Identidad Boliviana
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Identidad Boliviana
https://doi.org/10.35319/rcyc.202146676
Resumen 2
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Licenciado en Ciencias Políticas y en Comunicación Social por la UCB (Sede La Paz). Magíster en Teoría Crítica
por el CIDES-UMSA. Diplomado en Formación Docente para la Educación Superior por la UCB. Profesor de
Escritura Académica y de otros cursos de formación continua en el Departamento de Cultura y Artes de la U.C.B.
Columnista de prensa.
Correo electrónico: ignaciov941@gmail.com
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Este trabajo no entraña conflicto de interés con persona o institución alguna.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión
Abstract
Universidad Católica Boliviana
This essay, which is the result of a thesis for a master’s program in Critical
Theory at CIDES-UMSA, explores the problem of Bolivian national identity
from sociological and psychological perspectives. It starts from the thesis that
Bolivian nationality is an entelechy that serves to sedate the collective mentali-
ty, prone to disagreement and existential crisis. The issue intersects with issues
of miscegenation, which in Bolivia have been at the heart of social and politi-
cal conflicts for a long time. The essay is based on the ideas that some liberal
philosophers such as Popper, Savater or Vargas Llosa have about the nation
and nationality. In the end, an examination is made as to whether Bolivian
nationality really exists on an objective level, or if it is the product only of the
desire and subjectivity of Bolivians.
1. Introducción
¿Existe una identidad nacional boliviana subyacente? O mejor aún: ¿Qué es la
identidad boliviana?
Es difícil saber racionalmente qué une a los que habitan Bolivia, pero al menos
se siente que existe algo. Es probable que ese lazo esté en el mundo de las sub-
jetividades mucho más que en el de la objetividad.
Universidad Católica Boliviana desarraigo de la gran comunidad, Bolivia, a la que ya no soportan sobre todo
por cuestiones religiosas y raciales. Ese federalismo, eufemístico por los fines
que ocultamente persigue, no procura la descentralización administrativa de
todas las regiones bolivianas, sino la desvinculación política y cultural de Santa
Cruz del resto del país, y dado que sus móviles son, como dijimos, funda-
mentalmente religiosos y raciales, no puede ser sino una expresión primitiva
y cavernaria. Porque hoy el independentismo, aunque pueda sonar paradójico,
es antiliberal, toda vez que generalmente se fundamenta en el nacionalismo,
en las identidades cerradas y en la autodeterminación intransigente de grupos
que creen que pueden desvincularse de su gran jurisdicción sin seguir una serie
de pasos institucionales propios de toda democracia moderna. El independen-
tismo, tendencia hoy predominante en varios grupos del mundo, es una de las
expresiones del populismo y la demagogia; es antihistórico y regresivo.
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fiesta, en todo lugar y todo tiempo, siempre representa un regreso a un estado
en que no existen diferencias, premoderno o incluso presocial, casi salvaje, en
que las disputas y rencores se diluyen. Gracias a ella el boliviano se disipa, se
abre y comparte con sus semejantes y con sus diferentes.
Y es curioso que un país tan triste como Bolivia tenga en su calendario tantas
y tan alegres fiestas. (¿O, más bien, no será por esa congoja colectiva que las
tiene tantas?). Porque Bolivia tiene pocos motivos para sentir alegría en su vida
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de todos los días. Sufre por problemas internos (corrupción, incapacidad de sus
gobernantes, fratricidios) y externos (perdió casi todos sus pleitos y controver-
sias internacionales: guerras, arbitrajes, juicios). La adversidad parece haberle
sido impuesta. Pero lo cierto es que no existe ningún hado perverso: es el bo-
Ignacio Rodrigo Vera de Rada
Este fenómeno se puede advertir en el recuerdo que tiene de uno de sus más
grandes —y al mismo tiempo pequeños— hombres: Franz Tamayo. Su nom-
bre está en plazas, calles, medallas, una universidad privada y una provincia
de La Paz. La Casa de la Cultura también lo lleva, al igual que un concurso
literario de la Municipalidad, hay varias estatuas que reproducen su semblanza
y hasta hace poco su rostro estaba en los billetes de corte mayor. No ha leído
sus escritos sobre sociología y moral pública, mucho menos sus proverbios ni
obras poéticas, pero el país recuerda al hombre, sabe quién es. Esto se debe a
que Tamayo siempre exaltó al “pueblo”3. Montaña pensante, su genio sirvió
para glorificar el pasado indio y enaltecer el futuro del mestizo, y nunca puso
en duda la funcionalidad de su país. Utilizando —más con buena voluntad que
con aplicabilidad verdadera— la filosofía nacionalista de Fichte y Nietzsche,
glorificó a la raza india, exhortó a la juventud a hacerse fuerte y osada4 y ja-
más cuestionó la bolivianidad. En las antípodas del recuerdo colectivo está su
eterno adversario intelectual: Alcides Arguedas. Celebrado y leído en Europa,
odiado en su lugar natal y evidentemente con un carácter amargo, Arguedas
utilizó su pluma para enfrentar los entuertos de la sociedad boliviana: trazó
una síntesis de su condición premoderna5, denunció todo lo malo y pobre del
espíritu del boliviano y no vislumbró ningún futuro promisorio para aquella
sociedad que, al mismo tiempo que al desarrollo de la cultura y la industria,
lo había despreciado a él mismo. Entonces Bolivia sepultó al difamador, lo
enterró, lo cubrió bajo un manto que para el intelectual y su obra es peor que
la ignominia: el olvido. En Bolivia, pocos jóvenes saben hoy quién es y qué de
bueno hizo Alcides Arguedas.
Pero este manifiesto desprecio en realidad reviste una aceptación tácita, porque
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el boliviano sabe que, aunque quizá con un lenguaje poco académico y en obras
históricas no bien elaboradas metodológicamente hablando, Arguedas descri-
3 Sin embargo, aunque su Pedagogía está llena de una prosa altisonante con ideas algo laxas, de ninguna manera puede
decirse que Tamayo fuera un demagogo con la palabra o un frívolo del pensamiento.
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4 En defensa de Tamayo, hay que decir que la prédica de la energía, la osadía, el atrevimiento y la fortaleza probablemente
sea nociva —o por lo menos infructuosa— para una colectividad, pero no para la individualidad. Finalmente, son esos
atributos, podría decirse más espirituales que físicos, los que hacen grandes a los grandes hombres (Goethe, Bolívar,
Leonardo, etcétera).
5 En palabras simples, una sociedad premoderna es una sociedad que vive atrapada en viejas discusiones y en la que
antes la tradición negativa frente a la oportunidad nueva. Una sociedad en la que, para hablar con Jellinek, prima la
fuerza normativa de lo normal fáctico antes que la fuerza normalizadora de la norma.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión
Universidad Católica Boliviana bió fielmente la realidad boliviana en muchos aspectos (culturales, políticos,
sociales), pero no lo acepta. En lo íntimo, muchos bolivianos anti-Arguedas
piensan como Arguedas, pero prefieren creerle a Tamayo. Arguedas es el sub-
consciente boliviano; Tamayo, el deseo.
Porque Bolivia todavía vive aislada no solo de los flujos migratorios y culturales,
vive exilada también espiritualmente. Es un país sitiado. El boliviano —sobre
todo el andino, pues probablemente la disposición agreste de su medio se tras-
plantó a su actitud frente a la vida— no se da fácilmente: es quisquilloso, mira
con desconfianza al otro, vive en un aire de intrigas. Ese mecanismo de defensa
que probablemente perfeccionó para defenderse del conquistador, la mentira,
sigue latente en su diario vivir. Como no es abierto ni directo, siempre camina
con cautela, es mordaz y trata de ser irónico6. Miedo y recelo marcan su vida
laboral, familiar, afectiva, sexual. En la política, mira con duda al correligiona-
rio, pues incluso este lo puede traicionar o abandonar; la mutua desconfianza
prevalece en todos los sectores (en la política, el éxito depende casi solamente
de maniobras oscuras. Dice Octavio Paz: “Y en un mundo de chingones, de
relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre
ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único
que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse”). E incluso frente
a la hospitalidad o el cariño, su respuesta es la reserva, pues ignora si esos ges-
tos son reales o simulados. Y entonces el disimulo —o a veces la mentira— se
convierte en mecanismo de defensa o como peldaño para obtener algún éxito.
El fingimiento se ha convertido en defecto y virtud. Pero el ensimismamiento,
que lo defiende, también lo oprime, y al socorrerlo, lo trunca.
170 inferioridad que padece, pues, así como —según los psicólogos— el complejo
de superioridad es en realidad complejo de inferioridad, el orgullo inmoderado
esconde un sentimiento crónico de inferioridad. El boliviano de clase media y
alta unas veces es chovinista y otras se desprende de su cultura tradicional: se
afirma y se niega sucesivamente. A veces resalta el pasado indio, viste prendas
con motivos autóctonos, usa accesorios con los colores vivos de la wiphala o
viste tipoi y sombrero de saó, y se lanza al exterior para retar con su cultura a
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las demás. Pero otras veces niega a la sociedad de que procede y se hispaniza,
se afrancesa, se occidentaliza, para ingresar en la sociedad globalizada; sin em-
bargo, cuando viaja y ve que hay otros más blancos, más altos y probablemen-
te más cultos que él, su autoestima queda destruida y su corazón apasionado
vuelve a la tristeza. Ama y esconde la identidad. Todo según el momento y la
oportunidad.
Esta forma de vivir lo lleva a no saber diferenciarse, a vivir en una crisis iden-
titaria permanente. Y todo ello, a la tristeza. Porque desde siempre esclavos y
siervos usan máscaras de orgullo para protegerse de la burla. Esto se puede ver
en el más grande artista que ha dado Bolivia: Tamayo.
Universidad Católica Boliviana Tamayo es la roca, el hombre que lucha contantemente, Prometeo solitario en
la cumbre de la montaña y lejos del mar, la realización más elevada a la que
puede llegar un boliviano esforzado y consecuente. Pero es también el libelista,
el vanidoso, el patriotero, el que no mide sus pasos y termina preso de la ego-
latría y la irracionalidad. Noble en lo más profundo del corazón, se defiende
con lo más vulgar a lo que puede apelar un pensador cuando un joven escritor
le hace una biografía. ¿Cómo una cabeza así de genial puede volverse tan pe-
destre? Sus prejuicios y complejos psicológicos y de raza terminan ganando a
su racionalidad y brillantez escritural. Jamás un hombre ha guardado lo más
grande y lo más pequeño de toda una sociedad como él; nunca una persona ha
sintetizado toda una tragedia colectiva como Tamayo.
Franz Tamayo es la paradoja hecha carne, el espíritu acosado por sus demonios
internos; este poeta no es ni indio ni blanco, es un auténtico mestizo porque
no se encuentra a sí mismo. Su identidad está frustrada. El drama boliviano,
con todo lo de grande y triste que posee, se resume en este espíritu contradic-
torio: orgullo y miseria bolivianos. En conclusión: Tamayo es Bolivia. Bolivia
es Tamayo.
Universidad Católica Boliviana creando una conciencia nacional uniforme; la segunda o tercera generación
nacidas en territorio boliviano no se sentían ya bolivianas…
Hoy mismo, en el siglo XXI, la política ha cambiado poco o nada respecto a esa
forma de hacer política que se denunció en la novela de inicios del siglo XX.
En pocas palabras, lo que hicieron Chirveches, Arguedas, Mendoza, Finot y
otros escritores, fue pintar a través de ficciones las similitudes que había entre
la carrera política en Bolivia y un pugilato callejero. La función lubricante
del alcohol7, los periódicos que en realidad eran panfletos de difamación, el
desprecio por la cultura y los libros, la admiración por la fortuna rápida, la ten-
dencia a engañar, el discurso populachero que se pronunciaba en las plazas de
las ciudades y en las callecitas de los pueblos, la justicia siempre a merced del
régimen de turno, todas esas cosas siguen siendo en la actualidad los medios
de los que el político boliviano se sirve para escalar, visibilizarse en su partido
y eventualmente acceder al poder.
La independencia fue solo para los criollos; es por eso que no se pudo —ni
se quiso— crear una sociedad moderna. Incluso los periodos estelares de la
república (la Confederación Perú-Boliviana, la Revolución Nacional, Octubre
de 1982, la llegada del MAS en 2006) no pudieron zanjar los resentimientos
que hay todavía entre las clases sociales y las etnias. Aun así, o más bien por
eso mismo, hay que caminar hacia adelante sin regañadientes, sin pensar que
Bolivia es una nación que tiene una meta trazada por la mano del destino, pues
de seguir pensando eso el boliviano continuará siendo prisionero de una men-
tira. La actitud crítica frente a su realidad, en cambio, lo hará libre.
174 propio ser, sino para aprender de ella. En casi todas las revoluciones existe un
afán por retomar los orígenes, la esencia de un pueblo, el utópico pacto entre
los iguales; se pretende restaurar el pasado y hacerlo vivo en el presente, rec-
tificar la historia, volver al momento inaugural, a la primigenia edad de oro,
pero generalmente sin ideas viables. Es por eso que una vez en el gobierno, la
revolución se hace paternalista y funda otra religión, una liturgia que hipnotiza
mentes y socava la acción crítica. Al final, no es sino una farsa de regresión a
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7 La cultura del alcohol en la vida política boliviana sigue muy viva en la actualidad. Recientemente, verbigracia, se
han hallado en diferentes ocasiones a un ministro, a un gobernador, a un dirigente y a tres legisladores, tanto del
oficialismo como de la oposición, en estado de ebriedad mientras conducían vehículos o desempeñaban sus funciones
públicas, en oficinas del estado.
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Sabemos que pueden existir nación sin territorio y territorio sin nación. En
nuestro caso, no existieron ni territorio ni nación, pues aquel fue una confi-
guración limítrofe de la corona y esta solo una quimera de las oligarquías que
lideraron el movimiento independentista. Es por eso que Bolívar se mostró es-
céptico de las nacionalidades hispanoamericanas. La nación boliviana fue una
ilusión que retrasó al país y le sigue causando complejos psicológicos a nivel
colectivo. Las dos culturas que en el siglo XVI se enfrentaron en Cajamarca
no se pudieron fundir hasta el presente. Más al contrario, se sumieron en un
dédalo de desencuentros que en el futuro fueron explotando en escaramuzas
esporádicas; la rebelión indígena de 1798, la Guerra Federal, la Revolución de
1952, el referéndum de 2016 y los consecuentes conflictos de 2019, la polé-
mica sobre el mestizaje en torno al censo, son, en realidad, la continuidad del
mismo fenómeno que se manifiesta con diferente disfraz cada vez que aparece
y reaparece en el tiempo. Hoy las calles de La Paz están llenas de grafitis que
exhiben el desencuentro social, el subconsciente confundido, la crisis existen-
cial colectiva; los monumentos de Colón y de Isabel la Católica, transgredidos,
pintarrajeados, son el signo de ese estado psicológico. Es por ello que la salida
de ese laberinto debe estar no en la asimilación de un mestizaje unificador, ni
en la atomización de nacionalidades que no podrán entenderse en una filosofía
plurinacional, sino en la racionalidad y la aceptación de que la historia debe
orientarse hacia la civilización. En la idea de nación de Renan: un pacto social
basado en la tolerancia que debe ser renovado, en palabras de San Pablo, un
día a la vez. Todo pasó como debía pasar; la historia no se equivoca. Debemos
aceptar la nacionalidad como una realidad positiva, como un hecho producido
sin el cual ya no podríamos vivir, y no como una razón natural que tiene un fin
determinado por el destino.
8 En el momento en que escribo esto, en Bolivia comienza a revitalizar el ya antiguo debate sobre el federalismo. Es
probable, empero, que se atenúe nuevamente.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión
Universidad Católica Boliviana tas antes que las que verdaderamente importan a las personas por ser, mucho
más que bolivianas, seres humanos. Tanto a nivel colectivo como individual,
lo que se tiene es el presente y no el futuro. El mañana es siempre traicionero,
pues hace creer a las personas que la felicidad está en él, en un futuro radian-
te, “cuando la revolución se realice…”. Nuevamente Octavio Paz: “Aquel que
construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente”.
Cuando los políticos hablan del pueblo lo hacen aludiendo a la parte que ellos
consideran más “sana” de la sociedad, la menos viciada, la porción “buena”, y
por ende la más digna de llamarse boliviana, indicando implícitamente que los
demás, los “enfermos” del conjunto, son una especie de parias que no tienen
nada que decir —y menos decidir— sobre los destinos del país. Lo que pa-
san por alto —adrede o por mero desconocimiento— es que la filosofía de la
176 democracia hace hincapié precisamente en la inserción del “malo” incluso, del
disidente9. Por otro lado, hablar del pueblo reproduce la infantilización de la
sociedad. En una democracia aparente, el pueblo, que se cree el elegido (evo-
cando inconscientemente al pueblo hebreo del Antiguo Testamento10), posee
autonomía plena y prima frente al individuo, y por tanto este debe someterse
a lo que la masa decide —o, mejor, impone—, eliminándose poco a poco la
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9 “La democracia que no consiente el vicio o la estupidez humana, su perdición voluntaria (aunque trate de prevenirla
por la educación y las leyes, aunque castigue sus crímenes), no merece tal nombre… ni suele recibirlo” (Savater, 1996,
p. 95).
10 Ver La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper.
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11 Quienes la conservan son solo sus portavoces, es decir los que hablan en su nombre y se consideran —y son
considerados por la colectividad— encarnaciones del bienestar popular. En la Bolivia actual, verbigracia, Evo Morales
o Luis Fernando Camacho.
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5. Conclusiones
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Cierta vez Bolívar dijo que Bolivia es un amor desenfrenado por la libertad.
Afirmación cuestionable, pues si bien es cierto que el boliviano demuestra co-
raje cuando algún autócrata lo somete, también demuestra ser pasivo ante su
democracia de todos los días, una democracia aparente, revestida de fachadas
retóricas, su cárcel permanente: el boliviano común besa las manos que le opri-
men y no está preparado para escuchar las verdades de sus eventos. Fatalista,
está acostumbrado a aceptar lo que el destino le depare, sea regular, malo o
mediocre. Y así, la penuria colectiva persiste.
Algunos creen que se vive en un sistema democrático desde 1982, como si este
consistiera en un mero ejercicio de ir a votar cada cierto número de años, sin
preguntarse si la democracia funciona —o, mejor, si existe— en un medio en
el que hay tanta corrupción y una justicia secuestrada por todos los regímenes.
Otros, que el federalismo sería el remedio para salvar a Bolivia de muchos
de sus tormentos, sin percatarse de que el centralismo no nace en las leyes,
sino en las mentalidades autoritarias. Y así, se vive pensando que es mejor la
supervivencia romántica frente al éxito práctico; se cree que es mejor la lucha
o la revolución permanente antes que el triunfo total. Pero la entereza ante la
adversidad no es mejor que el salto a la acción.
Hay que dejar de creer que existe un carácter nacional inmutable. Porque ese
carácter del que nos hablaron nuestros abuelos no es sino el estado actual que
es consecuencia de un suceso, la secuela de una acción pasada, la reacción ante
un estímulo dado. Más correcto es decir que existen mentalidades colectivas
objetivas, que son el resultado de las condiciones de la educación, la situación
de las instituciones o el nivel de la economía del grueso social. Ninguna socie-
dad del mundo está destinada a vivir ni mal ni bien, sino solamente llamada
178 a replantearse su futuro a través del permanente esfuerzo individual, que es, a
su vez, la respuesta específica ante una circunstancia; los fenómenos sociales
no son el resultado de ningún determinismo culturalista y siempre pueden ser
resueltos por el desarrollo de estrategias por parte de los individuos.
Hay que dejar de pensar que la verdad está en la revolución o en las medidas
del librecambio furioso; más bien está en las pequeñas transformaciones que
son posibles en el marco de un evento. Hay que dejarles de creer a los políticos,
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En conclusión, hay que vencer a la violencia con las ideas, con la palabra, la
espada más noble y digna que subyuga a la irracionalidad —y el odio— y va
tras la civilización. Un arma utilizada sobre todo por los que se alejan de las
costas del nacionalismo para adentrarse en la marea de la libertad cosmopolita,
surcada por aquellos nautas que domeñan sus instintos y encuentran pueblo en
quienes piensan y patria en los lugares donde se dialoga. Tal es el sino de los
que, en realidad, no tienen ninguna.
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Referencias
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