Identidad Boliviana

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Ciencia y Cultura Nº 50 ISSN: 2077 - 3323 junio 2023 165-108

https://doi.org/10.35319/rcyc.202146676

Identidad boliviana: entre


la realidad y la ilusión
Bolivian identity: Between Reality and Illusion1

Ignacio Rodrigo Vera de Rada

Resumen 2

Este ensayo, que es el resultado de una tesis para programa de maestría de


Teoría Crítica en el CIDES-UMSA, explora el problema de la identidad na-
cional boliviana desde perspectivas sociológicas y psicológicas. Parte de la te-
sis de que la nacionalidad boliviana es una entelequia que sirve para sedar la
mentalidad colectiva, proclive al desencuentro y la crisis existencial. El asunto
se cruza con los temas sobre mestizaje, que en Bolivia son el meollo de con-
flictos sociales y políticos desde hace mucho tiempo. El ensayo se apoya en las
ideas que sobre la nación y la nacionalidad tienen algunos pensadores liberales
como Popper, Savater o Vargas Llosa. Al final, se hace un examen sobre si la
nacionalidad boliviana realmente existe en un plano objetivo, o si es producto
solamente del deseo y la subjetividad de los bolivianos.

Palabras clave: Identidad; nacionalidad; bolivianidad; democracia; liberalis-


mo; mentalidades colectivas. 165
Keywords
Identity, nationality, bolivianidad, democracy, liberalism, collective mentalities.

*
Licenciado en Ciencias Políticas y en Comunicación Social por la UCB (Sede La Paz). Magíster en Teoría Crítica
por el CIDES-UMSA. Diplomado en Formación Docente para la Educación Superior por la UCB. Profesor de
Escritura Académica y de otros cursos de formación continua en el Departamento de Cultura y Artes de la U.C.B.
Columnista de prensa.
Correo electrónico: ignaciov941@gmail.com
**
Este trabajo no entraña conflicto de interés con persona o institución alguna.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión

Abstract
Universidad Católica Boliviana

This essay, which is the result of a thesis for a master’s program in Critical
Theory at CIDES-UMSA, explores the problem of Bolivian national identity
from sociological and psychological perspectives. It starts from the thesis that
Bolivian nationality is an entelechy that serves to sedate the collective mentali-
ty, prone to disagreement and existential crisis. The issue intersects with issues
of miscegenation, which in Bolivia have been at the heart of social and politi-
cal conflicts for a long time. The essay is based on the ideas that some liberal
philosophers such as Popper, Savater or Vargas Llosa have about the nation
and nationality. In the end, an examination is made as to whether Bolivian
nationality really exists on an objective level, or if it is the product only of the
desire and subjectivity of Bolivians.

1. Introducción
¿Existe una identidad nacional boliviana subyacente? O mejor aún: ¿Qué es la
identidad boliviana?

¿Dónde o cómo rastrearla? ¿Está en el pasado precolombino? ¿Está en la


Audiencia de Charcas? ¿O en el Potosí virreinal de Arzáns? ¿Se formó a partir
de las victorias de Bolívar y Sucre? ¿O ya estaba —y muy viva— en el espíritu
de los guerrilleros que las precedieron? ¿Se forjó recién durante la etapa repu-
blicana, para afirmarse luego en la guerra con el Paraguay? ¿O es el resultado
de todas esas etapas y procesos? ¿Es la suma de las diferencias en el tornado
del tiempo, distinto de lo que pudieron significar por separado las herencias
de españoles y de indios? Si así es, ¿no es tan difícil de entender que al final es
un todo y nada que se diluye en el vaivén político y social que trasmuta con los
años? ¿O directamente no existe? Si no existe, ¿no existe todavía o no podrá
166 existir nunca?

Es difícil saber racionalmente qué une a los que habitan Bolivia, pero al menos
se siente que existe algo. Es probable que ese lazo esté en el mundo de las sub-
jetividades mucho más que en el de la objetividad.

La identidad nacional boliviana es, primero, todavía un vago sentimiento de


pertenencia al territorio boliviano, y luego, más un deseo —en el mejor de los
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casos en proceso de construcción— que una realidad consumada. Los histo-


riadores no han intentado nunca el análisis de la nacionalidad desde el punto
de vista de la razón. Tal vez porque Bolivia —al igual que muchos países re-
lativamente nuevos—, comparada con otros estados del mundo, es tan joven
Ignacio Rodrigo Vera de Rada

que, al igual que una persona en la adolescencia, está todavía en trance de


autodescubrimiento. En esto, puedo refrendar lo que dice José Enrique Rodó a
Alcides Arguedas en su crítica a Pueblo enfermo: Bolivia es un pueblo niño. Si
en comparación con lo que de viejo tiene este mundo las naciones más antiguas
son un simple parpadeo, la “nación boliviana” en su vida republicana es apenas
una fracción de segundo, una nada en el enorme arco temporal de la historia.
Entonces su sociedad no está todavía cristalizada, no está consolidada, y el
momento histórico no cuaja en instituciones propias.

Si el país no termina escindiéndose, puede ser que en el futuro las diferencias


entre occidentales y orientales se atenúen, o que Bolivia opte por el federalis-
mo, facilitándose la consolidación de un sentimiento nacional (no naciona-
lista, que es diferente) ya no anclado en el conservadurismo andinocéntrico.
En el siglo XIX, Casimiro Corral escribió sobre estos asuntos, indicando que
lo mejor para Bolivia sería la soberanía única, unitaria, con descentralización
departamental y municipal, para el freno del despotismo y el centralismo y
el desarrollo de las regiones. Probablemente esa propuesta siga hoy vigente.
Porque el federalismo funciona cuando estados soberanos deciden federarse en
un proyecto común, como los Estados Unidos, pero cuando nace del descon-
tento, es un indicio de una gradual escisión.

Aunque no es menos posible que el eventual federalismo recubra solamente


un cambio de élites de poder político, porque, como con acierto afirma Vargas
Llosa en su Historia de un deicidio:
La organización centralista o federal del Estado es, como en el resto de América
Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservadores y liberales
a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalismo y absolutismo
de los primeros y el anticlericalismo y parlamentarismo de los últimos, aunque,
en la mayor parte de los casos, las diferencias ideológicas son meras retóricas que
disfrazan intereses y ambiciones de personas. (Vargas Llosa, 2002, p. 23).

En el caso boliviano, durante la Guerra Federal la bandera federalista fue un


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subterfugio para desplazar centros de poder a otros lugares y otorgar poder a
otras oligarquías, en función no de convicciones ideológicas o programáticas,
sino de intereses personales o de grupo. La prueba de ello es que, al cabo del
conflicto con triunfo total de los federalistas, Bolivia siguió siendo una repú-
blica unitaria y centralista.
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Además, no hay que dejar de decir que muchos de quienes aparentemente


pretenden federalismo en realidad lo que quieren es independencia. El fede-
ralismo, para ellos, funciona solamente como una bandera eufemística de un
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Universidad Católica Boliviana desarraigo de la gran comunidad, Bolivia, a la que ya no soportan sobre todo
por cuestiones religiosas y raciales. Ese federalismo, eufemístico por los fines
que ocultamente persigue, no procura la descentralización administrativa de
todas las regiones bolivianas, sino la desvinculación política y cultural de Santa
Cruz del resto del país, y dado que sus móviles son, como dijimos, funda-
mentalmente religiosos y raciales, no puede ser sino una expresión primitiva
y cavernaria. Porque hoy el independentismo, aunque pueda sonar paradójico,
es antiliberal, toda vez que generalmente se fundamenta en el nacionalismo,
en las identidades cerradas y en la autodeterminación intransigente de grupos
que creen que pueden desvincularse de su gran jurisdicción sin seguir una serie
de pasos institucionales propios de toda democracia moderna. El independen-
tismo, tendencia hoy predominante en varios grupos del mundo, es una de las
expresiones del populismo y la demagogia; es antihistórico y regresivo.

2. Espíritu de la nacionalidad boliviana


Parecería como si la bolivianidad fuera una nacionalidad nacida en el victi-
mismo crónico y funcionara como un sedante para explicar el sinsentido de
colectividad en el territorio. Parecería como un mecanismo de defensa ante
los cuestionamientos y la superioridad técnica y democrática de los demás. El
verdadero ser del boliviano —su lamento, su tristeza— aflora y se disipa a la
vez en el regodeo, el alcohol y el arte. Como en la fiesta barroca del periodo
colonial, aquellas “mascaradas” que creaban un ambiente de relativa armonía
entre los diferentes actores sociales y abigarraban las costumbres y tradiciones,
es todavía hoy la fiesta el lugar donde el boliviano se disipa de su drama. La
fiesta y el alcohol afirman lo que su vida le niega cotidianamente. Si en su vida
ordinaria se oculta a sí mismo, en la celebración se disipa. La embriaguez hace
que el siervo salte barreras y que el amo descienda de su pedestal. Porque la

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fiesta, en todo lugar y todo tiempo, siempre representa un regreso a un estado
en que no existen diferencias, premoderno o incluso presocial, casi salvaje, en
que las disputas y rencores se diluyen. Gracias a ella el boliviano se disipa, se
abre y comparte con sus semejantes y con sus diferentes.

Y es curioso que un país tan triste como Bolivia tenga en su calendario tantas
y tan alegres fiestas. (¿O, más bien, no será por esa congoja colectiva que las
tiene tantas?). Porque Bolivia tiene pocos motivos para sentir alegría en su vida
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de todos los días. Sufre por problemas internos (corrupción, incapacidad de sus
gobernantes, fratricidios) y externos (perdió casi todos sus pleitos y controver-
sias internacionales: guerras, arbitrajes, juicios). La adversidad parece haberle
sido impuesta. Pero lo cierto es que no existe ningún hado perverso: es el bo-
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liviano mismo quien, inconscientemente, urde su infortunio. Esta adversidad


destruye su autoestima y por eso se aferra solo a lo que la tradición dice que es
bueno, a lo que habla bien de él, a lo que no lo interpela ni lo critica, al camino
libre de espejos que lo puedan confrontar consigo mismo.

Este fenómeno se puede advertir en el recuerdo que tiene de uno de sus más
grandes —y al mismo tiempo pequeños— hombres: Franz Tamayo. Su nom-
bre está en plazas, calles, medallas, una universidad privada y una provincia
de La Paz. La Casa de la Cultura también lo lleva, al igual que un concurso
literario de la Municipalidad, hay varias estatuas que reproducen su semblanza
y hasta hace poco su rostro estaba en los billetes de corte mayor. No ha leído
sus escritos sobre sociología y moral pública, mucho menos sus proverbios ni
obras poéticas, pero el país recuerda al hombre, sabe quién es. Esto se debe a
que Tamayo siempre exaltó al “pueblo”3. Montaña pensante, su genio sirvió
para glorificar el pasado indio y enaltecer el futuro del mestizo, y nunca puso
en duda la funcionalidad de su país. Utilizando —más con buena voluntad que
con aplicabilidad verdadera— la filosofía nacionalista de Fichte y Nietzsche,
glorificó a la raza india, exhortó a la juventud a hacerse fuerte y osada4 y ja-
más cuestionó la bolivianidad. En las antípodas del recuerdo colectivo está su
eterno adversario intelectual: Alcides Arguedas. Celebrado y leído en Europa,
odiado en su lugar natal y evidentemente con un carácter amargo, Arguedas
utilizó su pluma para enfrentar los entuertos de la sociedad boliviana: trazó
una síntesis de su condición premoderna5, denunció todo lo malo y pobre del
espíritu del boliviano y no vislumbró ningún futuro promisorio para aquella
sociedad que, al mismo tiempo que al desarrollo de la cultura y la industria,
lo había despreciado a él mismo. Entonces Bolivia sepultó al difamador, lo
enterró, lo cubrió bajo un manto que para el intelectual y su obra es peor que
la ignominia: el olvido. En Bolivia, pocos jóvenes saben hoy quién es y qué de
bueno hizo Alcides Arguedas.

Pero este manifiesto desprecio en realidad reviste una aceptación tácita, porque
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el boliviano sabe que, aunque quizá con un lenguaje poco académico y en obras
históricas no bien elaboradas metodológicamente hablando, Arguedas descri-

3 Sin embargo, aunque su Pedagogía está llena de una prosa altisonante con ideas algo laxas, de ninguna manera puede
decirse que Tamayo fuera un demagogo con la palabra o un frívolo del pensamiento.
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4 En defensa de Tamayo, hay que decir que la prédica de la energía, la osadía, el atrevimiento y la fortaleza probablemente
sea nociva —o por lo menos infructuosa— para una colectividad, pero no para la individualidad. Finalmente, son esos
atributos, podría decirse más espirituales que físicos, los que hacen grandes a los grandes hombres (Goethe, Bolívar,
Leonardo, etcétera).
5 En palabras simples, una sociedad premoderna es una sociedad que vive atrapada en viejas discusiones y en la que
antes la tradición negativa frente a la oportunidad nueva. Una sociedad en la que, para hablar con Jellinek, prima la
fuerza normativa de lo normal fáctico antes que la fuerza normalizadora de la norma.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión

Universidad Católica Boliviana bió fielmente la realidad boliviana en muchos aspectos (culturales, políticos,
sociales), pero no lo acepta. En lo íntimo, muchos bolivianos anti-Arguedas
piensan como Arguedas, pero prefieren creerle a Tamayo. Arguedas es el sub-
consciente boliviano; Tamayo, el deseo.

Porque Bolivia todavía vive aislada no solo de los flujos migratorios y culturales,
vive exilada también espiritualmente. Es un país sitiado. El boliviano —sobre
todo el andino, pues probablemente la disposición agreste de su medio se tras-
plantó a su actitud frente a la vida— no se da fácilmente: es quisquilloso, mira
con desconfianza al otro, vive en un aire de intrigas. Ese mecanismo de defensa
que probablemente perfeccionó para defenderse del conquistador, la mentira,
sigue latente en su diario vivir. Como no es abierto ni directo, siempre camina
con cautela, es mordaz y trata de ser irónico6. Miedo y recelo marcan su vida
laboral, familiar, afectiva, sexual. En la política, mira con duda al correligiona-
rio, pues incluso este lo puede traicionar o abandonar; la mutua desconfianza
prevalece en todos los sectores (en la política, el éxito depende casi solamente
de maniobras oscuras. Dice Octavio Paz: “Y en un mundo de chingones, de
relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre
ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único
que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse”). E incluso frente
a la hospitalidad o el cariño, su respuesta es la reserva, pues ignora si esos ges-
tos son reales o simulados. Y entonces el disimulo —o a veces la mentira— se
convierte en mecanismo de defensa o como peldaño para obtener algún éxito.
El fingimiento se ha convertido en defecto y virtud. Pero el ensimismamiento,
que lo defiende, también lo oprime, y al socorrerlo, lo trunca.

Incluso el boliviano de alta sociedad se esconde detrás de máscaras: se aferra


a los pergaminos de su nombre para decir que es “alguien” en la sociedad, para
preservar sus viejos privilegios. Y esta reacción es el síntoma del sentimiento de

170 inferioridad que padece, pues, así como —según los psicólogos— el complejo
de superioridad es en realidad complejo de inferioridad, el orgullo inmoderado
esconde un sentimiento crónico de inferioridad. El boliviano de clase media y
alta unas veces es chovinista y otras se desprende de su cultura tradicional: se
afirma y se niega sucesivamente. A veces resalta el pasado indio, viste prendas
con motivos autóctonos, usa accesorios con los colores vivos de la wiphala o
viste tipoi y sombrero de saó, y se lanza al exterior para retar con su cultura a
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las demás. Pero otras veces niega a la sociedad de que procede y se hispaniza,
se afrancesa, se occidentaliza, para ingresar en la sociedad globalizada; sin em-

6 Como dijo un pensador alemán, la ironía, en el fondo, es el testimonio de un gran dolor.


Ignacio Rodrigo Vera de Rada

bargo, cuando viaja y ve que hay otros más blancos, más altos y probablemen-
te más cultos que él, su autoestima queda destruida y su corazón apasionado
vuelve a la tristeza. Ama y esconde la identidad. Todo según el momento y la
oportunidad.

3. Crisis identitaria boliviana: el estigma de la


psicología colectiva
No es verdad, como pretende García Linera, que el boliviano en el extranjero
siempre se afirma como boliviano. En realidad, muchas veces se acompleja de
su gentilicio al ver que este no le ofrece el prestigio que quisiera en el nuevo
medio. Entonces el boliviano realza otro tipo de identidades, otras pertenen-
cias (pueden ser relativas a su ascendencia lejana o a su oficio), realizando, de-
pendiendo de su interlocutor, probablemente varios cambios de identidad en
solo un día. Porque toda afirmación identitaria es contingente, es el resultado
de las personas que interactúan y las características sociales de un medio.

Esta forma de vivir lo lleva a no saber diferenciarse, a vivir en una crisis iden-
titaria permanente. Y todo ello, a la tristeza. Porque desde siempre esclavos y
siervos usan máscaras de orgullo para protegerse de la burla. Esto se puede ver
en el más grande artista que ha dado Bolivia: Tamayo.

Escritor genial y sapientísimo, Tamayo nunca pudo develarse al medio tal


como en realidad fue; sucesivamente indigenista, germanista, afrancesado,
americanista, helénico, su estoico orgullo, transformado en la más bella poesía
que jamás haya creado un boliviano, encierra desencuentro, soledad, dolor y
pasión. Franz Tamayo resume la tragedia boliviana: su personalidad no se de-
canta totalmente por lo indio porque a veces se siente universal, y tampoco se
desarraiga del medio porque no quiere olvidar sus raíces de bronce. Biológica
y culturalmente hijo de América y Europa (Europa lo engendró, América lo
parió), es el arquetipo del mestizo perdido en el laberinto de la identidad. 171
Su indigenismo es fruto del resentimiento; su occidentalismo, del amor a la
ciencia. ¿Qué persigue este hombre? Nadie lo sabe y acaso ni él lo supo. Es
huérfano y está solo, pero, al final de cuentas, pensador hondísimo que entrevé
palingenesias, quiere vincularse con el origen del todo para triunfar. Sin em-
bargo, al hacerlo va tras su propia catástrofe: es perenne buscador de la verdad.
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Quiere comprenderse él mismo y no lo logra. Como la más alta literatura de


todos los tiempos, es un fracaso anticipado.
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Universidad Católica Boliviana Tamayo es la roca, el hombre que lucha contantemente, Prometeo solitario en
la cumbre de la montaña y lejos del mar, la realización más elevada a la que
puede llegar un boliviano esforzado y consecuente. Pero es también el libelista,
el vanidoso, el patriotero, el que no mide sus pasos y termina preso de la ego-
latría y la irracionalidad. Noble en lo más profundo del corazón, se defiende
con lo más vulgar a lo que puede apelar un pensador cuando un joven escritor
le hace una biografía. ¿Cómo una cabeza así de genial puede volverse tan pe-
destre? Sus prejuicios y complejos psicológicos y de raza terminan ganando a
su racionalidad y brillantez escritural. Jamás un hombre ha guardado lo más
grande y lo más pequeño de toda una sociedad como él; nunca una persona ha
sintetizado toda una tragedia colectiva como Tamayo.

Franz Tamayo es la paradoja hecha carne, el espíritu acosado por sus demonios
internos; este poeta no es ni indio ni blanco, es un auténtico mestizo porque
no se encuentra a sí mismo. Su identidad está frustrada. El drama boliviano,
con todo lo de grande y triste que posee, se resume en este espíritu contradic-
torio: orgullo y miseria bolivianos. En conclusión: Tamayo es Bolivia. Bolivia
es Tamayo.

Un indio mirándose al espejo tratando de convencerse de que ya no es indio,


el individuo de —verdadera o pretendida— clase alta aferrándose a su estirpe
centenaria para permanecer en el poder, y finalmente la fiesta, donde se finge
hermandad, es el fresco de lo que sucede en la sociedad. El boliviano no quiere
ser ni totalmente indio ni totalmente occidental, y el que se afirma como mes-
tizo no lo hace sino como pura abstracción; es conservador y revolucionario,
libra una lucha con su igual, pero también consigo mismo, buscando el sentido
de su historia y de su ser. Así, la bolivianidad termina siendo ruptura y nega-
ción, al mismo tiempo que voluntad de búsqueda y afirmación para terminar
con ese estado de exilio y soledad.

172 El andino rural, el indio occidentalizado de El Alto, el aristócrata de Sucre


o La Paz, el camba ultracatólico, librecambista y de fenotipo blanco, todos
ellos padecen de ese mal psicológico que es el desencuentro con uno mis-
mo. No pueden aceptar que su nación sea y no sea al mismo tiempo, ni que
Bolivia pueda ser gobernada eventualmente por el otro. Las élites sociales, que
creen todavía que el color de la piel debe primar en las estructuras políticas,
representan la ataraxia criolla que se acarrea desde la colonia; todavía le dan
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importancia a la casta, al linaje, a la prosapia. Para ellas, la estirpe debe impo-


nerse todavía en casamientos y amistades. Del otro lado, el indio, marginado
secularmente, no admite que su historia pueda concatenarse con la historia
Ignacio Rodrigo Vera de Rada

globalizada y moderna, donde los principios de la democracia y la paz pueden


funcionar seguramente mejor que en las historias paralelas y compartimenta-
das de las culturas. En suma, ninguno logró aceptar que el mérito personal (la
osadía, la fuerza, el ingenio, la creatividad) es más, mucho más que la estirpe y
el resentimiento con el pasado ni, por tanto, ingresar en la modernidad de las
ideas.

Ya lo dijo Diez de Medina en su Thunupa: “Bolivia padece sed de coherencia”.


Y realmente nuestra historia es una búsqueda de origen, de procedencia. Sin
embargo, por lo pronto, y para evitar mayores crisis existenciales, será mejor
despedir la utopía, aceptar que la nación boliviana no existe. Porque junto con
Dinesen creo que una de las mayores trampas de la vida es la propia identidad.
Y, sobre todo, la identidad nacional. Es una trampa viejísima, pues desde hace
decenas de miles de años el ser humano ha venido inventando mitos que lo
han ido liberando de crisis existenciales o cargas de conciencia, o que lo ayu-
daron en el gobierno de las sociedades; uno de esos mitos es el nacionalismo,
la creencia de que ciertos seres humanos encerrados en fronteras artificiales
deben caminar juntos, de manera exclusiva respecto a quienes no forman parte
de la tribu. Todo nacionalismo termina siendo un constructo social que sirve
eficazmente para dominar y cohesionar a la tribu. El valor de la nación, al igual
que el del dinero, el de las leyes y los códigos humanos o el de los derechos hu-
manos, no existe más que en la imaginación de quienes creen fervientemente
en él como un valor definitivo y absoluto.

La sociedad boliviana no es sino una relación histórica de hechos: algo que


no se puede definir sino como parte del devenir humano, un devenir que hay
que aceptar sin más: ambiciones, miserias, actos de altruismo, guerras, etcétera.
Porque la historia nunca debe cuentas a nadie: es lo que es y así se la acepta. No
hay razones telúricas ni teleológicas de la bolivianidad, existe el azar de los he-
chos consumados en una realidad presente que hay que asimilar. Nuevamente
Octavio Paz, pero reemplazando el gentilicio mexicano: “El boliviano no es
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una esencia, sino una historia”.

La independencia boliviana fue pobre de ideas y estuvo determinada por cir-


cunstancias locales. Sus líderes —curas, militares y abogados—, que hicieron
eco de las ideas de los revolucionarios franceses y estadounidenses, fueron los
representantes de las oligarquías criollas que habían quedado en situación de
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inferioridad frente a los peninsulares. Con ellos en el mando, la sociedad com-


partimentada se tenía que mantener así: la sociedad cerrada no se disolvió
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión

Universidad Católica Boliviana creando una conciencia nacional uniforme; la segunda o tercera generación
nacidas en territorio boliviano no se sentían ya bolivianas…

Hoy mismo, en el siglo XXI, la política ha cambiado poco o nada respecto a esa
forma de hacer política que se denunció en la novela de inicios del siglo XX.
En pocas palabras, lo que hicieron Chirveches, Arguedas, Mendoza, Finot y
otros escritores, fue pintar a través de ficciones las similitudes que había entre
la carrera política en Bolivia y un pugilato callejero. La función lubricante
del alcohol7, los periódicos que en realidad eran panfletos de difamación, el
desprecio por la cultura y los libros, la admiración por la fortuna rápida, la ten-
dencia a engañar, el discurso populachero que se pronunciaba en las plazas de
las ciudades y en las callecitas de los pueblos, la justicia siempre a merced del
régimen de turno, todas esas cosas siguen siendo en la actualidad los medios
de los que el político boliviano se sirve para escalar, visibilizarse en su partido
y eventualmente acceder al poder.

La independencia fue solo para los criollos; es por eso que no se pudo —ni
se quiso— crear una sociedad moderna. Incluso los periodos estelares de la
república (la Confederación Perú-Boliviana, la Revolución Nacional, Octubre
de 1982, la llegada del MAS en 2006) no pudieron zanjar los resentimientos
que hay todavía entre las clases sociales y las etnias. Aun así, o más bien por
eso mismo, hay que caminar hacia adelante sin regañadientes, sin pensar que
Bolivia es una nación que tiene una meta trazada por la mano del destino, pues
de seguir pensando eso el boliviano continuará siendo prisionero de una men-
tira. La actitud crítica frente a su realidad, en cambio, lo hará libre.

4. Interpelando la historia, criticando la bolivianidad


Hay que estudiar la historia, pero no para tratar de regresar al pasado, a nuestro

174 propio ser, sino para aprender de ella. En casi todas las revoluciones existe un
afán por retomar los orígenes, la esencia de un pueblo, el utópico pacto entre
los iguales; se pretende restaurar el pasado y hacerlo vivo en el presente, rec-
tificar la historia, volver al momento inaugural, a la primigenia edad de oro,
pero generalmente sin ideas viables. Es por eso que una vez en el gobierno, la
revolución se hace paternalista y funda otra religión, una liturgia que hipnotiza
mentes y socava la acción crítica. Al final, no es sino una farsa de regresión a
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formas premodernas de las que salen al aire las ferocidades.

7 La cultura del alcohol en la vida política boliviana sigue muy viva en la actualidad. Recientemente, verbigracia, se
han hallado en diferentes ocasiones a un ministro, a un gobernador, a un dirigente y a tres legisladores, tanto del
oficialismo como de la oposición, en estado de ebriedad mientras conducían vehículos o desempeñaban sus funciones
públicas, en oficinas del estado.
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Sabemos que pueden existir nación sin territorio y territorio sin nación. En
nuestro caso, no existieron ni territorio ni nación, pues aquel fue una confi-
guración limítrofe de la corona y esta solo una quimera de las oligarquías que
lideraron el movimiento independentista. Es por eso que Bolívar se mostró es-
céptico de las nacionalidades hispanoamericanas. La nación boliviana fue una
ilusión que retrasó al país y le sigue causando complejos psicológicos a nivel
colectivo. Las dos culturas que en el siglo XVI se enfrentaron en Cajamarca
no se pudieron fundir hasta el presente. Más al contrario, se sumieron en un
dédalo de desencuentros que en el futuro fueron explotando en escaramuzas
esporádicas; la rebelión indígena de 1798, la Guerra Federal, la Revolución de
1952, el referéndum de 2016 y los consecuentes conflictos de 2019, la polé-
mica sobre el mestizaje en torno al censo, son, en realidad, la continuidad del
mismo fenómeno que se manifiesta con diferente disfraz cada vez que aparece
y reaparece en el tiempo. Hoy las calles de La Paz están llenas de grafitis que
exhiben el desencuentro social, el subconsciente confundido, la crisis existen-
cial colectiva; los monumentos de Colón y de Isabel la Católica, transgredidos,
pintarrajeados, son el signo de ese estado psicológico. Es por ello que la salida
de ese laberinto debe estar no en la asimilación de un mestizaje unificador, ni
en la atomización de nacionalidades que no podrán entenderse en una filosofía
plurinacional, sino en la racionalidad y la aceptación de que la historia debe
orientarse hacia la civilización. En la idea de nación de Renan: un pacto social
basado en la tolerancia que debe ser renovado, en palabras de San Pablo, un
día a la vez. Todo pasó como debía pasar; la historia no se equivoca. Debemos
aceptar la nacionalidad como una realidad positiva, como un hecho producido
sin el cual ya no podríamos vivir, y no como una razón natural que tiene un fin
determinado por el destino.

Y decir que la nacionalidad boliviana fue un producto artificial, no significa


que Bolivia tenga que escindirse. Más bien debería mirar hacia la descentra-
lización, pues dado que ni la geografía ni las razas la pudieron consolidar, la
descentralización política y económica la podría llevar a un clima de más cal-
175
ma8. Hay que mirar cara a cara a la realidad para curarse de la fantasía. No
se trata de una fraternidad entusiasta, ni de una fusión forzada impuesta a
cosmovisiones y razas diferentes, sino de intereses comunes en el marco de una
convivencia pacífica.
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Ahora, en este mundo globalizado, se equivocaría el boliviano si tuviese como


objetivo consolidar su nacionalidad y el mestizaje, pues pondría esas dos me-

8 En el momento en que escribo esto, en Bolivia comienza a revitalizar el ya antiguo debate sobre el federalismo. Es
probable, empero, que se atenúe nuevamente.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión

Universidad Católica Boliviana tas antes que las que verdaderamente importan a las personas por ser, mucho
más que bolivianas, seres humanos. Tanto a nivel colectivo como individual,
lo que se tiene es el presente y no el futuro. El mañana es siempre traicionero,
pues hace creer a las personas que la felicidad está en él, en un futuro radian-
te, “cuando la revolución se realice…”. Nuevamente Octavio Paz: “Aquel que
construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente”.

Eso de “el pueblo boliviano” no existe. Porque la colectividad es una suma de


individuos con intenciones personales, con visiones propias; cada ser humano
es diferente. Concepto vago, abstracto, complejo y dispar, nadie debería arro-
garse la representación del “pueblo”, y menos todavía el estamento político,
que es tan efímero y volátil. Hay que ver la sociedad teniendo en cuenta que
los individuos, cada uno en su dimensión personal, poseen miserias, sueños,
cualidades, defectos y apetitos particulares. La simplificación es una de las peo-
res enemigas de la racionalidad y la libertad. Ahora bien, esto no quiere decir
que no existan mentalidades colectivas. Estas son las que mueven a las per-
sonas como masa, como colectividad, como un todo irracional, como estudió
Gustave Le Bon. Porque, así como no existen destinos predeterminados para
el pueblo, este no es ni tiene por qué ser sabio o infalible. Las mentalidades
colectivas generalmente son decadentes y perniciosas para la civilización. Y la
sociedad boliviana, raza rebelde y triste, está construida sobre estas mentalida-
des que hay que tratar de remover.

Cuando los políticos hablan del pueblo lo hacen aludiendo a la parte que ellos
consideran más “sana” de la sociedad, la menos viciada, la porción “buena”, y
por ende la más digna de llamarse boliviana, indicando implícitamente que los
demás, los “enfermos” del conjunto, son una especie de parias que no tienen
nada que decir —y menos decidir— sobre los destinos del país. Lo que pa-
san por alto —adrede o por mero desconocimiento— es que la filosofía de la

176 democracia hace hincapié precisamente en la inserción del “malo” incluso, del
disidente9. Por otro lado, hablar del pueblo reproduce la infantilización de la
sociedad. En una democracia aparente, el pueblo, que se cree el elegido (evo-
cando inconscientemente al pueblo hebreo del Antiguo Testamento10), posee
autonomía plena y prima frente al individuo, y por tanto este debe someterse
a lo que la masa decide —o, mejor, impone—, eliminándose poco a poco la
Revista número 50 • junio 2023

9 “La democracia que no consiente el vicio o la estupidez humana, su perdición voluntaria (aunque trate de prevenirla
por la educación y las leyes, aunque castigue sus crímenes), no merece tal nombre… ni suele recibirlo” (Savater, 1996,
p. 95).
10 Ver La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper.
Ignacio Rodrigo Vera de Rada

singularización individual11. Hablar del pueblo fomenta el caudillismo, toda


vez que no puede haber pueblo sin “guía natural”, sin jefe, sin patriarca. Esto
aniquila la meritocracia, ya que no pueden medirse fuerzas, no puede existir
competencia limpia entre un individuo capaz pero ignorado por la masa y un
representante endiosado, un pequeño rey o un jefe absoluto.

Pero así como es inoportuno hablar del “pueblo”, también lo es hablar de la


“ciudadanía”, mas no porque este término sea excluyente —como dicen algu-
nos—, sino más bien porque nunca llegó a consolidarse hasta el momento. Y
es que hasta hoy existen muchos grupos sumidos en la pobreza material y eco-
nómica, que viven al margen de la historia y la ley, sin derechos, y por tanto sin
ciudadanía. La misión, no ya de los gobernantes, sino de todos, porque a este
cometido pueden aportar todos, es ganar la democracia (no hablo exprofeso de
recuperarla, sino de ganarla por vez primera). Transformar al boliviano de va-
sallo o paria en ciudadano con derechos y deberes, tanto para evitarle sufrir la
arrogancia de sus gobernantes como para hacerlo responsable de su propio de-
venir. En una palabra: liberarlo. La ciudadanía en Bolivia es todavía un asunto
pendiente del cual no se puede hablar hasta que no se la conquiste para todos.

Todavía hoy no es difícil ver intacta la continuidad (perjudicial) de la colo-


nia en varios ámbitos, sea en sus aspectos políticos, sociales o culturales. Para
combatirla hay que buscar la verdadera libertad, la que brindan la educación
y la crítica constante, porque, siguiendo a Karl Popper, la civilización (la ra-
cionalidad) es el resultado de un perpetuo ejercicio de ensayo y error. Hay que
creer en los cambios positivos, pero no en cambios revolucionarios que se dan
de la noche a la mañana; las evoluciones positivas son graduales, progresivas
e indefectiblemente lentas. Probablemente ni nosotros ni nuestros hijos vean
esa Bolivia racional y ordenada que se quisiera tener ahora. Porque no se ne-
cesitan cambiar las leyes ni las ideologías, sino el cotidiano modo de obrar del
boliviano; hay que ser competitivos mental y espiritualmente más que econó-
micamente, porque más grave es el subdesarrollo espiritual que el material. Las
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revoluciones no se hacen con violencia y las malas costumbres no se eliminan
con decretos. Cuando, en vez de eslóganes y discursos, el boliviano se fije en
que cuando está en la posibilidad de robar no roba y en que cuando puede pa-
sarse en rojo el semáforo no se lo pasa, tendrá verdaderos motivos de alegrarse.
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11 Quienes la conservan son solo sus portavoces, es decir los que hablan en su nombre y se consideran —y son
considerados por la colectividad— encarnaciones del bienestar popular. En la Bolivia actual, verbigracia, Evo Morales
o Luis Fernando Camacho.
Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión

5. Conclusiones
Universidad Católica Boliviana

Cierta vez Bolívar dijo que Bolivia es un amor desenfrenado por la libertad.
Afirmación cuestionable, pues si bien es cierto que el boliviano demuestra co-
raje cuando algún autócrata lo somete, también demuestra ser pasivo ante su
democracia de todos los días, una democracia aparente, revestida de fachadas
retóricas, su cárcel permanente: el boliviano común besa las manos que le opri-
men y no está preparado para escuchar las verdades de sus eventos. Fatalista,
está acostumbrado a aceptar lo que el destino le depare, sea regular, malo o
mediocre. Y así, la penuria colectiva persiste.

Algunos creen que se vive en un sistema democrático desde 1982, como si este
consistiera en un mero ejercicio de ir a votar cada cierto número de años, sin
preguntarse si la democracia funciona —o, mejor, si existe— en un medio en
el que hay tanta corrupción y una justicia secuestrada por todos los regímenes.
Otros, que el federalismo sería el remedio para salvar a Bolivia de muchos
de sus tormentos, sin percatarse de que el centralismo no nace en las leyes,
sino en las mentalidades autoritarias. Y así, se vive pensando que es mejor la
supervivencia romántica frente al éxito práctico; se cree que es mejor la lucha
o la revolución permanente antes que el triunfo total. Pero la entereza ante la
adversidad no es mejor que el salto a la acción.

Hay que dejar de creer que existe un carácter nacional inmutable. Porque ese
carácter del que nos hablaron nuestros abuelos no es sino el estado actual que
es consecuencia de un suceso, la secuela de una acción pasada, la reacción ante
un estímulo dado. Más correcto es decir que existen mentalidades colectivas
objetivas, que son el resultado de las condiciones de la educación, la situación
de las instituciones o el nivel de la economía del grueso social. Ninguna socie-
dad del mundo está destinada a vivir ni mal ni bien, sino solamente llamada

178 a replantearse su futuro a través del permanente esfuerzo individual, que es, a
su vez, la respuesta específica ante una circunstancia; los fenómenos sociales
no son el resultado de ningún determinismo culturalista y siempre pueden ser
resueltos por el desarrollo de estrategias por parte de los individuos.

Hay que dejar de pensar que la verdad está en la revolución o en las medidas
del librecambio furioso; más bien está en las pequeñas transformaciones que
son posibles en el marco de un evento. Hay que dejarles de creer a los políticos,
Revista número 50 • junio 2023

que muestran tablas con números de producción, consumo y capital individual


como si fueran sinónimos de progreso y desarrollo, cuando ellos no calculan
nunca el modo de pensar humano, que es el indicador más importante de la ci-
Ignacio Rodrigo Vera de Rada

vilización. El empleo de estadísticas económicas ha conducido, en los informes


de investigación, a la proliferación de cuadros con poco valor analítico. Porque
los males, más que en las precarias condiciones socio-económicas, y más que a
través de complicadas teorías institucionalistas o jurídicas, hay que estudiarlos
a través de la observación analítica, en los comportamientos antiéticos de go-
bernantes y gobernados, en las normativas preconscientes y en los valores de
orientación de la sociedad. Hay que tener el atrevimiento de desprenderse de
la masa, pasivamente agarrotada y tradicional, para conformar un grupo que,
aunque reducido (el pensamiento independiente es casi siempre impopular),
se enfrente poco a poco a los prejuicios de toda la vida e imponga, siempre
mediante la palabra y las ideas, su proyecto de país.

Como enseñó el autoritario pero no por eso no inteligente Trotski, el mayor


reto que tiene el hombre ante sí es someter la historia a la razón. Pero, sobre
todo, poner en práctica aquello que el Maestro le encomendó ejercer: el amor.
Porque por suerte hemos vivido ya lo suficiente para saber que la felicidad de
la humanidad no depende de las ideologías que crea, sus sistemas filosóficos o
sus gobiernos, sino del amor.

En conclusión, hay que vencer a la violencia con las ideas, con la palabra, la
espada más noble y digna que subyuga a la irracionalidad —y el odio— y va
tras la civilización. Un arma utilizada sobre todo por los que se alejan de las
costas del nacionalismo para adentrarse en la marea de la libertad cosmopolita,
surcada por aquellos nautas que domeñan sus instintos y encuentran pueblo en
quienes piensan y patria en los lugares donde se dialoga. Tal es el sino de los
que, en realidad, no tienen ninguna.

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Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión

Referencias
Universidad Católica Boliviana

1. Diez de Medina, F. (1947). Thunupa. La Paz: Gisbert.

2. Paz, O. (2018). El laberinto de la soledad. México DF: Fondo de Cultura


Económica.

3. Savater, F. (1996). Diccionario filosófico. Madrid: Planeta

4. Vargas Llosa, M. (2012). La civilización del espectáculo. Madrid:


Alfaguara.

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