Vientos Sin Rumbo - Belva Plain

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Desde un tranquilo pueblo de principios de siglo, en el Estado de Nueva

York, hasta las elegantes reuniones de la propiedad «Lamb House», en las


afueras de Londres; desde las cabeceras de las camas de los pobres
campesinos, hasta la frenética sala de urgencias de un hospital de la ciudad de
Nueva York; desde el atormentado Londres de la guerra, hasta los refugios de
los soñolientos amantes de la Riviera francesa, la novela lleva al lector a lo
largo de una magistral e inolvidable narración de las vicisitudes y triunfos de
un famoso neurocirujano, de una dinámica familia que pugna por mantener su
poder y, por encima de todo, de un amor que ninguna fuerza humana
conseguirá dominar.

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Belva Plain

Vientos sin rumbo


ePub r1.0
Titivillus 16.08.2021

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Título original: Random Winds
Belva Plain, 1980
Traducción: Lorenzo Cortina

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A mis hijos
y a la memoria de mis padres

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Donde existe el amor del hombre,
allí está el amor al arte.
ESCULAPIO

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Prólogo

EL DÍA DE LA IRA

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En los lagos de Adirondak, el hielo, al resquebrajarse, producía grandes
estampidos y crujidos. La nieve en polvo, al fin fundida, se deslizaba en
riachuelos por las cunetas junto a las fangosas carreteras. El doctor Enoch
Farrell se sacó el reloj de un bolsillo del chaleco: su tiempo había sido
inmejorable. Una vez pasada la granja de los Atkins, la carretera discurría por
terreno llano y le quedaban ya sólo unos cinco kilómetros sin curvas hasta su
casa. Corrió mejor las cortinas de su calesa para resguardarse de la sesgada
lluvia que amenazaba con mojar su fino y primoroso maletín. Era del mejor
cuero negro, con guarniciones metálicas, un regalo de despedida, junto con un
ejemplar excelentemente encuadernado de la Anatomía de Gray, que le
hiciera el doctor Hugh MacDonald, quien había sido su preceptor en
Edimburgo. No iba a ningún sitio sin su Anatomía, aunque, como es natural,
ahora ya debía sabérsela de memoria… Tampoco salía sin un libro para leer,
por lo que aquella hora en que marchaba al trote hacia su hogar, al final del
día, resultaba el mejor, y tal vez el único, momento de intimidad. Trasteó en
busca de su Casa desolada. Pensar que Dickens había muerto hacía treinta
años y que ahora, en aquel primer año del nuevo siglo, su obra estaba tan viva
como si la hubiese escrito ayer…
Sus cosas iban amontonadas en el maletín. Jean siempre estaba
arreglándolo, pero nunca seguía mucho rato como ella lo dejaba. Opio,
láudano, estetoscopio, lúpulo amargo, buenas cosas, estupendas para una
docena de enfermedades, pero ni rastro de Dickens… Debía de habérselo
dejado en casa. ¡Maldita sea, siempre se olvidaba algo! Si no fuera por Jean…
Se complementaban estupendamente: ella era muy práctica y precisa,
mientras que él…, ¿cómo se atrevía a pensar de sí mismo como un estímulo
para brindar optimismo y humor a aquella excelente ama de casa?
Así rodaban sus pensamientos.
Ahora tomaría a la izquierda, y continuaría después a través del puente de
madera, donde el río, que hasta la semana pasada había estado helado,
discurría caudaloso. La yegua comenzó a tomar velocidad, y allí apareció su
casa, con sus dos chimeneas gemelas, el porche delantero y las dos cuadradas
estancias del consultorio. ¡Qué bonita! Pero sería más bonita aún cuando

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estuviese cancelada la hipoteca, en el momento que fuese… Aunque no
parecía un hecho demasiado inminente… Un hombre puede considerarse muy
afortunado si logra salir adelante haciendo frente a los gastos diarios: cuatro
hijos y otro en camino…
Enoch saltó a tierra en el granero, desenganchó a Dora, la yegua, y la
llevó a su establo. Un par de gallinas, molestadas en su descanso, se
levantaron cacareando de su lecho de paja. El gato del granero se frotó contra
los tobillos de Enoch mientras éste cubría a la yegua con una manta seca.
Todo ello daba a un hombre la óptima sensación de que aquellos pobres seres
que dependían de él, se encontraban a salvo y calientes bajo su techo. Y,
hablando de techos, debía cubrir aquel agujero antes de que las cosas se
pusieran peor.
Los niños estaban ya cenando. La pequeña Alice, al verle, dio unos
golpecitos en la bandeja de su silla alta.
—Pensé que, con este tiempo, llegarías más tarde —dijo Jean—. ¡Dios
santo, traes la gorra mojada! ¡Y los pantalones están empapados! Siéntate,
que en seguida te traeré el cocido. Lo he conservado caliente y, además,
tenemos galletas…
—Ah, nada más agradable en una noche como ésta.
Se lavó las manos en el fregadero. Era una gran ventaja disponer de agua
corriente en la cocina. Una gran comodidad para la mujer de la casa, y muy
higiénico además. Ocupó su puesto en la cabecera de la mesa, dio gracias y,
acto seguido, empuñó la cuchara.
Las manos de Jean descansaron en su vientre, en el cual se gestaba un
nuevo vástago, ya en el séptimo mes de embarazo. Su cara sonrosada y
preocupada aparecía enrojecida por el calor de la cocina. Cuatro caras
infantiles se volvieron hacia Enoch, mezcla de su carne y de la de ella: los
brillantes ojos almendrados de Jean en el juvenil Enoch y en la pequeña
Alice; el temperamento del marido y su risa en May; la animación y reserva
de la esposa, en Susan.
—Y bien, ¿qué ha sucedido hoy por aquí? —preguntó.
—Poca cosa. Ah, sí, ha estado Mrs. Baines. Siempre se las arregla para
venir cuando tú estás fuera.
—¿Y cuál es su problema?
—Otra vez Walter. Al parecer, tiene, como siempre, problemas con las
amígdalas.
—Supongo que debía enganchar e ir a su casa.

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—No puedes hacerlo, después del día que has tenido y con esta lluvia…
Además, nunca piensan en pagarte. Siempre dicen «la próxima vez será,
doctor»…
Enoch suspiró.
—Lo sé. Pero lo intenta, Jean. Ese hombre trabaja muy duro.
—Lo mismo que tú. —Se levantó para servirle más cocido en el plato y le
vertió también café—. He hecho postre Isabelita… —Y luego añadió
maquiavélicamente—: De todas maneras, ya le he explicado lo que debe
hacer con su garganta.
—¿Qué le has dicho?
—Le he dicho lo que podía hacer. Te lo he oído tantas veces que me lo sé
de memoria, ¿no es así? Colocarle una franela roja alrededor de la garganta,
ponerle grasa de ganso en el pecho, meter los pies en una tina de agua
caliente, y usar polvos de mostaza y hielo para impedir que la fiebre le agriete
los labios. ¿Está bien?
—¡Papi, papi! Hoy he aprendido el ocho y el nueve de la tabla de
multiplicar y…
—Enoch Júnior —le reprendió Jean—, estás interrumpiendo. Y de todos
modos, es la hora de los mayores. Se supone que no has de hablar en la mesa.
—Déjale, Jean. ¿Qué querías decirme, hijo?
—¡Quiero que veas que me sé la tabla de multiplicar!
—Pues, verás… Empieza tus deberes en la mesa del salón y, tan pronto
acabe de cenar, iré a verle. May y Susan, también podéis iros vosotras.
La habitación quedó silenciosa. Alice se tomó su biberón y Jean repartió
el budín. Un trozo de carbón crepitó con suavidad en la estufa.
—He tenido hoy un problema grave con Hettie Simpson —observó Enoch
—. ¿No te he dicho que iba a ser su undécimo hijo? Supongo que habrá sido
un bien que abortase. Aunque hubiera podido morir si llego tarde… Le he
hecho un legrado del útero, pero tengo que volver mañana a primera hora. Me
preocupa su palidez.
—Debe de tener más de treinta años, ¿verdad?
—Treinta y dos, pero aparenta casi cincuenta.
Si viviera para entonces, pensó lúgubremente, todo sucedería de nuevo, a
menos que la consunción llegara primero. ¿Y Jim Simpson? Lloraría un poco,
pero se volvería a casar antes de dos meses, alguna robusta muchacha de
diecisiete años que comenzaría acto seguido a darle una nueva familia. Pero
tampoco cabía reprochar nada a un hombre así. ¿Cómo trabajaría y cuidaría
de los hijos si no se casaba a toda prisa?

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—Tienes aspecto de cansado —le dijo Jean con cariño.
—Creo que no sé cuánto tiempo llevo sin sentarme.
La esposa miró por la ventana, hacia la oscuridad, en la cual brillaba como
plata apagada el húmedo tejado de chapa del cobertizo.
—Este tiempo es suficiente para agotar a una persona. Parece como si
nunca fuese a llegar la primavera. Y la lluvia no deja de caer un día tras otro.
Cuando se fueron a la cama, la lluvia seguía golpeando lúgubremente, de
forma persistente, en el tejado. Durante mucho tiempo, Enoch permaneció
despierto, escuchando el amenazador golpeteo.
Por la mañana, quedaron asombrados al observar que la lluvia continuaba
cayendo ininterrumpidamente. Durante todo el día, las ráfagas de agua
siguieron abatiéndose sin descanso ni tregua, de manera decidida e
incansable, como soldados en un interminable y solemne desfile.
Y al tercer día la situación persistió igual.
Luego comenzó a soplar el viento del Norte. Azotó con furia, y la noche
se pobló con sus lamentos. El agua corría cual furioso torrente por los
canalones; la casa se estremecía. La lluvia fluctuaba mientras el viento
llegaba a ráfagas y se debilitaba, azotaba y moría. El tejado se deslizó en el
cobertizo y la madera chirrió al desplazarse. Desde la casa, Enoch miró al
patio y vio que el gallinero resistía. Pero regresó a la cama con los
desasosegantes pensamientos de que los astros se resquebrajaban y se
apartaban del sol.
Poco después de medianoche, se produjo un casi imperceptible descanso
en las cataratas de lluvia. Los oídos aguzados percibieron, de modo aislado, el
goteo espaciado de la lluvia, con un intervalo de respiro entre sí: cesaban, se
avivaban y volvían luego a remitir. Al fin dieron comienzo unos instantes de
tranquilidad en los que se escuchaba, con la regularidad de un metrónomo,
cómo caían grandes gotas de los aleros y de los estremecidos árboles.
Por fin, a la mañana siguiente, salió el sol con un estallido de luz
sembrada de lentejuelas. El agua había formado un charco de más de diez
centímetros en el patio. Bajo el techado porche, se habían arracimado unos
gorriones empapados y gorjeaban en medio de las oraciones diarias de la
familia. Jean encendió la estufa «Franklin», pero la sala de estar se encontraba
aún fría, y Enoch abrevió sus oraciones.
—El sol pronto hará desaparecer toda esa agua —observó, al tiempo que
cerraba la gruesa Biblia con un seco chasquido.
Los niños querían saber si aquel día podrían ir a la escuela.

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—Claro que iréis, pero la carretera estará hecha un cenagal. Necesitaréis
poneros los chanclos altos —les aconsejó Jean.
—Procuraré volver lo suficientemente temprano para intentar arreglar
algo en el techado del cobertizo —explicó Enoch—. ¿Harás el favor de secar
las herramientas antes de que se oxiden?
Jean hizo los paquetitos del almuerzo y le colocó bien la bufanda a May,
apretándosela y sujetándosela al pecho con un imperdible. May, al igual que
su padre, siempre perdía las cosas.
—Enoch Júnior, no eches a correr delante de los demás. El terreno está
húmedo y resbaladizo. Quiero que ayudes a tus hermanas en los lugares más
enfangados, para que no se caigan y se pongan perdidas.
—Muy bien —respondió Enoch—, pero, ¿por qué tengo que hacer eso
siempre?
—Porque ya eres un muchachito de ocho años, y tus hermanas son más
pequeñas…
Los padres contemplaron cómo sus tres hijos se alejaban por la carretera.
El muchacho, obediente, marchaba entre sus dos hermanas. ¡Parecían caminar
hacia el futuro! Sí, eran la suma de los antepasados de sus padres; cuánto
amor, cuántas esperanzas rodeaban a aquellos tres charlatanes, que tan
descuidadamente daban patadas a los guijarros que hallaban en su camino
hacia la escuela…
Siguieron mirando hasta que los niños se perdieron de vista; a
continuación se sonrieron el uno al otro.
Jean regresó a la cocina y se sentó pesadamente en la mecedora «Boston»,
al lado de la ventana, para disfrutar de una segunda taza de café. Enoch se
dirigió al establo y enganchó a la yegua. El temporal le había mantenido
apartado durante tres días de las llamadas habituales y debería recorrer ahora
una gran extensión de terreno.

A mediodía, mientras los niños almorzaban, comenzó a llover de nuevo.


Pero esta vez se trataba de una lluvia muy fina. No habría que mandarles
temprano a sus casas, pensó la joven maestra mientras miraba a través de la
ventana, sobre todo después de que ya hubieran perdido un par de días de
clase aquella semana. Los niños más pequeños jugaron bajo techado durante
el descanso del almuerzo, mientras que los mayores, que llevaban
impermeables, salieron al exterior. De todos modos, hacia las dos, poco antes
de que acabara la jornada escolar, la llovizna había cesado.

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Y a las dos, a dos kilómetros aguas arriba, en un increíble e inesperado
instante, una vieja presa de tierra se derrumbó. Retumbando y
desmoronándose, con rugido de trueno y una ola colosal, estalló y luego se
desplomó. Una cegadora rociadura se alzó en el aire, se agitó, arrolló y
destrozó todo lo que encontró a su paso, levantando a continuación una fina
neblina entre las ruinas. El lago que se hallaba detrás de la presa, agitado por
toneladas de trozos de hielo, se vertió en el río. Y las aguas se deslizaron y
chocaron contra sus orillas. Se precipitaron a través del estrecho valle. Fue
adquiriendo potencia y velocidad. Y avanzó como un despiadado y violento
ejército lanzado al saqueo.
A las dos y cuarto, los niños salieron de la escuela para volver a sus casas.
A medio kilómetro detrás de ellos, el pavoroso muro de agua corría ya por el
valle, inundándolo todo a su paso, anegando las casas hasta el segundo piso,
destrozando y aplastando. Llegó cerca del grupito de niños mientras éstos
caminaban despreocupados y pasaban los segundos. Escucharon aquel ruido
distante antes de que pudiesen ver de qué se trataba. Aquella terrible amenaza
se alzó a sus espaldas. Echaron a correr. Horrorizados y gritando, salieron del
camino y treparon por un talud. Pero el agua corrió más de prisa que ellos.

A últimas horas de la tarde, Enoch descendía de las colinas y fue entonces


cuando contempló la catástrofe. Tiró de las riendas y miró aterrado. Donde
aquella misma mañana estuvieran las granjas y los caminos, sólo se veía agua.
Inmóvil en los bordes de la corriente, ésta resultaba torrencial en el centro,
mientras su velocidad levantaba una sucia espuma.
¡Dios mío, la escuela! Aquello era la techumbre de la escuela, el único
tejado rojo de los contornos. Una mortal debilidad casi le hizo derrumbarse.
Luego apareció el pánico. Pensó que se oía cómo gritaba a la yegua. La
fustigó, cosa que nunca había hecho, y la yegua salió disparada.
Aquí la carretera corría junto a un elevado reborde desde el que pudo ver
el agua, que se encontraba unos seis metros más abajo. Las copas de los
árboles asomaban de los remolinos de la corriente, rodeados de terribles
restos: allí una vaca muerta, con sus rígidas patas abiertas, como si suplicasen
a los cielos; más allá, gallinas ahogadas en un gallinero; un baúl; una mesa de
salón con la tabla de mármol. Sobre una endeble rama colgaba, aterrado, un
gato, con su boca abierta, en un doloroso maullido, demasiado débil para
resultar audible.
Enoch empezó a temblar y a quedarse frío.

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Su casa se encontraba más allá del lugar en que el río doblaba
bruscamente hacia el Este y, mientras se aproximaba, observó cómo el agua
había llegado hasta los escalones de la entrada. El establo, situado en el piso
bajo, estaba cubierto por las aguas. Uno de los tres fuertes y jóvenes arces,
situado enfrente de la carretera, había sido arrancado. Arrojado sobre el agua
que inundaba el patio, sus fibrosas raíces sobresalían como torcidos
ligamentos.
Saltó del vehículo, vadeó con el agua hasta los muslos, llegó al porche y
abrió con violencia la puerta principal.
—¡Jean, Jean!
Corrió escaleras arriba, subiendo los escalones de dos en dos.
—¡Jean, por amor de Dios, contéstame! ¿Dónde estás, Jean?
Regresó al porche y permaneció allí con sus empapadas botas de agua,
mirando enloquecido a su alrededor, hacia el cielo y hacia la tierra. Bajo la
lengua tenía una especie de quemazón y el gusto salado de la sangre. ¡Había
tanto silencio! En el patio siempre reinaba un gran bullicio. Lo primero que se
oía era el cacareo de las gallinas y los ladridos del perro. A continuación, se
percató de que las gallinas se habían ahogado y la perrera se encontraba
debajo del agua.
Trepó de nuevo a la calesa, tiró con fuerza de la cabeza de la yegua y la
azotó para que tomase la carretera que conducía al centro del pueblo, que se
extendía más allá del recodo del río y de la inundación.
El enloquecido hombre y la aterrada yegua siguieron su precipitado viaje
por la carretera. El doctor pensó de nuevo en lo silenciosa que estaba ésta. Un
fúnebre silencio. Incluso los pájaros callaban. Corría el mes de abril y, sin
embargo, todavía no se veían pájaros.
En la iglesia se divisaba un grupo de calesas y carros, y muchas otras
personas a pie. Entró en el patio.
—¿Dónde? ¿Sabe dónde…? —empezó a hablar, dirigiéndose a una
persona cuyo rostro le resultaba conocido.
Pero el hombre mostró cara inexpresiva y se alejó.
La gente llenaba la pequeña caja de la escalera que conducía al sótano,
subiendo y descendiendo penosamente. Bajaban a una debilitada mujer. Todo
era un murmullo de sonidos, con llantos sofocados y conversaciones en voz
baja.
Enoch se abrió paso. Ahora el regusto de sangre debajo de la lengua
resultaba aún más salado. Se llevó un dedo a la boca y luego lo sacó y lo
miró.

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Arrimados a la pared de atrás, los cadáveres yacían en una doble hilera,
cubiertos con sábanas y mantas. Un hombre joven se hallaba arrodillado en el
suelo, junto a un cuerpo cuya sábana había sido retirada. Enoch reconoció
aquel rostro muerto. Madeline, pensó. Madeline Drury; pero no sintió nada.
Empezando por la izquierda, fue levantando las mantas que cubrían
aquellos rostros. Nettie Rogers. La anciana que vivía con ella; había olvidado
su nombre. Tom, el hijo de Jim Fox, un chico que había contraído la parálisis
infantil el verano anterior. Avanzó más de prisa, apresurándose a lo largo de
la hilera.
—¡Doctor! ¡No!
Alguien le aferró de las mangas y tiró con fuerza de él.
—¡Doctor! ¡No! ¡Siéntese! El reverendo Dexter le estaba buscando.
Deseaba…
—¡Maldita sea, déjeme!
Enoch se puso a gritar y se soltó el brazo. Y entonces…
¡Dios mío! ¡Dios Todopoderoso! ¡Sus hijos! Enoch, Susan y May estaban
uno al lado del otro en aquella hilera. Parecían muñecos arrojados al suelo.
May llevaba la bufanda rosa de algodón que Jean había tejido para ella. Aún
le rodeaba el pecho, sujeta por el imperdible.
Mis niñas. Mi hijito. Oyó una voz, la voz de un loco, la suya propia, como
si llegase de muy lejos, de otro país. Se dejó caer al suelo, y rodó sobre sus
rodillas.
—¡Dios santo, mis hijas, mi hijito…!
Al fin, surgieron unos robustos brazos y lo alejaron de allí.

Se habían llevado a Jean y a Alice a una casa cercana a la iglesia. El


reverendo Dexter condujo a Enoch allí.
—¿Le han hablado de Jean? —preguntó.
—¿Qué?
—Jean —continuó el clérigo con afabilidad—. La impresión, ya sabe…
Pero las mujeres siempre saben lo que hay que hacer. Se cuidarán de ella.
—¿La impresión?
Claro… Jean se encontraba en el séptimo mes de embarazo. No había
pensado en ello… Pero debía hacerlo. Ella le necesitaría. Aceleró el paso.
En la cocina de aquella casa extraña, Alice se encontraba sentada en una
silla alta con una robusta mujer a su lado, que le introducía cucharadas de

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cereal en la boca. Parecía pasarse la vida sentada en una silla alta y siendo
alimentada.
—Está allí, dormida —explicó la robusta mujer, haciendo un ademán a
Enoch.
Conocía a aquella mujer, como conocía a todos los del pueblo, pero, una
vez más, no pudo recordar su nombre.
Se dirigió hacia la puerta del dormitorio; luego se volvió, titubeando.
—¿Los… ha visto? —preguntó.
—En realidad, no —respondió la mujer—. El reverendo no ha querido
que los viera…
—Le estoy muy agradecido por ello, reverendo —le dijo Enoch.
Se quedó mirando a su esposa. Tenía la cara sepultada en el hueco del
brazo. Su cabello oscuro se había soltado. Le subió cuidadosamente las
mantas hasta los hombros. Corrientes de pensamiento racional, que hasta
aquel momento habían quedado detenidas, comenzaron a fluir de nuevo. ¡Es
tan tierno un cuerpo humano, una vida humana! Y no es nada más que unos
cuantos kilos de frágiles huesos y débiles tejidos. Sí, y años de nutrirlos y
miles de horas de amoroso cuidado. Y luego borrados, idos como si nunca
hubieran existido, como las hojas del año anterior… Y los maravillosos años
de la juventud, la dignidad de la edad adulta y de la experiencia: algo perdido,
algo que ya no sería…
¡Mis hijos!
El llanto le atenazó la garganta.
—¿Doctor?
El dueño de la casa —Fairbanks, sí, claro que sí, ése era el nombre—,
apareció en la puerta.
—¿Tiene un minuto, doctor? Mi hermano Harry y yo hemos estado ya en
su casa. ¿Ha visto el cobertizo? El techo se ha hundido al caerle el arce
encima. Pero hemos pensado que, si usted compra los materiales, Harry y yo
se lo arreglaremos. Además, Harry aún le debe unos honorarios… ¿Sabe que
la brecha se ha abierto en Lindsey Run? Lo ha inundado todo en diez
kilómetros corriente abajo.
—Gracias —respondió Enoch.
—No se preocupe por nada, doctor. Queremos hacer todo lo que podamos
por usted. Sabe, ha sido una buena cosa que la yegua estuviese con usted. El
establo casi se ha derrumbado.
Una yegua. Cuando mis hijos…
¡Fuera! Eso hubiera deseado gritar. Gente necia, marchaos y dejadnos…

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—Le pediré a mi mujer que haga un poco de té cuando su señora se
despierte… —ofreció Fairbanks.
Jean abrió los ojos.
—No estoy durmiendo —musitó.
Enoch se arrodilló en el suelo, y acercó su cara a la de ella, con sus frías y
húmedas mejillas contra las mojadas mejillas de ella. Y permaneció así unos
instantes.
—Ha sido voluntad de Dios —susurró la mujer al cabo de un momento—.
Ha querido que fuesen a la casa de Él…
¿Era de veras deseo de Dios que sus hijos se ahogasen? Aunque fuese hijo
de un ministro del Señor, y criado en las enseñanzas de la Biblia, no podía
acabar de creer en aquello. ¡Sí, Dios, el Creador! Y Dios el dador de unas
leyes justas; pero Dios, que decreta el destino individual de cada criatura
viviente del planeta, ¿podía ordenar la muerte de un niño? Aquello eran
monsergas. ¡Monsergas! Pero debía consolar a su esposa.
—Sí —murmuró—, sí…
Y con su mano libre le acarició el cabello.
—Te amo —le contestó su mujer.
Te amo, dice ella, sobreponiéndose a su propia sangre y a su dolor.
La mujer alargó los brazos para atraerle más hacia sí, pero le cayeron
impotentes. Él comprendió que ella deseaba que la besara; se inclinó y
oprimió sus labios sobre los de ella.
Luego dijo:
—Jean, Jean, pequeña mía, comenzaremos de nuevo… Debemos amarnos
así… Y cuidaré de ti, de Alice y de mí. Eso es todo lo que tenemos.
—¿Y no te has olvidado del nuevo?
—¿De quién?
—Del bebé, del niño. ¿Aún no le has visto?
—Pero si pensaba…
Mrs. Fairbanks, que llegaba con el té, les oyó.
—¿Pensaba que había nacido muerto? No, no, doctor. Mire aquí…
Alzó las cortinas de la ventana. Una triste luz de color sucio se deslizó por
la estancia, procedente del silencioso cielo vespertino. En una mesa cerca de
la ventana había una caja, y en ella se encontraba uno de los recién nacidos
más pequeños que Enoch hubiera visto nunca.
«Apenas es mayor que un conejito», pensó.
—Me he comprado unos chanclos nuevos la semana pasada.
Afortunadamente, aún tenía la caja —explicó Mrs. Fairbanks.

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Jean intervino entonces.
—¡Deseo que se llame Martin!
—¿No quieres que se llame Thomas, igual que tu padre?
—Ése será su segundo nombre de pila. Pero deseo que le llamemos
Martin.
—Me parece muy bien…
Se quedó mirando al pequeño. Su peso no llegaría a los dos kilos. Tal vez
no pasara mucho del kilo y medio, conjeturó.
—¡Pobre Jean, pobre corderita mía! —susurró Mrs. Fairbanks—. Ha
estado a punto de perder también a éste…
El recién nacido se removió; sus manos de juguete se agitaron y, bajo la
manta, pateó débilmente. Después berreó, con su cara de muñeco arrugada y
enrojecida, y los ojos abiertos como si protestase o algo le asustara.
Mrs. Fairbanks meneó la cabeza.
—No —repitió—. No puede vivir. Eso resulta seguro.
Algo se despertó en Enoch.
Agitó furioso su puño contra el universo.
—¡No! —gritó con furia—. ¡No! ¡Mirad esos ojos! ¡Mirad la vida que hay
en esos ojos! Quiere vivir y, además, es lo suficientemente fuerte… Y Dios le
ayudará a vivir…

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Libro primero

LA ASCENSIÓN

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CAPÍTULO PRIMERO

Al final de la larga subida, el padre condujo el caballo hasta la sombra y


soltó las riendas. Se quitó la chaqueta de lana y la colocó en el asiento al lado
de Martin.
—¡Maldita sea esta condenada dignidad! —dijo—. El próximo paciente
tendrá que verme en mangas de camisa le guste o no…
El sol lucía más de lo acostumbrado en aquella estación, había observado
mamá aquella mañana. Los arbustos de guillomo ya estaban floridos y las
golondrinas que anidaban en el granero casi habían llegado desde el Sur para
el 30 de mayo[1].
—Nos quedaremos un momento aquí —dijo el padre— y dejaremos
descansar a la yegua.
El sudoroso animal pateó y meneó la cola. Durante la última media hora,
había estado emitiendo un extraño sonido, más parecido a una queja que a un
relincho.
—Algo la molesta, Martin.
—¿Te refieres a los tábanos?
—¿Has visto alguno?
Papá bajó para examinar a la yegua.
Colocó a un lado el arnés y lanzó unos tacos.
—¡Maldita sea! ¡Mira esto!
La carne, a lo largo del lomo de la yegua, aparecía ensangrentada en una
línea de tres dedos de longitud del principio hasta el final.
—Ha sido abierto de un latigazo —comentó Martin.
—Sin duda, y empieza a supurar.
Martin asintió, mientras notaba una punzada dolorosa a la vista de la
herida y le enorgullecía ser el único muchacho de cuarto grado que conocía el
significado de palabras tales como «supurar», o quien, a este respecto, tenía
un padre así.

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—¡Pobre caballo de alquiler! —exclamó el doctor en voz alta—. A
merced de cualquier patán borracho que tenga el dinero suficiente para
alquilarlo. ¿Me haces el favor de pasarme el bálsamo que llevo en el maletín?
La yegua se estremeció, retorciendo los músculos del lomo.
—Ahora dame una gasa lo más grande posible.
Cuando hubo acabado, el padre cogió el balde del agua. La yegua bebió
agradecida. Martin la dio una manzana. Luego, los dos se quedaron mirando,
complacidos consigo mismos, mientras la yegua mascaba y ensalivaba
abundantemente.
—Es un lindo animal —explicó papá—. Me gustaría tener dinero para
comprarla y proporcionarle un hogar decente…
—Pero ya tenemos a Star, y podrá salir en cuanto su potrillo cumpla el
mes, ¿no es así?
—Tienes razón. Me atrevería a decir que el hombre pediría unos treinta
dólares por ella. —El padre suspiró—. Será mejor que sigamos. Tenemos que
atender la llamada de Bechtold para estar en casa a la hora del desfile.
Emprendieron de nuevo la marcha.
—¡Mira allí, Martin, al lado de aquella lejana montaña! Se puede calcular
su altura por la clase de árboles que se ven. Abajo de todo están los robles,
pero el roble no crece más allá de los cuatrocientos o quinientos metros de
altura. Después, aparece el pino del bálsamo. Hacia la cumbre se encuentra la
picea, con ese color verdeazulado.
Se inclinó hacia Martin y señaló con su fuerte dedo.
—Ésas son las montañas más antiguas de Estados Unidos, ¿lo sabías? ¿Te
has fijado que las cimas son redondeadas? Es porque se encuentran
desgastadas. Y te diré algo más.
Señaló hacia la izquierda.
—Hacia allí, aquella tierra llana estuvo en un tiempo sepultada bajo el
agua. ¿Te lo imaginas?
—¿Quieres decir que, hace años, el océano llegaba hasta aquí?
—Claro que sí, eso es lo que quiero decir…
—Y cuando se presentó el océano, ¿qué les pasó a las personas? ¿Se
ahogaron?
—No, no. Eso sucedió millones de años ames de que hubiese personas por
aquí.
Al pie de la colina, describiendo una amplia curva en forma de S, aparecía
el río.

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—Papá, ¿es ése el río que se desbordó y ahogó a Enoch Júnior, a Susan y
a May?
Martin sabía que era así, puesto que siempre lo preguntaba.
Su padre contestó con la mayor paciencia.
—Así es…
—Entonces nací yo, y me tuviste a mí como tu muchacho en vez de a
Enoch Júnior. ¿Me parezco a él?
Y también conocía la respuesta.
—No, era más pequeño y pelirrojo, como yo. Tú vas a ser muy alto, por lo
menos eso creo, y, por supuesto, tienes el pelo oscuro como la familia de tu
madre.
—¿Te gusto yo más de lo que te gustaba él?
—Lo mismo. Los hijos de un hombre son iguales para él, como sus
propios diez dedos.
Entraron en el patio de Bechtold.
—Espera aquí fuera, Martin —dijo papá.
—¿No puedo entrar a mirar?
—Debo cambiar unos vendajes. Te sentaría muy mal ver la herida.
—Eso no importa, papá. Honestamente, eso no importa…
Lo que su padre no sabía era que Martin ya había visto mucha sangre,
puesto que avizoraba a veces por las persianas de la ventana del primer piso,
cuando se suponía que jugaba solo afuera.
Había observado cómo su padre reducía una fractura. (La punta gris del
hueso perforando la carne, mientras el cono de éter silenciaba los gritos.)
Contempló el abierto estómago de un hombre corneado por un toro. También
había visto a su padre luchar a brazo partido con otro hombre que golpeara a
su esposa, aunque esto le impresionó más que todo lo demás, y supo que sería
más prudente no mencionar que lo había visto.
—Está bien, ven conmigo.
Una guadaña apoyada por descuido en un rincón oscuro del granero había
abierto la pierna de Jake Bechtold hasta el hueso. Papá le alzó el camisón.
Retiró el vendaje con cuidado y apareció una herida cubierta de sangre seca,
ennegrecida y pespunteada por los puntos de sutura.
La estudió durante un momento.
—Esto va bien. Mucho mejor de lo que esperaba, si he de decir la verdad.
Afortunadamente, no se ha presentado infección.
—Le estamos muy agradecidos, doctor —dijo Mrs. Bechtold mientras se
estrujaba las manos—. Siempre ha velado por nosotros.

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—No siempre, Mrs. Bechtold —respondió papá con gran seriedad.
—¡Oh, aquello! Estaba en las manos de Dios. Usted no pudo hacer más de
lo que hizo, doctor…
Cuando regresaron a la calesa, papá se sentó y permaneció silencioso
durante un rato.
Luego empezó a hablar.
—¡Oh, qué duro resulta todo esto! A veces suceden cosas horribles, y no
te las puedes quitar de la cabeza durante toda tu vida…
—¿De qué cosas horribles hablas, papá?
Su padre hizo una pausa, como si le resultara dificultoso hablar.
En seguida prosiguió:
—Fue durante mi segundo año aquí, casi el tercero. No puedo venir a ver
a los Bechtold sin revivir de nuevo todo lo que me pasó entonces.
—¿Y qué es lo que hiciste?
—No, más bien fue lo que no hice. No fui capaz. Jalee tenía la gripe.
Mientras estaba en el dormitorio examinándole, aquella niñita, que sólo tenía
tres años, se volcó sobre ella una tina llena de agua hirviente, que estaba
encima de la estufa, cuando su madre la daba la espalda. La tendimos en la
mesa de la cocina. Aún oigo cómo gritaba. Sólo una vez en mi vida he pedido
langosta. Fue la primera vez que llegué a este país y permanecí tres días en la
ciudad de Nueva York. Una langosta se vuelve de un rojo brillante cuando se
la hierve, como tú muy bien sabes, y recuerdo que fui incapaz de comérmela.
Aquella chiquilla tenía un aspecto parecido. Pensé: «No sé qué hacer. Se
supone que lo sé, pero no es así.» Llegó un montón de gente, que se
lamentaban y lloraban. Vertieron agua fría a la niñita. No supe decirles que
no, aunque, realmente, daba igual que lo hicieran. La chiquilla iba a morir.
Finalmente, logré encontrar algo que hacer. Empuñé unas tijeras y comencé a
cortarle las ropas.
»Su cuerpo era una enorme ampolla. No podía ni siquiera mirarla a la
cara. Cuando al fin le quité las medias, salió con ellas también la piel, unas
largas tiras, como si se tratase de papel de seda. Recurrí a algunos ungüentos
de mi maletín. Se habían derretido debido al fuerte calor del sol, así que los
esparcí por todo el cuerpo de la pequeña. Todos me miraban, estaban
simplemente allí observando, como si hubiera algo mágico en la jarrita con
aquella mezcla de bálsamos.
»La nena siguió tendida toda aquella tarde encima de la mesa de la cocina,
quejándose. Alguien preguntó: “¿Por qué no la llevamos a la cama?” “No —
respondí—. Es mejor no levantarla.” Le pusimos una almohada debajo de la

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cabeza. Su pulso era tan débil que no creo que sintiera nada. Por lo menos,
esperaba que así fuese. Aguardamos. Nadie hablaba. Oía a las vacas mugir,
aguardando a que las ordeñasen. Nunca olvidaré los sonidos que hacían,
además de los quejidos de la niñita. Acudieron todas las mujeres de la
vecindad. La pequeña murió poco antes del anochecer. Le tapé el rostro. Aún
no se lo había mirado.
Martin se estremeció. Los relatos de papá siempre le hacían sentir que
veía cuanto había ocurrido. Había estado con él en aquella cocina junto a la
muchachita moribunda; también le pareció permanecer en cubierta con él
cuando zarpó del Ulster camino de Estados Unidos, pasando ante el
rompeolas y los últimos promontorios hacia el mar abierto.
—No debería contarte estas cosas, ¿verdad? —le preguntó el padre—.
Mamá se enfadaría. Siempre dice que eres demasiado joven para conocer lo
dura que puede llegar a ser la vida…
—No soy tan joven. Ya tengo nueve años…
—En ciertos aspectos, eres mucho mayor que esos nueve años.
El brazo de su padre, que había estado descansando en el respaldo del
asiento, se deslizó por los hombros de Martin. La mano de su padre le
confería calor y firmeza, como si fuese un lazo de unión entre ambos.
—Papá —siguió el niño—, quiero ser médico.
El padre le miró con cariño.
—¿Dices eso porque crees que me gusta oírlo? ¿Es así?
—No. Realmente digo lo que siento.
—Puedes mudar de opinión.
—No quiero cambiar de opinión.
El doctor tenía una mueca a flor de labios, no una auténtica sonrisa, sólo
el inicio, de la forma como lo hacía cuando estaba complacido de algo, o
cuando él y su esposa compartían algún secreto.
—Bien, eres bastante listo —se limitó a decir.
—Alice es más lista aún.
—Tal vez sí. Pero no se convertirá en una doctora, eso es seguro. Había
un par de mujeres en mi clase de la Facultad de Medicina, e incluso eran muy
bonitas. Pero si quieres saber mi opinión, te diré que no creo que sea algo
decente. Hay trabajos de hombre y labores de mujer. Y el doctorarse, según
mi modo de pensar, es trabajo de hombres.
—Siempre has dicho que es un trabajo de Dios —respondió Martin con
timidez.

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—Muy bien, claro que sí. Tomemos, por ejemplo, la pierna de Bechtold.
Resulta cierto que hemos aprendido muchas cosas sobre la esterilización:
hace veinte años, enhebrabas una aguja y la llevabas prendida en las solapas
de la chaqueta. Pero de esta forma causarías infecciones. A pesar de todos
nuestros conocimientos, debemos acordarnos de ser humildes. Nunca hay que
estar orgulloso de la propia habilidad. En otra ocasión, tal vez no seas tan
afortunado…
La calesa traqueteó encima del puente. Martin se inclinó hacia un lado, en,
el que se veía el agua muy alta a causa de las inundaciones primaverales.
Cerca de la base del puente, el agua remolineaba, como una joya verde,
maravillosa y mortífera. ¡El poder del agua! Poder para ahogar, o helar o
escaldar. Pero también podía ser muy suave, rodeándote en las tardes
veraniegas con frío de seda, mientras flotabas en ella y te mecía con gran
gentileza.
De repente, el padre dijo:
—Voy a comprar esta yegua. Me la venderá si le ofrezco lo suficiente.
—Habías dicho que no la necesitábamos, y que no nos lo podíamos
permitir.
—No debemos ni podemos hacerlo. Pero tampoco puedo dejar que
regrese a su establo.
Martin sonrió. De una manera que difícilmente hubiera podido expresar
con palabras, comprendía la ternura de su padre hacia aquel animal y que se
relacionaba con aquellas cosas ásperas y crueles de las que habían estado
hablando.
Dieron un rodeo por Cyprus. Los hombres colocaban una bandera azul y
blanca en torno del quiosco de la música, y todas las tiendas estaban cerradas,
excepto para la fuente de soda. Martin anticipó aquellos deliciosos aromas:
gaulteria, chocolate y la cerveza de raíces «Zip». ¡Oh, aquellos olores y
aquella música, la sensación de fiesta!
Ahora trotaban por la avenida Washington, desde la cual las vías laterales
conducían a campo abierto. Eran calles umbrías, en las que ciervos de hierro
se alzaban en los patios y porches, sosteniendo urnas de piedra repletas de
geranios rojos. Uno se preguntaba qué habría en el interior de aquellas
enormes casas, en las que unas criadas con delantales a rayas barrían los
escalones y los jardineros cortaban los setos.
Una mujer de vestido blanco y liviano y floreado sombrero salía en aquel
momento de una casa. Dos niñas, tan pulcras y acicaladas como ella, andaban

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a su lado. Eran más pequeñas que Martin. Vio que una parecía enferma. Tenía
algo raro en los hombros.
El doctor detuvo la calesa y se llevó una mano al sombrero.
—¿Cómo está usted, Mrs. Meig? —saludó.
—Muy bien, doctor, muchas gracias… ¿Y usted?
—También bien, gracias…
—¿Ése es su hijo, doctor?
—Sí, es mi hijo Martin.
—Con el tiempo, será un joven muy agraciado.
—Ya lo es ahora…
La dama se echó a reír. Incluso su risa era graciosa. Se había acercado
tanto al carruaje que se olía su perfume. En sus muñecas destellaban unos
estrechos brazaletes de plata. Martin se la quedó mirando, y luego a la hija,
que era casi igual que ella, excepto en las pulseras: la niña llevaba un
medallón de oro que descansaba en el hueco de la garganta. Miró luego a la
otra niña y, rápidamente, apartó la mirada; se supone que no se debe
contemplar a un lisiado.
El padre se llevó otra vez la mano al sombrero y arreó a la yegua. La
detención apenas les había llevado medio minuto.
—¿Quién era? —preguntó Martin.
—Mrs. Meig. Ésa es su casa.
Se volvió para mirar hacia atrás. La casa era sólida y sombría, construida
de piedra. La rodeaba una sesgada valla de hierro y se veían algunas flores
sembradas en estrella por el césped.
—¿Has visto esas flores silvestres, papá?
—Son narcisos de los prados y no son silvestres; sólo dan esa impresión.
Es lo que llaman «dar naturalidad» a las cosas —le explicó su padre.
Lo sabía todo…
De repente, se percató de qué era lo que le excitaba. La casa se parecía a
los castillos de los libros de caballerías… Era más pequeña, como es natural,
pero parecía igual de misteriosa. Te hacía desear saber qué ocurría en su
interior.
—¿Has estado alguna vez dentro, papá?
—Sí, una vez. La camarera estaba enferma y no pudieron localizar al
doctor Pierce. De este modo me conoció Mrs. Meig. —Papá sonrió—. Era
una noche fría y lluviosa, según puedo recordar, y sospecho que el doctor
Pierce no quiso salir en una noche así sólo por una criada…
—¿Para qué sirve una criada, papá?

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—Pues, cuando se tiene una casa así de grande, se necesita gente para que
la cuide. Los Meig son los dueños de la fábrica «Websterware», allá en el
canal, donde fabrican ollas y sartenes, como tú ya sabes. Supongo que la
mitad de los hombres de Cyprus trabajan allí.
Pero Martin pensaba en algo más.
—¿Qué le pasa a la otra niña?
—No puede hacerse nada por ella. Tiene desviada la columna vertebral.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Su columna vertebral no estaba recta cuando nació. Puedes estar
agradecido de que no te sucediera a ti una cosa así.
Cierto. Sería terrible. Los muchachos se reirían de él en la escuela. Se
estremeció.
La madre y Alice les aguardaban ya en el porche cuando entraron en el
patio. Vestían trajes veraniegos y zapatos blancos. Alice llevaba una ancha
cinta azul y un lazo.
—¿Verdad que parecen muy bonitas ahí de pie? —preguntó el doctor.
—La dama era más bonita que mamá. Y la niña aquella era también
muchísimo más guapa que Alice.
El padre le regañó.
—Nunca más digas eso, Martin, ¿me oyes?
—Sólo he querido decir que mamá y Alice no llevan unos grandes
sombreros blancos como aquéllos. —Aunque, en realidad, no era eso lo que
quiso decir—. Desearía que los llevasen. ¿A ti qué te parece?
—No es una cosa importante —replicó su padre.
Su madre estaba de un humor que corría parejas con el día de fiesta.
Despeinó a Martin y le rozó la mejilla con la áspera piel de sus dedos.
—¡Apresuraos los dos! —les gritó con desenfado—. Tenéis diez minutos
para lavaros y cambiaros.
Por lo general, al pasar al lado de su hermana para entrar en casa, Martin
le hubiera deshecho el lazo. ¡Sólo porque era año y medio mayor que él no
debía pensar que era la reina del gallinero…! Pero ahora, de todos modos, una
súbita ternura le impidió deshacer el cuidadoso lazo de Alice. No podía
explicar qué es lo que veía en su madre y en su hermana en aquel momento:
que eran algo vulnerable y débil, tal vez, aunque en aquel momento sonreían
y parecían felices. Se trataba de la débil confusión creada por el contraste:
aquella sorprendente entrevisión, de sólo unos segundos, de una casa, de una
fragante y esbelta mujer y de una elegante muchachita; luego esta casa y estas

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dos mujeres a las que tanto conocía y quería. Sintió como una punzada en el
corazón, una especie de nostalgia, como un dolor.
Algunos días quedan marcados por el recuerdo, días que,
superficialmente, no son muy diferentes a otros muchos miles de días en la
cadena de los años. Pero se han depositado unas semillas que permanecen
ocultas, en silencio, hasta que llegue su tiempo, hasta que las atraviese un
rayo de luz. Y entonces, toda la vida concentrada que se alberga en las
semillas se despereza y surge.
Tal vez no era usual en un niño de sólo nueve años tomar una resolución y
tener una revelación, todo ello en un solo día; y tal vez era aún más
desacostumbrado para él saber, mientras todo esto sucedía, que lo recordaría.
Sin embargo, así era…

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CAPÍTULO II

Mucho antes de la salida del sol, Martin se despertó con la plena


consciencia de que aquella mañana era diferente. Se marchaba de su casa. Los
años en el instituto cercano a Hamilton no habían sido otra cosa que una
extensión del hogar, pero sabía que ésta era una partida definitiva. Tras pasar
cuatro años en la Facultad de Medicina de Cornell, después de cuatro años en
la ciudad de Nueva York, la vida de esta casa no le resultaría familiar y él
sería otra persona diferente de la que era ahora.
Tenía las maletas cerca de la puerta, con sus formas negras contra el gris
del amanecer. Cuando estuviesen bien cerradas y se las llevasen de allí, ¿qué
quedaría en esta antigua habitación a la que había sido llevado el día de su
nacimiento? La cama, con aquella labor de ganchillo extendida por encima, el
pupitre manchado de tinta y el armario de madera de arce, en que guardaba
sus útiles de aseo alineados en líneas paralelas, equidistantes del borde. Al
igual que su madre, siempre se había visto impulsado hacia la limpieza y la
precisión. No podía pensar de una forma constructiva hasta que todo estaba
ordenado, las notas dispuestas alfabéticamente en la agenda y los documentos
en sus carpetas. ¡Rasgos de neurótico! Pero no se podía hacer nada contra la
forma en que uno había sido hecho.
Unos pensamientos culpables y melancólicos cruzaban a veces por su
mente. Si no hubiese sido por la muerte de sus tres hermanos, especialmente
de Enoch, no hubiera estado ahora en camino de hacerse médico. ¿En qué se
hubiera convertido entonces? ¡Muerte y supervivencia! Una vida florece
gracias a la destrucción de otra. Últimamente había pensado mucho en sus
tres hermanos muertos. Tal vez fuese a causa de que yacían en el cementerio,
a menos de un kilómetro de la carretera, y que seguirían allí yacentes aquella
mañana cuando se dirigiese a tomar el tren que se lo llevaría de aquel lugar.
El padre llamó a la puerta y entró en el mismo instante en que Martin
sacaba las piernas de la cama.

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—¿Te das cuenta de que no he estado en la ciudad desde que llegué en el
barco que me traía del Ulster? Y tampoco hubiera ido este año si no me
hubiera proporcionado una excusa el acompañarte.
Bostezó ostensiblemente.
—Perdóname. Esta noche pasada no he dormido muy bien.
—¿Estás excitado?
—En parte, sí, pero también muy cansado. He pasado la mayor parte del
miércoles observando cómo se moría el viejo Schumann.
—Le recuerdo. Alice y yo solíamos pensar que se parecía mucho a Santa
Claus.
—Sí. Es triste que, después de ochenta y siete años, un ser humano no
pueda marcharse sin luchar. Ni siquiera la morfina sirvió de mucha ayuda.
Martin, mientras se metía en sus arrugados pantalones nuevos, pensó:
«¿qué sentiré cuando presencie la muerte de mi primer enfermo?»
—Además, pasó por tiempos muy difíciles. Durante los años de la guerra,
sus compañeros dejaron de hablarle porque había llegado de Alemania.
Afirmaban que tenía el retrato del Káiser en la pared del salón, lo cual no era
cierto. ¿Ya te conté que asistí al nacimiento de su primer bisnieto la semana
pasada? Fue un parto muy difícil, que se presentó de espaldas. Un parto así da
mucho trabajo. Recuerdo cuando tuve el primero… Fue por los años 1890.
No había visto hasta entonces a la paciente. En aquella época no teníamos
rayos X, y me acuerdo de cuando me di cuenta de que se presentaba de
espaldas. Quedé mortalmente asustado. Nunca he estado más asustado en mi
vida…
—¿Y qué pasó?
—Perdí al recién nacido. La madre quedó bien…, pero no deja de ser una
cosa horrorosa el perder una nueva vida, perfectamente formada… Me
culparon de ello. Después del parto, dejaron de visitarme dos de las amigas de
la mujer. Recurrieron al doctor Revere, que no sabía mucho más que yo.
Tenía siempre las manos sucias y las uñas negras. No había oído hablar de
Semelweis y de los guantes. Pero opinaban que yo tenía la culpa…
—¿Y era así?
—Es posible. Un hombre hábil hubiera sido tal vez capaz de dar la vuelta
al feto… No lo sé… —Enoch meneó la cabeza—. Hay una espantosa
cantidad de cosas que desconozco. —Se levantó—. Vamos a desayunar. Tu
madre nos ha preparado tortillas y salchichas.
Al llegar a la puerta, se volvió.

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—Te quiero decir algo más, Martin. Te envidio por haber nacido en un
tiempo en que aprenderás cosas en las que nunca he podido soñar… Las
respuestas a oscuros secretos se te harán tan claras como el día. ¡Tal vez
incluso se venza el cáncer durante el curso de tu vida! Nos veremos abajo.
Martin permaneció en el centro de la estancia. Ya estaba a punto para la
partida. ¡Sí, sí, deseaba ser médico! Pero también lo temía. ¿Y si no lo hacía
bien? Supongamos que descubría que, pese a todo, había sido un error, que no
estaba preparado para ello… ¿Cómo podría entonces volverse atrás? ¿Cómo
se enfrentaría con su padre y consigo mismo?
El sol, que avanzaba ahora hacia el Oeste, manchó toda la alfombra de un
brillante azul. La puerta del armario vacío mostraba las desocupadas perchas
sujetas de la varilla. En el suelo se veía un bate de béisbol de tamaño infantil,
junto con una foto del equino de los «Yankee» y un par de viejos zapatos de
goma.
Permaneció un momento en el umbral acariciando todas aquellas cosas,
cariñosamente, con los ojos, antes de dejarlas atrás.
Era algo parecido a lo que contaban de los ahogados: una ráfaga de
recuerdos, toda una vida que se entreveía en el último minuto. ¿Sentirían de
este modo todos aquellos que se iban? Sabía que era así, pero que no hacían
exactamente lo mismo. Cada caso es algo único. Los pensamientos de cada
cual sólo a él le pertenecen, y la forma en que apreciaba las cosas le
pertenecían, asimismo, sólo a él.

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CAPÍTULO III

En un cuaderno de ejercicios, Martin guardaba un Diario entre sus tapas


duras. Le gustaba creer que, cuando fuese mayor, en unas horas más
agradables de ocio, aquellas páginas llenas de su escritura rápida, y que
apenas nadie, con excepción de él mismo, podía leer con facilidad, guardarían
la memoria del tiempo pasado.
Volvería entonces las páginas, las miraría al azar, y los ojos escrutadores
percibirían insinuaciones y previsiones.

Ya he pasado mi primera semana en Nueva York. Papá se quedó un día y


una noche, lo suficiente para verme instalado. Cenamos muy bien en
«Luchow». Le vi cómo contaba los billetes. Estos años han sido muy duros
para él.
Le acompañé a la estación, de Grand Central, del «camino de hierro».
(Aún emplea esa anticuada expresión.) Nunca me había dado cuenta, hasta
que estuvimos allí de pie juntos, de qué pequeño es comparado conmigo. El
único rasgo que tenemos en común es la nariz, de un perfil parecido al que se
ve en las monedas romanas. Confiere al rostro una apariencia ascética.
¡Afirma que nuestras narices son el resultado de la ocupación romana de
Britania!
Aguardé hasta que el tren partió y ya no se divisó otra cosa que la luz del
furgón de cola alejándose por las vías. Le perdí con sus citas comunes, sus
estrellas y rocas y su mitología griega. No puede haber nadie igual a él. ¡Ese
hombrecillo tierno y distraído!
Ahora soy yo mismo.
Éste ha sido mi primer día en la sala de disecciones. Pensé que vomitaría
y aquella humillación me asustaba. Luego miré a mi compañero, Ferbach —
nos asignaban, alfabéticamente, para que compartiéramos un cadáver—, y él

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también tenía muy mal aspecto. Así que nos echamos a reír, una risa estúpida
y embarazosa.
Intenté no mirar al rostro. Se puede llegar a creer que el resto del cuerpo
es una máquina, que no tiene individualidad. Pero el rostro representa a la
persona.
Tal vez por primera vez en mi vida fui claramente consciente de que el
hombre es una cosa perecedera. Supongo que recibiría sin insolencia todas
aquellas elevadas y consoladoras palabras acerca de la inmortalidad del alma
humana, que nos enseñaban en la escuela dominical… ¡Pero el cuerpo de un
hombre puede quedar aplastado! Hiede como el de cualquier animal
atropellado y apartado a un lado de la carretera. No hay ninguna dignidad.
Toda la dignidad queda arruinada. Relajé los esfínteres. Divisé una cicatriz,
una raya blanca en el hombro. ¿Se debería a una caída producida en la niñez,
a una riña de borrachos o a un accidente mientras, de una forma decente,
mantenía a una familia? Ahora ya no importaba.
¡Qué horroroso resultaba un cadáver, en una mesa y bajo unos potentes
focos de luz, e invadido y merodeado por unos intrusos como yo! Sí, pero
también es algo hermoso, como puede ser maravilloso una ecuación o un
copo de nieve. Un diseño que ha evolucionado y se ha alterado con sutil
paciencia durante un centenar de millares de años.

Mi planta es una sociedad de naciones. Están Napolitano, Rosenberg,


Horvath, Gault y un tipo de Hong Kong, Won Lee. Su padre posee un Banco
allí. Él no lo menciona, pero todo el mundo lo sabe.
Mis mejores amigos van a ser Tom Horvath y Perry Gault. Tom me
recuerda a mi padre. Resulta divertido, porque no hay dos personas menos
parecidas, puesto que Tom mide más de un metro ochenta de estatura, con lo
que llaman una cabeza leonina y un rostro grande y feo. Su padre es húngaro
y su madre irlandesa.
—Esto hace de mí un norteamericano típico —acostumbra a decir Tom.
Es un poco francote y terco, pero he notado su honestidad y amabilidad. Y
en esta amabilidad es en lo que más se parece a papá.
Perry es el cerebro. Tiene una memoria fotográfica para todo, desde la
anatomía a los resultados del béisbol. Es bajo y rápido, con la energía de tres
personas, un temperamento ardiente y de muy buen corazón.
Opinan que soy un supersticioso porque «siento cosas» acerca del futuro.
Presiento que Perry, Tom y yo nos veremos muy relacionados en la vida, y a

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veces en grandes porfías. ¿Ridículo? Es posible…

Ya han pasado seis meses. He procurado tener tiempo libre para aprender
algo acerca de esta enorme ciudad. Tengo mucho que aprender, además de
todos los grabados de mis gruesos libros de texto. ¡Hay tantas cosas del
mundo que ver aquí! Ayer fui al mercado pesquero, Fulton. Multitudes que
dan empujones y caras rojas. Montones de pescado iridiscente, rosado y gris
bajo un lustre de plata húmeda. Pensé en aquel artista flamenco, Brueghel,
que vi un domingo en el museo.
Luego anduve por la Quinta Avenida, paseé por los salones de la
biblioteca —un lugar donde suelo perderme— y por la parte alta de la ciudad.
¡Qué preciosidad! Pinturas con marcos dorados. Una estancia modelo, con
altas ventanas y una vista de los jardines. Pirámides de libros. Fotografías de
Roma: pinos que parecen sombrillas y mármol. La Interpretación de los
sueños de Freud: ¿tendrá razón cuando afirma que el cerebro es sólo química?
Mueva York es una fiesta y yo soy un ansioso, que quiere conocerlo todo.
Tras vagabundear una hora, no quería regresar a mi habitación y memorizar el
curso de la arteria bronquial. Pero lo hice.

¡Mi segundo año! He estado observando algunas cosas de cirugía y es


algo muy, pero que muy sedante. Aquí tenemos auténticas estrellas: Jennings,
Fox, Alben Riker. Vi practicar una mastectomía total a una mujer de la misma
edad que mi madre. Un rostro tranquilo y resignado. Sabe que no vencerá a su
enfermedad. Presencié ayer cómo Riker extirpaba un riñón tuberculoso. Un
maestro con manos de oro.
¿No sería maravilloso ser cirujano? ¿Pero dónde y cómo conseguir el
adiestramiento? Hay que vivir. ¿Cómo puedo permitírmelo? No obstante, creo
que llegará el día en que habrá más especialistas que médicos de medicina
general. La medicina se está haciendo más y más compleja. Tom no se
muestra de acuerdo. De todos modos, dice que no puede esperar, que debe
abrir un consultorio y casarse con su novia, Florence. Afirma, asimismo, que
soy muy afortunado, puesto que el ejercicio en la medicina, por parte de mi
padre, me será de gran ayuda. Sé que en esto último tiene razón.

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Tom se preocupa porque, al final de mi segundo año, aún no tengo novia.
La cosa es que es muy feliz con Florence —salen juntos desde que acudían a
la escuela superior—, y cree que yo debería de hacer lo mismo. Es muy
generoso por su parte, pero aún no deseo echarme novia. El problema radica
en que las chicas «decentes» desean casarse. Es comprensible que si
revoloteas con una durante seis o siete meses, tenga derecho a saber lo que
piensas realizar a continuación. Incluso sus padres muestran esa expresión en
sus rostros, ya sea cálida y amistosa o ligeramente fría. En cualquier caso,
sabes qué es lo que les preocupa, es decir que la chica está desperdiciando su
tiempo. Pero, a fuer de sincero, no acabo de comprender este punto de vista.
Yo tampoco estoy perdiendo el tiempo, el poco tiempo de que dispongo…
He conocido a una enfermera de Carolina del Norte, Harriet, que es pelirroja
y de sonrosado rostro. Una auténtica fresa. Parecía muy inocente. Me costó
sólo veinticinco minutos percatarme de que, en realidad, no lo es. Por suerte,
tiene una hermana mayor que posee un apartamento en el Village.

El tiempo no deja de correr. ¡No puedo creerlo! Ya he hecho tres cuartas


partes del camino que me llevará a poder escribir la palabra «doctor» delante
de mi nombre. Suelen decir que la gente joven tiene todo el tiempo del
mundo, pero eso no ha sido nunca cierto para mí. A veces, me parece que
acabase de nacer y, en otras ocasiones, se apodera de mí el pánico debido a
que tengo ya casi veinticuatro años —que una tercera parte de mi vida ya ha
pasado—, y que nunca haré o veré todo lo que deseo ver o hacer. No conozco
demasiadas cosas: ¿qué puede saberse tras haber vivido en un lugar como
Cyprus? Aunque también es verdad que muchas personas que viven aquí, en
la ciudad, serían mucho más felices si estuviesen en Cyprus.
He oído a Edna St. Vincent Millay leer poesías en el Village. He ido
también a la ópera —en entrada de pie, como es natural—, pero valió la pena.
¡Dios mío, qué cosa tan espléndida! Las luces y la súbita oscuridad, el telón
que se alza y la música que empieza a sonar…
He leído cosas acerca de un hombre del Canadá, el doctor Banting, que ha
descubierto un método para ayudar a los diabéticos por medio de inyecciones
de insulina. Ha tenido un éxito asombroso. ¡Convertirse en un descubridor, en
un benefactor así! ¿Qué debe sentir con todos los ojos del mundo vueltos
hacia él? ¡Ser alguien! ¡Oh, no importa la admiración, sino saber…! ¡Saber
que sabes! Martin, Martin, ¿hay en ti una fea vena de vanidad? Confío en que
no…

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Pero no deseo tener esa comezón. Siento que si no hago algo grande,
descubrir una cosa o desarrollar alguna estupenda habilidad, habré fracasado.
Como es natural, afirman que la mayoría de principiantes no hacen otra cosa
que sentirse románticos, que todo no es más que ingenuidad y juventud. Pero
yo no lo veo así.

Quieren que regrese a casa para las vacaciones. Mi padre dice que puedo
atender con él las llamadas que nos hagan, y que ahora las cosas significarán
mucho más para mí. No obstante, dos meses serán mucho. Creo que será
mejor regresar aquí un mes antes y prepararme para el último curso de
carrera. Están reorganizando la biblioteca principal y puedo conseguir un
trabajo clasificando libros. Necesito ese dinero. Y, asimismo, podría leer
muchísimo.

Me encuentro de vacaciones en casa. Hoy sucedió algo curioso. Fui con


mi padre a atender una llamada a una de esas casas elegantes de Cyprus, con
sus torreones y sus ciervos de hierro, que imaginaba que eran tan grandes. El
dueño de la casa tenía un fuerte ataque de gripe. Aguardé en la biblioteca
mientras papá subía al piso de arriba.
Se trataba de una espantosa habitación con muchos muebles pesados de
roble y, encima del sofá, un horrendo cuadro de una ninfa de pies desnudos
corriendo y con unos tules agitados por el viento, muy bien diseñados para
que le cubrieran el sexo y los senos. Mientras la contemplaba, oí hablar a
alguien:
—Algo espantoso, ¿verdad?
Me sobresalté. Luego me percaté de quién se trataba: una muchacha muy
baja, de poco más de metro y medio de estatura. Tenía unos veinte años y un
rostro muy dulce, una cabeza muy fina con el cabello oscuro y rizado, además
de una desviación en la columna vertebral.
—Siento haberle asustado —me dijo—. Soy Jessie Meig.
Le expliqué que era el hijo del doctor y ella quiso saber si yo también era
médico. Le contesté que lo sería el próximo año.
No sé por qué estoy escribiendo todo esto, pero lo cierto es que ha
resultado un día muy extraño.
—Pensé que venía a buscar a mi hermana —me dijo—. Si desea verla,
está en su estudio, al otro lado del vestíbulo.

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Le manifesté que no conocía a su hermana.
Luego ella añadió:
—Pues cuando la conozca, seguro que quedará prendado de ella…
—¿Y por qué va a ocurrir algo así?
—Porque los hombres siempre reaccionan de este modo. Pero luego no
sucede nada. Por lo menos, aún no. Papá quiere guardarla hasta que conozca a
alguien que él apruebe.
Todo esto me confundió tanto que no supe qué responder.
La chica prosiguió:
—De todos modos, Fern no está ahora interesada por los hombres. Desea
convertirse en una gran pintora. Además, es muy tímida para empezar los
asuntos. Si yo tuviese su aspecto, no sería tímida, eso sí puedo asegurárselo.
—No parece usted nada tímida —le contesté.
Se echó a reír.
—Tiene razón. No lo soy. En una persona como yo, resultaría fatal. No
me da miedo y no me preocupa. Ahora, mirémosle a usted: no tiene miedo,
pero es aprensivo. Lo leo en su cara.
¿Tal vez le parecía que debía mostrarse audaz para entretener? Realmente,
no lo sabía. Pero empezaba a sentirme divertido.
—Me parece que lo soy —repuse—. Es algo de familia. Mi padre se
preocupa por el progreso de la Humanidad y mi madre se inquieta por el
techo que cubre nuestras cabezas.
—Supongo que serán pobres —me dijo.
Aquella vez ya nada podía sorprenderme, así que contesté:
—Sí, lo somos mucho…
—Eso es malo. Los médicos rurales trabajan duramente por muy poco…
En aquellos momentos, comenzaba a gustarme su forma de hablar… La
mayor parte del tiempo la gente habla y no dice nada auténtico, nada que
realmente sientan. Pero se veía que esta muchacha era honesta e inteligente.
¡Qué jugarreta había realizado la Naturaleza al pegar aquella cabeza tan
brillante en un cuerpo semejante!
De pronto, algo destelló en el fondo de mi mente.
—Ahora la recuerdo… Estábamos en el calesín —eso demuestra el
mucho tiempo que hace—, pasábamos por delante de esta casa, y usted salió
con su madre y con su hermana. Lo recuerdo con toda claridad.
¡Qué estúpido e idiota fui! Lo que quería decir resultaba evidente: Me
acuerdo de la niña lisiada…
A toda prisa traté de enmendarme.

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—Especialmente recuerdo a su madre…
—Hace ya siete años que murió…
Traté de disimular un poco más y me acerqué a los estantes de libros.
Tenían muchos buenos ejemplares. Empecé a murmurar algo acerca del
Lincoln de Sandburg, y que sería una de las primeras cosas que me compraría
en cuanto pudiera permitírmelo.
Seguimos hablando de libros hasta que papá bajó por la escalera y nos
marchamos. Aún siento la cara enrojecida. Ha sido un encuentro muy extraño.

Una semana después, papá encontró un paquete en el porche delantero.


Era para mí. Se trataba del Lincoln de Sandburg con una tarjeta de Jessie
Meig… «Cualquier persona que anhele algo tan razonable como un libro, no
debe aguardar para ello. Le ruego que lo acepte y disfrute con él.»
Supuse que debía de haberle escrito una nota de agradecimiento, pero,
dado que tenía que pasar delante de la casa en mis correrías por Cyprus, creí
que sería más agradable detenerme y darle, personalmente, las gracias. Así
que fui allí y pregunté a la criada por Miss Meig, pero en vez de ver a Jessie
me condujeron a presencia de su hermana. Trabajaba ante un caballete y
comprendí qué no quería que la molestasen, por lo cual pedí perdón por la
equivocación y me retiré en seguida.
No obstante, resulta extraño cuánto recuerdo los pocos segundos que
permanecí allí. Se alzó y me miró un rostro de lo más sorprendente: un rostro
cetrino, casi oliváceo, con unos extraordinarios ojos del más diáfano azul.
Nunca había visto unos ojos así. Su pelo también es rizado como el de Jessie,
pero más corto. Me acordé de la forma que presentan los rizos en las antiguas
estatuas griegas. Vestía un blusón blanco. En las sandalias tenía gotas de
pintura. Y esto es todo, excepto que no comprendo por qué esta imagen ha
quedado tan grabada en mi mente.
¿Era un desatino que Jessie hablase de que las personas se enamoraban a
primera vista de Fern?
¡No tengo por qué preocuparme! No me puedo permitir durante mucho
tiempo el complicarme la vida. Probablemente, no volveré a ver a esa
muchacha.
No obstante, tengo la sensación de que se desencadenará algo dramático,
mientras permanezco sentado aquí, escribiendo estas líneas…

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CAPÍTULO IV

El último año de la carrera pasó aún más de prisa que cualquiera de los
cursos anteriores. Martin comenzó realmente a sentirse médico. Un sutil
poder alumbró en él, como si, instintivamente, oliese la enfermedad; la sentía
pulsar bajo sus dedos y brillar ante sus ojos. Comenzó a planear juegos
intelectuales, incluso tomando notas en el Metro, ante las personas que veía.
«Peón, hombre alto con cazadora amarilla. Italiano. Ha debido tener una
buena apariencia, una poderosa juventud. Está comiendo una barra de
chocolate, crujiendo y masticando de puro placer. Poniéndose gordo. En
pocos años su fuerza menguará. A los cincuenta será pura jalea y muy fofa
Apuesto a que ya es hipertenso, aunque él no lo sabe.
»Hombre de cuarenta años. Rostro sombrío e inteligente. Anglosajón.
Palidez verdosa. Dedos con manchas de cigarrillo. Busca los cigarrillos,
observa el letrero de “prohibido fumar” y se los vuelve a meter en el bolsillo.
Tipo úlcera. ¿Abogado, tal vez? Vinculado a una importante empresa. Cargo
de responsabilidad y trabajos nocturnos.»
Su mente se dilató. Se sintió asaltado por una nueva curiosidad hasta
lejanos rincones, a la Academia de Medicina para escuchar la conferencia de
un psiquiatra sobre hipnotismo, así como para oír las nuevas teorías acerca del
cáncer y de los nuevos procedimientos quirúrgicos.
Un hombre, un neurocirujano, le atrajo de una forma especial. Era
español, se llamaba Jorge María Albéniz, se había educado en Barcelona y era
un hombre frágil, ya mayor, y con los modales formalistas propios de los
europeos. A sus espaldas, el personal de enfermeras hablaba de él,
afectuosamente, como de el Duque. El personal médico opinaba que tenía un
raro talento. También se afirmaba que, si lo hubiera deseado, hubiese podido
hacer una fortuna. Pero pasaba la mayor parte del tiempo en el laboratorio del
sótano o en la clínica, donde trataba a los enfermos y daba clase. Sólo le
gustaba operar cuando el caso era tan difícil que los demás se mostraban
reacios a hacerlo.

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Martin le observó un día mientras extraía un tumor en la pituitaria de una
mujer joven. El tumor se había extendido tanto que resultaba imposible
eliminarlo por completo.
Albéniz hablaba mientras trabajaba.
—Con la radioterapia, podrá vivir unos cuantos años. Sus hijos estarán ya
más crecidos, casi a punto de cuidarse por sí mismos. Estamos ganando
tiempo, eso es todo. —Alzó la vista a los silenciosos jóvenes que le rodeaban
—. Ya lo ven; se trata de un terrible azote al que aún no sabemos cómo hacer
frente…
Aquella sencilla honestidad conmovió a Martin. «El trabajar en el cerebro
—pensó—, debe constituir el campo más desafiante de todos.» Y miraba
asombrado a Albéniz. ¿Cómo podía ser así un hombre?
Comenzó a experimentar un nuevo y poco familiar desasosiego.
Y esto le continuó en las vacaciones que pasó en su casa. De repente, se
percató de cosas que antes no había visto. Su padre, por ejemplo, tenía
algunas absurdas e ignorantes opiniones.
Si un hombre tenía dolores crónicos de cabeza, afirmaba que se trataba de
algo familiar.
—Recuerdo cómo tío Thaddeus solía verse afectado de accesos de cólera
a causa de eso. Después, se sentía arrepentido. No debes comer alimentos con
especias. Espesan la sangre y producen congestiones de cabeza.
Martin no hizo ningún tipo de comentario. La mayor parte de los dolores
de cabeza que afectaban al carácter podían ser debidos a muchas cosas, desde
sinusitis a migraña, o bien alergias, un tumor o una psicosis incipiente. O tal
vez únicamente se debiese a preocupaciones a causa de la hipoteca. ¡Especias
en la comida!
Acompañó a su padre a una visita médica. Aquella familia tenía un niño
de cuatro años del que la madre estaba muy orgullosa.
—Es todo un boxeador, ¿verdad, doctor?
—Hola, Dale —dijo papá—. Sí, un lindo y gordito muchacho. Cualquiera
vería que está llenito de su buena crema y mantequilla…
—Pero hay una cosa que olvidé mencionarle el invierno pasado: se
quejaba de que le dolían los brazos y las piernas. Nada demasiado importante,
puesto que ni siquiera lloraba por ello. Sólo le dolía, ya sabe…
—¿Dónde? ¿En las articulaciones?
—En las rodillas y en los codos.
El padre agitó las manos.

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—No es nada. Sólo dolores del crecimiento. Está creciendo demasiado de
prisa, eso es todo. Yo no me preocuparía por ello.
Una vez estuvieron afuera, Martin observó:
—¿No te parece que debieras considerar la posibilidad de unas fiebres
reumáticas? Y ese niño, además, está demasiado gordo.
—No, yo no lo considero así —respondió el padre de manera tajante.
¡En realidad, cabía esperar cierto tipo de rivalidad entre padre e hijo!
Hasta entonces se habían encontrado libres de cosas así. Y, ciertamente, no
deseaba que la rivalidad le separase de su padre. Por lo cual, se calló de
nuevo.
Al cabo de tres días, durante la comida del mediodía, su madre preguntó
por el niño de alguien.
—Está mucho mejor —le contestó papá—. «Polvos Dovers» y una
enema. Eso siempre da resultado.
Aquella vez, Martin no pudo resistirse.
—Papá, nosotros ya no empleamos «Polvos Dovers»…
—¿Qué quieres decir con ese «nosotros»? Yo he estado empleando ese
producto desde antes de que tú nacieras…
Martin abrió la boca para contradecirle. Pero luego pensó: «A un hombre
mayor se le debe permitir salvar el rostro… Si tengo que enseñarle algo
nuevo, debo hacerlo con cuidado y en privado. Necesitamos hacerlo y lo
haremos…»
Pero de nuevo le sobrecogió un desasosiego parecido al que le había
atormentado durante semanas o quizá meses. Apenas podía seguir sentado y
callado sin notar comezones en el plexo solar. Aquella comida, con alguna
repetición de platos para papá, y con café para su madre, parecía no acabarse
nunca.
—¿Me prestas el coche esta tarde? —preguntó—. Me gustaría ir a Cyprus
a hacer un par de recados…
Cuando hubo acabado en la droguería y en la ferretería, regresó al
automóvil para volver a casa. De todos modos, no había más sitios adonde ir.
Hacía un frío de enero, con carámbanos por arriba y nieve debajo de los pies,
un día estupendo para estar en casa, procurando dominar aquella inquietud y
estudiando para los exámenes trimestrales.
Ésta era su intención, y nunca quedó demasiado claro para él cómo
sucedió que, en la avenida Washington, al dirigirse hacia su casa, de repente
hizo dar media vuelta al auto y se encontró, tres minutos después, aparcado en

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la esquina situada enfrente de dos ciervos de hierro de la parte delantera de
una casa de piedra oscura.

Se produjo la misma extraña sensación de pérdida del equilibrio que la


primera vez.
—¿Por qué se queda mirándome? —le preguntó ella.
—Porque nunca he visto un rostro como el suyo…
—¡No creo que tenga nada de particular!
—Ya lo sabe que sí… Unos ojos azules no corresponden a una cara
española ni a una cara griega.
—No tengo nada de español en mi persona, ni tampoco de griego.
Daba por sentado que la muchacha no era «hermosa» en el sentido
habitualmente aceptado; era alta, casi tan alta como él, y el color de su tez
resultaba muy extraño. Pero había algo tan… ensoñador en su dulce
expresión, como si viese cosas que él no podía ver…
En su mano izquierda sostenía los pinceles como si se tratase de un
abanico. Ahora, tras elegir uno, la joven se inclinó sobre el caballete y trazó
unos rasgos rojos en el ala de un ave: tres pájaros de color escarlata posados
en una cerca de alambre que tenía como fondo un paisaje nevado.
—¿La he interrumpido en su tarea? —le preguntó.
—No. Esto va está acabado. Por lo menos, es lo mejor que puedo hacer…
Martin no sabía casi nada acerca de arte. ¿Se trataría sólo de una tarjeta
postal sentimental? Pero era muy vívido y le atraía. Por ello, respondió con
gran sinceridad:
—Es una obra muy bonita…
Ella consideró su observación y frunció levemente el ceño:
—No sabría decirlo… Todo lo más, he intentado imitarlo… Mire esto, por
ejemplo…
Se trataba de un pequeño lienzo cuadrado, lleno de diversos tonos rosas,
que iban desde el fucsia al perla. Contemplado más de cerca, se veía que eran
árboles floridos, con sus oscuras y ahorquilladas ramas enterradas en el
ondulante color rosa.
—Monet. Trataba de imitar a Monet. Nenúfares, ya sabe… Y por aquí
esas tres barcas varadas en la playa. Eso es un cuadro de Winslow Homer.
—«M. F. M.» —leyó que ponía en una esquina—. ¿Qué significa esa
«M»?

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—Mary. Mi nombre de pila es Mary Fern. En casa me llaman Fern porque
mamá se llamaba también Mary. Pero me gusta mucho más que me llamen
Mary…
—Entonces la llamaré Mary. La vi una vez cuando sólo tenía nueve años
—explicó de forma irrelevante.
—Lo sé. Jessie me lo dijo… Afirma que será usted un maravilloso
médico… Usted no se sintió cohibido, del modo que le pasa a la gente cuando
está con ella. Nunca saben cómo hablarle…
—No creo que exista ninguna forma especial de hablar con ella.
—No debería haberla, pero la hay. La gente siente pena por ella. Y, como
es natural, mi hermana lo sabe…
—¡Qué duro resultará para ella tener que vivir tan cerca de usted durante
toda su vida!
Al instante, Martin lamentó su exclamación. Pero Mary le respondió con
gran sencillez:
—Lo sé. No nos llevamos muy bien.
—No puede ser mucho mayor que usted…
—Es más joven. Sólo nos llevamos trece meses.
Había una gran tranquilidad en aquella estancia. Era muy aireada y
blanca, con níveos muros y el panorama del día invernal que se veía a través
de las descorridas cortinas, no parecía tener la menor relación con la
confusión del resto de la casa.
—Me gusta esta habitación —comentó Martin—. Aquí se disfruta de una
gran paz.
—Y es que la hay. La mayor parte del tiempo. Excepto cuando me
encuentro en uno de mis estados de ánimo rebeldes. —Mary se echó a reír—.
Le serviré café. Apartaremos esos potes de pintura que hay encima de la
mesa, así, y la acercaremos a la ventana.
El sol relucía en los dorados rebordes de las tazas y en el anillo del dedo
de la chica, que daba vueltas y vueltas mientras movía el café. El anillo estaba
formado por un topacio engarzado en un aro de oro curiosamente retorcido.
Sus uñas tenían muy bien marcadas las medias lunas. Mostraba un pequeño
lunar en el centro de una mejilla. Martin nunca había sentido tan tremenda e
intensa contemplación por ningún otro ser humano. Se hacía necesario hablar
con toda calma.
—¿Qué quiere decir al hablar de ese «humor rebelde»? —le preguntó.
Durante un momento, la muchacha no contestó.
Luego dijo:

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—Verá… Tal vez sólo sea una tontería… Pero este pensamiento de
grandezas en arte… ¿Pero cómo puedo saberlo si no me toman en serio?
—¿Nadie lo hace?
—Mi madre sí lo hacía. Si aún viviese, me encontraría en Nueva York, o
en cualquier otra parte, estudiando. Pero mi padre opina que esto es «un
desatino». Si tuviese dinero propio…
—¿Se iría?
—¡Oh, sí! ¡Deseo ver algo más! —Hizo un movimiento con el brazo—.
¿Nunca ha deseado llegar más allá?
—Durante toda mi vida, desde la edad a que llegan mis recuerdos…
—¿Y lo ha hecho?
—En cierto sentido. Mi más allá es mi trabajo, la Medicina.
—¡Ah, entonces es usted muy afortunado! ¡Yo ni siquiera sé si mi trabajo
es bueno! Aún no he hecho nada… Nada. Y ya tengo veinte años.
—Está usted en un apuro. Lo comprendo.
—¿De veras? ¿Ha sentido alguna vez que deseaba oír toda la música que
ha sido compuesta, ver todas las grandes ciudades, leer todos los libros,
saberlo todo?
Él sonrió.
—¿Y también el arte?
—El arte también. Tengo que descubrir quién soy. Estoy segura de que no
soy Monet o Winslow Homer, ¿no le parece? —Luego, súbitamente cohibida,
añadió—: Lo siento. Posiblemente no le interesará todo esto.
—Se equivoca.
—Entonces… Antes ha preguntado acerca de mi «rebelión», ¿verdad? Ni
es demasiado viva ni consigo éxito alguno. Y a veces me siento
avergonzada…
—¿Y por qué?
—A causa de Jessie. A fin de cuentas, yo tengo mucho. Y ella tan poco…
Martin asintió. ¡Qué conflictos se producirían entre aquellas cuatro
paredes!
Sus ojos se fijaron en una acuarela colgada en la pared entre las dos
ventanas: una muchacha en un columpio, con su encorvada espalda medio
oculta en una cascada de hojas.
—¿Es Jessie?
—Sí. A ella no le gusta. Pero aquí nadie lo ve.
—Me parece que es muy bueno…
—De todos modos, es la verdad.

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—A la gente no le agrada contemplar la verdad.
—¡Oh, Jessie sí la ve! Es mi padre quien no quiere verla. ¡Mi hermana
necesita tanto hablar con alguien acerca de su vida! ¿Qué será de ella? Mi
padre no es una persona con la que se pueda hablar… Desea aparentar que
aquí no ocurre nada, aunque siempre es él el que se halla preocupado…
Martin no supo qué responder.
—¿Qué será de ella? —repitió Mary.
—¿No quiere quedarse aquí?
—Papá no vivirá siempre. Y yo haré lo que sea por mi hermana, pero,
probablemente, tampoco querré quedarme aquí…
Él se sintió absurdamente alarmado.
—¿Y se casará?
—Dudo que me case con nadie de Cyprus…
A él le hubiera gustado preguntar: «¿Por qué? ¿Es que hay alguien…?»
Pero aquello hubiera sido absurdo…
Cuando se dirigían a la puerta, él le dijo que regresaría en verano, después
de la graduación, y le preguntó si podría volver a visitarla.
—Venga… Pero vea también a Jessie…
—¿Siempre está pensando en Jessie? —le preguntó con curiosidad.
—¿Y usted no lo haría si fuera su hermana?
Consideró las cosas, sintiendo aquel momento, con agudo y repentino
dolor, el encanto de la muchacha, la melancolía de la casa y, por encima de
todo, su viejo sentimiento de eludir la ocasión.
—Sí —admitió—. Probablemente lo haría. Así que debo ser amigo de las
dos, ¿no es verdad?

Llegó la primavera y la graduación, y se encontró de nuevo en casa. Su


mente estaba henchida de Mary. Pensó en muchas frases hechas. «Enamorado
perdidamente», «amor a primera vista», «flechazo», significaran lo que
significasen… Todas eran expresiones que, en un tiempo, le parecieron
increíbles.
Naturalmente, él se conmovía con facilidad; lo sabía todo acerca de sí
mismo. Era embarazosamente propenso a las lágrimas y no podía disimularlo.
Hacía uno o dos meses, por ejemplo, al pasar un lindo bebé en un cochecito,
un querubín a lo Della Robbia de pelo rubio, se había detenido. El pequeño le
brindó una sonrisa tan milagrosa, y quedó tan conmovido, que la madre, al
ver lo absurdo del brillo de las lágrimas que le habían aparecido en los ojos,

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se apresuró a arrastrar de prisa el cochecito y alejarlo de allí, pensando que no
cabía duda de que debía de tratarse de alguna clase de loco y que resultaba
peligroso.
Ahora se hallaba poseído por la dicha: la suya propia y la de aquellos ojos
en una cara morena y poética.
Pero apenas pudo verse con Mary a solas, y los días del verano se
desvanecieron. Los pájaros destellaban entre tupidos árboles, los peces se
introducían en aguas profundas, fuera de la vista. Y volaron los instantes de
su vida interrumpida.
Martin la llevó dos veces al cine. La tercera ocasión, a sugerencia del
padre, Jessie les acompañó. Otra vez hicieron una excursión campestre, toda
la familia. Por las tardes, se reunían en la biblioteca, y Jessie y su padre
jugaban al ajedrez.
Mr. Donald Meig tenía un aspecto pálido bronceado. Vestía impecables
trajes veraniegos de alpaca y su pelo moreno mostraba las huellas del peine.
Su sonrisa quería ser cortés y levemente arrogante. Resultaba evidente que la
presencia de Martin no era muy bien recibida. Se le toleraba porque se trataba
del hijo del doctor…
—Le gusta darse aires aristocráticos —afirmaba el padre de Martin.
Meig no era un esnob del dinero, puesto que despreciaba esto por vulgar,
sino un esnob de la «familia». Le gustaba hablar de los «buenos y antiguos
linajes». ¡Como si cualquier linaje humano no fuera igualmente antiguo! En
la mesa, se sentaba entre una gran profusión de plata irlandesa y porcelana
inglesa, con un pez espada disecado encima del dorado aparador de roble, un
gran pez para el pequeño estanque de Cyprus.
—¿La familia de su madre eran irlandeses-escoceses? —le preguntó una
vez a Martin. Y sin aguardar una respuesta, prosiguió—: Yo también tengo
antecedentes así. No es el linaje que se encuentra por aquí. La mayoría de los
irlandeses-escoceses se fueron a los Apalaches. Una rama de mi familia aún
se encuentra allí. Se fueron hacia el Oeste, a través del Cumberland Gap hacia
Kentucky, ya sabe…
Martin no lo sabía. La familia de su madre había emigrado desde Escocia
al norte de Irlanda y, al cabo de un par de generaciones de estar allí en las
granjas y en los telares, habían llegado a Estados Unidos, poco después de la
Revolución, para seguir trabajando en las granjas. Naturalmente, papá llegó
mucho después, procedente de la misma parte del mundo. Esas sencillas
historias eran dadas por sentado en su casa; ni se las ocultaba ni se alardeaba
de ellas.

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Meig concluyó en tono orgulloso:
—La gente tiende a asentarse, naturalmente, junto a sus iguales. Como los
holandeses en el valle del río Hudson. También tenemos en la familia una
parte holandesa. No terratenientes, a lo Van Cortlandts, sino pequeños
granjeros, pobres y laboriosos…
Está bien, pensó Martin, cada cual tiene sus caprichos. De todos modos, le
preguntó a Mary:
—¿Su padre es, en todas las cosas y siempre, la suprema y absoluta
autoridad?
—Supongo que se puede afirmar así —le contestó la muchacha—. Pero
no quiero que piense que es un tirano. Tía Milly siempre dice que debería
haberse casado otra vez, y eso hubiera sido una buena cosa para su estado de
ánimo. Pero siempre ha temido casarse con alguien que no resultase bueno
para Jessie. Ya lo ve, es un buen padre. Por lo menos, intento verlo así.
Martin se preguntó cómo habría sido la madre. Probablemente, se
parecería a las hijas, pues incluso Jessie respiraba alegría, con su enérgica y
móvil cabeza, sus opiniones y su curiosidad. ¡Meig era tan orgullosamente
diferente! Aquella mujer se habría ahogado en esta casa, pensó.
—¿Me permite preguntarle —le dijo Meig a Martin—, por qué llama a mi
hija «Mary»?
—Porque a ella le gusta ese hombre —respondió Martin.
—No estoy seguro de eso. En casa, siempre la hemos llamado «Fern».
Su boca se cerró con un rictus de desaprobación. ¿Y si el mundo y todas
sus personas fuesen tan vulgares, tan intrusos?
A veces, Martin observó cómo miraba a Mary cual si se preguntase cómo
aquel ser tan brillante procedía de él mismo.
—¿De qué sonríe? —le preguntó una vez Martin a la chica.
—Estoy observando a esa abeja —respondió—. ¡Mire qué glotona es!
Su esbelto cuerpo aparecía revestido de polvo dorado, mientras se
enterraba en la flor, en su húmeda y tierna calidez. Y Martin enrojeció ante la
imagen paralela que destelló en su cerebro. Sintió una comezón de calor en el
cuello. ¿Tendría ella pensamientos así? Por primera vez en su vida, notó que
sabía muy poco acerca de las mujeres.
Anduvieron entre la cálida lluvia. Nunca había conocido a nadie, excepto
él mismo, a quien no le preocupara empaparse por la lluvia. Permanecieron
escondidos delante de una ventana abierta y detrás de una húmeda cilinda,
escuchando el cuarteto de Rigoletto que daban por la radio.

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—Recuerdo —dijo Martin— la primera vez que supe que la música podía
hacer reír o llorar. ¡Qué cosas tan diferentes! El órgano en la iglesia, todo olas
y truenos, o la banda en una plaza de la ciudad que te hace sentir ansias de
bailar. Y una vez, en casa del reverendo Dexter, escuché a cuatro hombres
que tocaban el violín. Me acuerdo que siempre he deseado escuchar de nuevo
música así.
—Mi madre tocaba el piano —comentó Mary—. Solíamos levantarnos de
la cama y sentarnos al final de las escaleras para escucharla. Entonces la casa
era diferente.
—Realmente quiere irse, ¿no es así? —le preguntó con toda gentileza.
—Creo que sí, Martin. Pero entonces pienso: Es mi hogar y lo echaría de
menos. Estoy confundida… ¡Lo que realmente deseo, de todo corazón, es
pintar! ¡Expresar de ese modo cuanto siente mi corazón! ¡El significado de la
vida!
«¡Qué joven!», pensó Martin con ternura.
—Me parece que cuando se hace una cosa así, ya nunca se siente uno
solo. Pero primero habría que tener experiencia de la vida, antes de poder
pintar, ¿no le parece?
«Qué joven es», pensó de nuevo.
Verano color uva, cielo oscuro. ¡Verano rosado-rojizo, con el intenso
color del trébol!

—Confío en que no te habrás hecho ideas respecto de esa muchacha —


dijo una noche papá mientras cenaban—. Estás desperdiciando allí demasiado
tiempo…
—¡Enoch! —gritó mamá.
—No, no, Jean. Martin sabe que no quiero interferirme. Sólo son unas
sugerencias de prudencia, que él puede tomar o rechazar. No es de nuestra
clase, Martin.
—¿Y de qué clase somos, papá?
Martin habló apaciblemente, pero con tensión interior, sin ira ni
resentimiento, pero sí temor a que le dijesen algo que no podía escuchar.
—Constituye algo evidente —respondió al instante papá—. ¿Te imaginas
a esa chica lavando los platos en la cocina? Los mundos no deben mezclarse.
Mundos. ¿Estamos destinados a permanecer en el mundo para el que
hemos sido hechos, cual una estaca en su agujero o una llave en su cerradura?

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¿No puede alterarse de ningún modo este diseño? Mira a tu alrededor, y verás
que a menudo es así…
—Me pregunto cuánto tiempo seguirán viviendo así los Meig —dijo su
padre—. Dicen que la fábrica está en franca decadencia.
Martin quedó sorprendido.
—¿«Webster»? ¿La piedra angular de la ciudad?
—Tengo algunos pacientes que trabajan allí, y me han dicho que el
negocio ha seguido por inercia durante los últimos años. Meig no es un
hombre como lo fueran su padre y su abuelo. Pero es demasiado altanero y
orgulloso para reconocerlo así.
Su hermana Alice observó:
—Rena trabaja en la oficina de «Webster». Dice que todo el mundo sabe
que Mr. Meig quiere llevarse de aquí a Fern, hasta que encuentre un marido
apropiado para ella. Desagradable, ¿verdad? Como si una mujer fuese una
yegua de carreras de primera a la que hubiese que encontrar el apropiado
garañón…
—Alice… —exclamó la madre.
Alice se rió por lo bajo. Desde que «salía» con Fred Partridge, se había
vuelto muy audaz y casi presumía de la nueva seguridad en sí misma. Muy
pronto gozaría del status de mujer casada. Fred, que daba clases de gimnasia
en la escuela mixta, era un joven honrado, tan neutral como sus ojos y su
cabello, y que carecía de toda curiosidad hacia las cosas. En un tiempo, Alice
había tenido aspiraciones. Era muy seria y entusiasta. Pero ahora,
evidentemente, su entusiasmo había desaparecido. Había «sentado la cabeza»
a causa de Fred Partridge.
Martin se sentía triste por su hermana, y por las vidas ansiosas, jóvenes y
brillantes de todas las mujeres que no fuesen Mary Fern.
Su madre estaba diciendo:
—He oído que la lisiada es muy lista. ¿Es verdad, Martin?
—Se llama Jessie —la corrigió sofocadamente—. Sí, lo es…
—¿Y la otra es de verdad tan bien parecida?
Alice intervino.
—No puedo imaginar que digas eso, mamá. Es delgada, muy morena y…
Martin se levantó, murmuró algo y salió a toda prisa.

En el aire inmóvil, las velas brillaban con luz amarillenta. Las polillas
golpeaban con sordo ruido contra las pantallas. La conversación aquella

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última noche antes de la partida de Martin para realizar las prácticas como
interno, se desarrollaba en torno de la mesa entre Jessie, Donald Meig y una
tía y un tío de Nueva York. Sólo Mary y Martin permanecían silenciosos.
Martin se sentía molesto y le dolían los pies. Se había comprado zapatos
blancos, una extravagancia, porque raramente podría llevarlos, pero no
hubiera podido venir aquí a cenar sin ellos. Las ropas eran una seguridad, una
especie de declaración de que una persona «resultaba apropiada», significara
aquello lo que fuera. ¡Qué idiotez! Pero así eran las cosas y siempre serían de
ese modo. «Aparenta tanta suntuosidad como te permita tu bolsa.»
Shakespeare conocía a la gente como Donald Meig. Lo conocía todo acerca
de las personas.
Mary se estaba sirviendo ensalada de una fuente que habían colocado
delante de ella. La manga de gasa color cereza se había subido y apareció su
brazo desnudo. Tenía el aspecto de alguien que se hubiera extraviado,
accidentalmente, en aquella estancia y en aquella casa.
Jessie reía; poseía una risa cálida, suplicante, que a veces hacía asomar
lágrimas a sus ojos. ¡Resultaba un placer observarla! Martin se percató de
que, en aquellas pocas semanas, se había acostumbrado a ella, sentada con su
chal veraniego, recogido en rígidos y escondidos pliegues, con sus rápidas
manos moviéndose al hablar y sus brillantes ojos mirándolo todo.
Al recordar, de repente, lo que había dicho de su hermana la primera vez
que se vieran, se preguntó qué pensaría, si sabría…
Jessie experimentó un fuerte dolor por aquel joven con su traje barato y
sus rígidos y nuevos zapatos; aquel ansioso joven de orgulloso y atento rostro,
con aquellos ojos que contemplaban tan hambrientamente… algo más…
«Oh, si yo tuviese el cuerpo de Fern, las cosas que haría —pensó. Algo
dulce y soñador, la chica vivía de fantasía—. Yo procuraría asegurarme a ese
hombre. Vale más que una docena de los que he conocido. ¡La forma en que
la mira por encima del vaso al beber, pretendiendo que no lo hace!»
«¡Oh, si yo tuviera su cuerpo!»
En una ocasión, hablaban las criadas, dos de ellas, en el cuarto de baño.
—¡Pobre chiquilla! —dijeron.
Miré a mi alrededor, en busca de aquella chiquilla, hasta que me di cuenta
de que la niña era yo.
Me miro en el espejo de detrás de la puerta, desnuda y rosada. Fern y la
amiga de Fern, que había venido a pasar la noche. Y veía que eran iguales, y
que era yo la diferente. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuatro? ¿Cinco?

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La costurera venía a hacerme unos vestidos con amplios y bordados
cuellos. Los llamaban Bertas, y eran muy bonitos, con volantes o pliegues
para disimular. Pero no disimulaban nada. Puedo coger el espejo de mano y
mirarme por detrás. Veo mi espalda, veo cómo la ropa, en donde acaban los
pliegues, se abulta por encima de mi hueso en forma de hoja de cuchillo.
Recuerdo aquellos largos viajes en coche y las salas de espera de los
médicos, donde mamá leía Heidi en voz alta mientras aguardábamos. Heidi
era una muchacha muy valiente y yo también debía ser valiente. Luego se
acercaban los doctores con sus batas blancas. Eran amables y altos, me
tocaban la espalda con dedos fríos. Se hablaba de muchas cosas y, después, el
largo viaje de regreso a casa.
—¿Cansada? —le preguntaría papá a mamá.
A lo que ésta contestaría:
—No, estoy muy bien…
Se detenían en todas las tiendas de juguetes a comprarme alguna muñeca
nueva. Nunca supieron que no prestaba gran atención a las muñecas. Tenía
montones de ellas, cosas de estúpida apariencia, con sus largos cabellos
amarillos y sus ostentosos zapatos de piel. Había tomado la costumbre de
desvestirlas, quitándoles las bragas con lacitos y las enaguas. Sus espaldas
eran suaves y rectas, desde los hombros a las pequeñas y redondeadas
posaderas. Se parecían a Fern.
Una vez, en la escuela, me encontraba en un corro de niños que bailaban a
mi alrededor. Puedo oírlos ahora. Se reían y señalaban.
—Jessie es una… —cantan.
Recuerdo a la maestra, con su indignada y temblorosa voz, acercándose a
la carrera. Los niños escaparon, y yo tuve que entrar adentro con ella, cogidas
de la mano.
En el patio de recreo, había sido muy fuerte y orgullosa, pero ahora, ante
su cariñoso consuelo, sollocé encima del hombro de la maestra. Ella buscó en
un cajón y me dio su limpio pañuelo. Olía a agua de Colonia. Aún lo huelo
ahora.
Tía Milly quiere que Fern y yo vayamos a Europa con ellos este invierno.
Se alojarán en el «Carlton» de Niza. ¡Yo, en el «Carlton» con Fern! Tés
danzantes. Escalones que descienden. Tú de pie, en el descansillo de la
escalera, aguardando a sentarte. Ojos que miran hacia arriba para ver quién
eres. Y yo estaré al lado de Fern. ¡No! Gracias. Te doy de nuevo las gracias…
Mary se movió incómoda. ¡Si Jessie quisiera apartar aquella mirada de su
rostro! Un momento antes estaba riendo, y ahora tiene aspecto atormentado.

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¿No me acostumbraré nunca ella?
—Jessie tiene un problema —me dijeron muy seriamente hace algunos
años.
Yo debía de ser aún muy pequeña. Pensé que «problema» tenía algo que
ver con que hacía algo malo con las manos, hasta el día en que me di cuenta
de su recta espalda.
—¿Qué es eso? ¿Duele?
—No —respondió mi madre—. Sólo duele en su mente.
Me acuerdo que pensaba que, si todo el mundo se pareciese a Jessie,
entonces yo sería la rara y la gente me miraría a mí.
—No quieren mirar, ni quieren ser desagradables; son sólo curiosos. Pero
ella sentirá eso durante toda su vida —decía la gente.
Sí, ella era siempre más fuerte que yo. Con el mal genio que tenía, era
siempre ella la que me daba golpecitos.
—Nunca la debes golpear en la espalda, nunca —decían—. ¡Tú eres
mucho más fuerte! ¿Y si la lastimas? ¿Y si le rompes un hueso? ¿Entonces
qué pasaría?
Y la veía cayéndose, rompiéndose en el suelo como aquel jarrón oriental
que tío Drew había comprado en China y que una criada había roto,
originando lamentaciones durante toda la mañana.
Golpeé a Jessie. Se dio contra el borde de la mesa y le salió una gran
hinchazón en la frente parecida a un huevo. Empezaron a correr toda clase de
pies: Carroe, la cocinera, mamá, papá. Me quedé rígida de terror. Ella gemía y
la levantaron. Papá me propinó unos azotes, a mí, su favorita, o, por lo menos,
así lo creí hasta aquel momento. ¡Estaba tan orgulloso de mí! Su dura voz, su
encolerizado rostro, que se parecía al de un ogro.
—¡No vuelvas a golpear nunca más a Jessie! ¡No la toques! ¿Me has
oído?
Tío Drew me llevó aparte. Era el único que parecía sentirlo por mí. Me
quedé en sus rodillas mientras se sentaba en el sofá, con sus manos en mis
hombros.
—¡No le has hecho daño, Fern! Todos estaban excitados, pero no la has
lastimado, Fern. Recuerda esto. Ha sido sólo un chichón, y desaparecerá
dentro de un día o dos.
No me quería ir de la escuela. Tenía amigos allí. Una pequeña escuela
privada sería mejor para ella, decían.
Mamá dijo:
—No podemos sacar a Jessie de la escuela y tenerte aquí, ¿lo entiendes?

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Y papá añadió:
—De todos modos, encontrarás muchachas muy simpáticas en el
internado.
Pero todas las niñas procedían de Nueva York, o Boston, o Montreal. Era
como no tener amigas de ninguna clase.
Ahora ella no quería ir a Europa aquel invierno. Si ella no iba, papá
querría que yo también me quedase en casa. Pero voy a ir. No importa cómo,
pero iré.
Sentiré abandonar a Martin. Me enamoraré de él si le trato algún tiempo
más. Y, en cierto sentido, es como si le hubiera conocido desde siempre.
Incluso sus silencios me hablan. ¿Es posible que me ame ya? Pero se marcha
mañana… Pero volverá. Sólo se trata de un par de meses, después de todo.
Tal vez, entonces… Y veré Europa… Con toda su brillantez… Nunca he
estado en ningún sitio…
No obstante, creo que Jessie se ha enamorado de él. Lo siento si es así.
Espero que no lo sea. La vida es muy dura…
—Seré muy dichosa cuando te encuentres con nosotros, Fern. —Estaba
hablando tía Milly, que luego se dirigió a Martin—. Hemos invitado a Fern y
a Jessie a ir a Europa con nosotros, ¿no lo sabía? Partiremos después del Día
del Trabajador[2] y pasaremos allí el invierno. También deseo, Jessie, que
cambies de opinión y vengas con nosotros…
Jessie sacudió la cabeza.
—Te iría muy bien, ya sabes. Saldrías de tu ensimismamiento. Realmente
lo necesitas…
—Realmente necesito una nueva espalda —respondió Jessie, y se echó a
reír.
Tía Milly enrojeció.
—Oh, Jessie, yo sólo quiero decir…
—Ya sé lo que quieres decir, tía Milly. Y tienes toda la razón.
—Niza es maravillosa en invierno, un clima templado —observó tío Drew
—. Puedes cambiar de opinión en cualquier momento, Jessie. Hasta en el
último minuto.
Las voces se cruzaban en la mesa como si se tratara de una pequeña fuga.
Tía Milly se dirigió entonces a Fern:
—Verás el gran arte del mundo. Eso te ayudará enormemente en tu
carrera, compréndelo…
—¡Carrera! —El padre se irritó—. Por favor, no le hagas forjarse ideas
más grandiosas de las que ya tiene. Sólo es una bonita afición, y nada más.

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—Perdóname, pero tú difícilmente puedes ser juez al respecto —contestó
Mary.
—¿Y tú sí te sientes juez?
—No, pero hay otras personas en el mundo que sí pueden serlo.
—¿No se ha oído un trueno? —preguntó tío Drew, cambiando de tema.
Martin le sonrió, recibiendo a cambio otra sonrisa de connivencia. ¡Un
hombre muy amable! ¡Había que remover mundos enteros del alcance de
aquel pequeño tirano de la cabecera de la mesa!
—Mary, podríamos dar un paseo —propuso cuando se levantaron al fin
de la mesa—. Y Jessie que venga también.
—No quiero ir —respondió Jessie.
Mr. Meig frunció el ceño.
—Empezará a llover de un momento a otro.
—La lluvia no hace ningún daño a nadie —le respondió tía Milly.
—No iremos muy lejos —comentó Martin.
La ciudad ya se había preparado para pasar la noche. Las casas estaban
cerradas y sus ventanas parecían párpados caídos. Una bocina sonó en alguna
parte, una apagada y lejana llamada en aquel silencio. Atravesaron pequeñas
calles, al principio con aceras y luego con asfaltado polvoriento, y cuando
comenzaron los campos dieron media vuelta, hablando de esto, de aquello y
de nada en particular.
—¿Así que te vas? —dijo Martin—. Te echaré de menos, Mary…
Las palabras eran imperdonablemente triviales. Sin embargo, él hubiera
querido decir cosas hermosas y extravagantes: Estoy encantado, pienso en ti
durante todo el día. ¿Por qué se encontraba tan violento y con aquel nudo en
la garganta? ¿Se trataba de la familia, de aquella lúgubre casa o de aquel
tedioso padre?
Tal vez, en otro lugar más privado y más libre, o si él tuviese algunos años
más y alguna cosa más definida que ofrecer…
El olor de la lluvia estaba ya en el aire cuando llegaron a la puerta. Hacia
el Este, las nubes se iban ennegreciendo y presagiaban una próxima tormenta,
pero, hacia el Oeste, el resplandor crepuscular aún teñía el cielo con líneas de
color cobre y rosadas, y con un amarillo que parecía el interior de un
melocotón.
—¡Oh, mira! —dijo Mary—. ¡Está centelleando! ¡Martin, mira!
Pero él no miraba al firmamento. La miraba a ella, allí de pie, con su
mano posada en su garganta y en la maravilla de la cara de la joven. Sentía un
dolor en el corazón que nunca hubiera creído posible.

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En la puerta delantera permanecieron estrechamente apretados entre los
crecidos laureles. Y, casi de improviso, se desató la lluvia, salpicando sobre
las hojas.
—Será mejor que nos despidamos —dijo él.
—Pensaré en ti. Todos nos acordaremos de ti.
Su intención hubiera sido darle un beso de despedida. Pero cuando la
hubo acercado a él, se vio incapaz de soltarla. Resultaría imposible decir
cuánto tiempo la hubiera tenido así abrazada, pero alguien hizo ruido en el
vestíbulo, como si fuesen a abrir la puerta. Ella se dio rápidamente la vuelta
hacia la casa y él bajó los escalones, de dos en dos, para adentrarse en la
lluvia.

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CAPÍTULO V

Así estaban las cosas: él era el doctor Farrell, interno, responsable de


vidas. Los preocupados parientes le salían al paso y el altavoz de
intercomunicación le perseguía. Su irrevocable firma acompañaba todos los
registros. ¡Ojalá no sirviese de testigo de algún error que hubiese cometido!
No obstante, era mejor no pensar en ello; era mejor dar un paso adelante y
comenzar, de la misma forma que los niños cuando aprenden a andar.

La sala de urgencias estaba en actividad durante toda la noche. Se vivía


sólo de café muy cargado. Dormía en un camastro o se adormecía, más bien,
durante unos minutos hasta que una enfermera llegaba y le sacudía para
despertarle de nuevo. Las puertas se abrían de golpe y pasaba rodando a toda
velocidad por ellas otra camilla. En los pabellones, las ominosas noches
entreveraban de suspiros. El insufrible dolor resultaba insoportable de
contemplar. Temía, sobre todo, a los pacientes en estado terminal de cáncer:
el derrumbamiento de la personalidad, incluso en los más valerosos, resultaba
algo terrible. No sabía que la gente desesperada, incluso los muy ancianos,
llamasen a sus madres.
A veces pensaba que el peso de aquel edificio, tan lleno de dolor y de diez
pisos de altura, gravitaba sobre sus hombros.

—¿Qué hay de diferente en ti? —preguntó Tom.


—No lo sé. ¿De qué se trata?
—Sólo estás aquí a medias. ¿Tienes algún problema con tu padre o algo
parecido?
Martin solía decir, a menudo, que su padre trabajaba demasiado y que su
presión sanguínea estaba muy alta.

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—No, no. Creo, simplemente, que me encuentro un poco tenso, eso es
todo.
No había nadie en el mundo en que pudiese confiar más que en su amigo,
que ahora hurgaba en él con ojos inquisitivos, pero ni podía ni quería hablar
acerca de Mary.
¡Si su mente pudiese estar tan despejada como solía! ¡Si el trabajo fuese
todo aquello en que tuviese que pensar! Pero temblaba por dentro: temblaba
por si salía el nombre de los Meig en el semanario, por si habían regresado a
casa; temblaba al ver a una paciente llamada Fern, una mujer gruesa, con
acento irlandés y un absceso amigdalar.
Temblaba cuando llegaba el correo. Ella le había enviado una tarjeta
desde el lago Champlain: Estoy aquí de visita unos días. Cariñosos saludos.
La releyó una y otra vez, estudiando la forma de las palabras. Escribía con
una letra inclinada a la izquierda. Se preguntaba qué significaría aquello, si le
diría algo acerca de su personalidad. Luego llegó una tarjeta con una foto de
un transatlántico. Había sido echada al correo en Cherburgo. Se la imaginó
andando bajo la lluvia por una calle empedrada con guijarros. Sentía dolores
por ella. Era un dolor bien definido, de tipo físico, en el pecho. Se podía
comprender ahora por qué los antiguos habían creído que el corazón era el
asiento de todas las emociones.
Sus sentimientos salieron a la superficie. Rompió con Harriet, en unas
relaciones que él había intentado mantener en el terreno de la amabilidad,
pero ello la había puesto furiosa. Su deseo por ella, por nadie más que por
Mary, le había dejado seco, como una compuerta una vez abierta.
En el hospital ocurrió una tragedia cuando una de las enfermeras se
suicidó. Salía con Dan Ritchie, residente en ortopédica, que le había
prometido casarse con ella, pero que cambió de opinión. Este acto tan
horroroso conmovió profundamente a Martin. ¡Cómo podía haber afectado el
sufrimiento a un ser humano para que éste deseara morir! Pero, de todos
modos, pensó que no podía entenderlo. Sintió que su incomprensión había
aumentado enormemente.
Y estaba agradecido por encontrarse abrumado de trabajo. Era el único
medio que tenía de poder pasar aquel invierno.

Lo que vio primero en la camilla fue una muchacha joven con un ceñido
jersey rosa y falda. Le pasó por la mente que se parecía a una chica a la que
llamaban «Donna» o «Dawn». Y en un collar de abalorios, sin valor, se

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hallaba escrito su nombre: Donna. Había sido atropellada bajo la lluvia. Su
cara aparecía lacerada y sus brazos, que había extendido para protegerse,
habían quedado aplastados.
Procedimiento rutinario, pensó: ahora estaba ya acostumbrado a emitir
juicios rápidos y a emprender una acción también veloz. Después,
neurocirugía para salvar los nervios cubitales. De todos modos, las manos le
quedarían inútiles. Remendar la cara mientras aguardaban. Sedación,
naturalmente. Anestesia local. Dio las órdenes oportunas. Seda negra. Agujas
finas.
—Esto no dolerá.
Nunca había hecho aquello. ¿Dónde encontrar a un cirujano el sábado por
la noche? Sentido común. El truco era aplicar puntos de sutura muy, muy
pequeños. Con cuidado. Con mucho cuidado. Suturar. Ligar Anudar. Cortar.
Otra vez. Suturar. Ligar. Anudar. Cortar.
Cuando hubo terminado, la patética cara estaba surcada de seda negra y él
sudaba. Se inclinó.
—¿Donna? He terminado…
Misericordiosamente, la mujer estaba medio dormida.
—¿Quedará bien mi cara?
—Sí —respondió con confianza.
La boca, grande y del color de las cerezas, se estremeció.
—¿Me promete que no quedaré desfigurada?
—Se lo prometo.
—¿Seré una lisiada, doctor?
—Claro que no —respondió.
Y perdóname por esta mentira, puesto que, realmente, no lo sé…
Le habían cortado el jersey. Alguien empezó a cortar el collar.
—No —dijo Martin—. No haga eso.
Y pasó hacia delante el cierre para desabrochar los abalorios. Serían algo
precioso para Donna.
Una vez fue trasladada en la camilla al piso de arriba, se quedó pensando
en ella y, a la mañana siguiente, aún se acordaba de la muchacha.
Mentalmente, como era su costumbre, reconstruyó su vida. Vivía en un piso
sin ascensor y trabajaba en un almacén de artículos variados. Haría cola en los
funerales de las estrellas de cine y masticaría chicle. Sintió una indescriptible
tristeza. Algunos pacientes le provocaban aquel estado. ¿Qué sería de ella con
las manos paralíticas?

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El doctor Albéniz la operaría a media mañana. Martin llegó cuando todo
había acabado y los médicos estaban de regreso en el vestuario.
—Faltó muy poco —dijo Albéniz, contestando a la pregunta de Martin—.
Pero estoy casi seguro de que se pondrá bien. —Pareció sorprendido—.
¿Conoces a la chica?
—No. Sólo estaba de guardia cuando la trajeron. Le suturé el rostro.
—¿Lo hiciste?
Puso bastante énfasis en aquella personalización.
Martin sintió un súbito miedo en la boca del estómago.
—Me temo que soy yo el culpable…
—¿El culpable? —Albéniz, que se ataba los zapatos, levantó la vista—.
Todo lo contrario. Lo pregunté, porque se trata de un excelente trabajo. Por el
aspecto que tiene este asunto, no creo que le quede ni una cicatriz…
Martin tragó saliva, presa de la incredulidad.
—Pensé que había tenido suerte…
—Has tenido mucho dominio de los nervios, dado que no sabías nada al
respecto.
—Sí, señor.
—Posees buenas manos. ¿Estás interesado en la cirugía plástica?
—No en particular. —Se corrigió a sí mismo—. No, no lo estoy.
—Pues ha sido un trabajo soberbio —replicó Albéniz.
Martin enrojeció, tanto de placer como de recelo. ¿Cómo se había atrevido
sabiendo tan poco? ¡Había tenido una suerte tremenda! No obstante, resultaba
muy generoso el comentario hecho por el doctor Albéniz…
Una semana o dos después, Albéniz pasó junto a él de prisa por un
corredor. La velocidad era su mayor excentricidad. ¡Al parecer, todos los
grandes tenían una excentricidad u otra! Jeffers llevaba chanclos incluso
cuando brillaba el sol. Albéniz nunca tomaba un ascensor, prefiriendo subir
de prisa tres o más tramos de escaleras. Cuando vio a Martin se detuvo.
—¿Te gustaría saber qué tal se encuentra tu paciente?
—Oh, sí —respondió Martin, sintiéndose halagado al ver que le trataba
como a un colega.
—En realidad, durante algún tiempo tuve mis dudas, pero, de una forma
definitiva, podrá emplear las manos. Y también una cara presentable, gracias
a ti…
Parecía necesario responder algo agradable a cambio.
—Después de lo que hizo por ella, mis suturas no parecen muy
importantes…

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—No es cierto. No es bueno para la salud mental el tener las mejillas
llenas de cicatrices, debes comprenderlo…
—Pero su trabajo es vital. Le he visto operar y… podría afirmar que me
he sentido conmovido en cada ocasión.
Albéniz sonrió.
—Entonces te daré una invitación para que vengas a verme cuando no
estés de servicio…
La sala de operaciones estaba provista de porcelanas y acero inoxidable,
que brillaban como plata gris. Detrás del gran ventanal, el cielo invernal era
de color pardo oscuro. Albéniz y su residente, el anestesiólogo, las
enfermeras, los ayudantes y subayudantes, se movían con rapidez según una
pauta ordenada, sin que sus pies hicieran el menor ruido. Parecía un ballet
subacuático, una grave danza en torno de la mesa en que estaba tendido el
paciente, con la cabeza afeitada firmemente sujeta. La cortina verde colgaba
de su estructura y separaba la cabeza del resto del cuerpo. Gran profusión de
tubos estaban conectados a las diferentes partes de aquel cuerpo; para alguien
que no comprendiera aquello, parecía simplemente un laberinto de tubos.
Pero se trataba de las armas de su pequeño ejército que luchaba por la vida del
hombre que se hallaba tendido en la mesa de operaciones.
La excitación era muy diferente a cualquier otra que Martin hubiese
sentido antes. Estaba en compañía de los exploradores, con Balboa
descubriendo, el océano Pacífico y Magallanes dando la vuelta al mundo.
Desnudo y expuesto, yacía un cerebro humano. Albéniz lo exploraba con
rayos X, que colgaban directamente en su línea de visión. Las arterias
aparecían retorcidas y curvadas como si se tratasen de vides o de enredadera
de Virginia. Allí se encontraba la mancha oscura formada por el tumor. El
corazón de Martin latió con fuerza. Intentó recordar lo que había aprendido
acerca del cerebro: neuronas, axones, dendritas… Y sólo podía pensar: «En
alguna parte de esa masa arrugada, en esas hinchazones hechas de la misma
materia que el estómago o el hígado, corre la energía eléctrica del
pensamiento. De ahí proceden las palabras, la música y las órdenes que
cierran un puño o besan unos labios amados.»
—Grapas —dijo—. Succión.
Las manos del cirujano cubiertas con los guantes se movían en el interior
del cerebro del paciente. Se movían entre aquellos miles de millones de
neuronas.
—Cauterio —prosiguió—. Succión.

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Cinco horas y media después, todo había acabado. Albéniz alzó la vista.
Por encima de la mascarilla sus ojos aparecían cansados.
—Creo que ha salido bien.
Martin sabía que, probablemente, así había sido, pero ningún cirujano lo
afirmaría de manera tajante.
Quedó asombrado.
«Un buen cirujano es un artista —pensó Martin—. Todos los ojos están
puestos en él. Puede ser un hombre sencillo o modesto, como Albéniz, o un
matón como algunos que he visto. Pero, de una forma u otra, es respetado:
posee un gran don. Me gustaría ser como el doctor Albéniz.
»¿En qué estoy soñando?»

En el tiempo limitado que tenía, Martin se dedicaba a observar al doctor


Albéniz. Acudía a su laboratorio y a su clínica. Con curiosidad y fascinación,
seguía algunos de sus casos a través de la cirugía y de su posterior
rehabilitación, y también en algunos casos, en el post mortem. Hacía
preguntas, pero no demasiadas.
Alguien preguntó:
—¿Te vas a dedicar a la neurocirugía? ¿Por eso mariposeas en torno de
Albéniz?
¡No era muy probable! ¿Quién podía afrontar el trabajo de graduado? Sólo
gente muy especial, tipos que pueden recorrer Europa de hospital en hospital,
pasando medio año aquí y otro medio año allá, con las grandes autoridades de
Alemania o Inglaterra, mejorándose, adquiriendo conocimientos y,
finalmente, un nombre. Para una cosa así se necesita independencia de medios
económicos. Y, además, hace falta tiempo. Probablemente, es preciso también
un mentor para que te aliente y te aconseje.
Una tarde, estaba a punto de salir de servicio cuando fue citado en el
laboratorio del doctor Albéniz. Sorprendido como siempre que le convocaban,
acudió al instante. El doctor estaba colgando su bata de laboratorio.
—Me preguntaba si te gustaría la comida italiana. Conozco un lugar a
sólo tres manzanas de distancia de la Tercera Avenida.
—No tengo ninguna experiencia —respondió Martin.
—¡Estupendo! Será una experiencia nueva y a todo el mundo le agrada la
cocina italiana, incluso a los españoles como yo…
Una vez en el exterior, en la ventosa calle, Albéniz explicó:

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—Por si te estás preguntando acerca de esta salida, has de saber que se
debe a que me gusta hablar, de vez en cuando, con la nueva generación de
médicos que está subiendo.
—Es muy bueno de su parte, señor…
Martín confió en que no se viera lo maravillado que se encontraba ante
todo aquello.
Cuando estuvieron sentados con un limpio y zurcido mantel y un cestito
de pan entre ellos, Albéniz preguntó:
—¿Te importaría que pidiese la comida por ti?
—Por favor…
—Muy bien, pues… Unas almejas «oregnata» para empezar. Pasta, como
es natural. Ensalada. ¿Te gusta la ternera? Entonces, ternera «pizzaiola». ¿Y
no resulta ridículo comer todo esto sin vino? ¿Un vino fino y seco, que aún
conserve el brillo del sol? Vosotros, los americanos, sois unos puritanos con
eso de la Prohibición…
Suspiró, se frotó las manos para calentárselas y permaneció silencioso
durante un momento.
Se quitó las gafas y se tocó el puente de la nariz.
—Ya sabes que he observado cómo me mirabas durante estos últimos
meses. Encuentras mi trabajo interesante, ¿no es verdad?
—Sí… —comenzó Martin, pero Albéniz le interrumpió.
—¿Dime por qué quieres ser médico?
Martin respondió en voz baja:
—Me ha parecido siempre, desde tan atrás como puedo recordar, la cosa
más excitante que uno se pueda imaginar.
—¿De veras?
—Y sentía curiosidad. Es algo parecido a resolver rompecabezas. Quieres
ir siempre en busca de la próxima cosa.
Se detuvo, al sentir lo inadecuado de su explicación.
Pero el cirujano sonrió:
—Me alegra que no hayas dicho «para ayudar a la Humanidad», o
«porque amo a la gente». Y todas esas tonterías… He oído a muchos hombres
jóvenes decir eso y no les he creído.
Martin quedó silencioso.
—Como es natural, disfrutas cuando haces algo bueno para otro ser
humano… Y también, sientes piedad cuando las cosas van mal… Pero si
sientes demasiada piedad, se te rompe el corazón… O te vuelves loco. —Hizo
ademanes con un dedo admonitorio—. Tienes que ser disciplinado, dueño de

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ti mismo y experto, una especie de solucionador de rompecabezas, como
acabas de decir. Y cuando tienes la mente maravillosamente clara y muy fría,
entonces es cuando puedes hacer algo bueno. A veces. ¿Me comprendes?
—Creo que sí.
Trajeron las almejas. Albéniz probó un bocado y luego dejó otra vez el
tenedor encima de la mesa.
—Sabemos muy poco. Por ejemplo, en mi campo. Ha sido sólo en los
últimos treinta años, o algo así, cuando nos hemos atrevido a llegar tan lejos
en el cerebro. La neurocirugía es una nueva disciplina, y la mayor parte de lo
que sabemos lo hemos aprendido a partir de la guerra.
Hizo una pausa, tomó el tenedor y lo volvió a dejar en la mesa.
—De todos modos, si lo miramos desde otro punto de vista, constituye
algo muy antiguo. Realmente antiguo. Los egipcios, hace ya cuatro mil años,
realizaban trepanaciones en el cráneo, con ayuda de piedras aguzadas.
Con un tenedor limpio, dibujó un diagrama en el mantel.
—Estuvo en la guerra, ¿verdad, doctor?
—Trabajé en un hospital militar británico. Me había especializado en
Alemania antes de la guerra. —Albéniz se encogió de hombros—. La
medicina no sabe de política, o no debería saber. Pero los primeros trabajos
fueron muy toscos. Se producían demasiadas infecciones. Hemos emprendido
un camino mejor desde entonces.
—Lo comprendo.
—¿Sabes que vamos a constituir un departamento separado a partir de
setiembre? Al fin nos van a apartar de la cirugía general. Y muy a tiempo.
—No lo sabía.
—Sí, ya se ha decidido. Como es natural, esto será sólo un comienzo. Lo
que queremos tener, aquello en lo que hemos soñado, es un instituto donde la
neurocirugía y la neurología se combinen. Entonces podremos estudiar de
verdad todo el cerebro: su funcionamiento, su patología, incluso sus
relaciones con las denominadas «enfermedades mentales», que yo siempre he
estado convencido de que tienen una causa física. Sólo Dios sabe cuántas
causas físicas diferentes… —Suspiró—. Pero, como decía, esto constituye
sólo mi sueño. No tengo el dinero o la influencia necesaria para convertirlo en
realidad. No estoy muy introducido en la política médica. Sólo he sido
recompensado con este pequeño nuevo departamento, y eso es todo. —Hizo
una pequeña pirámide con las puntas de los dedos—. Estoy hablando
demasiado. Dime, ¿qué opinas de todo lo que te he contado?
Martin sacudió la cabeza.

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—No tengo derecho a opinar. No sé nada acerca de todo esto…
—¡Bien dicho! ¡Me gusta! Detesto a esos tipos que dicen vaguedades y
menean con sabios ademanes sus cabezas, pretendiendo saber, cuando, en
realidad, no tienen la menor idea de qué va el asunto. ¿Te gusta la ternera?
—¡Oh, sí, mucho! ¡Representa un gran cambio respecto de las comidas de
la cafetería!
—Eso esperaba. Dime, ¿qué estás planeando hacer cuando acabes en
junio?
—Trabajar con mi padre. Es un buen médico de medicina general…
El doctor Albéniz estudió a Martin. Su austera cara se suavizó.
—¿Y estás contento con ello?
Nadie le había planteado la cuestión así. La gente daba por sentado que
era feliz. Acabas tu internado; entonces te dedicas a la práctica médica, y si ya
tienes alguien que te esté esperando, entonces se puede decir que eres
afortunado en extremo… Por ello, aguardó un momento y luego, por primera
vez, expresó la verdad.
—No, señor. No creo que lo esté…
—Comprendo…
—Supongo que no quería admitirlo, ni siquiera a mí mismo.
Volvió la cabeza y se dedicó a contemplar una pintura de Italia hecha por
un aficionado, unos rosas acaramelados contra un muro blanco y un chillón
cielo azul.
—Toma más pasta. Eres lo suficiente delgado para permitírtelo.
—Gracias, pero no tengo tanta hambre…
—Te he sacado de quicio con mis preguntas, ¿no es así?
—Tal vez un poco…
—Más que un poco… ¿Sabes, o tal vez no lo sepas, que te he estado
observando? Desde aquella vez que cosiste la cara de la muchacha. Es extraño
que llamases mi atención a través de un trabajo que no está dentro de mi
campo, pero sabía que las manos que eran capaces de hacer aquello, sin que le
hubiesen enseñado, eran capaces de realizar muchas cosas más…
Martin aguardó. Se le hicieron perceptibles los latidos de su corazón.
—Y entonces comenzaste a venir a observarme, y acudiste al laboratorio
y planteaste unas preguntas muy inteligentes.
Los latidos se aceleraron.
—¿Te has dado cuenta de que, durante este año, te has ganado una
reputación?
—Pues…

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—¡Vamos, vamos! El doctor Fileds me ha contado que eres el mejor
interno que ha tenido en su servicio en los últimos diez años…
—No sabía eso, señor…
—Pues ya lo sabes ahora. Escúchame. Estoy llegando al meollo de la
cuestión. En ese nuevo servicio que voy a tener, puedo adiestrar a dos
hombres jóvenes. Ya tengo uno que llegará desde Filadelfia en otoño. Te pido
que tú seas el otro.
Martin lo contempló asombrado.
—Ya sabes lo que estoy diciendo. No desearía tener que desperdiciar
palabras contigo. Estoy hablando mucho, pero, por lo general, no suelo hablar
demasiado cuando trabajo. Soy un hombre muy impaciente y necesito que la
gente que me rodea atrape al vuelo lo que quiero decir. Puedo trabajar
contigo, Martin.
Realizó una pausa y luego añadió pensativamente:
—Quiero un hombre que pueda captar todo el concepto del cerebro, no
sólo un cirujano-mecánico muy hábil. Deseo alguien que sienta curiosidad.
Ésa es la palabra clave: curiosidad. ¿Qué dices?
—Perdóneme, estoy estupefacto…
—¡Claro, todo esto será algo nuevo para ti! Constituirá un nuevo mundo
para todo lo que habías planeado: gargantas inflamadas, sarampión y dedos
cortados. Y no es que no necesitemos hombres excelentes que hagan todas
estas cosas. Hombres como tu padre. ¿Qué crees que opinará de todo esto?
—Me temo que quedará terriblemente desilusionado…
Lo enfermaría. Aquel pensamiento aterrorizó a Martin.
—Sí, me lo imagino. Nunca he tenido un hijo, pero puedo imaginarme
que tu padre desea que regreses a casa. —Albéniz prosiguió en voz más baja
—. De todos modos, siempre hay alguien que tiene que romper los dulces
lazos familiares, sin tener en cuenta lo que esto pueda doler. Se trata de algo
parecido a ser soldado o meterse a monje. Yo no me casé hasta los cuarenta
años. En Europa, eso significa casarse muy tarde; da tiempo para
desarrollarse. Mi mujer sabía que constituiría algo secundario respecto de mi
trabajo. Me quedo en el hospital hasta altas horas de la noche, o los domingos
si es necesario. Ésa es mi verdadera vocación. Tal vez no lo exprese de forma
correcta. El inglés no es mi idioma nativo.
—No, señor, se expresa usted muy bien.
—¿Lo crees? Sí, llamémosle vocación. Mira. Ahora estoy moviendo el
dedo. Un impulso eléctrico de mi cerebro proporciona la energía necesaria
para que pueda mover el dedo. Sencillo, ¿no? Pero no lo es… ¿Qué pasa si se

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da la señal y el dedo se niega a moverse? ¿Y qué ocurre si un dedo se mueve
cuando el cerebro no lo desea? Constituyen unos misterios desconcertantes.
Aún no sabemos nada. Nada. ¡Y hablan de explorar los polos! ¡Aquí hay un
campo de exploración! —De repente, cambió de tema—. ¿Tienes alguna
muchacha?
Martin enrojeció.
—Sí… No… Quiero decir que no es nada oficial, pero…
Pero su rostro flota por encima de mis libros de texto y, piense lo que
piense, una parte de mí está siempre pensando en ella.
Albéniz sonrió.
—Bien, ya se hará algo… Siempre hay algún medio. —Se levantó—.
Ganarás veinte dólares al mes y la manutención. Vivirás con bastantes apuros
a menos, como es natural, que tu familia tenga dinero.
—¡Oh, no!
—Entonces vivirás con estrechez. Pero hay cosas peores. Con el tiempo,
te verás recompensado por tu trabajo con ciertas comodidades en la vida, pero
te las habrás merecido, que es más de lo que cabe decir de mucha gente que
vive cómodamente. Bueno, ahora volveré al laboratorio una hora y luego me
iré a casa. —Estrechó la mano de Martin—. La próxima vez que vengamos
debes elegir los espaguetis a la «carbonara».
Martin se encontraba a mitad de camino de regreso a su habitación, antes
de que se percatase de que ni siquiera había aguardado a su aceptación.
Simplemente, había dado por supuesto que ningún hombre joven podía hacer
otra cosa que aceptar. ¡Y, naturalmente, tenía razón!
Le acometían tales latidos y conmoción en el pecho que no podía
encerrarse entre cuatro paredes; tenía que moverse, que andar. Se dirigió con
rapidez al otro lado de la ciudad. Pasó la Quinta Avenida, donde los grandes
almacenes ya estaban cerrados. Pasó la Sexta Avenida, donde los últimos
trabajadores abandonaban sus oficinas de los rascacielos. Se dirigió hacia el
Oeste a través de calles de segundo orden. Unos papeles sueltos se le
enrollaron en torno a los tobillos. De una freiduría salía olor a grasa frita.
Cerca de la plaza Times, un restaurante chino mostraba su fachada simulando
una falsa pagoda de color rojo y amarillo. Las luces de un baile parpadeaban.
«Cincuenta estupendas chicas. Cincuenta.» Y resultaba hermoso. Todo era
hermoso.
Regresó al cabo de mucho tiempo. Se sintió como si gritase su alegría. Al
recordar a su padre, alejó aquellos pensamientos, sabiendo que trataría de

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arreglar las cosas, puesto que, como decía el doctor Albéniz, siempre había un
medio para hacerlo.
Luego pensó en Mary. Regresaría pronto a casa y él hablaría con ella.
¡Qué loco había sido al no haberle confesado a la chica lo que sentía antes de
que se marchara! ¡Pero esto no quería decir que no lo supiera! En otro mundo,
lo hubiera expresado todo en palabras y le hubiese comprado un anillito; tres
años no hubiera constituido una espera muy larga. Su padre… Aquí había otro
problema, naturalmente, pero no insuperable tampoco. ¡El disgusto de Donald
Meig difícilmente representaría el fin del mundo!
Se sentó al escritorio y comenzó a pergeñar una carta. Pensó en
preguntarle si querría casarse con él, pero las palabras le salían o demasiado
secas o demasiado floreadas, por lo que decidió que sería mejor aguardar a
decírselo personalmente y oír su respuesta. De momento, sólo describiría la
maravilla que le había ocurrido aquella noche.
Cuando hubo terminado se quedó de pie un rato, mirando a través de la
ventana. El suave y frío aire de febrero, débilmente impregnado de la
inminencia de la primavera, le azotó el rostro. Una luz se encendió en el ala
de las habitaciones privadas al otro lado de la calle. Una ambulancia, con sus
neumáticos emitiendo pequeños quejidos en la calzada, rodeó la esquina.
Respiró hondo y habló a su vacía y pequeña habitación.
«Seré un gran médico.»
Constituía, a medias, una declaración y a medias una pregunta.
«Seré un gran doctor…»
A las dos de la tarde del día siguiente, todos sabían lo referente a Martin.
Era el único interno en el programa que empezaría la especialización. Era
algo de lo que había que hablar, para tener envidia o para quedar
impresionado. Tom se sintió intrigado.
—Oh, se trata de una magnífica oportunidad —admitió—. Pero no sé,
Martin; la neurocirugía es una especialidad muy deprimente. Los pacientes
son todos unos extraños, personas que no volverás a ver de nuevo. Y la
mayoría de ellos se mueren, como creo sabes que ocurre.
—Si adoptamos esa actitud, lo más probable es que ocurra de ese modo.
La idea consiste en evitar que mueran, ¿no te parece?
—La verdad es que yo no puedo esperar. Me confunde cómo ni siquiera
puedes imaginar que has de aguardar otros tres años.
Tom y Florence se casarían en julio, y comenzaría el ejercicio de su
profesión en Teaneck, Nueva Jersey, con tres mil dólares ahorrados por sus

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familias. Martin podía comprender las ansias por casarse pronto, e incluso
sentir envidia por ello, pero no la prisa por abandonar el hospital.
«Me gusta estar aquí —pensó—. Para mí, es el corazón del mundo.»
Hasta aquel momento, nunca había experimentado semejante euforia,
semejante alegría. Todo florecía. Se encontró a sí mismo cantando mientras se
movía en torno de su habitación por las mañanas. Todos los rostros de la calle
le resultaban amistosos. Deseaba abordar a la gente, agarrarlos por las solapas
y gritarles: ¿No es una vida maravillosa? ¡Se puede hacer con ella muchas
cosas! Trabajar mucho, amar mucho… ¡Sólo hace falta tener más tiempo! ¡Sí,
todo es maravilloso, pero nunca tengo suficiente tiempo!
Un día, decidió hablarles a Tom y a Perry acerca de Mary. Su buena
voluntad, sus buenos deseos respecto a él, hicieron que asomaran a sus ojos
las acostumbradas lágrimas, así como las usuales bromas por parte de sus
compañeros respecto de este hecho; ¡se conocían muy bien unos a otros!
Tom preguntó:
—¿Le has contado ya a tu padre lo de Albéniz?
—No, aún no…
—¿Y a qué estás esperando?
—Supongo que soy un cobarde. Pero lo haré cuando vaya a casa el mes
que viene. Cuando Mary regrese.
Sólo había recibido una postal desde que él le contara sus últimas noticias.
Habían viajado por toda Inglaterra; la chica le escribiría pronto una auténtica
carta. Mientras tanto, la muchacha quería que supiera que las cosas que le
había contado eran maravillosas. Ella estaba muy contenta y orgullosa de él.
Colocó la tarjeta en el espejo, encima de la cómoda, y la leía por las
mañanas y por las tardes.

Al fin llegó un grueso sobre con un matasellos que ponía «Londres».


Aprovechando la hora del almuerzo, Martin se dirigió a su habitación, cerró la
puerta y se sentó, disfrutando por anticipado. Sus ojos se nublaron por las
lágrimas.

… La madre de Alex ha sido amiga de tía Milly y tío Drew durante


muchos años. Es una persona excelente. ¡Es una persona maravillosa! ¡Te
gustaría mucho! Su mujer murió al nacer su hijo, un niño hermosísimo,
Neddie… La boda, naturalmente, se celebra sin ostentación, pero eso no me
preocupa. Vendrán Jessie y papá, y efectuaremos la ceremonia en casa de
Alex, muy antigua, tipo casona, y no demasiado alejada de Londres. Puedes

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ver las ovejas por las colinas, desde la parte trasera del jardín. Sé que te
habrás quedado sorprendido por lo precipitado de todo esto. ¡Incluso yo
misma lo estoy! Pero soy feliz, muy feliz.

Al principio, pensó que Mary estaba hablando de alguien que se fuese a


casar, una amiga conocida durante sus viajes. Leyó la carta de nuevo. Luego
fue a sentarse en el borde de su cama. Se llevó las manos a la cabeza y se
sintió enferma: con vértigos como si fuese a vomitar.
Te gustaría mucho él, se había atrevido a escribir… ¡Gustarle a él!
Martin gimió. Durante un instante, tuvo una loca sensación: todo aquello
eran imaginaciones suyas, una pesadilla de la que, al cabo de un minuto,
despertaría. Pero no, estaban allí, tres páginas compactas con su escritura
inclinada a la izquierda.
¿Por qué? ¿Cómo? ¿No sabía lo que sentía por ella? ¿Así pues, no había
sentido nada por él? ¿Todo fueron puras especulaciones suyas?
¿O lo había calculado todo y conseguido encontrar a aquel Alex, el mal
menor de los dos?
¡Oh, Tom sí que era afortunado! ¡Una solícita mujer como Florence era,
en realidad, lo que un hombre buscaba! Una mujer que conocía sus
intenciones, en vez de…
Se golpeó las rodillas con los puños. ¡Qué tímido, tonto y de pocos
alcances soy! Había supuesto que ella se encontraría allí, aguardándole,
dispuesta para cualquier cosa que él hubiera decidido. En vez de asegurarme,
en vez de decírselo todo, aquella noche en que nos despedimos en los
escalones de la parte delantera de su casa…
Se dirigió al cuarto de baño, pues se encontraba realmente mal. Luego
regresó y se sentó durante un momento, contemplando la pared. Al cabo de un
rato, recogió la carta, que se había caído al suelo, la rasgó y luego arrojó otra
vez los pedazos al suelo. Sus brazos le pesaban. Un gran dolor se abatió sobre
él y le hizo arrojarse en la cama.

Alguien golpeó en la puerta. Martin abrió los ojos en aquella débil y


moribunda luz del día.
—¿Estás ahí? Abre la puerta. ¿Estás bien? —gritó Tom—. ¿No oyes los
altavoces? ¡Hace una hora que te están llamando!
—No los he oído. No me encuentro bien. —Siéntate. Tengo que hablar
contigo.

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La larga y fea cara de Tom se volvió de pronto triste, como el rostro de
Lincoln.
—¿Qué sucede?
—Primero dime qué te pasa. ¿Estás enfermo de verdad?
—Sí. No. He recibido un gran golpe, eso es todo.
Tom lo estudió.
—¿No quieres decirme de qué se trata? —le preguntó con suavidad.
—Mary se va a casar en Inglaterra —respondió Martin, mirando al suelo.
—Lo siento. ¡Oh, Martin, lo siento mucho…!
—Ya lo sé…
—No te lo mereces…
Un coche de bomberos aulló en la calle de abajo. En cuanto hubo pasado,
el silencio fue absoluto.
Al cabo de un minuto, Tom habló:
—Tengo que causarte otra nueva herida, Martin. Y será un golpe que
recibirás cuando ya estés abatido.
Martin alzó la vista. La angustia surcó las mejillas de Tom, las cruzó y las
resaltó.
—¿Qué quieres decir?
—Ha telefoneado tu hermana. Al ver que no respondías, me han dado el
recado a mí. A tu padre le ha dado una apoplejía.

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CAPÍTULO VI

Metió el coche en el cobertizo. Dean, su viejo, pardo y encallecido


caballo, sacó la cabeza del establo. Ya había pasado su vida útil y papá,
simplemente, le salvaba de la fábrica de cola. Horrible pensamiento.
Martin entró en la cuadra y apoyó la cabeza contra su duro y rizado lomo.
Su viviente calor le dio consuelo. ¡Se sentía tan solo! Con Alice ya casada, y
que se había marchado de la casa, con su madre que también necesitaba que le
diesen ánimos, no tenía a nadie con quien hablar. Y, después de todo, ¿de qué
se podía hablar aquí?
¿Podía hablar de Mary? No tenía la menor utilidad. Era una cosa ya
acabada y pasada. Resultaba extraño cómo trabajaba la química, cómo el flujo
del deseo de un hombre podía extinguirse con el paso del tiempo y a causa de
los problemas, del mismo modo que se extingue un incendio.
¿Hablar de su padre, de su carne marchita, de su andar vacilante? ¿Qué se
puede decir de una vida que se escapa? ¿Que se va apagando, como la del
caballo, el viejo Dean…?
Cualquiera que viniese pensaría que había perdido las fuerzas, aquí de pie
y en esta postura. Y, repelido de pronto por su propia tristeza, Martin se
enderezó y se dirigió a la casa.
—¿Papá se ha ido temprano a la cama? —preguntó.
—No, ha cenado y está en su escritorio del despacho. —Jean bajó la voz
—. Eso parece ayudarle, estar sentado allí, mirando todos sus archivos y
demás cosas. Supongo que así siente que se encuentra ocupado. ¿Martin? —
Algo en su tono hizo que él alzase la vista—. Martin, yo no sabía que hubiese
hecho una nueva hipoteca sobre la casa. ¿Y tú?
—¿Yo? No. Nunca hablaba de negocios conmigo.
—Pues verás. La primitiva hipoteca se había pagado ya antes de que tú
fueses a la Universidad… No lo comprendo. —Los labios de su madre
temblaron—. ¿Cómo puede haber trabajado tan duramente durante estos tres
años y por qué no tenemos nada? Parece que pasaron tan rápidamente como

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vinieron. Y no hemos tenido ninguna clase de lujos. Bueno, en realidad
compramos el año pasado el nuevo mobiliario del salón; el viejo era ya una
auténtica desgracia. Y también colocamos el linóleo. Pero no hubiera hecho
todas estas cosas de haberlo sabido…
Martin no respondió, puesto que no tenía nada que decir. Su madre colocó
el plato en la mesa, le sirvió café y, tratando de ser jovial, suspiró:
—Bien, supongo que a lo hecho, pecho… No tiene ninguna utilidad
lamentarse.
«Aquí no hay nada patético —pensó Martin—, sólo penuria a la antigua
usanza, el espectro de la dependencia. El hacerse mayor ya era de por sí
bastante duro sin todo esto…»
Desde la mesa de la cocina, veía, en la sala de estar, encima de aquella
imitación de sofá Chippendale, colgar la nueva fotografía de sus padres,
tomada, afortunadamente, unos cuantos meses antes del ataque de papá. Alice
había querido hacerla. Mamá se resistió, pero Alice insistió en ello. Era sólo
porque se iba de casa, había dicho. En privado, le contó a Martin su sensación
de que algo malo iba a ocurrir.
—Tú no sabías que a papá le daría una apoplejía —la contradijo.
Y ella le respondió que no, que, ciertamente, no podía saber eso. Que,
simplemente, había sentido que algo iba a suceder y que deseaba tomar la
fotografía antes de que fuese demasiado tarde. Por ello, permanecerían ya
para siempre juntos en aquel marco dorado y oval, la madre con su vestido de
seda y un reloj de oro colgando de un collar en el cuello; su padre, con su
traje negro nuevo y con una apariencia, desacostumbrada en él, pulcra y
aseada. Nunca más volvería a tener aquel aspecto.
—¿Has visto hoy a Ken Thompkins? —le preguntó ahora su madre.
—Sí. No pasará de esta noche. Ha estado vomitando, a causa de una
hernia estrangulada, desde el pasado miércoles, y no han avisado hasta hoy.
Su mujer creyó que sólo era un cólico. —Martin sintió la exasperación que
reflejaba su voz—. ¡Dios mío, qué lastimosa ignorancia! Pensé que aún habría
alguna esperanza si le llevábamos a toda prisa a Baker, para que le operasen.
Yo mismo le hubiese llevado en el coche esos ciento y pico kilómetros, pero
se ha negado. Dice que, puesto que se va a morir, desea hacerlo en su casa…
Y Martin movió con brusquedad la mano, en un ademán de impotencia, y
golpeó ligeramente la taza de café.
Su madre se levantó para enjugar el café derramado y le tendió dos cartas.
—Lo olvidé. Tienes correo…

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Martin apoyó las cartas contra el vaso del agua y las leyó por encima de
los movimientos del tenedor. Tom escribía que había abierto ya su
consultorio. Había conseguido ciertos privilegios en un buen hospital.
Florence seguiría con su trabajo y, poco a poco, irían amueblando la casa:
Martin debería ir a visitarles.
La segunda carta era del doctor Albéniz. Aún seguía reservándole la plaza
a Martin. Comprendía las circunstancias, pero confiaba en que Martin lograría
poner las cosas en orden en su casa al cabo de unas cuantas semanas.
—¿Algo anda mal, Martin?
—No, estoy cansado; eso es todo.
—No sé qué hubiéramos hecho sin ti —prosiguió su madre—. Hubiera
sido un desastre, pura y llanamente. ¿No parece que anda en esto la mano de
la Providencia, que lo que le ocurriera a tu padre no se produjese hasta que tú
hubieras acabado y estuvieses preparado para ocupar su puesto?
Estaba allí de pie, frunciendo algo el ceño, limpiando y limpiando el sitio,
ahora ya del todo seco, donde se había derramado el café. Luego se percató de
la mirada de su hijo y se animó.
—¡Oh, he oído a mis mapaches en la basura! Están casi domesticados y
vienen cada noche a buscar su comida. Solía enfadarme con ellos, pero fue tu
padre el que me enseñó… ¿Recuerdas tu domesticado mapache, Martin? Sólo
tenías siete u ocho años cuando papá lo encontró al lado de la carretera. ¿Te
acuerdas?
Martin no quedó entusiasmado por su valeroso parloteo.
—Papá hacía bien las cosas —replicó con amabilidad.
—Martin, ya veo que te esfuerzas, pero me gustaría saber la verdad. Le
veo desmejorar cada vez más. Dime la verdad: ¿qué va a suceder?
—Mamá, no lo sé. Te lo diría si lo supiera. Quedaría sorprendido si
mejorase, pero puede no empeorar durante varios años. O bien sufrir otro
ataque o un infarto cardíaco esta misma noche.
Los ojos de su madre se dilataron.
—¡Oh, eso no es justo! ¡Era tan bueno con todos!
Suena el timbre nocturno. La ventisca golpetea contra el marco de la
ventana. Papá baja las crujientes escaleras y sale por la puerta; el motor tose
en el garaje. Son las dos y cuarto…
—No —respondió Martin—, no es justo.
(No si se cree en recompensas justas, en lo cual él no creía, aunque su
madre sí.)

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Ahora los perros pastor comenzaron a ladrar en el patio, aunque se
callaron al reconocer una voz familiar.
—Parece que se trata de Charlie Spears —dijo Jean.
Se fue a abrir la puerta.
—¡Supuse que eras tú! ¿Qué te trae por aquí, Charlie?
Charlie Spears colocó en el suelo una caja de cartón llena de comida.
—Pensé que necesitaríais algún extra del almacén, aparte de vuestros
pedidos corrientes. Unas cuantas delicadezas para el doctor. El doctor
padre… —Hizo un ademán hacia Martin—. Siempre le han gustado mucho
los plátanos, y aquí hay también mermelada escocesa, té, galletas de harina y
agua y un poco de ese queso extranjero que huele tanto. A mí, personalmente,
nunca me ha gustado, pero sobre gustos no hay nada escrito, según dicen…
Jean enrojeció.
—Charlie, eres demasiado bueno con nosotros. Realmente, no deberías…
Es muy hermoso, pero…
Charlie levantó la vista con dureza.
—No se trata de ninguna caridad, señora. En realidad, el doctor fue
siempre muy bueno conmigo y es un amigo…
Cuando se hubo marchado, Jean comentó:
—La gente ha sido muy amable. A veces, resulta difícil no ponerse a
llorar, al ver sus bondades… Se trata de una de las recompensas de esta clase
de vida. Ya lo ves, no es tan duro, Martin…
—Ya lo sé, mamá —respondió Martin con firmeza.
Se escucharon unas pisadas ahogadas en el vestíbulo y luego apareció su
padre en el umbral.
—¿Quién era?
—Charlie Spears. Nos ha traído una caja con comestibles.
Enoch lanzó una mirada carente de interés en dirección a la caja.
—Estoy aburrido —explicó con cierta petulancia—. Sin nada que hacer
durante todo el día…
—Ahora aprendes a matar un poco el tiempo —le respondió Jean—, hasta
que vuelvas a ser el de siempre.
Enoch la miró con fijeza.
—¡Matar el tiempo! Es la peor cosa que nunca hayas dicho… Es el
tiempo el que me está matando a mí. Me voy a la cama… Buenas noches a
todos…
Subió despacio por las escaleras. Le resultaba un poco difícil porque la
baranda se encontraba en el lado derecho, y había sido precisamente su brazo

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derecho el que había quedado paralizado. Cuando vaciló, Martin se levantó
para ayudarle, pero su madre le hizo retroceder con una seña.
—No quiere que le ayuden.
Y Martin sabía que esta comprensión era hija de treinta y cuatro años de
vida en común.
Así que se sentaron, la madre y el hijo, sin hablar, removiendo el café de
sus tazas. Tintineo. La cucharilla golpeaba el fondo de la taza y, a
continuación, los bordes. Tintineo. De nuevo ladraron los perros, esta vez en
la parte delantera de la casa. Martin se levantó y fue a echar un vistazo. No se
veía nada en aquella oscuridad, excepción hecha de la luz que proyectaba la
rendija de la puerta abierta. Luego su nariz le llevó hasta la cesta de
manzanas, al duro y fresco olor de las «Greenings».
—¿Martín, qué pasa?
—Alguien nos ha dejado manzanas en el porche. No hay ningún nombre.
¡Qué raro…!
—Nada de raro. La gente hacía eso muchas veces cuando no podían pagar
y papá les borraba como incobrables. Sienten que deben dar lo que puedan.
Las llevarás mañana a la bodega.
Su madre se dirigió a la cocina.
Martin se sentó en un escalón del porche, junto a las manzanas, con un
perro a cada lado. Un zorro ladró desde el bosque que se encontraba más allá
de la carretera. Muy bajo en el horizonte, casi por encima de los árboles,
brillaba Orión. «No serías hijo de papá —pensó—, si no hubieras aprendido
algo acerca de las constelaciones.» El firmamento parecía solitario, aquel
universo mayor y más solo que otras veces y en otros lugares.
«Si pudiera escuchar un poco de música, esto me consolaría», pensó, al
recordar las voces arrogantes y las armoniosas cuerdas. ¡Todas las luces!
¡Toda la vida! ¿Por qué no podía, simplemente, aceptarlo?
Alice se había ido con Fred para vivir con sus padres, en Maine, y ella,
una mujer que no tenía casa propia, no se había quejado. Pero, ¿quién sabía lo
que realmente sentía? Sus cartas eran siempre optimistas. Pero a Martin
tampoco le agradaba mucho hablar de sus sentimientos.
—Entra mucho aire frío en la casa. —Jean apareció en el umbral—. Me
voy a la cama. ¿No vienes tú también?
Martin y los perros entraron.
—Pronto. Iré a mirar en el escritorio de papá por si descubro algo.
—Oh, ojalá así sea… ¡Si me hubiera dejado hacerme cargo de las cosas!
Yo siempre quise ayudarle, pero él no creía que una mujer pudiese hacer

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todas esas cosas. Sé que las libretas de los Bancos están en algún lugar del
escritorio. Supongo que las encontrarás. —Titubeó—. No quiero molestarle
preguntándole cuánto dinero hay, como si creyese que se va a morir. —Las
lágrimas asomaron a sus ojos, los empañaron, pero quedaron allí—. Sería una
buena idea que averiguaras cómo está todo. Pero no te quedes mucho rato.
Necesitas descansar.
El viejo escritorio de persiana enrollable estaba atestado de papeles.
Desde su infancia, le llegaron los recuerdos de la exasperada voz de su madre:
—¡Déjame, por una vez, arreglarte todo ese revoltijo, Enoch!
Bajo un montón de recetas en blanco, postales viejas, cartas, calendarios y
muestras médicas en envases de cartón, apareció una partida de matrimonio y
las partidas de nacimiento de Alice y Martin. Y también las de Enoch Júnior,
Susan y Mary. ¿Por qué diantres las guardaría papá? También descubrió la
escritura de la hipoteca, en una caja de seguridad para casos de incendio. Allí
encontró también la póliza del seguro de incapacidad, de escasa cuantía, pero
que ya estaba caducado, a la edad de sesenta y cinco años, precisamente
cuando más la necesitaba. Martin reprimió su ira. Y también aparecieron tres
libretas de ahorro, tiradas entre aquel desorden. Las abrió y sumó los saldos.
Cuatro mil cuatrocientos ochenta y tres dólares y sesenta y seis centavos.
Rebuscó incrédulo en busca de otra libreta, pero no había ninguna más. Eso
era todo. Aquí estaba lo conseguido por su padre, tras toda una vida de
trabajo.
Se sentó presa de una atónita desesperación. ¡Qué lástima daba todo
aquello! Cuatro mil dólares y una modesta casa, una casa desprovista de toda
comodidad o gracia y que, además, necesitaba muchas reparaciones. ¿Cuántas
veces había oído la historia, contada con orgullo, de cómo adquirió aquella
casa?
—Tenía puesta aquí la mirada, en ese cruce de carreteras, y a sólo seis
kilómetros de Cyprus. El Banco hizo gustoso el préstamo. Ya gozaba de una
buena reputación, y eso que sólo llevaba seis años en este país…
Así pues, esta casa y un cesto de manzanas dejadas por un paciente
agradecido. ¿Y quién podría ahora hacerse cargo de ellos, de no ser su hijo?
Debía de haber sido duro para su madre. Recordó aquella vez en que su
padre perdió ciento veinticinco dólares. Se había metido el dinero en el
bolsillo cuando acudió a la ciudad a pagar unas facturas.
—Incluso te he hecho un bolso de piel —se quejó su madre—. ¿Por qué
no lo usas?
Y papá quedó avergonzado:

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—Lo olvidé.
A veces, hasta les daba dinero a los pacientes.
—No tienen nada —decía.
Y los labios de su madre se endurecían y adelgazaban, como si los
sujetase con una pinza. Tenía miedo de hablar, por el honor que sentía de
haberse casado con él. Si lamentaba algo, no lo admitía, probablemente ni
siquiera a sí misma. A causa de sus inflexibles convicciones, aceptaría sin
quejarse cualquier peso que el Señor quisiera colocar sobre sus hombros.
Durante un largo rato, Martin continuó sentado y luego, de repente, tomó
un papel y una pluma. Podía haber llenado páginas y páginas con su atroz
decepción, pero nadie, excepto él, se preocuparía por ello. Cada hombre se
enfrenta solo con sus decepciones. La pluma se deslizó rápidamente por la
hoja de papel.

Estimado doctor Albéniz: Gracias por aguardar hasta que hubiese


tomado una decisión final. Aprecio mucho su paciencia y su comprensión…
le estoy muy agradecido y honrado por su ofrecimiento… que me es
imposible aceptar a causa de mi situación familiar… lo siento… Con mis
mejores deseos.

Una carta breve y cálida. Se llevó las manos a la cara. La tristeza que
sentía era tan grande que le dejó vacío. Estaba como hueco, flotando en una
fría y gris tristeza, entre jirones de vapor, niebla y cuchicheos. Todo aquello
tan brillante y pulsátil, se había deslizado en silencio, escapándose de sus
extendidas manos. Todo se había ido.
Un gran vendaval pasó sobre la casa. El viento del mundo, que se llevaba
un centenar de millones de esperanzas. No sólo la mía. Recuerda esto.
Y tras cerrar la tapa del escritorio por encima de los esparcidos
documentos, se fue al piso de arriba a dormir en la cama de madera de arce,
que había sido la suya desde que pasó de la edad de la cunita de barrotes.

El año se dirigía hacia su final. Los lagos se helaron; una delgada película
de rizado hielo que cada vez se endurecía más. Entre los vecinos, los
preparativos de la Navidad creaban una placentera actividad mientras las latas
de cacahuetes tostados y de pastelillos de hojaldre caseros eran llevadas de
casa en casa. Se colgaban ramitas de muérdago con lazos rojos de las puertas
de entrada y los niños se tambaleaban colinas abajo con sus «Flexible Flyers».

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La mañana de Navidad trajo una nueva y cremosa nevada. Poco después
de las seis, avisaron a Martin. Cuando regresó, era ya casi la hora de la
comida. Su padre levantó la mirada interrogativamente:
—¿Ha ocurrido hoy algo importante? ¿Algo que deba saber?
—Creo que al fin he persuadido a Mary Deitz para que se opere el bocio.
—¡Hace quince años que tiene bocio! Cortar, cortar, eso es lo único que
sabe hacer la gente joven como tú…
El padre tenía uno de sus días de mal humor.
—No soy el único que va a hacerlo, desgraciadamente…
—¡Hum…! El otro día me dijiste algo acerca de una cosa del…
ventrículo… No me acuerdo… ¿Qué era?
—El ventriculograma… ¿Te refieres a eso?
—Sí, eso es… ¿Cómo funciona?
—Pues hay que quitar fluido ventricular e inyectar aire a través de un
orificio del cráneo. Por medio de los rayos X se ve dónde se ha movido el aire
dentro del cerebro. Es algo muy sencillo.
—¡Hum! Me atrevería a decir que se han hecho muchas cosas. Pero esos
tipos no lo saben todo, Martin. Sólo porque hagan aparecer sus nombres en
artículos rimbombantes, no has de permitir que te hagan perder la cabeza.
—No, papá. No dejaré que me hagan perder la cabeza.
Tenía un aspecto tan pequeño y envejecido, allí de pie. Pero asimismo, de
una forma espantosa, parecía muy infantil.
¿Qué sucede cuando esos tipos se reparten entre sí todo el cuerpo? Uno
estudia el oído izquierdo, el otro la rodilla derecha… ¡No hay entre ellos ni un
solo doctor que sepa tratar a todo el paciente!
El anciano doctor acostumbraba decir:
—¡Verás tantas maravillas en el transcurso de tu vida, Martin!
Pero ahora la enfermedad, y la oculta envidia que podía corromper la
senilidad, le habían convertido en otra persona. Y el corazón de su hijo se
resintió de dolor.
La mesa de Navidad fue colocada en el comedor, que se encontraba en el
lugar más frío de la casa. El padre notó aquel frío.
—No sé por qué tenemos que comer aquí —se quejó.
—Colocaré cerca de ti la estufa eléctrica —ofreció Martin.
—No, espera, ya lo haré yo —dijo Jean—. Tú trincha el pavo, Martin.
Aquella tarea siempre había correspondido al padre. ¡Todos aquellos años
que comieron pavo por Navidad y el Día de Acción de Gracias, y cochinillos
por Pascua de Resurrección, en aquella estancia! A partir de ahora sería cosa

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de Martin, por lo que dedujo que tendría que aprenderlo bien. Primero cortar
un muslo, luego las articulaciones, después las alas. Y a continuación cortar
finas lonchas de la pechuga…
—¡Qué experto eres! —dijo su madre de todo corazón—. ¿Dirás la
oración de acción de gracias, Enoch?
—Deja que lo haga Martin.
—Te damos las gracias por los alimentos que de Ti recibimos —murmuró
Martin.
Se pasaron unos a otros las fuentes. La del padre estaba llena de
cebollitas, pavo, nabos y patatas chafadas, así como salsa de arándanos agrios.
No había perdido su enorme apetito. Comía silenciosa, vorazmente,
contemplando con ojos abstraídos la hilera de tazones de cristal tallado que se
hallaban en el aparador y que contenían sus platos «buenos».
—Esos platos nos los regalaron cuando nos casamos —dijo de repente
Jean—. Y, como bien sabes, sólo se ha roto uno, y no fui yo. Fue una de las
vecinas que nos ayudó a quitar la mesa. Ésa es la razón de que no me guste
que nadie me ayude. Aunque no rompan las cosas, las desportillan.
Cayó el silencio sobre la mesa. Martin trató de pensar en algo que decir.
—Me gustaría que Alice estuviese aquí —observó Jean.
Martin comprendió que aquella observación era, en parte, una expresión
de un deseo real y, en parte, un esfuerzo para romper el silencio. Intentó
cooperar.
—¿Crees que podrá hacernos una visita antes de la primavera?
—No lo creo. Las carreteras están en muy mal estado y las combinaciones
por tren son realmente espantosas. Tiene que viajar hacia el este de Boston, y
luego dar la vuelta de nuevo hacia el Oeste…
—Supongo que, pese a todo, lo hará —deseó Martin.
—Oh, sí, lo hará. Alice es una buena hija. Y sé que desea ver a su padre.
¿Alguien me quiere servir conserva de picadillo de frutas? He subido dos
jarras del sótano. Está muy bueno al día siguiente con el pavo frío. ¡Enoch!
¿Qué es esto?
Las manos del doctor se aferraron a su pecho.
—No me siento bien. —Apartó violentamente la silla de la mesa—.
Tengo un dolor terrible. ¡Terrible! —gritó, en voz muy alta.
Y, mientras le estaban mirando asombrados, se levantó, se estiró en toda
su altura, se puso rígido, se le doblaron las rodillas y se desplomó. Golpeó con
el rostro contra el borde de la mesa con un terrible y sordo ruido. Luego, la

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silla se hizo astillas; a continuación, tanto el doctor Enoch como la silla se
aplastaron contra el suelo.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Jean—. ¡Oh, Dios mío! ¡Enoch, levántate!
¡Martin! ¡Enoch! ¡Arriba!
Su grito se repetiría por sí mismo, en los oídos de Martin, durante el resto
de su vida, y la Navidad quedaría señalada por él para siempre…

Enoch yacía en el salón entre las dos ventanas delanteras. La gente acudió
con las apropiadas caras graves, inclinándose ante la viuda, la cual, una vez
pasados los primeros accesos de llanto, estaba sentada tranquila, agradeciendo
su silenciosa simpatía. Contemplaban el cadáver, con su traje oscuro y su
secreta dignidad: Me he ido más allá de vuestras pequeñas preocupaciones y
sé lo que vosotros no sabéis. Permanecían allí mirando cohibidos y
temerosos. Andaban, se levantaban sobre las puntas de los pies y, con las
mismas graves y trágicas caras, abandonaban la estancia.
Formaban corros en el porche, en la acera y en la carretera, saludándose
unos a otros animosamente.
—¿Quieres que te lleve a casa, George?
—¿Cuándo has comprado ese coche nuevo?
Por la tarde, Martin regresó solo a la habitación. No era el rostro de su
padre lo que le conmovía más, sino sus manos. ¿No era extraño? Sí, sus
manos, cruzadas sobre el pecho donde las había colocado el empleado de las
pompas fúnebres, más cerúleas y grandes que en vida. ¿Eran realmente más
voluminosas, o se debía a algo que había hecho el de las pompas fúnebres?
Manos, aquel maravilloso circuito desde el cerebro a la mano que podía
curvarlas para atrapar una pelota, cerrarlas en un puño que golpeaba, o
abrirlas para tocar con sus suaves palmas. Maravilloso, maravilloso. Las
manos de mi padre…
Martin recordó algo de sus superficiales lecturas sobre psiquiatría: ¿Había
sido Freud quien afirmara que el mayor golpe para un hombre es la muerte de
su padre? Todas las anudadas y complicadas telas de memoria,
resentimientos, comodidad y confianza, humor y sabiduría, y tercas tonterías:
todo lo que me hizo y que llevaré a través de mi vida. Intentas componer
algún orden en todo esto, y no hay nada. Todo acaba aquí.
Padre mío, te has ido muy lejos. Creo que si hablo en voz bastante alta,
seguramente me escucharás. No comprendo por qué no vayas a oírme. Yaces
aquí, pero te has marchado. Todo se ha detenido en ti. Esto me aterra, la

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muerte de todo lo tuyo. Ya he visto, en la actualidad, muchas muertes, pero
no tu muerte. Hay muchas cosas que me gustaría haber hablado contigo,
cuando estabas bien y eras tú mismo. En ciertos aspectos, mamá ha sido la
cabeza de familia, puesto que alguien tenía que cuidar de las cosas. Pero tú
has sido siempre el corazón. Tú eras el corazón.

Entre el montón de cartas que llegaron durante la siguiente semana, se


encontraba una nota de Jessie Meig.

Mi padre y yo nos sentimos muy apenados al enterarnos de la muerte de


tu padre. Era un hombre muy amable y a la antigua usanza. Será echado de
menos. ¿Querrás visitarnos, si tienes algún tiempo libre? ¿Iría bien el
próximo domingo, para tomar el té a las cuatro?

Golpeó la carta contra el filo de la mesa. ¡Maldita sea si visitaría de nuevo


aquella casa! ¿Qué pensaban de él, por el amor de Dios? ¿Por qué iba a querer
hacerles una visita? Una pequeña oleada de furia se alzó en su pecho, y luego
se fue extinguiendo. Probablemente, no habrían pensado nada. Luego, se
sintió un completo imbécil.
Contempló de nuevo la carta y los francos y negros rasgos: una escritura
desacostumbrada, más individual y robusta, en buena consonancia con la
propia Jessie. Se preguntó cómo sería ahora su vida en aquella casa, puesto
que Mary se había ido. ¡No es que hubiesen sentido mucho cariño una por
otra! Pero una hermana siempre es una hermana. Se vio tentado a aceptar.
Tuvo que admitir, y no de forma antinatural, que sentía algo curioso. ¿Y por
qué no? Pero, pensándolo mejor, decidió que, realmente, no deseaba ir.
Unas semanas después, su madre le informó:
—Jessie Meig ha telefoneado hoy. Se preguntaba si habías recibido su
nota.
Quedó avergonzado de su rudeza. ¿Había sido tal vez algo más que
grosero? ¿Tal vez hasta terriblemente poco amable al rechazar aquella mano
que le tendían con tan buenas intenciones? Luego se le representó una imagen
mental de Jessie, sentada en aquel enorme sillón de orejas casi curvadas hacia
adentro, como si la chica se sintiese protegida por ellas. Había olvidado lo
pequeña que era, y pensó: «Aunque sólo sea por pura decencia, debo acudir.»
Así pues, al domingo siguiente por la tarde, atravesó la acera entre los
ciervos de hierro, se detuvo bajo los colgantes carámbanos del porche y
penetró en aquella casa en la que no había esperado entrar de nuevo.

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CAPÍTULO VII

Jessie introdujo los restos de la comida en una bolsa y tapó el termo.


—¿Quieres conducir, Martin, o lo hago yo?
—Es tu coche. Conduce tú…
El verano apenas había llegado a su mitad y ya comenzaban a aparecer las
primeras señales de estar declinando. Los arándanos, cubiertos de
blanquecino polvo, se espesaban en las cunetas de la carretera. Los saúcos se
erguían fuertes y secos en los campos.
Casi desde finales del invierno, Jessie había empezado a acompañar a
Martin en sus visitas profesionales a lugares alejados en el campo. Él no
estaba muy seguro de cómo se había establecido aquella costumbre: pensó,
vagamente, que debía de haber sido el padre de la joven quien lo sugiriera.
Fuese como fuese, aquella negativa e inhibida persona se había mostrado
sorprendentemente cordial durante los pasados meses.
—Creo que te conviene salir más —había manifestado.
Y, ciertamente, resultaba exacto. La necesidad de compañía, por parte de
Jessie, era en extremo visible. Martin lo comprendía, puesto que él tenía
idéntica necesidad. Echaba de menos las amenas conversaciones, aquella
rápida comprensión que sobreviene cuando las asociaciones e inclinaciones
mentales corren parejas. La mayoría de sus amigos de la infancia se habían
dispersado; los que aún permanecían en sus hogares se habían casado y no
había lugar para Martin en su vida familiar. Al cabo de casi cinco años, sentía
la pérdida de hombres como Tom y Perry. Algunas veces, le parecía que, en
todo Cyprus, la única persona con la que, realmente, podía hablar era con
Jessie.
Por las tardes, el padre se iba al piso de arriba y les dejaba a ellos la
biblioteca. Martin se había hecho cargo de su sitio en el tablero de ajedrez en
sus partidas con Jessie. ¡Y ella, por lo regular, solía ganarle! Tenían música
en la radio; reinaba allí una gran comodidad.

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—Estás de nuevo preocupado por algo —le dijo la chica, mientras se
ponía al volante—. Siempre lo presiento…
—Es cierto. Se trata de aquel lugar donde nos detuvimos antes de comer.
Aún sigo sintiéndome enfermo al recordarlo.
—¿La mujer que tiene tos?
—Tos y náuseas. Ha perdido siete kilos en los dos últimos meses. Sé que
se trata de algo maligno. Estoy tan seguro que apostaría cualquier cosa…
Sacudió la cabeza al recordar a aquella anémica mujer joven, con su tan
delicado rostro.
—Les he dicho que necesita ir al hospital para que le hagan unas pruebas.
Me he mostrado lo suficientemente claro, aunque no he empleado la palabra
«cáncer». Les he manifestado que debe ir, que no queda otro remedio. El
marido no hacía más que afirmar: «Sólo está muy débil después de su último
parto, pero se pondrá bien.» ¡Y me lo ha asegurado a mí! Pero, de todos
modos, eso del hospital queda fuera de la cuestión. ¿Quién se haría cargo de
los niños? Luego, me ha acompañado afuera y me ha dicho que será
cuidadoso, que comprende que su mujer ha tenido los niños demasiado
próximos unos de otros. Que ella no es tan fuerte como otras mujeres. ¡Que
procurará que no tenga más hijos! ¡Oh, que no tenga más…! —prosiguió
Martin en tono lúgubre—. ¡No vivirá ni nueve meses a partir de ahora…!
—El trastorno supongo que ha comenzado en los ovarios.
—Sí, tengo un presentimiento al respecto. ¿Pero cómo lo sabes? ¿Cómo lo
has conjeturado?
—Una vez me contaste algo referente a un caso parecido a éste. Nunca
pretendería ser doctora, pero me gusta escucharte y recuerdo las cosas…
—Pues… si yo no hubiera podido llegar a ser médico no creo que hubiese
otra cosa en el mundo que me gustara ser…
Al tomar una curva tuvieron que disminuir la marcha hasta casi detenerse
a causa de un carro con una enorme carga de heno. Desde lo alto del montón
de paja, una mujer le saludó cariñosamente:
—¡Hola, doctor!
—Es un heno muy bueno el que lleva aquí —le devolvió el saludo Martin.
—Y lo necesitaremos antes de tiempo. Cuanto más vieja me hago, menos
dura el verano…
—Pues déjelo en seguida y a descargar de nuevo…
—Les gustas mucho, Martin —comentó Jessie cuando siguieron al
marcha.
—Y ellos también me gustan a mí.

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En sus pocos meses de práctica médica, había sido acometido, por lo
menos una docena de veces, por poderosas emociones y por la emoción del
poder. En sus casas, en sus camas, en las que yacían febriles y con los ojos
brillantes, depositaban en él toda su confianza. Al tocar su carne enferma,
sentía cómo las inundaba la gratitud y la admiración. Eso hacía crecer algo en
un hombre: ¿se le podía llamar amor? Pero él sabía, aunque ellos no, que
muchas veces lo que hacía no era suficiente ni tampoco lo mejor.
—La mayor parte de las enfermedades imponen limitaciones —se mofó
en voz alta—. Fluidos, descanso en la cama y calor curarán en cuestión de
días la mayor parte de las dolencias. Pero lo que me preocupa, Jessie, son las
dolencias de otra clase. Como, por ejemplo, el caso de esta mañana.
Encuentro obstáculos infranqueables en mi batalla contra las distancias y la
falta de facilidades e ignorancia. La ignorancia de los pacientes y la mía
propia. Sobre todo, la mía… —Y entonces repitió en voz alta sus
pensamientos—: ¡Podría hacer mucho mejor lo que hago!
—Estoy segura de que sí —respondió Jessie.
Las raras veces en que había expresado tales dudas a su madre, su
invariable y poco comprensiva respuesta había sido siempre:
—¡Oh, te infravaloras a ti mismo, Martin!
—¡Sería maravilloso saberlo y hacerlo! —prosiguió Jessie con
vehemencia—. ¡Ser tú mismo! ¿Por qué la gente cree que las mujeres no lo
desean también? Opinan que eres una especie de caso raro si quieres hacer lo
que realiza un hombre, tener la misma libertad de ampliar tu pensamiento y
aprender cosas. Sabes, si estuviese sana, desafiaría todo esto y lo intentaría de
una forma u otra. Algunas mujeres lo han hecho siempre. Por ejemplo,
George Sand. He leído sus novelas y, aunque no son muy buenas, eso carece
de importancia. Lo importante estriba en que era una mujer libre.
Sus manos estaban tensas en el volante. Luego, acabó con cierta furia:
—En lo que a mí se refiere, cada pensamiento que tengo, cada aliento que
respiro, se ve influido por esa condenada joroba…
Martin intentó cambiar de tema.
—El próximo sitio adonde nos dirigimos es la granja de los Brook. Mi
padre me explicaba, cada vez que pasábamos por allí, cómo, hacia los años
noventa del siglo pasado, cuando atendía los avisos en calesa, tenía un perro
de tamaño mediano que se escondía entre las hierbas altas de la cuneta, y
saltaba sobre la yegua. Una vez, la yegua de papá se desbocó y el calesín
volcó en la zanja. Papá se rompió el brazo.

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No obstante, pasaron ante la granja de los Brook sin ninguna clase de
tropiezos. El maíz estaba ya muy alto en los campos y el ganado rumiaba y
dormitaba en los pastos a la sombra. Un hombre, al reconocer a Martin, ondeó
una brocha desde una escalera apoyada contra la fachada de su casa, en la que
habían reproducido el frontón del Partenón, o el templo de Sunion, con ayuda
de madera del país. El doctor Enoch, que era un estudioso de los clásicos, no
dejaba nunca de observar cosas como aquéllas o, en los nombres de ciudades
del Estado de Nueva York, las denominaciones de Ithaca, Syracuse, Rome…
De este modo, los pensamientos de Martin derivaron hacia su padre.
—En las llamadas que le hacían en invierno, papá solía llevar una
cortadora para las cercas de alambre. Las carreteras tenían tanta nieve que, a
menudo, no se daba cuenta y seguía a través de los campos. También
acostumbraba llevar un periódico doblado debajo del chaleco para retener el
calor. Todo esto suena a cosas de hace cien años, ¿no te parece? Pero,
realmente, no hace tanto tiempo de ello. ¿Oye, no te tienta eso?
En el estanque de Gregory, en la confluencia de tres corrientes de agua,
nadaban unos cuantos chicos.
—¿Por qué no nos traemos alguna vez los trajes de baño? —propuso—.
Oh, lo olvidé: no te gusta nadar.
—Eso no es cierto. Realmente, me gusta mucho.
—Pero si habías dicho…
—Sólo lo dije porque no quiero que me vean en traje de baño. No me
preocuparía si fuese algo que se presentase de repente. Seguramente a causa
de que eres médico. Pero no quiero verme avergonzada nunca más.
—¡Jessie, no hay nada de que avergonzarse!
—Bueno, no se trata exactamente de vergüenza. Más bien creo que la
gente lo encontraría… desagradable —respondió la muchacha, en voz tan
baja que él aperas pudo captar la palabra.
—Nihil humanum mihi alientum est. Me dijiste que te acordabas de tu
latín, ¿verdad?
—Nada humano me es ajeno —respondió ella en voz baja. Luego, al cabo
de un momento, añadió—: Gracias.
—Debes valorarte mucho más.
—Supongo que debería hacerlo. Pero tú también.
—¿Qué quieres decir?
—Que deberías hacer lo que deseas hacer. Algo más importante de lo que
ahora llevas a cabo.
—Pero lo que hago es importante. Esa gente enferma es importante.

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—¡Claro que sí! Pero tú eres uno de los promotores, formas parte de las
avanzadillas, Martin… Oye… Hay personas que cantan en los coros, y las
necesitamos. Pero también está el primer tenor y le precisamos por encima de
todos los demás.
—Tal vez me sobrestimas.
—¡Oh, aborrezco la falsa modestia! ¿Qué es esa revista que llevas en la
bolsa? La he visto ahí ya la semana pasada.
—¿Esto?
Extrajo un ejemplar de Brain. En un momento de grandes esperanzas, se
había suscrito a aquella revista neurológica.
—¡Oh! Se trata de un fascinante artículo que aparece este mes acerca de
una operación de extirpación del lóbulo frontal. Te lo presto, si es que quieres
leerlo.
—Lo que me pregunto es cómo deber ser una persona después de que le
hayan hecho eso.
—Por lo que he leído, le dan el calificativo de «normal». Liberan cierta…
energía mental. Supongo que se podría llamar… deseo de llevar a cabo ciertas
empresas, y cosas parecidas. Pero me imagino que eso es mejor que la
alternativa.
—¡Increíble! Y todo se desarrolla en el interior del cerebro…
—Sí. Yo tenía la costumbre de mirar cómo operaba el doctor Albéniz. Lo
que hacía me parecía casi mágico…
—¿No es el mismo médico con quien deseabas aprender?
—Sí.
—Ha sido horrible para ti tener que abandonarlo, ¿no es así?
—No ha sido fácil…
Debería haber dejado de pensar en ello, aprender a aceptar la realidad y
cultivar la paciencia. Nunca había tenido demasiada paciencia y éste era otro
de los defectos de su carácter.
—Siento haber planteado esto —continuó diciendo Jessie, sombríamente.
—No tiene importancia.
—Sí que la tiene. Ha sido como evocarte unos sueños imposibles, y eso es
cruel.
—A fin de cuentas, no soy la persona más pobre del mundo.
—No, pero estás más deprimido de lo que debieras.
¿Así que era tan evidente? ¡Y él que siempre había procurado traslucir
optimismo!

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—Oh, no lo demuestras. No necesitas preocuparte por eso. Tengo que
decirte que soy muy rara. Siento las cosas que la gente lleva escondidas.
¡Asombrosa muchacha! Y era verdad. La melancolía, sólida y gris como
una telaraña, había empezado a prenderse en torno a él.
—Hay una cosa que he estado tratando de decirte, Martin. No lo había
hecho porque eres tan reservado y…
—¿Reservado? ¿Es así como me ves?
—Claro que sí. ¿Ni siquiera te conoces a ti mismo? Lo que quería decir
es: confío en que no pienses que voy detrás de ti…
Martin quedó cohibido.
—Naturalmente que no…
—Supongo que la mayoría de las personas lo creerían así, pero siempre he
pensado que hombres y mujeres deben ser muy buenos amigos. Por eso
deseaba dejar las cosas claras, para el caso de que tú opinases que era lo
bastante loca para pensar de otro modo. Estos últimos meses han sido
maravillosos para mí. ¿Lo comprendes?
—Lo comprendo…
El cochecillo iba a buena velocidad. La atenta cara de Jessie se concentró
en la carretera. Luego se volvió de nuevo hacia Martin.
—También he estado aguardando a preguntarte algo más. ¿Estabas
terriblemente enamorado de Fern?
Ah, aquello era demasiado…
—¿Que si la amaba? —respondió en seguida—. ¡Pero si apenas la
conocía!
—No hay motivo para que te enfades…
—No estoy enfadado…
—Pues ofendido entonces. Ha sido una pregunta muy natural, ¿no te
parece? ¿Para qué emplear todo eso que se llama «tacto» y secreto?
No importaba la forma en que ofendiese o conmoviese, diría aquella
terrible muchacha. «Sí —pensó—, soy un tipo hipersensible, y sé que lo soy.
Mi orgullo será mi ruina…»
Luego Jessie añadió con más dulzura:
—Lo siento. He llegado demasiado lejos. A fin de cuentas, no es asunto
mío.
—¿Pero qué te ha hecho pensar…?
—¿Que qué me ha hecho pensarlo? Pues que Fern es… Fern… Si yo no
hubiera tenido mis propios problemas, también la habría amado. —Jessie
suspiró—. Pero, en realidad, casi la odiaba. Me asqueé de ella cuando éramos

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niños… Una vez le hice brotar sangre por la nariz y, cuando me devolvió el
golpe, la castigaron a ella, aunque era yo la que había empezado. Puedo
decirte que tengo mis malos recuerdos, de eso puedes estar seguro…
Martin comenzó a responder con vaguedades:
—Bah, cosa de chiquillas…
—Claro que sí —le interrumpió ella—, pero no se trata sólo de narices
sangrantes. Es cosa de sentimientos. De cómo somos cada una… Me he
sentido culpable tantas veces que me ponía enferma.
Pero Martin no quería escuchar. Y se preguntó si la muchacha se
desnudaría ante él de aquella manera si él no fuese médico. La gente parece
creer que, puesto que eres doctor, das por bien recibida cualquier posible
confesión.
—He sentido envidia hasta de su existencia. Incluso de su nombre. Hasta
eso he llegado a odiar.
—¿Su nombre?
—Sí. Me sonaba fresco y lleno de gracia. «Mary Fern.» «Soy la hermosa
Mary Fern.» Mientras que yo sólo podía decir: «Soy Jessie Gertrude.» Es un
nombre infame. Parece como si me hubieran visto cuando nací y me hubiesen
puesto un nombre horrible para que hiciera juego conmigo…
Jessie cambió la marcha para subir una colina. Luego prosiguió:
—Fern es una gran sentimental, ya sabes…
Martin no respondió. Bajo ellos, el valle abría su amplia paz verde. Jessie
estaba estropeando aquel comienzo de la tarde.
—Mi madre se preocupaba tanto de ella… Solía decir que Fern prefería
sufrir que destruir su idea de la perfección… Por ejemplo, nunca se
divorciaría y volvería a casa si su matrimonio fuese desgraciado. Sería una
admisión de derrota. ¿Ya te he dicho que está embarazada?
—No.
—No han perdido el tiempo, ¿no crees? Pero estoy contenta por ella. De
verdad que lo estoy. Alex es maravilloso; tienen una bonita casa y un piso en
Londres, y la alentará de verdad en esas cosas artísticas, valgan lo que valgan.
Por fin tendrá una buena vida, sin que yo la impida ir a ningún sitio.
—No te extiendas más en todo esto, Jessie. Las cosas, probablemente, no
eran tan malas como las estás haciendo.
—Sí, lo eran… Sabes, nunca le había contado a nadie todas esas cosas.
¿Crees que soy una persona despreciable y repugnante, Martin?
—Claro que no…

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—Te juro que, dentro de mí, deseaba que todo le fuese bien a Fern. ¿Me
crees?
—Te creo y opino que eres estupenda —respondió cariñosamente—. A
pesar de tu lengua afilada. —Sonrió—. Eres muy perceptiva y honesta. Estoy
contento de conocerte.
Ella contestó con desacostumbrada sequedad:
—¿De veras? Entonces también yo estoy contenta, porque a mí me pasa lo
mismo…

Comenzó el segundo invierno.


¡Aquellos crudos inviernos del Norte! Una rama cruje, la nieve se desliza
y cae suspirando al suelo. Durante cinco meses, la tierra continúa siendo
blanca y las colinas, cubiertas de abetos, aparecen negras. Por las mañanas, y
antes de poder verla, se huele la nieve fresca que ha caído durante la noche.
Se escuchan los tintineantes silencios de la tarde.
La madre de Martin dijo de repente:
—Tendrías que estar casado.
Las mejillas de Martin se colorearon. Su madre debía de haber estado
pensando en aquellas palabras desde que se levantaron de la mesa de la cena,
y no hubiera querido decirlas con tanta brusquedad.
—No hay por aquí ninguna muchacha con la que desee casarme…
—Tampoco has intentado buscarla, ¿no te parece? Todo cuanto haces es
trabajar o jugar al ajedrez con esa Jessie Meig. Eso no es vida para un joven.
Sonó el teléfono y Martin acudió a contestar:
—¿Dígame?
—Aquí Donald Meig. He pensado que podrías venir a casa esta noche.
¿Es factible? Hay algunas cosas que me gustaría hablar contigo.
—Sí, claro que sí. Estaré ahí dentro de poco… —respondió Martin, algo
sorprendido.
Media hora después se encontraba en la familiar biblioteca.
—¿Me perdonas, Jessie? —dijo Meig—. Tengo unos asuntos médicos que
discutir con Martin.
A continuación, cerró con firmeza las dobles puertas.
—Tómate un coñac. Te dará calor. Supongo que te estarás preguntando
por qué te he llamado…
Meig suspiró y Martin aguardó.

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—Tú tienes problemas. Yo tengo problemas. O, más bien, debería decir
que tengo un problema. Pero me gustaría hablar primero del tuyo. Sé que no
estás satisfecho con tu vida aquí.
Martin se sintió avergonzado. Jessie debía de haberle hablado, haciéndole
pasar por una persona descontenta. Trató de defenderse.
—Me parece que haría mejor mi trabajo si aprendiese las cosas prácticas
que necesito conocer.
Meig hizo un ademán con las manos, cortándole.
—¡Eso es un desatino! ¡Perogrulladas! Tú no eres el típico médico rural, y
ambos lo sabemos. Así que vayamos al meollo de la cuestión. Has recibido
unos ofrecimientos espectaculares…
—Sólo uno…
—Muy bien. Un ofrecimiento espectacular. Jessie me ha contado que se
trataba de una oportunidad de las que se presentan sólo una vez en la vida, y
que la has dejado perder. ¿Es eso cierto?
—Es cierto.
—¡Pues es una lástima! ¡Una puerta abierta al futuro y que se te cierra en
las narices por culpa de unos cuantos dólares!
—Me temo que sean bastantes dólares…
—Todo es relativo. Lo que es una fortuna para un hombre puede ser
calderilla para otro. Y si lo comparamos con lo que puedes ganar si consigues
esa especialización, se trata de muy pocos dólares.
¿Estaría aquel hombre ofreciéndole un préstamo? Martin se sintió
incómodo.
—No es a causa del dinero por lo que no he aceptado ese puesto que me
han ofrecido —protestó.
—Estoy al corriente de eso —respondió tajantemente su interlocutor—.
¿Has oído hablar de Hugh Braidburn, de Londres, el neurocirujano?
Aquello era como preguntarle si había oído hablar de Darwin o de
Einstein…
—Naturalmente. Es coautor de un libro de texto: Cox-Braidburn.
—Está bien, pues yo le conozco. Su suegro es el director de nuestra
fábrica en Birmingham. Vendimos la fábrica hace unos diez años, pero aún
mantenemos relaciones. En realidad, Braidburn cenó con nosotros en nuestro
último viaje, poco antes de que muriera mi mujer.
Meig sorbió el coñac pensativamente y dio unas vueltas a la copa de boca
ancha, haciendo oscilar el lago ambarino de su contenido.
—Podría conseguir cualquier favor que le pidiese.

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Encima de una mesa, al lado del sofá, se hallaba una fotografía que Martin
no había visto hasta aquel momento. En un marco de plata, Mary sostenía un
ramillete de lirios de agua, mientras un velo le llegaba hasta los pies. Trató de
descifrar su expresión, pero sólo pudo ver la tranquila y reflexiva sonrisa
características de las tradicionales fotos de novios.
—¿Qué te parece esta idea? —preguntó Meig.
—Perdóneme. No puedo… No acabo de entender de qué se trata…
—¡Dios santo, pues presta más atención, hombre! Te estoy preguntando si
te gustaría pasar un par de años en Londres, estudiando con Braidburn.
¿Qué clase de acertijo era aquél? ¿Estudiar con Braidburn? ¿Por qué, si
hasta el doctor Albéniz hubiera quedado sobrecogido, simplemente, al
imaginar una cosa así?
—¿Que qué me parece, Mr. Meig? ¡Sería… el paraíso! ¡Pero es
imposible!
Meig se echó a reír. A Martin le sorprendió percatarse de que nunca había
visto hasta ahora reírse a aquel hombre, que nunca le había llegado a ver ni
siquiera los dientes…
—No es completamente imposible. Ya te he dicho que me concedería
cualquier favor que le pidiese…
«Sí, sí —pensó Martin—, supongo que la gente así siempre conoce a
alguien que pueda hacerles un favor. Forman una cadena, una red, alrededor
de todo el mundo. Si tuviera voz, y quisiera estudiar para cantar en la ópera,
conocería al mejor maestro de canto de Italia, alguien que no admitiese más
alumnos, pero que me aceptaría a mí.» Y, como siempre, se dio cuenta de que
el corazón le latía muy de prisa…
Meig se inclinó ahora hacia delante, bajando la voz:
—Naturalmente, no puedo esperar que lo comprendas, a menos que te
explique toda la historia. Vayamos, pues, a mi problema. Padezco angina de
pecho.
—Lo siento. No lo sabía.
—Nadie lo sabe. Acudí a un médico de Albany porque no quiero que
nadie de por aquí lo descubra. Y, en especial, Jessie… No quiero asustarla…
—Perdóneme… ¿Le parece eso prudente? Si le ocurriese cualquier cosa,
sería mucho más duro para ella al no estar preparada, y Jessie, además, es
muy realista.
—Veo que la conoces bastante bien.
—Hemos mantenido muchas conversaciones el pasado verano. Puedo
afirmar que capta mejor las cosas que la mayoría de la gente.

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—Es una muchacha muy brillante. Mis dos hijas lo son. Se parecen
mucho a su madre. Y son también muy cariñosas. Sobre todo Fern. Sienten
curiosidad por todo. Por la música, por la pintura, por los libros… Jessie
posee también todo esto, pero es algo más arisca. Tiene bastantes cosas
mías…
Jessie se hubiera divertido mucho de haber oído aquello.
—Mi padre es un Babbitt —le dijo una vez a Martin, con poca amabilidad
—. Llama a tío Drew «seudoartista» porque colecciona libros, aunque no le
hace ninguna clase de subvenciones, puesto que, a fin de cuentas, el tío Drew
es muy rico…
Ahora Meig apartó la vista y la fijó en un punto de la pared, por encima de
la cabeza de Martin.
—¡Maldita injusticia! Mi esposa ya no volvió a ser feliz después del
nacimiento de Jessie. —Se volvió a mirar a Martin—. Ha sido duro, muy
duro… Y tampoco fuimos siempre justos con Fern, supongo, puesto que la
apartábamos de los lugares animados, donde se encontraban los jóvenes. Pero
siempre andábamos divididos entre ella y lo que resultaba mejor para Jessie.
Martin se removió incómodo en su asiento. ¿Por qué tan de repente aquel
hombre frío y altanero decidía hacerle confidencias? ¿Y qué tenía todo
aquello que ver con la neurocirugía en Londres?
—Ahora permíteme atar todos estos cabos sueltos. Padezco angina de
pecho. Tengo una hija que quedará sola en el mundo el día que me muera.
Fern posee ya una vida propia en Inglaterra, y también hay un par de parientes
en Nueva York que tienen su vida arreglada. ¿Así pues, qué será de Jessie?
Ése, jovencito, es mi auténtico problema.
Martin se había quedado silencioso.
—Cuando yo me haya marchado, y ella se encuentre sola, cualquier
oportunista inteligente creerá que tiene millones, lo cual no es cierto, y se
casará con ella. Y, al poco tiempo, la abandonará. ¡Oh, puedes contarme muy
pocas cosas acerca del mundo!
Meig se levantó, se sirvió un poco más de coñac y se sentó de nuevo.
—Si pudiera verla bien y convenientemente casada antes de morir… El
matrimonio ha acostumbrado ser, y en Europa, entre ciertos grupos aún lo es,
un contrato familiar. Se trata de un arreglo planeado, que incluye amistad e
intereses mutuos. Y no es algo peor que una fundación, si se considera
cuidadosamente…
¿Sería posible que fuese a decir lo que Martin pensaba que iba a decir?

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—Le he dado vueltas a esto en la cabeza durante cientos de horas y deseo
hacer una honesta proposición. —Respiró hondo—. Cásate con Jessie.
Martin sintió que se le abría la boca.
—Yo cuidaré de que recibas la mejor especialización médica del mundo.
Costearé tus estudios hasta que puedas valerte por ti mismo. Y también te
daré lo suficiente para que mantengas a tu madre. Además, ella no tiene por
qué saber que procede de mí… Creerá que forma parte de tu paga y eso
salvará su orgullo. Sí, cásate con Jessie y lábrate una vida por ti mismo.
Uno no puede levantarse, simplemente, y salir de la casa de un hombre.
No se le puede decir que no sabe lo que dice. Martin estaba atónito.
—No tienes por qué darme tu respuesta ahora. Piensa en todo esto.
Tómate el tiempo que quieras. Bueno, no demasiado, puesto que yo no
dispongo de todo el tiempo que quisiera, y me gustaría cerrar los ojos
sabiendo que ella será cuidada y protegida por un hombre decente. Sé juzgar
muy bien a las personas, y pondría todos los ahorros de mi vida encima de
esta mesa, y delante de ti, y abandonaría tranquilamente la habitación.
—Aprecio mucho su proposición, Mr. Meig. Pero tengo que decirle que
no he pensado en el matrimonio en unos cuantos años. Como usted dice, soy,
o por lo menos así lo espero, un hombre responsable, y el matrimonio no es
algo que se deba…
—Martin, abandonemos la diplomacia, ¿te parece bien? Es un momento
para decir las cosas tal y como son… Piensas, y no te culpo de ello, que Jessie
Meig no es precisamente lo que tenías en tu mente cuando imaginabas cómo
había de ser una esposa. ¡Sería un loco si no lo supiese! Pero también sé, y tú
también, que el fuego del amor, por lo general, se convierte sólo en humo.
Además, Jessie es un ser humano poco corriente. Tú mismo lo has dicho… Es
inteligente, es una buena compañía y cree en todo lo que tú crees. Cualquiera
lo vería así. Será una compañera de confianza para toda la vida. —Hizo una
pausa—. Y tendrá muchas razones para estarte agradecida.
Martin se estremeció y Meig se dio cuenta.
—Sí he dicho «agradecida». ¿Y qué hay de malo en ello? Pero tú también
le estarás agradecido a ella, ¿no crees? Porque sin ella te pasarías el resto de
la vida aquí, desperdiciándote…
Martin se levantó en busca de su abrigo.
—¿No me dirás, por lo menos, qué piensas al respecto?
—Comprendo cuanto me ha dicho, Mr. Meig, pero…
Meig le acalló con un ademán.

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—Tu impulso sería responder, «No, decididamente no». Crees que si
aceptases, sería como venderte a ti mismo. Deshonrarte a conciencia. ¿No es
así?
—Siento que… —comenzó Martin, pero fue interrumpido de nuevo.
Detrás de sus severas gafas sin aros, sus ojos brillaban perspicazmente.
—¡Sentimentalismo, Martin, puro sentimentalismo!
Martin tenía ya un pie fuera de la puerta.
—Naturalmente, ella no tiene ni la más remota idea de lo que estamos
hablando, y nunca lo averiguará, cualquiera que sea tu decisión…
Martin estaba horrorizado.
—¡No necesita preocuparse por eso!
—Muy bien, entonces. Lo único que te pido es que pienses un poco en lo
que hemos hablado.
Era una noche tan fría que, a menos que se fuera prudente, se podía perder
con facilidad el lóbulo de una oreja. Pero, a pesar de aquel frío ártico, Martin
sudaba. ¡Qué vergüenza! Se volvió para mirar hacia la casa, preguntándose si
las luces que estaban encendidas en el segundo piso serían las de la habitación
de Jessie. Y en un destello interior, pensó como la afectaría, con lo orgullosa
que era, si llegara a saber lo que había ocurrido entre su padre y él.
La proposición resultaba, como es natural, inadmisible. Pero había sido
hecha con buena intención, como nacida de la desesperación. ¡Que aquel
hombre tan arrogante, tan reservado, hubiera sido capaz de hacer todas
aquellas revelaciones a un extraño! ¿Y qué habría visto en aquel extraño?
Ambición, evidentemente, pero también mucho más: lealtad, amabilidad y
honor. No había que hacerse la menor pregunta al respecto, pensó Martin.
Luego sus pensamientos empezaron a cambiar.
«¡Se ha atrevido a creer que me podía sobornar!
»No seas un asno pomposo, Martin; no lo ha querido exponer de esa
forma…
»¡No por ello deja de ser un soborno!
»Está aterrado y desea ver su casa en orden. ¡Un ser humano ha mostrado
sus aflicciones ante ti, Martin!
»Pero resulta imposible. Y ahora una buena amistad quedaría rota. ¿Cómo
me puedo sentir a gusto nunca más en aquella casa?»
¡Había sido el encuentro más misterioso, misterioso y triste! El viento
rugía y la noche era inexpresablemente solitaria. El planeta era pequeño y se
estremecía de frío. Y se fue a la cama pensando en la soledad.

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Durante dos semanas permaneció alejado de Jessie. Luego se le ocurrió
que una desaparición tan brusca podría representar una cruel herida para la
joven. E incluso, ya lo había sido.
—Creí que tal vez mi padre te había puesto furioso la última vez que
estuviste aquí —le dijo ella, con el rostro lleno de ansiedad.
—No. ¿Por qué te imaginas eso?
—Porque puede mostrarse muy frío y distante… Se pone a la gente en
contra…
—Pues no lo es. De todas maneras no me pongo en contra de nadie con
tanta facilidad.
—Eso no es cierto. La verdad es exactamente todo lo contrario.
—Tienes razón, como siempre —admitió, y la muchacha se echó a reír.
Sentada como de costumbre en el gran sillón de orejas, con las mejillas
sonrosadas a causa del calor de la chimenea, y con aquellos destellos dorados
en las orejas, hubiera podido ser tan admirable… Si sólo… Se preguntó si
alguien se casaría con ella… ¿Podría alguien amarla? Respeto, admiración,
compañerismo… Aquéllos eran los caminos más virtuosos a través de los
cuales un ser humano se relaciona con otro. Y seguramente también llegaría
la ternura… ¿Pero amor?
La chica dijo con suavidad:
—Estás muy silencioso, Martin.
—Lo siento. No pretendía estarlo. —Se dejó llevar por aquel momento—.
A propósito, he acabado Calle Mayor. Pensé devolvértelo esta noche, pero he
olvidado traerlo.
—¿Te gustó?
—Sí. Brilla en él la verdad. Una verdad deprimente.
—Tengo otra cosa para ti, diferente por completo…
La muchacha cruzó la estancia y se dirigió corriendo a las estanterías.
Siempre corría. ¿Creería que se hacía menos visible al correr?
—Aquí. Se trata de Jean-Cristophe, de Rolland, una hermosa historia de
un músico en París. Resulta especialmente bueno para ti.
—¿Y por qué para mí?
—Porque es el relato de una lucha. Siempre, desde que era un chiquillo,
supo que iba a convertirse en compositor, en uno muy grande. Tuvo que
enfrentarse a todo: a la soledad, a la pobreza, a las rivalidades, pero siempre
salió adelante.
—¿Y venció al final?

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—Léelo. —La mujer le forzó a mirarle—. Eres un hombre muy tenaz, ¿no
lo sabías? Conseguirás lo que te propongas. Creo en ti.
Un súbito brillo iluminó su carita, un fervor tan manifiesto que a él le
pareció que traspasaba la frágil barrera de la frente de la muchacha, y que veía
en sus profundidades con asombrosa claridad.
Jessie le amaba.
¡Dios mío! ¡Él no había pretendido aquello! ¡No había pretendido
debilitar ni engañar a aquella vulnerable muchachita! ¿Qué había hecho?
¿Cómo se había producido aquello? Torpemente, abrió las páginas del libro
que ella había puesto en sus manos.
—Parece algo que odiaré dejar —dijo.
—Sí.
¿Se merecía semejante culpabilidad y vergüenza? Ciertamente, no se
había percatado de que aquello fuese a suceder… Y quizás ella tampoco.
Habría que detenerlo, eso era todo… Cortarlo bruscamente, antes de que se
infiriese mayor daño.
Simplemente, no volvería por aquí…
Y rápidamente, con el mayor tacto que pudo mostrar, escapó de la casa.

Hay días en que los problemas se acumulan y llegan a su ápice. Se duerme


demasiado y ya no queda tiempo para desayunar. Se llega tarde a la primera
cita, y lo mismo ocurrirá con todas las demás. Llueve sobre la nieve húmeda;
luego la lluvia se convierte en ventisca y las carreteras se hielan. Se está en
marzo y uno se ha cansado ya del invierno, pero aún quedan semanas y
semanas por delante de mal tiempo.
El consultorio estuvo lleno toda la mañana de toses, gargantas inflamadas
y un caso avanzado de sarampión, que hubiera sido mejor que se quedase en
casa en lugar de estar contaminando a toda la sala de espera.
El último caso de la tarde le hubiera roto el corazón a Martin, si éste lo
hubiera permitido. Elsie Briggs tenía treinta y cuatro años, era soltera y el
miembro más joven de una numerosa familia. La suya era la vieja historia de
la hija que se queda en casa para cuidar de sus padres, agotándose en el
cuidado de ellos, apartada de la vida, recluida entre cuatro sombrías paredes.
Y Elsie Briggs acabó derrumbándose Tendrían que llevársela el viernes al
Hospital del Estado, porque ya no se podía hacer nada más por ella. Ya no era
posible el tratamiento exterior, no había otro lugar que aquella poco

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hospitalaria institución estatal. Martin se estremeció. Con aquel estado de
humor, cerró el consultorio aquel día y se dirigió al coche.
De ordinario, no hubiera acudido a una llamada a veinticinco kilómetros
al Norte, en las montañas, sobre todo con un tiempo como aquél. Pero se
trataba de unos antiguos pacientes que compraron una granja apartada y que
se habían trasladado allí. Sus padres habían sido pacientes de su padre. Papá
hubiera ido, se dijo a sí mismo.
Deslizándose y esforzándose por las colinas, cada una más abrupta que la
anterior, el frágil coche temblaba a causa del fuerte viento en contra. Los
limpiaparabrisas rechinaban. Todo era gris: campos plomizos, aire gris,
espesa nieve. Al cabo de dos interminables horas, entró en un patio con el
coche y encontró lo que había esperado: tablones sin pintar, un porche
destartalado y sin luz eléctrica. Si se necesitaba cortar leña o coser, acercaban
el coche y alumbraban con sus faros la estancia. ¡Semejante pobreza rural en
el siglo XX!
En la desnuda cocina se encontraba un grupo de cinco niños, con narices
goteantes, y una madre delgada, aterrada a causa de que su marido estaba
enfermo. ¿Quién atendería el trabajo del hombre?
Aquel hombre tenía neumonía. Martin dejó unas medicinas y una hoja con
instrucciones.
—Se le debe tomar con regularidad la temperatura —le dijo a la mujer—.
¿Me llamará mañana por teléfono?
La esposa estaba preocupada por los honorarios.
—Ahora no puedo darle nada, doctor, pero haré que mi hermana vaya a
visitarle a su casa dentro de un par de semanas, para que se lo lleve…
—No se inquiete por eso —le respondió cariñosamente, sabiendo muy
bien que nunca le pagarían, y sabiendo también que tampoco querría que le
pagasen. ¿Cómo iba a aceptar unos dólares que privarían a aquellos niñitos de
algo que necesitaban? ¡Y Dios sabía que lo precisaban todo, desde unas
naranjas a zapatos!
Así que se fue y siguió deslizándose y resbalando, esta vez colina abajo,
los veinticinco kilómetros que le separaban de su casa. En la ciudad, o bajo un
sistema mejor —aunque Dios sabía qué organismos podría haber en lugares
tan remotos como aquéllos—, aquel paciente podría recibir cuidados
hospitalarios. Por lo menos, alguien le vería mañana. Con aquel tiempo, él
seguramente no podría volver demasiado pronto. Y esta frustración, unida a
muchas otras, le siguió molestando mientras conducía en el viaje de regreso.
No sé nada. No soy ginecólogo, ni cardiólogo, ni tampoco traumatólogo. No

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soy experto en nada. El brazo de Wagnall, que traté la semana pasada, no va
bien. Sé que no está bien.
Las manos de mi padre cruzadas encima de su traje negro en el ataúd. Él
prestaba los mejores cuidados que podía. Lo intentaba. ¡Dios mío, lo hacía! Y
aquello era mejor que nada, mejor que la desasistencia médica. Un hombre
debía estar satisfecho con ello. Mi padre lo estaba.
Casi sin advertencia, a menos de quince metros por delante del coche, una
enorme rama, casi la cuarta parte de un olmo gigantesco, se rompió a causa
del peso de la nieve y cayó sobre la carretera. Presa del pánico, Martin se
desvió bruscamente. Unos metros más, y todos sus problemas hubieran
acabado… Y se echó a reír a causa de su macabro humor. ¡Qué indiferente
era la Naturaleza! ¡Qué salvaje era el mundo!
El viento fustigó los árboles, mientras él, con cuidado, rodeaba aquello
que había estado a punto de constituir un desastre. Marzo era el mes más
descorazonador de todos. Pero su padre lo amaba, le gustaba hablar del
inexorable ciclo del año, de su ritmo y de su grandeza. La carretera describía
una curva en torno del borde de una meseta desde donde, a través de la nieve
que caía, se veían una gran extensión de campos blancos y colinas, que
ascendían hacia las montañas de las que acababa de salir. ¡Sí, algo grande!
Eterno. Majestuoso. Y todas las demás palabras rimbombantes que hicieran
falta.
Un hombre debería contemplarlo todo con reverencia. Lo comprendía
dentro de sí. Pero no todo tenía significado, y él lo odiaba, odiaba la soledad,
la monotonía, el tremendo frío. Nunca lo había dicho en voz alta, pero ahora
lo hizo.
—Lo odio.
Y se hubiera echado a llorar.
A diez kilómetros de su hogar, entre un aguanieve tan resbaladiza como
grasa, el coche se salió de la carretera. Maldijo, e hizo estremecer el coche
tratando de conseguir una mejor tracción. Revolucionó el motor, una y otra
vez, sin resultado. Al final salió del vehículo. Hacía tanto frío, más de treinta
grados bajo cero conjeturó, que los pulmones le quemaban con la penosa
respiración. Los pelillos le aguijoneaban en las ventanillas de la nariz. Cogió
la pala del asiento trasero e intentó cavar. La nieve estaba tan dura que la
punta se dobló. Suspiró.
«¡Maldito cacharro de coche! ¡Maldito invierno!»
De repente, recordó el consejo de su padre y sacó la arpillera de debajo de
los asientos delanteros y la colocó en las ruedas traseras. Luego, puso el

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motor en marcha. Rugió y silbó. Las ruedas dieron vueltas furiosamente. «Los
neumáticos se quemarán», pensó Martin. Pero, al fin, agarraron bien y el
coche regresó a la calzada.
Cuando comenzó a atravesar el patio una hora después, la casa estaba a
oscuras; recordó entonces que su madre se había ido a pasar la tarde en la
iglesia y luego cenaría también allí. Le había dejado la comida en la estufa de
carbón en un plato tapado. Estaba tan fría como las piedras. Entonces observó
que el fuego de la cocina se había apagado. La casa olía a humedad y a moho.
Corrió al sótano, donde el horno parecía un monstruo hambriento al lado de
un montón de brillante carbón. Abrió la puerta.
Allí tampoco estaba encendido el fuego. El monstruo no había sido
alimentado y sólo quedaban cenizas en la parrilla.
¡Condenado chico! Su madre había convenido con Artie Grant que él
atendiera el fuego mientras ella estaba fuera, pero resultaba obvio que el
muchacho no había acudido. Subió la escalera para dirigirse al porche trasero
a por astillas. El hielo que se incrustaba en cada trozo debía separarse a viva
fuerza. Luego, regresó al sótano con periódicos y cerillas. Pero primero había
que quitar las cenizas. A Martin empezó a dolerle la cabeza cuando el polvo,
levantado por las cenizas, le hizo toser. Sudaba, se estremecía, apaleaba las
cenizas, levantando solitarios tintineos en la vacía casa. Desde arriba de las
escaleras, los perros le observaban mientras intentaba que se encendiese el
fuego.
Una vez hubo acabado en el sótano, se dirigió a la cocina. Su madre
acababa de llegar. Durante un instante, quedó silueteada en el umbral,
reflejando ansiedad en sus bellos ojos. Llevaba su viejo y negro abrigo
«bueno»; las plumas negras de su sombrero comenzaban a volverse verdes.
Humilde. «Ése es el aspecto que tiene», pensó. Era la palabra exacta.
Humilde.
—¡Dios santo, mírate! ¡Estás lleno de ceniza! —le gritó su madre.
—Sí. ¿Dónde diablos está Artie Grant?
—¡Por lo general es tan formal! Supongo que el mal tiempo le ha
impedido venir…
—¡Hace muy mal tiempo! —Martin estaba furioso—. ¡Pero no ha sido lo
suficientemente malo para mí! He tenido que hacer un viaje de cincuenta
kilómetros, de ida y vuelta, a Danielsville…
—Martin —prosiguió su madre más apaciblemente—, Martin, estás
cansado y hambriento…

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—Claro que lo estoy… ¿Y por qué no? Después de un día así, ¿es mucho
pedir el que la casa esté lo suficientemente caldeada para poder descansar
cuando llegas?
Una vez que la cena estuvo lista, su madre se sentó en la mecedora junto a
la mesa.
—Esa contraventana golpea. ¿La oyes? La bisagra está suelta. Si traigo
una nueva, ¿tendrás tiempo para colocarla? —Y sin aguardar una respuesta—:
Tu padre nunca se preocupaba por las cosas así. Podríamos decir que no se
preocupaba en absoluto por nada. El mundo de las ideas, el mundo en que
vivía, era lo único que le inquietaba —reflexionó y suspiró un poco.
La luz le caía encima de la cabeza, sobre un mechón de pelo gris que
parecía una cinta entre su aún negra melena. Aquella noche estaba muy
habladora.
—Sí, era un estudiante del mundo. Lo leía todo. Yo siento no haber tenido
mucho tiempo, y ahora parece ya demasiado tarde… He perdido el hábito de
leer. —Comenzó a mecerse—. De todos modos, nunca hubiera podido ser
como él. A mí me gustan mucho las cosas. Adoro tener cosas… Nunca has
sabido esto de mí, ¿verdad? —le preguntó desabridamente, como si realizase
alguna asombrosa confesión.
—No es pecado que a uno le gusten las cosas, mamá…
—¿Sabes adónde me hubiese gustado ir alguna vez? Me agradaría haber
ido a Washington, visitar el «Lincoln Memorial» y el Capitolio, y todo eso…
Pero nunca lo pudimos hacer…
—Podrías ir ahora. Resulta espantoso que tengas que pensar dos veces en
darte ese pequeño placer…
—Hay que pensarlo más de dos veces. No podemos malgastar ni un
céntimo. El próximo verano necesitarás un coche nuevo. Es un milagro que el
que tienes haya durado tanto…
Durante todos aquellos años, Martin no había sabido que su madre
expresara ninguna clase de deseos. Le dolía oírla decir todo aquello. Sí, y de
una forma extraña le enfurecía. Sentía una rara sensación de desasosiego.
—Tu padre siempre estaba contento. Se sentaba aquí en la mecedora, al
lado de la estufa, cuando la habitación de delante estaba demasiado fría para
acudir a ver sus libros, y nunca se quejaba. Algunas veces, leía en voz alta
cosas acerca de lugares muy lejanos. Sitios como Afganistán, o el Amazonas.
Y yo le preguntaba: «¿No te gustaría ir allí?» «Estoy ya allí con la mente»,
me respondía.
—Yo no soy como él —respondió Martin.

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—Es verdad. Nunca he conocido a nadie como él.
En el vestíbulo, el viejo reloj dio las horas con su pequeño campanilleo.
La ceniza chirrió en la estufa. Su madre tosió, una gruesa tos flemonosa, que
era incapaz de hacer desaparecer durante todo el invierno. Seguramente, no
era culpa suya, pero resultaba exasperante. Y, de repente, tuvo una
premonición de sí mismo, en una serie de largas y tristes noches invernales
como aquélla, sentado en una pobre habitación como ésta, frente a una mujer
sin rostro: no su madre, naturalmente, sino una mujer que sería su esposa,
puesto que, inevitablemente, un hombre necesita una esposa.
Su futuro sería una lúgubre carretera con infinitas pendientes y bajadas,
abriéndose paso a través de un invariable paisaje; al final, cuando ya no se
confiase en ninguna clase de cambios, se podía alcanzar la última colina y
dejarse caer silenciosamente en lo desconocido. La vida pasaría, sin haber
contado uno mucho, ni tampoco haber querido figurar. Se iría sin color, sin
chisporroteo, sin finalidad.
Pero, durante todo aquel tiempo, en otros lugares, algunos hombres harían
lo que deseaban hacer… Aprenderían, vivirían, seguirían adelante. Y de
nuevo cayó sobre él aquella antigua sensación de la fugacidad del tiempo, que
ya le había atormentado y acosado desde la adolescencia. ¡Tenía ya
veintiocho años! Sin pretender hacerlo, golpeó con un puño la palma de la
mano y se produjo un ruido parecido al de un disparo. Tenía tanta tensión en
su plexo solar que debería moverse, debía…
Su madre alzó la vista.
—¿Dónde vas?
—No lo sé. Voy a salir.
—¿Con este tiempo?
Había comenzado de nuevo la ventisca.
—Todo el día ha estado así. Ya estoy acostumbrado…
—Oh, olvidé decírtelo. Mientras estabas en el sótano, telefoneó Jessie
Meig. Resulta extraño que una muchacha llame por teléfono a un hombre
joven, ¿no te parece?
—No. Es una cosa muy natural y honesta.
—Su hermana no lo haría, ¿no crees?
«No —pensó Martin—, ella nunca lo haría.»
—No parece muy prudente, si me permites decirlo así. Esa Jessie Meig
debe de ser una chica muy extraña.
—¿Por qué siempre dices «esa Jessie Meig», como si tuvieses algo contra
ella?

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—¿Y cómo puedo tener algo contra ella? Ni siquiera la conozco…
—Sabes que es contrahecha, y eso es lo que tienes en contra suya…
—Martin, a veces no te comprendo… ¡Últimamente eres tan brusco, tan
duro, tan desabrido! Ya no posees el menor tacto…
—No tengo pelos en la lengua, eso debo admitirlo…
Pero también le resultó evidente que era más sincero de lo que
acostumbraba ser, y que ello lo había aprendido, para bien o para mal, de
Jessie.
—Hay que hablar lo que se quiere decir, y querer decir lo que se habla…
¿Qué tiene eso de malo?
—Muy bien, muy bien… Pues no puedo ver qué ves en una pobre y
tullida muchacha. Resulta penoso, como es natural, pero aquí estás tú, un
joven alto y bien parecido, que podría conseguir a la mejor muchacha que se
propusiera…
—Ya te lo he dicho, mamá… Jessie es una amiga, la mejor que he tenido
nunca, aparte de Tom, y ella comprende cosas en mí que ni el propio Tom
captaba. No tengo la menor idea de cómo ha conseguido saber tanto del
mundo, viviendo de la forma en que lo hace. Y me gusta estar con ella. ¿Qué
más puedo decir?
Su madre pareció sorprendida.
—Me pregunto qué hay más…
Martin prosiguió con vehemencia:
—¿Es menos mujer porque tenga algunos huesos malformados? ¿Hay que
tirarla, como las cosas averiadas, habría que devolverla al fabricarte a causa
de todo eso?
Su madre quedó silenciosa.
—A propósito, ¿qué quería?
—Sólo saber dónde estabas y si irías a su casa esta noche.
Veinte minutos después, Martin se encontraba en la biblioteca de los
Meig. Todo transcurrió muy de prisa. Su mente se lo hizo decir todo, aunque
no había tenido tiempo de pensar en las palabras. El padre de la muchacha le
tomó sus dos manos con las suyas.
—No te arrepentirás. Probablemente, sea la decisión más prudente que
hayas adoptado jamás.
Tenía lágrimas en los ojos y, en aquel momento, Martin comenzó a
quererle.
—Que Dios os bendiga a los dos…
La respuesta de Jessie a su pregunta fue sorprendentemente tranquila:

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—¿Estás seguro de lo que haces?
—Estoy seguro…
—No quiero ser una especie de albatros alrededor de tu cuello. No lo
soportaría.
—¡Nunca serás nada semejante, te lo prometo…!
La muchacha tenía una boca muy bonita y, cuando sonreía, aparecían en
sus comisuras dos encantadores hoyuelos. Tomándole la cara con las manos,
la besó afectuosamente.
—Haré que la vida sea buena para ti —le afirmó a la muchacha.
Y lo decía de todo corazón.

Página 103
Libro segundo

LA RED

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CAPÍTULO VIII

Fern siempre le tomaba el pelo a Alex diciéndole que se había casado con
él porque le gustaba mucho su casa.
—Eso es natural —respondía él—. ¿Quién no se enamoraría de «Lamb
House»?
Surgía entre sus robles y pomares como, si al igual que los árboles, la
hubiesen plantado en aquel lugar; qué previsores habían sido aquellos
isabelinos, con tanto sentido del hogar durante generaciones y generaciones…
A través de las ventanas con cristales cuadrados, se veía hacia el Sur el
pueblo de Great Barrow. Little Barrow se encontraba cinco kilómetros al
Oeste. En la empinada ladera, por encima del valle, florecían los perales y las
colinas se diluían entre la neblina.
Fern se dio la vuelta del caballete. Los perros de aguas, tumbados y con
sus hocicos contra la hierba, alzaron interrogantes las cabezas. La habían
acompañado a través del Atlántico y la seguían a todas partes.
—No —les dijo—. Aún no he terminado.
Y alzó los ojos al cuadro viviente que se encontraba ras allá del caballete.
En el rincón superior, a mano izquierda, aparecía un cuadro de verdor
manchado con motitas blancas que apenas parecían moverse, aunque se
trataban de ovejas de carne y hueso de la granja Ballister. Todo era pequeño y
perfecto, como si se tratase de un meticuloso Libro de Horas. El valle era,
simplemente, un agujero más en aquel oleaje de tierras.
—Es como si el dedo de Dios hubiese tocado, pero sin apretar, cuando
hizo Inglaterra —decía la mujer en voz alta, y quedó complacida consigo
misma por haber citado a Elizabeth Barrett Browning, Había estado
estudiando los poetas ingleses, desde Chaucer a Eliot, puesto que, cuando uno
va a vivir a un país, opinaba ella, se debe aprender a sus poetas.
—Ahora que te conozco lo suficiente —le había dicho sólo unas semanas
antes la madre de Alex—, te confesaré que no me hacía muy feliz tener una
hija política norteamericana. Muchas muchachas americanas no son, en modo

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alguno, verdaderas damas. No tengo otro remedio que decirlo. Pero tú sí lo
eres, y muy encantadora además, Fern… Todos dicen lo mismo…
Se encontraban en el vestíbulo superior, el cual, al igual que el del piso de
abajo, se hallaba adornado con los retratos familiares: hacendados con
calzones y puños de lacitos del siglo XVIII, clérigos con severos trajes negros,
un almirante con sombrero de tres picos, dos miembros del Gabinete —tories
del siglo XIX— y, encima de una chimenea, el primer isabelino, con cara de
buey y ojos soñolientos, a quien había sido concedida aquella finca por los
servicios prestados a la Corona en algún lugar de las Indias Occidentales. Allí
estaban todos los Lamb.
La madre de Alex procedía de una honrada familia, aunque poco
distinguida, de maestros.
—Naturalmente —explicaba Alex con cierta mofa, pero sin faltar a la
delicadeza—, significan mucho para ella las cosas a que se dedicaban sus
antepasados.
No obstante, su difunta madre se había preocupado mucho, y a veces se
había mostrado irreverente, con todo aquello.
Sobre una mesa, en el hueco de la escalera, había un grupo de fotografías
con marcos plateados.
—Éste, como es natural, es Eduardo VII cuando era príncipe de Gales —
informó Mrs. Lamb a su nuera.
Fern se había apresurado a inclinarse para leer la garrapateada inscripción.
—Mi marido solía participar en cacerías, en Escocia, con Su Alteza real.
—Y también de picos pardos con Su Alteza real, me apostaría lo que
fuese —había observado Alex en privado.
—He colocado esta foto de Susannah en el vestíbulo mientras estabais de
viaje de novios. Acostumbraba a encontrarse encima del piano del salón, pero
he creído que resultaba demasiado visible, e inadecuado, ahora que Alex se ha
casado contigo.
Fern había murmurado que aquello no la preocupaba, lo cual era cierto.
No sentía celos, aunque su suegra, al parecer, esperaba que sí los tuviera. A
fin de cuentas, aquella muchacha estaba muerta. Ahora permanecería allí para
siempre, con su simplicidad patricia, con las manos sobre el regazo y su collar
de perlas formando un bucle en su dedo meñique. El rasgo principal de su
fino rostro radicaba en una tímida expresión de sus prominentes ojos. ¿Habría
tenido algún presentimiento de que se moriría y dejaría tras de sí aquel niño
de pocas semanas?

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—A decir verdad, nunca estuve muy contenta de Susannah, aunque era
inglesa hasta la médula.
¡Tal vez la intimidaba aquella madre política!
—Tú eres mucho más bonita, ya lo sabes…
¡Qué cosas más innecesarias y tontas de decir!
—Es una buena cosa que Neddie no tenga el menor recuerdo de su madre.
—Deberán decirle que yo no soy su madre…
—Sí, claro, llegado el momento. Pero te quiere mucho, Fern.
—Y yo le adoro…
Algunas veces, se produce un vínculo instantáneo entre dos seres
humanos. No está relacionado ni con la edad ni con ningún otro factor.
Aparece, simplemente.
—Lo tratas de una forma estupenda. Todo el mundo lo dice así…
Sabía que afirmaba que era «maravillosa con Neddie», sin establecer
ninguna diferencia entre él y su «propia» hija. No lo comprendían. Neddie era
algo «suyo».
—No está celoso de su hermana de todas formas… Por lo general, se
presentan problemas cuando llega un nuevo bebé a la casa, o, por lo menos,
eso he oído. Desgraciadamente, no he tenido más que un hijo. ¿Estás segura
de que no vas demasiado aprisa, Fern?
Esto último había sido dicho con una mirada, un leve movimiento del ojo
como si parpadease y se recuperase del parpadeo, hacia la parte media del
cuerpo de Fern, donde la nueva hinchazón apenas era visible.
—A fin de cuentas, Emmy aún no tiene un año…
—El doctor ha dicho que me encuentro perfectamente. —A Fern la
sorprendía su propia paciencia. Dos años atrás, hubiera tragado saliva
exasperada; ahora está aprendiendo a ver por debajo de la superficie de las
personas y de las cosas. Detrás de aquella cara pálida con sus chupados
labios, detrás del acento (el cual, incluso aquí en Inglaterra resultaba una
exagerada imitación del de la familia real), veía a una mujer solitaria que se
había afanado tercamente durante toda su vida.
Así que respondió con todo cariño:
—Si es un chico, le llamaremos Alex, naturalmente. ¿Será el quinto o el
sexto?
—Será el sexto Alexander Lamb. Avísame una o dos semanas antes de
que pienses bautizarlo. Estoy segura de que seré capaz de hacer frente a todo
esto. Y luego, me quedaré todo el tiempo que gustes.

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¡Pobre alma! Aguardaba a que la invitasen a vivir con ellos en «Lamb
House». «Pero eso —pensó Fern—, yo no lo haré. Está muy bien alojada en
Torquay como muchas otras prósperas viudas. No, ciertamente, no lo haré.»
—Como sabes —se había quejado Mrs. Lamb—, era Neddie quien tenía
que llevar el nombre. ¿Te imaginas lo desgraciado que fue que Susannah
insistiera en darle el nombre de su padre? Ciertamente, su padre acababa de
morir aquel año, pero incluso así el primogénito debe llamarse como su
propio padre…
—De todos modos, se parece mucho a Alex —le aseguró Fern, aunque,
probablemente, esto no era verdad. Neddie sería más pequeño y moreno que
Alex. Pero esto era lo que la anciana deseaba oír.
«El embarazo, al igual que el amor —pensó Fern ahora—, puede calmar
los nervios. El doctor decía que algunas mujeres se volvían eufóricas. Aquella
irradiación interior, aquella vitalidad y cálida alegría con su propio cuerpo, el
hogar y la gente que la rodeaba, aquello debía de ser la euforia.» Movió el
pincel y arregló algunos prados verdes con unos tonos áureos en el lugar en
que el sol los doraba.
Un pequeño grupo apareció en torno de la esquina de la casa. Neddie,
corriendo delante de la niñera, empujaba el andador de Emmy. Fern abrió los
brazos y el pequeño corrió hacia ellos. Fern acercó su cara a su sedoso pelo
que olía a champú de pino. La complacía que aquel niño, que siempre había
sido huraño con los extraños, se prestase tan de prisa a aceptarla y a amarla.
El niño se liberó de sus brazos.
—¿Tendremos otra vez música, mamaíta? —le preguntó.
—Mamaíta está muy atareada —le reprendió Nanny Hull.
—Esta tarde, querido. Pondremos un disco.
—¿El del hombre que canta?
Fern se echó a reír.
—Sí, el del cantante.
Neddie había entrado en la habitación cuando Alex tenía puesto un disco
de Caruso en el fonógrafo. Sin hacer ruido, se sentó a escuchar, y luego
aguardó mientras Alex daba cuerda al fonógrafo para repetir otra vez la
grabación.
—¿Y también un pastelito amarillo?
Aquel día había asimismo un pastel con almendras garrapiñadas, por lo
que ahora se había convertido en un ritual lo del cantante y el pastel.
—Tendrás pastel, si prometes que no dejarás de tomar la cena. No debes
atiborrarte de dulces —intervino Nanny.

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—Claro que no…
La pequeña Emmy estaba durmiendo. Era rubia y muy grande para su
edad. Tendría huesos largos, como si perteneciese por entero a Alex y no del
todo a su madre. Con curiosidad, Fern tocó la sonrosada manecita que yacía
curvada como una concha sobre la manta. «Aún no la conozco —pensó—.
Todo está cerrado, como un regalo en su caja con papel satinado. Te lo han
entregado a la puerta, y sólo cabe conjeturar lo que, posiblemente, habrá en su
interior. Pero todo está ahí, y muy poco podremos ya cambiar. Pero, al mismo
tiempo, se le puede enseñar cualquier cosa, ¿no es así? Chino mandarín, si se
desea, en vez de inglés… Todo es tan confuso… Me siento muy exaltada.»
—¿No ha tomado ya demasiado el sol, señora? Si no le parece mal que se
lo diga, podría dejar ya por hoy su trabajo. Ha estado dedicado a él desde
mediodía.
La mujer hablaba de una forma considerada, y probablemente sincera,
excepción hecha del empleo de la palabra «trabajo». Posiblemente, no
concebía que lo que hacía Fern fuese un «trabajo».
—Sí, gracias, Nanny. Tal vez deba hacerlo.
—Hoy hace un calor terrible…
¡Resultaba divertido que los ingleses llamasen a aquello «un calor
terrible»! No puede hacer más de veintisiete grados… No obstante, obedeció,
mientras Nanny ponía a la sombra una cómoda tumbona y esponjaba los
cojines.
—¡Aquí está! Una siestecita no le vendría mal… Me llevaré a Neddie a
ver su pony y dará una vuelta con Mr. Lamb.
Fern cerró los ojos, permitiendo que la somnolencia del embarazo se
apoderase de ella. Se encontraba tan atendida, amada y cuidada… ¿Cuántas
mujeres con dos niños podían permanecer ociosas y tan deliciosamente
relajadas y tranquilas? Sólo se puede sentir culpabilidad al considerar tan
inmerecidos privilegios.
El viejo Carfax, en el arriate de las plantas de hojas perennes, golpeó una
piedra con su azada. Ponía mucho cuidado para no despertarla. Era un
hombrecillo fuerte, de piel muy pálida a pesar de pasarse la mayor parte de la
vida al aire libre. Llevaba treinta años cuidando aquel jardín, que era como
una prolongación de su espalda y de sus brazos, nervudos y fuertes.
Fern abrió los ojos en el mismo instante en que el jardinero retiraba una
mata de malas hierbas que hubiera podido estropear la perfección de la
rosaleda.

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Le observó moverse entre las plantas: agujas violetas de las campánulas,
corimbos dorados, glóbulos polvorientos azul oscuro de las glicinias. La
fragancia de los troncos y las especias almizcladas del flox quedaba
suspendida en el suave aire. Más allá del macizo se encontraba un sólido
muro de tejos, aún húmedos de la lluvia nocturna.
—Los tejos son tan antiguos como la casa —le había dicho Alex la
primera vez que la trajera aquí—. Teníamos un agujero de los usados para
esconder sacerdotes en el tercer piso, tras un falso muro. Ya te lo enseñaré.
Parte de la familia era católica, ya lo sabes, pero aquello supongo que sería
demasiado peligroso para ellos, y todos hemos sido anglicanos en los últimos
doscientos años. También dicen que Cromwell durmió aquí, pero no sé con
certeza si esto es verdad.
—Es algo parecido a todas esas casas de mi patria, donde se supone que
pasó alguna noche Washington mientras te perseguía a ti o tú le perseguías a
él.
Habían estado sentados en el banco de piedra, el mismo donde Carfax
acababa de depositar un puñado de margaritas Michaelmas. Estuvieron allí
sentados hablando durante una hora o más, y luego, casi de improviso, Alex
la había preguntado si quería casarse con él, y ella le había respondido que sí
con igual rapidez.
Se habían dirigido hacia aquel momento desde el instante en que les
presentaron en invierno. ¡Tía Milly debía de haber perseguido tales propósitos
con el mayor tacto, aquello era seguro! De ordinario, Fern se hubiera sentido
ultrajada ante una cosa así planeada, pero, como se sentía fuertemente atraída
por Alex, no puso ninguna clase de objeciones.
Él quedó encantado. Resultaba algo tan bueno y simple estar con él… Era
alentador: ¿sería ésa la palabra exacta? Sí, alentador era una buena palabra,
decidió Fern. Había unas arrugas tan adorables en su cara, incluso cuando se
hallaba enfadado, que ella se lo dijo así. Fern no estaba acostumbrada a las
personas que reían. Ciertamente, su padre había tenido pocos motivos para
reír…
Poseía una gran curiosidad hacia prácticamente todas las cosas. Durante la
cena, oía al tío Drew hablar de seguridades y reparaciones por parte de los
alemanes. Podía también hacer preguntas muy pertinentes a un huésped
acerca de las rosas resistentes al añublo. Con un jugador de criquet hablaba de
tanteos y juegos. Uno sentía que entendía de todo. Sin embargo, mantenía
cierta reserva y aquello a Fern le resultaba cómodo. Viajando a través de
Europa, había tenido que resistirse del ataque de muchos hombres jóvenes en

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las terrazas oscuras de los hoteles. Para una muchacha cuya vida había
discurrido tan desacostumbradamente recluida, aquella clase de cosas podían
ser molestas al principio, pero al cabo de algún tiempo uno se cansa de tener
que decidir entre aceptar besos pegajosos cuando no se siente nada hacia un
hombre, o resistirse, corriendo el riesgo de ser calificada de «mojigata». Pero
Alex se mostró satisfecho con ir despacio, sintiendo el deseo de ella de
encontrar el camino, de moverse como la corriente de un río, que se hace
profundo en los lugares en que todas las corrientes confluyen en una
vehemencia final, que es de lo más maravilloso, puesto que se ha ido
formando de modo gradual.
Esto era lo que ella había leído, y todo aquello en lo que creía.
Evidentemente, él se veía afectado por sus responsabilidades. Había
heredado unos sustanciosos negocios en seguros marítimos; pero, a diferencia
de muchos herederos jóvenes, no se puso en manos de directores, sino que
llevaba las cosas él mismo. No obstante, la mayor responsabilidad estaba
dirigida hacia su hijo.
Fern recordó el día en que llevó por primera vez a Neddie al hotel. Habían
decidido visitar el Zoo. Ella abrió la puerta y allí estaban los dos, aquel
hombre tan alto y Neddie, que sólo tenía dos años. Fern se arrodilló, lo tomó
en sus brazos, y el muchachito había ido con ellos de buen grado mientras
Fern murmuraba cosas como hacen los adultos.
—¡Qué niño más estupendo eres! ¿Y éste es tu osito? ¿Cómo estás, oso
grandote?
Fern tenía catorce años, y ya se había casi desarrollado, cuando murió su
madre. Aquella pérdida pareció marcarle mucho más que cualquier otra cosa
que le hubiera sucedido en la vida hasta aquel momento, y tal vez por ello se
sintió tan atraída hacia el hijo de Alex, cuando éste puso sus manos entre las
suyas.
—Es extraño —observó Alex—. Por lo general, suele ser muy tímido con
la gente que no conoce.
Los ojos de Alex tenían un aspecto muy dulce y, en aquel mismo instante,
Fern supo que podía confiar en él.
A finales del invierno y principios de la primavera, vieron Londres juntos.
Alex tenía amistades en una gran variedad de círculos: en los negocios, en la
música, en la sociedad y en el arte. Comieron con un par de maestros en Soho
y cenaron en el «Claridge» antes de acudir a la Ópera. Deambularon por
parques y calles que Fern había visitado en compañía de Jane Austen, de

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Thackeray y de Galsworthy. Y, como les ocurre a la mayoría de los
norteamericanos, se enamoró de aquella grande, antigua y dulce ciudad.
En un callejón cercano a la calle Curzon, Alex tema un piso amueblado,
según se enteraría ella más tarde, de forma parecida a «Lamb House». El
roble y el tejo eran del siglo XVII; la caoba, del siglo XVIII; los paisajes, del
siglo XIX. Aquí se encontraba la evolución de la familia, avanzando a través
de la Historia.
Alex tenía un gusto muy distinguido. Ella le comentó que debería
dedicarse a algún negocio que tuviese algo que ver con las artes: antigüedades
o una galería de cuadros. Él se quedó muy complacido.
—Pero los seguros marítimos son más lucrativos. Así, siempre puedo
comprar arte. Algún día adquiriré un «Meig», puedes estar segura.
—Nunca has visto ninguna de mis obras. ¿Cómo te atreves a decir eso? —
le replicó Fern.
—Sólo es un presentimiento que tengo acerca de ti.
Cenaron una vez en su piso, y él se portó como huésped cortés y eso fue
todo. Pero ella recordaba las cosas que se dijeron.
Fern había suspirado:
—Tengo la mente algo confusa. Desearía saber si tengo alguna clase de
potencialidad.
—Sólo hay un medio de averiguarlo. Haciéndolo. Es una pena que no te
hayan alentado más.
—¿Más? Si no he tenido ningún aliento…
Excepto el de Martin Farrell. Él, que de buen grado declaraba no saber
nada de arte, sin embargo la había alentado a que se esforzase. Y sentada allí
en la mesa, enfrente de Alex, había sido consciente de la carta que tenía en su
bolso, enviada por Martin y que había llegado aquella mañana.
Había sido escrita en un estado de alegre excitación. Ella, que tenía sus
propias esperanzas, comprendió que a él se le había abierto una puerta, una
amplia y generosa entrada hacia el futuro… Y estaba contenta, muy contenta
por él.
Pero existía también un leve sentimiento de culpabilidad. Había pensado,
durante todas aquellas semanas de aquel cálido y encantador verano pasado
en Cyprus, sobre todo en la última noche, que algo estaba naciendo, que,
pasado el tiempo, tal vez cuando ella regresara a casa… Pero, obviamente, se
había equivocado. Otros tres años de estudio… Era muy probable que él no
quisiese casarse hasta que aquello concluyese.

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Las mujeres, entre las que se incluía a ella misma, tienden a volverse locas
por los médicos, así como los pianistas y los actores románticos son
perseguidos por las muchachas y adorados por las señoras ancianas.
Tonterías. Nada más que tonterías.
—Londres se aviene muy bien contigo —le hizo observar Alex de
repente.
Y alzando la vista al brillo de aquella lujosa calle, Fern le había
recordado:
—Yo soy también una mujer del campo…
—Lo que tú necesitas —prosiguió él— es tener un hogar en un lugar
tranquilo del campo, donde puedas pintar, aunque lo suficientemente cerca de
la ciudad para que recibas clases de primera categoría…
Y alargó la mano a través de la mesa y oprimió la suya.
No mucho después, se dirigieron en coche a su pueblo. Tenía una calle
Mayor, empedrada con guijarros, una farmacia y un estanco, así como una
iglesia antigua.
—Aquí fueron bautizados todos los Lamb, lo mismo que casados y
enterrados. Ésta es la entrada con soportales. La empleaban para depositar el
féretro antes de entrarlo en el cementerio, pero ahora lo arreglamos con flores
blancas para las novias. También está ahí el picadero, en el que guardo tres
caballos. Se encuentra sólo a un tiro de piedra de casa y es tan fácil guardar
aquí los caballos como allí. ¿Montas? Oh, no hay nada comparable a cabalgar
poco después de amanecer cuando todo, excepto los pájaros y los gallos, aún
está dormido…
Doblaron el recodo del sendero y desembocaron en la casa, adormecida
entre la tamizada y fuliginosa luz. Yacía allí fuerte, segura y, sobre todo,
risueña y alegre. Era un lugar como Fern no había conocido nunca otro igual.
Parecía como si no pudiera existir dicha más profunda que vivir allí con aquel
hombre educado y adorable, entre aquella dorada paz.
Muy pronto, enviaron cablegramas a su padre y a Jessie en la patria. Las
cartas se sucedieron en una y otra dirección a través del océano. Se hicieron
las listas de bodas y demás arreglos necesarios. Tía Milly se alegró mucho. Lo
mismo le sucedió a la madre de Alex. Se compró en «Asprey» un solitario de
pedida.
Fern mandó instrucciones a su casa. Su padre debía traerle la fotografía de
mamá que ella guardaba en su dormitorio. Debían empaquetar y enviar por
barco sus libros y todas sus pinturas. También debían traer la plata que habían
dejado, para ella, comprada en «Tiffany’s», los Pájaros Audubon.

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(«Animales, naturalmente», había observado Jessie, con su habitual humor
cáustico, pero que resultó de lo más exacto, puesto que Fern también les había
pedido que trajesen consigo la colección de perros grabados al aguafuerte, así
como los dos spaniels, que tendrían que permanecer durante seis meses en
cuarentena.)
La boda se celebró en «Lamb House». Tal y como Alex había dicho, el
atrio de la iglesia fue adornado con flores blancas. Volvieron de la iglesia en
un carruaje, también cargado de flores. Neddie llevaba un traje de terciopelo
color azul pálido, y le tomaron una foto con la novia y el novio, mientras las
ancianas señoras le secaban las lágrimas.
Invitaron a todos los del pueblo. Sirvieron champaña para todos en el gran
patio cuadrado y luego baile dentro de la casa, bajo las enormes arañas de
luces. El comedor estaba iluminado con candelabros de plata, tan altos como
un hombre. La vajilla de plata sobredorada, que habían sacado para aquella
ocasión de la cámara acorazada, brillaba entre jarrones con las rosas más
preciadas de Carfax, de color rosado y crema.
—Algo auténticamente medieval —observó Jessie—. No creía que aún
existiese este tipo de cosas. —Luego, con voz más suave, añadió—: Ha sido
muy hermoso, Fern, y quiero todas las fotos que te hagan para recordarlo
siempre.
La luna de miel consistió en un viaje a la India. Para Fern Meig, que
nunca había estado en ningún sitio y que tanto anhelaba llegar «más allá»,
sólo el pensamiento de aquello resultaba embriagador. Con los ojos y los
oídos de su mente, vio y olió el encanto de todo aquello: laca roja, hebras de
oro, franchipanes y pachulíes, jazmines, todo reluciente y brillante.
Desgraciadamente, Alex se pasó enfermo la mayor parte del tiempo. Ella
lo sintió por él, no sólo debido a su desgraciado estado físico, sino porque
comprendía que se encontraba humillado.
Luego, a fines del sexto mes, también ella se convirtió en una víctima,
pero por una razón muy diferente: estaba embarazada. Debió de ocurrir casi
inmediatamente, en la noche que pasaron en tierra en Gibraltar, visitando a
algunos amigos del padre de Alex. Aquélla, y las escasas noches que habían
dormido fuera del barco, habían sido las únicas normales en todo el viaje.
Así que había sido una luna de miel más bien rara… ¡Pobre Alex! Le
había salvado su sentido del humor, pues al final fue capaz de hacer un chiste
de todo ello…
Ahora, mientras Emmy no tenía aún edad para andar, se encontraba de
nuevo embarazada, y como sentía algunas náuseas, muchas noches tenía que

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decepcionarle. Pero Alex era muy considerado y paciente. Cosa que no les
ocurría a todos los hombres, según ella ya sabía.
También era paciente de otras maneras. La enseñó cómo manejar aquella
vida doméstica tan fuera de lo común. La había instruido respecto de facturas
y cuentas bancarias, algo bastante difícil para dominarlo en una moneda
extranjera, especialmente complicado para ella que nunca había manejado
dinero. ¡Había sido tan bueno con tantas cosas! Y muy bueno también con el
trabajo de ella: De acuerdo con su promesa, había conseguido que recibiese
las mejores lecciones de pintura en la ciudad, en particular unas excepcionales
clases de óleos con Antonescu. Por primera vez, fue capaz de sentir que
comenzaba a aprender.
—¿Qué estás haciendo?
Alex había aparecido por detrás de la casa y le puso una mano encima de
los hombros.
—¿A qué te refieres, a la pintura o al estómago?
—A ambas cosas.
—El estómago me da bascas, a menos que me acuerde de llevar en los
bolsillos un cracker de dulce.
—Aquí los llamamos biscuit…
—Bueno, algún día me acordaré de llamar biscuit a las pastas cracker, te
lo prometo… ¿Cómo ha ido el paseo a caballo?
—Maravilloso. Después que des a luz, cabalgaremos todas las mañanas
cuando esté en casa… Y, cuando me encuentre en Londres, puedes ir a
hacerlo con Daisy o Nora. Saco a tu yegua para que haga un poco de
ejercicio. Aunque me parece que peso demasiado para ella…
Pero, en realidad, Alex no tenía ni un gramo de más en su cuerpo; desde
las botas al pelo rubio, y su piel al descubierto, brillaba como si le hubiesen
dorado.
—También le hemos hecho dar un paseo a Neddie. Esta tarde tenías que
haberle visto con su pony.
—¿Y no le da miedo? ¡Sólo tiene cuatro años, Alex!
—Ya es hora de que comience. Y le gusta. —Alex examinó el cuadro que
había estado pintando—. ¡Sabes has conseguido reflejar muy bien la
perspectiva de la colina! ¿Te has dado cuenta de que ya no realizas ninguna
clase de imitaciones? Estás desarrollando un estilo propio…
—Tal vez. Antonescu afirma que aún presto demasiada atención a los
detalles… Hay que extenderse más, sentirse más descuidada. Comprendo lo
que quiere decir, pero no es tan fácil llevarlo a cabo.

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Se oyó el timbre de una bicicleta en el paseo de coches. Al cabo de un
momento, Mrs. MacHugh, que vivía en el pueblo, apareció entre los arbustos
de una curva del sendero con el correo de la tarde.
—Yo lo recogeré —dijo Alex.
Aún no era tiempo de que recibiese una carta de su casa. Últimamente,
Fern se había sentido atormentada por pensamientos referentes a su antiguo
hogar. Tía Milly había escrito que su padre tenía un aspecto muy cansado la
última vez que ella había visitado Cyprus. Existían antecedentes de problemas
del corazón entre los hombres de la familia. Y si su padre moría, ¿quién
cuidaría de Jessie? Fern tuvo una vívida representación de su hermana sentada
con las cartas esparcidas para un complicado solitario; con su carita rodeada
de arabescos de rizos y los pliegues abundantes de su echarpe, tan orgullosa y
tan sola.
Se levantó de repente y se dirigió a la parte delantera de la casa, donde
Mrs. MacHugh, tras entregar el correo a Alex, se había vuelto para regresar
adonde había dejado la bicicleta en el paseo.
—¡Carta de Estados Unidos! ¡Y nada menos que dos! Al parecer, una es
de tu padre y la otra de Jessie. Lo demás…, sólo propaganda y una invitación
de los Mercer…
Fern se sentó en los escalones para leer las cartas. La nota escrita por
Jessie sólo llenaba una carilla.

Estaré en Inglaterra al cabo de una semana de que recibas ésta. [¿En


Inglaterra? ¿Pero cómo? ¿Por qué?] Lee la carta de papá. Él te lo explica
todo. Le sale mucho mejor a él que a mí eso de escribir cartas…

Pareció como si le pincharan con agujas y notó un estremecimiento de


aprensión, como cuando las nubes en marcha cubren el sol. Un leve escalofrío
cual al pulsarse en el piano una nota discordante. Abrió la carta de su padre y
la leyó con rapidez. Después, volvió a leerla de nuevo.
—¡Oh, no! —gritó.
—¿Qué ocurre? ¿Pasa algo malo?
Fern se echó a reír. Su risa sonó dura y extraña.
—¿Qué ocurre? —repitió Alex.
Fern le entregó la carta y luego se inclinó hacia el umbral, sintiendo la
brusca acometida de las náuseas.
—Es ésta la noticia, ¿verdad? —preguntó él.
—¡No acabo de creerlo! —gritó Fern.
—¿Por qué? ¿Es tan extraño?

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—Por Dios bendito, ¿no lo ves también así?
—Supongo que, en la actualidad, cabía esperar que Jessie se casara y…
Fern se levantó. La oleada de malestar había desaparecido.
—Opino que es… ¡Creo que es algo desagradable!
—No lo comprendo. ¿Conoces, por casualidad, a ese hombre?
—Sí, es médico, como acabas de leer. Un médico rural. Se trata de un país
de granjas, con colinas, una cosa muy parecida a Escocia. Sí, se parece mucho
a Escocia —comentó Fern de un modo irrelevante.
—¿Pero le conoces? ¿Cómo es?
Fern tragó saliva, cual si un trozo de alguna áspera sustancia se le hubiese
atragantado en la garganta.
—Resulta difícil describirle. —Sacudió la cabeza y frunció el ceño—. Es
un hombre muy inteligente con una mente muy despejada. Un hombre
tranquilo con mucha energía sin desarrollar. Pero constituye algo
contradictorio y complejo…
—Todos somos contradictorios, unos más que otros. Sin embargo, si él y
Jessie se aman, no veo por qué se deba llamar desagradable a una cosa así…
—Ella tal vez le ame… Eso no lo dudo lo más mínimo… Pero, en lo que
se refiere a él, bueno, ¿te enamorarías tú de Jessie?
—Yo no, pero sólo respondo de mí mismo. Y esto no significa que
cualquier otro hombre sí se pueda enamorar de ella. Y ya sabes que me agrada
mucho. Opino que es muy inteligente y valerosa.
—¡Él no puede amarla! ¡Eso es imposible!
—No conoces sus sentimientos, Fern… Y, realmente, deberías alegrarte
de ello. Sobre todo por Jessie…
—¿Lo has leído todo? Han alquilado un piso en Londres. Él trabajará aquí
durante los próximos tres años…
—Así que, pese a todo, no es un médico rural, ¿no te parece? Llevarán
una vida por completo diferente.
—Sí, otra clase de vida…
Alex se levantó y puso a Fern de pie.
—Vamos. Necesito ducharme y cambiarme. Y luego quiero tomar el té.
Sí, debes estar contenta por ellos —repitió, al mismo tiempo que subía las
escaleras.
Fern se tumbó en la cama. El agua salía por la ducha del cuarto de baño y
empañaba el cristal en la puerta abierta, por lo que Fern se vio a sí misma con
un contorno difuso. Tendida allí, en medio de aquel enorme lecho, tenía un

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aspecto desamparado y se sintió avergonzada. ¿Por qué sentía envidia de
aquella milagrosa liberación por parte de Jessie?
Cada vez que pensaba en su hermana la veía cuando era pequeña, en un
corro y otras veces llorando, con un chichón en la frente por culpa de Fern.
Jessie era como un módulo, un símbolo de pérdida y de injusta desventaja.
Sus pensamientos se dirigieron a Martin. «Un hombre tranquilo con
mucha energía sin desarrollar», le había dicho a Alex unos momentos antes.
Pero debía de haber añadido más cosas: un hombre sensible, perceptivo,
tenso, reservado, intelectual, amable, orgulloso, ambicioso… Y ninguna de
esas palabras, ni siquiera la expresión «ambicioso» aclaraba cómo podía
haberse casado con Jessie.
Quedó amargamente enojada.
—En cuanto se instalen —comentó Alex mientras se secaba—, les
daremos una fiesta…
Sus ojos brillaron de cordialidad. Le gustaban mucho las fiestas.
—Contrataremos una pequeña orquesta y colgaremos luces entre los
árboles. Bienvenidos a Inglaterra y todo eso… ¿Qué te parece?
—Túmbate conmigo —le pidió.
—Creía que no te encontrabas bien…
—Sólo quiero decir que me abraces. No hace falta que me hagas el amor,
a menos que lo desees…
Alex hizo que su mujer apoyase su cabeza en sus hombros.
—No te sientes bien. Puedo aguardar. Confío en que haya entre nosotros
dos algo más que sólo eso…
Sí. Fern pensó: «Me pregunto cuál será el misterio de todo esto… Uno se
hace a la idea de que el propósito de todo el mundo radica en este asunto, en
esta entrada del hombre en la mujer, cuando, en realidad, es una cosa tan
rápida, que no compagina con el alboroto que se arma al respecto. Resulta
mejor sentirse así abrazada y amada, despertar por la noche y no encontrarse
sola. Verse mimada por los cuidados de Alex. Él hace mucho por mí. Me he
ido desarrollando muchísimo con todas las cosas que me enseña…»
Las manos de Fern se dirigieron al redondeado montículo que tenía debajo
de las costillas. El feto se movió por primera vez. Su nueva vida, agitándose,
llamando a la puerta. ¡Qué equivocado resultaba por su parte sentir enfado o
cualquier otra cosa que no fuera agradecimiento… y alegría! ¡Lo tenía todo!
¡Absolutamente todo!
—Echa una siestecita —le dijo Alex—. Aún nos queda una hora para el
té.

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Súbitamente, el cielo se había oscurecido y hacía frío. Una ráfaga de
lluvia golpeó contra las ventanas. Él echó el cobertor por encima de ambos,
mientras la cabeza de Fern aún seguía descansando en la curva del hombro de
su marido. Así reanimada, los estremecimientos cesaron.
«Ah, qué locura —pensó—. Alex tiene razón, esto no es asunto nuestro…
Mientras permanecieran aquí, juntos, con Ned y Emmy, y aquello que ahora
se movía y daba vueltas dentro de ella, ¿por qué voy a preocuparme de lo que
hagan otras personas?»
Al cabo de unos momentos, se deslizó en el más dulce de los sueños.

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CAPÍTULO IX

Martin salió a la fragante mañana: el aire era húmedo sobre la piel. Aquí,
en Inglaterra, el mes de junio daba ya sensación de verano. Era un largo paseo
hasta St. Bartholomew, pero le gustaba empezar su trabajo diario en el
hospital con el vigor y el bienestar a que da lugar el ejercicio. Y con esta
sensación de bienestar cruzó el parque y se dirigió hacia el Mall.
Contra todas las expectativas, había sido un buen año Sonrió, aún
acalorado por la hora que había pasado desde que se levantara, en el cómodo
piso situado encima de la plaza de los castaños y los sicómoros. Jessie y él
habían desayunado en el balconcillo que dominaba aquella vegetación llena
de pájaros. Su última mirada antes de irse fue para Jessie dando los últimos
retoques a la habitacioncita que habían preparado ya para el niño, que estaba a
punto de llegar, que incluso podía presentarse hoy mismo…
Él no había planeado tener un hijo tan pronto. ¡Pero al parecer, Jessie sí!
Sería una madre excelente, reflexionó. Hasta ahora no había pensado mucho
al respecto, pero, durante aquellos solitarios paseos, le acuden a uno a la
cabeza toda clase de pensamientos… Sí, sería una madre excelente, con toda
aquella energía, tan notable en un cuerpo tan pequeño… Y era también muy
organizada: todo estaba planeado de antemano y, por ello, cuando llegaba a
realizarse todo parecía siempre tan sencillo. Le maravillaba la habilidad de
Jessie para hacer frente a las cosas, y se la imaginaba dirigiendo de aquella
forma, tan capacitada y alegre, una casa llena de niños. Alegre… Así era
Jessie. Si había que imaginar un adjetivo simple, que por encima de todo la
describiera, alegre sería sin duda tan bueno como cualquier otro.
De repente, recordó el día en que se mudaron al piso; había alquilado un
piso amueblado, monótonamente decorado. Y aquello, combinado con la
lluvia que caía a cántaros, le había deprimido tanto, que casi hubiera deseado
dar la vuelta y escapar de allí… ¡Él, que realmente nunca se había preocupado
mucho acerca de la posesión o la apariencia de las cosas…! Pero qué
maravillas había realizado Jessie con aquellas habitaciones… Las llenó con

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flores, margaritas corrientes en floreros de vidrio azul brillante. Había
colocado carteles de viajes por las paredes, deliciosas escenas de lugares
encantadores: las Fuentes de Vaucluse, Venecia, Segovia… Se había
convertido en una visitante muy asidua de los mercados de viejo: un día
llegaba, por ejemplo, a casa arrastrando una deslustrada y descabalada
marmita, que luego se convertía en una espléndida tetera plateada. ¡La
complacía tanto todo aquello! Sabía cómo aprovechar las horas, y lo hacía, y
sabía cómo dilatar la mente. Y lo hacía también, llevándole a todas las
galerías de arte y museos de la ciudad. Fueron a ver las obras de teatro
isabelinas y el ballet y, naturalmente, también acudían a la Ópera, que a él
tanto le gustaba, como asimismo frecuentaban las librerías de lance.
En otoño fueron a París; allí tuvo lugar una conferencia sobre neurología
en la Salpêtrière. Y luego recorrieron a pie todas las avenidas y rincones de la
ciudad. La semana de Navidad la pasaron en Roma. Vieron los sauces que
crecían en Cornualles. También viajaron al Ulster y visitaron el pueblo de
piedra donde naciera el padre de Martin, y donde muriera antes que él una
gran cantidad de personas de su linaje. Martin quedó sumamente conmovido
por su soledad y dignidad. Sí, había sido un año muy notable y debía
agradecérselo a Jessie.
¡Y no es que no hubiese sentido cierta turbación al principio! Una vez
hubo pasado el primer choque y esplendor de la oportunidad con Braidburn,
había sido consciente de que, en Inglaterra, volvería a ver a Mary; aquel
pensamiento le había acosado durante toda la travesía del Atlántico. Había
sentido… No, no sabía muy bien lo que había sentido, aparte de incomodidad
y un deseo de que, de algún modo, se pudiera evitar aquel encuentro, lo cual,
naturalmente, resultaba imposible.
Fueron directamente a la «Lamb House». Había sido uno de aquellos días,
en Inglaterra, con tardes grisverdosas, a medio camino entre la lluvia y una
densa niebla. El firmamento estaba lleno de pájaros ruidosos, desde
estorninos hasta grajos; en aquel momento pensó lo dulce que parecía el país.
—Me gustan estos días. Me he ido acostumbrando a ellos —había
manifestado Mary, respondiendo a algún comentario que se había hecho
acerca del tiempo.
¡Qué raro resultaba que recordase aquella insignificante observación!
Mary estaba en el umbral cuando llegaron en coche. Neddie, el
muchachito, se hallaba a uno de sus lados, y una niñita, que apenas se tenía en
pie, estaba al otro lado. Él se preguntó si Mary sería consciente del cuadro
que formaban, tan lozana con los dos niños y su embarazo.

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Sí, recordaba aquel día. Habían paseado por los jardines. Naturalmente,
Jessie le había descrito ya de antemano «Lamb House», pero, en opinión de
Martin, ninguna descripción podía hacerle justicia. No había tenido ni marco
ni referencia para un lugar así.
Sin pretender nada, sin buscar un segundo significado a unas palabras
triviales, había manifestado:
—Un largo viaje desde Cyprus, ¿no es verdad?
Y con inconfundible enojo, Mary había repetido:
—Sí, ¿no crees?
¿Estaría, de algún modo, celosa de Jessie? A fin de cuentas, no lo había
deseado a él para sí misma… A Martin se le ocurrió que estaría resentida por
el matrimonio, debido a que pensaba que él era un cazadotes… Aquella idea
le había aguijoneado y aún lo seguía haciendo, si lo permitía. En lo que a él se
refería, vivía del dinero de otro hombre, ¿no era así? Y vivía muy bien. ¿Tal
vez sería, de verdad, un cazadotes?
¡Pero no por mucho tiempo! El padre de Jessie recibiría una
compensación por todo aquello. Vivirían mucho mejor con lo que Martin
ganase en el futuro. Su mujer y sus hijos ya sólo dependerían de él.
¡Cazador de fortunas! ¿Y qué cabía decir de las motivaciones de Mary?
¡Ah, aquello no era justo! Alex era un hombre que podía ser deseado por las
mujeres, un hombre amable, generoso e inteligente y que daba la casualidad
de que era rico. El mismo Martin debería sentirse amargado ante él, no sólo
132 porque le quedase aún un resto de deseos hacia Mary —ella lo había
rechazado y aquello fue el fin de todo—, sino a causa del normal
resentimiento contra el ganador. En lugar de ello, había sido conquistado por
Alex. A nadie podía dejar de agradarle aquel hombre…
Ocasionalmente, todavía, recordaba sus primeras angustias respecto de
Mary, cuán penosa y lentamente aquello se había convertido en ira y cómo la
cólera, al fin, se había desvanecido en la nada. Oh, aún quedaban pequeños
problemas, pero se encontraba sólo cohibido; eso era todo. Aún se sentía, y
probablemente siempre se sentiría, sumamente susceptible. Él era un
auténtico higo chumbo…
Pero tuvo que forzarse a sí mismo a eliminar de sí aquella turbación. Mary
también, evidentemente, lo había conseguido, o, por lo menos, se había
mostrado muy fría cuando él y Jessie llegaron por primera vez. Tal vez ella
ahora viese lo duro que trabajaba, para convertirse en alguien en el mundo y,
mientras tanto, le estaba dando a Jessie una buena vida.

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Por ello, en la actualidad las relaciones entre los dos matrimonios eran
bastante cordiales, aunque no demasiado íntimas. De vez en cuando, se
encontraban en la ciudad para cenar o ir al teatro. Dos o tres veces, Martin y
Jessie habían visitado «Lamb House» entre una barahúnda de invitados y
niños. Jessie había declinado las pocas invitaciones siguientes, pero él sí las
había aceptado. En realidad, no tenía mucho tiempo que perder; él no era su
propio dueño, como le ocurría a Alex. Además, el mundo de los Lamb era
muy diferente. Alex, al ser inglés, naturalmente tenía amigos en numerosos
círculos. Jessie y Martin, los dos extranjeros, ampliaban muy despacio su
pequeño grupo, de uno en uno, más bien, de dos en dos. Alex y Mary llevaban
una agitada vida de sociedad; ella estaba muy atareada en el campo del arte;
él tenía innumerables obligaciones. Las vidas de ellos eran muy complicadas.
La de los Farrell era muy simple. Y estaban muy satisfechos con aquella
sencillez.
—Eres feliz, Martin. Lo veo… —solía decir Jessie, sin dudar ni poner
nada en tela de juicio, simplemente extrayendo placer de su placer, y
expresando la euforia que había florecido con su embarazo. Él, a su vez, se
complacía al ver su euforia, y por aquella calmada y total confianza que
reinaba entre ellos…
Miró el reloj y aligeró el paso. Tenía que encontrarse a las ocho en el
quirófano. Era el día de Mr. Braidburn. «Mr»…, qué forma más graciosa
tenían los ingleses de dirigirse a un doctor… Y ahora la mente de Martin saltó
hacia delante, más allá de sus propias preocupaciones, hacia el hospital donde
había pasado la mayor parte del año anterior. ¡Incluso cuando se hallaba lejos
de aquel edificio, su corazón continuaba allí!
«¿Qué le habrá pasado a la joven Eldridge este fin de semana que he
permanecido ausente?», se preguntó a sí mismo.
«¿Y qué le habrá ocurrido al metalúrgico, con quemaduras de tercer
grado, y que tenía una esquirla de hierro alojada en el cerebro?»
Y su memoria volvió atrás, a la época de la historia que su padre le había
contado, hacía mucho tiempo, acerca de la niña escaldada en la cocina de una
granja. ¡Pobre papá! Tenía el deseo de ayudar, pero le faltaban los medios
adecuados… Ahora, Martin dispondría de aquellos medios e instrumentos…
Tres jóvenes norteamericanos, y media docena de ingleses trabajaban en
los pabellones y clínicas, encargados de examinar y seleccionar los pacientes
cuyos casos clínicos deberían ser discutidos al día siguiente. A menudo,
Martin se preguntaba cuántos de aquellos pacientes comprenderían su
situación, mientras los llevaban en silla de ruedas ante los instructores y un

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grupo de estudiantes. «La mayoría de ellos estaban demasiado asustados para
comprender gran cosa —pensó—, lo cual resultaba también justo. ¡Que Dios
tuviese piedad de ellos! Los paralíticos, los que padecían convulsiones y
calambres musculares, los que pronto iban a morir…»
La mayoría de ellos eran afásicos y aléxicos con diversos trastornos en la
facultad del lenguaje y en la formulación de las palabras.
—Doctor, ¿volveré a andar, y a hablar, y a ser una persona? ¿Me moriré?
Sus raídos bolsos de imitación de cuero, que sujetaban con fuerza en sus
regazos, le entristecían. Le hacían recordar a su madre. Ella también había
llevado a veces aquella clase de bolsos. Parecía verla cuando lo dejaba en la
mesa de la cocina de su casa. Su madre estaba llorando: «He perdido el
bolso.» Y él le contestaba: «Mira, está aquí, mamá. ¿No lo ves?» Pero ella
continuaba llorando y retorciéndose las manos. Los pobres siempre le
conmovían.
También le inspiraban piedad los animales. ¡Qué blando era! ¡Debía
aprender a ocultarlo! En el laboratorio trabajaba con monos y perros. Le ponía
enfermo tocarles el pelaje, ganarse su confianza para acabar aterrorizándoles
más tarde. Pero había que hacerlo. ¿Cómo aprender de otra marera lo que las
células hacían después de una hemorragia cerebral o cómo se curaban las
lesiones en el cerebro? ¿Cómo aprender cualquier cosa? Afortunadamente,
Evan Llewellyn, el delgado y moreno galés, gran neurofisiólogo y paciente
maestro, era muy considerado con aquellos seres. Les hacía sufrir lo menos
posible. De otro modo, Martin no lo habría resistido.
Constituyó un privilegio que le dejasen compartir con Llewellyn un
pequeño laboratorio en el sótano. Jessie, que había escuchado cómo Martin
hablaba de microscopios, le compró un magnífico «Zeiss», y allí, con
Llewellyn y el «Zeiss», durante las largas tardes, y a menudo al principio de
las noches, ponía los cimientos de todo cuanto tenía que saber sobre la
patología de las células. Cada vez estaba más convencido de por qué el doctor
Albéniz había hablado de la unidad de todos los estudios sobre el cerebro:
cirugía, neurocitología e incluso psiquiatría eran partes que formaban una sola
disciplina, y que no podían separarse. Los que se dedicasen a la práctica de
cada una de esas especialidades debían saber lo que los otros estaban
haciendo por su cuenta.
—Demasiados neurocirujanos no saben qué hacen con el cerebro —
declaraba Llewellyn.
Tenía cerca de ochenta años, ojos alegres y una cara notablemente carente
de arrugas.

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—Nunca se deja de aprender —afirmaba.
Cuando alguien se quejaba por tener que acudir en día de fiesta o en
domingo al hospital, siempre decía:
—En cuanto dejas de trabajar estás muerto, o deberías estarlo…
Martin pensó: «Eso es lo que acostumbraba a decir mi padre. Y era la cosa
más verdadera que jamás se hubiese dicho», se añadió a sí mismo, mientras
doblaba la esquina y comenzaba a abrirse camino hacia la puerta de Saint
Bartholomew.

Braidburn hablaba mientras operaba, con su sonora voz instruyendo y


explicando. Habían pasado ya tres horas y se encontraba cansado. Una gota
de sudor se iba formando en su frente; una enfermera se inclinó hacia delante
para enjugarla antes de que se deslizase.
—Miren aquí. Del tamaño de una naranja.
Martin empapaba la sangre con gasas. Un año antes había quedado
intrigado al observar por primera vez aquellos cuadraditos absorbentes, cada
uno con su hilito negro colgando. Ahora ya sabía mucho, pero también era
consciente de lo mucho que aún ignoraba. Y recordó su temor la primera vez
que un cerebro quedó expuesto bajo sus propias manos, cuando se le permitió
ya, bajo supervisión, hacerse cargo del bisturí.
—Esponja —ordenó Braidburn.
El paciente era joven. Martin le había visto en la clínica, aguardando en
un banco, con su mujer y un par de llorosos niños. Tenía una pálida cara de
ciudad, un rostro de empleado, respetuoso y asustado. Mientras contaba sus
síntomas, se le había torcido la boca.
—No puedo estar de pie sin sentir ganas de vomitar. Me duele mucho la
cabeza y la visión se me hace borrosa.
Con el oftalmoscopio, Martin observó la retina hemorrágica y la terminal
ensanchada del nervio óptico.
—¿Ve algo, doctor?
—En realidad —respondió con amabilidad y de forma evasiva—,
necesitaremos hacerle algunas radiografías, compréndalo… Y luego
intentaremos ponerle bien…
Lo supo con seguridad cuando vio las placas: un tumor situado debajo del
lóbulo temporal; poco voluminoso, conjeturó. También había pensado, o
sentido, que no sería maligno, pero no había comunicado estos pensamientos
a nadie. Había algo extraño en la apariencia de una persona cuando padecía

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un tumor maligno. Una vez más, aquello constituía tan sólo una sensación.
Papá solía sentir también presentimientos parecidos respecto de sus pacientes.
Pero papá se había equivocado a menudo.
Esta vez, Martin había estado en lo cierto: el tumor era benigno y
encapsulado. Notó una punzada en el pecho al recordar a la pálida esposa y a
los niños. También en esto se vio complacido consigo mismo.
—El resto depende de los dioses —dijo ahora Braidburn—. Hemos hecho
cuanto hemos podido. —Alzó la vista—. Cierre la abertura, Farrell, por favor.
Que Jasper le ayude. Yo he terminado.
«Aquello merecía un aplauso», pensó Martin. Algunos de sus
condiscípulos se quejaban de que hombres como Braidburn fueran tan
arrogantes y difíciles. En particular, Braidburn había sido calificado de
«maniacodepresivo». Pero, simplemente, se trataba de un hombre de fuerte
carácter. Martin lo quería, como quería a todos aquellos hombres y amaba
aquel lugar.

Unas pocas horas después, estaba sentado en un banco en el piso de abajo


con el viejo Llewellyn cuando sonó el teléfono. Martin habló durante un
momento y luego colgó.
—Mi mujer está en el hospital de parto…
—Corre… ¿A qué estás esperando? —le gritó Llewellyn.
Martin bajó las escaleras a toda prisa y echó a andar hacia la hilera de
taxis. Mr. Meredith le interceptó el paso.
—Llewellyn me lo ha dicho. Vamos. Te llevaré en mi coche.
Y así fue como Martin acudió en limusina a reunirse con su primer hijo.
Meredith era considerado una persona silenciosa. Martin se preguntó en
qué estaría pensando. Tal vez le perseguiría el mismo pensamiento que a él le
había estado acosando y que ahora, de repente, surgió de nuevo desde algún
enterrado lugar de su conciencia. ¡Había sido una locura permitir que Jessie
quedase embarazada! ¿Qué ocurriría si el hijo heredaba la deformación de la
madre? Aquel hijo les despreciaría, y con razón, por haberle traído al mundo.
Y Jessie —pobre Jessie— quedaría destrozada por el sentimiento de
culpabilidad. Martin se estremeció de terror. Toda la alegría de aquel día se
había eclipsado.
Meredith estaba diciendo:
—Conocí hace tiempo a Fleming. Se parece a cualquier otra persona… La
penicilina revolucionará de forma absoluta la medicina…, aunque algunos

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pacientes serán también alérgicos a ella. Pero no quiero molestarte hoy con
asuntos médicos. —Dio unos golpecitos a Martin en el hombro—. Limítate a
observar ese talón de Aquiles.
—¿Qué? —le preguntó Martin confuso.
—Todos tenemos uno, ya sabes… Desde el momento en que nace el niño.
Cuanto ocurra después le sucederá a uno, hasta el menor corte o magulladura.
Ah, ya estamos… Buena suerte.
En recepción le dijeron que Jessie se encontraba ya ingresada en la sala de
partos.
—Póngase cómodo en la sala de espera. Le llamaremos tan pronto como
sepamos algo.
La sala de espera estaba vacía, excepción hecha de una mujer que leía un
libro. Cuando Martin entró, ella apartó el libro y vio entonces que la mujer era
Mary Fern. Fern sonrió.
—Estabas operando, por lo que Jessie me llamó a mí cuando los dolores
se presentaron de repente. He estado con ella hasta ahora mismo…
—Te doy las gracias. ¿Cómo está?
—Muy excitada. Y muy feliz, entre los dolores.
Martin se sentó y tomó una revista, aunque no pudo leer nada.
—Estás leyendo diez veces las mismas palabras, pero no comprendes su
significado —le hizo observar Mary.
—Lo sé.
—Elige una revista que tenga muchas fotos. Es más fácil… —Luego
añadió cariñosamente—: Sé que eres médico, pero cuando se trata del hijo de
uno, sospecho que te olvidas de que eres doctor, ¿no es así? Permíteme
decirte que eso de tener un hijo no es nada malo. Ella estará bien. Realmente
quiere tenerlo.
—Muchas gracias otra vez…
—Me alegro de que esto haya sucedido estando yo en la ciudad. Nos
quedaremos aquí toda la noche.
A Martin se le ocurrió pensar que no había permanecido a solas en una
habitación con Mary desde…, desde Cyprus, y entonces tampoco ocurrió con
mucha frecuencia. Este pensamiento originaba una intimidad en aquel lugar
público e impersonal. ¡Absurdo! Olió una leve fragancia, la de su perfume.
Cuando ella daba vuelta a una página, oía el débil tintineo de un adorno de su
pulsera de oro. Por alguna razón, aquel ruido le resultaba irritante. Deseó que
se marchara a su casa. Luego se avergonzó de sí mismo, y habló en voz alta,
muy atento:

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—El campo debe de estar muy bonito este mes.
—Sí, está estupendo. Pero fuerzas la conversación. No creo que ahora
tengas muchas ganas de hablar. No te preocupes por mí, por favor… Sólo
permaneceré aquí sentada y leyendo.
La quietud resultaba opresiva. Había transcurrido ya una hora. Cada vez
que se oían pisadas en el pasillo, alzaba la vista, pensando que sería algo para
él. Mary también levantaba la vista e intercambiaban miradas de ansiedad.
Fern volvió a su libro, manoseando las páginas. El brazalete tintineó. Deseó
de nuevo que se marchara.
Su presencia, mientras él se encontraba allí sentado sin nada que hacer, le
hacía divagar la mente, llevándole a una serie de recuerdos. En la mesa de un
almuerzo, la primera vez que llegó al St. Bartholomew, Henry Barker le había
humillado sin saberlo. Barker era socio de Braidburn y un hombre charlatán y
botarate, un auténtico antiinglés.
Martin recordaba cada una de sus palabras.
—Si he de decirte la verdad, cuando tu suegro escribió solicitando un
favor de Braidburn, pensé que probablemente se trataba de una especie de
préstamo a cambio de una antigua amistad, ya sabes. No sabría decir si
Braidburn pensó lo mismo. No teníamos la menor idea de que nos íbamos a
encontrar con un hombre bien dotado, que es lo que eres, Martin… —Y había
proseguido—: Tengo ganas de ver a tu esposa. Hace sólo unos días estábamos
hablando acerca de nuestra visita a Estados Unidos con los Braidburn, en la
que conocimos a tu esposa y a su familia. Era una muchacha encantadora, de
unos catorce años según creo recordar. Muy alta para su edad, con unos
extraordinarios ojos azules. No la he olvidado nunca.
Martin respondió sin alterarse.
—Era Mary Fern. Está casada con un inglés y vive en Oxfordshire cuando
no se encuentran en su piso de la ciudad.
Mr. Barker pareció confuso.
—Oh… ¿Entonces, cuántas hermanas tiene? Yo sólo recuerdo dos.
—Son exactamente dos. Yo me casé con la otra.
¿Por qué recordaba ahora tales cosas? ¿Por qué no las borraba como la
tiza escrita en una pizarra? ¿Hacerlas desaparecer simplemente?
Mary se levantó.
—Se supone que he de ir a buscar a la madre de Alex y llevarla a casa
para cenar. —Miró el reloj—. ¿Pensarás muy mal de mí si te dejo ahora?
—No, no, haz lo que debas hacer… Y transmite mis mejores saludos a
Alex…

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—¿Me llamarás en seguida que sepas algo? Estaremos en el piso durante
toda la noche.
—Claro que sí.
La vio alejarse hacia la calle. Aún conservaba aquel leve contoneo al
andar. Su falda revoloteaba con gracia. ¡Qué divertido, hace sólo unos
cuantos años las mujeres se cubrían hasta las rodillas! Y ahora las faldas les
llegaban a tres cuartos del tobillo. ¡Con cuánta rapidez se acostumbra uno a
los cambios!
—¿No te parece que Alex ha hecho mucho por Fern? —le había
preguntado recientemente Jessie.
Él respondió que no sabía a qué se refería. Pero sí lo sabía. «Lamb
House», su nuevo estado y la libertad habían hecho una mujer de una
muchacha.
La siguió observando hasta que llegó a un recodo. Un hombre se volvió a
mirarla al pasar; ¿se asombraría de aquellos ojos azules en su moreno rostro?
Un mero accidente de colorido y encanto y los hombres, pobres locos,
quedaban seducidos…
¿Pero qué le importaba todo aquello? Se sintió de repente encolerizado
¡Aquello no importaba! Su vida estaba colmada. Tenía su trabajo, su hogar y
ahora un hijo. ¡Y ese hijo sería normal! ¡Claro que lo sería! Lo sería por la ley
de los promedios; no se debía permitir el sucumbir al pensamiento malsano de
que pudiese ser de otra forma, o a cualquier insano pensamiento del tipo que
fuese. Aquellos pensamientos eran inútiles y además estúpidos, y él lo sabía
muy bien.
Tenía que pensar en cosas alegres, en cosas buenas, en proyectos; no
debía pensar en el pasado, sino en los años por venir… Regresaré otra vez a
Europa, se prometió a sí mismo. Debo ver Epidauro y el Templo de
Esculapio. ¡Y llevaré a mi hijo conmigo! ¡Sí, a mi hijo! Le enseñaré y le
mostraré las cosas que nunca he visto, que nunca he tenido. Y también le daré
las cosas que no he tenido. El brazo de mi padre descansaba sobre mis
hombros y me transmitía su calor a medida que aumentaba el frío. Estábamos
sentados en los escalones y observábamos la luz procedente del cielo, desde
cualquier estrella solitaria hasta la corriente de la Vía Láctea. Mi padre y yo.
Ahora, mi hijo y yo. Será alto y desenvuelto, no alto y rígido como yo. Tendrá
anchos hombros. Puedo oír su voz, su primera voz ahuecada cuando comience
a hacerse hombre. Así será la vida…
Un hombre con bata blanca de cirujano se le acercó.
—¿Mr. Farrell?

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Martin se levantó con una pregunta en los labios y con miedo a
formularla.
—Un hijo saludable, y su mujer también está muy bien. Acaba de salir de
la anestesia. La podrá ver ahora.
Entraron en el ascensor.
—Hemos tenido que practicar la cesárea —dijo el tocólogo—. Intentamos
evitarla, pero la pelvis era estrecha. La columna vertebral, como es natural.
Martin le siguió por el pasillo. Encontraba extraño verse a sí mismo en el
papel de espectador. ¿Era aquello lo que la gente sentía hacia él, esperar a que
pronunciase sus palabras?
—Le recomendaría que no tuvieran más, Mr. Farrell. —Sus serios ojos
amonestaron a Martin—. Debo decirle esto en serio, muy en serio.
—Lo comprendo. Claro que no…
El cirujano adoptó una actitud más simpática.
—Ha debido de pasar un par de horas muy malas.
—Sí —respondió Martin.
Y para su propia vergüenza fue consciente, de repente, de que sus terrores
no habían sido en primer lugar hacia Jessie, sino hacia el niño, hacia su hijo.
Se preguntó qué pensaría de ello alguien que lo supiese.
Se dirigió hacia Jessie. Su rostro aparecía tan blanco como las sábanas,
pero sus ojos mostraban una mirada triunfal. Lleno de tierna contrición, se
inclinó y la besó en la frente y le acarició los húmedos y rizados cabellos.
Murmurando algo ininteligible, su mujer cerró los ojos.
—Ella debe ahora dormir —dijo la enfermera—. ¿Desea ver al niño?
En la puerta de la sala de recién nacidos, le mostraron un bulto envuelto
en una manta rosada. Recordó que aún no había preguntado el sexo del recién
nacido y sintió una espantosa decepción.
—Una niña preciosa —le informó la enfermera.
Se quedó mirando a la pequeña. No mostraba marca alguna dejada al
atravesar el canal del parto, y tenía un largo pelo oscuro.
La enfermera se mostró jovial.
—Casi se la podría hacer trenzas, ¿no le parece?
Sabía que se suponía que debería responder con el habitualmente cómico
y serio orgullo de nuevo padre. Pero en su pecho tan sólo sentía una sensación
de hundimiento. ¡Su hijita! Y aquélla era la última oportunidad.
La niña abrió los ojos. Era imposible, como es natural, pero parecía
devolverle la mirada a Martin. Durante unos momentos se miraron el uno a la

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otra. Luego, la niñita bostezó, su rosada boquita formó una O perfecta, alzó la
mano y la dejó luego caer en una exquisita relajación.
—Parece que se aburre de su compañía —comentó, riendo, la enfermera.
Contra todas las reglas, Martin puso un dedo en aquella palma en
miniatura. Al instante, los dedos en miniatura se cerraron en torno de su dedo
gordo. ¡Qué fuerte era! ¡Apenas llegada a la vida, ya se aferraba a ella! ¡Qué
cosita! Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¡Qué cosa más pequeña!
Y era perfecta, sin la menor tacha. Le recorrió un alud de gratitud; sintió
el antiguo aviso de la comezón de las lágrimas. Al mismo tiempo deseó reír.
¡Perfecta, sin una tacha! Y también hermosa, con una recta naricita; con un
fuertemente curvado mentón y gruesas pestañas, que descansaban en unas
mejillas cuya piel era tan fina como la seda. Su hija.
—¿Qué nombre le pondrá? —preguntó la enfermera.
Tuvo que pensar un momento en el nombre que habían elegido para el
caso de que fuese niña.
—Claire —respondió, entre las risas y las lágrimas—. Se llamará Claire.
Aquella noche se sentó y escribió una carta:

Querida Claire: En este día, casi en la hora de tu nacimiento, quiero


contarte cómo me siento antes de que alguno de mis pensamientos se me
escape. Aún no nos conocemos el uno al otro, pero ya eres parte de mí, como
mi mano o mis ojos. Nunca lo creí posible. Pero te quiero tanto…

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CAPÍTULO X

Algunas veces, Fern pensaba en la cama como en una especie de trono,


alzado cual si se tratase de una llana plataforma en mitad de la larga pared.
Todo se lo traían aquí, donde se arremolinaba sobre frescas y blancas
almohadas de lino, bajo un dosel que pendía de columnas talladas de caoba.
Neddie y Emmy subían allí para que les leyese algo; Isabel, la recién nacida,
también aquí se la ponían en sus brazos para que la alimentara.
Alex había dicho:
—Leí una vez que el hogar está donde los muebles permanecieron en un
lugar durante un siglo. ¿Estás segura de que no te preocupa trasladarte a una
casa que fue construida hace mucho tiempo por otras personas?
Esto no le preocupaba, siempre y cuando le trajeran los libros de su casa:
libros de arte, de historia, de poesía y libros que su madre le había leído
cuando era niña. Todos ellos se encontraban ahora en estanterías del salón
amarillo, al otro lado del vestíbulo. Todo lo demás de «Lamb House» ya
estaba allí antes que ella, excepto el lecho. No había deseado yacer con su
marido en una cama donde los padres de él le habían concebido. Por tanto, la
cama original había sido sacada de allí y guardada en el desván. En una tienda
de antigüedades de Londres había encontrado una cama, muy parecida a la
primitiva, pero sin ninguna historia conocida y personal y, por tanto, nueva.
En otras ocasiones veía la cama como un barco, un enorme y seguro navío
que flotaba durante toda la noche en un tranquilo mar, hasta que llegaba la
mañana. Al despertar temprano, abriría los ojos al cielo familiar de su
hermosa habitación, en la que las primeras luces se estremecían al llegar a
través de unas temblorosas cortinas, y moteaban el jarrón de cobre con rosas
anaranjadas que había encima de la mesilla de noche. Y, durante unos
minutos, yacería allí completamente inmóvil, sintiendo aquella buena
disposición de espíritu, aquella tranquilidad de la carne, que llamamos, a falta
de una definición, más apta, «bienestar».
Pero todo esto pertenecía al pasado.

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Desde hacía unos meses, pasaba sola, tendida en el lecho, la mayor parte
del tiempo, sobre unas sábanas frías y unas almohadas arrugadas por su
incansable e insomne cabeza. Alex dormía en una estrecha cama en la cercana
puerta del vestidor. Comenzó a dormir allí durante el invierno cuando
contrajo la gripe. Su secuela de toses le había durado semanas. Luego, a fin de
no despertar a Fern después de alguna reunión que se prolongara hasta muy
tarde en la ciudad, había seguido utilizando el camastro…
Fern encontraba imposible hablar de aquello. Resultaba desconcertante,
puesto que Alex y ella habían sido capaces de hablar acerca de todas las
cosas. Las mujeres, sobre todo, habían observado, con incierta seguridad y
abierta envidia, su libre y vivo intercambio de ideas. ¡Resultaba algo tan
maravilloso ser capaz de conversar con un marido! Sus esposos llegaban a
casa, después del trabajo, y se ponían a leer el periódico…
Por tanto, al surgir esta clase de relación, no había motivo para que no
hubiese preguntado: «¿Qué va mal? Deseo saberlo…» Pero no se había
mostrado capaz de hacerlo.
En vez de ello, la humillación comenzó a anidar en su pecho; sentía
remordimientos y una inhibida sensación de vergüenza. Parecía plenamente
consciente de que aquello no era más que falso orgullo, y una esposa no debía
tener falso orgullo. Pero lo tenía…
Un día compró un libro acerca del amor matrimonial, y lo dejó en la
mesita situada al pie de la cama, cerca del doblado Times de Londres. Alex lo
hojeó un poco y luego lo hizo a un lado.
—¡Dios santo —exclamó—, pareces creer que la gente no puede casarse y
vivir juntos sin que alguien deba de escribir un libro de instrucciones para
ellos!
Aquella observación era tan rara en él, en quien constituían unas virtudes
esenciales su mente abierta y su curiosidad intelectual, que Fern quedó tan
atónita que lo manifestó así.
Como respuesta, él se echó a reír y volvió a enfrascarse en el Times. Y
ella, reprendida de esta forma y juzgando que la consideraban una tonta, se
calló.
—A propósito. —Alex bajó el periódico unos minutos después—. En la
cena de los Barker, Malcolm comentó que eras la mujer más llamativa que
asistió a la fiesta.
—Muy amable por su parte…
—¡Pues sí, lo eras! Deberías llevar siempre algo blanco o azul. —Bostezó
—. Estoy molido. Me caigo de sueño. He tenido una reunión hoy con esos

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condenados alemanes de la compañía de seguros. Terrence hizo el informe y
ya sabes lo prolijo que llega a ser. Si deseas leer algo más, me iré a dormir al
vestidor.
—No quiero leer más —respondió ella en tono tajante.
La oscuridad hacía pensar en un agujero, como si se encontrase sola en
una caverna. ¿Cómo podía haber cambiado todo de una forma tan rápida?
Muy pronto, Alex le apretó los hombros y le rozó el lóbulo de la oreja con los
labios.
—Buenas noches. Que duermas bien —le dijo con ternura.
Al cabo de un minuto ya estaba dormido. Ella deseaba que se volviese
hacia ella, pero su deseo no tuvo el menor efecto. Pero, si se hubiera vuelto y
abierto los brazos, ella no se hubiera precipitado en ellos. ¿Por qué iba a
existir sólo para satisfacer su raro capricho? ¿Qué pensaría al respecto? ¿Y no
preguntaría lo que ella debía pensar?
La lluvia golpeó las hojas de los árboles próximos a las ventanas. ¡Otra
vez llovía! ¡No resultaba raro que los ingleses bebiesen mucho coñac y
tomasen mucho té caliente! La humedad la hizo estremecer hasta la médula.
Se levantó para echarse otra manta, y siguió luego tumbada, completamente
despierta, mientras la lluvia arreciaba y la oscuridad se hacía más densa en
aquella profunda caverna.
Había otra mujer; tenía que haberla. ¿Pero quién? ¿Aquella prima de
Nora, la que poseía voz de falsete gorjeante y chirriante? La mujer tenía un
piso muy adecuado para citas en Londres. ¿Sería la misma Nora? Resultaba
vergonzoso pensar aquello de la amiga de una… Aquella valiente y amable
Nora. Pero nunca se sabe… Se oyen cosas tan increíbles… ¿Aquella chica
irlandesa, Delia Nosequé, que ganó la copa de saltos en la competición
hípica? Era morena, como las mujeres que él siempre admiraba. La muchacha
no tendría más de dieciocho años. Tenía una forma absurda de mover los ojos,
elevándolos hacia un hombre, aunque éste no fuese más alto que ella. Alex
había bailado con aquella muchacha, por lo menos cinco veces, en casa de los
Elliot.
Tal vez no fuera ninguna de ellas. Quizás alguien que hubiera conocido su
marido antes de que se casaran, alguna mujer con quien no pudiese contraer
matrimonio porque no hubiera sido una madre apropiada para su hijo.
Debía de averiguarlo. Lo averiguaría.
Alex suspiró en sueños y se dio la vuelta; un relajado brazo rozó el rígido
hombro de Fern. Olía a limpio, a loción de afeitar y a jabón «Pear». Y ella se
alejó, para que no pudiese volver a tocarla.

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La mente de la mujer seguía dando vueltas. Había salido a montar con
Delia el último jueves por la tarde. Estuvieron fuera dos horas, por lo menos.
Ella hubiera ido también, de habérselo pedido, pero cuando Fern regresó de
unos recados en el pueblo, él ya se había marchado. Y cuando se dirigió a las
cuadras para ensillar a Duchess, ya estaban de vuelta.
—Hemos hecho el camino de Blackdale. ¡Ha sido maravilloso! —gritó
Delia alborozada—. Debieras haber venido con nosotros, Fern.
—Sí, debiera haberlo hecho…
Su cabellera caía como seda negra… No es posible. Las cosas así suceden
a otras personas. Como los accidentes de coche o el cáncer, tenían que
suceder a otras personas…

Un domingo por la tarde, con un tenebroso y amenazador tiempo otoñal,


Alex se levantó de repente y se desperezó.
—Necesito un poco de ejercicio. Me parece que iré a buscar a Lion para
galopar un poco hacia Blackdale. No demasiado lejos.
—¡No demasiado lejos! Se tarda hora y media entre ir y volver. Y,
además, se pondrá a llover de un momento a otro.
Fern sabía que su voz sonaba a crítica y a mal humor. Pero él respondió
complacido:
—Estaré de regreso antes de que comience a llover. Eso creo. Y si no es
así, tampoco me importa demasiado.
—Pues ve tú… Yo no deseo ponerme como una sopa…
—Nadie desea que te pongas así —respondió él, todavía con tono alegre.
Hacía ya hora y media que él estaba fuera, antes de que los pensamientos
de Fern tomasen una forma clara y adoptase una decisión. ¿Por qué clase de
idiota la tomaba? ¿Un galope a campo traviesa con aquel tiempo? Y había
llamado hoy tres veces por teléfono antes del almuerzo.
Sacó del ropero un impermeable y un sombrero de lluvia, puesto que
había comenzado a llover. Luego se dirigió al vestíbulo y llamó en dirección
de las escaleras.
—¿Nanny? Sirve esta tarde el té a los niños sin nosotros. Tengo que hacer
un recado urgente.
Les esperaría en el establo, mientras llegasen por el parque. Les sonreiría,
les sonreiría peligrosamente, y entonces a ver qué decía Alex…
Pero a continuación… ¿Qué sucedería entonces? No podía adelantar los
acontecimientos. Vagas imágenes de atrevido valor la acudieron a la mente,

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referentes a aquellos hombres que, el verano anterior, habían ascendido por la
empinada ladera de una montaña del Himalaya. ¡El vértigo! ¡El horror a
caerse! ¿Sentirían ellos un pánico así en la boca del estómago? No. No
podrían realizar todo aquello si lo tuvieran…
Un paso hacia delante. Precipitarse de cabeza. El resto ya se vería.
Anduvo con rapidez. No se veía a nadie en la carretera, los habitantes del
pueblo estarían escuchando la radio o durmiendo después de la comida del
domingo. Incluso los graznantes cuervos otoñales se habían guarecido para
protegerse de la humedad.
¡Qué locos! ¡Estarían empapados! A menos que supiesen de algún lugar
donde esconderse, aunque ella no imaginaban cuál. No había ninguno, ni
siquiera en el patio del establo. Los caballos estaban bajo techado. De la
oficinita cercana al cuarto de los aparejos, donde Kevin, el jefe de los mozos
de cuadra, tenía un escritorio y guardaba sus libros, llegaba un débil
resplandor de una lámpara de petróleo. No le causaría ningún daño aguardar
allí dentro con Kevin. Aún sería capaz de oírles al trote por el sendero. Que
Kevin oyese o pensara lo que estimase oportuno.
La ventana estaba tan cerca de la puerta que, mientras se ponía una mano
en el pomo, la cara casi quedaba oprimida contra la hoja de vidrio y los ojos
se sentían atraídos hacia la habitación. Algo captó la atención de Fern antes
de que su mano hiciese girar el picaporte.
Un camastro, cubierto con una manta escocesa de los caballos, se hallaba
enfrente del escritorio, a lo largo de la pared más alejada. Alguien estaba
tumbado en él. Se inclinó hacia delante. Parpadeó. Se echó atrás. Se inclinó
de nuevo hacia delante. Frunciendo el ceño, aplastó la nariz contra el húmedo
cristal. Era algo parecido a mirar en un acuario. La forma en el camastro —
no, eran dos—, las sombras se deslizaban, pálidas y resbaladizas, como
grandes y escurridizos peces, criaturas subacuáticas, retorcidas en un
insondable abrazo. Y durante un minuto o dos permaneció allí, incapaz de
comprender. Lo veía, pero no acababa de captar el significado de lo que veía.
Luego se hizo visible un rostro. Se movía en el campo de acción de la
lámpara. Era un rostro y una cabeza rubia que ella conocía… Alex habló. Vio
un destello de una cosa blanca y desnuda, mientras Kevin se levantaba. Y
entonces lo comprendió todo.
Lanzó un fuerte chillido, se llevó la palma de la mano a la boca, y escapó
del resplandor de la luz en dirección a los arbustos. Oyó a Alex gritar, con voz
sumamente alarmada:
—¿Quién está ahí? ¿Quién está ahí?

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Y Fern echó a correr.
Agachándose y tambaleándose en el atardecer, bajo un cielo que se hacía
mágico como bajo la luz de la luna, siguió corriendo, ocultándose de la
carretera detrás de setos y muros. Una zarza se le enredó en las piernas. Se
cayó. Los guijarros se le hundieron en las palmas de las manos. Tenía la loca
impresión de que alguien la perseguía.
—¡Oh, Dios mío! —jadeó.
¡Cómo le latía le corazón! ¡Latía precipitadamente! Se llevó las manos al
pecho. ¿Se detendría? Incluso a su edad el corazón podía dejar de latir, ¿no
era así?
Llegó a la casa y dejó la puerta abierta. Un niño, al oír sus pasos, la llamó,
la llamó desde el piso de arriba, pero ella siguió corriendo hacia su habitación.
Se quitó el empapado impermeable y el sombrero y se dejó caer en la cama.
¡Su trono! ¡Su navío! Estaba mareada, enferma, delirante. ¡Era todo tan irreal!
¡No era cierto! No lo había visto, no podía haber visto aquello…
Sí, sabía de cosas así, pero muy vagamente, puesto que no había leído
nada sobre el tema, todo lo más algunas dispersas y vagas definiciones en los
diccionarios. En la escuela, una muchacha había escuchado a medias lo que
decía su hermano. Habían estallado unas estrepitosas carcajadas, por lo que
sólo había comprendido las cosas a medias, pero se había formado el
concepto de algo horrible y antinatural. Quizá tuviera quince años cuando
aquellas cosas sucedieron. Y ahora sabía muy poco más de lo que sabía
entonces.
¡Si, por lo menos, su corazón dejase de latir de aquella forma! Sentía
como si un volcán se retorciese e hirviera dentro de ella, como si estuviese
demasiado repleta para contener aquella situación y sensación abrasadora que
la atormentaba.
En el piso de abajo, la puerta delantera se abrió y luego se cerró con un
apagado rumor. Sonaron unas pisadas: los familiares pasos de Alex. Entró y
se detuvo al lado de la cama.
—Así que eras tú… —dijo en voz baja.
Los secos y doloridos ojos de Fern se lo quedaron mirando.
—Muy bien, ahora ya lo sabes…
La mujer mantuvo la mirada fija sobre él. Tenía el mismo aspecto de
siempre. Fuertes hombros, con su elegante chaqueta de montar y también era
la misma aquella raya simpática que se le formaba entre los ojos.
—¿Por qué? —susurró Fern.
Él meneó la cabeza. Suspiró.

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—Lo siento. ¡Oh, Dios mío, lo siento…!
Ahora pasó por encima de ella el terror, un terror parecido al frío viento
de la desesperación. Estaba sola. Alex ya nunca sería Alex. ¿Entonces quién
estaba allí?
—Creí que se trataba de Delia —musitó.
¡Y por qué iba a ser mejor, después de todo, que fuese Delia!
—¿Creías que era Delia? ¿Esa tonta, de cabeza hueca?
Se echó a reír.
No había ninguna alegría en su risa; sonaba amarga, nerviosa, agitada.
Pero su sonido, y la visión de su desenfadado aspecto, con la fusta de montar
en la mano izquierda y la mano derecha metida en el bolsillo de la chaqueta,
fue demasiado. Algo estalló en Fern. Todo lo que había contenido durante
tantos meses, añadido ahora a esto, explotó abiertamente en un largo, salvaje
y frenético grito. Se alzó y llenó la estancia, y luego se dispersó en el
anochecer.
—¡Cállate! ¡Cállate, Fern! —exclamó Alex.
Pero ella no era capaz de hacerlo. Su mente funcionaba con claridad;
comprendía que aquello era histeria, su primera experiencia al respecto. Todo
cuanto había leído era verdad. Te deslizas más y más, y escuchas, desde una
distancia lejana, tus propios y estrepitosos chillidos. Y te alejas más allá de ti
misma.
Forcejeó en busca de aire. Y, tambaleándose, corrió hacia la ventana para
abrirla de par en par.
Alex, que interpretó mal su movimiento, la echó hacia atrás y la arrojó
sobre la cama.
—¡Loca! ¡No valgo lo suficiente para que te mates por mí!
Le desabrochó el cuello.
—¡Cállate! ¡Cállate! Sea lo que fuere lo que ha sucedido, no debe hacerse
público… La gente puede oírte.
Fern se había puesto ahora a llorar y golpeó la cama con las palmas de las
manos.
—¡No me importa quién pueda oírme! ¡Que lo sepan!
—Aterrorizarás a los niños. Debes velar por ellos, ¿no te parece?
¡Los niños! A, sí, los niños… Y aquél era su padre…
—Toma algo —dijo Alex.
En la mesilla de noche había una jarra y un pequeño vaso de cristal, por si
despertaba a medianoche.
Alex llenó el vaso.

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—Toma un poco de agua —le ordenó de nuevo.
Ella se retorció.
—¡No me pongas las manos encima!
—Muy bien. Muy bien… Pero háblame… ¡Háblame, por favor!
En silencio ahora, gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas como si
fuesen de glicerina.
—Sé que no puedes comprenderlo. No podía esperar de ti más que una
cosa así te aterrase. Y lo siento, Fern… ¡Oh, Dios mío, cómo lo siento…!
Pensó que no podía quedarse allí. Y durante un loco instante se vio a sí
misma saliendo de allí, marchitándose, abandonándolo todo detrás de sí:
aquella casa, los hijos, sus cuadros… Y, por encima de todo, abandonando a
aquel hombre repugnante. Veía los baúles cerrados y las maletas aguardando
en el vestíbulo. Y encima de todo aquel montón, divisaba la bolsa de viaje
con la que había llegado desde su patria. El coche aguardaba en el sendero.
Neddie, Isabel y Emmy se encontraban al pie de las escaleras, con sus
asombrados ojos preguntando la razón de que ella les abandonase.
Alex hablaba con suavidad, en tono conciliador:
—Por lo menos, comprenderás que ese Kevin no amenaza nuestro
matrimonio, como hubiera ocurrido con Delia.
—¿Que no amenaza el matrimonio? ¿Qué matrimonio? Si pudiera salir
esta noche, si pudiera llegar a la carretera entre el barro; si partiera un tren, un
tren que fuese a cualquier parte, no me importa dónde, lo tomaría. Me iría en
este mismo instante.
—Olvidas algo.
—¿Que me olvido de algo?
—A tus hijos…
—Irían conmigo dondequiera que yo fuese…
Alex sacudió la cabeza.
—No —dijo—. No.
Estaba sentado muy erguido en la silla del recto respaldo que se
encontraba al lado de la cama, como si estuviese encima de la silla de montar,
sólo que tenía una rodilla cruzada muy alta por encima de su otro muslo.
Aquella postura desenvuelta alarmó a la mujer, coma si reconociese algo que
ya había visto antes, aunque él nunca se había dirigido a ella de aquella
forma. Tenía una voluntad de hierro, aunque con un descuidado disfraz. Allí
había determinación, sin ninguna clase de desvíos.
—¿Qué quieres decir? ¡No eres el más apropiado! ¿Crees que eres un
padre adecuado para estar al frente de una familia? Porque… Cualquier

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tribunal…
—Ningún tribunal podría hacerlo… No es más que tu palabra contra la
mía. ¿Y a quién te parece que creerían?
Se levantó, anduvo a todo lo largo de la estancia y luego dio la vuelta.
—¿Y qué palabra? Dirían que eres una mujer demente y viciosa…
—¡Encontraré los medios! Debe de haber un medio para que la verdad se
abra camino por sí misma… Estamos en un país civilizado…
Alex alzó una mano.
—Aguarda. Si fueses capaz de probarlo —no podrías, pero, para seguir el
razonamiento imaginemos que pudieses—, entonces, naturalmente, como éste
es un país civilizado, quedaría relevado de mi cargo. ¿Y cómo crees que
podríamos vivir todos entonces? Si tienes la idea de que una riqueza heredada
es la que nos está manteniendo, estás terriblemente equivocada. Ya sabes lo
que ha pasado con todas las inversiones aquí desde que ha ocurrido esa
terrible quiebra en Estados Unidos. Necesito trabajar, Fern. Métete esto en la
cabeza, si te preocupa lo más mínimo el bienestar de tus hijos…
—Simplemente los cogeré y me iré con ellos, eso es todo. No creo que
puedas poner un guardián en la casa cuando no te encuentres en ella.
Alex alzó las cejas.
—¿Y adónde quieres ir? Tu padre casi ha sido borrado del mercado, y la
fábrica de aquí sólo funciona con un cilindro. Difícilmente dará la bienvenida
a una hija que regrese al hogar con un montón de niños, ¿no te parece?
Fern se enjugó las lágrimas con rudeza.
—Alex, dime una cosa, si es que puedes: ¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué te casaste conmigo? ¿O por qué casarse con cualquiera?
—Pensé que la cosa marcharía. ¡Lo deseaba, cómo lo deseaba…! Desde
aquella primera vez en la cena de tu tía… Fern, eras la cosa más adorable que
nunca había visto. Todo lo tuyo, todo… Tu voz, tu tranquilidad, toda la vida
que había en ti… Estábamos tan bien juntos… Deseaba que fuera algo bueno
para los dos…
Su rostro se contrajo como si fuera a echarse a llorar.
—Me duele el corazón por ti. Me gustaría amarte como mereces ser
amada. ¡Oh, Dios mío, cómo desearía poder hacerlo!
—Entonces, en nombre de la decencia… ¿Por qué no me concedes el
divorcio? En los términos que desees… En cualquiera de ellos…
Él meneó la cabeza.
—Alex, por el amor de Dios… ¿Por qué no?

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Alex se echó a llorar. Sus lágrimas la repelieron.
—¿Por qué no? —repitió ella.
—No volvería a ver a mis hijos…
—Te dejaré verlos. Te lo juro…
—Deseo vivir con ellos, como tú también quieres vivir con ellos…
—¡No tienes derecho! Has perdido ese derecho…
—Es un punto de vista —prosiguió Alex, procurando dominarse—. El
punto de vista de la sociedad. En la sociedad de la antigua Grecia, si
viviésemos allí, verías las cosas de modo diferente.
—No estoy viviendo en la antigua Grecia.
—Bueno, pero escúchame. Soy un buen padre. Tú sabes que lo soy. Esta
otra cosa… no tiene nada que ver con ello.
—Me repeles —escupió ella.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir?
—Quiero el divorcio. Eso es lo que tengo que decir.
—No, Fern, no. Libertad, sí. Vivir como tú quieras. No te haré ninguna
clase de preguntas. Pero nuestro hogar debe permanecer lo mismo que ahora.
La lluvia brilla en la ventana. Los pálidos cuerpos se retuercen como
peces debajo del agua…
Un estremecimiento echó hacia atrás a Fern y deformó su rostro. Sus
dientes comenzaron a castañetear.
—Mañana, cuando estés más tranquila, te lo explicaré…
—No quiero ninguna clase de explicaciones —gritó ella—. ¡Sal de aquí!
Vete donde no tenga que mirarte. ¡Sal!
Cuando él salió de la habitación, Fern se metió debajo de las mantas.
Estaba mortalmente fría. Se acordó de una cálida playa de Florida, algunos
años atrás, cuando andaba por la arena con su madre y Jessie, recogiendo
conchas. Qué felicidad ser tan joven y no saber nada…

Un pajarillo gorjeaba en la oscuridad, y sopló un poco de brisa. Se


produjo el sutil desperezamiento de la tierra que se levanta para el alba. Se
acordó de que no habían cenado la noche anterior. Sus secos ojos le dolían.
No quería verse en el espejo, pues ante la visión de su demudado rostro la
acometerían de nuevo las lágrimas.
«¿Qué voy a hacer?», pensó.
La puerta se abrió. Detrás de la ventana la oscuridad había adquirido tonos
grisáceos. Vio cómo él se aproximaba a la cama y se puso rígida. Alex estaba

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aún vestido, excepción hecha de las botas y la chaqueta del traje de montar.
Al igual que ella, había permanecido despierto durante toda aquella larga
noche.
—¿Fern, no podríamos intentar mostrarnos razonables sobre todo lo
sucedido?
—¡Razonables! —gritó ella con desprecio en su voz—. Realmente, te
gusta esta palabra, ¿no es así?
—Es una buena palabra. Una de las mejores.
Fern no respondió. Se sentía impotente, consumida.
—Preparé una habitación al otro lado del vestíbulo. Pasaré más tiempo en
la ciudad. De todos modos, debía hacerlo. El negocio lo exige.
Fern se levantó de la cama y anduvo hasta el cuarto de baño, mientras le
seguía la voz de él.
—Hay muchísimas parejas que viven de esta forma. Cuidan a sus hijos,
son buenos el uno con el otro. Comparten cosas, lo comparten todo… menos
el sexo. No es que sea lo ideal, pero sucede así. Te daría unos cuantos
nombres que te sorprenderían. Alguno de los artistas que tú más admiras…
Miembros del Parlamento… Incluso has estado en sus casas. Por qué no…
—No quiero oírlo…
Y se arrodilló en las frías baldosas, algo que no había hecho desde hacía
muchos años, desde que pasó por la religiosidad propia de la primera
adolescencia. Sí, desde entonces, desde la noche en que muriera su madre, no
se había arrodillado y rezado. ¡Dios mío, ayúdame, por favor! Siguió de
rodillas y murmuró de nuevo:
—¡Dios mío, ayúdame…!
Pero se había educado en un hogar de escépticos, y no se despertó nada
dentro de ella.
Cuando se percató de que Alex seguía observándola, forcejeó para
ponerse en pie.
—Supongo que encontrarás esto teatral…
—No. Yo también lo hice en una ocasión.
—¿Y te sirvió de ayuda?
—No.
Agarró un vaso del baño y se lo tiró. Éste falló por muy poco y se estrelló
en el suelo, esparciendo sus puntiagudos trozos con un tintineo.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Sal de aquí! ¡Sal de mi vista!
Cuando él se fue, se arrodilló de nuevo entre los vidrios rotos y gritó y
deseó estar muerta.

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La madre de Alex, aceptando una segunda ración de budín, observó:
—Siento no haber encontrado a Alex. Si hubiera sabido que iba a estar tan
atareado en la ciudad, hubiera retrasado mi visita…
Las mujeres estaban sentadas juntas en un extremo de la larga mesa.
Aquella visita de tres días había resultado interminable para Fern.
Corrientemente, no hubiera sido tan duro soportarlo, porque ahora ya estaba
acostumbrada a Rosamund. (¡Qué extraño nombre para aquella mujer!
«Rosamund» sonaba a algo joven y desaliñado, algo que la madre de Alex no
había sido nunca, ni siquiera en su juventud.) Pero estaba demasiado
desesperada para hacer frente a una conversación insustancial, aunque se
esforzase.
—Se quedará a cenar, ¿verdad? Lo hacemos temprano. Aún le quedará
mucho tiempo para tomar el tren de la noche.
—No. Me iré en el de las cinco. Gracias, de todos modos. No obstante,
volveré el mes que viene para el cumpleaños de Neddie.
«El mes que viene —pensó Fern—, pueden haber sucedido muchas cosas.
Tal vez haya conseguido irme para entonces. ¿Quién sabe lo que puede
ocurrir?»
—¿Estás esperando otra vez, Fern? ¿Te importa que te lo pregunte?
Pareces un poco pálida… —susurró Rosamund.
—¡Oh, no, no lo estoy…!
Rosamund posó una mano en el brazo de Fern. El calor de su mano
penetró a través de las mangas de lana. Su cálido aliento olía a menta.
—Solía envidiar a mis amigas que tienen hijas. Tenía la costumbre de
decir: «Una mujer necesita, por lo menos, una hija.» Pero, sabes, ya no lo he
dicho más desde que tengo una hija política. En este perro mundo puedo
confiar en ti… ¡Eres tan buena conmigo! Se lo digo a todos…
Aquel inmerecido y patético elogio dejó a Fern intranquila. ¿Qué le había
dado, a fin de cuentas, a aquella pobre mujer, tan hambrienta de afecto?
Visitas y regalos, cosas superficiales, chucherías caras que se elegían sin
esfuerzo o sin pensar en absoluto.
—¿Fern, subirás mientras acabo de cerrar la maleta? Hay unas cosas que
deseo enseñarte.
En los pocos días en que la había ocupado, Rosamund había hecho algo
personal de su habitación. Había un montón de revistas en la mesilla de
noche, cerca de una fotografía del padre de Alex. En la mesa redonda que
había junto al vano de la ventana se veía un elaborado e interrumpido solitario

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doble, y éste le habló a Fern. Mientras Rosamund recogía las cartas, le
recordó a Jessie aquellas largas noches y sus prolongados silencios.
—En mi tiempo libre —le decía ahora Rosamund—, he estado preparando
una sorpresa para ti. Pensé que te gustaría esto.
Y colocó sobre el regazo de Fern un pesado álbum de fotos, forrado con
terciopelo azul oscuro y, bordado con hilo de plata, la inscripción: Alexander
Lamb V.
—Trataba de guardarlo como regalo de Navidad, pero estoy demasiada
impaciente para esperar tanto.
Fern volvió las páginas. Se veía a Alex de tres meses, desnudo sobre una
áspera piel. Aquí, sentado en una silla alta y, en otro sitio, en un bote de
remos. Con chaqueta de Eton, entre sus padres. «¡Sonríe!», había ordenado el
fotógrafo, y Alex había sonreído. La inscripción decía: «Primer día en la
escuela.» Aquí, unos años después, aparecía con el equipo de fútbol.
—¿Quieres que te diga quién era Alex? —y mientras Fern señalaba al que
no era, prosiguió—: Sospeché que no serías capaz de reconocerlo… ¿Verdad
que estaba gordinflón? Pero tenía ya una buena osamenta… Me pregunto
cómo podrá estar ahora tan delgado con las comidas que sirves…
—No comemos siempre así. Y, naturalmente, con tanto ejercicio,
especialmente con la equitación, ya sabe…
Se calló.
—Bueno, quería que lo tuvieses.
—Es muy hermoso… —dijo Fern—. Muchas gracias, muchas gracias…
—Aguarda. Tengo algo más.
De su abultado bolso, Rosamund extrajo un bolsito de seda con cierre.
—Estaba pensando regalártelo uno de estos días, y ahora es un momento
tan bueno como cualquier otro. Es el brazalete de granates de mi madre. Es de
dieciocho quilates. No es que me esté vanagloriando, pero gran parte de las
joyas victorianas no son auténticamente de oro, por lo que creí que debías
saberlo. Y mi anillo de rubíes. Pruébatelo. Creo que te entrará bien en el dedo
meñique.
Fern se asustó.
—¡No debe hacer esto! —gritó.
¿No resultaba raro que aquellas cosas le asustasen?
—No creo que deba quitarle todo eso…
—No me lo estás quitando. Soy yo quien te lo doy. ¿A quién iba a dejar
todas esas cosas cuando me muriese, sino a ti?

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—Sí, pero dejarlas así es diferente. Tiene aún mucho tiempo para llevarlas
y disfrutar de ellas.
Por segunda vez aquel día, Rosamund puso la mano en el brazo de Fern.
Fern miró con atención aquellos embotados y artríticos dedos.
—Chiquilla, el anillo ya no me quedará bien nunca más… Deseo que lo
lleves. El rubí es pequeño, como ocurre con los que son impecables. Siempre
he estado muy orgullosa de él.
—No sé qué decir —contestó Fern.
Son personas que confían en ti, que son buenas contigo, que te dominan.
Eres impotente delante de ellas. Esta mujer espera ser amada. Da por supuesto
que su hijo está profundamente enamorado. Te abruma. El aire de la
habitación pareció el de su propia casa, pesado con el hábito y las
obligaciones. En el salón de Rosamund, la repisa de la chimenea estaba llena
de instantáneas de antiguas fiestas, de tarjetas de Navidad y programas de
teatro. Era como vivir en un museo o en un osario.
—No sé qué decir —repitió Fern.
—¡No digas nada! Te daré más cosas la próxima vez que nos veamos. ¡Mi
marido era tan generoso conmigo! Los Lamb son muy buenos hombres.
Somos afortunadas, tanto tú como yo. Alex es un hombre de una sola mujer,
lo mismo que su padre. Nunca tendrás que preocuparte, como le ocurre a
muchas en el tiempo que vivimos. Y también ocurría en mi época; oh, sí,
ocurría… ¿Cuántas amigas mías se encontraban en un caso así…? Pero, claro,
por su orgullo, y por el bien de los niños… ¿Qué puede hacer una mujer? A
veces pienso en Lucy Hemming. Ahora ya está muerta, por lo que es posible
hablar de ella… Walter Hemming mantenía a una cantante, bastante bonita,
considerada según los cánones corrientes, y la llevaba a los mejores lugares,
donde pudieran verla las amigas de Lucy. ¡Qué cosa más desgraciada! ¡Pero
si estás llorando, Fern! ¿Qué he dicho? ¿De qué se trata?
Fern se levantó. Tenía que salir de aquella estancia.
—Nada. Tonterías… Me he conmovido con los regalos que me ha
hecho…
—¿Por qué, querida? Eres muy sensible, ¿verdad? —Rosamund quedó
complacida—. Disfrútalos. Siento no haber encontrado a Alex. Bésale de mi
parte.
Pensó, mientras atravesaba de prisa el vestíbulo, que no podría resistirlo
mucho más. Tenía que haber alguien con quien hablar de todo aquello.
Alguien.

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Echaba de menos a su madre. Resultaba humillante que, a su edad, y
siendo ella misma madre, sintiese semejante necesidad. ¡Si, por lo menos, su
padre fuese una persona a la que se pudiese acudir! Pero nunca podías hablar
con él de cosas interiores. Siempre le preocupaban las cosas externas: las
debidas apariencias y los bienes materiales. Nunca comprendería aquello.
Incluso imaginaba su furia, su aire ultrajado y casi infantil. No haría ningún
análisis racional, ningún consuelo le llegaría de él. Su madre la consolaría,
aunque no llegara a saber lo que, actualmente, pasaba.
Y, en cuanto a hablarle a Jessie, las raíces de la alienación eran demasiado
profundas. Quizás alienación no fuese la palabra apropiada; indiferencia sería
una definición mejor. ¿O incomodidad? Fuera cual fuese el término, las cosas
eran como eran.
Desde el nacimiento de su hija, Jessie vivía muy apartada. Dentro del
mundo real, se había hecho otro mundo en que eran pocos los admitidos, y, de
ellos, la mayoría gente mayor, o mujeres que, a causa de que eran poco
atractivas o estudiosas, o ambas cosas, no representaban ninguna amenaza
para Jessie. Fern veía esto con claridad, casi con lástima. Y se preguntaba qué
lugar ocuparía Martin en aquel pequeño mundo. Su mente, tras abrir la puerta
del dormitorio de Martin y de Jessie, se retiró avergonzada, y la cerró al
instante.
No podía, pues, recurrir a su hermana. No se habían visto desde que un
día de Acción de Gracias norteamericano los había reunido, y ahora casi
estaban en febrero. No, Jessie no.
¿Quién, entonces?
Y lo supo desde que se hizo aquella pregunta, aunque negase la respuesta,
porque el encuentro sería, en el mejor de los casos, desagradable, y,
probablemente, también fútil. No obstante, sólo sabía que la respuesta era
Martin.
¿Por qué? Existía una sutil frialdad entre ellos. Ella hasta se encontraba
incómoda en su presencia, aunque no se había sentido así la primera vez que
llegó a Inglaterra. Pero ya no le parecía estar irritada. Se había obligado a
comportarse como una madura y comprensiva mujer. Quizá, razonó, Alex
estaba en lo cierto. La gente busca cosas diferentes en el matrimonio y,
después de todo, el suyo no era el primero de estos matrimonios. Martin era,
sobre todo, cariñoso con Jessie. ¡Y estaba casi completamente loco con su
hija! Era una nena encantadora. Una especie de oropéndola. Un azogue.
Curiosamente, se parecía a Neddie. Emmy e Isabel serían unas mujeres
grandotas y plácidas, con las que sería fácil vivir. Martin había sido

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maravilloso con la pobre Emmy, aquella vez que le visitaron y ella se rompió
el brazo. Un doctor muy amable. Alex le llamaba médico nato. Raro. Era
extraño, pero el doctor y el hombre parecían algo muy distinto.
El hombre no se revelaba a sí mismo excepto cuando hablaba acerca de
Claire. Cuando se le escuchaba desde el extremo alejado de una mesa, o de
una estancia, por lo general estaba hablando de ella. Pero la mayor parte del
tiempo no hablaba en absoluto. No le recordaba como una persona tan
silenciosa y reservada. En su casa, en Cyprus, había pensado de él que era una
persona voluntariosa y animosa. ¡Cómo cambiaba todo! Pero ella también
había cambiado desde entonces… Se podía llamar a aquello aprender o
hacerse mayor. No importaba. Pero Martin era amable, en eso no había
cambiado. Seguramente la escucharía. Se podía confiar en él. Tal vez incluso
supiera de algún medio de ayudarla. ¿No existiría ningún tipo de ayuda?

En la chimenea ardía un buen fuego de carbón. Las paredes estaban


cubiertas de libros negros y marrones encuadernados en raída y polvorienta
piel. Todo en la habitación era antiguo; se parecía al despacho de Sherlock
Holmes trasplantado a la calle Baker. Actualmente pertenecía a Mr.
Braidburn. Martin había explicado que, a veces, veía pacientes aquí en lugar
de Mr. Braidburn, cuando éste no estaba.
Fern dejó de mirar en torno suyo, consciente de que Martin también, de
forma considerada, miraba hacia otra parte, dándole tiempo para
tranquilizarse. Una alfombra turca cubría el piso. También se veían pesadas
cortinas, estampadas en tono rojo oscuro y tostado. La habitación resultaba
cálida. Uno se olvidaba que se encontraba en la planta baja de un hospital, y
que en los pisos superiores otras personas, con cosas monstruosas que les
crecían en sus cabezas, yacían moribundas. Sobre el escritorio destacaba una
carpeta abierta con una pluma al lado. Pero Martin no había escrito nada, ni
dicho nada, sólo escuchaba.
Ahora decía:
—Has empezado a reír hace un momento. ¿Por qué?
—Por una razón u otra, recordaba el día en que me dijiste que mis ojos no
correspondían a mi cara.
Él no respondió.
—Creo que era demasiado niña para una muchacha de veinte años.
—Muy niña, no. Sin experiencia, lo cual es una cosa completamente
diferente.

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Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia atrás en su sillón. La mujer fue
consciente de cada ruido, del pequeño frote de la cerilla y del crujido del
sillón. Un dolorcillo destelló en sus sienes.
Luego Fern dijo de repente:
—La gente no sabe nada uno de otro cuando se casa. Resulta absurdo. Es
todo artificial. Vamos al peluquero. Él trae flores…
—Pero debías amarle.
—No sabía nada de él, como puedes comprender.
—Pero amabas a la parte que conocías. ¿No te parece?
—¿Por qué dices eso?
—Creo… que, en otro caso, no te hubieras casado con él. ¿No es así?
A Fern le pareció encontrarse sometida a un interrogatorio. La estaba
presionando. ¿Por qué? Y se pasó una débil mano por la frente.
—No lo sé. Era el momento, el lugar. Los sentimientos se precipitaron
sobre nosotros. Eran… trucos. Sí, trucos.
—No debes mostrarte amargada. Ni negar los sentimientos que tuviste. Es
decir… Si eran sinceros…
Dejó el cigarrillo en el cenicero y el humo comenzó a elevarse en una
recta columna hacia el techo. Alzando sus ojos del humo, Fern vio que él la
estaba contemplando por primera vez desde que había entrado en la
habitación.
—¿Lo eran? —preguntó Martin.
—Lo siento. ¿A quiénes te refieres?
—A sus sentimientos. ¿Eran auténticos?
—Sí, sí. No lo sé.
Aquellas últimas semanas había adelgazado y los anillos se le caían de los
dedos. Los retorció. Titubeó:
—Si me lo hubieras preguntado antes de todo esto, te hubiera respondido:
«Sí, le amaba.» Pero ahora creo que, posiblemente, pensaba así porque no
sabía lo que iba a perder…
Martin se levantó y se dirigió a la garrafa que se encontraba encima de
una mesa.
—¿Te apetece un poco de agua?
Cuando ella declinó la invitación, él se sirvió un vaso y le dio la espalda
mientras bebía con lentitud. Su espalda, sus hombros, incluso en aquella
postura, resultaban sutilmente diferentes de como habían sido tres años atrás.
Reflejaban autoridad. Fern pensaba en todo esto cuando él regresó a su
butacón y habló de nuevo.

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—¿Estás diciendo que te encontrabas cómoda con Alex porque él no hizo
ninguna aproximación a tu sexualidad? ¿Es eso a lo que te refieres? ¿Es una
de las razones por las que te casaste con él?
—¡No tienes derecho a decir eso! —gritó ella, inmediatamente
encolerizada.
—¿Y por qué no? Soy médico. Has pedido mi opinión.
—Eso no te da derecho a humillar a la gente.
—Si te sientes humillada, lo siento. No ha sido mi intención… —Hablaba
en voz baja—. Pero no debes quedarte si no quieres oírme.
—Muy bien. Sigamos.
—Con frecuencia, has dicho de ti misma que eras muy joven para tu edad.
Eso significa que no tenías conocimientos acerca del sexo y que,
aparentemente, no los necesitabas. Y, asimismo, lo poco que sabías te
atemorizaba. Y creo que aún te sigue ocurriendo lo mismo.
—¿Te importaría decirme dónde quieres ir a parar?
—Adonde quiero ir a parar es a que no has sido lastimada a causa de verte
privada de sexo y amor. Te ha lastimado el que tu vida haya quedado vuelta al
revés.
Ella hubiera querido abofetearle. En su aflicción, había acudido a él en
busca de ayuda y consuelo; pero él la estaba reprendiendo y despreciando.
Comenzaron a asomarle las lágrimas. Mordiéndose los labios, se dominó.
Él se levantó de nuevo y se dirigió a ordenar algunos libros de encima de
una mesa. Estaba sumamente agitado. Luego regresó y se sentó.
—Lo siento. No soy justo contigo. Tengo aspecto de enfadado, lo sé…
—Sí, así es… ¿Por qué?
—No sé por qué… Uno no siempre se comprende a sí mismo.
—«Médico, cúrate a ti mismo» —replicó ella con amargura.
Y casi de repente vio ante ella, no al hombre autoritario que se había
levantado cuando entró en la estancia hacía un rato, sino al hombre joven, con
el traje barato en la mesa del comedor en Cyprus, un joven al que le ardía algo
y le brillaba la cara, con un cierto pathos.
Ahora habló con más amabilidad.
—Nos estamos peleando…
Él se concentró.
—Mary, no quiero hacerlo. Deseo ayudarte.
—Aún me llamas Mary —respondió ella de forma intrascendente.
Martin encendió otro cigarrillo y se inclinó para guardar el paquete en un
cajón del escritorio. Luego alzó la cabeza y asumió otra vez sus modales

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profesionales: amabilidad, raciocinio y firmeza.
—Deseo ayudarte —repitió—. Estás mortalmente asustada.
Ella se retorció otra vez los anillos.
—No sé qué hago y tampoco comprendo nada. No tengo paciencia con los
niños, ni puedo trabajar, ni pintar, ni siquiera soporto a Alex… Me repugna…
—Dime, Mary. ¿Qué conoces acerca de la homosexualidad?
—No mucho.
—Hubo determinadas épocas y lugares en que fue considerada una forma
honrosa de amar. ¿No lo sabías?
—¡No nos lo enseñaron en la clase de Historia! Pero supongo que es así.
—Algunas de las mejores mentes del mundo, Leonardo, Miguel Ángel.
Incluso Shakespeare, según dicen… «¡Cuán parecido a un invierno ha sido mi
ausencia de ti!» Este soneto, probablemente, estaba dedicado a un muchacho.
¿No te conmueve?
—Tal vez un poco.
—Bueno, la Iglesia afirma que es algo que está mal, pero…
Ella le interrumpió.
—No crecí demasiado en el seno de la religión.
—Pero es así. Tienes que descartar muchas cosas y llegar al meollo del
asunto… —Se calló—. Lo que quiero decir es que la Biblia también nos
enseña a que no debemos erigirnos en jueces. Y creo que es cierto… Nunca
hay que hacer de juez.
Fern estaba silenciosa.
—La gente odia a los que son diferentes a ellos. Hay personas que
aborrecen a los judíos, aunque nunca hayan conocido a ninguno, o no hayan
conocido a ninguno que fuese malo…
—Eso es diferente.
—Realmente no. Toda la bondad que hay en Alex… ¿No sigue estando en
él?
—No lo sé.
—Sí lo sabes.
La mujer suspiró.
—No es un perverso, Mary. Y permite que te diga que sufre. Es obvio que
ni puede cambiarse a sí mismo, ni tampoco se acepta como es. Si pudiese
aceptarse a sí mismo, sería muy fácil para él. Pero este camino es muy duro.
¿Comprendes lo áspero que puede llegar a ser?
—No había pensado en eso.
—Bien, pues piensa en ello. Tal vez llegues a comprenderlo.

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—¡Mi padre nunca lo haría!
Martin sonrió levemente.
—Estoy seguro de que no…
—Lo que me pasó con Alex —prosiguió Fern despacio— es como si se
hubiese abierto un escotillón y me hubiesen arrojado, exactamente así,
arrojado, a la intemperie. Violentamente. He estado viviendo durante toda mi
vida en un capullo. Y ahora dime… ¿Qué he de hacer?
—No, dímelo tú…
—¿Yo…?
—Sí. Eres tú la que debe decirme la cosa más importante que vayas a
emprender a partir de ahora.
Durante un instante, ella no estuvo segura de lo que Martin quería decir.
Luego se le apareció claro en un instante.
—Cuidar de mis hijos. ¿Te refieres a eso?
—Naturalmente.
Fern sonrió con acritud.
—Pero eso no es algo por lo que una se case…
—La gente se casa por diversas razones. Porque están solos, o porque
necesitan una clase particular de comprensión o la compañía de una mente.
Por muchas razones.
Ahora él la estaba mirando de nuevo con fijeza, dejando a un lado los
modales profesionales, al igual que cuando alguien se quita un jersey y lo deja
caer en una silla.
—Por favor, no le digas nada a Jessie. ¿Lo harás?
—Nunca cuento las confesiones de otras personas.
—Perdóname. Debí conocerte mejor.
—Perdóname también tú. He sido vanidoso y rudo una vez más.
Durante un momento, ninguno de los dos habló.
Luego prosiguió Martin.
—El trabajo. El trabajo es siempre la salvación, Mary. Tienes un don.
Úsalo. Llena tus días con él.
—No —respondió ella—. No tengo un auténtico don. Mi padre tenía
razón en esto. Lo que tengo es sólo un pequeño talento.
—Aún no puedes estar segura. Deja pasar más tiempo.
—¡Tiempo! Tendré incluso demasiado…
—Necesitas una gran dosis de valor. Pero creo que lo tienes.
—Gracias.
Él añadió pensativamente:

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—Una gran cosa, aunque ahora mismo no puedas ver su importancia, la
constituye tu hogar. Debes seguir allí, no tienes elección. Representa una gran
comodidad tener un lugar así. No sería una cosa igual para mí pero para
muchas personas, según dicen, eso forma la esencia de todo. Y para ti es
cierto, ¿no te parece? ¿Ese lugar se llama «Lamb House»?
—Sí —respondió ella—. A veces doy vueltas, sólo para tocar las cosas.
Hay algunos árboles, como un viejo sicómoro, donde voy a sentarme y a notar
cómo respira el mundo. Se siente mucha paz entre los árboles…
De repente, Fern notó que estaba muy cansada. Se habían dicho todo lo
que tenían que decirse y llegado tan lejos como debían llegar. Se levantó para
irse.
—Aguarda. Te daré una receta de unas píldoras somníferas. Sólo media
docena. Toma una si lo necesitas de verdad.
—¡Ya sabes que no me mataré…!
—Si imaginara que tenías una idea así, no te las daría en absoluto.
Martin se levantó, pero no salió de detrás del despacho o se ofreció a
estrecharle la mano. Le cruzó por la mente que tampoco la había tocado al
entrar, pues, a pesar de la normal educación profesional, a fin de cuentas le
disgustaba aquella mujer. Ella introdujo la receta en su bolso y le dio las
gracias.
—Tal vez no te haya ayudado, pero lo he intentado —le dijo.
—Me ha ayudado lo suficiente el hablar contigo. Sí, así ha sido.
—Eso me alegra.
Tal vez se hubiera esperado de él que dijera: «Vuelve otra vez si lo
necesitas», pero no lo hizo, por lo que Fern le dio de nuevo las gracias con
una corrección que corría parejas con la suya, y salió.

En el traqueteante tren suburbano, Fern se quedó dormida. Siempre había


sido una de aquellas raras y contradictorias almas para quienes dormir, en
momentos de trastorno, constituía un escape psicológico, y por ello no
necesitaba de pastillas.
Se despertó cuando el tren se bamboleó en la última curva antes de llegar
a la estación de su casa. Martin tenía razón: había comodidad en aquel
«lugar». La calle Mayor le proporcionaba una alegre seguridad. El carnicero,
pelirrojo y parlanchín, siempre salía hasta los escalones para hacer
observaciones acerca del tiempo. La tienda de simientes había colgado sus
paquetitos de berros, con deliciosas hebras anaranjadas y amarillas, y se sentía

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un fuerte y tentador perfume después de la lluvia. Fern pensó amargamente:
«Por lo general, están cubiertos en la superficie con pinchitos negros. Lo que
sorprende siempre es la parte oculta…»
Neddie surgió de una esquina de la casa.
—¿Te imaginas? —gritó.
Fern abrió mucho los ojos, respondiendo a su alegría, a su atrevimiento.
—No puedo suponerlo. ¿De qué se trata?
—Hemos comido helado en casa de Rob. Es el cumpleaños de su
hermano.
—¿De veras?
—Sí, y era de chocolate.
Empezó a hacer cabriolas, tambaleando la borla verde de su gorro de lana.
¡Oh, corazón mío, cariño mío! ¿Cómo podría nunca dejarte?
—¡Chocolate! —repitió ella con alegría antes de que, recordando algún
otro recado el niño desapareciese corriendo por la esquina.
La casa la envolvió. Se dirigió despacio al piso de arriba, deslizando su
mano por la suave y vieja barandilla. En el descansillo se detuvo delante de la
foto de Susannah.
—Nunca hubo amor entre nosotros —le había dicho Alex—, después del
primer o segundo mes.
Se regocijó tristemente, haciendo un chiste de aquello.
—Fue cuando descubrí que los libros de la biblioteca de su familia tenían
fondos falsos. Pero me enteré de ello demasiado tarde…
¿También habría averiguado Susannah algo demasiado tarde? Pero aquel
frío rostro no le dijo nada.
Alex, que subió las escaleras un momento después, llamó con los nudillos
en el marco de la abierta puerta.
—¿Puedo entrar?
—Sí, pasa.
Se enfrentaron el uno con el otro. Fern, desde el armario, donde se
encontraba colgando su abrigo, y él en el umbral.
Luego, sorprendentemente, él manifestó:
—Has visto a Martin.
—¿Qué? ¿Qué te hace decir eso?
—Ya sabes que presiento las cosas. Se lo has contado todo, ¿no es así?
—Sí. ¿Estás enfadado?
—No. ¿Qué te ha dicho?

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—No lo sé con exactitud. Es decir, resulta difícil de recordar. —
Tartamudeaba—. Supongo… Que trató de explicarme, ayudarme a que
comprendiera…
—Le estoy muy agradecido. De todos modos, siempre me ha caído bien.
Ella elevó una ceja.
—¡No seas repugnante! Me refiero a inteligencia, compasión,
humanidad…
Comprobó que Alex se imaginaba que había una burla en su expresión.
—Sólo quiero decir que no le conoces lo suficiente. ¿Cómo puedes sentir
algo por él?
—Ya te dije que siento las cosas. Juzgo muy de prisa a la gente. Por
ejemplo, sé que está enamorado de ti. Hace tiempo que lo he sabido. Es el
hombre con el que debiste casarte…
—¡No seas absurdo!
—¿Te has dado cuenta de cómo se las arregla para abandonar una estancia
en cuanto tú entras en ella?
—¿Qué diablos estás afirmando?
—¿Quieres decir que no te habías dado cuenta?
—No, claro que no —respondió Fern con tirantez.
—Pues es verdad.
Ella se volvió.
—Me voy a quitar este caluroso vestido. ¡Resulta atroz!
En el vestidor se puso una bata. Otra vez el dolor, aquellas pequeñas
pulsaciones en las sienes… Se las tocó levemente. ¡No tenía que haber dicho
aquello de Martin! Ya había suficientes cosas terribles en las que pensar sin
tener que añadir aún más. ¡Auténticas montañas por las que trepar!
¡Montañas! ¡Y de todos modos, no era cierto! Martin era muy responsable y
serio, no podría… De repente, involuntariamente, lanzó un grito.
—¿Estás bien? —le preguntó Alex.
Fern regresó al dormitorio y se sentó.
—He tenido un día muy duro y estoy destrozada.
Él se arrodilló en el suelo y le tomó la mano.
—Fern, seré el mejor amigo que hayas poseído…
Acercó sus mejillas hasta apoyarlas en la fláccida mano de ella, y Fern
notó sus lágrimas. Deseó retirarla, pero no lo hizo; permanecieron sentados
inmóviles entre un expectante silencio.
Al fin Alex alzó la cabeza.
—He pasado por un infierno —dijo.

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—¿De veras?
—¿No me crees?
—Te creo.
—Y también por ti. Lo sé, Fern. Y confío… No hubiera querido nunca
que tú pensaras que yo… Que lo que soy tiene algo que ver contigo. Es una
cosa únicamente mía…
De nuevo se produjo el silencio.
—Esto tampoco funcionó con Susannah. Y, además, ella tenía una lengua
muy afilada y pensé que, en parte, la culpa sería suya. Confié en que contigo
fuese diferente. Y lo intenté, Fern, tú sabes que lo intenté.
Ella empezaba a verse a sí misma de una forma objetiva. Miraba a través
de un telescopio, desde el final de un largo, largo túnel del tiempo, a través
del cual había ido madurando en edad y comprensión. Era como si estuviese
contemplando a otra mujer, y no a ella misma, que tendría que sufrir un
purgatorio de infructíferos e interminables análisis, mientras la ira y el dolor
se irían evaporando con lentitud como la sal al sol, y dejando… ¿Dejando
qué? ¿Un desierto?
Alex habló de nuevo.
—He tratado de recordar cómo empezó. ¿Tal vez mi profesor de música?
Tenía unos dedos muy fuertes. Unas ágiles manos morenas. No podía dejar de
mirarlas. Y también hubo un chico en la escuela. Se llamaba Lewis. Se
sentaba en el pupitre contiguo. También poseía unas manos morenas y un
espeso y hermoso pelo. Me acometían a veces unos extraños y turbadores
pinchazos, muy débiles, según puedo recordar, muy enigmáticos. Como unos
diablillos que se sentasen con sus cálidos tridentes en alguna parte de los
surcos de mi cerebro. Aún no lo comprendía. Se supone que has de tener fotos
de chicas en tu habitación, una instantánea de tu propia novia, o actrices, todo
pechos y muslos y bocas sensuales. No pensé que tal vez no me estaba
desarrollando tan tempranamente como lo hacían los otros muchachos, y que
muy pronto sería igual que los demás. Pero no estaba seguro, y no había nadie
en el mundo a quien poder preguntar, y mucho menos aún a mi padre… Y
luego, de repente, me encontré en el último curso y, durante unas prolongadas
vacaciones, un grupo de compañeros acudieron a la ciudad y llevaron unas
chicas al piso de alguien. Y la muchacha con la que yo estaba —ahora Alex
apenas susurraba—, la muchacha se echó a reír porque… no quería hacerlo…
Se reía. Y la noticia de aquello se propagó cuando volvimos a la escuela.
¡Constituyó una excelente broma! Excepto para Lewis. Éste se me acercó y
hablamos. Era tan educado, tan decente, tan diferente a los demás… Se

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convirtió en mi único amigo, y yo en el único de él. En cierto modo, cabe
decir que sufrimos juntos.
Se miró las manos, dándoles vuelta una y otra vez, como si fuesen a
ofrecerle alguna explicación.
—Existen recuerdos, tan fugaces y penetrantes, que debieran haber sido
olvidados hace ya mucho tiempo, pero nunca es así. Un fornido rufián con
pelos en las orejas y una voz demoledora que decía: «Alex mea sentado.»
¿Por qué resulta imposible olvidar cosas así? ¿Por qué las burlas de un patán
tienen poder para seguir atormentándote cuando ha pasado ya más de la
cuarta parte de tu vida?
«Así que había sido de este modo», pensó Fern. No había querido
conmoverse. Hubiera deseado conservar su enfado, retener el insulto que le
había infligido, agarrarse a él con fuerza y no ser débil ni condescender. ¿Pero
condescender en qué?
En aquellos pocos minutos se había hecho de noche, y desde el triángulo
del firmamento que cubría la esquina superior de la ventana, entraba un
resplandor iridiscente. Caía encima de la cabeza inclinada del hombre. Al
sentir la mirada de Fern, él levantó la mirada.
—Fern, todo cuanto tengo te pertenece a ti y a los niños. No me refiero a
cosas, como puedan ser esta casa o dinero. Estoy hablando de solicitud. De mi
devoción. No me es posible hacer nada con lo que soy. Puedes estar segura de
que seré discreto con las cosas que haga a causa de ser como soy. Pero nunca
te pediré cuentas con las parcelas privadas de tu vida. Nunca te pediré cuentas
de nada. ¿No podríamos vivir aquí, si quieres, con nuestros hijos y ser felices
de otra manera?
—¡Felices! —exclamó ella en voz baja.
Y Alex repitió:
—¿No podríamos serlo?
En la simplicidad de sus palabras y en su cara, Fern no vio una súplica de
piedad y comprensión, sino una especie de suposición de que podían
permanecer aquí así, tras haber aprendido aquellas cosas que ahora ambos
sabían. Vio todo esto, pero también desaliento, como cuando un hombre ha
sido herido, según ella había leído, y mira sus destrozos, incapaz de creer que
es él mismo, y que las heridas le pertenecen a él.
Luego, después de todo aquello, llegó la piedad, y se inclinó para que
descansara la cabeza de él sobre sus hombros, meciéndolo cual si se tratase de
un chiquillo y ella fuese su madre. O como si ella fuese la chiquilla, aterrada y
perdida, y él quien le diese consuelo. O como si él y ella, como extraños que

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acaban de encontrarse, supervivientes de algún terrible cataclismo, de algún
avatar de la Naturaleza, alud, terremoto o tormenta, se hubiesen abrazado a
causa de esta mutua necesidad, y después, debido al común humanitarismo y
a la confianza mutua, debieran permanecer ya siempre de aquel modo.

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Libro tercero

TRAVESÍAS

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CAPÍTULO XI

«Ninguna institución que se respetase habría continuado en aquel antiguo


edificio», reflexionó Martin mientras se preparaba aquella tarde para salir. En
Estados Unidos, aquello hubiera sido derribado, o, más probablemente aún,
abandonado por otro edificio en una parte nueva de la ciudad. Aquellos
escalones en los que ahora se encontraba contemplando el placentero día,
habían sido construidos en el siglo XVIII. Las alas de la derecha y de la
izquierda de la estructura central tenían bulbosas formas victorianas, con
ventanales que parecían escarabajos. Le divirtió imaginar que semejaban
mujeres de aquella época. Obesas, con bombasí y polisón.
—¿Haciendo planes para el día?
Mr. Meredith se puso los guantes y se colocó el paraguas debajo de un
brazo.
—Grandes planes. Voy al parque con Claire.
—¿A tomar el autobús?
—Más tarde. Antes quiero andar un poco.
—Estupendo. Haré parte del camino contigo.
A través de la espejeante luz solar, y bajo la sombra de los tilos,
anduvieron al mismo paso. Cada hombre se veía fuerte gracias a su bienestar
y era consciente de que al otro le pasaba lo mismo. Un chiquillo llegó al
galope tirando de la correa de un enorme perro borzoi. Una mujer joven, con
un vestido de color amarillento, salió de una casa llevando un pomo de
tulipanes envueltos en un papel verde de tisú.
—Hace un tiempo espléndido —observó Meredith con un suspiro de
placer.
Martin contestó:
—No acabo de creer que haya pasado aquí tres años.
—¿Te han parecido cortos o largos?
—Eso depende del estado de ánimo. Largos o muy cortos, han sido
maravillosos. Han abierto mundos para mí.

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—Debo decir que los has aprovechado muy bien. Tu artículo sobre
citología resulta impresionante, según me ha dicho Mr. Braidburn. Debo
confesar que aún no lo he leído. Tendré que aguardar hasta que se publique.
Acudirás a la conferencia de París de la semana próxima, ¿no es así?
—No quiero perdérmela. Ha venido el doctor Eastman de Nueva York y
tendré la oportunidad de verle otra vez.
—¿Puedo congratularme de tu asociación con él? Ha sido una gran suerte
para ti.
—Quedaré en deuda para siempre con Mr. Braidburn. A fin de cuentas,
cuando Eastman escribió que buscaba a un nuevo hombre, Mr. Braidburn
podía haberle recomendado a cualquiera de su media docena de alumnos.
—¿Me permites preguntarte qué te han ofrecido? ¿Una asociación con
plena dedicación?
—Sí, con un período de prueba, como es natural. Si las cosas funcionan
bien, se convertiría en permanente.
La voz de Martin se fue desvaneciendo poco a poco. Aquella perspectiva
tenía un aire de irrealidad. Todo se había desarrollado con mucha suavidad,
deliberadamente un paso tras otro.
—Aún te quedarás dos meses más, ¿no es así? Debes venir un fin de
semana al campo antes de marcharte. Bien, yo me voy por aquí. Que disfrutes
de esta tarde.
Siguiéndole con la mirada, Martin pensó: «Resulta divertido, al principio,
los modales formalistas, los sombreros hongos y el acento me repelieron.»
Sonrió, al recordar algunas de sus primeras impresiones.
Aquellos hombres le habían enseñado mucho: Meredith, Braidburn,
Llewellyn y los demás. Todas aquellas mañanas, a primera hora, mientras
observaba a Braidburn en el quirófano… Y aquellas discusiones, durante la
hora del almuerzo, sobre neurología clínica; los diagramas que se trazaban en
la parte de atrás de las minutas; las preguntas, los argumentos… Sí, se llevaría
muy buenos recuerdos.
Desde la parte superior del autobús de dos pisos, disfrutó del panorama de
la ciudad. ¡Cómo adoraban el sol los habitantes del norte de aquella neblinosa
y pequeña isla! Aquél era el primer día cálido de la estación y ya estaban
todos aquí, tumbados donde hubiera unos matojos de hierba, volviendo sus
pálidas caras hacia la luz. Llegó frente al Victoria y Albert Memorial, una
especie de pastel de bodas en piedra. Tuvo una rápida visión de un galgo
escocés en un friso de piedra, perseguido por unos hombres que llevaban las
clásicas togas. ¡Absurdo! Una enorme dama de piedra sentada sobre un

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elefante arrodillado; un elaborado collar caía entre sus desnudos y esféricos
pechos, y aquello también resultaba absurdo. Pero los pechos eran exquisitos.
Se los quedó mirando hasta que se perdieron de vista. Ahora le llegó el turno
a Kensington High Street, ya a unas cuantas manzanas sólo de su casa. Bajó y
comenzó a andar de prisa.
Claire estaba ya vestida y aguardándole. Se dirigieron hacia el parque, ella
delante de él montada en su triciclo, tocando sin parar la campanilla. Sus
oscuros rizos casi alcanzaban el cuello de terciopelo de su liviano abrigo.
Jessie la vestía con exquisito gusto, pero, en realidad, el gusto de Jessie había
sido siempre exquisito. No podía apartar los ojos de Claire. Y se preguntó si
ella comprendería alguna vez todo lo que significaba para él. ¡Su brillante
voz, su rigor! ¡Le causaba tanta dulzura! ¡Nada, nada podía ocurrirle a aquella
chiquilla! ¡Nadie debía lastimarla! Y aunque sabía que aquel afecto hacia una
hija era la emoción más universalmente conocida en el hombre, de todos
modos le parecía, con toda seguridad de forma algo tonta, que lo que él sentía
era desacostumbradamente intenso.
¡Cuán irracional podía ser la vida! Ahora, cuando el camino quedaba
despejado ante él para mantener a una familia, ¡no podía tener más hijos…!
Alice había mandado unas fotografías de sus tres vástagos, aunque las
muchachas no eran tan bonitas como Claire. Fred enseñaba en una escuela de
pueblo en el país de las patatas; sería una auténtica prueba para ellos. Y Alice
iba a tener otro hijo.
Una vez en el parque, tras pasar Round Pond y los patos de la Serpentine,
Martin se abrió paso hacia la estatua de Peter Pan. (Había leído el cuento a
Claire; Jessie decía que era demasiado avanzado para una niña de tres años,
pero él estaba seguro de que lo comprendía.) Y, tras elegir un banco, se sentó
a observar cómo Claire seguía con su triciclo arriba y abajo del sendero.
No muy lejos de la estatua, tomaban unas fotos para una revista de modas.
Delgadas y larguiruchas, las modelos posaban diligentemente con sus
arqueadas espaldas, retorcidas pelvis y largas y ágiles piernas. Su propósito
era, ostensiblemente, mostrarse indiferentes y reservadas. Pero la invitación
sexual quedaba escrita en sus adorables y altaneros rostros.
Bajo un exuberante arbusto, una pareja estaba tumbada en un abrazo muy
desinhibido para cualquiera que lo contemplase. ¡Y aún decían que los
ingleses eran «fríos»!
Martin respiró hondo. Una ácida y amarga fragancia le llegó desde atrás:
de la oscura tierra surgía una explosión de unos grandes geranios, relucientes

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y floridos como no los había Visto nunca en su patria. Y también resultaban
muy sexuales con su lozanía.
¡Una excelente primavera en la que todo germinaba! Fragancias y mezclas
de una nueva vida, que estallaba, anhelante, que alcanzaba a todas partes.
¡Que te acechaba y que hasta te lastimaba!
Fue consciente del latido de su corazón. Le sucedía de vez en cuando;
oyes tus propios latidos y, de repente, sin razón que puedas explicarte, te
recuerda que algún día se detendrá. Aquel fuerte y vigoroso corazón que se
agitaba y galopaba, fibrilaría y enlentecería. Y luego tendría lugar el último
latido. Y aquella asombrosa y pequeña bomba, que había funcionado sin un
minuto de descanso durante todos los años de la vida, acabaría por detenerse.
Y ahora aquella antigua y familiar melancolía volvió a acosar a Martin: el
velo, la nube sobre el sol, aquella sombra que cubría un día que había sido tan
brillante y encantador hasta sólo unos momentos antes. Y recordó que aquella
melancolía le había agobiado durante los pasados meses.
¡Habían sido tan felices cuando nació Claire! ¡Cuántos buenos propósitos
y dicha! ¿Qué les había sucedido? ¿Y cuándo? Resultaba difícil establecer un
momento, decir: «Aquí, ése fue el instante en que empezamos a ser
desgraciados.»
Allá, en Cyprus, resultaba notorio que Jessie se hallaba poseída por un
buen humor de tipo práctico, un sentido común muy realista, un optimismo a
toda prueba. «Salutífera», había sido su palabra para ella entonces, una voz
algo pedante y poco empleada, pero que significaba que todo respiraba salud.
Ahora aquella integridad se había quebrado. ¿Cómo? ¿Por qué?
Habían tenido «escenas». Él las aborrecía. Debía suponerse que nadie
disfrutaba con ellas, aunque muchas personas las provocaban, tipos
dramáticos que hacían ostentación de su emoción para llamar la atención.
Pero Martin se encogió ante aquel solo pensamiento. Y Jessie lo pasaba
horrorosamente después. Pero ya había sucedido una y otra vez. Era muy duro
vivir de aquella manera.
Hacía unas cuantas semanas habían ido a ver Gisèle. Bailaba una nueva
danzarina, una exquisita muchacha de la que se hablaba en todo el continente.
Un sueño de chica, algo inolvidable… Su pelo rojizo oscuro, recogido en una
cola, le caía por encima de los hombros. Se alzaba en pointe, con sus brazos
blancos levantados en perfecta curva, mientras giraba su lazo malva…
Esplendor y gracia que se agarraban a la garganta de uno, reverentemente, y
de forma leve afloraba la sonrisa a los labios…

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Y durante todo aquel tiempo, Jessie no permaneció mirando a la bailarina
sino a él.
Más tarde, al ir a acostarse aquella noche, él la vio cuando se encontraba
desnuda ante la puerta con espejo. Ella se había dado la vuelta hacia él
enfurecida.
—¿Por qué no llamas? ¿Por qué has de venir aquí a mirarme?
—¡No te estaba mirando! Pero, por el amor de Dios, apartaré la vista si es
eso lo que deseas que haga.
—Sí, hazlo… Resulta más placentero para ti mirar a cualquier otra
persona menos a mí. Estoy segura de que es así. Bailarinas, camareras…, a
cualquiera menos a mí…
Queriendo mostrarse paciente, dijo una cosa que no resultó:
—Jessie…, ¿no puedes intentar no pensar acerca de ti misma? La gente,
en realidad, no presta excesiva atención a tu…
—¿A mí qué?
—A tu… impedimento…
—No puedes decirlo, ¿verdad?
—¿Decir qué?
—¡Joroba! —gritó ella—. Yo sí puedo decirlo bien: JOROBA. Joroba…
Vamos… ¡Dilo!
Martin se sentó agotado, cubriéndose los ojos con las manos.
—No sabes lo que oí —prosiguió Jessie— aquella vez, en Viena, en la
tienda en que compramos el juego de té de porcelana, cuando la dependienta
te dijo: «Estará contento por haberlo comprado. A su madre le encantará.»
¡Pensó que yo era tu madre!
—Oh, si vas a permitir que un estúpido error de una vendedora te
atormente así, ¿qué puedo decir para ayudarte? Y deseo ayudarte, Jessie —
concluyó con cariño.
Lo intentó de verdad y, al final, cuando ella hubo agotado su cólera, se
disculpó avergonzada.
—Oh, eres muy paciente conmigo, Martin. ¡Ya sé que lo eres! Debería
estarte agradecida por todo lo que he conseguido, y de verdad lo estoy.
Precisamente por eso, cuando salimos juntos… no tienes idea en realidad de
cómo tengo que revestirme de valor para ir a los sitios contigo… Percibo los
sentimientos que nos rodean, los mensajes que se transmiten los unos a los
otros. Y sé lo que se dicen una vez que nos hemos ido y lo que las mujeres
cotillean por teléfono a la mañana siguiente…

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Durante una semana o dos, después de aquella discusión, no fueron a
ningún sitio, excepto el domingo a una taberna en el campo, donde se
sentaron en un sillón de respaldo alto al lado de la chimenea y observaron
cómo los parroquianos jugaban a las cartas. Nadie les prestó atención.
Aquellas pocas horas fueron iguales a cuando daban vueltas por Cyprus,
respondiendo a las llamadas de visita médica, y hablaban acerca de cómo se
encontraba la medicina y de cualquier cosa que se hallase bajo el sol. Él
comprendió que aquellas cosas la habían interesado a Jessie porque podía
ocultarse detrás de ellas: no era nada acerca de ella. Pero Jessie no podía
ocultarse para siempre en lugares anónimos… Y debía saberlo…
¿Cómo podía él pensar acerca de Jessie en otros términos que no fuesen
cual un pajarillo con el ala rota? Pero aquello había resultado engañoso para
él: el pájaro puede revolotear valientemente en la jaula, pero el ancho mundo
le asusta. Luego su mente se cerró, al no querer enfrentarse con ningún
análisis más de aquel tipo.
Miró a Claire. Ésta pedaleaba esforzadamente por el sendero, con sus
piernecitas haciendo funcionar con fuerza los pedales. Se miró el reloj, que
era estupendo, el regalo que le hizo Jessie las Navidades pasadas. Jessie
estaba siempre comprando cosas para él, preocupándose por su ropa,
vigilando que siempre hubiera libros en su mesilla de noche y haciendo
planes para el consultorio que iban a instalar. Las Navidades del próximo año
las pasarían ya en Nueva York y él contaría con sus propios ingresos. Debería
encontrar algún regalo espléndido para Jessie, algo que incluso no se pudiese
permitir. ¿Un anillo? Jessie tenía unos dedos preciosos. ¿Un zafiro?
Ahora su memoria realizó una de aquellas inconscientes e insensatas
asociaciones de ideas. Mary llevaba anillos. Aún tenía aquel anillo de
topacios de forma tan curiosa. Hacía sólo unas semanas, al llegar a su casa tan
temprano, como de costumbre, se encontró con que Mary se había presentado
a tomar el té, algo que no había hecho desde hacía más de medio año. Y se
había levantado poco después de la llegada de Martin, y en cuanto se lo
permitieron los modales más imprescindibles. Él se había percatado de ello.
Todos sus nervios habían estado pendientes de la mujer. Y observó que Mary
aún llevaba el anillo de topacios. Unas lilas blancas rodeaban el ala de su
sombrero de paja. Los zapatos de Mary también eran muy delicados. Él se
percató de que sus ojos le evitaban, pareciendo mirar por encima de él, hacia
la pared, o contemplaba su propia mano, aquella del anillo, apoyada en el
brazo del butacón.

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Martin extrajo la conclusión de que Mary se mostraba cohibida ante él. La
mayoría de la gente suele actuar así, cuando acababa de revelar sus más
íntimas miserias. A partir de aquel día, apenas la había visto unas seis veces, y
ya había pasado más de un año, de aquel día en que se sentara ante él y le
contara, con más dignidad de la que hubieran sido capaces de mostrar la
mayoría de las mujeres, la historia de su naufragio matrimonial. Aquel día,
durante unos momentos, se había mostrado muy duro con ella; por alguna
razón, deseó herirla, pero, al instante, se sintió terriblemente avergonzado y
trató de enmendarlo. Confió en haberlo realizado de manera adecuada… No
hubo medio de averiguarlo o de saber cómo le iban las cosas. Desde afuera,
por lo visto en la cena del Día de Acción de Gracias o en la fiesta de Navidad,
exteriormente todo pareció por completo normal, con una pátina de riqueza,
encanto y unidad familiar.
—Fern nunca solicitaría el divorcio —le había hecho observar una vez
Jessie, hacía ya bastante tiempo—. Sería algo que destrozaría su imagen de la
perfección.
Pero esto no resultaba cierto. Mary lo habría hecho de haber podido.
Y se preguntó también acerca de muchas cosas: si Alex tenía idea de lo
mucho que él, Martin, sabía de los asuntos de los Lamb; de si ahora Mary
tenía a alguien más; de si pasaba sola las noches y cómo se sentiría a causa de
ello…
No obstante, resultaba sorprendente cómo uno se acostumbraba a estar
«solo». Él lo había pensado de sí mismo, e incluso también lo había estado,
aunque era un hombre vigoroso y con frecuentes necesidades sexuales. Pero
ahora ya se había debilitado aquello bastante. Acostado por la noche al lado
del inmaculado y liviano cuerpo de Jessie, se quedaba instantáneamente
dormido. «Cuando un hombre ha trabajado todo el día bajo fuertes presiones,
se encuentra demasiado tenso para desear otra cosa que no fuera dormirse», se
dijo a sí mismo. Pero, al mismo tiempo, sabía que estaba racionalizando
demasiado las cosas.
¡Oh, debería ser de otra forma! ¡Tendría que ser el núcleo de la vida de un
hombre, su fuerza y su calor!
¡Si pudiera eliminar de su cerebro aquellas imágenes que se habían
impreso allí con tanta fuerza! Mary en el despacho de Braidburn, luchando
contra las lágrimas. Mary, orgullosamente embarazada, de pie en la puerta de
«Lamb House». Mary en Cyprus, pintando aquellas tres aves escarlata
posadas en una cerca de alambre espinoso. ¡Fantasías! Muy pronto, si no
conseguía dominarlas, se encontraría una vez más obsesionado por ellas,

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como ya le había ocurrido una vez. Presagios y alarmas comenzaban ahora a
acosarle. Resultaba humillante no poder dirigir, a voluntad, su propia mente…
Claire trepó al banco, entre él y una muy típica niñera británica que
cuidaba de un bebé en su cochecito.
—Léeme —le ordenó.
Martin abrió el librito que se había metido en el bolsillo antes de salir de
casa, y la niña empezó a dar diligentes explicaciones.
—Es un libro acerca de los dinosaurios. Éste es un alosaurio. Sólo comía
vegetales.
—Y le sentaban muy bien, además…
—Yo odio las verduras.
—Lo sé. Por eso te he dicho lo que he dicho…
La niña se echó a reír. ¡Sólo tenía tres años y ya podía compartir una
broma con él!
—¿Te leo algo acerca de éste o sobre este otro? —le preguntó Martin.
—Sobre este otro. Es el Tyrannosaurus rex. Comía personas. Mira esos
dientes, papaíto…
—Oh, sí, era muy feroz —convino Martin—. Leeremos algo sobre él…
Cuando hubo terminado, la niña regresó a su triciclo.
—Es una niña muy inteligente, señor —observó la niñera.
—Muchas gracias.
—Una chiquilla muy despierta. Conoce bien lo que sabe…
Martin, en correspondencia, elogió también al bebé en su cochecito.
—A menudo veo aquí a su hija acompañada de su madre. Éste es mi lugar
favorito del parque.
—Es un sitio muy hermoso.
Así que aquella mujer también había visto a Jessie. Las niñeras habrían
cotilleado: «La madre de la niña… Pobrecilla… No, el padre no… Realmente
es muy raro…» Podía oírlas. Se sintió avergonzado. Dios mío, era tan malo
como Jessie… A fin de cuentas, la gente tendría otras cosas de que hablar…
—He oído que van a regresar muy pronto a Estados Unidos…
—Sí. En otoño.
—Supongo que estará contento de volver a su patria…
—Sí, la patria de uno siempre es lo mejor, ¿no le parece? —respondió
Martin en tono intrascendente.
El cielo se hallaba como solían decir, aborregado, pues se iba llenando de
nubes que hacían presagiar un repentino chaparrón a estilo inglés. Se levantó

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y llamó a Claire. Sujetando la mano de la niña, guió el triciclo para cruzar la
calle.
«La patria es lo mejor», había dicho.
Pero tal vez hubiera pasado aquí los mejores años de su existencia. Aquí
había adelantado muy lejos, y con suavidad, hacia lo que había deseado ser.
—¿Por qué no se queda en Londres?
Aquello era lo que le preguntaban a menudo. Realmente, aquél era un
lugar muy civilizado. Siempre recordaría su húmedo y neblinoso aire y su
blanda luz sobre las piedras verduscas y grises.
Por otra parte, Nueva York resultaba agresiva. Aquellos abrasadores
veranos arrebataban todas tus energías. Y el cortante viento de febrero, que
soplaba desde los ríos, y cuya fuerza era suficiente como para hacerte girar en
tu camino. Y, durante todo el tiempo, uno se encontraba vapuleado por el
ruido del tráfico y por el martilleo de las máquinas. ¡Si no estaban derribando
algún edificio, era porque lo levantaban…! ¡Un lugar tan intranquilo e
inhabitable!
Pero también sentía por primera vez su señuelo y su poder. No había un
lugar como aquél, tan desafiante, tan vivo… Le llamaba, le obligaba a dar lo
mejor de sí mismo. Sí, ya era hora de regresar. Y también había llegado el
momento de que Claire supiera que era norteamericana. Ahora hablaba como
un pajarillo gorjeante, con el acento y las inflexiones de las clases superiores
inglesas. Y también había otra razón para el regreso. ¿Pero era la verdadera
razón, la única? La respuesta sorprendió a Martin como una bofetada en las
mejillas. El regreso colocará todo un océano entre ella y yo…

—Esta noche dan Otelo, ¿no es verdad? —preguntó él situado ante el


espejo del cuarto de baño.
Jessie no respondió. Cuando él regresó al dormitorio, Jessie seguía
sentada delante de la ventana y mirando hacia la calle.
—¿Por qué no estás aún vestida? ¡Ya no nos queda mucho tiempo!
—No voy a ir a la ópera —contestó Jessie.
—No vas a ir… ¿Qué ocurre?
—No tengo nada que ponerme…
—¿De qué estás hablando?
—De que no tengo ropas que ponerme. Me niego a ir a cualquier sitio con
vestidos improvisados…

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—Tú siempre estás muy elegante… —respondió Martin, para alentarla—.
Aquella capa con lacitos que te compraste…
—¡Capas! ¡Chales! ¡Agazapándome y arrastrándome debajo de una capa!
Tragándose su impaciencia, Martin respondió de la forma más razonable
posible:
—No sé nada de modas, pero tal vez un buen modista…
—Estoy cansada —le interrumpió Jessie— de que te avergüences de mí…
Martin casi gritó:
—¡Nunca me he avergonzado de ti, Jessie!
—Si me pareciese a Fern no tendrías que avergonzarte de mí…
—¡Te repito que no estoy avergonzado!
Le cansaba tanto tenerse que enfrentar de nuevo con aquello… Tal vez
por la mañana, cuando se sintiese fresco, pudiese hacer las cosas mejor, pero
no ahora, al acabar el día. Suspiró y replicó:
—Actualmente, te pareces mucho a Mary. Tendrías que recordártelo a ti
misma.
—¿Por qué sigues llamándola Mary?
—A ella le gusta ese nombre…
La boca de Jessie se torció.
—Martin, no debes engañarme. Nunca debes hacerlo…
—¿De qué estás hablando? ¿Quién trata de engañarte?
—Nunca dices: «Te amo.» ¿No te has dado cuenta de eso?
—No soy amigo de muchas palabras. Tal vez sea un gran defecto mío. Sí,
supongo que lo es. Pero las obras son algo más, ¿no te parece? ¿Cómo te
trato? Tendrías que preguntártelo a ti misma.
—Tú has sido… ejemplar. Has hecho un acuerdo y lo has cumplido al pie
de la letra. Honorablemente. Como no pudiste conseguir a mi hermana, me
tomaste a mí.
Como suele decirse, la mejor defensa es un buen ataque.
—De ninguna forma… me voy a quedar aquí…
Y captando una visión de sí mismo en el espejo, con la mitad del rostro
aún cubierto de la espuma del jabón de afeitar, Martin se sintió ridículo e
irritado consigo mismo.
—Estás haciendo un gran problema de algo que no existe, Jessie.
—No intentes protegerme. Mi padre me avisó antes de que nos casáramos.
La gente no conoce lo astuto que es mi padre, porque sabe cerrar la boca
cuando quiere. Pero sabía que era a Fern a quien deseabas y me previno para
que no me casara contigo. Y tenía razón.

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—¿Que te previno?
Martin estaba confundido por completo. Jessie retorció un pañuelo.
Comenzó a llorar. En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas.
—Sí, sí, sólo quiso esto para mí cuando le hube convencido. Tal vez
deseaba que lo convencieran. No lo sé… De todos modos, eras una solución
para mí, ¿no te parece?
Martin estaba atónito. Por un instante, no se escuchó el menor ruido en la
habitación.
—¿Por qué te digo todo esto? Mañana estaré arrepentida…
La ira surgió en Martin, pero se apagó en seguida. Después de todo, ¿qué
diferencia significaba quién había concebido o no aquel matrimonio?
—Te amaba, Martin. Éramos muy parecidos en cierto sentido: ambos
éramos prisioneros. Tú, prisionero de la pobreza, y yo, de mi cuerpo. Y
pensé… pensé que tal vez pudiéramos hacernos felices el uno al otro. Sería
una especie de trato comercial.
Le parecía encontrarse entre la niebla. A medida que se sedimentaba, se
iba apoderando de él el peso de una fatiga desesperanzada, por lo que le
pareció que nunca podría realizar el esfuerzo de avanzar entre ella.
—Pensé…, oh, me costó muchas horas pensarlo, créeme… Creí que,
aunque no me amases, como habrías amado a Fern si no se hubiese ido, o a
cualquier otra mujer, me seguías gustando terriblemente. Y tú lo sabías…
Creí que podríamos hacer frente a esto. Ya había ocurrido antes.
Y Jessie alzó la mirada, a medias con timidez y a medias desafiante.
Prisionero había dicho ella, y era verdad, pero él ya había escapado de su
prisión y ella no podría hacerlo nunca.
—Jessie —respondió en voz baja—, Jessie…, estás equivocada. Crees
que no te amo, pero sí te amo…
Y también aquello, en cierto sentido, era verdad.
Una pequeña sonrisa de duda recubrió la cara de la mujer.
—No, Martin. Soy demasiado lista para eso…
Él hizo un ademán de impotencia.
—Entonces no sé… Si no quieres creerme…
La mujer suspiró.
—Soy yo la que tiene la culpa. Me he aprovechado de tu necesidad. Ha
sido culpa mía.
—¿Quién está hablando de faltas? Estamos hoy aquí… Y tenemos
muchas cosas…

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De repente, sus energías se reavivaron y comenzó a hablar con más
ánimos. Mientras mantenía sus dedos extendidos, comenzó a contar:
—Tenemos un hogar. Tenemos amigos y tendremos aún más… Tenemos
una hija muy hermosa. No podemos permitir que este tipo de cosas continúen
adelante, aunque sólo sea por ella y por ninguna otra razón.
—Es cierto…
—¿Entonces, qué?
Jessie se levantó y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Voy a la deriva. Floto sin nada a que agarrarme…
Martin la rodeó con los brazos y la sujetó cariñosamente, como si
acurrucara a un niño asustado.
—Tú me tienes a mí como sostén. —Le acarició el cabello y los sueltos
rizos de su triste cabeza inclinada—. Deseo que te sientas del mismo modo
como te sentías cuando dábamos vueltas por ahí, respondiendo a las llamadas
que nos hacían para realizar visitas médicas. ¿Recuerdas cómo hablábamos y
hablábamos? Parecías tener ideas acerca de todas las cosas del mundo.
—Sentía entonces que formaba parte de las cosas. Pero aquí es diferente.
Tú estás fuera, escalando el mundo, y yo me quedo al margen de ello.
—¡Pero así es como son las cosas! Es lo que deseabas, ¿no crees?
—Lo sé. Yo lo planeé todo y, al principio, fui feliz. ¡Lo era! Pero ahora se
ha complicado tanto… Esto no tiene sentido, ¿verdad?
—Mucha gente tampoco encuentra sentido a las cosas. Pero has de salir
de esa depresión. Yo te haré emerger de ella. Ahora apresurémonos, ¿no te
parece? ¿Te vestirás a toda prisa?
—No quiero salir esta noche, Martin. De veras. Ve sin mí. No me
molesta. Y me encontraré bien. Realmente bien…
Él sabía que Jessie deseaba que se quedase con ella. Y, apiadado o no, de
repente se sintió perverso. No estaba enfadado, ni tampoco iba a obstinarse,
sino que, simplemente, no se sentía capaz de hacer frente a otra escena.
Además, quería ver Otelo…
—Está bien… Iré —dijo—. Que duermas bien. Por la mañana te sentirás
muy diferente…

Los cantantes habían inclinado por última vez la cabeza y el público


comenzó a desfilar lentamente por el vestíbulo. Alex Lamb le dio un
golpecito en los hombros a Martin.
—Hola… ¿Dónde está Jessie?

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—Esta noche se encontraba indispuesta. Se fue temprano a la cama.
—Podríamos ir a mi casa a cenar algo. Es mi cumpleaños y vendrán
algunos amigos.
—Bueno, en realidad debería…
—Vamos, pasarás una hora o dos con tu cuñado. De todos modos, Jessie
ya estará dormida.
La mesa de los Lamb estaba muy adornada con lirios y narcisos, jarrones
de porcelana, risas y vino. ¡Las mujeres eran tan adorables! Incluso las de más
edad tenían un brillo nacarado, y no a causa de los candelabros, sino por algo
interior. Y también en Martin comenzó a florecer un sutil calor.
—Fern parece incapaz de quitarse esa tos de encima —le estaba
explicando Alex a alguien, en uno de los extremos de la mesa—. Los niños
fueron los primeros en tenerla, y se le fue pasando de unos a otros. No hago
más que insistir en que se vaya algunas semanas a la Riviera.
—¿Tú no vas a ir?
—No puedo. Tengo mucho trabajo en el despacho. Pero ella sería muy
feliz en la playa con un buen montón de libros.
Una mujer comentó:
—¡Qué collar tan bonito, Fern! He intentado decírtelo durante toda la
noche.
Todos se volvieron para mirar el collar: una filigrana de oro y granates,
que parecía descansar como en una caja de terciopelo encima de los desnudos
hombros de Fern; el pesado colgante reposaba entre la seda blanca de sus
pechos.
—Ha sido su regalo por mi cumpleaños —explicó Alex, con la sonrisa de
un marido orgulloso.
Al observar aquella sonrisa y la respuesta de Mary, Martin sintió, entre
todas las corrientes convergentes de sus emociones, una oleada de dulce
compasión. De todas las personas que se encontraban en aquella estancia,
estaba casi seguro de que él era la única persona que conocía la verdad. ¡Qué
caprichosa e implacable era la vida! En un tiempo, la había considerado un
pesado viaje: para algunos era un camino sombrío, mientras para otros
representaba una marcha triunfal, pero, en cualquier caso, constituía algo con
dirección, que se podía dominar. Naturalmente, era muy joven cuando aún
pensaba así.
Nada de lo que hubiera hecho o querido le había traído hasta donde se
hallaba ahora. ¿Pero dónde se encontraba en aquel momento? Pues,
sencillamente, era un hombre enamorado, obsesionado con el amor, lleno de

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él y a la deriva con él. Algo le había forzado a amar a aquella mujer desde el
primer momento. Y nunca, pese a sus propias denegaciones, había dejado de
amarla.
¿Cómo era ello posible? ¿Quién podría decirlo? ¡A fin de cuentas, así era
la condición humana! ¡Un fenómeno natural, una cosa muy simple! Pero
también la luz y el agua eran cosas simples, siempre y cuando no se intentase
explicarlas.
Y sentado en aquella alegre mesa, Martin sentía ahora una sensación de
total remembranza; la estancia blanca con los cuadros de ella en las paredes;
la cara de Mary que se alzó cuando entró; aquella mirada increíblemente azul;
la mancha de pintura en las sandalias. El momento, aquel momento detenido,
en que todo había cambiado, aunque entonces él no supiera cuánto…
¿Pero y ella? ¿Qué pasaba con ella? No tenía medio de saberlo, no
atreviéndose a intentar averiguarlo. Y pensó en ella, viviendo su ficción;
pensó en Jessie y creyó que su cabeza estallaría con tan fútiles pensamientos.
El calor y aquella viveza se filtraron en la habitación y rezumaron en su
ánimo.
Alguien se dirigió a él:
—¿Es verdad lo que he oído de que nos abandona y regresa a Estados
Unidos?
—Sí, muy pronto —replicó.
Alguien hizo observar a Fern:
—Perderás a tu hermana…
Ella hizo unos ademanes de reconocimiento. Alzando la vista hacia el
sonido de aquellas palabras, captó la mirada de Mary. Y sucedió una cosa
extraña: ella no apartó la vista. Por lo general, los ojos se mueven hacia el
ruido de las voces, se fijan en un rostro, se dirigen por encima de una mesa y
más allá de la habitación. Pero los de ella no. Captaron los ojos de Martin y
siguieron allí prisioneros.
Las conversaciones burbujeaban en torno de aquel círculo, como lo hace
el vino en el vaso; pero los ojos siguieron fijos los unos en los otros. El
corazón de Martin estaba en sus ojos, eso es todo lo que él sabía. Y los de ella
tenían tal mirada… Deseó creer en ella, tenía que creer en ella. De una forma
inconfundible, aquella mirada decía: Si tú me deseas, yo no voy a negarme.
Una espantosa, tremenda y temeraria dicha anidó en él.
Su vecina de la derecha, una agradable dama de pelo gris, pareció
preocupada.
—¿Ocurre algo malo?

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—¿Malo? —repitió, confuso.
—Ha dejado caer su tenedor de una forma tan brusca que pensé que no se
encontraba bien.
—No, no. Es que de repente me he acordado de algo, eso es todo…
—Está bien, mientras sea algo feliz —respondió la dama ingeniosamente.
La conversación parecía dar vueltas. Él no la oía. Al fin, la gente empujó
hacia atrás sus sillas y se levantó de la mesa. Entonces alguien puso música en
el tocadiscos. Comenzó el baile en el vestíbulo.
Desde el arco de la ventana volada del salón, y que formaba un balcón,
había un pequeño espacio, suficiente para que dos o máximo tres personas
estuviesen allí y mirasen hacia la plaza. Mary se inclinó contra la barandilla.
Cuando él se detuvo detrás de ella, no se movió.
La plaza aparecía tranquila. Era ya muy tarde; el distante tránsito sólo
producía un rumor, al igual que lo hace el agua corriente en un lugar en el
campo. Los faroles de la luz colgaban entre los árboles como si fuesen globos
blancos y un poderoso aroma de tierra húmeda ascendía desde los arbustos.
«¿Quién ha robado mi corazón, quién…?» Aquel estribillo de la música
flotaba con patética suavidad desde la estancia que se encontraba a sus
espaldas.
En el pequeño espacio entre los tiestos de flores, sus hombros se tocaban.
Aún no se había movido ninguno de los dos. Desde dentro, alguien encendió
una lámpara; el resplandor de la luz cayó sobre una azalea florecida en un
jarrón, convirtiendo los blancos capullos en rosados, del color de la carne.
—¡Dios mío! —dijo Martin.
Estaba temblando.
Ella le miró.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Martin.
—No lo sé.
—Tenemos que hacer algo al respecto. ¿No te has percatado de ello?
—No —susurró Mary—. Estoy empezando a llorar. No podría volverme
si llegase alguien.
Él comprendió que la ternura provoca también lágrimas. Por ello, aguardó
un minuto o dos y luego empezó a hablar con rapidez.
—La semana que viene marcharé a París para asistir a una conferencia.
Pero puedo irme a partir del segundo día. ¿Podrías tú…?
—Sí… Sí…
—¿Dónde te hospedarás?
—En el «Georges V»…

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Las voces pasaron una y otra vez por la habitación que se hallaba a sus
espaldas. Pero siguieron allí, la anfitriona y el invitado, contemplando aquella
noche adorable.
—Querida —dijo Martin.
Era la primera vez que decía aquellas palabras en voz alta.
—¡Querida Mary…!

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CAPÍTULO XII

Tuvieron seis días. Condujeron hacia el Este, a través de la primavera


provenzal, pasando ante olivares y rodeando colinas vestidas de espliego.
Aparcaron el coche de alquiler en plazas empedradas con guijarros y bebieron
«casis» mientras los viejos jugaban a la petanca. Descendieron de las colinas
al mar una mañana, cuando la luz que caía del cielo se rompía en cien mil
zafiros encima de la bahía.
¡Dios mío, qué hermoso era aquello!
Y llegaron a una ciudad blanca y a una casa con altas ventanas con
contraventanas azules, donde el airé olía a limones y todo relucía al sol.
—Ya estamos aquí —dijo Mary—. Menton. —Se echó a reír—.
Glücklicht wie Gott in Frankreich…
—¿Y qué significa?
—Significa «Contento como Dios en Francia». Es una de las pocas cosas
que aún recuerdo en alemán.
—¿Conoces el suficiente francés para pedir una buena habitación?
—Ya tenemos una.
—Entonces vayamos ahora mismo.
—¿Tú quieres ir?
—Ya sabes que sí…

La luz, que entraba a través de las persianas marcaba barras de polvo de


oro en los muslos de Mary. Afuera era aún por la tarde, pero dentro de la alta
y vieja habitación ya se había hecho la oscuridad.
Mary emitió un pequeño sonido, a medias aliento contenido, en parte
suspiro y en parte sollozo. Él se dio la vuelta en la cama y puso sus labios en
el suave hueco donde el sonido se había producido en la garganta de ella. Los
latidos de su corazón se habían enlentecido, pero ahora se aceleraron de
nuevo. Habían yacido en aquella dulce paz que sigue al último logro.

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«Seguramente, ninguna otra mujer en el mundo —pensó—, habría nunca o
podría nunca…» Una y otra vez se habían disuelto y emergido y convertido
en una sola persona. No había palabras para ello. Todos los millones de
palabras que se habían escrito al respecto se disolvían en la nada.
Al anochecer, se sentaron y hablaron.
Volvieron a los comienzos.
—¿Qué pensabas realmente, Mary? ¿No sabías que te deseaba? ¿Por qué
no regresaste a casa? ¿Por qué te casaste con Alex? Dímelo. Dímelo…
—Oh —respondió ella—, ¿qué había visto o sabía? Nunca me había
tocado nadie. Sí, tú me tocaste… Pensé que, cuando regresase de Europa, nos
veríamos de nuevo y al cabo de algún tiempo…
—¡Yo me estaba muriendo por ti, Mary!
—¡Pero tu carta! Estabas tan orgulloso y contento respecto del doctor
Albéniz…
—¡Te acuerdas del nombre!
—Lo recuerdo todo. Comprendí entonces que tu trabajo sería siempre lo
primero. Pensé que quizás había imaginado lo otro…, lo que se refería a mí.
Y me sentí avergonzada. Entonces, aquella misma semana conocí a Alex.
Martin quedó silencioso. Sí, naturalmente ella daría por bien venido a
Alex, con toda su jovialidad y fuerza, con todo el color y movimiento de la
vida que le ofrecía… ¡Que le ofrecía sin ningún aplazamiento!
—Lo comprendo —replicó.
—¿Hubiera sido, realmente, tu trabajo lo primero, Martin? ¿Me hubieras
pedido que aguardase tres años?
Él deseaba ser honesto por completo, tanto con ella como consigo mismo.
—No lo sé. Pensé acerca de todo aquello, supongo que algo tontamente,
preguntándome si me esperarías, si hubiera renunciado al ofrecimiento, en
caso de que no hubieses deseado aguardar, o qué habría hecho si mi padre no
hubiera muerto… Dios mío, qué complicado era… Y es…
—Y yo —Mary hablaba en voz tan baja que él apenas podía oírla—, yo
deseaba alejarme de aquella sombría casa. ¿Hubiera esperado tres años más?
No lo sé. ¡No puedes imaginar lo que deseaba marcharme… y vivir…!
—Sí que puedo… —respondió Martin.
—Me pregunto si aquello era en realidad tan malo… Ya te he dicho antes
que no se tiene derecho a ser una romántica quinceañera cuando ya se tienen
veinte años…
—Ya has superado eso —le dijo él cariñosamente.
—Oh, sí, ya tengo por lo menos cien años…

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Juntó sus manos debajo de la barbilla y sus anillos destellaron en la
oscuridad.
—¡Con cuánta facilidad nos destruimos! Como si se pudiera remplazar
una misma y todos los días perdidos. Ahora haría las cosas de modo diferente.
—No puedes estar segura de ello. Nos torturamos a nosotros mismos,
ambos lo hacemos, con preguntas que no pueden ser respondidas.
—Me gustaría saber —prosiguió Mary— si mis hijos me preguntarán
algún día si he sido feliz…
—Qué pensamiento más extraño…
—Realmente, no. A veces pienso en mi madre. Te hubiera gustado
mucho, Martin. Era muy diferente a mi padre. Nunca he sabido por qué se
casaron. Creo que estaba intimidada sólo porque era tan diferente de él. A
veces, en la mesa, le gustaba hablar, y sé que mi padre ni la escuchaba. No se
preocupaba en absoluto por todas las cosas que ella amaba tanto…
Martin miró hacia los árboles. Aquellos pinos oscuros y la evocación por
parte de Mary de viejos recuerdos, resultaron de repente algo opresivo.
—No —empezó.
—¿No qué?
—No hables de cosas tristes.
—No he querido contar cosas tristes. Será mejor que seas tú el que lleves
la conversación.
—No, me gustaría más escucharte. No te conozco lo suficiente, Mary.
Necesitaría toda una vida para conocerte y no puedo tenerla.
—Ahora eres tú el que habla de cosas tristes.
«¿Qué será de nosotros —pensó—, ahora que hemos comenzado una cosa
que no puede ser y que tampoco puede terminar?»
Se dio ánimos a sí mismo.
—Vamos. Salgamos y demos un paseo por la playa. Es demasiado
hermoso todo para desperdiciar ni un solo minuto.
En Niza anduvieron por la Promenade des Anglais, mientras una oleada
de raudos y chatos «Renault» iban de un lado a otro. Deteniéndose en silencio
entre aquella grandeza, contemplaron los escaparates y los vestíbulos de
mármol. Desde una terraza, observaron un panorama propio del siglo XIX: el
amplio efecto del agua y de las gasas del cielo, velas, vestidos blancos, pilares
y balaustradas. Tocaban una música animada y nadie, según, vio Martin, se
fijó en que los músicos llevaban los puños raídos.
—Volvamos a Menton —dijo él con brusquedad.
—Eres un tipo muy curioso. ¡Si acabamos de estar allí!

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—¿Te molesta? Si realmente lo quieres, me quedaré.
—No. Podemos hacer una comida campestre, si te parece bien.
—Pues me parece bien.
En el mercado de una aldea amurallada en la Grand Corniche, compraron
algo de comida: queso, frutas, pan y las arrugadas aceitunas negras de la
región. Luego se detuvieron al lado de la carretera para comer.
—Es mucho mejor que todo este esplendor —observó Martin.
—¿Te encuentras incómodo?
—Sí, ese tipo de cosas es una trampa. Un médico no se debe permitir
olvidar a la gente corriente. Es algo demasiado fácil.
—¿Te refieres a ti o a cualquier otro?
—No soy diferente a los demás. O tal vez lo sea. Deseo terriblemente la
belleza, y la belleza en este mundo suele ser muy cara.
—Opino que eres demasiado duro contigo mismo.
Mary apartó la mirada. Su cara estaba triste.
—He conseguido, por lo menos durante dos horas, no pensar en ella, hasta
ahora mismo.
—No vamos a herirla —protestó él—. Ninguno de nosotros lo quiere…
—Pero lo sabré cuando la mire a ella, o a ti, o a mí misma.
Él cerró los ojos, borrando la brillantez del mediodía.
—No pudimos hacer nada por evitar todo esto desde el principio.
—¡Lo siento por todos nosotros!
—¿También por Alex?
—No, es tan feliz como se puede ser en sus circunstancias. Ya sabes —
prosiguió Mary— que acepté todo lo que… ¿Crees, realmente, que quería
hacerlo?
Apareció una belleza espiritual en su rostro mientras la tristeza se
convertía en una grave calma.
—Sí —respondió Martin—. No creí que quisieras. Recuerdo, el día que
nos conocimos, cuán compasivamente hablaste de Jessie.
—Pero, para ser verdaderamente compasiva, se necesita haber sufrido.
Uno precisa haber estado solo. Ahora lo sé. Pero entonces no.
—Mary… dime, ¿es tan terrible para ti ahora, tal y como están las cosas?
La mujer permaneció en silencio durante un rato. Él no interrumpió su
silencio.
Luego Mary prosiguió:
—Podrías decir que es algo parecido a como si fuese viuda, que viviese
con un amable hermano. Supongo que no es el destino peor del mundo.

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Gracias a Dios, tengo a mis hijos y a mi arte, sea éste el que sea.
Pero si no hubiera tenido aquellos hijos sería libre. Pero, si ella fuese libre
y él no, ¿cómo se sentiría al respecto? Culpable… Martin apartó aquellos
egoístas pensamientos.
—Escúchame —dijo—. Estamos analizando demasiado las cosas.
Limitémonos a aceptarlas. Lo pasado, pasado está. Ya nada podemos hacer
ahora.
Ella se levantó.
—Has dicho que no debemos estropear nuestros días aquí, y tenías toda la
razón. ¡Así, que basta de conversaciones! Volvamos a la playa y simulemos
que disponemos de todo el tiempo del mundo…

Tres días más tarde. Durante largas horas permanecieron tendidos en un


hueco de la playa, bajo los riscos de las colinas, en cuyas rocas se habían
excavado aquellos antiguos pueblos. En un promontorio, parecido a un dedo
que se adentrase en el mar, el cortante viento había tumbado los pinos hasta
conseguir que adoptasen una posición de oración. Pero en aquel agujero al
que no llegaba el viento, el calorcillo era tan agradable, que el aire parecía
seda sobre la piel y también la arena parecía hecha de seda.
Él le tomó la mano. Le parecía que la fuerza fluía de uno a otro a través de
sus manos. Y pensó que la última dicha sería yacer bajo aquel sol, flotar en
aquel mar —¿no había sido el mar, en un tiempo, su hogar?— y despertar con
las primeras luces con aquella mujer cerca de él.
Tras regresar un día a su habitación, encontraron a la criada que estaba
haciendo la limpieza.
—Ayer les vi paseando —explicó—. Monsieur y Madame parecían tan
felices… —Hablaba con la difícil audacia de quien, de natural, es tímido—.
Les observé reír y también me sentí feliz… Me caso el sábado…
—Oh —exclamó Mary—, ya nos habremos ido para entonces… ¿Se trata
del joven que la esperaba anoche al final de la entrada de coches?
Enrojeciendo, la muchacha asintió.
—Podrían ir a la boda en el pueblo. No está muy lejos de aquí.
Mary alcanzó en el armario su bata de seda blanca bordada con amapolas
rojas chinas.
—Deseo que se quede con esto —le dijo. Y ante las protestas de la chica
continuó—: No, quiero que sea para usted. He sido muy feliz llevándola. Le
traerá suerte…

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Y se la entregó.
—Me pregunto qué clase de hijos tendrán —prosiguió Mary cuando la
criada se hubo marchado—. Ella, con su cara redonda y su nariz chata… El
muchacho es delgado y con una enorme nariz. Parece muy amable.
—Te haces preguntas acerca de todo, ¿no es verdad? Probablemente, eres
la persona más curiosa que nunca haya conocido —respondió Martin,
mientras le sonreía.
Se veía cómo la dicha irradiaba de sus ojos. Comprobó que, de momento,
su ánimo estaba libre de trabas. Deseó que siempre fuera así…
—Me hubiera gustado asistir a la boda de esa muchacha —comentó Mary.
—¿Y por qué?
—Una vez aquí, asistí a una boda en el campo. La novia era una granjera
que llevaba un vestido hecho en casa. Después de la ceremonia, dejó su ramo
a los pies de la Virgen, en una capilla lateral. Creo que rezaron para tener
muchos hijos, pero no estoy segura. Yo rezaría por haber elegido el hombre
adecuado… Después se alejaron en un viejo coche, con un gallardete de
margaritas atado a él. Fue tan conmovedor… Lloré…
«¿Hubiera sido así para nosotros?», se preguntó Martin.

Un día más. Por la tarde, anduvieron por la zona de tierra adentro. Todo
aparecía en calma. Los pájaros estaban silenciosos. Las casas, con las
persianas bajadas, dormitaban bajo el calor. Los plátanos, en largas hileras,
estaban tranquilos en aquel aire inmóvil.
—Es el tiempo de la siesta —explicó Mary.
—Lo sé. Pero no puedo permitírmela. —Y luego añadió—: Nunca he
hecho el amor encima de la hierba.
Ella se echó a reír. Su sonido traspiraba felicidad, y aquella felicidad era
para Martin hermosa, seductora, incluso pura.
—¿Y por qué vamos a preguntarnos cómo será? Averigüémoslo…
Anduvieron hasta un campo donde las vacas descansaban a la sombra,
luego treparon por una valla y llegaron a una pequeña arboleda. El mundo
seguía durmiendo y no se veía a nadie. Se tendieron detrás de una cortina
viviente de hierba, entre el silencio y, a la vez, el murmullo de la respiración
del prado.

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El último día. Al final de la tarde, Martin salió a la terraza y se detuvo en
el umbral. Sin darse cuenta de la presencia de él, Mary estaba sentada con la
cabeza baja. Se había puesto ropa de viaje; su bronceado natural resultaba
sobrio entre la pintura al pastel de la tarde. Y aquel sobrio color, la curva de
su falda y su cabeza inclinada provocaban una melancolía que, si hubiera que
trasladarla a la música, temblaría entre unos acordes menores que se
extinguirían en el aire. Él se quedó allí mirando y mirando. Tenía algo en la
garganta. Trató de tragar saliva, pero no pudo. Luego ella le vio.
—Las maletas ya están abajo —dijo Martin.
Fern asintió.
—Se quedarán con el coche. Iremos en taxi hasta la estación. —Se sentó y
le tomó la mano. Ésta yació lánguidamente entre la suya—. Hay tiempo para
comer algo —dijo.
—Yo no puedo.
—Pero debes hacerlo —respondió Martin, y pidió a la camarera que
trajera una sopa.
Y se quedó allí sentado, deseando que sólo estuvieran comenzando, de
que tuvieran que irse a cualquier parte, a Afganistán o a la Patagonia, donde
se despojaran de todo: de los nombres, del pasado, de todo…
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Mary.
—Nada —respondió Martin—. No podemos lastimar a nadie, puesto que
eso es lo que tú quieres…
—¿A nadie?
—No. A Alex no le importaría y Jessie nunca lo sabrá.
—¿Y qué me dices de ti y de mí? ¿Qué será de nosotros?
Debajo de ellos yacía el eterno azul, azul y turquesa, azul sobre rizado
azul. Se quedó mirando el agua.
Mary repitió:
—¿Dime, qué va a ser de nosotros?
—No lo sé… Lo pensaré… Debe de haber algo…
—¡Dios mío! —lloró ella.
—Querida… Querida mía… Por favor…
Mary volvió la cara.
La camarera regresó con la sopa.
—¡Cuidado, está muy caliente! ¿Les traigo una ensalada?
—La señora no se encuentra bien. Ya tenemos suficiente con esto —
respondió Martin.

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—Así que montamos en el tren y regresamos… —siguió gimoteando
Mary—. ¿Nada más? ¿Eso es todo? Tengo veintiocho años —prosiguió, y él
comprendió que quería decir: «Soy demasiado joven para un acuerdo así de
“nada más”.»
Los engranajes de la vida diaria se movieron sin compasión. Él pagó la
cuenta, dio una propina a la camarera, comprobó que llevaba en los bolsillos
los billetes del tren y llamó a un taxi.
El tren traqueteó hacia el Norte. Una parada en el campo, un matrimonio
con tres niños que entraron en el compartimiento; la más pequeña iba dormida
sobre el hombre del padre. El rostro del hombre era muy tierno y su mano
protegía aquella cabecita.
Cuando una muñequita se cayó al suelo desde la mano dormida de la
niñita, Martin la recogió. Y se acordó de Claire, que dormía con una muñeca
que tenía un andrajoso vestido color naranja.
En aquel mismo momento, Mary dijo:
—Emmy e Isabel tienen muñecas parecidas a ésta. Alex se las compró en
Francia…
Sus labios temblaron.
«Si los hijos de Mary fuesen míos —pensó Martin—, y Claire
perteneciese a Mary…»
Ella reposó la cabeza en el respaldo del asiento. Él recordó que Mary le
había contado cómo había encontrado una vía de escape en el sueño.
Descansa, pues, pensó, corriendo las cortinillas para que la luz no le diese en
la cara. Su pecho se alzó y descendió bajo la seda parda. Recordó su perfume.
Si hubieran estado solos en el compartimiento, habría colocado su cabeza
cerca de la de la mujer. Pero ahora estaban presentes extraños, sentados como
monolitos en la isla Easter. Cada vez que levantaba la vista, se encontraba con
los curiosos ojos de aquellos inocentes desconocidos, y los odió.
Durante todo el largo viaje hasta Inglaterra, al punto de partida, sus
pensamientos dieron vueltas y más vueltas al igual que una pobre mula ciega
en la era. Debía de haber un camino… No hay camino… Debe haberlo… No
lo hay…
Quedaron asombrados al encontrarse en la estación ferroviaria de Londres
con Alex Lamb. Incluso antes de que el tren hubiera acabado de detenerse
bajo el techo de cristal y la estructura de hierro, le vieron escudriñando los
vagones. Luego corrió hacia ellos.
—No ha pasado nada con los niños, todo va bien —anunció.
Cuando se acercaron a él, bajó la voz.

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—Pero has hecho muy mal las cosas… Se ha desatado un auténtico
infierno…
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —gimió Mary.
—¡Dios santo, Fern, a mí no me importa…! ¡Pero, maldita sea, si por lo
menos me lo hubieras contado…! Entonces hubiera sabido qué tenía que
decir…
En el andén, rodeados de equipajes y rumor de apresurados pies, se
enteraron de toda la historia.
—Verás… Jessie tuvo la idea de que sería divertido llamar al hotel de
París y permitir que Claire hablase con su padre. Y el conserje le dijo… —
Alex se volvió hacia Martin—. Le dijo que te habías marchado. O, peor aún,
le dijo que Monsieur y Madame se habían ido, que él mismo les había sacado
unas reservas para el «Tren Azul» de Niza…
Se calló un momento y luego prosiguió:
—Así que Jessie, tras darle muchas vueltas, me telefoneó a casa y me
preguntó por Fern. Y le dije, lo cual era muy natural, que te habías ido a Niza
para descansar durante una semana, para estar tranquila de los niños y de
mí… ¿Cómo podía saberlo? ¡Realmente debías de habérmelo contado!
—¡Jesucristo! —exclamó Martin.
—Confío en que no te preocupes por mí —siguió Alex—. Ya te habrán
dicho que no me gusta hacer el papel de esposo ultrajado. Pero lo de Jessie,
naturalmente, representa muchísimo más.
—¿Cómo está ahora Jessie? —preguntó Martin.
—¿Ahora? Realmente, no podría decírtelo. Estaba bastante mal el sábado.
Me dirigí en seguida a la ciudad a hablar con ella, pero no sirvió
absolutamente de nada. Ella y la niña se embarcaron el lunes en el Leviathan,
con rumbo a Nueva York…

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CAPÍTULO XIII

Las dobles puertas de la biblioteca familiar y las cortinas corridas


atrapaban la ira de Donald Meig en la habitación en penumbra. Sus palabras
golpearon las paredes como si se tratase de puños.
—¡Maldita basura! ¡Su propia hermana! ¡No me hubiera preocupado de
haberse tratado de cualquier otra persona! Pero, qué demonios… No te
hubiera echado demasiado la culpa… Pero avergonzar así a la familia que ha
hecho por ti… ¡No, déjame hablar! Si no hubiera sido por mí, estarías todavía
prescribiendo aspirinas y viajando cincuenta kilómetros, en medio de la
noche, para ganarte dos dólares…, si es que podías reunirlos…
Martin tembló. Había sido un duro viaje a través de mares enfurecidos,
con cables por los corredores y los pasajeros vomitando en sus camarotes.
Después de desembarcar, se apresuró al instante a tomar el tren. Ahora, tenso,
y con una venenosa mezcla de humillación y presentimientos, se hallaba ante
un hombre que parecía haber enloquecido de rabia. Los ojos de Meig
relampagueaban como los protuberantes ojos de vidrio de la cabeza del ciervo
colgado en la pared.
—Muy bien, Mr. Meig. Ya lo ha dicho una docena de veces y ya le he
respondido también. Se lo diré una vez más: Ha sido un tremendo error. No
tengo ninguna clase de excusas. —Extendió la mano—. No obstante, se lo
pido de nuevo: deseo ir al piso de arriba y ver a Jessie. A fin de cuentas, esto
la concierne a ella más que a ninguna otra persona.
—Jessie no quiere verte. Jessie desea el divorcio. Y tú —Meig alzó el
dedo índice como si se tratara de una pistola—, tú se lo vas a conceder. No
causarás ninguna clase de problemas. ¿Lo comprendes?
—Esto es algo entre Jessie y yo. Tenemos una hija.
—¿Una niña? Sí, maldita sea, la tenéis… Y mi otra hija de la sociedad
inglesa debía también haber recordado que ella misma tiene también una casa
llena de niños. ¡Oh, qué pareja más maravillosa formáis vosotros dos…!

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¡Dios santo, he visto cosas degradantes en mi época, pero nada más bajo que
esto…! La hermana de tu esposa…
Se cerró con estrépito una puerta en la sala de arriba. Unos pies que
corrían, unos pies de niña que cruzaban la estancia.
—Por lo menos, quiero ver a Claire —prosiguió Martin.
—No. No. Ya has visto todo lo que tenías que ver a Claire. ¡Escúchame!
He consultado a los abogados, puesto que me he pasado toda la semana
anterior con los abogados; ¿sabes que tengo poderes legales para mantenerte
apartado de esa niña para siempre, basándome en vileza moral? ¿Lo sabías?
¡Y supones y crees que el doctor Eastman te tomará como asociado cuando la
Prensa escandalosa se entere! ¡Un médico y su cuñada! ¡Vaya bebida más
picante! ¡El público se apresurará a engullirla! Y lo haré, no te equivoques al
respecto. Lo haré, si constituyes el menor obstáculo en mi camino. Te
arruinaré, y arruinaré también a Fern. No quiero tener nada más que ver con
ella. No, debes comprender que lo último que harás es ver a Claire.
Martin sintió retortijones en el estómago. No había comido en todo el día
y le dolía la cabeza. Sintiéndose enfermo, se quedó mirando los ojos de cristal
de la cabeza de ciervo.
—Es usted un hombre que no perdona, Mr. Meig. ¿No ha oído nunca
hablar de una segunda oportunidad?
—Un hacha asesina no merece una segunda oportunidad, y eso es lo que
tú eres: un hacha asesina. Has decapitado a mi familia. Has separado a dos
hermanas y me has apartado de Fern y de sus hijos. Sí, sé que habéis sido los
dos, pero tú eras el mayor. Eres hombre y médico. Tenías una mayor
responsabilidad. ¡Y cuando pienso que me debes todo cuanto eres!
—En este aspecto no necesita preocuparse. —Martin hablaba en voz muy
baja—. Le devolveré cada centavo con sus correspondientes intereses.
—Oh, intereses, ¿verdad que sí? Dame el cinco por ciento. Es un buen
tanto por ciento. Y ésa será la razón principal para que salgas de aquí sin
armar barullo. Vete a Nueva York y págame todo lo que me debes. Después
de eso, no querremos saber nada más de ti…

El tren iba lleno. Martin regresaba a la ciudad, entre una neblina de humo
de cigarros y la estrepitosa alegría de un grupo, que celebraba la enmienda
constitucional que terminaba con la prohibición del consumo de bebidas
alcohólicas. Apoyando la cabeza en una esquina, entre el asiento y el cristal
de la ventanilla, cerró los ojos.

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Su hija. Su Claire. Pensó que se volvería loco si no podía verla.
Sus rizos, enrollados en los dedos, caían por el cuello de su abrigo
amarillo. «El alosaurio comía vegetales», le informó con la mayor seriedad.
Seguramente, si escribía a Jessie ésta sentiría alguna compasión…
—No pudiendo conseguir a mi hermana —le había dicho Jessie—, me
tomaste a mí. Su rostro estaba bañado de lágrimas.
Era improbable que sintiese compasión.
¿Y si él se opusiera al divorcio?
Aquello no serviría y él sería destruido por nada.
¿Y qué significaba aquello de «destruido»? ¿Y por qué debía
preocuparse? Sólo deseaba a su hija. A su niña.
La hija de Jessie. Su mujer había efectuado el círculo completo. Había
salido de aquella casa de pesadilla gracias a él, y era también él el que la
había mandado de vuelta a casa. ¡Oh, no lo había deseado! Lo que realmente
había querido era cuidarla, y así lo había realizado hasta aquella noche en el
balcón de la casa de los Lamb.
¿Pero no resultaría extraño, si se hubiera tratado de otra clase de lío que el
mundo se encogiese de hombros y hubiera pretendido no verlo?
Mary Fern. Se alza el viento nocturno, haciendo oscilar las palmeras, y
entramos dentro. Ella atravesó una puerta al mediodía con un ramo de
margaritas; las dejó caer encima de una mesa. Reía…
El tren traqueteaba en dirección a la ciudad, y Martin se adormeció. Soñó
que andaba por alguna gran avenida. Era la Quinta o la Avenida del Parque,
acudía a una reunión con el doctor Eastman y lo encontraba contemplándole
horrorizado y atónito, ya que no llevaba puestos los pantalones.
Pero, en realidad, el doctor Eastman le dio la bienvenida.
—Había previsto ya esto desde que nos conocimos en Londres —le dijo
con gracejo—. Tengo cuarenta y ocho años y estoy abrumado de trabajo. Será
algo bueno que esté conmigo y comparta estas cargas.
Era un hombre alto, con una apariencia joven en relación a su edad, con
una cara alargada y muy agradable, que parecía consustancial a la vieja
riqueza americana. ¿No había ese bienestar producido hijos magníficos a
través de un proceso de selección, o era que la gente de facciones agradables
encontraba con mayor facilidad el camino de la riqueza? Y más importante
aún, se notaba el buen natural de Eastman, que era muy afortunado, puesto
que las personas parecidas a él eran a menudo muy frías y poseídas de su
autoridad.

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Así que, por lo menos, salió de aquella reunión con algún principio de
confianza en una cosa. Comenzó a andar más de prisa, pisando fuerte sobre la
acera. Ya al comienzo de la vida se forman tales pautas de conducta que,
mecánicamente, nos hacen seguir las estrías de las baldosas. Cuando Martin
Farrell se hallaba preocupado, andaba o, a veces, se sentaba a escuchar
música. Abrió y cerró las manos. Eran su capital, todo lo que poseía, ellas y
los nuevos conocimientos de su mente, conseguidos en los años transcurridos
desde que anduvo por última vez por aquella ciudad.
Ganancias y pérdidas…
—Pérdidas —dijo en voz alta, sin saber por qué, mientras un niño
arrastraba un juguete por la calzada y alzaba la mirada hacia él. Y la palabra
sonó en el aire como el triste silbido de un tren que atraviesa por la noche en
el campo.
Entre jirones de móviles nubes, apareció el capitel de una aguja y se
ocultó de nuevo. Se trataba del gran edificio del «Empire State». Cuando
habían salido hacia Inglaterra, sólo unos cuantos años antes, era sólo una
tremenda herida en la tierra, y él tenía una joven esposa que creía en él. Y no
tenía ningún hijo. Y ningún amor roto en el otro lado del Atlántico. Ni dolores
ni anhelos. Ni remordimientos.
Cambios. Muchos cambios.

A menudo se preguntaba cómo aparecerían ante él aquellos primeros


años, una vez hubiesen transcurrido y pudiese mirar con perspectiva hacia
ellos. Le acometían a veces tales punzadas, que en ocasiones estaba seguro de
que no los sobreviviría. Se sentaba con su lastimada cabeza entre las manos,
pensando, siempre pensando…
¡La de equivocaciones que había cometido sin desearlo! Las vidas tocadas
en su vida y condenadas por aquel toque…
Alex le escribió dos veces. Como hombre de miras amplias que era Alex,
pero lo suficiente realista y egoísta para velar, en primer lugar, por sus
intereses, pero también lo suficientemente decente para incluir a otros en su
planteamiento de las cosas.
Deseaba que Martin supiera que Fern se sobreponía a la situación. Estaba
preocupada, sobre todo por Jessie: toda su vida había velado tanto por
Jessie… Alex hacía cuanto podía para consolarla; debía pintar de nuevo y
acudir a las clases, ver a los amigos y montar a caballo; afortunadamente, sus
hijos eran muy exigentes y llenaban sus días.

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Luego, le escribió que no sería necesario, y tal vez incluso no fuera
prudente, continuar aquella correspondencia. Confiaba en que Martin lo
comprendería.
Martin lo comprendió.
Y escribió él a Jessie. Pensaba en ella, sentada en aquella vieja y familiar
butaca, en aquella antigua habitación en penumbra con su hija dormida en el
piso de abajo. El tono de su respuesta reflejó bastante calma, pero la negativa
a todos sus requerimientos fue firme y definitiva.
«Debemos dejar las cosas del modo como están. Tú tienes muchas
posibilidades por delante. Pero yo sólo tengo a Claire.»
Y Martin también comprendió aquello.
Al final, fue el trabajo el que lo salvó. Ahora, y a propósito, procuraba
quedar exhausto. En el consultorio, y gracias a las largas horas que pasaba allí
Martin, comprobaron que podían atender más del doble de personas de las
que cabía esperar por haber añadido sólo otro hombre. Eastman hizo la
observación de que Martin trabajaba como un demonio.
A medida que los meses transcurrían, inevitable y misericordiosamente,
los recuerdos se hicieron confusos. De vez en cuando, le acometían unas
inesperadas visiones de «Lamb House» entre una suave niebla; o bien, una
visión del brillo del Mediterráneo; o el vapor que surgía de la locomotora en
la estación término de Londres. La última cosa que divisó fue su espalda con
aquel traje de viaje de color pardo, que se deslizaba y alejaba del brazo de
Alex. «Nunca nos dijimos adiós», pensó.
No obstante, a veces, pasaba por la calle una mujer de oscilante andar;
estúpidamente, sabiendo muy bien que no era ella, se daba la vuelta y se
quedaba mirándola.
En otras ocasiones, pasaba una niña, una niña que podría tener, y así lo
apreciaba él, más o menos la edad de Claire. Y si la chiquilla tenía también
rizos negros, se preguntaba si Claire los llevaría aún tan largos y qué alta
debía de ser, y si se acordaría de él, o si le hablaban de su padre, o si ya le
habían dado de lado del todo.
Tienes que terminar el capítulo, Martin. Cerrar el libro. Seguirá en el
estante, y lo podrás coger en cualquier momento y leerlo cuando gustes. Pero
lo mejor será no hacerlo…

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CAPÍTULO XIV

La excursión campestre había acabado, los restos de sandía y de


ensaladilla rusa se habían guardado en la cocina y el último de los niños
estaba ya en la cama. Ahora, en la plácida somnolencia que sobreviene
cuando uno ha comido con exceso, estaban sentados en el pequeño porche de
Tom, y observaban el lento caer de la noche estival. Al otro lado de la calle, la
puerta de un garaje crujió y se cerró con un portazo. Se escuchó la voz de una
muchacha y luego se extinguió.
Perry habló desde la oscuridad de la esquina.
—Si no supiera que Nueva York se encuentra justamente al otro lado del
puente George Washington, pensaría que me hallaba de vuelta en Kansas.
—He llegado a amar la vida de las pequeñas ciudades —respondió Flo—.
Pero nunca creí que llegase a ser así.
—No me sorprende. Diría que tú y Tom estáis los dos hechos para una
cosa así —observó Martin.
Flo era de mediana edad, previsible y muy amable. Sentía su calor, como
si ella alargase la mano y le tocase. En cuanto a él mismo, había adoptado con
facilidad el papel de tío soltero, acudiendo aquí los días de fiesta y las tardes
de los domingos, con juguetes para los niños y un pastel de la pastelería
francesa que se encontraba cerca de su apartamento. ¡Tío soltero! Bueno, las
cosas podrían haber ido peor.
—Me gustaría que te quedases el resto del fin de semana —comentó Flo
—. Te perderás los fuegos de artificio de mañana.
—No puedo. Eastman se va esta noche para reunirse con su familia en
Maine, y quedaré de servicio.
—¡Seguramente no tendrás muchas urgencias!
Se refería a que no sería algo parecido a la vida de Tom, puesto que la
gente le llamaba en cualquier momento como en los viejos tiempos.
—¡Te quedarías sorprendida! Tenemos heridas de bala, toda clase de
lesiones nerviosas. Y, naturalmente, accidentes de coche, especialmente los

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fines de semana y días festivos. Díselo, Perry.
—Es verdad —respondió Perry. Y luego se burló—: Estaba pensando que
parece que hubiéramos vuelto a los antiguos tiempos, ¿no te parece? ¡Hace ya
diez años de la Facultad de Medicina! No parece posible…
—Oye, Martin —añadió Tom—, ¿has vuelto a ver a tu primer héroe…?
¿Cómo se llamaba?
—¿Te refieres a Albéniz?
—Sí, Albéniz.
—No demasiado. Aún trabaja en el «Grantham Memorial» y yo estoy en
«Fisk». ¿Mi primer héroe, dices? El único, en este lado del Atlántico.
—¿Por qué? ¿Y qué pasa con Eastman? ¿No es un héroe?
—No. No obstante, supongo que esto sonará extraño.
—Es un gran cirujano —añadió Perry con rapidez—. Tienes que admitir
eso, Martin.
—¡Lo admito! Me podría operar en cualquier ocasión, pero…
—¿Pero qué?
Cuando Tom suscitaba algo, lo mantenía con tenacidad.
—Realmente, no lo sé. Algo sutil. Oh, tal vez soy por completo injusto.
¡Tal vez sólo bordea el heroísmo para hacerse condenadamente rico!
—He leído en un eco de sociedad —intervino Flo— que su mujer procede
de la familia de la «Harmon Motors».
—Muchos de nosotros fuimos invitados a su casa en Greenwich para la
fiesta del 30 de mayo —dijo Martin—. Parecía un plato de cine, con los
mayordomos sirviendo bebidas alrededor de la piscina. No se parece, en
absoluto, a la casa de un médico. —Y luego añadió con cierta timidez—: De
todos modos, lo pasé en grande.
—Es algo muy distinto de las llamadas de urgencia —intervino Tom—.
Sólo ganamos un dólar por llamada, como sabes, pero, por lo menos, estamos
seguros de los honorarios. Una cosa… Quisiera que los pacientes no se
asustasen a mitad de la noche y llamasen a tres médicos a la vez. Por lo
general, nos encontramos en las escaleras y tenemos que discutir quién se
hace cargo de la llamada, por lo que luego los perdedores se quedan sin
dormir por nada. De todas maneras, nos mantenemos con la cabeza por
encima del agua, y eso ya es algo…
—A propósito de Albéniz… —empezó Martin.
No había hablado de él durante mucho tiempo y, de repente, por alguna
razón deseó hacerlo.

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—Albéniz fue una especie de primer motor en mi vida. Imprimió un
cambio en ella. Y lo que me preocupa es que, aparte de su propio hospital, no
se oye hablar mucho de él. No se hace notar gran cosa.
—¿Y por qué será eso?
—Realmente, no lo sé.
—¡Sí, claro que sí! —repuso Perry—. Es muy sencillo; no escribe lo
suficiente o no acude a demasiadas reuniones para dejar oír su voz. Y
tampoco participa en la vida social. Ya sabes que, en un gran centro médico,
hay un montón de vida social. —Hablaba con énfasis, explicándole todas
aquellas cosas a Tom—. ¡Nunca me había llegado a percatar de hasta qué
punto es así! Comités del hospital, clubes de frontón y de tenis, de golf… Así
es como se hace uno un distrito electoral.
—¡Eso suena a grupo de agentes de Bolsa y no de médicos! —La antigua
indignación de Tom se incendió—. Si quieres hacerte rico, no debes
pertenecer al cuerpo médico. Siempre cabe dedicarse a los bienes raíces o a
asuntos de fontanería, por el amor de Dios…
—¿Te acuerdas de lo que Wong Lee acostumbraba decirnos? No puedes
hacer una cruzada contra el mundo, Tom. Sólo conseguirás estrellarte de
cabeza contra un muro. —Perry se levantó—. Iré a recoger a mi hija. ¿Te
importa que me marche? Eso voy a hacer…
Martin miró el reloj.
—Yo también debo irme pronto. Todo lo más, dentro de media hora…
Observaron cómo Perry cruzaba el césped hacia su coche y partía con
éste.
—La sal de la tierra —comentó Martin.
—Siempre lo ha sido…
—Y también llegará a la cumbre. Es uno de los mejores anestesiólogos
que existen. Se siente uno seguro teniéndolo allí.
—Oye —dijo Tom de repente—. Quiero que me hagas un favor. Tengo a
un niño de tres años que me gustaría que vieses. Podríamos visitarle. Sólo
vive a tres manzanas de aquí.
—Tom —protestó Flo—, hoy es día de fiesta… No tienes derecho a hacer
trabajar a Martin…
—Martin es médico y eso ahorrará a esos tipos un viaje a la ciudad.

Cuando Martin hubo examinado al niño y los padres se lo llevaron, Tom


preguntó:

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—Bien…, ¿qué te parece?
—Tiene un síndrome de Babinski positivo derecho. Debe de existir algún
tipo de lesión en la corteza cerebral. —Hizo una pausa para reunir sus
impresiones—. Puede tratarse de un tumor, de un defecto congénito en un
vaso sanguíneo o…
Tom le interrumpió:
—En cualquier caso, debes examinarle mejor esta semana…
Martin vaciló y Tom le urgió.
—Sin retrasos, Martin, por favor.
—Claro que no… ¿Debo suponer que no tienen dinero?
—Apenas… El padre realiza las entregas de una lavandería…
—Entonces Eastman le puede ver como paciente externo. O lo haría yo,
dado que estará ausente durante las siguientes semanas.
—¿De veras? —Tom aguardó—. Hazte cargo tú, Martin.
Algo en la voz de Tom y en su respetuoso silencio cuando había
examinado al niñito, conmovió sobremanera a Martin. Aquí, en aquel sencillo
consultorio, muy parecido al de su padre, excepto por los muebles más
modernos —un escritorio de superficie plana y un sillón de cuero, un
electrocardiógrafo y un esterilizador—, se encontraba aquel amigo que había
comenzado con él, que había hecho las cosas tan bien como él, y que ahora
solicitaba ansiosamente su ayuda. Le dieron ganas de pedirle disculpas por
saber más que él. Confió en que Tom no tuviera, en realidad, aquellos
pensamientos.
—Debes saber —prosiguió Martin—, y entre nosotros, que me gustaría
enviarle a la clínica de Albéniz en vez de a la nuestra.
—¡Cielo santo…! ¿Por qué?
—Tal vez sea desleal por mi parte, pero te aprecio mucho y puedo
hablarte honradamente. La clínica de Eastman es muy superficial. Se apresura
demasiado para hacer un buen trabajo. Su práctica privada es muy extensa, y
ésa es la causa de su modo de obrar…
Tom meneó la cabeza en señal de desaprobación.
—No puedo quejarme porque… No puedo…
Los ojos de Tom parecieron penetrar dentro de él.
—¿Qué estabas diciendo acerca de la clínica?
—Decía, Tom…, que debes enviar el niño a Albéniz… Acude gente de
todas las partes de la ciudad a presentarle los casos y a hacerle preguntas. Es
un maestro…
—¿Y vas tú también?

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—Durante el último año no… Para mí resulta algo imposible. Estamos
demasiado atareados…
Un día, y bajo un impulso, hizo lo que se confesó a sí mismo que era una
visita social a Albéniz; pero, en realidad, tenía la vaga esperanza de que
Albéniz le ofreciera una asociación de cualquier tipo. Pero Albéniz trabajaba
solo en su modesto despacho, y no parecía nunca demasiado atareado.
Aparentemente, el dinero no le interesaba…
—¡Mira qué hora es! Déjame darle las gracias a Flo y luego me voy
pitando.
Tom le siguió hasta la calle.
—¡Oh, te has comprado un «Nash»! Con asientos traseros descubiertos y
todo… Parece un pequeño barquito.
—No lo empleo mucho en la ciudad. Lo uso sobre todo cuando vengo a
veros…
Tom adelantó la mano hasta tocarle los hombros a Martin.
—Tienes un aspecto muy solitario, profesor…
Martin le sonrió.
—Lo sé. Debía de haberme casado. Tú lo estás, y Perry lo hará el mes que
viene… Todo el mundo lo está. Me vienes diciendo eso desde el primer curso
en la Facultad de Medicina…
—Sí. Y nunca me has escuchado.
Martin borró su sonrisa.
—Olvidas que estuve casado…
—Pero eso ya ha pasado —respondió Tom cariñosamente.
—Bueno… Pensaré en ello un día de éstos… Dales un beso a los niños de
mi parte…
Dio la vuelta al cochecito en dirección al puente George Washington. Los
domingueros hacía mucho tiempo que habían partido de la ciudad y el tráfico
era poco denso. Condujo despacio. Un repentino cansancio, completamente
emocional, le invadió. Las visitas a los Horvath eran, por lo general, un
antídoto contra la debilidad que acomete a un hombre que se ve inmerso en
una gran rutina semana tras semana. Con su simplicidad, Tom y Flo le
consolaban. Eran su pan y su mantequilla; le alimentaban y le tranquilizaban.
Su casa formaba un lugar encantador, con su actividad alentadora y práctica,
que no daba tiempo a ninguna necesidad de introspección. No obstante,
aquella vez la visita no le había calmado. Al abandonarles, sintió una especie
de evanescente melancolía en la región del pecho.

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¿Envidia de Tom? ¡No, no! Él requeriría, cuando al fin se hubiese
asentado bien en la vida, algo completamente diferente de lo que imaginaba
que Tom y Flo poseían uno y otra. Y se preguntó, mientras cruzaba el puente,
donde el río corría plateado bajó el cielo vespertino y los rascacielos del
centro de la ciudad se teñían de rosa y todo el sucio suelo de la ciudad se
escondía tras la noche, si Tom desearía algo más, o muy diferente, de como él
y Flo habían planeado con tanta claridad las cosas.
«Y lo mismo me hubiera ocurrido —pensó con súbito dolor—, si no
hubiera sido por Mary.» Mary Fern. Ahora en Inglaterra, el sol saldría muy
pronto. Y, probablemente, se pondría a llover antes de que acabase el día.
Casi siempre ocurría así. Mary recogería sus pinturas y se apresuraría a
meterse adentro. Luego permanecería en la puerta, deleitándose con el sonido
y el olor de la lluvia.
Hizo un súbito desvío y evitó por poco un coche fúnebre vacío. ¿Un
presentimiento o una advertencia? Sonriendo amargamente, regresó al tiempo
presente y al lugar en que realmente se encontraba. Ahora había hecho un
círculo completo, regresando a los días de Greenwich Village y las Harriet. Se
preguntó dónde se encontraría su Harriet particular. Una respetable esposa y
madre, supuso, con su hogar en Wilmington, Carolina del Norte, y que sólo
recordaría vagamente a Martin, si es que lo hacía.
Ahora había otras. Como Mirriel, que era maestra de escuela y estaba
separada de su marido: no había en ello la menor intriga amorosa. También
Rae, una muchacha muy inteligente que se llamaba a sí misma moderna —
significando con ello que carecía de ilusiones—, y Tina, supervisora en el
hospital situado allá lejos, en Queens. Uno no debe nunca buscarse enredos en
los lugares en que trabaja.
Una vez, el año anterior, se había hecho íntimo de otra clase de muchacha,
muy joven y jovial, con unas encantadoras pecas en la nariz. Podía haber
llegado a comprometerse, si los padres no se hubiesen opuesto a causa de que
él estaba divorciado y tenía una hija. Por ello, fue algo que acabó antes de que
empezara, pero, de todas maneras, también fue algo que tampoco había
deseado con las suficientes fuerzas…
El servicio de cirugía comenzaba a las siete. Cuando, al principio de la
mañana Martin y Eastman regresaron al consultorio, las salas de espera
estaban ya atestadas. Tres secretarias concertaban citas por teléfono. Las salas
de examen también estaban llenas. Historiales y expedientes, con su cubierta
de papel manila, se apilaban encima de los escritorios. Los pacientes,
aterrados aunque no lo demostrasen, eran conducidos allí.

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Oh, «Excalibur», espada mágica… Él portaba la espada mágica, que era el
conocimiento.
Haciendo girar el coche por Riverside Drive, siguió conduciendo hacia el
Este, pasando ante el pardo y romántico monumento formado por el Museo de
Historia Natural. Ahora, las gentes más pobres de la ciudad volvían a sus
casas después de haber pasado el día de fiesta en el parque. Una década de
mendigos ésta de los treinta, tiempo de escasez y angustia. Se preguntó si los
años cuarenta serían mejores: siempre estaban diciendo que la prosperidad se
encontraba sólo al doblar la esquina…
De todos modos, en medicina esos años treinta se recordarían como una
época de espléndidos descubrimientos. Se empezaba a dar pasos agigantados,
como su padre había pronosticado que sucedería. Hasta aquel momento, las
sulfamidas y la penicilina habían cambiado el rostro de las enfermedades y
alejado el horror de las infecciones durante las operaciones quirúrgicas. Sentía
una palpable excitación al entrar en la sala de operaciones, sabiendo cuánto
habían aumentado las probabilidades de éxito. De repente pensó que un
paciente al que traían en una camilla con ruedas, era una especie de paquete
de regalo aún sin abrir. ¿Un concepto absurdo? ¡No del todo! En realidad, si
uno podía enviar aquel paciente a su casa, capaz de andar y de hablar cada
vez de una forma más clara y comprensible, ¿no constituía entonces aquello
un regalo para uno mismo, para el médico? ¿No era el regalo más espléndido
de todos? ¡En el mundo, no había nada que pudiese compararse a aquello!
Era muy afortunado al trabajar con Eastman. Resultaba algo maravilloso
la técnica y rapidez de aquel hombre. Y a Eastman le agradaba él.
Naturalmente, no había ninguna razón para que no ocurriese así, puesto que
Martin no sólo trabajaba bien, sino que colaboraba con todas sus fuerzas. De
todos modos, aquellas cualidades no significaban una garantía completa.
Muchas veces cualquier tipo de asociación se rompía, simplemente, por
algunas oscuras diferencias en la personalidad. Recordó aquel curso en la
Facultad de Medicina, cuando parecía que aquel doctor Humphrey, el
anatomista, se había convertido en su enemigo ya al empezar el curso. «Y
sólo porque no le gustaban los rasgos de mi cara —pensó Martin—. Resulta
muy duro, cuando eres joven, la primera vez que te enteras de que hay gente
en el inundo al que tú no le gustas… ¡Pero también hay gente que no te gusta
a ti…! Mujeres con voces chillonas y nasales; personas que se lamen los
labios al hablar, con sus húmedas lenguas deslizándose una y otra vez como si
se tratase de cabezas de serpiente; o gente descuidada, que se olvidaba de las
cosas y siempre llegaba tarde.»

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Reflexionó que todos somos duros unos con otros. Al padre de Jessie
nunca le he gustado. Se limitó a utilizarme… Pero a mí tampoco me agradó
nunca, aunque durante algún tiempo lo intenté. Y también podríamos decir
que lo utilicé…
Asimismo, confiaba en «utilizar» al doctor Eastman, pero no sólo en su
propio beneficio, sino respecto de aquella idea que cada vez parecía hacérsele
más y más imperativa. Trabajando en el laboratorio en la patología celular y
en neuroanatomía, se había hecho consciente de que aquella idea no se alejaba
nunca de su pensamiento. Así, una resplandeciente tarde primaveral, mientras
paseaban desde el hospital hasta el consultorio, había hablado de ello a
Eastman.
—Nunca aboliremos la cirugía poco beneficiosa, e incluso peligrosa, hasta
que el cirujano sepa más cosas sobre neurología. En Inglaterra, Mr. Braidburn
intentó durante muchos años fundar su propio e independiente instituto.
Desgraciadamente, no pudieron disponer de los fondos necesarios. Pero en
este país, con Depresión o sin ella, a mí me parece que existen un montón de
riquezas, aún ocultas. Lo único que se precisa es conseguir reunir a la gente
pertinente…
—No sé qué decir. El recaudar fondos es siempre un asunto complicado.
Me temo que soy ya de edad madura y que me encuentro demasiado atareado
y cansado para meterme en esos embrollos —respondió el doctor Eastman,
rechazando la sugerencia de Martin.
Pero él persistió:
—El doctor Albéniz solía hablar de esto cuando estaba en la Facultad de
Medicina. De que el verdadero progreso sólo llegaría cuando todas las
especialidades neurológicas se reuniesen en una sola disciplina y bajo un
mismo techo…
—Albéniz es un fanático, Martin. Posee un talento excepcional, y es tan
fanático como un monje. Para él, no existe el mundo más allá del hospital. —
Eastman se echó a reír—. Creo que se quedaría a dormir allí si pudiese y no
se lo llevase su mujer…
A Martin le pareció que Eastman había hablado muy a la ligera, como si
aquel tema fuese de muy escasa importancia. El que alguien hablase con tanta
ligereza de un hombre como Albéniz, no dejaba de asombrarle.
Eastman, al leer la desaprobación en el rostro de Martin, le amonestó de
buen humor.
—¡No seas tan solemne, Martin! Estás avanzando y alcanzando una buena
forma de vida. ¿Qué más deseas? Y estás muy bien solo.

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Sí, progresaba. ¡Y no debía nada a nadie! Donald Meig había visto
devuelto hasta su último centavo con intereses… Mandaba un cheque todos
los meses a su madre. Vivía en un pequeño y excelente apartamento, a medio
camino entre el consultorio y el hospital. No deseaba nada más: cuatro
paredes llenas de libros, plantas de interior y algunos muebles «Shaker». Sin
amontonamientos, con amplio espacio y un buen tocadiscos. Le sorprendió
ver lo poco que, pese a todo, anhelaba.
Sí, era afortunado. Poseía un puesto codiciado y no tenía derecho a sentir
inquietudes.
Tras dejar el coche en el garaje, anduvo hacia su casa a través de una
suave brisa nocturna, diciéndose a sí mismo cuán afortunado era. Cuando
entró en su apartamento, sonó el teléfono. A través de la línea le llegó la
familiar y breve orden:
—¿Doctor Farrell? Tiene una urgencia…

—Un accidente de coche en Long Island —le informó el residente—. Una


muchacha joven. La traerán ahora.
Hileras de cabezas de la sala de urgencias se volvieron con curiosidad
cuando él alzó la voz.
—Era un cortejo nupcial, de camino entre la iglesia y la sala de fiestas. La
muchacha era una dama de honor, la hermana de la novia, según he creído
entender.
Martin hizo una mueca.
—¡Vaya un recuerdo que les va a quedar!
—Llegarán en seguida. Hace inedia hora que tratábamos de localizarle…
—Lo siento. ¿Probaron con el doctor Eastman? Aún no debía de haberse
marchado…
—Sí, ya se había ido. Le llamamos a usted a continuación…
Aquella espera retrotrajo a Martin a los años de sus tareas en urgencias.
Las enfermeras y los internos debían apresurarse sin cesar, dentro de un orden
y un método. Trajeron a dos muchachitos que se habían herido con los fuegos
artificiales. Una madre con un niño enfermo y en pañales, y que se expresaba
en una desconocida lengua extranjera.
Sonó la sirena de la ambulancia y Martin se encaminó hacia ella, mientras
se abrían de par en pailas puertas y sacaban una camilla que cruzó el pasillo
con rapidez, en la que transportaban a un hombre con aspecto azulgrisáceo,

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que había sufrido un ataque al corazón. No era para él. Luego se volvió a oír
una sirena, y esta vez sí que era para él.
Debajo de la manta asomaba la falda de seda azul de un vestido veraniego
confeccionado para un día de fiesta. El contraste de aquel vestido con la
cabeza rubia y ensangrentada de su propietaria, resultaba ultrajante y obsceno.
Y pensó cuán absurdo resultaba que, en un brutal y descuidado instante, una
vida quedase desviada de su pacífico curso.
Una vez realizó un examen somero y cuidadoso, ordenó que hiciesen unas
radiografías y se dirigió al pasillo, aún abrumado por aquella cosa absurda,
que nunca le había afectado hasta entonces con tal intensidad.
Entró un hombre con pantalones rotos y una chaqueta oscura, con un
clavel en el ojal, un uniforme muy apropiado, pero que no formaba parte de la
vida de Martin.
—Es mi hija —comenzó a hablar y se calló.
Martin le tomó del brazo y le condujo hasta un banco. Miró su angustiada
cara:
—¿Mr…?
—Moser. Robert Moser.
—Soy el doctor Farrell, Mr. Moser. Supongo que querrá saber lo que
encontremos —le explicó con amabilidad.
—Sólo quiero que me conteste a una pregunta. ¿Vivirá?
—Haremos todo cuanto esté en nuestras manos para que sea así.
—Yo soy un hombre que necesita saber la verdad, doctor. No tiene que
emplear medias tintas.
—Verá usted, Mr. Moser, ahora la han llevado a radiología, pero ya le
puedo decir que el cráneo de su hija está fracturado por varios sitios. Y es casi
seguro que se ha producido una fuerte presión sobre el cerebro. Y no
podremos decir hasta dónde llegan las lesiones hasta que la examinemos.
—¿Tendrá que operar?
—Sí. Lo más de prisa posible.
—¿Así no habrá tiempo para que venga mi esposa? Le han dado un
sedante y mi chófer la conduce hacia el hospital. Yo he llegado en la
ambulancia, pero ella deseará ver a Vicky.
—No creo que debamos retrasarnos. Hay que aliviar esa presión en
seguida.
—Comprendo.
Mr. Moser se quedó mirando al suelo. Torció los labios y luego alzó la
mirada.

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—El doctor Eastman llegará de un momento a otro, ¿no es así?
—No, señor. El doctor Eastman está fuera de la ciudad. Yo soy su
ayudante y el que se encargará de este caso…
Cesó el retorcimiento de los labios y éstos se fijaron con fuerza.
—Es usted muy joven. ¿Cuánto tiempo lleva con el doctor Eastman?
—Cuatro años. Y antes me especialicé en Londres. Puedo asegurarle que
estoy perfectamente cualificado.
—Perdóneme, pero no serán suficientes esas seguridades que usted me da.
Se trata de la vida de mi hija. ¿Seguro que no puede localizar al doctor
Eastman?
—No. Se ha ido al Maine. Le gusta mucho el mar y estará navegando
durante un par de semanas.
Mr. Moser se levantó. Era de igual estatura que Martin. Permanecieron
enfrentados, casi tocándose los pies, como en una especie de confrontación.
—Maine no está en la luna. Puede regresar…
—Ya no hay tiempo, Mr. Moser.
—Soy administrador de este hospital. ¿Estaba usted enterado?
—No lo sabía…
—Quiero un hombre con experiencia. No deseo agraviarle, doctor, pero
tampoco tengo tiempo que perder en trivialidades. Le pido que me dé una
lista de neurocirujanos que puedan ser considerados de iguales méritos que el
doctor Eastman.
—No tenemos formas de medir a los médicos —le respondió Martin. De
inmediato, lamentó aquella salida de tono e intentó enmendarla—. Pero le
mencionaré algunos cirujanos competentes. Como miembros del personal,
tenemos al doctor Florio y al doctor Harold Samson.
—Los llamaré.
—Puedo hacerlo por usted.
—Lo haré yo mismo…
Martin aguardó. Vio a Moser en la cabina telefónica, marcando el número
colgando el aparato y llamando de nuevo. Sintió una oleada de compasión, y
al mismo tiempo de ira, ante aquel rechazo. ¿Qué pensaba aquel hombre que
estaba él haciendo en el servicio de Eastman? ¿Sacar brillo a los zapatos?
Mr. Moser regresó.
—Ninguno de ellos está en su casa. ¿Por qué ustedes, los médicos,
abandonan la ciudad, sólo porque es fiesta?
Martin no replicó.

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—¿Ésos son todos los que hay? ¡Debe de haber por ahí docenas de
neurocirujanos!
—Usted ha dicho que quería el mejor.
—Pues dígame cuál es el segundo…
—Está usted mirando a uno de ellos.
—¿Sabía que se está usted portando de una forma condenadamente
impertinente? Todo esto debería saberlo el doctor Eastman. Le he pedido otro
nombre, o tendré que llamar a mi médico, aunque Dios sabe dónde se
encontrará esta noche.
Martin dominó su cólera.
—Existe otro hombre… No trabaja aquí, en «Fisk», pero goza de ciertas
disponibilidades, y creó que vendría…
Mr. Moser se sentó en el banco. Tenía el aspecto de haber agotado sus
últimas fuerzas.
—Se llama Albéniz. Está en el listín telefónico.
—Condenado nombre extranjero… No sé cómo se deletrea. Tendrá que
llamarlo por mí…
El doctor Albéniz escuchó el breve resumen que le hizo Martin.
—Iría por hacerte un favor —respondió—, pero me es imposible. Estoy
en cama con un fuerte resfriado y tengo bastante fiebre. ¿Por qué no lo haces
tú?
—Estoy deseoso de llevarlo a cabo, pero el padre de la paciente desea a
alguna persona mejor cualificada.
—Tú estás perfectamente capacitado para eso, Martin.
—No lo suficiente, en opinión de él.
—Pues si él no puede encontrar a nadie mejor, y no te acepta a ti, tú ya no
tienes más responsabilidad en este caso. Díselo así y déjale hacer lo que mejor
guste…
—Así lo haré —respondió Martin.
Cuando regresó de telefonear, Mr. Moser se había cogido la cabeza entre
las manos y sus hombros temblaban. Martin se detuvo delante de él.
—No he conseguido que venga el doctor Albéniz —le dijo en voz baja—.
Está enfermo.
Mr. Moser no levantó la cabeza.
—Entonces, adelante… No puedo hacer nada más. Haga lo que tenga que
hacer, y que Dios le ayude.
Martin no estuvo seguro, mientras se alejaba, si aquello había sido una
plegaria o una amenaza.

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Afuera de las ventanas era ya medianoche, cuando Martin entró en la sala
de operaciones. En los bordes de los blancos focos, el mundo era
lúgubremente verde. Paredes y rollos de algodón. El verde que se reflejaba de
las botellas de los armarios. Verde también de los paños estériles de encima
de la mesa donde, brillantes igual que la plata en un banquete palaciego, yacía
el instrumental quirúrgico: bisturíes, trépanos, pinzas y mazos.
Perry alzó la vista, aguardando, con sus cejas alzadas como paréntesis por
encima de la mascarilla. Le habían hecho salir de un cine, en el que se
encontraba con su novia. Martin quedó agradecido de que hubieran podido
localizarle. Le resultaba tranquilizadora la visión de aquellas cejas tan
familiares.
Los ayudantes aguardaban. Una enfermera colocó un segundo par de
guantes por encima del primer par de Martin. Una gran calma se extendió
sobre él: Puedo hacerlo.
En el desnudo cráneo de la muchacha, la parda sangre coagulada se
agrupaba en oscuros rosarios a lo largo de las curvas heridas, cual si se tratase
de las ramificaciones de los ríos en un mapa. ¡Qué extraños pensamientos
tenía, mientras seleccionaba un bisturí de la hilera de los que estaban en la
bandeja! Sus ojos se entrecerraron; podía sentirlos fuertes y agudos. Oprimió
y cerró los labios. Y bajó el bisturí hasta hacer salir una sangre roja y fresca,
que inmediatamente fue aspirada. El bisturí se deslizó por el cuero cabelludo,
hasta que éste quedó apartado y recogido sobre el reluciente hueso.
Taladrador eléctrico. Hundirlo con fuerza, a través del hueso. Empezó a
brotarle el sudor en la frente por debajo del gorro. Percatada de ello, una
enfermera se inclinó para enjugárselo. Recordó haber visto aquel ademán en
Londres. Braidburn sudaba, pero Eastman nunca lo hacía.
El taladro se detuvo. Lo movió ligeramente y lo aplicó de nuevo. Estaba
trazando una pauta, un pequeño círculo en el cráneo. Apretar con fuerza. Pero
con cuidado, con mucho cuidado, para no penetrar en el cerebro que se
hallaba debajo del hueso… Había que completar el círculo. Ahora quedó
cortado un disco de hueso; deslizarlo y suavizar la presión sobre el cerebro:
ése era el objetivo. Era consciente de las voces, de los movimientos que se
producían en la estancia, de los murmullos y del rechinar de los zapatos de
suela de goma. Los movimientos del reloj. Media hora ya de su tictac.
Preguntó a Perry:
—¿Va todo bien?
—Estupendamente —le respondieron.

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—Espátula —ordenó Martin.
Y al instante, se la pusieron en la mano. Extrajo el disco de hueso y
contuvo la respiración, temiendo y aguardando una hemorragia y un derrame.
¡No! Durante un instante, quedó tranquilizado. Pidió sus anteojos con
aumento. Cuando se los fijaron en la cabeza, miró a través de ellos y contuvo
de nuevo la respiración. Era consciente de los latidos de su corazón.
Por la fuerza del golpe, del traumatismo del hueso sobre el metal, una
esquirla de hueso, aguzada como una aguja, se había alojado en la duramadre.
Observó cómo rezumaba el líquido cefalorraquídeo y suspiró. Dietz, el
residente principal, también lo observó. Se apartó. Los ojos de Dietz eran muy
negros; el resto de su rostro quedaba oculto, pero sus ojos le hicieron a Martin
llegar a la conclusión de que había visto y comprendido lo que sucedía.
Resultaba consolador sentir la comprensión de aquel hombre joven
inteligente. Proporcionaba gran alivio estar rodeado de todo aquel equipo tan
rápido y tan hábil.
Y cuidadosamente —con movimientos muy tensos, precisos y
meticulosos—, levantó el aguzado trozo de hueso —ahora casi jadeaba—, y,
tras situarlo de forma segura entre los brillantes extremos de las pinzas, lo
tendió a la enfermera que le ayudaba. Suspiró, un suspiro, profundo, largo e
involuntario. Ahora no se podía hacer más que retirarse y aguardar. Había
hecho cuanto había podido. El derrame cesaría por sí mismo o no lo haría.
Las meninges se infectarían, o no. Lo que sí era cierto es que quedaría una
cicatriz, y ésta podría ser normal, o podría no serlo. Podrían aparecer
posteriormente ataques epilépticos, o no ocurrir así.
Se limitó a suturar el cuero cabelludo. Había terminado. Se quedó allí y
miró a la muchacha, mientras la cubrían la cabeza con un paño blanco.
Parecía un atuendo hindú; sólo faltaba una joya en la frente…
Sus pestañas resaltaban sobre sus mejillas juveniles. La pureza de aquel
rostro desconocido le conmovió el corazón. Se quitó los guantes y se alejó de
allí, terriblemente cansado.

Los padres le aguardaban en el vestíbulo exterior. Lamentó que hubieran


llegado ante él antes de que se cambiara de ropa, puesto que la sangre de su
hija le había salpicado y se percató de que miraban aquellas manchas.
—Hemos hecho cuanto hemos podido —explicó, sabiendo que no era
suficiente decirles aquello.

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Moser abrió la boca para hacer una pregunta, pero luego su esposa
comenzó a llorar y se la llevó de allí; aquello representó un alivio para Martin,
puesto que no sabía qué les hubiera respondido de haberle presionado lo
suficiente.
Una vez que se hubo cambiado de ropa, pensó en irse a casa. Pero
también deseaba ver de nuevo a la muchacha. Sabía que aquella noche no
habría nada que ver. Continuaría inconsciente hasta el día siguiente. No
obstante, deseaba verla otra vez. Por ello, se dirigió a la máquina de café y
bebió una taza, y luego otra, antes de subir al piso de arriba.
La familia había tomado una suite, y la chica yacía en el centro de una
espaciosa habitación blanca, como si se tratase de una reina tallada en piedra
en una tumba; una larga prominencia blanca debajo de sus cobertores, con
unos párpados pálidos y tranquilos.
—¿Puedo hacer algo por usted, doctor?
No se había percatado de que la enfermera se hallaba sentada en un
rincón.
—Simplemente, dígame la hora, por favor. Se me ha parado el reloj.
—Las dos y cuarto…
—¿Se quedará usted aquí hasta las siete?
—No, señor. Éste no es mi turno. De ordinario, me marcho a medianoche,
pero el supervisor me ha pedido que me quedase.
El tono de la grave voz de aquella muchacha le llamó la atención, por lo
que forzó la vista a la débil luz para mirarla. Lo que vio fue un auténtico
cuerpo de Venus y un apacible rostro joven, demasiado redondeado para
aquella belleza.
—¿La he visto antes? —le preguntó.
—No lo creo. Hace dos semanas que estoy aquí, procedente del «Mercy
Hospital».
Se quedó al lado de Martin mirando hacia la inconsciente paciente.
—He colgado en el armario su vestido de dama de honor de la novia. Su
madre me dijo: «Tírelo. No quiero volver a verlo.» Pero no pude hacerlo.
Doctor…, ¿qué será de ella?
—Sabe lo suficiente para no tener que preguntar eso —le respondió,
reprendiéndola en tono cariñoso.
—Naturalmente, lo sé… Pero éste me ha sucedido esta noche…
Martin vio cómo le brillaban las lágrimas y, con mayor amabilidad aún
que antes, prosiguió:

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—No debe permitir que un caso la afecte así, pues, de lo contrario, estará
afectada de continuo…
—Lo sé. No estoy en mi mejor momento profesional. —Le brindó una
triste sonrisa—. A veces, llego a pensar que no debí hacerme enfermera. Me
tomo las cosas demasiado personalmente. Me pregunto si las demás personas
serán como yo… ¿Y usted, por ejemplo? Usted ve este tipo de cosas
continuamente. ¿Y qué hace al respecto? ¿Puede usted olvidar y dedicarse a la
siguiente?
—No olvido. Lo guardo junto con las demás cosas horribles que nos
suceden en el transcurso de la vida, y he aprendido a no recordarlas o
considerarlas muy a menudo.
—Yo no soy siempre de esta manera. ¡Cielos, no quisiera que lo creyese
así! Sólo que ahora no tengo demasiada resistencia. ¿Sabe la forma en que se
encuentra uno después de haber tenido la gripe, por ejemplo?
—Lo sé —repuso Martin.
Cuando llegó la enfermera del relevo, salieron juntos al pasillo. En una
especie de islita de luz, se encontraba la enfermera jefe trabajando con sus
gráficos; más allá de aquella isla, reinaban unas sombras azul oscuro.
—¿Acaba de pasar la gripe? —le preguntó.
—No, la gripe no. La ruptura de un compromiso. Por eso he pedido el
traslado, a ver si cambio de suerte. Supongo que es una cosa supersticiosa.
¿Le agradaría un poco de café?
—No necesito una tercera taza, pero la tomaré de todas formas.
No tenía ninguna utilidad regresar ahora a casa. El consultorio abría a las
nueve, y tres horas de sueño serían tan pocas como ninguna en absoluto. La
siguió al cubículo donde la caletera se encontraba encima de una mesa.
A través de la ventana entraba el frío de la noche. La muchacha descolgó
un jersey y se calentó las manos alrededor de la taza. El jersey tenía un
nombre de identificación: Hazel Janos.
—Soy yo. Húngara. La gente nunca pronuncia bien mi nombre.
—Mi mejor amigo es húngaro. Tom Horvath. Me enseñó a comer
palachinken…
—Yo hago un palachinken muy bueno, con cerezas y crema agria.
Se sentó y la observó. Tenía una piel muy blanca, de aquella clase que se
quema dolorosamente cuando se expone en la playa. Su cabello castaño era
demasiado fino y suave. Sería una de aquellas mujeres que siempre tienen
problemas para arreglárselo. Incluso ahora, recogido en el gorro, aparecía
pulcro. Parecía particularmente limpia. Se preguntó por qué sucedía así

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siempre con las enfermeras: ¿se bañarían con más frecuencia que las demás
personas?
Con el mentón apoyado en una mano, la chica miró hacia el firmamento
nocturno. El perfil de un tejado formaba un triángulo isósceles en la parte
inferior de la ventana. La muchacha suspiró.
—Siento curiosidad por usted —dijo Martin.
—¿Por qué?
—Porque está usted como agarrotada, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y me podría decir por qué? ¿O debo meterme sólo en mis asuntos?
—¿Realmente quiere saberlo?
—Sólo si no le molesta contármelo.
Muchas veces, la gente le explicaba sus peleas, dudas y enamoramientos
y, por lo general, prefería que no lo hiciesen. Pero ahora, por alguna razón,
deseaba oír hablar a aquella muchacha. ¿Por qué? No tenía nada notable, a
menos que su sosegada voz y su suavidad muy femenina sí fuesen cosas
dignas de notarse.
—No hay mucho que contar. Se trata de un caso más de una chica que
quería casarse y de un hombre que no ha querido hacerlo.
—Comprendo.
—Walter perdió su empleo hace casi cuatro años. Yo le dije que
podríamos vivir de mi sueldo hasta que las cosas fuesen mejor. Mis
compañeras tienen tres habitaciones en el piso bajo donde vivimos, en
Flushing, y podían arreglarlas para nosotros. Pero me dijo que no quería vivir
de gorra. Así que discutimos y discutimos, hasta que un día le di un
ultimátum y lo perdí. Eso es todo —terminó en voz baja.
—Quizá se lo piense mejor —le sugirió Martin.
—No. Se ha ido a Kansas City. Tiene un hermano allí, y tal vez su
hermano le encuentre un empleo, no lo sé. Creo que estaba cansado de cómo
iban por aquí las cosas, de las riñas y de mí. Y necesitaba irse a un lugar
distinto. En realidad, no le echo la culpa. Las cosas pierden su encanto cuando
tienes que aguardar demasiado para conseguirlas.
—Eso es verdad.
—Tengo veintiocho años y soy virgen. ¿Cree que todo eso debe de haber
sido por mi culpa? A veces me lo pregunto…
Su candor conmovió a Martin.
—Honestamente, no lo sé —respondió.

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—Tal vez, en el fondo de mi corazón, no confiaba en él. ¡Oh!, ¿por qué le
estaré contando todo esto? ¿Porque es usted médico y la gente piensa que le
puede contar a un doctor todo aquello que no le diría a nadie más?
«Dios mío, otra vez no», pensó.
Y respondió:
—Creo que la gente opina eso.
Sintió que la mujer aguardaba alguna declaración más positiva, algo que
pudiese ser un consuelo, por lo que se esforzó por buscar algo y prosiguió,
simplemente, con un tópico:
—El tiempo lo cura todo. ¿No es eso lo que dicen?
—¿Lo cree, honestamente?
—No —repuso.
Ella se echó a reír. Sus labios se curvaron y aquella risa cambió su rostro.
Muy linda, pensó. Aquélla era la palabra. Linda…
—No me río de nada divertido. Creo que es a causa de que me siento
mejor, tras haber hablado con usted. Es usted la única persona a la que se lo
he contado, además de a mi padre y a mi madre.
Martin reflexionó.
—Nunca recuerdo por qué la risa y las lágrimas están tan relacionadas.
Uno de mis profesores del curso de filosofía empleó una semana en darnos
conferencias sobre este tema, pero, por mi vida, que no puedo recordar lo que
decía…
Se inclinó hacia delante y colocó las manos alrededor de las rodillas.
—Yo tengo Una hijita —le dijo de repente, sorprendiéndose él mismo—.
No la he visto desde que tenía tres años, y ahora ya tiene siete…
¿Por qué le estaba hablando así de ella? No tenía la menor idea.
—Su madre y yo estamos divorciados y ella tiene la custodia. Pensé que
tal vez se apiadaría y me dejaría ver a la niña. Se lo he pedido muchas veces.
—¿Y…?
—Me contestan los abogados, recordándome los términos del divorcio.
—Pero eso es una cosa muy cruel —le respondió en voz baja Hazel Janos.
—Sí. El divorcio lo fue.
No Jessie, quería decir. No había crueldad en Jessie. Comprendía muy
bien su posición. Y estaba sentado allí, pensando acerca de lo que hubiera
sido imposible decir con palabras, pero que, sin embargo, resultaba tan claro
para él.
La muchacha rompió el silencio:

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—Siempre creí que habría algo más, aparte de lo que decían acerca de
usted.
Martin levantó la vista.
—¿Y qué dicen respecto de mí?
—Bueno, ya conoce a la gente… Las enfermeras…, hablan sobre los
médicos, especialmente de los más jóvenes, y que están solteros… —
Enrojeció—. ¡Pero dicen cosas agradables de usted! Que es usted muy gentil
con sus pacientes y que, realmente, vela por ellos, aunque a veces es usted
muy maniático con las enfermeras, pese a que después lo sienta… Usted les
gusta a todos…
—Eso no es lo que decía antes, cuando estábamos hablando acerca del
divorcio.
Ella replicó con timidez:
—Pensaban que usted debía de ser un castigador, puesto que no está
casado. Pero yo no lo creía…
—¿De veras?
—No. Notaba en usted mucha discreción. Y tal vez un poco de tristeza.
No es acertado hablar de tu vida privada, especialmente donde trabajas:
un concepto muy esnob tal vez, pero de probada eficacia. Y aunque seguía
pensando igual, Martin comenzó a hablar.
Era como si alguien estuviese hablando y él se limitase a escuchar.
Despacio y pensativamente, se escuchó a sí mismo decir en voz alta los
nombres de personas y lugares que apenas había empleado desde que pasaron
por su vida. Mentón. Mary. Jessie. «Lamb House». Claire…
El viento de la noche soplaba con fuerza allí, en el piso decimocuarto, por
lo que Hazel se acercó más al jersey. Sus ojos no se separaban de su cara.
—¿Ésa es toda la historia? —preguntó cuando hubo finalizado.
—Sí, ésa es toda la historia.
—¿Y todo acabó entre Mary y usted?
—Sí —respondió con aspereza.
Estaba enfadado consigo mismo. ¿Por qué había confesado todo aquello
ante una extraña? Durante todo el día había experimentado una nebulosa
tristeza y ahora, tras haber permanecido en pie durante casi veinticuatro horas,
se hallaba, simplemente, agotado de fatiga. Maldita sea, debió haberse ido a
casa a dormir en vez de estar sentado allí y abriendo su corazón… Se levantó.
Eran las cinco de la mañana. Una luz lechosa comenzaba a entrar por las
ventanas.

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—Será mejor que me vaya a casa a afeitarme y a cambiarme de ropa antes
de empezar el trabajo. A propósito, ¿cuándo vuelve a entrar de servicio?
—A las siete de la noche.
—Entonces también es conveniente que se vaya a dormir. La estoy
entreteniendo.
—No me hubiera quedado si no lo hubiese deseado. —La mujer le tocó el
brazo—. Estoy pensando…, que se arrepiente de haberme contado
demasiadas cosas. Le preocupa que propale cosas por aquí… Pero nunca lo
haré. Puede confiar en mí.
Contempló una cara tan amable que le causó dolor: era como mirar una
herida. Se ven rostros así en algunos niños solitarios, o en ciertos raros
hombres ancianos y, a veces, en mujeres de radiante bondad.
—Sí —respondió—, confío en usted…

Eastman regresó del respirador, andando con cuidado entre el balón de


oxígeno y los tubos. En la tienda transparente que habían colocado por
encima del lecho, Vicky Moser yacía inmóvil, excepto el leve ascenso y
descenso de su pecho. Hizo una seña a Martin y ambos salieron al pasillo.
—Por el bien de mi presión sanguínea, he aguardado todo un día para
hablar con usted, Farrell —comenzó.
—No lo comprendo…
—¡No tenía usted derecho a operar a Vicky Moser!
Eastman pronunció las palabras despacio, con gran precisión, como si
estuviese enseñando inglés a un extranjero.
—No tenía autoridad. ¿Qué le hizo pensar que la tenía?
Martin se quedó sin habla.
—¡Usted estaba fuera de la ciudad! ¡Y yo soy su ayudante!
—No hizo ningún esfuerzo para dar conmigo. En realidad, me fui a casa
de mi hermana, en Westchester, antes de emprender viaje, por la mañana, a
Maine. Podría haber estado de vuelta aquí en menos de una hora…
—Para ser justos, ¿cómo podía yo saberlo?
—Bien, en justicia, tal vez no pudiese saberlo. No obstante, lo cierto es
que podría haber llamado a algún otro jefe, ¿no le parece?
—Se llamó a los doctores Florio y Samson, pero no pudieron ser
localizados.
—¿Y qué me dice de Shirer? Son gente muy importante, Farrell. Moser es
uno de los administradores del hospital. No se debe bromear con personas

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como Moser. Por el amor de Dios, no tendría que decirle todo esto…
La ira comenzaba a bullir dentro de Martin, pero respondió con la mayor
frialdad:
—En primer lugar, señor, no me preocupa gran cosa la gente prominente.
En segundo lugar, no recomendé al doctor Shirer porque me considero mejor
cirujano que él.
—¿Qué? Shirer ha pertenecido a nuestro equipo treinta años… ¿Y se
atreve a compararse con él?
—Ha estado realizando un trabajo mediocre durante treinta años, doctor
Eastman.
—¿Y debo creer, pues, que usted también considera mediocre mi trabajo?
—Claro que no. Pero hay algunas cosas que puedo hacer tan bien como
usted, y ésta era una de ellas.
—¿Lo era?
—Sí. Sabía que podía hacerlo. De otro modo, nunca hubiera empezado…
—Yo llamo a eso arrogancia. No sé cómo lo llamará usted.
—Sólo lo llamaría confianza en sí mismo…
—Hablaremos de esto otra vez, Farrell. No estoy seguro de que usted y yo
podamos seguir adelante, si primero no se aclaran ciertos asuntos…
De nuevo hirvió la cólera en Martin. ¡Había hecho un buen trabajo! Si no
resultaba, si la chica moría o vivía a partir de entonces sólo como un vegetal,
aquello habría ocurrido de todas formas… Sería algo «ordenado», algo que
dependía del destino, significasen estas expresiones lo que fuera. «De una
forma sincera y honesta cabe decir que conozco mis limitaciones», pensó.
Y prosiguió con una calma que le sorprendió a él mismo:
—No creo que podamos seguir adelante, doctor Eastman, a menos que me
conceda el respeto y libertad que me merezco.
Durante un segundo, Eastman se lo quedó mirando; luego, sin replicar, se
volvió y casi echó a correr por el vestíbulo.

Durante tres días suministraron glucosa y oxígeno a Vicky Moser. Ahora


era paciente del doctor Eastman, puesto que Martin había sido apartado del
caso. Se preguntaba qué se murmuraría por el hospital. No cabía duda de que
las noticias se habían filtrado hasta la estudiante de enfermera más nueva de
la planta. No obstante, siguió acudiendo a echar una ojeada a Vicky. Hazel
Janos estaba allí una noche, pero la mujer no hizo ningún comentario y se
limitó a observar cómo Martin abría los párpados de Vicky, sin encontrar

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ningún cambio en ellos. Las pupilas estaban dilatadas y no hicieron ningún
movimiento bajo el pequeño rayo de luz de su linternita.
El cuarto día se presentó, momentáneamente, una nueva esperanza cuando
la paciente volvió a la respiración espontánea, y le quitaron el respirador
artificial. Pero seguía inerte, sin respuestas ante los estímulos corporales, a la
luz o al sonido de las voces.
En una ocasión, en el ascensor, Martin vio a sus padres, dos personas que,
de repente, se habían empequeñecido y envejecido. La madre temblaba,
aunque el mes de julio calentara afuera con todas sus fuerzas. Cuando vieron
a Martin, se apartaron y él comprendió que le consideraban responsable de
todo, y que siempre sería así.
En el consultorio, siguió llevando a cabo su trabajo regular. Eastman no
acudió. Resultaba obvio que sólo había interrumpido sus vacaciones a causa
de Vicky Moser. A Martin le pareció que las secretarias le miraban con
curiosidad y compasión. Probablemente, les habrían dicho que Martin ya no
se quedaría allí durante mucho tiempo…
Y, en lo que respecta a Vicky Moser, los días transcurrieron despacio a
través de todas las rutinas: tubos de alimentación, golpecitos en la espina
dorsal, antibióticos, anticonvulsivos. «Si vivía —pensó Martin—, podía no
llegar a ser capaz de hablar. O tal vez no podría moverse. O quizá sólo
hablase cosas confusas y se moviese con la violencia de un animal.» Pero,
aunque oficialmente aquella muchacha no era su paciente, seguía a todas
horas en su mente. Podía decirse que, gracias a él, la muchacha había entrado
en un desierto y Martin debía hacer lo posible para sacarla de allí.
Fuera lo que fuese lo que sucediera, dirían que la culpa había sido suya.
Eastman ya lo había considerado así, lo había sentenciado de esta manera.
Pero no había sido culpa suya. ¿Y si lo era, de todas formas?
Comenzó a rezar: «Oh, Dios mío, no la dejes morir; sólo tiene dieciocho
años.» ¡Resultaba extraño que rezase! Durante años, no había mostrado el
menor interés por la religión, ni en favor ni en contra. Se preguntó si aquellas
súplicas no resultarían algo teatral, observándose a sí mismo orando,
humildemente, a la antigua usanza, pero sin creer en una palabra de lo que
decía. Y entonces recordó la rutinaria cadencia de la voz de su padre en el
verdoso y enmohecido salón antes de las comidas invernales, y casi le dieron
ganas de llorar.
—«¡Dios santo, no la dejes morir!»
A últimas horas de la tarde, en el hospital, cuando estaba a punto de entrar
en la habitación de Vicky, Martin encontró a Eastman que salía de allí.

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—¿Qué desea? —le preguntó Eastman con aspereza.
—Sólo saber qué tal está la paciente.
—Mi paciente —respondió Eastman— está empeorando. Tengo
intenciones de operarla mañana por la mañana.
Martin quedó anonadado.
—¿Operarla de nuevo? Pero, ¿por qué?
—Yo diría que es algo evidente por sí mismo…
—Opino que existe una hemorragia que debe reabsorberse. Si me
solicitase consejo, le pediría que aguardase un poco más.
—No le estoy preguntando nada. Soy de la opinión de que existen aún
algunas astillas y debo extraerlas.
—Doctor —siguió Martin con ansiedad—, dejemos, por un momento, a
un lado los sentimientos personales. Le doy mi palabra de que no quedó
ninguna astilla. Las extraje todas.
—¡Maldita sea! ¡No pudo hacerlo!
Ninguna persona hubiera creído que aquel hombre podía ser un genio. Sus
ojos eran hostiles; tenía los labios plegados hacia adentro y se le formaban
unas arrugas en el mentón.
—Naturalmente, mandaré hacer por la mañana unas radiografías, pero ya
le puedo decir ahora mismo lo que nos mostrarán…
Se dio la vuelta. Sus zapatos golpearon con fuerza el pavimento mientras
se dirigía al ascensor.
Cuando Martin entró en la habitación vio, al instante, que no se había
producido ningún cambio. Hasta el aire resultaba frío, como si aquel pobre
cuerpo exhalase un helor, como sucede en una cripta en la que ha reinado la
muerte durante siglos. Se quedó allí de pie un momento, se estremeció y se
dirigió de nuevo al piso de abajo y salió a la abrasadora calle. Allí aparecieron
otra vez los olores de la vida: a gasolina, a excrementos de perro y al olorcillo
azucarado que salía de la puerta abierta de una panadería…
¿Por qué no revivía aquella muchacha? No había ninguna clase de astillas,
sabía que no las había. ¿Y si las hubiera de todos modos? Eastman iba a
operarla de nuevo y ella no lo resistiría. Si se moría…
Se acordó de las veces en que había estado presente cuando comunicaban
a una familia la noticia de un fallecimiento. Morían un marido, una madre o
un niño; algunas personas aceptaban una pérdida así sin ninguna palabra de
desesperación; otras, gritaban y protestaban de que aquello no podía ser
cierto. Era el cometido más penoso que podía llevar a cabo un médico, y uno
no se acostumbraba nunca a algo así.

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Aquella noche, Martin apenas durmió. Se levantó a las cinco y anduvo a
través de las calles, suscitando ecos, en dirección al hospital. Confió a medias
en que Hazel Janos se encontrase allí, pero luego recordó que terminaba su
servicio a medianoche. Una mujer gruesa y de mediana edad, vestida de
blanco, dormitaba en una silla al lado de la cama.
—¿Ha habido algún cambio? —susurró.
La mujer respondió:
—Ninguno.
Con ternura, Martin alzó uno de sus párpados, y luego el otro, al mismo
tiempo que encendía su linternita. No se produjo contracción pupilar Suspiró.
Luego apartó las mantas, tomó uno de sus fláccidos brazos y lo golpeó
ligeramente. ¿Se había producido, o tal vez se lo imaginó, una leve, muy leve,
contracción de la carne, una reacción a su tacto? Sintió renacer las esperanzas,
aunque rápidamente las sofocó. Pellizcó con más fuerza. ¿Se había producido
un movimiento, la más leve fracción de un movimiento?
—¿Ha visto esto, enfermera?
Ésta encendió la luz y se inclinó sobre la cama.
—Aquí. Ahora se lo mostraré.
De nuevo, Martin pellizcó el brazo, y ahora estuvo seguro de que la
muchacha lo había movido ligeramente.
—¿Lo ve ahora?
—Sí, sí, creo que sí. Oh, doctor, ¿cree usted que posiblemente…?
Y los dos, aquella mujer ya madura y aquel hombre joven, se miraron, el
uno al otro, a través de la cama.
—No me atrevo a albergar esperanzas —respondió Martin.
«Podía no significar nada —se dijo a sí mismo—, sólo un reflejo, un
parpadeo de aquel casi muerto cerebro.» Probablemente, no significaba nada.
Pero renació la esperanza.
A las siete cambiaron los turnos y llegó una nueva enfermera. Oyó cómo
las dos mujeres susurraban algo en el pasillo delante de la habitación,
mientras él seguía de pie contemplando el lecho. De nuevo, la muchacha
yacía como una efigie de mármol en una tumba. A las ocho llegaron los
enfermeros para conducirla en camilla a la sección de rayos X.
—He oído que la operarán de nuevo —observó curiosa la enfermera.
Tenía un rostro frío y agraciado; Martin no respondió. «Hazel Janos sí se
preocuparía por aquello», pensó de repente.
A las ocho y cuarto, Mr. Moser entró en la habitación, se detuvo cuando
vio a Martin y frunció el ceño.

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—Creía que estaba usted fuera de este caso clínico…
—Lo estoy. Esto es algo puramente no oficial. Me preocupa, desde el
punto de vista humano, cómo evoluciona la operación que realicé…
Mr. Moser se sentó cerca de la enfermera. Hablaron en voz tan baja que
Martin no pudo escuchar nada, pero tampoco se suponía que debía oír
aquello. Estaba excluido de todo.
Desde la ventana, contempló la desordenada actividad que se producía en
la calle que había debajo. Desde aquella altura, los seres humanos no eran
más que gotitas de agua en una charca. ¡Resultaba asombroso pensar que cada
uno de ellos, aquel hombre que levantaba el cubo de la basura, el otro que
introducía su coche en un espacio del aparcamiento, todos ellos llevaban a
cabo una privada y diaria lucha contra todo el universo!
Cuando entró el doctor Eastman, Martin no se volvió.
—Tendremos que operar —oyó que Eastman decía con su tranquila y
autoritaria voz—. Indudablemente, debe haber una astilla, tal vez incluso más
de una. Como es natural, lo sabremos tan pronto como tengamos esas últimas
radiografías.
En la habitación reinaba un completo silencio. Martin, que aún seguía en
la ventana, sintió que los ojos de todos se clavaban en su espalda. A las ocho
cincuenta llegó un técnico con las radiografías.
—Gracias, Mr. Poole —dijo Eastman con mucho formalismo.
Ahora Martin se volvió, mientras Eastman ponía frente a la luz las
radiografías. El cerebro parecía una talla gris y blanca en la placa. Semejaba
un cuadro de arte moderno. Durante un largo minuto o dos, Eastman estudió
la radiografía, mientras Mr. Moser, intrigado y preocupado, avizoraba por
encima de su hombro.
Al fin, habló Mr. Moser.
—¿Y bien, doctor?
Eastman se mordió los labios.
—Resulta algo desconcertante, muy desconcertante…
—¿De qué se trata?
—No hay nada. A menos…
—¿A menos qué?
—Bueno, no hay astillas. O, por lo menos, no las veo.
De la garganta de Martin surgió un extraño sonido, en parte sollozo y en
parte carcajada. Resultó casi inaudible, pero Eastman lo oyó. Levantó la vista
y se fue de prisa.

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«Así que tenía razón —pensó Martin—. Pero aún podía seguir existiendo
una infección, ¿no era así? Hicimos la operación con una asepsia completa,
aunque uno nunca sabe…»
Cuando la puerta se abrió y la paciente fue traída de nuevo, el pequeño
grupo se acercó otra vez a la cama. Eastman estaba silencioso. Los demás
aguardaban a que dijera algo.
Moser dijo con suavidad:
—Mi mujer está destrozada.
Eastman asintió.
—Lo sé.
—¿Qué sugiere ahora, doctor?
—Estoy pensando en que debemos hacer más radiografías… Debe haber
algo ahí… Sigo convencido de ello. Los ventrículos no están ampliados y…
—Mire esto —dijo Martin.
—¿Qué? —respondió Eastman con gran frialdad.
Martin encendió la linternita.
—La pupila… Reacciona. Y esta mañana creí que veía…
—¿El qué? —casi gritó el padre.
—Puede no ser nada…
—¿Qué es lo que vio? —preguntó Moser—. ¿Qué vio? —repitió.
—No estoy seguro. No quiero infundirle falsas esperanzas…
Pellizcó el brazo de la chica. Creyó ver moverse sus labios, pero no estaba
seguro. Se quedó allí, ora dando golpecitos, ora pinchando con cuidado, ora
presionando aquel delgado brazo blanco. Y durante todo aquel tiempo, sin
verlo, sintió que Eastman le contemplaba, ceñudo y desafiante.
Mr. Moser suspiró.
—Nada. Nada… —murmuró.
—No lo sé, siento… —comenzó Martin.
Lo que sentía era un reflejo leve, muy leve, en el brazo.
—No lo sé —repitió.
Y los labios de Vicky se movieron. Un ruidito, un estertor, un leve
gemido se produjo en torno del silencio que rodeaba la cama. Martin se
inclinó encima de la muchacha.
—¿Eres tú, Vicky? —susurró.
Los labios se movieron de nuevo, sin apenas tocarse el uno al otro.
—¿Eres tú, Vicky?
Los ojos se abrieron. Por primera vez en muchos días se abrieron a la luz;
durante unos breves momentos, permanecieron en blanco, pero luego pareció

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reunirse en ellos un sutil reconocimiento.
—¿Has estado enferma?
La muchacha asintió. Su cabeza apenas se movió sobre la almohada, pero,
inconfundiblemente, era un ademán de asentimiento.
—Te pondrás bien, Vicky.
La chica se quedó mirando a Martin. Forzó los ojos para comprender.
—Sí, así será. ¿Sabes que soy médico?
De nuevo asintió.
Martin creyó…, creyó que tenía el corazón en la garganta.
—Hay alguien aquí que quiere verte —prosiguió Martin en voz baja—.
Mira…
E hizo un movimiento para señalar a Moser.
Moser se inclinó sobre el otro lado de la cama.
—¿Es tu padre? —preguntó Martin.
Transcurrió un largo minuto.
—¿Es tu padre?
Los ojos de la muchacha se forzaron para enfocarlo. Toda la cara se
esforzó para volver otra vez allí, desde un lejano lugar. No se oía el menor
sonido en la estancia, ni respiraciones, ni un susurro, mientras los tres
hombres aguardaban, con sus rostros arrugados por la tensión.
Y, finalmente, en aquel agonizante silencio llegó una palabra, muy baja,
pero audible y clara.
—Papaíto —dijo.

Bob Moser agarró las manos de Martin.


—Estaba casi fuera de mí, doctor Farrell… Por amor de Dios, lo
comprende, ¿verdad? He sido muy duro con usted, ha sido imperdonable.
Pero trate de perdonarme… ¿Lo hará? No le olvidaré hasta el día de mi
muerte. Yo…, nosotros…, toda nuestra familia, no le olvidaremos jamás.
Tanta emoción, tanta gratitud, resultaban abrumadoras y opresivas. Martin
se fue de allí en cuanto se lo permitió la buena educación.
Eastman le interceptó delante del solárium.
—No me importa decirte, Martin, que ésta ha sido una de las peores
experiencias de mi vida profesional. Las cosas parecían estar tan mal, tan
mal…
—Lo comprendo —respondió Martin.

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—Lo siento, puesto que he sido muy injusto contigo. Sinceramente, lo
siento. Estaba equivocado y debo admitirlo…
El embarazo de aquel hombre causó desconcierto en el otro ser humano.
Y Martin se agitó nervioso.
—Todo va bien. Siempre y cuando todo acabe bien…
—¿Que acabe bien? Esa muchacha va a salir de esto. ¿Qué más cabe
decir? —respondió Eastman sonriente.
La luz brilló en sus gafas; sus dientes también relucieron en una amplia y
afable sonrisa.
—Olvidemos todo este asunto, Martin, y continuemos en el sitio en que
nos quedamos…
Martin empezó en voz baja:
—He estado pensando en algo, doctor.
—¿Sí…?
—En resumen…, lo que realmente quiero, a partir de ahora, es proseguir
solo… Ha sido una magnífica oportunidad ésta de trabajar con usted, y la
aprecio en lo que vale, pero, aunque tal vez sea cuestión de temperamento, sé
que trabajaría mejor solo…
—Martin, tendrás toda la libertad que desees… Es eso lo que me estás
diciendo, ¿verdad? Comprendo tu posición. Te doy mi palabra de que, a partir
de ahora, podrás hacer las cosas de la forma que más te guste…
Martin sacudió la cabeza.
—Gracias, doctor, pero ya he llegado a una conclusión. Aguardaré unos
cuantos meses hasta que usted encuentre a otro ayudante, eso por descontado.
Estoy seguro de que habrá más de una docena que llamarán a su puerta para
ocupar mi lugar.
—No digas tonterías… No dejes de ver más allá de tus narices, sólo
porque te encuentras resentido.
—No estoy resentido. Le he dado vueltas a esto desde hace ya mucho
tiempo, aunque no sabía que lo hacía…
—Pues se trata de una auténtica depresión, si es que no te habías dado
cuenta…
—Oh, sí que me daba cuenta… Pero tenía contrapuestas intenciones.
Siento que puedo arreglármelas por mí mismo…
—¡Estás cometiendo un grave error, Martin!
—Espero que no. Pero tengo que intentarlo. —Martin alargó la mano—.
Muchas gracias, de todas formas…

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Echó a andar por el solárium. Las sillas de ruedas se apoyaban contra las
paredes. Había un rico perfume de flores: los ramos hospitalarios eran
melancólicos, defraudando la verdadera naturaleza de las flores. Siguió por
unos corredores donde se veían camillas, y por el vestíbulo donde aguardaban
su admisión los visitantes.
El altavoz llamó apremiante:
—Doctor Simmons… Doctor Simmons…
«Ése es mi mundo», pensó.
Hazel Janos, vestida de blanco de la cabeza a los pies, subía los escalones.
Sus ojos se abrieron y brillaron cuando divisó a Martin.
—Creo que nuestra muchacha saldrá de ésta —le dijo con voz jubilosa—.
Ha hablado esta mañana y reconoció a su padre.
—Oh —gritó Hazel—. ¡Qué contenta estoy! He rezado por ella.
—Rece también algo por mí, por favor. He tomado una gran decisión.
Voy a dejar a Eastman y seguir por mi cuenta.
—Lo haré, pero no creo que necesite oraciones. Tiene el éxito escrito en
todo usted.
—¿De veras? Es extraño. No siento de esa manera respecto de mí mismo.
Y tampoco lo quiero, si eso significa que me he de convertir en otro Eastman.
—Usted nunca ha tenido esa apariencia. Posee una gran suavidad interior.
Durante un momento, la mujer miró abiertamente en sus ojos; luego,
enrojeciendo, se dio la vuelta como si se hubiera encontrado demasiado
intimidada.
Entró en el edificio a través de la puerta giratoria.
Martin siguió bajando los escalones.
A fin de cuentas, no iba a resultar tan fácil abrirse camino sin la
protección de Eastman. Pero había llegado el momento, como él mismo había
dicho, de intentarlo.
Y se sintió mucho más libre de lo que se había encontrado desde hacía
mucho tiempo.

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CAPÍTULO XV

Recordamos más de lo que creemos. Comprendemos más de lo que vemos


cuando ya hemos sido favorecidos con la comprensión. Años después del
hecho, un día las cosas se ponen en su sitio y decimos: «¡Ah, es verdad, es
verdad! Debo haber sabido, esto, en realidad, cuando tenía sólo cinco, o seis,
o siete años.» Parpadeantes, como sueños interrumpidos, las voces —
indignadas, gozosas, tristes—, suenan de nuevo detrás de las puertas cerradas
y más allá del césped, de repente, las miradas tiernas y secretas se repiten a sí
mismas en un paisaje a media luz, en el fondo de un escenario, detrás de un
telón de gasa.
La niña sabía que su madre era diferente de las otras madres, de las otras
personas. ¿Cómo? ¿Cuándo percibió, por primera vez, aquella vergonzosa
diferencia?
La niña sabía que su padre se había ido y que existía algo terriblemente
erróneo a este respecto. Creía recordar a una persona muy alta. A alguien que
se inclinaba sobre ella, que siempre estaba inclinado sobre ella, y que la cogía
y que la abrazaba. Había una estatua en una enorme casa verde, y los dos
estaban de pie delante de ella. También había un pequeño barquito de cristal,
que colgaba de un árbol de Navidad. Ella había alargado uno de sus dedos
para sentir los aguzados mástiles. Unas nueces doradas colgaban del árbol.
Había también unas grandes bolas de cristal, de color lavanda, tan suaves que
deseabas moverlas o incluso desmenuzarlas, una cosa así.
—No debes romperlas —le había dicho su padre.
Era él, ¿no es así? ¿Quién podría si no haber dicho aquello?
Los perros se habían acercado ladrando. La casa estaba llena de perros.
También había niños, algunas difusas muchachitas y un chico, bastante
gordito, que hacían alejar a aquellos perros saltadores. Pero ella se había
asustado y su padre —¿quién podía haber sido si no?— la había cogido en
brazos y le dijo que no se asustase.

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Preguntó a su madre acerca de este recuerdo, pero su madre lo había
olvidado. Su madre lo había olvidado todo, al parecer, y aunque siempre
respondía a las preguntas con mucha paciencia, sus respuestas nunca le decían
nada. Por ello, al cabo de algún tiempo, Claire dejó de preguntarle.
Un día, en la casa de una amiga, después del colegio, una anciana le dijo:
—¡Tú eres Claire Farrell! Conocí a tu abuelo. Era un buen doctor y un
buen hombre.
—¿Mi abuelo? No es médico. Está enfermo en casa. Pasa en la cama la
mayor parte del tiempo, o en el sofá del salón soleado.
—Me refiero a tu otro abuelo, niña. Tu papaíto era médico aquí también,
pero no se quedó durante demasiado tiempo.
En el cajón superior de un armario de la biblioteca, Claire encontró los
álbumes de fotografías. Algunos de ellos eran muy viejos, encuadernados en
terciopelo rojo con cierres metálicos. La gente que se veía allí era muy rara:
sus amplias faldas parecían pantallas de lámpara. Los hombres llevaban barba
y sus ojos eran muy solemnes. No pudo reconocer a ninguno de ellos.
Pero había otro álbum, uno negro con el lomo roto. Aquí, las páginas
estaban sueltas y algunas de las fotos se habían salido de sus esquinas. Se veía
gente más conocida: el abuelito, con el mismo aspecto que ahora, excepto que
su cabello aún estaba negro; y mamá, de niña, retorcida como ahora.
Resultaba extraño pensar que aquella muchachita hubiera tenido aquella
apariencia. Aquí aparecía de nuevo, mayor esta vez, con un vestido de fiesta y
un collar de perlas, al lado de otra muchacha sonriente, mucho mayor que
mamá y que no estaba retorcida. Claire llevó el álbum donde se encontraba su
abuelo, sentado en el salón soleado.
—¿Quién es esta bonita muchacha que está con mamá? Las dos se
encuentran de pie en nuestro porche.
—Es tu tía Mary Fern. Ya no solemos hablar de ella. No queremos pensar
en ella. Será mejor que no te preocupes de eso.
—¿Por qué? ¿Está muerta igual que la abuela?
—No, no está muerta, pero como si lo estuviese.
—¿Por qué?
—Porque fue muy mala. Hizo cosas muy malas.
—¿Qué cosas malas?
—Robar, por ejemplo. Coger cosas que no le pertenecían.
Cuando entró su madre, se mostró muy enfadada.
—No tienes que hablarle así a la niña, papá —dijo.
A Claire le pareció que temblaba.

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—¿Por qué no? Debe conocer exactamente la verdad.
—¿A los seis años?
—Tiene que acostumbrarse a esa idea. Cuando sea mayor, estará
preparada para ella.
—¡Nunca, lo oyes! ¡Esto es cosa mía! ¡Problemas míos! Yo soy la que
debe decidir lo que deseo que se sepa, y hablar acerca de ello, ya sea por
completo, o sólo en parte, o nada en absoluto. Y, por favor, no le digas nunca
más a la niña ni una sola palabra al respecto, papá. ¡Así tiene que ser
exactamente!
La vieja Bridget, que se encontraba en la cocina (pero, en realidad,
hablaba para sí misma, según Claire sabía; acostumbraba a murmurar en la
cocina: «¿Dónde está el cuchillo del pan, dónde lo he metido? Oh, qué
enferma estoy con estas pobres piernas tan reumáticas…»), la vieja Bridget
dijo:
—Sí, eso es lo que sucede cuando una se hace vieja y enferma. Nunca le
había hablado hasta ahora de esta forma a su padre.
No obstante, la mayor parte de las veces su madre era muy agradable con
el abuelito, incluso cuando éste estaba de mal humor. Tal vez compadecía
mucho a las personas enfermas, porque ella no había sido hecha derecha y
sabía lo que se sentía.
Cuando andabas detrás de ella, veías cómo uno de sus hombros era mucho
más alto que el otro, y cómo los ganchudos extremos de sus huesos surgían
por debajo de sus cuellos y pañuelos y, en general, de todas las ropas que se
ponía.
¿Por qué no tenía el mismo aspecto que las otras madres? ¿Por qué una
persona tenía que tener una madre como aquélla?
Pero hacía cosas que las otras madres no podían hacer. Sabía hacer
cualquier cosa con sus manos. Hizo un cobertor de retazos para la cama de
Claire, y flores de seda para el florero de la mesa del vestíbulo. También
cosió un traje «Tinkerbell» para que Claire lo llevase en Peter Pan. Era
blanco, ligero como una pluma, con cascabeles escondidos y tintineantes que
habían recibido de un sastre teatral de Nueva York. La maestra no hizo más
que hablar acerca del vestido de Claire. No debió haberlo hecho, como es
natural, pero dijo que era el mejor vestido de toda la clase. Algunas de las
otras madres no habían empleado otra cosa mejor que papel rizado. Los
sombreros de piratas tampoco les iban bien y se les caían.
Hoy era el último ensayo con vestidos. Todos se encontraban en el patio
de la escuela después del almuerzo, aguardando a que sonase la campana. La

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maestra estaba en los escalones y observaba a sus alumnas del primer grado.
Llevaba un vestido con florecillas. Tenía las uñas pintadas de rosa y un nuevo
anillo parecido a un botón de perlas, pero que, en realidad, era un anillo de
diamantes de compromiso. Se casaría el mes próximo en cuanto terminase la
escuela. Claire deseaba que Miss Donohue fuese su madre.
Entraron y se apresuraron a realizar el ensayo. La maestra les dijo que
había sido, prácticamente, perfecto. Claire se sintió muy hermosa y
despabilada, haciendo sonar sus campanillas. Y, de repente, cuando ya
estaban a punto de quitarse los vestidos, algo acudió a su cabeza, algo que
procedía de aquel tiempo tan alejado.
—Realmente vi una vez a Peter Pan —dijo—. Hay una estatua de él en un
parque de Londres, y fui allí una vez con mi padre.
Jimmy Crater se burló:
—¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡No existe tal estatua!
—Está allí y yo la vi.
—Eres una mentirosa.
—No lo soy. Pregúntaselo a Miss Donohue.
—Sí, es cierto —respondió Miss Donohue—. Peter Pan se encuentra en
Kensington Gardens. Es muy famoso. ¿Ahora, quién me ayuda a guardar la
decoración en un rincón seguro hasta mañana?
—Está allí —dijo Claire—. Ya te lo había dicho.
—Ah, siempre estás diciendo tonterías.
—No es así.
—Nunca has estado en Londres.
Un pequeño corro de aliados y enemigos se había agolpado alrededor de
Claire y Jimmy Crater.
—¡Yo nací en Londres! —gritó Claire triunfalmente—. Viví allí con mi
padre y con mi madre. ¡Debo saber dónde hemos vivido!
—Tú nunca has tenido padre —respondió Andy Chapman.
—Sí lo he tenido. Todo el mundo tiene un padre.
—¡Oh, sí! ¿Pues, entonces, dónde está?
—Esto no es asunto vuestro.
Bajo aquel vestido de «Tinkerbell», Claire sintió que empezaba a
acalorarse.
—¡No has tenido un padre, no has tenido un padre!
Claire les sacó la lengua.
—Estás loco, Jimmy Crater, porque te he derribado una vez. Soy más
grande y más fuerte; soy una niña, pero puedo tirarte al suelo…

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Jimmy cerró los puños, como si fuera un campeón de boxeo, bajando el
mentón. Andy, su aliado, se lanzó hacia Claire.
—¡Vamos! ¡Vamos a pelear! —se mofaron.
—No quiero pelear, pero lo haré si es preciso…
—¡Ah, estás asustada! No has tenido nunca padre y tu madre tiene una
ridícula apariencia, y esto hace que te asustes…
El puño de Claire golpeó a Jimmy en la nariz. Cuando éste cayó, las sillas
hicieron un gran estruendo. Andy empujó a Claire. Todos se cayeron, y el
traje de «Tinkerbell» se le rasgó por la espalda. Hizo un ruido como si la ropa
gritase.
Miss Donohue llegó corriendo.
—¡Chicos! ¡Oh, qué espantoso! ¿Qué ha sucedido aquí?
Claire se levantó.
—Mire —dijo—. Mire lo que me ha hecho.
Miss Donohue le hizo dar la vuelta. Sus dedos fríos se enredaron en la
prenda, en la espalda de Claire, tirando y alisando.
—Lo siento, Claire. Lo siento. Yo te lo coseré, querida, no saldrás así al
escenario. Te lo prometo. Claire, ¿dónde vas? No puedes irte, la clase aún no
ha terminado…
Pero Claire ya se había alejado. Estaba fuera del aula, fuera del edificio y,
al llegar a la esquina, echó a correr.
Las calles aparecían vacías. Las madres se encontraban dentro de las
casas, preparando la cena. Los padres estaban en el trabajo. Nadie la vería,
aunque llorase. Pero no estaba llorando. No quería llorar. La rabia la hizo
cerrar los puños. (Si Miss Donohue no los hubiese separado, habría derrotado
a aquellos mocosos.)
Emprendió el largo camino, que hacía con mucha frecuencia, pasando
ante las casas de sus amigas y aquellas otras que ella poblaba con parientes
imaginarios. La casa amarilla, con el seto de ligustro, pertenecía a su mejor
amiga, Charlotte, que estaba enferma en casa con un resfriado. Si se hubiese
encontrado hoy allí, hubiese ayudado a Claire en la pelea. La casa de
Charlotte era muy bonita, mucho más bonita que la suya. Algunas veces,
invitaban a Claire a comer el domingo. Tenían alfombras esparcidas en el
salón y en el vestíbulo y, después de la comida, el padre y la madre de
Charlotte las enrollaban y bailaban a los sones del fonógrafo. A aquello le
llamaban tango. El padre de Charlotte les decía que se lo enseñarían cuando
fuesen mayores.

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La casa de ladrillos, con el jardín de rosas, pertenecía a una anciana
señora que siempre estaba haciendo cosas con las flores. Llevaba un cesto de
paja y también sombrero de paja, siempre sonreía y saludaba a Claire y,
aunque era ya una anciana, era muy bonita. A Claire le gustaba imaginar que
aquella mujer era su abuela. Le agradaba pensar que iban a aquella casa el Día
de Acción de Gracias. Alrededor de la mesa, se encontrarían los tíos, las tías y
los primos.
Los Henderson vivían en la misma calle, enfrente de la casa de Claire.
Todas las fiestas del Día de Acción de Gracias, la madre de Claire miraba por
la ventana los coches que llegaban a casa de los Henderson, y decía:
—Cuánta gente ha venido este año…
Luego, se volvía y se sentaba a la mesa con el abuelito y con Claire.
Algunas veces, a Claire le gustaba ir a la cocina después de comer, para
que Bridget le sirviera un segundo postre, que solía ser muy bueno cuando
ella quería, lo cual no ocurría muchas veces. Mamá decía que Bridget estaba
chiflada porque la otra ayudante que tenía se había ido y tenía que hacerlo
todo ella sola. De todos modos, se estaba haciendo muy mayor y pronto se
iría a Florida, a vivir con su sobrina en un clima más cálido. Y entonces
tendrían que buscar otra criada porque, se lo pudiesen o no permitir, mamá no
cabía esperar que se hiciese cargo ella sola de aquella casa tan grande. Eso es
lo que decía tía Milly. Mamá afirmaba que podría hacerlo si no tuviese más
remedio. Siempre está diciendo que puedes hacer cualquier cosa que te
propongas. Tía Milly afirma que mamá es un portento, pero que se porta muy
dura consigo misma.
A Claire le gustaba mucho cuando tía Milly venía a quedarse unos
cuantos días. Tenía una agradable y cloqueante risa y siempre les traía,
además, regalos. Ahora se encontraba allí de visita, sentada con mamá en el
porche delantero. No había forma de entrar en casa sin verla. Por ello, se
deslizó a través de los arbustos, debajo del moral. Si la viesen, habría
discusión y toda clase de preguntas: ¿Por qué había salido tan temprano de la
escuela? ¿Por qué tenía roto el vestido? Su madre la regañaría, pero ella no
tenía la culpa. «Odio a mi madre», pensó Claire.
El moral parecía una pequeña casa privada con suaves y verdes paredes.
Podía uno sentarse allí y pensar, calmar aquella angustia de tu garganta hasta
que no tuviese ganas de llorar. Podías escuchar interesantes conversaciones en
el porche u observar cómo las hormigas construían su hormiguero. Ahora
mismo estaban haciendo uno, caminando en una larga procesión a través del
túnel que habían abierto. Cada una de ellas llevaba algo, una semilla o algún

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bicho muerto. Una arrastraba un trozo de hoja mucho mayor que ella
misma… Tío Drew siempre contaba que tenían unas estancias subterráneas al
final del túnel, donde guardaban su alimento y cuidaban a sus hijos. Afirmaba
que les llevaba muchos días construir todo aquello que, si uno lo deseaba,
podía destruirlo y aplastarlo con el pie en un segundo. Pero no debía hacerse
una cosa así. Pobres cosas…
—¿Claire, eres tú? ¿Qué estás haciendo? —le gritó su madre.
—Estoy sentada debajo del moral.
—Ya veo dónde te encuentras. ¿Pero qué estás haciendo ahí?
—Me dedico a observar a las hormigas.
—¿Hormigas? ¡Por todos los cielos!
—¿Por qué no? ¡Son mucho mejor que las muñecas!
—Sal de ahí, por favor… Dios mío, tu vestido de «Tinkerbell». ¡Está roto!
¡Y tienes la cara arañada! ¿Qué ha sucedido?
—He tenido una pelea con dos chicos.
—¡Oh, Dios mío! —dijo tía Milly—. ¡Estoy muy sorprendida! ¡Una
muchachita tan linda como tú!
—No, no, tía Milly —dijo la madre—. Claire, ¿me quieres decir de qué se
trata?
—No —contestó Claire.
Es por tu culpa, estúpida. Sólo por tu culpa…
—Ya sabes que no debes pelearte a puñetazos. Las chicas no hacen eso.
—¿Y por qué no han de hacerlo? ¿Por qué los chicos pueden hacerlo
todo? Eso no es justo.
—Pero tú no quieres ser un chico, ¿no es así?
—No. Quiero ser una chica que haga lo mismo que los chicos.
—Las cosas no funcionan de esa manera.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero no se puede evitar.
—Pues entonces no me gusta que sean de esa forma.
—No obstante, tendrás que hacerlo así. Crecerás y te harás bonita, muy
bonita. Y un hombre maravilloso llegará para hacerse cargo de ti. —Jessie
quitó a Claire el pelo de la frente—. Ven, que te pondré agua oxigenada en
esos arañazos.
Ella siguió a su madre hasta el piso de arriba. Las campanitas tintineaban
tristemente. Ningún hombre se estaba haciendo cargo de mamá, excepción
hecha del abuelito, y éste no contaba. No había ningún hombre, como el padre
de Charlotte, que bailase con ella. Esto se debía a que tenía una apariencia

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ridícula, ésa era la causa, tal y como Jimmy Crater había dicho. Los ojos de
Claire se le llenaron de lágrimas y esta vez sí comenzaron a correrle por la
cara.
—¡Ay! Me estás haciendo llorar con el agua oxigenada…
—No tiene nada que ver el agua oxigenada. Estás llorando.
—¡No estoy llorando!
—Sí estás llorando. ¿Es porque se te ha roto el vestido? Esto es algo
bastante malo, pero te lo arreglaré. Estará preparado para mañana por la
mañana.
—No voy a ir a la escuela mañana.
—¿No vas a hacer la representación teatral?
—No quiero hacer esa obra de teatro.
Su madre meneó la cabeza.
—No me creo eso —le contestó con cariño.
Si su madre se hubiera enfadado, Claire también lo habría hecho. No tenía
el menor temor. Pero la simpatía trae más lágrimas; ya había aprendido
mucho acerca de sus propias emociones. Se quedó allí con un peso en su
pequeño pecho, dolor en la garganta y picor en los ojos.
Su madre apartó la mirada. Pareció mirar a todas partes de la habitación:
al suelo, donde unas manchas brillaban mientras el viento movía las nuevas
hojas del arce que estaban ante la ventana; a las paredes y al techo; a todas
partes excepto a Claire. Luego, habló con idéntica y tranquila voz.
—No quiero ir mañana a ver la obra de teatro, ni tampoco a la excursión
campestre que harán después. Tengo muchas cosas que hacer en casa.
«Pero eso no es verdad —pensó Claire—. ¡Ella quería ir! No había hecho
otra cosa que hablar de aquello. ¿Entonces por qué?»
Su madre parecía estar pensando en algo, recomponiendo su pensamiento,
de la forma como lo hacía cuando decidía si comerían pavo o cordero, o si
Claire iría o no a casa de Charlotte. Permaneció silenciosa durante tanto rato,
que Claire, de repente, se mostró preocupada. ¿Tal vez se echaría su madre a
llorar? Se supone que las madres no lloran. Si las madres lloran, entonces
significa que ha ocurrido algo terrible y muy malo. Algo que hace que te
sientas perdida…
Al fin, la madre habló. Su voz resultó extraña, de ningún modo parecida a
sus voces corrientes, ya fuesen malhumoradas, apresuradas o, simplemente,
cuando le decía algo.
—Oh, lo has pasado muy mal, ¿has tenido un día muy terrible? ¿No es
así? ¡Lo sé, lo sé! Sé que para ti resulta espantosa mi apariencia cuando la

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comparas con las otras madres. Y no tienes padre. Ni siquiera puedes decir
que ha muerto, ¿no es verdad?, como los niños McMath, cuyo padre murió y
todos fueron al funeral, por lo que ya lo sabían…
Ahora se quedó mirando a Claire. La sujetó por los hombros y la estrechó
con firmeza.
—Pero te compensaré. Te lo debo y lo haré. No sé cómo, pero te juro que
lo haré.
Las palabras casi resultaron coléricas, pero Claire supo que su madre no
estaba enfadada. Sólo algo asustada. En cierto modo, resultaba como en
aquellas ocasiones en que su madre le colocaba unas vendas en los cortes que
se había hecho, y hacía las cosas muy bien, y era muy fuerte.
—Ven mañana a la representación —susurró la niña—. Quiero que vayas,
mamá.
—¿De veras? No tienes que decirlo si no lo sientes.
—Lo siento —repuso Claire—. Quiero que vayas…

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CAPÍTULO XVI

El resplandor del cielo entraba a través de la persiana y señalaba en las


paredes unas barras paralelas. El firmamento de la ciudad nunca estaba
auténticamente oscuro. La urbe nunca dormía de verdad. Un camión hacía
ruido con el cambio de marchas; un remolcador hacía sonar la sirena en el río;
las palomas aleteaban en el alféizar de la ventana. Martin miró el reloj. Eran
las cinco de la mañana y había puesto el despertador a las seis. Hacía mucho
tiempo que le sucedía aquello, el despertarse muy temprano, con la mente
preocupada y vigilante. Con suavidad, se deslizó fuera de la cama al aire frío,
estirando las mantas encima de los hombros de Hazel.
En la otra habitación, se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Una
pareja con trajes de noche salía de un taxi; la mujer llevaba largas y ricas
pieles. Durante unos momentos, mientras cruzaban hacia la acera, pudo oír
sus voces con claridad. Desde una casa de aquella formal hilera de viviendas
tipo siglo XIX, al otro lado de la calle, salió un hombre y subió a un coche.
Llevaba un maletín. Una mujer apareció en el umbral, despidiéndole. ¿Saldría
tan temprano, para asistir al funeral de algún pariente en Boston, o se
embarcaría para una aventura en Calcuta? El misterio de otras vidas, las
barreras entre ellas y su propia vida, las incertidumbres de todas las vidas, le
entristecían siempre a Martin, pero más aún en aquella hora de la mañana en
que todavía reinaba casi la oscuridad. Kann, el galo, salió de su cestito, se
desperezó y se acercó a Martin, frotándose contra sus tobillos formando una
curva en forma de S; luego se sentó para contemplarle con mirada
calculadora. Era como si aquella criatura sintiera sus tensiones. Sus ojos
brillaban, dos bombillas verdes implantadas en un ahumado pelaje; un día, un
niño había colocado el gatito encima de su escritorio, cuando era tan pequeño
que cabía en la mano de un hombre. Se inclinó a acariciarlo y el animal
ronroneó de placer. Luego, tras parecer ya satisfecho, se dirigió al dormitorio
y se tendió en la cama, a los pies de Hazel.

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La luz se volvió opalina en los bordes de las sombras. Desde donde se
encontraba, Martin podía apenas discernir la curvatura del brazo de Hazel y
su cabello extendido encima de la almohada. Era de un color castaño y tan
apacible como el mes de setiembre; pensó: «¡Era una mujer tan cálida, tan
completamente cálida! La mayoría de las mujeres tienen las manos y los pies
fríos, pero ella no. Su cuerpo poseía profundas curvas, templadas un poco al
gusto moderno: Muslos fuertes y rosados, grandes y firmes pechos, hombros
musculosos. ¡Cuántas generaciones habían tenido que pasar para producir
aquel vigor!»
Pero el resto de ella —espíritu, psique, o como se le quisiera denominar—
constituía una contradicción total. Sólo había que atraparla de improviso para
saberlo. «Inocencia —pensó—, algo tan intrínseco cómo las estrías de las
yemas de los dedos. ¿Ella no sabía lo voluptuosa que podía llegar a ser su
carne? ¿Cómo se la podría describir? ¿Como una persona sencilla? Le
producían gran placer las cosas pequeñas: Un paseo en bote por Central Park,
una película y un helado al salir. Eliminaba las preocupaciones de su vida. Era
muy reposada. En su presencia, se sentía que la gente era buena y el mundo
un lugar lleno de esperanzas.»
Y, sin embargo, no era feliz. Sus lágrimas, o, mejor aún, las huellas de sus
lágrimas, que siempre trataba de esconder, le perturbaban y, se sentía
obligado a preguntarle, aunque conocía la razón muy bien.
—No es nada —diría ella, porque tenía miedo a que él la dejase.
Deseaba que se casara con ella. Lo amaba: Sus brazos tan posesivos
cuando estaban tendidos juntos, los latidos de su corazón contra el pecho de
Martin… Ella le amaba.
Pero tenía escrúpulos. Le costaba mucho hacer lo que hacía si no creía en
ello, y, además, debía hacerlo a escondidas de su familia. Martin se había
encontrado dos veces con sus parientes. Lúgubremente, recordaba el ruidoso
hogar de unos inmigrantes en Flushing: Los padres; la hermana; Rudy y
Ernest, los hermanos mayores; y todos los demás hermanos y cuñadas, gente
honesta y hospitalaria, que se habían quedado francamente impresionados
ante aquel médico americano. Les gustaba. Pero eran también muy gazmoños
y no se mostrarían muy amables con la situación si lo supieran. No.
Rotundamente, no.
¿Por qué no se había casado con ella? ¿Por qué se estaba echando atrás?
¿Aguardaba aquel primero y viejo anhelo, aquella dulce obsesión? Pero quizá
la obsesión era algo de lo que fuera mejor prescindir. Cuatro años desde… Se
dirigió a la cocinita para calentar el agua del té; tras haber adquirido aquel

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hábito inglés por las mañanas, el té sentaba muy bien contra el frío húmedo de
los días como éste. En el frigorífico había un plato tapado con goulash,
sobrante de la cena de la noche anterior, y un platito de pepinillos sazonados
con eneldo. Hazel era una buena ama de casa, sabía crear un hogar. ¡Pero qué
extraños y deliciosos alimentos preparaba! ¡Qué calor reinaba en su cocina,
qué fragancia de rica sopa de col y olores a cinamomo del budín…!
En una ocasión, en cierta circunstancia, Martin le había dicho:
—El alimento es una forma de amor, como bien sabes…
Y ella le respondió:
—¿Y qué diferencia representa eso? Los psicólogos sólo ponen nombre a
lo que la gente conoce ya desde hace mucho tiempo.
La muchacha tenía una forma muy especial de llegar al meollo de las
cosas. En aquel momento, imaginó que aquello también constituía un rasgo de
Jessie, pero se percató de que, en Hazel, sólo era ingenuidad, mientras que no
ocurría de ese modo con Jessie…
—¡Qué hermoso es todo…!
Ésta había sido la observación que hizo Hazel la primera vez que la llevó
a su casa. Y había paseado alrededor de las dos habitaciones, mirándolo y
tocándolo todo. Quedó impresionada por sus libros y por el título profesional
de su padre, concedido en Edimburgo, escrito en latín y festoneado con sellos
y cintas. Había admirado el aguafuerte del Partenón, el cual, en un raro
momento de semiextravagancia, se había regalado a sí mismo.
—Estás poniendo demasiado agua a las plantas —le informó—. Eso pudre
las raíces. Ésa es la razón de que las hojas amarilleen.
Se acordaba de todo lo sucedido aquella primera vez. Ella sabía que la
llevaría a la cama. Lo aguardaba, pero también lo temía. Y él pensó, como
pensaba a menudo: Pobres mujeres. Uno siempre lo siente por las mujeres.
Tenía mucha ternura por Hazel y creía comprenderla con gran claridad. Era
una mujer que temía no llegar a casarse nunca, o tener que hacerlo con alguna
persona parecida a sus hermanos. Tenía miedo a engordar, a ponerse como su
madre. Miedo de vestir con demasiada elegancia o con demasiado poca; de
haber tenido una educación insuficiente y no saber música o no haber leído
aquellos libros que otras personas habían leído; de no poseer las virtudes de la
refinada clase media.
En Navidad, Martin trajo a su madre a la ciudad para una visita de una
semana. Las Navidades habían quedado siempre teñidas con un regusto
amargo desde la muerte de su padre y confió en animarla llevándola al

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resplandor de teatros y restaurantes. Una noche, llevó a Hazel al hotel para
cenar, y a su madre le gustó al instante aquella mujer.
—Es una muchacha que te haría feliz, Martin —le dijo.
Sí, su madre lo veía así… Últimamente pensaba que Hazel era
exactamente igual que su madre, excepto, pensó con tristeza, que, al
pertenecer a una generación diferente, era menos paciente. (Nunca le había
preguntado por Jessie o por lo que había ocurrido. Era una dama,
acostumbrada a no mencionar los temas penosos y a no desear oír nada acerca
de ellos.)
Un domingo de primavera, llevó a Hazel a casa de Tom. Y después, Tom
y Flo habían tratado también de aquel tema. ¿Por qué no se casaba con ella?
¡No vas a encontrar mujeres como Hazel en una esquina de la calle! ¿A qué
estaba aguardando? Pero se había defendido haciendo un chiste malo acerca
de Tom, que era húngaro igual que Hazel. No quería que nadie le sujetase,
como tampoco quería sujetarse él mismo.
Ciertamente, estaba haciendo las cosas lo suficientemente bien para
mantener a una familia, aunque no con esplendidez. ¿Pero quiénes, excepto
unos pocos en aquella sombría década, podían pensar en esplendores? Lo
hacía sorprendentemente bien. Su nombre aparecía cada vez con mayor
frecuencia en la pizarra de operaciones de «Fisk». Estaba adquiriendo un
auténtico renombre. Había hecho amistades con algunos hombres jóvenes;
jugaban a balonmano con él y corrían en bicicleta los domingos por Central
Park; le traspasaban algunos de sus pacientes, puesto que respetaban su
trabajo. Y también aprobaban sus honorarios, que eran mucho más razonables
que los de Eastman. Al recordar la adornada casa de Eastman, su despacho
con paneles circasianos de nogal y sus alfombras orientales, Martin sentía
cierta satisfacción. Su propio consultorio, en un edificio modesto en una calle
lateral, era de tipo funcional. No tenía excesivos costes que hacer recaer en
los pacientes. Tampoco le sobraba el tiempo para malgastarlo en cosas que no
fuesen enseñanzas, en buenas enseñanzas y en investigaciones. Dentro de un
par de años incluso necesitaría un ayudante, alguien que quisiera trabajar con
él en su sueño de fundar un instituto neurológico, aquel sueño imposible…
Tras beberse el té, regresó a la sala de estar, cerró la puerta del dormitorio
y colocó muy bajo el nuevo tocadiscos. Mr. y Mrs. Moser se lo habían
regalado en el aniversario de la operación de su hija, junto con las buenas
noticias de que la chica volvía a jugar al tenis.
Echó la cabeza hacia atrás, mientras que la luz del día empezaba a
juguetear con la canción del Magníficat de Bach. ¡Dios Santo, ser capaz de

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hacer todo aquello que habían dicho los antiguos maestros…! ¡Todo el
esplendor, la belleza, el amor! Uno lo deseaba, y a veces encontraba un
fragmento de ello, y luego lo perdía.
«Mi vida ha llegado a la mitad —pensó—. Tengo treinta y siete años.»
En el estante de libros situado al lado de su codo, se encontraba una
instantánea de Hazel, de pie delante de una mata de hortensias. Tenía en
brazos el hijo recién nacido de Tom y de Flo.
—Eso te favorece mucho, Hazel —le había dicho Tom.
Pero Flo había fruncido el ceño. Aquello significaba: «¡No turbes a esa
muchacha, por el amor de Dios!»
Con los ojos y oídos de la mente, recordaba aquel día: La poco elegante y
alegre casa colonial holandesa de Tom, con su desgastada marquetería, los
triciclos y sillas altas y todo aquel ruido. ¿Cómo no le causaría dolor, a él que
amaba el orden, la serenidad y la quietud?
En el parque, donde a veces paseaba con Hazel los domingos, un padre y
su hijito hacían navegar un barquito de juguete. Otros padres tiraban una
pelota entre gritos. Hubiera querido dejar de observarlos. ¿Aquello no se
llamaba machismo? ¿Un hombre no quería un hijo? Sí, sí, aquello era tan
viejo como el mundo… Pero una hija, una hija era… Y pensó de nuevo en
Claire. No había pasado una sola hora, en cualquiera de aquellos días, sin que
sus pensamientos se dirigiesen hacia ella. ¿Cuánto recordaría la niña de él? La
había perdido para siempre, se había ido al igual que Mary.
La música se detuvo. Con cuidado, volvió a meter el disco en su funda de
cartulina. «Estoy abrumado de soledad —pensó—. Completamente
abrumado.»
Hazel tosió. Eran casi las seis y ella debía levantarse para acudir al
trabajo. No era una de aquellas mujeres echadas a perder, de las que los
hombres tanto se quejaban, mientras contaban, en los vestuarios, cómo sus
esposas les regañaban cuando una llamada de urgencia les arruinaba una cena.
No, Hazel era fuerte, amable y duradera. Y en su carne también un hombre
podía encontrar el olvido que terminaba en consuelo.
¡A ella le gustaban tanto las bodas! Se sonrió a sí mismo. Le invitó a la
boda de su hermano; la ceremonia le había conmovido más de lo que
consideraba posible. La novia tenía diecinueve años y estaba pálida, al
principio, bajo su sombrero de lacitos, pero después se mostró rosada como
una chiquilla, y los ojos de Hazel se habían humedecido al pensar… Bueno,
ya sabía en lo que ella estaba pensando…

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—No tendrás problema con la palabra «obediencia» —había dicho el
sacerdote—, aunque se está poniendo muy de moda el omitir esto.
Él no tendría que forzar la «obediencia»: Hazel no necesitaba preocuparse
por ella. ¡Qué contenta se pondría! Y qué contento estaría él al ser lo que
nunca había sido: El donante. Donante, en primer lugar, de cosas materiales.
Y nunca, pensó, se habría vendido tan bajo. ¿Cómo olvidar aquellos duros
años, los miedos de su madre cuando llegaban las facturas? No, no era
venderse bajo aquella paz y calma que le brindaban. Podía ser donante de
aquella paz y de aquella calma. Algo pasó sobre él, una estupenda resolución,
la pureza de una esperanza.
Abrió la puerta del dormitorio. La plena luz del día se extendía ahora por
la cama. La cara de la mujer estaba medio enterrada en la almohada, pero le
oyó llegar y se desperezó, brindándole su encantadora y curvada sonrisa.
Martin apoyó su mejilla sobre aquel cálido y desparramado cabello.
—Despierta —susurró—. Despierta. Deseo preguntarte algo.

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CAPÍTULO XVII

El año mil novecientos treinta y siete fue el año más sombrío, cuando la
piedra llegó al fondo del pozo y devolvió un débil eco. Jessie estaba sentada
al escritorio, donde aparecían esparcidos balances bancarios, cartas de pago
de impuestos e informes de contabilidad. Oh, qué año más negro, aquel en
que el corazón de su padre dejó al fin de latir, y la fábrica «Websterware»,
después de tres cuartos de siglo de actividad, había tenido que cerrar sus
puertas…
Alzó los ojos de los papeles para descansarlos, puesto que se encontraba
en el despacho desde por la mañana. Una monótona lluvia invernal caía desde
un cielo sombrío, abriendo hoyos en el hielo roto y en la apelmazada nieve
del césped. Cuando la nieve desapareciese, la empapada tierra quedaría
expuesta como si se tratase de un fofo budín de color pardo. Aquél era ya el
quinto mes de invierno. El frío había llegado pronto, ¿pero cuándo no lo hacía
en aquella parte del mundo? Y pensó, mientras miraba al nublado día, que
junio no había llegado nunca a aquel lugar y que tampoco se presentaría de
nuevo.
Lugar donde he nacido, me has criado dándome frío. Tienes un rostro
muy extraño. Pertenezco a este lugar y lo conozco íntimamente (en Londres,
o en cualquier otro sitio, sólo he sido alguien que está de paso, un
observador). La gente de buen tono, al pasar por una calle de Cyprus, siempre
me mira, de forma considerada, al rostro y nunca permiten que sus ojos
caigan de lleno sobre mi joroba. Los obreros de la fábrica de mi padre se
quitaban a toda prisa la gorra y se volvían. Ahora están desempleados y no se
tocan ligeramente la gorra, ante mí, ciertamente, no. Me he atrasado en el
pago de los impuestos. Pero, realmente, no hay ninguna excusa. Con
depresión o sin ella, tanto Claire como yo nos encontramos en un aprieto.
¡Teníamos que haber salvado algo! ¡Cuántas veces le dije a mi padre, le
previne, que había que abaratar los costes para ponernos de acuerdo con los
tiempos! ¡Quién va a comprar vasijas de cobre, apropiadas para las cocinas

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aristocráticas, en unos tiempos como éstos! ¡Hubiera sido mejor que se
hubiera dedicado más a los negocios, en vez de preocuparse todos estos
últimos años por Martin y mi hermana!
Recuerdo la noche en que no pude resistir más. Le dije que no quería
escuchar ni una palabra más, y cuando siguió erre que erre, tiré una lámpara
al otro extremo de la habitación. Nunca había hecho una cosa así en toda mi
vida, pues aborrezco las cosas vulgares, pero lo hice.
A la mañana siguiente, mi padre me dijo:
—Espero que te disculpes…
Habían retirado ya los trozos rotos. Era una lámpara horrible, con una
diosa griega con una guarnición que le salía de la cabeza para el alumbrado,
muy fea y muy cara, como todo lo que poseemos. Cuando la vi rota y
esparcida por el suelo, quedé terriblemente avergonzada. Pero no quería
disculparme.
—No —respondí—. Estaba fuera de mí. Y también tú. Te dije que no
quería escuchar nada más acerca de Martin.
Al final, mi padre se quedó silencioso.
Lo siento por Martin. ¿No es esto extraño? ¿Sentirlo por él? ¿Sentirlo por
Fern? Pero supe lo que había entre ellos, lo supe desde el principio, ésa es la
razón. Lo supe cuando estaban juntos en esta sombría casa, en aquel rincón
cerca de la palmera de la maceta. Y lo supe de nuevo cuando paseaban por los
arriates de «Lamb House». No debían de saberlo, o incluso desearlo, pero yo
sí. ¡Aquellos ojos de mi hermana! Lapislázuli, como suele decirse. A fin de
cuentas, sólo unos ojos, y de haber sido castaños o grises, ¿hubiera
significado alguna diferencia?
De todas maneras, no hubieran ido bien las cosas entre Martin y yo,
aunque Fern no hubiese existido. Oh, habríamos seguido adelante, y nos
hubiéramos soportado durante toda la vida, ¿pero de qué habría servido? Soy
demasiado orgullosa para eso. ¿No resulta extraño, que una mujer de mi
apariencia se permita el tener orgullo? El orgullo es un lujo, ¿no es así? Pero
yo soy de este modo.
Sí, vertí lágrimas desde el principio, lloré de amarga vergüenza, de ultraje
y de soledad, incluso me desesperé: ¿qué haré con mi vida? No obstante, la
misma vida es un medio de responder a ello; el dolor pasa y otro problema
ocupará su lugar.
Así pues, no odio, pero tampoco amo ya. Que vivan y prosperen lejos de
mí. Ciertamente, mi hermana medra en su jardín inglés. ¿Y Martin? Hace lo
que puede con su carrera y, probablemente, lo está haciendo muy bien.

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Pero la niña… La niña es mía.
Al otro lado del vestíbulo, la tía Milly había estado trasteando con la
radio. ¿Cómo ocuparía su tiempo antes de que aquella cosa se inventara? La
cariñosa voz de Kate Smith la alegraba; Amos y Andy la divertían; las
tribulaciones del rey Eduardo y Mrs. Simpson la cautivaban. Ahora, no
obstante, desconectó el aparato y se acercó a la puerta.
—¿Aún no has terminado, Jessie? ¿Cuándo descansarás un poco?
—Tengo que acabar con estos cálculos antes de que llegue la gente de los
impuestos. —Sintió que una triste sonrisa contraía sus mejillas—. Vendrán
aquí, en vez de ir yo al Ayuntamiento, como hubiera hecho de buen grado.
Una deferencia hacia mi estado de tullida, supongo… O tal vez sea algo en
honor de lo que fueron en un tiempo los Meig.
La sonrosada cara de la tía Milly se llenó de arrugas.
—Jessie, deseo que me permitas ayudarte. Ésa es la razón de que tu tío me
haya enviado aquí esta semana, para ver qué cabe hacer. No podemos hacer
gran cosa, puesto que nos hemos visto alcanzados igual que todos los demás,
pero estoy segura de que podremos ayudarte en algo…
—No. Gracias, no, tía Milly. Tengo que valerme por mí misma. De todos
modos, una ayuda temporal no serviría de nada. Sólo me preocuparía el tener
que devolvértelo…
Sonó la portezuela de un coche y Jessie avizoró por la ventana.
—Ya están aquí. Son dos. Donovan, de la oficina de impuestos, y el calvo
de Jim Reeve, el nuevo alcalde.
—¿Quieres que me quede para ayudarte moralmente?
Jessie meneó la cabeza. Pobre tía Milly, si hasta sus criadas le daban
órdenes, ¿qué apoyo podía prestarle?
—No, querida. Puedes quedarte leyendo en el salón, No tardaremos
mucho…

—En resumidas cuentas, en la actualidad sus atrasos son ya de dos años


—dijo Donovan.
Tenía las plácidas maneras de todos aquellos que comen demasiado, pero
su voz no era tan apacible como lo había sido media hora antes.
—¡Supongo que no soy la única de la ciudad que se encuentra en estas
condiciones!
—Claro que no. Pero no hay nada que hacer con este caso…

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—Naturalmente —añadió Reeve—, hay muchas personas que son
insolventes en los malos tiempos. Pero, más pronto o más tarde, se ponen a
trabajar de nuevo, y son capaces de pagar. No obstante, en su situación…
Jessie se sentía desnuda ante aquellos hombres. El sudor empezaba a
acumularse en sus axilas y en las palmas de las manos. Cuatro generaciones
de Meig habían vivido en aquella casa y, durante todos aquellos años,
ninguna persona como aquéllas habían sido invitadas a sentarse en el salón.
Pero ahora, con la arrogancia de su situación de tres al cuarto, habían acudido
a hablar con ella y tenían los medios suficientes para confiscarle incluso la
casa… Y disfrutaban manifestándolo así, de eso no cabía duda… Donovan,
cuyas uñas estaban sucias, manoseaba inconscientemente el brocado del sofá
y soltaba los hilos. Jessie abrió la boca para reprenderle, pero se calló; de
todos modos, aquello ya resultaba horrible de por sí…
—No les permitiré que vendan la casa para cobrarse los impuestos —les
dijo, en vez de lo anterior.
Incluso ella quedó sorprendida.
—Realmente —comenzó Donovan—, hemos venido aquí para hablar con
buenos modos. No queremos discutir. Le aseguro que esto no es un placer
para nosotros.
—¡Claro que es un placer para ustedes! ¡No me embaucarán! Es lo más
divertido que les ha sucedido desde hace mucho tiempo… Pero permítanme
que les diga algo. Quemaré esta casa antes de permitir que se la queden. —
Tomó aliento—. No sonrían. Sé muy bien que seré encarcelada por
incendiaria. Pero eso no les ayudará mucho, ¿no les parece? ¿Y qué vale un
solar vacío en estos tiempos? —Se volvió hacia Reeve—. Oiga, sé que usted
le ha echado el ojo a esta casa. Le gustaría vivir aquí.
Reeve tenía un tic nervioso y ahora su ojo pegó un brinco.
—No sé cómo se le ha ocurrido esa idea… Yo nunca…
—Vamos, vamos. No malgastemos nuestro tiempo. Ésta es una ciudad
pequeña y todo se sabe. Sé que su esposa apetece esta casa. Pues bien…
ofrézcame un precio justo y su mujer la conseguirá.
Se produjo un momento de silencio. Donovan encendió un cigarro y
Reeve se quedó mirando el suelo.
Luego preguntó:
—¿Qué es un precio justo?
Su ojo se hallaba por completo fuera de sí y había enrojecido hasta la
coronilla.

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—Veintiocho mil dólares. Eso es lo que consiguieron los Critchley, en
esta misma calle. Su casa es gemela de ésta.
—Eso fue hace un año. Los precios han bajado mucho desde entonces.
—Veintiocho mil dólares —repitió Jessie—. Menos los impuestos
atrasados.
Entonces intervino Donovan.
—Se olvida de algo. Podemos embargar la casa para el pago de los
impuestos y sacarla a pública subasta.
Debe a Reeve algún favor, pensó ella al instante.
—¡Pública subasta! —respondió Jessie con ironía—. ¿Y espera que me lo
crea? Cree que conseguirá la casa por casi nada, ¿no es así? —Bajó la voz—.
Escuchen, mi bisabuelo dio empleo a la mitad de la gente de esta ciudad.
¿Dónde trabajaba su padre, Mr. Reeve?
Reeve sonrió levemente.
—En «Webster’s».
—¿Y su abuelo?
Reeve suspiró.
—En «Webster’s». ¿Y eso qué significa?
—Significa que usted no sería alcalde, ni probablemente hubiera llegado
mucho más allá del octavo grado si ellos no hubiesen tenido ese empleo.
Estaría arrancando patatas y no tendría la más leve oportunidad de conseguir
una casa como ésta…
Donovan sacó su reloj de bolsillo.
—Aún no hemos llegado al meollo de la cuestión.
Jessie respiró profundamente.
—Ahora voy a llegar a él. O me ofrecen un precio justo por esta casa, o
iré a los periódicos y les contaré que tiene usted un trato particular para
quedársela por los impuestos y comprarla muy barata. Entonces tendrá que
sacarla a pública subasta y obtendré un buen precio después de pagar los
impuestos. Y tendrá que explicar un montón de cosas…
Donovan volvió a guardarse el reloj en el bolsillo y se quedó mirando a
Reeve en una pregunta silenciosa. Jessie miró hacia la ventana, observando la
lluvia y escuchando su sediento gorgoteo por los canalones. «Tal vez no sea
tan mala cosa salir de aquí —pensó—. Excepto que, lo juro, no sé adónde
ir…»
Reeve prosiguió:
—Llegaré a un acuerdo con usted. Le daré veinticinco mil, descontados
los impuestos.

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—Veintiocho mil, Mr. Reeve. Lo toma o lo deja.
—Veintiséis mil, y está muy bien pagada.
—No es así, y usted lo sabe. Veintiocho mil, Mr. Reeve.
Reeve se levantó de la silla.
—Veintisiete mil y ni un céntimo más.
Jessie se percató de que había llegado tan lejos como era posible y pensó
con rapidez: «Bueno, sólo mil menos. No esperaba, de todos modos,
conseguir tanto cuando lo pedí. Así se hacen los negocios.» Tendió la mano.
—Pues, entonces, chóquela. Y que tengan buena suerte.
Tía Milly estaba temblando.
—¡Jessie, eres maravillosa! No he podido ayudarte, pero lo he oído todo.
Oh, a decir verdad lo he escuchado desde la puerta. Estaba tan preocupada…
No sé cómo te las has arreglado… Yo no hubiera podido hacerlo ni en un
millón de años.
—Ha funcionado porque eran dos. Obviamente, Reeve ha pensado lo que
he dicho acerca de la Prensa. Después de todo, se encuentra en una incómoda
posición. Corren rumores de que el cuñado de Donovan, el contratista que ha
construido la nueva escuela superior, les ha dado una comisión. Naturalmente,
no desean que los periódicos se metan en el asunto y lo demuestren. El
momento era el propicio, y mi estratagema ha dado buenos resultados… Eso
es todo…
—¡Estuviste espléndidamente furiosa, Jessie!
—Es verdad, estaba furiosa. Estaba medio enloquecida con tantas
preocupaciones, y enfadada además de preocupada. Eso es lo que sentía
cuando entraron, y por eso les he echado encima la caballería.
—Has estado espléndida —repitió tía Milly. Y añadió—: ¿Pero adónde
irás?
—Lo creas o no, no tengo la menor idea.
—¡Oh, cielos! —murmuró tío Milly. Enlazó y desenlazó sus gordezuelas
manos—. Tu padre… Sé que estaba muy preocupado por la forma como iban
las cosas, pero estoy segura de que nunca llegó a imaginarse que la fábrica
quebraría… ¡Y tu madre! Cuando pienso en ella, tan delicada y cuidadosa,
todo ello me trastorna… ¿No crees que ahora sí deberás pedir ayuda?
¿Aunque sólo sea por Claire…?
—Si quieres decir que me dirija a Martin, puedes ahorrarte las palabras.
Hicimos un acuerdo: un divorcio sin complicaciones a cambio de que no nos
viera nunca más…

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—Pero… —tía Milly la rebatió con escasa convicción—, los tiempos
cambian, y sabes que haría todo lo que estuviese en su mano por la niña; ya
sabes cómo la adoraba.
—Sí, y no pretendo que resurja de nuevo todo este asunto sólo porque
necesito dinero. Constituye un capítulo cerrado…
La voz de Jessie se quebró. Pensó: «Vaya un día terrible; sólo tengo
fuerzas para inclinar la cabeza y ponerme a llorar.»
Pero endureció de nuevo la voz:
—Tengo que ser independiente. Debo serlo…
—Una pregunta más. No sé por qué nunca quieres decírmelo… ¿Has
sabido algo de él?
—Al principio, sí, pero últimamente no.
—¿Sabes que se ha casado otra vez? Me enteré por auténtica casualidad a
través de una mujer que vive en la misma casa de apartamentos.
Jessie no respondió. Un punzante dolor, que durante mucho tiempo había
permanecido ausente, se extendió de nuevo por su pecho. Tía Milly encendió
otra lámpara, que proyectó una forma ameboide de luz amarillenta contra el
suelo. Los ojos de cristal refulgieron en la cabeza de ciervo de la pared y la
estancia vaciló tristemente.
—¡Dios mío, cómo odio esta condenada habitación! —gritó de repente
Jessie—. ¡Pensar que hemos pasado aquí la mayor parte de nuestras vidas!
—Estás abrumada, y eso es todo. Vamos al porche cubierto y respira un
poco. Luego hablaremos de lo que harás. —La clara vocecilla gorjeó
cariñosamente—. ¡La de cosas que has realizado con este porche! Parece que
brille el sol, incluso en un día así…
Los viejos muebles de mimbre y el suelo habían sido pintados. Una
alfombrilla redonda de color índigo, con bordes festoneados, aparecía en el
centro del suelo. En las ventanas colgaban unos cestillos con helechos. Un
jarrón de latón indio contenía agujas de tejer y lana. Aquella estancia poseía
una confianza atrevida y alegre que no tenía nada que ver con las modas;
dado que todo no era caro y sí del mejor gusto, parecía el sencillo refugio
campestre de una persona rica.
—Me alegra que hayas quitado aquellas deprimentes palmeras. Tío Drew
siempre decía que pertenecían más bien al salón de una funeraria. Y la
alfombrita es magnífica…
—La tejí yo misma. Algo tenía que hacer por las noches además de leer…
Tía Milly parecía pensativa.

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—¡Es muy distinta, Jessie! Original y brillante. Algo que pertenece a este
siglo. ¿Sabes qué quiero decir? ¡Creo que eres una artista, querida!
—Claro que no soy ninguna artista.
—¡Pues yo creo que sí lo eres!
Jessie cerró los ojos. Después de la agitación, le acometió el agotamiento.
No obstante, sus pensamientos siguieron girando y girando.
Al fin conseguiría algún dinero de aquella casa: sería una especie de
respiro. Pero no era ninguna solución permanente. Oh, si ella fuese un hombre
la habrían educado para algo… Pero al ser una mujer, y tullida —aborrecible
palabra, aunque los eufemismos no servían para mucho más—, se supone que
te quedarás en casa y que se harán cargo de ti. Sí, ¿pero qué pasaba si las
cosas no funcionaban de aquella manera? ¿Entonces qué? «Hubiera
administrado la fábrica mucho mejor de como lo había hecho su padre —
pensó—. De todos modos, no soy ninguna engreída. ¡Conozco demasiado
bien mis defectos! Tengo la lengua muy afilada y tiendo a ser tiránica. Deberé
vigilar esto. Pero sé que hubiera hecho marchar la fábrica mucho mejor que
mi padre. Sé manejar a la gente. No les tengo miedo, o, por lo menos, no tanto
como para mostrarlo. Y siempre he tenido muy buena cabeza para los
números.»
—Nunca me ha gustado esto. ¿Lo sabías?
Tía Milly había roto el silencio.
—Siempre lo sentí mucho por tu madre, pues, con lo alegre que era, tenía
que pasar los inviernos en Cyprus… Es sólo una ciudad industrial, perdida
entre granjas. Algo bueno si tienes alguna granja o trabajas en una fábrica,
pero, de otro modo, aquí no hay nada. Especialmente para ti, Jessie. Permite
que te hable con franqueza. Las pequeñas ciudades como ésta tienen una gran
estrechez de miras. Encasillan a la gente de alguna forma. Tú siempre has
sido la «pobre chica Meig». Y ahora sí que eres más pobre que nunca.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Creo que debes marcharte, eso es lo que quiero decir. Aquí, en Cyprus,
no tienes más que recuerdos. Y podrías prescindir perfectamente de muchos
de ellos.
Siempre surgía la perversidad en Jessie. A ella nunca le había gustado
aquel sitio, pero, a fin de cuentas, era su hogar, y se sintió obligada a
defenderlo.
—Tuvimos algunos años buenos antes de que muriera mamá. Te has
olvidado de ellos —afirmó con fuerza.

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—Lo sé, pero ya han pasado. ¿Sabes qué? Deberías marcharte a Nueva
York…
—¿Y qué voy a hacer en Nueva York? Contéstame a eso…
—Sobre todo, porque tío Drew y yo estaremos allí, y no te sentirás tan
sola. ¿Y sabes algo más? Creo que debes dedicarte a la decoración…
—¡Decoración! ¡Por el amor de Dios! ¿Crees que es tan sencillo? ¡No
puedo colgar una placa con mi nombre y esperar que venga la gente a llamar a
mi puerta!
—Claro que no. Pero posees un gusto maravilloso. Y para ti las
antigüedades han sido siempre tu violín de Ingres; has debido aprender un
montón de cosas…
—No tengo ninguna preparación. Posiblemente no podría…
—Podrías seguir algunos cursos mientras trabajas. Es algo factible…
—¿Y dónde encontraré clientes?
—Yo te iniciaré… Conozco a dos personas. Hay una tal Mrs. Beech que
posee una casita de veraneo en los Berkshires. Una habitacioncita como ésta
le gustaría mucho. También tengo una amiga cuya hija va a casarse. No es
que estén muy bien financieramente, pero sé que podrías decorarle su
apartamento sin gastar demasiado. —Tía Milly alzó sus dedos—. Ya tenemos
dos. Y, posiblemente, un tercero. Y esas mujeres te recomendarían a sus
amigas; así es como comienzan las cosas. Jessie, opino que puedes hacerlo…
De momento, Jessie no dijo nada. La idea era tan loca, tan atrevida, que
no podría responderse con alguna razón de peso. En el suelo, cerca de su silla,
Claire había dejado a medio hacer un rompecabezas de George Washington,
en Valley Forge. Pensativamente, Jessie lo estudió, y luego se inclinó y
colocó en su sitio una pieza de Mad Anthony Wayne a caballo.
—Tienes el dinero de la casa para empezar —la alentó tía Milly.
Era cierto. Y tal vez con una buena administración y mucha suerte, las
cosas funcionarían. Como decía tía Milly, ya se había hecho antes. No. No.
¡Era una locura!
—El mundo no me está esperando a mí, a Jessie Meig —comentó.
—El mundo no espera a nadie…
Aquello también era verdad… Ser dueña de una misma… ¡No tener nunca
que pedirle nada a nadie! ¡Imagínatelo! Ah, pero era una locura, algo
imposible…
—Será otro medio ambiente para ti, Jessie. La gente cosmopolita es
mucho más tolerante. No sería ninguna rareza, si eso es lo que te preocupa. La

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ciudad está llena de miles de círculos de personas de todas clases: extranjeros,
artistas, del viejo dinero y del nuevo, de todas clases…
Cierto. Cierto. Y también había muy buenas escuelas en la ciudad. De las
mejores. Con clases reducidas. Claire, en «Brearley» o «Spence». Había qué
alimentar aquella mente tan rica y atareada. Sería algo caro… ¿Pero para qué
valía la pena trabajar excepto para cosas así?
Aquí estaba la cola del caballo; luego otra pieza del tricornio de un oficial;
un botón dorado; un trozo de una cerca. Al cabo de unos cuantos minutos,
Jessie alzó la vista. Una particular clase de excitación cruzó por ella,
aferrándose tenazmente a su garganta.
—Sabes, tía Milly… ¡Me parece que tienes razón! Después de todo, no
tengo muchas otras cosas que elegir, ¿no le parece?

La última mañana se levantó temprano y se abrió paso entre cajas y


barriles hasta la cocina. Por última vez, preparó el café y, entre una especie de
niebla mental, aguardó a que el agua hirviese. En el alero de la ventana había
dos palomas, coloreadas de rosa con las primeras luces. Eran las aves
favoritas de Fern, pensó, con una especie de puñalada ante aquel recuerdo, y
se quedó allí escuchando sus arrullos hasta que, tras haberlas asustado un
poco, echaron a volar con un golpeteo débil y zureando.
Desde las granjas que se encontraban a más de medio kilómetro, un gallo
lanzó su solo de trompeta al sol y fue respondido por todo el campo que le
rodeaba con jubilosos y pomposos quiquiriquíes: ¡Contemplad el día!
¡Aquellos sonidos caseros tan antiguos, pacíficos y corrientes!
—Estoy a punto de llorar —declaró en voz alta—. Y eso no debe ser. No
puedo permitírmelo. Tengo que poner sentido y orden en todas las cosas.
¿Dios santo, cómo sabré que puedo hacerlo?
Por última vez, salió afuera para dar un paseo en torno de la casa. La
gravilla crujió; la húmeda hierba estaba fragante. Por encima de ella se alzaba
la torre con sus tallas que parecían de pan de jengibre, en estilo gótico
carpintero. El desván había sido vaciado de los restos de tres generaciones. La
mesa de billar del abuelo comida por la polilla, una mordida cestita de
mimbre para los cachorrillos y el bastón de paseo de su padre con el pomo
dorado, que utilizara en su apuesta juventud. Y también la fotografía de novia
de Fern, que su padre había arrojado allí cuando Jessie regresó a casa.
Entró de nuevo en la casa y se quedó un rato de pie ante la ventana
voladiza donde el sacerdote la había casado con Martin, aunque ella supiera,

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durante todo el tiempo, que aquello constituía un error.
¡Y él se había casado de nuevo! ¿Esta vez con una belleza parecida a
Fern? ¿Una mujer cuyo desnudo cuerpo pudiese adorar, sin ninguna piedad ni
estremecimiento? ¿Y qué había de Fern, a la que, ciertamente, había adorado?
¿Quién la amaba ahora? ¿La amaría él aún? Y si así era, ¿entonces por qué…?
¡Maldita sea, ya tengo bastante de todo esto! ¡Así no vas a ningún sitio,
Jessie! Algunas cosas son para ti, y otras no. ¿Aún no has aprendido eso?
Las seis. Subió despacio las escaleras. Delante de la puerta de Claire había
una caja con libros, con unos patines de hielo y una raqueta infantil encima.
Un terrible y loco pánico se apoderó de ella. ¿Y si le hubiera ocurrido algo a
aquella chiquilla? ¿Y si se hubiese muerto durante la noche? ¡Oh, Dios mío!
Empujó la puerta y entró.
Las largas piernas de Claire habían estirado la manta hasta el extremo más
alejado de la cama. ¡Normal! ¡Alta, derecha y perfecta! Gracias al cielo, no
había heredado aquella aflicción de su madre, pero sólo había sido un cálculo
equivocado de la Naturaleza. Como un elefante albino.
La manecita se agarraba a un extremo de la funda de la almohada. ¡Como
una chiquilla tan vigorosa, curiosa y determinada cual era! No resultaba tan
fácil criarla. Constituía un auténtico tesoro. «Lo tendría todo —pensó Jessie
—, todas las alegrías, vestidos, bailes, enamorados y viajes a las estrellas. Y
todo procederá de mí. Maldita sea si no soy capaz de hacerlo…»
Se inclinó sobre la niña y la tocó en el hombro:
—Vamos, querida. Ya es hora de levantarse. Tenemos que irnos…

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CAPÍTULO XVIII

Desde su sitio en la mesa del desayuno, Claire no podía ver el patio


trasero, pero sabía que la pequeña forsitia había extendido sus débiles
filamentos amarillos por todas las vallas de madera, entre las Avenidas Park y
Lexington. En su propio patio, algunos jacintos esparcidos, restos de lo que
debía de haber sido un lujuriante jardín, habían aparecido entre la dura tierra.
Los gorriones piaban y luchaban. Se hacían cada vez más estridentes a
medida que la primavera se aproximaba.
Jessie bromeó al otro lado de las tostadas y los cereales.
—Algún día me gustará ser dueña de todo el patio, construir una terraza y
plantar árboles. ¡O, qué joyas son esas hermosas y antiguas piedras de
arenisca! ¡Mira esas baldosas! Ya nunca verás trabajar de ese modo…
Unas baldosas azules cubrían la pared de la chimenea. Un instrumento
musical aparecía pintado en cada una de ellas: violín, flauta, tambor o cuerno,
diez en total, antes de que el modelo se repitiese. Claire las había contado.
—Portuguesas —comentó Jessie—. El hombre que era dueño de esta casa
antes de que el Banco redimiese la hipoteca, era crítico musical o profesor,
según creo. ¡Pobre hombre! —Suspiró—. Esta habitación debía de ser su
estudio.
Cada día, Jessie daba una vuelta por allí y admiraba las cosas: los techos
de tres metros, los postes de la escalera de piña americana, los suelos de
madera.
—Esta casa fue construida con mucho cariño —afirmó.
A Claire la aburrían tantas preocupaciones por la casa. La única cosa que
realmente admiraba era el estante giratorio del montaplatos, por el que las
comidas se sacaban de la cocina. Comían en el tercer piso, puesto que el
comedor estaba ocupado por el negocio.
Jessie reflexionó ahora:
—Es divertido. Tuve que pagar tanto por esta casita como lo que
obtuvimos por la casa grande y por todo el terreno que tenía detrás. Debes

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saber que he estado pensando en alquilar una tienda apropiada cerca de la
Avenida Madison. He visto una bastante barata. Y el negocio, realmente,
necesita más espacio. Entonces tendríamos toda la casa para vivir en ella.
Suspiró de nuevo, pero aquella vez se trataba de un suspiro de
satisfacción.
—¿Conoces a Mrs. Brickner, esa que viene con el pequinés? Desea que le
decore un apartamento en Palm Beach. Las cosas no han ido muy mal para
nosotras, ¿no te parece?
Y, sin esperar una respuesta, Jessie cogió el New York Times.
—No es muy educado leer en la mesa, pero el desayuno es algo
diferente… —explicó.
Claire esperaba que dijera esto, dado que hacía lo mismo cada mañana.
Aguardó a que su madre le tendiese la sección segunda.
—Aquí, puedes también leer. Debes saber cómo van las cosas por el
mundo, ahora que estás en el quinto grado. Sí, mira, aquí está otra vez el
anuncio de aquel almacén. Tal vez le pregunte al tío Drew qué opina. O a lo
mejor lo decidiré por mí misma y me lo quedaré. Estos malos tiempos no
pueden durar indefinidamente, ¿no crees? Y podría seguir adelante con un
préstamo a largo plazo y con bajos intereses. De todos modos, la gente que
acude a mí no parece estar sufriendo por los malos tiempos. Por lo menos ésa
es mi impresión.
El periódico crujió mientras iba volviendo las diferentes páginas.
—Sabes, muchas veces me despierto y, durante un momento, pienso que
han sido un sueño estos tres últimos años…
Claire no oyó el resto. Entre aquellos miles de negras letras de la página
abierta, sus ojos se fijaron sólo en unas cuantas, las que deletreaban un
nombre: Doctor Martin Farrell. Al principio, había unas cuantas cosas
aburridas acerca de unos discursos en la Academia de Medicina.
Luego aparecía una breve lista de nombres. El doctor Martin Farrell
sobresalía de todos los demás, ya que había sido impreso en rojo.
Aquel nombre nunca se pronunciaba en casa. No había pensado en él
durante un largo tiempo, no por lo menos desde que ya no había sido tan
joven. La imagen «padre» le había venido a la mente sin rasgos específicos,
en una especie de visión brumosa, de gran tamaño, con olor a tabaco y
sensación a lana áspera. Su concepto de «hombre», le vino, naturalmente, de
los hombres que conocía: amigos del padre, el director del colegio, el médico
y el dentista, con algo de tío Drew, una figura pálida que se sentaba mientras
tía Milly llevaba la conversación y que, en el restaurante, pedía la cuenta y la

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pagaba. Como es lógico, también estaba el abuelito, pero éste había muerto, y
ella sólo tenía seis años cuando muriera en su habitación del piso de arriba,
con tan acre olor. Así pues, éstos habían sido los modelos con los que había
construido a su «padre», y existía, en algún vago recuerdo, desde hacía mucho
tiempo, una vaga sensación de pérdida.
De manera subrepticia, pasó su mano por encima de la letra impresa:
doctor Martin Farrell. Debía de ser ése… No podía haber dos, ¿verdad?
—Son las ocho y cuarto —dijo Jessie, de repente, bajando el Times—, y
aún no te has terminado el desayuno.
Claire cogió la cuchara y comenzó a engullir los cereales. Algo se había
quedado fijo en su cabeza, algo tan duro y sólido que resultaba sorprendente
que no hubiera pensado en ello antes. Se bebió la leche y se puso el abrigo.
Jessie le enlazó su bufanda de tartán y la besó en la frente.
—Ten cuidado al cruzar —la previno, como hacía cada mañana—.
¿Volverás directamente a casa después de la escuela o irás a casa de Carol?
—Carol está constipada. Volveré directamente a casa —replicó Claire.
Se dirigió al piso de abajo. Desde la puerta principal, se veía la tienda, que
ocupaba todo el primer piso. A lo largo de una de las paredes se encontraban
unos estantes oscuros que contenían objetos brillantes: una cabeza de mármol
de Shakespeare, un reloj con esfera dorada, candelabros y una sopera de
porcelana con rosas azules pintadas. Trozos de hermosas telas estaban
extendidos como abanicos en el respaldo de los sillones. Se veían viejos
arcones tallados y muchas mesitas. También lámparas, cuadros y un sofá de
terciopelo carmesí. Todas aquellas cosas estaban en venta, excepto el
escritorio de su madre con sus rimeros de documentos y su teléfono. Tía
Milly y tío Drew decían que mamá era muy inteligente, y que resultaba
sorprendente lo que había logrado hacer en sólo aquellos tres años. Sí, su
madre era muy lista. Pero no estaba pensando en su madre.
Se apresuró por los escalones de la entrada, entre las dos urnas de piedra,
cada una con sus siempre-verdes, como si se tratasen de soldados de juguete
saludando muy tiesos. Bajo la ventana salediza había un nítido y pequeño
rótulo: JESSIE MEIG, Decoración interior. A Claire le continuaba preocupando
que el nombre de su madre fuese diferente al suyo. En ocasiones, la gente
preguntaba acerca de esto. Su madre decía que no tenía la menor importancia,
que aquí, en la ciudad, el divorcio no era nada que sorprendiera demasiado.
Claire sabía que esto era cierto. En el colegio, había otras muchachas cuyos
padres estaban divorciados, por lo que las cosas no resultaban como habría

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sucedido en Cyprus. No obstante, por alguna razón desconocida, todo esto la
preocupaba aquella mañana.
Siguió por la Calle 67, haciendo oscilar la cartera con los libros, llegó a la
escuela, se sentó en su pupitre y fue a comer como cualquier día ordinario.
Pero, durante todo aquel tiempo, no pudo contener una curiosa excitación.

El Metro se balanceaba y hacía estruendo. Nunca había viajado sola en él.


Había copiado la dirección del listín telefónico, se la había mostrado al
hombre de la taquilla y le dijeron que tomase la línea de la Avenida
Lexington, se bajase en la Calle 125 y luego anduviese dos manzanas hacia el
Este y otra hacia el Norte.
¡Menuda aventura! El hecho de estar sola e ir a alguna parte constituía ya
de por sí una auténtica aventura. Pensó en Boadicea, tan rubia y con corona,
que mandaba a sus tropas contra los romanos. Se acordó de una princesa
india, con sus gruesas trenzas negras tan brillantes como la cola de un caballo,
galopando entre el viento de la pradera hacia donde se alzaban las montañas
Rocosas.
De repente, destelló su propio reflejo en la ventanilla del otro lado del
pasillo. Con su verde falda de colegiala, que sobresalía por debajo del
dobladillo del abrigo y la bufanda de lana escocesa alrededor de su cuello, la
molestó comprobar que no tenía el menor parecido ni con Boadicea ni
tampoco con la heroína india.
¿Y si él no quería verla? ¿Y si tenía ahora una caterva de hijos y no le
habían dicho nada acerca de Claire? ¡Y también debería estar terriblemente
enfadado! Pero algo la impulsaba. Tenía la dirección tan firmemente fijada
que no necesitó leerla de nuevo. La intrigó, cuando subió de nuevo a las calles
en aquella sublime tarde, que todas las personas que se veían fuesen negros.
Tanto los niños que se dirigían a sus casas desde el colegio, como las madres
que llevaban la cesta de la compra, todos eran negros. No parecía encontrarse
en Nueva York.
Pero siguió andando con brío, encontró la dirección correcta y se aseguró
ya por completo, cuando vio un letrero en la ventana del primer piso: Doctor:
M. T. FARRELL.
Llamó al timbre y un hombre negro alto, con rizado pelo negro y bata
blanca, le abrió la puerta. Pareció sorprendido.
—Busco al doctor Farrell —le dijo Claire.
—Yo soy el doctor Farrell. Entra.

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Claire no estuvo segura de lo que debía hacer a continuación, pero declaró
con la mayor educación posible:
—Estoy buscando a mi padre, al doctor Farrell.
El hombre sonrió.
—Vaya, me parece que no has ido a parar al lugar más apropiado.
¡Tanto trabajo y energía como había desplegado y se encontraba ahora
con esto! Y todo su valor y toda su energía se le disiparon como un globo
cuando se le quita el aire.
—Siéntate —le invitó el hombre—, y veamos si podemos arreglar este
asunto…
En la reducida y vacía sala de espera se encontraban cuatro hileras de
sillas de madera, cada una de ellas apoyada en las respectivas paredes. Claire
eligió una silla situada en medio de la hilera. El doctor se sentó enfrente de
ella.
—Háblame de lo que te sucede —comenzó.
—Verá… No he visto a mi padre desde que yo tenía tres años y no estoy
segura de cómo debe de ser su aspecto. Pero se llama doctor Martin T. Farrell,
según creo. Me parece que la «T» es por «Thomas». De eso estoy
completamente segura.
—Pues constituye una coincidencia, ¿no crees? Yo también me llamo
M. T. Farrell. Pero mi nombre completo es Maynard Ting Farrell.
—Sólo miré en el listín telefónico, y allí ponía «M. T. Farrell».
—Sí, suelo emplear las iniciales, aunque no sé por qué… Pero siempre lo
he hecho. ¿Por qué no consultamos otra vez el listín telefónico? Tal vez
encontremos al doctor Martin…
Tenía una voz muy agradable. «La gente de color siempre tenía voces
muy bonitas», pensó Claire.
—Sí, sí. Éste debe de ser el doctor Martin T. Farrell. Está sólo cinco
líneas encima de mi nombre. Te lo saltaste al mirarlo…
Claire se rió nerviosamente, pero aliviada.
—He sido una estúpida, ¿no cree?
—Estúpida no… Tendrías mucha prisa o muchas cosas en la cabeza.
¿Dónde vives?
—En la Calle 67 Este.
—Mira, pues podías haber ido andando adonde realmente quieres ir. Se
encuentra sólo a siete manzanas de distancia de tu casa.
—¡Oh! —exclamó Claire.
—¿Sabe tu madre lo que estás haciendo?

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—¡Claro que no! Pero quiero ver a mi padre. ¿Se lo contará a mi mamá?
El doctor negro se la quedó mirando un momento.
—No —respondió cariñosamente—. No se lo diré a nadie. ¿Tienes una
moneda de cinco centavos para el viaje de regreso en Metro?
—Oh, sí, tengo mucho dinero… Me dan cincuenta centavos a la semana.
Mire, los llevo en el bolsillo.
—Está bien. Pues guárdalo muy bien cuando estés en la calle y extrae sólo
cinco centavos para el billete del Metro. ¿Por qué te quedas mirándome?
—Estaba pensando en lo agradable que es usted —le dijo Claire—, y que
parece chocolate con crema batida encima…
—Qué pensamiento más agradable, ¿verdad? Y tú me recuerdas todo lo
contrario: a vainilla con chocolate encima…
Abrió la puerta:
—Tienes que irte antes de que anochezca…
Desde la escalinata de entrada la siguió mirando:
—¡Buena suerte, buena suerte! —le deseó.
«¡Con qué personas daba una! —pensó Claire—. ¡Qué mundo más
extraño…! Un minuto antes te sentías perdida y con ganas de llorar y, al
momento siguiente, te encuentras ya tan bien…»
Los faroles de la calle se encendieron en el momento en que llegó Claire.
El crepúsculo era muy oscuro. Sintió miedo. ¿Qué ocurriría si se equivocaba
de dirección otra vez? El edificio de apartamentos tenía el mismo aspecto que
los muchos otros en que vivían sus amigas: Piedra blanca con un toldo verde
que llegaba desde la entrada al bordillo. Un portero con botones metálicos le
abrió la puerta y le indicó el camino.
La sala de espera, muy parecida a la de antes, se encontraba vacía. Pero, a
diferencia de la otra, tenía alfombra, cuadros, lámparas y revistas. Una dama,
con ondulación permanente, estaba sentada detrás de un pequeño escritorio.
Tenía aspecto de incomodada, con aquellas buenas maneras de las personas
que tienen prisa y las estás entreteniendo. Probablemente, estaba a punto de
marcharse a su casa. Claire avanzó en línea recta hacia la mesa de despacho.
—Deseo ver al doctor Farrell —le dijo, al mismo tiempo que contenía su
miedo.
—¿Tienes alguna cita?
—No. Se me acaba de ocurrir ahora mismo el venir aquí.
—Pues… —comenzó la mujer, con una profunda e indignada respiración
—, ¿de qué se trata?
—Es un asunto personal —respondió Claire.

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Mamá, a veces, decía aquello por teléfono.
—Lo siento, pero no puedo hacer perder el tiempo al doctor, a menos que
me digas que…
Claire reunió de repente sus fuerzas.
No me gusta esta mujer y yo tampoco le gusto a ella.
—Dígale, simplemente, que Claire está aquí… Seguro que él sabe quién
soy yo…

Él no había gritado, o dado un salto, ni tampoco la estrujó entre sus


brazos, lo cual representó un alivio. De todos modos, se le ocurrió que debía
de haber hecho una cosa así, aunque ella no lo deseara, sin que supiera el
porqué. Su padre hizo el ademán de levantarse y rodear la mesa del despacho,
pero luego había vuelto otra vez a sentarse, como si no fuese capaz de ponerse
en pie. La cara se le puso muy pálida. Claire vio lo blanca que se le había
puesto en comparación con su traje de color azul oscuro. Ahora había
enrojecido.
Desde el otro lado del escritorio, Claire le miró furtivamente. No deseaba
que pareciese que le estaba mirando. No quería encontrarse con sus ojos.
Había sido una sensación demasiado repentina, el encontrarse con sus ojos
cuando ella había entrado en la estancia. Sí, algo demasiado repentino. Así
que dejó de contemplarle, y miró con rapidez la pared llena de libros que se
encontraba a la izquierda. Tenía las manos juntas y retorcidas en el regazo y
sus palmas aparecían húmedas. Sacó un pañuelo del bolsillo y se las enjugó.
Él tenía mediana edad. Ni muy joven, como el padre de su amiga Carol, ni
calvo y agotado, como algunos de los otros padres de las casas donde iba a
jugar. Tenía un cabello muy bonito, castaño y fuerte. No llevaba gafas y
pensó que parecía de verdad un doctor. Tal vez se trataba de su corbata
oscura. Los médicos, al parecer, siempre llevaban ropa oscura; por lo menos,
así ocurrió con el doctor Morrissey, cuando ella tuvo la gripe y fue a visitarla.
Sí, tenía el aspecto de un médico, y el que estaba allí sentado era su padre, su
auténtico padre.
Al fin soltó casi un sollozo:
—¡Me he sentido tan asustada!
Él respondió en voz baja:
—Sí, sí, lo sé.
—No importa cómo te dejes ver por fuera, puesto que, por dentro, no
puedes hacer nada, ¿no es así?

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Él replicó con una pregunta:
—¿Sabe tu madre que estás aquí?
¿Por qué la gente siempre preguntaba eso, como si tu madre tuviera que
saberlo, o que le dijeran cada paso que dabas, cada palabra que hablabas o
cada bocado que te comías?
—No, he venido yo sola desde la escuela.
—¿Desde la escuela? ¿Vas a la escuela aquí, en Nueva York?
—Sí, claro que sí, desde el segundo grado. Ahora ya estoy en quinto. Voy
a «Brearley».
—¿Vives en Nueva York?
—Sí. Ya no teníamos dinero en Cyprus y vinimos aquí para que mamá
pudiese ganar algo. Fue al «Instituto Americano de Decoración» para
capacitarse.
Su padre sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Luego bebió un
sorbo de agua del jarrito que tenía encima del escritorio. La niña observó que
estaba muy conmovido. Pero no comprendía por qué debía estarlo.
—Háblame de eso —le dijo.
—Verás, el abuelito perdió todo su dinero y, cuando murió, tuvieron que
cerrar la fábrica y ya no pudimos seguir más en nuestra casa. Por eso, mamá
aprendió a ser decoradora y tío Drew y tía Milly le trajeron un montón de
clientes, y luego vinieron cada vez más. Tío Drew dice que es una mujer muy
inteligente.
Todas aquellas palabras que habían vivido durante tanto tiempo en el
interior de la mente de Claire, fueron pronunciadas ahora en voz alta con
cierta tristeza. No había sentido todo cuanto significaban hasta aquel
momento. Su voz tembló, mientras contaba toda la historia. Al mismo tiempo,
constituía algo placentero y dramático ser parte de una historia así.
—Tu madre debió haber recurrido a mí. ¿Cómo podía saberlo? Os habría
enviado dinero.
—Ella no lo hubiera aceptado.
—¿Cómo sabes eso? ¿Lo ha dicho ella?
—Nunca habla de estas cosas, pero yo lo sé de todos modos. A ella no le
gustas tú, ¿no es verdad?
Encima del escritorio había uno de esos pisapapeles, a los que les das la
vuelta y la nieve cae sobre una aldea, en la que se ve una iglesia blanca con
campanario. Su padre empezó a jugar con él, dándole la vuelta una y otra vez.
Luego prosiguió:

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—No, supongo que no. Y lo siento también, porque a mí sí me gusta ella.
Y yo te quiero mucho, Claire. Nunca he cesado de amarte y de pensar en ti,
cada día de mi vida. Todos los días —repitió, dejando el pisapapeles con
ruido seco, al tiempo que se la quedaba mirando directamente a los ojos.
Ella le devolvió la mirada.
—¿Entonces, por qué no vivimos juntos? ¿Por qué te fuiste? Lo he
preguntado una y otra vez y nunca me dieron respuesta, por lo cual dejé de
preguntarlo. Pero, realmente, alguien debió decírmelo.
Ahora su padre alzó la vista y miró a la pared, detrás de ella y por encima
de su cabeza.
—Lo más sencillo que puedo decirte es que la gente, a veces, cambia. En
un principio, confían en ser felices juntos. Luego descubren que cometieron
un error y que no son felices, por lo cual lo mejor es que cada uno siga su
propio camino.
—Ésa no es toda la historia —respondió Claire con impaciencia, sintiendo
que salía de ella aquella antigua indignación—. No me has contado nada en
realidad…
Su padre suspiró.
—Tienes razón, no lo he hecho.
—¿Y por qué no?
—No me gusta decirlo porque pareces tener mucho más de diez años,
pero…
—Diez y medio…
—Diez y medio. Tal vez aún no estés preparada para entenderlo. A veces
ni yo mismo me acabo de comprender…
—Me parece que sé por qué. Porque mamá es… Porque es jorobada.
Porque tiene ese aspecto tan lastimoso no has querido vivir más con ella…
Su padre se levantó del sillón.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! No puedo impedir que pienses lo que quieras, pero no
debes pensar eso de mí. Nunca, Claire. Nunca. Tu madre es una mujer
maravillosa, y sabía cuando me casé con ella que…
—Pues será a causa de que deseabas ser un doctor famoso. Ése fue el
motivo de que te marcharas…
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?
—Nadie. Sólo he tratado de imaginar cómo ocurrieron las cosas…
—Bueno, pues eso tampoco es verdad. Además, no soy famoso.
—Tía Milly dice que casi lo eres. Afirma que lo serás algún día.
—¿Tu tía Milly habla de mí?

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—Sólo cuando mamá no está. Una vez fuimos juntas a ver una película, y
luego a «Hick’s» a tomar un refresco, y tía Milly comentó que resultaba un
error ocultar las cosas a una niña, y no hablar nunca acerca de ti, como si no
tuviera padre y nunca hubiera tenido uno. Dice que es erróneo conservar tanto
odio.
—No es cuestión de odio. No es una cosa tan sencilla.
Su padre se dio la vuelta y permaneció frente a la ventana, lo cual
resultaba raro, puesto que no había nada que ver en el exterior, excepto un
patio y paredes. Y, además, ya todo estaba ahora oscuro. Luego se percató de
que estaba llorando.
—¿Estás llorando? —le preguntó.
Y cuando se volvió para mostrar que sus ojos estaban húmedos, sonrió y
dijo:
—Es normal que un hombre llore algunas veces, compréndelo. No es nada
de lo que tenga que asustarse.
Y luego se acercó a ella y puso su mejilla en su cabeza. Claire estaba
sentada muy rígida. Su padre musitó algo y ella sintió el cálido aliento en su
cabeza.
—Confío en que no estés muy triste por todo esto.
—Oh, no. Me refiero a que no es la peor cosa del mundo eso de que te
fueras… Ha sucedido a algunas de mis amigas, y están la mar de bien. Sólo
que, a veces, ya sabes, me da mucho que pensar la vida. Me suele ocurrir, por
lo general, cuando, a partir de las cinco, me preparo para la cena. ¿No resulta
raro? Luego las cosas me empiezan a dar vueltas en la cabeza y me siento mal
durante un rato. Mamá dice que pienso demasiado. Tal vez sea así…
—Dime…, ¿recuerdas algo de cuando vivíamos juntos en Inglaterra?
—No mucho. Sólo algunas cosas raras, aquí y allá. Recuerdo que, por
Navidad, me regalaste a Reginald. Estábamos en una casa, no en la nuestra,
porque tenía escaleras. Me llevabas encima de los hombros y me regalaste
una muñeca con vestido de lacitos. Me dijiste que era de parte de Santa Claus.
Entonces creía en él… Sin embargo, no sé cómo, pero sentí que aquel regalo
no procedía de él. Eras tú el que me lo dabas.
—Le pusiste de nombre Reginald…
—Sí. Y había un hombre…, supongo que lo habían invitado a la cena de
Navidad, y se reía cuando le conté el nombre de mi muñeca. Me respondió
que Reginald era nombre de chico, y que no la podía llamar así. Pero tú me
dijiste que lo podía hacer, si era ése mi gusto…
—Lo recuerdo…

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—Me pregunto qué casa era aquélla. Había niños allí, mayores que yo en
aquella época. Me parece que uno era un chico. Y debía de tratarse de una
casa en el campo, puesto que afuera había mucha nieve…
—Sí, nevaba…
—El comedor estaba abajo, y el árbol de Navidad se encontraba en el
vestíbulo —prosiguió, con orgullo, Claire.
—Sí. Sí, así era. Me asombra que puedas recordar todo eso.
—¿De quién era aquella casa?
Su padre respondió despacio:
—Pertenecía a tu tía, Mary Fern.
—¡Pensé que debía de ser así! Es la hermana de mi madre, ¿no es verdad?
¿Y por qué eso es también un secreto? ¿Por qué mamá no responde a ninguna
pregunta que le hagan acerca de su hermana?
—No puedo ayudarte, Claire. Lo siento.
—Yo deseaba tener una hermana. Aborrezco ser hija única. Muy pocas de
las personas que conozco tienen un solo hijo.
Su padre respondió en voz baja:
—Tienes un hermano.
Asombrada, gritó:
—¿De veras?
Y, al seguir la mirada de su padre hacia una foto que estaba en un estante
de la biblioteca, cerca de la ventana, vio una mujer que tenía a un niño en su
regazo. El niño vestía traje corto y sujetaba en la mano un pato o un pollito de
juguete.
—¿Es mi hermano? ¿Ese niñito?
—Sí, se llama Enoch, por mi padre… Tu abuelo…
Aquello era demasiado. Resultaba abrumador… Luego, Claire pensó en
algo.
—Sé cosas de tu padre. En nuestra casa, en Cyprus, la gente a veces me
contaba que fue un médico que vivió mucho tiempo allí Tanto el cartero como
nuestra criada Bridget me contaron también muchas cosas… ¿Ésa del retrato
es tu esposa?
—Sí. Se llama Hazel.
Claire consideró todo aquello.
—¿Cómo debo llamarla cuando vaya de visita a vuestra casa?
—Le preguntarás qué nombre le gusta más, ¿no te parece? Pero tal vez tu
madre no te permita que nos visites.

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—Iré de todas formas. Realmente, me he mostrado muy obediente todo
este tiempo, pero esto es algo diferente. Además, si tú quieres que yo vaya, te
obedeceré a ti. Tienes derecho a decirme lo que debo hacer, ¿no es así?
—Realmente, no, Claire.
—¿Y por qué no?
—Verás, porque… En realidad, no he hecho nada por tu educación hasta
ahora, ¿no te parece?
—Pues puedes empezar ahora…
—Oh, lo deseo mucho… ¿Hay algo que necesites? No tienes nada más
que decírmelo.
—No deseo ningún tipo de cosas… Mi madre me da un montón de dinero.
Bueno, un montón no, pero bastante… Cada vez que decora la casa de
alguien, se lo cuentan a sus amigos y luego los amigos la llaman a ella
también.
—Es realmente notable. Una mujer muy notable…
Se produjo un momento de silencio antes de que su padre hablase de
nuevo.
—¿Estás también interesada en cosas de decoración?
Pero era como si no le importase saberlo, y sólo lo manifestara para decir
algo cortés y rellenar un silencio.
—No. No me preocupo por chucherías así…
Él se echó a reír.
—¡Chucherías! ¿Por qué empleas esa palabra tan anticuada? Tu abuelo la
empleaba de la misma forma como lo haces tú ahora.
Orgullosamente, Claire afectó desenfado.
—Oh, no lo sé. Lo leería en algún sitio. Leo mucho. Acabo de empezar El
conde de Montecristo.
—Ah, vaya…
—Pero lo que más me gusta leer son cosas de ciencias. Hojas, bichos y
todo eso. Es mi tema favorito. Seré doctora…
—¿De veras? ¿Y cuándo has decidido eso?
—Oh —prosiguió Claire con el mismo orgullo desenvuelto—, hace ya un
año…
—Pero te casarás y tendrás hijos cuando seas mayor…
—No, si eso se interfiere con mi idea de convertirme en doctora. ¿Sabías
que todos descendemos de los monos?
—Sí, en cierto modo… No es realmente así, pero…

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Los pensamientos de Claire siguieron dándole vueltas y tuvo que
interrumpirlos:
—Dime, ¿crees en Dios? Mi abuelo sí creía. Incluso se enfadó cuando se
lo pregunté una vez. Pero no estoy muy segura de que mi madre crea también,
y me pregunto qué piensas tú al respecto…
—Mi opinión es que, cuanto más aprendemos del Universo, más tenemos
que creer en la existencia de cierto designio. No puede tratarse, simplemente,
de un accidente, ¿no te parece? En este sentido, yo lo llamo el plan de Dios, y
creo en ello. Pero no resulta lo mismo que el barbudo viejo rey con corona y
sentado en un trono.
—Un Dios antropomórfico —respondió Claire al instante.
Su padre parpadeó sorprendido.
—Lo leí en el Times y lo busqué en un diccionario. No creías que supiera
cosas así, ¿verdad?
—No, realmente no. Veo que tengo mucho que aprender acerca de ti…
—¿Sabes qué pienso ahora?
—No puedo imaginarlo. No permites un momento de reposo a mi cabeza.
—Estoy pensando en el reloj con ángeles dorados. Supongo que el hablar
de Dios me ha hecho acordarme de los ángeles. Llegó de Suiza. ¿Lo
recuerdas?
—Nunca lo he visto, Claire.
La niña enrojeció. ¡Qué estúpida! Cómo no haber pensado en ello.
Naturalmente, aquello había ocurrido mucho después.
—¡Lo siento! Fue el abuelito quien me lo compró para mi cumpleaños,
poco antes de su primer ataque al corazón. Estaba muy triste aquel año.
—¿De veras?
—Sí. Creo que estaba triste porque ya nadie le gustaba a nadie…
Su padre se quedó de nuevo silencioso durante un rato, y luego dijo de
una manera extraña:
—Sólo tienes diez años…
—Diez y medio. Lo has olvidado.
—Sí, sí. Diez años y medio… ¡Qué cautivadora eres, Claire! Siempre lo
has sido. Cautivadora…
Y se la quedó mirando.
Cuando el reloj del escritorio dio las seis campanadas, Martin pegó un
salto.
—Tu madre estará mortalmente preocupada por ti… Hemos permanecido
aquí sentados todo el rato sin pensar en que pasaba el tiempo. Vamos. Te

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acompañaré a casa.
Claire se puso el abrigo.
—No obstante, será mejor que no te acerques demasiado a la puerta…
—Me quedaré en la esquina y veré cómo entras…
Cuando se puso también el abrigo, se aproximó a ella y acercó la cabeza
de la niña a sus hombros. Luego dejó reposar de nuevo su mejilla en la cabeza
de ella. Por lo general, a Claire no le gustaban los contactos de aquel tipo,
aunque tampoco había tenido demasiados. Su madre, raramente, le daba más
que un beso de buenas noches, y Claire se había percatado hacía tiempo de
que la reluctancia de Jessie tenía algo que ver con que pensaba que la gente
no se mostraba muy complacida por sus abrazos. Así, aquélla fue la primera
vez en que conoció el sentimiento de darse cuenta de la emoción de otra
persona; resultaba algo más intenso que cualesquiera palabras que pudiesen
hablarse. Y se mantuvo muy quieta con la cabeza en los hombros de su padre,
hasta que escucharon el ruido que hacía el tráfico en la avenida. Luego, él la
soltó.
—Que Dios te guarde, Claire —le dijo.

Jessie se quedó mirando la oscuridad que había detrás de la ventana.


Claire aguardó. Tras la furiosa regañina preliminar, por haber llegado a casa
pasadas las seis de la tarde, con lo que su madre se había asustado hasta un
auténtico frenesí («¡Iba a llamar a la Policía!»), se sentaron las dos en la
habitacioncita de las baldosas azules, y Claire le contó toda la historia. Ahora,
con la boca seca y muy asustada, aguardaba la ira que provocaría y el
consiguiente castigo. Su madre apenas la había castigado hasta entonces, pero
tampoco Claire había hecho hasta ahora algo tan monstruosamente atrevido y
desafiante como aquello.
Jessie se echó a reír.
Primero, su boca se abrió con aquella especie de incredulidad que se
produce después de alguna broma particularmente tonta. Y luego empezó a
reír muy fuerte.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Dios mío!
Y a continuación:
—Supongo que no tengo auténtico derecho a mostrarme furiosa. Es lo
mismo que yo hubiera hecho…
¡Aquello no podía concluir de una forma tan sencilla! Sin embargo, los
latidos del corazón de Claire se hicieron más reposados.

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—¿Así pues, cómo es tu padre?
¿Que cómo era? Aquélla era otra pregunta que no se podía contestar,
como muchas otras que hacían los mayores: «¿Cómo te va por la escuela?»
«¿Qué haces últimamente contigo misma?» Pero se esperaba algún tipo de
respuesta:
—Me dijo que yo era «cautivadora»…
—¿De veras?
Por un instante, Jessie pareció complacida. Luego borró su sonrisa y
pareció de nuevo enfadada.
—¿Y qué opinas tú de él?
¡Otra pregunta que tampoco se podía contestar! Pero Claire pensó en algo:
—Creía que sería mucho mayor…
—¿Así pues…, tiene buen aspecto?
—Me parece que sí.
—¿Y de qué hablasteis?
—De muchas cosas. Tiene un hijo. He visto su foto.
—Comprendo…
—Se llama Enoch. Era el nombre de mi otro abuelo. ¿Lo sabías?
—Sí, claro que lo sabía. Y supongo que querrás volver a visitarle…
En la voz de su madre se reflejó algo parecido al desamparo, algo lúgubre
y triste, como si se tratase de un eco. Claire alzó rápidamente la mirada, pero
Jessie seguía sentada allí como de costumbre, con las perlas reluciendo en sus
orejas y su echarpe de punto por encima de los hombros, y que se ponía todas
las noches, puesto que afirmaba que la casa estaba muy fría. La melancolía
rezumó como una sombra por aquella habitación.
—¿No me dejarás ir? —preguntó.
—Ya puedes imaginar que eso no me hace muy feliz. Pero, de todos
modos, harás lo que quieras.
—Deseo que no te preocupes demasiado…
Jessie no respondió. En lugar de ello, preguntó:
—Hace mucho tiempo que no hacías más que pensar en tu padre,
¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—No lo he sabido hasta ahora. Pero, obviamente, debía de haberlo sabido.
—Siento haberte asustado —dijo Claire—. Estuvimos hablando y nos
olvidamos de mirar el reloj.
—Bueno, la próxima vez hazme saber dónde estás, eso es todo…
Su madre se levantó.

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—Ya es la hora de bañarte, y tampoco has hecho tus deberes del colegio
—prosiguió Jessie.
Ya en la puerta, Claire se volvió en redondo.
—¿Mamá?
—¿Sí, Claire?
—No te preocupes. Te sigo queriendo…
—No me preocupo.
—Las cosas seguirán siendo igual. Esto no significará ninguna diferencia.
—Claro, querida. Ya sé que no…
Pero, naturalmente, ella no lo sabía. Y Claire, mientras subía la larga
escalera hasta su cuarto, tampoco lo sabía.
En realidad, las cosas ya nunca serían igual. Ya nunca más serían sólo
ellas dos.

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CAPÍTULO XIX

Martin apartó su silla de la mesa.


—Qué magnífica comida. ¿Ha sido bastante? —le preguntó a Claire.
El devastado asado dominical surgía en su salsa fría en el aparador, con
sus guisantes, batatas, sus panecillos de centeno hechos en casa y su budín de
manzana. Martin comía mucho, como lo había hecho su padre antes que él.
Tendría que vigilarlo.
—Estoy que reviento —comentó Claire—. Eres mejor cocinera que
nuestra criada, tía Hazel. Cocinas mejor de lo que pueda hacer cualquier
sirvienta…
Hazel sonrió.
—Si aún deseas llevar a Enoch al parque, Claire, será mejor que salgas
ahora mismo. Con este tiempo, se hace en seguida de noche y refresca mucho.
—Quiero ir al parque —exclamó al instante Enoch.
—Estoy dispuesta. Sólo tengo que ponerme el abrigo.
—Tienes todos los botones arrancados —observó Martin.
—No todos, sólo tres. ¿Cómo te has dado cuenta? Mamá siempre se
percata de ello, pero no creía que a ti te pasara lo mismo…
—¿Crees que soy tuerto de un ojo y que no puedo ver con el otro?
—Dámelos. Yo te los coseré —se ofreció Hazel.
Los tres observaron cómo cosía los botones. El suave pelo de Hazel le
caía por la frente. Se lo echó hacia atrás, alzó la vista hacia ellos y sonrió.
—Realmente, eres muy bonita —le dijo Claire—. Ya sabes que los padres
de mi amiga Alice están divorciados, y que la nueva esposa de su padre es
muy desagradable y que Alice la odia, pero yo sí que no te odio a ti…
—Eso es muy malo —respondió Hazel—. Me refiero a Alice, pero me
alegra el saber que no me odias.
—Se suponía que tendría que ponerme hoy mi abrigo bueno. Es de color
rosa, y tiene un cuello de piel gris. Mamá me hizo comprarlo, pero a mí no me
gusta.

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—Tu madre tiene un gusto excelente —replicó Martin—. Puedes aprender
mucho de ella.
—Lo sé, pero no me interesan las cosas así…, eso de las ropas y tener mi
habitación limpia y ordenada. Simplemente, no estoy interesada en ello.
—Aquí está. Ya lo tienes —dijo Hazel.
Cortó el hilo con los dientes.
—Ahora tienes mucho mejor aspecto. Pondré a Enoch su traje para la
nieve. Agárrale bien fuerte de la mano; se puede resbalar antes de que te des
ni cuenta.
—Confía en mí —la tranquilizó Claire.
—Le gusta venir aquí —comentó Hazel cuando se hubieron ido—.
Supongo que le hace gracia estar con Enoch. Me imagino que su casa estará
demasiado silenciosa —concluyó.
—Es posible que sí —respondió Martin.
—Realmente, tiene un carácter raro, Martin. Me refiero a que resulta
maravilloso… Tan… diferente.
—Es cierto.
—¿No piensas que te gustaría ver a su madre?
—No, en particular…
Hazel deseaba hablar de Jessie, sondear en lugares oscuros. La verdad era
que sí, que a Martin le hubiera gustado ver a Jessie, hablar con ella acerca de
Claire, descubrir por sí mismo si la herida ya había cicatrizado del todo. Sin
embargo, Jessie no deseaba verle a él.
—Será mejor que vaya a dejar en orden la cocina. ¿Te pondrás a trabajar?
—Sólo una hora antes de que empiece la «Filarmónica». Tengo que
comprobar los informes acerca de unos cuantos pacientes.
Se había reservado una habitación para él y para sus tesoros particulares:
su despacho, sus libros, discos y la pequeña radio en la que escuchaba los
domingos la radiación del concierto de la «Filarmónica». El resto de la casa
era de Hazel, constituía la parcela de su mujer en la que él no se interfería.
Había hecho con ella lo que había querido, y el resultado, si se lo hubieran
preguntado, Martin lo hubiera definido como algo acogedor: una cosa sin
gusto, pero también inofensiva. Había una serie de almohadones, cenefas,
colgaduras de colores turbios, que tendían a nublar también su humor. Rosas
desvaídos, que le recordaban las flores pasadas, y colores canela igual que
manchas poco frescas de té. En el pequeño estudio de Martin, las paredes eran
blancas. El oscuro suelo aparecía desnudo en torno de los bordes de una vieja
alfombra persa con diseños en oro y crema, como el sol en la arena. No había

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cortinas, para que desde su escritorio pudiese ver el cielo, y esto le confería
libertad y luminosidad a su corazón.
En la pasada primavera, alguien le envió flores de azalea en un tiesto de
madera. Los pétalos de color llama se habían caído, pero las brillantes hojas
medraban, y era seguro que volverían a llamear cuando llegase la estación.
Hazel la había cuidado. Tenía muy buenas manos para las plantas.
La tarde resultó tenebrosa y silenciosa. Miró hacia abajo, donde, tres pisos
más allá, los tilos estaban plantados en hilera a lo largo del bordillo, cada uno
de ellos encerrado con su pequeño cerco de alambre espinoso. Claire,
llevando a Enoch de la mano, acababa de cruzar la Calle 73 y se dirigía hacia
el parque. Los observó, a aquella muchacha alta y de cabello rizado y al
muchachito anadeante, hasta que doblaron la esquina. El pecho se le llenó de
ternura. ¡Que conocieran la gracia y la clemencia durante todas sus vidas! Su
carne era tan suave… Suspiraba por ellos. ¿Más por la muchacha que por el
niñito? ¡No, no! ¿Cómo podría hacerlo? Y, después de todo, son cosas que no
pueden medirse. Sus sentimientos eran muy distintos, ni más ni menos,
simplemente diferentes.
Sospechaba —siempre había estado seguro— que Jessie no se encontraría
muy a gusto con aquella nueva evolución de los acontecimientos… Confió en
que su resentimiento no fuese demasiado intenso. Sospechó que no permitiría
que Claire se enterase, si es que estaba de verdad resentida. De ninguna
forma, Claire nunca decía nada al respecto.
Claire se había invitado ella misma a aquella comida del domingo y
Martin le preguntó:
—¿No quiere tu madre que te quedes a comer con ella los domingos?
—Está constipada y debe permanecer en la cama por lo que, de todas
maneras, hubiera comida sola…
Intentó profundizar en sus relaciones, y concluyó que Jessie, pragmática
como siempre, se había ajustado a vivir con una buena chiquilla, pero de
carácter muy fuerte, más propio de un adulto. En resumen, Jessie sabía
cuándo estaba derrotada… Pero también era preferible llegar a un buen
acuerdo que tener que batir a Jessie, reflexionó ahora Martin, con un toque de
humorismo y mucho más que un simple toque de admiración. El mundo aún
no la había confundido. Profesionalmente, lo estaba haciendo muy bien,
Hazel le informó de que, en las reuniones de las auxiliares del hospital,
algunas de las mujeres habían mencionado el nombre de Jessie como si
estuviesen auténticamente impresionadas. ¡Un extraordinario vuelco de la
fortuna!

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Resultaba también extraordinario que, tras sus propios y desesperados
esfuerzos, sin ningún fruto, su hija, sin ningún acto o esfuerzo por su parte,
hubiera vuelto otra vez a él. ¡Qué hija más encantadora!
Su madre los había visitado de nuevo por su cumpleaños. Al encontrarse
con Claire por primera vez, no pudo contener las lágrimas.
—Es muy diferente a las otras, a las niñas de Alice —le había dicho a
Martin.
Y Martin le preguntó que en qué aspecto.
—Es difícil decirlo con exactitud. En unos sentidos, es más curiosa y muy
fuerte. Sí —repitió al cabo de un momento—, sí, muy fuerte.
Como Jessie había hecho, Claire diría cualquier cosa que le viniera a la
cabeza. Ya era así cuando sólo tenía tres años, recordó. (A los tres años,
Enoch era aún un bebé.) Estaba agradecido a que las cosas que se le habían
metido en la cabeza no causasen ninguna ruptura en su vida doméstica. Con
abierta simplicidad, Hazel la había gustado al instante, y Hazel, como alma
amorosa que era, también se había quedado prendada de ella. Hazel sería
especialmente caritativa, según ya sabía, a causa de que Claire era una
«víctima del divorcio», y porque su madre era una tullida. Hazel tendía a
pensar las cosas en forma de pautas. Pero resultaban unas pautas muy
amables.
Estaba agradecido a que, por la razón que fuese —lo más probable, por el
propio orgullo de ella—, Jessie no le hubiese contado nada a Claire acerca de
la verdad de su divorcio. Algún día, inevitablemente, supuso, ella lo sabría y
temía la perspectiva de quedar rebajado a los ojos de su hija…
¡Ah, veamos! Suficiente hasta el día de hoy, etcétera. Sacó su libro de
notas y un montón de informes. Habían situado un recordatorio al final del
libro. «Los Moser nos han invitado para la cena del viernes próximo. ¿Estás
libre? ¿Puedo aceptar?»
Sí, estaba libre, pero sabía que, aunque no lo hubiera estado, se hubiera
esforzado para que así fuese. Los Moser eran unas personas muy amistosas y
decentes. Eran todo gratitud. Vicky seguía con su buena salud. Martin había
recibido detalladas pruebas de su buen estado en cada una de aquellas
reuniones. Moser deseaba creer en el genio especial de Martin, una creencia
que era tan infundada como su primitiva negativa a confiar en Martin. Pero
resultaba difícil, si no imposible, cambiar la opinión de un hombre de leyes
respecto de un médico, una vez que ésta se había constituido. Y,
generalmente, se formaba a la luz de algo que hubiese leído en una revista

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popular o a través de la experiencia, probablemente mal entendida, de un
pariente o de un amigo.
—Un conocido mío tiene un hijo —había dicho Moser recientemente—
en Dayton, Ohio. Idéntica situación a como se encontraba Vicky después del
accidente. Y el cirujano ha hecho con él una carnicería. No es más que un
informe montón de carne, pobre muchacho. Una atrocidad…
—A veces —respondió Martin, sintiéndose obligado hacia el desconocido
cirujano que, probablemente, no habría hecho ninguna clase de carnicería—,
las cosas son del todo diferentes, compréndalo…
—No, no. Era la misma cosa… Eso sólo hace que me percate de lo mucho
que le debemos. Sí, fue la mano de Dios la que guió la de usted. Y nada de lo
que diga cualquier persona conseguirá cambiar nuestro modo de pensar.
Confiaba en que la cena se celebrase cerca de un hotel. Sería un largo
viaje el acudir a la casa de los Moser en Long Island, en una noche invernal,
tras haber trabajado durante todo el día. De todos modos, a Hazel le gustaba
ir. Naturalmente, no existía ninguna experiencia que tomar en comparación.
Atravesabas las grandes puertas de hierro, viajabas cosa de un kilómetro por
un camino de coches, entre inmensos muros de arbustos, y eras recibido por
un sirviente al final de una gran escalinata. Se abrían unas puertas dobles que
daban a un vestíbulo octogonal. Andabas encima de unas alfombras de color
pastel y a través de unas altas estancias, llenas de espejos y muebles con
brocados, pasabas delante de una pulida librería de caoba, cuyas estanterías
estaban atestadas de lujosos libros encuadernados en cuero y de trofeos de
golf de plata. A través de los marcos de las ventanas se veían terrazas que
descendían hacia el Sound, en la base de una poco profunda escarpadura.
—Se trata de una casa solariega inglesa —le gustaba explicar a Mrs.
Moser—. Isabelina. Tuvimos un arquitecto que era muy famoso por sus
diseños de tipo inglés.
Mrs. Moser procedía de Iowa, y se había casado con Mr. Moser mucho
tiempo antes de que se convirtiera en presidente de su compañía de utillajes y
tintes. Llevaba muchos diamantes, pero era una persona muy sencilla, que, en
cierto modo, se hallaba intimidada por su marido y el status de éste. Hazel se
sentía muy a gusto en su compañía.
Ahora, Martin empezó con el primero de aquel montón de informes, lo
leyó y escribió al margen algunas correcciones. Su mente seguía divagando:
demasiada comida, o tal vez el aminoramiento de las cosas propio del
domingo, tras una semana de actividades ajustadas al segundo y de comidas
ingeridas a la carrera. Su mente volvió a la casa señorial isabelina. Los Moser

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no hubieran reconocido una auténtica, o les hubiera gustado, de haberla
tenido. Se acordó de «Lamb House».
¿Por qué sería que los días en que estaba con Claire, eran aquellos en que
más pensaba en ella? ¿Eran tan parecidas? En los ojos no, puesto que los de
Claire eran oscuros. En ningún otro ser humano, había visto nunca un azul tan
puro y tan brillante. Pero había algo, cierto alegre movimiento de la cabeza,
algo en aquella chiquilla de once años que le recordaba que, después de todo,
pertenecían a la misma carne.
No, Martin, no.
En la cocina, Hazel estaba cantando.
«Oigo música cuando toco tu mano», tatareaba, y aquel sonido era muy
dulce, ligeramente melancólico, como ella misma. Su mujer deseaba que todo
lo que había entre ellos resultase perfecto. Por lo general, leía novelas y
revistas femeninas, pero, para parecerse más a Martin, se obligaba a leer
cualquier cosa que él acabase de leer, y le preguntaba después cosas para
discutirlo con su marido. Él se prestaba a ello, y encontraba que la mayor
parte de sus comentarios resultaban muy apropiados. A su mujer no le
agradaba demasiado la música, pero, de todos modos, le acompañaba a la
ópera y se había comprado un libro para aprender cosas de ese tipo. Estaba
convencida de que las otras esposas de médicos eran muy educadas, aunque él
le hubiese dicho que no era cierto y que, en todo caso, no tenía la menor
importancia, porque estaba satisfecho con ella tal y como era.
Lo que le gustaba realmente a Hazel era la vida doméstica, y la compañía
de mujeres parecidas a ella. Flo se había convertido en una amiga íntima, y
esto le complacía a Martin; le hubiera resultado muy duro, tanto a él como a
Tom, si sus esposas no se hubiesen gustado una a otra. Asimismo, también le
agradaba estar con su familia, en especial con su hermana Tess, a la que
Martin soportaba sólo porque se trataba de la hermana de Hazel. Tess era una
parlanchina incesante y su voz resultaba horrible.
Hazel llamó a la puerta. Siempre llamaba a la puerta cuando él se
encontraba trabajando, aunque le hubiera dicho que no era, realmente,
necesario.
—Pensé que debía recordarte que el concierto empezará dentro de tres
minutos. Estás tan atareado que te has olvidado de ello.
—Gracias. Pero no estoy tan atareado. Más bien sueño despierto…
—¿Y acerca de qué?
—Pues en que ha sido un año muy bueno…

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—Me alegro. Si quieres escuchar el concierto conmigo, me quedaré. Yo
tampoco deseo hablar.
Sus ojos eran inocentes, y contenían, con mucho, más inocencia que los
de Claire.
Él respondió cariñosamente.
—Sólo si lo deseas… No necesitas hacer las mismas cosas que yo. No me
preocupa el que no te guste la música.
—Trato de que me guste, Martin, para que así la compartamos juntos.
¡Trataba de que le gustara! ¡Mozart y Bach, con sus matemáticas
celestiales! La gloria y la paz, como dedos que acariciaban, como unas manos
apacibles.
—Muy bien —respondió.
Y encendió la radio.
Se escucharon unos ruidos y los crujidos de la corriente estática. Una voz
gangueó. Luego, se hizo más clara.
—A las siete y cincuenta y cinco de esta mañana, una gran fuerza de
aviones japoneses ha atacado las instalaciones navales estadounidenses en
Pearl Harbor, infligiendo grandes daños en la isla Ford, así como en la base
de la Fuerza Aérea, en Hickham Field. Las bajas son considerables.
—¡Dios mío! —gritó Martin.
—Un gran número de aviones ha quedado destruido en el suelo.
Sobrevolando Oahu, los aviones torpederos y los bombarderos han destruido
hangares, muelles y…
Hazel se llevó las manos a la boca. Siempre se tapaba la boca cuando
estaba asustada.
—Eso significa… —comenzó.
Se quedaron mirando el uno al otro y aquella pregunta quedó en el aire sin
respuesta.

Si se le pregunta a cualquiera que viviese en aquel momento, y que fuese


lo bastante mayor para recordar lo que estaba haciendo en aquel instante, y
dónde se encontraba cuando se enteró de las noticias, todos contestan con una
especie de temor reverencial en la voz:
—Nos encontrábamos camino de la playa.
—Acababa de sacar el asado del horno.
—Nos estábamos vistiendo para asistir a la boda de mi hermano.

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Y aquellas dos personas también recordarían el día que conmocionó al
mundo, que cambió el mundo para ellos, lo mismo que para sus compatriotas,
e incluso, para los hombres de todos los lugares del Globo.

Lo último que Martin vio antes de que apagara la lamparilla de la mesilla


de noche fue su uniforme, que colgaba en el armario entre sus sobrios trajes
de paisano. Aquellos trajes parecían ahora raros, como si se tratase de las
reliquias de la vida de otro hombre. Sintió que andaría torpemente con ellos,
si tuviese que llevarlos, y eso que sólo hacía medio año que se ponía a diario
su uniforme militar.
La habitación también resultaba extraña, aquella habitación en la que
habían concebido a su hijo y en la que, con los periódicos del domingo
esparcidos por la cama, y cálidamente abrigado, había yacido escuchando el
rumor del viento. «El hogar, para un permiso de sólo tres días —pensó—, era
algo peor que no venir en absoluto, para que no le recordara algo que ya se
había acostumbrado a no usar, y que no se sabía cuánto tiempo pasaría antes
de que pudiera tenerlo de nuevo» ¿O nunca? El último contingente médico
enviado a Ultramar había sido torpedeado en el Atlántico Norte. El joven
Prescott se había hundido con ellos, y por alguna razón —a fin de cuentas no
conocía muy bien a Prescott—, sin embargo, recordaba su rostro de una
forma muy vívida, gordezuelo y dulce, muy dispuesto a complacer y
preocupado al mismo tiempo Su mujer estaba embarazada de su cuarto hijo.
Desde el vestíbulo, les llegó un agudo grito. Hazel se incorporó y aguardó
a que el grito se repitiese, pero no fue así.
—Enoch está soñando —comentó.
¿En qué podría soñar un niño de tres años, aquel niño angelical, que ya
llevaba la ansiedad de su madre escrita en los ojos?
—Martin —susurró ella en la oscuridad—, ¿cuánto tiempo estarás en Fort
Dix?
—Querida, no tengo la más mínima idea…
—Pero se trata de una estancia provisional, ¿no es así?
—Hazel, por favor…
—Ya sé que se supone que no debes contarlo a nadie, y comprendo el
motivo, pero…
Se acercó a él. Sentía sus labios moverse contra su cuello.
—¿Martin?
—¿Qué, querida?

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—Estoy tratando de no llorar. Me avergüenzo de mí misma…
—Es bueno llorar. Además, tampoco os dejaré para siempre a ti y a
Enoch.
¿Qué edad tendría ya Enoch cuando regresara a casa? ¿Y Claire, cuyos
años en su compañía habían sido tan escasos? ¿Y en cuántas habitaciones, en
cuántas casas en todo este país, había hombres y mujeres tendidos y
despiertos aquella noche, retrasando la hora de la partida?
—¿Martin? ¿Te enfadarás si te pregunto algo?
—Claro que no… Dime lo que quieras…
—Es algo de lo que nunca hemos hablado. Realmente, no había pensado
en ello hasta ahora, pero en este momento…, me refiero a que vas a irte a
Inglaterra… No te voy a preguntar a dónde te diriges, pero parece posible, por
lo que uno lee, que te mandarán allí.
Él sabía lo que vendría a continuación…
—Supongamos que te envían a Inglaterra. ¿Querrás verla otra vez? ¿A
Mary?
Era la primera vez en muchos años que alguien pronunciaba ante él aquel
nombre en voz alta. Ahora, en la columna de aire donde la puerta entreabierta
dejaba que la luz del vestíbulo se introdujera a través de la oscuridad, de
repente, el nombre tomó forma y colgó de allí como con rasgos escritos,
coloreados, pensó, en una especie de verde plateado. Mary. Mary Fern.
—Ya sabes que todo eso terminó —respondió en voz baja—. Mucho
antes de que te conociera a ti. Y ahora estamos casados.
La estrechó entre sus brazos.
—¿No has estado en otro tiempo comprometida con otra persona? Y yo
nunca he estado celoso de ello, ¿no te parece?
No sabía por qué estaba hablando tanto. Charlaba y charlaba y aquello
resultaba absurdo.
Hazel respondió casi inaudiblemente:
—Realmente no. Pero aquello era diferente.
Claro que sí. Ambos sabían que lo había sido.
—Estamos casados —repitió con énfasis.
—Sí, lo estamos de verdad, ¿no es así?
Ella tomó su mano, mantuvo la palma contra su mejilla y la besó. ¡Con
cuánta suavidad! ¿Y él era el responsable de aquella vida tan apacible? ¿Por
qué las mujeres, las buenas mujeres, y a Martin le pareció que todas las
mujeres por las que se había preocupado eran buenas mujeres, hacían sentir a
un hombre que sus vidas estaban en las manos del varón? ¡Tendría que

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merecerse aquella confianza! Lo deseaba, y lo haría. No quería causar nunca
más ni dolores ni lágrimas. No, nunca más.
Y allí, en la profundidad de la noche, mucho después de que su mujer se
hubiese dormido, siguió tendido despierto, escuchando el pequeño jadeo de la
respiración de su esposa, en tensión por si escuchaba un nuevo grito de su
hijo. La pálida luz de aquel último día en su hogar se difuminaba ya por el
firmamento antes de que se quedara, al fin, dormido.

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CAPÍTULO XX

En primer lugar, apagó la lámpara y luego descorrió las cortinas de


oscurecimiento. La ventosa noche otoñal era isabelina, shakesperiana. Incluso
casi esperó ver a las brujas de Endor saliendo de los bosques, o a unos jinetes
cubiertos con capas, cabalgar con gran estrépito por la carretera.
El perfil del edificio principal se destacaba contra el firmamento. En otro
tiempo había sido un sanatorio para las enfermedades nerviosas de los
ingleses acomodados, que constituían las bajas de la paz. Ahora se había
convertido en un albergue de las bajas de la guerra. Martin permaneció unos
cuantos minutos escuchando el susurro del viento, luego suspiró y volvió a su
mesa y se puso a escribir:

Queridísima Hazel: Estoy en el campo, a media hora de distancia de


Londres. Omite eso, que el censor no lo permitiría. Es algo bueno estar en
tierra firme después de lo que han comentado que ha sido una de las peores
travesías. Sólo puedo imaginar qué hubiera pasado de haberse tratado de un
navío más pequeño. Ya fue de por sí bastante malo en el Queen Mary. Omite
eso, por el amor de Dios, sácalo todo, táchalo todo. He descubierto que soy un
buen marinero. Nací en una inundación y sobreviví a ella. Existe una
afinidad entre el agua y yo. Pobres tipos, amontonados en camastros en las
cubiertas, unos encima de otros, vomitando hasta la última papilla.
Realmente, debería de existir algún medicamento para esto. Me atrevo a
suponer que lo habrá algún día.
Para los que permanecimos con buena salud, constituyó una divertida
experiencia. ¿Divertida? Sin luces, zigzagueamos y zigzagueamos a través del
océano. Navío negro en un océano negro. Subí a la cubierta donde estaban
apostados unos vigías silenciosos, confiando en que las nubes cubriesen el
infernal brillo de la luna. ¡Divertido!

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Tengo que contarte una cómica historia. Muéstrate ligero, jovial.
Además, realmente resultó divertido. Compartía una suite, tal vez la suite
nupcial, con dos hombres, un dermatólogo de Des Moines, de muy buen
carácter, un tipo muy chistoso; el otro, un psiquiatra, tampoco era muy mala
persona, excepto algo pomposo y queriéndolo saber todo.
El psiquiatra nos aseguró que el mareo es un estado mental, y que si no
quieres ponerte enfermo, no te pondrás. Ya sabes la clase de conversaciones
en que se enzarzan algunos. De todos modos, el Día de Acción de Gracias
nos encontramos con la peor de las tormentas, con olas que pasaban por
encima de las portillas, y debiendo colocar cuerdas en todos los corredores.
Nuestro psiquiatra, alegando un leve dolor de cabeza, prefirió no acudir a
comer. Tenía muy mal aspecto, ligeramente verdoso, como el tinte de una
coliflor. Mi amigo de Des Moines pensó que sería muy considerado, por
nuestra parte, el llevarle una bandeja con la comida, pero, cuando llegamos
a la habitación, estaba echado en la cama como si se tratase de Raggedy
Andy.
—Mira lo que te hemos traído —dijo el de Des Moines—. Como no
sabíamos si te gustaba blanco o tinto aquí hay de ambas clases. Y un gran
relleno, mejor que el que solía hacer mi madre, mejor, de todos modos, que el
de mi madre. Salsa de arándanos agrios, pastel de calabaza con helado…
¿Qué, qué es lo que te ocurre?
El psiquiatra nos alejó con la mano. Los ojos se le salían de las órbitas.
—Vamos, vamos, no estás mareado. Domínate, hombre… Todo reside en
la mente… Toma unas cuantas cebollas con crema…
Yo sostuve el plato justo a tiempo de salvar la alfombra.
Bueno, pues aquí estoy yo, y muy atareado. Tenemos un hospital de
primera clase, con todo el material e instrumental en que pudiéramos pensar
y alguno que ni imaginábamos. Los heridos más graves los traen aquí.
Cambia eso de «heridos» por «casos». En Orán, en la Francia de Vichy, han
combatido como tigres a los americanos desembarcados. Resulta
especialmente duro pensar que las terribles heridas de estos muchachos
nuestros les hayan sido infligidas por los franceses… Es algo triste e idiota.
Pero todo este asunto de lo que los hombres se hacen unos a otros, ha sido y
es siempre triste e idiota.
Queridísima Hazel, desearía contar las cosas de otra forma. Pero
siempre se dice que los médicos son gente de pocas palabras, ¿no es así? Ya
sea o no cierto, sí lo es en mi caso. Puedes imaginar cómo son las cosas sin ti
y sin Enoch. Y, naturalmente, sin mi Claire.

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Has sido muy comprensiva con ella. Sé que existen mujeres que no la
hubieran recibido tan bien como lo has hecho tú. ¿Te lo he dicho alguna vez,
te he dado, suficientemente, las gracias por ello? Si no ha sido así, lo hago
ahora. En este momento voy a terminar, leeré tu carta de nuevo y me iré a la
cama.
Releyó los amorosos trazos de la carta de Hazel.
Querido mío: Me has preguntado que te diga qué clase de magnífico
regalo deberías traerme cuando regreses a casa. «Cuando regreses a casa.»
He leído esas cuatro palabras una y otra vez. Te lo diré: Lo que quiero es
otro hijo. No deseo otra cosa más. Nunca pedía cosas. Otros hombres que
están aquí, ya han ido varias veces a Londres para gastarse su paga en regalos,
tales como juegos de té de plata y Dios sabe cuántas cosas más…
Oh, querido mío, cuánto te echamos todos de menos… Enoch se parece
cada vez más a ti a cada minuto que pasa. No es cierto; se parece a Hazel. He
vuelto a trabajar de enfermera. Pero no debes preocuparte en absoluto. Hago
el turno de siete a tres. Josie está aún con nosotros y lleva a Enoch a la
escuela por la mañana, después que yo me voy. Estoy con él a partir de las
tres, por lo que puedes ver que no les descuido lo más mínimo.
He tenido una buena idea, no obstante, al prestar de nuevo mis servicios.
En la actualidad, los hospitales se encuentran espantosamente faltos de
personal. Al mismo tiempo, ganaré algún dinero, por lo que no tendremos
que preocuparnos de los ahorros, y esto constituirá un buen punto de partida
cuando regreses a casa.
Tu madre está bien. Hablé con ella por teléfono y no me olvidé de su
cumpleaños.
Fui a escuchar a Ezio Pinza en Boris Godunov. Realmente, he aprendido
muchas cosas acerca de la ópera. Sin embargo, me gustaría que lo hubieran
cantado todo en inglés.
Claire viene, más o menos, cada semana. Nos hemos hecho muy buenas
amigas, por lo menos eso creo. Pero no ha representado ningún esfuerzo por
mi parte, y no tienes que agradecérmelo. ¿Sabes que Enoch hace algunas
cosas para ella que no quiere hacer para mí? La semana pasada estuvo
enfermo y no podía hacerle tragar las medicinas. Pero, cuando Claire llegó,
la obedeció en cuanto ésta se lo pidió. Le he preguntado si su madre ya sabe
lo a menudo que se detiene aquí después de la escuela. Me respondió: «No le
he dicho nada, pero estoy segura que se lo supone.» Y luego añadió:
«Prefiere no oír hablar de estas cosas.» Imagínate qué visión de las cosas

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tiene a su edad… Es mucho mayor de sus años. Algunas veces, siento que es
incluso mayor que yo. Ciertamente, posee mucha más determinación…
Sonriéndose para sí mismo, Martin tomó de nuevo la carta de Claire y
pasó la vista por sus páginas.
Querido papaíto: En setiembre empezaré el octavo grado… «Brearley» es
una gran escuela, pero su clase de ciencias es demasiado infantil… No quiero
decir con esto que sea demasiado lista, pero una de mis amigas tiene una
hermana en la escuela superior y puedo ya comprender su libro de Biología.
Tengo unas ganas enormes de convertirme en doctora. ¿Verdad que a ti
también te gusta esto? ¿Vas alguna vez a la casa donde vivíamos y al parque
donde montaba de niña en mi bicicleta?
Tía Hazel es muy buena conmigo. Naturalmente, sólo lo hace porque soy
tu hija y porque te ama a ti. Creo que es muy duro para ella eso de vivir sola.
Me cuenta que tiene que hacer muchos equilibrios con su talonario de
cheques. Si las cosas no fueran como son, le pediría a mi madre que la
enseñase… ¡Ja, ja!
¿Te encuentras destinado en algún lugar cercano a aquella casa del
campo que pertenecía a la tía Fern, y vive aún ésta allí? No me puedo
imaginar que constituya un secreto tan grande, teniendo en cuenta que es la
hermana de mamá.
Martin dejó la carta. ¡Qué chiquilla! No hacía más que huronear y
sondear, siendo tan persistente y aguda como nunca lo había sido su madre.
Alguien había dejado un mapa de carreteras de las Islas Británicas en un
cajón del escritorio. Meramente por curiosidad, y dado que Claire le había
hecho aquella pregunta y no tenía nada mejor que hacer, desplegó el mapa.
«Lamb House» se encontraba a unos cien kilómetros, una larga distancia en
aquellas sendas tan retorcidas que en aquel país pasaban por carreteras. Pero
esto no importaba. Cerca o lejos, no importaba. Dejó otra vez el mapa y cerró
con fuerza el cajón.

En ocasiones, se era víctima del pánico. ¿Cuántos años podía durar


aquella guerra? Se sumergía uno en confusas emociones cuando traían a los
heridos: Agradecimiento, por no yacer tendido y destrozado encima de una
camilla, y luego vergüenza por no estarlo en realidad. Por mucho que uno lo
discutiese, lo cierto es que no se tenía elección (un neurocirujano pertenecía a
la retaguardia, y no podía estar apuntando con un fusil a Rommel, el Zorro
del Desierto), pero la vergüenza seguía presente. Incluso Tom, como teniente

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en el Sur del Pacífico, se enfrentaba al peligro bajo el fuego, mientras que él,
Martin, se hallaba a salvo en aquella casa de primera clase, no muy lejos del
Cuartel General de Eisenhower, en Bushy Park. También seguía en esto el
sentimiento de culpabilidad. Aparte del sufrimiento de ver a los mutilados,
proseguía su educación y aumentaba su habilidad. Y esto era lo que más le
perturbaba.
Bajo una herida producida por metralla, descubrió un tumor proliferativo
anterior, el cual, sin la herida, no hubiera salido nunca a luz. Después de
escribir un artículo acerca de este caso raro para una revista profesional
norteamericana, recibió un alud de cartas y alguna publicidad, aunque éste no
era su propósito cuando le sucedían cosas de aquel tipo. Se preocupaba
profundamente, tal vez de manera irracional, por cosas como aquéllas.
Pasaba largas horas con sus pacientes, horas que podía haber dedicado a
comer o dormir. Alguno de ellos le conmovía de tal forma, que creía que
viviría dentro de él durante el resto de su vida.
Un muchacho de una fábrica de tabaco de Carolina del Norte, un chico
rechoncho de no más de diecinueve años, le dijo:
—Sabe, doctor, estaba seguro de que me matarían en esta guerra. Nunca
pensé en una cosa como esto…
«Esto» era un brazo destrozado y un rostro desfigurado. Martin había
tenido más éxito con el brazo que los cirujanos plásticos con la cara, aunque
tampoco fue culpa de ellos. Sus remiendos habían constituido una obra
maestra, pero no dejaban de ser un remiendo. El lado izquierdo de la mejilla
remendada tenía el brillo inconmovible del charol, mientras en las cuencas
brillaba un ojo de cristal; el lado derecho se le arrugaba al hablar y su ojo
podía aún verter lágrimas.
—Dígame, doctor, ¿podrá la gente…, me reconocerán cuando regrese a
casa? Dígame la verdad, doctor, por favor…
Martin replicó lo que pudo:
—No le conocía a usted antes, pero han hecho un espléndido trabajo. Y,
como es natural, mejorará a medida que cicatrice.
—¿Cree usted, probablemente se trate de una pregunta tonta, pero…,
bueno, si usted fuera una chica, cree usted que las chicas…?
Las muchachas se estremecerían y deberían actuar con mucho tacto; por
lo menos, confío que así lo hagan la mayoría de ellas…
—Seguro, seguro, ¿por qué no? Usted es una especie de héroe, hijo mío;
no debe olvidarlo nunca…

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¿Podría decir a aquellos hombres jóvenes la verdad de lo que sentía, que
sus heridas constituían una afrenta personal para él? ¿Un auténtico ultraje?
Nos enfurecemos cuando los vándalos destruyen una pintura… ¿Pero y esto?
A veces, los hombres lloraban. Se daban la vuelta para que no les viera.
En ocasiones, ni siquiera se volvían. Les daba unos golpecitos en la mano o
en el hombro. Me sentía incómodo.
—Lo sé —murmuró—. Lo sé…
Pero no lo sé. ¿Cómo puedo saberlo, puesto que aún no me ha llegado la
vez? ¿Cómo puedo, realmente, comprender a un hombre de veinticinco años
que ha perdido los órganos genitales?
«Ahora existe un parentesco en el dolor, a nivel mundial —pensó Martin
—, algo que se ha convertido en una parte del orden natural de las cosas.»
Unos cuantos meses más, y habría permanecido aquí ya un año. Su vida
transcurría dentro de la rutina, en un orden continuado, como si fuese
empleado de un Banco o agente de seguros, excepto que su trabajo era
remendar aquellos espantosos despojos de la guerra. Cuando terminaba su día
de trabajo, se lavaba las manos y se marchaba a cenar o, de vez en cuando,
viajaba a Londres para pasar la noche. Era algo absurdo, surrealista. El único
remedio lo constituía el no pensar demasiado en todo aquello. Simplemente,
seguir adelante, suponía, haz lo que puedas y acepta tus ascensos. Ahora ya
era coronel, como si se encontrase en el campo de batalla, donde, en cierto
sentido, realmente estaba.

Algún tiempo después, Martin no podía recordar a dónde había ido, sólo
que andaba apresurado por una calle de Londres; entonces de repente, al alzar
la vista había visto en el escaparate de una galería de arte una acuarela encima
de un caballete; Tres pájaros rojos posados en una alambrada de alambre
espinoso. Se quedó rígido.
«No es el mismo», pensó, ensimismado. Aquellos otros tenían un fondo
de nieve y este cuadro sólo un verde oscuro, algo muy veraniego. Sin
embargo, el parecido resultaba inconfundible.
Entró en la tienda. Una dama muy amable y de cierta edad salió a recibirle
y Martin le preguntó por el cuadro.
—Es una pieza muy bonita, ¿no es cierto? Es mucho mejor que la mayor
parte de las que hay por aquí…
Y al ver que parecía sorprendido, le explicó:

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—Hemos empleado la galería, durante un mes, para exhibición y venta de
obras de aficionados. Forma parte del esfuerzo de guerra, y los ingresos se
emplean para niños necesitados. ¿Está usted interesado en éste?
Tartamudeó:
—Se parece mucho a uno que ya había visto antes. ¿Es el artista tal
vez…?
—Se lo miraré. Aguarde, aquí está. Los tres pájaros rojos, de una tal Mrs.
Lamb. Una persona encantadora; le diré de paso, que nos ha entregado más
cosas. Trabaja también el carboncillo. Esta cabeza de niño es suyo. Me parece
que convendrá que realmente es bastante bueno.
«Aquél debía de ser Ned», pensó Martín. Ahora sería ya un hombre joven,
de unos dieciocho años, que lucharía, sin duda, por Inglaterra. Pero allí tenía
sólo unos ocho años, y aparecía con el mentón cogido entre las manos. Éstas
no estaban muy bien dibujadas. Pero los ojos tenían vida y espíritu; la boca
sugería humor. Y Martin se quedó allí, sosteniendo el esbozo y sintiendo…
No sabía lo que sentía.
—Tiene cierta calidad, ¿no es así? Debería ser sólo algo sentimental, pero
no lo es. —La mujer sonrió—. Naturalmente, lo que el público aprecia más
son las cosas sentimentales. ¿Aunque por qué no, si pensamos en ello…?
—Sí, por qué no… —la coreó Martin.
Aparentemente, la mujer tenía una gran necesidad de rellenar aquel
silencio.
—Este trabajo de aficionados es bastante malo en su mayor parte. Pero, a
veces, encuentras a una persona que casi lo consigue. Me he ocupado en arte
durante treinta años y, por lo general, aprecio las cosas auténticas cuando las
veo, aunque, en realidad, no sabría definirlo… Esta mujer ha llegado muy
cerca. Puede tenerlo o no tenerlo. No estoy segura.
—Me gustaría comprarlo —dijo Martin.
—¿Cuál? ¿La cabeza?
—No, los pájaros.
—Oh, muy bien, son muy bonitos. La dama quedará muy complacida. Lo
trajo la semana pasada de su casa de campo.
En el tren de regreso al hospital, tuvo la extraña sensación de que llevaba
algo de contrabando, y de que la gente lo veía, que lo veía a través del
papel… Por un momento, pensó dejar el paquete encima del asiento.
Cuando llegó a su habitación, lo apoyó contra la pared, en un rincón, sin
desenvolverlo. ¿Por qué demonios había comprado aquello? Allí estaba,

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perturbando el equilibrio de la estancia. Y ya había bastantes perturbaciones
en el mundo sin necesidad de una más.
Sólo al cabo de tres días, tomó el paquete del cuadro y lo desenvolvió, tras
lo cual lo sostuvo ante la luz. En la esquina de abajo del lado izquierdo, ella
había colocado sus iniciales: M. F. L. La parte baja de la F estaba vuelta hacia
arriba con una floritura, y también la L tenía un rasgo caligráfico. Despacio,
resiguió las letras con las yemas de dos dedos. ¡Así que aún vivía en «Lamb
House» con Alex! Pero, como era natural, él no había esperado otra cosa. No
obstante, se preguntó, si algún otro hombre habría entrado en su vida, y si así
era, quién sería y cómo.
Salió afuera. La noche era tranquila. Hacia el Oeste se veía una leve franja
roja. Los bombarderos aún no habían salido. La mayor parte de las noches, y
a aquella hora, una escuadrilla sobrevolaba el lugar desde la base aérea, que
se encontraba a sólo quince kilómetros hacia el Norte. Con las primeras luces
del día, se les oía otra vez, pero nunca parecía tan intenso el ruido cuando
estaban de regreso en casa, y uno se preguntaba cuántos aviones no habrían
podido regresar.
Permaneció un rato apoyado en el muro de la casita. La crueldad, aquel
azar idiota tan propio de la vida de los hombres… El planeta era un navío que
bogaba en un mar del que no había mapas y se abría camino a través de un
infinito y frío espacio. Por lo menos decían que era infinito… ¿Pero quién
sabía, realmente, lo que significaría aquel concepto? Tal vez, al igual que un
navío que se encamina hacia un arrecife oculto, no hacía más que progresar
hacia su perdición en algún inimaginable naufragio celeste. Todo cuanto
sabemos es que damos vueltas a través de nuestros breves días, y nuestros
fugaces deleites rápidamente terminan y se pierden.

Algunas semanas después, una tarde de sábado, Martin descendió de un


tren y anduvo por la típica calle Mayor de un pueblo como tantos otros. La
iglesia, recordó, se encontraba a la izquierda. Se giraba hacia una vereda
campestre y, al cabo de un corto paseo, se llegaba a «Lamb House».
Tan pronto como estuvo allí, deseó retroceder. Sintió que su presencia le
sería notoria a cualquiera que lo viese, y que entonces se volverían para
señalarle. Sobrepasó a unas cuantas mujeres que llevaban la cesta de la
compra, a un soldado que regresaba a casa de permiso y a algunas muchachas
en bicicleta. Pero nadie le prestó la menor atención.

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En el pequeño jardín habían plantado verduras. Sólo una estrecha faja de
tierra, demasiado pequeña para las verduras, conservaba cierto recuerdo de lo
que había sido la vida antes de la guerra. Se veía un sendero de reseda,
parecido a las últimas nieves, cerca de un grupo de espuelas de caballero.
Tenía que dar la vuelta. Pero no había venido aquí para meterse con nadie;
sólo para ver cómo estaba ella… ¿Qué podía haber de malo en esto?
El césped delantero había sido plantado de coles. No había dado más que
unos cuantos pasos por el sendero cuando vio a Mary. Le daba la espalda,
pero, de todos modos, supo que era ella. Estaba cavando en las coles. Y de
nuevo sintió el poderoso impulso de dar la vuelta. Luego, se diría a sí mismo
que realmente estuvo a punto de hacerlo, pero ella lo vio antes.
Fern se quedó completamente inmóvil mientras él se aproximaba. Vestía
una camisa blanca y una falda parda. Estaba tostada por el sol y tenía un poco
de tierra en las mejillas.
—He comprado tus pájaros rojos. En una galería de Londres —explicó.
Ella se lo quedó mirando, sin acabar de comprenderle.
—Vi el esbozo de Ned, creo que era Ned, ¿no es verdad? Ésa es la razón
de que haya venido aquí. —Se calló—. No tiene sentido lo que estoy
diciendo.
Mary dejó caer el azadón.
—¿Qué haces por aquí?
—¿Aquí? ¿En Inglaterra quieres decir?
—¿Acabas de llegar a Inglaterra?
—No. Estoy aquí desde el otoño pasado…
Siguieron mirándose el uno al otro durante un momento.
—No has envejecido mucho —comentó Mary.
—Soy once años mayor…
Los años habían impreso su huella en Mary. Tenía algunas arrugas en la
frente que no solían estar allí; también sus mejillas estaban más chupadas, por
lo que sus enormes ojos resultaban aún más profundos.
—¿Está Alex? —preguntó.
No había planeado hacer aquella pregunta; incluso, no había tenido el
menor pensamiento acerca de lo que diría cuando llegase. Pero la pregunta
sonó lo suficientemente normal.
—Está con Montgomery en el norte de África. Se presentó voluntario.
Parecieron no tener nada más que decirse.
—¿Estás bien? —le preguntó ella—. ¿Tu familia está bien?

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«Qué raro y formal sonaba lo que decía», pensó. Aquellas preguntas le
confundieron.
—¿Mi familia?
—Tu esposa. Tu hijo. Tía Milly me escribe de vez en cuando. Por eso lo
sé todo.
La palabra «esposa» le aturdió.
—Oh, sí, sí, todos están bien —respondió muy incómodo.
—Y ves de nuevo a Claire…
—Sí, sí, la veo…
—Me alegré mucho cuando me enteré.
De nuevo pensó: «¡Qué correctamente se comporta!»
El sol, al brillar en los ojos de Martin, le dio una excusa para apartar la
vista. Sintió que apenas conocía a aquella mujer. Se sintió, por dentro, como
entumecido.
—¿Quieres entrar, Martin? Tenemos ahora cinco niños y debo ayudar a
darles la cena.
Se quedó asombrado.
—¿Cinco?
Por primera vez, la mujer sonrió. Unas leves líneas formaron un abanico
en los lados de los ojos.
—No, no, los míos no están aquí. Ned se encuentra en la RAF y las chicas
están en un pensionado. Éstos son chicos evacuados de los bombardeos.
—Entonces debes de tener mucho trabajo. Te estaré entreteniendo.
—Tú no me entretienes.
La siguió hacia la casa.
—Siéntate mientras pongo la mesa —le dijo.
Se sentó muy tieso, con la gorra en las rodillas y la observó mientras
ponía los platos en la mesa de roble tallado, unos platos de loza de barro y una
taza en cada plato. La recordó sentada a aquella mesa, vestida de terciopelo.
No tenía que haber venido. ¿Cómo podría imaginar los sentimientos que ella
abrigaba ahora hacia él? Seguramente se encontraría cohibida. Tal vez incluso
encolerizada. Resultaba posible. Todo era posible.
—¿Has venido en coche? —le preguntó Mary de repente.
—No, he tomado el tren.
—Entonces, tendrás que quedarte aquí esta noche. Ahora sólo hay tres
trenes diarios y el último ya ha salido.
—Lo siento… No pensé en ello… Tal vez encuentre una habitación en
alguna casa del pueblo.

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—No hay necesidad. Tenemos aquí muchas habitaciones, incluso a pesar
de los niños.
Él trató, desesperadamente, de buscar algo que decir.
—Todos esos niños extraños. Deben ser una gran tarea.
—No, realmente no. A fin de cuentas, he criado a tres de los míos. Éstos
de ahora me hacen compañía.
—Ah, sí…
—Me temo que encuentres todo esto muy alborotado hasta que les demos
de comer y los metamos en la cama —explicó Mary cortésmente.
—No me preocupa —respondió él con igual educación.
Le dio la sensación de que se trataban como unos parientes que, al
reunirse después de un prolongado espacio de tiempo, se percatan de que no
se llevan muy bien.

Resultaba imposible que se estuviera combatiendo en una guerra tan


sanguinaria… O que pudiera haber lugares, como la sala de operaciones,
donde Martin se manchaba cada día de sangre las manos. En la chimenea
ardía un alegre fuego. Los viejos sicómoros crujían con el viento en los lados
de la casa. Los ruidos campestres de una novela victoriana… Nada de la
estancia revelaba algo respecto de lo que estaba sucediendo en el mundo
exterior, ni tampoco en el del antepasado enmarcado con su sombrero de
plumas, ni los trofeos de cobre y plata de Alex, ganados en los concursos de
equitación, que se encontraban en la repisa de la chimenea, ni tampoco la
campanilla para llamar a los criados que no se hallaba muy lejos de aquí.
Arriba se cerró una puerta. Se oyeron unas pisadas por las escaleras y
Mary entró luego en la habitación.
—Siento haber tardado tanto. Hermine, que es la más joven, algunas
veces llora y llama a su madre. Cuesta bastante rato consolarla.
—No me molesta eso. Aquí se está muy apaciblemente.
—Apaciblemente, pero también con mucho frío.
Arrodillándose, Mary acercó las manos a la chimenea. Un enorme perro
ovejero llegó desde el vestíbulo y se tumbó cerca del fuego. El reloj de pared
provocaba con su tictac un solitario sonido en aquella quietud. En la mesa de
la cena, los niños habían representado una distracción. Aquí, ahora, ya no
había nada de que hablar.
Mary se quedó mirando sombríamente la chimenea. Luego, alzó la vista.
—¿Eres feliz, Martin?

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La pregunta, después del formalismo de las primeras horas, le
desconcertó. Procuró evadirla.
—¿Puede ser alguien feliz en mil novecientos cuarenta y tres?
Los ojos de ella le decían: No es eso lo que quiero decir.
—Perdóname —contestó él—. Sé que te refieres a algo más… Supongo
que lo soy.
—Háblame de tus hijos. En primer lugar, de Claire.
—Oh —respondió, aliviado por aquella pregunta que podía responder con
facilidad—. Claire está a punto de convertirse en alguien… Cualquier cosa
que realiza lo hace a lo grande. Es capaz de demostrar grandes dosis de
alegría o bien de dolor. Probablemente ambas cosas.
—En esto se parece a ti, ¿no crees?
—No lo sé. No puedo verme a mí mismo. Pero ella se parece también a su
madre —añadió pensativo.
—Dime, ¿qué sabes acerca de Jessie?
—Sólo informes de segunda mano a través de Claire, y tampoco
demasiados. Pero puedo afirmar que su casa es bastante alegre; eso ya dice
algo.
—He pensado en Jessie durante todo este tiempo; supongo que serán
remordimientos de conciencia.
—Once años —respondió Martin en voz baja—, ¿y aún sientes
remordimientos?
—¿Por qué no? ¿Nunca los has sentido?
Ahora. Ahora se aproximaban al meollo de la cuestión.
—Sí —respondió—. Yo también. Pero hay que pensar en otras cosas. No
se puede hacer nada con lo que ya pertenece al pasado.
—Muy bien. Háblame de tu hijito. ¿Cómo se llama?
—Enoch, igual que mi padre.
—Me acuerdo de tu padre. Era un hombre muy sencillo y muy amable.
—Pues bien, mi hijo tenía tres años la última vez que lo vi; era un
muchachito muy tranquilo con una gran dosis de ternura. Muy diferente a
Claire.
Mary se alzó de su posición arrodillada y se sentó cerca del fuego,
descansando las manos en los brazos del butacón.
—No llevas el topacio —observó Martin.
—¿Topacio?
—Aquel anillo tallado y tan raro que siempre te ponías en el meñique.

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—Oh, te acuerdas de eso… Se lo di a Isabel. Era de mi madre e Isabel es
muy parecida a ella, aunque también se parece a Alex.
—¿Así que…, Alex se fue voluntario, eso es lo que has dicho?
—Sí. Tenía unas convicciones muy profundas acerca de los nazis, mucho
antes que las tuviera también la mayoría de la gente, y deseaba,
desesperadamente, marcharse.
—Es un hombre muy valiente.
—Si no lo fuera, no sé si hubiera podido permanecer aquí durante todos
estos años.
De nuevo, se encontraban en el meollo de la cuestión. Aquella vez Martin
sintió menos miedo.
—Ha debido de ser terriblemente duro, ¿no es así?
Ella unió las manos. Él había olvidado aquel apasionado ademán, tan
juvenil, de ella.
—No lo sé. Lo que quiero decir es que llegas a amar la vida cuanto más
difícil resulta, ¿no te parece? Se llega a un equilibrio. Tal vez no me hubiera
encontrado tan cerca de mis hijos, si las cosas hubieran sido diferentes. Tal
vez he aprendido a cuidar mejor a las demás personas.
Se produjo un cambio en la estancia. De repente, él se dio cuenta de que el
corazón había empezado a latirle con fuerza. El fuego crepitó. En aquellas
retorcidas flores de llamas, una especie de castillos se alzaban y se
derrumbaban. Martin siguió allí sentado e inmóvil, dejándose hipnotizar.
Por fin, dijo:
—Eres muy fuerte, Mary.
—Se hace lo que se debe hacer —respondió ella en voz baja.
—¿Has mirado hacia el futuro?
—No veo más allá de esta guerra. Cuando haya terminado, si es que llega
a concluir, entonces pensaré en el futuro.
La mujer se levantó y colocó otro leño en la chimenea, que hizo un
pequeño ruido y chisporroteó.
—«El hombre mismo nace para la desgracia como las chispas mismas
vuelan hacia arriba» —respondió Martin.
Y, como Mary pareciese extrañada, añadió:
—Por lo general, no suelo citar a Job. Simplemente, me ha venido a la
mente, después de tantas lecturas de la Biblia en el salón cuando era un niño.
De todos modos, es una gloriosa poesía, aunque no hay que tomarla al pie de
la letra.

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—¿Tú crees que el hombre nace para la desgracia? ¿No crees que se la
forja él mismo?
—Se podría discutir acerca de esto hasta el día del Juicio. No obstante,
cualquiera que sea la causa, deseo que no tengas que enfrentarte con
demasiadas cosas de este tipo.
—Mis sufrimientos me parecen ahora muy pequeños al lado de lo que
sucede en la actualidad en el mundo.
Mary sonrió, y en aquella valiente y encantadora sonrisa el tiempo pareció
contraerse. Once años sólo era un ayer. El hoy sólo era once años después.
—Los ojos azules no corresponden a una cara morena española. ¿O es,
simplemente, griega? —dijo Martin.
—No hay nada de español en mí, ni tampoco de griego, Martin.
Éste se levantó. La mujer se encontraba tan cerca que podía ver cómo le
latía la garganta, así como la línea oscura donde las pestañas sobresalían de
las finas y blancas conchas de sus párpados; pero también podía ver cómo le
brillaban las lágrimas.
—No debí venir —gimió.
Mary no respondió.
—No he venido aquí para que todo comience de nuevo. Juro que no ha
sido así.
—Oh, querido mío, ya lo sé…
A Martin le inundó una enorme felicidad. Simple mente, se agitó en él.
Hubiera gritado a los cielos. Incluso hubiera cantado.

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CAPÍTULO XXI

¿Cómo pudo nunca estar convencido de que aquello había acabado?


Había deseado creer que aquellos pocos días que pasaron en el sur de Francia,
tantos años antes, había sido simplemente un interludio, uno de aquellos
deleites, mezclados con picante dolor, que la vida ocasionalmente otorga.
Ahora sabía que esos días no habían sido un fin, sino un principio, o, más
exactamente, el fin de aquel principio que había sobrevenido la primera vez
que entró en una habitación y la encontró allí, hacía tanto tiempo.
Se reunían en Londres o en «Lamb House», o en alguna posada cerca del
hospital. Cuando no podían verse, se escribían cartas.

Amor mío: Toda la música y la gracia te pertenecen. Si pudiera escribir


un poema comenzaría así. Estoy sentado ante la ventana de nuestro piso y te
aguardo. Es efe noche. No puedo verte llegar por la calle, pero sé por el
ruido que eres tú. La puerta principal se abre con suavidad, no con el portazo
que dan otras personas cuando entran aquí, y tú subes las escaleras.
Nunca me siento irritado cuando estás conmigo, yo, un hombre siempre
apresurado, que corre en vez de andar, al que impacienta incluso que la
gente termine una frase.
Los pequeños sonidos que produces son un placer para mí. Cierro los
ojos y, medio dormido, oigo cómo vuelves una página. Tus tacones producen
un delicioso clic en el suelo entre las alfombrillas. Cuando corres las
cortinas, oigo cómo crujen las hojas.
Abro los ojos y te observo verter el té. Estoy encantado por tus manos,
por todo cuanto haces.
Todo este año pasado que hemos estado juntos, todas estas raras horas,
son la realidad de mi vida. El hospital y la guerra sólo es un oscuro telón de
fondo.
¿Qué será lo que no hayamos hecho juntos? Oímos música a menudo, nos
sentamos en un refugio antiaéreo durante unas horas mágicas, estamos

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tumbados en un viejo lecho de una vetusta habitación en «Lamb House» e
intentamos creer que no existe ningún tiempo antes o después de nuestra
larga, profunda y amorosa noche.
Oh, Mary, este conocimiento ha tardado un gran tiempo en llegar.
¿Tienes tú la misma sensación de pérdida? ¿Al igual que dormir en alguna
casa perfecta, en algún lugar azul y frío que sea nuestro hogar para siempre
y luego despertar y descubrir que ya no estás aquí y que nunca lo estarás?
¿Pero por qué escribo esto, cuando estoy despierto y me encuentro aquí
de nuevo?

Cuanto menos tiene uno de dinero o de tiempo, con mayor habilidad se


aprende a usarlo. Una hora para cenar, una noche en el piso de Londres o en
una posada cercana al hospital, raramente un día y una noche de permiso,
todo ello equivalía a una semana de vida corriente. Todo quedaba realzado,
aguzado y apresurado.
Andaban por los senderos del campo y descansaban debajo de los árboles.
En Canterbury, rompiendo el silencio y la reverencia, permanecieron delante
del altar donde muriera Tomás Becket; salieron luego a los campos de Kent,
olieron la cosecha de lúpulo, pasaron ante la aristocrática e imponente mole
de Knole y cenaron a la luz de las velas en una habitación en que también lo
había hecho Dickens. Viajaron en trenes a ninguna parte en concreto, ida y
vuelta. En tiempo tormentoso, buscaron refugio en museos o se detuvieron a
ver a Lady Cavendish y a Adele Astaire, que bailaban con soldados. Erraron
por las calles. Un día, Mary le llevó a la casa donde la madre de Alex había
resultado muerta en el blitz de mil novecientos cuarenta. La tierra se
encontraba mutilada, una abierta herida llena de cascotes, piedras y ladrillos
caídos.
—Se encontraba en camino del refugio Anderson situado en el patio. Fue
alcanzada a menos de dos metros de la entrada.
La mitad de la casa aún seguía en pie, en el extremo más alejado de aquel
enorme agujero, y por encima crecían las maravillosas adelfas púrpuras, como
un velo echado sobre un rostro desfigurado.
—Ocurrió el siete de setiembre —explicó Mary—. Recuerdo que hacía un
día muy caluroso. Las hojas fueron arrancadas de los árboles. En todas las
calles parecía que habían extendido un papel de seda verde. Y luego
estallaron los incendios. En el Támesis, los barcos ardían. Incluso parecía que
se incendiaba todo el río. Y las calles estaban llenas de gatos, ¿no resulta
extraño?
—¿Gatos?

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—Sí, estaban perdidos, buscaban sus hogares. Pero sus hogares ya no
existían.
—Vamos —repuso Martin—. Volvamos.
De regreso en el piso, se sentaron ante una sencilla cena, a base de patatas
hervidas con huevos, con unas copas de vino y a la luz de las velas, en una
reluciente mesa que, en tiempos, había tenido cristal y flores. Unos luminosos
y pálidos dedos tocaron la frente de Mary y sintió a través de ellos el blanco
encaje prendido en su cuello.
—Este encaje proviene de un paño de cocina que perteneció a la madre de
Alex. Yo lo rescaté —explicó Fern.
Aquella observación doméstica le conmovió. Las manos de Mary, que un
día tuvieron pulidas uñas, parecían ásperas. Una uña estaba ennegrecida por
un golpe. La naturalidad de todas aquellas cosas le hacían sentir como si
estuviese casado con ella.
—Pareces cansada —dijo Martin—. Supongo que estás muy atareada
atendiendo la casa y a tantos niños.
—Sólo quedan dos. Los demás han regresado con sus familias. De todos
modos, podría decir lo mismo acerca de tus muchas obligaciones.
—No tengo elección. Además, estoy acostumbrado.
—Yo no. Han estropeado mi vida.
—Ésa no es una palabra que usaré jamás contigo.
—Pero es verdad, Martin… Toda la vida que teníamos antes de la guerra,
todos los privilegios que hacían las cosas tan encantadoras para personas
como yo, todo eso ha concluido, ya lo sabes. Durante estos años, Alex lo ha
estado diciendo. Veía venir la guerra mucho antes de que nuestros amigos lo
comprendieran, y estaba en lo cierto. Por ello, le creo también cuando dice
que nunca volverá a ser lo mismo. Y tal vez sea justo que personas como
nosotros no tengamos tanto y otros tengan un poco más.
Sí, pensó Martin, recordando la sala de espera del hospital, donde aquella
otra Inglaterra traía sus achaques, viendo de nuevo aquellas marchitas caras
de empleados, de un blanco enfermizo y con dientes estropeados.
—Lo único que deseo, lo único en que confío, es que seamos capaces de
conservar «Lamb House» —concluyó Mary.
—Yo también lo espero. Sé lo que significa para ti.
—¡Oh, no para mí! Para Alex y los niños. Es su herencia.
—¿Para ti no?
—Cuando la guerra termine —dijo ella en voz baja—, abandonaré a Alex.
Las niñas ya estarán criadas para entonces y no significará ninguna cosa del

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otro mundo.
Martin se sintió envarado.
—¿Dejar a Alex?
—No me es fácil decir eso. Hemos vivido mucho tiempo él y yo bajo el
mismo techo. Mi amigo: así es como lo he considerado. Mi amigo. Pero ya es
hora, o lo será pronto.
Deseó decirle, gritarle: ¿Entonces tú y yo…? Pero en su bolsillo tenía un
paquete de cartas sin abrir, cual una mano que le avisase debajo de su carne.
Aquella mañana, un momento antes de abandonar su habitación, habían
llegado de la patria. ¡Hacía ya tanto tiempo! ¡Se encontraba tan lejos! Cierra
los párpados con fuerza e intenta regresar a través de ese océano, intenta oír
voces norteamericanas. Unos rostros poco iluminados y que se difuminan. Se
disipan y desvanecen. ¡Tanto tiempo! ¡Tan lejos!
Desde la radio de la otra habitación les llegaba música de la «BBC»: El
majestuoso andante del concierto de Schubert en Do mayor. Se deslizaba e
hinchaba como un vasto, tranquilo y ondulante océano.
Sacudió la cabeza, y se liberó de aquellos complejos pensamientos. Ahora
no. Ahora no hay tiempo suficiente para pensar. Aún no había abandonado a
Alex y la guerra aún no había acabado. Por ello, esta noche no. Dejemos,
simplemente, que la dulzura fluya esta noche. Bebamos el vino, una botella de
luz de sol arrebatado a un viñedo del Rin antes de la guerra. Debería haber
flores en la mesa, pero no hay ninguna. Entonces, imagínalas. Imagina lirios,
y rosas de un rojo oscuro, con leves pinceladas de azul. Piensa que Mary va
de nuevo vestida de terciopelo. Recuerda a los pájaros nocturnos, los limones,
los suspiros y temblores del mar…

Se adormeció. Mary le acarició la frente. Había estado en la sala de


operaciones durante dieciocho horas seguidas. Los dedos de la mujer le
tranquilizaron, una vez y otra vez. Fue consciente a medias del moer afgano
que le pusieron con delicadeza encima de los hombros. «Es una lástima
desperdiciar nuestro escaso tiempo en dormir», pensó, y luchó por mantenerse
despierto, pero perdió.
Se durmió. Su mente empezó a vagar, pero, al mismo tiempo, supo que
estaba soñando.
Había llegado una carta de Tom; por lo menos, parecía ser de él. Había
sufrido una terrible herida en la columna vertebral y escribía que había visto a
Jessie en algún lugar del Pacífico. La espalda de Jessie estaba ahora

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perfectamente derecha. Era alta y muy rica, con un bolso de monedas de oro
en la cintura. Estaba casada y el nombre de su marido era Alex. Aparecía
Claire. Tenía un hijo, un niño llamado Enoch, pero Enoch era mayor que
Claire. Iba ya al instituto. Ahora se encontraba en un petrolero que se dirigía a
Múrmansk. El petrolero empezó a arder, mientras él, Martin, estaba allí de
pie, viéndolo todo, e incapaz de moverse. ¡Salta! ¡Salta! No le salvarás,
gritaba Hazel. Ya sabes que es el hijo de Claire. El rostro de ella estaba muy
triste; él nunca había visto una tristeza tan terrible. ¡Pero tal vez no era la cara
de Hazel! ¿Era de ella o de la madre de Martin? Resultaba una cara triste, de
anciana, aunque la voz fuera la de Hazel. Ella aún tenía una voz muy rica. Fue
la primera cosa que él notó. Iré a Alemania para velar por ti, Martin, decía,
porque estoy muy sola aquí sin ti. Aquella voz resultaba tan arrastrada que
parecía un lamento y oía en ella la soledad. Se despertó de repente. Una
lámpara estaba encendida en la habitación, en la mesa cercana al teléfono.
Mary estaba sentada allí, con la cabeza entre las manos. Vio que había estado
llorando.
—No has oído el teléfono —dijo ella.
—No. ¿Qué es?
—Llaman desde casa. Ha sido mi amiga Nora. No quiere que vaya sola a
casa y encuentre el telegrama.
«Ned —pensó el muchacho—. Oh, Dios mío, no, su hijo no.»
—Es Alex. Ha muerto. ¡Oh, Martin, Alex ha muerto!
Arrodillado en el suelo, Martin colocó sus brazos en torno de su cintura.
—Lo siento. Lo siento mucho. Era muy cariñoso, muy amable.
—¡Es todo tan podridamente cruel! ¡Muy duro! ¡Cruel!
—Lo sé. Sé cómo es, querida.
—Tú ves la muerte cada día, pero yo…
La retuvo durante un largo rato, con la cabeza de ella apoyada en su
hombro. Al fin, Mary habló:
—¿Qué voy a decirle a Ned y a las chicas? No seré capaz de pensar en
ninguna palabra.
—Ya pensarás en ellas.
—Emi es tan nostálgica… He pasado muchas horas al teléfono con ella.
Estaba muy preocupada por su padre.
—Ya sabrás qué decirle. Dime una cosa, ¿no está destinado Ned muy
cerca de donde yo estoy?
—A una hora de coche, me parece. Oh, tú crees que podrías…

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—Cambiaré el turno con alguien. Y tengo a un tipo en transportes que me
llevaría en coche. ¿Recuerdas que algunas veces me ha acompañado hasta
«Lamb House»?
—Lo recuerdo. —La mujer comenzó a llorar de nuevo—. Martin, he
estado pensando… ¿Qué pasaría si fueses tú? ¿Cómo podría soportarlo?
—La gente lo hace. Y tú podrías. Pero no me gustaría estar en ese caso.
—Sé que te sientes culpable de no haber ido a Ultramar.
—Yo…
Si ahora tuviera que irse y dejarla, qué duro sería. Todo ese remolino de
conflictos, esa maldita cosa de vivir… Las culpabilidades y deseos de un
hombre la presionan y le empujan.
Abrazó a Fern con más fuerza. En la mitad de la muerte, la vida reclama
sus derechos. Algo parecido le acudió a la mente.
—Desabróchate el cuello del vestido —le dijo—. El encaje. No quiero
romperlo.
La levantó. Era casi tan alta como él, pero mucho más ligera, firme y
ligera, muy flexible y fina. ¡Amor mío! ¡Nunca, nunca más en todo el mundo
habrá una cosa como ésta…! Nunca. Oh, Mary, el clamor de la vida…

La niebla invernal pendía de los árboles. El coche era descubierto y el frío


golpeaba contra sus cabezas mientras Martin conducía. El muchacho iba
sentado mirando fijamente ante sí. Sus primeras lágrimas ya se habían secado.
Sólo su prominente nuez se movía, de vez en cuando, en su delgado cuello. Se
apresuraron a través de pueblos, a través de calles Mayores desiertas, mientras
la tarde se aproximaba al anochecer y la gente buscaba refugio en el interior
de sus casas. Y Martin recordó el día en que habían enterrado a su propio
padre, un día parecido a aquél, entre Navidad y Año Nuevo, pero con el suelo
helado y sin viento.
No obstante, el padre de este muchacho no yacería en un ataúd entre
flores, con las manos como las hubiera colocado el empleado de pompas
fúnebres. El padre de aquel muchacho —y recordó la sonrisa del hombre, el
resplandor que emanaba de él— estaría destrozado en algún lugar del
desierto, con sus fragmentos esparcidos por la arena.
—¿Sabes que le concederán una medalla por heroísmo? —comentó Ned
de forma inesperada.
—No, no lo sabía.

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—La amiga de mamá tiene un pariente en el Ministerio de la Guerra y lo
ha averiguado. Mi padre salvó cuatro vidas. Qué cosa más estúpida, ¿verdad?
—¿Estúpida? No comprendo qué quieres decir.
—Lo que quiero decir es que él no tenía que ir a la guerra. No lo hubieran
aceptado de haber sabido…
—¿Sabido qué?
El muchacho volvió un claro y anhelante rostro hacia Martin.
—Tú ya sabes… No era, no era… —La nuez del joven siguió agitándose
—. Por favor, no me hagas decir todo eso cuando tú ya lo sabes.
—Comprendo.
Martin quedó desconcertado. ¿Es que ya no había ninguna clase de
inocencia en el mundo?
Y preguntó:
—¿Quién te lo dijo?
—Lo oí por el pueblo cuando aún iba a la escuela. Lo he sabido durante
muchos años.
—Comprendo —repitió otra vez Martin.
—La gente es muy mala con estas cosas.
—Lo sé.
—Algún muchacho me contó que no era capaz de hacer nada. Ahora ya
no podrían decirlo, ¿no te parece?
—Decir eso sería una cosa injusta, aunque fuera cierta.
Prosiguieron el viaje en silencio hasta que Martin comentó:
—Ya casi estamos. Me parece que llegaremos a las seis.
Más silencio.
Luego, Ned habló de nuevo:
—¿No hay nada que desees preguntarme?
—¿Qué tendría que preguntarte?
—Pensé que deberías saber si yo soy…, si soy igual que mi padre. No lo
soy. Ya he tenido muchas chicas, y eso es lo que deseo.
—Lo que tú desees no es cosa mía, ¿no crees? —respondió Martin en voz
baja.
—Tú eres muy decente. Mi padre siempre decía que lo eras. Afirmaba que
eras la única persona que realmente lo comprendía.
—¿Hablabas de esto con él?
—Sí. En cuanto oí los primeros comentarios, fui y se lo pregunté. Y él me
lo confirmó. Supongo que fue una de las cosas más duras que un hombre debe
haber dicho a su hijo. Pero lo hizo.

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—¿Puedo preguntarte qué sentiste?
—Sentí asco. Salí corriendo de la habitación y lloré. Durante muchos días
no pude hablarle ni siquiera mirarle. Pero, al cabo de algún tiempo, en cuanto
recapacité en todo ello, volví. Era mi padre, y un mejor padre para mí que la
mayoría de los que tenían mis amigos.
«Un muchacho como aquél avergonzaría a mucha gente», pensó Martin.
—No obstante, lo sentí por mamá —prosiguió Ned—. Ella se quedó a
causa de nosotros, de las chicas y de mí. Me he enterado. Las chicas no. No lo
comprenderían, ¿no te parece?
Amo a tu madre, deseó decirle Martin, e imaginó cómo el muchacho
replicaría: Lo sé, mi padre también me lo dijo.
En lugar de ello, repuso:
—Ella amaba mucho a sus hijos. Tú eres muy valioso para ella.
Las luces de «Lamb House» estaban encendidas y el camino de coches
llenos de vehículos. Con un brazo puesto alrededor de los hombros de Ned,
anduvieron juntos, Martin y el hijo de Mary, y entraron en la casa.

Una semana o más antes del seis de junio de mil novecientos cuarenta y
cuatro, Martin había viajado hacia el Sur por asuntos profesionales, y se
encontraba en un lugar en el que, a través de las aguas de Southampton, se
veía la isla de Wight. Desde la bahía de Weymouth, a través de Portland Bill,
aparecían miles de navíos, destructores, lanchas de desembarco y rastreadores
de minas. Lo había sabido dentro de sí, y por eso no se sorprendió al ser
despertado, hacia el amanecer del seis de junio, por el estruendo de centenares
de aviones, que volaban por encima de su cabeza. Había comenzado.
En los pabellones, unas caras expectantes, alzaban la vista desde las
camas.
—Ya ha llegado —decían, y luego, en una especie de primitivo ritual de
denegación, se quedaban silenciosos. Si se fracasaba…, uno ni siquiera se
atrevía a pensar en ello.
Los primeros anuncios, bastante raros, llegaron a través de la radio
alemana, que emitía sus programas como si nada hubiera sucedido.
—Los aliados han intentado un pequeño desembarco en las costas de
Francia.
Avanzada la mañana, se produjo una breve declaración de la «BBC»:
«Las fuerzas navales aliadas, al mando del general Eisenhower, apoyado por

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fuertes contingentes aéreos, han empezado a desembarcar a los ejércitos
aliados en la costa de Francia.»
Al mediodía, las iglesias estaban llenas, desde la abadía de Westminster y
St. Paul, en Londres, hasta la capilla del pueblo más pequeño. Bajo encajes
góticos de piedra, enfrentados al pálido destello de las velas encendidas,
hombres viejos y mujeres con hijos, y mujeres jóvenes con sus maridos,
inclinaban las cabezas y rezaban.
Martin hubiera deseado participar de aquel día en Francia, aunque sabía
que las primeras bajas pronto se encontrarían llamando a su puerta.
A través del verano y del otoño, el ritmo de los acontecimientos se
aceleró. El tren aumentó su velocidad, llegó a la cumbre de la colina y
empezó el descenso. París, liberado; De Gaulle, desfilaba por los Campos
Elíseos. Los alemanes se retiraban. Los aliados los persiguieron y cruzaron el
río Mosela tras ellos.
En el sombrío diciembre, los alemanes acopiaron fuerzas para su último y
asombroso esfuerzo en las Ardenas. Al principio, la radio brindó noticias
poco prometedoras para los aliados, desde Bastogne, desde Namur y desde
Lieja. Pero, al final, el agotador esfuerzo fracasó y, a fines del invierno, los
alemanes fueron empujados hacia atrás. Los aliados cruzaron el Rin por el
puente de Remage. La guerra en Europa estaba a punto de finalizar.
Comenzaron a llegar nuevas órdenes. El comandante Zutano era
trasladado a Michigan o a Nueva York para recibir a los heridos del teatro de
operaciones del Pacífico. El capitán Mengano era destinado a California, para
embarcar hacia el frente del Pacífico.
Un día, Mary habló de lo que durante muchas semanas habían evitado
mencionar.
—Pronto te enviarán a casa —manifestó.
Era tanto una declaración como una pregunta. Martin no respondió.

Salió y se tumbó en la hierba. En la cima de la eminencia, se veían las


sillas de ruedas en la terraza, donde los convalecientes habían sido sacados
para que contemplaran aquella primavera, que muchos de ellos pensaron no
volver a ver.
Al pie de la suave colina, una corriente de agua pasaba bajo un arqueado
puente de piedra. Los dorados amentos colgaban de los sauces llorones, que
en verano se erguían como jóvenes muchachas con largos y móviles cabellos

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pálidos. Un gavilán voló por encima de la cabeza de Martin, se detuvo en el
cielo y se precipitó detrás de la hilera de árboles.
Cerró los ojos. El aire estaba lleno de sonidos, mezclado en el largo
susurro de la tarde, con abejas, brisa y alondras. Existía el ritmo de la canción
de la alondra: cinco aleteos largos y dos cortos. En todas las cosas había ritmo
de música. De forma apasionada, deseó saber más acerca de la música.
Alguien tocaba un ritmo sincopado en el baqueteado piano del vestíbulo.
Era el muchacho de Chicago, sin duda, aquel cuyo brazo había curado tan
bien, excepto el dedo perdido. El muchacho estaba muy preocupado por el
piano; significaba mucho para él, decía, aunque no fuese músico. Tocaba
ahora muy bien, a pesar de haber perdido un dedo… Bun-dada bum-dada.
Desde el porche llegaba el golpeteo de las pelotas del ping-pong; también
existía en ello una cadencia. Tenía hoy tan aguzados todos sus sentidos… «La
mayor parte del tiempo —pensó—, estamos sólo vivos a medias, y nos
perdemos las cosas. Pero quizá fuese mejor así, quizá fuese mejor no sentir
tan agudamente.»
El perro que tenía al lado le lamió la mano. Se había olvidado de que el
animal se encontraba allí, puesto que estaba ya muy acostumbrado a él. Una
fría noche del invierno anterior, lo había encontrado sentado en el exterior de
la taberna local, a donde Martin había ido a beberse una cerveza. No era más
que un perro mestizo, del tipo tan corriente que se había convertido por sí
mismo en una raza, con orejas apuntadas y una cola de setter que llevaba con
mucho orgullo y alegría. Su plañidero hocico le había cautivado y se detuvo a
hablar con él. Dos aldeanos, que habían salido, le previnieron:
—Le morderá —comentaron.
Uno de ellos cogió una piedra.
—¡Márchate! ¡Vete, maldito perro…!
El chucho se había movido unos cuantos pasos, pero se sentó otra vez.
Estaba lo suficientemente desesperado en busca de comida para arriesgarse a
recibir una pedrada.
—La gente los abandona —observó el comandante Pitman—. Es una gran
desgracia.
El hombre que había cogido la piedra le rebatió:
—No tienen raciones de comida suficientes para ellos. ¿Qué quiere que
hagan?
Empezaron a andar de regreso al hospital. Al final de la calle, Martin se
percató de que el perro le seguía.
—Le daré algo de comer —dijo.

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—Nunca se lo quitará de encima si lo hace —le avisó el comandante
Pitman.
—Lo sé.
En la puerta de Martin, el perro se detuvo en los escalones aguardando a
que le dijeran algo.
—Oh, no —le dijo Martin—. No tengo nada para ti.
Y aquella pobre criatura le lamió la mano.
—¿Y qué voy a hacer contigo? —le preguntó ahora—. Pronto terminará
todo entre tú y yo.
El perro alzó hacia él unos melancólicos ojos pardos. Lo comprendo,
decían, y se acercó aún más. Un saltamontes, con unas transparentes alas
verdes, tan finas como el papel, se posó a pocos centímetros de su pata, pero
el perro pareció no percatarse de ello.
No me abandonarás —le decía a Martin—. Creo en ti.
Martin posó su mano sobre los cálidos flancos donde se notaban las
costillas.
—Sí, lo sabes, ¿no es cierto? Sabes que no puedo abandonarte.
La cola del perro golpeteó en el suelo.
—Mary se hará cargo de ti. Te dejaré con Mary.
Y Martin se levantó. ¿Dejarte detrás? ¿Realmente iba a irse? ¿Dos veces
en el transcurso de su vida? Qué acoso… Como hombre justo e inteligente,
que se suponía se hacía cargo de su propia vida, aquello le había obsesionado
desde el primer día.
¿Qué hacer al respecto? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué historia es ésta, una
historia de dolores tan turbulentos y pasados? «Los chasquidos del fuego
mientras ardía Troya —pensó—; los maderos de la caída de Jerusalén y del
saqueo de Roma, lágrimas de los padres cuando la peste negra despobló
Europa, agonía y vergüenza de los campos de concentración, el ruido de las
bombas sobre Londres que ardía. Tan poco tiempo para florecer al sol, y
vivir, y hacer el amor…»
«Mary, Mary, no puedo dejarte de nuevo. No puedo.»
El perro se acercó aún más y le lamió otra vez la mano.

Hazel escribió:

Lorraine Mays me ha dicho que tu unidad va a ser repatriada durante el


verano. Le ha sorprendido mucho que no nos lo comunicaras, pero

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comprendo, querido, que con lo prudente que eres no querías que me forjara
esperanzas hasta poder estar absolutamente seguro.

Sólo faltaban tres semanas para su partida. Por la mañana, cada mañana,
mientras aún tenía un día muy atareado por delante, se aseguraba a sí mismo
que, en algún momento de aquel día, todo se resolvería de repente. Pero
siempre llegaba la noche sin haber encontrado la solución. ¿Sería al día
siguiente?
Ya sólo quedaban dos semanas para que fuera repatriado.
Un día, en Londres, pasó ante una juguetería y vio en el escaparate un
caballo de madera parecido a uno con el que Enoch había jugado. Más tarde,
dio un paseo que le llevó hasta Brompton Oratory, donde había llevado a la
recién nacida Claire en el cochecito. Aquí, en aquellos lugares tan antiguos,
en aquellas piedras del pasado barroco, a través de las caballerizas y plazas
georgianas, la niña había dado sus primeros pasos. La veía siempre con su
abrigo amarillo y la gorra.
Se sintió débil, consciente de los latidos de su corazón. «Me estoy
volviendo un neurótico cardíaco», pensó, compadeciéndose de sí mismo. Pero
temblaba cuando regresó al hospital.
—¿No se siente bien, coronel? —le preguntó un nuevo teniente médico.
—No, he estado arrastrando un mal resfriado durante toda la semana.
Se sentó ante su escritorio, delante de un montón de expedientes que
habían dejado para que los firmase. Aquellas palabras no le decían nada.
¿Habría alguna forma de posponer aquello? Podrían, tal vez, arreglarse de
nuevo las órdenes, tal vez otro hombre que tuviese más prisa en regresar al
hogar —¿quién no la tenía?—, y que ocupase su lugar… ¡Necesitaba tiempo!
¡Tiempo para pensar! Pero, naturalmente, aquello era un desatino. Se trataba
del Ejército. Cerró la puerta y descansó la cabeza encima del escritorio.
¿Escribir a Hazel? ¿Armarse de valor y pasar todo aquello al papel? Un
gran número de hombres en aquella guerra habían hecho y estaban haciendo
cosas así. Durante un doloroso momento, la vio sentada en la silla del
despacho de forma arriñonada, donde ella solía leer el correo; vio sus ojos
relucir en una sonrisa, un rostro apacible, todo ello mientras abría su carta. Se
estremeció.
Así, pues, regresar a casa y decírselo. Contarle la verdad de la forma más
gentil, más amable, más razonable que uno pudiera. ¿Pero qué haría con
Enoch? ¿Qué sucedería con Claire? Carpe diem, como afirmaban; agarra el

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día, agarra la vida. Se te escapa mientras la observas. Y tengo ya cuarenta y
cuatro años.

Se arrodilló en el suelo al lado de la silla donde Mary estaba sentada


haciendo punto de media. Unas pequeñas venas azules cruzaban sus manos y
formaban unos encajes delicados en sus muñecas. Él le quitó el ovillo y le
besó las muñecas. Si le hubieran preguntado lo que sentía, hubiera respondido
que no era adoración, que no era consuelo, que no era alegría, que no era
deseo. Era todo aquello y muchas cosas más. Era algo que estaba más allá del
alcance de los deseos.
—No puedo —dijo.
—¿No puedes irte?
—No. No puedo irme.
Al cabo de unos días llegó otra carta:

¡Imagínate, Enoch estará en el segundo grado el otoño próximo! Se


parece mucho a ti, Martin; siempre está leyendo. La gente también dice que
es igual que tú. Desea tener una foto tuya en su habitación, por lo que he
hecho una copia de la que tenía en mi mesilla de noche. Es la última cosa que
veo antes de apagar la luz, y la primera cosa por la mañana cuando abro los
ojos.
A veces pienso que, si dejaras de amarme, no podría soportarlo. Pero sé
que esto no sucederá y que tú no dejarás de amarme. No creo que haya dos
personas que se comprendan tan bien una a otra, Lo siento de este modo;
aunque te encuentres a cinco mil kilómetros de distancia, aún seguimos
estando juntos. Y pronto, si Dios quiere, realmente lo estaremos. Me
revolveré en la cama por la noche y tú estarás allí, y ya no será un sueño.

Martin dejó caer la carta. Una profunda tristeza se extendió por la


habitación, como si Fuese una niebla. Continuó leyendo:

He ahorrado tanto dinero de tu paga, que quedarías sorprendido. Al vivir


sola, una mujer no necesita gastar dinero. Difícilmente voy de compras a los
almacenes, excepto para la ropa de Enoch. Y ayer compré un collar para el
cumpleaños de Claire, unas perlas en una cadenita de oro. Es una muchacha
encantadora. Resulta difícil creer que sólo tenga quince años. Ahora que
estás a punto de volver a casa, no obstante, tendré que comprarme alguna
ropa nueva. ¿Te gustará verme con un camisón negro de encaje?

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Ella se había acostumbrado a sentarse en la cama aguardándole, cuando
tenía que salir por una llamada. Siempre decía que no podía dormirse hasta
que él volvía a casa. Si hubiese alguna vileza en ella, algún reprensible
egoísmo que le asegurara la supervivencia y le diese a él una excusa… Pero
no, siempre había deseado, y siempre lo desearía, complacer a todo el mundo,
incluso a sus parientes más exasperantes. Dios sabía qué temores, qué
encadenados resentimientos se encontrarían debajo de aquella ansiosa
necesidad de complacer…
Y, de repente, Martin oyó la voz de su padre. Con mucha frecuencia, en
las crisis de su vida, recordaba aquella voz, no necesariamente sus palabras,
sino más bien su tono de gran convicción. Recordaba también los
movimientos expresivos de las manos, tan característicamente mediterráneos
para un hombre del Ulster. Y pensó en su hijito. ¿Por qué aquel niño le
recordaría a su padre?
Salió a la calle. Necesitaba movimiento. Mary llegaría pronto, pero ella
tenía llave. La noche era gris y unas oscuras nubes amenazaban lluvia. Sus
pisadas resonaban tanto que le desconcertaron y le obligaron a andar con más
cuidado. Cruzó la ciudad y llegó hasta el río.
En mitad del puente, de cara al Victoria Embankment, encendió un
cigarrillo; luego lo tiró a la iridiscente y aceitosa agua y observó cómo se
apagaba. El cielo, detrás de las casas del Parlamento, se ennegrecía a medida
que la tormenta se aproximaba. El destello de un relámpago iluminó la larga
fachada, los calados pináculos, miradores y torres de aquella casa donde los
hombres se sentaban y dictaban reglas para evitar que los unos se destrozasen
a los otros. Encendió otro cigarrillo, lo tiró también al agua y echó a andar
para regresar a casa.
Pasaron algunos soldados, con su risa trocada en un rápido saludo en
cuanto veían al oficial americano. Al oírles murmurar: «¡Ése también tiene lo
suyo!», al pasar junto a él, se percató de que habían oído su gemido.
¿Parecería tan derrumbado como se sentía? ¿Tan desconsolado? Sí, su cabeza
estaba inclinada, tenía las manos enlazadas a la espalda como si diese paseos
por su propia casa, Se enderezó.
Mary estaba dormida en el sofá cuando él entró. Con desánimo, recordó
que había dejado esparcidas las páginas de la carta de Hazel. Ellas las había
recogido y colocado con pulcritud en la mesa, al lado de la lámpara.
Mary abrió los ojos.
—No las he leído —dijo.
—No creo que lo hayas hecho.

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—Es tu casa, ¿no es verdad?
—Sí.
Y, arrodillándose, colocó su cabeza en el regazo de la mujer. Luego,
avergonzado de sus ojos húmedos, ya no pudo alzar la cabeza. El precio que
un hombre paga por su virilidad… Valor y fortaleza, la espalda erguida, los
labios apretados…
—¿Regresarás a tu casa para quedarte?
—Sí —murmuró.
Fern se levantó y, dirigiéndose a la ventana, oprimió su mejilla contra el
frío cristal.
Al fin, dijo:
—Supongo que es tu obligación, lo comprendo.
Él no pudo responder. ¿Qué palabras encontraría? Pensó que morir tal vez
sería más sencillo, deslizarse en el olvido y descansar.
—Nos merecemos algo mejor…
—¿Quién sabe lo que se merece cada cuál?
—Siempre hemos vivido en un tiempo equivocado.
—Dios sabe que eso es verdad.
—La amargura es algo feo, Martin. Pero me siento muy amargada.

Estaban tumbados en la cama y hablaban.


—Una pareja vivía cerca de Alex y yo. Él tenía veintiocho años, y murió
un sábado por la mañana después de jugar al tenis. Antes de la guerra, la
gente de veintiocho años no se moría. La mujer sufría tan tremendo dolor, que
volvías la cara para no mirarla. Y, sin embargo, no pude comprenderlo: Esta
noche, sí…
Él la cogió entre sus brazos. La última vez, la última vez. Pensó que había
dicho aquellas palabras en voz alta; quizá tan sólo las había oído en su mente.
Una oleada de sangre le envolvió cuando se perdió en ella: «no te apartes
nunca —pensó—; nunca, nunca…», pero luego se apartó al fin, viendo las
sombras, escuchando el sonido de la lluvia.
Debía de haber comenzado mientras hacían el amor. Unos camiones
pasaban por la esquina, un retumbante convoy de vehículos del Ejército, cada
uno de ellos guiado por un ser tan lleno de su propia esencialidad como Mary
y como él. La habitacioncita tembló con aquel enorme ruido. El reloj dio las
tres. Unas cuantas horas más y todo habría terminado.

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Cuando ella salió del dormitorio a la mañana siguiente, Martin había
recogido ya sus cosas.
—¿Sólo tus ropas, Martin? ¿No te llevas el busto de Churchill o los
grabados de Rowlandson que te regalé, o alguna de esas cosas?
—Sólo tus Tres pájaros rojos. No quiero nada más.
Permanecieron un momento en el pequeño recibidor.
—¿Crees que volveremos a estar en el mismo lugar y en el mismo tiempo
otra vez? —preguntó Mary.
—No, creo que no.
—Si llegamos a estarlo, me apartaré con rapidez y tú haz lo mismo. ¿Me
lo prometes, Martin?
—Te lo prometo.
—Son las ocho y será mejor que te apresures —añadió Mary.
Pero ninguno de los dos se movió.
—Bajaré las escaleras, Martin. No quiero mirar hacia atrás. Espera dos o
tres minutos hasta que me haya ido en el coche.
—No. Te miraré mientras subas al coche.
—Por favor, no podré conducir si me miras desde aquí Por favor.
Ayúdame.
—Quiero que vayamos juntos —insistió él.
Un instante antes de que él apagara la luz y cerrase la puerta, ella
comenzó a tener la apariencia de una extraña. Llevaba una falda que nunca la
había visto. Empezaba a hacer mucho frío y Mary se había puesto un jersey
encima de los hombros, una complicada labor de punto de la clase que la
gente recibe como regalo. Sin embargo, debajo de la falda y debajo del jersey
estaba la carne que él conocía tan bien, más querida que cualquiera que
hubiera conocido nunca, o que conocería.
¿Estaba loco al hacer lo que estaba haciendo, o era la única forma de
impedir volverse loco?
Bajaron las escaleras y salieron a donde se hallaba aparcado el coche de
Mary. A él le pareció que debían decir algo. Deseó decir: Compréndelo,
somos el tipo de gente que no puede atropellar a otras personas. Deseó decir:
Ya ves, el problema de ti y de mí es que ninguno de nosotros tiene suficiente
valor para protegernos a nosotros mismos. ¿No será ésta la primera ley de la
Naturaleza? Sí, pero la Naturaleza no es civilizada, y nosotros lo somos, tú y
yo. Deseó decir todas aquellas cosas, pero no dijo ninguna de ellas.
Debió de hacer todo esto, o de nuevo, no hacerlo, pero en aquel preciso
instante salió un hombre de la casa y se dirigió a su coche, que se encontraba

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bloqueado por el de Mary.
—Oh —dijo el hombre—, ¿va a salir? ¡Parece que hará un buen día! ¿Se
va a ir pronto, coronel, ahora que se han rendido los alemanes?
—Supongo que sí…
—Ha sido una guerra muy larga. Nos resultará muy extraño cuando todos
los americanos se hayan ido.
—Creo que sí.
¿No se iría nunca aquel loco? ¿No veía que sobraba? Pero no,
naturalmente, aguardaba a que Mary moviese el coche.
—Bueno, me gustaría poder salir —añadió el hombre muy educadamente.
—Claro, claro.
El hombre entró en su coche y puso en marcha el motor. Mary entró en el
suyo. Colocó las manos en el volante y luego alzó la vista hacia Martin.
—¿Estás bien? —preguntó él—. ¿Puedes conducir?
Mary asintió. Él hubiera deseado decir… Dios sabía lo que deseaba
decir…
Oh, querida mía, amada mía, perdóname, cuídate mucho.
Pero no dijo nada.
Martin fue empujado por los acontecimientos. Sólo necesitó permanecer.
Luego, Martin se dio la vuelta y, rápidamente, a ciegas, echó a andar en el
aturdidor resplandor de aquel día que comenzaba…

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Libro cuarto

VISIONES

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CAPÍTULO XXII

En la orilla norte del encantador mar interior del Japón, a primeras horas
de la mañana, el Enola Gay volaba en dirección a Hiroshima. Y en un
violento instante de aquel cálido verano, la guerra terminó.
En los cines de todo Estados Unidos, la gente estaba sentada con los
rostros alzados hacia arriba, contemplando la nube en forma de hongo y las
cenizas esparcidas en que se había convertido lo que fuera Hiroshima, viendo
cómo Tojo entregaba su espada en el acorazado Missouri, anclado en la bahía
de Tokio.
Cuando el espectáculo terminó, se levantaron y salieron a las luces
eléctricas de Times Square, o a la noche de alguna calle Mayor en penumbra,
camino de sus casas bajo los susurrantes arces. De momento, sólo había
regocijo. Unos años después llegarían las recriminaciones y la defensa.
Algunos años después, los turistas visitarían el museo de Hiroshima y
permanecerían conmocionados y en silencio ante las fotos de los mutilados.
Pero ahora, sólo se trataba de que la vida se reanudara otra vez.
En buques de carga, atestados de pasajeros, en literas de cuatro pisos, los
hombres, impacientes, navegaban hacia la patria. Los trenes iban atestados. Y
las estaciones, donde cuatro años antes, habían visto tantas penosas partidas,
eran testigo ahora de un millón de reuniones, de hijos con sus padres, de
maridos con sus muchachas-esposas y de hijos que eran sólo unos recién
nacidos cuando se fueron sus padres.
Naturalmente, había personas que no se encontrarían en la estación. Ya
habían sido informados, o informaron ellos, de que la ausencia había
cambiado las cosas: de que ella había encontrado a otro hombre, en la fábrica
o en la calle, o de que él había hallado a una muchacha en Ultramar. Para esas
personas, el fin de la guerra había constituido una gran perturbación, o
posiblemente más que una perturbación, como había sido al principio.
Pero la mayoría regresaron a casa, con la misma esposa y con el mismo
empleo, en una gasolinera o en un Banco. Y éstos, la esposa y el empleo,

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constituirían, o un bálsamo o, más bien, una secreta decepción, una vez que
hubo terminado la gran aventura.
Existían auténticas arrebatiñas por conseguir cosas, puesto que cada uno
lo necesitaba todo y ese todo era aún muy escaso. Las cartillas de
racionamiento se rompieron y desaparecieron. Gradualmente, las tiendas
empezaron a llenarse de nuevo de medias de nilón, de azúcar, chuletas de
cordero, zapatos y barras de chocolate. La Oficina de Administración de los
Precios quedó suprimida y los precios subieron, pero, como también lo
hicieron los sueldos, nadie puso objeciones.
Los pesimistas como Tom, incluso los más cautelosos, predijeron un crac
y una vuelta a las dificultades de los años anteriores a la guerra. Pero esto no
ocurrió. Por el contrario, comenzó una procesión de los años más prósperos,
lujosos y brillantes de toda la historia de Estados Unidos, e incluso de la
historia de cualquier país o imperio del planeta, desde los tiempos en que
comenzó a escribirse la Historia.

Martin fue empujado por los acontecimientos. Sólo necesitó permanecer


inmóvil y ser suavemente trasladado, como a través de una cinta
transportadora, desde el primer momento en que contempló a la radiante
Hazel y escuchó su primer grito de entusiasmo; luego, cogió a su hijo en
brazos, aquel alegre muchachito, al cual los esfuerzos de Hazel habían hecho
que estuviese tan vivo en la memoria de Martin.
Se sentó en el suelo con Enoch. Tres años antes, jugaba con bloques.
Ahora podía ya leer Dick y Jane y escribir una nota que había pegado en la
puerta del dormitorio: «Querido papá: Bien venido a casa. Tu Enoch.»
También vino Claire, ahora más tranquila, menos impetuosa, con un
femenino vestido azul y un peinado coquetón. Se sentó con ella a hablar de
cosas del instituto. Apenas tenía dieciséis años, pero ya había comenzado su
asalto. ¿Sería «Smith» o «Wellesley»? ¿Dónde impartían los mejores
programas de ciencias? Ahora llevaba gafas. Por alguna razón, armonizaban
muy bien con sus rasgos alertas y móviles, y Martin pensó: Será una mujer
muy rara.
El teléfono también participó en esta bienvenida. Llamó la madre de
Martin, con su voz de anciana temblorosa de lágrimas, hasta que Alice se
puso al aparato. Los amigos llamaban a la puerta. Un atardecer, abrieron la
puerta a Perry, aún con su uniforme de la Armada, de regreso de las

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Aleutianas; una semana después, Tom telefoneó, desde California, que se
encontraba ya camino de casa.
El primer domingo pidieron prestado un coche, y Hazel y Martin fueron a
visitar a los Horvath. Tom había encanecido casi por completo. Los hombres
se abrazaron, ocultando sus accesos de emoción; luego se sentaron para dar
cuenta de una de las grandes comilonas de Flo y, de una forma estudiada, no
hablaron en absoluto de la guerra. Todo eso llegaría más tarde.
—Aún conservas el buen apetito —observó Flo.
Y Martin respondió que sí, que durante todos aquellos años en Inglaterra
no había hecho ni una sola buena comida, aunque, de todos modos, los
ingleses nunca habían descollado como cocineros. Así que se atracó, mientras
Hazel le observaba, incapaz de apartar la mirada, y él quedó agradecido de
que su mujer fuese todavía tan dulcemente hermosa, con tanta alegría en el
rostro y no hubiese envejecido y engordado tanto como Flo.
También le estaba agradecido a Enoch que, requería toda su atención y
que constituía, según tuvo que admitirse a sí mismo, una especie de barrera
natural, o de amortiguador, entre él y la intensidad de los sentimientos de
Hazel. Si ella se había dado cuenta de que el niño se interponía entre ambos,
no lo demostró en absoluto. Así que Enoch desvió muchos momentos en que
Martin se hubiera sentido excesivamente cansado.
Estaba a punto de encontrarse otra vez muy atareado. El trabajo sería su
salvación. Y la cabeza comenzó a darle vueltas con el vértigo de reanudar su
antigua vida.
Sus viejas ropas de paisano aún estaban en buen uso, pero se sintió
extraño, y el primer día en el hospital fue también muy raro, andando de un
lado para otro, y preguntándose si llamaría mucho la atención o si tal vez no
la atraía en absoluto.
En una placa de bronce colocada en el vestíbulo, encontró su nombre
junto a una larga lista de apellidos, en algunos de los cuales había unas
estrellas. Las estrellas le produjeron una fuerte impresión, recordándole las
caras que les pertenecían, unos rostros que no volvería a ver de nuevo en este
edificio, mientras él deambulaba por allí, erguido y sano, siendo saludado
como si se tratase de un héroe.
Además, le recordaban muy bien. Las enfermeras se le acercaron en corro,
y las más antiguas, las de más de sesenta años, le besaron. Los doctores
acudieron a estrecharle la mano. Incluso Eastman se mostró cordial.
—He leído tu artículo en los archivos. ¡Un caso extraordinario! Has hecho
más en esos tres años que lo que hubiéramos visto aquí en diez.

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—Más de lo que incluso quiero volver a ver. Por lo menos, no de esa clase
—le respondió Martin.

La primera cosa que debes hacer es abrir un consultorio. Resultaba


imposible encontrar local. Se consultaba en los periódicos y a los agentes; se
sondeaba a cualquier médico respecto de cualquier piso que subarrendar. Al
fin, en su desesperación, estuvo de acuerdo en compartir unas habitaciones
con un tocólogo al que conocía, que también había regresado del servicio, y
que tampoco encontraba local. Hubiera constituido un difícil compromiso
para ambos. En el último minuto, el otro médico encontró algo, y para alivio
de Martin, pudo disponer de un amplio despacho para él solo en una buena
calle del East Side.
Había que encontrar pintores, en un momento en que todas las personas de
la ciudad parecían estar buscando uno. También comprar muebles. Hazel
deseaba ayudar, pero Martin le dijo, terminantemente, que mientras la casa
era de ella, el consultorio era de él. Aquí pasaría la mayor parte de su tiempo,
y sabía lo que necesitaba: unas sencillas sillas danesas y unos escritorios. Y,
en las paredes, una serie de bonitas fotografías, vistas de la ciudad en color
sepia: un transatlántico atravesando los Narrows, un viejo dando de comer a
las palomas en el Mall, lluvia en la Quinta Avenida al caer la tarde, con los
faroles encendidos.
Estaba dispuesto a pedir prestado a un Banco la considerable cantidad de
dinero que necesitaba para empezar de nuevo. Pero cuando Hazel, con su
sencillo orgullo, le mostró la cartilla de ahorros donde había guardado,
metódicamente, los cheques de su paga, y vio que había suficiente para
abonar todas aquellas facturas, quedó realmente conmovido.
—«Ella conocía bien los caminos de su casa y no comía el pan de la
ociosidad.»
Ante esto, el admirado comentario de Hazel fue:
—Conoces muy bien la Biblia, de arriba abajo, ¿no es así?
Aquello le dejó cohibido. Pero su mujer tenía razón, de todos modos. Era
hijo de su padre.
Necesitaban un nuevo apartamento. El viejo había sido muy pequeño
desde el principio y ahora, en la parte de atrás, habían construido un nuevo
edificio que hizo tan oscura la habitación de Enoch, que tenía que encender la
luz eléctrica incluso en los días en que brillaba un sol esplendoroso.

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—El nuevo apartamento deberá ser soleado —insistió Martin, lo cual
limitó su elección en aquel ya de por sí reducido mercado.
Naturalmente, debería tener más habitaciones, pues no cabía duda de que
pronto tendrían un nuevo hijo. No pasaba día sin que Hazel hiciese mención
de ello. Martin no tenía ninguna auténtica objeción que poner, aunque
tampoco lo deseaba. Tenía a Claire y a Enoch; eran suficientes para él. Pero la
posición de Hazel resultaba muy diferente.
Al igual que en su primer hogar, ella tuvo mano libre para todo. De todos
modos, Martin tenía muy poco tiempo que pasar en aquella sala de estar de
color rosa, con sus floreados adornos centroeuropeos. A ella le gustaba, y a él
eso le complacía. Sólo su despacho debía seguir siendo lo que siempre había
sido: un refugio para los libros y la música, así como para sus plantas. Por un
momento, Martin consideró la posibilidad de colgar los Tres pájaros rojos de
Mary encima de las estanterías. Pero luego se percató de que constituiría una
aflicción diaria para él, al igual que un cilicio, y lo envolvió otra vez con
papel de embalar y lo dejó en lo alto de un armario, detrás de una hilera de
libros de medicina.
Comenzó a adentrarse otra vez en las rutinas del hogar: los sonidos de los
patines de ruedas de Enoch en el vestíbulo; Claire, que se dejaba caer por allí
una o dos tardes a la semana al salir del instituto; Hazel, que volvía a asumir
su vida tan a gusto entre mujeres, clases de corte y confección, sociedades de
protección de animales y grabaciones para ciegos.
—Es como si nunca te hubieses ido, ¿no te parece? —observó ella durante
el tercer o cuarto mes—. Siempre temí que no pudiéramos recuperar el tiempo
perdido, pero las cosas no han salido de ese modo.
A Martin le parecía que tanto agradecimiento llegaba a formar una aureola
en la cabeza de su mujer. Relucía con ella. Y sus pensamientos volaron hacia
la otra mujer, y sus sensaciones eran iguales a las de un pobre perro
encadenado, que, en un súbito impulso de anticipada alegría, olvidándose de
la cadena, salta hacia delante con toda su fuerza, y es impulsado hacia atrás,
furiosamente, por la garganta.

En otoño, Hazel supo que estaba embarazada. La primavera siguiente dio


a luz a otro niño, al que llamaron Peter, por el abuelo de la madre. Un niño de
buen carácter, que se parecía a su hermano y que prometía ser, de nuevo lo
mismo que Enoch, un muchacho muy reposado.

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Martin trató de recordar qué había sentido el día en que nació Claire. Le
pareció acordarse de un primer instante de dolorosa decepción porque se
tratase de una niña y, después de ello, una inundación de una exaltación total,
por completo diferente al tierno y dominado placer que ahora sentía. Una vez
más, las circunstancias no eran las mismas.
Hicieron planes para alquilar una casa en Westchester para el verano,
cerca de la playa, pero también lo suficientemente próxima de la ciudad para
que Martin fuese y volviese a ella en tren. Los días de mucho trabajo, Martin
se quedaría solo en el apartamento.
Así que siguieron su camino; él, en el hospital y en el consultorio; Hazel,
con las tareas domésticas, y ambos en un gran barullo de trabajo, hijos y
comidas, de idas y venidas, de vivir. Aparentemente, tras el primer momento
de confusión, se había impuesto con rapidez el orden.

Anduvo con suavidad por encima de la alfombra, que con sus ásperos
pelos le escocía las desnudas plantas de los pies. Había vuelto el antiguo
insomnio, que le había afligido, intermitentemente, a través de toda la vida.
Sus pasos entre una luz rosada y brumosa; una lámpara estaba encendida en el
vestíbulo, para que Enoch no tropezase durante la noche en su paso al cuarto
de baño.
Echó un vistazo al niño que dormía entre un revoltijo de mantas y
animales de juguete. Luego se dirigió a la habitación del pequeño. Éste se
había colocado de través en la cuna, con la cabeza oprimida de nuevo contra
las barandillas laterales Con mucho cuidado, el padre le colocó de nuevo en
una posición correcta, preocupado por la pulsante fontanela de aquel tierno
cráneo, aunque sabía que era una tontería por su parte. Realmente, el pequeño
no era tan frágil.
En silencio, desanduvo el vestíbulo en dirección a su despacho. Cerró la
puerta y se acercó al tocadiscos. Quizá la música le ayudase aquella noche.
Siempre era así.
La Orquesta de Cleveland tocaba Ein Heldenleben, haciéndolo mejor que
la de Boston o la de Filadelfia, según pensó. Escuchó con atención el solo de
violín y, con placer, ansió la repetición del tema de Don Quijote.
Cuando la música se detuvo, empezó a buscar el Don Quijote. Resultaba
consistente aficionarse a un compositor, y la consistencia formaba parte de
una naturaleza compulsiva. ¡Qué bien se conocía a sí mismo! Pero retiró la

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mano y apagó el tocadiscos. No servía. Por primera vez, le había fallado la
música.
Miró al reloj que tenía en el escritorio. En Inglaterra, ya habría
amanecido. Iba también a apagar la lámpara, pero nuevamente detuvo su
brazo en mitad del aire, recordando, de repente, una cosa extraña que le había
sucedido aquella tarde en la droguería cuando una mujer compraba un
perfume.
—«La Fougeraie au Crépuscule» —había pedido, pronunciando muy mal
las palabras.
También le pidió la mujer al empleado que le explicase qué quería decir
aquel nombre.
—No lo sé —le replicó el dependiente, al mismo tiempo que se encogía
de hombros.
Fue Martin el que respondió, aunque no pretendiese hacerlo; simplemente,
las palabras le afloraron a la boca:
—El helechal durante el crepúsculo…
—Oh —dijo la mujer, sorprendiéndose de que él lo supiera.
—Es el único perfume que recuerdo —añadió Martin desmañadamente,
de una forma estúpida, como si la mujer se lo hubiese preguntado, o le
preocupara lo que él recordase.
Ahora hacía frío en el apartamento, y volvió a la cama. Confió en que
Hazel no se despertase. Si lo hacía, tendría que cogerla entre sus brazos,
puesto que, aunque fuese diciéndoles a todos que las cosas habían vuelto de
nuevo a la normalidad, resultaba evidente que necesitaba confirmarse a sí
misma que todo se hallaba igual que antes.
Martin se subió el edredón sobre sus temblorosos hombros. El pequeño
lanzó un gritito, pero fue sólo un sobresalto y no se repitió. El niño sólo tenía
cinco meses, pero Hazel estaba embarazada de nuevo.
Hazel había querido aquel embarazo y permitió que ocurriera, sin
preguntarle nada a Martin. Ahora se pegaba a él, como lo hace una cuchara
cuando encaja con otra. Martin comprendía sus necesidades. «Es muy buena
con Claire», pensó, como a menudo hacía. Sus pensamientos se precipitaron
unos sobre otros, en un confuso revoltijo.
Claire es muy tenaz, valerosa y seria. He perdido la mayor parte de sus
mejores años. Jessie ha hecho con ella un estupendo trabajo. Me gustaría
decírselo. Vi a una mujer por la calle que se parecía mucho a Jessie por
detrás. Cuando me percaté de que no se trataba de Jessie, no sé si quedé

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preocupado o aliviado. ¿Qué le hubiera dicho si hubiese sido ella? Pero,
simplemente, le habría manifestado que había hecho un estupendo trabajo…
Claire es una mezcla de la sangre de Mary y de la mía. No había pensado
en ello hasta aquel instante. ¡Qué pensamiento más desconcertante! No lo
había tenido antes, no sé por qué… Pero me conmociona…
He tenido un sueño de Mary en un barco, un barco de vela de otros
tiempos Estaba de pie en la cubierta o en la proa. Al principio, pensé que era
un mascarón de proa. En los sueños, las cosas son así. Las velas estaban
hinchadas y el viento movía su falda. Yo me encontraba en el muelle.
Alargábamos nuestras manos, cada una en busca de la otra. El agua que nos
separaba se hacía cada vez más ancha a medida que el barco se alejaba.
Luego, el viento le enrolló el chal alrededor de la cara, y ya no pude verla
más; el buque avanzó cada vez más de prisa, en línea recta, como si se tratase
de una flecha, hasta el confín del horizonte.
Dicen que la sensación de ausencia se va diluyendo a medida que pasa el
tiempo. ¿Pero es eso cierto? En mi compañía había un médico judeo-alemán;
se llamaba Hertz. Era un hombre taciturno, perseverante, pensativo. Había
perdido a su mujer y a sus hijos. Solía preguntarme qué llevaría dentro de la
cabeza. ¿Sería más sencillo o más duro el saber que Mary estuviese muerta?
También dicen que debemos forzarnos a pensar únicamente en cosas
positivas. Muy bien, pues para eso está mi trabajo… Estoy agradecido de
verme tan atareado. Y, ciertamente, lo estoy… Pensar en algo vagamente
hermoso, nadar flotando y adormecido al sol. No es bueno. No puedo sentirlo.
Pensar en algo alegre y divertido. Aquel día, a medio camino entre la casa de
ella y Londres; llegué tarde a aquella taberna campesina y alguien, un viejo
palurdo, estaba tratando de flirtear con ella antes de que yo llegase. Nos
echamos a reír al ver la cara de aquel hombre cuando entré allí. Pero no
resulta ni alegre ni divertido el recordar ahora todo esto.
Finalmente, sintió que iba derivando hacia el sueño. El aire frío se
introducía a través de las mantas. Era tan crudo como sólo puede serlo en una
casa inglesa. La ventana tembló y le despertaron unos gritos como los de los
vigilantes de las incursiones aéreas. Abrió los ojos y miró hacia la calle que
había abajo. Se trataba de algún accidente de poca monta. Aquello no era
Inglaterra. Era su hogar.
Hazel comenzó a murmurar. También ella está soñando. Y él se sentía
muy cariñoso hacia ella, como si fuese un niñito que estuviese allí dormido, y
muy triste, muy triste. En aquel momento, Hazel se desperezó.
—¿Qué ocurre? —pregunta—. ¿Pasa algo malo?

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—No, no —responde Martin—. Vuelve a dormirte. Todo va bien. No
ocurre absolutamente nada…

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CAPÍTULO XXIII

En el extremo del vestíbulo del apartamento, y dando al patio, se


encontraba una húmeda habitación que empleaban como trastero. Incluso en
las tardes más soleadas, la bombilla, que colgaba de un desnudo cable del
techo, debía encenderse siempre. Tres pisos más abajo se hallaba el suelo de
cemento gris del patio, donde unos cubos con cenizas se alineaban a lo largo
de una pared. Diez pisos por encima, retorciendo el cuello se podía ver un
trocito de cielo.
Inevitablemente, Enoch se sentía atraído hacia aquella estancia. Su madre,
que casi nunca se quejaba por nada y quien, según pensaba en privado Claire,
realmente echaba a perder al muchacho, alegaba que la desordenaba. Pero,
dado que ya de por sí aquella habitación era un auténtico revoltijo, Claire no
comprendía qué perjuicio adicional podría hacer en ella el chiquillo.
Había cajas con libros llenos de polvo, gruesos tomos de texto de Martin,
de tonos verde oscuro y pardo. También se veían dos microscopios viejos,
uno de los cuales había pertenecido a su abuelo, junto con su equipo médico,
que Martin les había mostrado, con sus botellas y tarros de formas tan
anticuadas, algunos de los cuales aún estaban llenos a medias de ungüentos
secos. Una bandera norteamericana, recuerdo de algún desfile hacía mucho
tiempo olvidado, colgaba de un palo en un rincón cerca de un maniquí, que
Hazel empleara en aquellos tiempos en que aún se confeccionaba ella misma
sus vestidos. Con un busto mucho mayor incluso que el que Hazel tenía, la
decapitada figura hubiera asustado al mismo diablo que hubiera dado con ella
de repente en la oscuridad. También se veía un sillón anticuado, en cuyos
brazos el reseco cuero se había arrugado en forma de rojizas bolitas. También
se veían allí aquellos negros discos del fonógrafo, de Galli-Curci y Caruso, de
los tiempos de la vitrola de cuerda, y una bicicleta de Martin, que hacía
mucho que no usaba.
Ahora, a todas aquellas cosas se le habían añadido algunas pertenencias
de la abuela Farrell, enviadas poco después de sus funerales por la tía Alice,

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para que Martin tuviese algunas cosas que le recordasen a su madre.
Claire se sentó en una silla rota. Llovía mucho. Parte de la lluvia caía por
el estrecho patio de luces existente entre los dos edificios, goteando en el
polvo de la ventana.
—¡Caramba! —dijo Enoch—. ¡Mira esos National Geographics! Por lo
menos debe de haber cien. Me los llevaré todos a mi habitación…
—No, no puedes. Tu madre sufrirá un ataque si llevas todas esas cosas a
tu cuarto. Míralos aquí hasta que ellos regresen. Yo ojearé esas fotos
antiguas…
Los viejos álbumes de fotos seguían reteniendo el aura de lo prohibido, y
Claire tuvo que pensar durante algún rato por qué eran las cosas así, antes de
que recordase los álbumes de la casa de Cyprus, cuando ella sólo contaba
cinco o seis años, y encontró en ellos las fotografías de su desconocida y
olvidada tía. Un misterio, supuso Claire, que tal vez nunca se aclarase.
Pero en aquellas instantáneas de la familia de su padre, no existía ningún
misterio, o, por lo menos, ninguno que ella pudiese ver. Sólo nostalgia y una
especie de tristeza. Ella siempre había creído que una persona debía de
hacerse vieja para experimentarla. Por lo menos, no había esperado notarla,
puesto que sólo tenía dieciséis años. Pero lo sentía de ese modo.
Probablemente, esto se debía a la muerte de su abuela, lo cual había ocurrido
el pasado mes, una mujer a la que sólo había visto cuatro veces en su vida —y
la última, cuando se estaba muriendo—, pero que, sin embargo, la había
conmovido muy profundamente. Sabía muy bien que su madre no deseaba
que fuese allí con Hazel y papá. A Jessie le hubiera agradado ser capaz de
prohibir aquel viaje. Pero, dado que se hallaba implicada una muerte, sintió
que su objeción hubiera resultado algo vergonzoso. Por tanto, no hizo ninguna
objeción, excepto indicar, con sus apretados labios y voz sin inflexiones, que
aquello no la complacía.
Aquí estaba su abuela cuando era una mujer joven de la era «Gibson
Girl», con el cuello de su vestido subido hasta las orejas con una redecilla.
Podían verse sus bonitos y preocupados ojos, que asomaban por debajo del
borde de un rígido sombrero marinero. La vida es muy dura, decían aquellos
ojos.
Cuando se envejecía, los ojos adquirían un apagado y opaco gris, como si
un telón ya se hubiese corrido entre ellos y el mundo viviente. Ella estaba
sentada en la cama, y se despertó cuando entraron en la habitación, y luego se
había adormecido en mitad de una frase, con la boca abierta sobre sus grandes
dientes postizos. «Se deslizaba con toda gentileza fuera de este mundo»,

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pensó Claire. Resultaba extraño pensar que si aquella mujer no hubiese
vivido, ella tampoco habría existido.
Enterraron a Jean Farrell en el cementerio de Cyprus, y durante el largo
viaje desde la casa en que había muerto hasta la vivienda de Alice, su hijo y
su hija habían revivido los años de su vida.
—¿Te acuerdas de los ladrillos calientes en la cama? Qué divertido,
cuando tenías los pies calientes, todo tu cuerpo había entrado en calor y
podías dormirte —había dicho Martin.
Y Alice añadió en voz baja:
—¡Las cosas que se recuerdan! ¡Melcocha de arce! ¿No es una cosa tonta
acordarse hoy de todo eso?
Martin había explicado a Claire cómo se hacía la melcocha de arce.
—Tienes que recoger la savia dos veces al día, y hervirla en un fuego de
leña —le dijo con cuidado, como si aquello fuese un fragmento de
conocimiento muy precioso que debía preservarse—. Entonces llenabas de
nieve un plato sopero y vertías encima el jarabe caliente. Cuando se enfriaba,
quedaba duro y pegajoso como el caramelo.
—Tu padre me ha contado —le había dicho tía Alice a Claire— que
deseas convertirte en doctora.
Hablaba de un modo formal y cortés, más formalmente a Claire que a
Hazel, como si Claire fuese la extraña y Hazel alguien de su sangre.
—Tu padre solía conservar ratones y ranas en formaldehído y los ponía
debajo de su cama. ¿Te acuerdas, Martin, aquella vez en que tenías allí una
serpiente muerta, y mamá la encontró cuando limpiaba? ¿Y de cómo se puso
a gritar?
Así que habían ido. Y, al fin, llegaron a Cyprus y pasaron en coche por la
calle principal —«¡Cómo ha crecido!», había dicho Alice—, y llegaron a la
casa en que habían vivido Alice y Martin.
Martin suspiró.
—¡Por aquí, antes todo eran granjas!
La ciudad se había extendido alrededor. Al otro lado de la carretera de
enfrente de la casa, se encontraba un polígono industrial. «Industria ligera»,
rezaba un cartel. Hileras de coches embarrados estaban aparcados en una
gigantesca zona de estacionamiento.
—Han debido eliminar el porche, o bien lo han encristalado. Vivirán en el
piso de arriba.
Martin señaló hacia donde se veía la estructura de una casa, con una parte
delantera parecida a una caja de cristal y que formaba un prominente

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abdomen.
Unas letras decían: «Guido’s Pizzaburgers».
Llegaron al cementerio. Claire, que hasta entonces no había asistido a
unos funerales, esperaba algo intensamente dramático. Pero todo fue muy
sencillo. Sólo una breve oración antes de bajar el ataúd. Cada uno de ellos
arrojó un puñado de tierra, y luego se alejaron. Y aquello fue todo.
—Supongo que nunca hemos conocido, realmente, a ninguno de ellos —
había dicho Martin.
Luego, se volvió hacia Claire y le dijo:
—Echa una última mirada. No debes volver nunca más por aquí.
Recuerda, únicamente, que procedes de unas personas muy decentes.
Se calló durante un momento, y Claire comprendió que recordaba cosas
del pasado.

—Mira —decía ahora Enoch—. Lo he abierto.


—¿Qué has abierto?
—Se rompieron las bisagras…
—Es el baúl viejo de papá. No debes fisgonear en estas cosas, Enoch.
Pero él ya había sacado un uniforme.
—¡Caramba, mira esta gorra!
Se la colocó en su cabecita y se le deslizó hasta las orejas, mientras la
visera le rozaba las cejas.
—Caramba, ¿por qué papá no me ha enseñado nunca esto?
—Supongo que ha querido olvidarse lo antes posible de la guerra…
—¡Mira esto! Papá debía de ser un escultista… ¿Sabías eso, Claire?
—No. Pero hizo muchas ascensiones en los Adirondacks…
—¿Y esto qué es? Aquí pone: «Washington High School. Martin Thomas
Farrell.»
—Es un diploma, algo que te dan cuando has acabado los estudios. Tú
también lo tendrás algún día.
—¿Y tú?
—Será mejor que lo consiga, si quiero ir a «Smith» y luego a la Facultad
de Medicina. No toques eso. Son cartas privadas. Se supone que uno no debe
nunca leer las cartas de los demás.
—No son cartas. Son fotos.
—Mételas otra vez en el sobre. ¡Lo estás desgarrando, Enoch! ¡Dámelo!

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Un paquete de fotos cayó al suelo. Las habían ampliado para que las caras
se viesen con claridad: eran de su padre y de una mujer desconocida. Las
habían tomado durante la guerra, puesto que su padre vestía de uniforme. La
mujer era delgada, con un pelo corto y rizado. En una de las fotografías,
estaban cogidos de las manos. La otra era una especie de retrato, en el que la
mujer aparecía sentada en el banco de un jardín, con un gran sombrero de paja
y una falda hasta los pies, como si se tratase de una dama de Renoir. En el
dorso de la foto habían escrito: «Lo eres todo para mí y siempre lo serás.»
También podía leerse la firma: «Mary Fern.»
Aquellas arracimadas palabras aparecían allí como si hubieran vuelto a la
vida. El calor surgió en la cara de Claire y se le subió hasta la frente. Tuvo un
estremecimiento. ¡Mary Fern, la hermana de mamá! ¡Aquélla, pues, debía de
ser la razón de que estuviese prohibido hablar de ella! ¡Mary Fern y mi padre!
Él había tenido la intención de guardar aquellas fotos, las había escondido; su
padre, que era tan meticuloso, tan preciso, que nunca dejaba las cosas tiradas
por ahí y que le echaba una reprimenda a cualquiera que obrase de ese
modo… ¡Además, no las hubiese guardado si no lo hubieran significado
«todo» para él!
—Mira esto —gritó Enoch—. Hay un montón de cartas. ¡Mira estas
raquetas de nieve! ¿Sabes cómo son las raquetas de nieve? Se anda encima de
la nieve con ellas. ¡La de cosas que hay en este baúl!
—Vamos, vamos —dijo Claire—. Lo estamos sacando todo de su sitio…
Se guardó en el bolso el paquete de fotos, dobló el uniforme en el baúl y
metió otra vez en su sitio las insignias escultistas y todos aquellos recuerdos
de juventud; luego se llevó a Enoch a la cocina y le dio unas galletas y un
vaso de leche.
La oscuridad se había presentado de repente, confiriendo a la tarde el
misterio de los bosques. Incómoda, sin un objetivo determinado, paseó por las
habitaciones, encendiendo la luz a medida que pasaba por ellas. Se detuvo
ante la puerta del dormitorio de Hazel. Todo aquel empalagoso
sentimentalismo con que Hazel había amueblado la casa, se concentraba en
aquella estancia.
Una vitrina colgante estaba atiborrada con figuritas de China, que
representaban a hombres con empolvadas pelucas y a mujeres con
miriñaques. En la alfombra se veían por todas partes rosas azules. Una
lamparilla tenía la forma de un niño sosteniendo a un cachorrito. Y en el
escritorio se veía una foto de Martin, cuyo ascético rostro no cuadraba en
absoluto con el resto de la habitación.

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En una mesa del gabinete había un montón de revistas, expedientes
profesionales e informes de congresos, junto con notas trazadas con la
apretada escritura de Martin.
«…se aproxima a la demencia —leyó Claire— …ambivalencia del
cerebro y la mente.»
Claire estaba allí tratando de encajar lo que sabía de esta parte de la vida
de su padre —analítico, y serio— con el hombre de aquellas fotografías.
Pero era ingenuo, resultaba por completo infantil suponer que un padre
era sólo lo que asomaba al exterior… Debería saber mejor las cosas. ¡Pero se
trataba de su padre! Pero que hubiera semejante… mancha en la propia
familia, que las cosas no fuesen limpias, buenas…
—Procedes de unas personas muy decentes —le había recordado su padre
durante los funerales de la abuela…
Se abrió la puerta y entró Hazel con Martin.
—Hemos vuelto lo más de prisa que hemos podido. —Hazel jadeaba y
estaba ansiosa con las prisas—. Eres un encanto al encargarte de cuidar a los
niños, Claire. ¿Ha sido bueno Enoch?
—Oh, sí. Los dos están aún durmiendo.
—Tendré que despertarlos —dijo Hazel, al mismo tiempo que se quitaba
el impermeable.
Durante un momento, Claire se quedó mirando a su padre. Le asaltó el
pensamiento de que, en un fogonazo de unos cuantos segundos, su concepto
acerca de él había cambiado. Lo que importaba era la forma de ver las cosas.
Como el muchachito con insignias escultistas, como el hermano de Alicia;
aquélla era una forma de considerarle. La mujer que había escrito Lo eres
todo para mí lo vería de una forma diferente. Y Hazel tenía también su propia
forma de mirarlo. ¿Y Jessie? Pero cualquiera que fuese su forma de
apreciarle, la ocultaba muy bien.
Hazel regresó con su último hijo, Marjorie, echada sobre uno de sus
hombros. La madre y la niña tenían la misma expresión de inocencia y
tranquilidad doméstica.
—¿Te quedarás a cenar, Claire? —le preguntó Martin.
Sus ojos la miraron con afecto. En ellos, Claire leía lo orgulloso que
estaba de ella y lo que confiaba en que lo mismo le ocurriese a su hija. Se
frotó los ojos como si tuviese unas telarañas delante de ellos.
—Gracias —replicó con frialdad—. Tengo que regresar a casa.
Una hora antes, no se hubiera creído que llegase a despreciarle de aquella
forma.

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Hablaron hasta pasadas las once. Jessie apartó las cortinas y se quedó
pensativa contemplando la noche. Por encima de su hombro, Claire veía que
la lluvia había cesado; un brillo fantasmal se aferraba a los muros y a los
árboles, armonizando con su decaído estado de ánimo. Las cortinas cayeron
otra vez con crujido de tafetán, cuando Jessie se dio la vuelta.
—No debiste coger esas fotos —comentó.
—Las había metido en el bolso y no supe qué hacer con ellas.
Ahora se encontraban esparcidas encima de la mesita del café. Claire
cogió una y luego la dejó caer.
—¡Cómo la hubiese odiado en tu lugar! ¡Tanto a ella como a papá, pero
sobre todo a ella!
—Oh, ya he sentido bastante odio, no te equivoques al respecto. Pero no
puedes conservarlo de esta forma año tras año. Resulta algo corrosivo.
Supongo que ésa ha sido la razón de que guardase para mí todo este asunto
hasta ahora. No quería que también te corroyese a ti. Y también, para ser
honesta, porque se hallaba implicado mi propio orgullo.
Y Jessie había sonreído imperceptiblemente, en aquella especie de burla
de sí misma que constituía uno de sus hábitos.
—Arruinó tu única posibilidad. Podía haber tenido docenas de ellas, ¿no
es así? Pero te arrebató la única que tú tenías.
—¡Maldita sea, sí, eso es lo que hizo…!
El confidente se hallaba al lado de la chimenea y tenía pequeños cojines
de seda, de forma redonda como si se tratase de joyas: de color amatista,
topacio, granate. Jessie se entretuvo con ellos, dándoles golpecitos y
ordenándolos.
Ahora volvió a hablar:
—Sí, siempre supe que era una locura el casarme con Martin. Y después
de todo… lo que sucedió, aún habría sido mucho peor el retenerlo. Ya sabes
que hubiera podido hacerlo. Él quería que continuáramos juntos. Lo hacía por
ti, por una especie de obligación. Pero yo no deseaba eso. No podía soportar
lo que sabía que sentía hacia mí, a pesar de sus misericordiosas negativas.
«¿Qué habrían hecho en la cama?», se preguntó Claire. Todos aquellos
libros que se pasaban entre sus amigas…, algo que uno pensaba que sólo era
propio de personas fuertes y encantadoras, que hacían las cosas que se
describían en aquellos libros… Con un súbito sentimiento de vergüenza,
Claire enrojeció y no fue capaz de mirar a su madre.

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Jessie empezó a dar vueltas alrededor de la habitación; ahora se hallaba al
lado del revistero:
De repente, empezó a hablar:
—Me enteré, por medio de tía Milly, que el marido de Fern murió en la
guerra.
—¡Qué espantoso!
Y Claire tuvo ahora, como en un rápido destello, cual en alguna película
antigua, una visión del firmamento desgarrado por terribles cañonazos y con
una lluvia inclemente, y de un hombre que yacía en el barro con una pierna
arrancada.
—¡Qué espantoso!
—Sí, también tiene que soportar su parte. —Y añadió sombríamente—:
Pero debió haberse casado primero con Martin. Lo supe la primera vez que
los vi juntos. Incluso antes de que ellos lo supieran.
—¿El qué? ¿Amor a primera vista?
—¡No te burles! ¡Sucedió tal y como te digo!
—Eso no son más que tonterías propias de las revistas del corazón…
Jessie sonrió. La risa dio vida a su boca, pero sus ojos siguieron fríos.
—Ya lo descubrirás…
—Eso no parece nada real…
—¿Estás segura de saber lo que es real y lo que no lo es? ¿Sólo tienes
dieciséis años y ya conoces todas esas cosas?
—Bueno, he leído mucho, ¿no te parece? Comprendo las cosas, ¿no?
—Pero no las has vivido…
Jessie jugueteó con las cadenas de oro que llevaba en el cuello. Se ponía
muchas y eran muy valiosas. ¿Por qué eran tan importantes para ella? Claire
se lo preguntó ahora. Aquel pensamiento resultó nuevo. Y todo aquel asunto
del amor… ¿Cómo lo sabía Jessie? ¿Porque lo había averiguado por sí
misma? Este pensamiento también resultó nuevo.
—¿Me estás diciendo que no podían hacer nada al respecto? —preguntó
Claire.
—Supongo que es así…
—Eso suena muy noble de tu parte…
—¡Noble! ¿Yo, Dios mío? Tú sabes mejor que yo todo esto, tras haber
vivido conmigo durante toda tu vida. No, es que debo llegar a la aceptación
de las cosas, o me volvería loca. Y la gente como yo no puede permitirse el
volverse loco.
Jessie cogió las fotos y comenzó a ordenarlas.

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—Guárdalas o destrúyelas —le dijo, volviendo a depositarlas encima de la
mesa—. Haz lo que desees. No me importa lo más mínimo.
—¿No las devolvemos?
Jessie sacudió la cabeza.
—Son como una bomba de relojería para aquella familia. La arruinaría.
—¿Y te preocupa que esto suceda?
—¡Tienen hijos! ¿Cómo se puede desear que suceda una cosa así cuando
hay hijos de por medio? Ya fue bastante cuando tú… —Se calló—. Y,
además, aquella mujer…, esa Hazel, nunca me ha hecho nada.
¡Ah, sí, pobre Hazel! ¿Por qué se pensaba en ella con el calificativo de
«pobre» cuando, después de todo, estaba tan acomodada y a gusto en su casa?
Pero había algo… Estaba tan loca por Martin que, a veces, resultaba hasta
incómodo…
Jessie se inclinó encima de una fotografía. Habló con acento reflexivo,
casi para sí misma:
—Naturalmente, yo siempre supe que él era un hombre fuera de lo
común. Siempre comprendí lo lejos que llegaría si se le daba una
oportunidad…
—Papá habla de ti algunas veces. Incluso me parece que le gustaría
verte… ¿Y a ti por qué no? La gente que se ha divorciado pueden seguir
comportándose educadamente entre sí, ¿no te parece?
—Durante mucho tiempo, nunca deseaste volver a ver de nuevo a tu
padre. Y ahora quieres que hasta lo vea yo…
La mente resulta algo tan confuso. Eres lo suficientemente mayor para
comprender lo joven que eres y cuán contradictorio resulta todo el mundo: los
demás, los sentimientos de uno respecto de sí mismo, todo… ¿Cuánto tiempo
ha de pasar para poner orden en esto? ¿Pero se podrá, incluso, llegar a hacerlo
alguna vez?
Y casi enojada, Claire gritó:
—No deseo nada… Sólo te he preguntado por qué…
—Muy bien. Pues te diré el porqué. Estoy muy tranquila tal y como están
las cosas, de la forma en que vivo… No necesito complicarme la vida con él,
con mi hermana o con cualquier persona. No tengo nada que decirle. Me he
abierto camino sin tener que agradecérselo a nadie, excepto a mí misma.
Escucha, no deseo lastimar a nadie, Claire; sólo quiero estar sola. Soy realista.
Lo he tenido que ser siempre.
El rostro de Jessie, a la luz de la lámpara, era de un color de cobre dorado.
Ardía. Se reflejaba en él la inteligencia, la fuerza y también el dolor. De

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repente, a través de la opacidad que separa el espíritu de un ser humano del de
otro, le llegó a Claire un destello de luz translúcida, una brecha, por la que,
por un instante, penetró en Jessie, vivió como Jessie, en aquel otro instante de
temblor y estremecimiento, cuando la jovencita se vio por primera vez a sí
misma de un modo sincero, y supo que había estado condenada desde el
mismo instante de su nacimiento. Jessie se levantó.
—Estoy cansada.
Le acarició la frente a su hija y le apartó los cabellos que le caían sobre
los ojos.
—Vamos a la cama. Has tenido un día muy duro. En un solo día has
crecido mucho.
Una vez a solas en su cuarto, Claire empezó a cepillarse el cabello. Había
comenzado de nuevo a llover y el agua tamborileaba contra el marco de la
ventana. De improviso, de una forma tan repentina que detuvo el cepillo a
medio camino, se le ocurrió que no sólo sentía lástima de Jessie, sino también
de su padre. Él…, con toda su competencia y fortaleza, que era capaz de
resolverlo todo, y ella se compadecía de él… Y en esta piedad había algo
nuevo, otra clase de amor… ¿No resultaba aquello extraño?
Ahora sintió cómo la oprimían las cosas y las personas. Resultaba una
sensación nueva para ella, que había sido siempre tan libre para hacer o
pensar todo lo que deseó. «Aquellos dos —pensó—, mi padre y la mujer,
Mary Fern…, ¿qué clase de mujer debía de ser, con aquellos ojos soñadores
bajo la sombra de un sombrero veraniego, con sus largos dedos encima de su
regazo de seda? ¡Ellos habían cambiado muchas otras vidas además de las
suyas propias! Por culpa de ellos, mi madre y yo hemos vivido solas en esta
casa; a causa de ellos existía Hazel, el pequeño Enoch y los pequeñines…»
¿Qué me sucederá a mí ahora, a todos nosotros, tan ligados como estamos
unos a otros?

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CAPÍTULO XXIV

El día en que abrió el consultorio, incluso el día en que firmó el préstamo,


Martin había quedado aterrorizado por miedo a haberse atrevido demasiado y
no ser luego capaz de hacer frente a aquello. Aún era, y probablemente
siempre lo sería, un cauteloso heredero de la Depresión. Pero no tenía de qué
preocuparse.
Muy pronto, empezó a llenarse su agenda de citas. Los amigos de los
viejos días de la bicicleta y del balonmano habían regresado de la guerra y
comenzaron a dar referencias de él. Otras muchas procedieron de los nuevos
contactos con la medicina general y con los especialistas; su reputación era
mucho más amplia de lo que él mismo suponía. Por ello, pronto quedó claro
que, por primera vez en su vida, no sólo no ya sufriría escasez de dinero, sino
que le sobraría, lo cual le concedería esa libertad sin trabas que surge cuando
se pueden pagar todas las facturas sin fruncir antes la frente delante de ellas.
Una tarde regresó a su despacho cuando el consultorio aún estaba vacío.
—Ha venido usted muy temprano —le dijo la secretaria.
Él siempre había pensado acerca de ella como la «pequeña» secretaria,
aunque ya tenía más de cuarenta años y gozaba también de un nombre: Jenny
Jennings.
—No tenemos a nadie citado hasta la una y media.
—Lo sé. He terminado muy pronto en el hospital.
Y tras decir esto, cerró la puerta.
La verdad era que no había terminado en el hospital de ninguna forma que
hubiera deseado terminar. El paciente había muerto. Apartando a un lado el
emparedado y el café que había en el escritorio, revivió, por tercera o cuarta
vez en la última hora, la agonía de aquella mañana.
Incluso antes de que comenzara la hemorragia, lo había sabido. El
desastre tiene una cierta sensación e incluso olor. Conocía ya ese jadeo de
advertencia que le había ocurrido a menudo y volvería a conocerlo de nuevo.
Era algo inherente a la naturaleza del duro y triste trabajo que había elegido.

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En ocasiones, se presentaba una oportunidad adicional en el último minuto de
lograr el éxito, pero no muy a menudo, y menos hoy. Desde la diabólica
excrecencia adherida a la arteria carótida, la brillante sangre había comenzado
a salir a borbotones. Oprimió con todas sus fuerzas la compresa
antihemorrágica, intentó cohibir la hemorragia, pero ésta no se detuvo. Y
deseó estar en cualquier otro lugar que no fuese aquí y ahora.
Un corro de cabezas le había rodeado. Era consciente de que los rostros
observaban el abierto cráneo, mirándole también a él para contemplar lo que
estaba haciendo. Pero no había nada que hacer y ellos lo sabían.
—El electrocardiograma está en meseta —dijo finalmente Perry por
encima del hombro de Martin.
Las palabras eran tristes, finales, como el sonido del mar en una concha
marina.
—No hay latido cardíaco —concluyó.
—Oxígeno —respondió Martin, pero ya le habían intubado.
El tubo se encontraba en los orificios de la nariz y alguien presionó el
tórax de aquel joven hombre que había sido, como le dijera a Martin con
orgullo, una estrella del baloncesto. Ahora trabajaba en un Banco y su esposa
había tenido gemelos el invierno pasado.
Martin se quitó los guantes y los arrojó al suelo con furia. Leonard Max,
que era ahora jefe de residentes, los recogió sin decir una sola palabra. Ambos
se dirigieron a continuación a los vestuarios, donde se ponían sus chaquetillas
de laboratorio para ocultar la trágica sangre que aparecía en sus batas
hospitalarias. Se quitaron el calzado de quirófano y se dirigieron, a través del
vestíbulo, hacia la sala de espera para decirle a la familia que aquel jugador de
baloncesto, el hijo, el marido, el padre de los gemelos, había muerto.
Más tarde habló con Perry, en son de protesta:
—Nada de esto hubiera sucedido de haberlo intervenido hace un año.
—Lo sé —respondió Perry en voz baja.
Siempre había sido una especie de paño de lágrimas cuando Martin tenía
problemas, ofreciendo algún alentador comentario u observación para
compensar el silencio de Martin, ofreciendo también, en ocasiones, su atento
silencio cuando los acontecimientos explotaban.
—¡Idiotas! —gritó Martin—. Tratarle como si padeciera una neurosis
cuando se quejaba de dolores de cabeza… Presiones del trabajo,
responsabilidad por los gemelos, decían. ¡Dios Santo, esto es vergonzoso…!
¡Y todavía hablan de la unidad de las especialidades neurológicas…!

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Recordó ahora el valor y confianza de aquel hombre, muy bien asumidos.
¿Quién no se hubiera aterrorizado al saber que algo diabólico le estaba
hinchando y oprimiendo el cerebro? Pero había sido muy valiente,
tranquilizando a su esposa, estrechando la mano de Martin e incluso haciendo
algún comentario jocoso.
Ah, se ven muchas muertes a veces en este trabajo, desearías haber sido
dermatólogo, o, mejor aún, profesor de matemáticas, vendedor de coches,
cualquier cosa menos lo que eras… Algunas muertes te conmueven con el filo
de la navaja de la angustia, como ciertos heridos de guerra que todavía
conservaba visiblemente en la memoria, mientras que otros se habían
disipado, no porque fuesen menos valiosos que los otros, sino porque…
porque era así… Y recordó ahora al muchacho que siempre había creído que
era de Chicago, y que había estado menos preocupado por morirse que por
haber perdido un dedo.
Papá, pensó Martin. Él tenía esa terrible preocupación, tan personal en
algunas ocasiones como si no fuese profesional. Intentaba disimularlo, pero
uno siempre lo sabía por la forma en que apretaba con los dientes el tubo de
su pipa, y por cómo pronunciaba las palabras amortiguadas. En esos casos, su
madre decía a los niños que no molestasen a su padre aquella noche porque
había ocurrido una cosa mala: Había muerto un paciente. Y los ojos de su
madre aparecían tan turbados… Habían sido unas personas tan débiles…
Algunas veces aún sentía, en unos destellos, durante un segundo o dos, la
pena que le afligiera cuando murió su padre. Y también recordaba el día en
que conoció a Leonard Max. Era el primer día de trabajo de aquel joven.
Martin le había dicho algo, o pedido que hiciera alguna cosa, y cuando Max
no respondió al instante, se mostró impaciente y le habló con dureza.
Después, alguien le contó a Martin que el muchacho acababa de recibir
aquella mañana la noticia de la muerte de su padre. Estaba terminando su
turno laboral antes de tomar el tren para marcharse a casa. Y Martin,
acordándose de su propio padre, había quedado muy dolido y avergonzado:
mucho más de lo que podría expresar. Se disculpó con Max.
—Me impaciento con demasiada rapidez. Soy un condenado
perfeccionista. Perdóname.
Ahora la «pequeña» secretaria abrió la puerta.
—He pensado que tal vez le apeteciese una segunda taza de café, pero no
ha tocado nada —le dijo en son de reproche.
—Lo sé. He estado pensando.
—Sólo le quedan otros quince minutos.

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Obedientemente, desenvolvió el emparedado y se inclinó hacia atrás en el
sillón. Aquella estancia era donde realmente vivía. Era el núcleo y centro de
su vida, cuando se vive de esta manera. Aquí se sentaba a escuchar un ansioso
recital tras otro, los relatos de aquellos síntomas que concluirían, ya fuera con
éxito y buen estado de salud, o en el desastre. Todo comenzaba aquí, al otro
lado de esta mesa. Cada una de ellas era una nueva y terrible aventura.
¿Qué verán esas personas cuando entran aquí por primera vez, con las
palmas de las manos húmedas y la boca seca a causa del miedo? Verían una
habitación amueblada ordenadamente, con alegres fotografías y muchos
libros. Verían a un hombre de modales tranquilos y profesionales, a un
extraño en el que quedaban fijadas sus esperanzas. Nada sabían de los
temores de él, de su sentimiento de culpabilidad en privado, de sus vastos
anhelos y suma ambición.
Jenny Jennings le había traído un buen montón de correo que debía
contestar. Encima de todas se hallaba una carta, aún sin contestar, de Mr.
Braidburn. Martin no había sabido nada acerca de él durante muchos años, ni
tampoco lo había visto durante la guerra. ¿Por qué? Probablemente, para
vergüenza suya, porque no deseaba que le preguntaran nada acerca de Jessie o
de Claire.
De todos modos, aquí estaba su carta, en la que preguntaba a Martin si
tendría algún puesto para un excelente médico joven que deseaba ir a Estados
Unidos. Había realizado muy buenas investigaciones en neuropatología y le
gustaría combinarla con una ulterior especialización quirúrgica. ¿Podría
Martin encontrarle un sitio en su laboratorio?
¡Investigaciones! Una especie de encolerizada vergüenza se apoderó de
Martin. ¿Qué tenía él que ofrecer a un hombre así? Muy poco, excepto, en la
práctica, lo que Eastman le había ofrecido a él: Una oportunidad de realizar
operaciones quirúrgicas importantes y ganar mucho dinero. No había nada
malo en esto. ¿Pero era aquello lo que tenía en mente cuando comenzó?
Y de repente, se acordó de Albéniz, que había deseado tener su propio
instituto, que se lo había merecido y que habría realizado un gran servicio a
las personas enfermas de haberlo conseguido. Se le ocurrió, en aquel
momento, que había vivido últimamente con tanto apresuramiento que,
durante muchos meses, no se había acordado de Albéniz. Por ello, descolgó el
teléfono y una vez se puso alguien al otro extremo de la línea, le comunicaron
que el doctor Albéniz había muerto. Había fallecido de un ataque cardíaco
hacía casi ya un año. Martin habría pasado por alto la noticia en el periódico

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como, aparentemente, le habría ocurrido a muchas otras personas. Sic transit
gloria. Estabas aquí, hacías tu pequeña señal y luego eras olvidado.
Miss Jennings llamó a la puerta.
—Hay un hombre afuera —dijo—, pero no está citado. Manifiesta que
usted ha operado a su yerno esta mañana. Ése que ha muerto. —La mujer
pareció preocupada—. Parece encontrarse bien, ¿pero quiere usted que me
quede?
Aquello quería decir: Ya se sabe que la gente tan perturbada puede llegar
a ser peligrosa.
—No —respondió—, todo está en orden. Déjele pasar.
Martin se levantó y le tendió su mano.
—Lo siento —comenzó—. No he podido llamarle, señor…
—Ambrose. Estuve en el hospital esta mañana.
El hombre parecía frágil, cansado y como si presentara disculpas.
—Acabo de llevar a casa a mi hija.
—¡Oh! —dijo de nuevo Martin—. Lo siento mucho… Era un buen
hombre…
—Sabemos que usted también lo es, doctor, que ha hecho usted cuanto ha
podido.
—Pero no fue suficiente.
—Era ya muy tarde. Ya lo sabía. El pobre muchacho no; por lo menos, no
creo que lo supiera. Tal vez tenía alguna idea al respecto y no quería
preocuparnos. Quién sabe…
La voz se arrastró un poco, y Martin sintió la pesada carga de tristeza que
llenó la habitación, aquella vieja y familiar tristeza de su trabajo, tan
relacionado con el dolor.
«Conocer el dolor», aquella vigorosa frase del Mesías, pensó.
Entonces fue consciente de que el hombre había dicho: «Lo sabía.»
Se recuperó en seguida.
—¿Lo sabía? ¿Cómo se había enterado?
—No existía ninguna razón concreta.
El hombre sostenía su sombrero de fieltro gris encima de las rodillas; alisó
la parte superior, con la palma de la mano, una y otra vez.
—Era sólo una sensación. Mi hija y yo hablábamos mucho acerca de ello.
Pensábamos, que si Michael moría, desearíamos saber el porqué.
—Porque —respondió Martin en voz baja— el diagnóstico fue tardío. No
se trató de un error, sino de una mala apreciación.

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Aquello resultaba muy corriente. Y tampoco había suficiente cooperación
entre las especialidades.
—Deseamos prestar nuestra ayuda para que esto no vuelva a suceder. No
somos ricos, pero tengo algunos dólares ahorrados y quisiera hacer una
donación. He leído en los periódicos acerca de investigaciones en
enfermedades cerebrales. Le he extendido un cheque y deseamos que lo
emplee en lo que considere mejor. Úselo donde pueda servir para que los
médicos aprendan más cosas acerca de este tipo de enfermedades.
¡Qué notable inocencia, qué bondad, qué valor…!
Y de forma brusca, a causa de aquellas condenadas y humillantes lágrimas
que de nuevo le humedecían los ojos, Martin respondió:
—Son quinientos dólares. No puedo aceptarlos. Tienen niños, los
gemelos…
Mr. Ambrose se levantó:
—Todo va bien, doctor Farrell. Ya lo hemos decidido. Es la forma en que
ella…, nosotros lo deseamos. Y él también lo hubiera querido así.
Permanecieron un rato mirándose el uno al otro con la presencia del joven
muerto entre ellos. Luego Mr. Ambrose estrechó la mano de Martin.
—Gracias, doctor —dijo de nuevo.
Martin observó cómo se marchaba.
¡Maldito sea todo…! Tal vez aquel joven no hubiera muerto si… pero tal
vez sí hubiera ocurrido. Tal vez él hubiera podido… No juegues a ser Dios,
Martin. Sí, pero quizás habría sido de otro modo.
Se levantó y paseó por la habitación, cogió un libro, volvió a dejarlo, se
dirigió a la ventana, miró afuera y no vio nada más que la luminosidad de la
calle. Luego se sentó de nuevo ante su mesa y, de una forma vaga, miró las
fotografías, viejas y nuevas, que aparecían debajo del cristal: sus hijos con
Hazel; él mismo con Claire, delante de unos muros venerables el día de su
orgullosa visita a «Smith»; su padre, con un plumero y ante el estribo de su
primer coche.
—Verás cosas que ni siquiera hemos soñado —solía decir su padre, y
Martin maldijo de nuevo por lo bajo.
La carta de Braidburn seguía aún en el escritorio. Oh, si tuviera algún
puesto para aquel hombre joven, sabría exactamente cuál sería… Lo había
planeado y delimitado en muchas noches de insomnio.
Una vez, comenzó un estudio sobre los tumores de la pituitaria, pero lo
abandonó a medio camino cuando se separó del viejo Llewellyn, muchos años
antes. El problema de conjunto de la circulación cerebral: ¡Eso era lo que,

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principalmente, deseaba averiguar! y debería realizarlo en combinación con
los procedimientos quirúrgicos. Naturalmente, también serían bien recibidos
los psiquiatras; se precisaban para resolver muchos problemas…
Se golpeó una de sus palmas con el puño. Habría sitio para el protegido de
Braidburn, y para muchos otros. Perry, naturalmente, como jefe
anestesiólogo; el bueno y responsable Perry a su lado. Y Leonard Max. Y
ahora estaba también aquel individuo, de cuya inteligencia y devoción le
habían escrito…
Jenny Jennings abrió la puerta.
—Ya esperan siete personas —le dijo con tono acusador.
Martin suspiró.
—Muy bien. Que pase el primero.

Volvió andando despacio a su casa. En la esquina de la Avenida Madison,


la discreta exposición de un escaparate llamó su atención. Al lado de un
bonito y antiguo escritorio francés del siglo XVIII, se encontraba una pantalla
de laca oriental; un viejo grabado colgaba encima; aquel conjunto era muy
elegante, y resultaba vivido entre un tejido de color violeta. Se detuvo un
momento para admirarlo. El rótulo decía: «Jessie Meig. Decoración.»
Permaneció un momento observando el letrero. Recordó que Claire le había
contado que Jessie estaba inaugurando sucursales.
¡Qué vida más extraordinaria! ¡Qué extraños son los medios con que
reaccionamos de una u otra forma! En un tiempo, Albéniz, que ahora estaba
muerto, fue el que encendió en él la chispa. Y allí estaba aquella mujer,
Jessie, que había avivado aquella llama y, además, le había dado a Claire, la
perla, el tesoro de su vida. Luego, Hazel, con su calor y ternura. Y siempre,
siempre, aquella otra amada oculta… ¿Y qué voy a hacer yo a cambio de todo
esto? Tales eran los pensamientos de Martin y, saliendo por un momento de sí
mismo, vio todas las complejidades y contradicciones de su crítica conciencia
calvinista, su celo y su entusiasmo.
Tan pronto como llegó a su casa se dirigió a su despacho, descolgó el
teléfono y, rápidamente, antes de que se arrepintiese, llamó a Robert Moser.
—¿Eres tú, Bob? Soy Martin, Martin Farrell.
—¿Cómo estás?
La voz traslució sorpresa. Martin nunca llamaba a Moser a su casa, o a
ningún otro sitio. Tales contactos entre las familias los llevaban a cabo las

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mujeres, o, mejor dicho, la esposa de Moser llamaba a Hazel, para ser más
exactos.
—Muy bien, gracias. Deseaba verte para hablar de un asunto.
—Supongo que no se tratará de ningún problema.
—No, realmente no. O, mejor dicho, en cierto sentido sí. Necesito dinero.
—Martin habló con cierta precipitación y, para corregir su torpeza, explicó—:
No es para mí. Debes recordar que, hace años, te mencioné mi… bueno, se
trata de una especie de sueño dorado, o por lo menos solía llamarlo así, acerca
de un instituto neurológico en el hospital…
—Sí, lo recuerdo.
Y Martin descubrió impaciencia, enmascarada con cierta cortesía.
—Bien, pues esta mañana me ha sucedido algo. No creo que deba entrar
en detalles. Pero he quedado galvanizado para emprender la acción. He estado
pensando que cuando uno quiere hacer algo, debe hacerlo.
—No debes pelearte contigo mismo por eso…
Ahora reflejaba ironía y muestras de escepticismo.
—Y dado que tú eres un administrador, el único que conozco, me ha
parecido lógico empezar contigo.
—No andamos muy bien de dinero, Martin. Operamos con déficit. Ya
sabes eso.
—En los hospitales siempre ocurre así, ¿no es verdad? Pero, en cierta
manera, siempre encuentran lo que necesitan.
—Sí, pero estás hablando de millones. Los precios han subido mucho
desde la guerra.
—Ya lo sé. Pero siempre existen fundaciones. Tal vez, incluso, fondos
gubernamentales. Debemos encontrar algunos fondos, si queremos empezar
con algo.
—¿Por qué quieres eso, Martin? ¿Tienes idea de lo que pretendes?
—La respuesta a la segunda pregunta es sí. Creo que lo sé. En cuanto a
por qué lo quiero, esto ya es diferente. Permite que te diga que estoy
convencido de que lo necesitamos. La profesión lo necesita. Los pacientes lo
necesitan.
—No existe escasez de centros neurológicos, por lo menos en mi opinión.
—Es cierto. Pero no son exactamente lo que he pensado. Pero, aparte de
eso, ¿no crees que nuestro hospital, uno de los mejores de la ciudad, o de todo
el país en esta materia, se merece tal honor, alcanzar esa corona?
Moser sonrió. Martin oyó, por la línea, su risa.

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—Pones las cosas muy bien. Y, naturalmente, a ti te gustaría dirigir este
asunto.
—Me gustaría, Bob, enseñar y realizar las investigaciones que no he
hecho. Eso es lo que me agradaría.
—¿Tienes idea de la enormidad de tiempo que eso te apartaría de tu
clientela?
Lo estás haciendo muy bien, puedes hacer mucho por ti mismo. ¿Por qué
no les dejas que se apañen por sí mismos? Esto es lo que Moser le estaba
diciendo, exactamente lo mismo que solía comentar Eastman.
—Bob, lo necesito —dijo Martin.
—¿Y necesitas también la luna?
Llámalo imposible, llámalo lo que quieras; lo deseo porque es justo.
—Nunca conseguiría que los administradores llegasen tan lejos. El mundo
está lleno de gente que dice que no.
—Una vez esté en marcha el edificio, en diez o veinte años a partir de
ahora, no importa el tiempo que pase, y los pacientes empiecen a venir y se
lleve a cabo el trabajo, serán los primeros en aplaudir, te lo prometo.
—Tal vez sea así.
—Bob, voy a hacerlo, incluso aunque tú no puedas ayudarme.
—Di las cosas con propiedad, Martin. No sabes lo más mínimo de
finanzas. ¿Cómo demonios te las arreglarás?
—No lo sé. Empezaré con algo. Tú levantaste «Phonix Tool and Dye».
No te sentaste a aguardar una oportunidad, ¿no es así? Empezaste de la nada,
¿no es cierto?
—Sí, se puede decir que lo hice de esa forma.
—Estupendo. Yo tengo el entusiasmo. Y tendré a otras personas detrás de
mí. Sé que puedo hacerlo. Acudiré a reuniones. Hablaré. Conseguiré también
que la gente contribuya, puedes estar seguro.
—Lo dudo.
—Esta tarde ya he conseguido mi primer cheque. Y sé que obtendremos
mucho más.
—¿De cuánto ha sido?
—De quinientos dólares.
Se produjo un instante de silencio.
—Quinientos dólares de un paciente agradecido, que no tenía motivo para
estar agradecido.
—¿Hablas en serio, Martin?
—¿Acerca de qué? ¿De ese paciente? Claro que sí.

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—Me refiero al dinero. ¿Qué demonios crees que se puede hacer con
quinientos dólares?
—Los chinos tienen un proverbio: «Todo viaje comienza con el primer
paso.»
—Está bien, pero…
—Necesitamos una campaña. Precisaremos organizamos. Tú tienes
contactos en la industria. Yo probaré en las fundaciones; quizá tú también me
eches una mano.
—No tienes la menor idea de lo difícil que será. Las fundaciones están
inundadas de solicitudes.
—Bob, sé que se puede hacer. —Y, repentinamente inspirado, Martin casi
gritó—: Si no hubiera habido esa clase de acción y confianza a través de la
historia de la medicina, si no se hubieran encontrado los medios de construir
hospitales, realizar investigaciones y adiestrar a la gente, tu hija no estaría
ahora jugando al tenis.
De nuevo se produjo el silencio, mucho más largo esta vez. Martin siguió
con el teléfono pegado al oído, escuchando los ruidos de la calle, de la cocina
y también el silencio de Moser.
Al final, se produjo un cansado suspiro.
—Muy bien, Martin, me tienes cogido. De todas formas, necesitaremos
hablar mucho de este asunto. Me tienes que dar algunas cifras indicativas,
muy por encima, pero, por lo menos, tendré una idea de todo lo que estamos
hablando.
—Lo haré.
—Mejor será que pidas que te ayuden a hacer esos números antes de
traérmelos. No tengo confianza en ti como hombre de negocios. No me queda
otro remedio que decírtelo.
—No me es posible pensar de otro modo. Pero conseguiré los datos que
necesitas. Te llamaré dentro de tres semanas.
—Está bien, Martin. Hazlo como dices.
Y tras esto, Moser colgó.
En la habitación quedó flotando una sensación de irrealidad. La cabeza de
Martin parecía ligera, como si estuviera a punto de ponerse enfermo. Se miró
las manos como si perteneciesen a otra persona. ¿Qué había hecho? Y se
quedó allí sentado, pensando: «Tal vez, después de todo, sea demasiado para
mí.»
Luego, al cabo de mucho rato, volvió a la realidad. Un saco lleno de
manzanas o de patatas se volcó en el suelo de la cocina y se oyó el grito de un

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niño. Los camiones hicieron gran estruendo abajo en la calle. Los obreros se
insultaban, jovialmente, unos a otros. La vida surgía de toda aquella ruidosa y
valiente confusión.
Puede hacerse, decidió. De todas maneras, necesito estar sobrecargado de
trabajo. Es mi forma de ser. De otro modo, pienso demasiado. Siempre es
mejor intentar las cosas, aunque fracase.
Se levantó de la silla. Todo viaje comienza con el primer paso.

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CAPÍTULO XXV

Las llegadas y salidas formaban un moderado bullicio en el vestíbulo del


«Connaught». Fern, que aguardaba a Simon, podía identificar, tanto por sus
ropas como por su acento, a los diversos pasajeros: Norteamericanos,
alemanes occidentales y británicos de pueblos que iban a pasar unos cuantos
días en la ciudad. No había deseado que subiera con él al piso superior para
entrevistarse con el cliente, que, seguramente, se sentiría halagado al verla. El
hombre era un regateador, según afirmaba, y Simon sería capaz de conseguir
un mejor precio por su trabajo si ella no se encontraba presente.
«Aquel dinero sería muy bien recibido», reflexionó Fern al mismo tiempo
que suspiraba de forma inconsciente. Alex le había dicho muy a menudo que
no tenían una riqueza heredada suficiente para vivir de ella, y ciertamente
había sido así.
No obstante, sentiría tener que separarse del cuadro, una marina nubosa y
apacible que había pintado durante una visita a Isabel y su marido en Escocia.
Había sido uno de aquellos raros y memorables días cuando todo había
parecido salir bien, y ella había pensado, al observar la felicidad de su hija
recién casada, que la vida, probablemente, le iría muy bien a Isabel y que, a
diferencia de su madre, llegaría a la mitad de su vida sin haber atravesado por
excesivos conflictos.
Aquella tarde habían estado muy cerca una de otra, y el recuerdo de todo
ello se encontraba en el lienzo: el firmamento diáfano y con unas hilachas de
nubes, la enorme soledad de la playa de dunas y la cordialidad de aquellas tres
personas que eran amigas.
Pensó que los cuadros, y no sólo los suyos, eran igual que hijos adoptivos.
El venderlos equivalía a rebajarlos. Se sentía una gran ternura hacia ellos,
cuando se les observaba con aire maravillado, especialmente un «Turner» o
cualquier otra obra maestra, al estudiar la forma en que se había aplicado el
pincel, el modo en que se había empleado el color para retener la vida de la
luz… Dolía cuando todo aquello tan amado —sí, había mucho amor— caía en

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manos de personas que no lo comprendían, y que tampoco les gustaba mucho,
pero que sabían que se hablaría acerca de aquello porque era algo muy caro.
O, peor aún, que estaban enterados de que aumentaría de valor en pocos años,
si se podía conservar y venderlo en el momento adecuado…
Abrió el periódico por la columna de la crítica de arte que tanto había
deleitado a Simon, puesto que la había telefoneado una hora antes del
desayuno de aquella misma mañana, para leérsela en voz alta.
—«No debe uno perderse —leyó de nuevo— la exposición retrospectiva
de M. F. Lamb, en la galería “Simon Durant”. Una vez se ha pasado por la
colección de sus primeras obras, de figuras en primer término, muy sensitivas,
enlutadas, en un conjunto de grises y de negros, y bajo la influencia, según se
rumorea, de la depresión experimentada por la artista tras la pérdida de su
marido en acción de guerra, se puede uno permitir el mostrarse encantado
ante un lirismo que recuerda a Matisse en su juventud. Sus paisajes e
interiores, despliegan a un tiempo una equilibrada organización y una tensa
armonía. El espacio vacío tiene, para esta pintora, un significado
indispensable. Debemos decir que, a diferencia de Matisse, los, en cierto
modo, colores tiernos producen un efecto de ensueño muy femenino, que,
afortunadamente, nunca raya en lo sentimental. Un cuadro dotado de
particular encanto es el de Muchacha con flauta, cuyos apagados rojos le dan
un frágil…»
Etcétera, etcétera…
Sí, era muy bonito, realmente maravilloso. Y nunca hubiera sucedido
aquello de no haber conocido a Simon, en una cena del todo casual en el
campo, hacía unos veranos. Le había dado un tremendo impulso, que la hizo
adelantar, en un momento en que había renunciado ya a la posibilidad de ser
algo más que una pintora dominguera. Y al haberla impulsado hacia delante,
vio con claridad que también la forzó a superarse. El reconocimiento
resultaba algo tónico. Estaba haciendo un trabajo mucho mejor. Y, por
primera vez en muchos años, sentía la algazara que provocaban aquellas
nuevas posibilidades.
El ascensor se abrió y salió una joven pareja. Sus relucientes maletas de
piel ya les aguardaban en la entrada principal. Aquéllos debían de ser.
Bolivianos, le había explicado Simon, de luna de miel, y con una fortuna que
procedía de las minas. Sí, hablaban en español. La muchacha era muy joven y
tímida. Él era bien parecido y robusto. ¿Una boda arreglada, tal vez? Aquello
ocurría con mucha frecuencia, en Sudamérica, entre las familias de la clase
acomodada.

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«Así que voy a perder mi tarde escocesa —pensó Fern—. ¡No creo que
eso me proporcione ninguna alegría!»
El ascensor se abrió de nuevo, y allí sí estaba Simon. Por su sonrisa, supo
que las negociaciones tuvieron éxito. Probablemente, habría sido difícil,
puesto que a la gente rica le cuesta soltar el dinero.
—Siento que me hayas esperado tanto —le dijo.
—No me ha importado. He estado observando a la multitud. ¿Ha ido todo
bien?
—Espléndidamente. Hemos conseguido nuestro precio. Ha sido, de todos
modos, buena cosa que no asistieras. Él incluso hizo salir a su esposa de la
estancia. Al parecer, el dinero es un tema desagradable para discutirlo delante
de las mujeres. ¿Almorzaremos?
—He traído el coche a la ciudad, y desearía volver con él a casa esta tarde.
—¿Pero, por lo menos, no podríamos tomar una ensalada o un
emparedado en algún sitio?
A Fern la conmovió que su jovial animación desapareciera entre su
decepción. Su generosidad merecía, a cambio, más generosidad.
—Muy bien —respondió—, tomaremos algo rápido.
—Nunca consigo verte.
—Claro que sí… cenamos juntos el domingo pasado.
—Es verdad, pero estamos ya a viernes, ¿no te parece?
Fern le tomó del brazo y salieron a la calle.
—Dios santo, debe de haber un millón de extranjeros en la ciudad este
verano, ¿no crees? —le dijo ella con jovialidad.
Lo desvió, apartándole de la gente. Y un pequeño escalofrío de
culpabilidad la atravesó, como cuando se ignora a un chiquillo o se ha sido
demasiado duro con alguien que no se lo merece.
Se sentaron a una mesa enfrente de una ventana. Fern procuró
entretenerse aliñando la ensalada. Simon miró hacia la calle, mientras su
vivaz rostro se endurecía, con los pesados párpados cayéndole como
capuchas, por lo que no debía ver más que la parte inferior de los transeúntes.
Por lo general, tenía excesivas cosas que decir. Hablaba mucho mejor que
cualquier persona que ella conociese, con una gran dosis de dosificación y
muy poco escepticismo, lo cual resultaba una muy poco usual combinación de
rasgos. No era fácil ser optimista sin resultar también algo simplón.
Era asimismo un oyente muy atento. Pero, en ocasiones, la miraba con
tanta atención, como si contemplase su interior, como si ella no pudiese
ocultarle nada, y sus pensamientos se entorpeciesen y se detuvieran.

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Fern le miró de reojo. Algunas hebras de cabello gris habían aparecido
entre su pelo de un rubio rojizo; hasta entonces no se había percatado de ello.
Continuaría siendo joven durante un tiempo considerable, al estar dotado de
un tipo delgado y ágil de los que, a los ochenta años o cosa así, conservan un
fuerte cabello blanco, llevan buenos trajes y hasta se acuerdan de cómo se
baila.
Habían permanecido así sentados hasta aquel momento, en que Simon
encontró algo de que hablar.
—¿Todo va bien en casa?
—Oh, sí, gracias a Dios. —Fern se agarró a aquella conversación—. Ayer
tuve noticias de Emmy. Sigue adorando París. No creo que regrese nunca.
—Eso no se sabe…
—No, claro que no… —convino ella.
—Tal vez se case con un emprendedor hombre de negocios británico y la
tendrás otra vez aquí…
—Es posible…
Silencio. ¿Por qué resultaba hoy todo tan especialmente difícil?
—Es extraño lo diferentes que son mis hijas una de otra. Y también su
aspecto es muy distinto —recalcó, sintiéndose al instante cohibida por su
propia trivialidad.
Como si a Simon le preocuparan las personalidades de sus hijas, a las
cuales tal vez sólo había visto una docena de veces…
No obstante, prosiguió:
—Emmy conoce cuatro idiomas, por lo cual se ha amoldado a la
perfección al mundo europeo de los negocios. No la veo satisfecha con una
vida como la de Isabel, teniendo un hijo detrás de otro…
—No sabía que Isabel estuviese…
—No, no, aún no, pero estoy segura de que lo estará. Ambos desean tener
un montón de hijos…
—De la forma que van las cosas —prosiguió Simon—, muy pronto te
quedarás sola en «Lamb House», ¿no crees?
—No tengo que preocuparme por esas cosas. Naturalmente, la casa se la
dejó Alex a Ned, aunque tengo derecho a vivir allí mientras yo quiera. Tal
vez, un día u otro, Ned se case y regrese. Entonces, como es natural, me iré.
Pero, realmente, no lo sé…
Ahora, sus pensamientos empezaron a bullir en ella, puesto que aquel
tema constituía una auténtica preocupación.

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—No muestra indicios de sentar la cabeza. Volverá pronto de Egipto, pues
se amolda muy bien a todos los empleos que tiene, pero ahora le están
enzarzando con el asunto de Norteamérica. Muchos de los hombres jóvenes
quieren ir allí donde hay «acción». Ésta es la expresión que acostumbra
emplear.
—Más bien donde está el dinero —replicó Simon—. En mi opinión, no
creo que puedas reprochárselo.
—No sé si cabe decir que eso sea cierto en Ned. Es muy creador e
imaginativo. Me parece que lo único que desea es la variación, hacer cosas
nuevas. Se mueve espléndidamente en el mundo de la publicidad.
—Y, naturalmente, Nueva York es el mejor lugar para esto.
—Lo más probable es que emprenda de nuevo el vuelo. Lo perderé —
respondió Fern con sencillez.
—Tal y como veo las cosas, los hijos son unos terribles ingratos. Les das
todo lo que tienes y cuanto hacen es olvidarte en seguida.
—Tienen que vivir sus propias vidas, Simon.
—Supongo que es así. De todos modos, nunca he lamentado no haberlos
tenido. Margaret sí. Pero, a fin de cuentas, debe de existir una necesidad más
profunda en las mujeres. La última cosa casi que me dijo antes de morir fue
que lamentaba no haberme dejado una hija o un hijo que la recordara.
—Sin embargo, la sigues recordando —respondió Fern en voz baja.
—¿Quieres que te diga algo? Han pasado ya diez años y, en la actualidad,
ya no me acuerdo de muchas cosas. Sí, recuerdo lo cariñosa y buena que era,
y lo bien que vivimos juntos Pero, en realidad, no la recuerdo a ella. Ni
siquiera puedo imaginarme ya su rostro. ¿Qué te parece?
Fern no respondió. ¿El rostro de Alex? Volvía a ella sólo en algunos
pequeños movimientos de la boca de Emmy, o cuando Isabel echaba la
cabeza hada atrás para reírse con fuerza. Nunca había visto a Alex en Ned.
Debía de haber sido de estirpe diferente, dado lo distinto que era, con aquellos
ojos tan pensativos y aquella extraña sonrisa a medias, lo cual la hacía pensar,
pese a lo improbable que resultaba, en Martin.
Y, de repente, fue consciente de que había levantado a medias el tenedor
hacia sus labios. Lo colocó de nuevo en la mesa.
—Te he excitado —le dijo Simon con la mayor amabilidad posible—. No
pretendía hacerlo, Mary. Lo siento.
—Me acabas de llamar Mary —respondió ella—. Nadie lo hace nunca.-
—Una vez me dijiste que te gustaba mucho que te llamase Mary. He
tratado de recordarlo. Intento acordarme de cualquier cosa que te guste.

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—Eres tan bueno —dijo Fern—. Realmente bueno. No existe ninguna
otra palabra.
—¿De veras?
Se encogió de hombros. Sacó un cigarrillo del paquete, eligiéndolo con
cuidado y luego le dio unos golpecitos; lo encendió, frunció los labios y sopló
la ondulante columna de humo hacia el techo. Luego, lo trituró con fuerza,
retorciéndolo en el cenicero y, a través de la mesa, cogió la mano libre de la
mujer. La suya propia temblaba.
—Cásate conmigo —dijo—. He estado a punto de pedírtelo muchas
veces, y tú lo sabes, ¿no es así, Mary? Debí habértelo dicho ya una docena de
veces.
—Lo sé…
Y Fern bajó los ojos, rehuyendo aquella mirada de él que era tan intensa
tan fuerte que la asustaba. Pensó: «Aún no estoy dispuesta para esto.»
—Con un empujoncito, incluso con una mirada, con un especial matiz en
tu voz que me alentase, te lo hubiera dicho hace ya mucho tiempo. Pero, de
todos modos, te lo digo ahora. Cásate conmigo.
Aquello era algo malo, muy malo. Las lágrimas asomaron a los ojos de la
mujer.
—Sé que siempre he ocupado un lugar secundario.
—Y no te muestras satisfecho con ese lugar secundario…
—Pero si estoy contento, Mary. ¿Tengo acaso elección? Además, eso no
es algo parecido a una receta, ¿no te parece? Me refiero al amor… No se le
puede medir: una taza de esto, una cucharada de aquello… El amor es
siempre diferente.
Ella murmuró inútilmente:
—No lo sé.
—Aunque comprendo lo que llegaste a amar a Alex, esto sería muy
diferente…
Fern no respondió.
—Además, Alex está muerto.
La camarera se acercó para llevarse los platos. Simon soltó la mano de
Fern y ella se la llevó al regazo, sin desear que se la cogieran, sin quererse
sentirse ligada.
—Aún no estoy preparada —dijo, al mismo tiempo que se miraba las
manos.
—Ya no eres una muchacha. No queda demasiado tiempo.
—Es verdad.

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—¿Así pues, cuándo estarás dispuesta?
—No lo sé —respondió de nuevo.
—Sería algo estupendo para ti. Ya he sido muy bueno para tu trabajo,
puesto que me lo has dicho así muchas veces.
—Sí. Sí, lo has sido. Lo serías.
Fern alzó la vista. Él era tan serio, tan exquisito y tan serio…
—Oh, me gustaría poder hacerlo —prosiguió en voz alta. Extendió las dos
manos a través de la mesa y tomó las de él—. Oh, Simon. Aunque digas que
no te preocupa, que no te importa, te mereces algo mucho mejor.
Le brotaron las lágrimas y comenzaron a deslizarse por sus mejillas.
—No llores aquí —le dijo él con cariño—. Vámonos. Te acompañaré
hasta el coche.

Había superado la cumbre y el viento que corría, su sonido y su sacudida,


calmaron su agobiante espíritu. Aquella proposición de Simon había sido tan
penosa… ¡Un amigo tan querido y digno de confianza! Considerado, tierno y
también exigente, como se desea que sea un hombre. ¿Y qué iba mal
entonces?
Al final de la tarde, cuando lo besó al despedirse en la galería, las mejillas
de él estaban ásperas, pues le crecía la barba con mucha rapidez. Era limpio,
muy limpio. Ella conocía muchas cosas acerca de él. Sabía lo que le gustaba
comer y leer, la clase de amigos que elegía. ¿Qué iba, pues, mal?
Aquel dolor. Aquel otro dolor. Aún lo veía aquella última mañana cuando,
a través del espejo retrovisor del coche, le había observado andar por la calle
con su uniforme norteamericano, alejarse una vez más de su vida. No había
vuelto a aquella calle desde entonces, pues había procurado evitarla. Se había
desprendido del piso en que tuvo lugar la despedida con la excusa, que al
mismo tiempo era cierta, de que resultaba demasiado caro de mantener.
Sus pensamientos corrían en forma tangencial. Incluso «Lamb House»
sólo podía ser mantenida abriéndola al público dos días a la semana. Los
turistas norteamericanos acudían en tropel para ver cómo vivía una familia
inglesa en las pequeñas ciudades, o cómo había vivido. Pero también tenía la
obligación de conservar aquel lugar para los hijos de Alex. Las chicas no la
querrían, pero tal vez Ned la desease algún día. Debía de haber comprendido
ya lo que su padre sentía hacia la casa. La mansión me habla. Martin también
se había percatado de ello.
—Amas cada árbol —le dijo una vez.

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Lo comprendía. Siempre volvía a Martin. Todo volvía siempre hacia
Martin. Todo se reunía en un círculo: la casa de Alex, Martin y el hijo de
Alex. El hijo de ella. ¿Dónde acabaría todo aquello?
«Esos círculos no tendrían fin —pensó—. Y la vida es lineal, con un
principio y un fin, de alguna forma y en algún tiempo. Estoy muy cansada.»
En la cabina del peaje, un hombre ya de edad, con una sonrisa automática,
le dio el cambio. Por alguna razón, la hizo pensar en un animal del zoo,
aprisionado sin haber cometido ningún delito. Pensar en gastar tu vida en una
pequeña jaula y recibiendo monedas… Nada que viviese, ya fuese animal o
humano, debía verse confinado. Odiaba los zoos y pertenecía a un comité
muy afable, con amable irrisión, pero lo mismo le había ocurrido a Martin,
puesto que ella le había unido a muchas causas: contra la matanza de ballenas
y focas; por la preservación de los bosques; contra el abuso de las drogas; por
la promoción de viviendas y en favor de las esposas apaleadas. Dado que uno
está en el mundo se debe hacer algo, ¿no es así?
Y sintió una taladrante compasión hacia todo lo que vivía, aquella especie
de sensación que destella dentro de ti, de vez en cuando, con tan amorosa
intensidad que, posiblemente, no se podía sentir del mismo modo durante
todo el tiempo. «Te enfermaría el alma. ¿Pero puedo despejar mi propio
camino?», pensó.
El cochecillo se apartó de la autopista y disminuyó la marcha en una curva
de la carretera. Realmente, era sólo una senda comarcal. Aún recordaba lo
suficiente Estados Unidos y sus carreteras para llamar a aquélla poco más que
una vereda. El coche se deslizó por la entrada de «Lamb House» y luego
dentro del garaje.
En la ardiente tarde, la casa yacía sombreada entre las altas hayas. Parecía
abrir los brazos. Cuando entrase en la casa, se cerraría en torno de ella y la
apartaría del mundo.
Se detuvo un momento para escuchar el infinito zumbido de miles de
criaturas, muy atareadas en la hierba. Una mariposa, una parnaso, de un
pálido gris cristal, se posó en su brazo, con sus frágiles y plegadas alas
temblorosas antes de alejarse aleteando hacia la luz. Cayó una hoja, una hoja
muy pequeña, oval y amarilla, que trazó lentas espirales a través del inmóvil
aire.
«¡Oh, qué mundo más maravilloso y floreciente! Nacida a la vida y de la
vida a la muerte, la hoja y el pájaro en mí, yo estoy en la hoja y en el pájaro,
con un rodar sin fin de radiación y oscuridad. ¿Pero despejaré mi camino?»,
pensó de nuevo.

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La sirvienta, Elvira, una de las últimas muchachas que aún seguía en el
pueblo y que prefiriera no acudir a la fábrica, la había visto desde la ventana y
llegó corriendo.
—En el vestíbulo está una joven señora. Ha preguntado por usted. La
aguarda. Creo que es norteamericana.

Ahora, en el verano anterior a su último año en el «Columbia College of


Physicians and Surgeons» —conocido, informalmente, sólo como «P. y S.»
—, cinco jóvenes mujeres viajaban por Europa. Seguían la senda hollada por
generaciones de estudiantes, desde los tiempo del «Gran Tour» del siglo XVIII:
a través de los museos italianos, catedrales y ruinas, ascendiendo luego a los
Alpes, hacia el Oeste y hacia el Norte, hacia el país de los castillos entre un
espléndido follaje veraniego y, finalmente, y a través del Canal, llegaron a
Londres. Juntas y a pie, utilizando guías turísticas, patearon desde la Torre y
los palacios hasta la casa de Samuel Johnson.
Una vez sola, Claire realizó sus exploraciones personales y privadas. Con
cierta reluctancia, Jessie le había dado la dirección de la casa en la que habían
vivido cuando nació Claire: una austera mansión blanca con unos pisos muy
lujosos en lo que, en un tiempo, había sido una residencia aristocrática
ciudadana. La calle era muy silenciosa bajo los tilos. Al no tener ninguna
atracción exótica para los turistas, parecía tan extranjera como una ciudad en
las colinas de la Toscana.
Claire sintió una mezcla de excitación y nostalgia. Permaneció un
momento indecisa y luego, con ayuda del plano de la ciudad, se dirigió a
Kensington Gardens para ver la estatua de Peter Pan. Tal vez no se había
percatado de lo intensa que había sido su necesidad de ver aquellas cosas,
puesto que, bajo el limpio y voluntarioso exterior de aquella joven mujer —
muy simple ahora que había aprendido los requerimientos de la simplicidad
en su tocado—, yacía un núcleo de sentimientos. Un sentimiento, según pensó
humorísticamente, casi Victoriano.
El grupo iba a pasar una semana en Escocia antes de regresar a casa.
Durante la mañana de aquel día debían salir de Londres. Claire tomó una
decisión. Luego, tras consultar un horario de ferrocarriles, puesto que había
estado jugando con delicadeza con esta idea desde que abandonaron Nueva
York, se dirigió a la estación y tomó un tren hacia las afueras.
Aquellos pueblecitos, sinceramente dignos de Thomas Hardy, seguían una
especie de diseño: dos hileras de casonas, apretadas y pintorescas, a lo largo

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de una ancha calle que terminaba en una carretera comarcal. Luego ésta se
bifurcaba en tres o cuatro caminos, cada uno de los cuales llevaba a una
mansión más elegante y grande, en la parte trasera de un campo, en el que uno
no debía sorprenderse si veía un rebaño de ovejas paciendo en la hierba. Por
todo ello, fue bastante fácil encontrar aquel lugar.

Se encontraba en un vestíbulo cuadrado, de alto techo, de una casa muy


vieja. Una joven criada la había hecho entrar y luego la dejó sola entre
oscuros retratos y una vista de amplias habitaciones, y olor a flores mezclados
con la picante bocanada de latones pulimentados.
Ahora que al fin estaba aquí, Claire sintió su primera y acusada aprensión.
¿Cómo se había atrevido a venir? Había constituido una imprudente intrusión
en un pasado que no le pertenecía a ella, una invasión de la intimidad. Tendría
todos los derechos a ordenar que se marchara.
Alguien preguntó:
—¿Deseaba verme?
Una mujer delgada y morena se encontraba en el umbral. Una impresión
instantánea destelló en la mente de Claire, como cuando una película se
proyecta en la pantalla: una dama muy refinada. Llevaba aquellos delicados y
sencillos vestidos que tales señoras se ponen en la ciudad en los veranos
cálidos. Tenía el aspecto de ser una mujer joven que había envejecido muy de
prisa, o una ya mayor que había seguido siendo joven.
—No sabe quién soy —empezó Claire, temblando un poco—. Pero…
—Pero puedo adivinarlo. Eres la hija de Jessie. Te pareces mucho a ella.
—He debido sorprenderte de una forma espantosa, ¿no es verdad?
—Me has sorprendido, sí. ¿Por qué has venido?
—No existe ninguna razón, excepto la curiosidad. Mi propia curiosidad.
Nadie sabe que estoy aquí.
—Está bien, supongo que la curiosidad es una razón bastante buena…
«Los ojos —pensó Claire—; aquellos ojos extraños, luminosos,
sorprendentes, tan soñadores y perceptivos que deslumbraban…»
Y prosiguió en voz baja:
—¡Una enemistad familiar! ¡Tanto secreto y durante tantos años! ¿No has
pensado nunca lo extraño y triste que ha sido todo esto?
Aquellos fantásticos ojos exploraron a Claire de la cabeza a los pies.
—¡Oh, sí, creo que sí!

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Los ojos se apartaron durante un momento y luego volvieron a fijarse en
ella.
—Es horrible que nos quedemos así. Puesto que ya estás aquí, será mejor
que tomes una taza de té conmigo, ¿no te parece?
Claire la siguió a la cocina. La criada había desaparecido. Fern vertió agua
de una olla de cobre en una tetera. Un gran gato blanco dormía en una silla
cerca de la mesa en la que había una bandeja con violetas. Fern quitó de allí el
gato y las violetas.
—Siéntate —invitó.
Sus morenas y largas manos aparecían entrelazadas nerviosamente en el
regazo. Luego las liberó y las colocó encima de la mesa, como si se lo hubiera
ordenado a sí misma.
—Yo solía tener un pelo como ése cuando tenía tu edad.
—He visto fotos tuyas. Pero no te hacen justicia. Eres muy hermosa.
—Gracias…
—¿Cómo debo llamarte? Tía Milly y mi madre te llaman Fern; una vez,
hace ya mucho tiempo, cuando le pregunté acerca de esta casa, mi padre se
refirió a ti con el nombre de Mary.
—No creí que hablasen de mí en absoluto.
Aquello lo dijo con un triste, y al mismo tiempo humorístico,
fruncimiento de los labios.
—Bueno, no muy a menudo. Pero aún no me has dicho cómo debo
llamarte.
—Como tú quieras. A mí no me importa…
—Pues, entonces, te llamaré Mary. Tía Mary. Cuadra muy bien contigo.
Es un nombre muy corriente, pero no para ti.
—Incluso puedes «suprimir» el tía…
—Muy bien, pues Mary. Aunque no implica demasiada diferencia cómo
te llame por una tarde, cuando a lo mejor no vuelvo a verte de nuevo…
Mary sirvió más té. El gato volvió a dormirse y el viejo reloj siguió
resonando en la pared. Si un extraño hubiera entrado en la cocina, habría
pensado que aquellas dos mujeres estaban llevando a cabo un ritual diario.
De repente, Mary volvió a hablar:
—A veces, he deseado volver a ver a Jessie…
Su mano se volvió una y otra vez alrededor de la taza mientras removía el
té.
—Le escribí. Deseaba explicarme, si es que podía. Pero nunca me
respondió.

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—¿Y qué hubiera dicho? —la defendió Claire—. Después de todo, no
debiste esperar que te contestara: «Está bien, olvídalo. Lo comprendo muy
bien.» No podía haber hecho tal cosa, ¿no te parece?
—Es verdad…
Y aquellas dos sencillas palabras, pronunciadas en clave menor,
conmovieron a Claire con su sentido de algo final.
—Me he enterado —prosiguió Mary—, me he enterado, por tía Milly, que
Jessie se ha forjado un gran nombre por sí sola.
—Así ha sido. Resulta sorprendente lo que ha llevado a cabo.
—Me alegro. Si le cuentas que me has visto, dile que me alegro mucho.
—Lo haré. ¿No deseas saber noticias de nadie más? ¿No quieres
preguntarme nada?
—No —respondió Mary.
Se produjo un pequeño silencio hasta que Claire habló de nuevo.
—Mi madre ya no siente odio hacia ti. Eso pertenece al pasado. Pensé que
deberías saberlo…
—¿Es eso cierto?
—Casi por completo. Eso no quiere decir que desee verte…, sino
simplemente, que ya no te odia.
—¿Y tú?
—¿Yo? Confío en tener cierta comprensión hacia la gente. Sería una
lástima que no la tuviera, puesto que soy una doctora, o, para ser más exactos,
lo seré el año que viene…
—Sí, lo sé.
—¿Por tía Milly tal vez?
—Claro que sí. La pregonera pública. Así es como la llamábamos cuando
éramos pequeñas. Y, a propósito, ¿cómo se encuentra?
—En franca decadencia desde que murió tío Drew. De todos modos, ya ha
pasado bastante de los ochenta…
De nuevo se produjo el silencio. ¿Qué deberías decir a continuación?
¿Cuándo debería marcharse? Y, frunciendo un poco el ceño, Claire estrujó un
limón en su taza, tratando de tener ocupadas las manos.
—Elvira pensó que eras una turista americana que acudía un día no apto
para las visitas…
—¿Una turista americana? ¿La casa está abierta a los turistas?
—Sí, es el único modo de que podamos permitirnos mantener una casa
así.
—Resulta una casa encantadora —convino Claire.

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—No la has visto. En cuanto acabes el té, te acompañaré a dar una vuelta
por ella…
Bajaron tres escalones y se encontraron en lo que, en un tiempo, había
sido sala de banquetes.
Mary explicó:
—Hace muchos años que no se usa, dado lo enorme que resulta.
—¡Pero si lo recuerdo! —gritó Claire.
—Sí, estuviste aquí algunas veces. ¿Te acuerdas también de Emmy y de
Isabel? ¿Y de Ned?
—Sólo vagamente.
—Ven, te enseñaré sus fotos. Ésta es Isabel, vestida de novia.
Claire hizo la observación de que aquellas muchachas eran parecidas a
valquirias.
—Sí, ¿no crees? Pero Ned es por completo diferente. ¿Te gustaría ver los
terrenos? En las puertas tenemos unas casetas improvisadas para los perros de
los visitantes. Los ingleses siempre se llevan a sus perros cuando viajan, ya
sabes… Y allá, en la parte trasera del huerto, se encuentra el establo. Ahora
sólo tenemos cuatro vacas y, como es natural, difícilmente preciso tanta leche.
Pero a la gente le gusta ver el lugar como si se encontrase igual que en sus
mejores años.
Era aquel momento, a últimas horas de la tarde, cuando en los países
norteños el sol se inclina en un ángulo tan agudo que la hierba queda dorada y
los árboles situados a una distancia media del observador, se lavan en una luz
plateada. En el sendero por delante de Claire, la silueta de Mary se
ensombrecía contra el estático resplandor de la luz.
Predestinada, pensó Claire de repente, acordándose de la palabra que su
madre empleaba para describir a Mary Fern. Ella pertenecía a este lugar. Ni la
apropiada reserva de los vestidos o de los modales podía encubrir aquello
secreto y diferente que se ocultaba en ella. Y recordó las destruidas y hacía
tanto tiempo olvidadas fotografías de la mujer en el banco del jardín, con la
cara sombreada bajo el ala de su sombrero…
—Aquí es donde trabajo —explicó Mary.
Abrió la puerta de una pequeña edificación de ladrillo que se encontraba
detrás de la casa principal. En el extremo más alejado de la única habitación,
una pared de cristal daba al firmamento septentrional. Las otras tres paredes
aparecían cubiertas de pinturas. Incluso a primera vista, resaltaba que tenían
cierta calidad. Claire quedó asombrada.
—¿Son todas tuyas?

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—Así es…
En un caballete se encontraba un óleo de un hombre muy anciano delante
de un establo de piedra. El hombre era tan fuerte y tan gris como la piedra;
todo el conjunto no presentaba ni una pincelada de más ni la menor línea
superflua. Durante unos momentos, Claire estuvo estudiándolo.
—Solitario —dijo al fin.
—Sí, se trata de Jasper. Casi tiene noventa años, y es el que viene a
ordeñar las vacas.
—El fin de una antigua forma de vida. Eso es lo que pretendes decir, ¿no
es así?
—Naturalmente… No se puede reprochar a la gente joven que desee irse a
la ciudad. Y, sin embargo, la gente vieja del campo tiene un aspecto muy
jovial. No lo sé. Parecen disponer de todo el tiempo del mundo…
Claire anduvo despacio en torno de la estancia, pasando delante de una
bonita cabeza de una muchacha genial, tal vez Isabel o Emmy; pasó también
ante un rojizo conjunto de hojas de roble en un jarrón de cobre; una calle de
suburbio, semiabstracta, con animadas multitudes debajo de tendederos de
ropa; una mujer afligida que se cogía la cabeza con las manos.
—¡Dios santo! —dijo al fin—. ¿Has pintado todo esto? Nadie me lo había
dicho.
—No lo saben. Y aunque lo hubieran sabido, ¿por qué deberían
contártelo?
—Tú no eres… una aficionada con talento… Te has labrado una
personalidad…
—Eso me han dicho —respondió Mary en voz muy baja.
Y mientras se encontraba allí, en la repentina calma que había caído entre
ellas, algo se suavizó dentro de Claire. Aquella mujer había vivido entre unas
pasiones de las cuales ella, Claire, no sabía casi nada. Y las había arrostrado y
sobrevivido para crear luego todo aquello. Como también Jessie, a su manera,
había pasado por ello. Y Claire pensó: Las mujeres sobreviven.
También tuvo una aguda y repentina conciencia de los lazos de la sangre.
Habían sido muy pocos en su pequeña y separada familia, y siempre había
sufrido de la falta de dichos vínculos. Tuvo una rápida visión de la casa de
Cyprus, una representación mental de aquellas oscuras y altas habitaciones.
Fantaseó, aunque nadie se lo había dicho, qué dormitorio había sido el de
Mary, uno que se encontraba al final de las escaleras y que debía ser el que
ocupara durante su infancia. Desde sus ventanas se veía un trozo de césped y
aquella mesa en la que, en las tardes bochornosas, servían la limonada…

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—¿En qué estás pensando? —preguntó Mary.
—Me siento triste aquí —respondió Claire.
Y aquello conmovió el corazón de Mary.
—Sí —respondió, al tiempo que abría los brazos—. ¡Oh, sí! Debemos
querernos una a otra, tú y yo…

Después quedó claro que, si Mary hubiese sabido que su hijo iba a llegar
de Egipto, no hubiera invitado a Claire a pasar allí la noche. Pero no
esperaban a Ned hasta finales de mes.
Poco después del desayuno, un joven atlético, con un sobrio traje de calle
apareció, desde el sendero de los coches, llevando en cada mano sendas
enormes y desgastadas maletas. Cinco enormes perros le saludaron en una
exuberante y cariñosa bienvenida. Una vez pasaron las salutaciones y se
extinguió aquel estrépito, Mary hizo las presentaciones.
—Así que tú eres la prima norteamericana. Me acuerdo de ti —dijo él.
—Seguramente no… Sólo tenía tres años…
—Pero yo ocho… Llorabas por causa de mis perros. Tuve que sacarlos
afuera, y aquello me puso de mal humor…
—No te lo reprocho. Debiste odiarme…
—Así fue —respondió Ned.
La parte superior de su cara era muy seria. Llevaba gafas con montura de
concha de tortuga, parecidas a las de Claire. La parte inferior del rostro dejaba
ver una boca bien dibujada y alegre, con dientes fuertes y un mentón
cuadrado con un encantador hoyuelo. Era un muchacho que acudía al hogar
sólo para encontrar refugio y comida. («¡He estado en hoteles durante seis
semanas! ¡Estoy muerto de hambre!») Era también un hombre que había
regresado tras haber realizado una conquista.
Aquella combinación de una positiva competencia con una viva
impaciencia, constituían un atractivo extraordinario. Era un perfecto reflejo de
la misma Claire. Ella lo vio al instante. Tal vez aquello era uno de los
significados del «amor a primera vista», aunque sin duda tiene más
aspectos…
Al final de aquella primera hora, se habían enterado de cuanto era de
interés en las vidas de uno y de otra.
—No hay nada en el mundo que desee tanto como ser médico. Constituye
toda mi vida —le había contado Claire, junto con las precisiones de que
amaba mucho a los animales, la música, los viajes y el arte, aunque sabía muy

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poco tanto de arte como de música; era una persona a la que le gustaba
trasnochar, muy sensiblera y olvidadiza, y odiaba cocinar.
Él le contó que adoraba los perros, la música —de la que sabía mucho— y
la cocina, la historia y las casas antiguas. Los negocios, su competición y su
expansión, le fascinaban también. Despreciaba a la gente de «sociedad» y de
«clase». Creía que se encontraría en su verdadera casa en Estados Unidos,
puesto que allí había muy pocas cosas de aquéllas.
—De todos modos, he visto ya medio mundo. Y ahora quiero visitar los
Estados…
—Resulta divertido escuchar a la gente decir eso de «los Estados»…
—¿Por qué? ¿Cómo los llamas tú?
—Norteamérica. O bien Estados Unidos.
—Me gusta mucho tu acento.
—¿De veras? A la mayoría de los ingleses no les ocurre lo mismo. Me
agrada la forma clara como habláis, y que parece sonar de una forma tan rara
cuando lo digo yo.
—Eres libre y desenvuelta. Siempre he creído que los norteamericanos
eran así. Pero nunca he conocido muy bien a ninguno.
—Tu madre es norteamericana.
—Realmente, no. Hace ya mucho tiempo que está aquí, incluso habla
como una inglesa.
Al cabo de un momento, Claire dijo pensativa:
—No he debido venir.
—¿Por qué dices eso?
—Porque el aire está enrarecido de cosas que no debemos mencionar.
Principalmente, mi padre. ¿Sabes de qué estoy hablando?
—Sí.
—Si hiciera lo más apropiado, debería irme ahora mismo.
—¿Quieres marcharte?
—No.
—Yo tampoco…
En el pueblo, compraron para Jessie una vajilla «Wedgwood», fueron en
bicicleta a una taberna del campo para comer allí, subieron al campanario,
leyeron en las cristaleras emplomadas los distinguidos nombres de héroes
militares y, ya en el cementerio de la iglesia, descifraron los desgastados
nombres de humildes desconocidos. Y hablaron.
—Mi padre no sabe que encontré aquellas fotos, ni se imagina que sepa
nada —le contó Claire a Ned—, ni tampoco por qué él y mi madre están

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divorciados. Se supone que creo que se trata de algo relacionado con dinero, o
que su matrimonio no funcionó. Creo —reflexionó— que Mary pensó que él
se quedaría aquí después de la guerra.
—No lo sé. Recuerdo que confiaba en que se quedase por el bien de
ella…
—¡Pero si estaba Hazel! No podía quedarse.
—De todos modos, muchos hombres sí lo hicieron…
—Pero no mi padre. Es inquebrantable.
—El mío también lo era, a su manera. ¿Te ha asombrado lo que te he
contado de él, Claire?
—Asombrado, no. Pero dime, ¿representó para ti alguna diferencia?
—¿A qué te refieres?
—A que debías probarte que no eras igual que él…
—Me hubiera gustado ser igual que él de otra manera. Poseía una mente
fabulosa y era uno de los hombres más amables que he conocido.
—Respecto a lo otro…, no constituye un crimen. Ned, o no debería serlo.
—Mucha gente no estaría de acuerdo contigo…
—Soy una científica. Nosotros vemos las cosas sin prejuicios, sin
telarañas en los ojos. Supongo que fue mi padre quien me enseñó todo esto.
—Estás muy orgullosa de tu padre, ¿no es verdad?
—Es un gran médico. Le envían pacientes desde todos los puntos del país.
¡Resulta tan extraño que no pueda mencionarle aquí! ¿O me imagino,
simplemente, que no puedo hacerlo?
—No te lo imaginas. En esta casa hay una habitación cerrada. Para mi
madre no existe, y no se puede pedir la llave.
—Papá también tiene una habitación cerrada, ahora que te refieres a eso…
A Claire le pareció que nunca había hablado con tanta facilidad a nadie en
toda su vida…

De aquellas pocas y fugaces semanas sólo quedaron algunas partes


desconexas, encuadres de una película pasada muy de prisa y hacia atrás,
como cuando, de vuelta de un viaje, nos olvidamos de la conferencia en el
museo de antigüedades y, en vez de ello, recordamos un ínfimo restaurante en
el que una muchacha cantaba «Chagrín d’Amour» con voz quebrada; o
recordamos a una familia agrupada en el andén de una estación, con una cesta
de tomates y un canijo perro amarillento.

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Viajaron por el sur de Inglaterra con el cochecito de Ned. Ella recordaría
unos ponies húmedos bajo un chaparrón, en Dartmoor; un neumático
pinchado en la carretera de Stonehenge; una cena a la luz de las velas en una
estancia con un techo de poco más de dos metros de altura. Y recordaría —y
más tarde se reirían al respecto— el haber oído un ruido de pisadas delante de
la puerta de su cuarto en una posada, confiando que se tratase de Ned. Y así
había sido…
—Tenía la mano en el pomo de la puerta —explicó él—, pero entonces,
en el último momento, tuve miedo…
Durante mucho tiempo, Claire estuvo preocupada consigo misma. Muchas
de sus amigas estaban casadas, algunas vivían con un hombre y otras «se
acostaban de vez en cuando», aunque esto último le resultaba repugnante.
Había recibido muchas proposiciones, tanto respecto de acuerdos de vida
permanente en común con alguien o de peticiones de matrimonio. Y en todos
los casos, los hombres habían sido gente de gran personalidad, inteligentes y
amables. Pero nadie la había conseguido, y ella necesitaba profundamente que
llegasen hasta ella. Era una romántica, a pesar de sí misma, y lo sabía.
Por ello, cuando se hizo de día, se encontró preparada.
Fue un día en las colinas de Devon, durante una tarde en que zumbaban
las abejas y hacía mucho calor, y con cúmulos hirvientes en el cielo. Unas
losas planas de rocas glaciales sobresalían de la tierra, proporcionando
amplios y cálidos lechos en los que los jóvenes amantes debían de haber
yacido desde innúmeras centurias.
Claire habló a través del ruido del viento y de los zumbidos.
—Recordaré este lugar. A veces hago cosas así, me prometo a mí misma
recordar un sitio o un momento, y siempre lo cumplo.
Ned no respondió. Estaba jugueteando con unas briznas de hierba,
retorciéndolas entre sus dedos. Luego alzó la vista. Hubo algo en sus ojos,
algo radiante, impulsivo, y al mismo tiempo reverente, que ella no había visto
nunca en nadie hasta aquel momento. ¿Y cómo podía saber de qué se trataba?
Pero, sin embargo, lo reconoció.
—¿Lo has hecho antes? —le preguntó en voz baja—. ¿Claire, lo has
hecho alguna vez?
—No.
Él se apartó de forma imperceptible, pero ella alargó sus brazos y lo atrajo
hacia sí.
—No debería decírtelo. Pero lo deseo, Ned. Lo deseo mucho…
—¿Pero no lo has hecho antes?

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—Nunca había deseado a nadie.
—¿Nunca has amado a alguien?
—Nunca.
La acarició el pelo. Tomó su cara entre las manos y la besó en los
párpados, la besó en la boca… Todo estaba en su cenit: la estación, el día y
los años de su juventud. Aquello fue el principio.
—Te casarás conmigo, Claire —dijo, cuando la llevó de regreso a
Londres.
—¿Es una declaración o una pregunta?
—Una declaración, como es natural…
La sangre corrió con fuerza por sus venas. Se sintió ligera, triunfadora,
coqueta.
—¿Cómo sabes que diré que sí?
—Del mismo modo que sabías que iba a preguntártelo —dijo él riéndose.
¡Había tanta risa en él! Le proporcionaban gran placer los acontecimientos
más nimios: jugar al «Scrable», pasear bajo la lluvia, una conversación
divertida con un barbero. Era asombrosamente observador. Una vez, en un
viaje en autobús, hizo una observación acerca de una pareja que se sentaba
enfrente de ellos:
—Ella lo odia, ¿no lo ves?
—¿Por qué, cómo puedes saberlo?
—Durante todo el tiempo en que él ha estado manoseando el periódico,
ella no apartó sus fríos ojos de él.
—¿De veras? ¿Y por qué lo supones así?
—¡Oh, no tengo ninguna bola de cristal! De todos modos, es un hombre
tosco, con una cara enrojecida; le gusta la cerveza, diría yo, mientras ella está
agotada y lleva una vida gris y encogida. Una pareja muy poco plausible —
terminó en tono compasivo.
—¡Resultas sorprendente, Ned!
—No, sólo me gusta observar. Ahora mira esa casa, con su desgastado
pórtico georgiano y su pintura que se cae; hay una historia detrás de ella. Un
divorcio, un escándalo familiar o una bancarrota.
—¿Y cómo diantres puedes saberlo?
—Porque toda esta hilera de casas refleja riqueza y ésa es la única en toda
la calle que está de capa caída. Debe de haber una razón.
—Ned, deberías escribir… Escribir de verdad una novela, una biografía o
cualquier cosa. Describes las cosas de forma tan vívida; posees un auténtico
don…

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—No es tan sencillo. Pero tal vez algún día lo haga.
La vida con Ned sería riente, llena del vigor de las cosas inesperadas.
Ocurriere lo que ocurriese, él se haría cargo de ello y conseguiría sacar alguna
cosa buena. De una forma curiosa, Claire le recordaba a Jessie, y así se lo
dijo, asegurándole que le gustaría mucho su madre.
—Recuerdo a tu padre —le respondió—. Lo vi en una o dos ocasiones.
Hace ya mucho tiempo y yo era muy joven, pero recuerdo que me gustó.
—Es un hombre maravilloso —aclaró Claire con gran sobriedad.
—Y tú eres la niña bonita de tu papá, ¿verdad?
—Supongo que sí. Es un hombre maravilloso —repitió.
Pero tampoco se le ocurrió nunca preguntarse a sí misma qué pensaría su
padre de todo aquel asunto.
Partieron de Londres, con la promesa por parte de Ned, de estar en Nueva
York para el otoño. Se habían acostumbrado tanto el uno al otro, que la
despedida se vio llena de lágrimas. No obstante, asaltó la mente de Claire,
aunque ella no lo dijo, que, probablemente, habría ocurrido lo mismo con su
padre y su madre. Por un momento, pensó lo extraño y triste que resultaba
aquello; luego, inmediatamente, como corresponden a una juventud normal,
saludable y egoísta, se olvidó de ello.

En los trópicos, existen ciertas plantas que crecen, en una sola noche, la
mitad de la altura de un hombre. Buscan el sol. Del mismo modo, un hombre
y una mujer pueden buscarse el uno al otro. Aquellos a quienes alcanza esta
incandescencia no tienen que ser, por lo general, gente fuera de lo corriente;
lo único que no es usual es el calor de su anhelo.

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CAPÍTULO XXVI

«Puntos rosados, igual que las caras de la multitud en una foto», pensó
Martin, mientras observaba a la audiencia y aguardaba en el estrado a que le
llegase su turno. El primer orador se había dirigido en español a los asistentes
a aquella conferencia panamericana, y la traducción había llegado a través de
los auriculares. El segundo hablaba ahora en un inglés fluido y con acento.
Una pizarra colgaba detrás de él, y cuando se retiró unos pasos para trazar con
tiza un diagrama, Martin, estirando el cuello para poder mirar, contempló, a
través de las colgaduras, los inclinados tejados a lo largo de aquella calle de
San Francisco, que corría empinada colina abajo.
Volvió a mirar de nuevo al auditorio, deseando que Claire estuviese allí
para escucharle. Pero aún se encontraba en Inglaterra, o posiblemente estaría
llegando en aquellos momentos a su casa. Hazel se sentaba, junto con otras
esposas, unas seis filas más atrás. Al captar su mirada, ella le sonrió
levemente y con timidez.
Había esperado ponerse nervioso a medida que su turno se aproximara.
Pero, dado que era intolerante con el error, incluyendo los suyos propios,
necesitaba asegurarse de que lo que decía estaba más allá de la contradicción.
«Confiaba —pensaba— que tenía hoy aquí un vislumbre, aunque fuese
pequeño, de algo nuevo, un fragmento original que añadir a lo que se conocía
acerca del retorcido misterio del cerebro.»
Ahora citaron su nombre. Le presentaron. Permaneció erguido para recibir
unos cuantos segundos de aplausos, y aguardó a que cesaran, al tiempo que
notaba una clemente calma en su corazón y un flujo de confianza. Miró de
frente a aquellos rostros, vueltos hacia él igual que las plantas hacia la
claridad.
—Insistiré en tres puntos —empezó con buena entonación—,
principiando con las arterias que alimentan el cerebro medio. Generalmente,
se da por sentado que…

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Con palabras sencillas y vigorosas, dejó establecidos sus tres puntos,
observando, en una fracción de atención, cómo la frente de un oyente se
fruncía en una profunda concentración, cómo otros dos parecían dudar y otros
dos asentían, como si se dijesen: «Sí, nos está mostrando algo nuevo, ¿no te
parece?»
De este modo llegó al final y sintió un cálido resplandor interior, al
tiempo que se sentaba entre largos aplausos. Lo había hecho bien.
Más tarde, en el vestíbulo, una pequeña multitud se reunió para felicitarle
y estrecharle la mano.
—Habla usted igual que escribe —le dijo un hombre—. No malgasta las
palabras. Eso me gusta.
Otro declaró:
—Ha dicho usted algo de sí mismo. Se trata de un trabajo con ideas
nuevas, sin repetir cosas ya sabidas…
Y Hazel manifestó:
—¡Estoy tan orgullosa de ti, Martin! ¡Tan orgullosa! Y eso que no he
entendido ni una palabra. —Luego añadió con generosidad—: Me hubiera
gustado que Claire estuviese aquí.
A continuación salieron a la plena luz del sol. Hazel hizo la observación
de que era el primer día en la ciudad en que no había niebla. La bella luz, la
excitación de aquella mañana y las calles no familiares y seductoras, llenaron
a Martin de euforia.
¡Todo, absolutamente todo, había llegado a la vez! Pensó que su trabajo
comenzaba a dar frutos. Le pareció haber trepado por una colina y encontrarse
ahora en la cima para que lo coronaran.
—¡Qué lástima que no podamos salir ahora hacia Carmell! —recalcó
Hazel.
—No tendré el coche hasta mañana por la mañana. Pero esta tarde puedes
nadar en la piscina del hotel, si te parece bien.
Ella había sido asesora de la «YWCA» en su juventud y era buena
nadadora, a diferencia de él que había aprendido sólo a chapotear en una
charca. Para Martin resultaba un placer observarla en el agua; él siempre
admiraba la habilidad profesional, ya fuese en el ajedrez, en el piano o en
cualquier otra cosa.
—¿Te importaría que nos detuviéramos un par de veces por el camino?
Marjorie desea una muñeca japonesa y he visto una en un escaparate. Pero no
acabo de pensar en nada para Peter…

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—Un juego de ajedrez —respondió en seguida Martin, puesto que la
imagen del ajedrez le acababa de pasar por la cabeza.
—¿Oh, tú crees? —Hazel se mostró dudosa—. Sólo tiene ocho años…
—Le enseñaré. Debe ejercitar el cerebro…
Respecto de Peter, que era muy cariñoso, alegre y que seguramente no
dejaba de ser inteligente, no tenía demasiada habilidad para concentrarse. «Lo
mismo ocurría con Enoch —pensó Martin con un asomo de euforia—.
Escribe poesías, sueña, pero no de la forma en que lo había hecho Claire.
¡Mas no resultaba justo emplearla a ella como medida de todas las cosas!»
—Éste es el sitio —dijo Hazel—. No tardaré mucho.
Él se quedó en la entrada y la observó. Tras un gran esfuerzo, había
conseguido perder cinco kilos, y aquella pérdida revelaba los ángulos de su
cara que habían permanecido ocultos por las redondeces de la juventud, que
tanto le habían conmovido al principio de conocerla. Pero quizá le gustaba
más así, puesto que daban más vigor a su rostro.
Llevaba un vestido muy favorecedor, de lino de color azul oscuro. Se le
ocurrió pensar que, últimamente, las ropas eran muy diferentes. El invierno
anterior había hecho amistad con la esposa romana de un doctor
norteamericano. La mujer corría parejas con alguna de las revistas de modas
de Hazel, con fotografías de alguna delgada aristócrata de nariz ganchuda,
perteneciente a una familia papal, sentada ante su palazzo de mármol y
llevando un sencillo pero caro vestido, con una joya espléndida en la
garganta. No era una mujer hermosa, pero resultaba llamativa. Posiblemente,
Hazel hubiera aprendido algo de ella.
Pero continuaba sonriendo con demasiada timidez y temor. Ahora estaba
dando las gracias por cuarta vez a la vendedora. Él le había dicho muchas
veces que no debía pedir disculpas por cualquier cosa que hiciese en la vida.
Naturalmente, ella lo negaba y el decírselo sólo servía para que se pusiera a la
defensiva.
Ah, Hazel, querida y encantadora Hazel, ¿de qué tienes miedo? ¿Sientes
que algo está demasiado profundo para que puedas comprenderlo? Hay en ti
mucha dulzura, pero por debajo también surge demasiado enojo… ¿Cómo no
estar enfadada con un mundo que en cierto modo te ha forzado a ser tan
buena, tan seria y agradable? ¿Ha sido tu gente la que te ha hecho así, o,
simplemente, has nacido de esta manera? Lo pretendes. A menudo, y
simplemente para complacerme, incluso pretendes encontrar placer en el sexo
cuando, en realidad, no sientes nada. Nunca te diré que lo sé, puesto que ello
te humillaría.

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Y sintiéndose incómodo, le cruzó por la mente que, por segunda vez, se
había casado con una mujer que, aunque por distintas razones, estaba insegura
acerca de su propia valía. ¿Procedería todo ello de la inseguridad que tenía
consigo mismo? ¡Hay tantas cosas que uno no llega nunca a comprender de sí
mismo! ¿Qué hubiera ocurrido de haber vivido todo aquel tiempo con Mary?
Luego se preguntó por qué, por amor de Dios, pensaba en Mary en aquel
preciso instante, mientras estaba en aquella tienda de San Francisco entre el
mostrador de las muñecas y un estante con coches de juguete. ¡Realmente ya
no pensaba en ella! ¡No se lo permitía! (Simplemente se encontraba allí, como
su pasado estaba allí, en su habitación de Cyprus, con el techo inclinado; la
voz de su madre; las oscuras colinas y todo lo demás que le había hecho tal y
como era.)
Hazel le tendió los paquetes.
—Deberíamos buscar algo para tu hermana, ¿no te parece?
—¿En qué has pensado?
—He visto una pulsera en un escaparate cerca de aquí. Alice nunca lleva
nada, ¿no crees?
—Está bien —respondió.
Y, de repente, vio a su madre entrar en la cocina con su sombrero
«bueno» puesto, con sus tristes plumas enmarañadas e inclinadas; la vio a ella
entonces, y a Alice ahora, como si fuesen una misma persona.
—Compraremos también algo para las hijas de Alice —añadió a toda
prisa.
—Sí, claro que sí.
—¿Y no quieres nada para ti?
—Tengo de todo —respondió con sencillez.
Aquella sencillez de su mujer resultaba siempre conmovedora.
—Anoche, en las galerías del hotel, te quedaste mirando unos manteles.
—¿Los de encaje veneciano? Eran sumamente caros, Martin.
—Pero te encantan, permite que te lo diga.
—Bueno… ¿Nos lo podemos permitir?
—Sí —respondió Martin—. Creo que sí…
Y quedó complacido al ver la sonrisa que afloraba y se desvanecía en la
boca de su esposa.
Desde la terraza a la que daba su habitación, la oyó cantar alegremente
mientras se ponía el traje de baño. Le había preocupado el que ella lamentara
haber hecho este viaje, que su mente estuviera en todo momento pensando en
su casa y en los niños. Constituían su centro, aunque no lo fuesen para él. (Sin

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embargo, ¿no se veía a sí mismo a la cabeza de la mesa y rodeado por la
riqueza de una familia?)
A decir verdad, con más de cincuenta años tenía ya demasiada edad para
ser el padre de unos niños tan pequeños como los dos últimos. Cuando
llegaba a casa por la noche, estaba cansado y, como era natural, resultaban
muy ruidosos. A menudo se mostraba impaciente con ellos. Pero a Hazel
aquello no le ocurría nunca. ¡Y era tan paciente incluso con Claire! Una vez,
y no hacía mucho tiempo, se había atrevido a hablarle cuando había
reprendido a Claire por algo.
—Estoy sorprendida —manifestó Hazel—. Raramente criticas a Claire,
incluso cuando lo necesita. Pero esta vez no resultaba necesario…
Ahora, de repente, lo recordó. Y se preguntó si también Hazel pensaba
que favorecía a Claire por encima de todos los demás. Porque, en su interior,
sí lo hacía, y sabía que no debería hacerlo. ¡Había puesto tantas esperanzas en
Claire! Y hasta aquel mismo instante, cada una de esas esperanzas se había
visto cumplida con creces…
Había hecho las cosas con mucha brillantez e incluso había escrito un
artículo sobre genética que, posiblemente, se publicaría. Por una muchacha
así, resultaba justificado mantener las esperanzas más extravagantes. Estaba
calificada para el mejor adiestramiento, para el mejor internado. Después de
ello tal vez permaneciese como residente de neurología, o bien sus intereses
se decantarían más profundamente hacia la investigación neurológica.
Escogiera lo que escogiese, habría un lugar para ella en el equipo de Martin.
Padre e hija, si ella quisiera…
—¿Seguro que no has cambiado de pensamiento respecto de nadar un
poco? —le preguntó Hazel.
A través de la abierta bata veía sus llenos pechos, sus fuertes muslos en el
traje de baño, una figura ya no joven, pero aún firme y robusta. Era la misma
representación de la salud.
—No, ve tú. Por el momento, me siento algo perezoso.
—Está bien. Es lo que necesitas, sentirte indolente. —Le acarició el pelo
—. Estoy muy preocupada por ti, Martin. Nunca tienes tiempo para ti mismo.
Entre los pacientes y tus enseñanzas, trabajando tres noches en el laboratorio
y ahora ese asunto del instituto…
Ella le recordaba cada vez más la forma con que su madre solía
preocuparse por su padre.
—Y escribir otro libro de texto, además de todo eso —concluyó.

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—Escribirlo no —le corrigió él—. Esta vez sólo contribuyo con un
capítulo. El resto está basado en un simposio.
—Muy bien, sea como fuere, no sé cómo puedes hacerlo todo…
—Ve —prosiguió Martin— y que se te vaya abriendo el apetito para la
comida. Iremos a «Trader Vic’s».
Se echó en una tumbona. El calorcillo del sol penetró hasta sus huesos.
Cuánto lo amaba y cómo odiaba el frío… Siempre le encogía el espíritu,
incluso como ya ocurriera en Cyprus cuando sólo era un chiquillo.
Lo que le gustaba era la playa. Mañana irían a Carmel y, durante una
semana, se levantaría muy temprano cada mañana, se prometió a sí mismo.
Mientras todos aún durmieran, iría a la playa y se quedaría allí contemplando
el firmamento infinito, el mar azul y aquel deslumbramiento propio de un
diamante. Al amanecer, no habría pisadas en la arena, excepto las que él
pudiese hacer. Todas las demás se habrían borrado durante la noche. En un
mundo prístino y nítido sólo quedaría la pura curva del mar y la curva
paralela del firmamento.
«Pude haber sido un vagabundo de las playas», pensó, y aquello le
divirtió, puesto que, de la forma como era, tan preciso, tan exacto, tan
aprensivo y consciente, constituía la única cosa que nunca podría ser.
Incluso aquí, incluso ahora, en esta hora de solitaria paz, mientras el
viento zumbaba en sus oídos y sus ojos estaban absortos en la contemplación
de dos botes de vela en la bahía y que pasaban en aquel momento debajo del
puente «Golden Gate», sus pensamientos seguían avanzando hacia el Este.
¡Había realizado unos progresos tan tremendos e increíbles! Al cabo de casi
seis años de arduos esfuerzos había logrado erigir al fin la «Dobbs
Foundation» que empezaba a funcionar a pleno rendimiento.
En parte, los contactos más cruciales habían sido llevados a cabo por Bob
Moser, pero la decisión para la donación se había producido gracias a Martin.
—He ido todo lo lejos que he podido —le había dicho Moser—. Ahora la
pelota está en tu campo. Eres tú el que ha de hacer correr la idea.
Y así lo había hecho. En una noche decisiva en la terraza de casa de
Moser después de cenar, Martin había sido capaz de convencer a Bruce
Rhinehart, entonces presidente en funciones de la fundación. Rhinehart había
sido un atento oyente. Tenía algo de sudeño con su rostro alargado y estrecho,
y con sus quevedos, así como con su forma de inclinar la cabeza en una cortés
deferencia. Resultaba evidente que Bob Moser le respetaba. «El manejar
muchos millones, aunque no fuesen propios, infundía respeto», pensó Martin.
El poder del dinero. La naturaleza humana.

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En primer lugar, había hecho una estimación de los costos. Luego,
dominando el temblor de sus manos, había mostrado el boceto, ya muy
sobado, que siempre llevaba en el bolsillo.
—¿Está usted familiarizado, Mr. Rhinehart, con nuestra vieja ala de dos
pisos situada en la calle lateral? Hemos pensado en derribarla y construir diez
pisos, con entrada desde el edificio principal, como es natural. Tendríamos
laboratorios y auditorios para enseñanza en los primeros dos pisos, y por
encima, las demás plantas corresponderían a los pacientes.
Procuró mantener un tono uniforme en la voz, que no resultara demasiado
confiada, ni tampoco plañidera.
—Tengo muchas ideas respecto de las salas de operaciones. Hemos
logrado muchas mejoras desde que construimos las primeras. Necesitamos
medios auxiliares para la fotografía del cerebro, algo que esté cerca del
Departamento de Encefalografía. ¿Ve? En este extremo…
Rhinehart había preguntado cuándo y cómo había tenido Martin aquella
idea por primera vez. Ahora recordó que había respondido:
—Ha sido el sueño de toda mi vida, es decir, de mi vida como médico…
Confió en que aquello no resultara grandioso, puesto que era la simple
verdad.
—Tenemos un antiguo y honroso hospital —explicó—. He sentido hacia
él una profunda lealtad desde la primera vez que trabajé aquí a las órdenes del
doctor Eastman. Creo que necesitamos y nos merecemos ese instituto.
Estuvieron hablando hasta medianoche. Rhinehart le escuchó todo el
tiempo con atenta cortesía.
—Resulta consolador ver lo que hemos conseguido por medio de
contribuciones privadas, Mr. Rhinehart. Tenemos ya tres mil dólares…
En aquel momento, Bob Moser había intervenido con cierta dosis de
humor.
—En ellos están incluidos cincuenta de un amigo mío, un fabricante de
plásticos, que desea de este modo conseguir reducciones en los impuestos —
comentó sonriente.
Luego, ya más serio, añadió:
—Tenemos un largo, muy largo, camino ante nosotros, Mr. Rhinehart, y
confío que el camino se despeje ante nosotros a medida que avancemos.
Nosotros, yo…, es decir, Martin aquí presente, el doctor Farrell, es, en mi
opinión, por su valía, uno de los más notables…
Y Rhinehart, tal vez al observar el embarazo que sentía Martin, le
interrumpió.

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—Incluso yo conozco al doctor Farrell. Su texto de neuropatología es el
más usado. Hacemos una gran labor de filantropía médica y debemos
mantenernos informados de todas esas cosas.
Luego se volvió hacia Martin:
—Supongo que usted esperará dirigir ese instituto…
Martin hizo un pequeño ademán de asentimiento.
—Entonces eso dependerá de la confianza que depositemos en usted…
—En líneas generales, sí. Pero tengo la esperanza de que el proyecto
abarcará mucho más que una sola personalidad, y que sea algo que dure
bastante tiempo…
Entonces le preguntó a Martin en qué medida aquel instituto difería de los
ya existentes.
—Como es natural, cada hombre tiene sus métodos individuales —le
había respondido Martin—. Durante mucho tiempo, he tenido la convicción
de que se debe abarcar, en un solo estudio, tanto la mente como el cerebro. Sí,
eso ya lo hacen en muchos sitios, como es natural. Pero he desarrollado mis
ideas propias acerca de las formas de investigación y del cuidado de los
pacientes.
—Muy bien —le respondió Rhinehart.
Se produjo algo tan decisivo en la pronunciación de estas dos palabras,
que Martin experimentó un sentimiento de miedo, de que tal vez se había
extralimitado en sus apreciaciones.
—Está bien, doctor Farrell, me encantará que acuda ante mi comité la
semana próxima y que les cuente a ellos todo lo que ya me ha dicho a mí…
Y si todo iba bien, convinieron entonces que se pondría la primera piedra
en algún momento de la próxima primavera.
Hazel deseaba que aquella efemérides coincidiese con el cumpleaños de
él. Adoraba las grandes celebraciones. Medio amodorrado ahora, se estiró en
la tumbona reflexionando acerca de los cumpleaños. ¡Qué gran alboroto hacía
siempre Hazel al respecto! Al igual que cualquier tipo de fiesta, constituían
una excusa para congregar una multitud, con amigos como Perry y Tom,
hasta los primos más lejanos, a los que no se veía durante el resto del año.
Cocinaba los platillos favoritos de Martin: rosbif, budín de maíz y pastel de
manzana. Compraban un recargado y fantasioso pastel de cumpleaños para
jolgorio de los chicos, para que cada uno de ellos pudiese tener una flor
glaseada. Los veía ahora: Enoch, tan cauto y agradable, que te hacía imaginar
en qué estaría de verdad pensando; los más pequeños, Peter y Marjorie, que
tenían más de Hazel que él mismo, aunque Marjorie se pareciese a él. Y

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Claire. Con su presencia parecía insuflar nuevo aire a la casa. Tiraría el abrigo
en el respaldo de una silla, y luego Hazel lo colgaría en el armario, puesto que
Hazel era tan ordenada como Martin. ¿Por qué Claire sería tan descuidada?
¡Naturalmente, aquello lo había heredado del abuelo!
Y pensó, con una sonrisa de pesaroso recuerdo, en el escritorio de papá, y
de cómo su madre refunfuñaba por las cosas que se perdían o no se
encontraban en su sitio. Sí, realmente, procedía del abuelo. Los genes tenían
bromas divertidas.
Un transatlántico pasaba en aquel momento bajo el «Golden Gate».
¿Procedería tal vez del Japón? Le gustaría, un día u otro, visitar el Japón.
¿En qué había estado pensando? Oh, sí, en los genes que gastan bromas
tan divertidas. Las familias resultaban algo gracioso. ¡Nunca pensabas que
Hazel perteneciese a la suya! Cuando hablaban, todos ellos a la vez, sonaban
como el tableteo de una ametralladora. Ello te hacía darte cuenta de que el
inglés era un idioma gutural. Tess, la hermana de Hazel, tenía el ronroneo y el
carácter sibilante de un charlatán infatigable.
Pero él había sido, y lo seguiría siendo, muy bueno para la familia de
Hazel. Cualquiera de ellos tenía siempre una necesidad u otra, ya fuese a
causa de alguna enfermedad o, simplemente, porque tenían más hijos de los
que se podían permitir. Nunca le había molestado el ayudarles, e incluso le
agradaba, pero de una forma algo rara. ¿Tal vez necesitaba sentirse superior a
ellos? Sí, puesto que, después de todos aquellos años, le seguía escociendo el
haber necesitado de la ayuda de Donald Meig. Aún se sentía semidesnudo y
avergonzado ante el recuerdo de la vez en que estuvo en aquella habitación.
—Si no hubiera sido por mí, aún estarías recetando tabletas de aspirina…
Eso es lo que le había dicho Meig, y lo peor de todo es que era cierto.
Así pues, resultaba bueno para su ego, y hacía las funciones de bálsamo y
ungüento, el mostrarse como un amable y delicado donante de cosas, cuando
hubiera sido tan sencillo decirle a un cuñado:
—Eres un auténtico cretino y un vago, puesto que tienes ya siete hijos y
todo lo más que te puedes permitir es tener dos.
¡No se trataba de Meig, sino de él! Y Martin se preguntó qué pensaría
Meig si aún viviera y pudiese enterarse de todo aquel asunto relativo al
instituto.
Hazel salió a la terraza:
—¿Oh, te he despertado? Hemos recibido una carta. O más bien es para ti.
Y no te lo creerás, pero en el sobre figura como remitente Jessie Meig…

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Se levantó al instante y abrió la carta que le habían remitido desde su
consultorio.
Comenzó a leerla:

Querido Martin: No tengo la menor duda de que te quedarás asombrado


al recibir esta carta. He pensado que resultaba mejor escribir porque,
francamente, constituye algo menos embarazoso para los dos, como lo
hubiera sido en caso de una llamada telefónica.
Seré breve. Claire ha regresado de Europa con unas asombrosas
novedades. Mientras se encontraba en Inglaterra, le dio por visitar «Lamb
House». Allí conoció a Ned Lamb. Pasaron tres semanas viajando juntos y
ahora han decidido que se van a casar. Él vendrá a Nueva York este otoño,
puesto que tiene aquí un empleo en perspectiva. La boda tendrá lugar el
próximo verano, después de que Claire haya conseguido la licenciatura.
Tú tienes mucha influencia sobre Claire, tal vez más de la que te
imaginas. No hace falta que contestes a esta misiva. Simplemente, doy por
supuesto que harás algo para impedir esta locura. Saludos, JESSIE MEIG.

—¿De qué se trata? —preguntó Hazel.


Martin arrugó la carta. ¿Habían ido las cosas bien alguna vez? Hubo un
tiempo en que podías sentarte y decirte a ti mismo: «Vamos, descansa un
poco. ¿No te lo tienes merecido?»
Hacía sólo un momento se había sentido muy satisfecho; ¿tal vez sólo
estaba satisfecho a medias y aquello constituía su rudo castigo?
—¡Dime algo, Martin! —gritó Hazel.
Él volvió a la realidad de las cosas.
—No me pasa nada. Es una cosa que se refiere a Claire. Desea casarse…
—¡Creí que alguien se había muerto, puesto que parecías tan afectado!
—Lo conoció en Inglaterra Fue a visitar «Lamb House». ¡Dios santo, qué
cosa tan estúpida! Se trata de Ned, el hijo de su tía.
—Eh… Entonces son primos, ¿no es así? ¿Y cómo pueden casarse?
Martin se percató de que nunca la había proporcionado más que algunos
hechos escuetos en su primera reunión, hacía ya de esto mucho tiempo.
—No lo son. Su madre murió cuando él nació. Fue ella… Mary, quien le
crió…
—Comprendo. ¿Y bien? —Hazel le tocó el brazo—. Martin, pareces
realmente espantado. ¿Tanto te afecta este asunto?
Él se volvió hacia ella.

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—¡Basta de preguntas estúpidas! Es una auténtica locura y tú me estás
preguntando…
La vehemencia de su marido la apabulló.
—Lo siento —prosiguió Martin—. No querías decir nada… Pero, maldita
sea, el hijo de uno siempre estropea las cosas…
—Estás pensando en Jessie, ¿verdad? Sí, ya comprendo por qué…
Resultará espantoso para ella, ¿no es verdad?
Martin apretó los labios y se apoyó en la pared. Se sentía igual que un
viajero en la estación de una ciudad desconocida, sin saber a dónde ir.
¿Qué diablos había estado haciendo, qué le impulsó a ir a aquella casa?
¡No debería haber salido al extranjero aquel verano! ¿Pero cómo demonios
podía haber sabido, cuando le regaló los pasajes, que iría a hacer una cosa tan
alocada como aquélla? Y entonces recordó cómo Claire, cuando aún era sólo
una chiquilla, se había presentado ante él. ¡Era independiente como el
demonio, hacía lo que deseaba y el diablo lo estropeaba luego todo! Estaba
seguro de esa nueva intervención del diablo…
Por Dios santo, ¿cómo enfrentarse con aquello, cuando ya tenía tantas
cosas en la cabeza: el instituto, el trabajo de cada día, la familia? Durante
mucho tiempo había sofocado aquellos recuerdos y ahora volvían a él todos
en tropel.
¿Sería «angustia» una palabra demasiado fuerte para lo que sentía en
aquel momento? Creía que no. Habría nietos. Le pertenecerían a él y a Mary.
Y también a Jessie. Resultaba algo… impensable. Gimió.
—¡Oh! —exclamó Hazel—. Nunca te había visto de esta manera.
Empezó a llorar encima de él.
—Pero seguramente, si no hay nada malo en ese joven, las cosas saldrán
bien de un modo u otro. Me refiero a que, en realidad, no le conoces, ¿no es
así?
—Pero es hijo de ella. Eso ya de por sí resulta bastante molesto.
—Sí, claro que sí, pero mucho más para Jessie que para ti. A fin de
cuentas, para ti sólo fue un asunto que duró unos cuantos días y nunca más la
volviste a ver. ¡Dios santo, es una historia tan antigua! De todos modos, no
puedes hacer nada para impedirlo. Me refiero a que Claire es una mujer… No
puedes ordenarle que haga esto o aquello… —Se permitió una breve y
nerviosa risa—. Especialmente, tratándose de Claire…
Martin sabía lo que ella quería decir: «Claire es muy tozuda y obstinada.
Siempre lo ha sido, y ya deberías estar acostumbrado.»

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¡Jessie debía de estar hecha una furia! En caso contrario, ¿cómo se habría
tragado así su ira y su prolongado silencio? Como si se tratase de sólo ayer,
recordó que Jessie obraba de esta manera…
Trató de recordar al muchacho: muy sensible, decente, pensativo y
lastimosamente joven con el uniforme de la RAF. Sí, pero aquello había
ocurrido hacía ya diez años… Y, de todos modos, ¿qué diferencia
representaba? ¿Qué diferencia podría haber, al lado del hecho de que era el
hijo de ella?
De repente, la revoloteante presencia de Hazel le enojó. Deseó que saliera
de la habitación y le dejase solo.
—¿Qué estás mirando, Martin?
Dominándose, respondió de modo indiferente:
—Hay una gaviota en aquel balcón. Ha estado allí toda la tarde…
—Tal vez se trate de su nido.
Hazel siguió allí incómoda y vacilante.
—Confío en que no te apenes demasiado con este asunto de Claire…
—Saldremos para casa en avión mañana —respondió Martin de repente.
—¡Pero si íbamos a ir a Carmel y al Gran Sur!
—No me apetece tomarme otra semana de vacaciones. De todos modos,
tengo muchas cosas que hacer en casa…
—Te refieres a que verás a Claire…
—Sí, ¿y qué pasa si lo hago?
Los labios de Hazel temblaron. Luego él pensó: «Pide tan pocas cosas…»
Y se sintió turbado por reaccionar de aquella manera.
—Lleguemos a un compromiso —ofreció—. Cuatro días en Carmel.
Iremos al Gran Sur otra vez… Realmente deseo volver lo antes posible,
Hazel…
Los ojos de su esposa se suavizaron.
—Es bastante justo. Lo comprendo.
Rodeó a Martin con sus brazos.
—Vistámonos para cenar, ¿no te parece? Y será mejor que pensemos un
poco en otros asuntos, ¿no crees? He oído contar muchas cosas de «Trader
Vic’s».
Estaban comiendo pollo con salsa de coco, cuando una pareja se sentó en
la mesa de al lado. El hombre saludó a Martin.
—¡Coronel! ¡Coronel Farrell! Es usted, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió con cierta timidez Martin.
—Dickson. Floyd Dickson. ¿No me dirá que no se acuerda de mí?

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—Claro que sí. Por un momento no caía…
—Sí, he engordado casi diez kilos desde entonces. Le presento a mi
mujer, Dot.
—Y yo a mi esposa, Hazel. El doctor Dickson y yo estuvimos destinados
juntos en Inglaterra.
—Yo era un teniente muy malo. Solía dar vueltas por ahí y observar cómo
el coronel mantenía juntos a los chicos…
Martin suspiró por dentro. Había sentido tanto la necesidad de una cena
tranquila aquella noche… Y entre tanta gente, se había ido a encontrar con
aquel pesado e inquieto individuo, al cual los años parecían haber hecho más
latoso que nunca.
Sin embargo, preguntó con educación:
—¿Vive usted en San Francisco?
—No. En Los Ángeles. A Dot le gusta venir a San Francisco de vez en
cuando. ¿Irán a Carmel?
—Salimos mañana para pasar allí unos días.
—¿Y después a dónde se dirigirán?
—A nuestra casa. Tengo que regresar a Nueva York.
—Lo que debería hacer es tomar el avión o un barco y llegarse hasta
Hawai, va que ha llegado hasta tan lejos. Después de todo, se trata ya del
Oriente. Oiga, camarero. ¿Qué me dice de unir estas dos mesas para que no
tengamos que hablarnos a gritos? Es decir, si a usted le parece bien…
—No, claro que no —respondió Martin.
Peleándose y empujándose, los Dickson se acomodaron al fin.
—He oído decir que se ha labrado un gran nombre —observó Dickson—.
Siempre pensé que lo conseguiría.
—Muchas gracias.
—Este mediodía encontré a un tipo en el vestíbulo del hotel que acababa
de venir de oír su discurso. Me contó algo de que usted iba a dirigir un nuevo
instituto en Nueva York. Me dijo que se trataba de investigación neurológica.
—Sí —repuso Martin en voz baja—, es algo que está en marcha.
—Todos dicen que es usted el hombre adecuado…
Luego se dirigió a Hazel:
—Supongo que usted procurará que se divierta un poco…
Ella sonrió.
—Lo intento.
—Claro que sí. Tómense un par de meses. En realidad, es como si
llevaran mucho tiempo muertos…

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Dot Dickson les preguntó si tenían hijos.
—Tres —respondió Hazel—. Dos de ellos sólo tienen siete y ocho años.
No podemos dejarles solos durante tanto tiempo…
—El año pasado estuvimos en Grecia. Dejamos a los chicos con mi
suegra. Hicimos un crucero por las islas. Fue algo hermoso, muy hermoso —
concluyó Dickson.
—Me gustaría hacerlo alguna vez —admitió Martin—. Grecia es el lugar
que más me gustaría ver. Y eso ya lo he sentido durante toda mi vida.
Mrs. Dickson le aseguró que le gustaría mucho.
—Y las compras son increíbles —continuó dirigiéndose a Hazel—. Se
pueden adquirir joyas de oro por casi nada. ¡Oh, cuánto adoro viajar! Hace
dos años hicimos otro crucero por los fiordos, partiendo de Copenhague.
Estuve a punto de comprar una vajilla de plata, de ésas hechas a mano, ya
sabe. Pero luego pensé que, probablemente, no encajarían en nuestro
comedor, que es de estilo francés. ¿Qué opina?
—Realmente no lo sé —respondió Hazel—. Me temo que no sé mucho
acerca de esas cosas.
Luego se quedó silenciosa.
Y Martin pensó lo mucho que apreciaba a una mujer callada. Incluso a
una mujer como Flo Horvath, que por otra parte le era tan querida, no la
hubiese tolerado ni siquiera una semana. ¡Tanto charlotear y gorjear!
Luego Hazel, sintiendo, aparentemente, la necesidad de mostrarse más
sociable, observó:
—Siempre he querido ver Inglaterra, pero Martin nunca lo ha deseado…
—¿De veras? Pues yo amo a Inglaterra —respondió Mrs. Dickson.
—Supongo que los hombres la vieron demasiado durante la guerra —
respondió Hazel.
—Eso es lo que yo pienso —convino Martin.
Hacía dos años, en un vuelo para asistir a una conferencia en Ginebra,
habían atravesado unas nubes; Inglaterra quedaba a la izquierda, con el sol
alumbrándola por encima, pero no había querido mirar. Había vuelto el rostro
y se enfrascó en la lectura de una revista.
—A mí no me importaría volver —declaró Dickson—. De hecho, tal vez
ése sea nuestro próximo viaje. Dot, aquí presente, está loca por las
antigüedades, las casas viejas y todo eso. Como es natural, no tenemos mucho
de ello, aquí, en California. Oye, Martin, hablando de casas antiguas, ¿te
acuerdas de aquel lugar que solías visitar, más allá de Oxford?

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—No —respondió Martin, sobresaltado—. Vi muchos sitios y hace,
además, ya mucho tiempo…
—¡Claro que sí! Yo te llevé un par de veces y te recogía en una
ambulancia en el camino de regreso. ¡Y referente a casas viejas! Aquella casa
debía de tener, por lo menos, trescientos años de antigüedad…
Martin preguntó a Hazel:
—¿Te gustaría tomar una ensalada? He olvidado pedirla. Camarero, ¿nos
trae dos ensaladas verdes, por favor?
Dickson se volvió hacia su mujer.
—Te hubieras quedado chiflada por aquel lugar, Dot. Martin afirmaba que
alguien contaba que Oliver Cromwell había dormido allí una vez. Sin
embargo, nunca conseguí visitarla por dentro…
No había malicia en aquel hombre. El mismo Martin se había cubierto a sí
mismo con tanta habilidad, a fin de que sus visitas pareciesen del todo
inocentes, que Dickson no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo.
—¿Cómo la llamaban ahora? ¿«Lion House»? Todos esos lugares tenían
nombres absurdos. ¿No, qué estoy diciendo? «Lamb House». Eso es. «Lamb
House»… ¿Verdad que era esa casa la que solías visitar?
Martin alzó los ojos. La angustia reflejada en ellos debió comunicarse a
Dickson, que tuvo una repentina y terrible comprensión de todo el asunto.
—Tal vez estoy pensando en otra persona —añadió con rapidez—. Di
vueltas por allí con muchos tipos, y todo se mezcla cuando te acuerdas de
cosas así…
Desde la garganta del hombre hasta el arranque de los cabellos le surgió
una raya roja. Era parecido al agua vertiéndose de un vaso. Y, cosa extraña,
Martin lo sintió por él.
Un pesado silencio cayó sobre la mesa. Martin miró hacia su plato y
movió el arroz con el tenedor.
Luego, en una voz sin entonaciones, habló Hazel.
—Pide la cuenta, Martin, por favor…
—¿No quieres postres?
Mrs. Dickson pareció amonestarla.
—¡No sabes lo que te pierdes! ¡Tienen unos postres fabulosos! La piña…
Pero Hazel ya se había levantado.
—No quiero nada —respondió adustamente.
Se dirigió hacia la puerta. Martin se excusó y la siguió. Al poco
consiguieron un taxi.
—Hazel… —comenzó Martin.

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—No quiero hablar —respondió ella.
En el ascensor del hotel, Hazel miró hacia delante. Martin intentó
colocarse de alguna forma, para que ella tuviese que mirarle, y por medio de
su expresión, comunicarle todo aquello que no podían conseguir las palabras.
Pero ella no le permitió mirarle a los ojos.
Ya en la habitación, Hazel se quitó el abrigo y lo colgó en el armario.
Luego se dirigió al cuarto de baño. Martin se acercó a la ventana. Las luces
festoneaban el gran puente. Se reflejaban también en la bahía, donde algunas
barquitas se movían alegremente, y la gente parecía pasarlo muy bien. Se dio
la vuelta hacia la habitación, hacia aquella perlina y tranquila habitación, que
hablaba de dinero y de la serenidad que éste trae aparejada. Tenía los labios
mortalmente secos.
Hazel salió del baño. Permaneció un momento de pie, apoyándose en una
mesa. Ésta se movió y su bolso se cayó al suelo. Pero ella no lo recogió.
—Así que la veías cuando estuviste en Inglaterra —comenzó al fin.
—Sí.
—¿Y por qué me has mentido?
—No te mentí. Lo que pasa es que nunca hablamos de ello.
Pero inmediatamente, quedó avergonzado de aquella evasiva tan tonta.
—Le hiciste el amor…
Tuvo la sensación de que se encontraba en una encrucijada de carreteras.
Con una sílaba, con un «sí», tomaría un camino que ya no tendría retorno.
Pero también tuvo la sensación de algo ya visto, como si siempre hubiera
sabido que aquello tendría que suceder, aunque no tuviera sentido pensar de
aquel modo. Las oportunidades de que hubiera, finalmente, ocurrido eran de
una contra mil, por lo menos. Pero se encontraba ahora ante ello.
—Le hiciste el amor —repitió Hazel.
—Sí —respondió.
—Y no fue sólo una vez. Vivíais juntos.
—Sí.
Ella se llevó las manos a la cara y se la tapó. Luego las dejó caer.
—No me hubiera importado ninguna otra mujer, y mucho menos las
prostitutas. Puedes creerme… Yo comprendo que un hombre no puede estar
fuera dos o tres años sin… ¡Pero ella! ¿Por qué tuvo que ser con ella?
Comenzó a sollozar sin cambiar de expresión. Su rostro aparecía suave y
sin contorsiones, como una cara de piedra, sólo la cruzaban las lágrimas. Y
aquel extraño dominio le desanimó a él más que si la mujer se hubiese puesto
frenética.

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—¿Por qué? —gritó.
Martin tembló. ¿Qué podía decir? Pensó en algo.
—Volví, ¿no te parece? ¿No te dice eso nada?
—Sí. Me dice que amas a tus hijos. Especialmente a Claire.
—No, no. Era algo más que eso.
—Tu carrera, entonces, tu preciosa carrera.
—Pensé en ti —le dijo.
—¿Y crees que me voy a creer esa patraña?
Hazel comenzó a hablar con rapidez, cada vez con mayor fuerza en las
palabras.
—Tú eras toda mi vida, ¿lo sabes, Martin? Tú eras todo aquello por lo que
vivía. Y pensar que, durante todo el tiempo, cada palabra amorosa que me
decías era una mentira… Que todo, todo no era más que comedia y una
podrida mentira… ¡Oh, Dios mío, comprendo ahora todo aquello por lo que
pasó aquella tullida…! ¿Qué es de todos modos esa mujer? ¿Qué clase de
zorra es que no puede dejarte solo? ¿Y no una vez, sino dos?
Empezó otra vez a sollozar y se tiró de los cabellos. Su boca aparecía
retorcida en una máscara de dolor.
—Una furcia, eso es lo que es, una furcia…
—No —respondió Martin—. Eso no…
—Primero, su hermana. Pero no tuvo bastante con arruinar un
matrimonio, ¿verdad? ¡Oh, le arrancaría los ojos! Si no fuera por mis hijos, la
mataría. ¡Oh, Dios mío, espero que se muera de cáncer entre terribles
sufrimientos…! ¡De cáncer!
—Deseo —comenzó Martin—, deseo decirte…
Y luego se calló.
¿Qué deseaba decirle? Que hubo otras, además de Mary, alguna WAC, o
enfermera, o muchacha inglesa de pueblo. Debería decir: No puedo resistir el
estar solo, y confiar en que le creyesen a medias. Pero lo de Mary era
diferente, y más lamentable, y Hazel lo sabía.
No obstante, lo intentó otra vez.
—Sólo puedo pedirte que comprendas mi conflicto. Mi debilidad, si
prefieres llamarlo así. Que lo sopeses contra todos los años que hemos pasado
juntos. He sido un buen marido para ti, tú sabes que lo he sido…
—El matrimonio de Claire —le interrumpió Hazel—. Ahora lo
comprendo todo. Comprendo que no puedas resistir el solo pensamiento de
una cosa así.
Se echó en la cama.

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—Vete. Quiero que te vayas…
—Sé razonable, Hazel. Por favor. Te daré alguna medicina, una píldora,
para ayudarte a pasar la noche…
—No quiero ninguna píldora. ¿Sabes una cosa, Martin? Te odio. No creía
que ningún ser humano pudiese cambiar como yo lo he hecho en sólo cinco
minutos. Lo que sentí por ti durante todos esos años ha desaparecido. Me
abandonó en la mesa de aquel restaurante. Simplemente, me dejó…
—Estás frenética y no te culpo. ¿Pero no crees que deberías dejarlo todo
de lado hasta mañana? Entonces podremos hablar con más calma, y veremos
las cosas de otro modo…
—No deseo hablar. Por la mañana, regresaré a casa, con mis hijos.
—Muy bien, pues vete entonces a casa. ¿Te quedarás aquí tranquila
mientras salgo a buscar tu medicina?
—No tomaré nada.
—Debes recobrarte. Y no importa lo que puedas sentir hacia mí. Tienes
que pensar en tus tres hijos…
La atestada calle estaba casi tan iluminada como de día. Era muy fácil
bajar por la colina. Había que tener cuidado en no deslizarse hacia delante.
Dos prostitutas, con las mejillas pintadas con lápiz rosa, se acercaron a él.
Con excepción de sus duros y brillantes ojos, casi parecían unas niñas. No
podían tener más de dieciséis años. Sus risas burlonas le siguieron.
En un escaparate estaba el bronce Kuah Yin, que Hazel y él habían visto
en su paseo de aquella tarde. Ahora le parecía que había ocurrido hacía ya un
mes. Le parecía que hacía un mes que había leído la carta acerca de Claire. Y
se detuvo de nuevo para ver a aquella diosa misericordiosa, tal vez para
encontrar en su benigna expresión algún consuelo a su dolor.
¡Ah, lo daría todo, todo, incluso sus preciosas manos, por no haberle
hecho aquello a Hazel!
Mary, Mary, pensó entonces.
—Ése ha bebido lo suyo —fue lo que comentó aquel soldado cuando
Martin pasó ante él aquella noche en Londres, a tantos miles de kilómetros de
distancia y en un tiempo ya tan lejano.
Demasiado…
Cuando consiguió el fármaco, emprendió el regreso ascendiendo la colina.
Los tranvías de cable aún funcionaban, pero se forzó a sí mismo a trepar.
Aquello se le llevó la última parte de su aliento.
Hazel aún seguía sin desvestirse, tumbada en la cama, sin disponerse a
dormir, sino, simplemente, echada allí. Sus ojos estaban inflamados. Tenía un

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aspecto muy feo, y aquello le conmovió terriblemente, el hecho de que
pareciese fea a causa de él. Se acercó a la cama y se quedó allí de pie,
mirándola.
—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Algo que no se haya hecho?
—No veo qué —respondió ella, hablando ahora en voz baja—. Nunca has
dejado de pensar en ella.
—Pero yo te amo —respondió, aunque sin negar lo que acababan de
decirle—. ¿No puedo hacer nada para que me creas?
—No, Martin, nunca lo has hecho.
—Estás equivocada. Lo hice y lo sigo haciendo.
Se arrodilló al lado de la cama, a fin de que su cara estuviese al mismo
nivel que la suya.
—Por favor, Hazel. Por favor…
—¿Por favor, qué?
—Has de saberlo, tienes que comprenderlo. Nunca deseé que aquello
sucediera.
—¿Quieres decir que no podías hacer nada?
—No.
—Eso aún deja peor las cosas, ¿no crees?
Él no supo qué contestar.
—Estuviste dos años con ella. Dos años de nuestra vida, mientras seguías
casado conmigo.
¿Cómo explicarlo? ¿Cómo decir que existen diferentes clases de amor?
Existen circunstancias, momentos, hados, hechizos… Se podía llamar de
tantas formas… Le acarició la mano a Hazel. Él deseaba poder sentir de la
forma en que ella le deseaba. Incluso sintió algo muy profundo, pero no era lo
que ella quería, y él lo sabía.
Por la mañana hicieron las maletas para tomar el avión de vuelta al hogar.
En el camino hacia el aeropuerto, el taxista estuvo muy hablador, lo cual, por
lo general, constituía un fastidio. Pero aquella vez, Martin sintió un gran
alivio ante aquel flujo de conversación sin fin, en vez de aquel otro espantoso
silencio.
Subieron al avión. Sus asientos se encontraban en un grupo de tres.
Martin, en la ventanilla, puesto que a Hazel nunca le gustaba mirar afuera y,
al otro lado de su mujer, un hombre, abogado o contable, algo así, puesto que
estaba muy enfrascado en sus documentos. Martin se había provisto de un
periódico y de un libro de bolsillo, pero no pudo concentrarse en una cosa ni
en otra.

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Cuando se separaron las nubes, se pudo ver la rápida sombra del avión
deslizarse entre unos remolinos de un azul de tinta. Por delante, las nubes se
curvaban al igual que los pétalos de unas enormes peonías. Un río corría por
un cañón de rocas rojas, donde los fósiles del océano yacían a dos mil metros
por debajo de la superficie de la antigua tierra.
¿Qué importaba cualquiera de nuestras transitorias pesadumbres al
enfrentarse con cosas como aquéllas?
Hazel lloraba de nuevo. Él no se molestó en mirar hacia ella. Escuchó el
clic de su bolso cuando sacó de él un pañuelo, y confió en que el hombre que
se encontraba al otro lado no se percatara de nada. El embarazo que aquello le
causaría, acabaría de derrumbarla.
Unas largas horas después, por alguna parte encima de Pensilvania, el
cielo se fue oscureciendo.
El avión dio una sacudida y en seguida se encendieron los letreros
luminosos de «Abróchense los cinturones, por favor».
Luego emprendieron el largo descenso hacia los millones de luces de la
cosmópolis del Este. Los truenos resonaron contra el zarandeado avión, a
medida que atravesaban la tormenta, y una mujer que se encontraba en el
asiento de detrás lanzó un grito de pánico.
—No tengas miedo —comentó Martin a Hazel—. No vamos a
estrellarnos.
Ella se volvió hacia él. Vio que tenía los ojos ya secos.
—¿Supones que me importaría si eso sucediese?
Él pensó en el viaje a California, en la euforia y el regocijo de ayer. Y
ahora no había otra cosa que esto.
¡Oh, Dios mío, ayúdanos en nuestras febriles luchas!

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Libro quinto

PÉRDIDAS

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CAPÍTULO XXVII

Durante dos meses, la melancolía se apoderó de la casa como una pesada


mortaja. Una tarde, a mediados de setiembre, Martin estaba sentado solo en el
porche cubierto. Hacía calor, pero ya no tanto como en mitad del verano.
Aquel opresivo bochorno había terminado su apogeo y se encontraban ya en
la estación de las aves migratorias y del silencio. Él deseaba regresar a la
ciudad. Con una lógica que no tenía nada de particular, pensaba que se
encontraría mejor allí. Por lo menos, podría ir a la oficina por la noche y hacer
algún trabajo de tipo administrativo. ¡Cualquier cosa con tal de estar fuera de
casa! Pero el curso escolar no comenzaría hasta dentro de una semana y Hazel
deseaba quedarse aquí el mayor tiempo posible, obviamente porque podía
ocultarse con más facilidad en este lugar, donde eran, simplemente,
veraneantes de paso y les conocía muy poca gente.
La oía moverse en la cocina. Cada atardecer, después que la criada se iba
al piso de arriba, encontraba ocupación en la cocina, guisando y cociendo
cosas en el horno. Martin se levantó y se detuvo un momento en el umbral. El
jengibre y el azúcar mezclaban su olor en el aire cálido. Todos los
complicados chismes que Hazel había traído de casa —cazos, moldes, tarros y
libros de cocina con brillantes sobrecubiertas— relucían en aquella luz
amarillenta. Sin embargo, Martin continuaba sintiendo que la podredumbre se
extendía por todas partes.
Hazel sacó un pastel del horno. Le puso encima merengue, coloreado
delicadamente de color castaño, como si estuviese tostado. Deseó que su
mujer dejara de atiborrar a los niños con todas aquellas porquerías…
Marjorie, que era fuerte y huesuda al igual que la madre de Hazel, había
engordado ya cuatro kilos durante el verano.
Hazel dejó el pastel en la repisa.
—¿Quieres que te haga una taza de té?
La mujer hablaba con mucha educación, como lo hacía siempre que se
dejaba caer por allí de improviso algún vecino.

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—No, muchas gracias.
Los ojos de ella, con sus redondas y puras escleróticas, reflejaban siempre
una gran inocencia y parecían suplicantes. Pero esta noche estaban apagados.
Tercos, pensó, pero quedó avergonzado de su pensamiento. De repente, se
percató de que Hazel había adelgazado mucho. Debía de haber estado
perdiendo peso durante muchas semanas.
—Has adelgazado mucho —le dijo.
Hazel secó el fregadero y colgó el trapo de cocina de su gancho.
—¿Y eso qué diferencia entraña?
—Es muy importante. Si esa pérdida continúa, deberemos comprobarla.
—¿Por qué? ¿Crees que se trata de cáncer? Así me quitaré de en medio,
¿no te parece?
—¡No seas estúpida! Esta clase de conversaciones no sirven para nada,
Hazel. Hay un límite para la simpatía, como para cualquier otra cosa.
—¿Quieres saber algo? Realmente, no me importa si tengo o no tu
simpatía.
—¿Entonces qué es lo que te importa?
—Creo que cualquiera se daría cuenta.
—¿Te refieres a la casa? ¿A los hijos? Sí, lo estás haciendo muy bien,
como en los libros y mejor aún. Pero existen otras cosas…
—Sí, hay otras cosas, pero es un poco tarde para ellas. —Se apartó los
cabellos de la frente—. Me voy arriba —terminó con voz cansada.
Martin comprendió que el tema había sido dejado de nuevo de lado.
—Esperaré a Enoch. Y a Claire. ¿Recuerdas que quedó en venir dos días
esta semana?
—Ya tiene preparada la habitación. Y no necesitas aguardar a Enoch,
puesto que se quedará esta noche con su amigo Freddy.
La luz del techo producía concavidades y sombras en las mejillas de su
mujer. Durante un momento, se quedó allí como si estuviera buscando algo y
se hubiera olvidado de qué era. Martin sintió una mezcla de piedad y
exasperación.
—Bueno, me voy arriba —repitió de nuevo—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Martin regresó al porche llevándose el televisor portátil. Aquella noche
proyectaban un drama muy movido, una serie de doctores. Reconoció en
seguida al héroe, puesto que podía haber escrito el guión, en el cual el interno,
tan puro como su asombrosa brillantez, resolvía sin dificultades todo aquello
que había ocupado tanto a los especialistas más renombrados del mundo.

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¡Qué idiotez! Desconectó el aparato y se dirigió al salón, cogió el periódico y
lo encontró de nuevo repleto de aquella repetitiva letanía de asesinatos y
robos, de ciudades en bancarrota, de presupuestos de defensa y de discursos
electorales. Volvió a dejarlo. Suspiró y se preguntó si los dueños, a su
regreso, sentirían alguna emanación de la frustración de su espíritu que se
había desarrollado en aquella casa. Pensó que él sí podía sentir la de ellos,
desde aquellas apagadas cretonas con sus toscos crisantemos de color marrón,
hasta el escritorio Victoriano que había en un rincón, con sus tallados en
madera de palo de rosa, tan sólido como una catedral, y que habrían heredado
de los bisabuelos de ella o de él.
Reconstruyó aquella familia. Constituía un juego, un pasatiempo para él.
Las cosas de plata las habrían conseguido en la política, puesto que,
naturalmente, eran republicanos. Con su heredada vajilla de china «Lenox»,
celebrarían sus formalistas banquetes con rosbif poco grueso, sopas claras y
un postre de gelatina. No le había agradado aquella casa cuando la alquilaron,
debido a que conservaba el espíritu de unas emociones apagadas y reprimidas;
el hombre de la fotografía amarillenta llevaba un canotié de los años veinte,
colocado en el ángulo apropiado, pero su rostro no era el tan celebrado de
Scott Fitzgeral: los labios aparecían apretados y muy delgados. Además, el
día que llegaron allí, la casa tenía el olor de trajes de baño húmedos y de
zapatos de lona manchados de alquitrán. No obstante, estaba cerca del agua y,
después de todo, era aquello lo que pretendían para el verano. Una buena
casa, pensó: la habitación principal tenía camas gemelas. Se preguntó cómo se
las habrían arreglado durante las pasadas semanas si Hazel y él hubieran
tenido que compartir una cama de matrimonio. La próxima semana, cuando
regresasen a su hogar, deberían hacerlo.
Él había intentado enderezar las cosas. Oh, cuánto lo había intentado
desde aquella espantosa noche en el restaurante de San Francisco…
A veces, ella suspiraba.
—¿Por qué suspiras? —le preguntaba él.
Y Hazel respondía:
—¿He sido yo? No me he dado cuenta.
Tal vez fuera así. A menudo, un suspiro es un inconsciente alivio de la
tensión. A menudo, y de forma inesperada, le afloraban las lágrimas. Habían
ido al cine unas cuantas veces y allí, en la oscuridad, había escuchado aquel
ruido de su bolso al abrirse y cerrarse, cuando ella sacaba un pañuelo. Con el
reflejo procedente de la pantalla, veía el húmedo brillo de las lágrimas y sabía
que no podían, en forma alguna, haberse originado por la trivial y tonta

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historia que aparecía en la pantalla. Suspiros y lágrimas. Dos o tres veces, se
había acercado a la cama de ella y la había rodeado con los brazos. Hazel no
le había rechazado, pero siguió allí tumbada como un bulto indiferente, como
si le dijera: «Tómame o déjame; no significas nada para mí.»
Martin se había despojado de cualquiera de aquellas complejas
sensaciones que le habían aproximado a ella al principio: Necesidad de alivio
sexual, ternura, tristeza, deseo de reconciliación. Todo aquello, simplemente,
había desaparecido, y él permanecía ahora echado a su lado, pensando en lo
que debería hacer para romper aquella situación y percatándose, al final, de
que no había ninguna manera, y, puesto que ya había pronunciado todas las
palabras a las que podía recurrir, regresaba a su propio lecho.
Se preguntaba cómo una familia podía mantenerse unida de aquella
forma. Enoch, por lo menos, debía notar algo. Aquel verano había actuado de
consejero en un campamento externo para muchachos retrasados. Le atraían
los rechazados y los débiles. Afortunadamente, no era uno de ellos; de todos
modos, no había estado nunca en un «Ivy League», ni salió en la Law Review.
No era el tipo de persona que sobresalía por encima de los demás. Era un
buen maestro de los jóvenes, especialmente de los jóvenes con problemas.
«No mostraría simpatías hacia mí si conociera la verdad», pensó Martin. Los
jóvenes pueden llegar a ser espantosamente puritanos. Se toman en serio lo
que les enseñamos hasta que descubren lo que realmente somos.
«¿Sabría Enoch algo?», se preguntó de nuevo. Tuvieron una pelea la
primera vez que regresaron de California, durante la cual la voz de Hazel
había sido lo suficientemente alta como para que la oyesen al otro lado de la
calle. Le dio un acceso de rabia y golpeó la pared con los puños. Él no sabía
que fuera capaz de semejante pasión, de una clase u otra. Luego, se mostró
contrita y temblorosa, como si la avergonzase haberse comportado así. Y su
docilidad le afectó mucho más que su rabia, la cual, después de todo, no era
anormal en aquellas circunstancias. Su seguridad emocional había quedado
desequilibrada.
Se sentaron a comer a la mesa y Hazel, sonriente, le sirvió la ensalada y
partió el pastel. Pero sus ojos aún mostraban profundas ojeras debajo de su
intenso maquillaje. Se preguntó por qué Enoch no preguntaba nunca nada al
respecto, pero luego pensó que tal vez el muchacho no quería enterarse. Tuvo
en un repentino destello la visión de unas mesas durante la cena, de millones
de mesas en todo el país, de familias sentadas con un hombre y una mujer,
con los hijos en medio. ¡Qué pequeña resultaba la trama que los mantenía
juntos…! ¡Dios mío, no se sabe nada de lo que pasa por ahí…! Recordó aquel

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médico del otro lado del vestíbulo de aquel edificio. Un distinguido tocólogo,
un encantador abuelo con una refinada y hermosa esposa. Una tarde, cerró de
repente la puerta de su consulta y se fue a Arizona con la secretaria. ¿Podía
haber una cosa más simple, directa y clara?
Se levantó, y del cajón del escritorio del que se había apropiado para
aquel verano, sacó una carpeta. En las tapas había escrito «El Instituto». Por
lo menos, aquello era algo directo y claro. Cada detalle tenía su propósito, ya
fuese científico, técnico o artístico. Al otro lado de la entrada, debajo del
frontón, deseaba que tallasen en piedra una sencilla sentencia. Buscando cuál
debía ser, volvió de nuevo, como siempre lo hacía, a los griegos. Ninguna
cultura anterior, o posterior, había sido capaz de expresar, ya fuera en
palabras o en piedra, probablemente también en la música si se pudiera
desentrañar, unas verdades tan fundamentales con una elegancia tan
comedida.
Pensó en ello una vez más y vio que había llegado a una decisión. El que
ama al hombre ama el arte. Esculapio. «Aquellas pocas palabras encima de la
puerta lo dirían todo», pensó de nuevo. En la próxima reunión, las expondría
a los administradores, aunque, seguramente, estarían deseosos de dejar aquel
asunto a su elección. Los hombres como Moser, y la mayoría de ellos eran
como Moser, no sabían mucho acerca de los griegos y tampoco les
preocupaba.
También existía el asunto del mural para el vestíbulo. Martin no estaba
muy seguro de lo que resultaría más indicado; no se podía desear que el lugar
se pareciese a una oficina de Correos o a un Palacio de Justicia. Sin embargo,
había quienes presionaban al respecto. Y la idea no resultaría mala si
encontraban el artista apropiado para ejecutarlo. Se dedicó a coleccionar
fotografías de ejemplos. Pensativo ahora, las acercó a la luz, visualizando sus
proporciones, la forma en que aparecerían ante los visitantes cuando doblasen
la esquina del corredor, como seguramente lo harían. Las figuras no debían de
ser muy grandes, o de lo contrario se perderían los detalles…
Comenzó a disfrutar consigo mismo, con lo cual disminuyó parte de la
tensión. De repente, escuchó los frenos del coche de Claire que hacían crujir
la gravilla del camino de entrada. ¡Aquella chica conducía demasiado de
prisa! No importaba lo que se le dijese: La gente parecida a ella nunca
aprendería. Resultaban impetuosos, daban golpazos, pero eran encantadores y
capaces asimismo de las sorpresas más asombrosas. No se había recuperado,
y tal vez nunca pudiera hacerlo, de la conmoción que le produjo enterarse que

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lo sabía todo acerca de Mary y de él, desde que tenía dieciséis años y
descubriera aquellas fotografías.
Al principio, supo que debía de estarle agradecido a Jessie por la
discreción de su hija, y tal vez también por su compasión. Pero ahora se lo
agradecía asimismo a la propia Claire.
Abrió la puerta a su hija.
—Hola, papá… ¿Cómo va todo?
—Muy bien. He estado mirando los diseños para el umbral del vestíbulo.
¿Quieres verlos? ¿O deseas tomar primero un café? Me parece que aún queda
un poco caliente en la cafetera.
—Primero el café, por favor.
La muchacha le siguió hasta la cocina.
—¿Quieres también tú un poco, papá?
—No, me impide dormir. Me limitaré a mirarte.
La chica lo estudió.
—Pareces muy cargado de trabajo, ¿no es cierto? Bueno, no puedo
culparte. Vas realmente muy de prisa en ese asunto de la Fundación. He
estado contemplando hoy las mezcladoras de cemento y todas esas máquinas,
y también yo me encuentro bastante cansada. O tal vez casi sin respiración, al
pensar en que al final sucederá todo eso, y que eres tú el que lo ha
conseguido.
—Y unos cuantos centenares de personas más.
—Oh, no seas tan modesto…
Martin reflexionó: «Jessie acostumbraba siempre decirme eso.»
—De todos modos, te pertenece a ti. Por fuerza tendrás insomnio con
tanta excitación —prosiguió Claire de buen humor—, y de veras que el mérito
sólo te corresponde a ti.
Ciega, ciega. Ella era tan feliz consigo misma que no veía nada más. Feliz
a causa de aquel tipo… «Llegaría muy pronto», pensó Martin con un
estremecimiento en el pecho, y tendré que verle. Es chocante cómo las cosas
cambian de proporciones. Con mis problemas personales, no he tenido aún
tiempo de pensar en ese otro asunto. Sin embargo, deberé hacerlo.
—Hoy he asistido a un parto —prosiguió Claire—. Constituye la parte
más alegre del hospital, ¿no te parece? El doctor Castle estaba presente, como
es natural, pero lo hice casi todo yo sola. El niño tenía un color azulado, y me
asusté, pero inserté el succionador y el feto tomó un hermoso color sonrosado
y lanzó un buen chillido. Sentí algo grande.
—¿No lamentas el haber abandonado el internado de Chicago?

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—Realmente deseaba mucho quedarme allí, pero eso fue antes de conocer
a Ned. Ya sabes que llegará el mes próximo.
¡Como si Martin no lo supiera!
—Se va a enfrentar con un terrible trabajo: «White, Davis y Fisher.» Se
trata de una de las tres empresas mayores en ese negocio.
Claire se levantó y se dirigió a la caja de los bollos.
—Hazel resulta una panadera ideal… Es asombroso que no estés gordo.
—Me parece que, después de todo, yo también tomaré una taza —
manifestó Martin.
Se sirvió el café y bebió unos sorbos.
Luego, forzando al máximo su jovialidad, preguntó:
—Así que cada vez te muestras más segura de ti misma, ¿no es verdad?
—Sí. No tengo ya cosquilieos en el estómago. Es mi pequeña experiencia
clínica lo que proporciona esa confianza.
—Para una mujer que ha conseguido ser el número cinco de su clase el
pasado mes de junio, yo diría que, realmente, sí que tiene mucha confianza.
—El asunto de medir a la gente unos con otros resulta una cosa muy
mezquina cuando piensas en ello —confesó Claire.
Luego sonrió:
—De todos modos, debo admitir que te da una gran alegría cuando estás
en la parte alta de la lista.
Ahora Claire llevaba lentes de contacto y Martin aún no se había
acostumbrado a verla sin gafas. Le parecía menos seria. «¿Sería “genuina” la
palabra más apropiada para ella, con aquellos rizos parecidos a un muchacho
y su encantadora nariz arremangada y su largo cuello? Tenía el mundo ante
sí», pensó, incluyendo, maldita sea, a Ned Lamb. Desearía…
De repente, Claire se puso seria.
—Papá, me gustaría que la gente no lo pusiera todo tan difícil para Ned y
para mí. Mamá, simplemente, no se muestra muy amplia de miras…
«Vaya pregunta», pensó Martin lúgubremente.
—Me parece que uno debería ser capaz de enfrentarse con el pasado. ¿Por
qué una nueva generación debe mostrarse ligada a un pasado con el que no
tiene nada que ver?
¿Nada que ver con él? ¿De dónde creían aquellos jóvenes que procedían?
¿Que habían salido del mar o, simplemente, de la cabeza de Zeus?
Intentó murmurar:
—No es tan sencillo. Has hecho revivir antiguos dolores. No sólo son los
jóvenes los que pueden sentirlos.

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Y pensó: «Deseo poder hablarle acerca de Hazel…» Pero algo de su
dignidad y de su orgullo estaban en contradicción con aquella posibilidad.
—Oh —respondió ella con rapidez—, ¡oh, papá, ya lo sé!
Martin vio una franca compasión en los ojos de su hija.
—Te sorprendería si fueses capaz de saber lo bien que comprendo
muchas, muchas cosas.
Martin sonrió dubitativamente.
—¿Lo crees así?
—Tú y mamá, los dos creéis que os deben pedir que hagáis las paces.
Mary también piensa eso. Ned me lo ha escrito.
—¿Te parece que podemos?
—Sí, pero… Oh, concedo que sería más fácil empezar de una forma
completamente limpia con una nueva familia, y sin tener esqueletos en el
armario. No resulta ideal que nadie hable acerca de nadie.
—¿No ves lo que eso significa? ¿Tengo que exponerte algunos de esos
viejos moldes, acerca de que el matrimonio ya es de por sí lo suficientemente
difícil, como para empezarlo también con problemas? ¿Y que se presentarán
con demasiada frecuencia en los asuntos ordinarios de la vida? Pues bien, te
diría todas esas frases hechas, pero tú ya las conoces. Pero también sabes que
todas ellas son verdad.
—Supongo que lo son, pero nunca han disuadido a nadie, ¿no te parece?
Un grillo comenzó su frenético y repetitivo chirriar en la cocina. «Parece
un gorjeo humano», pensó Martin. Nos repetimos y repetimos, pero no
conseguimos cambiar nuestra forma de pensar.
—¿Qué me dices si nos fuéramos a dormir? —preguntó con cariño—. No
resolveremos nada esta noche.
Claire bostezó.
—He anhelado mucho estos dos días. Tengo pensado pasarme cada
minuto de ellos en la playa. Serán los últimos del año.
Martin la observó mientras subía las escaleras. Constituía un soberbio
producto para haber salido de aquel matrimonio tan extraño… Y con el dolor
de la comprensión, fantaseó que ahora sabía lo que Jessie sentía acerca de
aquella hija de su propia carne. Luego, apagó las luces de todo el primer piso
y permaneció un rato en el vestíbulo en sombras antes de irse a la cama. Entre
los crujidos de aquellas viejas paredes y los susurros de los coches que
pasaban por la silenciosa carretera, le pareció oír unas voces que parecían
llenar una vasta habitación. Todas aquellas voces, en una baja cacofonía de un
idioma extranjero, estaban diciéndose cosas apremiantes y serias unas a otras,

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pero, al escucharlas a todas juntas, sólo producían un zumbido contradictorio
y un griterío, y no se podía comprender nada. Lo único que sabía era que
muchas cosas habían salido mal.
«Estoy cansado de pensar», se dijo para sí mismo, mientras subía la
escalera.

Se despertó con la incómoda sensación de ser mirado por alguien. Hazel


estaba sentada en la otra cama en camisón, y no dejaba de contemplarle.
—¿Cuánto tiempo dura ya esto? —preguntó.
—¿Por qué? ¿No puedo mirarte?
Se levantó sin contestar. Sacó un traje del armario y del cajón de la
cómoda, una camisa. Luego, volviendo al armario, seleccionó una corbata,
sacó los zapatos y se dirigió al cuarto de baño para vestirse. Estaba
temblando. Otro día. Cuando salió del baño, Hazel aún seguía allí.
En el comedor, Esther, la nueva criada, había puesto en la mesa su zumo
de naranja, el café y las tostadas. Procedía del Sur, era una chica joven de
pelo castaño, con muy buen aspecto con su uniforme de algodón rosado.
—¿Esta mañana quiere huevos o cereales, doctor?
—Huevos, por favor —contestó Martin.
Luego, el solo pensamiento de los huevos se le atragantó, por lo que
cambió de idea.
—No quiero nada. No tengo apetito.
En cuanto se hubo bebido el café, recordó que no se había afeitado. Se
pasó la mano por el mentón y, al sentir la barba incipiente, se dirigió al piso
de arriba. Hazel seguía sentada en el borde de la cama.
Ya en el baño, se afeitó chapuceramente y se cortó más de una vez, pero
era ya muy tarde y no podía hacer más. Dejó abierta la puerta del cuarto de
baño, por lo que el dormitorio quedaba reflejado en el espejo: Las camas sin
hacer, el desorden del tocador y luego Marjorie que entraba para que le
hiciera las trenzas. Tenía un grueso pelo de color ratón, la clase de cabello
que probablemente querría decolorarse cuando tuviera dieciséis años.
—Hola —le dijo Martin a través del espejo—. ¿Qué vas a hacer hoy?
—La madre de Jane nos llevará a casa de su abuela. Tienen una piscina.
—Eso debe ser magnífico —respondió animado.
La cordialidad era una forma de condescendencia con la chiquilla, no su
forma habitual de comportarse, pero era consciente de que debía tratar de
aclarar la atmósfera. Se preguntó si la niña vería algo raro en la forma en que

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su madre seguía sentada en el filo de la cama, todavía en camisón. La niñita
aguardó pacientemente con la cabeza inclinada para que le pasasen el cepillo
y el peine. Había tal pathos en aquel cogote cuya parte central terminaba en
aquellos mechones infantiles… Observó cómo Hazel le hacía las trenzas.
¿Cuántos centenares de mañanas habría hecho las trenzas antes de que
Marjorie creciera y se las cortara? Ahora Hazel apretó los extremos con unas
bandas de goma y un pequeño lazo negro atado en cada una. Por un instante,
colocó la cara entre los frágiles hombros de la niña que, a pesar de su gordura,
marcaban los omóplatos por debajo del delgado algodón de su vestido
veraniego. Le pareció a Martin como si estuviera dándole allí un beso. Luego,
le dio la vuelta a la niña y la besó de nuevo en la mejilla.
—Que lo pases bien, querida —dijo.
—Que lo pases bien —repitió también Martin.
Luego oyó cómo Marjorie bajaba estrepitosamente las escaleras.
Cuando salió del cuarto de baño, Hazel se levantó. Parecía haber perdido
más peso durante la noche y se le veían unos ojos muy grandes.
—¿Cuánto va a durar esto, Hazel? —preguntó.
—No lo sé.
—Han pasado ya varias semanas. ¿Qué deseas de mí? Te he repetido un
centenar de veces cuánto lo lamento. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué puedo
hacer por ti? Te lo he pedido una y otra vez. Dime qué deseas de mí —
terminó con desesperación—, y lo haré.
—Lo que quiero no me lo puedes dar.
—¿Qué es?
—Quisiera que no hubiera sucedido —susurró.
Martin levantó las manos.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Hazel—. ¿Qué tiene que hacer una mujer para
ser igual a…, a Flo Horvath o a la mujer de la puerta de al lado, o,
prácticamente, que cualquiera otra de esta calle, que no tienen que pensar en
nada, excepto en lo que pondrán para comer o en el vestido que llevarán el
próximo sábado? ¿He de ponerme el azul con lunares blancos o el amarillo
con rayas marrones?
—Escucha —dijo Martin—. Debes dejar de sentirte apesadumbrada de ti
misma. Estás agotando mi paciencia, Hazel. Puedes hacerlo.
—No puedo…
—¿Cómo crees saber lo que cualquier otra mujer piensa al respecto? ¿Te
parece que eres la única que tiene problemas? La gente no… —no sabía cómo

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terminar la frase—, no cenan con champaña y fresas cada día. La vida no es
así.
Ella se cogió las manos.
—¡Champaña! Me gustaría probarlo. Oh, sé que uno necesita pan y carne
y tú siempre me lo has dado, y en toda ocasión te he estado agradecida…
—¿Pan y carne? ¿De qué estás hablando?
—Quiero decir que me has dado un hogar y te has portado como un buen
padre: Has sido muy cariñoso, muy cariñoso. ¡Dios sabe a costa de cuántos
esfuerzos! ¡Oh, mi corazón siempre se acuerda de la madre de Claire!
«Aquélla debía ser la enésima vez que lo decía en los últimos dos meses»,
pensó Martin.
—Siempre he sentido una terrible lástima por Jessie. Constituye una
historia muy triste. Muchos errores terminan así, entre tristezas. Pero, ¿por
qué he de sentirme también triste por…, por Fern, por Mary, o como la
quieras llamar? ¿No es una locura? ¿Sentirlo por ella?
Martin tenía ya una mano en el picaporte de la puerta y de nuevo le
asaltaba aquella debilidad. No le abandonaría ya durante todo el día. Una vez
estuviese sentado en el tren, sería incapaz de leer el periódico. En el despacho
y en el hospital, temería la hora del regreso, y, al mismo tiempo, la desearía
con la esperanza de que aquel día, quizás al fin, algo hubiera cambiado
mientras él estaba fuera.
—Recuerdo la primera vez que me hablaste, la noche en que operaste a la
hija de Moser. Recuerdo cada palabra. «Tenía una hijita —dijiste—. No la he
visto desde que cumplió los tres años.» Y luego seguiste hablando acerca de
cómo había ocurrido. Eras tan honesto, que mi corazón se dolió por ti.
«Estaba abrumado», dijiste. Ésas fueron tus palabras. «Estaba abrumado. Pero
eso ya ha pasado», terminaste. Y yo lo comprendí. Esas cosas suceden. Un
capricho que pasa y se va, al igual que una tormenta. ¿Cómo iba a saber que
cada palabra era una mentira?
Su voz subió una octava, con dureza, resonando como si gritara a través
de un túnel. Estuvo seguro de que se oiría a través de las puertas cerradas y de
las paredes.
—Los niños —le previno—. Esto es un asunto nuestro y no de ellos.
—No, ciertamente, no queremos que los niños lo sepan, ¿no es verdad?
Que su heroico padre se pasó los años de la guerra con la mujer que ama,
mientras su esposa estaba a cinco mil kilómetros de distancia, incapaz de
defenderse a sí misma. No me preocuparía, lo repito otra vez, si se tratase de
un asunto casual. Lo hubiera comprendido. Ya te lo dije.

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—Sí, me lo has dicho docenas de veces…
Y Martin pensó: «Qué extraño, eso es exactamente lo que Meig me dijo.»
Luego preguntó en voz alta:
—¿Qué deseas que haga?
—¿Qué deseas tú hacer? Claire dice que no está casada. Tal vez desees
regresar con ella. Sí, quizás eso es lo que quieras, volver con ella.
Afectó una postura sarcástica, con las manos en las caderas, con expresión
de astucia. Esto hizo que, de repente, Martin estallase en ira.
—¡Estás obsesionada! ¡Estás diciendo desatinos, maldita sea…!
—¡No tuve que casarme nunca contigo! Mi hermana siempre afirmaba,
nunca te lo dije, que a ti te parecía que eras demasiado bueno para nuestra
familia…
¡Qué chismorreos de aquella lengua tan afilada…! Después de lo decente
y generoso que había sido con todos ellos… No obstante, la mujer había
intuido, a pesar de todo el cuidadoso tacto de Martin, lo que él pensaba de
ella.
Con gran frialdad, prosiguió:
—Estás aviada si debes formarte tus opiniones con lo que diga tu
hermana.
—Sé lo que piensas de ella… Tal vez no debía haberme casado con nadie,
o, simplemente, haber elegido un hombre en el listín telefónico para tener
hijos con él y compartir los gatos. No hubiéramos tenido la pretensión de
amarnos. Todo este asunto constituye un condenable truco de la Naturaleza.
—No crees ni una palabra de lo que estás diciendo, Hazel.
—Lo creo ahora. Cuando estaba enamorada de ti, no pensaba con
claridad… Tal vez ni siquiera me encontraba en mi sano juicio.
Martin pensó por un instante: «Entonces por qué no entiendes cómo
yo…»
Y al instante siguiente pensó: «Pero sí que lo comprendes; ésa es la
dificultad mayor.»
—Creía en ti, Martin. ¿Cómo puedo creer ya en nadie, cómo puedo, a
partir de ahora, creer en cualquier persona?
Aquello era verdad. ¿Cómo podría hacerlo?
Pero Martin le replicó:
—Puedes creer en mí. Lo que ocurre es que pides demasiado. No digo que
no tengas derecho a exigirlo. Tienes todos los derechos. Pero, simplemente,
yo no soy capaz de dártelo, eso es todo… Y, además, lo sentiré hasta el día en
que me muera.

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Hazel se tapó un momento la cara con las manos, y luego echó la cabeza
hacia atrás. Martin pensó que parecía una mujer que saliese de la conmoción
subsiguiente a un accidente.
—¿Así que dónde estamos? —preguntó su mujer.
Él se humedeció los labios.
—Estamos…, estamos aquí, formamos una familia. Tenemos ante
nosotros todo un futuro —prosiguió hablando de una forma vivaz—, años y
años, por lo menos eso espero. Aunque el pasado no haya sido exactamente
como tú deseabas, ¿no puedes dejarlo a un lado, ya que no es posible
alterarlo? Te amo, Hazel.
—Muy bonitas palabras. Eso es lo que son. Las noches en que te quedas
en la ciudad, ¿llevas a las mujeres a la cama en mi apartamento, o vas al de
ellas?
¡Qué ultrajante acusación! Siempre había sentido desprecio por los
donjuanes. Sólo había habido otra a la que desease, sólo otra.
—Tú sabes que es una locura lo que estás diciendo —prosiguió.
Hazel suspiró.
—Sí, supongo que lo es. Lo siento.
—Muy bien, entonces estamos otra vez en el punto de partida. ¿Qué
puedo hacer para terminarlo?
Le cogió la mano, pero ella la retiró.
—Dímelo. Te lo digo muy en serio, Hazel.
—Todo está arruinado. Yo soy una segunda elección. ¿Qué puedes
esperar que sienta por ti?
—No eres una segunda elección. Regresé por ti.
—Ya le hemos dado muchas vueltas a esto. Regresaste por tus hijos.
Era cierto. Si no hubieran tenido hijos, ¿hubiera vuelto, de todos modos,
con ella? Como hijo de sus padres y de su tiempo que era, ¿hubiera seguido el
dictado de su conciencia? Después de todo, Hazel no le había pedido que se
casase con ella. Aquello no tenía respuesta.
—No puedo trabajar y volver a casa para esto, pasarme el resto de mi vida
con alguien que es tan miserable, Hazel.
—Entonces, ¡vete! ¡Vete, vete!
—¡Maldita sea, no me marcharé y lo sabes condenadamente bien! ¡Así
que cállate…!
—No me importa —replicó ella en voz muy baja— vivir o morir.
—¡Te estás volviendo loca!
—¡Maldita sea! ¿Lo has oído? ¡No me importa vivir o morir!

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Martin se detuvo en el arranque de las escaleras.
—¡Estás loca! —gritó otra vez—. ¡Y estoy harto de todo!
Hazel cerró con fuerza la puerta del dormitorio. La vibración traspasó las
paredes. Abajo, en el vestíbulo, tintinearon las lágrimas de la araña del techo.
—¡Hazel, abre la puerta! Quiero decirte algo. Tengo que irme a trabajar.
No puedo marcharme así, he de tomar el tren…
No obtuvo respuesta.
Martin miró el reloj. Le quedaban sólo siete minutos para llegar a la
estación. ¡Al diablo con todo! Bajó de prisa las escaleras y salió por la puerta.

Claire se despertó temprano. Las cortinas se movían a causa del húmedo


aire procedente del Sound. Una vez se hubiesen despejado las primeras
nieblas, el día sería muy claro. Aquél fue su primer pensamiento. El segundo,
se refería a Ned. Siempre había creído que el sexo estaba omnipresente, desde
los libros de texto hasta las películas. Ahora estaba segura de ello. Cómo
coger, diseccionar y analizar aquel encanto, para el que no había realmente
palabras, como las que se empleaban para describir la música… De todas
maneras, cabía decir una cosa: El sexo se alimenta de su propio apetito. Había
estado soñando con ello cada noche desde que dejara a Ned. ¡Se había
producido tal vacío, tal dolor! Una dulzura que no hubiera podido imaginar
antes de aquel primer día, en las calientes rocas de la colina de Devon. Y le
pareció que octubre estaba increíblemente lejos…
Si, por lo menos, Jessie mostrase más generosidad hacia él.
—No quiero que me recuerden mi casa —se quejaba.
Qué extraño resultaba que aún pensara en Cyprus como su hogar, incluso
después de tanto tiempo. Y Claire recordaba aquellos canales cubiertos de
malas hierbas, en los que se veía la verde lobreguez de las algas, y en la
desolada nieve amontonada a lo largo de las calles.
—Me he convertido en una nueva persona con una nueva identidad. Este
matrimonio me retrotraerá al pasado.
Jessie había hablado al igual que un chiquillo petulante o una mujer
zalamera, y ninguna de esas dos actitudes le correspondían o le resultaban
familiares a su hija.
—Cuando te cases con él, todo eso volverá —no hacía más que decirle.
El increíble egoísmo de aquellas palabras, como si pudieses pedirle a
alguien que no se casara porque le traería recuerdos poco gratos a alguien
más…

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—Él no es su hijo —había protestado Claire.
—Ha crecido en su casa, y es como si fuese su propio hijo. Tiene en
absoluto su personalidad, su forma de obrar.
Forma de obrar. ¿Qué forma de obrar? Aquello era algo efímero, como
tratar de atrapar una nube.
—Todo eso te pasará —decía Jessie, tranquilizándose a sí misma—.
Apenas le conoces…
«Pero no había pasado», pensaba Claire realmente angustiada.
—¿Cómo podía saber que cada palabra era una mentira?
La voz de Hazel traspasó la pared. Estaba llorando. Claire se levantó. La
voz de Martin también llegó hasta ella, con tono encolerizado. Las voces se
alzaron más y más y se hicieron muy claras.
—¿Qué quieres que haga?
—Nunca debí haberme casado contigo…
Desconcertada y alarmada, Claire se tiró de la cama y empezó a moverse
ruidosamente por la habitación. Dio al grifo de la ducha. Aquello no era
asunto suyo y no tenía derecho a escucharlo. Se oyó un portazo. Fue un ruido
muy violento. Creyó que alguien se había pillado un dedo y, por simpatía
también comenzó a dolerle a ella el dedo. Luego oyó cómo su padre bajaba
con estrépito las escaleras, abría la puerta principal, la cerraba con brusquedad
y, unos momentos después, el coche se ponía en marcha con un impaciente
surtidor de gravilla.
Se dirigió al comedor. Esther abrió la puerta de vaivén de la cocina.
—¿Quiere usted cereales o huevos, Miss Claire?
—Cereales, por favor. ¿Ha desayunado ya Mrs. Farrell?
—No, señorita.
Oh, qué artificial y estúpida forma de relacionarse el sirviente y el
dueño… Claire habló con franqueza.
—Qué espantosa resulta esta mañana. ¿Sucede esto a menudo?
Al ver que la chica vacilaba, prosiguió:
—Está bien, Esther. Después de todo es mi familia y les quiero. Lo que
ocurre es que, hasta ahora, no había oído una cosa parecida. Pensé que tal vez
supieses algo que me pudiera servir de ayuda.
—No, señorita. Sólo llevo aquí tres semanas y parecían una gente muy
simpática y tranquila. Nunca había oído nada.
—Está bien —observó Claire con trivialidad, ya que se requería alguna
respuesta—, esas cosas suceden, como suele decirse, en las mejores familias.

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—Oh, sí, los que se casan siempre han de enfrentarse con problemas.
Estuve casada una vez y las cosas no fueron fáciles. Estos panecillos son muy
ricos y están calientes.
Hazel llegó procedente del porche.
—Me pareció oírte. Siento no haber podido saludarte anoche. No me
sentía muy bien.
—¿Estás bien ahora?
—Oh, sí. No ha sido nada.
Tenía los párpados enrojecidos y se le había corrido el lápiz de labios.
Llevaba puesto un albornoz de rizo.
—Tengo debajo el traje de baño. Pensé darme un baño a primera hora —
explicó.
Se sentó muy decorosamente, aclarándose la garganta cual si fuese una
nerviosa señora anciana que hiciese una visita por la mañana.
Claire pensó: «Por todos los cielos, Hazel, no necesitas representar para
mí… ¿Por qué no te pones a llorar, o dices palabrotas, o te levantas, y te vas
de la habitación si es eso lo que te apetece?»
Hazel preguntó:
—¿Has encontrado todo lo que deseabas?
—Mucho más que eso, gracias. ¡Qué bollos! ¡Engordaría en esta casa si
viviese contigo!
Hazel la contradijo:
—Tú nunca estarás gorda. Eres como tu tía Mary.
Y al ver que Claire parecía asombrada, añadió:
—Naturalmente, nunca la he visto. Aunque tampoco he visto nunca a tu
madre.
—No —respondió Claire.
—¿Crees que te pareces a tu madre? —insistió Hazel.
—Realmente no sé a quién me parezco…
¡Qué raras eran aquellas observaciones…! ¿Y qué propósitos tendrían?
—Imagino que la vida habrás sido muy dura con tu madre.
En todos los años que se conocían, Hazel había observado el tacto más
estricto en lo referente a Jessie. Lo más próximo que había ocurrido, respecto
de que supiera que Claire tuviese una madre, había sido preguntar:
—¿Va todo bien en casa?
—Se las arregla muy bien —respondió Claire, adoptando el tono más frío
posible.

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—He visto uno de sus modelos de habitaciones en la exposición de
antigüedades del invierno pasado. Acudí una tarde con una amiga. No sé
mucho acerca de esas cosas, pero creí que era una habitación muy buena.
Tenía una biblioteca en colores rojo y blanco. Posee mucho talento.
—Sí. ¿Se han ido ya Marjorie y los niños a pasar el día fuera? La casa está
muy silenciosa.
—Todos se han ido ya. Son sus últimos momentos de libertad, puesto que
las clases empiezan la semana próxima.
—Tus hijos son maravillosos, Hazel. Confío en tener tanta suerte como tú.
—¿Tendrás tiempo para los hijos? Supongo que desearás aguardar hasta
que termines tu período de residencia con tu padre.
Aquel «tu padre» tenía un trasfondo de dureza. Pero, ¿qué tenía de raro
después de los acontecimientos de aquella mañana?
—Ned y yo tendremos que trabajar mucho —replicó Claire de buen
humor.
Las palabras de «Ned y yo» le produjeron un calorcillo en el pecho.
—Sabes, a veces me siento tan joven que creo tener todo el tiempo del
mundo. Luego, otros días parece como si tuviese que apresurarme y hacer en
seguida todas las cosas, como les sucede a los niños.
—Tienes veintiséis años y yo tengo ya cuarenta y seis —replicó Hazel.
—No los aparentas.
Esto era una gran verdad, aunque no aquella mañana.
—Me siento como si tuviera sesenta y siete años —replicó Hazel.
Se dirigió al aparador, cogió un plato, lo examinó, y volvió a dejarlo.
Entonces se acercó a la puerta del porche y se quedó allí mirando fuera.
De repente, Claire pensó que no era fácil vivir con Martin. No, eso no es
justo… Nunca he vivido con él, ¿cómo lo iba a saber? Es compasivo, amable
y perceptivo; pero también es muy difícil. Trabaja mucho. Eso es, trabaja
demasiado. Está obsesionado con el asunto del instituto. Desea la perfección y
es incansable en sus pretensiones. Cierra los ojos durante horas, en completa
soledad, escuchando música. Le había visto sentado allí con una semisonrisa
en la cara, simplemente dejando que la música le empapara, y se había
preguntado qué pensaría.
Muy complejo.
El talante de Hazel y sus palabras habían dejado muy mal regusto en la
habitación. Claire trató de animarlo, pero no encontró más que frases hechas.
—Todo el mundo se siente viejo a veces. Depende del día que tengamos.
Hazel se volvió hacia ella como si hubiera dicho algo profundo.

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—¡Oh!, ¿lo crees así? ¿Crees que la gente es, fundamentalmente,
diferente? Te lo pregunto porque eres doctora y tendrás mucha experiencia.
—Bueno, en realidad las diferencias son, a veces, sorprendentes. Esta
última semana me he dedicado a pediatría. He visto a madres frenéticas por el
más pequeño corte de su hijo. Pero la semana pasada vi a una mujer que vino
a verme no con uno, sino con dos hijos mongólicos. Era muy valerosa y lo
aceptaba… Pensé: «No sé cómo puedes soportarlo.»
—Si hubiera tenido más educación —prosiguió Hazel— creo que me
hubiera gustado ser doctora. De todos modos, llegué a enfermera y me
gustaba mucho. Excepto —reflexionó—, excepto algunas veces en que tuve
miedo de mostrarme personal. Algunos pacientes te llegaban al corazón.
Especialmente, los pacientes de cáncer. Nunca supe qué era lo más correcto:
Decirles que se iban a morir, o dejarles creer que se pondrían mejor. ¿Qué
opinas?
—La mayoría de los psiquiatras y de los sacerdotes dicen que hay que
contarles la verdad. De todos modos ya se la suponen. Y siempre cabe
decirles que muchas personas llegan a curarse, lo cual no deja de suceder de
vez en cuando.
—A veces, apagaba las luces después de la última medicación de la noche
y pensaba, cuando abandonaba la habitación, lo asustados que deberían
quedarse, tendidos allí en la oscuridad, y preguntándose cuánto tiempo aún
vivirían. Pero, otras veces, imaginaba que no era tan duro eso de morirse.
Después de todo, es algo que está en la Naturaleza, ¿no te parece? Tal vez,
cuando la gente debe partir, están dispuestos para marcharse. ¿Qué piensas al
respecto?
—En lo que a mi experiencia se refiere, sólo he visto, hasta el momento,
morirse a una persona. Tuvo un ataque al corazón y no diría que estuviera
preparado. Se hallaba mortalmente asustado.
—No lo sé… —respondió Hazel de una manera vaga, volviendo a la
puerta.
Por encima del hombro de Hazel, y a través de los árboles, Claire vio el
brillo del agua. Una leve brisa movía las hojas. Resultaba muy duro pensar
que llegaría una mañana en que ya no se estaría aquí, sintiendo todo esto, o
escuchando a Beethoven, o tumbada en la cama en los brazos de un hombre.
—¿Por qué pensamos en estas cosas? —gritó con impaciencia, casi con
cólera—. Tienes mucho tiempo por delante… ¿Te asaltan a menudo
pensamientos así?

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—No, no, claro que no. Lo siento. Es una conversación estúpida, sobre
todo para una mujer joven y enamorada.
Claire se levantó.
—Creo que también me pondré el traje de baño. Tengo un buen libro y me
iré a la playa con él. ¿Vienes tú también?
—Nos encontraremos allí —respondió Hazel.
Más tarde, nadaron a todo lo largo de la playa, ida y vuelta, mientras
Hazel disminuía la velocidad para que Claire la alcanzase.
—Podías ser una profesional —le dijo Claire mientras extendía una toalla
y se apoyaba contra el rompeolas.
Se había provisto de unos prismáticos. La divertía observar los botes que
cruzaban el Sound.
—Allí se ve un yate magnífico. Pertenecerá a algún magnate armador
griego. Mira, allí está, Hazel.
Hazel cogió los prismáticos.
—¿Se puede cruzar con él el océano?
—Estoy segura de que sí. Lo cual me recuerda que he estado pensando
que papá y tú realmente necesitáis unas vacaciones sin niños. ¿Por qué no os
vais a Europa este otoño? ¡Ver esos lugares tan antiguos! Tienen algo que te
llega al corazón.
—Estoy de acuerdo.
—Naturalmente, sé que es muy difícil conseguir el tiempo necesario.
—Oh, no me preocupa ese problema. No es para mí. No puedo hacer
nada.
Algo en su tono, algo indirecto, hirió a Claire.
—¿Qué quieres decir con eso de que no puedes hacer nada?
—¿Qué puedo hacer? Sólo soy la esposa del doctor Farrell. Acudo a
reuniones de damas. Soy miembro de comités para conseguir fondos para esto
o para aquello. Y me tratan con respeto porque soy su esposa. De otra forma,
no soy nada.
Había algo de cierto en lo que decía. Constituía el status de las mujeres y
así había sido durante siglos. Pero ahora ya no era así. Hazel debía verse a sí
misma de aquella manera: muchas mujeres de su posición ya no se veían así.
Hazel, simplemente, había perdido su personalidad.
—Eso ya no es de ese modo —contestó Claire con énfasis—. Eres una
persona por ti misma. Tu tarea consiste en criar a los hijos, y a unos hijos
magníficos. ¿Qué hay más importante que eso? Estás hundida en la rutina,

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Hazel, eso es lo que te ocurre. Debes abandonar esa forma de
comportamiento.
Hazel se levantó. Su cabello se meció con el viento.
—Vuelvo al agua. ¿Ya has notado lo fuerte que es el viento? Me voy de
nuevo. —Se colocó el gorro y se arregló el cabello—. ¿Vienes?
—Ahora no. Me gustaría leer un poco.
Hazel anduvo por el agua y luego se tiró.
«Ninguna vida excepto a través de su marido —pensó Claire—. ¡Pobre
cosa! Es algo bueno si estás satisfecho. Pero, aparentemente, ella no lo está.
Ese bendito de Ned nunca esperará tal cosa de mí. Somos unas generación
diferente», pensó.
La playa estaba vacía. Los veraneantes habían regresado a la ciudad y los
residentes habituales no sentían gran necesidad de estar en la playa, sobre
todo en setiembre. Claire leyó algunas páginas antes de amodorrarse un poco.
El sol quemaba a través de las nubes y se dio la vuelta para que le diese en la
espalda. El último sol del año hasta el próximo verano.
El perro de Hazel estaba ladrando.
—¡Oh, cállate, loco…! —le gritó Claire con mal humor, puesto que la
había despertado con un sobresalto.
Friti, un dachshund negro, con ladridos histéricos, se encontraba al borde
del agua. Esther le debía de haber dejado salir de la casa para que siguiera a
su ama.
Claire se levantó. Hazel había estado nadando paralelamente a la playa, de
arriba abajo, en toda su longitud. Ahora, sin embargo, nadaba alejándose de
ella. ¿Qué hacía? Claire cogió los prismáticos. El gorro rojo se alzaba en lo
alto de una ola, se hundía hasta perderse de vista y se levantaba de nuevo.
Veía alzarse los brazos en el fuerte y decidido crawl de Hazel. No cabía la
menor duda de que se alejaba a nado de allí. Claire miró arriba y abajo de la
playa No había nadie a la vista. Se levantó y corrió hasta la orilla.
—¡Hazel! —gritó, colocándose las manos en la boca en forma de bocina
—. ¡Hazel! ¡Vuelve!
Sin embargo, sabía que sus gritos no podrían ser oídos. Dios Santo, ¿qué
está haciendo aquella mujer? Claire se quedó clavada. Miró al perro, como si
éste pudiese saberlo. Ya no ladraba. Ahora, la miraba a ella con ojos patéticos
e interrogadores. Claire frunció el ceño y empleó de nuevo los prismáticos. El
gorro y el brazo eran cada vez más diminutos. Se movía con asombrosa
velocidad y cada vez se hallaba más lejos. ¿Qué pensaría aquella mujer? Y, de
repente, Claire supo lo que estaba haciendo.

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A Claire, se le ocurrió primero lanzarse al agua y seguirla. Pero no era
suficientemente buena nadadora y no sería capaz, de todas formas, de
alcanzarla. Echó a correr hacia la casa, con su conmocionado corazón
latiéndole desaforadamente. Allí no había nadie excepto Esther. ¿Y qué podía
hacer ella? Miró una y otra vez en toda la extensión de la playa. El Club se
encontraba a más de medio kilómetro. ¡No había tiempo, no había tiempo!
Entonces se acordó de los Mayfield, que vivían dos casas más allá. Tenían
una motora amarrada a un pequeño embarcadero.
Hundiéndose en la arena con cada paso que daba, se echó a correr. Un
muchacho de unos quince años estaba en el camino de coches hinchando el
neumático de una bicicleta.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Tienes que conseguir un bote! ¡La señora! ¡Mrs.
Farrell! ¡Creo que se está ahogando! ¡Por favor, consigue una lancha!
El muchacho dejó caer la bomba y se la quedó mirando.
—¡Date prisa! ¡Por favor, por el amor de Dios, de prisa!
—Señorita, no estoy seguro de saber manejar el bote. He aprendido hace
muy poco y mi papá siempre me dice que no lo coja sin él.
—¿Está tu papá en casa? ¿Quién hay en casa?
—Nadie excepto mi abuela. Puede usar el teléfono si lo desea.
—No hay tiempo. ¡Por favor! ¡Inténtalo, por favor!
El chico trepó al bote y conectó el motor. Éste dio unas cuantas
explosiones y luego enmudeció. Claire llegó junto a él. El muchacho se
inclinó y lo intentó de nuevo. Explosionó, tosió y se apagó.
—He aprendido aún muy poco —se disculpó.
Dos minutos. Tres. Claire escrutó la superficie del mar abierto. El sol
había salido de nuevo y no se veía más que una gris extensión acerada.
—¡Ya lo he conseguido!
Triunfó. El motor empezó un ronroneo regular. Claire apuntó en una
dirección. El perro de Hazel señalaba el lugar, y había vuelto de nuevo a
ladrar desde el borde del agua.
—¡Allí! En línea recta desde allí; era donde me encontraba sentada…
Exactamente en línea recta… Apresúrate…
Las nubes comenzaron a tapar el sol. El aire se hizo cada vez más frío. La
dulzura del verano había desaparecido y el agua empezaba a mostrarse
movida. La proa apuntó hacia el cielo. Luego cayó; el barquito comenzó a
levantarse y hundirse en las concavidades de las olas. Claire se hizo sombra
en los ojos, esforzándose por observar algo.
—¿Seguro que vamos bien? —preguntó el muchacho.

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—Sí, sí, estoy segura. —Claire se aferró al asiento—. Mira hacia la
derecha y yo miraré hacia la izquierda. Llevaba un gorro de baño rojo.
—Pero qué es… —comenzó el muchacho, pero luego se calló.
El agua empezó a parecer algo vivo, como si una criatura gigantesca
estuviera revolviéndola una y otra vez. ¿Cómo una cosa tan frágil como un
ser humano podía contrarrestar aquel poder? Claire no sabía que el Sound
cambiase de forma tan diabólica en tan poco tiempo. Tampoco había
conocido nunca semejante terror, semejante terror absoluto.
El muchacho, agarrado con fuerza a la caña del timón, miró en torno de
ella, preguntando dubitativo:
—¿Cree que ha podido llegar tan lejos?
Claire apretaba con fuerza los dientes. El pánico, al mismo tiempo que el
balanceo del bote, se había apoderado de su estómago.
Pero ordenó:
—Vayamos un poco más lejos.
El bote cabeceaba como una montaña rusa.
—Hemos recorrido más de tres kilómetros —explicó el muchacho.
—Sí.
—Deberemos dar la vuelta.
—Sí.
Se miraron el uno al otro; el rostro del muchacho aparecía asustado e
inquisitivo. Claire comenzó a llorar.
—¿Era… su madre?
—Mi madrastra. ¡Dios mío!
El muchacho empezó a comportarse de un modo práctico y varonil.
—Tenemos que llamar a la Policía; por lo menos eso creo. Y a la Guardia
Costera. Es lo que se supone que se debe hacer.
La lancha regresó directamente hacia la orilla, saltando sobre el agua,
mientras Claire seguía escudriñando la superficie a un lado y a otro. Nada.
Nada. Muy lejos, hacia el Norte, un crucero seguía su lujoso camino. Gente
de vacaciones permanecía sentada en cubierta, al parecer, comiendo y
bebiendo, tal vez incluso cantando su alegría, mientras, a tres o cuatro
kilómetros de allí, otra alma se había preocupado tan poco de su vida que la
había roto. ¿Cómo era eso posible?
«No comprendí nada —pensó Claire—. Todo este tiempo me ha estado
hablando, con esa loca y desesperada resolución dentro de sí y yo no lo
comprendí. Oh, Hazel, pobre loca, pobre y sufriente Hazel. ¿Por qué lo has
hecho? ¿Qué te hizo obrar así? Alejándose de la orilla, por debajo de la

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superficie, en el fondo, afirman que la turbulencia desaparece por completo.
Cualquiera que cae hasta el fondo, permanece tendido inmóvil. ¿O se lo
llevan las corrientes? Claire cerró los ojos. Aumentaron sus náuseas. En algún
lugar, quizá donde habían estado, el exhausto cuerpo a la deriva hubiera
hecho un último esfuerzo. Los brazos en su postrer golpe curvado, las piernas
en su último pataleo. El corazón y los pulmones se agotaron. Mientras
forcejeaba y gritaba, ¿tal vez habría cambiado de opinión y solicitado
ayuda?»
El agua se había teñido de un verde oscuro, opaco, igual que un cristal
traslúcido. El agua se habría abierto y luego cerrado, continuando su ritmo, el
ritmo de las mareas, el ritmo del viento, igual que antes. Toda la mañana he
estado irritada con ella. Sí, me molestaba con sus adustas observaciones y su
comportamiento entristecido y doloroso. He querido apartarme de ella. La he
hecho a un lado, educadamente, con la excusa del libro. Seguramente, hubiera
ocurrido lo mismo si hubiese tenido otra conducta. ¿O tal vez no? ¿Hubiera
podido hacer algo?
Los objetos de la playa fueron aumentando de tamaño. Algunos niños
habían acudido a jugar con una enorme pelota. El perro seguía aún en el
mismo sitio, corriendo arriba y abajo, dando saltos desequilibrados. Claire y
el muchacho se dirigieron a la casa. Escuchó cómo el chico se hacía cargo de
todo, le oyó telefonear y luego en la cocina hablar con Esther. Se sentó en los
escalones. Se sentía vacía. El perrito se acercó a ella y se tumbó en el suelo
desnudo, donde estaba más fresco. La carne se asaba en el horno. La casa
parecía normal, como cada día, como lo estaba hacía treinta, o tal vez
cuarenta y cinco minutos antes, antes de que todo hubiera cambiado.
Esther comenzó a gritar, lanzando un alto y terrible alarido, apoyándose
en una sola nota. Desde no se sabía qué lugar de la quieta mañana, la vacía
calle comenzó a llenarse. La gente se agrupó en el césped y principió a
parlotear. Los coches comenzaron a llegar. Unos hombres acudieron para
hacer preguntas a Claire. Alguien la llevó hasta el sofá y le sirvió una bebida
fría. Ella miró el reloj. Era mediodía. Papá estaría saliendo del hospital y
dirigiéndose a su consultorio, exactamente ahora. En su despacho, tenía una
foto oval de él con toga y birrete, en la apertura de curso de «Smith». Cerca
de él se hallaba una gran fotografía en color de Hazel y de los niños, con
ropas domingueras y franca sonrisa. El teléfono estaba situado a la izquierda
de las fotos, delante de una cómica figurita de madera que representaba a un
cirujano, que alguien le había regalado a papá hacía ya muchos años. Cogería
el teléfono.

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—¿Claire? —preguntaría.
—Sí, soy Claire —respondería. ¿Y después qué?
¡Oh!, ¿cómo pudo Hazel hacer una cosa así y por qué ninguno de nosotros
lo supo? Sí, yo soy doctora, debí comprenderlo, ¿no es así? Tal vez nadie sepa
lo que yace en el interior de otras personas, y el afirmarlo no es más que una
pretenciosa mentira. En las personas más corrientes, y cualquiera podía alegar
que Hazel lo era, porque no tenía ninguna distinción particular, cada uno
posee sus secretos. ¡Y qué secretos! Antiguas heridas juveniles que nos hacen
ser como somos, poderes que nunca ejercitamos, visiones de lo que la vida
debe darnos.
La respuesta, naturalmente, era que no existe gente corriente.

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CAPÍTULO XXVIII

Lo raro fue que Martin supo con claridad lo que le estaba sucediendo.
Comprendió su propio avance, desde su primer entumecimiento hasta su más
espantosa piedad y autoacusación (si hubiera subido al piso de arriba para
hablar con ella aquella mañana, en vez de irse al trabajo), y a través del
insomnio y del sueño como vía de escape, a través de todo aquel largo
deslizamiento, hasta el sombrío momento en que la última depresión se cerró
en torno de él de forma tenebrosa, como si se tratase de un telón.
Pensó que se caía, que se precipitaba por las escaleras del sótano, o, lo que
era aún peor, que abría una puerta y daba un paso en falso por el hueco del
ascensor. Podía oír sus propios gritos que se alejaban en el viento de la caída.
Tuvo pesadillas de interminables escaleras —¡una vez más escaleras!—, sólo
que esta vez subían y llegaban hasta un descansillo donde había sólo un
espacio de treinta centímetros de ancho. Se encontraba a noventa pisos de
altura sobre aquel alero. Parecía todo tan pequeño como unos hilos. Despertó
sudando de terror.
Soñó también que se dirigía a una reunión en alguna gran ciudad, y que se
hallaba en alguna enorme y retumbante sala. Subió al estrado. Centenares de
trajes de ceremonia y caras blancas le aguardaban respetuosamente. Se
producían toses, sillas que se movían y programas que crujían. Abría la boca.
No salía de ella el menor sonido. Se esforzaba, una y otra vez. Sin embargo,
no sucedía nada. La gente se le quedaba mirando. ¡Oh, qué pánico y qué
vergüenza! Desde la pared trasera de la estancia llegaba la primera nerviosa y
sofocada risa. Aquella risa tintineante se extendía, y ocupaba en pocos
momentos toda la sala. ¡Oh, Dios mío! Se despertó con el corazón latiéndole
con fuerza.
Sus ojos se volvían a él en la mesa, observando su rostro. Sus ojos
preguntaban: ¿Por qué?
—Comeos la verdura —les decía con cariño—, si queréis haceros tan
altos como Enoch y como yo.

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No resultaba justo relacionar a Enoch con él en el rango de los adultos.
Sólo tenía dieciséis años y parecía aún más joven. Martin trató de recordar
cómo él había sido a los dieciséis años, pero fue incapaz de hacerlo. En
ocasiones, el pasado se cierra alrededor de uno como olas, escondiéndote y
ahogándote. ¡Oh, ahogándote…!
—¡Has estropeado el pelo de mi muñeca! —se quejó Marjorie a Peter—,
y se lo diré a mamá…
Conmovido, Enoch miró hacia Martin. Pero fue Peter el que habló
primero, en tono despectivo.
—Mamá ya nunca más estará aquí. Mamá está muerta, ¿no te has
enterado aún de eso?
—Está bien, me refiero a cuando regrese.
—No regresará nunca. ¿No sabes lo que significa la palabra «muerta»?
A Enoch se le atragantó la comida, se llevó la servilleta a la boca y salió
de la habitación. Martin le oyó subir las escaleras. ¿Debería ir en pos del
muchacho y consolarlo de alguna forma? Se necesitaban palabras, muchas
palabras, y no tenía a mano ninguna. Morir en la cama de pulmonía, incluso
morir en un accidente de coche o de avión, resultaba aceptable. ¡Pero querer
morirse! ¿Cómo explicar a su hijo que su madre se había suicidado?
De todos modos, se levantó de la mesa y subió al piso de arriba. Enoch
estaba tumbado en la cama, con el rostro retorcido y ocultando las lágrimas.
Martin le puso una mano en los hombros.
—No te lo quedes dentro —le dijo—. Es siempre mejor dejarlo salir.
Pero Enoch se encogió de hombros. «Igual que mi madre —pensó Martin
—. Igual que yo. Siempre lo toma todo por el peor sitio, decepciones, penas,
deseos, y lo guarda para sí.» La historia se repetía.
—¿Por qué lo hizo, papá? —susurró Enoch.
—No hablemos de eso, ¿te parece bien? Simplemente, nadó muy alejada
de la orilla y, probablemente, no se dio ni siquiera cuenta.
—No me trates como a un chiquillo, papá. ¡Haz el favor! Todo el mundo
sabe que lo hizo a propósito. No me trates como un chiquillo —repitió.
—Tienes razón. No lo haré —respondió Martin en voz baja.
—Entonces dime por qué. ¿Lo sabes tú?
—Hijo, no lo sé. Desearía saberlo.
En realidad, aquello era una mentira a medias, pero sólo a medias.
Realmente, no lo comprendía. ¿Cómo aquel asunto podía atormentar tanto,
pesar tanto, en aquel muchacho y en aquellos dos que estaban en aquel
momento abajo? ¿Cómo podía obligarles tanto? Sin embargo, era así.

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—Hijo, no lo sé —repitió.
Desde el patio llegó el prolongado chirrido de una chicharra. El sol de la
tarde, ya apagado y amarillento, iluminó la ventana. Martin se secó la frente.
El otoño sería bien venido. Una mañana gris y neblinosa, sería algo más
alegre. Cualquier cambio sería más alegre.
—Volvamos abajo y terminemos de cenar —dijo—. Tenemos que comer.
No podemos enfermar todos.
Sí, la hora de las comidas era la peor. Esther, pensativamente, había
quitado la silla de Hazel. Ahora se encontraba entre las ventanas, enfrente de
Martin. Y él sabía que su retorcida boca y su agitado corazón constituían
síntomas de un estado de pánico. Ahora estaba sentado completamente
inmóvil, sabiendo que aquello pasaría y se aliviaría en un minuto o dos.
Estudió su plato. Rodeando el montón de judías verdes, patatas y carne, corría
un diseño dorado. Existían dieciséis repeticiones en torno del borde y, en el
centro del plato, cuando se retiraba la comida, había otro dibujo, algo de tipo
geométrico encerrado en un círculo. Un mandala. Budista. Oh, joya en el
corazón del loto. Algo parecido a esto. Cerró los ojos.
¡El peso de todo! ¡Aquellos tres pobrecillos! Y Claire también, aunque era
ya una adulta que se regía por su cuenta, pero que continuaba aún siendo una
responsabilidad de él. Aquel joven, el hijo de Mary, llegaría pronto, y
entonces necesitarían enfrentarse con ello. ¡Dios sabía hasta qué punto…!
Todas aquellas vidas, y todo aquel peso que gravitaba sobre él, como si
tuviera que empujarlos, elevarlos hasta una alta colina.
Las cosas le preocupaban mucho más que nunca. Esther trasteaba en la
cocina, mientras hacía un enloquecedor y disarmónico zumbido. Deseó gritar:
«¡Silencio! Me estás volviendo loco…» Al principio de la mañana, llegaban
los jardineros para segar el césped, a un lado y a otro de la carretera.
Últimamente habían introducido un nuevo aparato, una segadora que hacía un
sonido penetrante y continuado. Luego, llegaba el camión de la basura con
sus infernales ruidos de muelas. A cualquier sitio donde te dirigieses en este
mundo frenético, no hacías más que oír ruidos metálicos y vibraciones de
energía; coches, aviones, radios, segadoras de césped atacaban los oídos, la
cabeza, la auténtica alma del hombre. Hubiera salido y lo hubiera aplastado
todo. Ansiaba un lugar vacío, fuera donde fuese, donde no se viese a nadie.
Sólo se escuchase el viento y se contemplasen árboles.
Se acercó el perro de Hazel gimiendo. Siempre estaba olfateando en su
armario, aunque Claire había quitado todas las ropas. Claire había sido tan
incansablemente fuerte y sensible durante aquellos primeros días, cuidando a

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los niños, la casa y el teléfono, y todas las cartas que debían ser respondidas.
Él le había hecho aceptar el nuevo abrigo de pieles de Hazel, muy poco
usado, y un collar de perlas. El resto de las joyas se encontraba en una caja de
seguridad para cuando pudiera llevarlas Marjorie. (No había muchas.) Le
preocupaba no haber sido suficientemente generoso con Hazel. Ella raras
veces le pedía nada. Tenía que haber insistido. Era una mujer tan sencilla…
¡Sencilla! ¡Oh, Dios mío…! De este modo, sus pensamientos no hacían más
que correr, como un zorro perseguido, que se precipita, se esconde, corre en
busca de un refugio para escapar.
Pero debía mostrarse fuerte. Debía hacerlo. Si, por lo menos, tuviese a
alguien con quien hablar, alguien que lo escuchase todo desde el principio…
Pero no había nadie. Ciertamente, no podía hablar con Claire, con su hija no.
Pensó en Alice, su hermana, que tanto se parecía a él, o así había ocurrido
cuando ambos eran jóvenes. Carne de su carne; si ahora hubiera estado allí, le
habría estrechado entre sus brazos misericordemente, y le hubiera dado su
amor, sin juzgarle. ¿Pero en realidad, se había parecido tanto a él? Aquello
estaba ya muy lejano en el tiempo; sin embargo, la recordaba revestida de su
abstinencia puritana. Pensó en Jessie. Era curioso que pensara en ella ahora…
Y, sin embargo, en aquellos largos días en que se conocieran por primera vez,
no existió una mente que respondiese mejor hacia él. Tom podía haber sido
uno. Damón y Pitias, David y Jonatán: sí, hasta cierto punto, era así.
Confianza y lealtad entre ellos. Con cariño, Tom alegaría entenderle, pero no
le comprendería. Era una persona que nunca había deseado mucho. Se
contentaba con muy pocas cosas. Pero él, Martin, lo había deseado todo: Un
amor exquisito, un conocimiento exaltado, el calor de la familia, todo el color
y la música de la Tierra. Había nacido anhelando todo aquello.
Sus manos descansaron en los brazos del sillón, donde se sentara durante
toda aquella primera y espantosa semana; la presión estaba desgastando el
paño. Le llegó el olor de la lluvia. Ésta se deslizaba a través de los canalones
y por el tejado. Caía en gotas de los árboles y se abatía sobre el Sound. Y
permanecía sentado allí, oyendo todos aquellos sonidos de la lluvia. ¿Existía,
realmente, un leitmotiv del agua en su vida? La tormenta y la inundación le
habían hecho salir, prematuramente, del seno de su madre y había matado a
sus otros hijos, cuyos rostros, en aquellas viejas instantáneas, resultaban tan
reales para él. ¿Cómo habían podido sus padres sobrevivir a su pérdida?
Pensó también en la historia de la chiquilla escaldada, que, de todos los
relatos de su padre, era el que nunca había olvidado.

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¡Cómo Hazel había amado el agua! Algunas veces iban, en invierno, a
pasear por la playa; él, que tanto odiaba el frío, lo hacía sólo por el bien de
ella. Pero su mujer se anudaba un pañolón debajo de su redondo mentón y se
reía de sí misma.
—Me parezco ahora mucho a mi bisabuela, en una granja de Hungría.
—Odio esta casa —dijo Martin en voz alta—, y toda esta agua. Nunca
más volveré a permanecer cerca del agua.
Los amigos también llegaron para ayudar. ¡Cuántos amigos tenían! La
gente les traía comida y ofrecía hacerse cargo de los hijos. Era asombroso lo
buenos que eran. Sin embargo, no había nadie con quien hablar. Las palabras
que proferían eran siempre mecánicas, lo mismo que sus respuestas. Ninguno
llegaba al meollo de las cosas.
De vuelta en la ciudad, pensó: «Todo se ha soltado, la vida se ha aflojado.
Debo anudarlo de nuevo. He de hacerlo. Compartir cosas con mis hijos. Los
llevaré al zoo —resolvió—, les compraré libros y los leeremos juntos.»
Así iban y venían sus pensamientos.
Se sentaba ante su escritorio, al otro lado de un tenso y asustado paciente,
escuchándole y replicándole, pero, durante todo el rato, en el fondo de su
mente, siempre estaban sus hijos: «Les he apartado de su madre. —Quería
tranquilizarse: Los hijos olvidan. Pero aquello no era ciertamente verdad—.
De todos modos, Enoch ya no era un niño. Sufría, según sospechaba Martin,
diariamente, escondidas laceraciones. El hijo de su madre. El mío también»,
seguía pensando Martin.
En el ascensor, en la calle aguardando a que cambiase el semáforo,
mantenía los dientes apretados y le dolían las mandíbulas a causa de la
tensión. ¿Sería capaz de hacer frente a todo?: el consultorio, aquella
omnipresente responsabilidad del instituto, la casa, los hijos. Sí, claro que lo
haría. Debía hacerlo. Sin embargo, llegó una tarde en que, desde su sillón del
despacho, les escuchó disputar con fiereza acerca de una bolsa de buñuelos,
algo que su madre no les hubiera permitido comer antes de la cena. Sabía que
tenía que levantarse y acudir a detener aquel alboroto, pero se retrepó en el
butacón y no se movió. ¡Que Esther se las compusiera lo mejor que pudiera!
De repente, todo aquello resultó demasiado para hacerle frente.
Sonó el teléfono.
—Sólo era para recordarte —le dijo Leonard Max— que tenemos el caso
de la mujer Devita a las siete y media de la mañana.
Martin había seguido acudiendo con regularidad al consultorio y al
hospital, trabajando de una forma automática y bien. ¿Pero quizá no hubiese

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actuado tan bien como creía? Y, de repente, supo que no estaba preparado
para operar por la mañana.
Se oyó a sí mismo responder:
—No creo que pueda hacerlo. Será mejor que alguien te ayude.
—Estoy casi seguro de que podré conseguir a O’Neill —le respondió
Leonard en seguida. ¿Demasiado de prisa?—. Martin, tal vez debas tomarte
un descanso. La gente no hace más que decir que deberías hacerlo.
—¿De veras?
—Después de todo por lo que has pasado, unas cuantas semanas en el
extranjero te irán muy bien.
—No puedo abandonar a mi familia para marcharme al extranjero. Ya lo
sabes.
—Pues entonces, ¿qué me dices de un descanso en casa? Dormir hasta
muy tarde, relajarte, pasar algún tiempo con los chicos. Puedes decir que te
has ido de vacaciones y nadie te molestará.
Caía, caía.
—Sí, tal vez haga eso —respondió Martin.
Leonard Max añadió con cariño:
—Regresarás mejor que nunca.
—Gracias, Len —dijo Martin.
Y colgó.
Piensa que nunca regresaré; lo conjeturo por su voz, tan consoladora, tan
jovial. Estoy acabado, todo ha terminado para mí.
Se levantó y cerró la puerta, luego sacó un montón de discos y los colocó
en el tocadiscos. Con aquello tendría para tres horas de Beethoven, de
Schubert y de Brahms. Cerró las cortinas para que la habitación estuviese más
confortable y en penumbra. «Al igual que en el interior de un útero», pensó
con mordacidad. Luego se tumbó.

Resultó sorprendentemente fácil ocultarse. Durante una semana le aquejó


la gripe. Claire le telefoneó. Pero él le previno que no viniese para librarse del
contagio.
Al principio de la segunda semana, en una cruda tarde de noviembre, se
levantó en un imprevisto impulso del sillón donde se hallaba, sin percatarse
de lo que hacía, leyendo las noticias —todas desalentadoras, todo disensiones
—, se puso el abrigo y salió. Anduvo tres manzanas avenida abajo; de
repente, comenzó a azotarle el viento, por lo que se dio la vuelta y regresó a

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casa. Sin embargo, no era el tiempo lo que le forzaba a ello. Era más bien una
peculiar sensación de que todo le abrumaba. El mundo era demasiado grande,
con demasiada gente apresurada. Había demasiado espacio vacío. Sabía que
tales sensaciones eran una cosa pintoresca, y se asustó.
Ahora tuvo una excusa para seguir escondiéndose durante unos días más.
Había salido de una forma muy tonta y demasiado pronto, y le volvió otra vez
la fiebre. Claire le riñó por teléfono, diciéndole que corría peligro de que
aquello se convirtiese en neumonía. Debía avergonzarse de sí mismo, le dijo.
Él le prometió, mansamente, que no lo volvería a hacer.
Pero no podía mantener aquella pretensión, seguir escondido. Debía
forzarse a sí mismo, encontrar algo agradable que hacer. Sí, de eso se trataba,
de encontrar algo dichoso. ¿Quedaría algo colorido y feliz en aquel mundo?
Tal vez las compras de Navidad, antes de que la temporada estuviese en pleno
apogeo y en todas partes hubiera mucha gente. Hacía mucho tiempo que no
compraba nada, o que ni siquiera había acudido a una tienda.
De modo que se hizo una lista muy cuidadosa. Iría al centro de la ciudad.
Ejercicio, de aquello se trataba; tener un cuerpo saludable y andar lo más de
prisa posible. Hacer que el corazón funcionara y respirar profundamente.
Un camión, que dobló por una esquina, casi se echó encima de él, por lo
que tuvo que dar un tremendo salto y quedó aterrado.
—¿Adónde diablos miras? —le gritó el conductor.
Un hombre grueso salió de un taxi, hurgando en el bolsillo de su amplio
abrigo, mientras el tráfico que se encontraba detrás del taxi tocaba
furiosamente la bocina. Y aquello también sonaba como si se tratase de un
juramento. (Todo el mundo estaba tan irritable, tan enfadado.)
Pensó que podía comprarle un jersey a Claire, pero no estaba seguro de
sus medidas y tampoco sabía si le gustaría uno liso o uno cardigan, con el
cuello bordado. Permaneció mucho tiempo mirando los jerseys, sabiendo que
hablaba demasiado y que no podía concentrarse. La vendedora, una criatura
bastante seca y de una altura ultrajante, le abandonó por otro cliente.
—Está bien, cuando se haya decidido —manifestó—, realmente yo no
puedo…
¡Oh, al diablo con todo!, le gritó en silencio, lleno de rencor. Le parecía
que la arrogancia de aquellas cosas tan caras, que ella simplemente tocaba y
que nunca serían suyas, se habían transferido a su propia persona. Era
extraño. Muy extraño. Y salió de allí sin haber comprado nada.
En la acera, enfrente de los grandes almacenes, permaneció un momento
mirando a las mujeres que iban y venían. Parecían animales en busca de su

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presa, con su desgarbado andar y sus ojos codiciosos. «Parásitos y
depredadores —pensó con desdén—, que pasan las horas por ahí, mientras
sus maridos trabajan, y la mitad de ellas ni siquiera están agradecidas —
supuso—. Hazel nunca había sido así.»
Estaba terriblemente cansado. El abrigo le pesaba. De vuelta a casa,
anduvo unas cuantas manzanas hacia el norte y luego hacia el este. Todo
parecía avanzar en dirección contraria, por lo que, constantemente, chocaba
con la gente, que se enfadaba con él por su forma de andar. Sintió que se
encontraba al borde de perder el aliento.
Una pequeña multitud estaba detenida frente al escaparate de una tienda
de animales domésticos, mirando la exhibición de periquitos en jaulas
adornadas, que también estaban demasiado atestadas. ¡Pobres maravillosas
criaturas! Aquellos colores, turquesa, jade y topacio, eran tan brillantes como
una obra de joyería. Cada una de ellas constituía una obra maestra, con su
poderoso y pequeño corazón, y su red de pequeñas venas, una maravilla
aprisionada, que debería revolotear por el aire brillante. Y, como le ocurría
con tanta frecuencia, se le agolparon las lágrimas a los ojos. Un hombre que
salía de la tienda se lo quedó mirando alarmado pero, al verle bien
alimentado, miró en seguida hacia otro lado. Debería regresar a casa. En la
esquina trató de detener un taxi, pero todos pasaban ocupados, y echó a andar.
Las caras oscilaban mientras pasaba. Trató de enfocarlas. Se intranquilizaba
cada vez más con tantos esfuerzos. Comenzó a andar más de prisa. Algo se
encontraba a su espalda; le perseguían. Ahora casi corría. La cosa aquella
cada vez se acercaba más, estaba a punto de alcanzarle. Pero, al mismo
tiempo, supo que allí no había nadie, que aquello era únicamente lo que los
profanos definen como una depresión nerviosa, o, por lo menos, estaba a
punto de producirse. Al llegar a la casa de apartamentos ya jadeaba. Le
pareció que el portero, el joven Donnelly, con aquella cara sonrosada y fresca
de irlandés, con la deferencia de clases aún grabada en él, le miraba de una
forma rara.
Pero cuanto decía era:
—Buenas noches, doctor Farrell.
La tapizada jaula del ascensor le llevó hasta su rellano. Entonces se
encontró ya a salvo, en su propio apartamento, en su propia habitación.
Pero el corazón seguía latiéndole con fuerza. ¿Tal vez se trataba de unos
síntomas que no podía reconocer? A fin de cuentas, no era cardiólogo. Un
ataque al corazón. Sabor a sal y a sangre debajo de la lengua. El pecho que
parecía golpeado por un puño de hierro. Chisporroteo de lucecitas rojas y

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amarillas ante los ojos, como en un cuadro de Jackson Boyac: No eran más
que lienzos pintarrajeados, a pesar de las opiniones de la moda… ¿Qué
sucedería si se estuviera muriendo? Vomitaría en la preciosa alfombra de
Hazel. O tal vez forcejearía en el cuarto de baño y se caería contra los fríos
azulejos, aferrándose a los pulimentados flancos de porcelana de la bañera.
Papá se había muerto agarrado a la mesa del comedor.
Se echó en la cama sin quitarse el abrigo y pensó: «Me estoy muriendo.»

—No puedes seguir así —dijo Claire.


Martin abrió los ojos.
—Me he quedado dormido. ¿Qué haces aquí?
—Enoch me ha llamado. Te vio y se asustó mucho.
—No había ninguna necesidad de ello. Estoy muy débil desde la gripe; me
quedé dormido, eso es todo…
—Papá, no engañas a nadie, así que ahórrate las palabras. Levántate —
ordenó—. Quítate el abrigo. Ahora inclínate hacia atrás. —La mujer se movía
con rapidez—. Estás temblando. Te daré un coñac.
Él se sintió como un chiquillo ante el tono de autoridad de su hija.
—Claire, me estoy derrumbando —le dijo de repente y, por primera vez,
no quedó avergonzado.
Ella le cogió entre sus brazos.
—Papá. Querido papá. No te lo permitiremos.
—Hay cosas que no comprendéis.
—¿Me quieres hablar de ellas?
—Creo que no puedo.
—Entonces no lo hagas, si piensas que te arrepentirás después —continuó
con firmeza—. Debes hablar con alguien y quitarte todo eso de la cabeza.
¡Quitárselo de la cabeza! ¡Como si se estuviera extirpando un tumor! Así
sería más fácil. Por lo menos, un tumor puede verse, no como aquella amorfa
y secreta presión en la cabeza donde, según dicen, puede albergarse la cosa
más insospechada: Deseos de robar un Banco, raptar a la mujer del vecino o
asesinar al Presidente. ¡Dios sabe cuántas cosas…!
Martin comenzó a hablar:
—Tú no sabes por qué Hazel…
Algo en la expresión de su hija —oh, desde el principio había sido muy
sensible a la menor mueca de su expresión—, algo le dijo que ella lo sabía
todo.

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—Tengo fundadas sospechas. Se enteró de lo tuyo y de lo de Mary.
Martin suspiró. Se puso las manos encima de las rodillas, les dio la vuelta
para mirar la línea del corazón de su palma y las huellas dactilares de los
dedos hasta la cutícula. No existe en el mundo otro par de manos igual que
éstas, ninguna vida es igual que otra vida.
—Sucedió en California. Encontramos a un hombre al que conocí durante
la guerra.
Claire respondió en voz baja:
—Creo que si yo fuera un hombre también me enamoraría de Mary. Tal
vez debiste quedarte allí después de la guerra. Ned cree que eso es lo que
debiste hacer.
—¿De veras lo cree así Ned? Es muy joven.
La habitación estaba en silencio. No llegaba hasta ella ningún ruido del
apartamento. Era como si aquel hogar hubiera suspendido la vida en espera de
Martin. Y de repente, la ansiedad salió a flote, algo semejante a las alas de los
pájaros, como aquellas pobres y enjauladas criaturas que había estado
contemplando por la tarde.
—¡Ah, Hazel! —gritó—. ¡De todas formas, la destruí! ¿No lo crees así?
—No —respondió Claire—. Se destruyó a sí misma. Tú eres el único que
te puedes destruir a ti mismo. Otras personas no pueden, a menos que se lo
permitan.
—¿Lo crees así?
—Sí.
—Me parece oír a tu madre.
—Sí, mi madre tiene mucho espíritu. Y Hazel no lo tenía. ¡Dios no pudo
hacer nada por ella!
Hacía muchos años, cuando era internista y aquella enfermera —¿se
llamaba Nora?—, se había suicidado, recordó que él pensaba cuánto odiaría
estar en el pellejo de aquel hombre.
—Tal como lo dices, las cosas parecen muy sencillas —repuso.
—No quiero decir esto. Escúchame. Estás cargándote con el peso de una
responsabilidad que acabará quebrándote la espalda. ¡Fuiste muy bueno con
Hazel! ¡Le proporcionaste unos años muy felices! Fue completamente dichosa
hasta casi el mismo final.
—Si yo hubiera podido… —comenzó Martin.
—Pero tú no pudiste. ¿Sabes cuál es tu problema? Crees que deberías ser
un santo y, sin embargo, sólo eres un hombre.
—¿Eso crees?

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—Así es. Todo en tu vida ha tenido que ser perfecto, y así no pueden ser
las cosas.
Martin se echó a reír. En un breve instante le pasó por la mente que no se
había reído desde hacía muchos meses.
—Me has analizado de una forma muy inteligente. Ésa es mi convicción.
Espero que te vayan muy bien las cosas con Ned.
—¿Quiere eso decir que lo apruebas?
—No, sólo significa que he decidido no oponerme más.
—Porque sabes que has perdido…
—No, no sólo es eso. Deseo que seas feliz, Claire. Ahora que eres tú la
que comienzas, no quiero que empieces con todos esos malos pensamientos.
Eso es todo…
Ella le brindó su más pura gratitud.
—Gracias, papá. Así pues, lo traeré aquí…
—¿Se lo has presentado a tu madre?
—Le hicimos una visita muy breve. Como es natural, mamá se mostró
muy correcta, pero tan fría como el hielo.
—El dolor es demasiado profundo, demasiado antiguo, Claire. Por mi
parte, quisiera decir…
—Quieres decirme que no deseas ver a la madre de Ned. No tendrás que
hacerlo, te lo prometo.
Permanecieron sentados un rato más, sin hablarse.
—Desearía que todo fuera diferente, más alegre y más cálido —murmuró
Martin.
—Todo va bien, papá. Para mí, las cosas nunca han sido perfectas.
Martin sintió algo cálido y tranquilizador en su pecho: una fortaleza que
se vertía, de algún modo oculto, desde aquella infancia que quedaba a sus
espaldas. Era como un fino tintineo, una esperanza que se remontaba, una
especie de anticipación. Fuera lo que fuese, representaba una bendición. Y lo
mismo que lo había sabido cuando se sumergió en la enfermedad, ahora,
también de forma segura, reconoció el primer leve comienzo de su curación.
La puerta se abrió y aparecieron tres cabezas en el umbral.
—Entrad —les dijo Claire—. No os preocupéis. Papá se siente mucho
mejor. Dentro de poco estará bien por completo.

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CAPÍTULO XXIX

El nuevo apartamento estuvo preparado un mes o más antes de la boda.


Ned se trasladó oficialmente allí la mayor parte del tiempo. Claire también
permanecía con él. Era completamente consciente de que Jessie lo sabía.
Simplemente, no hablaban de ello.
Con una cierta dosis de esnobismo al revés, o quizá sólo para
diferenciarse de su madre, a Claire siempre le gustaba decir que no se
preocupaba un ardite por las cosas. Sin embargo, ahora, puesto que esas cosas
en particular eran realmente las suyas propias, le gustaba rodearlas y tocarlas,
o simplemente mirarlas a la luz que entraba del firmamento vespertino,
cuando las cortinas estaban corridas. Muchas de esas nuevas posesiones eran
ya antiguas: los juegos de piel de su abuelo, Thackeray y Trollope, traídos de
Europa, mucho antes de empezar el siglo, que le había entregado con una
ceremonia apropiada su padre; la colcha azul y blanca confeccionada por la
abuela Farrell, que la tía Alice había compartido generosamente con Claire;
un juego lacado chino de ajedrez que Jessie había reservado para un cliente,
pero que se lo regaló a su hija cuando vio que, de todos los objetos de la
tienda, era el único que Claire deseaba en realidad.
Luego, naturalmente, estaba la cama, el centro, el corazón de aquel nuevo
hogar. La compraron juntos, tras muchos días de búsqueda: Una auténtica
reliquia victoriana, lo suficientemente grande para hacer los bebés con
maravillosa comodidad y, más tarde, alimentarlos y jugar con ellos en las
mañanas de los domingos invernales. Les gustaba mucho fantasear así.
—Solíamos pensar que la cama de nuestros padres era un barco o un
castillo —le había explicado Ned—. Aquellos vestíbulos en sombras eran
como un bosque o un océano lleno de cosas espantosas. Corríamos a través de
ellos tan de prisa como podíamos, y trepábamos a la seguridad de la cama
iluminada por las luces de las lamparillas.
«Excepto en lo referente a los hijos —pensó Claire—, no habían tenido
demasiadas alegrías en aquella cama. No hubo alegría en ninguna parte para

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Mary Fern.»
Ned introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Ahora había
abandonado el paraguas y el sombrero hongo, y era igual que cualquier joven
americano próspero que volvía del trabajo. No le esperaba tan temprano y ella
quedó complacida al verlo.
Claire se echó a reír.
—Eres la única persona cuyo rostro es auténticamente risueño. Siempre
pensé que esto era una descripción bastante tonta, pero, como sabes, tu cara
sonríe de forma auténticamente risueña. Es la sonrisa de un héroe
conquistador.
—Eres idiota —le dijo él, al mismo tiempo que la besaba.
—He comprado algunas cosas para comer; unos emparedados en la tienda
de la esquina. Y mamá había hecho un pastel. Me lo he traído porque mi
madre se ha ido a Vermont y no queda nadie en casa que se lo pueda comer.
—Cuando has dicho «algunas cosas para comer», pensé que querías decir
que habías cocinado una cena de verdad.
—¡Cielos, no! No puedo cocinar. Es la única cosa en la que nunca te he
engañado. Pero aprenderé. En cuanto tenga algo más de tiempo, de veras que
aprenderé.
Claire había puesto la mesa en la cocinita y ahora servía la comida.
—Aquí tenemos una ensaladilla de patatas, una col, pan francés y un
melón excelente.
—Deja todo eso un minuto y siéntate. Quiero decirte algo —ordenó Ned.
Su voz se había hecho tan seria, que ella se dio la vuelta al instante desde
el frigorífico, pero los ojos del hombre continuaban aún sonrientes de
excitación.
—Hay también otra expresión bastante tonta que se aviene muy bien
contigo. «Le bailaban los ojos.» ¿No es una cosa ridícula? ¿Has visto alguna
vez bailar los ojos? Yo nunca lo he visto, excepto los tuyos. Y ahora mismo
parecen bailotear.
Ned le cogió la mano y la hizo sentar.
—Escucha, escucha. Anderson me llamó hoy y me dijo que debíamos ir al
despacho del presidente. Por un momento, me quedé helado. Jergen nunca ve
a nadie. No pensé que ni siquiera me conociese, excepto por haberme visto en
el ascensor o en los servicios de los hombres. No, ni siquiera en los servicios,
puesto que él los tiene propios. Pero mientras estábamos atravesando el
vestíbulo, Anderson me contó de qué se trataba. Están reorganizando las
oficinas de Hong Kong. Las operaciones han ido bastante mal allí y, además,

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el hombre que está al frente, debe retirarse de todos modos. Así, Jergen le
preguntó a Anderson que le hiciese una recomendación y…, Claire, yo soy la
persona que ha recomendado, la única persona…
Claire volvió a poner su emparedado en el plato.
—No comprendo —comenzó.
—¡Yo! ¡Nosotros! Seré el director de la sucursal. ¡Iremos a vivir a Hong
Kong! Saben que vamos a casarnos y han sido muy amables en lo referente a
nuestra luna de miel y todo eso, por lo que no llegaremos allí hasta principios
de setiembre. Como es natural, también nos pagarán todos los gastos del
traslado. ¿Qué te parece todo esto?
Él también se sentó, con el rostro de lo más risueño.
Claire estaba muy cuerda y le había oído correctamente. Sin embargo,
aquello seguía siendo algo irreal.
—Sé que constituye todo un acontecimiento. Aquí nos hemos aposentado
con unas buenas vistas al East River, y en vez de ello nos iremos al otro lado
del mundo, con una visión de juncos en la bahía de Hong Kong.
Claire se humedeció los labios. Luego tomó un sorbo de agua.
—¿Pero no olvidas algo? Yo tengo aquí uno de los más apetecibles
internados del mundo, con «Fisk» y el año que viene otro año en la residencia
neurológica de «Fisk». Por ello, lo que dices no tiene sentido para mí, Ned.
—Querida, ya sé que esto significará para ti un espantoso trastorno. Una
cosa tan por completo inesperada y repentina… Me hago cargo…
La rodeó con los brazos. Ella descansó su cabeza en sus hombros. Pero
luego recordó algo.
—Me habías hablado de ser escritor. Tenías la costumbre de fantasear
acerca de convertirte en un periodista investigador, que sondease en lugares
ocultos, que expusiera todas las cosas erróneas. Eso es lo que tú decías.
—Sí, lo sé, sé que todo eso estaba muy bien, pero he tenido que
enfrentarme con los hechos descarnados, y los hechos descarnados significan
que tienes que hacer tuyas las oportunidades que se te presentan. Y ésta es mi
oportunidad. Más vale pájaro en mano, que ciento volando, según dicen.
Querida, lo siento. Siento complicarte así las cosas, cuando eres tan eficiente,
trabajas tan duro y aún consigues ir amueblando este apartamento para los
dos, haciendo el trabajo de dos personas. Siento condenadamente hacerte esto.
—¿Entonces tienes que hacerlo?
—Un hombre desea salir adelante, Claire. —Ned hablaba en voz muy baja
—. Un hombre necesita hacerlo. Quiero que tú dependas de mí. Eso es lo que
apetece cualquier hombre.

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Ella se apartó. ¿Depender de él? Sí, seguramente sí, en cierto sentido,
pero…
—¿No podríamos meditarlo bien y considerar todo esto como una gran
aventura?
—«No podríamos meditarlo bien.» Yo soy la única a la que le están
pidiendo que lo abandone todo…
Ahora Ned la interrumpió.
—No te estoy pidiendo que lo dejes todo, Claire. No nos quedaremos allí
para siempre, puesto que, ciertamente, no pretendo vivir en Oriente durante el
resto de mi vida, y, de todos modos, no es eso lo que ellos planean. Lo más
probable será que me trasladen. En realidad, Anderson ha dicho, hablando no
oficialmente, como es natural, que no nos quedaremos allí más que cuatro o
cinco años.
—¡Cuatro o cinco años!
—Sí. Y todavía serás lo bastante joven para comenzar entonces un
período de residencia hospitalaria. Tu padre te conseguirá algo. Además,
habremos ahorrado un montón de dinero —añadió entusiasmado—. Ya sabes
que pagan suplementos por trabajar en el extranjero.
Ned no se dio cuenta de que la joven parecía encontrarse completamente
anonadada. En el periódico de aquella mañana habían publicado la foto de
una mujer que, al regresar a su casa, se encontró que su hogar había ardido.
Durante todo el día, los ojos de Claire no habían dejado de ver aquella cara
angustiada. Y ahora, su rostro debía de tener un aspecto parecido… Pero Ned
seguía sentado allí, con una apariencia tan fresca como conseguía tener
siempre después de un día de duro trabajo. No parecía percibir por completo
la presencia de ella.
Ned adelantó la mano para desenvolver otro emparedado.
—Debes haberte vuelto loco —le dijo Claire.
—¿Loco? —repitió él con suavidad.
Claire sabía que a Ned le costaba mucho enfadarse, y su tranquilidad y
calma en las situaciones tormentosas resultaba una cualidad que había
apreciado mucho en él.
—¿Loco? —repitió, pero aquella vez pareció ya dolido—. Pensé que te
entusiasmaría. No creo que sepas lo extraordinario que resulta todo esto. Soy
el hombre más joven que haya dirigido una sucursal en el extranjero de esta
empresa, y, por añadidura, soy bastante nuevo en mi empleo.
—¡Oh! —gritó ella—. ¡Oh, Ned, claro que lo sé! ¡Estoy terriblemente
orgullosa de ti!

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No había pensado en todo aquello hasta aquel momento.
—En realidad, me hago cargo del fabuloso honor que eso representa…
—Es más que un honor. Ganaré treinta y cinco mil dólares al año, además
de los extras.
—Es maravilloso, claro que es maravilloso… ¿Pero qué me dices de mí?
No puedo, simplemente, dejar a un lado mi trabajo. No puedo abandonarlo
durante algún tiempo y recogerlo de nuevo cuando me parezca más
conveniente. ¿Crees que puedo hacer una cosa así?
—Sí que puedes —respondió él con cariño—. Sé que no constituye la
forma más ideal, pero no resulta imposible, sobre todo en estas circunstancias.
Literalmente sin habla, Claire no respondió.
Al poco, Ned prosiguió:
—Después de todo, tú no eres un hombre. No debes apresurarte tanto para
labrarte una posición.
—Labrarme una posición… —gritó ahora Claire—. Esto no es lo que se
aviene más conmigo… Creí que me comprendías mejor. La medicina es todo
lo que siempre he deseado, Ned. Es mi…, mi vida…
—Claro que te comprendo. Y tú lo sabes. Pero yo también pensé que era
tu vida. Tu amor y tu vida.
Claire se levantó de la silla y se apoyó contra el frigorífico. El duro y
reluciente metal le enfrió los ardientes hombros y la espalda.
—¡Oh, Dios mío…! —dijo al mismo tiempo que cerraba los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, él la estaba contemplando. Parecía asustado.
Claire trató de hablar ahora con más tranquilidad, para dar la apariencia de
que se encontraba por completo calmada.
—Lo que quiero decir es que no podemos perder el contacto, el uno con el
otro, respecto de esas cosas. Debes comprender, oh, no quiero parecer
engreída, pero quizá tú no sepas lo duro que resulta, no sepas que ese período
de residencia es una auténtica… conquista mía y no ha sido el nombre de mi
padre el que lo ha conseguido. Es mi propio historial. La hija del doctor Macy
volverá, y existen otras personas. No es algo que pueda, simplemente,
abandonar y comenzar de nuevo dentro de cinco años.
De repente se sintió muy débil.
—¡Cinco años, Ned! ¡Cinco años de mi vida, volatilizados por completo!
No regresaré nunca y tú lo sabes muy bien.
—Podrás hacerlo si así lo deseas…
Claire no pudo responder. En aquel momento, se le ocurrió que, en
aquella frugal cena, las frutas, el té helado y los emparedados parecían algo

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patético, allí en la mesa, sin que nadie los tocara, aguardando, y
desperdiciándose, como ella misma aguardaría y se malograría.
—Si no acepto, seguiré siendo siempre un segundón en la empresa. Una
vez has rechazado una cosa así, nunca más te ofrecerán de nuevo algo valioso,
¿no lo comprendes?
Ella sí lo comprendía; aquello era lo más duro del asunto. Comprendía
que significaba una dura y continua lucha para sobrevivir en este mundo.
—Mi padre no nos ha dejado gran cosa en herencia, Claire. Debo lograrlo
todo por mí mismo.
—Sé que lo harás.
—Tengo una gran fe en este trabajo. De cualquier forma, es un punto de
partida y no puedo convertirme en un… abogado o en un ingeniero civil…
Por el amor de Dios, Claire. ¿Podría hacer otra cosa?
—No.
—Y me agrada el trabajo. Naturalmente, a la gente le gusta hacer bien las
cosas. Pero es realmente increíble que te paguen mucho por hacer lo que a ti
te agrada: Poner juntas unas palabras que pueden cambiar el pensamiento de
la gente.
—Comprendo.
—Te da una sensación de poder. De fuerza y poder en una empresa a
nivel mundial.
—Comprendo —repitió Claire.
A continuación, se produjo un momento de silencio. Claire dirigió los ojos
al suelo y empezó a estudiar los pies: Ned, aún llevaba unos buenos zapatos
ingleses, de color rojizo y muy bien lustrados; ella, unas sandalias veraniegas
que se había puesto al llegar a casa. Eran unos zapatos cómodos, adecuados
para correr sobre la hierba o para sentarse al lado de una piscina con un vaso
en la mano. Sus pensamientos siguieron vagando de forma extraña y
tangencial.
Luego levantó la vista.
—¿Qué vamos a hacer?
Ned se levantó y se encaminó al salón, como si aquella cocinilla fuese
demasiado limitada para sus sensaciones. Por dos o tres veces, recorrió toda la
extensión de la estancia. Ella comprendió, por la fuerza de sus pisadas, que su
frustración se estaba convirtiendo en ansiedad. Luego él regresó junto a su
novia. Claire comprendió que no le había visto nunca tan encolerizado.
—¿Cómo preguntas lo que debemos hacer? ¡He tratado de explicártelo lo
mejor que he podido! ¿Cómo puede haber en esto ninguna dificultad? Iremos

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allí y me labraré un futuro para nosotros dos. A fin de cuentas, es el hombre el
que debe cuidar de la familia.
—Eso no es siempre verdad, Ned.
—Bueno, pero sigue siendo el modelo habitual. Los ingresos primarios
proceden del hombre.
—Eso cambiará. Ya está cambiando. ¿Por qué no voy a poder emplear
mis energías y mi cerebro del mismo modo que tú? Dímelo, dime por qué.
—Escucha, Claire. No quiero adentrarme en una discusión abstracta. A
veces, sin embargo, me he preguntado si tu madre, realmente, te ha dado el
mejor de los ejemplos.
—Ya te he contado lo que ha hecho.
—No se trata de eso, sino de los resultados.
A las diez y media convinieron en dejar de discutir y se fueron a la cama.
Agotada, Claire se quedó inmediatamente dormida, pero despertó en mitad de
la noche. El viento golpeaba las persianas. Repiqueteaba en ellas como si
estuviera furioso, lo cual resultaba absurdo; sin embargo, parecía como si el
mundo se asomase amenazador ante aquella ventana. Claire se levantó para
cerrarla, regresó a la cama y se tumbó para seguir pensando. Se acordaba de
los cientos de millones de hombres que habían nacido y muerto, nacerían y
morirían, tantas transitorias y pequeñas vidas, cada una de ellas alzando su
cabecita por encima de la masa de los demás, observándose unos a otros y
empujándose unos a otros. Con su fiereza y escasa energía, se arrastraban
como cuando el imán señala hacia el Norte. ¿Pero por qué este hombre, o esa
mujer, y ningún otro?
Deseo tejer algo que nos una, una cosa fuerte, un tejido inconsútil, sin
ninguna clase de tacha desde el principio hasta el final, que no se parezca en
nada a Martin ni a Jessie, o a Alex o a Mary.
Ned se removió y lanzó un sonido parecido a un murmullo o a un suspiro.
Sus sueños le atormentaban. ¿En qué soñaría? Ella iba a alargar la mano para
despertarlo, para decirle:
—Oh, Ned, mi querido y amado Ned, ¿qué vamos a hacer? ¡No me
abandones!
Pero, pensando que sería cruel despertarle de su clemente sueño, retiró la
mano.

—¿Pero en qué está pensando? —gritó Martin—. Esa especialización


clínica es algo que no puedes tomar y dejar como si fuesen unas agujas de

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hacer calceta. No es una cosa tan simple…
Y Claire supo que él estaba pensando: «Hijita mía, mi muchacha tan
brillante, después de tu licenciatura, con tu historial académico, con tantas
cosas potenciales como hay en ti, y que has logrado de forma tan magnífica,
¿cómo puede él echarlo todo a rodar por un empleo en una empresa
publicitaria? ¿Y qué representa la publicidad comparada con la medicina?»
—A fin de cuentas, puede conseguir un empleo en cualquier otro sitio —
continuó Martin ya más tranquilo—. Tal vez resulte muy difícil pero no es
imposible.
—Eso es exactamente lo que Ned dijo respecto de mí.
—Pero se trata de cosas por completo diferentes, y me asombra que no lo
vea así.
—Papá, no vuelques tu ira sobre Ned. Ayúdanos. Aconséjanos. Hemos
pasado ya tres días discutiendo y no sé cómo resolverlo.
Claire se frotó con rudeza los ojos.
—No quiero llorar. Ya sabes que odio llorar.
—Sí. Habéis interpuesto entre vosotros una gran roca, como solía decir mi
padre. —Martin suspiró—. A veces, pienso que nosotros, los médicos,
debiéramos ser como los sacerdotes: No tendríamos que casarnos y no
deberíamos tener hijos. Cuando no existe nadie al que amar y del que
preocuparse, puedes hacer lo que deseas. Nada te lastima.
—Pero no somos sacerdotes, ¿no es así?
Y, mientras se apretaba contra él, pensó en todas aquellas cosas secretas
escritas en nuestro interior, como en un rollo de papel que se enrolla y
desenrolla.
—Ah, ya sabes en qué dirección marchaban mis esperanzas. Tú eres parte
de mí y espero muchas cosas de ti. ¿Cómo puedo pensar con claridad y de una
forma justa? No deseo para ti otra cosa que lo mejor del mundo.
—Entonces no sabes cómo resolver este asunto —murmuró Claire.
—Lo lamentarás de una forma u otra; yo no puedo hacer desaparecer
todos tus pesares —añadió en tono cariñoso—. Recuerda únicamente que no
estás sola. Estoy aquí, y eso es lo único para lo que sirvo.
Claire pensó: «De repente, tiene la apariencia de como será dentro de
veinte años.»
Él alzó los ojos para encontrarse con los de ella. Claire pensó que nunca
había visto unos ojos tan cargados de dulce y penetrante tristeza.

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La discusión había entrado en la segunda hora del cuarto día.
—Ned, eso sólo es machismo —le gritó Claire—. Eso es lo que es…
Tienes que desempeñar el papel de macho dominante para demostrar que no
te pareces en nada a tu padre.
—Decir una cosa así resulta realmente repugnante —le contestó Ned.
Claire se mostró al instante contrita.
—Lo sé. Te pido disculpas. No quería decir eso. Pero te estás convirtiendo
en un macho muy pesado.
—Cuando te liberes de tu padre y de las ambiciones que tiene respecto a
ti, tal vez te desarrollarás en un instante y te convertirás en una mujer —
concluyó él con gran frialdad.
Claire se enfureció.
—Tal vez un día te percates de que una mujer debe hacer algo más que
cuidar de un hombre.
—No escurras el bulto. Desde el primer instante en que llegué a Nueva
York, he visto y comprendido, no te había hablado de ello, pero lo haré ahora,
que seguías los planes que tu padre había trazado respecto de tu vida…
¿Cuándo te has concienciado de que deseas convertirte en neurocirujana? Lo
decidió por ti cuando no eras más que una niña prodigio y precisamente
ahora…
—Estás loco… Nadie ha dicho jamás de mí que fuese ningún prodigio.
No me tomes el pelo… No pongas palabras en mi boca o en la de mi padre…
El ambiente que había entre ellos empezó a adquirir la intensidad de una
tormenta veraniega.
—Me voy a dar un paseo —dijo Ned—. Necesito salir. Tal vez esto me
aclare los pensamientos y me tranquilice durante un rato.
Claire escuchó cómo se abría y cerraba la puerta del ascensor, lo cual fue
seguido por el zumbido de su descenso.
«Donde tú vayas», y cosas de ese jaez. ¿Tenía que acompañarle hasta el
confín del mundo? ¿No procedía ella de una interminable casta de mujeres
que, simplemente, habían hecho esto, seguir a sus hombres al otro lado de los
océanos, teniendo el valor de abandonar su hogar y sus padres, y todos sus
lugares tan queridos y familiares? «Donde tú vayas…» Sí, pero las mujeres
eran entonces diferentes, y yo soy distinta; ciertamente, no es que sea mejor,
sino sólo diferente. En primer lugar, soy una doctora. En segundo lugar,
sucede que tengo unos órganos femeninos, ¿por qué debo sentirme dominada
por un útero y un par de ovarios? ¿Por qué tiene que significar esto toda la
diferencia?

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Tal vez, tal vez él regrese de su paseo con otra forma de pensar. Quizá
vuelva con una mejor comprensión de lo que yo significo. Amas a un hombre,
y de repente, os estáis peleando. Se ha vuelto un extraño por completo.
Se levantó y puso un disco en el tocadiscos. Esta necesidad de música era
algo que asimismo constituía un legado de su padre. Echó hacia atrás la
cabeza, mientras deseaba encontrarse en otro lugar y en otro tiempo, en el
mismo instante en que Respighi daba su interpretación de los Pinos de Roma.
Miles de pájaros volaban y giraban contra un fondo de triunfantes campanas
dominicales. Las aves llenaron su cabeza. Constituían lo más viviente de
todas las cosas vivas, tan libres, revoloteando de acá para allá sobre un
firmamento ventoso… Tan libres… Se abrió la puerta y entró Ned. Lo
primero que hizo fue desconectar el tocadiscos.
—Ya nos lo hemos dicho todo —comenzó, sin mirarla—. Me parece que
hemos llegado tan lejos, como nos pueden llevar las palabras. Así, que, por
última vez, te lo preguntaré. ¿Has cambiado de idea? ¿Vendrás conmigo?
Ella respiró todo lo hondo que le fue posible.
—No, Ned. No puedo.
El rostro de Ned aparecía contraído, al igual que las caras que se ponen en
los funerales. ¿Quién sabe todas las lamentaciones y terrores que subyacen
detrás de los rostros que se ven en los entierros?
—Debes comprender —dijo ella— que he de hacer lo que debo.
—Entonces eso es todo, ¿verdad? Supongo que debe ser así. Me llevaré
mis cosas por la mañana cuando te hayas marchado. Así resultará todo mucho
más sencillo.
—Sí —replicó ella.
Una vez se encontraba en la acera de una calle donde había ocurrido un
espantoso accidente. Alguien había sido atropellado. Claire experimentó
entonces la misma sensación de irrealidad, una cosa extraña y remota como
las voces que se oyen al otro lado del agua o de la nieve.
—Está bien —empezó a decir él y se calló.
Abrió de nuevo la boca como si fuese a hablar, pero la cerró sin proferir ni
una palabra más. Entonces salió. Una vez más, Claire oyó el ruido de la
puerta y el zumbido del ascensor mientras él se dirigía a la calle. Pero aquella
vez fue la última. Y reinó el silencio.

Aunque el apartamento parecía abandonado, dos meses después de la


partida de Ned, Claire seguía viviendo allí. Había acudido la mujer de la

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limpieza, dejando toallas limpias en el cuarto de baño y el periódico de la
mañana encima de la mesa del café. Hacía frío en aquella habitación, aunque
abajo, en la calle, el calor reinaba como si fuese un auténtico horno. Apagó el
acondicionador del aire y se sentó, temblando y tambaleándose. «Me siento
tan vieja —pensó—. Soy una vieja amargada, de lo desolada que me siento.»
Hacía ya un mes que se encontraba embarazada. Y ahora estaba sentada
allí con su secreto, mirando en torno de la estancia como si en algún rincón de
aquellos armarios y estantes se encontrase una respuesta a sus preguntas.
La puerta de un armario se hallaba entornada, y en el estante de encima se
veía un sombrero olvidado, aquel aplastado sombrero campesino irlandés que
él llevaba en Inglaterra y que se trajo consigo cuando llegó a Estados Unidos.
Él había venido para estar con ella. Aquel sombrero tenía una triste
apariencia. Ahora que ya estaba en Hong Kong, tal vez llevase un sombrero
Panamá. ¿O tal vez sería uno de esos salacots tropicales? ¿O sólo se los
ponían en la India? Se pondría también un traje blanco y bebería ginebra en
un jardín, o en alguna fresca estancia donde se movería con lentitud un
abanico en el techo. No, eso eran cosas de Somerset Maugham, en Singapur,
hacía ya medio siglo. En Hong Kong viviría en una habitación con aire
acondicionado igual que ésta, a catorce pisos de altura por encima de la calle.
¿Habría estado trabajado hasta muy tarde y pensaría, de vez en cuando, en
Claire? «Mis nervios —pensó—. ¡Dios Santo, mis nervios…! Soy como una
polilla que se estrella una y otra vez contra el cristal de una ventana, tratando
de salir. Pero salir, ¿adónde?»
Sintiéndose tan fría como el hielo, llenó la bañera de agua caliente. Pero
sus hombros y rodillas, que sobresalían del agua, seguían helados. Y se
preguntó si aquella criatura que estaba en su interior, aquella cosa tan pequeña
y parecida a un pez, sentiría también el frío. Alguien decía que todavía no era
una cosa viva, pero, naturalmente, sí lo era. Debería sentir de alguna forma la
miseria de su madre. ¿Quién lo sabía en realidad? Duerme, oscila en una
cálida piscina y contiene ya dentro de sí mismo todo lo que será: Un querubín
de rizadas pestañas y mentón hendido, al igual que el de su padre; un niño de
rápidos pasos; una tímida y bonita muchacha de grandes pies. ¿Destruir todas
aquellas posibilidades? Sin embargo, ¿qué es un niño sin un padre?
Salió de la bañera, se vistió y comenzó a llorar. Un escritor de periódicos
sensacionalista lo describiría como «un llanto desgarrador», pensó disgustada.
Estoy harta de lágrimas. Pero, de verdad, que resultaban desgarradoras. Mi
corazón está lacerado. Confío en que no me oigan en el apartamento de abajo,
porque no puedo contenerme. Se deslizó hasta el suelo y se arrodilló con el

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rostro apoyado en el asiento de la silla. Lloró por todo. ¿Por qué lo he
estropeado todo? ¿Por qué lo ha estropeado él todo? ¡Maldita sea! Sin
embargo, no podía hacer nada… Y ahora, con este bebé…
Pensar… No debía permitir que las lágrimas y el miedo la hiciesen
despeñarse… El miedo parece un tobogán en el hielo; uno se desliza por el
borde de la colina y ya no puede detenerse. Debes contenerte, Claire, debes
contenerte.
Al otro lado del parque, en el corazón de la ciudad, aguarda un hombre
con un experto bisturí, un hábil y estéril bisturí que resolverá el problema, que
puede destruir o salvar, se considere de una forma u otra. Actúa en secreto,
pero está muy bien recomendado. Los doctores le envían a sus esposas y a sus
queridas. Los estudiantes de medicina, a sus amiguitas.
Sin embargo, seguía atenazándola el miedo. Continuó persiguiéndola en la
sala de espera, que no se diferenciaba mucho de la de un dentista, con un
grabado al aguafuerte de la catedral de Colonia y una descuidada sansevieria
en una maceta verde. Le recordó aquellos lugares en que realizabas un
examen crucial, en donde los lápices crujen con dureza, un ayudante recoge
un montón de expedientes y aquel ruido crispado te dice que es demasiado
tarde para echar a correr y alegar que estás enferma. Demasiado tarde.
—Mrs. Blake —llamó la enfermera.
Durante un momento olvidó que aquél era el nombre que había adoptado,
por lo que la enfermera tuvo que repetirlo. Todas las cabezas de la habitación
se volvieron hacia Claire mientras ésta se levantaba. Todos se veían
afectados. Todos sabían que aquél no era su nombre.
Las cosas ocurrieron con extraordinaria velocidad.
—No ha sido algo tan malo, ¿no le parece? —comentó el doctor.
Estaba ya a tres cuartas partes de distancia del camino hacia la puerta.
Hasta entonces el médico no había pronunciado ni una sola palabra.
—No, no lo ha sido —respondió Claire, al mismo tiempo que aflojaba la
presión de los dientes.
Ahora el dolor resultaba casi soportable. Se acordó del ruido del raspado y
deseó no pensar en ello.
—Puede irse a casa —le dijo la enfermera.
—¿Puedo hacerlo todo?
—No le sugeriría que hiciese una carrera de quince kilómetros…
Descanse hoy y tómese las cosas con calma durante los días siguientes. Eso es
todo…

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Las cabezas volvieron a erguirse cuando salió de la sala de espera. Lo
sintió mucho por aquellas otras mujeres. Hubiera deseado decir: «No os
preocupéis, no es algo tan malo.» Una de las que esperaban allí era una niña
que no tendría más de catorce años. También se acomodaba cerca una pareja;
ya no eran jóvenes. Él llevaba un arrugado traje veraniego. Probablemente,
tenían ya demasiados hijos y no podían permitirse otro más. También se sintió
muy triste por ellos.
Una vez en la acera, permaneció un momento vacilante. De repente, no
deseó regresar a su apartamento, lo cual la sorprendió, porque se había
imaginado que, cuando todo hubiera terminado, volvería a su casa y se
quedaría allí descansando, tanto de cuerpo como de mente.
Su madre se encontraba aún en Vermont. Por ello, decidió ir a casa de su
padre. Martin, que había vencido ya su miedo al agua, había vuelto a alquilar
una casita de veraneo al borde del mar. Claire paró un taxi y le ordenó que la
llevase a la estación del Grand Central.
En casa de su padre, sólo se encontraba Esther cuando ella llegó. Claire se
sentó en la cocina.
—¿Desea comer algo, Miss Claire?
—No, gracias.
Sólo deseaba estar sola.
—Me ha contado mi padre que acabas de regresar de visitar a tu familia
en Florida.
—Sí. En Harpons Springs. Mis chicos viven allí, con mi madre.
—Es un lugar muy bonito, ¿no es así?
—Sí, pero no se gana lo suficiente para mantener a los chicos.
—¿Cuántos tienes, Esther?
—¿Yo? Sólo tengo dos. Pero mi hermana ha tenido ocho aquí, en Nueva
York. Seis de ellos nacieron después de que la abandonara su marido.
—¿Y cómo pueden vivir?
—Oh, dependen de la Seguridad Social.
—Escúchame, Esther. ¿Cómo una muchacha puede tener todos esos
hijos? Me refiero a que está sola y…
Esther alzó la mirada. Sus pestañas se agitaron despacio, lo mismo que
sus pómulos, como si, de forma reluctante, estuviese a punto de revelar una
profunda y antigua enemistad:
—Ésa es la razón. Una muchacha se siente tan sola…
«Sola —pensó Claire, dubitativa—. Necesito aprender muchas cosas de la
gente, muchas cosas de las que no sé nada en absoluto.»

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Se levantó y se dirigió a la puerta de la cocina. Echó un vistazo a la zona
de hierba donde aparecía una mesa, una hamaca y la barbacoa, todos aquellos
cachivaches propios de los suburbios norteamericanos. Un cardenal se daba
un festín de semillas de girasol, mientras su compañero picoteaba entre la
hierba. De repente, en aquel silencio se oyó una serie de desesperados
chillidos.
—¡Oh, Esther, ven! —gritó Claire—. El gato ha atrapado al cardenal…
¡Ven! ¡Corre!
Esther salió, pero luego retrocedió.
—Es demasiado tarde. No mire —le dijo con sorprendente amabilidad—.
No podemos hacer nada.
Y alejó a Claire de aquel patético montón de plumas escarlata.
—¿Se siente bien, Miss Claire? Parece muy caliente. Le serviré una
bebida fría.
Con curiosidad e incredulidad, la muchacha miró al rostro de aquella
mujer extraña que podía gritar ante la visión de la muerte de un pájaro.

Claire se despertó hacia el amanecer. Una rendija de luz le daba en los


ojos, produciéndole dolor de cabeza. Luego se percató de la existencia de otro
dolor, profundamente arraigado entre la espina dorsal y el estómago. Parecía
tener allí algo anudado con fuerza. Se tocó la frente. Estaba ardiendo.
Entonces recordó todo lo de ayer y se alarmó. ¿Habría salido algo mal? No,
no, seguro que no sería nada. Tan sólo el efecto natural de un procedimiento
antinatural. Al cabo de unos pocos días, se sentiría bien de nuevo.
Se deslizó otra vez en el sueño, apartando la cabeza lo más lejos posible
de aquella luz irritante. Cuando despertó una vez más, las molestias se habían
convertido en un auténtico dolor. Temblaba y tenía la cabeza muy caliente; se
sentía como hueca. No, aquello seguramente no marchaba bien.
Se sentó en la cama en el mismo momento en que Marjorie entraba por la
puerta. Los largos cabellos de la muchacha le caían como una cortina por
encima de los hombros.
—Me habías dicho que me harías las trenzas.
—Claro que sí. Siéntate en la cama.
Claire levantó los brazos. Notaba un enorme peso en los hombros. Se
acomodó mejor en la cama, esforzándose, fingiendo jovialidad.
—¿Qué planes tienes para hoy?
—La madre de Lisa nos llevará a Peter y a mí a la playa.

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—Oh, qué bien…
La gente se preocupaba mucho por aquellos dos niños que no tenían
madre. Niños sin madre. Madres sin niños. ¿Habría sido ella una chiquilla tan
apacible como ésta? ¿O un niño tan afable como Peter? No. Éstos eran, ante
todo, hijos de Hazel. Los hijos de ella serían bastante diferentes. ¿Pero por
qué? Sus brazos se le desmadejaron.
—Me parece que estoy muy cansada esta mañana —dijo—. Tal vez será
mejor que le pidas a Esther que lo acabe ella.
Se deslizó de nuevo en la cama y se adormeció. Cuando se despertó, la
casa estaba silenciosa y tuvo la sensación de que era ya muy tarde.
Dio un traspié fuera de la cama, al mismo tiempo que gritaba:
—¡Papá, papá!
Esther apareció al pie de la escalera.
—Son las diez. Su padre se ha ido a las siete y cuarenta y cinco —le dijo
algo sorprendida.
—¿Y los niños? ¿Dónde está todo el mundo?
—Enoch se ha marchado a su trabajo y Miz Baily se ha llevado a los
niños a la playa.
—Oh, sí. Marjorie me lo contó.
—Está usted enferma —dijo Esther con tono acusador.
—Lo sé. Estoy enferma.
—Ya le dije ayer que me parecía que lo estaba.
—Lo sé. Necesito ver al médico. Voy a vestirme.

—¿Has hecho todo el viaje hasta Jersey en taxi? —repitió Tom Horvath.
—Sí.
Una oleada de dolor conmocionó a Claire y las manos se le pusieron
sudorosas y frías.
—Primero pensé en papá. Luego se me ocurrió algo mejor. Tal vez no
tuviésemos que asustarle con esto.
Tom Horvath la miró con gran seriedad.
—Debe saberlo —manifestó.
—Estoy muy enferma, ¿no es verdad, tío Tom?
—Me temo que sí, Claire. —Su cara tan familiar no parecía
tranquilizadora—. Tendré que llevarte al hospital.
—¿Oh, no puedo quedarme en casa? Dime qué medicina debo tomar y…

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—Vamos, sabes mucho mejor que yo todo esto. Tienes una infección,
querida muchacha. La fiebre te ha subido a cuarenta grados…
—¿Peritonitis?
Le tembló la voz. De repente, la habitación le dio vértigos y vio rayas y
bloques de brillantes colores. Las sillas parecieron doblar las patas. El suelo
tembló, y tío Tom nadó lentamente hacia ella, abriéndose camino entre una
masa de pesada agua.
—Sí, Claire, peritonitis.

—¿Quién te hizo esto, Claire?


—No puedo decírtelo.
Su cuerpo se retorció en la cama. El estómago también le dio punzadas.
¿Alguien le sujetaba la cabeza con un torno? ¿Vomitaba o sólo sentía ganas
de hacerlo?
El rostro de su padre se acercó más. Sus ojos parecieron cerrarse y había
muchas arrugas en su frente. Luego, su rostro se desvaneció. Unas manos
hacían algo. Manos de enfermeras. Delicadas y frías. Voces y ecos sonaban
en el extremo de un largo corredor, o en algún lugar de un vacío auditorio. El
techo daba vueltas como algo que se bambolease antes de caer.
Ella pareció desgarrarse. Las ropas se rompían. Los árboles caían
derribados y los animales aullaban. «No puedo permanecer en este lugar con
tanto ruido, con todos esos sonidos y esas luces brillantes delante de los ojos
—se dijo—. Ah, qué dolor más horrible, aumenta más y más. Sostenedlo,
sostenedlo hasta que pase. ¿Pero pasará? Ahora se desliza a través de algo
oscuro y a la vez brillante. ¡Qué fuego más ardiente y brillante! Se levanta de
nuevo, se deshace y cruje. Se eleva una y otra vez. Ah… ¡Sujetadlo!
Aguantadlo y retorcedlo. ¡Oh, Dios mío…! ¡Cuánto tiempo! ¡Cuánto tiempo
durará!»
Abrió los ojos al cabo de mucho tiempo. ¿Una hora? ¿Un año?
Muy liviana, en silencio, yacía entre nubes, entre la espuma del mar, en un
lecho blanco en un amplio paisaje donde no había sonidos: ¿El país de la
muerte?
La cara de su padre se inclinó de nuevo sobre ella. Parpadeando, miró
hacia él otra vez para asegurarse de que se trataba de su padre.
—¿Qué día es hoy? —susurró ella entonces.
—Martes.
—Dime qué ha sucedido.

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—Estamos ya en el cuarto día y las medicinas han hecho su efecto. La
fiebre ha bajado.
—¿Me pondré bien?
—Sí, gracias a Dios, te encuentras bien.
—Estuve a punto de morir, ¿no es así?
—Sí, Claire.
—Te he causado muchos problemas —musitó Claire mientras volvía poco
a poco a la realidad.
—Seguramente ha sido así. Oh, querida mía, ¿por qué te has hecho esto?
Claire suspiró.
Él deseaba pronunciar un montón de palabras, demasiadas palabras y, al
final, no significarían nada. ¿Cómo comenzar a explicarlo todo?
—Dinos, por lo menos, quién te lo hizo.
—No.
—Claire, tienes la obligación de decírmelo. Este hombre infringe la ley.
—Yo también la infringí al acudir a él.
—Eso es cierto, pero es un auténtico carnicero. Hay que impedir que siga
haciendo cosas así.
—No, es muy hábil, de eso estoy segura. Pero siempre hay un riesgo.
También existe un riesgo cuando operas tú…
—Yo opero para salvar vidas, no para quitarlas…
—No te muestres tan orgulloso, papá. Y no me hagas sentir más culpable
de lo que realmente lo estoy.
—No lo deseo. ¡Pero háblame! No me hagas sentir como una especie de
conspirador entre tú y esa… innominada persona…
—Pero claro que es una conspiración. Debe serlo. Es una conspiración de
confianza —murmuró Claire—. Confié en él para que me ayudara y él confió
en mí para que no dijera nada.
Angustiado, Martin gritó:
—¡No te ayudó!
Él le tomó la mano. La joven sintió la presión de sus manos sobre las
suyas, aunque no tuvo fuerzas para devolverle el apretón. La fría luz del día
se filtraba por las paredes, y a Claire le agradó observar todo aquello.
—Sería bueno el no permitir que las cosas doliesen por dentro —murmuró
la mujer.
—¿Algo te duele, Claire?
Podían comprenderse sus más elípticas observaciones.
Claire respondió:

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—Supongo que siempre existe algo.
—¿No quieres comunicárselo, decirle que vuelva?
—No. —Habló con orgullo—. Ya hizo su elección en el momento
oportuno, ¿no te parece?
—Y tú también —respondió Martin en voz baja.
Le soltó la mano y se levantó.
—Me gusta a pesar de mí mismo. Ya lo sabes.
—Sí.
—Pero odio ese matrimonio. No puedo hacer nada ante este pensamiento.
Así que, en cierto modo, me siento aliviado al ver que no va a celebrarse. Y
también, a causa de que le amas, me encuentro condenadamente culpable por
sentirme aliviado de esta forma. Todo es muy complicado… No puedo
desenmarañar nada…
—No lo intentes. Además, no tiene la menor importancia.
—Tú y yo parecemos hacerlo todo de la forma más difícil posible, aunque
tengamos la mejor de las intenciones.
—Lo sé.
Ella sintió que le acudían las lágrimas a los ojos y volvió impaciente la
cabeza.
—¿Papá? Déjame dormir, por favor. Déjame dormir ahora…

Jessie se encontraba de pie al lado de la cama. Tenía corrido el lápiz de


labios. Debía de haber salido con una prisa espantosa para haberlo hecho de
aquella manera.
—Todo va bien, mamá —dijo Claire.
Pero se percató de que no había vuelto a llamarla «mamá» desde que
estuviera en primer grado.
—Ya lo veo, Claire. Has complicado un poco las cosas, me parece…
—Pensé que estabas en Vermont.
—Y así era. Pero tu padre me telefoneó allí. En mi oficina le facilitaron el
número.
—¿Te llamó?
—Sí. He estado aquí todos estos días.
—¿Así que has visto a papá?
—No. No hay ninguna razón para verle, por lo que he tenido cuidado de
que no sucediera así.

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Como hija de padres divorciados, Claire tuvo durante un momento una
fugaz visión de Martin y Jessie allí delante, juntos de nuevo; una infundada,
inútil y tonta esperanza, que era resultado, no cabía la menor duda, de su
propio agotamiento.
—¿Qué piensas de mí? —le preguntó—. Estoy aguardando tu opinión.
Jessie se la quedó mirando.
—¿Qué deseas que te diga? ¿Que has sido una malvada o una estúpida?
¿O ni una cosa ni otra? ¿O ambas cosas?
—Dime lo que pienses, sea lo que sea.
—No pienso nada. Sólo estoy contenta de verte viva. Aparte de ello, me
siento paralizada por completo.
Entró la enfermera con un vaso y una pajita.
—Aquí tiene limonada. Bébasela, le conviene ingerir cuantos más
líquidos mejor. ¿Puede hacerlo usted sola?
—Yo le ayudaré —intervino Jessie.
Claire realizó las presentaciones.
—Es mi madre, Miss McGrath.
—Oh, Mrs. Farrell, me alegro mucho de conocerla… —respondió la
enfermera, con mucho cuidado de no mirar a Jessie.
Jessie le enderezó la cabeza a Claire. Tenía una fuerza sorprendente en los
brazos, que pareció fluir directamente hasta la espina dorsal de Claire.
—Bébetelo todo —le ordenó.
Cuando lo hubo hecho así, Claire volvió a apoyar la cabeza contra las
almohadas.
—¿Ya te han dicho que, después de esto, ya no podré tener hijos?
Jessie cerró los ojos. Cuando los abrió, su cara parecía sumida en una
profunda tristeza.
—Sí, ya me lo han contado…
La habitación estaba muy silenciosa. Un golpe de un carrito en el
vestíbulo repercutió en aquel lugar como si se tratase de una explosión.
—¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?
—Hubieras podido tener ese hijo —respondió Jessie.
Pero aquello parecía más una pregunta que una afirmación.
—¿Sin un padre? Ya tengo experiencia al respecto.
—Hubieras podido irte con Ned.
—Soy doctora. Tengo que vivir como médico. Soy la hija de Martin
Farrell.
—Comprendo… Tú también tienes tu orgullo. Y también comprendo eso.

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Claire sonrió débilmente.
—Sí, es verdad…
—No siento que no te hayas casado con él. No debería decírtelo. Hubiera
sido una situación muy desagradable…, y no sólo para mí.
—Ya te expliqué que todas esas cosas antiguas no han tenido nada que ver
con nosotros.
—Eso es lo que tú dices. Pero no tenemos necesidad de discutir más, ¿no
te parece? Estoy apenada únicamente porque las cosas hayan terminado de
este modo para ti.
—Es una auténtica locura —respondió Claire, en voz muy baja—, que
habiendo sido educada para salvar vidas, sin embargo haya sido capaz de
eliminar una.
Al cabo de un momento añadió:
—¿Pero qué otra cosa podía hacer?
—No sé decírtelo. Hay muchas cosas que no acabo de comprender.
Muchas cosas que no puedo resolver, y ésta es una de ellas… Y las cosas
siempre serán así…
—¿Sabes lo que siento en este instante?
—Dímelo…
—Pues en que nada de lo que haga después de esto tendrá ya mucha
importancia, como si el mundo estuviera vacío.
—¿Vacío? No, no…
Jessie meneó la cabeza, con lo que sus largos pendientes de oro se
movieron como borlas.
—En realidad, está muy lleno, Claire. Lleno de oposiciones y
contradicciones. Existe la caridad y el odio, el arte y el vandalismo. El amar y
el no ser amado. ¡Oh, Dios mío, está tan lleno de cosas que deseamos y por
las que luchamos…! Y, algunas veces, resulta un auténtico infierno.
Suspiró. Sus ojos vagaron por la estancia. Parecía ensimismada en el
espacio situado encima de la cabeza de Claire, más allá de la ventana, y más
lejos aún.
Luego, echó la cabeza hacia atrás y dijo con voz fuerte y jovial:
—¿Vacío, Claire? Nunca. Muy pronto regresarás otra vez al mundo y lo
descubrirás…

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CAPÍTULO XXX

Judy tenía ya ocho años, y lo primero que Martin había notado en ella fue
su pelo rizado, de la clase que más le gustaba, la que se desliza entre los
dedos. No era una niña muy guapa, pero mucho más interesante que cualquier
tipo de belleza destacaba su brillante humor. O tal vez únicamente le
conmovía por la sencilla razón de que sólo tenía ocho años y estaba a punto
de morir.
La había mantenido viva —él y la mano de Dios— durante once meses.
De una forma aguda y penetrante, recordaba su angustia el día de aquella
primera operación, cuando él y Leonard Max le abrieron el cráneo y
descubrieron aquel granuloso y ya extendido glioma multiforme. Ella le había
preguntado si quedaría bien y podría ir a verla algún sábado por la mañana en
la pista del «Rockefeller Center». Sus padres le habían prometido unas
lecciones de patinaje artístico, pero su pierna izquierda se mostró demasiado
débil durante el pasado invierno. Martin respondió a la niña de forma evasiva,
que tanto podía interpretarse como consuelo o como esperanza, pero no era
mucho de ninguna de estas dos cosas.
Resultaba muy duro mirar aquel rostro infantil y eludir sus preguntas
cuando sabías lo que estaba ocurriendo en el interior de su cráneo.
Naturalmente, no podría patinar nunca más: ya de por sí resultaba muy difícil
el mero hecho de andar. La parálisis afectaba ya todo el lado izquierdo. Había
dejado una abertura en su cráneo, cubierta sólo con cuero cabelludo, para que
el tumor en crecimiento tuviese espacio para desplazarse hacia afuera en vez
de adentrarse más profundamente en el cerebro. Como una semilla en tierra
fértil, el tumor crecía y crecía, hasta que adquirió el tamaño de una patata
rodeada de una nueva proliferación de metástasis. Al cabo de sólo unas
semanas, deberían operarla de nuevo. Y entonces, un domingo por la tarde,
telefoneó Leonard Max.
—¿Martin? Me encuentro en el hospital con Judy Wister. Me han llamado
desde su casa pidiéndome morfina y, como es natural, les he dicho que la

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trajeran aquí en seguida. La presión intracraneal ha aumentado mucho. No
podemos aguardar hasta el lunes.
—Estaré ahí en un momento. Llévala en seguida al quirófano y llama a
Perry, por favor.
—¿Y qué ocurrirá si no le encontramos? Es domingo. Tal vez no se
encuentre en casa.
—Entonces consigue a cualquiera, aunque siempre me siento más a gusto
cuando se encarga Perry de la anestesia.
—Está bien…
Martin odiaba aquella operación. Cuando llegó al quirófano, supo que
todo el mundo se percataría de lo mucho que aborrecía hacerle todo aquello a
la niña. Sabía que él no era como la mayoría de los cirujanos, que conseguían
mantener un frío y profesional distanciamiento. Pero aquélla no era su forma
de ser, nunca la había sido y ya resultaba demasiado tarde para cambiarla.
La chiquilla yacía en la mesa de operaciones bajo las luces. Tan ágil, tan
pequeña, con su carita parecida a la de un mono; se la imaginaba patinando,
con sus piernas como palillos bajo una revoloteante faldita amarilla o roja; la
veía dirigiéndose a su hogar, en un apartamento situado en los más
respetables tramos del Bronx, donde había que apretar el zumbador para
entrar por la puerta principal, y luego atravesar pasillos que olían a cebolla,
hasta llegar a los dormitorios en que dormían cinco niños y donde, a través
del patio, se divisaban los dormitorios de los demás vecinos.
Los padres aguardaban ya en la entrada de la sala. Sabían que la niña
moriría antes de poder llegar a patinar el próximo invierno. Él no se lo había
dicho así, pero comprendían por qué no se lo había manifestado. Y pensó que
los veía regresar a su apartamento sin ella, y cómo la recordarán, en un rápido
destello, con sus patines; veía al padre regresar arrastrando los pies a la
compañía telefónica donde trabajaba, y en la que se afanaba para hacer frente
al alquiler, a la comida, a los zapatos y al dentista. Todo esto pasó por la
mente de Martin mientras recorría los pocos metros que separaban la puerta
de entrada y la mesa de operaciones donde la niña le aguardaba.
Leonard Max ya estaba preparado. Martin se preguntó si para Max había
representado una decepción el hecho de que él volviera, ya recuperado de su
profunda depresión. En caso contrario, Max se hubiera quedado con la
clientela y contratado un adjunto para que le ayudara a él. No obstante,
parecía que era una tremenda injusticia pensar así de Max. Nunca se conocía
bien a las personas. Nunca más se atrevería a alardear de que entendía los

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hechos de la mente humana, incluyendo la suya propia; era algo tan delicado,
tan sutil, tan secreto y precioso…
También llegó Perry y ocupó su lugar. A Martin le dio la sensación de que
jadeaba, como si hubiera acudido a la carrera. Pero resultaba tan buena cosa el
tenerle aquí, a él y a Leonard y a aquellas familiares y competentes
enfermeras…
Así que tomó el escalpelo y dio comienzo a la operación. Seccionó a
través de las finas suturas de seda que él mismo había cosido en el cuero
cabelludo. Como había esperado, brotó la sangre, que fue aspirada por el
succionador automático. Cauterizó los vasos superficiales. Ahora siguió más
allá, más allá, sabiendo, durante todo aquel tiempo, que el tumor estaba
demasiado profundo como para abrigar esperanzas. ¡Cuánto había crecido en
aquellos escasos meses! Como las semillas, después de las lluvias de toda una
semana, había florecido, extendiendo sus raíces y sus ramas, sus tallos y
tentáculos, y a partir de éstos crecían sus fibras más finas y resistentes. No
había solución. Era algo desesperanzador. Pero continuó su trabajo, cortando
a través del amarillo y prominente cerebro y del tumor, tan entrelazados ahora
ambas cosas que parecían una sola entidad.
Obstinadamente, continuó incidiendo. ¿Pero por qué hacía esto? La
respuesta era la misma que la réplica de aquel famoso escalador: Porque está
ahí. Hasta que el último suspiro hubiera abandonado el cuerpo, se hacía todo
cuanto se sabía. Todo cuanto se había aprendido o practicado, se llevaba a
cabo. La teoría siempre era la misma: proporcionar algunos meses más de
vida, para que, a lo mejor, de repente fuese descubierta alguna milagrosa
terapéutica para que, hasta el postrer segundo, aquella chiquilla fuese apartada
de la tumba… Y obrabas así, aunque supieras que era demasiado tarde para
que allí pudiese aplicarse cualquier teoría o tratamiento.
El quirófano se encontraba extrañamente silencioso. Todos recordaban
que aquella niñita ya había estado antes allí. Todos sabían que lo más que
Martin podía hacer esta vez era eliminar cuanto le fuese posible del tumor, a
fin de aliviar la presión del cerebro. Luego cerrarían el cuero cabelludo y
aguardarían a que la protuberancia se formase de nuevo. Tal vez aquello aún
pudiese hacerse una o dos veces más, pero, a continuación, llegaría el fin.
Junto al codo de Martin, los ojos de Perry y su pecosa frente parecían de
cobre bajo las luces. «Como un sacerdote de un antiguo rito», pensó Martin, y
todos los pensamientos que tenía aquel día resultaban muy raros, Perry se
encontraba al lado de los plateados cilindros metálicos del gas anestésico y
del oxígeno, atento al estetoscopio, comprobando el pulso, y anunciando, a

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pequeños intervalos, la presión sanguínea. Aunque inmerso en su propia
exploración. Martin continuaba atento a cuanto le rodeaba, desde las
enfermeras que le tendían los instrumentos hasta las que observaban cómo las
bolsas de gas se contraían y expandían con las inspiraciones y espiraciones de
la respiración de la niña. De repente, pareció haber pasado demasiado tiempo
desde la última vez que hablara Perry.
—Presión sanguínea —preguntó Martin.
Miró por el rabillo del ojo. Perry se encontraba allí con una especie de
mirada ausente y soñadora. Durante un instante, Martin siguió su mirada
hacia la ventana y el firmamento, donde caía la tarde.
—¡Presión sanguínea, Perry! —gritó ahora con dureza.
Y casi al mismo tiempo vio que la sangre de la herida que había abierto se
volvía oscura y azulada.
—¡Por el amor de Dios! —gritó—. ¡Oxígeno, rápido!
Perry dio un salto. Su brazo pareció brincar a través del aire, abriendo uno
de los cilindros y cerrando el otro. El oxígeno se difundió con un suave ruido,
parecido al de un líquido en movimiento. Alzó la vista hacia Martin. ¡Qué
mirada tan extraña e impotente! Por Martin cruzó el pensamiento de que algo
le angustiaba, puesto que los ojos parecían darle vueltas.
Luego Perry manifestó:
—¡Pulso saltón!
—Adrenalina —ordenó Martin.
—No puedo captar el pulso —explicó Perry.
—Oxígeno —ordenó Martin.
—Repito que no capto el pulso —dijo Perry.
A los oídos de Martin aquello sonó como una súplica.
—¡Paro cardíaco!
Se produjo un suave y disciplinado tumulto en la sala. Alguien saltó hacia
la mesa y comenzó a golpear en el pecho de la niña.
—¡Dos ampollas de bicarbonato!
—¡Adelante con la puñopercusión!
—¡Abrid los fluidos!
—¡Abrid la línea intravenosa!
Aquellas órdenes, en voz baja, se repitieron una y otra vez; los brazos y
las manos avanzaron y retrocedieron. La adrenalina fue inyectada
directamente en el corazón; parecían haber transcurrido horas y sólo se trataba
de unos cuantos minutos.
—El electrocardiograma está en meseta —informó Perry.

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Y muy pronto añadió:
—Todo ha terminado.
Alguien aún seguía intentando reanimar aquel cuerpecito, continuando
con el masaje cardíaco a tórax cerrado.
—No —dijo Leonard Max—, eso ya no sirve de nada.
Y repitió también:
—Todo ha terminado.
Se produjo un cansado silencio hasta que Max lo rompió una vez más:
—Tal vez haya sido un acto de misericordia —manifestó con gran cariño
—. No hubiera durado demasiado tiempo.
Martin no respondió. Ya había pasado por aquello antes y volvería a pasar
de nuevo, aunque en cada ocasión representaba una distinta agonía. Y, con su
familiar ademán, se quitó los guantes y los arrojó al suelo.
Salieron del quirófano y se dirigieron a la sala de espera, donde debían
interpretar el segundo acto, el acto de informar a la familia. Anduvieron por el
corredor los tres, uno al lado del otro: Martin, Leonard y Perry. Martin
hubiera querido preguntar: «¿Qué ha sucedido, Perry?» Pero no estaba seguro
de que debiera hacerlo, puesto que ahora reinaba la confusión en su mente,
resultaba todo muy complicado y estaba agotado.
La madre se puso como loca. Estaba allí de pie, con la mano en la boca
mientras los tres hombres se aproximaban. «Posiblemente —pensó Martin
después—, las noticias habían debido verse escritas en sus ojos o en sus
pasos.» Y supo que siempre vería su cara en la larga hilera de aquellas caras
que volvían a su mente durante años y años. Era muy ancha por arriba como
la de un gato, con un delicado y aguzado mentón y redondos ojos pálidos. Su
grito fue el más terrible sonido que pudiera oírse, mucho peor que el grito de
un animal sacrificado o una mujer de parto. Su marido y algún otro hombre
joven, un hermano o cuñado, se la llevó a otra habitación. Las enfermeras
llegaron a la carrera. Alguien la puso una inyección hipodérmica. La cosa
quedó resuelta.
Y Martin volvió a casa para cenar con sus hijos, que no tenían, por cuanto
él sabía, nada que les creciese en el interior de sus cabezas, y estaba muy
agradecido por ello.
Más tarde, en la cama, trató de poner en orden sus pensamientos. ¿Habría
afectado la cianosis a la pequeña a causa del shock quirúrgico, o se habría
equivocado de alguna forma Perry? Recordó que en todo aquello había
sentido algo extraño en Perry. Pero quizá sólo lo imaginara como resultado de
tanta agitación. Todo había sucedido demasiado de prisa para recordar la

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secuencia de los acontecimientos. A veces, pensaba que sería un mal testigo
en caso de un accidente. Había quedado probado que tres personas podían ser
testigos del mismo acontecimiento y facilitar luego tres informes
completamente diferentes acerca del mismo. Así, su mente siguió dando
vueltas mientras se deslizaba hacia el sueño.
Por la mañana, en la oficina, Leonard comentó:
—La tarde del domingo resultó muy desgraciada.
Martin, que en aquel momento estaba despachando en su escritorio la
correspondencia, tuvo la sensación de que Leonard se detenía a medio camino
de la puerta, como si aguardase a añadir algo más.
—¿Has visto después a Perry? —preguntó Leonard.
—¿Después?
—Ayer, antes de irte.
Martin alzó la vista.
—No, me fui directamente a casa. ¿Por qué?
—Había algo raro en él…
Martin aguardó. Leonard se sentó.
—¡Creo, Dios mío, odio decir esto, pero podría jurar que había tomado
una copa de más…!
—¿Sabes lo que estás diciendo, Leonard?
—Estoy casi completamente seguro… No se lo he dicho a nadie más,
Martin, por el amor de Dios… Te lo estoy contando a ti. Habló con uno de los
parientes de la niña, me parece que el tío. Aquel tipo joven que estaba con los
padres. Le vi en la sala, después de que me cambiara de ropa y…, bueno,
hablaba demasiado alto y muchas cosas y… Verás, se trata de un algo sutil,
pero lo detectas, no bebido exactamente, pero…
Martin le interrumpió.
—¿Notaste algo en el quirófano?
—Sólo pensé que…, bueno, pensé que no estaba prestando excesiva
atención. La niña hubiera precisado más oxígeno. Y él no la vigiló como era
debido.
Durante un largo minuto, ninguno de los dos habló. Martin dio unos
golpecitos con un lápiz encima del escritorio. Ciertas cosas volvían ahora a él
con mayor claridad. Perry estaba mirando a través de la ventana; el
firmamento tenía un tono ligeramente rojizo. Sintió los fuertes latidos de su
corazón.
—Ayer era su cumpleaños y estaban celebrando una fiesta en su casa.

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Perry no era bebedor, pero en una fiesta de cumpleaños lo más probable
era que tal vez hubiese tomado unas copas…
—No lo sé —dijo de nuevo Martin.
—Naturalmente, los días de Judy hubieran sido pocos y crueles. Cuando
lo consideras así, no resulta tan penoso. De hecho, resultó algo
misericordioso.
—Es cierto. Indudablemente cierto. Pero no era ésa exactamente la salida
apropiada.
—Me pregunto… —comenzó Leonard.
—¿Qué te preguntas?
—Si debemos…, me refiero a si tú o yo deberíamos…
—¿Decirle algo a Perry?
—Sí. ¿Qué te parece a ti?
—Que deberíamos aguardar. Tal vez nos diga algo. Quizá desee…
Leonard se levantó.
—Está bien. No debemos apresurarnos. Todo es muy vago.
Aguardaremos a que nos diga algo.

Perry dijo:
—Ha sido muy duro lo de esa niña, Martin. Pero supongo que antes de
que comenzaras sabías cómo iba a acabar, por lo que no creo que te
sorprendiera.
—Me llevé una enorme sorpresa —replicó Martin en tono cortante.
Las expresivas cejas de Perry se alzaron en su pecosa frente.
—No comprendo. ¿Esperabas, honestamente, que fuese a sobrevivir a la
operación?
—Claro que sí, y tal vez a otra parecida algunos meses después…
Se encontraban en un pasillo desierto, aguardando el ascensor. No
obstante, Martin bajó la voz.
—Perry, ¿te sentías ayer completamente bien?
—¿Qué demonios te hace preguntar eso?
—Porque, honradamente, he de decirte que no la estabas vigilando bien…
—Claro que sí…
—Pues no creo que fuera de ese modo. Se puso cianótica.
—¿De veras? ¿Y eso no ha sucedido nunca antes?
Una oleada de furia pareció inundar su pecosa frente.
—Sí, pero esta vez yo…

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—¿Qué demonios tratas de demostrar, Martin?
—No intento probar nada. Sólo me pregunto algo. No te excites…
—¿Que no me excite? Cuando, prácticamente, me estás acusando de
negligencia, pretendes que yo…
—No te estoy acusando de nada. Repito: sólo estoy preguntando si puedes
aclararme un poco las cosas. Si unos amigos no pueden hablarse con
franqueza el uno al otro…
En aquel momento llegó el ascensor. Iba lleno. Los dos hombres se
mantuvieron apartados, sin tocarse. Martin fue consciente de la agitada
respiración de Perry. Lamentó haber hablado. Todo aquello había constituido
un espantoso error por su parte. Por eso, Perry tenía toda la razón del mundo
para sentirse herido y furioso. Sin embargo…
Al cabo de tres días, Leonard se presentó en el despacho de Martin.
—¿Te acuerdas del coche de Perry, aquel de importación que se compró
el mes pasado?
—¿Y qué ocurre?
—Tiene el guardabarros delantero completamente chafado. Lo he visto
esta mañana en el aparcamiento. Se lo dije. Le pregunté: «Llevas un buen
golpe. ¿Cómo te lo hiciste?», y me respondió que le había ocurrido el
domingo por la tarde, al salir del aparcamiento, después de la operación…
—Eso no prueba nada —respondió Martin.
—No, pero añade algo más…
Martin no respondió. Se sentía como un detective del tres al cuarto, uno
de esos que escudriñan en los asuntos matrimoniales. Luego pensó en algo y
llamó a Jenny Jennings.
—¿Me acordé de pedirle que mandara flores para los funerales de Judy?
—Sí, lo hizo. Y mandé un ramo de rosas, de parte suya y del doctor Max.
—Estupendo, estupendo. Muchas gracias…
Así que al fin estaba en paz. Ya no habría más vómitos, vértigos y
dolores. Ya no tendrían que afeitarle más la cabeza, suministrarle medicinas y
ponerle vendajes. En paz. Pero yo no lo estoy. De todos modos, no puedo
jugar a hacer de detective, de fiscal y de juez. Es demasiado difícil. Hay que
desechar todo eso. Lo hecho, hecho está.

La supervisora de las enfermeras se encontró con él una mañana en el


vestíbulo y se lo llevó aparte.

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—He recibido una llamada de un abogado, un tal Mr. Rice. Desea ver el
historial clínico de Judy Wister. Esto parece un problema serio.
Así que había sucedido… Ésa fue la primera reacción de Martin.
«Durante todos aquellos años nadie le había demandado por errores clínicos.
Pero era algo que podía surgir durante la vida de uno», pensó lúgubremente.
De todos modos, había hecho cuanto pudo por aquella niña. Ingenuamente sin
duda, hubiera dicho que los Wister no eran unas personas que pudieran
hacerle una cosa así. Parecían adorarle, estarle agradecidos. Y sintió mucha
tristeza.
—Muy bien —respondió, no queriendo mostrarse herido—, supongo que
me ha llegado el turno. Creo que tendré muchas visitas; eso es seguro.
Así que estuvo preparado cuando, unos días después, Jenny Jennings le
informó que un tal Mr. Rice le llamaba de parte de sus clientes, Louis y
Martha Wister, y que deseaba verle a las tres de aquella tarde.
Mr. Rice era un individuo muy llamativo, con cabello brillante y voz
rasposa. «De todos modos, tenía dos golpes en contra», pensó Martin,
sintiéndose algo divertido al comprobar su propia y sorprendente calma.
—Muy bien, Mr. Rice, ¿qué desea saber de mí? —comenzó.
—No deseo saber nada acerca de usted.
—¿No está aquí para demandarme?
—No, no. Mr. y Mrs. Wister especificaron que debía excluirle de
cualquier culpabilidad por la muerte de su hija. El asunto se refiere
únicamente al anestesiólogo. Deseamos su testimonio para demostrar que fue
negligente, como consecuencia de hallarse bajo el influjo del alcohol.
—¡Oh, no! —replicó Martin—. Conozco desde hace años a Perry Gault, y
es el mejor hombre en su campo que cualquier cirujano desearía. Como
ejemplo, puedo afirmarle que no me gusta operar si él no está presente. Es de
toda confianza —se oyó parlotear a sí mismo.
—Eso puede ser verdad, pero resulta que aquel día, en particular, había
bebido. El hermano de Mrs. Wister, Arthur Wagnalls, mantuvo una
conversación con el doctor Gault y olió a alcohol en su aliento. Además, el
doctor tuvo un accidente al salir del aparcamiento, y el dueño del coche con el
que colisionó, opina que, o estaba bebido o no se encontraba bien. No está
seguro de cuál de ambas cosas. También…
Martin alzó una mano. En cierto modo estaba asustado por Perry y
deseaba defenderle.
—Aguarde. Eso no resulta muy apropiado. El tío de la niña no es una
persona imparcial, a fin de cuentas. Y cualquiera puede decir algo acerca de

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otras personas, ¿no le parece? Ahora mismo puede salir de este despacho y
decir que estoy borracho, ¿no es así? Y únicamente sería la opinión de usted.
Mr. Rice sonrió. Era una sonrisa muy conocida y que venía a decir:
«Estoy un paso por delante de usted y no me preocupa lo de prisa que llegue a
correr, puesto que siempre seguiré yendo un paso por delante.»
—Tenemos una persona imparcial, como usted dice. Una de las
enfermeras, Delia Whitman, ya ha prestado una declaración al efecto,
respecto de que el doctor Perry estaba bebido.
—¿Delia Whitman? No había ninguna persona que se llamase así en la
sala de operaciones, y estoy en muy buenas relaciones con todas ellas.
Mr. Rice respondió con mucha paciencia:
—Es estudiante de enfermera. Probablemente, no la conocerá. Atendió a
Mrs. Wister y estuvo presente cuando hablaron el doctor Gault y Mr.
Wagnalls. Después, Mr. Wagnalls hizo una observación acerca del estado del
doctor Gault, y ella respondió que sí, que también para ella resultaba aquello
claro.
Asombrado, Martin recurrió a dar golpecitos en la mesa con su lápiz.
—Además, los hechos registrados durante la operación constituyen una
gran ayuda. La niña se puso cianótica. Se bajó en seguida la anestesia y se
aumentó la dosis de oxígeno, después de que usted, el cirujano, lo ordenara.
El doctor Gault no estaba vigilando debidamente los aparatos a su cargo.
¡Aquello era feo, muy feo! El único otro roce que Martin había tenido con
la ley había ocurrido con ocasión de su divorcio, por lo que salió de aquel
asunto sin estimar demasiado a los abogados. Eran unos charlatanes, sofistas
y pedantes; su objetivo radicaba en engañarte y hacerte decir lo que no
querías.
—No soy abogado —respondió con cierta brusquedad—, por lo que será
mejor que vaya al grano. ¿Qué desea de mí?
—Deseo que sea testigo de los Wister en una demanda por negligencia
contra el doctor Gault.
—No, no —gritó Martin—. Deseo que me dejen al margen de esto. No
tengo tiempo. Soy un hombre muy atareado. Afuera tengo la sala de espera
llena de pacientes. Estoy preocupado por ellos y sólo por ellos.
—Exactamente. Y usted querrá protegerles contra una cosa así, ¿no le
parece? ¿No constituye su deber protegerlos, dado que está usted tan
preocupado por ellos?
Mr. Rice se levantó.

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—No quiero hacerle perder más su tiempo, de momento, doctor. Piense en
todo esto. Una vez lo haga, realizará lo más apropiado. Estoy seguro.
Retrocedió hacia la puerta.
—Le llamaré otra vez.
«Estoy seguro de que lo hará», pensó Martin con enorme disgusto.

Perry tenía una apariencia voluminosa y desmañada en el pequeño estudio


de Martin.
—Siento venir a molestarte con una cosa así —le dijo—, pero me senté
después de la cena y me dije: «¿Por qué no voy a hablar con Martin y
tratamos de todo esto?» Parecemos evitarnos el uno al otro. Fui muy duro
aquel día en la sala, me mostré muy alterado. Pero, como habrás podido ver,
se ha demostrado que tenía razón al molestarme de aquella manera. Lo siento
muchísimo, Martin —acabó.
—Sí. Bueno…
—Naturalmente, sabrás que me han demandado…
—He oído algo.
Estaba seguro de que, al cabo de una hora, lo sabía ya todo el hospital.
Perry se inclinó hacia delante.
—Martin, te seré claro. Había tomado un par de copas. Ya sabes que yo
no bebo mucho. Y si bebo algo, me hace efecto, mucho efecto.
«¡Dios mío!», pensó Martin.
—No debí venir al hospital. Sé que debí decirte algo al respecto, pero la
cosa es que, cuando estás un poco aturdido, bajo una especie de somnolencia,
no sabes que lo estás. Martin…, ¿vas a testificar contra mí? De todos modos
se iba a morir.
Había lágrimas en aquellos amistosos ojos cobrizos y Martin no pudo
soportar el mirarlos.
—No sabes cómo me siento. Esa niña… ¡Si pudiera hacerla volver! Pero
nadie puede. ¿Cuánto hubiera durado? ¿Tres meses? ¿Seis todo lo más?
Cuando se piensa en todo esto, ¿qué diferencia hay?
Martin siguió silencioso.
Y Perry continuó:
—Nunca debiera de haber sucedido y puedes apostar sobre seguro que
nunca más volverá a suceder. Nunca. Martin, ¿qué vas a hacer?
Martin habló con gran cariño:
—No quiero hacer nada que te pueda hacer daño. ¿Debo decirte eso?

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Perry se levantó y comenzó a andar a todo lo largo de la pequeña
habitación; doce pasos hasta la estantería de libros en el extremo más alejado
y doce pasos de regreso.
—Martin, por mí mismo… Oh, no quiero decirte nada grandioso y
manifestar que no me importa, porque claro que sí me importa. Pero lo cierto
es que existe algo más que yo mismo. La verdad es que tengo dos hijos en el
instituto y a Leonore la han de hacer una mastectomía. Una mastectomía
radical, me temo.
—No lo sabía.
—En realidad, lo descubrimos la semana pasada. Y ahora también la
sobrecargaré con esto. Supongo que comprenderás lo que digo. Necesito toda
la ayuda posible por parte de todos mis amigos. Martin, estoy muy asustado.
—Tómatelo con calma, Perry, tómatelo con calma. Las cosas a veces se
arreglan. Queremos ayudarte en este asunto, mantenernos de tu parte.
¿Qué estaba diciendo? Palabras, palabras fáciles, delicadas, amables, pero
que no significaban nada. ¿Cómo iba a ayudarles a salir de aquello? ¿Incluso
qué iba exactamente a hacer? La cabeza le dio vueltas.

Una semana después llegó el abogado de la compañía de seguros de Perry,


que era la misma que la de todos los demás. Aquél sí era un caballero.
Llevaba un bonito traje oscuro y tenía buenos modales. Procedía de la
Facultad de Derecho de Harvard. A uno le gustaría que sus hijos se criaran
como él…
—¿Qué es lo que desea de mí? —le preguntó Martin por segunda vez en
varias semanas.
—Que testifique a favor del doctor Gault. La niña murió por causas
naturales. No existe ninguna prueba de convicción en contraria.
«Convicción», pensó Martin. Semántica. La ley no es más que un
perpetuo retorcimiento de las palabras. ¿Para convencer a quién? Se pasó la
mano por la frente.
—No tengo la serenidad de un abogado —le dijo, disculpándose—. Le
confieso que la cabeza me da vueltas.
—Claro que sí. Permítame que me ponga en contacto con usted dentro de
unos cuantos días, para hablar de cosas más específicas. Estoy seguro de que
podremos sacar las cosas adelante de una forma satisfactoria, y despachar este
enojoso asunto lo más pronto posible.
Y tras sonreírle agradablemente y darle la mano, él también se fue.

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Aquel caso pareció llenar la vida de Martin. Deseó que hubiera pasado ya,
deseó no haber visto nunca a Judy Wister, o a Perry, o a nadie. La cosa se fue
poniendo cada vez más fea, con un creciente sentimiento de venganza. Los
Wister le telefonearon a su casa —aunque su número no figuraba en el listín
—, para implorarle. La madre lloró. ¡No podía reprochárselo! La mujer de
Perry acudió a su consultorio a últimas horas de una tarde, y le acompañó
cinco manzanas en el camino de vuelta a la casa de él, con los ojos
enrojecidos y suplicándole durante todo el camino. Tampoco podía
reprochárselo.
Una tarde le llamó el superintendente del hospital.
—Se dice por ahí que no quiere mostrarse cooperativo con los abogados
de Perry —le dijo Mr. Knolls.
Martin respondió en voz baja:
—No es cierto que no quiera cooperar con ellos. No quiero actuar en
beneficio de nadie. Deseo que me dejen al margen.
—Pero eso no puede ser. Ha de hacerlo.
—¿Por qué? —estalló Martin—. ¡Debo preocuparme por mis propios
asuntos y deben dejarme solo!
En cuanto dijo aquello, supo que constituía una lamentación muy pueril.
Mr. Knolls ni siquiera se dignó responder.
En vez de ello, manifestó:
—Naturalmente, no puedo decirle lo que debe hacer, y tampoco trato de
sugerírselo. No obstante, hace mucho tiempo que nos conocemos, y por ello
tengo la libertad suficiente para hacerle ver algunas cosas que ha pasado por
alto.
—¿Como cuáles?
—Perry lleva ya veintidós años aquí, en «Fisk». Tiene todo un historial
muy distinguido.
—Ciertamente, lo sé.
—Un historial inmaculado. Pero la publicidad de este caso, todos estos
esfuerzos y el daño emocional subsiguiente, pueden arruinar a un hombre
después de tantos años de trabajo.
—Eso también lo sé.
—Y ahora necesita toda la ayuda que podamos brindarle. No le
condenemos. Eso tampoco devolverá, de todos modos, la vida a la niña.
Martin se lo quedó mirando.
—Ya ha sufrido mucho por todo esto. Su esposa padece…

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—Ya me lo ha dicho.
—Muy bien. Entonces no tengo nada más que decirle…
Martin asintió.
—Comprendo…
Empezó a oír cosas desagradables respecto de él.
—Actúa usted como un boy-scout —le dijeron—. El tipo tenía una copa
de más. Todos estamos de acuerdo en que no debió entrar en el quirófano.
Pero nunca había hecho antes una cosa así, y nunca más volverá a hacerla.
Entonces, ¿qué vamos a ganar crucificándole? ¿Qué?
Propósitos. Abstracciones. Toda la vida profesional de un hombre contra
una niña muerta que, de todos modos, también iba a morirse.
—Sólo serás un héroe ante ti mismo, Martin. Perry ganará este caso. Ha
conseguido mucha gente prestigiosa que testificará a su favor. Y la enfermera
de la sala de operaciones está acaramelada con él; ya sabes, aquella rubia
gordinflona… ¿Cómo se llama? Y en lo que se refiere al residente Maudley,
está terriblemente asustado. Dirá lo que se espera que diga. ¿Entonces de qué
te servirá ponerte de la otra parte?
Habló de ello a Tom.
—Algo horrible, horrible —respondió Tom, suspirando y meneando su
grande y leonina cabeza.
Luego prosiguió con mucha cautela:
—Esto te deja en una mala posición. Muy dura para ti.
Martin aguardó.
—Sí. Muy dura. Siempre resulta difícil testificar contra un compañero.
Supongo que no lo sabes porque nunca te ha sucedido. Este asunto parece
haber sucedido por la gracia de Dios —prosiguió mofándose un poco—.
Además, cualquiera puede dar un resbalón en la vida, ¿no te parece?
Cierto. Y Braidburn, hacía ya mucho tiempo, le había prevenido de que no
fuese demasiado rápido en sus juicios: nunca se sabe cuándo vas a ser tú el
que cometa un error fatal. Un error en toda una vida de perfectos servicios…
Por la noche, permanecía despierto dirigiendo unos diálogos interiores
mientras las sombras vagaban por el techo.
«Mañana los abogados llamarán de nuevo. Le diré a Jenny Jennings que
se los quite de encima, pero eso no es algo que se pueda hacer
indefinidamente.
»De nuevo, en el hospital, las miradas eran frías y pétreas. Yo solía
considerar estas cosas de un modo muy sencillo. Se está en un lado o en otro.
El ángel de la verdad contra el monstruo de la corrupción. ¡Pero las cosas no

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son de este modo! En el campo de batalla, los generales pierden a miles de
hombres por malos cálculos, por errores de juicio, por caprichos en su
conducta. Y, sin embargo, no les sucede nada.
»Estás comparando canarios con caimanes.
»No es así. La muerte es la muerte, ya sea la de una persona o la de miles
de ellas. De todos modos, la niña se iba a morir, recuerda eso.
»Pero si no hubiera sido aquella chiquilla, aquel caso; si se hubiera tratado
de un tumor benigno encapsulado, un meningioma, algo relativamente fácil y
Perry tampoco lo hubiera atendido bien… ¿Entonces qué? Entonces hubiera
constituido, igualmente, un desastre.
»Sí, pero no era un caso clínico sencillo. Era la muerte a plazo más o
menos fijo.
»Los Wister no se recuperarán en forma alguna, te pongas de su parte o
contra ellos, o aunque compres un pasaje en un barco, zarpes para China y
desaparezcas. Los médicos más prestigiosos de la ciudad atestiguarán en
favor de Perry. ¡Y tú no harás más que el papel de boy-scout! Perderás a un
amigo y te granjearás más enemigos.
»Conseguirás algo mucho mejor si te muestras dispuesto a testificar en su
favor. Y puedes hacerlo. Tienes un tremendo prestigio, eres muy respetado.
No lo subestimes.»
Así pasaban las largas noches.
Después de la cena, sonó el timbre de la puerta. Llegó Enoch hasta el
despacho, donde Martin se encontraba sentado al escritorio.
—Está ahí una señora que desea verte, papá.
Confió en que no se tratase de la esposa de Perry que acudiese de nuevo a
verle, pero, probablemente, lo sería. Y, de repente, muy cansado, tomó una
decisión. Al fin, se limitaría a decir que «sí». Tiraría la esponja y diría: «Muy
bien, ¿cómo quieren que les preste mi ayuda?» Acabaría con todo aquello.
Volví ría al buen sentido, a la realidad.
No obstante, quien entró fue una chica joven, que luego se sentó. No la
reconoció.
—Delia Whitman —empezó ella—. Ya sé que usted no me conoce. Soy
una estudiante de enfermera de cuarto año.
Tragó saliva.
—Soy la muchacha del caso del doctor Gault.
¡Oh, no, más de eso, no!
—¿Por qué ha venido a verme?

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—Pues…, no lo sé. Quería hablar con alguien, con algún médico. Y
pensé…, las cosas que dicen acerca de usted, las enfermeras… Me refiero a
que usted es un hombre con una gran reputación.
Su voz fue apagada por las lágrimas, por lo que tuvo que sacar un
pañuelo.
—No llore —dijo Martin, forzándose a mostrarse paciente—. Dígame
únicamente lo que tenga pensado…
—Pues… Esto es lo que sucedió. Tras la operación, cuando murió aquella
niña…, llevaron a la madre a una habitación… Lloraba y Miss Hanningan me
llamó a mí para que fuese a ayudar un poco. A quedarme un poco con ella,
¿comprende?
Martin asintió.
—Así que salí al vestíbulo en busca de unos medicamentos, y aquel
hombre, el tío, estaba hablando con el doctor Gault, y me llamó y me
preguntó cómo se encontraba su hermana, y yo le respondí que la íbamos a
administrar algún fármaco, y que lamentaba mucho lo que le había ocurrido a
aquella niñita. Y el doctor Gault comenzó a hablar. Y, doctor, se portó de una
forma espantosamente ridícula. Hablaba en voz alta, no demasiado alta, pero
la cosa es que resultaba algo chocante… Y después, cuando se llevaron a la
madre a casa, el hombre me vio, me paró y me dijo:
»—Ese tipo, ese doctor, estaba borracho, ¿verdad?
»—Supongo que sí —le contesté yo.
»Y él prosiguió:
»—¿Ha olido cómo apestaba a licor?
»Y le respondí que sí, porque ésa era la verdad, y porque también lo había
olido. Y ahora, ahora el abogado del doctor Gault… Es un joven sumamente
agradable, pero sigue dando vueltas en torno de mí y desea que declare que
sólo bromeaba, que había sido el otro hombre el que pusiera aquellas palabras
en mi boca, que yo sólo pensaba que bromeaba…
La muchacha se enjugó los ojos y se sonó las narices.
«Dios mío —pensó Martin—, ¿no acabará nunca este asunto?»
—La cosa es que no sé qué hacer, doctor Farrell. Y tampoco tengo a nadie
a quien preguntárselo. Algunas de las chicas me dicen una cosa y otras me
dicen otra. Y me parece que lo que dicen está de acuerdo con lo que le
gustaría al doctor Gault, y eso es lo que hacen la mayoría de ellas. Y además,
lo que me dicen es que debo velar por mí y procurar que los médicos no se
ofendan conmigo. Y, al parecer, casi todos los médicos están de parte del

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doctor Gault. Por ello, he venido a verle para preguntarle qué cosa debo
hacer.
La muchacha acabó su perorata, haciendo una bola con el pañuelo que
tenía en la palma de la mano.
Le sorprendió a Martin que, en esta narración tan confusa, pudiera
emerger un hilo conductor de una forma tan rápida y tan clara. No tuvo
ninguna clase de vacilaciones para responder a aquella muchacha tan turbada
y honesta.
Su voz fue muy cariñosa y suave:
—¿Y por qué no les dice, simplemente, la verdad?
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —repitió Martin.
Explicaciones y justificaciones no harían más que confundirla una vez
más. Ella había venido para que le diesen una directriz clara, como cuando un
chiquillo, que necesita obedecer, solicita que le digan qué debe hacer. Una
vez que le hubo dado las gracias, con demasiadas disculpas y harto
efusivamente, la muchacha se fue. Resultaba extraño lo fácil que había
resultado decirle lo que debía hacer, y lo difícil que resultaba decirse a sí
mismo lo que él debía hacer también…
Abrió la ventana. El aire de la noche se precipitó sobre él y le bañó el
rostro. Luego se volvió y se dirigió al tocadiscos, donde había dejado un
disco, la sinfonía de la Reforma. Durante largos minutos permaneció allí
escuchando, mientras sus ojos sin enfocar, descansaban en el firmamento, por
encima del río. La música era una especie de rendija de luz. Constituía una
gran plegaria y su respuesta.
Y de una forma absolutamente absurda, le pareció que la voz de su padre
se mezclaba con aquella música.
De repente, todo resultó muy simple.
Se dirigió al listín telefónico. Un placentero joven de la Facultad de
Derecho de Harvard viviría en algún lugar de Manhattan, o del East Side. Sí,
aquí estaba. Tal vez fuera mejor hacerlo ahora, acabar con ello antes de la
mañana y poder así dormir tranquilo aquella noche.
«Estoy muy cansado —pensó de nuevo—. Hace mucho tiempo que no
duermo bien.»
Y descolgó el teléfono.
—Aquí el doctor Farrell —empezó—. Siento molestarle a esta hora y en
su casa, pero procuraré ser lo más breve posible… Ya he tomado una
decisión. Y ha sido una decisión muy penosa… Deseo que sepa cuál es, y

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confío en que, a lo mejor, encuentre la forma de hacérsela saber al doctor
Gault… Pero…, no puedo, simplemente no puedo ayudarle… No podría
hacerlo y continuar tan tranquilo después…

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CAPÍTULO XXXI

Martin, una vez se cambió la bata blanca por la ropa de calle, miró por un
momento hacia la puerta del salón de los médicos. Esto le recordó las
entrevisiones que aún tenía de aquellos clubes londinenses, donde unos
hombres viejos dormitaban en sus sillones de cuero de color castaño. En las
paredes había unos aguafuertes de Piranesi, que representaban unas quebradas
columnas clásicas con unas enredaderas trepando por sus fustes. ¿Por qué los
dentistas y los médicos parecían mostrar predilección por unas columnas
clásicas derribadas?
El joven Simpson, que siempre estaba de buen humor, le interpeló:
—¿Vuelves al despacho tan tarde, Martin?
—No, aguardo a mi hija. Tenemos que ir a una fiesta en Island.
—Que lo pases bien —concluyó el joven Simpson.
Camino de la calle, en el ascensor, Martin sintió aún aquella sonrisa en su
boca. Resultaba notable cómo hasta la más casual prueba de ser apreciado y
aceptado podía refrescar y apoyar a un hombre. En lo que se refería a los
enemigos, difícilmente podías atravesar a lo largo de la vida sin reunir
algunos. Y se acordó, a su pesar, de Perry, que tras haber ganado el juicio sin
la ayuda de Martin, le ignoraba en cualquier lugar en que diese la casualidad
que se cruzasen; y de aquellos otros, cuyo saludo, si es que lo había, resultaba
tan perceptiblemente frío.
En el vestíbulo esperó a Claire. La rotonda resultaba solemne, como si se
tratase de un edificio de la antigua Roma. Una nueva placa de bronce, con
más brillo que el resto, desplegaba los nombres de los benefactores más
recientes. Estaba allí leyendo los nombres casi mecánicamente, cuando
apareció su hija. La observó antes de que le viera a él. Su cara estaba muy
seria y, en cuanto divisó a su padre, quedó transformada por una sonrisa.
«¿Real o fingida?», se preguntó.
—Semeja algo parecido a «Dun & Bradstreet», ¿no es verdad, papá?

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—No me gusta este vestíbulo —dijo—. Es pomposo. El instituto dará una
impresión por completo diferente.
Claire le dio unos golpecitos en el hombro, como si dijera: «Sé que eso
ocurrirá en el cenit de tu vida.» Y salieron a una benigna tarde primaveral y
anduvieron hacia la zona de aparcamiento.
—Ya está edificado hasta el segundo piso —observó Claire, mientras
pasaban ante la nueva construcción en el extremo de la manzana.
—Según el plan previsto. Sí, entrará en funcionamiento dentro de un año
a partir de este mes.
Por el bien de una oscura y alocada dignidad, Martin trató de borrar el
júbilo de su voz. Hacía dos meses que habían puesto la primera piedra, un
gran trozo de mármol de color castaño violeta empotrado en una hilera de
granito. Se había formado un comité para seleccionar aquellos artefactos que,
en algún distante e inimaginable siglo, serían descubiertos cuando la ciudad
no fuese para entonces más que un montón de ruinas. Y, como siempre,
Martin pensó en un poema de cuando era escolar: «Mi nombre es Izimandias,
rey de reyes. Mira mis obras, mi fuerza y desespérate.»
De todos modos, el texto de Braidburn ya había pasado, según pudo
comprobar. Ahora, con casi cincuenta años y pasado de moda, seguía siendo
aún valioso por proceder del gran precursor. ¡Pasado de moda! Cada cinco
años, un libro de texto quedaba anticuado, hasta tal punto era fantástica la
explosión de los conocimientos médicos, la proliferación de ellos al igual que
las hojas en un bosque tropical.
Pensando en voz alta, como a menudo hacía cuando se encontraba en
compañía de Claire —le complacía, además, que ella no considerara extraño
que él obrara así—, prosiguió:
—La medicina constituye el campo intelectual que más desafíos presenta.
Más que cualquier otra ciencia, en cuanto a mí se refiere, más incluso que la
exploración espacial. ¿Y qué es más importante que la Humanidad? Cada
paso, cada avance, te aguza el ingenio para no pensar más que en el paso
siguiente. A veces, imagino que un compositor debe experimentar algo
parecido cuando una sinfonía se despliega en su mente…
Y por alguna razón, Judy Wister le volvió de nuevo a la mente, aquella
cosita tan flaca y confiada que había yacido bajo sus manos. Recordó al
abogado, a aquel joven tan afable y bien vestido que le había dicho:
—Usted es un hombre muy meticuloso, doctor. A pesar de todo…
¡Meticuloso!

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¡Nunca se podría lograr que desapareciese el sufrimiento del mundo!
Incluso en aquel corto paseo, en aquellas pocas manzanas de distancia, se
veían sus símbolos: una andrajosa anciana que murmuraba cosas para sí
misma; un perro callejero y flaco que husmeaba en un cubo de basura; un
joven de enjutas y sombrías mejillas, que salía por la boca del Metro.
¡Nos llevan y nos traen! Alardeamos de libre albedrío, y naturalmente esto
es un hecho, ¿pero qué decir de los accidentes, de los encuentros casuales, del
tiempo, de la salud, de la auténtica suerte de la selección genética? Por
ejemplo, otro día cualquiera, Hazel, aun dando por supuesto su forma de ser
—y tampoco doy por sentado que ni ella ni yo supiéramos cómo era en
realidad—, podría no haber obrado como lo hizo. Se trató de aquel momento
exacto, de aquel día en particular. Podía pensar ahora en esto, incluso hablar
de ello, aunque raramente lo hacía, sin experimentar aquella terrible sensación
interior.
Subieron al coche y Martin se puso al volante.
Claire suspiró.
—No puedo decir que me agrade demasiado asistir a esa fiesta de los
Moser.
—Me haces un gran favor. Ya sabes que me gusta exhibirte por ahí.
Además, no te hará ningún daño que te conozcan. No se puede uno quedar en
el umbral del mundo.
—La gente que se encuentra en aquel lugar…, son tan derrochadores.
—Los Moser son una gente muy decente —protestó Martin.
—Ellos tal vez lo sean, pero las personas que se ven por allí parecen
irreales. Tienes la sensación, o, por lo menos, yo sí la tengo, de que todos
buscan algo…
—Todos «buscamos algo». Necesitamos que nos reconozcan, apartarnos
de la muchedumbre…
—No te preocupes por mí —le respondió Claire—. La verdad es que
estoy muerta de hambre, y me muestro muy irritable en esos casos…
Martin respondió:
—Pues el más irritable de todos era tu abuelo. Tenía el apetito de un
oso…
—Pues ésa será una cosa más que me guste de él. Siempre estás diciendo
que soy igual que él.
Martin la miró con fijeza.
—Sí, así es. No te importa un ardite la forma en que te vistes. Será mejor
que te sujetes ese botón; pende de un solo hilo.

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—¡Maldita sea! —respondió Claire.
Se arrancó el botón y se lo guardó en un bolsillo.
—Ya sabes, me gusta mucho la forma en que vivía: tan sencilla, sin
pretensiones…
—No sabes de qué estás hablando. Era una vida tan dura que no puedes ni
llegar a imaginártela.
Siguieron conduciendo en silencio durante un minuto o dos, durante los
cuales, en un dulce recuerdo, Martin vio de nuevo aquellos campos cubiertos
de nieve y aquellas pobres y sombrías casas, sintió el frío brutal, sintió la voz
de aquel amable asceta, tan devoto de su labor, y de la esposa que tanto había
pagado por compartir aquella devoción.
Claire preguntó:
—¿Te ha enviado el ortodoncista el informe del diente de Marjorie?
—Sí. Necesita que le hagan ese arreglo. Empezarán el mes que viene.
Eres tan espantosamente buena con los chicos, Claire, con tantas cosas como
tienes que hacer. ¿Te lo agradezco con la debida frecuencia?
—No tienes por qué hacerlo. Son muy buenos chicos. Peter, tan cariñoso
y tan serio, y Marjorie, que es ya toda un ama de casa.
La voz de Claire reflejó un tono divertido.
—Juraría que ya sabe más de tener una casa arreglada de lo que llegaré a
saber yo en toda mi vida…
—Ella es como… —comenzó Martin, pero luego se calló.
Por un instante, se había olvidado de que Hazel estaba muerta. Pensó en
otra cosa.
—Se me había olvidado decirte algo. ¿Conoces a aquel hombre de Salt
Lake City que operé el invierno pasado? ¿Uno que tiene, a medias, la
propiedad de una mina de cobre? Pues bien, he recibido hoy una carta suya.
Le estuve hablando del instituto, y no respondió ni una palabra, pero ahora, en
su carta, desea saber cuánto necesitaríamos para pagar una sala de
operaciones. ¡Toda una sala de operaciones! ¡Imagínatelo!
—Un auténtico P. A. —respondió Claire.
—¿Un qué?
—Un paciente agradecido… Y, realmente, tienes un montón de ellos, más
que ningún otro…
Ahora pasaban por un laberinto de autopistas, ante un amasijo de casas de
apartamentos de veinte pisos de altura; y aquellos racimos de casas parecían
islas en un mar de coches. Aquella multitud le infundió a Martin una vaga

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melancolía. Luego, mirando por encima de Claire, se percató de que esa
melancolía era a causa de ella…
Aquellos días se veía en ella algo remoto. Oh, era tan habladora como
siempre, tan entusiasmada con su futuro al lado de él, apreciaba tanto las
cosas… Pero había… algo más. Y no valía la pena hablarle al respecto,
puesto que se negaría a hacerlo. «Era algo parecido —reflexionó— a lo que
me pasa a mí, que soy incapaz de hablar acerca de Mary. Especialmente
ahora, después de lo de Hazel… A veces me asaltan pensamientos, un deseo
de ver de nuevo a Mary, y mi mente se me va, se me desconecta. ¡Y lo mismo
le debe pasar a mi hija, respecto del hijo de Mary!»
Las casas de apartamentos cedieron su lugar a unas casitas, hilera tras
hilera, todas muy parecidas, entre aquellos campos desnudos, sin árboles.
Cochecitos de bebé y triciclos aparecían esparcidos por sus reducidos
jardines. Cada casa debía de albergar, por lo menos, dos niños pequeños; y en
cada casa, una mujer viviría una existencia tan diferente a la de Claire… Se
preguntó si podría aún tener algún hijo y, en caso contrario, cómo la afectaría
aquella carencia. También le hubiera gustado hablar de todo esto, pero
tampoco se atrevió.
Los suburbios dieron paso, finalmente, a la zona residencial. Aquí había
mucho espacio entre las casas. Detrás de los muros de ladrillo y de las puertas
de hierro forjado, los frondosos árboles estaban en flor, por lo que la tierra
quedaba velada en una especie de encaje de verdor. Cuando el automóvil de
Martin comenzó a rodar por la entrada de coches de Moser, tuvo al fin que
detenerse entre varios «Mercedes» y «Rolls-Royce». Los chóferes estaban por
allí charlando. Desde el lado de la casa que daba al mar, un coro de pajarillos
no hacían más que gorjear. Y Martin, movido por alguna antigua nostalgia, se
detuvo para escucharlos.
—Otra primavera —anunció—. Cada año, me alegra seguir vivo para ver
una nueva primavera.
Por el césped había esparcidos centenares de narcisos.
—Están aclimatados —observó Claire.
Y Martin pensó: «¿Cuándo he visto esto antes? En algún lugar, muy lejos
de aquí…»
Y, de repente, recordó el césped de Cyprus y a su padre que decía:
—No suelen crecer aquí. Alguien los habrá puesto ahí.

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Hacía calor. El amontonamiento de la gente, el fuego encendido debajo de
las repisas de aquellas chimeneas talladas y el buen escocés, producían una
cordial calidez. Aquellas conversaciones constituían una inútil pérdida de
energías, como Claire había observado, pero, de todos modos, resultaba
bueno encontrarse aquí. Martin estaba de pie con su pequeño platillo de
canapés y su copa, escuchando los estribillos de tres conversaciones a la vez.
—Ha levantado dos pisos en su nueva ala en Tulsa. Petroleros,
naturalmente —decía alguien.
—El primo de mi esposa pertenece ya al consejo de administración, y eso
ayuda mucho. Francamente, sus compañeros de promoción no han
conseguido una cosa tan buena…
—No tenía tiempo ni para lavarme entre el almuerzo y mi lección de
tenis…
Claire había encontrado a una joven pareja a los que conocía. Se
encontraban en el extremo más alejado de la estancia. Martin quedó aliviado
al ver que había dado con alguien de su edad con quienes conversar. Aquí, la
mayoría de las personas eran ya muy maduras para ella, como ya había
previsto que ocurriría. La observó con su sencillo vestido entre tanta gente
bien vestida. Gente distinguida. Pensó que esperaba muchas cosas de ella.
Honores académicos, sí, ya los tenía; y estaba muy orgulloso cuando se
acordaba de todo esto. Pero necesitaba algo más, pensó de nuevo; no debía
encontrarse sola. Él sabía que los hombres iban tras ella; pero su hija no
parecía preocuparse mucho por ellos…
Bob Moser llegó a su lado con un vaso en la mano.
—¿Lo pasas bien?
—Mucho. Es una fiesta muy espectacular, como siempre…
—Me gustaría hablar contigo un momento, si no te importa. Vayamos a la
biblioteca; se está muy tranquilo allí.
Se acomodaron. Por encima de la cabeza de Moser, se veía una hilera de
trofeos de golf, y por encima de ambos aparecía una estantería repleta de
libros encuadernados en fina piel. Daba la impresión de que Bob estaba
estudiando a Martin. Se produjo una rara pausa, la cual Martin encontró
necesario llenar.
—Esta casa parece muy apropiada para dar fiestas —comentó encantado.
—Sí —respondió Moser.
Se quitó las gafas, lo cual reveló unos ojos cansados.
—Supongo que éste no es el lugar más apropiado para lo que tengo que
decirte. Había pensado llamarte por teléfono, pero no se puede hablar de una

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forma conveniente por teléfono. Y luego pensé que sería algo adecuado que
comiéramos juntos, pero como estás siempre tan atareado…
Martin se puso en guardia.
—Hace mucho tiempo que somos amigos, Martin…
Martin asintió.
—¡Dios mío! No sé cómo empezar…
La boca de Moser se retorció como si estuviera a punto de echarse a
llorar.
—Me siento del mismo modo que debes sentirte tú, cuando debes decirle
a una familia que el paciente ha muerto.
Aquel rostro tan familiar se entenebreció y Moser cerró los ojos.
Alarmado, Martin preguntó:
—¿Alguien está enfermo? ¿De qué se trata, Bob?
—Deseaba ser el primero que te lo dijera. No quiero que te lo digan
fríamente, en una reunión, o por carta, o como quiera que hubiesen pensado
hacerlo.
De repente, Martin supo de qué se trataba. Pensó: «Es una locura, pero sé
qué va a decirme.» Depositó el vaso encima de la mesa y aguardó.
—¿Conoces al doctor Francis? ¿A Stanley Francis?
—De San Diego. Me he encontrado con él en algunas reuniones…
—Sé que es un buen hombre y que ha hecho un buen trabajo.
—Sí, es jefe del departamento de allí. Tiene mucha técnica…
—Es muy parecido a ti. Una especie de duplicado de ti mismo, si se me
permite decirlo, sólo que más joven.
—Sólo unos cinco o seis años…
—Sí, pues bien…
Moser se levantó del sillón. Un gran globo terráqueo se levantaba en un
rincón y puso una mano encima, cubriendo con sus extendidos dedos el mar
de Bering y el cabo Norte. Hizo dar unas vueltas al globo.
—¡Dios santo, Martin! Hace dos noches que no duermo. Se ha decidido,
es aún confidencial, como es natural, pero los administradores tuvieron una
reunión anteayer, y quedó ya decidido, el hecho es… ¡Al diablo con todo!
Ofrecieron la dirección del instituto neurológico a Stanley Francis, y éste ha
aceptado. Éste es el asunto, dicho en pocas palabras.
Y dio al globo terráqueo un fuerte impulso, que le hizo crujir mientras
daba vueltas, al tiempo que se apartaba del mismo y se situaba dando la
espalda a Martin.

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Martin tembló. Aquella estancia le dio una sensación de irrealidad. El
murmullo de las voces de la habitación contigua se hizo de pronto muy
remoto, como los ruidos apagados que se oyen cuando uno se tapa los oídos
con las manos.
—Comprendo —dijo—, comprendo…
Moser se volvió hacia él.
—Sangre nueva —le dijo torpemente—. Ésa es la razón que dieron a este
asunto para que pareciese más convincente. Y no se puede hacer nada para
convencerlos… Era algo tuyo, por auténtico derecho…
Dio un puñetazo en la otra palma de la mano.
—Eres tú quien ha soñado con ello y el que ha trabajado para su
realización; tus pacientes han facilitado fondos para el instituto; eres tú quien
ha establecido el programa de enseñanzas, has atraído a hombres jóvenes para
que se formen y formen a los demás. Era para ti…
—Sí —respondió Martin, sintiéndose muy débil—. Sí, así era…
—Me siento mal de verdad… —gritó Moser—. Pero Dios sabe que lo he
intentado… ¡Lo he intentado! Estuve allí dos horas rompiendo una lanza en tu
favor, Martin. Y deseo que sepas que la votación fue auténticamente muy
reñida… No creo tener derecho a decirte lo que votó cada cual, pero…
—No tienes por qué hacerlo —repuso Martin, al tiempo que respiraba con
fuerza—. Ya casi lo sé…
—Supongo que así es. Bien, Martin, te has creado muchos enemigos.
¿Qué voy a decirte? Te has hecho enemigos. Tú mismo te los has forjado. —
Moser hablaba ahora encolerizado—. No deseo repetirlo una vez más; no
quiero añadir más sal a esas heridas, pero no puedo hacer nada. Te portaste
como un loco, como un condenado loco…
—¿Lo crees así?
—Así lo creo. Toda la experiencia de mi vida me lo dice de ese modo. Me
dice que hay que ser siempre el número uno…
—Tal vez tengas razón. Pero ya no sé nada. Ha llegado un momento en
que no comprendo nada…
—Sí. Pero lo mandaré todo al infierno y te respaldaré. ¿Qué vas a hacer?
—En primer lugar, recuperar mi equilibrio. La cabeza me da vueltas.
—¿Quieres otra copa? ¿Un coñac?
—No, no es eso lo que necesito, muchas gracias.
—¿Quieres echarte un rato?
—No, no. Estoy muy bien, Bob. Me pondré bien en seguida.
—¿Quieres que llame a Claire?

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—No, no, estoy muy bien, Bob. De verdad…
Moser pareció dudoso.
—¿Positivo?
—Positivo. Déjame. Por favor, déjame solo.
—Está bien. Volveré luego… Martin…
—¿Sí?
—Tal vez puedas dedicarme una hora para comer juntos un día de éstos,
especialmente…
Sobre todo ahora que ya no me tengo que preocupar por el instituto. ¿Es
eso lo que quieres decir?
Martin respondió:
—Claro que sí, Bob, lo haré…
Las puertas-ventanas daban a una terraza.
Estaban entreabiertas. Al cabo de unos largos minutos, se levantó del
sillón y salió afuera.
Las luces de la casa extendían sus dorados dedos entre los árboles tan
queridos y cuidados por Moser. Más allá de aquel pequeño enclave de luz y
seguridad, nacía una ignota oscuridad, el agua amenazadora que gorgoteaba
entre las rocas por debajo de los acantilados. Y por encima de todo aquello, se
encontraba un vasto y frío firmamento.
Un mundo de peligro. Coges un avión y éste se estrella entre llamas, como
ocurrió el mes pasado, un avión lleno de gente que se iba de vacaciones, con
sus cámaras y sus trajes de baño nuevos. Vas a nadar en un agua cálida, y
debajo de aquel tibio y brillante índigo, está al acecho un tiburón. Sales a
pasear hasta la estafeta de Correos y a la tienda del zapatero remendón,
caminando apaciblemente y al azar, mientras durante todo aquel tiempo un
cáncer crece en secreto dentro de ti, con la corrupción y la muerte aguardando
en silencio a que les llegue su hora. Es un mundo de peligros. Sólo puedes
depender de ti mismo, y a veces ni siquiera de eso…
Anduvo hasta el borde de la terraza y se inclinó en la balaustrada, mirando
hacia las escalinatas a la italiana que descendían y que formaban una
imitación de la Villa d’Este, en las afueras de Roma. Y aquella ostentación, a
la que se había acostumbrado de una forma moderada, le hizo tiritar ahora
como le había sucedido cuando era más joven.
Más allá de las terrazas crecía la hierba de la zona pantanosa, en la cual
los pájaros seguían piando. Seguirían allí durante mil primaveras, mucho
después de que las terrazas se hubieran caído y las balaustradas derruido.

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«Mira mis obras, mi poder y desespérate.» Pensó: «Debería estar lleno de
odio, pero no lo estoy. ¿No resulta esto extraño?»
Comenzó a llover y escuchó cómo los chóferes que estaban detrás de los
arbustos corrían hacia los coches. Desde la profunda protección del umbral,
Martin permaneció en un trance fruto del agotamiento, observando las ramas
que se inclinaban a causa de las ráfagas y contemplando la espesa lluvia que
caía. Era casi tropical, aquella forma de caer, de forma tan rápida que parecía
no moverse en absoluto, como si se tratase de una sólida y luminiscente
cortina tendida entre él y el mundo exterior. Pensó de nuevo: «Debería estar
lleno de odio. ¿Por qué no lo estoy?»
—Te he buscado por todas partes —le dijo Claire—. ¿Qué has estado
haciendo aquí en medio de la lluvia?
—Está amainando. He estado oliendo la primavera en el aire.
—Pensé que, seguramente, te encontrarías donde estaba la comida. Han
preparado una estupenda crema de langosta, que no se parece en nada a lo que
os sirve Esther en casa. ¿Qué es lo que te ocurre?
—¿No te excitarás si te lo cuento?
—Estás pálido… ¿Te encuentras enfermo?
Martin se lo explicó. Claire se apoyó contra el muro como si la hubiesen
golpeado.
—¡No! ¡No puedo creerlo! ¡Simplemente, no puedo creerlo!
—Pues debes creértelo. Es verdad…
—¡Qué bastardos! ¡Qué asquerosos bastardos! Está relacionado con aquel
juicio, ¿no es verdad? Has traicionado al club, a los buenos y antiguos chicos
a la vieja corbata de la escuela… —Claire comenzó a llorar.
—¡No, Claire, no! No lo merece…
—¡Sí, claro que sí! ¡Claro que lo merece! ¡Los mataría a todos! Es
inmoral, es obsceno. Y me siento tan desvalida…
—Por favor, Claire, no… No te lo tomes así…
—¡Pero, papá, te lo habías ganado! ¡Te lo merecías!
«Sí, me lo merecía —pensó—. ¡Dios mío, cómo duele una cosa así! Duele
como si te clavaran un cuchillo. Un castigo porque hice lo que yo sé, y ellos
también saben, que era lo decente. Sin embargo, no parece tanto un castigo
como me hubiera imaginado hace una hora o dos…»
Y reflexionó:
—¿Sabes? No me encuentro tan aplanado como cabía esperar…
—Eso vendrá después.
—No lo creo así.

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—¿Por qué? Toda tu vida, por lo menos desde que te conozco, te he oído
hablar del instituto neurológico.
—Y así será, ¿no crees? Constituirá algo que florecerá y donde yo
trabajaré, aunque sin el status y el nombre. Eso es todo.
—¿Eso es todo? Pues yo sí me siento hundida, si es que tú no lo estás…
¿Por qué no reaccionas y luchas? ¿Por qué no lo hace también Mr. Moser y
lucha por ti?
—Eso no sería conveniente. Él ya ha luchado. Y uno ha de aprender a
perder con cierta dignidad…
—Eso no es más que fatalismo oriental. Resignación. Ésa es la razón de
que no se consiga nada en todos esos países. Están resignados a la miseria y a
la carencia de todo.
—No me siento un miserable, querida. De todos modos, no hablo de
resignación. Hablo de aceptación, y ahí radica la diferencia.
—¿Sí? ¿En qué?
—Aceptas que no puedes cambiar. Resulta algo bueno de aprender,
Claire.
—¿Quieres decir que yo necesito aprenderlo?
Pensó que rezumaba cierta amargura. ¿O serían tal vez imaginaciones
suyas?
Y respondió con cariño:
—Sólo quiero decir que es una buena filosofía. Empléala como te parezca
más conveniente.
Claire continuó con la cabeza apoyada en la piedra. Con los ojos cerrados,
su cara resultaba clásica. Transparentaba elocuencia. ¡Qué bendición era para
él tener una hija así! No debería permitirse el mostrarse demasiado orgulloso
de ella, o demasiado preocupado por ella, si ello le era posible. No existía
nada que no pudiera ser arrebatado. En la actualidad, ya debería saberlo.
Entonces pensó: «Tal vez, después de todo, ahora tenga más tiempo. Me
privaré de la gloria, pero también me privaré de un sinfín de comités y de toda
la pérdida de tiempo de trabajo administrativo. Tendré más tiempo para
enseñar…, para enseñar a Claire. Más tiempo para un tranquilo trabajo de
laboratorio, como durante aquellos años, hace ya tanto tiempo, en Londres,
allá en el sótano con el viejo Llewellyn.»
Y se quedó contemplando melancólicamente los árboles, que ahora
goteaban poco a poco pues la lluvia había cesado, y el cabrilleo de las luces a
lo largo de la costa.
Claire murmuró:

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—¿Sabes quién se pondrá furiosa por todo esto? Mamá.
—¿Lo crees así?
—Sí. Ya sabes que ella siempre afirma que tú has nacido para grandes
cosas. Que eres un ungido, de la forma en que ella habla.
—¿Todavía habla acerca de mí?
—No acerca del hombre, pero sí acerca del médico…
—¿Cómo se encuentra? —inquirió Martin—. No lo suelo preguntar muy a
menudo.
—Está muy bien. Ganando mucho dinero. Atareada todo el día y la mitad
de la noche…
Desde algún lugar de la estancia que tenían detrás, les llegó una ráfaga de
carcajadas. «Qué curioso —pensó Martin—, pero yo nunca formo parte de los
que ríen. Estoy en el borde del círculo y mirando hacia él. Y siempre lo
estaré.»
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Claire, al igual que antes lo había
hecho Moser.
¿Qué pensaban que iba a hacer?
—Irme a casa, en primer lugar —respondió.
—Está bien… Pues salgamos de aquí.
—¿No deberíamos entrar para darles las buenas noches y despedirnos?
—¡Al infierno con todos ellos! —respondió Claire—. Con tanta gente
como hay no nos echarán de menos.
Claire le cogió de la mano y echaron a andar hacia el otro lado de la
hierba.

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Libro sexto

OCASIONES Y MOMENTOS

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CAPÍTULO XXXII

Durante todo el invierno, Jessie la había estado reprendiendo:


—Trabajas demasiado. No descansas ni siquiera en tus días libres, cuando
das paseos por ahí con todos esos hijos de tu padre…
Lo cual resultaba cierto, puesto que Claire, al igual que cualquier otro
internista, estaba sobrecargada de trabajo. No resultaba infrecuente pasarse
veinticuatro horas sin dormir y, cuando al fin se podía dormir, resultaba algo
parecido a estar drogado. Una vez se había encontrado tan exhausta que
comenzó a reírse por nada y no fue capaz de detenerse. Sin embargo, todo
aquello resultaba previsible. Nadie se quejó con demasiada seriedad.
Pero en cuanto se refería a los niños… Simplemente, Jessie estaba celosa.
Desde la muerte de Hazel, Claire había sentido con intensidad su necesidad de
pasar horas con pacientes infantiles: museos, paseos y tratamientos a base de
helados. Una vida como la que llevaba Martin la pagaba inevitablemente la
familia. Él trataba de cuidar de sus hijos, pero le resultaba muy duro: disponía
de muy pocos ratos libres y, al no haber pasado con ello demasiado tiempo,
sus intentos iniciales resultaron muy difíciles.
Ahora, asimismo, dada su propia pérdida —¿debería llamársela así de
forma eufemista?—, había sentido con más agudeza, no sólo las necesidades
de los niños, sino también ciertas dificultades que abrigaba en sí misma. La
buena salud de los niños, que aún se veían apartados de las horrendas agonías
de la edad adulta, proporcionaba un básico consuelo. Era algo parecido a la
comida caliente, a la leche con pan después de una grave dolencia.
Todo esto cruzó por su mente durante una mañana de permiso, mientras se
hallaba en la sala de operaciones contemplando cómo operaba Martin. Éste le
había sugerido a su hija que debería observar tanta neurocirugía como le fuese
posible, para tener una cabeza de ventaja cuando comenzase el año próximo.
Así que ahora se encontraba entre un grupo de residentes, internistas e incluso
estudiantes de cuarto año, a los que les gustaba acudir a los quirófanos cuando
actuaban en ellos los cirujanos de primera fila. Sus ojos iban de un rostro a

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otro: tocios mostraban una expresión absorta de total interés y respeto. Sus
ojos se dirigieron también a Leonard Max y permanecieron cariñosamente
fijos en él. Había quedado tan afectado por la derrota de Martin, que había
jurado se negaría a operar bajo la dirección de aquel nuevo hombre llegado de
California. Afortunadamente, y para bien de la estupenda y joven carrera de
Max, Martin había sido capaz de disuadirle de tan maravillosa, pero poco
práctica, tenaz lealtad.
Y Claire sintió un escalofrío de orgullo: despojar a un hombre de su
derecho —como su padre tenía— no había alterado en absoluto su auténtico
valor, e incluso los enemigos, aquellos que le habían despojado a él, lo sabían
y estaban reconocidos por ello.
Ahora observó la pequeña línea vertical entre las cejas de Martin mientras
éste trabajaba con la lupa. Con la mayor delicadeza, con una insoportable
concentración, operaba entre los más diminutos nervios de una pierna que
había resultado destrozada en un accidente. Aquel proceso resultaba agotador
hasta de contemplar. Apenas hubiera podido imaginar que las cosas fueran
así. Hasta que la operación hubo acabado, no fue consciente de cómo había
tenido enlazadas las manos y lo dolorosamente que se le habían tensado los
músculos del cuello.
Aguardó en el corredor a que saliese Martin. La enfermera que estaba en
el pupitre, la miró e hizo una agradable observación.
—Muy pronto la veremos aquí cada día.
—El año que viene.
—¡Qué privilegio constituye aprender de su padre! Estoy segura de que
nadie necesita decírselo. Le conozco desde que empecé mi carrera. Fue en
«Fairview», donde yo comencé y él estaba allí como interno. Sí —reflexionó
—, solíamos ir a ver al doctor Albéniz, del mismo modo que los jóvenes
acuden hoy a verle a él. Ese Albéniz era uno de los mejores.
Y tras coger su montón de gráficas, se alejó por el pasillo.
«Un privilegio», pensó Claire. No pasaba día sin que alguien, alguna
enfermera, o un interno, o un oficinista de la clínica, o incluso su madre, le
recordasen dicho privilegio. Empezaba a estar cansada de tanto oírlo decir…

Se hallaban sentados almorzando en el comedor de los médicos. La


servilleta de papel, en la cual en su propio beneficio e instrucción Martin
había hecho el diagrama de la operación de la mañana, se encontraba al lado
del plato de Claire.

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—Muy bien —dijo Martin—, ya basta de esto por hoy. ¿Tienes algún plan
para el fin de semana?
—Tal vez me reúna contigo y los chicos y vayamos a patinar el domingo
por la tarde.
—Seguro que sí. Eso está muy bien. Pero me refiero, sobre todo, a la vida
social.
Su sonrisa reflejaba ansiedad.
—Oh, saldré el sábado por la noche. Tal vez también el viernes, si me
siento con ánimos cuando llegue el momento.
Ella sabía que le hubiera gustado preguntarle cosas, pero no la interrogaría
acerca de con quién salía y si a ella le gustaba, o si estaba haciendo alguna
tontería. Aunque él confiaba en que no… Naturalmente, deseaba, como todos
los padres lo desean, que le dijeran que su hija estaba segura, que era feliz. Y,
sintiendo una súbita compasión por su ansiedad, Claire añadió con cariño:
—No te preocupes por mí, papá. Realmente me encuentro muy bien.
Fue recompensada al ver que el rostro de su padre se relajaba e iluminaba.
—Eso es todo cuanto deseaba oír —dijo.
—Y no estoy cometiendo ninguna locura.
—Ya sé que no.
En la actualidad, las oportunidades de cometer «locuras» se presentaban
con poca frecuencia, y ciertamente no lo a menudo que Martin parecía
suponer. Claire había tenido algunas relaciones desde el asunto de Ned. ¡Una
no vive en un convento! Pero no hubo nada vital en ninguna de ellas. Así que
regresó a los años anteriores a Ned, a la era de los hombres inteligentes y
agradables, la mayoría de los cuales, inevitablemente, eran médicos, pero que
no llegaban hasta ella. Su compañero más frecuente, Patrick Moore, tenía
considerable encanto con su viveza irlandesa y su jovialidad, pero resultaba
algo que se quedaría en agua de borrajas, y ambos lo sabían. Claire suponía
que aguardaba de nuevo aquella sensación que tuviera, por vez primera, en la
colina de Devon.
Martin apartó su silla.
—Bueno, me voy…
—¿Regresas al despacho?
—No, es martes. Debo asistir a la conferencia de neuropatología.
—Oh, yo también tengo prácticas de ginecología.
Tras acabarse el café, Claire le observó salir de la estancia y los
movimientos de cabeza y salutaciones que intercambió en su camino. Perry
Gault, entre algunos otros, no levantó la vista al paso de Martin. No cabía

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duda de que aquel enfado permanecería. Y se preguntó, en la actualidad, cuán
profunda sería la herida de Martin, cuán profundas sus múltiples heridas, todo
el asunto del instituto. Resultaba evidente que se dedicaba ahora por completo
a la enseñanza, y a las largas y solitarias horas que pasaba en el laboratorio. A
él le gustaba muchísimo hablar de todas aquellas cosas. No hablaba de las
heridas y se debía respetar su intimidad.
El ambulatorio y las salas de urgencias estaban ya atestadas. En los
pasillos, aguardaban muchas madres y niños, tanto las personas enfermas
como las sanas que las habían traído allí. Un pequeño puertorriqueño se
levantó y sonrió.
—Hola, Mr. Felipe —dijo Claire.
—Esta vez he traído a mi hija Ángela, doctora.
—Muy bien. Se lo diré a la doctora Milano. La visitará dentro de unos
minutos.
La doctora Milano era una mujer muy agradable, de algo más de cuarenta
años, que parecía capaz de arreglárselas muy bien, tanto con su amplia
clientela como en su aspecto de ama de casa, con dos hijos adolescentes y un
marido. A su lado, Claire iba absorbiendo, de forma gradual, la manera de
tratar y preocuparse por los enfermos.
—Mr. Felipe está afuera. Ha traído a su hija. ¿Puedes creerlo? —le dijo
Claire mientras entraba.
La doctora Milano sonrió.
—Sí que puedo creerlo. Ya ha sucedido antes.
Mr. Felipe había hecho una escena memorable unos meses atrás, cuando
murió su esposa. Ésta había sido paciente de la doctora Milano. El dolor del
hombre era una cosa, pero su furia hacia la doctora Milano resultó algo muy
distinto, una furia que se basaba en el hecho de que las mujeres no debían
dedicarse a la práctica de la medicina, y que si la doctora Milano no hubiera
sido una mujer, la esposa de Mr. Felipe no habría muerto. Una mujer tenía
que quedarse en casa y criar a sus hijos. Todo el mundo sabía esto. Los
médicos debían ser siempre hombres.
Costó mucho trabajo y esfuerzos, así como unas cuantas horas, antes de
que se tranquilizase. Pero algo, el tiempo o Dios sabía qué, había realizado un
trabajo efectivo, puesto que aquí estaba otra vez de vuelta, trayendo a su hija
de diez años para que la tratasen.
—Tú eres la que se lo ha ganado. ¿Lo sabías, Claire? —le dijo la doctora
Milano.
—¡Oh, realmente…! —comenzó Claire.

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—Sí, sí, lo has hecho tú. Tienes una forma de tratar a la gente muy
cordial, querida. Bueno, comencemos, ¿no te parece? Tengo que marcharme a
las tres. He de practicar un aborto. ¿Quieres verlo?
—«¡Oh, no! —pensó Claire—, ¡oh, no…!»
—Me parece que no. Nunca he visto ninguno —respondió.
—Pues ya es hora de que veas uno. Muy bien, empieza a llamarles…
Y comenzaron a desfilar, las viejas y conocidas caras y las nuevas, que
con toda probabilidad se convertirían también en familiares. La mayor parte
de los trastornos de aquellas mujeres no eran de la especie que se pudieran
resolver de la noche a la mañana. Se llegaba a conocerlas, a ellas y a sus
dolencias, muy íntimamente en cuanto se las comenzaba a tratar. Allí estaba,
por ejemplo, la chica diabética, a la que habían prevenido para que no se
quedara embarazada. Pero su marido deseaba tener hijos, por lo que siguieron
adelante de todas formas, sólo para producir un monstruo que,
afortunadamente para él y para sus padres, había nacido muerto.
Ahora le tocó el turno a una embarazada drogadicta y soltera, que venía
acompañada por uno de sus cuatro hijos; un muchacho de doce años, que
también resultaba evidente su condición de morfinómano. Delante de la
puerta aguardó a su madre, como si temiera perderla de vista. Tenía unos ojos
inclinados y astutos, como de mono. Asimismo, y al igual que un mono, eran
su sombría tristeza y sus preguntas sin palabras.
Y también se encontraba allí la muchacha a la que había dejado
embarazada su hermano.
Y la muchacha cuyo hijo naciera ciego a causa de los gonococos.
¿No tendría fin la ignorancia, el desamparo, la necesidad? «Pobres
mujeres —pensó Claire—. ¡Pobres mujeres!»
«Y todas ellas extranjeras —pensó—. Algunas veces me parece que no
estoy en Estados Unidos. El hecho es que, realmente, al principio me repelían.
Las dificultades del idioma llevan a una dura porfía. Y se les ve tan
confundidos, tan asustados. Y la mayoría de ellos huelen a ajos… ¡Debería
avergonzarme! Después de todo, les han impulsado las mismas necesidades
que trajeron aquí a mi abuelo desde su pobre aldea. ¡Oh, qué desgracia la
forma en que la gente los trata! Los oficinistas, que pertenecen a la clase
media inferior, se sienten superiores porque esas personas no saben hablar
inglés y no tienen nada, ni siquiera orgullo, puesto que si aún lo tuvieran les
habrían dejado sin sentido de un puñetazo. Le hablé con cierta dureza a un
administrativo que fue ayer muy desagradable con una de esas mujeres.
Ahora, ella lo hará por mí si tiene oportunidad. Si me atreviese, y

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naturalmente no me atreveré, le diría algo al doctor Norris, uno de los pocos
residentes de Obstetricia que no siente ninguna clase de compasión por esas
mujeres. Es tan arrogante, que se pensaría que está reconociendo a una
vaca…»
En una cabina con cortinas, la doctora Milano estaba examinando a una
mujer. En una silla recta cerca del escritorio donde Claire rellenaba un
formulario, se sentaba la amiga de la mujer, que la había acompañado hasta
allí. Ambas levantaron la vista al oír ruido de sollozos.
—Así que debe de estar embarazada —comentó la mujer—. Ésa es la
causa de que llore.
Claire adivinaba los comentarios que seguirían.
—Es mi cuñada. Su marido es un demonio. Tiene ya cinco hijos y no gana
bastante ni para comprarles zapatos. Algunas veces les ayudo, aunque no
puedo permitírmelo. Porque los niños deben tener zapatos, ¿no cree? Y ella es
todo nervios, doctora. Tiene ya cuarenta y dos años y los chicos se portan a
veces de forma salvaje. En ocasiones, me quedo con los dos mayores en mi
casa durante un par de días. No puede arreglárselas, se pone muy nerviosa,
llora. Doctora —imploró la mujer, inconscientemente cogiéndose las manos
—, no puede tener otro bebé… La matará o se volverá loca, una cosa u otra.
Víctimas. Víctimas. Las mujeres y sus hijos.
—Comprendo —respondió Claire—. Algún día será posible hacerse cargo
de cosas así.
—¿Y por qué ahora no?
Claire meneó la cabeza con cariño.
—Ahora no.
Excepto para los ricos, e incluso ellos corrían un riesgo. Y pensó, mirando
el reloj, que a las tres tendría que ir a arriba a hacer de espectadora. Dios mío,
no deseo hacerlo. Pero no tendré otro remedio.

La mujer estaba cubierta con una sábana, que tenía un agujero en el lugar
de su abdomen. ¿Por qué estaba aquí? ¿Qué indisposición, pretendida o cierta,
permite que se hagan hoy estas cosas?
La doctora Milano se fue de prisa y corriendo, y esto constituyó una
excusa para que Claire no le pidiera explicaciones. La verdad era que Claire
tampoco deseaba preguntarlo.
Se la requería para que mirase. Toda la zona donde la doctora tenía que
trabajar había sido convenientemente aseptizada y se administró anestesia. La

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doctora cogía una aguja. Claire había leído lo que venía a continuación, y, sin
embargo, se puso a temblar. La doctora clavó la aguja en el abdomen, en el
útero, donde el feto crece protegido por el calor y la oscuridad. Su cabeza está
inclinada; descansa muy cómodamente. Cada día, cada hora, mueve por
completo los dedos, las pestañas, las delicadas y espiraladas conchas de sus
orejas… La doctora tomó una jeringuilla e inyectó la sustancia que, a partir de
unas pocas horas desde aquel momento, contraerá el útero y obligará al feto a
salir de su cómodo habitáculo y morir.
Claire tenía los puños apoyados en la boca. «Mi hijo, mi hijo también»,
piensa.
La doctora Milano alzó la vista. Sus ojos le dijeron a Claire que
comprendía sus preguntas. ¿Cómo puede una mujer, ella misma también
madre, hacer una cosa así? ¿O cómo, cuando ha visto a tantos hambrientos,
indeseados y atormentados, dejar de hacerlo?
¡Oh, Dios mío, hazlo todo más simple, para que comprenda, al fin, y para
siempre, que esto está bien hecho!

El olor de la nieve estaba en el aire cuando llegó a la Avenida Madison.


Empezó a andar de prisa el último kilómetro en dirección a la casa de su
madre. Habían adquirido el hábito de cenar juntas una vez a la semana,
cualquier día que le fuera bien a Claire. El cielo estaba teñido de un sombrío
gris, pero, al nivel de la calle se extendía la iluminación de las fiestas que se
aproximaban: Santa Claus y guirnaldas, ángeles dorados, vestidos de
terciopelo y bolsos de brocado para la noche. Oleadas de aire perfumado
salían por las puertas giratorias junto con fragmentos de villancicos: «Llegó
en una clara medianoche.»
Con las cabezas inclinadas contra el viento, las personas se empujaban
unas a otras. Algunas estaban demasiado cansadas para alzar la vista y pedir
disculpas. Otros, que volvían de alguna fiesta en la oficina, habían empinado
demasiado el codo para levantar la vista y preocuparse por aquellas
manifestaciones de consuelo y alegría.
Claire tuvo visiones, visiones sentimentales, de gente que cantaba
villancicos en torno de la chimenea, o en los umbrales de las casas, donde
todos se conocían unos a otros. En tales lugares, los villancicos realmente
significarían algo. Este mundo era tan apresurado, tan enorme e indiferente,
que uno casi sentía temor.
—Un mundo solitario —dijo en voz alta.

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Y quedó sorprendida por el sonido de sus palabras, y por la sensación de
su propio aliento cálido contra su cuello de piel.
—Un mundo solitario.
(Aquel niño nunca verá esto, sea solitario o no.)
Al pasar frente a una floristería, se detuvo de forma impulsiva para
comprar una docena de rosas de color rojo oscuro. Su madre tenía una gran
necesidad de flores, y ella, Claire, había sentido súbitamente la necesidad de
realizar un gesto tierno. Mientras esperaba que le envolviesen las rosas en
papel de seda, sintió ternura ante la visión de ella misma, subiendo los
escalones de la casa de su madre con un regalo en la mano.
Y luego, por encima de la exuberancia de los helechos y de las rosas —
color de sangre, color de vida—, de entre aquellos húmedos y triunfantes
brotes, inesperadamente, captó la visión de su propia cara reflejada. Por un
instante, no la reconoció. ¡Qué pálida estaba! ¡Qué vieja! Pero aquello
resultaba absurdo. Sólo tenía veintiocho años…
De nuevo afuera, entre el frío, aquella sensación de soledad se apoderó de
nuevo de ella. Había estado durmiendo muy poco, despertándose en mitad de
la noche con pensamientos opresivos.
Esta noche, seguramente, se despertaría pensando en un niño. ¿Pero en
cuál? ¿En el de aquella mujer de hoy o en el suyo propio?
No existen respuestas a muchas cosas, Claire, Gradualmente, has ido
aprendiéndolo, ¿no es así? Las respuestas son siempre ajustadas o siempre
erróneas.
Qué extraño resultaba pensar que ella y Jessie, ambas trabajando en la
misma ciudad, y sólo a un kilómetro de distancia, pudiesen existir en mundos
tan diferentes… Las señoras de Jessie, preocupadas con sus sedas y sus
mármoles. ¿Pero qué pasaba con aquellas pobres mujeres que acudían al
hospital, las que fregaban los suelos de la ciudad, mientras las otras dormían,
qué era de ellas? ¿Cómo podían soportar la injusticia de sus vidas? (Sin
embargo, alguien debía mantener los suelos limpios.) Tenía que responder a
todo esto…
Tú perteneces a las mujeres de la doctora Milano, Claire, no a las damas
que sólo se preocupan por sedas y mármoles, por decentes y buenas que
muchas pudiesen ser. Tú siempre estarás junto con aquellas otras.
En la casa de Jessie las luces estaban encendidas. «Qué luz más agradable,
qué calor más vitalizador», pensó mientras entraba… Encima de la mesa del
vestíbulo, donde dejó el sombrero y los guantes, colgaba el retrato de alguno
de sus antepasados del siglo XVIII, no de Jessie, aunque hacía tanto tiempo que

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permanecía allí que Jessie tal vez estuviese convencida de que sí que lo eran.
La mujer tenía un rostro favorecido y crítico, en el que no aparecía ninguna
simpatía por el moderno malestar de Claire.
—Hola —dijo Jessie, mientras tendía la mejilla para que la besasen—.
¿Cómo estás? Tienes de nuevo aspecto de cansancio.
—Sí, estoy algo cansada. Tú no lo estás, por lo que veo.
—No me lo puedo permitir. Nadie te lo agradecerá. ¿Quieres un jerez?
—Sí, por favor.
—¿Qué miras? ¿Las joyas? Son nuevas, si eso es lo que te estás
preguntando.
—Son magníficas.
El gusto de Jessie por las joyas era muy exótico y notable. Esta noche
llevaba un jade con una adornada filigrana de oro. La cadena brillaba sobre su
traje oscuro y los pendientes le llegaban a mitad de camino de sus hombros.
—Sé que llamo la atención. Pero me gustan las cosas atrevidas.
Jessie apagó un cigarrillo.
—A través de mis pertenencias, muestro cuánto he logrado. Supongo que
resulta una cosa vulgar —terminó, mirando la blusa de Claire y su falda, así
como sus manos desprovistas de anillos.
—No, lo comprendo —respondió Claire en voz baja.
Mientras hacía oscilar la copa de jerez entre las manos, se quedó mirando
el fuego. Cuando una ha permanecido recluida durante su juventud, siendo
tolerada, compadecida y excluida, tienes derecho a disfrutar de tu liberación,
especialmente cuando has logrado esa liberación por medio de tu propia
fuerza y esfuerzos. Imaginaba la especie de perverso estremecimiento que le
sobrevenía a Jessie cuando un nuevo cliente, alguien que llegaba sin avisar,
cruzaba la alfombra para enfrentarse con ella en su escritorio. Podía incluso
imaginar el silencioso regocijo de su madre: Sí, esta personita es Jessie Meig
de la cual habrá oído hablar. Pero, a pesar de sus baladronadas, Jessie nunca
asistía a los acontecimientos sociales, a menos que estuviese implicado en
ellos algún cliente. Resultaba cierto que se hallaba demasiado atareada para
forjarse un círculo social propio, pero también deseaba la relación con
clientes importantes, puesto que, en las fiestas, le concedían la protección de
su presencia física y de su prestigio.
—¿Has visto el artículo en la sección de la revista de la semana anterior?
—preguntó ahora Jessie.
—Sí, estaba a punto de mencionártelo. Lo que pasa que sale tantas veces,
que estoy ya acostumbrada a ver tu nombre.

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—Gozo de tanta publicidad en ese lugar de Arizona, que me han pedido
que les haga una pequeña taberna de las Bermudas para el mismo pueblo.
Disfrutaré mucho con esto. Me parece que eliminaré todo lo tropical y lo
realizaré en puro estilo inglés del siglo XVIII con mucho colorido.
Rió divertida.
—Estoy viéndolo ya en mi imaginación.
—Tal como se están poniendo las cosas, casi se necesita la
recomendación de un amigo para persuadirte a que decores una casa.
—Del todo no, pero casi —sonrió Jessie—. Vamos a cenar. Tienes que
contarme todo lo que has hecho hoy.
—Cosas muy diferentes de las tuyas. He asistido a un aborto.
Jessie alzó una ceja.
—A veces, me siento muy triste por las mujeres… Por sus pobres
cuerpos, por todos sus conflictos… He visto a una joven a la que hicieron un
aborto muy chapucero. Nunca podrá tener otro hijo, a menos que se produzca
un milagro.
Jessie permaneció silenciosa.
—No creo mucho en milagros —respondió Claire sombríamente.
De repente, la comida se le hizo difícil de tragar y dejó el tenedor al lado
del plato.
—No tienes apetito.
—Lo tenía cuando llegué aquí, pero se me ha quitado.
—Ah, Claire, Claire, tienes más cosas en tu corazón de las que llegas a
admitir.
Claire sintió la amenaza de las lágrimas. Bajando los ojos, para evitar la
mirada de su madre, contempló las flores que se encontraban en el centro de
la mesa: Anémonas, cada una de ellas tan rara y lánguida como una belleza
eduardiana. Sus pálidos tallos, curvados en el agua, parecían temblar
ligeramente en el poco profundo florero. El tallo era la belleza de su cuello, y
los extendidos pétalos constituían su cabeza, demasiado pesada, con un
cabello crespo y lustroso.
—Ned hubiera querido un niño —dijo ella en voz baja—. ¿Cómo podrá
amar a una orgullosa mujercita embarazada que le aguarde en casa cada
noche después de los días tan excitantes que pasa…?
—Muchos hombres lo hacen así…
—Yo sé que muchos hombres reaccionan de esta forma. No es nada
malo… De todos modos, encontrará a alguien, si no la tiene ya, que estará
muy contenta de dárselo. Estoy segura.

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—Confío en que no estés demasiado amargada, Claire.
—Tú sí que has estado amargada con frecuencia, ¿no es así?
—Sí, pero eso no significa que deseo ver amargura en ti. De todos modos,
lo mío era diferente; nadie me podía ayudar. Me refiero a las circunstancias.
—Y a mí sí. Lo hice yo sola. No tenías que decírmelo.
—No quiero decirte nada. De todos modos, así no vamos a ningún sitio.
Será mejor que te tiendas en el sofá. Quita los cojines y túmbate.
El fuego de la chimenea era estable y ronroneaba con suavidad, como si
se tratase de un gato.
—Huele bien, ¿no te parece? —observó Jessie—. Son maderos de cedro.
—Hoy he estado buscando cosas —comenzó Claire, al cabo de un rato—.
He encontrado mi anuario «Brearley». ¡Dios mío, qué caras más frescas y
esperanzadas tenían todas…! Con todas esas frases sentimentales debajo de
las fotos. Y cuando piensas en lo que ha sucedido en la actualidad…
—¿A qué te refieres?
—Lynn es una modelo, que vive en Beverly Hills con un rechoncho y
viejo rico. June ha pasado ya por dos divorcios. Paula se rompió el cuello al
lanzarse a una piscina que no tenía agua.
Jessie se estremeció.
—¿No puedes contarme algo más alegre? Esta noche no pareces tú
misma.
—¿Lo crees así?
—Aunque tal vez sí pueda decirse que eres tú misma. La que eres desde
hace algún tiempo. No sé con exactitud cuándo te has vuelto así, pero lo
sospecho.
Claire no respondió. Le dolía la cabeza a causa de aquellas lágrimas
contenidas, y por el cansancio y el peso de las cosas. Aquella habitación la
agobiaba, le pesaban los resultados de aquella forma de vida, tantas cosas que
sospechaba que se habían ido para siempre. La independencia de Jessie no
había constituido su primera elección, pero se vio forzada a dar salida a su
coraje y a su desesperada necesidad. A Jessie le hubiera gustado ser cuidada,
y protegida por un hombre.
—Deseo irme lejos —dijo Claire de repente—. A la India o al Brasil, a
cualquier sitio…
—¿Por qué? ¿No quieres seguir especializándote al lado de tu padre?
Claire comenzó a llorar.
—¡No! Pero no me atrevo a decírselo.
—No lo entiendo. Una oportunidad tan fabulosa, Claire…

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—Sí, pero lo que ocurre es que no la quiero.
—¡Dios mío…! ¿Y por qué no?
—«Estamos hechos de la misma materia que los sueños.» Los sueños de
nuestros padres respecto de nosotros.
—Nunca me olvido de esa cita. Dime por qué no lo deseas.
—Porque lo odio. Resulta horrible. Toda esa atmósfera es horrible. —
Claire se estremeció—. Las cabezas rapadas y la gente que se queda después
sin habla. Toda esa terapia física, todo ese disimulo, no, el disimulo no, la
forzada jovialidad respecto de que alguien puede dar un paso. Y sabes que se
irá a su casa y que tal vez dé seis pasos más al cabo de algún tiempo. Y esto
sin mencionar en absoluto a todos aquellos que mueren en la mesa de
operaciones. Es algo demasiado deprimente. No puedo pasarme toda la vida
soportando cosas así.
—¡Está bien! —gritó Jessie, alzando las manos—. No sabía todo eso…
¿Cuándo empezaste a sentirlo?
—No lo recuerdo. Es una cosa que ha ido surgiendo. No creo haber
pensado, realmente, en ello, hasta que me encontré inmersa en estas cosas,
¿no lo comprendes? Me di cuenta de cómo iba todo.
—Tú deseabas complacer a tu padre. Siempre lo has deseado —dijo Jessie
en tono acusador.
—No, no creo que pensara demasiado en esto… No de una forma
consciente. Simplemente, se trataba de las cosas que yo, de una forma natural,
iba a hacer. Después de todo, si uno es médico y sucede que su padre es
Martin Farrell, se espera, de alguna forma, que… Quiero decir que tú misma
lo esperas. No se trata de un hombre corriente, de un hombre cualquiera.
Y ante su consternación, Claire empezó a sollozar. Todo parecía haber
surgido y explotado dentro de ella.
—Odio el trabajo de papá… No podría ser bueno en él. Todo el mundo
dice: «Oh, qué increíble buena suerte tienes…» Y sé que la tengo. Estoy tan
orgullosa de papá, y me siento tan culpable… Sé que todo esto te trastorna.
—Claire, no estoy trastornada; simplemente, sorprendida.
—Ha sido tan maravilloso para mí… Y me siento tan deprimida porque,
aparentemente, no se lo he apreciado lo suficiente.
—De todos modos —dijo Jessie en voz baja—, creo que debes contárselo.
—No puedo… ¡Oh, Dios mío, no puedo hacer eso…! ¿No lo
comprendes? Ha soñado con ello durante muchos años. Ya ha tenido
demasiadas decepciones… ¿Cómo le voy a proporcionar una más?

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—¿Cómo? No estás obligada a compensarle por sus decepciones, ni
tampoco por las de nadie…
—Lo dices porque tú…
—Lo digo porque es la verdad, y no por cualquier otra razón personal en
la que estés pensando.
—¡Me siento tan avergonzada! —jadeó Claire—. No sé por qué lloro de
esta forma.
—Tienes motivos para llorar… No debes ser tan condenadamente
valiente… ¿Quieres que salga de la habitación? ¿Te sentirás mejor si lo hago?
—No, no, quédate.
Jessie había puesto una de sus manos en la frente de Claire.
—Ven aquí. Te daré masajes en el cuello. Tienes los nervios como
cuerdas. ¿Sientes algún alivio?
—Sí.
—Dime lo que deseas hacer en la India.
—Oh, ir a cualquier parte, con una de esas agencias que envían ayuda
médica a la gente que carece de ella. No deseo ser una gran doctora. No estoy
hecha para esto. Me gustaría brindar tratamientos básicos, simplemente
tratamientos y esperanzas para el pueblo, sobre todo para las mujeres, porque
la mayoría de ellas se encuentran en un estado humillante. Se hallan en el
escalón más bajo. Vayas adonde vayas las mujeres están en el último nivel.
Y para su propio horror, comenzó a llorar de nuevo.
—Pero no sirve de nada hablar de ello, puesto que no puedo hacerlo. Me
quedaré aquí y me… petrificaré.
—Antes empezaste a hablar de Ned —le dijo Jessie con voz cariñosa.
—¿Y qué pasa con él?
—Aún piensas en Ned.
—Me trató muy mal… muy mal…
—¿Entonces, por qué no le olvidas?
—Oh… —gritó Claire—. ¡Buena pregunta! ¡Y por qué no! No lo sé. No
puedo dormir. Me despierto asustada por las noches. No comprendo qué me
asusta. ¿Tal vez por encontrarme sola? Comprendo lo que le pasó a mi padre
cuando murió Hazel.
Los dedos de Jessie siguieron masajeándola una y otra vez.
—No es lo mismo, querida. Él no ha muerto.
—Nuestro niño sí murió. Fui yo quien lo mató.
—No es igual.
Claire se levantó.

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—¿Qué iba a hacer? ¿Debí marcharme con él?
—Claro que no —respondió rotundamente Jessie—, ni tuviste que hacerlo
entonces ni tienes que hacerlo ahora. No se debe correr detrás de un
hombre…
Las dos mujeres se sentaron mirando al fuego; por último, las lágrimas de
Claire dejaron de fluir y la chimenea crepitó alegremente.
—Creo que volveré a casa —respondió Claire.
—No, quédate aquí esta noche. Tómate algún somnífero y conseguirás un
buen descanso nocturno.
—Nunca tomo pastillas, mamá.
—Está bien, doctora, tómese una esta noche. Solamente será una.
—Pastillas no. Pero me quedaré. Eso sí lo haré.
Resultaría bueno evitar volver esta noche a su apartamento, y aquella
cama en la que había dormido con Ned, y la visión de su sombrero irlandés,
que se había dejado en un estante.
Al igual que una niñita, siguió a Jessie al piso de arriba y a su antigua
habitación, donde una muñeca que le regalaron cuando tenía diez años aún se
encontraba al lado del texto de latín de primer curso, con una pequeña canoa
de abedul de recuerdo, todas aquellas inocentes reliquias de aquellos años tan
fáciles antes que comenzase la vida real.

Un gran escritorio cuadrado cubierto de documentos, publicaciones


médicas y otros objetos diversos se encontraba entre Jessie y Martin.
¿Cuántas ocasiones de la vida tenían lugar entre tres cosas: dos personas y un
escritorio?
«Todavía sigue pareciendo un médico —pensó Jessie—, y eso es lo raro,
porque, ¿cómo debe de ser un doctor? Sin embargo, él lo es.»
Durante la última media hora, y durante las dos semanas anteriores, Jessie
había estado resistiéndose a una confusión de emociones: Tozudez y orgullo,
preocupación y embarazo, junto con cobardía, pero también con ansiedad
respecto de que las circunstancias la forzaron a ocupar una posición de
suplicante. No obstante, se recordó a sí misma, hacía esto por Claire: Por
Claire empuñaría la espada para combatir a los monstruos si ello fuese
necesario. «Afortunadamente, Martin no era un monstruo —pensó con cierto
humor sombrío—; era el padre de Claire y estaba muy preocupado en aquella
ocasión, tanto como ella misma.»

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—Te ha costado un gran esfuerzo venir aquí, Jessie, y sólo una necesidad
muy seria puede haberte obligado a ello. Quiero que sepas que lo comprendo
perfectamente.
—Muy bien…
Una vez más había hablado el médico: comprensivo, amable y firme. Por
la mente de Jessie pasaron retazos de revoloteantes pensamientos: Parecía
hacer un siglo (en otra edad del hombre) desde que anduvieron por los
jardines de Kensington, mientras Claire, con su abriguito amarillo, pedaleaba
en la bicicleta. Pero semejaba ayer desde Cyprus. Otro retazo de poesía llegó
hasta ella revoloteando, algo acerca del «tiempo y su fugacidad». Aquel
verano, él se había comprado unos zapatos blancos que le apretaban. El
cochecillo daba saltos sobre las carreteras vecinales y el maletín del doctor se
encontraba en el asiento que había entre nosotros. Fern llevaba un vestido
azul y las perlas de nuestra madre.
Se produjo un sobresalto en su pecho. Recuperándose de aquellos
pensamientos, Jessie se levantó, se hizo fuerte y comenzó a hablar con
decisión.
—Claire no debe saber que he estado aquí, o ni siquiera saber que te he
cortado que aborrece la clase de trabajo. Es algo que debe partir de ti como si
la idea hubiera sido tuya. Claro está, si te muestras de acuerdo.
—¿Tanto odia Claire este trabajo? —repitió Martin con incredulidad.
—Aparentemente, así es. La está destrozando.
«Y te estoy destrozando a ti al contártelo, pero no puedo hacer nada.»
—¿Cuándo… cuándo se enteró por primera vez de que realmente lo sentía
así?
—¿Cómo puede una persona saber cuándo «sucede algo» dentro de su
mente?
«Como enamorarse: ¿Puede saber alguien, exactamente, cuándo
“sucede”?, respóndeme a esto si puedes, Martin.»
—Está relacionado en cierto aspecto con Ned, por lo que yo sé. Tal vez
fue en aquel momento cuando empezó. No lo sé. De todos modos, es algo que
ha ido creciendo más y más: La convicción de que Claire no desea el trabajo
que tú haces. Se encuentra absolutamente agobiada ante el solo pensamiento
de pasarse la vida de esa forma.
—¿Y por qué no me lo ha dicho? ¿Por el amor de Dios, por qué no me lo
ha dicho?
—Ella sabía que así te produciría una terrible herida.

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Martin se miró las manos, que mantenía aferradas en el borde del
escritorio. Jessie comprendió lo difícil que le resultaba mirarla. Asimismo, sus
ojos le evitaron a él, mientras miraban en torno de la estancia. En un estante,
cerca del escritorio, se encontraba la fotografía de una mujer de rostro
apacible, con un mentón demasiado redondo, y unos bonitos y tímidos ojos.
La descripción de Hazel que había hecho Claire resultó notablemente exacta.
«Sí —pensó Jessie—, ha quedado lo bastante turbado para toda su vida, y
haga lo que haga, ello carecerá de importancia.»
—Qué forma de desperdiciar una mente tan hábil… —gritó de repente
Martin—. No hará otras cosas que medicina rudimentaria. ¡Dios sabe lo útil
que ésta llega a ser, pero no pasa de rudimentaria! ¿Ya lo sabe ella?
—Claro que lo sabe. Es lo que desea.
—Atiende a los partos, pero si se presentan complicaciones, fracasará a
causa de no saber lo suficiente. Podrá componer un hueso roto, pero si se trata
de una fractura compleja del hombro, será incapaz de enfrentarse con eso.
Hará un montón de cosas pasablemente, pero nada de una forma del todo
experta.
Jessie replicó paciente:
—Claire comprende todo eso.
—Contaba con ella más de lo que sabía. He estado previendo algo tan
especial… Padre e hija… Ella, en cierto modo, comenzando donde yo, no
hace demasiados años, también di mis primeros pasos.
Empezó a dar golpecitos con el lápiz. Con un pequeño estremecimiento al
reconocerlo, Jessie recordó aquella costumbre.
—Hay muchas cosas nuevas. Cada día nos trae un montón de ellas. Se
necesitarían cinco vidas completas para aprenderlo todo.
Su cara se derrumbó entre una cansada tristeza.
Una vez más, Jessie apartó la vista y permaneció silenciosa. En el
despacho exterior empezó a teclear una máquina de escribir. Un coche de
bomberos pasó frente a las ventanas. Cuando estos sonidos cesaron, la quietud
resultó algo duro y solitario.
Al fin, habló Jessie:
—Recuerdo algo —le dijo en voz baja—, que tú puedes haber olvidado.
Estoy pensando en ti y en tu padre.
Aquello constituyó la única observación que se había producido entre
ellos.
Y ahora Martin la miró con detenimiento.

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—No lo he olvidado… ¿Me estás recordando que todo ser humano debe
desarrollarse de su propia forma? Pues yo soy el primero en comprender eso.
—Pero es cierto, ¿no crees?
—Sí. Sí. A ti siempre te gusta llegar de prisa y corriendo al meollo de las
cosas, ¿no es así? Bueno, naturalmente, tienes razón. Y se lo diré a ella.
Puedes estar segura. Le diré que he pensado que sería mejor para nosotros si
siguiese su propio camino. Encontraré las palabras necesarias para que resulte
convincente.
—Pensé que lo harías. En caso contrario, no hubiera venido aquí.
—¿Y qué pasa con ese…, otro asunto? Nunca me habló de él.
—Ni a mí, hasta esta noche. Y también me ha asombrado mucho. Claire
casi nunca llora, ya sabes que no lo hace.
—Todo se lo guarda dentro.
—Eso es lo que me preocupa… No que se pueda hacer algo acerca de él,
asegurarse…
—Es un joven muy educado. He intentado con toda mi fuerza que no me
gustase, pero —Martin extendió las manos—, eso no ha funcionado en
absoluto.
—¿Un joven muy educado? Es una situación imposible… Imposible…
—Convengo en ello. Pero…, muchas situaciones humanas a menudo son
así. —Martin titubeó—. Supongo que no habrá forma de saber dónde se
encuentra… ¿Y esa vieja tía suya?
Se calló de repente, y Jessie comprendió que se refería a que tía Milly
escribiese a Fern y lo averiguase.
—Tía Milly murió el año pasado. De todos modos —prosiguió Jessie, de
repente indignada—, no pienso, en absoluto, preguntar nada… Claire nunca
me lo perdonaría y no le echo la culpa. El orgullo es la última cosa que una
mujer debe perder.
«Martin, sin duda, estaba pensando: Tú debes saberlo muy bien; y yo
también lo sé», se dijo Jessie a sí misma. Luego prosiguió en voz alta:
—Difícilmente, perdonaría a ese individuo la confusión que ha aportado a
la vida de mi hija.
De forma sorprendente, Martin replicó:
—También fue culpa de Claire.
—¿Por el amor de Dios, estás diciendo que darías por bien venido su
regreso?
—No fue mi primera idea. ¿Pero y si ella aún lo quiere?

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—Todo eso es muy académico. ¿Debo mostrarme alegre? —Se levantó—.
Pero, de todas formas, he de decirte algo agradable antes de que me marche.
¿Te acuerdas de un paciente llamado Jeremy, de Tucson?
—Sí, le operé hace algunos meses.
—Su cuñada es clienta mía. No hace más que elogiarte por todas partes.
—Es muy agradable saber eso.
Aquella rápida sonrisa fue muy juvenil, como si el elogio constituyese
también algo embarazoso.
—Le cuenta a todo el mundo que él ha vuelto a la vida. Algo acerca del
tumor que le afectaba ambos lóbulos, y que otros seis médicos habían dicho
que resultaba imposible de operar, pero que tú dijiste que sí podía hacerse.
—Sí, así es.
—Contó que su médico vino desde Arizona para visitarte. Estaba
convencido de que no podría hacerse.
—Sí.
—Por ello, todas esas personas piensan que eres una especie de héroe.
—¿Héroe? Conozco mi trabajo y lo amo mucho, eso es todo.
—Eso es suficiente, ¿no te parece? Bien, hazme saber si hay alguna otra
cosa que deba saber acerca de Claire. De otro modo, como es natural, no
espero volver a oír hablar de ti.
—Naturalmente —respondió Martin, cortés.
Se levantó de detrás del escritorio y fue a abrirle la puerta. Era como si
despidiese a su abogado o a su banquero, y ella quedó agradecida por este
tacto tan comedido que él había empleado para no dificultar la reunión entre
ambos.
Jessie le tendió la mano.
—Bueno, una vez te he contado todo lo que he venido a decirte, me voy.
—Te estoy muy agradecido por tu visita. No tenía la menor idea de todo
eso. Pero procuraré que quede libre para ir…, a la India o a cualquier otro
lugar a donde desee marcharse. Sin sentimiento de culpabilidad o de
continuar aún mirando atrás.
—La India —murmuró Jessie, al mismo tiempo que atravesaba la puerta
—. De tantos lugares como puede haber…

Durante unos largos minutos, Martin permaneció sentado mirando a la


pared, a los estantes de libros y a las ventanas que reflejaban la luz invernal.
Se encontraba vagamente consciente de que la mecanógrafa había terminado

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su trabajo, y de cuando Jenny Jennings asomó la cabeza por la puerta para
darle las buenas noches. A la mujer, la visión de Martin allí sentado, y con
aspecto abstraído, no suscitó en ella la menor preocupación, puesto que las
personas que trabajan para él estaban acostumbradas a verle ensimismado con
sus problemas.
Pero aquel problema sí le dolía mucho… Le dio muchas vueltas en la
mente, examinándolo como a través de los rayos X. Jessie no hubiera venido
nunca a verle, después de tantos y orgullosos años, a menos que se tratase de
algo en verdad serio y ella estuviese auténticamente alarmada. Y se
necesitaban muchas cosas para llegar a alarmar a Jessie. Está bien, rompería
aquellos lazos, eso era todo… ¿Cómo podía haber sabido que sería algo tan
penoso? Claire nunca se había revelado ella misma a través de ninguna
palabra. ¡Pobre almita! ¡Tal vez eso sea lo mejor para ella! ¡O tal vez lo
lamente! ¡Pero tendré que hacer frente a esta pérdida con la mayor elegancia!
Luego pensó en aquellos pesares de su hija, en aquellas cosas que suceden
entre hombre y mujer. ¿Cómo reaccionaba un alma humana? ¡Así que seguía
deseando a aquel muchacho! Aquello no tenía el menor sentido, cuando el
mundo estaba lleno de hombres jóvenes que se mostrarían muy bien
dispuestos para casarse con ella. ¡Claire, con tanta vida, con una vida tan
brillante! Y sus ojos, con aquella seria mirada, y sus suaves pestañas, no
dejaron de destellar una y otra vez en su memoria. ¡Aquello no tenía el menor
sentido!
¡Así que seguía queriendo a Ned Lamb! Aún podía verlos. ¡Qué pareja
más encantadora! Tenían el aspecto de pertenecerse el uno al otro. Había algo
entre ellos, y, a pesar de que no se deseara admitirlo, podía reconocerse. ¡La
pequeña Claire, tan orgullosa y tan tonta! Y, al recordar lo cerca que había
estado de la muerte, se puso a temblar. Sus anhelos resultaban espantosos, si
en ellos había algo parecido a lo que él había sufrido por aquel hijo de la
madre. Trató de recordar lo que había sentido, y sólo pudo acordarse de
cuánto había sentido, cómo le había llegado a poner enfermo, casi le había
abrumado; cada día no había sido más que una lucha contra ello. Y, al
recordarlo, comenzó a sentirlo de nuevo. Un suave dolor, que se arrastraba y
que se le atascaba en la garganta…
Se había hecho casi de noche. De repente, se enderezó y encendió la
lámpara del escritorio. Buscó en el listín telefónico un número, y lo marcó.
—Deseo dejar un mensaje para Mr. Fordyce —dijo—. Siempre se encarga
de mis viajes. ¿Podría reservarme un vuelo para Londres hacia el fin de esta
semana? Sí, el jueves o el viernes me iría muy bien…

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CAPÍTULO XXXIII

Desde la ventana del hotel, Martin miró hacia aquel firmamento


monótono, del cual caía la lluvia sin cesar. Un invierno inglés: Lo había
olvidado. Ordenó que le subiesen el desayuno a la habitación. Muy pronto, le
entregarían también el coche alquilado, por lo que podría salir en seguida. La
carretera estaba muy clara en su mente. No la había olvidado tampoco.
La noche se iba alejando poco a poco. Un coche con los faros encendidos
se desplazó con lentitud por la calle de abajo, mientras sus luces caían sobre
los restos de un desechado árbol de Navidad que habían arrojado al arroyo.
Constituía una penosa visión, tan avanzado ya el invierno, aquellas rotas
ramas de las que aún colgaban oropeles. Se acercó un gato que buscaba tal
vez comida, y que, al no encontrar nada, empezó a maullar amargamente.
¿Hambriento? O hambriento de otra clase, un gato macho que llorase por una
hembra encerrada en algún lugar de la casa…
Pensativamente, se bebió el café, sin estar del todo seguro de dónde se
encontraba. Mientras se hallaba en el avión por encima del Atlántico, tuvo
momentos en que pensó que estaba cometiendo un error, que debía descender
en el aeropuerto y coger el avión de vuelta. También hubo momentos en su
casa en los que trató de librarse a sí mismo de su propia empresa. Llamó a la
oficina de Ned, en Nueva York, para preguntar si aún se encontraba en Hong
Kong, y se enteró de que Ned ya no pertenecía a la compañía. Sólo el
recuerdo de Jessie le obligó a perseverar. Jessie se habría visto muy
constreñida para acudir de aquella forma ante él… Pero lo había hecho por su
hija y él no podía hacer otra cosa, por lo menos, que tratar de arreglar las
cosas para Claire si aún no era demasiado tarde para hacerlo.
Y al pensar con cierta piedad en su hija, se acordó de algo que Mr.
Meredith le había dicho el día en que ella naciera, algo referente a su talón de
Aquiles:
—Todo lo que le suceda a esa niña le sucederá a usted —ésas habían sido
sus palabras.

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Sí, sí. Si Jessie había sido correcta en su informe, y no había razón para
creer que no fuera así, cuánto debía sufrir Claire… Fantasías de reunión:
Imaginarse lo que uno diría si se encontrasen por casualidad; imaginarse a
uno mismo alejándose con ademán altanero, deseando herir, dejándole a él o a
ella mirando impotente cómo uno se alejaba O imaginarse unos brazos que se
abrían y unas lágrimas reparadoras.
¡Fantasías! ¿No había tenido ya bastantes él mismo? Intentó hacer bien las
cosas. ¿Y, sin embargo, no había sido injusto con todas las mujeres que
conociera? Nunca debió volver con Mary durante la guerra. En su corazón,
debía haber sabido lo que ocurriría. Había hecho muy difícil las cosas para
que ella encontrase a alguien más. Había sido falta suya.
Miró el reloj. Demasiado temprano. Ahora que había llegado a una
decisión, el tiempo pasaba muy despacio. Y se sentó, reflexionando una y otra
vez acerca de aquellas cosas, denegándolas y considerándolas, algo que nunca
se había atrevido a hacer a la luz del día. Comenzó a tomar forma. Creció con
tanta rapidez que supo, instintivamente, que debía haberse encontrado
agazapada allí, dentro de él, al comprobar los anhelos que ahora sentía.
Le llamaron de recepción para decirle que acababan de traer el coche. Se
dirigió a la planta baja, subió al coche y se puso al volante. Una repentina y
enorme excitación se apoderó de él, una asombrosa irradiación de energía. La
tensión le hizo tener calor; bajó la ventanilla, sin preocuparse por la lluvia.
Lo último de que se había enterado fue que todavía vivía sola en «Lamb
House». (Y dado que acudía allí para hablar por Claire, ¿por qué no hablar
también de sí mismo?) ¿Por qué no? ¿Constituía una auténtica locura? ¿Por
qué no?
La lluvia cesó. La niebla se arrastraba por las ramas bajas de los árboles.
Una pura luz alcanzó la cima de las viejas colinas El viento zumbaba en sus
oídos como perforando aquel silencio. Se sintió ya allí. Tuvo una curiosa
sensación, la expectación de una recompensa, como en el teatro, en el
momento anterior a que se alce el telón.
La criada le dijo:
—Sólo está Mr. Ned en casa. Se encuentra en el despacho. ¿Quiere que le
vaya a buscar?
—Gracias, sé dónde es.
Durante un momento, Martin permaneció en el umbral, observando a Ned
que, en mangas de camisa y con ropas de trabajo, quitaba el embalaje de un
cuadro. A la vista de aquel extraño que poseía tanto poder sobre su hija como
para obligar a su padre a venir aquí para rogar por ella, unos fuertes

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sentimientos de resentimiento, vergüenza e ira se adueñaron de Martin. Con
ellos, estaba mezclado el recuerdo de Claire cuando yacía enferma, y tan
marchita, de Claire tan herida, tan silenciosa. Resultaba extraño, pero fue sólo
después de que Jessie se lo indicase cuando se fijó hasta qué punto duró aquel
silencio. Ella había sido siempre muy activa. ¿Por qué, pues, no se había
percatado de aquel cambio? Y todas esas cosas resultaban ahora tan evidentes
para Martin, que le pareció que le golpeaban contra la cabeza; se sintió casi
enfermo por la presión de todo aquello mientras seguía allí de pie.
Ned le vio. El asombro se extendió por su rostro. Y, literalmente, se quedó
sin habla.
—No —dijo Martin—, no te estás imaginando cosas. Lamento haberte
sobresaltado.
—Bueno, yo…
—He venido a verte. No esperaba encontrarte con tanta facilidad. Más
bien creía que estaría en Singapur o en cualquier otra parte.
—No, he permanecido en casa durante todo este tiempo.
Se miraron el uno al otro. En sus miradas se reflejaba ansiedad y cautela,
extrañeza, turbación y cierta hostilidad.
—Entra. Siéntate.
Martin eligió una silla con un cómodo respaldo recto. Ned se sentó en una
caja de embalaje. A Martin le pareció que tenía un aspecto muy cansado y
más envejecido de lo que debía estarlo a su edad.
Comenzó con resolución.
—Iré directamente al grano. Quiero hablarte de Claire.
La expresión de Ned resultó indescifrable.
—Como puedes suponer, no es la cosa más fácil que haya hecho nunca.
Pero, en primer lugar, tengo que preguntarte algo: ¿Hay alguna otra mujer en
tu vida? Si la hay, seguiré con mis cosas y debes olvidar que me has visto.
—No hay ninguna.
—En ese caso hemos salvado el primer obstáculo. El siguiente es: sin
tener en cuenta lo que resulte de esta conversación, aunque no resulte nada de
ella, deseo tu palabra de que mi hija nunca sabrá que he estado aquí. Es muy
orgullosa; eso no es algo que deba decirse. Tal vez demasiado orgullosa,
aunque, a veces, no estoy muy seguro de lo que eso quiere decir. De todos
modos, quiero que me des tu palabra.
—La tienes.
—Ten en cuenta que si ella llega a averiguarlo, querré tu cabeza.
—Ya te he dicho que tienes mi palabra.

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Ned aguardó.
—Ahora llegamos a la parte más dura. El hecho es que ella aún está
enamorada de ti. Se encuentra en una situación miserable. Nunca me lo ha
dicho, pero su madre lo sabe. Es ella misma la que se ha puesto en este estado
tan terrible desde…
De una forma por completo idiota, sintió que las lágrimas le acudían a los
ojos. Tragó saliva.
—Desde que perdió a su hijo.
—¡Su hijo!
—Sí, la dejaste embarazada.
—¡Oh, Dios mío…! —gritó Ned—. ¡Un niño! ¿Pero cuándo? ¿Murió?
—Sí —respondió Martin—. Lo que quiero decir… ¡Maldita sea, con las
palabras…! No murió, sino que se hizo un aborto, y Claire casi muere en el
intento. Ésta es toda la situación, en pocas palabras.
Y sacando un pañuelo, se enjugó los ojos sin ninguna vergüenza.
Ned lanzó un profundo suspiro.
—Habría vuelto. Ella sabía dónde estaba. Habría regresado.
—Sí. Sí. Pero se necesitaría una auténtico Salomón para saber lo que
rondaba por vuestras cabezas. De todos modos, se suele llamar a esto una
ruptura de comunicaciones, o algo así.
Ned se sujetó la cabeza con las manos. La estancia se encontraba muy
silenciosa mientras él se hallaba sentado allí, sin alzar la vista.
—Deseé saber lo que pasaba —dijo al fin—. Me lo pregunté una y otra
vez. Quería regresar a su lado, pero ella me alejó. De una forma u otra, no
pude hacer nada al respecto.
Martin sintió una oleada de ira.
—Pudiste escribirle.
—Sí, fue una cosa muy mezquina. Nos herimos el uno al otro. —Ahora
alzó la mirada hacia Martin—. He pensado mucho en ella… Cada vez que
saleo con una muchacha veo el rostro de Claire. Y así ha sucedido desde
entonces. He llegado a pensar que siempre ocurrirá de este modo y que
siempre veré su rostro. ¿Sabes lo que quiero decir?
Martin respondió con firmeza.
—Sé cómo son esas cosas.
Ned enrojeció.
—¿Dónde está Claire? ¿Qué está haciendo? —preguntó.
—Tiene la intención de irse a la India o al Brasil, o a algún lugar parecido.
Probablemente, a la India.

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—No. Tiene unas ideas muy diferentes de las que yo conocía. Debe de
tratarse de otro fallo de comunicación. La vida está lleno de ellos. No
comprendo por qué ocurren. ¿Se tratará de orgullo, de obstinación, o de
ambas cosas?
—Claire y yo somos muy orgullosos y obstinados. Los dos quiero decir.
«En cierto modo, aquella semisonrisa de pesar resultaba suplicante»,
pensó Martin.
Y Ned añadió:
—Machismo. ¿Crees que exageré?
—Bueno, ella es muy feminista… Y lo era antes de que fuera lo
suficientemente mayor para comprender lo que significaba esa palabra. De
todos modos, debes saber que pediste demasiado de ella. Los tiempos están
cambiando. Ya no se puede tratar a una mujer como a un chiquillo.
Martin pensó de nuevo: «¿Qué estoy haciendo aquí, suplicando esta
reunión que sólo complicará mi vida, a menos, que lo que pensé esta mañana
resulte posible…?» Y aquel pensamiento le asaltó de nuevo. Mary yo.
Aquello resulta improbable… ¿Qué cosa más límpida, más perfecta…? Y, sin
embargo, ¿por qué no? ¿Por qué no?
Entre sus pensamientos que revoloteaban como llamas en un lugar oscuro,
le llegó una pregunta directa de Ned.
—¿Qué crees que podemos hacer?
—Esto te corresponde a ti, ¿no te parece?
—La India —repitió Ned.
—Sí. Claire desea tener la experiencia de trabajar para los pobres, para las
mujeres en particular. Para las mujeres y los niños. —Añadió con dureza—:
Creo que debes saber que nunca más podrá tener un hijo.
—Lo comprendo.
—Debes componer su espíritu en todo aquello que ella no puede hacer;
por lo menos, ésa es mi opinión.
—Comprendo…
—El asunto de la India…, puedes conjeturar, con fundamento de causa,
que no es la idea que tengo para ella. Pero esto apenas importa, ¿no te parece?
Y Martin confió que no traicionase los restos de su amargura.
—¿Podrías hacer frente a todo esto…, si consiguieses arreglar las cosas
con ella? Ya sabes que está determinada a irse.
—Oh, en la actualidad soy un agente libre. Dejé el trabajo de Hong Kong.
Me sentía muy a disgusto allí, sin dejar de pensar en ella…
Ned se aclaró la garganta y se calló.

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Martin pensó: «Realmente, le he alcanzado donde más duele.» Pero en
seguida se arrepintió de pensar aquellas cosas.
—He descubierto que, de todas maneras, realmente no me gusta el mundo
de la publicidad. De repente, me ha parecido mucho ruido y pocas nueces eso
de persuadir a la gente para que compre cosas que, a menudo, no necesitan y
que tampoco se pueden permitir.
—Más bien parece una repentina revelación, ¿no crees?
—Realmente, no ha sido tan repentino, sino que he recompuesto toda la
situación. Siempre he deseado escribir. Escribir de verdad, sin trucos de
ninguna clase. Emplear las palabras de una forma honesta y buena. Claire ya
lo sabía. ¿Nunca te lo dijo?
—Me mencionó algo. Pero como tú estabas tan entusiasmado con lo de tu
trabajo…
—Sí, se trataría de hacer esa clase de periodismo que tenía in mente;
informar acerca de las cosas que me preocuparan, y hacer sentir a la gente lo
que debía saber acerca de las condiciones de las escuelas en los suburbios, de
la salvación de las ballenas, de la revolución en Iraq o en cualquier otra
parte… Todas esas cosas que tanto te hacen sentir. De todos modos, me
desalenté un poco y luego me deslicé hacia el asunto de la publicidad, en
donde hice mucho dinero, por lo menos mucho para mí, preparando grandes
promociones, y todas esas cosas que resultan tan halagadoras para el Ego…
Ned extendió las manos.
«Me gusta este hombre, me gusta de verdad», pensó Martin.
Luego dijo en voz alta:
—El Ego de un hombre; eso es algo que siempre comprendo.
—Tal vez ha tenido mucho que ver conmigo. —Ned apartó la mirada—.
Claire me dijo, al final, estábamos heridos y furiosos el uno con el otro, me
dijo que trataba de compensar las cosas siendo el hombre que mi padre no
había sido. Sin embargo, siempre he estado, o, por lo menos, eso he creído,
muy orgulloso de mi padre, mientras he pasado por alto los demás asuntos.
Por eso, no pude perdonarle lo que me dijo. —En aquel momento miró cara a
cara a Martin—. Pero quizá Claire tenía razón. Es muy posible que deseara
sentir cosas grandes y poderosas, por encima de todo lo demás, escalar en el
mundo de las compañías, ir de acá para allá a reuniones importantes con mi
maletín…
Martin le preguntó con cariño:
—¿Así que has abandonado ese mundo?

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—Sí, he aprovechado una oportunidad y me parece que las cosas
funcionan ahora bien. Me van a enviar al extranjero, bajo contrato, para
informar de las cosas a los periódicos y las revistas. He escrito un artículo
sobre los cambios ocurridos en España, que aparecerá en Estados Unidos el
mes que viene.
—Te felicito…
—Gracias. —Luego, Ned añadió de repente—: No necesito ganar mucho
dinero para vivir. Nunca lo he necesitado, incluso cuando ganaba mucho.
—Pues de paso, te diré que Claire tampoco necesita demasiado. Se
compra un par de zapatos cuando los viejos están desgastados por completo.
Martin sonrió, al recordar cómo rompía los zapatos y perdía los botones.
—Puedo ir a donde ella vaya. —Ned habló pensativamente—.
Llevaremos a cabo nuestros planes sobre una base de igualdad.
—¿Realmente estás dispuesto a aceptar este asunto sobre «una base de
igualdad»? Yo no estoy seguro de que pudiese hacerlo. Pero olvido que
perteneces a una nueva generación.
—Sí, señor, yo también tengo que recordármelo a veces, y eso que no soy
demasiado viejo.
—No, no lo eres. Eres muy joven. Tienes un gran camino ante ti.
«Ojalá sea más fácil de lo que ha sido para mí», pensó Martin, con
sorprendente ternura. Luego pensó en algo más.
—No sé realmente si ella querrá aceptarte después de todo lo que ha
sucedido. Su madre dice que sí, aunque ella misma no esté entusiasmada con
este asunto. He venido aquí impulsado por esto. Debo prevenirte que se trata,
tal vez, de una especie de ganso silvestre.
—Correré la ventura. Iré y lo averiguaré… Pero no te he preguntado nada
respecto de ti mismo. ¿Debo suponer que el instituto está ya inaugurado y
funciona bajo tu mando?
—Está ya abierto y funciona muy bien —contestó Martin, añadiendo sin
ninguna emoción—: Pero no está bajo mi mando.
Ned alzó las cejas.
—Ésa es otra historia. Ahora no tengo tiempo de entretenerme en ella.
Y deseando soslayar aquel tema, miró a su alrededor.
—Todos esos cuadros, son…
—Todos son de mi madre. Los ha enviado para una exposición. Los
estamos preparando para ello.
Martin se levantó y anduvo en torno de la estancia. Claire le había dicho
algo, aunque brevemente, acerca de los logros de Mary, pero él no se había

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imaginado nada así. «Cuánta riqueza había allí», pensó, mientras recordaba
algunas frases. ¡Muy hermoso, muy hermoso! La gracia y el amor brillaban
en aquellos árboles y en aquellas figuras humanas, en aquellos rostros, en
aquellos frutos y en el agua corriente, en aquel niño andrajoso, en aquellas
nubes que parecían flores en el cielo. Y recordó aquellos años tan lejanos
cuando ella le dijo, con una especie de sabiduría juvenil:
—Aún no sé quién soy.
Ned le tocó el brazo.
—Podemos llamar a esto una obra maestra. ¿Estás de acuerdo? Se llama
Música de las esferas.
En un lienzo alto y vertical, había bosquejado la tierra tal como debía
contemplarse desde otro planeta. Brillante, con un verde dorado y un azul
plateado, colgando, o mejor aún, dando vueltas con un ritmo gracioso, a
través de la inmensa oscuridad. Era una especie de joya, un corazón viviente,
que enviaba sus radiaciones a un universo helado. En torno de ella, se veía
una aureola de tierna luz, que se mezclaba con el centelleo de una lluvia
tropical, y unos pétalos que debían representar notas musicales. Una obra de
la más suntuosa y sutil imaginación, que sólo podía haber sido concebida por
alguien que tuviese mucho amor hacia el mundo.
Profundamente conmovido, Martin sólo encontró unas frases que no eran
más que un lugar común.
—¡Magnífico! ¡Magnífico!
—Los críticos también lo piensan así. Ha llamado mucha gente para
comprarlo. Pero es un cuadro que ella no quiere vender, lo cual comprendo.
El corazón de Martin comenzó a martillarle. Miró con fijeza a los ojos de
Ned.
—¿Cómo está? —preguntó.
—Es muy feliz con su trabajo, como ya ves. Incluso me parece que es más
feliz de lo que ha sido durante mucho tiempo.
—No quisiera darle un buen susto presentándome ante ella de
improviso…
«Y, sin embargo, si ella se presentase súbitamente ante él, habría sido una
conmoción que regocijaría el alma», pensó, mientras dejaba escapar una
alegre risa.
—Claire me ha dicho que sabes, naturalmente, todo lo de Mary y yo. No
es que hayamos hablado mucho al respecto. Hemos sido demasiado
reticentes, por lo menos eso es lo que a veces opino. Pero he pensado, al venir
aquí, que tal vez, después de tanto tiempo, ella y yo…

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Algo que se veía en la expresión de Ned le hizo callarse.
—No estoy seguro de comprender lo que estás diciendo, pero si se trata…
—Creo que lo comprendes —respondió Martin.
—Oh, entonces… entonces, lo siento. No lo sabías… Mi madre se casó
hace un año.
—¿Casada?
—Sí. Simon y ella hacía ya mucho tiempo que se conocían. Él posee una
galería de arte y ha hecho muchas cosas por Mary. Estoy muy orgulloso de él.
¡Casada! Cruzó por la mente de Martin que su aspecto sería más bien
espantoso, puesto que, con extremada cortesía, Ned añadió:
—Las cosas pueden llegar a resultar muy embrolladas, ¿no te parece?
—¿Embrolladas?
Más bien aquello era el caos y la tormenta.
¡Qué sinuoso y extraño es el corazón del hombre! Y el suyo, ciertamente,
lo era. Y sintiéndose espantosamente débil, Martin se sentó de nuevo encima
de un cajón sin abrir, pensando en aquel brillante hilo que había sido tejido
con todos aquellos retorcidos y cambiantes diseños en la silueta de su vida.
Casada.
Ella, ella, desde el primer día, con los ojos y los sueños de aquella morena
y agradable cara…
—Muy extraña —eso era lo que dijo Jessie—. Fern es muy extraña.
Casada.
—Pensé que te habrías enterado por medio de la vieja tía Milly.
—No, Milly ha muerto.
—Lo siento.
Ned apartó con mucha consideración la mirada.
¿Lamentaba la muerte de aquella anciana? O más bien era… Martin trató
de dominarse.
—Debo irme. Ya he hecho lo que vine a hacer aquí. El resto te
corresponde a ti.
—¿Quieres que te acompañe en coche a la estación?
—Gracias. He venido en automóvil.
Estaba a punto de salir cuando se abrió la puerta y entró un hombre. Era
un hombre alto, de mediana edad, que llevaba traje campestre y cuyo rostro
estaba curtido por los elementos.
—Simon —Ned hizo las presentaciones—, tenemos un visitante de
Estados Unidos. Éste es el doctor Farrell, el padre de Claire.
Simon estrechó la mano de Martin.

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—Me alegro mucho de conocerle. ¿Se va ya?
—Me temo que sí.
Martin sintió de nuevo aquella debilidad y mareo.
—He venido únicamente a hablar un poco con Ned. Ahora debo ya
regresar.
Ned se lo explicó:
—El doctor Farrell está aquí a causa de Claire. Debo viajar a Nueva York
la semana que viene, Simon. Iré a verla.
Simon miró a uno y luego a otro.
—¿Se trata de eso? Estoy encantado, doctor… Siempre sospeché que se
trataba de Claire, si quiere usted saber la verdad. —Su placer resultaba
genuino—. Comprendo lo que es saber lo que se desea y no conseguirlo.
¿Conoce ya a mi esposa, doctor? Naturalmente que sí. ¡Qué tonto soy! Su
hermana. Perdóneme por un momento, lo había olvidado.
—No se preocupe. Eso es algo que sucedió hace mucho tiempo —
murmuró Martin.
—Aquí está toda su obra. ¿Ha oído hablar ya de su reputación? Aún no es
muy conocida en Estados Unidos, pero dentro de poco tiempo expondremos
allí parte de sus trabajos.
—Ned me lo estaba enseñando. Es algo muy hermoso. ¡Admirable!
—¿Le ha mostrado Ned esto? Es su retrato. Lo hizo Juan Domingo. Se
trata de un mexicano, un artista muy bueno. Me parece que la ha captado a la
perfección.
Aquel hombre exultaba felicidad. Condujo a Martin hasta el extremo más
alejado de la habitación.
—Está aquí. Debía de ser todavía una muchacha la última vez que usted la
vio. ¿La reconoce?
Allí estaba ella, con todo detalle, cerca de una mesa donde había un jarrón
con flores, con flores grandes y blancas, hidrangeas o jacintos. Sus
empañados ojos no le podían decir con exactitud qué flores eran. Una mano
descansaba en una pila de libros. Su vestido presentaba una mezcla sutil de
color rubí y luego, pero lo que realmente sí vio fue aquellos grandes y
asombrados ojos que parecían mirar a un punto muy lejano.
—¿La reconoce? —persistió Simon.
—Sí —repuso Martin—. Es ella.
—Este cuadro fue pintado hace ya diez años, pero no ha cambiado mucho
desde entonces.

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—Hace ya diez años que la conoce —repitió Martin, sin ninguna razón en
particular.
—Sí. Me ha costado mucho persuadirla para que se case conmigo. Pero
soy un hombre muy persistente.
Y Simon se echó a reír, con la satisfacción de un hombre que puede
permitirse la risa.
Martin alzó la vista y vio la piedad en los ojos de Ned.
—Un excelente parecido —comentó, como si fuese necesario decir algo
más.
Se dirigió hacia la puerta. Aquí sólo era un intruso, un asaltante y un
ladrón que debía correr antes de que lo descubrieran.
—Mary vendrá pronto. Sólo ha salido a realizar unos recados —explicó
Simon—. ¿No quiere quedarse a tomar el té?
—Gracias. Es usted muy amable, pero tengo una cita en mi hotel y de
veras no puedo quedarme.
Se estrecharon las manos.
Martin hizo un ademán hacia Ned.
—Tal vez te vea en Nueva York.
Y salió.
En la cima de la cuesta, donde la carretera describía una curva detuvo el
coche y miró hacia atrás. A través de los desnudos árboles, se veía el tejado y
un ala de «Lamb House». Yacía allí, como había yacido durante tantos siglos.
Para un transeúnte cualquiera, no era más que una hermosa y honesta casa sin
nada extraordinario, sin duda sin el brillo y el encanto de lo prohibido. Bueno,
en realidad había venido por Claire, ¿no era así? Y lo había hecho lo mejor
posible. Lo que ocurriera a continuación no era de su incumbencia. En cuanto
a lo demás, a los demás asuntos, no sabía rada. No podía decir nada. Apenas
sentía nada. Estaba por completo entumecido.

Mary entró en el estudio donde Simon y Ned aún seguían ordenando los
cuadros.
—Hemos tenido un visitante, querida —dijo Simon—. Por mucho que
pienses no podrás imaginártelo.
«Qué aspecto más feliz —pensó Mary—; es como llegar a casa y ponerte
delante de una alegre chimenea. Ésa es la impresión que me da su rostro
siempre que vuelvo.»
—Entonces no tendrás otro remedio que contármelo.

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—Se trataba de tu antiguo cuñado. Ha venido de Estados Unidos. El
doctor. ¿No resulta extraño? Le he invitado a tomar el té, pero no ha podido
quedarse.
—¡Martin! —Y repitió en voz más baja—: ¿Martin ha estado aquí?
Se quedó mirando a Ned. Éste asintió.
—Ha venido a hablar acerca de Claire.
Ned había hablado con firmeza y ella comprendió que aquel tono
pretendía que ella recuperase fuerzas.
—Creo, madre, que regresaré y la veré.
Mary se sentó. Le temblaba la boca. Confió en que nadie se diese cuenta
de ello. Luego, prosiguió con tono casi de disculpa:
—Me he quedado… asombrada. Ha sido toda una sorpresa.
—Claro que sí… —dijo Simon—. Oh, estás preocupando mucho a tu
madre, Ned. Ella no quiere dejarlo traslucir, pero yo lo sé de todas formas.
—No debes preocuparse tanto de mí.
Mary intervino.
—Naturalmente, todo esto no me hizo muy feliz al principio… Jessie y
yo… Pero, oh, creo que Claire es realmente excepcional, y si tú opinas que las
cosas pueden funcionar…
Se quedó sin voz.
—A su madre tampoco le gusto.
—Estoy seguro de que eso no puede ocurrirte a ti —se interpuso Simon
—. ¿Por qué tiene que haber alguien al que no le gustes? Debe de tratarse
únicamente de esa terrible enemistad. ¿Cómo una familia puede verse así
apartada por culpa del dinero…? Lo he visto ya muchas veces, y siempre es
una lástima. Y cuanto más tiempo se deja seguir una cosa así, más imposible
resulta enmendarla.
Mary consiguió reponerse.
—Si es mi hermana la que se interpone en el camino, si eso es todo,
conseguiremos soslayarlo, Ned; no importa lo que llegue a sentir por mí. Lo
hará todo por Claire, como yo lo haría todo por ti.
—Y al padre también le gustas. He podido verlo —observó Simon—. Es
un tipo muy agradable, Mary… Se ha tomado un gran interés por tus pinturas.
Ned intervino con ligereza.
—Naturalmente, todo el mundo admira tu trabajo en el que rayas ya a
gran altura gracias a Simon.
—Así que nos dejas… Me quedaré muy triste sin ti —bromeó Simon.

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—Vete con Claire —prosiguió Mary—, si es eso lo que ella desea.
Aunque el convertirse en una doctora sea lo que le importa más, Ned, debes
volver con ella. Eso es lo que tú admiraste en primer lugar, y eso fue lo que te
atrajo de ella, después de todo. Tal vez nunca puedas pensar de otro modo.
Ned se inclinó y besó a su madre.
—Comprendo —dijo—. Muchas gracias.
Durante un momento, se miraron a los ojos antes de que Mary apartase la
mirada.
—Me voy a casa —dijo ella—. Es decir, si no me necesitas aquí, Simon.
—No, no. Casi hemos acabado. Continúa con tus tareas.
Mary empezó a caminar despacio por el sendero. De repente, no
queriendo penetrar en el interior, se sentó en un banco cerca del muro donde
en verano florecían las plantas. Los bancales estaban ahora cubiertos con una
capa de hojas oscuras y húmedas. Descansó la cabeza y en el respaldo del
banco.
¿Y si supusiésemos que hubiera venido antes de casarme con Simon?
¿Entonces, qué habría ocurrido? Oh, Simon es una persona muy fuerte, muy
buena y muy masculina. En mi corazón, reina ahora la paz y la tranquilidad.
¿Pero y si hubiera vuelto el año pasado?
Eran muchos, muchos síes… Cuando éramos jóvenes, y aquel doctor de
apellido español le invitó a quedarse allí durante tres años más; Si yo no
hubiese querido aguardar y él me hubiera elegido. ¿Me hubiera odiado
después? Si… Si… Y si hubiéramos pasado nuestras vidas juntos, ¿sentiría
esta suavidad que me atraviesa al solo pensamiento de él? No hago más que
preguntármelo. ¿Podría existir alguna alegría ahora entre nosotros, después de
tanta pena: Después de Jessie, y de aquella pobre mujer muerta?
Siempre, siempre, hubiéramos podido hacer las cosas o hubiéramos
podido no hacerlas, y nos reprocharíamos haberlas hecho o el no haberlas
hecho. ¿Teníamos realmente elección? ¿Está todo escrito de antemano en las
estrellas o en los genes? Sólo Dios lo sabe.
Dos pequeñas lágrimas cálidas se agolparon en sus párpados y ella se las
secó con los nudillos. Por último, sólo tuvo una esperanza: ojalá todo le
saliera bien a Ned. Ella es una muchacha extraordinaria, esa Claire… Tienes
que admitir una cosa así, aunque la unión de ellos dos constituirá una carga
para todo el resto de nosotros. Pero deben hacer lo que sea justo para ellos. Y
sólo sabrán si han hecho lo apropiado al cabo de varios años de haberlo
realizado.

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¿Y yo? Simon y yo queremos permanecer aquí, en esta casa que yo amo
tanto. En cuanto nos vayamos, alguna estrella de cine, probablemente, la
comprará. Pero hasta entonces, nos quedaremos aquí. A Alex le agradaría
mucho saberlo. Tal vez, desde donde esté, ya lo sepa. Yo solía pensar que era
un desatino hablar de esta forma, pero, desde que me he ido haciendo mayor,
ya no estoy tan segura de ello. Ya no estoy segura de nada…
—Creí que habías entrado en la casa —le dijo Simon.
—Iba a hacerlo, pero se está tan a gusto y tan calentita aquí. Casi se
imagina uno que estamos en verano.
Él se inclinó y la besó.
—Mary… Mary Fern… ¿Estás complacida con lo de Ned?
—Haga lo que haga, si es bueno para él, también lo será para mí.
—Eres una buena madre, la clase de madre que cualquiera desearía, y
también la esposa más encantadora. ¿Te lo he dicho con la necesaria
frecuencia?
—Sí, querido, claro que lo has dicho muchas veces.
—He estado pensando en una cosa… ¿Te gustaría ir a Estados Unidos?
—No lo sé. No he estado allí desde que llegué a este país para casarme
con Alex. Dicen que ha cambiado mucho todo aquello.
—¿Y qué es lo que no ha cambiado, querida?
—He leído que han cambiado mucho las carreteras, las edificaciones. Y,
sin embargo, el otoño será igual, y también aquel cálido mes de agosto,
cuando la hierba se marchita y las cigarras se pasan toda la tarde alborotando.
—Iremos a California, nos llevaremos algunas de tus obras para celebrar
una exposición y, al mismo tiempo, gozaremos de una especie de vacaciones.
Y también nos quedaremos algún tiempo en Nueva York.
—No, en Nueva York, no —respondió ella con rapidez—. Estaremos allí
sólo de paso. Nunca me ha gustado Nueva York.
Y a continuación se sentó en el banco al lado de ella. En aquella tarde sin
viento, no se movía ni una sola hoja. Un benigno sol irrumpió a través de las
nubes y, por encima de aquellas colinas invernales, con su gris acerado, una
pálida franja dorada surcó el cielo.

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CAPÍTULO XXXIV

Ned y Claire iban a contraer matrimonio en la intimidad, un sábado por la


tarde, en la casa de Jessie. Dos de las amigas de Claire, de «Smith», junto con
el marido de una de ellas y un amigo de Londres de Ned, que tenía negocios
en Nueva York, constituían el total de los invitados. Dado lo reducido del
grupo, y como resultado de ello, lo íntimo de la ocasión, hubo un tácito
acuerdo en que Martin no se encontrase presente. En vez de ello, éste invitaría
a una pequeña cena a la pareja de novios en su apartamento la noche anterior.
A este respecto, y por idénticas razones, no sería invitada Jessie.
—Será mucho más cómodo para todos hacerlo de este modo —había
dicho ella, muy intencionadamente, y Claire se mostró de acuerdo.
—Eso es lo mismo que ha dicho papá…
La repisa de la chimenea de la biblioteca había sido despejada de todos
sus adornos. La tarde de la boda, Jessie la cubrió de muchas flores blancas:
estefanotes, rosas y claveles, unidas todas ellas con lazos de seda. Claire había
insistido en llevar un vestido muy sencillo, pero Jessie consiguió persuadirla
de que, por lo menos, debía de ser blanco y de seda, y adornado con uno de
aquellos magníficos collares de Jessie.
Jessie no hacía más que tararear. No hubiera creído, hacía sólo unos
meses, que podría estar ahora tan contenta con la boda de Claire con aquel
joven en particular; pero su terrible preocupación acerca de su hija se había
impuesto a cualquier otra cosa. Y la simple visión de la cara de Claire durante
aquellas últimas semanas, le había proporcionado tanta alegría y satisfacción,
que ello había bastado para borrar cualquier clase de duda o de
arrepentimiento que aún hubiera podido albergar.
—El resto —dijo ahora, a medias en voz alta— se halla en manos de los
dioses. De todos modos, saldrá bien…
Y se entretuvo haciendo el último lazo a las flores.
La casa estaba silenciosa. La cocinera se atareaba en la cocina. Claire se
había marchado a la peluquería y Jessie colocaba flores en la mesa del

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comedor cuando, de repente, sonó el timbre.
—Yo iré, Nora… —le gritó a la mujer.
Abrió la puerta. Tenía aún la mano en el pomo y se aferró con fuerza a él
en el instante del reconocimiento. La mujer que se hallaba en el umbral sonrió
insegura.
—¿Puedo entrar, Jessie? —preguntó Mary Fern.

Jessie estaba retrepada en el sillón de orejas. «Se sentiría perdida en una


habitación sin un sillón de aquella clase», pensó Fern.
—No he venido para la boda —le explicó—. Ni siquiera sabía que fuese
hoy. La carta de Ned mencionaba que se celebraría durante este mes, pero,
dadas las circunstancias, no se esperaba que fuésemos más explícitos en los
detalles.
—Tienes perfecto derecho a asistir a la boda de tu hijo, si es que deseas
hacerlo. Nadie me dijo que lo desearas…
Naturalmente, Jessie sería muy correcta en todas las cosas. Y, en realidad,
eso habían hecho las dos. ¿Pero cuáles serían los auténticos pensamientos en
aquella elegante y pequeña cabeza, detrás de aquel frío rostro? De repente,
Fern se arrepintió de haberse dejado llevar por un impulso irracional.
—Tal vez no he debido venir. Si no soy bien venida Jessie, no tienes más
que decírmelo y me iré al instante.
—¿Te he dicho que no seas bien venida? —le respondió con brusquedad
Jessie.
—No, pero… Verás, estábamos de paso en la ciudad… El lunes por la
mañana salimos en avión para California… Hace poco estaba desayunando…
Y tuve una abrumadora sensación de tu presencia… Te encontrabas a cosa de
un kilómetro de allí… Me levanté y salí pensando que debería verte, aunque
sólo fuese durante un minuto, aunque me dieses con la puerta en las narices…
Se calló. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Pues ya ves que no te he dado con la puerta en las narices…
Cerca del sillón de Jessie se encontraba en el suelo una cesta con labores
de punto. Ella cogió un trabajo aún sin terminar.
—Tengo que hacer algo con las manos. Nunca he sido capaz de estarme
quieta sin hacer nada.
—Entonces no has cambiado…
—Ninguna de nosotras ha cambiado, ¿no te parece?

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Aquella observación podía interpretarse en muchos sentidos. Fern no
respondió, y las dos mujeres continuaron sentadas allí en silencio, Fern, muy
rígida e incómoda, mientras Jessie movía sin cesar sus agujas de hacer
calceta.
Al fin, fue Jessie la que habló:
—Me han dicho que has tenido un gran éxito con tus cuadros.
—Sí —respondió Fern con gran sencillez.
—¡Así que papá estaba equivocado! Es una lástima que no haya vivido lo
suficiente para comprobar por sí mismo su error. —Alzó la mirada hacia Fern
—. ¿Crees que me he vuelto vengativa? Tal vez sí pero la verdad sea dicha,
todo me da igual.
—También se hubiera demostrado que se equivocó respecto de ti —
contestó Fern con cariño—, Ned me ha contado asimismo lo que haces.
—¿De veras?
—Sí. Y esta casa es encantadora. Muy antigua, igual que «Lamb House».
—¡Es difícil que se parezca a «Lamb House»! ¿Así que aún sigues
viviendo allí?
—Sí aún sí. Para mí, a fin de cuentas, constituye mi hogar. Y a Simon
también le gusta mucho.
—¿Eres feliz con Simon?
—Es muy bueno conmigo. Es muy fuerte y amable.
—Eso no es una auténtica respuesta a mi pregunta, ¿no te parece?
Fern extendió las manos.
—¡Oh, Jessie…! —exclamó.
Jessie dejó a un lado su labor de punto.
—Lo siento. No debía haberlo dicho. Estoy trastornada. Me sacas de
quicio.
Fern hizo ademán de irse.
—Lo sé. No fue una buena idea. Será mejor que me vaya.
—¡No! ¡Quédate aquí! No me lo perdonaría nunca a mí misma si te
marchases de esa forma. Ahora que has venido aquí, tenemos que terminar lo
que empezaste.
—¿Terminar? ¿Cómo?
—Tenemos que aclararlo todo. Despejar el ambiente. Llámalo como
quieras. Lo que intento decir es que ya no estoy enfadada. Ya no te odio,
Fern. Y hace ya mucho, mucho tiempo que no te odio.
Fern se levantó y anduvo hasta el extremo de la estancia. Sobre una mesa
redonda situada en un rincón, se encontraba un grupo de fotografías, la mayor

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parte de ellas de Claire, desde su infancia hasta la actualidad; entre ellas había
una de la madre de Fern y de Jessie, con su pensativo rostro rematado por un
sombrero de plumas de los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Durante un
largo rato, Fern se quedó mirando aquella recordada cara. Por fin, se volvió
hacia su hermana. Su voz tembló.
—No sé si lo comprenderás, pero me has aliviado un dolor que ha sido tan
duro, tan duro… No puedes llegar a saberlo, Jessie…
—Tal vez sí…
Jessie también se levantó y tomó a Fern del brazo.
—Tal vez sí —repitió.
Fern tendió los brazos y la cabeza de Jessie, que sólo llegaba a la altura de
los hombros de Fern, descansó en ellos. Una mano de Fern se desplazó por la
rizada cabeza; su otra mano, reposó en la deformada espalda.
Así permanecieron un rato, abrazadas la una a la otra, mientras algo
milagroso pasaba por sus corazones y los dulcificaba.
—Es tan sencillo, a fin de cuentas, ¿no te parece? —murmuró Fern—.
¿Por qué no lo hicimos antes?
—No lo sé… Supongo que hemos sido unas tontas rematadas.
Jessie se enjugó los ojos.
—Siéntate y explícame cosas. Quiero oírlo todo acerca de tus hijos.
Quiero saber más acerca del hombre con quien se va a casar mi hija. En una
hora, me podrías hacer el relato de los últimos veinticinco años… ¿Podrás
hacerlo?
«Aún podía ser muy cariñosa», pensó Fern mientras comenzaban a hablar.
Como hacía tantos años, en Cyprus, se evidenció su ingenio, su locuacidad,
sus risas…
—¿Recuerdas cuando tía Milly vino a visitarnos y colocamos a los gatitos
en su cama? —le preguntó Jessie.
—A veces me he preguntado qué aspecto tendrá Cyprus en la
actualidad…
—Pasé muy cerca de allí el verano pasado, de camino para visitar a un
cliente de Buffalo, pero no lo atravesé en coche. Quiero recordarlo tal y como
era para nosotros, con la torre, el ciervo de hierro y la limonada que
tomábamos en el césped.
Hablaron y hablaron mientras transcurría aquella hora. Conversaron
acerca de todo, excepto del hombre cuyo nombre era mejor que no se
pronunciase.
En un momento determinado. Jessie dijo:

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—Necesitas volver y vestirte para la boda. ¿Podéis estar aquí, y tú y
Simon, a las siete?
—Eso… sería maravilloso, Jessie.
—Maravilloso… Dulce y amargo a la vez…
Sí, algo dulce para ellas después de tanto tiempo, y también amargo,
puesto que había tardado tanto tiempo en ocurrir una cosa así. ¡Aquellos
viejos errores, aquellos antiguos agravios! Como las malas hierbas que se
retuercen, extienden y crecen espesas hasta el día en que alguien reúne las
fuerzas suficientes para arrancarlas todas de raíz… O, por lo menos, casi
todas…

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CAPÍTULO XXXV

Su avión salía para la India aquella noche. Martin ya se había despedido


de Ned y de Claire, pero pensó que podría verlos una vez más. Después de
todo, se marchaban al otro extremo del mundo.
Aquél era un bonito domingo primaveral, con una luz de tonos rosados.
Anduvo hacia el sur, hacia el «Waldorf», donde Ned y Claire se hospedaban.
Los viandantes empujaban cochecitos de bebé ingleses y llevaban de la correa
perros de exóticas razas. «Perros de lujo y niños de lujo», pensó. Un grupo de
animados muchachos, éstos no de lujo, pasaron con sus patines de ruedas.
Cruzó una pareja de hindúes, ella con un sari con ribetes dorados y la marca
en rojo de su casta. ¡Qué variedad y vigor se encontraba en esta ciudad, que
era la más maravillosa de todas! Pasó ante el «Instituto de Investigación
Neurológica». En el lado sombreado de la calle, se alzaba con su modesta
elegancia, como un tranquilo alumno con un resplandeciente birrete y su toga.
Unas sensaciones indecibles cruzaron por Martin.
—Mucha agua represada —dijo en voz alta, sorprendiéndose a sí mismo.
Sí, mucha agua represada. Y pensó que debería haber un medio mejor de
aquel gastado tópico, para expresar lo que sentía acerca de los cambios y
crisis de una vida individual, no sólo la suya, sino cualquier vida, cada una de
las vidas.
Una vez Claire se hubiera ido, las cosas serían muy diferentes para él. Por
lo menos, había intentado que no lo supiera. Estaba seguro de haber
conseguido que las cosas siguiesen siendo alegres para ella.
La pequeña cena que les había brindado, resultó de lo más agradable.
Enoch había llegado desde «Brown»; los Horvath y unos cuantos amigos de
Ned y de Claire, habían sido también invitados. Él había traído a su hermana
y a la familia de ella a Nueva York (¡Querida Alice! Su regalo de un viaje
anual a la ciudad constituía el mayor acontecimiento del calendario de ella.)
Esther había preparado una buena comida y Marjorie dispuso la mesa. Al fin,
había desarrollado ya las habilidades domésticas de su madre, y Martin era

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ahora ya capaz de sonreír un poco ante la visión de la exquisita cristalería de
Hazel de color rubí, tanto tiempo sin emplear. Sin embargo, el mantel de
encaje que compraron aquel día en San Francisco, le aportó una punzada de
tristeza.
Aquella noche, había logrado quedarse a solas con Ned durante unos
cuantos minutos. Y Ned le había dado toda clase de seguridades:
—Quiero que sepas —y en su tono empleó su cortesía inglesa—, quiero
que sepas que todo saldrá bien esta vez. Puedes estar seguro de ello.
Y Martin replicó con la mayor jovialidad:
—Sé que puedo estarlo… De otro modo, habría recurrido para evitarlo a
todos los poderes del cielo y de la tierra.
¡El muchacho de Mary! De todos los hombres jóvenes del planeta, tuvo
que ser el hijo de ella, el que creciera en su casa, al que había comunicado su
forma de ser e infundido en sus oídos el sonido de su voz, con lo que aportaría
muchas cosas de ella a la vida de Claire y, de una forma también inevitable, a
la de Martin. Pero era un joven muy honrado y capaz. Y Martin recordó el
largo viaje en coche que habían hecho aquella tarde invernal, después de que
muriera el padre de Ned. Un hombre muy honrado: tuvo compasión, y aquello
de por sí ya era una buena cosa.
Sin embargo, sólo el tiempo revelaría cómo marcharían las cosas. Tal vez
incluso un par de generaciones serían necesarias para poder realmente
saberlo. ¡La mujer moderna! Mary y yo, Hazel y yo, todos nosotros
procedemos de los viejos tiempos. Hacías un pacto, dabas tu palabra y la
conservabas, costase lo que costase. Todo esto de ahora era nuevo, esa
inseguridad, todos esos cambios. Empleos, matrimonios; hacías todo lo
posible para conseguirlos; pero si no se amoldaban a ti a la perfección,
simplemente los cambiabas.
—Cuida de ella. Ámala —le había dicho a Ned, confiando en que no
pareciese su tono demasiado anticuado, demasiado protector.
¡Pero al diablo, si lo había hecho así!
Amor. De todo cuanto leía, veía en la pantalla y oía decir a la gente, no
parecía existir aquella pasión e intensidad que existía cuando el sexo estaba
protegido por reglas y misterios. Entonces, la preocupación era hacia el otro,
hacia el objeto. Era una especie de…, sí, así era, una especie de adoración.
Hoy, toda la preocupación era hacia uno mismo, con el acto del sexo como si
se tratase de un juego. ¿Mi pareja está dando un buen y completo
rendimiento? ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Estoy obteniendo la satisfacción que

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dicen los expertos que puedo lograr? Todo no era otra cosa que una medición
del placer…
¿Cómo te amo? Déjame contar la forma; te amo con toda la profundidad,
anchura y altura que mi alma puede alcanzar.
Y, sin embargo, en su sala de estar había visto a su hija y al hombre que
ella amaba cogidos de la mano, y con tal mirada en sus ojos… «Habían
pasado la prueba del fuego —pensó Martin—, y habían llegado a salvo al otro
lado. Que Dios les bendiga.»
En el vestíbulo del hotel reinaba el ambiente habitual de las llegadas y las
salidas. Los equipajes, los mensajes y las cajas de los floristas se movían de
un lado para el otro. Un hombrecito en el mostrador estaba provocando un
escándalo sobre unas entradas de teatro. Las butacas, según decía, eran
laterales, y que maldito si iba a pagarlas a aquellos precios.
—Sí, pero… —replicó el azorado tipo que se encontraba al otro lado del
mostrador—, usted las quería para esta misma noche, y sólo quedaban para el
lateral izquierdo.
¿Por qué la gente se pelearía tan salvajemente por trivialidades? Tal vez
uno necesitaba pasar por una auténtica prueba, como había estado pensando
hacía un momento, respecto de Ned y Claire, para averiguar el verdadero
valor de las cosas.
La doctora Farrell y Mr. Lamb aún estaban arriba. Debían recogerles el
equipaje a las cinco y media, según explicó el conserje.
Una vez en el ascensor, Martin movió divertido la cabeza:
—Mr. Lamb y la doctora Farrell…
¡Y por qué no!
En el cuarto piso salió del ascensor y se preguntó en cuál de las tres
direcciones que se veían encontraría la habitación. Al otro lado del pasillo, un
hombre y una mujer también dudaban, de espaldas a Martin. La mujer era
alta, casi tan alta como el hombre. Aquella mujer llevaba un vestido de suave
lana de color del trigo. Su mano, provista de un liviano guante, descansaba en
la curva del codo del hombre. Su cabello, cubierto por un sinuoso gorro, tenía
algunos leves mechones grises. Al instante supo quién era, aun antes incluso
de oír su inconfundible voz, la cual hubiera reconocido en cualquier lugar de
la Tierra.
—Me parece que es el número once —dijo ella.
Al volverse en aquel preciso instante, captó la mirada de Martin. La
mirada de ella se deslizó por el pasillo, más allá de él, volvió ligeramente
hacia atrás y se detuvo. Los ojos se reconocieron el uno al otro en aquella

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fracción de un instante y hablaron: ¿Qué se dijeron? Tales mensajes pueden
deambular por el espacio, tocarse y desvanecerse. Él creyó que los labios de
ella se movían, pero tal vez se trataba sólo de un estremecimiento debido a su
visión.
—Es por aquí, Mary —le dijo su marido—, a la izquierda.
El ascensor llegó de nuevo y Martin entró en él. La cabeza le zumbaba sin
cesar. Necesitaba sentarse un momento en el vestíbulo, pero no había ninguna
butaca vacía. Luego pensó que precisaba alejarse, pero había una auténtica
lucha en la entrada del hotel para conseguir un taxi; no tuvo paciencia ni
presencia de ánimo suficiente para aguardar. Comenzó a andar, casi a correr.
Sentía algo parecido a como si le hubiesen golpeado.
—Si otra vez nos volvemos a ver —le había dicho ella—, te alejarás, ¿me
lo prometes?
—Sí, te lo prometo —le había respondido.
Y pensó que, probablemente, la mejor prueba de que él la amaba había
sido su deseo de que ahora Mary fuese feliz. No era una cosa noble, y él lo
sabía, pero no podía deseárselo. Simon era un hombre bueno y amable. Lo
había visto al instante: un hombre muy varonil, que sabría cómo hacer feliz a
una mujer.
Mary Fern. Mary Fern. Una lucecilla distante, que se extinguía y brillaba,
se extinguía y volvía a brillar. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Para siempre?
¿Hasta el fin de sus días?
Había andado ya dos manzanas cuando un coche se detuvo justo delante
de él. Era una limusina extranjera, conducida por un chófer con uniforme de
color castaño. Una mujercita, que llevaba un abrigo color crema, salió del
vehículo y despidió al coche.
—¡Jessie! —gritó él.
—¿Martin?
Ella titubeó durante un segundo y luego alargó la mano.
—¿Cómo estás, Martin?
—Muy bien, gracias. ¿Vas ahí? —le preguntó, indicando la casa de
apartamentos delante de la cual se encontraban.
—No, iré caminando hasta casa. Necesito ejercicio y he mandado al coche
de vuelta al garaje.
Parecía necesario añadir algo más, por lo que él observó, con toda
corrección, que aquel coche era magnífico.
Jessie sonrió.

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—Lo que de verdad piensas es que resulta demasiado lujoso. Ya conozco
tus gustos espartanos.
—No, no…
—No puedes engañarme, Martin. Pero me gusta mucho ese coche.
Significa mucho para mí.
—En verdad que es estupendo. Y también me agrada tu abrigo, Jessie.
—¡Tonterías! Es la misma prenda que llevo año tras año. La misma capa
para cubrir la joroba. Las únicas cosas que cambian son el color y la hechura.
¡Pequeña Jessie! ¡Aquella áspera y valerosa Jessie! Y algo conmovió el
corazón de Martin, algún antiguo recuerdo y la sensación de lo ya vivido…
¡Oh, su corazón era hoy tan vulnerable…!
—¿Te molesta si te hago compañía? —le preguntó a ella—. Al parecer,
caminamos en la misma dirección.
—Podemos ir juntos, como es natural…
Anduvieron una manzana completa antes de que volviesen a hablar de
nuevo.
Entonces, dijo Jessie:
—Vienes de ver a Claire, ¿verdad?
—He ido al «Waldorf», pero no he subido a la habitación…
—Porque has visto a Fern…
—¿Cómo sabes eso?
—Tienes la mirada ausente. ¿No he sabido yo siempre lo que te pasaba
por la cabeza?
—Es cierto. Siempre lo has sabido…
—No, siempre me has engañado, Martin…
Él no respondió. Estaba recordando algo que había visto hacía unas
cuantas semanas, una pintura en un museo de Chicago. Una de Albright
titulada Lo que debería haber hecho y no hice. Era un cuadro, muy simple, de
una corona fúnebre colgada en una puerta de madera, y le conmovió
profundamente, llegando a lugares muy sombríos muy adentro de él.
—Cometí contigo una grave injusticia —dijo ahora—. No es para mí
ninguna ayuda el decírtelo. Pero he llevado esa culpabilidad sobre los
hombros durante todos los días de mi vida.
—¡Siento oírte decir eso! Lo siento mucho, Martin. Has de saber que, en
última instancia, me hiciste un enorme favor. Tuve a Claire gracias a ti, ¿no te
parece? Y tú sabes tan bien como yo que no existía un Príncipe Encantador
aguardando para llevarme entre sus alas y «darme hijos», como se dice en los
cuentos de hadas.

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Él le devolvió la mirada. Llevaba el cabello elegantemente cortado. Su
rostro, que había parecido mayor que su edad cuando Jessie era joven, parecía
ahora más juvenil que su auténtica edad. Estaba más alerta y afilado que
nunca.
—¿Sabías que Fern estaba en Nueva York? —le preguntó.
—No —replicó, y no pudo resistirse el preguntar a su vez—: ¿Y tú?
—No sabía que iba a venir. Nadie lo sabía. Llegó a tiempo por la boda.
—¿Estuvo en la boda?
—Sí. Se presentó en mi casa aquella misma tarde. Me alegró que viniese.
No se lo hubiera pedido nunca, ni aunque hubiesen pasado cien años. Pero me
alegró que lo hiciera. Tuvimos una agradable y larga conversación.
Martin quedó tan asombrado que no pudo pensar en nada que contestar.
—Lo más maravilloso de todo fue que no me había lastimado tanto como
yo había esperado. Supongo que fue de este modo porque ya había hecho algo
por mí misma en la vida. Nunca me había sentido así desde… ¡Oh,
deberíamos retrotraernos mucho! Tal vez cuando aún me encontraba en una
silla alta y ella daba vueltas a mi alrededor con su bonita espalda recta… ¿Lo
comprendes?
—Creo que siempre lo he comprendido, Jessie.
—No puedo decir que eso ya no duela… Siempre dolerá, aunque sea un
poco… A veces pienso lo triste que resulta que no haya amado a nadie lo
suficiente. Ni siquiera a ti, puesto que si te hubiera amado lo suficiente no
hubiera tenido tanto orgullo, ¿no te parece? Y si hubiese amado lo bastante, a
Fern, la hubiera perdonado por ser ella misma. —Y reflexionó—: No cuento
en esto a Claire; puesto que se trata de una cosa enteramente biológica.
Martin replicó dolorido:
—Eres una mujer encantadora, Jessie. No cometas errores.
Ella ignoró aquella pequeña protesta.
—Resulta natural pensar que todo esto se debe a la joroba, y que a causa
de ella quedé inhibida para el amor. ¿Pero qué pasaría si no tuviese nada que
ver con ello? ¿Qué pasaría si sólo se tratase de la capacidad de amar?
—No, no. No puedo creer eso. No puedo admitirlo, como suele decirse…
—Bueno, lo admitas o no, así es como están las cosas.
Martin permaneció silencioso. Siguieron andando por la acera, con paso
brioso.
Y, de repente, Jessie dijo:
—Siento mucho lo que ha pasado con tu instituto. Claire me contó cómo
te traicionaron.

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—Uno se acostumbra a las cosas…
Jessie sonrió con amargura.
—No a todo…
«No, uno no podía llegar a aceptar una giba en su propia espalda, nunca
podría llegar a hacerlo —pensó—, jamás podría renunciarse al anhelo de ser
grácil y amado.»
—Echaremos terriblemente de menos a Claire, ¿verdad? —dijo Jessie.
—Sí.
—Tú, por lo menos, tienes a los otros.
—Es verdad… Pero ella…
Se calló. Resultaba teatral de decir, pero no cabía duda de que Jessie lo
creería. «Pero es mi hija preferida, mi corazoncito…»
—Claire dice que tienes unos niños en verdad maravillosos…
—Son muy cariñosos. Como su madre —respondió con sobriedad.
—También como tú…
Deseando devolverle aquel honesto cumplido con igual honestidad,
replicó:
—Has hecho un fantástico trabajo al educar a Claire. Siempre he deseado
decírtelo.
—Ya sabes que también tú tienes mucho que ver con ello. Tú fuiste su
héroe desde el principio. Lo que sufrí cuando ella te reclamó.
Y Jessie alzó sus ojos hacia Martin con una mirada de pura y sencilla
honestidad.
—Había deseado tanto cuidarme yo sola de ella…
—Y la cuidaste, Jessie. Ella te ama y te admira tanto… Créeme, lo sé…
—Sí. ¡Pero ahora, con ese matrimonio! Parece una pérdida más. Ya no la
veremos mucho…
—Es una suerte que ambos estemos tan atareados.
—No me até mucho a ella cuando Claire estaba conmigo, y eso resultó
una buena cosa. No tenía tiempo y, de todas formas, tampoco le hubiera
hecho eso. —Jessie suspiró—. ¡Demontres! Nunca he aguantado a la gente
taciturna y eso reza también conmigo. Aquí está mi casa. No te pido que
pases porque, realmente, no tendríamos nada más que decirnos otro día, ¿no
te parece? Pero, de todos modos, ha sido muy agradable.
Le tendió la mano.
—Buena suerte, Martin.
—Y que también la tengas tú, madre de Claire.

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Se encendieron las farolas de la calle y el cielo, por encima de los
escarpados tejados de las casas, se volvió de un verde oscuro. Regresó
andando a casa, ahora con más lentitud, a través de una clemente y profunda
oscuridad. Sus pensamientos seguían desbocados. ¡Qué día más extraño! Un
día en el que el pasado había vuelto y se había anudado con el futuro. «En
cierto modo —pensó—, Jessie siempre me ha entendido muy bien. Sí, es
cierto, lo hizo desde el mismo principio. —Un sonido semejante a una alegre
risa le subió a la garganta—. ¡Con poco más de metro y medio de estatura y
qué fuerza tenía! Pero Mary es también muy fuerte. Y Claire. Mi Claire. ¡Qué
fuerza más enorme anida en esas mujeres! La pobre Hazel no la tenía. No le
eches la culpa: eres tú quien hizo las cosas así. En este aspecto, nunca sabré la
fuerza que he tenido yo. Era una lástima que uno nunca llegara a verse a sí
mismo.»

Un poco de luz brillaba por la rendija de la puerta de Peter mucho después


de la cena. Cuando Martin abrió la puerta, Peter estaba sentado a su escritorio.
—¿Otra vez «mates»?
—Álgebra. Odio todo esto…
La preocupada boca del muchacho se frunció igual que la de un niño,
aunque en su labio superior hubiese ya la leve sombra del bozo.
—Hazlo lo mejor que puedas. Trata de relajarte —le aconsejó Martin,
brindándole su simpatía.
—Lo haré mejor en el próximo examen.
—No te preocupes. Tampoco se espera de las personas que sobresalgan en
todo.
—Claire siempre lo hace así. Deseo ser tan listo como ella, papá…
—Tú ya eres muy listo a tu propio modo.
—Pero no como ella —respondió Peter con firmeza.
—Nosotros somos todos diferentes.
Un buen muchacho, así era Peter, un chiquillo serio y responsable. Pero
era verdad que nunca tendría el fuego intelectual de Claire. ¡Aquello era muy
malo! Y pensó: «Un muchacho necesita eso mucho más.» Luego pensó:
«Claire se pondría furiosa si me oyese decirlo.»
Puso la mano en el hombre del chico. Y algo de la ternura que había en él,
debió correr como una corriente a través de su contacto, porque Peter alzó
ansiosamente la mirada.
—¿Eres desgraciado, papá?

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—No, no, claro que no. ¿Por qué tendría que serlo?
—Bueno, pensé… Enoch dice que echas mucho de menos a Claire. ¿No
es así?
¿Cuántas veces le requerirían para que contestase a aquella pregunta?
—Sí, eso nos pasa a todos, ¿verdad?
—Pero a ti mucho más.
Los ojos del chico, confiados y tímidos, reposaron en la cara de su padre.
Y, por primera vez, Martin no se apartó de aquel recuerdo de Hazel, de
aquella tranquila mirada.
Se aclaró la garganta.
—¡Cielos! ¡Cómo estás creciendo! ¿Es el único jersey que tienes para
ponerte?
—¿Qué pasa con él?
—Las mangas no te llegan mucho más allá de los codos.
—He crecido siete centímetros y medio desde el año pasado. ¿No te
habías dado cuenta?
No, no se había percatado, había estado absorto en otras cosas.
—Iremos de compras el próximo sábado por la mañana. Me parece que
necesitarás casi de todo, ¿verdad?
—Marjorie hace aún mucho más tiempo que espera que le compres cosas.
Sus vestidos le están ya muy cortos y su abrigo de la primavera del año
pasado ya no le va bien en absoluto.
—¿Hace tanto? ¿Y por qué no me lo ha dicho?
—Supongo que pensó que estabas demasiado atareado.
—Podía haber ido otra vez de tiendas con Claire.
—Pero Claire estaba preparándose ya para su marcha…
—¡Cielos! —respondió Martin dubitativo—. Yo no sé nada de lo que
deben ponerse las muchachitas.
—Puedes comprarle lo que lleven las otras chicas de su edad, ¿no te
parece?
—Tiene razón —repuso Martin.
La amabilidad del niño conmovió su corazón. Desde la muerte de la
madre de los chicos, parecía que sus hijos habían ido madurando juntos. Y
pensó el miedo a los adultos que deberían tener aquellos muchachos. Aún
tenían que pasar por muchas cosas: dientes que deberían reforzarse, añoranzas
en la vida de campamento, educación sexual con sus preguntas y sus peligros.
(¿Cómo encauzar hacia ellos cierto rudimentario conocimiento, cuando uno
sabía tan poco de sí mismo?) Luego la estancia en el instituto y, después de

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todo ello, el ganarse una forma de vida. ¿Cómo hacerlo todo sin verse
pisoteado en aquella aglomeración, y también absteniéndose de pisotear a
nadie, y conservar un poco de aquella primera y limpia decencia de la escuela
dominical?
«Claire ve el mundo de la misma forma que lo hacía mi padre —pensó
Martin de repente—. Ella cree que es sofisticada y, en cierta forma, de un
modo superficial, lo es. Pero, fundamentalmente, es igual que mi padre.»
Miró el reloj. Ahora ya deben de haber partido, hacia Oriente, hacia
aquella tierra tan antigua, pobre y peligrosa. No, no podía permitirse a sí
mismo hacerse viejo, aunque lo deseara. Aún tenía demasiada gente de la que
preocuparse. Sonrió a Peter.
—Muy bien, muy bien, nos cuidaremos de todo eso. Ahora le sugiero que
te vayas a dormir. Es muy tarde y mañana es lunes.
Se dirigió a su despacho. Todos aquellos pequeños objetos de la
habitación, las lámparas y los pisapapeles, los ceniceros y el reloj, brillaban
como joyas en la luz de las blancas y desnudas paredes. Súbitamente, y por
primera vez, comprendió por qué se había rodeado siempre de blancura.
Aquella primera habitación de ellas… Y abrió el armario, donde en el estante
superior, y aún envuelto en su papel de embalar inglés, que se había cubierto
de polvo y vuelto quebradizo con el paso de los años, se encontraba el cuadro
de Tres pájaros rojos, en su versión veraniega. Lo cogió, lo apoyó en un
estante y permaneció durante un momento estudiando el ritmo de las aves y el
telón de fondo de aquel verdor tan vivo y que ella amaba tanto.
—Entre árboles —solía decir ella—, se escucha la respiración del mundo.
Mañana lo colgaría al fin, y se enfrentaría con la realidad. ¿Pero había
sido todo aquello real? Algunas veces le parecía irreal, un encantamiento que,
posiblemente, no sería como lo recordaba. Y si habían vivido juntos,
compartiendo un mismo techo, las enfermedades de la infancia, las facturas
del fontanero y el cansancio, ¿cómo había ocurrido todo aquello? ¿Cómo lo
habían soportado?
Eso, amigo mío, nunca lo sabrás.
Ya era hora de dormirse, si él también quería encontrarse en forma al día
siguiente. Mañana sería muy pesado el servicio de cirugía. El paciente era un
estudiante, un joven físico, que ya poseía un fantástico conocimiento, más allá
de la comprensión de Martin. Y algo estaba creciendo en su cabeza, algo que
Martin necesitaba profundizar para alcanzarlo, sondeando cada vez de forma
más profunda, sin saber, hasta el auténtico final, si su más educada conjetura
resultaría correcta. ¿Cómo podía un hombre acostumbrarse a semejante

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aventura? En cada ocasión, resultaba igual que la primera vez. Y se sentó en
el cómodo sillón de su dormitorio, para seguir dándole vueltas a las
posibilidades del próximo día.
Cuando hubo pasado revista, con plena satisfacción, a sus diagramas
mentales, permitió que su mente divagase, y se comió una manzana. Hazel
siempre le había traído alguna fruta en el momento de irse a la cama. Ahora,
Marjorie continuaba esa costumbre. Se echó hacia atrás para disfrutar de lo
cómodo que aquello resultaba: una buena manzana, una «Northern Spy»,
según conjeturó. Había habido un árbol enfrente de su habitación. Oh, la vida
de aquel árbol… Sus susurros en pleno verano y los golpeteos que daba
contra la casa cuando soplaban los vientos polares. Las manzanas de su
adolescencia: «Russets», «Greenings», «Gravensteins». Las avispas en
aquellos dulces y podridos montones de manzanas en la hierba. Las manzanas
que colocaron en el porche cuando papá enfermó y murió.
Cuando yo muera, mis pacientes ya no traerán ni manzanas ni lágrimas a
mi casa. Algunos de ellos ni siquiera se acuerdan de mi nombre.
—Un doctor muy importante me hizo la operación —dirían.
Pero mi padre… ¡Cómo le amaban! ¡Y cómo les amaba a ellos! Ellos
nunca se enterarían —¿cómo podrían hacerlo?— de lo poco que él sabía. Y
tampoco él tenía conciencia de lo poco que sabía. Naturalmente, no era culpa
suya. No podría creerlo si regresase y viera lo que voy a hacer con ese joven
mañana por la mañana.
Pero uno paga por todo. Cuanto más sabemos, más podemos hacer; pero
no somos los padres de los enfermos como lo era mi padre, y ellos tampoco
nos aman.
Anduvo hasta la ventana para correr las cortinas. Bajo un brillante
firmamento, latía la ciudad. Incluso desde aquella altura, Martin podía oír su
murmullo. Como quien dice ayer mismo, se había asomado a aquella ventana
mirando a la muchedumbre que se dirigía a la ceremonia de entrega de
diplomas en su Facultad de Medicina. El birrete y la toga, tan regios y
austeros, colgaban preparados en el armario. Alice se había sentado entre sus
padres, en la segunda fila. Los padres parecían muy pequeños y encanecidos.
Recordaba haber pensado que algunos de los padres eran jóvenes. Se acordó
de Tom, tan solemne, y de Perry, ya muerto, que bromeaba y reía. El doctor
Perrault pronunció un largo discurso acerca de los avances en medicina, y de
los grandes cambios que se anunciaban. Fueron llamándoles a todos. Él había
tenido la espantosa sensación de que tropezaría y se caería por los escalones,
al ir o volver de recoger su título. Luego sonó una música majestuosa, una

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marcha. Papá aplaudió. ¿Habían sido aquello lágrimas o sólo un parpadeo a
causa de la luz, como ocurre con el sol?
—Doctor Farrell…
Su padre fue el primero en llamarle así.
«Ya hacía treinta y cinco años —pensó ahora—. Hay muchas cosas que
no he hecho.» Y como siempre, tuvo aquella sensación de que se le escurría el
tiempo, como el viento en las orejas de un muchacho cuando corre colina
abajo.
Cerró las cortinas y descolgó el teléfono.
—¿Quién es? ¿Miss Kerrigan? ¿Está inquieto mi paciente, el joven
Bateman, de la habitación 1002?
(Inquieto, sí, por qué no, pobre muchacho, en esta larga, larga noche, en
esta veloz noche, que no será lo suficientemente larga para él.)
—Dígale al doctor Cotter que vaya a verle, por favor. Sí, gracias.
Le preocupaba el joven Bateman, tan brillante, tan voluntarioso, tan
aterrorizado. Cuando un hombre no espera recuperarse, según había
descubierto Martin, a menudo no lo lograba. Realmente, existía una cosa que
se llamaba el deseo de vivir. Una vez había pensado en aquel cuento de las
ancianas esposas, y había respondido con cierto desdén cuando su padre se lo
había explicado.
—Hay ciertas cosas que nunca conoceremos —dijo papá.
Y esto era cierto. El cuerpo y la mente se hallan interrelacionados. O
llámale alma, si eso te satisface más.
Suspirando, Martin se quitó los zapatos. Te puedes relajar un poco cuando
tienes a un residente como Fred Cotter que vigila las cosas por ti. No es una
cosa que ocurra a menudo. De higos a brevas, entre oleadas de voluntariosos
y perfectamente competentes jóvenes, llega uno que tiene una sensación
especial, una especie de luz innata interior, tan brillante, con tanta llama, que
nada puede apagarla, ni la edad, ni la riqueza, ni el prestigio, ni siquiera el
amor. Cabría afirmar que un hombre así constituía un perfecto compañero en
el universo. Albéniz hubiera dado su aprobación a Cotter.
Había sacado su viejo Diario para enseñárselo a Claire antes de que se
fuera. Ahora se encontraba en la mesilla de noche, abierto por el frontispicio
donde él había escrito aquella cita de Esculapio que, olvidándose de que ya la
conocía desde mucho tiempo atrás, había elegido de nuevo para el frontón del
instituto. Y se vio a sí mismo en la cama bajo el inclinado tejado de su
habitación en Cyprus —con el dulce aroma de los cálidos bosques corlados en
julio—, mientras escribía con el libro entre las rodillas.

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El médico griego, que había vivido en un tiempo y en un lugar tan
diferente a éste como difícilmente cabía imaginarlo, ya había percibido la
verdad. «Aquel lustroso cielo del Ática —pensó Martin—; siempre había
fantaseado acerca de él como provisto de un azul especial. Oh, cómo le
gustaría ir allá, coger algún día a sus hijos y verlo con ellos.»
—Sí, sí —murmuró, al mismo tiempo que apagaba la luz.
Luego, muy claramente, degustando el sonido de aquellas antiguas
palabras, las profirió en voz alta entre la oscuridad.
—En cualquier lugar en que exista el amor del hombre, allí estará el amor
al arte.

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Notas

Página 510
[1]El «Decoration Day», día festivo en Estados Unidos en que se adornan con
flores las tumbas de soldados y se les recuerda. (N. del T). <<

Página 511
[2] Fiesta que se celebra en Estados Unidos, el primer lunes del mes de
setiembre. (N. del T). <<

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