El Sistema Judicial
El Sistema Judicial
El Sistema Judicial
En los primeros años del siglo XIX continuó la multiplicidad de jurisdicciones que había caracterizado al Antiguo Régimen, con sus
frecuentes conflictos de competencia. Las jurisdicciones se fundamentaban en criterios de «privilegio» de grupos o personas,
como el fuero militar, nobiliario o eclesiástico o relativo a los «delitos» que deberían ser juzgados: Inquisición, Consejo de
Hacienda, Consulados de Comercio, etc. Había igualmente una multiplicidad de legislaciones en las diversas zonas del país. Se
podría decir, por tanto, que quien no tenía un derecho propio, en razón del grupo al que pertenecía o al lugar donde vivía, era
juzgado por la que podríamos denominar «jurisdicción ordinaria» que, en sí misma, ya era suficientemente compleja.
Lo que, impropiamente, llamamos poder judicial, como algo diferenciado del poder real, no existió en España hasta que la
Constitución de 1812 introdujo el principio doctrinal de la separación de poderes. Se pretendió la autonomía y responsabilidad
de los jueces respecto al poder ejecutivo. Al mismo tiempo, se trataba de instaurar el principio de «igualdad ante la ley»
vinculado al sistema liberal y basado en la soberanía popular. Para ello quedó sancionada la unidad de fueros, aunque tardaría
décadas en llevarse a la práctica. La Constitución de Cádiz, así como los decretos y reglamentos que la desarrollaban, estableció
una jerarquía de jueces que configuran la organización judicial libcral: En cada municipio el alcalde intentaría resolver las
diferencias por conciliación de las partes. Si esto no se lograba, se interponía la demanda que realmente iniciaba el juicio.
Se pasaba entonces a los jueces de Partido. Las Audiencias se ocupaban de la segunda y tercera instancia de los juzgados
inferiores y los conflictos de competencia entre éstos —El Tribunal Supremo conocía los recursos contra las sentencias de las
Audiencias y juzgaba a los altos cargos políticos y judiciales.
Esta organización quedó sin efecto al ser anulada por Fernando VII 1814. El gobierno de Martínez de la Rosa en 1834-1835, a
través de diversos decretos y reglamentos antes y después de aprobarse el Estatuto Real, reprodujo en lo esencial la legislación
gaditana. Estableció jueces de paz, que intentarían llevar a cabo actos de conciliación. Subdividió las provincias en partidos
judiciales, cuyos juzgados estarían en manos de jueces ordinarios (letrados y de primera instancia).
Asimismo, estableció las audiencias como Tribunales Superiores en sus respectivos territorios y en armonía con la nueva división
administrativa de España en provincias, y restableció el Tribunal Supremo. El nombramiento de los jueces lo hacía una Junta del
Ministerio de Gracia y Justicia entre abogados, juristas, profesores de universidad, etc. Ni por el órgano que los nombraba, ni por
la forma de hacerlo, ni por la garantía de inamovilidad se consiguió la independencia. En mayor o menor medida, los
magistrados tenían que ser fieles al gobierno que los nombraba. El juez «cesante», que esperaba volver a ser rehabilitado
cuando cambiase el gobierno, fue demasiado frecuente. La organización judicial no varió en lo esencial hasta la Ley Orgánica del
Poder Judicial de 1870, que establecía una serie de principios fundamentales:
— Consagración del principio de independencia: oposición para cubrir las vacantes y ascensos de los magistrados, inamovilidad
judicial, responsabilidad de los jueces en sus actos, incompatibilidad con cl ejercicio activo de la política.
— Colegialidad de los tribunales, con excepción de los jueces de instrucción y de los municipales.
La unidad de fueros, iniciada en la Constitución de Cádiz, recibió un gran impulso cincuenta años más tarde, en 1862. En dicho
año, un Real Decreto estableció las bases para la organización de los tribunales y proclamó una vez más la unidad de los fueros
ordenando que la jurisdicción ordinaria era la única competente con algunas excepciones.
La falta de un criterio claro que protegiese la independencia de los jueces con respecto al poder político fue la norma general en
el reinado de Isabel II y creó una situación difícil, en contradicción con el principio de separación de poderes, que no se comenzó
a resolver hasta pasado ya este periodo, en la Ley Orgánica de 1870. La interferencia de los gobiernos en la justicia y, sobre todo,
la constante movilidad de los magistrados desde la justicia a la política y viceversa hicieron indudablemente que ambos poderes
se confundiesen con frecuencia, como ha demostrado Javier Paredes (1991).