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Bueno, G. et al (1991). Symploke. Madrid: Jucar.

1. EL SABER FILOSÓFICO

La filosofía no ha existido siempre. Su nacimiento suele localizarse en la


antigua Grecia y fecharse históricamente en el siglo VII antes de nuestra era. Ha sido
una tarea estimulante a la que se han entregado algunos hombres durante casi tres
milenios, impulsados, la mayoría de las veces, por el deseo de llegar a una concepción
unitaria del universo y del puesto que ocupamos en él. Pero mucho antes, y al margen
de ella, la necesidad de ampliar los conocimientos sobre el mundo circundante debió
impulsar y embargar al hombre desde bien temprano. La filosofía forma parte, así pues,
de la gran epopeya del conocimiento humano, entre cuyas cristalizaciones culturales se
hallan los mitos, la magia, las religiones, las técnicas y las ciencias. Ya el viejo
Aristóteles, uno de los más grandes biólogos y filósofos de todos los tiempos,
impresionado seguramente por la cantidad y variedad de concepciones cósmicas
forjadas por los hombres, reconocía que el hombre tenía un impulso natural hacia el
conocimiento. Pero este impulso fue modificado profundamente por la irrupción del
pensamiento crítico, por el paso del mythos al logos, por la inflexión del escepticismo
sobre las libres creaciones de la imaginación. Fue un tránsito dramático y doloroso,
cuyas heridas no han restañado aún a nivel planetario.

1. El conocimiento en la evolución de la especie humana

Nuestro conocimiento del universo se ha rectificado constantemente desde que


los griegos, por primera vez, lanzaron arriesgadas conjeturas acerca de su naturaleza y
composición. Pero muchos de los problemas que plantearon conservan aún el vigor y la
lozanía de sus orígenes: las maravillas del universo nos siguen fascinando y la confesión
socrática de nuestra ignorancia sigue siendo el principio de toda sabiduría y de toda
investigación. Quien pretende saberlo todo, ignora el principio de la filosofía: aquel
saber detrás del que se va, amor a la sabiduría etimológicamente, pasión por el
conocimiento. En muchos asuntos nuestro conocimiento es sólo negativo, producto de la
discusión, de la reflexión crítica, de la falsación de hipótesis insostenibles. Pero que
nuestro conocimiento sea negativo no significa la negación del conocimiento. Sólo es
un síntoma de su insuficiencia y de su falibilidad. No hay dogmas intocables para la
crítica filosófica; pero tampoco hay crítica sin criterios. El método de la filosofía es
siempre circular. Tritura las evidencias recibidas, regresa a los orígenes y a los
elementos, pero siempre retorna y progresa, reconstruyendo racionalmente el punto de
partida. Su instrumento es, inevitablemente, la razón. En ella permanece
anclada.Heráclito de Efeso decía en el siglo V a. n. e.:
"Este cosmos, el mismo para todos, no ha sido hecho ni por los dioses, ni por
los hombres, sino que fue, es y será, fuego siempre viviente, que se enciende y
se apaga según medida. No escuchándome a mí, sino al logos, sabio es reco-
nocer que uno es todo. El cosmos es polvo esparcido al azar, el más hermoso",
(fr. 30-5- y 124).

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Carl Sagan, astrofísico y biólogo, autor de una serie de divulgación científica,
Cosmos, con una audiencia estimada en 250 millones de personas, comienza su relato
en la orilla del océano cósmico con el mismo temblor desafiante en la voz:
"El cosmos es todo lo que es, lo que fue o lo que será alguna vez. La
superficie de la Tierra es la orilla del océano cósmico. Desde ella hemos
aprendido la mayor parte de lo que sabemos. Recientemente nos hemos
adentrado un poco en el mar, vadeando lo suficiente para mojamos los dedos de
los pies, o como máximo para que el agua nos llegara al tobillo. El océano nos
llama. Hay una parte de nuestro ser conocedora de que nosotros venimos de allí.
Deseamos retornar. No creo que estas aspiraciones sean irreverentes, aunque
puedan disgustar a los dioses, sean cuales fueren los dioses posibles... Los
mundos son algo precioso... Si adoptamos una perspectiva intergaláctica
veremos esparcidos, como la espuma marina sobre las ondas del espacio,
innumerables zarcillos de luz, débiles y tenues. Son las galaxias. Algunas son
viajeras solitarias; la mayoría habitan en cúmulos comunales, apretadas las unas
contra las otras errando eternamente en la gran oscuridad cósmica. Tenemos
ante nosotros el Cosmos a la escala mayor que conocemos. Estamos en el reino
de las nebulosas, a ocho mil millones de años luz de la Tierra, a medio camino
del borde del universo conocido.
Una galaxia se compone de gas y de polvo y de estrellas, de miles y miles
de millones de estrellas. Cada estrella puede ser un sol para alguien. Dentro de
una galaxia hay estrellas y mundos y quizás también una proliferación de seres
vivientes y de seres inteligentes y de civilizaciones que navegan por el espacio.
Pero nosotros, los hombres, todavía lo ignoramos. Apenas estamos empezando
nuestras exploraciones... Una de estas galaxias es M31, que vista desde la Tierra
está en la constelación de Andrómeda. Es, como las demás galaxias espirales,
una gran rueda de estrellas, gas y polvo. M31 tiene dos satélites pequeños,
galaxias elípticas enanas unidas a ella por la gravedad, por las mismas leyes de
la física que tienden a mantenerme sentado en mi butaca. Las leyes de la
naturaleza son las mismas en todo el Cosmos. Estamos ahora a dos millones de
años luz de casa.
Más allá de M31 hay otra galaxia muy semejante, la nuestra, con sus
brazos en espiral que van girando lentamente, una vez cada 250 millones de
años. Ahora, a cuarenta mil años luz de casa, nos encontramos cayendo hacia la
gran masa del centro de la Vía Láctea. Pero si queremos encontrar la Tierra,
tenemos que redirigir nuestro curso hacia las afueras lejanas de la galaxia, hacia
un punto oscuro cerca del borde de un distante brazo espiral... La Vía Láctea
contiene unos 400 mil millones de estrellas de todo tipo que se mueven con una
gracia compleja y ordenada... Cada sistema estelar es una isla en el espacio,
mantenida en cuarentena perpetua de sus vecinos por años luz.
Hemos llegado ya al patio de casa, a un año luz de distancia de la Tierra.
Hay un enjambre esférico de gigantescas bolas de nieve compuestas por hielo,
rocas y moléculas orgánicas que rodea el Sol: son los núcleos de los cometas.
De vez en cuando el paso de una estrella provoca una pequeña sacudida
gravitatoria, y alguno de ellos se precipita amablemente hacia el sistema solar
interior. Allí el Sol lo calienta, el hielo se vaporiza y se desarrolla una hermosa
cola cometaria.
Nos acercamos a los planetas de nuestro sistema: son mundos pesados,
cautivos del Sol, obligados gravitatoriamente a seguirlo en órbitas casi
circulares, y calentados principalmente por la luz solar. Plutón, cubierto por
hielo de metano y acompañado por su solitaria luna gigante, Carente, está

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iluminado por un Sol distante... Los mundos gaseosos gigantes, Neptuno,
Urano, Saturno -la joya del sistema solar- y Júpiter están todos rodeados por un
séquito de lunas heladas. En el interior de la región de los planetas gaseosos y
de los icebergs en órbita están los dominios cálidos y rocosos del sistema solar
interior. Está por ejemplo Marte, el planeta rojo, con encumbrados volcanes,
grandes valles de dislocación, enormes tormentas de arena que abarcan todo el
planeta y con una pequeña probabilidad de que existan algunas formas simples
de vida. Todos los planetas están en órbitas alrededor del Sol, la estrella más
próxima, un infierno de gas de hidrógeno y de helio ocupado en reacciones
termonucleares y que inunda de luz el sistema solar.
Bienvenidos al planeta Tierra: un lugar de cielos azules de nitrógeno,
océanos de agua líquida, bosques frescos y prados suaves, un mundo donde se
oye de forma evidente el murmullo de la vida. Este mundo es en la perspectiva
cósmica conmovedoramente bello y raro; pero además es de momento único, el
único mundo donde sabemos con certeza que la materia del Cosmos se ha hecho
viva y consciente... La Tierra es nuestro hogar, nuestra madre. Nuestra forma de
vida nació y evolucionó aquí. La especie humana está llegando aquí a su edad
adulta. Es sobre este mundo donde desarrollamos nuestra pasión por explorar el
Cosmos, y es aquí donde estamos elaborando nuestro destino, con cierto dolor.
Ha de haber muchos más mundos de este tipo esparcidos por el espacio, pero
nuestra búsqueda de ellos empieza aquí, con la sabiduría acumulada de nombres
y mujeres de nuestra especie, recogida con un gran coste durante un millón de
años. Tenemos el privilegio de vivir entre personas brillantes y
apasionadamente inquisitivas, y en una época en la que se premia generalmente
la búsqueda del conocimiento. Los seres humanos, nacidos en definitiva de las
estrellas y que de momento están habitando ahora un mundo llamado Tierra,
han iniciado el largo viaje de regreso" (Cosmos, extracto de pp. 4-14, 1980).

Pese a las evidentes diferencias de amplitud y precisión, late en ambos textos


una misma cosmovisión, que delata, incluso en los nombres asignados a los planetas y a
los elementos, una misma tradición cultural racionalista y naturalista. Esta tradición
cultural, mal llamada ya occidental, ha terminado por imponer su superioridad crítica,
sus métodos de investigación y su cosmovisión más coherente al resto de las culturas,
que no han podido soportar su contacto sin sufrir profundas transformaciones. No ha
sido un proceso lineal ni sencillo. Todo lo contrario. La historia de la razón ha sido un
lento proceso de criba selectiva y anamórfosis, en el que han chocado y se han destruido
culturas enteras. Nada ha sido estéril o baldío. La actual reorganización de nuestro saber
conserva aún las huellas filogenéticas, las reliquias y los relatos de todo lo que ha sido
superado: el metabolismo celular, el cerebro reptíliano agresivo, los sentimientos
cálidos de los mamíferos, los mitos, las prácticas mágicas, las religiones, los
instrumentos de sílex, las obras de arte.
En este proceso de transformación la especie humana ha ido perdiendo
arrogancia al mismo tiempo que ha ganado conocimiento. El camino que ha conducido
al hombre a convertirse en la especie dominante, en rey de la creación, en hijo de los
dioses, en espíritu soberano y libre, está comenzando a ser recorrido en sentido inverso.
La Tierra ha sido desplazada del centro del universo por Copérnico, Bruno, Kepler,
Galileo y Newton. La moderna radioastronomía relega nuestro precioso sistema solar a
30.000 años-luz del centro de la Vía Láctea, en el borde interior del brazo espiral de
Orion; y nuestro cúmulo local de galaxias –unas 30– ni siquiera es de los más
importantes. A falta de una demostración apodíctica de que nuestra forma de inteli-

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gencia sea la única o la más perfecta de las combinaciones posibles en el universo, la
teoría de la evolución biológica de Darwin ha despojado a la especie humana de sus
privilegios biológicos. Más que la cúspide de la creación o de la evolución, la poderosa
aleatoriedad del proceso de selección natural ilustra acerca de la fragilidad consustancial
de nuestros logros biológicos. Aunque estudiamos la inteligencia de las ballenas y de los
simios, nuestra biología y psicología siguen siendo provincianas a escala cósmica.
Incluso el atributo de la racionalidad que desde Aristóteles exhibimos con orgullo,
como galardón específico, ha sido puesto en entredicho desde Freud. A medida que
empezamos a producir mecanismos que piensan y aprenden con más rapidez y eficacia
que nosotros mismos –inteligencia artificial– estamos dejando de disfrutar de la
exclusiva de tomar decisiones y de manipular el medio ambiente de manera compleja e
inteligente.

Posición del sol en la Vía Láctea, vista de frente. La Galaxia gira, como se ve, una vez cada
250 millones de años. Como resultado de esta rotación, el Sistema Solar gira alrededor del centro de la
Galaxia una vez cada 250 millones de años, moviéndose a una velocidad de 220 Km por sg.

Sin embargo, la eliminación de los misterios, la destrucción crítica de los


dogmas tranquilizadores, que ha disminuido nuestra dimensión óntica, ha incrementado
nuestra dimensión cognoscitiva y nos ha capacitado para afrontar enigmas cada vez más
fascinantes y precisos. Potentes radiotelescopios y microscopios electrónicos han
incrementado nuestra capacidad perceptiva hasta los límites de lo infinitamente grande
y de lo infinitamente pequeño. Al tomar conciencia de nuestra escala intermedia entre
las nebulosas y los quarks, la hemos desbordado.
Hace poco más de dos siglos, el gran pensador prusiano Immanuel Kant

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resumió, de un modo paradigmático, el campo de la filosofía en las siguientes
preguntas:

1. ¿Qué puedo saber?


2. ¿Qué puedo hacer?
3. ¿Qué me está dado esperar?
4. ¿Qué es el hombre?

"De la primera pregunta se ocupa la metafísica; de la segunda, la moral; de la


tercera, la religión, y de la cuarta, la antropología.
Pero, en realidad, todas ellas se podrían incluir en la antropología, porque las
tres primeras preguntas se refieren a la última" (Logik).

Para la filosofía, en efecto, el problema del conocimiento, es decir, la


determinación de la naturaleza de nuestro saber, el estudio de sus condiciones de
posibilidad y la toma de conciencia de sus límites, es circularmente indisociable de
nuestro comportamiento individual, social, cultural y moral, que, a su vez, está regulado
por nuestros sistemas de convicciones, creencias e, incluso, prejuicios. La filosofía
crítica, desde sus comienzos en Grecia y a lo largo de toda su historia, pone en tela de
juicio las evidencias recibidas; intenta destruir los ídolos del conocimiento
característicos de cada época, y trata de aquilatar el conjunto de verdades que, en cada
momento, pueden aceptarse como racionalmente ciertas y bien fundadas. Ello implica
inevitablemente una cierta concepción del hombre y una confrontación crítica con las
concepciones alternativas. De este modo la reflexión crítica se hace solidaria de la
discusión racional, del diálogo, de la dialéctica. No en vano el fundador de la filosofía
académica, Platón, fue un escritor de diálogos, de discursos que se desarrollan a través
de la razón. El hecho de que muchos de los diálogos de Platón no conduzcan a ninguna
solución dogmática y definitiva marca profundamente el destino posterior de la filosofía
como actividad abierta, nunca cancelada, interactiva y circular.

1.2. Tipologías estructuralistas del conocimiento


Saber y conocimiento son términos polisémicos. En su acepción más general
ambos se oponen a ignorancia, que figura en los diccionarios como su antónimo
principal. Pero el saber puede versar sobre muchas cosas, y existen diversos tipos y
grados de conocimiento. Una de las primeras tareas acometidas por la filosofía consistió
en distinguir distintos tipos de saber y clasificar grados de conocimiento. Dos de estas
clasificaciones dicotómicas se han perpetuado a lo largo del tiempo y han sido
reformuladas por casi todas las escuelas de pensamiento con diferentes terminologías.

1.2.1. Doxa y episteme

Según su grado fe profundidad y su relación a la verdad los griegos distinguían


entre doxa y episteme.
La doxa u opinión era un.conocimiento superficial, parcial y limitado,

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vinculado a la percepción sensorial, primaria e ingenua. El conocimiento dóxico versa
sobre las apariencias, no sobre la realidad. Se trata de un conocimiento fenoménico y,
en consecuencia, engañoso e, incluso, falso. De ahí que sea catalogado como un conoci-
miento inferior, empírico, característico de la gente no instruida, inculta (saber vulgar).
Actualmente esta valoración negativa sobrevive cuando se homologa la opinión al
sentido común o al conocimiento ordinario que, por su carácter acrítíco, asistemático y
contradictorio, se opone al conocimiento científico: explicativo, sistemático, metódico y
crítico. La creencia popular de que la dedalera es un estimulante cardíaco, porque sus
hojas se asemejan a un corazón seria de este género.
Dentro de la doxa Platón diferenciaba dos niveles: la eikasía o conjetura, que
se correspondía, en el mito de la caverna, al conocimiento de las sombras que los
esclavos encadenados a la pared veían reflejadas en el fondo. Este grado ínfimo de
conocimiento, perfectamente ilustrado en el ejemplo anterior de la dedalera, se basa en
analogías superficiales y metáforas. Un grado superior, pero todavía engañoso y
superficial, de conocimiento se corresponde con la pistis, que se puede traducir como fe
o creencia, cuyo objeto son las imágenes de las cosas solidificadas por la imaginación.
Creer que el rayo es un signo de la ira de los dioses, que las rogativas pueden producir
lluvias en tiempos de sequía o que el horóscopo, la quiromancia o la cartomancia
pueden aseguramos el futuro ilustran el nivel cognoscitivo en el que todavía sigue
amparándose la superstición, no por popular y extendida, más verdadera. La doxa es
siempre un pseudo-conocimiento.
Episteme suele traducirse como conocimiento científico, pero para los griegos
no tenía aún el carácter especializado, que hoy se atribuye a la ciencia. Para ellos era un
saber absolutamente necesario, porque penetraba hasta las causas y fundamentos de las
cosas; objetivo, porque dependía de la naturaleza misma y no de nuestras construcciones
artificiales; sistemático, porque estaba organizado de acuerdo con parámetros lógicos y
racionales: no era el resultado de una mera acumulación sin orden ni concierto. En
consecuencia era un conocimiento pleno, total, no fragmentario, ni parcial, ya que
versaba sobre la realidad misma, comprendía sus conexiones profundas, necesarias y
últimas, de modo que era capaz de dar razón del por qué íntimo de las cosas. El
significado de episteme ha variado a lo largo de los siglos, pero su vieja aspiración de
alcanzar un conocimiento cierto, verdaderamente explicativo, bien fundamentado,
organizado sistemáticamente y, a ser posible, riguroso y exacto, sigue viva en las
ciencias y en la filosofía
Platón distinguió dos grados de conocimiento dentro de la episteme: la diánoia
o conocimiento discursivo, que parte de ciertas hipótesis o presupuestos y deduce ló-
gicamente sus consecuencias, y el noema o conocimiento intuitivo, que considera las
Ideas en sí mismas de las que alcanza una visión directa e inmediata. La diánoia
procede por demostración y su prototipo se encuentra en las matemáticas; sólo está
limitada por la hipótesis que asume como puntos de partida irrebasables, salvo en caso
de contradicción, por lo que su modo de proceder se asemeja mucho a los que hoy
conocemos con el nombre de ciencias. El noema, en cambio, accede directamente a la
verdadera realidad en-sí, las Ideas, cuya transparencia estructural las hace evidentes; al
trabajar con el mundo de las Ideas Platón inaugura la dimensión ontológica de la
filosofía académica.
Es fácil advertir que esta influyente tipología del conocimiento, reformulada y
matizada profusamente por la tradición racionalista, goza de una cierta atemporalidad,
que no se compadece bien con la historicidad que afecta a todos los productos

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culturales. Los racionalistas tenderán a concebir el conocimiento sub specie aeterni-
tatis. Se trata de un defecto que habrá que corregir. En cambio, puede considerarse un
logro de las tendencias racionalistas el haber acertado a articular, frente al escepticismo
y al relativismo, criterios precisos pora discriminar el conocimiento verdadero, válido y
cierto, del conocimiento falso, inadecuado y confuso. Discriminar, cribar, seleccionar
sigue siendo una tarea inexcusable del pensamiento racional.

1.2.2. Teoría y Praxis

Desde el punto de vista de su utilidad suele distinguirse, desde la antigüedad,


entre conocimiento teórico y conocimiento práctico. Se trata de una clasificación es-
tática, tallada analíticamente, que goza de una sospechosa popularidad. Variantes de
esta distinción se encuentran en las más diversas corrientes: saber hacer y saber qué,
conocimiento básico y conocimiento aplicado, ciencia y técnica, especulación y acción,
entendimiento y voluntad, razón pura y razón práctica, logos y bios.
Para Aristóteles el conocimiento teórico persigue la verdad con independencia
de su aplicación práctica, se basa exclusivamente en la especulación y en el razona-
miento abstracto, instaura un saber general y universal que no está condicionado por las
circunstancias y culmina en la contemplación gnóstica que se satisface idealmente en el
"pensamiento que se piensa a sí mismo", cuyo paradigma es Dios entendido como
motor inmóvil o reflexión que se agota en sí misma. Las virtudes del entendimiento,
prosigue Aristóteles, son la sabiduría (la sapientia), que consiste en la comprensión
intelectual dé los principios evidentes y la ciencia (scientia), que se define por el hábito
y la capacidad de sacar conclusiones de acuerdo con las reglas de la lógica.
El conocimiento práctico, en cambio, se ordena a la acción y persigue el
incremento del bienestar y de la felicidad, pretende influir en las cosas y en las personas
(transformar el medio ambiente), instaura un saber concreto e inmediato de los hechos y
circunstancias empíricas y no se satisface más que con la plena realización de los deseos
y necesidades que lo originan. Pero el conocimiento práctico se fragmenta, a su vez,
según Aristóteles, en dos tipos de actividad: el saber hacer puede referirse a la actividad
manual, quirúrgica, de los artesanos o técnicos que fabrican un mueble, una casa o un
relé en el sentido del facere latino, o puede referirse a la capacidad de gestión y
organización de la vida política y social (el gobierno de una casa o de una empresa, la
organización de unas eleciones o la dirección de un centro escolar) en el sentido de
agere latino. El facere implica arte, 'techné'; el agere, en cambio, incluye sindéresis y
prudencia moral y política.
Esta elaboración aristotélica de los conocimientos, cuya complejidad y finura
supera y envuelve en su seno muchos planteamientos analíticos posteriores, adolece de
una rigidez metafísica que los planteamientos dialécticos corrigen. Intensionalmente se
rompe la barrera entre teoría y praxis, cuando se reconoce con Kurt Lewin que "no hay
nada tan práctico como una buena teoría" o cuando se dota a las teorías de eficacia
instrumental en el sentido de la práctica teórica de la que habla Althusser. A su vez, el
empleo de métodos estandarizados de producción de dichas técnicas o de sistemas de
organización involucra diseños de carácter teórico. En el plano denotativo la distinción
cambia con el desarrollo histórico; lo que es teórico en una etapa de la producción, llega
a ser práctico y básico en otra; por ejemplo, las matemáticas y la física que en el mundo
antiguo eran conocimientos especulativos e improductivos se convierten en fuerzas

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productivas básicas de gran utilidad práctica en la sociedad capitalista avanzada. Y
viceversa: una técnica utilitaria puede generar conocimiento teórico; por ejemplo, la
necesidad de achicar agua en las minas y mantener la rentabilidad condujo a la máquina
de vapor de Watt y más tarde, gracias a Carnot, Joule y Thomson a la creación de una
ciencia teórica altamente especializada: la Termodinámica.
Una vez dinamizada y ubicada en un contexto evolucionista, ¿sigue siendo
operativa la distinción entre conocimiento teórico y práctico? Desde un punto de vista
dialéctico, aunque teoría y praxis forman parte de un sistema de conceptos conjugados
mutuamente referidos los unos a los otros, puede ensayarse un criterio más profundo de
discriminación: considerar el conocimiento teórico como una práctica desconectada del
resto del mismo sistema por un proceso de idealización o de paso al límite, que le
confiere un cierto grado de autonomía operatoria. De ahí el carácter especulativo,
abstracto, universal y necesario del que parece gozar. En cambio, el conocimiento
práctico mantiene una conexión y una dependencia evidente con otras esferas del
sistema, por pobre y rutinaria que en sí misma pueda parecer (v. g. la fabricación
cotidiana del pan). Esta incardinación en las necesidades vitales primarias dota al
conocimiento práctico de una superioridad mundana evidente, distorsionando, de rebote,
la apreciación práctica de las actividades teóricas con las que se enfrenta. En una
sociedad religiosa la oración aparece como la actividad práctica más útil, porque está
conectada con los procesos de producción (cosechas, construcción de viviendas,
alimentación, defensa...) y reproducción fundamentales (nacimientos, matrimonios,
muertes), obturando las especulaciones científicas y naturalistas en competencia.

1.3. La evolución del conocimiento y sus clases


Todas las actividades cognoscitivas, incluidas aquellas que exigen razonar, han
evolucionado partiendo de respuestas y adaptaciones precognoscitivas al medio
ambiente. Son el producto de la selección conjunta -natural y cultural, a la vez- de
ciertos rasgos que poseen valor de supervivencia para la especie humana. Desde esta
perspectiva evolucionista, los rasgos sobre los que se asienta la ubicuidad y superioridad
de la especie humana (su mayor índice de cerebración, su desarrollo intelectual y su
racionalidad) pueden interpretarse como refinados instrumentos adaptativos de
supervivencia de la especie.
En todo proceso evolutivo tienen lugar cambios, diversificaciones,
fragmentaciones. Al explicar estas variaciones surgen concepciones diferentes de la
evolución. Frente a la interpretación providencialista de Teilhard de Chardin y frente al
progresismo utópico de Lamarck, Spencer y Engels, la concepción populacional y
neodarwinista, enunciada por la teoría sintética de la evolución, ofrece en la actualidad
el modelo operativo más coherente y verosímil.
Según este modelo, hay que entender la presión del medio como una suerte de
criba selectiva, de cedazo ecológico, que filtra las mutaciones aparentemente aleatorias
de los genes y los comportamientos divergentes de los organismos. Algunas mutaciones
serían favorables, con lo que sus portadores tendrían mayores oportunidades de
multiplicar su descendencia, convirtiéndose en los especímenes más aptos seleccionados
positivamente en la deriva evolutiva; otras resultarían desfavorables, recesivas e incluso
letales, con lo que el proceso selectivo acabaría exterminando a largo plazo" a sus

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portadores, cada vez en minoría más exigua y gravemente impedidos para una
reproducción eficaz. De este modo el nicho ecológico de cada población actuaría como
un mecanismo de control ontológico en el pleno sentido de la palabra.
Este modelo general, como ha sugerido Stephen Toulmin, permite replantear,
bajo una misma perspectiva, la evolución general de las especies y la criba selectiva de
los conocimientos humanos colectivos, que son las culturas, de un modo menos
ideológico y más riguroso de lo que Comte atisbó en su famosa Ley de los tres
estadios.
"El esquema populacional directo de Darwin tal vez no brinde en todos los casos la
respuesta correcta, pero ciertamente proporciona una forma legítima de respuesta.
El equilibrio entre la variación y la selección dentro de una población de elementos
componentes, constituye, como es evidente, uno de los procesos posibles por los
que las entidades históricas conservan su identidad transitoria. La tarea de explorar
las implicaciones de un enfoque evolucionista de nuestros problemas teóricos -en
el sentido populacional, "no progresivista"- puede llevarnos más allá de los limites
de las ciencias especiales y exigirnos la reevaluación de nuestras categorías y
esquemas de análisis aun en el nivel filosófico más general. Nuevamente, nuestras
ideas sobre la comprensión humana deben marchar a la par de nuestras ideas
sobre el mundo que debemos comprender" (Human Understanding, 1972).

La perspectiva de Toulmin es ajustada, pero no tiene por qué restringirse a


remedar el actual cuadro institucional de escuelas y facultades universitarias ex post
fació. Bajo la apelación a la idea de evolución se escondería una mera justificación
snobista de lo que de hecho, y por obra de contextos históricos muy precisos, ha
resultado. Desde la perspectiva dialéctica el esquema populacional instaura una
diferenciación entre diversos tipos de conocimiento que, teniendo en cuenta la
evolución cultural como un desarrollo desigual, contempla la simultaneidad de
distintas formas cognoscitivas en una estructura histórico sistemática más amplia.
Sincronía y diacronía se contraponen y se reclaman a un tiempo.
Las culturas humanas que no han sido capaces de generar un comportamiento
racional científico no han desaparecido; perpetúan en la actualidad sus ancestrales tipos
de saber, cuyas huellas, aunque trituradas y transformadas, pueden rastrearse también en
las culturas civilizadas. Puesto que el nicho ecológico de diferentes culturas no ha sido
el mismo, sólo han desaparecido aquellas cuyas mutaciones adaptativas han resultado
letales. De ahí que una tipología evolucionista del conocimiento deba reconocer, para
ser completa, distinciones sincrónicas que cruzan o desbordan el universo cultural.
Tales son las distinciones entre naturaleza y cultura, entre culturas bárbaras y
culturas civilizadas, y entre saberes acríticos o pervivenciales y saberes críticos o
progresivos.
Adelantamos un esquema que puede proporcionar los lineamientos generales
de nuestra clasificación materialista de conocimientos, construida de acuerdo con el
esquema populacional y neodarwinista.

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1.3.1. Naturaleza y Cultura

Tomamos el término conocimiento en el sentido más amplio posible que


incluye desde las creencias populares hasta la ciencia, pasando por las convicciones
éticas, las afirmaciones empíricas, los postulados epistemológicos, las creencias
políticas, los supuestos y categorías ontológicas y hasta las doctrinas escatológicas.
Circularmente la oposición entre naturaleza y cultura es ella misma cultural, aunque
pretende desbordar el ámbito de la cultura; cualquier intento de superar esta situación
circular (dialelo antropológico) incurre en una contradicción, en un callejón sin
ninguna salida.
Se trata de una distinción reconocida por los griegos en la antigüedad desde
que los cínicos y los estoicos pretendieron fundamentar la razón universal en el
proceso mismo de la naturaleza. "Vivir conforme a la naturaleza" fue para ellos una
máxima moral, cuyas implicaciones ontológicas reciclan actualmente los
planteamientos ecologistas.

"Habiendo visto una vez -cuenta Diógenes Laercio de Diógenes el Cínico- que
un muchacho bebía con las manos, sacó su colodro del zurrón y lo arrojó
diciendo: 'un muchacho me gana en simplicidad y economía'. Arrojó también el
plato habiendo igualmente visto que otro muchacho, cuyo plato se había
quebrado, puso las lentejas que comía en una poza de pan". (Vida de los
Filósofos más ilustres, libro VI).

Según esta concepción, lo cultural sería todo lo artificioso, lo antinatural y, en


consecuencia, algo de lo que deberíamos desprendemos para volver a la madre na-
turaleza.
Con el transcurso del tiempo esta valoración positiva de la naturaleza ha
variado. Para la mentalidad del homo oeconomicus la naturaleza es una fuente de

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