La Fiesta de Las Balas
La Fiesta de Las Balas
La Fiesta de Las Balas
Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y
el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinita-
mente entre sí— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una
de las últimas batallas, entre- gado a consumar, con fantasía tan cruel como
creado- ra de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como
sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya impresión se conservaba
como siempre.
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vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército
preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un
estre- mecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el
índice de la mano derecha. Sin querer lo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a
posársele en las cachas de la pistola.
[...]
Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer
las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pies a tierra.
El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de
frío; las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la
disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de
las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el
caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la
chaqueta y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.
[...]
A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa
encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El
oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Este caminó hacia él.
Hablaron. [...]
Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la
quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus
reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura ni de gesto, sacó la pistola
lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la
luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar
en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la
tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.
En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el
asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios
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segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su
amo. Fierro le preguntó sin volver la cara:
—Parece que ya vienen ai —contestó el asistente. —Entonces, tú ponte allí. A ver,
¿qué pistola traes? —La que usted me dio, mi jefe. La miti güeson. —Dácala, pues,
y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros tienes?
—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron
hartos, yo no.
—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para
emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.
—No, mi jefe.
—No mi jefe, qué.
—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque. —Pues cuidadito, porque
me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo
y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a decir: si por tu culpa se me
escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.
Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral, fueron
apareciendo algunos soldados de la escolta. [...]
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban den- tro del primero de los tres
corrales: Fierro, con una pis- tola en la mano y el sarape caído a los pies; el asisten-
te, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos.
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El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral
contiguo, y dijo:
—Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto? Fierro respondió:
—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo
empezaré a dispararles, los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si
alguno no quiere entrar, tú métele bala. [...]
[...] Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a
los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los
amenazaba hacía encrespar su muchedumbre con sacudidas de organismo
histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos
de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como
chasquido en la punta de un latigazo.
¡Traidores¡ ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté
p'allá, traidor!
Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaba Fierro y su
asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los
caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro,
por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.
Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña
frase, frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:
Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no
había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos
a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a esca- pe hacia la tapia: loca carrera que
a ellos les parecería como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse
allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero
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uno a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis
segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño
capricho de ese momento, separaban de la región de la vida la región de la muer-
te. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su
puesto, tiraron para rematarlos.
El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los
doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, procurando cada uno
cubrirse con el grupo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible
carrera. Para avanzar hacían corcovos sobre los cadáveres hacinados, pero la bala
no erraba por eso: con precisión siniestra iba tocándolos uno tras otro y los dejaba
a medio camino de la tapia —abiertos de brazos y de piernas— abrazados al mon-
tón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de ellos, el último que quedaba
con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y
el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato para ver al
fugitivo.
[...]
Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo tuvo suelto
hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos:
en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; se
lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así se
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mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por
fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado
desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los hombros y caminó
para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se detuvo y dijo al
asistente:
tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una
especie de cabezal. Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.
[...]
El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura
limpidez de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose
en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas
perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como
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las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los
montones de cadáveres la voz pare- cía susurrar:
—¡Ay!...
Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de
nuevo:
—¡Ay!... ¡Ay!...
Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían
inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la
voz tornó:
—¡Ay!... ¡Ay!...¡Ay!...
Y este último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la conciencia
del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó
entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó
quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la
voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma.
—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está
quejando! ¡A ver si me deja dormir!
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A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin
saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz; la
voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.
La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre,
Fierro dormía.
*Fragmentos tomados del cuento “La fiesta de las balas” que forma parte del
Material de Lectura, Serie Cuento Contemporáneo (edición especial), de la
Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM.
http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/conmemorativa-guz
man-3.pdf