Adonis y Venus - Marcelino-Menendez-Pelayo

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MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

ADONIS Y VENUS
Marcelino Menéndez Pelayo

Nació el 3 de noviembre de 1856 en Santander, España. Fue crítico literario,


historiador, escritor prolífico, filólogo, poeta y político. Se dedicó a la historia de
las ideas, la crítica interpretativa y la historiografía de la estética. Fue hermano del
escritor Enrique Menéndez Pelayo.

En sus obras destacan La novela entre los latinos (1875), Estudios críticos sobre
escritores montañeses. Telesforo Trueba y Cosío (1876), Polémicas, indicaciones y
proyectos sobre la ciencia española (1876), Horacio en España (1877), La ciencia española
(1887-1880), Bibliografía hispanolatina clásica (1902), Orígenes de la novela (1905-
1915), El doctor D. Manuel Milá y Fontanals. Semblanza literaria (1908), Historia de la
poesía hispanoamericana (1911), Obras completas (1911), entre otras.

Falleció el 19 de mayo de 1912 en Santander, España.


Adonis y Venus
Marcelino Menéndez Pelayo

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Juan Pablo de la Guerra de Urioste
Asesor de Educación
Doris Renata Teodori de la Puente
Gestora de proyectos educativos
María Celeste del Rocío Asurza Matos
Jefa del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos
Selección de textos: Manuel Alexander Suyo Martínez
Corrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla Rodríguez
Diagramación: Ambar Lizbeth Sánchez García

Editado por la Municipalidad de Lima


Jirón de la Unión 300, Lima
www.munlima.gob.pe
Lima, 2021
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
ADONIS Y VENUS
Esta tragedia, como la llamó Lope, es anterior a 1604,
puesto que está mencionada en la primera lista de El
peregrino en su patria. Pero no fue impresa hasta 1621,
en la Decimosexta parte de las comedias de su autor,
cuyo texto seguimos. Don Juan Eugenio Hartzenbusch la
reimprimió en el tomo IV y último de la colección selecta
de Lope que formó para la Biblioteca de Rivadeneyra.

En la dedicatoria a D. Rodrigo de Silva, duque


de Pastrana, da a entender Lope que el Adonis había
sido fiesta palaciega, lo mismo que El premio de la
hermosura, que inmediatamente la antecede en el tomo:
«Encarecióme tanto vuesa excelencia, el día de aquel
insigne torneo, la gallardía, destreza y gala con que se
representó El premio de la hermosura por lo mejor del
mundo, que habiendo de salir a luz esta tragedia, que
tuvo en otra ocasión las mismas calidades, he querido
ofrecerla a su entendimiento...».

Como veremos en su lugar, y consta en la minuciosa


descripción de aquella fiesta, la comedia de El premio de
la hermosura fue representada en el parque de Lerma el
lunes 3 de noviembre de 1614, haciendo los principales
papeles el príncipe heredero (que fue luego Felipe IV) y
sus tres hermanos, es a saber, el infante don Carlos, la
reina de Francia doña Ana de Austria y la infanta doña

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María, asistidos por las principales damas de la Corte.
Hemos de suponer, pues, que estos mismos ilustres
actores, puesto que no pueden imaginarse otros de
igual o mayor alcurnia, representaron en otra ocasión la
tragedia de Adonis y Venus.

Esta tragedia, que más bien debe llamarse ópera


o poema lírico, está fundada en uno de los mitos más
conocidos y que más veces han sido explotados por el
arte. Este mito, aunque transmitido a nosotros por
la antigüedad grecolatina, no es de origen clásico,
sino oriental, y su aparición fue muy tardía en Grecia.
Adonis, el dios muerto y llorado por las mujeres, era
una divinidad siria o fenicia, de que ya nos habla el
profeta Ezequiel (VIII, 14): «Et introduxit me per ostium
portae domus Domini, quod respiciebat ad aquilotnem:
et ecce ibi mulleres plangentes Adonidem». El nombre
que en el texto hebreo corresponde al de Adonis,
es Thammuz; pero todos los intérpretes de la sagrada
escritura, así como los mitólogos modernos, están
conformes en la identificación de ambas divinidades,
cuyo culto era una de las abominaciones idolátricas que
habían contaminado a Israel en los días de aquel profeta.

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La fiesta de Thammuz, mezclada de llanto y de
regocijo, coincidía en Oriente con el solsticio de verano,
y era celebrada principalmente en Biblos de Fenicia y
en Antioquía, a las márgenes del Orontes. Enlazada, como
todas las creencias de los fenicios, con los cultos de Asiria
y Babilonia, ya por derivación directa, ya por proceder
de una fuente común, simbolizaba en primer término la
leyenda de Adonis el cambio y la renovación anual de las
estaciones, la alternativa de las fuerzas conservadoras y
destructoras del mundo; viniendo a ser Adon (el Señor)
uno de los Baalim o personificaciones secundarias del
gran dios naturalista, a quien solían llamar Baal, y algunas
veces El. En la tradición que parece más antigua, en los
misterios de Gebal, Adonis era el dios del sol considerado
en la estación de primavera, muriendo cada año abrasado
por los calores del estío o entorpecido por los hielos del
invierno, para renacer continuamente, siempre joven y
hermoso, con el calor fecundante y la vegetación nueva.
Dos partes tenían, pues, las Adonías: una lúgubre, en que
las mujeres, vestidas de duelo, con túnicas flotantes y sin
ceñidor, con los cabellos sueltos las de Biblos, y las de
Alejandría cortados de raíz, iban a la orilla del río a llorar
a la divinidad muerta, cuya imagen solía exponerse sobre
un lecho fúnebre o un catafalco colosal, terminando por

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lo común las lamentaciones con el entierro del dios; y
una segunda parte, toda de alegría orgiástica, en que
alrededor del lecho de Adonis resucitado se reunían
todos los emblemas del poder generador y vivificante,
y se plantaban en vasijas de plata llenas de tierra, o
simplemente en tiestos de barro, los famosos «jardines
de Adonis», sembrando en ellos gérmenes de ciertas
plantas (especialmente la lechuga, el eneldo, el trigo),
que, desarrollándose rápidamente por la concentración
del calor, crecían y morían después de una vegetación de
pocas semanas; nuevo y gracioso emblema de la perpetua
renovación de la naturaleza, a la vez que de lo inestable y
efímero del placer y de la vida humana.

Ya los antiguos señalaron notables analogías entre


este culto y el egipcio de Osiris, y juntos parecen haber
pasado a la isla de Chipre, de donde se transmitieron
a la Grecia continental en época que no puede señalarse
con certidumbre, pero que, según el parecer de doctos
mitógrafos, no es anterior al siglo VI antes de nuestra
era. Sabemos por Plutarco que en Atenas se celebraban
ya las Adonías en tiempo de la guerra del Peloponeso,
pero sus vestigios en la literatura son bastante tardíos. Por
de contado, no está el nombre de Adonis en los poemas

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homéricos, ni tampoco en la Teogonía, de Hesíodo, tal
como hoy la conocemos, aunque, al parecer, estaba en el
texto que manejó Apolodoro.

El mismo Apolodoro, en su Biblioteca (III, 14, 4),


extracta en prosa lo que el poeta cíclico Panyasis había
escrito de Adonis, hijo incestuoso de Smirna (Mirra) y
de su padre el rey de Asiria, Tiante. Nació del árbol en
que su madre había sido transformada por castigo de los
dioses; fue amado de Afrodite, que para ocultarle de los
ojos de todo el mundo le encerró en un arca, cuya custodia
confió a Persefone (Proserpina), que, encendida también
en sus amores, no quiso entregar el depósito. Sometida la
cuestión al fallo de Zeus, el monarca de los dioses decidió
que Adonis pasaría ocho meses del año con Afrodite
y cuatro en la sombría morada de Persefone. Esta es la
forma más antigua que conocemos del mito en Grecia,
y en ella conserva su primitivo carácter naturalista.

Pero, aunque el culto de Adonis se propagase bastante


en la Grecia insular y aun en la continental, no puede
decirse que llegara a ser popular nunca, como lo era en
Fenicia, en Siria o en Frigia, y como más adelante lo fue
en Alejandría. Por eso no ha dejado huella ni en el teatro

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trágico de Atenas, ni en lo más excelso de la poesía dórica,
en Píndaro, por ejemplo. Aun en los voluptuosos líricos
de la escuela eólica, solo dos versos de Alceo de Mitilene,
y otro fragmento de la poetisa Praxila, le recuerdan.

La forma, la expresión literaria de estos misterios,


únicamente la encontramos en dos poetas llamados
alejandrinos por su escuela, aunque por su patria fuesen
siciliano el uno y el otro de Smirna. La tradición poética
respecto de Adonis, la única que los modernos han
conocido y seguido, arranca de dos idilios de Teócrito
(el XV y el XXX) y de uno de Bión, que es la primera
y más célebre de las escasas poesías suyas que tenemos.
Imitando probablemente un mimo de Sophrón, pone
delante de nuestros ojos Teócrito, en el idilio dramático
de Las siracusanas, composición de las más encantadoras
que en el género familiar posee la literatura antigua, el
bullicio, la algazara, el esplendor y pompa con que
se celebraban en Alejandría las fiestas de Adonis,
representadas tan al vivo, que nos parece presenciarlas
en compañía de las dos habladoras de Siracusa que dan
nombre a diálogo. Nada más gracioso, más finamente
detallado, que este cuadrito de género, al cual pone
espléndido remate el ingenioso poeta con un himno

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triunfal, solemne y magnífico, en que se nota cierto
género de inspiración religiosa, que el autor sentía, por
lo menos, de un modo arqueológico. Menos afortunado
Teócrito al tratar directamente el mismo asunto en el
diálogo, bastante amanerado, de Venus y el jabalí, dejó
que en esta parte le arrebatara la palma su discípulo
Bión, cuyo epitafio (o sea canto fúnebre) de Adonis
participa mucho más del sentimentalismo romántico
que de la serenidad clásica. Hay en esta elegía una
pasión ardiente y lánguida a la vez, una tristeza muelle
y afeminada, que remeda, sin duda, muy al vivo, las
ternezas y los desfallecimientos de las devotas de
Biblos, cuando, puestos los ojos en el norte, sucumbían
a aquella embriaguez de dolor, todavía más ardiente y
enloquecedora que la del deleite.

En la tradición griega, y probablemente también en la


primitiva oriental, Adonis muere en una cacería, herido
en el muslo por el diente de un jabalí. Este animal se
encuentra en mitos análogos de diversos pueblos: en la
península de Siam mata al dios de la luz, Sommonokodon;
entre los escandinavos, a Odino. Todo esto prueba
la remota antigüedad de su simbolismo, así como el
pasaje de Apolodoro, extractando a Panyasis, demuestra

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sin réplica el primitivo carácter astronómico de la
leyenda. El jabalí funesto para Adonis es el invierno. La
alternativa morada del dios en el imperio de Proserpina y
en el de Venus, es símbolo del paso del sol por los signos
zodiacales. Adonis ostenta siempre los atributos de una
divinidad solar, sin que por eso deje de simbolizar en
ocasiones los frutos de la tierra que el sol madura y hace
llegar a granazón, y especialmente el trigo. Como todas
las divinidades naturalistas de origen oriental, Adonis
era primitivamente andrógino, y en los misterios órficos
se le invocaba unas veces como masculino y otras como
femenino; de lo cual siempre quedaron vestigios en la
enervadora tristeza de su culto. Pero ya entre los fenicios
se le daba por dolorida esposa a Astarté, identificada
unas veces con la luna, otras con la tierra, algunas con
el planeta Venus, y asimilada por los griegos con su
Afrodite, aunque en su origen tuviese más semejanza con
la Cibeles frigia, así como Adonis, privado de su virilidad
por la herida en la ingle, recuerda al mutilado Atys. Pero
en el culto chipriota, en el de Pafos, Amatunte e Idalia,
donde esta divinidad asiática se reveló a los griegos por
vez primera y tuvo sus más famosos santuarios, la Astarté
sirofenicia no fue nunca divinidad lunar ni terrestre, sino
que fue la propia Afrodite, nacida de la espuma de las

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olas, deidad de los marineros y deidad del amor, adorada
en Corinto y en el Erix de Sicilia y en mil templos de
diversos nombres, según expresión de Teócrito.

Ovidio, discípulo indirecto de los poetas alejandrinos,


de cuyas buenas y malas condiciones participa tanto,
acabó de humanizar el mito, que ya lo estaba tanto en Bión
y en el mismo Teócrito, y le trató como trataba todas las
fábulas de la antigüedad, sin ningún género de reverencia
piadosa, ni de sentido simbólico, sino como amenas e
interesantes leyendas de amores y de transformaciones.
La historia de Adonis, enlazada caprichosamente con la
de Hipómenes y Atalanta, ocupa una parte considerable
del libro X de las Metamorfosis, desde el verso 504, en que
acaba la fábula de Mirra, At male conceptus sub robore
creverat infans..., hasta el 739, en que el libro termina.

De aquella narración, escrita con la pasmosa facilidad


y lozanía propias del estilo de su autor, proceden, casi
sin excepción, todos los Adonis modernos: lo mismo
el ardiente y carnal poemita Venus and Adonis (1593),
primicias de la juventud de Shakespeare, el cual rivalizó
con las espléndidas orgías de color de la pintura
veneciana; que La mort d’Adonis, de Lafontaine (1650), y

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que el inimitable Adone (1623), del caballero Marino, en
20 cantos y más de 40.000 versos, tenido en su tiempo por
un prodigio, y hoy por dechado de mal gusto y primer
monumento de la corrupción política en Italia, aunque
quizá no merezca tal grado de vituperio, ni tampoco de
alabanza. Quien haya visto frescos de Lucas Jordán, podrá
formarse idea de la brillante manera del Marino, en que,
siendo todo falso, lo mismo el dibujo que el colorido,
hay, sin embargo, constante halago para los ojos. No es
el Adone propiamente un poema, ni menos un poema
épico, sino más bien una galería de cuadros voluptuosos
y, a veces, lascivos, trazados con pincel fácil y amanerado,
pero prodigiosamente rico de cálidas entonaciones, que
por el momento deslumbran, hasta que se conoce la
receta o, más bien, el vicio intrínseco del procedimiento.
Por otra parte, el ánimo menos severo llega a hastiarse de
tan empalagosa molicie. El poeta napolitano reproduce
y exagera lo peor de los defectos del estilo de Ovidio, su
licenciosa y negligente fluidez, su verbosidad inagotable;
pero tiene también muchas de sus buenas cualidades:
armonía constante, amenidad en la expresión, nimio
pero ingenioso estudio de los detalles, cierta frivolidad
graciosa, que anima y realza las cosas pequeñas, y un
don mucho más alto: la viveza de las imágenes, la virtud

17
plástica de la palabra. Todo esto, unido a la concordancia
perfecta con el gusto ya depravado de su tiempo, lo
mismo en Italia, que en Francia y en España, explica
la boga inmensa, aunque transitoria, que tuvieron
el Adone y su autor, que se convirtió en jefe de escuela
y en dogmatizador de una nueva secta poética, para lo
cual le ayudaban juntamente su ingenio, su audacia y su
charlatanismo.

Lope, que le admiraba demasiado, que era amigo


personal suyo, que le elogió en términos pomposos y
que, a veces, tuvo el mal gusto de imitarle en sus poesías
líricas y en sus poemas mitológicos, no pudo hacerlo
en esta tragedia, puesto que ya hemos visto que estaba
escrita antes de 1604 y el Adone no fue terminado ni
impreso hasta 1623.

Su única fuente, pues, así para esta como para casi todas
sus comedias mitológicas, fueron las Metamorfosis, de
Ovidio, uno de los libros de la antigüedad que conservaron
más crédito en la Edad Media, cuando le llamaban «la
Biblia de los poetas», popularidad que, naturalmente, fue
en aumento después de la restauración de las letras.

Tan divulgado estaba en España este gran repertorio


de fábulas mitológicas, que el Tostado, en su voluminoso

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comentó sobre Eusebio, no dudó en intercalar casi íntegro
el texto ovidiano, traducido y glosado por él; haciéndose,
además, durante el siglo XV, dos diversas traducciones
castellanas (una de ellas atribuida al gran cardenal
Mendoza) y una catalana, de Francisco Alegre (1494),
todas en prosa, como lo fue todavía, a mediados del siglo
XVI, la de Jorge de Bustamante, a la cual siguieron en
breve tres versiones poéticas, aunque ninguna de ellas
clásica ni definitiva: la de Felipe Mey (solo de los siete
primeros libros), en octavas reales (1586); la de Antonio
Pérez Sigler, en verso suelto y octavas rimas (1580); la
de Pedro Sánchez de Viana, en tercetos y octavas (1589).
Con más fortuna y habilidad que estos traductores
totales, la mayor parte de nuestros ingenios del siglo XVI
y del siguiente se ejercitaron en dar vestidura castellana
a cada una de las innumerables fábulas de Ovidio. Hubo
algunas que sirvieron para ejercitar el ingenio de cinco
o seis poetas diversos, y si se reuniesen por orden estas
imitaciones, resultaría quizá una paráfrasis completa
de las Metamorfosis, muy superior a todas las que andan
impresas.

Por lo que toca a la Fábula de Adonis, Hipómenes y


Atalanta, D. Diego de Mendoza fue quien la introdujo en

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nuestro parnaso con un poemita en octavas reales, que es
sin disputa el mejor de sus ensayos en el metro italiano.
Esta Fábula, publicada por primera vez en la edición
de Boscan, que hizo en 1553 Alonso de Ulloa, sigue
bastante de cerca el texto de Ovidio, pero le desarrolla
y amplifica con nuevas circunstancias generalmente
poéticas y delicadas. La franqueza de la ejecución
agrada, si se prescinde de las horribles consonantes
agudas de que solía plagar D. Diego sus endecasílabos,
y si se perdonan otras que hoy parecen incorrecciones
métricas, y eran entonces consecuencia necesaria de la
lucha con un nuevo y difícil instrumento. Después de la
tercera égloga de Garcilaso, pocas octavas descriptivas se
habían hecho tan felices y galanas como algunas de este
poema; verbigracia:

Acaso Adonis por allí venía


de correr el venado temeroso;
no de otra arte que el sol cuando volvía
en Lidia los ganados al reposo:
El polvo que en el rostro se veía,
y el sudor, le hacían más hermoso;
como con el rocío húmida y cana
sale la fresca rosa en la mañana.

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Tan mansa y sosegada cercando iba
la fuente el fresco prado y alameda,
que, aunque corriese presurosa y viva,
a la vista mostraba estarse queda;
el junco agudo ni la caña esquiva,
ni la ova tejida y vuelta en rueda,
estorbaban el agua que corriese,
ni el suelo que en lo hondo no se viese.
De césped vivo, de alta yerba verde,
se cerraba la margen por de fuera,
con el bledo inmortal, que nunca pierde
el color en invierno y primavera,
y con la roja flor que nos acuerde
el caso de Jacinto en la ribera
con otras flores varias y hermosas,
suaves yerbas y plantas olorosas.
Los árboles ramosos y cerrados,
que el cielo amenazaban con la cima,
ceñían el logar tan apretados
como tejida mimbre o tela prima;
véanse los pardos montes apartados
y las dudosas sierras por encima,
los cerros con los valles desiguales,
albergo de los brutos animales.

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Luego en medio del prado se asentaron,
y trabándose estrecho con los brazos,
la yerba y a sí mismos apretaron,
mezclando las palabras con abrazos:
Nunca revueltas vides rodearon
el álamo con tantos embarazos;
nunca la verde, entretejida hiedra,
se pegó tanto al árbol o a la piedra.

Todo esto no es de Ovidio, sino de D. Diego de


Mendoza, el cual añade en lo restante de la fábula otra
porción de rasgos felices, ya por la sentencia, ya por la
expresión, unos originales, otros imitados de Virgilio,
Lucrecio y otros poetas latinos, y quizá también de algún
italiano contemporáneo suyo. Véase, por ejemplo, esta
gallarda invocación a Venus:

Tú, sobre todas soberana diosa,


alumbras los mortales en el suelo;
tú venciste en la tierra, de hermosa,
la que de clara vences en el cielo;
por ti se aplaca el viento, el mar reposa;
tú del género humano eres consuelo,
por ti nos abre el año nuevas flores,

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tú das principio y fin a los amores.
¿Quién a las simples y ligeras aves,
cuando acuciosas edifican nidos,
hace con voces dulces y suaves
declarar sus cuidados encendidos?
¿Quién a los otros animales graves
mueve con nueva furia los sentidos,
correr ásperos valles y sombríos,
y nadar, presurosos, hondos ríos?
¿Quién dio fuerzas al joven que deshecho
le enciende amor y le resuelve en fuego,
en noche escura el tempestuoso estrecho
atravesar con lluvia y tiempo ciego
cortar las bravas olas con el pecho?
Truena y se abre el cielo, y el mar luego
rompe las altas peñas asonando;
mas él con su furor pasa nadando.

Véase por final esta hermosa octava, en que pinta D.


Diego con colores virgilianos el encuentro de Venus con
el moribundo Adonis; y abandonando a Ovidio, hace
suyos aquellos patéticos versos del episodio de Eurialo
(Æneid., IX, 435-7):

23
Purpureus veluti quum flos, succisus aratro,
languescit moriens: lassove papavera collo
demisere caput, pluvia quum forte ravantur,
tal lo halló como flor de primavera
que poco antes honraba el verde prado,
fresca, alta, y en el orden la primera,
mas fue, al pasar, tocada del arado;
cual el blanco jazmín o adormidera,
cogido en un instante y arrojado,
la tez y resplandor y hermosura
vueltas en sombra eterna y noche escura.

No hay duda que en esta estancia se aventajó mucho


don Diego al italiano Girolamo Parabosco, cuya fábula
de Adonis está escrita en el mismo metro que la suya:

Qual fior ch’acerbamente vien rapito


da dura invida man, purpureo langue,
cosi il bel viso vago e colorito
resta al colpo cordel palido, essangue.
Il color natural fugge smarrito
dietro a l’aura vital, ch’esce col sangue,
le luci gia d’Amor sede, e governo
chindendo hor morte in duro sonno eterno.

24
No fueron poco numerosos los poetas castellanos
que después de D. Diego de Mendoza trataron este
mitológico argumento. Sobresale entre ellos Juan de la
Cueva, por su poemita en 119 octavas reales, Llanto de
Venus en la muerte de Adonis, impreso en el rarísimo
volumen de sus Obras poéticas (Sevilla, 1582). Solo de
nombre conocemos la Fábula de Myrra, en octavas,
escrita a los diecisiete años por el prócer sevillano
D. Fernando Afán de Ribera Henríquez, marqués de
Tarifa, y dado a luz por D. García de Salcedo Coronel,
en Nápoles, 1631; y así no podemos dar razón ninguna
de su mérito, como tampoco de la Fábula de Adonis y
Venus, en silva, del madrileño Alonso de Batres, citada
por Montalbán en su Para todos, y que acaso no llegó
a imprimirse. El poema de Venus y Adonis, en octavas,
que se lee entre las Rimas del marqués de San Felices,
D. Juan de Moncayo y Garrea (Zaragoza, 1652), es un
tenebroso aborto gongorino, lo mismo que su Poema
trágico de Atalanta e Hipónenes, en 12 cantos, impreso
por separado en 1656.

Con el nombre del conde de Villamediana, se


conservan en un manuscrito de la Biblioteca Nacional,
rotulado Poesías varias de poetas españoles ilustres (Bb.

25
180, letra del siglo XVII), siete considerables fragmentos
de una fábula de Adonis en canción informe, o sea, en
silva, y que comienza así:

Del mar Panfilio en el profundo seno,


yace abrigada Chipre...

En estos fragmentos, donde los rasgos de mal gusto


no escasean, hay, sin embargo, un calor y una soltura que
vanamente se buscarían en otras hinchadas y ampulosas
fábulas de Villamediana, tales como la de Faetón, la
de Apolo y Dafne, la del Fénix, y aun la de Europa, que
por el metro es la única que se parece a esta. Gallardo
dice, hablando del trozo en que se describe el concúbito
de Venus y Adonis, que «está respirando voluptuosidad
y fuego», y, en efecto, puede competir con el más lascivo
del Marino. Añádase que el estilo general de estos
fragmentos denuncia un poeta menos culterano y de
más lozana fantasía descriptiva que Villamediana, por
lo cual no sería imposible que perteneciesen al florido
y ameno ingenio granadino Pedro Soto de Rojas, en
cuyo Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para
pocos (Granada, 1652), obra póstuma que publicó su

26
amigo Trillo de Figueroa, se insertan también fragmentos
de un poema de Adonis. Pero no teniendo ahora a la vista
tan raro librillo, no puedo dar más fundamento a esta
conjetura.

Otro poeta de Granada, que en la primera mitad


del siglo XVIII conservaba, juntamente con resabios
de gongorismo (templados imperfectamente por la
disciplina clásica), mucho de la robustez, pompa y
armonía que en el XVII había caracterizado a los
pequeños grupos o escuelas de su patria y de Antequera
(de que Pedro de Espinosa fue colector y principal
representante), el canónigo D. José Antonio Porcel,
hablista abundante y versificador numeroso, muy
celebrado en la Academia del Trípode de su ciudad natal
y en la del Buen Gusto de Madrid, tomó pie de la fábula
de Adonis para componer, con título y forma de églogas
venatorias, un largo y extraño poema, muy aplaudido
en su tiempo, aunque solo corriese manuscrito; muy
olvidado después, hasta estos últimos años, en que
por primera vez le dio a luz nuestro docto compañero
el señor don Leopoldo A. de Cueto, marqués de Valmar,
en su rica y selecta colección de la poesía castellana del
siglo XVIII. Más que por méritos intrínsecos, aunque

27
alguno tiene, figura en ella el Adonis, de Porcel, por su
celebridad tradicional, basada especialmente en el dicho
de D. Luis José Velázquez, que con su habitual penuria
de sentido estético llegó a afirmar que en estas églogas
había «pedazos excelentes, tan buenos como los mejores
de Garcilaso».

Pero, además, como nota oportunamente, el discreto


colector da interés a esta obra su mismo carácter
de transición entre la poesía del siglo XVII y la del
XVIII. Porcel pretende ser ya poeta clásico y académico,
pero lo es con cierta bizarría muy española, que con
frecuencia le despeña por los abismos del mal gusto,
pero que, a veces, le sugiere poéticas imaginaciones,
haciéndole ver la antigüedad de un modo romántico. De
esto hay ejemplos aun en la misma descripción de los
amores de Venus y Adonis y en las frecuentes escenas
de caza que sirven de fondo al poema. Consta este de
más de 4500 versos, siendo, por tanto, el más largo de
todos los poemas sobre este argumento, a excepción
del Adone, del Marino, que seguramente Porcel conoció,
pero del cual se desvía con buen acuerdo, huyendo, sobre
todo, de imitarle en los pasajes eróticos.

28
El fondo de la narración procede de Ovidio, de quien
toma, no solo la fábula de Mirra y Adonis, sino la de Céfalo
y Procris, la de Pico y Canente y otras. Algunas aprovechó
de poetas modernos, por ejemplo, la «Fábula del sátiro» y
la «Fuente del desengaño», que procede del Bernardo, de
Valbuena. Para dar algún género de unidad a este poema
flojamente enlazado, y cuya acción se interrumpe a
cada momento con larguísimos episodios y ociosas
descripciones, el canónigo Porcel, que poéticamente
se firmaba «el Caballero de los Jabalíes» (aunque
probablemente en su vida habría matado ni visto a tiro
ninguno), acudió al recurso de suponer recitadas todas
las historias por dos ninfas cazadoras, mientras estaban
en la parada al cuidado de sus redes. De aquí el título
de Églogas venalorias, con que el autor pensó introducir
nuevo género en el parnaso castellano, sin conocer
acaso o sin acordarse de la brillante y apasionada Égloga
venatoria, de Herrera.

De aljaba y arco tú, Diana, armada...

Ni de los fragmentos descriptivos de la Comedia


venatoria, de Góngora, que son de lo mejor de su
segunda manera. Pero de las faltas y sobras del Adonis, de

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Porcel, no hay para qué hablar aquí, cuando ya hizo de
ellas exacta y desinteresada crisis el poeta mismo en el
vejamen o Juicio lunático que leyó en la Academia del
Buen Gusto.

Fue la historia de Adonis asunto académico en


varias ocasiones; uno de estos certámenes puede verse
en los Ocios poéticos, de D. Ignacio Álvarez de Toledo
(raro tomo, impreso, sin indicación de lugar, hacia
1675), pág. 25. Y, finalmente, dio tema a la parodia
y a la burlesca sátira, por ejemplo, en los Donaires del
Parnaso, de D. Alonso de Castillo y Solórzano (1624), y
en El fabulero, del chistoso poeta gaditano D. Francisco
Nieto y Molina, que, en época bastante tardía del siglo
XVIII, imitaba con gracia a los poetas de donaire de la
centuria anterior.

El asunto de Adonis ha aparecido varias veces en el


teatro, pero casi siempre en forma de ópera o tragedia
musical, que es la más adecuada, ya que no la única
posible, para las fábulas mitológicas, sobre todo cuando
en ellas intervienen encantamientos y transformaciones.
No conozco ni Les amours de Venus et d’Adonis, de
M. Devisse, representada en 1685, ni la ópera Venus y

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Adonis, del lírico francés Juan Bautista Rousseau; pero
una y otra deben de valer poco a juzgar por la oscuridad
en que yacen. Limitaré, pues, mi tarea a dos obras
españolas de este argumento: la presente tragedia de
Lope y la zarzuela de Calderón, La púrpura de rosa.

Lope contaba el Adonis entre las cinco comedias suyas


que tenía por mejores. «Están de suerte escritas —decía—,
que parece que el poeta se detuvo en ellas». Esta decisión
puede parecer caprichosa, pero no lo es del todo, porque
principalmente se funda en el mayor aliño del estilo y en
la corrección sostenida, cualidades que son imposibles
dejar de reconocer en el Adonis, pieza de pobre invención
y floja contextura dramática, como tenía que serlo por
su asunto, pero admirablemente escrita y versificada,
como si el poeta hubiese querido suplir, a fuerza de
magnificencia lírica y lujo descriptivo, la falta de interés
humano del asunto. Grillparzer, que la leyó en 1857,
exclamaba lleno de admiración: «En la tragicomedia
de Venus y Adonis, compuesta para una fiesta regia,
mostró Lope de Vega lo que era capaz de hacer cuando
quería concentrar sus fuerzas. Es una obra tan deliciosa,
escrita con tal excelencia y tan magistralmente desde el
principio al fin; es tan ingenioso el desarrollo poético y

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el modo de tejer la fábula mitológica, que no conozco en
este género cosa alguna que pueda compararse con ella.
La época presente no querrá convenir en ello, porque ha
perdido el sentido para este género de belleza, que antes
sentían los fuertes y hábiles artistas españoles».

Aunque, como indica Grillparzer, en toda la tragedia


son notables la pureza del estilo, la suave cadencia de la
versificación y, pudiéramos añadir, la tierna expresión
de los afectos, todavía podemos señalar, como trozos
dignos de particular encomio, el monólogo de la
cazadora Atalanta en el acto primero; en el segundo,
el trozo cantable (y que seguramente fue cantado) que
pronuncia Hipómenes antes de entrar en el certamen de
la carrera con aquella ninfa voladora, y la legítima y muy
graciosa anacreóntica «Por los jardines de Chipre», que,
sin nombre de autor y como romance suelto, se insertó
en el Romancero general; y, finalmente, en el acto tercero,
la invocación de la furia Tesifonte y el romancillo en que
el pastor Frondoso cuenta la catástrofe de Adonis:

Cual cándida azucena


del labrador pisada...

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El carácter musical domina en toda la tragedia, y se
manifiesta, sobre todo, en el empleo frecuente de los
versos de siete sílabas, que tienen en esta pieza de Lope
un carácter clásico y anacreóntico muy marcado, y tanto
más digno de reparar cuanto que son muy anteriores a
los de Villegas, cuyas Eróticas «a los veinte limadas y a los
catorce escritas», no aparecieron hasta 1618. De los del
bachiller Francisco de la Torre, nada podemos decir con
certeza en cuanto a su fecha, puesto que todavía es un
enigma la personalidad de tan excelente poeta, que por
su estilo tampoco parece muy anterior a Lope de Vega.

Hablando Schack, en general, de las comedias de Lope


sobre temas de la antigüedad, da a entender que en ellas el
argumento mitológico está tratado de un modo romántico,
lo mismo que en las obras análogas de Calderón. Mucho
habría que decir sobre este punto, y, a mi entender, Lope
y Calderón difieren en esto tan profundamente como
en lo demás. Lope, como todos los poetas modernos,
trata las fábulas antiguas sin espíritu religioso, pero las
trata con cierta fidelidad histórica, nacida de aquella
plena objetividad que era la característica de su numen.
Voluntariamente no las altera ni desfigura. Es claro que
el mito de Adonis no conserva en él, como no conserva

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tampoco en el poema de Shakespeare, vestigio alguno
del sentido cosmológico que tuvo al principio, ni de
la grandeza trágica que debía de ostentar en las fiestas
de Biblos y aun en las de Alejandría. No es siquiera el
Adonis de los bucólicos griegos, pero conserva mucho
del Adonis galante y afeminado de Ovidio, y se engalana
con los colores, falsos sin duda, pero todavía brillantes,
de la degeneración bizantina. Todo lo que se refiere a la
infancia de Adonis y a los juegos de Cupido, remeda la
elegancia amanerada, la puerilidad ingeniosa, la afectada
sencillez de las oditas del seudoAnacreonte. Hay, pues,
en esta tragedia cierto género de clasicismo enervado,
que el poeta español (mucho más culto y leído de lo que
generalmente se supone) se asimila con mucha gracia y
frescura, sin perjuicio de parodiarlo de vez en cuando con
algún rasgo humorístico como las estratagemas del pastor
Frondoso y su ambigua consulta al oráculo (imitadas de
Ateneo y de la antología griega), o la extraña resolución
que Venus toma de meterse monja en el templo de Vesta,
lo cual da lugar a la irreverente canción de Cupido:

Cuando yo fuere fraile, madre;


madre, cuando yo fuere fraile.

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Lope de Vega, pues, hasta cuando escribe libretos de
ópera (que esto son, en rigor, sus comedias mitológicas),
permanece fiel a la tendencia realista y humana de su
poesía, al paso que Calderón concibe todo drama como
una especie de ópera, y en las que llama «fiestas» huye
de tal modo de la realidad histórica o mitológica, que,
como dijo su grande apasionado Guillermo Schlegel,
«sus ficciones ligeras y fantásticas apenas tocan la tierra».

Buen ejemplo es de ello La púrpura de la rosa,


zarzuela o representación musical (que de ambos modos
se intitula) hecha en el coliseo del Buen Retiro para
celebrar la publicación de las paces con Francia y las
bodas de la infanta de España María Teresa con Luis XIV,
en 1659. Precede a la zarzuela una loa, en que personajes
alegóricos, tales como la Alegría, la Tristeza y el Vulgo
en hábito de loco, se van arrancando las palabras unos a
otros en la acostumbrada forma de versos simétricamente
cortados:

No, cuando es justo que arguyas...


No, cuando es razón que infieras...
Que hay tan parciales acasos...
Tan neutrales contingencias...

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Que mezclando llanto y risa...
Que alternando gozo y pena...
Obliguen que a un tiempo mismo...
Fuercen a que a una hora misma...
En distintos coros...
En tropas diversas...
De parleras aves...
De fuentes risueñas...

La zarzuela, que es muy breve, pues se reduce a una


sola jornada, fue cantada enteramente, por lo cual, en el
sentido técnico, debe calificarse de ópera. Así se deduce
de estos versos de la loa:

Por señas de que ha de ser


toda música, que intenta
introducir este estilo,
porque otras naciones vean
competidos sus primores.
........................
¿No miras cuánto se arriesga
en que cólera española
sufra toda una comedia
cantada?...

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De este dato se infiere que La púrpura de la rosa fue,
en el orden de los tiempos, la segunda ópera castellana
(después de La selva sin amor). A lo menos no consta
ninguna intermedia. Esta sola circunstancia daría
gran interés a la composición, aunque no la realzasen
además los bellísimos y musicales versos en que abunda,
algunos tan poco usados entonces como los de doce
y diez sílabas, y la maestría feliz con que Calderón
los combina y entrelaza, excediéndose en esta parte
a sí mismo, y mostrando la misma pericia técnica que
en los Autos. Este aspecto poético musical es el que
principalmente debe estudiarse en esta pieza, cuyo estilo,
por lo demás, adolece de la misma mezcla de luz y de
sombras que caracteriza el estilo calderoniano en todas las
obras de aparato: estilo fascinador, pródigo de imágenes
y metáforas, rico en speciosa miracula, pero crespo,
enfático y, sobre todo, amanerado, con todos los vicios
de una decadencia literaria muy avanzada. Es cierto que
el genio sintético de Calderón llega en ocasiones a dar a
este galimatías y hojarasca un superior sentido, que hace
olvidar o perdonar el barroquismo de la dicción; pero
esto no acontece en La púrpura de la rosa, que lleva todas
las huellas de una improvisación acelerada.

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Pasando de la encantadora naturalidad de Lope a
estos artificios y contorsiones de estilo, se siente una
impresión de tedio y fatiga. Tampoco son felices las
alteraciones que Calderón introduce en la leyenda, ni el
recurso romántico de hacer morir a Adonis víctima de
los celos de Marte. Venus no es una mujer enamorada
como en Lope; falta pasión en sus quejas, y, cuando ve
muerto a su Adonis por el fiero diente del jabalí, solo se
le ocurre prorrumpir en esta absurda letanía:

¿Cómo, soberanos dioses,


cielo, sol, luna y estrellas,
riscos, selva, prados, bosques,
aves, brutos, fieras, peces,
troncos, plantas, rosas, flores,
fuentes, ríos, lagos, mares,
ninfas, deidades y hombres,
sufrir tal estrago?...

El mismo Calderón hubo de conocer el mal efecto de


este final, y para neutralizarle, quiso halagar el oído de
los espectadores con algo que les fuese muy familiar y
grato, e intercaló una glosa del romance de Góngora, En
un pastoral albergue, mezclado con fragmentos de aquel

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otro no menos famoso que principia: Sale la estrella de
Venus. La intercalación podría no ser oportuna, pero,
dirigiéndose a un auditorio que sabía de memoria ambos
romances, el efecto era infalible.

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