Actividad Comparación de Lecturas Cuarto Medio
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La noche de la gallina
Francisco Tario (1943 en La noche)
—Los hombres son vanos y crueles como no tienes idea —me decía hace casi un siglo una
gallina amiga, cuando todavía era yo joven y virgen, y habitaba un corral indescriptiblemente
suntuoso, poblado de árboles frutales.
—Lo que ocurre —objeté yo, sacudiendo mi cola blanca— es que tú no los comprendes; ni
siquiera te has cuidado de observarlos adecuadamente. ¡Confiesa! ¿Qué has hecho durante
la mayor parte de tu existencia, sino corretear como una locuela detrás de tus cien maridos
y empollar igual que una señora burguesa? ¡El hombre es un ser admirable, caritativo y muy
sabio, a quien debemos estar agradecidas profundamente!
Esto decía yo hace tiempo; no sé cuántos meses. Cuando aún me dejaba sorprender por las
apariencias, rendía culto a los poetas y llevaba minuciosamente clasificadas en un cuaderno
las características de los petimetres que me perseguían. Cuando mi cresta era voluptuosa
cual un seno de mujer, y mi cola, artística, poblada. Cuando dormía en posturas graciosas y, al
crepúsculo, languidecía bajo la influencia inefable de las encinas. Decía esto –entre otros mo-
tivos más graves–, porque mi amo era muy cordial conmigo y solía conducirme a los rincones
más apartados de la finca, con objeto de obsequiarme los residuos de los banquetes y otras
golosinas menos importantes.
Hoy no. Hoy pienso de otro modo.
Heme aquí confinada en una celda tenebrosa, condenada a muerte. ¿Creen que no lo adivi-
no? ¿Creen los hombres que, por ser diminutas y estar cubiertas de plumas, no tenemos las
gallinas nuestro corazoncito, nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento?
Me apresaron al atardecer. Paseaba yo con una amiga por el sendero de las coles. Soplaba
una cautivadora brisa. Íbamos charlando de mil cosas triviales y picoteando, ora un rábano,
ora una fruta caída, cuando se entreabrió la puerta fatídica y apareció el cocinero. Nunca me
simpatizó este hombre. Es un tipo grueso, perverso, de epidermis muy roja, con un bigote
cuadrado y un delantal demasiado largo, tinto en sangre generalmente. De ordinario, salta
al corral con un cuchillo en la mano y se contonea por entre los árboles, berreando siempre
la misma tonada. Cuando alguien osa acercársele, toma la primera estaca o piedra que ve a
su alcance y la arroja contra el intruso. En seguida corta una ciruela o un albérchigo y, tras
de frotarlo contra su trasero, lo engulle, escupiendo la piedra a gran distancia... Pues bien,
llegó el cocinero y me fue persiguiendo taimadamente por la vereda de las coles. Tan pronto
llegamos a la tapia –¡oh, perfumada muy lindamente por las enredaderas de Bécquer!– me
atrapó con sus manazas de simio, sujetándome por las alas. Me introdujo en la casa, hizo girar
la puerta de un cuarto muy tétrico y me lanzó al aire, cual si se tratara de una avioneta. Caí
como mejor pude y tardé mucho tiempo en moverme. Aquí estoy,
en consecuencia, sola, en tinieblas, sin un galán indómito que se aventure a rescatarme. Sola
con mis reminiscencias, con mi pasado turbulento, con mi angustia loca, con mi cresta ya no
tan voluptuosa y mi pechuguita tierna.
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Posiblemente –cavilo– me reste una noche de vida: doce horas: varios cientos de minutos... Si
me pusiera a contar desde ahora, no llegaría a treinta mil seguramente.
Suspiro y prosigo, dejando que mis pensamientos fluyan, fluyan, como una bandada de cana-
rios.
¡Cuán crueles y vanos son los hombres! ¿Por qué nos asesinan? ¿Por qué nos comen? ¿Qué
daño les he hecho yo, por ejemplo? ¿Qué grave trastorno o qué perjuicio irreparable les he
ocasionado...? Les he dado huevos frescos, cría; los he recreado con mi canto; les he anun-
ciado el mal tiempo, el bueno –tal vez con mayor exactitud y armonía que los maestros
cantores–, la presencia de un ladrón. No me he enfermado nunca; por el contrario, siempre
podía admirárseme pizpireta, complaciente, muy limpia, tomando el sol a toda hora del día,
meciendo mis alas níveas, que un joven galante comparó una vez con las de un cisne. He ser-
vido también de modelo a cierto pintor impertinente que profanó nuestros dominios. Me han
retratado los chiquillos, he respetado la siembra, no he herido, injuriado a nadie. Jamás hice
un mal gesto. ¿Qué culpa es, pues, la mía? Y sin embargo, van a inmolarme, van a comerme.
Me estrujará el cocinero entre sus garras inicuas e irá arrancando a puñados mis plumas finas,
mis plumas albas, que tan celosamente he cuidado. Me las arrancará, sí, con la avidez de un
enamorado que deshoja una margarita, y las irá arrojando a un cubo lleno de sangre –abolla-
do, fétido–, cual si se tratara de algo despreciable e inmundo. Me desprenderá el cuello de un
tajo, y mis ojitos pardos, mis ojitos picaros –que otro galán comparó con los de una gacela– se
obscurecerán definitivamente. Mis piernas doradas y elásticas caerán por tierra como las
ramas secas de un árbol... y las comerán los cerdos –¿quién iba a pensarlo? –, los cerdos: esa
especie de hipopótamos color de rosa que liban sus propios orines y jamás alzan la jeta, teme-
rosos de vaciarse un ojo. Bien asada, me acomodarán en una fuente de loza y me transporta-
rán a la mesa, humeante, guarnecido mi cuerpecito con zanahorias, trufas o espárragos. Y es
tal la crueldad de los hombres, tal su sadismo, que quizá respeten mi forma y me presenten
así enterita, sin plumas, en cueros, exhibiendo para deleite de todos, mi inocente vergüenza.
Los invitados se relamerán de gusto, no importa que entre ellos se cuente algún filósofo o
canónigo.
"Bien sabrosa que debe estar" –pensarán para sus adentros.
—¿Por qué me das esas cosas, si sabes que las gallinas comen caquita?
¡Ay, me sacrificarán sin remedio! ¡Me asesinarán los hombres, no obstante que he alegrado sus
vidas! Son vanos, crueles, egoístas. Principalmente eso: egoístas. ¿Por qué no matan al perro?
¡Porque los defiende! ¿Por qué no matan al gato? ¡Porque se come a los ratones! ¿Por qué no
matan al burro? ¡Porque transporta sus mercancías! ¿Por qué no matan al caballo? ¡Porque
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los transporta a ellos! ¿Por qué no sacrifican al tigre, a la víbora o al lobo? ¡Porque les temen!
¡Canallas! ¡Cobardes! ¡Nos asesinan a nosotras, y a los pajaritos, y a los gansos, y a los cerdos,
que no sirven para nada! ¡Nos ven pequeños, indefensos, asequibles!
Ya sé de qué modo hablan los hombres. Cierta tarde sorprendí a uno de ellos interrogando:
Yo he gritado entonces:
Pero nuestro lenguaje resulta enteramente incomprensible para esa gente. Tanto, que el
primero de ellos dijo:
—¡Maldito bicho éste! ¡Qué lata nos está dando!
Y según es costumbre en tales seres, me lanzó un pedrusco, a riesgo de matarme. Pero yo es-
quivé el proyectil, dando rienda suelta a la hilaridad más desbordante. Prorrumpí desde lejos:
—¡No, no es asco lo que le tenéis al gato! ¡Cuidáis vuestro queso! ¡Cómo! Oigo una llave…
la tos del cocinero... ¿Es que ha llegado la hora? ¡Oh, se anticipan! Pero ¿qué significa todo
esto? ¿Es que no van a permitirme confesar siquiera? He oído contar no sé dónde que a los
reos a muerte se les dispensan privilegios de tal índole: se les conforta, se les auxilia espiritual-
mente. ¿Y por qué a mí no? Yo también creo en Dios. También a mí me espanta el infierno. Mis
pecados pueden ser graves... ¡Sí, sí, creo en Dios, creo en Dios lo mismo que pueda creer el
hombre más docto! ¡He nacido de Dios! ¡He cometido adulterio...! ¡Y tengo mi alma –chiquita
y débil– pero mi alma! ¡Aquí está! ¡Quiero salvarla! ¡Quiero salvarla! ¿Qué clase de justicia es
ésta?
Inútil. Chirría la puerta sobre sus goznes y aparece el cocinero. Le veo al trasluz divinamente,
con su delantal hasta los tobillos y su cabezota calva. Entreabre los brazos para atraparme. Me
escurro una, dos, tres veces con éxito. Insiste; se desespera. Yo pienso:
"Perfectamente. Puesto que así sois de villanos, la pagaréis bien cara".
Doy un salto increíble, ridículo si se quiere para una gallina, y escapo por encima de los hom-
bros del verdugo; vuelo a través de un pasadizo que apesta a vinagre; de un corredor lleno de
muebles y ropa sucia; de la escalera... Detrás viene el cocinero blasfemando y sacudiendo su
panza dura. Descubro en el segundo piso de la casa una ventana abierta y me lanzo al vacío,
ahora sí como una avioneta. Tardo en caer al corral y, abajo, se produce un clamoreo inena-
rrable, consecuencia de mis gritos desgarradores. Quien chilla, pidiendo auxilio; quien corre
de un lado para otro, tapándose los ojos; mi amiga sufre un soponcio. Pero yo anuncio, y mi
anuncio lo escuchan hasta los muertos:
—¡La pagaréis bien cara! ¡La pagaréis bien cara!
Cuando el cocinero salta al jardín, ya he alcanzado mi meta. Es una planta misteriosa, azafra-
nada, de hojas muy ásperas, que, de niñas, nos prohibían frecuentar nuestras mamas:
—Quien pruebe de ellas, sucumbe —nos prevenían, cubriéndonos con sus temblorosas alas.
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Y yo comí esta vez hasta hartarme. Comí raíces, tallos, flores, ¡cuánto pude!
Un poco más tarde, el verdugo empuñaba el cuchillo y me apoyaba su hoja en el pecho,
diciéndome:
—¡Escápate ahora, maldita...!
Y en efecto: treinta y seis horas más tarde, cinco ataúdes en fila bajaban por la arboleda rumbo
al cementerio.
El canario
Jules Renard
¿Por qué se me ocurriría comprar este pájaro? El pajarero me dijo: «Es un macho. Espere una
semana para que se adapte, y cantará». Pero el pájaro se obstina en permanecer callado y lo
hace todo al revés. Tan pronto como lleno su comedero, saca los granos con el pico y los lanza
a los cuatro vientos. Ato con una cuerda una galleta entre dos barrotes de la jaula. Sólo picotea
la cuerda. Empuja y golpea la galleta como con un martillo y ésta termina por caerse. Se baña
en el agua limpia del bebedero y bebe en su bañera. Y defeca indiferentemente en los dos.
Debe imaginar que el pastelito es una pasta con la que los pájaros de su especie construyen
los nidos y, nada más verlo, se acurruca en él. No ha comprendido aún para qué sirven las ho-
jas de lechuga y sólo disfruta haciéndolas añicos. Cuando se le ocurre coger un grano, le cues-
ta un mundo tragárselo. Lo pasea de un lado al otro del pico, lo aprieta, lo aplasta, y mueve la
cabeza como si se tratara de un viejecillo sin dientes. El terrón de azúcar no le sirve. ¿Es una
piedra que sobresale, un balcón, una mesa poco práctica? Prefiere las barras de madera. Tiene
dos que se superponen y se cruzan. Me aburre verlo saltar. Se asemeja a la estupidez mecáni-
ca de un péndulo que no marcara nada. ¿Qué placer obtiene saltando así? ¿Qué necesidad le
hace saltar? Si descansa de una aburrida gimnasia agarrado con una pata a la barra que parece
estrangular, con la otra busca instintivamente la misma barra.
Tan pronto como se enciende la estufa con la llegada del invierno, cree que es primave-
ra, época de su muda, y se despoja de todas las plumas. La luz de mi lámpara perturba sus
noches, desorganiza sus horas de sueño. Se acuesta al atardecer. Dejo que la oscuridad lo
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envuelva. ¿Sueña quizá? Bruscamente, acerco la lámpara a la jaula. Abre los ojos. ¡Cómo! ¿Ya es
de día? Y, rápidamente, comienza de nuevo a agitarse, a bailar, a agujerear una hoja, abre la
cola en abanico, despliega las alas. Apago la lámpara y lamento no poder ver su cara estupe-
facta.
Pronto me canso de este pájaro mudo que sólo vive al revés y lo suelto por la ventana… No
sabe gozar de la libertad como no sabe vivir en una jaula. Alguien va a cogerlo fácilmente con
la mano. ¡Pero que no se le ocurra devolvérmelo! No sólo no ofrezco ninguna recompensa por
él, sino que juraré que no conozco a ese pájaro.