Pensamiento Ecologico
Pensamiento Ecologico
Pensamiento Ecologico
Ecological Thought
Roberto Álava
Ruth Gómez
Jorge Riechmann
Mary Spratt
DOI: 10.26754/ojs_arif/a.rif.202014145
Análisis. Revista de investigación filosófica, vol. 7, n.º 1 (2020): 139-144 ISSNe: 2386-8066
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140 Roberto Álava, Ruth Gómez, Jorge Riechmann y Mary Spratt
ecología sin naturaleza, sino también la ecología sin ambientalismo, p. 22). Encontra-
mos, primero, que la dicotomía ambientalista entre lo “natural” y lo “artificial” es
la antípoda del pensamiento sobre la malla. La Naturaleza es algo que está “allí”,
lejos, algo que es ajeno al mundo humano, el cual no debe interferir en ella. La Natu-
raleza ha de permanecer en su envase original, como un objeto de museo; los seres
humanos deben dejarla como está. Pero esto, según Morton, no es más que otra
cara del laissez faire. Asumir el calentamiento global como nuestra responsabilidad
implica abandonar esta idea de Naturaleza (que supone “una barrera ideológica
que nos impide ver que todo está interconectado”, p. 127). No se trata de una
amenaza a un medioambiente que tenemos que conservar, por compulsión esté-
tica, pero que no nos afecta inmediatamente: es nuestra casa la que está en llamas.
Da igual si los seres humanos hemos provocado o no el incendio; tenemos que
apagarlo, sólo porque somos seres sensibles. Prescindir de esta idea de naturaleza
cosificada es un paso clave para una acción y una ética ecológicas (como ya argu-
mentara en su libro de 2009, Ecology Without Nature).
Sin embargo, mediante este pensamiento ambientalista no sólo alejamos a los
seres no humanos de la malla de la que dependemos: también a nosotros mismos.
El ambientalismo suele presentarnos escenarios de un ecoapocalipsis futuro (el
arte ambientalista se basa en elegías a una fantasía como la de “Naturaleza”),
que está tan lejos de nosotros como el medioambiente. El autor pregunta en qué
medida estas fantasías apocalípticas lo dejan todo como estaba: ¿y si el desastre
no estuviera por delante de nosotros, sino ya detrás? ¿Y si ya ha sucedido? ¿Y si
fuera la nueva forma del capitalismo para lograr reproducirse? Es seductor, nos
dice Morton, imaginar una fuerza mayor que el capitalismo que acabe con él. Pero
seguir proyectando cataclismos futuros sería otra forma de laissez faire, mientras
nuestra casa sigue en llamas. El capitalismo no puede resolver ningún problema
ecológico, puesto que es reactivo, y lo que requiere una crisis ecológica es planifi-
cación y soluciones a largo plazo, incluso aunque el (presunto) fin fuera inminente
(p. 153).
Prueba de ello son los hiperobjetos que ha puesto en circulación (p. 162 y ss.):
objetos que trascienden de forma masiva nuestra capacidad de concepción, hasta
el punto de que nos resulta más fácil imaginar el infinito que la vida media o las
cadenas de causación de uno de ellos (como el plutonio, pongamos por caso, o
el poliestireno). Ninguna acción a corto plazo, por emergencia o necesidad, re-
solverá este problema. Por este motivo, tampoco serán comunidades —grupos
formados por necesidad— las que lo resolverán, sino colectividades, grupos for-
mados por elección, grupos abiertos en los que quepa la reflexión, y no la prisa.
“Cómo cuidar del prójimo, esto es, del extraño forastero, y del hiperobjeto, son
los problemas a largo plazo que plantea el pensamiento ecológico. Éste desarrolla
considerablemente el concepto del tiempo y el espacio, obligándonos a inventar
formas de estar juntos que no dependan del interés propio” (p. 169).
El pensamiento ecológico nos dice: “todo está interconectado” (p. 17). Creemos
que es un excelente punto de partida, aunque quizá no lo sean tanto los caminos
“góticos” (p. 34) que Morton recorre a partir del mismo. Hay en esos caminos
una toma de postura ideológica —puramente ideológica— que nos parece cues-
tionable, y que afecta a algunos de los debates ético-políticos más importantes de
nuestra época. Así, en primer lugar, la reivindicación por parte de Morton de un
reduccionismo darwiniano que se opone desde el principio —ontológicamente—
a una visión sistémica y gaiana de la naturaleza (en nuestra opinión, esta última
resulta mucho más congruente con los hechos). No nos convence reducir la vida
a “algunas moléculas autorreplicativas y sus sistemas de transporte” (p. 90): la
concepción termodinámica y simbiótica de la vida (a lo Lynn Margulis) nos parece
mucho mejor fundamentada. Si se quiere en forma de consigna: ¡antes el ascenso
mediante emergencias que la reducción a través de algoritmos! Mas tampoco nos
satisface, en segundo lugar, la difamación de buena parte del pensamiento ecológi-
co como masculinista (y hasta fascista, cuando la máquina mortoniana de fabricar
exageraciones se pone en marcha). Proponer la Naturaleza como un ideologema
masculino que cumple funciones de disciplinamiento (p. 107) halagará sin duda a
más de un oído posmoderno, pero resulta intelectualmente deshonesto: supone
desconocer, sin ir más lejos, el inmenso y valioso trabajo de teóricas ecofeministas
como Vandana Shiva, Maria Mies, Alicia Puleo o Yayo Herrero. La hostilidad de
Morton hacia la deep ecology (que no sería sino “capitalismo liberal disfrazado de
ideología neofascista”, p. 161) parece francamente desenfocada. Finalmente, y en
tercer lugar, desde tales presupuestos no sorprende la ingenuidad tecnolátrica que
asoma aquí y allá en el texto de Morton (por ejemplo, sugiriendo que una idea
sensata sería “construir una central nuclear para alimentar una fábrica de células
de combustible”, p. 153). La cita antepuesta al capítulo 1 del libro resulta muy
significativa: “El patrimonio genético de la biosfera está disponible para todos los
organismos” (p. 39), una frase notoriamente falsa… salvo que uno sea un ingenie-
ro genético atrincherado en su laboratorio.
Suena bien, esto de “el pensamiento ecológico es la intimidad con el extra-
ño extranjero” (p. 68) ¿verdad? Pero para que no fuese mera retórica inductora
de confusión, habría de ir de la mano con el reconocimiento de que los stranger
strangers (los seres vivos no humanos) necesitan su propio espacio para sobrevivir