La Caza
La Caza
La Caza
¿qué más da?, aunque si probable y, en todo caso, verosímil— de la vida del
príncipe Félix Yussupov, más conocido como el hombre que mató a
Rasputín, durante una de sus largas estancias en el Biarritz del año 1934,
cuando por toda Europa planeaba el fantasma uniformado de los
totalitarismos. Álvarez afirma que él se ha limitado simplemente a rescatar
del olvido unos papeles personales y muy íntimos del príncipe Yussupov que
fueron a parar a manos de su tío abuelo por medicación de un entrañable
amigo común, Stefano di Sant’Angelo, quien añadió al manuscrito original de
Yussupov unas páginas acerca de sus propias experiencias eróticas, de su
amigo el príncipe y de sus contemporáneos.
Cuando Yussupov, ya entrado en años, encuentra por primera vez a Michèle,
no podía imaginar que esa jovencísima golfilla de gran belleza cambiaría
radicalmente su vida. Hombre de gran mundo, seductor, y conocido por sus
desvergonzadas aventuras eróticas en los tiempos de la corte del zar
Nicolás II, de pronto sucumbe a la atracción sexual que ejerce sobre él esa
joven vulgar, pero cuyas artes amatorias lo convierten prácticamente en un
sumiso adicto de sus encantos. Mientras el príncipe Yussupov vive la intensa
felicidad de esa atroz «posesión», cuyo delirio comparte el lector gracias a la
terrible sinceridad que se desprende de estas confesiones, la refinada
sociedad que le rodea, espectro de tiempos ya irremediablamente muertos,
espera, impotente, el advenimiento de sombríos acontecimientos. Yussupov,
aun sabiendo que su íntima entrega a Michèle algo tiene que ver con el
deterioro del mundo que ha sido el suyo hasta entonces, se deja arrastrar por
sus instintos hacia un desenlace que no puede ser sino tan descarnado
como su propia, desplazada, vetusta pasión.
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José María Álvarez
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Titivillus 13.12.15
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Título original: La caza del zorro
José María Álvarez, 1990
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Este libro está dedicado
a la memoria de François Truffaut,
que amaba a las mujeres,
y también para
Raymond Carr, a quien debo el título,
y al Dr. Livingstone, que, en las noches
de fogata y aburrimiento de Tanganika,
les leía a sus porteadores negros
novelas pornográficas.
Y, obviamente,
en homenaje a Félix Yussupov,
la más brillante estela
de la caída de las Águilas.
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Vice and virtue are to the artist materials for an art.
It is the spectator, and not life, that art really mirrors
Oscar Wilde
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Prólogo
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letra, probablemente dirigidas a mí, quien al fin y al cabo fui el destinatario último —
mi profunda amistad con ambos permitíame sin duda una afectuosa consideración de
tan trágica apoteosis— del despacho.
»La joven que protagonizó los atroces acontecimientos que son narrados, no
murió. Yussupov sí disparó varias veces contra ella aquella noche infausta, pero pudo
sobrevivir a las heridas. Hace dos años, avisado de su presencia en una casa de placer
de Istanbul por el anciano marqués de Q… —quien de alguna forma le había seguido
el rastró, con altibajos, desde los lejanos días de Biarritz— y coincidiendo con uno de
mis viajes a esa hermosísima ciudad, fui a verla. Estaba muy avejentada y sumida en
alcohol y estupefacientes. Con dificultad se avino a recordar su turbulenta relación
con Yussupov, pero logré convencerla (en verdad, mejor la convenció mi dinero que
mi argumentación) y aceptó escuchar mi lectura de la crónica de Félix y las
observaciones de Sant’Angelo, y después accedió a glosar por su parte determinados
momentos del relato, que yo me limité a transcribir tal como ella, en su espesa niebla
de borracha, me los fue contando. Hubo un instante estremecedor, al despedirnos,
cuando me dijo: “¿Sabes, querido? Llegué a enamorarme de Félix. Lástima…”.
»Creo que estos recuerdos del príncipe, aparte de aclarar unos hechos
extraordinariamente dolorosos para algunos de nuestros amigos, no son mala
advertencia sobre los excesos del amor y la insania que anida en sacar las cosas de
quicio».
Conforme en todo con la voluntad que estoy seguro presidía las intenciones de mi
tío-abuelo Alejandro al confiarme la decisión de entregar estas páginas al olvido o a
la imprenta, determino ponerlas sobre la mesa de un editor. Me he limitado a ordenar
un poco los textos, situando las apostillas en aquellos momentos del relato donde creo
que pueden ser más convenientes para iluminar el discurso de los hechos.
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Como escribió Salustio, «en todo ejerce su imperio la fortuna». Nada, aquella
apacible noche de septiembre, en Biarritz, hubiese podido anunciarme con signo
alguno que pocas horas más tarde esa fortuna enlazaría mi vida —esa vida que yo
había conseguido mantener como una obra de arte exquisita y ordenada— con las
venas del caos en que estaba hundiéndose todo aquel mundo de después de la
Revolución.
Recuerdo el instante, como si su suprema belleza escondiera misteriosamente un
adiós a cuanto hasta ese instante yo había sido, y con su imagen enterrara el pasado
del mundo al mismo tiempo.
La noche era serena. Una suave brisa marina entraba por el ventanal sobre la
ciudad. Amaba aquella habitación. Yo, que había tenido tantas casas, acaso en
ninguna encontré la placidez, la crisálida maravillosa de aquel aposento de hotel.
Siempre he amado los hoteles. Y siempre presentí que pudieran terminar siendo mi
única casa, mi única casa deseada. Desde el ventanal dominaba Biarritz iluminado en
la noche. Mi criado Kuzma había ordenado mi cena situando la mesa cerca del
ventanal. El gramófono sonaba con una placa de la Caniglia. En aquel instante
excepcional resonaba el «Patria mía» de Aída. Yo la escuchaba emocionado mientras
mis ojos recorrían la decoración de aquel aposento. Poco había tenido que añadir para
que constituyese mi hogar: unos libros, unas fotografías. Cuando terminé de cenar
salí al balcón. Más allá de las luces de la ciudad se extendía la oscuridad de las aguas,
la vasta noche marina. Respiré profundamente.
De pronto tuve la sensación de repetir el destino de mi bisabuela Zenaida
Ivanovna. Ella había seguido a su amor, un revoltoso jovenzuelo a quien ataba corto
la policía, hasta Finlandia y, cuando allí lo encarcelaron, mi bisabuela ordenó
comprar una casa en una colina desde donde podía contemplar la ventana de la
prisión de Swiaborg, donde se pudría aquel último fruto de sus huertos de Venus.
¿Qué amor era el que yo contemplaba cada noche desde aquel balcón, desde todos los
ventanales nocturnos de mi vida? Las luces se perdían en el mar. Biarritz era
hermosa. Pero qué podía exaltar en un corazón que había latido ante Venecia, ante la
Estela de los Estuardo de San Pietro, que había tocado el misterio de nuestro Destino
en Sunión. No, era otra cosa, recóndita, remota, inalcanzable como el sentido del
firmamento, magnífica y misteriosa, deslumbrante, como ese asombro que nos
aniquila ante el ruido de las olas o el viento sobre las aguas. Algo que nos llama.
La Caniglia terminó ese aria incomparable. Me acerqué despacio al gramófono.
Le hablé a la placa, le grité exultante, como hubiera hecho en un teatro: «¡Bravo!
¡Bravo!».
Lentamente —todos mis movimientos de aquella noche fueron (o así los
recuerdo) muy lentos—, me acerqué al mueble bar, aquella pieza preciosa que había
comprado en una subasta unos meses antes, de palosanto, y me serví una generosa
ración de Oporto. Qué bella era la copa. Una de las pocas que habían pertenecido a
nuestra casa de Moscú y que había logrado salvar mi criado, como si con ella
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contemplara —él también— su último cordón umbilical con la grandeza del pasado.
Vertí el vino y volviéndome hacia el gramófono, brindé. ¿Brindaba acaso sólo por la
magnífica interpretación de la Caniglia? No. Era un brindis por todos nosotros, por
los que aún habíamos podido gozar de ese lento y dulce tiempo que como un
equilibrio mozartiano sostenía la vida social de antes de la Gran Guerra. Brindé por
nuestra perdida Arkhangelskoy donde mi tatarabuelo Nicolás Borisovich logró un
inigualable esplendor. Brindé por aquel viejo Stefanesco, el tocador de cymbalum,
que alegró mis años infantiles, y por Polia la zíngara, la amante de mi hermano, en
cuya casa y con sus músicos conocí la felicidad, el paraíso imborrable de alcohol y
humo de la libertad de la carne. Brindé por el Zar, el buen Nicolás, arrastrado a la
destrucción por una fuerza ciega de los tiempos que acaso nadie podía someter, bajo
la que todos interpretamos nuestro papel de actores en una tragedia impenetrable, la
chusma que lo asesinó, él, nosotros… Brindé por la belleza de aquella perla, «la
Peregrina», que desde Cleopatra pasando por Felipe II de España había llegado a las
manos de mi antepasada Tatiana Vasilievna. ¿Pero acaso todo ello, nuestra prodigiosa
vida, nuestro altísimo Destino, no se concentraba como una gota de perfume en la
perfección de la soprano, en la emoción de ese aria hermosísima que Yerdi soñó, esas
palabras imperecederas y esa música excelsa que en la noche estrellada y marina
elevaban su canto?:
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Su fiesta de despedida fue una de las más hermosas que recuerdo. Aun en medio
del tumulto y la confusión de aquellos días, reunió en su palacio a las más bellas
putas que todavía quedaban en Moscú, estuvo jovial como nunca, encantador como
nunca, sus amigos nunca lo habíamos visto más alegre. Ya con el alba, después de
haber gozado con varias de aquellas mujeres, nos invitó a seguirle hasta su gabinete,
abrió los armarios y, tomando las más perfectas conchas de aquella memorable
colección, fue estrellándolas contra el suelo. Sólo conservó una para cada uno de
nosotros, que nos regaló como recuerdo. Después hizo salir a todos, se retiró a sus
habitaciones con cinco de aquellas mujeres, el conde Yazhikov y yo, y allí nos
entregamos a todos los excesos que son la felicidad. En un momento dado, mientras
cabalgaba a la más seductora, nos gritó:
—¡Miradme! ¡Nadie podrá decir jamás que me bajé del rayo!
Y en el instante preciso en que su cuerpo fue sacudido por el orgasmo, llevó una
pistola a su sien y se voló la cabeza.
Entonces entró su fiel ayuda de cámara, el viejo Ilya, y nos dijo:
—Excelencias, tengo instrucciones que debo cumplir. Ruego a vuestras
excelencias que se retiren. He de quemar el palacio.
Todos salimos en silencio mientras el anciano Ilya cumplía las últimas órdenes de
mi amigo. El palacio ardió como el más selecto epitafio de lo que había sido nuestra
vida, y el fiel criado pereció con sus cenizas junto al cadáver de su señor.
Aquellos pensamientos me pusieron melancólico. Decidí que sería bueno para mí
distraerme un poco. Llamé a mi criado y le dije que dispusiera el coche. Kuzma dio
las órdenes y me trajo el abrigo, una flor y el frasquito de perfume. Recuerdo que al
salir de la habitación algo me hizo volver los ojos hacia un portarretratos donde
estaban mis padres, jóvenes, y yo, muy niño, junto a ellos. Hubo algo de despedida en
aquella visión.
Bajé las escaleras y me sentía triste. Pasé entre los otros clientes del hotel. Me
crucé con una dama hermosísima. La miré. ¿Cómo tendría el coño?, pensé. Siempre
es algo que me sucede. Cuando miro a una dama pienso siempre en cómo será su
coño; y pocas veces he errado en mi figuración de poder comprobarlo en una
intimidad posterior.
¿Qué es el coño? Muchas veces me entretengo ovillando ideas sobre el tema. O,
más exactamente, ¿qué hay en un coño? Fisura del mundo, por él desembocaríamos
en la explicación del Misterio, en la primera luz de la Creación. No hay dos coños
iguales. Todo en la vida puede aunarse en grupos más o menos similares, como si a
los paisajes y a los seres nos hubieran formado con no demasiados moldes y sólo
permitiéndose pequeñas variantes. Pero los coños son únicos y diferentes cada uno;
no tan sólo por su disimilitud de tacto, suavidad, temperatura, olor, forma, colores,
sino por una inefabilidad lunar que emiten.
Me encaminé hacia la puerta. Me gustaba, con sus refinadas cristaleras y sus
maderas nobles. Respondí al saludo de los sirvientes. Mi coche estaba esperándome.
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El mecánico me saludó abriéndome la portezuela.
—Buenas noches, Alteza —me dijo en ruso, pues todavía no hablaba bien el
francés y sobre todo evitaba hablarlo siempre que podía. Le ordené dirigirnos al
Casino.
Conforme el automóvil avanzaba por las calles de aquella ciudad que tan mía
había llegado a ser, mis ojos comprobaban una vez más con cierta tristeza aquello que
mi amigo Sant’Angelo siempre llamaba, citando a Alexander Pope, to the destruction
of mankind. La ciudad, hasta en su silencio de piedra, reflejaba como a veces la carne
la excitación nerviosa de un ser, esos casi inapreciables estremecimientos, la tensión
de un mundo que estaba modificándose. Junto a los testimonios del antiguo esplendor
—algún palacete o algún jardín bordeado por antiguas y magníficas verjas— por las
aceras caminaba un excesivo número de gentes mal vestidas, con actitudes groseras;
los anuncios de locales dudosos por su iluminación y colorido; algunas putas
callejeras sumamente vulgares y jóvenes con aspecto de carne para invertidos; y
sobre todo aquella inmensa cantidad de letreros en las paredes pintarrajeadas con
pintura negra: carteles y símbolos, hoces y martillos como los que habían segado mi
patria, otros con clamores nacionalistas de no mejor gusto, llamadas al Frente
Popular, a elecciones, insultos contra los judíos, ultrajes a la burguesía. ¿Creían
aquellos desgraciados que iban a cambiar algo? El viejo mundo se derrumbaba entre
un levantamiento general de ignorantes violentos clamando por lo que les habían
engañado asegurándoles que podrían tener, y que terminaría para ellos en una vida
peor que la que ya arrostraban, y aquellos industriales viles y salvajes que se
aprovechaban de ellos… Y por si faltara poco, los salvadores de ese orden, los
flamantes pistoleros de Berlín, de Roma, de Estados Unidos. Vaya oclocracia. No, no
merecía la pena. El verdadero orden de vivir es sumamente delicado; exige mover las
piezas del juego con el mayor cuidado y una poderosa inteligencia muy docta en la
naturaleza humana, sensible a sus límites. No se improvisan los reyes.
De pronto, a través del parabrisas, vi acercarse la fachada iluminada del Casino.
El automóvil se detuvo.
Me gustaba aquel lugar. Era un extraño reducto donde bajo la alta noche parecían
ponerse a salvo todos los desterrados de todos los países que por aquellos días
llenaban Biarritz. Bajo las grandes lámparas, aquella muchedumbre enjoyada se
entregaba a la suerte o al aburrimiento. Los desencantados rostros de los croupiers; la
galería de antiguos… y nuevos poderosos; algún uniforme… de otra época; damas de
ocasión, caras y suntuosas.
¿Hubiéramos imaginado unos años antes que acabaríamos todos juntos?
Salchicheros americanos —debía de haber incluso algún «rey» de algún embutido—
y banqueros e industriales de nuevo cuño, y sus mujeres; y todos revueltos con lo que
logró escapar de Rusia, con los españoles aterrados por el fracaso de Sanjurjo, con
aquellos italianos que en vez de una flor en la solapa bien pudieran lucir un
manganello; o los alemanes endiosados por el nacional-socialismo. Un mundo de
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comerciantes salvajes sin otro interés que amasar dinero, contentos con su incultura,
su salacidad y su grosería. Sí… Pero allí estábamos todos. ¿Acaso yo mismo no los
trataba, acudía a los mismos locales que ellos, incluso en ocasiones estrechaba esas
manos sudorosas? ¡Y qué sastres! ¡Y qué joyeros!
Ya avanzada la noche, después de jugar —y perder— en la ruleta, me dirigí al bar.
Me agradaba aquella barra de caoba flanqueada por altas quentias, con su fondo de
espejos bellísimos. Estaba acaso por la cuarta o quinta copa de champagne, cuando se
me acercó un conocido, español, a salvo allí en Biarritz, él también, de las
desventuras de su patria, no muy segura para él tras el fracaso del levantamiento del
general Sanjurjo. Era el duque de A… Se acercó:
—¿Qué tal, Félix?
—Hola. Te imaginaba en Madrid.
El duque de A… hizo un gesto de aversión:
—No está Madrid ahora muy divertido. No hay autoridad. La chusma campa por
sus respetos. Cualquier día nos cortan el cuello.
Aquellas palabras de mi amigo el duque de A… no eran mal resumen de las
inquietudes que todos, sin distinción de origen, albergábamos por entonces: Europa
era un cruce de caminos de muchedumbres de todas las razas y lenguas y clases con
un presentimiento común: el desastre. El horror era algo que podía palparse.
Inminente.
Un poco después, mientras paseaba por el salón, vi que entraba mi muy querido
Sant’Angelo. No lo esperaba en Biarritz tan pronto. Había regresado de Roma. Nos
saludamos con mucho afecto. Siempre estimé profundamente a Sant’Angelo. Nos
conocimos siendo los dos muy jóvenes, y solíamos pasar de vez en cuando
temporadas cada uno en alguna de las casas del otro. Sant’Angelo era uno de los
hombres más alegres y estimulantes que he conocido. Tenía tres pasiones: la ópera y
la literatura, las mujeres y el desprecio por todo lo que no fuera excepcional.
Habíamos compartido con dicha viajes, mujeres y gozos artísticos. Pertenecía a una
viejísima familia que había entregado al mundo numerosos cardenales, un papa,
varios locos, varios suicidas y un sinnúmero de muertos por la violencia de las
guerras casi tribales de los italianos. Era un hombre muy refinado y con el que
compartía singulares obsesiones en el terreno amoroso. Su casa de Capri era célebre
por las orgías, sobre todo con niñas, que allí tenían lugar. Aquel Capri de hace unos
años, donde todos nos sentíamos como dioses de la Antigüedad bajo el sol y junto al
mar. Sant’Angelo siempre decía que el placer con las mujeres mayores de dieciséis
años no deja de ser algo necesario y, por lo tanto, vulgar; que el verdadero arte y las
más inolvidables complacencias se revelaban en el amor de las niñas de once y doce
años.
—No te esperaba hasta dentro de un par de semanas —le dije.
—Oh, regresé esta mañana —me contestó él.
—¿Qué tal María? —le pregunté. María era su esposa, otra hija de una sangre
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antiquísima, también con uno, o dos, quizá tres papas en su genealogía.
—Ah, perfectamente, Félix. Maravillada por su Duce.
Me resultaba chocante la idea de una mujer como María, seguidora de aquel tipo
tan borrascoso.
—Sí, sí —me dijo Sant’Angelo—. No te rías. Es Italia entera la que delira.
—Es un delirio que puede terminar mal —dije yo.
—Bueno… Uno más. Habrá una guerra. Otra… —Sant’Angelo, como siempre,
parecía estar por encima de aquellos problemas. Llamó al barman—: Champagne.
—El viejo cuento narrado por un idiota y que nada significa —dije yo.
—Lleno de ruido y de furia —me contestó Sant’Angelo—. Bah… Hablemos de
algo más interesante. Me dijo Stefano que por fin habías conseguido las dos acuarelas
de Durero.
Sí. Las había conseguido. Después de perseguirlas muchos años por subastadores
de toda Europa.
—Vamos a celebrarlo —dijo Sant’Angelo. Me ofreció una copa de champagne,
tomó él la otra y la alzó brindando—: Por nosotros —dijo.
Cuando, después de un rato de agradable conversación, Sant’Angelo se retiró, yo
me quedé aún unos minutos en el bar. Era bastante tarde, pero no tenía ganas de
volver al hotel. La noche era perfumada y una brisa serena cubría la ciudad. Le dije al
mecánico que me llevara a un bar de las afueras, donde iba en ocasiones, que no
cerraba jamás. Me gustaba aquel lugar, sus toldos de colores que cubrían los muebles
de mimbre blancos, las suaves lamparitas amarillentas que iluminaban delicadamente
el local. Era también punto de cita de una prostitución muy selecta a la que iban a
buscar clientes muy habituales.
Pedí una botella de champagne y mientras bebía contemplé aquel jardín. Había ya
pocas personas, y los escasos clientes que aún permanecían allí lo hacían con mujeres
muy atractivas.
De pronto, en una mesa cercana, vi a una joven de extraordinaria belleza. Era
fascinante. Me extrañó su presencia, pues no aparentaba más de trece o catorce años,
y, aunque en aquel local más o menos todo estaba permitido, era inusual la presencia,
y sobre todo a aquella hora, de una criatura como la que yo estaba contemplando. Su
vestido no denotaba elegancia, refinamiento; era incluso un poco vulgar, pero esa
misma vulgaridad aumentaba su atractivo, su sensualidad. Se trataba sin duda de uno
de esos productos supremos que de vez en cuando nacen de las clases más humildes,
esas bellezas triunfantes, esa seducción inexorable, como si en su carne se
concentrara toda la fuerza de la necesidad de ascensión social sin otro poder que sí
misma. Brutal e inexpugnable. Estaba bebiendo algo de un desagradable color rojizo.
Era provocativa, morena, de ojos inolvidables. Estaba sola. Se dio cuenta de mis
miradas y adoptó una postura excitante, pero de una gracia muy infantil. Yo la
contemplaba absorto. Ella, en un momento dado, me sonrió. Le hice un gesto para
que se acercase a mi mesa. La niña vino hacia mí, radiante.
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Era preciosa. Como una joya perfecta. Con la fastuosa calidad de seda de la
juventud, pero que en ella parecía fundirse con esa irradiación diabólica que en
ocasiones sucede en ciertas niñas de doce años, ésas que emergen de la brutal
crisálida infantil como seres fabulosos, flujo de Venus, con cada célula de su carne
regida por un insaciable juego erótico, donde la pasión es sobre todo curiosidad, sin
razón ni clemencia. Criatura fascinante, hechizada y hechicera, evanescente,
milagrosa. Mientras se acercaba a mi mesa sentí su desnudez, el roce de la tela de su
falda que se pegaba a sus caderas y muslos al andar. Su pelo flameaba. ¡Sonreía! La
soñé en la cama, mi cama; me excitó la inminencia de acariciar aquella carne joven y
maravillosa, podía ya sentir en mis dedos el tacto de sus piernas, de sus muslos, de
ese sexo que imaginaba caliente y suave. Me deleitaba como si ya estuviera besando
esos labios lamidos y brillantes. Llegó junto a mí.
—Señor —dijo—, ¿me ha llamado?
La miré. Cada segundo parecía más hermosa. La luz de las mesitas recortaba su
rostro. Sí, debía de tener quince años, pero había algo misterioso, encantadoramente
más infantil en sus ojos, en su sonrisa.
Me recordó a otra criatura magnífica a quien había encontrado una tarde de ésas
de antes de la Revolución en una senda de nuestra finca de Koreiz, en Crimea. Era a
principios de mayo y yo había salido a cazar. Ella jugaba con florecillas. No tendría
más de doce años, pero su constitución campesina la dotaba ya de un desarrollo muy
seductor. Siempre me han gustado las niñas. Cada edad tiene su atractivo inexhausto.
Pero en ocasiones con las niñas pueden lograrse placeres muy sugestivos. Me acerqué
a ella. Su cara era llenita y tenía unos alegres ojos azules. Su vestido apenas retenía
ya unas formas, unas piernas, unos pechos que ansiaban escapar. Me acerqué. Olía un
poco a suciedad. Me senté junto a ella. Hablamos. No tardé mucho tiempo en
forzarla. No se resistió, incluso pareció gustarle. Mis manos se deslizaron ágiles por
sus piernas, acariciaron sus muslos y su pecho. Le levanté el vestido, mientras ella
reía con una risita conejil. Era casi impúber. De entre sus muslos ascendía un vientre
regordete con una hendidura, como una pincelada maestra, rosácea, apenas cubierta
por arriba por un delicado inicio de plumón. Me trajo el aroma de otras niñas que yo
había frecuentado en los prostíbulos de Nápoles, sobre todo durante mi viaje con el
profesor Prokhoff. Aquéllas eran algo distintas: más mujeres, más ese otro animal
intermedio y radiante y único, ni niña ni adolescente, sino diosa salvaje, y sus sexos
aparecían ya cubiertos por un vello suave y delicioso. Cuánto me divertí con ellas,
sobre todo con una llamada Violetta, con la que me acostaba siempre, junto a otra ya
mayor vestida de marinero, mientras otras dos niñas, en tanto nosotros nos
entregábamos a los más diversos placeres, correteaban jugando alrededor. Esa que
hallé en el camino de Koreiz era hermosa como Violetta, pero no creo que hubiese
sentido en su carne otros manoseos que los de algún zancajoso bobuno de su aldea;
juegos de niños. De cualquier forma, no le hizo ascos a mi enardecimiento. Le
acaricié aquella ranurita rosada, y su culo, y ella sonreía.
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—¿Te gusta, eh? —dije.
—Ah, sí, Excelencia, mucho. Mucho.
Intenté meterle un dedo en su pequeño sexo, pero vi que le dolía un poco.
—No temas, no te haré daño —le dije.
Cogí unas florecillas de las que ella había arrancado, y empecé a rozarle, como un
juego, su sexo y sus muslos y su vientre.
—Me hace cosquillas —dijo riendo.
—¿Has visto alguna vez a un hombre desnudo? —le dije.
Ella me miró.
—Sí.
—¿Te gusta?
—Sí.
—Seguro que te gusta, jovencita. Ahora voy a enseñarte algo.
Y me abrí mis pantalones, mostrándole mi desnudez que obviamente ya estaba en
estado de absoluta erección. Cogí su mano y la aferré a mi verga.
—Tócala —dije—. ¿Te gusta?
—Es muy grande —dijo.
—Sí, es grande, y te quiere a ti, ¿sabes?
Le gustaría mucho poder meterse en tu pequeño conejito.
Ella rió.
—¿Cabría, señor? Es muy grande.
—Ven aquí —dije—, putilla. Ya lo creo que te gustaría. Quiero que tomes en tu
mano este pedazo de carne, que te arrodilles ante él, que lo beses y que digas: «Es el
diamante más grande del mundo». Tócalo, está duro como un diamante.
Ella lo hizo. Lo besó.
—Acarícialo con tu lengua —le dije.
Ella lo hizo. Yo noté cómo mi arrebato llegaba a su cima, y una gota de mi zumo
perló la punta de la cabeza de mi miembro.
—Lame eso —dije.
Ella lo hizo.
—Di que está bueno. Di «Qué bueno está. Dame más».
—Que bueno está, dame más —pidió la niña.
Entonces empecé a restregar frenéticamente mi sexo sobre su cara, sobre sus ojos,
sobre sus labios. De pronto noté un estremecimiento, y un chorro de semen se
extendió sobre aquel rostro delicioso.
—Relámete —le dije.
Ella se relamió.
Esa imagen, esa niña relamiéndose, golosa, satisfecha, se ha conservado en mi
memoria como un camafeo de felicidad. Le di una moneda y la despedí.
Pues bien, aquella felicidad exultante, volvía a encontrarla ahora en la noche de
Biarritz. Ese súcubo fucilante, esa maravilla que ardía ante mis ojos, tenía todo el
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aspecto de una gloriosa, abisal, extraordinaria preadolescente de ésas a quienes tanto
amo, de ésas que tan dichoso me han hecho a lo largo de los años. Un ser donde dejar
arder los sentidos. No parecía, de todas formas, una putilla. Su aspecto era un poco
vulgar, pero una vulgaridad encantadora. Era muy bella, pero sobre todo era «ese»
movimiento del pelo, «esos» ojos, «esa» gracia inefable. Calculé que tendría catorce
años, y que quizá fuese del sur. Tenía aire sureño, sin duda. Quizás una hija perdida
de esas terribles columnas de refugiados, de exiliados, de desterrados que cruzaban
sin hogar y sin rumbo toda Europa. También podía ser húngara, había algo en ella que
me evocaba otros rostros allá amados. Estaba frente a mí. Mirándome.
—¿Me permite invitarla? —le dije.
Ella pasó sobre mi piel una mirada suave que casi podía tocarse.
—Oh, sí, claro —me contestó. Y sus dientes brillaron en una sonrisa húmeda.
Su tono, creo que hasta lo consideré entonces, denotaba cierto desparpajo. Su
sonrisa era burlona y caliente. Llamé al camarero, que inmediatamente se acercó.
—Traiga otra botella —le ordené—. ¿Le apetece champagne, me figuro?
—Oh, sí, sí —dijo ella con cierto alborozo.
El camarero se retiró y nos quedamos a solas. Se hizo un silencio durante el cual
nos miramos como sopesándonos; un silencio incómodo, que terminó por romper
ella:
—¿Vive usted aquí? —me preguntó.
—Temporalmente —dije yo.
Ella asintió, pero quedó como esperando alguna explicación más.
—Bueno —le dije—. En realidad vivo habitualmente en París. Entre París y
Londres. Pero paso temporadas aquí, en Biarritz.
—¿Le gusta Biarritz? —La joven parecía tener ganas de hablar.
—En realidad… —empecé a responder. Pero ella me cortó con uno de aquellos
«Ah…», tan suyos.
Yo la miraba. La contemplaba como podía estar contemplando un Velázquez o un
Rembrandt, emocionado hasta los huesos. Mis ojos estaban fijos en sus labios
carnosos y mojados, en su adolescencia inverosímil.
Estaba rodeada por el abismo.
—¿Y usted? —dije yo—. ¿Es de aquí?
—Oh, no. Vivo desde hace muy poco. Soy de Toulon —respondió ella—. Pero no
me gustaba. Es muy pequeño. Y la gente… ¡puaf!
Dijo «puaf» con un mohín infantil, gracioso y perverso al mismo tiempo. Se la
hubiera metido en la boca en aquel instante.
—Sí, Biarritz es agradable —dije yo; fue lo único que se me ocurrió. Sólo podía
mirarla. Notaba cómo en mi pantalón iba creciendo mi sexo, brutal, ansiosamente.
—A mí me parece de película —dijo ella—. Una delicia.
Me miró provocativa. El camarero se acercó con otra heladera y la situó junto a
nosotros. Sirvió dos copas. Yo tomé la mía y la alcé hacia ella:
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—Por su belleza —dije.
Ella entreabrió la boca. Sus ojos brillaron incitantes.
—Me llamo Michèle —dijo.
Y brindamos. Ella se relamió.
—¡Me encanta el champagne! —exclamó.
Gozaba de aseidad. Era una de esas criaturas escogidas en las que notas que ha
intervenido el semen de Satán; uno de esos seres transitorios, fugaces, salvajes y
bellísimos, como ese espasmo de los lomos del cisne que viera Yeats; ese momento
en una mujer, en la preadolescencia, en que, como si la Creación entrase en un
turbión que expresara toda su fuerza ciega, esa sombra de perdición arranca a vivir,
con su espíritu tan abierto como sus ojos, sin prejuicios, dispuesta a hacerlo suyo
todo, con la carne ardiendo, intuyendo muy bien qué puede complacerla más y mejor.
Ese instante en que esos muy pocos cuerpos elegidos, esos rostros, esos ojos, se
llenan de un rumor de vida e inteligencia, y sin que haya aún nada en su vida que
pueda entenebrecerla. Esa especie de esplendorosa plenitud de la pubescencia, esa
deletérea potencia sexual, avasalladora y letal. Es difícil expresarlo con palabras, pero
con qué rotundidad se manifestaba al mirar cara a cara sus ojos de serpiente.
La invité a mi hotel, y aceptó. Mientras el automóvil nos conducía por aquellas
calles ya desiertas, tomé su mano entre las mías. Ella me miró sonriendo. Yo estaba
muy excitado. Me costaba trabajo esperar a llegar al hotel. Sentía su presencia junto a
mí, la inminencia de su desnudez, de su carne. Mientras contemplaba, perdido en mis
pensamientos, las calles, las gentes que cruzaban por el empañado cristal de la
ventanilla como una fantasmagoría, evitando mirarla a ella, dejé caer mi mano sobre
sus muslos. Sentí su carne caliente a través de la suavidad de la falda. Avancé con
mis dedos, como si mi mano fuese una araña, hasta llegar a su rodilla. La acaricié.
Ella no dijo nada. Vi que miraba esa mano. No es posible decir qué había en sus ojos:
fríos, lejanos, como si otros ojos miraran desde dentro de aquéllos. Sentí que abría un
poco los muslos. Entonces deslicé mi mano hacia arriba, y los acaricié. La piel era
muy suave, con ese frescor repentino que inunda la mano del amante ya casi en el
sexo. Pura gasa de Dacca.
Era el mismo frescor, de pronto, que hacía más de treinta años me inundara en los
muslos de mi primer amor infantil, mi prima Catalina Sumarokof-Ebston. Era una
fragancia que reconocía, ese olor acre y delicioso, como el que sorprende una
intimidad. No hablamos durante el viaje. Michèle parecía de pronto un poco cohibida.
Cuando llegamos al hotel le dije que me siguiera. Subimos a mis habitaciones y
ordené a mi ayuda de cámara que dispusiera una cena fría en la salita. Mientras la
preparaban, yo salí al balcón sobre la ciudad y el mar, y le hice un gesto a mi joven
amiga para que me acompañase. Le serví una copa de champagne y se la ofrecí muy
cortésmente, y ella me miró con sus ojos turbios. Me senté en un sillón.
—Desnúdate —le dije.
Ella me miró con una sonrisa indescifrable. Como la Esfinge.
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—Ahí —dije—, ahí. Con la noche detrás. Ahí. Desnúdate. Despacio.
Michèle dejó caer los tirantitos de su vestido y vi sus inciertos hombros brillando
bajo la luna. Se quedó en viso; un viso rosa pálido, como de satén, que marcaba
asombrosamente la morbidez de sus formas. Entonces, despacio, dejó resbalar por sus
brazos los tirantes y el viso se deslizó lentamente hasta sus pies; lo apartó con un pie,
el gesto elegante, sin dejar de mirarme. Ahí estaba, arrogantemente, desnuda, tan sólo
con una braguita blanca y apretada que señalaba la prominencia deliciosa de su
Monte de Venus. Sin dejar de mirarme se quitó despacio, muy despacio, su braga,
como en un lentísimo movimiento de baile. Entonces, arrobada por un sutilísimo
gesto de vergüenza, se volvió hacia el ventanal y me mostró su espalda. La espalda se
extendía lujosa y joyante desde un cuello que yo soñaba en morder hasta la locura a
la deliciosa curvatura de unas nalgas orgullosas, imperiales. Era una espalda sobre la
que reverberaba la luz de la noche sobre su pelusilla delicada al inicio de las nalgas.
Soñé en el instante en que habría de poseerla por ahí. Sus hombros eran delicados,
frágiles. Pensé en su abrazo, desplegando en mí su hálito de desorden, energía y
muerte como los abismos del kraquen, mientras de su pecho marino, de sus axilas, de
su vientre, emergería fundido al dorado de su piel sudorosa una brisa, un olor que
sería como rumor de rompiente. Adoré esos brazos que brotaban como pájaros de su
desnudez sublime, ornados de pulseras finas, erizados de vello finísimo y narcótico.
Su piel era bronceada, oro viejo. Yo había amado pieles blancas y limpias, como la
que fijara en mi cristalización amorosa aquella amante de un argentino que fue quien
me inició en el placer cuando yo tenía once años, aquel otoño, en Contrexéville,
durante una cura de aguas de mi abuela. Pero esa piel tostada me trastornó. Era como
una brisa de climas exóticos. Confirmaba la vitalidad del ardor que yo soñaba en mi
criatura. Michèle era un ser marino, como recién bañado por las aguas de un verano,
eco de playas soleadas, como un velo de luz submarina, sacratísima.
Era un cuerpo turbulento. Los pechos eran pequeños, con una suave curvatura
hacia arriba y pezones extendidos. Su vientre hundido se enmarcaba como una joya
por caderas redondeadas y algo ambiguas, y en el centro de esa belleza, como una
flor de más allá de los tiempos, devoradora, misteriosa, su pubis pronunciado cubierto
de una esplendorosa mancha de vello castaño. Era bellísima. Un cuerpo no sólo para
ser gozado, sino para adorarlo como a una de esas raras culminaciones de la Belleza
donde parece que la ciega Naturaleza de vez en cuando, al azar, rinde una especie de
homenaje a su Creador. Michèle me miró con descaro.
—¿Y ahora…? Ahora, ¿qué quiere que haga?
—Ven —le dije.
Michèle vino hacia mí, y se detuvo donde podía tocarla. Yo avancé mis manos y
tomé las suyas.
—Eres hermosísima —dije.
Ella no respondió.
—Ven —le pedí.
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La acerqué a mí y apoyé mi cabeza en su vientre hundido y equívoco. Sentí
contra mis mejillas aquella carne tibia y cómo el vello de su pubis rozaba mi barbilla.
Aspiré profundamente. Un vaho calcinado, un perfume inefable subió hacia mí. El
Nepente. Besé aquel pubis, tomé sus rizos en mis labios. Mis manos se deslizaron
hacia sus nalgas redondas y prietas; las estrujé y todo su cuerpo pareció fundirse con
mi aliento.
No era sólo enardecimiento sexual lo que yo sentía. Era todo mi ser en erección,
como si desde lo más profundo de mis entrañas el viejo sueño de la perfección de la
vida y del arte tomara forma y, hecho sangre, me engrosara la verga. Sentí unas ganas
inmensas de poseerla allí mismo, de pie, en el suelo, como fuera, por donde fuera. La
arrastré hacia la balaustrada del balcón, la apoyé contra el mármol, y quitándome
rápidamente los pantalones, sin pensarlo, hundí mi miembro entre sus piernas. Ella se
echó hacia atrás y entonces, como si se abatieran unas misteriosas puertas, vi el mar y
la noche. Estaba poseyendo a Michèle y al mismo tiempo estaba entrando en una
sagrada configuración de oscuridades marinas y celestiales. Las estrellas lucían
resplandecientes en el cielo y la Luna brillaba en todo su esplendor. No la besé. Entré
en ella, separé con mis dedos los labios de su sexo, esa boca hambrienta y fatal, y
entré en ella como el que se sumerge en la muerte. Estaba poseyéndola, pero mis ojos
estaban clavados en la vasta noche y en la lejanía marina. Era como una ofrenda a la
Luna, un homenaje a su poder fatídico. Notaba mi miembro moverse, hendir aquella
cueva húmeda y caliente, pero era a la Luna a quien estaba penetrando. Michèle había
dejado de existir. Tenía la belleza en mis manos y mi sexo hundido en su carne.
Los gemidos de Michèle me sacaron de mi sueño. Se estremecía. Oh Dios, hacía
tanto tiempo que no había escuchado esos deliciosos gemidos, como de animal. Y
notaba mi miembro cada vez más mojado. Michèle se arqueó. Estaba viniéndole. No
sólo yo tenía su belleza, sino que la Belleza me deseaba, yo la hacía gozar. Perdí la
cabeza, y empecé frenéticamente a empujar, a moverme. No me importaba si podía
hacerle daño. Quería que mi sexo entrase en ella, todo yo hubiera entrado, que la
triturase; quería ver esos ojos enturbiarse, esa carne envararse, esos labios musitar,
gemir.
—¡Oh… ya, ya! —suspiró Michèle—. ¡Ya me viene, ya, me viene…! ¡Sigue!
¡Sigue! ¡Sigue!
Yo seguí, salvajemente. De pronto sentí como si todo mi yo se licuara y saliera de
mí en ese chorro hirviente.
—¡Cabrón! —gritó Michèle—, ¡cabrón!
Nos quedamos quietos. Apoyé mi cabeza, ciego, en sus hombros delicados. No
nos movimos. Le pasé la mano por la cintura y noté el pliegue producido por el
mármol de la balaustrada. La separé de ella. Nos quedamos inmóviles, abrazados.
Besé su cuello, dejé caer mi mano y acaricié la hendidura de sus nalgas. Estaba
húmeda, una mezcla de sudor, de semen, de sus propios jugos exquisitos. Saqué mi
miembro despacio y noté cómo por sus muslos resbalaban unas gotas cálidas. La
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miré. Michèle estaba arrebolada. Más hermosa que antes. Como si el placer hubiera
multiplicado su encanto, su embrujo.
—Ven —le dije, y la llevé hasta el lecho—. Ella se dejó caer como un animal
cuando quiere descansar, con su cabeza y su pelo extendido sobre las sábanas y las
piernas medio abiertas. Traje champagne. Me gustaría —dije— tener la polla de un
caballo, y reventarte.
Ella sonrió.
—Ven —me dijo. Y alzó sus manos. Sus ojos turbios me miraban con algo más
que placer, o eso al menos imaginaba yo—. Ven.
Me tumbé junto a ella en la cama.
—¿Cuántos años tienes? —dijo.
Esa pregunta, que en otras circunstancias me hubiese molestado, en Michèle fue
tan espontánea que no me hirió.
—Cuarenta y siete —dije.
—Pareces un muchacho. Joder contigo es como jugar. Mejor que un muchacho.
Besé a Michèle. Sentí su lengua enroscada en la mía, su saliva, sus labios
calientes —pensé en aquel verso de Shakespeare, «Tus labios están calientes»—, su
cuerpo sudoroso que se apretaba contra mí. Mi miembro se puso de repente rígido.
Sentía un vigor, unas ganas brutales. Seguí besándola y con mis dedos empecé a
acariciar su sexo, metí uno, dos, tres dedos en él, notaba cómo parecía hervir con
todos sus jugos y los míos; mis dedos se perdían en un líquido espeso. Ella apretó mi
mano con las suyas. Seguí masturbándola hasta que comprendí que estaba al límite
del placer, entonces me puse encima y hundí mi miembro otra vez en ella,
salvajemente. Fue una copulación frenética. Los cuerpos se agitaban como las alas de
un pájaro entre gemidos y suspiros. Nos corrimos dos veces más. Las sábanas estaban
empapadas. Ella se levantó de pronto.
—Espera —dijo—, voy a lavarme. No te has puesto nada. No quisiera quedarme
embarazada.
Y salió hacia el cuarto de baño. Yo me quedé tumbado, encendí un cigarro. Me
serví una copa. Miré mi sexo, que caía entre mis piernas rendido por el placer. Le
sonreí. «Ah, viejo compañero», le dije, «viejo y querido compañero…». Michèle
volvió.
—¿Tienes una aspirina? —me preguntó.
—¿Te duele la cabeza?
—No. Pero no me fío. Hemos jodido mucho y me he lavado tarde. Dame una
aspirina.
Se la di. Ella se la metió en lo más hondo de su sexo.
—Es muy seguro —me dijo.
Mientras ella dormía a mi lado, iluminada por la Luna, yo soñé que de alguna
forma aquel ser me devolvía parte de nuestro esplendor perdido. Yo mismo me sentía
joven, eufórico. Mi habitación del hotel parecía transformarse en aquel teatrito
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delicioso de nuestra residencia de San Petersburgo, en el malecón Moika; me vi a mí
mismo como era en el retrato del gran Serof; ante mí desfilaron la fachada y los
jardines en gradas de Arkhangelskoy, nuestra villa de Tsarkoie-Selo, la majestad de
los zares; comprendí el verdadero sentido de aquella frase, que mi antepasado Nicolás
Borisovich hizo grabar en la estela en honor de la Gran Catalina, según la cual había
seres que junto a la envergadura de sus sueños, recibían del destino la fuerza
suficiente como para poder llevarlos a cabo. Michèle me traía ahora esa fuerza. El
viejo mundo de mi juventud, lo que aún se me había dado contemplar, el orden, la
perfección del mundo, el sueño de la Belleza, la Sabiduría del Orden, no renacería de
sus cenizas, pero a mí se me permitía la fuerza necesaria no sólo para evocarlo
virilmente, sin melancolía, sino para encarnar su canto del cisne con todo derecho, y
para poder decir con orgullo: Fue así, y, fuese lo que fuese, nunca volveréis a ver
nada igual.
La luz del sol que se levantaba fue plateando la habitación. Ella dormía junto a mí
como un animalillo que descansa después de haber jugado. Encendí un cigarro y a
través de su humo magnífico contemplé aquella pieza que hasta entonces había sido
mi reino de soledad. Las copas medio vacías, la ropa tirada, mis objetos amados.
Michèle estaba desnuda, medio cubierta por una sábana. Sentí una gran ternura, y la
besé en los hombros. Ella se desperezó y dio media vuelta, y sus pechos se movieron
hacia mí. Eran los suyos gestos de niña mixturados con una sutil sabiduría de
cortesana. Violación y prostíbulo. El aire olía a sexo, a perfume, a sábanas sucias y
mojadas.
—Oh… qué bien —dijo aún medio dormida.
Noté el calor que desprendía su cuerpo. Como un viento caliente en mi cara. Me
levanté y traje de la otra salita el desayuno. Puse la bandeja junto a ella. Al verla,
empezó a hacer gestos, destapando los platitos.
—¡Ummm! Qué bien —exclamó regocijada—. Nata. Y pastelitos con crema.
Se levantó. Desnuda en aquella luz parecía una estatua bajo el mar. Me abrazó,
me besó, mientras exclamaba:
—Te quiero, te quiero, te quiero. Eres adorable.
Y me sacó la lengua. Aquella lengüecita caliente y vivaz.
Era una gracia la suya de ensoñadora delicadeza unida a una canallesca
vulgaridad que le daba el mayor encanto. Me hipnotizaba. Un encanto fatal. Sí,
entendí aquella frase famosa: «Detente, eras tan bella».
Michèle, con un gesto de fingida sorpresa, fue al baño. Miré su culo moviéndose,
su espalda que brillaba, larga, casi de muchacho. Desde la puerta del baño me hizo un
guiño. Mientras ella se lavaba, pensé en la extraña maravilla de aquella noche. De
pronto sentí un miedo insoportable a perderla, a no verla más. En cuanto salió, ya
vestida, y, mimosa, me besó, no dudé:
—¿Qué piensas hacer hoy? —le dije. Era más una petición que una pregunta.
—No sé. Oh… No sé. Supongo que nada.
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—¿No… no te espera alguien? —Creo que notó el temblor en mi voz—. Quiero
decir… ¿No has quedado con nadie?
Ella me sonrió gatuna, irresistible.
—No —dijo—. ¿Por qué?
Dudé por un segundo. El paso que iba a dar era la diferencia entre una noche
agradable y el amor.
—No sé… —dije—. Pensaba que podíamos pasar el día juntos. Comer en
cualquier sitio agradable.
Ella no vaciló:
—Es una idea preciosa. —Y volvió a mirarme con aquel resplandor de sus ojos
que me narcotizaba—. Oh, nada me gustaría tanto —dijo, y me abrazó de nuevo.
Supongo que, si en aquel instante no me hubiera besado, acaso todo hubiera sido
por completo diferente. Pero nuestro Destino —me refiero a sus cambios de rumbo
con mayúscula— se deciden siempre en un segundo, y un segundo en el que nada o
poco intervienen ni la experiencia ni la memoria ni la razón. Pero me besó. Sentí su
saliva perfumada en mi boca, noté el calor de su cuerpo, su pelo sobre mi rostro, la
dureza de sus muslos.
La quise. Oh, Dios. La quería.
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duro.
—¿Cómo puede caberte en los pantalones? —le dije.
Él se echó a reír.
—Cuando no está tiesa se mete en cualquier sitio —me dijo.
Me gustó aquel pedazo de carne. Tenía una cabeza redonda rosada que medio
cubría una piel muy suave. Me gustaba su olor.
—Apriétala fuerte —me dijo Gustave— y menéala de arriba abajo.
Lo hice. Cuanto más la apretaba y más la movía, más dura se ponía aquella cosa.
Al poco de estar moviéndola, mientras él por su parte me estaba tocando el culo y mi
conejito, que por cierto se me estaba poniendo cachondísimo, vi que aquel pedazo de
carne empezaba a echar como una gotita espesa por la punta.
—Te estás meando —le dije riéndome.
—No me estoy meando. Es leche —me dijo.
—¿Leche?
—Sí, leche de hombre. Es muy buena. Chúpala.
Lo hice. Sabía a salado.
—Sigue meneándomela —exclamó Gustave.
Seguí dando con mi mano hacia arriba y hacia abajo, y de pronto de aquel
pedazo de carne salió un chorro cálido y espeso, blancuzco, de esa leche de hombre
que decía Gustave, que me llenó la mano. Gustave dio un grito. «¡Ya me corro! ¡Ya
me corro! ¡Sigue, sigue!», exclamaba. Yo seguí hasta que empecé a sentir que aquel
pedazo de carne iba poniéndose blando.
Como aquel día, sucedieron otros varios. Gustave siempre hacía lo mismo. Me
besaba, me tocaba y luego me hacía que se la meneara. A veces me levantaba las
faldas y me miraba mi conejito, y lo besaba. Pero nunca pasó de ahí. Una vez me
explicó cómo lo hacían los mayores, y yo le pedí que me lo hiciera igual. Pero
Gustave no quería.
—No quiero que vayas a quedarte preñada —me dijo.
Yo insistí, y por fin un día logré que me metiera un poco de su miembro. Sentí un
gusto extraordinario. Eso era otra cosa. Era como si me tocara yo misma, pero
mucho mejor. Notaba una bola caliente entrar en mi cuerpo, y eso me hacía gozar
intensamente. Llevábamos un mes o así viéndonos en aquel sótano, cuando una tarde
nos sorprendió el padre de Gustave. Agarró a su hijo por el lomo, y de un fuerte
empellón lo arrojó contra las escaleras del sótano.
—¡Animal! —le gritó—. ¿Con que éstos son tus estudios? Refocilándote con esta
golfilla.
Gustave trotó por las escaleras entre los gritos de su padre.
—¡Ven aquí, rapazuelo! ¡Ya te las verás conmigo! ¡Desvergonzado! —Cuando
Gustave hubo desaparecido como una exhalación, su padre se volvió hacia mí con la
mirada fiera—. ¡Y tú, mala puta! ¡A tus años! ¡Ésta es la pureza que cabe esperar
hoy día de una niña! ¡Me avergüenzo de ti! ¡Tus pobres padres!
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El padre de Gustave era un tipo algo ridículo, siempre vestido de negro —«es la
seriedad de mi cargo», decía (era empleado de pompas fúnebres)—, pequeño y
regordete. Aquellas palabras gritadas con voz un poco chillona tuvieron el efecto
contrario al de atemorizarme; me hicieron reír. Él se enfureció aún más. Pero la
situación no dejaba de ser algo cómica. De todas formas, mientras el padre de
Gustave gritaba y gritaba, yo me daba perfectamente cuenta de que sus ojos no
dejaban de contemplar mis piernas, todavía al descubierto, pues yo me encontraba
echada sobre un viejo colchón con la falda levantada, y por lo tanto ofreciendo a la
concupiscencia de aquel caballero mis muslos virginales y todo el esplendor de mi
osito meloso.
Aunque seguía gritándome, la voz de aquel hombre empezó a bajar de tono, y él
empezó a acercarse a mí. No dejaba de hablarme, pero el asunto estaba cambiando
de color.
—Ya ves. Tú, que tienes la sagrada obligación de guardar tu pureza para cuando
te cases. Y ahí, con el bestia de mi hijo, mostrando tus encantos…; dejándote tocar.
¡Dios mío, qué mundo! Ahí, con los muslos al aire… esos muslos… Hija mía, parece
mentira.
Yo seguía riéndome, y no hice nada por taparme. El buen hombre estaba ya junto
a mí. De pronto vi que le entraba como un pequeño temblor, y se abalanzó sobre mí.
—¡Ah, ah, puta, pequeña putilla…! Si el imbécil de mi hijo te la ha metido, yo
también. Y si dices una palabra a alguien…
Y puso unos ojos aviesos que parecían taladrarme.
Se echó sobre mí y empezó a tocarme. Sentí repugnancia, pero por otra parte,
como Gustave me había dejado a medias en mi placer, sentía también una especie de
cosquilleo muy estimulante. Lo dejé hacer a su gusto, y no dije nada. El buen hombre
se excitó tanto que de pronto se abrió el pantalón y se sacó un raro miembro, muy
diferente al de Gustave; éste era muy largo y fino, como una anguila. Me lo puso
entre las piernas, pero era una sensación viscosa. De todas formas, no me
desagradó. Parecía moverse como un gusano. «Te la voy a meter, putilla, te la voy a
meter», decía. Intentó hacerlo, pero aquella anguila no terminaba de ponerse dura, y
yo desde luego tenía una almejita terca que necesitaba más determinación. En esas
estaba cuando de pronto empezó a emitir unos sonidos como quejidos, más parecidos
a un fuerte hipo, y noté cómo aquella anguila repugnante se vaciaba entre mis
muslos. Se quedó como muerto, con la respiración entrecortada. Me asusté, porque
pensé que podía sucederle algo.
—¿Qué le pasa? ¿Está usted bien, señor Claudel?
—Sí, hija —dijo—. Qué horror… cómo he podido —se miró el gusano que ahora
se había encogido y se lo guardó. Me miró compungido—. No sé cómo he podido. La
tentación, el Diablo… Me arrepiento. No se lo dirás a nadie, ¿verdad? Si eres buena
y no se lo dices a nadie, te regalaré una muñeca, la que tú quieras.
El pobre hombre daba pena. Pero aquello me dio qué pensar. Un ratito de prestar
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mi conejito, y me regalaban una muñeca. Ese conejito tenía poder.
Como es natural, no dije nada. Continué viéndome a escondidas con Gustave
durante unos meses. Poco después, mi padre, que era maestro de obras, murió en un
hundimiento, y mi madre tuvo que ponerse a servir de cocinera en casa de unos
ricos. A mí el panorama no me gustaba nada y, al poco, con trece años recién
cumplidos, le dije a mi madre que quería irme a París, a casa de una tía de mi padre,
donde pensaba abrirme camino mejor que en Toulon. Mi madre estuvo de acuerdo, y
me dejó partir.
La hermana de mi padre no era mala mujer, pero no tenía mucho dinero. Al poco
de llegar, me dijo un día: «Niña, tienes que buscarte la vida. Yo puedo darte techo,
pero los tiempos son malos. Tienes que espabilar». Comprendí aquellas palabras. Y
he tratado de espabilar.
¿Qué lleva a un hombre a enloquecer por una mujer? Nunca lo sabremos. Es algo
tan misterioso como la perfección de la belleza de una concha marina, como la
fragancia de la lluvia. Hemos visto caer reinos por una mujer, acaso menos bella que
otras cortesanas que vivieron incógnitas. No enloquecemos por la más hermosa, pero
una mirada de esos ojos que nos hipnotizan vale más que una corona. Tampoco son
los secretos del placer, con ser mucho el que se obtiene de ese cuerpo, esos ojos, esa
mirada, de saber que esos suspiros son por los transportes que uno lleva a su carne. El
más limitado razonamiento nos llevaría a considerar que comparables goces se
encontrarían con otra hembra hermosa, y sin que ello arrasara nuestra suerte. Pero no.
De pronto una mujer, ni la más hermosa, ni la más inteligente, ni la más sensible, se
cruza en nuestro camino, y un temblor de esa carne nos exalta como para que
rindamos a su encanto —ante ese encanto, y no otro— toda nuestra fortuna. Nunca
sabemos por qué somos tan poco racionales. Pero hay ocasiones en que una criatura
fastuosa espadaña ante nosotros un esplendor que además sólo nosotros captamos en
esa intensidad, y todos nuestros minutos dependen ya de ella, de conseguir… ¿qué?
Acaso nada… Porque jamás logramos hacerla completamente nosotros, yo. Es una
lucha que no tiene fin y que suele llevar al desastre. Es la contemplación de una
imagen mutilada, como aquélla de El Amor y Psiquis de Canova que se truncó en el
incendio de Arkhangelskoy, deslumbrante, aún rota, entre los restos del incendio.
Aquel día fuimos a comer cerca de Biarritz, a un paraje junto al Nive. El día era
espléndido, como si quisiera acompañar con su belleza, con su placidez, el milagro de
aquella relación que había nacido entre Michèle y yo. Comimos bajo los árboles, y mi
fiel Kuzma se esmeró en preparar una cesta suculenta.
El encanto de Michèle era irresistible. Su pelo oscuro que el viento movía sobre
su frente, la piel dorada, sus ojos verdes turbios como esmeraldas. Esa turbiedad
acaso fuera una de las esencias de su fascinación. Nunca podría saber con ella si me
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acompañaría hasta la muerte o si me abandonaría en la puerta del primer hotel, o si en
el fondo de su aventura espléndida guardaba la fortaleza suficiente como para bailar
como un derviche sobre mis despojos una vez que me hubiera sacado el alma. No
había amor en sus ojos, era otra cosa: fiebre. Acaso no había amor en su corazón.
Pero era tan fuerte su destino, el movimiento de su vida, su ansia de futuro, su
encarnación del juego y la alegría, su vigor, su insolencia, su devastación… el
aturdimiento de esa fiebre…
Esos ojos me embrujaban. Lo que pudiera haber tras el iris de esa belleza
pertenecía a los dominios del Basilisco. Eran las antorchas que vio Propercio en los
ojos de Cintia. Yo miraba su boca, me excitaban aquellos dientes no demasiado
regulares. Nunca se insistirá bastante, ay, en la importancia que para una notable
erección tiene una dentadura imperfecta, incluso, en ocasiones de una perversión
acentuada, ciertos aparatos de corrección dental. Baste decir que una dentadura
perfecta, regular, no excita nada. Algo parecido me ha sucedido siempre con las
gafas, aunque esto ya con mujeres más hechas que Michèle. Elemento esencial para
aplacar a los fantasmas de cada cual: quien haya gozado lo que el gran Vatsyayana
denominó «pulimento» y «absorción», realizados por una linda cara con gafas, no ha
podido olvidarlo. Como el aloe, expulsa la melancolía del alma.
Después de comer sentí crecer de nuevo en mí el ansia por gozar de Michèle. Me
bastaba mirarla para sentir mi verga crecer, casi jadear. Era algo que no me había
sucedido nunca, ni aun en aquella perdida juventud en que prácticamente está uno
todo el día en estado de gracia. Con frecuencia yo debía recurrir a mis sueños para
excitar con ellos mis sentidos, a veces incluso recurrir a alguna representación: más
de una vez he sido Rodolfo y ella Mimí, susurrándole «Che gélida martina» al
tiempo que llevaba la suya hasta empuñar mi miembro; a cuántas he amado
adjudicándoles en la oscuridad de mis ojos un rostro obsesionante mientras mi polla
entraba y salía de una carne anónima a la que sólo pedía su misterioso tacto como de
algas marinas. Cada cual se corre como puede; yo creo haberlo hecho hasta de
Sparafucile. Pero con Michèle era diferente: me bastaba mirarla, la deseaba cada
segundo, hubiera podido muy bien morir jodiendo.
No estaba mal. Un poco viejo, claro, pero era atractivo, y sobre todo tenía algo,
no sé, que me hacía sentirme muy bien, muy segura. Y era rico, infinitamente rico.
Cuándo podía yo imaginarme que alguien así se liara conmigo. Me sentía a gusto
con Félix. No era lo mismo que con alguien de mi edad, con un hombre joven. Pero
no se portaba nada mal en la cama. Y además, cuando se agarra bien por los cojones
a un hombre de esa edad… Y siempre puede una, si se lo pide el cuerpo un día,
engañarlo con uno joven. Además, tampoco es tan importante la cama, ¿no? Hay
cosas más fuertes: la seguridad, la posición. Y eso sí que era algo que, mientras
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estuviera con Félix, podía tocar.
Aquella tarde, yo debía acudir a una fiesta que había organizado la anciana
marquesa de Montcrécy. Era una gran dama, que fue muy amiga de mi madre, y no
podía desairarla. Pero tampoco podía dejar a Michèle, me sentía como soldado a su
vida, a su presencia. Decidí llevarla conmigo. Le compré unos vestidos y puse sobre
su cuello una gargantilla que había sido de mi abuela. Estaba radiante.
La fiesta fue muy aburrida. Las mismas conversaciones de siempre:
Qué satisfacción tan intensa entrar en la fiesta con Michèle a mi lado. Todos
aquellos rostros, fantasmas del pasado, restos de un mundo perdido, que se negaban a
morir con dignidad. Ninguno hubiera seguido el ejemplo del rey Charles I, ni el del
zar Nicolás y su familia, quienes aun en la más desolada soledad, no claudicaron. Ni
siquiera tenían el coraje y el sentido de la grandeza que tuvo el desafortunado
Stavisky. No, todos estos buscaban en un sálvese quien pueda espectral la alianza con
las nuevas fuerzas, lo mismo les daba con la burguesía que con las tropas, un ejército
que suponían suyo, cuando en realidad tampoco lo era ya. Les fascinaba Mussolini, y
Doumergue, y Pétain, y Herriot, y Hitler y los suyos, como si no vieran que también
con ellos se cumpliría inexorablemente la ley de los tiempos, la irrupción de las
masas, un nuevo orden gigantesco y estéril, grisáceo y brutal. Aparecer en aquella
sociedad moribunda, pálida, abandonada, con Michèle a mi lado, fue un goce
supremo. Ella era la juventud, la belleza, el vigor, la fuerza del erotismo. Y yo llevaba
esa vida de mi brazo. Y ese cuerpo, que todos ellos, caballeros y damas, deseaban, era
mío, mío, y sólo yo gozaría con él aquella noche.
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Sentí ganas de poseerla allí mismo, a la vista de todos. Michèle estaba bellísima
con aquel vestido de noche color perla y al cuello, solitaria, el aguamarina de insólita
belleza que había pertenecido a la reina de Nápoles y que me había regalado mi
abuela. Las esmeraldas de sus ojos, la morbidez de sus miembros, el desvanecimiento
al caminar… ¡Qué cuerpo tan espléndido! ¡Qué hermosa era Michèle! Había
elegancia, majestad en su porte, algo difícil porque es de raza; pero Michèle entró en
la fiesta con la misma elegancia con la que María Antonieta subió a la guillotina. Me
fascinaba su maquillaje. Muy leve, pero perfecto. Siempre me ha fascinado la
sabiduría para maquillarse, porque es el elemento esencial de la belleza. Muchas
veces realmente me he acostado sólo con un maquillaje. Tantas mujeres adorables
con maquillaje me dejaban frío sin él. El maquillaje es el alma de la sensualidad,
porque, además, a diferencia del cuerpo, no envejece. Y hay algo en él mismo, en sí
mismo, que lo hace deseable.
Yo era consciente de la furia que había desatado en muchas de aquellas personas,
cuántas de ellas antiguos amigos. Sin duda al llevar a Michèle a aquella fiesta
transgredía un canon inviolable. Pero era demasiado fuerte lo que sentía por aquella
criatura sobrenatural. Procuré apartarme de los grupos de invitados, evité demasiados
saludos. El trago más amargo fue presentar a Michèle a la anciana marquesa. Pero
todo se resolvió con un admirable aunque gélido ritual.
Bailamos. Bailamos sin cesar. La tenía entre mis brazos. La música sonaba, bella,
sensual. Yo notaba el cuerpo de Michèle, su calor, su perfume inolvidable. Mientras
bailábamos me miraba con aquellos ojos verdes profundos. Sonreía. De pronto volvió
a mi memoria una imagen, acaso la más misteriosa de mi vida: un anochecer, al final
de un verano, en la Selva de Plata, cerca de Moscú, vi pasar, en el silencio de las
sombras que ya cubrían la nieve y la arboleda, un tren todo iluminado, en silencio.
Pasó. Y allí no había tendido de vías, ni hubo jamás un tren. Esa imagen me
obsesionó de nuevo mientras bailaba con Michèle. La estrechaba como el que
estrecha la juventud ida y acaso el sueño que jamás cumplirá. Recordé cada minuto
de la noche anterior, nuestra copulación salvaje, veía su sexo sonrosado y
entreabierto, llamándome, la suave pelusilla de su piel en el final de su espalda, sus
manos delicadas y de largos dedos, el olor de su pelo, el olor de su cuerpo y de su
sexo, de sus jugos extraordinarios. Sentí una magnífica erección, que ella percibió al
instante. Me miró, sonrió y apretó sus muslos contra mi miembro. Bailamos como
poseídos por una furia erótica que nada aplacaría. Era un baile lento, suave. Yo me
apreté aún más contra su vientre. Rocé mi sexo hambriento de ella. Me parecía sentir
a través del vestido el pelo que cubría su Monte de Venus. Rocé y rocé hasta sentir
que me corría.
Era hermosa Michèle. Muy hermosa. Yo hubiera pagado por ella muchísimo. La
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hubiera llevado para decorar mi casa de Sicilia. Qué adorable hubiera estado junto
a la fuente de piedra, lánguida, para jodérmela en los atardeceres de otoño.
«Trata de entenderme, Sant’Angelo» me rogó un día Félix. Claro que lo entendía.
Pero lo que me resultaba muy difícil aceptar era la locura de trastornar el muy
sabio, y muy antiguo, y ponderado, y desde luego extraordinariamente delicado
equilibrio rezumado por la experiencia y las costumbres. Que Félix sintiera un muy
especial arrebato por la joven Michèle, bastaba verla a ella para comprenderlo. Era
muy hermosa, es cierto, aunque como resplandecía aquella noche todo lo más
duraría unos meses; después se convertiría en otra cosa. Acostarse con ella,
disfrutar con ella hubiera sido estúpido negárselo a uno mismo: a cada mujer hay
que amarla en su momento justo, ése que en unas puede suceder a los ocho años y en
otras a los cincuenta y nueve. El instante exacto en que son bellas y fascinantes como
nunca ni antes ni después volverán a serlo. Siempre he perseguido esas piezas raras.
¿Cómo no entender a Félix? Pero lo que yo temía era que Félix llevara esa pasión
más allá de su cama, como la presencia de Michèle en aquella fiesta hacía presumir.
No son recomendables vinculaciones más profundas entre seres con diferentes
orígenes, con una sensibilidad desigual, con educaciones dispares.
Creo que éramos dichosos. En algún momento, sin embargo, me pareció que
Michèle era vulnerable a la sensación de vacío que se había producido en torno a
nosotros. Se mostraba un poco nerviosa.
—No parece que les haya gustado mucho a tus amigos —me dijo en un momento.
—Me da lo mismo —le respondí. Y era cierto.
De pronto Michèle me susurró:
—Dejemos de bailar. Quiero beber algo.
—Vamos al jardín.
Salimos. Nos acercamos a las mesas dispuestas con la bebida. Pedí dos cognacs.
Estábamos bebiendo cuando se nos acercó un viejo amigo mío, Antoine de Lacy.
—¿Te has enterado? —me dijo exaltado—. Han asesinado a Alejandro I en
Marsella.
La verdad es que en aquel momento yo me sentía muy distante de preocupaciones
como aquélla.
—Lo siento —fue lo único que alcancé a decir.
Dejé a De Lacy casi con la palabra en la boca y me volví hacia Michèle. Reparé
en que ni siquiera le había presentado a De Lacy. Nos sentamos en un banco del
jardín. La luna brillaba hermosísima, y las estrellas, en un cielo limpio.
Estaba desnuda ante mí. Bebíamos y hablábamos, pero yo no atendía a la
conversación. La miraba y la veía desnuda, echada sobre la cama, estremecida
sintiendo en su sexo las pulsaciones febriles de mi miembro, la escuchaba pedir:
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«¡Métemela otra vez! ¡Déjala ahí! ¡Déjala ahí!»; y las contracciones de su vulva
apretando mi carne, como si ansiara succionarlo, devorarlo. Veía esa boca que me
hablaba y la soñaba llena de mí, chupándomela, extrayéndome hasta la última gota
del placer. Imaginaba cómo habría sido antes, mucho más niña, sus primeras caricias
solitarias, su intimidad, acaso algún contacto furtivo y magnífico con alguna
compañera. Michèle no era virgen. ¿Quién la había poseído antes que yo? ¿Cómo
era? ¿Lo había amado? ¿Se había entregado a él con pasión o sólo había sido una
aventura juvenil, pasajera, como la gimnasia?
Aquella noche, tan feliz, tan seductora, tuvo su lado lamentable. De alguna forma
ya había sido extraordinario que pudiéramos salir indemnes de aquella osadía mía de
presentarme en la fiesta con Michèle. No se desafía en vano. Pero aún debía
sucedemos algo desagradable.
Estábamos sentados en el jardín. La música nos llegaba desde lejos; la orquesta
tocaba algo de Cole Porter. Empezó a hacer frío. Cerca de nosotros había una pareja
de invitados, un par de invertidos que se acariciaban. Michèle los miró con sorna. A
través de las cristaleras veíamos como en una bruma empañada los invitados que
bailaban o conversaban. No pude reprimir una sensación de impotencia:
—Míralos —le dije a Michèle—, esperando que algún general nos devuelva
nuestro mundo.
Michèle me miró con una extraña sonrisa:
—¿Qué mundo? —dijo. Y no había ironía en su voz.
La besé. Acaricié de nuevo su cintura dura y dúctil. Metí mi mano bajo su falda.
—Pueden vernos —dijo ella.
—Que nos vean.
Todo me daba igual. Mi mano subía por sus muslos y mis dedos tocaron el nido
ardiente entre sus piernas. Acaricié su vello sedoso. Metí un dedo en su sexo. Noté su
calor, su humedad. Ella suspiró. Cerró los ojos y se echó hacia atrás entreabriendo los
muslos. La masturbé suavemente mientras la besaba. De pronto nos interrumpió un
invitado. Era alguien a quien bacía tiempo que no veía, alguien a quien no apreciaba.
Oí su voz. Me sobresalté y me volví.
—Muy solos estáis… —dijo mordaz.
—Hola, Walter —dije. Me levanté. Debía presentarle a Michèle, pero no me
apetecía.
—Walter Ford —se adelantó él.
—Michèle —dije yo—. Una buena amiga.
Él sonrió.
—Encantado. Sí, ya os vi antes. Muy linda, sí, muy linda —dijo esto mirándola
con descaro.
Yo quise cambiar la conversación.
—Te hacía en Londres —dije.
—Llegué ayer tarde. Ah, chico, está Londres poniéndose insoportable.
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Me di cuenta de que Walter estaba algo borracho.
—No será para tanto —le dije. E hice un gesto a Michèle para que se levantase.
Quería irme de allí.
—¿No? —dijo Walter. Advertí un brillo de deseo hacia Michèle en sus ojos
vidriosos—. Está bien tu amiguita —dijo, como si Michèle no estuviera presente—.
¿De dónde la has sacado?
Me sentí muy molesto, muy inquieto. Tomé a Michèle de un brazo.
—Ya nos íbamos —le dije a Walter. Y empecé a caminar.
Walter me tomó por un brazo:
—Ya tendrás tiempo luego de meterte en la cama con ella. Venid. Vamos a tomar
una copa —dijo con cierta violencia.
Yo separé con brusquedad su mano de mi brazo.
—He dicho que ya nos íbamos. Adiós, Walter.
Pero Walter no estaba dispuesto a dejarnos.
—He dicho que vamos a tomar una copa.
Dándole la espalda de forma ostensible, Michèle y yo seguimos andando. De
pronto oí sus voces:
—Oye, Félix… ¿por qué no me pasas a tu amiguita? Cuando te canses de ella…
claro.
Sentí ganas de golpearle. Michèle me tiró del brazo.
—Vámonos —dijo, y bajó los ojos.
Walter seguía gritando:
—No sería la primera vez, ¿no? ¿Para qué están los amigos?
Mientras nos alejábamos le oí gritar:
—¡Las hay mejores!
La orquesta tocaba con brío un charlestón. Michèle no levantó sus ojos. Salimos
de la fiesta sin despedirnos y volvimos al hotel.
Una de las ventajas del mundo de mi juventud, es que jamás, ni en una pesadilla,
hubiera asistido a una de nuestras fiestas un tipo como Walter. Pero ¿no sería yo
ahora el extraño? Quiero decir: ¿el problema no sería que en el mundo de mi juventud
yo jamás habría pisado una fiesta a la que pudiera asistir un Walter? ¿Era el dinero lo
que había constituido la barrera? No, creo que no. Porque cualquier industrial como
Walter tenía tanto como pudiéramos tener nosotros, mejor dicho, como habíamos
tenido en mejores momentos. No. Es una cuestión de clase. El poder existe cuando es
algo a lo que uno se somete naturalmente, como al orden de las estaciones, como a la
lluvia o al verano; cuando todos los personajes de la obra aceptan su papel y conocen
bien sus límites, sus obligaciones, sus derechos y deberes. El mero hecho de pagar
algo ya es igualdad. Yo nunca pagué nada en Rusia, nunca supe el precio de nada.
Para eso estaban los criados y administradores. A una cortesana no se le paga con
dinero. Se le regalan joyas o vestidos, según haya quedado uno satisfecho. Desde el
momento en que es el dinero lo que establece la jerarquía social, el mundo ha
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terminado. Porque dinero puede hacerlo cualquiera; cualquier bruto, sobre todo los
norteamericanos, pueden tener cuanto quieran; sólo es necesario consagrarse a esa
vileza: ganarlo. Cuántas fincas tenía mi abuelo que perdían, pero tenerlas y con ellas
a sus campesinos era un destino. En fin, el hecho concreto es que yo, Félix Yussupov,
asistía a fiestas donde podía tutearme un fabricante de colchones de Plymouth, y
donde ya me parecía normal que gente como aquélla pudiera mirar con descaro a la
dama que me acompañase. No fui capaz ni de retar a Walter, aun con el inmenso
placer que me hubiera proporcionado tirarle un sablazo entre ceja y ceja.
Aquel fin de fiesta tan desagradable me provocó una muy ingrata tensión
nerviosa: sí, Michèle podía ser incompatible con «mi» mundo, pero a mí ya no me
interesaba ninguno donde ella no estuviera. Regresamos al hotel sin hablar
demasiado; yo notaba como electricidad entre nosotros. Cuando llegamos a mis
habitaciones le serví un vodka muy helado y yo me preparé otro. Puse una placa con
una grabación que acababa de recibir de Las bodas de Fígaro y nos sentamos en la
terraza. Biarritz centelleaba ante nosotros mientras sonaban las hermosas palabras de
Cherubino: «Voi che sapete che cosa è amor…». Michèle se dio cuenta de mi
inquietud. Se levantó y vino hacia mí, intentaba mostrarse muy cariñosa.
—¿Por qué no vienes a la cama? —me dijo.
—Duerme tú —le respondí.
—Ven —me dijo. Y con aire gatuno me besó y se sentó en mis rodillas.
Noté su culo y sus muslos sobre mi vientre y mis piernas. Sentí, aun a través de la
ropa, su carne, la hendidura de sus nalgas, el calor de su coño. La besé. Metí mi
lengua en su boca.
La deseaba demasiado. Sí, a veces puede ser demasiado el amor. La deseaba con
cada poro de mi piel. Lo hubiera dado todo por ella. Michèle, tan rápidamente, se
había convertido en una droga que yo necesitaba para vivir. No podía pensar en otra
cosa que en estar junto a ella, acariciar su cuerpo, verla vivir junto a mí, verla
florecer.
La tomé en mis brazos. La llevé a la cama. Allí, tendida, desgarré su vestido. Me
excitó ver esa seda hecha jirones. Miré su rostro, bellísimo, su boca, esa sima
fabulosa de labios carnosos y sensuales que me trastornaban. Era el botín del mundo.
En esa boca debía oficiar todo el espejismo de mi memoria. Todo pensamiento, todo
latido de mi alma estaba destinado a verter en ella la esencia de mi delirio. Altar del
placer, no me dejaba un segundo de paz, pues todo el tiempo se me iba en contemplar
cómo esa boca comía, saboreaba, se relamía, mordía su labio inferior, pasaba su
lengüecita sobre los labios. Brillaban de lamidos. Michèle lamía el mundo. Su lengua
era caliente, como esa perfección que alcanzamos ebrios y que tanto amaba Li Pao.
Contemplé su abdomen hundido, ambiguo, casi de muchacho. Cuánto amaba
verla desnuda, qué feliz me hacía gozar en soledad de ese cuerpo, tendido sobre las
sábanas con la languidez de una cola de pavo real y al mismo tiempo con la fibra
tensa del salto de un atleta. Y era mío, mío, mío. Abdomen, muslos y pubis como un
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nido donde reposar el rostro derramando lágrimas. Hundirme en esa fragancia y
meditar ahí sobre la caída de Constantinopla, sobre la gesta de Hernán Cortés, sobre
el destino atroz de los Romanoff o sobre La educación sentimental de Flaubert. Su
perfume me embriagaba, ese nido meloso me hacía gozar intensísimamente con su
olor —sobre todo teniendo en cuenta que era mucho más que físico— marino y
canallesco. Cuánto amé sus miembros como piedras pulidas, alisadas por las aguas.
Aquellas piernas, aquellos muslos carnosos, aquellas recias pantorrillas. La carne de
Michèle mostraba la tiesura vigorosa de su enérgica plantación en este mundo, de su
voluntad de vivir. Esa firmeza se manifestaba sobre todo en la rotundidad de sus
nalgas, sadiano templo de las delicias. Turgentes, redondas, mediterráneas. Algo
admirable, soberano, orgulloso, con el temple y el garbo de una bailarina andaluza, la
gallardía y el equilibrio de lo perfectamente logrado, de lo inmejorable. Nalgas
apretadas, estremecidas, abandonándose en unas piernas, oh dioses, morenas,
cubiertas de un vello rubio que al relucir la luz abatían las más sólidas murallas de mi
cordura. Sus pechos juveniles… Ah, Michèle. Pero sobre todo era «ese» movimiento
de su pelo, «ese» cimbrear de sus miembros, «esa» mirada como la resaca del oleaje.
La estreché fuertemente. Tomé sus pezones entre mis labios. Eran como moras.
Los besé y chupé una y otra vez, ávido.
—Mastúrbate —le dije—. Acaríciate.
Ella se arrodilló ante mí y empezó a acariciarse. Sus manos desaparecían entre
sus muslos. Cuánto me excitaba verla así, como si estuviera espiándola en su
intimidad. Siempre me ha excitado contemplar una mujer masturbándose. Creo que
hay algo sagrado en esa autocomplacencia. Una vez tuve una amante en San
Petersburgo con la que jamás se dio otra relación que esa contemplación: ella se
masturbaba mientras yo escuchaba La flauta mágica de Mozart. Amo el movimiento
suave y febril que alternativamente una mujer imprime a su masturbación, la
aceleración final, esa especie de recogimiento sobre sí misma, de absoluta
concentración en lo maravilloso; me embelesaba ver esa forma única en que sacuden
su clítoris como si tocaran el más sutil instrumento músico, cuerda celestial que el
dedo pulsara hasta extraerle la más hermosa de las cadencias, la del orgasmo. Miré a
Michèle mientras se acariciaba, y mi sexo entró en una excitación que me era
imposible no satisfacer.
—Oh —le dije—, sácame este fuego que me quema todo.
Ella vino hacia mí y empezó a acariciarme con su mejilla.
—No —le dije—, hazlo entre tus pechos.
Tomó mi miembro y lo colocó entre sus pechos. Eran demasiado pequeños para
este tipo de deleite, no podían envolver mi miembro convenientemente; Michèle los
apretó con sus manos hasta lograr que al menos la fricción entre sus pezones fuera
suficiente. Qué poco necesité para correrme. Un chorro de caliente esperma brotó
como un disparo y se deslizó en gotas por su garganta. Me sentí como flotando en un
paraíso de voluptuosidad. Mis sentidos devolvían a mi alma su paz.
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—Ven —le dije. Y le abrí las piernas con mis manos. Su sexo se me ofrecía como
una ostra enorme, con su cenital titileo. Estaba sonrosado y brillante de su propia
excitación. Emanaba calor—. Orina —le dije—. Quiero que orines ahora. Quiero ver
cómo este animal, este cuerno sagrado de la abundancia, derrama sus tesoros. Mea,
mea, oh dios de las profundidades de la mujer, deja caer tus bienes sobre mí. —Me
arrodillé ante su sexo como si estuviera ante Dios, y como un milagro empezó a
brotar una fuente de miel, de oro ardiente, humeante. Yo hundí mi rostro en esa
fuente y sentí cómo me empapaba. Cuando las últimas gotas resbalaban por aquellos
labios extraordinarios, los besé, rocé mi boca y mi nariz en ellos y noté su pavoroso
hervor, las cenizas del volcán de la vida. Metí mi lengua como un oso hormiguero.
Hubiera querido poder abrir aquellas piernas hasta el punto de meterme entero en
aquel coño donde en alguna parte seguramente me encontraría a mí mismo o el amor
o el destino o la muerte.
Los ojos de Michèle estaban turbios, oscuros. Estelas sombrías.
—¿Ves esto? —le dije mostrándole su propio sexo—. Esto no es un coño. Es la
primera chispa de la luz de la Creación. Y esto —le dije mostrándole mi miembro que
volvía a estar rígido, duro, como un mármol augusto—, esto es la columna que señala
el lugar donde los dioses bajaron a la tierra. —Me arrodillé ante su coño—. Oh,
esfinge —dije—. Yo te adoro, soy tu sacerdote, tu arúspice. ¡Oh raíz del mundo,
ámame!
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dándome alegría. Noté que me abría mi sexo y que quería meter uno de aquellos
animalillos vivos en él.
—Cuidado, lleva cuidado —le dije.
—No seas remilgada. Será que no te has metido tú ya todo lo que hayas podido.
Verdaderamente yo no me había metido aún nada considerable. Me acariciaba a
veces, claro está. Había descubierto que, frotando con mis manos entre las piernas y
en mi conejito, me invadía un maravilloso calor y una sensación muy agradable.
Casi más que con Gustave y su padre. Pero aquello era otra cosa. Eva me estaba
dando un placer mucho más intenso. Me gustó.
—Hazlo con cuidado —le dije.
—Cabe todo —me dijo—. Yo he tenido pollas tan gordas dentro que casi tenía
que sacármelas como se saca uno las botas, empujando con las piernas.
Me eché a reír. Eva tenía un coño de labios gruesos cubierto de un pelo espeso y
negro y ensortijado.
—No voy a hacer yo sola todo. Chúpame tú un poco —y puso mi cabeza entre sus
piernas—. ¡Ah, preciosa, puta! —gimió—. ¡Sigue, sigue, esto es mejor que cualquier
polla, sóbame las tetas, muérdeme ahí, joder, muérdeme fuerte! Ah, ah, ah…
Un líquido fino y agrio me salpicó, de su violencia. Era como orinar.
Después, como Eva se percató de que yo estaba muy caliente, empezó a frotar su
sexo contra el mío. Yo me corrí. Entonces ella me abrió las piernas y chupó con su
boca el zumo de mi orgasmo. Ésa fue la primera vez que alguien me comió el coño.
Fue muy agradable. Maravilloso. Después, tuve otras experiencias, cuando Eva me
presentó a Madame Luchinsky, que había sido una protegida del señor Stavisky; y
estuve unos meses en su burdel. Esa temporada me proporcionó dinero, y pude gozar
un poco de París. Pero de todas formas no era una ocupación muy atrayente, y
además la Luchinsky se quedaba con casi todas las ganancias. Había tipos muy
curiosos entre los clientes. A veces era divertido.
Había un tipo gordo, un comerciante de Dijon, que, según me dijo Madame
Luchinsky, iba una vez al mes. Era inmensamente gordo y le gustaba hacerlo con dos
de las chicas del burdel. Mientras una le acariciaba su miembro, que jamás
terminaba de endurecerse, otra, a caballo sobre su cara, lo amordazaba con su cono
hasta casi asfixiarlo. Una vez tuve que ir yo porque la habitual estaba enferma. Me
tocó ponerme a horcajadas sobre él. Hasta ese momento no había yo saboreado otra
buena comida de cono desde las noches con Eva. Aquel grasiento comerciante tenía
una lengua como la de un camaleón. No te lamía la entrada del conejito, sino que te
la metía hasta los higadillos. Era una sensación mejor aún que sentir un sexo; era
más caliente y tenía una consistencia más tierna, más como con vida propia.
Había otro que siempre buscaba niñas muy jóvenes. Yo tenía catorce años, pero
aun así, para él, Madame Luchinsky me hacía disfrazar de mucho más niña. Siempre
hacía igual. Decía: «Llevo caramelos en el bolsillo, mete la mano, querida niña, y
busca». Y yo la metía y me encontraba su enorme caramelo de carne que él
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inmediatamente sacaba y cubría con mermelada. «Mira qué caramelo. ¿Verdad que
te gusta? Yo sé que los caramelos son lo que más les gusta a las niñas buenas». Y me
hacía chuparlo hasta lograr una mezcla de saliva, semen y mermelada, que a él
parecía embrujarlo. «No te lo tragues», decía. «Escúpelo aquí». Y ponía sus manos
como un cuenco donde recogía cuidadosamente aquel mejunje, y entonces, como si
sus dedos fueran una espátula, me cubría con él mi conejito, y después lo lamía
golosamente. Jamás me la metió; ni siquiera por el culo.
Había otro, muy joven, hijo de un médico, que lo único que hacía era ponerme su
miembro en los labios y ordenarme imitar a un flautista. Tenía una polla larga y
afilada como un lápiz, lo que ayudaba mucho a la representación. Él gritaba
mientras tanto muy entusiasmado «Vivir o no vivir, ésa es la elección» y, con la
última palabra del monólogo de Hamlet, se corría.
Bueno… había uno increíble. Un tipo muy gordo, que era escritor, escribía teatro.
Era muy simpático, pero lo único que le gustaba era la mierda. Nos sentaba en un
orinalito y daba vueltas alrededor nuestro hasta que hacíamos algo. Entonces cogía
el orinal, lo acercaba a su cara y lo aspiraba con un gesto de satisfacción que no
olvidaré jamás. Eso era lo que lo ponía a punto. Entonces, mientras él nos limpiaba
el culito con sus dedos, que a su vez iba limpiando en una toalla, había que
meneársela, pero a los dos o tres golpes ya se iba. Era un tipo generoso. Claro, tenía
que serlo con esos gustos.
El único verdaderamente divertido era el señor Malaparte, un italiano que
también era escritor. Mientras jodía contaba siempre anécdotas muy ocurrentes, y
chistes verdes, y solía, mientras se acariciaba el miembro, que por cierto era
considerable, y lo exhibía orgulloso ante nosotras, hablarle como si se tratara de una
persona. Siempre terminaba diciendo —porque nos tomaba de tres en tres—: «Y
ahora, como te has portado bien, estas cautivadoras señoritas te van a hacer cosas
agradables». Y teníamos que adorárselo, besárselo, y luego nos ponía a las tres culo
en pompa ante él, moviéndonos, y decía: «Y ahora estos tres lindos chochitos van a
bailar para ti la danza de la muerte del cisne, y cuando el cisne incline
definitivamente su cuellecito largo y sedoso, largo y sedoso como tú, tú vas a meterte
y ser feliz en los culos de estas tres náyades». Y eso hacía. Nos la metía a una tras
otra; lo hacía muy bien, y le gustaba que nos diera gusto. Después seguía siempre un
ritual preciso: se corría en una, terminaba de verter las últimas gotas en la segunda
y la clavaba en la tercera hasta que su miembro quedaba en reposo.
No hubo muchas más historias allí que merezca la pena recordar. En cuanto
pude, me fui a Biarritz, donde hacía menos frío
la vida era más tranquila, y además yo pensaba que con tanto rico junto, podía
irme mejor y sin tener que repartir las ganancias con nadie. Qué iba a hacer. La vida
es corta. Y todos los pronósticos sobre lo que se avecinaba hacían temer lo peor.
Claro que alguien como yo, joven, siempre podía salir adelante. Pero bueno, ya todo
da igual. Se trata de vivir lo mejor posible. ¿Por qué no iba yo a aprovechar aquella
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oportunidad? Por unos polvos que me echara el bueno de Félix, que además no me
lo hacía pasar nada mal, podía tener lo que quisiera. Situarme. Ya vendrían tiempos
mejores. Y cuando llegasen, si llegaban, cuanto más alto me pillaran, mejor; desde
arriba se elije mejor.
¡Dinero! ¡Dinero! ¡Dinero! Había mucho camino desde la casa de mis padres a
Biarritz, desde el sótano de Gustave y sus padres, a Biarritz; desde la habitación de
Eva y el burdel de Madame Luchinsky… ¡Cuánta más distancia podría haber
mañana, desde donde ya estaba! ¡Dinero!
Y los días pasaron. Michèle se había metido en mi carne como una enfermedad de
la piel. Formaba parte de mi vida, ya no concebía la posibilidad de vivir sin ella. Le
compraba vestidos, joyas; traté de «hacerla» a mi gusto, de refinar más aún aquel
producto supremo que la Naturaleza había parido en ella. Michèle se plegaba a mis
gustos, dotaba mis inquietudes de una nueva dimensión, multiplicaba el efecto de mis
intuiciones. Pasábamos el día jodiendo incansablemente, como si cada orgasmo
arrastrase a otro. Nos llamábamos uno a otro como la luna a las aguas. Nada existía
sino aquel amor, aquel deseo siempre renovado, aquel placer inagotable.
Mis más íntimos amigos no dejaron de insinuarme los peligros de aquella
relación. Pero qué me importaba. Y, sobre todo, quiénes eran ellos para juzgar algo
que solamente era digno de ser contemplado.
Una tarde, en una subasta a la que había ido tratando de hacerme con un ejemplar
de la primera edición de Les Châtiments de Hugo, me encontré a Sant’Angelo. Era el
único con quien no me molestaba, hasta cierto punto, hablar de aquel tema.
—Yo también creo que no debiste llevarla a la fiesta —me dijo—. Por el amor de
Dios, ¿has perdido el juicio? Si te gusta… bueno… Es joven, y muy hermosa. Bien.
Entonces, acuéstate con ella, instálala. ¡Pero no la presentes!… No es bueno mezclar.
—Creo que exageras, que exageráis —le respondí—. ¡Mezclar! ¡Como si no
estuviésemos ya bastante mezclados!
—Quizá —me contestó Sant’Angelo—. Pero el viejo sistema no ha dado tan
malos resultados.
—Te advierto —le dije— que tal como van las cosas, solemos tratar a gente peor
que ella.
—Sí —me dijo Sant’Angelo—. Pero ¿cómo te diría?… «aliados».
—Me fascina Michèle —confesé no sin cierto rubor.
—Eso se pasa —me contestó tajante mi amigo.
—Se pasa, es cierto —dije yo.
Sant’Angelo me cortó bruscamente.
—Es una cualquiera. Y lo sabes. Mira, Félix… Las mujeres… —e hizo un
violento ademán muy italiano con sus brazos—, ¡zas!, ¡zas!, ¡y al infierno!
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Lo que Sant’Angelo decía no era sino nuestra vieja filosofía. Pero Michèle había
cambiado aquellos puntos de vista. Con ella no podía sino someterme.
—Bien —le dije a Sant’Angelo—. Pero Michèle tiene algo que hace ya mucho no
veo ni entre nosotros: es lujosa. Es vulgar, sí, pero hay instantes en que descubro en
ella un animal verdaderamente esplendoroso, el más esplendoroso. Es la vida,
Stefano. Ella es la vida.
—Perfectamente —me contestó Sant’Angelo—. Si te gusta el animal, cómpralo.
Pero tenlo en su jaula.
—Todos nosotros estamos muertos —dije yo, casi hablando conmigo mismo—.
Ella, no.
—Querido —me respondió Sant’Angelo con una fina sonrisa—, en eso llevas
razón: estamos muertos. Y ella también. No nos queda sino acabar lo mejor posible.
Y ella no es lo mejor posible.
No quise hablar más. Sant’Angelo, como casi siempre, tenía razón. No en vano en
él latían varios siglos de refinada sangre de condotieros, papas y ese inexplicable
milagro que es Italia. Cuando terminó la subasta, volví al hotel. Michèle me esperaba.
Salimos a cenar. Recuerdo aquella noche. Las flores —rojas y salvajes— eran como
gotas de sangre sobre la blancura del mantel. La luz se reflejaba suavemente en unas
copas de inmarchitable belleza.
No me creeríais si os dijera que acaso nunca la amé tan intensamente como
aquella vez. Ella lucía una gargantilla de coral que parecía un hilo de luz marina
cortando su largo, delicado cuello. La respiración hinchaba su pecho como satinado
por una luz de perla. Sentí su cercanía animal, su poder mefistofélico. La miraba
comer. De pronto, un leve estremecimiento irisó sus labios, como un sexo que
engullese toda la carnosidad de mi violencia. Sentí esa especie de mano caliente que
apretaba mi vientre, como si un escalofrío abrasado me triturase los intestinos. Su
lengüecita relamió la cucharilla. Sentí cómo mi sexo engordaba brutalmente, juvenil,
poderoso, casi dolorosamente, como arrancando sus raíces, como si fueran a reventar.
Mis ojos lamían su piel dorada como ella lamía la cucharilla; mis ojos eran como la
cabeza de mi sexo que se restregara sedosa contra su rostro, en su pelo, en sus
mejillas, sobre sus muslos calientes, su vientre, sus pechos, buscando ese calor
indecible de mi pequeño monstruo; mis ojos lamiendo su piel, su sexo jugoso y
chorreando; podía sentir en mi lengua, en toda mi boca, en todas mis células, esa
carnalidad salina, esos zumos marinos, su sabor a ostra.
—¿Te gusta este sitio? —le pregunté.
—Oh, sí, mucho.
—Es agradable. Muy tranquilo.
Miré sus manos bellísimas.
—Hay muchos lugares agradables, tantos sitios que tú no conoces.
Ella me miró con aquellos grandes ojos suyos verdes, que eran como si me
lamiera el alma.
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—Y Biarritz llega a hacerse tan aburrido —le dije—. Precisamente, estaba
pensando en hacer un viaje. ¿No… no te gustaría venir conmigo? Creo que lo
pasaríamos muy bien. ¿Has estado en Venecia? Ah, fascinante ciudad.
Dije Venecia, como al azar. Pero era allí adonde sobre todas las ciudades quería
llevarla. Era en esa ciudad donde quería poseerla, devorar su belleza como si esa
carne fuera el atanor de los alquimistas donde se fundiera toda la belleza, la de la vida
y la de la ciudad, entregando una pieza áurea que pudiera traspasar el tiempo y la
memoria. La conversión de Michèle en obra de arte: perfecta, lo absolutamente
insuperable. Como el que se arrima a un acantilado, yo creía estar al borde del
precipicio de mi época, y más allá del abismo se abría una silenciosa soledad donde
—pasara lo que pasara— lo cierto es que estaba convencido de que ya no tendrían
cabida historias como mi pasión. Debía amar a Michèle en Venecia, perderme entre
sus piernas como en la noche de la Laguna.
—Sí… Lo que tú quieras —me respondió ella.
Michèle estaba más deseable y radiante que nunca. Me miró turbulenta. Mirada
invulnerable. Sagrada.
Venecia era la ciudad que más amaba. Y ahora parecía que estuviera ganando un
secreto poder sobre ella. Hasta ese momento había sido la ciudad de la memoria:
imágenes del Lido, de largas playas neblinosas donde mis padres pasean en la luz del
atardecer; mis juegos en el mar con mis primos y otros niños, manos carnosas de las
sirvientas que me tenían a su cargo; el perfil luminoso de mi abuelo —cómo puedo
verlo— delimitado por la esplendidez marina. Venecia infantil es sobre todo el Lido.
Luego está la Venecia de mi juventud, las veladas con los Valmarana, con
Gianfranco, con Giuseppe Tomasi; las noches de La Fenice y las lentas madrugadas
del Florian y del Quadri; el burdel de Madame Schwab; el cuerpo de la Princesa
Isabel, con su gracia romana y vaticana. Venecia es la primera y trémula desnudez
animal en aquella sirvienta, una mujer de San Petersburgo, gorda, que despedía un
olor penetrante a trementina y a la que, cuando me bañaba, yo tocaba sin cohibirme.
Un día, en mi habitación del hotel, cuando estaba desnudándome para acostarme —
yo debía de tener once años— metí inesperadamente mi mano bajo sus faldas oscuras
y pesadas como las vestiduras de un pope. La buena mujer se quedó rígida, me miró
con unos ojos que en el recuerdo parecen los de una ternera, pero no dijo, ni hizo,
nada. Yo la miraba absorto, su rostro inescrutable como el de una muerta, mientras mi
mano avanzaba por una carne inmensa, dura, áspera, hasta que de pronto mis dedos
sintieron un calor extraordinario y se enredaron en una maraña de pelo húmedo,
como algas calientes de la playa. Me enervé. Seguí tocando y en esa mata de pelo
había una boca blanda, ardiente, salivosa; pasé mis dedos por aquella especie de
agujero mojado. Retiré mis manos y me olí los dedos. Sentí una embriaguez sagrada,
los chupé, sabían algo agrio, pero ese olor me exaltó, sentí arder mi vientre.
—Levántate las faldas —le ordené—. Enséñamelo.
Aquella mujer obedeció silenciosamente. Se levantó las faldas como si fueran el
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telón de un teatro, y yo pude ver una inmensidad de carne blanca que se alzaba sobre
unos muslos enormes, y entre estos y el vientre, abultado, una gran masa de pelo
negro, como la barba de un mujik. Me pareció un animal sagrado, algo que podía
adorar. La mujer tenía los ojos cerrados y la cabeza baja. Permaneció muda. Una
estatua.
—Vete —le dije.
No se movió. Ni siquiera bajó sus faldas que parecían, repito, la embocadura de
un fantástico decorado.
—Vete.
Aquella visión me mantuvo excitado mucho tiempo. Y cuántas veces después he
buscado ese sexo enorme, esa maraña de pelo negro, en otros cuerpos. La he soñado
masturbándome, imaginando que me dormía envuelto en ese pelo, resbalando por su
humedad. Y cuántas veces he visto sobre otros rostros que suspiraban aquél de hielo
de aquel día, aquella vergüenza y aquella excitación.
Sí, Venecia era esa carne, y ese animal de la infancia grabado como a fuego en mi
sexualidad. Y de alguna forma, Michèle me devolvía ahora ese fuego, esa violencia.
Por ello precisaba amarla, poseerla en Venecia. Para de alguna forma culminar con su
belleza una obra de arte que fuera como la despedida del mundo que jamás volvería,
cuando todo nos fue posible; una historia de pasión que pudiera permanecer en mí
como una estatua en la costa siciliana, anunciando a los navegantes que allí empezaba
la civilización.
Sí, todo eso se fundía bajo la luz perfecta del restaurante, mientras yo miraba a
Michèle. Creedme, nunca la había amado, y nunca la amaría, como en aquel
momento. Cuando nada se interpuso entre mis sueños y ella.
Nuestra llegada a Venecia fue mucho más triunfante, gloriosa, de cuanto yo
hubiera podido imaginar. Era el escenario perfecto para nuestra pasión. Llegamos de
noche, en el último expreso de Milán. Conforme íbamos acercándonos a la ciudad
que tanto amaba yo, cada vez quedaban menos pasajeros en el tren. En Padua bajaron
ya casi todos; al llegar a Mestre, los últimos. Sólo Michèle y yo entramos en Venecia
en aquel expreso, éramos los últimos ocupantes de un tren fantasmagórico.
Descendimos en una estación absolutamente vacía. No quedaban ni maleteros; sólo
dos mozos del Danieli que nos aguardaban. Recuerdo un silencio fantástico. Cuando
salimos de la estación, el Canal estaba envuelto en niebla. La motora avanzaba entre
los palacios como disolviéndonos en una joya. La neblina nimbaba las magníficas
fachadas. La luna flotaba como una diosa solemne. Pocas veces se me ha concedido
contemplar algo más bello. Y Michèle estaba a mi lado. Iba a regalarle todo aquello,
iba a enseñarle la felicidad y a regalársela. Sentados en aquella motora, atravesando
una especie de velo húmedo, los ojos se me llenaron de lágrimas, emocionado por
tanta hermosura. Al acercarnos al hacino de San Marco la niebla era más espesa —ya
el Puente de la Academia apareció como flotando en la blancura— y el rosado de las
farolas brillaba como la mirada de exóticos animales. Atracamos en la Riva degli
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Schiavoni y llegamos al hotel. Mientras subían el equipaje a nuestras habitaciones, no
pude esperar más y salí con Michèle y la llevé a la Piazetta:
—Mira —le dije—. Esto es la grandeza. Y ahora, cierra los ojos.
Anduvimos unos metros y la situé junto a los pali, ante San Marco.
—Y ahora, abre los ojos. Estás en el lugar más bello del mundo.
Michèle abrió sus ojos. No dijo nada, pero sentí que su carne se estremecía, como
si sus labios y mejillas fueran recorridos por un escalofrío. Me miró. Tan sólo dijo:
—Sí.
Y creí ver que sus ojos se humedecían como los míos. Volvimos al hotel, cenamos
en la habitación y después nos amamos.
Aquel viaje a Venecia fue la experiencia más seductora de mi vida. Venecia se
rendía a la intensidad de mi amor. Fui tan feliz. Y creo que Michèle lo era.
Pasábamos el día recorriendo lentamente las viejas calles. Las veía yo de nuevo con
el asombro de la primera vez. Era como si nos acompañara una música delicadísima,
de Haydn. Todo cuanto a Michèle le gustaba, yo se lo compraba. Vivimos unos días
de absoluto aislamiento. Traté —y conseguí— evitar a mis amigos venecianos.
Dedicábamos las mañanas a pasear, a comprar, a sentamos en la Piazza, a admirarnos.
Guardábamos las tardes para el hotel, devorándonos uno a otro como mantis. Yo
sentía dentro de mí un inacabable deseo y Michèle jamás fue tan buena amante, tan
dúctil, tan brillante, como en esos días.
Una tarde me dijo: «¿Por qué no lo hacemos como si fuésemos perritos?». Aún
recuerdo su cuerpo tan joven y triunfal, a gatas, con gestos de hembra coquetona,
correteando delante de mí, volviendo hacia mí sus nalgas esplendorosas, cimbreantes,
hacia las que yo me abalanzaba también a gatas tratando de oler su sexo, que se me
ofrecía juguetón. Una y otra vez yo acercaba mi hocico a la hendidura de su culo,
trataba de lamer aquel recinto suntuoso, magnífico, deslizar mi lengua hacia abajo,
hacia su sexo. Ella lo rehuía y emitía alegres ladridos, y de nuevo volvía hacia mí, y
avanzaba su coño, y trataba de restregármelo por la cara. Y yo me hundía nuevamente
en aquel estanque perfumado. De pronto, yo también empecé a ladrar. Pero no eran
ladridos, eran aullidos, como de lobo en la noche. Ella empezó a reírse, a reírse tanto,
que rodó sobre la alfombra, como abandonándose, con las piernas abiertas, de donde
parecía crecer aquel sexo de rizos castaños dorados, y los ojos abiertos, perdidos,
voluptuosos… Me abalancé sobre Michèle, besé esa boca gordezuela y sensual,
mientras ella seguía riendo. «¡Guau! ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!», gritaba entre
risas. Y yo mordía sus labios, metí mi lengua en su boca, sintiendo la dureza de sus
dientes, su lengüecita caliente que parecía enroscarse en la mía, mientras la saliva
rebosaba, caía por nuestras fauces. Besé sus ojos, lamí sus párpados, fui buscando
lentamente con mis labios la curva deliciosa de su cuello, sus hombros mórbidos.
Mientras, mis manos parecían haber enloquecido y recorrían todo su cuerpo,
acariciaban sus muslos enfebrecidos, su vientre hundido, su pubis delicado, se
enredaban en su pelo y acariciaban su sexo, que parecía abrirse como la caja de
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Pandora para mis dedos. Acaricié y acaricié, cada vez su sexo estaba más caliente,
metí mis dedos en él, noté su humedad extraordinaria, sentí el botoncito pedernalino
de su clítoris enardecido. Entonces abrí sus piernas con mis brazos y chupé aquella
fuente de miel mientras Michèle emitía unos gritos que ya no eran ladridos, sino que
eran aullidos. Yo empecé también a aullar mientras mi lengua se hundía vorazmente
arrastrando a todo mi yo a la disolución en aquella humedad salvaje. Sentí de pronto
como si ese clítoris buscara mi lengua, parecía tener vida propia. Lo tomé entre mis
dedos, presioné suavemente hasta que emergió por completo, vibrante, y entonces
empecé a lamerlo hasta que sentí que mi boca se inundaba de una espesa secreción
maravillosa, como el bebedizo de la eterna juventud. Michèle se encogió sobre sí
misma. Me miró, como un animal saliendo de las aguas, chorreando de su propio
placer, y creí ver una inmensa luz de cariño en sus ojos. Sonriendo me hizo volver de
espaldas, y empezó a besarme lentamente. Entregué mi cuerpo a su boca como los
elegidos por el vampiro. Noté su boca en mi vientre y cómo iba acariciando mi pubis
con sus labios. Me mordió. Sus manos tomaron mis testículos y jugaron con ellos con
el alborozo de un niño con un juguete nuevo. De pronto noté que ya no eran sus
dedos sino su boca la que engullía ese mundo seminal y lo revolvía con su lengua
caliente. Traté de incorporarme, quería contemplarla haciéndome aquello, pero no
pude, era demasiado intensa mi felicidad y deseaba entregarme a ella rendido,
perdido, sin ojos, sólo la sensación que subía por mi vientre hasta mi cerebro y que
parecía llevarlo a su aniquilación. Me abandoné por entero. Por mi cabeza pasaban
mezcladas a aquel placer indecible, viejas imágenes, lomos de libros de la biblioteca
de mi abuelo, como envueltos en un oro de Turner, el mojado mostrador de una
pescadería donde unas anguilas vivas espejeaban entre otros pescados con sus agallas
agonizantes, las melancólicas canciones de nuestro cochero Boris en las primaveras
de Crimea, la nieve aquella noche cuando ejecuté a Rasputín. La nieve caía blanda
sobre mis ojos: eran los labios de Michèle que ahora me los besaba. De repente se
echó a reír, y aulló de nuevo, como un lobo a la Luna, y tomando mi sexo en sus
manos empezó a lamer con precisión su cabeza rosada; su lengua fue bajando lenta,
suave, envolviéndolo en una saliva caliente; volvió a besar mis testículos, me hizo
abrir las piernas y metió su lengua hasta mi culo, y lo lamió; después, lentamente, fue
subiendo por las ingles hasta aferrar toda mi verga con decisión y la metió en su
boca; sentí cómo se cerraba en tomo a ella esa oquedad ardiente. Michèle chupaba y
chupaba, cada vez con más rapidez, con pasión, como si quisiera tragárselo,
arrancármelo. Notaba a veces el cosquilleo de sus dientes en mi carne. Fue como si
un río espeso descendiera de mis riñones y, convergiendo desde las piernas, los
muslos, el vientre, en ese pedazo de carne estremecida y poderosa que ella chupaba
como un pequeño animalillo la leche de la ubre materna, arrastrase como un huracán
hasta el último vestigio de mi memoria, de mi personalidad, de mi alma. Sentí esa
especialísima rigidez del miembro que precede a la eyaculación, esa especie de
palpitación salvaje. Entonces agarré con todas mis fuerzas su cabeza entre mis
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manos, y la apreté contra mí, apreté, apreté, apreté, como si quisiera que mi verga
empalara su cabeza amada: clavarla en mi sexo y verlo atravesar su nuca fantástica,
como una mariposa exótica, bellísima. La saliva de Michèle resbalaba por mis
muslos, oía su respiración entrecortada, agitada, el sonido único de una boca
chupando una polla, ese ¡chup, chup! mágico.
—¡Córrete, hijo de puta! —me gritó de pronto—. ¡Córrete!
Sentí como si se rompiese el dique de una presa: el orgasmo invadiendo mi
vientre y saliendo como un borbotón ardiente que a mí mismo me quemaba. El semen
llenaba la boca de Michèle y caldeaba mi propio sexo, lo envolvía como una gelatina
deliciosa. Michèle cayó exhausta, sin sacarse el miembro de la boca. El semen le
resbalaba mezclado a su saliva desde las comisuras de sus labios. Estaba desplomada
sobre mi vientre y mis muslos, como unida a mí por ese cordón umbilical maravilloso
que iba debilitándose en su boca, y al que ella acompañaba en sus últimos
estremecimientos con un lamido leve, como tratando de apurar y beber hasta la
última gota. Miré su espalda perlada de sudor; la tomé en mis brazos y la besé. Sentí
mi propio semen en sus labios; lamí y retorcí mi lengua contra la suya. Ella me
enlazó con sus muslos. ¡Qué caliente estaba su sexo! Aquel beso largo y húmedo me
devolvió un vigor y una excitación inesperados, y noté cómo mi miembro se ponía de
nuevo rígido, casi dolorosamente rígido.
—Ven —le dije. Pero ella permaneció tendida, boca abajo, con los ojos cerrados.
Entonces empecé a besar aquella espalda que tanto amaba, su cintura espléndida,
frágil, la curva de sus nalgas, la hendidura mojada de sus nalgas. Mi excitación iba en
aumento. Mis manos acariciaban su sexo por detrás, mi dedo gordo se perdía rozando
su ano. Sentí que un vértigo se apoderaba de mí. La deseaba de nuevo. Deseaba aquel
culo, aquella otra vía por la que someterla. Michèle no se movía, respiraba
lentamente, felizmente. Pasé mis dedos por su boca y recogí saliva y semen, y con los
dedos impregnados empecé a acariciar su ano, que pareció abrirse como una flor a
mis dedos. Ella se removió lentamente y suspiró complacida. Yo continué acariciando
ese lugar de ensueño, y noté cómo sus nalgas iban abriéndose como si el mar se
abriera para que yo pasara como ante los judíos en el relato bíblico. Me complacía
mirarla. Me arrodillé junto a ella y traté de abrir aún más aquellas nalgas. Como un
paisaje de perfecta belleza se desplegaron ante mí, y el agujero de su culo apareció
brillante de saliva y semen. Lo besé. Lo lamí una y otra vez, metí mi lengua en él y
pareció abrirse aún más. Ella movió sus caderas en un deslizamiento de acomodación
y entonces froté mi miembro, que ya no podía aguantar más, con saliva, y lo acerqué
a ese culo en el fondo del cual parecía estar el tesoro de los piratas. Acerqué la cabeza
de mi sexo, y la restregué contra él. Una gotita de semen perló el orificio, brillante,
engrasado, expectante.
—¡Dios! —dijo Michèle—. ¡Qué gusto!
Yo empecé a apretar suavemente. Al principio el ano parecía demasiado estrecho
para que pudiese entrar aquella cabeza rosada y fulgurante. Pero de pronto fue como
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si una flor carnívora se abriera inesperadamente y tragara a su insecto, y en un
segundo engulló la cabeza de mi verga cerrándose de nuevo sobre ella.
—¡Dios! —suspiró de nuevo Michèle—. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
Yo apreté y lentamente mi miembro fue desapareciendo en su interior. Noté como
si una mano suave, pero vigorosa, me lo apretase con firmeza. Ella empezó a moverse
haciendo círculos con sus caderas, suspirando, sin abrir los ojos. De pronto tuve la
visión de aquella sirvienta cuando yo era niño, también con sus ojos cerrados. Apreté
más aún. Todo mi sexo penetró en aquella cueva encantada, prieto, tenso. Nos
movimos despacio al principio pero poco a poco fuimos entrando en un paroxismo
salvaje. Michèle se incorporó un poco, y se puso como un animalillo, a gatas. Yo
seguí moviéndome mientras con una mano acariciaba sus pechos que ahora colgaban,
pequeños y duros, como peras bergamotas. Ella empezó a acariciarse. De pronto no
pude contenerme, y con un empujón salvaje, frenético, eyaculé. Ella dio un grito.
—¡Me has llegado a las entrañas! —dijo.
Nos quedamos en esa posición unos instantes. Luego saqué mi miembro, que ella
besó; lo secó con sus cabellos, lo besó de nuevo. De pronto, echó hacia atrás la
cabeza, con ese movimiento que tanto amaba yo en ella, que me fascinó desde la
primera vez que la vi. Y empezó a reír.
—¡Animal! —me susurró gatuna—. Eres una bestia.
Nadie me había hablado nunca como lo hacía Michèle. Las prostitutas de Moscú,
de Londres, de Berlín, aun en lo más incontrolable de la fiesta, aun cuando exhibieran
toda su procacidad y familiaridad conmigo, siempre mantenían como un último velo
de respeto. Michèle parecía la reina de un nuevo mundo alegre y desenfrenado, que
podía hacer lo que le placiese. Me eché a reír yo también.
—¡Animal! —le dije.
Nos quedamos tumbados largo rato, fumando lentamente, mientras ella se
apretaba contra mí como enroscándoseme en el alma. Se quedó dormida. Mirándola
dormir, me adormecí yo también.
Cuánto pudimos pasear en aquellos días. Recorrimos Venecia por todos sus
canales. Le enseñé su pintura, le conté su historia. Compramos bellísimos objetos
para llevar como si fuésemos una parejita de jóvenes burgueses en su viaje de novios.
Michèle estaba fascinada con la ciudad. Por las noches, después de cenar, solíamos
acudir o bien al Florian o bien al Quadri, a beber unas copas mientras las orquestinas
tocaban sentimentales melodías. Una noche, de pronto, me sentí melancólico.
—¿Sabes? —le dije—. Cierta vez, aquí mismo, en esta misma terraza… pensé
que era el lugar perfecto para suicidarse. Aquí. Unos somníferos, y alcohol. Y, poco a
poco, suavemente, desvanecerse en esta belleza.
Michèle me miró con cierta perplejidad. Me sonrió. Pero había algo en su sonrisa
que yo nunca había visto, como un súbito distanciarse protector, que custodiase su
alegría impidiéndole cualquier referencia que pudiera entenebrecerla.
—Odio la muerte —me dijo. Su tono era frío.
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Era algo que yo había pensado en algunas ocasiones. Y acaso hubiera debido
consumarlo con ella. Sí, envenenarla. Hubiésemos desaparecido de este mundo como
dos ángeles en un vuelo majestuoso: despreciando nuestra época y lo que ésta
engordaba en su matriz. A veces le hablaba a Michèle sobre lo que había sido nuestra
vida, recordaba ante ella mi juventud. Pero en realidad eran monólogos que supongo
que con dificultad podía entender. Ella no había vivido el mundo de antes de la
guerra. Había nacido el mismo año en que la gentuza derrocó a Nicolás. Yo ya había
matado antes de que ella abriera los ojos al mundo. De cualquier forma, lo que yo
buscaba, ¿acaso no era precisamente esa salvaje fuerza ignorante, donde bañarme en
ese Leteo y olvidar?
—Mira el Florian —le dije—. El resplandor dorado de sus puertas. Deberías verlo
sobre todo en invierno, en una de esas noches de lluvia y niebla, cuando Venecia se
muestra a sus mejores hijos como un ectoplasma de desolada grandeza. El resplandor
dorado de las puertas del Florian, la perfección de sus líneas, lo airoso de sus techos y
lámparas, la exquisita decoración, rojos aterciopelados y oro viejo, las pinturas que
cubren sus paredes y que firmaron Casa y Carlini en 1850, cuando Ludovico Cadorín
realizó las modificaciones que aún perduran, la suntuosidad de unos camareros que
parecen salidos, prestancia y sabiduría, del óleo que dedicó en 1912 Itálico Brass a
este lugar insólito. Hay quizás un té mejor, en la Antica Offeleria della Meneghina en
Vicenza; unos cubitos de hielo de medida más ajustada, el Dante de Verona, el
Meletti de Ascoli Piceno; unas pastas más elaboradas: las del Romanengo en Génova,
las del Camparino de Milán; y, ¡por todos los dioses!, unos asientos más confortables,
el Charleston-Mazzara de Palermo donde tantos buenos ratos he pasado con
Sant’Angelo y con el príncipe de Lampedusa. Ah, Sicilia… Pero nadie sabe por qué
el Florian es el Florian, y ningún otro café puede superarlo en su extraña, sombría y
elegante agonía. Más de doscientos años de existencia acreditan que generación tras
generación, ninguna se ha resistido a su encanto.
»Lo fundó en 1720 un tal Floriano Francesconi que pintó en su muestra un
rimbombante Venezia triunfante que la finura de los venecianos no tardó en olvidar
prefiriendo un El café de Florian que ha perdurado. En sus divanes se han sentado,
han escrito, han amado, personajes como Casanova, Gozzi, Foscolo, Lord Byron,
Canova, Verdi, Goethe, Ruskin, Browning, algún futuro papa, Wagner, Silvio Pellico,
que lo recordó en sus Prisiones, y toda la larga, o acaso no tan larga, lista de finos
segundones, cortesanas, artistas y locos que constituyen lo mejor de cada época. El
único lujo. Un ejemplo tan sólo: cierta noche entré, como tengo por costumbre, al
Florian para beber la última copa antes de retirarme. Era una noche de niebla y la
ciudad tenía la suavidad de un muslo adolescente. Hacía frío, aunque no demasiado.
Poca gente en el Florian. Me senté en el último saloncito a la derecha. Al fondo había
un par de mesas ocupadas. Entró un matrimonio francés, acaso suizo, con un perro
espléndido. Pidieron unos pastelitos. Después de haberles servido, el camarero volvió
con una escudilla de plata llena de agua y la dispuso junto al perro.
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»Eso es el Florian.
»Y esa altura de vuelo no se improvisa. Es como los ojos de los niños limpiabotas
de Istanbul. Como los cuerpos del Ganges. Saber que el fin de un mundo no es, no
puede ser, sino la vana repetición de otras desventuras ya presenciadas y jamás con
un interés superior al de un servicio crepuscular y perfecto. Se trata simplemente de
no dejar que la realidad perturbe una determinada idea de la vida. Así, los camareros
del Florian se saben depositarios de una memoria radiante donde Lord Byron avanza
enmascarado seguido por su corte de enanos, putas de Damasco y desterrados y
suicidas y sodomiza a su criado para poder tener, según decía, la única virginidad del
siglo; donde Casanova desnuda sobre los relámpagos del salón privé a dos condesas y
un obispo, y se hace servir por éste mientras las dos hermosas maúllan a sus pies
como gatas siamesas; donde Ruskin entra despavorido tras presenciar un asesinato a
pocos metros de la puerta y de improviso sonríe porque comprende que esa sangre
vertida embellecerá la Piazza; donde Browning contempla su rostro en el cristal que
cubre una de las pinturas y se ve muerto, conducido por una góndola funeraria hasta
San Michele, como así sería y habría de recordarlo un célebre grabado; donde
Garibaldi sueña en una mesa con el sol de Sicilia; donde Wagner lleva sus gatos a que
se afilen las uñas en los granates de la tapicería.
»Sí, todo eso es el Florian. Restos de la locura, ruinas de la grandeza y de la
libertad, espejo empañado de los hermosísimos gestos de unos seres excepcionales
que dieron esplendor a la vida.
»Todo eso, o, mejor, sus cenizas, es lo que ofrece el Florian. Y por eso merece
que ciertas noches de Venecia tengan su barra como último paisaje. Es una luz de fin
del mundo. Y allí, beber en nombre de todo lo que fue, brindar por su maldito y
condenado silencio de cementerio. Porque, también hay que decirlo, yo jamás he
bebido con alegría en el Florian. No se puede beber en un museo. Y el alcohol y la
noche regalan a sus hijos un brillo lunar de desesperación que necesita verse en otros
espejos. Entonces, si lo que uno desea es beber, ver pasar al Destino y sonreírle, dejar
que los ojos y el cuerpo vayan adquiriendo con la madrugada esa calidad de bolero
que lo hacen tan apreciable para coleccionistas y mujeres, entonces no encamina sus
pasos al Florian, esa maravilla que agoniza en la plaza más bella del mundo. Sino que
pasea lentamente junto a las aguas, siente cómo se hunde lentamente una ciudad que
fue orgullosa, grande, cima de sabiduría, poder y sentido del equilibrio. Y se detiene
en cualquier taberna con emparrado y pide pescado y vino.
»Pero si después, sobre todo en invierno, cuando la niebla cubre la ciudad y ya no
hay turistas; si después uno ve que sus pasos lo llevan hacia la Piazza y, de pronto,
como mariposas de oro en la niebla, contempla deslumbrado las puertas del Florian,
entonces debe entrar, palpar la soledad y pedir una copa en homenaje a todos aquellos
que a lo largo del tiempo fueron llenando la historia de este café con su gloria y su
desprecio.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando solo, estaba escuchándome a mí
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mismo. Michèle miraba a la gente, bebía, me sonreía, pero era como si mis recuerdos
fueran un cuento que a ella no le interesara demasiado. Y acaso llevaba razón. En un
mundo que se desmoronaba, ¿qué podía importar si Byron o si Casanova o si los
camareros del Florian disponían una escudilla de plata para un perro? Todo el mundo
miraba hacia un futuro que no veía, y el pasado era sólo eso… pasado, algo muerto y
que muy pronto terminarían de enterrar los escombros de la nueva guerra que todos
presentíamos.
Pero Michèle, sí, era algo real, estaba allí, ante mí, luminosa, espléndida, decidida
a vivir. Era la vida misma, su fuerza misteriosa e inagotable. Miré su boca que
siempre me excitaba, la belleza de sus piernas morenas, la luminosidad de sus ojos y
su piel, la inminencia perpetua del placer, esa alegría donde perderme, donde no ser
el príncipe Yussupov, el que mató a Rasputín, sino un pedazo de carne palpitante y
gozosa.
Una mañana estábamos paseando cerca del Campo San Filippo e Giacomo
cuando Michèle se detuvo ante el escaparate de una librería. Había una exposición de
libros junto a un cartel muy atractivo. Michèle dio un gritito:
—¡Pero si eres tú! —exclamó alborozada.
Miré. Sí. Era un libro que yo había escrito, una especie de memorias de juventud.
Había varios volúmenes apilados y junto a ellos una fotografía mía, en un bosque
nevado, junto al zar (supongo que fue tomada durante una cacería). Un letrero junto a
los libros exponía: MEMORIAS DE YUSSUPOV - EL HOMBRE QUE MATO A RASPUTÍN.
—¡Eres tú! ¡Eres tú! —exclamaba Michèle.
Es curioso. La idea de que yo fuera escritor —de que hubiese escrito un libro la
excitó. Poco después, mientras descansábamos en la terraza del Quadri, me miró de
pronto con esa expresión suya juguetona y coqueta, que tanto me enervaba, y me
dijo:
—Quiero correrme.
La miré atónito, pero muy excitado también.
—He dicho que quiero correrme. Aquí. Y ahora.
La miré fijamente. Era como si Michèle me hipnotizase. La idea de que Michèle
se corriera allí mismo, en aquel momento, me excitó muchísimo.
—Acaríciame —dijo. Y puso esos labios de niña mimada que me provocan aún
en el recuerdo el más profundo estremecimiento.
Acerqué mi sillón al suyo, y metí mi mano bajo su vestido. Noté el frescor de los
muslos, la abisal diferencia con el tacto de las medias.
—No llevo bragas —me dijo. Y sonrió.
Y era verdad. Mis dedos tocaban ese nido que tanto amaba, sedoso, caliente. Ella
separó un poco sus piernas. Mis dedos tocaron su sexo. Estaba muy mojado. Michèle
mientras tanto me miraba.
—Sigue —me dijo—. No lo va a notar nadie.
Esa clandestinidad me excitó aún más. Empecé a acariciar con mi dedo corazón
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aquella hendidura caliente. Noté cómo se endurecía su clítoris. Ella hizo un leve
movimiento para sentarse mejor, y apretó mi mano con sus muslos.
El sol se ponía, y San Marco parecía de oro. Pasaron junto a nosotros unas damas
y unos escuadristas, con sus uniformes un tanto chabacanos. Un camarero, en la
puerta del Quadri, pareció darse cuenta de lo que estábamos haciendo. Miró hacia
otro lado. Mientras tanto, Michèle iba entrando en un largo, silencioso e inmóvil
orgasmo que yo muy bien percibía por sus contracciones sobre mi dedo y por el
aumento de flujo en su vagina. Fue un orgasmo lento, sublime. Noté cómo iba
subiendo en intensidad al tiempo que la luz del día iba desvaneciéndose sobre la
Piazza. La visión de su rostro, aquel atardecer, es de las imágenes más nobles e
imperecederas que guarda mi memoria. Cuando se hubo corrido, Michèle se dejó
resbalar sobre su sillón, tomó delicadamente mi mano y la llevó a sus labios, chupó
mis dedos mojados y cerrando los ojos reclinó su cabeza sobre el respaldo del sillón
de mimbre. Las luces de la Piazza iban con su resplandor modificando las líneas de
aquel rostro fantástico, como la luz que mueve las sombras sobre una estatua. Parecía
un animal en paz, descansando, feliz, colmado y calmado. La belleza de la Basílica
parecía fundirse con el orgasmo de Michèle convirtiendo aquel anochecer en algo
inefable. Sentí la grandeza.
Aquella noche Michèle quiso seducirme con una fiesta muy particular. Mandó
que subiesen la cena a la habitación, y pidió fruta, y me sorprendió encargando que
trajesen un pepino. Después de cenar —su rostro de niña se recortaba sobre la luz de
la luna llena que entraba por la ventana— me dijo:
—Tú estate quieto, ahí, sentado. No te muevas.
Y desapareció en el cuarto de baño. Salió desnuda.
—Voy a ver si soy de verdad una mujer —dijo—. Quiero ver cuánto me cabe.
Michèle tomó el pepino entre sus manos. Empezó a lamerlo como si se tratara de
mi sexo. Al mismo tiempo con su otra mano se masturbaba delicadamente. Era una
visión fantástica, hipnotizadora. Michèle estaba representando para mí un espectáculo
de burdel marsellés. Esa mezcla de belleza y delicadeza de mi reina entregada a un
ritual portuario y barriobajero, me llenaba de excitación. Cuando el pepino estuvo ya
lo suficientemente resbaladizo de saliva, y su sexo se cubrió con una espesa espuma
de felicidad, Michèle empezó a frotarse con él su clítoris y la vulva y sus muslos.
Poco a poco lo introdujo por sus puertas sagradas y empezó a empujarlo, lentamente,
muy lentamente. El sexo de Michèle iba engullendo el pepino mientras ella parecía
sumamente complacida y emitía suspiros de satisfacción. Me miró con aquellos ojos
profundos, con aquellas esmeraldas.
—Es formidable —me dijo entre suspiros.
Yo estaba muy excitado. Mientras ella se metía el pepino yo acariciaba mi
miembro muy suavemente, manteniéndolo en esa insoportable pero maravillosa
inminencia de eyaculación que cortas en el último segundo. Mis nervios parecían a
punto de estallar.
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—Déjame a mí —le dije.
Ella me sonrió.
—No. Esta noche, no.
Se sacó el pepino, que aparecía cubierto por una mucosa deliciosa y lo tiró sobre
la cama. Avanzó su cuerpo hacia mí y tomó mi sexo entre sus cabellos. Michèle
empezó a frotarme dulcemente con sus manos el miembro que había envuelto en su
pelo. Era una sensación exquisita. Tal como yo estaba, no tardé en verter sobre su
amada cabellera todo el surtidor de mi pasión. Michèle pareció gozosa con aquel
baño de esperma. Se frotó los cabellos con él, como si estuviera lavándose la cabeza
y me besó delicadamente la punta de mi miembro.
—Ahora —me dijo—, a dormir como buenos niños —y se acurrucó entre mis
brazos.
Mientras ella dormía como un ángel caído, yo la contemplaba asombrado. Qué
bella era. Yo había gozado a lo largo de mi vida a muchas mujeres hermosísimas.
Pero ninguna tuvo esa naturaleza tan perturbadora, esa mixtura demoniaca de un
poder sexual avasallador con una presencia cuya perfección, cuya emoción era
mucho más artística que humana. Michèle era la absoluta finura del prodigio de una
pincelada de Rembrandt, y exigía ser adorada como una de esas telas, y al mismo
tiempo emanaba una especie de violencia, de fuego erótico irresistible que no daba a
mis sueños ni un segundo de reposo. Y todo ello encarnado en un encanto que su
aspecto de salvaje y ambigua preadolescente acrecentaba hasta la locura. Me
pregunté: ¿Podrías aceptar perderla, no verla más, no sentirla más vivir a tu lado?
¿No volver a contemplar ese espectáculo deslumbrador y letal? Y, por no perderla,
¿hasta dónde llegarías? Una vez, hace años, había sentido esa atracción fatal y
sublime, aunque aquella joven sólo tenía de ésta la segunda de sus propiedades, esto
es, sus abismos carnales. Se llamaba Natacha y era la mujer de uno de nuestros
empleados en Arkhangelskoy. Durante varios meses estuvimos citándonos en la
biblioteca de mi abuelo. Recuerdo aquellas tardes afortunadas en las que, bajo la
mirada muerta del autómata de tamaño natural que allí había colocado mi abuelo, y
que representaba a J. J. Rousseau, Natacha y yo nos entregábamos a los más
desenfrenados deleites. Era una mujer, más que bella, sumamente atractiva, alegre,
muy alegre, exaltante, de una dicha contagiosa. De alguna forma, era la mujer con
menos prejuicios, más absolutamente inmoral que he conocido. Era igual que yo.
Tenía corazón de puta.
Yo amaba el brillo de felicidad de sus ojos, la suavidad de sus labios, su forma de
besar como si estuviera saboreándote el alma, el perfume de su cuerpo que como una
embriaguez caliente irradiaba su carne cuando la estrechaba con mis brazos. Amaba
sus piernas esbeltas y duras y el suavísimo tacto de sus muslos; amaba la sensibilidad
extraordinaria de esos muslos. Cada mujer tiene partes de su cuerpo que le son
especialmente gratas a la caricia, ya sea las orejas, el pelo, los pies, los pechos, los
dientes a veces, casi siempre el sexo; Natacha enloquecía si rozaba su nuca y sentía
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una especial debilidad por ser acariciada entré las piernas y en su culo hermosísimo,
exquisito, fastuoso. Cuánto me gustaba levantar su falda y contemplar esa desnudez;
ella solía ponerse hacia mí con el culo en pompa, moviéndolo graciosamente, como
un relámpago de sol. Ah, aquel culo indescriptible, de una piel perfecta y tensa, por
cuya hendidura casi siempre resplandeciente de humedad asomaba una densa y
excitante mata de pelos morenos. Me gustaba jodérmela en esa postura. Ella hundía
su cabeza en un diván y yo restregaba mi verga por aquella especie de garganta,
frotaba la cabeza de mi miembro por sus muslos adorables, por su ano expectante,
por los labios rojos, como labios pintados, de su sexo estremecido, mientras Natacha
emitía unos entrecortados suspiros y alguna expresión desvergonzada que mucho me
satisfacía. Después, cuando ninguno de los dos ya podía más, se la metía notando
cómo mi sexo penetraba en un mundo suave y cálido, como anegado por mantequilla
derretida, y allí parecía volar más allá de mis propios deseos. Natacha mordía el
cuero del diván y se aferraba con sus manos a los cojines, moviéndose salvajemente
hasta que, con un suspiro largo y profundo, se corría con tal abundancia de jugos que
mi verga chapoteaba en su sexo mientras yo a mi vez le echaba un polvo que era
como si me licuase hasta mi memoria. Ella solía entonces levantarse, con un gesto, un
movimiento casi animal, felino, en su porte, y tomando mi sexo en sus manos lo
lamía, como una gata hace con sus crías, hasta dejarlo limpio y seco.
Natacha tenía el coño más caliente que yo hubiera conocido. Y la violencia de mi
relación con Michèle en cierta forma me la recordaba. Pero Michèle era mucho más
que eso. Natacha, con todo, era algo controlable, todavía era la Vida. Michèle era
todo el lujo, la fascinación, las galas de la Muerte.
Pero Venecia, al mismo tiempo que me regaló esos días, acaso los más felices de
mi vida, también puso en ellos una nube de dolor. Fue como una quemadura.
Estábamos una noche cenando en el hotel. Michèle —es como si ahora estuviera
viéndola— lucía un vestido gris perla y llevaba el pelo recogido en un moño que le
daba un aspecto maravilloso. Casi siempre me han gustado más las mujeres con el
pelo recogido, y a casi todas les sienta mejor. Pero en Michèle el matiz era
extraordinario, el pelo recogido daba a su cuello un atractivo irresistible. Cómo
destacaba su esplendor en aquel restaurante. Las luces de las velas iluminaban
suavemente su belleza. El comedor estaba lleno; me sorprendió la cantidad de
uniformes fascistas en torno a las mesas. Como si se pudiera cenar con aquellos
atuendos. Cerca de nuestra mesa, acompañando a una dama de bastante más edad que
él, había un joven. Era bastante atractivo. Michèle y el joven cruzaron miradas. Yo
me di cuenta inmediatamente de aquel intercambio de complicidad. Me sentí
dolorido. Traté de despertar el interés de Michèle, pero ella, de vez en cuando, volvía
a mirar a aquel joven y hasta insinuó, en un momento dado, una sonrisa hacia él. Me
sentí tan mal, que interrumpí bruscamente la cena:
—Subamos a la habitación —le dije.
Ella me miró perpleja. Pero no se movió.
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—No he terminado —me contestó también algo bruscamente. Esa vez no había
dulzura en su voz.
—Ya es muy tarde —dije yo.
—No tengo sueño. Me apetece tomar una copa. Podemos ir al bar.
Yo traté de contener mi ira.
—He dicho que subamos.
Michèle intentó serenar la situación. Me acarició una mano. Pero me di cuenta de
que al mismo tiempo no pudo evitar mirar de reojo al joven. Me puse en pie.
—¡Vamos! —le ordené con violencia.
En el ascensor no cruzamos palabra. Entramos en la habitación y Michèle fue al
cuarto de baño. Yo me asomé a la ventana. San Giorgio, al otro lado de las aguas,
brillaba bajo la Luna.
¿Celos? No, por Dios. O al menos no como suele entenderlos la mayoría de la
gente. Celos de una juventud que pudiera ofrecerle a Michèle, ¿qué? Esa misma
juventud, nada más. Y con ser mucho, muchísimo, no lo es tanto, cuando se compite
ante los ojos de una mujer, frente a la seducción, el dinero, la posición, la capacidad
de divertirla. Y en eso un hombre como yo podía ofrecer más, mucho más, que
cualquier jovenzuelo. ¿Celos de otro hombre que fuese más guapo que yo? No.
Siempre molesta otro más guapo que uno, pero no tanto como alguien más atractivo
que uno. Y ese atractivo, esa especie de imán erótico la vida me había demostrado
que yo lo poseía lo suficientemente acreditado como para no sentir excesivos
temores. No. Los celos siempre me parecieron detestables. Salvo en las damas, que
pueden dar lugar a situaciones pasionales divertidas; en los hombres siempre son
ridículos, patéticos, propio de clases inferiores.
Cuando Michèle salió del cuarto de baño, llevaba un camisón de seda rosa de
Pernambuco que se ceñía a su cuerpo. Me excitó. Traté de controlarme. No podía
ceder en aquel momento. No quería decirle, con un beso, que la perdonaba. Yo estaba
profundamente dolorido. Durante unos minutos, no dijimos palabra. El silencio era
cortante como una guillotina. Por fin, Michèle vino hacia mí; estaba muy alterada:
—No había por qué salir tan de prisa. Qué idiotez —me dijo.
Me molestó su tono.
—¿Idiotez? —dije yo.
—Sí. Idiotez. No había terminado de cenar.
—Puedo ordenar que suban la cena —le dije.
—No quiero esa cena. Quiero la que estaba tomando. No sé por qué tenemos que
encerrarnos ya.
Yo no pude evitar reprocharle su comportamiento. Fue un gran error.
—Lo que tú querías era seguir coqueteando con aquel jovencito.
Michèle me miró. Sus ojos echaban lumbre.
—¡Yo no miraba a nadie! ¡Estás loco!
—Llevabas media hora mirándolo. Hasta el más imbécil se hubiera dado cuenta.
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Por supuesto, él sí se ha dado —dije estas últimas palabras lentamente y cargándolas
de acritud.
Michèle se encrespó.
—¿Y qué? ¿Acaso no puedo mirar a quien me dé la gana?
—No —dije yo tajantemente.
Al oír esas palabras, Michèle se enfureció más todavía. Fue hacia la puerta, se
detuvo, volvió. Se acercó a la ventana. Por fin se sentó en la cama. Me miró ahora
con ojos suplicantes.
—Pero ¿qué quieres de mí? —dijo, y comenzó a llorar.
Yo avancé hacia ella, le tomé el rostro con las dos manos, acaricié sus mejillas y
su frente.
—No te das cuenta… —susurré.
Michèle se creció:
—No me doy cuenta, ¿de qué?
Se apartó de mí.
—¿De qué? ¡Habla! ¿De qué? —Encendió un cigarrillo, aspiró con rabia—. ¿Qué
más quieres? Estoy contigo, me acuesto contigo, te hago feliz… ¿Qué más quieres?
Puedes lucirme ante tus amigos, presumir… Me has traído de viaje, me compras
cuanto quiero… ¡Conforme!… ¡Y yo te pago bien! ¿Qué más quieres?
Yo avancé hacia ella, trémulo.
—No lo entenderías —le dije.
—¡Ah, ya salió la vieja historia!, —se revolvió ella.
Durante este diálogo, Michèle había ido calmándose. Se sentó en la cama y me
miró. En sus ojos había una cierta mezcla, un velo de piedad y poder.
—Perdona… —me dijo—. Yo soy feliz a tu lado. Pero… no sé… A veces, si miro
a un chico, ¿qué importancia tiene? Estoy contigo, ¿no?… Bien, perdona, procuraré
que no suceda otra vez.
Creo que estas últimas palabras me hundieron más aún.
—Procurarás… Procurarás… —dije. La hubiera abofeteado.
Michèle volvió a enfurecerse:
—¡Sí! ¡Procuraré! Pero ¿qué demonios quieres? ¡Procuraré no herir tu estúpido
orgullo! ¡Procuraré!
Y tirando el cigarrillo contra la pared entró en el cuarto de baño dando un portazo.
¡Desear a otro! ¡Era de mi polla de donde únicamente debía beber! El gran duque
Nicolás humilló a sus verdugos muriendo sin dejar de sonreír mientras acariciaba su
gato favorito. Hasta mi criado Gregori Bujiski soportó la tortura despreciando a los
bolcheviques y murió sin despegar los labios antes de que la chusma pudiera
apoderarse de las joyas de nuestra familia. No. La gentuza puede matarnos, pero no
alcanzarnos. Y no se trata de alcanzarnos personalmente, sino de alcanzarnos como
institución, como alto modelo de vida, como plenitud de sueños. Recuerdo que en la
coronación de Nicolás II, una doncella de la emperatriz se pinchó en un dedo con un
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prendedor, y una gota de sangre cayó sobre el armiño. Esa gota de sangre fue como el
signo de la desgracia que habría de sobrevenir a Rusia y a todos nosotros. Aquella
noche, esa mirada de Michèle hacia fuera de nuestro mundo, hacia la trivialidad y la
vulgaridad, fue como otra gota de sangre en la plenitud de nuestro amor. Michèle, ese
ser báquico, fragmento de la explosión de algún sol, mi amor.
¿Por qué no la eché aquella noche? ¿Por qué no ordené a los criados del hotel que
la echaran a la calle, a donde pertenecía? Simplemente, por amor. Por la misma razón
que no puede uno apartar de su cabeza ciertas imágenes de la infancia, casas que
fueron amadas, rostros de bondad y perfección, ese verano de antes de la Revolución,
ese verano que siempre hay antes de, donde fuimos felices como jamás volveremos a
serlo.
El regreso a Biarritz fue sombrío. La tensión era insoportable. Yo sentía mi
corazón como una galerna. Había tomado ya una resolución en cuanto a Michèle, y
había hecho los preparativos precisos, que serían una sorpresa para ella. Cada uno de
sus gestos evasivos, su rictus de disgusto, infantil, hasta la misma incertidumbre de
nuestros sentimientos, me excitaban más y más. Aquella noche en el tren me
masturbé contemplándola dormir. Ella despertó.
—¿Qué haces?
—Te quiero —le dije.
Sonrió y tomó mi miembro entre sus manos.
—Ven conmigo.
Me tendí junto a ella. La dejé acariciarme. Lo hizo con delicadeza. De pronto
supe que hubiera hecho cuanto me hubiera pedido.
—Qué maravilloso sería comer tu coño por las mañanas, como desayuno —le
susurré—. Tu coño, pero separado de ti. Solo, en un plato, como un erizo de mar.
Coño de niña y champagne.
—Qué hermosa sería tu polla al horno. Su carne no debe ser diferente a las pinzas
de la langosta. Polla y champagne —dijo ella.
—Qué felicidad sería dormir sobre una cama hecha con tus pechos, mórbida,
como la Belladona.
—Qué bellas serían unas sábanas con el tacto de tus cojones.
—Qué hermoso sería un coño como una catedral donde entrar a rezar.
—Qué bella una polla gigantesca que me empalara y me hiciera girar como una
veleta.
—Qué hermoso sería un perfume de tus jugos.
—Qué fragancia la de una leche desmaquilladora de tu semen.
—No hay paisaje más hermoso que tu culo.
—No hay animal más lascivo que tu lengua.
—No hay sensación más alta que correrme dentro de ti.
—No hay sensación más intensa que notar cómo te corres dentro de mí.
—No quiero otra fe ni otra vida que tu coño misterioso y sagrado.
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—No quiero otro dios que tu polla palpitando por mí.
—Todos los reinos del mundo no valen lo que una mamada de tu boca.
—Todas las riquezas del mundo son menos que el calor de tu polla dentro de mí.
—Qué hermoso sería morir jodiendo contigo.
—Qué hermoso sería devorarte y encerrar todo lo que sabes y quien eres en mí,
como una hostia.
El tren se hundía en la noche. Seguimos amándonos. Y afuera, el frío, el viento, la
soledad de Europa.
Cuando llegamos a Biarritz, mi criado Lutchin nos aguardaba. Desde Milán yo
había llamado por teléfono a mi ayuda de cámara, y la sorpresa aguardaba a Michèle.
El automóvil nos condujo por aquellas calles que ahora me parecían distintas.
Salimos del casco antiguo. Michèle miraba algo desconcertada.
—Pero… No vamos al hotel… ¿Adónde vamos? —preguntó extrañada.
—Es una sorpresa —le dije.
Entramos en el boulevard de nobles árboles al fondo del cual se alzaba el palacete
que había sido de mi madre. Entramos en el amplio jardín de los magnolios. Michèle
aumentaba su gesto de estupor. El automóvil se detuvo ante la escalinata de entrada a
la casa.
—Baja —le dije.
Alineados al pie de la escalinata estaban los criados presididos por mi fiel Kuzma.
Michèle miraba todo sin entender de qué se trataba.
—Es mi casa —le dije—. Estaba cerrada desde la muerte de mi madre.
Michèle abrió sus ojos espléndidos. La luz de la mañana los iluminaba de un
verde aún más secreto.
—Vamos a vivir aquí —le dije.
Los criados se inclinaron saludándonos.
—Buenos días, Alteza. Buenos días, señorita —dijo Kuzma—. Todo está
dispuesto como ordenó vuestra Alteza. He dispuesto un aperitivo en la terraza.
Michèle subió aquellas escalinatas deslumbrada. Se me quedó la imagen de su
mano pasando por la balaustrada, como si quisiera «notar» que era real todo aquello.
—Es preciosa, preciosa —decía como una niña con su primer vestido—. Oh, pero
¿cómo podías vivir en el hotel teniendo esto?
—Me gustan los hoteles —repuse. Y era verdad. Amaba los hoteles—. Y además,
viviendo solo…
Michèle me miró gatuna como nunca:
—Pero ya no estás solo, ¿verdad?
No. Ya no estaba solo. Era cierto. Michèle estaba conmigo y era como si todo el
mundo que me rodeaba, la vida, brillase como el oro.
Pasamos un mes maravilloso. Nos levantábamos muy tarde, cuando ya el sol
iluminaba el jardín y su perfume penetraba en nuestras habitaciones como este aroma
que a veces nos sacude desde una mujer que pasa junto a nosotros, y que nos excita.
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Dedicábamos la jornada a divertirnos, a fiestas, a gozar de nuestros cuerpos. Dispuse
algunas veladas, y, aunque poco a poco, parte de aquella sociedad que con tan malos
ojos había visto a Michèle empezó a frecuentamos. Sant’Angelo venía con mucha
frecuencia y en ocasiones acompañaba nuestras cenas. Ni un segundo decayó mi
pasión por aquella ninfa que había hecho de mi vida la sombra de sus deseos.
Siempre abierta al placer, a la alegría.
Un día fuimos a la playa. Queríamos presenciar una regata. De pronto la deseé
como la primera vez. Deseé tenerla en aquellas aguas que brillaban al sol como un
espejo. Era algo que nunca había hecho con ella. No lo había hecho desde muy
lejanos días, en el Mar Negro, cuando éramos muy jóvenes y yo había ido con otros
amigos y unas putas que había contratado mi hermano. Joder en el mar, como
regresar al líquido amniótico. Recuerdo aquella zíngara. Tenía unos muslos duros y
redondos y un sexo con mucho pelo bajo un vientre un poco abultado, perfecto,
blandito. Sus pechos eran exuberantes y su boca parecía un cojín de seda.
—¿No has echado nunca un polvo en el mar? —me dijo.
—No —le contesté, excitado.
Me tomó de la mano y entramos en las aguas. Allí guió prestamente mi miembro
hasta ella, y envueltos por el mar nos corrimos alegremente. No lo había vuelto a
hacer en el mar. Pero aquella tarde de oro, perfilada por una tenue bruma, deseé
hacerlo con Michèle. Le dije que por qué no nos bañábamos. Le gustó la idea y
alquilé un pequeño bote de remos. En cuanto entramos en el mar, dejé los remos y la
tomé entre mis brazos. Estábamos cerca de la orilla, pero me excitaba la posibilidad
de que alguien pudiera vernos. Sin decirle nada, la besé. Tuve la sensación de besar a
una sirena. Le quité el bañador y me despojé del mío. La arrastré al agua. «¡Somos
peces!», le grité. Ella reía, contenta, alborozadamente. Sentí una libertad remota,
clásica, tan fuerte que tenía ganas de llorar. Era como recobrar algo. Qué hermoso,
uno con el mar, tocar un cuerpo, ese tacto especial con las aguas envolviéndote.
Siempre amé bañarme desnudo, notar el frescor sobre mi cuerpo; me produce una
sensación de gozo animal, sublime, una muy especial sensación de estar vivo.
Aquel día, con Michèle, fue inolvidable. Ella no lo había hecho nunca en el mar.
Al principio no sabía muy bien cómo ponerse, cómo sujetarse a mí. Por fin conseguí
una postura algo equilibrada y empecé a besarla. El beso en el mar, mezclado con el
agua, es maravilloso. A Michèle le daba reparos que pudieran vernos desde la orilla.
A mí me excitaba, en cambio. Me hubiera gustado que todos hubieran podido vernos,
envidiarnos. Conseguí que cruzara sus piernas en torno a mi cintura, y empecé a
acariciarle el sexo. Es fantástico sentir cómo aun dentro del agua son absolutamente
diferentes las dos humedades, y se separan con toda claridad. La mano que acaricia el
sexo siente el frescor marino en la palma y el dorso y el calor genital en los dedos que
entran en esa gruta esplendorosa. Yo notaba mis dedos resbalar en los espesos jugos
de Michèle. Ella se excitó mucho.
—Oh, sí, sigue, sigue, no te pares —me decía apretando su boca contra mi cuello.
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Cuando me pareció que estaba a punto, metí mi verga en ella y empecé a
moverme. A cada movimiento, Michèle suspiraba profundamente, se agitaba, nos
movíamos hasta perder y recobrar una y otra vez el equilibrio, las olas nos cubrían a
veces.
—¡Es fantástico! —suspiraba Michèle.
Cuando nos corrimos los dos, nos quedamos abrazados; permanecimos así,
llevados por las olas, un rato. Era la Felicidad.
De cierta forma yo comprendía los arrebatos de Félix. Michèle era muy bella y
tenía esa característica letal tan fascinante. Debo confesar que mucho me hubiera
complacido metérsela. Una vez, en los viejos tiempos, estuve un poco obsesionado
por una criatura parecida. Se llamaba María Antonia, era hija de nuestro médico en
San Michele al Tagliamento, donde mi madre tenía una finca, y aunque ya no era
muy joven, guardaba un misterioso encanto infantil. Pensé conseguirla. No había
demasiados problemas en la casa. Yo estaba solo, pues mi esposa permanecía
supongo que pasando revista a sus «escuadras» salvadoras de la Civilización
Pequeñoburguesa, en Roma. Yo, que no encontraba ya modelo más alto de
civilización que la suavidad rosácea de la cabeza de mi verga, me pasé casi un mes
dándole vueltas a la idea de joderme a María Antonia. No hubiera sido difícil. Pero
pensé de pronto que el grado de excitación que me producía su contemplación y el
refinamiento del ansia refrenada eran mejor que cuanto pudiera saciar en una cama.
Así que lo que hice fue frecuentarla; desarrollé una relación en torno a libros que a
ella le interesaban (adoraba a Stevenson, a Saint-Simon, a Tácito) que me permitió
estar juntos cada tarde, sufrir y gozar con la tentación de su cuerpo, gozar mi sed,
sentir la perfección de mi erección, jugar al juego de que ella se diese cuenta de esa
excitación y al mismo tiempo que jamás recibiera invitación alguna (y por su parte
era impensable que la formulara aunque lo deseara). Algunas veces disponía en mi
pantalón la verga de tal forma que el bulto producido por María Antonia le fuese a
ella absolutamente evidente; en un par de ocasiones, en tal estado, aproveché que
buscábamos juntos un libro subidos a la escalerita, y apreté contra su culo esa
fantástica dureza. Después, en mi cama, a solas en la noche, me masturbaba
lentamente, con un muñequear interminable que llegaba a la exasperación,
imaginando las más deslumbrantes voluptuosidades con mi adorada. Era un placer
casi más refinado y placentero que un polvo.
Lástima que Félix no siguiera el mismo camino. Por el onanismo al Nirvana.
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vino, como solía, a visitarme. Recuerdo aquella ocasión porque sostuvimos una
conversación que mucho me dio que pensar después.
—Mañana regreso a Roma. Debo resolver unos asuntos —me dijo.
Lo dijo con un gesto de hastío que me hizo preguntarle:
—No pareces muy contento.
—No. Es cierto —repuso Sant’Angelo—. Ya no es mi Roma. Estoy harto de
desfiles, discursos y patriotismo. «Cherubino alia vittoria, alia gloria militar», como
cantaba Fígaro. Se los dejo a mi mujer, que parece divertirse mucho con la
vulgaridad.
—Sandoval me dijo —le conté yo— que en España también parece que madura
otro golpe militar.
—Otra nación de locos —repuso Sant’Angelo.
—Es como una epidemia que fuera devorándolo todo —dije yo—. La Muerte
avanzando hasta en nuestras almas. Comunistas, fascistas, nazis, nuevos ricos… bah,
gentuza.
Sant’Angelo me miró y en sus ojos había una profunda desesperanza.
—Se rompió el viejo orden de vivir. El viejo, delicado y precioso orden. Tardará
mucho tiempo, si es que alguna vez sucede, en volver a establecerse. Europa está
condenada a muerte. A veces pienso que debíamos abandonar este continente
desahuciado y acabar nuestros días en algún lugar perdido, en un país de ésos, pobres.
Negros, o indígenas; dóciles. Sin impuestos. Una buena bodega y una biblioteca muy
selecta, de pocos libros pero muy escogidos.
—A veces pienso —dije yo— que eres más optimista que yo. No, amigo mío,
tampoco ese paraíso existe. ¿Sabes lo único que podemos hacer? Acabar con gloria.
No dar tiempo a que nos quite de en medio esta chusma.
Sant’Angelo me miró sonriente. Era una sonrisa triste.
—Tú eres el optimista, Félix —dijo—. Acabar con gloria… No, querido. Acabar
con gloria, como vivir con gloria, precisa de quien admire esa gloria. No. Conténtate
con no ser tú también uno de estos bárbaros. Hazme caso: una bodega honorable,
libros maravillosos, y un servicio que aún no esté muy contaminado. Bueno, y, claro,
algún proveedor de jovencitas.
Muchas veces he pensado después en aquella amarga conclusión de Sant’Angelo.
Sí, llevaba razón.
Los días fueron pasando, y mi pasión por Michèle no decaía. Pero como esos
cielos que se entenebrecen de pronto cuando más brilla el sol, de vez en cuando, y
pronto empezó a ser frecuente, Michèle ya no respondía como antes a mis deseos. La
notaba alejarse de mí. Hubo una noche que, en la cima del amor, de repente la sentí
ausente, fría. También empezó a salir sola. Siempre tenía alguna excusa, no diré que
no fuese razonable, pero efugio al fin y al cabo.
Nuestra vida, como agusanada de temores y desconfianza, iba infeccionándose de
una angustiosa desazón. Y el demonio de la sospecha hizo presa en mí. Una noche
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acabó por estallar la tormenta. Michèle había salido después de comer; dijo que iba a
hacer unas compras. Eran las dos de la madrugada, y aún no había regresado. Yo
estaba en la biblioteca, leyendo y bebiendo. Recuerdo que releía los Paseos por Roma
de Stendhal. El gramófono sonaba con la Balada en sol menor de Chopin. Había
ordenado a los criados que se retirasen. Bebía lentamente, contemplando aquel
ámbito que tan mío había sido cuando mi vida era un orden delicadísimo como un
aria de Mozart. Me serví otra copa de vodka y no sé por qué tomé un álbum de
fotografías. Pasé sus hojas. Era como un museo de figuras de cera: viejos rostros
perdidos, los zares, la familia imperial, hermosos palacios, mis padres, recortes de
prensa que aludían a la muerte del maldito Rasputín.
Serían más de las tres y media cuando escuché el ruido de la puerta y el sonido de
los tacones de Michèle subiendo la escalera. La oí entrar en el dormitorio. Me levanté
y fui hacia allí. Era preciso aclarar nuestra situación. Ella se sorprendió al verme. Iba
bien vestida, aunque su ropa tenía algo provocativo. Pero al mismo tiempo estaba tan
bella, tan fascinante, que lo único que mi corazón me pedía era arrodillarme ante ella
y rogarle que me amase. Noté que había bebido de más.
—Hola —me saludó con cierta frialdad.
—¿De dónde vienes? Son más de las cuatro —le pregunté con un tono que no
admitía dudas.
—Me entretuve con unas amigas. No las veía hace tiempo. Desde antes de estar
contigo. Unas chicas estupendas, ¿sabes?, —su voz sonaba falsa.
—Ya, ya… ¿Y… dónde estuvisteis? —dije como una orden.
Michèle se turbó.
—Bueno… Estuvimos primero en ese, ese… No sé, un bar nuevo.
No sabía mentir.
—¿Qué bar, cómo se llama?
—No recuerdo. —Parecía nerviosa, molesta con mis preguntas—. Y también
estuvimos paseando. Hablando. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos…
—Ya —dije yo, procurando que se me notara el tono de sorna, que comprendiera
que no la creía. De pronto sentí ganas de pegarle. La cogí con violencia de un brazo
—. ¿Dónde has estado? ¿Con quién?
Michèle cerró los ojos, como un niño cuando va a recibir una bofetada. Empezó a
llorar:
—De verdad, te lo juro. Con unas amigas.
—Mentira —grité. Y la abofeteé.
—De verdad… dos amigas. Dos amigas de hace tiempo. —Lloraba.
—Eres una embustera —dije yo, soltándola—, y una mala embustera. Estuviste
con un hombre.
Ella bajó la cabeza. De pronto alzó los ojos y me miró con dureza.
—No —dijo.
Michèle pareció adquirir de pronto una misteriosa fuerza.
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—No —repitió—. He estado por ahí. ¿Acaso no puedo salir? ¿Te crees que por
tener dinero todo el mundo tiene que estar a tus órdenes?
Noté que en esas palabras anidaba odio. Era la «clase», que siempre termina por
salir. De pronto, sin querer, Michèle acababa de resucitar el abismo. Le hubiera dicho
que sí. Pero cómo explicarle que no era por tener dinero, sino por quiénes éramos,
eminentes productos de la refinación que la historia había operado sobre nuestra
especie.
—Tú no eres todo el mundo —le respondí.
Ella me miró. Sus ojos eran fríos ahora.
—¡Muchas gracias!
Parecía cansada, como más allá de aquella situación.
—¡Estoy harta! —gritó—. ¡No puedo más! No puedo moverme, no puedo salir,
siempre estás espiándome. Y cuando no eres tú, son tus criados, ese viejo estúpido de
Kuzma…
—Kuzma es un buen hombre. Es leal —dije.
—Será contigo —siguió gritando Michèle—. A mí no puede ni verme.
—Bien —traté de cortar yo—. De todas formas, da lo mismo.
—¡Da lo mismo! ¡Da lo mismo!, —se creció ella—. ¡Pues no da lo mismo! ¡No
puedo resistir más! Yo necesito sentirme libre. Estoy contigo, de acuerdo. Pero
necesito sentirme libre, poder salir y entrar sin esta sensación de vigilancia. ¡Yo soy
joven! —acabó diciendo.
Aquellas palabras me hirieron muy profundamente. Era como cuando en una
representación se desploman de repente los decorados.
—Ya… —dije, y me fue difícil mantener la compostura—. Y yo, no.
Michèle se creció aún más:
—¡Sí! Y tú, no eres joven. Tú te pasas muchos ratos a gusto leyendo, o
escuchando música, o yo qué sé, pensando. ¡Yo no puedo soportarlo! Me aburre esa
música. ¡Yo, no! ¡Yo necesito salir, ver gente!
Me senté cerca de ella, abatido. Intenté cogerle una mano.
—Michèle… —susurré.
Ella apartó mi mano de un manotazo.
—Ni Michèle ni nada —dijo con fiereza, con dureza—. Tú no puedes seguir así,
¿no? Pues yo tampoco. Si no te parece bien lo que hago, búscate otra. Dinero tienes
para pagarla.
Me abalancé sobre ella.
—Sí —dije—, tengo dinero para pagarlas. Y te estoy pagando. Ven aquí.
La tomé, la abofeteé y le desgarré el vestido. La tumbé sobre el sofá y ella
empezó a llorar. Sus lágrimas me excitaron. Me bajé los pantalones y saqué mi
miembro que estaba ardiendo. Como si fuera una fusta, golpeé con él a Michèle en la
cara, los labios, los ojos…
—¡Déjame! ¡Déjame! —gritaba—. ¡Te odio!
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—¡No, no me odias! —le dije—. Me deseas. Me deseas como yo te deseo.
Quieres esto, mi polla, y esto es dinero. Y esta polla es este palacio, y joyas, y la vida
que te gusta. Esta polla soy yo. ¡Cógela! —grité—. ¡Adórala!
Michèle gimoteaba. Me excitó más aún. Empecé a besarla. Oh, aquel sabor de
saliva mezclada con lágrimas…
—¡Abre las piernas! —grité.
Michèle abrió sus hermosas piernas y aquel sagrado templo de mis delicias
pareció emerger como una isla misteriosa de las aguas. Lo mordí. Mordí su Monte de
Venus, chupé, lamí. Cuando ya no pude más, pues ella iba entrando también en
éxtasis, le clavé, le hendí mi verga, enorme, parecía más gorda que nunca, con su
desafiante cabeza pulida y rojiza, brillante. Fue una sensación diferente a la de otras
veces que la había amado; más intensa acaso, en algún aspecto. De cierta forma, no
era a Michèle a quien estaba poseyendo frenéticamente en ese momento. El placer era
menos importante como gozo físico que como la suma voluptuosidad del
sometimiento. Era algo que nunca me había sucedido con ella. Había querido tenerla,
gozar su cuerpo, darle placer, amarla, que me amase. Pero esa noche lo que quería era
someterla, dominarla. Me descubrí a mí mismo gritando, pero era como si escuchase
la voz de otro, gritando mientras sacudía mi miembro furiosamente dentro de ella:
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¿No es esto lo que quieres? ¿La quieres más grande, más
gorda? ¡Las putas no eligen, no eligen, no eligen, no eligen! ¿Te gustaría un hombre
más joven? ¡Dilo, mala puta! ¿Te gustaría?
De pronto sentí que me corría. Michèle parecía una muñeca muerta. Sus ojos
estaban cerrados y no pronunció ni un sonido. Era un cadáver. Me corrí como un
animal. En cuanto Michèle sintió que yo me había corrido, me echó a un lado y saltó
de la cama. Entró en su vestidor, y al poco salió vestida de cualquier manera. Escuché
sus pasos, la oí bajar apresuradamente la escalera, y el portazo de la puerta de la calle.
Cuando Michèle me dejó, sentí ganas de llorar. No era desesperación, ni rabia.
Era desasimiento. Ella había sido mi último hilo con la vida. Y ahora ese hilo se
rompía. Fui al cuarto de baño. Necesitaba echarme agua fría en la cara. Cuando alcé
los ojos el rostro que contemplé en el espejo me horrorizó. Era un viejo,
inexorablemente. Volví al dormitorio, olí la cama, buscaba algún rastro de ella. El
vestidor de Michèle, los cajones de sus muebles, su tocador, me atraían como un
abismo. Aproveché que ella no estaba —lo que hacía en ocasiones— y abrí esas
puertas de la maravilla. El olor de su ropa, su tacto, la seda que había estado tocando
su cuerpo. Amaba sus bragas y sus medias. Las olía. Me placía sobre todo las que
acaba de usar, antes de que las retirara el servicio, sus bragas aún húmedas de ella,
olorosas a ella, las pequeñas manchas de sus jugos. A veces me excitaba mucho. Me
bastaba tener en mis manos una braga suya, tocarla, para sentir una erección bestial.
Esa noche, cuando Michèle salió dando un portazo, por un instante creí haberla
perdido para siempre, imaginé el horror de no volver a verla, de no volver a tener en
mis brazos su fragancia indecible, el temblor fabuloso de sus ojos y sus labios, la
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palpitación caliente de su carne. Me dirigí a su vestidor, sobre el suelo junto a la cama
estaba el vestido que yo había desgarrado, su braga aún caliente que yo había
destrozado. La tomé en mis manos. La acerqué a mi rostro. ¡Estaba tan caliente! O
imaginé que lo estaba. Esa seda había estrechado sus nalgas, esa seda había cubierto
su pubis; busqué ansiosamente por si había algún pelito en esa tela. Esa entrepierna
había tocado sus ardores, la humedad sagrada de su vientre: estaba manchada: olí
aquella mancha, pasé mi lengua por ella. Sabía acre. Me excité. Me tumbé en la cama
con su braga en mis manos, pensé en Michèle, y lentamente fui restregando por mi
cuerpo esa prenda delicada como la muselina de Delhi hasta envolver con ella mi
sexo, como si fuera Michèle quien lo envolviera con su vulva. Me masturbé como el
que oficia un sacrificio. Yo era el arúspice de un remotísimo culto a la Carne, y en
aquellas entrañas de Michèle buscaba un presagio de mi destino. Mi semen empapó
su braga; la mantuve apretada contra mi miembro hasta que éste fue perdiendo su
vigor. Me quedé dormido así, como un niño con su juguete, acaso feliz.
Michèle estuvo tres días sin aparecer. Yo bajé a las simas de la desesperación.
Pese a todo el horror, pese a toda la humillación, vivir sin ella me era insoportable.
Deseé que volviera.
Cuando Michèle regresó, yo ya había decidido jugar una última carta para
retenerla: había decidido pedirle que nos casáramos. Era una locura, lo sé. Nadie
podía aceptar aquella boda, y sin duda me desterraría de mi mundo, del mundo donde
yo había crecido y me había formado. Pero no podía vivir sin Michèle.
Bueno… Supongo que Félix llevaba razón a su manera. A ningún hombre le gusta
que le pongan los cuernos. Pero cuando un hombre ya mayor se permite el lujo de
tener con él a una chica como yo era, debe de vez en cuando hacerse el ciego. No es
posible que dos vidas tan distintas estén juntas si no se deja de vez en cuando una
pequeña escapada, un desahogo. Yo no es que estuviera mal con Félix. Y era un buen
amante. Pero yo era muy joven, y me tiraban otros hombres más de mi edad. Aquel
día yo le había puesto los cuernos a Félix. No había podido evitarlo. Y ya llevé
cuidado de que nadie nos viera, nadie quiero decir de la gente aquella que podía irle
con el cuento a Félix. Tampoco había por qué hacerle sufrir. Pero era un hombre
guapísimo. Y más aún con su ropa de corredor. Lo encontré en las carreras de
coches. Cuando terminó y el coche se detuvo cerca de donde yo estaba, hubo algo en
aquel rostro, en aquellos ojos, que fue más fuerte que cualquier otra cosa. Tenía la
cara sucia de grasa y polvo bajo el gorro de cuero, y las huellas de sus gafas en
torno a sus ojos azabachados. La cazadora de cuero le daba un aire muy deportivo,
fuerte, arrogante. Lo deseé al instante. Busqué cualquier excusa para hablar con él.
Creo que se dio cuenta inmediatamente de lo que yo buscaba. Su sexo parecía que
iba a romperle los pantalones. Me invitó a una copa. Me miró profundamente. Yo
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noté cómo se me mojaban las bragas.
—Quiero joder contigo —le dije.
—No es mala idea —me contestó él, sonriéndome burlón—. Vamos a mi
habitación.
—No, en el hotel, no —le dije—, quiero hacerlo en tu coche.
—No digas idioteces —me dijo sin contemplaciones—. En esos coches no se
puede, son muy pequeños. Vamos al hotel.
—No. En el coche.
Hizo un gesto de vago asentimiento, y me llevó a la cochera.
—Ya me dirás cómo —me dijo.
Yo me eché sobre el capó, rojo, sucio de tierra; aún estaba caliente.
—Aquí —le dije—, aquí. Ven, bésame.
Me besó con fuerza. La sangre me hervía y el pulso me hacía temblar. Noté su
peso sobre mí, el bulto de su polla, su lengua voraz. Se retiró un poco y se bajó los
pantalones. Nada más bajárselos, como si fuera impulsada por un resorte, la polla se
alzó con un ligero temblor. Era como si entre los muslos le naciera un pedazo de
rama de árbol, poderosa, hambrienta de mí. Fue un polvo sin contemplaciones. Me
la metió y yo noté como si me rompieran las entrañas. No dijo nada, se movió
furiosamente, con jadeos recios, algo animales. De pronto noté que el miembro
parecía ponérsele aún más duro, más tenso.
—¡Hija de puta! —gritó—. ¡Hija de puta!
Y noté dentro de mí un chorro caliente que parecía clavarme sobre el capó del
coche. Al poco se incorporó. Me sacó su miembro. Parecía más grande aún.
—Bueno —dijo—, ya está.
—Ha sido estupendo —le dije.
—Ha estado bien, —dijo él. Y sacó un cigarrillo. Aspiró profundamente el humo
—. ¿Vives aquí? —me preguntó.
—Nada de nombres, nada de direcciones —le dije—. Te he visto, me has gustado,
y eso es todo. Pero aquí se acaba. Cuando salga por esa puerta, no volverás a verme.
Y, si me ves, no me conoces.
—¿Estás casada? No jodas. Bueno, ¿y qué? Estoy harto de tirarme casadas.^.
No, pasa nada. Los maridos tienen una gran comprensión. Si quieres nos vemos
mañana.
—He dicho que no. Nunca más.
—Otra rara —dijo él—. Bueno, a tu gusto. Que te vaya bien —y, haciéndome un
gesto festivo de despedida, salió de la cochera.
Ese polvo no lo hubiera nunca aceptado Félix. ¿Y qué mal le hacía? Al contrario.
Con escapadas como aquélla yo hubiera podido seguir mucho mejor con él, hasta
quererle más. Pero en fin… Las cosas son las cosas.
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Le consulté a Sant’Angelo la idea de casarme con Michèle. No me reprochó nada
—aunque yo lo esperaba—; se limitó a decir:
—Querido, siempre pensé que sólo eras capaz de actos grandiosos. Y éste es tan
desmesurado que… Bien, de todas formas, ¿qué más da? Pero, «¿quién es ese nuevo
huésped que ha entrado en nuestra morada?», como preguntaba Dido a su hermana en
La Eneida.
Aproveché que cenábamos solos para decírselo a Michèle. Desde la noche
amarga de nuestra discusión, ella parecía muy fría y distante.
—¿Sabes? —le dije. Ella me miró sin expresión—. Llevo varios días pensando en
algo.
Ella siguió mirándome en silencio.
—He pensado… —dije. Me costaba trabajo explicárselo—. He pensado en
nosotros. Quizá lleves razón, quizá sea demasiado pedir que una mujer tan llena de
vida como tú pueda estar a gusto en un mundo que, en muchos de sus aspectos, está
conformado ya por las manías de alguien con bastantes más años. —Me decidí—. Te
quiero. Te quiero y no deseo perderte. Quiero casarme contigo.
Ella hizo un gesto de sorpresa.
—No, déjame acabar. Quiero casarme contigo. Eso te dará seguridad y posición.
Nadie se atreverá a ofenderte. Y estoy dispuesto a concederte cierta libertad. Te
prometo que no te vigilaré. Te ruego que no me traiciones. No podría soportarlo. Te
quiero demasiado y no soportaría el dolor de verte con otro. Pero podrás salir sola,
podrás ir con tus amigas.
Ella me miraba y en sus ojos había cierta ironía.
—Mira —le dije—, creo que podríamos dar una fiesta, una fiesta… como las de
antes. Ahora, con estas zarandajas del socialismo, del Frente Popular, etcétera, nadie
se atreve. Sandeces. Una fiesta como las que ofrecía mi padre en San Petersburgo. El
mundo cada día es más gris. Sí, daremos una fiesta.
Ella seguía mirándome en silencio. Inescrutable.
—¿Quieres casarte conmigo? —le dije al fin.
—Sí, lo que tú digas —contestó. Pero no había alegría en su voz.
—Quiero ver tus ojos siempre alegres —le dije. Era casi una súplica.
—Estoy alegre —dijo ella.
Aquella noche volvimos a amarnos intensamente, como si la diosa del amor nos
regalara una segunda oportunidad. Pero, de alguna forma, sus caricias eran menos
intensas. Y acaso mi ardor. El encanto se había roto. Habíamos pegado los pedazos,
pero se veían las líneas de fractura. Había como cierta reserva. Yo seguía amando
sobre todas las cosas aquel cuerpo sublime, aquellos ojos verdes que me
hipnotizaban; aquel coño seguía siendo la suma de mis delicias y mi pasión.
Acariciaba su carne con el mismo ardor del primer día, pero de vez en cuando me
asaltaban pensamientos espantosos, miedo a perderla; mi cabeza, como relámpagos,
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se iluminaba con funestos pensamientos. Ya no éramos aquel mundo de carne
gloriosa que giraba en un firmamento helado, incandescente como un cometa, sino un
peldaño más bajo. De cualquier forma, Michèle era mía. Esos labios calientes y esa
lengua como el abismo no me abandonarían. Mi sueño seguía en pie.
Los días siguientes me entregué a la preparación de la fiesta. Ordené todos los
detalles. Mi fiel Kuzma contrató la orquesta del Excelsior. Los jardineros cuidaron el
arreglo de los arbustos y plantas, se iluminaron los magnolios y las dos pérgolas.
Kuzma estaba casi más exultante que yo; también para él era una ocasión de revivir el
pasado: contrató un sin fin de camareros por todo Biarritz, se preocupó con su
habitual exactitud y sabiduría de la elección de los vinos y la cena. Le compré a
Michèle un precioso vestido de lamé. La suavidad de su caída tenía el tacto del oro; le
daba a Michèle un aire lánguido que contrastaba con la esbeltez de su cuerpo. Le dije
que no se pusiera joya alguna: sólo su belleza.
La noche de la fiesta, el palacete brillaba iluminado en la noche por potentes
focos. Era realmente una estampa maravillosa. Los alrededores de la puerta del jardín
empezaron, desde la caída de la tarde, a llenarse de una muchedumbre de curiosos
contemplando aquel fascinante espectáculo que sin duda les impresionaba. No dejaba
de haber provocadores entre ellos; algunos llegaron a gritar al paso de los invitados
ciertas groserías muy de su clase y su filiación política; uno hasta llegó a encaramarse
por la verja y pintó sobre las columnas de la entrada una hoz y un martillo. Un río de
automóviles llegaba hasta el pórtico. Los invitados ascendían la escalinata de blanco
mármol; abajo la música de la orquesta tocaba valses. Todos habían aceptado mi
invitación, incluso aquellos que más detestaban a Michèle y hasta quienes parecía
imposible —como la gran duquesa Victoria Carlota— que asintiesen con su presencia
a un matrimonio tan desigual como el mío. La fiesta comenzó brillantemente. Los
camareros pasaban las bandejas y todo el mundo conversaba o bailaba, y bebía,
bebía. Michèle y yo íbamos de grupo en grupo tratando de hablar con todos. Retazos
de sus conversaciones iban quedándose en nuestros oídos, como ráfagas perdidas de
música. Y pasábamos a otro grupo:
—La casa desde luego es preciosa.
—Erra de su maddrrre.
…
—Me recuerrrda San Peterrsburrrgo… Ah, qué tiemposs…
…
—Desde luego es bastante seguro que habrá una intervención militar.
—Para eso están, ¿no?
—Es Mola quien debe encabezar el levantamiento.
—Mola… o Franco.
—No, a Franco no le interesa la política. Mejor, Mola.
…
—Lo que hace falta es mano dura.
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Las conversaciones no eran desde luego excesivamente brillantes. Como si a
todos hubiera contaminado la vileza de los mil problemas derivados del
enfrentamiento civil de Europa, el espacio que en sus cerebros ocuparan en otro
tiempo consideraciones de más altura, parecía ir anegándose de referencias a
situaciones que, aunque graves, no dejaban de ser baratas. Desde la Revolución
Industrial no hemos tenido arreglo. Hubo uno de aquellos retazos de conversación
que me molestó, sobre todo porque las dos damas que pronunciaron esas palabras, y
que por cierto las pronunciaron en voz lo bastante alta como para que Michèle y yo
no pudiéramos dejar de escucharlas, habían sido íntimas amigas de mi madre, y una
de ellas sobre todo, la Condesa de V…, mucho debía a mi padre. En el momento en
que pasábamos junto a ellas, mirándonos de reojo, dijeron lenta y claramente:
—¿Y es verdad que era una golfa?
—Hija, quien era, es —contestó la otra dama.
Noté cómo un latigazo de ira atravesaba los ojos adorados de Michèle. Apreté su
brazo y pasamos de largo.
Pero cómo comparar a los invitados de aquella fiesta, todo aquel «gran» mundo,
ya sin duda tocado del ala… Mis compatriotas deslumbrados por Mussolini y
gritando ¡victoria!, con la boca llena de pasta, los rusos plañiendo por su zar, los
españoles esperando que algún militar les quitara de encima la República, franceses
atemorizados por el ectoplasma del Frente Popular… Todos gastando su dinero a
manos llenas, pero mal, sin la menor finura, sin gusto, como el que quema sus
cosechas antes de que caigan en poder del enemigo. Y las mujeres… enloquecidas
por caer en los brazos de cualquier aventurero, excitadas por la violencia, amantes
de bárbaros de camisa negra, o de los nazis, lamiendo botas y correajes como si las
arrastrara el viento de la Marcha sobre Roma, el viento del incendio del Reichstag.
No sé… no sé… A lo mejor todo eso es una excitación que me pierdo, pero no me
atrae en absoluto. Cómo comparar todo eso a los sublimes gozos de mi época,
aquellos burdeles romanos, napolitanos, al enigmático ceremonial de Venecia, a la
exquisitez milanesa, a los deleites de París, de Budapest, de Marraquesh. Pero sobre
todo, Nápoles, Palermo, Capri, donde todo estaba como velado por una luz de
civilización con miles de años de garantía.
Recuerdo una vez en Palermo; yo había ido a la visita anual a nuestras tierras.
Era una visita inútil, salvo por la satisfacción de estar en Sicilia, porque nuestras
fincas gozaban de una perfecta administración. El orden estaba a cargo de Don
Caló, un hombre de notable capacidad como apoderado y con dotes de mando.
Jamás hubo un error en sus cuentas, y, además, bastaba su sola presencia para
dirimir cualquier problema o pleito y calmar en alguna ocasión a algún revoltosillo.
Don Caló celebraba siempre mis visitas a Palermo con una cena con música, muy
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agradable, y después acostumbraba a enviarme a mi casa alguna buena pieza que
solía reservar para mí. Aquella vez me dijo, con los últimos brindis de la cena:
«Excelencia, me aceptará que esta noche le proporcione una muy grata sorpresa». Y
me mandó a mis habitaciones media docena de preadolescentes hermosísimas, casi
niñas. Yo había soñado siempre con poder tener dos, en casa, acurrucadas a mis
pies, desnudas y con una cadena de plata al cuello. Y hasta poder sacarlas a pasear.
Animales suntuosos.
Las niñas bailaron ante mí una danza delicadamente sensual que sin duda estaba
en su sangre desde antes de la Magna Grecia. Iban disfrazadas de animalillos. Sus
risas jugaban con el tintineo de sus pulseras y de los cascabeles de sus tobillos. Me
desnudaron y me besaron por todo el cuerpo y luego dispusieron para mí sus traseros
fastuosos. Qué hermosura, qué perfección de los sentidos, entrar en aquella media
docena de maravillosos culitos de jóvenes vírgenes, sentir sus risas encantadoras, ser
el primero en desflorar aquella angosta virtud. No, ahora, ya, seguramente, difícil
nos sería poder gozar tan libremente de tal esplendor.
Pero de todas formas, lo que Félix estaba labrando era otro mármol para otra
obra de arte: la del emblema de su vida, la consecución de la Belleza Perfecta. Era
la presentación en sociedad de esa escultura bellísima, Michèle. Y por Dios que
aquella noche estaba hermosa como la luna. Aunque yo sea dado a placeres menos
tortuosos que los de Félix, no puedo dejar de reconocer que algún fundamento existía
para su enloquecimiento. Michèle estaba resplandeciente con aquella áurea suavidad
con que ceñía su carne estremecida. Verdaderamente, a su alrededor todo no parecía
sino las sobras de un mundo.
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Frente Popular y lo que venga después? En Norteamérica, al menos, saben pararlos.
—Tampoco se respira allí una brisa muy fresca —interrumpió Sant’Angelo, que
venía con ellos.
—No se andan con tantos remilgos como aquí —dijo De Lacy.
—¿Pero tú crees que hay quien pare esto? —repuso con tono irónico
Sant’Angelo.
—Bien… En Nueva York os espero —dijo De Lacy—. ¿Pero es que no os dais
cuenta de que aquí, no es ya que nos arruinen con sus malditos impuestos…?
—También en Norteamérica hay impuestos —dijo otro de los invitados.
—Sí —contestó De Lacy—. Pero aquí es que el día menos pensado nos cortan el
cuello.
Sant’Angelo apuró su copa:
—Se lo cortaron a tu tatarabuelo —dijo—. Y tú aún conservas el patrimonio.
—Mira en Rusia —me dijo De Lacy—. Debisteis segar la Revolución cuando
alumbraba. Segar los cuellos de los revoltosos y de los industriales que los
provocaban con su codicia.
—Acaso nunca sea tiempo de segar nada —dijo Sant’Angelo—. Las cosas
suceden. De vez en cuando matan a alguno de nosotros, pero permanecemos, como
esas estatuas que de vez en cuando oculta la arena y luego el viento hace aflorar de
nuevo.
—Lo peor —dije yo— no es que nos maten a nosotros. Es que todo un mundo se
hunda con nosotros.
Michèle vino hacia mí. Irradiaba belleza, sensualidad. Se acercó al grupo y me
tomó del brazo:
—¿Interrumpo? —dijo con aquella sonrisa por la que yo hubiera dejado hundirse
aquel mundo.
Michèle me miró mimosa.
—¿Por qué no me sirves una copa? —me dijo.
La miré. Pensé en aquellos versos de Yeats: «With beauty like a tightened bow».
Apretados por la línea del escote, como la línea de una playa, sus pechos palpitaban
como la mar que rompe en las arenas. Qué me importaba ya cuanto yo había perdido
en Rusia. Ella era mi Rusia. Sus ojos eran mi juventud, su boca mi lealtad al zar, la
visión de su espalda echada sobre la cama, sus muslos, su culo sobrenatural, mi única
patria, su coño caliente mi único Dios.
—¡Adoro el champagne! —me dijo. Y entornó los ojos. Y sonreía.
Tomé una copa de una bandeja y se la ofrecí. Hubiera sido suyo cuanto me
hubiera pedido.
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con Michèle terminaría mal. Era excesiva. Ni estaba en su sitio la historia ni las
proporciones eran adecuadas. Pero probablemente la desmesura de su pasión era
algo innato a su alma rusa, un alma grande que precisaba de extraordinarios efectos.
Creo que por eso precisó matar con sus propias manos al odioso Rasputín, en vez de
mandar que lo hicieran unos profesionales. En Italia hubiera sido de otra forma.
Pero Félix necesitaba vivir sobre la lava. Necesitaba que todo encajase, que todo
tuviera un sentido y que además éste fuera grandioso.
Querer comprender el mundo… Ese esfuerzo inútil me recuerda siempre la
imagen de la princesa María Luisa, aquella tarde, en las caballerizas de Santa
Margherita, cuando trató de chupársela al caballo. Lo único que consigue uno es
atragantarse. Quizás a alguno ese asfixiarse le deparase cierto placer, pero al final
se queda sin conseguir nada y la verga del bruto a su vez queda allí, colgando,
lejana, sin sentido. La vida hay que dejarla ir, no tratar de desesperarse en conocer
su secreto; es más civilizado gozar sus encantos sin pretensiones vanas. Pero esa
imagen de mi querida María Luisa y su caballo me alegra siempre mucho la
memoria. Era una tarde de verano, justo días antes de la teatral Marcha sobre Roma
de nuestros héroes de opereta. María Luisa había organizado una magnífica velada
para unos pocos e íntimos amigos, y al fin nos habíamos quedado solos, con esa
agradable laxitud que inunda unos sentidos bien adiestrados tras una inolvidable
reunión de gente que se estima. María Luisa y yo habíamos mantenido esporádicas
relaciones desde que ella fuese una niña. Aquella tarde, cuando al fin nos quedamos
solos, inmersos en un calor que nos hacía sudar y, de cierta forma, excitante, me
llevó de la mano a aquel dormitorio suyo donde una fresca brisa estremecía las
finísimas cortinas. Se recostó en la cama, con el mismo aire que tanto adoré yo a sus
trece años, y me dijo:
—Quiero que me violes.
—Querida —le dije—, a estas alturas de nuestra vida resulta imposible.
—Quiero que me violes. Quiero sentir como si un enorme falo me empalase y me
matara.
—Siento —le dije— que las normales proporciones del mío impidan ese alarde
sublime. Puedo meterte dieciocho centímetros, si no ha menguado desde la última vez
que lo midieron en Ischia.
—Quiero sentir como si me desgarrasen.
—Qué obsesión, querida —le dije—. De cualquier forma, estoy a tu servicio. El
tuyo y el de la Sangre de San Pedro son mis más estimulantes vinculaciones
celestiales.
—Ponte este aparato que me han traído de Londres —dijo.
Me alarmó un poco su petición, pero no dudé de que sería algo espléndido.
María Luisa sacó de una caja preciosa un enorme pene fabricado en un raro
material semiduro, que yo debía ponerme enfundando el mío, y que proporcionaba
una aunque vicaria soberbia erección de treinta y cinco centímetros.
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—¿Tendrás bastante? —le dije.
—Clávamelo y hazme daño —suspiró—. Clávamelo, ensártame.
—Espero que no se suelte y se te quede dentro.
—¡Bestia! —exclamó—. ¡Métemelo hasta el fondo!
María Luisa se tumbó en la cama, levantó su vestido dejando al descubierto
aquel vientre, aquellos muslos, aquel cono cobrizo donde yo tan feliz había sido a lo
largo de todas sus edades, y abrió los muslos. Con los dedos descubrió los labios de
su sexo. Lo miré. Estaba rojo, brillaba de humedad.
—¡Venga, venga! ¡Ensártame! ¡Venga, clávame ya! —suspiró.
Puse aquella pieza descomunal en la entrada de su relicario y empujé despacio.
—¡Fuerte, fuerte, fuerte! ¡Clávame ya, destrózame, sácame las tripas! —exclamó
ella.
Fui metiendo aquella monstruosidad de treinta y cinco centímetros de eslora y
nadie sabe qué disparate de manga, y empujé. Me divertía la situación. El material
era tan duro que yo no podía sentir nada en mi miembro. Pero eso que yo llevaba
saliendo de mi cuerpo era la cima de la voluptuosidad de mi joven amiga. María
Luisa se tragó como si fuera arenas movedizas los treinta y cinco centímetros. He
comprobado en otras ocasiones que tampoco fue un récord; en Berlín vi mujeres que
se alojaban en ese encanto el puño y parte del brazo de un estibador. Pero aquella
situación con mi adorable princesa me llenaba de un gozo extraordinario. Ella,
conforme yo me movía, iba entrando en un paroxismo estremecedor.
—¡Sí, sí, sí, sí, sí, dale! ¡Oh, bestia, me corro! ¡Dale! ¡Más fuerte! ¡Mátame!
¡Mátame! —gritaba.
En el momento de correrse, la princesa dio un bramido, pegó con su nuca contra
la cama y se agarró con todas sus fuerzas al falo bestial como si quisiera metérselo
aún más. Por un instante pensé que verdaderamente iba a destriparse. Dejó de
sacudirse y se quedó como muerta sobre el lecho. Suspiró.
—Es maravilloso. Maravilloso.
—Bueno —le dije yo, en cuanto me recuperé un poco—, me siento muy dichoso
de que hayas encontrado tu felicidad, pero debes considerar que la prueba a que me
has sometido no ha dejado de inquietar mi ánimo. Quiero decir con ello, querida
mía, que en este momento siento como un aluvión de esperma que me está quemando
los testículos, los riñones y regiones vecinas. Así que mucho te agradecería que
procuraras aliviarme esta congestión.
María Luisa sonrió, se sacó aquel tronco, que al salir hizo un ruido caldoso,
como el que arranca una ventosa, salpicó el aire con el fruto de su placer, y me besó
ardientemente.
—Sí, mi amor. Lo que tú quieras.
Y empezó a juguetear con mi sexo. Siempre le había gustado mucho retozar con
mi verga. Cuando era niña hasta lo pintaba de colores, o le preparaba vestiditos,
imaginaba historias donde él era el protagonista. A veces lo acurrucaba entre sus
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pechos como si fuera un niño al que debía dormir, arrullándolo. De improviso, me
miró. Frunció el ceño y tomando aquel prodigioso artefacto londinense, me dijo:
—¿Por qué no me dejas que te lo meta por el culo?
—Oh, no, querida, no dudo de que también por ese orificio hay un verdadero
Edén, pero de momento no he acabado de saciarme con los que pudiéramos llamar,
si es que eso quiere decir algo, placeres naturales de mi sexo. Prefiero sin duda que
me la chupes. Además, para probar ese bicho con alguien, siempre puedes llamar a
algún criado.
María Luisa me entretuvo con una chupada histórica. Desde luego, tuvo que
trabajar muy poco, pues a poco de metérsela en la boca, con aquella forma tan
particular suya que parecía que iba a arrancarte hasta las ingles, me corrí feliz y
abundantemente.
—Qué delicia tener una buena polla en la boca —dijo—. No hay sabor como ése,
me confesó un día el cardenal Claramonti, y llevaba razón.
—Lástima que no fabriquen artilugios como ese que te han regalado y que sirvan
para una buena mamada. Supongo que no serían tan efectivos como los de cono,
claro, siempre serían pobres al paladar. La calidad de la polla es inimitable, querida.
La princesa me miró pensativa.
—Llevas razón —dijo—. Pero, ven…
Y me condujo a las caballerizas. Allí estaban sus amadísimos corceles, y entre
ellos un magnífico jerezano llamado Viento. María Luisa empezó a acariciar los
genitales del bruto, que se puso contento de inmediato. Vi cómo le crecía una verga
rotunda y fabulosa, que ella masturbó hasta que se convirtió en una especie de
salchichón gigantesco poco curado que golpeaba contra la barriga del caballo.
María Luisa trató de chupar aquel tremendo embutido, pero no le cabía en la boca.
—El coño distiende, querida —le dije— pero la boca es poco maleable. Está en
Guicciardini.
María Luisa se sacó el descomunal falo de su hermosa boca y chorreando por las
fauces como aquellas campesinas que devoraban sandías en las fincas de mi padre,
haciendo esfuerzos por ajustar sus quijadas, me dijo:
—Más o menos así debía saber el capullo de Rigoletto —y se echó a reír con
aquella carcajada limpia y jubilosa que yo tanto amaba en ella.
Cuántas veces, a lo largo de mi vida, he echado de menos esa risa de María
Luisa, y a ella misma, su portentosa desvergüenza, su absoluta libertad. Con María
Luisa jamás había problemas por nada, siempre estaba dispuesta a sacarle a la vida
su mejor pedazo. Tuvo amantes en todas las ciudades que merecen la pena. Ninguno
guarda un mal recuerdo de ella. Sólo su portentosa alegría, su desenfado, su
desprecio de la vulgaridad y los prejuicios morales. Tenía un coño por alma y la
mente más alerta que he conocido para cuanto fuera desafío estético, intuición de la
belleza y persecución de la dicha.
Ella sí era la Felicidad.
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La tomé en mis brazos y bailamos. Notaba su calor a través de la ropa. El rostro
de Michèle era aún más excitante que aquella primera noche, cuando la encontré en el
bar del Parque. Aquella especie de exquisita vulgaridad que había entrado en mi vida
como la carga de un búfalo, trastornándolo todo, sí, pero también llenándola de una
loca alegría, de una devuelta juventud, de una exultancia y un vigor como yo jamás
había soñado. Me ceñí más a ella. El perfume de sus pechos subía hasta mis aletas
nasales. Notaba contra mis muslos la dureza de los suyos, y contra mi sexo el calor de
aquel Grial que era mi única sangre de resurrección: lo notaba casi quemar a través de
su vestido; aquel ardor extraordinario que tantas noches yo había alimentado, sobre el
que había reposado mis mejillas, mis labios, en el que había entrado con mis dedos y
mi lengua y mi polla buscando acaso la definitiva aniquilación en su humedad
calcinadora.
Era mía.
Orgullosa, victoriosa, infinitamente bella.
Hermosa como las treinta y seis vistas del monte Fuji.
Como la cola de un pavo real espadañada en su esplendor.
Como la música de Mozart.
Como Istanbul en el crepúsculo.
Como el vino y el secreto firmamento.
Como el brillo de bronce de la Ilíada.
Como el oro crepuscular de Rembrandt.
Como la risa de Falstaff.
La luz de las arañas encerraba el salón como el oro de algunas pinturas. Michèle y
yo bailábamos en ese oro. De pronto, sentí esa especie de caída por un precipicio que
a veces nos sobrecoge en el sueño. Sentí que sudaba. Y sentí frío. Fue un instante;
como si de pronto todo el exquisito, elaborado, perfecto equilibrio de mi vida se
resquebrajase como la luna de un espejo. Me detuve. Michèle me miraba. Vi sus
grandes ojos maravillosos fijos en mí. Y por un segundo los vi velarse. La música
seguía pero yo escuchaba el silencio.
—Perdona —le dije—. Necesito beber algo.
Hice una señal a uno de los camareros y se acercó con una bandeja y bebidas.
Apuré rápidamente una copa de champagne; lo sentí bajar por mi garganta. Tomé otra
copa. Miré a los invitados. Algunos se habían vuelto hacia mí, y me miraban. Sus
rostros parecían lejanos. Tomé una mano de Michèle.
—Te quiero —le dije.
Ella me miró. Súbitamente aquel aire infantil que tanto me seducía en ella volvió
a su gesto.
—Claro, tonto. Yo también te quiero —me contestó sonriendo.
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Junto a los ventanales del jardín vi un grupo de dos o tres invitados que parecían
haber bebido de más. En una mesita vi al viejo marqués de Sch… que acariciaba con
aire baboso las mejillas de un joven. Volvió a invadirme el frío. La realidad se me
escapaba de las manos.
—Michèle —dije. Y me volví hacia ella.
Pero Michèle no estaba. Una insoportable ansiedad me mordió en el vientre.
Como si me atravesara una corriente eléctrica.
—Michèle, Michèle… ¡Michèle! —llamé.
Algunos invitados se volvieron mirándome; otros detuvieron su baile. Qué
extraño, ahora que recuerdo todo aquello. Era como si una niebla espesa hubiera de
repente helado mi alegría. Algo estaba sucediendo, algo que yo no había tenido en
cuenta, pero ¿qué? ¿Por qué aquella súbita corazonada, como un perro que de pronto
alza su olfato? Había pretendido revivir el mundo de mi juventud. Pero el orden que
había presidido nuestras veladas en Moscú o Arkhangelskoy ya no existía. Nuestra
vida había sido perfecta porque flotaba en el equilibrio perfecto de un orden
misterioso donde todo y todos estaban en su sitio, como un cuarteto de Mozart, y la
alegría de aquellas horas eran la expresión de una armonía jamás buscada porque
existía por sí misma. Pero aquella noche en Biarritz, el hilo se había roto. Mis
invitados ya no eran aquellos celosos y sabios símbolos de una orgullosa vida
decantada por los siglos: eran los restos enloquecidos y desesperados del hundimiento
de nuestro mundo; y todos éramos despojos, gentes sin patria y con sueños como una
helada pesadilla.
De repente, escuché un gemido. Todos miramos hacia el lugar de donde había
partido. Lo que vi me espeluznó. Uno de los camareros contratados intentaba besar,
manosear, a la vieja duquesa Makovitski. Yo había visto a esa dama en su madurez
esplendorosa, en casa de mis padres, había visto brillar su belleza inclinándose ante
los zares. Ahora era un espectro cubierto de un atroz maquillaje medio descompuesto
que gemía bajo las manos de un camarero. La duquesa movía sus brazos —aquellos
brazos que habían seducido a Moscú— intentando apartar de su carne las manos del
camarero. Este, riéndose, tomó entre sus dedos el collar de diamantes de la duquesa.
Corrí hacia ellos. Nunca había sentido tanto odio. Ni hacia Rasputín. Agarré al
camarero por el hombro y lo separé de la duquesa.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Indeseable! —le grité.
El camarero, entonces, rechazó violentamente mi mano. Me miró fijamente.
Nunca había visto unos ojos como aquéllos. No había en ellos ni una pizca de
sumisión. Me miraba de igual a igual.
—¡No me ponga las manos encima! —me chilló.
No supe qué hacer. Todos los invitados nos miraban tan sobrecogidos como yo.
Realmente el único que parecía dueño de la situación era aquel sucio camarero, que
seguía mirándome, con sus ojos fijos y cargados de odio. Perdí el control de mí
mismo.
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—¡Fuera de esta casa! ¡Cerdo! ¡Fuera de esta casa! ¡Echadlo! —grité.
Pero hasta mis propios criados parecían petrificados. Algunos de los otros
camareros contratados miraban la escena con cierta complacencia. El camarero aquél
me miró de pronto con una sonrisa irónica.
—Su casa… —dijo, y parecía escupirme las palabras; casi puedo aún sentir los
chispazos de su saliva—. Su casa… Por poco tiempo va a ser su casa —dijo. Y
mirando a los invitados, que parecían una galería de figuras de cera, les gritó—: ¡Y
las de todos ustedes también! ¡Sí! ¿Qué pasa? ¿Pasa algo?, —volvió a escupirme.
Algo como un viento de locura se apoderó de mí. Me dirigí a un mueble y tomé la
fusta con puño de oro y turquesas que el zar le había regalado a mi abuelo. Con ella
en la mano avancé hacia el camarero.
—¡Cerdo! —le grité—. ¡Cerdo!
E intenté golpearle con la fusta. Pero el camarero fue más rápido que yo, me
arrebató la fusta, y me cruzó la cara con ella. Sentí el dolor como un relámpago. El
camarero tiró la fusta al suelo y salió corriendo. Nadie intentó detenerlo. El salón
adquirió un silencio de depósito de cadáveres. Los músicos habían callado. Se
escuchaba algún acorde perdido, como de un violoncelista al que temblara la mano y
moviese mecánicamente su arco contra las cuerdas. Todos me miraban sobrecogidos.
Sentí vergüenza. Por primera vez en mi vida me sentí humillado. No podía soportar
aquello. Lágrimas de impotencia ardían en mis ojos. Bajando la vista, avancé por
aquel pasillo de cadáveres, hacia el cuarto de baño. Abrí la puerta.
Y entonces la vi. Allí estaba Michèle.
Hermosa, cautivadora. Su belleza se reflejaba en los mármoles negros. Estaba de
rodillas. Sentado en el váter había un invitado con quien yo había tenido muy poco
trato: el señor Sangovin, un anciano industrial. Estaba sentado en el váter, con los
pantalones bajados. Parecía un insecto. Del bulto oscuro como un caparazón, de su
frac, de los faldones de su camisa, salían dos piernas esqueléticas y blancuzcas. Tenía
los pantalones en los tobillos. Michèle, a sus pies, arrodillada, besaba y acariciaba
con sus manos un repugnante miembro fláccido. Al oír abrirse la puerta Sangovin me
miró aterrado. Michèle se volvió despacio; tenía los ojos idos y una sonrisa estúpida
de borracha. Me miró y sonrió. Era una sonrisa triste. Yo no pude articular palabra.
Cerré la puerta del baño y, apoyando mi espalda en ella, como si esa presión pudiera
impedir que jamás se abriera, sentí que me desvanecía. Todos los invitados tenían sus
ojos puestos en mí, rodeándome como un muro de ojos de pescados. Y es curioso. En
ese momento bestial, inhumano, en que todo mi mundo se derrumbaba en pocos
minutos, lo único que pasó por mi cabeza fueron dos cosas que nada tenían que ver
con aquel holocausto: volví a ver, con una absoluta nitidez, el coño horrible de una
prostituta que cierto día de nuestra juventud, el conde Bikurov y yo habíamos hecho
subir a nuestro trineo tan sólo para que se masturbase ante nosotros: un coño negro,
de largas aletas, y un pubis de pelo sucio con calvas; ella se reía masturbándose
mientras Bikurov y yo mirábamos absortos aquel monstruo. Y junto a esta visión
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repulsiva, de pronto, unos versos que siempre había amado se repitieron en mi
memoria: eran de un poeta japonés, Norinaga Motoori, que mi preceptor me recitaba
a veces cuando yo era un niño: «Shikisimano yamatogokorowo hitotowaba Asahi ni
niou yamasakurabana». «Si me preguntáis qué es el corazón del Japón, diré: las
flores de la montaña que huelen con la luz del alba».
Pobre Félix, en el fondo de su alma, que pretendía impertérrita ante los dolorosos
acontecimientos que nos cercaban, creo que aún conservaba una tenue llamita de
esperanza en que no todo estaba perdido. O acaso sí aceptara que nuestro mundo
había muerto, pero a veces me parecía ver en sus ojos una fatal nostalgia, el
resplandor de nuestro inigualable pasado. Y era ese pasado el que teníamos que
matar en nosotros. No teníamos ya pasado, como no había futuro. Últimos herederos
sin descendencia de un orden de vivir, que, justo o injusto, excelente o sin conciencia,
y claro está que de todo hubo, si albergó atrocidades junto a su grandeza
imperecedera, lo cierto es que había llevado a nuestra especie a su culminación de
inteligencia, buen gusto y arte. Como alguien dijo de Napoleón, ensanchamos los
límites de la gloria. Debíamos acabar como orgullosos herederos de ese orden, casi
humildemente, sin albergar vanas esperanzas de que alguien, que además ya no sería
de los nuestros, como bien podía verse en lo que estaba sucediendo en Europa, fuese
a devolvernos nuestro esplendor. Morir con elegancia, darle unas monedas al
verdugo, con la sonrisa de Charles I. El pueblo —y tan impresentables eran aquellos
perros levantiscos como esos nuevos ricos que los habían sacado de quicio con su
vileza, su inclemencia y su rapacidad (qué nefasto para la historia del hombre el
nacimiento de los Estados Unidos de Norteamérica; qué atrocidad que su veneración
del lucro se hubiese convertido en el ejemplo y la meta de nuestros destinos)—, el
pueblo desatado produce el populacho, y éste a la chusma; ésta eleva a la canalla
como modelo de vida, y esa abyección se alzó sobre el mundo victoriosa, lo mismo
luciera los justicieros colores del bolchevismo que los atronadores alarmi de mis
singulares compatriotas. Ya estábamos viendo lo que empezaba a suceder en
Alemania. Todos llegarían a aceptar como pan diario el horror y la sumisión.
Alguien como yo, o como Félix, debía retirarse, hacer mutis, aceptar los
acontecimientos, y retirarse a morir olvidado, con el lujo que aún podía permitirse,
sin albergar menesterosas esperanzas. Unos pocos buenos libros, tabaco y vino, y
mujeres que nos adormecieran de vez en cuando en la parálisis del placer.
Cuando abrí los ojos, un espectáculo aterrador apareció ante mí. Como si el
horror tras aquella puerta fuera el pistoletazo de salida para una demencial licencia,
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los invitados se transfiguraron como tomados por un absoluto desenfreno. Miré a mi
derecha y vi dos rostros horribles de unas ancianas, muy maquilladas y soeces, que
reían a grandes carcajadas, como presas de una vesania desalmada. Miré a mi
izquierda y vi cómo algunos invitados revolvían las bandejas sobre las mesas,
devorando la comida como salvajes. El caviar y el vino ensuciaban uniformes y
condecoraciones, sedas y joyas. De pronto, alguien agarró con sus manos el blanco
mantel, ya repugnante de manchas de vino y sobras de comida, y tiró de él con
violencia. Era un borracho que se desvanecía. Toda la cristalería saltó por los aires
junto a los restos de las bandejas.
¿Por qué lo hice? Yo qué sé. Sí, iba a convertirme en la esposa de un príncipe.
Pero ¡qué aburrimiento! Él era amable, sí, pero no era eso lo que yo quería. Yo
quería vivir. Claro que hace falta dinero, y cuanto más, mejor. Me gusta el dinero. Y
él me lo proporcionaba. No. Él no me proporcionaba dinero: él me proporcionaba
una serie de cosas que podía tener en tanto permaneciese junto a él, en su mundo,
obedeciéndole; pero no dinero para mí, contante y sonante, para poder vivir yo a mi
gusto. Y yo quería ser yo. Yo quería vivir, casarme, y tener hijos, y un marido joven.
Aquel viejo me iba a dar dinero, mucho dinero, y total por chupársela un poco. Y me
iba a buscar una buena colocación en París, donde yo podría vivir como quisiera.
Podría salir con quien quisiera. ¡Dinero! Y un dinero que era mío. Podía irme con él
a otro sitio. Tampoco quería irme. Pero aquella casa ya me resultaba insoportable, y
Félix también. Yo era joven, era libre, quería vivir mi vida, ¡ser libre! No sé por qué
lo hice. Bueno, y qué. Una polla más. ¿A qué tanta historia?
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lágrimas y saliva, de horror. Vi cómo se llevaban a Michèle hasta el otro extremo del
salón. Unas mujeres arrancaron, con carcajadas como chirridos, una cortina de
terciopelo negro, y con ella envolvieron a Michèle. El general Ostrovski se quitó el
peluquín y con una cinta se lo colocó a Michèle figurándole una barba. Vi cómo le
pintaban con rímel unas pobladas cejas, grotescas, demoníacas. Ella se dejaba hacer,
como si la acariciaran.
La luz helada del alba empezó a entrar por las cristaleras. Temblé. Ya no sentía
nada. Era como si me hubiese convertido en corcho. Sólo frío, mucho frío.
Los músicos empezaron a tocar el himno ruso. Los invitados alzaron a Michèle y
avanzaron con ella hacia mí. Parecía una procesión. Yo miraba su cuerpo
acercándose. Aquel cuerpo, aquel rostro que yo tanto amaba. Y entonces lo vi: ¡era
Rasputín! ¡Volvía para vengarse! ¡Cuánto la deseé en ese instante! Me levanté, la
abracé, la besé, mordí su carne. Estaba blanda, cubierta de un sudor frío. Desgarré
aquel terciopelo con que la habían cubierto, desgarré su vestido, tomé sus pechos con
mis manos y los besé. Caímos juntos en medio de aquella turba de borrachos. Por fin,
Michèle y yo no éramos ya sino un solo pedazo de carne estremecida, desesperada.
La besé. Mordí sus labios hasta hacerlos sangrar. Aquella gentuza gritaba:
—¡Que se casen! ¡Que se casen! ¡Que se casen!
Pero ellos no existían. Hubiera podido amar a Michèle hasta sobre las brasas del
infierno. Yo sólo podía repetirle:
—¡Amor mío! ¡Amor mío!
Mis manos devoraban aquel cuerpo que había sido, que aún era, mi único Dios.
Mis manos acariciaron sus muslos; ahora, inertes, fríos, me excitaban aún más. Mis
dedos se perdieron en el animal sagrado de su sexo. Lo sentí seco. Metí mis dedos
brutalmente. Ella tenía los ojos cerrados y el semblante muy pálido. Levanté su
vestido y de un tirón le arranqué la braga. Empecé a besar su vientre, sus muslos, el
vello adorado de su pubis. Los invitados aplaudían, reían. Michèle era como un
animal ya casi muerto esperando la última dentellada. De pronto tuve una visión
espectral: con la ropa subida y las piernas abiertas, tirada sobre aquel diván, Michèle,
de cintura para abajo, era una niña, aquella niña que yo amaba; de cintura para arriba,
un grotesco y esperpéntico Rasputín. Y aquel rostro odiado que yo había sepultado
una noche de invierno en Moscú en las aguas heladas del río, de pronto cobró vida.
Abrió sus ojos y me miró. Sentí una excitación tan hirviente como si una mano al rojo
vivo intentara arrancarme mis genitales. Tenía que poseerla, entrar en ella, allí
mismo, a la vista de todos. Nada existía ya para mí sino aquel coño, puerta de las
puertas, secreto del mundo. Me bajé los pantalones y me restregué contra el vientre
de Michèle. Me escuchaba a mí mismo jadear como un cerdo, gruñir. Sudaba y
lloraba. Pero cuanto más me restregaba contra ese coño, contra esos muslos, mi
miembro, que parecía por dentro como a punto de reventar de semen ardiendo, más
pequeño se hacía, más blando, más impotente. Michèle me miró. Nunca sabré qué
expresaron en ese instante sus ojos. Tenía la boca entreabierta como los idiotas y la
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saliva resbalaba por sus comisuras. Con su mano muerta intentó cogérmelo, lo
acarició. Pero cuanto más lo acariciaba, más fláccido lo sentía yo, al mismo tiempo
que aquella excitación insoportable lo destrozaba. Un vaho de borrachos nos
envolvía, como el aliento espeso de un vómito. Oí voces:
—¡Esa polla está pasada! ¡Dale con ganas, Félix! ¿Quieres que te la tenga?
¡Verraco!
De pronto sentí una impresión crudelísima. Alguien había vaciado sobre nosotros
el agua helada de una champañera. Y entonces, de tanto esfuerzo por penetrar a
Michèle sin conseguirlo, enloquecido, no pude contenerme los intestinos: noté un
líquido espeso que se derramaba por mis muslos. Un olor repugnante llenó el salón.
La mierda había reventado en mí inundándolo todo, mi cuerpo, el diván, el cuerpo de
Michèle…
Ella llenó sus manos con aquella mierda. Me miró. Y empezó a reír. Una
carcajada brutal, sádica, interminable. Su rostro era el espejo de la devastación. Reía
sin cesar, de forma salvaje. ¡Era Rasputín! ¡La misma carcajada de aquella noche de
su ejecución! Todos los invitados se unieron a la carcajada de Michèle. De repente,
algo me tomó. Una especie de felicidad, de invulnerabilidad. No sentía nada, ni dolor,
ni humillación, ni el horror en que se había convertido mi vida. Sólo una profunda
dicha, una absoluta y repentina paz.
Me levanté. Me dirigí a mi despacho. Saqué de un cajón de mi mesa una pistola.
Con ella en la mano volví despacio hasta donde estaba Michèle. Ella me miraba
sonriente. Apunté con el arma a su cara y exclamé con orgullo:
—¡Viva el Zar!, —y disparé todo el cargador.
No era a ella a quien mataba. Michèle estaba muerta desde el momento en que
abrí la puerta del cuarto de baño. Yo disparé contra un mundo del que ella fue en ese
instante el rostro que se alzaba canibalescamente contra todo mi sentido de la belleza
y de la dignidad y de la gloria. Ya no tenía ningún sentido matar a Michèle. Ya no era
nada. Una putilla barata. Y a las putillas no se las mata. Se les paga y se las hace salir
por la puerta de servicio. Además los muertos no pueden matar. Y yo ya estaba
muerto. Todos estábamos muertos, mi abuelo, el Zar, el Gran Duque, mi tío, la
Zarina, el esplendoroso mundo de San Petersburgo y de Moscú, todos estábamos,
como el pasado, muertos.
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Notas
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[1]El manuscrito está fechado en 1953. Stefano di Sant’Angelo murió asesinado por
los partisanos comunistas en su finca cercana a San Michele al Tagliamento (entre
Venecia y Trieste) el 16 de febrero de 1945. <<
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