El Reloj Que Contaba Secretos

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El reloj que contaba secretos.

Había una vez, en un pequeño pueblo perdido entre montañas, un reloj muy
peculiar. Este reloj no solo marcaba las horas y los minutos, sino que también
tenía la extraña habilidad de contar secretos. No importaba si eran susurros
ocultos entre amantes, confesiones vergonzosas de algún lugareño o los sueños
más profundos de aquellos que lo observaban. Este reloj, con su tic-tac constante,
parecía ser el guardián de los secretos del pueblo.

Los habitantes del lugar, al principio, no sabían de esta peculiar habilidad del reloj.
Pero conforme pasaba el tiempo, comenzaron a notar que sus secretos mejor
guardados se deslizaban en las conversaciones cotidianas con una precisión casi
mágica. Algunos se asombraban, otros se preocupaban y unos pocos intentaban
ocultar sus secretos más oscuros, pero el reloj siempre los desenterraba con su
inquebrantable tic-tac.

El reloj tenía una apariencia imponente, con su esfera de metal envejecido y sus
manecillas de bronce que parecían susurrar el paso del tiempo. A simple vista,
parecía un artefacto ordinario, pero aquellos que lo conocían de cerca sabían que
su verdadero poder residía en su capacidad para desentrañar los secretos más
oscuros y los deseos más profundos de las personas.

Sin embargo, el poder del reloj no pasó desapercibido para todos. Un día, un
forastero llegó al pueblo, atraído por la leyenda del reloj. Con ojos codiciosos, el
forastero decidió que el poder del reloj sería suyo y suyo solamente.
La leyenda del reloj se había transmitido de generación en generación en el
pueblo. Se decía que había sido creado por un relojero
misterioso que vivía en las profundidades del bosque.
Este hombre había dedicado su vida a perfeccionar su
arte, y en su búsqueda de la perfección, había
descubierto un antiguo conjuro que otorgaba vida a los
objetos inanimados.

En una vieja mansión en la colina, donde la niebla se


adhería a los muros como un manto viejo y gastado,
había un reloj. Un reloj que contaba más que el tiempo,
arrastraba consigo secretos que jamás nadie había
osado escuchar. La mansión, habitada por la familia
Montenegro desde varias generaciones, ahora albergaba sólo a dos almas:
Carmen, una mujer de mirada astuta y cabello ondeado como campos de trigo al
viento, y su sobrino Javier, estudiante de historia, cuya mente siempre estaba
entre libros y viejas leyendas.

La vida en la mansión habría sido solitaria de no ser por las historias que Carmen
hilaba sobre su arrebujada mesa de comedor, iluminada por la débil luz de las
velas que resplandecían como estrellas caídas. "Dicen que este reloj," comenzó
una noche con voz enigmática, apuntando al macizo reloj de pie que adornaba el
salón, "fue un regalo de un alquimista a mi tatarabuelo, y desde entonces sus tic-
tacs son ecos de eventos aún no acontecidos."

Javier, escéptico, pero siempre ansioso por un buen enigma, la interrumpió: "¿Y tú
has escuchado algún secreto, tía?" Carmen le lanzó una mirada profunda, llena de
sospechas, antes de contestar: "Una vez, pero es una historia que debe revelarse
por sí sola." No hubo más que decir esa noche, pero el joven sintió la curiosidad
quemándole las entrañas.

Los susurros
Las semanas transcurrieron en la quietud del hogar hasta que un día, el reloj se
detuvo. La coincidencia los dejó perplejos; ese mismo día había desaparecido un
vecino del pueblo. Menuda coincidencia que instigó a Javier a indagar más.
Revisando libros antiguos y entrevistando alborotados pobladores, comenzó a
tejer una red de hipótesis y sospechas. Entonces, por primera vez, creyó oír
murmullos cerca del reloj; palabras que se deshacían como el susurro del viento
entre las hojas.

Una noche, decidido a confrontar el misterio, Javier se sentó frente al reloj,


esperando. La casa dormía, y en la quietud, el reloj empezó a hablar. Al principio,
el joven pensó que era su imaginación, pero los susurros formaron palabras
claras: "Búsqueda", "Alcoba", "Revelación". Javier, armado con una lámpara,
siguió la corriente de las palabras hasta la
alcoba de su tío abuelo. En la habitación,
envuelta en penumbras, desplazó el viejo
retrato de la pared, revelando una caja
fuerte.

"Increíble", murmuró al abrirla. Dentro, una


colección de cartas amarillentas y un diario
antiguo parecían esperar ser descubiertos.
Las cartas narraban la historia de un amor
prohibido entre su tatarabuelo y una mujer
del pueblo, y el diario... contenía la
confesión de un crimen.

El descubrimiento

Los días siguientes, Javier y Carmen pasaron horas devorando las páginas del
diario, empapándose de la historia familiar. Se subrayaba una profecía: si el reloj
se detenía, un secreto oscuro sería revelado, pero igualmente un bien perdido
retornaría. Preguntas inundaban la mente del joven, ¿qué bien podría ser ese?
El misterio del vecino desaparecido seguía sin resolverse, y los murmullos del reloj
no ofrecían más pistas. Carmen, en su sabiduría serena, sugirió esperar. "Los
secretos tienen su propio ritmo, su propio tiempo para desvelarse," dijo. Y así fue.

Una mañana, la noticia llegó como un golpe de brisa fresca: el vecino había sido
encontrado en la ciudad vecina, sufriendo de amnesia temporal tras un accidente,
pero estaba a salvo. Parecía que la profecía comenzaba a cumplirse de maneras
que no esperaban.

El bien retornante

La historia de amor prohibido, que tan íntimamente entrelazaba su linaje con el


pueblo, se resolvió con la presentación de una nueva figura: una mujer, sobrina
bisnieta de la dama en cuestión, llegó con noticias. Su ancestro había dejado una
parte de la herencia Montenegro, la cual incluía un terreno que contenía artefactos
arqueológicos de indescriptible valor. Las piezas del puzzle empezaban a encajar.

El día en que consiguieron desenterrar los primeros objetos, un cálido sentimiento


de realización inundó la mansión. Entre los artefactos hallaron un pequeño reloj de
mano, gemelo del gran reloj que aún se mantenía en silencio. Cuando Javier le dio
cuerda, el gran reloj en la sala volvió a la vida, sus campanadas marcando un
nuevo principio.

Mirándose el uno al otro, Carmen y Javier entendieron que el secreto más grande
no era una confesión o una profecía, sino el entendimiento de que el tiempo, igual
que los secretos, puede curar y revelar caminos antes ocultos. El reloj no solo
contaba el tiempo, contaba historias de segundas oportunidades.

Bajo el manto de la oscuridad, el forastero se


infiltró en la plaza principal y desafió al relojero a
entregarle el secreto del reloj. Pero el relojero se
negó, sabiendo que el poder del reloj solo debía
ser usado para el bien de la comunidad.
Enfurecido por la negativa del relojero, el forastero intentó forzar al reloj a revelar
sus secretos. Pero el reloj, imbuido con la sabiduría y la fuerza de todos aquellos
cuyas historias había guardado a lo largo de los años, resistió con valentía.

Con un estruendo ensordecedor, el reloj liberó una ráfaga de luz brillante que cegó
al forastero y lo arrojó lejos de la plaza. Después de ese día, el forastero nunca
más fue visto en el pueblo, y el reloj volvió a su lugar en la plaza, donde continuó
contando los secretos de aquellos que se acercaban a él con humildad y respeto.

Y así, el reloj que contaba secretos siguió marcando el paso del tiempo en el
pequeño pueblo, recordándoles a todos que, aunque los secretos puedan
permanecer ocultos, siempre habrá alguien o algo que los guardará celosamente
hasta que llegue el momento adecuado para revelarlos.

FIN.

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