Consumismo y Sociedad.

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Nómadas.

Critical Journal of Social and


Juridical Sciences
ISSN: 1578-6730
nomads@emui.eu
Euro-Mediterranean University Institute
Italia

Rodríguez Díaz, Susana


CONSUMISMO Y SOCIEDAD: UNA VISIÓN CRÍTICA DEL HOMO CONSUMENS
Nómadas. Critical Journal of Social and Juridical Sciences, vol. 34, núm. 2, 2012 Euro-Mediterranean
University Institute
Roma, Italia

Número completo
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Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 34

CONSUMISMO Y SOCIEDAD: UNA VISIÓN CRÍTICA DEL HOMO


CONSUMENS
Susana Rodríguez Díaz
Universidad Nacional de Educación a Distancia

http://dx.doi.org/10.5209/rev_NOMA.2012.v34.n2.40739

Resumen.- Partiendo de la definición de la globalización neoliberal como un localismo occidental


portador de una nueva modalidad de imperialismo cultural, el objetivo principal de este artículo es el de
realizar un análisis crítico–descriptivo de tres planteamientos que, aunque presentan diferencias en sus
contenidos y estilo, tratan de afrontar los riesgos que el imperialismo cultural implica para la diversidad
humana. Estas propuestas son: la ética mundial de Hans Küng, la traducción intercultural de Boaventura
de Sousa Santos y la actitud crítico– escéptica de Michel de Montaigne.

Palabras clave.- Consumismo, valor simbólico, desigualdad social.

Abstract.- In advanced societies consumption, especially consumption of goods not needed for survival,
has become such an important activity that we speak of a "consumerist society". The objects are
consumed not only because of their material value and functionality, but also because of their symbolic
value. Nowadays, the act of consuming is a way of building and emphasizing individual and social
identities.
This article reviews, in the first place, some classical sociological approaches in relation to consumption
as a symbolic act. Secondly, we will pay attention to the development of the mass consumption system.
Later, we will try to criticize and propose alternatives to the current consumer system.

Keywords.- Consumerism, symbolic value, social inequality.

“Vemos a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los
primeros años del siglo XX. El consumo ostentoso de bienes superfluos – casas, joyas,
coches, ropa, juguetes electrónicos- se ha extendido enormemente en la última
generación. En Estados Unidos, el Reino Unido y un puñado más de países, las
transacciones financieras han desplazado a la producción de bienes o servicios como
fuente de las fortunas privadas, lo que ha distorsionado el valor que damos a los
distintos tipos de actividad económica. Siempre ha habido ricos, al igual que pobres,
pero en relación con los demás, hoy son más ricos y más ostentosos que en cualquier
otro momento que recordemos. Es fácil comprender y describir los privilegios privados.
Lo que resulta más difícil es transmitir el abismo de miseria pública en que hemos
caído” (Judt: 2010: 25).

1. Introducción

El consumo es algo más que un momento en la cadena de la actividad económica. Es


una manera de relacionarse con los demás y de construir la propia identidad. De hecho,
en las sociedades denominadas como avanzadas, desde la irrupción de la producción en
masa, el consumo, y especialmente el consumo de mercancías no necesarias para la
supervivencia, se ha convertido

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en una actividad central, hasta el punto de que se puede hablar de una “sociedad
consumista”. Esto es algo sobre lo que conviene reflexionar al haber triunfado, en las
últimas décadas, un estilo materialista y egoísta que ha acabado por ocasionar un
agravamiento de la desigualdad social y que ha sido, con toda probabilidad, una de las
causas de una crisis que, para algunos, no es solamente de carácter económico, sino
también una crisis cultural, de valores. Por ello, las páginas que siguen contienen una
reflexión en torno al consumo para comprender algunas de las razones de las actuales
pautas de consumo y plantear posibles alternativas éticas. Lo primero que
destacaremos es que el consumo es una actividad que desborda el dominio de lo
meramente material; esto es, haremos referencia a la dimensión simbólica del
acto de consumir, íntimamente ligado con el contexto cultural e histórico en el que tal
actividad se desenvuelve. No estamos, pues, ante un simple proceso económico y
utilitario, sino ante un fenómeno que depende, como muestra Jean Baudrillard
(1988, 2001), más del deseo –de convertirse en un determinado tipo de persona– que de
la satisfacción de una necesidad biológica preexistente.

Sin duda, los objetos cuentan con unas características materiales y físicas, pero no
importan por sí mismos, sino por sus propiedades. Cada cultura carga a cada objeto de
un conjunto de significados simbólicos determinados por su sistema de creencias. Con
esto no queremos decir que no existan necesidades básicas que tengan que ser
satisfechas mediante el consumo, como alimentarse o guarecerse. Sin embargo, incluso
estas necesidades pueden satisfacerse de diversas maneras y cada sociedad marca pautas
distintas en relación a ellas. Por ello, resulta difícil establecer unas necesidades básicas y
mínimas para todos los seres humanos; aun así, el debate sobre el consumo debe incluir
un planteamiento sobre la provisión de unos mínimos para que todo ser humano
pueda vivir con dignidad. En sociedades opulentas, el abanico de necesidades y deseos
humanos trasciende con mucho el ámbito de lo que puede considerarse básico y se abre
a necesidades simbólicas conectadas con creencias sociales y motivaciones
psicológicas.

A continuación haremos un recorrido por algunos estudios clásicos dentro de la


Sociología que ponen el acento en los aspectos simbólicos del acto de consumir, lo que
implica la existencia de procesos de identificación y diferenciación social a través de
los objetos que se consumen y de la manera de consumirlos. La importancia del
consumo como un hecho social en el que lo material va ligado a la valoración simbólica
que los grupos sociales dan a los objetos y actividades de consumo ha sido
magistralmente desarrollada por Veblen y Simmel, continuando con planteamientos
como los de Bourdieu acerca de la relación entre el consumo y la estructura de clases y
los de Norbert Elias en torno al proceso de civilización. Por su parte, Max Weber
estableció la relación entre el consumo y los distintos estilos de vida, algo especialmente
relevante en la actualidad, a medida que la posición del sujeto en el sistema
productivo ha ido perdiendo peso.

En segundo lugar, resumiremos el desarrollo del sistema de consumo de masas hasta el


momento de la actual crisis económica. También resaltaremos algunas características de
la sociedad de consumo española para facilitar la comprensión de las particularidades de
este país.

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Por último, plantearemos tanto una crítica como posibles alternativas al actual sistema
consumista, abordando, en primer lugar, el tema del mito de la soberanía del
consumidor y la necesidad de consumidores responsables; en segundo lugar, la
imposibilidad de mantener el modelo de crecimiento económico vigente en la
actualidad; y, por último, nos detendremos en “ciclo del don”, teorizado por Marcel
Mauss, que nos servirá para reflexionar sobre la importancia que, hoy día, sigue
teniendo -y debe seguirlo haciendo- el intercambio de bienes al margen de la relación
compra-venta.

2. El consumo como actividad social

A lo largo de la historia, las mismas sustancias y productos similares han ido


adquiriendo distintas maneras de ser consumidos y variados significados simbólicos,
íntimamente ligados al espíritu del momento. Las personas consumen, no solamente
para disfrutar de ellos, sino también para marcar su identidad. Esta idea, si bien puede
aplicarse al análisis del consumo en muchas culturas y épocas, es especialmente
pertinente en los tiempos actuales. Como afirma Robert Bocock (1995), en el cambio de
la modernidad hacia la pos- modernidad se habla cada vez más de la pérdida de
importancia del papel que desempeñaba el trabajo como eje central de la vida de los
individuos y de su identidad. Ahora, cuestiones como el ocio o el consumo tienen una
importancia creciente a la hora de marcar la identidad de las personas. Así, la imagen y
el mensaje de las mercancías pasan a tener más importancia que el objeto mismo por lo
que, en gran medida se consumen signos, publicidad e imágenes de marca.

El proceso que conduce a la producción de marcas –más que de productos–, descrito


magistralmente por Naomi Klein (2002) ha determinado que la publicidad de diversos
productos se oriente de manera creciente hacia formas de promoción que venden estilos
de vida, experiencias y mitologías, más que a resaltar las características del producto en
sí. Además, como señala Adela Cortina (2002) el consumo ha llegado a convertirse en
una actividad valiosa por sí misma, al canalizar una de las capacidades más profundas
del ser humano: la capacidad de desear, que se materializa en objetos en los que se
espera encontrar algo de lo que falta, y lleva implícita la idea de que lo novedoso es más
valioso.

Desde el punto de vista de Vicent Borrás (1998), a pesar de la pérdida de importancia de


la posición en el sistema productivo como eje de definición de la identidad social, éste
aún tiene más importancia de la que algunos de los análisis actuales, más centrados en la
visión del consumo como un sistema de signos, reconocen. Este autor sostiene el punto
de vista de que las pautas de consumo vienen determinadas estructuralmente por las
mismas relaciones de producción, que determinan la participación de cada individuo en
la distribución de la renta, la cantidad y la forma de consumo. En definitiva, es
necesario tener el cuenta la posición de los individuos en el mercado de producción para
poder entender su forma de consumo. Las clases, su posición y sus relaciones en el
mundo de la producción tienen incidencia y evidencia directa en las prácticas

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de consumo que, a su vez, reproduce y contribuye a las desigualdades de clase.

Como afirma Javier Callejo (1994:100): “La génesis de la motivación y sus formas
depende de las posiciones en la estructura social que se ocupan, como consecuencia y
reproducción de las distinciones que en ella se producen”. A partir del modelo que
inaugura Veblen –que sitúa el ocio como ascendiente de consumo, resaltando la función
de éste como medio para conseguir reputación y forma de mostrar la posición en la
estructura social a partir de su ostentación– , surgen otros enfoques como el de
Bourdieu que, para explicar el consumo, utiliza el concepto de habitus, centrándose en
el proceso de interiorización en el sujeto de una estructura social en conflicto, siendo el
consumo una de las vías preferentes de actuación de los conflictos entre grupos,
sectores o clase sociales. Así, el consumo se inscribe en las luchas simbólicas de los que
quieren ser/vivir/consumir como los situados inmediatamente por encima en la
estructura social, y también de los que aspiran a distanciarse-distinguirse de los
situados en la misma posición o inmediatamente inferior.

Según Luis Enrique Alonso (2007), el consumo es un hecho social total –en la clásica
acepción del concepto de Marcel Mauss–, pues es una realidad objetiva y material pero
es, a la vez, e indisolublemente, una producción simbólica que depende de los sentidos
y valores que los grupos sociales le dan a los objetos y a las actividades de consumo.

En esta línea, Baudrillard (1974) considera que una verdadera teoría de los objetos y del
consumo no se debe fundar sobre una teoría de las necesidades y de su satisfacción,
sino sobre una teoría de la prestación social y de la significación. Si bien la alusión a las
sociedades primitivas es peligrosa, conviene recordar que el consumo de bienes no
responde, originalmente, a una economía individual de las necesidades, sino que es una
función social de prestigio y de distribución jerárquica. Es preciso que unos bienes y
objetos sean producidos e intercambiados para que una jerarquía social se manifieste.
Lo que cuenta, en estos casos, es el valor de intercambio simbólico, no su valor de uso,
no su relación con las necesidades. Así, detrás de las compras está el mecanismo de la
prestación social, de discriminación y prestigio que se halla en la base del sistema de
valores e integración en el orden jerárquico de la sociedad. El eco de esta función
primordial aparece en la obra de Veblen bajo la noción de “consumo ostentoso”. El
consumo, entonces, poco tiene que ver con el goce personal, sino que es, sobre todo,
una institución social coactiva, que determina comportamientos sociales. Detrás del
discurso funcional, los objetos siguen desempeñando su papel de discriminantes
sociales.

Siguiendo con Alonso, el consumo es una actividad social cuantitativa y


cualitativamente central en nuestro actual contexto histórico. No sólo porque a él se
dedican gran parte de nuestros recursos económicos, temporales y emocionales, sino
también porque en él se crean y estructuran gran parte de nuestras identidades y formas
de expresión relacionales. Para este autor, hay que considerar al consumo como uso
social, esto es, como forma concreta, desigual y conflictiva de apropiación material y
utilización del sentido de los

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objetos y los signos que se producen en un campo social por parte de grupos sociales
con capitales (económicos, simbólicos, sociales, culturales) distintos y desde posiciones
sociales determinadas por el proceso de trabajo. Así, el consumo como práctica social
concreta sintetiza un conjunto múltiple de fuerzas, como la distribución de rentas
originadas en el proceso de trabajo, la construcción de las necesidades reconocidas por
parte de los consumidores, la búsqueda de beneficio mercantil, el aparato publicitario, la
conciencia de los grupos sociales, las instituciones formales e informales o la emulación
e imitación social.

Según Alonso, la producción para el deseo es la producción característica y dominante


en el capitalismo avanzado; esto es, es una producción derivada de la creación de
aspiraciones individualizadas por un aparato cultural y comercial. El deseo se asienta
sobre identificaciones inconscientes y siempre personales (aunque coincidan en muchas
personas) con el valor simbólico de determinados objetos o servicios. Los deseos
tienen bases más o menos remotas en las necesidades, pero la dinámica actual del
mercado se encuentra más orientada hacia estimular la demanda sustentándose en un
sistema de valores simbólicos sobreañadidos, distorsionantes incluso, de su valor de
uso. Además, la desigualdad de acceso al consumo, que se asienta sobre fundamentos
económicos (desigualdad de poder adquisitivo) se encuentra sobredimensionada por un
factor simbólico que la recubre. Los productos, por tanto, no se crean y difunden para
satisfacer necesidades mayoritarias, sino para convertirse en bienes superfluos
impensables sin su capacidad de generar un fuerte efecto de demostración de estatus. Se
crea, por tanto, una dinámica desarraigada de la necesidad, que desarrolla el consumo a
través de la explotación intensiva de los deseos.

3. Consumo, clases sociales y estilo de vida

A finales del siglo XIX, paralelamente al desarrollo del capitalismo industrial en


Estados Unidos y en Europa, surgieron grupos de consumidores para los que los
patrones de consumo jugaban un papel central en sus vidas, proporcionándoles formas
de distinguirse de otros grupos de distinto nivel social. Uno de estos grupos era la nueva
y próspera clase media norteamericana enriquecida con el comercio e industrial que
intentaba imitar el estilo de vida de las clases altas europeas (Bocock, 1995:29-30).

El “consumo ostentoso” y la “emulación pecuniaria” fueron, en 1899, analizados por


Thorstein Veblen, en Teoría de la clase ociosa, como motores orientadores de la
acción social. Para Veblen, la principal fuente de desigualdad social viene dada por las
diferencias en la ocupación o, más bien, la abstinencia del trabajo, ligada a un
determinado grado de prestigio social o de reconocimiento. Veblen sitúa a la llamada
clase ociosa, que no trabaja, en la cabeza de la estructura social en cuanto a reputación y
considera que su modo de vida y sus pautas de valor proporcionan la norma que sirve a
toda la comunidad. Pero todo ello es utilizado para relacionar esta posición de clase con
respecto a las pautas y formas de consumo, que tiene su base en la propiedad y posesión
de bienes. Para Veblen el patrón de gasto que generalmente guía los esfuerzos de
los

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individuos y de las familias responde a un ideal de consumo que está ligeramente por
encima de sus posibilidades y que exige algún tipo de esfuerzo para conseguirlo;
además, dicho ideal está ligado a la posición de clase.

Por detrás de este ideal de consumo se encuentra la emulación, entendida como el


estímulo proveniente de una comparación valorativa que empuja a las personas a
superar a aquellos con los cuales tienen costumbre clasificarse. Estas pautas que marcan
las formas de consumo van más allá que el propio consumo de bienes, incluso llegan a
los aspectos culturales, a las formas y modos de vida, así como los valores a ellos
asociados. Se trata de un deseo de conformar según los usos establecidos, de evitar
observaciones y comentarios desfavorables, de vivir de acuerdo con los cánones de
decoro aceptados en relación con la cantidad y grado de bienes consumidos, así como
en materia de empleo decoroso de su tiempo y esfuerzo (Borrás, 1998:69-70).

En palabras de Veblen (2002:117-118): “El tipo de gastos aceptado en la comunidad o


en la clase a que pertenece una persona determina en gran parte cuál ha de ser su nivel
de vida. Lo hace así de modo directo, encomendándose a su sentido común de lo que
es bueno y conveniente, a través de su contemplación y asimilación habitual del
esquema general de la vida en el que está inserto; pero lo hace también de modo
indirecto mediante la insistencia popular en la necesidad de conformarse a la escala
aceptada de gastos como canon de regularidad, bajo pena de la desestimación y el
ostracismo. Aceptar y practicar el nivel de vida que está en boga es, a la vez agradable
y útil; por lo general, lo es hasta el punto de ser indispensable para la comodidad
personal y el éxito en la vida. En lo relativo al elemento de ocio ostensible, el nivel de
vida de cualquier clase es, por lo general, tan alto como lo permita la capacidad de
ganancia de la case –con una tendencia constante a elevarse. El efecto sobre las
actividades serias del hombre consisten, pues, en dirigirlas con gran unicidad de
propósito a la mayor adquisición posible de riqueza y a desalentar el trabajo que no
produce una ganancia pecuniaria. A la vez, su efecto sobre el consumo consiste en
hacer que éste se concentre en las direcciones que son más visibles para los
observadores cuya buena opinión se busca; en tanto que las inclinaciones y aptitudes
cuyo ejercicio no implica un gasto honorífico de tiempo o materia, tienden a caer en
el olvido como consecuencia del desuso” . Sin embargo, no siempre la motivación
para consumir radica en estar a la altura de la clase ociosa, o superar a otros, sino
simplemente estar a la altura de los que se consideran como iguales. A pesar de
esto, la contribución de Veblen ha sido esencial a la hora de resaltar la importancia
que en la identidad social de las personas tiene el poder inscribirse en formas de
consumo socialmente delineadas; esto es, no existe el individuo con sus necesidades y
deseos puros, sino la persona inscrita en estilos de vida socialmente compartidos
(Cortina, 2002: 50-51).

También Simmel observó el estilo de vida urbano o de nuevos ricos, en el que el


consumo de cosas como ropa, adornos personales y placeres caros era fundamental;
además, estos patrones de conducta se extendieron, a medida que avanzaba el siglo XX,
a otros grupos menos acaudalados (Bocock, 1995:32-35). En efecto, el análisis de
Georg Simmel en La metrópolis y la vida mental (1903) acerca de los habitantes de
Berlín sigue estando de actualidad.

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Simmel narra cómo, presionado por un ritmo vertiginoso e imposible de esquivar, el


urbanita comienza a configurar un tipo de personalidad moderno, capitalista, indiferente
y reservado; un tipo de personalidad caracterizado por la intensificación de los
estímulos nerviosos: “Los problemas más profundos de la vida moderna se derivan de
la demanda que antepone el individuo, con el fin de preservar la autonomía e
individualidad de su existencia, frente a las avasalladoras fuerzas sociales que
comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida”.

La vida diaria de los habitantes de la gran metrópolis se ve influida por la necesidad de


cultivar una actitud de indiferencia hacia los demás, a través de la búsqueda de señales
de estatus, moda o signos de excentricidad individual. El individuo tiene que desarrollar
estrategias para relacionarse con los demás de una manera distante, aunque esté inmerso
en una multitud. Así, para preservar su autonomía e individualidad, debe consumir
dentro de un repertorio que es, al mismo tiempo, distintivo de un grupo social específico
y la expresión de preferencias individuales. Según Simmel, la lucha constante por lo
distintivo que hace que las clases sociales más altas tengan que estar cambiando
continuamente sus propios patrones de consumo a medida que las clases sociales
inferiores copian sus hábitos.

En otro de sus ensayos, titulado Filosofía de la moda, de 1923, explica Simmel cómo
la imitación de un modelo dado permite al individuo, por un lado, actuar de manera
adecuada y satisfacer su necesidad de apoyo social permitiendo, por otra parte,
satisfacer la necesidad de distinguirse, de contrastar, de destacar, a través de la
variación de los contenidos, de matices individuales dentro de unos límites definidos,
bien sea exagerando la nota o rechazándola. Las modas son siempre modas de clase, de
manera que las modas de la clase alta se diferencia de las de la clase anterior y son
abandonadas en el momento en que esta última empieza a acceder a ella, lo que explica
su constante mutación. La moda expresa la cohesión del grupo hacia dentro y su
diferenciación hacia fuera. Para Simmel, existe una desvinculación de la moda respecto
de las normas prácticas de la vida: “precisamente la arbitrariedad con que unas veces
impone lo útil, otras lo absurdo y aun otros lo práctica y estéticamente por completo
indiferente indica su total desvinculación de las normas prácticas de la vida, con lo que
remite a otras motivaciones, a las sociales”. El acatamiento de la moda es, también, para
este autor, una máscara que protege lo íntimo, que queda en mayor libertad,
abandonando lo externo a la esclavitud por lo colectivo. Además, sólo unos pocos
ejercen la moda, el resto la imita. Cuando ha penetrado en todas partes, pierde su
condición de moda.

Pierre Bourdieu, en La distinción, publicada en 1974, establece una correspondencia


entre un mapa de consumos y la clase ocupacional. Para poder explicar las relaciones
entre el concepto de clase y su mapa de consumos dirá que la clase social no se define
sólo por una posición en las relaciones de producción, sino también por el habitus de
clase que normalmente se encuentra asociado a esta posición. Realiza, por tanto, este
autor, una ampliación de las nociones más clásicas de clase social referidas solamente al
ámbito productivo. Así, el concepto de habitus es “un sistema de

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disposiciones durables y transferibles, que integran todas las experiencias pasadas y


que funciona en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las
apariencias y las acciones de los agentes cara a una coyuntura o acontecimiento y que
él contribuye a producir (Bourdieu, 1991:54). Este concepto tiene una doble capacidad:
la primera, como productor de unas prácticas y unas obras, y la segunda, referida a
la capacidad de apreciar y diferenciar estas prácticas y estas obras. Esta segunda
capacidad la denomina gusto, y es donde se construye el mundo social
representativo, esto es, el espacio de los estilos de vida y del consumo como
indicador del mismo. El gusto une y separa; al ser el producto de unos
condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia,
une a todos los que son producto de condiciones semejantes, pero distinguiéndolos de
todos los demás en lo que tienen de más esencial. Así, ayudado de estos dos conceptos,
habitus y gusto, la clase se define también por su consumo tanto por su posición en
las relaciones de producción (Borrás, 1998:70-71).

También Norbert Elias (1998) defiende la idea que en el proceso de “civilización”


llevan la iniciativa las clases más altas de la sociedad, al plantear una teoría del cambio
sociopolítico de occidente desde la baja edad media hasta el absolutismo francés.

Fue Max Weber quien estableció la primera relación entre consumo, estilos de vida y
estratificación social, ya que utilizó este concepto como uno de los aspectos que
constituyen su noción de estatus. El estilo de vida está determinado por la cualificación,
el poder y los ingresos en el sistema económico. Este concepto, por tanto, se extiende
más allá de lo relacionado con la esfera productiva, ya que los estilos de vida se refieren
a modos de conducta, habla y pensamiento, definiendo las actitudes de los grupos y
sirviendo como modelo de conducta para aquellos que aspiran a ser miembros de dichos
grupos (Borrás, 1998:75).

Por ejemplo, a partir de los años cincuenta del siglo XX surgen grupos que se visten,
calzan, escuchan música o se divierten de una forma determinada. Y es precisamente a
través de su peculiar forma de consumir como expresan su identidad, como se forjan su
identidad. Es decir: los patrones de consumo constituyen el mecanismo de inclusión y
exclusión del grupo, sobre todo entre los jóvenes. Lo peculiar de estos nuevos estilos
de vida es que no van ligados a grupos identificados previamente, sino a grupos
anónimos que desean pertenecer al grupo para construir su identidad. No existe una
idea de casta que expresar, sino la idea de crearse la identidad y el estatus a través del
consumo. Es decir, que el consumo no sólo sirve para satisfacer necesidades o deseos, o
para comunicar o fortalecer distinciones sociales, sino que también puede servir para
crear el sentido de la identidad personal, si bien conviene tener en cuenta de que la
flexibilidad desde la que es posible negociar la propia identidad depende de los recursos
que se posean, y de condiciones físicas y psíquicas (Cortina, 2002: 98-99).

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4. Desde el nacimiento del consumo de masas a la actual recesión


económica

“El término ‘consumo’ tiene raíces etimológicas tanto inglesas como francesas. En su
forma original consumir significaba destruir, saquear, someter, acabar o terminar. Es
una palabra forjada a partir de un concepto de violencia y, hasta el presente siglo, tenía
tan sólo connotaciones negativas. A finales de los años veinte del siglo XX la palabra se
empleaba para referirse a la peor de las epidemias del momento: la tuberculosis. En la
actualidad, el americano medio consumo el doble de lo que podía consumir a finales de
la segunda guerra mundial. La metamorfosis del concepto de consumo desde el vicio
hasta la virtud es uno de los fenómenos más importantes observados durante el
transcurso del siglo XX” (Rifkin, 2003: 41).

Según Jeremy Rifkin (2003: 41-47), el fenómeno del consumo de masas no se produjo
de forma espontánea. Los economistas de finales del siglo XIX observaban con
preocupación que los trabajadores se conformaban con ganar lo justo, y que, en vez de
trabajar más horas, preferían permitirse algún pequeño lujo y disfrutar de su tiempo
libre. Con el tiempo, los empresarios consiguieron transformar al americano medio
desde una psicología basada en el ahorro a una basada en el consumo. La ética
protestante, bien enraizada en este país, conducía a la moderación y al ahorro.

Continuando con Rifkin, la creación de la figura del “consumido insatisfecho” permitió


invertir esta situación. La empresa de automóviles General Motors fue una de las
pioneras en propugnar un cambio de mentalidad al renovar anualmente los modelos que
se fabricaban. El énfasis sobre la producción ligada al consumo permitió que el
marketing tomase protagonismo. Los publicistas pasaron de argumentos de utilidad e
información descriptiva de los productos a reclamos que hacían referencia al estatus y a
la diferenciación social. Los hombres y mujeres corrientes eran invitados a emular a los
ricos y a ir a la última moda. El objetivo era el de convertir a la gente trabajadora en
consumidora, utilizando estrategias como denigrar los productos caseros o pasados de
moda. Estas estrategias se incrementan a partir de los años veinte, cuando comienzan a
venderse productos antes inexistentes, por lo que había que convencer al público de que
los necesitaban. Sin embargo, intentar emular a los ricos y mantener el mismo nivel de
vida que sus vecinos se vino abajo, pues llegó un momento en que los ingresos de los
trabajadores no crecían suficientemente rápido como para absorber la demanda, al no
haber incrementos salariales. Las empresas pretendían cosechar ganancias mientras
deprimían los salarios, por lo que llega un momento en que su fuente de ingresos se
secó. La compra a plazos había tenido gran éxito a la hora de generar consumo. Así,
cuando tuvo lugar el crack de 1929, el 60% de radios, coches, muebles en Estados
Unidos habían sido adquiridos a crédito. Al igual que está sucediendo en la actualidad,
la crisis creó más desempleados (incapaces de comprar), pero con la política de recortar
costes, el desempleo aumentaba más, y con él, la crisis se ahondaba.

“La mayor producción obtenida durante los años veinte, junto con un crédito en auge
que llevó a un incremento del consumo, un aumento de la población

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ocupada y una alza en las expectativas de beneficios por parte de las compañías
productoras, derivó en un exceso especulativo con las acciones de las compañías
participantes en el proceso y en una espiral crediticia. Cuando en 1929 el globo no
pudo admitir más aire del que su estructura era capaz de retener, explotó dando lugar
a la crisis social más virulenta de las habidas hasta entonces. Comenzó un período
de veinte años con abundantes manifestaciones de deflación, de depresión económica y
social y de inestabilidad” (Niño Becerra, 2010: 144-145).

Tal y como comenta Niño Becerra (2010: 145-163), John Maynard Keynes planteó que,
en función de la dinámica capitalista tan sólo era factible una salida: el incremento de la
demanda mediante la participación del Estado. El consumo público era imprescindible
para ocupar todos los factores productivos existentes (y la ocupación plena era la única
forma de garantizar un aumento continuado del PIB). A partir de 1933, con Roosevelt
en la Casa Blanca, se comenzaron a implementar las medidas keynesianas de fomento
de la demanda. Sin embargo, como dichas medidas carecían de sentido en el marco
teórico en el que tenían que desarrollarse, cuando se frenó la inyección de fondos,
fracasaron, fracaso que tan sólo solventaría la segunda guerra mundial. Tras dicha
contienda, todos los países europeos capitalistas, Japón y Estados Unidos, así como
muchos países sudamericanos, pusieron en marcha políticas económicas en las que la
intervención del Estado resultaba fundamental, tanto a través del consumo público
como interviniendo directamente en las decisiones económicas. El pleno empleo fue
una realidad; la masa salarial comenzó a crecer y, convenientemente financiado por un
crédito fluido, el consumo privado aumentó y las inversiones productivas se
expandieron; simultáneamente se puso en marcha un generoso modelo de protección
social financiado con políticas fiscales redistributivas, constituyéndose progresivamente
una amplia clase media. Entre 1950 y 1975 el mundo occidental y muchos países con
economías vinculadas al mismo, conoció una fase de bienestar hasta el momento de la
crisis energética de 1973.

Lo que vino después fue un énfasis en la oferta, es decir, en las empresas: el capital
debía tener todas las facilidades. El pleno empleo de los factores productivos en general
y del factor trabajo en particular dejó de ser un objetivo, al perseguirse reducir al
mínimo la inflación. El término globalización nació, en su concepción actual, en el
momento en que la oferta se rige en la protagonista del quehacer económico. De este
modo, lo que en el fondo significa la globalización es la eliminación de fronteras a fin
de que los factores productivos puedan moverse sin obstáculos; las fronteras políticas y
la intervención estatal ponen trabas a la oferta, por lo que deben ser minimizadas.

Durante la década de los ochenta la globalización se extiende por todo el mundo. El


objetivo es el de obtener costes menores en la producción de bienes y servicios. A
diferencia del modelo de demanda (1950-1979), en el que pleno empleo y salarios en
alza eran sinónimo de capacidad de consumo creciente, beneficios empresariales en
aumento y recaudaciones fiscales pujantes a fin de que el Estado consumiese y
contribuyese al crecimiento económico, con el modelo de oferta (1979-1995) el
empleo debía ser el conveniente para que la

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inflación fuese reducida, y los salarios bajos para que los costes también lo fuesen.

En un escenario como éste el consumo se vería reducido, al igual que los beneficios
empresariales, pero eso podía obviarse con menores costes que comportarían menores
precios de venta, lo que supondría que los bienes pudieran ser adquiridos por salarios
reducidos; eso debía ir acompañado de aumentos de la productividad obtenidos a través
de la automatización de procesos y de la mejora organizativa.

A final de la década de los ochenta, el crecimiento económico había quedado


desvinculado de la evolución del empleo del factor trabajo. A partir de 1995 la situación
dio un vuelco con el comienzo de la masificación de Internet y el inicio del uso
intensivo de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), que abren la
puerta a la conectividad total. Las TIC aceleraron un proceso que había comenzado en
la década de los ochenta: la menor capacidad de consumo debido al menor peso de unos
salarios que cada vez crecían menos y que eran percibidos por una población ocupada
en proporción cada vez menor al PIB generado debido a las posibilidades de aumento de
la productividad.

En Japón, a finales de los ochenta explotó su burbuja especulativa. En Estados Unidos,


a las consecuencias de la política económica de Reagan se unieron los efectos de la
especulación financiera e inmobiliaria de los ochenta, así como los de la primera guerra
del Golfo, que socavó la confianza de los consumidores estadounidenses y, de rebote,
la del resto del mundo. El problema se solucionó recurriendo al crédito. En la recesión
de 1991 se sitúa el origen de la crisis que se iniciará en 2010: el imparable aumento de
la deuda de personas, familias y algunos estados, así como los déficits de varias
economías. “La fotografía que podía tomarse de la realidad social en el año 2000
también era diáfana: en Estados Unidos, mientras que el 20% de las familias
controlaban el 50% de la renta, el 50% de las familias tan sólo tenían activos por valor
de 1.000 dólares; lo que explicaba, en parte, que el 85% del consumo mundial lo
realizara el 20% de la población del globo, mientras que otro 20% sólo consumía el
1,3%. Este último hecho se venía alimentado porque 3.000 millones de trabajadores
en el mundo se hallaran desempleados o subempleados; porque ochenta y nueve países
disponían en el año 2000 de una renta inferior a la que tenían en 1990; y porque el
consumo medio anual de una familia en África era un 25% inferior al de 1975; y eso
teniendo en cuenta que en California la Administración gastaba más en prisiones que en
la universidad, y que el consumo anual de cosmética en Estados Unidos más el europeo
en helados equivalía a lo que hubiese costado el suministro de agua, más el de
formación básica, más el de alcantarillados de 2.000 millones de personas que en el
planeta no disponían de ellos” (Niño Becerra, 2010: 152).
Tras la recesión de 2000 el crédito se extendió a todo el mundo, incluso a quienes no
podían afrontarlo. Los tipos de interés decaen y se conceden préstamos a personas con
bajo nivel de crédito lo que justifica que, al ser su riesgo superior, también lo sea el tipo
de interés que se aplica al préstamo que se le concede (hipotecas subprime). Estos
créditos se conceden por la fe en la revalorización al alza en el precio de las propiedades
inmobiliarias hipotecadas, que anularía las consecuencias de los impagos de estos
créditos. Además, la

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facultad de los créditos hipotecarios de ser convertidos en bonos y negociados múltiples


veces abrió al sistema a una fuente de negocio en un momento de declive de las
rentabilidades bursátiles, favorecido por el descenso de los tipos de interés. Lo que
había detrás era el ansia de hacer más negocio.

A partir de 2007, se hizo evidente que muchos no iban a poder pagar sus créditos y que
ese crédito no iba a poder cubrirse con otro, en virtud del estancamiento y derrumbe de
los precios de los bienes inmuebles, así como al hecho de que los activos derivados de
las operaciones habían alcanzado un volumen financieramente insostenible. Se cae en
una vorágine de descenso de tipos de interés, nuevas rebajas, planes de ayuda, de
rescate, recapitalizaciones e intervenciones en los sistemas financieros de muchos
Estados.

De este modo, la etapa de bienestar que comenzó en 1950 toca a su fin. Hoy la
tendencia apunta hacia la buena administración y la eficacia. “El crecimiento del
planeta ha estado basado en la creencia de que gastar de todo, sin límite, era posible e
incluso necesario; en el mundo rico, malgastando, en el mundo pobre, sin aportar nada a
cambio. Fue posible porque ese estado de bienestar, ese ir-a-más, nos hizo creer que con
nuestras creaciones, nuestra tecnología y nuestra ingeniería financiera sería posible
compensar cualquier desequilibrio. Pero cuando la deuda se ha hecho físicamente
insostenible y la capacidad de absorber bienes de consumo se ha agotado, nuestro
sistema ha encarado una crisis” (Niño Becerra, 2010: 163).

5. El caso español

Según Conde y Alonso (1994:24-44), los valores sociales que han caracterizado a los
grupos dominantes en España son una compleja red en la que la reputación, el honor, el
vivir a partir de la especulación y la distribución más que de la producción han sido
elementos centrales. Estos valores, junto con una concepción estamentalista de la
sociedad –es decir, que la sociedad se piensa como un conjunto de cuerpos o
estamentos diferentes, definidos por normas y características específicas– es un
sedimento en el que han anidado con facilidad mecanismos clave para el
funcionamiento de la sociedad de consumo de masas, como son la norma gregaria de la
imitación y el seguimiento de los valores de los grupos sociales que se tienen como
modelo. La vieja afición por mostrar la apariencia a través de la vestimenta encuentra su
correlato en nuestro culto a la imagen, a la moda, a la apariencia ante los demás, así
como la utilización de ciertas marcas en busca de prestigio y estatus. La importancia de
la propiedad en España también influye en que el consumo, que permite tener, o parecer
que se tiene, haya triunfado tan fácilmente.

Estos rasgos se encuentran muy alejados del ideal weberiano. De hecho, los valores
dominantes en estos sectores se encuentran íntimamente ligados a concepciones
católicas dominantes, durante mucho tiempo, en la sociedad española. La moderna
sociedad de consumo de masas en España se desarrolla en relación con las matrices
culturales del catolicismo y de lo

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jerárquico-comunitario. En los procesos motivacionales de la sociedad de consumo de


masas aspectos como la grupalidad, el aparentar, la importancia de la imagen ante el
otro, el predominio de códigos comunes antes que individuales, así como la relevancia
de los códigos informales de presión social sobre los formales constituyen un conjunto
de características que conforman una gran parte de los dispositivos básicos del fomento
del consumismo, influyendo a favor del consumo de marcas, de modas y de todos
aquellos consumos relacionados con el prestigio social existiendo, además,
dependencia multinacional, ya que lo importado parece estar rodeado una aureola de
calidad y estatus.

Si la ética protestante ayuda a conformar un tipo de personalidad más adecuada para las
fases iniciales del capitalismo de producción y de fuerte industrialización capitalista,
como evidencia Weber, la ética católica parece más apta para conformar el tipo de
personalidad afín a las fases de desarrollo de dicha sociedad en la que la norma de
consumo de masas pasa a primer plano. En efecto, el protestantismo, que es positivo
para la producción es, sin embargo, un freno para el consumo; el catolicismo, que
primitivamente fue un freno para la producción, es un eficaz aliado para el consumo y el
consumismo. La ética protestante fomenta el desarrollo de una personalidad más
independiente y menos gregaria, por lo que en Estados Unidos y otros países con fuerte
ethos protestante el fomento del consumo de masas ha tenido que ir asociado a
determinadas construcciones conceptuales, cosa que no ha sucedido en países como
España, país en el que, gracias a la fuerte normatividad que implica el catolicismo, se
promueve el comportamiento grupal en una dirección determinada y dependiente de la
autoridad mientras que, a nivel individual, se mantiene cierto margen de opción y
libertad personal.

Además, en la cultura católica hay mayor expresividad, presentando una forma ética y
estética más cercana a la del consumo de masas, con la importancia que tiene el
diseño y la ornamentación. Esto favorece el triunfo de los valores añadidos a los
productos más allá de la funcionalidad. De hecho, la moda como fenómeno social
gregario que acelera la circulación de los objetos-marcas atribuyéndoles un signo
diferencial se desarrolla con especial fuerza en Francia, Italia y España, países de fuerte
tradición católica.

Conde y Alonso (1994:79-91) señalan cómo el franquismo permite, sin pretenderlo,


crear condiciones culturales para el desarrollo del consumismo, precisamente por la
pervivencia de estos valores, propios de las viejas clases patrimoniales, que se oponían a
la modernización de España. El conflicto entre tradición y modernidad refleja la
pervivencia de estos sectores sociales vinculados a valores tradicionales frente
al .desarrollo de nuevas clases medias funcionales, que sustentan el proyecto
modernizador.

En el proceso de modernización de España desempeña un papel fundamental el


referente americano. La apertura al exterior cristaliza en una publicidad en la que se
utiliza la estética hollywoodiense y el imaginario americano. Esta puntualización es
importante porque, de forma creciente, el referente a nivel mundial de lo que se debe
consumir, es Estados Unidos.

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A partir de 1959, España comienza a crecer con un modelo económicamente muy pobre
que se sustentaba en las remesas de los emigrantes en Europa, el gasto de la naciente
clase media-baja europea en las playas del Mediterráneo y la inversión extranjera. Al
tratarse de una economía especializada en fabricar bienes y en elaborar servicios de
medio-bajo y bajo valor añadido, posee poca productividad. A pesar de que se configura
como una economía respetable por volumen del PIB (la octava o novena del mundo),
sigue siendo retrasada, dependiente y pobre.

La economía española creció a base de crear empleo generador de bajo valor, es decir,
poco productivo, con poca inversión en I+D, conocimiento, innovación y formación
permanente, dependiendo, además, del exterior energéticamente, y presentando bajos
niveles salariales. ¿Cómo se alcanza el nivel de bienestar que hasta ahora se ha
disfrutado? Desde finales de los noventa, pero sobre todo, desde la recesión del 2000,
prácticamente la mitad de la economía pivota sobre la construcción, el automóvil y el
turismo, por el lado de la oferta. Por el de la demanda, el crédito que desde las entidades
financieras ha ido fluyendo hacia familias y empresas. Por ello, España está padeciendo
esta crisis de manera contundente. Su modelo de crecimiento está basado en actividades
de bajo valor añadido, depende del exterior tanto en energía como en capital, tiene un
número de ciudadanos extranjeros insostenible para el valor que es capaz de generar
(aunque sin ellos el boom inmobiliario hubiera sido imposible), es bajo en
productividad e intensivo en mano de obra y, por tanto, muy sensible en el empleo al
negativo impacto de la situación presente (Niño Becerra, 2010: 168-172).

6. Críticas (y alternativas) al homo consumens

Como hemos visto, los objetos de consumo tienen un marcado valor simbólico al
proporcionar estatus y configurar estilos de vida, por lo que es fácil que en los
estratos sociales más opulentos estas necesidades y deseos acaben convirtiendo el
consumo en ilimitado y compulsivo. Esto es precisamente lo que ha sucedido desde los
años ochenta del siglo XX, cuando el marketing emprende la inteligente tarea de ligar la
identidad a los productos, satisfaciendo el deseo de identidad. “Los especialistas en
marketing venden símbolos junto con los productos, pero para diseñar los símbolos se
ven obligados a explorar las tendencias sociales para averiguar para averiguar qué
deseos pueden despertarse, avivarse, saciarse” (Cortina, 2002: 102).

Para Paul Ekins (1991: 244), sociedad de consumo es “aquella en la que la posesión y el
uso de un número y variedad creciente de bienes y servicios constituyen la principal
aspiración de la cultura y se perciben como el camino más seguro para la felicidad
personal, el estatus social y el éxito nacional”. En palabras de Adela Cortina (2002: 65),
“la que ha dado en llamarse ‘sociedad consumista’ porque en ella el consumo es la
dinámica central de la vida social, y muy especialmente el consumo de mercancías no
necesarias para la supervivencia”.

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En la actualidad, en la que predomina una tendencia de liberalismo económico, al


haberse puesto en marcha amplias medidas desregularizadoras de las transacciones en
los mercados y de los movimientos financieros internacionales, la abismal desigualdad
entre los que más tienen y los que tienen menos se ensancha, lo que está ocasionando
protestas y reivindicaciones, que en los últimos meses han salido a la palestra a raíz del
movimiento social de los “Indignados”. Uno de los ideólogos de este movimiento,
Stéphane Hessel, en el ya famoso manifiesto ¡Indignaos!, afirma: “el poder del dinero
[...] nunca había sido tan grande, tan insolente, egoísta con todos, desde sus propios
siervos hasta las más altas esferas del Estado [...]. Nunca había sido tan importante la
distancia entre los más pobres y los más ricos, ni tan alentada la competitividad y la
carrera por el dinero” (Hessel, 2011: 25).

Las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales no sólo abarcan el campo del
injusto reparto de la riqueza, sino también la defensa de los derechos humanos o el
cuidado del medio ambiente. En general, se demanda un mundo en el que el objetivo
supremo no sea lograr las máximas ganancias en términos económicos, sino trascender
el reduccionismo econonomicista.
A continuación, abordamos tres aspectos esenciales a la hora de plantear (y replantear)
las características del consumo en la moderna cultura occidental: en primer lugar,
desmontar el mito de la soberanía del consumidor y sustituirlo por la figura del
consumidor responsable; en segundo lugar, tomar conciencia de la imposibilidad de
mantener un crecimiento económico sostenido debido al progresivo deterioro
medioambiental; por último, reforzar los circuitos de consumo no mercantiles, el
llamado “ciclo del don”.

6.1. La soberanía del consumidor

Los defensores del liberalismo económico defienden la idea de que existe un mercado
perfecto en el que ningún participante puede influir sobre precios o cantidades,. En estas
condiciones, el consumidor es el rey, pues puede elegir libremente, al mejor precio, al
existir un ajuste automático entre la oferta y la demanda. En la realidad, el consumidor
no tiene información sobre todos los vendedores, por lo que acaba eligiendo entre los
más accesibles o dejándose llevar por la presentación o cualidades que atribuye al
artículo. A esto hay que añadir la combinación entre la persuasión publicitaria y la
presión social. La libertad de elegir está más condicionada aún cuando existe
competencia monopolística, pues entonces el comprador carece de libertad: si desea la
mercancía ha de someterse al precio y condiciones que se le impongan. Sucede así con
ciertos servicios públicos, como transportes o energía. La publicidad y técnicas afines
caracterizan al producto como único y excepcional, sobre todo mediante la creación de
marcas (Sampedro, 2002).

Para John Kenneth Galbraith (1958), en las sociedades opulentas son los productores
quienes llevan las riendas de la producción y el consumo, manipulando las necesidades
y los deseos de los ciudadanos a través del marketing, buscando el beneficio. Los
fabricantes, a la hora de introducir un nuevo producto, promueven su demanda entre
los consumidores y procuran

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sostener la demanda de los productos ya existentes. Aquí entra en escena el mundo de la


publicidad y el marketing, de la televisión y la manipulación del consumidor, todo lo
cual erosiona la propia soberanía de este último.

Pero lo más grave de todo es que esta realidad se oculta, lo que lleva a Galbraith (2004:
32) a afirmar que estamos ante un verdadero fraude: “La creencia en una economía de
mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra
época. La verdad es que nadie intenta vender nada sin procurar también dirigir y
controlar su respuesta. En el momento en que el poder sobre la innovación, la
manufactura y la venta de bienes y servicios quedó en manos del productor y se alejó
definitivamente del consumidor, el volumen de la producción se convirtió en el
principal indicador del éxito de una sociedad. El progreso económico y, en general,
social se mide hoy por el aumento de la producción total de bienes y servicios, lo que
denominamos producto interior bruto (PIB)”. De la importancia del PIB surge una
forma de fraude, al medirse el éxito de una sociedad, no por logros artísticos, literarios,
educativos o científicos, sino sólo por la producción de objetos materiales y servicios,
que en gran medida son impuestos por los productores.

La falta de libertad del consumidor tiene otra cara aún más amarga, pues adquirir
determinados bienes no está al alcance de todos, como ya hemos apuntado, sino que
depende de las posibilidades económicas de cada cual. Por ello, el mercado no es la
libertad porque elegir lo que se compra viene determinada por el dinero que se tiene,
esto es, por la posición en la escala social “Y puesto que en el mercado el dinero es el
que da la libertad de elegir resulta que en el mercado llamado ‘libre’ los poderosos
efectivamente eligen mientras que los débiles se resignan con lo inferior o nada”
(Sampedro, 2002: 32-33).

Esto supone que “una pequeña parcela de la humanidad consume para satisfacer no sólo
sus necesidades, en el sentido más amplio del término necesidad, sino también sus
deseos más arbitrarios e irrelevantes, mientras una gran parte de esa misma humanidad
no puede ni satisfacer sus necesidades biológicas más básicas, así como sus necesidades
culturales más elementales” (Cortina, 2002: 125).

Una “ética del consumo tiene como clave innegociable la afirmación de que los bienes
de consumo deben estar al servicio de la libertad de las personas concretas, que las
mercancías y sus características deben estar al servicio de las capacidades y que
cambiar el fin (la libertad) por los medios (mercancías) es incurrir en humanidad”
(Cortina, 2002: 217). El modelo de consumo tiene que proteger y promover las
capacidades y funcionamientos que componen el bienestar personal. La calidad de vida
debería prevalecer como proyecto sobre la cantidad de los bienes, esto es, un tipo de
vida que se puede sostener moderadamente con un bienestar razonable, valorando
aquellos bienes que no pertenecen al ámbito del consumismo indefinido, sino del
disfrute sereno. “La vida buena no depende del consumo indefinido de productos del
mercado, sino que el consumidor prudente toma en sus manos las riendas de su
consumo y opta por la calidad de vida frente a la cantidad de los productos, por una
cultura

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de las relaciones humanas, del disfrute de la naturaleza, del sosiego y la paz, reñida con
la aspiración a un consumo ilimitado. Por formas de vida con calidad, que
afortunadamente pueden universalizarse” (Cortina, 2002: 261).

Como afirma Adela Cortina, los consumidores no son soberanos, pero tampoco simples
marionetas, sino personas autónomas que tienen el poder de cambiar la forma en que
consumen por razones de justicia y felicidad, tomando conciencia de sus motivaciones
personales, de las creencias sociales, de los mitos de su sociedad, sabiendo descodificar
la propaganda, descubriendo las convicciones asumidas en su primera socialización,
conociendo distintos estilos de vida capaces de conferirles una identidad social digna y,
al hacer sus elecciones de consumo, tomando conciencia de la incidencia que éstas
tienen en su propia vida y en la de los demás seres humanos. Los consumidores pueden
participar en asociaciones y organizaciones que defiendan sus derechos, y exigir
responsabilidades a empresas y poderes públicos. “La libertad no es sólo independencia
o autonomía, sino también participación, y desde los años ochenta y noventa del siglo
XX los consumidores han cobrado una fuerza que les convierte, no en clase universal,
sino en ciudadanos responsables de canalizarla en un sentido transformador” (Cortina,
2002: 281).

6.2. Los límites del crecimiento

Otro problema urgente es el de los límites de la actual tendencia de desarrollo


económico. Edgar Morin (2010) considera que, de no reaccionar, estamos abocados a la
catástrofe. Para este autor, uno de los conceptos de los que hay que liberarse es el del
“desarrollo”, que supone de forma implícita que el “desarrollo tecnoeconómico” es la
locomotora que, después, arrastra un “desarrollo humano” cuyo modelo es el de los
países llamados “desarrollados”. El desarrollo “sostenible” atempera el desarrollo al
considerar la variable ecológica, pero no cuestiona sus principios. El desarrollo es un
mito típico del sociocentrismo occidental, motor de violenta occidentalización,
instrumento para colonizar a los “subdesarrollados”. “El desarrollo ignora lo que no es
ni calculable ni mensurable, es decir, la vida, el sufrimiento, la alegría y el amor; y su
única medida de satisfacción está en el crecimiento de la producción, de la
productividad, de la renta monetaria. Concebido únicamente en términos cuantitativos,
ignora las cualidades: las de la existencia, las de la solidaridad, las del medio
ambiente, la calidad de vida, las riquezas humanas no calculables y no acuñables;
ignora el don, la magnanimidad, el honor, la conciencia. Su enfoque está barriendo los
tesoros culturales y los conocimientos de las civilizaciones arcaicas y tradicionales”
(Morin, 2010: 69).

“El desarrollo ignora que el crecimiento tecnoeconómico produce también subdesarrollo


moral y psíquico: la hiperespecialización generalizada, las compartimentaciones en
todos los ámbitos, el hiperindividualismo y el ánimo de lucro comportan la pérdida de la
solidaridad” (Morin, 2010: 69). “El desarrollo aporta ciertamente progresos científicos,
técnicos, médicos, sociales, pero conlleva también la destrucción de la biosfera,
exterminios culturales, nuevas desigualdades, nuevas servidumbres que sustituyen la
antigua esclavitud” (Morin, 2010: 70). “Finalmente, el desarrollo, cuyo modelo, ideal y
finalidad son

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la civilización occidental, ignora que esta civilización está en crisis, que su bienestar
conlleva su malestar, que su individualismo comporta soledad y un encierro
egocéntrico, que sus avances urbanos, técnicos e industriales conllevan estrés y
molestias, y que las fuerzas que han desencadenado su ‘desarrollo' conducen a la muerte
nuclear y a la muerte ecológica. No debemos continuar, sino empezar de nuevo”
(Morin, 2010: 70-71).

Para Morin, una política de lo humano tiene como misión más urgente solidarizar el
planeta, ayudando a la humanidad desfavorecida, proporcionando medicamentos
gratuitos y alimentando a las poblaciones necesitadas. La juventud debería movilizarse
en un servicio cívico planetario y es necesario que se salvaguarden los bienes comunes,
desarrollando lo mejor de la civilización occidental e integrando otras civilizaciones.
“Los poderes de la ciencia, la técnica y la industria deben ser controlados por la ética”
(Morin, 2010: 73), existiendo instituciones que funcionen a nivel planetario.

6.3. La economía del don

Uno de los aspectos que se tiende a obviar en muchos análisis sobre el consumo es que
los bienes de consumo, además de fomentar el individualismo, también permiten
establecer y mantener relaciones sociales, como señalaron Douglas e Isherwood en
1979. Los bienes de consumo forman parte de numerosos rituales sociales. Según Mary
Douglas, las comunidades que implican a sus miembros en más compromisos sociales
tendrán más rituales de consumo, y en momentos de crisis habrá más apoyo entre sus
miembros. El consumo fomenta la solidaridad mediante el regalo, la gratuidad (Cortina,
2002: 282-283).

Ya Marcel Mauss, en su célebre Ensayo sobre los dones (1971), escrito en contra del
utilitarismo y publicado por primera vez en 1925, mostraba como el homo
œconomicus era una creación de las sociedad occidentales modernas; no sólo no ha
existido siempre sino que, incluso hoy día, las personas hacen uso de los bienes
buscando no sólo interés y utilidad, sino también reforzar las relaciones sociales a través
de los regalos. Existen dos formas posibles de intercambio: a través de contratos
individuales de mercado –con circulación de dinero– y a través del regalo, que es algo
propio de sociedades anteriores a la del contrato pero que pervive en nuestros días.

El cambio de regalos precontractual, que Mauss llamó “ciclo del don”, conlleva un
intercambio de bienes que no constituye una prestación puramente libre y gratuita, ni
tampoco se puede incluir dentro de la economía de la utilidad. Los regalos crean
comunión y alianza, y sirven también para manifestar el antagonismo y la competición
entre grupos sociales. De hecho, se puede sustituir la guerra y el aislamiento por la
alianza, el don y el comercio. Dar, recibir y devolver son formas de estabilizar
relaciones. El don, por tanto, une libertad y obligación, liberalidad, generosidad y lujo
frente a interés, ahorro y utilidad. Así como Mary Douglas extrae la conclusión de que
hay mucho más de don en el consumo actual de lo que los economistas perciben, Mauss
aplica la economía del don a las sociedades modernas mediante la creación de

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instituciones públicas propias de un Estado de Bienestar. “El Estado debe crear


solidaridad social asegurando a los ciudadanos unos bienes que deben quedar fuera del
circuito mercantil, como son la educación, la atención sanitaria y las prestaciones en
tiempos de vulnerabilidad” (Cortina, 2002: 287). “Ante el enorme poder de las
empresas y los grupos económicos en el sistema de mercado es preciso recordar que
el interés privado y el interés público no tienen siempre los mismos objetivos,
aunque coincidan en parte. Las empresas persiguen una prosperidad reflejada en las
máximas ganancias posibles, mientras que el interés común busca fines más variados a
los que muchas veces hay que sacrificar el beneficio económico; fines tales como la
salud pública, la mejora de la sociedad mediante la educación, el respeto a la naturaleza,
la observancia de ciertos valores inmateriales, el cultivo de actividades estéticas, la
cohesión social y, sobre todo, el acatamiento de unas normas éticas de convivencia,
entre otras manifestaciones del progreso humano” (Sampedro, 2002: 46-47).

7. Conclusión

Como hemos mostrado, el acto de consumir es, sobre todo, un acto simbólico mediante
el cual los individuos y los grupos sociales señalan e, incluso, crean, su identidad y
marcan sus diferencias. Si bien tradicionalmente los estudios en torno al consumo lo han
ligado con la posición que se ocupa en el sistema productivo y, por tanto, con la
estructura de clases, los análisis más contemporáneos hacen hincapié en la pérdida de
importancia de este vector, a favor de nociones como la de estilo de vida, que permite a
los consumidores elegir entre un amplio abanico de posibilidades que, desde luego,
siguen estando limitadas por condicionamientos económicos y físicos. Lo que sí parece
cierto es que las distinciones tradicionales, por clases sociales, han dado paso a
identidades más líquidas.

En contextos urbanos, donde la gente apenas se conoce y los contactos son efímeros,
es fácil adoptar ciertos atributos para aparentar ser prácticamente lo que se quiera, si
bien, en gran medida cada grupo social adopta diferentes formas de consumo, pues
el gusto se educa desde edades tempranas, por lo que existen unos márgenes dentro de
los cuales el individuo expresa tanto su pertenencia al grupo como su carácter
individual. El consumo, incluso, puede servir para proteger aspectos más íntimos de
la vida de las personas pues, mediante el acomodamiento a las modas vigentes, se
sitúan dentro de lo considerado como socialmente aceptable o normal. Detrás del
consumo está, pues, la necesidad de aceptación y de reconocimiento social, necesidad
que no sólo se cubre a través del circuito mercantil, sino a través de otros modos de
intercambio de bienes, como el ciclo del don, que implica la creación –y
mantenimiento– de vínculos sociales mediante el dar y el recibir gratuitamente. El
problema es que el desarrollo de la economía capitalista ha implicado un
crecimiento continuo de las necesidades y los deseos suscitados por el binomio
producción/consumo. A pesar de la existencia de enormes zonas de pobreza, la
civilización occidental, con el apoyo de las estrategias publicitarias que fomentan la
compra de productos cargados de virtudes ilusorias, así como la

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obsolescencia rápida y el fomento de lo nuevo, la preocupación individualista por el


estatus y el consuelo que ofrece el consumo frente a las frustraciones vitales, fomentan
el hiperconsumo. El consumismo comporta despilfarros y causa degradación,
contaminación y escasez de recursos naturales.

La necesidad de plantear restricciones, que acompaña a toda crisis económica, podría


contribuir a frenar esta dinámica, tomando conciencia de las insatisfacciones que
conducen a la búsqueda de satisfacción material, rebelándose contra la incitación al
consumo por parte de productores y publicistas, educando a los consumidores para que
exijan calidad en los productos que compran, fomentando movimientos de reformas de
vida que buscan calidad de vida y modificación del consumo, reemplazando la
producción de objetos de un solo uso por objetos reparables, generalizando el reciclaje
de productos, exigiendo garantías de que lo que se compra no es fruto de la explotación
de trabajadores, promoviendo la vuelta al comercio de proximidad, la creación de
comités de ética de consumo y el trueque, así como fomentando modos de producción y
consumo armónicos con el medio ambiente.

Además, hay que revisar algo importante. En palabras de Edgar Morin “la concepción
puramente tecnoeconómica del desarrollo, que no conoce más que el cálculo como
instrumento de conocimiento, ignora no sólo las actividades no monetarizadas como las
producciones domésticas y/o de subsistencia, los favores mutuos, el uso de bienes
comunes y la parte gratuita de la existencia, sino también y sobre todo aquello que no
puede calcularse ni medirse: la alegría, el amor, el sufrimiento, la dignidad, en otras
palabras, el tejido mismo de nuestras vidas” (2011:27).

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