Elizabeth Bishop
Elizabeth Bishop
Elizabeth Bishop
La primera vez que vi a Elizabeth, hacía pompas de jabón con una pipa de arcilla
elegantemente curvada. Mientras los globos de fragilidad tornasolada se elevaban en el aire y
flotaban vacilantes por un momento para luego desaparecer en el sol de verano, ella seguía su
ascenso hacia el olvido con una mirada afectuosa y atenta, luego sumergía la pipa
cuidadosamente en el vaso de agua jabonosa y soplaba hasta liberar un nuevo ramillete de
burbujas. Sabía que Elizabeth sufría de asma crónica desde la niñez, y hacía poco tiempo
había leído su extraño y jadeante poema, "O Breath", cada línea partida en dos por la cesura
profunda y regeneradora. El poema imitaba su lucha con el misterio oculto en sus pulmones
("something moving but invisibly, / and with what clamor"). La callada intensidad de su juego me
impresionó con su aliento, el agua jabonosa, la frágil pipa de arcilla y ella me pareció, tan
redonda, pura y brillante como las burbujas que creaba con tan serio deleite.
Era agosto de 1949, las dos estábamos en Yaddo, una colonia para escritores y artistas en
Saratoga Springs. En medio de terrenos verdes bien atendidos, cargados con polvo del calor
veraniego, se alzaba la excéntrica mansión construida a fines de siglo por los herederos de una
fortuna ferroviaria. Ahora su vastedad laberíntica proveía un tranquilo refugio para novelistas,
pintores, poetas y compositores. A Elizabeth le habían dado una habitación en la torre, con su
propio balcón redondo que daba al patio de la mansión neo-renacentista, neo-gótica, neo-todo-
lo-que-el-dinero-pudiera-comprar. Un amigo en Nueva York que conocía a Elizabeth había
insistido en que la buscara al llegar a Saratoga. Me acerqué a su habitación, la puerta estaba
abierta, pero no quise molestarla cuando se reclinó en el barandal del balcón, disipando su
precioso aliento. La observé, y luego me escabullí.
Agosto es la temporada hípica en Saratoga Springs o al menos lo era hace cuarenta años y
en ocasiones, cuando las palabras correctas permanecían obstinadamente fuera de nuestro
alcance y la tarde parecía más larga que la eternidad, Elizabeth y yo reprimíamos la culpa que
sentíamos por escapar y nos escabullíamos a la pista de carreras. Con nuestra perfecta
ignorancia sobre caballos y carreras, Elizabeth y yo recorríamos los establos antes de que se
cerraran las apuestas, tratando de decidir por cuál apostaríamos. A Elizabeth le fascinaban los
nombres de los caballos, y esos nombres dirigían nuestras elecciones. Arriesgábamos nuestro
dinero en pencos que habían sido bautizados ¡con tan poética futilidad! Flying Dolphin o Speed
of Light, justo los que invariablemente se arrastraban muy por detrás de los otros, destinados
una y otra vez a perder y pasar inadvertidos. Pero a pesar de nuestros lastimosos fracasos,
aquellas tardes con Elizabeth en la pista de carreras eran regocijantes. Su mirada incansable
absorbía la escena con gusto y respondía a cada detalle con un placer agudo y contagioso: las
multitudes bullendo en el caluroso día; la tensa expectación, palpable cual latidos, mientras los
caballos galopaban alrededor de la pista; el brillo satinado de los uniformes de los jockeys; el
oscuro destello de los caballos al galope, y finalmente los gritos triunfantes de los ganadores y
los gemidos acres de los perdedores. La atención de Elizabeth era absoluta, e incluso cuando
estaba en silencio me daba cuenta de la forma en que captaba el turbulento ajetreo de la tarde,
siempre observando, mirando, guardando, recordando.
Cuando el mes en Yaddo terminó, regresé a mi trabajo en Nueva York y Elizabeth se dirigió
a Washington, donde ocuparía el puesto de Robert Lowell por un año como Consultora de
Poesía en la Biblioteca del Congreso. En ocasiones recibía cartas escritas a mano cuya lectura
solía requerir una lupa, pero el esfuerzo valía la pena. (La letra de Elizabeth era intimidante,
pero más tarde descubrí que, aun cuando sus cartas estuvieran mecanografiadas, resultaba
difícil entenderlas, pues estaban llenas de rayas, como los poemas de Emily Dickinson.) Era
una maravillosa escritora de cartas; las palabras fluían de sus dedos con una espontaneidad
desinhibida, tan diferente de la reticencia y reserva de sus poemas y relatos. Lejos de ser
prolífica en su obra publicada, vertía sus días en miles de cartas con generosa vitalidad y
desenvoltura. Podía evocar la atmósfera de su suntuosa oficina en la Biblioteca del Congreso
en unas pocas frases compuestas sin esfuerzo (su secretaria escribe: "me trata con cariño, me
sugiere hacer una tarea a la vez, sirve jerez para los visitantes, etcétera").
Al final de su año como Consultora de Poesía regresó a Nueva York y a su pequeño
departamento en King Street, en la periferia de Greenwich Village. Pero, como siempre, la
ciudad no tardó en exacerbar su irreprimible inquietud, su apasionada necesidad de viajar, de
desplazarse aun cuando no pudiera encontrar la respuesta a sus "preguntas de viaje".
De niña, Elizabeth iba y venía con sus abuelos y tías entre Nova Scotia, Worcester y
Boston. De joven, por voluntad propia, vagó de Europa a Nueva York a Key West, donde se
estableció varios años durante la guerra. En 1951, tras publicar un libro muy elogiado, North &
South, recibió una generosa beca del Bryn Mawr College y emprendió su viaje más ambicioso.
Elizabeth reservó un pasaje en un buque carguero que bajaría por la costa este de América del
Sur, rodearía el Cabo de Hornos y luego subiría por la costa oeste, con paradas en Río de
Janeiro, Buenos Aires y el lugar que más ansiaba visitar la Tierra del Fuego. Planeaba escribir
una relación en prosa de este largo y arduo viaje aunque secretamente, como me escribió un
poco en serio, deseaba poder gastar todo el dinero de la beca en un par de aretes de diamante,
lo cual consideraba una inversión mucho mejor para el futuro que cualquier cosa que pudiera
escribir.
Yo había vivido en Río durante buena parte de un año cuando el buque de Elizabeth atracó
en el puerto de Santos. Había planeado dos visitas mientras el barco permanecía en puerto
una conmigo en Ipanema y la otra con una amiga brasileña, Lota de Macedo Soares, que había
conocido en Nueva York durante la guerra. Pero el buque partió para Montevideo, Buenos
Aires y el Estrecho de Magallanes sin Elizabeth porque su "breve" parada en el Brasil duró más
de quince años. La razón inmediata para este drástico cambio de planes fue la violenta
reacción alérgica que tuvo Elizabeth ante el fruto del anacardo varios días después de su arribo
a Río. Se sentía como envenenada, y el asma que la había atormentado desde la niñez se unió
al ataque. Cuando se recuperó, dos semanas después, Lota, con quien se había quedado en
Río, ya la había convencido de abandonar el viaje alrededor del Cabo de Hornos y permanecer
en el Brasil.
En las montañas de Petrópolis, a unos noventa kilómetros de Río antigua residencia de
verano de los emperadores brasileños, Lota poseía un gran trecho de tierra, una fazenda
llamada Samambaia, donde estaba construyendo una casa que personificaría sus apasionadas
ideas sobre la arquitectura y el diseño modernos. Como muchas mujeres brasileñas de clase
alta de su generación, Lota nunca había ido a la universidad. Pero aun sin un adiestramiento
formal en arquitectura, había leído mucho y era una entusiasta observadora de los edificios
modernistas creados por arquitectos brasileños de renombre como Oscar Niemeyer, quien
algunos años después construiría el paisaje lunar de Brasilia. Talentosa amateur y bien
informada del diseño moderno, Lota provenía de una familia acaudalada cuyos orígenes
brasileños se remontaban a los colonizadores portugueses del siglo XVI. Pero hacía ya tiempo
Lota se había alejado de su excéntrico padre, dueño del Diario Carioca, uno de los periódicos
más grandes de Río. Cálida y dinámica, rebosante de energía tempestuosa, Lota creía que el
Brasil podía darle a Elizabeth la tranquilidad y la paz doméstica que necesitaba para su trabajo
y bienestar. Vivirían en la casa en construcción de Samambaia, aunque Lota también tenía un
pied-à-terre en la sección Leme de Río, con vista a la playa de Copacabana y a la magnífica
bahía, cuyos peñascos surgen del agua como los dedos rocosos de un gigante, y que los
primeros exploradores portugueses confundieron con un gran río, el Río de Enero.
La noticia de que Elizabeth se quedaría en Brasil me dejó perpleja y no poco preocupada.
Por buena parte de un año había vivido en Brasil con quien entonces era mi esposo, y ya
ansiaba alejarme del calor sofocante, la mala comida, las hormigas indomables que desfilaban
sin cesar por nuestra cocina, el ubicuo sopor y la incompetencia, la inquietante sensación de un
mundo que se derrumba.
No sólo por mi propio descontento con el Brasil consideraba arriesgada la decisión de
Elizabeth. Por momentos, durante mis visitas ocasionales a Samambaia, Elizabeth me parecía
tan frágil como las pompas de jabón que la vi haciendo en Yaddo. Prácticamente no sabía nada
sobre ese enorme país, y aun así, a sus cuarenta años, se estaba comprometiendo con una
extranjería más compleja de lo que incluso una viajera tan experimentada como ella había
conocido jamás. ¿Podría encontrar la medicina para el asma sin la cual no podía vivir? ¿Podría
aprender portugués, un idioma que me desquiciaba? ¿Y no sería alarmantemente inadecuado
el modesto ingreso que había heredado de la familia paterna frente a un índice inflacionario que
se salía cada vez más de control?
Durante una temporada demostró ser alérgica a todas las plantas y árboles del exuberante y
extraño paisaje, pero con el tiempo Dona Elizabetchy como los sirvientes de Lota pronunciaban
su nombre se volvió mucho menos vulnerable a los peligros, internos y externos, y su vida en el
Brasil se convirtió en la época más feliz que había conocido hasta entonces. En "Arrival at
Santos", uno de los primeros poemas que giran en torno a su nuevo sentido de lugar, se burla
de las exorbitantes expectativas con que había comenzado su viaje a América del Sur, aunque
en cierta forma todas se hicieron realidad: "Oh, tourist / is this how this country is going to
answer you / and your immodest demands for a different world, / and a better life, and complete
comprehension / of both at last..." Cuando dejó de ser turista, sus exigencias "inmodestas"
fueron satisfechas, pues Lota perspicaz, generosa y sabia, plena de opiniones firmes e
irreprimibles acerca de todo se había dado cuenta de que Elizabeth, para su salud, su cordura
y su escritura, no necesitaba todas esas semanas solitarias en un buque, ni el estruendo
fragmentador de Nueva York, sino la afectuosa protección de un hogar, una sensación de
pertenencia, las consolaciones ordenadas de la costumbre y la cotidianidad, la voluntad de
quedarse en su lugar. Se volvieron amantes, aun cuando Lota hacía las veces de madre para
Elizabeth, la niña.
Regresé a Nueva York unos meses después de que Elizabeth se instalara en Samambaia, y
no sentí saudades por Brasil. Fue entonces cuando nuestra amistad llegó a depender, a la
enorme distancia de once mil kilómetros, de las muchas cartas que intercambiamos con
regularidad por más de diez años. Si bien era feliz en el Brasil, Elizabeth necesitaba mantener
los lazos con su propio país, y dependía en gran medida de las respuestas a sus cartas, de
Robert Lowell, Marianne Moore, Randall Jarrell, y muchos otros.
Ansiosa, esperaba la llegada de sus cartas con algunos meses (o a veces menos) de
separación; eran maravillosamente espontáneas y divertidas, tan diferentes de sus poemas
fríamente lacónicos. Llegaban en sobres endebles de correo aéreo, con la orilla rayada en
verde y amarillo (los colores nacionales del Brasil) varias piezas de papel barato ("tan delgado",
escribía Elizabeth, "que se arruga como las sábanas") casi completamente cubiertas de líneas
mecanografiadas a un espacio y varias reflexiones escritas a mano con su garabateo
desquiciante.
El ojo cruel y vigilante, que usaba con tan tangible precisión en su poesía, se deleitaba en la
extraña y exasperante variedad de su nuevo hogar, y cuando el portugués de Elizabeth mejoró
fue mucho más sensible que yo al idioma, sus narraciones sobre Samambaia y las ocasionales
visitas a Río ganaban confianza y capacidad evocativa en cada carta. Unos meses después de
mudarse a Samambaia, Elizabeth apenas podía contener su gratitud cuando Lota le mandó
construir un estudio cerca de la casa principal, pero suficientemente lejos para escapar del
tumulto diario de sirvientes y obreros. El estudio estaba en lo alto de una cascada, cuyo sonido
no molestaba a la poeta en su lugar privado, donde podía trabajar en paz y tranquilidad.
La culpa la desgarraba implacable por haber terminado muy pocos poemas e historias
dignos de publicar, en su opinión. (Cuando llegó al Brasil, Elizabeth sólo había publicado un
libro de poemas North & South a la edad de treinta y cinco años.) Carta tras carta lamentaba su
incapacidad para escribir con rapidez y soltura, con la aplicación segura y prolífica de su amiga
y colega Mary McCarthy, y se reprendía sin piedad. Después de leer un extenso artículo sobre
Italia que Mary McCarthy había publicado en The New Yorker, Elizabeth confesó "Estoy
puerilmente celosa de la habilidad [de Mary] para escribir esas cosas. Cómo desearía poder...
Lo que envidio es la cantidad, más que nada pero la poesía no puede hacerse así, supongo, y
yo abordo todo, incluso los relatos, de la misma manera esporádica y emocional, y eso no
funciona muy bien". Por su parte, Mary McCarthy admitió en alguna ocasión: "Envidio la mente
oculta tras las palabras [de Elizabeth Bishop], como un 'yo' que cuenta hasta cien esperando
que lo encuentren." Dados sus muy disímiles temperamentos y talentos, no había manera
alguna de mitigar esa envidia.
No sólo la "indolencia" de Elizabeth era su palabra autorreprensora explicaba su magra
cosecha literaria. Aunque tuviera su estudio para refugiarse, la vida diaria en el Brasil, incluso
para la eficiente Lota, podía ser una lucha exasperante que devoraba el tiempo: el clima, la
inflación enloquecida, los obreros incompetentes que se resistían a cualquier forma nueva y
mejor de hacer las cosas. Como la casa de Lota estaba todavía en construcción, existían
muchas razones prácticas para posponer el trabajo de algún poema o historia inconclusos. Tal
conmoción no impidió que este extraño país proporcionara a Elizabeth la tranquila seguridad de
un hogar, y esa estabilidad le permitió enfrentar las imborrables memorias de su niñez en
formas que nunca antes había intentado. Como John Unterecker ha señalado, en el Brasil "su
extranjería la dejó ser más como ella misma", y por primera vez pudo encarar directamente en
su escritura la confusión y el sentimiento de abandono que había sentido de niña por la locura
de su madre.
En una época cuando los poetas se sienten obligados a confesar incluso los pecados que
no cometen, la resistencia de Elizabeth a incluir experiencias personales en su obra es por
demás admirable. Pero si bien en "In the Village" se permitió escribir con un extraño candor
sobre los desgarramientos y las pérdidas de su niñez, la historia no dejó de inquietarla. Cuando
este poema en prosa fue publicado en The New Yorker, en 1953, Elizabeth se alegró sobre el
pago (generoso, comparado con las pequeñeces que estaba acostumbrada a recibir de revistas
pequeñas), pero no podía silenciar su grave incertidumbre: "Me siento temiblemente rica... y
por supuesto tengo temibles dudas sobre si debí haber escrito 'In the Village' o no, y en todo
caso, sobre si tendrá el más mínimo valor para la lengua inglesa."
Elizabeth era una perfeccionista consumada. Podía ser mordazmente severa sobre el
trabajo de otros escritores que no estaban a la altura de sus exigentes estándares, pero no era
menos dura consigo misma. Era este inexorable rigor, más que ninguna otra cosa, lo que le
impedía enviar cualquier poema o historia que a su parecer tuviera la más mínima falla o que
fuera "horrible", una de sus palabras favoritas. Con todo, Elizabeth sabía que la "materia de
Flaubert" así se refería en broma a la búsqueda obsesiva de la perfección era su única forma
de funcionar como escritora.
En la primavera de 1956, el segundo libro de Elizabeth, Poems: North & South A Cold
Spring, ganó el premio Pulitzer de poesía, y su autora reaccionó con el característico recelo:
"Seguro saben cuán avergonzada me siento por este Pulitzer, aunque fue divertido recibirlo.
Nunca tan poco trabajo había atraído tantos premios... y me interrogo y preocupo
continuamente sobre el porqué." Elizabeth pensaba sinceramente que Randall Jarrell merecía
el premio más que ella; aunque no pudo evitar que la reacción oficial estadounidense en Río la
divirtiera, y hasta impresionara un poco: "Incluso la Embajada, nuestra Embajada, se puso a la
altura de la ocasión a la cima de la montaña, en una enorme camioneta negra; ahora nos
invitarán a ver algunas películas, esperamos..."
Los años de Elizabeth en Brasil estuvieron marcados por una irritante frustración: la
dificultad de importar cosas de Estados Unidos que no se podían obtener por nada del mundo
en el país subdesarrollado. Afortunadamente, por alguna misteriosa razón, los libros y las
revistas carecían de valor para la aduana, por lo que se podían enviar con bastante confianza.
Uno de los placeres especiales que proporcionaban las cartas de Elizabeth era la constante
relación de sus lecturas, y la frescura mordaz de sus comentarios. Podía criticar acerbamente
poemas o novelas malos o pretenciosos, o algún libro que consideraba ridículamente
sobrestimado (como por ejemplo Charlotte's Web de E.B. White), y siempre tenía algo original
que decir sobre los escritores que admiraba.
En un invierno marcado por lluvias bíblicas que no pararon en días, Elizabeth comenzó a
leer las cartas de Coleridge, y por seis semanas más continuó leyendo todo lo que tenía de él.
Durante esta tormenta interminable, Elizabeth se quedó sola en Samambaia unos días "sola"
porque Lota estaba en Río, pero todos los sirvientes estaban en la casa, "y el tucán, que tiene
un pie malo, y el gato (a quien le estaban quitando la landrilla) y la ruidosa cascada siento
como si hubiera tenido una experiencia estilo Robinson Crusoe". De hecho, antes de que
Coleridge acaparara toda su atención, Elizabeth estaba leyendo la novela de Defoe (que no le
gustaba mucho). Si bien escribió el gran poema "Crusoe in England" varios años después, es
tentador preguntarse si acaso sería entonces cuando comenzó a tomar forma en su
imaginación. (A menudo empezaba a escribir un poema y luego lo dejaba reposar; en este caso
podría haber reposado diez años.)
Un año Elizabeth estaba fascinada con una selección de los diarios de Virginia Woolf, y en
una larga carta rumió que Woolf siempre "me recordaba algún insecto maravilloso con 'visión
de mosaico' como el ojo de una abeja en realidad un poco inhumana... No creo que nadie o
nosotros, americanos, quizás (y al parecer no le gustábamos) podría ser tan puramente
'literario' de nuevo..." Una semana más tarde, después de acabar el libro, Elizabeth se mostró
menos indiferente, pensando sobre su propia "indolencia": "...es mucho más heroica de lo que
había notado y la cantidad de trabajo que logra hacer me llena de desesperación. La cantidad
de disciplina es atemorizante".
Las lecturas de Elizabeth en el Brasil cubrían un amplio espectro: Sea and Sardinia, de
Lawrence, que consideraba su mejor libro; una biografía de Melbourne; la vida de Freud de
Ernest Jones; el diario de Darwin en el Beagle, cuyas quejas sobre la ineficiencia e indolencia
de los brasileños le parecían divertidas, pues las cosas habían cambiado muy poco desde la
época de Darwin. Un relato de Salinger en The New Yorker, "Seymour: An Introduction", la
indignó: "Esa horrible falta de naturalidad, cada oración se comenta a sí misma y comenta
sobre sus comentarios sobre sí misma, y al parecer quería ser divertido. Y si los poemas [de
Seymour] eran tan buenos, ¿por qué no darnos uno o dos y luego callarse, por amor de Dios?"
Y en ocasiones las lecturas de Elizabeth resultaban útiles de maneras insospechadas. En
una carta particularmente cautivadora que escribió después de enfermarse de conjuntivitis
durante un viaje a Ouro Preto (donde más tarde compraría y restauraría una casa vieja), dice:
"Mis ojos me molestaban tanto que no pude leer ni escribir durante algunos días, y no dejaba
de pensar que si pudiera llorar, me sentiría mejor. Así que me senté y leí Little Women durante
unas dos horas y lloré bastante, como siempre lloro con el sentimentalismo, y de inmediato mis
ojos se sintieron mucho mejor..."
Aunque nunca dejó de reprocharse a sí misma el escribir tan poco, Elizabeth oscilaba entre
la confianza en sus logros y el temor contradictorio de que todo lo que había hecho no tenía
ningún valor. Un año, se irritó profundamente cuando Vogue publicó un artículo sobre ella
hábilmente cifrado en la ignorancia sobre la naturaleza de su poesía. Cuando ese número de la
revista llegó finalmente a sus manos, se lamentó: "Caray, odio esa imagen de mí misma... y
esa insistencia en mi frialdad y precisión, etc. pienso que es una especie de cliché que se
aplica siempre a las poetisas, al menos yo no sentía escribir de tal manera." Una y otra vez, los
críticos y los periodistas ponían atención solamente en la superficie de sus imágenes
descriptivas, y no lograban escuchar el murmullo de dolor y desesperación, el solitario clamor
detrás del control absoluto y la máscara de indiferencia. Elizabeth sabía mejor que nadie la
facilidad con que su satisfacción precaria, incluso en el Brasil, podía verse amenazada.
Este autoconocimiento provocó, en parte, su intensa aflicción cuando supo que Dylan
Thomas había muerto en Nueva York en 1953. Elizabeth sintió pena no sólo por un joven poeta
que había muerto precipitadamente, sino por todos los poetas, incluida ella, que vivían
demasiado cerca del filo de la autodestrucción. En su carta sobre Thomas, Elizabeth se
preguntaba: "¿Por qué algunos poetas se las arreglan para pasarlo bien y viven hasta
convertirse en viejos aviesos y aburridos como Frost o probablemente viejos pedantes, como
Yeats, o viejos locos como Pound y algunos simplemente no pueden hacerlo?" A pesar de que
su trabajo tenía poco en común con la poesía de Dylan Thomas, al lamentarse por su muerte,
Elizabeth recordó la "simpatía y piedad instantáneas" que sintió al conocerlo en Nueva York,
pues creía que "él hacía que la mayoría de nuestros contemporáneos parecieran
repulsivamente egoístas, cautelosos, hipócritas y fríos...".
Unas semanas más tarde, todavía incapaz de sacudirse la tristeza por la muerte de
Thomas, Elizabeth se permitió un extraño estallido de candor mordaz: "Los poetas deberían
excluir por completo de sus sistemas la desconfianza hacia sí mismos como se puede ver que
han hecho los sobrevivientes... Y claro que no sólo los poetas todos somos desdichados, y la
mitad o tres cuartos del tiempo pienso que es un mundo completamente repugnante y luego el
horror se desvanece por un rato, misericordiosamente. Pero a mi reducida manera, sé lo
suficiente sobre bebida-y-destrucción." Esta carta me alteró; Elizabeth nunca había escrito, al
menos para mí, con tal desaliento. Pero tampoco volvió a mostrarse tan desalentadora de
nuevo. El hecho es que la muerte de Dylan Thomas había perturbado un nervio que no se
acallaría por algún tiempo.
A pesar de los premios y las loas, de la alegría de su vida con Lota, la desgarradora
inseguridad sobre sí misma nunca dejó de mortificar a Elizabeth. Cuando Philip Rahv le advirtió
sobre una reseña hostil de A Cold Spring que aparecería en el siguiente número de Partisan
Review, Elizabeth se crispó ansiosamente: "Me estoy endureciendo, pero por el momento me
siento bastante mal sobre mi propio trabajo. Nunca me ha importado la crítica, cosa extraña,
pero, ¿y si este crítico [Rahv no había revelado el nombre] dice la VERDAD?, ¿si señala las
terribles fallas que sé que están ahí? He sido demasiado afortunada y consentida, lo sé." Dona
Elizabetchy no se dejaba llevar por la falsa modestia; su inseguridad era una constante, una
carga que no se podía quitar de encima.
Con el paso de los años, al leer y saborear las entusiastas cartas que Elizabeth enviaba
desde el Brasil, me convencí de que la satisfacción y el arraigo que Lota había entregado con
cariñosa devoción duraría por siempre. Podía ver a las dos mujeres envejeciendo juntas en la
cima de la montaña de Petrópolis, amigas antes que amantes, felices por su trabajo, por su
acogedora vida doméstica, por el afecto y el respeto mutuos. Pero esto no sucedería. La mujer
animosa y alegre que yo recordaba con cariño fue consumida por la oscuridad. Tornándose
recelosa y hostil, Lota envenenó con acusaciones sin fundamento el confortable mundo que
había creado para sí misma y para Elizabeth, culpándola de abandono y traición.
Cuando Elizabeth no pudo más, voló hacia el norte a fines del verano de 1967 transcurría un
invierno lluvioso en el Brasil para quedarse en Nueva York con algunos amigos. En verdad
necesitaba que el tiempo y la distancia la separaran de la desconfianza y la confusión de
Samambaia. Lota la siguió, pese a que Elizabeth le había rogado que no lo hiciera, y, en el
departamento de aquellos amigos, se suicidó.
Si bien Elizabeth pasó algunos períodos en la casa de Ouro Preto después de 1967, el
Brasil sin Lota no podría ser nunca más un puerto ni un hogar. No fue sólo la trágica y
desesperada venganza de Lota lo que destruyó la vida en que Elizabeth había florecido durante
quince años; sus amigos brasileños le dieron la espalda, haciéndola responsable de la muerte
de Lota.
A principios de los setenta, abandonó el país para siempre. Pero ese lugar retuvo su
imaginación, con la insistente ancla de la memoria, en los poemas brasileños "Santarem" y
"Pink Dog" que escribió en su última década, y en su perturbadora elegía, "One Art," cuyo
estribillo burlón ("The art of losing isn't hard to master") intensifica irónicamente la negación que
el poema hace de la continuidad y la esperanza.
Saudades, Dona Elizabethchy. Saudades, Brasil. ~
https://www.letraslibres.com/mexico-espana/elizabeth-bishop-0
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INSOMNIO
Si el universo la abandonara,
lo mandaría al demonio
y encontraría un curso de agua,
o un espejo, donde morar;
así que envolvé el asunto en una telaraña
y arrojalo a un pozo
ANÁFORA
Cada día empieza con tanta
ceremonia, con pájaros, campanas,
el silbato de una fábrica;
a cielos de un oro tan blanco se abren
nuestros ojos, a paredes tan brillantes,
que por momentos nos preguntamos
“¿De dónde viene la música, la energía?
Y el día ¿para qué criatura inefable se creó,
que seguro perdimos?” Ah, sin demora
aparece él y al instante asume su forma
terrena, al instante cae
víctima de la vieja conspiración
adquiere la memoria y una fatiga
mortal mortal.
CASABIANCA
PELEA
Días: Y pensá
en ese caos de instrumentos,
todos para causar un efecto:
anular la experiencia del otro,
eran como un
calendario abominable
“Saludos de Por siempre & Jamás S.A.”
El sonido intimidante
de estas voces
que tenemos que encontrar por separado
puede y va a ser vencido:
Los Días y la Distancia se desbocaron otra vez
y se alejaron
ambos para bien de un campo de batalla manso.
CHEMIN DE FER
El escenario, empobrecido:
una mata de pinos y el roble; más allá
de su fronda, mezcla de gris y verde,
vi el pequeño estanque
UN ARTE
Los pájaros muertos cayeron sin que nadie los hubiese visto llegar
ni supiera de dónde. Eran negros, tenían los ojos cerrados
y nadie sabía qué clase de pájaros eran. Sin embargo, todos los agarraban
y miraban para arriba al cielo nuevo, acanalado y distante.
También cayeron gotas negras. Recogidas a la noche en los aleros
o congregadas en los techos sobre las camas, pendieron como formas
de gotas misteriosas encima de sus cabezas toda la noche,
y ahora rodaban de sus dedos negligentes, veloces, como el rocío de las hojas.
¿Dónde habían visto brillar bayas así de perfectas,
tan temprano a la mañana? Señuelos de corazón negro
sobre las ramas o bajo las hojas. ¿Pensaron “es veneno” y
las dejaron —acordate— o se las comieron de los árboles atestados?
¿Qué flor se encoge así hasta ser semilla como esta, como la aquilegia?
Pero para las ocho o las nueve sus sueños son todos inescrutables.
INSOMNIA
ANAPHORA
endless assent.
CASABIANCA
ARGUMENT
CHEMIN DE FER
ONE ART
The art of losing isn’t hard to master;
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster.
The dead birds fell, but no one had seen them fly,
or could guess from where. They were black, their eyes were shut,
and no one knew what kind of birds they were. But
all held them and looked up through the new far-funneled sky.
Also, dark drops fell. Night-collected on the eaves,
or congregated on the ceilings over their beds,
they hung, mysterious drop-shapes, all night over their heads,
now rolling off their careless fingers quick as dew off leaves.
Where had they seen wood-berries perfect as these,
shining just so in early morning? Dark-hearted decoys on
upper-bough or below-leaf. Had they thought poison
and left? or–remember–eaten them from the loaded trees?
What flowers shrink to seeds like these, like columbine?
But their dreams are all inscrutable by eight or nine.
http://el-placard.blogspot.com/2018/02/poemas-de-elizabeth-bishop.html?m=1
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ELIZABETH BISHOP:
Fue una poeta estadounidense, distinguida como poeta laureada de los Estados Unidos (1949-
1950) y recibió el Premio Pulitzer de poesía en 1956. Hemos seleccionado dos de sus poemas.
Elizabeth-Bishop. POESIA.
POEMAS EN INGLÉS:
Diaphanous lymph,
bright turgid blood,
spatter outward
in clots of gold
A pool of bitumen
one tycoon
wept by himself,
a blackened moon.
Another cried
a skyscraper up.
Look! Incandescent,
its wires drip.
The conflagration
fights for air
in a dread vacuum.
The sky is dead.
Hidden, oh hidden
in the high fog
the house we live in,
beneath the magnetic rock,
rain-, rainbow-ridden,
where blood-black
bromelias, lichens,
owls, and the lint
of the waterfalls cling,
familiar, unbidden.
In a dim age
of water
the brook sings loud
from a rib cage
of giant fern; vapor
climbs up the thick growth
effortlessly, turns back,
holding them both,
house and rock,
in a private cloud.
Without water
the great rock will stare
unmagnetized, bare,
no longer wearing
rainbows or rain,
the forgiving air
and the high fog gone;
the owls will move on
and the several
waterfalls shrivel
in the steady sun.
POEMAS EN ESPAÑOL:
Ciudad nocturna
Diáfana linfa,
sangre turgente y brillante,
salpica
en coágulos dorados
Un charco de asfalto
un magnate
Otro levantó
un rascacielos con su llanto.
¡Mira! Sus cables
chorrean, incandescentes.
La conflagración
lucha por aire
en medio de un vacío espantoso.
El cielo está muerto.
(Sin embargo, hay criaturas,
cuidadosas, más adelante.
Ponen sus pies en el suelo, caminan:
verde, roja; verde, roja.).
Escondida, oh escondida
entre la alta niebla,
la casa donde vivimos,
bajo la roca magnética,
con lluvia, montada de arcoíris,
de donde las bromelias negro
sangre, líquenes,
búhos y las hilos de agua
de las cascadas se adhieren, familiares,
espontáneamente.
oscurecida y empañada
por el cálido toque
de la cálida aliento,
maculada, adorada,
regocíjate! Pues una época
futura será diferente.
( diferencia que mata,
o intimida, mucha
de toda nuestra pequeña vida
sombría!)
Sin agua
la gran roca quedará
desimantada, pelada,
no más tiempo llevando
ni arcoíris, ni lluvia,
ni el indulgente aire
ni la alta niebla disipada;
los búhos se marcharán
y las diversas cascadas
se secarán
bajo el continuo sol.
Elizabeth-BishoP. POEMAS.
Elizabeth Bishop:
Elizabeth Bishop nació enWorcester, Massachusetts el 8 de febrero de 1911
Murió en Boston el 6 de octubre de 1979.
Fue una poeta estadounidense, distinguida como poeta laureada de los Estados Unidos (1949-
1950) y recibió el Premio Pulitzer de poesía en 1956.
Trayectoria
Juventud
Después de que su padre muriera cuando ella tenía sólo ocho meses de edad, la madre de la
poeta sufrió una enfermedad mental y fue enviada a una residencia psiquiátrica en 1916.
Aunque la madre de Elizabeth Bishop vivió hasta 1934 en un asilo, nunca más se encontraron.
Huérfana desde un punto de vista práctico, Bishop vivió con sus abuelos en Nova Scotia, un
periodo que posteriormente idealizaría en sus poemas.
Años más tarde Elizabeth Bishop fue interna en Walnut Hill School en Natick, Massachusetts,
en donde publicó sus primeros poemas en una revista de estudiantes gracias a su amigo Frani
Blough.
Se matriculó en Vassar College en el otoño de 1929, justo antes del colapso bursátil. En 1933
fundó Con Spirito, una revista literaria independiente junto con la escritora Mary McCarthy,
Margaret Miller, y sus hermanas Eunice y Eleanor Clark.
Escritora
BIOGRAFIA.
La escritura de Elizabeth Bishop estuvo fuertemente influenciada por la poeta Marianne Moore.
Fue presentada a Marianne por un bibliotecario de Vassar en 1934. Moore se interesó mucho
por el trabajo de Elizabeth Bishop y la llegó a disuadir de estudiar medicina en Cornell Medical
School, donde la poeta se había matriculado tras mudarse a Nueva York después de su
graduación. Fue cuatro años antes de que Bishop se dirigiera a la ‘Querida señora Moore’
como ‘Querida Marianne,’ y sólo porque así se lo dijo Moore. La amistad entre las dos mujeres
duró hasta la muerte de Moore en 1972. El libro de Bishop “At the Fishhouses” (1955) contiene
varias alusiones al poema de Moore “A Grave.”
Elizabeth Bishop viajó ampliamente y vivió en muchas ciudades y países, muchos de los cuales
están descritos en sus poemas. Vivió en Francia durante varios años a mitad de la década de
los 30, gracias en parte la ayuda de una amiga de la universidad, Louise Crane. En 1938
Elizabeth Bishop compró una casa con Crane en el 624 de White Street, en Key West, Florida.
Mientras vivía allí Bishop se hizo amiga de Pauline Pfeiffer Hemingway, quien se había
divorciado de Ernest Hemingway en 1940.
Elizabeth-Bishop. BIOGRAFIA.
Fue presentada a Robert Lowell por Randall Jarrell en 1947. Escribió el poema “Visits to St.
Elizabeth’s” en 1950 como recuerdo de sus visitas a Ezra Pound. También conoció a James
Merrill en 1947, y se hizo amiga de él en sus últimos años.
En 1946, Marianne Moore presentó personalmente a Elizabeth Bishop para el premio Houghton
Mifflin Prize de poesía, que Bishop ganó. Su primer libro, North & South, fue publicado con mil
ejemplares; Randall Jarrell escribió sobre él que “todos sus poemas han sido escritos desde lo
más profundo, lo he visto”.
Elizabeth Bishop, quien tuvo problemas financieros a lo largo de casi toda su carrera, cada vez
se mantenía más gracias a la concesión de becas y premios. Tras recibir la importante cantidad
de 2,500 dólares como beca para viajes de Bryn Mawr College en 1951, Bishop partió a
circumnavegar sudamérica en barco. Llegó a Santos, Brasil en Noviembre ese año. Bishop
pensaba estar dos semanas pero permaneció durante quince años.
Elizabeth-Bishop.
Mientras vivía en Brasil, recibió el premio Pulitzer en 1956 por su libro North & South — A Cold
Spring, que agrupaba varios poemarios. Posteriormente recibiría el National Book Award y el
National Book Critics Circle Award, así como dos becas de la Fundación Solomon R.
Guggenheim y otra de la Ingram Merrill Foundation. En 1976, se convirtió en la primera mujer
en recibir el Neustadt International Prize for Literature.
Con frecuencia Bishop escribía artículos para The New Yorker, y en 1964 escribió el obituario
de Flannery O’Connor en The New York Review of Books.
Elizabeth Bishop fue conferenciante de universidades durante muchos años. Durante un corto
periodo de tiempo fue profesora de University of Washington, antes de serlo en Harvard
University durante siete años. También enseñó en New York University, antes de acabar en el
Massachusetts Institute of Technology. Normalmente solía pasar los veranos en su casa de
Maine, en una isla llamada North Haven.
Traductora
Durante su estancia en Brasil, Bishop comenzó a interesarse por las lenguas y literaturas de
Latinoamérica. Con el tiempo traduciría a muchos poetas al inglés, entre los que destacan
Octavio Paz, João Cabral de Melo Neto y Carlos Drummond de Andrade, de quien dijo:
No lo conocía de nada. Se suponía que él era muy tímido. Yo también soy muy tímida. Nos
encontramos una vez – una noche en una acera- Habíamos salido del mismo restaurante, y
besó mi mano educadamente cuando nos presentaron.
Elizabeth-Bishop.
Muerte
Bishop murió de una hemorragia cerebral en su casa de Lewis Wharf, Boston. Fue enterrada
en su ciudad natal, Worcester, Massachusetts.
Obra
Poesía:
https://academiaparaninfo.wordpress.com/2012/06/28/elizabeth-bishop-poemas-escogidos-
poesias-escogidas-en-ingles-traducidas-al-espanol-biografia-y-obras-de-elizabeth-bishop/amp/
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