Cabell Era

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La

cabellera

Guy de
Maupassant
(1850-1893)


LA CABELLERA
Guy de Maupassant

Las paredes de la celda estaban desnudas, enjalbegadas. Una


ventana estrecha y con rejas, colocada a gran altura para que no
se pudiera llegar hasta ella, alumbraba aquel cuartito claro y
siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con
fijeza, con expresión vaga y abstraída. Era muy delgado, con las
mejillas hundidas, y se adivinaba que sus blancos cabellos
habían encanecido en pocos meses.

Su traje parecía demasiado ancho para sus miembros secos,


para su pecho y su vientre hundidos.

Sentíase a aquel hombre destruido, roído por su


pensamiento, por un pensamiento, como un fruto por un
gusano. Su locura, su idea estaba allí, en su cabeza, obstruida,
seductora, devorante. Se comía poco a poco el cuerpo. Ella, la
invisible, la impalpable, la inasequible, la inmaterial idea
minaba la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba aquel hombre asesinado por un


ensueño! ¡Apenaba, daba miedo y compasión aquel poseído!
¿Qué sueño extraño, espantoso y mortal habitaba en aquella
frente de arrugas profundas, sin cesar en movimiento?

El doctor me dijo:

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Tiene accesos de locura terribles; es uno de los dementes más
singulares que yo haya visto. Su locura es erótica y macabra. Es
una especie de necrófilo. Además, ha escrito su diario, que nos
demuestra con la mayor claridad del mundo la enfermedad de
su espíritu. Su locura, por decirlo así, es palpable. Si eso le
interesa, puede usted leer ese documento.

Seguí al doctor a su despacho, y me entregó el diario de aquel


infeliz.

—Lea usted —me dijo— y luego me comunicará su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:

"Hasta la edad de treinta y dos años he vivido tranquilo, sin


amor. La vida me parecía muy sencilla, muy buena y muy fácil.
Era rico. Tenía afición a tantas cosas, que no podía
experimentar pasión por nada. ¡Es bueno vivir! Todas las
mañanas me despertaba feliz para hacer solamente lo que me
gustase, y me acostaba satisfecho, con la esperanza tranquila
del día siguiente y de un porvenir sin preocupaciones.

"Había tenido algunos amoríos, sin que jamás sintiera mi


corazón enloquecido por el deseo o mi alma marchita después
de la posesión. ¡Es muy apacible vivir así! Es mejor amar, pero
es terrible. Los que aman como todo el mundo, deben
experimentar una ardiente felicidad, acaso menor que la mía,

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pues el amor ha venido a sorprenderme de una manera
increíble.

"Siendo rico me dedicaba a buscar muebles y objetos antiguos,


y a menudo pensaba en las manos desconocidas que habían
palpado aquellos objetos, en los ojos que los habían admirado,
en los corazones que los habían amado, ¡pues también se tiene
cariño a las cosas! A veces permanecía horas enteras mirando
un relojito del siglo pasado. ¡Era tan mono, tan bonito, con su
esmalte y su oro cincelado! Andaba como en el día que una
mujer lo compró, encantada de poseer aquella alhaja. No había
cesado de palpitar, de vivir con su vida mecánica, continuando
su tictac regular durante un siglo entero. ¿Quién había sido la
primera en llevar sobre su seno, entre las telas, el corazón del
reloj latiendo contra su corazón femenino? ¿Qué manos le
habrían tenido entre las yemas de sus dedos algo débiles,
volviéndolo, dando la vuelta de nuevo y frotando los
pastorcitos de porcelana, empañados en un segundo por el
sudor de la piel? ¿Qué ojos habían espiado en aquella esfera la
hora esperada, la hora querida, la hora divina?

"¡Cuánto hubiera deseado conocerla, ver a la mujer que había


elegido aquel objeto exquisito y raro! ¡Ha muerto! Me domina el
deseo de las mujeres de otro tiempo; amo desde lejos a todas las
que han amado. La historia de las ternuras pasadas me llena el
corazón de sentimiento. ¡Oh! ¡La belleza, las sonrisas, las
caricias juveniles, las esperanzas! Todo eso, ¿no debería ser
eterno?

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"¡Cuánto he llorado durante noches enteras por las pobres
mujeres de antes: tan hermosas, tan tiernas, tan dulces, cuyos
brazos se han abierto para acariciar, y que han muerto! ¡El beso
es inmortal! Va de labio en labio, de siglo en siglo, de época en
época. Los hombres lo recogen, lo devuelven y mueren.

"El pasado me atrae; el presente me asusta, porque el porvenir


es la muerte. Siento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los
que han sentido, quisiera detener el tiempo, detener las horas.
Pero corren, corren, pasan, me quitan de segundo en segundo
un poco de mi ser para la nada de mañana. Y no reviviré nunca.

"Adiós, mujeres de ayer. Las amo. Pero no merezco


compasión. Encontré a la que esperaba, y por ella he disfrutado
placeres increíbles.

"Rodaba yo por París una mañana de sol, el alma contenta, el


pie ligero, mirando los escaparates de las tiendas con el vago
interés del transeúnte. De pronto, vi en casa de un anticuario un
mueble italiano del siglo XVII. Era muy bonito, muy original. Se
lo atribuí a un artista veneciano llamado Vitelli, muy famoso en
aquella época.

"Luego pasé de largo.

"¿Por qué el recuerdo de aquel mueble me perseguía con tanta


fuerza que me hizo volver atrás? Me detuve de nuevo ante la
tienda para volver a verlo, y sentí que me tentaba.

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¡Qué cosa más singular es la tentación!

"Se mira un objeto, y poco a poco nos seduce, nos perturba,


nos invade como lo haría un rostro de mujer. Su encanto
penetra en nosotros, ese extraño encanto que proviene de su
forma, de su color, de su fisonomía propia, y se le ama, se le
desea, se le quiere. La necesidad de poseerlo se apodera de
nosotros; necesidad dulce primero, algo tímida, pero que
aumenta, haciéndose al fin devastadora, irresistible.

"Y los comerciantes parecen adivinar en el fuego de la mirada


este deseo secreto y creciente.

"Compré aquel mueble y mandé llevarlo a mi casa en seguida.

"Lo coloqué en mi cuarto.

¡Oh! ¡Cuánto compadezco a los que no conocen esa luna de


miel del aficionado con el objeto que acaba de comprar! Se le
acaricia con la mirada y con la mano, como si fuera de carne; a
cada instante se vuelve a su lado, se piensa en él
continuamente, en todas partes, hágase lo que se haga. Su
recuerdo querido nos persigue en la calle, en el mundo,
constantemente, y al volver a casa, antes de habernos quitado
los guantes y el sombrero, lo contemplamos con ternura de
enamorado.

"Verdaderamente, durante unos días adoré aquel mueble,


abría a cada instante sus puertecitas y sus cajones, lo manejaba

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con arrobamiento, saboreando todos los placeres íntimos de la
posesión.

"Una noche me enteré, tentando el grueso de un tablero, que


debía haber allí un escondite. El corazón me latió con violencia
y pasé algunas horas buscando el secreto sin poder descubrirlo.

"Lo conseguí al día siguiente, introduciendo una hoja de


metal en una hendidura de la madera. Se descorrió una tablita y
descubrí, extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una
hermosa cabellera de mujer.

"Sí; una cabellera, una enorme trenza de cabellos rubios, casi


rojos, que estaban cortados al rape y atados con un cordoncito
de oro.

"Permanecí estupefacto, temblando, asustado. Un perfume


casi imperceptible, tan antiguo que parecía el alma de un olor,
esparcíase de aquel cajón misterioso, de aquella sorprendente
reliquia.

"Cogiéndola con suavidad, casi religiosamente, la saqué de su


escondite. En seguida se desató, esparciendo por el suelo un
raudal dorado, espeso y ligero, flexible y brillante como la cola
de fuego de un cometa.

"Apoderóse de mí una emoción extraña; ¿qué significaba


aquello? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué aquellos cabellos habían

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sido encerrados en aquel mueble? ¿Qué aventura, qué drama
ocultaba ese recuerdo?

"¿Quién los había cortado? ¿Un amante en día de despedida?


¿Un marido en día de venganza, o bien la misma que los había
llevado sobre la frente, un día de desesperación?

"¿Habría sido al momento de entrar en el claustro cuando


habían arrojado allí aquella fortuna de amor, como dejando una
prenda al mundo de los vivos? ¿Sería al meter en la tumba a la
joven y hermosa muerta cuando el hombre que la adoraba
guardó aquel adorno de su cabeza, la única cosa que de ella
podía conservar, la única parte de su cuerpo que no se habría
de pudrir, la única que podía amar, acariciar y besar en los
momentos de desesperación y de dolor?

"¿No es una cosa muy extraña que aquella cabellera se


conservase como viva, cuando ya no quedaba ni una molécula
del cuerpo donde había nacido?

"Se me escurría por los dedos, haciéndome en la piel una


caricia singular, enterneciéndome, dándome deseos de llorar.

"La tuve mucho tiempo, mucho tiempo en mis manos; luego


me pareció que me agitaba, como si algo del alma hubiera
permanecido oculto en ella. Y dejándola sobre el terciopelo,
descolorido por el tiempo, cerré el cajón y el mueble, y me
marché a la calle para reflexionar.

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"Avanzaba derechamente, invadido por la tristeza, lleno de
turbación, de esa turbación que queda en el corazón después de
un beso de amor; me parecía que viví en otros tiempos, que sin
duda conocí a aquella mujer.

"Y los versos de Villon me vinieron a los labios como un


sollozo:

Decidme en dónde,
en qué país está Flora,
la hermosa romana;
Archipiade o bien Taís
que fue su prima hermana.
Eco que hablas cuando hay ruido,
sobre los ríos y los estanques,
¿no tuviste una belleza sobrehumana?
¿Dónde están hoy las nieves de antaño?

La reina blanca como un lirio


que cantaba con voz de sirena,
Berta Pie grande,
Beatriz, Alicia,
Aremburgis que dominó en Maine
y Juana, la de Lorena,
que los ingleses quemaron en Ruán;
¿dónde están hoy, Virgen soberana?
¿Dónde están hoy las nieves de antaño?

"Cuando entré en mi casa, experimenté un deseo irresistible


de volver a ver mi hallazgo, y al coger la cabellera, sentí que
toda mi carne se estremecía.

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"Durante varios días viví como de costumbre, aun cuando la
preocupación de la cabellera no me abandonaba.

"Al volver tenía que verla, que tocarla. Daba vuelta a la llave
del armario con ese estremecimiento con que se abre la puerta
que nos separa de la mujer amada, pues tenía en las manos y en
el corazón una necesidad confusa, singular, continua y sensual
de hundir los dedos en aquel arroyo encantador de cabellos
muertos.

"Luego, cuando habiendo dejado de acariciarla cerraba el


mueble, la sentía siempre, como si hubiera sido un ser viviente,
escondido, preso; la deseaba aún. Sentía de nuevo la necesidad
imperiosa de cogerla, tentarla, excitarme hasta sentir malestar
por aquel contacto frío, irritante, enloquecedor y delicioso.

"Viví así un mes o dos, no lo sé. Me obsesionaba, me


perseguía.

"Era feliz y padecía como en un ansia de amor, como después


de las confidencias que preceden a la posesión.

"Me encerraba solo con ella, para sentirla sobre mi piel, para
hundir mis labios en ella, para besarla, para morderla. Cubría
con ella mi rostro, como si quisiera beberla, sumergiendo en
ella mis ojos, como en una onda dorada, para verlo todo rubio,
a través suyo.

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"La amaba. Sí, la amaba. No podía vivir sin ella, ni pasarme
una hora sin verla.

"Y esperaba... esperaba... ¿Qué? No lo sabía. ¡La esperaba!

"Una noche me desperté bruscamente con la idea de que no


estaba solo en mi cuarto.

"Sin embargo, lo estaba; pero no pude volver a dormirme y,


agitado por un febril insomnio, me levanté para tocar la
cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más
animada. ¿Vuelven los muertos? Los besos con que la calentaba
me hacían desfallecer de felicidad. Y llevándola a mi cuarto me
acosté, estrechándola contra mis labios como a una adorada a
quien se va a poseer.

"Los muertos vuelven y ella ha vuelto. Sí, la he visto, la he


tenido entre mis brazos, la he poseído conforme era en vida:
alta, rubia, gruesa, el pecho frío, las caderas en forma de lira; y
he recorrido con mis caricias aquella línea ondulada y divina
que va de la garganta a los pies, siguiendo todas las curvas de
la carne.

"Sí; ha sido mía todos los días, todas las noches. Ha vuelto la
muerta, la bella muerta. La adorable, la misteriosa, la
desconocida, todas las noches.

"Mi dicha fue tan grande que no he podido ocultarla.


Experimentaba a su lado un encantamiento sobrehumano, la

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alegría profunda inexplicada de poseer a la inasequible, la
invisible, la muerta. ¡Ningún amante saboreó goces más
ardientes, más terribles!

"No he sabido ocultar mi felicidad. La amaba tanto, que no


quise dejarla nunca.

"La he llevado conmigo siempre. La he paseado por la ciudad


como a mi mujer y la he conducido al teatro, a palcos ocultos,
como a mi amada... Pero la han visto... La han adivinado... Me
la han quitado... Me han metido en una cárcel como a un
malhechor... ¡Oh, miseria!... ¡Me la han robado!"

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El manuscrito no decía más, y, de pronto, al dirigir hacia el


doctor mis ojos asustados, un grito espantoso, un alarido de
furor impotente y de deseo exasperado se esparció por el asilo.

—Escuche usted —dijo el doctor—. Hay que dar una ducha


cinco veces al día a ese loco obcecado. Sólo el sargento Bertrand
amó, como él, a los muertos.

Yo balbucí conmovido de horror, de extrañeza y de piedad.

—Pero... y esa cabellera... ¿existe? El doctor, levantándose,


abrió un armario lleno de botellitas e instrumentos, del cual
sacó una enorme profusión de cabellos rubios que volaron
hacia mí como un pájaro de oro.

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Me estremecí al sentir en mis manos su tacto acariciador,
grácil, y el corazón me latía de repugnancia y de deseo; de
repugnancia, como al contacto de los objetos arrastrados en los
crímenes; de deseo, como ante la tentación de una cosa infame
y misteriosa.

El doctor repuso, encogiéndose de hombros:

—La imaginación del hombre es capaz de todo.

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