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Jorge Maronna & Luis María Pescetti
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Plagios literarios y poder político al desnudo
ePub r1.0
Titivillus 04.09.15
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Jorge Maronna & Luis María Pescetti, 2001
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Lucas se preguntó si ese comienzo tenía el gancho suficiente. Había leído que los
novelistas daban especial importancia al primer párrafo. Ella debía quedar atrapada.
¿Conocería sus fuentes de inspiración? Tal vez El Quijote, pero las otras dos no le
parecían igualmente famosas. Ensayó una continuación más audaz:
En otro lugar de la Mancha, Samsa escuchó asombrado las palabras de Lady Chatterley: «Espérame en tu
casa del bosque. Iré con Justine, y llevaré sogas y un látigo, como a ti te gusta». Mientras tanto, el coronel
Buendía hacía morisquetas a los integrantes del pelotón de fusilamiento.
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en Gregorio Samsa. Le dio muchísimo asco.
Lucas se preguntó, con inesperada profundidad: ¿cómo sabía el bicho que él era
Samsa? Tal vez vivía en una cueva en casa de Samsa, y lo veía a menudo. Se sintió
tentado con la posibilidad de seguir por esta puerta que abría un millón de
posibilidades.
Samsa, o, mejor dicho, el bicho, recuerda que, salvo en su apariencia semihumana, sigue siendo un bicho,
que pertenece a una familia de bichos; su naturaleza estaba dividida. No podía traicionarlos, por más bichos
que fueran. Su parte humana le pedía pisar a esos bichos, y su parte bicho los quería salvar. Terminó dándose
un golpe en un ojo.
En ese momento apareció la madre del bicho y, al verlo con la apariencia de Samsa, salió corriendo
mientras gritaba «¡Socorro, un hombre!». Samsa entendió perfectamente el asco de su madre: ella también le
daba asco a él. Eran lo que se dice una familia tipo. «No debo sentir vergüenza de que mi madre/hijo sea un
bicho/humano» —pensaron los dos al mismo tiempo—. En ese momento, a Samsa se le cruzó una idea por la
cabeza: ¡No tendría complejo de Edipo! ¡No podía tenerlo con un horrible bicho! Cargaría con la vergüenza de
ser el único de su generación sin ese complejo. Aunque, por más que tuviera seis patas, ella era su madre.
A la mañana siguiente, Gregorio Samsa, después de un sueño agitado, despertó convertido en un horrible
mueble para el televisor.
Cuando acababa de poner el punto final a esa frase oyó que golpeaban la puerta.
Era Amparo.
—Lucas, salía hacia la editorial y me pregunté si no necesitarías algo.
—¿Algo como qué?
—No sé, más papel, conversación, un sándwich…
Ofreció ella, mientras lo veía rodeado por un nuevo halo de atracción. Su amor
oculto encontraba una razón más para crecer: él era un creador. Nunca lo había visto
leer un solo libro y, de repente, le irrumpía esta pasión que lo llevaba a encerrarse a
escribir durante horas. Él no había querido contarle la razón de ese repentino ataque
creador. Lo que son las musas, pensó. Se sintió tentada de darle un beso, pero se
reprimió: ¿qué pensaría Lucas de una mujer tan impulsiva? Sólo atinó a despedirse
sin molestarlo.
—Bueno, me voy, te dejo mi paraguas por si necesitas salir.
—Cuídate… no, mejor cómprame cigarrillos; quiero decir, sí, cuídate, pero
tráeme cigarrillos.
A treinta mil pies de altura, Günther von Bohlen and Reichenbach, furioso de celos,
se preguntaba si el nuevo amigo de su mujer sería escritor, como los anteriores.
Levantó la vista: Michelle dormía plácidamente en su asiento, ajena a sus
preocupaciones, al viaje. Parecía inocente. Fritz, el valet, le alcanzó un papel:
—Nos llegó de África, señor, ¿preparamos el pedido?
Günther apenas lo miró e hizo un breve gesto de asentimiento.
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Gregorio Samsa pensó en que alguna vez instalaría en ese lugar una fábrica de
valijas, y la llamaría «Gregorite». No, mejor usaría su apellido: «Samsonite».
Lucas levantó la vista y vio a Amparo esquivando charcos de agua, mojándose.
Miró el paraguas que ella le había dejado. Abrió la ventana y le dijo:
—No te olvides de los cigarrillos.
Siguió:
Gregorio Samsa creyó que estaba sufriendo una pesadilla, o al menos una livianilla, algo producido por
una comida. No debía volver a ese basural. La basura tiene eso: es deliciosa pero después te hace soñar con
coroneles frente a un pelotón de fusilamiento.
Al rato golpearon la puerta. El último párrafo había sido dificultoso y temió que a
ese paso no acabaría nunca. ¿Qué le mostraría a Michelle? Abrió con cierto disgusto,
era Amparo; regresaba empapada, traía un paquete de cigarrillos en sus manos.
—Están mojados —señaló Lucas.
—Ya te dejo trabajar, pero ¿me contarás por fin cómo empezó toda esta historia
de la novela?
No podía negarse una vez más. Sintió una mezcla de peso y alivio sobre sus
hombros; las imágenes del presente se empezaron a esfumar y volvió a verse a sí
mismo caminando por una calle, en otro día de intensas lluvias.
—Sí, sí… te lo contaré.
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Yo iba sin rumbo fijo, tratando de no mojarme; una ráfaga inesperada me hizo
refugiar bajo el primer toldo que encontré a mi paso. Resultó ser de una librería.
Como era la única protección de la cuadra, otras personas se empezaron a juntar ahí
también, empujándome poco a poco contra la puerta y, cuando me quise dar cuenta,
ya estaba dentro. Comencé a recorrerla, primero asombrado en medio de esas pilas de
libros, pero a los pocos segundos ya estaba aburrido. Empecé a mirar los carteles de
las secciones. Filosofía. Psicología. Sociología. Historia. Sexología. Botánica.
Herboristería. ¿Sexología? Me fijé si alguien me miraba, abrí uno de los libros y ya la
primera foto me impactó. Perdona la crudeza, Amparo, pero la mujer pasaba sus
antebrazos por entre las nalgas de un camello, mientras el hombre estaba flexionado
mirando hacia atrás, rodeado de frutas, con un antifaz puesto. El camello tenía algo
en la boca, que en la foto no se distinguía bien, y cuando me acerqué a un lugar con
más luz, en el descuido, tumbé una pila de libros. Cerré el mío y me agaché a
recogerlos. Cuando los estaba ordenando escuché que una voz de mujer me
preguntaba:
—Disculpa ¿ya recibieron la revisión crítica de Oxford Press de Memorias de
Adriano, en edición facsimilar?
Mi vista, que estaba dirigida hacia el suelo, se levantó recorriéndola palmo a
palmo. Zapatos de tacón. Cadenita de oro en el tobillo izquierdo, que le daba un aire
gitanesco y agregaba algo de misterio a unas pantorrillas tal vez demasiado perfectas.
Piernas que subían largas, bien torneadas. Cintura que la rodeaba por completo; un
hermoso busto que parecía dos, también maravillosamente torneado, igual que las
piernas, pero con otra forma. Su cabellera caía rubia sobre sus hombros, a los
costados de un cuello fino que sostenía más arriba un rostro bellísimo, de una
delicada sensualidad. Dos orejas le salían a los costados de la cabeza, y en ellas se
sujetaban unos colgantes con unas pequeñas piedras engarzadas. Su perfume era
intenso, me despejó la nariz. Porte: actitud sexy, provocativa, no desprovista de una
campesina y sana ingenuidad. Edad: menos de treinta, probablemente veintiséis.
Estudios: Doctorado en Letras con una tesis sobre «La máscara en la obra de Virginia
Woolf, espejos femeninos en la prosa de Pessoa». Color de ojos: ¿verdes? Deportes:
natación y esgrima. Color favorito: rojo de obsidiana. Piedras: el mármol de Carrara y
el granito de Cocina. Detesta: la pobreza y las guerras.
Enseguida noté que ella me había confundido con uno de los vendedores. Me
incorporé inmediatamente y mis labios pasaron casi rozando los suyos, porque el
pasillo era muy estrecho. Era más alta de lo que me había parecido. Y más hermosa.
Un poco nervioso y tratando de pensar con rapidez qué actitud era más conveniente,
no me atreví a decirle que ni era vendedor ni sabía de qué me estaba hablando.
—Espérame un momento.
Le pedí, y fui hasta la caja a preguntar por su libro. Pero me di cuenta de que no
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había retenido muy bien el título que buscaba, y entonces pregunté por lo que creía
recordar:
—¿Tiene los Recuerdos de Adriana?… eh, es una edición fácil de asimilar.
El empleado me mandó a buscar en Literatura Infantil. Pasé frente a la chica y le
pedí que me esperara un segundo, que ya le conseguiría el libro. En la sección infantil
me encontré con una vendedora, a la que reconocí por su disfraz de jirafa. Entre los
dos buscamos sin hallar exactamente lo que necesitaba. Decidí volver con uno muy
parecido, que de todas maneras podía servirle: Adrián, el ratoncito valiente. Ella lo
recibió primero con sorpresa y después con una franca risotada. Advertí que me había
equivocado pero decidí fingir que el cambio había sido a propósito.
—Me encanta la gente con sentido del humor.
Dijo, mientras me miraba profundamente a los ojos, con una mirada que me
atravesaba.
—Tú no trabajas acá, ¿verdad?
—No, pero quise encontrar tu libro y ponerme a ser tu vicio… perdón: ponerme a
tu servicio.
—Oh, latinos, siempre conquistando.
Cuando dijo eso, enseguida me di cuenta de que ella no era de acá:
—¿Tú no eres de acá, no es verdad?
—No.
—Ah. ¿Sí eres?
—No, no: es verdad, no soy de acá.
—¿Eres de allá?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Es que soy muy intuitivo ante una mujer tan hermosa, enseguida me doy
cuenta.
—¿De que soy de allá?
—No, de que eres muy hermosa.
—Eso se lo dirás a todas.
—No es cierto, ¿trabajas o estudias?
—¿Allá?
—Sí.
—Ninguna de las dos cosas y las dos al mismo tiempo.
—Caramba, un acertijo, ¿y qué haces?
—Gozo.
—¿Arte marcial japonés?
Ella volvió a reír con una risa abierta: allí había horas de espejo. Estábamos a
escasos centímetros de distancia. Sus labios me rozaban al hablar. Y me explicó:
—Gozo… gozo estudiando literatura, eso jamás podría ser un trabajo para mí.
—O sea que no cobras.
Rio nuevamente, rozando mi mejilla con sus labios. No dejaba de mirarme, casi
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diría que me estudiaba. Yo me sentía como un libro en blanco ante sus ojos de
experta.
—La literatura y los escritores son mi única y gigantesca pasión.
Ese dato se clavó en mí; yo estaba como un animal en celo, no sabía cómo seguir,
cuando ella me hizo la pregunta crucial, a raíz de la cual empezó todo esto:
—¿Y tú a qué te dedicas?
No podía responderle la verdad. «Nada» no es una buena palabra para empezar
una relación. Y los trabajos que había tenido antes no me parecían demasiado
prestigiosos como para contárselos. Se me cruzaron mil oficios por la mente:
bombero, maestra de jardín de niños, el santo oficio. Pero recordé lo que a ella le
atraía y, sin medir las consecuencias, contesté:
—Escribo.
Nunca una palabra tan breve metió a nadie en un problema tan grande. Ella
sonrió, en un gesto que no acerté a reconocer si era de sorpresa o de burla. Seguía
midiéndome con la mirada. Entre inquieta y con un dejo de ironía me preguntó:
—¿Y qué escribes?
Gotas de sudor cayeron sobre mi mente.
—Palabras —contesté.
—Te sigues riendo de mí.
—Sí, claro, es que los de acá somos muy graciosos, no como los de allá.
—No seas modesto, dime qué escribes.
—Libros.
—No sigas burlándote, por favor —me dijo, recostándose suavemente sobre mi
pecho—, contéstame.
—Sí, ¿me podrías repetir la pregunta?
Intentaba ganar tiempo de cualquier manera. Transpiraba, apurado por la
situación, y mi vista recorría febrilmente la librería, buscando un punto de apoyo que
no fueran sus ojos inquisidores.
—¿Qué escribes?
Como no se me ocurría nada, estaba a punto de confesar mi mentira:
—… Bueno, en realidad, yo no… no…
Cuando levanté la mirada y vi que justo encima de nosotros colgaba un cartel que
indicaba la sección y completé:
—… no… no… ¡novela!
La sonrisa suspicaz que había mostrado hasta el momento se desarmó ni bien
pronuncié esa mágica palabra. Sólo atinó a balbucear:
—¿De veras?
Como no era de veras, opté por seguir callado. Ella entornó sus ojos húmedos de
sensaciones y dejó caer otra frase:
—Amo los libros… y a los novelistas, que se me figuran seres maravillosos.
Casi agrego: ¿Quieres que te haga aparecer algo?, pero permanecí en silencio, en
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una postura que parecía favorecerme. La actitud de su cuerpo había cambiado. La que
antes me parecía una diosa inalcanzable, ahora era una felina dulce y llena de gracia.
—Por favor, cuéntame algo de tu tarea como escritor, cómo son tus horas de
creación.
—Buenooo… estemmm…, son de sesenta minutos… es… es muy difícil, muy
duro, como te imaginarás.
—No quiero imaginarme, sino que me lo cuentes. Para ganar tiempo le propuse
que fuéramos a tomar algo.
—No tengo mucho tiempo, me espera mi marido.
Ese dato me sorprendió. Casada. Había que apurarse, ahora o nunca. Aunque si
son extranjeros sin duda deben ser modernos, tal vez me acepten, o me pidan que los
acepte. Un mariage à trois. Pero ¿cuál sería mi rol? ¿Amante de ella y amigo de él?
¿Amigo de ella y amante de él? ¿Amante de los dos y quedarme sin amigos? Como
sea, a mí me gustaba ella y no él. Además ellos viven en el extranjero; para mí,
cambiar de país, en este momento, es todo un problema. No es que yo sea de los
aferrados a una idea, pero uno se encariña con la tierra que lo vio nacer. ¿Qué haría
yo en un país lejano, sufriendo en sus inviernos helados? Quizá meses sin ver el sol y
hablando un idioma que no conozco. Así es muy difícil mantener una conversación,
porque, aunque, entendiera a los demás, tal vez no sabría lo que yo mismo estaría
diciendo. Además viviría en ese palacio lujoso. Yo nunca fui de tantos lujos. Tendría
que adaptarme a eso también. Y al jet-set. Codearme con tantos artistas y nobles. Y
modelos. Se me olvidarían los nombres… ¿Y si me enamoro de una modelo
hermosa? ¿Cómo lo tomarían Michelle y su marido? ¿Serán tan modernos como
pretenden, o son unos hipócritas? Tal vez sean modernos para ellos, pero para los
demás sean chapados a la antigua. Yo tendría que ayudarlos a cambiar. Es mucha
responsabilidad. Montecarlo. El casino. ¿Vivirán lejos de Montecarlo? De todas
maneras no importa, me podrían prestar su chofer o su helicóptero. O las dos cosas.
¿El chofer sabrá manejar el helicóptero? Supongo que para casos de apuro sí. Ir al
casino no es algo de apuro, a menos que uno salga muy sobre la hora. Sería cuestión
de salir un rato antes. Hacer saltar la banca. Invertir el dinero. Hacer negocios sucios.
Meterme en problemas con la mafia. No, mejor controlar la mafia, así me evito
problemas. Lavar el dinero de tantas ganancias: Llevar una doble vida. Hacerme la
cirugía estética… pero a mí me gusta como soy. Podría operarme y hacerme una cara
que fuera igual a la mía.
—No voy —dije, ante la presión de tantos cambios vertiginosos.
—¿Cómo? —preguntó, extrañada.
—No voy.
—¿Que no me invitas a tomar un café?
—Ah, sí, eso sí.
Salimos a buscar un café. Vimos uno a pocas cuadras. Llegamos y nos sentamos a
la mesa. De pronto un trueno iluminó la ciudad. Las luces de la calle parpadearon
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unos segundos, quedamos en plena oscuridad. Sentí un abrazo de alguien extraño; no
un familiar, me refiero. Una persona del sexo femenino, seguramente; digo
«seguramente» porque no pude mirárselo, pero era evidente por el tono de voz con el
que dijo:
—Ay, qué miedo.
Un cuerpo húmedo y tibio, pegado a mi cuerpo y respirando profundamente.
Cuando regresó la luz confirmé que era ella. Me rodeaba el cuello con sus brazos y
todavía tenía la expresión de un conejito asustado. Le acomodé las orejas y se
tranquilizó. Paradójicamente, toda esta cercanía y tantas emociones nuevas me
recordaron que aún no sabía su nombre.
—¿Cómo te llamas?
—Michelle.
—Ma belle —canturreé en su oído.
—Mabel no: Michelle.
—Lucas Modím de Bastos, mucho gusto.
—Señores, su pedido.
No salíamos de nuestros asombros. El camarero había interpretado nuestro deseo.
Sobre el mantel blanco estaban dispuestos nuestros cafés humeantes servidos en
vajilla de porcelana, al lado de un candelabro con velas encendidas y un delicado
florero con una rosa. Era un momento verdaderamente mágico. Frente a nuestros ojos
pasó una carroza tirada por unos ratones. En el momento en que la carroza se
transformaba en una calabaza, los ratones se convertían en negros corceles y
avanzaban más rápido que antes. Caían estrellas, pequeñas; un coro de luciérnagas
danzaba en torno de nosotros. Nos envolvía una música celestial, algo que ya había
oído una vez en un aeropuerto y también en el ascensor de un shopping.
Pero ella deshizo la magia cuando me preguntó:
—Cuéntame, entonces, qué estás escribiendo ahora.
—Mmmm… eh… estem… —no sabía cómo salir de ese problema y tuve que
decir la verdad—… nada.
—¿Nada? —con desilusión.
—Bueno… nada que pueda mostrarte así, ahora… apenas estoy comenzando una
novela… además, me gusta mostrar las cosas ya terminadas… dame tiempo, quizá en
dos o tres días.
—¿¡Tres días para escribir una novela!? —exclamó, con una sonrisa.
—No, claro, lo que pasa es que ya no me gusta escribir a los apurones como
antes.
—¿Quieres decir que en dos días me mostrarás algo?
—En dos días espero haberte mostrado todo, je.
—Oh, estos latinos, son todos iguales. Me pregunto por qué serán así.
—Debe ser la temperatura.
—Pero en este país hace bastante frío.
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—Por eso, necesitamos entrar en calor.
—Me refiero a por qué siempre estarán conquistando.
—Debe ser porque no nos hacen caso, sino ya hubiéramos parado… —y cambié
de tema— ¿A qué se dedica tu marido, qué edad tiene?
—Oh, es muy aburrido.
—Ahá, ¿y qué más hace?
—Tiene barcos, y es mayor.
—Si tiene barcos será capitán, mayor es en el ejército.
—No, él es mayor, mayor de edad.
—¿Veintiún años?
—No, sesenta. Es celoso, muy celoso, me controla constantemente, empiezo a
sentirme ahogada.
—Entonces salgamos afuera.
—Ahora no, en general.
—Curioso, si él tiene buenos barcos no tendrías por qué sentirte ahogada.
Sin hacer caso de mi humorada, siguió contándome hasta qué punto su vida
estaba rodeada de espías sigilosos y guardaespaldas.
—Ha llegado a colocar micrófonos en mi ropa interior.
—Caramba ¿y los coloca él? ¿Puedo colaborar?
Abrumada, siguió con su triste recuento:
—Graba todas mis conversaciones telefónicas. Lee mi diario personal: me di
cuenta porque empecé a encontrar comentarios con tinta roja. Controla todos mis
movimientos.
—Ah, es lo contrario del Mal de Parkinson. Sería el «Bien de Parkinson».
—Me persigue, no hay lugar al que yo vaya en que no haya reemplazado a
algunos empleados por sus propios esbirros.
Instintivamente miré hacia el camarero, ¿sería un espía? ¿Un guardaespaldas
peligrosísimo? En cualquier caso pensé que lo mejor era dejar una buena propina.
Ella recordó que se debía ir. Dejamos la mesa y nos retiramos, escoltados por el
camarero, que no cesaba de expresar su agradecimiento. Nunca le habían dejado cien
dólares de propina, y por sólo dos cafés.
Al llegar a la esquina me pidió que no siguiera acompañándola. Yo insistí porque
no quería dejarla, pero ella se negaba, recordándome lo peligroso que era, a pesar de
lo cual seguí insistiendo.
—Permítaselo, Mademoiselle.
Le decía el camarero, apoyando mis deseos. Caminamos en silencio por calles
oscuras. Yo trataba de contener mi ansiedad porque no quería verme demasiado
precipitado, pero el hecho de que todavía no hubiéramos arreglado un futuro
encuentro me tenía inquieto.
Media cuadra antes de llegar al Grand Hotel and Towers ella me rogó que nos
despidiéramos allí.
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—Es muy peligroso, Lucas.
—No creo, chiquita, ¿qué me podrían hacer esos guardaespaldas que fuera peor
que perderme unos segundos contigo?
—Sacarte la lengua.
—¿Y cómo me va a importar que me saquen la lengua?
—No, me refiero a que te la arranquen, y desollarte vivo, sumergirte en una olla
de aceite hirviendo… pero si tu amor es más fuerte y quieres arriesgarte a
acompañarme, hazlo.
—… mmm… no, no quisiera comprometerte…
—Ven, ven, acompáñame.
Insistió tanto que no tuve más remedio que acompañarla; de todas maneras tomé
la precaución de pedirle que caminara adelante mientras yo iba agarrado de sus
hombros y ocultándome tras sus espaldas; y el camarero optó por regresar corriendo a
su bar. En la entrada del hotel estaba el tradicional portero junto a un tipo que tenía
una identificación plastificada que decía: IGNACIO ESCOBAR, N.º 375, al lado de
su foto. Ambos saludaron a Michelle con una inclinación reverencial, lo que permitió
que, mientras ellos miraban el suelo, yo pasara inadvertido hacia el interior del hotel,
que estaba ocupado por unos pocos turistas, y el resto lleno de esbirros. Era como una
cueva infecta de seres peligrosos que me miraban amenazadores, a pesar de que les
ofrecía mi sonrisa más cortés. Pero lo cortés no quita lo valiente. Y ellos eran muy
valientes. La vigilancia sobre Michelle superaba lo que jamás podría haber
imaginado. Ni bien entramos al lobby fuimos rodeados por guardaespaldas que
cuidaron cada uno de sus pasos. Nos acompañaron hasta el ascensor. Eran tantos, que
tuvimos que esperar varios viajes ya que siempre ellos llenaban el elevador. Cuando
finalmente se hizo espacio, nos tocó subir solos. Debo confesar que hasta sentí un
poco de miedo al estar con ella así, sin protección. Además empezó a decir:
—Ojalá no te maten, ojalá no te maten. Cuando estábamos llegando a su piso le
pregunté:
—Dime cuándo nos veremos.
—Salimos mañana en la madrugada con mi marido…
—¿Y a él no le importará que vaya?, ¿a qué hora salen?
—No, quiero decir que ya no estaré aquí, lo acompaño a comprar unos barcos al
interior del país.
—Claro, allá son más baratos, ya que no tienen mar.
—En una semana volvemos a pasar por acá y seguiremos viaje hacia Milán.
—¿Eres milanesa?
—En parte: napolitana por el lado materno.
—Me gustaría volverte a ver —insistí.
—Sí, pero sólo con una condición, ¿aceptas?
Nos íbamos a ver, eso era lo que más me importaba, no iba a poner reparos a un
pedido amoroso, cuando ella estaba cumpliendo mi deseo.
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—Por supuesto, dime, cualquiera que sea la aceptaré gustoso.
—Nos podemos ver si… ojalá quieras —se acercó hacia mí—, nos podemos ver
si… si… —se alejó— no, temo que te niegues.
—No, pídeme con confianza —la animé, pensando en que ella estaba a punto de
permitirse alguna fantasía inconfesable.
—Nos podemos ver si… si me traes la novela que estás escribiendo; nada me
pondría más ardiente que la posibilidad de tener una cita con un autor que me trae un
manuscrito; es una vieja fantasía erótica.
—… ¿Te parece?
—Sí… —dudó en continuar—, siempre imaginé a un autor y a mí, desnudos en
un cuarto alfombrado por las hojas de un manuscrito suyo, y yo arrastrándome por el
piso, leyendo cada una de esas páginas y entregándome a sus más osados deseos.
—… Claro… mira lo que son las cosas.
Cuando los esbirros comenzaron a golpear las puertas del elevador, preguntándole
si se encontraba bien, me pareció prudente oprimir el botón que decía «abrir» y
dejarla partir. Se despidió, ofreciéndome un beso que rozó mis labios. Las puertas
terminaron de cerrarse mientras yo le gritaba mi número de teléfono, y ella, entre
suspiros, me recordaba el día y el compromiso.
Salí del hotel, feliz. Atravesé el parque cantando y dando saltos, sintiendo una
dicha infinita. Cuando llegué al apartamento caí en la cuenta del único pero grave
problema. «Eres incapaz de terminar una página completa», me decía la Castro, mi
maestra de primaria. Y una novela tiene muchísimas páginas completas. Había
fracasado. Estas palabras retumbaron en mi mente una y otra vez. Inútil tejer sueños
que abrigaran esperanzas que vistieran ilusiones. Debía renunciar a Michelle. Adiós,
adiós hermosa, aun antes de que seas mía.
Sentí el impulso de salir, buscar un bar, y que la bebida me ayudara a olvidarla.
Pero el deseo de poseerla se negaba a desaparecer. Botella tras botella, sólo se
avivaba su recuerdo. Comencé a golpearme con los envases vacíos, pero nada daba el
resultado esperado. Ella permanecía dentro de mí, como una llama que todo lo
abrasa. Serás mía, me dije. Y un señor que estaba a mi lado en la barra, alejó un poco
su silla. Regresé a casa, pasé por una papelería, compré estas hojas en blanco,
cuadernos, toda suerte de bolígrafos y lápices, cerveza como para acabar la novela
esa misma noche, y regresé. A la mañana siguiente mi dolor de cabeza y mis ganas de
orinar eran enormes, pero no había escrito ni un renglón. La señorita Castro tenía
razón. Fue en ese momento cuando recordé que trabajas en una editorial, y entonces
te pedí ayuda.
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Tardó horas en escribir ese breve párrafo, y así y todo no quedó satisfecho, no le
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pareció suficiente, le faltaba riesgo, audacia.
A Lady Chatterley le salió un cerdo en un muslo. Cuando el coronel Aureliano Buendía se cruzó con
Justine, lo primero que vio fue la nube de mariposas qué la rodeaba. Ella venía avanzando a los tumbos, dando
golpes en el aire con la soga. Pero el coronel observaba cómo esa rara especie de mariposas asesinas parecía
reírse de esos intentos torpes. Se alejaban un poco y volvían a besarla. La llenaban de besos y libaban de su
cuerpo. Le daban unos besitos suaves. Pero, como eran miles, Justine quedaba baboseada. ¿Adónde va,
hermosa dama?, preguntó el coronel, aun cuando no tenía idea de si debajo de esa nube había una mujer.
Se detuvo un segundo para pensar la siguiente frase, debía ser clara, corta,
contundente:
Voy a casa de mi abuelita a llevarle esta canastita de comida, contestó Justine. Ah, qué bien, dijo el
coronel, mientras por dentro se relamía pensando en que devoraría a la anciana abuela y a la bella niña.
—Te traje esta canasta de comida —dijo Amparo, que ya había regresado de la
editorial, sobresaltando a Lucas, mientras apartaba la pila de papeles y ponía sobre la
mesa queso, embutidos, pan, huevos duros y una botella de sidra—. Para que
brindemos por tu novela.
A Lucas no le gustó nada; no quería beber, porque entonces se dormiría, pero
Amparo ya estaba abriendo la botella y sirviendo la sidra, mientras gritaba
entusiasmada:
—¡Salud, chin-chin, skól, prost!
—No, se dice «Proust» —corrigió él.
Aprovechando que Lucas iba al baño, Amparo tomó la novela y comenzó a leerla.
En la primera y rápida lectura no le gustó nada, pero era porque no la había
entendido; se dio cuenta de que necesitaba una segunda lectura, como toda novela
compleja lo requiere. En la segunda lectura le gustó menos, y ahora porque la había
entendido.
Cuando Lucas regresó, Amparo juntó coraje y se animó a decir:
—Lucas, piensa que tal vez ella no regrese. O que no le guste lo que escribes.
—Amparo, debo seguir. Estoy embarcado en esto y quiero terminar…, lo siento,
debes irte. Ella sintió que su corazón se arrugaba.
—¿Y qué harás sin mí?
—Me quedaré sin amparo.
Remató, dando muestras de su inagotable ingenio.
Amparo partió, silenciosa, con los ojos húmedos.
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Esta última no, pensó Lucas: nada de groserías, Michelle podría ofenderse, mejor
algo elevado. Llegó al capítulo «Los escritores famosos y ricos nos aconsejan»,
donde Robbe-Grillet decía: Lo más difícil es la primera página de la novela; después
uno está impulsado por una energía que reside en lo que ya ha escrito. La primera
página ya la escribí —se dijo Lucas—, pero no se me ocurre nada más. Para Borges
había que Narrar los hechos como si no se los entendiera del todo. ¡Voy por el buen
camino —se dijo—, no entiendo nada de lo que escribo! Explicaba Sábato: La novela
es un tipo de creación que no intenta probar nada. Voy bien, yo no trato de probar
nada, sólo de acostarme con Michelle. En la novela actual no hay tiempo
astronómico sino tiempos interiores. Esto es chino básico. ¿No será «tiempo
gastronómico»? No ofrece una lógica racionalista: irrumpen el subconsciente y el
inconsciente. Inconsciente es el que escribió esto, concluyó Lucas, indignado.
Pero le dio curiosidad lo que decía Carver: A riesgo de parecer tonto, un escritor
necesita a veces tan sólo presenciar con la boca abierta alguna cosa —un atardecer
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o un zapato viejo— en puro y absoluto asombro. Dispuesto a aprender, Lucas abrió la
boca, esperó la llegada del atardecer, y contempló un zapato viejo durante un largo
rato. Cuando el dolor de cabeza se le hizo insoportable, abandonó; en efecto, Carver
era un tonto.
Perseverante, continuó con un consejo de Gide: El gran secreto consiste en
escribir al instante: cuando se vacila, se está perdido. Esto estimuló a Lucas, que de
inmediato se abalanzó sobre los papeles, pero al instante recordó a la señorita Castro,
vaciló y se sintió perdido. Por último, casi a punto de abandonar, leyó una frase de
Carson Mc Cullers que le interesó: Los detalles generan siempre muchas más ideas
que las que cualquier generalidad puede aportar. Recomenzó entonces la novela,
ahora con nuevas esperanzas:
En un lugar de la Mancha, situado a 23.º de longitud oeste, de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque
se llamaba Torrejas de la Reina, frente al pelotón de fusilamiento compuesto por ocho jóvenes carabineros
vestidos con ropa de fajina color caqui y sin experiencia previa en el manejo de las armas de fuego, lo que
ponía en peligro de muerte al condenado y también al resto del pelotón, el coronel retirado Aureliano J.
Buendía había de recordar aquella fresca tarde en que, al despertar de un sueño agitado provocado por la
excesiva ingestión de chucrut con codillo de cerdo y cerveza de alpiste, Gregorio Héctor Samsa se encontró en
su cama de sábanas a pintitas rosadas, transformado en un horrible lepidóptero.
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esos matones? se preguntó. Porque tienen todo el aspecto de matones. Trajes oscuros,
cicatrices en las caras, gafas para sol aunque ahora es de noche, revólveres que
asoman por entre sus ropas. ¿Serán los que mencionó Lucas? Porque están mirando
hacia su ventana. Esto no me gusta. Debo avisarle ahora mismo. El teléfono sonó
cuando él comenzaba a dormirse nuevamente. Atendió y, sin dar tiempo a que
Amparo hablara, descargó toda su indignación en un breve discurso acerca de los
antepasados del que realizaba llamados a esas horas. Cuando cortó, Amparo, pensó
que Lucas estaba un poco nervioso en esos días. Un muchacho tan fino diciendo esas
cosas.
Volvió a mirar por la ventana. Los matones continuaban vigilando. ¿Serán un
grupo de turistas? Dudó. ¿Gentes con otras costumbres? ¿No serán estudiantes de
literatura? Qué raro, con tantas cicatrices. Aunque podría ser, los ambientes
académicos son tan competitivos.
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fotocopias de Escriba su propia novela en su propia casa. Allí encontró un consejo
muy importante: A la hora de escribir, no se separe del niño que usted sigue siendo.
No aclaran la hora, pensó; pero igual se le hizo bueno el consejo.
La vaca…
(dudó unos minutos. ¿Cuál era la mejor alternativa? ¿qué camino seguir?)
… es un animal invertebrado que nos da leche, cuero y pezuñas con la que se hacen peines, cuernos,
estuches y puntas de patas de vaca.
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—No entiendo, explícamelo de nuevo.
—Tú sabes que odio a los escritores, ¿sí? —retomó Günther, conteniendo su
impaciencia.
—Sí.
—… Eso viene de un trauma que sufrí de niño, ¿de acuerdo?
—Sí.
—… Eso ya me lo explicó el doctor Blumenthal.
—¿Blumenthal?
—Sí.
—¿Pero él no es otorrinolaringólogo?
—¿¡Y QUÉ IMPORTA, POR MIL DEMONIOS!? ¡ÉL FUE QUIEN ME LO
DIJO!… —comprendió que esos arrebatos la ponían peor; se calmó y continuó—…
¿de acuerdo?
—Sí.
—¿Me estás siguiendo?
—Sí.
—Bien, y yo te estaba pidiendo que eso no me lo recordaras nunca, ¿sí?
—… Ss sí.
—¿¡Qué pasa, Michelle!?
—Ahí es donde empiezo a perderme.
—¿Cómo a perderte? Es muy sencillo.
—¿Sí?
—Vamos a empezar de nuevo, ¡Fritz! Paper! Pencil!
—¿Quiénes son Paper y Pencil? —preguntó Michelle.
—No, mi amor, estoy pidiendo papel y lápiz a Fritz.
Éste se los alcanzó. Günther dibujó sobre un papel:
—Mira, éste soy yo ¿de acuerdo?
—Sí.
—… Éste es el doctor Blumenthal ¿sí?
—Sí.
—… Y éste es mi trauma.
—No entiendo el dibujo.
—Por eso, porque es un trauma.
—¿Y yo dónde estoy?
—Tú no estás.
—¿Por qué?
Günther suspiró, impaciente:
—¿Quieres que te dibuje?
—… —Michelle asintió.
—De acuerdo —comenzó a hacerlo.
—Más grande.
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—¿Cómo?
—Quiero que me dibujes más grande.
Mientras tanto los superpetroleros habían terminado de pasar. Se acercó el jefe de
los esbirros a preguntar a Günther qué debían hacer. Él odiaba que lo interrumpieran
y le echó una mirada fulminante. Michelle intervino:
—Diles que queremos ver cómo lucen con marineros en cubierta, que distribuyan
algunos con ropas de distintos colores y que vuelvan a pasar.
Dicho esto se tomó la cabeza con las manos:
—Gunther, es horrible… no soy capaz de recordar una palabra de lo que estabas
diciendo, ayúdame.
—Estábamos hablando de mi trauma infantil que no quiero recordar.
—¿Cuál?
—El de cuando yo tenía cuatro años y vi a mi madre con un escritor.
—No recuerdo…
Günther suspiró, resignado, y se hundió pesadamente en sus recuerdos:
—Yo regresaba de una tarde en el Kampment Für Nazionalistchen
Infantzgardenner y, al abrir la puerta de casa, encontré a mi madre haciendo el amor
con un escritor, Michelle.
Ese relato la excitaba siempre de la misma manera. Dejaba deslizar su baby-doll
por su hombro. Lo hacía resbalar quedamente.
—Lo que es la fuerza de gravedad —musitó Fritz.
Esta escena, del baby-doll escurriéndose con lascivia, excitaba a Günther. Y ni
qué decir de los marineros. Un superpetrolero apostado a la altura de los ventanales
se negaba a avanzar, a pesar de los empellones del barco que seguía y reclamaba su
turno; y es que ya había corrido la voz entre los marineros.
—Cuéntamelo, Günther.
Rogaba Michelle, mientras le acariciaba la parte de atrás de las orejas. Ajenos los
dos a todo lo que los rodeaba, a Fritz que trataba infructuosamente de impedir que los
botones y empleados del hotel siguieran empujándose para mirar, y al ruido del
choque de superpetroleros agolpándose en el río, a la entrada del hotel.
—No me ocultes nada —pedía Michelle—; no olvides ningún detalle.
—Esa tarde llegué a casa antes de lo previsto pues sentía náuseas…
—Ay, Günther, no necesitas entrar en detalles. —… toqué el timbre y nadie
respondió. La puerta estaba abierta y entré…
—Sigue, mi vida.
—… aparentemente la casa estaba vacía, pero me pareció escuchar ruidos en la
planta alta…
—Sí, Günther.
—… subí en silencio las escaleras: los ruidos venían del dormitorio…
—Ay, sigue, Günther.
—… apoyé mi cabeza contra la puerta, escuché gritos, murmullos, jadeos…
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—Sí, Gunther, sigue por Dios.
—… abrí la puerta con sigilo, y ante mis ojos estaba ella, mi amada madre,
acostada boca abajo, completamente desnuda…
—Günther, no te detengas, por favor.
—… e inclinado sobre ella, un señor con anteojos y una lapicera. Y la escribía. A
ella.
—Ay, mi amor, sí.
—Mi querida mamá estaba toda escrita, llena de palabras en todo su cuerpo…
—Mi vida, no pares, mi amor, cómo te quiero.
—… escrita de pies a cabeza por ese asqueroso enfermizo pervertido escritor.
—Ay, Günther, qué bueno, sí mi vida, sí.
—¿Y a qué no sabes lo que estaba escribiendo?
—Sí… digo no, mi amor; no te detengas, oh… así, mi cielo.
—Inmundicias, porquerías: una novela, Michelle, ¡una novela!
—Ah sí… te amo, mi amor, mi vida, ay sí, te quiero.
—Salí corriendo, desesperado. Mi corazón estaba a punto de reventar de dolor, mi
cabeza era un torbellino, las lágrimas brotaban de mis ojos. Y en ese momento juré
venganza.
—Ay, sí, mi vida, te amo, sí, ahora, oh ahora ahora…
En ese momento Günther dejó de lado su trauma y se dio cuenta del
enardecimiento de Michelle. Ansioso, le preguntó:
—¿Acaso ahora…?
—Oh, tal vez, sí, oh…
—¡Vamos, tú puedes, Michelle!
Ella se interrumpió de repente y pidió un cigarrillo. Intrigado, Günther la tomó de
los hombros y la miró a los ojos mientras le preguntaba expectante:
—¿Sucedió, por fin?
—No —respondió con sequedad.
Él hizo una mueca de disgusto. Llevaba años esperando ese momento de
culminación. Molesta, ella cambió de tema:
—Continúa con tu relato, ¿qué pasó después?
—Juré vengarme de los escritores. ¡Y tú te enloqueces por…!
Michelle miró al piso, avergonzada:
—Oh… no… hablas del pasado… he cambiado mucho…
—Espero que así sea —respondió Günther, furioso—. Fritz, ¡escoge tú, tres
barcos y ya! Y que me los envíen a casa.
Michelle inquirió:
—Gunther ¿para qué compras superpetroleros si no trabajas con petróleo?
—Va a aumentar la gasolina.
—No, dime la verdad.
Insistió, con voz seductora, apoyando su pómulo en el hombro de él; mientras con
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una mano le acariciaba la cintura, con las largas uñas de la otra le rozaba las piernas.
Sus pies se enroscaban dulcemente entre las piernas de él, como si fuera un niño
pidiendo un caramelo. Sus labios lo besaban con ternura en el cuello, mientras que,
con una mano entrelazada en las de Günther, acariciaba su propio pómulo, un
terciopelo de melocotón, y sus pies descalzos subían mansamente por la cintura,
rodeándolo en un abrazo suplicante; sus dedos jugaban entre los pelos del pecho de
él, que seguía mirando lejos, como si no atendiera a que le apoyaba los senos en la
espalda, y lo envolvía con sus caricias mientras le besaba las sienes. En ese momento
se oyó un chirrido metálico: un superpetrolero estaba frotándose con el de delante.
—Dime, dime para qué los compras.
—Son negocios, no te interesaría.
—Sí me interesa —insistió con una voz de miel.
—Mejor deja que haga mis cosas.
—Eres malo, ¿qué quieres? ¿Que me entere de lo que haces por la prensa?
Günther se levantó con la fuerza de un oso, y ella se sobresaltó. Los botones del
hotel se acercaron, pero Fritz los detuvo con un gesto seco. Günther caminaba de un
lado a otro como una tromba:
—No metas a la prensa en esto… déjame en paz con mis asuntos y tú ocúpate de
gastar dinero.
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Günther se marchaba furioso, salía del hotel pasando frente a los superpetroleros.
Fritz y los guardaespaldas siguieron a su jefe a la carrera.
En el astillero, el gerente le agradeció la compra y le regaló un llavero de oro con
forma de barco, que Günther recibió emocionado: por la rígida educación prusiana
que le habían impartido, de niño nunca había recibido regalos, ni siquiera para sus
cumpleaños o las navidades. Como siempre le ocurría en estos casos, se le nubló la
vista y tuvo la desagradable sensación de que iba a emocionarse. ¡Günther von
Bohlen und Reichenbach und Fassbinder sollozando como un mariquita delante de
tanta gente! Se incorporó con violencia, contuvo sus ganas de pegarle al gerente, y se
retiró, rodeado por sus esbirros. Subió a uno de los barcos y descendió por una
escalera de metal hasta el fondo de su gigantesca bodega. Con una sonrisa
mefistofélica pensó en la carga que disimularía bajo el petróleo, un negocio de
muchos millones. Barcos enormes cargados de armas para África. Se matan entre
ellos por un pedazo de tierra seca. Salvajes, incivilizados, andan en taparrabos, viven
en la prehistoria pero compran armas, muchas armas. Allá ellos, que se maten. Por la
noche ordenó:
—Fritz, la carga especial.
Las grúas comenzaron a bajar cajas de madera envueltas en plástico. De la
operación se encargaba un grupo de estibadores sordos, ciegos y mudos. Eso
aseguraba la confidencialidad aunque generaba algunos problemas: casi todas las
cajas terminaban depositadas en la cubierta del barco o fuera de él, mientras la
bodega comenzaba a llenarse de objetos insólitos: bicicletas, árboles, un buzón,
gallinas, un banco de plaza, la señora del gerente del astillero. Fritz se vio obligado a
participar activamente en la operación, hasta que logró poner en orden las cajas y
arrojar por la borda los objetos extraños. Gunther, cuando estuvo seguro de que nadie
podía verlo, abrió una de las cajas. La pesada tapa cayó, y pudo comprobar que las
armas estaban en condiciones. Las contó, y confirmó que enviaba exactamente lo que
le habían pedido: arcos, flechas, garrotes, lanzas, piedras. Cerró la tapa, aliviado. Al
menos éste sería el primer uso de los petroleros. Luego había otro diferente; esto lo
hizo acordarse del doctor Anastassi, y le preguntó a Fritz si estaba controlando ese
proceso. Él contestó que llamaba diariamente.
Abandonó el barco y partió hacia el aeropuerto, donde lo esperaba Michelle en el
Concorde. Regresaban. Durante el vuelo Günther llamó al Presidente para confirmar
la cita en el Grand Hotel and Towers.
—Ahí le ofreceremos un pequeño ágape, señor Presidente, para que se distraiga
de las pesadas tareas de gobierno.
Dijo, y colgó. En la Casa de Gobierno, el ministro Falfaro le acercaba al
Presidente unas encuestas con un estudio de imagen. El doctor Smárbekta tenía el 87
por ciento de aprobación, él un magro 3 por ciento. Tiró las hojas con disgusto.
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—Es que Smárbekta visita colegios, saluda niños —trató de justificar Falfaro.
—¡Hagamos lo mismo, imbécil! ¡Que traigan colegios a conocer la Casa de
Gobierno! —rugió el Presidente.
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Pero los interrumpió la venerable anciana:
—¡Hay que empezar de cero en este país! ¡Hacer volver a todos a la escuela
primaria para que aprendan modales!
Amparo la observaba silenciosa, con los ojos apuntando a media asta.
—Está bien, señora, disculpe.
—¡Fácil se les hace pedir disculpas! —farfulló.
—Sigue, Lucas —dijo Amparo.
Y yo que te llevé al río, pensando que tu marido era mozuela,
veo ahora que no nos une el amor sino el espanto,
será por eso que te odio tanto.
La cebolla es escarcha, amor, cerrada y pobre,
¡Tun, Tun! ¿Quién es? Una rosa y un clavel,
¡Abre la muralla! tanto en julio como en enero
para el amigo fiel y sincero;
porque cuando la suerte que es grela, fallando y acertando…
A dos cuadras de allí sonó un ruido seco, un zúc, que no se alcanzó a oír desde el
bar pero que hizo caer fulminada a la anciana. Amparo y Lucas quedaron
sorprendidos porque no entendían que ella quisiera esconderse debajo de la mesa
justamente cuando estaba por decir lo que hacía falta en este país. Oyeron chirriar
unas ruedas y vieron a un coche doblar la esquina a toda velocidad.
—Pobre mujer —dijo Lucas—, se desmayó de susto de ver cómo conduce la
gente.
—No —corrigió Amparo—, se cayó antes.
—¿Los del coche serían de un servicio médico de emergencias?
Preguntó Lucas, y, todavía envuelto por la poesía, continuó recitando:
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La centolla es escarcha, cerrada y triste…
No vio cuando el camarero, con disimulada sonrisa, cubría con una servilleta el
hilo de sangre que salía de la cabeza de la viejecita.
—Oh là là, excusez moi, Madame, ¿otro cafecito? —Pum-púm aprovechó para
lamer la mermelada—, no es nada —decía el camarero—, es una ligera indisposición,
en un instante estará mejor… oh mon Dieu no se preocupen, es ketchup —Pumpúm
aprovechaba para probar los canapés de caviar mientras el camarero trataba de sentar
al flamante cadáver—, oui Madame, ya tiene mejor cara, ¿no quiere probar nuestra
tarteleta del día?, no Pumpúm, no te digo a ti, que chien tan intelligent, sólo le falta
hablar, sal de encima de la mesa, demonio, o te reviento.
Verde que te quiero fucsia…
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otros! ¡Lucas es un animal insensible!
—¡No le digas insensible!
Quiso defenderlo; pero ya todas se sumaban al coro de súplicas de que lo olvidara
e intentara, por ejemplo, con Ismael, el asistente de la secretaria de Telechea.
—¿No estaba casado? —preguntó una.
—Sí, pero ya se divorció.
—Se divorció porque le pegaba a la mujer —agregó otra.
—Bueno, entonces Ismael no.
—¿Y Daniel?
—¿Qué Daniel?
—El de la moto.
—¡Podrías salir a pasear en moto con él, mientras entrega algún mensaje!
Se oyó un gemido que provenía de un rincón. Todas miraron hacia donde estaba
Paula, una de las compañeras.
—Daniel no, por favor.
Suplicó. Amparo la abrazó:
—Jamás te haría eso, Paula, no te preocupes.
—¿Y Vicente? —preguntó otra—, ¿alguien está saliendo con Vicente?
—Sí, Javier, ese rubio de contaduría.
Contestó Amparo, y se puso a llorar a moco tendido. Sus compañeras se miraron
y decidieron dejarla sola para que se calmase. Amparo, aliviada por la partida de sus
bienintencionadas amigas, hizo lo que más deseaba: tocó el timbre del apartamento
de Lucas, quien la atendió con cara de que la novela no avanzaba.
—¿Cómo estás?
—Estancado, debo haber hecho diez páginas, como mucho.
—Es tu primera novela, no puedes ser tan exigente.
—¡¿Por qué no le dije que escribía coplas?!
—Relájate, ¿quieres que te prepare algo de comer?
—Se me antoja una pizza.
—Yo la pido por teléfono, así sigues escribiendo.
Amparo fue hasta la mesita donde, en medio del desorden descomunal, estaba la
agenda de Lucas. Cuando la hojeaba buscando la P pasó por la M. Tuvo una idea.
Michelle. Debe estar aquí. Sí, allí estaba. Fue fácil encontrarla, sobre todo por los
corazoncitos dibujados al lado. Buscó su propio nombre en la «A». No estaba. Sintió
celos y más dolor. Regresó a la página de Michelle. Copió el número en un papel que
escondió en un bolsillo de su blusa y llamó a la pizzería:
—¿Hola, pizzería Michelle, digo La Mamma Offuscata?
Hizo el pedido, dejó dinero sobre la mesa y se despidió de Lucas. Llegó volando a
su apartamento, levantó temblorosa el tubo del teléfono y se quedó paralizada. ¿Hago
bien? ¿Qué puedo decirle? ¿Y si empeoro todo? No, no puedo seguir así, nada puede
ser peor a esto. Sacó el papelito y marcó el número. Escuchó una voz masculina que
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la tomó por sorpresa y sólo pudo decir:
—¿Michelle?
—Nein, Fritz, ¿quién habla?
—Es para Michelle.
—La señora está ocupada, ¿de parte de quién?
—De… una periodista.
—… Su nombre.
—Am… ¡Amalia!
—¿Y por qué asunto es?
—Un… reportaje… para una revista…
—¿Cuál?
—… Moda y Elegancia… estamos entrevistando a… mujeres de empresarios.
—Espere un momento, señora.
Amparo se quedó escuchando Para Elisa en una versión electrónica que se
repetía cada diez segundos. Pasados los quince minutos, y cuando ya estaba
mordiendo el cable telefónico, oyó un clic y tuvo la impresión que del auricular salía
un olor a perfume francés:
—Aló, aló, ¿no hay nadie?
—Sí señora, es para un reportaje.
—Bien, la espero mañana a las doce en el Grand Hotel and Towers, hasta
mañana.
Amparo cortó la comunicación y, agotada por el esfuerzo, se derrumbó en el
sillón. Mañana, mañana. No pudo dormir en toda la noche.
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La alarma sonó nuevamente. Los hicieron bajar y esperar. Uno de los esbirros se
subió al coche y lo pasó una vez más.
—Es el coche —le dijo a su jefe—. Pueden pasar.
Continuaron.
—Es acá.
—Bien —contestó Amparo, y pagó.
Había llegado la hora de la verdad. Una cosa la tranquilizó: Grand Hotel and
Towers era un solo edificio, no iba a tener que estar buscando en uno u otro. Mientras
se acercaba a la puerta principal pasó al lado de una cadena de guardaespaldas que
anunciaban en sus intercomunicadores:
—Ahora pasa frente a mí.
—Ahora pasa frente a mí.
Atravesó la puerta giratoria con decisión. Pero se dio cuenta de que estaba
nerviosa cuando se encontró otra vez en la calle, enfrentando a los esbirros, que la
observaban asombrados. Entró en el hotel, esta vez por la puerta vaivén. En el
mostrador preguntó por Michelle. Le temblaban las piernas. El conserje la miró desde
muy arriba, y con sadismo profesional demoró todo lo que pudo en contestarle:
—Suite Real, piso 110.
Buscó el ascensor. Un esbirro subió con ella y la observó sin disimulo durante
todo el viaje. El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron, y Amparo pasó a un hall
donde había una única puerta. Tocó el timbre. El olor a perfume era aún más intenso.
En la mirilla de vidrio apareció un ojo enorme, ampliado, que la observó parpadeando
mientras se escuchaban, amortiguadas por la puerta blindada, voces de algunos
esbirros. Varias cámaras de televisión asomaron desde los lados de la puerta, a la
altura de la cabeza, pecho y piernas de Amparo, y, zumbando, se movieron
estudiándola. Se oyó una voz impersonal que dijo «Adelante» y la puerta se abrió.
Del interior de la suite surgió música oriental, y Amparo vio que era ejecutada por
varias odaliscas que yacían sobre blandos almohadones de seda, rodeadas por
bailarinas árabes que danzaban al son de los laúdes y tambores. Esclavos nubios se
paseaban con el torso desnudo, luciendo su piel aceitada. Todos eran vigilados por
obesos eunucos vestidos con túnicas de colores. A través de las ventanas, ornadas con
cortinas de terciopelo de Damasco, se divisaba lejana la ciudad, empequeñecida por
la altura. Un avión pasaba por debajo. Se podía ver claramente el campo cercano, un
poco más allá el mar, y a lo lejos Europa y Asia. El olor a sahumerio no alcanzaba a
disimular el de perfume francés. Se abrió una puerta y apareció Fritz. Palmeó, y todos
se retiraron discretamente. Se presentó a Amparo y le pidió sus credenciales:
—Perdone usted señorita, es sólo una formalidad.
—Oh, sí… no, no las traje, cambié de cartera antes de venir.
—Lo siento, señorita, entonces no podrá entrevistar a la señora.
—Ay, no diga eso, en la revista no les va a gustar.
—Discúlpeme, el protocolo de seguridad es muy claro.
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—Sí, pero la nota es muy importante, con foto en la tapa.
—Tendrá que retirarse, por favor.
—De ninguna manera.
—No me obligue a usar métodos antipáticos.
—¡Suélteme o grito!
—¡Levántese, señorita!
—¡Insolente, se aprovecha de una mujer indefensa!
—¿Ocurre algo, Fritz?
El olor a perfume aumentó aún más; formaba una visible y espesa aureola
alrededor de Michelle.
—Señora, esta periodista no tiene credencial.
—Está bien, déjanos solas.
—Pero… señora.
—Gracias, Fritz.
Con la mirada inyectada en sangre, Fritz se retiró.
—¿Para qué revista es?
—Moda y Elegancia, es una idea nueva.
—Bien, tome asiento. Podemos comenzar.
—Sí, bueno… a nuestras lectoras les interesaría saber si a usted le gustan las
aventuras extramatrimoniales. Michelle perdió su sonrisa.
—Perdón, no comprendo.
—Sí, digo: usted es casada, pero si ve a un hombre que le gusta, ¿trata de
seducirlo?
—¡Señorita, nunca me han preguntado nada parecido, qué insolencia! —se
incorporó—. Puede retirarse. Amparo se vio perdida:
—¿Ni aunque se trate de un escritor?
Michelle titubeó:
—¿Es-cri-tor?
—Sí —insistió Amparo, ahora más segura—, un escritor de novelas.
—¿No-ve-las? —Michelle temblaba, con los ojos casi en blanco; ahora se sentaba
otra vez, sin fuerzas.
—Sí, en especial las escritas por un tal Lucas.
—¿Cómo sabe usted de Lucas? —preguntó, desconfiada.
—Investigación periodística, señora; dígame qué piensa hacer con él una vez que
termine el libro.
La cara de Michelle expresaba estupor, cuando se abrió una puerta y entró
Gunther, vestido con una lujosa robe y rodeado de odaliscas que bailoteaban a su
alrededor.
—Oh, perdona, querida.
Amparo no podía creer lo que sus ojos veían. Ahí, junto a Gunther, también en
robe de chambre, rodeado de odaliscas y eunucos que bailaban a su alrededor, estaba
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el Presidente del país.
—Yo a usted lo voté.
Dijo Amparo para sí misma, apenas en un susurro, incapaz de superar el estupor
que le producía la escena. ¿Cómo era posible que el Presidente estuviera ahí con esa
clase de personas? ¿Cómo era posible que estuviera en un ambiente que poco
recordaba a una reunión de Estado, y sí a una película de romanos? ¿Por qué con una
robe de chambre rosada? En su interior se desmoronaban las ilusiones democráticas,
como cartas de un castillo precario. Miles de momentos se agolpaban en su cabeza.
Giraban en torbellino las veces en que había cantado el himno. Saludar a la bandera.
Las estampas e imágenes que había pegado en sus cuadernos escolares. Todo se
derrumbaba. ¿Nada es cierto, entonces?, se decía, mientras se recordaba acudiendo
entusiasmada a sus actos proselitistas, cuando este espantajo moral que se ofrecía a su
contemplación todavía era un candidato de futuro incierto. Ella misma, en la editorial,
había juntado dinero para su campaña. No había sido mucho, es verdad, Vicente fue
el único que dio algo. Pero aquella otra vez, cuando la campaña para auxiliar a los
damnificados por el tornado, ahí sí, sus mismas compañeras la habían ayudado. El
Presidente le había entregado su tarjeta personal esa vez, cuando ella depositó la
donación. Tres bolsas de arroz de medio kilo, y era del instantáneo. Cuatro kilos de
leche en polvo; una tableta de chocolate de taza; un kilo de manzanas, que le
devolvieron porque eran perecederas. ¿Qué destino habían tenido esos víveres,
entonces? En un vértigo de náusea se imaginaba que en el bolsillo de la robe de
chambre rosada debía estar la tableta de chocolate que jamás habría llegado al
estómago de los damnificados, y sí al de alguna de las odaliscas, que no hacían más
que contornear al Presidente con ondulaciones lúbricas. Se veía a sí misma festejando
que este candidato había ganado las internas de su partido. Se sintió estúpida al
acordarse de la postal que ella le había escrito: eran dos gatitos apoyados en un
almohadón, que miraban a la cámara, y decía I love you impreso en letras doradas;
del otro lado le había puesto puntos suspensivos y luego Presidente, en lo que le
había parecido un buen juego de palabras: juntando ambos lados de la tarjeta quedaba
I love you… Presidente, o sea Lo quiero Presidente, lo quiero para Presidente.
Cuando uno de los traductores de la editorial le explicó que no se podía traducir
literalmente, escribió unas pocas líneas disculpándose y aclarando el sentido de lo
que ella había querido expresar. Jamás habría osado insinuarse a su candidato, si en
todas las fotos salía abrazado a su mujer y rodeando con el otro brazo a sus hijos.
Y ahora lo tenía enfrente, imitando grotescamente el contoneo de las odaliscas y
los eunucos. Sintió que le faltaba el aire. También recordó la ilusión con que había
metido la boleta en la urna. Cuando se enteró de los resultados creyó que había sido
ella misma quien había provocado el triunfo. Corrió hacia la Casa del Partido, aunque
ninguno de los guardaespaldas la dejó pasar, incluso cuando ella exhibió esa tarjeta
que el candidato le había dado. Volvía la sensación de mareo. Lo recordaba
levantando niños y besando ancianos, mientras veía cómo el ahora Presidente, quien
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todavía no había advertido su presencia, se servía champagne en la babucha de una
de las odaliscas y luego lo bebía. Bueno, a lo mejor está relajándose un poco de la
tarea de gobierno que debe ser muy extenuante, pensó, intentando salvarlo ante lo que
sus propios ojos no podían dejar de ver.
—No conocía a tu nueva amiga, mi amor —señaló Günther.
—No, la señorita es periodista… pero ya estábamos terminando.
La palabra «periodista» sonó como un disparo en la cabeza del Presidente, que
vacilaba entre recobrar la compostura y esconderse atrás de los eunucos.
—Fotos no… —dijo, muerto de pánico—, sáquenla de aquí.
—Al contrario, amigo —atacaba Günther, disfrutando de la situación—,
podríamos aprovechar para que le haga una entrevista muy educativa, ¿no,
señorita…?
—… Amparo.
Confesó su nombre, por descuido, y cayó desmayada.
—Voy por mis sales.
Ofreció Michelle, mientras las odaliscas retomaban la danza y el Presidente la
babucha. Apenas salió de la escena para correr hacia el teléfono.
—¿Lucas?
—Sí. ¿¿¡¡Michelle!!?? ¿¿¿Desde dónde me hablas??? —(levantó la mirada)… Es
un cuarto rosa salmón, tiene una ventana que da a otros continentes…
—No, ciudad, Michelle, ciudad.
—Estoy acá, Lucas, muy cerca.
—¡Encontrémonos en el bar!
—Lucas, es una emergencia.
—¡En un hotel, entonces!
—¿Quién es Amparo?
Él quedó congelado, su cabeza hervía en pensamientos que iban a la velocidad de
la luz; esa pregunta unía dos mundos que él creía separados, ¿cómo sabía Michelle de
Amparo? ¿Qué estaría haciendo ella? Tenía que medir sus palabras, avanzar con
cautela:
—Amparo… me suena…
—No disimules, Lucas, está en juego su vida.
—¿Que se subió dónde?
—No bromees, Lucas. ¿Es investigadora privada?
—¿Amparo? Es una vecina, hace fotocopias en una editorial, no sabía que fuera
investigadora.
—Vino al hotel para una entrevista pero empezó a hacer preguntas indiscretas.
—¿No habrá sido para buscar conversación?
—Lucas, ahora debo cortar, pero trataré de visitarte dentro de un rato.
Michelle, convencida de que Amparo no era peligrosa, regresó a la sala, donde el
ambiente de bacanal iba creciendo. El Presidente besaba a uno de los eunucos,
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mientras Fritz filmaba todo cuidadosamente. Amparo parecía estar volviendo en sí.
—No pensará publicar esto, ¿no es cierto? —intervino el Presidente mientras se
sentaba a su lado—. ¡Usted comprenderá, en este momento preelectoral la gente no
está preparada para conocer ciertos secretos de Estado que incumben a la seguridad
interna de nuestra Patria, siempre acosada por grupúsculos sediciosos, como el doctor
Smárbekta, sin ir más lejos, que intenta socavar las más limpias tradiciones de
nuestro partido y manchar nuestra honesta, desinteresada e impoluta trayectoria al
servicio de la grandeza de nuestro país!
Los eunucos aplaudieron con entusiasmo. El Presidente continuó, en voz baja:
—Tal vez tenga usted algún pequeño capricho que nunca pudo satisfacer: algún
viaje soñado, cambiar los muebles de su casa, terminar de pagar un crédito…
Amparo, roja de ira, estaba a punto de darle un golpe con su cartera, cuando
Michelle se le acercó y le dijo:
—Yo la acompaño a su casa.
Lucas no podía dar crédito a sus oídos: «Trataré de visitarte dentro de un rato». Se
vistió rápidamente y comenzó a poner orden en su apartamento, cuando recordó,
helado, que la novela no estaba terminada. Tomando frases de las fotocopias de
Amparo, se puso a escribir con desesperación:
Lo esencial es invisible a los ojos, pero amar es nunca tener que pedir perdón, dijo el coronel Samsa,
apodado El Corsario Negro por el anciano Tom Sawyer, científico loco que planeaba hacer un viaje de la
Tierra a la Luna partiendo del lado de Guermantes. Pero ¿cómo ganar amigos e influir sobre las personas?, le
preguntó Gregorio Buendía a Molly Bloom, la casera. Qué sé yo, respondió ésta, mejor pregúntele a Emma
Bovary, la esposa del Dr. Jekill; la pobrecita sufre porque su marido hace monstruosos experimentos, y de
noche se transforma en una asquerosa cucaracha llamada Gregorio.
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sospechaba que estaban vigilando a su amigo o, peor aún, que la estaban vigilando a
ella, podían darse por perdidos. No debían dejar rastros, y unas cuadras más lejos se
deshicieron de la cámara arrojándola a un baldío, donde la encontró un pordiosero
que, más tarde, la vendería en una casa de fotos cuyo dueño, al ver que traía un rollo,
decidió revelarlo y, como la foto de la limusina le pareció espléndida, la amplió y
colocó en exhibición en el escaparate de su tienda, a pocas cuadras del Grand Hotel
and Towers, sin más consecuencias.
Michelle y Amparo descendieron y caminaron por la alfombra roja que los
lacayos desenrollaban a su paso. Habían calculado mal, sobraban metros y metros de
alfombra que, todavía hechos un rollo, interrumpían la entrada al edificio. Lo
corrieron. Michelle, sin hacer el más mínimo gesto, con sólo mantener el gesto altivo
y elegante, había dado a entender que esa torpeza la había incomodado. Cuando ellas
entraron, el jefe de los lacayos miró fijamente a los que habían desenrollado la
alfombra. Estaban despedidos, y podían dar las gracias.
Lucas había salido a abrirles la puerta del edificio, sin poder creer en lo que
estaba pasando. Amparo, inquieta y temerosa por la visita de Michelle, pero fatigada
por tantas emociones, pidió que la llevaran a su casa. Así lo hicieron, y entonces
quedaron solos Michelle y Lucas en el apartamento de éste. Ella observaba con
curiosidad, piadosamente; toda la vivienda era más pequeña que el baño de la
limusina.
—Perdón por el desorden —se disculpó Lucas—, estaba escribiendo.
—¿De verdad? —preguntó ella, encendida— ¿Dónde? Dime.
—En ese cuarto.
Señaló la habitación en la que había una mesa llena de cuadernos con notas y
papeles que la cubrían por completo, caían en cascada y se prolongaban por todo el
suelo. Michelle miraba sin poder articular palabra. Aun cuando su posición social y el
poder de Günther le permitían satisfacer el más caprichoso de sus deseos, era en este
ámbito intelectual de creación donde toda su autoridad y suficiencia claudicaban. Sus
largos años pasados en Cambridge y La Sorbona no habían logrado sino aumentar
este poder de sumisión que la hacía doblegarse ante los más eminentes catedráticos.
Todos tenemos un talón de Aquiles, solía explicar Michelle sensualmente, y
agregaba: pero no sólo lo tenemos, lo necesitamos; algo que nos deje frágiles, nos
subyugue.
Ahora iba entrando poco a poco en la habitación con una actitud casi reverencial.
Este desorden la retrotraía a la oficina del titular de Filología IV de la Oxbridge
Exclusive University. Ella tenía veintidós años, estaba terminando su doctorado y lo
iba a elegir como su tutor de tesis. Él tenía la típica imagen del intelectual académico,
camisa blanca con corbata al tono, blanca; suéter tejido, color verde, con unas
coderas de paño; una de las botas de gamuza permanentemente desabrochada. Era
más grande que ella, unos treinta centímetros quizá. La mente de Michelle volaba
adentrándose en la habitación de Lucas y, al mismo tiempo, en el recuerdo de esa
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mañana de un miércoles lloviznoso en el que decidió pedirle al profesor Jebs, como le
decían afectuosamente, que dirigiera su tesis. Tímidamente golpeó la puerta de su
oficina.
—Soy Michelle, profesor.
Jebs abrió la puerta.
—Mich, Quo Vadis? —dijo con aire distraído—. No te esperaba.
—Usted me citó a las dos.
—Eso es incorrecto, debe decirse «Nos citó a las dos». ¿Y con la otra chica qué
ocurrió?
—Oh, profesor, es por mi tesis…
—Oh, sí, estoy un poco confundido. Adelante, por favor. Lasciate ogni speranza,
voi che entrate.
Agregó, mirando las piernas de Michelle con disimulada lascivia. La biblioteca,
que revestía todas las paredes de la oficina, estaba colmada hasta el cielorraso. Pilas
de libros tapaban el escritorio y las sillas. El piso también estaba cubierto por
volúmenes apilados que sólo dejaban transitable un estrecho pasillo. Éste conducía a
un rincón donde una reliquia, una máquina de escribir eléctrica, se apoyaba en otra
pila de libros. El profesor la usaba para aparentar un aire romántico ante sus
visitantes.
Michelle, para iniciar la conversación, exclamó:
—¡Cuántos libros!
—¿Qué libros? Oh, sí, los libros. Siéntate, por favor.
—¿Dónde, profesor?
—Dime «Jebs». Allí, sobre los libros.
Señaló otra pequeña pila. Michelle se sentó. La llovizna se estaba convirtiendo en
una lluvia que golpeteaba la ventana del estudio. El profesor, mirando el agua caer,
apoyó una mano sobre su corazón y recitó:
—Il pleure dans mon coeur comete it pleut sur la ville.
A Michelle le encantó la cita, que supuso dedicada a ese momento particular,
cuando era algo que el profesor declamaba repetidamente para seducir a sus
estudiantes. Jebs carraspeó.
—¿Qué te trae por aquí, querida? —dijo con voz meliflua mientras se le acercaba.
—Profes… Jebs, querría que usted dirigiera mi tesis.
—Ah, la tesis, ¿y cuál sería el tema?
—Un estudio comparado sobre textos medievales y el esperanto, porque hallé
que…
Él rio.
—¡Qué disparate, Michelle! ¡El esperanto, esa lengua creada por Zamenhof en
1887… y abandonada por todo el mundo en ese mismo año!
La descalificación intelectual era otro remanido recurso del profesor, infalible las
más de las veces.
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—Profesor, le ruego, permítame explicarle…
—Michelle, no encuentro relevante tu propuesta: ¿cómo puedes decir esa
barbaridad? ¡No puedes aspirar a un doctorado!
—Pero… si yo acudo a usted precisamente para que me guíe, no deje de hacerlo.
—¿Quieres que te guíe?
—Por favor —suplicó Michelle, que veía crecer el halo mágico de su anhelado
tutor—… tengo otra opción que es sobre Virginia Woolf y Pessoa…
—¿Quieres ponerte en mis manos?
Al advertir lo que ocurría, Michelle sintió una leve turbación, pero no podía
sustraerse a la intensidad del tiempo que le dedicaba ese Zeus intelectual que,
simbólicamente, la haría nacer de su propia cabeza.
—Bueno… Tal vez… podría ayudarte… pero tú… —ahora la lluvia caía más
fuerte— tú… deberías colaborar…
—Sí, prof…, sí, Jebs —dijo Michelle con voz sensual—, dígame… dime…
cómo…
La lluvia se había convertido en un diluvio. Era una tormenta tropical, muy rara
en esa época, y en un lugar tan alejado del trópico.
—Sí, petite, te lo diré.
Exclamó el profesor, mientras se desabrochaba la camisa y los pantalones, se
abalanzaba sobre Michelle, tropezaba en su camino con una montaña de libros, y caía
torpemente al piso arrastrando otras pilas de ejemplares.
—¡Michelle, por lo que más quieras —aullaba—, golpéame fuerte con el lomo de
la enciclopedia! ¡¡Ahora, nena, ahora!!
El agua, el granizo, los rayos y la nieve caían como una catarata sobre el campus.
—No llueve.
Dijo Michelle, todavía empapada en su trance de recuerdos.
—¿… Cómo? —titubeó Lucas.
—Disculpa, me estaba acordando de algo que pasó hace tiempo.
—¿De una lluvia?
—… —Se quedó en silencio, arrobada por la humedad de entonces.
—¿Quieres tomar algo?
—Sí… sírveme un Moulin Bleu de Saint Yrieix la Perche…
—… cosecha 1934.
—… caramba, justamente esa cosecha… ¿y no querrías un tecito, por ejemplo?
—… sí… lo que sea, préstame un suéter.
Pidió Michelle, abrazándose a sí misma, sintiendo el frío de aquella tarde en la
Oxbridge Exclusive University. No cesaba de recorrer la habitación con la mirada
mientras sus dedos acariciaban las hojas que Lucas había escrito. No necesitaba
leerlas, le bastaba esta voluptuosa sensación. Apenas dejaba deslizar sus ojos,
evitando leer. Ahí estaban los manuscritos de Lucas, y, en las paredes, notas pegadas,
recortes de periódicos, un calendario con la foto de una mujer desnuda que Michelle
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recordaba haber visto en un taller mecánico de provincias, una vez que la había
sorprendido un desperfecto a mitad de camino.
Lucas, mientras tanto, había ido a preparar el té. Estaba en la cocina buscando
desesperadamente algo donde hervir el agua. Todos los recipientes estaban sucios. El
guiso de la semana pasada. Los espaguetis de la semana anterior. Su memoria
gastronómica repartida. Un pedazo de bistec de hígado en el horno. Temió que a
Michelle la perturbara esta demora. Fue hasta la sala a poner algo de música. La vio
en el cuarto observando todo con detenimiento. Se acordó de llevarle un abrigo.
Toma, le dijo, mientras la envolvía en la toalla más seca que había encontrado en el
baño. El olor a humedad de la toalla sumió a Michelle aún más en los recuerdos de
aquella tarde de lluvias y libros.
Lucas fue hasta su equipo de música. Repasó los casetes y discos de pasta que
había dejado su tío. ¿Cuál poner? ¿Cuál sería el más adecuado para no romper la
magia de este momento? Veamos: Carmina Burana, una versión para 24 acordeones
a piano. No. Trece éxitos calientes de la cumbia universal de todos los tiempos. Tal
vez. Pero no. Selección de clásicos románticos para la pareja de hoy y de ayer.
Podría ser, pero resulta demasiado evidente. Entre los discos de pasta sobresalía uno,
muy viejo y con la cubierta bastante maltratada. Lo sacó. Ése era. El ideal. Jazz.
—Para una mujer como Michelle, una noche en la ópera y luego unas copas con
jazz —se dijo—, y como ópera no tengo…
Encendió el equipo. Se oyó un crepitar de circuitos. Michelle se sobresaltó.
—No te preocupes —la calmó.
Dio unos golpes en el equipo, que dejó de hacer ruidos. El plato comenzó a girar.
Primero a una velocidad. Luego a otra. Se estabilizó. Lucas colocó el disco. Tomó el
brazo del aparato, pero los nervios le jugaron una mala pasada, y se oyó claramente
cómo la púa se arrastraba por varios surcos antes de aterrizar en el que correspondía.
—¿Qué estás friendo? —preguntó ella desde el cuarto.
—Oye, oye y verás —contestó, seguro de la efectividad de la elección.
Comenzó la música. Lucas fue a la cocina. La música volvió a comenzar. Hizo
esto unas seis veces, porque al parecer el primer surco conectaba raudo consigo
mismo. Regresó a la sala, le dio a la púa un pequeño empujón, que la colocó
inmediatamente en la mitad del segundo tema. Como si el destino lo hubiera elegido:
Satin Doll. Con Miles Davis al piano, Gene Krupa en el saxo, Stan Getz en la batería
y Ben Webster en el contrabajo. Sonaba maravilloso. Regresó a la cocina. Lavó dos
tazas y un pequeño recipiente de metal. Lo puso al fuego y buscó la caja del té.
Estaba vacía. Revolvió toda la alacena hasta que apareció otra caja. Era de un té
diurético. Sin fijarse en la etiqueta, puso una bolsita en cada taza. Volvió al cuarto
donde estaba Michelle. La encontró terminando de hablar en su teléfono celular.
—¿A quién llamaste?
—Ordené que nos trajeran un aperitivo.
Lucas pensó que Michelle se había olvidado de la novela. Mejor así, no estaba
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terminada, y además podría no gustarle. Ella ya está en casa, sola, entregada —pensó
—. ¡Basta de novelas, ahora a gozar!
Apagó algunas luces y dejó el apartamento en penumbras. En ese momento
terminó de sonar Satin Doll y comenzó una versión jazzística de O sole mío. Ahora
Miles Davis tocaba la batería y Gene Krupa la trompeta. Se escuchó el timbre. Lucas
abrió la puerta y se encontró con dos robustos lacayos de librea que cargaban varios
paquetes.
—Dejen el servicio en el piso, que haremos un picnic —ordenó Michelle.
Los lacayos miraron con desagrado el cuarto, que parecía no haber sido barrido
desde la construcción del edificio. Se retiraron por unos instantes para regresar con
una aspiradora, con la que limpiaron el apartamento. Pusieron en el suelo varios
panes de césped, con los que formaron un piso vegetal; sobre él extendieron un
mantel de hilo, con delicadeza colocaron fuentes y cubiertos de oro, platos de
porcelana china y copas de cristal de Bohemia. Y escarbadientes. Abrieron una
canasta y, con ceremonia, extrajeron los manjares para el picnic: el delicioso vino
francés, aceitunas, y un paquete de papas fritas. Colocaron sobre el ropero una jaula
con un canario, sacaron de un frasco hormigas, grillos, abejas, mosquitos y tábanos,
los desparramaron en el pasto, hicieron una reverencia y partieron.
Lucas, hasta ese momento boquiabierto, reaccionó:
—Digo yo, ¿no irán a picarnos esos bichos?
—Están amaestrados, amor.
Ahora en el disco sonaba una furiosa versión de La cucaracha, con Gregorio
Samsa y Gene Krupa al piano y los otros tres tocando la batería. Era decididamente
desagradable, y Lucas se apuró a cambiarlo por Veinticuatro melodías románticas
para tus momentos de ensoñación y/o abulia. Al escuchar los violines respiró,
aliviado. Ahora el clima era sensual: luz tenue, música acariciante, el canto de los
grillos, los trinos del canario, el pesado zumbido de las abejas y los tábanos.
—Lucas… estamos solos…
—Sí.
—Hacía mucho que esperaba este instante.
—También yo.
—Es el momento ideal… para que nos conozcamos un poco más.
—Sí, Michelle, es todo tan romántico.
—Quiero conocerte más…
—Claro, preciosa, me vas a conocer muchísimo —dijo acercando sus labios a los
de ella.
—… quiero conocer lo que escribiste. ¡Tu novela, al fin puedo verla!
Muéstramela.
Lucas se quedó congelado.
—¿Ahora? ¿Y si esperas un poco?
—No, no puedo más. ¡Ya esperé tanto! La quiero ahora.
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—Pero Michelle… Está el picnic… el aperitivo… ¿qué tal si brindamos?
—Ay sí, qué tonta, lo había olvidado. Brindemos. Por tu novela, alcánzame el té.
—¿No vamos a brindar con vino?
—Por supuesto, pero el Moulin Bleu de Saint Yrieix la Perche que nos trajeron
exige unas papilas preparadas.
—¿Preparadas como para qué?
Lucas llenó la taza con té y se la alcanzó, luego espantó un tábano.
—Es que en la lengua hay una zona que se llama zona de Halcklett…
Ella quitó una abeja de la azucarera y sorbió un poco de té. Él asintió mientras
quitaba una oruga que quería pasar de una rebanada de pan a otra. Michelle continuó,
luego de correr unas moscas, con fina elegancia.
—… es la zona de mayor concentración de papilas gustativas para los líquidos
tibios —sorbió más té.
Lucas acompañó con un distraído ahá, pues miraba el movimiento de esos labios
tan deseados; tomó té, bajó la taza, corrió la mano porque una arañita estaba por
subírsele encima. Ella, consciente de sus encantos, continuó explicando y tomando té
con naturalidad.
—… a lo largo del día, las papilas se van llenando de todos los químicos de las
comidas que ingerimos —quitó nuevamente la abeja de la azucarera…
—… por supuesto —tomó té, espantó unos moscos, volvió a mirar sus labios.
—… y así las papilas quedan como una mesa después de que hubo una comida
alborotada.
Continuó, mientras seguía los movimientos de la abeja, que se acercaba otra vez.
Lucas inclinó su cabeza para sorber lo poco que quedaba en la taza, y ahí sus ojos
dieron con la cumbre de los pechos de Michelle, la delicada hondonada que lo atraía
como un abismo de dulce vértigo.
—Michelle… ¡ay! —lo interrumpió un mosquito, que aplastó de un manotazo.
—El té funciona como un cumplido criado que limpia esa mesa, cambia el mantel
—vio cómo la abeja subía trabajosamente por los costados de la azucarera—, y nos
deja una mesa limpia, nueva, para saborear como corresponde a un vino del tipo del
Moulin Bléu de Saint Yrieix la Perche —tomó la botella, el sacacorchos, y se los dio
—… Lucas.
Él se rascaba la picadura. La abeja estaba alcanzando el borde de la azucarera.
Con una servilleta quitó las hormigas que prácticamente envolvían la botella y se
dispuso a descorcharla.
—Michelle…
—¡Por Dios! —molesta, nuevamente quitó la abeja de la azucarera y la ahuyentó
lo más lejos que pudo.
—Michelle, ¿tú no crees…? —quitó la oruga que estaba montada en su tenedor,
comenzó a hundir el destapador en la botella, vio una araña atravesando el pan
cortado—… Michelle, volviendo a lo que te iba a decir…
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—Sí, sigue —se humedecieron sus ojos glaucos, pero sintió como un leve
cosquilleo en su vejiga—… no, permíteme un segundo.
Salió hacia el baño, y Lucas decidió esperarla para descorchar el vino. Dejó correr
la vista por su apartamento, irreconocible bajo todo ese artificio campestre. Vio una
abeja que, trabajosamente, subía por el mantel en dirección de la azucarera; Michelle
regresaba:
—Ya, brindemos.
Pero él también sintió algo y pidió que lo excusara. Ella asintió, mientras advertía
la abeja. Lucas fue al baño. Creyó que no iba a llegar. Ahí dentro notó que faltaban
toallas. Claro, si él había llevado una para arropar a Michelle, se acordó mientras
seguía su alivio torrencial, prolongado. Oyó que Michelle gritaba: ¡Mierda de abeja!
Y sonaban unas tazas rotas. Se apuró a regresar.
—Dime, Michelle.
—No, nada, estoy muy bien… feliz de estar acá contigo —y apartó unos
fragmentos de tazas.
—Qué suerte —espantó el tábano.
—Por favor, Lucas, muéstrame tu novela.
—¿No íbamos a brindar primero?
Espantó el tábano de un manotazo y sintió algo en la vejiga, le extrañó.
—¡Oh, sí! Perdón, vas a pensar que soy una ansiosa.
Michelle vio que la abeja tropezaba nuevamente entre los pliegues del mantel;
sonrió a Lucas, mientras se sacaba un zapato con disimulo. Él iba a abrir la botella, se
quitó la araña de su rodilla, cambió de idea, se inclinó hacia ella entreabriendo sus
labios; pero nuevamente esa sensación en el abdomen.
—… Michelle…
Ella también separó sus labios y se inclinó hacia adelante:
—… Lucas… espérame un segundo, por favor.
Y regresó al baño. Lucas se quitó el tábano de enfrente, vio cómo la abeja se
acercaba a la azucarera; sintió una horrible presión en la vejiga, no podía esperar, fue
hasta el baño, golpeó la puerta:
—… ¿Michelle?
—Voy, un instante, por favor. —(Cruzó sus piernas, trató de pensar en otra cosa,
no podía, dio otros golpes en la puerta)—… ¿Michelle?
—¡Te dije que ya salgo, Lucas!
—Sólo quería saber si estabas bien.
Cruzó con más fuerza sus piernas, se mordió los labios. Salió ella, entró él.
Sonriente. Veloz. Michelle se acomodó el pelo, sacó el lápiz de color de su cartera, se
repasó los labios. Se sentó en el mantel y lo estiró, sin advertir que con eso allanaba
el camino de la abeja. Regresó Lucas.
—¡Brindemos de una vez! —pidió ella, forzando una sonrisa.
—¡Claro!
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—… —Vio la abeja que llegaba a la azucarera—… ¡¡¡Pero!!!
—¿¡Qué pasa!?
Lucas se detuvo, vio la abeja, y todo ocurrió en un segundo: Michelle dio un
grito, porque la picó un mosquito; Lucas, por reflejo, le pegó un botellazo a la abeja
en la azucarera. Y saltó el vino regándose por toda la habitación, que se llenó de
astillas de vidrio.
—La botella tenía mucha presión. Me parece que ese vino estaba fermentado.
Demasiado viejo.
—No te preocupes —respondió Michelle, sacándose de encima varios trozos de
vidrio y el corcho, que había caído sobre su cabello—, ahora sí podemos ir por tu
libro.
—Oh, sí, mi libro. Pero aún no hemos comido nada.
—Ya no quiero.
Lucas se le acercó. Apoyó la escoba y el trapo contra la pared. Ésta era su
oportunidad.
—No sabes cuánto me alegra que hayas venido… desde que te vi en la librería
esperé este momento —pasó un brazo sobre los hombros de Michelle—… yo no
sabía si llegaría alguna vez —acercó sus labios a los de ella—. Y ahora estoy feliz
porque ha llegado, porque si no… —sus labios casi se tocaban—, yo… —y la besó
con ardor—… ¡mejor vayamos al cuarto, esto está lleno de bichos!
Pasaron al dormitorio. Lucas cerró rápido la puerta para impedir el paso de las
alimañas. Ella se recostó sobre la cama boca abajo. Él pasó su mano por debajo de la
blusa de Michelle y acarició suavemente la piel de su espalda, hasta que ella,
recordando excitada la narración de Günther de su experiencia infantil, lo
interrumpió.
—Por favor ¡escríbeme!
Lucas se sorprendió.
—¡Pero si no voy a viajar!
—No, en la espalda… escríbeme en la espalda.
—¿Qué?
—¿No viste The pillow book?
—No, ¿es algo que dejaste acá?
—Escrito en el cuerpo, es una película de Green… no importa, escríbeme, sí,
hazlo ya mismo… ahora, por favor.
Lucas no entendía. Ella insistió.
—Vamos, trae tinta china y un pincel. En lo posible, de pelo de marta.
—No conozco a ninguna Marta.
—Lo que tengas para escribir. Ahora.
Lucas no quería dejar pasar el estado propicio en que se hallaba Michelle.
¿Quería que le escribiese?: le escribiría. Pero ¿dónde estaba ese lápiz? Buscó en el
cajón de la mesita de noche. Encontró de todo, menos un lápiz.
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—Espérame un minuto.
—¿Adónde vas?
—Voy por el lápiz, no me demoro.
Abrió la puerta y la cerró velozmente a sus espaldas. Los efluvios de excitación
habían llegado hasta la sala. Los insectos habían enloquecido. La abeja estaba
zambullida orgiásticamente en un reguero de azúcar que había por el suelo. Las
moscas se apareaban. Los grillos las imitaban. Los tábanos giraban alocadamente en
un vértigo incestuoso. El canario estaba aferrado a los barrotes de la jaula, clamando
por salir.
Lucas fue a la habitación donde escribía. ¿Adónde habían ido a parar los
bolígrafos? En ese momento se acordó de la limpieza que habían hecho los lacayos.
Quién sabe dónde los habrían dejado. Tal vez los tiraron. Imbéciles. ¿Qué podía
hacer? Oyó un ruido en el apartamento vecino. ¡Amparo! Por supuesto. Caminó sobre
los panes de césped hasta la puerta. Tocó en el apartamento de su vecina, que lo
atendió con la ilusión de que él precisara más de ella que de la misma Michelle; la
fantasía de que Lucas necesitaba huir de esos brazos para arrojarse a los suyos.
—¿Lucas?
—Necesito pedirte un favor.
—… sí, claro, lo que digas.
—¿No tendrás tinta china y un pincel de pelo de Marta que no estés usando?
—¿Cómo?
—Es largo de explicar, Amparo…
—¿Es para la novela?
—(Dudó)… sí, está relacionado.
—Pasa, entra, a ver qué encontramos.
Amparo ocultó sus celos tras su decepción, a la que tapó con una actitud solícita,
que tampoco dejaba ver la tristeza que, más a la derecha, la embargaba, debajo de esa
sonrisa que parecía decirlo todo. Buscaron entre los dos. Lucas tomó un par de
lápices y un bolígrafo azul con la propaganda de un banco.
—¿Estás intentando alguna técnica nueva? —preguntó Amparo mientras le
ofrecía unas acuarelas que tenía para cuando la visitaban sus sobrinos.
—La verdad, sí.
Respondió desde el baño, tomando pinceles para el maquillaje. Agradeció y se
despidió. Entró en su apartamento, que continuaba en plena primavera. La abeja
estaba rodeada por las patas de uno de los tábanos; los dos envueltos en azúcar. El
otro tábano estaba revolcándose junto con los grillos. El canario golpeaba
frenéticamente su pico contra la jaula, como un pájaro carpintero.
Lucas abrió la puerta de su cuarto y cerró rápidamente.
—¡Ya llegué!
Dijo, con entusiasmo; pero Michelle, tendida sobre la cama tal como él la había
dejado, sólo le devolvió un resoplido que se acercaba a un ronquido. La despertó. Ella
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no sabía ni dónde se había quedado dormida. Lucas tuvo que recordarle todo.
—Bueno, ya conseguí las cosas ¿Y ahora qué hago?
Por toda respuesta, Michelle se dio vuelta y se fue quitando la blusa con lentitud.
Lucas iba de asombro en asombro. Esa piel. Era aún más suave que la seda de la
blusa. Se acordó de una tarde de primavera, tendido sobre el césped de una plaza,
viendo pasar las algodonosas nubes, mientras su madre lo amamantaba. Trató de
regresar a la mujer que ahora tenía sentada en su cama. Aquel recuerdo no colaboraba
en este momento. Se concentró.
—¿Te ayudo? —preguntó.
—… —Asintió con la cabeza.
Lucas dirigió una mano al broche del sostén. Encontró una leve resistencia. Probó
ayudarse con la otra mano. No. Era una extraña combinación que parecía deshacerse
entre los dedos pero que, sin embargo, se volvía a enredar en algo y no se terminaba
de desenganchar. Intentó con los dientes.
—¿Quieres que lo haga yo?
—No —mientras tomaba el cortaplumas que había traído para sacarle punta a los
lápices y, sin que ella se diera cuenta, cortaba el sostén—… no hace falta, ya está.
—… —Se dejó caer dulcemente sobre la cama.
—… —Hizo un leve gesto tratando de darle la vuelta.
—No, ahora escribe sobre mi espalda.
—… ¿Que escriba qué cosa?
—Algo tuyo —susurró ella.
Él se quedó pensando, chupando la punta del lápiz, mirando hacia arriba. No se le
ocurría nada.
—Vamos, señor escritor, escríbame —lo azuzaba Michelle.
Al fin se decidió y trató de dibujar una «E» sobre la tersa piel. Iba a escribir
«Elefante», que era lo primero que se le ocurrió. Michelle pegó un grito.
—¡Ay, me raspa!
—Está desafilado, ¿no? Pensé que no te molestaría. Deja que pruebo con esto —
empezó a escribir con el bolígrafo.
—¡Ay, duele! ¿Qué pasa?
—Se acabó la tinta —probó raspar la espalda de Michelle con la punta del
bolígrafo, haciendo un zigzag, tratando de forzarlo a que escribiera.
—Me lastima un poco, amor, ¿no tienes otra cosa?
Lo había llamado «amor». Lucas no se demoró un segundo, tomó la pluma
fuente.
—Hace mucho que no uso de éstas —y mientras decía esto sacudía la pluma,
logrando que gruesas gotas de tinta cayeran sobre la espalda de Michelle.
—Perdona… ya te limpio.
—No, no, sigue, me gusta —ronroneaba ella.
Lucas apoyó la pluma en la tersura dorada de su espalda y continuó «… lefante».
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Se alejó a contemplar su trabajo; pero Michelle lo urgió sensualmente.
—Sigue, sigue, no te detengas…
Él sacudió otro poco la pluma, pensó con qué palabras seguir.
—Más, más —suplicaba ella.
Lucas continuó: «Dos elefantes». Se detuvo nuevamente. Esperaba ver algo más
que su espalda.
—Michelle, ahora se me acabó la página. Date vuelta, necesito escribir de los dos
lados.
En lugar de girar, ella se incorporó, tomando su blusa.
—Leamos.
—Sí, yo también le amo.
Trató de besarla nuevamente. Ella lo apartó con delicadeza.
—Enséñame tu libro. Recuerda lo pactado. No seré tuya antes de verlo.
Él sintió que su alma descendía hasta el último subsuelo. Mientras iba a buscar su
manuscrito se preguntó por qué Michelle actuaba así. Hasta ese momento le había
parecido una hermosa danza de seducción por parte de ella; se entregaba, se alejaba.
Pero esto lo confundía; estaban en la cama, solos. ¿Por qué no continuar? ¿Acaso
jugaba? ¿Se estaba burlando de él? ¿Sería una pervertida? ¿En qué revista había leído
algo sobre esto? Recordó un artículo que había llamado su atención en la sala de
espera de su dentista, sobre personas que en la cama se comportaban de maneras
extrañas. ¿Sería Michelle una de ellas? ¿Sería brígida, como creía recordar que decía
la revista? ¿Sería virgen, tal vez? Eso, era virgen, y por eso actuaba así, tan púdica.
Pero estaba casada, ¿cómo podía ser virgen? Sí, el alemán era mayor que ella, tal vez
demasiado, y… ¿O sería tímida, nada más? Bueno, ella vino a su apartamento, a su
dormitorio, a su cama. ¿Acaso no estaba a punto de lograrlo? Vamos, Lucas —se
decía—, ya casi la tenemos. ¿Tenemos? —se respondía— ¿Cómo «tenemos»?
¿Quién habla? La voz se calló, intimidada. Tal vez sí, Michelle debía ser virgen. El
alemán no la debe haber desflorado. Mucho barco pero poca regadera. Sonrió al
pensar eso, se le hacía ingeniosa la frase. Quiso releer la nota de la revista. Recordaba
que, en lo del dentista, discretamente había arrancado la página y se la había
quedado; pero ahora, quién sabe dónde estaría guardada. En medio de todo este lío de
papeles, imposible de hallar. Se acordaba de que estaba bien el artículo, muy
científico, pero al mismo tiempo traía una serie de consejos de aplicación inmediata.
Una lástima no tenerlo a mano; porque, tal vez, dándole una rápida hojeada, podría
discernir si Michelle era virgen o enferma de algo peor. ¿Y si realmente era virgen?
Le tocaba a él ser el primer hombre de su vida. O el primer creyente, porque esa
posibilidad también estaba. Sí. Qué compromiso, tenía en sus manos el futuro de una
parte del santoral. Si la abordaba como hombre, tendría a esa hermosa mujer para sí,
pero habría una santa menos. Quién sabe qué viejecita no se quedaría sin algún
milagro, una cosa que tal vez precisara mucho: curarse de algo, el regreso de un hijo,
salir de una penuria económica. Si se acercaba a ella como un creyente, la viejita
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tendría a su santa pero él se quedaba sin esa mujer que enloquecía sus sentidos;
también él necesitaba curarse de algo, aunque «curarse» no fuera la palabra más
cercana; puestos a comparar, sí pasaba dificultades económicas y, si bien no esperaba
el regreso de un hijo, no por eso la viejecita tenía más derecho a un milagro que él a
una noche de amor, a un momento de sueño —eso si se dormía enseguida, cosa que
odian las mujeres, ¿debería poner un despertador?—; pero había otra posibilidad:
abordarla como hombre y ayudar a la viejita a encontrar al hijo, prestarle unos pesos.
Siguió buscando. Caramba, me da rabia ser tan desordenado, y así, cuando uno
precisa algo, resulta que no lo encuentra y se pierde un montón de tiempo, pensaba,
furioso consigo mismo. Yo me acuerdo que vine de lo del dentista derecho a casa,
porque había un partido en la televisión. Me acuerdo de eso. ¿Qué partido era? El
Milán contra Los Petroleros de Idaho. Sí, señor. Entonces recuerdo que me acomodé
en el sillón, preparé un poco de queso, vino. O sea que el artículo tendría que estar
ahí, porque cuando me senté sentí el papel doblado en el bolsillo de atrás y lo saqué.
Y lo iba a llevar encima de esa mesa —la señaló—; pero me acuerdo que justo en ese
momento Los Petroleros de Idaho le metieron el primer gol al Milán y me senté para
no perderme la repetición. O sea que el papel debería estar cerca del televisor, porque
no me moví más de allí. Voy a buscar cerca de la tele. Qué lástima, esta Michelle, una
mujer tan hermosa, si llega a ocurrir que tiene un problema psíquico o algo así, será
una gran pérdida para el sexo en Occidente. Y para el de Oriente también. Lucas dio
vueltas al sillón, mirando con detenimiento. No había nada. Encima del televisor
tampoco. Qué picardía si lo tiré, justo ahora me vendría como anillo al dedo. Ordenó
una pila de revistas. Juntó unas latas de refrescos y de cerveza que había en el suelo y,
al agacharse a recoger una bolsa vacía, vio que algo asomaba por debajo del
almohadón. Lo levantó y ahí estaba. Lo típico, a uno se le caen cosas dentro del sillón
y después se vuelve loco buscándolas. Ahí estaba el famoso artículo, había otras
cosas además. Un reloj, media manzana reseca, un destapador, dos bolígrafos, un
billete de veinte dólares, ¡albricias, aquí estaba! ¡Y la raqueta de tenis!, si la habré
buscado. Sacó todo, volvió a acomodar el almohadón, abrió el artículo y lo leyó
detenidamente. «¿Es su novia una seductora?» A ver. Siguió leyendo y lo encontró,
en un pequeño recuadro: «¿Está con una histérica?». Ésa era la palabra que no se
acordaba, «histérica». Seguía una lista de preguntas. La leyó. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí.
Sí. Dobló nuevamente el artículo. Se quedó pensando un segundo. O sea que no es
virgen. Si es histérica no es virgen. ¿Se podrá ser virgen e histérica al mismo tiempo?
Se incorporó, muy serio. Recordó que había ido a buscar el manuscrito. Lo recogió,
sacudió algunas miguitas que tenía encima. ¿Es contagiosa la histeria? Angustiado,
volvió a buscar el artículo. Decía «psíquica», o sea que no es contagiosa. Pero se
avergonzó por esa actitud cobarde. Si él la amaba no tenía que fijarse tanto en si era
histérica o virgen. Si ella tenía un problema lo enfrentarían juntos. Abrió la puerta
decidido.
—¿Michelle?
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Nada.
—¿Michelle?
Silencio.
—¿Michelín? ¿Firestone? —bromeó.
Michelle ya no estaba ahí.
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Unos minutos antes, Günther se había enterado de que Michelle estaba con Lucas.
—Ach, scheisse! ¡Inaudito, incalificable, inconcebible, increíble, infame,
insultante, in…, in…!
No encontraba otra palabra, a pesar de que, por su admirable memoria, había
aprendido español con la única ayuda de un diccionario. Aunque no manejaba el
castellano tan sólidamente como su patrón, Fritz quiso colaborar:
—¿In-presionante?
Günther lo miró con desprecio y llamó al celular de Michelle:
—Sé dónde estás. ¡Ven ahora mismo!
Ella conocía muy bien ese tono de Günther y sabía que no era momento para
contradecirlo. Además estaba aburrida, pasada ya media hora desde que Lucas había
partido en busca de su manuscrito. Se levantó de la cama y, semidesnuda, bajó
refunfuñando hasta la limusina, donde terminó de vestirse con pereza felina. Cuando
llegó al Grand Hotel and Towers encontró a Günther con mala cara.
—Mi amor —dijo ella con voz sensual, mientras con un dedo le rizaba un
mechón—. ¿Recuerdas a esa periodista que estuvo aquí? Ella vive con el escritor —
mintió un poco— y me invitó a continuar la entrevista en su casa. Eso es todo.
Günther la miraba de reojo, desconfiado, herido por la desvergüenza de su esposa.
Sintió que la amaba a pesar de su debilidad por los escritores, seres peligrosos que
vivían inventando mentiras que dañaban a las gentes ilusas, que degradaban a la
juventud con ideas sucias, demenciales; entes pervertidos, como aquel asqueroso
cerdo que escribía a su mamá. Nein: «encima de» su mamá.
—No soporto tus engaños. La primera vez fue con ese escritorzuelo de cuentos
infantiles…
Michelle bajó la mirada, avergonzada.
—… y luego, el ensayista —y agregó, irónico—: ensayaría contigo sus fantasías.
Ella enrojeció.
—Después, el de los libros de autoayuda.
—¡El pobre necesitaba ayuda!
Gunther la miró indignado, y continuó:
—Más tarde, ese poetastro. Y luego el insoportable de los aforismos —recitó,
burlón—: «Lo esencial es insípido al gusto e inodoro al olfato»…
—Günther, tú confundes…
—¡Es. que fueron demasiados!
—No, quiero decir que tú te confundes… por favor no te alteres, me das miedo.
—¡Y el de los cuentos pornográficos…!
Günther levantaba el tono de voz, y Michelle, al verlo violento, comenzó a
bloquearse:
—¿Porno qué?
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—¡Ach…! ¡No empieces con eso!
—… —Michelle ladeó la cabeza.
—Nein! —Günther respiró hondo y se contuvo, porque sabía que cuanto más se
enojara, peor sería—… el escritor de los cuentos eróticos, ¿te acuerdas?
—No.
Él sabía que era inútil insistir. Mejor esperaba que a Michelle se le pasara el
bloqueo intelectual o él tendría que dibujar cada cosa, como siempre. Salió a los
balcones de la suite. La sensación del viento en la cara lo relajó. Más sereno, regresó.
Oteó desde la puerta. Michelle estaba fumando, repuesta. Al verla bella, distante,
regresó su enojo:
—¿Podemos seguir hablando, ahora?
Michelle intentó cambiar de tema:
—¡Günther, mi vida, olvidemos todo esto!
—¿¡Me pides que olvide!?
Había una duda que quemaba a Gunther y que se había prometido mantener
oculta, pero la violenta ansiedad que le producía pudo más:
—¿Y con ellos has…?
Michelle se dio cuenta de que Gunther moría por saber si con ellos había llegado
al éxtasis. Estuvo a punto de decirle la verdad: no, tampoco. Nunca había llegado,
pero este juego de incertidumbre dejaba el poder de su lado. Fingió un mohín de
disgusto:
—Sabes que no debes preguntar esas cosas.
—¡De acuerdo, no las preguntaré! ¡Pero contéstame! ¿¡Sí o no!?
—Gunther…
—¿¡Qué!? ¡Contesta!
—… la respuesta sólo te traería más dolor.
Él se incorporó, enojado, y dio un golpe contra la pared. Ella se acercó, dueña de
la situación, y le propuso, susurrante:
—Estás nervioso, mi amor, por eso nos pasan estas cosas; ¡apartémonos de todo
esto, hagamos un viaje, vayamos a alguna playa lejana donde podamos estar solos y
tranquilos, como antes!
—Michelle, has olvidado que tenemos que ir a Roma. Mariana se inaugura la
muestra retrospectiva de Dalí. La playa debe esperar.
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Günther y Michelle volaron a Roma esa misma noche, en otro de sus Concordes.
Cenaron foie-gras y Sauternes bien helado, y se encerraron en su lujosa suite.
Michelle, luego de su frustrado encuentro con Lucas, había quedado encendida.
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Günther la vio tan entregada que imaginó que esta vez sí llegaría al tan ansiado
éxtasis; pero, al cabo de tres horas de pasión, se desplomó agotado. Años con esta
mujer que lo enloquecía de deseo, pero cuyo deseo no tenía cima. Decenas de
especialistas consultados. Los más renombrados orgasmólogos. Inútil. Y su propio
deseo seguía fijo en ella, en lograr que respondiera a su pasión, en encenderla hasta
hacerla olvidarse de sí misma. Ese era el más profundo secreto de su desvelo.
Michelle nunca se había rendido de placer. Como una fortaleza sin puertas lo dejaba
afuera, insatisfecha ella; como un conquistador sin victoria, él. Se durmió al instante.
Llegaron por la mañana. Una limusina los condujo directamente al museo donde
se exhibiría la muestra que debían inaugurar. Allí se encontraban importantes
personalidades de la cultura, la política, la industria y el clero. Günther pronunció un
discurso en un perfecto italiano de diccionario, señalando los importantes vínculos
entre las artes, los mecenas y la prosperidad de las naciones. Fue muy aplaudido.
Enseguida pasaron a visitar la muestra retrospectiva de Dalí. Como su nombre lo
anunciaba, eran todas fotografías del culo del famoso pintor: con o sin ropas, de pie,
sentado, acostado, en cuclillas, en cuatro patas. El público estaba desconcertado, los
obispos y cardenales se miraban escandalizados, pero todos aplaudían. Mansos.
Obsecuentes. No dejaban de sonreír.
Günther miró su reloj, apartó con un gesto seco a los que venían a besarle la
mano: banqueros poderosos, célebres concertistas de piano y violín, cardenales.
Todos le debían un favor o temían deberle uno y preferían guardar un cauteloso
respeto. Calculó la diferencia de horas y le hizo un gesto imperceptible a Fritz, que se
acercó con un celular diminuto y una llamada ya marcada. El Presidente esperaba del
otro lado de la línea.
—Un minuto, el señor Von Bohlen und Reichenbach le va a hablar —le dijo Fritz,
y pasó el celular.
—Mi querido y dilecto amigo —saludó Günther, cordialmente.
—Estimado Günther… esperaba su llamada —dijo, expectante—, ¿desde dónde
me habla, que se oye tanto bullicio?
—Desde lejos, mi querido Presidente, siempre lejos y velando por intereses que
nos son caros.
—Claro, claro, aumentaron… —bromeó, intentando ver hacia dónde se orientaba
Günther.
—Bueno, estimado amigo, lo imagino a usted atendiendo mil asuntos, así que no
quisiera demorarlo, el punto es la agricultura. Ese amado país que usted preside está
un poco… demorado por esa nueva ley que el congreso está estudiando, tal vez con
excesiva minuciosidad.
—… sí, entiendo.
—Hace falta ayudarlos a captar lo imprescindible que es esa ley, pero sin que se
extienda mucho más su tratamiento, y usted tiene el liderazgo necesario para eso.
—Claro, claro… gracias, Günther y… hasta pronto.
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El Presidente colgó. Completamente derrotado. No hubo una referencia al vídeo.
No era necesario. Tampoco era el estilo de Günther. Dejó su escritorio y se dirigió
hasta un gigantesco mueble de preciosa encina amarilla, completamente labrada, con
engarces de plata en las molduras. Abrió una puerta lateral, tomó un vaso, hielo, la
botella de whisky. «De rara malta escocesa, edición limitada a cien botellas; pero
muchas se nos rompieron» rezaba la etiqueta. Regalo de Günther, también. Se sirvió
una cantidad generosa. Fue hasta los sillones que estaban frente a su escritorio, y se
dejó caer sobre uno. Tomó un aparato de control remoto y se puso a jugar con un
autito a pilas. Era su pasatiempo en los momentos de honda depresión. Fueron
pasando las horas, y fue descargando la copa. Llegó la oscuridad sin que él atinara a
encender una sola lámpara ni respondiera a las llamadas de la puerta o los teléfonos.
Ese ánimo lo convertía en un ausente para el mundo. ¿Cómo podría apurar al
Congreso?
Mientras tanto, en Roma, Günther brindaba con el ministro del Acero de Italia,
Giancarlo Sampietro, y se unían a su festiva conversación tres diputados del partido
ecologista holandés. Luego se acercaba el secretario de la Alta Cámara de Lores
Azules, de Inglaterra, y su señora esposa, no tan afeminada como él. Gunther, sin
abandonar la plática, que saltaba del inglés al francés, al alemán, al italiano, y
regresaba al francés para salir disparada hacia el griego, dar un pequeño giro por el
húngaro y volver al italiano, según conviniera a los temas y a la más adecuada
expresión que los reflejara, seguía con el rabillo del ojo a Michelle, que compartía
una contradanza para la cual la había venido a solicitar un estreñido capitán de la
Marina de Austria. Veía perfectamente cómo ese capitán, que jamás se atrevería a
nada, porque su sentido del honor no se lo permitiría, pero menos aún su sentido de la
supervivencia, moría de embelesamiento por esa belleza que sostenía entre sus
brazos. Michelle. Capaz de hacer arder incluso el amianto. Incapaz de consumirse
ella misma. A su mente regresaron imágenes de sus torpes esfuerzos amorosos en el
vuelo que los había traído a Roma.
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—Diga, señor.
—Que venga el ministro Falfaro —requirió el Presidente con voz aguardentosa.
—Señor, está recibiendo al señor Flammar…
—¡Que vengan los dos, estúpida! ¿¡O no me entiende!?
Bramó, desencajado, y colgó haciendo caer el teléfono al suelo. Fue hasta el
mueble de encina y se sirvió otra copa que dobló la medida anterior.
Jules Flammarie, director del Fondo Mundial de Regulación de Movimientos
Financieros, supuestamente había viajado para realizar una auditoría antes de aprobar
una línea de crédito para el país, pero en realidad el verdadero propósito era concertar
una serie de medidas relacionadas con el secreto bancario y los flujos de dinero.
Entró acompañado del ministro Falfaro, y encontraron al Presidente con la corbata
suelta, los ojos acuosos de quien ya ha bebido de más. Vieron el teléfono tirado en el
piso.
—Tú, cara de mono, debes conocer a Günther, ¿no?
Jules Flammarie dio un leve respingo y trató de disimular su incomodidad. Por
supuesto que conocía a Von Bohlen und Reichenbach; el punto era, ¿hasta dónde
sabría este Presidente? El ministro Falfaro fue al mueble de encina y le sirvió una
copa para distender la situación.
En el salón romano, Gunther seguía con la mirada la suave danza de Michelle, que
cada tanto asentía aburrida ante el insípido parloteo del capitán austríaco, con la
cabeza lejos de ahí y de esa charla tan patosa como el interlocutor; su mente recorría,
delicuescente, el apartamento de Lucas. Cuánto le hubiera gustado quedarse allí. ¿Por
qué se había demorado Lucas? ¿Dónde se había ido? ¿Por qué era tan esquivo para
mostrarle su manuscrito? ¿No confiaba en su juicio crítico? Nunca nadie le había
negado tanto… en realidad, nunca nadie le había negado nada.
Lucas, sin saber con qué oculto e íntimo apetito lo evocaba Michelle, y quizá gracias
a no saberlo, escribía sin pausa. Llenaba hojas frenéticamente, como una fiera. Como
una bestia, más bien. Ni siquiera se interrumpía para ir al baño; sólo para consultar
alguna palabra que se le escapaba. Rayuela… ¿con ye o con elle? ¡Sí, Ralluela!
Porque el día anterior, al regresar a su dormitorio con el manuscrito, había
descubierto que Michelle ya no estaba allí. Luego de buscarla infructuosamente por
todo el apartamento, se vistió deprisa y bajó las escaleras corriendo. Llegó a la calle:
ni rastros de la limusina. Subió cabizbajo las escaleras. En su apartamento, después
de espantar a los insectos, testimonios vivientes de la embriagadora presencia de
Michelle en su hogar, desconsolado, Lucas repasó el artículo «¿Es su novia una
seductora histérica?». Una de las preguntas del test era: «¿Tiene conductas esquivas
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de aproximación y alejamiento?» Palideció: una vez más la respuesta era afirmativa.
Tembloroso, llamó al Grand Hotel and Towers, donde lo atendió un esbirro con
una voz que delataba una educación más bien deficiente. Preguntó por Michelle,
tartamudeando. El esbirro lo sometió a un pesado interrogatorio, cercano a la tortura
psicológica. Lucas cortó y se deprimió aún más: Michelle estaba en Italia, y si él
llamaba nuevamente terminaría con zapatos de cemento en el fondo del río.
Al borde del desfallecimiento, en un vano intento por seguir en torno a Michelle,
consultó otra vez el artículo: «Un típico rasgo de histeria femenina consiste en
pretender vivir situaciones de aura romántica, y enseguida huir…» Sí, pensó Lucas,
es así. ¿Qué significará aura? ¿O será Laura? Siguió leyendo: «… para luego
regresar, y continuar el juego de seducción». Se sintió revivir. ¡Michelle regresaría!
Continuó la lectura: «La única manera de cortar con ese eterno juego de seducción
consiste en que el hombre no acepte ya rodeos, excusas o dilaciones de su amada».
Una intensa corriente de energía pasó por su sistema nervioso. Haría un esfuerzo
y terminaría su novela. Cuando Michelle reapareciera él no aceptaría ya ningún
rodeo, excusa o dilación. ¿Qué sería una dilación? ¿No se trataría más bien de una
dilatación? No importaba, él ya no aceptaría ninguna dilatación: terminaría su novela
y Michelle no tendría escapatoria.
Tomó al azar otras fotocopias de Amparo, las hojeó y se sentó a escribir.
Gatsby y el capitán Nemo conversaban alegremente. En su juventud, éste había sido marinero en un
pesquero en el mar Caspio que había sido atacado por un gigantesco esturión, que embestía furioso a la nave
mientras disparaba enormes granos de caviar. En cambio Gatsby, también llamado Harry, había sido un niño
huérfano, estudiante de magia, hasta que una mañana despertó convertido en ese horrible monstruo.
—El queso rallado, por favor —pidió Geppetto.
Pinocchio lo miraba con aire desangelado, se sentía un insecto.
—Iremos desde los Apeninos hasta los Andes —explicó el anciano—. Ahora hay turs realmente
económicos.
—No insista, Demián —dijo Lolita mientras retiraba la mano del joven y paladeaba una golosina con aire
pícaro—. Para esas cosas prefiero a Samsa o a Martín.
Martín Fierro estaba a su lado, afilando el facón contra una de las patas de la mesa. Su compadre Pedro
Páramo silbaba por lo bajo una conocida tonada del sudoeste de Guadalajara mientras el Sombrerero Loco
continuaba vociferando incoherencias tales como: «Platero es pequeño, peludo, suave; y Los Plateros son un
grupo musical; no son pequeños ni suaves, pero sí peludos».
Robinson miró a Viernes con compasión. Pensaba que si lo hubiera encontrado sólo dos días después se
habría podido llamar «Domingo», un nombre mucho más normal.
Raskolnikov se paseaba nervioso entre las mesas. Naná servía cerveza bien helada a doña Flor, casada
ahora con un famoso futbolista argentino.
La voz del doctor Watson sonó enérgica:
—Elemental, Sherlock: la víctima, como las cucarachas, siempre regresa al lugar del crimen.
Sacó un revólver de entre sus ropas y disparó a quemarropa al célebre detective. Segundos después,
Holmes yacía en el piso envuelto en un charco de sangre; no había nada mejor para envolverlo.
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Jules Flammarie tomó la copa que le ofreció el ministro Falfaro, se aflojó el nudo de
la corbata y, tratando de sondear cuánto sabía el Presidente, le preguntó:
—¿Y ahora… qué es lo que pide Von Bohlen und Reichenbach?
—No lo sé, y eso me preocupa… últimamente estuvo hablándome mucho sobre
agricultura, cereales…
—¿Se estará dedicando al comercio de granos?
—Se habrá vuelto trigo limpio.
Interrumpió Falfaro, tratando de meter un bocadillo, pero el Presidente lo fulminó
con la mirada:
—No creo…
—¿Querrá introducir droga en Europa?
Comentó Flammarie, para tantear al Presidente, que sonrió con sarcasmo:
—Flammarie, me sorprende su ingenuidad.
—¿Le parece? —contestó éste con ingenuidad.
—Oiga, Francia tiene una base en Oceanía en la que cargan combustible unas
lanchas piratas que recogen la droga que traen unos barcos europeos y la pasan a los
barcos que la introducen en Asia…
—¿Cómo? ¿De Europa va droga a Asia? Eso es ridículo, es al revés… —disimuló
Flammarie.
—Escuche y deje de creer en cuentos de hadas. La droga que entra en Europa es
una pantalla para los medios, y no representa ni el uno por ciento de la que Europa
coloca y distribuye en Asia…
—Per…
—… lo mismo que hace Estados Unidos en Latinoamérica…
—¡¿Estados Unidos mete droga en Latinoamérica?!
—Por supuesto, Flammarie, y ése es el verdadero negocio, ¿o dónde cree usted
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que están las grandes plantaciones de droga?
—… no sé, ¿dónde?
—París, Londres, Nueva York, Roma.
—Como las grandes tiendas —acotó nuevamente Falfaro. Flammarie simulaba no
creer lo que oía, pero evidentemente el Presidente estaba bien informado.
—Pero… ¿dónde? ¿en las ciudades?
—Falfaro, hazme otro trago… ¿ha visto la costumbre anglosajona de adornar los
balcones con hermosas plantas?
—Sí.
—Bueno, escondidas entre esas hermosas plantas está la más extensa red de
plantaciones del mundo… millones de macetas con droga en los respetuosos hogares
de Berlín, de Washington, Estocolmo, Montreal…
—… pero… eso es absurdo, ¿y cómo hacen para procesarla?
—Muy fácil, con los pick-up men, los recolectores… por cada dealer de droga
hay cientos de pick-up men recogiendo la droga casa por casa.
—Pero ¿y cuál es la función de los dealers, entonces?
—Confundir a la opinión pública, que la gente crea que su nación está siendo
invadida por droga que viene del tercer mundo, y de esa manera darle herramientas al
Senado para que intervenga militarmente en esos países.
—… entonces los dealers…
—Son soldados, topos, como los quiera llamar… son los que proporcionan la
gran excusa para intervenir militarmente; los verdaderos traficantes callejeros de
droga son los pick-up men, que van de maceta en maceta, de casa en casa,
«estimulando» a que siembren más, pagando.
—¡¿Pagando?!
—Flammarie, ¿cómo se explica usted el bienestar de las ciudades del primer
mundo?
—…
—¿Por los logros de la industria pesada?
—…
—¿Por su tecnología punta, eh?
—…
—¿Por los servicios de la deuda externa de nuestros países?
—…
—¡NO! ¡POR LO QUE GANAN VENDIENDO LA DROGA QUE SE
SIEMBRA EN CADA HOGAR!
Flammarie se convenció de la perspicacia y de las buenas fuentes de información
de este «presidente de provincias», como lo había llamado él.
—¿¡Y CÓMO SE EXPLICA USTED LA POBREZA DE LOS PAÍSES
LATINOAMERICANOS!? ¿¡EH!? —siguió el Presidente.
—… nn… no sé…
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—¡¡¡POR LO QUE GASTAN COMPRANDO DROGA!!!
Continuó Falfaro:
—Uno de los problemas se genera en la masa de dinero que se produce en esas
ciudades y que debe pasar a bancos, capaces de disimularla.
Flammarie se sorprendió de que este ministro también tuviera buena información,
y siguió averiguando hasta dónde sabían.
—¿Como por ejemplo…?
—Las cajas de pensiones para la vejez y las cajas de la seguridad social de los
docentes de distintos países…
—… increíble…
—… pero como aun así es demasiado grande, se hacen operaciones de blanqueo
comprando armas; esas armas se canjean a distintas guerrillas de todo el mundo, que
las cambian… por droga que antes habían comprado a los países ricos… con la droga
sobrante se hacen distintas operaciones, a veces se la tira.
—¿¡Se la tira!?
—Flammarie —dijo el Presidente como si estuviera hablando con un niño al que
le dicen que Santa Claus no existe—, ¿usted de veras cree que las ballenas se
suicidan?
—¿No se suicidan?
Falfaro negó con la cabeza.
—Son cargamentos que se tiraron al mar, y ellas comieron… Pero otras veces se
utiliza la droga para liberar rehenes, como un caso reciente.
Siguió el Presidente:
—Un comando de dos hombres de la CIA, uno de la KGB y uno de la Royal
Force, había ido a entregar un maletín con material nuclear clandestino destinado a
una central cercana a París…
—¿A París?
—… ahá, había sido producido en Burkina Faso… entraron en Francia por
Nimes. Por un error, el de aduana del aeropuerto no fue avisado a tiempo, y al notar
que dos de los agentes despedían un tenue brillo verde, decidió revisar el maletín…
Continuó Falfaro:
—… desgraciadamente ese día llegaban los Rolling Stones a la ciudad, y el
aeropuerto estaba atestado de fans y periodistas… el jefe de Aduanas abrió el maletín
y en menos de cinco minutos se convirtió en una especie de bola humana…
—… por la retención de líquidos —aclaró el Presidente.
—… exacto, y empezó a despedir un aura verde… la gente creyó que eran los
Rollings, que ya habían llegado, y empezaron a estallar en gritos histéricos… el pobre
infeliz avanzaba a los tumbos buscando un baño…
—… para sacar todo el líquido que estaba reteniendo… —explicó el Presidente
—… exacto, pero la gente no lo dejaba avanzar, se le tiró encima…
—… y le pedían autógrafos…
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—Exacto. Y todo eso fue registrado por la prensa.
—¿Y ahí es donde entra Von Bohlen und Reichenbach?
—Ahí hay un nexo, algún dato que se me escapa, pero sí, sin duda, y es lo que me
preocupa.
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17
Mientras Michelle paseaba por la Via Veneto, Günther y su comitiva dejaron atrás
las Termas de Caracalla, pasaron velozmente a un costado del Coliseo, cruzaron el
Tíber y se detuvieron con estrépito en la plaza San Pedro. Aturdido por el tañido de
las campanas, Günther fue escoltado por sus esbirros hasta la Basílica, repleta ya de
turistas. A fuerza de empellones, los guardaespaldas atravesaron la masa humana y
trasladaron a su patrón hasta el asiento más cercano al altar. Por medio de amenazas
desalojaron al público que ocupaba ese banco, y se sentaron en el momento en que
comenzaba la misa. Mientras los indignados feligreses se reacomodaban, Günther se
levantó, se dirigió hacia los confesionarios y se arrodilló ante uno de los
experimentados confesores del Vaticano. A medida que Von Bohlen hablaba, el cura
comenzó a sentir escalofríos, sufrió un mareo, su vista se nubló y cayó con estrépito
al piso. Günther se puso en la fila para recibir la Comunión. Se sentía más bueno.
Partió antes del final de la misa para poder llegar al Palacio Pontifical a la hora
prevista. Sabía que no lo esperaba una tarea sencilla. En el palacio, un secretario de
ceremonial lo guio a través de las suntuosas dependencias. Llegaron a la sala Ducal,
donde sería recibido por el Sumo Pontífice. La audiencia privada le había sido
facilitada por el cardenal Poletti, que mantenía excelentes relaciones con la mafia
siciliana.
Los soldados de la Guardia Suiza, en su uniforme de gala (jubón y calzones en
terciopelo compose de rayas verticales negras y amarillas, casco con simpático
penacho rojo, botitas al tono), flanqueaban la puerta por la que haría su aparición el
Santo Padre, mientras miraban de reojo a los esbirros de Günther. La puerta se abrió,
apareció el Papa rodeado de su séquito y, majestuoso, se acercó atravesando la
alfombra roja. De pronto, uno de los esbirros se adelantó y comenzó a cachearlo; el
Papa, sorprendido, levantó los brazos para facilitar la operación. Los cardenales se
persignaron. Los guardias se abalanzaron sobre el guardaespaldas, que, a una seña de
Günther, regresó a su sitio. Günther se disculpó ante el Santo Padre; éste sonrió y lo
invitó a pasar a su estudio. Los esbirros quedaron afuera, controlando a los guardias
suizos.
El Papa invitó a Günther a sentarse frente a él. En un extremo de la sala dos
monjas ordenaban documentos. Después de las primeras formalidades de la
conversación, Günther comenzó:
—Su Santidad, me trae aquí un asunto muy delicado. Sabrá el Beatísimo Padre
que el tráfico de armas responde a necesidades concretas de la sociedad…
El Papa frunció el entrecejo. Günther continuó:
—… los traficantes actúan movidos por un espíritu altruista, ya que, en el fondo,
prestan un servicio a sus semejantes más necesitados…
El Pontífice se revolvió en su asiento y carraspeó. Sin darle tiempo a responder,
Günther miró de reojo a las monjas y continuó, en un susurro:
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—Pero las leyes son rigurosas y los controles cada vez mayores, Santo Padre. Lo
mismo ocurre con las drogas. No alcanzamos a brindar a la gente lo que necesita:
poder armarse en legítima defensa, evadirse de sus preocupaciones.
Günther continuaba hablando con aplomo, a pesar de que el Sumo Pontífice
parecía Sumamente fastidiado.
—Estamos convencidos de que esa incómoda persecución debe cesar, Su
Santidad. Para eso necesitamos de Su ayuda. Una pequeña señal, un mínimo gesto de
buena voluntad del Vaticano aliviaría la difícil situación del traficante honesto. Si el
Santo Padre tuviera la enorme amabilidad de publicar una pequeña encíclica al
respecto, tal vez podría incluir los siguientes puntos…
Le alargó un papel, que el Papa leyó con los ojos abiertos por el asombro,
mientras Günther explicaba:
—Se trata de recomendar un poco de tolerancia hacia los traficantes de armas y
drogas. Si Su Santidad no le encuentra un título mejor, creemos que se la podría
titular Mundus Beligerandii, Populorum Drogarum.
—¿Está usted loco? —explotó el Pontífice, poniéndose de pie enrojecido y
haciendo sobresaltar a las monjas, que arrojaron al piso sus papeles y lo miraron
boquiabiertas—. ¡Usted delira! ¡Satanás habla por su boca! —miró hacia arriba—.
¡Señor, perdónalo! —y agregó, serio, conteniéndose con visible esfuerzo—. Rezaré
por usted.
Palmeó. Se abrieron las puertas e ingresaron los guardias, que acompañaron a
Günther hasta la salida, mientras el Vicario meneaba la cabeza, presa de una santa
indignación.
Cuando su limusina se puso en marcha, Günther sonreía. La reacción del
Pontífice era previsible. Un giro así no sería fácil para el Vaticano: ellos tenían
muchos siglos de tradición y mucho público al que satisfacer. Se podrían meter en
negocios turbios, por supuesto, pero siempre lo harían con discreción. Sería necesario
pasar a la segunda fase del proyecto.
Esa misma noche, el Papa revisaba su correspondencia cuando Sor Guglielmina,
su secretaria, le alcanzó un vídeo que había recibido; tenía las palabras
«Terriblemente confidencial» escritas en grandes caracteres. Más abajo decía «Su
Santidad, ¿podemos llamarlo SuSan?». El Papa, con desconfianza, colocó la cinta en
el reproductor. Ante las primeras imágenes palideció, pidió a las religiosas que se
retiraran y se derrumbó en un sillón. ¿Cómo habrían filmado eso, ocurrido tantos
años atrás, cuando todavía era obispo? Ese vídeo no debía conocerse. Se arrodilló y
rezó largamente. Luego se dirigió a su escritorio y levantó el tubo del teléfono.
Günther se sentía pleno. La «Operación San Pedro», como él la denominaba,
consolidaría su prestigio. Cuando recibió la llamada de un secretario del Vaticano, en
un primer momento creyó estar entrando en el paraíso; sin embargo su semblante fue
cambiando cuando esa voz pausada le fue enumerando una lista de horribles muertes.
«Es un menú del destino», le dijo con ironía, «el Señor decide, no todos pueden elegir
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su final».
Al día siguiente, un atemorizado Günther depositaba en el Banco Vaticano una
millonaria suma de dólares «para obras de caridad» y, junto a Michelle, abandonaba
presuroso Roma.
Lucas se despertó con ese típico sopor que deja una siesta a deshoras. Había dormido
más de un día. Tal era el agotamiento creador. Fue a darse un baño refrescante, se
vistió y salió a desayunar a un café cercano.
—Lo de siempre —ordenó al camarero—, ¿usted es nuevo aquí?
—Llevo veinte años.
Lucas se dio cuenta de que su agotada musa lo había confundido de sitio.
—De acuerdo —corrigió—, tráigame un café con leche con croissants, y un
vodka tonic.
—No vendemos bebidas alcohólicas.
—Suspenda el café con leche.
—No, eso sí hay.
—Suspenda los croissants.
—También tenemos.
—Entonces un vodka tonic con croissants.
—Señor, café con leche es lo que tenemos.
—De acuerdo, un vodka tonic con croissants y agréguele el café con leche.
—Señor… —suspiró el mesero.
—¿¡Quiere dejar de preguntarme cosas!? —lo interrumpió Lucas—, ¡traiga lo que
quiera… y ya!
El mesero se retiró, discreto. Lucas tomó un periódico que alguien había
abandonado sobre la silla. Lo abrió, y sin querer fue a dar a las páginas culturales; su
vista se clavó en un anuncio que parecía dirigido a él:
«Talleres de creación literaria. Organizados por la Alcaldía Municipal.
Inscripción gratuita». Eso es lo que yo necesito, he ahí mi salvación —pensó—,
mientras el mesero se acercaba con una bandeja cargada de tenedores, pan viejo, dos
gaseosas, una lata de atún, tres botellas de yogur, mermelada, frutas tropicales, un
destapador, dos ceniceros llenos, masas vienesas, jamón cortado grueso y
mantequilla.
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—No, a ver, espere —tomó el lápiz Falfaro—… seis ceros son un millón, ¿no?
—Sí —decía el Presidente, concentrado.
—Bueno, dieciséis ceros son un millón de millones.
—Exacto, un billón de trillones, ¿no? —preguntó el Presidente a Flammarie.
—No… un sillón —intentó bromear Falfaro.
—Señores, no importa, lo que queda claro es que es una enorme, gigantesca,
masa de dinero, difícil de imaginar…
—¡Un cinco con 26 ceros!
Interrumpió el Presidente, que se había quedado haciendo cuentas. Flammarie lo
miró con aire cansado, y resignado asintió con la cabeza.
—¿Ya ves? —le dijo el Presidente, orgulloso, a Falfaro.
—¡Es un estadista, señor! —comentó éste.
—¿Continúo la explicación o festejamos? —preguntó irónico Flammarie.
—¡Festejemos! —propuso Falfaro.
—Luego, ministro, luego… —dijo el Presidente—, ahora avancemos en la
dilucidación de estos acontecimientos…
Qué bien se expresa, pensó Falfaro, orgulloso de su mandatario.
Flammarie se sentó frente a la computadora, comenzó su relato:
—Entre el 50 y el 60 por ciento de esa masa de dinero es en efectivo, como
ustedes decían antes… el primer problema es convertir ese dinero en una forma más
manejable y segura… —la computadora terminaba de abrir sus programas—… Hace
unos cinco años, Von Bohlen und Reichenbach compró una pequeña península en el
Caribe; estaba habitada por una sola familia, a la que no le costó convencer de que
pidiera ante la ONU su estatus de nación independiente…; «milagrosamente», vídeos
mediante, ni el país en cuestión, ni la ONU, encontraron objeciones en aprobar su
separación y reconocerlo como Estado independiente… en cuestión de días. Incluso
lo invitaron a formar parte del Consejo de Seguridad, pero a Von Bohlen no le
interesaba eso, prefería un perfil mucho más bajo. El país se llamaba República
Independiente de Chelle, un nombre que jugaba con el de su esposa, Michelle.
Inmediatamente estableció un Banco Central, cuyas oficinas no radicaban realmente
en la península… ni en ninguna parte. El domicilio coincidía exactamente con la
única palmera que había en la península… el Banco Central estaba operado por una
oficina consultora cuyos socios fundadores eran unos viejos de un asilo de ancianos
que patrocinaba una fundación de Von Bohlen und Reichenbach; sus accionistas eran
los guardias de un zoológico también patrocinado por otra fundación que,
intermediarios mediante, era beneficiada por Von Bohlen und Reichenbach y,
finalmente, la cara visible de toda esta estructura era un matrimonio de inmigrantes
ilegales, que eran los encargados de la limpieza de un edificio ruinoso de las afueras
de Nueva York… propiedad de un testaferro de Von Bohlen und Reichenbach.
—¡Qué irresponsabilidad!
Exclamó Falfaro, intentando sobresalir con algún bocadillo. El Presidente lo
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fulminó con su mirada. Flammarie continuó:
—… En menos de un mes, el Banco Central de Chelle había autorizado la
creación de más de 600 instituciones bancarias, y 1567 casas de cambio…
—¿Casas de cambio? —preguntó extrañado el Presidente.
—Habían creado su propia moneda, el pálmer, irónica referencia a la palmera que
era el domicilio oficial del Banco Central… lo cierto es que el pálmer fue aceptado en
las casas de cambio de todo el mundo… aunque nunca existiera, físicamente, como
moneda real…; nunca pasó de ser dinero electrónico que se usaba en transacciones
hechas desde oficinas en el exterior. A los dos meses de constituida la República
Independiente, en esa pequeña península de Chelle había más de 64 000 empresas y
corporaciones… y ni una sola de ellas tenía presencia real en la península, sólo su
domicilio fiscal; absolutamente todas eran ghost companies, compañías fantasmas,
con directorios secretos, capitales secretos, completamente amparadas en la
legislación de la República, cuya constitución favorecía el más absoluto secreto
bancario y financiero… —la computadora comenzó a acceder a Internet; Flammarie
continuaba hablando, con la vista clavada en los destellos de la pantalla—… éste fue
el paraíso offshore por excelencia; esas empresas operaban entre sí, una le compraba
acciones a la otra, que las subvaluaba; otra vendía productos inexistentes a otra, que a
su vez los comercializaba a otra, que tampoco existía, y que invertía sus ganancias en
la compra de la cartera crediticia de uno de los seiscientos bancos, que a su vez hacía
fabulosos préstamos a otro banco que operaba junto con una casa de cambio que
convertía cualquier moneda en pálmers, que luego se cambiaban por otras monedas…
en fin, transferencias electrónicas que recorrían todo el mundo, para regresar… —
sonrió— a la misma palmera, el vegetal más próspero en la historia de la creación…
era absolutamente imposible darle seguimiento a esas transacciones, los giros,
cambios y las operaciones se perdían en un mar de préstamos, inversiones, ventas,
compras, cambios de moneda, vuelta a invertir en una maraña de bancos y empresas
absolutamente babélica… De hecho hay un grupo de investigadores que está
siguiendo las pistas de una sola de esas operaciones… desde hace tres años. Sólo los
apuntes de los pasos que siguió ese dinero suman dieciocho volúmenes de quinientas
páginas. El primer equipo de investigadores desapareció en un misterioso accidente,
el segundo equipo abandonó al año, y el tercer equipo, que es el que continúa la
investigación, está viviendo prósperamente… y aumenta la fortuna personal de sus
integrantes cuanto con más lentitud avanza su búsqueda.
—Pero… ¿cómo integran, finalmente, todo ese dinero al circuito legal? —
preguntó el Presidente, que había tomado nota de estos recursos.
—Señor Presidente —puntualizó Flammarie, sonriendo—, todo, absolutamente
todo, lo que le dije… es legal.
—Maravill… perdón, qué horror.
—Pero, ahora que me hace esa pregunta, me hace acordar una de las tantas tretas
legales. Una de estas compañías fantasmas, la Luxury Inc., era una importadora de
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artículos domésticos. Hace tres años compró a otra de estas shell companies, la Stick
Clothes International, un cargamento de 15 000 toneladas de broches de la ropa.
—Un quince con tres ceros —susurró Falfaro, para demostrar que seguía atento a
la conversación.
—Este «cargamento», supuestamente, nunca llegó a destino, porque Bella Donna,
el barco, que nunca existió, se hundió en un accidente que, por supuesto, tampoco
ocurrió… La Traveller Insurance Company, compañía aseguradora del barco y de la
carga, también tenía su sede en la península de Chelle, y debió pagar una fortuna para
resarcir a las empresas que intervenían. Como el cargamento no llegó, ordenaron otra
carga…; la empresa productora de broches de ropa pidió un préstamo a uno de los
bancos de la palmera, para poder afrontar la inversión que significaba ese
cargamento… que tampoco llegó a destino… y esto lo repitieron unas cinco veces,
¿qué me dice?
—… Eh, qué lástima que no probaron por otra ruta, ¿no? —comentó Falfaro.
—¿Y esa península todavía existe? —preguntó el Presidente.
—No. Por razones no muy claras, Von Bohlen und Reichenbach no quiso ceder a
algún chantaje o algo por el estilo… son cosas que mejor ni preguntar, lo cierto es
que un país hizo una prueba nuclear en la península…
—¿Pero eso no es peligroso? —preguntó Falfaro.
Flammarie lo miró con paciencia.
—… Y sí, un poco afectó a la palmera.
—Pero claro… —asintió contento Falfaro, creyendo que le había dado la razón.
—Von Bohlen aprendió de esa experiencia y repitió todo el ciclo, sólo que… ¡en
una isla! Desde ahí realizó operaciones tan escandalosas que la OTAN le declaró,
secretamente, la guerra a este nuevo país inventado, ¿y sabe con qué se encontraron?
—No.
Flammarie tecleó algo en la computadora.
—Von Bohlen se burló de todos… Miren —señaló la pantalla— ésta es una foto
satelital de la Tierra, de este preciso instante; la ampliamos —tecleó—… un poco
más… ¿Ven estos puntos?
Falfaro y el Presidente asintieron.
—Es la flota de la OTAN…
—¡La «FLOTAN»! —exclamó Falfaro, triunfal.
—¡Pero! ¿Eso está sucediendo ahora? —preguntó el Presidente, asombrado.
—Sí, señores, hace tres días que la flota llegó a donde se suponía que estaría la
isla y no encontraron más que océano…; aparece en sus mapas, en sus radares, en
cuanta foto pase por alguna forma de digitalización… ahí está la isla; pero frente a
sus propios ojos, no… ¡La maldita isla no existe! Gunther alteró archivos geográficos
digitales de todo el mundo para introducir una isla que nunca, nunca, ¡jamás existió!
¿Entienden ante qué problema está el Fondo que represento?
—… —El Presidente inclinó la cabeza, con gravedad, pero porque recordaba con
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temor su vídeo.
—No —contestó Falfaro.
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Lucas releyó el anuncio del periódico: «Mejore su libro. Taller literario. Absoluta
discreción. No es necesario saber leer». Quería terminar su novela para entregársela a
Michelle, para que ella, a su vez, se le entregase. Llamó al teléfono del aviso y fue
invitado a participar en una primera sesión de prueba.
A la mañana siguiente llegó a la dirección que le habían dado. Fue recibido por un
hombre de cabello canoso, el señor Fonseca, autor premiado en épocas mejores, y
actual coordinador del taller, que lo introdujo en un salón donde había varias personas
sentadas alrededor de una mesa. Saludó, nervioso, y se ubicó entre una joven con
anteojos y un señor de aspecto muy formal. El grupo se completaba con una anciana,
un adolescente con la cara repleta de granos y una elegante mujer de edad mediana.
Fonseca tomó la palabra:
—Empezaremos esta primera reunión hablando del miedo que paraliza a quienes
comienzan a escribir: el clásico temor a la página en blanco…
Lo interrumpió la mujer elegante:
—Vea, a mí la página en blanco no me da ningún temor; por el contrario, me
tranquiliza.
—Sí, a mí también —agregó el adolescente con granos—: me da seguridad,
confianza.
—Me ocurre algo parecido —dijo el señor formal—; en realidad, muchísimo más
temor me da la página escrita.
Desconcertado, el coordinador carraspeó.
—Bien, pasaremos entonces a otro tema. Por lo general, quienes acuden a un
taller escriben palabras de más: adjetivos sobrantes, paráfrasis desordenadas,
descripciones innecesarias —decía, mirándolos por turno.
Todos bajaron la vista, avergonzados. Lucas se sintió tentado de preguntar qué
significaba «paráfrasis», pero no se animó. Fonseca continuó:
—Entonces, una primera recomendación: no escriban de una forma que
podríamos calificar de literarizante, propia de presuntuosos escritores bisoños,
aquello que podría brindarse a la comprensión del prójimo con mayor facilidad y
brevedad, de manera carente de cualquier tipo de ostentación, artificio,
amaneramiento, pompa ampulosa o grandilocuencia vana.
Se hizo un silencio incómodo.
—No entendí —dijo el adolescente granulado.
—Yo tampoco —agregó la joven de anteojos, mientras los demás meneaban la
cabeza.
El coordinador parecía fastidiado, pero al fin resumió:
—¡Escriban frases concisas!
—¿Frases con qué? —preguntó la anciana, que no oía bien desde que, años atrás,
un petardo lanzado por un niño había estallado en su peluca.
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Fonseca estaba nervioso: un tic le sacudía la oreja izquierda, y todos lo
observaban fascinados. Eso lo puso aún más incómodo, y cambió de tema
rápidamente.
—No conviene abusar de los sinónimos, ni de los equivalentes, ni parecidos o
semejantes.
—¿Y de los similares? —preguntó el señor formal, inocentemente. Fonseca lo
miró con odio, y continuó:
—Usar no olviden el hipérbaton: es cambiar el normal de las palabras orden de
acuerdo con la sintaxis.
—¿Sin taxis? —lo interrumpió la septuagenaria—. ¿Otra vez hay paro? ¿Y cómo
me vuelvo a casa?
La oreja del coordinador vibraba intermitente, y ahora la acompañaba un párpado.
Tomando fuerzas, Fonseca prosiguió:
—Traten de escribir con riqueza idiomática: no usen muletillas ni frases hechas,
porque de alguna manera, en mi modesta opinión personal, quedan más mal que bien,
a pesar de que, como suele decirse, es mejor malo conocido que bueno por conocer,
okey? Y no olviden explorar la prosopopeya y la hipotiposis.
—Ah, una sobrina mía sufría de hipotiposis, al hígado, ¡pobrecita! —volvió a
interrumpirlo la anciana—. Por suerte no le agarró también esa Procto-Popeye que
usted dice.
Mirándola altivo, Fonseca aclaró:
—Prosopopeya, señora. Es presentar a seres irracionales comportándose como
personas.
—Y cuando las personas se comportan como seres irracionales, ¿qué nombre
lleva? —Inquirió el adolescente.
El coordinador se secó la frente. Al cabo, con esfuerzo, continuó:
—También hay que tener en cuenta el ritmo narrativo.
—¿Tango, vals o chachachá narrativo?
Preguntó con ingenuidad el señor formal. Fonseca levantó los ojos al cielo y
suspiró.
—Mejor terminemos con la teoría… Ahora, como ejercicio de creación colectiva,
escribiremos tiara forma de poema que crearon los surrealistas: haremos entre todos
un Cadáver Exquisito.
—¡A mí el pollo al horno me sale delicioso! —acotó la anciana con entusiasmo
—. Le pongo laurel, dulce de guindas y pan rallado…
—Creo que será mejor ir finalizando —dijo con un hilo de voz el coordinador,
que tenía un aspecto muy cansado; pero de pronto entrecerró los ojos y agregó, con
tono maligno—: No, antes quiero conocerlos un poco más: leeré algo de lo que han
escrito —ahora los miraba desafiante—. A ver, alcáncenme lo que trajeron.
Obedecieron con temor. Hubo un incómodo silencio mientras Fonseca hojeaba las
páginas que había llevado el señor formal. Al fin lo miró y le preguntó:
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—Señor, ¿es usted notario?
—¿Cómo lo sabe?
—Trate de no comenzar cada cuento con «En la ciudad de…, a tantos días del
mes de… etc». —y le devolvió las mojas con un gesto de desprecio—. A ver,
Mercedes, qué ha traído.
—Un poema —dijo con orgullo la mujer elegante.
—Veamos… Sí, la idea no está mal: «Oda a la Oda». Comienza bien: «Oda/ya no
estás de moda…». Pero trate de buscar rimas más poéticas que «soda» o «beoda».
Por ejemplo, «visigoda», «ostrogoda», tienen más distinción.
La mujer, un poco desencantada, recogió su poema. Lucas se sentía nervioso, la
espera le resultaba insoportable; pero todavía no era su turno: el coordinador se
dirigió a la joven de anteojos:
—Ahora tú, Paula, veamos tu cuento: «Sexo en el altar mayor».
Todos se revolvieron en sus asientos y se oyeron algunas toses incómodas. La
anciana se persignó. Fonseca leía frases sueltas con una voz soplada que quería ser
sensual:
—… «la joven abadesa sentía latir su sangre»… «el jardinero sordomudo, rudo y
sudoroso»… «tantos años de abstinencia»… «él nunca había tenido novia»…
Se escuchó un fuerte ruido: la anciana había caído al piso, desmayada. Mientras la
ayudaban a incorporarse, el coordinador comentó:
—Éste… no está mal, Paula, pero hay mucho para pulir en tu texto, necesitarías
hacer un trabajo más intenso… sería mejor que lo viéramos en unas clases
particulares.
—¿Puedo venir? —preguntó el adolescente, entusiasmado.
—No, querido… porque ya dejarían de ser particulares —miró a la anciana, que
parecía recuperada—. ¿Y lo suyo, señora…?
—Juliana. Juliana de Zucchini. Mire, como a mí me gusta mucho cocinar, escribo
recetas —y le extendió una pila de hojas engrasadas.
—Cerdo a la menta, ravioles rellenos de espagueti… qué interesante, ¿no? —
decía Fonseca con un rictus de desagrado—. Aquí lo que siempre resulta previsible es
el final: «Sírvase bien caliente», «Sírvase en cazuelas individuales», «Sírvase con
crema». Trabaje eso, Juliana —y se dirigió al adolescente—. A ver lo tuyo, Martín —
miró las páginas y sentenció, con tono patriarcal—: se nota la influencia del cómic;
hay un exceso de onomatopeyas… «bang, baroom, doiing, tic-tac, crash…»
—¡Burp! —eructó con violencia el joven.
Fonseca tenía el rostro desencajado. Lucas pensó que ya era momento de
retirarse, cuando oyó las temibles palabras del coordinador:
—Bien, falta usted, veamos qué ha traído… —miró la primera hoja, abrió los ojos
y leyó en voz alta—: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme…» —largó una carcajada nerviosa—. Es una broma, ¿no?
Fonseca reía, desencajado. Varios tics sacudían su rostro.
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—¡Esto es más de lo que puedo soportar! ¡Un asqueroso plagio! ¡Infame!
¡Sacrílego! ¡Iconoclasta!
Igual que en las épocas en que la señorita Castro lo retaba, Lucas se sentía morir.
Nunca había sospechado que alguien podría reconocer todas sus fuentes de
inspiración. Aprovechando la distracción general, se puso de pie y recogió
avergonzado su novela, con tanta prisa que se llevó también varias hojas de sus
compañeros: recetas, oda, cuento obsceno, actas y onomatopeyas; se despidió
tartamudeando y corrió a su apartamento.
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—¿¡Qué pasa!?
Era Doursey, el asesor de campaña estadounidense, que el Presidente había
contratado por sugerencia de su asesor español:
—Mister Pruesident, tenga a un grupo de veinte niñas y a un continente de
periodistos… debemos recibirlas.
—Pero…
—Es vital para su imagen, estamos en plena campaña, Mister Pruesident, no hace
falta que se lo recuerdas, ¿no?
—¿Puede darme media hora?
—No. Se péinabas, pour favor.
Apenas colgó cuando Falfaro ya abría la puerta del suntuoso despacho
presidencial, dejando entrar a una nube de periodistas que cortaron con sus flashes el
ambiente brumoso que habían dejado horas de reunión. El Presidente, encandilado, se
cubría la cara con sus manos, pero Doursey se las bajaba, mientras mandaba abrir las
ventanas y correr las cortinas.
—Queruémos que sea elegidos por esta país, no por Transilvania, ¿no es verdad?
… —masculló Doursey.
El Presidente, enceguecido por los flashes que disparaban sobre él y por la
repentina claridad que entró por las ventanas, se restregaba los ojos.
—¡Mi colirio, mi colirio!
—No es momentou de boleros —dijo Doursey, que no entendía bien español.
—¡Consigan un trío! —ordenó Falfaro.
Finalmente los ojos del Presidente se fueron acostumbrando a la luz y empezó a
distinguir las formas que invadían su despacho. Colores. Fotógrafos que se
abalanzaban apoyándose unos sobre otros. Cuerpos de mujeres. Jóvenes, delicadas,
hermosas. A él le habían mencionado el colegio de niñas, y entendió que sería una
aburrida escuela primaria, pero eran alumnas del último año de Secundaria
Preparatoria. Ninfas de dieciséis, diecisiete años. Pecados precoces. Frutas que
anticipan la estación. El relámpago de delicada belleza de su presencia despejó la
vista del Presidente. Ya veía bien y sonreía encantado. Levantó la mano invitándolas
a acercarse, con un gesto entre paternal y delincuente. Las muchachas disimulaban
mal su excitación por hallarse en el despacho presidencial. Festejaron cada frase del
mandatario. Estallaron alborozadas al ver que las invitaba a acercarse y posar junto a
él para los periodistas. Sabían que esas fotos estarían en las tapas de todos los
periódicos del país y quizá del extranjero. Tengo una prima que está en Alemania,
comentó una, ojalá salga la foto allí, ¿no? Se acercaron sorprendidas de que el
Presidente, una persona que debía estar muy ocupada en asuntos de Estado, tuviera
tan buena disposición para atenderlas. Sonreían cuando les preguntaba sus nombres,
mientras las luces de las portadas de los periódicos les bañaban el rostro. Una por
una. Marta. Laura. Ana. Julia. Alcira. Se apretaron las manos, nerviosas y felices.
Plenas de dicha al ser abrazadas para las últimas fotos. Sorprendidas al notar que la
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mano se apoyaba con un grado de casi imperceptible intensidad, y descendía un
milímetro más, debajo de la escuela secundaria hasta casi el borde del momento de
salida de clases, donde el atardecer las encontraba con sus novios. Pero, exultantes de
todas maneras, porque él se ofrecía a acompañarlas en un recorrido por la casa de
gobierno. Se demoraron horas por los pasillos, envueltos en cámaras y festejando el
espíritu ingenioso y chispeante del Presidente, que había ordenado que prepararan un
aperitivo para cuando regresaran a su despacho. Al volver al punto de partida, éste
despidió hábilmente a los periodistas. Con un gesto natural, discreto, invitó a las
niñas a probar las vituallas que los esperaban. Un periodista del News pour Vous,
periódico controlado por la oposición, no se resistió a aprovechar la oportunidad:
—Presidente, ¿por qué insiste en presentarse en campaña si las encuestas le dan
un favor tan bajo?
—Mire, yo no acostumbro molestar a los demás pidiendo favores, y menos para
una campaña que trata de responder a un pueblo que espera que sigamos
profundizando el cambio… Y ahora, si me disculpan, debo atender a estas
representantes del sistema educativo nacional.
—¿Y a nosotros nos echa, Presidente? —bromeó un fotógrafo joven.
—Con sus flashes no voy a saber qué bocadillo me meto en la boca; les
prepararemos una mesa igual en la sala de prensa, y ahí se toman fotos entre ustedes.
Estalló una carcajada general y Doursey batió sus palmas para provocar un
aplauso. La caterva de periodistas se retiró, exultante por la cantidad de material que
había recogido y la perspectiva de los sándwiches y la bebida gratis. Desaparecieron
rumbo a la sala de prensa.
Al rato, la puerta del despacho presidencial se abrió, dejando salir a los
camareros, desconcertados ante el hecho de que el mismo Presidente, el ministro y el
asesor extranjero quisieran atenderse a sí mismos. Adentro sonaban voces de alegría
que iban in crescendo. Doursey contemplaba el curso del festejo con un rictus
desencajado. Salió para cerciorarse de que los periodistas siguieran en la sala de
prensa y no hubiera algún fisgón a la caza de esas imágenes. Ordenó más vino para
ellos. Regresó al despacho. Al abrir la puerta lo recibió una música atronadora.
Falfaro estaba encargado del equipo de música, mientras el Presidente, con una
corbata escolar atada como vincha en la frente, suplicaba de rodillas a una de las
adolescentes que le entregara su zapato para tomar champagne en él. Todas las demás
habían formado una ronda que llevaba el ritmo con las palmas, e incitaban a su
compañera a que cediera al pedido. Ella quería huir y sumarse al corro, pero volvían a
empujarla al centro de la bulliciosa rueda. El Presidente se incorporó y empezó a
simular una danza de strip-tease. El grupo estalló en gritos divertidos, y dos de las
adolescentes más audaces fueron con él, acompañándolo en ese baile. Desabrocharon
sus botones con encendida morosidad. La música aumentó de volumen.
Un instante después, la puerta del despacho expulsaba a un Falfaro ofuscado
porque lo echaban de la fiesta y a un Doursey furioso porque la situación había
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escapado de su control.
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—¿Y eso? —le preguntó al empleado.
—La estamos cambiando.
—¿Por qué?
—Matusalén pidió que se la devolviéramos.
Amparo sonrió. El empleado explicaba:
—Una 286, con 500 K de RAM y 20 megas de disco duro, ¿puedes creer que
todavía estuvieran trabajando con esto?
—No sé, no tengo ni idea.
—No existe, te lo juro.
—¿Y qué van a hacer?
—Pagar para que se la lleven, supongo —contestó el técnico mientras seguía
quitando cables.
—Qué increíble… bueno, adiós —saludó Amparo y continuó por el pasillo, hasta
que una idea la detuvo, y regresó—. Oye, ¿de verdad la van a tirar, o es broma?
—Esto no vale ni como plástico.
—¿Sirve para escribir? —preguntó ella, afinando la idea que acababa de tener.
El empleado se encogió de hombros:
—… Bueh, con paciencia, sí.
—No la tires, dámela.
—Estás loca, ¿quieres vengarte de alguien?
—¿No me dices que sirve para escribir?
—Sí, pero sólo un libro más —contestó el muchacho, divertido.
—Perfecto, con eso es suficiente.
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en ocasiones apenas se aproxima a C, ¡aunque a veces tampoco llega a B y, en
algunos casos extremos, ni siquiera a A!
—¡Ah! —exclamó la pareja.
—En otras palabras: primero está la fase de excitación, que ocurre cuando el
hombre y la mujer salen juntos, comprenden ustedes, van a bailar, toman unas copas,
y luego… bien… —retorció los dedos de las manos—, se dan un beso —se sonrojó
levemente y continuó con voz entrecortada—, se acarician, comienzan a quitarse las
ropas —iba enronqueciendo— y el hombre le besa los pechos… —tragó saliva—:
eso es también llamado calentamiento, ¡je! ¿Han oído hablar del efecto invernadero?
¡Eso sí es caliente, mulata, caliente! —se puso de pie—. Luego el chico le quita la
ropa interior, acaricia a la chica con lascivia y entonces… —enrojeció— ¡la penetra
con ardor! —ahora tartamudeaba—. La circulación de la sangre aumenta, la piel se
calienta, las glándulas segregan hormonas que van al torrente sanguíneo, la excitación
se vuelve incontrolable, la mujer arquea el cuerpo, tensa sus músculos, grita, mueve
su cadera, tiene contracciones en el área genital y… ¡sí, sí!… ¡sobreviene el orgasmo!
¡Oh, orgasmo! —casi en trance, se desplazaba por el consultorio—, ¡cúspide de
placer, o sensación difusa, o serie de fases placenteras! —cayó al piso entre
estertores, mientras su cuerpo se retorcía convulsivamente. De pronto se detuvo, y los
miró con el rostro desencajado—. Perdonen, debo retirarme —ruborizado, se
incorporó y se fue.
Michelle y Günther se miraron con desconcierto. El profesor regresó arreglándose
la ropa.
—Bien, esa explicación fue muy técnica, ¿no? Pero no estamos tratando con
gélidos esquemas sino con seres humanos. Para que la señora disfrute con plenitud,
ustedes deben olvidar toda técnica y relajarse, gozar, reír, y sobre todo ser
románticos. Señor Von Bohlen, ¿se considera usted una persona tierna?
—¡Férreamente tierna! Fui educado en la vieja escuela prusiana: aprendí que es
una obligación que el hombre dé placer a la mujer. Por eso, cuando no logro remontar
a mi esposa hasta la cúspide, me siento frustrado. Tal vez, en el fondo, se trate de un
deseo egoísta: en mi vida lo tengo todo, pero no puedo lograr algo que cualquier
persona consigue. Y le aseguro que en esto pongo todo mi empeño y disciplina —
bajó la mirada, apesadumbrado.
El profesor sonrió y meneó la cabeza.
—Como sexólogo, pero también como ciudadano francés, le recomendaré una
terapia muy simple: el romanticismo, oui? En el plano de la respuesta sexual, un
paseo relajado con su señora, una cena elegante y unas copas en un cabaret logran
verdaderas maravillas.
Michelle y Günther se miraron, sonrientes.
—Y para usted, señora, otra sencilla recomendación: sea espontánea, déjese
llevar.
—Oh, sí, es muy fácil, doctor.
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—Pero debo ser claro: si mis recomendaciones no lograran el efecto deseado,
pocas esperanzas quedarían ya. Posiblemente la ciencia no tenga nada más para
ofrecerles. Recuerde, señor Von Bohlen: romanticismo, ¡ésa es la palabra mágica que
le abrirá a su pareja las puertas del paraíso! Recuerde, señora: naturalidad. Nada más.
Au revoir, et bonne chance!
Al salir del consultorio, Günther se alejó un instante de Michelle y, con aire alegre,
hizo un breve llamado a un conocido en el Palazzo Grassi, frente al Canal Grande,
Venecia.
Miraron en derredor, conmovidos. París, en primavera: el verde de los pájaros, los
coloridos puestos de árboles, el canto de las flores. Al pasar frente a la place de la
Concorde Günther exclamó:
—Mira, querida, este hermoso lugar lleno de historia: ¡aquí decapitaron a María
Antonieta!
—… —Michelle hizo una expresión de desagrado.
—Oh, perdona, qué torpe soy. Cambiemos de tema —y agregó, seductor—:
Michelle, vamos a dar un paseo por el Sena.
Momentos después llegó la góndola que había hecho transportar desde Venecia en
otro de sus aviones. El gondolero, todavía impresionado por ese traslado vertiginoso
que no le había permitido despedirse de su familia en plena degustación de
vermicelli, maniobraba para evitar los choques con las lanchas repletas de turistas que
atravesaban el río. La pareja disfrutaba del paseo haciéndose arrumacos. Cuando
pasaron al lado de Notre Dame, Günther recordó los consejos de Périné y le dio a su
mujer un apasionado beso. Al pasar por la Conciergerie, otro, y otro más bajo el Pont
des Arts. Michelle estaba encantada.
Fueron a Versailles. Maravillado, Günther preguntó si el palacio estaba en venta,
pero recordó las palabras del médico, desechó la idea de la compra, y le dio otro beso
a Michelle, que sonrió satisfecha.
Ya oscurecía cuando regresaron al hotel para vestirse de gala. Una velada en la
Opera: Günther había contratado el teatro en exclusividad. Los guardaespaldas,
vestidos de etiqueta, colmaron la platea rodeando a la pareja. Günther quiso besar
nuevamente a Michelle, pero ella estaba incómoda, se sentía observada. El Lago de
los Cisnes les resultó aburrido, y se retiraron a los quince minutos de haber
comenzado la función. Los esbirros los acompañaron con desgano, porque esperaban
ver la muerte del cisne.
Por la noche fueron a cenar al encumbrado restaurante La Tour d’Or.
—Yo quiero Feuillantine de queues de langoustines aux graines de sésame, sauce
au curry —ordenó Michelle—. Luego, Pigeon confit a l’ail doux, ragoût de fevettes à
la sarriette. Después, Turbot rôti et poché au lait fumé, confiture d’oignons rouges et
céleri rave. Como postre, Truffe glacée à la fleur de thym frais, ganache fondue et
violettes cristalisées.
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—Para mí lo mismo —dijo Gunther—, pero sin curry. Y una botella de Château
Latour del 64… 1864, claro —precisó.
Horas después salieron del restaurante, caminando por la rue des Marrons, riendo,
entonados. Fueron al Crazy Horse. Bebieron exóticos coctails mientras presenciaban
el elegante show erótico. Cuando vio que las mejillas de Michelle estaban
arreboladas, Günther decidió partir. Este es mi momento, se dijo, y ordenó al chofer
de la limusina dar un paseo por la ciudad. Magníficamente iluminados, los
monumentos y avenidas de París inducían un clima de romanticismo irresistible.
Arrellanados en el asiento, se besaron apasionadamente. El chofer enfiló hacia el
Hotel Louis XIX.
En la suite, Michelle se desvistió, y él se puso la lujosa bata que le había regalado
un jefe de la mafia china, hecha con seda negra de Sei-Chuán, producida por gusanos
alimentados con tinta de calamar, y única por su suavidad, color y sabor. Llenaron la
bañera con finísimo champagne, pero ella cambió de idea, enseguida la desagotó y se
dieron una ducha. Michelle estaba encendida, radiante. Günther se le acercó y se
quitó la bata. Pensó:
Ésta es nuestra noche. ¡«La» noche!
Desplegó toda su sabiduría de hombre experimentado, conocedor de la literatura
técnica y filosófica sobre el amor (Kama Sutra, Ananga Ranga, Tao del Sexo,
Playboy), virtudes por las que había sido elegido «El Amador del año» en la feria de
Hannover en 1974. Fueron cuatro horas ininterrumpidas de pasión. Günther se
empeñaba en lograr el clímax de Michelle. Ella continuaba impávida, mirando hacia
el techo; por momentos alentándolo, como si él estuviera ante un desafío que la
dejaba ajena; a ratos, indiferente a los esfuerzos sobrehumanos que realizaba su
obstinado marido. Éste le decía con vehemencia:
—Michelle, recuerda lo que dijo el doctor: compórtate naturalmente, sé
espontánea. ¡Es una orden del médico!
Esas palabras terminaron por desconcentrar a Michelle. De pronto se quedó
profundamente dormida, mientras Günther todavía continuaba sus gimnásticos
movimientos. Cuando él se dio cuenta de que todo era inútil, abandonó la faena. Se
sentía agotado, frustrado. Recordó las palabras de Périné: «Si eso fracasa, pocas
esperanzas quedarán ya».
Esa noche tuvo pesadillas: soñó que Moisés escribía las Tablas de la Ley sobre las
espaldas de su madre.
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Cuando el director del News por Vous, el diario donde trabajaba el fotógrafo que
había sorprendido a las adolescentes saliendo del despacho presidencial, vio la foto,
gritó entusiasmado. Faltaba poco tiempo para las elecciones, y esa novedad era un
regalo inesperado. Al día siguiente la foto fue publicada en la primera plana del
periódico, con un titular en tamaño catástrofe:
¡CORRUPCIÓN DE MENORES EN LA CASA DE GOBIERNO!
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con picardía.
—Blancos a pintitas rojas —respondieron a coro.
—¡Es un sátiro, un pervertido! —dijo una.
—¡Se aprovechó de nosotras!
—¡Y pensar que lo admirábamos…! —y rompieron en llanto.
Indignados, los padres de las adolescentes presentaron en un juzgado una
demanda contra el Presidente. Uno de ellos declaró al periodismo:
—No la sacará barata. Queremos la cabeza de este hombre.
Falfaro fue enviado con urgencia por el Presidente para intentar convencer a los
padres de que para todos sería conveniente un arreglo privado. El dinero que ofrecía
era mucho, pero ellos pertenecían a familias acomodadas, entre las que había
furibundos opositores al régimen, y no aceptaron. Falfaro insistía:
—¿Y si agregamos viajes a Orlando para todas las chicas? Los padres lo miraron
indignados.
—Incluso con un descuento para el familiar que las acompañe —agregó Falfaro,
que no captaba la gravedad de la situación.
Los padres casi se abalanzan sobre él.
Doursey advirtió que si no intervenía de inmediato, la circunstancia se agravaría
hasta hacerse incontrolable. Hizo una llamada a Estados Unidos.
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Todavía agitado, Lucas decidió terminar de inmediato con su pesadilla, esa carga
que soportaba desde el primer encuentro con Michelle. Acabaría el libro, aunque
fuera «iconoclasta», como había dicho Fonseca. Encendió un cigarrillo y se sentó a
escribir:
El coronel estaba contento. Lo había conseguido. Tantos años de carrera y por fin su sueño se haría
realidad: el esperado ascenso. General Aureliano Buendía. El nuevo uniforme. El sueldo de General. Y la
posibilidad de ser algún día Presidente.
Mientras tanto, Gregorio Samsa aceptaba plenamente su nueva condición de cucaracha. Pensó:
—Antes juzgaba a los insectos con una mentalidad humana, pero desde el punto de vista del invertebrado
todo es diferente. Se vive bien, la vida es más natural, no hay alienación.
En ese momento, Aureliano Buendía acertó a pasar al lado de la cueva de Gregorio, que estaba meditando
en la entrada. Aureliano lo vio y se quedó sorprendido: ese insecto le recordaba a Gregorio Samsa, a quien
había conocido en una fiesta muchos años atrás. Lo saludó con cordialidad:
—¡Buenas tardes, Samsa!
—¡Buenas tardes, Buendía! —respondió Gregorio con un zumbido alegre.
Entre ambos comenzó un diálogo muy interesante que no vamos a reproducir aquí por razones de espacio.
Para reforzar la sensación de final, agregó «THE END», como hacían en las
películas. Encendió un cigarrillo más. Estaba feliz. Había finalizado, y con altísimo
vuelo creativo.
Ahora sólo faltaba el título. Su mirada se posó sobre los libros fotocopiados que
había en su mesa. ¿Obras completas? Parecería un poco pretencioso. ¿Antología del
cuento sadomasoquista? No, la suya era una novela. ¿Volumen dos? Sonaba
demasiado frío. ¿Y si lo titulaba El Biblio? No, Michelle podría ofenderse. Hojeó
libros para provocar a la inspiración, hasta que encontró la palabra que buscaba, la
que acompañaba a tantas obras maestras. ¡Sí, ése era el título! Entusiasmado, tomó
una hoja en blanco, la colocó sobre la primera página, y allí escribió en grandes
caracteres COPYRIGHT. Abajo agregó novela de Lucas Modím de Bastos. Apagó el
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cigarrillo, y entonces descansó.
Exhausto tras el enorme esfuerzo creativo, se desplomó como el soldadito del
cuento recopilado por los hermanos Andersen. Con sigilo, alguien entró en el
apartamento, aprovechando que la puerta había quedado entreabierta. Era la inefable
Amparo que, caminando de puntillas, traía un termo de café y un sándwich. Dejó el
termo, y la curiosidad la llevó a tomar las hojas que Lucas acababa de escribir. El
termo había quedado mal apoyado, lo levantó. No podía sostener todo con las manos,
dejó el sándwich y pasó las hojas a la mano derecha. Apoyó el termo. Tomó el
sándwich con la mano izquierda, hojeó lo que Lucas había escrito, levantó el termo,
apoyó las hojas con la otra mano, revisó si había café. Apoyó el termo, levantó las
hojas, el sándwich amagó caerse; apoyó las hojas y acomodó el sándwich. Esto hay
que fotocopiarlo mientras no llegue la computadora —se dijo—, sería un pecado que
se perdiera esta obra; levantó las hojas y apoyó el sándwich, pasó el termo a la mano
derecha, fue a otra hoja, sostuvo el sándwich y acomodó el termo. Cuando salió al
pasillo se dio cuenta de que lo que llevaba en las manos era el sándwich y el termo.
Regresó, acomodó el termo, dejó el sándwich y, ahora sí, se llevó las hojas.
Al poco rato, en la editorial, abría la tapa de la fotocopiadora y posaba la primera
página. La adrenalina la recorría por todo el cuerpo, como un río torrencial de chorros
eléctricos y prohibidos. Por una parte había tomado los originales sin que Lucas lo
advirtiera, por otra parte estaba utilizando la fotocopiadora de la empresa sin que
nadie se percatara.
Amparo estaba en la fotocopiadora cuando, por la radio que había encendido como
siempre hacía cuando trabajaba, oyó la noticia. Walter Smárbekta, candidato del
Fenadé, ofrecía su propio bufete de abogados para apoyar la demanda que los padres,
agraviados en el honor de sus hijas, llevarían adelante. El analista político se
preguntaba si esto no acabaría con quince años de sucesivas reelecciones
presidenciales. ¿Es la hora del cambio? fue la frase maliciosa con que cerró la nota.
La emisora, también perteneciente al grupo financiero del cual dependían el diario
opositor, tres canales de televisión y toda una red de pequeños canales de cable del
interior del país, no dudaría en hincarle el diente a esta jugosa oportunidad.
Amparo apretó el botón y volvió a producirse el centelleo verde de la máquina.
Faltaba poco. Tenía el inconveniente de que la tapa de la fotocopiadora no podía ser
bajada, entonces ella colocaba las hojas sobre el vidrio, apretaba el botón, volteaba la
cabeza y cerraba los ojos, porque el flash inevitablemente le daba en la cara. Después
de horas y horas de fotocopias veía todo verde. Mientras cuidaba si la hoja estaba
bien colocada, si la anterior había salido correcta, si todavía había papel, si el
indicador de tóner no pasaba a «reserva», apretaba el botón, automáticamente, y el
flash verde no siempre le daba tiempo a cerrar los ojos. Ya no sabía dónde posar la
mirada. Cuando sacó la última hoja, respiró con alivio y se restregó los párpados,
pero la presión en los globos oculares sólo consiguió que la luminosidad verde que
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permanecía encegueciéndola se convirtiera en una nube rojiza, para luego regresar
paulatinamente al verde. No podía quedarse ahí sentada hasta recuperar la visión y
arriesgarse a que llegara el personal de la mañana. Imposible, debía irse. Pero no veía
nada. Sólo la mancha acuosa, verde, y unas pequeñas arañas que no cesaban de bajar.
Tanteando con las manos recogió la voluminosa pila de fotocopias, la sostuvo con
un brazo mientras con la otra mano buscaba el montón de originales. Ya sobre la
mitad de la tarea había dejado de verificar si el orden de las páginas era el correcto.
No podía revisarlo ahora, no tenía tiempo ni visión. Ya lo haría en la casa. Ubicó el
segundo montón, acomodó las copias al lado. Estiró las manos buscando su cartera.
No estaba. Dio vueltas, sin dejar de apoyar una mano en las dos montañas de papeles.
Sus dedos recorrían sillas, mesas, tumbaban ceniceros. Nada. Se alejó un poco, hasta
que la textura del cuero le indicó que había dado con ella. Quiso regresar a la mesa de
las copias pero no fue fácil. Después de tantos giros buscando su cartera, mareada,
había perdido la orientación. ¿En cuál de todas las mesas estaban las dos pilas de
hojas? Se golpeó una pierna contra una silla, hizo caer una lámpara. El choque la
desesperó. Ya quería irse, no soportaba un segundo más encerrada en esa nube verde.
Aunque la nube la seguiría, fuera donde fuese. Por fin llegó a una mesa. Hizo un
movimiento brusco, oyó el ruido de unos papeles que se desparramaban por el suelo,
y al mismo tiempo una puerta se abría en el pasillo. Se le hizo un nudo en el
estómago. ¡La descubrirían! ¡Iría presa! ¡Perdería el trabajo! ¡Confiscarían la novela
de Lucas! Respiraba con agitación, sus manos encontraron sólo un montón de hojas.
Seguramente el ruido había sido la otra pila que ella misma había hecho caer. ¿Serían
los originales o las copias? Los pasos se acercaban, era algún empleado, se oía que
silbaba despreocupado, y que cada tanto tarareaba «Eh, nena… eh, nena». Amparo,
presa de la desesperación, rogó que la pila intacta fuera la de los originales. No había
tiempo para quedarse a recoger la otra, arriesgándolo todo. La apretó contra su pecho
y se lanzó hacia donde calculaba encontrar la puerta. Dio con su frente en el marco,
no pudo evitar un ahogado grito de dolor.
—¿Quién anda ahí?
Preguntó el empleado que, puesto en guardia, había suspendido su canturreo.
Estaba todo perdido.
—¿¡Quién hay!? —repitió, levantando la voz.
Exhausta, dolorida, sin recuperar la visión, Amparo se dejó vencer por el
desánimo y entregó su nombre.
—Amparo.
—¡Mi diosa! ¡Preciosa! ¿Qué haces trabajando a estas horas?
No podía creer su suerte. Era el empleado que días atrás le había dicho que le
dejaría llevar la computadora vieja.
—¡Amparo! ¿¡Qué te pasa!? ¡Tienes los ojos mirando en distintas direcciones!
—… Oh, no hagas caso, es que estuve terminando un trabajo… fueron muchas
copias, pero ya está… ¿me podrías ayudar a recoger unas hojas que se me cayeron?
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En ese momento se oyó que se abría otra puerta. Ya llegaban más empleados.
Amparo quiso apurar la acción; pero cuando reconoció la voz de Telechea, el director,
dio por perdida esa pila y, con ella, todo el trabajo de una noche. Tendría que regresar
más tarde a hacerlo, pero ahora no podía arriesgarse a quedar encerrada con la novela
de Lucas. Todavía ciega en su verdor, le pidió al empleado que la acompañara a un
taxi. Éste, que había escuchado el pedido de Amparo, entró en la oficina de copiado,
vio dos montones, tomó uno. Ya está, calmó a Amparo, ya las tengo, ¿te estuviste
haciendo una que otra copia, Amparito?, bromeó, y le dio un codazo cómplice.
Amparo daba gracias por su buena estrella. Llegaron a la vereda; el empleado paró un
taxi y le pidió que esperara un momento. Te tengo una sorpresa. Un minuto después,
regresó y depositó un equipo en el asiento. Amparo palpó, era una computadora.
—¿Y esto? —preguntó sorprendida.
—¿No me la pediste el otro día? Te la tenía preparada… la di de baja en el
inventario, puse que la tiramos.
—¡Por Dios! ¡Eres un ángel!
—No, Amparito, no te hagas tantas ilusiones, cuando la veas funcionar…
—¡Ni lo digas! ¡Muchas gracias! ¿Oíste? ¡Muchas, muchas gracias!
Se saludaron y el taxi se marchó por las calles de la madrugada. De los ojos de
Amparo caían suaves y delicadas lágrimas de emoción. Y de irritación ocular. No
sólo había salvado todo, sino que le llevaba una computadora a Lucas. El aire fresco
y húmedo le daba en la cara. En medio de la mancha verde, que empezaba a ceder,
buscaba de dónde venía la luz del sol. Ahí estaba. El taxista se puso un poco
incómodo porque esa mujer lo miraba fijamente por el espejo.
Llegaron. El hombre la ayudó a bajar la máquina, a encontrar las llaves, le abrió
la puerta de su departamento y se marchó. Amparo se recostó en un sillón; poco a
poco desaparecía el verde, y comenzaba a reconocer sus objetos cotidianos. Una
pared con un empapelado de hojas verdes.
Pared por medio, Lucas se desperezaba. Fue hasta su cocina, no encontró qué
prepararse, se cruzó al departamento de Amparo para desayunar con ella, que le abrió
radiante, había recuperado la visión. ¡Lucas! ¡Mira la sorpresa que te tengo!, dijo ella
señalando la computadora, aún desarmada, y dos montones de hojas. Entonces, la
sonrisa de Amparo se congeló. Una de las pilas era claramente menor que la otra. Se
lanzó sobre ellas. La más grande eran los originales. Decía claramente COPYRIGHT,
novela de Lucas Modím de Bastos, ¡Bendito cielo! Pero ¿y la otra? DOLOROSA
INTRANSPARENCIA.
¿Dolorosa intransparencia? se repitió Amparo, mientras seguía leyendo, novela
de Jorge Filgis. Con una etiqueta que indicaba: «para entregar al jurado». El
empleado había equivocado el montón de hojas. Las copias hechas por Amparo
habían quedado en la oficina de copiado de la editorial, y ella había traído los
originales, por suerte, pero también la novela del prestigioso escritor Jorge Filgis,
gloria de las letras nacionales. ¿Qué hacía eso en la oficina de copiado? Amparo
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recordó el Premio Nacional de Novela que había lanzado la editorial. No era extraño
que hubiera libros en la oficina de copiado. Toda la editorial estaba llena de
originales. Los pasillos, las oficinas, desbordantes de originales a la espera de ser
descubiertos, autores noveles esperando una oportunidad; pero ¿Jorge Filgis? ¿Qué
necesidad podía tener un escritor ya laureado de presentarse a un concurso de novela?
¿Y por qué ésta en especial había que dársela al jurado? Si las leen todas, se dijo.
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estudiosa y él tenía confianza en las nuevas generaciones. Ilustraban la nota varias
fotos trucadas donde se veía a las chicas acosando al Presidente, que se escapaba de
ellas con un gesto de asco. En otra página, una enérgica desmentida de la Casa de
Gobierno, en la que se aseguraba: «El Presidente jamás usó ropa interior blanca a
pintitas rojas».
En el Congreso, después de una reunión a puertas cerradas de la bancada
oficialista, un desconocido senador del partido del Presidente anunció el inicio de una
querella criminal contra las chicas, por la figura de injurias, falso testimonio,
seducción adolescente y acoso sexual al Presidente de la Nación.
El revuelo fue enorme. Entrevistado; el Presidente manifestó:
—No estoy de acuerdo con ese tipo de procedimientos contra unas pobres jóvenes
desviadas, pero no puedo entorpecer el curso de la justicia, siempre independiente del
Poder Ejecutivo. Daré órdenes a los jueces de la causa para que obren como padres
comprensivos y den la oportunidad de que estas niñas olviden todo esto.
—Son unas Júdases —agregó Falfaro.
La edición vespertina de La Única Verdad acentuó la maniobra: una foto antigua
ocupaba la plana completa de la primera página. Casi fuera de foco, en sepia, se veía
a un hombre sosteniendo en brazos a un bebé. El bebé era Hitler, y el epígrafe
retrucaba, punzante: ¿(«Él», culpable? ¡Sí, por supuesto! De ahí a considerar al
grupo de niñas como una incipiente estructura nazi fascista, había un solo paso.
¡Fuera nazis del país!
La población que, en un primer momento, se había conmovido por la inocencia de
las niñas, experimentó un cambió paulatino en sus simpatías. En los mercados, en la
calle, se percibía el rápido viraje conseguido por la campaña oficial, hasta que
algunos grupos furiosos empezaron a marchar hacia el barrio donde vivían las
adolescentes.
En una rápida maniobra, opositores al gobierno lograron rescatarlas, junto a sus
familias, y las pusieron a resguardo en su colegio secundario. En pocas horas una
multitud airada rodeó el edificio, gritando consignas y exigiendo la entrega de las
muchachas. O romperían todo. O quemarían todo.
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Todos lo observaron con reprobación, menos el profesor, que continuaba con su
delirio:
—La vaca nos da la leche y también la proteína. Proteína versus antiteína.
Los colaboradores meneaban la cabeza, abatidos. Nunca habían visto al sabio de
ese modo.
De pronto, cuando ya nadie abrigaba esperanzas de éxito, surgió de los altavoces
de la computadora una música triunfal de juego electrónico. Y un mensaje apareció
en la pantalla: 564 PROTEINS! TILT’ BONUS! Un grito de felicidad brotó de las
gargantas: el trigo resistiría prácticamente a cualquier plaga, ya podía ser sembrado.
Anastassi se puso de pie, eufórico, y lo segundo que hizo fue desmayarse. Sus
asistentes lo reanimaron, mientras destapaban una botella de champagne sintético que
habían producido en el laboratorio; su sabor era desagradable, pero tenía el toque
cariñoso de lo casero. Todos reían y se abrazaban, por la emoción y la mala bebida.
El profesor, exultante, bailó una danza del pueblo de sus antepasados. Lo
acompañaron formando una ronda y batiendo palmas a ritmo. En cierto momento la
doctora Schmoller preguntó:
—Profesor, ahora podrá contestar a mi pregunta: ¿qué sentido tiene modificar esa
molécula de trigo para que produzca…?
Anastassi interrumpió, muy alterado:
—Fue un encargo de alguien que no puedo nombrar. ¡Soy inocente, su señoría!
La doctora estaba sorprendida. Anastassi, de rodillas, prosiguió:
—Fui obligado; yo no sabía que esto podría traer graves consecuencias en el
mundo entero; ¡lo juro por mi querida madre!
Todos lo escuchaban desconcertados. Creían que el profesor deliraba otra vez,
posiblemente por sobredosis de champagne. En ese momento sonó el teléfono. El
profesor atendió:
—Aló, señor Von Bohlen, ¡sí, lo hemos logrado! ¡Por favor, libere a mi madre!
—Comprendo su inquietud, doctor. Yo sé muy bien lo que es sufrir por una madre
—dijo, recordando su trauma infantil. Envíeme todo y ella quedará libre. Adiós.
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Günther, en su suite del Hotel Louis XIX, cortó, encendió un puro y le dijo a
Michelle:
—Debemos viajar; tengo que visitar al Presidente y a ese pintoresco fantoche de
Falfaro. Haré preparar el equipaje. ¡Fritz, maleten!
Mientras Fritz guardaba las ropas en sus baúles, Michelle fue al cuarto de baño,
descolgó con sigilo el teléfono y marcó el número de Lucas, que en ese instante
seguía intentando armar la computadora. El teléfono sonaba y él continuaba
abstraído. Michelle estaba a punto de cortar cuando al fin atendió.
—Hola, Lucas… —susurró, felina, Michelle, logrando erizar a su interlocutor.
—Michelle, cuánto tiempo sin saber de ti, ¿dónde estás?
—En París.
—Oh là là! —respondió él, que había escuchado esas sílabas en un aviso
televisivo—. ¿Es cierto que los bebés vienen de París? —dijo, intentando ser gracioso
—. ¿Sigue estando la torre Eiffel? ¿Y la de Pisa? ¿No estabas en Italia? ¿Por qué
desapareciste de ese modo?
Con ansiedad, ella preguntó:
—¿Cómo va tu novela?
—Oh, ya está terminada, empezaré a pasarla en limpio.
—Ya estoy partiendo hacia allí, quiero verla, sí, quiero tener esa novela, tu
novela, Lucas, nuestra novela, llena de páginas, ay, Lucas, qué excitante.
Lucas abrió los oídos con sorpresa. Se la escuchaba alterada. ¿Era su libro lo que
le generaba tanta pasión? Se sintió orgulloso, un macho semental latino capaz de
seducir con unas páginas a la bellísima mujer de un magnate internacional.
—Adiós, Lucas, ya parto, espérame con tu novela terminada. ¡Seré tuya sin
tapujos!
—Escucha…
Michelle había cortado la comunicación, pero él estaba feliz. Pasaría en limpio la
novela y ella sería suya. ¿Qué serían los tapujos?
Ambos ignoraban que Fritz, con las mandíbulas apretadas, había escuchado la
conversación desde otro teléfono.
Lucas trataba de enchufar los cables en sus lugares, pero como Amparo, que había
ido a trabajar, no le había dejado instrucciones, la tarea no le resultaba fácil. Varias
horas después terminó y presionó el botón que decía ON. Se escuchó un sonido de
campanitas sintetizadas y la pantalla se iluminó. La cara de Lucas también. Primero
apareció el logotipo de la editorial de Amparo y luego un menú de opciones que
Lucas no comprendió; decidió apretar varias teclas al azar, y así llegó a encontrar una
lista de proveedores de la editorial, juegos para niños, fotos de modelos en ropa
A pesar de esos detalles, a Lucas le gustaba cómo iba quedando su novela. Estaba
a punto de imprimirla cuando recordó que Amparo le había aconsejado hacer una
revisión de la ortografía. Se trataba de apretar unas teclas y la máquina haría todo el
trabajo, no era que él tuviera que revisar todo, palabra por palabra. Apretó el mando
de «Revisar ortografía». La computadora no daba abasto. Empezó con un cartel:
«Intente con otro idioma», y, pasando por «¡Ay ay ay!», terminó luego implorando
«¡Niño, llama a tus padres!».
Le falta el prólogo, se dijo Lucas cuando la máquina, recalentada por tanto
esfuerzo, terminaba agotada su revisión. Casi todos los libros que vi tenían prólogo.
Hay que hacerlo. Pero los prólogos suelen ser de otra persona, recordó. Da lustre que
lo escriba un autor conocido. Comenzó:
He tenido un gran placer en la lectura de COPYRIGHT. Me ha parecido estupenda. Es una novela, cómo
decirlo, ¡de novela! Todo en ella es tan maravilloso, que uno disfruta muchísimo leyéndola, y disfruta aún más
cuando no la lee; quiero decir, después de que ya la ha leído, recordando tal o cual momento.
Lo importante en esta novela es algo que está más allá de las palabras, porque las palabras siempre nos
traicionan, son sólo palabras al viento, y ¿qué es el viento, sino aire en movimiento?
Alcemos nuestras copas por esta novela ejemplar, y vaya nuestro deseo de que venda muchos ejemplares.
Reserve ya el suyo. ¡Se agota!
La policía había alejado a los manifestantes que rodeaban la Escuela de Niñas del
Divino Sacrificio. Un oficial llegó hasta la puerta y tocó el timbre. Cuando el oficial
vociferó que tenía orden de detener a las niñas por estupro presidencial, una monja le
respondió con orgullo: La justicia está de nuestro lado, y cerró la mirilla. Desde la
terraza de la escuela, las niñas, entre risas, ahuyentaron al policía con una lluvia de
tomates del huerto del colegio, con los que se preparaba la Mermelada del Divino
Sacrificio.
La policía pidió refuerzos. La situación era tensa. Cuando el oficial regresó a la
escuela y anunció:
—Tengo órdenes de atacar si no evacuan el edificio en treinta minutos.
La anciana Madre Superiora, preocupada, preguntó:
—¿Tenemos que evacuar durante treinta minutos?
Cayó otra lluvia de tomates, pero esta vez el policía se cubrió con su paraguas de
combate y huyó hacia sus filas.
El país entero seguía el desarrollo del sitio. Cierta radio sensacionalista emitió
una alarmante noticia: «Ante la injustificada agresión de las alumnas, aviones de la
Fuerza Aérea sobrevolaron las posiciones de las monjas. Éstas replicaron con armas
de fuego y averiaron un helicóptero. Más tarde, grupos especiales de marines
penetraron en el edificio, pero fueron repelidos».
En realidad, nada de eso había ocurrido: niñas y monjas veían con temor cómo
era rodeada la escuela. El oficial regresó por tercera vez para dialogar con la Madre
Superiora, quien lo sermoneó con nobles ideas de amor universal. El oficial volvió a
ser corrido a tomatazos.
Cumplido el plazo, los policías se prepararon. Las ocupantes de la escuela
rezaban, el país se estremecía. Pero cuando el ataque estaba a punto de comenzar, se
oyó un grito:
—¡Alto! ¡No hagan fuego! —era el Presidente, que llegaba en un jeep militar,
rodeado de camarógrafos—. ¡Otorguemos cristiano perdón a quienes han seguido un
camino equivocado!
Primero hubo desconcierto, luego comenzaron los aplausos. El Presidente
arrebató un altavoz y habló hacia la escuela:
—Señoritas, reflexionen. Si se entregan, serán juzgadas con todas las garantías
constitucionales. ¡O casi todas!
Sus seguidores se emocionaron. A la diestra del Presidente, Falfaro, orgulloso, se
enardecía:
—¡Gran Estadista, Emperador, César, Faraón! ¡¡Supremo Hacedor!!
De una ventana de la escuela surgió una bandera blanca. Se hizo silencio. La
puerta se abrió y fueron saliendo las niñas, en fila india. La multitud las abucheó.
Recién llegado al Grand Hotel and Towers, Günther pidió a Fritz la muestra de
trigo transgénico que había enviado Anastassi. En un instante apareció un esbirro con
la bolsa.
—Ábrala —dijo Günther secamente.
El hombre obedeció. Sus pocas neuronas estaban condicionadas para obedecer
ciega, sorda y mudamente a su amo.
—¿Qué ve allí? —inquirió Günther.
—Cereal, señor.
—Muy bien —y ordenó, imperativo—. Ahora, ¡muélalo!
—¿Que lo mátelo?
Preguntó el esbirro. Fritz lo apartó. El valet decidió realizar la operación él
mismo. Al rato, los granos se habían convertido en blanca harina. Günther tomó un
puñado:
—Vamos a ver cuántas ganas de investigarme y buscar a Chelle les quedará
después de esto…
Fritz lo miró con asombro.
—Dime, Fritz, qué es.
—Harina de trigo, señor.
—Acerca tu nariz.
Fritz se inclinó sobre el recipiente.
—Ahora aspira.
El valet inhaló una pequeña cantidad del polvo. Se quedó congelado un instante, y
de repente su rostro se desencajó, abrió los ojos, el cuerpo se le sacudió en un
escalofrío, gritó Wunderwar! y comenzó a desplazarse rápidamente por toda la
habitación. Moviéndose de un lado a otro con sideral velocidad quitó pelusas de los
almohadones, planchó arrugas de las cortinas, limpió las alfombras, y en pocos
instantes dejó el cuarto perfectamente pulcro. Como remate caminó por las paredes
de la suite, mientras cantaba marchas alemanas y daba gritos de euforia.
Günther miró el puñado, sonrió, complacido, y saboreó su puro.
Filgis. Filgis, no puedo creerlo, se repetía Amparo. Filgis, Filgis, no puedo creerlo. Se
sintió mareada, un mundo de valores se desbarrancaba. Había encontrado a su amado
Presidente, por quien había pasado noches en vela para apoyarlo en esa merecida
cuarta reelección, en una situación por demás confusa, o por demás clara, besando a
eunucos de piel bronceada. Aunque si su piel hubiera sido menos bronceada, o
incluso blanca, la situación habría sido igual de comprometedora. Él era el Presidente
del país, ¿qué hacía besando a un eunuco? ¿No eran sopranos los eunucos? Castratis.
Suena a un apellido griego. Tal vez entre los griegos sea una costumbre normal que
un Presidente bese en la boca a un bailarín semidesnudo. No lo sabía. Una vez había
visto el documental de una tribu africana que construía sus chozas con estiércol, y un
noticiero donde una familia norteamericana llevaba veinte años comiendo sólo
hamburguesas. El mundo es muy raro y hay gente con costumbres muy diferentes; se
decía Amparo, tratando de rescatar en su interior a su Presidente y a Filgis, su
escritor, y a los del jurado, todos literatos muy prestigiosos. Su mundo tambaleaba si
tantas cosas resultaban falsas. No podía ser, seguramente era que ella había viajado
muy poco, y por eso se sobresaltaba ante hechos que en otras culturas eran de lo más
normales. Tal vez en otros países primero se elige el ganador y después se organiza el
concurso. Sí, debía ser eso. De alguna manera es lo más lógico. De ese modo se
incentiva la producción de literatura y al mismo tiempo se asegura que siga por buen
camino, y no que de repente surja un escritor que nadie leyó nunca y no se sabe si es
bueno. Debo viajar más, se decía tratando de convencerse, o por lo menos ver
películas, porque si no el mundo avanza y yo me quedo en la edad de piedra… El
mareo iba cediendo, a medida que Amparo recuperaba la fe en los contornos de su
pequeño universo. Debo decirle a Lucas que se prepare para muchos cambios, tal vez
un día lo invitan a ser jurado y él va sin preguntar quién tiene que ganar… qué
vergüenza, pobre Lucas.
Lucas le arrancó la blusa de seda, forcejeó con el cierre de la falda mientras ella le
quitaba el cinturón y lo arrojaba lejos; la falda cayó, dejando a la vista sus bellísimas,
interminables piernas; ahora descendía el pantalón de Lucas y él se sacaba los zapatos
y lo mismo ella, que bajaba el calzoncillo de Lucas cuando él, descontrolado, quitaba
la ropa interior de Michelle, dejándola desnuda, deslumbrante. Lucas quedó
enceguecido ante tanta belleza. Nunca había visto nada igual. Se acercó, ella también,
se tocaron, se besaron, se mordieron, cayeron sobre las hojas sueltas de la novela que
formaban una alfombra blanca llena de signos pero Michelle, boca abajo,
sorpresivamente leía en voz alta oraciones, párrafos. Lucas se desconcentraba por la
inesperada compañía de Gregorio Samsa y el coronel Aureliano Buendía en ese
momento de lujuria, pasión, voracidad, ímpetu, desenfreno y glotonería. Michelle
recitaba y gritaba. En el pasillo, los lacayos se miraron, inquietos. Ella leía y aullaba
con más convicción. Los sirvientes, preocupados, golpearon la puerta. Entre golpes y
gritos el apartamento vibraba y los lacayos seguían golpeando la puerta desesperados.
Unos segundos antes, Falfaro, que se había distraído viendo en los monitores qué
programas había en otros canales, se encontró con la transmisión en directo del juicio
de Smárbekta y las adolescentes. Le avisó solícito al Presidente, que vio la
oportunidad de no tener que seguir explayándose más sobre la frase de los camellos.
Encargó proyectar la escena en las pantallas gigantes en el preciso momento en que el
juez ordenaba ver el vídeo que había llevado Fritz. Cuando aparecieron las odaliscas,
la muchedumbre vivó enardecida y comenzó a bailar también, creyendo que el
Presidente les mostraba el futuro del país: ya había comenzado la transformación
nacional.
El Presidente, en cambio, ni siquiera pudo ordenar que suspendieran la señal, se
había quedado primero blanco, luego lívido. Paralizado ante lo que veía en la
pantalla, a medida que la escena avanzaba cuadro a cuadro, y sabiendo lo poco que
faltaba para su propia aparición, no conseguía articular palabra, hechizado por esas
imágenes que significaban pura y llanamente el final de toda su carrera política, el
inevitable exilio.
La multitud, ajena a su angustia presidencial, disfrutaba el frenesí del baile. El
murmullo aumentó cuando apareció la imagen de la robe de chambre y el hombre
tomaba champagne de la babucha de la odalisca. Esto provocó una silbatina burlona.
El Presidente se sintió otra vez traicionado por Günther. ¿Cómo le hacía esto? ¿Por
qué necesitaba destruirlo de esta manera? Al ver la nariz de payaso y el bonete, la
muchedumbre rompió en risas y gritos cada vez más sarcásticos, hasta los
francamente ofensivos: ¡Idiota! ¡Imbécil!
Pero cuando la cámara se acercó y fue posible identificar al sujeto de ese baile
ridículo, una exclamación de estupor brotó en toda la plaza.
En los tribunales, nadie salía de su asombro. El hombre del vídeo, el sátiro pervertido
no era el Presidente. Era Smárbekta, el cuerpo era igual al del Presidente, pero la
cabeza era de su opositor. Ahora el vídeo mostraba a Smárbekta vacilando entre
recobrar la compostura y esconderse atrás de los eunucos.
—¡Fotos no!
Decía, muerto de pánico mientras se cubría el rostro y otras partes que no eran el
rostro. Smárbekta, que en ese momento había llegado al juzgado, apenas conseguía
articular palabra para gritar su inocencia. Amparo, hirviendo de indignación, lo
defendía:
—¡Es un truco! ¡No era Smárbekta! ¡Está modificado, era el Presidente, yo lo vi!
Ya nadie la escuchaba, la sala era un griterío, todos discutían de pie, el juez
golpeaba con su martillo:
—¡¡Desalojen la sala o me veré obligado a hacer silencio!!
Amparo fue con toda la prensa al encuentro de Lucas. Camino al edificio, y para
fastidio de Amparo, los periodistas se detuvieron a votar varias veces, porque el ardor
popular había instalado urnas a casi cada media cuadra. La gente tomaba como un
acto de alta traición a la Patria si no se votaba en la que estaba en su casa.
El Tribunal Nacional Electoral daba un solemne anuncio por televisión:
—En vista de que el fervor del pueblo no decrece, y prestando oídos sensibles a
lo que la gente misma reclama, declaramos que esta votación se prolongará toda la
noche, y si es necesario lo haremos un día más. Nadie puede quedarse sin ejercer su
derecho inalienable a la democracia, todas las veces que quiera.
La gente salió a festejar a las calles. Se abrazaban. Y volvían a votar.
Al otro día, las noticias en las tapas de todos los diarios anunciaban el aplastante
triunfo del Presidente, con un contundente 114,5 por ciento. La noticia que la seguía
en importancia era el sorprendente anuncio del Premio de Novela, ilustrado con una
foto de Amparo hablando por un celular, y el epígrafe que aclaraba: Su agente
literaria dándole la noticia del premio. En páginas interiores se informaba que el
Presidente haría un importante anuncio en horas de la tarde, y que el vídeo con
Smárbekta bailando en la fiesta se lanzaría a la venta comercial. En un recuadro
pequeño se destacaba que su esposa notificaba la solicitud de divorcio y la negativa a
compartir la custodia de sus hijos con ese depravado social, traidor a la Patria y a los
valores familiares.
En las secciones culturales aparecían fragmentos del libro y entrevistas a Fonseca:
—El señor Modím de Bastos, en sus inicios, asistió a mi taller literario durante
muchos años. Él es el verdadero autor de su propia gloria y uno no puede atribuirse
más que la alegría, pero sería egoísta si no reconociera que yo lo ayudé a nacer.
Cuando comenzó pude adivinar que tenía enormes condiciones. Me maravilló su
actitud iconoclasta.
En otro diario, un indignado Filgis proclamaba:
—Retiro mis obras de la editorial que ha sido mi casa durante tanto tiempo, en
señal de firme protesta ante manejos antiéticos que dañan profundamente a nuestra
cultura. Los creadores no podemos depender de espurias razones comerciales…
En la misma página había un aviso que Telechea se había apresurado a colocar:
«Del escritor que le ganó a Filgis: COPYRIGHT, ¡la novela del escándalo! ¡Sexo,
pasiones, recetas de cocina y consejos espirituales, en un texto que lo atrapará!»
El libro se imprimió enseguida, y se distribuyó por todas las librerías del país. Lucas
fue invitado a firmar ejemplares en una de ellas.
Cuando llegó, vio con sorpresa que era la misma en la que, tiempo atrás, había
conocido a Michelle. Mientras la gente que hacía cola frente a su mesa lo aplaudía
con entusiasmo, el recuerdo lo estremeció. Le costó recuperarse de esa ola de
imágenes. En esa mesa de libros había comenzado todo, ahí estaba la sección infantil,
y la empleada con el disfraz de jirafa, que lo ayudó entonces, que ahora lo saludaba
con una sonrisa al final de su largo cuello.
La solicitud de los lectores lo sentó a la mesa, que ya estaba dispuesta, con pilas
de sus libros. Firmó y dedicó, laboriosamente, muchos ejemplares:
—Perdone: Esteban, ¿con hache? ¿García o Garzía?
Dedicó una frase especial para cada uno:
Para la familia Juárez, con afecto.
Con afecto para Susana.
Eduardo para afecto con.
Michelle llegó al Grand Hotel and Towers con el libro escondido en su cartera.
Günther le dijo:
—En estos últimos días te noto rara, como distraída; ¿te ocurre algo?
—Nada, nada…
—Así que Modím ganó un premio.
Al escuchar esa última palabra, que tanto la había elevado en su cita con Lucas,
ella se estremeció.
—¿Ah, sí? —dijo, queriendo fingir indiferencia, y agregó, como si recordara—…
ah, sí, algo leí.
Günther la miró, inquisitivo, y acotó con ironía:
—Deberías informarte mejor.
La novela era un éxito editorial. Cuando Filgis, deprimido, se dio cuenta de que sus
declaraciones contra Lucas ayudaban a éste a vender más ejemplares, pasó a hablar
maravillas de la novela. Eso logró aumentar aún más las ventas. Y la depresión de
Filgis.
Salieron comentarios en diarios y revistas. Un crítico, que siempre recibía buenas
atenciones de Telechea, decía:
Modím de Bastos conoce en profundidad la literatura. Cita con soltura a una pléyade de escritores y los
combina sabiamente con cuentos infantiles, canciones populares, versículos bíblicos, composiciones
escolares, actas notariales, recetas de cocina. En esta original creación, el arte imita al arte.
Y otro:
Novela desconcertante, de lectura de engañosa transparencia. Más inabordable que el Ulises de Joyce.
Pero toda obra revolucionaria suele ser incomprendida en su época. Antes de enfrentarla, el lector debe
decidir si él mismo pertenece al pasado o al futuro.
Otro desafiaba:
¡A ver qué dice Umberto Eco, ahora!
El único que se atrevió a ser veraz fue el temido crítico Daniel Tafur, conocido
por su cruda imparcialidad:
Plagio, robo descarado. Todo el libro está copiado, y de la manera más burda. El libro es una mera
yuxtaposición de fragmentos inconexos, desprovistos de sentido. La historia misma no tiene sentido, no hay
historia. Es un collage, un absurdo rompecabezas. Su nivel es el de un pésimo trabajo escolar. Sólo se lo
puede calificar, y con generosidad, de mamarracho.