Recetas de Amor para Migrantes - Anabel Queen

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Recetas de amor para migrantes

Anabel Queen
Primera edición: mayo 2024

ISBN: 978-84-1073-372-5
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo

© Del texto: Anabel Queen


© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo

Editorial Círculo Rojo


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Impreso en España - Printed in Spain

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Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o de las opiniones que el autor
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El papel utilizado para imprimir este libro es 100% libre de cloro y, por tanto, ecológico.
Para mi querido Adrián, que después de contactar a la
editorial, ayudarme a publicar, y brindar conmigo con una
botella de Dom Perignon al más puro estilo de Paul Sheldon
en «Misery», todavía no sabe cómo se llama la novela.
Capítulo 1

Mía respira en cuatro tiempos

Mía notó una opresión en el pecho cuando vio el estado de su cuenta


bancaria después de hacer la más reciente transferencia a su padre en
Venezuela: treinta euros.
Procuró no reaccionar súbitamente. No quería molestar a los pasajeros del
repleto autobús hasta que llegaran a la estación de Sant Joan, pero le
costaba respirar. El tráfico y los bocinazos de la hora pico no ayudaban, y
notó que tenía la frente empapada de sudor a pesar de que afuera había unos
escasos tres grados. A eso se le sumaron unas náuseas espantosas y un dolor
punzante en el estómago, aunque su cabeza debió pensar que también debía
participar en la competencia, porque empezó a taladrarle el cráneo hasta
que el mundo se volvió tan borroso como un vidrio empañado.
Mía había escuchado sobre los ataques de pánico. Recordaba haberlos
visto en alguna película, y había procurado aprender a reconocer los
síntomas en caso de que alguien necesitara de su ayuda en caso de
emergencia. Lo que no había previsto era cómo actuar cuando fuera ella
quien lo sufriera.
Cuando el autobús, tras lo que le pareció una eternidad, abrió sus puertas,
se abrió paso a empujones. Se ganó un par de reprimendas, pero las ignoró
para arrodillarse en el pavimento, hiperventilando y rogando a Dios que la
dejara sucumbir a un ataque de vómito, o de diarrea, o de lo que fuese, pero
que aquella tortura eligiera un síntoma dominante y se apegara a él. Casi
hubiera preferido las náuseas y el vómito ante el verdadero ganador: la
dificultad para respirar.
Un par de personas pasaron a su lado con miradas curiosas, pero el aviso
del tren de las cinco y cuarto en la vía dos desencadenó una serie de sprints
colectivos hacia los torniquetes. Era una pésima hora para volver a
Barcelona Centro, pero Mía estaba demasiado desesperada como para
pensar que ahora tardaría dos horas en vez de una para llegar a Sant Joan
Despí. Agonizando de calor, casi rompió su chaqueta al quitársela, y dejó
caer su mochila con el portátil de la empresa a su lado como si hubiera
hecho cincuenta repeticiones de peso muerto con ella en el gimnasio. Se
llevó una mano al pecho al tiempo que el aire se atoraba en su garganta
como un cubo de hielo.
¿Y si no se trataba de un ataque de pánico? ¿Y si era un ataque al
corazón? No podía ser, apenas tenía veintitrés años. Sin embargo, cosas más
extrañas se habían visto, y eso bastó para convencerse de que iba a morir
allí mismo, sola, sin nadie que la llorara o que pudiera regresar su cuerpo a
su familia en Venezuela.
Aquel pensamiento detonó más sollozos. Con los ojos hinchados y rojos,
pidió auxilio al mar de gente que seguía rodeándola para seguir su rutina.
Alguien tenía que detenerse a ayudarla, quien fuera.
Cuando ya no podía oír más nada que sus propios latidos, un brazo a su
alrededor la tomó por sorpresa. Ni siquiera vio de quién se trataba, pero la
voz masculina llegó hasta ella como si estuviera a kilómetros de distancia.
—Ey, vamos, ponte de pie. Vamos a llevarte a ese banco de allí —la
apremió la voz, firme y calmada.
Se dejó guiar cual marioneta. Aquel extraño la hizo sentarse en el banco
junto a la entrada de la estación, la ayudó a recoger sus cosas y le puso su
chaqueta encima. Su salvador se posicionó en cuclillas frente a ella,
extendiéndole una botella de agua.
—Toma, aprieta esto. Vamos a respirar, ¿vale? Mírame y sigue mi ritmo
—la instó el extraño al que por fin Mía reconoció.
Era Álex, un compañero de su oficina. Este intentaba tranquilizarla con
unos serios y calmados ojos azules. Su voz, igual de serena, parecía guardar
el secreto de la paz interior absoluta.
—En cuatro tiempos, eso es. Inhala e intenta exhalar lo más lento que
puedas. Eso, muy bien. ¿Sabes quién soy? ¿Puedes llamarme por mi
nombre?
Mía cogió fuerza para responderle con un hilillo de voz.
—Eres Álex, uno de los mánager de mi empresa —dijo al tiempo que otra
lágrima resbalaba por sus inundadas mejillas.
—¿Te sabes mi apellido? —preguntó, sacándole conversación.
—¿Alfonso? —preguntó ella con algo de culpa. Aunque llevaba meses
trabajando en la empresa de software Square, rara vez coincidía con Álex.
Solo recordaba que su apellido sonaba como un nombre propio.
—Es Alonso, pero tranquila, es un error común —le brindó una media
sonrisa comprensiva—. ¿Puedes decirme cómo voy vestido? —Al ver la
mueca de dolor en el rostro de ella, insistió—: Voy a hacerte preguntas y me
vas a ir respondiendo con tanto detalle como puedas, ¿vale? Recuerda
respirar profundo. Tómate el tiempo que necesites.
—Tienes una chaqueta negra... y roja, ancha... en los hombros... y de
textura dura —logró silbar ella—. Y tienes… el pelo… aplastado.
Él meneó la cabeza como si le acabara de hacer gracia su comentario.
—Es por el casco de la moto.
Su expresión, casi de disculpa por su pelo desarreglado, la habría hecho
reír si no le supusiera un esfuerzo sobrehumano inhalar y exhalar.
—Me duele… el pecho, y tengo como... náuseas. No sé qué me pasa.
—Aquí al lado hay una sala de urgencias. Vas a apoyarte en mí y te voy a
acompañar hasta allá para que te revisen, ¿te parece bien?
La verdad, podría haberle dicho que iban a cazar elefantes rosas y a Mía
le habría parecido bien, con tal de que no la dejara sola.
El trayecto hasta urgencias les llevó veinte minutos debido a la lentitud
con la que andaba Mía, apoyada del brazo de Álex. Sin embargo, el paseo la
ayudó a distraerse. Una vez en el sitio, él la acompañó hasta la ventanilla.
Fue una suerte que la hicieran pasar casi de inmediato, porque Mía no
paraba de llorar y de temblar. Sus sollozos eran cortos, esporádicos, pero
casi cronometrados, comprometidos a no cesar. La sensación de miedo no
se disipaba por completo.
Luego de esperar por los resultados de un electrocardiograma, su doctora
asignada y ella se contemplaron mutuamente en un cubículo blanquecino
con una sencilla camilla. La joven médico le extendió su examen y le habló
con voz simpática. Era delgada y bonita, mucho más agraciada que ella.
Instintivamente, Mía intentó peinarse los cabellos que se le habían pegado
al rostro de tanto llorar.
—Vale, te comento —empezó a decir la doctora—. ¿Ves estas ondas de
acá? Son perfectamente normales. No tienes ninguna condición
preocupante. Dijiste que antes de llegar tenías taquicardia, ¿correcto? —Su
tono profesional inspiraba confianza.
—Sí. Pero no solo eso. También dolor de estómago, náuseas, todo a la
vez. Nunca me había pasado.
—¿Qué estabas haciendo cuando empezaron los síntomas que describes?
—Estaba… revisando mi móvil en el autobús.
Mía, que tenía la incesante necesidad de justificar todo cuanto hacía, más
para sí misma que para los demás, se atrevió a comentarle a la doctora que
le mandaba dinero cada mes a su padre en Venezuela. Eso, como era de
esperarse, afectaba sus finanzas.
La doctora movió la cabeza a modo de asentimiento y dispuso su
bolígrafo y formularios en su regazo. Mía se preguntaba cómo podía verse
tan esbelta y hermosa incluso con la holgada bata blanca de hospital.
—Suena a que tienes una responsabilidad que te quita el sueño, ¿no? —La
doctora la observó fijamente unos segundos más—. ¿Has experimentado
algún otro cambio físico recientemente?
—He perdido algo de peso debido al estrés.
«Al estrés y al ayuno intermitente», pensó Mía. Pero no iba a detallar eso.
—También he estado teniendo desajustes con mi período —agregó ella.
La doctora hizo más anotaciones en su formulario.
—Vale, sí es cierto que las fluctuaciones de peso y las reglas irregulares
pueden causar desbarajustes hormonales. Vamos a hacer una cosa: dado que
no tienes evidencia de problemas cardiovasculares, te voy a decir lo que he
observado en el pasado, ¿vale? A veces llegan personas con tus síntomas…
y resulta que no tienen nada, según los resultados de laboratorio, pero la
experiencia les hace pensar que están teniendo un infarto. ¿Qué pasa? En la
mayoría de los casos suele tratarse de ataques de ansiedad.
Mía se sintió pequeña y avergonzada. Llevaba menos de un año en
España, y había asumido que la mitad de su salario estaba destinado a su
padre, que lo necesitaba con urgencia después de un año muy duro para su
restaurante. La crisis económica en su país era intensa, y los pequeños
negocios eran los principales afectados.
El Sr. Antonio García, su sexagenario y orgulloso padre, era un buen
comerciante, pero aunque iba tirando con lo que tenía, seguía necesitando
su apoyo. Y Mía quería dárselo, principalmente porque amaba el
restaurante familiar, Sabores Estela, con todo su corazón. Se trataba de un
sencillo negocio en pleno corazón de la zona de Altamira, tan cerca del
cerro del Ávila que el aire puro de la montaña relajaba y despertaba el
apetito de más de un caraqueño recién salido del metro, haciendo que
desearan desesperadamente una empanada con queso.
Los García ofrecían desayunos y almuerzos solidarios, con buen sabor
garantizado. Su hermano Ernesto y ella habían aprendido a preparar y a
servir los platos de pabellón criollo, arepas, cachapas, empanadas y
sancochos antes de aprender a hablar.
¿Pero por qué aburrir a la doctora con eso? ¿Por qué aburrirla también
explicándole que su madre, la Sra. Estela, se moriría —otra vez— si
perdieran el restaurante que les había dado sustento toda la vida? Era
tentador hablar de ello, pero incluso la lengua suelta de Mía sabía retraerse
cuando era necesario.
—Ha sido un año lleno de retos —admitió Mía, soltando una risa débil—.
¿Significa que puedo irme tranquila o puede volver a pasar?
—A ver… lo ideal sería identificar qué lo ha causado y tratar de
solventarlo. ¿Tienes amigos o familia con los que puedas hablar?
Mía dudaba mucho que en casa de su prima Lisbeth, con su sofá
maltratador de espaldas, su mala actitud y su adicción a hombres inútiles,
fuera a encontrar el apoyo al que se refería la doctora. Pero mintió y
respondió que sí.
—Tampoco estaría de más hacerte un chequeo completo, con resultados
de laboratorio, por si acaso. Así también podrás asegurarte de que el tema
del peso y de la regla están en orden.
—Muchas gracias. Eso haré —mintió Mía. No tenía tiempo para ir a
hacerse exámenes de laboratorio. ¿Y pedir un día del trabajo? Jamás.
Se detuvo a respirar una vez más en cuatro tiempos antes de salir a la sala
de espera, intentando imprimirse fuerzas a sí misma.
Álex se puso de pie apenas la vio, su semblante sardónico decorado con
preocupación, y Mía se sintió aliviada de que la hubiera acompañado. No lo
conocía bien, pero Álex no le parecía un mal tipo.
—¿Y bien? ¿Qué te han dicho? —preguntó él con interés.
—Estoy bien. No es nada del corazón, afortunadamente —rio ella—.
Creen que he tenido un ataque de ansiedad, ¡así que la buena noticia es que
no voy a morir! Gracias por tu ayuda antes. Disculpa que tuvieras que
detenerte en la estación por mi culpa.
—No ha sido nada. Iba de camino y te he visto. Cualquiera habría hecho
lo mismo —la despreocupó Álex, encogiéndose de hombros—. ¿Qué harás
ahora? ¿Quieres que te lleve a tu casa si no te encuentras bien todavía?
—¡No, no! No quiero quitarte más tiempo. Además, vivo superlejos —
extendió su brazo entero hacia un lado arrugando la boca, enfatizando la
larga distancia—. La estación queda cerca, así que agarraré..., perdón…,
cogeré el siguiente tren —corrigió su palabra. Nadie en España decía
agarrar para referirse al transporte.
—¿No vivías en Sant Joan Despí? —Álex arqueó una ceja—. Eso debe
tardar la vida.
—Son tres trenes, un bus y un tranvía, pero me servirá para distraerme de
esto que me ha pasado hoy. Y, si no es molestia… —se inclinó ligeramente
hacia él, como si le confiase un secreto de Estado—, ¿podrías no decirle a
nadie sobre esto? Preferiría mantener un perfil bajo en la oficina.
No era mentira. Se imaginó lo que diría su jefa Nuria, una mujer de
mucho carácter y poca paciencia, si se enteraba de que andaba haciendo
escenitas como la de hoy por la calle. La tacharía de problemática.
La ceja arqueada de Álex se mantuvo unos segundos más, pero volvió a
su expresión serena en tiempo récord. Mía recién estaba notando que no era
un hombre hablador, pero sí muy observador. Se había percatado de que no
estaba lista para hablar del asunto. Era agradable encontrarse con una
persona empática que entendiera el contexto de una situación sin pedir
explicaciones.
—No hay problema. Tal vez deberías tomarte el día mañana —sugirió él.
—No, no, no hace falta. Además, tenemos la reunión mensual de
resultados y mi jefa hablará sobre el último proyecto en el que
participamos, así que quiero estar allí. —También quería llenar un tupper
con los aperitivos que ofrecerían en el evento, pero eso se lo calló. Los
treinta euros de su cuenta no dejaban de bailar en su mente. No era un baile
muy concurrido, a decir verdad.
Ambos caminaron en silencio de vuelta a la estación. Antes de separarse,
Álex le dijo de intercambiar números de teléfono.
—En caso de que tengas otra emergencia —anunció con tono eficiente
antes de ponerse el casco y desaparecer con su moto calle abajo.
Mía no se había esperado dicho gesto. Agradecida, se encontró a sí misma
sonriendo. Decidió que Álex le caía bien.
Tenía mucho en que pensar ahora. La nómina de noviembre le llegaba en
quince días. Se hallaba ideando maneras creativas de ahorrar para llegar a
fin de mes —llevarse botellas de agua de la oficina, comprar las ofertas de
3 × 1 en productos enlatados y trucos similares— cuando le llegó un wasap
de Álex.
De: Álex (Oficina)
Ya en casa. Cuando mi hermano sufría de ataques de ansiedad, me
decía que apretar un pañuelo, botella o algo le ayudaba.
En línea

¿Así que tenía un hermano que sufría de lo mismo que ella? Eso explicaba
por qué lo había manejado tan bien. Releyó el texto un par de veces y
volvió a sonreír, agradecida. Era la primera vez, desde que había emigrado,
que recibía un mensaje de alguien en su misma zona horaria, y aquello le
dio un breve momento de felicidad.
Momento que fue arruinado cuando su dedo deslizó hasta mensajes
antiguos.
De: Mami
Gracias por pasarte a verme antes de irte, mi dulce Mimi. Me
habría encantado ir a despedirte al aeropuerto..., pero sabes
que estoy contigo en espíritu. ¡Ve y cómete el mundo, mi reina!
¡Te amo!
Última conexión: 4 de enero 2023

Mía guardó el teléfono cuando sintió que le entraban ganas de llorar de


nuevo. Aún tenía en sus manos la botella de agua que le había dado Álex.
Quizá fuera por los mensajes viejos, o por el consejo que acababa de recibir,
pero durante el resto de su trayecto se enfocó en respirar en cuatro tiempos
y en apretar aquella botella, tal y como su ansiedad había apretado su pecho
horas antes.
Capítulo 2

La reunión de resultados

Ese viernes iba a ser uno de los peores días en la vida de Mía.
Todo por un tupper de comida.
Aquel día se despertó como siempre, a las cinco de la mañana. Había
hecho una silenciosa pero intensa rutina de ejercicio a oscuras en la sala de
estar de su prima junto al sofá donde dormía cada noche desde su llegada al
país, y luego se había dado una rápida ducha mientras dejaba cociendo dos
huevos en una olla hirviendo en la cocina. Cuando salió del baño, limpia y
vestida, los huevos estaban listos, y solo tuvo que romperlos y servirlos
junto con unas hojas de espinaca cruda, medio tomate picado y dos tortitas
de arroz del Mercadona —su supermercado favorito por ser de los más
baratos— en un tupper marcado con el número nueve.
Era dueña de un total de diez tuppers, y eran de sus posesiones más
preciadas, pues llevaba dos de ellos cada día en su mochila con su
correspondiente desayuno y comida para el resto del día. Empacó el número
nueve y se acercó a coger el número diez, él último de la semana, de su
sección asignada del refrigerador, pero se vio sorprendida porque este había
desaparecido.
Confundida, ojeó la cocina de arriba abajo procurando no hacer ruido.
Lisbeth y su novio actual seguían dormidos en el cuarto principal, y no
quería despertarlos. Su búsqueda culminó cuando encontró su tupper
número diez vacío, todavía con restos de la salsa que había preparado para
su pollo al horno con verduras, en el fregadero. Casi dejó escapar un grito
similar al que usaban en las pelis de terror cuando la rubia encontraba el
cadáver de la primera víctima de un monstruo, pero se contuvo. En cambio,
se halló gruñendo entre dientes mientras lavaba con agresividad el envase
de plástico ultrajado.
No solo era tarde para improvisar alguna comida para ese día, sino que ya
no tenía nada en su parte de la despensa.
«Maldito Michael», pensó Mía con rabia.
Michael, el novio de Lisbeth, era el culpable. Estaba segura. El sujeto no
era ajeno a servirse lo que le viniera en gana de la cocina cuando llegaba del
trabajo por la noche, e ignoraba abiertamente los intentos de Mía por
hacerle notar que las etiquetas de los tuppers de la nevera no eran de índole
decorativo.
Mientras el enojo se acumulaba a paso veloz en su escaso metro sesenta,
Mía salió del piso con su mochila, menos pesada que el día anterior. Su
mente trabajó a mil por hora mientras se apretaba la bufanda al cuello y
caminaba los quince eternos minutos a la helada estación del tranvía.
Para cuando hubo hecho sus acostumbrados tres transbordos hasta la
estación de Sant Joan, ya había meditado cual monje budista, dándose
fuerzas para aguantar un día que prometía hacerle pasar hambre.
El edificio de la empresa Square, donde Mía trabajaba, era un elegante
compendio de oficinas que imponía respeto con su estructura modernista,
oficinas con paredes de vidrio, suelos de mármol pulido y su privilegiada
localización en pleno parque tecnológico de Sant Cugat, rodeado de verdes
montañas y de varias otras compañías multinacionales. Ella disponía de una
hermosa vista junto a su escritorio, pudiendo admirar por la ventana la
combinación de naturaleza y urbanismo. Claro, cuando no tenía la cabeza
zambullida en alguno de sus tres prominentes monitores.
Había conseguido su puesto de analista de pruebas de software desde
Venezuela, a través de una entrevista de trabajo por Zoom hacía un año.
Muchos la llamaron afortunada, ignorando que la suerte habría acompañado
a cualquiera que, como ella, hubiera enviado cincuenta currículums al día
durante un año.
Su cargo no era la gran cosa y, francamente, le pagaban menos que a sus
compañeros españoles, pero era suficiente como para que su padre estuviera
orgulloso. En cambio, Mía se sentía intrascendente. Aquella era su fuente
de ingresos, y poco más. Si tenía que describirlo como una relación, lo
primero que acudía a su mente era un matrimonio sin amor. Pura
conveniencia. Una sensación radicalmente diferente a cuando cocinaba en
Sabores Estela.
Es decir, ¿cómo comparar al análisis de aplicaciones móviles con la
creación de una nueva receta? ¿Cómo empezar a describir la abismal
diferencia entre machacar un teclado durante ocho horas y manipular los
alimentos, darles vida, color, sabor y un alma propia en la forma de un plato
humeante y perfecto?
Su estómago rugió. Mía suspiró. Debía evitar pensar demasiado en
comida ese día. Volvió a maldecir a Michael.
Al menos tenía su desayuno, el cual disfrutó sola en una de las múltiples
minicocinas de la planta seis, donde estaba ubicado su equipo. No hablaba
mucho con nadie del trabajo. No era que fueran malas personas, pero una
parte de ella se sentía una intrusa, una eterna extranjera de la vida que no
tenía temas de conversación que compartir con gente que se entendía con
un humor y costumbres distintos a los suyos.
Y para muestra, un botón. Un grupito de programadores entró a la
minicocina para surtirse de cafés. Iban contando chistes y riendo a todo
pulmón, hablando a una velocidad apoteósica que hacía sentir a Mía como
si no hablara castellano. Una voz en particular le llamó la atención: sonaba
ligera, fresca, magnética y jovial.
—¡Venga, tío! ¿Qué me estás contando?
Instintivamente, se giró para buscar al dueño de aquella voz tan agradable.
Mía abrió la boca como un pez al descubrir que el rey de aquel círculo
social era Álex. O quizá fuera su gemelo, porque, aunque su apariencia
fuera la misma, parecía una persona completamente diferente.
Los serios y discretos ojos azules de ayer habían desaparecido y habían
sido reemplazados por dos orbes brillantes que reclamaban la atención de
todo el que los contemplase. El pelo negro, ayer aplastado por el casco de la
moto, esta mañana lucía engominado y peinado como el de un galán de
telenovela. La media sonrisa taciturna se había transformado en una luna
creciente de dientes blancos, dejando salir aquella voz jocosa y cantarina
que no paraba de bromear con sus compañeros.
Nada que ver con el sujeto tranquilo que la había hecho respirar en cuatro
tiempos.
Incluso la ropa se le veía distinta. Mía no supo si era por su postura, pero
juraría que su elegante conjunto de camisa blanca y pantalones negros
enmarcaban con mayor ahínco su elevada estatura y su espalda bien
formada. También llevaba corbata. Ella habría jurado que ayer no llevaba…
Pero le confería una elegancia y aire profesional que, estaba segura, lo
podrían ayudar a cerrar tratos millonarios.
Sintió el impulso de restregarse los ojos y comprobar que no estaba
viendo un espejismo. Estaba claro que no solía prestarle mucha atención a
Álex en el trabajo, pero la impresión que le había dado el día anterior
distaba mucho de la del personaje que tenía delante.
Su mirada se cruzó con la de Álex —o el doble que había ocupado su
lugar— y ahí estaba: una indiscutible expresión de reconocimiento. En
efecto, se trataba del mismo sujeto que la había ayudado ayer con su ataque
de pánico, por lo que lo siguiente que ocurrió fue, cuando menos,
incómodo.
Álex pasó de ella.
Los miembros del grupito cogieron sus recién llenadas tazas de café y
salieron de la minicocina. El eco de sus anécdotas y de sus risas se alejó con
ellos, dejando a Mía sola con la impresión de que, definitivamente, lo de
ayer había sido un sueño, una visión esporádica que no volvería a ocurrir.
Mía se sintió un tanto decepcionada.
Aunque no debería, ¿cierto? Álex estaba haciendo justo lo que ella le
había pedido: no mencionar su encuentro de ayer. Pero por otro lado, ¿eso
justificaba que acabara de ignorarla? La había acompañado a urgencias, le
había dado el consejo de apretar la botella, le había dado su número de
teléfono como si fueran amigos… ¿y ni siquiera la iba a saludar?
Mía se reprendió a sí misma. ¿Cómo iba Álex a ser su amigo? No se
conocían de nada y pertenecían a mundos distintos. Él era un respetado
mánager del departamento de juegos, líder de varios equipos de
programadores y, por lo visto, también era el señor popularidad. En cambio,
ella era Mía, la chica venezolana. La mano de obra barata. La contratación
que demostraba que Square ofrecía un ambiente multicultural. Era una
casilla en una lista de inclusión corporativa.
Estaba bien. No le dolía…
… sí le dolía.
Se centró en su trabajo durante el resto de la mañana, sus manos tecleando
imparables sobre su teclado, llenando reportes sobre aplicaciones y juegos
que pronto lanzarían al mercado. La mayoría de sus compañeros bajaron a
comer a las dos, sin que ninguno le preguntara si deseaba unirse a ellos.
«Mejor. Así no tengo que explicar por qué no comeré hoy», pensó ella
con amargura y con una creciente acidez en el estómago.
Se encontraba rogando por que la proteína natural de los huevos fuera tan
saciante como decían los influencers de Instagram cuando su teléfono vibró
con una notificación de WhatsApp. Sin llegar a abrirlo, Mía arrugó la boca
al leer la previsualización en la pantalla.
De: Lisbeth (Prima España)
¿Cuando vuelvas puedes pasar a comprar pasta? El otro día
Michael te vio acabarte el último paquete.

Mía, que se había distraído gracias al trabajo, sintió el súbito retorno del
enojo en su pecho en forma de taquicardia, junto con un sonoro rugido de
su estómago.
El que se acababa la pasta, así como toda la comida, era el inútil de
Michael, pero, aunque ya había tenido esa conversación con Lisbeth,
parecía que, al igual que la distribución de turnos para limpiar los baños del
piso, la información le entraba por un oído y le salía por el otro.
Estaba de un humor terrible cuando acabó sus reportes. Tenía hambre,
estaba ansiosa y nerviosa.
Se hizo la hora de bajar a la reunión de resultados de la empresa.
Todos los equipos se reunieron en la sala de conferencias, donde un
proyector gigante mostraba transiciones del logo de Square en bucle,
resaltando el texto del medio: REUNIÓN DE RESULTADOS-
NOVIEMBRE 2023. Aquello solía durar una hora, justo antes de la salida
de la mayoría del personal, así que todos traían una buena disposición.
La sala se puso a tono, bajaron las luces, se conectaron en directo con
diversos líderes alrededor del globo, y estos se fueron turnando para
explicar los objetivos conseguidos durante el último cuatrimestre. Aunque
había sillas disponibles, algunos escogieron quedarse de pie, como Mía, que
no dejaba de ver hacia la mesa de aperitivos al fondo de la sala como una
leona en plena cacería.
Se lanzó al ataque, posicionándose estratégicamente junto a la comida,
picando con sigilo. El jamón ibérico y los quesos curados fueron los
primeros en inundarle el paladar, haciéndole hasta cerrar los ojos de
satisfacción por haber aguantado hasta ese momento. ¡Ya recordaba por qué
España era su primera opción para emigrar! La comida, sí señor. Claro,
tener la doble nacionalidad influyó mucho también...
Esperó unos minutos a que otro líder siguiera con la presentación, y ella
se entregó a unos triángulos de tortilla que le supieron a gloria. Ahora que
había comido y alcanzado su consumo de calorías diario, del cual llevaba
siempre la cuenta, se venía la parte más difícil: llenar el tupper para
desayunar al día siguiente.
Puede que nadie más lo supiera, pero los treinta euros de su cuenta
seguían siendo una piedra en su zapato. Según sus cálculos, «llegar justa» a
fin de mes era ser optimista, así que cualquier oportunidad como esa era
buena para llevarse algo a casa. Extrajo el tupper número diez con cuidado
de su mochila y, manteniéndose detrás de la mesa, fue echando unos pocos
bocados de todo cuanto había. El resto de la sala aplaudió para dar paso al
siguiente orador: Álex.
—Good afternoon, everyone. —Las presentaciones se hacían en inglés, el
idioma oficial de la compañía. Álex lo dominaba a la perfección.
Pero no solo el idioma. La sala ahora le pertenecía. Cada paso de Álex era
seguido por múltiples pares de ojos que, hipnotizados, lo seguían sin
pestañear. Su carisma era un imán y su público era una caja de clips de
metal. Su presentación fue corta, pero clara, entendible y eficiente,
coronada por chistes intermedios que se vieron recompensados por risas
afables de disfrute. La propia Mía dejó de empacar comida por un
momento, sin entender por qué de pronto los reportes contractuales de la
empresa le resultaban tan fascinantes.
Era por Álex. Cuando terminó, llamó a la tarima al siguiente orador, y
pobre alma en desgracia, porque la gente todavía aplaudía a Álex como si
estuvieran en un concierto.
—Thank you. Vamos con Terry del equipo de Londres. Los que estamos
en Barcelona, ¿quién se apunta a unas cervezas después de esto? —Por la
masiva respuesta que obtuvo, Mía dudaba que hubiera bar en Barcelona
donde cupiera todo el club de fans de Álex Alonso.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando descubrió que su jefa,
Nuria, se dirigía hacia la mesa de aperitivos, justo donde estaba Mía.
Nuria era una mujer corpulenta de mediana edad con cabello castaño
corto, gafas de empaste rojo y un rostro redondo cuya boca era incapaz de
curvarse hacia arriba. Mía intentaba mantenerse alejada de su radar, pues
tenía la impresión de que la mujer no la tenía en buena estima. Pero esta vez
había tenido mala suerte, y los ojos láser de su jefa la enfocaron a ella y a su
tupper número diez.
—¿Qué es eso, Mía? —disparó la voz de su jefa.
—Es..., bueno, no suelo hacer esto, pero... —empezó a decir Mía—. No
me he acabado nada, por si los demás no han probado algo. —Aunque esa
parte fuera cierta, no dejaba de causarle una vergüenza inmensa por el
modo incisivo en que la mujer la miraba.
Para empeorar las cosas, sus manos se le helaron de repente y la
habitación empezó a darle vueltas. Agitada, volvió a percibir la opresión en
el pecho.
«Oh, Dios, otra vez no», pensó asustada.
Con la tapa a medio cerrar, el tupper resbaló de sus manos sudorosas y
todo el contenido se desparramó por el suelo. Nuria se estaba llevando las
manos a las sienes, escandalizada, cuando las rodillas de Mía temblaron y la
hicieron trastabillar hasta perder el equilibrio. Dio a parar al suelo por
segunda vez esa semana.
Pero esta vez con muchos más rostros conocidos mirándola, juzgando. Al
dar una mirada rápida a su alrededor, Mía se encontró con el sorprendido
rostro de Álex, rodeado de su club de fans. La invadió una vergüenza tan
intensa que creyó que desaparecería absorbida por el agujero negro que se
estaba formando en su estómago. Como pudo, se levantó y salió corriendo
de la sala de conferencias.
Se arrepintió de haber comido todos esos aperitivos, que no ayudaron a
que el malestar de ese nuevo ataque de ansiedad fuera más llevadero. Con
la experiencia de quien ha hecho algo similar en el pasado, fue directamente
al lavabo de la sexta planta, cerró la puerta de uno de los cubículos y se
arrodilló junto al váter al tiempo que se llevaba los dedos a la garganta.
Vomitó. Su estómago gruñía, su cabeza iba a estallar y sus extremidades
temblaban, pero decidió que expulsaría todo hasta sentirse mejor. Intentó
respirar en cuatro tiempos otra vez, pero la sensación de desvanecimiento
no desaparecía.
Cuando salió para lavarse las manos y boca, la recibió la poderosa
estampa de su jefa enojada, haciendo que se pusiera incluso más pálida de
lo que ya estaba. Desearía haber tenido al menos un poco de papel en las
manos...
—No es la primera vez que te veo llevándote comida de un evento, Mía
—le escupió Nuria apenas la vio salir del cubículo. ¿Acaso la había ido a
esperar allí en el lavabo?—. Obviamente aquí debe estar pasando algo y se
nota que te afecta en tu vida personal, pero esto no puede volver a pasar,
¿me entiendes? —añadió con un gesto bastante sentencioso de su mano
derecha.
—Nuria, lo siento, he tenido una semana complicada. No te puedo contar
todos los detalles ahora, pero...
—Es que no quiero los detalles, Mía. Quiero que si vas a traer un tupper,
sea con comida que traes de casa, no que te lleves de la oficina. Ya
hablaremos la semana que viene. Ahora vete a casa, que tienes cara de
muerta ahora mismo... y a ver si dejas de vomitar... que también es un
problema —finalizó con cara de asco.
Nuria salió veloz del lavabo, como si acabara de dispararle a un perro,
dejando a Mía apoyada en la pared, todavía oliendo a vómito y con ganas
de desaparecer. Tuvo que esconderse por las escaleras que se usaban en
caso de incendio para evitar encontrarse con más gente hasta calmarse.
Creía que nunca podría superar la vergüenza de ese momento, y temía que
su jefa estuviera considerando echarla de veras. Se maldijo a sí misma por
lo bajo por llenar el tupper, y maldijo una vez más pensando en Michael y
en por qué seguía violando las reglas de las secciones del refrigerador.
Se imaginó el regaño que le habría asestado su padre por haber causado
tanto jaleo. La respuesta del Sr. Antonio a su predicamento culinario habría
sido acusarla de abusar con las cantidades de comida, culpando a un
detestable vicio de glotonería por todo este berenjenal.
No había sido discreta, había causado incomodidades a los demás. No
merecía comer, no lo merecía…
Se recordó a sí misma frente a la nevera de su apartamento de Caracas,
contemplando la etiqueta pegada sobre su puerta: «Objetivo para Mimi:
1200 calorías diarias». Se recordó desesperada, buscando agujeros en esa
mórbida cláusula: «Si lo como y luego voy al lavabo, las calorías de un
trozo de pastel no cuentan, ¿verdad?».
«Genial», pensó angustiada. Tenía los mismos complejos que cuando
tenía catorce años y era la bulímica de la familia. Solo quería ir a casa a
envolverse en una manta hasta que su cuerpo dejara de temblar.
Capítulo 3

Pidiendo ayuda

Su trayecto de regreso fue un vaivén de tumbos, pero logró mantenerse en


pie y respirar en cuatro tiempos hasta llegar al piso de Lisbeth. Haciendo
gala de una suerte impecablemente mala ese día, esta última la esperaba con
cara de pocos amigos en la cocina, calentando agua en una olla. Ni siquiera
la dejó cruzar el pasillo hasta el sofá para poder quitarse el abrigo y la
mochila de encima.
—¿Trajiste la pasta? —la interceptó casi con la misma energía que Nuria
lo había hecho en el lavabo—. Tengo que hacer la comida de Michael para
que se la lleve al trabajo mañana.
En otras circunstancias, o quizá en otra línea temporal, Mía podría haber
reaccionado con más calma. Tal vez si no hubiera tenido un momento tan
embarazoso con su jefa, o si no temiera que la fueran a echar de su trabajo
por llevarse comida y luego vomitarla en el lavabo, o si no hubiera pasado
las últimas dos horas tiritando de frío, temiendo desmayarse y que alguien
le robara la cartera, o quizá, ¿quién sabe?, si no le quedaran treinta
malignos euros en la cuenta...
—Pues dile a Michael que la compre él, porque yo no puedo —asestó Mía
la primera estocada de la noche, su expresión adusta—. Es más, dile que él
me debería comprar a mí una comida para compensar la que se comió
anoche de mi tupper. Y es más, dile que no se coma mi maldita comida y
punto, Lisbeth, que a diferencia de él, yo no puedo lograr que me des un
cuarto gratis a cambio de sexo.
La quijada de Lisbeth casi se desencajó al caer de la sorpresa. No
obstante, la ira que la invadió al instante desencadenó una serie de insultos
que ambas primas, lejanas en todo a excepción de la sangre que las
emparentaba, despotricaron una contra la otra sin guardarse la más mínima
consideración. Habían pasado por encima de sus desacuerdos durante
demasiado tiempo, y ahora el agua de la olla estaba hirviendo, tanto
metafórica como literalmente.
—Tú lo que eres es una malagradecida. Ni siquiera puedes comprar un
mísero paquete de pasta. Y bien que comes, aunque ahora te las das de
modelo... cuando de niña ni cabías por una puerta.
—¿Malagradecida? —decidió ignorar la última alusión a su peso—. Te he
estado pagando trescientos euros desde que llegué para ayudarte con los
gastos y ni cuarto tengo. Solo tengo un espacio en la nevera que el
mentiroso de tu novio es incapaz de respetar, igual que a ti.
La única ocasión en la que Mía había intentado decirle a Lisbeth que se
había encontrado a Michael varias veces por la calle cuando estaba en sus
supuestas horas de trabajo y que lo había visto con diferentes mujeres había
sido un desastre. Casi había logrado que su prima la echase del piso. Pero
esta vez no habría marcha atrás.
Lisbeth salió disparada en su dirección y le sembró una bofetada que le
volteó el rostro. Justo en ese momento, como si de un programa de
chismorreos matutinos se tratara, entró el desgraciado en cuestión.
—Pero bueno, ¿qué está pasando aquí? —vociferó con una autoridad
impropia de un individuo tan escueto y corto de miras—. Lisbeth, ¿te ha
hecho algo?
—¿Qué le voy a hacer, por el amor de Dios? ¡Si me saca dos cabezas! —
exclamó Mía, sobando la mejilla enrojecida y procurando mantener un poco
de dignidad—. Me marcho.
—Ya lo creo que sí. A ver quién te aguanta, chamita. Pobrecito tu papá, de
verdad, que tiene a la loca de la hija bulímica que no sirve para nada.
Bulímica.
«Nunca me van a dejar olvidarlo», pensó Mía. Ojalá hubiese podido ir a
terapia para hablar de ello. Ojalá hubiese podido ir a terapia para hablar de
tantas cosas...
En una línea temporal más violenta y caótica, donde Mía no hiciera caso a
la presencia de Michael, a su propia debilidad física actual o a la fuerza que
tenía Lisbeth en sus macizos brazos de crossfit, le habría echado encima el
agua hirviendo, como última ironía de aquella discusión que había
empezado y terminado en la cocina. Pero Mía era consciente de su propia
desventaja, y su orgullo herido fue el clavo final en un ataúd repleto de las
vergüenzas y decisiones distintas que quisiera haber hecho ese día.
Le parecieron segundos lo que tardó en meter todas sus pertenencias en su
única maleta, la que la había acompañado desde Venezuela y que guardaba
a pocos metros del sofá, quizá sabiendo en el fondo que esta siempre había
sido la manera en la que terminaría esta situación.
Michael y Lisbeth la observaban con prepotencia y postura defensiva,
como si pretendieran lanzarse encima de ella en caso de que se pusiera
violenta, pero lo único violento de Mía era su silencio. Si con él pudiera
matar, hace tiempo que la considerarían asesina serial.
Cruzó el umbral del edificio y se alejó lo más que pudo arrastrando la
pesada maleta a su lado, el abrigo y la mochila todavía puestos, escuchando
cómo su prima le gritaba atrocidades desde su ventana de la segunda planta.
Humillada, Mía se halló a sí misma llorando otra vez, preguntándose cómo
todo podía haberse ido al garete tan rápido.
El agotamiento finalmente la alcanzó tras haber recorrido seis calles. A
diferencia de ella, que seguía acelerada, Sant Joan Despí respiraba con sus
calles suburbanas y tranquilas, con apenas el sutil ruido de los pocos bares
abiertos que atendían a sus clientes de siempre, y el lejano silbido del
tranvía que atravesaba con metálico traqueteo la avenida principal hasta
Cornellá Centre.
Una vez que su corazón se hubo aplacado, su cuerpo volvió a tiritar de
frío. «Maldito invierno», pensó secándose las lágrimas y abrazándose a sí
misma, moviendo las manos sin guantes por encima de la chaqueta. El
termómetro fuera de una farmacia cercana indicaba dos grados. Veintitrés
de diferencia con Caracas. Bien podían ser veintitrés mil millones. Qué
lejos se sentía de su valle cercado por montañas, de su apartamento con
balcón para alimentar a los guacamayos, de su cama, de su gente, de todo.
«¿Qué hago ahora? —se preguntó, sentada sobre su maleta—. ¿Qué hago,
qué hago?».
Estuvo tentada a pedirle una señal al espíritu de su madre, pero su
teléfono sonó antes de que pudiera entregarse a tan dramático recurso. Lo
que vio en la pantalla la sorprendió.
Álex (Oficina) la estaba llamando. ¿Qué significaba eso? ¿Estaría
llamando para decirle que se arrepentía de haber ayudado a una miserable
ladrona de queso curado y tortilla? ¿Se burlaría de su escenita en la reunión
de resultados? Fuese lo que fuese, Mía estaba desesperada por contestar.
Necesitaba hablar con alguien. Con quien fuera.
—Aló... digo, ¿hola? —dijo con un carraspeo, tratando de normalizar su
voz trémula junto al móvil.
—Ey, Mía —saludó Álex. En esas simples dos palabras, Mía reconoció la
voz calmada del día anterior. Tal vez el hombre debería meterse a actor de
voz, pues tenía la versatilidad necesaria. ¿Estaría de cervezas con la gente
de la oficina? ¿Alguien más lo habría escuchado hablar así antes?—. Quería
saber cómo estabas, te he visto con Nuria esta tarde y... —Parecía querer
decir algo como «Te veías hecha un desastre», pero le salió un—: ¿Estás
bien?
—¡Claro que sí!— mintió ella de inmediato con voz exageradamente
animada—. Gracias por llamar, Álex, todo va perfecto. —Se escucharon
unos coches pasar en la calle a su lado.
—¿Dónde estás? Se oye algo de ruido —preguntó él, no muy convencido.
Mía era una pésima mentirosa.
—Mmm..., daba un paseo, un paseo con maleta —rio ella.
Álex no respondió al instante. Pero al hacerlo, su voz demandó la verdad.
Sin chistes, sin risitas, desarmando por completo a Mía.
—Mía, ¿estás bien? Puedes decírmelo.
Ella sintió miedo. Miedo a sincerarse y salir herida. ¿Y si Álex le contaba
todo esto a Nuria? Sería su fin. Y aun así, quería con arrebatadas ganas
confiar en otro ser humano en ese momento.
Tomó una decisión. Por primera vez en su vida, Mía pidió ayuda.
—No, no estoy bien —admitió. La mano que sostenía su móvil temblaba
como gelatina—. Me acabo de quedar en la calle y yo... —su voz se ahogó
en su garganta, impidiéndole seguir, pero Álex lo hizo por ella.
—¿Dónde estás? Me cambio y salgo a buscarte —dijo él. Al parecer, no
había ido a por las cervezas con los de la oficina después de todo.
Puede que las dos versiones de ese hombre la hubieran confundido hasta
ahora, pero como Mía estaba a punto de descubrir, Álex era una persona
seria que saltaba con rapidez y eficiencia a la acción.
Capítulo 4

Un torrente de palabras en cuarenta minutos

«Madre que me ves desde el cielo, ¿en dónde rayos me he metido?», pensó
Mía mientras contemplaba con total incredulidad el señorial salón donde
ahora se encontraba. Se sentía minúscula e insignificante ante tanto espacio,
apretando con fuerza el asa de su maleta que contenía todo lo que le
pertenecía en este mundo. Todavía no atisbaba a creer que los
acontecimientos de los últimos cuarenta minutos la hubieran llevado a estar
allí.
Cuando Álex llegó a la estación de metro de Cornellá Centre, había
encontrado a Mía sentada afuera en un banco con toda su parafernalia. Traía
una sencilla camiseta negra y vaqueros, y el pelo negro lavado y
despeinado, aunque ella pensó que aquel estilo le sentaba mejor que el de la
oficina. De algún modo, se sentía más natural, menos pomposo y actuado.
Él levantó una mano a modo de saludo. Su elocuencia de la tarde parecía
haberse evaporado cuando se había lavado el cabello.
Ahora que lo tenía enfrente, ¿qué se suponía que tenía que decirle? Mía se
frotó los brazos, tanto para vencer al frío como a su nerviosismo. Él pareció
darse cuenta de su disyuntiva y, con lo que pareció mucho esfuerzo de su
parte, habló primero.
—He aparcado a un par de calles —señaló con su pulgar detrás de él.
—¿No has venido en moto? —inquirió Mía, quien se sintió estúpida
apenas la pregunta salió de su boca—. Es que... voy algo cargada...
—No, he venido en coche —explicó él, cogió la maleta de Mía y
emprendió la marcha. Ella supuso que esperaba que lo siguiera, y eso hizo.
A los dos minutos llegaron al coche de Álex, un Prius blanco donde él
metió sus cosas y la invitó a subirse. Apenas arrancaron, se hizo un silencio
sepulcral que duró sus buenos quince minutos, tiempo suficiente para
encaminar el vehículo fuera de Cornellá de Llobregat por la C-31, rumbo a
Barcelona.
Mía, con un tic nervioso en la rodilla, no paraba de moverla de arriba
abajo. Necesitaba hablar. Si continuaba callada… explotaría. No, más bien,
implosionaría.
—Mi prima y yo nos peleamos —por fin dijo ella, como si cogiera aire
después de haberse estado ahogando en una piscina—. Llevaba meses
aguantando muchas tensiones y hoy ha explotado todo. El detonante fue un
paquete de pasta y un tupperware —rio con una mueca irónica.
Volteó a ver a su conductor. Este la animó a seguir con un asentimiento de
cabeza. La voz del GPS de fondo indicó que debían mantenerse a la
izquierda y seguir las señalizaciones hacia Avinguda de la Gran Vía. Mía
esperó a que el asistente virtual callara para continuar con su historia.
—Llevo diez meses viviendo en su casa, desde que llegué a España —
continuó—. Mi padre insistió en que me quedara con ella porque es familia,
pero no nos llevamos muy bien… Aparte de que ahora vive con su novio,
quien, por cierto..., es un imbécil que se comía mi comida.
Cada dos o tres frases, Mía volteaba hacia Álex y esperaba unos segundos
para que él interviniera si así lo deseaba, pero el chico se mantuvo
impasible, tan solo asintiendo con la cabeza. Mía no podía creer que alguien
la animara a seguir hablando. Se sorprendió a sí misma incapaz de
detenerse.
—Al principio mi prima no me cobraba nada, pero luego salió diciéndome
que yo comía demasiado, que gastaba luz y agua, y que los servicios habían
subido. Vale, vale, muy bien, le pago, no hay problema, es su casa y está en
su derecho, ¿verdad? —soltó su pregunta retórica con creciente soltura.
Aquello se había convertido en su monólogo—. ¡Claro, pero el idiota de su
novio, que la engaña con cuanta suripanta pasa por la calle, no pone ni para
el pan! Mientras que yo no tengo cuarto propio, duermo en el sofá y solo
puedo cocinar los domingos porque, si no, hago mucho ruido y despierto al
príncipe azul, que está muy cansadito. ¡Y viene el muy sucio a comerse lo
que me preparo para llevar al trabajo!
El GPS indicó a Álex que siguiera por la Gran Vía de Les Corts Catalanes
por doce minutos más. ¡Oh, la de secretos y trapos sucios que podían
sacarse en ese tiempo! Mía estaba desbocada, quería que la detuvieran, pero
al mismo tiempo deseaba continuar más que nada en el mundo.
—Debería estar feliz de haber salido de allí, pero el timing es terrible. —
Dejó escapar un gemido de dolor, y comprobó horrorizada que iba a volver
a llorar—. Me he quedado sin ahorros por ayudar a mi padre. No es que él
me lo exija, pero me siento obligada. Fue un padre estricto. Siempre
tuvimos una relación complicada, pero es como si ahora él quisiera
compensar por sus errores del pasado… Dios, ¿qué clase de tangente es
esta? —exclamó, indignada con ella misma, cubriendo sus ojos con las
manos.
Álex hizo un gesto de querer participar por primera vez en la
conversación. No obstante, solo aprovechó el momento para extenderle un
pañuelo del bolsillo de su chaqueta. Ella lo aceptó y se limpió el rostro
antes de continuar con su verborrea.
—Mi padre me crio lo mejor que pudo, solo quiere lo mejor para mí. Y
eso era salir de Venezuela con una buena carrera. No puedo venir yo a
decirle que en España la cosa no es tan fácil como creíamos. No puedo
dejarme vencer por esto. No puedo.
Mía se permitió llorar. Pero llorar de verdad, como no lo había hecho en
meses. Emitió gruñidos guturales cual animal herido y acorralado que,
aunque sabe que no tiene salvación, se aferra a su instinto de supervivencia.
—¿Pudiste hablar con Nuria del… asunto que te ocurrió el otro día? —
intervino Álex por primera vez. Mía supuso que se refería al ataque de
pánico.
—Nuria debe de estar a esto de ponerme de patitas en la calle —anunció
ella colocando su dedo índice y pulgar a escasos milímetros de distancia y
apretando la vista—. Nunca le he caído bien. Sé que me contrató porque
soy mano de obra barata.
Aquella última frase consiguió que se le escapara una risa corta a su
espectador. Mía no se hizo de rogar y le dio al público lo que quería.
—No, lo digo en serio. Busqué trabajo como loca durante meses desde
Venezuela, teniendo entrevistas por Zoom, y a las cuatro de la mañana por
la diferencia horaria, y esta fue la única empresa que me hizo una oferta.
Me ofrecieron mucho menos de lo que hay en el mercado actualmente, pero
no creo que encuentre algo mejor por ahora.
—Entiendo. ¿Y no hay nadie que pueda ayudar a tu padre aparte de ti? —
Las frases de Álex eran cortas, bien pensadas, directas al punto. Mía estaba
encantada, porque le daba a ella más espacio y oportunidad de explayarse.
—Tengo un hermano mayor, pero bastante tiene con su esposa y su hija
pequeña. En ellas se le va el sueldo.
—¿Qué hay de tu madre? ¿También está allí?
—Mi mamá murió —respondió Mía, tragando saliva—. Dos días antes de
mi viaje, para ser exacta. —Hizo una breve pausa y, aunque Álex no
preguntó, añadió—: Cáncer de seno. Llevaba entrando y saliendo de
hospitales desde hace tiempo.
Álex encapsuló su historia en una frase magistral:
—Tch, qué putada.
Volvió a hacerse un silencio que rayaba en lo teatral, pero Mía tampoco
habría sabido qué más decir si hubiera estado en la posición de su
interlocutor. Había mencionado todo: sus pleitos con su prima, su relación
con su padre y la muerte de su madre. Lo único que se había guardado para
sí misma era su bulimia. Pero eso habría sido pasarse, ¿no?; suficiente brote
psicótico para un día.
Escuchó a Álex coger aire y volteó a verlo. Una mano se había despegado
del volante por un momento para acariciarse su corta barba, haciéndolo
parecer un filósofo griego. Parecía estarse concentrando en lo que quería
decir, buscando las palabras apropiadas.
Y vaya si las dijo.
—Mira, Nuria no te puede echar. La empresa tiene una política en la que
tienen que haberte citado tres veces distintas como «dándote la advertencia»
antes de echarte, y creo que eso no te ha pasado todavía. —Dio un giro al
volante antes de entrar a un parking cerca de Plaza Cataluña, dándole
tiempo a ella de digerir todo aquello—. Y sobre lo de tu prima y tu
familia... es una putada, ¿qué quieres que te diga? Pero estás haciendo lo
que puedes. No te exijas tanto.
Mía habría llorado de nuevo. Se sintió conmovida. Algo en el discurso
certero de Álex la movió por dentro de un modo que su animada
performance de la reunión de resultados de la tarde no había conseguido.
Tras aparcar el coche, Álex se giró para quedar mirándola de frente.
—Esta mañana te he ignorado. Me imaginé que te estaba pasando algo,
pero no sentí que fuera el mejor momento para averiguarlo —se disculpó,
luciendo apenado—. Pero ahora puedo ayudarte. No puedo subirte el
sueldo, pero puedo ofrecerte un lugar seguro donde nadie se comerá tus
tuppers.
—Solo necesito ayuda por esta noche. No quiero ser una carga.
—No lo serás. De hecho, te quiero proponer algo —insistió Álex,
quitándose de un clic su cinturón de seguridad. Debió notar que ella se
tensaba, porque decidió añadir con premura—, y no, no intento ligar
contigo. Te lo prometo. Subamos a mi piso. Tengo una habitación
disponible. Mi idea es que subas, te acomodes, te pegues una ducha si eso
quieres, y ya luego hablamos de un arreglo para un posible alquiler.
Mía parpadeó un par de veces, insegura.
—Repito, no hago esto para ligar contigo —declaró él, leyendo sus
preocupaciones en su rostro—. La dirección del piso es avenida Diagonal,
cuarenta y seis. Puedes marcar al ciento doce si te sientes en peligro —
bromeó con una media sonrisa. ¿O no bromeaba? Era difícil saberlo.
—Vale. Disculpa, es que... sé que pedí tu ayuda, así que no tiene sentido
que me ponga exquisita, pero...
Él se encogió de hombros y luego le dirigió una mirada, en la que percibió
una inesperada pizca de... ¿admiración?
—Si me hubieras creído ciegamente, creería que no tienes dos dedos de
frente.
Salieron del parking, pasando justo al lado de la concurrida Plaza
Cataluña, que incluso de noche era un punto de reunión de múltiples
lugareños y turistas. Álex hizo rodar su maleta hasta detenerse frente a un
edificio del más puro estilo modernista catalán. La fachada era de piedra y
de forma curva, adornada con una escultura de una hilandera en la parte
superior. Desde la calle destacaban un par de balcones con barandillas de
hierro forjado, así como unas enormes ventanas que de día debían dejar
pasar una gloriosa cantidad de luz natural.
Apenas Mía puso un pie en el interior del recinto, con su suelo cubierto de
mosaicos hidráulicos, se sintió de la realeza.
Subió junto con Álex en la pequeña cabina del ascensor, también
abundantemente adornada con ornamentos musulmanes, y se bajaron en la
cuarta planta. Una bella lámpara modernista con elementos florales colgaba
con elegancia del techo artesonado de madera y yeso. Justo debajo, había
una enorme puerta que Álex abrió como si se tratase de un simple ropero o
algo más mundano, pero, para Mía, esa bien podía ser la entrada a Narnia.
—Adelante —la animó él, haciéndola sentirse digna de ocupar aquel
espacio tan maravillosamente gaudiano.
Mía no pasó del recibidor, tiesa como un pasmarote y con la boca abierta.
No era su expresión más brillante, pero no podía dejar de mirar los
numerosos umbrales con inacabables pasillos que se extendían desde el
recibidor hasta confines que superaban los límites de su corta percepción
espacial. Su vista solo atisbaba a divisar parte del que era el salón contiguo
a la derecha de la entrada, ¿y acaso era eso una chimenea con mosaicos
rodeada de no uno, sino de tres sofás y una biblioteca empotrada?
A su izquierda vio lo que le pareció una cocina de pinta más
contemporánea —oh, Virgen Santísima, ¿era eso una isla en el medio?—,
pero Álex la condujo al primer salón, donde reposaba sobre uno de los sofás
de cuero blanco una de las mujeres más bellas que Mía hubiera visto en su
vida, y ella era de un país con muchas Miss Universo, pero aquella no era
una belleza despampanante, sino más bien... deslumbrante.
La grácil figura levantó la vista del libro de moda que estaba leyendo, se
apartó unos mechones castaños rizados de su blanco y esbelto rostro, y
examinó a Mía como si fuera un cachorrito que Álex acababa de recoger de
la calle.
—Mon Dieu, Alex! ¿De dónde has sacado a esta pobrecita criatura?
—Ey, Charlotte, esta es Mía. ¿Crees que podamos acomodarla en el
cuarto de Leia? —Lo dijo así, como si, en efecto, Mía fuera un perrito y
estuvieran pidiendo permiso a la madre de Álex para que pasara la noche
allí.
La llamada Charlotte se desplazó cual hada del bosque hasta ellos, casi sin
rozar el suelo, retocando su pashmina rosada sobre sus elegantes y
torneados hombros.
—¡Claro que sí! Bienvenida, Mía —dijo la sonriente hada.
—Gracias. ¿Quién más está en casa? —continuó Álex.
—Luca dijo que tenía que acabar un capítulo de su novela, así que está
encerrado en su cuarto. Y el Elliot seguro anda de fiesta por ahí.
—Vale. Ve con ella, Mía —la instó Álex—. Luego nos vemos para cenar.
—Seguro —dijo Mía en un susurro, girándose tímidamente hacia
Charlotte.
Esta le hizo un gesto suave con la mano para que la siguiera, pero no hizo
ni el menor amague de ayudarla con su equipaje. Mía supuso que, con
aquella hermosura, debía ser del tipo de mujer que acostumbra que le lleven
sus cosas y no al contrario.
Avanzó por aquellos pasillos laberínticos, siguiendo a esa hada a través de
un bosque encantado. Tras doblar por enésima vez, Charlotte se detuvo al
lado de una puerta color azul con una perilla dorada que a Mía se le antojó
como un portal místico.
—Este cuarto lo ocupaba otra chica antes, Leia —dijo con un tono
indescifrable, meneando la cabeza—. Al fondo de este pasillo hay un baño
común que tiene ducha y bañera. Yo ya lo he usado por hoy, así que puedes
tomarte tu tiempo.
Mía se adentró en el cuarto de la puerta azul cual exploradora de una
dimensión desconocida. Su quijada casi volvió a caer al suelo, pero esta vez
quiso disimular frente a su noble acompañante.
La habitación era tres veces la sala de Lisbeth, con un enorme armario
empotrado que no llenaría ni a palos con todas sus pertenencias, un
candelabro que colgaba del techo e iluminaba las limpias paredes color
crema y una cama matrimonial con mosquitero blanco en cuyos laterales
estaban las mesitas de noche más delicadas y finas que hubiera visto. Ese
era, a todas luces, el cuarto de princesa que Mía nunca había tenido.
Habiendo esperado lo que debió considerar un tiempo adecuado, Charlotte
se inclinó hacia ella para llamar su atención.
—¿Necesitas algo? ¿Le pido algo a Alex...?— pronunció el nombre del
casero como una palabra aguda. Sonaba incluso más elegante y protocolar.
—No, no, todo está perfecto. Disculpa, es que no había estado en un piso
tan bonito en..., pues en mi vida.
Aquello hizo reír a Charlotte, haciendo que se viera, si eso era posible,
aún más encantadora.
—Lo sé, es un sitio muy chulo —pronunció la última palabra con un
marcado acento francés que hizo sonreír a Mía—. Sé que acá los edificios
no tienen nombre, pero como estamos en la Dreta del Eixample y este es
uno de los edificios más altos y llamativos, yo suelo llamarlo La Dreta Real.
Los demás dicen que es un nombre demasiado pomposo, pero es que a mí
me hace sentir como de la realeza; ¿no opinas igual?
Sus ojos brillaron al decir aquello. Charlotte parecía el tipo de persona
que dejaba volar su imaginación a su antojo, y Mía no pudo hacer más que
asentir embobada, porque en serio opinaba igual.
Capítulo 5

El disfraz

No hacía falta ser venezolano para tener dramas propios. Álex tenía los
suyos, solo que los disimulaba muy bien. Pero Mía García… ¡vaya!, ella sí
que tenía problemas. Se notaba que llevaba meses sin descargar toda la
tensión acumulada. Había llorado a mares… Álex nunca había visto tanto
llanto.
Admiraba a las personas que podían sacar sus emociones de ese modo.
Sin filtros. Casi se sentía honrado de que ella hubiera confiado en él para
hacerlo.
Había dejado a Mía en las capaces manos de Charlotte, pero cuando vio
que la chica no salía del cuarto, se preguntó si estaría bien cenar sin ella,
pues estaba muerto de hambre. No era que el arroz del restaurante chino a
domicilio fuera especialmente apetitoso, pero él no sabía cocinar, y cuando
lo intentaba…, bueno, mejor ni intentarlo, si valoraba sus papilas
gustativas.
Charlotte surgió desde el pasillo, llamando su atención.
—Me acabo de asomar a la habitación de Leia —anunció ella, sentándose
en la mesa del fondo de la cocina junto a él—. Está profundamente
dormida. La pobre se veía agotada.
—Déjala dormir, entonces —asintió Álex, abriendo la tapa de su envase
de arroz chino. Charlotte lo miró con cara de asco—. ¿Qué?
—Se ve bastante… aceitoso —dijo ella con la boca arrugada, refiriéndose
al arroz—. Estoy harta de pedir a domicilio. Tal vez me anime a intentar
cocinar de nuevo.
Álex rogó en su fuero interno que Charlotte no se animara. La última vez
casi había quemado el piso. Sus dotes artísticas, aunque excelentes para la
fotografía y el diseño, no se extendían a lo culinario.
—¿Y bien? ¿Qué piensas decirle? —preguntó ella de repente.
—¿A quién? —Él parpadeó sin comprender.
—¡A Leia! —exclamó Charlotte, agitando ambas manos con gesto teatral
—. Has metido a otra chica en su cuarto con una maleta, así que supongo
que terminarás… lo que sea que tengas con ella.
—¿Otra chica? —Álex frunció el ceño—. Lo haces sonar como si
estuviera jugando a dos bandas.
—No quise decir eso —corrigió ella—. Tú sabes a qué me refiero. Tienes
un plan, ¿verdad? Tú siempre tienes uno.
De hecho, Álex sí lo tenía. No solía actuar sin pensar. No era su estilo.
Había hablado en serio cuando le había ofrecido el cuarto a Mía. Quería
ayudarla, pero antes tendría que hablar con Leia. Decirle que no podían
verse más.
Álex dejó escapar un largo suspiro. No iba a ser agradable.
—He quedado con Leia para desayunar mañana. Hablaré con ella
entonces.
—Estás haciendo lo correcto —dijo Charlotte, apoyando una mano en su
hombro.
«Pero eso no lo hace menos incómodo», pensó Álex.
A la mañana siguiente, Álex salió temprano de La Dreta Real —el
nombre pegadizo con el que Charlotte había bautizado su piso—. Aunque
iba vestido con una camisa slim fit azul marino, pantalones arena de
algodón y un perfecto peinado engominado hacia atrás, él sabía que iba
disfrazado de otra persona.
Más específicamente, iba disfrazado de su hermano Alan, que había
fallecido hacía un año en un accidente de coche por conducir en estado de
ebriedad.
Alan había sido su única familia durante años. Habían perdido a sus
padres temprano en la vida —otro maldito accidente de coche—, y ambos
fueron criados por su abuela en un pueblito a las afueras de Alicante.
Cuando esta última también murió, los hermanos se apoyaron mucho el uno
en el otro. Los separaban apenas dos años, y formaban un equipo. Habían
ido juntos a Barcelona y entrado a vivir en un amplio piso heredado de unos
parientes, la vida les sonreía…
Hasta que había dejado de hacerlo. Perder a Alan fue duro.
Si Álex era el intelectual del dúo, Alan había sido, sin dudas, el líder, el
sociable, el que caía bien a la gente y le inspiraba valor. El mundo no era
justo, porque de serlo, habría sido él quien hubiera cogido el coche la noche
del accidente y no su hermano.
El único modo que Álex había hallado para compensar ese desequilibrio
universal fue usar las ropas de su hermano. Sonaba a una locura, y quizá lo
fuera, pero había bastado con colocarse una de las camisas de Alan y
mirarse al espejo para que el hechizo surtiera efecto. Físicamente eran
bastante parecidos: los mismos ojos azules, los cabellos negros azabache, la
misma estatura… Álex solía usar gafas, pero ahora lo compensaba con
lentillas. El disfraz lo hacía sentirse tranquilo… como si Alan nunca se
hubiera ido.
Lo siguiente tampoco lo pudo controlar. Un día había ido a trabajar con
las ropas de Alan a la oficina. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo
había hecho, así de acostumbrado estaba al disfraz. Y ocurrió algo de lo
más extraño: empezó a hablar con sus palabras casuales, con sus gestos
elocuentes y sus sutiles inflexiones de voz. Creyó que la gente a su
alrededor lo consideraría un psicópata por su cambio tan abrupto de
personalidad, pero, para su sorpresa, no fue así. Los de la oficina estaban
encantados con el nuevo Álex, sin saber que solo estaba fingiendo ser su
hermano.
Vamos, que su nueva actitud carismática y sociable le había valido dos
ascensos y su propia oficina privada. Su personalidad original, más bien
huraña y cerrada, no le habría permitido aspirar a ser más que un simple
programador, un monigote más. En cambio, ahora era mánager, el líder que
todos querían que fuera.
Pero era agotador ser Alan. Solo lo hacía cuando iba a la oficina, o cuando
se encontraba con…
—Hola, Leia —saludó a la mujer que lo esperaba sentada en la cafetería
donde solían quedar. El rostro de ella se iluminó de esperanza al verlo.
—Te estaba esperando, Al. Ven, siéntate. Te he pedido el café como te
gusta —respondió ella con dulzura.
Leia era una mujer hermosa. Tenía unos ojos azules preciosos. No como
los de él, sino como los de una muñeca. De hecho, toda ella parecía una
Barbie tamaño natural: cabellos largos y rubios cuidadosamente peinados,
maquillaje suave pero elegante que destacaba las finas formas de su rostro
ovalado, un cuerpo al que sabía sacarle partido con ropas que destacaban
sus curvas y su piel lechosa… y por si fuera poco, tenía suficiente dinero —
producto de una exitosa carrera como modelo—, para viajar a donde
quisiera, estar con quien quisiera y, básicamente, hacer lo que quisiera.
Podría decirse que Leia lo tenía todo, menos una sonrisa sincera.
Porque cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia emocional
podría entrever que la sonrisa Colgate de Leia ocultaba una profunda
tristeza. Así había sido desde que había muerto Alan, su novio, el mismo
sujeto que Álex había aprendido a personificar al detalle.
El chico de la barra le trajo a Álex un café con leche de avena con dos
sobres de azúcar moreno. El favorito de Alan. Álex solo lo bebía cuando
usaba su disfraz, porque realmente no le gustaba el café.
—Me alegró tanto que me dijeras de quedar —empezó a decir Leia,
intentando coger su mano, pero él la apartó, dejándola confundida—. Sé
que te dije de darnos un tiempo, pero… te seré sincera, lo estoy pasando
mal. —Él también lo estaba pasando mal, por eso estaba ahí ahora—. ¿Al?
—lo llamó.
—Leia, tenemos que hablar —dijo Álex por fin. Se sentía extraño ser
cortante con la mujer que lo había consolado en su duelo.
Duelo patológico, así lo había llamado su psicólogo, al describir las
reacciones depresivas y negativas que pueden surgir cuando una persona no
sobrelleva bien la pérdida o fallecimiento de un ser querido. Eso era lo que
tanto él como Leia tenían.
Él, por empeñarse en lucir, hablar y actuar como Alan.
Y ella, por fingir que en verdad lo era.
Era curioso. Leia sabía que Álex era Álex, pero se trataba de eso: de
fingir. Todo era una farsa, un teatro que los dos llevaban representando
desde hace meses, quedando como si fuesen una pareja. E intimando como
tal. Así había sido desde la primera vez que ella lo había pillado vestido
como Alan. Leia había decidido hacer el papel de su novia. Juntos habían
entrado en un espiral de mentiras de la que no habían logrado salir desde
entonces.
Pero Álex no podía más. La culpa de estar con la novia de su hermano
fallecido lo carcomía cada día un poco más. La quería, pero no como Álex,
sino como su papel de Alan. Y eso tenía que acabar antes de que salieran
más lastimados.
—¿No podríamos hablar en el piso? Quisiera volver… —empezó a decir
ella.
—No puedes —la cortó él. Si iba a terminar la relación, tenía que
mantenerse firme—. Le he dado el cuarto a otra persona.
—¿Cómo? —Ella parpadeó sin entender—. ¿Por qué has hecho eso?
—Porque te fuiste. Discutíamos mucho, Leia —le recordó. Siempre
discutían cuando él no actuaba como Alan. Había perdido la cuenta de
cuántas veces Leia se había ido y vuelto al piso en los últimos meses al no
soportar la inestabilidad de la situación—. Dijiste que no podías más, y yo
la verdad tampoco quiero seguir así.
—Solo te dije de darnos un tiempo —volvió a decir ella, apretando la
boca molesta. ¿Tiempo para qué? ¿Para aprender a representar mejor el
papel de Alan?—. Además, dejé el cuarto pagado por seis meses más…
—Te he transferido el dinero esta mañana —se adelantó él—. Sé que
tienes amigas del modelaje con quienes quedarte. Por favor, te lo pido, no
vuelvas más.
Ella estaba en shock. Su mirada se apagó cual portátil en reposo, pero
Álex ya conocía esta rutina. Leia esperaba que él se sintiera culpable, que
cayera de nuevo, que le dijera que volviera al piso y que intentaran ser
amigos, superar a Alan.
Pero ninguno podría hasta que dejaran de hacer el tonto.
Sin deseos de repetir la misma escena de siempre, Álex se puso de pie. Ni
siquiera tocó el café. Solo entonces Leia reaccionó desesperada.
—Por favor, no me quites lo que tenemos. Tú y yo necesitamos esto,
Álex. —Al menos le había hablado a él, para variar—. Duele pensar en él.
Sí, dolía. Ese era el chiste. El duelo dolía.
—Que te vaya bien, Leia —dijo antes de marcharse. No la escuchó llorar.
No. Leia no era de las que lloraban. Era demasiado orgullosa para eso. El
llanto emocional era para las Mía García de este mundo, el tipo de mujeres
que podían verse vulnerables sin dejar de reflejar fortaleza. Para Álex, eso
era digno de admirar.
Capítulo 6

El corazón de una casa

El reloj de la mesita de noche marcaba las diez y media cuando Mía


despertó aquella gloriosa mañana de sábado. No recordaba la última vez
que había dormido tan bien. Ni siquiera había salido a cenar con Álex y
Charlotte la noche anterior.
Salió al pasillo con una cautelosa sensación de aventura. Escuchó sonidos
de trastes de cocina en la lejanía —ese piso era gigantesco, por Dios— y
decidió seguirlos. En el trayecto, se animó a contemplar las vistas desde la
coqueta terraza a la que se accedía desde el salón principal de La Dreta
Real.
Sabía que Passeig de Gràcia era majestuosa, pero era la primera vez que la
contemplaba desde arriba: calles flanqueadas por impresionantes edificios
que en nada se parecían a los de Sant Joan Despí, con decoraciones ricas y
variadas inspiradas en flores y enredaderas, colores vibrantes y materiales
que iban desde vidrieras, piedras, azulejos, cerámicas...
Si estiraba la vista, podía ver la punta de la Casa Batlló de Gaudí y la
Casa Amatller. También estaban las tiendas de lujo, los restaurantes, las
boutiques y los numerosos negocios que parecían colmenas repletas de
turistas de todas las nacionalidades que compraban recuerdos como jerseys
de «I LOVE Barcelona» o salamandras multicolores.
La fresca brisa de noviembre meció los árboles del ensanche barcelonés, y
Mía juró que era la primera vez que olía la verdadera esencia herbácea y
fresca de los cipreses. Aspiró con ímpetu y dejó que sus pulmones y su ser
se llenaran de esa deliciosa sensación de confort.
Pero cuando finalmente llegó a la cocina, esa sensación desapareció para
dar paso al espanto.
¡Aquella bellísima cocina que había atisbado anoche era ahora un desastre
de proporciones épicas! Contó cuatro diferentes tablas de picar con restos
de comida y aliños, cáscaras de huevo en la encimera y en el suelo, migajas
de pan por todos lados... Se sintió mareada por la impresión. ¡Qué horror!
«Una cocina es el corazón de una casa», le decía su madre desde niña. En
ella se preparaba la comida, el sustento de la familia, y era donde ocurrían
los encuentros más interesantes, por eso había que mantenerla siempre
impecable y bien cuidada.
Tal había sido su impresión que Mía tardó en darse cuenta de que había
alguien comiendo en la mesa pequeña del fondo de la cocina. Lo pillaba
desayunando, a punto de devorar unos huevos revueltos con bacon y café
que Mía olió con anhelo.
—¿Quién coño eres tú? —soltó el desconocido con cara de pocos amigos.
Aquella brusquedad la pilló desprevenida. El muchacho tenía el cabello
dorado como un trigal y un rostro cuadrado varonil. Vestía un elegante
jersey de lana verde con cuello de tortuga que lo hacía parecer el
protagonista de una comedia romántica navideña. Mía tuvo la certeza de
que debía de ser el tal Elliot. Sin duda se lo imaginaba como un chico
popular que disfrutaba salir de fiesta, más que como alguien que escribía
una novela.
—Perdona, soy Mía, vine con Álex anoche y...
—Ugh, ese acento, ¿de dónde es? —la interrumpió él haciendo una
mueca.
Mía borró inmediatamente su sonrisa y respondió con sequedad.
—Venezuela.
Por la expresión que puso el muchacho, bien podía haberle dicho: «Soy
del planeta Putón-5 y he venido a robarte todos tus cuellos de tortuga
mientras bailo salsa y meo orines tricolor».
—Of course it is —murmuró en inglés. Luego cogió su plato y le pasó a
Mía por al lado sin voltear a mirarla—. Fucking Alejandro, doing whatever
he pleases...1
Mía se quedó quieta unos instantes. ¿En serio acababa de ocurrir aquello?
¡Qué sujeto tan indeseable y maleducado! Sacudió la cabeza y continuó su
inspección de la desordenada cocina. Cogió una taza que le gustó de la
despensa —con un dibujo de la película Mi Vecino Totoro— y se sirvió un
poco de café de la cafetera. No había dado ni el primer sorbo cuando una
segunda voz la interrumpió.
—¿Hola? —Por orden de descarte, este debía ser Luca, el de la novela—.
Mmm..., venía a por café, pero...
—Hola, soy Mía, amiga de Álex. —Esta vez no dio tantos detalles—.
Agarré…, perdón, cogí un poco de la cafetera, pero todavía hay, si quieres.
—Oh, amica de Álex. Vale, vale —musitó como si acabara de hacer una
compleja operación en su cabeza—. Pues sí, me lo serviré.
Charlotte era más francesa que un croissant, Elliot podía ser americano,
pero Mía no ubicaba al nuevo sujeto en un mapa. Era un poco más alto que
ella, con tez morena, nariz larga y unas cejas oscuras y bien pobladas en un
rostro más bien anguloso que necesitaba con urgencia una visita a la
barbería. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus grandes ojos
azules, que le ocupaban media cara y reflejaban una curiosidad innata, así
como un cansancio inmenso.
—Mucho gusto, io soy Luca —se presentó el muchacho luego de darle un
único sorbo a la taza de expreso más pequeña del mundo—, también soy
amico del Álex. Bueno, en realidad lo soy, o era, de Alan. —A saber quién
era ese.
Tras escuchar su uso de la c en la palabra amigo, Mía supo que era
italiano.
—Es raro que Álex haya traído a alguien…¿Eres una nueva inquilina?
En la voz tenue e incisiva de Luca, Mía pudo percibir una tendencia
investigativa de alguien que está por la labor. Parecía un detective privado,
inclinándose hacia ella como quien anhela descubrir un secreto.
—No lo sé —le respondió ella con honestidad. Aquello pareció
entretenerlo.
—Interesante. —Y prosiguió a examinarla con esos ojos que, en opinión
de Mía, necesitaban una buena cura de sueño. ¡Qué ojeras más grandes! La
estaban poniendo nerviosa.
Si tan solo Álex se dignara a aparecer…
Como si lo hubiera invocado, la puerta del recibidor se abrió. Álex
irrumpió en la cocina poco después, sorprendido de ver al par que se había
reunido allí. Iba con una camisa blanca y el cabello engominado…
«Ay, no, ¿cuál Álex nos toca esta mañana?», pensó Mía.
Casi parecía como si él le hubiera leído el pensamiento, porque se veía
turbado e incómodo. Parecía como si quisiera arrancarse la camisa allí
mismo.
—En seguida vuelvo —farfulló Álex antes de salir, literalmente,
corriendo por el pasillo.
—Fascinante, ¿verdad? —dijo Luca, tomando a Mía por sorpresa—. Cada
vez que viene del trabajo, corre a su cuarto y se cambia pareciendo otra
persona. Elliot no lo soporta —rio como quien encuentra gracioso un chiste
interno. Mía no lo comprendió.
—¿Siempre ha sido así? —preguntó Mía. A saber si se estaba metiendo
en la casa de un loco…
Luca inclinó un poco el cuello, arrugó la cara e hizo un gesto de «así, así»
con una mano.
—Desde lo de Alan.
—¿Quién es…? —empezó a preguntar ella.
—Ey, buenos días —interrumpió Álex. Había estado ausente poco más de
dos minutos. Por su tono y su ropa, ahora era el Álex serio. Se había
cambiado en unos pantalones de lino casuales y una camiseta que ponía:
«Error 404: Paciencia not found». Su mirada y su respiración, ahora
serenas, eran las mismas de anoche en su coche.
—Tengo preguntas, Álex —dijo Luca sin preámbulos. Oh, Mía también
tenía preguntas. Muchas—. ¿Ella será una nueva inquilina? Dice que no
sabe.
Álex posó una mano en el hombro del italiano y le dedicó una mirada que
parecía decir: «Tranqui, yo controlo». El Álex serio no regalaba sus
palabras. Las administraba casi tanto como Mía sus tuppers.
—Espero que hayas dormido bien —le dijo a Mía, haciendo un gesto
circular con un dedo que envolvió la desastrosa cocina—. Te juro que
anoche esto no estaba así. —Y miró a Luca con un gesto acusador.
—¡Que yo acabo de entrar!, seguro ha sido Elliot —se defendió el
italiano.
—Hablando de él, ¿está en casa? —preguntó Álex. Un ligero temblor de
su ceja le hizo pensar a Mía que Elliot le causaba a su amigo varios dolores
de cabeza.
—Si te refieres al rubio alto, lo vi hace un rato, se metió a su cuarto —
intervino Mía con los brazos cruzados, sin disimular su antipatía.
—¿Te ha dicho algo? —quiso saber Álex, como si presintiera lo que había
pasado antes en esa cocina.
—Bueno…, sí, no, quiero decir… —Mía sacudió la cabeza—. Nada,
nada.
Álex lo dejó pasar —o eso le pareció a ella—. Le pidió a Mía que lo
acompañara un momento al salón, privando a Luca de hacerse con la
primicia de su conversación. Luego le soltó la bomba:
—¿Qué te parecería quedarte a vivir aquí?
—Una locura —contestó ella sin tapujos—. ¿Cuánto costaría el alquiler
de un cuarto como el que me ofreciste? Álex, hasta yo sé que no puedo
costeármelo.
—Verás... —dijo jugueteando de nuevo con su barba—. Leia, la... —
Vaciló un instante— antigua ocupante de ese cuarto, dejó pagado hasta la
mitad del año que viene. Es decir, que no tengo necesidad de cobrarte el
alquiler.
—¿Dejó pagados seis meses? ¿Esta Leia está forrada o qué?
—¿Te interesaría o no? —insistió él, pasando olímpicamente de sus
dudas.
—Hombre, a ver, que es un cuarto precioso, pero… No, no podría. Por
mucho que lo necesite, no puedo simplemente aceptar algo así de gratis.
—Olvidas que quiero ofrecerte un arreglo a cambio de que ocupes el
cuarto.
—A ver, háblame de ese maravilloso arreglo.
El Álex serio cogió aire, como si la perspectiva de hablar y explicar cosas
supusiera un esfuerzo sobrehumano. Todavía no se había recuperado de su
conversación de ayer en su coche, por lo visto.
—En este piso tenemos fondos comunes para ciertos gastos y servicios:
están la luz, el agua y el gas en una categoría, y luego la limpieza y la
comida —explicó cual profesor, enumerando las tres categorías con los
dedos de una mano—. Para la limpieza tenemos a una chica llamada Gloria.
Lleva años viniendo a este edificio y todo el mundo la conoce. Ahora... —
Juntó las palmas de las manos como si el tema que seguía fuera el más
delicado—, con la comida hemos tenido inconvenientes porque...
—¿No saben cocinar? —aventuró ella con una ceja levantada.
—Exacto —admitió con un suspiro—. Hemos probado varios servicios de
comida en los que solo hay que recalentar, pero ninguno nos ha convencido
—concluyó con una mueca de desagrado.
—Y si yo cocinara para ustedes..., ¿podría quedarme a vivir aquí?
Él asintió.
—Y como ya está pagado el cuarto, no estarías perdiendo dinero.
Él asintió de nuevo.
De forma automática, como cuando tomaba la comanda de un cliente en
Sabores Estela, Mía empezó a armar un esquema en su cabeza.
—¿Cuántas personas viven en el piso? Debo saber para cuántos cocinaría.
—Contigo seríamos cinco personas.
Álex le explicó cuánto aportaba cada uno al fondo monetario destinado a
la comida, y aunque a ella le sonó como una cantidad astronómica, Álex le
dijo que era el precio normal en una residencia como aquella en Barcelona.
—¿Cuánto es el fondo de los servicios de luz, agua y gas?
—Menos de lo que le pagabas a tu prima por vivir en su sofá —sonrió él.
Presa de una emoción que a duras penas cabía en su cuerpo, Mía dio un
par de vueltas con las manos en la cabeza, analizando, pensando si aquello
podría dar resultado. Alquiler gratuito a cambio de hacer lo que mejor se le
daba: organizar y cocinar. Cuando acabaran los seis meses, quizá hubiera
ahorrado lo suficiente para irse a un lugar más adecuado a su presupuesto.
Estaba a punto de aceptar. De hecho, ya había tomado la decisión en su
corazón. Solo tenía un par de preguntas más. Las más importantes.
—¿Estás haciendo esto porque te doy lástima? —le preguntó a Álex.
Él meneó con la cabeza.
—¿Me prometes que no sería, bajo ninguna circunstancia, un estorbo para
ti?
—Mientras no le eches veneno a mi comida… —bromeó él.
—En ese caso… —Cogió aire y exhaló con un brillo en sus ojos—. Sí,
acepto.
Él sonrió complacido. Le pidió que lo excusara un momento; volvió al
poco tiempo con Elliot, que se quejaba a su lado en un inglés acelerado.
Entonces Álex llamó a Mía a la cocina, donde la exhibió frente a los otros
dos inquilinos como si fuera una estudiante que se integra a mitad del curso
escolar.
—A ver, gente, esta es Mía —empezó a explicar el profesor Álex—. Va a
quedarse con nosotros a partir de hoy. Mía, este es Luca Martirelli, él ocupa
la habitación que está justo después del salón con chimenea. Es «escritor»
—añadió haciendo comillas aéreas en la última palabra y esbozando una
sonrisa burlona.
El italiano saltó en defensa propia, aunque sin sonar realmente disgustado.
—¡Eh!, que sí lo soy —declaró antes de dirigirse a Mía—. Solo me tiene
envidia porque yo no estoy atrapado en un trabajo de oficina.
—Y este... —Álex continuó, cambiando su tono a uno más seco—, este es
Elliot Cole, ocupa la habitación contigua a Luca, y posee la inusual
habilidad de ofender a cualquier persona en un intervalo igual o menor a
tres minutos de haberlo conocido. —Y le dedicó al rubio una larga y
penetrante mirada desaprobatoria. El aludido puso los ojos en blanco.
—A ver, ¿qué querías que hiciera? Estaba desayunando y sale una extraña
de la nada —se defendió Elliot. Sus ojos se posaron sobre la taza de Totoro
que Mía aún sostenía en sus manos y añadió con desdén—: una extraña que
coge cosas que no son suyas.
Mía se ruborizó e instintivamente soltó la taza sobre la encimera de la
cocina.
—Y se supone que los americanos son amables —bufó Luca con
sarcasmo, dándole un pequeño codazo a Mía.
Elliot lo fulminó con la mirada.
—Soy canadiense, gilipollas. Si vas a repetir un estereotipo, al menos dilo
bien.
Álex, con las palmas de las manos cubriendo su nariz, inhaló
profundamente antes de continuar.
—Ya conociste a Charlotte Leblanc, ella tiene la habitación junto a la
tuya. Trabaja como fotógrafa. Hoy está currando, pero ya la he puesto al
tanto de tu situación.
Sin dar muchos detalles sobre la historia de Mía, Álex le resumió a los
dos chicos que Mía sería la nueva cocinera del piso. Luca y Elliot
presentaron expresiones muy diferentes: el primero se mostró interesado, y
el segundo, burlón.
—¿Y limpiaría? ¿Piensas dejar ir a Gloria? —preguntó Luca, incisivo.
—¿Así que ella es tu reemplazo para Leia? —se mofó Elliot.
Algo en esa última frase dicha hizo que Álex pusiera una expresión tan
fría que Mía sintió temer el alma de Elliot, quien no dio muestras de
retractarse. Al contrario, ahora sí parecía estarse divirtiendo en grande.
—En orden: no, claro que no —contestó Álex mirando a Luca. Luego se
volvió hacia Elliot y pronunció lentamente—, y e-so a ti no te im-por-ta.
El rubio chasqueó la lengua, Luca se rascó la nuca incómodo y Mía casi
rompió a reír. Por alguna razón, ver la dinámica de esos tres resultaba como
ver a un trío de hermanos discutir por pequeñeces.
—Supongo que podemos hacer la prueba, a ver si nos gustan sus platos —
Luca rompió el silencio tras meditar un momento—. Si vemos que no
funciona al cabo de un mes o así...
Elliot murmuró un descarado «Pues a la calle» que solo Álex escuchó,
pero que le valió una mirada que decía claramente: «Una más y ya verás».
—Yo solo quisiera añadir —balbuceó Mía, llamando la atención de los
tres— que tengo confianza en mis habilidades. Prometo no defraudarlos.
Eso le ganó una sonrisa por parte de Luca, una ceja enarcada de Elliot y
un asentimiento de cabeza de Álex.
—Pues ya está —concluyó este último, juntando las palmas de sus manos.
—¿Podemos retirarnos, su señoría? —dijo Elliot, ya hastiado.
—No hasta que limpiéis este chiquero —sentenció Álex—. Mía, tú
relájate, ya nos encargamos nosotros.
Los otros dos lanzaron exclamaciones quejumbrosas, pero Álex se mostró
inflexible, tomando el rol de un estricto hermano mayor. De hecho, lo
parecía. Él debía tener casi treinta años, mientras que Luca parecía de
veintiocho y Elliot no aparentaba más de veintitrés, la misma edad de Mía.
Los vio ponerse a recoger la cocina, sintiendo una mezcla de nervios y
regocijo. Puede que los residentes de La Dreta Real no fueran los mejores
amigos, pero había algo en su forma de tratarse que se sentía familiar, como
si los uniera un vínculo invisible del que, de pronto, ella se moría por
formar parte.
Cogió una escoba y se puso a barrer las migas de pan del suelo. Álex la
interrogó con una inclinación sutil de cabeza.
—Uno no es parte de la familia hasta que no colabora en algo —dijo ella,
encogiéndose de hombros.
El uso de la palabra familia le ganó tres miradas confundidas, pero
ninguno de los chicos se opuso a su ayuda.
Mía estaba feliz. Si su madre hubiera visto aquella escena, le habría
repetido su filosofía de que los encuentros más interesantes de una casa
siempre ocurrían en la cocina.
1
Maldito Alejandro, haciendo lo que le venga en gana.
Capítulo 7

El libro de recetas

Mía se encontraba deshaciendo su maleta en su nueva habitación cuando le


llegó un mensaje de su padre. Tragó saliva. Sabía lo que se le venía encima.
De: Papi (Hoy 14/11/22, 13:10)
Hola, hija, ¿cómo estás? Espero que muy bien. Hija, estoy muy
preocupado por una llamada que me hizo tu prima Lisbeth. Dijo
algo de una pasta y que te fuiste de casa, ¿dónde estás?

¿Debía responderle? Definitivamente no quería explicar la pelea con


Lisbeth, al menos no de momento. Tampoco creyó conveniente hablarle de
Álex ni de La Dreta Real. Su padre no vería más allá de una agencia
clandestina de prostitución o de tráfico de personas. En cambio, ella no
podía estar más encantada con su nuevo hogar.
Su nuevo hogar.
Quizá era pronto para sentirse tan optimista sobre el arreglo al que había
llegado con Álex, pero en su pecho latía un corazón lleno de esperanza.
Nunca había sentido que perteneciera a ningún sitio, ni siquiera cuando
vivía en Venezuela. Allá todo era trabajo, horarios estrictos, la vigilancia de
su padre… Su único escape había radicado en la cocina. Así que ¿qué mejor
oportunidad que esta para empezar de cero?
Era como si su migración recién acabara de empezar.
Para: Papi (Hoy 14/11/22, 13:32)
Hola, papi. Estoy bien. Sí, tuve una discusión con Lisbeth,
pero prefiero explicarte todo luego con calma. Me he mudado a
casa de una amiga del trabajo. Todo es perfectamente seguro, te
lo prometo. Ya te contaré.

No estaba mintiendo. Bueno, no del todo.


Solo había escrito una a en vez de una o...
—¿Mía?
La voz de Álex, su amigo con o, la hizo dar un saltito.
—¡Casi me matas del susto! —Ella se llevó una mano al pecho. Él puso
aquella media sonrisa tan característica, como si se riera de todo y a la vez
se lo tomara con absoluta seriedad. Eso le clarificó con cuál Álex estaba
lidiando.
—Nada, solo quería saber cómo ibas con esto. —Él señaló la maleta
desde el umbral de la puerta. No daba muestras de querer entrar al cuarto.
—Oh, bien, bien… Es gracioso, nunca deshice mi maleta en casa de
Lisbeth, así que ahora me estoy encontrando con cosas que ni sabía que mi
familia había empacado para mí. Mira todo esto.
En el suelo, cuidadosamente ordenadas, había unas fotos tipo Polaroid de
sus padres de jóvenes, un osito de peluche que tenía desde tres años, cartas
de despedida…
—Hay una de mi padre —murmuró, sosteniéndola en sus manos como si
fuera un valioso tesoro—. No dice gran cosa, pero escribió que me quiere,
así que la guardaré.
Álex la miró con creciente interés. Sin ataques de pánico ni de llanto, Mía
era capaz de poner una expresión que le resultaba enternecedora. Por
impulso, sus pies lo guiaron a su lado, y pronto se encontró examinando los
tesoros que la chica estaba sacando de su maleta.
—¿Tenéis una relación complicada? —aventuró él, recordando las
confesiones que habían tenido lugar en su Prius.
—Sí… Es un hombre estricto, muy vieja escuela. Mi mamá era quien me
consentía. Cocinábamos juntas, pero eso también me lo quiso quitar mi
padre cuando me puse gordita.
—¿Gordita? —Por más que intentaba imaginarlo, no imaginaba que el
cuerpo delgado de Mía hubiera pesado más de cincuenta kilos alguna vez.
No era una modelo como Leia. Mía era más bien… pequeña y adorable.
«¿Adorable?», pensó sorprendido.
—Oh, sí, era una bolita que rodaba felizmente hacia cualquier postre que
preparásemos en casa —dijo ella, haciéndolo sonreír—. Hasta que…
«Mi papá me puso en dietas tan estrictas que me terminé obsesionando y
me volví bulímica», pensó ella. Se mordió los labios.
—¿Hasta que…? —la animó Álex.
Ella puso una expresión tan dolorosa que lo dejó preocupado. Si Mía no
quería hablar de algo, debía ser por una buena razón. Decidió no
presionarla. En su lugar, intentó distraerla del tema —que él mismo había
sacado— señalando un último paquete al fondo de su maleta.
—Venga, que solo te falta ese —la animó.
El paquete estaba envuelto cuidadosamente en papel de regalo rojo vino
tinto con un lacito dorado. Venía con una pequeña tarjeta que Mía abrió. De
inmediato, sus ojos casi salieron de sus cuencas y se llevó una mano a los
labios. Álex temió que volviera a llorar. ¡Menuda suerte tenía con la
sensibilidad de esta chica! Sin embargo, ella volteó a mirarlo y le dedicó
una sonrisa amplia, vasta, una que podría haber iluminado la habitación más
oscura con la intensidad de mil soles.
Le robó la respiración por un minuto.
—Es de parte de mi madre —dijo Mía con un nudo en la garganta—.
¡Mira!
Ella se acomodó cerca de él, que todavía estaba descolocado por aquella
sonrisa-arma-letal. Dejó que ella le mostrara la tarjeta que tanto la había
emocionado.
—Para: Mi pequeña y dulce Mimi. De: Su Mami, que la adora —leyó ella
con una voz dulce, melodiosa como un arpa—. Lo voy a abrir ya.
Despedazó el papel de regalo, desesperada como si se ahogase y dentro
del envoltorio estuviera su oxígeno. Al ver el contenido, emitió un leve
jadeo.
—No, no, no puede ser —dijo una y otra vez, presa de la incredulidad.
—¿Qué? ¿Qué es eso? —la apremió Álex, intrigado por su reacción.
Era un libro, pero si la carta del padre Mía era el equivalente a un tesoro,
aquello era el santo grial, una joya invaluable.
—El libro de recetas de mi mami —susurró Mía, acariciando con primor
la encuadernación azul y rosa, un poco desgastada por su uso, cuyas
páginas descoloridas contenían detallados textos de ingredientes, pasos y
dibujos sorprendentemente bien hechos de numerosas recetas—. No puedo
creer que me lo haya dejado. Mami decía que me lo dejaría cuando me
casara —rio—. Qué clásica, qué dama de su tiempo. Ni que fuera la vajilla
de los ancestros…
Pero sus ojos nostálgicos y anhelantes le dijeron a Álex que ese libro era
mucho más importante que cualquier juego de tazas de porcelana sin alma.
—Está escrito con el puño y letra de mi madre.
—Está chulo —fue todo lo que él pudo decir. Tanta emotividad lo
abrumaba.
Mía lo abrió con cuidado, sintiéndose la aprendiz que abre el más sagrado
de los grimorios por primera vez.
La primera página era una dedicatoria. Dirigida a ella.
Álex la leyó en un abrir y cerrar de ojos; incluso él tuvo que sonreír
conmovido. Pero lo verdaderamente maravilloso fue ver cómo Mía la leía:
despacito, con amor, con ternura, sintiendo cómo cada palabra le acariciaba
tan dulcemente como antaño debió de haberlo hecho la mano protectora de
una madre cariñosa.
En este libro no solo hay recetas que van desde desayunos,
comidas, cenas y postres, también hay trucos y algunos consejos
para recién casadas emigrantes. A mí me sirvieron cuando salí de
Playa Grande y me vine a Caracas antes de conocer a tu padre.
Espero que a ti, mi dulce Mimi, te sirvan en España. Te amo con
locura, mi niña. No me olvides.

—¿Estás bien? —le preguntó Álex al ver que Mía temblaba.


Ella asintió con la cabeza unas mil veces antes de volver a sonreír.
—¡Ya quiero que sea lunes para empezar a cocinar para ustedes!
Él tragó saliva.
No importaba cuán serio fuera el Álex serio. A partir de ese momento,
aquella sonrisa de Mía se volvería una de sus debilidades.
Capítulo 8

Un espacio limpio y ordenado


Primero lo primero, mi niña. Antes de empezar, asegúrate de tener tu espacio
limpio y ordenadito. ¡Nada como tener las cosas arregladas a tu gusto!

Primer consejo de mami

Mía pasó el resto del fin de semana organizándolo todo.


Tras acostumbrarse al espacio de la cocina, investigar cuáles eran los
supermercados más cercanos, elegir los ingredientes de mejor calidad-
precio y averiguar los gustos particulares de cada miembro de La Dreta
Real, tenía un plan. Un plan que involucraba desayunos recién hechos antes
de ella salir al trabajo, tuppers de almuerzo con etiquetas en la nevera, y
cenas rápidas y sencillas que no interfirieran con los horarios de nadie.
—Voy a crear un grupo de Whatsapp —le avisó a los otros inquilinos el
domingo por la tarde—, y allí les colocaré cada noche las opciones para los
almuerzos del día siguiente. Ustedes me responden cuál quieren y yo me
encargo de dejárselos preparado. ¡Listo!, ya he enviado la primera lista.
El salón principal se volvió un salón de lectura, con cada inquilino
revisando la lista en su móvil.
—Esto suena bastante trabajoso —concedió Charlotte, revisando las
cuatro alternativas que variaban entre proteína animal y vegetal—. ¿No es
mucho esfuerzo preparar distintos menús cada día, con tu horario de
oficina?
Mía le dedicó un gesto despreocupado con la mano. Con su experiencia,
estaba acostumbrada a hacer platos con carne, pollo, pescado y distintas
guarniciones en tiempo récord. Una principiante se habría vuelto loca, pero
Sabores Estela la había entrenado bien. Era la reina de la planificación
culinaria.
—Pues yo quiero los espaguetis integrales con jamón, mozzarella y
champiñones al ajillo para mañana —anunció Luca, bastante emocionado,
cuando hubo leído las primeras opciones de menú para la primera semana
—. Cuánta dedicación.
—No irás a darnos comida… rara, ¿verdad? —preguntó Elliot con su
particular tono borde. Mía le dedicó su mejor sonrisa fingida.
—¿Rara en qué sentido, querido Elliot? —inclinó ligeramente la cabeza,
exagerando la dulzura en su voz para tapar su incomodidad.
—No me gusta el picante ni las especias fuertes —dijo el rubio, mirándola
fijamente—. ¿Acaso en tu tipo de cocina…?
—Descuida, yo tampoco tolero el picante —lo interrumpió sin perder su
sonrisa educada. Era normal que la gente creyera que por ser venezolana
cocinaba con sabores fuertes—. En tu caso te recomendaría la ternera, y te
la puedo poner con arroz o verduras.
El rubio hizo un gesto con la boca que denotaba conformidad. Al menos
era su tono y no su paladar el que causaba problemas.
—¿Qué hay de ti, Charlotte? —interrogó Mía a la hermosa francesa.
—¡Solomillo con verduras, s’il vous plaît! —Volteó hacia Álex con una
risita cantarina en los labios —. Oh, creo que no hay nada que el señorito
Alex pueda comer.
—¿Qué quieres decir? —Mía miró a su nuevo casero, que miraba las
opciones en la pantalla de su móvil con cara de circunstancias.
—No, no, está todo perfecto, es solo que… —su voz murió en su
garganta. Se le veía incómodo en el sillón, donde no hallaba cómo
acomodarse.
—Álex es un especialito con la comida —le susurró Luca a Mía, aunque
todos lo escucharon perfectamente.
—Y con todo —agregó Elliot, ganándose la acostumbrada reprimenda no
verbal de Álex—. ¿Qué? Es cierto.
—¿Qué es lo que no te gusta comer? Dime y yo lo adapto —se ofreció
Mía.
—Vaya, decirte lo que no me gusta. —Álex arrugó la boca—. Quizá sea
más fácil decirte lo que sí me gusta.
La lista era endiabladamente corta: carne a la plancha, arroz blanco y
verduras crudas.
—Espera… —Mía estaba sufriendo un cortocircuito—. ¿Ni siquiera
lentejas?
—No.
—¿Ni estofados?
— No.
—¿Ni verduras al horno?
—Vas a tener que tomarme la palabra con lo que te he dicho, Mía, o nos
quedaremos aquí pegados hasta las tantas —le rogó Álex.
—Pues… supongo que podría como plato fijo… ¿un filete de ternera a la
plancha con ensalada verde cruda?
Álex hizo una señal de «OK» con una mano. Mía casi pudo oírlo exhalar
con alivio. ¿Quién hubiera dicho que el sardónico y controlado Álex era
como un niño pequeño para comer? Aquel era el segundo punto en su lista
de conductas raras, si tenían en cuenta sus cambios de personalidad
selectivos.
Como era de esperarse, los primeros días fueron los más intensos.
Acoplarse a los nuevos horarios mañaneros fue un reto, pero el cuerpo de
Mía recordaba su entrenamiento en Venezuela, las noches en vela
preparando ensaladas, picando verduras, sazonando carnes y empacando
pedidos para clientes que agradecían, hambrientos, los servicios que su
familia prestaba.
Había procurado ofrecer a los chicos de La Dreta Real opciones neutras,
sin ninguna especialidad culinaria de ningún país, pero esperaba poder
lanzarse algunos inventos más adelante… Después de todo, ¿cuántas veces
en la vida se podía practicar con comensales italianos, franceses,
canadienses y españoles bajo un mismo techo? Si tan solo el español no
fuera tan especialito…
Álex estaba representando un reto inesperado. Incluso con su escasa lista
de ingredientes permitidos, también era exigente sobre la textura del arroz,
el color de la carne o el grado de cocción. A veces no tocaba el tupper que
le preparaba, y eso le generaba a Mía una frustración inmensa.
Gloria, la entrañable y menuda cincuentona colombiana que iba cada
viernes a limpiar el piso, la consolaba con el tono cariñoso de una madre
latina. A veces tomaban el café de la tarde juntas, pues los viernes era el día
que Mía tenía permitido trabajar en remoto desde casa.
—No te preocupes, mi niña. El niño Álex como que hace fotosíntesis —le
dijo una vez Gloria con tono confidencial, haciéndola reír—. Es una pena,
se volvió un necio con la comida después de lo de mi niño Alan…
—¿Quién es Alan? —quiso saber Mía—. Luca me lo mencionó durante
mi primera semana también.
—Oh. —Gloria calló de pronto—. Pensé que sabías, querida. ¿Tampoco
te ha hablado de la señorita Leia?
—¡No! Nadie me ha dicho nada de ese par. ¿Quiénes son? ¿Leia es una
especie de exnovia de Álex o algo así?
Gloria se puso de pie, emprendiendo la huida, alegando que se le hacía
tarde para limpiar los otros pisos. Mía quedó picada con la curiosidad y
bastante decepcionada. ¡Justo cuando la telenovela en su cabeza se estaba
poniendo buena!
La señora de la limpieza tampoco soltó prenda los tres viernes siguientes,
siempre instando a Mía a que preguntara directamente al «niño» Álex. Pero
Mía todavía no creía tener ese nivel de confianza con su casero. ¡Ni siquiera
podía presumir de que se comiera lo que le preparaba con tanto ahínco!
Eso sí, su primer mes de prueba en La Dreta Real pasó volando. Era como
si se hubiese quitado una enorme cruz de su espalda. Los consejos escritos
de su madre habían conseguido que los inquilinos votaran para que
continuara la labor que estaba haciendo. Mía gozó particularmente con la
mueca aprobatoria que Elliot puso cuando le tocó votar para que se quedara.
—No creo que pueda volver a la comida recalentada nunca más —la
halagó Luca esa noche, con una entusiasta Charlotte asintiendo a su lado.
A pesar de que se sentía bienvenida, no solo era el misterio de la pareja
Alan-Leia lo que mantenía inquieta a Mía. Había notado otra cosa
preocupante… ¡ninguno de los inquilinos de La Dreta Real buscaba la
compañía de los demás! Parecían hermanos, insistía en ello, pero hermanos
que cenaban todos por separado en sus habitaciones, mientras ella ardía en
deseos por compartir la mesa del comedor con alguien más aparte de Gloria
los viernes por la tarde.
—No pidas mucho —le aconsejó Álex un día—. Vamos un poco a nuestra
bola.
El propio Álex vivía encerrado en la habitación de la planta superior,
donde estaba aislado de todos los demás, con su despacho y servicio
privados.
Continuando con su labor averiguadora, Mía probó suerte con Charlotte,
con quien cada vez se llevaba mejor gracias a que esta última amaba probar
sus recetas.
—¿Cómo se conocieron todos? Es decir, sé que Álex es el casero, pero
pareciera como si los conociera de antes… —preguntó a la francesa,
sobornándola con una bandeja de decadentes buñuelos dorados recién fritos
con azúcar glas encima.
—Oh, todos terminamos viviendo aquí por Alan, chérie —le explicó
Charlotte, dando un mordisco a un buñuelo—. Mon Dieu…, ¡esto está
increíble! —exclamó tapándose la boca con una mano, sus mejillas
encendidas del gusto.
—¿Quién es Alan? —preguntó, quizá por décima vez desde que había
llegado, harta de no obtener nunca respuesta. Charlotte la miró callada.
Meditó un momento antes de contestar, como si estuviera decidiendo si
podía confiar en ella o no.
—Es..., bueno, era... el hermano de Álex. —Charlotte bajó la mirada,
incómoda—. Falleció hace un año más o menos. Él era el antiguo casero de
La Dreta Real.
En la cabeza de Mía sonó una filarmónica in crescendo —Chan, chan,
chaaaaaaaan—, seguida de la voz de un narrador de telenovela diciendo:
«Esta noche, capítulo cumbre: Mía descubre secretos del dramático pasado
de Álex».
«Demonios, maldita crianza viendo Betty, la fea2», pensó.
2
Famosa telenovela colombiana que también pasaban en Venezuela.
Capítulo 9

Presa ibérica para el verdadero Álex


La carne de cerdo es muy noble. Un chorrito de aceite, sal y listo. Nada más.
Perfecta para comensales que disfrutan de platos simples.

Consejo de mami para cocinar presa ibérica

Alan Alonso. El hermano de Álex.


El hermano con ataques de pánico que, curiosamente, había fallecido.
Su casero estaba lleno de enigmas y misterios.
Mía se venía dando cuenta ahora que trataba más con él. En el trabajo,
Álex era todo sonrisas, bromas y se mostraba abierto y sociable, siempre
acompañado de grupitos de mínimo cinco personas que lo seguían como al
flautista de Hamelín. Ella lo llamaba el Álex alegre.
En cambio, en casa era un cangrejo ermitaño, propenso a la soledad y a la
introspección, adoptando posturas más académicas y filosóficas. Sonreía
con la mitad de la boca y sus armas predilectas eran el sarcasmo y la ironía.
A ese lo llamaba el Álex serio.
Aunque le causaba un choque importante lidiar con uno en la oficina y
con el otro en casa, Mía estaba segura en un rasgo consistente de la
personalidad de Álex: su compasión.
Álex, alegre o serio, era bueno, amable, y la había ayudado en su
momento de mayor necesidad. Ese era el verdadero Álex. Un tipo resuelto y
bondadoso, que fingía ser extrovertido para encajar. ¿Tendría algo que ver
con la muerte de su hermano? Ella sospechaba que sí, pues algunas
personas en la oficina decían que Álex se había soltado un día, de la nada,
hacía un año. Mucha casualidad.
Hasta cierto punto, Mía se encontró sintiendo envidia de esa capacidad
camaleónica de adaptación. Al menos Álex tenía amigos, pertenecía a un
círculo en el trabajo, e incluso en La Dreta Real. Ella no.
Ella seguía sin pertenecer como tal a ninguno de esos dos mundos. En
ambos comía sola. En La Dreta Real, el comedor seguía siendo casi
exclusivo para ella, mientras que en Square tenía la terraza del edificio. Esta
última le servía de refugio, sobre todo para evitar a Nuria, de la cual huía
como de la peste desde la última reunión de resultados.
Era mediados de diciembre, y aunque su terraza se iba volviendo cada día
más fría por la brisa invernal, ella seguía subiendo diariamente con su
tupper. Sin embargo, no contaba con que ese día tendría una compañía
inesperada.
—¿Mía? —la llamó una voz conocida.
Era el Álex alegre. Llevaba el pelo engominado, camisa formal, corbata y
una sonrisa de negocios. Se le hacía tan raro verlo así…
—¿Cómo estás? Te he visto subir de casualidad. ¿No me digas que comes
todos los días aquí sola? ¡Eso no puede ser! Tienes que hablar con tu
equipo, que socializar con los compañeros también es importante, ¿sabes?
—habló él. Su tono era animado y amistoso, pero fue bajando el volumen y
la intensidad con cada palabra pronunciada, como si se le acabara el
combustible a un coche. Luego dio un largo suspiro—. Perdona…, no tienes
que comer con gente si no quieres… Este… —pareció debatir consigo
mismo—. ¿Te puedo acompañar?
Se había convertido en el Álex serio frente a sus propios ojos. Lo vio
estirarse con un dedo el cuello de la camisa, incómodo, como si se estuviera
ahogando. Quizá sí lo estaba haciendo.
—Seguro —replicó ella. Se arrimó a un lado para que él se sentara a su
lado—. Luces cansado.
—Lo estoy. —Se pasó las manos por el rostro, tomando asiento y sacando
su tupper—. He estado de reunión en reunión desde las nueve de la mañana.
—Y rechazando las llamadas y mensajes de Leia desde la madrugada, pero
eso no lo dijo.
Ella lo miró con admiración. Álex estaba involucrado en tantos proyectos,
en tantos lanzamientos de producto, que hasta ella entendía la envergadura
de su trabajo. Sin embargo, entendía que ser el Álex alegre y lidiar con
tantas responsabilidades debía dejarlo exhausto.
Se quedaron unos minutos en silencio. Pero uno cómodo, simple y
sencillo. Álex estiró la vista hacia el panorama que Sant Cugat les ofrecía
en su centro tecnológico. Muchos edificios corporativos de numerosas
oficinas que colindaban con kilómetros y kilómetros de césped y árboles
frondosos bien cuidados. Los tonos grises y verdes contrastaban, pero
también compaginaban bien desde aquella altura, una curiosa armonía que
se acrecentaba cuando las hojas caídas volaban y hacían juguetones
remolinos sobre el asfalto.
Álex respiró. Más bien, parecía que estaba cogiendo fuerzas.
—¿Seguro que te encuentras bien? —se preocupó ella.
—No es nada. —E hizo un gesto despreciativo con una mano. Mía no
necesitaba saber los detalles de sus dramas con Leia—. No sabía que se
estaba tan bien aquí. Comamos.
Ella le dirigió una mirada significativa cuando abrió el tupper, y Álex
sintió curiosidad. ¿Acaso Mía estaba emocionada? Cuando bajó la mirada,
notó que su comida era diferente ese día. En lugar de filete de ternera, Mía
le había servido una presa ibérica con arroz y boniato frito. Una fragancia a
aceite de oliva y albahaca le llenó la nariz, despertando su apetito
enseguida. La carne tenía una pinta buenísima, rosada por dentro y con una
capa crujiente de pan rallado por encima cuyos colores tostados prometían
un sabor especial.
—Hala —se le escapó un silbido de admiración—. ¿Y esto?
Mía dio un par de saltitos en su sitio, haciéndolo reír a pesar de su
cansancio.
—Sé que has dicho que solo te gustan unos pocos ingredientes, pero ya
que la carne es uno de ellos, quise probar a prepararte alguna variante de
proteína animal. La presa ibérica, como dice mi madre, es una pieza noble y
que no necesita de mucho para destacar —explicó ella con cierto orgullo.
Álex no supo si era debido a su propia habilidad o debido a los consejos de
su madre.
—Pues está muy bueno —enfatizó Álex, comiendo con entusiasmo—.
Muy bueno —repitió.
Sabía que, para Mía, aquel era el más grande de los halagos.
Álex tomó por costumbre subir con ella a la terraza. Normalmente no
charlaban. Tan solo tenían el choque de los cubiertos como música de
fondo. Pero a Mía le costaba mantenerse pasiva tanto tiempo, y Álex no
podía dejar de divertirse al verla moverse nerviosamente en su asiento. De
vez en cuando la liberaba de su sufrimiento.
—¿Qué pasa?
Y ella le preguntaba si el plato de aquel día había sido de su gusto. Por
fortuna, Álex no necesitaba mentirle. Mía había encontrado el punto
perfecto de cómo le gustaba que le sirviera las carnes y los pescados.
Incluso sus guarniciones de patata, arroz, ensaladas o verduras frescas iban
estilizándose y refinándose cada vez más.
Pero había algo más. Era como si, a la par que sus recetas, la soltura de
Mía se aplicara a su relación. Ahora le sonreía más a menudo, y Álex se
perdía en esa magnífica expresión que la hacía ver… ¿Cuál sería la mejor
palabra para describirla? ¿Hermosa? ¿Estaba bien pensar en Mía como una
mujer hermosa?
«No debería ser un problema. Ahora somos amigos. Puedo ser objetivo y
pensar que mi amiga es…, mejor dicho, que tiene una sonrisa hermosa,
¿verdad?», pensó Álex.
Se sentía cómodo con Mía. Le divertía verla retozar de felicidad cada vez
que cocinaba en La Dreta Real. A veces bajaba de su habitación antes de la
cena solo para entretenerse con el espectáculo que era escucharla tararear o
bailar por la cocina mientras operaba las hornillas de inducción como una
maestra de ceremonias a cargo de una orquesta de sabores. En general,
disfrutaba verla sonreír. Ella tenía ese tipo de expresiones que..., de nuevo,
¿cómo decirlo? ¡Eso! Le calentaban el alma a uno.
«Como Alan», pensó. Sí, podía ver algo de parecido en el encanto de su
hermano con el de Mía. Ambos eran agradables, simpáticos, inocentes…
todo lo que él no era. A menos que lo fingiera.
—¿Álex? Pusiste una cara rara justo ahora —lo llamó Mía.
—¿Eh? Nada, nada —se excusó. Hacía tiempo que no pensaba en Alan
como su hermano y no como un papel que tenía que representar.
—Qué susto, por un momento pensé que habías probado algo que estaba
malo —exhaló ella con alivio—. Mi madre me mandaría un rayo destructor
desde el cielo si llegara a servir algo en mal estado.
Y le dedicó otra sonrisa tan llena de ternura que Álex tosió con
nerviosismo y ocultó la mirada en su tupper. Estaba seguro de que Mía, la
verdadera Mía, podría ser sumamente popular en la oficina si tan solo le
sacara provecho a esas expresiones tan poderosas que sabía poner.
—¿Por qué no sonríes así cuando estás con los demás? —preguntó de
pronto, sorprendido de querer saber la respuesta—. Si tus compañeros de
equipo conocieran esta faceta tuya, te garantizo que no estarías comiendo
aquí sola.
Ella parpadeó un par de veces y rio para sí misma como si acabara de
escuchar un chiste graciosísimo. Luego se encogió de hombros.
—Sonrío cuando y con quien me apetece —explicó—. No sé, nunca he
sabido fingir mis expresiones. Y ya que estamos…, ¿tú por qué sonríes
cuando estás con los demás? Yo creo que eso es lo que agota tanto, y por
eso te escapas aquí arriba conmigo.
«Touché», pensó Álex.
—Y, por si no lo habías notado, ya no como sola. Ahora te tengo a ti —
añadió ella con una voz dulce, inclinando la cabeza en un gesto tan adorable
que…
Álex soltó una risa torpe, vergonzosa, desafinada. Se tapó la boca muy
tarde, intentando disimular. ¿Qué rayos había sido eso? Era raro en él soltar
exclamación alguna sin haberla planificado con antelación en su cabeza.
—En ese caso, creo que soy afortunado de que sientas que puedes sonreír
conmigo —dijo una vez que hubo recuperado el temple.
—Lo mismo te digo. No sé si lo has notado, pero tienes una sonrisa muy
bonita —procedió a aclarar—: la de verdad, la tuya, con todo y que la haces
a medias.
Álex sintió un cosquilleo extraño en todo el cuerpo.
Se zampó el resto de la comida en medio minuto y se excusó, diciendo
que tenía una reunión a la que debía asistir. Escuchó a Mía despedirse a
medida que él daba largas zancadas, intentando sacudirse aquella sensación
que conocía mejor de lo que le hubiera gustado admitir: deseo. No era
ningún colegial, sabía a lo que se estaba enfrentando.
Que lo partiera un rayo si no acababa de desear a Mía García.
Capítulo 10

Cordero en Nochebuena
Hablemos del cordero: si vas a hornearlo, no olvides ponerle algún vino o licor,
además de frutas, verduras o especias que le den sabor y harán que no se
seque. ¡Quedará de rechupete!

Consejo de mami sobre cómo


preparar un buen cordero

Mía no podía sentirse más feliz que ese veinticuatro de diciembre.


Era su primera Navidad en España, y la pasaría en La Dreta Real con sus
compañeros de piso, con quienes ya tenía ciertas rutinas fijadas. Jugaba
partidas de rol con Luca, salía a pasear por Barcelona con Charlotte,
toleraba a Elliot —lo cual era una victoria en sí misma— y comía en el
trabajo con Álex.
¡Vamos, que incluso el viernes pasado había logrado juntarlos a todos para
cenar!
Había preparado tequeños caseros, la tapa venezolana por excelencia, y
sus amigos —la emocionaba llamarlos así— habían quedado encantados
con la masa frita rellena de queso blanco derretido. Quedaron tan
camelados con aquella receta especial que todos mostraron interés en la
enorme cantidad de recetas que podía preparar para Nochebuena.
—Además de tequeños… —les prometió que prepararía más al ver lo
encantados que habían quedado con ellos—, podría preparar langostinos,
huevos rellenos, cordero al horno… y podría poner varios postres:
panettone, beignets, chocolate caliente, ponche de crema…
—¡Detente, mujer, que voy a necesitar un balde! —exclamó Luca,
salivando—. ¿Todos están a favor de hacer la cena de Nochebuena aquí en
casa? —dijo levantando una mano. La decisión fue unánime.
Bueno, puede que Elliot se abstuviera de votar…, pero solo porque a
menudo prefería salir después de cenar. Charlotte le decía a Mía que
encontrar al rubio era fácil, solo hacía falta llegarse a la discoteca más
popular del momento y allí lo encontrarían, invitando tragos a un círculo de
numerosos y fieles seguidores.
—Oh, ¿no te recuerda a alguien? —bromeó Mía, guiñándole un ojo a
Álex, quien la miró sin sonreír—. Ya sabes…, a alguien de la oficina…
—No nos parecemos en nada —gruñó Álex. Mía tuvo que huir a la cocina
para reírse con libertad ante su divertida expresión de molestia.
¡Y ahora, por fin había llegado! ¡Nochebuena!
La Dreta Real se llenó de música navideña y de sabores internacionales.
La mesa estaba divinamente decorada con un mantel blanco de tela con
bordado artesanal, y cada plato estaba decorado con una servilleta carmesí
doblada en forma de vela, cortesía de las diestras manos de Charlotte. Había
velas, cubertería de plata y un centro de mesa con motivos invernales rojos,
verdes, marrones y blancos. En el rincón de honor, resplandecía un
frondoso árbol de Navidad con las luces más espectaculares, mérito que se
llevó Álex al tener que rebuscar en el trastero lleno de telarañas.
Había comida para alimentar a un regimiento. Mía cumplió con su parte
del trato y atiborró a sus amigos con los platos prometidos, añadiendo
también los típicos aperitivos de jamón ibérico y quesos viejos curados. El
vino también circuló libre en las peligrosas manos de Charlotte, que
rellenaba la copa de Mía cada vez que iba a visitarla a su base de
operaciones en la cocina, donde se estaba cocinando el verdadero plato
estrella: una suculenta pierna de cordero.
Cerca de las diez de la noche, el fuerte olor de la carne especiada con
hierbas y brandy inundó el piso entero. Mía colocó su obra maestra en el
centro del comedor, y sus futuros comensales —menos el escurridizo Elliot
— esperaban impacientes.
—Antes de que empecemos, solo quería decir… que ninguno de ustedes
está obligado a estar aquí, podrían haberse ido con sus familias, pero
decidieron pasar estas fechas acá, y me siento muy afortunada de que me
hayan incluido en sus planes —dijo Mía con unas lágrimas contenidas en
sus grandes ojos almendrados.
Charlotte, Luca y Álex se miraron extrañados, confundidos por esas
palabras dichas con tanta sensibilidad.
—Debe de ser cosa de latinos —murmuró Luca, ante lo que todos
soltaron una carcajada general.
—Para nosotros es un placer compartir hoy contigo, chérie —dijo
Charlotte de corazón—. Eres un encanto. ¡Qué fortuna que te hayas mudado
con nosotros! ¿A que sí, Alex? —lo llamó, dándole modestos toquecitos en
el hombro al casero.
Mía intercambió una mirada fugaz con Álex, pero este la desvió
enseguida. No obstante, lo escuchó murmurar:
—Los afortunados somos nosotros.
A eso, Charlotte y Luca intercambiaron unas sonrisas cómplices que solo
consiguieron incomodar a Álex.
Se entregaron a la degustación de la suntuosa cena mientras conversaban.
Charlotte tomó fotografías con su cámara cada vez que pillaba alguna
expresión digna de conservar, y Álex se inclinó hacia Mía para susurrarle
que era el mejor cordero que había probado en años. De hecho, esperaba
que pudiera volver a prepararlo en el futuro. Mía se sonrojó ante el sencillo
halago, y le prometió hacerlo para otra ocasión especial. Charlotte
aprovechó para sacarle una foto estando sonrojada.
Casi daban las doce cuando Elliot entró por la puerta hecho una furia. Al
parecer, sus amigos lo habían dejado tirado en la discoteca adonde habían
ido y ahora no le cogían el teléfono, seguramente demasiado borrachos para
darse cuenta de que se habían separado. Resignado, había vuelto a casa. Lo
dejaron despotricar con maldiciones en inglés.
—¿Te sirvo un poco de carne? —ofreció Mía con amabilidad. Después de
todo, era Navidad.
Elliot comprobó los platos vacíos de los demás y sus rostros complacidos.
Se sentó a la mesa, se sirvió una copa y aceptó la oferta como si no le
quedara otra. Álex lo miró con desagrado. ¿Acaso creía que Mía era una
esclava que debía atenderlo?
Una vez que el rubio hubo comido y su humor mejoró, sonrió cual
hombre con un plan infalible y les propuso salir de fiesta.
—¡Pero si ya es medianoche! —chilló Mía, horrorizada. Los demás la
miraron como si estuviera clarificando que el sol se metía por el oeste.
—¡Oh, vamos, chérie! Por una vez que Elliot ha tenido la decencia de
invitarnos a salir de fiesta... —punzó Charlotte con malicia.
—Yo no he dicho que os fuera a invitar, solo pregunto si alguien quiere
salir —aclaró el rubio.
—Conozco un sitio donde venden chupitos a un euro, no es que eso sea
impedimento para Elliot, que ya dijo que invita —acotó Luca.
—¡Que no os voy a invitar! Si queréis chupitos, os los pagáis vosotros.
Álex se acercó a Mía. Le dijo que no tenían que salir si no le apetecía. Él
podía quedarse con ella y hacerle compañía.
—Lo dices como si fueras a hacer de mi niñero —se quejó ella.
Álex consultó su reloj y le dedicó una mirada condescendiente.
—Bueno, en verdad es un poco temprano para irse a dormir —admitió él
—. Tú misma lo has dicho. Es tu primera Nochebuena en España, ¿no te
apetece hacer algo diferente?
Mía lo pensó por un momento. En Venezuela nunca había salido de fiesta.
Siempre había una razón para no salir, ya fuera porque su padre no la
dejaba, o porque no tenía amigos con quienes irse de parranda. En cambio,
ahora se le presentaba la oportunidad de celebrar con sus nuevos amigos.
Una chispa de entusiasmo creció en su interior hasta iluminarle el rostro.
—¿Sabes? —le dijo a Álex con tono furtivo—. Nunca he ido a una
discoteca.
—¿En serio? —La contempló, incrédulo—. ¿Nunca has ido de fiesta?
— Solo reuniones familiares, pero nada de locales o esas cosas.
—Pues siempre hay una primera vez —sonrió él.
—¿Me prometes que me cuidarás? —preguntó ella. Eso era lo que sus
amigas solían decir, que alguien debía «cuidarlas». Le pareció divertido
hacer la broma.
Pero le sorprendió la seriedad con la que Álex le respondió.
—Por supuesto.
Tan directo, tan transparente. La hizo sonrojar. Tartamudeó una excusa sin
sentido y se fue junto a Charlotte. Iba a necesitar su ayuda para escoger la
ropa apropiada. ¿Cómo se vestía una para salir a una discoteca?
La magia del hada Charlotte era de otro mundo. En menos de media hora,
había peinado los rebeldes cabellos de Mía en una trenza de pescado alta y
ajustada que resaltaba la finura de su rostro, la había maquillado con
sombras rojizas suaves, peinado sus cejas y decorado sus pestañas. También
le prestó un vestido negro con adornos de lentejuelas que nada tenían que
envidiarle a los últimos estrenos de Zara.
Asombrada, Mía le agradeció aquel hechizo, a lo que su amiga rio con
voz cantarina. La francesa lucía más bella que una ninfa, con un top verde
oliva y unos pantalones de cuero negro ajustados a su perfecta figura. Sus
ondas de pelo castaño caían sobre su espalda como una cascada.
Cuando se encontraron con los chicos en el salón —que tan solo se habían
ataviado con chaquetas por encima de sus ropas—, Charlotte arrastró a Mía
hasta ponerla enfrente de Álex, como si quisiera acorralarlo.
—¿A que ha quedado guapísima, Alex? —preguntó Charlotte con una
sonrisa sospechosa. Álex la miró con ojos entrecerrados. Y luego miró a
Mía.
No estaba acostumbrado a verla con ropas que no fueran jerséis
gigantescos, o sin el cabello apretado en una descuidada cola de caballo,
por lo que se quedó en blanco. Sin embargo, allí estaban esos gestos
nerviosos e inocentes que conocía de su amiga. Se veía contenta,
expectante. Arropado por un instinto protector, se prometió que cuidaría de
Mía y se encargaría de que disfrutara su primera salida.
—Se ve diferente —admitió—, pero está muy guapa, sí.
Mía sintió cómo le entraba un escalofrío. Fue raro… porque le gustó.
Salieron del piso de uno en uno, siendo Álex quien cerró la puerta con
llave. Le sorprendió encontrarse con Elliot al levantar la mirada.
—¿Ocurre algo? —Enarcó una ceja.
—Esa chaqueta… —farfulló Elliot, claramente molesto. Se notaba que
quería decir algo, pero en su lugar chasqueó la lengua—. Nada. —Se
encogió de hombros—. Veo que ya has superado a Leia. Te veo muy
amiguito de la cocinera. ¿Estáis juntos o qué?
Álex había estado dispuesto a sacar su versión alegre esa noche, por el
bien de la juerga. De hecho, la chaqueta que se había puesto era prueba de
ello, porque había sido de Alan. De algún modo, las prendas de su hermano
lo hacían sentir cómodo fuera de casa, y lo ayudaban a soltarse frente a
otras personas. Sabía que Elliot había notado este detalle, y que le
incomodaba. Pero eso no le daba derecho al rubio a meterse en su vida
personal… ni con Mía.
Por eso fue por lo que Álex regresó a su perfil serio tras oír el tono que
había empleado Elliot para referirse a ella.
—Se llama Mía —dijo lentamente—, y como la sigas tratando como un
gilipollas…
—¿Qué? —lo retó Elliot—. Si no le he hecho nada.
Álex suspiró. No valía la pena enfrascarse en discutir. Meneó la cabeza y
siguió al resto del grupo, dejando atrás a Elliot.
Este mantuvo su mirada clavada en su chaqueta. La chaqueta de Alan.
Alejandro —como lo llamaba él, exagerando la r con mofa, fingiendo que
no hablaba un perfecto español tras años de haberlo estudiado en Canadá—
no era santo de su devoción. Ambos tenían una especie de rivalidad
congénita, una lucha de titanes que databa desde su primer encuentro.
Con quien Elliot se había entendido bien era con Alan, el hermano mayor.
¡Ese sí era un sujeto divertido! A pesar de llevarse casi diez años de
diferencia, habían fiesteado, bebido y hecho el tonto como buenos amigos.
Pero Alejandro era otra historia.
Alejandro era un falso. A veces se vestía como Alan, se movía como él, se
peinaba como él, incluso hablaba en un tono similar. ¿Se creía que nadie lo
iba a notar? Incluso ahora tenía el descaro de usar su chaqueta y de
coquetear con la cocinera. Primero lo de Leia, ¿y ahora esto? ¿Acaso este
tipo se pensaba que podía vivir como dos personas y quedarse tan
tranquilo?
Elliot dibujó una sonrisa irónica en su rostro. Si se acostaba con la nueva
amiguita de Alejandro, ¿tal vez por fin podría verle cambiar esa expresión
seria y aburrida por una merecida mueca de disgusto?
Era lo mínimo que se merecía por usar el recuerdo de Alan como un
disfraz.
Capítulo 11

Mojitos
Para recibir con dignidad al niño Jesús, te recomiendo moderar el consumo de
alcohol. No más de una o dos copas de vino…

Consejo de mami sobre el consumo


de alcohol en Navidad

Mía tenía poca tolerancia al alcohol, y tomando en cuenta que había bebido
vino durante la cena, agregar chupitos y mojitos le iba a pasar factura. Aun
así, se lo estaba pasando de maravilla. Aquello fue llegar... y no parar.
El color subió a sus mejillas, las letras de las canciones más sonadas
acudieron a sus labios como un rezo que repitiese todos los días, y su
cuerpo entero no paraba de contonearse al ritmo de una incansable sesión
de baile.
Álex estaba anonadado, por ponerlo suavemente. La chica llevaba, ¿qué?,
¿diez canciones seguidas en la pista? ¿A dónde se había ido la chica
reservada con la que comía cada día en la terraza del Square? O quizá sí
eran la misma, pero jamás pensó que Mía pudiera mover las caderas así.
Había creído que él sería quien la animara a soltarse, pero esta había ido
directa a la pista de baile sin su ayuda. Se infiltró con naturalidad en varios
círculos de personas que compartían su energía y su nivel de alcohol en
sangre. Esa última parte le preocupaba. Todo era risa y diversión... hasta
que ya no lo era.
Al menos Mía no tenía que conducir. El hermano de Álex, Alan, sí había
cogido el coche estando ebrio…
Se obligó a dejar de recordar la noche del accidente.
Álex estaba acalorado. Aquel local era ruidoso, concurrido y muy muy
enclaustrante. Respiró hondo y se quitó la chaqueta de su hermano,
dejándola sobre el espaldar de una silla de la barra. Ni siquiera usar la ropa
de Alan lograba hacerlo sentir cómodo esa noche.
¿Qué había pasado? ¿Qué había cambiado?
Y lo supo. Cuando levantó la mirada de su trago —un mojito ya aguado
que apenas había tocado—, contempló la figura danzante de una radiante
Mía. ¿Sería posible? Era absurdo, y aun así Álex no veía otra opción lógica.
Le costaba actuar como Alan frente a Mía. Quería que ella lo conociera
como era, así fuera como un tipo solitario que se quedaba en la barra
cuando todos los demás bailaban.
Se pasó una mano por la frente y apretó los ojos cerrados. Aquello podía
ser algo bueno, ¿verdad? Dejar de imitar a su hermano frente a Mía era un
punto a favor, podía ayudarlo a dejar esa costumbre que, a todas luces, no
era normal. Pero por otro lado…, ¿en serio quería involucrar a la chica en
sus melodramas? Ella tenía ya bastantes cosas en su plato con su familia en
Venezuela.
Tratando de distraerse, se quedó vigilando que ningún bailarín gracioso se
propasara con Mía. Su mirada se posó luego en Elliot, que había accedido a
invitar los tragos del grupo —aunque de mala gana— y se extrañó de que se
hubiera apartado de la estampida de chavalas en minifalda que le habían
pedido bailar. ¿Era idea suya o estaba viendo a Mía con un interés poco
habitual? Haciendo caso a un instinto primitivo, Álex tensó la mandíbula y
se procuró no perder de vista al rubio.
—¡Chérie, estoy agotada! —Charlotte pidió clemencia. Mía la iba
arrastrando de canción en canción y la pobre francesa no aguantaría mucho
más. Cruzó miradas con Álex y este sintió el verdadero terror—. ¿Por qué
no bailas con Alex?
Mía giró en su dirección. Sonrió como a él le encantaba, pero ahora con
picardía. Aquello le voló la cabeza como si acabaran de dispararle entre los
ojos.
Esa versión de Mía que no reconocía, que movía las caderas
deliciosamente, se acercó hasta él. Para su perdición, ella le tocó un brazo
con gesto suplicante y lo apremió con una voz suave y traviesa que asestó la
estocada final:
—Vente, Álex, baila conmigo.
Aunque hubiese querido, no habría podido responderle, porque se había
quedado sin habla. El lugar donde Mía lo tocaba le estaba quemando, le
estaba incendiando por dentro al tiempo que cada músculo de su cuerpo se
tensaba de…, ¡cómo no!, allí estaba otra vez el maldito deseo.
—Creo que le has movido el cerebro, Mía —bromeó Luca, señalando el
rostro de Álex como si estuviera descompuesto.
Si aquello era terrible, lo que siguió fue peor. Mía lo miró desconsolada.
—¿Es que no quieres bailar conmigo? ¿Tan ridícula me veo?
Se veía tan adorable, tan dulce… ¿Cómo podía pensar que la consideraba
ridícula? Él, en cambio, sí se puso en ridículo por la risa boba que salió de
su boca. ¡Era la segunda vez que le pasaba esto! Se tapó con una mano,
intentando disimular su ataque de timidez.
Diablos, hacía años que no se sentía así. ¿Había bebido tanto? No, no
podía ser eso. Él apenas bebía. Desde lo de Alan, rara vez consumía más de
dos cervezas. Era por Mía. Su cara, su voz, su sonrisa, la facilidad con la
que ese entorno la hacía brillar, toda ella lo invitaba a acercarse, y se
encontró loco por dejarse llevar.
«¡Que solo es mi amiga, joder!», pensó con desesperación. Era su amiga,
con quien comía en la terraza todos los días. Y se desvivía por bailar con
ella ahora mismo.
Charlotte y Luca, que por su silencio habían creído que estaba rechazando
la invitación de Mía, lo abuchearon descaradamente.
—Bueno, bueno, ya. Que sí bailaré, pesaos —se rindió. La rapidez de su
frase sonó tan poco estoica que hizo reír a los otros.
Álex se halló perdido de inmediato, sin la menor idea de lo que debía
hacer o en dónde poner sus manos. Ella tuvo que guiarlo entre risas, sin
perder la actitud jocosa que llevaba encima desde su tercer mojito.
—¡Se supone que tienes que llevarme tú, Álex! —bromeó ella, poniendo
la mano de él sobre su cintura y apretándolo con firmeza, al tiempo que lo
obligaba a ir en la dirección que ella quería empujándolo con su cuerpo
entero—. Anda, hazme girar, ¿quieres? —agregó con expresión primorosa.
Álex, que medía su buen metro ochenta, sentía el calor del pequeño
cuerpo de Mía apretado contra el suyo, apremiándolo a moverse, y se
maldijo por lo mucho que le estaba gustando. De vez en cuando, ella
extendía el cuello hacia atrás y le sonreía desde abajo, haciendo que pudiera
detallar mejor sus ojos, el rubor de sus mejillas, la curvatura de sus labios...
«Joder», pensó. Mejor la hacía girar. Quizá dar más vueltas que un trompo
terminara agotándola y esa dulce tortura acabaría.
—¡Ay! —chilló ella tras dar un tropiezo en uno de esos giros.
Él la atrapó a tiempo, sintiéndose abrumado por lo perfectamente bien que
ella encajaba en sus brazos, pero cayendo en cuenta de que ella iba ya
bastante mareada. Su nerviosismo dio paso a una actitud más severa.
—Hora de ir a casa —dijo, ayudando a Mía a incorporarse.
—¿Cómo?, pero todavía puedo… seguir. —Ya ni podía disimular lo
mareada que estaba.
—No, te llevaré a casa ahora. —El tono de Álex no daba pie a
discusiones.
Ella emitió gemidos quejumbrosos y Álex suspiró resignado,
observándola por el rabillo del ojo con dulzura. Estaba tan concentrado en
ayudarla que no notó la presencia de Elliot a su lado. Este enarcó una ceja y
preguntó con una sonrisa de suficiencia:
—Para que yo me aclare, ¿vosotros dos estáis liados?
Álex sintió aflorar su mal humor. Estuvo a punto de responderle que no
era asunto suyo cuando Mía soltó una carcajada.
—¿¡Perooo qué dices!? Yo jamásss me liaría con Álex. Él nooo es de esos
tipos. —Su cara se puso seria de repente, tan seria como podía verse la
persona más mareada y menos amenazante del mundo—. Él es un ca-ba-lle-
ro.
—I see. —Y le sonrió a Álex con tanta condescendencia que le hizo hervir
la sangre.
Álex nunca sabía qué pasaba por la cabeza de Elliot, pero aquello no le
gustaba. Nunca entendería por qué Alan se había llevado tan bien con él.
—Venga, Mía, te llevo a casa. —En un acto reflejo protector, pasó su
brazo alrededor de la cintura de la chica.
El casero se llevó a la quejumbrosa bailarina fuera de la discoteca y el
rubio se les pegó como una lapa.
—¿Qué haces? ¿También te vienes? —preguntó Álex, pidiendo un taxi
desde la aplicación de su teléfono.
—Sí, ya me aburrí de estar aquí. Todas las canciones de salsa me suenan
igual. —Se encogió de hombros.
—No podemos dejar tirados a Luca y a Charlotte.
—Puedes quedarte tú y yo la... ¿cómo se dice? —fingió no recordar la
frase en español—. ¿Sería «la llevo a la cama»?
Su tono insolente logró que Álex lo incinerara con la mirada.
—No —le soltó con intencionada lentitud.
Exagerando un bufido de malcriadez, Elliot llamó con su teléfono a Luca
y a Charlotte. Estos no tardaron en aparecer, y todos regresaron a La Dreta
Real. Mía había pasado de estar en la gloria a sentir que el mundo le daba
vueltas.
—Solo has bebido demasiado —dijo Álex con sequedad—. Mañana
tendrás una resaca que no veas. La próxima vez no te perderé de vista.
Y es que debería haberla cuidado mejor, se repitió, machacándose con ese
pensamiento. Mía no tenía suficiente criterio todavía, a pesar de tener
veintitrés años, de cuántos tragos era capaz de manejar. Supuso que en su
país tampoco había sido muy bebedora.
«Casi que mejor», pensó. Alan había empezado a beber incluso antes.
Álex se quedó con ella en la mesa de la cocina hasta que todos se retiraron
a sus habitaciones. Sobre todo, no bajó la guardia hasta que vio a Elliot
estirar los brazos, bostezar y despedirse mientras decía que estaba
reventado. Solo entonces la llevó a su habitación.
—¿Segura de que estás bien? Puedo quedarme un rato con… —Se detuvo
en seco. ¿Qué coño estaba diciendo? ¡No podía entrar con ella al cuarto!
Pero ella no debió de escucharlo, porque se lanzó a la cama cual
clavadista y de inmediato se quedó dormida. Álex se vio inundado por una
sensación de alivio.
Tendría que ser más cuidadoso la próxima vez. Nada de bailar con Mía,
nada de estrecharla entre sus brazos, nada de pegar sus cuerpos y sentir el
vaivén de sus caderas…
«Es mi amiga, no debo desearla», pensó. Repitió ese pensamiento
quinientas veces —o más— en el camino a su habitación.
Lo repitió hasta quedarse dormido.
Lo repitió tanto que no sería hasta el día siguiente que se daría cuenta de
que había dejado la chaqueta de Alan en la discoteca.
Capítulo 12

Té de manzanilla
... Claro, que si se te va la mano, nada sienta mejor por la noche que un buen té
de manzanilla con miel y limón.

Consejo de mami sobre el té de manzanilla

Poco después de que Álex dejara sola a Mía, esta empezó a sentirse terrible.
¿Cuánto alcohol había bebido? ¿Cuántos mojitos? ¿Cuántas calorías? Se
halló rumiando en su cabeza, en medio de intensos mareos, sobre estos
detalles que a otro le habrían parecido insignificantes, pero que ella tenía
internalizados.
Su estómago dolía, la apretaba, la hinchaba, era una sensación
desquiciante que conocía bien.
Había comido dos porciones de cordero, algunos tequeños, aperitivos,
¿cuántas copas de vino? Las operaciones matemáticas que intentaba realizar
le dolían. ¡Maldita resaca!
Mañana haría ejercicio, sí, eso haría. Pero... ¿cuánto ejercicio debería
hacer para compensar? No, ni corriendo diez kilómetros lo conseguiría. ¿Y
con qué tiempo? Mañana también debía cocinar para los inquilinos... No
había tiempo de compensar...
No podía aguantar más. Se asomó al pasillo y vio que las luces del cuarto
de Charlotte estaban apagadas. Casi corrió hasta el cuarto de baño y,
desesperada, hizo lo que la voz de su adolescencia le había aconsejado
durante años: se metió los dedos en la garganta y se obligó a devolver todo
cuanto saliera de adentro de ella. Con suerte, los demás pensarían que había
sido por la borrachera y le darían privacidad, aunque la escucharan.
La garganta le quemaba. Con la frente perlada en sudor, el cuerpo
tembloroso y los dedos todavía manchados con la prueba del delito, respiró
con alivio. Un contradictorio alivio culposo.
—Hey —una voz la trajo de vuelta a la realidad. Alguien la había visto.
Arrodillada junto al váter y espantada al verse descubierta, Mía volteó y
se encontró con Elliot. Por su rostro, supo que el chico había entendido
perfectamente lo que acababa de ver.
«Cualquiera menos él», pensó Mía. Ahora él iba a burlarse, a señalarla
con un dedo y a reírse en su cara, criticándola con algún comentario ácido
de los muchos de su repertorio.
Pero Elliot se había quedado mudo. Abrió la boca y la volvió a cerrar.
Luego se rascó la nuca con indecisión y volvió a abrir la boca. Esta vez
habló en un susurro, como si temiera espantarla.
—¿Estás...? —Calló de nuevo.
Qué raro en él. Quedarse sin palabras.
Elliot se vio atrapado en un asunto irónico. Se había quedado despierto
con la primera intención de escabullirse ante la mínima evidencia de que la
cocinera saliera de su cuarto, y con la segunda intención de seducirla para
molestar a Alejandro. Su castigo hacia el casero por usar la chaqueta de
Alan esa noche.
Sin embargo, en su lugar, había descubierto algo que lo afectó más de lo
esperado. Apenas había escuchado los sonidos provenientes del lavabo,
combinaciones de suspiros, ahogamientos y respiraciones agitadas, sintió
desbloquearse un recuerdo en su memoria. Mía no era la primera mujer a la
que descubría obligándose a vomitar. No, la primera había sido su madre.
Esto bastó y sobró para que Elliot cancelara sus planes de la madrugada.
Hablando de cortar el rollo de manera ejemplar. Pero tenía ante él otro
predicamento: ¿debería dejarla allí sola?
Sin saber los pensamientos que pasaban raudos por la cabeza del rubio,
Mía se puso de pie, evitando su mirada. Se apresuró hasta el lavamanos
para limpiarse, y también evitó encontrarse con el espejo. Estaba
avergonzada. Él lo sabía. La entendía.
«Así no se suponía que iría la cosa», pensó Elliot con rabia. No era tan
cruel como para seducir a una chica que acababa de vomitar y que ahora se
moría de la vergüenza. Si alguien hubiera descubierto a su madre así alguna
vez —además de él, por supuesto—, hubiera querido que esa persona la
ayudara.
Se acercó a la chica por detrás, procurando no asustarla, y la cogió de uno
de sus delgados brazos. Ahora que la miraba mejor, no pudo evitar
preguntarse si su cuerpo había pasado por procesos similares durante varios
años. Se encontró a sí mismo hablando en inglés con suavidad. Le salía un
tono más simpático que en español.
—Hey, it’s okay —susurró, guiándola del brazo. Ella, aunque extrañada,
solo lo detuvo para coger papel para terminar de limpiarse, y luego lo siguió
con docilidad hasta el salón. Elliot no quería correr el riesgo de llevarla a su
cuarto y que alguien los oyera.
Elliot la hizo sentarse en el sillón blanco de cuero, tan solo encendiendo la
luz de la mesa de noche para no despertar a nadie más, y la descubrió
temblando del frío, todavía negándose a mirarlo. Elliot supo que se estaba
flagelando a sí misma por dentro, regañándose por haber sido descuidada, y
pensando a mil por hora cómo iba a justificar lo que él había visto.
Estando de pie frente a ella, Elliot se cruzó de brazos (su postura insignia)
y pensó en qué hacer a continuación. Solo se le ocurrió hacerle un té, que
era lo que a veces hacía para su madre. Ella creyó que era opcional y se
atrevió a rechazarlo.
—No era una pregunta, lo voy a hacer y lo vas a beber. —Se obligó a sí
mismo a suavizar su tono—. No quise decir eso. Quise decir que creo que te
caerá bien.
—He comido y bebido mucho —dijo ella lentamente, como si no lo
hubiera oído. Estaba embuclada en su propio drama personal—. Mi padre
estaría escandalizado.
«No tengo claro si sigue borracha o no», pensó Elliot.
—Igual no te hará daño beber un... —Esta vez era cierto que no le salía el
nombre en español. Odiaba cuando le ocurría eso. Chasqueó los dedos con
frustración varias veces— you know, chamomile tea. ¡Manzanilla!
No aguardó por otra respuesta negativa. Fue a calentar agua y a los cinco
minutos volvió con una taza de té de manzanilla con miel y limón para ella.
—¿Tú no vas a beber? —preguntó ella, sorprendida de que Elliot hubiera
tenido la delicadeza de colocar una rebanada de limón y pequeños trozos de
jengibre rallado para mejorar el sabor del té.
—Yo no lo necesito. Bébetelo ya —volvió a obligarse a sonar más amable
—. Se supone que es bueno para tu garganta. Te hará sentir mejor.
Ella dulcificó su expresión, y Elliot quedó desconcertado al verla sonreír.
Era una curvatura tenue y débil, pero genuina. Al verla llevarse la taza a los
labios, él se dio cuenta de que le había servido el té en su taza de Mi Vecino
Totoro. Juraría que no lo había pensado de antemano, aunque supuso que
quiso hacerla sentir cómoda con algo que le gustara.
Se preguntó si ya podía dejarla sola. Si no iban a hacer nada —eso lo tenía
bastante claro—, le preocupaba la idea de que alguien los encontrase allí y
le pidieran explicaciones. Ojalá la cocinera bebiera más rápido.
Cual telépata, Mía intuyó lo que Elliot pensaba y empujó unos sorbos
rápidos del té. Hizo una mueca de dolor. Le dolía la garganta. Al verla, el
rubio puso una cara curiosa. Parecía… ¿compasión?, y algo más, parecía un
niño lastimado porque le hacen daño a él o a un ser querido. Ese tipo de
expresión de desamparo.
—No hagas esas cosas —le soltó Elliot, sonando dolido, más de lo que
habría querido. Recordó que también había llegado a hacerle tés de
manzanilla a su madre.
«No, no, no», pensó él. No pretendía crear un momento de cercanía con la
cocinera. Solo quería ligársela, llevarla a la cama y restregárselo a
Alejandro en su cara, a ver si lograba fastidiarlo para variar. Qué asco de
suerte, literal. Le había dado pena verla así, así que le dio su maldita taza
favorita y ella le había dado las gracias con una sonrisa.
Era como alimentar a un cervatillo al que luego pretendía disparar. No era
divertido. No era nada divertido.
—Gracias, Elliot —dijo ella de pronto. Y lo miró de nuevo como un
cervatillo.
Elliot aflojó su ceño fruncido y suspiró. Al menos esta chica era
agradecida. Su madre, en cambio, lo habría mandado a su habitación,
pidiéndole que la dejara sola. Resultaba agradable que no intentaran alejarlo
a uno cuando intentaba ayudar.
—Ni lo menciones, Mía. —Terminó sentándose junto a ella. Estaba
cansado, a punto de quedarse dormido—. En serio, mejor no mencionemos
que esto pasó.
—Totalmente de acuerdo —concedió ella con una pequeña risa.
La noche, en definitiva, no había salido como Elliot la había planeado.
Primero el fiasco de sus amigos en la discoteca, luego Alejandro usando la
chaqueta de Alan, y para coronar, la extraña sensación de bienestar que lo
invadió tras hacerle compañía a la cocinera. A Mía.
Un optimista amanecer dejó pasar unos primeros rayos de luz a través de
la ventana del salón de La Dreta Real.
Capítulo 13

Lentejas de Fin de Año


Comer lentejas o frijoles en Año Nuevo, dicen por ahí, trae buena suerte. Como
yo siempre las he cocinado sin faltar un solo año, no tengo pruebas, pero
tampoco tengo dudas.

Consejo de mami sobre el consumo


de frijoles en Año Nuevo

Una semana era todo lo que separaba la Navidad del año nuevo. Apenas
siete días. Pero en ese tiempo Elliot había cogido la costumbre de ir a la
mesa de la cocina a la hora del desayuno, analizando los movimientos de
Mía al cocinar como si la escaneara. ¿Cómo podía ser que una persona que
sufría de bulimia trabajara con comida? ¿No era eso una tortura?
La verdad era que, a pesar de haberse prometido que no le daría más
vueltas al asunto, Elliot sentía una leve —levísima— preocupación por la
chica, pero no tenía planes de hacerse su amigo. Ella volteaba a mirarlo de
vez en cuando, pero no fue sino hasta el tercer día que realmente rompieron
el hielo.
Ella le habló en inglés.
No era que el nivel de inglés de los otros fuera malo. Quizá el de Luca era
provinciano y el de Alejandro sonara demasiado americano para su gusto,
pero el de Mía era bastante bueno. Apenas tenía acento. Empezaron a
conversar en ese idioma, y aquello pareció relajar a la muchacha en su
presencia, como si se aliviara de haber encontrado un punto de conexión en
el que pudieran estar en paz. Para él también resultó relajante volver a
hablar en su lengua nativa.
—Es lindo tener compañía en la cocina —le dijo ella mientras dejaba
marinando un pavo gigante para cocinar al día siguiente en la víspera de
Año Nuevo.
Él también se había sentido inesperadamente cómodo en su compañía.
Pero definitivamente no sería su amigo.
Los residentes de La Dreta Real se vistieron con ropa cómoda —
siguiendo unos estándares básicos de Charlotte: nada de pijamas o jerséis—
para celebrar la noche del treinta y uno. Mía iba y venía de la cocina,
preparándolo todo para la cena, sin dejar de tararear alegremente. Parecía
traerse algo entre manos, pero ninguno de sus amigos lograba adivinar el
qué.
El aroma de carnes y guisos les estaba haciendo agua la boca, por lo que
fueron a comprobar cuánto faltaba para probar las creaciones de Mía. Luca,
Charlotte y Álex la encontraron removiendo el contenido de una olla con
primorosa dedicación, mientras un silente Elliot los contempló desde la
esquina con los brazos cruzados como un perro guardián.
Álex estaba extrañado. Miró a Mía. Esta le sonrió sin la más mínima pizca
de preocupación.
«Bueno, supongo que Elliot no le ha hecho nada malo», pensó Álex. No
sabía si la inactividad del rubio lo dejaba tranquilo… o todo lo contrario.
—¡Oh, qué pinta tiene eso, chérie! —exclamó Charlotte, aplaudiendo
silenciosamente con las manos—. Ese potaje me recuerda a las lentejas que
comemos en mi pueblo en diciembre, pero estas tienen otro color...
—Es sopa de frijoles negros, ¿verdad? —aventuró Luca—. Tengo
entendido que en Francia también comen lentejas el treinta y uno, pero la
sopa de frijoles proviene del sur de Estados Unidos y se asocia con la buena
suerte.
Desde su lugar en la esquina, Elliot dio un respingo. La sopa de frijoles
también era una costumbre de Fin de Año en Canadá.
Mía le guiñó un ojo cómplice en la distancia. Era su manera de
agradecerle el té de manzanilla, así como su compañía de los últimos días.
—Mi madre dice en su libro de recetas que los frijoles traen buena suerte
para el año nuevo —explicó ella inocentemente.
Elliot se puso de pie de un salto, llamando la atención. Los demás lo
miraron como si esperaran que soltara algún comentario punzante gratuito
de los suyos, pero, en su lugar, se acercó hasta donde Mía revolvía la sopa y
aspiró el aroma a casa, a su casa. ¿Cómo no lo había notado antes?
A veces, en las contadas ocasiones en las que su madre soltaba su
ansiedad y depresión, le había preparado sopas similares cuando era niño.
Se le arrugó la garganta y apretó los ojos, apartándose. Mía creyó que el
humo de la olla lo había ahogado, pero la verdad era que estaba conmovido.
—Mía, ¿hay uvas? —dijo de pronto, recomponiéndose—. Ayudaré a
ponerlas en copas para cuando den las campanadas. Es algo que se hace
tanto aquí como en Venezuela, ¿no? —A excepción de Mía, todos lo
contemplaron como si hubiera dicho que iba a darles a todos un beso de
buenas noches antes de dormir.
—Ay, gracias, Elliot. Mira, están ahí en la nevera... Eso, las moradas.
¡Graaaaciasssss! —canturreó Mía. Cualquiera habría dicho que eran
compinches de cocina desde hacía años.
Elliot se regodeó con el gesto de confusión de Alejandro.
Con cuidado, dispuso doce uvas en las copas de todos, distribuyéndolas
en la mesa del comedor para dentro de unas horas. Escuchó risas alegres
provenientes de la cocina.
—¿Luego quieren jugar a algo? ¿Qué tal a las adivinanzas? —se escuchó
a Charlotte.
—¡Un juego de rol! —exclamó Luca, defendiendo su preferencia—.
Puedo enseñarles a crear sus personajes. Es fascinante pensar en la historia
de cada uno…
—Tengo un juego de Catán arriba en mi despacho... —dijo Álex,
ganándose miradas sorprendidas por su interés en participar—. ¿Qué? Es un
buen juego de estrategia y puedes hacer pueblos y ciudades. Es divertido.
—¡Seguro! Lo que ustedes quieran —exclamó Mía, feliz de que la gente
se estuviera animando a continuar la vidilla después de la cena.
«Qué idiotez», pensó Elliot. Él ya había quedado más tarde con unos
amigos. ¿Por qué quedarse allí? Pudiendo ir a un buen local, pedir
verdadero licor y comer en sitios mucho mejores que ese...
Pero, en vez de hacer todo eso, sacó su móvil y escribió a sus colegas, sin
dar muchas explicaciones, que tenía otros planes.
Capítulo 14

Historias, regalos y uvas


Es recomendable sacar las uvas de la nevera una hora antes de consumirlas para
que mantengan todo su sabor y aromas. ¡No olvides ponerlas en copitas
decorativas!

Consejo de mami sobre las uvas

Álex no cabía en su asombro debido a la actitud de Elliot. No solo había


decidido quedarse con el grupo en casa, renunciando a su acostumbrada
ronda de fiestas por Barcelona, sino que estaba conversando con los demás.
Hasta el momento, no había dicho nada que ofendiera a nadie. No había
precedentes de esta situación.
—Al fin estás dejando ver tu lado más canadiense —bromeó Luca,
aludiendo a su inesperada amabilidad. El rubio puso los ojos en blanco y le
regresó la jugada juntando los dedos de su mano y apuntándolos hacia
arriba, mofándose del gesto típico italiano. Luego los dos rieron. ¿Qué clase
de dimensión desconocida era esta?
¿Qué estaba ocurriendo en ese piso? Álex llevaba años conociendo a los
inquilinos, pero nunca los había visto tan unidos desde… desde…
Desde que Mía había llegado. Ella era quien le estaba revolucionando la
vida a todos. Álex había creído que este arreglo de tenerla como cocinera la
ayudaría a ponerse en pie, a valerse por sí misma, pero nunca habría
adivinado que terminaría volviéndose tan importante, alegrándolos con sus
recetas, con sus melodías en la cocina, con su grata compañía…
Álex ni siquiera había vuelto a estresarse por las llamadas de Leia. A estas
alturas, la ex de su hermano ya habría conseguido engatusarlo para que
volvieran a estar juntos, seguirse regodeando en su duelo patológico. En
cambio, ahí estaba Álex…, ¡rogando que Mía lanzara una de sus sonrisas en
su dirección!
De hecho, al momento de pensarlo, la chica se giró hacia él e hizo
exactamente eso. No se había arreglado tanto como para salir a la discoteca,
esta vez lucía un sencillo vestido color vino, no llevaba maquillaje y su pelo
negro, aunque peinado, mostraba aquellos mechones incontrolables que
siempre se asomaban en los laterales de su cabeza. Álex quiso acercarse,
estirar la mano y colocar uno de esos traviesos mechones detrás de una de
esas pequeñas y preciosas orejas…
«¡Oh, por favor! Una cosa es que me guste su sonrisa, ¿pero las orejas?»,
pensó, ahogando sus impulsos con un sorbo a su copa de vino. Mía lo miró
confundida.
La cena fue espléndida. Tanto el plato de lentejas como el pavo de Mía
fueron un éxito. Decidieron tomar el postre en el salón y encender la
chimenea para calentarse. Luciéndose de nuevo, Mía les sirvió bombones
rellenos y turrón, todo casero.
—Que trabajes en la informática es un desperdicio, Mía —dijo Charlotte,
que iba elegantemente ataviada con un vestido verde largo con corpiño y
lazos en su espalda—. No dejes de cocinar nunca, por favor.
—Oh, no podría —suspiró Mía, que no había probado de su propio postre.
En su lugar, solo bebía una taza de té—. Cocinar me da vida, me encanta.
Aunque, claro, es incluso mejor verlos a ustedes comer de lo que preparo.
—Come tú de lo que preparas —intervino Elliot, sirviendo un trozo de
turrón en un plato y pasándoselo a Mía. Ella lo miró con cara de
circunstancias—. Eat it.
—Vale, vale. —Ella probó un trozo. Solo cuando tragó, Elliot sonrió
complacido—. ¿Feliz?
—Elliot nunca es feliz —bromeó Luca, que ya iba por su quinto bombón
relleno de chocolate—. Es un bad boy de libro.
—Quizá por eso huiste de tu casa, ¿no? —Charlotte continuó la broma,
causando que Mía los mirara desconcertada.
—Esperen, esperen. No me estoy enterando. —Se giró hacia Elliot—.
¿Huiste de casa?
—Algo así, supongo —respondió el rubio con hastío.
Mía permaneció pensativa.
—Me gustaría… —calló antes de morderse el labio inferior—. No, mejor
no.
Cuando estaba nerviosa, Mía hacía dos cosas: morderse el labio y jugar
con un largo mechón de su pelo con ambas manos. Álex lo percibió al
instante. Todo su cuerpo lo percibió. Sintió curiosidad por saber lo que Mía
iba a decir.
—¿Qué decías que te gustaría, Mía? —la animó.
—Pues es una tontería —se excusó ella—. Pero… me gustaría saber más
sobre ustedes. Ya los considero mis amigos, ¿saben? Quiero saber de dónde
vienen, por qué están en Barcelona, si han huido de casa… —logró arrancar
una sonrisa a Elliot—. Ya saben, conocerlos mejor.
—¡Eso es lo que haríamos si me hicieran caso y escribiéramos nuestros
personajes! —se quejó Luca.
—Que no vamos a hacer juegos de rol, Luca, déjalo ya —rogó Charlotte
—. Pues por mí no hay problema, chérie. ¿Por qué no hacemos una ronda y
te contamos un poco de nosotros? —contempló su copa vacía—. Oh,
hablando de rondas… —Así como Luca fue a por su sexto bombón,
Charlotte fue a por su siguiente copa de vino.
Álex se sintió tentado a imitarla, pero su política de no rebasar los dos
tragos — que seguía desde el accidente de Alan— se lo impidió. ¿Qué se
suponía que iba a decir cuando fuera su turno? No quería hablarle a Mía de
su pasado. Eso implicaría hablar de su hermano, y no quería hacerlo.
Mía lo observó. La vio abrir la boca…
—¿Por qué no empiezas tú, Ale…?
—¡Luca! —exclamó Álex, ahogando la pregunta de Mía, que se retrajo en
su asiento—. Empieza tú, anda, que sé que no te gusta hablar —le sonrió
con sarcasmo.
—Ah, vale —accedió el italiano, aclarándose la garganta. Álex suspiró
aliviado—. Pues estoy aquí gracias a Alan.
—Maldita sea —gruñó Álex por lo bajo.
—¿Dijiste algo, Álex? —preguntó Luca.
—No…, tú continúa…
«Y que alguien venga y me mate también, ya que estamos», pensó Álex,
cada vez más tentado de servirse otro trago.
—Pues nada. Lo dicho. Ya sabéis que soy escritor. Gané un par de
premios literarios en mi ciudad, Bolonia, y con el dinero que gané me vine
a España hace unos años. Allá hay mucha escasez de trabajo, así que decidí
probar suerte aquí. Mi madre y mis tres hermanas siguen viviendo allí, las
visito cuando puedo… Bueno, a lo que iba, me perdí la primera noche que
llegué a Barcelona, me metí en un bar a preguntar direcciones y este tío
sonriente y alegre que estaba sentado en la barra me ayudó a ubicarme…
—Alan —adivinó Mía, sonriendo.
—Exacto. Me preguntó a qué me dedicaba y nos quedamos hablando
hasta la mañana siguiente sobre escritores italianos y españoles mientras
nos tomábamos unas cervezas. Había leído a Umberto Eco, Alessandro
Baricco y los trabajos de Maquiavelo. Era un tío muy culto, además de
vivaracho. Me dijo que estaba buscando alquilar habitaciones y que io le
había caído bien. En lugar de ir a mi hotel, terminé pasando la noche aquí
y… —Extendió los brazos, como si quisiera abarcar todo el salón—. Nunca
me fui. Me enamoré de esta ciudad. Tengo mi trabajo en una editorial y
escribo todos los días. ¡Soy feliz! Y todo se lo debo a la amabilidad de
Alan.
—Yo también conocí a Alan en un bar —soltó Charlotte.
«A tomar por saco», pensó Álex antes de ir a servirse ese tercer trago. Mía
juraría que lo escuchó gruñir y rumiar mientras iba a buscar la botella.
—Fue en este bar temático, El Bosc de les Fades, o Bosque de las Hadas
en español —continuó Charlotte. Mía, que ya la veía como a un hada, la
contempló emocionada y con ojos brillantes. ¡Qué apropiado que Charlotte
frecuentara un lugar que aludiera a un bosque encantado!—. Me encanta
ese sitio. Queda cerca de Las Ramblas, te transporta a un mundo lleno de
murales pintados a mano, alusivos a las hadas y criaturas místicas, que
sobrevuelan sobre ti. También hay tallados de árboles y flores que se
extienden entre varias acogedoras salitas iluminadas con luz tenue.
—Estás pintando una escena excelente, Charlotte —la felicitó Luca,
imaginándose el escenario.
—Merci. —Guiñó un ojo travieso—. A veces voy sola a tomarme un
vinito y a inspirarme para más fotografías. Es un ambiente creativo. Un día,
confundieron mi copa por una jarra de cerveza que era para el chico sentado
en la mesa de al lado. Nos reímos juntos de la confusión y, como ambos
estábamos solos, terminamos juntando nuestras mesas y charlando sobre los
mejores bares y cafés temáticos de Barcelona. Ya sabéis, que si el Tinta
Roja, que parece un teatro, el JazzSí, donde dan jam sessions…
Mía tomó nota mental al respecto porque amaba los cafés temáticos.
Charlotte se dio cuenta y prometió llevarla a estos sitios próximamente.
—Como os imaginaréis, se trataba de Alan. ¡Qué encantador era! Sabía de
todo un poco, y se volvió mi acompañante ocasional para los vinitos entre
semana.
—Ya lo creo que sí —farfulló Álex.
—¿Qué dices, Alejandro? —se burló Elliot, que estaba sentado justo
enfrente de él, al lado de Mía. Álex meneó con la cabeza y apretó la boca
como si el vino le supiera a zumo de limón. No sabía qué lo incomodaba
más, que la conversación girara en torno a Alan, o que Elliot estuviera
sentado tan cerca de Mía.
—¿Acaso ustedes estaban… juntos? —preguntó Mía a Charlotte, todavía
interesada en su historia.
—¡Oh, no!, para nada. Él sabía bien cómo era yo —dijo Charlotte, como
si Mía acabara de decir una barbaridad graciosa, de esas que soltaría una
niña inocente—. Mis gustos son un poco más… ¿femeninos? —Mía la miró
sin comprender.
Elliot resopló y se inclinó hacia Mía, logrando que Álex diera un
respingo.
—Que le gustan las tías.
—¡Ah! —exclamó Mía, avergonzada—. Perdón, perdón, no sabía…
—No pasa nada, chérie. Un día te presentaré a Danielle, es maravillosa.
Ambas vivíamos en el mismo pueblo, a las afueras de París, Chantilly. Sí,
como la crema. Tuvimos que venirnos a España porque…, bueno, nuestras
familias no aprobaban lo nuestro, digamos.
—¿Cómo? ¡Ni que estuviéramos en los años veinte! —dijo Mía, que creía
que en Europa la gente ya no se andaba con prejuicios sobre la sexualidad.
—No tiene importancia… Los padres de Danielle puede que algún día lo
acepten. Los míos… no creo. Les he dicho que no queremos tener hijos, y
eso les ha dolido más que verme salir del clóset. ¡Oh, no me mires con esos
ojos, chérie! ¡Estoy bien! Danielle viaja mucho por trabajo y la veo pocos
meses al año, pero nos escribimos todos los días y yo tengo mis cosas acá.
Alan fue un ángel al presentarme La Dreta Real y alquilarme la habitación.
Siempre quise vivir en el centro de Barcelona, donde está el mejor ambiente
para una artista inquieta como yo.
Acto seguido, Charlotte y Mía chocaron sus copas. Esta última sintió una
creciente admiración por la francesa. Ese nivel de independencia,
resolución y seguridad era el ideal al que ella aspiraba.
—¿Sigues tú, bad boy? —dijo Luca, haciendo un gesto con la cabeza en
la dirección de Elliot, que chasqueó la lengua.
—No hay mucho que decir. Crecí en Canadá, discutí con mi padre, me fui
de casa. Fin.
—¿No le piensas decir que también eres un rico heredero? —insistió
Luca.
—¿Por qué no se lo dices tú? —replicó Elliot, entrecerrando los ojos.
—Su familia está forrada —dijo Luca, tomándole la palabra. Se acomodó
en el borde del sillón y miró a Mía con sus enormes ojos bien abiertos. Sus
manos estaban estiradas y activas, entregadas a la narración que quería
hacer—. Si gugleas el apellido «Cole», te saldrá que son dueños de uno de
los mayores conglomerados inmobiliarios de Canadá. ¡Ahora están por toda
Europa! También…
—No hablaba en serio, ¿sabes? —interrumpió Elliot, aclarándose la
garganta. Su mirada se tornó rencorosa ante un recuerdo desagradable—.
Sí, mi familia tiene dinero por los bienes raíces. Se supone que debía
graduarme y empezar a ayudar a mi padre con sus negocios, pero no salió
bien.
—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó Mía con curiosidad.
—Para empezar, que me di cuenta de que no soportaba dedicarme a ese
negocio —dijo con una mueca—. No es lo mío. Cuando le dije a mi padre
que estaba pensando estudiar otra carrera y dedicarme a algo distinto, se
puso furioso. —Se ahorró el detalle de que su padre lo había llamado su
mayor vergüenza y decepción, minutos antes de voltearle la cara con un
fuerte revés de la mano—. Nos peleamos, y desaparecí del mapa. No le dije
a dónde iba ni cuándo volvería. Eso fue hace dos años. Decidí que iba a
pasarlo bien y a divertirme mientras pudiera hacerlo. Me quedé en
Barcelona por el ambiente de fiesta y una noche conocí a Alan. ¡Él sí que
me entendía! Salíamos casi cada noche de juerga, me presentó a un montón
de personas, y terminó ofreciéndome vivir aquí. Era un tío increíble,
siempre de buen humor, siempre alegre… —Sus ojos denotaron nostalgia.
Alan había sido para Elliot como el hermano mayor comprensivo que nunca
tuvo. Uno que podría haberlo protegido de la severidad de su padre—. Él
me decía que hiciera las cosas a mi ritmo, que no dejara que otros
decidieran cuál era mi destino… Le debo mucho… —dijo con voz
ligeramente ahogada.
Álex apretó los dientes. Sintió celos de Elliot en ese momento. Anhelo por
la conexión tan natural que se había dado entre él y su hermano. Casi
parecía que el rubio lo extrañaba más que él, y eso lo incomodó.
—Alan suena como un gran sujeto —dijo Mía de pronto con voz dulce.
—Lo era —concordó Elliot—. Y nadie puede ocupar su lugar —añadió,
mirando a su casero sin disimulo. Álex le sostuvo la mirada con frialdad.
—Alan nos dio un santuario —continuó Charlotte con tono poético—.
¿No lo véis? Alan nos conectó.
De modo instintivo, todos chocaron sus copas en un humilde brindis. Mía
pudo ver cómo el recuerdo de Alan vivía a través de esas personas. Se
volvió a mirar a Álex, que contemplaba su copa de modo extraño, y podía
jurar que esa expresión tan rara en su rostro era lo más parecido a la tristeza
que le había visto.
Sintió, cómo no, la necesidad de decir algo.
—Álex fue quien me conectó con ustedes. —Los demás voltearon a verla
—. Él me ayudó cuando más lo necesitaba, me invitó a vivir con ustedes.
Le estoy muy agradecida.
Por un momento, la nube de tristeza se despejó de los ojos de Álex, dando
paso a una expresión indescifrable. Leer el rostro de Álex era tan difícil
como interpretar runas antiguas, pero fue el gesto de cubrirse el rostro con
la mano lo que lo hizo ver ¿conmovido, avergonzado, contento?
—Este lugar está lleno de gente unida por conexiones invisibles —dijo
Charlotte con un toque de misticismo.
—Oh, Charlotte, me encanta —Mía se emocionó—. Siempre le buscas el
lado poético a las historias.
—Lo veo como mis fotografías: ¿qué título llevaría esta imagen? La
pienso en mi cabeza y boom. —Hizo un gesto explosivo con su mano—.
Estamos hechos de momentos, de recuerdos. Eso es para mí La Dreta Real,
un momento perfecto de esta etapa de mi vida.
Álex se sintió abrumado. Mía y él eran los únicos que no habían hablado.
Sus miradas se encontraron nuevamente, pero para su sorpresa, ella le guiñó
un ojo e hizo un gesto con la mano que decía: «Relájate». ¿Acaso había
entendido que no tenía ganas de hablar de su pasado?
—Faltan cinco pa las doce —dijo Mía, como si eso los excusara de
continuar la ronda de historias. Álex exhaló con inmenso alivio—. Me
parece un buen momento para darles sus regalos. —Los demás la miraron
intrigados. Ella se sonrojó—. Son solo unos detallitos… Literalmente los
compré en un chino...
—Vaya, me muero de ganas —resopló Elliot, ganándose un codazo de
Luca. Un gesto de confianza que lo tomó por sorpresa. Aquel estaba siendo
un año nuevo en el que sus interacciones no eran las habituales.
Mía recogió una bolsa grande detrás del árbol de Navidad, todavía
hermoso y brillante, y de ella extrajo tres cajitas de regalo que las extendió
a sus amigos. Dentro había una variación del mismo modelo de llavero: una
corona plateada con ornamentos rojo carmesí en las puntas, con la inicial de
cada uno grabada en el centro.
—Sé que es una tontería, pero los vi en la tienda y creí que eran perfectos.
—Mía jugueteaba nerviosa con su pelo, expectante a sus reacciones.
Charlotte se levantó con elegancia de su asiento y la envolvió en un
abrazo. Luca colocó su llavero inmediatamente en su juego de llaves y le
dio las gracias mientras le alborotaba el pelo con una mano de hermano
mayor. Elliot, jugueteando con su llavero entre sus dedos y aclarándose la
garganta, le regaló un thank you en inglés.
Álex se le acercó al último. Nada de abrazos, ni alborotamiento de
cabellos, ni gestos nerviosos. Contemplaba su llavero fascinado y taciturno,
balanceándolo y leyendo la «A» frente a sus ojos azules. «A» de Álex, no
de Alan.
—No tienes que usarlo si no quieres —se apresuró a decir Mía,
confundida por su expresión seria.
Álex apretó su regalo contra su pecho, como si ella hubiera querido
arrebatárselo y la idea lo espantara.
—Lo usaré —le aseguró. Mía le sonrió con ojos brillantes, y el corazón de
Álex dio un vuelco, obligándolo a desviar la mirada. Charlotte, que había
sacado su cámara de la nada, lo atacó con su flash. Aquel era un momento
digno de ser preservado.
Se acomodaron todos para una foto.
—Mmm..., si tuviera que ponerle título a esta imagen —empezó
Charlotte, examinando el resultado final—, diría que parecemos una
«familia real».
—¿No será «una familia de verdad»? —preguntó Mía.
—No, no, lo dice por las coronas. ¿Sería... «real familia»? —terció Luca.
—Si con esas estamos, debería ser «la famille royale» en francés, ¿no? —
repuso Álex.
—Ya déjense de estupideces e internacionalicemos la cosa: The Royals, y
punto —concluyó Elliot.
—¿Por qué internacionalizar significa llevarlo todo al inglés? —rio Luca,
ante lo que Elliot solo se encogió de hombros, como diciendo: «Yo no hago
las reglas».
Fue una sorpresa que los demás encontraran acertada una sugerencia de
Elliot, pero el nombre quedó. Minutos después, hicieron juntos el conteo
hacia las doce de la noche, se atragantaron como Dios manda con las uvas
con cada campanada, y brindaron con champán el nacimiento de los Royals
de La Dreta Real.
Capítulo 15

Tablas de picoteo
Las tablas de picoteo te sacarán de apuros. Echa todo lo que se guarde fresco o
en nevera: carnes curadas, quesos, fruta fresca... ¡Ponte creativa!

Consejo de mami sobre


las tablas de picoteo

Mía era una Royal. Una Royal de La Dreta Real.


Pertenecía a un grupo, a uno importante, el mejor que podría haberse
imaginado. ¡No cabía en su alegría! Pero las cosas buenas no acababan allí.
Acababa de cumplir un año en España, su trabajo y su relación con su jefa
eran sorprendentemente estables, su labor de cocinera iba viento en popa y
estaba logrando ahorrar lo suficiente para ayudar a su padre sin quedarse
con treinta euros en su cuenta.
Brindó por este último punto con Charlotte, con quien ahora salía casi
todas las tardes a pasear por las aceras empedradas y calles antiguas del
Barrio Gótico en busca de cafeterías encantadoras y, por pedido de la
francesa, bares donde pudieran tomarse un buen vino sin gastar demasiado.
—Te lo ruego, chérie, déjame acompañarte en nuestra próxima salida a
que te compres ropa nueva —le dijo la francesa un día, casi implorando con
la mirada.
—¿Qué tiene de malo mi ropa? —preguntó Mía con tono afligido.
Charlotte la miró con compasión y le puso una mano en el hombro.
—Sé que eres una bella persona, chérie, bellísima. He visto el cuidado
que le pones a nuestra comida, cómo te has interesado en nuestros gustos…
—Ay, Charlotte, graci...
—¡Pero no hay manera, ni en un millón de años, de que los demás puedan
darse cuenta de la hermosa persona que eres, si no te sabes presentar! —la
interrumpió, señalando sus ropas con horror.
Ouch.
—Si tú lo dices… —concedió Mía antes de poner una cara angustiada—.
Pero… vale, está lo de la ropa, pero es que no me sé arreglar tampoco. No
soy como tú. No sé hacer magia.
—Yo te enseñaré a usar la magia —prometió Charlotte, llevándose una
mano al pecho con confianza.
Charlotte le enseñó a usar las sombras, colorete y pintalabios. También le
mostró cómo estilizar sus largos cabellos en variedades de peinados
sencillos y cómo escoger su vestimenta con su limitado presupuesto. Mía, a
cambio, le devolvió el favor mostrándole recetas fáciles con las que pudiera
sorprender a Danielle la próxima vez que la viera.
—Las tablas de picoteo no fallan para una cena rápida —le garantizó a
Charlotte—. Y a ti, que te gusta armar cosas hermosas, te encantará ponerle
tu estilo a una tabla decorada…
Los viernes, después de que Gloria se tomaba el café con ellas y les
dejaba el piso a tono, las chicas se dirigían a la cocina, donde el aire se
llenaba de un agradable aroma a café recién hecho y pan tostado. Con
cuidado, depositaban sobre una tabla de madera las más suculentas
combinaciones de quesos europeos, cuyos aromas variados se entrelazaban
en una sinfonía tentadora. Las crujientes crudités de apio y zanahoria
ofrecían una textura fresca y un estallido de sabor en cada bocado. El lomo
de jabalí y el jamón ibérico, dispuestos en finas láminas, exudaban su rica
esencia ahumada. El salchichón, con su aroma especiado, añadía un toque
de picante a la mezcla.
Mientras tanto, el hummus de garbanzos, untuoso y sabroso, aportaba una
nota cremosa a la tabla. Los kiwis y las uvas frescas se sumaban al festín
con su dulzura jugosa, y las almendras tostadas añadían un crujido
satisfactorio. Charlotte, con una sonrisa de anticipación, tomaba su cámara
y capturaba cada detalle de la elaborada tabla desde diversos ángulos,
inmortalizando la belleza y la tentación de los ingredientes.
Finalmente, las dos amigas llevaban su obra maestra culinaria al segundo
salón más cotizado de La Dreta Real: el de juegos. Allí, se sumergían en la
suavidad de los pufs multicolores que se extendían sobre la mullida
alfombra color crema. El ambiente estaba cargado de emoción y
camaradería, mientras la pantalla blanca esperaba para proyectar películas
que acompañarían su cena fría y su compañía mutua.
Aquel ritual se volvió tan cotizado que los muchachos no tardaron en
querer formar parte.
—Qué morro tenéis —se quejó Álex, mirando con envidia una de las
espectaculares tablas que habían preparado un viernes. Él había estado
encerrado en su cuarto, cuando las risas de las chicas habían captado su
atención—. ¿Aceptáis a uno más?
—No lo sé. Es tan agradable compartir solo las chicas —se lo pensó
Charlotte, gozando con las miradas de admiración que Álex dirigía
disimuladamente a Mía, que estrenaba esa noche un jersey de punto con
cuello enrollado color verde caqui y se había peinado con un hermoso moño
de bailarina—. ¿Le dejamos, Mía?
—¡Claro, mientras más, mejor! —decretó ella, elevando su copa hacia
Álex con las mejillas coloreadas. Su voz sonó achispada y resuelta.
—¿Cuántas de esas le has dado? —preguntó Álex a Charlotte, señalando
la copa de Mía.
—Ey, que es mi primera de la noche —se defendió esta.
—Eso es lo que tiene la confianza en uno mismo, chérie —dijo Charlotte
con actitud sabia—. Tu humor y tu ánimo mejoran. No es que tú no fueras
alegre antes, pero…
—Me faltaba la magia de mi hada madrina —se le adelantó Mía,
levantándose de su puf y dando una grácil vuelta con los brazos abiertos—.
¡Amo mi ropa nueva! ¿A que es bonita, Álex?
—Sí, Álex, ¿a que es bonita? —soltó Luca con sorna, apareciendo de la
nada y robando jamón ibérico de la tabla de picoteo.
—¿Y tú de dónde has salido? —exclamó Charlotte, sorprendida de que no
lo hubieran escuchado llegar.
—Siempre voy a donde hay comida —alegó Luca, cogiendo un trozo de
queso—. Me atrae casi tanto como la risa de Mía atrae a Álex —añadió
avanzando al lado de este, para que solo él lo oyera. El aludido lo fulminó
con ojos desorbitados.
Elliot apareció a los pocos minutos, atraído por el jolgorio que se
escuchaba desde su cuarto.
—¿Vais y montáis todo esto sin mí? —se quejó el rubio, cogiendo
también un poco de queso de la tabla—. Qué atrevimiento.
—Pero tú normalmente sales los viernes por la noche —lo acusó Mía.
—Puedo hacer ambas cosas —repuso Elliot—. Pongamos una peli o algo,
¿no?
Y así nacieron las noches de películas y picoteo de los viernes. Los
Royals estaban disfrutando de explorar nuevos hitos en su relación.
El que no se sentía del todo cómodo era Álex. Cada semana observaba
como Mía y los demás lo iban dejando atrás, soltándose entre ellos de
forma espontánea y fluida. A él le costaba. Le resultaba insoportable llegar
de la oficina, donde se desenvolvía sin problemas y sus colegas lo seguían,
a un entorno como el que se había formado en La Dreta Real, uno donde el
recuerdo de Alan estaba en boca de todos, haciéndolo sentir insignificante.
Todos estaban avanzando, incluso Mía, que se veía cada vez más cómoda
con su realidad. ¿Por qué él no podía hacer lo mismo? ¿Por qué seguía
dependiendo de su disfraz de Alan para sentirse seguro?
Su conflicto interno pudo con él durante otra noche de viernes. Se planteó
aparecer en el salón de juegos usando una de las camisas de Alan, a ver si
así lograba decir más de dos palabras, pero cuando se vio en el espejo, lo
invadió una sensación de vacío tan grande que se llevó las manos a las
sienes y procedió a echarse agua sobre el cabello engominado.
—¿Álex? —lo llamó la voz de Mía a través de su puerta, dando unos
toquecitos suaves sobre la madera antes de continuar—. Ya íbamos a poner
la película de hoy, ¿te nos unes?
Álex se sobresaltó, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza en su
pecho. La invitación de Mía resonaba en su mente, y un torbellino de
pensamientos y emociones se agitaba en su interior. La tensión crecía con
cada segundo que pasaba.
Ella no conocía a Alan, eso lo sabía. Pero la simple idea de enfrentarse a
su presencia en ese preciso momento le causaba un nudo en el estómago. La
vulnerabilidad de su situación lo hacía sentir como si estuviera al borde de
un abismo emocional.
—¿Álex?
Miró su reflejo en el espejo, sus ojos se encontraron con la mirada de
alguien que luchaba consigo mismo, con sus inseguridades y miedos. La
decepción lo impulsó a buscar una respuesta, una manera de escapar de la
tormenta interna que lo acosaba.
—¿Está todo bien, Álex? —insistió Mía, con voz cada vez más
apremiante, como si pudiera sentir su agitación—. ¿Necesitas algo? ¿Puedo
pasar?
Las palabras de Mía eran un rayo de luz en medio de la oscuridad que lo
rodeaba. Sin embargo, la ansiedad seguía apretando su pecho, amenazando
con ahogarlo. La presión aumentaba, y en un instante de desesperación,
respondió con un grito que resonó en el espacio entre ellos.
—¡No! —ladró él, girándose hacia la puerta con un torbellino de
emociones en su mirada, como si estuviera luchando contra sus propios
demonios.
El sonido de su voz atravesó la puerta, golpeando a Mía con la fuerza de
un puñetazo. La conciencia de su reacción violenta se sumó a la tormenta
de confusión y autodesprecio que lo envolvía. Era una lucha interna que no
sabía cómo enfrentar, una batalla que lo dejaba sintiéndose atrapado y
vulnerable.
—Empezad sin mí —siguió él, ofuscado por su propio comportamiento
—. No me esperéis. —Quería desesperadamente abrir la puerta y explicarle
a Mía lo que estaba sintiendo.
Pero no dijo nada, y en el silencio escuchó los suaves pasos de ella
alejándose melancólicos por el pasillo.
Capítulo 16

Café y bizcocho
Uno de los más grandes placeres en este mundo es tomarse un cafecito con
leche y merendar con un rico trozo de bizcocho. Aquí te dejo una fácil receta de
uno de vainilla bien esponjoso para alegrar tus tardes.

Consejo de mami sobre


las meriendas con café

Un mes. Había pasado un mes desde que Álex había empezado a ignorarla.
Mía no sabía qué hacer. ¿A qué deidad espiritual había ofendido o qué error
había cometido para ganarse este escarmiento? De haberlo sabido, nunca
hubiera tocado a su puerta la otra noche.
Al principio pensó que Álex solo estaba cansado. Había vuelto a
encerrarse en su habitación la mayor parte del tiempo, no estaba
acompañándolos en las noches de películas y tablas de picoteo. Pero lo que
encendió las alarmas de Mía fue que había dejado de subir a la terraza a
comer con ella.
Tendría que conformarse con el Álex alegre que hoy hablaba en la sala de
conferencias del Square.
—Estamos cerrando el primer trimestre del año, y hemos lanzado ocho
nuevos juegos en distintos operadores del mercado europeo y cinco en el
asiático. Creo que el equipo de Barcelona se ha ganado su derecho a
celebrar este gran éxito, ¿no lo creen? —habló el Álex alegre, trajeado,
elegante y sonriente, a través del micrófono, recibiendo aplausos y vítores
del departamento de juegos. Mía aplaudió lentamente, mirando a todos
lados con incomodidad desde su silla—. Como saben, los de Recursos
Humanos lo han vuelto a petar este año escogiendo la sede para nuestro
encuentro anual con los líderes. —Señalando a una pantalla detrás de él, el
Álex alegre fue pasando unas fotografías de un magnífico hotel de lujo con
piscina y salón de fiestas—. Los esperamos a todos el viernes que viene a
partir de las ocho de la tarde en el hotel Barceló Sants para una conferencia
con los miembros de los equipos de Londres y Madrid, seguido de un
networking donde, sí, habrá barra libre, muchachos, no os preocupéis. —
Hubo más vítores—. El que se anime puede quedarse a la fiesta después de
la cena y los tragos, y todos podremos regresar a casa el sábado después de
habernos dado un chapuzón en la piscina climatizada interior.
Se sentía la expectación en el ambiente. El equipo de juegos donde estaba
Mía no paraba de cuchichear sobre el evento. Ella no había podido asistir el
año pasado porque no había pasado su período de prueba, así que esta sería
su primera fiesta empresarial. Debería haber sido motivo de emoción, pero
¿de qué serviría asistir si su único amigo del trabajo pasaba olímpicamente
de ella?
Tal vez Mía ni siquiera asistiera. Prefería quedarse viendo películas con
sus amigos en La Dreta Real. Los que le quedaban, al menos.
La sesión informativa terminó y Álex alegre se quedó rodeado por su
acostumbrado círculo de colegas. Estos le daban palmadas amistosas en la
espalda y procedían a reír bromas que Mía no escuchaba. Álex alegre tenía
una sonrisa que parecía pintada con marcador permanente, pero a ella le
pareció que lucía cansado, que sus ojeras se marcaban como anclas bajo sus
ojos azules apagados, y que estaba haciendo un enorme esfuerzo por no
arrancarse la corbata que, a todas luces, le daba demasiado calor.
Antes no había notado esos detalles, pero ahora se le hacía imposible no
verlos. Para Mía era evidente que Álex no disfrutaba con su alter ego
sociable.
Al salir del trabajo esa tarde, Mía decidió distraerse dando un paseo por
Passeig de Gràcia. Luca llegaría tarde porque había quedado con el grupo
de amigos con los que hacía juegos de rol, Charlotte había avisado de que
cubriría un evento hasta tarde como fotógrafa y Elliot…, bueno, cuando
Elliot no contestaba el móvil, quería decir que andaba por ahí, divirtiéndose
de cualquier forma que encontrara. Eso significaba que solo estarían Álex y
ella en el piso, y no le apetecía ser ignorada de nuevo.
Sus pies la guiaron por calles que le eran desconocidas. No se había
alejado mucho de La Dreta Real, pero se encontró con locales que no
frecuentaba. Pasó por algunas librerías, tiendas de decoración del hogar,
bazares chinos, mercados pakistaníes, hasta que dio con un bonito café cuya
vitrina exhibía tartas de queso, pasteles de zanahoria con topping de
untuosa crema pastelera, gruesos volcanes de fondant que reclamaban ser
abiertos con una cuchara para derramar su chocolatoso contenido en un
plato…
Mía casi lamentó ya tener un trozo de bizcocho marmoleado de vainilla en
su bolso, pero decididamente el suyo podía competir en sabor con
cualquiera de los otros postres. Decidió comprarse un café y, con suerte, la
chica que atendía la barra estaría lo suficientemente ocupada para no notar
cómo devoraba su contrabando.
Salió a la terraza con su vaso de cartón caliente y tapa de plástico, pero no
había sitio libre a la vista. Vislumbró a una chica que parecía estar a punto
de terminar su taza de café, y Mía aprovechó para acercarse.
—Disculpa, ¿estás por irte? —pidió, levantando su vaso para que la
muchacha lo viera y se apiadara de ella.
—Si quieres siéntate, ya casi estoy. —La chica la invitó a ocupar la silla
frente a ella con un gesto de la mano. Mía aceptó dándole las gracias.
Tomó asiento y, con ojos vigilantes, observó a la chica de la barra que
atendía una fila interminable de clientes. Era su oportunidad, sacó su tupper
de su bolso y cogió un pequeño trozo de bizcocho marmoleado con la
mano, colocándolo en una servilleta junto a su vaso de cartón. La capita
tostada y el interior esponjoso exudaban un aroma dulce a vainilla y frutos
secos que Mía inhaló con satisfacción, preparándose para recibir un
estímulo que alegrara su tarde y la hiciera dejar de pensar en Álex.
Le quitó la tapa al vaso de café, se lo llevó cerca de la nariz para disfrutar
también de su fuerte aroma, y procedió a hacer algo que solo un venezolano
haría: mojó el bizcocho en su bebida. El café caliente penetró la esponjosa
superficie y le confirió un color marrón mezclado con dorado, así como una
nueva textura suave y suntuosa que Mía se llevó a la boca antes de que esta
se deshiciera en su taza. Cerró los ojos de placer mientras el bocado le
inundaba el paladar, dejando escapar una expresión satisfecha.
Cuando abrió los ojos, la otra chica la miraba estupefacta.
«Ay, no, ¿he quedado como una rara otra vez?», pensó.
Pero la muchacha rio. Mía exhaló aliviada.
—El tuyo se ve más bueno que los que están en exhibición. —La chica
señaló con un pulgar hacia la vitrina de la cafetería—. Qué envidia. Se ve
bastante dulce.
—No tiene azúcar, de hecho. Lo hice con eritritol y harina de almendras
—dijo Mía con algo de orgullo. En sus numerosas dietas, había aprendido a
realizar pequeñas variaciones que mejoraban el valor nutricional de sus
postres—. A ver, que no es igual que la tarta de chocolate normal, pero
matas el antojo.
—Yo vivo con antojos —suspiró la otra—. Los dulces son mi perdición.
Eso era un problema, porque a mi novio le encanta el helado de chocolate
que trae trocitos de brownie.
—¡Sé cuál dices! Uf, es buenísimo —coincidió Mía—. 293 calorías que
valen la pena. —La otra la miró sorprendida—. Llevo mucho la cuenta de
esas cosas…, años de dietas.
—No es que te haga falta —la otra quiso hacerle un cumplido—. No se
necesita ser delgada para ser bonita, ¿no?
Mía arqueó una ceja. Su compañera de mesa podría pensar de ese modo,
pero era una rubia espectacular con un cuerpo de infarto. Su abrigo corto de
estilo militar negro con dorado no impedía adivinar unas formas agradables,
y sus pantalones de traje ajustados se adaptaban perfectos a unas piernas
kilométricas y torneadas, por lo que solo podían ser horas de gimnasio.
La chica pareció adivinar sus pensamientos.
—Soy modelo, mantener esto es parte de mi trabajo —dijo con una
sonrisa optimistamente resignada—. Pero preferiría ser catadora de
pasteles, si te soy sincera.
—Suena como un trabajo soñado…
—Firmaría al instante.
—Veo que no soy la única con corazón de gordita —rio Mía. No creía que
fuera a divertirse con una desconocida ese día—. ¿Quieres probar? —Sacó
otro trozo de bizcocho marmoleado de su tupper, cuidando que no la vieran
desde el interior de la cafetería.
—Me encantaría, pero tengo una sesión de fotos más tarde. —La chica
levantó su taza casi vacía, revelando un poco de café negro—. Nada de
leche, crema o azúcar para mí. ¡Me da una pena! con gusto te lo hubiera
aceptado. —Lucía realmente acongojada.
—Toma, llévatelo. —Mía le extendió su tupper—. Así lo pruebas luego
de tu sesión.
—¿En serio? —La chica parpadeó con incredulidad—. No, no, no hace
falta.
—Por favor, me gusta alimentar almas hambrientas —bromeó Mía.
La chica rubia lo consideró un momento, pero cogió el tupper y le dedicó
una mirada curiosa a Mía, como si hubiesen pasado años desde que alguien
le hubiese causado tanto interés.
—Tiene muy buena pinta, en serio. ¿Eres cocinera? —le preguntó.
—Pues… sí, en mi tiempo libre —explicó Mía, sin dar muchos detalles—.
Así que ya sabes, si nos volvemos a ver, te paso recetas que hasta una
modelo como tú podría comer sin culpa.
Al menos por un breve momento, había dejado de pensar en Álex, en
cómo este le estaba haciendo el vacío, pero al ver a la chica rubia ponerse
en pie para irse, supo que ella también debía volver pronto a casa, a la
realidad.
—Eso suena magnífico. A mi novio… —la voz de la chica se apagó por
un momento, intrigando a Mía—, a mi novio y a mí nos gusta venir por acá
de vez en cuando. Dame tu número y así quedamos un día para devolverte
tu tupper.
—Faltaría más. Soy Mía, por cierto. —Tras darle su número de teléfono,
Mía extendió una mano amistosa que la chica estrechó con ganas—. Un
placer.
—Leia —se presentó la rubia con una perfecta sonrisa que sin duda usaría
para su sesión de fotos de más tarde—. Encantada de conocerte, Mía.
Mía se quedó congelada en su sitio. Ni siquiera fue capaz de parpadear de
incredulidad. Leia se alejó agitando una mano a modo de despedida.
Leia.
O en España había varias chicas cuyos padres eran amantes de Star Wars,
o ella acababa de tomarse un café sin darse cuenta con la antigua ocupante
de su cuarto.
Capítulo 17

Reconciliación
A veces, cuando estamos pasando por un momento difícil, se nos va el apetito...

Nota al pie de mami cuando


se ponía filosófica

Álex seguía en la oficina. Uno de los inconvenientes de ser un mánager y de


tener a su cargo varios proyectos era que no era ajeno a echar horas extra
hasta bien entrada la tarde. A veces el tiempo se le iba de las manos, sobre
todo cuando decidía ayudar él mismo con algún aspecto técnico de
programación. No era que le molestase; al contrario, disfrutaba mucho más
con el trabajo de programador, encontrando soluciones creativas a
problemas, peleando contra el código y saliendo victorioso.
Era más fácil que lidiar con las personas.
Encerrado en su despacho privado, hizo una pausa para masajear su frente
con una mano. Estaba agotado, pero satisfecho por haber encontrado la
solución a un servidor que llevaba caído toda la tarde. Por fin podía
recogerse e ir a casa…
Iba a apagar su monitor cuando uno de sus correos abiertos atrajo su
atención a la lista de los empleados que asistirían a la fiesta del día
siguiente. Una llama de curiosidad se prendió en su interior y buscó
instintivamente el nombre de Mía García. No estaba apuntada. ¿Estaría
ignorándolo? No podía decir que la culpara, él estaba haciendo lo propio…,
pero aun así…
«Tal vez debería intentar arreglar las cosas con ella», pensó. Era lo que
quería hacer. Su arranque verbal del otro día había sido un desliz, un error.
No volvería a pasar.
Le entró una llamada desde el móvil, que estaba justo al lado de su juego
de llaves en su escritorio. El nombre de Mía en la pantalla destacó junto al
llavero de Álex, el que tenía aquella A grabada y que había sido un regalo
de su amiga.
Una sensación de pánico lo invadió. ¿Le habría pasado algo a Mía? Por un
momento se la imaginó de nuevo rodando sola su maleta por una calle fría y
desierta. Nunca había cogido tan rápido una llamada.
—¿Qué pasa, Mía? —contestó abruptamente. Del otro lado de la línea,
prácticamente oyó a la chica soltar un chillido de sorpresa—. ¿Estás bien?
—Álex —dijo ella con calma, no parecía agitada, por lo menos. No como
él—. Disculpa que te moleste…
—¿Pero cómo me vas a molestar? —replicó él.
—Bueno, últimamente no hablamos mucho —susurró ella con tristeza.
A Álex se le arrugó el corazón.
—En fin, gracias por contestar —continuó ella—. Es que… ¿estás en
casa?
—Todavía no, ¿por qué? —preguntó él, su inquietud renovada.
—Es que salí a pasear esta tarde, caminé un par de calles y… —Hizo una
pausa. Sonaba avergonzada—. Me he perdido. No reconozco las calles y no
tengo datos en el teléfono para usar el Google Maps.
—¿Qué? —Álex se halló a sí mismo sonriendo, presa de la incredulidad
—. ¿Me estás diciendo que no sabes regresar al piso?
—Sé que estoy cerca, pero no me ubico. Si no estás en casa, no pasa nada,
seguiré caminando —se excusó ella con prisa, pensando que le
incomodaba.
Álex rio pegado a la pantalla. Mía resopló.
—No hace falta que te burles.
—Estas cosas solo te pasan a ti —dijo él, intentando ahogar las risas—.
Salgo ahora, llego en quince minutos. ¿Sobrevivirás hasta entonces?
—… sí. —Álex casi pudo oír cómo la sangre sonrojaba las mejillas de
Mía, cuya respuesta iba cargada de una resignada vergüenza.
La encontró sentada en un banco cerca de La Dreta Real. Literalmente
estaba a cinco minutos andando, pero todo parecía indicar que el sentido de
dirección de Mía era paupérrimo. Cuando lo vio acercarse, su expresión se
iluminó con gratitud. Álex no pudo disimular la sonrisa. Por un momento,
fue como si el incidente de su habitación nunca hubiese ocurrido.
Emprendieron el regreso al piso en silencio, con Álex mirándola de
soslayo. Intentó romper el hielo con el tema que traía fresco de la oficina.
—Quería hablar contigo. —Ella lo miró con interés, casi con esperanza—.
Es sobre el evento de mañana. Si me permites hacerte una sugerencia…
La decepción en los ojos de Mía fue palpable.
—Sé que dicen que es opcional, pero también es fuertemente sugerido que
asistamos como empleados —dijo él lentamente, juntando las palmas de sus
manos para resaltar la importancia del asunto—. Creo que asistir mejoraría
la percepción que tu equipo y que Nuria tienen de ti.
Ella… ¿bufó? ¿Acaso acababa de burlarse de su buena voluntad?
—Y yo que creí que me ibas a hablar de por qué me has estado ignorando
tan groseramente —musitó ella, visiblemente incómoda.
Él abrió la boca como un pez. ¿Así se veía Mía molesta?
—Solo es un consejo —se defendió él haciendo un gesto conciliador.
—Te lo agradezco —respondió ella, que no parecía muy agradecida—.
Qué bueno que el mánager vela por mí. Si tengo suerte, puede que acepte
luego tomarse unas cervezas conmigo en vez de gritarme a través de una
puerta.
Álex no podía creer lo que oía. Mía estaba obviamente enfadada por lo
que había pasado, y estaba sacando su lado más pasivo-agresivo con él.
Resultaba… cómico. No se la veía nada amenazante. Si acaso, se veía como
una niña haciendo un mohín. Parecía que su escasa estatura —él le sacaba
una cabeza entera— solo podía albergar una emoción a la vez. La vio poner
una expresión contrita y jugar con un mechón de su pelo, como si en su
interior se estuviera librando una guerra que repercutiría en lo que diría a
continuación.
—Álex —lo llamó cuando llegaron al portal del piso. Él mantuvo una
cara seria, no quería que Mía se diera cuenta de que su lucha mental le
parecía la cosa más adorable del mundo—. Perdóname, no quise decir esas
cosas. Otra vez has venido en mi ayuda. Soy una malagradecida.
—No pasa nada —la apaciguó él, reprimiendo el deseo de acariciarle la
cabeza con una mano y revolverle sus mechones de pelo negro para
consolarla.
—Es solo que… esto es insoportable. Lamento mucho si pequé de
entrometida la otra noche, supongo que habrás tenido tus razones para
gritarme, solo me sorprendí. Eres tan bueno conmigo siempre que no supe
cómo tomármelo. Y luego fuiste y me empezaste a ignorar y bueno… En
fin, quiero arreglar las cosas. Por favor, por favor, te lo pido, ¿me devuelves
a mi mejor amigo?, y sí, acabo de llamarte así aposta. Lo he estado
reflexionando mucho últimamente, y eres el mejor amigo que he tenido
desde que llegué a este país, no quiero perderte por una estupidez.
«No quiero perderte».
Esas tres palabras resonaron en la cabeza de Álex cual eco. Sus labios se
curvaron hacia arriba y tuvo que llevarse una mano al rostro para ocultar su
expresión de felicidad absoluta. Mía confundió su reacción con desinterés y
lo contempló asustada, atreviéndose a tocarle un brazo para llamar su
atención.
—Prometo más nunca invadir tu privacidad. Sé que en Año Nuevo
también estabas incómodo. No debí proponer que todos contáramos
nuestras historias en grupo. —Se mordió un labio. Deseaba preguntarle a
Álex sobre Alan, sobre Leia, contarle sobre el encuentro que había tenido
con esta última esa misma tarde, pero no a costa de que Álex la apartara de
su vida—. Te prometo que…
—Ya basta, Mía —le rogó él, no porque estuviera molesto, sino porque el
contacto de la mano de Mía con su brazo lo quemaba, le hacía recorrer de
nuevo aquel cosquilleo delicioso que despertaba sus ganas de acercarse,
estrecharla en sus brazos, como cuando habían bailado juntos en
Nochebuena. Debía hacer algo antes de que ella notara lo nervioso que
estaba—. Ha sido mi culpa por gritarte. Fui un capullo. Lo siento. No estaba
molesto contigo, solo avergonzado.
La anterior urgencia del rostro de Mía se transformó en una gloriosa
sonrisa que le marcó los hoyuelos de su rostro. Se inclinó un poco más
hacia él y susurró un «Qué alivio» que fue como almíbar para los oídos de
Álex.
—Ya podré dormir tranquila, Dios mío —exclamó ella como si acabara de
soltar una cruz—. Te agradezco que siempre veles por mí; eres increíble,
Álex. Ah, y ahora que lo pienso, tienes razón sobre lo del evento. Debería
ir… Mañana nos dejaron trabajar desde casa, ¡podríamos ir juntos al sitio
por la tarde!
—Todo resuelto, entonces —anunció él con una voz más bien torpe,
impropia tanto de él mismo como de su imitación de su hermano.
Subieron a La Dreta Real. Todo volvía a la normalidad… excepto…
Su corazón. Este latía alborotado y descontrolado. El sitio donde Mía lo
había tocado todavía le ardía. Nunca se había sentido tan incapaz de
controlarse a sí mismo o a su alrededor. Era espantoso. Era maravilloso.
Aquella sensación no desapareció hasta que logró conciliar el sueño esa
noche.
Capítulo 18

Double-Double
Dicen que si bebes café con leche y azúcar, es que no te gusta el café en
realidad.

Opinión de mami sobre la gente


que no soporta el café negro solo

Mía estaba lista para el evento. Llevaba un cambio de ropa y sus artículos
de aseo personal en una mochila. Pasarían la noche en el Hotel Barceló
Sants, la empresa había costeado los cuartos para que los empleados
pudieran quedarse a dormir sin problema. Al anotarse entre los últimos, a
ella le había tocado compartir habitación. Aunque esto no la incomodaba.
Lo que sí la incomodaba era el desastre que Elliot había armado en la
cocina solo para prepararse un mísero café. Gloria había limpiado temprano
ese día, pero el rubio ya había arruinado su trabajo dejando trastes sucios
por doquier.
—¿Qué… rayos… es… eso? —dijo Mía, horrorizada.
—Un double double —respondió él, pensando que Mía se refería a su
café y no al desorden que había hecho en la cocina—. Siempre me lo pedía
cuando iba al Tim Hortons en Canadá. Es fácil, dos de leche y dos de
azúcar.
—Si es tan fácil, ¿por qué tienes que destrozar la cocina para prepararlo?
—preguntó ella abriendo mucho los ojos—. Derramaste parte del azúcar en
la encimera, y hay restos de café en polvo y gotas de leche de cuando usaste
la licuadora, y… y… ¿Por qué rayos has usado dos cazos para hervir?
—Mezclo leche animal y vegetal —explicó él con el ceño fruncido, como
si su proceso fuera un ritual absolutamente necesario.
—Más te vale limpiar esto para cuando yo vuelva mañana —lo amenazó
ella.
Él dio un bufido e hizo un gesto militar con una mano.
—Yes, ma´am. —Se la quedó mirando con interés—. Te has puesto muy
elegante, ¿no?
Mía se había puesto uno de sus mejores conjuntos para la charla
corporativa. Camisa blanca con mangas bordadas, falda de tipo secretaria
color negro a la cintura y un par de tacones del mismo color que mejoraban
su postura. Llevaba su cabello recogido en un bonito moño alto de
bailarina, dejando que unos mechones cayeran sobre sus hombros. Se veía
ligeramente más adulta, más madura. Hasta se había pintado los labios de
rojo, color que resaltaba con su piel blanca de porcelana.
—Voy a intentar arreglarme mejor para el trabajo a partir de ahora.
Charlotte ya me ha enseñado el camino, me toca continuar su labor —
reconoció Mía.
—¿Irás con Alejandro? —preguntó él, enarcando una ceja—. ¿Vosotros
dos... os habéis liado? —Cada tanto, él le soltaba aquella pregunta. Ella
entornó los ojos, creyendo que lo decía para molestarla.
En realidad, Elliot preguntaba porque en verdad le interesaba la respuesta.
Ahora que era su amigo, no le agradaría ver a Mía emparejada. ¿Tener que
compartirla con alguien? No, gracias. Ella estaba bien ahí, junto a los
Royals, colmándolos de atenciones y amenizando sus aburridas rutinas,
sobre todo la de él, que no se sentía tan cómodo con alguien desde Alan.
—Eso no va a pasar, bobo —replicó ella con enfado, pero Elliot notó que
se le habían coloreado las mejillas—. Álex es ese amigo que es…¡como un
hermano mayor! Exacto, es como un hermano al que puedo admirar: todo
serio, guapo y respetable.
Elliot, de pronto, se sintió irritado. Era cierto que últimamente Alejandro
y él llevaban la fiesta en paz, pero cuando Mía le hacía cumplidos al casero,
algo en él saltaba.
—¿Entonces crees que él no fantasea con llevarte a la cama porque es
muy respetable? —dijo con mofa, sin la más mínima pizca de sensibilidad.
Ella casi lo asesinó con sus expresivos ojos de cervatillo. ¡Dios, qué
divertido era hacerla enojar!
—¡No digas esas cosas, por favor! —se escandalizó ella—. Además..., no
creo que alguien como yo pueda despertarle a Álex ningún mal
pensamiento. —Mía recordó de pronto a Leia, a aquella hermosa rubia con
figura escultural que probablemente había tenido un amorío con Álex. Su
pecho le dolió como si alguien la pinchara con una pequeña aguja repetidas
veces. Un dolor soportable, pero no menos incómodo—. ¡Vamos! Que
nadie fantasea conmigo.
La madre de Mía la había instado a creer en su belleza cuando era niña,
pero la severidad de su padre sobre su peso y las dietas había echado por
tierra esos intentos de construir su autoestima.
—¿Eh? ¿Qué dices? Pues yo... —empezó Elliot, antes de taparse la boca
en un acto reflejo. Desvió la mirada. Había estado a punto de decir: «Pues
yo sí lo he hecho». Gracias a Dios, Mía no se había percatado de su desliz.
—A ver, déjame probar ese double double canadiense —pidió ella,
robándole un sorbo de la enorme taza de café con leche—. Mmm, vale, está
buenísimo. ¿Me quieres quitar el trabajo de cocinera? —Recibió un bufido
como respuesta.
—No es lo mío —dijo Elliot, recuperando su taza de café de manos de
Mía.
—¿Y qué es lo tuyo, Elliot? —quiso saber ella—. ¿Cuáles son las
aspiraciones del heredero de la estirpe de los Cole? —Él bufó ante aquello.
—¿Quieres que te enseñe? —preguntó Elliot con ojos brillantes y
esperanzados, como un niño que quiere mostrar su colección de juguetes
favorita.
Prácticamente la arrastró a su habitación, la cual era mucho más grande
que la de Charlotte o la de Mía. Tenía un enorme balcón privado por el que
la luz del atardecer entraba a raudales, confiriéndole traviesos tonos
amarillos y naranjas a la superficie del escritorio de madera junto al armario
empotrado. El rubio extrajo con cuidado un cuaderno de tapa de cuero
marrón de uno de los cajones.
—No le había mostrado esto a nadie, ¿vale? Ni siquiera a Alan —le
advirtió él, rascándose la nuca con algo de timidez—. No soy fotógrafo
como Charlotte, o escritor como Luca, pero sí me gusta dibujar.
—Dios, Elliot, y que nunca deje de gustarte. Estos son espectaculares.
Mía fue pasando las páginas con expresión anonadada. La mayoría de
dibujos eran de paisajes. Árboles, animales, flores o naturalezas muertas de
gran nivel hechas a lápiz y carboncillo. Otros pocos eran de personajes,
cuyas figuras y estilo la hicieron sonreír al recordarle a las películas de
animación japonesa que Elliot tanto solía ver.
—Me gustan los personajes y el estilo de Miyazaki —se explicó él con
una humildad poco característica, como quien no se siente digno—. A ver,
que no valen nada, pero es como tú con la comida. Me divierto y me paso
horas dibujando... Mi padre los odia.
—Pues a mí me encantan —dijo ella con honestidad, pasando una mano
con cuidado por el borde de las páginas de ese cuaderno tan preciado para
su amigo.
Elliot contuvo la respiración y sonrió. El refuerzo positivo de Mía se
había sentido como un cálido abrazo, uno de los que siempre había
anhelado y que nunca había recibido en su casa. Emocionado, siguió
sacando más cuadernos viejos y se los fue mostrando a Mía, sintiéndose
más y más afortunado de poder mostrarle su afición a alguien.
Ojalá ella no tuviera que marcharse a ese dichoso evento con el aburrido
de Alejandro.
Capítulo 19

Antes de llegar a Sants


¡Te dejo este recordatorio en esta página a la mitad del libro para que recuerdes
que a veces está bien no vivir atada a la cocina, hija!

Nota de mami sobre la importancia


de un descanso

Álex se fustigaba mentalmente mientras fingía que escuchaba la aburrida


conversación que estaba teniendo lugar en la sala de conferencias del hotel.
—¿Todo bien, tío? —le preguntó uno de sus compañeros, mirándolo con
extrañeza—. Qué raro verte tan callado. ¿Ha pasado algo?
Él se obligó a sonreír e inventó una excusa sobre la marcha, aludiendo a
que tenía muchas cosas en la cabeza. Lo cual, de hecho, no era una mentira.
Lo que había pasado una hora antes todavía lo tenía descolocado y
patidifuso.
¿Qué bicho le había picado y lo había hecho comportarse como un chaval
de quince años?
Había salido de su habitación a las seis de la tarde. No le preocupaba
llegar tarde al evento, pues en moto se llegaba a Sants en poco más de
veinte minutos, pero le extrañó no ver a Mía en la cocina ni en el recibidor.
En cambio, le sorprendió escuchar el sonido de su voz proveniente del
cuarto de Elliot. Álex se aproximó a la puerta entreabierta y alcanzó a ver
cómo el rubio sacaba montones de papeles de los cajones de su escritorio y
se los iba pasando con irrefrenable frenesí a Mía, quien los recibía con una
amable sonrisa sentada en la cama.
En la cama de Elliot.
Álex sintió el horrendo pinchazo de los celos. No era la primera vez que
le ocurría al ver a aquellos dos interactuar. Elliot no era precisamente un
santo con las mujeres, pero a Mía la respetaba y la miraba con afecto, y eso
volvía la situación incluso más desesperante para él. No recordaba haber
vivido algo así con Leia, ni con ninguna de sus novias de la universidad.
Sencillamente, no sabía lidiar con los celos porque era la primera vez que
los experimentaba.
—¡Álex!, ¿ya estás listo? Elliot me estaba mostrando sus dibujos mientras
te esperaba —lo saludó Mía alegremente al notar su presencia fantasmal en
el umbral del cuarto de Elliot. No parecía darse cuenta de cuán incómodo
estaba…
Pero Elliot sí. Este dibujó una sonrisa maliciosa, casi infantil, en su rostro.
Se inclinó y le dio un beso a Mía en la mejilla, una vista que le erizó la piel
a Álex. Luego pareció susurrarle algo al oído, haciéndola sonrojar.
Álex se preguntó cuántos años de cárcel podían caerle por arremeter
contra un inquilino.
Con los puños apretados, se obligó a mostrar una sonrisa diplomática. La
camisa de Alan que traía puesta —indispensable para sobrevivir al evento
empresarial— al menos lo ayudaba a mostrarse menos hostil, aunque en su
fuero interno estuviera preguntándose si había algún método sobrenatural
que le permitiera fulminar al rubio sin tocarlo.
—¿Nos vamos, Mía? —logró decir con una ceja temblorosa. Ella volteó,
todavía sonrojada.
—¿Cómo? Sí…, sí. —Se puso de pie y cogió su mochila del suelo,
despidiéndose de Elliot. Este dirigió un condescendiente gesto de despedida
hacia Álex.
—Que vaya bien, Alejandro. —Y sonrió. ¡El condenado le sonrió!
—No seas pesado, Cole —dijo Álex fríamente. Elliot comprendió la razón
de su enojo. Mía solo los miró confundida.
Minutos después, Álex y Mía iban en moto en dirección a Sants. Tenían
un par de comunicadores portátiles adheridos a los cascos, los cuales hacían
posible entablar una conversación entre piloto y pasajero. Aunque solían
usarse para facilitar las cosas en caso de una emergencia, Álex se halló
usándolo para satisfacer su curiosidad.
—¿Qué fue lo que te dijo Elliot en el piso? —dijo con una voz que sonó
como la de un astronauta en una misión espacial.
—¿Cómo? —Mía había entendido a pesar de la estática, pero le había
sorprendido la pregunta. Su voz sonó apenada al agregar—: No ha sido
nada importante. Fue una broma tonta.
Álex calló. Irónicamente, la condenada estática entre los casos acrecentó
una invisible pero evidente tensión que rompió la voluntad de Mía por dejar
pasar el tema.
—Me ha dicho que tuviera cuidado contigo —le soltó.
—¿Cómo? —Esta vez fue él quien había entendido la respuesta, pero se
había quedado a cuadros.
—Eso me ha dicho, que tuviera cuidado contigo —insistió ella—. No le
hagas caso, sabes que siempre anda diciendo tonterías.
«Pues claro que es una tontería», quiso decir Álex, pero no fue capaz. Se
había preocupado tanto de la presencia de Elliot en la vida de Mía que había
renegado de las sensaciones que la chica despertaba en él. ¿Por qué se había
puesto tan feliz cuando le dijo que no quería perderlo?, ¿por qué no podía
ejercer su acto de Alan frente a ella?, ¿por qué tenía que repetirse cada día
su mantra de «Es mi amiga, no debo desearla» para no volverse loco
pensando en su sonrisa?
¿Cómo podía criticar a Elliot por acercarse a Mía si él deseaba, a todas
luces, hacer lo mismo…e incluso más?
Durante el resto del trayecto en moto, Álex llegó a la dolorosa conclusión
de que, si en verdad fuera un buen amigo para Mía, no estaría ofuscado por
cómo los brazos de ella rodeaban su torso, o por cómo sus piernas se
pegaban a las suyas, haciéndole sentir descargas eléctricas que
desembocaban directamente en su entrepierna…
Capítulo 20

Networking y vino
Espero que hayas disfrutado de mi sección dedicada a aperitivos, mi niña.
Recuerda acompañarlos con un buen vinito (pero que no te vea tu padre).

Consejo de mami que


Mía seguirá esta noche

Mía tampoco pudo concentrarse durante la charla en el salón de


conferencias. Luego de que Álex y ella hubieran llegado al hotel, cada uno
había recogido en el lobby la llave de sus respectivas habitaciones y habían
ido a dejar sus cosas, pero ella no paraba de pensar en lo que había dicho
Elliot.
«Ten cuidado con Alejandro, que él no te ve como a una hermana», fueron
sus palabras, que ella había parafraseado para que Álex no se escandalizara
tanto como ella. ¡Elliot no sabía de lo que hablaba! Para empezar, Álex
tenía a Leia…
Aunque… ¿era eso cierto? Nadie en La Dreta Real le había aclarado si
esos dos seguían en contacto. Sin duda parecía que habrían discutido,
haciendo que Leia se fuera del piso, pero Mía la había escuchado con todas
sus letras: la rubia había dicho que tenía novio. Y ese solo podía ser Álex, a
menos que se hubiera buscado a otro en tiempo récord.
Quizá estuvieran pasando por un mal momento. Algo que les
correspondía a ellos dos arreglar. Mía no tenía ningún derecho a
entrometerse…
«Espera, espera, ¿entrometerme? ¡Ni que quisiera estar con Álex!», se
dijo terminándose de un sorbo su copa de champán que los camareros
repartieron cuando los líderes de Londres acabaron su presentación.
Sus ojos viajaron como la aguja de una brújula, apuntando en dirección a
Álex. Como siempre, estaba rodeado de personas, pero esta vez de gente de
altos cargos, líderes que, como él, tenían voz y voto en todos los asuntos
delicados de Square. Se le veía como pez en el agua, apretando manos,
chocando copas y asintiendo enérgicamente con la cabeza cuando la
situación lo ameritaba. Su postura, derecha como una vela, denotaba
seguridad. Llevaba puesto un elegante traje azul que ella no le conocía, y no
llevaba corbata, haciéndolo lucir más cómodo y resuelto.
Mía pensó que se veía muy apuesto. ¿Pero quería estar con él?
Lo había abrazado en la moto —para no morir de susto, porque había sido
su primera vez en una— y había percibido la firmeza de su espalda, la
fuerza que emanaba su cuerpo, así como su calidez. Se había sentido a
salvo, tranquila, cómoda, y muchas otras sensaciones de estabilidad física y
emocional a las que no estaba acostumbrada.
Álex la había ayudado en tantas ocasiones que lo consideraba su roca, su
lugar seguro. ¿Pero quería estar con él?
Sabía que era un hombre bueno, quizá un poco torpe a la hora de
interactuar fuera del trabajo, pero era tierno a su manera, velando por su
bienestar con acciones más que con palabras. Se preguntó cómo sería estar
con Álex, dejarse rodear por aquellos brazos fuertes y recibir un beso en la
mejilla… ¿Sería tierno?, ¿tosco?, ¿dulce?
«¡Basta, Mía, deja de pensar en eso!», gritó en su fuero interno. Mira que
pensar en un beso en la mejilla, todo era culpa de Elliot, que le metía ideas
raras en la cabeza. Ese mismo día el rubio le había dado uno a modo de
despedida.
Pero no la había puesto tan nerviosa como tan solo imaginar el roce de los
labios de Álex contra su piel.
Una chica de Recursos Humanos comunicó por un micrófono que
tendrían una hora libre antes de la cena en el salón de fiestas. Mía suspiró
aliviada y subió a su habitación, que compartía con otras dos compañeras.
Al menos la perspectiva de una fiesta —y quizá algo de baile— pudiera
calmar el torrente de emociones que estaba experimentando. Además, por
fin podría usar el vestido dorado que Charlotte le había regalado…
Pilar y Rosa, sus dos compañeras de cuarto, eran analistas de otro
departamento de Square, pero se mostraron simpáticas con ella. Se
distribuyeron las tres camas de la habitación sin problemas e incluso
conversaron un poco sobre sus opiniones del evento. Mientras Pilar quería
aprovechar la barra libre, Rosa se veía bastante dispuesta a coquetear con
un muchacho que trabajaba en Soporte Técnico. Las dos chicas estuvieron
listas antes que Mía, así que se despidieron y le dijeron que le guardarían un
puesto en el salón de fiestas.
Relajada al encontrarse sola, Mía llevó a cabo los pasos que Charlotte le
había enseñado para arreglarse, desde el secado y planchado de su cabello
—una tarea herculana debido a lo largo que lo tenía— hasta la aplicación
del maquillaje.
Y luego estaba el vestido… Charlotte dijo que le había dejado uno que ya
no usaba, pero Mía sabía que esto había sido una mentirijilla por parte de su
amiga, que quería verla usar ropajes bonitos para variar. Tendría que
agradecérselo luego, porque aquella prenda era sencillamente hermosa. No
tenía mangas y tenía un vertiginoso escote de espalda que la parte más
vanidosa y atrevida de Mía se moría por probar, mientras que el largo le
llegaría poco más de las rodillas y se veía lo suficientemente suelto para
agitar la falda durante la noche entera.
Se contempló en el espejo y pensó, con alegría, que se sentía satisfecha.
Supuso que eso era lo que significaba encontrar su propio estilo. Se veía
delicada, femenina, lista para compartir mesa en un entorno profesional y
luego bailar salsa y merengue hasta que el sol saliera. Le encantaba sentirse
así, tan diferente a su vida pasada de hacía tan solo unos meses, cuando sus
responsabilidades con su padre la consumían a tal grado que vestía como
una pordiosera.
Pensar y cuidar de sí misma se sentía maravilloso. Decidió que esa noche
iba a pasárselo bien. Merecía pasárselo bien.
Al salir de la habitación y bajar a la planta baja, recorrió el pasillo hasta el
salón con una confianza arrolladora. Por primera vez en su vida, sentía que
atraía miradas, se sentía admirada, e incluso se sentía deseada. Así debían
sentirse las mujeres como Charlotte, las mujeres como Leia, pensó. Pero no
era ninguna de ellas, era Mía García, y no pretendía ser nadie más esa
noche.
Se encontró con gente de su equipo, así como con Pilar y Rosa —que ya
conversaba animadamente con el chico de soporte que le gustaba—. El
buen humor inundó el ambiente, sobre todo cuando los primeros platos y
tragos empezaron a venir. Mía se dijo a sí misma que disfrutaría llenando su
copa toda la noche. Su mesa brindaba entre risas joviales en intervalos cada
vez más cortos, volviéndose oficialmente «la mesa divertida» por la que
todos se pasaban para contagiarse de la alegría.
Buscó a Álex un par de veces con la mirada, pero este estaba atrapado en
«la mesa de la gente importante», conformada por otros mánager, líderes de
producto, gerentes y demás crema y nata de Square. Él se había quitado la
chaqueta de su traje, revelando una camisa negra formal que también se
veía nueva, y que le sentaba como si un sastre la hubiera hecho a su medida.
Sus brazos, hombros y espalda lo hacían ver tan imponente…
«¿Vas a seguir con la guachafita, Mía García?», se dijo a sí misma en
venezolano. No había frase en castellano que encapsulara lo ridícula que se
sentía por seguir viendo a Álex embobada. Algunos de sus compañeros de
mesa se animaron a bailar después de la cena, y ella se les unió para
distraerse. Si tan solo su mirada y la de Álex dejaran de encontrarse cada
dos minutos, pero era misión imposible. Esa noche algo los atraía con una
fuerza mayor a la ley de gravedad, causando que ambos se vieran, sonrieran
y desviaran la mirada con sonrisas torpes y repitieran ese bucle infinito.
Quizá no querían que terminara. Y de hacerlo, que fuera porque uno por
fin se acercara a donde estaba el otro…
Mía bailó un par de canciones más con un compañero de su mesa, un
muchacho que programaba para otro producto de la compañía, por lo que
nunca lo había visto ni interactuado con él. Tenía una energía envidiable,
negándose a dejarla retirarse a descansar. Estuvo a punto de quedar atrapada
en un ritmo lento de bachata —de esos que duraban sus buenos siete
minutos— con él, de no ser porque una voz que ella conocía muy bien los
interrumpió, hablándole al oído para que lo escuchara mejor.
—Ey, Mía, ¿bailamos? —dijo Álex. Cerca, muy cerca de ella.
Era la misma voz que la había salvado de su ataque de pánico cuando se
conocieron, pero su efecto sobre ella era totalmente distinto. En aquel
entonces la había calmado, pero ahora era todo lo contrario. Mía volvió a
imaginarse recibiendo un beso de Álex en la mejilla, luego se atrevió a
imaginar uno en los labios, y sobre todo…
Se imaginó varias situaciones íntimas que podrían implicar que Álex le
susurrara al oído con pasión. Se encontró deseando que la noche trajera
escenarios improbables, mágicos, de esos que solo existen en la
imaginación de las chicas que saben que el romance está a la vuelta de la
esquina.
Supo que nunca más podría volver a pensar en Álex como un hermano.
Capítulo 21

El postre
Después de una cena copiosa, es mejor optar por un postre ligero. Si estás con
alguien especial, unas fresas con chocolate los pondrán a tono… (¡nunca falla!)

Consejo de mami para cenas románticas

Ser mánager tenía otra desventaja: no podías escapar en los eventos


corporativos para disfrutar.
Cuando Álex vio a Mía aparecer en el salón de fiestas, sintió como si el
tiempo se ralentizara y el suelo por donde ella caminaba se convirtiera en
un escenario. Las luces doradas y moradas del salón se convirtieron en
reflectores que envolvían cada uno de sus movimientos. Desde el sutil pero
divino meneo de sus caderas hasta el manto nocturno que dibujaba con su
cabello al mover la cabeza para saludar con esa sonrisa suya. Aquella que
decía: «La vida es hermosa y voy a disfrutarla, ¿quieres disfrutarla
conmigo?».
Y él quería. Santa Madre de Dios, cómo quería.
Pero estaba atrapado en esa maldita mesa, hablando de los objetivos del
siguiente trimestre en un inglés que le salía cada vez menos fluido de lo
desesperado que estaba por levantarse y encontrarse con Mía. No estaba
ciego, así como tampoco lo estaban los otros hombres del evento. Después
de la cena, varios se turnaron para sacarla a bailar; querían una pizca de
aquel encanto, aquella belleza que irradiaba esa noche. Sin embargo, una
parte de él se sentía privilegiado, pues los ojos de ella no dejaban de
encontrarse con los suyos. Quería acercarse a conversar —¡quizá incluso
bailar!—, cualquier cosa que le permitiera contemplar mejor esos ojos hasta
perderse en ellos.
¡Y ahí estaba él, atrapado, atado a su silla por las convenciones sociales
empresariales!
Agotó su nivel básico de cortesía cuando vio que uno de los
programadores de uno de sus proyectos (un chaval brasileño al que le
gustaba la marcha) acomodaba muy alegremente su mano sobre la cintura
de Mía. Fue como si le acabasen de dar un latigazo en la espalda,
obligándolo a ponerse de pie. Los de su mesa lo miraron sin comprender su
abrupta e inesperada reacción.
—Sorry, be right back —balbuceó tan rápido que en realidad había
sonado como un vi rait bak. ¡A tomar por saco el inglés en ese momento!
Se preguntó cuál sería el portugués para «Cuidado con esa mano, chaval».
Álex no se consideraba a sí mismo un hombre celoso. Si Mía quería bailar
con alguien, no había problema. Cuando sí había un problema era cuando
era evidente que ella no quería. Álex se había vuelto un experto en
interpretar esa sonrisa que tanto le gustaba de ella, había aprendido que el
labio superior ligeramente arrugado a la derecha significaba timidez, una
mordedura en el labio inferior era nerviosismo, los dientes expuestos era
felicidad absoluta…, excepto cuando sus ojos veían a todos lados y sus
cejas casi se tocaban de lo contraído que se ponía su rostro, como ahora.
Eso era incomodidad.
—Ey, Mía, ¿bailamos? —murmuró en su oído. Ella volteó a verlo como si
fuera el condenado príncipe Felipe que había llegado a salvarla de un feroz
dragón.
—¡Álex! —exclamó ella con alegría—. ¡Sí! Quiero decir, claro, si
quieres… ¿Te importa si bailo con él? —preguntó girándose educadamente
hacia el chaval brasileño. Este, aunque decepcionado, meneó con la cabeza
y siguió su camino, buscando una nueva compañera de bachata. Mía suspiró
hacia Álex—. ¡Gracias!, este tenía la mano un poco larga…
«Pues díselo la próxima vez», quiso decir Álex, pero no le pareció el
momento de sonar aleccionador. Sabía que Mía podía ser asertiva cuando
era necesario. Era su exagerada educación y consideración lo que la
impedía ser tajante con los demás. Irónicamente, esa parte empática de ella
también le resultaba encantadora. Mía era genuina, dulce y tierna, el tipo de
persona cuya energía bondadosa atraía a las personas.
A él lo había atraído, eso era indiscutible. De lo contrario, no estaría
bailando ahora mismo una bachata, con aquellos ritmos rápidos que se
volvían lentos y luego rápidos otra vez, y haciendo el ridículo solo para
estar cerca de ella. Al menos la mitad de la empresa estaba tan ocupada
bebiendo y bailando que nadie parecía reparar especialmente en su
lamentable, aunque divertido, espectáculo.
Mía se apiadó de él en cuanto la canción terminó. Lo tomó de la mano y
lo arrastró fuera de la pista de baile.
—Muero de calor —anunció ella, haciéndose una coleta alta mientras él
se maravillaba con el suave brillo que el sudor y la algarabía habían
dispuesto sobre sus hombros y sobre su espalda descubierta…—. ¿Álex?
—¿Cómo? —preguntó él, saliendo de su trance.
—¿Qué dices? ¿Nos tomamos algo en la terraza y descansamos? —
ofreció ella, señalando a los camareros que repartían bebidas por fuera del
salón, en una cómoda terraza exterior que conectaba con uno de los jardines
del hotel.
Él asintió y la siguió. Pidieron unas copas de vino a los camareros y unos
vasitos de postre, fresas con chocolate, que se dispusieron a disfrutar junto
al aire fresco nocturno. No había nadie más en la terraza, por lo que la
noche estrellada, coronada por una inmensa luna llena de vibrante color
amarillo, los bañó con su luz y aura de misticismo. La música del salón se
convirtió en un ruido de fondo mezclado con el sonido de los grillos y de la
brisa que mecía las plantas del jardín, brindándoles un refugio ameno para
conversar bajo el manto de la intimidad.
Mía jugaba con su vaso de postre como si estuviera analizando si debía
comerlo o no. A veces hacía eso. Álex se preguntó si tenía que ver con su
período de sobrepeso del pasado. Le hubiera gustado decirle que podía
comer tranquila, que merecía disfrutar de la dulzura de las fresas y de la
suntuosidad de aquel mousse de chocolate, que él no la iba a regañar o a
juzgar por comerse un postre. Aunque quizá ese fuera un tema sensible para
ella.
En su lugar, Álex aprovechó la oportunidad y le habló a Mía sobre el otro
tema que tenía en la cabeza.
—Sabes que no tienes que bailar con alguien si no quieres, ¿verdad? —
dijo pensando todavía en el muchacho brasileño. Y añadió—: En general,
no tienes que hacer cosas que no quieras solo por quedar bien con la gente.
—Lo sé, lo sé —concedió ella, dejando su vaso de postre sobre una de las
mesas decorativas de la terraza—. Me cuesta un poco decir «no».
—Es muy fácil —dijo él, enarcando una ceja, mirando por un momento al
vaso de postre abandonado. Supo que ella no lo volvería a coger y que
pronto pasaría a ser un manjar para los insectos del jardín.
—Quizá para ti —bromeó ella, y él supo que se refería a la noche en la
que él le había gritado aquel «¡no!». Al ver su expresión contrita, Mía le
tocó un brazo—. Estoy bromeando, por si acaso.
—¿Ya me he disculpado por eso? Porque lamento haberte gritado —dijo
él apresuradamente. No quería que ese recuerdo siguiera atormentándolos.
—Tómatelo con soda, hombre —dijo ella, sonriendo.
—¿Qué has dicho? —Él parpadeó sin comprender. Ella se dio un ligero
golpe en la frente con una mano.
—Todavía se me escapan expresiones de Venezuela, disculpa. Tómatelo
con soda es que no te estreses. Es como decir: «No pasada nada, tómatelo
con calma».
—Oh. —Álex se quedó pensativo—. Casi nunca usas expresiones de tu
país.
—Procuro no decirlas, aunque las pienso mucho —dijo ella, dándose
múltiples toquecitos en la sien con un dedo—. No puedo escapar de las
costumbres, supongo. Pero sé que los demás no me entenderían… o se
reirían…
Instintivamente, Álex se acercó un paso más en su dirección.
—Yo no me reiría —le dijo muy serio.
—Eso dices, pero te burlas de mí porque me pierdo en la ciudad.
—Eso es diferente —sonrió él—. Tu sentido de la orientación es terrible.
Ella le dio un pequeño golpe en el brazo a modo de camaradería. Luego le
explicó que en Venezuela las calles no tenían números como en España.
Allí era un suplicio ubicarse, especialmente en las ciudades más antiguas
como Caracas o Maracaibo, donde las calles sinuosas y los pasajes
estrechos llevaban a un laberinto de encantadores callejones. Uno siempre
usaba referencias del tipo: «la casa pintada de verde» o «el kiosco donde
siempre hay un perro dormido y una mata de mango», era como si cada
rincón de la ciudad tuviera su propia historia y personalidad.
Álex soltó una carcajada, imaginándose el caos. Podía visualizar cómo la
gente daba direcciones en función de puntos de referencia únicos, como los
coloridos murales que adornaban las esquinas o los árboles frutales que Mía
describía, creando un paisaje urbano tan distintivo y vibrante como
seguramente lo era el espíritu de su gente.
—¿Extrañas Venezuela? —preguntó él. Se hizo un silencio extraño. Los
ojos de Mía se abrieron como platos, como si nadie hubiera mostrado
interés por su pasado en su país. Su labio superior se arrugó hacia la
derecha. Timidez.
—Esa es una pregunta… complicada. Y su respuesta es muy larga.
—Yo no tengo prisa —contestó él, dibujando un círculo con una mano y
rodeando el jardín que los rodeaba—. Aquí se está muy bien.
—Pues si te hablo de mi pasado… —comenzó ella, y lo miró con una
expresión traviesa—, tú tienes que hablarme del tuyo primero.
Álex tragó saliva. Una parte de él quiso retirarse, alejarse. Pero otra, la
que se sentía arropada por el encanto de su acompañante, lo instó a dar otro
paso hacia ella. Ahora estaban cerca. Muy cerca.
—Vale, ¿qué quieres saber? —La miró morderse el labio inferior.
¿Nervios?
—Me gustaría que me hablaras de tu hermano Alan —dijo ella por fin—.
Y de Leia —añadió, jugueteando con un mechón de su cabello.
Como si lo hubieran noqueado y el mundo diera vueltas, Álex se sostuvo
la cabeza. Quiso huir.
Luego miro a Mía. Y quiso quedarse.
Decidió quedarse.
Cogió aire hasta que le dolieron los pulmones, y en una exhalación
profunda sacó cualquier miedo que antaño lo hubiera atormentado a la hora
de hablar de su hermano.
Era hora de hablar sobre el accidente de Alan.
Capítulo 22

Alan y Leia
...

Mía no fue capaz de recordar ningún consejo de mami, ya que escuchaba


atentamente el relato de Álex

—Alan y yo heredamos La Dreta Real de unos familiares de nuestro padre


—empezó a contar Álex, su mirada se perdía en el pasado mientras hablaba,
como si reviviera esos momentos—. Mi hermano consiguió que nos dieran
un préstamo en el banco para pagar el impuesto de sucesiones, y nos
mudamos de Alicante a Barcelona. Aquí había más trabajo, mejores
oportunidades —continuó, sus manos se movían en el aire de manera fluida,
describiendo visualmente el cambio de lugar—. Alquilar las habitaciones
del piso fue idea mía, pero Alan fue quien se encargó de encontrar a los
inquilinos y de todo lo que requería…, pues… ya sabes, hablar con la gente.
Mía lo escuchaba con una invariable atención, sus ojos ávidos se
reflejaban en los suyos, creando un vínculo de complicidad mientras seguía
cada gesto y palabra de Álex.
—Él decía que yo era el cerebro entre nosotros dos, pero él tenía esta…
inteligencia social, sabía lograr que la gente se sintiera cómoda. En Alicante
todo el mundo lo conocía, teníamos un grupo de amigos con los que
salíamos cada semana. Ya ahí se notaba su gusto por la bebida… —
comentó con ojos nublados, como si una tormenta en su cabeza estuviera
cobrando forma—, pero no le di importancia porque nunca le había pasado
nada malo.
—Cuando entré en Square como programador —continuó Álex—, él
estaba trabajando como mánager en una agencia de modelos. Se le daba
bien. Sabía cerrar contratos para sus clientes, y una de ellas resultó ser una
chica rubia, mitad catalana y mitad americana, que lo volvió loco…
—Leia —adivinó Mía, sorprendida de que la chica rubia hubiera sido un
flechazo de Alan y no de Álex.
—Así es. Mientras yo me peleaba con trozos de código hasta las tantas,
mi hermano se empezó a codear con gente bastante variopinta del medio del
espectáculo, casi siempre de fiesta después del curro. Y siempre
acompañado por Leia —mencionó con un toque de nostalgia en su voz,
como si recordara los momentos felices que compartieron juntos—. Se
hicieron pareja de inmediato. —Chasqueó los dedos, haciendo alusión a lo
rápido que se había asentado la relación de su hermano con la rubia.
Álex inhaló profundamente, como si cada bocanada de aire le diera la
fuerza necesaria para relatar lo que había estado guardando durante tanto
tiempo. Mía percibió la tensión en sus hombros, los dedos que apretaban
ligeramente el borde de su copa. Su rostro era un mar de emociones
sombrías, y Mía deseó poder tomarle la mano, ofrecerle algún tipo de apoyo
tangible.
—Cuando terminamos de pagar nuestro préstamo al banco, Alan sintió
que podía permitirse más libertades. Volvió a beber a menudo, cosa que no
hacía desde Alicante. Sé que lo pinto como si solo le importase la marcha y
la fiesta, pero eso solo era una parte de él —dijo Álex con una seriedad que
parecía pesar sobre sus palabras—. En La Dreta Real todos lo querían, lo
consideraban un amigo. Luca, Charlotte, Elliot, todos estaban allí por él. A
menudo salían juntos. Leia también se les unía y, eventualmente, se mudó
con nosotros —agregó—: en tu habitación.
Curioso que él la llamara «su habitación» y no la de Leia. Mía, por alguna
razón, encontró esto como un detalle conmovedor, como si Álex no la
estuviera comparando con la rubia, aunque ella misma sí lo hiciera. Su
temor de que él prefiriera a la antigua ocupante de su cuarto era una
punzada que la atormentaba con frecuencia.
—Yo no salía con ellos. Pregúntale a cualquiera de los Royals, yo me la
pasaba metido en mi habitación.
—Bueno, todavía lo haces… —aventuró Mía. Él rio.
—No me viste antes —le aseguró él—. Los viernes de películas, las
quedadas en Navidad o Nochevieja jamás habrían ocurrido de no ser por ti.
—La miró con ojos como flechas, directas a su palpitante corazón. Él
carraspeó y continuó—: Alan me insistía y me insistía en que saliera con él,
como cuando vivíamos en Alicante. «Por el recuerdo», me decía. «Quiero
salir con mi hermano el empollón antes de que se convierta en el siguiente
Steve Jobs» —dijo Álex con expresión anhelante. Aquel recuerdo de su
hermano lo llenaba de nostalgia—. Y acepté. Quedamos en que yo
conduciría al regreso, pero tenía tanto tiempo sin beber… Perdí la
costumbre. De hecho, solo soy bebedor social, en realidad no me gusta.
Mía sabía que no mentía. Álex rara vez bebía. Incluso ahora, mientras ella
ya había acabado su copa de vino, Álex todavía hacía girar con
movimientos de muñeca el contenido de la suya, casi llena.
—Esa noche —dijo Álex, su voz quebrándose en el aire, como si cada
palabra le costara un esfuerzo titánico. Mía captó el temblor en sus labios,
la tensión en su mandíbula mientras hablaba—. Estábamos Leia, Alan y yo.
Ella y yo quedamos KO, y aunque Alan también había bebido, decidió
conducir él. —Álex inhaló y exhaló, su pecho subiendo y bajando con cada
respiración temblorosa—. Tuvimos un accidente. Leia y yo estuvimos dos
semanas en el hospital. Ella con heridas superficiales, y yo, que iba de
copiloto, con un brazo y un par de costillas rotas. Y mi hermano…
Álex se llevó una mano al rostro, como Mía había notado que hacía
cuando no quería que otras personas descubrieran sus pensamientos.
Estaban tan cerca que ella podía sentir el ligero temblor de su cuerpo, tan
leve que podría pasar desapercibido. Él se recompuso a una velocidad
increíble, tragando saliva, enderezando la espalda y moviendo los hombros
tensos. De haber estado en su lugar, ella se habría echado a llorar allí
mismo.
De hecho, Mía lloró por Álex. No fue un llanto sonoro o dramático como
el de su crisis existencial en el Prius. No. Fueron dos lágrimas. Una por
Alan, cuya muerte trágica en aquel accidente de coche debía pesar sobre
Álex como la masa de mil planetas, y otra por el propio Álex, que no era
capaz de llorar ante la pérdida que había sufrido.
—Ey —la llamó él con dulzura, girando el cuerpo para acomodarse mejor
frente a ella, acogidos por la calma que los rodeaba ahora que la música de
la fiesta empezaba a menguar—. No llores.
—Ya está, ya está —dijo ella, extendiendo el cuello hacia atrás para que
aquellas dos lágrimas fugitivas no le estropeasen el maquillaje que tanto le
había costado aplicarse sola—. Perdona.
Álex hizo a un lado su copa y, con el cuidado de un artesano por una obra
de arte, limpió aquellas lágrimas con un pulgar. Tiró suavemente del rostro
de Mía y lo depositó sobre su pecho, donde ella se acunó perfectamente,
hecha a su medida, dejándose consolar del mismo modo que ella lo
consolaba a él.
—¿Por qué Leia ya no vive en el piso? —preguntó Mía con voz ahogada,
la duda que la carcomía salía a la luz. Para su sorpresa, Álex no se negó a
responder.
—Porque empecé a actuar como Alan —respondió él con simpleza, como
si ella le acabara de pedir la hora—. Y nos hice daño a los dos. Tanto a ella
como a mí.
Álex le contó a Mía cómo no había sido capaz de deshacerse de las cajas
con las cosas de Alan después de su funeral. Cómo la ausencia de su
hermano lo torturaba, pensando que debía haber sido él quien condujera esa
noche, sobrio, evitando el accidente.
Le contó sobre la primera vez que salió de casa usando una camisa de
Alan, del confort y sosiego que esto le había dado, y de cómo empezó a
hablar en su propio trabajo como su hermano lo habría hecho, ganándose la
simpatía de gente que antes no sabía ni su nombre, haciéndolo sentir que
mantenía vivo un legado invisible pero importante.
Le contó también cómo Leia, confundida y dolorida, había buscado en él
la sombra de Alan, un atisbo del cariño y amor que ellos habían compartido.
Pero que nunca fue más que un teatro, una relación basada en el anhelo
hacia una persona que ambos echaban de menos.
—Entonces sí estuvieron juntos —musitó Mía con un hilillo de voz, su
pecho oprimido al imaginarse a la rubia escultural en la posición donde ella
misma se encontraba ahora: en brazos de Álex.
Él la cogió de la barbilla y la obligó a mirarlo con una delicadeza que,
irónicamente, amenazó con derretir cada uno de los huesos de Mía. Luego
le dedicó una media sonrisa de las suyas, de las burlonas, pero con la
incorporación de algo nuevo y mágico: afecto.
—Ya no. De lo contrario, no estaría haciendo esto. —Y volvió a acariciar
la mejilla de Mía con el pulgar, incendiándole el rostro, donde iba dejando
su estela.
El susurro suave de voces cercanas hizo que ambos se sobresaltaran,
separándose como si un hechizo se hubiera roto de repente. Sus cuerpos se
tensaron, y en el aire parecía flotar una electricidad cargada de deseo
reprimido. A medida que las conversaciones animadas de los otros
invitados llenaban la terraza, Mía y Álex se encontraron rodeados por una
marea de risas y charlas, aunque sus miradas se encontraban y se mantenían
unidas en un abrazo silencioso.
—Creo que debería retirarme por hoy… —dijo Mía con suavidad
mientras desviaba la mirada y se mordía ligeramente el labio. Álex la
observó con una mezcla de aprehensión y deseo. No quería que se fuera, no
cuando la noche parecía contener un abismo de posibilidades entre ellos.
—Si quieres, puedo acompañarte a tu habitación —sugirió Álex con una
rapidez que sorprendió incluso a él mismo. Su mente giraba en una mezcla
de esperanza y temor, preguntándose si esa oferta abriría o cerraría puertas
entre ellos. No importaba; no se permitiría arrepentirse de haberlo dicho.
Mía sonrió, sintiendo un cosquilleo en el estómago que acompañaba su
aceptación. Aunque la propuesta era simple, sabía que había algo más
detrás de las palabras de Álex, algo que los unía en un espacio íntimo de
expectativas y anhelos compartidos.
—Vale —respondió ella, sus piernas luchando por mantenerla en pie a
medida que avanzaban hacia el ascensor y hacia su habitación. La noche se
extendía ante ellos, llena de promesas y posibilidades, y Mía sentía cómo la
emoción la recorría de pies a cabeza.
«En lo que cruce la puerta, se acabó la noche», pensó ella con creciente
agonía. Si tan solo ocurriera algo, ¡lo que fuera!, que le permitiera estar un
rato más a solas con Álex, volver a sentir el tacto de sus dedos sobre su piel,
o atreverse ella misma a tocarlo con la misma ternura y deseo…
Puso la mano sobre la perilla de la puerta de su habitación, pensando en
mil excusas para quedarse junto a Álex, quien estaba detrás de ella,
contemplándola con silencioso anhelo, sus manos en los bolsillos y una
mueca de frustración en la boca.
—Buenas noches —se despidió ella abriendo un poco la puerta,
recriminándose a sí misma su cobardía, cuando de pronto vio algo en el
interior del cuarto que la hizo cerrar la puerta de golpe—. Oh…
—¿Qué ha pasado? —preguntó Álex, un brillo de esperanza en sus ojos
azules.
Por lo que Mía había creído ver, Rosa había conseguido su objetivo de
conquistar al chico de Soporte Técnico. Se estaban dando soporte
mutuamente en la cama de ella ahora mismo. Mía se sonrojó y, entre risas
avergonzadas, le transmitió el mensaje a Álex con señas, quien lo
comprendió al instante y también luchó para reprimir las risas. Con todo,
eran lo suficientemente corteses para no cortarle el rollo a la parejita que se
encontraba en la habitación.
Álex apartó la mirada brevemente, inhalando profundamente como lo
había hecho muchas veces esa noche. Después, con determinación, extendió
un dedo y lo deslizó por la palma de la mano de Mía. Su acción tomó a Mía
por sorpresa, provocándole un pequeño sobresalto que arrancó una risa de
Álex. Sin embargo, ese gesto fortaleció la confianza entre ellos,
permitiéndole a Álex pronunciar las palabras que había estado
considerando:
—¿Sabes?, yo no comparto cuarto con nadie esta noche. Si te parece bien,
podríamos continuar nuestra conversación allí. —La invitación de Álex
sonó casi como una plegaria, como si hubiera dejado su corazón en manos
de Mía y estuviera a la espera de ver cómo lo sostendría. El futuro de esa
pequeña confesión permanecía envuelto en misterio.
Álex juró que sus pies no tocaban el suelo cuando ella sonrió.
—Eso estaría chévere —repuso ella, su voz cargada de entusiasmo, como
si hubiera traído un pedacito de su Venezuela natal a la conversación. Álex
notó la chispa en sus ojos y se preguntó si había algo cultural detrás de su
reacción.
«Aquí fue», pensó Mía en venezolano, una expresión que solía usar
cuando algo importante estaba a punto de suceder. No había expresión
española que pudiera encapsular mejor la sensación que estaba
experimentando: la sensación de que no había marcha atrás, de que quería
estar con Álex más que nunca.
Capítulo 23

Lo que Mía extraña


...

Mía casi no pensó en comida mientras estaba en el cuarto de Álex

Álex no sabía qué hacer.


Había invitado a Mía a su habitación de hotel, presa de un arrebato de
confianza arrolladora, pero ahora se sentía perdido y terriblemente excitado.
No era fanático de esa combinación. Permaneció de pie, con las manos
entrelazadas detrás de él en una postura firme, mientras Mía recorría el
cuarto con curiosidad infantil.
—¡A ti te han dado una cama grande! Las de mi cuarto son pequeñas —
dijo ella, sentándose sobre el colchón como quien está en confianza y
detallando sus alrededores—. ¡Y hasta te han dejado botellas de vino y
copas! ¿Abrimos una? —agregó con picardía—. Ya llevo dos copas de vino,
pero quizá una más…
El tono juguetón de Mía erizó la piel de Álex, quien no estaba seguro de
cómo proceder. En la terraza sus opciones habían sido limitadas, pero
ahora… su cuarto ofrecía un sinfín de posibilidades, una más pecaminosa
que la anterior.
Abrieron una botella de tinto y chocaron sus copas en cuanto Álex se
sentó junto a Mía. El eco de los cristales pareció indicar el conteo regresivo
a un acontecimiento monumental. Ahora solo quedaba esperar…
—Gracias por recibirme acá —dijo Mía, suavizando su expresión con
gratitud tras dar un primer sorbo a su bebida—. No habría podido mirar a
Rosa a la casa de la vergüenza, pero otra vez me has ayudado. —Hizo un
gesto para brindar en su honor—. Eres un tipazo, Álex.
—¿Tipazo? —preguntó él con una media sonrisa irónica. Las frases
venezolanas de Mía a menudo eran fáciles de sacar por el contexto, pero no
por eso dejaban de hacerle gracia.
—Significa que eres un sujeto genial —explicó ella, sus ojos pidiendo
disculpas por la confusión—. No sé por qué no dejan de escapárseme esas
palabras. Creo que es porque estoy en confianza.
—Me siento honrado —alegó él, colocando una mano sobre su pecho de
modo teatral—. Y ya que estamos en confianza, ibas a decirme qué extrañas
de Venezuela.
—¡Pensé que se te olvidaría! —Ella se llevó una mano a la frente,
fingiendo una mueca de frustración—. No hay tanto por decir como lo hice
ver.
—Tengo recuerdos en mi Prius que dicen lo contrario —bromeó él,
dándole un suave empujón con un hombro y haciendo perdurar el contacto.
El escote de espalda de Mía lo llamaba como un oasis a un hombre
sediento.
—Eso fue algo muy puntual —se defendió ella, devolviéndole el
empujón, logrando que quedaran, si era posible, incluso más cerca que
antes. Ahora sus piernas se rozaban, mandando ondas deliciosas en todas
direcciones. Ambos contuvieron la respiración por un instante, hasta que
Mía se recuperó—. No le había contado a nadie lo de mi madre, así que
obviamente saqué todo lo que tenía por dentro ese día.
—Debes extrañarla mucho —dijo Álex, compasivo.
—Esa es la cosa… No extraño el país como tal. La extraño a ella, extraño
a mi padre, a mi hermano, a mi sobrinita, al restaurante familiar, a los
recuerdos que tengo de mi ciudad… A veces sueño que estoy allá, que
desayuno arepas con queso blanco rallado y jamón de pavo, que salgo y
paseo por Plaza Francia mientras veo mi cerro del Ávila, o que voy a La
Guaira a mojarme los pies en la playa mientras la brisa del mar me limpia
los pulmones —contó ella con ojos brillantes.
Álex sonrió. La Mía que hablaba con cariño de su ciudad lucía, a todas
luces, como una diosa benevolente y hermosa, como si tuviera en su voz el
poder de dar vida a esas playas, hacer soplar la brisa en esas montañas, o
hacer salir el sol caribeño cada mañana.
—Extraño la música—continuó ella, moviendo los brazos en una especie
de danza de pareja imaginaria—, la salsa, el merengue, el bochinche jocoso
que se armaba por los detalles más nimios. Esa alegría de mi pueblo, de mi
gente, es algo que llevo conmigo y que, sí, extraño cada día. Extraño la
comida, los guisos, el chile, el pimiento dulce, las caraotas negras con
queso, el plátano verde, los tostones con salsa rosa… Son cosas que acá no
puedo preparar porque la gente no está acostumbrada. Pero yo lo hacía todo
el tiempo con mi mami —sonrió ella, su voz llena de amor por su
progenitora ausente—. Te he contado que mi padre es un hombre estricto.
Lo es. Pero es porque me instó a estudiar ingeniería cuando claramente
quería estudiar cocina.
—Seguro solo quería que tuvieras más oportunidades —dijo él con un
tono comprensivo.
—Sí, y tenía razón. Gracias a él fue que obtuve las mejores notas en la
uni, me gradué con honores y obtuve empleo pronto. Eso me ayudó a
obtener mi trabajo aquí, de modo que puedo mandarles dinero ahora que la
cosa está ruda por allá. Pero fue duro en su momento. Debía ser la mejor…
siempre. La más inteligente, la más aplicada, la más puntual, la más
correcta, la más responsable, la más bonita… Obviamente, no pude cumplir
con las expectativas de mi papá. —Su voz se quebró, buscó abrazarse a sí
misma, dándose consuelo—. Sonará como una estupidez, pero cuando
empezó a escasear la comida en Caracas, me dolió que mi papá la tomara
conmigo, controlándome todo lo que comía y en qué cantidades. Luego me
puso el objetivo de 1200 calorías diarias…
—No es una estupidez. Eso suena excesivo —intervino Álex, alarmado—.
Me sorprende que no te enfermaras.
«Eso es otro tema», pensó ella con ojos evasivos. La bulimia que había
desarrollado, producto de su trauma con la comida, iba y volvía, siendo más
intensa cuando el estrés era elevado. Nunca había logrado deshacerse de
ella del todo.
—Por eso tengo mucho que agradecerte. —Se giró hacia él, sonriendo con
ternura—. Gracias a ti me siento con la libertad de dedicarme a lo que me
gusta. Adoro cocinar para ustedes. Me siento unida a mi madre y a mis
raíces. —Meneó la cabeza como quien recuerda una época feliz—. Cada
receta de pollo al horno, guisos de carne, zarzuelas de pescado, verduras
gratinadas… Todo me une un poquito más a ella, siguiendo el camino que
dejó trazado para mí antes de que… —tragó saliva—, antes de que el
cáncer se la llevara.
—Dijiste que entró y salió varias veces del hospital, ¿no? —Álex cogió la
mano de Mía instintivamente. Sus dedos se entrelazaron poco a poco, con
cautela y dulzura.
—Sí…, luchó hasta el final, estoy segura. Fui a despedirme de ella antes
de viajar… —Cogió aire con dificultad, procurando mantener la
compostura—. Me dijo que estaba orgullosa, que me amaba, que no me
arrepintiera de mi decisión de irme. Y no lo haré. —Su mano apretó la de
Álex con fuerza, con resolución—. Creo que venir aquí ha sido la mejor
decisión que he tomado en mi vida. No solo porque aquí sí haya sueldo
digno, comida, luz y agua. También es porque por fin siento que pertenezco
a un sitio, donde por fin tengo amigos que me aceptan como soy y que me
apoyan.
Álex la miró con sorpresa. Intuía que Mía debió sufrir de baja autoestima
por todo lo que había escuchado, pero ya no había motivos para eso. Quiso
llenarla de seguridad, transmitirle un poco de la admiración que sentía él
por ella, por su fuerza, por su optimismo, por su naturaleza tierna y
cuidadora a pesar de las adversidades que había sufrido.
¿Cómo transmitirle todo eso? Le llevaría días, meses enteros, pensar en
las palabras adecuadas, e incluso después, su torpeza no le permitiría
expresarlas. No a Mía, porque con ella no podía fingir ser Alan. Con ella,
solo era Álex, el torpe programador que estaba loco por ella.
—Gracias por escucharme —susurró ella antes de depositar un beso sobre
la mejilla de Álex—. Gracias por invitarme a La Dreta Real. Gracias por ser
tú.
«Por ser tú».
—¿Mía? —la llamó Álex tras unos segundos en los que todo pensamiento
racional en su cabeza quedó reducido a cenizas. Todo su interior ardía.
—Dime —suspiró ella, hipnotizada por la intensidad con la que la
miraban esos ojos azules: como dos profundas piscinas de deseo.
—Quiero besarte —decretó él, ni una pizca de duda en su voz ronca y
anhelante.
Ella contuvo la respiración, sus músculos dejaron de responderle. Creyó
que se desmayaría allí mismo, pero las manos de Álex la sostuvieron
firmemente de los hombros, él buscando cualquier vestigio de duda o
negación en su rostro. Mía lo hubiese retado a encontrarlo, porque todo su
ser pedía a gritos que Álex la hiciera suya.
Al parecer, este último pensamiento logró llegar a él.
—Voy a besarte.
Capítulo 24

Casi

El instinto primario era tan instintivo y poderoso que, irónicamente,


resultaba algo fuera de este mundo. Casi como un superpoder que los
humanos desarrollaban cuando más lo necesitaban. Al menos así lo sintió
Álex, cuyas manos lo guiaron a sujetar el rostro de Mía, acariciándolo con
delicadeza, tal y como ella se lo merecía. Se acercó a aquellos labios rojos
y, cuando los rozó con los suyos, el impacto fue similar al de un proyectil
que le hubiera atravesado el cerebro y le hubiera reventado las ideas, el
sentido común, su percepción del espacio y del tiempo.
No era el primer beso de Álex, ni por asomo. Pero que lo fulminara un
rayo ahora mismo si no era la primera vez que un beso lo estremecía de
aquel modo. Los labios de Mía eran todo lo que estaba bien en este mundo:
eran tiernos, suaves, carnosos, dulces y tímidos al mismo tiempo que
ávidos, correspondiendo a sus movimientos con la justa medida entre
torpeza y erotismo. A medida que los iba recorriendo, saboreando cada
comisura con presteza y devoción, ella iba soltando tenues gemidos que
obraron maravillas sobre su confianza.
Se separó de ella para contemplar su rostro, dejándola con los labios
entreabiertos, anhelando más. Ella abrió los ojos, tanto confundida como
exigente.
—¿Por qué te detienes? —susurró Mía con una voz impregnada de deseo,
apretando un brazo de él con una mano y deslizándose hasta su pecho—.
Me estaba gustando.
«Joder», se dijo a sí mismo Álex, preguntándose si podría mantener el
ritmo lento con el que había empezado aquella operación. Sus necesidades
tomaron formas más apremiantes, como la erección que ahora amenazaba
con reventar la bragueta de su pantalón.
—Quiero probar una cosa —musitó él, deleitándose con la confundida
expresión de Mía—. Avísame si hago algo que te desagrade, por favor.
—¿Qué? —Ella parpadeó un par de veces. ¿Qué pensaba hacerle ese
hombre?
—Que me digas si me paso de la raya, Mía. —No quería espantarla. Con
una mujer como Mía, Álex sentía que debía ser cuidadoso, caballeroso,
pero había algo en la manera que ella tenía de tocarlo que revelaba una
urgencia maravillosa, haciéndolo querer juguetear un poco.
Álex se acercó a una oreja de Mía —esa que le había parecido hermosa
aquella vez que la vio acomodarse un mechón de cabello— y procedió a
mordisquear entre suspiros ahogados. Tras tomarse su tiempo, bajó para
recorrer ese cuello de cisne con sus besos, deteniéndose solo cuando la
esencia de vainilla mezclada con sudor del cuerpo de Mía lo envolvía y lo
excitaba hasta límites insospechados.
La mano que tenía sobre la cintura de ella no se mantuvo ociosa. Le
recorrió ese maravilloso escote de su espalda en su totalidad, disfrutando
con cada esquina, curva y desnivel de su piel. Todo esto a un ritmo que iba
aumentando a medida que el frenesí se iba apropiando de sus mentes. El
cuerpo de Mía temblaba con su tacto firme, como si él fuera el calor y ella
el agua hirviendo con su contacto. La escuchó dejar escapar el gemido más
delicioso que hubiera pasado jamás por sus oídos.
—Ay, Álex. —La inflexión en su voz bailó entre un tono grave y agudo
cargado de pasión. Álex se regodeó en cómo ella cerraba los ojos,
concentrándose en las sensaciones que estaba experimentando gracias a él.
—Avísame si quieres que pare —dijo él con una media sonrisa, como
quien es consciente del poder que tiene en sus manos. Ojalá ella no quisiera
detenerlo, porque se le iba a hacer soberanamente difícil parar ahora que
había visto a Mía excitada.
Mía escaló de un pequeño salto su camino hacia el cuello de Álex y
depositó sobre él un beso cargado de placenteras promesas. Cuando ella lo
mordió suavemente en aquel punto donde sus labios todavía jugaban, Álex
casi se volvió loco.
—No quiero que pares —susurró ella en su oído con todo su cuerpo en
tensión—. Me encanta.
Si alguna vez Álex tuvo su mantra de «Es mi amiga, no debo desearla»,
esa noche lo mandó a tomar por saco. Su mente quedó en blanco, o explotó
en mil colores, o todo y nada a la vez. En ese momento, solo existía Mía, la
mujer a quien deseaba como un desquiciado.
Todos los sentimientos que había querido negar que sentía hacia Mía
desde hacía meses lo poseyeron. Deslizó las manos hacia los muslos de ella
y apretó con fuerza, ahogando una respiración de gozo, antes de tomar
impulso para levantarla, dichoso de comprobar que ella le envolvía la
cintura con las piernas y se aferraba a él, quedando en una divina postura
que le permitió sentirla pegada contra su sexo.
El rostro de Mía, frente al suyo, adquirió una expresión que nunca había
visto: sus labios entreabiertos y sus enormes ojos marrones almendrados
bien atentos y vibrantes, examinándolo con tanto detalle como si fuera el
primer hombre al que hubiese querido en su vida. Álex estaba fascinado.
Ella siguió tocándolo, lenta y cuidadosamente al principio, tanteando el
terreno, acostumbrándose a la forma de sus hombros, su cuello y su espalda,
apretando con tanta premura como él lo hacía, y soltando una risita
cantarina cuando él dejaba escapar otro suspiro ahogado.
Eso era otra cosa que a Álex solo le ocurría con Mía: soltaba sonidos
extraños. Primero habían sido risas torpes, ahora eran gemidos y suspiros
que lo descolocaban, pero que encontraba imposibles de reprimir. Le
encantaba cómo Mía lo tocaba; no quería que se detuviera jamás.
Aprovechando sus propias manos libres, recorrió cada centímetro de esas
suaves piernas que lo rodeaban, desde sus curvadas pantorrillas hasta la
sección que cubría su vestido dorado. Ella soltó un leve chillido de
sorpresa, haciéndolo reír, acción que luego ella imitó, uniendo su frente con
la de él.
—Nunca he estado con alguien, solo aviso —confesó ella de pronto,
mirándolo a los ojos con súbita timidez. Una parte de Álex se sorprendió
ante esa revelación, pero no podía decir que careciera de sentido. Mía había
vivido una crianza estricta en Venezuela, por lo que apenas ahora estaba
viviendo muchas primeras experiencias.
Ser la primera experiencia de Mía en algo tan íntimo como esto era… una
gran responsabilidad. Una enorme, monumental y condenadamente
maravillosa responsabilidad. Álex volvió a besarla al tiempo que sus manos
apretaban sus caderas, transmitiendo la seguridad y resolución que el
momento demandaba.
—Entonces me encargaré de que te lo pases bien —dijo él, sin dejar de
acariciarla, sintiendo bajo el tacto de sus dedos cómo a ella se le ponía la
piel de gallina.
Ella soltó otra risita melodiosa, como si aquello le hubiese dado los
ánimos necesarios para hacer lo que vino a continuación. Arqueó la espalda
y poco a poco fue moviendo sus caderas hasta quedar incluso más expuesta
a la sólida prueba del deseo de Álex. Al toparse de pleno con su erección,
Mía le sonrió y apretó más los muslos, contoneándose como si bailara a su
alrededor.
Álex no profesaba ninguna religión, pero igual soltó un «¡Dios!» en un
gemido ronco y prolongado. Subió de inmediato las manos para obligar a
Mía a inclinar su rostro y se lanzó a por esos divinos labios como pétalos de
rosa hasta quedarse sin aliento. Cada que volvían a coger aire, la operación
se repetía; ella dándole paso a que su lengua la explorara por dentro y él
rogando que no parase de mover las caderas así. Porque no existía palabra
para describir aquella danza de Mía, un movimiento que le permitía a Álex
sentirla entera, mandando ondas de placer por todo su cuerpo. Supo que era
algo que solo Mía podía hacerle. Solo ella lo hacía sentir así.
De hecho, lo estaba sintiendo tan así que Álex se tuvo que obligar a parar.
—¿Estás bien? —preguntó ella, su respiración entrecortada.
—Sí, sí... —la calmó él, tragando saliva y respirando hondo para
reorganizar sus pensamientos—, es solo que como te sigas moviendo así...
—Aquello pareció divertirla, haciéndola consciente de su propio poder.
—¿Cómo? ¿Así? —fingió inocencia y aumentó un poco el ritmo de su
movimiento, haciendo que Álex casi se corriera.
—¡Mía! —Álex soltó su nombre pidiendo clemencia con ojos cerrados y
el rostro apretado. Por las pupilas dilatadas de Mía, se notaba que estaba
excitándose al verlo reaccionar así—. Espera, Mía, espera… —Aquellas
sinuosas caderas lo estaban matando.
—Dime si me estoy pasando de la raya, Álex. —Ella le devolvió sus
propias palabras con una voz seductora—. Pero, con temor a equivocarme,
diría que te gusta —rio ella, cada vez más cómoda. ¡Y esas caderas seguían!
—Joder —gruñó Álex, forzándose a detener las caderas de Mía
apretándolas con ambas manos, haciéndola gemir. Él la miró con una
sonrisa lobuna, hambrienta—. No me gusta, me encanta, pero dame
tiempo... Dame tiempo para... para... —se aclaró la garganta. Su voz jamás
había sonado tan irreconocible, tan cavernal—. ¡Joder con mi voz! Perdona,
no sé qué me pasa.
—Me gusta tu voz. Perdón…, no me gusta, me encanta —susurró,
besándole en el pecho a medida que le desabotonaba la camisa hasta que
esta acabó en el suelo. Al poco tiempo, lo había tumbado completamente
sobre la cama, acoplándose a la nueva posición horizontal que amenazaba
con desquiciar a Álex.
—¿Segura de que es tu primera vez? —preguntó él, intentando coger aire.
Ella lo miró casi ofendida—. Es que me estás matando con… —acarició las
caderas de Mía antes de volverlas a apretar con urgencia— con esto.
—Literalmente estoy improvisando —rio ella, su rostro brillaba de
excitación—. Solo estoy bailando.
«Necesito aprender a bailar con urgencia», se dijo Álex mientras sus
manos iban levantando el vestido de Mía. Debían quedar en igualdad de
condiciones. Ella lo miró con una mezcla de nerviosismo y expectativa,
ayudándolo a culminar con la tarea de deshacerse de la prenda dorada. Él la
contempló embobado, recriminando con la mirada cuando ella intentó
taparse el pecho con los brazos.
—Quiero mirarte —le pidió. Más bien, le rogó—. Eres preciosa.
—No lo soy —negó ella con la cabeza, una pizca de inseguridad en sus
ojos.
—Eres. Preciosa —repitió él, acentuando cada palabra.
Era su turno de guiarla. De demostrarle cuánto la deseaba. La cogió de la
cintura y la obligó a girar con enérgica agilidad. Ahora era él quien estaba
encima de ella. Depositó un beso en la frente de Mía y fue bajando de
nuevo por su cuello, sus hombros, sus brazos, hasta lamerle los redondos
pechos que le supieron a gloria. Ella temblaba de emoción bajo su peso,
apretándose contra él y dejando escapar suaves suspiros mientras le
acariciaba la espalda y el cabello con dedos afanosos.
Pero justo en el instante en el que él empezaba a aflojar el cinturón de su
pantalón…
Sonó el teléfono de Mía sobre la mesita de noche. ¿A quién demonios se
le ocurría llamarla a las dos de la mañana? Álex intentó fingir que nada
ocurría, quizá ella hiciera lo mismo…
—Álex… —lo llamó ella, deteniendo sus caricias.
—No… —suplicó él.
—Podría ser una emergencia —dijo ella, pidiendo perdón con la mirada.
Álex miró de soslayo el nombre que salía sobre la pantalla del móvil:
«Papá». La familia de Mía la estaba llamando desde Venezuela. Sus ojos se
encontraron y ella volvió a disculparse con aquellos hermosos ojos
marrones, esas dos galaxias brillantes en las que Álex quería perderse para
siempre.
Él suspiró, sabiéndose derrotado. Besó fugazmente los labios de Mía,
dejando que el aroma a vainilla de su piel y de su pelo le dieran fuerzas
como un soldado que va a la guerra, y se dejó caer a su lado en la cama.
Ella lo miró preocupada, pero él hizo un gesto despreciativo con la mano,
aunque por dentro quisiera llorar de la frustración.
—Ve —pronunció con los labios, pero sin emitir sonido.
Ella sonrió con gratitud antes de saltar de la cama. Se colocó su vestido
encima a toda prisa y contestó la videollamada de su padre antes de meterse
en el lavabo. Álex la escuchó exclamar saludos animados, como si no
hubiera pasado nada.
Con todo el respeto que seguramente el padre de Mía se merecía…
¡Maldita fuera su estampa!, se dijo Álex.
Capítulo 25

Alimento para el alma


En esta nueva parte del libro quiero enfatizar la importancia de para quién
cocinamos. Pensar en la sonrisa del ser amado es garantía de que el platillo nos
quedará mucho pero mucho mejor.

Consejo de mami al momento


de cocinar para alguien

El corazón de Mía latía desbocado cuando contestó a la llamada de su


padre. Este se sorprendió de verla maquillada y arreglada —aunque esto
último ya era bastante relativo después de su baile en la cama con Álex—, y
se disculpó porque no había visto la hora antes de marcarle, a lo que ella lo
despreocupó, explicándole que estaba en un evento de la empresa.
—Qué bueno, mi cielo —concedió su padre, con una expresión alegre que
Mía no se esperaba—. De nuevo, perdona que te llame a esta hora, es que
quería compartir las buenas nuevas contigo… ¡Tu hermano ha conseguido
trabajo!
—¿Cóoooooomo? —Mía dejó escapar la pregunta con una larga y sonora
vocal, casi cantando de la alegría que ahora compartía con su padre—.
¿Cómo así? Cuéntamelo todo.
Su padre le contó que su hermano Ernesto, que había sufrido la
declaración de bancarrota de la empresa donde trabajaba y había sido parte
del despido masivo, había encontrado un nuevo puesto como proveedor en
un mercado cercano al restaurante familiar. Estas eran noticias excelentes
para los García, pues esto les daría acceso a ingredientes que escaseaban o
que solían tener que comprar a precios inflados.
Su padre le anunció con ojos vidriosos y voz ahogada que por fin podrían
pagar las deudas del alquiler del local, así como pagar las renovaciones que
había querido hacer desde hacía años. Si todo salía bien, le dijo, no tendría
que volverle a pedir dinero a ella en un buen tiempo. Al escuchar esto, Mía
se quedó petrificada. Quería pellizcarse a ver si dolía, comprobar que no
estaba soñando.
—Sé que este año te has desvivido por nosotros, mi cielo —le dijo su
padre con ternura desde la pantalla, su rostro arrugado y sus canas
incipientes lo hacían ver vulnerable, haciendo que Mía se conmoviera a
niveles insospechados—. Y te lo agradezco mucho. Solo quería que
supieras que tu hermano y yo estamos bien, que echaremos p’alante nuestro
negocito, y que tanto él como yo queremos que te dediques a cuidar mejor
de ti y de tu corazoncito.
Los diminutivos eran comunes en el léxico venezolano. Negocito,
corazoncito, como si fueran cosas nimias o sin importancia, pero
escucharlos en este contexto, de la profunda voz de su padre, despojó a Mía
de miles de preocupaciones que antes cargaba consigo. Vio a su progenitor
rascarse la corta barba, como un rostro lleno de hormiguitas, queriendo
decir algo más.
—Te habíamos visto tan delgada estos meses cuando hablábamos por
llamada… —confesó su padre, su ceño fruncido de preocupación—. He
estado pensando mucho sobre lo duro que te ha tocado, lo mucho que te
has… que te he exigido. No quiero que te sientas obligada a hacer nada por
mí o por tu hermano, hija.
Mía meneó la cabeza y arrugó la boca, insegura sobre lo que su padre
quería decir.
—A lo que voy —continuó él, moviendo una mano como si limpiara
telarañas de su mente—. Si quieres ser ingeniera…
«Nunca quise ser ingeniera», quiso interrumpirlo Mía, presa de viejos
resentimientos, pero se mordió la lengua. Su padre se estaba sincerando, y
deseaba escucharlo.
—… pues sé ingeniera. Yo lo que siempre quise para ti fue darte
herramientas, una educación, alas para que volaras —dijo su padre con voz
animada—. Ahora estás allá, y las oportunidades pueden ser diferentes. Si
quieres ser cocinera… —Mía sintió un nudo en la garganta al oír aquello—,
pues sé cocinera. Nunca es tarde para perseguir ese sueño tan bonito que
tenías de niña.
Mía miró en todas direcciones, pareciendo ante la cámara como si buscara
un fantasma a su alrededor. De pronto, no sabía qué hacer, o qué decir.
Pasado un eterno minuto en el que padre e hija se contemplaron con el
corazón en la mano, ella habló.
—¿Por qué me dices esto ahora, papi? —quiso saber. Necesitaba saber
por qué, después de tanto nadar en un mar tormentoso, su padre al fin la
dejaba llegar a la orilla a descansar.
—Digamos que he estado hablando mucho con tu mami —respondió su
padre. Una lagrimilla fugitiva escapó de sus ojos melancólicos—. Y
también me escribió tu prima Lisbeth.
—¿Lisbeth? —Aquello la sorprendió. Su último encuentro con su prima
no había sido el más llevadero, se había encargado de que su padre no se
enterara.
Aparentemente, Lisbeth seguía en contacto con el padre de Mía. Luego de
romper con Michael —luego de descubrirle una infidelidad, ¡sorpresa,
sorpresa!—, su prima pareció caer en cuenta de los esfuerzos que hacía Mía
por mandar dinero a su familia, privándose de cosas tan básicas como una
cama propia, ropa decente o buena comida. Esto había alarmado tanto al Sr.
Antonio García que se dio cuenta de cuánto pesaban sobre su hija menor las
responsabilidades que le habían adjudicado como la única familiar directa
en el extranjero.
—Vive tu vida, hija —le pidió su padre, quien había entendido lo
verdaderamente importante para él: la felicidad de Mía—. Si tú estás bien,
yo estaré bien.
—Pero ¿y si dejo de ser ingeniera para dedicarme a la cocina y gano
menos dinero? —dijo ella, horrorizada ante la posibilidad de no poder
ayudar si la ocasión lo requería—. Si ocurriese algo…
—Nos las arreglaremos como familia, como siempre lo hemos hecho —
sentenció su padre, sin lugar a réplicas.
Padre e hija se contemplaron con solemnidad. Ambos lloraron en silencio.
Puede que tantas lágrimas pudieran abrumar a personas acostumbradas a la
cercanía de los familiares, a la sensación de inmediatez que solo se
consigue cuando uno sabe que puede coger un autobús, un tren o un avión y
estar en casa en dos horas. Pero para los García, que los separaba un océano
de distancia, sus lágrimas compartidas eran lo más parecido que tenían a
compartir un abrazo. Mía se limpió el rostro, la sal de su llanto le supo a la
sal de la vida, alimento para su alma.
Le dijo a su padre cuánto lo amaba, porque era verdad. A pesar de su
crianza estricta, su nivel de exigencia con ella y su poca habilidad para
gestionar su sensible autoestima, Mía sabía que era un hombre de su
tiempo, poco entrenado en inteligencia emocional, y que lo había hecho lo
mejor que podía.
Nunca era tarde. Su padre acababa de darle el mejor regalo de todos: su
amor y apoyo incondicional. Escogiera lo que escogiera, Mía jamás lo
perdería.
Y eso era todo cuanto necesitaba.
La llamada había durado casi dos horas. Cuando Mía colgó, volvió a
limpiarse el rostro —esta vez con agua y jabón en el lavamanos—, se dio
cuenta de que tenía más mensajes en su móvil de un número desconocido.
De: +34 xxx xxx xxx
Holaaaa, soy Leia. Tía, que me ha encantado tu pastel, tienes
un don en esas manos tuyas. A ver si quedamos en la semana para
darte tu tupper.
Última conexión: Ayer

Mía, que había vivido demasiadas emociones esa noche, se vio superada
por este mensaje. Lanzó una exhalación larga en cuatro tiempos y decidió
que volvería a pensar en ese tema mañana… o mejor dicho, más tarde. Se
preguntó si Álex seguiría despierto, lo había dejado solo mucho tiempo. Las
mejillas le quemaron de solo recordar lo que habían hecho… ¡y lo que
habían estado a punto de hacer!
Pero, cómo no, se lo encontró dormido como un tronco. Dejando el móvil
sobre la mesita de noche, Mía se acostó junto a él, analizando cada
recoveco de su rostro, cada inflexión de su respiración calmada y
armoniosa. Su cabello, alborotado por ella horas antes, desprendía
mechones cortos sobre su frente; mechones que ella acarició con ternura,
dejándose atrapar por su espesor, gozando de cuán infantil era el rostro de
Álex cuando dormía sin ninguna preocupación en el mundo. Era hermoso.
Mía se encontró a sí misma preguntándose cómo sería despertar ella
misma de un sueño y encontrarse con ese rostro.
Como nada la detenía, apagó la luz de la lámpara de la mesita. Dejó que
sus ojos se adaptaran a las sombras que bañaron el rostro de Álex, y se
quedó contemplándolo con una sonrisa optimista, llena de esperanza por el
futuro, hasta quedarse dormida.
Irónicamente, esa noche no tuvo sueños. Durmió en un estado de total y
absoluta paz. El mañana traería nuevos retos, sin duda, pero estaba
preparada para enfrentarlos ahora que su corazón flotaba ligero en un mar
de calma.
Capítulo 26

Tortitas de arroz
Las tortitas de arroz son un desayuno perfecto de fin de semana. Nada como la
suculenta mezcla de masa frita con arroz y mantequilla después de un viernes
movidito.

Consejo de mami sobre un buen desayuno

Elliot supo que algo andaba mal cuando vio llegar a Alejandro y a Mía al
piso.
Esos dos se habían liado. Fijo.
No necesitaba ponerlo en palabras, porque su lenguaje corporal lo decía
todo. Ambos tenían los rostros ruborizados, sus miradas se escaneaban, se
apartaban y luego volvían a buscarse uno al otro, Alejandro se tropezó dos
veces mientras iba a su habitación, volteando a ver a la chica con una
estúpida sonrisa de enamorado en el rostro mientras ella jugaba con su
cabello y reía por lo bajo como una adolescente…
«Hell no!», pensó Elliot, palideciendo cual fantasma. Él no fue el único en
darse cuenta de esa incómoda interacción. Charlotte y Luca, que vieron la
misma escena desde la cocina, atajaron a Mía cuando Alejandro se retiró a
su habitación, acribillándola a preguntas mientras la chica intentaba
inútilmente crear un muro de contención con sus manos extendidas frente a
ella.
—¿Alguien quiere desayunar? Yo muero de hambre —dijo Mía,
intentando distraer a los tres tiburones que nadaban a su alrededor, ávidos
de cotilleos—. Les prepararé tortitas de arroz. Una receta de mi mami.
Freímos el arroz viejo con una masa de harina frita con huevo y lo
endulzamos con azúcar y canela…
—De hecho, eso suena delicioso… —Luca casi se dejó llevar por la
oferta, pero un golpe en su hombro por parte de Charlotte lo trajo a la
realidad—. ¡Espera, no! Digo, sí a las tortitas…, ¡pero no te escaparás,
signorina!
—Ha pasado algo entre tú y Alex, ¿verdad? —adivinó Charlotte con voz
traviesa mientras la señalaba con un dedo acusador. El rostro encendido de
Mía fue respuesta suficiente para los tres. Elliot palideció incluso más.
¿Había algo más blanco que el papel? Si así era, él debía estar de ese color.
Se sintió mareado, apaleado.
—No les diré nada —decretó Mía, sus labios apretados y los ojos
entrecerrados.
—Oh, esa mirada me lo confirma. —Charlotte juntó las palmas de las
manos y lanzó un chillido emocionado que perforó las orejas de Elliot—.
Después de desayunar, me lo contarás absolutamente todo, chérie.
—Qué bien, Álex se veía feliz también —dijo un complacido Luca, como
si acabara de enterarse de que un hermano suyo iba a casarse.
—¡Como sigan así, los dejo sin tortitas! —amenazó Mía, cogiendo un
palo de cocina y agitándolo para espantarlos—. Ahora, fuera, voy a cocinar.
Charlotte y Luca desaparecieron entre risas, pero Elliot se mantuvo
inmóvil. Mía lo miró con cara de circunstancias, como si le rogara que no la
presionara.
A Elliot le importó un pepino.
—What happened? —preguntó a quemarropa—. Vosotros dos…
—Si te digo que sí, ¿me dejas cocinar en paz? —preguntó Mía,
empezando a preparar la mezcla de tortitas con arroz viejo de la nevera,
harina y huevos frescos.
—¿Te has acostado con Alejandro? —Elliot la miró con ojos desorbitados
—. ¡Si eso es justamente lo que te advertí ayer, mujer!
Ella cerró los ojos e inhaló con frustración, apretando con fuerza la masa
de las tortitas entre sus dedos, imaginando que era el cuello de Elliot.
—A ver, Elliot, ¿de cuándo a acá te tengo yo que dar explicaciones a ti?
—lo retó, encarándolo como si él no le sacara medio cuerpo de estatura—.
Y técnicamente, no hicimos nada…
—¿Técnicamente? —repitió él, arrugando la boca.
—Técnicamente —confirmó ella por tercera vez.
No había hecho nada con Álex que implicara dejar de ser virgen, pero sí
había sido la primera vez que amanecía rodeada por los brazos de un
hombre. En algún momento de la noche anterior, ella se había dado la
vuelta y él la había abrazado, sus cuerpos durmieron juntos como dos piezas
perfectas, hechas para estar juntas. Cuando había amanecido, Mía fue
despertada por el cálido aliento de Álex en su cuello, que la llenó de
cosquillas deliciosas que continuaron en un vaivén de sus sentidos hasta que
los dos fueron plenamente conscientes de en dónde y con quién estaban.
Por un momento, ella creyó que él iba a continuar donde se habían
quedado anoche, así se lo hicieron ver las manos de Álex, que la apretaron
contra su cuerpo duro y fuerte. Pero para su sorpresa, él pegó un salto
olímpico fuera de la cama y, carraspeando con algo de vergüenza, dijo que
ella debía volver a su habitación si no quería que sus compañeras de cuarto
sospecharan que había dormido fuera.
Ella había recogido sus cosas, se había intentado acomodar el vestido y el
pelo como pudo y… eso había sido todo.
—Claro que en algún momento debería hablar con Álex —susurró ella,
más para sí misma que para Elliot. Álex había estado callado en el camino
de regreso, como si hubiera tenido un ataque de amnesia y hubiera olvidado
que anoche había llevado al corazón de Mía a nuevos horizontes
inexplorados. Mía meneó la cabeza y le preguntó a Elliot con transparente
sinceridad—: Elliot, tú seguro eres muy popular con las chicas, ¿te has
besado con alguna y luego has fingido demencia al día siguiente?
—Fingido demencia… —repitió él, embuclado en imaginar a Mía
besando a Álex—. Uf, no puedo lidiar con esto hoy —dijo, dispuesto a
abandonar la cocina.
—Está bien, está bien, olvida que no he dicho nada —se excusó ella—.
No te vayas.
—Hace un momento querías que me fuera —dijo él, cruzándose de
brazos.
—Solo si me ibas a preguntar sobre Álex. Puedes quedarte y hacerme
compañía si te estás tranquilito.
—No soy un perro, Mía —exclamó él, ofendido.
Aun así, tomó asiento en la mesa del fondo de la cocina, apoyando un
codo sobre esta y luciendo un ceño fruncido de campeonato.
—Me llamó mi padre… —empezó a contar Mía, la vista fija en la sartén
sobre la que empezaba a vibrar el aceite para freír las tortitas.
—¿Cómo? —preguntó él, suavizando un poco su expresión.
—Fue lo que nos interrumpió a Álex y a mí —confesó ella, todavía de
espaldas hacia él, pero evidentemente estaba azorada por los recuerdos—.
Me dijo que las cosas están mejorando en casa y que me apoya si quiero
dedicarme a la cocina. —Se dio la vuelta y sonrió con todos los dientes,
toda felicidad ahora—. ¿No es maravilloso?
Elliot abrió los ojos con incredulidad. A veces le costaba seguir los
cambiantes estados de ánimo emocionales de Mía, pero cuando se la veía
contenta, era difícil mantenerse serio o enojado. Chasqueó la lengua y se
rascó la nuca, indeciso sobre cómo proceder.
—Eso… está guay. Me alegro por ti —dijo con sinceridad—. Pero ¿acaso
todo tiene que ser con comida, Mía? I mean… you know… your situation
with food —le salieron algunas frases en inglés, como siempre que perdía el
hilo de sus pensamientos—. Tienes un trabajo estable, ¿no? Eso debería
bastar.
Ahora era ella quien lo miraba casi ofendida. Frio un par de tortitas en
silencio, pero Elliot la vio moverse con tal pericia y habilidad, como una
bailarina por la cocina, que intuyó que ella esperaba demostrar un punto. En
menos de dos minutos, ella se sentó a la mesa, posando frente a él un plato
de brillantes colores amarillos de capas tostadas, bañados en una reducción
color ámbar. Los aromas dulzones de la masa de arroz con huevo batido, la
caña de azúcar y la canela abrazaron a Elliot. La presentación era agradable
también, con tres tortitas perfectamente redondas una sobre otra, luciendo
esponjosas y densas a partes iguales, como una perfecta torre de desayuno.
—Enjoy —dijo ella—. Que te aproveche.
En cuanto dio el primer bocado, Elliot no pudo evitar cerrar los ojos de
placer. La masa se deshizo en su boca, todavía caliente y cremosa por
dentro, con aquella reducción dulce que potenciaba el sabor rico de los
granos de arroz. ¡Deseó tener sirope de arce para acompañar aquel plato tan
delicioso!
En cuanto abrió los ojos, Mía lo miraba con una mezcla de suficiencia y
dulzura.
—Vale, vale, te gusta cocinar, lo capto —dijo él, terminando de un bocado
la mitad de otra tortita.
—No es solo cocinar, Elliot. Me gusta cocinar para ustedes. Me gusta ver
feliz a la gente. Me pone contenta. Imagino que es parecido a lo que has de
sentir tú cuando dibujas —dijo ella con voz mística, repleta de sabiduría y
afecto por su sueño, llevándose las manos a su pecho como si guardara un
bello secreto en su interior.
Elliot se la quedó mirando. Una parte de él deseó pedirle que se quedara
quieta, que posara para él como la Madonna que parecía en ese instante, y
sintió su corazón acelerarse.
«Oh, no —pensó horrorizado—. No, no, no, no».
No ahora. No cuando ella acababa de liarse con otro. ¡Con Alejandro, por
el amor de Dios!
Elliot pensó en demasiadas cosas a la vez: en los mensajes de su madre,
que siempre le preguntaba cuándo volvería a casa, en la firme estampa de
su padre, que lo consideraba un fracasado, en el tiempo que llevaba alejado
de su hogar por sentirse incomprendido por su familia, en la calma que
sentía cuando dibujaba, en cómo Alan lo había animado a ser él mismo, y
en cómo Mía había alabado sus infantiles trazos en sus cuadernos…
Tenía que quitarle solemnidad a ese momento, romper la burbuja de
epifanía que amenazaba con reventarle en la cara.
—Booooring —canturreó como un niño aburrido. Mía enarcó una ceja,
creyendo su reflexión desperdiciada—. No es lo mismo, Mía. A mí mi
familia no me apoyaría como la tuya. No después de estar usando el dinero
de mi padre para huir de casa.
—Eso no lo sabes hasta que lo intentes, ¿no? —replicó ella—. Además,
siempre puedes buscar trabajo de lo que amas. Es lo que yo pretendo
hacer… —añadió con un susurro y una sonrisa que volvió a acelerar el
pulso a Elliot.
—Ya me cuentas qué tal cuando falles —se burló él. Ella frunció el ceño.
—Ay, vete a cocer tapioca, Elliot —le soltó ella con los ojos en blanco.
—Que me vaya a cocer… ¿qué? —Él no conocía ninguna frase española
que rezara así. Esta vez, fue ella quien rio.
—Dícese del latino para: «Vete a la mierda» —concretó ella con mofa,
cogiendo algunas tortitas en un tupper y dirigiéndose al recibidor mientras
Elliot ahogaba una risa con la boca abierta de la impresión—. ¡Charlotte,
Luca, les dejo el desayuno en la cocina! No dejen que Elliot repita, que él
ya ha comido. Yo vuelvo en un rato. Voy a verme con… —titubeó—.
Vuelvo en un rato.
La puerta del recibidor sonó, y Elliot se quedó a cuadros, dejándose caer
sobre el espaldar de su silla y riendo como un niño. Solo Mía podía salirse
con la suya de ese modo.
A los pocos minutos, Charlotte y Luca fueron a la cocina para servirse el
desayuno entre discusiones intrascendentes, cotidianas y típicas de sábado
por la mañana. Alejandro apareció poco después, buscando algo —mejor
dicho, a alguien— desde el umbral de la cocina.
—Mía ha salido —anunció Elliot en voz alta, llamando la atención de su
casero—. Cree que has fingido demencia después de besarla.
Los otros tres se quedaron en blanco. Alejandro, para sorpresa de todos,
no se mostró enfadado ni irritado con él, solo se tapó la boca con una mano.
¿Estaba sonrojado? ¡Por el amor de Dios!, ¿en serio? ¿Ni siquiera podría
regodearse en molestarlo un poco?
—¿Fingir demencia? —repitió Álex, azorado—. Qué va, voy a tener que
explicarle que… —sonaba nervioso, como un chaval con su primer amor.
Elliot volvió a chasquear la lengua en frustración a aquel despliegue de
cursilerías.
—Vete a cocer tapioca, Alejandro —le soltó, poniendo en práctica lo que
acababa de aprender, al tiempo que volvía a su habitación. Al menos pudo
regodearse con la expresión confundida de su casero.
Una vez en su cuarto, se vio incapaz de quedarse tranquilo. Había hecho
planes para salir, pero había perdido el interés. En su lugar, se puso a
dibujar. Perdió la noción del tiempo, entregado a los trazos donde plasmaba
a una modelo imaginaria, sin rostro particularmente definido, pero con ojos
de cervatillo y sonrisa de Madonna.
Horas después, Elliot respondería a uno de los mensajes de su madre. Y
después de eso soltaría maldiciones en un resignado inglés mientras se
descargaba la aplicación de LinkedIn en su móvil.
Capítulo 27

Un tupper por otro


La comida tiene la magia de unir a personas de entornos y mundos
completamente diferentes.

Una de las notas más poéticas,


pero ciertas, de mami

Mía pidió un café con leche y se sentó en donde Leia pudiera verla.
Habían quedado en la misma cafetería de la otra vez, cuando se habían
conocido por casualidad, pero ahora los nervios de Mía eran palpables. No
paraba de morderse el labio y de jugar con su pelo. Cuando por fin divisó a
la rubia acercarse agitando un brazo, su mente se paralizó. ¿Qué había ido
ella a hacer allí exactamente?
La verdad, no lo tenía muy claro. Sabía que Leia era modelo, que era la
antigua ocupante de su cuarto en La Dreta Real, que había sido novia de
Alan —y luego parcialmente de Álex—, y que lo extrañaba; de lo contrario,
no le habría hablado de «su novio» en tiempo presente a Mía. Pero, aparte
de esos detalles, no conocía nada más de la chica rubia. ¿Por qué le causaba
tanta curiosidad conocerla?
Leia pidió un café en la barra y se sentó a la mesa con Mía con una
sonrisa alegre. Se veía preciosa con su pelo rubio en una coleta perfecta que
parecía fijada con laca, y con su conjunto rosa de pantalones y chaleco
corto con mangas. Sus uñas iban pintadas a juego con su ropa y el lápiz
negro en sus párpados la hacía lucir como una Barbie-Cleopatra.
—Gracias por el pastel, Mía —le agradeció Leia, devolviéndole su
tupper. Lo había lavado y colocado en una bolsa, gesto que Mía apreció—.
Estaba buenísimo.
—Te he traído otra cosa, de hecho —dijo Mía, jugando con sus dedos y
guiñando un ojo en señal de vergüenza—. Las acabo de hacer esta mañana
en casa, pero me he pasado y salieron demasiadas… Son tortitas de arroz.
—¡Hala! —Leia cogió el nuevo tupper con una expresión estupefacta—.
¿Pero esto qué es? Nunca nadie había querido alimentarme tanto como tú
—dijo conmovida, colocando una mano teatralmente sobre su pecho. Mía
rio.
—Es mi misión en este mundo —dijo de buena gana, poniendo los brazos
en jarra y levantando el mentón como haría una superheroína.
Ambas conversaron un rato, y Mía en verdad se lo pasó bien. Leia era
educada e interesante. Descubrió que viajaba mucho por su trabajo como
modelo, que hablaba inglés, catalán, francés, italiano y alemán, y que no
tenía oportunidades de comer comida casera por sus horarios, así como por
sus estrictas dietas, por lo que los dulces de Mía le alegraban el día, aunque
debía tener cuidado de no pasarse si no quería perder la línea.
—Este en particular tiene azúcar —admitió Mía, casi disculpándose—,
pero si lo que quieres son dulces menos calóricos, puedes hacer mousse y
helados con frutas congeladas, también tienes opciones de pasteles sin
harina usando boniatos y… —se interrumpió, su rostro sonrojado al darse
cuenta de que se estaba dejando llevar por el tema—. Perdona, que cuando
hablo de comida…
—No pasa nada, tía —la calmó Leia, agitando una mano como quien
espanta un mosquito—. Me gusta ver a gente tan apasionada con su trabajo.
¿Haces comidas por encargo o algo así?
—No todavía, pero está en mis planes —sonrió Mía, pensando en su
reciente conversación con su padre, en cómo este le había transmitido su
apoyo a seguir su sueño.
—Pues yo seré tu clienta, sin dudarlo —le garantizó Leia—. No es que
tenga demasiados seguidores en redes sociales, pero vamos, que te
recomendaría con los ojos cerrados.
—¡Si solo has probado un pastel marmoleado! —exclamó Mía con
humor.
—Es todo lo que ha hecho falta. —Leia meneó lentamente la cabeza y
agitó una muñeca con elegancia—. Afortunados los que vivan contigo.
—Mis amigos me agradecen los platos que les preparo —dijo Mía con
cariño—. Cada uno tiene gustos particulares, así que eso lo hace más
divertido.
—Uf, no me hables a mí de gustos particulares, que mi novio es un caso
especial —se quejó Leia con una sonrisa irónica.
A Mía se le heló la sangre de repente, pensando que Leia podía estarse
refiriendo a Álex…, pero él le había dicho que no estaban juntos…
—Le gusta experimentar con todo —continuó Leia. Mía subió la mirada
de golpe, extrañada—. No hay salsa que no le eche encima a la pasta o al
arroz, ni mezcla de condimentos que no haya probado. Le gusta combinar
cocina japonesa con tailandesa con… ¡con cualquier cosa, en realidad! —
rio con ganas, seguro recordando anécdotas divertidas relacionadas con
fusiones desastrosas de platillos incompatibles—. Mi Al es de lo que no
hay…
«Al», repitió Mía en su mente. Ahora estaba segura. Leia no hablaba de
Álex, sino de Alan. Todavía se refería a él como si estuviera vivo. Entonces
Mía pudo entrever lo que había supuesto en su primer encuentro con la
rubia: que estaba triste, escondiendo tras sus risas melodiosas una soledad
tremenda.
—¿Hace mucho que estás con Al? —preguntó Mía, su voz suave y
comprensiva, invitando a Leia a abrirse con ella.
—Unos tres años, casi —contó Leia, y sus ojos adquirieron un brillo
curioso, como si quisiera llorar, pero estuviera hecha una experta en
reprimir sus lágrimas—. Es maravilloso, me trata como a una reina, salimos
cada finde y nos divertimos… —Cada palabra le costaba un poco más,
aunque solo un oído entrenado en la tristeza podría haberlo captado. Mía lo
hizo. Ella también había disimulado sus desdichas en su momento.
Mía bajó la mirada, sintiéndose culpable. Ya entendía por qué había
querido ir a reunirse con Leia. En su interior, se sentía preocupada de que
esta siguiera pensando en Álex como su novio, ya que ella misma estaba
desarrollando sentimientos inusitados por él. Pero, en su lugar, había
descubierto que Leia seguía sin superar la pérdida de Alan, y que incluso se
negaba a hablar de él como si hubiera muerto.
Sintió pena por Leia, y pena por sí misma. No estaba bien mentir, así
fuera por omisión.
—Si no te importa que pregunte, Leia, ¿tú y tu novio viven juntos? —
preguntó casi en un suspiro. Leia dio un respingo.
—Sí, creo que te lo comenté la otra vez…
—Te lo digo porque creo que sé de quién hablas. Alan Alonso, ¿verdad?
Leia se quedó quieta en su sitio, su cuerpo tenso y estático como una caja
fuerte de metal que guardaba muchos secretos en su interior. Entrecerró los
ojos y borró su sonrisa.
—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Leia con sequedad.
—Porque vivo en La Dreta Real con Álex y los otros inquilinos. —Los
Royals, sus mejores amigos, la familia que había encontrado en Barcelona,
pensó para sus adentros—. Cocino para ellos a cambio de usar el cuarto
donde antes estabas tú.
Leia inhaló profundamente, sin cerrar sus enormes ojos azules como el
cielo. Su expresión tan hermosa y cargada de dolor que Mía deseó con todo
su corazón abrazarla, pero Leia no le dio la oportunidad. Se puso de pie y se
marchó sin decir ni una palabra. Aunque, quizá por acto reflejo, sí se llevó
el tupper con las tortitas de arroz.
Capítulo 28

Empatía
La comida, al igual que el afecto y la comprensión, no debería negársele a
nadie.

Consejo de mami que inspirará a Mía

Cuando Mía volvió a casa con tristeza reflejada en sus ojos, Álex se
preocupó. Todavía le costaba seguirle el hilo a los pensamientos de esa
inquieta mente suya, pero estaba aprendiendo. Su primera suposición fue
que algo había ocurrido con su familia, quizá relacionado con la llamada de
la madrugada anterior, pero ella lo despreocupó, contándole las buenas
noticias sobre el nuevo trabajo de su hermano mayor, así como el apoyo
recibido por su padre.
—¡Olé! Qué bien —celebró Álex por aquella novedad, pero Mía solo le
dedicó una sonrisilla débil, por lo que debía haber otra cosa que la
preocupara, y a Álex solo se le ocurría otra cosa. ¿Estaría enojada con él
por no haber hablado de… lo que fuera que hubiera pasado entre los dos?
No. «Lo que fuera» no sonaba correcto en su cabeza. Álex había
experimentado algo trascendental, mágico, una conexión que no había
sentido con otra mujer en su vida. Si no fuera un hombre con los pies bien
puestos sobre la tierra, juraría que tras esa breve interacción en su
habitación de hotel, se había enamorado.
¿O sí lo había hecho?
No podía estar seguro, porque nunca se había enamorado antes. Había
tenido un par de novias, relaciones cordiales que habían empezado y
acabado bien, sin discusiones, sin dramas, sin peleas. Pero que tampoco le
habían acelerado el pulso al ver a sus parejas sonreír, ni lo habían hecho
sentir tan supremamente feliz y satisfecho de amanecer a su lado sin haber
tenido sexo como tal.
Porque sí, despertar esa mañana junto al suave y cálido cuerpo de Mía
había sido una de las experiencias más placenteras de su vida. La sensación
de sus pies entrelazados con los de ella, aquellos tiernos muslos pegados a
los suyos mientras sus brazos la atraían a su pecho y su rostro reposaba
sobre la extensa mata de pelo azabache que le cosquilleaba las mejillas, su
delicado aroma a vainilla, tan dulce como ella…
Álex quería repetir aquello, montarse de nuevo en aquellas sensaciones
desquiciantes y exquisitas que no tenían precedentes. ¿Y para qué mentir?
También deseaba que Mía se montara de nuevo sobre él y moviera sus
caderas en su maravilloso baile sobre su regazo hasta hacerlo perder la
razón.
—Mía, sobre lo de ayer —empezó a decir Álex, siguiéndola a su
habitación, donde Mía aparentemente buscaba reposar luego de su paseo. Él
se atrevió a pasar junto con ella y a cerrar la puerta tras de sí para tener
privacidad—. Si no te he dicho nada es porque…
—¡Me acabo de ver con Leia! —exclamó ella antes de apretar los labios
en una expresión culposa, como una niña que acababa de romper un jarrón
invaluable de la colección de sus padres—. La ex de tu hermano —continuó
ella, creyendo que el silencio de él era de confusión. No estaba del todo
equivocada. Pero el silencio de Álex correspondía, más bien, a uno de
estupefacción.
—¿Cómo has dicho? —Parpadeó un par de veces. Se llevó una mano a un
oído, creyendo que estaba perdiendo facultades auditivas.
—La conocí el otro día por casualidad. ¿Recuerdas cuando me perdí y me
ayudaste a volver al piso? —Él asintió—. Bueno, ese día. Intercambiamos
números, le di un pastel…
—¿Le diste un pastel a Leia? —Él seguía sin comprender.
—Le gustó, y me escribió que quería que nos viéramos para regresarme el
tupper donde se lo había dado. Total, que hoy la he visto… —Ella se frotó
las manos en señal de nerviosismo—. Le dejé otro tupper con tortitas de
arroz.
—Otro tupper. Le has dado otro tupper. —Álex empezaba a sentirse como
un idiota, repitiendo cual loro todo lo que ella decía, pero era porque no
alcanzaba a creer que Mía hubiera interactuado con Leia. Justamente las
dos personas que representaban dos facciones totalmente opuestas de su
mundo, aquellas que no quería que se encontraran jamás—. ¿Qué te ha
dicho? —sonó preocupado. ¿Qué ideas había querido meter Leia en la
cabeza de Mía. ¿Qué había dicho sobre él?
—Me habló de su novio —respondió Mía, compasión en su voz.
—Espero que no le hayas creído que ella y yo tenemos algo —pronunció
Álex con lentitud. Se sentía incómodo de que Mía hubiera quedado con
Leia a sus espaldas, pero no tanto de imaginar lo que la rubia pudiera
haberle dicho para ponerla en su contra. Mía meneó la cabeza.
—Es que no hablaba de ti, Álex —explicó Mía—. En todo momento ella
se ha referido a su novio como «Al». Tu hermano Alan, supongo —
aventuró ella, desviando la mirada con gesto pensativo—. Pareciera como
si…
—¿Creyera que sigue vivo? —completó él su frase. Mía asintió. Álex
suspiró. Leia estaba en una etapa de perpetua negación en su duelo hacia
Alan, fingiendo que este aún vivía, ya fuera en sus recuerdos, o a través de
él—. Veo que no ha cambiado nada en estos meses.
—¿Cuándo fue la última vez que trataste con ella?
—Antes de que tú… —se interrumpió. No le gustaba el rumbo que estaba
tomando la conversación. Quiso tomar las riendas—. Por favor, no quisiera
que volvieras a quedar con Leia.
—Se siente muy sola, Álex —dijo Mía con ojos vidriosos—. Extraña a tu
hermano.
—¡¿Y yo no lo extraño?! —ladró él enfadado, su rostro contraído—.
¿Acaso no soy yo el que no puede deshacerse de sus cosas y actúa como él
con tal de recordarlo? —No le gustaba admitirlo, pero su propia imagen en
el espejo a veces le parecía más la de Alan que la de él mismo. Lo
reconfortaba al mismo tiempo que lo torturaban los recuerdos y la
recriminación hacia sí mismo—. Leia no es la única que sufre. Cuando
decidí poner distancia…
—No digo que hayas hecho mal. Discúlpame si ha sonado a que te estaba
juzgando —dijo ella, subiendo las manos en un gesto conciliador—. Pero tú
estás aquí, en La Dreta Real, el piso de Alan, tienes a los Royals, tienes tu
trabajo, me tienes a mí… —añadió esto último con un leve sonrojo que
consiguió penetrar en el muro de defensas de Álex, haciéndole suavizar el
rostro—. Leia no tiene a nadie.
—Leia tiene muchos amigos de su trabajo —replicó Álex, enarcando las
cejas.
—¿Entonces por qué entabló conversación tan fácilmente conmigo, una
extraña, queriendo hablarme de su novio como si vivieran una historia de
cuentos de hadas? —lo cuestionó ella.
Álex no lo sabía, o quería hacerse el que no sabía. Mientras más lejos
estuvieran Leia y él, mejor. Se hacían daño cuando estaban juntos, ella era
otro recordatorio del accidente de coche que le había arrebatado a su
hermano.
—Me gustaría… —Mía se aclaró la garganta, animándose a sí misma a
continuar—. Me gustaría quedar más con ella. Creo que necesita alguien
con quien charlar, y ya que tú no puedes…
—No puedo, no. Es que no quiero —aclaró él con sequedad.
—Vale —concedió ella, asintiendo en comprensión—. Yo podría hablar
con ella. Ayudarla a drenar.
—¿Por qué? —quiso saber él. Ella parpadeó un par de veces y entreabrió
los labios, aquellos que él todavía moría por besar—. ¿Por qué tienes que
ser tú quien la ayude?
Mía lo meditó unos instantes y se mordió el labio inferior. Sin embargo,
una resolución se apoderó de ella. Miró a Álex sin ninguna pizca de duda.
—Cuando yo me sentía sola en esta ciudad, alguien…, tú me ayudaste.
Ahora que siento que pertenezco a un lugar, que he encontrado una familia
que no es de mi propia sangre, que te he encontrado a ti… —Lo cogió de la
mano. Álex no se apartó. De nuevo intentó seguir el flujo de pensamiento
de Mía. Le costaba, pero el tono de su voz lo ayudó a entender que deseaba
ayudar a un alma necesitada— me gustaría ayudar a que Leia, una Royal
honoraria, ya que antes vivía aquí, también se sienta mejor. Que ella tenga
dinero y fama de modelo no la hace invulnerable, ¿no crees?
Álex la miró con una expresión indescifrable. Mía le apretó la mano con
insistencia, y él sintió el cosquilleo. No del deseo. Aquello era otra cosa…
era…
—Me estás diciendo esto porque no quieres ocultarme nada, pero en
realidad ya has tomado tu decisión, ¿verdad? —suspiró él con una media
sonrisa irónica. Ella asintió levemente, rogándole con sus ojos que la
entendiera.
—Si Leia se niega a aceptar mi compañía, es otra cosa —cedió Mía—.
Pero quisiera intentar llegar a ella.
—¿Del mismo modo en que llegaste a nosotros? —Álex apretó también la
mano de Mía. El cosquilleo se intensificó antes de que riera y agregara—:
¿Con comida? —Ella también rio.
—Puede ser. Se me ocurren ideas. —Y Mía lo miró con afecto, en una
expresión que encerraba las confidencias que ambos se habían hecho desde
que se conocían.
Álex se vio derrotado una vez más. Derrotado por esos ojos, por esa
sonrisa, por esa terquedad en ayudar a otros antes que a sí misma. De todas
las numerosas cualidades que tenía la mujer que amaba, el altruismo estaba
entre ellas.
La mujer que amaba.
Eso era aquel cosquilleo. Amor.
—Haz lo que quieras —dijo, meneando la cabeza. No estaba molesto, si
acaso se le veía resignado ante una fuerza imbatible. Ella volvió a sonreír y
se acercó para darle un suave y dulce beso justo en la comisura de los
labios, haciendo saltar chispas en su interior. ¿Así se sentía amar a una
mujer latina?
«No», se dijo Álex. Puede que el fuego en el alma de Mía tuviera parte de
su origen en sus raíces caribeñas, pero su bondad y empatía características
eran una adición cien por ciento de ella, antes de que rompieran el molde. A
Álex le encantaba. Le abrumaba. Le excitaba. Le aturdía.
La amaba.
¿Por qué presentía que amar a Mía García implicaría un vaivén de
intensas emociones a partir de ahora?
Capítulo 29

Leia, la Royal honoraria


La gente con dinero suele gastar cantidades exorbitantes en restaurantes de lujo,
cuando realmente una comida casera es lo que les calienta el corazón.

Consejo de mami que


ayudará a Mía a llegar a Leia

Elliot a menudo comparaba a Mía con un cervatillo. Se reía de ella por sus
grandes ojos marrones que reflejaban con claridad todas sus emociones,
haciendo difícil que las personas la encontraran intimidante. Si acaso, sus
disgustos la hacían ver adorable, más como una presa difícil que como una
cazadora.
Por eso a Mía se le hacía tan extraño sentir que ella estaba cazando a Leia,
quien a todas luces era una leona. Una felina astuta que cazaba las
oportunidades con experticia.
Aquella dichosa cacería había empezado a inicios de la primavera, cuando
por fin los abrigos quedaban en el armario para dar paso a jerséis mullidos o
de punto. Mía pasaba por las tardes, después del trabajo, al lado de la
cafetería donde había coincidido antes con la chica rubia, y a veces la veía
sentada tomándose un café. Siempre en la misma mesa, siempre con la
misma expresión melancólica en sus ojos, como si cumpliera una especie de
penitencia silenciosa en ese lugar.
Cada vez que coincidían, Leia la miraba con ojos gélidos como el hielo,
casi ordenándole que se alejara, como la leona territorial que era. Mía, por
su parte, siempre hacía lo mismo: se acercaba con cautela a la mesa, y
dejaba una bolsa con un tupper que contenía algún dulce que sabía que
podría gustarle a Leia. A veces le dejaba bizcochos de almendra y
macadamias, otras veces eran pudines de cacao y algarroba, y otras veces
elaboraba postres especiales que creía que podían ser un acierto por la
ascendencia barcelonesa de la rubia: crema catalana, cocas o panellets.
Dentro de la bolsa siempre dejaba una nota aclaratoria del tipo: «Lo he
preparado sin azúcar para ti», para que la chica no creyera que pretendía
robarle, además de su lugar en La Dreta Real, su figura de modelo.
Al principio, Leia ni siquiera cogía las bolsas. Se levantaba y se iba tan
molesta como la primera vez que Mía le había revelado su identidad. Sin
embargo, la insistencia —y terquedad— de la venezolana era como una
gota de agua que caía cada día en el mismo punto concreto de una roca,
hasta llegar a erosionarla. Leia empezó a coger las bolsas de mala gana,
gruñendo cual leona hambrienta y resignada, quizá presa del aroma
envolvente proveniente de los tuppers que Mía solo cerraba a medias a
propósito para atraerla.
Pocos días después, Leia volvía y, en la misma bolsa, regresaba el
correspondiente tupper, siempre lavado y limpio. Se hacía el
correspondiente intercambio por un nuevo postre, y Leia se marchaba a
casa con otra ofrenda del cervatillo con complejo de cazadora.
Un día, la rubia por fin rompió su trato silencioso, deteniendo a Mía
cuando esta acababa de dejar la bolsa con un nuevo tupper.
—Siéntate ya, ¿vale? Esto se está volviendo ridículo —la instó,
señalándole la silla frente a ella—. Te he pedido un café, ahora te lo traen
—dijo Leia con los brazos cruzados y los labios haciendo un mohín casi
infantil—. ¿Qué has traído hoy?
—Pa de pessic sin azúcar —sonrió Mía. Los ojos de Leia brillaron con
interés que no logró disimular—. Gracias por dejarme sentarme.
—Si con eso consigo que dejes de tratarme como a una rata de
laboratorio…
—Yo más bien te llamaría una leona —susurró Mía. Leia la miró
extrañada—. Perdona, una analogía mental mía. —Ante esto, la rubia bufó,
aunque se quedó pensando en sus palabras.
—Me gustan los gatos —admitió con voz más suave—. Al y yo tuvimos
uno, pero tuvimos que regalarlo porque hacía desastres en La Dreta Real.
Se llamaba Grumpy.
—¿Ah, sí? Los Royals no lo han mencionado. —Ante la nueva mirada de
duda de Leia, añadió casi con pena—: Así nos hacemos llamar los que
vivimos allí.
—Ah —dijo Leia, cortante.
Aunque no avanzaron mucho más en la conversación de ese día, el mes sí
terminó presentando una evolución significativa. Mía le contó a Leia
algunas cosas que habían cambiado en el piso desde su partida, como la
tapicería de uno de los sofás del salón de juegos, unas sillas de la cocina, la
instauración de los viernes de películas…
—¿Y os reunís todos? —preguntó Leia, abriendo la boca con sorpresa—.
¿Incluso Álex? —Era la primera vez que lo llamaba por su nombre en
presencia de Mía, quien asintió—. Guau, debió ser difícil. Ni siquiera Al
conseguía sacar a ese niño de su cueva.
—¿En qué cuarto estaba Al? —quiso saber Mía, por fin entrando en temas
más delicados con Leia, referentes a recuerdos más íntimos y personales.
—Él está… estaba en la habitación contigua a la de Álex. —Aquella
corrección de tiempo verbal pareció arder en su garganta.
—Creía que solo era un cuarto y un despacho —respondió Mía con
expresión pensativa.
—Sí, pero Álex se conformaba con el despacho. Tenía un catre que se
veía la mar de incómodo, tía. Siempre le gustó dejar que Al se quedara con
las cosas buenas, aunque él también las quisiera.
Mía se preguntó, con una opresión en el pecho, si Álex también había
querido a Leia y había dejado que Alan la tuviera.
—¿Él está bien? —preguntó Leia, ajena a la reacción de Mía, bajando
tanto la mirada como su tono de voz.
—¿Álex? Sí —dijo Mía, removiéndose en su silla algo incómoda—.
Todavía le cuesta un poco dejar de ser el Álex alegre en el trabajo, pero he
notado que se ha ido comprando ropa nueva, una que se adapta mejor a él
—sonrió ante el recuerdo de las camisetas semiformales que Álex estaba
usando últimamente en la oficina, y que tanto habían sorprendido a sus
colegas. La gomina también iba desapareciendo poco a poco de sus ítems
de aseo personal, dando paso a inflexiones más naturales de sus adorables
rizos negros, aquellos que Mía tanto deseaba acariciar con sus dedos por las
noches.
—Eso es bueno —dijo Leia, esbozando una pequeña sonrisa que no llegó
a formarse por completo—. ¿Y los demás? ¿Charlotte sigue en la misma
empresa?
—Oh, sí. Le encanta tomar fotografías, aunque dice que le gustaría fundar
una empresa propia —le contó Mía, moviendo las manos con fluidez a su
alrededor mientras hablaba de sus amigos—. El nuevo libro de Luca sale
este año, ¡muero de ganas de leerlo!, y no te lo vas a creer, pero Elliot
consiguió empleo.
—¡No! —exclamó Leia, riendo por primera vez en la conversación.
—¡Sí! Está trabajando como diseñador gráfico en una compañía que hace
páginas web. Creo que quiere moverse luego al mundo del cómic y de la
ilustración creativa, pero es su primer acercamiento… Estoy tan contenta
por él —canturreó Mía, orgullosa de los avances que estaba contando a
Leia.
—Qué bien —dijo la rubia. Sus dedos empezaron a juguetear entre sí,
preparándose para lo que quería decir—. Mía, me gustaría…
—¿Quieres venir a cenar este viernes a casa? —se adelantó ella,
sonriendo. Leia disimuló un sonrojo.
—Sí —admitió—. Pero quizá los muchachos… los Royals —se corrigió
con una risa torpe— no quieran verme. Sobre todo el Álex.
—Deja que yo me encargue de todo. —La voz de Mía sonó a promesa,
aunque no estuviera todavía segura de convencer a su casero de recibir a la
ex de Alan en La Dreta Real—. Después de todo, tú vendrías siendo una
Royal honoraria por haber vivido en ese piso.
Leia sonrió agradecida. Seguro no había precedentes de que una fría leona
capitulara ante un valiente cervatillo.
Capítulo 30

Tequeños de Nutella
La receta clásica de tequeños es la masa frita rellena con queso blanco latino,
pero es una creación versátil con la que puedes experimentar varios rellenos.

Consejo de mami sobre


el relleno de los tequeños

Había gente que llamaba a la primavera la estación del amor, quizá por el
romanticismo del florecimiento de las flores, de los colores vivos, de la luz
del sol y de un buen tiempo cálido y amigable. Para Álex, sin embargo, no
todo era color de rosa. Sus intentos de acercarse a Mía estaban siendo
saboteados por todos los frentes imaginables.
La terraza del edificio Square estaba bajo remodelaciones, saboteando sus
acostumbrados almuerzos con la chica. Ahora esta bajaba al comedor
principal como todos los demás, y se le veía rodeada de gente que había
conocido en la fiesta de la empresa. Unas dos chicas en particular —una tal
Pilar y una tal Rosa, así como el novio de esta última, que trabajaba en
Soporte Técnico— se sentaban con ella, creando un efecto de muralla que
desanimaba a Álex, quien a su vez era arrastrado por los otros mánager a
que se uniera a su aburrido círculo de bromas vacías y discusiones de
trabajo.
Así que debía conformarse con mirar en la dirección de Mía de soslayo,
alegrándose de que, al menos, la gente estuviera notando su talento
culinario. Veía a la gente admirar los tuppers de la chica que, en honor a la
verdad, se estaba luciendo con preparaciones cada vez más elaboradas.
—¡Buah, tío, qué buena pinta tu comida de hoy! —le decían a Álex casi
cada día cuando este abría su tupper traído de casa—. ¿Eso qué es?
Y él respondía con los nombres elegantes que Mía usaba. Algunas veces
era pollo asado al piri piri, otras veces era ternera con reducción de vino
tinto, otras era marmitako de bonito o lomo asado con zanahorias, y así
sucesivamente. Mía siempre adaptaba estas recetas a sus gustos especiales,
usando pocas salsas y cocciones adecuadas a su paladar dependiendo del
tipo de proteína animal. Era un trabajo de artesana que la chica hacía cada
noche para todos los Royals.
Estos últimos, irónicamente, también le estaban impidiendo acercarse a
Mía en La Dreta Real, su único espacio disponible para avanzar en sus
intentos de cortejo. Charlotte hacía de catadora oficial para los inventos de
su amiga, y Luca no tardaba en unirse, pues él siempre iba donde hubiera
comida gratis. Y cuando no había comida de por medio… estaba Elliot.
Siempre que Álex se aproximaba a Mía a solas, intentando invitarla a
salir, el rubio aparecía de la nada con una sonrisa picaresca —e insufrible,
en opinión de Álex— que reflejaba su clara intención de interrumpirlos.
—¿Qué están haciendo? ¿A dónde piensan ir? Yo me apunto. Es más,
¡dígamosle a los demás! —decía Elliot, todo buena vibra y humor,
engañando a todos menos a Álex, quien sabía exactamente lo que estaba
pasando.
A Elliot también le gustaba Mía. Álex no era ciego, ni tonto. Cuando se
dio cuenta de esto, se sintió un tanto preocupado, creyendo que el rubio se
lanzaría al ataque cual animal salvaje sobre la chica. Pero, para su sorpresa,
Elliot parecía algo renuente a aceptar sus propios sentimientos, como si la
idea lo asustara, por lo que se conformaba con sabotear los intentos de Álex
y mantener el delicado equilibrio del statu quo.
«Y una mierda», pensó Álex con molestia. Si tenía que sacar a Mía del
piso a escondidas de los Royals con tal de que lo dejaran estar solo con ella
por unas horas, estaba dispuesto a hacerlo. Ya luego se inventaría cualquier
excusa…
Decidió intentarlo el siguiente viernes. Pensó que si podía tener a Mía
para él mientras los otros estaban distraídos con la noche de películas en el
salón de juegos, podría decirle cómo se sentía hacia ella, lo mucho que
pensaba en su sonrisa, en su cara, en su voz, en sus caderas…, bueno, quizá
no le diría esto último. Aunque ardía en deseos de demostrárselo si ella
llegaba a corresponderle.
—Ey, Mía —la llamó cuando llegó de la oficina esa tarde. Ella acababa de
despedirse de Gloria, quien había dejado el piso limpio y ordenado para el
fin de semana—. ¿Te apetecería ir a algún lado hoy? —Ella lo miró con
sorpresa.
—Pero es noche de películas —respondió Mía, como si aquello fuera una
razón de inmenso peso para rechazarlo—. Los chicos ya están en el salón
esperando los tequeños de Nutella. —Era una de las recetas favoritas de los
Royals, incluido Álex. Una combinación perfecta entre las raíces
venezolanas de Mía y el toque internacional de la vieja y confiable crema
chocolatosa de avellanas proveniente de Estados Unidos—. Ya casi están —
agregó ella, sacando la última tanda de tequeños de la sartén con aceite
caliente, el cual empapó los pedazos de papel de cocina del plato donde Mía
depositó aquellos tentadores cilindros de masa dorada pardeada con aroma
salado y dulce.
—Podemos dejarles los tequeños y salir nosotros —propuso él con voz
ronca, pasando los dedos con delicadeza sobre un antebrazo de Mía, que lo
miró con la cara hecha un tomate gigante. Él rio, complacido ante su
reacción—. Hace tiempo que quiero…
—Espera, espera, Álex —rogó ella sin apartar la vista de las incipientes
caricias que Álex le hacía a su piel—. Hoy no es un buen día…, yo…
—¿Por qué no? —la cuestionó él con el ceño ligeramente fruncido,
fingiendo malcriadez. Se atrevió a colarse detrás de ella y posicionar sus
manos sobre la fina cintura de Mía, al tiempo que sus labios fueron en
busca de aquella oreja tan preciosa que deliraba por mordisquear. Ella pegó
un salto que casi la hizo tirar la sartén caliente—. Cuidado —susurró él en
esa oreja, sabiendo que estaba a una caricia de obtener lo que deseaba—.
Claro, si no te apetece estar conmigo…
—No es eso —exhaló ella con los ojos cerrados y el cuello estirado, como
si rogara que él se lo besara. Estaba más que dispuesto a dedicarse a la tarea
cuando ella añadió—: Es que he invitado a Leia.
Álex creyó haber escuchado que Mía había invitado a Leia.
Pero debía haber escuchado mal. ¿Verdad?
¿Verdad?
El interfono emitió un sonido que tuvo el mismo efecto que un ladrillo
atravesando el vidrio de la paz mental de Álex. Dejó caer la cabeza sobre un
hombro de Mía y la apretó aún más contra él, logrando que ella se
encendiera en sonrojos con la inocencia de una doncella de novela.
No, no tenía derecho a verse tan hermosa y adorable cuando acababa de
cometer semejante desfachatez. Álex le mordió el cuello y le cogió la
barbilla con una mano mientras su brazo libre la continuaba apretando con
autoridad.
—Te las verás conmigo por esto… después —la amenazó. Mejor dicho,
se lo prometió. Permanecieron un momento contemplándose a los ojos,
dilatados por el deseo, respirando el aliento del otro con ansiedad, presas de
una excitación contenida que tarde o temprano tendrían que dejar salir si no
querían acabar trepando por las paredes.
Pero por el momento… Álex la dejó ir. Se encaminó hacia el recibidor y
contestó el interfono. Desde su posición, podía ver a Mía sosteniendo su
pecho, sonrosada de la emoción y con la respiración agitada. Él se permitió
regodearse con aquella maravillosa imagen antes de hablar.
—Sí, ya te abro, Leia —dijo con aire resignado antes de colgar, sin
esperar respuesta. Si tenía que convivir con Leia esa noche, se aseguraría de
llevar él la voz cantante.
Él, Álex, sin ningún tipo de disfraz encima.
Capítulo 31

La canción del emigrante


Cuando cocinas para las personas que quieres, estas a menudo te devuelven el
gesto de las formas más inesperadas…

Reflexión de mami sobre la


reciprocidad en la cocina

Mía no podía creer lo que estaba ocurriendo en el salón de juegos. Se había


ausentado unos minutos para servir más comida en la tabla de picoteo de
esa noche y cuando había vuelto…
… los Royals estaban cantando.
—¡Un emigrante, que se ha cansado de esperarte, de ser un clavo, de
buscarte!
Estaban cantando juntos, a todo pulmón, una canción llamada El
emigrante, en la máquina de karaoke que Luca tenía siempre instalada para
«cuando se presentara la ocasión». Ninguno de ellos lo había tomado en
serio, alegando que era imposible que las estrellas se alinearan para que los
hombres y mujeres de La Dreta Real escogieran una canción y decidieran,
de la nada, cantarla por puro gusto.
—¡Ya soy un emigrante de tus pasossssss! —Aquella línea era, por lo
visto, el final de la canción, ya que sus amigos aguantaron la última nota
con los ojos cerrados y levantaron sus vasos, que, Mía estaba segura, debían
tener un contenido alcohólico tan poderoso como el motor de un coche de
Fórmula 1.
Como dirían en Venezuela: «Ahora les tocará darse con una piedra en esos
dientes». A Mía no le ocurría expresión española que denotara cuán
equivocados habían estado al subestimar el poder de Luca para amenizar
una reunión con humor y música.
De no estar loca por Álex, Mía podría haber besado al italiano. Sobre todo
tras el terrible inicio de aquella noche.
—Buenas tardes —saludó Leia con tanta timidez que Mía creyó que se
había encogido varios centímetros en el umbral del recibidor. La vio
extender una botella de vino hacia Álex, que le había abierto la puerta y
ahora la veía con expresión severa y los brazos cruzados—. Gracias por
invitarme.
—Ha sido cosa de Mía —acotó Álex, lanzando una mirada amenazante en
su dirección. Mía dio un respingo. Él cogió la botella y se apartó para dejar
pasar a Leia—. Están todos en el salón de juegos.
Leia y Mía se saludaron educadamente, como si aquella visita fuera una
formalidad importantísima, y se distribuyeron el plato de tequeños y la tabla
de picoteo para llevarlos a donde estaban los demás. Describir las
expresiones en los rostros de los Royals cuando vieron a la chica rubia
sobrepasaría las capacidades verbales de Mía, pero la palabra que se le
antojó más adecuada era ponchaos, como decían en Venezuela cuando
alguien se quedaba sorprendido y descolocado tras recibir una fuerte
impresión.
La siguiente hora y media, tiempo que duró la película que habían puesto
y a la que nadie le prestó la debida atención, fue una de las más incómodas
en toda la existencia de Mía. Los Royals no dejaban de removerse en sus
pufs, masticando aperitivos cada vez que Leia intentaba dirigirles la
palabra, pasando por completo de ella con un nerviosismo exacerbado.
Cuando encendieron las luces de nuevo y se sentaron a jugar juegos de
mesa, Charlotte tuvo la brillante idea —y Mía no estaba siendo sarcástica al
respecto— de abrir la botella de vino que había traído Leia. El suave licor
semidulce aflojó poco a poco las tensas lenguas de los Royals, quienes
empezaron a soltar joyas pasivo-agresivas entre sí.
—Gracioso que aparezcas de la nada trayendo vino —dijo Charlotte,
claramente achispada por la bebida—, luego de ignorar todas mis
invitaciones a tomarnos algo.
—Estaba ocupada con el trabajo, Charlotte —se defendió Leia, arrugando
la boca.
—No para Alejandro —terció Elliot, chasqueando la lengua—. ¿O a él lo
llamas «Al» también cuando estáis solos?
—Calma, per favore —intervino Luca, que estaba pendiente de la ceja
temblorosa en el rostro de Álex—. Mía, ¿puedo hablar contigo un minuto?
—pidió con ojos saltones y apremiantes.
Su amigo la llevó al salón principal, donde no podrían ser escuchados, y
lo primero que hizo fue darle pequeños toquecitos con el dedo índice en la
frente a modo de regaño.
—Cosa stavi pensando? —dijo exasperado, su rostro estirado de lo
mucho que abría los ojos sorprendidos—. ¡Esto ha sido una pésima idea!
—Lo sé, lo sé —coincidió Mía, llevándose las manos al rostro con
frustración y dejando salir un gruñido—. Te juro que pensé que traer a Leia
iba a hacer que todos recordaran buenos tiempos con ella. ¿Acaso no eran
amigos antes?
—Claro que sí, bella, pero eso era cuando estaba Alan. Él era el que unía
al grupo, pero ya no está… —agregó con voz triste, opacando la usual
jovialidad de su rostro.
Pues ella tendría que convertirse en el nuevo pegamento del grupo. Mía
hizo esfuerzos inmensos por sacar temas de conversación, desde las
novedades en las vidas de cada Royal hasta nimiedades como el clima. Pero
nada funcionaba. Parecía que la noche iba a acabar en desastre. Hasta que
Leia hizo una observación casual.
—¿Estás comiendo algo que no sea carne, Álex? —preguntó al susodicho,
que devoraba en ese momento un tequeño de Nutella—. Qué raro.
—Son tequeños —aclaró Álex, y ahí acabó su participación verbal,
volviendo a su actitud desinteresada hacia la rubia, que lo miró con
reproche.
—Deberías probar uno, Leia —la animó Luca, acercándole el plato de
tequeños—. Son una tapa del país de Mía.
—Yo lo llamaría un pasapalo —dijo Mía con una sonrisilla—. Pero sí,
llamémosle una tapa venezolana.
Los ojos de Leia brillaron cuando dio un mordisco a la masa. Al saborear
la parte con más chocolate, casi se le pusieron tan grandes como los de
Luca, que solían ocuparle medio rostro. La rubia quedó encantada con su
descubrimiento de la noche, y la conversación entonces se concentró en lo
que los Royals y Leia tenían en común aparte de su aprecio por Alan: su
afecto hacia los platos de Mía.
—Me ha estado dando a probar de sus postres —explicó Leia, contándole
a los demás sobre las cacerías de Mía en la cafetería que ambas
frecuentaban, así como sus ofrendas de bolsas con tuppers de comida
casera.
Para sorpresa de todos, Álex dejó escapar una risilla casual.
—En verdad te quiere ganar con comida. —Apoyó su mentón en una
mano y se volvió hacia Mía con expresión afectuosa—. Eres un caso serio.
A mí me ha hecho lo mismo, Leia. Ahora como un poco de verduras
cocinadas. —La rubia lo miró con la boca abierta de la incredulidad.
—Pensé que después de comer la comida que preparaba Alan, te habías
hartado de sus inventos con las verduras —comentó Leia, que procedió a
explicarle a Mía cómo las peripecias culinarias de Alan habían traumado a
Álex de niño—. Es por culpa de Alan que Álex es tan especialito con la
comida. Estás obrando un milagro aquí.
—Chérie obra milagros cada día —añadió Charlotte, con un deje de culpa
en su voz de arpa—. Creo que se acuesta pasada la madrugada terminando
de preparar nuestros tuppers… ¡y ahora le quedan tan hermosos! He subido
algunas fotos que he tomado. No paran de preguntarme que en dónde estoy
comprando mi almuerzo.
—Same here —dijo Elliot, subiendo un dedo índice como si pidiera
espacio para hablar—. Cuando les digo que todo es casero, me preguntan si
haces entregas a domicilio. Podrías forrarte haciendo esto, ¿sabes? —dijo
mirando a Mía con una ceja levantada—. Alan ya te habría creado las redes
sociales. —Leia rio al escuchar aquello. Una risa suave, que contenía un
cariño inmenso que revivía por los recuerdos de su novio.
—Sí, si tan solo hubiera tenido un poco de su talento como mánager para
cocinar… —Todos rieron, excepto Mía, que estaba anonadada por la magia
que estaba teniendo lugar en el salón de juegos. No podía permitir que
aquello se interrumpiera.
—A Alan le habrían encantado los tequeños, though —acotó Elliot—.
Mía le habría caído bien.
—Cierto —dijeron todos al unísono. Cinco rostros sorprendidos se
miraron entre sí por unos curiosos segundos. Luego rompieron el silencio
con unas carcajadas. Mía aprovechó para rellenar las copas en silente
parsimonia. Estaba fascinada con lo que estaba observando.
—Alan quizá hubiera querido ir a Venezuela solo para vivir la experiencia
real —bromeó Luca—. Siempre se llevó bien con la gente de otros países.
—Era un emigrante de corazón —dijo Charlotte románticamente,
extendiendo una mano con gesto dramático y tocando su pecho con la otra
—. Un alma viajera, no podía ser clavada en ninguna parte…
Mía no pudo evitar reír por lo bajo. De sus labios brotaron unos versos de
una canción que había escuchado en el transporte público algún tiempo
atrás.
—Un emigrante, que se ha cansado de esperarte, de ser un clavo, de
buscarte… —canturreó suavemente. Los otros se la quedaron mirando con
intriga.
—¿Qué ha sido eso? —quiso saber Álex, que nunca la había escuchado
cantar y deseaba escuchar más.
—No es nada. —Mía se sonrojó e hizo un gesto despreciativo—. Es una
canción malísima que ponen a veces en el metro. Como emigrante que soy,
la letra me pareció curiosa. El ritmo es malísimo, no hace falta que…
—Quisiera oírte cantarla —pidió Leia, cuyas mejillas también se habían
sonrojado por el vino. A decir verdad, todos lucían un poco más animados.
Luca vio su oportunidad.
—¡Voy a por la máquina de karaoke! —exclamó emocionado el italiano.
Prácticamente obligaron a Mía a cantar la canción completa cuando la
hubieron encontrado en Youtube. Mientras ella moría de vergüenza, Leia y
los Royals se deshacían de la risa y aplaudían para animarla. Por el rabillo
del ojo, Mía vio a Álex ahogando carcajadas. Pensó que si ese espectáculo
tan embarazoso era lo que hacía falta para verlo así de feliz, lo haría con
gusto. Elevó su voz con más ahínco y culminó la canción con tanta
dignidad como le fue posible. Los demás tuvieron la atención de
ovacionarla con vítores y cánticos en sus respectivos idiomas natales.
«Santa Madre de Dios, lo que hace el alcohol», se dijo Mía, riendo para
sus adentros.
—Bueno, voy a la cocina a por más comida antes de desmayarme de la
vergüenza —anunció antes de huir con la tabla de picoteo vacía. Los
tequeños también habían volado.
Y cuando había vuelto, se había armado la de Dios. En el mejor de los
sentidos, eso sí. Solo había dos micrófonos, los cuales sostenían Charlotte y
Leia, que se habían abrazado de los hombros y pegaban sus mejillas en una
escena tan reconfortante que Mía deseó hacerles una foto. Los hombres,
aunque renuentes a cantar la totalidad de los versos de la canción del
emigrante, se fueron soltando hasta elevar sus graves voces de un modo que
podría haber alebrestado a más de un vecino, pero toda preocupación
carecía de importancia cuando el grupo se lo estaba pasando tan bien.
Mía sonrió. ¿Cómo explicar la felicidad que la embargaba? La noche
había acabado siendo un éxito inesperado. Leia estaba conectando de nuevo
con los Royals. Incluso Álex se veía relajado.
Mía sintió que, de algún modo, Alan había colaborado con ella para que el
cariño que sus amigos sentían hacia ellos dos les hiciera bajar la guardia esa
noche.
Capítulo 32

Menú degustación
Los menús degustación son muy famosos en Europa, una selección de pequeños
platos de alta cocina. Es una lástima que no haya miniplatos de cachapas o de
arepas gourmet… ¡Solo bromeo!, ellos se lo pierden.

Forma humorística en la que mami se refiere a las pequeñas porciones


gourmet

Álex debía admitir que, de no ser por Mía, jamás hubiera considerado darle
otra oportunidad a una relación cordial con Leia.
Aunque eso no bastaría para salvarla del castigo que le había prometido.
Las semanas siguientes a la noche del karaoke del emigrante —como los
Royals habían apodado a esa noche tan extraña pero agradable—, Álex se
encargó de sembrar la anticipación y el terror en su querida venezolana. A
veces se escabullía detrás de ella en la cocina y le daba sustos cogiéndola de
la cintura, haciéndole creer que iba a bañarla en caricias antes de seguir su
camino, o se paseaba frente a su habitación, haciendo el amague de que
pretendía entrar cuando solo vagabundeaba por el pasillo con una media
sonrisa burlona y ojos chispeantes de picardía. Ella lo miraba entre
preocupada y maravillada, como si quisiera huir de él y a la vez dejarse
reñir si eso significaba que la besaran hasta pedir clemencia.
Álex gozaba generándole expectativa. Esa era, en parte, su venganza.
Todavía no le daría a Mía lo que su cuerpo pedía a gritos. Parte de su
castigo sería hacerla esperar en creciente agonía hasta que finalmente le
rogara que acabara con su necesidad. Cada día se hacía más evidente en
ella: los ojos dilatados, los labios entreabiertos, la piel de gallina cada vez
que él la tocaba y la forma en la que pronunciaba su nombre cuando lo veía
pasar, como invitándolo a que invadiera su espacio personal como le viniera
en gana.
«Álex», resonó en su cabeza la suave voz de Mía, causándole uno de esos
cosquilleos maravillosos que nadie más causaba en él. ¡Oh, la anticipación!
No se imaginaba disfrutando tanto de aquel maligno juego.
Sin embargo, había algo que tenía que hacer primero.
Los meses de marzo y abril pasaron tan rápido que parecieron mezclarse
en uno solo, un híbrido raro en el que la vida avanzaba a pasos agigantados
sin piedad. La Dreta Real sobrellevó este tiempo con la nueva adición de
Leia al grupo de los Royals. Mía incluso le había conseguido su propio
llavero de corona —casi— haciendo llorar a la rubia con aquel detalle.
Charlotte y Luca parecían alegrarse de volver a compartir experiencias con
Leia, y Elliot se estaba portando mejor de lo que cualquiera habría
esperado, considerando cuánto rencor era capaz de albergar cuando del
tema de Alan se trataba. Pero para Álex, todavía hacía falta encarar algunos
temas si pretendían jugar a la casita y ser todos amigos.
Por lo visto, Leia se sentía igual. Un día que fue de visita, le dijo a Álex
que necesitaban hablar.
—Nos vemos en el sitio de siempre, mañana a las nueve —lo invitó en
voz baja y neutra, sin ningún tipo de apego emocional adjudicado. Él
respondió a su manera, con un leve asentimiento. No se dijeron nada más
durante el resto de esa visita.
Y ahí estaban ahora. En el sitio de siempre.
Este era un restaurante vasco en el lobby de uno de los hoteles más lujosos
y costosos de Barcelona. Álex se había acostumbrado a ser llevado allí
mínimo una vez por semana por su excuñada cuando la herida por perder a
Alan seguía fresca en sus corazones y en sus mentes. También había sido en
una de las habitaciones de las plantas superiores donde habían cruzado los
límites de su relación hasta volverla física y, la verdad sea dicha,
profundamente tóxica.
Se pidieron, como siempre, el menú degustación. El que antaño fuera el
favorito de Alan. Doce platos de la carta, especialidades del chef. Suficiente
tiempo para charlar.
—Te agradezco que vinieras. Por un momento creí que me ibas a dar el
plantón —dijo Leia en tono de broma. No se había arreglado especialmente
para la ocasión. Iba sencillamente vestida con unos pantalones de mezclilla
y una blusa rosa floreada. Él, por su parte, hacía tiempo que estaba
intentando vestirse menos como su hermano, por lo que iba con vaqueros y
una sudadera negra. Francamente, ninguno de los dos estaba a tono con la
elegancia de aquel lugar de alta categoría, pero no les importaba.
—Creo que la última vez que hablamos en la cafetería no fui muy atento
contigo —dijo Álex, rascándose la nuca con indecisión—. Me disculpo por
eso. —Ella le respondió con un gesto despreciativo con una mano.
—Ni lo menciones. Yo tampoco estaba muy clara que se diga —admitió
con pesar.
Les trajeron los primeros minientrantes: buñuelos de bacalao con
mayonesa de manzanilla y gel de yuzu, crujientes de patata con gambas
rojas y macarons de tomate con tartar de salmón. Ambos los miraron
extrañados, como si no hubieran comido esos platos con anterioridad y los
miraran por primera vez.
—Antes te obligabas a comer de esto porque estabas conmigo y querías
actuar como Alan, ¿verdad? —preguntó ella, cayendo en cuenta que había
por lo menos diez ingredientes en la mesa que Álex solía detestar. Él asintió
con una sonrisa irónica—. Dios, cuánto lo siento.
—No pasa nada —dijo él suavemente—. En ese momento yo tampoco
estaba muy claro, igual que tú. Perder a Alan fue mi culpa.
Leia intentó comer por ella y por Álex para aligerar su carga, pero los
entrantes fueron como beber vinagre al ver la expresión afligida de este.
Unos minutos después, les trajeron la siguiente tanda: gelatinas de moluscos
con coliflor en vinagre de chardonnay, una selección de panes caseros con
diversos aceites y mantequillas, vieira curada con salsa holandesa de salvia,
crema de mantequilla noisette y crocante de algas codium. Álex arrugó la
boca y comió un poco de pan, pero nada más. No tenía apetito.
—No fue tu culpa —Leia continuó la conversación como si no la
hubiesen interrumpido con aquel prolongado silencio doloroso—. Se
suponía que Alan y yo queríamos sacarte de tu cuarto y hacer que te lo
pasaras bien, que te relajaras. Estabas trabajando muy duro y estábamos
preocupados por ti. No tendrías que haber ido con la expectativa de
conducir de regreso. Y él tampoco debió beber tanto… Yo podría haberle
dicho algo también, detenerlo después de tantos tragos o algo… —Ella
apretó las manos sobre el mantel y Álex la miró con algo parecido a la
conmoción—, así que no fue tu culpa. En todo caso, fue mía.
—¿Pero qué dices? —le recriminó él con ojos como platos.
Les trajeron los platos fuertes: lomos de merluza en tempura con salsa de
berberechos yodada y lomos de cerdo ibérico a la plancha sobre un lecho de
cebolla trufada y semillas caramelizadas. Álex apenas podía creer que antes
hubiera comido de todo aquello. No era que tuviera mala pinta, al contrario.
Pero al mirar esas piezas de carne blanca y roja, finamente acomodadas
sobre platos artísticos de cerámicas azules y negras con flores decorativas
por encima de las salsas y espumas, no pudo evitar rememorar con añoranza
la comida casera caliente que Mía preparaba en casa mientras tarareaba una
canción, como si cada melodía atrapada en sus labios fuera un trocito de
cariño que lanzara a sus ollas repletas de magia y sabores hipnóticos.
—Apuesto a que la comida de Mía sabe mejor —dijo de pronto Leia,
como si hubiera leído el pensamiento de Álex. Recogió un trozo de merluza
con el tenedor y se lo llevó a la boca. Movió la cabeza de un lado al otro, no
muy convencida del sabor—. Supongo que ellos hacen lo que le gusta a
todo el mundo, pero ella…
—Ella lo hace como le gusta al que lo va a comer —completó Álex su
frase, asintiendo en entendimiento.
—Alan tenía buen diente, pero creo que hasta él hubiera estado de
acuerdo —sonrió Leia con nostalgia, pensando en su novio y en sus
aventuras gastronómicas a su lado—. Álex… —lo llamó con tono
esperanzado—. Lo extraño tanto.
Álex tragó saliva. Era como aquella vez en la cafetería. Ella le había dicho
algo parecido, pero esta vez no intentaba manipularlo. No quería estar con
él, ni obligarlo a ser el sustituto de Alan en su vida. Solo quería tener a
alguien que estuviera tan lastimado como ella, que extrañara a ese ser
querido con la misma afanosa intensidad.
Las proteínas se enfriaron en sus platos antes de que el confundido
camarero que los atendía los retirara y les preguntara si deseaban continuar
con el menú.
—Sí —respondieron ellos al unísono. Querían continuar. Querían
terminar lo que habían empezado. Esta vez de verdad.
El camarero, siguiendo las instrucciones a pesar de su inquietud por
aquellos extraños comensales, les trajo los postres. Frente a ellos fueron
colocadas copas con agua de albahaca y helado cremoso de almendra cruda
y piel de limón, unos mousses de jengibre, gel de maracuyá, sorbete de piña
y una ligera crema de coco con citronela. Álex y Leia miraron aquel desfile
de colores y texturas, y se les antojaron pretenciosos, aburridos y carentes
de alma. Hubieran preferido los tequeños de Nutella de Mía cualquier día
de la semana.
Casi con burla, cogieron cada uno una cuchara con un poco de esos
escuetos postres y las chocaron antes de probar. Álex arrugó el rostro
enseguida mientras Leia se reía de su reacción. Logró recomponerse y mirar
a su cuñado —porque siempre sería su cuñado— a los ojos con expresión
sincera.
—Lamento mucho haberte hecho fingir ser él para darme gusto —dijo
con un nudo en la garganta. Por primera vez en su vida, Álex vio lágrimas
en el siempre controlado y profesional rostro de modelo de Leia.
—No lo hice por darte gusto, así que no te sientas mal —quiso consolarla
él, extendiéndole una servilleta para que ella se limpiase las lágrimas. Ella
se la aceptó—. Yo tampoco quería soltar a mi hermano. Nos parecemos
tanto que traté de ser él. Lo fui durante más de un año. En el trabajo todos
lo vieron como un cambio positivo, pero pocos sabían que era una forma
terrible de lidiar con mi duelo.
—Mía lo entendió al instante, estoy segura —aventuró ella con una tierna
sonrisa al pensar en la chica de pelo negro—. Estás enamorado de ella.
Álex, que estaba seguro de sus sentimientos, igualmente se sorprendió.
Escuchar en voz alta cómo alguien proclamaba su afecto hacia Mía era tan
revelador como catártico. Le sonrió a Leia, correspondiendo su sinceridad
con la suya propia.
—No pretendo ocultarlo —dijo con humor, su pecho hinchado de ganas
por volver a casa y encontrarse con esa mujer que seguro lo esperaba con
esa sonrisa que tanto le encantaba a él. Luego miró a Leia con compasión
—. Disculpa, yo…
—Estaré bien —lo tranquilizó Leia—. Como te he dicho, no pretendía
que te pasaras tu vida fingiendo. Yo dejaré de hacerlo también. ¿Sabes? Me
gustaría ir a un sitio después de esto. ¿Me acompañas?
Álex volvió a asentir. Sabía perfectamente a dónde quería ir Leia.
Ninguno de los dos se había sentido listo antes, pero cuando condujeron
hasta el cementerio y llegaron a la tumba de Alan, los dos sintieron que el
susodicho los había estado esperando con amorosa paciencia, dándoles
tiempo a asimilar y superar todas las mentiras dolorosas que se habían
contado para sopesar la pérdida.
Leia lloró amargamente sobre la tumba de su amado, primero
recriminando su comportamiento con la bebida, así como su atrevimiento
de dejarla sola en un mundo sin él. Luego fue aplacando su ira hasta que
esta se transformó en anhelo, susurrando ante la piedra caliza cuánto lo
había amado y cuánto lo amaría siempre. Sus palabras se fueron
extinguiendo hasta que su silencio llenó la noche con la certeza de que Alan
viviría junto a ella en sus recuerdos, los más felices de sus vidas juntos,
hasta el día en que dejara de respirar.
Alan, detrás de ella, presenció sus etapas como si de una puesta en escena
se tratara, casi ajenas a él mismo y a su realidad. Sin embargo, cuando Leia
hubo llorado todo lo que necesitó… llegó el turno de Álex. Fue un llanto
contenido, su cuerpo estremecido y aturdido por la fría brisa nocturna, sus
manos tapándose el rostro como hacía desde que era niño y no quería que
los demás presenciaran su debilidad. Así permaneció por varios minutos,
permitiéndose decirle adiós al disfraz de Alan que había usado para honrar
su memoria. Ahora tendría que hacerlo de una manera distinta, siendo él
mismo. Siendo feliz.
Leia se despidió de él con un abrazo corto pero sincero. Las dos personas
que más habían amado a Alan Alonso en el mundo voltearon a ver su tumba
con sonrisas contritas antes de regresar a sus hogares con sus almas más
ligeras que el día anterior.
Capítulo 33

Avanzar
Ahora que me voy quedando sin páginas en este libro, aprovecho para recordar
unos viejos favoritos… ¿Qué tal suena una vieja pero deliciosa receta de
arepitas dulces para que sorprendas a todos en España?

Mami regresando a los clásicos

«Muchas gracias, Mía. Al fin siento que puedo avanzar», era lo que Leia le
había dicho tras contarle su experiencia catártica frente a la tumba de Alan,
donde sus sentimientos habían salido al exterior después de meses de
represión y autoengaños. Si bien la herida seguía doliendo, y seguramente
siguiera doliéndole por quién sabe cuánto tiempo más, Leia ahora tenía una
red de apoyo, y esto incluía su inesperada amistad con Mía.
Este afán por avanzar, por cerrar ciclos y empezar otros nuevos, fue lo que
inspiró a Mía a tomar una importante decisión, pero no por ello menos
dolorosa.
Trató de enfocarse en todo lo bueno que le había pasado en los casi seis
meses que llevaba viviendo en La Dreta Real con Álex y los Royals. Había
vuelto a cocinar, despertando su vieja pasión por recrear e inventar platos
para sus seres queridos, había hecho nuevos amigos, aumentado su
autoconfianza tanto en el trabajo como fuera de este. ¡Por Dios!, incluso sus
episodios de bulimia habían parado, siendo el de la pasada Navidad el
último que había vivido. Si eso no era un hito en su proceso de
mejoramiento personal, no sabía qué lo era…
¿Debería incluir como otro hito su primer enamoramiento? Pensaba que
sí.
Mía no sabía explicarlo en palabras que no sonaran cursis o clichés.
¿Cómo explicar que se había enamorado de Álex? Ni siquiera estaba segura
de cuándo había pasado. ¿Desde el momento en que fue a recogerla a Sant
Joan Despí en su Prius? No, en ese instante lo había admirado y le estuvo
agradecida, pero no creía haberse enamorado solo porque el hombre la
salvase de pasar la noche en la calle.
Mía sospechaba que su afecto había empezado a nacer en los resquicios
del día a día, en las oportunidades camufladas que la rutina ofrecía: en sus
comidas compartidas en la terraza del Square, en los cumplidos que él le
hacía sobre sus tuppers, en su manera de cuidarla cuando su inexperiencia
social la traicionaba, en las miradas confidentes durante las noches de
películas, en los roces cuya intensidad fue aumentando hasta convertirse en
un aliciente que la llenaba de expectativas y cosquilleos repletos de
promesas placenteras.
Sí… Mía creía que su amor por Álex, al igual que la receta clásica de
arepitas dulces de su mami, había nacido de la mezcla de elementos tanto
dulces como salados, abombando su corazón como una masa suave y
elástica al entrar en contacto con una olla de emociones calientes y
estimulantes, dándole forma y color hasta crear un bocado perfecto y
repleto de sabor.
Por eso iba a ser tan duro despedirse de él.
Hizo su triste anuncio el viernes siguiente, cuando el grupo de los Royals
—Leia incluida— se hubo reunido para su acostumbrada noche de películas
y karaoke. Mía tomó la palabra en medio de la cena, mientras todos
brindaban con sus copas llenas, cogían aperitivos de la tabla de picoteo y
conversaban animadamente entre sí.
—Me voy a mudar —dijo sin preámbulos, evidencia de lo mucho que le
dolía esta decisión. Sus dedos estaban enroscados alrededor de una taza de
té caliente de manzanilla y limón, nada de alcohol para ella esa noche, su
rostro contraído en una mueca melancólica—. Quería que lo supieran.
Elliot, enérgico en sus reacciones como siempre, saltó de su puf y
extendió los brazos a los lados, como exigiendo una explicación a la
tontería más grande que sus oídos hubieran escuchado. Demandó
explicaciones a Mía en un veloz inglés que solo ella y Leia entendieron por
su uso diario del idioma en su entorno laboral.
—What the heck are you talking about, woman? —exclamó el rubio por
enésima vez en la misma retahíla, meneando con la cabeza y abriendo
mucho sus ojos verdes esmeralda que, como los de un niño pequeño,
reflejaban impotencia y dolor ante una noticia terrible—. No puedes irte,
¿quién te ha dicho que lo hagas?
—Nadie, Elliot —intentó calmarlo Mía, sin éxito. Decidió que tendría que
explicarse. Miró a sus oyentes con una súplica en sus ojos, pero ellos
todavía estaban lidiando con la fuerte impresión que les había dejado su
anuncio—. Estoy tomando esta decisión por mí misma. Desde el minuto
uno, Álex me dijo que esto era un arreglo temporal, que el cuarto estaba
pagado por seis meses nada más.
Álex abrió la boca, pero se obligó a cerrarla al instante. Si llegaba a
decirle a Mía que él había transferido a Leia el dinero que esta había pagado
por el cuarto, la venezolana no lo vería como algo bueno. Al contrario,
seguramente interpretaría que su estadía en La Dreta Real había sido una
obra de caridad, y eso destrozaría su orgullo.
—No quiero que crean que hago esto para alejarme de ustedes —continuó
Mía, subiendo las manos como un gesto pacífico—. Si acaso, ustedes me
han inspirado a tomar esta decisión.
—No entiendo, chérie. —Charlotte meneó la cabeza, su hermoso rostro
irradiaba confusión—. ¿Acaso te hemos hecho sentir incómoda?
—Porque Elliot es cruel así, porque sí —intervino Luca, señalando al
rubio como el más volátil del grupo, lo cual no era mentira—. Pero ninguno
de nosotros ha querido hacerte sentir que no te queremos aquí —agregó con
sus ojos saltones vidriosos y llenos de sentimientos encontrados.
Álex mantuvo una expresión indescifrable. Tenía los ojos caídos, por lo
que Mía no pudo leerlos, interpretarlos, saber si su partida le afectaría de
modo alguno.
—Nada de eso, chicos. Lo estoy haciendo por mí misma —quiso hacerles
entender, llevándose una mano al pecho—. Cuando digo que ustedes me
han inspirado, lo digo como algo bueno. Charlotte ha estado trabajando
horas extra porque tiene proyectos propios como fotógrafa, Luca acaba de
publicar un nuevo libro y ya está escribiendo otro, Elliot está petándolo en
su primer trabajo como ilustrador, Leia ha vuelto después de meses muy
duros sin Alan, y Álex… —Tragó saliva, sintiéndose frágil y vulnerable
cuando hablaba del hombre que amaba. Se sentía extraño pensarlo, y deseó
poder decirlo en voz alta. Quizá algún día—. Álex ha dejado de actuar
como Alan, ¿lo habían notado? Ha requerido de un esfuerzo brutal, pero lo
ha conseguido.
Era cierto. Incluso en la oficina, Álex por fin estaba dejando ver su
verdadera personalidad, aquella que sacaba con los Royals. En vez de ser el
sujeto parlanchín y vivaracho que sacaba conversación a todo el mundo,
ahora ejercía su rol de mánager con una actitud distinta: seria, aplicada,
respetuosa —aunque irónica y sarcástica—, sin dejar de ser el hombre
bondadoso y cuidadoso con las emociones de las personas que le
importaban, incluidos sus colegas y los miembros de los equipos que
gestionaba.
Aunque hubo un shock inicial por parte de la gente que lo conocía en
Square, pronto las habilidades de Álex hablaron por sí solas. Tomó mayor
participación en el trabajo hecho por los programadores del departamento
de juegos, guiándolos a corregir errores que se arrastraban en la empresa
desde hacía años. En un par de meses, ya había mejorado procesos
antiguamente arcaicos y había propuesto reorganizaciones que estaban
resultando tan eficientes como exitosas. Sus jefes estaban encantados. Lo
sabían resuelto y solventador, pero ahora reconocían que Álex era un
hombre inteligente. Aquella nueva valoración no tenía precio, y se la había
ganado él a pulso. Mía estaba orgullosísima de sus logros, y ahora quería
sentirse así por los suyos propios.
—Me dedicaré por completo a la cocina —dijo Mía con resolución, sus
ojos brillantes con una nueva meta en su vida. Un viejo sueño que había
resurgido de las cenizas—. Todavía no puedo renunciar como tal a mi
empleo en Square, necesito el dinero, pero debo empezar a ahorrar de
nuevo para montar algo propio, y no puedo permitirme vivir en este sitio.
—Extendió los brazos y abarcó con ellos el espacio a su alrededor—.
Siempre supe que La Dreta Real era un lujo que no podía permitirme.
Tendré que irme a una habitación más barata.
—Mía… —dijo Álex por fin. La forma en la que pronunció su nombre
casi le desbarató el corazón a Mía, obligándola a aguantar el aire en una
inhalación profunda—. Barcelona nunca ha sido barata, aunque te vayas a
otro sitio…
—Mi prima Lisbeth se ha puesto en contacto conmigo. Creo que volveré a
Sant Joan Despí —respondió Mía, intentando amortiguar el golpe de
aquellos ojos azules que tanto amaba.
—¿¡Cómo!? —ladró Elliot, visiblemente enfadado—. ¿Acaso no fue tu
prima la que te echó a la calle?
—Hemos vuelto a hablar. Está arrepentida y me ha ofrecido, a diferencia
de antes, una habitación como Dios manda. También ha roto con el novio,
así que no tendría ese problema. De todos modos, es algo temporal mientras
consigo algo por esa zona. Sant Joan Despí es considerablemente más
económico que Barcelona Centro.
—¿Y las distancias? —preguntó Leia, participando por primera vez en la
conversación después de voltear a ver a todos como la espectadora de un
partido de tenis—. Sant Joan Despí está muy lejos, Mía.
—Puedo negociar opciones de teletrabajo con Square, ya lo he estado
hablando con mi jefa, y no me ha puesto pegas. —También era cierto.
Nuria, ante la mejora en la calidad de trabajo de Mía, se había vuelto más
dócil y comprensiva. Si bien no eran amigas, ahora mantenían una relación
más cordial en la oficina—. Como verán, lo he estado pensando mucho.
—Sí, ya lo veo —musitó Álex, una pizca de resentimiento se asomaba en
las comisuras de sus labios contraídos. No podía dejar de pensar en que sus
encuentros con Mía quedarían reducidos, por culpa de las distancias, a
menos de la mitad que ahora.
—Álex, por favor, no estés molesto… —le pidió ella con un hilillo de
voz. No soportaría verlo infeliz, y menos por su culpa—. Quiero que
entiendan que hago esto porque necesito ponerme en pie yo sola, como
todos ustedes lo han ido haciendo. No quiero quedarme atrás.
—¿Quedarte atrás? —resopló Elliot, su blanco rostro coloreado por la
intensa emoción que albergaba en su interior—. No sabía que estabas
compitiendo contra nosotros a ver quién mejoraba más su vida. —De haber
sabido eso, el rubio no le habría contado que ahora hablaba a menudo con
su madre, que le había aconsejado ir a terapia por sus conductas hacia la
comida, instándole con el ejemplo de una amiga que lo había hecho querer
ser más comprensivo hacia su propia familia y sus dramas.
«No, la competencia siempre ha sido conmigo misma», se dijo Mía. No
quería seguir viviendo de la buena voluntad de sus amigos. ¿Con qué cara
podía mirarlos si no salía adelante, si no avanzaba, con sus propias
herramientas, con sus propios méritos?
—Ustedes son emigrantes como yo —susurró ella—. Saben que en esta
vida nadie te regala nada. Y yo no quiero abusar de la generosidad que me
han dado hasta ahora. —Instintivamente, hizo una pequeña reverencia hacia
los Royals, preguntándose si alguna vez entenderían cuánto deseaba evitar
ser una carga, presente o futura—. Yo también quiero avanzar por mí
misma. Entiéndanlo, por favor.
Cinco rostros descolocados se miraron entre sí. ¿Realmente podían decir
algo que cambiara la opinión de Mía? Supieron que no. Aquella mujer
latina, aunque tierna en su proceder, era terca y necia como ella sola. Y
habían aprendido a quererla así.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Charlotte, comprendiendo que Mía ya
había tomado su decisión y que nada la sacaría de allí.
—Estoy conversando con Lisbeth a ver si entro al cuarto la semana que
viene —respondió Mía con un hilillo de voz. ¡Cuánto le costaba decir
aquello! No quería irse. Pero sentía que debía.
—La semana que viene… —repitió Álex. Para un oído inexperto, su voz
había sonado normal. Pero estaba con los Royals, sus amigos que lo
conocían, y estos supieron que estaba quebrado por dentro.
Leia se aclaró la garganta. Había sido la última en unirse a los Royals
después de una larga ausencia, pero apreciaba a Mía. Había aprendido a
quererla, a apoyarla, y lo menos que podía hacer ahora era intentar
comprenderla como ella lo había hecho cuando todavía eran una leona y un
valiente cervatillo.
—Aquí estaremos para despedirte. Por mi parte, avísame si necesitas
cualquier cosa —le sonrió con sinceridad—. Estoy a un mensaje de
distancia.
—Gracias, Leia —respondió Mía con una pequeña sonrisa.
El día de su partida fue un sábado caluroso, como si la promesa del
verano anunciara los cambios que se avecinaban en La Dreta Real.
Mía preparó las arepitas dulces del libro de recetas de su mami y
desayunó junto a sus amigos en el comedor. Bajo otras circunstancias, el
intenso queso blanco rallado y su sabor salado les habría parecido algo tan
agradable como cotidiano, pero hubo algo en la mezcla de harina de trigo y
de maíz, así como en el olor a papelón dulce, ramitas de canela y anís
estrellado, que les hizo imaginar con nostalgia un suave sol caribeño
bañándolos en su luz tropical, invitándolos a empezar el día con una
sonrisa, tal y como Mía lo había hecho desde su primer día en el piso,
cuando todavía intentaba ganárselos a pulso con su optimismo y alegría.
No hubo lágrimas en su despedida, pero sí muchos abrazos. Álex fue el
último en dejarla ir, soltando su mano lentamente, como si acabara de
resbalarse un tesoro entre sus dedos.
Cuando pasó enfrente de la habitación de Mía —su cuarto de princesa,
como ella lo llamaba cariñosamente—, y su inmensidad lo engulló cual
baúl de los recuerdos, Álex sintió que le faltaron días, le faltaron horas,
incluso un minuto más le habría bastado.
Un solo minuto más para decirle que la amaba. Eso habría bastado.
¿Por qué no lo había hecho?
Capítulo 34

Un lugar al cual pertenecer


Sin importar en dónde estés, siempre tendrás un lugar al cual pertenecer en una
mesa donde estén tus seres amados. Ahí es donde está la comida más deliciosa.

Reflexión sobre mami cuando notó


que estaba a punto de acabar con
el espacio de su libro de recetas

Era curioso cómo la percepción del tiempo cambiaba dependiendo del


momento.
Para Elliot, sus años de infancia y adolescencia en Canadá pasaron sin
gloria, pero con unas cuantas penas. Sobre todo por el carácter adusto e
inflexible de su padre, con el cual tenía poco o nada en común. Su madre,
en cambio, era un espíritu afín, una artista sensible y risueña en su juventud,
pero que había ido perdiendo su brillo característico conforme fue dejando
sus intereses por la pintura atrás para criar a un hijo que, por mandato de su
marido, debía dedicarse al emporio inmobiliario del cual formaban parte.
Quizá de aquellas frustraciones reprimidas era que habían surgido los
problemas de su madre con la comida. Aunque Elliot no los había
experimentado en carne propia, compartir con Mía le había enseñado a abrir
los ojos a las señales de alarma, a las actitudes evasivas a la hora de la cena,
cuando los tenedores pinchaban trozos de comida que nunca llegaban a la
boca, o las sospechosamente largas idas al cuarto de baño después de una
reunión social donde hubiera aperitivos y alcohol.
Su madre necesitaba su apoyo, y Elliot sabía que sin su ayuda su padre
jamás captaría la sutileza de las señales que a él ahora se le hacían evidentes
gritos de auxilio. Por eso había decidido volver a casa por un tiempo, un par
de meses al menos, para aportar de cualquier modo a la salud mental de su
madre y, si tenía suerte, a su propia relación con su padre, hacerle entender
que iba en serio con su nueva labor de ilustrador.
Pero antes de irse, debía darle un toque a Alejandro, hacerle ver las
señales que Mía dejaba entrever, pero que nadie parecía captar salvo él.
Pasados unos días de la partida de Mía, cuando Elliot hubo afianzado su
decisión de hablar con su casero, tocó a su puerta. En cuanto este le abrió,
el rubio intentó hablar con suavidad, entregar su mensaje con sutileza.
Lamentablemente, Elliot Cole era tan sutil como una avalancha.
—Tienes que ir a buscar a Mía y traerla de vuelta, idiota —exclamó antes
siquiera de que Álex hubiera terminado de abrir la puerta. Era temprano en
la mañana y estaba algo adormilado, mientras Elliot estaba más activo que
un corredor calentando para una maratón.
—¿Elliot? —preguntó Álex, parpadeando un par de veces y restregándose
un ojo con la mano—. ¿De qué demonios hablas?
—Ella cree que es una molestia, que todo se reduce a quién paga el cuarto
o si se merece estar aquí, right? —continuó él, hablando con frases rápidas,
aceleradas como sus pensamientos que se entretejían entre el inglés y el
español, acompañadas de enérgicos movimientos de manos que Álex
apenas podía seguir—. Quiere un hogar.
—Intentamos dárselo —replicó Álex con voz queda, su mente ajustándose
por fin a la conversación de pasillo que estaba teniendo lugar antes de las
ocho de la mañana—. Pero es su decisión y quiero respetarla. —Elliot
gruñó, frustrado.
—¿Sabes que ella vomitaba? —intentó calmarse. Alejandro levantó las
cejas con algo de sorpresa, pero luego asintió suavemente. Mía le había
hablado un poco de sus problemas con la bulimia, aunque esa parte siempre
era un tema delicado para ella—. Bueno, mi madre es igual… Se guarda
cosas, no es sincera del todo —siguió Elliot, rascándose una mejilla con un
dedo, intentando transmitir bien sus ideas—. No digo que Mía nos mienta.
Más bien, nos oculta cosas que piensa, que siente. Su miedo a ser
rechazada, a ser una carga…, ¿sabes?
Alejandro lo miró incrédulo, quizá con algo de admiración. Volvió a
asentir. Nunca habían estado tan en sincronía y alineados como en ese
momento. No había fuerzas titánicas contrapuestas. Solo estaban dos
personas preocupadas por alguien que les importaba.
—Alan bebía —continuó Elliot, su voz aguda a causa del nudo en su
garganta. Se la aclaró. Alejandro contuvo la respiración, atento a sus
palabras—. Sé que no es lo mismo, pero es como Mía con la comida.
Intentan ser siempre optimistas, amables, perfectos inclusive. Pero por
dentro… —chasqueó la lengua y luego los dedos, intentando traducir
mentalmente del inglés. No pudo—. They feel broken, you know?, y buscan
formas de mantenerse positivos, en control.
—Los ataques de pánico y de ansiedad —susurró Alejandro,
comprendiendo que su hermano y Mía compartían más rasgos en común de
los que se había detenido a analizar.
—Exactly! —coincidió Elliot, casi como un grito de eureka— . Creo que
si vas y le dices lo que sientes, puedas hacerla volver. Si tú se lo dices… —
Tragó saliva. Aquello era difícil, aceptar que Alejandro podría llegar a Mía
de formas en las que él jamás podría—. No sé, tío, al menos inténtalo.
Llevas todas las de ganar —susurró desviando la mirada, frustrado de sus
propios sentimientos que él sabía no eran correspondidos.
Alejandro posó una mano sobre su hombro, haciéndolo elevar la mirada.
For God´s sake!, era idéntico a Alan. Pero al mismo tiempo eran muy
diferentes. Lo vio sonreír con camaradería y gratitud.
—Gracias, Elliot —dijo su casero, apretando su hombro y moviéndolo
ligeramente atrás y adelante antes de soltarlo—. Eres un buen tío.
«Okay, es suficiente, tampoco me mires así», quiso soltar Elliot, que
frunció el ceño al ver al Alejandro más sereno y pacífico que había visto en
su vida. Se veía feliz, como si las palabras de Elliot le hubieran brindado
una seguridad que requería desesperadamente. Elliot sintió pena por sí
mismo. Ayudar a un rival amoroso se sentía asquerosamente catártico.
—Vete a cocer tapioca, Alejandro. Lo hago por Mía —aclaró, cruzándose
de brazos y restaurando su actitud hostil. Alejandro abrió los ojos como
platos y puso una media sonrisa que acompañó de un bufido. Todo volvía a
la normalidad entre ellos—. Un poco por Alan también… —agregó en un
susurro antes de coger aire con resolución— . ¿Vamos a buscarla o qué?
—Pero no sé dónde vive su prima —dijo Álex, llevándose una mano a su
mentón, pensativo—. La fui a buscar solo una vez, a la estación del metro
de Cornellá Centre.
—Uh, duh. Find my friend, dude —dijo Elliot, sacando su móvil y
activando su aplicación de rastreo de dispositivos móviles. Tenía el de Mía
en la lista. Alejandro lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué tienes una app para rastrear el teléfono de Mía? —dijo con
voz peligrosamente grave. Elliot puso los ojos en blanco. ¿Celos? ¿Ahora?
Focus, Alejandro, focus!
—¿Acaso olvidas que Mía tiene el sentido de orientación de un ciego sin
bastón? —dijo Elliot, enarcando una ceja. Alejandro aflojó su expresión y
se vio obligado a asentir, exhalando en un suspiro tan resignado como
afectuoso. Sí, un ciego sin bastón sonaba como la Mía que ambos conocían
cuando no reconocía las calles de Barcelona en comparación con las de
Caracas—. Found her!
—Pásame la ubicación —le pidió Álex—. Me cambio y voy.
—¿De qué rayos hablas? —sonrió Elliot—. Será más bien: «Y vamos».
Buena suerte intentando deshacerse de él. Solo porque Mía estuviera
enamorada de Alejandro no quería decir que pudieran privarlo a él de
traerla de vuelta a casa. Al lugar donde ella y los otros Royals pertenecían.
Capítulo 35

Decir lo que quieres decir


No importa si son arepitas, tequeños, carnes, pescados, ensaladas, o postres.
Nunca, nunca, nunca dejes de hacer lo que amas, que en tu caso es cocinar,
igual que tu mami. Y nunca dejes de luchar por aquello que te hace feliz, mi
niña hermosa. Es el consejo más sincero que te puedo ofrecer. Yo seguiré
luchando por ti, sin importar en dónde estemos tú y yo.

Último consejo que mami escribió en el libro…


… las lágrimas sobre la tinta dificultaron su lectura al principio.

Lisbeth estaba haciendo un gran esfuerzo por hacer sentir bienvenida a Mía,
tanto que esta apenas podía dar crédito a las pruebas. No solo le había
despejado un cuarto —aunque pequeño en comparación con el suyo en La
Dreta Real, pero eso era de esperarse—, sino que le había dado espacio
adicional en la cocina y dividió los costes del piso de manera mucho más
equitativa y justa que la primera vez que la había recibido.
Incluso ahora hacían la compra juntas. Mía observaba a su prima por el
rabillo de ojo, viéndola arrugar la boca con gesto avergonzado cada vez que
ella le agradecía alguno de esos nobles gestos inesperados. Mientras
cargaban las bolsas hasta el piso, Lisbeth aprovechó el momento para
sincerarse con su prima.
—Tenías razón sobre Michael —admitió sin dejar de hacer aquella
graciosa mueca, como si las palabras le supieran a vinagre—. Lo pillé con
otra por la calle poco después de que te fueras del piso. Lo siento mucho,
prima. Estaba ciega por culpa de ese mamahuevo. —Mía esbozó una media
sonrisa ante el lenguaje escatológico de Lisbeth, que solo sabía decir lo que
quería decir, sin irse por las ramas ni endulzar las cosas.
—Te agradezco que me ofrecieras el cuarto de nuevo. Pensé que mi papá
te había obligado —dijo Mía, esperando a que el semáforo de la calle de
enfrente cambiara al verde.
—Antonio es como mi segundo padre —dijo Lisbeth, cerrando los ojos en
remembranza—. Sentía que le debía el ayudarte por todo lo que hizo por mí
en Venezuela, pero no sabía que serías tan distinta a él. —Quizá Lisbeth se
había imaginado a su prima como una versión femenina del Sr. Antonio,
una máquina comerciante sin pelos en la lengua y actitud estricta, en vez de
la modesta y tímida amante de la comida con la que se había encontrado al
recibirla—. Supongo que saliste a tu madre. —Aquello encendió un brillo
en los ojos de Mía.
—Sí. Supongo que sí —admitió ella. Las primas cruzaron la calle, estaban
a punto de llegar al piso.
—Uf, espera, prima, que esta bolsa se va a romper. —Lisbeth pidió un
momento y se agachó al llegar a la otra acera para hacer un nudo en una de
las bolsas. Sin embargo, parecía querer preguntarle más cosas a Mía—.
¿Qué pasó con la gente donde vivías? ¿Tuviste problemas con ellos?
Sus dudas eran tan solo eso: dudas. Eran producto de una curiosidad
innata —quizá también a la adicción al chismorreo—, pero no iban
cargadas de mala intención. Sin embargo, Mía se llevó una mano al pecho
como si pudiera sentir las piezas de su corazón roto clavadas desde adentro.
Extrañaba La Dreta Real con locura. Pero ya había tomado esa decisión. No
podía echarse para atrás. Estaría bien con Lisbeth ahora que se llevaban
mejor, trabajaría desde casa y se pondría a buscar cursos profesionales de
cocina en sus horas libres, idearía la forma de dedicarse a la gastronomía
como siempre había soñado…
Pero, claro, eso le dejaría poco tiempo para verse con sus amigos de
Barcelona Centro. Respiró en cuatro tiempos con los ojos cerrados,
recordando la suave brisa que correteaba por los balcones de hierro de la
cuarta planta y le acariciaba el rostro por las mañanas, el olor a café recién
hecho mientras tarareaba canciones de Olga Tañón y Marc Anthony y
preparaba los tuppers de los Royals, el sonido matutino que se filtraba
desde los cuartos de sus amigos cada vez que estos abrían la puerta de sus
cuartos y caminaban hacia la cocina para saludarla y hacerle compañía, las
risas melodiosas y las canciones divertidamente desafinadas de las noches
de películas y de karaoke cada viernes.
Cuando recordó el toque de los dedos de Álex sobre los suyos, como una
especie de llamado secreto entre ambos cuando las palabras sobraban y sus
miradas se encontraban, Mía casi rompió a llorar.
—No pasó nada malo —explicó a su prima, que al ver su expresión
afligida se quedó a cuadros con las bolsas de la compra, preguntándose qué
decir o qué hacer ahora—. Todo lo contrario, mis amigos de La Dreta Real
son maravillosos. Fueron maravillosos conmigo. —Usar el tiempo pasado
dolía una barbaridad. Le perforaba el pecho y el estómago a la vez con la
exactitud de un cuchillo de cocina.
—¿La Dreta Real? —preguntó Lisbeth, todavía confundida ante tanta
sensibilidad.
—Sí, mi segundo hogar —dijo Mía en voz alta, como si quisiera que su
madre en el cielo la escuchara—. Nunca me había sentido tan feliz en un
sitio. Me ayudaron y me aceptaron en el año más difícil de mi vida, cuando
creía que no podría seguir por mí misma.
—Lo siento mucho… —Lisbeth se sintió obligada a decir aquello.
Después de todo, era por su causa que Mía había quedado desamparada en
la calle.
—No lo sientas. Casi debería agradecerte a ti… ¡y al imbécil de Michael!
—rio Mía, soltando las bolsas con delicadeza sobre la acera para llevarse
las manos al rostro. No podía llorar. No podía. No en público. No otra vez.
¿Acaso no era más fuerte ahora?, pero dolía tanto…—. Gracias a eso
conocí a Álex, y él me abrió las puertas a otro mundo. ¡Es que no te lo
podrías ni imaginar, Lisbeth! Es tan maravilloso… —Sus pupilas se
dilataron y sus labios se curvaron hacia arriba. Sus mejillas sonrosadas le
confirieron el aspecto de la perfecta chica que estaba perdidamente
enamorada.
—Guau, pero entonces ¿qué pasó?, ¿por qué te fuiste?
—¡Porque no quería depender de ellos para siempre! No es solo de
dinero, que ya me estaban haciendo un favor al no cobrarme el alquiler.
Era… todo. Dicen que yo los ayudaba haciéndoles la comida, pero siempre
fueron ellos los que me apoyaron y me hicieron sentir aceptada, como una
más. Si no aprendo a estar sola, siento que jamás podré avanzar.
—Todos necesitamos ayuda, prima —dijo Lisbeth con la voz más piadosa
que Mía le había escuchado—. No está mal pedir ayuda. Y a mí me suena
que esta gente que me mencionas te quiere y te aprecia. ¿Segura de que
hiciste bien yéndote de allí?
Mía abrió los ojos como platos y le temblaron las piernas. Volvió a
sentirse tan vulnerable como el día en que le quedaban treinta euros en la
cuenta, con la diferencia de que era el banco de su mente el que había
quedado casi vacío. ¿Acaso había cometido un error? ¿Tendría razón
Lisbeth y había abandonado su segundo hogar por hacerle caso a sus
complejos?
Pensó en Charlotte y en los vinos que no beberían juntas. En las tablas de
picoteo que no podrían fotografiar y en las noches de pijamada que no
podrían disfrutar al no estar una al lado de la otra. Tampoco podría conocer
a Danielle y celebrar el amor que seguramente su amiga y su pareja
compartían.
Pensó en Luca, en los libros que este le prestaba, en sus sabias enseñanzas
y su sentido del humor irreverente e indiscreto. Ahora la única forma que
tendría de sentirse cerca de él sería comprando sus best sellers y leerlos con
su graciosa y curiosa voz de mezzosoprano.
Pensó en Elliot, en todas las discusiones que no tendrían, todas las
oportunidades desperdiciadas de hacer terapia conjunta conversando con el
amigo más malhumoradamente tierno que había tenido jamás, que la
entendía como si hubiesen crecido juntos y sabía secretos suyos que no
compartía con nadie más.
Pensó en Leia, en la incipiente amistad que había empezado a formarse
entre ellas. La leona y el cervatillo. La modelo y la cocinera. La inteligente
mujer que había aprendido a llorar la pérdida de Alan mientras Mía había
aprendido a ser más fuerte, aunque no por eso ahora fuera menos llorona.
Pensó en Álex…
Y se llevó una mano a los labios. ¿Volvería a sentir el contacto de su boca
sobre la suya alguna vez? Si nunca hablaban en Square, ¿cuándo podrían
verse? Sus mundos, fuera de La Dreta Real, eran diferentes. Él era un
mánager, un líder, un hombre brillante, y ella no tenía cabida en la apretada
agenda de un hombre así. Pero quería. ¡Por Dios!, cómo quería formar parte
de su vida.
Porque lo amaba.
Quería decírselo, quería correr a sus brazos y besarlo con fuerza, afincarse
de sus fuertes hombros para impulsarse y coger su rostro para perderse en
sus hermosos ojos azules hasta que el tiempo se detuviera.
—No —dijo por fin Mía, meneando la cabeza mientras unas lagrimillas
resbalaban de sus ojos desorbitados. No sollozaba, pero no podía detener las
lágrimas, como si estas tuvieran consciencia propia y supieran que su alma
estaba desbordada de aflicción—. ¿Qué hago, Lisbeth? Cometí un error
estupidísimo.
—Ay, prima… —musitó Lisbeth, entrecerrando los ojos con compasión.
—Quiero regresar —dijo Mía con voz queda, anhelante, dolida. Tragó
saliva y fue como intentar tragar un bloque de hielo—. Quiero regresar,
quiero regresar, quiero verlos… quiero verlo… —Era como emigrar por
segunda vez. Aunque no los separara un océano de distancia, así se sentía
por dentro—. Álex…
—¿Me has llamado? —susurró una voz en su oído, al tiempo que dos
fuertes y cálidas manos se posaban sobre sus brazos desde atrás con
delicadeza. Mía dio un respingo y, al voltear, fue como lanzarse de lleno a
ese mar azul que era la mirada de su amado—. Si te sentías así, ¿por qué no
nos lo has dicho? Pudimos habernos ahorrado días de sufrimiento sin
nuestra cocinera estrella, ¿sabes?
Elliot les dio alcance al instante. Tenía el móvil en la mano, con una
aplicación abierta que emitió un pitido cuando alcanzaron a Mía, como
cuando un GPS indicaba a un viajero errante que había llegado a su destino.
Por la forma en la que Álex la besó, con aquella intensidad y decisión
apasionada, Mía sintió, cual revelación epifánica, que no importaba cuál
fuera el destino de ambos, harían el viaje juntos.
Capítulo 36

Fuego lento
Es la penúltima página. ¡Dios mío!, ¿y ahora cómo cierro este viaje que hemos
emprendido juntas?

Palabras de mami antes de que se


le acabara el espacio en el libro

Álex no se había sentido más feliz en toda su vida que cuando besó a Mía
sin pararse a pensar en más nada, ante la vista de los descolocados
transeúntes de una estrecha calle de Sant Joan Despí.
Con una sonrisa jovial en el rostro, muy parecida a la de Alan, pero que
en realidad era una nueva creación suya, producto de su propia felicidad, se
adentró al piso de la prima de Mía y la ayudó a recoger su maleta sin darle
oportunidad a chistar.
—Vienes a casa conmigo —le anunció sin dejar de sonreír.
—Pero Álex… —dijo ella, turbada ante la indecisión.
—Pero nada. —Le puso un dedo sobre los labios—. Has dicho que
querías regresar.
—Eso he dicho —admitió ella con suavidad.
—¿Era mentira? —la torturó él, divirtiéndose a costa de su rostro
ruborizado.
—¡No! no era mentira —se apresuró a decir ella.
—Entonces te vienes conmigo —repitió él, besándola de nuevo. Ni
siquiera le importó que la prima de Mía se tapara la boca de la impresión o
que Elliot lo mirara con ojos en blanco.
—¡Vale, vale, vámonos ya! —ladró por fin el rubio. Había aguantado
mucho sin quejarse. Álex decidió que Elliot no era tan malo como había
pensado al principio. Después de todo, le debía haber tomado la decisión de
ir a buscar a la mujer que amaba, así como la ayuda necesaria para
encontrarla gracias a su aplicación de rastreo en el móvil.
Media hora más tarde, tras haberse despedido de una confundida Lisbeth,
los tres condujeron en su Prius hasta Barcelona, hasta La Dreta Real, donde
tuvo lugar la celebración de fin de semana más alegre que Álex recordara.
Ni siquiera tuvo que beber alcohol para achisparse, la mano de Mía en la
suya era suficiente estímulo para sonreír.
Ella quiso saber cómo podría pagarle la habitación de ahora en adelante.
¡Cuán necia era esa mujer! Dios mío. Pero no importaba. Álex la besó en la
frente ante esa duda y le dijo que presentía que las cosas se arreglarían
solas, que mientras tanto aceptara la ayuda de su familia. Ella lo miró
confundida.
—Porque somos tu familia, ¿no? Al menos así nos has llamado —dijo él,
fingiendo un gesto teatralmente reflexivo.
—Pues sí, pero…
—Si haces más comidas, creo que te alcanza para cubrir el alquiler, Mía
—intervino Charlotte de pronto. Tenía abierta la calculadora del móvil—. A
ver, mis amigas del trabajo me han dicho que querían comida casera…
¿Cuántos te han dicho a ti, Luca? Vale, cinco más…, ¿y a ti, Elliot? Vale,
tres más… —La francesa continuó sacando cuentas con pericia—. Si a eso
le sumas las amigas modelos de Leia, yo creo que más bien te sobra.
El número en la calculadora de Charlotte era tan tentador que Mía casi
perdió el conocimiento. Pero no era tan sencillo, debía pensar en los
ingredientes, el tiempo para dedicarle a la cocina. No tenía ninguna
estructura o modelo de negocio montado. Demonios, ¡ni siquiera tenía un
nombre para el negocio!
Aunque Álex propuso una idea…
—Sabores Estela, ¿no? Puedes hablar con tu padre para que sea como
la… ¿sede española, digamos? —dijo encogiéndose de hombros con humor.
Mía lo miró con esos ojos brillantes, esos ojos como dos galaxias llenas de
ilusión y tesoros por descubrir.
—Eso suena… maravilloso —susurró ella.
—Yo podría ayudarte a tomar fotos de los platos. Se me da bien la
fotografía gastronómica —se ofreció Charlotte con su postura de hada
madrina, guiñando un ojo y extendiendo una mano elegante frente a ella.
—Si necesitas crear un blog o contenido de recetas, yo te puedo ayudar,
Mía —dijo Luca mientras abría una de las numerosas botellas de vino que
acompañarían ese día.
—Necesitarás un logo —terció Elliot con una mano sobre su mentón, las
imágenes cobrando forma en su cabeza—. Leave it to me.
—Lo del blog también me da ideas —dijo Álex, mostrándose emocionado
—. Tengo mucho tiempo sin hacer una página web, pero me gusta la idea
que se está cocinando aquí. —Mía lo miró con la boca abierta. ¿Acababa de
hacer una broma espontánea? Hasta él mismo se sintió sorprendido—.
¿Qué? es cierto. —Y rio. Todos se le unieron. El interfono sonó y Leia
pronto subió a unirse a la celebración—. Y creo que sé quién podría ser tu
modelo de producto —agregó él con voz de mánager. Lo veía todo tan
claro.
Había mucho por hacer, mucho por planificar y crear. Y que fuera junto
con sus amigos y junto con Mía lo hacía muchísimo mejor.
Dirigió la mirada hacia ella, su latina, su mujer fuerte y llorona, cuya
ternura y dulzura le alegraba los días. Cuando ella también lo miró, un
mensaje tácito se formó entre ellos, haciéndoles ahogar un suspiro. La tomó
de la mano y, mientras los demás hablaban de los detalles de la futura
franquicia de Sabores Estela, Álex se la llevó a su habitación.
Puede que esos dos creyeran que nadie los había visto, pero Elliot los
contempló de soslayo, apretando fuertemente su copa de vino y
acabándosela de un solo sorbo. Había hecho lo correcto. Mía estaba feliz
con Álex.
¿Hacer lo correcto se sentía tan agridulce?
—No te sientas mal, fratello —le dijo Luca, apareciendo de la nada y
colocando una mano sobre su hombro mientras Charlotte y Leia charlaban
por su lado—. Álex y Mía. —Luca juntó sus palmas, como si hablara de
una sola entidad—. Eso era inevitable. No era un asunto del «cómo», sino
de «cuándo», en términos narrativos —agregó encogiéndose de hombros,
como quien dice algo que no puede ser de otra manera.
—Vaya, eso hace que no me sienta mal en lo absoluto —replicó Elliot con
voz mordaz. Se había puesto de mal humor. Aquella sensación punzante,
aquella impotencia y resignación en su interior… dolía.
—¿Acaso no lo intuías? —dijo Luca con un tono inocente que denotaba
su lógica aplastante.
Elliot puso cara de circunstancias. Luca pensó que con aquellas facciones
de galán de Hollywood, ahora mismo su amigo parecía el heroico
protagonista que decidía sabotear su propia felicidad por un bien mayor. Se
le veía calmado, pero dolido y con dudas sobre el futuro.
—Sí, claro que lo intuía —admitió Elliot por fin, su voz fue un susurro
casi inaudible. Algo atípico en alguien tan enérgico como él—. No estoy
hecho para cortejos a fuego lento. Maldito Alejandro. —Aquella fue la
última vez que Luca escuchó a Elliot pronunciar con su tono de mofa el
nombre de su casero.
Como bien había dicho Elliot, el romance a fuego lento no era para todo
el mundo, pero incluso él se había dado cuenta de que el fuego lento y
constante también quemaba con una intensidad abrasadora.
Capítulo 37

El viaje
Pues cerraré diciendo la verdad más absoluta de este mundo: te amo, mi niña.
Buen viaje. No me olvides, ni te olvides.

Firma de mami que cierra el libro. Mía jamás la olvidó. Tampoco se olvidó
a ella misma

¿Estaba permitido ser tan feliz? Mía tenía sus dudas.


Pero cuando Álex cerró la puerta de su habitación y la atrajo hacia él para
envolverla con sus besos, Mía dejó de tenerlas.
—Álex —lo llamó Mía en un susurro cuando tuvieron que parar a tomar
aire, sus frentes pegadas como si quisieran fundirse en el otro.
—¿Ajá? —musitó él con un asentimiento de cabeza, acariciando los
cabellos de Mía con una mano mientras la escuchaba con atención.
—Tengo que decirte algo. No quiero que te asustes —le advirtió ella,
desviando la mirada un instante. Él ni siquiera pestañeó. No quería perderse
ni un detalle de sus hermosas expresiones. Por el resto de ese día, serían
suyas solamente. Ella se armó de valor y le dijo—: te quiero.
El mundo se detuvo a su alrededor. No hubo sonido, ni movimiento
alguno, al menos por unos segundos que precedieron al magnífico eco de
aquel «te quiero», que se introdujo y fluyó a través de sus cuerpos como la
sangre que fluía por sus venas.
—Pero tú tranquilo, que no me pegaré a ti como un chicle, te juro que te
daré espacio, no quiero forzar nada ni… —empezó a excusarse ella,
temiendo haberlo asustado con la perspectiva de una relación seria.
Álex le respondió haciéndola callar con sus labios, sosteniendo su rostro
con ambas manos y rogando que aquello entregara adecuadamente su
mensaje. El cuerpo de Mía se relajó para dar paso a una serie de
estremecimientos concatenados, abriendo lentamente la boca para darle
paso a que explorara su interior, entregándose por completo a él.
—Yo también te quiero —susurró él después de haber saboreado la
dulzura de aquellos labios bien amados. No se lo había dicho nunca nadie,
pero con Mía se sentía bien, natural. Se sentía correcto.
La llevó hasta la cama y la acomodó como si estuvieran en un colchón de
rosas, con cuidado, con primor, y sin pizca de prisa, acariciando el rostro de
Mía y continuando con su nuevo e instaurado ritual de besos. Sin embargo,
Mía pronto quiso bailar. Con una maquiavélica combinación entre dulzura y
osadía, acarició a Álex con dedos de pianista virtuosa mientras movía sus
caderas, pegándolas a las suyas a ritmo sincopado, despertando las zonas
sensibles de su pecho, sus brazos, su espalda, sus muslos…
Él gruñó y tuvo que dejar de besarla un momento, estirando el cuello
hacia atrás y cerrando los ojos de placer.
—¿Qué me estás haciendo, Mía? —susurró Álex con esa voz que a ella le
gustaba…, no, que le encantaba, ronca y primaria, cargada de deseo.
—Bailo contigo —respondió ella, rodeando las caderas de Álex con sus
piernas y atrayéndolo hacia ella para continuar con su suave contoneo a su
alrededor—. ¿Te gusta?
—Me vuelve loco —confesó él antes de lanzarse a besarle el cuello para
luego morderlo, recorrerlo con la punta de la lengua, volverlo a besar…
Escuchó cómo Mía gemía, suspiraba y respiraba con dificultad. Él también
sabía lo que a ella le excitaba, y estaba dispuesto a usarlo a su favor—. Hoy
quiero que disfrutes absolutamente todo.
—Entonces no pares —le rogó ella con voz urgida.
«Joder», se dijo Álex. Su miembro se endureció con una rapidez sin
precedentes. Había algo en ser comandado por Mía que le despertaba
vertiginosas fantasías.
—Aunque… también debo castigarte —dijo él, recorriendo con sus besos
el pecho de Mía, despojándola de su camiseta y dejando al descubierto sus
pechos duros y sinuosos cual dos montañas de la cordillera de su cuerpo—.
Por haber invitado a Leia a casa aquella vez.
—¿No me digas que sigues molesto por eso? —preguntó ella, incrédula,
mientras jadeaba ante el tacto de su lengua sobre sus pechos—. ¡Ay, Álex!
—Molesto, no. Pero dije que te castigaría, y yo cumplo con lo que digo —
dijo con una sonrisa lobuna que derritió a Mía como mantequilla—. Tengo
mis métodos, ¿quieres que te los muestre? —Sin esperar respuesta, fue
retirando la falda que se interponía entre su mano y el centro húmedo y
cálido de Mía—. Va más o menos así. —Y empezó a acariciarla lentamente.
Él no llevaba prisas. Podía esperar. Por ella, esperaría cuanto fuera
necesario para verla disfrutar.
Mía abrió los ojos como platos y sus piernas se tensaron alrededor de la
mano de Álex. Todo su cuerpo se arqueó hacia arriba y dejó escapar un
gemido agudo que parecía anunciar un evento astronómico, de esos donde
colisionan universos enteros. Álex tragó saliva y, con los labios
entreabiertos, se deleitó ante la vista que tenía ante él. Hizo el amague de
retirar la mano, pero Mía se la cogió y volvió a posicionarla donde ella
quería.
—Ahí, por favor, sigue, sigue. —Aunque había dicho «por favor», había
sonado a orden inmediata, tan repleta de ganas y promesas que Álex tuvo
que contenerse para no correrse. La voz de Mía lo volvía loco. Toda ella era
su perdición.
Él obedeció. Continuó acariciando y tocando donde ella quería, y Mía fue
recíproca. Se incorporó un poco sobre el colchón para besarlo mientras sus
manos lo despojaron de sus pantalones y de sus calzoncillos con una
agilidad inesperada. Álex ni siquiera tuvo tiempo de mostrarse sorprendido
cuando ella le apretó el duro miembro con avidez, logrando que su boca se
contrajera y soltara un gemido gutural que exigía más.
Álex introdujo un dedo en aquel centro húmedo y Mía dio un grito que se
obligó a contener mordiéndose los labios. No tenía idea de cómo iba a
sentirse, de cuánto podría perderse a sí misma bajo su divina influencia. Él
siguió tocándola, moviéndose dentro de ella y estimulando zonas que Mía
ni siquiera sabía que existían en su interior. Cada minuto era una ola nueva
de sensaciones maravillosas que la recorrían desde su núcleo hasta las
extremidades, dejándola entumecida y derretida a la vez.
—Álex —lo llamó. Quería avisarle, algo se aproximaba, una ola
tempestuosa que amenazaba con romper en su orilla, con arrasar con su
consciencia entera—. ¡Álex!
Si aquello era un castigo, deseaba ser reprendida cada noche, mientras la
mano castigadora perteneciera al hombre que tenía delante. Mía dejó de
respirar. Sentía que si lo hacía, esa ola apasionada no llegaría a la orilla con
toda su fuerza. La veía llegar, la escuchaba en el eco de sus propios
gemidos, ahora incontrolables, la sentía con cada movimiento de Álex
dentro de ella.
—¡Álex! —repitió; su nombre dejó de significar algo, y pasó a serlo todo.
Mía abrió los ojos de golpe, dejó caer su cabeza sobre la almohada y
empujó sus caderas hacia el cielo en una explosión maravillosa, mientras
Álex la sostenía como la firme roca de un rompeolas que recibe por fin el
impacto proveniente de un océano desbocado antes de volver a la calma.
Mía finalmente se relajó, extasiada, confundida, abrumada por todo lo que
acababa de experimentar—. Dios, ¿qué ha sido…? ¿Qué ha sido eso? —
volvió a preguntar, pero demandaba saberlo.
—Eso —dijo Álex, su voz ronca y su mirada en sintonía con su propio
delirio de placer— ha sido lo que pienso hacerte a partir de ahora cada vez
que me lo pidas.
Álex la besó, casi incorporando los dientes en el proceso. Su hambre lo
consumía, lo torturaba.
—Ahora tú —sonrió Mía, mirándolo con sus ojos de galaxia. Álex juró
que amaría esos ojos y esa sonrisa hasta el día en que se lo llevara la Parca.
Con el miembro a punto de desbordarse, cubrió a Mía con su peso
mientras ella se abrazaba a su alrededor de brazos y piernas, retomando su
danza erótica contra su sexo con ojos cerrados y labios rozagantes, como si
se hubiera entregado a una experiencia mística sobrenatural. Guiado por
aquellas caderas que le marcaban el ritmo, Álex se fue adaptando a su
postura, a su forma, hasta que se fue empujando dentro de ella poco a poco.
Su interior gritaba premura, pero no deseaba lastimarla. Con los dientes
apretados, dejó escapar un siseo que demostraba cuán poco le quedaba.
—Dime si te hago daño —consiguió articular la frase, obligándose a
respirar hondo. Ella le clavó los dedos en la espalda y, para su sorpresa, lo
animó con su cuerpo a continuar.
—Te quiero, Álex, te quiero —dijo ella sonriendo, rogando, demandando,
disfrutando.
Álex dio un último empujón que acabó con cualquier barrera que antaño
los detuviera de ser una sola entidad. Él soltó un gemido grave y extendido,
con el rostro contraído y sintiendo cómo Mía se adaptaba también a él como
un guante. Su baile compartido dio paso a embestidas esporádicas que se
volvieron más y más rápidas y potentes.
—Dios —fue lo último que logró decir Álex antes de estallar, los dedos
de Mía anclados en su espalda, sus piernas apretando con ahínco, en unos
segundos deliciosos en los que ambos soltaron sus últimos alientos antes de
desplomarse como un ancla que toca tierra.
La habitación de Álex quedó sumida en un silencio glorioso que solo fue
roto momentos después por el sonido de los labios de Mía sobre su mejilla.
Sus dedos procedieron a acariciarlo, trazando círculos invisibles sobre su
espalda con cariño, como si lo recibiera en su hogar después de una larga
travesía.
Por primera vez desde que la conocía, Álex supo que Mía no decía nada
sencillamente porque no había nada que decir que pudiera mejorar aquel
momento que estaban compartiendo. El resplandor dorado del atardecer se
filtraba por las cortinas, llenando la habitación con una calidez
reconfortante.
Él se acomodó a su lado y la atrajo hacia su pecho, correspondiendo a sus
tiernas caricias y brindándole su propio hogar al cual volver siempre. Ahí
mismo. Sobre su corazón.
Un par de meses después
—¡Que tengan… perdón, que tengáis feliz viaje! —gritó una animada
Mía cuando Charlotte, Luca y Elliot cruzaron los controles de seguridad del
Aeropuerto del Prat.
A su lado, Álex agitaba una mano mientras con la otra se ajustaba su
nuevas gafas de montura negra, que le conferían un aire intelectual y
académico muy acorde a su estilo. Las lentillas, al igual que las
pretensiones, eran cosa del pasado. Su guardarropa, sus gestos, sus
expresiones, todo era original, auténtico. En él apenas quedaban vestigios
del disfraz de Alan que antaño hubiera usado para enfrentarse a su soledad.
Charlotte, Luca y Elliot también agitaron las manos antes de mirarse entre
sí y repartirse los gestos de despedida de rigor. Solo iban a estar fuera dos
semanas. La francesa iba a encontrarse con su amada Danielle, con quien
tenía un itinerario preparado para recorrer varios pueblos de Francia. Luca
iba de visita a Bolonia a ver a su madre y hermanas para celebrar la
publicación de su último libro. Elliot, por su parte, regresaba a casa desde
que había huido… no estaba seguro de con qué iba a encontrarse, pero
estaba dispuesto a averiguarlo.
Leia les había mandado una cálida despedida por WhatsApp. Lamentaba
no haberse acercado al aeropuerto, pero su reciente viaje a Estados Unidos
para hacer de modelo en un importante evento la tenía ocupada
últimamente. Cuando menos, sonaba feliz en las numerosas notas de voz
que les mandaba a los Royals.
Como no podía ser de otra forma, Luca fue quien le dio teatralidad a
aquella aburrida despedida de los tres viajeros, canturreando la canción del
emigrante mientras daba pasitos hacia atrás, alejándose poco a poco con
aire juguetón. Charlotte rio y Elliot meneó con la cabeza ante ese ridículo
acto.
—Un emigrante, que se ha cansado de esperarte, de ser un clavo, de
buscarte... —Luca soltó los versos con voz animada y un tanto desafinada,
haciendo reír a sus amigos—. ¡Hasta el siguiente karaoke, amici! —Y se
alejó canturreando para sí mismo.
Charlotte y Elliot se despidieron entre risas y se dirigieron en direcciones
opuestas. Elliot, sin embargo, la escuchó tararear también.
—De ser un clavo, de buscarte, en ningún lado... —cantó Charlotte entre
suaves murmullos, su cabeza asintiendo al ritmo de la melodía.
Elliot chasqueó la lengua, avisó a su madre que ya iba hacia su puerta y
emprendió la marcha sin notar que él también tarareaba. Volteó por última
vez y vio a Mía sonreír junto a Álex. Él le devolvió el gesto y agitó la mano
en su dirección.
—En ningún lado..., ya soy un emigrante de tus pasos —cantó el rubio.
En su interior, le agradeció una vez más a Alan por invitarlo a vivir en La
Dreta Real.
Álex y Mía se dirigieron a la salida poco después. Él la contempló con
interés y habló como quien guarda un secreto entre manos.
—Llevabas tiempo sin venir al aeropuerto, ¿no? —dijo él, sacando a Mía
de sus pensamientos. Se la veía analítica, y él supo perfectamente lo que
estaba pensando. En el poco tiempo que llevaban saliendo, creía que había
aprendido a interpretar bien muchas de las sutiles pero expresivas
inflexiones de aquel hermoso rostro.
—¿Qué pasa? —Él dijo las palabras mágicas. Ella lo miró con resolución
—. Soy todo oídos.
—Álex —dijo ella con seriedad, como decía todo lo que su corazón
consideraba importante y sagrado—. Quiero ir a ver a mi familia.
—Oh —fue la corta respuesta de Álex. Sin embargo, sonreía.
—Ahora no, pero... en algún momento, quizá el año que viene… Quiero
ver a papá, a mi hermano, a mi sobrinita… —Cogió aire antes de añadir—:
Quiero ver a mami, ir a visitar su tumba en Caracas.
Álex guardó silencio un momento, generando expectativas en ella.
Cuando parecía que Mía explotaría de la zozobra, él la sacó de su
sufrimiento.
—Podríamos ir el año que viene, entonces —propuso con voz risueña. En
su cabeza, ya estaba cuadrando las mejores fechas para viajar.
—¿Cómo? —reaccionó ella con sorpresa. Se había quedado de piedra.
—¿No es por eso por lo que me lo estás diciendo? —infirió él—. ¿No
quieres que vaya contigo?
—No es que no quiera, pero... —¿En serio Álex estaba ofreciéndole hacer
un viaje de nueve horas en avión solo para ir a ver a su familia? ¿Cruzar el
océano y enfrentarse a un país desconocido, así fuera por pocos días?
Él soltó una carcajada improvisada antes de mirarla con ternura y tomarla
de la mano. Mía era la mujer que amaba. ¿Cómo no iba a estar dispuesto a
conocer la tierra que la había visto nacer? Si acaso, estaba agradecido con
Venezuela por haber albergado a un ser tan maravilloso como ella.
—Nunca he cruzado un océano para conocer a la familia de una novia…
Debo quererte mucho, supongo —comentó con deje bromista.
Tiesa por la emoción que la recorría desde la planta de los pies hacia la
coronilla, Mía saltó a los brazos de Álex y le plantó un beso fugaz, sonoro,
lleno de gratitud y de inconmensurable afecto.
—Yo también te quiero mucho. —Y procedió a añadir con un ligero tono
amenazante mientras lo señalaba con un dedo—: Nada de escaquearse,
¿vale?
Él meneó la cabeza con solemnidad antes de devolverle el beso. Siempre
se le habían dado mejor las acciones que las palabras. Mía recibió esa
respuesta con alegría.
Emprendieron el regreso a La Dreta Real, saliendo del aeropuerto cogidos
de la mano y con miles de planes en el porvenir.
Epílogo

Dos años después


A Mía le gustaba conversar con su padre los viernes por la tarde para
hablarle de las noticias más relevantes de la semana. A menudo Álex se
sentaba en el sillón junto a ella y se les unía. Desde que habían viajado a
Caracas el año anterior, el Sr. Antonio insistía siempre en saludar a su
«yerno», con quien mantenía una buena relación.
—Me gusta ese muchacho, Mimi —dijo su padre a Mía desde el primer
día de su visita, sosteniendo con cariño la mano de su hija mientras ambos
conversaban en el sofá de la sala de su apartamento en Caracas—. Me gusta
mucho —insistió.
—A mí también me gusta mucho, papi —coincidió Mía, inclinándose
para besar a su padre en la mejilla, feliz de poder reconectar con él después
de tanto tiempo separados.
Durante el viaje, Álex se vio envuelto en más reuniones familiares de las
que había celebrado en su vida, perdiendo la cuenta de todos los tíos,
primos, sobrinos y vecinos que iban cada día a comer al restaurante de los
García. Mía temió que tantos platos de la gastronomía latina fueran
demasiado para el paladar europeo de su novio.
Pero, para su sorpresa, Álex probó y comió de todo en ese viaje. Luego le
explicó a Mía que, como colaborador de Sabores Estela 2, debía ser
cuidadoso de respetar la identidad de la marca. Se había tomado su papel
con una seriedad impresionante, ayudando a Mía a crear no solo la página
web, sino una versión para móviles donde las personas pudieran gestionar
pedidos a domicilio.
—La versión beta estará lista la semana que viene —comentó Álex con
orgullo de programador ante la pantalla desde donde lo veía su suegro—.
Más pronto que tarde creo que terminaré saliéndome de Square como ha
hecho Mía. Este proyecto suyo tiene potencial —añadió con cariño,
besando la frente de su novia, quien sonrió complacida. Álex había
resultado ser un compañero dulce y efusivo cuando había confianza. Y vaya
que la había. Habían empezado como colegas, luego amigos, y ahora eran el
mejor confidente del otro, así como ávidos amantes.
—Es una locura, papi. Ya tenemos el servicio de pago vía web, el servicio
de reparto para Barcelona ciudad, las distintas opciones de menú…—
enumeró Mía con los dedos de la mano, pero no eran suficientes para todo
el trabajo que se había hecho desde que habían empezado este proyecto—.
Dios mediante, estaremos operativos a partir de la semana que viene —
celebró cerrando los puños y agitando los brazos en círculos pequeños y
enérgicos, visiblemente emocionada.
Se escuchó música sonar en la distancia. Álex y Mía intercambiaron una
mirada de entendimiento y asintieron antes de girarse de nuevo hacia la
pantalla del móvil.
—Perdona, papi, que los muchachos ya se están activando para la noche
de pelis y karaoke —se excusó guiñándole un ojo a su padre, que meneó la
cabeza con una sonrisa amplia, feliz por la rutina que su hija tenía con los
famosos Royals—. Te llamo de nuevo durante el finde, ¿vale?
—Seguro, hija, te quiero mucho. —Su padre movió la cámara para que
Mía pudiera ver la foto de su madre que colgaba cual figura protectora en la
pared de la sala—. Tu mami te manda la bendición también.
Antes de colgar, padre e hija se mandaron besos aéreos que cruzaron el
océano en segundos.
Álex y Mía bajaron juntos al salón de juegos, donde sus amigos los
recibieron, elevando sus copas de vino ya preparadas para una noche
prometedora. La tabla de picoteo estaba dispuesta sobre la mesa, la máquina
de karaoke estaba conectada, Charlotte estaba armada con su cámara, Luca
ya estaba cogiendo un micrófono y Elliot atacó uno de los acostumbrados
tequeños de Nutella.
—¡A ver! —exclamó Mía, frotando las palmas con anticipación—.
¿Quién me pone la canción del emigrante para calentar motores?
Las semanas estaban llenas de trabajo, de fotos, de libros, de dibujos, de
códigos, de comidas, de sueños…, pero mientras los Royals de La Dreta
Real vivieran juntos, por el tiempo que el universo les concediera, se
asegurarían de seguir creando nuevas y maravillosas memorias.
Después de todo, para eso estaba la familia.
Agradecimientos

Siempre pensé que para cuando tuviera treinta años tendría varios libros
publicados y una carrera como escritora a tiempo completo, pero la vida
hizo de las suyas y mi sueño, como el de Mía, se pospuso. Estos
agradecimientos van para todos los que me motivaron a reencontrarme con
mi mundo imaginario. Sin ustedes, seguiría desinflándome a suspiros,
dejando escapar la felicidad que ahora experimento cada día al darle vida a
personajes ficticios en mi teclado.
A mi padre, José, que me enseñó a amar los libros leyéndome cuentos
cada noche, aunque se quedara dormido primero que yo. También me dio
mi primera novela de niña grande, y no he parado de leer desde entonces.
A mi madre, Doris, que me enseñó a amar las palabras y a usarlas con lujo
de detalle, porque el vocabulario es tan rico y extenso como estrellas hay en
el universo, y merece ser usado cada día.
A mis hermanas, que cada una es tan distinta y especial como los colores
del arcoiris. Sobre todo a mi Joy, que guarda cada carta de Navidad que le
he escrito, así como mis primeros cuentos donde empezaba a coquetear con
la magia y el romance.
A todos mis familiares que me han brindado su apoyo y que sufren en mi
cumpleaños porque no saben qué autores me gustan. Tía Lorry, tía Alevis,
tío Vitico, Lorraine Isabella, Marco Andrés, no se preocupen, que todo lo
que me han regalado me lo he leído y me ha encantado.
A todo el equipo de la Editorial Círculo Rojo, cuya paciencia y gentil guía
a lo largo de este proceso ha sido una maravilla.
A mis amigos de Barcelona que se convirtieron en mi familia: Lara,
Smailing, Pol, Jordi Puncernau —con nombre y apellido, que es bien bonito
—, Albert, Alejandro, Rocío, Raúl, Cintia…y a todos los que me dijeron
con tanto cariño: «¿Y para cuándo tu primer libro?».
A Verónica y a Diego, que nunca nos falten los cafés literarios y las
festividades juntos.
A mis manduqueras preciosas: Daniela, Fufa, Yangetze y Yura. El destino
no nos hizo hermanas de sangre, pero el amor que siento por cada una de
ustedes corre por mis venas como si así fuera. Nosotras quizá no hemos
vivido juntas en La Dreta Real, pero llevamos El Manduco en el corazón.
A Cloud, mi primer lector beta, y cuyos análisis de arcos de personaje son
la mayor ilusión de un escritor hecha realidad. Nunca dejes de buscarle
capas a mis personajes, ellos te lo agradecen casi tanto como yo. Eres un
verdadero tipazo.
A Caty, por ser, y por siempre estar. ¿Necesito más motivos?
A Adrián, que no conforme con salir en la dedicatoria, también sale en los
agradecimientos. No se me olvida que fuiste el primer lector de mis trabajos
amateur cuando todavía me daba vergüenza admitir que quería publicar un
libro. Has estado ahí desde entonces, y al igual que Álex en mi novela, has
sabido lidiar con cada una de mis acontecidas desventuras como venezolana
en el extranjero. Dios te guarde esa paciencia (para que la sigas usando
conmigo).
A todos los que he olvidado mencionar y que, seguramente, sabrán
perdonarme porque me quieren tanto como yo a ellos.
Y, sobre todo, a ti, que tienes este libro en tus manos. Tal vez hayas
emigrado y llorado los mismos mares que yo, tal vez no. Pero si estás
buscando tu hogar, déjame darte un truco que a mí me sirvió: a menudo está
en el corazón de las personas con las que decides compartir una deliciosa
comida caliente después de un día difícil...¡Nos vemos en una próxima
historia!

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