa, me bañé y después me fui a dormir. No tuve problemas para hacerlo.

Al otro día, por la mañana, en la escuela, Alejandra me dijo que no quería ser

más mi amiga ni quería nunca más saber nada de mí, me indicó que no fuera

más a su casa, que no contara nunca más con la ayuda de su hermano, y me

pedía que siguiera volviendo del curso de ingreso con su papá porque no

quería que él sospechara nada, no quería que su papá supiera que ya no

éramos amigas, teníamos que seguir como si nada pasara delante de él.

Ese día llegué a mi casa, comí, me acosté y me puse a llorar como nunca en

mi vida. Me acuerdo que mi abuela me preguntó si me dolía la panza porque

no me quería levantar. Tenía tantas ganas de contarle a alguien en mi casa lo

que me pasaba por la cabeza, pero eso era imposible, nadie tenía la más

mínima idea de lo que me estaba pasando. En la cena mi mamá contó que ya

no podía alquilar más el consultorio porque no se habían puesto de acuerdo

entre las mamás de Rita y de Natalia con la renovación del contrato, que

parecía que ya no querían compartir el alquiler con ella pero que no se lo

decían abiertamente. Ahora, de grande, me doy cuenta de que no tenía por

qué compartir eso conmigo, ya que yo era una nena y que no tenía por qué

estar al tanto de los pormenores laborales y personales de mi mamá. No sé

por qué pero me sentí responsable del problema de mi mamá y decidí volver

a ser amiga de Rita y de Natalia para que mi mamá pudiera continuar

alquilando con las madres de ellas el mismo consultorio. De hecho me sentía

culpable por haberme hecho amiga de Alejandra y de haberme dejado de

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juntar con Rita y Natalia, ya que, al fin y al cabo, ellas habían sido mis

amigas siempre, aunque yo nunca las hubiera elegido.

Al otro día en la escuela Rita y Natalia me recibieron muy gustosas y como si

nada hubiera pasado, algo que me extrañó bastante, se acercaron como si

hubieran estado esperándome para que yo me acercara justo en ese

momento. Me quisieron preguntar por Alejandra pero yo no les conté nada,

siquiera esbocé el tema, aunque parecía que de algo estaban al tanto porque

Rita mencionó algo como que Alejandra “era un poco rarita” y que era obvio

que todo iba a terminar mal con ella. En ese momento sentí que Rita y

Natalia manejaban mucha información que yo ni siquiera llegaba a

dilucidar, como el hecho de que algo extraño pudiera esconder Alejandra, o

que nuestra amistad dependía de nuestras madres, así como la amistad de

nuestras madres dependía de nosotras, con todo lo que eso implicaba.

Lo que sucede es que mi mamá nunca fue muy madura, era bastante

adolescente. Iba por la vida con las herramientas propias de una

quinceañera. Por más que estudió y tuvo una carrera profesional, nunca se

apoyó en eso para enfrentarse al mundo. Para ella lo importante era casarse,

y luego sostener ese matrimonio, pero sostenerlo en el sentido de volverlo

eterno y que no se termine a cualquier costo, no había espacio para el

disfrute. Su trabajo se volvió una excusa para salir de su vida doméstica que

no le hacía feliz, pero en el trabajo tampoco encontró la felicidad. Y yo no sé

por qué pero siempre me cargué la felicidad de mi mamá al hombro, como si

fuera una responsabilidad mía.

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Y mi mamá era tan limitada con sus intereses… todo lo que salía de lo común

o normal le daba pánico. Me acuerdo que en algún momento mi mamá

esbozó algún comentario despectivo sobre Alejandra, como que era

varonera, que mejor me juntara con Rita y Natalia porque ellas eran muy

femeninas y que me iban a ayudar a mí a serlo. Con estos comentarios, lejos

de indignarme, me sentía cada vez más responsable de mi madre,

evidenciaba que efectivamente en las madres de Rita y Natalia mi madre

tenía unas referentes, no había una amistad de igual a igual sino una forma

de vida que había que copiar, una normalidad que había que lograr.

A los pocos días Alejandra me informó que ya no había que seguir

careteándola con su papá porque ella no iba a ir más al curso de ingreso,

había decidido dejarlo porque no quería ir a ese colegio. Le pregunté cómo se

había tomado la noticia su papá, alguien para quien era tan importante

continuar con la tradición familiar de estudiar en ese colegio. Alejandra no

me respondió, sólo se limitó a decirme que no era asunto mío y que ahora sí

ya no había nada que nos uniera. Yo no entendí qué me había querido decir

con eso, pero respeté su distancia. Yo nunca le pregunté cómo se sentía, me

estaba comportando como mi mamá; me importó más la reacción del papá

de mi por las decisiones de mi amiga que los sentimientos de mi amiga. La

voluntad de Alejandra me generó una mezcla de miedo y de admiración,

¿Cómo podía ser que tomara semejante decisión sin importarle la opinión de

los demás?

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Terminar el curso de ingreso sin Alejandra y sin Bruno fue lo peor que me

pudo pasar, pero concluí el año y finalmente había entrado en el tan

aclamado colegio. En mi casa la noticia pasó bastante desapercibida, nadie

entendía por qué sería para mí tan trascendente aquel logro, nadie podía

comprender mi agotamiento y mi necesidad de cerrar un ciclo y empezar

uno nuevo. En esas vacaciones me fui con Natalia y su familia a Miramar.

Coincidimos también con la de Rita y su familia. Lo cierto es que fueron una

pesadilla porque para ese entonces Rita y Natalia ya se habían desarrollado,

ya habían tenido su menarca, y su actividad principal era conocer chicos y

buscarse un novio o una aventura en las vacaciones. Yo aun no me había

desarrollado ni había tenido mi menarca pero sentía que con Alejandra y su

familia había vivido algo mucho más íntimo que cualquier aventura de

verano. Con Bruno, con Alejandra y con Oscar yo había concretado mi

telenovela, aunque la mía terminaba muy mal. En esas vacaciones por

primera vez me sentí de más entre Rita y Natalia; ellas ya habían crecido,

habían madurado sus diferencias, ya no me necesitaban como mediadora.

Ahora sí que estaba sola, completamente sola.

Ahora que recuerdo todas estas cosas con vos me doy cuenta de que en lo

profundo de mi ser el tiempo no pasa. Me suceden muchas cosas, pero no

trasciendo. No puedo creer que esta sea la primera vez que traigo a mi

presente a Rita, a Natalia y a Alejandra, no logro comprender por qué no

formaron parte de mi vida desde entonces. Sí tuvimos desde entonces

algunos encuentros fortuitos y no tanto, pero ese vínculo que nos unía

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desapareció, se esfumó. Siento que mis relaciones nunca persistieron, nunca

me transformaron. Yo permanezco inmanente siempre, yo soy

impermeable. Hace poco tiempo, algunos meses, me encontré con un ex

compañero, justamente, de la secundaria. Fue un encuentro casual en la

calle, yo estaba realizando un trámite en el centro y él trabaja por ahí.

Escuché mi nombre y era él, tardé en ubicarlo, él había cambiado mucho,

tenía canas, estaba de traje, mi recuerdo de él no cuadraba con la situación.

En cambio él me dijo que yo “estaba igual”, me lo dijo con una sonrisa, quiso

ser amable y galante. Sus palabras me desataron un malestar profundo y me

faltó el aire por unos segundos, tuve que contener el llanto. Como no quería

compartir eso con él me excusé de que tenía poco tiempo y que me daba

gusto verlo, caminé una cuadra y me puse a llorar. Sentía una punzada en el

corazón.

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