Adonis y Venus - Marcelino-Menendez-Pelayo
Adonis y Venus - Marcelino-Menendez-Pelayo
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ADONIS Y VENUS
Marcelino Menéndez Pelayo
En sus obras destacan La novela entre los latinos (1875), Estudios críticos sobre
escritores montañeses. Telesforo Trueba y Cosío (1876), Polémicas, indicaciones y
proyectos sobre la ciencia española (1876), Horacio en España (1877), La ciencia española
(1887-1880), Bibliografía hispanolatina clásica (1902), Orígenes de la novela (1905-
1915), El doctor D. Manuel Milá y Fontanals. Semblanza literaria (1908), Historia de la
poesía hispanoamericana (1911), Obras completas (1911), entre otras.
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María, asistidos por las principales damas de la Corte.
Hemos de suponer, pues, que estos mismos ilustres
actores, puesto que no pueden imaginarse otros de
igual o mayor alcurnia, representaron en otra ocasión la
tragedia de Adonis y Venus.
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La fiesta de Thammuz, mezclada de llanto y de
regocijo, coincidía en Oriente con el solsticio de verano,
y era celebrada principalmente en Biblos de Fenicia y
en Antioquía, a las márgenes del Orontes. Enlazada, como
todas las creencias de los fenicios, con los cultos de Asiria
y Babilonia, ya por derivación directa, ya por proceder
de una fuente común, simbolizaba en primer término la
leyenda de Adonis el cambio y la renovación anual de las
estaciones, la alternativa de las fuerzas conservadoras y
destructoras del mundo; viniendo a ser Adon (el Señor)
uno de los Baalim o personificaciones secundarias del
gran dios naturalista, a quien solían llamar Baal, y algunas
veces El. En la tradición que parece más antigua, en los
misterios de Gebal, Adonis era el dios del sol considerado
en la estación de primavera, muriendo cada año abrasado
por los calores del estío o entorpecido por los hielos del
invierno, para renacer continuamente, siempre joven y
hermoso, con el calor fecundante y la vegetación nueva.
Dos partes tenían, pues, las Adonías: una lúgubre, en que
las mujeres, vestidas de duelo, con túnicas flotantes y sin
ceñidor, con los cabellos sueltos las de Biblos, y las de
Alejandría cortados de raíz, iban a la orilla del río a llorar
a la divinidad muerta, cuya imagen solía exponerse sobre
un lecho fúnebre o un catafalco colosal, terminando por
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lo común las lamentaciones con el entierro del dios; y
una segunda parte, toda de alegría orgiástica, en que
alrededor del lecho de Adonis resucitado se reunían
todos los emblemas del poder generador y vivificante,
y se plantaban en vasijas de plata llenas de tierra, o
simplemente en tiestos de barro, los famosos «jardines
de Adonis», sembrando en ellos gérmenes de ciertas
plantas (especialmente la lechuga, el eneldo, el trigo),
que, desarrollándose rápidamente por la concentración
del calor, crecían y morían después de una vegetación de
pocas semanas; nuevo y gracioso emblema de la perpetua
renovación de la naturaleza, a la vez que de lo inestable y
efímero del placer y de la vida humana.
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homéricos, ni tampoco en la Teogonía, de Hesíodo, tal
como hoy la conocemos, aunque, al parecer, estaba en el
texto que manejó Apolodoro.
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trágico de Atenas, ni en lo más excelso de la poesía dórica,
en Píndaro, por ejemplo. Aun en los voluptuosos líricos
de la escuela eólica, solo dos versos de Alceo de Mitilene,
y otro fragmento de la poetisa Praxila, le recuerdan.
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triunfal, solemne y magnífico, en que se nota cierto
género de inspiración religiosa, que el autor sentía, por
lo menos, de un modo arqueológico. Menos afortunado
Teócrito al tratar directamente el mismo asunto en el
diálogo, bastante amanerado, de Venus y el jabalí, dejó
que en esta parte le arrebatara la palma su discípulo
Bión, cuyo epitafio (o sea canto fúnebre) de Adonis
participa mucho más del sentimentalismo romántico
que de la serenidad clásica. Hay en esta elegía una
pasión ardiente y lánguida a la vez, una tristeza muelle
y afeminada, que remeda, sin duda, muy al vivo, las
ternezas y los desfallecimientos de las devotas de
Biblos, cuando, puestos los ojos en el norte, sucumbían
a aquella embriaguez de dolor, todavía más ardiente y
enloquecedora que la del deleite.
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sin réplica el primitivo carácter astronómico de la
leyenda. El jabalí funesto para Adonis es el invierno. La
alternativa morada del dios en el imperio de Proserpina y
en el de Venus, es símbolo del paso del sol por los signos
zodiacales. Adonis ostenta siempre los atributos de una
divinidad solar, sin que por eso deje de simbolizar en
ocasiones los frutos de la tierra que el sol madura y hace
llegar a granazón, y especialmente el trigo. Como todas
las divinidades naturalistas de origen oriental, Adonis
era primitivamente andrógino, y en los misterios órficos
se le invocaba unas veces como masculino y otras como
femenino; de lo cual siempre quedaron vestigios en la
enervadora tristeza de su culto. Pero ya entre los fenicios
se le daba por dolorida esposa a Astarté, identificada
unas veces con la luna, otras con la tierra, algunas con
el planeta Venus, y asimilada por los griegos con su
Afrodite, aunque en su origen tuviese más semejanza con
la Cibeles frigia, así como Adonis, privado de su virilidad
por la herida en la ingle, recuerda al mutilado Atys. Pero
en el culto chipriota, en el de Pafos, Amatunte e Idalia,
donde esta divinidad asiática se reveló a los griegos por
vez primera y tuvo sus más famosos santuarios, la Astarté
sirofenicia no fue nunca divinidad lunar ni terrestre, sino
que fue la propia Afrodite, nacida de la espuma de las
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olas, deidad de los marineros y deidad del amor, adorada
en Corinto y en el Erix de Sicilia y en mil templos de
diversos nombres, según expresión de Teócrito.
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que el inimitable Adone (1623), del caballero Marino, en
20 cantos y más de 40.000 versos, tenido en su tiempo por
un prodigio, y hoy por dechado de mal gusto y primer
monumento de la corrupción política en Italia, aunque
quizá no merezca tal grado de vituperio, ni tampoco de
alabanza. Quien haya visto frescos de Lucas Jordán, podrá
formarse idea de la brillante manera del Marino, en que,
siendo todo falso, lo mismo el dibujo que el colorido,
hay, sin embargo, constante halago para los ojos. No es
el Adone propiamente un poema, ni menos un poema
épico, sino más bien una galería de cuadros voluptuosos
y, a veces, lascivos, trazados con pincel fácil y amanerado,
pero prodigiosamente rico de cálidas entonaciones, que
por el momento deslumbran, hasta que se conoce la
receta o, más bien, el vicio intrínseco del procedimiento.
Por otra parte, el ánimo menos severo llega a hastiarse de
tan empalagosa molicie. El poeta napolitano reproduce
y exagera lo peor de los defectos del estilo de Ovidio, su
licenciosa y negligente fluidez, su verbosidad inagotable;
pero tiene también muchas de sus buenas cualidades:
armonía constante, amenidad en la expresión, nimio
pero ingenioso estudio de los detalles, cierta frivolidad
graciosa, que anima y realza las cosas pequeñas, y un
don mucho más alto: la viveza de las imágenes, la virtud
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plástica de la palabra. Todo esto, unido a la concordancia
perfecta con el gusto ya depravado de su tiempo, lo
mismo en Italia, que en Francia y en España, explica
la boga inmensa, aunque transitoria, que tuvieron
el Adone y su autor, que se convirtió en jefe de escuela
y en dogmatizador de una nueva secta poética, para lo
cual le ayudaban juntamente su ingenio, su audacia y su
charlatanismo.
Su única fuente, pues, así para esta como para casi todas
sus comedias mitológicas, fueron las Metamorfosis, de
Ovidio, uno de los libros de la antigüedad que conservaron
más crédito en la Edad Media, cuando le llamaban «la
Biblia de los poetas», popularidad que, naturalmente, fue
en aumento después de la restauración de las letras.
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comentó sobre Eusebio, no dudó en intercalar casi íntegro
el texto ovidiano, traducido y glosado por él; haciéndose,
además, durante el siglo XV, dos diversas traducciones
castellanas (una de ellas atribuida al gran cardenal
Mendoza) y una catalana, de Francisco Alegre (1494),
todas en prosa, como lo fue todavía, a mediados del siglo
XVI, la de Jorge de Bustamante, a la cual siguieron en
breve tres versiones poéticas, aunque ninguna de ellas
clásica ni definitiva: la de Felipe Mey (solo de los siete
primeros libros), en octavas reales (1586); la de Antonio
Pérez Sigler, en verso suelto y octavas rimas (1580); la
de Pedro Sánchez de Viana, en tercetos y octavas (1589).
Con más fortuna y habilidad que estos traductores
totales, la mayor parte de nuestros ingenios del siglo XVI
y del siguiente se ejercitaron en dar vestidura castellana
a cada una de las innumerables fábulas de Ovidio. Hubo
algunas que sirvieron para ejercitar el ingenio de cinco
o seis poetas diversos, y si se reuniesen por orden estas
imitaciones, resultaría quizá una paráfrasis completa
de las Metamorfosis, muy superior a todas las que andan
impresas.
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nuestro parnaso con un poemita en octavas reales, que es
sin disputa el mejor de sus ensayos en el metro italiano.
Esta Fábula, publicada por primera vez en la edición
de Boscan, que hizo en 1553 Alonso de Ulloa, sigue
bastante de cerca el texto de Ovidio, pero le desarrolla
y amplifica con nuevas circunstancias generalmente
poéticas y delicadas. La franqueza de la ejecución
agrada, si se prescinde de las horribles consonantes
agudas de que solía plagar D. Diego sus endecasílabos,
y si se perdonan otras que hoy parecen incorrecciones
métricas, y eran entonces consecuencia necesaria de la
lucha con un nuevo y difícil instrumento. Después de la
tercera égloga de Garcilaso, pocas octavas descriptivas se
habían hecho tan felices y galanas como algunas de este
poema; verbigracia:
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Tan mansa y sosegada cercando iba
la fuente el fresco prado y alameda,
que, aunque corriese presurosa y viva,
a la vista mostraba estarse queda;
el junco agudo ni la caña esquiva,
ni la ova tejida y vuelta en rueda,
estorbaban el agua que corriese,
ni el suelo que en lo hondo no se viese.
De césped vivo, de alta yerba verde,
se cerraba la margen por de fuera,
con el bledo inmortal, que nunca pierde
el color en invierno y primavera,
y con la roja flor que nos acuerde
el caso de Jacinto en la ribera
con otras flores varias y hermosas,
suaves yerbas y plantas olorosas.
Los árboles ramosos y cerrados,
que el cielo amenazaban con la cima,
ceñían el logar tan apretados
como tejida mimbre o tela prima;
véanse los pardos montes apartados
y las dudosas sierras por encima,
los cerros con los valles desiguales,
albergo de los brutos animales.
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Luego en medio del prado se asentaron,
y trabándose estrecho con los brazos,
la yerba y a sí mismos apretaron,
mezclando las palabras con abrazos:
Nunca revueltas vides rodearon
el álamo con tantos embarazos;
nunca la verde, entretejida hiedra,
se pegó tanto al árbol o a la piedra.
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tú das principio y fin a los amores.
¿Quién a las simples y ligeras aves,
cuando acuciosas edifican nidos,
hace con voces dulces y suaves
declarar sus cuidados encendidos?
¿Quién a los otros animales graves
mueve con nueva furia los sentidos,
correr ásperos valles y sombríos,
y nadar, presurosos, hondos ríos?
¿Quién dio fuerzas al joven que deshecho
le enciende amor y le resuelve en fuego,
en noche escura el tempestuoso estrecho
atravesar con lluvia y tiempo ciego
cortar las bravas olas con el pecho?
Truena y se abre el cielo, y el mar luego
rompe las altas peñas asonando;
mas él con su furor pasa nadando.
23
Purpureus veluti quum flos, succisus aratro,
languescit moriens: lassove papavera collo
demisere caput, pluvia quum forte ravantur,
tal lo halló como flor de primavera
que poco antes honraba el verde prado,
fresca, alta, y en el orden la primera,
mas fue, al pasar, tocada del arado;
cual el blanco jazmín o adormidera,
cogido en un instante y arrojado,
la tez y resplandor y hermosura
vueltas en sombra eterna y noche escura.
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No fueron poco numerosos los poetas castellanos
que después de D. Diego de Mendoza trataron este
mitológico argumento. Sobresale entre ellos Juan de la
Cueva, por su poemita en 119 octavas reales, Llanto de
Venus en la muerte de Adonis, impreso en el rarísimo
volumen de sus Obras poéticas (Sevilla, 1582). Solo de
nombre conocemos la Fábula de Myrra, en octavas,
escrita a los diecisiete años por el prócer sevillano
D. Fernando Afán de Ribera Henríquez, marqués de
Tarifa, y dado a luz por D. García de Salcedo Coronel,
en Nápoles, 1631; y así no podemos dar razón ninguna
de su mérito, como tampoco de la Fábula de Adonis y
Venus, en silva, del madrileño Alonso de Batres, citada
por Montalbán en su Para todos, y que acaso no llegó
a imprimirse. El poema de Venus y Adonis, en octavas,
que se lee entre las Rimas del marqués de San Felices,
D. Juan de Moncayo y Garrea (Zaragoza, 1652), es un
tenebroso aborto gongorino, lo mismo que su Poema
trágico de Atalanta e Hipónenes, en 12 cantos, impreso
por separado en 1656.
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180, letra del siglo XVII), siete considerables fragmentos
de una fábula de Adonis en canción informe, o sea, en
silva, y que comienza así:
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amigo Trillo de Figueroa, se insertan también fragmentos
de un poema de Adonis. Pero no teniendo ahora a la vista
tan raro librillo, no puedo dar más fundamento a esta
conjetura.
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alguno tiene, figura en ella el Adonis, de Porcel, por su
celebridad tradicional, basada especialmente en el dicho
de D. Luis José Velázquez, que con su habitual penuria
de sentido estético llegó a afirmar que en estas églogas
había «pedazos excelentes, tan buenos como los mejores
de Garcilaso».
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El fondo de la narración procede de Ovidio, de quien
toma, no solo la fábula de Mirra y Adonis, sino la de Céfalo
y Procris, la de Pico y Canente y otras. Algunas aprovechó
de poetas modernos, por ejemplo, la «Fábula del sátiro» y
la «Fuente del desengaño», que procede del Bernardo, de
Valbuena. Para dar algún género de unidad a este poema
flojamente enlazado, y cuya acción se interrumpe a
cada momento con larguísimos episodios y ociosas
descripciones, el canónigo Porcel, que poéticamente
se firmaba «el Caballero de los Jabalíes» (aunque
probablemente en su vida habría matado ni visto a tiro
ninguno), acudió al recurso de suponer recitadas todas
las historias por dos ninfas cazadoras, mientras estaban
en la parada al cuidado de sus redes. De aquí el título
de Églogas venalorias, con que el autor pensó introducir
nuevo género en el parnaso castellano, sin conocer
acaso o sin acordarse de la brillante y apasionada Égloga
venatoria, de Herrera.
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Porcel, no hay para qué hablar aquí, cuando ya hizo de
ellas exacta y desinteresada crisis el poeta mismo en el
vejamen o Juicio lunático que leyó en la Academia del
Buen Gusto.
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Adonis, del lírico francés Juan Bautista Rousseau; pero
una y otra deben de valer poco a juzgar por la oscuridad
en que yacen. Limitaré, pues, mi tarea a dos obras
españolas de este argumento: la presente tragedia de
Lope y la zarzuela de Calderón, La púrpura de rosa.
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el modo de tejer la fábula mitológica, que no conozco en
este género cosa alguna que pueda compararse con ella.
La época presente no querrá convenir en ello, porque ha
perdido el sentido para este género de belleza, que antes
sentían los fuertes y hábiles artistas españoles».
32
El carácter musical domina en toda la tragedia, y se
manifiesta, sobre todo, en el empleo frecuente de los
versos de siete sílabas, que tienen en esta pieza de Lope
un carácter clásico y anacreóntico muy marcado, y tanto
más digno de reparar cuanto que son muy anteriores a
los de Villegas, cuyas Eróticas «a los veinte limadas y a los
catorce escritas», no aparecieron hasta 1618. De los del
bachiller Francisco de la Torre, nada podemos decir con
certeza en cuanto a su fecha, puesto que todavía es un
enigma la personalidad de tan excelente poeta, que por
su estilo tampoco parece muy anterior a Lope de Vega.
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tampoco en el poema de Shakespeare, vestigio alguno
del sentido cosmológico que tuvo al principio, ni de
la grandeza trágica que debía de ostentar en las fiestas
de Biblos y aun en las de Alejandría. No es siquiera el
Adonis de los bucólicos griegos, pero conserva mucho
del Adonis galante y afeminado de Ovidio, y se engalana
con los colores, falsos sin duda, pero todavía brillantes,
de la degeneración bizantina. Todo lo que se refiere a la
infancia de Adonis y a los juegos de Cupido, remeda la
elegancia amanerada, la puerilidad ingeniosa, la afectada
sencillez de las oditas del seudoAnacreonte. Hay, pues,
en esta tragedia cierto género de clasicismo enervado,
que el poeta español (mucho más culto y leído de lo que
generalmente se supone) se asimila con mucha gracia y
frescura, sin perjuicio de parodiarlo de vez en cuando con
algún rasgo humorístico como las estratagemas del pastor
Frondoso y su ambigua consulta al oráculo (imitadas de
Ateneo y de la antología griega), o la extraña resolución
que Venus toma de meterse monja en el templo de Vesta,
lo cual da lugar a la irreverente canción de Cupido:
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Lope de Vega, pues, hasta cuando escribe libretos de
ópera (que esto son, en rigor, sus comedias mitológicas),
permanece fiel a la tendencia realista y humana de su
poesía, al paso que Calderón concibe todo drama como
una especie de ópera, y en las que llama «fiestas» huye
de tal modo de la realidad histórica o mitológica, que,
como dijo su grande apasionado Guillermo Schlegel,
«sus ficciones ligeras y fantásticas apenas tocan la tierra».
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Que mezclando llanto y risa...
Que alternando gozo y pena...
Obliguen que a un tiempo mismo...
Fuercen a que a una hora misma...
En distintos coros...
En tropas diversas...
De parleras aves...
De fuentes risueñas...
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De este dato se infiere que La púrpura de la rosa fue,
en el orden de los tiempos, la segunda ópera castellana
(después de La selva sin amor). A lo menos no consta
ninguna intermedia. Esta sola circunstancia daría
gran interés a la composición, aunque no la realzasen
además los bellísimos y musicales versos en que abunda,
algunos tan poco usados entonces como los de doce
y diez sílabas, y la maestría feliz con que Calderón
los combina y entrelaza, excediéndose en esta parte
a sí mismo, y mostrando la misma pericia técnica que
en los Autos. Este aspecto poético musical es el que
principalmente debe estudiarse en esta pieza, cuyo estilo,
por lo demás, adolece de la misma mezcla de luz y de
sombras que caracteriza el estilo calderoniano en todas las
obras de aparato: estilo fascinador, pródigo de imágenes
y metáforas, rico en speciosa miracula, pero crespo,
enfático y, sobre todo, amanerado, con todos los vicios
de una decadencia literaria muy avanzada. Es cierto que
el genio sintético de Calderón llega en ocasiones a dar a
este galimatías y hojarasca un superior sentido, que hace
olvidar o perdonar el barroquismo de la dicción; pero
esto no acontece en La púrpura de la rosa, que lleva todas
las huellas de una improvisación acelerada.
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Pasando de la encantadora naturalidad de Lope a
estos artificios y contorsiones de estilo, se siente una
impresión de tedio y fatiga. Tampoco son felices las
alteraciones que Calderón introduce en la leyenda, ni el
recurso romántico de hacer morir a Adonis víctima de
los celos de Marte. Venus no es una mujer enamorada
como en Lope; falta pasión en sus quejas, y, cuando ve
muerto a su Adonis por el fiero diente del jabalí, solo se
le ocurre prorrumpir en esta absurda letanía:
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otro no menos famoso que principia: Sale la estrella de
Venus. La intercalación podría no ser oportuna, pero,
dirigiéndose a un auditorio que sabía de memoria ambos
romances, el efecto era infalible.
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