La Perales
La Perales
La Perales
La Perales robaba lápices de colores. Y hojas de las carpetas en los recreos. Y los crayones que
la seño dejaba en un vasito en el medio de la mesa. Nunca nada grande. Jamás una campera o
una merienda. Sacaba tonteritas, cosas que no hacían daño. Todas sabíamos que la Perales
robaba, y en esa complicidad muda que surge en la niñez, hacíamos como que no veíamos
cuando ponía la mano sobre algún objeto y lo arrastraba despacito hasta su lado. Pero siempre
hay una delatora, una estúpida niña con alma de justiciera, esa que de grande grita que ella
paga sus impuestos. Merendábamos en ronda sobre una mesita de fórmica en la hora de
Plástica y la Ibarra comía un alfajor enorme, triple, azucarado. Lo comía y los ojos de la Perales
lo comían también. La Ibarra lo saboreaba despacio, y sabía, yo sé que sabía que la otra moría
por un bocado de ese manjar. Todas lo sabíamos. Y la Perales, que siempre se había cuidado
de que nadie percibiera su hambre, vencida, desquiciada, sin vergüenza, se abalanzó sobre el
papel en el que caían las migas, lo dobló como una canaleta sobre su boca pequeña y se tragó
las sobras de eso que le estaba vedado.
Ladrona, le gritó la Ibarra. Todas sabemos que las cosas que se pierden las robas vos.
Nunca más fue la Perales cuando la nombrábamos. Siempre fue la ladrona. La sin amigas, la
que en los recreos vagaba haciéndose la distraída porque nadie se juntaba con ella.
Cómo quisiera cruzarla alguna tarde y regalarle un alfajor enorme todo de azúcar y acariciarle
a destiempo las manos que en la infancia robaban lápices de colores.
José tenía diez años y una daga de abandono cruzándole la infancia. Un padre que jugaba al
músico marcando con su ausencia las tardes de plaza y una madre pájaro con más audacias
que certezas. Para José las palabras eran caminos de hormigas subversivas que jamás hacían
las filas sobre los renglones, y los números, gotas de lluvia desparejas que caían a chaparrones
sobre las hojas.
Corría en los recreos con el viento en la cara y mordía los puños del guardapolvo hasta dejarlos
raídos. José es feliz, decían quienes lo miraban, es un tunante, no le importa nada. Rompían el
aire sus carcajadas y le volaba en trinos la música de su risa. Seguramente iba a aprender al
ritmo de sus propios tambores, pero la gente grande y con delantal blanco, que de
diagnósticos sabe mucho, le colgó en la pechera letras enormes, en mayúsculas TDAH. La
madre y sus pocas certezas, que confiaba como se confía, con los ojos cerrados en la voz del
galeno, le alcanzó con el vaso de jugo, una pastilla en la mañana, antes del timbre y la bandera.
El padre aceptó sin pensar demasiado, bastante tenía con calcular las monedas mensuales.
Marcela Alluz
Viene a conversar conmigo. Se sienta y me mira desde el fondo de sus ojos. Mi desolado
niño sin madre, sonriendo siempre, a los banquinazos por esa vida adoquinada de
adolescencia.
No le importa que le esté yendo mal en la escuela.
Levanta los hombros y por un instante somos dos que
podríamos mandar a la mierda tanto protocolo y carpeta y contenidos actitudinales y señor
profesor.
Pero mi función me entrampa en una oficina donde a veces las alas no caben y me limito a
abrazarlo, a decirle que lo quiero y a jugar un ratito a que soy su madre y le acomodo el
cabello. Sí, me salgo del marco, me desbordo, me paro en la frontera de esta profesión que
me enfrenta a veces a las tinieblas del abismo y me prohíbe desde lo legal caerme en ellas.
Ilegal como me han criado, me caigo siempre abrazando y abrasándome por las letras
deshilvanadas y los balbuceos de estos niños mal amados por los cuales pierdo mi eje y mi
camino. Porque me es difícil no mezclar el sentimiento.
Porque es más fuerte que yo. Y porque creo firmemente, con las manos juntas y los pies
desandados, que el amor cura, sana, envuelve y materna.
Psicopedagoga, a veces
Marcela Alluz
Brasas.
Pusieron la foto de Tomi en un estado de whatsap del curso. Una en la que estaba distraído,
los ojos semicerrados, el pelo un desastre, la boca abierta.
Porfa, bajenla, pide, y recibe de respuestas risas y stikers. Llega llorando a la casa. No
quiere hablar. No cuenta. No quiere preocupar a la madre que demasiado tiene ya con el
trabajo de enfermera por las noches. La carpeta duerme el sueño eterno en la mochila y él
no quiere volver a la escuela para ser otra vez el blanco de las burlas. No encaja en los
grupos, nadie lo busca en los recreos, nadie se daría cuenta si un día no vengo más, se dice.
Pero hay una profesora que lo mira. Que advierte la chispa en los ojos cuando hablan de
poesía, que nota su tristeza y que pregunta.
Y tal vez sólo esa pregunta le devuelva a Tomi las ganas de quedarse, de encontrar en los
libros que ella le pasa, poemas de otra gente que también estaba sola y encontró el universo
de las palabras.
Pasa la tormenta, la foto que suben al estado de whatsap ahora es de otro. Y es ahí cuando él
se anima a avisar al preceptor, a hacer público el dolor a que son sometidos unos cuantos. A
veces es más fácil luchar por los demás que por uno mismo. Hay una madre que viene a la
escuela y hace un escándalo, otro profesor que plantea una clase sobre el acoso y más
adultos que se entrometen y logran hacer conciencia del daño.
Tomi vuelve esa tarde a la casa y la madre le alcanza un té con tortilla calentita.
Qué suerte que a veces, la taba cae boca arriba y se acomodan los
dados y el dolor pasa como un pájaro negro que vuela lejos. Qué suerte que aún hay poesías
y profes que miran y madres, aunque sean las de otro, que se animan a gritar en las escuelas.
Estado de whatsapp
Marcela Alluz