Recetas de Amor para Migrantes - Anabel Queen
Recetas de Amor para Migrantes - Anabel Queen
Recetas de Amor para Migrantes - Anabel Queen
Anabel Queen
Primera edición: mayo 2024
ISBN: 978-84-1073-372-5
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo
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manifieste en ella.
El papel utilizado para imprimir este libro es 100% libre de cloro y, por tanto, ecológico.
Para mi querido Adrián, que después de contactar a la
editorial, ayudarme a publicar, y brindar conmigo con una
botella de Dom Perignon al más puro estilo de Paul Sheldon
en «Misery», todavía no sabe cómo se llama la novela.
Capítulo 1
¿Así que tenía un hermano que sufría de lo mismo que ella? Eso explicaba
por qué lo había manejado tan bien. Releyó el texto un par de veces y
volvió a sonreír, agradecida. Era la primera vez, desde que había emigrado,
que recibía un mensaje de alguien en su misma zona horaria, y aquello le
dio un breve momento de felicidad.
Momento que fue arruinado cuando su dedo deslizó hasta mensajes
antiguos.
De: Mami
Gracias por pasarte a verme antes de irte, mi dulce Mimi. Me
habría encantado ir a despedirte al aeropuerto..., pero sabes
que estoy contigo en espíritu. ¡Ve y cómete el mundo, mi reina!
¡Te amo!
Última conexión: 4 de enero 2023
La reunión de resultados
Ese viernes iba a ser uno de los peores días en la vida de Mía.
Todo por un tupper de comida.
Aquel día se despertó como siempre, a las cinco de la mañana. Había
hecho una silenciosa pero intensa rutina de ejercicio a oscuras en la sala de
estar de su prima junto al sofá donde dormía cada noche desde su llegada al
país, y luego se había dado una rápida ducha mientras dejaba cociendo dos
huevos en una olla hirviendo en la cocina. Cuando salió del baño, limpia y
vestida, los huevos estaban listos, y solo tuvo que romperlos y servirlos
junto con unas hojas de espinaca cruda, medio tomate picado y dos tortitas
de arroz del Mercadona —su supermercado favorito por ser de los más
baratos— en un tupper marcado con el número nueve.
Era dueña de un total de diez tuppers, y eran de sus posesiones más
preciadas, pues llevaba dos de ellos cada día en su mochila con su
correspondiente desayuno y comida para el resto del día. Empacó el número
nueve y se acercó a coger el número diez, él último de la semana, de su
sección asignada del refrigerador, pero se vio sorprendida porque este había
desaparecido.
Confundida, ojeó la cocina de arriba abajo procurando no hacer ruido.
Lisbeth y su novio actual seguían dormidos en el cuarto principal, y no
quería despertarlos. Su búsqueda culminó cuando encontró su tupper
número diez vacío, todavía con restos de la salsa que había preparado para
su pollo al horno con verduras, en el fregadero. Casi dejó escapar un grito
similar al que usaban en las pelis de terror cuando la rubia encontraba el
cadáver de la primera víctima de un monstruo, pero se contuvo. En cambio,
se halló gruñendo entre dientes mientras lavaba con agresividad el envase
de plástico ultrajado.
No solo era tarde para improvisar alguna comida para ese día, sino que ya
no tenía nada en su parte de la despensa.
«Maldito Michael», pensó Mía con rabia.
Michael, el novio de Lisbeth, era el culpable. Estaba segura. El sujeto no
era ajeno a servirse lo que le viniera en gana de la cocina cuando llegaba del
trabajo por la noche, e ignoraba abiertamente los intentos de Mía por
hacerle notar que las etiquetas de los tuppers de la nevera no eran de índole
decorativo.
Mientras el enojo se acumulaba a paso veloz en su escaso metro sesenta,
Mía salió del piso con su mochila, menos pesada que el día anterior. Su
mente trabajó a mil por hora mientras se apretaba la bufanda al cuello y
caminaba los quince eternos minutos a la helada estación del tranvía.
Para cuando hubo hecho sus acostumbrados tres transbordos hasta la
estación de Sant Joan, ya había meditado cual monje budista, dándose
fuerzas para aguantar un día que prometía hacerle pasar hambre.
El edificio de la empresa Square, donde Mía trabajaba, era un elegante
compendio de oficinas que imponía respeto con su estructura modernista,
oficinas con paredes de vidrio, suelos de mármol pulido y su privilegiada
localización en pleno parque tecnológico de Sant Cugat, rodeado de verdes
montañas y de varias otras compañías multinacionales. Ella disponía de una
hermosa vista junto a su escritorio, pudiendo admirar por la ventana la
combinación de naturaleza y urbanismo. Claro, cuando no tenía la cabeza
zambullida en alguno de sus tres prominentes monitores.
Había conseguido su puesto de analista de pruebas de software desde
Venezuela, a través de una entrevista de trabajo por Zoom hacía un año.
Muchos la llamaron afortunada, ignorando que la suerte habría acompañado
a cualquiera que, como ella, hubiera enviado cincuenta currículums al día
durante un año.
Su cargo no era la gran cosa y, francamente, le pagaban menos que a sus
compañeros españoles, pero era suficiente como para que su padre estuviera
orgulloso. En cambio, Mía se sentía intrascendente. Aquella era su fuente
de ingresos, y poco más. Si tenía que describirlo como una relación, lo
primero que acudía a su mente era un matrimonio sin amor. Pura
conveniencia. Una sensación radicalmente diferente a cuando cocinaba en
Sabores Estela.
Es decir, ¿cómo comparar al análisis de aplicaciones móviles con la
creación de una nueva receta? ¿Cómo empezar a describir la abismal
diferencia entre machacar un teclado durante ocho horas y manipular los
alimentos, darles vida, color, sabor y un alma propia en la forma de un plato
humeante y perfecto?
Su estómago rugió. Mía suspiró. Debía evitar pensar demasiado en
comida ese día. Volvió a maldecir a Michael.
Al menos tenía su desayuno, el cual disfrutó sola en una de las múltiples
minicocinas de la planta seis, donde estaba ubicado su equipo. No hablaba
mucho con nadie del trabajo. No era que fueran malas personas, pero una
parte de ella se sentía una intrusa, una eterna extranjera de la vida que no
tenía temas de conversación que compartir con gente que se entendía con
un humor y costumbres distintos a los suyos.
Y para muestra, un botón. Un grupito de programadores entró a la
minicocina para surtirse de cafés. Iban contando chistes y riendo a todo
pulmón, hablando a una velocidad apoteósica que hacía sentir a Mía como
si no hablara castellano. Una voz en particular le llamó la atención: sonaba
ligera, fresca, magnética y jovial.
—¡Venga, tío! ¿Qué me estás contando?
Instintivamente, se giró para buscar al dueño de aquella voz tan agradable.
Mía abrió la boca como un pez al descubrir que el rey de aquel círculo
social era Álex. O quizá fuera su gemelo, porque, aunque su apariencia
fuera la misma, parecía una persona completamente diferente.
Los serios y discretos ojos azules de ayer habían desaparecido y habían
sido reemplazados por dos orbes brillantes que reclamaban la atención de
todo el que los contemplase. El pelo negro, ayer aplastado por el casco de la
moto, esta mañana lucía engominado y peinado como el de un galán de
telenovela. La media sonrisa taciturna se había transformado en una luna
creciente de dientes blancos, dejando salir aquella voz jocosa y cantarina
que no paraba de bromear con sus compañeros.
Nada que ver con el sujeto tranquilo que la había hecho respirar en cuatro
tiempos.
Incluso la ropa se le veía distinta. Mía no supo si era por su postura, pero
juraría que su elegante conjunto de camisa blanca y pantalones negros
enmarcaban con mayor ahínco su elevada estatura y su espalda bien
formada. También llevaba corbata. Ella habría jurado que ayer no llevaba…
Pero le confería una elegancia y aire profesional que, estaba segura, lo
podrían ayudar a cerrar tratos millonarios.
Sintió el impulso de restregarse los ojos y comprobar que no estaba
viendo un espejismo. Estaba claro que no solía prestarle mucha atención a
Álex en el trabajo, pero la impresión que le había dado el día anterior
distaba mucho de la del personaje que tenía delante.
Su mirada se cruzó con la de Álex —o el doble que había ocupado su
lugar— y ahí estaba: una indiscutible expresión de reconocimiento. En
efecto, se trataba del mismo sujeto que la había ayudado ayer con su ataque
de pánico, por lo que lo siguiente que ocurrió fue, cuando menos,
incómodo.
Álex pasó de ella.
Los miembros del grupito cogieron sus recién llenadas tazas de café y
salieron de la minicocina. El eco de sus anécdotas y de sus risas se alejó con
ellos, dejando a Mía sola con la impresión de que, definitivamente, lo de
ayer había sido un sueño, una visión esporádica que no volvería a ocurrir.
Mía se sintió un tanto decepcionada.
Aunque no debería, ¿cierto? Álex estaba haciendo justo lo que ella le
había pedido: no mencionar su encuentro de ayer. Pero por otro lado, ¿eso
justificaba que acabara de ignorarla? La había acompañado a urgencias, le
había dado el consejo de apretar la botella, le había dado su número de
teléfono como si fueran amigos… ¿y ni siquiera la iba a saludar?
Mía se reprendió a sí misma. ¿Cómo iba Álex a ser su amigo? No se
conocían de nada y pertenecían a mundos distintos. Él era un respetado
mánager del departamento de juegos, líder de varios equipos de
programadores y, por lo visto, también era el señor popularidad. En cambio,
ella era Mía, la chica venezolana. La mano de obra barata. La contratación
que demostraba que Square ofrecía un ambiente multicultural. Era una
casilla en una lista de inclusión corporativa.
Estaba bien. No le dolía…
… sí le dolía.
Se centró en su trabajo durante el resto de la mañana, sus manos tecleando
imparables sobre su teclado, llenando reportes sobre aplicaciones y juegos
que pronto lanzarían al mercado. La mayoría de sus compañeros bajaron a
comer a las dos, sin que ninguno le preguntara si deseaba unirse a ellos.
«Mejor. Así no tengo que explicar por qué no comeré hoy», pensó ella
con amargura y con una creciente acidez en el estómago.
Se encontraba rogando por que la proteína natural de los huevos fuera tan
saciante como decían los influencers de Instagram cuando su teléfono vibró
con una notificación de WhatsApp. Sin llegar a abrirlo, Mía arrugó la boca
al leer la previsualización en la pantalla.
De: Lisbeth (Prima España)
¿Cuando vuelvas puedes pasar a comprar pasta? El otro día
Michael te vio acabarte el último paquete.
Mía, que se había distraído gracias al trabajo, sintió el súbito retorno del
enojo en su pecho en forma de taquicardia, junto con un sonoro rugido de
su estómago.
El que se acababa la pasta, así como toda la comida, era el inútil de
Michael, pero, aunque ya había tenido esa conversación con Lisbeth,
parecía que, al igual que la distribución de turnos para limpiar los baños del
piso, la información le entraba por un oído y le salía por el otro.
Estaba de un humor terrible cuando acabó sus reportes. Tenía hambre,
estaba ansiosa y nerviosa.
Se hizo la hora de bajar a la reunión de resultados de la empresa.
Todos los equipos se reunieron en la sala de conferencias, donde un
proyector gigante mostraba transiciones del logo de Square en bucle,
resaltando el texto del medio: REUNIÓN DE RESULTADOS-
NOVIEMBRE 2023. Aquello solía durar una hora, justo antes de la salida
de la mayoría del personal, así que todos traían una buena disposición.
La sala se puso a tono, bajaron las luces, se conectaron en directo con
diversos líderes alrededor del globo, y estos se fueron turnando para
explicar los objetivos conseguidos durante el último cuatrimestre. Aunque
había sillas disponibles, algunos escogieron quedarse de pie, como Mía, que
no dejaba de ver hacia la mesa de aperitivos al fondo de la sala como una
leona en plena cacería.
Se lanzó al ataque, posicionándose estratégicamente junto a la comida,
picando con sigilo. El jamón ibérico y los quesos curados fueron los
primeros en inundarle el paladar, haciéndole hasta cerrar los ojos de
satisfacción por haber aguantado hasta ese momento. ¡Ya recordaba por qué
España era su primera opción para emigrar! La comida, sí señor. Claro,
tener la doble nacionalidad influyó mucho también...
Esperó unos minutos a que otro líder siguiera con la presentación, y ella
se entregó a unos triángulos de tortilla que le supieron a gloria. Ahora que
había comido y alcanzado su consumo de calorías diario, del cual llevaba
siempre la cuenta, se venía la parte más difícil: llenar el tupper para
desayunar al día siguiente.
Puede que nadie más lo supiera, pero los treinta euros de su cuenta
seguían siendo una piedra en su zapato. Según sus cálculos, «llegar justa» a
fin de mes era ser optimista, así que cualquier oportunidad como esa era
buena para llevarse algo a casa. Extrajo el tupper número diez con cuidado
de su mochila y, manteniéndose detrás de la mesa, fue echando unos pocos
bocados de todo cuanto había. El resto de la sala aplaudió para dar paso al
siguiente orador: Álex.
—Good afternoon, everyone. —Las presentaciones se hacían en inglés, el
idioma oficial de la compañía. Álex lo dominaba a la perfección.
Pero no solo el idioma. La sala ahora le pertenecía. Cada paso de Álex era
seguido por múltiples pares de ojos que, hipnotizados, lo seguían sin
pestañear. Su carisma era un imán y su público era una caja de clips de
metal. Su presentación fue corta, pero clara, entendible y eficiente,
coronada por chistes intermedios que se vieron recompensados por risas
afables de disfrute. La propia Mía dejó de empacar comida por un
momento, sin entender por qué de pronto los reportes contractuales de la
empresa le resultaban tan fascinantes.
Era por Álex. Cuando terminó, llamó a la tarima al siguiente orador, y
pobre alma en desgracia, porque la gente todavía aplaudía a Álex como si
estuvieran en un concierto.
—Thank you. Vamos con Terry del equipo de Londres. Los que estamos
en Barcelona, ¿quién se apunta a unas cervezas después de esto? —Por la
masiva respuesta que obtuvo, Mía dudaba que hubiera bar en Barcelona
donde cupiera todo el club de fans de Álex Alonso.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando descubrió que su jefa,
Nuria, se dirigía hacia la mesa de aperitivos, justo donde estaba Mía.
Nuria era una mujer corpulenta de mediana edad con cabello castaño
corto, gafas de empaste rojo y un rostro redondo cuya boca era incapaz de
curvarse hacia arriba. Mía intentaba mantenerse alejada de su radar, pues
tenía la impresión de que la mujer no la tenía en buena estima. Pero esta vez
había tenido mala suerte, y los ojos láser de su jefa la enfocaron a ella y a su
tupper número diez.
—¿Qué es eso, Mía? —disparó la voz de su jefa.
—Es..., bueno, no suelo hacer esto, pero... —empezó a decir Mía—. No
me he acabado nada, por si los demás no han probado algo. —Aunque esa
parte fuera cierta, no dejaba de causarle una vergüenza inmensa por el
modo incisivo en que la mujer la miraba.
Para empeorar las cosas, sus manos se le helaron de repente y la
habitación empezó a darle vueltas. Agitada, volvió a percibir la opresión en
el pecho.
«Oh, Dios, otra vez no», pensó asustada.
Con la tapa a medio cerrar, el tupper resbaló de sus manos sudorosas y
todo el contenido se desparramó por el suelo. Nuria se estaba llevando las
manos a las sienes, escandalizada, cuando las rodillas de Mía temblaron y la
hicieron trastabillar hasta perder el equilibrio. Dio a parar al suelo por
segunda vez esa semana.
Pero esta vez con muchos más rostros conocidos mirándola, juzgando. Al
dar una mirada rápida a su alrededor, Mía se encontró con el sorprendido
rostro de Álex, rodeado de su club de fans. La invadió una vergüenza tan
intensa que creyó que desaparecería absorbida por el agujero negro que se
estaba formando en su estómago. Como pudo, se levantó y salió corriendo
de la sala de conferencias.
Se arrepintió de haber comido todos esos aperitivos, que no ayudaron a
que el malestar de ese nuevo ataque de ansiedad fuera más llevadero. Con
la experiencia de quien ha hecho algo similar en el pasado, fue directamente
al lavabo de la sexta planta, cerró la puerta de uno de los cubículos y se
arrodilló junto al váter al tiempo que se llevaba los dedos a la garganta.
Vomitó. Su estómago gruñía, su cabeza iba a estallar y sus extremidades
temblaban, pero decidió que expulsaría todo hasta sentirse mejor. Intentó
respirar en cuatro tiempos otra vez, pero la sensación de desvanecimiento
no desaparecía.
Cuando salió para lavarse las manos y boca, la recibió la poderosa
estampa de su jefa enojada, haciendo que se pusiera incluso más pálida de
lo que ya estaba. Desearía haber tenido al menos un poco de papel en las
manos...
—No es la primera vez que te veo llevándote comida de un evento, Mía
—le escupió Nuria apenas la vio salir del cubículo. ¿Acaso la había ido a
esperar allí en el lavabo?—. Obviamente aquí debe estar pasando algo y se
nota que te afecta en tu vida personal, pero esto no puede volver a pasar,
¿me entiendes? —añadió con un gesto bastante sentencioso de su mano
derecha.
—Nuria, lo siento, he tenido una semana complicada. No te puedo contar
todos los detalles ahora, pero...
—Es que no quiero los detalles, Mía. Quiero que si vas a traer un tupper,
sea con comida que traes de casa, no que te lleves de la oficina. Ya
hablaremos la semana que viene. Ahora vete a casa, que tienes cara de
muerta ahora mismo... y a ver si dejas de vomitar... que también es un
problema —finalizó con cara de asco.
Nuria salió veloz del lavabo, como si acabara de dispararle a un perro,
dejando a Mía apoyada en la pared, todavía oliendo a vómito y con ganas
de desaparecer. Tuvo que esconderse por las escaleras que se usaban en
caso de incendio para evitar encontrarse con más gente hasta calmarse.
Creía que nunca podría superar la vergüenza de ese momento, y temía que
su jefa estuviera considerando echarla de veras. Se maldijo a sí misma por
lo bajo por llenar el tupper, y maldijo una vez más pensando en Michael y
en por qué seguía violando las reglas de las secciones del refrigerador.
Se imaginó el regaño que le habría asestado su padre por haber causado
tanto jaleo. La respuesta del Sr. Antonio a su predicamento culinario habría
sido acusarla de abusar con las cantidades de comida, culpando a un
detestable vicio de glotonería por todo este berenjenal.
No había sido discreta, había causado incomodidades a los demás. No
merecía comer, no lo merecía…
Se recordó a sí misma frente a la nevera de su apartamento de Caracas,
contemplando la etiqueta pegada sobre su puerta: «Objetivo para Mimi:
1200 calorías diarias». Se recordó desesperada, buscando agujeros en esa
mórbida cláusula: «Si lo como y luego voy al lavabo, las calorías de un
trozo de pastel no cuentan, ¿verdad?».
«Genial», pensó angustiada. Tenía los mismos complejos que cuando
tenía catorce años y era la bulímica de la familia. Solo quería ir a casa a
envolverse en una manta hasta que su cuerpo dejara de temblar.
Capítulo 3
Pidiendo ayuda
«Madre que me ves desde el cielo, ¿en dónde rayos me he metido?», pensó
Mía mientras contemplaba con total incredulidad el señorial salón donde
ahora se encontraba. Se sentía minúscula e insignificante ante tanto espacio,
apretando con fuerza el asa de su maleta que contenía todo lo que le
pertenecía en este mundo. Todavía no atisbaba a creer que los
acontecimientos de los últimos cuarenta minutos la hubieran llevado a estar
allí.
Cuando Álex llegó a la estación de metro de Cornellá Centre, había
encontrado a Mía sentada afuera en un banco con toda su parafernalia. Traía
una sencilla camiseta negra y vaqueros, y el pelo negro lavado y
despeinado, aunque ella pensó que aquel estilo le sentaba mejor que el de la
oficina. De algún modo, se sentía más natural, menos pomposo y actuado.
Él levantó una mano a modo de saludo. Su elocuencia de la tarde parecía
haberse evaporado cuando se había lavado el cabello.
Ahora que lo tenía enfrente, ¿qué se suponía que tenía que decirle? Mía se
frotó los brazos, tanto para vencer al frío como a su nerviosismo. Él pareció
darse cuenta de su disyuntiva y, con lo que pareció mucho esfuerzo de su
parte, habló primero.
—He aparcado a un par de calles —señaló con su pulgar detrás de él.
—¿No has venido en moto? —inquirió Mía, quien se sintió estúpida
apenas la pregunta salió de su boca—. Es que... voy algo cargada...
—No, he venido en coche —explicó él, cogió la maleta de Mía y
emprendió la marcha. Ella supuso que esperaba que lo siguiera, y eso hizo.
A los dos minutos llegaron al coche de Álex, un Prius blanco donde él
metió sus cosas y la invitó a subirse. Apenas arrancaron, se hizo un silencio
sepulcral que duró sus buenos quince minutos, tiempo suficiente para
encaminar el vehículo fuera de Cornellá de Llobregat por la C-31, rumbo a
Barcelona.
Mía, con un tic nervioso en la rodilla, no paraba de moverla de arriba
abajo. Necesitaba hablar. Si continuaba callada… explotaría. No, más bien,
implosionaría.
—Mi prima y yo nos peleamos —por fin dijo ella, como si cogiera aire
después de haberse estado ahogando en una piscina—. Llevaba meses
aguantando muchas tensiones y hoy ha explotado todo. El detonante fue un
paquete de pasta y un tupperware —rio con una mueca irónica.
Volteó a ver a su conductor. Este la animó a seguir con un asentimiento de
cabeza. La voz del GPS de fondo indicó que debían mantenerse a la
izquierda y seguir las señalizaciones hacia Avinguda de la Gran Vía. Mía
esperó a que el asistente virtual callara para continuar con su historia.
—Llevo diez meses viviendo en su casa, desde que llegué a España —
continuó—. Mi padre insistió en que me quedara con ella porque es familia,
pero no nos llevamos muy bien… Aparte de que ahora vive con su novio,
quien, por cierto..., es un imbécil que se comía mi comida.
Cada dos o tres frases, Mía volteaba hacia Álex y esperaba unos segundos
para que él interviniera si así lo deseaba, pero el chico se mantuvo
impasible, tan solo asintiendo con la cabeza. Mía no podía creer que alguien
la animara a seguir hablando. Se sorprendió a sí misma incapaz de
detenerse.
—Al principio mi prima no me cobraba nada, pero luego salió diciéndome
que yo comía demasiado, que gastaba luz y agua, y que los servicios habían
subido. Vale, vale, muy bien, le pago, no hay problema, es su casa y está en
su derecho, ¿verdad? —soltó su pregunta retórica con creciente soltura.
Aquello se había convertido en su monólogo—. ¡Claro, pero el idiota de su
novio, que la engaña con cuanta suripanta pasa por la calle, no pone ni para
el pan! Mientras que yo no tengo cuarto propio, duermo en el sofá y solo
puedo cocinar los domingos porque, si no, hago mucho ruido y despierto al
príncipe azul, que está muy cansadito. ¡Y viene el muy sucio a comerse lo
que me preparo para llevar al trabajo!
El GPS indicó a Álex que siguiera por la Gran Vía de Les Corts Catalanes
por doce minutos más. ¡Oh, la de secretos y trapos sucios que podían
sacarse en ese tiempo! Mía estaba desbocada, quería que la detuvieran, pero
al mismo tiempo deseaba continuar más que nada en el mundo.
—Debería estar feliz de haber salido de allí, pero el timing es terrible. —
Dejó escapar un gemido de dolor, y comprobó horrorizada que iba a volver
a llorar—. Me he quedado sin ahorros por ayudar a mi padre. No es que él
me lo exija, pero me siento obligada. Fue un padre estricto. Siempre
tuvimos una relación complicada, pero es como si ahora él quisiera
compensar por sus errores del pasado… Dios, ¿qué clase de tangente es
esta? —exclamó, indignada con ella misma, cubriendo sus ojos con las
manos.
Álex hizo un gesto de querer participar por primera vez en la
conversación. No obstante, solo aprovechó el momento para extenderle un
pañuelo del bolsillo de su chaqueta. Ella lo aceptó y se limpió el rostro
antes de continuar con su verborrea.
—Mi padre me crio lo mejor que pudo, solo quiere lo mejor para mí. Y
eso era salir de Venezuela con una buena carrera. No puedo venir yo a
decirle que en España la cosa no es tan fácil como creíamos. No puedo
dejarme vencer por esto. No puedo.
Mía se permitió llorar. Pero llorar de verdad, como no lo había hecho en
meses. Emitió gruñidos guturales cual animal herido y acorralado que,
aunque sabe que no tiene salvación, se aferra a su instinto de supervivencia.
—¿Pudiste hablar con Nuria del… asunto que te ocurrió el otro día? —
intervino Álex por primera vez. Mía supuso que se refería al ataque de
pánico.
—Nuria debe de estar a esto de ponerme de patitas en la calle —anunció
ella colocando su dedo índice y pulgar a escasos milímetros de distancia y
apretando la vista—. Nunca le he caído bien. Sé que me contrató porque
soy mano de obra barata.
Aquella última frase consiguió que se le escapara una risa corta a su
espectador. Mía no se hizo de rogar y le dio al público lo que quería.
—No, lo digo en serio. Busqué trabajo como loca durante meses desde
Venezuela, teniendo entrevistas por Zoom, y a las cuatro de la mañana por
la diferencia horaria, y esta fue la única empresa que me hizo una oferta.
Me ofrecieron mucho menos de lo que hay en el mercado actualmente, pero
no creo que encuentre algo mejor por ahora.
—Entiendo. ¿Y no hay nadie que pueda ayudar a tu padre aparte de ti? —
Las frases de Álex eran cortas, bien pensadas, directas al punto. Mía estaba
encantada, porque le daba a ella más espacio y oportunidad de explayarse.
—Tengo un hermano mayor, pero bastante tiene con su esposa y su hija
pequeña. En ellas se le va el sueldo.
—¿Qué hay de tu madre? ¿También está allí?
—Mi mamá murió —respondió Mía, tragando saliva—. Dos días antes de
mi viaje, para ser exacta. —Hizo una breve pausa y, aunque Álex no
preguntó, añadió—: Cáncer de seno. Llevaba entrando y saliendo de
hospitales desde hace tiempo.
Álex encapsuló su historia en una frase magistral:
—Tch, qué putada.
Volvió a hacerse un silencio que rayaba en lo teatral, pero Mía tampoco
habría sabido qué más decir si hubiera estado en la posición de su
interlocutor. Había mencionado todo: sus pleitos con su prima, su relación
con su padre y la muerte de su madre. Lo único que se había guardado para
sí misma era su bulimia. Pero eso habría sido pasarse, ¿no?; suficiente brote
psicótico para un día.
Escuchó a Álex coger aire y volteó a verlo. Una mano se había despegado
del volante por un momento para acariciarse su corta barba, haciéndolo
parecer un filósofo griego. Parecía estarse concentrando en lo que quería
decir, buscando las palabras apropiadas.
Y vaya si las dijo.
—Mira, Nuria no te puede echar. La empresa tiene una política en la que
tienen que haberte citado tres veces distintas como «dándote la advertencia»
antes de echarte, y creo que eso no te ha pasado todavía. —Dio un giro al
volante antes de entrar a un parking cerca de Plaza Cataluña, dándole
tiempo a ella de digerir todo aquello—. Y sobre lo de tu prima y tu
familia... es una putada, ¿qué quieres que te diga? Pero estás haciendo lo
que puedes. No te exijas tanto.
Mía habría llorado de nuevo. Se sintió conmovida. Algo en el discurso
certero de Álex la movió por dentro de un modo que su animada
performance de la reunión de resultados de la tarde no había conseguido.
Tras aparcar el coche, Álex se giró para quedar mirándola de frente.
—Esta mañana te he ignorado. Me imaginé que te estaba pasando algo,
pero no sentí que fuera el mejor momento para averiguarlo —se disculpó,
luciendo apenado—. Pero ahora puedo ayudarte. No puedo subirte el
sueldo, pero puedo ofrecerte un lugar seguro donde nadie se comerá tus
tuppers.
—Solo necesito ayuda por esta noche. No quiero ser una carga.
—No lo serás. De hecho, te quiero proponer algo —insistió Álex,
quitándose de un clic su cinturón de seguridad. Debió notar que ella se
tensaba, porque decidió añadir con premura—, y no, no intento ligar
contigo. Te lo prometo. Subamos a mi piso. Tengo una habitación
disponible. Mi idea es que subas, te acomodes, te pegues una ducha si eso
quieres, y ya luego hablamos de un arreglo para un posible alquiler.
Mía parpadeó un par de veces, insegura.
—Repito, no hago esto para ligar contigo —declaró él, leyendo sus
preocupaciones en su rostro—. La dirección del piso es avenida Diagonal,
cuarenta y seis. Puedes marcar al ciento doce si te sientes en peligro —
bromeó con una media sonrisa. ¿O no bromeaba? Era difícil saberlo.
—Vale. Disculpa, es que... sé que pedí tu ayuda, así que no tiene sentido
que me ponga exquisita, pero...
Él se encogió de hombros y luego le dirigió una mirada, en la que percibió
una inesperada pizca de... ¿admiración?
—Si me hubieras creído ciegamente, creería que no tienes dos dedos de
frente.
Salieron del parking, pasando justo al lado de la concurrida Plaza
Cataluña, que incluso de noche era un punto de reunión de múltiples
lugareños y turistas. Álex hizo rodar su maleta hasta detenerse frente a un
edificio del más puro estilo modernista catalán. La fachada era de piedra y
de forma curva, adornada con una escultura de una hilandera en la parte
superior. Desde la calle destacaban un par de balcones con barandillas de
hierro forjado, así como unas enormes ventanas que de día debían dejar
pasar una gloriosa cantidad de luz natural.
Apenas Mía puso un pie en el interior del recinto, con su suelo cubierto de
mosaicos hidráulicos, se sintió de la realeza.
Subió junto con Álex en la pequeña cabina del ascensor, también
abundantemente adornada con ornamentos musulmanes, y se bajaron en la
cuarta planta. Una bella lámpara modernista con elementos florales colgaba
con elegancia del techo artesonado de madera y yeso. Justo debajo, había
una enorme puerta que Álex abrió como si se tratase de un simple ropero o
algo más mundano, pero, para Mía, esa bien podía ser la entrada a Narnia.
—Adelante —la animó él, haciéndola sentirse digna de ocupar aquel
espacio tan maravillosamente gaudiano.
Mía no pasó del recibidor, tiesa como un pasmarote y con la boca abierta.
No era su expresión más brillante, pero no podía dejar de mirar los
numerosos umbrales con inacabables pasillos que se extendían desde el
recibidor hasta confines que superaban los límites de su corta percepción
espacial. Su vista solo atisbaba a divisar parte del que era el salón contiguo
a la derecha de la entrada, ¿y acaso era eso una chimenea con mosaicos
rodeada de no uno, sino de tres sofás y una biblioteca empotrada?
A su izquierda vio lo que le pareció una cocina de pinta más
contemporánea —oh, Virgen Santísima, ¿era eso una isla en el medio?—,
pero Álex la condujo al primer salón, donde reposaba sobre uno de los sofás
de cuero blanco una de las mujeres más bellas que Mía hubiera visto en su
vida, y ella era de un país con muchas Miss Universo, pero aquella no era
una belleza despampanante, sino más bien... deslumbrante.
La grácil figura levantó la vista del libro de moda que estaba leyendo, se
apartó unos mechones castaños rizados de su blanco y esbelto rostro, y
examinó a Mía como si fuera un cachorrito que Álex acababa de recoger de
la calle.
—Mon Dieu, Alex! ¿De dónde has sacado a esta pobrecita criatura?
—Ey, Charlotte, esta es Mía. ¿Crees que podamos acomodarla en el
cuarto de Leia? —Lo dijo así, como si, en efecto, Mía fuera un perrito y
estuvieran pidiendo permiso a la madre de Álex para que pasara la noche
allí.
La llamada Charlotte se desplazó cual hada del bosque hasta ellos, casi sin
rozar el suelo, retocando su pashmina rosada sobre sus elegantes y
torneados hombros.
—¡Claro que sí! Bienvenida, Mía —dijo la sonriente hada.
—Gracias. ¿Quién más está en casa? —continuó Álex.
—Luca dijo que tenía que acabar un capítulo de su novela, así que está
encerrado en su cuarto. Y el Elliot seguro anda de fiesta por ahí.
—Vale. Ve con ella, Mía —la instó Álex—. Luego nos vemos para cenar.
—Seguro —dijo Mía en un susurro, girándose tímidamente hacia
Charlotte.
Esta le hizo un gesto suave con la mano para que la siguiera, pero no hizo
ni el menor amague de ayudarla con su equipaje. Mía supuso que, con
aquella hermosura, debía ser del tipo de mujer que acostumbra que le lleven
sus cosas y no al contrario.
Avanzó por aquellos pasillos laberínticos, siguiendo a esa hada a través de
un bosque encantado. Tras doblar por enésima vez, Charlotte se detuvo al
lado de una puerta color azul con una perilla dorada que a Mía se le antojó
como un portal místico.
—Este cuarto lo ocupaba otra chica antes, Leia —dijo con un tono
indescifrable, meneando la cabeza—. Al fondo de este pasillo hay un baño
común que tiene ducha y bañera. Yo ya lo he usado por hoy, así que puedes
tomarte tu tiempo.
Mía se adentró en el cuarto de la puerta azul cual exploradora de una
dimensión desconocida. Su quijada casi volvió a caer al suelo, pero esta vez
quiso disimular frente a su noble acompañante.
La habitación era tres veces la sala de Lisbeth, con un enorme armario
empotrado que no llenaría ni a palos con todas sus pertenencias, un
candelabro que colgaba del techo e iluminaba las limpias paredes color
crema y una cama matrimonial con mosquitero blanco en cuyos laterales
estaban las mesitas de noche más delicadas y finas que hubiera visto. Ese
era, a todas luces, el cuarto de princesa que Mía nunca había tenido.
Habiendo esperado lo que debió considerar un tiempo adecuado, Charlotte
se inclinó hacia ella para llamar su atención.
—¿Necesitas algo? ¿Le pido algo a Alex...?— pronunció el nombre del
casero como una palabra aguda. Sonaba incluso más elegante y protocolar.
—No, no, todo está perfecto. Disculpa, es que no había estado en un piso
tan bonito en..., pues en mi vida.
Aquello hizo reír a Charlotte, haciendo que se viera, si eso era posible,
aún más encantadora.
—Lo sé, es un sitio muy chulo —pronunció la última palabra con un
marcado acento francés que hizo sonreír a Mía—. Sé que acá los edificios
no tienen nombre, pero como estamos en la Dreta del Eixample y este es
uno de los edificios más altos y llamativos, yo suelo llamarlo La Dreta Real.
Los demás dicen que es un nombre demasiado pomposo, pero es que a mí
me hace sentir como de la realeza; ¿no opinas igual?
Sus ojos brillaron al decir aquello. Charlotte parecía el tipo de persona
que dejaba volar su imaginación a su antojo, y Mía no pudo hacer más que
asentir embobada, porque en serio opinaba igual.
Capítulo 5
El disfraz
No hacía falta ser venezolano para tener dramas propios. Álex tenía los
suyos, solo que los disimulaba muy bien. Pero Mía García… ¡vaya!, ella sí
que tenía problemas. Se notaba que llevaba meses sin descargar toda la
tensión acumulada. Había llorado a mares… Álex nunca había visto tanto
llanto.
Admiraba a las personas que podían sacar sus emociones de ese modo.
Sin filtros. Casi se sentía honrado de que ella hubiera confiado en él para
hacerlo.
Había dejado a Mía en las capaces manos de Charlotte, pero cuando vio
que la chica no salía del cuarto, se preguntó si estaría bien cenar sin ella,
pues estaba muerto de hambre. No era que el arroz del restaurante chino a
domicilio fuera especialmente apetitoso, pero él no sabía cocinar, y cuando
lo intentaba…, bueno, mejor ni intentarlo, si valoraba sus papilas
gustativas.
Charlotte surgió desde el pasillo, llamando su atención.
—Me acabo de asomar a la habitación de Leia —anunció ella, sentándose
en la mesa del fondo de la cocina junto a él—. Está profundamente
dormida. La pobre se veía agotada.
—Déjala dormir, entonces —asintió Álex, abriendo la tapa de su envase
de arroz chino. Charlotte lo miró con cara de asco—. ¿Qué?
—Se ve bastante… aceitoso —dijo ella con la boca arrugada, refiriéndose
al arroz—. Estoy harta de pedir a domicilio. Tal vez me anime a intentar
cocinar de nuevo.
Álex rogó en su fuero interno que Charlotte no se animara. La última vez
casi había quemado el piso. Sus dotes artísticas, aunque excelentes para la
fotografía y el diseño, no se extendían a lo culinario.
—¿Y bien? ¿Qué piensas decirle? —preguntó ella de repente.
—¿A quién? —Él parpadeó sin comprender.
—¡A Leia! —exclamó Charlotte, agitando ambas manos con gesto teatral
—. Has metido a otra chica en su cuarto con una maleta, así que supongo
que terminarás… lo que sea que tengas con ella.
—¿Otra chica? —Álex frunció el ceño—. Lo haces sonar como si
estuviera jugando a dos bandas.
—No quise decir eso —corrigió ella—. Tú sabes a qué me refiero. Tienes
un plan, ¿verdad? Tú siempre tienes uno.
De hecho, Álex sí lo tenía. No solía actuar sin pensar. No era su estilo.
Había hablado en serio cuando le había ofrecido el cuarto a Mía. Quería
ayudarla, pero antes tendría que hablar con Leia. Decirle que no podían
verse más.
Álex dejó escapar un largo suspiro. No iba a ser agradable.
—He quedado con Leia para desayunar mañana. Hablaré con ella
entonces.
—Estás haciendo lo correcto —dijo Charlotte, apoyando una mano en su
hombro.
«Pero eso no lo hace menos incómodo», pensó Álex.
A la mañana siguiente, Álex salió temprano de La Dreta Real —el
nombre pegadizo con el que Charlotte había bautizado su piso—. Aunque
iba vestido con una camisa slim fit azul marino, pantalones arena de
algodón y un perfecto peinado engominado hacia atrás, él sabía que iba
disfrazado de otra persona.
Más específicamente, iba disfrazado de su hermano Alan, que había
fallecido hacía un año en un accidente de coche por conducir en estado de
ebriedad.
Alan había sido su única familia durante años. Habían perdido a sus
padres temprano en la vida —otro maldito accidente de coche—, y ambos
fueron criados por su abuela en un pueblito a las afueras de Alicante.
Cuando esta última también murió, los hermanos se apoyaron mucho el uno
en el otro. Los separaban apenas dos años, y formaban un equipo. Habían
ido juntos a Barcelona y entrado a vivir en un amplio piso heredado de unos
parientes, la vida les sonreía…
Hasta que había dejado de hacerlo. Perder a Alan fue duro.
Si Álex era el intelectual del dúo, Alan había sido, sin dudas, el líder, el
sociable, el que caía bien a la gente y le inspiraba valor. El mundo no era
justo, porque de serlo, habría sido él quien hubiera cogido el coche la noche
del accidente y no su hermano.
El único modo que Álex había hallado para compensar ese desequilibrio
universal fue usar las ropas de su hermano. Sonaba a una locura, y quizá lo
fuera, pero había bastado con colocarse una de las camisas de Alan y
mirarse al espejo para que el hechizo surtiera efecto. Físicamente eran
bastante parecidos: los mismos ojos azules, los cabellos negros azabache, la
misma estatura… Álex solía usar gafas, pero ahora lo compensaba con
lentillas. El disfraz lo hacía sentirse tranquilo… como si Alan nunca se
hubiera ido.
Lo siguiente tampoco lo pudo controlar. Un día había ido a trabajar con
las ropas de Alan a la oficina. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo
había hecho, así de acostumbrado estaba al disfraz. Y ocurrió algo de lo
más extraño: empezó a hablar con sus palabras casuales, con sus gestos
elocuentes y sus sutiles inflexiones de voz. Creyó que la gente a su
alrededor lo consideraría un psicópata por su cambio tan abrupto de
personalidad, pero, para su sorpresa, no fue así. Los de la oficina estaban
encantados con el nuevo Álex, sin saber que solo estaba fingiendo ser su
hermano.
Vamos, que su nueva actitud carismática y sociable le había valido dos
ascensos y su propia oficina privada. Su personalidad original, más bien
huraña y cerrada, no le habría permitido aspirar a ser más que un simple
programador, un monigote más. En cambio, ahora era mánager, el líder que
todos querían que fuera.
Pero era agotador ser Alan. Solo lo hacía cuando iba a la oficina, o cuando
se encontraba con…
—Hola, Leia —saludó a la mujer que lo esperaba sentada en la cafetería
donde solían quedar. El rostro de ella se iluminó de esperanza al verlo.
—Te estaba esperando, Al. Ven, siéntate. Te he pedido el café como te
gusta —respondió ella con dulzura.
Leia era una mujer hermosa. Tenía unos ojos azules preciosos. No como
los de él, sino como los de una muñeca. De hecho, toda ella parecía una
Barbie tamaño natural: cabellos largos y rubios cuidadosamente peinados,
maquillaje suave pero elegante que destacaba las finas formas de su rostro
ovalado, un cuerpo al que sabía sacarle partido con ropas que destacaban
sus curvas y su piel lechosa… y por si fuera poco, tenía suficiente dinero —
producto de una exitosa carrera como modelo—, para viajar a donde
quisiera, estar con quien quisiera y, básicamente, hacer lo que quisiera.
Podría decirse que Leia lo tenía todo, menos una sonrisa sincera.
Porque cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia emocional
podría entrever que la sonrisa Colgate de Leia ocultaba una profunda
tristeza. Así había sido desde que había muerto Alan, su novio, el mismo
sujeto que Álex había aprendido a personificar al detalle.
El chico de la barra le trajo a Álex un café con leche de avena con dos
sobres de azúcar moreno. El favorito de Alan. Álex solo lo bebía cuando
usaba su disfraz, porque realmente no le gustaba el café.
—Me alegró tanto que me dijeras de quedar —empezó a decir Leia,
intentando coger su mano, pero él la apartó, dejándola confundida—. Sé
que te dije de darnos un tiempo, pero… te seré sincera, lo estoy pasando
mal. —Él también lo estaba pasando mal, por eso estaba ahí ahora—. ¿Al?
—lo llamó.
—Leia, tenemos que hablar —dijo Álex por fin. Se sentía extraño ser
cortante con la mujer que lo había consolado en su duelo.
Duelo patológico, así lo había llamado su psicólogo, al describir las
reacciones depresivas y negativas que pueden surgir cuando una persona no
sobrelleva bien la pérdida o fallecimiento de un ser querido. Eso era lo que
tanto él como Leia tenían.
Él, por empeñarse en lucir, hablar y actuar como Alan.
Y ella, por fingir que en verdad lo era.
Era curioso. Leia sabía que Álex era Álex, pero se trataba de eso: de
fingir. Todo era una farsa, un teatro que los dos llevaban representando
desde hace meses, quedando como si fuesen una pareja. E intimando como
tal. Así había sido desde la primera vez que ella lo había pillado vestido
como Alan. Leia había decidido hacer el papel de su novia. Juntos habían
entrado en un espiral de mentiras de la que no habían logrado salir desde
entonces.
Pero Álex no podía más. La culpa de estar con la novia de su hermano
fallecido lo carcomía cada día un poco más. La quería, pero no como Álex,
sino como su papel de Alan. Y eso tenía que acabar antes de que salieran
más lastimados.
—¿No podríamos hablar en el piso? Quisiera volver… —empezó a decir
ella.
—No puedes —la cortó él. Si iba a terminar la relación, tenía que
mantenerse firme—. Le he dado el cuarto a otra persona.
—¿Cómo? —Ella parpadeó sin entender—. ¿Por qué has hecho eso?
—Porque te fuiste. Discutíamos mucho, Leia —le recordó. Siempre
discutían cuando él no actuaba como Alan. Había perdido la cuenta de
cuántas veces Leia se había ido y vuelto al piso en los últimos meses al no
soportar la inestabilidad de la situación—. Dijiste que no podías más, y yo
la verdad tampoco quiero seguir así.
—Solo te dije de darnos un tiempo —volvió a decir ella, apretando la
boca molesta. ¿Tiempo para qué? ¿Para aprender a representar mejor el
papel de Alan?—. Además, dejé el cuarto pagado por seis meses más…
—Te he transferido el dinero esta mañana —se adelantó él—. Sé que
tienes amigas del modelaje con quienes quedarte. Por favor, te lo pido, no
vuelvas más.
Ella estaba en shock. Su mirada se apagó cual portátil en reposo, pero
Álex ya conocía esta rutina. Leia esperaba que él se sintiera culpable, que
cayera de nuevo, que le dijera que volviera al piso y que intentaran ser
amigos, superar a Alan.
Pero ninguno podría hasta que dejaran de hacer el tonto.
Sin deseos de repetir la misma escena de siempre, Álex se puso de pie. Ni
siquiera tocó el café. Solo entonces Leia reaccionó desesperada.
—Por favor, no me quites lo que tenemos. Tú y yo necesitamos esto,
Álex. —Al menos le había hablado a él, para variar—. Duele pensar en él.
Sí, dolía. Ese era el chiste. El duelo dolía.
—Que te vaya bien, Leia —dijo antes de marcharse. No la escuchó llorar.
No. Leia no era de las que lloraban. Era demasiado orgullosa para eso. El
llanto emocional era para las Mía García de este mundo, el tipo de mujeres
que podían verse vulnerables sin dejar de reflejar fortaleza. Para Álex, eso
era digno de admirar.
Capítulo 6
El libro de recetas
Cordero en Nochebuena
Hablemos del cordero: si vas a hornearlo, no olvides ponerle algún vino o licor,
además de frutas, verduras o especias que le den sabor y harán que no se
seque. ¡Quedará de rechupete!
Mojitos
Para recibir con dignidad al niño Jesús, te recomiendo moderar el consumo de
alcohol. No más de una o dos copas de vino…
Mía tenía poca tolerancia al alcohol, y tomando en cuenta que había bebido
vino durante la cena, agregar chupitos y mojitos le iba a pasar factura. Aun
así, se lo estaba pasando de maravilla. Aquello fue llegar... y no parar.
El color subió a sus mejillas, las letras de las canciones más sonadas
acudieron a sus labios como un rezo que repitiese todos los días, y su
cuerpo entero no paraba de contonearse al ritmo de una incansable sesión
de baile.
Álex estaba anonadado, por ponerlo suavemente. La chica llevaba, ¿qué?,
¿diez canciones seguidas en la pista? ¿A dónde se había ido la chica
reservada con la que comía cada día en la terraza del Square? O quizá sí
eran la misma, pero jamás pensó que Mía pudiera mover las caderas así.
Había creído que él sería quien la animara a soltarse, pero esta había ido
directa a la pista de baile sin su ayuda. Se infiltró con naturalidad en varios
círculos de personas que compartían su energía y su nivel de alcohol en
sangre. Esa última parte le preocupaba. Todo era risa y diversión... hasta
que ya no lo era.
Al menos Mía no tenía que conducir. El hermano de Álex, Alan, sí había
cogido el coche estando ebrio…
Se obligó a dejar de recordar la noche del accidente.
Álex estaba acalorado. Aquel local era ruidoso, concurrido y muy muy
enclaustrante. Respiró hondo y se quitó la chaqueta de su hermano,
dejándola sobre el espaldar de una silla de la barra. Ni siquiera usar la ropa
de Alan lograba hacerlo sentir cómodo esa noche.
¿Qué había pasado? ¿Qué había cambiado?
Y lo supo. Cuando levantó la mirada de su trago —un mojito ya aguado
que apenas había tocado—, contempló la figura danzante de una radiante
Mía. ¿Sería posible? Era absurdo, y aun así Álex no veía otra opción lógica.
Le costaba actuar como Alan frente a Mía. Quería que ella lo conociera
como era, así fuera como un tipo solitario que se quedaba en la barra
cuando todos los demás bailaban.
Se pasó una mano por la frente y apretó los ojos cerrados. Aquello podía
ser algo bueno, ¿verdad? Dejar de imitar a su hermano frente a Mía era un
punto a favor, podía ayudarlo a dejar esa costumbre que, a todas luces, no
era normal. Pero por otro lado…, ¿en serio quería involucrar a la chica en
sus melodramas? Ella tenía ya bastantes cosas en su plato con su familia en
Venezuela.
Tratando de distraerse, se quedó vigilando que ningún bailarín gracioso se
propasara con Mía. Su mirada se posó luego en Elliot, que había accedido a
invitar los tragos del grupo —aunque de mala gana— y se extrañó de que se
hubiera apartado de la estampida de chavalas en minifalda que le habían
pedido bailar. ¿Era idea suya o estaba viendo a Mía con un interés poco
habitual? Haciendo caso a un instinto primitivo, Álex tensó la mandíbula y
se procuró no perder de vista al rubio.
—¡Chérie, estoy agotada! —Charlotte pidió clemencia. Mía la iba
arrastrando de canción en canción y la pobre francesa no aguantaría mucho
más. Cruzó miradas con Álex y este sintió el verdadero terror—. ¿Por qué
no bailas con Alex?
Mía giró en su dirección. Sonrió como a él le encantaba, pero ahora con
picardía. Aquello le voló la cabeza como si acabaran de dispararle entre los
ojos.
Esa versión de Mía que no reconocía, que movía las caderas
deliciosamente, se acercó hasta él. Para su perdición, ella le tocó un brazo
con gesto suplicante y lo apremió con una voz suave y traviesa que asestó la
estocada final:
—Vente, Álex, baila conmigo.
Aunque hubiese querido, no habría podido responderle, porque se había
quedado sin habla. El lugar donde Mía lo tocaba le estaba quemando, le
estaba incendiando por dentro al tiempo que cada músculo de su cuerpo se
tensaba de…, ¡cómo no!, allí estaba otra vez el maldito deseo.
—Creo que le has movido el cerebro, Mía —bromeó Luca, señalando el
rostro de Álex como si estuviera descompuesto.
Si aquello era terrible, lo que siguió fue peor. Mía lo miró desconsolada.
—¿Es que no quieres bailar conmigo? ¿Tan ridícula me veo?
Se veía tan adorable, tan dulce… ¿Cómo podía pensar que la consideraba
ridícula? Él, en cambio, sí se puso en ridículo por la risa boba que salió de
su boca. ¡Era la segunda vez que le pasaba esto! Se tapó con una mano,
intentando disimular su ataque de timidez.
Diablos, hacía años que no se sentía así. ¿Había bebido tanto? No, no
podía ser eso. Él apenas bebía. Desde lo de Alan, rara vez consumía más de
dos cervezas. Era por Mía. Su cara, su voz, su sonrisa, la facilidad con la
que ese entorno la hacía brillar, toda ella lo invitaba a acercarse, y se
encontró loco por dejarse llevar.
«¡Que solo es mi amiga, joder!», pensó con desesperación. Era su amiga,
con quien comía en la terraza todos los días. Y se desvivía por bailar con
ella ahora mismo.
Charlotte y Luca, que por su silencio habían creído que estaba rechazando
la invitación de Mía, lo abuchearon descaradamente.
—Bueno, bueno, ya. Que sí bailaré, pesaos —se rindió. La rapidez de su
frase sonó tan poco estoica que hizo reír a los otros.
Álex se halló perdido de inmediato, sin la menor idea de lo que debía
hacer o en dónde poner sus manos. Ella tuvo que guiarlo entre risas, sin
perder la actitud jocosa que llevaba encima desde su tercer mojito.
—¡Se supone que tienes que llevarme tú, Álex! —bromeó ella, poniendo
la mano de él sobre su cintura y apretándolo con firmeza, al tiempo que lo
obligaba a ir en la dirección que ella quería empujándolo con su cuerpo
entero—. Anda, hazme girar, ¿quieres? —agregó con expresión primorosa.
Álex, que medía su buen metro ochenta, sentía el calor del pequeño
cuerpo de Mía apretado contra el suyo, apremiándolo a moverse, y se
maldijo por lo mucho que le estaba gustando. De vez en cuando, ella
extendía el cuello hacia atrás y le sonreía desde abajo, haciendo que pudiera
detallar mejor sus ojos, el rubor de sus mejillas, la curvatura de sus labios...
«Joder», pensó. Mejor la hacía girar. Quizá dar más vueltas que un trompo
terminara agotándola y esa dulce tortura acabaría.
—¡Ay! —chilló ella tras dar un tropiezo en uno de esos giros.
Él la atrapó a tiempo, sintiéndose abrumado por lo perfectamente bien que
ella encajaba en sus brazos, pero cayendo en cuenta de que ella iba ya
bastante mareada. Su nerviosismo dio paso a una actitud más severa.
—Hora de ir a casa —dijo, ayudando a Mía a incorporarse.
—¿Cómo?, pero todavía puedo… seguir. —Ya ni podía disimular lo
mareada que estaba.
—No, te llevaré a casa ahora. —El tono de Álex no daba pie a
discusiones.
Ella emitió gemidos quejumbrosos y Álex suspiró resignado,
observándola por el rabillo del ojo con dulzura. Estaba tan concentrado en
ayudarla que no notó la presencia de Elliot a su lado. Este enarcó una ceja y
preguntó con una sonrisa de suficiencia:
—Para que yo me aclare, ¿vosotros dos estáis liados?
Álex sintió aflorar su mal humor. Estuvo a punto de responderle que no
era asunto suyo cuando Mía soltó una carcajada.
—¿¡Perooo qué dices!? Yo jamásss me liaría con Álex. Él nooo es de esos
tipos. —Su cara se puso seria de repente, tan seria como podía verse la
persona más mareada y menos amenazante del mundo—. Él es un ca-ba-lle-
ro.
—I see. —Y le sonrió a Álex con tanta condescendencia que le hizo hervir
la sangre.
Álex nunca sabía qué pasaba por la cabeza de Elliot, pero aquello no le
gustaba. Nunca entendería por qué Alan se había llevado tan bien con él.
—Venga, Mía, te llevo a casa. —En un acto reflejo protector, pasó su
brazo alrededor de la cintura de la chica.
El casero se llevó a la quejumbrosa bailarina fuera de la discoteca y el
rubio se les pegó como una lapa.
—¿Qué haces? ¿También te vienes? —preguntó Álex, pidiendo un taxi
desde la aplicación de su teléfono.
—Sí, ya me aburrí de estar aquí. Todas las canciones de salsa me suenan
igual. —Se encogió de hombros.
—No podemos dejar tirados a Luca y a Charlotte.
—Puedes quedarte tú y yo la... ¿cómo se dice? —fingió no recordar la
frase en español—. ¿Sería «la llevo a la cama»?
Su tono insolente logró que Álex lo incinerara con la mirada.
—No —le soltó con intencionada lentitud.
Exagerando un bufido de malcriadez, Elliot llamó con su teléfono a Luca
y a Charlotte. Estos no tardaron en aparecer, y todos regresaron a La Dreta
Real. Mía había pasado de estar en la gloria a sentir que el mundo le daba
vueltas.
—Solo has bebido demasiado —dijo Álex con sequedad—. Mañana
tendrás una resaca que no veas. La próxima vez no te perderé de vista.
Y es que debería haberla cuidado mejor, se repitió, machacándose con ese
pensamiento. Mía no tenía suficiente criterio todavía, a pesar de tener
veintitrés años, de cuántos tragos era capaz de manejar. Supuso que en su
país tampoco había sido muy bebedora.
«Casi que mejor», pensó. Alan había empezado a beber incluso antes.
Álex se quedó con ella en la mesa de la cocina hasta que todos se retiraron
a sus habitaciones. Sobre todo, no bajó la guardia hasta que vio a Elliot
estirar los brazos, bostezar y despedirse mientras decía que estaba
reventado. Solo entonces la llevó a su habitación.
—¿Segura de que estás bien? Puedo quedarme un rato con… —Se detuvo
en seco. ¿Qué coño estaba diciendo? ¡No podía entrar con ella al cuarto!
Pero ella no debió de escucharlo, porque se lanzó a la cama cual
clavadista y de inmediato se quedó dormida. Álex se vio inundado por una
sensación de alivio.
Tendría que ser más cuidadoso la próxima vez. Nada de bailar con Mía,
nada de estrecharla entre sus brazos, nada de pegar sus cuerpos y sentir el
vaivén de sus caderas…
«Es mi amiga, no debo desearla», pensó. Repitió ese pensamiento
quinientas veces —o más— en el camino a su habitación.
Lo repitió hasta quedarse dormido.
Lo repitió tanto que no sería hasta el día siguiente que se daría cuenta de
que había dejado la chaqueta de Alan en la discoteca.
Capítulo 12
Té de manzanilla
... Claro, que si se te va la mano, nada sienta mejor por la noche que un buen té
de manzanilla con miel y limón.
Poco después de que Álex dejara sola a Mía, esta empezó a sentirse terrible.
¿Cuánto alcohol había bebido? ¿Cuántos mojitos? ¿Cuántas calorías? Se
halló rumiando en su cabeza, en medio de intensos mareos, sobre estos
detalles que a otro le habrían parecido insignificantes, pero que ella tenía
internalizados.
Su estómago dolía, la apretaba, la hinchaba, era una sensación
desquiciante que conocía bien.
Había comido dos porciones de cordero, algunos tequeños, aperitivos,
¿cuántas copas de vino? Las operaciones matemáticas que intentaba realizar
le dolían. ¡Maldita resaca!
Mañana haría ejercicio, sí, eso haría. Pero... ¿cuánto ejercicio debería
hacer para compensar? No, ni corriendo diez kilómetros lo conseguiría. ¿Y
con qué tiempo? Mañana también debía cocinar para los inquilinos... No
había tiempo de compensar...
No podía aguantar más. Se asomó al pasillo y vio que las luces del cuarto
de Charlotte estaban apagadas. Casi corrió hasta el cuarto de baño y,
desesperada, hizo lo que la voz de su adolescencia le había aconsejado
durante años: se metió los dedos en la garganta y se obligó a devolver todo
cuanto saliera de adentro de ella. Con suerte, los demás pensarían que había
sido por la borrachera y le darían privacidad, aunque la escucharan.
La garganta le quemaba. Con la frente perlada en sudor, el cuerpo
tembloroso y los dedos todavía manchados con la prueba del delito, respiró
con alivio. Un contradictorio alivio culposo.
—Hey —una voz la trajo de vuelta a la realidad. Alguien la había visto.
Arrodillada junto al váter y espantada al verse descubierta, Mía volteó y
se encontró con Elliot. Por su rostro, supo que el chico había entendido
perfectamente lo que acababa de ver.
«Cualquiera menos él», pensó Mía. Ahora él iba a burlarse, a señalarla
con un dedo y a reírse en su cara, criticándola con algún comentario ácido
de los muchos de su repertorio.
Pero Elliot se había quedado mudo. Abrió la boca y la volvió a cerrar.
Luego se rascó la nuca con indecisión y volvió a abrir la boca. Esta vez
habló en un susurro, como si temiera espantarla.
—¿Estás...? —Calló de nuevo.
Qué raro en él. Quedarse sin palabras.
Elliot se vio atrapado en un asunto irónico. Se había quedado despierto
con la primera intención de escabullirse ante la mínima evidencia de que la
cocinera saliera de su cuarto, y con la segunda intención de seducirla para
molestar a Alejandro. Su castigo hacia el casero por usar la chaqueta de
Alan esa noche.
Sin embargo, en su lugar, había descubierto algo que lo afectó más de lo
esperado. Apenas había escuchado los sonidos provenientes del lavabo,
combinaciones de suspiros, ahogamientos y respiraciones agitadas, sintió
desbloquearse un recuerdo en su memoria. Mía no era la primera mujer a la
que descubría obligándose a vomitar. No, la primera había sido su madre.
Esto bastó y sobró para que Elliot cancelara sus planes de la madrugada.
Hablando de cortar el rollo de manera ejemplar. Pero tenía ante él otro
predicamento: ¿debería dejarla allí sola?
Sin saber los pensamientos que pasaban raudos por la cabeza del rubio,
Mía se puso de pie, evitando su mirada. Se apresuró hasta el lavamanos
para limpiarse, y también evitó encontrarse con el espejo. Estaba
avergonzada. Él lo sabía. La entendía.
«Así no se suponía que iría la cosa», pensó Elliot con rabia. No era tan
cruel como para seducir a una chica que acababa de vomitar y que ahora se
moría de la vergüenza. Si alguien hubiera descubierto a su madre así alguna
vez —además de él, por supuesto—, hubiera querido que esa persona la
ayudara.
Se acercó a la chica por detrás, procurando no asustarla, y la cogió de uno
de sus delgados brazos. Ahora que la miraba mejor, no pudo evitar
preguntarse si su cuerpo había pasado por procesos similares durante varios
años. Se encontró a sí mismo hablando en inglés con suavidad. Le salía un
tono más simpático que en español.
—Hey, it’s okay —susurró, guiándola del brazo. Ella, aunque extrañada,
solo lo detuvo para coger papel para terminar de limpiarse, y luego lo siguió
con docilidad hasta el salón. Elliot no quería correr el riesgo de llevarla a su
cuarto y que alguien los oyera.
Elliot la hizo sentarse en el sillón blanco de cuero, tan solo encendiendo la
luz de la mesa de noche para no despertar a nadie más, y la descubrió
temblando del frío, todavía negándose a mirarlo. Elliot supo que se estaba
flagelando a sí misma por dentro, regañándose por haber sido descuidada, y
pensando a mil por hora cómo iba a justificar lo que él había visto.
Estando de pie frente a ella, Elliot se cruzó de brazos (su postura insignia)
y pensó en qué hacer a continuación. Solo se le ocurrió hacerle un té, que
era lo que a veces hacía para su madre. Ella creyó que era opcional y se
atrevió a rechazarlo.
—No era una pregunta, lo voy a hacer y lo vas a beber. —Se obligó a sí
mismo a suavizar su tono—. No quise decir eso. Quise decir que creo que te
caerá bien.
—He comido y bebido mucho —dijo ella lentamente, como si no lo
hubiera oído. Estaba embuclada en su propio drama personal—. Mi padre
estaría escandalizado.
«No tengo claro si sigue borracha o no», pensó Elliot.
—Igual no te hará daño beber un... —Esta vez era cierto que no le salía el
nombre en español. Odiaba cuando le ocurría eso. Chasqueó los dedos con
frustración varias veces— you know, chamomile tea. ¡Manzanilla!
No aguardó por otra respuesta negativa. Fue a calentar agua y a los cinco
minutos volvió con una taza de té de manzanilla con miel y limón para ella.
—¿Tú no vas a beber? —preguntó ella, sorprendida de que Elliot hubiera
tenido la delicadeza de colocar una rebanada de limón y pequeños trozos de
jengibre rallado para mejorar el sabor del té.
—Yo no lo necesito. Bébetelo ya —volvió a obligarse a sonar más amable
—. Se supone que es bueno para tu garganta. Te hará sentir mejor.
Ella dulcificó su expresión, y Elliot quedó desconcertado al verla sonreír.
Era una curvatura tenue y débil, pero genuina. Al verla llevarse la taza a los
labios, él se dio cuenta de que le había servido el té en su taza de Mi Vecino
Totoro. Juraría que no lo había pensado de antemano, aunque supuso que
quiso hacerla sentir cómoda con algo que le gustara.
Se preguntó si ya podía dejarla sola. Si no iban a hacer nada —eso lo tenía
bastante claro—, le preocupaba la idea de que alguien los encontrase allí y
le pidieran explicaciones. Ojalá la cocinera bebiera más rápido.
Cual telépata, Mía intuyó lo que Elliot pensaba y empujó unos sorbos
rápidos del té. Hizo una mueca de dolor. Le dolía la garganta. Al verla, el
rubio puso una cara curiosa. Parecía… ¿compasión?, y algo más, parecía un
niño lastimado porque le hacen daño a él o a un ser querido. Ese tipo de
expresión de desamparo.
—No hagas esas cosas —le soltó Elliot, sonando dolido, más de lo que
habría querido. Recordó que también había llegado a hacerle tés de
manzanilla a su madre.
«No, no, no», pensó él. No pretendía crear un momento de cercanía con la
cocinera. Solo quería ligársela, llevarla a la cama y restregárselo a
Alejandro en su cara, a ver si lograba fastidiarlo para variar. Qué asco de
suerte, literal. Le había dado pena verla así, así que le dio su maldita taza
favorita y ella le había dado las gracias con una sonrisa.
Era como alimentar a un cervatillo al que luego pretendía disparar. No era
divertido. No era nada divertido.
—Gracias, Elliot —dijo ella de pronto. Y lo miró de nuevo como un
cervatillo.
Elliot aflojó su ceño fruncido y suspiró. Al menos esta chica era
agradecida. Su madre, en cambio, lo habría mandado a su habitación,
pidiéndole que la dejara sola. Resultaba agradable que no intentaran alejarlo
a uno cuando intentaba ayudar.
—Ni lo menciones, Mía. —Terminó sentándose junto a ella. Estaba
cansado, a punto de quedarse dormido—. En serio, mejor no mencionemos
que esto pasó.
—Totalmente de acuerdo —concedió ella con una pequeña risa.
La noche, en definitiva, no había salido como Elliot la había planeado.
Primero el fiasco de sus amigos en la discoteca, luego Alejandro usando la
chaqueta de Alan, y para coronar, la extraña sensación de bienestar que lo
invadió tras hacerle compañía a la cocinera. A Mía.
Un optimista amanecer dejó pasar unos primeros rayos de luz a través de
la ventana del salón de La Dreta Real.
Capítulo 13
Una semana era todo lo que separaba la Navidad del año nuevo. Apenas
siete días. Pero en ese tiempo Elliot había cogido la costumbre de ir a la
mesa de la cocina a la hora del desayuno, analizando los movimientos de
Mía al cocinar como si la escaneara. ¿Cómo podía ser que una persona que
sufría de bulimia trabajara con comida? ¿No era eso una tortura?
La verdad era que, a pesar de haberse prometido que no le daría más
vueltas al asunto, Elliot sentía una leve —levísima— preocupación por la
chica, pero no tenía planes de hacerse su amigo. Ella volteaba a mirarlo de
vez en cuando, pero no fue sino hasta el tercer día que realmente rompieron
el hielo.
Ella le habló en inglés.
No era que el nivel de inglés de los otros fuera malo. Quizá el de Luca era
provinciano y el de Alejandro sonara demasiado americano para su gusto,
pero el de Mía era bastante bueno. Apenas tenía acento. Empezaron a
conversar en ese idioma, y aquello pareció relajar a la muchacha en su
presencia, como si se aliviara de haber encontrado un punto de conexión en
el que pudieran estar en paz. Para él también resultó relajante volver a
hablar en su lengua nativa.
—Es lindo tener compañía en la cocina —le dijo ella mientras dejaba
marinando un pavo gigante para cocinar al día siguiente en la víspera de
Año Nuevo.
Él también se había sentido inesperadamente cómodo en su compañía.
Pero definitivamente no sería su amigo.
Los residentes de La Dreta Real se vistieron con ropa cómoda —
siguiendo unos estándares básicos de Charlotte: nada de pijamas o jerséis—
para celebrar la noche del treinta y uno. Mía iba y venía de la cocina,
preparándolo todo para la cena, sin dejar de tararear alegremente. Parecía
traerse algo entre manos, pero ninguno de sus amigos lograba adivinar el
qué.
El aroma de carnes y guisos les estaba haciendo agua la boca, por lo que
fueron a comprobar cuánto faltaba para probar las creaciones de Mía. Luca,
Charlotte y Álex la encontraron removiendo el contenido de una olla con
primorosa dedicación, mientras un silente Elliot los contempló desde la
esquina con los brazos cruzados como un perro guardián.
Álex estaba extrañado. Miró a Mía. Esta le sonrió sin la más mínima pizca
de preocupación.
«Bueno, supongo que Elliot no le ha hecho nada malo», pensó Álex. No
sabía si la inactividad del rubio lo dejaba tranquilo… o todo lo contrario.
—¡Oh, qué pinta tiene eso, chérie! —exclamó Charlotte, aplaudiendo
silenciosamente con las manos—. Ese potaje me recuerda a las lentejas que
comemos en mi pueblo en diciembre, pero estas tienen otro color...
—Es sopa de frijoles negros, ¿verdad? —aventuró Luca—. Tengo
entendido que en Francia también comen lentejas el treinta y uno, pero la
sopa de frijoles proviene del sur de Estados Unidos y se asocia con la buena
suerte.
Desde su lugar en la esquina, Elliot dio un respingo. La sopa de frijoles
también era una costumbre de Fin de Año en Canadá.
Mía le guiñó un ojo cómplice en la distancia. Era su manera de
agradecerle el té de manzanilla, así como su compañía de los últimos días.
—Mi madre dice en su libro de recetas que los frijoles traen buena suerte
para el año nuevo —explicó ella inocentemente.
Elliot se puso de pie de un salto, llamando la atención. Los demás lo
miraron como si esperaran que soltara algún comentario punzante gratuito
de los suyos, pero, en su lugar, se acercó hasta donde Mía revolvía la sopa y
aspiró el aroma a casa, a su casa. ¿Cómo no lo había notado antes?
A veces, en las contadas ocasiones en las que su madre soltaba su
ansiedad y depresión, le había preparado sopas similares cuando era niño.
Se le arrugó la garganta y apretó los ojos, apartándose. Mía creyó que el
humo de la olla lo había ahogado, pero la verdad era que estaba conmovido.
—Mía, ¿hay uvas? —dijo de pronto, recomponiéndose—. Ayudaré a
ponerlas en copas para cuando den las campanadas. Es algo que se hace
tanto aquí como en Venezuela, ¿no? —A excepción de Mía, todos lo
contemplaron como si hubiera dicho que iba a darles a todos un beso de
buenas noches antes de dormir.
—Ay, gracias, Elliot. Mira, están ahí en la nevera... Eso, las moradas.
¡Graaaaciasssss! —canturreó Mía. Cualquiera habría dicho que eran
compinches de cocina desde hacía años.
Elliot se regodeó con el gesto de confusión de Alejandro.
Con cuidado, dispuso doce uvas en las copas de todos, distribuyéndolas
en la mesa del comedor para dentro de unas horas. Escuchó risas alegres
provenientes de la cocina.
—¿Luego quieren jugar a algo? ¿Qué tal a las adivinanzas? —se escuchó
a Charlotte.
—¡Un juego de rol! —exclamó Luca, defendiendo su preferencia—.
Puedo enseñarles a crear sus personajes. Es fascinante pensar en la historia
de cada uno…
—Tengo un juego de Catán arriba en mi despacho... —dijo Álex,
ganándose miradas sorprendidas por su interés en participar—. ¿Qué? Es un
buen juego de estrategia y puedes hacer pueblos y ciudades. Es divertido.
—¡Seguro! Lo que ustedes quieran —exclamó Mía, feliz de que la gente
se estuviera animando a continuar la vidilla después de la cena.
«Qué idiotez», pensó Elliot. Él ya había quedado más tarde con unos
amigos. ¿Por qué quedarse allí? Pudiendo ir a un buen local, pedir
verdadero licor y comer en sitios mucho mejores que ese...
Pero, en vez de hacer todo eso, sacó su móvil y escribió a sus colegas, sin
dar muchas explicaciones, que tenía otros planes.
Capítulo 14
Tablas de picoteo
Las tablas de picoteo te sacarán de apuros. Echa todo lo que se guarde fresco o
en nevera: carnes curadas, quesos, fruta fresca... ¡Ponte creativa!
Café y bizcocho
Uno de los más grandes placeres en este mundo es tomarse un cafecito con
leche y merendar con un rico trozo de bizcocho. Aquí te dejo una fácil receta de
uno de vainilla bien esponjoso para alegrar tus tardes.
Un mes. Había pasado un mes desde que Álex había empezado a ignorarla.
Mía no sabía qué hacer. ¿A qué deidad espiritual había ofendido o qué error
había cometido para ganarse este escarmiento? De haberlo sabido, nunca
hubiera tocado a su puerta la otra noche.
Al principio pensó que Álex solo estaba cansado. Había vuelto a
encerrarse en su habitación la mayor parte del tiempo, no estaba
acompañándolos en las noches de películas y tablas de picoteo. Pero lo que
encendió las alarmas de Mía fue que había dejado de subir a la terraza a
comer con ella.
Tendría que conformarse con el Álex alegre que hoy hablaba en la sala de
conferencias del Square.
—Estamos cerrando el primer trimestre del año, y hemos lanzado ocho
nuevos juegos en distintos operadores del mercado europeo y cinco en el
asiático. Creo que el equipo de Barcelona se ha ganado su derecho a
celebrar este gran éxito, ¿no lo creen? —habló el Álex alegre, trajeado,
elegante y sonriente, a través del micrófono, recibiendo aplausos y vítores
del departamento de juegos. Mía aplaudió lentamente, mirando a todos
lados con incomodidad desde su silla—. Como saben, los de Recursos
Humanos lo han vuelto a petar este año escogiendo la sede para nuestro
encuentro anual con los líderes. —Señalando a una pantalla detrás de él, el
Álex alegre fue pasando unas fotografías de un magnífico hotel de lujo con
piscina y salón de fiestas—. Los esperamos a todos el viernes que viene a
partir de las ocho de la tarde en el hotel Barceló Sants para una conferencia
con los miembros de los equipos de Londres y Madrid, seguido de un
networking donde, sí, habrá barra libre, muchachos, no os preocupéis. —
Hubo más vítores—. El que se anime puede quedarse a la fiesta después de
la cena y los tragos, y todos podremos regresar a casa el sábado después de
habernos dado un chapuzón en la piscina climatizada interior.
Se sentía la expectación en el ambiente. El equipo de juegos donde estaba
Mía no paraba de cuchichear sobre el evento. Ella no había podido asistir el
año pasado porque no había pasado su período de prueba, así que esta sería
su primera fiesta empresarial. Debería haber sido motivo de emoción, pero
¿de qué serviría asistir si su único amigo del trabajo pasaba olímpicamente
de ella?
Tal vez Mía ni siquiera asistiera. Prefería quedarse viendo películas con
sus amigos en La Dreta Real. Los que le quedaban, al menos.
La sesión informativa terminó y Álex alegre se quedó rodeado por su
acostumbrado círculo de colegas. Estos le daban palmadas amistosas en la
espalda y procedían a reír bromas que Mía no escuchaba. Álex alegre tenía
una sonrisa que parecía pintada con marcador permanente, pero a ella le
pareció que lucía cansado, que sus ojeras se marcaban como anclas bajo sus
ojos azules apagados, y que estaba haciendo un enorme esfuerzo por no
arrancarse la corbata que, a todas luces, le daba demasiado calor.
Antes no había notado esos detalles, pero ahora se le hacía imposible no
verlos. Para Mía era evidente que Álex no disfrutaba con su alter ego
sociable.
Al salir del trabajo esa tarde, Mía decidió distraerse dando un paseo por
Passeig de Gràcia. Luca llegaría tarde porque había quedado con el grupo
de amigos con los que hacía juegos de rol, Charlotte había avisado de que
cubriría un evento hasta tarde como fotógrafa y Elliot…, bueno, cuando
Elliot no contestaba el móvil, quería decir que andaba por ahí, divirtiéndose
de cualquier forma que encontrara. Eso significaba que solo estarían Álex y
ella en el piso, y no le apetecía ser ignorada de nuevo.
Sus pies la guiaron por calles que le eran desconocidas. No se había
alejado mucho de La Dreta Real, pero se encontró con locales que no
frecuentaba. Pasó por algunas librerías, tiendas de decoración del hogar,
bazares chinos, mercados pakistaníes, hasta que dio con un bonito café cuya
vitrina exhibía tartas de queso, pasteles de zanahoria con topping de
untuosa crema pastelera, gruesos volcanes de fondant que reclamaban ser
abiertos con una cuchara para derramar su chocolatoso contenido en un
plato…
Mía casi lamentó ya tener un trozo de bizcocho marmoleado de vainilla en
su bolso, pero decididamente el suyo podía competir en sabor con
cualquiera de los otros postres. Decidió comprarse un café y, con suerte, la
chica que atendía la barra estaría lo suficientemente ocupada para no notar
cómo devoraba su contrabando.
Salió a la terraza con su vaso de cartón caliente y tapa de plástico, pero no
había sitio libre a la vista. Vislumbró a una chica que parecía estar a punto
de terminar su taza de café, y Mía aprovechó para acercarse.
—Disculpa, ¿estás por irte? —pidió, levantando su vaso para que la
muchacha lo viera y se apiadara de ella.
—Si quieres siéntate, ya casi estoy. —La chica la invitó a ocupar la silla
frente a ella con un gesto de la mano. Mía aceptó dándole las gracias.
Tomó asiento y, con ojos vigilantes, observó a la chica de la barra que
atendía una fila interminable de clientes. Era su oportunidad, sacó su tupper
de su bolso y cogió un pequeño trozo de bizcocho marmoleado con la
mano, colocándolo en una servilleta junto a su vaso de cartón. La capita
tostada y el interior esponjoso exudaban un aroma dulce a vainilla y frutos
secos que Mía inhaló con satisfacción, preparándose para recibir un
estímulo que alegrara su tarde y la hiciera dejar de pensar en Álex.
Le quitó la tapa al vaso de café, se lo llevó cerca de la nariz para disfrutar
también de su fuerte aroma, y procedió a hacer algo que solo un venezolano
haría: mojó el bizcocho en su bebida. El café caliente penetró la esponjosa
superficie y le confirió un color marrón mezclado con dorado, así como una
nueva textura suave y suntuosa que Mía se llevó a la boca antes de que esta
se deshiciera en su taza. Cerró los ojos de placer mientras el bocado le
inundaba el paladar, dejando escapar una expresión satisfecha.
Cuando abrió los ojos, la otra chica la miraba estupefacta.
«Ay, no, ¿he quedado como una rara otra vez?», pensó.
Pero la muchacha rio. Mía exhaló aliviada.
—El tuyo se ve más bueno que los que están en exhibición. —La chica
señaló con un pulgar hacia la vitrina de la cafetería—. Qué envidia. Se ve
bastante dulce.
—No tiene azúcar, de hecho. Lo hice con eritritol y harina de almendras
—dijo Mía con algo de orgullo. En sus numerosas dietas, había aprendido a
realizar pequeñas variaciones que mejoraban el valor nutricional de sus
postres—. A ver, que no es igual que la tarta de chocolate normal, pero
matas el antojo.
—Yo vivo con antojos —suspiró la otra—. Los dulces son mi perdición.
Eso era un problema, porque a mi novio le encanta el helado de chocolate
que trae trocitos de brownie.
—¡Sé cuál dices! Uf, es buenísimo —coincidió Mía—. 293 calorías que
valen la pena. —La otra la miró sorprendida—. Llevo mucho la cuenta de
esas cosas…, años de dietas.
—No es que te haga falta —la otra quiso hacerle un cumplido—. No se
necesita ser delgada para ser bonita, ¿no?
Mía arqueó una ceja. Su compañera de mesa podría pensar de ese modo,
pero era una rubia espectacular con un cuerpo de infarto. Su abrigo corto de
estilo militar negro con dorado no impedía adivinar unas formas agradables,
y sus pantalones de traje ajustados se adaptaban perfectos a unas piernas
kilométricas y torneadas, por lo que solo podían ser horas de gimnasio.
La chica pareció adivinar sus pensamientos.
—Soy modelo, mantener esto es parte de mi trabajo —dijo con una
sonrisa optimistamente resignada—. Pero preferiría ser catadora de
pasteles, si te soy sincera.
—Suena como un trabajo soñado…
—Firmaría al instante.
—Veo que no soy la única con corazón de gordita —rio Mía. No creía que
fuera a divertirse con una desconocida ese día—. ¿Quieres probar? —Sacó
otro trozo de bizcocho marmoleado de su tupper, cuidando que no la vieran
desde el interior de la cafetería.
—Me encantaría, pero tengo una sesión de fotos más tarde. —La chica
levantó su taza casi vacía, revelando un poco de café negro—. Nada de
leche, crema o azúcar para mí. ¡Me da una pena! con gusto te lo hubiera
aceptado. —Lucía realmente acongojada.
—Toma, llévatelo. —Mía le extendió su tupper—. Así lo pruebas luego
de tu sesión.
—¿En serio? —La chica parpadeó con incredulidad—. No, no, no hace
falta.
—Por favor, me gusta alimentar almas hambrientas —bromeó Mía.
La chica rubia lo consideró un momento, pero cogió el tupper y le dedicó
una mirada curiosa a Mía, como si hubiesen pasado años desde que alguien
le hubiese causado tanto interés.
—Tiene muy buena pinta, en serio. ¿Eres cocinera? —le preguntó.
—Pues… sí, en mi tiempo libre —explicó Mía, sin dar muchos detalles—.
Así que ya sabes, si nos volvemos a ver, te paso recetas que hasta una
modelo como tú podría comer sin culpa.
Al menos por un breve momento, había dejado de pensar en Álex, en
cómo este le estaba haciendo el vacío, pero al ver a la chica rubia ponerse
en pie para irse, supo que ella también debía volver pronto a casa, a la
realidad.
—Eso suena magnífico. A mi novio… —la voz de la chica se apagó por
un momento, intrigando a Mía—, a mi novio y a mí nos gusta venir por acá
de vez en cuando. Dame tu número y así quedamos un día para devolverte
tu tupper.
—Faltaría más. Soy Mía, por cierto. —Tras darle su número de teléfono,
Mía extendió una mano amistosa que la chica estrechó con ganas—. Un
placer.
—Leia —se presentó la rubia con una perfecta sonrisa que sin duda usaría
para su sesión de fotos de más tarde—. Encantada de conocerte, Mía.
Mía se quedó congelada en su sitio. Ni siquiera fue capaz de parpadear de
incredulidad. Leia se alejó agitando una mano a modo de despedida.
Leia.
O en España había varias chicas cuyos padres eran amantes de Star Wars,
o ella acababa de tomarse un café sin darse cuenta con la antigua ocupante
de su cuarto.
Capítulo 17
Reconciliación
A veces, cuando estamos pasando por un momento difícil, se nos va el apetito...
Double-Double
Dicen que si bebes café con leche y azúcar, es que no te gusta el café en
realidad.
Mía estaba lista para el evento. Llevaba un cambio de ropa y sus artículos
de aseo personal en una mochila. Pasarían la noche en el Hotel Barceló
Sants, la empresa había costeado los cuartos para que los empleados
pudieran quedarse a dormir sin problema. Al anotarse entre los últimos, a
ella le había tocado compartir habitación. Aunque esto no la incomodaba.
Lo que sí la incomodaba era el desastre que Elliot había armado en la
cocina solo para prepararse un mísero café. Gloria había limpiado temprano
ese día, pero el rubio ya había arruinado su trabajo dejando trastes sucios
por doquier.
—¿Qué… rayos… es… eso? —dijo Mía, horrorizada.
—Un double double —respondió él, pensando que Mía se refería a su
café y no al desorden que había hecho en la cocina—. Siempre me lo pedía
cuando iba al Tim Hortons en Canadá. Es fácil, dos de leche y dos de
azúcar.
—Si es tan fácil, ¿por qué tienes que destrozar la cocina para prepararlo?
—preguntó ella abriendo mucho los ojos—. Derramaste parte del azúcar en
la encimera, y hay restos de café en polvo y gotas de leche de cuando usaste
la licuadora, y… y… ¿Por qué rayos has usado dos cazos para hervir?
—Mezclo leche animal y vegetal —explicó él con el ceño fruncido, como
si su proceso fuera un ritual absolutamente necesario.
—Más te vale limpiar esto para cuando yo vuelva mañana —lo amenazó
ella.
Él dio un bufido e hizo un gesto militar con una mano.
—Yes, ma´am. —Se la quedó mirando con interés—. Te has puesto muy
elegante, ¿no?
Mía se había puesto uno de sus mejores conjuntos para la charla
corporativa. Camisa blanca con mangas bordadas, falda de tipo secretaria
color negro a la cintura y un par de tacones del mismo color que mejoraban
su postura. Llevaba su cabello recogido en un bonito moño alto de
bailarina, dejando que unos mechones cayeran sobre sus hombros. Se veía
ligeramente más adulta, más madura. Hasta se había pintado los labios de
rojo, color que resaltaba con su piel blanca de porcelana.
—Voy a intentar arreglarme mejor para el trabajo a partir de ahora.
Charlotte ya me ha enseñado el camino, me toca continuar su labor —
reconoció Mía.
—¿Irás con Alejandro? —preguntó él, enarcando una ceja—. ¿Vosotros
dos... os habéis liado? —Cada tanto, él le soltaba aquella pregunta. Ella
entornó los ojos, creyendo que lo decía para molestarla.
En realidad, Elliot preguntaba porque en verdad le interesaba la respuesta.
Ahora que era su amigo, no le agradaría ver a Mía emparejada. ¿Tener que
compartirla con alguien? No, gracias. Ella estaba bien ahí, junto a los
Royals, colmándolos de atenciones y amenizando sus aburridas rutinas,
sobre todo la de él, que no se sentía tan cómodo con alguien desde Alan.
—Eso no va a pasar, bobo —replicó ella con enfado, pero Elliot notó que
se le habían coloreado las mejillas—. Álex es ese amigo que es…¡como un
hermano mayor! Exacto, es como un hermano al que puedo admirar: todo
serio, guapo y respetable.
Elliot, de pronto, se sintió irritado. Era cierto que últimamente Alejandro
y él llevaban la fiesta en paz, pero cuando Mía le hacía cumplidos al casero,
algo en él saltaba.
—¿Entonces crees que él no fantasea con llevarte a la cama porque es
muy respetable? —dijo con mofa, sin la más mínima pizca de sensibilidad.
Ella casi lo asesinó con sus expresivos ojos de cervatillo. ¡Dios, qué
divertido era hacerla enojar!
—¡No digas esas cosas, por favor! —se escandalizó ella—. Además..., no
creo que alguien como yo pueda despertarle a Álex ningún mal
pensamiento. —Mía recordó de pronto a Leia, a aquella hermosa rubia con
figura escultural que probablemente había tenido un amorío con Álex. Su
pecho le dolió como si alguien la pinchara con una pequeña aguja repetidas
veces. Un dolor soportable, pero no menos incómodo—. ¡Vamos! Que
nadie fantasea conmigo.
La madre de Mía la había instado a creer en su belleza cuando era niña,
pero la severidad de su padre sobre su peso y las dietas había echado por
tierra esos intentos de construir su autoestima.
—¿Eh? ¿Qué dices? Pues yo... —empezó Elliot, antes de taparse la boca
en un acto reflejo. Desvió la mirada. Había estado a punto de decir: «Pues
yo sí lo he hecho». Gracias a Dios, Mía no se había percatado de su desliz.
—A ver, déjame probar ese double double canadiense —pidió ella,
robándole un sorbo de la enorme taza de café con leche—. Mmm, vale, está
buenísimo. ¿Me quieres quitar el trabajo de cocinera? —Recibió un bufido
como respuesta.
—No es lo mío —dijo Elliot, recuperando su taza de café de manos de
Mía.
—¿Y qué es lo tuyo, Elliot? —quiso saber ella—. ¿Cuáles son las
aspiraciones del heredero de la estirpe de los Cole? —Él bufó ante aquello.
—¿Quieres que te enseñe? —preguntó Elliot con ojos brillantes y
esperanzados, como un niño que quiere mostrar su colección de juguetes
favorita.
Prácticamente la arrastró a su habitación, la cual era mucho más grande
que la de Charlotte o la de Mía. Tenía un enorme balcón privado por el que
la luz del atardecer entraba a raudales, confiriéndole traviesos tonos
amarillos y naranjas a la superficie del escritorio de madera junto al armario
empotrado. El rubio extrajo con cuidado un cuaderno de tapa de cuero
marrón de uno de los cajones.
—No le había mostrado esto a nadie, ¿vale? Ni siquiera a Alan —le
advirtió él, rascándose la nuca con algo de timidez—. No soy fotógrafo
como Charlotte, o escritor como Luca, pero sí me gusta dibujar.
—Dios, Elliot, y que nunca deje de gustarte. Estos son espectaculares.
Mía fue pasando las páginas con expresión anonadada. La mayoría de
dibujos eran de paisajes. Árboles, animales, flores o naturalezas muertas de
gran nivel hechas a lápiz y carboncillo. Otros pocos eran de personajes,
cuyas figuras y estilo la hicieron sonreír al recordarle a las películas de
animación japonesa que Elliot tanto solía ver.
—Me gustan los personajes y el estilo de Miyazaki —se explicó él con
una humildad poco característica, como quien no se siente digno—. A ver,
que no valen nada, pero es como tú con la comida. Me divierto y me paso
horas dibujando... Mi padre los odia.
—Pues a mí me encantan —dijo ella con honestidad, pasando una mano
con cuidado por el borde de las páginas de ese cuaderno tan preciado para
su amigo.
Elliot contuvo la respiración y sonrió. El refuerzo positivo de Mía se
había sentido como un cálido abrazo, uno de los que siempre había
anhelado y que nunca había recibido en su casa. Emocionado, siguió
sacando más cuadernos viejos y se los fue mostrando a Mía, sintiéndose
más y más afortunado de poder mostrarle su afición a alguien.
Ojalá ella no tuviera que marcharse a ese dichoso evento con el aburrido
de Alejandro.
Capítulo 19
Networking y vino
Espero que hayas disfrutado de mi sección dedicada a aperitivos, mi niña.
Recuerda acompañarlos con un buen vinito (pero que no te vea tu padre).
El postre
Después de una cena copiosa, es mejor optar por un postre ligero. Si estás con
alguien especial, unas fresas con chocolate los pondrán a tono… (¡nunca falla!)
Alan y Leia
...
Casi
Mía, que había vivido demasiadas emociones esa noche, se vio superada
por este mensaje. Lanzó una exhalación larga en cuatro tiempos y decidió
que volvería a pensar en ese tema mañana… o mejor dicho, más tarde. Se
preguntó si Álex seguiría despierto, lo había dejado solo mucho tiempo. Las
mejillas le quemaron de solo recordar lo que habían hecho… ¡y lo que
habían estado a punto de hacer!
Pero, cómo no, se lo encontró dormido como un tronco. Dejando el móvil
sobre la mesita de noche, Mía se acostó junto a él, analizando cada
recoveco de su rostro, cada inflexión de su respiración calmada y
armoniosa. Su cabello, alborotado por ella horas antes, desprendía
mechones cortos sobre su frente; mechones que ella acarició con ternura,
dejándose atrapar por su espesor, gozando de cuán infantil era el rostro de
Álex cuando dormía sin ninguna preocupación en el mundo. Era hermoso.
Mía se encontró a sí misma preguntándose cómo sería despertar ella
misma de un sueño y encontrarse con ese rostro.
Como nada la detenía, apagó la luz de la lámpara de la mesita. Dejó que
sus ojos se adaptaran a las sombras que bañaron el rostro de Álex, y se
quedó contemplándolo con una sonrisa optimista, llena de esperanza por el
futuro, hasta quedarse dormida.
Irónicamente, esa noche no tuvo sueños. Durmió en un estado de total y
absoluta paz. El mañana traería nuevos retos, sin duda, pero estaba
preparada para enfrentarlos ahora que su corazón flotaba ligero en un mar
de calma.
Capítulo 26
Tortitas de arroz
Las tortitas de arroz son un desayuno perfecto de fin de semana. Nada como la
suculenta mezcla de masa frita con arroz y mantequilla después de un viernes
movidito.
Elliot supo que algo andaba mal cuando vio llegar a Alejandro y a Mía al
piso.
Esos dos se habían liado. Fijo.
No necesitaba ponerlo en palabras, porque su lenguaje corporal lo decía
todo. Ambos tenían los rostros ruborizados, sus miradas se escaneaban, se
apartaban y luego volvían a buscarse uno al otro, Alejandro se tropezó dos
veces mientras iba a su habitación, volteando a ver a la chica con una
estúpida sonrisa de enamorado en el rostro mientras ella jugaba con su
cabello y reía por lo bajo como una adolescente…
«Hell no!», pensó Elliot, palideciendo cual fantasma. Él no fue el único en
darse cuenta de esa incómoda interacción. Charlotte y Luca, que vieron la
misma escena desde la cocina, atajaron a Mía cuando Alejandro se retiró a
su habitación, acribillándola a preguntas mientras la chica intentaba
inútilmente crear un muro de contención con sus manos extendidas frente a
ella.
—¿Alguien quiere desayunar? Yo muero de hambre —dijo Mía,
intentando distraer a los tres tiburones que nadaban a su alrededor, ávidos
de cotilleos—. Les prepararé tortitas de arroz. Una receta de mi mami.
Freímos el arroz viejo con una masa de harina frita con huevo y lo
endulzamos con azúcar y canela…
—De hecho, eso suena delicioso… —Luca casi se dejó llevar por la
oferta, pero un golpe en su hombro por parte de Charlotte lo trajo a la
realidad—. ¡Espera, no! Digo, sí a las tortitas…, ¡pero no te escaparás,
signorina!
—Ha pasado algo entre tú y Alex, ¿verdad? —adivinó Charlotte con voz
traviesa mientras la señalaba con un dedo acusador. El rostro encendido de
Mía fue respuesta suficiente para los tres. Elliot palideció incluso más.
¿Había algo más blanco que el papel? Si así era, él debía estar de ese color.
Se sintió mareado, apaleado.
—No les diré nada —decretó Mía, sus labios apretados y los ojos
entrecerrados.
—Oh, esa mirada me lo confirma. —Charlotte juntó las palmas de las
manos y lanzó un chillido emocionado que perforó las orejas de Elliot—.
Después de desayunar, me lo contarás absolutamente todo, chérie.
—Qué bien, Álex se veía feliz también —dijo un complacido Luca, como
si acabara de enterarse de que un hermano suyo iba a casarse.
—¡Como sigan así, los dejo sin tortitas! —amenazó Mía, cogiendo un
palo de cocina y agitándolo para espantarlos—. Ahora, fuera, voy a cocinar.
Charlotte y Luca desaparecieron entre risas, pero Elliot se mantuvo
inmóvil. Mía lo miró con cara de circunstancias, como si le rogara que no la
presionara.
A Elliot le importó un pepino.
—What happened? —preguntó a quemarropa—. Vosotros dos…
—Si te digo que sí, ¿me dejas cocinar en paz? —preguntó Mía,
empezando a preparar la mezcla de tortitas con arroz viejo de la nevera,
harina y huevos frescos.
—¿Te has acostado con Alejandro? —Elliot la miró con ojos desorbitados
—. ¡Si eso es justamente lo que te advertí ayer, mujer!
Ella cerró los ojos e inhaló con frustración, apretando con fuerza la masa
de las tortitas entre sus dedos, imaginando que era el cuello de Elliot.
—A ver, Elliot, ¿de cuándo a acá te tengo yo que dar explicaciones a ti?
—lo retó, encarándolo como si él no le sacara medio cuerpo de estatura—.
Y técnicamente, no hicimos nada…
—¿Técnicamente? —repitió él, arrugando la boca.
—Técnicamente —confirmó ella por tercera vez.
No había hecho nada con Álex que implicara dejar de ser virgen, pero sí
había sido la primera vez que amanecía rodeada por los brazos de un
hombre. En algún momento de la noche anterior, ella se había dado la
vuelta y él la había abrazado, sus cuerpos durmieron juntos como dos piezas
perfectas, hechas para estar juntas. Cuando había amanecido, Mía fue
despertada por el cálido aliento de Álex en su cuello, que la llenó de
cosquillas deliciosas que continuaron en un vaivén de sus sentidos hasta que
los dos fueron plenamente conscientes de en dónde y con quién estaban.
Por un momento, ella creyó que él iba a continuar donde se habían
quedado anoche, así se lo hicieron ver las manos de Álex, que la apretaron
contra su cuerpo duro y fuerte. Pero para su sorpresa, él pegó un salto
olímpico fuera de la cama y, carraspeando con algo de vergüenza, dijo que
ella debía volver a su habitación si no quería que sus compañeras de cuarto
sospecharan que había dormido fuera.
Ella había recogido sus cosas, se había intentado acomodar el vestido y el
pelo como pudo y… eso había sido todo.
—Claro que en algún momento debería hablar con Álex —susurró ella,
más para sí misma que para Elliot. Álex había estado callado en el camino
de regreso, como si hubiera tenido un ataque de amnesia y hubiera olvidado
que anoche había llevado al corazón de Mía a nuevos horizontes
inexplorados. Mía meneó la cabeza y le preguntó a Elliot con transparente
sinceridad—: Elliot, tú seguro eres muy popular con las chicas, ¿te has
besado con alguna y luego has fingido demencia al día siguiente?
—Fingido demencia… —repitió él, embuclado en imaginar a Mía
besando a Álex—. Uf, no puedo lidiar con esto hoy —dijo, dispuesto a
abandonar la cocina.
—Está bien, está bien, olvida que no he dicho nada —se excusó ella—.
No te vayas.
—Hace un momento querías que me fuera —dijo él, cruzándose de
brazos.
—Solo si me ibas a preguntar sobre Álex. Puedes quedarte y hacerme
compañía si te estás tranquilito.
—No soy un perro, Mía —exclamó él, ofendido.
Aun así, tomó asiento en la mesa del fondo de la cocina, apoyando un
codo sobre esta y luciendo un ceño fruncido de campeonato.
—Me llamó mi padre… —empezó a contar Mía, la vista fija en la sartén
sobre la que empezaba a vibrar el aceite para freír las tortitas.
—¿Cómo? —preguntó él, suavizando un poco su expresión.
—Fue lo que nos interrumpió a Álex y a mí —confesó ella, todavía de
espaldas hacia él, pero evidentemente estaba azorada por los recuerdos—.
Me dijo que las cosas están mejorando en casa y que me apoya si quiero
dedicarme a la cocina. —Se dio la vuelta y sonrió con todos los dientes,
toda felicidad ahora—. ¿No es maravilloso?
Elliot abrió los ojos con incredulidad. A veces le costaba seguir los
cambiantes estados de ánimo emocionales de Mía, pero cuando se la veía
contenta, era difícil mantenerse serio o enojado. Chasqueó la lengua y se
rascó la nuca, indeciso sobre cómo proceder.
—Eso… está guay. Me alegro por ti —dijo con sinceridad—. Pero ¿acaso
todo tiene que ser con comida, Mía? I mean… you know… your situation
with food —le salieron algunas frases en inglés, como siempre que perdía el
hilo de sus pensamientos—. Tienes un trabajo estable, ¿no? Eso debería
bastar.
Ahora era ella quien lo miraba casi ofendida. Frio un par de tortitas en
silencio, pero Elliot la vio moverse con tal pericia y habilidad, como una
bailarina por la cocina, que intuyó que ella esperaba demostrar un punto. En
menos de dos minutos, ella se sentó a la mesa, posando frente a él un plato
de brillantes colores amarillos de capas tostadas, bañados en una reducción
color ámbar. Los aromas dulzones de la masa de arroz con huevo batido, la
caña de azúcar y la canela abrazaron a Elliot. La presentación era agradable
también, con tres tortitas perfectamente redondas una sobre otra, luciendo
esponjosas y densas a partes iguales, como una perfecta torre de desayuno.
—Enjoy —dijo ella—. Que te aproveche.
En cuanto dio el primer bocado, Elliot no pudo evitar cerrar los ojos de
placer. La masa se deshizo en su boca, todavía caliente y cremosa por
dentro, con aquella reducción dulce que potenciaba el sabor rico de los
granos de arroz. ¡Deseó tener sirope de arce para acompañar aquel plato tan
delicioso!
En cuanto abrió los ojos, Mía lo miraba con una mezcla de suficiencia y
dulzura.
—Vale, vale, te gusta cocinar, lo capto —dijo él, terminando de un bocado
la mitad de otra tortita.
—No es solo cocinar, Elliot. Me gusta cocinar para ustedes. Me gusta ver
feliz a la gente. Me pone contenta. Imagino que es parecido a lo que has de
sentir tú cuando dibujas —dijo ella con voz mística, repleta de sabiduría y
afecto por su sueño, llevándose las manos a su pecho como si guardara un
bello secreto en su interior.
Elliot se la quedó mirando. Una parte de él deseó pedirle que se quedara
quieta, que posara para él como la Madonna que parecía en ese instante, y
sintió su corazón acelerarse.
«Oh, no —pensó horrorizado—. No, no, no, no».
No ahora. No cuando ella acababa de liarse con otro. ¡Con Alejandro, por
el amor de Dios!
Elliot pensó en demasiadas cosas a la vez: en los mensajes de su madre,
que siempre le preguntaba cuándo volvería a casa, en la firme estampa de
su padre, que lo consideraba un fracasado, en el tiempo que llevaba alejado
de su hogar por sentirse incomprendido por su familia, en la calma que
sentía cuando dibujaba, en cómo Alan lo había animado a ser él mismo, y
en cómo Mía había alabado sus infantiles trazos en sus cuadernos…
Tenía que quitarle solemnidad a ese momento, romper la burbuja de
epifanía que amenazaba con reventarle en la cara.
—Booooring —canturreó como un niño aburrido. Mía enarcó una ceja,
creyendo su reflexión desperdiciada—. No es lo mismo, Mía. A mí mi
familia no me apoyaría como la tuya. No después de estar usando el dinero
de mi padre para huir de casa.
—Eso no lo sabes hasta que lo intentes, ¿no? —replicó ella—. Además,
siempre puedes buscar trabajo de lo que amas. Es lo que yo pretendo
hacer… —añadió con un susurro y una sonrisa que volvió a acelerar el
pulso a Elliot.
—Ya me cuentas qué tal cuando falles —se burló él. Ella frunció el ceño.
—Ay, vete a cocer tapioca, Elliot —le soltó ella con los ojos en blanco.
—Que me vaya a cocer… ¿qué? —Él no conocía ninguna frase española
que rezara así. Esta vez, fue ella quien rio.
—Dícese del latino para: «Vete a la mierda» —concretó ella con mofa,
cogiendo algunas tortitas en un tupper y dirigiéndose al recibidor mientras
Elliot ahogaba una risa con la boca abierta de la impresión—. ¡Charlotte,
Luca, les dejo el desayuno en la cocina! No dejen que Elliot repita, que él
ya ha comido. Yo vuelvo en un rato. Voy a verme con… —titubeó—.
Vuelvo en un rato.
La puerta del recibidor sonó, y Elliot se quedó a cuadros, dejándose caer
sobre el espaldar de su silla y riendo como un niño. Solo Mía podía salirse
con la suya de ese modo.
A los pocos minutos, Charlotte y Luca fueron a la cocina para servirse el
desayuno entre discusiones intrascendentes, cotidianas y típicas de sábado
por la mañana. Alejandro apareció poco después, buscando algo —mejor
dicho, a alguien— desde el umbral de la cocina.
—Mía ha salido —anunció Elliot en voz alta, llamando la atención de su
casero—. Cree que has fingido demencia después de besarla.
Los otros tres se quedaron en blanco. Alejandro, para sorpresa de todos,
no se mostró enfadado ni irritado con él, solo se tapó la boca con una mano.
¿Estaba sonrojado? ¡Por el amor de Dios!, ¿en serio? ¿Ni siquiera podría
regodearse en molestarlo un poco?
—¿Fingir demencia? —repitió Álex, azorado—. Qué va, voy a tener que
explicarle que… —sonaba nervioso, como un chaval con su primer amor.
Elliot volvió a chasquear la lengua en frustración a aquel despliegue de
cursilerías.
—Vete a cocer tapioca, Alejandro —le soltó, poniendo en práctica lo que
acababa de aprender, al tiempo que volvía a su habitación. Al menos pudo
regodearse con la expresión confundida de su casero.
Una vez en su cuarto, se vio incapaz de quedarse tranquilo. Había hecho
planes para salir, pero había perdido el interés. En su lugar, se puso a
dibujar. Perdió la noción del tiempo, entregado a los trazos donde plasmaba
a una modelo imaginaria, sin rostro particularmente definido, pero con ojos
de cervatillo y sonrisa de Madonna.
Horas después, Elliot respondería a uno de los mensajes de su madre. Y
después de eso soltaría maldiciones en un resignado inglés mientras se
descargaba la aplicación de LinkedIn en su móvil.
Capítulo 27
Mía pidió un café con leche y se sentó en donde Leia pudiera verla.
Habían quedado en la misma cafetería de la otra vez, cuando se habían
conocido por casualidad, pero ahora los nervios de Mía eran palpables. No
paraba de morderse el labio y de jugar con su pelo. Cuando por fin divisó a
la rubia acercarse agitando un brazo, su mente se paralizó. ¿Qué había ido
ella a hacer allí exactamente?
La verdad, no lo tenía muy claro. Sabía que Leia era modelo, que era la
antigua ocupante de su cuarto en La Dreta Real, que había sido novia de
Alan —y luego parcialmente de Álex—, y que lo extrañaba; de lo contrario,
no le habría hablado de «su novio» en tiempo presente a Mía. Pero, aparte
de esos detalles, no conocía nada más de la chica rubia. ¿Por qué le causaba
tanta curiosidad conocerla?
Leia pidió un café en la barra y se sentó a la mesa con Mía con una
sonrisa alegre. Se veía preciosa con su pelo rubio en una coleta perfecta que
parecía fijada con laca, y con su conjunto rosa de pantalones y chaleco
corto con mangas. Sus uñas iban pintadas a juego con su ropa y el lápiz
negro en sus párpados la hacía lucir como una Barbie-Cleopatra.
—Gracias por el pastel, Mía —le agradeció Leia, devolviéndole su
tupper. Lo había lavado y colocado en una bolsa, gesto que Mía apreció—.
Estaba buenísimo.
—Te he traído otra cosa, de hecho —dijo Mía, jugando con sus dedos y
guiñando un ojo en señal de vergüenza—. Las acabo de hacer esta mañana
en casa, pero me he pasado y salieron demasiadas… Son tortitas de arroz.
—¡Hala! —Leia cogió el nuevo tupper con una expresión estupefacta—.
¿Pero esto qué es? Nunca nadie había querido alimentarme tanto como tú
—dijo conmovida, colocando una mano teatralmente sobre su pecho. Mía
rio.
—Es mi misión en este mundo —dijo de buena gana, poniendo los brazos
en jarra y levantando el mentón como haría una superheroína.
Ambas conversaron un rato, y Mía en verdad se lo pasó bien. Leia era
educada e interesante. Descubrió que viajaba mucho por su trabajo como
modelo, que hablaba inglés, catalán, francés, italiano y alemán, y que no
tenía oportunidades de comer comida casera por sus horarios, así como por
sus estrictas dietas, por lo que los dulces de Mía le alegraban el día, aunque
debía tener cuidado de no pasarse si no quería perder la línea.
—Este en particular tiene azúcar —admitió Mía, casi disculpándose—,
pero si lo que quieres son dulces menos calóricos, puedes hacer mousse y
helados con frutas congeladas, también tienes opciones de pasteles sin
harina usando boniatos y… —se interrumpió, su rostro sonrojado al darse
cuenta de que se estaba dejando llevar por el tema—. Perdona, que cuando
hablo de comida…
—No pasa nada, tía —la calmó Leia, agitando una mano como quien
espanta un mosquito—. Me gusta ver a gente tan apasionada con su trabajo.
¿Haces comidas por encargo o algo así?
—No todavía, pero está en mis planes —sonrió Mía, pensando en su
reciente conversación con su padre, en cómo este le había transmitido su
apoyo a seguir su sueño.
—Pues yo seré tu clienta, sin dudarlo —le garantizó Leia—. No es que
tenga demasiados seguidores en redes sociales, pero vamos, que te
recomendaría con los ojos cerrados.
—¡Si solo has probado un pastel marmoleado! —exclamó Mía con
humor.
—Es todo lo que ha hecho falta. —Leia meneó lentamente la cabeza y
agitó una muñeca con elegancia—. Afortunados los que vivan contigo.
—Mis amigos me agradecen los platos que les preparo —dijo Mía con
cariño—. Cada uno tiene gustos particulares, así que eso lo hace más
divertido.
—Uf, no me hables a mí de gustos particulares, que mi novio es un caso
especial —se quejó Leia con una sonrisa irónica.
A Mía se le heló la sangre de repente, pensando que Leia podía estarse
refiriendo a Álex…, pero él le había dicho que no estaban juntos…
—Le gusta experimentar con todo —continuó Leia. Mía subió la mirada
de golpe, extrañada—. No hay salsa que no le eche encima a la pasta o al
arroz, ni mezcla de condimentos que no haya probado. Le gusta combinar
cocina japonesa con tailandesa con… ¡con cualquier cosa, en realidad! —
rio con ganas, seguro recordando anécdotas divertidas relacionadas con
fusiones desastrosas de platillos incompatibles—. Mi Al es de lo que no
hay…
«Al», repitió Mía en su mente. Ahora estaba segura. Leia no hablaba de
Álex, sino de Alan. Todavía se refería a él como si estuviera vivo. Entonces
Mía pudo entrever lo que había supuesto en su primer encuentro con la
rubia: que estaba triste, escondiendo tras sus risas melodiosas una soledad
tremenda.
—¿Hace mucho que estás con Al? —preguntó Mía, su voz suave y
comprensiva, invitando a Leia a abrirse con ella.
—Unos tres años, casi —contó Leia, y sus ojos adquirieron un brillo
curioso, como si quisiera llorar, pero estuviera hecha una experta en
reprimir sus lágrimas—. Es maravilloso, me trata como a una reina, salimos
cada finde y nos divertimos… —Cada palabra le costaba un poco más,
aunque solo un oído entrenado en la tristeza podría haberlo captado. Mía lo
hizo. Ella también había disimulado sus desdichas en su momento.
Mía bajó la mirada, sintiéndose culpable. Ya entendía por qué había
querido ir a reunirse con Leia. En su interior, se sentía preocupada de que
esta siguiera pensando en Álex como su novio, ya que ella misma estaba
desarrollando sentimientos inusitados por él. Pero, en su lugar, había
descubierto que Leia seguía sin superar la pérdida de Alan, y que incluso se
negaba a hablar de él como si hubiera muerto.
Sintió pena por Leia, y pena por sí misma. No estaba bien mentir, así
fuera por omisión.
—Si no te importa que pregunte, Leia, ¿tú y tu novio viven juntos? —
preguntó casi en un suspiro. Leia dio un respingo.
—Sí, creo que te lo comenté la otra vez…
—Te lo digo porque creo que sé de quién hablas. Alan Alonso, ¿verdad?
Leia se quedó quieta en su sitio, su cuerpo tenso y estático como una caja
fuerte de metal que guardaba muchos secretos en su interior. Entrecerró los
ojos y borró su sonrisa.
—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Leia con sequedad.
—Porque vivo en La Dreta Real con Álex y los otros inquilinos. —Los
Royals, sus mejores amigos, la familia que había encontrado en Barcelona,
pensó para sus adentros—. Cocino para ellos a cambio de usar el cuarto
donde antes estabas tú.
Leia inhaló profundamente, sin cerrar sus enormes ojos azules como el
cielo. Su expresión tan hermosa y cargada de dolor que Mía deseó con todo
su corazón abrazarla, pero Leia no le dio la oportunidad. Se puso de pie y se
marchó sin decir ni una palabra. Aunque, quizá por acto reflejo, sí se llevó
el tupper con las tortitas de arroz.
Capítulo 28
Empatía
La comida, al igual que el afecto y la comprensión, no debería negársele a
nadie.
Cuando Mía volvió a casa con tristeza reflejada en sus ojos, Álex se
preocupó. Todavía le costaba seguirle el hilo a los pensamientos de esa
inquieta mente suya, pero estaba aprendiendo. Su primera suposición fue
que algo había ocurrido con su familia, quizá relacionado con la llamada de
la madrugada anterior, pero ella lo despreocupó, contándole las buenas
noticias sobre el nuevo trabajo de su hermano mayor, así como el apoyo
recibido por su padre.
—¡Olé! Qué bien —celebró Álex por aquella novedad, pero Mía solo le
dedicó una sonrisilla débil, por lo que debía haber otra cosa que la
preocupara, y a Álex solo se le ocurría otra cosa. ¿Estaría enojada con él
por no haber hablado de… lo que fuera que hubiera pasado entre los dos?
No. «Lo que fuera» no sonaba correcto en su cabeza. Álex había
experimentado algo trascendental, mágico, una conexión que no había
sentido con otra mujer en su vida. Si no fuera un hombre con los pies bien
puestos sobre la tierra, juraría que tras esa breve interacción en su
habitación de hotel, se había enamorado.
¿O sí lo había hecho?
No podía estar seguro, porque nunca se había enamorado antes. Había
tenido un par de novias, relaciones cordiales que habían empezado y
acabado bien, sin discusiones, sin dramas, sin peleas. Pero que tampoco le
habían acelerado el pulso al ver a sus parejas sonreír, ni lo habían hecho
sentir tan supremamente feliz y satisfecho de amanecer a su lado sin haber
tenido sexo como tal.
Porque sí, despertar esa mañana junto al suave y cálido cuerpo de Mía
había sido una de las experiencias más placenteras de su vida. La sensación
de sus pies entrelazados con los de ella, aquellos tiernos muslos pegados a
los suyos mientras sus brazos la atraían a su pecho y su rostro reposaba
sobre la extensa mata de pelo azabache que le cosquilleaba las mejillas, su
delicado aroma a vainilla, tan dulce como ella…
Álex quería repetir aquello, montarse de nuevo en aquellas sensaciones
desquiciantes y exquisitas que no tenían precedentes. ¿Y para qué mentir?
También deseaba que Mía se montara de nuevo sobre él y moviera sus
caderas en su maravilloso baile sobre su regazo hasta hacerlo perder la
razón.
—Mía, sobre lo de ayer —empezó a decir Álex, siguiéndola a su
habitación, donde Mía aparentemente buscaba reposar luego de su paseo. Él
se atrevió a pasar junto con ella y a cerrar la puerta tras de sí para tener
privacidad—. Si no te he dicho nada es porque…
—¡Me acabo de ver con Leia! —exclamó ella antes de apretar los labios
en una expresión culposa, como una niña que acababa de romper un jarrón
invaluable de la colección de sus padres—. La ex de tu hermano —continuó
ella, creyendo que el silencio de él era de confusión. No estaba del todo
equivocada. Pero el silencio de Álex correspondía, más bien, a uno de
estupefacción.
—¿Cómo has dicho? —Parpadeó un par de veces. Se llevó una mano a un
oído, creyendo que estaba perdiendo facultades auditivas.
—La conocí el otro día por casualidad. ¿Recuerdas cuando me perdí y me
ayudaste a volver al piso? —Él asintió—. Bueno, ese día. Intercambiamos
números, le di un pastel…
—¿Le diste un pastel a Leia? —Él seguía sin comprender.
—Le gustó, y me escribió que quería que nos viéramos para regresarme el
tupper donde se lo había dado. Total, que hoy la he visto… —Ella se frotó
las manos en señal de nerviosismo—. Le dejé otro tupper con tortitas de
arroz.
—Otro tupper. Le has dado otro tupper. —Álex empezaba a sentirse como
un idiota, repitiendo cual loro todo lo que ella decía, pero era porque no
alcanzaba a creer que Mía hubiera interactuado con Leia. Justamente las
dos personas que representaban dos facciones totalmente opuestas de su
mundo, aquellas que no quería que se encontraran jamás—. ¿Qué te ha
dicho? —sonó preocupado. ¿Qué ideas había querido meter Leia en la
cabeza de Mía. ¿Qué había dicho sobre él?
—Me habló de su novio —respondió Mía, compasión en su voz.
—Espero que no le hayas creído que ella y yo tenemos algo —pronunció
Álex con lentitud. Se sentía incómodo de que Mía hubiera quedado con
Leia a sus espaldas, pero no tanto de imaginar lo que la rubia pudiera
haberle dicho para ponerla en su contra. Mía meneó la cabeza.
—Es que no hablaba de ti, Álex —explicó Mía—. En todo momento ella
se ha referido a su novio como «Al». Tu hermano Alan, supongo —
aventuró ella, desviando la mirada con gesto pensativo—. Pareciera como
si…
—¿Creyera que sigue vivo? —completó él su frase. Mía asintió. Álex
suspiró. Leia estaba en una etapa de perpetua negación en su duelo hacia
Alan, fingiendo que este aún vivía, ya fuera en sus recuerdos, o a través de
él—. Veo que no ha cambiado nada en estos meses.
—¿Cuándo fue la última vez que trataste con ella?
—Antes de que tú… —se interrumpió. No le gustaba el rumbo que estaba
tomando la conversación. Quiso tomar las riendas—. Por favor, no quisiera
que volvieras a quedar con Leia.
—Se siente muy sola, Álex —dijo Mía con ojos vidriosos—. Extraña a tu
hermano.
—¡¿Y yo no lo extraño?! —ladró él enfadado, su rostro contraído—.
¿Acaso no soy yo el que no puede deshacerse de sus cosas y actúa como él
con tal de recordarlo? —No le gustaba admitirlo, pero su propia imagen en
el espejo a veces le parecía más la de Alan que la de él mismo. Lo
reconfortaba al mismo tiempo que lo torturaban los recuerdos y la
recriminación hacia sí mismo—. Leia no es la única que sufre. Cuando
decidí poner distancia…
—No digo que hayas hecho mal. Discúlpame si ha sonado a que te estaba
juzgando —dijo ella, subiendo las manos en un gesto conciliador—. Pero tú
estás aquí, en La Dreta Real, el piso de Alan, tienes a los Royals, tienes tu
trabajo, me tienes a mí… —añadió esto último con un leve sonrojo que
consiguió penetrar en el muro de defensas de Álex, haciéndole suavizar el
rostro—. Leia no tiene a nadie.
—Leia tiene muchos amigos de su trabajo —replicó Álex, enarcando las
cejas.
—¿Entonces por qué entabló conversación tan fácilmente conmigo, una
extraña, queriendo hablarme de su novio como si vivieran una historia de
cuentos de hadas? —lo cuestionó ella.
Álex no lo sabía, o quería hacerse el que no sabía. Mientras más lejos
estuvieran Leia y él, mejor. Se hacían daño cuando estaban juntos, ella era
otro recordatorio del accidente de coche que le había arrebatado a su
hermano.
—Me gustaría… —Mía se aclaró la garganta, animándose a sí misma a
continuar—. Me gustaría quedar más con ella. Creo que necesita alguien
con quien charlar, y ya que tú no puedes…
—No puedo, no. Es que no quiero —aclaró él con sequedad.
—Vale —concedió ella, asintiendo en comprensión—. Yo podría hablar
con ella. Ayudarla a drenar.
—¿Por qué? —quiso saber él. Ella parpadeó un par de veces y entreabrió
los labios, aquellos que él todavía moría por besar—. ¿Por qué tienes que
ser tú quien la ayude?
Mía lo meditó unos instantes y se mordió el labio inferior. Sin embargo,
una resolución se apoderó de ella. Miró a Álex sin ninguna pizca de duda.
—Cuando yo me sentía sola en esta ciudad, alguien…, tú me ayudaste.
Ahora que siento que pertenezco a un lugar, que he encontrado una familia
que no es de mi propia sangre, que te he encontrado a ti… —Lo cogió de la
mano. Álex no se apartó. De nuevo intentó seguir el flujo de pensamiento
de Mía. Le costaba, pero el tono de su voz lo ayudó a entender que deseaba
ayudar a un alma necesitada— me gustaría ayudar a que Leia, una Royal
honoraria, ya que antes vivía aquí, también se sienta mejor. Que ella tenga
dinero y fama de modelo no la hace invulnerable, ¿no crees?
Álex la miró con una expresión indescifrable. Mía le apretó la mano con
insistencia, y él sintió el cosquilleo. No del deseo. Aquello era otra cosa…
era…
—Me estás diciendo esto porque no quieres ocultarme nada, pero en
realidad ya has tomado tu decisión, ¿verdad? —suspiró él con una media
sonrisa irónica. Ella asintió levemente, rogándole con sus ojos que la
entendiera.
—Si Leia se niega a aceptar mi compañía, es otra cosa —cedió Mía—.
Pero quisiera intentar llegar a ella.
—¿Del mismo modo en que llegaste a nosotros? —Álex apretó también la
mano de Mía. El cosquilleo se intensificó antes de que riera y agregara—:
¿Con comida? —Ella también rio.
—Puede ser. Se me ocurren ideas. —Y Mía lo miró con afecto, en una
expresión que encerraba las confidencias que ambos se habían hecho desde
que se conocían.
Álex se vio derrotado una vez más. Derrotado por esos ojos, por esa
sonrisa, por esa terquedad en ayudar a otros antes que a sí misma. De todas
las numerosas cualidades que tenía la mujer que amaba, el altruismo estaba
entre ellas.
La mujer que amaba.
Eso era aquel cosquilleo. Amor.
—Haz lo que quieras —dijo, meneando la cabeza. No estaba molesto, si
acaso se le veía resignado ante una fuerza imbatible. Ella volvió a sonreír y
se acercó para darle un suave y dulce beso justo en la comisura de los
labios, haciendo saltar chispas en su interior. ¿Así se sentía amar a una
mujer latina?
«No», se dijo Álex. Puede que el fuego en el alma de Mía tuviera parte de
su origen en sus raíces caribeñas, pero su bondad y empatía características
eran una adición cien por ciento de ella, antes de que rompieran el molde. A
Álex le encantaba. Le abrumaba. Le excitaba. Le aturdía.
La amaba.
¿Por qué presentía que amar a Mía García implicaría un vaivén de
intensas emociones a partir de ahora?
Capítulo 29
Elliot a menudo comparaba a Mía con un cervatillo. Se reía de ella por sus
grandes ojos marrones que reflejaban con claridad todas sus emociones,
haciendo difícil que las personas la encontraran intimidante. Si acaso, sus
disgustos la hacían ver adorable, más como una presa difícil que como una
cazadora.
Por eso a Mía se le hacía tan extraño sentir que ella estaba cazando a Leia,
quien a todas luces era una leona. Una felina astuta que cazaba las
oportunidades con experticia.
Aquella dichosa cacería había empezado a inicios de la primavera, cuando
por fin los abrigos quedaban en el armario para dar paso a jerséis mullidos o
de punto. Mía pasaba por las tardes, después del trabajo, al lado de la
cafetería donde había coincidido antes con la chica rubia, y a veces la veía
sentada tomándose un café. Siempre en la misma mesa, siempre con la
misma expresión melancólica en sus ojos, como si cumpliera una especie de
penitencia silenciosa en ese lugar.
Cada vez que coincidían, Leia la miraba con ojos gélidos como el hielo,
casi ordenándole que se alejara, como la leona territorial que era. Mía, por
su parte, siempre hacía lo mismo: se acercaba con cautela a la mesa, y
dejaba una bolsa con un tupper que contenía algún dulce que sabía que
podría gustarle a Leia. A veces le dejaba bizcochos de almendra y
macadamias, otras veces eran pudines de cacao y algarroba, y otras veces
elaboraba postres especiales que creía que podían ser un acierto por la
ascendencia barcelonesa de la rubia: crema catalana, cocas o panellets.
Dentro de la bolsa siempre dejaba una nota aclaratoria del tipo: «Lo he
preparado sin azúcar para ti», para que la chica no creyera que pretendía
robarle, además de su lugar en La Dreta Real, su figura de modelo.
Al principio, Leia ni siquiera cogía las bolsas. Se levantaba y se iba tan
molesta como la primera vez que Mía le había revelado su identidad. Sin
embargo, la insistencia —y terquedad— de la venezolana era como una
gota de agua que caía cada día en el mismo punto concreto de una roca,
hasta llegar a erosionarla. Leia empezó a coger las bolsas de mala gana,
gruñendo cual leona hambrienta y resignada, quizá presa del aroma
envolvente proveniente de los tuppers que Mía solo cerraba a medias a
propósito para atraerla.
Pocos días después, Leia volvía y, en la misma bolsa, regresaba el
correspondiente tupper, siempre lavado y limpio. Se hacía el
correspondiente intercambio por un nuevo postre, y Leia se marchaba a
casa con otra ofrenda del cervatillo con complejo de cazadora.
Un día, la rubia por fin rompió su trato silencioso, deteniendo a Mía
cuando esta acababa de dejar la bolsa con un nuevo tupper.
—Siéntate ya, ¿vale? Esto se está volviendo ridículo —la instó,
señalándole la silla frente a ella—. Te he pedido un café, ahora te lo traen
—dijo Leia con los brazos cruzados y los labios haciendo un mohín casi
infantil—. ¿Qué has traído hoy?
—Pa de pessic sin azúcar —sonrió Mía. Los ojos de Leia brillaron con
interés que no logró disimular—. Gracias por dejarme sentarme.
—Si con eso consigo que dejes de tratarme como a una rata de
laboratorio…
—Yo más bien te llamaría una leona —susurró Mía. Leia la miró
extrañada—. Perdona, una analogía mental mía. —Ante esto, la rubia bufó,
aunque se quedó pensando en sus palabras.
—Me gustan los gatos —admitió con voz más suave—. Al y yo tuvimos
uno, pero tuvimos que regalarlo porque hacía desastres en La Dreta Real.
Se llamaba Grumpy.
—¿Ah, sí? Los Royals no lo han mencionado. —Ante la nueva mirada de
duda de Leia, añadió casi con pena—: Así nos hacemos llamar los que
vivimos allí.
—Ah —dijo Leia, cortante.
Aunque no avanzaron mucho más en la conversación de ese día, el mes sí
terminó presentando una evolución significativa. Mía le contó a Leia
algunas cosas que habían cambiado en el piso desde su partida, como la
tapicería de uno de los sofás del salón de juegos, unas sillas de la cocina, la
instauración de los viernes de películas…
—¿Y os reunís todos? —preguntó Leia, abriendo la boca con sorpresa—.
¿Incluso Álex? —Era la primera vez que lo llamaba por su nombre en
presencia de Mía, quien asintió—. Guau, debió ser difícil. Ni siquiera Al
conseguía sacar a ese niño de su cueva.
—¿En qué cuarto estaba Al? —quiso saber Mía, por fin entrando en temas
más delicados con Leia, referentes a recuerdos más íntimos y personales.
—Él está… estaba en la habitación contigua a la de Álex. —Aquella
corrección de tiempo verbal pareció arder en su garganta.
—Creía que solo era un cuarto y un despacho —respondió Mía con
expresión pensativa.
—Sí, pero Álex se conformaba con el despacho. Tenía un catre que se
veía la mar de incómodo, tía. Siempre le gustó dejar que Al se quedara con
las cosas buenas, aunque él también las quisiera.
Mía se preguntó, con una opresión en el pecho, si Álex también había
querido a Leia y había dejado que Alan la tuviera.
—¿Él está bien? —preguntó Leia, ajena a la reacción de Mía, bajando
tanto la mirada como su tono de voz.
—¿Álex? Sí —dijo Mía, removiéndose en su silla algo incómoda—.
Todavía le cuesta un poco dejar de ser el Álex alegre en el trabajo, pero he
notado que se ha ido comprando ropa nueva, una que se adapta mejor a él
—sonrió ante el recuerdo de las camisetas semiformales que Álex estaba
usando últimamente en la oficina, y que tanto habían sorprendido a sus
colegas. La gomina también iba desapareciendo poco a poco de sus ítems
de aseo personal, dando paso a inflexiones más naturales de sus adorables
rizos negros, aquellos que Mía tanto deseaba acariciar con sus dedos por las
noches.
—Eso es bueno —dijo Leia, esbozando una pequeña sonrisa que no llegó
a formarse por completo—. ¿Y los demás? ¿Charlotte sigue en la misma
empresa?
—Oh, sí. Le encanta tomar fotografías, aunque dice que le gustaría fundar
una empresa propia —le contó Mía, moviendo las manos con fluidez a su
alrededor mientras hablaba de sus amigos—. El nuevo libro de Luca sale
este año, ¡muero de ganas de leerlo!, y no te lo vas a creer, pero Elliot
consiguió empleo.
—¡No! —exclamó Leia, riendo por primera vez en la conversación.
—¡Sí! Está trabajando como diseñador gráfico en una compañía que hace
páginas web. Creo que quiere moverse luego al mundo del cómic y de la
ilustración creativa, pero es su primer acercamiento… Estoy tan contenta
por él —canturreó Mía, orgullosa de los avances que estaba contando a
Leia.
—Qué bien —dijo la rubia. Sus dedos empezaron a juguetear entre sí,
preparándose para lo que quería decir—. Mía, me gustaría…
—¿Quieres venir a cenar este viernes a casa? —se adelantó ella,
sonriendo. Leia disimuló un sonrojo.
—Sí —admitió—. Pero quizá los muchachos… los Royals —se corrigió
con una risa torpe— no quieran verme. Sobre todo el Álex.
—Deja que yo me encargue de todo. —La voz de Mía sonó a promesa,
aunque no estuviera todavía segura de convencer a su casero de recibir a la
ex de Alan en La Dreta Real—. Después de todo, tú vendrías siendo una
Royal honoraria por haber vivido en ese piso.
Leia sonrió agradecida. Seguro no había precedentes de que una fría leona
capitulara ante un valiente cervatillo.
Capítulo 30
Tequeños de Nutella
La receta clásica de tequeños es la masa frita rellena con queso blanco latino,
pero es una creación versátil con la que puedes experimentar varios rellenos.
Había gente que llamaba a la primavera la estación del amor, quizá por el
romanticismo del florecimiento de las flores, de los colores vivos, de la luz
del sol y de un buen tiempo cálido y amigable. Para Álex, sin embargo, no
todo era color de rosa. Sus intentos de acercarse a Mía estaban siendo
saboteados por todos los frentes imaginables.
La terraza del edificio Square estaba bajo remodelaciones, saboteando sus
acostumbrados almuerzos con la chica. Ahora esta bajaba al comedor
principal como todos los demás, y se le veía rodeada de gente que había
conocido en la fiesta de la empresa. Unas dos chicas en particular —una tal
Pilar y una tal Rosa, así como el novio de esta última, que trabajaba en
Soporte Técnico— se sentaban con ella, creando un efecto de muralla que
desanimaba a Álex, quien a su vez era arrastrado por los otros mánager a
que se uniera a su aburrido círculo de bromas vacías y discusiones de
trabajo.
Así que debía conformarse con mirar en la dirección de Mía de soslayo,
alegrándose de que, al menos, la gente estuviera notando su talento
culinario. Veía a la gente admirar los tuppers de la chica que, en honor a la
verdad, se estaba luciendo con preparaciones cada vez más elaboradas.
—¡Buah, tío, qué buena pinta tu comida de hoy! —le decían a Álex casi
cada día cuando este abría su tupper traído de casa—. ¿Eso qué es?
Y él respondía con los nombres elegantes que Mía usaba. Algunas veces
era pollo asado al piri piri, otras veces era ternera con reducción de vino
tinto, otras era marmitako de bonito o lomo asado con zanahorias, y así
sucesivamente. Mía siempre adaptaba estas recetas a sus gustos especiales,
usando pocas salsas y cocciones adecuadas a su paladar dependiendo del
tipo de proteína animal. Era un trabajo de artesana que la chica hacía cada
noche para todos los Royals.
Estos últimos, irónicamente, también le estaban impidiendo acercarse a
Mía en La Dreta Real, su único espacio disponible para avanzar en sus
intentos de cortejo. Charlotte hacía de catadora oficial para los inventos de
su amiga, y Luca no tardaba en unirse, pues él siempre iba donde hubiera
comida gratis. Y cuando no había comida de por medio… estaba Elliot.
Siempre que Álex se aproximaba a Mía a solas, intentando invitarla a
salir, el rubio aparecía de la nada con una sonrisa picaresca —e insufrible,
en opinión de Álex— que reflejaba su clara intención de interrumpirlos.
—¿Qué están haciendo? ¿A dónde piensan ir? Yo me apunto. Es más,
¡dígamosle a los demás! —decía Elliot, todo buena vibra y humor,
engañando a todos menos a Álex, quien sabía exactamente lo que estaba
pasando.
A Elliot también le gustaba Mía. Álex no era ciego, ni tonto. Cuando se
dio cuenta de esto, se sintió un tanto preocupado, creyendo que el rubio se
lanzaría al ataque cual animal salvaje sobre la chica. Pero, para su sorpresa,
Elliot parecía algo renuente a aceptar sus propios sentimientos, como si la
idea lo asustara, por lo que se conformaba con sabotear los intentos de Álex
y mantener el delicado equilibrio del statu quo.
«Y una mierda», pensó Álex con molestia. Si tenía que sacar a Mía del
piso a escondidas de los Royals con tal de que lo dejaran estar solo con ella
por unas horas, estaba dispuesto a hacerlo. Ya luego se inventaría cualquier
excusa…
Decidió intentarlo el siguiente viernes. Pensó que si podía tener a Mía
para él mientras los otros estaban distraídos con la noche de películas en el
salón de juegos, podría decirle cómo se sentía hacia ella, lo mucho que
pensaba en su sonrisa, en su cara, en su voz, en sus caderas…, bueno, quizá
no le diría esto último. Aunque ardía en deseos de demostrárselo si ella
llegaba a corresponderle.
—Ey, Mía —la llamó cuando llegó de la oficina esa tarde. Ella acababa de
despedirse de Gloria, quien había dejado el piso limpio y ordenado para el
fin de semana—. ¿Te apetecería ir a algún lado hoy? —Ella lo miró con
sorpresa.
—Pero es noche de películas —respondió Mía, como si aquello fuera una
razón de inmenso peso para rechazarlo—. Los chicos ya están en el salón
esperando los tequeños de Nutella. —Era una de las recetas favoritas de los
Royals, incluido Álex. Una combinación perfecta entre las raíces
venezolanas de Mía y el toque internacional de la vieja y confiable crema
chocolatosa de avellanas proveniente de Estados Unidos—. Ya casi están —
agregó ella, sacando la última tanda de tequeños de la sartén con aceite
caliente, el cual empapó los pedazos de papel de cocina del plato donde Mía
depositó aquellos tentadores cilindros de masa dorada pardeada con aroma
salado y dulce.
—Podemos dejarles los tequeños y salir nosotros —propuso él con voz
ronca, pasando los dedos con delicadeza sobre un antebrazo de Mía, que lo
miró con la cara hecha un tomate gigante. Él rio, complacido ante su
reacción—. Hace tiempo que quiero…
—Espera, espera, Álex —rogó ella sin apartar la vista de las incipientes
caricias que Álex le hacía a su piel—. Hoy no es un buen día…, yo…
—¿Por qué no? —la cuestionó él con el ceño ligeramente fruncido,
fingiendo malcriadez. Se atrevió a colarse detrás de ella y posicionar sus
manos sobre la fina cintura de Mía, al tiempo que sus labios fueron en
busca de aquella oreja tan preciosa que deliraba por mordisquear. Ella pegó
un salto que casi la hizo tirar la sartén caliente—. Cuidado —susurró él en
esa oreja, sabiendo que estaba a una caricia de obtener lo que deseaba—.
Claro, si no te apetece estar conmigo…
—No es eso —exhaló ella con los ojos cerrados y el cuello estirado, como
si rogara que él se lo besara. Estaba más que dispuesto a dedicarse a la tarea
cuando ella añadió—: Es que he invitado a Leia.
Álex creyó haber escuchado que Mía había invitado a Leia.
Pero debía haber escuchado mal. ¿Verdad?
¿Verdad?
El interfono emitió un sonido que tuvo el mismo efecto que un ladrillo
atravesando el vidrio de la paz mental de Álex. Dejó caer la cabeza sobre un
hombro de Mía y la apretó aún más contra él, logrando que ella se
encendiera en sonrojos con la inocencia de una doncella de novela.
No, no tenía derecho a verse tan hermosa y adorable cuando acababa de
cometer semejante desfachatez. Álex le mordió el cuello y le cogió la
barbilla con una mano mientras su brazo libre la continuaba apretando con
autoridad.
—Te las verás conmigo por esto… después —la amenazó. Mejor dicho,
se lo prometió. Permanecieron un momento contemplándose a los ojos,
dilatados por el deseo, respirando el aliento del otro con ansiedad, presas de
una excitación contenida que tarde o temprano tendrían que dejar salir si no
querían acabar trepando por las paredes.
Pero por el momento… Álex la dejó ir. Se encaminó hacia el recibidor y
contestó el interfono. Desde su posición, podía ver a Mía sosteniendo su
pecho, sonrosada de la emoción y con la respiración agitada. Él se permitió
regodearse con aquella maravillosa imagen antes de hablar.
—Sí, ya te abro, Leia —dijo con aire resignado antes de colgar, sin
esperar respuesta. Si tenía que convivir con Leia esa noche, se aseguraría de
llevar él la voz cantante.
Él, Álex, sin ningún tipo de disfraz encima.
Capítulo 31
Menú degustación
Los menús degustación son muy famosos en Europa, una selección de pequeños
platos de alta cocina. Es una lástima que no haya miniplatos de cachapas o de
arepas gourmet… ¡Solo bromeo!, ellos se lo pierden.
Álex debía admitir que, de no ser por Mía, jamás hubiera considerado darle
otra oportunidad a una relación cordial con Leia.
Aunque eso no bastaría para salvarla del castigo que le había prometido.
Las semanas siguientes a la noche del karaoke del emigrante —como los
Royals habían apodado a esa noche tan extraña pero agradable—, Álex se
encargó de sembrar la anticipación y el terror en su querida venezolana. A
veces se escabullía detrás de ella en la cocina y le daba sustos cogiéndola de
la cintura, haciéndole creer que iba a bañarla en caricias antes de seguir su
camino, o se paseaba frente a su habitación, haciendo el amague de que
pretendía entrar cuando solo vagabundeaba por el pasillo con una media
sonrisa burlona y ojos chispeantes de picardía. Ella lo miraba entre
preocupada y maravillada, como si quisiera huir de él y a la vez dejarse
reñir si eso significaba que la besaran hasta pedir clemencia.
Álex gozaba generándole expectativa. Esa era, en parte, su venganza.
Todavía no le daría a Mía lo que su cuerpo pedía a gritos. Parte de su
castigo sería hacerla esperar en creciente agonía hasta que finalmente le
rogara que acabara con su necesidad. Cada día se hacía más evidente en
ella: los ojos dilatados, los labios entreabiertos, la piel de gallina cada vez
que él la tocaba y la forma en la que pronunciaba su nombre cuando lo veía
pasar, como invitándolo a que invadiera su espacio personal como le viniera
en gana.
«Álex», resonó en su cabeza la suave voz de Mía, causándole uno de esos
cosquilleos maravillosos que nadie más causaba en él. ¡Oh, la anticipación!
No se imaginaba disfrutando tanto de aquel maligno juego.
Sin embargo, había algo que tenía que hacer primero.
Los meses de marzo y abril pasaron tan rápido que parecieron mezclarse
en uno solo, un híbrido raro en el que la vida avanzaba a pasos agigantados
sin piedad. La Dreta Real sobrellevó este tiempo con la nueva adición de
Leia al grupo de los Royals. Mía incluso le había conseguido su propio
llavero de corona —casi— haciendo llorar a la rubia con aquel detalle.
Charlotte y Luca parecían alegrarse de volver a compartir experiencias con
Leia, y Elliot se estaba portando mejor de lo que cualquiera habría
esperado, considerando cuánto rencor era capaz de albergar cuando del
tema de Alan se trataba. Pero para Álex, todavía hacía falta encarar algunos
temas si pretendían jugar a la casita y ser todos amigos.
Por lo visto, Leia se sentía igual. Un día que fue de visita, le dijo a Álex
que necesitaban hablar.
—Nos vemos en el sitio de siempre, mañana a las nueve —lo invitó en
voz baja y neutra, sin ningún tipo de apego emocional adjudicado. Él
respondió a su manera, con un leve asentimiento. No se dijeron nada más
durante el resto de esa visita.
Y ahí estaban ahora. En el sitio de siempre.
Este era un restaurante vasco en el lobby de uno de los hoteles más lujosos
y costosos de Barcelona. Álex se había acostumbrado a ser llevado allí
mínimo una vez por semana por su excuñada cuando la herida por perder a
Alan seguía fresca en sus corazones y en sus mentes. También había sido en
una de las habitaciones de las plantas superiores donde habían cruzado los
límites de su relación hasta volverla física y, la verdad sea dicha,
profundamente tóxica.
Se pidieron, como siempre, el menú degustación. El que antaño fuera el
favorito de Alan. Doce platos de la carta, especialidades del chef. Suficiente
tiempo para charlar.
—Te agradezco que vinieras. Por un momento creí que me ibas a dar el
plantón —dijo Leia en tono de broma. No se había arreglado especialmente
para la ocasión. Iba sencillamente vestida con unos pantalones de mezclilla
y una blusa rosa floreada. Él, por su parte, hacía tiempo que estaba
intentando vestirse menos como su hermano, por lo que iba con vaqueros y
una sudadera negra. Francamente, ninguno de los dos estaba a tono con la
elegancia de aquel lugar de alta categoría, pero no les importaba.
—Creo que la última vez que hablamos en la cafetería no fui muy atento
contigo —dijo Álex, rascándose la nuca con indecisión—. Me disculpo por
eso. —Ella le respondió con un gesto despreciativo con una mano.
—Ni lo menciones. Yo tampoco estaba muy clara que se diga —admitió
con pesar.
Les trajeron los primeros minientrantes: buñuelos de bacalao con
mayonesa de manzanilla y gel de yuzu, crujientes de patata con gambas
rojas y macarons de tomate con tartar de salmón. Ambos los miraron
extrañados, como si no hubieran comido esos platos con anterioridad y los
miraran por primera vez.
—Antes te obligabas a comer de esto porque estabas conmigo y querías
actuar como Alan, ¿verdad? —preguntó ella, cayendo en cuenta que había
por lo menos diez ingredientes en la mesa que Álex solía detestar. Él asintió
con una sonrisa irónica—. Dios, cuánto lo siento.
—No pasa nada —dijo él suavemente—. En ese momento yo tampoco
estaba muy claro, igual que tú. Perder a Alan fue mi culpa.
Leia intentó comer por ella y por Álex para aligerar su carga, pero los
entrantes fueron como beber vinagre al ver la expresión afligida de este.
Unos minutos después, les trajeron la siguiente tanda: gelatinas de moluscos
con coliflor en vinagre de chardonnay, una selección de panes caseros con
diversos aceites y mantequillas, vieira curada con salsa holandesa de salvia,
crema de mantequilla noisette y crocante de algas codium. Álex arrugó la
boca y comió un poco de pan, pero nada más. No tenía apetito.
—No fue tu culpa —Leia continuó la conversación como si no la
hubiesen interrumpido con aquel prolongado silencio doloroso—. Se
suponía que Alan y yo queríamos sacarte de tu cuarto y hacer que te lo
pasaras bien, que te relajaras. Estabas trabajando muy duro y estábamos
preocupados por ti. No tendrías que haber ido con la expectativa de
conducir de regreso. Y él tampoco debió beber tanto… Yo podría haberle
dicho algo también, detenerlo después de tantos tragos o algo… —Ella
apretó las manos sobre el mantel y Álex la miró con algo parecido a la
conmoción—, así que no fue tu culpa. En todo caso, fue mía.
—¿Pero qué dices? —le recriminó él con ojos como platos.
Les trajeron los platos fuertes: lomos de merluza en tempura con salsa de
berberechos yodada y lomos de cerdo ibérico a la plancha sobre un lecho de
cebolla trufada y semillas caramelizadas. Álex apenas podía creer que antes
hubiera comido de todo aquello. No era que tuviera mala pinta, al contrario.
Pero al mirar esas piezas de carne blanca y roja, finamente acomodadas
sobre platos artísticos de cerámicas azules y negras con flores decorativas
por encima de las salsas y espumas, no pudo evitar rememorar con añoranza
la comida casera caliente que Mía preparaba en casa mientras tarareaba una
canción, como si cada melodía atrapada en sus labios fuera un trocito de
cariño que lanzara a sus ollas repletas de magia y sabores hipnóticos.
—Apuesto a que la comida de Mía sabe mejor —dijo de pronto Leia,
como si hubiera leído el pensamiento de Álex. Recogió un trozo de merluza
con el tenedor y se lo llevó a la boca. Movió la cabeza de un lado al otro, no
muy convencida del sabor—. Supongo que ellos hacen lo que le gusta a
todo el mundo, pero ella…
—Ella lo hace como le gusta al que lo va a comer —completó Álex su
frase, asintiendo en entendimiento.
—Alan tenía buen diente, pero creo que hasta él hubiera estado de
acuerdo —sonrió Leia con nostalgia, pensando en su novio y en sus
aventuras gastronómicas a su lado—. Álex… —lo llamó con tono
esperanzado—. Lo extraño tanto.
Álex tragó saliva. Era como aquella vez en la cafetería. Ella le había dicho
algo parecido, pero esta vez no intentaba manipularlo. No quería estar con
él, ni obligarlo a ser el sustituto de Alan en su vida. Solo quería tener a
alguien que estuviera tan lastimado como ella, que extrañara a ese ser
querido con la misma afanosa intensidad.
Las proteínas se enfriaron en sus platos antes de que el confundido
camarero que los atendía los retirara y les preguntara si deseaban continuar
con el menú.
—Sí —respondieron ellos al unísono. Querían continuar. Querían
terminar lo que habían empezado. Esta vez de verdad.
El camarero, siguiendo las instrucciones a pesar de su inquietud por
aquellos extraños comensales, les trajo los postres. Frente a ellos fueron
colocadas copas con agua de albahaca y helado cremoso de almendra cruda
y piel de limón, unos mousses de jengibre, gel de maracuyá, sorbete de piña
y una ligera crema de coco con citronela. Álex y Leia miraron aquel desfile
de colores y texturas, y se les antojaron pretenciosos, aburridos y carentes
de alma. Hubieran preferido los tequeños de Nutella de Mía cualquier día
de la semana.
Casi con burla, cogieron cada uno una cuchara con un poco de esos
escuetos postres y las chocaron antes de probar. Álex arrugó el rostro
enseguida mientras Leia se reía de su reacción. Logró recomponerse y mirar
a su cuñado —porque siempre sería su cuñado— a los ojos con expresión
sincera.
—Lamento mucho haberte hecho fingir ser él para darme gusto —dijo
con un nudo en la garganta. Por primera vez en su vida, Álex vio lágrimas
en el siempre controlado y profesional rostro de modelo de Leia.
—No lo hice por darte gusto, así que no te sientas mal —quiso consolarla
él, extendiéndole una servilleta para que ella se limpiase las lágrimas. Ella
se la aceptó—. Yo tampoco quería soltar a mi hermano. Nos parecemos
tanto que traté de ser él. Lo fui durante más de un año. En el trabajo todos
lo vieron como un cambio positivo, pero pocos sabían que era una forma
terrible de lidiar con mi duelo.
—Mía lo entendió al instante, estoy segura —aventuró ella con una tierna
sonrisa al pensar en la chica de pelo negro—. Estás enamorado de ella.
Álex, que estaba seguro de sus sentimientos, igualmente se sorprendió.
Escuchar en voz alta cómo alguien proclamaba su afecto hacia Mía era tan
revelador como catártico. Le sonrió a Leia, correspondiendo su sinceridad
con la suya propia.
—No pretendo ocultarlo —dijo con humor, su pecho hinchado de ganas
por volver a casa y encontrarse con esa mujer que seguro lo esperaba con
esa sonrisa que tanto le encantaba a él. Luego miró a Leia con compasión
—. Disculpa, yo…
—Estaré bien —lo tranquilizó Leia—. Como te he dicho, no pretendía
que te pasaras tu vida fingiendo. Yo dejaré de hacerlo también. ¿Sabes? Me
gustaría ir a un sitio después de esto. ¿Me acompañas?
Álex volvió a asentir. Sabía perfectamente a dónde quería ir Leia.
Ninguno de los dos se había sentido listo antes, pero cuando condujeron
hasta el cementerio y llegaron a la tumba de Alan, los dos sintieron que el
susodicho los había estado esperando con amorosa paciencia, dándoles
tiempo a asimilar y superar todas las mentiras dolorosas que se habían
contado para sopesar la pérdida.
Leia lloró amargamente sobre la tumba de su amado, primero
recriminando su comportamiento con la bebida, así como su atrevimiento
de dejarla sola en un mundo sin él. Luego fue aplacando su ira hasta que
esta se transformó en anhelo, susurrando ante la piedra caliza cuánto lo
había amado y cuánto lo amaría siempre. Sus palabras se fueron
extinguiendo hasta que su silencio llenó la noche con la certeza de que Alan
viviría junto a ella en sus recuerdos, los más felices de sus vidas juntos,
hasta el día en que dejara de respirar.
Alan, detrás de ella, presenció sus etapas como si de una puesta en escena
se tratara, casi ajenas a él mismo y a su realidad. Sin embargo, cuando Leia
hubo llorado todo lo que necesitó… llegó el turno de Álex. Fue un llanto
contenido, su cuerpo estremecido y aturdido por la fría brisa nocturna, sus
manos tapándose el rostro como hacía desde que era niño y no quería que
los demás presenciaran su debilidad. Así permaneció por varios minutos,
permitiéndose decirle adiós al disfraz de Alan que había usado para honrar
su memoria. Ahora tendría que hacerlo de una manera distinta, siendo él
mismo. Siendo feliz.
Leia se despidió de él con un abrazo corto pero sincero. Las dos personas
que más habían amado a Alan Alonso en el mundo voltearon a ver su tumba
con sonrisas contritas antes de regresar a sus hogares con sus almas más
ligeras que el día anterior.
Capítulo 33
Avanzar
Ahora que me voy quedando sin páginas en este libro, aprovecho para recordar
unos viejos favoritos… ¿Qué tal suena una vieja pero deliciosa receta de
arepitas dulces para que sorprendas a todos en España?
«Muchas gracias, Mía. Al fin siento que puedo avanzar», era lo que Leia le
había dicho tras contarle su experiencia catártica frente a la tumba de Alan,
donde sus sentimientos habían salido al exterior después de meses de
represión y autoengaños. Si bien la herida seguía doliendo, y seguramente
siguiera doliéndole por quién sabe cuánto tiempo más, Leia ahora tenía una
red de apoyo, y esto incluía su inesperada amistad con Mía.
Este afán por avanzar, por cerrar ciclos y empezar otros nuevos, fue lo que
inspiró a Mía a tomar una importante decisión, pero no por ello menos
dolorosa.
Trató de enfocarse en todo lo bueno que le había pasado en los casi seis
meses que llevaba viviendo en La Dreta Real con Álex y los Royals. Había
vuelto a cocinar, despertando su vieja pasión por recrear e inventar platos
para sus seres queridos, había hecho nuevos amigos, aumentado su
autoconfianza tanto en el trabajo como fuera de este. ¡Por Dios!, incluso sus
episodios de bulimia habían parado, siendo el de la pasada Navidad el
último que había vivido. Si eso no era un hito en su proceso de
mejoramiento personal, no sabía qué lo era…
¿Debería incluir como otro hito su primer enamoramiento? Pensaba que
sí.
Mía no sabía explicarlo en palabras que no sonaran cursis o clichés.
¿Cómo explicar que se había enamorado de Álex? Ni siquiera estaba segura
de cuándo había pasado. ¿Desde el momento en que fue a recogerla a Sant
Joan Despí en su Prius? No, en ese instante lo había admirado y le estuvo
agradecida, pero no creía haberse enamorado solo porque el hombre la
salvase de pasar la noche en la calle.
Mía sospechaba que su afecto había empezado a nacer en los resquicios
del día a día, en las oportunidades camufladas que la rutina ofrecía: en sus
comidas compartidas en la terraza del Square, en los cumplidos que él le
hacía sobre sus tuppers, en su manera de cuidarla cuando su inexperiencia
social la traicionaba, en las miradas confidentes durante las noches de
películas, en los roces cuya intensidad fue aumentando hasta convertirse en
un aliciente que la llenaba de expectativas y cosquilleos repletos de
promesas placenteras.
Sí… Mía creía que su amor por Álex, al igual que la receta clásica de
arepitas dulces de su mami, había nacido de la mezcla de elementos tanto
dulces como salados, abombando su corazón como una masa suave y
elástica al entrar en contacto con una olla de emociones calientes y
estimulantes, dándole forma y color hasta crear un bocado perfecto y
repleto de sabor.
Por eso iba a ser tan duro despedirse de él.
Hizo su triste anuncio el viernes siguiente, cuando el grupo de los Royals
—Leia incluida— se hubo reunido para su acostumbrada noche de películas
y karaoke. Mía tomó la palabra en medio de la cena, mientras todos
brindaban con sus copas llenas, cogían aperitivos de la tabla de picoteo y
conversaban animadamente entre sí.
—Me voy a mudar —dijo sin preámbulos, evidencia de lo mucho que le
dolía esta decisión. Sus dedos estaban enroscados alrededor de una taza de
té caliente de manzanilla y limón, nada de alcohol para ella esa noche, su
rostro contraído en una mueca melancólica—. Quería que lo supieran.
Elliot, enérgico en sus reacciones como siempre, saltó de su puf y
extendió los brazos a los lados, como exigiendo una explicación a la
tontería más grande que sus oídos hubieran escuchado. Demandó
explicaciones a Mía en un veloz inglés que solo ella y Leia entendieron por
su uso diario del idioma en su entorno laboral.
—What the heck are you talking about, woman? —exclamó el rubio por
enésima vez en la misma retahíla, meneando con la cabeza y abriendo
mucho sus ojos verdes esmeralda que, como los de un niño pequeño,
reflejaban impotencia y dolor ante una noticia terrible—. No puedes irte,
¿quién te ha dicho que lo hagas?
—Nadie, Elliot —intentó calmarlo Mía, sin éxito. Decidió que tendría que
explicarse. Miró a sus oyentes con una súplica en sus ojos, pero ellos
todavía estaban lidiando con la fuerte impresión que les había dejado su
anuncio—. Estoy tomando esta decisión por mí misma. Desde el minuto
uno, Álex me dijo que esto era un arreglo temporal, que el cuarto estaba
pagado por seis meses nada más.
Álex abrió la boca, pero se obligó a cerrarla al instante. Si llegaba a
decirle a Mía que él había transferido a Leia el dinero que esta había pagado
por el cuarto, la venezolana no lo vería como algo bueno. Al contrario,
seguramente interpretaría que su estadía en La Dreta Real había sido una
obra de caridad, y eso destrozaría su orgullo.
—No quiero que crean que hago esto para alejarme de ustedes —continuó
Mía, subiendo las manos como un gesto pacífico—. Si acaso, ustedes me
han inspirado a tomar esta decisión.
—No entiendo, chérie. —Charlotte meneó la cabeza, su hermoso rostro
irradiaba confusión—. ¿Acaso te hemos hecho sentir incómoda?
—Porque Elliot es cruel así, porque sí —intervino Luca, señalando al
rubio como el más volátil del grupo, lo cual no era mentira—. Pero ninguno
de nosotros ha querido hacerte sentir que no te queremos aquí —agregó con
sus ojos saltones vidriosos y llenos de sentimientos encontrados.
Álex mantuvo una expresión indescifrable. Tenía los ojos caídos, por lo
que Mía no pudo leerlos, interpretarlos, saber si su partida le afectaría de
modo alguno.
—Nada de eso, chicos. Lo estoy haciendo por mí misma —quiso hacerles
entender, llevándose una mano al pecho—. Cuando digo que ustedes me
han inspirado, lo digo como algo bueno. Charlotte ha estado trabajando
horas extra porque tiene proyectos propios como fotógrafa, Luca acaba de
publicar un nuevo libro y ya está escribiendo otro, Elliot está petándolo en
su primer trabajo como ilustrador, Leia ha vuelto después de meses muy
duros sin Alan, y Álex… —Tragó saliva, sintiéndose frágil y vulnerable
cuando hablaba del hombre que amaba. Se sentía extraño pensarlo, y deseó
poder decirlo en voz alta. Quizá algún día—. Álex ha dejado de actuar
como Alan, ¿lo habían notado? Ha requerido de un esfuerzo brutal, pero lo
ha conseguido.
Era cierto. Incluso en la oficina, Álex por fin estaba dejando ver su
verdadera personalidad, aquella que sacaba con los Royals. En vez de ser el
sujeto parlanchín y vivaracho que sacaba conversación a todo el mundo,
ahora ejercía su rol de mánager con una actitud distinta: seria, aplicada,
respetuosa —aunque irónica y sarcástica—, sin dejar de ser el hombre
bondadoso y cuidadoso con las emociones de las personas que le
importaban, incluidos sus colegas y los miembros de los equipos que
gestionaba.
Aunque hubo un shock inicial por parte de la gente que lo conocía en
Square, pronto las habilidades de Álex hablaron por sí solas. Tomó mayor
participación en el trabajo hecho por los programadores del departamento
de juegos, guiándolos a corregir errores que se arrastraban en la empresa
desde hacía años. En un par de meses, ya había mejorado procesos
antiguamente arcaicos y había propuesto reorganizaciones que estaban
resultando tan eficientes como exitosas. Sus jefes estaban encantados. Lo
sabían resuelto y solventador, pero ahora reconocían que Álex era un
hombre inteligente. Aquella nueva valoración no tenía precio, y se la había
ganado él a pulso. Mía estaba orgullosísima de sus logros, y ahora quería
sentirse así por los suyos propios.
—Me dedicaré por completo a la cocina —dijo Mía con resolución, sus
ojos brillantes con una nueva meta en su vida. Un viejo sueño que había
resurgido de las cenizas—. Todavía no puedo renunciar como tal a mi
empleo en Square, necesito el dinero, pero debo empezar a ahorrar de
nuevo para montar algo propio, y no puedo permitirme vivir en este sitio.
—Extendió los brazos y abarcó con ellos el espacio a su alrededor—.
Siempre supe que La Dreta Real era un lujo que no podía permitirme.
Tendré que irme a una habitación más barata.
—Mía… —dijo Álex por fin. La forma en la que pronunció su nombre
casi le desbarató el corazón a Mía, obligándola a aguantar el aire en una
inhalación profunda—. Barcelona nunca ha sido barata, aunque te vayas a
otro sitio…
—Mi prima Lisbeth se ha puesto en contacto conmigo. Creo que volveré a
Sant Joan Despí —respondió Mía, intentando amortiguar el golpe de
aquellos ojos azules que tanto amaba.
—¿¡Cómo!? —ladró Elliot, visiblemente enfadado—. ¿Acaso no fue tu
prima la que te echó a la calle?
—Hemos vuelto a hablar. Está arrepentida y me ha ofrecido, a diferencia
de antes, una habitación como Dios manda. También ha roto con el novio,
así que no tendría ese problema. De todos modos, es algo temporal mientras
consigo algo por esa zona. Sant Joan Despí es considerablemente más
económico que Barcelona Centro.
—¿Y las distancias? —preguntó Leia, participando por primera vez en la
conversación después de voltear a ver a todos como la espectadora de un
partido de tenis—. Sant Joan Despí está muy lejos, Mía.
—Puedo negociar opciones de teletrabajo con Square, ya lo he estado
hablando con mi jefa, y no me ha puesto pegas. —También era cierto.
Nuria, ante la mejora en la calidad de trabajo de Mía, se había vuelto más
dócil y comprensiva. Si bien no eran amigas, ahora mantenían una relación
más cordial en la oficina—. Como verán, lo he estado pensando mucho.
—Sí, ya lo veo —musitó Álex, una pizca de resentimiento se asomaba en
las comisuras de sus labios contraídos. No podía dejar de pensar en que sus
encuentros con Mía quedarían reducidos, por culpa de las distancias, a
menos de la mitad que ahora.
—Álex, por favor, no estés molesto… —le pidió ella con un hilillo de
voz. No soportaría verlo infeliz, y menos por su culpa—. Quiero que
entiendan que hago esto porque necesito ponerme en pie yo sola, como
todos ustedes lo han ido haciendo. No quiero quedarme atrás.
—¿Quedarte atrás? —resopló Elliot, su blanco rostro coloreado por la
intensa emoción que albergaba en su interior—. No sabía que estabas
compitiendo contra nosotros a ver quién mejoraba más su vida. —De haber
sabido eso, el rubio no le habría contado que ahora hablaba a menudo con
su madre, que le había aconsejado ir a terapia por sus conductas hacia la
comida, instándole con el ejemplo de una amiga que lo había hecho querer
ser más comprensivo hacia su propia familia y sus dramas.
«No, la competencia siempre ha sido conmigo misma», se dijo Mía. No
quería seguir viviendo de la buena voluntad de sus amigos. ¿Con qué cara
podía mirarlos si no salía adelante, si no avanzaba, con sus propias
herramientas, con sus propios méritos?
—Ustedes son emigrantes como yo —susurró ella—. Saben que en esta
vida nadie te regala nada. Y yo no quiero abusar de la generosidad que me
han dado hasta ahora. —Instintivamente, hizo una pequeña reverencia hacia
los Royals, preguntándose si alguna vez entenderían cuánto deseaba evitar
ser una carga, presente o futura—. Yo también quiero avanzar por mí
misma. Entiéndanlo, por favor.
Cinco rostros descolocados se miraron entre sí. ¿Realmente podían decir
algo que cambiara la opinión de Mía? Supieron que no. Aquella mujer
latina, aunque tierna en su proceder, era terca y necia como ella sola. Y
habían aprendido a quererla así.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Charlotte, comprendiendo que Mía ya
había tomado su decisión y que nada la sacaría de allí.
—Estoy conversando con Lisbeth a ver si entro al cuarto la semana que
viene —respondió Mía con un hilillo de voz. ¡Cuánto le costaba decir
aquello! No quería irse. Pero sentía que debía.
—La semana que viene… —repitió Álex. Para un oído inexperto, su voz
había sonado normal. Pero estaba con los Royals, sus amigos que lo
conocían, y estos supieron que estaba quebrado por dentro.
Leia se aclaró la garganta. Había sido la última en unirse a los Royals
después de una larga ausencia, pero apreciaba a Mía. Había aprendido a
quererla, a apoyarla, y lo menos que podía hacer ahora era intentar
comprenderla como ella lo había hecho cuando todavía eran una leona y un
valiente cervatillo.
—Aquí estaremos para despedirte. Por mi parte, avísame si necesitas
cualquier cosa —le sonrió con sinceridad—. Estoy a un mensaje de
distancia.
—Gracias, Leia —respondió Mía con una pequeña sonrisa.
El día de su partida fue un sábado caluroso, como si la promesa del
verano anunciara los cambios que se avecinaban en La Dreta Real.
Mía preparó las arepitas dulces del libro de recetas de su mami y
desayunó junto a sus amigos en el comedor. Bajo otras circunstancias, el
intenso queso blanco rallado y su sabor salado les habría parecido algo tan
agradable como cotidiano, pero hubo algo en la mezcla de harina de trigo y
de maíz, así como en el olor a papelón dulce, ramitas de canela y anís
estrellado, que les hizo imaginar con nostalgia un suave sol caribeño
bañándolos en su luz tropical, invitándolos a empezar el día con una
sonrisa, tal y como Mía lo había hecho desde su primer día en el piso,
cuando todavía intentaba ganárselos a pulso con su optimismo y alegría.
No hubo lágrimas en su despedida, pero sí muchos abrazos. Álex fue el
último en dejarla ir, soltando su mano lentamente, como si acabara de
resbalarse un tesoro entre sus dedos.
Cuando pasó enfrente de la habitación de Mía —su cuarto de princesa,
como ella lo llamaba cariñosamente—, y su inmensidad lo engulló cual
baúl de los recuerdos, Álex sintió que le faltaron días, le faltaron horas,
incluso un minuto más le habría bastado.
Un solo minuto más para decirle que la amaba. Eso habría bastado.
¿Por qué no lo había hecho?
Capítulo 34
Lisbeth estaba haciendo un gran esfuerzo por hacer sentir bienvenida a Mía,
tanto que esta apenas podía dar crédito a las pruebas. No solo le había
despejado un cuarto —aunque pequeño en comparación con el suyo en La
Dreta Real, pero eso era de esperarse—, sino que le había dado espacio
adicional en la cocina y dividió los costes del piso de manera mucho más
equitativa y justa que la primera vez que la había recibido.
Incluso ahora hacían la compra juntas. Mía observaba a su prima por el
rabillo de ojo, viéndola arrugar la boca con gesto avergonzado cada vez que
ella le agradecía alguno de esos nobles gestos inesperados. Mientras
cargaban las bolsas hasta el piso, Lisbeth aprovechó el momento para
sincerarse con su prima.
—Tenías razón sobre Michael —admitió sin dejar de hacer aquella
graciosa mueca, como si las palabras le supieran a vinagre—. Lo pillé con
otra por la calle poco después de que te fueras del piso. Lo siento mucho,
prima. Estaba ciega por culpa de ese mamahuevo. —Mía esbozó una media
sonrisa ante el lenguaje escatológico de Lisbeth, que solo sabía decir lo que
quería decir, sin irse por las ramas ni endulzar las cosas.
—Te agradezco que me ofrecieras el cuarto de nuevo. Pensé que mi papá
te había obligado —dijo Mía, esperando a que el semáforo de la calle de
enfrente cambiara al verde.
—Antonio es como mi segundo padre —dijo Lisbeth, cerrando los ojos en
remembranza—. Sentía que le debía el ayudarte por todo lo que hizo por mí
en Venezuela, pero no sabía que serías tan distinta a él. —Quizá Lisbeth se
había imaginado a su prima como una versión femenina del Sr. Antonio,
una máquina comerciante sin pelos en la lengua y actitud estricta, en vez de
la modesta y tímida amante de la comida con la que se había encontrado al
recibirla—. Supongo que saliste a tu madre. —Aquello encendió un brillo
en los ojos de Mía.
—Sí. Supongo que sí —admitió ella. Las primas cruzaron la calle, estaban
a punto de llegar al piso.
—Uf, espera, prima, que esta bolsa se va a romper. —Lisbeth pidió un
momento y se agachó al llegar a la otra acera para hacer un nudo en una de
las bolsas. Sin embargo, parecía querer preguntarle más cosas a Mía—.
¿Qué pasó con la gente donde vivías? ¿Tuviste problemas con ellos?
Sus dudas eran tan solo eso: dudas. Eran producto de una curiosidad
innata —quizá también a la adicción al chismorreo—, pero no iban
cargadas de mala intención. Sin embargo, Mía se llevó una mano al pecho
como si pudiera sentir las piezas de su corazón roto clavadas desde adentro.
Extrañaba La Dreta Real con locura. Pero ya había tomado esa decisión. No
podía echarse para atrás. Estaría bien con Lisbeth ahora que se llevaban
mejor, trabajaría desde casa y se pondría a buscar cursos profesionales de
cocina en sus horas libres, idearía la forma de dedicarse a la gastronomía
como siempre había soñado…
Pero, claro, eso le dejaría poco tiempo para verse con sus amigos de
Barcelona Centro. Respiró en cuatro tiempos con los ojos cerrados,
recordando la suave brisa que correteaba por los balcones de hierro de la
cuarta planta y le acariciaba el rostro por las mañanas, el olor a café recién
hecho mientras tarareaba canciones de Olga Tañón y Marc Anthony y
preparaba los tuppers de los Royals, el sonido matutino que se filtraba
desde los cuartos de sus amigos cada vez que estos abrían la puerta de sus
cuartos y caminaban hacia la cocina para saludarla y hacerle compañía, las
risas melodiosas y las canciones divertidamente desafinadas de las noches
de películas y de karaoke cada viernes.
Cuando recordó el toque de los dedos de Álex sobre los suyos, como una
especie de llamado secreto entre ambos cuando las palabras sobraban y sus
miradas se encontraban, Mía casi rompió a llorar.
—No pasó nada malo —explicó a su prima, que al ver su expresión
afligida se quedó a cuadros con las bolsas de la compra, preguntándose qué
decir o qué hacer ahora—. Todo lo contrario, mis amigos de La Dreta Real
son maravillosos. Fueron maravillosos conmigo. —Usar el tiempo pasado
dolía una barbaridad. Le perforaba el pecho y el estómago a la vez con la
exactitud de un cuchillo de cocina.
—¿La Dreta Real? —preguntó Lisbeth, todavía confundida ante tanta
sensibilidad.
—Sí, mi segundo hogar —dijo Mía en voz alta, como si quisiera que su
madre en el cielo la escuchara—. Nunca me había sentido tan feliz en un
sitio. Me ayudaron y me aceptaron en el año más difícil de mi vida, cuando
creía que no podría seguir por mí misma.
—Lo siento mucho… —Lisbeth se sintió obligada a decir aquello.
Después de todo, era por su causa que Mía había quedado desamparada en
la calle.
—No lo sientas. Casi debería agradecerte a ti… ¡y al imbécil de Michael!
—rio Mía, soltando las bolsas con delicadeza sobre la acera para llevarse
las manos al rostro. No podía llorar. No podía. No en público. No otra vez.
¿Acaso no era más fuerte ahora?, pero dolía tanto…—. Gracias a eso
conocí a Álex, y él me abrió las puertas a otro mundo. ¡Es que no te lo
podrías ni imaginar, Lisbeth! Es tan maravilloso… —Sus pupilas se
dilataron y sus labios se curvaron hacia arriba. Sus mejillas sonrosadas le
confirieron el aspecto de la perfecta chica que estaba perdidamente
enamorada.
—Guau, pero entonces ¿qué pasó?, ¿por qué te fuiste?
—¡Porque no quería depender de ellos para siempre! No es solo de
dinero, que ya me estaban haciendo un favor al no cobrarme el alquiler.
Era… todo. Dicen que yo los ayudaba haciéndoles la comida, pero siempre
fueron ellos los que me apoyaron y me hicieron sentir aceptada, como una
más. Si no aprendo a estar sola, siento que jamás podré avanzar.
—Todos necesitamos ayuda, prima —dijo Lisbeth con la voz más piadosa
que Mía le había escuchado—. No está mal pedir ayuda. Y a mí me suena
que esta gente que me mencionas te quiere y te aprecia. ¿Segura de que
hiciste bien yéndote de allí?
Mía abrió los ojos como platos y le temblaron las piernas. Volvió a
sentirse tan vulnerable como el día en que le quedaban treinta euros en la
cuenta, con la diferencia de que era el banco de su mente el que había
quedado casi vacío. ¿Acaso había cometido un error? ¿Tendría razón
Lisbeth y había abandonado su segundo hogar por hacerle caso a sus
complejos?
Pensó en Charlotte y en los vinos que no beberían juntas. En las tablas de
picoteo que no podrían fotografiar y en las noches de pijamada que no
podrían disfrutar al no estar una al lado de la otra. Tampoco podría conocer
a Danielle y celebrar el amor que seguramente su amiga y su pareja
compartían.
Pensó en Luca, en los libros que este le prestaba, en sus sabias enseñanzas
y su sentido del humor irreverente e indiscreto. Ahora la única forma que
tendría de sentirse cerca de él sería comprando sus best sellers y leerlos con
su graciosa y curiosa voz de mezzosoprano.
Pensó en Elliot, en todas las discusiones que no tendrían, todas las
oportunidades desperdiciadas de hacer terapia conjunta conversando con el
amigo más malhumoradamente tierno que había tenido jamás, que la
entendía como si hubiesen crecido juntos y sabía secretos suyos que no
compartía con nadie más.
Pensó en Leia, en la incipiente amistad que había empezado a formarse
entre ellas. La leona y el cervatillo. La modelo y la cocinera. La inteligente
mujer que había aprendido a llorar la pérdida de Alan mientras Mía había
aprendido a ser más fuerte, aunque no por eso ahora fuera menos llorona.
Pensó en Álex…
Y se llevó una mano a los labios. ¿Volvería a sentir el contacto de su boca
sobre la suya alguna vez? Si nunca hablaban en Square, ¿cuándo podrían
verse? Sus mundos, fuera de La Dreta Real, eran diferentes. Él era un
mánager, un líder, un hombre brillante, y ella no tenía cabida en la apretada
agenda de un hombre así. Pero quería. ¡Por Dios!, cómo quería formar parte
de su vida.
Porque lo amaba.
Quería decírselo, quería correr a sus brazos y besarlo con fuerza, afincarse
de sus fuertes hombros para impulsarse y coger su rostro para perderse en
sus hermosos ojos azules hasta que el tiempo se detuviera.
—No —dijo por fin Mía, meneando la cabeza mientras unas lagrimillas
resbalaban de sus ojos desorbitados. No sollozaba, pero no podía detener las
lágrimas, como si estas tuvieran consciencia propia y supieran que su alma
estaba desbordada de aflicción—. ¿Qué hago, Lisbeth? Cometí un error
estupidísimo.
—Ay, prima… —musitó Lisbeth, entrecerrando los ojos con compasión.
—Quiero regresar —dijo Mía con voz queda, anhelante, dolida. Tragó
saliva y fue como intentar tragar un bloque de hielo—. Quiero regresar,
quiero regresar, quiero verlos… quiero verlo… —Era como emigrar por
segunda vez. Aunque no los separara un océano de distancia, así se sentía
por dentro—. Álex…
—¿Me has llamado? —susurró una voz en su oído, al tiempo que dos
fuertes y cálidas manos se posaban sobre sus brazos desde atrás con
delicadeza. Mía dio un respingo y, al voltear, fue como lanzarse de lleno a
ese mar azul que era la mirada de su amado—. Si te sentías así, ¿por qué no
nos lo has dicho? Pudimos habernos ahorrado días de sufrimiento sin
nuestra cocinera estrella, ¿sabes?
Elliot les dio alcance al instante. Tenía el móvil en la mano, con una
aplicación abierta que emitió un pitido cuando alcanzaron a Mía, como
cuando un GPS indicaba a un viajero errante que había llegado a su destino.
Por la forma en la que Álex la besó, con aquella intensidad y decisión
apasionada, Mía sintió, cual revelación epifánica, que no importaba cuál
fuera el destino de ambos, harían el viaje juntos.
Capítulo 36
Fuego lento
Es la penúltima página. ¡Dios mío!, ¿y ahora cómo cierro este viaje que hemos
emprendido juntas?
Álex no se había sentido más feliz en toda su vida que cuando besó a Mía
sin pararse a pensar en más nada, ante la vista de los descolocados
transeúntes de una estrecha calle de Sant Joan Despí.
Con una sonrisa jovial en el rostro, muy parecida a la de Alan, pero que
en realidad era una nueva creación suya, producto de su propia felicidad, se
adentró al piso de la prima de Mía y la ayudó a recoger su maleta sin darle
oportunidad a chistar.
—Vienes a casa conmigo —le anunció sin dejar de sonreír.
—Pero Álex… —dijo ella, turbada ante la indecisión.
—Pero nada. —Le puso un dedo sobre los labios—. Has dicho que
querías regresar.
—Eso he dicho —admitió ella con suavidad.
—¿Era mentira? —la torturó él, divirtiéndose a costa de su rostro
ruborizado.
—¡No! no era mentira —se apresuró a decir ella.
—Entonces te vienes conmigo —repitió él, besándola de nuevo. Ni
siquiera le importó que la prima de Mía se tapara la boca de la impresión o
que Elliot lo mirara con ojos en blanco.
—¡Vale, vale, vámonos ya! —ladró por fin el rubio. Había aguantado
mucho sin quejarse. Álex decidió que Elliot no era tan malo como había
pensado al principio. Después de todo, le debía haber tomado la decisión de
ir a buscar a la mujer que amaba, así como la ayuda necesaria para
encontrarla gracias a su aplicación de rastreo en el móvil.
Media hora más tarde, tras haberse despedido de una confundida Lisbeth,
los tres condujeron en su Prius hasta Barcelona, hasta La Dreta Real, donde
tuvo lugar la celebración de fin de semana más alegre que Álex recordara.
Ni siquiera tuvo que beber alcohol para achisparse, la mano de Mía en la
suya era suficiente estímulo para sonreír.
Ella quiso saber cómo podría pagarle la habitación de ahora en adelante.
¡Cuán necia era esa mujer! Dios mío. Pero no importaba. Álex la besó en la
frente ante esa duda y le dijo que presentía que las cosas se arreglarían
solas, que mientras tanto aceptara la ayuda de su familia. Ella lo miró
confundida.
—Porque somos tu familia, ¿no? Al menos así nos has llamado —dijo él,
fingiendo un gesto teatralmente reflexivo.
—Pues sí, pero…
—Si haces más comidas, creo que te alcanza para cubrir el alquiler, Mía
—intervino Charlotte de pronto. Tenía abierta la calculadora del móvil—. A
ver, mis amigas del trabajo me han dicho que querían comida casera…
¿Cuántos te han dicho a ti, Luca? Vale, cinco más…, ¿y a ti, Elliot? Vale,
tres más… —La francesa continuó sacando cuentas con pericia—. Si a eso
le sumas las amigas modelos de Leia, yo creo que más bien te sobra.
El número en la calculadora de Charlotte era tan tentador que Mía casi
perdió el conocimiento. Pero no era tan sencillo, debía pensar en los
ingredientes, el tiempo para dedicarle a la cocina. No tenía ninguna
estructura o modelo de negocio montado. Demonios, ¡ni siquiera tenía un
nombre para el negocio!
Aunque Álex propuso una idea…
—Sabores Estela, ¿no? Puedes hablar con tu padre para que sea como
la… ¿sede española, digamos? —dijo encogiéndose de hombros con humor.
Mía lo miró con esos ojos brillantes, esos ojos como dos galaxias llenas de
ilusión y tesoros por descubrir.
—Eso suena… maravilloso —susurró ella.
—Yo podría ayudarte a tomar fotos de los platos. Se me da bien la
fotografía gastronómica —se ofreció Charlotte con su postura de hada
madrina, guiñando un ojo y extendiendo una mano elegante frente a ella.
—Si necesitas crear un blog o contenido de recetas, yo te puedo ayudar,
Mía —dijo Luca mientras abría una de las numerosas botellas de vino que
acompañarían ese día.
—Necesitarás un logo —terció Elliot con una mano sobre su mentón, las
imágenes cobrando forma en su cabeza—. Leave it to me.
—Lo del blog también me da ideas —dijo Álex, mostrándose emocionado
—. Tengo mucho tiempo sin hacer una página web, pero me gusta la idea
que se está cocinando aquí. —Mía lo miró con la boca abierta. ¿Acababa de
hacer una broma espontánea? Hasta él mismo se sintió sorprendido—.
¿Qué? es cierto. —Y rio. Todos se le unieron. El interfono sonó y Leia
pronto subió a unirse a la celebración—. Y creo que sé quién podría ser tu
modelo de producto —agregó él con voz de mánager. Lo veía todo tan
claro.
Había mucho por hacer, mucho por planificar y crear. Y que fuera junto
con sus amigos y junto con Mía lo hacía muchísimo mejor.
Dirigió la mirada hacia ella, su latina, su mujer fuerte y llorona, cuya
ternura y dulzura le alegraba los días. Cuando ella también lo miró, un
mensaje tácito se formó entre ellos, haciéndoles ahogar un suspiro. La tomó
de la mano y, mientras los demás hablaban de los detalles de la futura
franquicia de Sabores Estela, Álex se la llevó a su habitación.
Puede que esos dos creyeran que nadie los había visto, pero Elliot los
contempló de soslayo, apretando fuertemente su copa de vino y
acabándosela de un solo sorbo. Había hecho lo correcto. Mía estaba feliz
con Álex.
¿Hacer lo correcto se sentía tan agridulce?
—No te sientas mal, fratello —le dijo Luca, apareciendo de la nada y
colocando una mano sobre su hombro mientras Charlotte y Leia charlaban
por su lado—. Álex y Mía. —Luca juntó sus palmas, como si hablara de
una sola entidad—. Eso era inevitable. No era un asunto del «cómo», sino
de «cuándo», en términos narrativos —agregó encogiéndose de hombros,
como quien dice algo que no puede ser de otra manera.
—Vaya, eso hace que no me sienta mal en lo absoluto —replicó Elliot con
voz mordaz. Se había puesto de mal humor. Aquella sensación punzante,
aquella impotencia y resignación en su interior… dolía.
—¿Acaso no lo intuías? —dijo Luca con un tono inocente que denotaba
su lógica aplastante.
Elliot puso cara de circunstancias. Luca pensó que con aquellas facciones
de galán de Hollywood, ahora mismo su amigo parecía el heroico
protagonista que decidía sabotear su propia felicidad por un bien mayor. Se
le veía calmado, pero dolido y con dudas sobre el futuro.
—Sí, claro que lo intuía —admitió Elliot por fin, su voz fue un susurro
casi inaudible. Algo atípico en alguien tan enérgico como él—. No estoy
hecho para cortejos a fuego lento. Maldito Alejandro. —Aquella fue la
última vez que Luca escuchó a Elliot pronunciar con su tono de mofa el
nombre de su casero.
Como bien había dicho Elliot, el romance a fuego lento no era para todo
el mundo, pero incluso él se había dado cuenta de que el fuego lento y
constante también quemaba con una intensidad abrasadora.
Capítulo 37
El viaje
Pues cerraré diciendo la verdad más absoluta de este mundo: te amo, mi niña.
Buen viaje. No me olvides, ni te olvides.
Firma de mami que cierra el libro. Mía jamás la olvidó. Tampoco se olvidó
a ella misma
Siempre pensé que para cuando tuviera treinta años tendría varios libros
publicados y una carrera como escritora a tiempo completo, pero la vida
hizo de las suyas y mi sueño, como el de Mía, se pospuso. Estos
agradecimientos van para todos los que me motivaron a reencontrarme con
mi mundo imaginario. Sin ustedes, seguiría desinflándome a suspiros,
dejando escapar la felicidad que ahora experimento cada día al darle vida a
personajes ficticios en mi teclado.
A mi padre, José, que me enseñó a amar los libros leyéndome cuentos
cada noche, aunque se quedara dormido primero que yo. También me dio
mi primera novela de niña grande, y no he parado de leer desde entonces.
A mi madre, Doris, que me enseñó a amar las palabras y a usarlas con lujo
de detalle, porque el vocabulario es tan rico y extenso como estrellas hay en
el universo, y merece ser usado cada día.
A mis hermanas, que cada una es tan distinta y especial como los colores
del arcoiris. Sobre todo a mi Joy, que guarda cada carta de Navidad que le
he escrito, así como mis primeros cuentos donde empezaba a coquetear con
la magia y el romance.
A todos mis familiares que me han brindado su apoyo y que sufren en mi
cumpleaños porque no saben qué autores me gustan. Tía Lorry, tía Alevis,
tío Vitico, Lorraine Isabella, Marco Andrés, no se preocupen, que todo lo
que me han regalado me lo he leído y me ha encantado.
A todo el equipo de la Editorial Círculo Rojo, cuya paciencia y gentil guía
a lo largo de este proceso ha sido una maravilla.
A mis amigos de Barcelona que se convirtieron en mi familia: Lara,
Smailing, Pol, Jordi Puncernau —con nombre y apellido, que es bien bonito
—, Albert, Alejandro, Rocío, Raúl, Cintia…y a todos los que me dijeron
con tanto cariño: «¿Y para cuándo tu primer libro?».
A Verónica y a Diego, que nunca nos falten los cafés literarios y las
festividades juntos.
A mis manduqueras preciosas: Daniela, Fufa, Yangetze y Yura. El destino
no nos hizo hermanas de sangre, pero el amor que siento por cada una de
ustedes corre por mis venas como si así fuera. Nosotras quizá no hemos
vivido juntas en La Dreta Real, pero llevamos El Manduco en el corazón.
A Cloud, mi primer lector beta, y cuyos análisis de arcos de personaje son
la mayor ilusión de un escritor hecha realidad. Nunca dejes de buscarle
capas a mis personajes, ellos te lo agradecen casi tanto como yo. Eres un
verdadero tipazo.
A Caty, por ser, y por siempre estar. ¿Necesito más motivos?
A Adrián, que no conforme con salir en la dedicatoria, también sale en los
agradecimientos. No se me olvida que fuiste el primer lector de mis trabajos
amateur cuando todavía me daba vergüenza admitir que quería publicar un
libro. Has estado ahí desde entonces, y al igual que Álex en mi novela, has
sabido lidiar con cada una de mis acontecidas desventuras como venezolana
en el extranjero. Dios te guarde esa paciencia (para que la sigas usando
conmigo).
A todos los que he olvidado mencionar y que, seguramente, sabrán
perdonarme porque me quieren tanto como yo a ellos.
Y, sobre todo, a ti, que tienes este libro en tus manos. Tal vez hayas
emigrado y llorado los mismos mares que yo, tal vez no. Pero si estás
buscando tu hogar, déjame darte un truco que a mí me sirvió: a menudo está
en el corazón de las personas con las que decides compartir una deliciosa
comida caliente después de un día difícil...¡Nos vemos en una próxima
historia!