Kiminu - Honeypen
Kiminu - Honeypen
Kiminu - Honeypen
—¡Kim Jiyu!, ¿eres tú? —me llegó la voz de Rubén desde el fondo del
pasillo.
—Sí, acabo de llegar —dije asomándome al dormitorio donde, como
siempre, lo encontré jugando con el ordenador.
—¿Le pasa algo a tu móvil?
—Que ya no tengo —expliqué apoyándome en el marco de la puerta,
dudando mucho que pudiera escucharme con los auriculares.
—Te he estado llamando —dijo sin apartar la vista de la pantalla—.
Quería pedirte que trajeras palomitas para el microondas.
—¿Palomitas?, ¿eso es lo que piensas comer hoy? —dije observándolo.
A él y al desastre de la habitación.
—¡Uf! No vayas a empezar como siempre —dijo girando el cuerpo
hacia la derecha, supongo que para esquivar algo en el dichoso juego.
—¿Sabes qué? Tienes razón —suspiré, abriendo el armario— No seré
yo la que te vuelva a decir que te alimentes o que salgas de esta habitación
— dije, hablándole a la lámpara—. He llamado a tu madre.
—Sí, vale —dijo concentrado en lo suyo, sin darse cuenta de la maleta
sobre la cama—. ¿A mi madre?, ¡¿se puede saber por qué la has llamado?!
—Supongo que porque soy una buena persona —murmuré, comenzando
a sacar mi ropa del armario—. Y porque alguien tendrá que hacerse cargo
de ti.
—¡Buah, tío!, ¡casi me dan! —habló por los auriculares a alguno de esos
amigos gamers con los que solía jugar, pero que en realidad no conocía—
¿Qué has dicho? —Giró un instante la cabeza para mirarme.
—Nada. No he dicho nada.
—¡Oye!, ¡¿qué estás haciendo?! —Me miró confundido, tras ver mis
cosas sobre la cama.
—Preparar la maleta.
—¡Tía!, ¡tía! —reaccionó— ¡¿Qué está pasando?!
—¿Tú que crees? Que me voy.
—¡Un segundo, tío! —le dijo a alguien.
—Tranquilo, sigue jugando —dije con sarcasmo—. No hace falta que
me ayudes. Ya te dejaré las llaves en la entrada.
—¿Es que no te puedes esperar un momento para que
hablemos? —preguntó levantándose, pero siguiendo el juego con el rabillo
del ojo.
—¿Hablar de qué, Rubén?
—¡De que no te puedes ir así, sin más! —dijo impaciente— ¡Por lo
menos, espera a que termine esta partida!
Con Rubén siempre había una partida por terminar. Esos malditos juegos
eran una prioridad absoluta en su vida. Y por mi parte, se había acabado lo
de esperar para tener su atención. Ni siquiera para despedirme.
Tampoco tenía intención de aguardar la llegada de Paula, su madre.
Puede que, como solía decir para justificarse, la desidia de su hijo no fuera
culpa de ella, pero, desde luego, nunca había hecho nada al respecto.
Desde ese momento, lo que Rubén hiciera o dejase de hacer, ya no sería
asunto mío.
Aún tuve la oportunidad de decepcionarme una última vez. En realidad,
no esperaba ningún drama por parte de Rubén. Para eso él tendría que haber
sentido algo por mí. Y eso, si alguna vez sucedió, fue antes de que me
convirtiera en una persona real, cuando tras horas y más horas hablando con
ese chico que había conocido por internet, me convencí de que era una
buena idea dejar mi casa y mi país para estar con él.
Aun así, no esperaba la indiferencia con la que me dejó salir del
apartamento y de su vida. Aunque casi lo agradecí, porque la rabia no me
dejó sentir el más mínimo remordimiento.
Sin mirar atrás y a pesar del tráfico, no tardé en dejar atrás la M50 y
todo lo demás. Adiós relación, casa, trabajo y Madrid. Sin lágrimas ni
dramas. Tan solo con una increíble sensación de libertad.
Para ser sincera, creí que sería más duro dejar a Rubén. Que me iría
apesadumbrada o triste, aunque solo fuera por la ilusión perdida. Pero había
sucedido todo lo contrario.
Marcharme de su vida había resultado mucho más fácil que tomar la
decisión de hacerlo.
Con cada kilómetro que me alejaba de Madrid, de la soledad y el
desorden en el que había estado viviendo, me sentía más segura, optimista y
llena de confianza.
Recordé que ya conocía esa sensación. Se parecía a la que me acompañó
cuando salí de París. Aunque, en aquella ocasión, viajaba con la ilusión de
que al llegar a Madrid me esperaba Rubén.
Sin embargo, en el pueblo al que me dirigía ni me esperaba ni me
conocía nadie. Quise apartar de mi mente la imagen en la que me visualicé
viviendo sola y aislada, diciéndome que nada podía a ser peor que lo que
dejaba atrás.
Decidí enfocarme solo en los aspectos positivos, sonriendo al
imaginarme los colores con los que llenaría mi nueva casa. Casi había
conseguido recuperar el ánimo cuando, de repente, todo mi cuerpo
reaccionó.
¿Era un rayo eso que acababa de iluminar el cielo, justo delante de mí?
No me gustaban las tormentas.
Ojalá no fuera un mal augurio, porque nunca me habían traído nada
bueno.
CAPÍTULO 2
No hay nada como una noche de descanso y una cara amable para enfrentar
las cosas de otra manera.
Con la luz de la mañana y con otra mirada crítica —la de mi vecina—,
fui capaz de ver las posibilidades de la casa.
—Bueno, Kiminu —dijo Justa, llamándome por el nombre con el que
me había bautizado cuando se cansó de intentar pronunciar el mío—, parece
que la casa no está tan mal.
—¿Usted cree? —dudé mirando un charco de agua que se había
formado en el suelo.
—¡Eso no es nada! Se arregla la gotera, se cambian cuatro tejas y
solucionado —dijo quitándole importancia.
—No sé yo… Parece que también se ha filtrado la lluvia por aquí —dije
señalando una nueva humedad, bajo la ventana del salón— En el pasillo
también hay manchas y lo de la cocina no sé ni lo que es.
—Venga, vamos a verlo —dijo atravesando la sala—, pero seguro que
sale con lejía.
Después de revisar toda la casa y los muros del patio, ella seguía
opinando que no era tan grave, que con limpieza y una mano de pintura
sería suficiente.
Debo reconocer que, aunque yo no era tan optimista y seguía queriendo
demoler esa cocina, su seguridad me tranquilizó y acabé casi convencida de
que podría conseguirlo.
—Si te animas, en casa tengo de todo para que puedas
comenzar con la limpieza —ofreció nada más terminar la inspección—
¿Qué me dices?
—Pues que… ¡manos a la obra! —exclamé decidida.
—¡Así me gusta! —sonrió satisfecha—¿Sabes qué? Avisaré a Mario
para que se pase por aquí.
—¿Quién es Mario?
—Un amor que sabe hacer de todo —dijo ya saliendo por la puerta.
Dos horas barriendo y quitando telarañas, y el aspecto general seguía
siendo igual de terrible. Más o menos como el que debía de tener yo.
¿De qué estarán hechas las telarañas para pegarse de esa forma al pelo?
Mi lista mental de cosas por hacer iba creciendo y sin la presencia de
Justa mi ánimo decaía. Sobre todo, cada vez que tenía que cruzar la cocina
para salir al patio. Es decir, cada vez que necesitaba llenar el cubo con la
manguera que Justa me había lanzado, desde su casa, por encima del muro.
Otra cosa que debía hacer, y para la que no estaba aún preparada, era
revisar las pertenencias de mi abuelo. De momento, solo me había atrevido
a ir guardándolas en cajas y bolsas.
De las dos habitaciones, la suya era la más grande y luminosa, y los
muebles parecían estar en buen estado. Otra cosa era el colchón. No quise
pensar nada mientras barría los sospechosos restos amarillos que encontré
bajo la cama.
Pero, que no quisiera, no evitó que se me pusieran los pelos de punta
cuando tuve que sacar el colchón al contenedor. No había que ser un lince
para saber que esos mordiscos eran de roedor.
—Kiminu, ¿cómo va la limpieza? —escuché de pronto,
sobresaltándome.
—Mon Dieu! —exclamé, a punto de volcar el cubo lleno de agua.
—¡Menudo cambio! —dijo Justa entrando con cuidado de no pisarme lo
mojado.
—Sí, ya va pareciendo otra cosa —sonreí contenta de verla,
aprovechando la interrupción para levantarme—. Hasta ahora nunca había
fregado el suelo así, de rodillas, pero es sorprendente lo bien que está
quedando.
—Ya te lo dije —sonrió satisfecha—. Un buen friegue y como nuevo.
Reconozco que al principio me resistí a restregar de rodillas, que para
eso se han inventado las fregonas. Aunque, en cuanto el estropajo me
descubrió el bonito color terroso del suelo, ya no me pareció tan mala idea.
De hecho, una vez limpios, hasta los muebles se veían ahora diferentes.
—¿Qué opina de la mesa? —pregunté empujándola para continuar
fregando por esa zona — ¡Hay que ver lo que pesa!
—Es que es de madera buena —dijo dándole unos golpecitos—. Si
quieres que brille más, dale otra pasada con vinagre.
—¿Qué está haciendo? —pregunté intrigada, al verla apoyar la oreja en
la mesa.
—Compruebo si tiene carcoma. ¿Sabes lo que es?
—¡Uf! —resoplé negando— Y no sé si quiero saberlo.
—Son unos bichos que se alimentan de la madera —explicó de todas
formas—. Van excavando galerías y, como te descuides, se comen los
muebles por dentro.
—¿En serio? —Me acerqué yo también a escuchar— ¿Y cómo sabe si
están dentro?
¡Lo que sabía esa mujer! Al parecer, si permaneces en silencio se les
puede escuchar masticar.
Después de asegurarme que nada se estaba comiendo los muebles, Justa
se ofreció a ayudarme a coser unas cortinas nuevas para el salón.
No se lo dije, claro. Pero, teniendo en cuenta que no sabía ni enhebrar
una aguja, lo de ayudarme era demasiado optimista.
Al marcharse me fijé mejor en las cortinas. Estaban tan sucias que lo
mejor era quitarlas cuanto antes. No lo pensé mucho, cogí una de las sillas y
me subí para poder descolgarlas.
Estar de puntillas sobre una silla coja no resultó ser una buena idea.
—¡Nooo! —chillé al perder el equilibrio.
Fue una pena que madame Héloïse no presenciara tan perfecto cabriolé.
Aunque, ni saltando, pude evitar comerme las rústicas baldosas recién
fregadas.
—¡Ahivá! —Escuché justo en el momento de estamparme.
—¡Ay! —me quejé dolorida.
—¿Estás bien?, ¿puedes levantarte? —Volví a escuchar, esta vez más
cerca, la voz preocupada del extraño que se había colado en mi casa—
¡Deja que te ayude!
—¿Cómo ha entrado en mi casa? —pregunté mirando la enorme mano
que había aparecido ante mi cara, sin atreverme a cogerla.
—Por la puerta. —Apenas le di importancia al tono divertido del
hombre, mucho más preocupada de que estuviera cogiéndome por el brazo.
—¡¡Oiga!! —protesté con una sacudida— ¡Suélteme ahora mismo!
Por lo menos me hizo caso, soltándome de inmediato. Desde mi postura
pude ver cómo sus botas se alejaban un paso, momento en el que conseguí
darme la vuelta y sentarme.
—Perdóname. No pretendía asustarte —dijo mostrando las palmas y
dando otro paso atrás.
Pero yo no estaba asustada. ¡Estaba pasmada!
Ni siquiera pude evitar quedarme con la boca abierta.
El extraño era un joven. Un chico de veintitantos, con unas facciones tan
masculinas como atractivas. ¡Y era enorme! —o eso me pareció desde el
suelo.
¿Eran músculos todo eso que se le marcaba a través de la ropa?
—¿Mejor así? —preguntó con una medio sonrisa, quedándome claro
que no le había pasado inadvertido mi inoportuno sonrojo.
—Sí… gracias —dije algo avergonzada, levantándome.
Pues sí que era alto. Y desde mi metro sesenta, me pareció aún más
guapo.
Intenté no mirarlo más, que bastante incómoda estaba ya. Pero ¿cómo no
iba a fijarme en la voluptuosidad de esos labios?
Debería haberlo intentado con más empeño, porque cuando mi mirada
ascendió a sus ojos, que con la luz que entraba por la ventana me
recordaron el color del cognac, algo se agitó en mi estómago.
—Podrías haber llamado antes de entrar —dije algo seca, molesta
conmigo misma por ser tan boba.
—¿Llamar? —preguntó extrañado.
—Sí, tocando el timbre —insistí señalando la puerta.
—Bueno, lo habría hecho encantado… —dijo con cierta ironía— si
hubiera algún timbre al que tocar.
—¡¿Es que no hay?! ¿Estás seguro?
Tuve que darle la razón después de buscar el pulsador a ambos lados de
la puerta, incluso revisar junto a la verja.
¿Por qué no tendría timbre la casa?
¿Y por qué me miraba él de esa forma?
No necesité un espejo para saberlo. Eché un vistazo a los puños de mi
sudadera amarilla y, como imaginaba, estaban
negros. No quise pensar cómo tendría la cara, que recordaba habérmela
frotado con esos mismos puños.
—¿Quieres que te ayude con algo? —preguntó desviando la mirada
hacia la silla asesina.
—Oh, no… No hace falta —dije sintiéndome algo insegura por mi
aspecto—. Solo intentaba quitar las cortinas.
—Pues deberías usar la escalera —dijo traqueteando la silla coja—. Una
base tan inestable no es segura.
—Lo haría, pero es que no tengo… —callé dudando de pronto— ¿Tengo
escalera?
Por algún motivo ese chico parecía saber mejor que yo lo que había, o
no, en casa de mi abuelo.
—Si no recuerdo mal, Siro tenía una en el armario del patio —dijo
mirándome con una leve sonrisa.
—¡Ay! —suspiré muy a mi pesar, ruborizándome de inmediato.
Pues sí, enrojecí otra vez. Ese chico parecía necesitar solo eso, una
mínima sonrisa, para desintegrar todas mis neuronas. Supongo que por eso
entendí mal lo que dijo a continuación.
—¿Te la traigo?
—Oui —susurré embobada.
—La… escalera —añadió mirándome raro, supongo que valorando si
estaba ante una idiota o una acosadora. ¿Cómo había podido confundirme
hasta el punto de entender «te atraigo»?
—¡Atchís! —fingí un estornudo. Aún no sé muy bien si para ganar
tiempo o recobrar el juicio.
Mirando al suelo, para evitar más deslices, lo seguí por el pasillo hasta la
cocina, saliendo después al patio.
—¿La escalera está en ese armario? —pregunté al ver que se acercaba a
uno que no había conseguido abrir—. Pues creo que está atascado.
—Le echaré un vistazo. Es posible que se hayan hinchado las puertas.
—No me extrañaría, con todo lo que llovió ayer.
—Por cierto, ¿has notado alguna gotera? —preguntó, observando el
tejado— Es posible que haya que retejar.
En ese momento me di cuenta de que, con tanto embeleso, seguía sin
saber qué hacía ese chico en mi casa.
—Esto… una cosa… —A estas alturas no sabía cómo preguntárselo—
Aún no me has dicho a qué has venido.
—¿Cómo? —me miró confundido —¿No te ha dicho Justa que iba a
venir?
—¡Uy, es verdad! —dije recordándolo.
—No pasa nada —murmuró agachándose para apartar unas hojas
acumuladas frente al armario.
—¡No, si me acordaba! —mentí esforzándome por recordar su nombre
—Tú eres… un Amor —dije satisfecha, cuando me vino a la cabeza ese
curioso apodo.
Al escucharlo, su reacción fue inmediata. Y lo sé porque, cuando levantó
de golpe la cabeza, estaba muy pendiente del precioso color castaño oscuro
de su cabello y de unos reflejos rojizos que le provocaba la luz del sol.
—¿Un amor? —preguntó, mirándome entre extrañado y divertido.
—¿No… lo eres? —dudé temiendo ya el malentendido.
—Supongo que podría serlo —sonrió con picardía, provocándome otra
vez esa cosa en el estómago.
—Oh, lo… siento. Es que… ella dijo… —me aturullé.
Una sonora carcajada me impidió explicarle más sobre mi confusión con
eso de los apodos.
—¡Oye!, ¿te estás riendo de mí? —pregunté algo ofendida.
—No. Claro que no —negó riéndose aún—. Pero reconoce que ha sido
muy gracioso —añadió levantándose.
»¡Listo! —dijo tras abrir ambas puertas de un fuerte tirón—. Y ahora,
me presentaré como es debido —añadió, limpiándose en el pantalón—.
Hola, soy Mario Celaya —sonrió al tenderme su mano—. Y tú debes de ser
Kiminu.
—Oui, c'est moi —contesté en francés, algo aturdida por lo bien que
había sonado en su sonrisa mi, al parecer, nuevo nombre.
Algo sucedió en ese momento. Algo que no procesé, porque ni entendí
esa extraña mirada, tan profunda y oscura, ni por qué me dio la espalda,
retirando la mano antes de darme tiempo ni siquiera a rozarla.
Sin atreverme a preguntar qué había pasado, lo acompañé en silenciosa
peregrinación por el resto de la casa, para que pudiera valorar su estado.
—¿Has probado ya la chimenea? —habló, por fin, cuando regresamos al
salón.
—¿Qué chimenea? —pregunté mirando a mi alrededor.
—Esta de aquí —dijo apartando una plancha metálica sujeta a la pared.
Me parecía increíble no haberme dado cuenta, ni siquiera mientras
fregaba el suelo, que tras aquella chapa había una enorme chimenea de
piedra, ni que el estante de encima era una repisa.
—¿Por qué estaría tapada? —me pregunté en voz alta.
—Hay quien suele taparlas cuando no se van a utilizar —explicó
mientras se asomaba por el hueco.
Si a Mario le extrañó que no hubiese reparado en la chimenea, no lo
dijo. También agradecí que no me preguntase por qué había quitado los
portarretratos que antes estaban en esa repisa.
No habría sabido cómo explicarle, ni a él ni a nadie, por qué necesitaba
más tiempo antes de poder enfrentarme a esas fotos.
Las de esas personas que encontré sonrientes, junto a un jarrón de cerámica,
y que, siendo mi única familia, nunca se preocuparon por mí.
—Bueno… —dijo Mario, limpiándose de nuevo en los pantalones— a
simple vista parece que está bien. Aunque habría que encenderla para
comprobar el tiro.
Por algún motivo, Mario había dejado de actuar de ese modo tan extraño
y su tono volvía a ser cordial.
—Sigo sin entender por qué mi abuelo la tendría tapada —insistí,
reconozco que solo para comprobar su nivel de «amigabilidad».
—No es ningún misterio —dijo sacando del hueco un soporte con
utensilios de chimenea—. Se hace para evitar que puedan colarse alimañas
en la casa.
—¡¿Quééé?!—exclamé alarmada— ¿Es que pueden entrar ratas por ahí?
—pregunté alejándome por instinto.
—No tienes de qué preocuparte —dijo levantando una ceja al ver mi
intención de subirme a la silla coja—. En realidad, es muy raro que eso
pase.
—Demasiado tarde —dije estremeciéndome—. Ojalá tuviera un
comprador —añadí sin pensar.
—¿Es que vas a vender la casa?
—Pues aún no lo sé… Es una opción.
—Supongo que sí —dijo serio, volviendo a colocar la chapa en el hueco
de la chimenea—. Bueno, yo me marcho ya.
»Mi teléfono—dijo tendiéndome un papel con un número escrito a mano
—. Pero si vas a vender… llama a otro.
—¿A otro? —Lo cogí, mirándole confundida.
Salió tan rápido de mi casa que, cuando quise darme cuenta, estaba
persiguiéndolo por la calle.
—¡Oye, Mario!, ¡espera! —Corrí tras él.
—Dime —contestó sin siquiera mirarme ni detenerse.
—¿Es que te vas a ir así?, ¿sin concretar nada? —pregunté
adelantándolo para cortarle el paso.
—Sí, eso voy a hacer… si me dejas pasar.
—No hasta que me digas por qué has revisado la casa si no pensabas
ayudarme —reproché sin apartarme—. Creo que merezco una explicación.
—Pues yo creo que, antes de querer concretar nada, deberías aclararte
—dijo rodeándome—. Llámame cuando sepas lo que vas a hacer.
—¡No puedo!, ¡no tengo teléfono! —grité irritada, viendo cómo se
alejaba calle arriba con las manos en los bolsillos.
Le hubiese lanzado una piedra por ignorarme de esa forma. Porque
oírme me había oído. Igual que todos los vecinos que se asomaron a
curiosear.
Más que enfadada me sentía desconcertada. ¿Qué le pasaba a ese chico?
Por más que lo intentaba no comprendía ese comportamiento tan…
¿bipolar?
—¿Por qué le has dicho al muchacho que vas a vender la casa? —se
interesó Justa, cuando le conté la visita de Mario— ¿No me dijiste que
habías venido al pueblo para quedarte?
—Sí, claro. Esa es mi intención —dije observándola cocinar—. Creo
que me agobié un poco con lo de las ratas.
—No te vayas a preocupar ahora por eso —dijo sin dejar de remover la
olla—. Además, siempre puedes tener un gato.
—Que no me preocupe, dice —murmuré.
—Anda, deja de farfullar y acércame eso —dijo señalando una cuchara
de madera.
—Lo peor de todo es que Mario ya no me va a ayudar con la casa —
confesé desanimada.
—Claro que te va a ayudar —dijo probando el guiso—. Ya te dije que es
un amor.
Ese comentario me recordó la forma en la que me había comportado con
él. No sé de qué me extrañaba tanto. Yo también habría salido huyendo de
esa forma, antes de prestar mis servicios a una desequilibrada.
Quizás, después de todo, fuera mejor así.
No iba a engañarme. Viendo cómo me había afectado ese chico, lo más
sensato sería mantenerme alejada. No quería ni imaginar lo que sería verlo
por mi casa, día tras día, paseando atractivo y esa confianza en sí mismo,
que te hacía preguntarte cómo sería en todo lo demás.
Eso sin tener en cuenta que lo último que necesitaba, después del fracaso
con Rubén, era complicarme pensando en chicos. Menos aún en uno tan
variable como Mario.
¿Tendría novia?
CAPÍTULO 4
Al parecer, don Listo no era el único en opinar que había empezado la casa
por el tejado.
—Pero… ¡hija de mi vida! —exclamó Justa cuando le enseñé lo que
había comprado—. Todo esto, ahora, solo te va a estorbar.
—Mire, también he comprado la tela de las cortinas. —Ahí estuve ágil,
mostrándosela.
—Muy… bonita —dijo nada convencida.
—Ya verá como sí. ¡Quedarán preciosas!
—Si tú lo dices… —suspiró—. De todas formas, antes habrá que
coserlas —dijo desdoblando la tela— Si tienes las medidas, vamos a mi
casa y nos ponemos con la Singer.
Las hizo ella sola.
Lo único que yo hice fue colgarlas —desde la escalera, por supuesto— y
admirarlas como si fueran una obra de arte.
Pasé esa noche algo inquieta y no conseguí conciliar el sueño hasta muy
tarde. Aun así, a las nueve de la mañana ya estaba despidiéndome de Justa
para irme a casa a esperar a Mario.
Nada más entrar, me quedé otro buen rato contemplando mis primorosas
cortinas amarillas. Quizás ellos tenían razón al no considerarlas una
prioridad. Pero lo que no entendían era que ese color, tan rebosante de
energía, era suficiente para estimular mi ánimo. Además, aún con la suave
luz de la mañana, se veían radiantes.
—Sabes que tendrás que quitarlas para pintar, ¿verdad?
—escuché de pronto la voz de Mario a mi espalda.
—Mon Dieu!, ¡qué susto! —salté. Pero en sentido literal, dando un salto.
—Cuando puedas, te espero en el cuarto de baño —dijo seco, dando
media vuelta después de mirarme de esa forma tan extraña, una vez más.
Ese había sido uno de los motivos de mi insomnio. No entendía el
porqué de esas confusas miradas que en ocasiones me «regalaba». Como la
de ese preciso instante, en el que no me había dado tiempo ni a abrir la
boca.
Sabía que era imposible, menos aún esa mañana que iba con los
vaqueros gastados, una sudadera vieja de la universidad y mi evidente cara
de sueño, pero habría jurado que, lo que reflejaban sus ojos cuando me
miraba así, era una especie de oscura fascinación.
Aunque lo más probable era que solo estuviera viendo lo que quería,
para compensar de algún modo el desagradable rechazo que siempre venía
después.
Recordándome que nuestra relación debía mantenerse dentro de lo
profesional y que el uso que le diera a sus ojos no era asunto mío, tomé aire
y fui a su encuentro.
—Tú dirás —dije asomándome al baño, intentando no fijarme en cómo
marcaba dorsales agachado sobre el bidet.
—Oye, Kiminu —dijo en un tono más cordial—, ¿esto lo quieres dejar?
—Oh, pues… prefiero quitarlo.
—¿Estás segura? —insistió, girándose para mirarme— Había imaginado
que sería para ti algo así como un símbolo —añadió con cierto tono
bromista.
—¿Estamos hablando del bidet? —pregunté para cerciorarme, sin
entender dónde estaba la gracia.
—Sí —dijo seco, dándome de nuevo la espalda—. Se supone
que lo inventó un francés —gruñó.
—Oye, Mario, ¿estás bien? —pregunté desconcertada con tanto cambio
de humor.
—Pues se quita y ya está —dijo zarandeando el sanitario, ignorándome.
Incluso permaneciendo en los límites que me había marcado iba a ser
difícil, por no decir imposible, tratar con alguien que cambiaba más que el
viento.
Me quedé observando en silencio, viéndolo quitar unos tornillos que
milagrosamente no habían saltado con el furioso traqueteo.
Repasé todas y cada una de mis palabras, sin encontrar nada que
justificase a mister Hyde. Porque era imposible que hubiese sido por el
bidet…
¿Era eso?, ¿qué lo había pronunciado en francés?
Con una sucesión de flashbacks, comprendí que cada uno de esos
incoherentes cambios de humor se correspondían con algo que yo había
dicho en mi idioma.
Flipando con el descubrimiento, decidí desaparecer un rato, por lo
menos hasta saber que implicaba ese inesperado giro.
—¿Sigues ahí, Kiminu? —preguntó antes de que pudiera irme— Se me
ha ocurrido algo, pero necesito tu ayuda.
Por un momento, y puesto que el misterioso sortilegio parecía haber
desaparecido ya, estuve tentada a realizar una verificación in situ.
—Sí… claro. ¿Qué necesitas? —dije en español, pensándolo mejor.
—Que sujetes esto un momento —dijo entregándome un extremo de la
cinta métrica—. Es solo una idea —explicó, haciendo una marca en la
pared—. Estaba pensando que… —se detuvo un instante, concentrado
mientras medía el ancho del pasillo.
»¿Te gustaría tener una ducha? —preguntó de pronto, con un brillo
especial en los ojos.
—¿Sustituir la bañera por una ducha?
—No, mejor aún. Tendrías las dos cosas —dijo, desplegando una sonrisa
tan inesperada que algo se agitó en mi estómago.
Según Mario, moviendo el tabique, se podía añadir el fondo del pasillo
al cuarto de baño, para hacerlo más grande. Además de dibujarlo,
cambiando la situación de los sanitarios, también me explicó algo sobre
paredes de microcemento; incluso comentó que pondría una bañera de
hidromasaje, pero yo ya no estaba escuchando porque solo era capaz de
concentrarme en esa pasión con la que estaba hablando.
—¿Qué te parece la idea? —preguntó completando el diseño, dibujando
también la mampara y el espejo.
—¡Maravillosa! —dije contagiada de su entusiasmo.
—¡Genial! —Sonrió levantando la vista del boceto— Creo que si
tiramos hoy este tabique… —dijo señalándolo en el papel— Y si voy
pidiendo ya el material y la bañera nueva…
—Oye, Mario —interrumpí, algo preocupada—, lo de la bañera…
quizás sea demasiado.
—¿No quieres tener, para ti solita, una bañera de hidromasaje? —Me
miró divertido.
—Claro que quiero, pero mi presupuesto…
—Olvídate de eso ahora —dijo volviendo a retocar algo en el dibujo.
—Pero es que antes de comenzar deberías saber que solo cuento con…
—Shhh… Confianza. —No quiso escucharme. Aunque para
tranquilizarme, comenzó a anotar en el propio diseño los costes
aproximados de los materiales.
—Pero ahí no has incluido ni la ducha ni la bañera —comenté cuando
cerró la suma.
—La ducha no está porque usaré unos materiales que ya tengo y en
cuanto a la bañera… —Me sonrió con un guiño— Da la casualidad de que
conozco a cierto almacenista que la semana pasada se quejó porque, durante
un transporte, se le había dañado una.
»Al parecer, solo tiene una pequeña grieta —explicó sombreando la
bañera sobre el diseño—, pero es suficiente para que no pueda venderla y…
¿adivinas quién va a reparar esa grieta?
—¡No te creo! —exclamé.
—A cambio te voy a pedir que me dejes sacar unas fotos cuando esté el
baño terminado.
—¿Solo eso? —pregunté incrédula.
—Tienes razón —sonrió pícaro—. También elegiré el color de los
azulejos.
Desde luego, parecía decidido a empezar cuanto antes. Un par de viajes
a la camioneta y pronto comenzaron a resonar los golpes en toda la casa.
Decidí quitarme de en medio, para no molestar. Además, tenía una cita
forzosa con la lejía y los azulejos de la cocina.
—Ya puedes conectar el agua, si quieres —dijo Mario, dos horas
después, asomándose a la cocina.
—Estoy cogiéndola de la manguera que hay en el patio —dije apenas,
más pendiente de las marcas de sudor en su camiseta. ¿Desde cuándo el
sudor me parecía sexi?
—¿Estás cogiendo el agua de la casa de Justa? —preguntó saliendo al
patio.
—De momento, sí —dije al salir, encontrándolo en cuclillas lavándose
con el agua de la manguera—. Hasta que resuelva con la compañía.
—¿Por qué?, ¿tienes recibos pendientes? —preguntó incorporándose.
—No… que yo sepa —dije, intentando no fijarme en la forma de
peinarse el pelo hacia atrás con las manos húmedas.
—La llave de paso está abierta, ¿verdad?
—¿Llave de paso?
—Si no recuerdo mal, estaba fuera, junto al rosal.
¡Había una llave de paso! En mi defensa diré que jamás la habría
encontrado entre tantos tallos y hojas marchitas.
—¿Qué es eso que se oye? —pregunté, alejándome del fregador, ante el
extraño sonido que salía del grifo.
—Es solo aire acumulado en la tubería— dijo Mario justo antes de que
comenzase a salir agua.
— E t voilà! —exclamé aplaudiendo— ¡Ya tengo agua!
Confirmado. Mario tenía algo en contra del francés. Creo que hasta él
mismo se dio cuenta de la cara con la que me miró. Esta vez, cuando salió
de la cocina maldiciendo, estuve segura de que ese «contrólate que pareces
un enfermo» no iba para mí.
Corroborar mi teoría fue un verdadero alivio. En adelante, ya sabía que
para evitarlo solo debía tener el cuidado y utilizar inofensivos vocablos
españoles delante de él.
Otra cosa que comprobé fue que, al parecer, ese extraño efecto no
tardaba mucho en desaparecer. En apenas unos minutos, Mario regresó a la
cocina como si nada hubiera pasado.
—Parece que se están quedando bien —dijo acercándose.
—No sé… El moho se ha quitado— respondí sin dejar de frotar los
azulejos—, pero siguen sin gustarme.
»Y antes de que digas nada, no es porque sean blancos —añadí rápida—.
Es por esto —dije señalando la cenefa pasada de moda.
—Algo podremos hacer —sonrió, abriendo una puerta de la alacena —.
Por lo menos los armarios se ven todavía en buen estado —comentó.
—¿Tú crees? —dudé acercándome.
—¿Tampoco te gustan?
—¡Uf! No lo sé. Creo que le he cogido manía a todo en esta cocina
desde que abrí esa puerta —dije señalando el frigorífico.
—¿Por qué?, ¿qué le pasa? —preguntó con intención de abrirlo.
—¡Nooo! —chillé sujetando su brazo con fuerza— ¡Ni se te ocurra!
—¿Tan mal está? —preguntó mirando divertido la mano que intentaba
retener ese músculo de acero.
—¿Mal? Te aseguro que, si abres esa puerta, nunca volverás a ser el
mismo.
—Ja, ja, ja —soltó una carcajada—. Lo dices como si en lugar de un
frigorífico fuera Chernóbil.
—Pues a mí no me hace tanta gracia —refunfuñé soltándolo—, porque
no me va a quedar más remedio que comprarme uno nuevo.
—¿Por cuatro cosas pasadas? —preguntó divertido— Te propongo un
trato. Si me ayudas con el escombro, yo me ocuparé de limpiarlo.
—No sabes lo que dices —dije estremeciéndome del asco.
—¡Vamos! —dijo saliendo de la cocina— Que los capazos no se llevan
solos.
¿Cómo se había podido formar tanto escombro de un tabique tan
pequeño?
No tenía muy claro qué ayuda esperaba Mario de mí. Con el primer viaje
a la camioneta los brazos se me querían salir de los hombros, y eso que
llevaba los capazos de uno en uno y a medio llenar; no como él, que
cargaba dos e incluso tres a la vez. ¿Cómo no iba a tener esos brazos?
—Bueno, pues ya está todo cargado — dijo colocando el último y
subiendo el portón trasero de la camioneta.
—¿Qué piensas hacer con todo eso?
—Pues la verdad es que deberíamos haber contratado un contenedor,
pero usaremos el de un conocido mío que se está haciendo la casa.
—Y… ¿no le importará?
—No le voy a preguntar —dijo bromeando, creo— Además, por aquí
funciona mucho eso de favor con favor se paga.
Cuando Mario arrancó la camioneta y se marchó, me pregunté si
pretendía darme a entender que era yo la que quedaba en deuda.
Lo que estaba claro era que se estaba esforzando para ahorrarme el
mayor coste posible.
No sabía si era su forma habitual de actuar o solo lo hacía conmigo, pero
le estaba muy agradecida. Tanto como para decidir no darle importancia a
esa especie de aversión a lo francés, que tanto lo trastornaba.
Pero, aunque no quisiera dársela, la tenía.
Porque yo misma formaba parte de esa gaita.
CAPÍTULO 6
Aunque aún quedaba mucho por hacer, con el baño y la cocina terminados y
la pintura muy avanzada, ya parecía vislumbrase el principio del fin.
Habían sido dos semanas de duro trabajo, en los que Mario y yo, mano a
mano, habíamos dejado prácticamente irreconocible la casa de mi abuelo.
No sé qué hubiera dicho él de poder verla así, tan alegre y llena de color,
pero quise pensar que aprobaría los cambios.
Además, gracias al esfuerzo y los consejos de Mario, no solo me estaba
ajustando a mi apretado presupuesto, sino que, con suerte, quedaría incluso
por debajo.
Al día siguiente de nuestro encuentro en el pub, y a pesar de que quería
hablarle del feo asunto del rumor, lo vi tan ilusionado que no pude
arruinarle el día.
—¡¿Qué te parece?! —me preguntó aquel día con orgullo, mostrándome
lo que él mismo había hecho para mi cuarto de baño.
—¡Esto no has podido hacerlo tú! —exclamé impresionada.
—Anda, cierra la boca y ayúdame a colocar el lavabo —dijo encantado
con mi reacción.
El ingenio de Mario era asombroso. Había conseguido transformar unas
simples tablas, pintándolas del mismo tono rojo de los azulejos de la ducha,
en un mueble de diseño.
—¡Es precioso! —exclamé cuando terminó de instalar el
pequeño lavabo ovalado sobre el mueble, maravillada con el resultado.
—Lo sé —dijo mirándose las uñas con fingida vanidad.
—Lo digo en serio. ¡Eres un auténtico genio!
—Eso también lo sé —dijo haciéndome reír—. Y espero que sigas
opinando lo mismo cuando veas lo que tengo en la camioneta.
Mientras salíamos a la calle fue comentándome otras cosas que quería
hacer en el baño, como reutilizar el espejo redondo de mi abuelo,
pintándolo de blanco, o colocar unas baldas que haría con la madera
sobrante del mueble.
No dejaba de fascinarme esa forma tan entusiasta que tenía de explicar
sus ideas. Por eso, cuando abrió el portón de la camioneta y vi unas
plataformas de madera, de esas que se utilizan en los almacenes, a pesar de
no saber para qué podría quererlas, no pregunté. Preferí aguantar la
curiosidad hasta que él mismo me lo contase.
—Espero que te guste lo que he pensado hacer con los palés —dijo
tirando de uno para sacarlo.
—Me gustará —dije convencida, sabiendo ya de lo que era capaz.
—¡Esa es mi chica! —sonrió cargando con el palé— Vamos a llevarlo a
tu habitación para que te hagas una idea.
Sabía que solo había sido una expresión, una frase de uso común, pero
mi estomago no lo entendió así. Apenas conseguí escuchar nada de lo que
dijo, por culpa del revoltijo de nervios, hasta que colocó el palé en el suelo
de mi habitación, junto a la cama.
—Te quedará una cama algo baja, tipo tatami —dijo distraído,
calculando ya los palés que le harían falta. Momento en el que comprendí
que esas plataformas eran para hacerle una base al colchón.
—¡Es una idea genial! —dije entusiasmada.
—En realidad no es mía, solo la he copiado.
—Pues a mí jamás se me habría ocurrido —dije intentando imaginarme
cómo se vería el resultado.
Mientras lo ayudaba a pasar el resto de palés, se me ocurrió algo al notar
la aspereza de la madera.
—¿Y no crees que quedarían mejor si los pinto?
Es cierto que tuve que dedicarle muchas horas, pero cuando la base
estuvo terminada, hasta Mario reconoció que había merecido la pena el
esfuerzo. El que le costó conseguir una pintura del mismo tono naranja que
el estampado del nórdico.
Entretenida con mi nueva habilidad, continué lijando y pintando.
Armarios, cajones, ventanas… Todo adquiría otra energía después de pasar
por mi brocha.
Tuvimos alguna que otra controversia con ese tema. Como cuando
Mario insinuó que podría ser daltónica por querer pintar los muebles de la
cocina de un vivo y luminoso color verde valle. Tampoco quise escuchar
sus protestas cuando se quejó asegurando que iba a ser la única casa con las
ventanas amarillas.
Aunque con lo goloso que resultó ser, no había polémica que no se
resolviera con unas deliciosas crêpes para desayunar.
Me encantaba ese ratito que compartíamos todas las mañanas, en el que
siempre procuraba tener algo rico y dulce para él. Era mi forma de
agradecerle todo lo que estaba haciendo por mí.
Porque si había logrado sentirme tan feliz cada mañana al abrir los ojos,
envuelta en las tonalidades de mi nueva casa, era sin duda gracias a su
esfuerzo y ayuda.
Nuestra relación en ningún momento había cruzado la línea de la
amistad. Aunque reconozco que cada día deseaba más traspasarla, me
conformaba con la seguridad de poder contar
con él y esa sensación de confianza y protección, que no sentía desde hacía
demasiado tiempo.
Puede que fuera eso lo que, aquella mañana de sábado, me dio la fuerza
necesaria para comenzar a revisar las cosas de mi abuelo.
Después de examinar su ropa y apartar lo que consideré que se podía
donar, comencé a revisar la caja dónde había ido metiendo todos los papeles
y documentos.
La gran mayoría eran facturas y recibos, pero, en una carpeta con
documentos, encontré varias escrituras de propiedad. La sorpresa vino
cuando al revisarlas mejor, además de las escrituras de la casa y el terreno,
apareció otra propiedad de la que no tenía constancia.
Dejé el documento a un lado, decidida a averiguar más sobre lo que, por
la descripción, parecía un extenso terreno agrícola.
Sintiéndome algo menos pobre, abrí otra caja dónde había guardado
todas las fotografías. Era el momento de conocer a mi familia.
Sentí algo extraño al contemplar las sonrisas de unas personas que ya no
estaban. Varias fotos en blanco y negro parecían muy antiguas, otras,
aunque ya a color, por el suave tono rojizo también debían serlo.
Aunque no esperaba reconocer a nadie, la joven de pelo cardado y
flequillo a un lado, que aparecía en casi todas, era sin duda mi abuela.
Tampoco me costó distinguir al hombre que la acompañaba en algunas
fotos, siempre mirando a cámara.
Con más pelo y menos años, tenía la misma mirada profunda e
inconfundible de la foto que encontré en la repisa. La de mi abuelo.
Aparté varias más, en las que reconocí a mi madre en sus diferentes
etapas. En unas aparecía sola, en otras acompañada, pero siempre sonriente
y llena de vida. Con una sonrisa tan
parecida a la mía que me pellizcó el corazón.
Algo deprimida, volví a guardar todas las fotos en la caja con la
intención de dejarlo para otro día. Porque curiosear entre las cosas de mi
abuelo había resultado más duro de lo que esperaba. Además de sentirme
una intrusa, había conseguido recordarme lo sola que estaba en el mundo.
Al colocar la caja sobre el montón de papeles, cayó al suelo una carpeta.
Era una de esas azules, con gomas en las esquinas, que supuse llena de
facturas. Cuando, sin ánimo de ver nada más, iba ya a dejarla con el resto,
algo me hizo soltar las gomas.
¿Quién me iba a decir que en esa vieja carpeta azul encontraría la
verdad?
—¿Y con qué has pensado impresionarlo? —me preguntó Ana, cuando vino
a casa más tarde— Porque no creas que me engañas con eso de la cena de
agradecimiento. A ti Mario te gusta.
Le había comentado lo de la cena esperando algo de ayuda con el menú.
Y aunque intenté quitarle importancia y, por supuesto, no mencioné nada
sobre ese abrazo que todavía me tenía flotando en una nube, debió
notármelo. Supongo que hay ocasiones en las que, aunque consigas acallar
tu boca, la mirada te delata.
—¡Qué tontería! No trato de impresionar a nadie, pero algo tendré que
preparar de cena —dije acariciando el mosaico de la mesa, preguntándome
si el tiempo nos permitiría cenar en el patio.
—Podrías hacer caracoles —propuso mientras jugueteaba distraída con
una cajita metálica—. ¿No son también típicos en Francia?
—Sí, pero no sé cocinarlos.
—Que los prepare mi abuela —propuso—. A ella le salen buenísimos,
con una salsa picante que te chupas los dedos.
—Eso no estaría bien —dije descartándolo—. Ya se me ocurrirá algo
que pueda hacer yo misma. Todavía tengo tiempo.
—Siento no poder ayudarte más —dijo intentando abrir la caja—, pero
lo más elaborado que sé hacer es sopa.
—Pues puede que una sopa… —dije valorándolo como primer plato.
—Sopa de sobre —especificó riendo.
Ana no sabría cocinar, pero, desde luego, sabía cómo hacerme reír.
—¿Y esa caja? —pregunté al verla tan obstinada peleándose con la tapa.
—Ah, pues estaba ahí —dijo señalando la pila de lavar—, pero no… se
quiere… abrir —añadió haciendo fuerza—. ¡Ya está!
—¿Eso es una llave? —pregunté extrañada al acercarme para ver qué
contenía— ¿De dónde puede ser?
—No sé. Puede que de un candado —dijo pasándomela—, o quizás sea
la del buzón.
Resultó que tenía buzón. Uno que por cierto estaba lleno.
Al parecer, el único que había sido capaz de encontrarlo, tras la hiedra
que cubría esa parte de la fachada, había sido el cartero.
Casi todo lo que había dentro eran folletos de publicidad, tan
estropeados que pensé tirarlo todo directamente a la basura. Pero había
algunos sobres que parecían de suministros y, al querer recuperarlos,
encontré lo último que podía esperar.
Un sobre a mi nombre.
En cuanto los vi reconocí esos trazos irregulares y ligeramente
inclinados, porque ya los había visto antes. Era la misma caligrafía de las
cartas que encontré en la carpeta azul.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en la cama con el sobre en las
manos. Estaba ante el dilema de necesitar abrirlo, tanto como sentía haberlo
encontrado.
Y es que temía averiguar lo que había dentro. No me atrevía a leer lo que
mi abuelo había escrito para mí, después de haber leído sus otras cartas.
Cuando más tarde pasó Ana a recogerme, pensé inventar una excusa
para no tener que acompañarla a casa de Elena. Pero, aunque estaba de
bajón, también sabía que con las chicas conseguiría distraerme y alejarme
durante un rato de ese dilema.
Además, la visita a Elena prometía. Nos había pedido que fuéramos a su
casa porque, según dijo, necesitaba nuestras mentes. Aunque, lo que ella
necesitaba era que alguien hiciera entrar en razón la suya.
A pesar de mi desánimo inicial, creo que no me había reído tanto como
esa noche. Unos días atrás, Elena había acompañado a su madre a una
peluquería de un pueblo cercano. Desde entonces, no había hecho otra cosa
que maquinar la forma de volver a coincidir con un chico de ese pueblo,
con el que aseguraba haber cruzado miraditas.
—¿No te parece que eso raya el acoso? —rio Ana cuando Elena nos
contó una de sus ocurrencias.
—¿Tú que dices? —me preguntó Elena buscando apoyo.
—A mí tampoco me convence —dije intentando no reírme—. Creo que
podrías parecer un poco… desesperada.
—¿Como tú con la sopa de sobre? —dijo con retintín, consiguiendo que
Ana se atragantase con su refresco.
—¡¿Se lo has contado?! —La miré incrédula.
—Kiminu, ve haciéndote a la idea de que en este pueblo no hay secretos
—defendió Elena—. ¿Podemos volver a mi plan de acercamiento, por
favor?
—Eso, sigamos —dijo Ana rehuyendo mi mirada—. De momento,
olvida esa idea de ir preguntando por ahí dónde vive el chaval. Y nada de
hacer guardias en la puerta de su casa, si no quieres colgar en tu habitación
una bonita orden de alejamiento.
—Mujer, dicho así…, sí que suena un tanto raro —aceptó a
regañadientes—. Pero no importa, porque tengo un plan B. Aunque para
este necesitaría una mínima colaboración de nada.
—¿Mínima y de nada? ¡Madre mía! —rio Ana santiguándose.
—No sé de qué te ríes, si aún no sabes de qué se trata —renegó Elena, a
pesar de estar riéndose también.
—Venga, cuéntanos ya de que se trata —la animé, intrigada.
—Vale. Pues he pensado que si una buena amiga me dejara su coche…
—dijo batiendo pestañas—, podría simular que he pinchado y…
—¡Una buena amiga, dice! —la interrumpió Ana ahogándose de risa.
—¿No querrás que le pida el coche a mi madre? —se quejó— ¡¿Para
qué estarían entonces las amigas?!
—Pues para decirte que estás como una cabra —le respondió Ana con
excesiva sinceridad—. ¡Menudo plan B!
—¡Pero si es perfecto! —insistió Elena—. Está más que demostrado que
la táctica de la chica en apuros nunca falla —dijo mirándome a mí —
Kiminu, ¿me dejarías tu coche?
—Dile antes, por lo menos, que ni sabes conducir ni tienes carnet —
intervino Ana antes de que pudiera responder.
—¿Y qué más dará? No creo que sea tan complicado circular unos pocos
kilómetros.
—No, claro que no —le respondió Ana con ironía—. Supongamos por
un momento que consigues conducir sin estrellarte ni que te detengan. ¿Qué
pretendes hacer cuando llegues?, ¿acampar a un lado de la carretera y
esperar con el capó abierto hasta que al chaval se le ocurra pasar por ahí?
—¿No será ese tu plan B? —pregunté sin poder aguantar la risa.
—Bueno…, más o menos —confesó.
A pesar del buen rato de bromas y risas, cuando ya de madrugada
regresé a casa, la carta de mi abuelo seguía esperándome.
Presentía que no podía ser tan terrible como imaginaba, pero no podía
evitar temer las palabras de mi abuelo, después de saber todo lo que mi
padre le había hecho.
Porque, que quisiera saber la verdad, al parecer, no implicaba que
estuviera preparada para conocerla. Algo que no supe hasta que leí el
contenido de aquella carpeta.
La primera carta que leí estaba dirigida a mi madre. El sobre estaba sin
abrir y, por la fecha, debió llegar a París después de su muerte. Que hubiera
sido devuelto al remitente fue algo que no comprendí hasta más adelante.
En esa primera carta ya se le notaba muy preocupado. Decía no saber
nada de ella desde hacía varias semanas y que nadie contestaba a sus
llamadas. Le suplicaba que lo llamara cuanto antes, que ya tendría que
haber dado a luz y estaba muy preocupado por saber cómo estábamos.
Por el contexto, entendí que cuando mi madre se fue a París estaban
enfadados. Al parecer, retomaron el contacto tras la noticia del embarazo,
siendo mi abuelo quién quiso acercar posturas.
Esa carta arrojó algo de luz sobre el motivo por el que mi madre se había
ido de casa.
Pero las otras, también devueltas sin abrir, las que le envió a mi padre…
Creía conocerle. Al hombre cariñoso y divertido, creativo y algo
bohemio, que para mí siempre fue un padre maravilloso. A ese profesor de
arte que siempre contaba cómo se enamoró perdidamente de una española.
Lo que nunca me contó fue todo el sufrimiento que estaba ocasionando
con sus actos.
Nuevas lágrimas llenaron mis ojos al recordar lo que mi abuelo le había
escrito. Decía que lo perdonaba por no haberle avisado de la muerte de su
única hija. Que jamás volvería a mencionarlo si le permitía saber de mí.
Al parecer, desesperado por no tener noticias de mi madre, tuvo que
viajar a París para poder enterarse de la tragedia.
Mi padre ni siquiera lo dejó verme.
En las cartas no encontré el motivo por el que tomó tan despiadada
decisión. Pero lo hizo. Y yo no era capaz de asimilar algo así; que hubiera
sido capaz de negarle a mi abuelo el único consuelo que le quedaba después
de perder a su hija.
Lloré recordando como, carta tras carta, mi abuelo continuó intentando
saber de mí. Como admitía ser un hombre de campo, que apenas sabía leer
y escribir. También cuando juró por lo más sagrado que cuidaría de su nieta
incluso después de muerto.
Nunca dejó de suplicar en unas cartas que nadie leyó. Al principio pedía
poder ir a verme, después suplicaba una llamada, y al final se conformaba
con saber de mí, incluso con poder tener una foto.
Yo no sabía qué podría costar reclamar judicialmente un derecho de
visitas, ante un tribunal de otro país. De lo que sí estaba segura era de que la
economía de mi abuelo no habría sido suficiente.
Y lo sabía porque había heredado todos sus bienes, incluido el depósito
bancario. Ese que, aunque agradecida, a duras penas llegaba para el arreglo
de la casa.
Esa noche tampoco leí su carta. Me dormí con un gran peso en el
corazón, sin soportar la idea de que, después de tanto sufrir, se marchó
creyéndome indiferente.
CAPÍTULO 11
¿Debería arreglarme para la cena con Mario como si fuese una cita?
Puede que no, pero no pensaba recibirlo en chándal. Además, aunque el
motivo fuera el fin de la reforma o agradecerle la mesa, reconozco que mis
expectativas eran otras.
Hacía días que había dejado de engañarme. Al final tuve que reconocer
que esos nervios en el estómago no los generaba una simple cena. Ana no se
equivocaba, Mario me gustaba. Y mucho.
Desde entonces, cada vez que él venía a casa me costaba más disimular
mis emociones, temiendo incluso decir o hacer algo que pudiera
avergonzarme.
Como casi ocurre unos días atrás, cuando estaba regando en el patio mis
recién plantadas tomateras y Mario me llamó desde el tejado.
—¡Kim!, ¿puedes acercarme un poco la escalera?
—¡Claro! —dije dejando la manguera para ir a ayudarlo.
—Esta zona ya está revisada —comentó mientras esperaba a que le
aproximara la escalera—. Solo he tenido que cambiar un par de tejas
estropeadas —añadió sujetando ya el larguero para comenzar a descender.
Quizá no sea una excusa, pero es que yo no sabía que fuera tan
importante el ángulo en el que debía apoyar la dichosa escalera.
Y tampoco tengo disculpa para lo que hice cuando Mario puso el primer
pie en el peldaño. Soltarla.
En mi defensa solo puedo decir que, si usé las manos para hacerme una
visera, fue por culpa del sol y de ese rayito que me impedía verlo bajar.
¿Cómo iba a perderme semejante espectáculo?
—¡Cuidado, Kim!, ¡apártate! —gritó al notar que perdía estabilidad.
—¡¡Mario!! —grité también, asustada al ver caer la escalera.
No sé cómo lo hizo, pero, de alguna forma Mario consiguió sujetarse a
la canaleta. Al verlo allí colgado, reaccioné abrazándome a sus piernas para
intentar sostenerlo. Asustada, entendí que Mario pesaba demasiado para
algo que solo estaba preparado para recoger agua de lluvia.
—Kim, por favor, quítate de ahí —pidió con calma a pesar del peligro.
—¡No pienso soltarte! —me negué, apretando sus piernas con más
fuerza.
—Tienes que hacerlo, porque voy a dejarme caer y necesito que te
apartes —insistió con la misma tranquilidad.
—¡No!, ¡aguanta solo un poco más! —dije ya algo histérica— ¡Pediré
ayuda!
—¿Por telepatía? —bromeó, el idiota, incluso al borde de la muerte—
Venga, me suelto a la de tres. Uno… dos…
No escuché el tres. Creo que porque estaba rezando mientras le soltaba.
—Ya puedes mirar, valiente —escuché su voz, mientras algo apartaba
mis manos de la cara.
—¿Por qué has hecho eso? —gimoteé abrazándome a su cintura—
¡Podrías haberte matado!
—¡Vaya! Parece que alguien iba a echarme de menos.
—No tiene gracia.
—Tienes razón. Siento haberte asustado —susurró, tirando ligeramente
de mi coleta—. Aunque, en realidad, no había ningún peligro.
—¿Acaso has olvidado como se mató mi abuelo? —dije todavía
alterada.
—Claro que no, Kim —dijo mirándome serio —. Pero no es lo mismo
caerse, que dejarse caer de tan poca altura —me explicó con una inesperada
ternura—. Lo único que me preocupaba era lastimarte a ti.
—Vale, pero no vuelvas a hacer algo así —dije apretando la cara contra
su pecho.
Si Mario notó que mi angustia escondía otros sentimientos, no lo dijo.
Ni siquiera cuando tuvo que desenroscar, él mismo, mis brazos para
separarnos.
Esa noche, mientras recordaba lo que había pasado, me pregunté si
Mario sentiría lo mismo que yo, o si esa forma tan tierna de mirarme solo
era afecto.
Recuerdo que cuando me dormí ya había tomado la decisión de no
arriesgarme, por miedo a meter la pata, y dejar que fuera él quien diera un
primer paso.
Pero ya no opinaba igual.
De hecho, tenía un plan que pondría en práctica durante la cena. Era tan
simple que no podía fallar.
De algo tenía que servir todo lo aprendido con las ocurrencias de Elena.
Solo esperaba que a mí se me diera algo mejor.
A las nueve ya tenía la cena casi lista en el horno.
Pendiente del sonido de la puerta, entré corriendo al baño. Lo cierto es
que ya empezaba a acostumbrarme a eso de vivir con la casa siempre
abierta, pero no a que me pillaran desprevenida en según qué momentos.
Antes de salir, me repasé en el espejo que Mario había
renovado y que, como él me aseguró, quedaba perfectamente integrado con
el lavabo.
Tantas vueltas le di a mi ropa queriendo impresionarlo, que, al final, la
sorprendida fui yo. Ese mono negro solo me lo había puesto una noche, en
una de las pocas cenas a las que me invitaron los del trabajo, y ni siquiera
recordaba haberlo metido en la maleta.
Cuando me lo probé, sabiendo de antemano que lo descartaría, recordé
por qué lo había comprado. ¡Me quedaba increíble!
Al ser de punto y entallado se ceñía a mi cuerpo, pero sin quedar
ajustado. El toque atrevido se lo daba la larga cremallera delantera, que no
quise dejar demasiado baja porque, en mi opinión, el tejido transparente de
las mangas también lo era.
Con la raya en medio, me había dejado el pelo suelto. Aunque lo había
fijado bien tenso para dejarlo recogido tras las orejas.
Con el dedo me di un último toquecito de color en los labios y salí
pitando a controlar el horno.
—¡Oye, esto tiene muy buena pinta! —Me encontré a Mario frente al
cristal del horno.
—¿Te importaría hacer más ruido al entrar? —Fue mi saludo.
—Bueno, Kim, eso podrías haberlo avisado antes y no ahora que ya
hemos acabado la reforma —dijo divertido.
—Muy gracioso —refunfuñé acercándome al horno para revisar la cena.
—Oye, ¿ese tono oscuro es normal?
—¡¿Qué?! —Abrí rápida la puerta, temiendo lo peor.
—Uy, creí que se te estaba quemando —dijo sonriendo, sin disimular
que lo había hecho a propósito. Momento en el que
reparó en mi atuendo.
Si tuviera que describir la forma en la que me miró, diría que en cuestión
de segundos sus ojos se agrandaron, parpadearon y oscurecieron, mostrando
una fascinación que me halagó hasta el sonrojo. Claro que, como era de
esperar, un instante después toda esa admiración se transformó en regodeo.
—¿Quién se ha muerto? —preguntó divertido, mirándome de arriba
abajo.
—Puede que tú, como sigas así.
—¿Me estás diciendo que te has vestido así por voluntad propia? —dijo
soltando una carcajada.
—Oye, ¿tú has venido a cenar o a reírte de mí?
—Tranquila, fiera —dijo con un guiño—. Puedo hacer las dos cosas al
mismo tiempo.
Como imaginé, hacía demasiado fresco en el patio. Por lo que no me
quedó otro remedio que utilizar la mesa del salón.
La había preparado con todo el esmero. Lucía tan bonita con el mantel,
vajilla y cristalería nuevos, que si hubiera tenido mi móvil habría sacado
una foto. Incluso la tabla de quesos y patés, que había decorado con uvas,
parecía un adorno.
—¡Vaya!, ¡con velas y todo! —dijo complacido cuando le pedí que fuera
a encenderlas— Hoy no dejas de sorprenderme.
—Espero que esto también le sorprenda —dije para mí, llevando la
fuente al salón.
Expectante le observé tomar el primer bocado. No sé por qué no había
caído hasta ese momento en la posibilidad de que a Mario no le gustasen las
verduras.
Y es que, después de darle muchas vueltas, había decidido ir a lo seguro,
preparando lo único que me salía medio decente. Pero ahora que Mario
estaba probando mi Ratatouille, me sentía insegura.
—¡Está rico este pisto! —dijo por fin.
—Es uno de los platos más típicos —dije probándolo yo también, y
cuidándome mucho de no mencionar el nombre correcto —. Ahora me
quedo más tranquila, sabiendo que te gustan las verduras —añadí viéndolo
comer con ganas.
—Claro que me gustan —dijo sirviéndose más Ratatouille de la fuente
—. Aunque no negaré que las prefiero acompañadas con algo de carne.
—¡Ay, no! —exclamé consternada.
Acababa de darme cuenta de mi error de cálculo. Sin duda, para alguien
tan grande y con un trabajo físico, como el suyo, la cena que había
preparado era escasa.
—Puedo hacer unas salchichas —propuse tras una rápida revisión
mental de lo que tenía en el frigorífico.
—Kim —dijo sujetando mi muñeca cuando hice el intento de
levantarme—. La cena está deliciosa. Siéntate y come, por favor.
—Solo si me dices cuál es tu plato preferido.
—¿Por qué?, ¿me lo harás? —preguntó mirándome divertido.
—¿Quién sabe?
—Ternera en salsa, creo —dijo llevándose una cuña de queso a la boca.
—Tomo nota —sonreí, decidida a continuar con el plan— Por cierto, ¿a
ti te gusta la música?
—Sí, pero más Manzanita no, por favor —dijo riendo.
—¡Oye! —fingí ofenderme— Pues, por si no lo sabes, esa cinta es la
resistencia —dije riendo también—. Es la única que no se ha tragado el
radiocasete de mi abuelo.
Animada porque Mario no parecía darse cuenta de mis intenciones,
decidí continuar con el plan.
Según una de las teorías de Elena, con una serie de preguntas se puede
averiguar si le gustas a un chico. Y aunque
me pareció un tanto absurdo al principio, Ana aseguró que a ella le había
funcionado.
Preguntar a Mario sobre comida o música era solo el comienzo, como
una especie de ensayo. Y lo cierto es que dudaba mucho atreverme a
preguntarle otras cosas, como en qué pensaba antes de dormir o cuál era su
placer inconfesable.
Aunque no sería por no intentarlo…
—Oye, Mario, tengo otra curiosidad —dije pillándolo distraído,
sirviéndose más de la fuente— ¿Me dirías cuál es tu color favorito?
—Uf, menuda pregunta viniendo de ti —dijo deteniéndose un instante
para mirarme—. Aunque, si de verdad quieres saberlo…—añadió con
expresión pícara—, sin ninguna duda esta noche es el negro.
¡¿Estaba funcionando la teoría de Elena?!
Podría ser, pero tampoco iba a engañarme. Mario solía tontearme por
deporte y eso nunca había implicado nada más.
—¿Tienes ya alguna otra reforma prevista? —dejé caer unos minutos
después, preparando más el terreno.
—Sí, mañana empiezo en casa del Malgeniado —comentó mientras
rebañaba su plato—. Quiere techar una parte del patio para poner unos
muebles de jardín.
—Y con ese apodo, ¿esperas que también te invite a cenar? —pregunté,
intentando sonar bromista.
—No —dijo mirándome con expresión indescifrable. Fue apenas un
instante, pero suficiente para sentirme cazada.
—¿Por qué me miras así? —pregunté haciéndome la inocente— Solo
quería saber si haces esto con todos los clientes.
—Ya veo —dijo levantando una ceja— ¿Algo más que quieras saber?
—No —dije concentrándome en mi plato y, por supuesto, descartando
hacerle ni una sola pregunta más.
—¿Seguro que no quieres saber por qué te pedí a ti esta cena?
—Pues ahora que lo dices… —Asentí al notar el ligero temblor de mi
voz.
—Yo diría que ya lo sabes —dijo esbozando una lenta y enloquecedora
sonrisa—. Kim, si te pedí que me invitases a cenar esta noche es porque me
gustas y porque quisiera pasar más tiempo contigo —confesó mirándome
con dulzura.
—Oh là là! —exclamé de pura sorpresa.
Sí. Lo dije en voz alta.
Me di cuenta en cuanto Mario cambió la expresión.
—¡Lo siento!, ¡lo siento! —me disculpé, llevándome las manos a la
boca— ¡No te vayas!
—¿Irme? —Me miró extrañado — ¿Por qué crees que voy a irme si
acabo de confesarte que me gustas?
—Porque también sé que no nos soportas. A los franceses, quiero decir.
—¿Quién te ha dicho semejante disparate? —preguntó con insólita
gravedad— ¡Maldito pueblo de chismosos! —murmuró apretando los
dientes.
—Mario… nadie me ha dicho nada —dije preocupada por esa reacción
—. Aunque tienes razón, por aquí hay mucho entrometido —añadí
recordando el feo rumor que circulaba sobre él.
Mario se mantuvo en silencio, con la vista clavada en su plato, durante
un largo minuto. Me parecía increíble que un momento tan esperado
hubiese derivado en esa situación tan tensa e incómoda, con Mario
enfadado y yo sin saber qué hacer para solucionarlo.
—Vaya, nunca imaginé que tendría la relación más corta de la historia
—bromeé intentando aligerar el ambiente.
—¿Has dicho relación? —preguntó levantando la mirada.
—¿Quién?, ¿yo?
—Perdóname, Kim —dijo cogiendo mi mano sobre la mesa—. No
quería estropear la noche —añadió mirándome con pesar—. Es solo que…
me cabrea mucho que se hable de mí sin saber.
—Estás perdonado —sonreí algo aliviada.
—Y ahora, señorita —dijo sin soltar mi mano—, ¿me vas a decir qué te
ha hecho pensar que odio a todos los franceses?
—Pues eso que haces siempre. Ya sabes…
—No tengo ni idea de a qué te refieres —dijo haciéndose el tonto.
Antes de intentar explicarle lo que él ya sabía, me detuve a pensarlo
mejor.
—¿Y si te dijera que lo que has cenado se llama Ratatouille? —dije
pronunciando deliberadamente despacio cada sílaba.
—Pues te diría que estaba muy rico —dijo soltando mi mano como si
quemara —. Y que le faltaba carne— añadió forzando una sonrisa.
Ante esa respuesta, decidí retroceder y no asomarme más a ese
precipicio. Ya tendría tiempo, o eso esperaba, para descubrir que era lo que
Mario me ocultaba.
Cuando traje el postre ya habíamos recuperado el buen rollo. Habían
vuelto las bromas y las risas, y reconozco que cada vez estaba más nerviosa,
esperando y deseando el inminente acercamiento.
Aunque, al parecer, no era tan inminente.
Porque no ocurrió.
En cuanto Mario terminó el pot de crème de chocolate, que sin la receta
me salió regular, se limpió los labios con la servilleta y se levantó.
—Creo que debería irme ya —dijo, dejándome a cuadros.
—¿Te vas tan pronto? —pregunté con un hilo de voz.
—Sí, Kim. Es que aún tengo que vaciar la camioneta para mañana —
dijo frotándose la nuca, incómodo.
—Pero…
—Muchas gracias por la invitación —dijo evitando mi mirada—. Te
llamo mañana— añadió ya recogiendo su abrigo y, al parecer, olvidando
que no tenía teléfono.
¡¿Pero qué le pasaba?!
¿A qué venía inventarse una excusa para irse?
Porque eso lo tenía muy claro. No solo lo llevaba escrito en la cara, sino
que, además, no había que ser muy lista para saber que nadie se pondría
pantalones de vestir y un suéter nuevo para irse a descargar.
Lista o no, la cena, los planes y mis expectativas fracasaron cuando
Mario salió de mi casa, sin siquiera darme un triste beso.
¿Acaso había malinterpretado sus palabras?
¿Desde cuándo «me gustas» y «quiero pasar más tiempo contigo»
significa cenar y salir corriendo?
CAPÍTULO 12
«Querida nieta,
Ojalá hubiera podido hacer esto antes y de otra forma, pero, por ciertas
circunstancias, he tenido que esperar hasta tu mayoría de edad.
Quizás aún no sepas que tienes familia en España. En ese caso te diré
que aquí tienes a tu abuelo, un abuelo que sueña con poder conocerte.
No pretendo molestarte, tan solo saber de ti. Por eso, aquí te apunto mi
teléfono con la esperanza de recibir noticias tuyas.
También quiero que sepas que, sea cuando sea, aquí tienes tu casa.
Donde bien sabe el Señor que siempre serás bien recibida.
Perdona mi letra. Nunca se me ha dado demasiado bien lo de escribir.
Tu abuelo que te quiere,
Siro Ruiz»
Noir parecía tener claro con quién quería estar. No se separó de mi lado,
siguiéndome a casa sin distraerse con nada, ni siquiera cuando Juan, el
Pipo, detuvo a nuestro lado el tractor.
—Puede que nieve —dijo el hombre, después de enterarse bien de dónde
venía y por qué me seguía un perro.
—¿Ha dicho nevar? —pregunté porque como le faltaba parte de la
dentadura, era difícil de entender.
—¿Ves esas nubes planas por arriba? —dijo señalando una única nube
que había a kilómetros de distancia—. Si no nieva esta noche, mañana lo
más tardar.
—Tiene que estar confundido —murmuré recordando las amapolas y los
almendros en flor.
—¡Niña, que aún sé lo que me digo! —replicó molesto— Y tírale ya una
piedra al perro o te seguirá hasta tu casa —añadió mientras se alejaba con el
tractor.
Más tarde, después de enseñarle a Noir su nueva casa y darle un
espumoso baño en el patio, me acerqué a casa de Justa para pedirle algo con
lo que curarme.
—Es raro, no suelen atacar —comentó mientras me desinfectaba con
Betadine las mordeduras de la espalda—. ¿No te habrás sentado encima de
un hormiguero, sin darte cuenta?
—Uf, pues no lo sé. —Inmediatamente me vino a la mente el momento
en el que, nerviosa por saludar a Mario, había removido la tierra con mis
deportivas.
Aunque la culpa fuera mía, y ellas solo se estuvieran defendiendo, lo
cierto era que las condenadas me habían dejado la barriga como si tuviera
sarampión.
—¿Y qué vas a hacer con el perrete? —preguntó al terminar de curarme
— Digo yo que, antes de encariñarte, deberías enterarte si es de alguien.
—¿Perrete? —reí divertida— ¡Pero si Noir pesa más que yo!
—No me digas que ya le has puesto nombre y todo —dijo negando con
la cabeza.
—Bueno, Justa, muchas gracias —dije poniéndome la sudadera—. Me
voy ya, que quiero pasar por la tienda para comprarle comida.
—Venga sí, ve. Pero no te entretengas mucho, que está cambiando el
tiempo.
No se equivocaba. Durante el camino de vuelta, ya con el saco de pienso
para Noir, comprobé que el cielo se había vuelto de un gris plomizo. No me
entretuve a hablar con nadie, deseando llegar a casa cuanto antes, por si se
desencadenaba una tormenta.
Cuando salí al patio para recoger las sábanas del tendedero, estaba tan
oscuro como si ya fuera de noche.
Recordando que a los perros tampoco les gustan las tormentas, decidí no
dejar a Noir fuera. Además, ¿qué mejor sitio para nuestra primera comida
juntos que mi nueva alfombra? Una, de un precioso color naranja, que me
había traído Ana de Albacete.
Me parecía muy curioso que, a pesar de que nadie terminaba de entender
mi pasión por los colores, entre todos habían decorado mi casa con regalos.
La mesa de Mario fue el primero. Después Justa confeccionó unos
cojines, con una tela amarilla que encontró parecida a la de mis cortinas.
Pero no acababa ahí la cosa. Era como si todos mis vecinos tuvieran algo
colorido de lo que desprenderse. La cafetera roja que me trajo Puri, una
mujer que vivía dos casas más abajo; un precioso jarrón de cristal, azul
turquesa, que me regaló la prima de Justa; sin contar con la madre de Elena,
que me estaba tejiendo una colcha multicolor para ponerla en el sofá.
Justo eso le estaba contando a Noir, mientras ponía agua a la cafetera
nueva de Puri, cuando salió ladrando al patio.
Al asomarme, para saber qué había llamado su atención de esa forma,
fue cuando los vi caer.
¡El Pipo no se confudía! ¡Estaba nevando!
A pesar de que la temperatura no parecía haber bajado mucho, los copos
tenían un tamaño considerable.
Ver nevar era algo que siempre me maravillaba, pero ese día sentí una
especie de entusiasmo infantil al ver como Noir intentaba atrapar los copos,
preguntándome a qué sabría aquí la nieve.
Nunca lo hacía cuando nevaba en París, por la contaminación y el humo
de los coches, pero en el pueblo todo era distinto, más limpio y puro.
Incluso para saborear una nieve sin polución.
Aunque debo reconocer que a Noir se le daba bastante mejor atrapar
copos con la lengua, puede que porque yo no podía parar de reír.
Sin embargo, cuando sobre las diez de la noche se fue la luz, no me
pareció tan divertido quedarme a oscuras. Cuando me asomé a la calle, para
comprobar si el apagón era general, no se veía ni una sola luz, hacía frío y
un manto de nieve lo cubría todo.
Si hubiera tenido la linterna de mi móvil, no me habría costado tanto
buscar las velas. Sabía que tenía en algún sitio, pero no conseguía recordar
exactamente dónde y, sin ninguna
iluminación, me resultó imposible dar con ellas.
Al menos, con la caja de cerillas que había encontrado, podría encender
la chimenea.
—No puede ser tan difícil —suspiré desanimada, media hora después.
Había gastado ya más de media caja sin conseguir prender los únicos
tres leños que tenía. Esos que había puesto a modo de decoración en la
chimenea y que, con un poco de suerte, servirían para calentar y alumbrar
algo la sala.
—Lamento comunicarte que esta era la última —dije acariciando a Noir,
tras malgastar la única cerilla que me quedaba—. Y que, como no se nos
ocurra algo, va a ser una noche muy larga.
—Veamos qué otras opciones tenemos —dije valorando qué hacer.
Intentar llegar a casa de Justa parecía una buena idea. Aunque también
tenía una alta probabilidad de tropezar y abrirme la cabeza.
Pensé que Mario sabría qué hacer en una situación así, pero no tenía
forma de localizarlo y, aunque hubiera sabido cuál era su casa, conducir con
nieve también me pareció demasiado arriesgado.
Y lo cierto es que ya no se me ocurría nada más.
—Lo mejor será quedarnos aquí, tranquilos y abrigados —dije
levantándome para coger una manta—. Y si mañana sigue nevando de esta
forma, ya pensaremos qué hacer.
No fue tan fácil localizar la manta a tientas. Solo después de golpearme
con la mesa y una puerta conseguimos acurrucarnos en la alfombra, a
esperar a que remitiese la nevada.
De pronto, un sonido en la calle alertó a Noir.
Él parecía orientarse bastante mejor que yo en la oscuridad,
porque consiguió plantarse en la puerta antes de que esta se abriera.
—¡Eh…, chico! —escuché vacilar la voz de Mario, al encontrarse de
frente con Noir— Tranquilo, que soy el amigo de la exhibicionista.
—¡¡Mario!! —Me levanté de un salto, tan aliviada como si llevara
incomunicada un mes— ¡Cuánto me alegro de que hayas venido!
—He salido en cuanto Justa me ha dicho que esta zona estaba a oscuras
—dijo enfocándome con la linterna.
—¡Ey! —Cerré los ojos, deslumbrada.
—Lo siento —se disculpó bajando el haz de luz— ¿Estás bien? —
preguntó acercándose a mí.
—Sí, es solo que llevo mucho tiempo a oscuras —dije sonando algo
lastimera.
—¿Estabas asustada? —susurró acariciando mi mejilla.
Noir no me permitió responder. Su gruñido incluso consiguió que Mario
se alejara un metro de mí.
—Al menos no estabas sola —dijo observando como Noir se plantaba a
mi lado—. Por cierto, te he traído unas cosas —añadió enseñándome una
bolsa— ¿Crees que podrás controlar a tu protector durante unos minutos?
—¿No habrás traído velas?
—Sí, señorita —dijo dejando la bolsa sobre la mesa— Y cerillas, una
linterna, sal… —recitó mientras encendía una vela.
—Tratas de seducirme... ¿No es así? —bromeé imitando una frase de El
Graduado.
—Esto…, voy un momento a la camioneta… a por leña.
No quería reírme de Mario, sobre todo, después de haber venido en
medio de la nevada, pero solo conseguí aguantar hasta que salió. Me resultó
muy gracioso que el señor «te tomo el pelo cuando quiero», hubiera salido
huyendo por una broma
tan inocente.
Claro que dejé de reírme cuando comprendí que eso era precisamente lo
que Mario había hecho, huir de mí. Porque reconozco que tenía la
esperanza de que hubiera venido para quedarse.
—No sé cuánto tiempo estará nevando —dijo al volver a entrar cargado
con la leña—, pero creo que esto bastará para un par de días.
Mientras Mario apilaba la leña junto a la chimenea, pensé que debía
encontrar la forma de pedirle que se quedara a pasar la noche. Quizás
confesando que me asustaba la idea de quedarme incomunicada…
—¿Quieres que la encienda? —preguntó, ajeno a mis maquinaciones,
recolocando los mismos tres leños que yo no había conseguido prender.
—Y un tutorial, por favor —dije agachándome a su lado.
Podría mentir diciendo que era para no perderme ningún detalle, pero lo
cierto es que en cuanto colocó en forma de pirámide la leña, apenas presté
atención a nada más que a esa seguridad con la que sus manos sabían
hacerlo todo. Creo que insistió sobre algo de poner ramitas secas debajo.
Una cosa me llevó a la otra y, mientras él soplaba avivando el fuego,
confieso que mi mente se perdió con sensuales imágenes nuestras sobre la
alfombra, incluso alguna más tórrida en la ducha, iluminados por la suave
luz de las velas.
—…y para mantenerlo encendido, solo tienes que ir añadiendo troncos
—dijo dando por terminada su explicación.
—Quédate a ducharte —susurré sin pensar.
—¿Tan mal huelo? —Me miró divertido. Hasta que por mi expresión
comprendió que no bromeaba.
—Kim… no puedo quedarme —dijo incómodo—. Lo siento.
—No importa —murmuré tan avergonzada como molesta.
—Por favor, Kim, escúchame. Es probable que esto no dure más de una
noche —dijo mirándome serio—, pero, si no es así, no cojas el coche.
Llámame y yo te traeré lo que necesites.
—¿En trineo? —dije con ironía.
—Aunque tenga que hacerlo en el tractor de mi vecino —respondió
mirándome con una suave sonrisa.
Más ofuscada por su negativa que agradecida por el ofrecimiento, ni
siquiera le devolví la sonrisa.
—Kim, dime que estarás bien —me pidió ya en la puerta, antes de
marcharse.
—Estaremos bien. Vete tranquilo —dije con todo el peso de la
decepción.
—Antes, prométeme que me llamarás si necesitas algo —insistió,
tomando mi barbilla para mirarme a los ojos.
—Te lo prometo. —Tuve que aceptar al ver la preocupación reflejada en
sus ojos— Si necesito algo te avisaré desde el teléfono de Justa. No te
preocupes.
—Prefiero que no salgas, si no es necesario —dijo sacando algo de su
bolsillo—. Toma.
A pesar de que lo tenía en la mano, no podía creer que me estuviera
dejando su móvil.
—La contraseña es una L —dijo cogiendo mi mano para dibujar el
patrón en la pantalla—, L de lucha —añadió con un cierto tono irónico que
no llegué a entender.
—Mario, yo… no puedo quedármelo.
—Puedes y debes —insistió mientras con sus manos cerraba mis dedos
sobre el móvil.
—Vale. —Me vi accediendo también a esto. Como seguramente
accedería ante cualquier cosa que me pidiera mirándome de esa forma— ¿A
qué número…?
—Busca en la agenda casa, papá o mamá —dijo adelantándose.
—¿No esperarás que les pida ayuda a tus padres? —repliqué con
intención de devolvérselo.
—Esta mañana no eras tan tímida —me recordó con tonito burlón.
—Pues tú eres igual de bobo —me defendí sin poder evitar una risita
tonta.
—Ya sé lo que haremos —dijo sonriendo, con la mirada fija en mis
labios—. Si necesitas algo, llámame al fijo. Te prometo correr cada vez que
suene, para ser el primero en contestar.
—¡Más te vale! —dije riendo.
—Cuánto me gusta eso —murmuró justo antes de marcharse.
Me había costado un buen rato encontrar mis botas de agua, pero, en cuanto
pisé la calle, me alegré de llevarlas puestas. Ya no nevaba y ni mucho
menos había tanta nieve como en mi fantasía, aunque en algunas zonas me
llegara hasta la rodilla.
¡Qué bonitas se veían todas las casas, con los tejados blancos!
Quería pasar por la de Justa, para ver qué tal había pasado la noche, pero
antes, no pude resistir la tentación de jugar con Noir en la nieve.
Era tan divertido lanzar bolas que, hasta que Justa no abrió su ventana,
no fui consciente del alboroto que teníamos entre mi risa y los ladridos de
Noir.
—No sabes lo preocupada que me tuviste anoche —dijo sonriendo al ver
como Noir intentaba levantarme del suelo, empujándome con su enorme
cabeza.
—Estamos bien, Justa —dije sacudiéndome la nieve mientras me
acercaba a su ventana.
—Lo sé. Pero hasta que no me llamó el muchacho, no me quedé
tranquila. Tendría que haberte dicho que te quedaras en mi casa.
—No se preocupe. Además, usted tampoco tenía luz.
—¿Está Mario contigo? —preguntó revisando la calle como si esperara
verlo con nosotros— ¿Se quedó anoche en tu casa? —interrogó bajando
más la voz.
—No. Vino a traerme leña y algunas cosas, encendió la
chimenea y luego se marchó.
—Mejor así —murmuró con una expresión complacida que me dejó
intrigada—. Anda pasa, te invito a un chocolate caliente.
No llegué a entrar. Cuando sonó el móvil, preferí hablar con Mario en
privado y, poniendo como excusa que acababa de desayunar, me despedí de
mi vecina.
—Vístete, Kim, que quiero enseñarte algo. —Fue lo primero que me
dijo, cuando contesté.
—Cuando dices que me vista, ¿te refieres a que no salga a la calle sin
camiseta? —tonteé encantada de escuchar su voz.
—Eso también —rio—, aunque quiero decir que te abrigues.
—Para tu información ya estoy vestida y abrigada. De hecho, Noir y yo
llevamos un rato fuera.
—Entonces, te espero en el camino —dijo con tono alegre— ¿Conoces
una caseta que hay saliendo del pueblo, según subes tu cuesta a la
izquierda?
—No, pero la encontraré —dije sin dudarlo.
—¡Esa es mi chica! —exclamó, seguramente ignorando el aleteo que
esas cuatro palabras provocaron en mi pecho.
Cuando Noir y yo llegamos al final de la cuesta me di cuenta de que la
nieve acumulada era menor en esa zona.
En el cruce continuamos por la parte izquierda de la carretera, tal como
me había indicado Mario. Al adelantarnos un camión temí por la seguridad
de Noir, que caminaba a mi lado suelto y sin correa.
Esa carretera no era la más transitada, al no ser la salida principal del
pueblo, pero, aun así, no sabía si Noir respondería a una orden en caso de
peligro.
—Oye, Noir, a partir de ahora no te muevas de mi lado —le advertí—.
No quiero que salgas corriendo ni cruces la carretera
hasta que…
No me dio tiempo a terminar la frase antes de que saliera disparado. Casi
se me sale el corazón por la boca intentando alcanzarlo. Me detuve para
coger aire cuando de lejos vi que también se detenía junto a alguien.
Reconozco que, por la familiaridad con la que le palmeó en el costado,
me aterró la idea de que ese hombre fuera su dueño.
Sabía que era algo que antes o después podía ocurrir, pero, cuando los vi
caminar con tranquilidad en mi dirección, el alma se me cayó a los pies.
—¡Anda, eres tú! —exclamé con alivio cuando, al acercarse lo
suficiente, reconocí a Mario.
—¿Esperabas a otra persona? —Me miró divertido.
—Lo que no esperaba era que Noir y tú fuerais ahora mejores amigos —
dije al ver como este permanecía a su lado.
—Será porque hemos tenido una pequeña conversación —sonrió
acariciando su cabeza.
—O porque aún no me has tocado —sugerí con una sonrisita.
—¿Quieres que lo comprobemos? —dijo ofreciéndome su mano.
A Noir no sé, pero cuando Mario tiró de mi mano y comenzamos a
caminar, temí sufrir allí mismo un amago de infarto.
—Vayamos por aquí —propuso indicando un desvío del camino.
Estaba tan absorta en las sensaciones que me provocaba sentir, a pesar
de los guantes, la presión de su mano, que no fui consciente de lo que me
rodeaba hasta que él se detuvo.
—¿Qué te parece?
—¡Oh! —exclamé maravillada al levantar la vista hacia los campos de
trigo nevados —¡Qué preciosidad!
—Sabía que te iba a gustar —sonrió llevándose mi mano
enguantada a los labios.
Si eso me sorprendió, lo que hizo a continuación me dejó
completamente descolocada.
—Si tienes frío… —dijo quitándome el guante— dímelo y te lo vuelvo a
poner —sonrió tirando del suyo con los dientes, sacándoselo también.
»Así está mejor —añadió guardando los guantes en su bolsillo, sin soltar
mi mano.
—¿Esto es… para probar a Noir? —pregunté confundida.
—No, Kim —sonrió tirando de mi mano para reanudar la marcha—.
Esto es porque quiero sentir el calor de tu mano mientras caminamos.
No sé si hubiera podido decir nada más, pero ni lo intenté. Estaba
demasiado afectada con lo que el áspero y cálido roce de su mano generaba
en cada una de las terminaciones nerviosas de la mía.
Caminamos un trecho en silencio, absortos en el paisaje, por esa senda
que parecía atravesar los campos de trigo hasta perderse en la lejanía, tras
una arboleda.
En ese amortiguado silencio, apenas roto por las carreras de Noir, sentí
que por primera vez percibía la sonoridad de mi propio cuerpo. Fui capaz
de percibir lo entrecortado de mi propia respiración, el roce de nuestras
prendas al caminar y hasta el entusiasta golpeteo de mi corazón. De pronto,
una vibración en el bolsillo me recordó algo.
—Espera, Mario —dije deteniéndome para sacar su móvil—. No
quisiera olvidarme de devolvértelo. Supongo que te hará falta.
—Hay otra cosa que necesito más —dijo mirándome a los ojos.
Por un momento, me vi congelada y sin saber cómo reaccionar. Me
había quedado con el brazo extendido para
devolverle su teléfono, pero él ni tan siquiera lo había mirado.
—Ven aquí —dijo atrayéndome entre sus brazos—. Te echo de menos,
Kim —susurró sobre mi pelo mientras me envolvía con su abrazo.
Levanté la mirada, sorprendida y sin saber qué decir a eso.
—Mucho —respondió a la pregunta silenciosa de mis ojos—. No te
imaginas cuánto echo de menos ver tu carita somnolienta mientras
desayunamos, bromear trabajando juntos o escuchar tu risa cada día —
susurró apretándome un poco más.
No podía creer lo que estaba sucediendo. Pero no era un sueño, porque,
incluso a través de la ropa, podía sentir los fuertes latidos de su corazón.
—¡Uy! —exclamé cuando con la emoción se me cayó su móvil al suelo.
—¿Qué?, ¿has cotilleado mucho? —preguntó soltándome para
recogerlo.
—¡Pues claro que no! —fingí ofenderme, intentando disimular que
apenas podía respirar.
—¿Estás diciendo que has tenido todos mis secretos en tu poder y no has
echado siquiera una ojeada? —sonrió pícaro.
—¿Qué secretos?
—Ah, ya nunca lo sabrás —dijo con un guiño, guardándose el móvil—.
Pero ahora me arrepiento de haber borrado todo el porno.
—Yo no me preocuparía por eso —dije riéndome—. Puede que te guste
la foto que me hice anoche —añadí imitando su guiño.
En menos de un segundo ya había vuelto a sacar el teléfono.
—Una foto preciosa —dijo sonriendo mientras manipulaba en alto la
pantalla—. Creo que la pondré como foto de perfil.
—¡¿Qué dices?! —reí saltado para intentar quitárselo— ¡Ni
se te ocurra!
—¿Por qué? Pero si está genial —dijo ampliando la foto que me había
hecho con Noir, frente a la chimenea—¿Dime si no es adorable? —añadió
riendo, mostrándome la cabeza ampliada de Noir.
—¡Te vas a enterar! —exclamé agachándome para coger un puñado de
nieve.
—Como empieces, atente a las consecuencias —me amenazó echando a
correr.
Mientras jugábamos como dos críos, persiguiéndonos y lanzándonos
nieve, el silencio se inundó con nuestras risas.
Noir, claro está, hizo equipo conmigo y, en un momento dado, cuando
todo ese potente y musculoso cuerpo se lanzó contra Mario, terminó
derribándolo sobre el trigo nevado.
Cuando llegué hasta ellos, Mario continuaba inmóvil bajo el placaje de
Noir.
—Mario, ¿estás bien? —Aparté a Noir preocupada al ver que no me
respondía.
—¡Sí, pero esta me la pagas! —Me sorprendió tirando de mi mano,
haciéndome perder el equilibrio— Está muy feo que utilices contra mí a
una bestia tan peligrosa —dijo cuando caí encima de él.
—Pero si no he hecho nada —susurré apenas.
—Tú nunca crees hacer nada —murmuró a escasos centímetros de mi
boca.
Todo lo que ocurrió en aquel instante quedaría para siempre grabado,
como a cámara lenta, en mi memoria.
Desde los locos latidos de mi corazón, a la dulce sensación de ese primer
roce de sus labios.
Mario acunó mi rostro con sus manos, acercándose poco a poco, con sus
ojos en mi mirada. Tan solo al tocar mis labios, pareció necesitar cerrarlos
durante un instante, justo antes de
presionar con más firmeza.
También mis párpados cayeron cuando quise centrar toda mi atención en
disfrutar de tan ansiado beso. Llevaba tanto tiempo soñando con conocer su
sabor que, hasta que le escuché gemir, no fui consciente de que era mi
lengua la que había irrumpido en su boca, tentando la suya con
movimientos lentos y sensuales.
Pude notar entonces como sus brazos presionaban mi espalda,
pegándome aún más a su cuerpo, momento en el que se hizo con el mando,
profundizando el beso. Mario barrió el interior de mi boca con tal ansia
devoradora que, esta vez, el gemido ahogado que escuché procedía del
fondo de mi garganta.
Ansiosa de todo y de más comencé a moverme, frotándome contra él sin
apenas ser consciente de lo que hacía. Hasta que, de pronto, sentí un
extraño cosquilleo justo ahí, en el botón de mon vagin.
Me odiaré siempre por cómo estropeé un momento así, pero en lugar de
pensar que era una consecuencia natural tras tanto tiempo de sequía, solo
me acordé de las malditas hormigas.
—¡Ay, Dios! —exclamé incorporándome sobre su pecho.
—¿Estás bien? —preguntó Mario, mirándome extrañado.
—Sí, pero vuestras hormigas…, ¿es que no me voy a librar de ellas ni
con la nieve? —dije comprobando inquieta que no se me hubieran metido
dentro del pantalón.
—Cálmate, Kim —dijo sujetando mis manos, cuando ya había
comenzado a bajarme la cremallera—. Que ni son nuestras, ni les gusta el
frío —intentó en vano detenerme—. Para, por favor. Te aseguro que no
puede haber hormigas cuando nieva —insistió más firme y seguro.
—¡Merde! —exclamé— Solo me faltaba desarrollar otra nueva fobia —
dije respirando algo más tranquila.
—¡Dios, Kim! A veces creo que lo haces a propósito —suspiró, dejando
caer la cabeza sobre la nieve.
Los ladridos de Noir nos alertaron, impidiendo que pudiera enterarme
qué había querido decir con eso.
—¡Levanta, vamos! —me apremió Mario, buscando a Noir con la vista
— Parece que viene alguien.
—Tampoco estamos haciendo nada reprochable —refunfuñé ante ese
cambio tan repentino.
—No, pero no quiero que nos vea nadie así —dijo ya en pie.
Retomamos el paseo, envueltos en un extraño silencio. En mi caso
incómoda y sin saber qué hacer con esa mano que se me había quedado
huérfana sin su calor.
—Pues parece que no era nadie —dije al rato, solo por intentar
conversar—. Quizás fuera un conejo— añadí, sin obtener respuesta.
—Kim… —dijo Mario, deteniéndose de repente— Tengo algo que
decirte.
No sé por qué reaccioné de esa forma, supongo que por culpa del tono
solemne que utilizó. O puede que por algo que pasó por mi cabeza la noche
anterior, cuando intentaba comprender su conducta.
—¡Si es que lo sabía! —salté enfadada y sin dejarlo hablar— Y ahora
me dirás que querías habérmelo dicho antes, pero bla, bla.
—¿Bla, bla? —Me miró divertido, conteniendo a duras penas la risa.
—¿No vas a decirme que te estás viendo con alguien?
—Ahora mismo te diría muchas cosas —dijo cogiendo mis manos con
un brillo diferente en la mirada—. Pero primero te preguntaré si quieres ser
mi novia.
—¿No será otra de tus bromas? —pregunté sintiendo que las
piernas me flaqueaban.
—No, Kim. No es ninguna broma —aseguró acariciando mi mejilla—.
De todo lo que has dicho, lo único cierto es que quería haberte lo dicho
antes —añadió con una sonrisa—. Tan solo estaba esperando a terminar la
reforma.
—Entonces…, ¿quieres salir conmigo? —pregunté aún sin terminar de
creerlo.
—¿Si prefieres decirlo así? —sonrió mirándome con ternura.
—Vale —dije asintiendo y sin poder controlar mis ganas de llorar y reír
al mismo tiempo.
—¿Estás bien, mon chéri? —me preguntó con una tierna y horrible
pronunciación.
—¡¿Y tú?! —reí con los ojos llorosos.
—Ja, ja, ja. ¡Yo estoy mejor que nunca!
CAPÍTULO 15
Por suerte, entre el buen día de sol y los vecinos, por la tarde ya se podía
circular y Ana pudo llegar sin complicaciones.
Impaciente, la ayudé a llevar sus cosas hasta su habitación. Pero Ana
también quería ponerme al día con sus novedades y, por cortesía, no me
quedó otra que retrasar las mías.
Cuando ya parecía que Ana se había desahogado contándome cómo
había pillado a una tal Lorena, compañera de clase, usando su boli dorado
que llevaba varios días perdido, nos interrumpió Justa.
—Ven un momento a la cocina —me dijo a mí—. Y tú quita todo eso de
la colcha nueva —ordenó a Ana sin moverse de la puerta, y sin dejarme más
opción que volver a aplazar mi conversación.
—Cierra la puerta y siéntate —dijo cuando entramos a la cocina, con un
tono que no admitía réplica.
—¿Ha pasado algo? —pregunté con una sensación parecida a cuando,
en el colegio, te llaman del despacho del director.
—No que yo sepa —dijo sentándose a mi lado—. Pero ha llegado a mis
oídos que te hablas con el muchacho.
Algunas veces, entender a Justa era como interpretar un jeroglífico.
Gracias a Carmen el castellano era otra primera lengua para mí, pero con la
polisemia de mi vecina nunca sabía muy bien a qué atenerme.
—¿Se refiere a que salgo con Mario? —pregunté cautelosa.
—Dice que te lo ha pedido.
Por su mirada inquisitiva, no tenía muy claro si la idea le disgustaba o
no, por lo que decidí esperar hasta saber a qué
venía ese interrogatorio.
—Mira, Kiminu —continuó al ver que callaba—, sabes que te aprecio, y
por eso mismo quiero que me escuches bien.
—Claro, claro, la escucho —la animé a continuar, cada vez más tensa.
—Hija, en esta vida no basta con ser buena, también hay que aparentarlo
—sermoneó solemne, dejándome igual.
—Perdone, Justa, pero ¿de qué estamos hablando?
—¿De qué va a ser? —suspiró exasperada— A que seas sensata y te
hagas respetar, si no quieres acabar en boca de todo el pueblo.
No diré que no me molestó que me hablara de esa forma, pero como me
pareció que solo estaba preocupada por mí, decidí prometerle que haría
caso a su consejo.
En cuanto se levantó de la silla, dando por concluida la charla, estuve a
punto de huir a mi casa. Si no lo hice fue porque me pudo más la necesidad
de hablar con Ana sobre mi nueva situación con Mario.
—Kiminu, mira lo que me he comprado —dijo Ana, enseñándome un
bolso grande de piel marrón—. Aquí me cabe todo, incluso la tablet. ¿Cómo
me queda? —preguntó poniéndoselo al hombro.
—Muy bien —dije, sin comentar que ese color siempre me había
parecido aburrido.
—Por cierto, esta noche hemos quedado con las chicas —dijo posando
frente al espejo—. Solo una noche encerradas y ya están como locas por
salir.
—Lo siento Ana, pero esta noche he quedado.
—¿Y con quién has quedado? —preguntó olvidándose del bolso.
—Eso es lo que quería contarte. ¡Que tengo novio! —le solté a
bocajarro, sin poder contener más la euforia.
—¡¡No!! —me miró perpleja— ¡¿Me estás diciendo que Mario te ha
pedido salir?!
—¡¡Sííí!! —dije aplaudiendo— Aunque, en realidad, ha empleado la
palabra novios —añadí con una sonrisita.
—¡No te creo! —dijo aplaudiendo también— ¡Ya me lo estás contando
todo!
—Tampoco es que haya mucho que contar…
—¡De eso nada! —dijo tirando de mi mano para sentarnos en su cama—
Ya puedes comenzar desde el principio y no dejarte ningún detalle —añadió
con una sonrisita traviesa.
—No te emociones mucho, que de «eso» no hay nada que contar aún.
—¡Kiminu! —Nos interrumpió la llamada de Justa— ¡Mario al
teléfono!
—¡Voy!, ¡voy! —Me levanté de un salto.
—¡Qué fuerte! —dijo Ana riendo— ¡Si ya sabía yo que te gustaba!
Apenas hable dos palabras con él. Tan solo lo necesario para saber a qué
hora pasaría a recogerme. Cualquiera hablaba nada más, con esas dos
plantadas allí delante.
—Entonces, ¿vas a salir esta noche con el muchacho? — preguntó Justa
en cuanto colgué.
—Sí —respondí a pesar de saber que lo había escuchado todo—. Me ha
dicho que quiere invitarme a un italiano que conoce en Albacete. —Tuve
que añadir para ver si se movía y me dejaba ir.
—¡¡Abuela!! ¡¿Tú sabías que eran novios y no me has dicho nada?! —le
recriminó Ana molesta.
—Recuerda bien todo lo que hemos hablado antes —dijo Justa
mirándome e ignorando a su nieta.
No tenía mucho tiempo para arreglarme, pero Ana dijo que de allí no me
iba hasta saberlo todo.
Se lo conté encantada e ilusionada aunque omitiendo el desliz con lo de
las hormigas y, al terminar, me pareció ver parte de mi ilusión también en
sus ojos.
—¡Qué bonito! —suspiró con una sonrisa en los labios.
—¿Verdad que sí? —suspiré yo también— Aunque hay algo que me
tiene un poco rayada.
—¿Por qué?, ¿qué pasa?
—Es que… casi me empuja, para apartarse de mí, cuando creyó que
alguien se acercaba.
—¿Y? —preguntó con cara de no entender— Yo tampoco querría que
me vieran morreándome.
—¿Y lo que pasó cuando me acompañó a casa? —insistí.
—No sé… ¿Qué pasó?
—Pasó que no pasó nada.
—Ah, ya —comprendió por fin— Bueno… tampoco es tan extraño.
—¿Cómo que no? —La miré perpleja—. Creo que antes no te he
explicado bien cómo de calientes estaban las cosas entre nosotros.
—Ja, ja, ja. Sí, sí que lo has hecho —rio divertida—. Lo que sucede es
que Mario parece que quiere una relación seria.
—Y a distancia —dije con ironía.
—¡No mujer! Ja, ja, ja. —Dejó de reír al ver mi cara— Me parece que
no lo entiendes aún.
—Tienes razón, no lo entiendo.
—Creo que Mario solo está teniendo en cuenta tu reputación.
—Bon Dieu!, ¡eres como tu abuela! —dije poniendo los ojos en blanco
— No entiendo a quién puede importarle lo que yo haga o deje de hacer.
—¿Estás de broma? ¡A todo el mundo! —dijo como si fuera una
obviedad— Que esto es un pueblo y como se corra la voz
de que, en tan poco tiempo, te has liado con alguien de pueblo, no se
hablará de otra cosa.
—Creo que exageras.
—Dímelo cuando veas que tus vecinas sacan las sillas a la puerta,
pendientes de quién entra y quién sale de tu casa.
Exageraba.
¿Reputación, apariencias?, ¿a quién le importan hoy día esas cosas?
¿No pensaría nadie que iba a casarme con Mario antes de consumar? ¿O
sí?
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
Mario
No recordaba haberme sentido jamás tan inseguro. La noche se estaba
acabando y no había forma de aplazarlo más.
Aunque, para ser sincero, tampoco recordaba haberme divertido tanto
con ninguna otra chica. Pero, claro, Kim era diferente a todas las demás.
Para darme cuenta de que esa francesita de rasgos orientales era
especial, necesité el mismo tiempo que para colgarme de ella. Apenas un
minuto.
Supongo que por eso me lo tomé tan mal cuando creí que no se quedaría
en el pueblo y que la única intención para arreglar la casa era venderla.
También por eso, cuando escuché que saldría con Ana y las otras chicas,
me descubrí haciendo algo que me prometí no volver a hacer. Salí por los
pubs del pueblo solo para poder verla.
Kim me tenía fascinado.
No solo por ser absolutamente preciosa, ni por ese acento capaz de
incendiar mi sangre. Tampoco era por ese cabello largo y oscuro como la
noche, que soñaba ver sobre mi almohada. Era por todo eso y mucho más.
Cuando Kim sonreía, parecía que todo brillase a su alrededor. Cuando
caminaba, daba la sensación de que sus pies, en lugar de pisar, flotasen.
Y en algunas ocasiones, cuando me miraba a los ojos sentía que ella, con
solo una de sus rasgadas miradas, era capaz de fundir hasta el acero.
Solo yo sé lo que me costó mantenerme, durante el tiempo que duró la
reforma, a la adecuada distancia que marca la amistad, intentando
centrarme solo en el trabajo.
Madrugué como nunca, tan solo para poder compartir su desayuno.
Agudicé el ingenio solo por escucharla reír. Y reprimí mi necesidad por ella,
hasta que ya no fui capaz de pensar en nada más.
Por ella decidí saltarme la norma. La de no tener nada con mujeres del
trabajo o del pueblo.
Por eso, cuando ya no hubo razón para seguir yendo a su casa, tuve que
inventarme lo de la cena de despedida.
No estaba ciego y sabía que no le era indiferente. Quizá no en la misma
medida, pero, con saber que le gustaba era suficiente para intentarlo.
No sé cómo pude olvidar dónde vivía.
—¿Vas a alguna parte? —me preguntó Justa la noche de la cena,
interceptándome antes de poder entrar a casa de Kim.
Cómo tienen ese radar algunas mujeres, es algo que jamás lograré
entender.
—Hola Justa, ¿qué hace aquí fuera?, ¿hoy no hay salseo en la tele? —
bromeé intentando rodearla.
—Pues mira, no —dijo dando un paso lateral para impedirlo—. Resulta
que un pajarito me ha dicho que vas a cenar esta noche con Kiminu. En su
casa. Los dos solos. —recalcó dándome toquecitos en el hombro.
—Cuidado, que le va a subir la tensión —intenté bromear.
—Mira, Mario —dijo en un tono bajo pero intimidante—, sabes que no
suelo meterme en la vida de nadie, pero no puedo
permitir que la perjudiques de esa forma.
—No le parece que exagera —dije ya serio—. Debería saber que nunca
haría nada que pudiera lastimar a Kim. ¡Ella me importa de verdad! —
Decidí dejarme de rodeos.
—¡Pues si eso es cierto, haz las cosas bien! —rugió cual leona
defendiendo sus cachorros— No te das cuenta de que ella no tiene a nadie.
Que si el pueblo le da la espalda se quedará sola.
—Lo sé, Justa, lo sé —dije agachando la cabeza—. Solo he venido a
cenar con ella para celebrar que…
—Me da igual el motivo —me cortó inflexible—. No quiero verte
rondar esa casa de noche. ¿Me has entendido?
—Lo único que no entiendo es como su hija consiguió casarse —dije
intentando bromear.
—Déjate de pamplinas y pórtate como un hombre —dijo con tal
rotundidad que me pareció sentir hasta el tirón de orejas—. Ahora entra,
cena, mantén las manos en los bolsillos y en una hora te quiero en tu casa.
¿Entendido?
Lo peor de todo era que Justa tenía razón. Nadie mejor que yo sabía el
daño que pueden hacer las habladurías y los rumores.
No pensaba consentir que Kim tuviera que pasar por eso. Me importaba
demasiado, tanto como para querer hacer las cosas bien.
Pero ahora dudaba mucho que ella lo entendiera. Ya había notado la
decepción en sus ojos, cada vez que había evitado que alguien me viera
entrar en su casa. Incluso sentí un pinchazo de remordimiento al recordar
cómo me pidió que me quedara con ella durante el apagón.
Debería haber sido más claro con ella entonces. Haberle explicado lo
que sentía, cuales eran mis intenciones y, también, la difícil situación en la
que podría verse, si no teníamos cuidado.
Pero nunca se me dio bien lo de expresar mis sentimientos. También me
ocurría en casa, con mis padres. Desde bien pequeño aprendí a no
entrometerme en sus conflictos y me acostumbré a callar. Siempre creí que
sería suficiente con estar cerca de ellos, como si mi presencia bastase para
mantenerlos unidos.
A estas alturas ya no sabía si una relación tan desgastada tendría
solución, pero, por mi parte, protegería la mía con Kim a cualquier coste.
Incluso el de aguantarme la febril necesidad de estar con ella.
Por eso me pareció una buena idea salir por Albacete, alejados de
miradas indiscretas. Quizás en un ambiente adecuado, como el del
restaurante de mi amigo Teo, me sentiría lo suficientemente cómodo y
relajado para poder expresarme con claridad. Necesitaba que Kim lo
entendiera y lo aceptase.
No lo hice. No me atreví a romper la magia de una cena tan especial, tan
llena de complicidad, risas y miradas, donde solo se reflejaban las ganas de
ambos por estar juntos.
Más tarde, después de la cena, decidimos pasarnos por la zona, el sitio
de copas por dónde solía salir los fines de semana.
Mientras tomábamos nuestra segunda copa, sentados en los taburetes de
la barra, aprecié un brillo distinto en su mirada. No es que fuera bebida,
aunque sí algo animada, pero lo que se podía percibir en el brillo de sus
ojos no dejaba duda. Kim deseaba algo más.
Pero no habría más esa noche. Y no saber cómo reaccionaría me tenía
preocupado e inseguro.
—¿Todo bien? —preguntó, seguramente al verme pensativo.
—Sí, sí, claro —dije forzando una sonrisa— Estaba… pendiente de la
canción.
—¿Es Harry Styles? —preguntó prestando atención.
—Mmm…, sí. Creo que sí.
Quedó claro que no había colado, cuando tras dejar su copa sobre la
barra, bajó del taburete para colarse entre mis piernas.
—Creo que sé lo que te pasa —dijo con una sonrisa, acercándose más.
—¿Ah, sí? —Sonreí al pasar su cabello por detrás del hombro, sintiendo
la suavidad de su tacto— A ver, ¿qué es eso que crees que me pasa?
—Pues que no sabes cómo decirme… —dijo rozando apenas sus labios
con los míos— que quieres que nos vayamos ya.
No sé si alguien se hará una idea de lo difícil que es mantener el
autocontrol cuando la mujer que deseas, con cada célula de tu cuerpo, te
susurra en los labios lo que más anhelas. Lo que es tener esos labios llenos,
tiernos y suaves, sonriéndote con la promesa de todo tipo de placeres, y
tener que tragarte las ganas de cargártela al hombro y buscar el hotel más
cercano.
Porque no pensaba hacer algo así con ella. Y menos aún en nuestra
primera cita.
Cuando le pedí que fuera mi novia, lo hice con el convencimiento de que
era la mujer que quería en mi vida. Y si para conseguirlo tenía que esperar,
esperaría.
Podía percibir el calor de su pequeña mano, mientras caminábamos
hacia el coche de mi padre, sintiéndome un cobarde. Estaba tan preciosa
con ese maldito vestido y parecía tan feliz, que no conseguía encontrar las
palabras para explicarle nuestra situación.
—¿Piensas continuar con el veto tecnológico mucho más tiempo? —le
pregunté al pasar por una tienda de móviles.
—Pues aún no lo he decidido —dijo volviéndose a mirarme—. Lo creas
o no, es algo que no echo de menos.
—Tienes razón. No te creo —dije haciéndola reír.
—Si te digo la verdad, aunque al principio hubo algún
momento en el que lo necesité, ahora tan solo me pesa el tiempo que pasé
pegada a una pantalla sin disfrutar de nada de lo que me rodeaba.
—Seguro que alguna vez echas de menos ver una peli o una serie.
—Tengo libros —dijo encogiéndose de hombros—. Además, Justa tiene
tele.
—¿Y qué me dices del teléfono?
—Pues creo que eso ha sido lo más liberador.
—¿Y no te lo replantearías por mí? —susurré tirando de su mano para
abrazarla, aprovechando la oscuridad de la zona.
—No sé… Depende —sonrió juguetona—. Puede que me lo replanteara
con la debida motivación.
Seguramente no debí hacerlo, sobre todo cuando sabía que después la
dejaría en su casa y me iría. Pero esa forma de hablar, con esas erres nasales
y una entonación tan musical, conseguía fundirme cualquier pensamiento
racional.
—Estoy deseando motivarte —susurré sujetando su nuca.
No iba a conseguirlo. Lo supe cuando al sentir el dulce suspiro que salió
de sus labios, al primer roce de los míos, deseé devorarla allí mismo.
Fue peor aun cuando, por la forma en la que respondía a mis besos, intuí
cómo sería estar con ella.
La imaginé apasionada y desinhibida, capaz de entregarse sin reservas.
Activa y espontánea, pero en ocasiones sumisa y complaciente. Que en ella
encontraría todo lo que siempre deseé.
Ahora, lo que aún no consigo explicarme, es como conseguí arrancar el
coche y conducir de vuelta al pueblo.
CAPÍTULO 18
—Alguien se lo pasó muy bien anoche —me dijo Ana cuando pasé a
verla al día siguiente.
—Ah, ¿sí? Cuenta —dije inocente, creyendo que se refería a la salida
con las chicas.
—No soy yo la que tiene que contar —sonrió maliciosa—. Creo que mi
abuela tuvo anoche que enderezar varias veces el crucifijo —dijo
refiriéndose, sin lugar a duda, al que tenía Justa encima de la cama.
—¿Te ha dicho algo? —pregunté avergonzada.
—Claro que no, tonta —dijo apartándome las manos de la cara—. Si mi
abuela tiene algo que decir, no te preocupes que ya te lo dirá a ti.
—Espero que no. ¡Qué vergüenza!
—Sí, sí, mucha vergüenza, pero empieza a contar —dijo subiendo las
piernas al sofá para acomodarse mejor— ¿Te gustó? —me preguntó
bajando la voz.
—Pregúntame a mí si le gustó. —Apareció Justa de la nada,
sobresaltándome.
—¡Abuela!, ¡que estamos hablando en privado! —se quejó
Ana.
—Mira niña, solo he pasado a coger la labor. Pero, si no quieres que os
oiga, meteos en la habitación como hacéis siempre —dijo sentándose en el
sofá, en medio de las dos.
—Ah, ¿pero te quedas? —le preguntó Ana, mirándome a mí.
—Bueno, Kiminu —comenzó Justa sin darse por aludida—, parece que
habéis hecho oídos sordos a todo lo que os aconsejé.
Como es lógico, no respondí. La apreciaba demasiado para explicarle lo
que opinaba de esa necesidad, que parecía tener, de inmiscuirse en mi vida
privada.
—¡Abuela!, ¡no la atosigues! —intercedió Ana al presentir que me
callaba por no ofenderla— Además, ¡que son novios!
—¡Solo faltaría que no lo fueran!
—Yo me tengo que ir ya, que Noir lleva mucho rato solo —Decidí poner
una excusa para evitarme otro sermón.
—¡Chist! Vuelve a sentarte ahora mismo —me detuvo antes de que
pudiera llegar a levantarme—. Ya puedes ir diciéndole al golfo ese que te
presente a sus padres, si no quieres que lo haga yo.
—Dile que sí —me susurró Ana con un codazo.
—Mario no es ningún golfo —salté en su defensa—. No cree que está
siendo injusta con él. Entre otras cosas, porque yo también participé.
—Entiéndeme, Kiminu. No os estoy juzgando —dijo relajando algo el
tono—. Comprendo que sois jóvenes y fogosos, y que estáis enamorados,
pero ya es solo cuestión de horas que todo el mundo sepa que estáis
amancebados.
—¿Amance… qué?
—Que dormís juntos —Intentó suavizarlo Ana.
—Dormir, lo que se dice dormir, ya te digo que no durmieron mucho.
—Será mejor que sigamos en mi habitación —intervino Ana
levantándose.
»No se lo tengas en cuenta —dijo en cuanto estuvimos solas—. Solo
está preocupada por ti.
—Ya lo sé —admití aún molesta—, pero es todo tan… entrometido.
—Si tienes razón —admitió—, pero yo tendría en cuenta sus consejos.
No olvides que mi abuela es muy sabia.
—¡¿Estás loca?! ¡Quiere que Mario me presente a sus padres!
Para ellas no sería descabellado, pero, desde luego, yo no pensaba
repetirle a Mario ni una sola palabra de semejante disparate. ¿Y si a él no le
parecía tan absurdo, después de todo?
Ana quiso saber detalles. Insistió tanto para que le contase cómo había
sido nuestra primera noche juntos que, al final, tuve que acceder. Le hablé
de la cena, de cómo se había interesado por saber más de mí, de las risas y
la complicidad. Incluso llegué a confesarle cómo lo había tentado para
conseguir que se quedara conmigo.
Lo que no le conté, por ser demasiado privado, fue cómo se había
comportado Mario en la intimidad. Esa secreta faceta de Mario era solo
para mí.
Y todo lo demás, también.
Al final, iba a tener que darle la razón a mi vecina. Todo el mundo parecía
saber que había dormido con Mario. Por decirlo de alguna forma.
—¡Madre mía, Kim! —exclamó Susana, una de las chicas, al verme—
¿Es verdad lo que he oído?
—No lo sé —dije, sabiendo ya lo que venía. Sobre todo, teniendo en
cuenta que era la tercera que me lo preguntaba y solo llevaba media hora
fuera de casa.
—Usaríais protección, ¿verdad?
—¡Qué bien te queda el flequillo! —dije, aprovechando que se lo había
cortado.
—¿Te lo parece? No sé, no termina de convencerme —dijo
recolocándoselo.
Ana, que ya se había dado cuenta de que no me sentía cómoda con tanta
pregunta, se ocupó de mantener la conversación alejada de mí.
Fue más tarde, ya en uno de los pubs, cuando no quedó duda alguna de
que lo nuestro era vox populi. En concreto, en cuanto apareció Mario,
impresionante y con una evidente cara de felicidad.
—¿Has visto a mi chica? —Escuché que le preguntaba al camarero.
—Sigue el perfume del amor —respondió este, señalando detrás de él.
—Ey, estabas aquí —dijo Mario al volverse, sonriéndome.
—No me puedo creer que lo sepa hasta el camarero.
—Mmm…, pues tiene razón —dijo aspirando en mi cuello mientras
abrazaba mi cintura.
—Tú que dices, ¿le pongo una copa, o con su cuello irá servido? —
escuchamos al camarero preguntarle a alguien, seguido de unas risas.
—No les hagas caso —me aconsejó Mario, soltándome—. Es por la
novedad. Y porque son idiotas —añadió haciéndome reír.
Ese fue el único acercamiento que tuvimos. Mario se mantuvo alejado el
resto de la noche, hablando con unos amigos. No sabía muy bien si por
evitar comentarios de ese tipo o simplemente por dejarme espacio para
disfrutar con mis amigas.
Alejado o no, mientras charlaba con las chicas, moviéndonos al son de la
música, pude notar cómo su mirada me seguía allá donde estuviera.
—¿Quieres otra? —me preguntó Elena, un par de horas después, al ver
mi copa vacía.
—No, pero voy un momento a la barra a dejar el vaso —le dije al ver
que Mario estaba solo en ese momento— ¿Te traigo algo?
—Como si fueras a volver —rio al seguir la dirección de mi mirada—
Anda, tira, que tu churri te espera.
No voy a negar que estaba deseando acercarme a Mario. Aunque, en
realidad, lo que me apetecía era llevármelo cuanto antes a casa.
Por eso, cuando me dirigí a la barra, moviendo cadera al compás de
Calvin Harris, supe exactamente lo que debía hacer.
Y es que, durante la noche anterior, descubrí otra singularidad de Mario.
Algo que intuí cuando, entre las cosas
que llegó a decir en momentos de «fogosidad», mencionó varias veces mi
francés.
Fue el propio Mario quien me resolvió el misterio, al parecer, sin ser
consciente del arma que estaba poniendo en mis manos.
Sus palabras exactas fueron: «Yo tampoco lo entiendo, pero es algo
superior a mis fuerzas. Cada vez que te oigo pronunciar cualquier cosa en
francés, siento el impulso incontrolable de arrancarte la ropa y hacértelo ahí
mismo».
Y como la información es poder…
—Coucou —le saludé de la forma más «inocente» al llegar a la barra.
—Kim… —dijo con una mirada de advertencia.
—Je veux être avec toi —Acercándome más, le susurré casi al oído ese
«quiero estar contigo», sin poder evitar sonreírme.
—¡Andrés! —llamó al camarero— ¡No me pongas la copa!
Mientras caminaba de su mano, intentando seguirle el paso, pensé que
quizás me había pasado un poco.
—¡Oye, Mario! —dije tirando de su mano, deteniéndonos en mitad de
La Vega— ¿A qué viene tanta prisa?
—A lo que buscabas al provocarme —dijo cercando mi cintura con sus
brazos.
—Ni idea de lo que hablas.
—Mentirosa —dijo con un tono bajo y profundo, llevando su mano a mi
nuca—. Reconoce que te divierte encenderme. —Sentí otra mano en mi
nalga— Que me incitas con esa endemoniada dicción —susurró
atrayéndome más, presionando su dureza contra mi abdomen—, para que
solo pueda pensar en follarte y…
—¡Buenas noches! —Nos interrumpió la voz de alguien.
—¡Joder! —maldijo Mario por lo bajo, separándose de mí— ¡Buenas
noches, Julia! —saludó como pudo, mientras yo me
preguntaba qué hacía esa buena señora sacando la basura de madrugada.
—Parece que se ha quedado buena noche —dijo la mujer acercándose,
mientras Mario prácticamente me escondía tras su espalda.
—Eso parece —respondió Mario echando a andar—. Bueno, Julia…
¡Nos vemos! —dijo pasándome el brazo por el hombro.
Ese era un gesto que nunca me había gustado demasiado. Lo había visto
a menudo, sobre todo en parejas mayores, y siempre me había parecido un
tanto dominante.
Sin embargo, la forma en la que me acercaba a él, manteniendo su mano
en mi hombro, lejos de posesiva, parecía protectora. Lo que me hizo
suponer que, otra vez, estaba preocupándose por mi dichosa reputación.
Eso y que, tras el encuentro con la tal Julia, parecía haberse enfriado la
urgencia con la que me sacó del pub.
—Bueno, cariño —dijo nada más llegar a mi puerta—. Si te parece bien,
mañana quiero…
—Me parece mejor ahora —corté, decidida a no dejarlo marchar.
—Kim… es mejor que me vaya a casa.
—Pourquoi? —pregunté pronunciando lentamente.
¡Tocado y hundido!
Ni siquiera los ladridos de Noir le impidieron cargarme al hombro, como
a un saco de patatas, hasta mi habitación.
—Tú lo has querido —dijo dejándome caer sobre el colchón.
—Mmm…, ¿vas a castigarme? —pregunté juguetona.
—Debería —respondió cubriéndome con su cuerpo—. Y puede que lo
haga —susurró sobre mis labios, sujetándome las muñecas por encima de la
cabeza.
Con su juego castigador, Mario consiguió llevarme al punto de casi rozar
la histeria. Con una pasmosa habilidad me empujó
una y otra vez hasta el límite, deteniéndose solo para privarme del clímax y,
a continuación, volver a encenderme.
Mi limitada experiencia no vio venir que Mario, con ese estrés de
tortura, me estaba llevando al más increíble y apoteósico final.
Mucho más tarde, mientras lánguidamente lo observaba tumbado a mi
lado, tan relajado y satisfecho, un inoportuno pensamiento se coló en mi
mente fastidiándome la plenitud del momento.
—No sé muy bien cómo interpretar esa mirada —me dijo con una
sonrisa perezosa—, pero dame al menos cinco minutos.
—¿Tanto? —bromeé intentando alejar esa sombra de mi cabeza.
—O puede que menos —dijo con un divertido guiño—. Mientras tanto,
¿por qué no me hablas de eso que te ronda? —preguntó volviéndose sobre
el codo.
—Es que es solo una tontería. Nada, en realidad.
—Estabas muy pensativa para no ser nada —insistió, acariciando
distraído la curva de mi cintura.
—Solo me estaba preguntando… —dudé— Es sobre esa habilidad que
tienes para… —No encontraba la forma de plantearlo sin parecer recelosa.
—Continúa —sonrió granuja.
—Pues que se te da demasiado bien.
—Vaya, dicho así suena más a queja que a halago —dijo borrando la
sonrisa y deteniendo su mano.
—Para nada —negué, de pronto arrepentida.
—Ya veo —suspiró dejándose caer sobre su espalda—. Nunca entenderé
esa necesidad de indagar en la anterior vida sexual de alguien —dijo con la
mirada fija en el techo.
—Yo no te he preguntado…
—Sí lo has hecho, Kim. La pregunta venía implícita.
—¿Tanto te molesta que tenga curiosidad? —dije sintiéndome cada vez
más insegura.
—Creo que no lo entiendes —dijo volviéndose de nuevo—. Te hablaría
de cualquier otra cosa que quisieras saber de mí. Lo que sea, Kim —
aseguró mirándome a los ojos—. Pero me resisto a poner en tu cabeza mi
imagen con otras, solo por curiosidad.
—¿Acaso tú no la tienes, aunque solo sea un poco?
—De eso se trata, cariño —dijo acariciando mi mejilla—. Que yo no
soportaría imaginarte haciendo ni una mínima fracción de lo que hemos
compartido esta noche, con nadie.
—¡Guau! No te imaginaba tan Otelo —bromeé al comprender su
postura.
—Primitivo moderno me gusta más —dijo recuperando la sonrisa.
—Entonces, si no quieres hablar de tus habilidades… —dije insinuante,
acariciando su pantorrilla con el pie— tendrás que ilustrarme de otra forma.
—Más que ilustrar, prefiero demostrarte cuánto te quiero —susurró
mirándome a los ojos, un instante antes de engullir mis labios.
Esa declaración, como dejada caer, y todo lo que sucedió después,
fueron sin duda los causantes de la enajenación transitoria que me hizo caer
en su trampa.
—Me tengo que ir, cariño —susurró Mario, horas después,
despertándome.
—¿Te vas? —pregunté amodorrada, intentando incorporarme.
—Sí, pero tú sigue durmiendo un poco más, que todavía no ha
amanecido.
—No te vayas —refunfuñé.
—Ya sabes que no puedo quedarme —dijo poniéndose la cazadora—,
pero en unas horas estoy aquí para llevarte a comer. ¿Vale?
—Uf, vale —acepté sin verlo venir.
—Aún me queda un beso, ¿lo quieres? —preguntó hincando una rodilla
en el colchón.
—Bueno, dámelo —dije todavía enfurruñada, ofreciéndole los labios.
»Esto de guardar las apariencias es un asco —me quejé en cuanto volvió
a alejarse, tras el tierno beso—. ¡Cómo si todo el mundo no hiciera lo
mismo!
—No te enfades, cariño, que solo será hasta mañana.
—¿Mañana?, ¿qué pasa mañana?
—Que vas a conocer a tus suegros.
CAPÍTULO 21
Aunque hablaba muy en serio, a Mario le hizo gracia cuando dije que ya no
tiraría más los cartones de huevos y que pensaba emplearlos para
insonorizar la pared.
Y es que, aunque lo negó, yo sabía que la idea de esa invitación a comer
con sus padres, tenía el sello de mi vecina. Hasta diría que me pareció
escucharla suspirar, a través del tabique, cuando acepté ir.
CAPÍTULO 22
Desde que perdí a mi padre no había vuelto a sentir un dolor tan profundo y
demoledor.
Mario, con su traición, me lo había robado todo. Me había dejado vacía,
sin ilusión ni sueños, otra vez huérfana y completamente rota. Creí que no
superaría aquella noche de llantos y gritos ahogados en la almohada.
De alguna forma lo hice. Cuando ya amaneciendo quise lavarme todas
las horas de amargura, no me reconocí en la imagen del espejo. Me agarré
al lavabo, ese que él había hecho para mí, intentando reprimir nuevos
sollozos.
Como fuera, necesitaba salir de ese estado y activarme. Porque pretendía
no estar en casa cuando él llegase a desayunar.
Sabía que no podría evitarle por mucho tiempo, que solo estaba
aplazándolo, pero, en ese momento, no me sentía capaz de poder
enfrentarlo.
Qué difícil es esconderte en un lugar donde todo el mundo te conoce.
—¡Pues sí que has madrugado hoy! —Escuché de pronto, al llegar al
final de mi calle. Sí, por increíble que parezca, la Rojeta, ya estaba en la
ventana.
—Buenos días —Tuve que detenerme a saludar. Aunque, para disimular
y que no viera mis ojos hinchados, me agaché a ponerle la correa Noir.
—¿Quieres que te deje una rebeca? —me ofreció confundiendo el
temblor de mis manos.
—Gracias, pero no hace falta —dije deseando alejarme de allí cuanto
antes—. La dejo, que Noir tiene una urgencia —añadí aprovechando el
oportuno tirón que dio a la correa.
—Anda, vete. Pero cuídate, que tienes mala cara.
Apreté el paso hasta llegar a la carretera, sintiéndome algo más tranquila
en cuanto nos desviamos por los campos de trigo.
No sé en qué momento me pareció una buena idea elegir esa ruta.
Caminar por esa senda solo me trajo recuerdos de él y, con ellos, las ganas
de ponerme a gritar.
Lo que necesitaba en ese momento era serenarme y reflexionar. Debía
pensar bien cómo abordar la inevitable conversación con Mario, sin
echarme a llorar ni precipitarme con acusaciones. Pero para eso debía
apartar antes el dolor, el resentimiento y, sobre todo, la rabia. En definitiva,
todo lo que me había estado enloqueciendo desde que salí de aquel maldito
aparcamiento.
Solté a Noir para que pudiera correr, mientras yo libraba la batalla más
dura. La de mi corazón, que se resistía a perder a Mario y la de la razón,
que sabía que nunca podría perdonarle algo así.
Aunque él fuera capaz de explicar lo inexplicable, eso no cambiaría el
hecho de que me había engañado. Ni siquiera importaba si solo una o
muchas veces, sino que había sido capaz de estar conmigo y, al mismo
tiempo, acostarse con… otras.
No puedo ni mencionar las cosas que le imaginé haciendo en ese lugar.
Sabía que no era sano torturarme de esa forma, pero las imágenes se
formaban solas en mi cabeza, sin que pudiera evitarlo. En unas siendo
complacido, en otras era él el
complaciente, pero todas igual de repulsivas y dolorosas.
No pudo haber elegido un momento peor para aparecer.
—¡¡Kim!! —escuché al mismo tiempo que Noir salía corriendo.
Sentí un vuelco en el corazón incluso antes de girarme y ver a Mario
acercándose, con Noir saltando a su alrededor.
Debería haber imaginado que sabría cómo encontrarme. Y también
haber elegido cualquier otro lugar al que ir. Alguno con escapatoria, porque
en esa senda solo había dos posibles direcciones y por una ya se
aproximaba él.
—No puedo, no puedo —me repetí como un mantra, mientras intentaba
alejarme.
—¡Kim!, ¡espera!
Cuanto más cerca le escuchaba llamarme, más fuerte me golpeaba el
corazón. Por el sonido de sus pisadas sobre las piedras del camino supe que
había echado a correr, al tiempo que un inoportuno temblor me impedía dar
un solo paso más.
—¡Ey, cariño! —Le escuché a mi espalda mientras sus brazos me
rodeaban —¿Acaso intentas escaquearte de invitarme a desayunar? —
susurró en mi oído— Pues lamento decirte que no te va a servir —dijo con
tono divertido, mientras me apartaba el pelo para besar mi cuello— ¿Qué te
parece si a la vuelta pasamos por…?
—¡Déjame! —exclamé ahogada, apretando los puños.
—¿Te pasa algo, cariño? —preguntó extrañado, soltándome—. ¿Estás
bien? —volvió a preguntar cuando me volví.
—¡No!, ¡no estoy bien! —Hasta yo pude notar el temblor en mi voz.
—Kim, me estás asustando —dijo alarmado, tomando mi cara entre sus
manos —¿Por qué lloras?
—¡Déjame! —repetí cerrando los ojos, incapaz de soportar la
cínica preocupación que vi en su mirada
—Kim, cariño… dime por qué estás así —musitó angustiado, limpiando
mis lágrimas con sus dedos.
Era demoledor sentir, al mismo tiempo, la irrefrenable necesidad de
abrazarme a él buscando consuelo, y la de escupirle a la cara que era un
sucio traidor.
—¡¿Dónde estuviste ayer?! —reaccioné por fin, apartando sus manos.
—¿Que dónde estuve? —Parecía confundido— Creí haberte dicho que
iba a estar todo el día fuera, ocupado —añadió con cautela.
—¿Ocupado? —Lo miré dolida—. Sí, seguro que sí.
De pronto, algo cambió en su expresión. Incluso diría que respiró
aliviado.
—No puedo creer que estés así porque no te llamé —dijo con una
sonrisa, entre divertida y tierna—. Lo siento mucho, cariño. No me di
cuenta de que había olvidado el móvil hasta que estaba ya entrando a
Hellín.
»No quieras saber la locura que fue estar todo la tarde, de un lado para
otro, incomunicado.
»Anda, no te enfades por eso —dijo con mimo—. Si no te llamé, cuando
regresé y vi tu llamada, fue porque era ya muy tarde y no quise despertarte.
—¡¿Y la visita que hiciste antes?! —grité empujando su pecho— ¡¿De
eso no dices nada?! —añadí temblando.
—¡¿Qué?! —Me miró sorprendido— ¿Cómo lo has… sabido?
—¡¿Y qué más da cómo me haya enterado?! —grité más fuerte—
¡¿Acaso eso importa?!
—No, claro que no —negó desconcertado—, pero no esperaba que te lo
tomaras así. Yo solo… —tomó aire un momento, supuse que buscando las
palabras adecuadas— Te
lo pensaba contar todo hoy.
»Según lo veo yo, tendrías ciertas ventajas si aceptases un acuerdo
que…
—¡¿Estás loco?! —chillé sin poder dar crédito— ¡¿De verdad has
pensado que me convencerías para aceptar algo así?! ¡¿Pero tú…?!
No pude continuar. Me sentí tan insultada y ofendida, al comprender
que, además de engañarme, pretendía convencerme para que tragara con
ello, que comencé a ahogarme, consiguiendo solo boquear como un pez
moribundo.
—¡Por Dios, Kim!, ¡respira! —imploró, visiblemente preocupado,
sujetándome por los hombros—. Si quieres, ya lo hablaremos luego con
más calma. Pero ahora tienes que tranquilizarte.
—¡¿Con calma?! —Me revolví, sacando fuerzas— ¡Suéltame ahora
mismo!
—Pero… ¿qué es lo que te pasa? —Me soltó mirándome confundido.
—¡Que no quiero que te vuelvas a acercar a mí! —grité entre lágrimas.
—Vale, vale… No me acercaré —dijo levantando las palmas y
alejándose un paso—. Pero no entiendo que te pongas así solo por un
acuerdo —dijo mirándome serio, diría que incluso dolido.
»Mira, Kim, será mejor que vayamos a tu casa y allí, con tranquilidad, lo
hablemos con más detalle.
—¡¿En serio pretendes darme detalles, Mario?! —Quise reír,
consiguiendo solo emitir una especie de graznido— ¡¡No quiero saber nada
más de ti, ni de lo que haces!!
—No hablas en serio —Lo vi palidecer.
—¡¿Que no?! —respondí furiosa.
—Kim, por favor, no comprendo por qué…
—¡Pues yo sí! —interrumpí harta de tanto cinismo—. Ahora ya sé de
dónde salen todas esas cosas sucias que me dices cuando… ¡Dios!, ¡¡qué
asco me das!!
Al fin pareció entenderlo, porque cuando salí corriendo, solo Noir me
siguió.
Tampoco se presentó en casa más tarde y, aunque quizás fuera lo mejor,
una parte de mí hubiera necesitado que Mario me suplicara perdón y jurase
que no volvería a ese sitio.
Tampoco sabía si, con el tiempo, habría podido llegar a perdonarlo.
Estaba casi segura de que no, pero reconozco que en el fondo me dolió que
ni siquiera lo intentase.
Estaba tan desconsolada y llena de amargura que, cuando Ana me llamó,
los sollozos apenas me dejaron explicarle que había roto con Mario. No sé
cómo lo consiguió, pero me convenció para que dejara a Noir con su
abuela, metiera cuatro cosas en el coche y me fuera unos días a Albacete
con ella.
En esa ocasión, Justa pareció entenderlo sin necesidad de preguntar
nada, manteniendo una prudente discreción.
Tan solo antes de irme, mientras me despedía entre lágrimas de Noir
sintiendo que lo abandonaba, se permitió aconsejarme.
—Puedes irte bien tranquila, que aquí estará mucho mejor que en un
piso —aseguró al verme dudar—. Y no llores más, que lo que haya pasado
entre el muchacho y tú, ya se solucionará.
»En unos días vuelves, lo habláis y ya verás como el amor todo lo
arregla —añadió pasándome un pañuelo.
No dije nada, entre otras cosas porque no pensaba contarle a nadie el
motivo de nuestra ruptura. No sería yo quién pusiera de nuevo en
circulación más habladurías sobre él.
Pero Justa, en esta ocasión, se equivocaba.
El amor no lo arregla todo.
CAPÍTULO 25
—¡Será sinvergüenza!
La respuesta de Ana fue bien distinta a la de su abuela. Y eso que
tampoco había entrado en detalles con ella.
Necesitaba como nunca desahogarme y contarlo todo. Además, confiaba
lo suficiente en Ana como para hacerlo. Aun así, callé la verdad. Tan solo le
dije, entre lágrimas, que sospechaba que Mario se veía con otras.
Tampoco le hablé de los mensajes que acababa de recibir, justo antes de
subir a su casa.
«¿Por qué te has ido así, sin darme la oportunidad de aclarar este
malentendido?» «No esperaba eso de ti»
«Entiendo»
Cerré los ojos, llenos de lágrimas, intentando tragar el nudo que sentía
en la garganta. ¡Me dolía tanto todo!
Ya era lamentable no recibir un triste «lo siento», pero que abandonara
con esa frialdad era desolador.
Fue un error pensar que aquel mensaje era una despedida. Porque aún no
había salido del coche cuando volvió a sonar el aviso de otro mensaje.
«Creí que te conocía. Que eras diferente y jamás creerías esas
calumnias»
Quizás debí dejarlo ahí, pero no lo hice. Creo que fue el cinismo de usar
ese tono decepcionado, lo que me llevó a responder.
Me quedé mirando, sin ver, la pantalla del Nokia. Jamás hubiera creído
que las palabras más duras que le había dicho a alguien, fuesen para Mario.
Derrotada y arrasada en lágrimas, recibí su respuesta.
Los días en casa de Ana pasaban lentos. Durante las mañanas, mientras
ella iba a clase y sus padres trabajaban, permanecía en casa sola, sin hacer
nada. Nada aparte de llorar.
Una mañana, mientras miraba con desgana por la ventana,
vi que Merche, la madre de Ana, llegaba cargada con varias bolsas de la
compra.
Me gustaba mucho esa mujer. Era la versión madura de Ana, pero tan
jovial que a veces se me olvidaba que era su madre. Además, poseía la
sorprendente capacidad para comprenderlo todo.
No era solo empatía. Más de una vez había visto cómo era capaz de
adivinar si Javier, el padre de Ana, había tenido algún problema en el
trabajo, incluso antes de que este abriera la boca.
—Deja que te ayude —ofrecí sujetando la puerta del ascensor—. ¿Es
que hoy no trabajas? —pregunté mientras cargaba con parte de las bolsas.
—Tengo turno de noche —dijo sonriéndome—. Así que he aprovechado
para ir al super. Hoy vamos a preparar tu plato preferido.
—¿El mío? —No recordaba habérselo dicho.
—En realidad es el mío —dijo riendo, mientras dejaba las bolsas sobre
la isla de la cocina—, pero espera a probar mi lasaña de berenjena.
Sabía por mi amiga que Merche, a pesar de la rotación de turnos como
enfermera del hospital, siempre intentaba pasar el mayor tiempo posible con
su familia. Y esa mañana, al parecer, tenía planeado dedicármelo a mí.
—¿Por qué no preparas un café, mientras coloco todo esto? —preguntó
pasándome dos tazas—. Me gustaría que tuviéramos «esa» charla.
—¿A qué charla te refieres? —pregunté, reconozco que algo recelosa.
—Kiminu, necesitas hablar con alguien —dijo dándole ella misma al
botón de la exprés—. Algunas veces, lo único que ayuda es una buena
terapia de desahogo —dijo poniendo un café delante de mí—. Y eso es lo
que vamos a hacer esta
mañana. Desahogarnos a gusto.
Y lo hice. Una vez que empecé, me abrí por completo. Aún no sé muy
bien si fue porque me escuchó hasta el final, sin interrumpir ni valorar, o
por esa forma de mirarme, como si ella entendiera más allá de mis palabras.
Al principio, mientras le contaba cómo me había ayudado Mario con la
casa y después habíamos comenzado a salir, pude mantener la compostura,
pero, cuando llegué a lo ocurrido el viernes, apenas fui capaz de hablar sin
ahogarme.
Al verme tan rota, Merche se levantó y me abrazó. Y allí, en la calidez
de ese abrazo tan maternal, entre sollozos le confié todo lo que había estado
callando sobre Mario.
—¿Sabes lo que pienso, Kiminu? —preguntó después de esperar
paciente a que me calmara— Que las relaciones son complicadas —dijo
acariciando mi cabello—, pero que las complicamos mucho más cuando no
queremos escuchar.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sin entender.
—Que se me ocurren pocos motivos por los que pudiera estar tu chico
allí, pero ninguno por el que tuviera que pagar por sexo.
»Seamos sinceras. Tu Mario está muy bien terminado —dijo con un
gracioso guiño—, y no necesita pagar para estar con quien le apetezca.
—Pero puede que algo de lo que le «apetezca» sí tenga precio —rebatí
sorprendida por su inesperada defensa.
—Podría ser, pero conozco algo a Mario y te aseguro que no tiene ese
perfil —dijo con seguridad—. Por cierto, que lo que un hombre diga
durante el sexo, por muy subido de tono que pueda llegar a ser, no significa
que sea un depravado. ¡Tendrías que escuchar algunas de las cosas que me
dice Javi!
—Genial, ahora no podré mirarlo a la cara —murmuré haciéndola
sonreir.
—Si quieres saber mi opinión, deberías haberle dado la oportunidad de
explicarse.
—¿Explicar qué? —pregunté entre incrédula y decepcionada— ¿Acaso
crees que algo puede cambiar el hecho de que estuvo allí?
—Si le hubieras dado la opción no harías esa pregunta, porque lo
sabrías.
»Kiminu, te voy a dar un consejo que no quieres oír —dijo cogiendo mis
manos—. Vuelve y habla con él.
En eso sí tenía razón. No quería oírlo.
De ninguna forma iba darle a Mario la oportunidad de explicarme nada.
Porque, fuera cual fuese el motivo por el que Mario frecuentaba semejante
sitio, yo no soportaría saberlo.
—¡Pero mira quién ha vuelto! —me recibió Justa, con un fuerte abrazo.
Si el recibimiento de mi vecina me había emocionado, el de Noir me
conmovió hasta las lágrimas.
—¿No me digas que aún sigues llorando? —dijo buscando un pañuelo
en el delantal, mientras Noir saltaba como un loco a mi alrededor — ¿Pues
no me había dicho mi Merche que ya estabas mejor?
—Y lo estoy —le aseguré arrodillándome para abrazar a Noir—. Es que
lo he echado mucho de menos —sollocé enganchada a su cuello.
—Él también se quedó algo tristón, pero le di tu gorro, ese verde que te
dejaste aquí, y funcionó de maravilla.
—Oh, mon Noir! —susurré apartándome para mirarlo—¿Tú también me
has extrañado? —pregunté, ganándome un lametón que me hizo llorar más.
»¿Se ha portado bien? —Miré a mi vecina, agradecida por cómo lo
había cuidado.
—Ya lo creo. ¡Y menudo guardián! —dijo palmeando a Noir en el lomo
— ¡No veas la culebra que espantó anoche del patio!
—¡¿Una culebra?!
—Una así —afirmó, separando más de un metro las manos—. Espero
que tengas las ventanas bien cerradas, porque huyó por el muro.
Estaba tan agobiada cuando salí, temiendo que se me hubiera colado la
serpiente en casa, que al principio no me di cuenta de que había alguien
llamando a mi puerta.
—¿Hola? —dije cuando volvió a golpear con los nudillos.
—¡Ah, hola! —me saludó aquel hombre, volviéndose— Soy Fernando
—añadió ofreciéndome la mano.
—¿Fernando…? —dudé, aunque estaba segura de no conocerlo.
—Fernando Morote, amigo de tu novio —dijo como toda explicación.
Bastante más mayor que Mario, y con mucho menos pelo, Fernando
debió creer que yo estaba al tanto de su visita y, como no pensaba airear
delante de un desconocido mi situación actual, tardé un buen rato en
comprender qué le había llevado hasta mi casa. Los almendros.
Al parecer, ya estaba al corriente sobre la situación actual de la finca de
mi abuelo. No tardamos en llegar a un acuerdo de explotación que, según
él, era lo más ventajoso para mí y que por lo visto ya había prenegociado
con Mario.
—Bueno, pues estaremos en contacto —dijo una hora más tarde, cuando
se despidió—. Saluda a Mario de mi parte—añadió ya en la puerta—, y dile
que la próxima vez llame antes de ir.
Cuando comprendí lo que encerraba ese último comentario,
dicho en un tono desenfadado, sentí un vuelco en el corazón.
—¡Fernando!, ¡espere un momento, por favor! —reaccioné cuando vi
que el hombre ya subía al coche, corriendo para alcanzarlo— ¿Cuándo me
ha dicho que vio a Mario? —pregunté con el alma en vilo.
—La semana pasada. El viernes, si no recuerdo mal.
—¿Sobre qué hora más o menos? —insistí, aguantando la respiración.
—Ya tarde —dijo sin dudar—. Y como hacía mucho que no nos
veíamos, entre una cosa y otra, se nos hicieron las tantas.
No sé si Fernando pudo notar cómo me tembló todo el cuerpo, al
comprender que Mario había estado con él.
Pero ¿hasta qué punto cambiaba algo que hubieran estado juntos?
En lugar de deshacer la maleta, comencé a darle vueltas a la casa y a esa
pregunta.
Mi intuición me decía que ese era el acuerdo al que Mario se había
referido, y que yo confundí con una sucia propuesta. Pero eso no excluía el
resto de posibilidades.
Podrían haber ido juntos.
O que la visita de Mario sucediera al… terminar.
Incluso llegué a pensar que era demasiada casualidad que Fernando
hubiera aparecido en ese momento.
Pero también pensé que todo podía ser mucho más sencillo. Mario había
olvidado el móvil en casa y, cuando terminó con los asuntos de trabajo,
quiso aprovechar para hablarle a su amigo de la finca. Fue hasta su casa y,
como Fernando había dicho, se les hizo tarde poniéndose al día.
Pero entonces, ¿qué hacia la camioneta de Mario en aquel maldito
aparcamiento?
Eran tantas mis ganas por encajar las piezas, que me pasé el resto del día
intentando encontrarle una explicación. Algo que
me aclarase lo qué había sucedido aquel viernes y que justificara la
peligrosa y creciente esperanza que ya sentía.
Cuando por la tarde Noir apareció en mi habitación con la correa en la
boca, me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo con el Nokia en la
mano queriendo llamar a Mario, pero
sin decidirme a hacerlo.
Pensé que me vendría bien algo de aire fresco para decidir qué hacer. Si
debía darle ahora esa oportunidad para explicarse que antes le negué.
Y es que había pasado tanto tiempo en mi propio dolor, que hasta ese
momento no quise pensar en el suyo. Sin embargo, ahora veía con claridad
aquella expresión, primero sorprendida y después dolida, cuando me
escuchó decir que me daba asco.
Caminé sin rumbo por la pinada de la zona alta, con Noir correteando a
mi alrededor, hasta que, ya anocheciendo, nos dirigimos hacia la carretera.
No era la entrada al pueblo más transitada, aun así, antes de llegar a la
calzada llamé a Noir para ponerle su correa.
Estaba enganchando la hebilla al collar, cuando noté que se ponía alerta.
Noir había reconocido mucho antes que yo el sonido del motor que se
acercaba.
A pesar del loco latido de mi corazón fui incapaz de moverme, ni
siquiera los metros necesarios para ser vista.
Pero cuando la camioneta de Mario pasó a nuestra altura, yo sí pude
distinguir al conductor. De repente, todas las piezas encajaron. Quien salía
del pueblo por una carretera poco frecuentada, un viernes al atardecer, no
era Mario. Era su padre.
Creo que fue la necesidad de asegurarme bien antes de sacar
conclusiones precipitadas, lo que me hizo correr. En menos de cinco
minutos, Noir y yo, salíamos en mi coche.
No sé ni qué sentí al ver la camioneta de Mario estacionada en el mismo
sitio que aquella noche.
Alivio, alegría, remordimiento y culpa. Todo eso sentí, sin poder
reprimir el llanto. Todo eso junto y a la vez.
—¡¿Qué he hecho, Noir?! —sollocé mientras recordaba las
cosas horribles que le había dicho a Mario— ¿Crees que lo entenderá? Yo
no podía saber que era su padre quien…
¿Dónde había dejado el móvil?
CAPÍTULO 26
Otra vez sin respuesta. Pero no iba a desistir sin, al menos, hacer un
último intento…
«Siento mucho las cosas horribles que te dije» «Contéstame, por favor»
Esa noche me fui a casa de Justa con la excusa de ver con ella las noticias.
Después fingí interés por una película que echaban en la dos, Te doy mis
ojos, que no fue la mejor elección en ese momento, pero que al menos
sirvió para poder quedarme a dormir en la habitación de Ana.
No quise contarle qué era lo que me tenía tan asustada, como para no
querer pasar la noche sola en casa. Pensé que, si confesaba que ese chico
me estaba molestando, solo iba a generar problemas y habladurías en el
pueblo y, además, estaba casi segura de que solo eran fanfarronadas.
Confiar en ese «casi» estuvo a punto de costarme muy caro.
Mario
Nadie tuvo que recordarme cómo circulaban por allí las noticias. Sabía que
pronto, lo ocurrido en el almacén, sería del dominio público. Pero ya podían
emitirlo en todos los canales de televisión, locales o nacionales, que ni loca
pensaba casarme.
—Ya me he enterado de que te casas —dijo Justa, en cuanto me vio
aparecer.
—¡Imposible! —exclamé, a pesar de todo, sorprendida por la velocidad
de la noticia— No, Justa. No voy a casarme—tuve que desmentir una vez
más.
—¡¿Cómo que no?! —saltó, torciendo el gesto— Anda, pasa, que te he
guardado un plato.
—Se lo agradezco, pero no tengo hambre. —Intenté pasar de largo.
—¡Que pases, he dicho! —repitió, sacando carácter.
—¡Qué manía con decirme lo que tengo que hacer! —refunfuñé
siguiéndola hasta la cocina.
—Vamos a ver, criatura —dijo sacando un plato del microondas—. ¿No
llevas la intemerata esperando arreglarte con el muchacho?
—Sí —admití molesta—. Pero no pienso casarme.
—¿Cómo no vas a casarte? —preguntó obstinada— ¿Es que no eres
consciente de que todo el mundo os ha visto liaros, hija de mi vida?
—La gente exagera mucho —me defendí—. Le aseguro que
nadie ha visto nada.
—¡¿Qué no?! —estalló, decidida a no dejarlo pasar— Pero si dicen que
se escucharon los golpetazos en toda la sala.
—Mon Dieu! —gemí, tapándome la cara— Si es que… ¿a quién se le
ocurre apoyarse en la puerta?
—¡Jesús!, ¡en la puerta! —dijo santiguándose— ¿Eso se puede hacer?
Más tarde, ya en casa, estaba tan inquieta que no sabía ni lo que hacía.
Para dejar de pensar salí al patio con Noir, y lo que comenzó siendo un
hoyo en el jardín, para trasplantar una pequeña maceta, acabó sirviendo
para plantar un árbol.
—¿Pretendes hacerte una piscina? —me sorprendió la voz divertida de
Mario.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunté mirando mal a Noir, que estaba a su
lado tan tranquilo.
—Calma amigo, que es conmigo con quien está enfadada —Me sonrió
palmeando a Noir.
—Mario, ni te molestes —dije continuando con el hoyo, inspirando para
mantener la calma—. ¡No voy a casarme contigo!
—Ya lo sé —dijo acercándose—. No he venido por eso.
—Ah, ¿no? ¿Ya no quieres casarte?
—Claro que no —negó, quitándome la pala de las manos—. Ven, vamos
a hablar.
—¿Y por qué no quieres? —pregunté sonando, ante mi asombro,
decepcionada.
—Bueno… algún día sí, claro. —Tiró de mi mano, sin disimular una
sonrisita.
—Yo no le veo la gracia —dije dejándome llevar— ¿Por qué tuviste que
decir algo así?
—¿Qué otra cosa podía hacer? —preguntó guiándome hasta
el salón— Fue una cortina de humo —añadió, como si eso explicara algo
—. Ya sabes… como método de distracción.
—¡¿Estás diciéndome que, con semejante disparate, creíste que
olvidarían lo que acababan de escuchar?!
No sabía si bromeaba o desvariaba. Pero se apoyó, tan tranquilo, junto a
la chimenea cruzándose de brazos como si quisiera darme tiempo para
madurar la idea.
—¿Sabes que estás loco?
—Sí, cariño.
—¿Cariño? —Lo miré con la boca abierta.
—Sí. Cariño —repitió, ya sin rastro de ironía.
Estaba tan confundida que, de forma involuntaria, desvié la mirada hacia
el retrato de la repisa.
—¿Tú entiendes algo, abuelo?
Casi me ahogo cuando le vi saltar, apartándose de la chimenea apagada
como si se hubiera quemado.
Fue tan cómico que, sin darme cuenta de lo que hacía, apoyé la cabeza
sobre su pecho riendo, mientras Mario me envolvía entre sus brazos, riendo
también contagiado.
—Así no hay forma de tener una conversación seria —rio sobre mi pelo.
—Lo… lo siento —dije intentando calmarme—¿De qué quieres hablar?
—Pues ahora que te has cargado la declaración que tenía preparada —
dijo levantando mi barbilla—. Tendré que hacerlo de otra forma —añadió
sobre mis labios.
Y lo hizo. Demostrando que volvía a ser mi Mario. Igual de apasionado,
igual de paciente y complaciente. Y que su boca… seguía tan sucia como
siempre.
Llegué a pensar que nunca más volvería a despertar entre sus brazos,
que no escucharía su pausada respiración o vería su
plácido rostro dormido. Aunque, tampoco esperaba que la llamada de un
móvil me sacase de la cama cuando más a gusto estaba.
Con cuidado de no despertarlo, salí con sigilo de la habitación para
atender la llamada de Ana.
—¿No te habré despertado? ¡Es que no podía esperar más! —Fue el
impaciente saludo de mi amiga.
—Tranquila, Ana, que pretendo seguir durmiendo —dije abriendo la
puerta de la cocina para que pudiera salir Noir al patio— ¿Estás en casa de
tu abuela?
—Llegué anoche, ya tarde. ¿Te puedes creer que mi abuela no me dejó ir
a tu casa cuando me enteré? —dijo con fastidio. Lo que me hizo pensar que
habíamos vuelto a moverle el crucifijo.
—Ana, es sábado, tenemos todo el día para hablar —dije mirando la
hora—. Duermo un rato más y luego paso a verte, ¿vale?
—¿Cómo que luego? —se quejó, sin dejarme colgar—. ¡Que tenemos
que organizar tu boda!
—¿Tú también? —suspiré— Si es por eso, no hay prisa. Porque no
tengo ninguna intención de casarme.
—Algo de prisa tendrás, ¿o quieres ir al altar con el bombo?
—¿De qué bombo me hablas?
—¿No estás embarazada?
—Ana, vuelve a acostarte —dije negando, apunto de echarme a reír—.
Te aseguro que aunque estuviera embarazada, que no lo estoy, no habría
boda.
En ese momento apareció Mario en la cocina, magnífico, vestido de
Adán y una sonrisa de forajido.
—Kiminu, ¿sigues ahí? —escuché la voz de Ana.
—Sí, pero te tengo que dejar. Luego hablamos —dije colgando, sin
poder apartar los ojos de él.
—Como siga escuchando que no te quieres casar, con esa vehemencia
—susurró besando mi nariz—, acabarás ofendiéndome. ¿Qué tal si añades
un «todavía»? —propuso divertido, alzándome hasta dejarme sentada sobre
la encimera.
—Quizás si hubieras resuelto tus asuntos, antes de venir a seducirme —
dije encerrándolo entre mis piernas—, valoraría añadir «algún día».
—¿Asuntos?, ¿qué asuntos? —preguntó apartándose extrañado.
—Uno llamado Clara, por ejemplo. —Decidí ser directa, aunque
estropease el momento—. ¿No crees que le debes una explicación?
—¿A Clara? —preguntó primero sorprendido y mirándome después con
una estúpida sonrisita.
—Sí, a tu Clara —dije empujándolo indignada, sin entender qué le hacía
tanta gracia—. Si crees que vamos a retomar la relación sin que antes
soluciones con ella…—Me callaron sus carcajadas.
—Amor mío —dijo con los ojos brillantes de risa—, no tengo que
explicarle nada a Clara —inspiró intentando serenarse.
—¡¿Cómo que no?! Si estás saliendo con alguien, lo mínimo que debes
hacer…
—No estoy saliendo con Clara —declaró dejándome muda—. Eso sería
impensable por varios motivos —continuó, haciendo un esfuerzo para
controlar esa risa patológica.
»Primero, porque todavía es una adolescente; segundo, porque es mi
ahijada y tercero y principal, porque no prepara desayunos como los tuyos.
—¡Quieres parar ya de reír! —dije aguantando yo también la risa— ¡No
tiene gracia!
—Sí, sí que la tiene. Pero prometo olvidarlo en cuanto me des de
desayunar —dijo mirándome con esa mezcla, entre
diversión y ternura, que tanto había extrañado.
—Eres tonto —susurré atrayéndolo hacía mí.
—Sin duda lo soy —dijo con dulzura—. Porque estoy deseando
hacerme viejo solo para haber podido disfrutar una vida entera contigo.
—Dijiste que no eras romántico —me quejé emocionada.
—Y no lo soy. Solo intento engatusarte —murmuró sobre mis labios.
—Te quiero —sollocé.
—Te quiero —sonrió.
EPÍLOGO
UN AÑO DESPUÉS
Mi destino 1 — Blanca
Mi destino 2 — Carla
ÍNDICE
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA