Fundamentos Cristianos (18,19,20)
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2023
18. El problema del empleo
Considerando los derechos de los hombres del trabajo, precisamente en relación con este
«empresario indirecto», es decir, con el conjunto de las instancias a escala nacional e
internacional responsables de todo el ordenamiento de la política laboral, se debe prestar
atención en primer lugar a un problema fundamental. Se trata del problema de conseguir
trabajo, en otras palabras, del problema de encontrar un empleo adecuado para todos los
sujetos capaces de él. Lo contrario de una situación justa y correcta en este sector es el
desempleo, es decir, la falta de puestos de trabajo para los sujetos capacitados. Puede ser que se
trate de falta de empleo en general, o también en determinados sectores de trabajo. El cometido
de estas instancias, comprendidas aquí bajo el nombre de empresario indirecto, es el de actuar
contra el desempleo, el cual es en todo caso un mal y que, cuando asume ciertas dimensiones,
puede convertirse en una verdadera calamidad social. Se convierte en problema particularmente
doloroso, cuando los afectados son principalmente los jóvenes, quienes, después de haberse
preparado mediante una adecuada formación cultural, técnica y profesional, no logran encontrar
un puesto de trabajo y ven así frustradas con pena su sincera voluntad de trabajar y su
disponibilidad a asumir la propia responsabilidad para el desarrollo económico y social de la
comunidad. La obligación de prestar subsidio a favor de los desocupados, es decir, el deber de
otorgar las convenientes subvenciones indispensables para la subsistencia de los trabajadores
desocupados y de sus familias es una obligación que brota del principio fundamental del orden
moral en este campo, esto es, del principio del uso común de los bienes o, para hablar de manera
aún más sencilla, del derecho a la vida y a la subsistencia.
Para salir al paso del peligro del desempleo, para asegurar empleo a todos, las instancias que
han sido definidas aquí como «empresario indirecto» deben proveer a una planificación
global, con referencia a esa disponibilidad de trabajo diferenciado, donde se forma la vida no
solo económica sino también cultural de una determinada sociedad; deben prestar atención
además a la organización correcta y racional de tal disponibilidad de trabajo. Esta solicitud
global carga en definitiva sobre las espaldas del Estado, pero no puede significar una
centralización llevada a cabo unilateralmente por los poderes públicos. Se trata en cambio de
una coordinación, justa y racional, en cuyo marco debe ser garantizada la iniciativa de las
personas, de los grupos libres, de los centros y complejos locales de trabajo, teniendo en cuenta
lo que se ha dicho anteriormente acerca del carácter subjetivo del trabajo humano.
En este sentido se puede realizar el plan de un progreso universal y proporcionado para todos,
siguiendo el hilo conductor de la Encíclica de Pablo VI Populorum Progressio. Es necesario
subrayar que el elemento constitutivo y a su vez la verificación más adecuada de este progreso
en el espíritu de justicia y paz, que la Iglesia proclama y por el que no cesa de orar al Padre de
todos los hombres y de todos los pueblos, es precisamente la continua revalorización del
trabajo humano, tanto bajo el aspecto de su finalidad objetiva, como bajo el aspecto de la
dignidad del sujeto de todo trabajo, que es el hombre. El progreso en cuestión debe llevarse a
cabo mediante el hombre y por el hombre y debe producir frutos en el hombre. Una verificación
del progreso será el reconocimiento cada vez más maduro de la finalidad del trabajo y el respeto
cada vez más universal de los derechos inherentes a él en conformidad con la dignidad del
hombre, sujeto del trabajo.
Una planificación razonable y una organización adecuada del trabajo humano, a medida de las
sociedades y de los Estados, deberían facilitar a su vez el descubrimiento de las justas
proporciones entre los diversos tipos de empleo: el trabajo de la tierra, de la industria, en sus
múltiples servicios, el trabajo de planificación y también el científico o artístico, según las
capacidades de los individuos y con vistas al bien común de toda sociedad y de la humanidad
entera. A la organización de la vida humana según las múltiples posibilidades laborales debería
corresponder un adecuado sistema de instrucción y educación que tenga como principal
finalidad el desarrollo de una humanidad madura y una preparación específica para ocupar con
provecho un puesto adecuado en el grande y socialmente diferenciado mundo del trabajo.
Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida por la tierra, no se puede menos
de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el
hecho de que, mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza,
existen por otra grupos enteros de desocupados o subocupados y un sinfín de multitudes
hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas como
en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial —en lo concerniente a la
organización del trabajo y del empleo— hay algo que no funciona y concretamente en los
puntos más críticos y de mayor relieve social.
Una vez delineado el importante cometido que tiene el compromiso de dar un empleo a todos
los trabajadores, con vistas a garantizar el respeto de los derechos inalienables del hombre en
relación con su trabajo, conviene referirnos más concretamente a estos derechos, los cuales, en
definitiva, surgen de la relación entre el trabajador y el empresario directo. Todo cuanto se ha
dicho anteriormente sobre el tema del empresario indirecto tiene como finalidad señalar con
mayor precisión estas relaciones mediante la expresión de los múltiples condicionamientos en
que indirectamente se configuran. No obstante, esta consideración no tiene un significado
puramente descriptivo; no es un tratado breve de economía o de política. Se trata de poner en
evidencia el aspecto deontológico y moral. El problema-clave de la ética social es el de la justa
remuneración por el trabajo realizado. No existe en el contexto actual otro modo mejor para
cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido precisamente por la
remuneración del trabajo. Independientemente del hecho de que este trabajo se lleve a efecto
dentro del sistema de la propiedad privada de los medios de producción o en un sistema en que
esta propiedad haya sufrido una especie de «socialización», la relación entre el empresario
(principalmente directo) y el trabajador se resuelve en base al salario: es decir, mediante la justa
remuneración del trabajo realizado.
Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socio-económico y, en todo caso, su
justo funcionamiento merece en definitiva ser valorados según el modo como se remunera
justamente el trabajo humano dentro de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al
primer principio de todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común de los
bienes. En todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fundamentales existentes entre el
capital y el trabajo, el salario, es decir, la remuneración del trabajo, sigue siendo una vía
concreta, a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que
están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la
producción. Los unos y los otros se hacen accesibles al hombre del trabajo gracias al salario que
recibe como remuneración por su trabajo. De aquí que, precisamente el salario justo se
convierta en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-
económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es esta la única verificación, pero
es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación-clave.
Tal verificación afecta sobre todo a la familia. Una justa remuneración por el trabajo de la
persona adulta que tiene responsabilidades de familia es la que sea suficiente para fundar y
mantener dignamente una familia y asegurar su futuro. Tal remuneración puede hacerse bien sea
mediante el llamado salario familiar —es decir, un salario único dado al cabeza de familia por
su trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la familia sin necesidad de hacer asumir a
la esposa un trabajo retribuido fuera de casa— bien sea mediante otras medidas sociales, como
subsidios familiares o ayudas a la madre que se dedica exclusivamente a la familia, ayudas que
deben corresponder a las necesidades efectivas, es decir, al número de personas a su cargo
durante todo el tiempo en que no estén en condiciones de asumirse dignamente la
responsabilidad de la propia vida.
La experiencia confirma que hay que esforzarse por la revalorización social de las funciones
maternas, de la fatiga unida a ellas y de la necesidad que tienen los hijos de cuidado, de amor y
de afecto para poderse desarrollar como personas responsables, moral y religiosamente maduras
y sicológicamente equilibradas. Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre —sin
obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante
sus compañeras— dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades
diferenciadas de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida fuera
de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia cuando
contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión materna. 26
En este contexto se debe subrayar que, del modo más general, hay que organizar y adaptar todo
el proceso laboral de manera que sean respetadas las exigencias de la persona y sus formas de
vida, sobre todo de su vida doméstica, teniendo en cuenta la edad y el sexo de cada uno. Es un
hecho que en muchas sociedades las mujeres trabajan en casi todos los sectores de la vida. Pero
es conveniente que ellas puedan desarrollar plenamente sus funciones según la propia
índole, sin discriminaciones y sin exclusión de los empleos para los que están capacitadas, pero
sin al mismo tiempo perjudicar sus aspiraciones familiares y el papel específico que les compete
para contribuir al bien de la sociedad junto con el hombre. La verdadera promoción de la
mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el
abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre tiene
un papel insustituible.
Además del salario, aquí entran en juego algunas otras prestaciones sociales que tienen por
finalidad la de asegurar la vida y la salud de los trabajadores y de su familia. Los gastos
relativos a la necesidad de cuidar la salud, especialmente en caso de accidentes de trabajo,
exigen que el trabajador tenga fácil acceso a la asistencia sanitaria y esto, en cuanto sea posible,
a bajo costo e incluso gratuitamente. Otro sector relativo a las prestaciones es el vinculado con
el derecho al descanso; se trata ante todo de regular el descanso semanal, que comprenda al
menos el domingo y además un reposo más largo, es decir, las llamadas vacaciones una vez al
año o eventualmente varias veces por períodos más breves. En fin, se trata del derecho a la
pensión, al seguro de vejez y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral. En el
ámbito de estos derechos principales, se desarrolla todo un sistema de derechos particulares que,
junto con la remuneración por el trabajo, deciden el correcto planteamiento de las relaciones
entre el trabajador y el empresario. Entre estos derechos hay que tener siempre presente el
derecho a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud
física de los trabajadores y no dañen su integridad moral.
RESUMEN DE CAPITULO:
Trata sobre los derechos inalienables del hombre en relación con su trabajo. El autor destaca
que el problema clave de la ética social es la justa remuneración por el trabajo realizado. La
relación entre el empresario y el trabajador se resuelve en base al salario, que es la vía
concreta a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes
destinados al uso común. El salario justo se convierte en la verificación concreta de la
justicia del sistema socioeconómico y su justo funcionamiento, y afecta principalmente a la
familia. Una justa remuneración para la persona adulta que tiene responsabilidades de
familia es la que sea suficiente para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar
su futuro.
Sobre la base de todos estos derechos, junto con la necesidad de asegurarlos por parte de los
mismos trabajadores, brota aún otro derecho, es decir, el derecho a asociarse; esto es, a formar
asociaciones o uniones que tengan como finalidad la defensa de los intereses vitales de los
hombres empleados en las diversas profesiones. Estas uniones llevan el nombre
de sindicatos. Los intereses vitales de los hombres del trabajo son hasta un cierto punto
comunes a todos; pero al mismo tiempo, todo tipo de trabajo, toda profesión posee un carácter
específico que en estas organizaciones debería encontrar su propio reflejo particular.
Los sindicatos tienen su origen, de algún modo, en las corporaciones artesanas medievales, en
cuanto que estas organizaciones unían entre sí a hombres pertenecientes a la misma profesión y
por consiguiente en base al trabajo que realizaban. Pero al mismo tiempo, los sindicatos se
diferencian de las corporaciones en este punto esencial: los sindicatos modernos han crecido
sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del trabajo y ante todo de los
trabajadores industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a los
propietarios de los medios de producción. La defensa de los intereses existenciales de los
trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego sus derechos, constituye el cometido
de los sindicatos. La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un
elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas
industrializadas. Esto evidentemente no significa que solamente los trabajadores de la industria
puedan instituir asociaciones de este tipo. Los representantes de cada profesión pueden servirse
de ellas para asegurar sus respectivos derechos. Existen pues los sindicatos de los agricultores y
de los trabajadores del sector intelectual, existen además las uniones de empresarios. Todos,
como ya se ha dicho, se dividen en sucesivos grupos o subgrupos, según las particulares
especializaciones profesionales.
La doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de
la estructura de «clase» de la sociedad y que sean el exponente de la lucha de clase que gobierna
inevitablemente la vida social. Sí, son un exponente de la lucha por la justicia social, por los
justos derechos de los hombres del trabajo según las distintas profesiones. Sin embargo, esta
«lucha» debe ser vista como una dedicación normal «en favor» del justo bien: en este caso, por
el bien que corresponde a las necesidades y a los méritos de los hombres del trabajo asociados
por profesiones; pero no es una lucha «contra» los demás. Si en las cuestiones controvertidas
asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en consideración del bien de la
justicia social; y no por «la lucha» o por eliminar al adversario. El trabajo tiene como
característica propia que, antes que nada, une a los hombres y en esto consiste su fuerza social:
la fuerza de construir una comunidad. En definitiva, en esta comunidad deben unirse de algún
modo tanto los que trabajan como los que disponen de los medios de producción o son sus
propietarios. A la luz de esta fundamental estructura de todo trabajo —a la luz del hecho de que
en definitiva en todo sistema social el «trabajo» y el «capital» son los componentes
indispensables del proceso de producción— la unión de los hombres para asegurarse los
derechos que les corresponden, nacida de la necesidad del trabajo, sigue siendo un factor
constructivo de orden social y de solidaridad, del que no es posible prescindir.
Los justos esfuerzos por asegurar los derechos de los trabajadores, unidos por la misma
profesión, deben tener siempre en cuenta las limitaciones que impone la situación económica
general del país. Las exigencias sindicales no pueden transformarse en una especie
de «egoísmo» de grupo o de clase, por más que puedan y deban tender también a corregir —
con miras al bien común de toda la sociedad— incluso todo lo que es defectuoso en el sistema
de propiedad de los medios de producción o en el modo de administrarlos o de disponer de
ellos. La vida social y económico-social es ciertamente como un sistema de «vasos
comunicantes», y a este sistema debe también adaptarse toda actividad social que tenga como
finalidad salvaguardar los derechos de los grupos particulares.
Hablando de la tutela de los justos derechos de los hombres del trabajo, según sus profesiones,
es necesario naturalmente tener siempre presente lo que decide acerca del carácter subjetivo del
trabajo en toda profesión, pero al mismo tiempo, o antes que nada, lo que condiciona la
dignidad propia del sujeto del trabajo. Se abren aquí múltiples posibilidades en la actuación de
las organizaciones sindicales y esto incluso en su empeño de carácter instructivo, educativo y
de promoción de la autoeducación. Es benemérita la labor de las escuelas, de las llamadas
«universidades laborales» o «populares», de los programas y cursos de formación, que han
desarrollado y siguen desarrollando precisamente este campo de actividad. Se debe siempre
desear que, gracias a la obra de sus sindicatos, el trabajador pueda no solo «tener» más, sino
ante todo «ser» más: es decir pueda realizar más plenamente su humanidad en todos los
aspectos.
Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos se sirven también del
método de la «huelga», es decir, del bloqueo del trabajo, como de una especie de ultimátum
dirigido a los órganos competentes y sobre todo a los empresarios. Este es un método
reconocido por la doctrina social católica como legítimo en las debidas condiciones y en los
justos límites. En relación con esto los trabajadores deberían tener asegurado el derecho a la
huelga, sin sufrir sanciones penales personales por participar en ella. Admitiendo que es un
medio legítimo, se debe subrayar al mismo tiempo que la huelga sigue siendo, en cierto sentido,
un medio extremo. No se puede abusar de él; no se puede abusar de él especialmente en función
de los «juegos políticos». Por lo demás, no se puede jamás olvidar que cuando se trata de
servicios esenciales para la convivencia civil, éstos han de asegurarse en todo caso mediante
medidas legales apropiadas, si es necesario. El abuso de la huelga puede conducir a la
paralización de toda la vida socio-económica, y esto es contrario a las exigencias del bien
común de la sociedad, que corresponde también a la naturaleza bien entendida del trabajo
mismo.
Los sindicatos se diferencian de las corporaciones en este punto esencial: los sindicatos
modernos han crecido sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del trabajo
y ante todo de los trabajadores industriales para la tutela de sus justos derechos frente a
los empresarios y a los propietarios de los medios de producción. Sí, son un exponente de
la lucha por la justicia social, por los justos derechos de los hombres del trabajo según las
distintas profesiones. A la luz de esta fundamental estructura de todo trabajo a la luz del
hecho de que en definitiva en todo sistema social el «trabajo» y el «capital» son los
componentes indispensables del proceso de producción la unión de los hombres para
asegurarse los derechos que les corresponden, nacida de la necesidad del trabajo, sigue
siendo un factor constructivo de orden social y de solidaridad, del que no es posible
prescindir. Las exigencias sindicales no pueden transformarse en una especie de
«egoísmo» de grupo o de clase, por más que puedan y deban tender también a corregir con
miras al bien común de toda la sociedad incluso todo lo que es defectuoso en el sistema de
propiedad de los medios de producción o en el modo de administrarlos o de disponer de
ellos. Hablando de la tutela de los justos derechos de los hombres del trabajo, según sus
profesiones, es necesario naturalmente tener siempre presente lo que decide acerca del
carácter subjetivo del trabajo en toda profesión, pero al mismo tiempo, o antes que nada,
lo que condiciona la dignidad propia del sujeto del trabajo. El abuso de la huelga puede
conducir a la paralización de toda la vida socio-económica, y esto es contrario a las
exigencias del bien común de la sociedad, que corresponde también a la naturaleza bien
entendida del trabajo mismo.