HERZOG Nombre Apellidos Jbla07 023 58
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Abstract. – This article examines the regime of naming (both given and surnames) in early
modern Spain and Spanish America. It summarizes the existing literature and criticizes its
conclusions (that such a regime of naming did not exist) by analyzing primary documents
from both the Old and the New World and by demonstrating that there were clear rules con-
cerning the attribution of names. It ends with methodological observations regarding the re-
lationship between history and law (and between historians and legal scholars).
I.
2 Tamar Herzog
Nombres y apellidos 3
2
Carta del virrey interino del Perú al rey, fechada 11 de septiembre de 1681:
Archivo General de Indias (en adelante AGI), Lima 81, cuaderno 4, no. 20. Al ser inte-
rrogado por las autoridades de Buenos Aires después de su llegada a la ciudad en 1660,
por ejemplo, un francés llamado Bartolomé Massiac se presentó como Bartolomé de
Maziaca de Pedraza y alegó ser natural de Cañete en el Principado de Cataluña. Beth-
lémy de Massiac, Plan francés de conquista de Buenos Aires, 1660–1693 (Buenos Aires
1999), p. 26.
3
Información dada el 16 de diciembre de 1761: Archivo General de la
Nación/Lima, Real Tribunal del Consulado, Secretaría General, varios 4, cuaderno 122.
4
Agustín Guimerá y Ravina, Burguesía extranjera y comercio atlántico. La em-
presa comercial irlandesa en Canarias, 1703–1711 (Santa Cruz de Tenerife 1985),
p. 110.
5
Expediente de 29 de enero de 1738: Archivo Nacional/Quito, Hijos Naturales y
Expósitos, caja 1.
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4 Tamar Herzog
Nombres y apellidos 5
II.
6 Tamar Herzog
10
Godoy y Alcántara, Ensayo histórico (nota 9), p. 6.
11
Manuel Ángel Bermejo Castrillo, “La complejización de los sistemas antroponí-
micos como síntoma de la transformación de las formas de organización familiar en la
Castilla altomedieval”: Ius Commune 22 (1995), pp. 55–96, aquí: p. 76.
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Nombres y apellidos 7
nio feudal, una costumbre que se generalizaría entre los nobles en los
siglos posteriores.12 Tal y como ocurrió con el patronímico, inicial-
mente el toponímico estaba ligado al actual y verdadero lugar de resi-
dencia. Sin embargo, con el paso del tiempo esta relación se perdió. A
partir del siglo XIII, y más claramente en el siglo posterior, el toponí-
mico, convertido en apellido, ya no designaba el lugar de residencia
actual, sino sólo la pertenencia a un linaje que supuestamente, aunque
no siempre, originaba de aquel sitio.13
A partir de los siglos XIV y XV hubo una cierta tendencia a la fija-
ción de los apellidos. Esta fijación se debía, ante todo, a la aparición
de la idea del linaje, es decir, de una institución que trasmitía la memo-
ria familial, la identidad y la propiedad de una generación a otra en
línea vertical. Con el apellido y el linaje aparecieron también las
armas, como un signo característico del grupo, y el mayorazgo, es
decir, una institución que permitía modificar las leyes de herencia y
traspasar la propiedad familiar a un solo titular que se consideraba ca-
beza del grupo). Afianzando la relación entre nombre, armas y propie-
dad, en el siglo XIV aparecieron también los primeros libros que, es-
critos por unos profesionales de la genealogía y la historia, apoyaban
estas pretensiones de continuidad y transmisión vertical, haciendo
constar el pasado de las familias.
Aunque inicialmente los apellidos eran, ante todo, propiedad de las
élites, a partir de los siglos XIV y XV los mismos iban difundiéndose
también entre los miembros de otros grupos. A mediados del siglo
XVII, por ejemplo, en algunas parroquias urbanas hasta un 91% de las
personas ostentaban tanto un nombre como un apellido.14 Esta difu-
sión se explica, normalmente, por factores sociales y económicos,
como la movilidad tanto social como geográfica.
12
Pascual Martínez Sopena, “La evolución de la antroponimia de la nobleza caste-
llana entre los siglos XII y XIV” (documento dactilográfíco no publicado). Le quiero
agradecer al Prof. Martínez Sopena haberme permitido consultar y citar este texto.
13
Bermejo Castrillo, “La complejización” (nota 11), pp. 82–86.
14
María del Carmen Ansón Calvo, “Institucionalización de los apellidos como mé-
todo de identificación individual en la sociedad española del siglo XVII”: Jerónimo Zu-
rita. Cuadernos de historia 35–36 (1979), pp. 339–358, aquí: p. 339.
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8 Tamar Herzog
15
Ibidem, pp. 352–353.
16
Ibidem, pp. 357–358.
17
Manuel Ángel Bermejo Castrillo, Parentesco, matrimonio, propiedad y herencia
en la Castilla altomedieval (Madrid 1996), pp. 117–118.
18
Anne Lefebvre-Teillard, Le nom. Droit et histoire (París 1990), p. 38.
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21
Francisco Luces y Gil, El nombre civil de las personas naturales en el ordena-
miento jurídico español (Barcelona 1978), p. 25. El hecho de que se tratara de una cos-
tumbre genuinamente española sin precedentes ni parentelas no es indiscutible. Ver, por
ejemplo, Giannetta Murru-Corriga, “The Patronymic and the Matronymic in Sardinia. A
Long Standing Competition”: The History of the Family 5, 2 (Greenwich, CT 2000),
pp. 161–180; y Martínez Sopena, “La evolución” (nota 12), p. 16, quien apunta a que
“En este terreno, se ha advertido del posible nexo entre el uso común de nomina paterna
plenamente ‘vivos’ y la importancia de las parentelas bilineares. Estos dos hechos serían
característicos de varias regiones del Mediterráneo occidental entre los siglos XI y XIII,
entre ellas los países del oeste peninsular; en contraste, la transmisión patrilineal de las
herencias y los sobrenombres locativos se consagraban paralelamente en otras zonas,
como Languedoc y Cataluña”.
22
P. de Mena, “Apellido” (nota 20), p. 410.
23
Lluís To Figueras, “Anthroponymie et pratiques successorales. À propos de la
Catalogne, X et XII siècle”: Bourin/Martin/Menant, L‘anthroponymie (nota 9),
pp. 420–433. Ver también Enrique de Gandía, Del origen de los nombres y apellidos y
de la ciencia genealógica (Buenos Aires 1930), p. 50, nota 2.
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Nombres y apellidos 11
24
Bermejo Castrillo, Parentesco (nota 17), pp. 103–104.
25
Idem, “La complejización” (nota 11), p. 63; y nuevamente en idem, Parentesco
(nota 17), pp. 125–126.
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del siglo XIII recogían tanto las armas paternas como las maternas,
manteniéndolas separadas. Es decir, al contrario de lo que ocurría en
otras partes de Europa, donde se usaban las armas paternas y las ma-
ternas por separado o se inventaban nuevas armas con elementos tanto
de unas como de otras, en Castilla se incorporaban las armas paternas
y maternas en un solo escudo, manteniéndolas en campos separados,
divididos por líneas horizontales o verticales.26 Menéndez Pidal, quien
estudió esta práctica, la tituló de “típicamente ibérica”, dando “expre-
sión a esta voluntad bi-linear, también presente en los apellidos”.27
Es posible, por lo tanto, que la adopción de dos apellidos, uno pa-
terno y el otro materno, originaba en la época alto medieval y era de-
bida a consideraciones que precedían la obsesión moderna por la hi-
dalguía y la limpieza. Además, es posible que esta particularidad
hispana consistiera no tanto en lo que se adoptó, sino en lo que se negó
de abandonar. Es decir, Castilla se distinguió en los siglos XIII y XIV
por no seguir el modelo europeo de la transformación de la parentela
en familia nuclear y por insistir, siempre, en la doble ascendencia de
las personas.
Fuera el origen del doble apellido el que fuera, los historiadores que
apuntaban a su aparición seguían insistiendo que su uso, aunque fre-
cuente en la época moderna, tampoco garantizaba la consolidación de
los apellidos. La mayoría de las personas continuaba escoger libre-
mente sus apellidos, a los que cambiaban frecuentemente.28
III.
26
Según Menéndez Pidal, entre 1338 y 1550 el 63,5% de todos los escudos de armas
de los miembros de la cofradía de Santiago de la Fuente en Burgos tenían escudos de
armas cuartelados que ostentaban las armas tanto paternas como maternas. Francisco
Menéndez Pidal de Navascués, “Los comienzos del uso conjunto de varias armerías.
Cuándo, cómo y por qué”: Hidalguía 35 (1987), pp. 301–335, aquí: p. 323.
27
Ibidem, p. 308. Ver también ibidem, pp. 307, 316, 322, 327 y 330.
28
Don Ramiro, “Los apellidos de nuestros reyes”: La época, 5 de junio 1904;
Biblioteca del Palacio Real/Madrid (en adelante BPR/M), Mss. IV/1280.
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Nombres y apellidos 13
29
Real Chancillería de Valladolid (en adelante RCV), Pleitos Civiles (en adelante
PC) – Pérez Alonso (Fenecidos) (en adelante PA [F]) 2900.002.
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derecho determinaba que los hijos naturales podían llevar y lleven los
apellidos de sus padres, y esto es, justamente, lo que él, en calidad de
hijo natural, pretendía hacer.
Los Meca admitieron que Bernardo se conocía localmente como un
Meca. Pero, según alegaban, la costumbre de titularle de este modo no
le daba derecho al apellido, ni podía haber en estos casos prescripción:
“El llamarse dicha parte contraria con el apellido de Meca no puede este declarante
decir el fundamento que hay para ello, pero le parece que si él se ha intitulado así, no
causa novedad el que otros le nombraron del dicho apellido por suceder de ordinario
con el apellido que él usa en su persona, usan los demás en el llamarle”.30
30
Ibidem, fol. 6r.
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Nombres y apellidos 15
es lo mismo que ser hijo del dicho don Bernardo”. En fin, mientras el
uso del apellido no se acompañaba de una pretensión de ser un verda-
dero Meca, a los Meca les daba igual como se apellidaba Bernardo.
Pero a partir del momento en que supieron que esto no era el caso, re-
accionaron.31 Sólo entonces surgió un interés al que querían defender,
por lo que sólo entonces podían pedir la ayuda de las justicias. De ser
voluntario, a ellos no les hubiera importado el uso del apellido ni las
justicias hubieran intervenido, por considerar que no existía ningún
motivo para ello. Al fin y al cabo, un uso voluntario no perjudicaba a
nadie:
“[...] ni el llamarse por dicho apellido se lo podían impedir como ni otras personas
que hubieran puesto su apellido porque lo puede tener y llevar sin ser deudo suyo y
por haber muchos de un mismo apellido y son de diferentes linajes”.32
La distinción entre uso voluntario del nombre, que no podía ser censu-
rado por no perjudicar a nadie, y el derecho al nombre, que debía ser
reglamentado, aparecía también en otras ocasiones. En 1603, por
ejemplo, la Chancillería de Valladolid estudió en apelación la senten-
cia del teniente corregidor de Segovia, quien había ordenado a Fran-
cisco Riofrío no poner este nombre en los paños que fabricaba, sino ti-
tularse en ellos “Francisco Santos de Riofrío”.33 La querella había sido
iniciada por Juan de Riofrío, propietario de una fábrica de paños en la
misma ciudad que fabricaba paños bajo el nombre de “Francisco Rio-
frío”. Según la versión del querellante, Francisco usaba este nombre
(de Francisco Riofrío) en sus paños intencionalmente a fin de aprove-
charse de la buena reputación de los paños que él, Juan, fabricaba. Con
ello, engañaba a los compradores, que creían comprar los paños fabri-
cados por Juan, y le agraviaba a él como propietario de la fábrica. No
sólo vendía menos paños, sino que también los paños fabricados por
Francisco eran de peor calidad que los suyos, por lo que su circulación
bajo la denominación “Francisco Riofrío” perjudicaba su reputación.
La discusión versaba sobre el uso de una marca comercial que con-
sistía de un nombre y un apellido. Sin embargo, en el fondo de la cues-
tión se hallaba nuevamente el debate sobre el derecho al apellido. La
31
RCV, PC – PA (F) 2900.002, fol. 12r.
32
Ibidem, fol. 70v.
33
RCV, PC – PA (F) 3017.002, sin foliar.
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Nombres y apellidos 17
Además, tanto los paños (por su calidad) como sus armas y señales
eran tan distintos que no podía haber confusión, y era absurdo preten-
der que los que compraban sus paños pensaran que se fabricaban por
Juan. Como no podía haber confusión entre unos paños y otros, Juan
no sufría ningún daño, por lo que no tenía ningún derecho a obligarle
a no usar el nombre de Francisco Riofrío, incluso si el mismo era un
uso voluntario (lo que no era el caso).
La chancillería confirmó la sentencia de las justicias ordinarias. Si
lo ha hecho protegiendo el derecho a la marca o por opinar que Fran-
cisco debería usar el apellido Santos, no lo sabemos. Sin embargo, éste
no era un caso único. Un conflicto similar llegó a los tribunales en
1616, cuando María, viuda de Andrés Flores, se querelló contra Jeró-
nimo de León, quien usaba el apellido Flores en sus paños.34 Según
sus alegaciones, Jerónimo “ha usurpado para sí indebidamente el
dicho apellido de Flores [...] siendo así que él, sus padres ni abuelos
nunca tuviesen ni se llamasen el apellido de Flores”. Jerónimo se de-
fendió declarando que
“[...] mis partes siempre se han llamado y de cincuenta años a esta parte de apellido
de Flores de León por cuando María Antonia Flores, abuela y bisabuela de mis par-
tes respectivamente mujer de Hernán Sánchez de León así mismo abuelo y bisabuelo
de mis partes se llamó del dicho apellido de Flores y mis partes desde el dicho
tiempo han continuado el nombre y apellido de Flores, juntándole en él de León de
manera que no es novedad tener mis partes el dicho apellido porque les viene de su
abuela y bisabuela”.
34
RCV, PC – Masas (Olvidados) 1045.009.
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18 Tamar Herzog
IV.
Los apellidos tenían, por lo tanto, un régimen: uno los heredaba natu-
ralmente, adquiriendo derecho a ellos. Este derecho permitía su uso
sin que los demás lo pudieran prohibir. Pero cuando alguien adoptaba
un apellido que no era suyo y esta adopción perjudicaba a los demás,
las justicias podían, y en efecto lo hacían, intervenir para prohibirlo.
La cuestión no era, por lo tanto, la ausencia de reglas, sino la existen-
cia o no de un interés al que era preciso defender. Si la adopción de un
nombre era voluntaria, sin pretender ningún derecho o beneficio, y si
no perjudicaba a nadie, el derecho al nombre simplemente no se recla-
maba, pero esto no quiere decir que este derecho no existía; si no se in-
vocaba era porque no había nadie a quien le importara su implementa-
ción y ningún interés que las justicias deberían proteger.
La invocación de las reglas estaba, por lo tanto, íntimamente ligada
a la existencia de conflictos actuales o potenciales. Quien apelaba a la
justicia sin tener intereses precisos a defender quería, normalmente,
asegurar un futuro que le parecía incierto. Bernardo Pablo de Killi
Kelly pidió al monarca en 1781 una licencia a introducir el nombre
Linch como su primer apellido.35 Según explicaba en su petición, este
nombre le correspondía por pertenecer a su abuela paterna. Lo quería
35
Petición sin número con fecha de 1 de febrero de 1781: Archivo Histórico Nacio-
nal (en adelante AHN), Consejos 11.136.
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Nombres y apellidos 19
incluir entre sus apellidos para asegurar que se sabría que él era de los
Linch: su abuelo se casó dos veces, por lo que tuvo descendientes que
eran Linch y otros que no. Además, el incluir entre sus apellidos el de
Linch le permitiría usar el escudo de los mismos sin temer oposición.
Eustaquio Lino Antonio Muñoz, vecino de Burgos, tomó un recorrido
similar.36 En 1807 pidió probar a las justicias que su verdadero ape-
llido era Martínez de Goyenechea y no simplemente Martínez, como
llevaba titulándose. Su meta era la de probar su ascendencia vizcaína,
y la inclusión de un apellido toponímico lo acercaba a ésta.
Es posible, por lo tanto, que quienes pidieron la intervención
del rey o de los tribunales para permitir lo que nosotros titularía-
mos hoy un cambio de apellido eran personas que querían forma-
lizar lo que ya era suyo. No buscaban integrar un nombre ajeno
(como implicaría la idea de un cambio de apellido), sino sólo in-
cluir lo que era su derecho. La formalización que buscaban no era
necesaria – el nombre ya era suyo –, pero esperaban que les pro-
tegiera de posibles críticas.
Que la ayuda del rey y de los tribunales, autorizando cambios
en la forma de apellidarse, puede haber tenido este tinte retroac-
tivo que aprobaba lo ya existente sin crear nada nuevo es evidente
también al examinar las peticiones de legitimidad. Los hijos natu-
rales o ilegítimos que pedían su legitimación en los siglos XVII y
XVIII solicitaban, entre otras cosas, el derecho de llevar el ape-
llido de su padre. De la documentación que aportaban queda evi-
dente que, en la mayoría de los casos, ya ostentaban este ape-
llido.37 Lo que pedían no era cambiar la forma por la que se les
conocía, sino sólo autorizar la que ya existía.38
36
Gandía, Del origen (nota 23), p.161.
37
En 1787 Juana Mañueco y Marcos pidió su legitimación en la corte. Entre las
pruebas que dio estaba incluido el hecho de que su padre natural “le permitió usar de su
apellido”. Decreto de la cámara de Castilla de 1 de agosto de 1787: Archivo General de
Simancas, Gracia y Justicia (en adelante AGS, GJ) 872. Algo similar es el decreto de 14
de noviembre de 1787: AGS, GJ 873, sobre el caso de Félix e Isidoro Bonet, cuyo padre
natural “los nombró con su mismo apellido”. Ver también O’Phelan Godoy, “Hijos na-
turales” (nota 6), p. 224; y Lebret, La vida en Otavalo (nota 7), p. 44.
38
Lo mismo ocurrió, al parecer, en Francia, donde los que pedían licencia regia para
cambiar de apellido eran personas que ya ostentaban de hecho el apellido solicitado.
Lefebvre-Teillard, Le nom (nota 18), pp. 103–105.
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20 Tamar Herzog
V.
39
Siete Partidas, partida 7, título VII, ley 2.
40
BPR, Mss. II/1992, fols. 46r–55r, aquí: fol. 47v.
41
Gómez y Azevedo, citado por Alfonso García Gallo, Curso de historia del dere-
cho español, tomo II, vol. 1 (Madrid 1950), p. 121.
42
Diego de Valera, “Tratado de las Armas” y “Espejo de verdadera nobleza”: idem,
Epístolas enviadas en diversos tiempos e a diversas personas (Madrid 1878, original
1441), pp. 245–303, aquí: pp. 293–295; y pp. 167–231, pp. 224–225, respectivamente.
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armas e apellido, y el tiempo pasando, no se podría conocer cuáles fuesen del solar o
advenedizos, por lo cual el tal podría ser compelido dejarlas y aún el juez de su ofi-
cio lo podría mandar por apartar algún escándalo que sobre lo tal podría venir”.
VI.
43
Robert Ryal Miller (ed.), Chronicle of Colonial Lima. The Diary of Joseph and
Francisco Mugaburu, 1640–1697 (Norman, OK 1975), p. 210.
44
Ibidem, pp. 306–307.
45
Martin Minchom, The People of Quito, 1690–1810. Change and Unrest in the
Underclass (Boulder, CO 1994), pp. 162–163.
46
R. Douglas Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial
Mexico City, 1660–1720 (Madison, WI 1994), pp. 58–67.
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parecían ostentar apellidos casi todos dobles, los que preservaron du-
rante por lo menos varias generaciones.
Tanto en América como en Castilla, las personas luchaban por
hacer constar sus derechos (o los sin-derechos de los otros) al apellido.
En 1603, por ejemplo, Pedro de la Gasca Salazar, caballero encomen-
dador de la Orden de Calatrava e hijo de Diego de la Gasca de Salazar
del Consejo Real, se quejó en la Casa de Contratación que Bartolomé
García, también llamado Bartolomé García de la Gasca, natural de Na-
varregadilla (Ávila), quien había muerto abintestato en Potosí, había
usurpado su apellido. Esta actitud suya le ofendía; según entendía, se
trataba de
“[...] ciertos villanos de esta tierra que se han querido hacer y hagan deudos y parien-
tes míos y de mis antecesores y aunque por si esto es grave delito de querer usurpar
nombre y apellido de otro lo es muy mayor para bajo de color de usurpar y tomar la
hacienda ajena como vuestra señoría verá por la querella”.47
47
Petición de Pedro de la Gasca Salazar, en “Autos sobre los bienes de Bartolomé
García, también llamado Bartolomé García de la Gasca, difunto abintestato que murió en
Potosí”, 1633: AGI, Contratación 934, no. 7, no. 1, fol. 1r.
48
El procurador Domingo García Batanero: ibidem, no. 5, fol. 1v.
49
Archivo General de la Nación/Buenos Aires, IX, 35-2-3, año de 1784.
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Nombres y apellidos 23
Las personas podían llamarse como querían, esto sí, pero a veces tenían
derecho a ello y otras veces no. Este hecho era evidente a los contempo-
50
Petición de Antonio Godoy y Verde, La Habana, 29 de diciembre de 1808: AHN,
Ultramar 151, n. 79.
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24 Tamar Herzog
VII.
51
Minchom, The People of Quito (nota 45), p. 158.
52
Ibidem, pp. 160–161.
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Nombres y apellidos 25
Cualquiera que fuesen estos apellidos que los indios de primera gene-
ración podían escoger más o menos a libertad, los mismos se inscri-
bían en padrones y quedarían fijos. Los utilizarían ellos y sus descen-
dientes en los libros de bautismo y casamientos. La idea era simple:
“[...] pues los nombres, cognombres y apellidos solamente son para significar el in-
dividuo y sujeto del hombre que se quiere conocer, para ello se puede usar los patro-
nímicos y apellidos de Castilla con que vendrán a señalarse en más cierta y clara di-
53
“The custom of tracing lineage through surname was imposed [on the Indians] by
the Spaniards”. Thomas Abercrombie, Pathways of Memory and Power. Ethnography
and History among an Andean People (Madison, WI 1998), p. 497, nota 16. Ver también
Christina Bolke Turner, “The Role of Mestizaje of Surnames in Paraguay in the Creation
of a Distinct New World Ethnicity”: Ethnohistory 41, 1 (1994), pp. 139–165, aquí:
p. 142.
54
Pedro Carrasco, “La introducción de apellidos castellanos entre los mayas alte-
ños”: Bernardo García Martínez/Victoria Lerner/Andrés Lira/Guillermo Palacios/Irene
Vázquez (eds.), Historia y sociedad en el mundo de habla española. Homenaje a José
Miranda, 2 tomos (México, D.F. 1970), tomo I, pp. 217–223, aquí: pp. 217–218.
55
Abercrombie, Pathways (nota 53), passim.
56
Carrasco, “La introducción” (nota 54), p. 218.
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26 Tamar Herzog
VIII.
57
Ibidem, p. 219.
58
Ibidem, p. 220.
59
Miguel A. Rosal, “Diversos aspectos relacionados con la esclavitud en el Río de
la Plata a través del estudio de testamentos de afroporteños, 1750–1810”: Revista de In-
dias 61 (1996), pp. 219–235, aquí: pp. 227–229.
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28 Tamar Herzog
60
Luces y Gil, El nombre civil (nota 21), p. 7.
61
Ibidem, p. 25.
62
Juan de Solórzano y Pereira, Política Indiana (Madrid 1972, original 1648), libro
III, capítulo XIX, no. 3. Ver también las Leyes de Toro, ley XII, no.16; y Pedro
Nolasco de Llano, Compendio de los comentarios extendidos por el maestro Antonio
Gómez a las ochenta y tres leyes de toro (Madrid 1981, original 1785), p. 67.
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Nombres y apellidos 29
63
Osvaldo Cavallar/Susanne Degenring/Julius Kirshner, A Grammar of Signs. Bar-
tolo da Sassoferato’s Tract on Insignia and Coats of Arms (Berkeley 1994), pp. 52–53,
61–64 y 145–147.
64
Paolo Grossi, Le situazioni reali nell’esperienza giuridica medievale. Corso di
storia del diritto (Padova 1968).
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30 Tamar Herzog
65
José María Font Rius, “La recepción del derecho romano en la península ibérica
durante la edad media”: Recueil des mémoires et travaux publiés par la Société d’His-
toire du Droit et des Institutions des Anciens Pays de Droit Écrit 6 (1967), pp. 85–104,
aquí: pp. 99–102; Bartolomé Clavero, “Notas sobre el derecho territorial castellano,
1367–1445”: Historia, instituciones, documentos 3 (1976), pp. 3–25; Carlos Petit, “De-
recho común y derecho castellano. Notas de literatura jurídica para su estudio, siglos
XV–XVIII”: Tijdschrift Voor Rechtsgeschiedenis 50, 2 (1982), pp. 157–195; y María
Paz Alonso Romero, “Del ‘amor’ a las leyes patrias y su ‘verdadera inteligencia’. A pro-
pósito del trato con el derecho regio en la universidad de Salamanca durante los siglos
modernos”: Anuario de historia del derecho español 67, 1 (1997), pp. 529–549.
66
Beatriz Bernal de Bugeda, “El derecho romano en el discurso de Antonio de León
Pinelo sobre la importancia, forma y disposición de la recopilación de las leyes de las In-
dias occidentales”: Anuario histórico jurídico ecuatoriano 5 (1980), pp. 147–171.
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país totalmente excluido.67 Los juristas, así como los funcionarios re-
gios con preparación letrada, recorrían a la doctrina romana continua-
mente, combinándola con las circunstancias y las costumbres locales.
En un mundo de derecho fracturado por comunidades locales y por
reinos, y en el que el Estado apenas intervenía, el derecho común era
el derecho por excelencia: era una fuente inagotable de soluciones le-
gales a situaciones cotidianas.68
La doctrina romana explicaba y sistematizaba las costumbres arriba
mencionadas, que determinaban quien tenía derecho al apellido. La
doctrina también explicaba de dónde provenían las ideas presentes en
las Partidas, en los escritos de los letrados y en la argumentación de
las partes. Las reglas que incluía la doctrina tal vez no tenían expre-
sión en la ley, pero esto no significaba que no formaran parte del dere-
cho.
IX.
67
Richard Kagan, Students and Society in Early Modern Spain (Baltimore 1974),
pp. 135 y 212; Mariano Reig Peset, “Derecho romano y derecho real en las universida-
des del siglo XVIII”: Anuario de historia del derecho español 45 (1975), pp. 273–339;
Jean-Marc Pelorson, Les letrados. Juristes castillans sous Philippe III. Recherches sur
leur place dans la société, la culture et l’état (Poitiers 1980), pp. 33–57; y Petit, “Dere-
cho común” (nota 65).
68
Bartolomé Clavero, Institución histórica del derecho (Madrid 1992), pp. 55–56;
Jesús Daza, “Los principios del ius commune en el contexto sociocultural del nuevo
mundo”: Seminario complutense de derecho romano 7 (Madrid 1995), pp. 107–132; y
Alfonso García Gallo, “La ciencia jurídica en la formación del derecho hispanoameri-
cano en los siglos XVI al XVIII”: Anuario de historia del derecho español 44 (1974),
pp. 157–198.
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Como los demás historiadores a los que ya hice referencia, Scott, creo,
confundió la elaboración de registros – en efecto, un fenómeno mo-
derno – con la existencia de reglas – un fenómeno más antiguo. Exa-
minó la ley ignorando la importancia de la doctrina y de la costumbre.
No tomó en cuenta que, durante la época moderna, los apellidos for-
maban parte del derecho privado y como toda institución de derecho
privado se dejaban en manos de personas particulares quienes los pro-
tegían o no en función de sus intereses y necesidades. Además, la apa-
rición del Estado moderno, al menos en España, no cambió la natura-
leza de los apellidos, que seguían siendo de “derecho privado” y
seguían rigiéndose por la costumbre y la doctrina. La ley del registro
civil de 1879 (art. 48), por ejemplo, fijó la obligatoriedad de registrar
a los recién nacidos, expresando su nombre y los nombres y apellidos
de sus padres y abuelos paternos y maternos. Nombres y apellidos
también se imponían a quienes no tenían padres conocidos (art. 34 del
reglamento), y éstos – que se elegían por el encargado del registro – no
debían indicar su condición de expósitos. También en 1870 se regula-
ron los cambios de nombres y apellidos, los que sólo se podían hacer
por autorización del ministro de Gracia y Justicia, previa consulta al
Consejo de Estado (art. 64 de la ley del registro civil).71 Antes de au-
69
James C. Scott/John Tehranian/Jeremy Mathias, “The Production of Legal Identi-
ties Proper to the State. The Case of the Permanent Family Surname”: Comparative
Studies in Society and History 44, 1 (2002), pp. 4–44, aquí: p. 6. Traducción por la
autora.
70
Ibidem, p. 7. Traducción por la autora.
71
El proceso a seguir se especificó en el “Reglamento para la ejecución de las leyes
de matrimonio y registro civil”: Leyes provisionales del matrimonio y registro civil y
reglamento general para su ejecución (Madrid 1870), capítulo IX, artículos 69–71.
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72
Lo mismo ocurría, al parecer, en Francia durante el periodo revolucionario:
Lefebvre-Teillard, Le Nom (nota 18), p. 142.
73
Código Civil (1889), libro 1, título V, artículos 114, 127 y 134.
74
Ortiz de Zárate, 31 de mayo de 1870, Cortes Constituyentes de 1869 al 1871:
Diario de sesiones de las cortes constituyentes, tomo 167, pp. 8460–8472, aquí: p. 8470.
75
Romero Girón, 31 de marzo de 1869: ibidem, tomo 156, p. 772.
76
Eugenio Montero Ríos, ministro de Gracia y Justicia, 3 de mayo de 1870: ibidem,
tomo 166, apéndice segundo al núm. 273, pp. 1 y 3.
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X.
77
Godoy y Alcántara, Ensayo Histórico (nota 9), pp. 1–2.
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78
Manuel María Osorio, Los apellidos. Breve estudio sobre los apellidos españoles
(Caracas 1912), pp. 6–7.
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