Oblomov - Ivan A Goncharov
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El
«oblomovismo» es la mezcla de la inercia y la apatía, de la esclavitud moral y
la actitud orgánica hacia el trabajo, que gravitaba sobre gran número de
terratenientes-aristócratas de entonces. La repugnancia de Oblomov por el
trabajo, el procedimiento de hundir en un fárrago de palabras todo lo vivo,
era característico de los nobles.
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Iván A. Goncharov
Oblomov
ePub r1.0
FLeCos 19.02.17
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Título original: Обломов
Iván A. Goncharov, 1859
Traducción: Luis Enrique de Juan
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Introducción
IVÁN ALEXÁNDROVICH GONCHAROV es, junto con I. S. Turguiénev, una de las eminentes
figuras de la literatura rusa de la segunda mitad del siglo XIX. Nacido el 6 de junio de
1812 en la ciudad de Simbirsk (actual Ulianovsk), a orillas del Volga, en el seno de
una acomodada familia de mercaderes, cursó sus primeros estudios en un
pensionado, y es enviado a la edad de diez años a Moscú, donde ingresa en la
Escuela de Comercio, carrera que abandona, para pasar en 1831 a la sección de
filología de la Universidad, la cual termina en 1834. Después de trabajar durante un
año en la oficina del gobernador de su ciudad natal, en 1835 se traslada a
Petersburgo, donde entra a prestar servicio como intérprete en el Departamento de
Comercio Exterior del Ministerio de Finanzas. Al mismo tiempo da clases de
literatura a los hijos de un miembro de la Academia de Bellas Artes, lo que le abre
las puertas del mundo del arte y le permite probar sus fuerzas en la literatura,
publicando varias poesías románticas. En 1847 entabla conocimiento con el
conocido crítico V. G. Belinski y se incorpora a su círculo literario.
El desarrollo ideológico y literario de Goncharov tiene lugar durante el período
de creación de la «escuela natural» bajo la influencia de las concepciones estéticas
de Belinski. Su primera novela, Una historia trivial (1847), constituye una importante
aportación a la literatura del movimiento progresista de entonces.
Belinski emplea por vez primera la denominación de «escuela natural» en 1847,
en su artículo «Visión de la literatura rusa», donde la considera no sólo como la que
había conseguido establecer un nexo con la realidad sino que además había
acometido la difícil tarea de presentar en las obras literarias a la gente vulgar, sin
caer en el error de idealizarla. La «escuela natural», que no debe confundirse con el
naturalismo, es la primera manifestación en Rusia de la corriente literaria que más
tarde recibiría la denominación de realismo. No es extraño que al analizar la
literatura del siglo XVII y de las tres primeras décadas del siglo XIX tropecemos ya con
sus raíces. No cabe silenciar la abundancia de elementos realistas en Pushkin, que le
convierten en uno de los precursores del realismo artístico, aun dentro de los moldes
del romanticismo.
Las extensas novelas de Goncharov, que constituyen una epopeya de Rusia, son
en su conjunto un todo que nos ofrece una imagen global de la vida de entonces. En
ningún otro escritor las etapas de su evolución —desde sus primeros pasos hasta los
últimos, que podemos considerar como agotamiento literario más que como
decadencia del escritor— se perfilan con tanta precisión como en Goncharov. Si la
fase ascendente corresponde a Una historia trivial (1847) y la culminación a
Oblomov (1859), el final es El precipicio (1869). Mientras que las dos primeras
reflejan los recuerdos de la juventud e infancia del autor, la última constituye el
resumen de su concepción político-social.
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En sus novelas predomina el interés del escritor por los destinos de la nobleza
rusa desde el punto de vista social y de cuáles habrían de ser los estamentos que la
sustituyeran. Pero a diferencia de Turguiénev, estaba lejos de reconocer el papel de
vanguardia que habían de representar en el desarrollo de la democracia los
intelectuales no procedentes de la nobleza —los raznochintsy—. Goncharov trató,
con espíritu excesivamente tendencioso, de convertir en héroes positivos a los
Hombres de negocios, a los empresarios. No obstante, en el proceso de
interpretación literaria de sus caracteres logró superar semejante enfoque y sus
obras se convirtieron objetivamente en una plataforma en favor del primer
movimiento democrático. Es por eso por lo que la crítica progresista de los años
cuarenta las valoró positivamente. El estilo de las novelas de Goncharov constituye
una expresión particular de los principios creadores propios de la «escuela natural».
A diferencia de las novelas de Turguiénev «las suyas no encierran un espíritu
romántico y en ellas no hay vestigios de psicologismo». Se caracterizan por su gran
objetividad y por el plasticismo de los caracteres de los individuos que retrata, y,
como señala N. A. Dobroliúbov, «en la capacidad que poseen de abarcar la totalidad
de la imagen del objeto, de troquelarlo, esculpirlo… radica la extraordinaria fuerza
del talento de Goncharov… No le sorprende una faceta aislada de un objeto, algún
momento de un hecho, sino que da vueltas a ese objeto en todos los sentidos,
esperando que culminen las circunstancias del fenómeno y sólo entonces inicia su
elaboración literaria. Consecuencia de ello es la precisión en la configuración
incluso de los detalles más nimios». Gracias a su contenido específico y a su forma
las novelas de Goncharov ocupan un lugar preeminente en la historia del realismo
crítico ruso.
Su labor literaria es resultado de los cambios que se habían producido en la
sociedad rusa, los cuales dieron lugar a la aparición de una nueva «escuela»,
democrática en cuanto a su idea rectora —la tendencia estética—. Con la figura de
Goncharov hace acto de presencia en la literatura clásica rusa el raznochinets,
procedente de la burguesía. Pero incluso en el campo de la literatura y la crítica, los
representantes de la intelectualidad burguesa no fueron capaces de organizar su
propio movimiento y se unieron a los círculos nobiliarios de vanguardia. Todo ello se
refleja en el desarrollo ideológico y literario de Goncharov. No hay que olvidar que
era hijo de un rico mercader. A pesar de que al principio de su actividad literaria se
sentía, de hecho, muy identificado, en lo que respecta a sus convicciones, con los
intelectuales de vanguardia, procedentes de la nobleza, sin embargo, sus
concepciones sociales se diferenciaban de las de los mejores representantes del
liberalismo nobiliario, sobre todo de las de Turguiénev, con su pathos de la
Ilustración. Goncharov era enemigo declarado del régimen de servidumbre y de la
opresión por parte de la burocracia. Perseguía los ideales progresistas, la libertad
cívica, los derechos generales de la propiedad y de la actividad empresarial, la
instrucción de la sociedad y de las masas populares, la igualdad de la mujer. Pero no
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le atraían ni constituían fuente de inspiración para él las ilusiones de bienestar de
todas las capas sociales, características de la Ilustración, y su actitud hacia los
estamentos conservadores no se distinguía por la profunda enemistad que era propia
de sus coetáneos liberales, dominados por la forma de pensar de la Ilustración. En
cambio, le interesaba notablemente el desarrollo ideológico de los círculos
cultivados de la sociedad rusa. En este sentido, consideraba muy importante superar
el talante romántico que florecía entre la aristocracia y los raznochinets de los años
treinta y adoptar puntos de vista más positivos y más cuerdos. Belinski se burlaba de
los «románticos de la vida», de los «enemigos de todo lo práctico», de quienes no
viven, sino que se limitan a soñar, que no comprenden que «todos, los grandes
hombres son personas prácticas».
Para entonces, Goncharov había casi terminado su novela Una historia trivial,
basada en la antítesis del noble romántico y el funcionario dedicado a los negocios.
La contraposición entre los sueños y la realidad constituía entonces un problema
nuevo y palpitante. Pero el escritor no llegó inmediatamente a la idea de aquella
novela, que marca, de hecho, el comienzo de su fama como literato. Aunque ya en
1835 habían aparecido en un almanaque manuscrito cuatro poesías del incipiente
autor y al cabo de tres años su relato Enfermedad perniciosa y posteriormente en
otro Feliz error, todas ellas eran muy poco profundas en cuanto a su contenido. Sin
embargo, ya en la primera, Goncharov se burla de la atracción sentimental que
experimentaban los escritores románticos hacia la naturaleza, atracción que
persistía desde los tiempos de La pobre Liza de Karamzín, y por contraste con ello,
la ociosidad y la gula de que daban muestras los miembros de la nobleza. En Feliz
error retrata la sociedad aristocrática. En el relato abundan las digresiones cómicas,
que recuerdan en cierto modo a Gógol. En el carácter del héroe, el autor pone de
relieve toda una serie de rasgos del despotismo esclavista.
A comienzos de 1840 se modifican algo los intereses literarios del escritor. En el
protagonista de Iván Sávvich Podzhabrin (1842) trata de reflejar a su modo el
carácter del Jlestakov de Almas muertas de Gógol, del funcionario frívolo que se
dedicaba a sablear a todo el mundo, manifestaba una actitud despectiva hacia sus
obligaciones y estaba dedicado por completo a disfrutar de la vida. Pero en el estilo
que adopta en la obra, el autor renuncia ya al procedimiento cómico-narrativo y
adopta formas de expresión más objetivas y detalladas. Considerando también que la
novela no era lo suficientemente importante para editarla en un volumen aparte, la
publicó tan sólo en 1848 en la revista El Contemporáneo. Seguidamente trató de
reflejar la vida patriarcal de los hacendados de tiempos pasados en una obra titulada
Ancianos, que pronto abandonó, y emprendió finalmente el proyecto de Una historia
trivial, más aguda, dedicada a un tema de actualidad. En ella plantea a su manera la
antítesis de los sueños románticos y la sobria actividad. El concepto romántico,
representado en la obra por su protagonista Alexandr Adúev, es tan sólo un difuso
eco psicológico de ciertos problemas del idealismo objetivo presente, desde los
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tiempos de Karamzín (1766-1826) y del joven Zhukovski (1783-1852), en la
conciencia de los representantes más instruidos de las capas conservadoras de la
nobleza rusa y en parte de los raznochintsy. Este romanticismo no iba más allá de la
idealización grandilocuente del amor fraternal, la sensible amistad y la belleza del
arte y de la naturaleza. Pushkin reflejó una variedad de semejante romanticismo en
el carácter del joven poeta Lienski en Eugenio Onieguin. El personaje romántico de
la obra de Goncharov es un joven noble, estudiante universitario, que se había
convertido en adepto del idealismo filosófico-estético. Su señorial benignidad, nacida
en la hacienda patriarcal, se vio alimentada posteriormente por las lecciones oídas
en la Universidad y por sus lecturas sobre estética. En semejante estado, el autor
traslada a su héroe al juicioso y calculador Petersburgo con el fin de que la propia
vida le haga despertar y arranque de sus ojos el velo romántico. El proceso de su
reconversión en un hombre práctico constituye el argumento de la novela. En el
reconocimiento de las circunstancias y los resultados de semejante proceso, revela
Goncharov, en lo fundamental, un «tacto bastante acertado de la realidad», pero al
mismo tiempo también le traiciona algo. En la práctica del espíritu romántico de
Alexandr Adúev no incluía la menor posibilidad que le permitiera emprender
búsquedas ideológicas más profundas. Belinski supo captar que la tendencia
fundamental en el desarrollo del carácter de Adúev radicaba en el peligro de
«extinguirse en la lejanía provinciana y en la apatía y la indolencia». Pero dado su
amor propio y la experiencia adquirida, no podía dedicarse a otra cosa que a la
carrera de funcionario. Los jóvenes nobles, que suspiraban por el amor y la amistad
ideales, se convertían en su mayoría en funcionarios, subordinándose a la convicción
—del medio conservador de que procedían— de que el servicio del Estado era el
campo de acción más digno y ventajoso para los miembros de su estamento.
Y, naturalmente, el ambiente oficinesco iba desarraigando de su espíritu la
benignidad romántica. Con los años se volvían indiferentes y se convertían en
hombres prácticos. Así es precisamente cómo se perfila en la obra el destino del
protagonista. Ya a los dos años de su llegada a la capital ocupaba un «lugar
respetable» y gozaba de influencia en la revista literaria en que trabajaba. En el
epílogo de la obra le vemos ya con su «abultada barriguita» y con su condecoración
en el cuello. Está convencido de que el amor y el matrimonio no coinciden y por eso
realiza un casamiento por interés, atraído tan sólo por la dote de su esposa. El
escritor no sólo retrata el proceso de desilusión del héroe romántico, sino que
convierte sus vivencias románticas en objeto de implacable condena y sarcásticas
burlas, que provienen de un practicismo consecuente y sensato, al que el autor quiere
asegurar el triunfo definitivo. Como persona «positiva», enemiga de lo romántico,
interviene en la novela Piotr Adúev, verdadero hombre de negocios y alto
funcionario. Cuando se burla del idealismo de su sobrino, de su entusiasmo
romántico y pomposas frases, cuando le aconseja «dedicarse a cosas prácticas»,
actuar razonablemente y ser útil a la sociedad, cuando pone como ejemplo su propio
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amor al trabajo, su deseo de adquirir conocimientos, la claridad de los objetivos que
persigue se alza por encima de Alexandr; pero cuando pone de manifiesto la frialdad
de su alma y su insensibilidad, cuando considera que la pobreza es una «ignominia»,
que enamorarse es una extravagancia, cuando revela su interés hacia los negocios
sólo por el dinero, y éste por el confort que puede proporcionar, y cuando ve el
sentido de la vida en la «carrera personal y la fortuna», demuestra su limitación y no
inspira más que compasión no sólo en su sobrino, sino en el autor. Pero Goncharov
no se elevó subjetivamente a la altura desde la que se podía haber resuelto de forma
históricamente veraz el conflicto entre lo romántico y lo eficiente. Reconocía que
había algo de verdad en los puntos de vista de Piotr Adúev, pero no sabía con
firmeza dónde se había convertido en mentira esa verdad. Sin embargo, refleja, en lo
fundamental, con acierto el carácter de sus héroes. El significado objetivo de la
novela consiste en la negación del romanticismo abstracto y en la afirmación de la
diligencia burguesa, aunque socialmente limitada, como un nuevo rasgo
característico de la vida rusa de entonces. La publicación de la obra en la revista El
Contemporáneo hizo que Goncharov entrase en estrecho contacto con Belinski,
Turguiénev y otros representantes de la «escuela natural». Debido a la
particularidad de sus concepciones, no se convirtió en miembro activo del
movimiento literario de 1840, pero fue uno de los escritores que más participaron en
él, centrándose en la creación de la novela costumbrista-social.
La crítica valoró en alto grado la novela. Belinski escribió: «¡Qué golpe tan
fuerte infringió al romanticismo, a la idealización, al sentimentalismo y al
provincialismo!». El éxito de Una historia trivial animó a Goncharov. El escritor se
dedica seguidamente a un género nuevo para él —el folletín—, que también cultivaba
la «escuela natural», e incluye anónimamente en la revista del mismo año las Cartas
de un amigo de la capital a un novio provinciano. En ellas no toca problemas
sociales, pero plantea los principios positivos del «saber vivir» e intenta fundamentar
la idea del «hombre decente», y aunque este ideal parecía querer referirse a la
«razón» y la «justicia», todo se reducía, en resumidas cuentas, a la «delicadeza» y al
«confort» de la vida.
En 1850 se aprecia en Goncharov una pasividad creativa y una falta de
seguridad en sí mismo, hecho que no era en modo alguno casual y constituía, sin
duda, una manifestación de la inestabilidad e inseguridad ideológicas en que vivían
los amplios círculos de intelectuales liberales, incluidos muchos de los más
importantes colaboradores de El Contemporáneo, consecuencia de la reacción
política que reinaba en el país.
En otoño de 1852 emprende, en calidad de secretario del almirante Putiatin, un
largo viaje alrededor del mundo en la fragata de guerra Pallada. El resultado de sus
impresiones lo plasma en el libro de relatos titulado La fragata «Pallada», en el cual
se plantea la tarea de reflejar y de transmitir de forma desembarazada y humorística
todo lo visto por él. Lo fundamental que le interesaba de los pueblos de África y Asia
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que había visitado era la desaparición del régimen patriarcal y el surgimiento en su
lugar de una civilización nueva, burguesa. Al mismo tiempo, Goncharov condena la
actividad de la burguesía cuando ésta adopta un carácter de rapiña y expoliación y
conduce a la regresión. En la obra ofrece con gran humor una serie de escenas de la
vida de los países meridionales y de los paisajes marítimos que más le habían
impresionado. Pero incluso los más importantes de ellos, como el del embravecido
océano, que habían excitado la imaginación de Byron y de Pushkin, no produjeron en
Goncharov vivencias románticas. La obra, que fue alabada por la crítica, alcanzó
gran éxito.
Cuando regresó a su patria, hacía casi ocho años que había concebido la idea de
escribir Oblomov, que era casi una continuación de Una historia trivial.
En 1859, en la revista Anales patrios ve la luz la novela, que consolida
definitivamente la popularidad de Goncharov.
Los lectores esperaban con extraordinario interés la aparición de la novela, de la
que se había hablado como de una obra notable, aunque la lectura de los primeros
capítulos les resultó algo pesada, debido quizás a la falta de acción. Pero, según
palabras de Dobroliúbov, a medida que se adentraban en el texto «el talento de
Goncharov supo someter a su irresistible influencia incluso a quienes menos
simpatizaban con él». El secreto de semejante éxito se debe, en opinión del crítico,
«tanto directamente a la fuerza de su talento literario como a la singular riqueza de
contenido de la novela».
El autor realiza en la obra una crítica aguda y profunda del parasitismo de los
grandes terratenientes. Ilia Illich Oblomov nació y creció en una hacienda de
carácter patriarcal, cuyos propietarios «consideraban el trabajo como un castigo».
En tan retrógrado, atrasado e ignorante ambiente fue donde se educó el héroe de la
novela, lo que sirvió para desarrollar en él los rasgos de indolencia y apatía que le
caracterizan y le convierten en un convencido partidario del régimen de
servidumbre. Según expresión del propio Goncharov «las fuerzas de que estaba
dotado se dirigían hacia su interior en búsqueda de la forma de manifestarse y se
marchitaban y secaban…». La historia de Oblomov es la de la muerte espiritual de
un individuo, cuyas poco comunes facultades se ven asfixiadas a consecuencia del
sistema de vida de la Rusia esclavista, de la educación recibida y de su facultad de
pasarse el tiempo soñando y sin hacer absolutamente nada.
El leitmotiv de la novela es la holgazanería y la apatía de Oblomov, su
permanente ociosidad, su imaginación que a nada conducía. Los rasgos ancestrales
del héroe no son nuevos en la literatura rusa. Basta recordar a Eugenio Onieguin, de
la novela del mismo nombre de Pushkin y a Pechorin, de El héroe de nuestro tiempo
de Lérmontov. Pero en Oblomov vemos que su actitud hacia la vida es distinta y
adquiere un nuevo significado.
En la propia historia de la educación de Oblomov radica precisamente su apatía
y falta de carácter, su aversión a cualquier actividad, de ahí su tragedia. De igual
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modo habían sido educados sus abuelos y bisabuelos, que jamás habían movido un
solo dedo, ya que los criados lo realizaban todo por ellos. El propio Oblomov dice a
su sirviente Zajar: «Tú bien conoces mi delicada educación, —sabes que jamás
experimenté ni frío ni hambre, que no conozco la penuria, que nunca tuve que
ganarme el pan y que, en general, nunca me ocupé en asuntos innobles».
Sin embargo, Oblomov no carecía de ambiciones y deseos, buscaba algo, poseía
nobles sentimientos, pero durante toda su vida no hizo nada para conseguir sus
anhelos y ambiciones; todo lo realizaban otros por él, y eso fue lo que le convirtió en
un ser completamente apático.
Oblomov descubre la terrible fuerza de la tradición, poniendo de manifiesto una
existencia en que su norma de vida le había sido transmitida de una vez para siempre
por sus padres, los cuales la habían heredado a su vez de sus abuelos con el legado
de mantenerla en su integridad, según expresión del propio escritor. Pero la novela
enseñaba, por el contrario, a sus contemporáneos que a la vida no le basta con lo
heredado del pasado: necesita la ruptura, la revisión y renovación de las costumbres.
Es necesario resaltar el capítulo «El sueño de Oblomov» (publicado en 1849,
antes de la aparición de la novela), que es verdaderamente admirable. En él, el autor
describe la infancia del héroe, la educación que le da su madre, mujer excesivamente
tierna e impresionable, que no le permite desarrollarse como corresponde a un niño
sano, cómo a semejante ser se le va modelando la anquilosada existencia de las
personas que le rodean. Toda la vida y las costumbres de la aldea y de la hacienda
aparecen ante nuestros ojos como una ciénaga.
Es precisamente en este capítulo donde hay que buscar las causas y la solución
del proceso de formación del carácter del personaje. Su lectura produce verdadero
placer. El autor describe con tan incomparable maestría la vida y usos de la vieja
hacienda rural y de sus moradores, sus hábitos y costumbres, y su permanente
somnolencia, que penetra todo y a todos, y se tiene la sensación de estar presente. No
faltan, por supuesto, los encantos que encierran el extraordinario silencio y la
tranquilidad reinantes. No obstante, al lector se le escapa a veces el deseo de
exclamar: «¿Cuándo se despertarán, por fin, de semejante letargo? ¿Cómo es
posible vivir así?».
«“El sueño de Oblomov” y algunas otras escenas de la novela —recuerda
Dobroliúbov— los leí varias veces; la obra la leí casi en su totalidad dos veces y la
segunda me gustó casi más que la primera».
Pero en este capítulo, el autor, al retratarnos la reciente niñez del héroe consigue
hacernos vivir «tiempos remotos». Lo que sucede en su infancia había tenido lugar
«siempre». Ante nosotros parecen resurgir las «tradiciones de la familia rusa», que
se remontan no sólo al siglo XVIII, sino a épocas más lejanas, encubiertas por la
neblina del pasado. Oblomov retrata únicamente el destino concreto de un individuo,
pero esa historia individual está extraída de lo más profundo de larguísimos procesos
de la vida. Incluso la solitaria existencia de Ilia Illich en Petersburgo, donde sólo fue
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capaz de permanecer dos años en su empleo de funcionario, guarda relación con la
vida de amplias capas de la sociedad. Junto a la aislada habitación que ocupa en la
capital y junto a su voluntario cautiverio fluye la vida. La novela nos deja percibir el
multifacético respirar de la contemporaneidad.
El protagonista se pasa días enteros tumbado, en bata, sin dejar de soñar
estérilmente y de hacer planes, que en el fondo de su alma sabe que no llevará a la
práctica. Permanecer en semejante posición no es para él una necesidad, como le
sucede a un enfermo o a una persona que desee dormir, ni un hecho fortuito, como
para alguien que esté cansado, ni el placer que representa para los vagos; para él se
trataba de un estado normal, como lo describe Goncharov. En lo que respecta al
propio Oblomov, ello constituye una fuente de sufrimiento, contra la que no sabe ni
es capaz de luchar. Él mismo no comprende su vida, y cualquier cosa que se ve
obligado a realizar representa una carga para él y pronto le aburre. No cabe decir
que no había estudiado, ni que no había sido funcionario ni frecuentado la sociedad,
pero nada de eso había dado el menor fruto; todo era consecuencia de su educación
y de las circunstancias que le rodeaban. Como dice Dobroliúbov lo importante no es
Oblomov sino el «oblomovismo». «… Todos los héroes de las grandes novelas y
relatos rusos pecan de no ver el objetivo de la vida y de no ser capaces de encontrar
una ocupación decente. Debido a ello se sienten aburridos y experimentan aversión
hacia cualquier asunto, lo que les asemeja sorprendentemente a Oblomov». Ahí
radica precisamente el «oblomovismo».
No es casual que a través de toda la obra tropecemos con la inseparable pareja
de dos de los héroes: Oblomov y su sirviente Zajar, que desde la niñez del primero,
como siervo que era, le había sido asignado. Ambas imágenes se hallan ligadas a
través del que podríamos denominar principio del complemento. El señor es incapaz
de prescindir de los servicios de Zajar, ya que durante toda su vida se había visto
atendido por manos ajenas, y éste no puede vivir sin su amo, a pesar de que no
pierde la ocasión de echar pestes contra él. No hay que olvidar que nunca había
pertenecido a sí mismo, que no había tenido la oportunidad de actuar
independientemente, que todos sus movimientos habían dependido de la voluntad de
los señores, por lo que todo ello resultaba para él cosa natural y completamente
normal. Y al mismo tiempo Goncharov nos presenta a Oblomov como a una persona
de gran alma, buen corazón, elevados sentimientos… Su naturaleza se basaba en
principios plenos de bondad, de profunda simpatía hacia todo lo bueno y hacia lo
que respondiera a la llamada de su sencillo, ingenuo y siempre confiado espíritu.
La línea de vida de Oblomov no es consecuente. Su existencia la constituyen
«fragmentos», episodios. Se trata de una existencia desmembrada en partes, del
devenir de un individuo carente de una integridad en desarrollo: su vida en
Petersburgo, constantemente tumbado, su retorno mental a la infancia, el momento
de su amor hacia Olga y finalmente su permanencia en el «barrio de Vyborg» de la
capital. No se trata de diferentes etapas de su desarrollo interno (aunque,
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naturalmente, en «El sueño de Oblomov» vemos el proceso de formación de
semejante ser). Se trata de momentos extrañamente aislados de una vida que se ha
detenido y que no se mueve en dirección alguna. Son momentos autónomos y en cada
uno de ellos acompaña al héroe un determinado círculo de personajes locales, que
luego parece como si se desprendiesen de él. Es interesante señalar que acerca de los
individuos y los acontecimientos relacionados con su época estudiantil es su íntimo
amigo Shtolz quien los recuerda. La existencia de Ilia Illich carece en todo momento
de pasado y futuro. Pero en el retrato que de él hace el escritor, sus propias
reacciones psicológicas raramente corresponden a un momento determinado. Con
frecuencia, el autor no refleja la situación concreta por la que atraviesa el héroe,
sino una situación crónica suya, permanente, resultado de la acumulación de los
estados de su alma. Incluso el arrepentimiento y la pena que experimenta Oblomov
por su vida no constituyen un acto especial aislado, sino una acción interna repetida,
que en el transcurso del tiempo se ha convertido en una costumbre permanente. Y los
monólogos del héroe no son con frecuencia el reflejo de un proceso espiritual
concreto, sino la apreciación del lugar, objeto de repetidas reflexiones por su parte,
que ocupa en la vida (por ejemplo, el episodio con Zajar en el capítulo VIII de la
primera parte) o el cuadro de la existencia que desearía para sí mismo en su
conversación con Shtolz (capítulo IV de la segunda parte). En este sentido, ocupa un
lugar especial la parte de la novela relacionada con Olga, donde la voz directa del
propio Oblomov se deja oír con mucha mayor frecuencia. Pero estos capítulos no
hacen más que subrayar que el carácter general de la narración (dictado por la
propia naturaleza del héroe) es diferente.
Para Oblomov la vida corriente a que estaba acostumbrado, sin nada que hacer,
sin el menor interés, en la que no acaecía ninguna desgracia ni tenía lugar el menor
trastorno dramático, en la que no se producía desviación alguna de la norma diaria
le había dejado exhausto, lo que, al fin y al cabo, conduce al héroe al fracaso.
En Ilia Illich se enfrentan dos fuerzas: por un lado, el principio activo, intelectual
y emocional, encarnado en la obra por la Universidad, su amigo Shtolz y Olga y por
otro su hacienda Oblomovka con su «oblomovismo», término introducido por Shtolz
en su conversación con Oblomov, cuando éste describe su concepción de la vida
ideal en la aldea, en la hacienda señorial, término que se ha convertido en
peyorativo y que significa la pasividad social, el espíritu poco práctico e
infructuosamente visionario, la psicología esclavista, el héroe aristócrata. En la
novela triunfa la vieja Oblomovka.
A Oblomov se le contrapone la imagen de Shtolz, individuo eficiente, educado de
forma totalmente distinta por su padre, un alemán práctico, administrador de una
finca aristocrática, que se había ocupado seriamente de la instrucción de su hijo y no
sólo en el aspecto humanitarista, sino en los asuntos prácticos. Ya desde su niñez
ayudaba a su padre a hacer las cuentas y se iba introduciendo paulatinamente en los
problemas relacionados con su propiedad. En la novela encarna al representante del
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lado positivo y activo de la vida, incapaz de estériles sueños y orientado hacia
acciones prácticas. Su existencia transcurre en permanente actividad, en continuos
desplazamientos, enfrascado en el trabajo, manifestando gran perseverancia en la
consecución del objetivo que persigue. En la descripción que hace de él Goncharov,
dice: «Shtolz seguía caminando sin desmayar por el camino elegido. Nadie le veía
meditar en algo con enfermiza y dolorosa tensión; diríase que nunca le devoraba la
angustia de un corazón fatigado; no sufría ni se turbaba jamás en circunstancias
complejas, difíciles o nuevas, sino que las abordaba como si las conociera de
antemano, como si las viera por segunda vez y recorriera lugares conocidos». Es
decir, era todo lo contrario a Oblomov, a pesar de lo cual se querían el uno al otro,
les unían la niñez, el colegio y, finalmente, la pureza y virginidad del alma del
primero ejercía sobre Shtolz tal atracción, que le obligaba a sacarle del corrosivo
medio, del agua muerta en que vivía.
La tercera figura, en cuanto a su importancia, es la de Olga, joven rusa, de ideas
avanzadas para su época, cuyas tendencias estaban orientadas hacia la luz y hacia el
trabajo creador. La historia de su desarrollo espiritual la refleja el autor casi con
igual fuerza como la de la caída de Oblomov.
Incluso la historia amorosa de Oblomov y Olga no conduce a nada, ya que Ilia es
una persona incapaz de actuar y Olga lo que espera de él es precisamente acción,
quiere que se dedique a hacer algo. Se enamora de Oblomov porque, según palabras
del autor «… tiene una cualidad que vale más que toda inteligencia: ¡un corazón
honesto y fiel! Ha conservado esos dones naturales a lo largo de toda su vida. Sufrió
toda clase de golpes que le hicieron caer, perder las ilusiones, permanecer inactivo y,
al fin, desencantado de todo y sin ganas de vivir, se refugió en el sueño, pero
conservó su honradez y su bondad. Ni una sola nota falsa brotó de su corazón, ni se
manchó de lodo. Nunca se dejará seducir por una mentira engalanada ni nada le
hará seguir un camino falso. Aunque se agite en torno a él todo un océano de maldad
y vileza, aunque todo el mundo esté envenenado y gire al revés, Oblomov jamás
rendirá culto al ídolo de la hipocresía. Su alma seguirá siendo pura, honesta y
clara… transparente como el cristal. Hay pocas personas como él, son tan escasas
como perlas en medio de una muchedumbre. Su corazón es insobornable, se puede
confiar en él siempre y en todo».
En la combinación de Olga y Shtolz la heroína resulta vencedora. Al compararle
con su valor espiritual ella resulta gananciosa. Shtolz, al que podríamos calificar
como un individuo encuadrado en el «presupuesto», creemos que no representa al
héroe preferido del autor. Shtolz quiere lograr de Oblomov que realice una serie de
actos concretos y de carácter práctico: leer una determinada revista, un libro,
organizar sus cuentas, sustituir al encargado de su hacienda, etc. Olga, por su parte,
necesita de Oblomov mucho más, aunque de forma menos concreta: que «abra» su
alma, que se manifieste todo él en una nueva proyección —la proyección social—,
abierta a la vida del mundo y de las personas. Shtolz ayuda a su amigo con el
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espíritu eficiente que le caracteriza; a Olga, aunque le asusta el fantasma del
«oblomovismo» en su propia vida, trata de profundizar en el alma de él, ya que le
atrae como persona de elevadas cualidades, capaz de extasiarse hasta el infinito con
la música. En toda la obra se deja notar que Shtolz es mucho más lógico que
Oblomov, que nunca tiene nada que objetar a las reconvenciones que le hace aquél,
pero las reflexiones de este último encierran a menudo una gran dosis de razón,
mucho más fuerte que los argumentos de Shtolz, como es el caso de su confesión ante
éste, que, a pesar de su agudeza, no tuvo nada que objetarle. Por eso leemos: «Shtolz
no respondió esta vez con su sonrisa despectiva a las palabras de Oblomov. Le
escuchaba y guardaba silencio taciturno. Se hallaba todavía bajo la impresión de la
confesión y callaba. Después lanzó un suspiro».
Al recurrir a una figura como la de Shtolz, Goncharov pone de manifiesto su
enorme sensibilidad hacia las nuevas exigencias de la vida y de la literatura. Dibujar
el fascinante retrato de Olga le resultaba mucho más fácil: la tradición novelística
rusa había marcado ya una senda muy definida: no sólo existía la imagen de Tatiana
Lárina en Eugenio Onieguin, sino que ya habían iniciado la vida las heroínas de
Turguiénev. Shtolz fue concebido como una figura completamente singular. El autor
trata de hacerle simpático al lector a través de su atrayente actividad, de su sabio y
racional practicismo —cualidades que hasta entonces no habían figurado entre las
que adornaban a los héroes preferidos de la literatura rusa—. Pero hay que señalar,
no obstante, que, a pesar de todo, involuntariamente las simpatías del autor estaban,
quizá en contra de su propia voluntad, del lado de Oblomov. Shtolz, hombre
mercantil, no podía ser el héroe de Goncharov, como tampoco podía serlo Oblomov.
En Oblomov, el talento realista de Goncharov alcanza la cima de su arte. El
escritor logra reflejar en la novela la degradación económica, moral y cultural de la
nobleza de la época del régimen de servidumbre, el auge de las relaciones
capitalistas-burguesas de Rusia. Dobroliúbov da una profunda característica del
«oblomovismo». En su artículo ¿Qué es el oblomovismo? Describe con enorme
fuerza el sentido social de la novela. El «oblomovismo» es la mezcla de la inercia y
la apatía, de la esclavitud moral y la actitud orgánica hacia el trabajo, que gravitaba
sobre gran número de terratenientes-aristócratas de entonces. En el mencionado
artículo, el crítico arremete contra el régimen que imperaba en Rusia,
estigmatizando no sólo a los esclavistas, sino también a los liberales. La repugnancia
de Oblomov hacia el trabajo, el procedimiento de hundir en un fárrago de palabras
todo lo vivo, era característico de los nobles.
No podemos por menos de citar otro párrafo del mencionado artículo de
Dobroliúbov, el cual considera que la historia de Oblomov «refleja la vida rusa,
ofrece la realidad del tipo ruso actual, troquelado con severidad y veracidad
implacables; en ella se deja oír una nueva palabra sobre nuestro desarrollo social,
pronunciada con claridad y firmeza, sin desesperación y sin esperanzas pueriles,
pero con plena conciencia de la verdad. Esta palabra es el “oblomovismo”; sirve de
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clave para descifrar muchos fenómenos de la vida rusa, y ella proporciona a la
novela de Goncharov mucha más importancia social que la que tienen todas nuestras
publicaciones de carácter denunciador».
La imagen de Oblomov se convirtió en un concepto peyorativo. La obra consagró
la maestría de su autor en la representación de la influencia que ejerce el medio
social en el individuo, en la tipificación de las imágenes, en el profundo análisis de la
psicología, de sus héroes, en su talento para caracterizar de forma sintética, pero en
su total plenitud, la vida y finalmente en su maestría literaria. Belinski subrayó
especialmente en el lenguaje de Goncharov, su «pureza, corrección, ligereza y
fluidez».
Gorki le incluyó en la pléyade de los gigantes de la literatura rusa, que escribían
moldeando las palabras, «como si de arcilla se tratase, con la que modelaban,
semejantes a dioses, las figuras y las imágenes de personas tan reales, que llegan a
engañar…».
Después de publicar Oblomov, Goncharov revivió casi lo mismo que le había
sucedido después de haber visto la luz Una historia trivial.
El éxito dio alas al autor y éste dedicó sus esfuerzos a la creación de una nueva
novela, El precipicio. En las revistas comenzaron a aparecer episodios sueltos de la
obra.
Si el auge experimentado por el nuevo espíritu liberal y por la reforma
campesina, en la que vio el comienzo de una nueva era, habían hecho brotar en
Goncharov la confianza de que en el sistema político del país se produjeran ciertos
cambios, la nueva ofensiva de la reacción en 1862 da lugar a que se apaguen las
esperanzas liberales y la actividad creadoras del escritor. La novela se retrasa y se
prolonga una serie de años.
El final de la primera mitad del siglo corresponde a la gloria literaria de
Goncharov, pero él mismo se perjudica accediendo a ocupar el cargo de censor. A
partir de ese momento comienza a ascender rápidamente en su carrera y en 1865
pasa a formar parte del Consejo de Prensa y Publicaciones, órgano supremo
encargado de inspeccionar las revistas y la literatura rusas. Debido a ello se
convierte en enemigo del movimiento democrático y de su ideología y modifica la
idea de su nueva novela. Durante el período de auge del movimiento social anterior
a la reforma, quería haber reflejado en ella una pequeña hacienda nobiliaria
provinciana y contraponerle los habitantes patriarcales no sólo en la persona de un
joven de talante romántico-liberal —Raiski—, sino también de una representante de
la nobleza —Viera—, capaz de romper decididamente con el mundo de conceptos y
prejuicios caducos. La novela tenía por objeto defender las relaciones patriarcales y
combatir el movimiento democrático. La hacienda la rige Berezhkova, «noble de
pura cepa», que aunque actúa a la antigua, sin introducir reforma alguna, consigue
que florezca. Sin embargo, junto a ella se perciben en la persona de Raiski, síntomas
del despertar ideológico de la nobleza. En su imagen, el autor, trata de mostrar al
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individuo en cuyos ojos brilla «la luz del nuevo mundo», de las «reformas en
gestación», según expresión del propio Goncharov. Se trata de un hombre liberal, de
un «caballero de la libertad». Viera podría haber llegado aún más lejos, haberse
liberado del poder de los principios patriarcales y morales de entonces, pero ambos
tropiezan con una negación tan fuerte de esos principios, que se convierten
involuntariamente en defensores suyos. Esta negación procede del confinado político
Vólojov, nihilista, de quien la joven se enamora y el cual trata de seducirla sin éxito.
Vólojov niega la propiedad, desprecia el Estado nobiliario, trata de minar los
fundamentos de la religión, de socavar las normas de la moralidad, propagar las
ideas materialistas y la libertad del amor. Y adquiere con justicia la reputación de
«cínico», «paria», de individuo que había declarado la guerra a la sociedad. Las
relaciones amorosas de Viera y Vólojov debían mostrar los graves peligros que
amenazaban a las jóvenes nobles en los «precipicios» de su renuncia ideológica.
Pero la falsa agitación de Vólojov no es más que algo efímero y transitorio. Para el
autor, el futuro consiste en la conservación de los viejos principios morales y
sociales.
La faz activa de ese futuro la ve Goncharov no en la parte intelectual de la
burguesía, sino en las propias personas que, procedentes de la nobleza, combinan la
sencillez patriarcal y la pureza de costumbres con la eficiencia y el buen modo de
obrar.
Según la nueva concepción, El precipicio implicaba, por consiguiente, un enfoque
distinto, el de adornar tendenciosamente la vida de las capas conservadoras y
renunciar al movimiento democrático progresista. Y si el autor no hubiese logrado
superar en gran parte el carácter tendencioso de su idea, la novela hubiera
compartido el destino de otras análogas, a pesar del talento de su ejecución. Pero en
el retrato de los héroes principales de la obra, el escritor puso de manifiesto el «tacto
realista de la vida», lo que la convierte en un relato relativamente veraz en lo que
respecta a su contenido ideológico. De acuerdo con su tendencia, Goncharov no
sitúa en el centro de semejante mundillo al presuntuoso joven, sino a la anciana
Berezhkova, que estaba terminando sus días. Nos muestra su gran sentido común,
basado en las tradiciones, las viejas costumbres de la hacienda, donde todos se
subordinan al poder despótico de la propietaria, a la que obedecen, sin embargo, no
por miedo, sino por respeto, lo que constituye una manifestación de su conocimiento
de la vida. Ella misma dice que en su casa «nadie vive asustado ni apabullado» y que
deja a sus nietos en completa libertad. Y Raiski declara admirado que la abuela
ocupa la «cima del desarrollo intelectual, moral y social». El autor resalta la figura
de la anciana y pone de manifiesto su descontento con el poder burocrático local,
con el que siempre está en desacuerdo. De hecho, la «sabiduría» de Berezhkova es
aceptable únicamente dentro de los límites del mundo local. Lo que respeta
sagradamente es la autoridad del poder absoluto del régimen de servidumbre, en el
que se apoya por completo. Semejante contradicción entre la manera tendenciosa del
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autor y la fidelidad en el retrato de los caracteres se pone aún más de manifiesto en
la figura de Raiski. Él reconoce que el sistema de los terratenientes no puede seguir
subsistiendo si no se hacen concesiones a los «nuevos principios», si no se equipara
a las concepciones burguesas. Pero él mismo está muy lejos de aceptar la sustitución
radical de lo viejo por lo nuevo. Le parece suficiente «llegar a un acuerdo
determinado en los problemas sociales, los derechos, la moralidad, y poner en orden
los problemas relacionados con la economía». Raiski es un señor de espíritu
conservador-reformista, y «liberal» tan sólo en tal sentido. Únicamente se enfrenta al
sistema antiguo en lo que concierne a las cuestiones familiares. Lucha contra el
«caduco siglo» desde su sillón en la habitación de la abuela. Desprecia a la vieja
sociedad en calidad de intelectual habitante de la capital, pero dominado por ideales
provincianos. Para él, el pueblo constituye tan sólo un accesorio dentro del cuadro
de la lejana y adormecida provincia. Por eso, sus manifestaciones de «bondad,
verdad, humanitarismo y libertad» no pasan de ser ideales puramente estéticos. Él
cree tan sólo en los «ideales del progreso» y experimenta un «profundo malestar» al
pensar que son irrealizables. Las frases estéticas de carácter liberal encubren su
fláccida naturaleza señorial.
Y al reconocer este hecho se considera un «frustrado», una persona que «no sirve
para nada» y que carece de «campo de acción». Y el autor no lo oculta. A pesar de
simpatizar con los ideales de Raiski, desenmascara con suavidad su debilidad y
presunción, llegando a veces a ridiculizarle.
Cuando apareció la novela, la crítica no captó la unidad existente entre su falsa
tendencia y su veracidad realista.
Y si bien la prensa reaccionaria acogió con simpatía a sus héroes patriarcales,
las revistas conservadoras manifestaron su desacuerdo con la imagen de Raiski, con
su «pequeñez moral y sus relajadas costumbres».
El precipicio fue la última gran obra de Goncharov. Después de ella su actividad
literaria se eclipsó y no emprendió nada nuevo. En resumen, podemos decir que su
aportación a la literatura rusa se limita, en lo fundamental, a tres novelas, que se
distinguen unas de otras tanto por su contenido ideológico como por su forma
literaria. Comparándolas con las obras de Turguiénev cabe afirmar que en ellas
predomina el interés del autor por la vida y costumbres de las capas preponderantes
de la sociedad rusa, respecto a las cuales supo captar sus contradicciones internas.
Por eso, el retrato que hace de los terratenientes, los funcionarios y los hombres de
negocios carece casi por completo de pathos satírico y de tonos románticos. A pesar
del subjetivismo del escritor en la condena de los rasgos de la vida nobiliaria que
refleja en sus obras, no obstante, su valoración objetiva se orienta hacia el
desenmascaramiento del parasitismo del mundo de los terratenientes y de la atroz
esclavitud que encerraba el régimen de servidumbre.
El retrato literario tan veraz y tan negativo que hace Goncharov de la vida
nobiliario-burguesa del siglo XIX le liga a nuestra actualidad y condiciona su
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importancia tanto estética como cognoscitiva y educadora.
Un capítulo importante en la biografía de Goncharov es el de sus amores, lo que
no puede por menos de hallar reflejo en su obra.
El escritor experimentó siempre un gran miedo a la pobreza, sentimiento que,
quizá, fuera para él un freno en la idea de casarse y fundar un hogar.
Cuando ya había rebasado los treinta años conoció en Petersburgo a Yelisavieta
Vasilievna Tolstaia, joven de dieciséis años, que conquistó desde el primer momento
su corazón. Habían transcurrido doce años desde su primer encuentro, cuando
volvieron a tropezar en la misma casa donde habían sido presentados. Lisa se había
convertido en una auténtica belleza y su ingenio e inteligencia despertaban la
admiración de todos los que la conocían. Goncharov quedó prendado de los encantos
de aquélla mujer, convirtiéndose en un sumiso y fiel admirador suyo, lo que le hizo
relegar al olvido todas sus ocupaciones y representó un obstáculo para la
culminación de Oblomov. No obstante, el amor del escritor no fue correspondido por
Lisa como él hubiera deseado ni sus relaciones condujeron a un desenlace feliz, y
cuando en 1857 ella contrajo matrimonio con un oficial, Goncharov despertó
definitivamente de sus sueños.
Sus tormentos espirituales no se perdieron, sin embargo, para la posteridad. Lisa
continuó viviendo en su pensamiento creador. Todo lo hermoso que creía haber
descubierto en aquella mujer le permitió crear la figura de Olga, la heroína de
Oblomov.
Lo que nos relata el escritor acerca de las relaciones de Oblomov y Olga fue
vivido por el propio autor. Sus tormentos durante los años de su pasión no
correspondida le permitieron relatar en la novela unas escenas de amor que elevan
notablemente el valor poético de la misma, y en sus conversaciones no podemos por
menos de ver al propio Goncharov.
En 1866, a pesar de su edad, vuelve a sentirse atrapado por las redes del amor.
Esta vez se trataba de la joven Alejandra Kolódkina, a la que conoció en Marienbad
y siguió en su viaje a París y luego en su regreso a la capital rusa, permaneciendo
juntos varias semanas en Berlín. Aunque Goncharov se sentía intensamente atraído
por la bella joven, sus relaciones tuvieron un súbito e inesperado fin. Ella abandonó
Petersburgo sin despedirse de él, estableciéndose en Vilno.
Era evidente que el escritor estaba destinado a permanecer soltero, y en tal
sentido orientó su vida. En un piso alquilado en la capital rusa pasó los treinta
últimos años de su existencia.
Muchos se preguntarán, sin duda, qué hay de autobiográfico en Oblomov,
pregunta que también le fue hecha en varias ocasiones al propio escritor. A este
respecto, Goncharov recuerda una conversación que mantuvo a finales de 1882 en
Alemania con el librero y editor M. Wolf. Hablando de por qué no se ocupaba de
reeditar la novela, cuyas ediciones anteriores se habían agotado y ante su respuesta
de que no había pensado en ello, le contestó Wolf: «¡Es usted un auténtico Oblomov!
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El mismo que tan magistralmente ha descrito». Y continuó reprochándole su apatía y
su poco practicismo, a lo que Goncharov le respondió: «Sí… en el fondo está usted
en lo cierto… Soy Oblomov y… Oblomov es… yo. No se ha equivocado en este
sentido…».
En cierta ocasión, contestando a la duda que existía en los círculos literarios y
también entre muchos de los lectores sobre si Oblomov no sería un retrato del propio
Goncharov, dijo: «Sé que son muchos los que me quieren reconocer en Oblomov. Me
reprochan mi abulia y están firmemente convencidos de que yo soy Oblomov en
persona. A esto he de responder: he escrito sobre lo que veía en torno mío. No he
inventado ningún personaje. Me llamó de modo especial la atención la abulia que
anida en todos nosotros, tan evidente a mis ojos, Comprendí desde el primer
momento que atribuía a mi personaje unas cualidades que son las del hombre ruso…
¡El personaje es fiel a la realidad!».
En cuanto a otra de las figuras de la novela, el criado Zajar, también está sacado
de la realidad que rodeaba al escritor. Se trataba de un viejo criado, uno de los
muchos que le habían servido en su juventud, que conocía muy bien el carácter y las
costumbres de su señor y permaneció largo tiempo con él en Petersburgo.
No podemos silenciar las relaciones entre Goncharov y Turguiénev, dos de las
más destacadas figuras de la literatura rusa del siglo XIX, cuya labor literaria se
desarrolló casi paralelamente, hasta el punto de que las obras cumbres de ambos
escritores, vieron la luz con un solo año de diferencia: Nido de hidalgos en 1858 y
Oblomov en 1859.
Durante mucho tiempo mantuvieron estrecha amistad, incluso se leían los
manuscritos y discutían sus planes para nuevas obras. Cuando llegó a oídos de
Turguiénev que Goncharov no continuaba la novela Oblomov, le escribió el 11 de
noviembre de 1856 la siguiente carta: «No quiero creer que haya abandonado usted
su brillante pluma. He de serle sincero: su silencio puede compararse con una
desgracia nacional».
Goncharov leyó a Turguiénev en varias ocasiones fragmentos de la novela e
incluso el 16 de agosto de 1859, hallándose ambos en París, el manuscrito completo,
aunque sin pulir, de la misma.
No obstante, a Goncharov, que era extraordinariamente sensible a su labor de
escritor, le preocupaba todo lo que pudiera perjudicar su nombre como autor, y
aunque orgulloso de la amistad con Turguiénev, sentía celos de él por el éxito
alcanzado por Nido de hidalgos, que llegaron a envenenarle el alma hasta el punto
de considerar que varias escenas de la novela eran un plagio de las de Oblomov que
él había dado a conocer al escritor. La situación entre ambos amigos llegó a tal
extremo, que a instancias de Turguiénev tuvo lugar un juicio, en el que actuaron
como miembros del tribunal los literatos Dudkin, Drushinin y Ánnenkov. La posición
de los jueces era muy ardua, ya que ellos no podían sancionar la acusación de plagio
de que era objeto una de las glorias de la literatura rusa, en vista de lo cual dictaron
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una sentencia salomónica, en la que afirmaban, entre otras cosas, que: «Las obras
de Turguiénev y Goncharov, por haber nacido ambos en la misma tierra, han de tener
algo en común. El hecho de que en algunas escenas de ambas obras se expresen los
mismos pensamientos y se mantengan posturas iguales, habla en favor de cada autor
y justifica a ambos».
Aunque resulta difícil adoptar una postura en tal delicada cuestión hay que
recordar que de Goncharov, que durante muchos años ocupó cargos de gran
representatividad, nunca se pudo decir que hablara mal de nadie. Por lo demás, el
propio Turguiénev confesó que varias de sus escenas de Nido de hidalgos se
«parecían» a ciertas escenas de diversas obras de Goncharov…
Sin embargo, todo ello puso fin a la amistad entre ambos escritores. Quizá haya
que achacar a eso la injustificada y negativa opinión emitida por Turguiénev
respecto a Oblomov: «Una charla insoportable… La obra de un hombre con muchas
descripciones, mucha rutina y mucha retórica. No creo que alcance el menor éxito
entre los lectores. Lo único que puedo decir es que sólo entusiasmará a los estúpidos.
Esta obra la ha escrito un funcionario para funcionarios y serán éstos los únicos que
la lean».
Excepto Dobroliúbov, los restantes críticos de Petersburgo, siguiendo la pauta de
Turguiénev, a quien no se atrevían a contradecir, atacaron despiadadamente la obra
e incluso la labor de su autor como censor, limitándose en el mejor de los casos a
silenciar su aparición. Ello representó para Goncharov una gran ofensa, que produjo
efectos trágicos en él, de los que tardó bastante tiempo en recuperarse.
En cuanto a otros aspectos de la vida de I. A. Goncharov, hay que recordar que el
9 de septiembre de 1881 fue elegido, junto con L. N. Tolstói y el dramaturgo A. N.
Ostrovski, miembro honorario de la Universidad de Kiev «por su labor en el campo
de la literatura».
Su existencia, la mayor parte de la cual transcurrió en el extranjero,
principalmente en Alemania y Suiza, aunque realizando también frecuentes viajes a
París, refleja el largo y difícil, aunque interesante, camino recorrido por el escritor.
Durante sus últimos años se agudizó el asma que le había aquejado largo tiempo; a
eso hay que añadir la pérdida de la vista, la sordera y los frecuentes resfriados que
contraía. Ello dio lugar a que en 1885 perdiera por completo la vista de un ojo, todo
lo cual le apartó casi por completo de la vida de sociedad.
A fines de agosto de 1891, cuando se encontraba en su casita de campo —su
dacha— de Peterhof, en las proximidades de Petersburgo, cogió un fuerte resfriado,
que logró superar. No obstante, debilitado en extremo, durante el traslado a su
domicilio de la capital, recayó y contrajo una pulmonía, que no pudo resistir. El 27
de septiembre exhaló su último suspiro. Junto a él se hallaba su fiel amigo de toda la
vida A. F. Koni. Sus restos mortales fueron enterrados, de acuerdo con su voluntad,
en Petrogrado, en el cementerio de Alexandr Nievski.
Goncharov murió amargado, sin lograr imaginar que su novela Oblomov habría
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de constituir una de las obras maestras y uno de los monumentos imperecederos de
la literatura universal.
NATALIA UJÁNOVA
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Bibliografía
M. Ehre, Oblomov and his creator. The life and art of Ivan Goncharov, Princeton
University Press (s. a.).
N. U.
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Cronología
1812 Iván Alexándrovich Goncharov nace el 6 de junio de 1812 en Simbirsk (actual
Ulianovsk). Su padre, acomodado mercader, muere cuando Iván tenía siete
años. Tuvo tres hermanos. De su educación se ocupó M. N. Tregúbov, noble
propietario, amigo de la familia, persona de gran cultura.
1822 Es enviado a cursar estudios a la Escuela de Comercio de Moscú, que
abandona en 1830, sin terminar la carrera.
1831 Ingresa en la sección de filología de la Universidad de Moscú, que finaliza en
1834. Trabaja un año en la oficina del gobernador de su ciudad natal.
1832 Conoce personalmente a A. S. Pushkin, cuando éste visita la Universidad.
1835 Se traslada a Petersburgo, donde ingresa de intérprete en el Departamento de
Comercio Exterior del Ministerio de Finanzas. Al mismo tiempo da clases de
literatura y latín a los hijos del miembro de la Academia de Bellas Artes N. A.
Máikov, lo que le permite probar sus fuerzas en la literatura. Escribe varias
poesías románticas para los almanaques manuscritos La nevadilla y Noches de
luna.
1838 Publica los relatos Enfermedad perniciosa y Feliz error.
1842 Escribe la novela Iván Sávvich Podzhabrin, en la que trata de reflejar a su
modo el carácter de Jlestakov, el funcionario frívolo de Almas muertas de
Gógol, que se dedicaba a sacar dinero a sus parientes, manifestaba una actitud
despectiva hacia sus obligaciones y estaba entregado por completo a disfrutar
de la vida, la cual sólo verá la luz en 1847, en la revista El Contemporáneo.
1846 Entabla conocimiento con el famoso crítico V. G. Belinski y entra a formar
parte de su círculo literario.
1847 Publica en la revista El Contemporáneo su primera novela Una historia trivial,
que había comenzado en 1844, la cual constituye una importante aportación al
movimiento social progresista de entonces y le hace famoso.
1848 Publica anónimamente en la misma revista Cartas de un amigo de la capital a
un novio provinciano.
1849 Publica «El sueño de Oblomov», uno de los capítulos más trascendentales de
Oblomov.
1852 Emprende, en calidad de secretario del almirante Ye. V. Putiatin, un viaje
alrededor del mundo en la fragata de guerra Pallada, el resultado del cual se
ve plasmado en el libro de relatos La fragata «Pallada», publicada en 1858.
1855 Fallece en febrero el zar Nicolás I.
1855-1856 Mantiene relaciones con Yelisavieta Vasilievna Tolstaia (Lisa).
1859 Juicio entre Goncharov y Turguiénev, al que el primero había acusado de
plagiador. Aparición de Oblomov, la obra cumbre del gran escritor.
1860-1861 Escribe y publica en diferentes revistas episodios sueltos de la novela El
precipicio. Son: «Sofía Nikolaievna Belovódova», «La abuela», «El retrato».
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1862 Es nombrado redactor del periódico oficioso del Ministerio del Interior, Correo
del Norte.
1865 Entra a formar parte del Consejo de prensa y publicaciones, órgano supremo
encargado de inspeccionar las revistas y la literatura rusas. Debido a ello se
convierte en enemigo del movimiento democrático y de su ideología, lo que le
hace modificar la idea de El precipicio, que, de acuerdo con el nuevo enfoque,
retrata, de forma tendenciosa y antiprogresista, la vida de las capas
conservadoras de la sociedad rusa.
1866 Conoce en Marienbad a Alexandra Yákóvlevna Kolódkina, a la que hace la
corte sin éxito.
1867 Se jubila con el rango de consejero de Estado.
1869 Ve la luz la última gran obra de Goncharov El precipicio.
1870 Comienzan las hostilidades entre Prusia y Austria, lo que le obliga a regresar a
Rusia.
1876 Conoce a F. M. Dostoievski.
1881 Es elegido, junto con L. N. Tolstói y A. N. Ostrovski, miembro de honor de la
Universidad de Kiev.
1882 Estancia de Goncharov en Alemania.
1885 A consecuencia de una enfermedad pierde la vista de un ojo.
1891 A finales de agosto, enferma de un fuerte resfriado en su dacha de Peterhof,
cerca de Petersburgo, que, aunque logra superar, le deja muy debilitado. En
septiembre, cuando era trasladado a su casa, coge una pulmonía, que no logra
vencer. Fallece el 14 del mismo mes, siendo enterrado en Petersburgo, en el
cementerio de Alexandr Nievski.
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Primera parte
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I
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Aquella bata poseía para Oblomov una serie de cualidades a cuál más valiosa. Era
suave y se adaptaba por completo al cuerpo, sometiéndose a cualquier movimiento
del mismo como una dócil esclava.
Oblomov no llevaba jamás en casa corbata o chaleco, pues por encima de todo le
gustaba la comodidad y las prendas holgadas. Calzaba unas zapatillas grandes, suaves
y amplias, que le permitían, cuando se levantaba de la cama, meter los pies en ellas
sin necesidad de tener que mirar al suelo.
Permanecer en el lecho no era para Ilia Illich una necesidad, como, por ejemplo,
lo es para el hombre que se encuentra enfermo o tiene sueños ni tan siquiera una
necesidad momentánea como para el hombre fatigado; ni siquiera representaba un
placer como para los perezosos. Sencillamente, estar echado era su posición normal.
Cuando se hallaba en casa —y hay que decir que siempre estaba en ella—,
invariablemente se le podía encontrar tumbado en la misma habitación, en la misma
en que le hemos sorprendido ahora, y la cual le servía a la vez de alcoba, despacho y
sala de visitas. Disponía de otras tres habitaciones en la casa, pero apenas si alguna
que otra vez les echaba un vistazo cuando su criado procedía a limpiar el despacho, lo
cual no sucedía ni mucho menos todos los días. En tales habitaciones los muebles
estaban cubiertos con fundas y las cortinas corridas permanentemente.
La estancia en que se encontraba Oblomov parecía magnifica a primera vista. En
ella podía verse un buró de caoba, dos sofás tapizados de seda y un bello biombo con
flores y frutos bordados como jamás se han visto en la naturaleza. Los cortinajes eran
de seda, y había alfombras, diversos cuadros, bronces, porcelanas y una serie de
bellas fruslerías. Pero a simple vista, los observadores ojos de una persona de buen
gusto no hubiesen tardado en descubrir que todos aquellos objetos se encontraban allí
tan sólo para cumplir con las inevitables conveniencias sociales. Tal era precisamente
lo que Oblomov se había propuesto cuando amuebló el despacho. Un gusto más
refinado no se hubiera sentido satisfecho con aquellas pesadas y toscas sillas de
caoba. El respaldo de uno de los sofás estaba roto y por algunos puntos asomaban las
ensambladuras de la madera.
No eran mucho mejores los cuadros, los jarrones y los demás cachivaches que
poblaban la habitación.
Incluso el mismo dueño de todo aquello parecía contemplar los muebles de su
despacho con cierta perplejidad y asombro, como si se preguntara quién los había
amontonado allí, en su casa. La completa indiferencia que Oblomov sentía hacia
todas sus cosas, y quizá la aún mayor indiferencia de su criado Zajar hacia las
mismas, hacía que el aspecto de la habitación sorprendiera por su suciedad y
completo desorden.
Una serie de polvorientas telarañas festoneaban los cuadros que pendían de las
paredes; los espejos, en vez de reflejar los objetos o los rostros de las personas,
parecían encontrarse allí a fin de que pudiera escribirse sobre la capa de polvo que los
cubría como en una hoja de papel. Las alfombras estaban salpicadas de manchas y
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sobre uno de los sofás se encontraba una toalla olvidada. Casi todas las mañanas
podía verse sobre la mesa un plato sucio, un salero y un hueso de carne, restos de la
cena de Oblomov del día anterior.
A no ser por el plato y por una pipa apenas consumida que se veía junto a la
cama, dejada allí por el dueño de la casa, se hubiera dicho que el piso estaba
desocupado, que nadie habitaba en él, tanto era el polvo, el tono descolorido y las
escasas señales de vida humana que se descubrían en él. Sin duda había dos o tres
libros abiertos y un periódico en los estantes, así como un tintero y varias plumas en
la mesa. Pero las páginas por donde los libros estaban abiertos tenían un tono
amarillento y aparecían cubiertas de polvo; evidentemente se hallaban abandonados
allí desde hacía semanas; el periódico era del día anterior; y si a alguien se le hubiera
ocurrido introducir una pluma en el tintero, es muy probable que del interior hubiera
salido volando una mosca asustada.
Contra su costumbre, Ilia Illich Oblomov se había despertado aquel día muy
temprano, nada menos que alrededor de las ocho de la mañana. El hombre se sentía
en extremo preocupado y la expresión de su rostro oscilaba entre el temor, la tristeza
y el disgusto. Sostenía en su interior una terrible lucha, pero ésta, no acababa de
tomar forma concreta ni tampoco su pensamiento acudía a ayudarle.
Todo provenía de que la noche anterior había recibido una carta en extremo
inquietante del administrador de sus propiedades. Todos conocemos las clases de
malas noticias que pueden escribir los administradores: pésimas cosechas, deudas,
disminución de las rentas, etc. Pero aunque el administrador le había escrito idéntica
carta el año anterior y el otro, y el otro, la última había producido a Oblomov una
desagradable sorpresa y una gran desazón.
El asunto era realmente serio. Por fuerza tendrían que adoptarse ciertas medidas.
En descargo de Ilia Illich, debe decirse que cuando unos años antes recibió la primera
carta desagradable del administrador, inmediatamente empezó a pensar en la
necesidad de introducir algunos cambios y mejoras en la administración de sus
propiedades. Se hizo el propósito de implantar nuevas normas económicas,
administrativas y de toda índole. Pero el plan no estaba aún totalmente terminado y
las inquietantes y desagradables cartas del administrador llegaban todos los años
impulsándole a actuar cuanto antes y viniendo a turbar la paz de su espíritu. Pero
Oblomov reconocía que era de todo punto necesario poner en práctica algo definitivo.
Aquel día al despertarse tomó la resolución de levantarse, lavarse, tomar el té,
reflexionar sobre el asunto planteado por el administrador, redactar algunas notas y
solucionar el problema de una vez para siempre. Pero siguió tumbado durante media
hora más, atormentado por el problema. Más tarde pensó que tendría tiempo para
pensar después del desayuno y que éste podría tomarlo perfectamente en el lecho,
como todos los días, tanto más cuanto que también es posible meditar tumbado en la
cama cuanto largo se es.
Y dicho y hecho. Luego de haberse tomado el té se incorporó y estuvo en un tris
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que no saltara de la cama; incluso lanzó una mirada a sus zapatillas y empezó a sacar
el pie de debajo de las ropas, pero al instante volvió a esconderlo y se echó de nuevo.
Dieron las nueve y media e Ilia Illich Oblomov pareció despabilarse al fin.
«¿En qué pienso? —se dijo en tono de reconvención—. No hay otro remedio;
tengo que lanzarme a la tarea. Si me dejo dominar por mí mismo, jamás voy a…».
—¡Zajar! —gritó de pronto.
De la habitación contigua, separada del despacho-dormitorio por un estrecho
pasillo, llegó un ruido semejante al gruñido de un perro, seguido del rumor de dos
pies al posarse sobre el suelo. Era Zajar, que acababa de saltar de la estufa donde
solía permanecer las horas muertas sentado sumido en un dulce y agradable sopor.
Un hombre de cierta edad, vestido con una levita de color gris que tenía un roto
bajo el brazo, por el cual asomaba la camisa, y un chaleco del mismo color, con
botones de cobre, penetró en la estancia. Tenía la cabeza como una bola de billar. En
cambio, de sus dos patillas, tupidas y enormes, podían extraerse hasta tres floridas
barbas.
Por lo que a simple vista parecía, Zajar no había intentado jamás modificar el
aspecto con que la Providencia le obsequió, así como tampoco el atavío que llevaba
en la aldea. Su traje estaba cortado de acuerdo con el patrón que trajo de las
propiedades de los Oblomov. Al hombre le gustaban la levita y el chaleco gris porque
le recordaban la librea que había lucido en otros tiempos, cuando acompañaba a su
último señor y a su esposa a la iglesia o bien cuando iban de visita a casa de sus
amigos. La librea era lo único que le recordaba la antigua dignidad y señorío de los
Oblomov. Ninguna otra cosa era capaz de trasladar su imaginación a la paz y a la
felicidad disfrutada en la mansión de los Oblomov allá en la aldea. Pero los Oblomov
habían muerto, tanto el padre como la madre; los retratos de familia habían sido
olvidados y probablemente se encontraban arrinconados en alguna buhardilla.
De la antigua forma de vivir y de la grandeza de la familia no restaba ya nada, se
habían ido sumergiendo poco a poco en el olvido. Todo lo había borrado la muerte y
sólo permanecían vivas en la memoria de algún viejo campesino de la aldea. Ésta era
la causa de que Zajar estimara tanto su levita de color gris. En ella veía como un
reflejo de la antigua grandeza, que, por cierto, la parecía descubrir también en
algunos rasgos y actitudes de Oblomov que le recordaban a sus padres, así como
también en algunos de los caprichos de su joven señor, que si bien le hacían
murmurar y gruñir, respetaba como expresión que eran de la voluntad y los derechos
del dueño y señor. De no ser por estos caprichos, muchas veces se hubiera olvidado
de que era un criado, y de haberle faltado, no habría podido sentirse transportado a
los tiempos de su juventud, a la aldea, que había abandonado hacía tanto tiempo, y a
las legendarias leyendas de la antigua mansión señorial. En otras épocas, la familia de
los Oblomov había sido tan rica como poderosa en toda la provincia, pero poco a
poco, de un modo gradual, sólo Dios sabía por qué razón, había ido empobreciéndose
y degenerando hasta confundirse con las familias de la última nobleza. Sólo los más
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viejos de los criados conservaban, y se iban pasando de unos a otros, los recuerdos
del pasado, que guardaban en su memoria como un tesoro sagrado. Por esta razón le
gustaba a Zajar tanto su levita gris. Quizá la apreciara también porque siendo niño
había visto a los criados más viejos uniformados con este antiguo y aristocrático
atavío.
Pasaron algunos minutos antes de que Ilia Illich, sumido en sus pensamientos,
notara la presencia del criado. Éste se encontraba de pie ante él, inmóvil y silencioso,
hasta que al final se decidió a carraspear para llamar la atención de su amo.
—¿Qué pasa? —preguntó Ilia Illich.
—¿No me ha llamado el señor?
—¿Que yo he llamado, dices? ¿Por qué te habré llamado? No acierto a recordarlo
—repuso Ilia Illich desperezándose—. Vete y, mientras tanto, intentaré recordarlo.
Zajar salió de la estancia e Ilia Illich siguió tumbado en la cama, reflexionando
sobre la carta del administrador.
Transcurrió otro cuarto de hora.
«Bien, ya he estado bastante tiempo acostado —se dijo Oblomov—. Tengo que
levantarme… Aunque primero debería volver a leer la carta del administrador con
toda atención».
—¡Zajar!
Se oyó otra vez el mismo rumor y el mismo gruñido de antes. Zajar penetró en la
habitación e Ilia Illich se sumió de nuevo en sus cavilaciones. El criado permaneció
unos minutos mirando a su amo con expresión desaprobatoria y al fin se dirigió hacia
la puerta con ánimo de salir.
—¿Dónde vas? —inquirió Oblomov de pronto.
—Puesto que el señor parece que no tiene nada que decirme, ¿por qué he de
permanecer aquí? —repuso Zajar con voz débil.
Zajar solía contar que había perdido la voz una vez que yendo de caza con su
viejo amo, una fuerte ráfaga de viento helado le penetró en la garganta. Ahora el
hombre se encontraba de pie en medio de la habitación, vuelto a medias hacia
Oblomov y mirándole de soslayo.
—¿Es que estás inválido y no puedes permanecer de pie un momento? ¿No ves
que estoy pensando? ¿Es que no has descansado ya bastante? Busca la carta que
recibí ayer del administrador. ¿Dónde la pusiste?
—¿Qué carta, señor? Yo no he visto ninguna carta —repuso Zajar extrañado.
—La que te entregó el cartero, una carta con el sobre lleno de manchas.
—¿Y cómo puedo saber dónde la metió el señor? —exclamó Zajar revolviendo
los papeles que había sobre la mesa.
—¡Tú nunca sabes nada de nada! ¡Busca en el cesto de los papeles! O quizás haya
caído debajo del sofá. ¿Aún está el sofá así? ¿Por qué no has avisado al carpintero?
¡Tu fuiste quien lo rompió!
—Yo no lo rompí. Se rompió él solo —replicó Zajar—. Las cosas no duran
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siempre. Un día u otro tenía que romperse.
Ilia Illich no consideró necesario seguir discutiendo aquella cuestión.
—¿La has encontrado ya? —se limitó a preguntar.
—Aquí hay un montón de cartas.
—No, no es ninguna de ésas.
—Pues no hay otras —murmuró Zajar.
—¡Bien, vete de una vez! —exclamó Ilia Illich con súbita impaciencia—. Yo
mismo la buscaré cuando me levante.
Zajar se encaminó a su cuarto, pero no había colocado aún las manos sobre la
estufa con el fin de encaramarse de nuevo sobre ella, cuando otra vez oyó la voz de
su amo:
—¡Zajar! ¡Zajar!
«¡Santo Dios! ¡Qué calamidad! —Gruñó Zajar regresando al despacho—. Sería
cien veces mejor estar muerto».
—¿Qué hay? —inquirió apoyándose en la puerta y mirando a su señor con el
rabillo del ojo como signo de desaprobación, de forma que Oblomov no podía ver
más que la espesa mata de vello de la patilla de Zajar, de la que parecían a punto de
salir volando dos o tres pajarillos.
—¡Un pañuelo! ¡Vamos, rápido! ¿Es que no podías suponerlo sin necesidad de
que tuviera que decírtelo? —dijo Ilia Illich en tono de reconvención.
Zajar no demostró sentirse más enojado y sorprendido que lo acostumbrado ante
la orden y el reproche de su amo, probablemente porque los consideraba
completamente naturales.
—¿Cómo puedo saber yo dónde está el pañuelo? —rezongó Zajar buscando por
todos los rincones de la habitación, aunque el pañuelo no aparecía por parte alguna—.
Todo lo pierde el señor —añadió abriendo la puerta del vestidor para ver si se
encontraba allí el condenado pañuelo.
—¿Dónde vas? No, búscalo por aquí. No he entrado en el vestidor desde hace dos
días… ¡Vamos, date prisa! —gritó Ilia Illich.
—¿Dónde diantres estará ese maldito pañuelo? No lo veo por parte alguna —
exclamó Zajar moviendo las manos y mirando a su alrededor—. ¡Vaya, por fin! ¡Aquí
está! —masculló enojado—. ¡Lo tiene el señor debajo! Por aquí asoma una punta.
¡Lo tiene el señor debajo de su cuerpo y me lo pide a mí!
Y, sin esperar contestación, Zajar se dirigió hacia la puerta. Oblomov se sentía un
tanto confundido ante su derrota y buscó otro motivo para reprender a Zajar.
—¡Qué sucio lo tienes todo! ¡No se ve más que polvo y basura por todas partes!
¡Mira, mira ese rincón! ¡Nunca haces nada!
—Está bien, no hago nada, según el señor —replicó Zajar amoscado—. Hago
mucho más de lo que puedo; trabajo hasta quedar agotado. Quito el polvo de todas
partes, barro casi todos los días…
Y con ademán de orgullo señaló el centro de la habitación y la mesa en que
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Oblomov había cenado.
—¡Observe! —exclamó—. ¡Todo está tan limpio y reluciente como una patena!
¿Qué más desea el señor?
—Y de eso, ¿qué me dices? —exclamó Ilia Illich señalando las paredes y el techo
—. ¿Y eso, y eso? —continuó indicando la toalla olvidada sobre el sofá desde el día
anterior y un plato con un trozo de pan que había sobre la mesa.
—Bien, bien; ahora lo quitaré —repuso Zajar en tono condescendiente,
recogiendo el plato de la mesa.
—¿Y el polvo de las paredes, y las telarañas? —continuó Oblomov señalando las
paredes y el techo de nuevo.
—Siempre limpio las paredes y el techo antes de Semana Santa. Entonces limpio
los iconos y quito las telarañas…
—¿Y cuándo limpias los libros y los cuadros?
—Eso lo hago para Navidad. Anisia y yo vaciamos todas las estanterías. Además,
¿cuándo voy a limpiar la habitación? ¡El señor se pasa el día en casa sin moverse!
—A veces voy al teatro o a ver a mis amigos. Podrías hacerlo entonces…
—¿Qué puede hacerse de noche? De noche no se limpia —contestó Zajar.
Oblomov dirigió a su criado una mirada de reproche, movió la cabeza con
expresión apesadumbrada y suspiró.
Zajar lanzó entonces una mirada de indiferencia a través de la ventana y también
suspiró. Su amo parecía pensar: «Bien, muchacho. Eres casi más Oblomov que yo
mismo». Por su parte, Zajar se decía: «¡Le conozco muy bien! Le gusta hablar así de
cuando en cuando. Pero sé bien que le importan un pepino el polvo y las telarañas».
—¿No comprendes que el polvo es un criadero de polillas y de otra clase de
insectos? —dijo ahora Ilia Illich—. Algunas veces he visto hasta chinches corriendo
por la pared.
—También en mi cuarto hay pulgas —contestó Zajar con la mayor indiferencia.
—Eso no es una excusa.
Zajar sonrió ampliamente, haciendo que sus cejas y sus patillas se movieran y una
mancha roja coloreó su frente.
—Yo no tengo la menor culpa de que haya chinches en el mundo —repuso con
expresión de cándida sorpresa—. Yo no las he inventado, señor.
—Haz el favor de no decir estupideces —replicó Oblomov interrumpiendo a su
criado—. La causa de todo es el polvo…
—Tampoco he inventado yo el polvo.
—Incluso tienes ratones en tu cuarto. Los oigo todas las noches desde aquí.
—Tampoco son obra mía los ratones. Por todas partes se encuentran esos bichos a
montones: ratones, chinches, polillas…
—¿Y cómo explicar que en otras casas no tengan ni polillas ni chinches?
El rostro de Zajar dejó transparentar una cierta incredulidad o mejor dicho, una
especie de tranquila seguridad de que lo que decía su amo jamás había sucedido.
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—Yo tengo un montón de ellas. Pero uno no puede ver todas las chinches y
meterlas en las hendiduras y rendijas donde se ocultan —insistió el criado con
obstinación.
Y al mismo tiempo parecía pensar: «¿Cómo se podría vivir sin chinches?».
—Si barres y quitas el polvo de todas partes, ya verás cómo desaparecerán —dijo
Oblomov.
—Si quito el polvo hoy, mañana habrá otra vez un montón de polvo —repuso
Zajar.
—No, no lo habrá —contestó su amo.
—Si que lo habrá —insistió el criado.
—Pues, si lo hay, torna a limpiarlo.
—¡Cómo! ¿Es que quiere el señor que limpie los rincones de la casa todos los
días? —exclamó Zajar—. ¡Vaya vida de perros! ¡No tardaría en estirar la pata!
—¿Y cómo es que las casas de los demás están siempre limpias? —preguntó
Oblomov—. Fíjate en el piso del afinador de enfrente. Da gusto mirarlo de lo limpio
que está. Y sólo hay una muchacha en la casa.
—¿Cómo podrían tener nada sucio esos alemanes? —replicó Zajar—. Basta con
ver cómo viven. Durante la semana la familia se pasa royendo el mismo hueso. La
misma levita pasa del padre al hijo y luego vuelve del hijo al padre. La mujer y las
hijas visten unos trajes tan cortos que tienen que andar por la calle con las piernas
medio encogidas como las ocas… ¿Cómo pueden tener sucia su casa? No tienen
montones de ropa usada guardada en los rincones de los armarios durante años y años
como nos sucede a nosotros, ni tampoco conservan un montón de pan seco guardado
durante todo el invierno… No tiran ni un mendrugo… Se lo comen todo con su
cerveza.
Zajar hizo un gesto de repugnancia al recordar aquel mezquino modo de vivir.
—Bien, bien. Menos hablar y más trabajo —dijo entonces Ilia Illich.
—A veces me pondría a trabajar —contestó Zajar—, pero el señor no me lo
permite.
—¡Otra vez la misma cantinela! Por lo que parece, el que sobra aquí soy yo.
—Eso es. El señor se pasa la vida en casa. ¿Cómo puedo hacer nada si tengo al
señor siempre aquí? Salga a la calle durante todo un día y ya verá cómo le dejo
limpio todo esto.
—¿Qué dices? ¿Que me vaya? ¡Tú eres el que tienes que marcharte
inmediatamente a tu cuarto!
—Debería salir el señor —insistió Zajar—. Salga a dar un paseo y yo le aseguro
que entre Anisia y yo lo arreglamos todo. Aunque quizá no podamos hacerlo todo
entre los dos solos. Tendríamos que buscar a una mujer para que nos ayudara…
—¡Lo que faltaba! ¡Buscar a otra mujer! ¡Quítate de mi vista! —gritó Ilia Illich.
Oblomov lamentaba ahora haber provocado aquella discusión con su criado.
Siempre se olvidaba de que cada vez que surgía el tema de la limpieza, al final
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acababan presentándose una serie de inacabables complicaciones. Sin duda le hubiera
gustado tener limpio el piso, pero sin que esto representara la menor molestia para él.
Sin embargo, cada vez que hablaba con Zajar de la cuestión éste acababa
demostrándole que era preciso armar un terremoto, pues al criado no se le ocultaba
que la simple idea de ello, bastaba para aterrorizar a su amo.
Zajar salió al fin de la estancia y Oblomov se entregó de nuevo a sus
divagaciones. Algunos minutos más tarde el reloj daba otra media hora.
—¿Cómo es posible? —exclamó Ilia Illich poco menos que aterrorizado—. ¡No
tardarán en ser las once y aún tengo que levantarme y lavarme! ¡Zajar! ¡Zajar!
—¡Dios santo, nunca puedo…! —se oyó rezongar en el vecino cuarto, seguido
del habitual salto.
—¿Está preparada el agua? —preguntó Oblomov.
—Hace siglos —contestó Zajar—. ¿Por qué no se levanta el señor?
—¿Por qué no me dijiste que ya estaba preparada? Si lo hubiera sabido, haría ya
rato que estaría en pie. Vete; ahora mismo voy. Tengo que trabajar y escribir un poco.
Zajar salió de nuevo, pero a los pocos instante volvió con un cuaderno grasiento y
unos papeles.
—Si el señor piensa escribir, podría, de paso, repasar estas cuentas. Tenemos que
pagarlas.
—¿Qué cuentas son ésas? ¿A quién hay que pagárselas?
—Al carnicero, al verdulero, al panadero, a la lavandera. Todos me piden dinero.
—¡No se interesan más que por el dinero! —masculló Oblomov entre dientes—.
¿Y por qué no me entregas las facturas de una en una y no todas juntas?
—Porque el señor no me lo permite. Siempre me contesta que mañana…
mañana…
—¿Y no podríamos también dejarlo esta vez para mañana?
—No. Todos insisten en cobrar y no quieren fiarnos más. Estamos a primeros de
mes, señor…
—¡Oh! —exclamó Ilia Illich con gesto de disgusto—. ¡Otra preocupación más!
Bien, ¿por qué permaneces ahí parado como una estatua? Deja las facturas sobre la
mesa. Ahora mismo me levanto, y luego de lavarme, las miraré. El agua está ya
preparada, ¿no?
—Sí, señor.
—Bien, si es así…
Se incorporó lanzando un suspiro, a punto de saltar del lecho.
—¡Ah! —exclamó de pronto Zajar—. Me había olvidado decir al señor que esta
mañana, cuando el señor dormía aún, el administrador de la casa ha enviado al
portero a decir que debemos desalojar el piso. Necesita ocuparlo.
—Bien, ¿y qué? Por supuesto, si desea el piso tendremos que buscarnos otro. No
hay más remedio. Pero ¿por qué me lo repites? Es la tercera vez que ha enviado el
recado.
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—Es que no me dejan en paz, señor.
—Está bien. Diles que ya nos mudamos de casa.
—Pero es que ellos dicen que el señor ya se lo prometió el pasado mes, y que
ahora piensan recurrir a la policía.
—¡Que lo hagan si quieren! —replicó Oblomov con súbita decisión—. Nos
mudaremos, les parezca bien o mal, cuando mejore el tiempo. Dentro de tres
semanas…
—¡Tres semanas! El administrador dice que dentro de quince días vendrán los
albañiles para dar comienzo a las obras. Tenemos que mudarnos mañana o todo lo
más tarde pasado…
—¿Mañana? ¿Por qué tanta prisa? ¿Y nada más? Seguramente desean que nos
vayamos ahora mismo, ¿no? No vuelvas a hablarme de eso. Te lo prohibí una vez y
vuelvo a prohibírtelo. ¡Y mucho ojo!
—Pero ¿qué hago entonces, señor? —preguntó Zajar.
—¿Que qué haces? ¿Es así cómo me obedeces? —gritó Ilia Illich—. ¡Me
preguntas a mí, a mí qué debes hacer! ¿Qué me importa a mí lo que tengas que hacer?
Tú no vengas a molestarme más y apáñatelas como puedas para que no tengamos que
cambiarnos de piso. ¿Es que no quieres hacer nada para ser agradable a tu señor?
—Pero ¿cómo puedo arreglármelas, Ilia Illich? —murmuró Zajar con suave
acento—. La casa no es mía. ¿Cómo podemos negarnos a abandonar el piso si el
dueño quiere echarnos de él?
—¿No tienes algún modo de convencerles? Cuéntales que hace muchos años que
vivimos aquí, y que siempre hemos pagado el alquiler…
—Ya les he dicho eso… —repuso Zajar.
—¿Y qué te contestaron?
—Se limitaron a insistir en que nos mudemos, pues tienen que repasar el piso.
Quieren unir éste con el del doctor antes de que se case el hijo del propietario.
—¡Dios mío! —exclamó Oblomov súbitamente alterado—. ¡Pensar que aún
quedan en el mundo idiotas que quieren casarse!
Oblomov había vuelto a echarse en la cama.
—Tendría usted que escribir al propietario de la finca, señor —sugirió Zajar—.
Tal vez entonces se decida a dejarle tranquilo y acuerde hacer las obras en otro piso.
Y Zajar señaló vagamente hacia su derecha.
—Conforme. Le escribiré en cuanto me levante… Vete a tu cuarto… Ya lo
pensaré. Eres incapaz de hacer nada por ti mismo —añadió malhumorado—. Yo
tengo que preocuparme personalmente de todo.
Zajar abandonó la estancia y Oblomov comenzó a reflexionar. Pero le resultaba
difícil decidir en qué tenía que pensar primero, si en la carta del administrador de sus
propiedades, en lo de cambiar de alojamiento o bien en repasar las facturas de los
proveedores. Se sentía sumergido en un mar de terribles dudas. En tanto, continuaba
echado en la cama, dando vueltas de un lado para otro. De cuando en cuando se oían
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en la habitación algunas exclamaciones: «¡Dios mío! ¡La vida me persigue sin cesar y
me la encuentro por todas partes!».
Nadie hubiera podido saber jamás cuánto tiempo había permanecido en aquel
estado de indecisión de no haber sonado de pronto el timbre de la puerta.
—¡Una visita a esta hora! —exclamó Oblomov envolviéndose en su bata—. ¡Y
todavía me encuentro en la cama! ¡Qué desgracia! Pero ¿quién podrá venir a casa tan
temprano?
Y sin hacer el menor movimiento, tumbado como estaba en el lecho, miró lleno
de curiosidad hacia la puerta de entrada.
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II
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caballos bayos. El mío es negro. ¿Cómo quiere usted ir? ¿A caballo o en coche?
—¿Cómo? Yo no quiero ir a ninguna parte —repuso Oblomov.
—¿No quiere usted ir a Ekaterinhof el primero de mayo? Pero ¿qué le ocurre, a
usted, Ilia Illich? ¡Si va todo el mundo!
—Todo el mundo, no —respondió Oblomov.
—Claro que sí. Vamos, acompáñeme usted, Ilia Illich. Sofía Nikolaievna y Lidia
irán solas en el coche y usted podría ocupar el asiento delantero.
—No creo que haya sitio para mí en el asiento delantero. Además, ¿qué haría yo
allí?
—Entonces, ¿prefiere que Misha alquile otro caballo para usted?
—Pero ¿qué ocurre? —murmuró Oblomov casi para sí mismo—. ¿Por qué le
interesan a usted tanto los Goriunov?
—Bien… —dijo Volkov ruborizándose y dejando escapar un suspiro—. ¿Se lo
cuento?
—Puede usted confiar en mi.
—¿No se lo dirá a nadie? ¿Me da usted su palabra? —continuó Volkov
sentándose al lado de la cama.
—Le doy mi palabra de honor de que seré una tumba.
—Ocurre… ocurre que estoy perdidamente enamorado de Lidia —musitó.
—¡Soberbio! ¿Desde cuándo? Me parece que es una muchacha encantadora.
—La quiero desde hace tres semanas —prosiguió Volkov dejando escapar un
profundo suspiro—. Y Misha está enamorado de Dashenka.
—¿Quién es Dashenka?
—¡Cómo! ¿En qué mundo vive usted, Oblomov? ¿Es que no sabe quién es
Dashenka? ¡Pero si toda la ciudad está loca por ella! ¡Qué maravillosamente baila!
Esta noche pensamos ir a ver el ballet. Misha tiene el propósito de arrojarle un ramo
de flores, y yo tengo que presentársela. El pobre muchacho es un novato, no tiene la
menor experiencia en estas lides. Por cierto, tengo que comprar unas camelias…
—¿Para qué? Deje todo eso y véngase a comer conmigo. Hablaremos un poco.
Hoy, precisamente, me han sucedido dos desgracias…
—¡Imposible! Hoy tengo que almorzar con el príncipe Tiumenev. Los Goriunov
también estarán presentes y, por supuesto, ella… Lidinka —añadió el joven con un
susurro de voz—. ¿Por qué razón no visita usted ya al príncipe? ¡Qué mansión más
alegre! ¡Qué clase! ¿Y la villa de veraneo? Puedo afirmarle, sin temor a exagerar, que
está materialmente enterrada bajo flores. Últimamente han hecho construir en ella
una galería gothique. Me han asegurado que este verano habrá en la villa bailes y
cuadros vivientes… Supongo que acudirá usted…
—Tengo la impresión de que no.
—¡Qué casa! El invierno pasado daban reuniones los miércoles y había días que
se reunían hasta cincuenta personas; incluso algunas veces pasaron de cien los
invitados.
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—¡Santo cielo! ¡Qué pesadilla!
—¿Pesadilla dice usted? ¡Cuanta más gente mejor! Lidia suele ser una de las
asiduas. Pero al principio no me di cuenta de su existencia, hasta que de súbito:
—Canturreó el joven entre dientes, y sin darse cuenta, se dejó caer en el sillón,
aunque en el acto se puso en pie y empezó a limpiarse los pantalones.
—¡Cuánto polvo hay en este cuarto! —exclamó afligido.
—La culpa la tiene Zajar —repuso Oblomov en tono de lamentación.
—Bien, tengo que irme —dijo Volkov de pronto—. Debo comprar las camelias
para el bouquet de Misha, au revoir.
—Venga usted esta noche a tomar el té conmigo después del ballet y me lo
contará todo —dijo Oblomov.
—Imposible. He prometido ir a casa de los Mussinsky. Hoy es su jour fixe. Venga
usted también. ¿Quiere que le presente?
—No, no. Muchas gracias. ¿Qué iba a hacer yo allí?
—¿En casa de los Mussinsky? ¡Pero si casi toda la ciudad se congregará allí!
¿Que qué va a hacer usted, pregunta? ¿En una casa donde casi se habla de todo?
—Pues eso es lo malo, que se habla de todo —repuso Oblomov.
—En ese caso, vaya a casa de los Mezdrov —dijo Volkov—. Allí sólo se habla de
una cosa: de arte. No se oye hablar más que de la escuela veneciana, de Beethoven,
de Bach, de Leonardo de Vinci…
—¡Siempre lo mismo! —exclamó Ilia Illich bostezando—. Debe de ser una
verdadera lata. Serán unos pedantes.
—¡Pero a usted no le gusta nada, Oblomov! ¡Nada es de su agrado! Sin embargo,
hay aquí un buen número de casas a las que podría usted presentarse. Ahora todos
tienen su «día fijo»: los Savinov dan una cena todos los jueves; los Maklashin la
celebran los viernes; los Viaznikov los domingos y el príncipe Tiumenev los
miércoles. ¡Yo tengo comprometida toda la semana! —terminó Volkov con los ojos
brillantes.
—¿Y no le resulta a usted excesivamente pesado tener que atender a tantos
compromisos? —preguntó Oblomov.
—¿Pesado dice usted? Ni por asomo. Le aseguro a usted que es sencillamente
maravilloso —dijo Volkov en tono alegre y ligero—. Por la mañana me dedico a leer
un poco, pues hay que estar au courant de todo y saber noticias. Por suerte, disfruto
de un empleo que no me obliga a ir a la oficina. Basta con que vea al general y coma
con él un par de veces a la semana. Más tarde voy a visitar a algún amigo y luego…
hay varias actrices nuevas en el teatro ruso o francés… Cuando empiece la temporada
de ópera pienso sacar un abono semanal. Además, ahora estoy enamorado… El
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verano se acerca ya; a Misha le han prometido un permiso, y entonces nos iremos a
sus posesiones para cambiar de aires. Allí hay caza en abundancia. Luego, los
vecinos dan bailes, bals champétres. Lidia y yo podremos pasear por los bosques,
coger flores, remar un poco… ¡Ah! —exclamó de pronto levantándose de su asiento
—. Tengo que marcharme. Adiós, adiós —añadió tratando en vano de contemplarse
en el polvoriento espejo.
—Espere usted un momento, hombre —dijo Oblomov tratando de retenerle—.
Me gustaría hablar con usted de negocios.
—Lo siento, Ilia Illich, pero ahora no dispongo de tiempo. —Volkov parecía tener
una gran prisa—. ¡Otro día será! ¿Quiere venir conmigo a tomar unas ostras y
entonces podremos charlar Lodo lo que usted quiera? Vamos, Misha invita.
—No, gracias —repuso Oblomov.
—Entonces, adiós.
Y se dirigió hacia la puerta, pero se volvió en el acto.
—¿Ha visto usted esto? —preguntó a Oblomov enseñándole su mano enfundada
en un guante perfectamente ajustado.
—¿Y eso qué es? —preguntó Ilia Illich sorprendido y sin comprender.
—¡Pues los nuevos lacets! Observe qué bien cerrados quedan los guantes. Ahora
ya no hay necesidad de estar peleándose dos horas con los botones. Basta tirar de la
cinta, y listos. Acaban de llegar de París. ¿Quiere usted que le haga enviar un par de
ellos para que los pruebe?
—Bien, mándemelos usted.
—Y esto, ¿no le parece a usted encantador? —añadió el joven separando uno de
los colgantes de la cadena—. Es una tarjeta de visita con una punta doblada.
—No veo lo que hay escrito en ella.
—Pr., príncipe; M., Michel. Pero no quedaba sitio para el nombre de Tiumenev.
Me la regaló el día de Pascua en vez de un huevo. Pero adiós, au revoir. Aún tengo
que hacer otras diez visitas. ¡Por Júpiter, que es un verdadero placer!
E inmediatamente desapareció.
«¡Diez visitas en un solo día! —se dijo Oblomov para sí—. ¡Vaya vida! —
continuó encogiéndose de hombros—. Admito que no está mal echar algún que otro
vistazo al teatro y enamorarse de Lidia. ¡Es una muchacha tan deliciosa! También me
parece muy bien eso de coger flores y dedicarse a pasear con ella por el campo. Pero
diez visitas en un solo día me parecen demasiadas visitas», concluyó, dejándose caer
de nuevo sobre la almohada y felicitándose por no albergar en su mente vanos
pensamientos y deseos de poder permanecer echado en la cama, conservando de este
modo la paz y la dignidad humanas.
Un nuevo timbrazo vino a interrumpir sus reflexiones e instantes después entraba
un nuevo visitante.
Se trataba de un hombre vestido con una levita verde adornada con botones de
latón. Su ajado rostro, cuidadosamente rasurado, aparecía enmarcado por dos bien
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cuidadas patillas. En sus ojos había una mirada cansada, aunque profunda, y en sus
labios afloraba una melancólica y sugestiva sonrisa.
—¿Cómo estás, Sudbinsky? —le dijo Oblomov en tono alegre a guisa de saludo
—. ¡Al fin te has acordado de tu viejo camarada! ¡Por favor, no te acerques, que me
traes el frío de la calle!
—¿Cómo vamos, Ilia Illich? Hacía tiempo que deseaba venir a verte —dijo el
recién llegado—. Pero ya sabes que tengo mucho trabajo. Repara, llevo la cartera
llena de papeles para informar. Ya he avisado al portero que venga a avisarme si
alguien pregunta por mí. No tengo tiempo para nada.
—¿Ahora vas a la oficina? ¿Tan tarde? —preguntó Oblomov extrañado—.
Generalmente antes ibas a las diez de la mañana.
—Sí. Ahora es distinto: ahora voy a las doce y «en coche».
Las últimas palabras fueron pronunciadas con marcado énfasis.
—¡Ah, vamos! —exclamó Oblomov—. Te han nombrado jefe de departamento.
¿Desde cuándo?
Sudbinsky hizo un gesto de asentimiento.
—Desde Pascua —contestó—. ¡Pero es espantosa la cantidad de trabajo que
ahora pesa sobre mí! Trabajo en casa de ocho a doce, y desde las doce hasta las cinco
en el despacho; e incluso muchas veces me veo obligado a trabajar también por la
noche en casa. No me queda tiempo ni para hacer visitas.
—¡Pero eres jefe de departamento! —dijo Oblomov—. Mi enhorabuena. Es
magnífico. ¡Y pensar que fuimos compañeros de oficina! Estoy viendo que el año que
viene te hacen consejero de Estado.
—¡Oh, no es posible! Antes tengo que obtener la Orden del Mérito. El pasado año
estuve a punto de conseguirla. Pero como acabo de ser ascendido hace poco, no
puedo esperar otro galardón inmediatamente.
—Ven a comer conmigo y beberemos para celebrar tu ascenso —dijo Oblomov.
—Lo siento, pero hoy he de comer con el subdirector. Tengo que preparar el
informe para el jueves. Algo espantoso, te lo aseguro. Uno no puede fiarse de los
informes provinciales. Tengo que comprobar todas las listas. Foma Fomich es un
hombre tan meticuloso, que quiere examinarlo todo por sí mismo, así que después de
comer tendremos que trabajar.
—¿Después de comer has dicho? —preguntó Oblomov sorprendido.
—¿Qué hay de particular en ello? Y tendré mucha suerte si concluimos a tiempo
de poder ir a Ekaterinhof. Por cierto; venía a preguntarte si te gustaría ir allí conmigo.
Si quieres, pasaré a buscarte…
—No, no puedo. No me siento nada bien —repuso Ilia Illich frunciendo el ceño
—. Además, tengo una serie de cosas que hacer…
—¡Qué lástima! —exclamó Sudbinsky—. Hace un día magnífico y es la única
oportunidad que tengo de ofrecerme un día de descanso.
—Bien. ¿Y qué novedades hay por la oficina? —inquirió ahora Oblomov.
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—¡Oh! Ha habido una serie de cambios. Ahora, por ejemplo, ya no se pone en las
cartas «su seguro servidor», sino «le saluda atentamente»; tampoco es necesario
enviar dos copias al registro oficial. Se han organizado tres nuevas secciones y han
ingresado dos nuevos empleados. Nuestro comité no existe ya, ha desaparecido… ¡Sí,
ha habido muchos cambios, muchos, muchísimos cambios!
—¿Y qué me cuentas de nuestros antiguos camaradas?
—Nada de particular. Svinkin ha perdido un expediente.
—¿De veras? ¿Y qué ha dicho el director al saberlo? —preguntó Oblomov con
voz temblorosa.
El joven experimentó el terror de sus días de oficinista.
—Pues ha suspendido el ascenso de Svinkin hasta que éste encuentre los papeles.
Se trata de un asunto de gran importancia, algo sobre las contribuciones. El director
es de opinión —Sudbinsky bajó su voz hasta que no fue más que un murmullo— que
Svinkin ha extraviado el expediente… con toda intención.
—¡No es posible! —exclamó Oblomov.
—No, no, yo tampoco lo creo —se apresuró a decir Sudbinsky con aire protector
—. Conozco a Svinkin bien. Es un poco ligero, lioso, murmurador, pero le considero
incapaz de cometer semejante acción. Estoy seguro de que el expediente aparecerá
cuando menos se espere.
—Así que… tú siempre trabajando, ¿eh? ¿Siempre atareado? —prosiguió
Oblomov.
—Terriblemente atareado. No puedes hacerte una idea. Aunque la verdad sea
dicha, da gusto trabajar con Foma Fomich. Le da a uno ánimos; y cree que tampoco
se olvida de los que no hacen nada. A los que le sirven bien, les recomienda para el
ascenso, e incluso a los que no trabajan bastante les consigue con suma facilidad una
gratificación o una orden del Mérito.
—¿Y cuánto cobras en la actualidad?
—¡Oh! No mucho. Mil doscientos rublos de sueldo, setecientos cincuenta para la
manutención, seiscientos para casa, novecientos como subsidio, quinientos para
gastos de viaje y unos mil más de gratificaciones.
—¡Diablos! —exclamó Ilia Illich saltando de la cama—. ¿Es que tienes buena
voz? ¡Te pagan como a un tenor italiano!
—Pues lo mío no es nada comparado con lo que gana Peresvetov. Trabaja mucho
menos y le dan más. Aparte de que nunca sabe bien lo que lleva entre manos. Claro
que no goza de mi reputación. Me tienen en mucha estima —añadió modestamente,
bajando los ojos—. Creo que el ministro dijo el otro día que yo era «un verdadero
adorno del departamento».
—¡Te felicito! —contestó Oblomov—. Pero eso de trabajar de ocho a doce y de
doce a cinco y luego en casa de nuevo…
Y movió la cabeza no muy convencido.
—¿Y qué haría si no fuera a la oficina? —preguntó Sudbinsky.
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—¡Pues muchas cosas! Leer, escribir…
—Eso ya lo hago durante todo el santo día.
—No me refiero a tu trabajo. Quiero decir que podrías escribir algo para los
periódicos…
—¡Oh! No todos hemos nacido para escritores. Tú tampoco escribes.
—Pero yo me dedico a dirigir mis propiedades. Estoy estudiando un nuevo plan
de administración, en el que introduciré muchas innovaciones. Una larga serie de
problemas, ¿comprendes? Pero tú trabajas para los demás, no para ti mismo.
—¿Y qué más da? Mientras le paguen a uno… Además, me parece que este
verano podré disfrutar de un descanso. Foma Fomich me ha hablado de encargarme
de una misión especial. Entonces dispondré de dinero para alquilar caballos, tres
rublos diarios de dietas y, además, una gratificación.
—Veo que no os falta dinero —repuso Oblomov con cierta envidia.
Y tras de lanzar un suspiro, quedó pensativo.
—Pero necesito mucho dinero —añadió Sudbinsky—. Tengo el propósito de
casarme el próximo otoño.
—¡Hombre! ¿Qué me cuentas? ¿Y quién es la novia? —preguntó Oblomov
sonriendo.
—La señorita Murashin. ¿No recuerdas que el año pasado estuve veraneando con
ellos? Tomaste el té conmigo un día y, si no me equivoco, te la presenté.
—No recuerdo… ¿Y es bonita?
—¡No puedes imaginártela! Iremos a cenar con ellos un día, si quieres.
Oblomov pareció titubear.
—Bien… Está bien. Pero…
—¿La semana próxima te conviene? —sugirió Sudbinsky.
—¡Eso es, eso es! La próxima semana —murmuró Oblomov como si le quitaran
un peso de encima—. No tengo el traje preparado. ¿Y es un buen partido?
—Su padre es consejero de Estado, y entregará a su hija una dote de diez mil
rublos. Aparte de que el Gobierno les da alojamiento gratis, y nos cederá la mitad del
piso; así que la manutención, la luz y la calefacción nos resultarán gratis. No está
mal, ¿eh?
—¡Qué ha de estarlo! ¡Vaya suerte que tienes, muchacho! —repuso Oblomov con
evidente envidia.
—He pensado en ti como uno de los testigos de la boda.
—No faltaría más, con mucho gusto lo seré. Y de Kuznetsov, Vasiliev y Majov,
¿qué me cuentas?
—Kuznetsov se casó hace poco tiempo; Majov ocupa mi lugar actualmente y
Vasiliev ha sido trasladado a Polonia. Iván Petrovich ha recibido la orden de San
Vladimir y a Oleshkin hay que llamarle actualmente «excelencia».
—Me alegro.
—Se lo merecía.
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—Es una excelente persona y muy amable.
—Muy amable —repitió Sudbinsky—. Y jamás trata de situarse delante de los
demás y es incapaz de hacer la zancadilla a nadie. Por el contrario, siempre está
dispuesto a hacerle a uno un favor.
—¡Es una bellísima persona! Recuerdo que cuando yo estaba con vosotros, si
cometía un error en un escrito, me olvidaba algo o bien citaba una ley por otra, jamás
me reprendió. Se limitaba a encargar a otro que repitiera el trabajo. Sí, es un hombre
magnífico —concluyó Oblomov.
—En cuanto a Semion Semionich, sigue tan incorregible como siempre —
continuó Sudbinsky—. Sólo piensa en fastidiar al prójimo. ¿Sabes lo que hizo el otro
día? La superioridad ordenó que se instalaran perreras junto a los edificios del
Departamento en provincias. Nuestro arquitecto, un hombre que conoce a fondo su
profesión y que es honrado a carta cabal, hizo un presupuesto muy moderado. Sin
embargo, a Semion Semionich le pareció demasiado elevado y empezó a preguntar
aquí y allá lo que podría costar una perrera, hasta que al fin encontró a un contratista
dispuesto a construirlas por treinta kopeks menos. En el acto se apresuró a escribir un
informe oficial sobre la cuestión.
En aquel momento se dejó oír el timbre de la puerta.
—¡Adiós! —exclamó el funcionario—. Ya he perdido bastante tiempo aquí de
charla contigo y es posible que me necesiten en la oficina…
—Espera; no te vayas aún —pidió Oblomov a su amigo—. Quiero pedirte un
consejo. He sufrido dos enojosos contratiempos…
—No, no. Ya vendré otro día con más tiempo y hablaremos —repuso Sudbinsky
abandonando la estancia a toda prisa.
«¡Está metido en eso hasta las orejas! —pensó Oblomov mientras salía su amigo
—. Está ciego, sordo y mudo para todo lo que no sea su oficina. Pero estoy seguro de
que saldrá adelante, de que con el tiempo llegará a ser un personaje importante y
conseguirá un alto cargo… Es un hombre destinado a hacer una gran carrera. Pero
creo que eso puede destruir a un hombre. No es indispensable poseer inteligencia,
voluntad ni sentimientos. Todas estas cosas son consideradas un lujo. Pasará a través
de la vida sin que la mejor parte de él acabe de despertar del todo… ¡Y trabaja de
doce a cinco en la oficina y de ocho a doce en casa! ¡Infeliz!».
Oblomov experimentó un gran júbilo al pensar que él podía permanecer en la
cama desde las nueve a las tres y desde las… ocho a las nueve, y se sintió lleno de
orgullo al pensar que tampoco tenía necesidad de redactar informes y emborronar
papeluchos y que gozaba de plena libertad para poder dar rienda suelta a sus
sentimientos y a su imaginación.
Oblomov se hallaba tan entregado a sus pensamientos que estaba a punto de no
darse cuenta de que un individuo de tez morena y delgado, cuyo rostro aparecía
adornado con patillas, bigote y perilla, se encontraba a su lado. Quien fuese, vestía
con cierto premeditado descuido.
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—Buenos días, Ilia Illich —dijo el recién llegado.
—¿Cómo está usted, Penkin? ¡No se acerque, por favor, que trae usted todo el
aire frío de la calle! —repuso Oblomov.
—¡Oh, qué excéntrico es usted! ¡Siempre será usted un incorregible holgazán, sin
una sola preocupación!
—¿Sin una sola preocupación, dice usted? —exclamó Oblomov amargamente—.
Voy a enseñarle una carta que he recibido de mi administrador. ¡Me estoy devanando
los sesos hace rato, y aún cree usted que no tengo preocupaciones! Pero ¿se puede
saber de dónde viene usted ahora?
—De la librería. He ido a preguntar cuándo salen las revistas. ¿Ha leído usted ya
mi último artículo?
—No.
—Se lo enviaré entonces. Léalo. Vale la pena.
—¿De qué trata?
—De economía, de la emancipación de la mujer, del delicioso tiempo abrileño
que estamos disfrutando, de los nuevos extintores de incendios que han inventado.
¿Por qué no lee usted los periódicos? Reflejan la vida de nuestros días. Ya sabe usted
que soy un ferviente partidario del realismo.
—¿Escribe usted mucho?
—Bastante. Tengo que escribir dos artículos para el periódico todas las semanas,
luego hago la crítica literaria, y ahora también estoy escribiendo un cuento…
—¿También está usted escribiendo un cuento? ¿Sobre qué tema?
—El de un alcalde de provincias que maltrata a los comerciantes.
—Supongo que eso debe de ser el llamado realismo literario —afirmó Oblomov.
—¿No es cierto? —dijo complacido Penkin—. Se trata de una idea nueva y
atrevida. Un viajero que recorre la ciudad es testigo presencial de una paliza que el
alcalde propina a un comerciante y, ni corto ni perezoso, corre a informar al
gobernador. Éste entonces ordena a un funcionario que vaya a la ciudad y haga una
información sobre el carácter y la conducta del alcalde. Una vez en la ciudad, el
funcionario reúne a todos los comerciantes y les interroga. ¿A que no imagina usted
lo que sucede? Pues que los comerciantes ensalzan todos al alcalde y lo elevan hasta
las nubes. El funcionario prosigue entonces sus pesquisas por otros lugares y averigua
que los comerciantes son todos unos estafadores, que venden mercancías podridas,
roban en el peso, etc., y que, por consecuencia, tenían bien merecido el castigo…
—Así, pues, las palizas del alcalde, ¿juegan el papel de los Hados de las tragedias
clásicas? —exclamó Oblomov.
—Eso mismo —repuso Penkin—. Es usted muy inteligente, Ilia Illich. Debería
usted lanzarse a escribir algo. Creo que en mi relato he conseguido poner de relieve al
mismo tiempo la tiranía del alcalde y la depravación de los comerciantes, los pésimos
métodos de investigación puestos en práctica por el funcionario y la urgente
necesidad de adoptar medidas severas, pero justas. ¿No le parece a usted que es una
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idea realmente original?
—Sí, sobre todo para mí —repuso Ilia Illich—, que leo muy poco.
—En efecto, no abundan los libros en su cuarto —exclamó Penkin—. Sin
embargo, le recomiendo que lea usted por lo menos una obra que está a punto de
aparecer, un libro soberbio que representa una verdadera denuncia pública, si así
puede decirse. Trata de los amores de un prevaricador con una mujer de la vida. Pero
me es imposible decirle nada más, ni siquiera el nombre del autor, pues es un secreto.
—¿Y de qué trata?
—Pone al descubierto, en forma poética, la vida de nuestra sociedad. Se adentra
por ella y recorre todos los grados de la escala social. ¡Algo maravilloso! El autor
reúne, como ante un tribunal, a una serie de tipos humanos, desde el gran señor al
usurero más indigno, a un débil y vicioso hombre público y a un grupo de
funcionarios corrompidos que le engañan; en el libro aparecen también una serie de
mujeres galantes: alemanas, francesas, finlandesas. Y todo está descrito con gran
realismo, tal como es la vida… He oído algunos fragmentos de ese libro y le aseguro
a usted que el autor es un verdadero genio. En ocasiones recuerda al Dante, otras a
Shakespeare…
—¡Pues sí que piensa usted llegar lejos! —exclamó Oblomov incorporándose
lentamente en la cama.
Penkin debió comprender que había ido demasiado lejos en sus ditirambos.
—Lea usted ese libro. Así podrá juzgar por sí mismo —añadió, aunque no con
tanto entusiasmo como al principio.
—No, Penkin, no insista usted. No lo leeré.
—¿Por qué no? Se trata de una obra que producirá verdadera sensación. La gente
ha empezado ya a hablar de ella…
—¿Y eso qué quiere decir? Hay mucha gente que no tiene otra cosa que hacer que
hablar. Es su vocación, o su trabajo…
—Insisto en que debe usted leerlo, aunque sólo sea por curiosidad.
—¿Y qué hay en él que pueda despertar mi curiosidad? —inquirió Oblomov—.
No comprendo por qué hay tanta gente que escribe. Lo hacen tan sólo para matar el
tiempo.
—Se equivoca usted, Ilia Illich. Reflejan la vida tal cual es. Son como retratos
vivientes. Los personajes de esa obra, un comerciante, un empleado del Estado, un
oficial, un policía, parecen hablar por sí mismos.
—Pero lo hacen por simple entretenimiento, para demostrar a los demás que son
capaces de «retratar personajes». Pero no hay el menor asomo de vida real en todo lo
que escriben, ni comprensión, ni simpatía, ni sentimientos humanos. Todo es fruto de
la más absoluta vanidad. Describen a los ladrones y a las mujeres de la vida del
mismo modo que los policías los arrestan y los meten en las cárceles. En sus relatos
se percibe, no las «lágrimas invisibles», sino las risotadas maliciosas y groseras…
—¿Y qué más quiere usted? Es formidable, usted mismo lo ha dicho: la malicia,
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la cruda revelación de los vicios, la risa de desdén o de desprecio, con que son
acogidos los seres caídos… ¡Todo, todo eso está en el libro de que le hablo!
—No, yo le aseguro que no está todo —replicó Oblomov enardecido por su
entusiasmo—. Describan ustedes, si les gusta así, a un ladrón, a una mujer pública o a
un tonto engañado, pero no se olviden de que también son seres humanos. ¿Dónde
dejan nuestros sentimientos humanos? Suponen que es posible escribir utilizando
sólo el cerebro. Olvidan que también es necesario valerse del corazón. Sí, el
pensamiento sólo fructifica a través del amor. Tiendan una mano piadosa al hombre
caído o lloren por él, pero, por favor, no se burlen de su desgracia. Ámenle, traten de
verse reflejados en él. Sólo entonces leeré sus libros y me inclinaré ante ustedes… —
añadió volviéndose a recostar muellemente en los almohadones—. Describen a un
ladrón o a una meretriz, pero olvidan al ser humano que llevan dentro, o bien no
saben cómo describirlo. ¿Qué arte, qué poesía encuentran en eso? Digan que
denuncian la depravación, el vicio, la sociedad, pero por lo que más quieran no digan
a los cuatro vientos que hacen poesía…
—Eso quiere decir que usted preferiría que describiéramos la naturaleza; las
rosas, los ruiseñores, las tempranas mañanas, en tanto que a nuestro alrededor todo se
halla en constante agitación. Deseamos disecar a la humanidad, y no nos queda
tiempo para perderlo entonando canciones…
—¡Amad al hombre! —exclamó Oblomov—. Amadle…
—¿Quiere usted que amemos a un usurero, a un hipócrita, a un funcionario
prevaricador? A la legua se nota que no sigue usted las corrientes literarias actuales
—protestó Penkin con el mayor calor—. Por el contrario, hay que perseguirles, que
acabar con ellos, expulsarlos de la sociedad…
—¡Expulsarles de la sociedad! —exclamó Oblomov poseído por una súbita
inspiración y saltando de la cama—. Eso sería como olvidar que ese vaso indigno
contiene un elemento superior, que aunque corrompido y devorado por todos los
vicios, es un hombre como usted y como yo. ¿Expulsarle? ¿Y cómo lo haría usted
para expulsarle de la humanidad, de la naturaleza, de la misericordia de Dios? —gritó
el joven al final, casi despidiendo llamas por sus ojos.
—Creo, que también usted aspira a ir muy lejos —dijo Penkin, verdaderamente
sorprendido a su vez.
Oblomov comprendió que, en efecto, él también había ido demasiado lejos. El
joven guardó silencio y tras de permanecer en pie unos instantes, bostezó
ruidosamente y se echó de nuevo en la cama.
Ambos jóvenes guardaron silencio.
—Entonces, ¿qué lee usted? —inquirió Penkin.
—Pues libros de viaje.
Un nuevo silencio.
—Tendrá usted que leer el poema cuando se publique. Ya se lo traeré.
Oblomov movió la cabeza.
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—Bien, ¿le envío por lo menos mi cuento?
Oblomov asintió con un nuevo movimiento de cabeza.
—Ahora tengo que ir a la imprenta —manifestó Penkin—. ¿Sabe usted por qué
he venido a verle, Ilia Illich? Porque quería invitarle a que se viniera usted conmigo a
Ekaterinhof. Dispongo de un coche. Me he comprometido a escribir un artículo sobre
las fiestas del primero de mayo. Podríamos dar una vuelta juntos y usted me indicaría
lo que a mí se me pasara por alto. Creo que sería mucho más divertido. ¡Véngase
conmigo, Ilia Illich!
—No, gracias. No me siento nada bien —repuso Oblomov frunciendo las cejas y
envolviéndose en la bata—. Me da mucho miedo la humedad. Pero véngase usted a
comer conmigo y charlaremos un rato. He sufrido dos desgracias…
—Lo siento. Pero comeremos todos en San Jorge y luego nos marcharemos juntos
a Ekaterinhof desde allí. Y por la noche tengo que redactar el artículo y enviarlo a la
imprenta antes de mañana. Adiós, Ilia Illich.
—Adiós, Penkin.
«¡Trabajar de noche! —pensó Oblomov—. ¿Cuándo dormirá entonces? Pero creo
que debe ganar por lo menos cinco mil rublos al año. Ya es algo. Aunque vivir
escribiendo sin cesar, derrochando las riquezas de su alma y de su espíritu en
bobadas, tener que violentar sus convicciones, vender su inteligencia, forzar su propia
naturaleza, vivir en constante excitación, sin poder gozar de un poco de reposo… Y
escribir y escribir sin tregua ni descanso, lo mismo que una rueda o una máquina,
mañana, pasado mañana, todos los días, sean laborables o festivos. Vendrá el verano
y él continuará escribiendo. ¿Cuándo dejará de escribir para descansar un poco?
¡Pobre muchacho!».
Oblomov volvió la cabeza para contemplar la mesa donde todo estaba en perfecta
paz; el tintero seco y sin tinta, la pluma inmóvil. Y se sintió contento al pensar que
estaba tumbado en la cama, libre de preocupaciones, como un recién nacido, sin
gastar energías… «Pero ¿y la carta del administrador?», pensó de pronto, y su alegría
se ensombreció súbitamente.
De nuevo tornaron a llamar a la puerta.
«Parece como si hoy tuviera día de visita», pensó al tiempo que se preguntaba
quién sería el nuevo visitante.
A poco entró en la habitación un individuo de cierta edad y aspecto indefinido.
No era alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni moreno ni rubio. La naturaleza no le había
obsequiado con ninguna característica especial, ni buena ni mala. Mucha gente le
llamaba Iván Ivanich; otros Iván Vasilich y algunos le designaban con el nombre de
Iván Mijailich. También su apellido se ofrecía a discusiones; unos eran de opinión
que se apellidaba Ivanov, otros Vasiliev o Andreiev y otros Alexeiev. Si era
presentado a un extraño, éste indefectiblemente olvidaba en el acto su nombre y su
cara, y ni siquiera le hubiera sido posible decir de qué habían hablado. Su presencia
no añadía nada a una reunión, ni su ausencia era notada jamás. Su espíritu estaba tan
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falto de humor, originalidad y otras cualidades como su cuerpo de señales
características. Podría haber dicho algo acerca de lo que había visto y contárselo a la
gente, pero jamás estuvo en ninguna parte. Había nacido en San Petersburgo y nunca
salió de la ciudad. Por lo tanto, todo lo que había visto y oído, lo conocían ya de
sobras los demás.
¿Qué atractivo posee un hombre de este tipo? ¿Puede amar, odiar o sufrir?
Probablemente podía amar, odiar y sufrir, puesto que no existe nadie que pueda
evitarlo, pero él se las había arreglado para estimar a todo el mundo. Existen seres en
quien es imposible, por mucho que se empeñe uno, despertar los sentimientos de
hostilidad, envidia o venganza. Cualquier cosa que se haga por ellos, en favor o en
contra, por nimia que sea, la convierten ellos en un motivo más para acrecentar su
afecto. Pero aunque decimos que este tipo de personas quieren a todo el mundo, en
realidad no quieren a nadie, y si son buenos es porque, simplemente, no son malos. Si
encontrándose uno de estos hombres presente, alguien da una limosna a un pobre,
también ellos se apresuran a dársela. Pero si otros insultan o hacen mofa del
pordiosero, también ellos se suman a los insultos y a las chanzas.
No se le puede llamar rico, porque es más bien pobre; pero tampoco es posible
llamarle pobre, porque hay otros que lo son mucho más que él. Dispone de una
pequeña renta de unos trescientos rublos al año. Además, disfruta de un empleo
insignificante por el que cobra un ínfimo sueldo. No sufre la menor privación ni pide
prestado dinero a nadie, ni a nadie, por supuesto, se le ocurre pedírselo a él. En la
oficina donde trabaja no tiene una ocupación concreta, pues tanto sus compañeros
como sus jefes no han conseguido averiguar si hay algo que haga mejor o peor que
otros trabajos, y no saben si está especialmente dotado para alguna cosa determinada.
Es muy posible que nadie se haya dado cuenta de su presencia en el mundo, salvo
su madre; muy pocos se han percatado de que existe, y ni uno solo le echa de menos
cuando se halla ausente. Y cuando muera, nadie preguntará por él, ni le llorará ni se
alegrará de que haya muerto. Carece de amigos y de enemigos, pero, sin embargo,
conoce a todo el mundo. El día que muera, su entierro llamará la atención de algún
transeúnte, que por primera vez saludará, inclinándose respetuosamente, a aquella
personalidad incolora. Y quizás un curioso pregunte por el nombre del muerto,
aunque al instante lo olvidará.
Aquel Alexeiev, Vasiliev, Andreiev o como se llamara, era sencillamente una
sombra incompleta e impersonal de la raza humana, algo así como un eco apagado,
como un reflejo borroso de un ser humano.
Incluso el mismo Zajar, que en las charlas que solía sostener en las tiendas
hablaba del carácter y cualidades de los amigos de su amo, se encontraba siempre en
un aprieto cuando le tocaba el turno a aquel tal… bien, llamémosle Alexeiev. Zajar
intentaba descubrir en él algún rasgo sobresaliente, pero siempre concluía diciendo:
«En cuanto a ése, no sé qué decir de él, no hay modo de descubrir en él ningún rasgo
particular».
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—¡Hola! —exclamó Oblomov al verle entrar—. ¿Es usted Alexeiev? ¿Cómo
está? ¿De dónde viene ahora? No se acerque ni me estreche la mano. Trae usted
consigo todo el aire frío de la calle.
—¡Pero si no hace frío, Ilia Illich! No era mi intención venir a verle hoy —dijo
Alexeiev—, pero me he encontrado a Ovchinin y me ha arrastrado hasta aquí. Vengo
a buscarle, Ilia Illich.
—¿Para qué?
—Hemos de ir a casa de Ovchinin. Alianov, Pkailo y Koliamiguin están ya allí.
—¿Y para qué hemos de ir? ¿Qué quieren de mí?
—Ovchinin le invita a comer.
—¿A comer? —repitió Oblomov sin la menor expresión.
—Y luego iremos todos a Ekaterinhof. Esperan que usted alquilará un coche.
—¿Y qué haremos allí?
—¡Oh! Todo el mundo va. ¿No sabe usted que estamos a primero de mayo?
—Siéntese usted, por favor, y lo pensaremos —pidió Oblomov a su visitante.
—No, no. Tiene usted que levantarse inmediatamente.
—Espere un rato. Aún es temprano.
—¿Temprano? Tiene usted que estar allí a las doce. Almorzaremos pronto, y
alrededor de las dos saldremos hacia Ekaterinhof. Vamos, dese prisa, Ilia Illich. ¿Le
digo a Zajar que le ayude a vestirse?
—No puedo vestirme. Todavía no me he lavado.
—¡Pues levántese y lávese!
Alexeiev empezó a pasearse por la estancia, hasta que de pronto se detuvo ante un
cuadro que había contemplado millares de veces. Luego lanzó una mirada a través de
la ventana, cogió un cachivache que estaba en la estantería, lo examinó por delante y
por detrás, lo volvió a colocar en su sitio, y prosiguió sus paseos arriba y abajo de la
habitación, en silencio, para no distraer a Oblomov mientras éste se levantaba y se
lavaba. De este modo transcurrieron cerca de diez minutos.
—¡Cómo! —exclamó Alexeiev de pronto, al mirar en dirección al lecho.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Oblomov.
—¿Aún está usted acostado?
—¿Es que tengo que levantarme de la cama?
—¡Pues claro! Nos están esperando, Ilia Illich. Usted desea ir…
—¿Adonde? Yo no deseo ir a ninguna parte.
—¡Vamos, Ilia Illich! Antes hemos estado hablando de que iríamos a comer con
Ovchinin para ir luego a Ekaterinhof…
—Pero ¿cómo quiere usted que salga a la calle con esta humedad? Y, además,
¿para qué? Me parece que está empezando a llover —dijo Oblomov con acento vago.
—¡No hay una nube en el cielo y dice usted que está empezando a llover!
¡Vamos! Si parece que está nublado es porque hace meses que no limpian los cristales
de la ventana. ¡Hay que ver lo sucios que están! No puede usted ver la luz del día y,
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además, la cortina está echada.
—Sí, tiene usted razón. Pero no le diga usted nada a Zajar, porque entonces
empezará a hablarle de alquilar un regimiento de mujeres y querrá echarme de casa
durante todo el día.
Oblomov permaneció pensativo mientras que Alexeiev se sentaba en la mesa y
empezaba a tabalear con los dedos sobre el tablero, a la vez que dejaba vagar su
mirada por el techo y las paredes.
—Bien, ¿qué decidimos al fin? ¿Se viste usted o se queda? —inquirió el hombre
al cabo de un tiempo.
—¿Dónde quiere usted que vaya, Alexeiev?
—Pues a Ekaterinhof. ¿Dónde va a ser?
—¡Qué pesadez! —contestó Oblomov un tanto irritado—. ¿Por qué no se queda
usted conmigo? ¿Es que está esto frío o huele mal, para que tenga tanto interés en
marcharse?
—No. Ya sabe que siempre me ha gustado estar con usted. Aquí me siento muy
bien —contestó Alexeiev.
—Pues entonces, si se encuentra usted bien, ¿porqué tanto decir que quiere
marcharse? Haría mucho mejor quedándose a pasar el día conmigo. Comeríamos
juntos y por la noche podría usted irse adonde le pareciera. Ahora que recuerdo, no
puedo ir a ninguna parte. Hoy tiene qué venir Tarantiev a comer conmigo. Es sábado.
—Bien… conforme… Haré lo que dice usted.
—¿Le he contado ya algo de mis asuntos? —se apresuró a preguntar Oblomov a
su amigo.
—¿Qué asuntos? No sé a qué se refiere usted —repuso Alexeiev, mirando a
Oblomov con los ojos abiertos de par en par.
—¿Por qué se figura usted que no me he levantado aún de la cama? Si
permanezco acostado todavía es porque estoy pensando en cómo podré salir del
atolladero en que me encuentro.
—¿De qué se trata? —preguntó Alexeiev esforzándose en aparecer preocupado e
inquieto.
—¡De dos terribles desgracias! Y el caso es que no sé cómo arreglármelas.
—¿Dos desgracias?
—En primer lugar, pretenden arrojarme del piso. ¡Imagine usted! Tengo que
mudarme de aquí a la fuerza. El trastorno que eso supone, el desorden… ¡Qué horror!
Llevo viviendo aquí hace ocho años. El dueño de la casa me ha jugado una mala
pasada. Ha dicho que tengo que abandonar el piso inmediatamente.
—¿Inmediatamente? Eso es que debe necesitar el piso. Las mudanzas son
siempre muy engorrosas —afirmó Alexeiev—. Unas cosas se pierden, otras se
rompen. Sí, es muy molesto una mudanza. Y el piso es muy bonito. ¿Cuánta paga
usted de alquiler?
—¿Dónde encontrar un piso como éste y, además, con esa prisa? —continuó
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Oblomov—. Las habitaciones no tienen la menor humedad y son calientes, y la casa
es muy respetable. ¡Tan sólo hemos tenido un robo en el tiempo que llevo viviendo
aquí! A primera vista parece que el techo no está en muy buen estado. En efecto. El
estuco se va desprendiendo, pero no se cae.
—¡Magnífico! —exclamó Alexeiev en tono elogioso.
—¿Qué podría hacer para no tenerme que mudar? —murmuró Oblomov casi para
sí mismo.
—¿Firmarían un contrato, supongo? —preguntó Alexeiev recorriendo la
habitación con su mirada.
—Sí. Pero el plazo ha terminado. Vengo pagando el alquiler todos los meses
desde… no sé cuánto tiempo.
Ambos permanecieron pensativos.
—¿Y qué piensa usted hacer? —preguntó ahora Alexeiev, luego de un silencio—.
¿Se mudará usted de piso o se quedará aquí?
—¡No pienso nada! ¡No quiero pensar en nada! —repuso Oblomov—. Ya cuidará
Zajar de pensar por mi.
—¡Y pensar que hay gentes que disfrutan con las mudanzas! —exclamó Alexeiev
—. Cambiar de casa es su diversión favorita.
—Pues que se cambien ellos, si tanto les gusta. Por lo que a mí respecta, no puedo
soportar los cambios de ninguna clase. Desde luego, lo del piso no es lo peor. Mire
usted lo que me ha escrito mi administrador. Le enseñaré la carta… Pero ¿dónde
diablos, estará esa dichosa carta? ¡Zajar, Zajar!
—¡Oh, Dios! —rezongó Zajar saltando de encima de la estufa—. ¿Cuándo se
dignará el Señor poner fin a mis tormentos?
Zajar entró en la estancia y dirigió una torva mirada a su amo.
—¿Has encontrado la carta?
—¿Cómo voy a encontrarla? ¿Cómo puedo saber a qué carta se refiere el señor, si
no sé leer?
—No importa. Búscala —ordenó Oblomov.
—Usted leyó anoche una carta —repuso Zajar—. Pero no he vuelto a verla.
—¿Dónde está entonces? —exclamó Oblomov enojado—. ¡Yo no me la he
comido! Recuerdo bien que tú la recogiste y que la dejaste en alguna parte, por aquí.
¡Mírala, aquí está!
Oblomov sacudió la manta y la carta apareció entre sus pliegues.
—¡Siempre me echa usted la culpa de todo!
—¡Vamos, vamos, márchate de una vez!
Oblomov y Zajar habían gritado al mismo tiempo. Zajar abandonó el cuarto y
Oblomov empezó a leer la misiva, que parecía escrita con kvas sobre un papel de
color grisáceo.
Al muy honorable señor, padre y benefactor nuestro, Ilia Illich…, empezó
Oblomov.
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El joven se saltó algunas líneas dedicadas a expresar los buenos deseos del que la
había escrito, y siguió hacia la mitad.
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Alexeiev miró al techo y pareció reflexionar unos momentos.
—Bien, se lo preguntaré a Stolz cuando venga a verme —afirmó Oblomov—.
Creo que fueron siete u ocho mil… Debería apuntármelo… Si fue así, ahora sólo me
enviará seis mil. ¡Me moriré de hambre! ¿De qué viviré?
—¿Porqué se preocupa usted, Ilia Illich? —murmuró Alexeiev—. No hay que
desesperarse de ese modo.
—Pero ¿es que no ha oído usted lo que me dice? En vez de enviarme dinero o por
lo menos darme una buena noticia, no hace otra cosa que causarme disgustos. ¡Y así
un año y otro! ¡Es indignante! ¡Dos mil menos!
—¡Sí, no hay duda de que es una buena pérdida! —afirmó Alexeiev—. Dos mil
rublos no son moco de pavo. Pero por ahí cuentan que Alexei Loginich ha recibido
este año sólo doce mil, en vez de setenta mil que recibía otros años.
—¡Doce mil, pero no seis mil como yo! —exclamó Oblomov interrumpiéndole
—. ¡Vaya si me ha fastidiado ese administrador! Si de veras se debe todo a la sequía,
¿por qué ha de decírmelo por adelantado?
—Tiene usted razón —repuso Alexeiev—. Pero no se pueden pedir peras al olmo,
es decir, finura de sentimientos a un simple campesino. Esta clase de gente no
comprende nada.
—Bien, ¿y qué haría usted en mi lugar, Alexeiev? —inquirió Oblomov mirando
con expresión interrogadora a Alexeiev, impulsado por la vaga esperanza de que éste,
pudiera darle una solución tranquilizadora.
—Tengo que reflexionar, Ilia Illich —repuso Alexeiev—. Me es imposible, así, de
buenas a primeras…
—¿Y si escribiera al gobernador? —sugirió Ilia Illich con gesto meditabundo.
—¿Quién es su gobernador?
Oblomov no contestó y se sumió en sus pensamientos. Por su parte, Alexeiev no
pronunció una palabra más y se entregó también a sus reflexiones.
Estrujando la carta entre sus manos, Oblomov apoyó en ella la cabeza, los codos
sobre las rodillas, y de este modo permaneció un largo rato, atormentado por algunos
inquietantes pensamientos.
—Me gustaría que Stolz viniera pronto —susurró—. Ya me anunció que vendría
a verme, pero Dios sabe dónde se encontrará ahora. Él lo solucionaría todo.
De nuevo se entristeció el joven. Luego se produjo otro largo silencio, que el
mismo Oblomov rompió algo más tarde.
—Sí, esto es lo que debo hacer —dijo con decisión, saltando casi de la cama—. Y
debo hacerlo inmediatamente. No hay que perder tiempo… Sobre todo…
En aquel instante la campanilla de la puerta sonó violentamente. Oblomov y
Alexeiev se estremecieron y Zajar se apresuró a saltar de encima de la estufa.
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III
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embrollarlos de tal modo que ya nadie era capaz de solucionarlos, y él entonces
concluía insultando a todo el mundo. Su padre, un abogado de provincias a la antigua,
había confiado que su vástago heredaría su habilidad para velar y resolver los
problemas de los demás y que con el tiempo llegaría a ser una segunda versión de su
triunfal carrera en los despachos oficiales. Pero el destino decidió otra cosa muy
diferente. El padre no había sido jamás un hombre culto, pero, en cambio, quiso que
su hijo aprendiera algo antes de ponerse a trabajar. Por esta razón, durante tres años le
había tenido estudiando latín con un clérigo.
El muchacho dio pruebas de cierta inteligencia, y en tres años se asimiló la
gramática y la sintaxis latina, pero cuando se disponía a traducir a Nepote, su padre
resolvió que ya sabía suficiente. El buen hombre pensaba que los conocimientos
adquiridos por su hijo le darían cierta gran ventaja sobre la generación precedente,
pero que si continuaba estudiando era muy posible que lo que aprendiera más tarde le
impidiese ingresar en las oficinas gubernamentales. En consecuencia, no sabiendo
qué hacer con el latín aprendido, Mijei empezó a olvidarlo a los dieciséis años en la
casa paterna. Mientras esperaba el alto honor de poder informar ante los tribunales
locales o de distrito, el joven concurrió a todas las juergas y cuchipandas de su padre,
y en esta escuela el joven aprendió a desenvolver rápidamente su clara inteligencia.
Era un muchacho impresionable como suelen serlo todos los jóvenes; Mijei
escuchaba con la mayor atención las historias que su padre y sus amigos contaban a
propósito de algunos curiosos casos de hurto en que habían intervenido en su calidad
de picapleitos. Sin embargo, de nada le sirvió todo esto. Pese a todos los esfuerzos
realizados por el padre, Mijei no consiguió jamás ser un abogado ni un hombre de
negocios. Aunque es muy posible que el viejo hubiera logrado su propósito de no
haberse interpuesto la fatalidad. Mijei aprendió la teoría de labios de su padre, pero
no pudo ponerla en práctica hasta que éste murió, lo que ocurrió antes de que hubiera
logrado hacerse una situación en los tribunales de justicia.
Mijei entonces fue llamado desde San Petersburgo por un amigo de su progenitor;
este amigo proporcionó al joven un empleo en cierta oficina del Estado, cumplido lo
cual no volvió a acordarse nunca más de que existía aquel joven. Debido a esto,
Tarantiev no pasó de ser un teórico durante toda su vida. Su latín y sus profundos
conocimientos sobre la forma de resolver los pleitos judiciales, fuera de una manera
justa o injusta, no le sirvieron de nada en San Petersburgo. Pero el joven sabía que en
su interior dormitaba una fuerza y una energía que las circunstancias hostiles y
adversas impedían que subiera a la superficie. Acaso fue esta conciencia de su fuerza
y de sus inútiles conocimientos lo que hizo de Tarantiev un hombre rudo, despectivo
con todo y con todos, siempre irritado. Consideraba su empleo, sin más horizonte que
el de sacar copias de los documentos y el de archivar, con manifiesta amargura y
desdén.
La única esperanza que le quedaba aún, y que brillaba a lo lejos, era la de
conseguir un empleo en el monopolio de alcoholes. Creía que ésta era la única
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oportunidad que tenía a su alcance para abrirse el camino que su padre había
imaginado para él. En el entretanto, dado que las teorías de su padre sobre la vida y el
trabajo, basadas en la banalidad y en la truhanería, no habían encontrado campo de
aplicación en provincias, Mijei se apresuró a aplicarlas en todos sus detalles a la
mísera y vulgar vida que se veía obligado a llevar en San Petersburgo, sobre todo, en
las relaciones con sus amigos, puesto que le era de todo punto imposible hacerlo en
las esferas oficiales. Era tramposo por temperamento y convicción, y como no tenía
pleitos ni clientes a quien aplicar tales cualidades, decidió engañar y enredar a sus
amigos y colegas. Valiéndose de la astucia o bien por modos violentos, obligaba a
que le invitasen, exigiendo, además, una deferencia que estaba muy lejos de merecer,
comportándose al propio tiempo de una forma grosera.
Jamás sintió reparo alguno de llevar ropas ajadas y viejas. En cambio, se
desesperaba si no podía contar por anticipado con una opípara comida regada con
abundantes vinos y licores. Entre sus amigos desempeñaba el papel de un perrazo
guardián que ladra a todo el mundo, no permite que nadie se mueva y pilla en el aire
con la mayor destreza todos los bocados que se le arrojan.
Tales eran los dos visitantes más asiduos de Oblomov. ¿Por qué acudían a verle
con tanta frecuencia? Ambos lo sabían perfectamente: para comer, para beber y para
fumar buen tabaco. Entraban en su cálida y confortable habitación donde el dueño les
recibía siempre sin muestras de frialdad, aunque también sin el menor entusiasmo. ¿Y
por qué razón les recibía Oblomov? Es muy posible que a éste le hubiera resultado un
tanto difícil contestar a la pregunta. A buen seguro que por idéntico motivo que
todavía en la actualidad las casas en donde reina el bienestar son visitadas por
hombres y mujeres de esa calaña, gentes arruinadas, sin trabajo ni ganas de tenerlo,
pero que poseen bocas que desean comer y, por lo general, gozan o gozaban antaño
de un cierto rango social.
Aún existen sibaritas en el mundo que precisan de esta clase de personas para
gozar de una plena satisfacción, que se sienten por completo desgraciados si no se
ven un día sí y otro también rodeados de gente inútil. ¿Quién les buscaría la caja de
rapé perdida o les recogería del suelo el pañuelo caído? ¿A quién podrían quejarse de
su dolor de cabeza, exigiendo una compasión que creen merecer, o a quién podrían
contarle la última pesadilla sufrida y exigirles una interpretación de ella? ¿Quién les
leería en alta voz para hacerles dormir? Aparte de que a esta clase de invitados se les
puede enviar a la ciudad próxima a comprar algo o bien puede exigírseles otro
servicio que no sería digno que realizara el dueño.
Siempre que se presentaba en la casa, Tarantiev armaba un gran estrépito y
conseguía arrancar a Oblomov de su apatía e inmovilidad. El hombre se desgañitaba
gritando, discutía, constituyendo por sí mismo un auténtico espectáculo, con lo que
ahorraba a su anfitrión el tener que hablar o actuar. Tarantiev aportaba vida,
movimiento y agitación, así como noticias frescas, a la habitación de la casa donde el
sueño y la pereza eran eternos. Sin necesidad de mover un solo dedo, Oblomov podía
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escuchar y contemplar a un ser viviente que hablaba y se movía ante él infatigable.
Además, era lo suficiente ingenuo para creer que Tarantiev podía de veras prestarle
un servicio o darle un consejo útil.
En cuanto a las visitas de Alexeiev, Oblomov tenía otros motivos no menos
poderosos para soportarlas. Si quería vivir a su manera, esto es, permanecer en
silencio, dormitar o bien pasear lentamente por la estancia, Alexeiev parecía dejar de
existir. Éste también guardaba silencio, dormitaba, hojeaba un libro o examinaba con
expresión aburrida los cuadros y cachivaches que había en la habitación, bostezando
una y otra vez hasta que las lágrimas inundaban sus ojos. De esta forma podía
permanecer tres días seguidos. Por el contrario, si Oblomov se aburría y deseaba
hablar, leer o discutir o bien apasionarse por algo, contaba con un excelente oyente,
siempre bien dispuesto, que correspondía con la misma buena voluntad a su charla
que a su silencio, o a su estado de ánimo, fuese cual fuese éste.
Recibía también otras visitas, aunque con menos frecuencia, tales como las de los
tres primeros personajes que hemos presentado al principio. Oblomov se iba
distanciando cada vez más de su sociedad. Alguna que otra vez sentía interés por
enterarse de unas cuantas noticias o bien sostener una conversación durante breves
minutos. Sin embargo, pronto se fatigaba y se sumía en un completo silencio. Ellos,
por el contrario, exigían una correspondencia y esperaban que Oblomov interviniera
de un modo u otro en lo que a ellos les interesaba personalmente. En suma, vivían en
sociedad, entre seres humanos, y por esta razón juzgaban la vida de un modo
diametralmente opuesto a como la juzgaba Oblomov.
Sólo existía una persona a quien Oblomov apreciaba de veras. También ésta le
agobiaba; también a ésta le interesaban las noticias, la sociedad, las lecturas y todo
cuanto suponía vida. Pero todo esto era en el más profundo, más sincero, mucho más
cálido. Y aunque Oblomov se mostraba amable con todo el mundo, tan sólo a este
amigo estimaba de veras y sólo a él era realmente fiel, acaso porque habían crecido
juntos y juntos habían estudiado y vivido. Este hombre se llamaba Andrei Karlovich
Stolz. En aquel momento se encontraba lejos de allí, pero Oblomov esperaba su
regreso a la ciudad a no tardar.
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IV
¿CÓMO vamos, amigo? —exclamó Tarantiev con acento rudo, tendiendo su peluda
mano a Oblomov—. ¿Por qué demontre sigue usted acostado a estas horas?
—¡No se acerque usted, no se acerque por lo que más quiera! ¡Viene usted
directamente del frío de la calle! —repuso Oblomov cubriéndose con la manta.
—¡Qué ocurrencia! —vociferó Tarantiev—. ¡Vamos, deme usted la mano, puesto
que no tengo inconveniente en ofrecérsela! ¡Están a punto de dar las doce y aún sigue
usted en la cama!
Tarantiev sintió tentaciones de arrojar a Oblomov del lecho. Pero éste no le dio
tiempo para ello, pues rápidamente puso los pies en el suelo y los introdujo en sus
zapatillas.
—Precisamente ahora me disponía a levantarme —repuso Oblomov bostezando.
—Sin duda. Pero seguro que si no vengo seguiría usted acostado hasta la hora de
comer. ¡Eh, Zajar! ¿Dónde estás, viejo imbécil? ¡Vamos, de prisa! ¡Ayuda a tu amo a
vestirse!
—Cuando tenga usted criado podrá insultarle cuando le venga en gana —repuso
Zajar entrando en la estancia y lanzando una mirada despectiva a Tarantiev—. ¡Cómo
ha ensuciado el piso! —añadió en tono de reproche.
—¡No me repliques, respondón! —gritó Tarantiev, alzando un pie para dar una
patada a Zajar cuando pasara por su lado.
Pero Zajar se detuvo en seco y miró a Tarantiev con expresión de desafío.
—¡Pruebe a tocarme y verá! —dijo, aunque al mismo tiempo inició una prudente
retirada hacia la puerta.
—¡Vamos, vamos, Mijei Andreich! ¡Qué buscarruidos es usted! ¿Es que no puede
dejarle tranquilo? Vamos, Zajar, ayúdame a vestirme.
Zajar sé acercó a su amo sin dejar de mirar de reojo a Tarantiev, ante el que pasó
rápidamente. Apoyándose en Zajar, Oblomov se levantó con visible desgana, como si
se sintiera en extremo cansado, y con idéntica dejadez se encaminó al sillón, donde se
dejó caer como un peso muerto. Zajar tomó la pomada, un peine y unos cepillos de la
mesa y mojando el cabello de Oblomov, le hizo la raya y le cepilló el cabello.
—¿Se lavará el señor en seguida? —preguntó Zajar.
—No. Esperaré un poco —repuso Oblomov—. Ya puedes irte.
—¡Ah! ¿También está usted aquí? —exclamó Tarantiev volviéndose súbitamente
hacia Alexeiev mientras Zajar cepillaba el cabello de su amo—. No me había dado
cuenta de su presencia. ¿Qué hace usted aquí? A propósito, tengo que decirle que su
pariente es un cerdo. Precisamente quiero explicarle…
—¿Qué pariente? Yo no tengo ningún pariente —repuso Alexeiev con acento
tímido, mirando a Tarantiev con los ojos abiertos de par en par.
—El empleado ése… como se llame… ¡Ah, sí! Afanasiev. Es pariente de usted.
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—Yo me llamo Alexeiev, no Afanasiev. Además, no tengo ningún pariente.
—¡Vaya Si es pariente de usted! Es un hombre tan insignificante como usted y
también se llama Vasili Nikolaich.
—Le juro a usted que no le conozco ni sé nada de él. Yo me llamo Iván Alexeich.
—Bueno, pero que conste que se le parece mucho. Y es un verdadero cerdo,
puede decírselo de mi parte cuando le vea.
—No le conozco ni le he visto en mi vida —repuso Alexeiev, abriendo su cajita
de rapé.
—Deme un poco de rapé —dijo Tarantiev al ver el ademán del otro—. ¡Pero si es
tabaco del país y no francés! —añadió tomando un pellizco—. ¿Por qué no compra
usted tabaco francés? —continuó en tono de reconvención—. En mi vida he visto un
hombre tan cerdo como ese pariente de usted —prosiguió Tarantiev—. Hará cosa de
dos años le pedí prestados cincuenta rublos. No es mucho, ¿verdad? Cualquiera
creería que se me había olvidado. Pues bien, ese cerdo lo recuerda perfectamente.
Hace un mes que, cada vez que me encuentra me espeta: «¿Qué me dice usted de su
deuda?». ¡Me está molestando de verás! Y, por si esto fuera poco, ayer se presentó sin
más ni más en la oficina y me dijo: «Supongo que debe usted haber cobrado su
sueldo, así que podrá devolverme mi dinero». ¡Crean que le sacudí fuerte! Y el
hombre quedó tan corrido delante de los demás que apenas si acertaba a encontrar la
puerta de salida. «Es que necesito ese dinero», dijo. ¡Como si yo no lo necesitara
también! ¡No soy un millonario para poderle dar cincuenta rublos así como así,
simplemente porque se le ocurre pedírmelos! Deme un cigarrillo, amigo.
—Ahí está la caja —repuso Oblomov señalando la mesa escritorio.
El joven continuaba sentado en el sillón, medio adormilado, en su actitud
característica, sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor ni oír tan siquiera lo
que decían. Estaba entretenido acariciándose con el mayor interés sus pequeñas y
blancas manos.
—Supongo que serán los mismos de siempre —dijo Tarantiev con acento de
reproche, cogiendo un cigarrillo de la caja y mirando a Oblomov.
—Desde luego —repuso Oblomov con expresión distraída.
—¡Cuántas veces habré de decirle que compre de otra clase, extranjeros! ¡Ya se
ve el caso que hace usted de lo que yo le digo! Acuérdese de comprar algunos para el
próximo sábado, o no me verá usted el pelo en Dios sabe cuánto tiempo. ¡Qué
porquería de cigarrillos! —Encendió el que había cogido y lanzó una gran bocanada
de humo—. ¡Esto no hay quien lo fume!
—Hoy ha venido usted muy temprano, Mijei Andreich —dijo Oblomov
acompañando sus palabras con un bostezo.
—¿Es que ya está usted harto de mí?
—No, Tarantiev. Era un simple comentario que se me ha ocurrido hacer. Por lo
común, llega usted a la hora justa de sentarse a la mesa. Por el contrario, hoy apenas
si pasan de las doce.
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—He venido temprano con toda intención. Quería saber lo que tendríamos para
comer. Siempre nos sirve usted una comida pésima y hoy deseaba saber lo que nos
preparaba.
—Entonces pregúnteselo al cocinero —replicó Oblomov.
Tarantiev se apresuró a salir de la estancia.
—¡Vamos! —exclamó al regresar—. ¡Buey y ternera! Oblomov, permítame que
se lo diga, pero usted no sabe vivir, pese a ser un terrateniente. Vive usted como un
vulgar tendero, no como corresponde a un caballero. Desconoce por completo las
reglas de la buena mesa. Vamos a ver, ¿ha comprado usted Madeira?
—Pues si quiere que le diga, no lo sé. Pregúnteselo a Zajar —repuso Oblomov
concediendo escasa atención a la pregunta—. Supongo que debió de quedar algo de
vino de la última vez.
—¿El mismo de siempre? ¿El alemán? No, apreciable amigo. Tiene usted que
comprarlo en la tienda inglesa.
—Hay muchas cosas que hacer —contestó Oblomov— y representa una
complicación enorme mandarlo a buscar.
—Deme usted el dinero y yo mismo iré a buscarlo de un salto a la tienda y le
traeré la botella. De paso haré una visita que tengo que hacer.
Oblomov buscó en un cajón, del cual sacó al fin un billete de diez rublos.
—El Madeira cuesta siete rublos, y le entrego diez.
—¡Deme el billete! Ya me lo cambiarán, no tema usted —y arrancando el billete
de la mano de Oblomov se lo guardó rápidamente en el bolsillo.
—Bien, voy al instante —continuó Tarantiev poniéndose el sombrero—. Estaré
de regreso hacia las cinco. Tengo que hacer una visita. Me tienen prometido un
empleo en un depósito de alcoholes y quiero ver cómo anda el asunto… Por cierto,
Ilia Illich: ¿No desea usted alquilar un coche para ir a Ekaterinhof? Si lo hiciera,
podría llevarme usted.
Oblomov hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—¿Siente usted pereza de moverse o es que le duele gastar el dinero? ¡Avaro, más
que avaro! —exclamó Tarantiev—. Bien, hasta luego.
—¡Espere usted, Mijei Andreich! —pidió Oblomov—. No se vaya ahora. Deseo
pedirle un consejo.
—¿De qué se trata? Hable, pues tengo prisa.
—Me han ocurrido dos desgracias. Una de ellas es que me echan del piso.
—Eso quiere decir que no paga usted el alquiler. Hacen muy bien —contestó
Tarantiev desde la puerta.
—Al contrario. Pago siempre por adelantado. No, es que creo que van a hacer
obras en el piso… Pero espere usted. ¿Dónde va tan de prisa? Aconséjeme lo que
tengo que hacer. Me acosan desde todas partes y dicen que tengo que mudarme
dentro de una semana.
—¿Es que me toma usted por su consejero? ¿Se ha creído usted que…?
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—No me he creído nada, Tarantiev —repuso Oblomov—. No grite y arme
escándalo, por favor. Pero dígame lo que debo hacer. Usted es un hombre
verdaderamente práctico…
Tarantiev no escuchaba ya; parecía estar reflexionando.
—Bien. Puede usted estarme agradecido —dijo al cabo, quitándose el sombrero y
tornándose a sentar—. Y encargue champaña para la cena. La cuestión ya está
solucionada.
—¿Cómo es posible? —inquirió Oblomov sorprendido.
—Habrá champaña, ¿sí o no?
—Tal vez, si el consejo lo merece…
—Quien no merece el consejo es usted. ¿Por qué razón tengo que ayudarle?
Pregúntele a él —añadió señalando a Alexeiev—, o bien a su pariente.
—Vamos, dígamelo usted de una vez, Tarantiev.
—Pues bien. Tiene usted que mudarse mañana mismo sin falta…
—¿Y a eso llama usted dar un consejo? Eso ya lo sabía yo…
—¡Espere, no me interrumpa! —bramó Tarantiev con acento imperioso—. Debe
usted mudarse cuanto antes a un piso que yo sé, situado en el barrio de Viborg. Es de
una amiga mía y lo alquila.
—¿Qué dice usted? ¿En el barrio Viborg? ¡Pero si la gente dice que en invierno
los lobos llegan hasta allí!
—¡Patrañas! Mi amiga vive allí. La casa es de su propiedad, y tiene un gran
huerto. Es viuda y tiene dos hijos. Un hermano soltero vive con ella. Le aseguro que
es todo un hombre muy inteligente. No es como este tipo —añadió señalando por
segunda vez a Alexeiev—. Estoy seguro de que nos dejaría atrás a nosotros dos.
—¿Y a mí qué me importa todo eso? —replicó Oblomov con súbita impaciencia
—. No pienso mudarme a ese sitio.
—Eso ya lo veremos. Desde el momento que me ha pedido usted un consejo,
tiene que seguirlo.
—¡Pues no iré! —dijo Oblomov con decisión.
—¡El diablo se lo lleve! —rugió Tarantiev, que poniéndose de nuevo el sombrero,
se dirigió a la puerta—. Pero, querido amigo —añadió, volviéndose una vez más—,
¿qué atractivo encuentra usted en este piso?
—Pues, sencillamente, que está muy cerca de todo, de las tiendas, de mis amigos,
de los teatros… Que es muy céntrico, vamos.
—Muy bien —exclamó Tarantiev—. Ahora, ¿quiere usted decirme cuánto tiempo
hace que no ha salido de casa? ¿A qué amigos ha ido usted a visitar? ¿Para qué
demontres necesita usted un piso céntrico?
—Pues… por varias razones.
—Sí, ya lo sé. Pero usted mismo sabe cuáles son esas razones. Piénselo usted
bien, Ilia Illich. Vivirá usted en casa de mi amiga, gozando de la mayor paz y
tranquilidad, sin oír ruidos. Nadie irá a estorbarle. Se trata, por otra parte, de una casa
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limpia y confortable. Aquí vive usted como en una pensión. ¡Usted, que es un
terrateniente! Allí, todo es limpieza y quietud. Y, si se aburre, siempre tendrá a mano
alguien con quien pasar un rato de palique. Nadie irá a importunarle con sus visitas,
excepto yo. En la casa hay dos niños; podrá usted jugar con ellos cuando guste. ¿Qué
más quiere usted? ¿Por qué se empeña en agarrarse a «esto»? ¿Cuánto paga usted de
alquiler por este piso?
—Mil quinientos rublos.
—Pues allí pagará usted sólo mil por una casa entera. ¡Y si viera lo claras y
espaciosas que son las habitaciones! Esa buena mujer hace tiempo que desea tener un
huésped pacífico y serio. Esto es lo que me ha hecho pensar en usted…
Oblomov se limitó a negar con la cabeza.
—¡Vaya si se mudará usted, Ilia Illich! —afirmó Tarantiev—. Le aseguro que allí
gastará usted la mitad de lo que gasta aquí. Sólo en el alquiler pagará usted quinientos
rublos menos. La comida ser más limpia y sana, y Zajar ya no podrá robarle…
Se oyó un gruñido procedente de la habitación inmediata.
—Y tendrá usted mucho más orden —continuó Tarantiev, imperturbable—.
Ahora es muy molesto comer con usted. Quieres pimienta, pues no hay; se olvidan
del vinagre; los cuchillos están sucios; usted mismo afirma que le estropean la ropa.
Toda la casa está tan llena de polvo que da náuseas. Allí dispondrá de una mujer que
le cuidará y atenderá sus menores indicaciones. Usted y ese estúpido de Zajar…
El gruñido de antes aumentó de intensidad.
—Ese animal no tendrá entonces que cuidarse de nada —siguió Tarantiev—. No
lo piense usted más y ponga fin a esto…
—Pero ¿cómo voy a trasladarme sin más ni más a Viborg?
—Tiene sobrados motivos para hacerlo —contestó Tarantiev súbitamente
inspirado—. Se acerca el verano, y será magnífico poder vivir en el campo. ¿Qué
hará usted aquí en pleno verano? En cambio, allí tendrá usted a su alcance los
jardines de Bezborodkin, el Ochta, y el Neva a dos pasos. ¡Vamos, vamos, no lo
piense usted más! Iré a ver a esa mujer antes de comer, y mañana mismo pasará usted
por allí. Bien, ahora deme dinero para el coche.
—¡Qué hombre! —exclamó Oblomov—. Se le acaba a usted de ocurrir la absurda
idea de hacerme ir a vivir a Viborg y no hay quien le saque de eso. No cuesta nada
decirlo. Pero si en realidad fuera usted inteligente, lo que habría hecho es darme una
solución para que no tuviera que mudarme de aquí. Hace ya ocho años que habito en
esta casa, y no deseo marcharme.
—Pues está decidido; se mudará usted. Ahora mismo voy a ver a mi amiga, y ya
me ocuparé otro día de mi empleo.
Y diciendo esto se encaminó a la puerta.
—¡Espere, espere usted! ¿Dónde va? —preguntó Oblomov tratando de detenerle
—. Aún hay algo más, algo mucho más importante que deseo consultarle. Lea, por
favor, esta carta de mi administrador y dígame qué debo hacer.
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—¡Vaya tipo raro que es usted! —repuso Tarantiev—. Es incapaz de hacer nada
por sí mismo. Para todo necesita ayuda y tiene que recurrir a mí. ¿De qué sirve en el
mundo un hombre como usted?
—¿Dónde está la carta? —se limitó a decir Oblomov por toda respuesta—. ¡Zajar,
Zajar! ¡Ya debe de haberla extraviado otra vez!
—Esta debe ser la carta que busca —dijo Alexeiev recogiendo del suelo el papel
arrugado.
—Sí, ésta es —repuso Oblomov y tomando la carta empezó a leerla en alta voz
—. ¿Qué opina usted? ¿Qué cree que debo hacer? —inquirió cuando terminó la
lectura—. La sequía, los atrasos en el pago…
—¡Está usted perdido! ¡Completamente perdido! —graznó Tarantiev.
—¿Por qué cree usted que estoy perdido?
—Pues porque sí.
—Entonces, dígame usted qué debo hacer.
—¿Y qué me dará usted a cambio?
—Ya le he prometido champaña. ¿Qué más quiere usted?
—El champaña es por haberle encontrado un sitio donde alojarse. Le he prestado
un gran favor, y usted se niega a reconocerlo, me lo discute. ¿Sabe que es usted un
ingrato y un desagradecido? ¡A ver si es usted capaz de encontrar piso por sí mismo!
Y lo del piso, a fin de cuentas, es lo de menos. Lo principal es que vivirá usted
rodeado de comodidades, como si estuviera con su propia hermana. Dos niños y un
hermano soltero. Yo iré a verle todos los días…
—Bien, bien, conforme —dijo Oblomov interrumpiéndole—. Pero ahora dígame
qué es lo que cree usted que debo hacer con el administrador.
—Encargue cerveza para la comida y se lo diré.
—¿Cerveza ahora? Nunca tiene usted bastante…
—En ese caso, adiós —contestó Tarantiev poniéndose el sombrero una vez más.
—¡Dios santo! ¡El administrador me anuncia que me remitirá dos mil rublos
menos y él me pide cerveza! Está bien, compre cerveza.
—En ese caso tendrá usted que darme dinero para ella —contestó Tarantiev.
—¿No es suficiente con el cambio del billete?
—¿Y el coche para Viborg?
Oblomov sacó otro billete del mismo lugar que el anterior y se lo entregó a
Tarantiev, aunque no sin cierta repugnancia.
—Su administrador es un ladrón —dijo Tarantiev guardándose el billete—. Es
todo lo que puedo decirle. Pero usted le escucha con la boca abierta y le cree como si
fuera el mismo Evangelio. ¡Vaya cuento que le ha endilgado! ¡La sequía, los atrasos,
los sembrados echados a perder, los campesinos que huyen! ¡Todo eso es mentira!
Me han dicho que el año pasado en Shumilovo la cosecha fue magnífica y que todo el
mundo pudo pagar sus deudas. En cambio, usted sufre la sequía y pierde lo que ha
sembrado. Shumilovo se encuentra tan sólo a tres verstas de su propiedad. ¿Por qué
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no se abrasaron allí los sembrados? En cuanto a los atrasos, ¿por qué razón ha
permitido que se fueran acumulando? ¿Por qué tienen que existir atrasos? Es un
sinvergüenza rematado, pero ya le enseñaré yo. Supongo igualmente, que si los
campesinos se escapan es porque él ha cobrado algo por dejarles marchar, y es seguro
que ni siquiera se habrá quejado ni al jefe de policía.
—Eso sí —repuso Oblomov—. En la carta dice que el comisario le contestó…
Por otra parte, parece tan convincente…
—Usted no entiende nada de esto, y perdone que se lo diga, Ilia Illich. Todos los
ladrones saben escribir cartas convincentes. Ahí tiene usted a ese hombre, por
ejemplo —dijo señalando a Alexeiev—. Estoy más que convencido de que no sabe
escribir cartas convincentes. En cambio, su pariente, que es un cerdo y un ladrón,
sabe escribirlas muy bien. Tampoco usted sería capaz de hacerlo, No le quepa la
menor duda de que su administrador es un completo ladrón, desde el momento que
escribe de ese modo.
—Bien, ¿y qué cree usted que debo hacer?
—Despedirle inmediatamente.
—¿Y a quién pongo en su lugar? ¿Qué sé yo de mis campesinos? Es posible que
los demás sean aún peores. Yo no he estado allí desde hace doce años.
—Pues vaya ahora. Es de todo punto necesario que lo haga. Pase el verano allí, y
al regreso puede instalarse directamente en su nuevo alojamiento. Ya cuidaré yo de
que todo esté a punto cuando usted regrese.
—¡Mudarme, marchar al pueblo! ¡Vaya soluciones que se le ocurren! —exclamó
Oblomov irritado—. En vez de llevar usted las cosas a sus últimas consecuencias,
debería buscar soluciones de compromiso.
—Ilia Illich, creo que usted es un hombre completamente inútil. Yo en su lugar de
usted, ya habría hipotecado la finca para comprarme una buena casa, bien situada,
aquí, en la ciudad. Luego hubiera hipotecado también la casa y comprado otra… ¡Oh,
si yo hubiera gozado de sus posibilidades, de otro modo ya me luciría el pelo!
—Deje de hablar a tontas y a locas de una vez y trate de encontrar una solución
para que no me vea obligado a mudarme de casa ni a ir al campo —insistió Oblomov.
—Pero ¿cuándo cambiará usted de manera de ser Ilia Illich? —preguntó Tarantiev
—. ¡Contémplese a sí mismo! ¿De qué sirve usted? ¿Qué utilidad presta usted a la
patria? ¡Se siente incapaz incluso de ir a sus propiedades!
—Aún no puedo ir. Antes es necesario que acabe de estructurar el plan… Se me
ocurre ahora una idea, Mijei Andreich —exclamó Oblomov de súbito—. Vaya usted
en mi lugar, usted conoce el problema y la región. Por mi parte no ahorraré gastos…
—Pero ¿se ha figurado usted que yo soy su administrador? —replicó Tarantiev—.
Además, he perdido por completo el hábito de tratar con los campesinos —añadió
con expresión altanera.
—¿Qué haré entonces? —murmuró Oblomov en tono afligido—. No tengo la
menor idea…
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—Bien. En ese caso, escriba por lo menos al comisario de policía preguntándole
si el administrador le ha comunicado algo sobre la huida de los campesinos —
aconsejó Tarantiev—. De paso, ruéguele que vaya a echar un vistazo a sus
propiedades. Luego escriba al gobernador y pídale que ordene al comisario que le
informe sobre la conducta del administrador. Dígale algo como esto: «Excelencia,
compadézcase paternalmente de mí y mire con ojos misericordiosos la desgracia que
nos amenaza a mí, a mi esposa y a mis doce hijos que, por culpa de los constantes
engaños del administrador, tendrán que sufrir hambre y privaciones de toda clase…».
Oblomov no pudo por menos de echarse a reír.
—¿Y de dónde sacaré tantos chiquillos si el gobernador me pide que se los
presente?
—¡No diga usted majaderías! Escriba «doce» hijos, que nadie lo comprobará y es
por demás «convincente». El gobernador pasará la carta a su secretario. Y usted
también tendrá que escribir a éste, incluyéndole algo, por supuesto, con el fin de que
atienda su asunto. Al mismo tiempo deberá pedir ayuda a sus vecinos. ¿Quiénes son
éstos?
—Dobrinin vive muy cerca —repuso Oblomov—. Anduvo por aquí mucho
tiempo. Pero ahora creo que se ha reintegrado a sus propiedades.
—Pues entonces escríbale también. Muéstrese amable con él y dígale: «Me hará
usted un señaladísimo favor y le quedaré profundamente agradecido, como cristiano,
como amigo y como vecino», y remítale algunos regalos. Unos cigarros, por ejemplo.
Esto es lo que tendría usted que hacer. Pero sé que no lo hará pues no tiene usted ni
una pizca de sentido común. Ya haría yo bailar a ese administrador al son de mi
pandero. Vamos a ver, ¿cuándo sale el correo?
—Pasado mañana.
—Pues siéntese ahí y escriba.
—Pero si no sale hasta pasado mañana, ¿por qué he de escribir ahora? —observó
Oblomov—. Escribiré mañana. Pero escuche usted, Mijei Andreich, añada un nuevo
favor a los que ya me ha hecho y yo, por mi parte, añadiré un pescado o un ave a la
comida.
—Diga usted. ¿De qué se trata?
—Siéntese y escriba. En un instante tendrá escritas las tres cartas. ¡Usted lo
expone todo de un modo tan «convincente»! —continuó Oblomov intentando sonreír
—. Luego Iván Alexeich lo copiará.
—¡Vaya salida! —exclamó Tarantiev—. ¡Que me ponga a escribir ahora! Hace
dos días que me es imposible escribir una línea en la oficina. En cuanto lo intento, ya
tiene usted que empieza a dolerme el ojo izquierdo, así como el cuello. Debe de
haberme dado un aire. ¡Qué perezoso es usted, Ilia Illich! ¡Está usted
irremisiblemente perdido!
—¡Ojalá llegara pronto Andrei! —suspiró Oblomov desalentado—. Él sí que lo
arreglaría todo.
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—¡Vaya ayuda! —exclamó Tarantiev—. ¡Un alemán sin el menor escrúpulo!
—¡Cuidado, Mijei Andreich! —dijo Oblomov con acento severo—. Le suplico a
usted que tenga mucho cuidado con lo que dice al hablar de mis amigos íntimos.
—¡Íntimos! —murmuró Tarantiev con entonación despreciativa—. ¡Pero si ese
hombre no tiene nada que ver con usted! ¡Es alemán!
—Los dos crecimos y estudiamos juntos, y no le permito a usted que hable de él
en ese tono impertinente que lo hace… Tarantiev enrojeció de cólera.
—¡Si es que le prefiere usted a mí, jamás volveré a poner los pies en esta casa! —
vociferó.
Otra vez se puso el sombrero y se dirigió a la puerta. Oblomov se apaciguó
instantáneamente.
—Me he limitado a pedirle a usted que hablara de él con más cuidado y respeto.
No me parece que sea pedir mucho —dijo.
—¿Respeto para un alemán me pide usted? —exclamó Tarantiev con el más
profundo desprecio—. ¿Por qué razón he de respetarle?
—Ya le he dicho a usted que nos criamos y estudiamos juntos.
—Eso no quiere decir nada. Hay mucha gente que ha ido a la misma escuela.
—Y estoy seguro de que si se hubiera encontrado aquí en ese momento, me
habría solucionado mis problemas sin exigirme cerveza ni champaña —murmuró
Oblomov.
—¡Ah, vamos! Eso es lo que le duele a usted, ¿eh? ¡Al diablo su cerveza y su
champaña! ¡Tome, aquí tiene su dinero! ¿Dónde lo habré guardado? ¿Qué demonios
he hecho de él?
Tarantiev sacó un papel lleno de grasa en el que había algo escrito.
—¡No es esto! —masculló—. ¿Dónde me habré metido el dinero?
Y continuó buscando en sus bolsillos.
—No se preocupe usted —dijo Oblomov—. No le reprocho nada. Me he limitado
a rogarle que hablara con más miramiento y ponderación de un hombre que me ha
prestado muchos y grandes favores…
—¡Muchos y grandes favores! —repitió Tarantiev con acento irónico—. Y los
que le hará aún…
—¿Por qué dice usted eso?
—No tardará usted en saber cuáles son las consecuencias de haber abandonado a
un ruso como yo por un simple vagabundo…
—¡Oiga usted, Mijei Andreich!… —empezó Oblomov.
—¡No tengo nada que oír! ¡Ya he oído bastante! Con esto me basta. ¡Sólo Dios
sabe los insultos que he tenido que soportar! En Alemania su padre no tendría un
mendrugo que llevarse a la boca, y ahora él tratará de dárselas aquí de señor…
—¿Por qué no hace usted el favor de dejar en paz a los muertos? ¿Qué tiene usted
que decir de su padre?
—De los dos, del padre y del hijo —afirmó Tarantiev haciendo un vago ademán
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con la mano—. No en vano mi padre me previno siempre contra los alemanes. Y le
aseguro a usted que él conocía muy bien a la gente de su época…
—Pero, por favor, Tarantiev, se lo suplico, dígame usted de qué acusa al padre de
Stolz —demandó Oblomov.
—Le acuso de haber llegado a nuestra patria sin nada que ponerse encima y de
haber dejado al morir una herencia a su hijo. ¿Cómo lo explica usted?
—A su hijo le dejó tan sólo unos cuarenta mil rublos. Parte de ellos constituían la
dote de su esposa, el resto lo reunió dando lecciones y administrando una propiedad,
por lo cual recibía un buen sueldo… Ya puede usted ver que el pobre hombre no hizo
nada malo. En cuanto al hijo, ¿qué tiene usted que decir, de él?
—¡Otro bribón como su padre! El hijo consiguió convertir en poco tiempo los
cuarenta mil rublos del padre en trescientos mil y luego se hizo nombrar consejero de
la corte… ¡Y ahora se encuentra de viaje! ¡Es un vagabundo! ¿Hubiera hecho esas
cosas un verdadero ruso? Un ruso hubiese entrado en una oficina para ocupar un
empleo, y habría seguido trabajando allí sin prisas, de un modo apacible y tranquilo,
sin moverse. Él, en cambio, ya lo ve usted, se ha enriquecido en cuatro días. Me
parece muy sospechoso, y en mi concepto, tendrían que pedírsele cuentas. Además,
¿por que ha de asomar la nariz al extranjero?
—Le gusta ver cosas nuevas y aprender.
—¿Aprender? ¿Es que no ha aprendido aún bastante? Todo eso es una añagaza,
no lo dude usted. Le está engañando a usted, del mismo modo que le engaña su
administrador. ¿Desde cuándo un consejero de la Corte necesita aprender algo? Usted
fue a la escuela en su niñez y primera juventud, ¿no es cierto? Pero ahora ya no
estudia nada. Y ese tipo tampoco —añadió señalando a Alexeiev—. Ni tampoco su
cochino pariente ni nadie que sea de veras una persona honrada. ¿Es que ha ido a
alguna escuela de Alemania? ¡Ni pensarlo! He oído decir por ahí que anda buscando
una máquina. Me figuro que será para acuñar moneda falsa… Querido Oblomov, soy
de opinión que el alemán ese debería encontrarse en la cárcel.
Oblomov se echó a reír de buena gana.
—¿De qué se ríe usted, si puede saberse? ¿Es que no me cree? ¿Es que pone en
duda mis palabras? —preguntó Tarantiev.
—No hablemos más de eso —repuso Oblomov—. Vaya usted a hacer lo que tiene
que hacer, y yo me quedaré aquí escribiendo esas cartas con ayuda de Iván Alexeich.
De paso trataré de dar los últimos retoques al plan de reforma de mis propiedades.
Tarantiev salió, pero regresó a los pocos instantes.
—¡Me había olvidado! Vine precisamente para pedírselo —empezó dulcificando
el tono de su voz—. Estoy invitado a una boda. Mañana se casa Rokotov, y tiene
usted que prestarme su levita, pues la mía está un poco sucia…
—¡Pero si no le sentará bien! —contestó Oblomov frunciendo el ceño ante
aquella nueva petición de su amigo.
—¿Cómo que no? —exclamó Tarantiev—. ¿Recuerda usted que el otro día me
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prestó su chaleco y que éste me sentaba como si estuviera hecho para mí? ¡Zajar,
Zajar! ¡Ven inmediatamente, estúpido!
Zajar gruñó como un oso despertado de su sueño, pero no acudió a la llamada.
—Llámele usted, Ilia Illich. ¡Qué criado más desobediente tiene! —dijo Tarantiev
en tono de lamentación.
—¡Zajar! —llamó Oblomov.
—¡El diablo se lo lleve! —se oyó decir a través del tabique, seguido del habitual
salto desde la estufa.
—Bueno, ¿qué quiere usted? —preguntó Zajar encarándose con Tarantiev.
—Trae la levita —ordenó Ilia Illich—. Mijei Andreich tiene que probársela para
ver si le sienta bien. Mañana está invitado a una boda.
—No —repuso Zajar decidido.
—¿Qué significa esa desobediencia a las órdenes de tu amo? —masculló
Tarantiev—. Ilia Illich, tendrá usted que enviar a este desobediente a un correccional.
—No me gustaría hacerlo. Vamos, Zajar, obedece de una vez. No seas testarudo.
—No quiero obedecer —replicó Zajar con obstinación—. Que primero devuelva
el chaleco y la camisa que le prestamos hace cinco meses. Nos los pidió porque,
según dijo, tenía que ir a una fiesta, y ya no los hemos vuelto a ver. Ahora no quiero
dejarle la levita.
—¡Dios santo! —exclamó Tarantiev de veras enojado y disponiéndose a salir—.
Alquilaré el piso para usted, Ilia Illich.
—Como quiera usted —repuso Oblomov impaciente.
—Y no deje de escribir esas cartas —añadió Tarantiev—. Sobre todo, no se olvide
de decir al gobernador que tiene doce hijos «pequeños», y haga porque la sopa esté
en la mesa a las cinco en punto. ¿Por qué no ha encargado usted un pastel?
Pero Oblomov no respondió. Ni siquiera le había oído. El joven, con los ojos
cerrados, parecía reflexionar.
Cuando Tarantiev estuvo fuera, en la estancia se hizo un silencio que duró más de
diez minutos. Oblomov se sentía inquieto y preocupado por la carta del
administrador, por la perspectiva de tener que cambiar de domicilio y por los gritos y
exabruptos de Tarantiev. Al cabo exhaló un suspiro.
—¿No escribe usted esas cartas? —preguntó Alexeiev con voz suave—. Ahora
mismo le buscaré una pluma.
—Gracias. Pero le ruego que haga el favor de dejarme —murmuró Oblomov—.
Prefiero trabajar a solas. Luego, después de comer, usted podrá copiarlas.
—Conforme —contestó Alexeiev—. No quiero molestarle…
Voy a ver a esa gente para decirles que no le esperen a usted para ir a Ekaterinhof.
Hasta ahora, Ilia Illich.
Pero Oblomov no le escuchaba ya. Con las piernas encogidas y la cabeza
inclinada sobre el pecho, parecía estar sumido en sus pensamientos, o quizá se había
dormido.
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V
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aparecieron papeles con las anotaciones de «Urgente», «Muy urgente», al propio
tiempo que recibía órdenes de hacer informes y averiguaciones, de buscar papeles, de
escribir en folios de una anchura descomunal, y a los que solían llamar, en plan de
chunga, «notas». Y lo peor del caso era que todo el mundo trabajaba con un furor y
un entusiasmo inexplicables. En cuanto daban remate a un asunto, inmediatamente
emprendían otro y otro, sin que jamás llegaran al fin. Por dos veces tuvo que
quedarse a trabajar de noche y a escribir unas cuantas «notas», siendo así que
esperaba la visita de unos amigos. Pero todo esto le irritaba y le aburría en grado
sumo. «¿Cuándo voy a comenzar a vivir?», decíase en tono de lamentación.
Tanto en su casa como en el pueblo había oído decir que los jefes de oficina eran
como padres para los que estaban a sus órdenes, habiéndose forjado de ellos por este
motivo una idea familiar y casera. Imaginaba a los jefes como una especie de padres
cuyo único cuidado era premiarles cuando lo merecían, e incluso aunque no lo
merecían, y proveer a todas sus necesidades prestándoles toda suerte de cuidados. Ilia
Illich estaba convencido de que un superior debía interesarse por la salud de sus
subordinados, preguntarles si habían dormido a pierna suelta, si les dolían los ojos o
la cabeza. Sin embargo, ya el primer día de su estancia en la oficina recibió una
amarga decepción. Cuando compareció el jefe se produjo una espantosa confusión.
Todos los empleados se precipitaron hacia sus puestos, tratando de ofrecer el mejor
aspecto posible. Como más tarde averiguó, esto era debido a que la mayor parte de
los jefes interpretan la estupidez reflejada en los rostros de sus subordinados como
signo de respeto y de celo en el trabajo.
De todas formas, Ilia Illich no tenía nada que temer de su superior, un hombre en
extremo amable, que jamás había causado el menor perjuicio a un subordinado, que
jamás había dirigido una palabra molesta a ninguno de sus empleados; que jamás
alzaba la voz ni gritaba. En vez de dar órdenes, solicitaba favores. Pedía un favor
tanto si se trataba de un trabajo que debía llevarse a cabo como si quería hablar con
uno e imponer una sanción a otro. Jamás se comportó de una manera ruda con
ninguno de sus subordinados, ni individual ni colectivamente. No obstante, todos
sentían una sensación de inquietud y malestar cuando se encontraban ante él,
respondiendo a sus preguntas con voz que no empleaban con otras personas. Ilia
Illich comenzó a asustarse cuando vio entrar al jefe en la oficina y observó que todos
perdían la voz y la sustituían por una especie de abyecto falsete al responder a sus
preguntas.
¡Dios sabe lo que hubiera sido de Oblomov de haber trabajado a las órdenes de un
hombre más riguroso y exigente! Oblomov pudo permanecer en la oficina durante
dos años y es muy probable que hubiese acabado por adaptarse a ella y conseguido
incluso algún ascenso de no haberse producido un lamentable incidente que le obligó
a abandonarla. En cierta ocasión remitió por error un importante documento a
Arcángel en vez de a Astrakán. Se descubrió el error y se realizaron las pertinentes
averiguaciones para descubrir al culpable.
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Todos los empleados esperaban llenos de ansiedad el momento en que el jefe
llamaría a Oblomov para preguntarle con acento frío «si era él quien había enviado
aquel documento a Arcángel» y anhelaban escuchar la voz de Oblomov cuando le
respondiera. Algunos eran de opinión de que quizá ni responderle podría. La
atmósfera que se había ido formando en la oficina acabó por aterrorizar a Oblomov,
no obstante saber que el jefe se limitaría a amonestarle ligeramente. Pero su
conciencia personal era mucho más severa que cualquier reprimenda, y no aguardó
más. Se marchó a su casa y envió a la oficina un certificado del médico.
Éste decía: «El que suscribe certifica que el secretario colegiado Ilia Oblomov se
halla aquejado de dilatación del ventrículo izquierdo del corazón (Hipertrophia
coráis cum dilatatione eius ventriculi sinistri) y de un dolor crónico en el hígado
(hepatitis), que pueden amenazar la salud y la vida del paciente, y cuyos ataques son
debidos a la obligación que tiene de asistir diariamente a la oficina. En consecuencia,
para evitar la repetición e incluso la agravación de tales dolencias y ataques,
considero necesario prohibir al señor Oblomov que acuda al trabajo, obligándole a
abandonar cualquier actividad intelectual o física de la índole que sea».
Pero esto sólo era útil de momento, para salir del paso y salvar la situación. Tarde
o temprano se curaría, y entonces tendría que volver a reintegrarse a su oficina y
presentarse diariamente en ella. Tal posibilidad era superior a Oblomov, que ni corto
ni perezoso decidió presentar su dimisión. De esta forma puso punto final a sus
servicios al Estado.
En cuanto a su carrera social, fue bastante más afortunada, por lo menos al
principio. Durante sus primeros años de estancia en San Petersburgo, sus serenas
facciones se animaban con mayor frecuencia. En sus ojos brillaba una chispa de
esperanza y de energía. Se sentía lleno de animación en compañía de la gente, se
burlaba de ellos y soportaba las burlas de sus amigos. Pero esto había sucedido hacía
mucho tiempo, en la edad en que uno cree ver a un amigo sincero en cada hombre, se
enamora de todas las mujeres y está siempre dispuesto a ofrecerles su nombre y su
corazón, cosa que algunos llegan a hacer, aunque más tarde se arrepientan de su
tontería. En aquellos luminosos tiempos también Oblomov recibió algunas miradas
insinuantes de bellas mujeres, no escasas sonrisas rebosantes de promesas y hasta un
par de besos robados, así como un sinnúmero de promesas de amistad capaces de
arrancar lágrimas a cualquiera.
Pero jamás se dejó atrapar en las redes de ninguna mujer, tal vez porque presentía
que convertirse en el esclavo de una beldad lleva aparejado una serie de
inconvenientes y preocupaciones. Oblomov se limitaba a contemplar y admirar a las
mujeres desde una prudente y respetable distancia. Sabía detenerse a tiempo, y todas
sus relaciones con mujeres fueron siempre tan puras e inocentes como las de un
colegial.
En especial, procuraba huir de las vírgenes pálidas, de ojos generalmente negros,
en los que se reflejaban «días amargos y noches de insomnio»; vírgenes cuyas penas
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y alegrías nadie conoce con verdadera exactitud y que siempre están dispuestas a
hacerle confidencias a un amigo y a arrojarse en sus brazos para llorar, luego de alzar
los ojos al cielo y lamentarse de su aciago sino. Oblomov las evitaba abiertamente.
Su alma permanecía pura y virgen. A lo que parece, se guardaba para el instante
supremo en que encontraría el amor verdadero. Pero con el paso de los años dejó de
esperar tan bello acontecimiento.
En el entretanto, Ilia Illich, fue apartándose de sus amistades. Al recibir la
primera carta del administrador dándole malas noticias, despidió al cocinero y tomó a
una mujer en su puesto. Luego vendió los caballos y se alejó de sus amigos.
Pocas cosas del mundo conseguían atraerle ahora, y cada día que transcurría
sentíase más y más fuertemente ligado a su hogar.
Muy pronto le pareció en extremo incómodo andar vestido por casa, y cada día le
daba mayor pereza comer fuera, a no ser con los amigos más íntimos, en cuyas casas
podía quitarse libremente la corbata, desabrocharse el chaleco e incluso tumbarse un
rato y descabezar un sueñecito. Tampoco le atraían las fiestas nocturnas; había que
embutirse en la levita y afeitarse cada día. En una ocasión leyó, aunque no recordaba
dónde, que el rocío matutino era bueno para la salud, en tanto que el nocturno era
perjudicial. Esto fue causa de que le entrara un gran miedo a la humedad. Pese a
todas estas rarezas, su amigo Stolz lograba arrancarle a veces de casa. Pero Stolz no
se encontraba siempre en San Petersburgo y esto hacia que Oblomov se abandonara
por completo a la soledad de su voluntaria reclusión. Sólo lograban que la
abandonase los acontecimientos que se salían de la rutina diaria, aunque rara vez
sucedía nada en su vida que no fuese vulgar y rutinario.
Con los años, empezó a apoderarse de Oblomov una especie de timidez infantil, y
como consecuencia de su falta de contacto con los acontecimientos exteriores, todo lo
extraordinario le inspiraba un temor cerval.
No concedía la menor importancia ni le preocupaba el mal estado del techo de su
alcoba, pues estaba acostumbrado a verlo todos los días; nunca se le ocurrió pensar
que la atmósfera viciada y su vida sedentaria, y de reclusión, podían resultar a la larga
mucho más perjudiciales para su salud que la humedad de la noche; y que su forma
de vida era una especie de suicidio lento. En suma, se había habituado a vivir de
aquel modo y no le daba miedo alguno. Había perdido la costumbre de moverse, de
vivir, de ver gente. La parecía que se ahogaba en medio de la multitud; si tenía que
embarcarse, temía a cada momento no poder alcanzar la orilla opuesta; si iba en
coche, lo hacía con la angustia de que se desbocasen los caballos y el vehículo se
estrellara. En ocasiones era víctima de ataques de terror nervioso y tenía
alucinaciones; le producía miedo el silencio que le rodeaba y un escalofrío recorría
todo su cuerpo. Entonces se refugiaba en un rincón del cuarto en busca de protección,
o se echaba a temblar como un azogado.
De esta forma concluyó su vida de sociedad. Con un simple ademán de su mano
se despidió de todos los sueños y esperanzas juveniles alimentados en otro tiempo y
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de los tiernos y ardientes recuerdos que hacen latir el corazón de muchos seres
humanos incluso en las postrimerías de sus vidas.
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VI
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futuro mejor. Éste llegaba al fin, pero cuando se creía que ya todo estaba resuelto, el
cielo tornaba a nublarse, la estructura levantada poco antes se venía abajo
estrepitosamente y la humanidad tenía que lanzarse de nuevo a la tarea y luchar… La
felicidad no es duradera, se evapora y la vida continúa fluyendo. Todo pasa y se
desconoce una y otra vez a lo largo del tiempo.
Las lecturas profundas le fatigaban. Los filósofos no lograron despertar en él la
afición por la especulación pura. Por el contrario, los poetas le conmovieron desde el
primer instante. La edad dichosa, que para todos llega y que a todos sonríe, apareció
también para él; esa divina edad en que el ser humano rebosa de energías y
esperanzas y en la que el hombre se siente impulsado hacia los caminos de la bondad
y del trabajo y despierta en él el deseo de dejar sus propias huellas en el mundo;
cuando el corazón late más de prisa y el pulso se acelera; la edad de los discursos
entusiastas, de la emoción y de las lágrimas de felicidad. Su corazón y su inteligencia
parecieron iluminados por un ardiente resplandor; se olvidó de su pereza innata y
sintió la imperiosa necesidad de actuar y de moverse.
Stolz ayudó a prolongar esta etapa todo cuanto le permitió el carácter de
Oblomov. Aprovechando su entusiasmo por la poesía, durante dieciocho meses
consiguió mantener en él el interés y la curiosidad por las cosas del espíritu. Se valió
del amplio vuelo de los años de juventud de su amigo para enseñarle a buscar algo
más valioso que el sencillo goce de la poesía y fijó algunas metas ambiciosas para la
vida de Oblomov y para la suya propia, que obligaba a ambos a pensar con afán en el
futuro. Juntos se emocionaron, juntos derramaron lágrimas y juntos se hicieron
solemnes promesas de caminar siempre y sin desmayo por los senderos de la luz y de
la razón. El ardor juvenil de Stolz se contagió a Oblomov, quien sintió verdaderos
deseos de trabajar y esforzarse, consagrándose a una tarea elevada y distante.
Pero las flores de la vida suelen marchitarse a veces sin dar el menor fruto.
Oblomov fue perdiendo aliento poco a poco. De cuando en cuando, instigado por
Stolz, leía algún que otro libro, pero sin prisas ni excesivo interés, limitándose a
seguir las líneas con la vista. Sin embargo, por muy interesante que fuera el pasaje
que leía, cuando llegaba el momento de acostarse o de comer, dejaba el libro boca
abajo, y tomaba asiento ante la mesa o bien apagaba la vela para dormir. Si alguien le
prestaba el primer tomo de una obra cualquiera, una vez concluida su lectura no pedía
el segundo, pero si se lo llevaban, lo leía con idéntica indiferencia que el primero.
Con el transcurso de los años le pareció demasiado incluso el primer volumen, y se
pasaba la mayor parte del tiempo con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada en
las manos o bien sobre el libro que Stolz le había recomendado con tanto interés.
De este modo acabó la carrera de Oblomov como estudiante. El día que asistió a
la última clase quedó fijado para siempre el límite del cual jamás debía pasar. La
firma del director estampada en su certificado, al igual que la señal de la uña del
maestro en la escuela, señaló la línea más allá de la cual nuestro héroe consideró que
era inútil seguir haciendo acopio de conocimientos. Su cerebro era un confuso
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archivo de fechas, de nombres, de personajes, de épocas, de religiones, de
matemáticas, de problemas y cuestiones. En resumen, una especie de biblioteca
compuesta tan sólo por volúmenes dispersos.
Aquellos años de estudios ejercieron un curioso efecto sobre Ilia Illich Oblomov.
Entre estos años y la vida se abrió para él un profundo bache, bache que jamás se le
ocurrió transponer. A su juicio, estudiar era una cosa, y vivir otra muy distinta. Había
estudiado las leyes vigentes y las caducadas, e incluso jurisprudencia práctica. Pero
cuando tenía que escribir a la policía para denunciar un robo cometido en su casa,
empezaba vacilando y acababa por llamar a su abogado. Las cuentas de sus
propiedades tenía que llevarlas el administrador. «Pero ¿de qué sirve todo lo que he
estudiado?», se preguntaba a veces.
Se recluyó sin poseer un caudal de conocimientos capaces de imprimir una
determinada dirección a sus imprecisos y soñadores pensamientos. ¿En qué pasaba el
tiempo, pues? Sencillamente, resiguiendo el patrón que había sido utilizado para
dibujar su vida. En esto, y no sin motivo, descubría una ubérrima cosecha de ciencia
y de poesía que le procuraba un inagotable trabajo, aparte de la lectura de algunos
libros. Tras de retirarse de la vida de sociedad y de abandonar la oficina, comenzó a
buscar un nuevo sentido a su vida. Pensó y pensó en cuál podría ser su destino, hasta
que al cabo llegó a la conclusión de que era suficiente con que se dedicara a vivir su
propia vida. Comprendió que su destino y felicidad estaban en la vida lugareña y en
el cuidado de sus propiedades. Pese a esto, jamás se interesó de veras por sus asuntos.
Stolz era el que tenía que cuidar de ellos. Oblomov desconocía por completo cuáles
eran sus rentas y sus gastos y nunca se le ocurrió hacer el más simple presupuesto. En
conclusión, jamás hizo nada.
El padre de Oblomov legó a su hijo la hacienda patrimonial en el mismo estado
que el la recibió de su propio padre. El hombre vivió toda su vida en el campo sin
hacer nada para incrementar el rendimiento de las tierras ni implantar nuevos
sistemas y métodos de cultivo. Todo siguió realizándose de igual forma que en los
tiempos del abuelo, tanto la siembra como la venta de los productos cosechados. El
viejo Oblomov saltaba de alegría si gracias a la buena cosecha o a una elevación de
precios, los ingresos de un año superaban a los del anterior, que el hombre atribuía a
una especial bendición de Dios. No le gustaba cambiar de forma de ganar dinero. «Si
Dios quiere —solía decir—, tendremos bastante para comer».
Ilia Illich era idéntico a su padre y su abuelo. Él había estudiado y vivido en la
ciudad y por estas razones, tenía otras ideas. No se le escapaba que, si la propiedad es
un robo, el deber de todo ciudadano consciente era el de aumentar el bienestar común
por medio de su propio trabajo. Por este motivo, buena parte del patrón de vida que
había elegido consistía en la confección de un nuevo plan de organización y
administración de su propiedad, en el que se incluía un nuevo trato a los campesinos,
de acuerdo con las necesidades del momento. Las partes esenciales de este plan
estaban en su imaginación desde hacía bastante tiempo; pero sólo faltaban los
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detalles, los cálculos, los números.
Llevaba varios años pensando sin cesar en el plan, mientras yacía tumbado o
paseaba, en casa o en la calle; redondeaba o modificaba algunos extremos, o bien
intentaba recordar lo que había pensado el día anterior y olvidado en el curso de la
noche. De cuando en cuando, una nueva idea iluminaba su mente y le infundía un
deseo de actividad. No era un simple intérprete de las ideas de otros hombres; él
creaba y realizaba las suyas propias. En cuanto se levantaba de la cama y había
tomado el desayuno, se tumbaba en el sofá, con la cabeza apoyada en una mano, y
allí reflexionaba, sin descanso, hasta que su cabeza se negaba a proseguir y su
conciencia le decía: «Hoy ya has hecho bastante por el bien común, Ilia Illich».
En cuanto dejaba de «trabajar», Oblomov se complacía en sumergirse en su
interior y vivir en el exclusivo mundo de sus sueños. Entonces se dejaba llevar por
sus pensamientos elevados y caritativos. En ocasiones sentía una verdadera tristeza y
amargura al reflexionar sobre los grandes sufrimientos de la Humanidad. Otras veces
experimentaba una secreta y vaga angustia, como si le acuciara un vivo anhelo de
algo distante, de aquel mundo al que solía conducirle quiera que no su amigo Stolz.
En tales instantes algunas suaves lágrimas afluían a sus ojos… En otros, se
despertaba en él un profundo desprecio hacia los vicios humanos y le consumía el
deseo de denunciar a los malvados; su excitación entonces le obligaba a cambiar de
posición dos o tres veces cada minuto. Llegaba al extremo de sentarse en el lecho con
los ojos relampagueantes… a punto de lanzarse a la acción… Pero de improviso todo
se venía abajo; las exhaustas energías del joven requerían un descanso, la sangre
reanudaba el curso normal en el interior de las venas. Pensativo, Oblomov volvía a
acostarse de nuevo, clavaba su mirada en la ventana, contemplaba la majestuosa
puesta del sol detrás de una casa de cuatro pisos… ¡Cuántas veces había presenciado
aquel soberbio espectáculo!
A la mañana siguiente tornaba la excitación, la vida, el ensueño. Oblomov se
complacía en imaginarse a sí mismo como a un conquistador invencible a quien ni
Napoleón ni Eruslan Lazarevich eran capaces de derrotar; imaginaba una guerra y
una causa de ella, por ejemplo, la invasión de Europa por los pueblos africanos; o
bien, una nueva cruzada en la que él regía los destinos de las naciones, arrasaba
ciudades, perdonaba o imponía castigos, cumpliendo maravillosos actos de virtud y
magnanimidad. En otras ocasiones prefería representar el papel de un pensador o de
un artista; el mundo entero le admiraba y le cubría de laureles, las multitudes corrían
tras él gritando: «¡Mirad, mirad, por ahí viene Oblomov, nuestro gran Ilia Illich!».
Pero en los instantes de amargura se veía atormentado por las preocupaciones e
inquietudes, se movía de un lado para otro, se arrojaba en la cama boca abajo,
deprimido. Más tarde saltaba del lecho, se hincaba de rodillas y comenzaba a rezar
con gran fervor a la Providencia, suplicando que alejase de él aquella tormenta. Al
fin, luego de haber endosado el cuidado de su persona a la Providencia, recuperaba la
serenidad perdida y se sentía indiferente a todo, sin que ya le preocupara la tormenta
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que le amenazaba poco antes.
De esta forma empleaba sus fuerzas espirituales, viviendo con frecuencia todo un
día presa de la mayor emoción. Entonces no recobraba la paz y la serenidad hasta que
el sol se ponía detrás de la casa de cuatro pisos.
Nadie consiguió conocer jamás la vida espiritual de Oblomov. Eran muchos los
que opinaban que carecía de ella; que se limitaba a permanecer tumbado en la cama
atracándose de apetitosos manjares. Nadie esperaba nada de él; gozaba fama de
poseer una mente en extremo débil y de ser incapaz de coordinar sus ideas. Tan sólo
Stolz, que le conocía a fondo, podía dar testimonio de sus cualidades, de la volcánica
intensidad de sus pensamientos, de la ternura que albergaba en su corazón. Pero Stolz
vivía poco tiempo en San Petersburgo. También Zajar le conocía bien, pero opinaba
que su amo, al igual que él, vivían una vida completamente normal y que no había
razón alguna para variarla en ningún sentido.
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VII
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palabra de verdad: Ilia Illich jamás había ido a visitar a ninguna viuda, jamás tocó un
naipe, y se pasaba las noches durmiendo a pierna suelta como un bendito.
Zajar, por otra parte, era extremadamente sucio. Sólo se lavaba de cuando en
cuando, y el día que se decidía a hacerlo no se notaba la diferencia, pues el jabón era
insuficiente para arrancar la costra de suciedad pegada a su piel. Cuando iba a un
baño público sus manos se mantenían rojas durante un par o tres de horas para volver
a ennegrecerse poco después.
Además, era de una torpeza inaudita. Cuando quería entrar por una puerta, se le
cerraba una hoja mientras empujaba la otra, y cuando abría la segunda se le cerraba la
primera. Tenía que agacharse dos o tres veces para recoger del suelo un pañuelo caído
e incluso luego, con él ya en la mano, volvía a caérsele. Si llevaba en la mano una
bandeja llena de cosas, al primer paso empezaba ya a deslizarse hacia el precipicio la
que estaba más próxima al borde. Al ver que se le iba a caer uno de los objetos,
intentaba detenerlo, pero con ello no conseguía otra cosa que se le cayeran dos más.
Y mientras contemplaba lleno de asombro todo lo que había en el suelo, dejaba caer
el resto de la bandeja. Siempre andaba tropezando con los muebles y las puertas, por
lo que maldecía al carpintero que se los había construido a su amo.
Casi todos los objetos un poco delicados que había en la habitación de Oblomov
estaban rotos o habían sido estropeados de una forma u otra por Zajar. Todo lo trataba
de idéntica manera, sin hacer distingos. Para despabilar una vela o para llenar un vaso
de agua empleaba la misma energía que para abrir la verja del jardín. Pero cuando se
apoderaba de él la furia de limpiarlo todo rápidamente, entonces sí era para echarse a
temblar. Un soldado de un ejército invasor que hubiera entrado a saco en la casa no
hubiera causado tantos estropicios como era capaz de causar Zajar.
Por suerte, eran muy contadas las ocasiones que se sentía animado por un afán tal
de actividad. Hacía tiempo que se había fijado unos límites para su trabajo y por nada
ni por nadie los sobrepasaba. A primera hora de la mañana preparaba el samovar,
limpiaba las botas y el traje de Oblomov —jamás los que debía ponerse aquel día— y
luego barría, aunque no diariamente, el centro de la habitación y trataba de quitar el
polvo de la mesa sin tocar las cosas que había encima de ella, siempre pensando en
no trabajar demasiado. Y cuando creía que ya tenía merecido un descanso, se
acercaba a la estufa, o se iba a charlar con Anisia en la cocina o bien con los demás
criados de la casa en la puerta de la calle.
Si se le ordenaba que hiciera algo más, lo hacía, sí, pero con verdadera
repugnancia, y luego de haber intentado demostrar con una serie de argumentos que
lo que se le mandaba era completamente inútil y, por ende, imposible de realizar. Y
no había modo de hacerle aceptar una nueva obligación que añadir a las que él ya
había aceptado como propias desde el principio.
Pese a que Zajar era gran aficionado al alcohol y a la chismografía, de que se
quedaba con la calderilla de su amo, de que lo rompía todo y de que trabajaba sin
entusiasmo alguno, quería de veras a Oblomov. Se hubiera arrojado a una hoguera o
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al agua sin pararse a reflexionar un segundo, de un modo instintivo, como se lanza
contra la fiera el perro del cazador, sin pensar en su amo, sino obedeciendo a su
instinto. Mas, si la salud de Oblomov hubiera precisado que Zajar le velase toda una
noche, al poco rato de comenzada la guardia es seguro que se hubiera quedado
dormido.
Tampoco se mostraba servil con su amo; por el contrario, le trataba con acusada
brusquedad y familiaridad, discutía y se peleaba con él e incluso —antes lo hemos
dicho— le ofendía e injuriaba cuando estaba de palique con los otros criados en la
puerta de la calle, sin que para él esto representara la menor contradicción con el
afecto que profesaba, no sólo a la persona de Oblomov, sino a todo cuanto concernía
a su familia. Es muy posible que en la escala de su aprecio por la familia Oblomov y
por todo lo que a ella se refería, la persona de Ilia Illich se encontrase en último lugar,
pero lo cierto era que Zajar quería a su amo. Le trataba de igual modo que un
campesino trata a sus iconos. En un acceso de ira es capaz de arrojarlos al suelo y
pisotearlos, pero no por ello deja de reconocer su superioridad. La más pequeña
circunstancia bastaba para recordarle a Zajar la reverencia que debía a su amo.
Entonces, unas lágrimas de emoción aparecían en sus ojos.
Zajar acostumbraba a mirar a los demás caballeros con acusado desdén. Atendía a
los visitantes de su amo con una condescendencia que se trasparentaba en la forma
que tenía de servirles el vino o de llenarles el plato, como si quisiera hacerles sentir el
honor que su amo les dispensaba al recibirles en su casa y darles de comer. A veces
les negaba la entrada sin el menor miramiento. «Está descansando», respondía
mirándoles de arriba abajo con manifiesto desprecio. En otras ocasiones, en lugar de
criticar a su amo, le prodigaba inmerecidas alabanzas en la tienda o en la puerta de la
calle. Detallaba las virtudes de Oblomov, su inteligencia, su amabilidad, su excelente
carácter, su generosidad. Si tenía que enfrentarse con el portero, con el administrador
de la casa o con el mismo propietario, decía siempre: «Se lo diré a mi señor, y ya
veremos lo que sucede». Estaba convencido de que por encima de Ilia Illich no
existía ninguna otra autoridad superior.
No obstante, lo dicho, las relaciones externas entre amo y criado siempre eran de
franca hostilidad. El vivir tanto tiempo juntos había acabado por cansar a uno y otro.
Ésta suele ser la consecuencia de la estrecha y prolongada convivencia de dos
personas.
Zajar, que en su juventud se había encargado del cuidado y vigilancia del
señorito, se habituó a considerarse a sí mismo como un lujo de la familia y no como a
un criado obligado a trabajar. Por esta causa, cuando se vio precisado a servir a su
amo, a barrer los suelos y a cuidar y a ordenarlo todo, se sintió humillado en lo más
profundo de su corazón y su carácter se agrió.
No obstante, Zajar era un hombre de excelente corazón y le gustaba jugar con los
niños, y con frecuencia podía vérsele en el patio de la casa rodeado por un enjambre
de chiquillos, jugando alegremente con ellos.
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Oblomov privaba a Zajar de vivir su propia vida llamándole o solicitando sus
servicios sin cesar. El hombre hubiera querido visitar a su amiga con mayor
frecuencia, o bien ir a la tienda o, en último extremo, bajar al portal para charlar con
los otros criados de la casa. Pero no siempre le era posible.
El caso es que Oblomov y Zajar habían vivido siempre juntos. Zajar le había
tenido en sus brazos cuando era niño, y Oblomov le recordaba como a un muchacho
de carácter dulce y cariñoso que gozaba de un apetito asombroso. El antiguo lazo que
les había unido antaño no era fácil de desatar. Oblomov no hubiera podido levantarse
de la cama, acostarse en ella, cepillarse el cabello, ponerse los zapatos ni comer sin la
ayuda de Zajar. Zajar, por su parte, no podía imaginarse a sí mismo sirviendo a otro
amo ni tampoco le era posible soñar con otra clase de vida en la que no tuviera que
vestir a Oblomov, acostarle, darle de comer, decirle mentiras, gruñirle, sin dejar,
empero, de reverenciarle ni un solo instante.
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VIII
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Terminado con la casa, pasó al jardín; tenía que conservar los viejos limoneros y
las encinas y talar los manzanos y los perales, a fin de plantar acacias en su lugar. Se
preguntó si debería construir un verdadero parque, pero desistió de la idea, pues le
pareció que sería excesivamente caro; entonces se dedicó a los parterres y al
invernadero. La tentadora imagen del rendimiento que podría dar su propiedad acudió
a su mente, y dando un salto pasó a soñar en un futuro en el que él viviría
permanentemente en la finca y la administraría de acuerdo con sus planes.
Se vio a sí mismo medio adormilado ante el servicio de té, en el porche de la
entrada de la casa, bajo un frondoso dosel de árboles, fumando lentamente una larga
pipa y disfrutando de un soberbio panorama, de la serenidad del ambiente y del aire
puro; los campos, lejanos, amarilleaban; el sol se ponía tras del bosque de abedules,
difundiendo una rosada luz sobre la superficie del estanque, liso y transparente como
un espejo. Un suave perfume venía de los campos; empezaba a refrescar, y los
campesinos regresaban de sus tareas formando alegres grupos. Los criados
permanecían sentados, ociosos, junto a la puerta, y hasta él llegaban rumores de
voces y el sonido de una balalaika; un grupo de muchachas jugaban y retozaban
persiguiéndose unas a otras; sus propios hijos le rodeaban, persiguiéndose, trepaban
hasta sus rodillas, y le pasaban un brazo alrededor del cuello. Y ante el samovar se
encontraba sentada la reina de todo aquello, la diosa, la esposa soñada.
Mientras tanto, había sido encendida la luz del comedor, amueblado con elegante
sencillez; Zajar, transformado en un elegante mayordomo, con sus patillas
completamente blancas ya, ponía el mantel y los cubiertos. Al fin todos se sentaban a
cenar.
Stolz, el viejo amigo, se encontraba también con ellos, así como otros rostros
familiares. Más tarde se iban todos a la cama…
El semblante de Oblomov reflejaba la inmensa felicidad que sentía en aquellos
instantes. ¡Aquel sueño era tan vivido, tan poético! De súbito sintió un vago anhelo
de amar, de ser dichoso, de volver a ver su tierra, de poseer un hogar, una esposa, de
tener hijos.
Durante unos minutos permaneció con el rostro enterrado en la almohada. Luego
se volvió de nuevo para mirar al techo. Se sentía feliz…
De pronto, procedentes del patio, se oyeron cien voces distintas.
—¡Patatas!
—¡Arena, arena para vender!
—¡Carbón barato!
De la calle llegaron los ruidos de las obras que estaban haciéndose en la vecindad,
así como el rumor del tránsito.
—¡Oh! —suspiró Ilia Illich con acento de contrariedad—. ¡Cuántos ruidos hay en
la ciudad! ¿Cuándo me iré a vivir a la aldea?
Le hubiera gustado encontrarse ya tendido sobre la hierba, bajo un árbol,
contemplando el sol a través de las ramas donde saltaban y jugaban los pajarillos.
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Una criada jovencita y de rosadas mejillas le traía la comida y bajaba los ojos
ruborizada. ¿Cuándo llegaría el tiempo deseado…?
«Pero ¿y mis proyectos, y el administrador, y el piso?», recordó inesperadamente.
«Sí, sí, Ilia Illich —se dijo a continuación—. En seguida voy. Un minuto más».
Se incorporó en la cama, e inmediatamente saltó de ella, permaneciendo un par de
minutos de pie, sin resolverse a tomar ninguna decisión.
—¡Zajar, Zajar! —gritó por último, mirando en dirección a la mesa donde se
encontraba el tintero.
—¿Qué hay? —se oyó preguntar, seguido por el ruido del salto acostumbrado—.
Los pies ya no pueden llevarme…
—¡Zajar! —repitió Ilia Illich pensativo, los ojos todavía fijos en la mesa—.
Tengo que decirte una cosa, amigo mío… —comenzó, pero no terminó la frase y
sumiéndose de nuevo en sus cavilaciones, suspiró—. ¿Quedó un poco de queso ayer?
—preguntó lentamente—. Y… tráeme también un poco de Madeira. Comeremos más
tarde. Mientras tanto, tomaré un tentempié…
—No quedó nada de queso —repuso Zajar.
—¡Vaya si quedó! —exclamó Oblomov—. Lo recuerdo bien. Un pedazo así…
—No quedó nada —repitió Zajar, obstinado.
—Pues yo te digo que sí quedó —insistió Ilia Illich.
—No quedó nada —repuso Zajar una vez más.
—Bueno, pues ve a comprar ahora.
—Deme dinero para ello.
—Aquí hay un cambio. Cógelo.
—Sólo hay un rublo y cuarenta kopeks y el queso cuesta un rublo sesenta.
—También había calderilla.
—Pues yo no la veo —contestó Zajar—. Había monedas de plata, y aquí siguen
estando. Pero no veo nada de calderilla.
—Sí la había. Me la entregó el buhonero.
—Yo estaba presente cuando le devolvió la plata, pero no vi que le diera
calderilla —dijo Zajar.
—¿No se la habrá llevado Tarantiev? —preguntó Oblomov—. Pero no es posible.
Se habría llevado también la plata. Bien, ¿qué más sobró ayer?
—Nada en absoluto. Quizás un poco de jamón. Ahora se lo preguntaré a Anisia
—añadió Zajar—. ¿Se lo traigo al señor?
—Trae lo que haya. Pero ¿por qué razón no sobró queso?
—Pues no sobró. Ya lo he dicho antes al señor —repitió Zajar y salió de la
habitación.
Oblomov comenzó a pasear lentamente por la habitación.
«¡Cuánto trabajo! —se dijo ahora—. ¡Sólo la puesta en práctica del plan es
suficiente para marear a cualquiera! Pero estoy seguro de que sobró algo de queso —
añadió titubeando—. ¿Se lo habrá comido Zajar? ¿Y dónde demontres habrá ido a
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parar la calderilla?», concluyó empezando a buscar encima de la mesa.
Un cuarto de hora más tarde Zajar empujó la puerta abierta con una bandeja,
tratando luego de cerrarla con el pie. Pero falló, y se le cayeron al suelo un vaso, la
tapadera del bote y un panecillo.
—¡No puedes hacer nada sin que rompas alguna cosa! —exclamó Ilia Illich—.
¡Vamos, recógelo! ¡No te quedes ahí como un pasmarote contemplando tu hazaña!
Con la bandeja en la mano, Zajar intentó recoger lo que se le había caído, pero
entonces cayó en cuenta de que tenía ambas manos ocupadas y que le era imposible
hacerlo.
—¡Vamos, recógelo! —insistió Ilia Illich en tono de burla—. ¿Por qué no haces lo
que te digo? ¿Qué es lo que te lo impide?
—¡Al diablo con todo! —exclamó Zajar refiriéndose a lo que se encontraba en el
suelo—. ¿A quién se le ocurre comer un bocadillo antes de comer?
Luego de dejar la bandeja en lugar seguro, se inclinó para recoger las cosas; sopló
el vaso y lo colocó sobre la mesa.
Ilia Illich comenzó a comer. Mientras tanto, Zajar permanecía mirándole de reojo,
indudablemente deseoso de decirle algo. Pero Oblomov continuaba comiendo sin
apercibirse de nada, hasta que al fin el criado tosió para llamar la atención de su amo.
—El administrador de la casa ha enviado otro recado —empezó a decir Zajar
tímidamente—. El contratista de obras ha ido a verle y pregunta si puede echar un
vistazo al piso. Es con motivo de las obras, ¿comprende el señor?
Ilia Illich siguió comiendo en silencio.
—¡Ilia Illich! —dijo ahora Zajar levantando la voz.
Pero Oblomov fingió no haber oído.
—Dice que tendremos que mudarnos la semana próxima sin falta.
Oblomov se bebió un vaso de vino y no contestó.
—¿Qué haremos, Ilia Illich? —continuó Zajar.
—¡Te prohibí que me hablaras de eso! —exclamó Ilia Illich en tono severo.
Y, poniéndose en pie, se dirigió hacia su criado. Zajar se apartó prudentemente.
—¡Eres un verdadero criminal, Zajar! —añadió Oblomov con voz expresiva.
—¿Un criminal, Ilia Illich? ¡Yo no he matado a nadie!
—¡Estás envenenando mi vida!
—Pero que conste que no soy un criminal —insistió Zajar.
—¿Por qué has venido a molestarme con lo del piso?
—¿Qué puedo hacer yo?
—¿Y yo? ¿Qué crees tú que puedo hacer yo?
—El señor iba a escribir al propietario, ¿no es cierto, Ilia Illich?
—Sí, le escribiré. Pero todo no se puede hacer al mismo tiempo.
—Podría escribirle en este momento, si quiere hacerlo.
—¡Ahora! Ahora tengo otras cosas mucho más importantes en que pensar.
Imaginas que todo es tan fácil como cortar leña. ¡Mira, mira, ni tan siquiera tenemos
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tinta en casa! —exclamó Oblomov introduciendo la pluma en el tintero—. ¿Cómo
puedo escribir sin tinta?
—Voy a llenarlo de kvas —repuso Zajar, y cogiendo el tintero salió del cuarto,
mientras Oblomov buscaba una hoja de papel.
—¡Tampoco hay papel! —exclamó Ilia Illich montando en cólera—. ¡Este Zajar!
¡Será mi ruina! ¡Te repito que eres un criminal! —exclamó cuando le vio entrar—.
¡No te preocupas de nada! ¡En toda la casa es imposible encontrar una hoja de papel
de escribir!
Zajar sacó de un cajón media hoja de papel gris.
—No sirve —repuso Oblomov—. Es el que utilizo para cubrir el vaso de noche.
Zajar guardó silencio.
—Bien, dámelo. Luego Alexeiev lo copiará. Ilia Illich tomó asiento ante la mesa
e inmediatamente empezó a escribir:
—¡Vaya una tinta! —exclamó—. ¡Otra vez procura ocuparte de las cosas mejor,
Zajar!
Transcurrieron unos segundos y continuó escribiendo:
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—Sí —repuso el criado recogiendo del suelo los pedazos de papel.
—¡Eso quiere decir que no quiero que me molestes más con lo del piso! Bien, y
ahora, ¿a qué me dedico?
—A repasar facturas.
—¡Tú quieres matarme a disgustos! ¿A cuánto ascienden?
—Sólo la factura del carnicero importa ya ochenta y seis rublos con cincuenta
kopeks.
Ilia Illich, desesperado, juntó las manos.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿Tanto dinero sólo para el carnicero?
—No subiría tanto si el señor no esperase tres meses para pagar. Todo está
anotado en la factura. No creo que le roben.
—¡Eres un verdadero criminal! —vociferó Oblomov—. ¡Gastar tanto dinero en
carne! ¡Si al menos te aprovechara para algo!
—¡Yo no me la he comido! —repuso Zajar en tono de protesta.
—Por supuesto.
—¿Y ahora me reprende por la comida? ¡Tome, aquí tiene! —repuso Zajar
entregando un montón de facturas a Oblomov.
—¿A quién más hay que pagar? —inquirió Ilia Illich apartando con un ademán de
asco los papeles grasientos.
—Debemos ciento veintiún rublos y dieciocho kopeks al panadero y al verdulero.
—¡Es mi ruina! ¡Esto pasa de castaño oscuro! —gritó Oblomov—. ¡Comes más
verde que una vaca! ¿O es que, en efecto, eres una vaca?
—¡No, soy un criminal, ya lo sabe el señor! —contestó Zajar con ironía—. Si no
permitiera usted que Mijei Andreich viniera a comer tan a menudo, no gastaría tanto
dinero… —concluyó Zajar.
—Bien, vamos a ver. ¿A cuánto asciende el total de esas facturas? ¡Cuenta! —
ordenó Oblomov a su criado, al mismo tiempo que empezaba a contar él.
Zajar empezó a sumar con los dedos.
—¡Dios sabe a cuánto ascenderá! Cada vez que sumo me sale una cantidad
distinta —murmuró Oblomov—. ¿Cuántos te salen a ti? Doscientos, ¿no?
—Un momento, que aún no he terminado —contestó Zajar con los ojos cerrados,
mientras seguía contando entre dientes—. Ocho dieces y diez dieces son dieciocho
más dos dieces…
—¡Así no concluirás jamás! —dijo Ilia Illich—. Es mejor que te largues. Ya
miraremos las facturas mañana. Ve a buscar papel y tinta… ¡Dios mío, qué montón
de dinero! Te he dicho más de cien veces que lo pagues todo al contado…
—Doscientos cinco rublos con setenta kopeks —exclamó al fin Zajar, dando
remate a sus complicados cálculos—. Deme el dinero, ¿quiere?
—Inmediatamente. Pero no, será mejor que aguardes a mañana. Mañana repasaré
la suma.
—Pero Ilia Illich, es que los tenderos me están reclamando el dinero…
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—¡Vamos, por favor, lárgate ya! Te he dicho que mañana, y mañana te lo
entregaré. Vete a tu cuarto, que he de trabajar. Ahora tengo cosas más importantes en
que pensar que no en ese cochino dinero…
Ilia Illich se arrellanó en el sillón, pero aún no había tenido tiempo de sumirse en
sus vagos ensueños cuando una vez más sonó la campanilla de la puerta.
Instantes después penetraba en la habitación un caballero de agradable aspecto,
aunque de escasa estatura. Tenía las mejillas sonrosadas y una tupida orla de cabello
negro rodeando su calva, monda y lironda como una bola de billar. En sus ojos había
una expresión de reserva, de discreción en su sonrisa, y una especie de artificiosa
dignidad en la atención con que trataba de observarlo todo. Lucía una magnífica
levita de corte perfecto, y su nítida camisa parecía competir en esplendor con su
reluciente y pelada cabeza. En el dedo índice de la mano derecha mostraba un grueso
anillo con una piedra de color oscuro.
—¡Doctor! —exclamó Oblomov apresurándose a estrechar la mano del recién
llegado y ofreciéndole una silla—. ¿A qué se debe el honor de su visita?
—Como goza usted de tan envidiable salud, jamás manda a buscarme, y por esta
razón he decidido venir sin esperar a que me llamase usted —contestó el médico
sonriendo—. No —añadió tornándose serio—. Lo cierto es que he venido a visitar a
su vecino del piso de arriba y se me ha ocurrido entrar a saludarle.
—Muchas gracias. ¿Y cómo está mi vecino?
—Quizá dure tres o cuatro semanas o hasta la entrada del próximo otoño… Pero
está mal del pecho y todos sabemos de sobras cómo suelen acabar estas cosas. Y
usted, amigo, ¿cómo anda?
Oblomov movió la cabeza con expresión afligida.
—Nada bien. Precisamente estaba pensando en si enviaba a buscarle a usted o no.
Ignoro lo que pueda ser. Digiero mal, siento el estómago repleto, sufro de ahogos y
ardores… —murmuró Oblomov compadeciéndose a sí mismo.
—Deme la mano —pidió el médico, que cerró los ojos mientras tomaba el pulso a
Oblomov—. ¿Tose usted? —inquirió a continuación.
—Por las noches, sobre todo después de cenar.
—Y… ¿palpitaciones y dolor de cabeza?
El médico hizo unas cuantas preguntas más e inclinando la cabeza, meditó
durante un tiempo. Al cabo de unos instantes se irguió y dijo con repentina decisión:
—Si continúa usted viviendo en este ambiente dos o tres años más, siempre
tumbado en la cama y atracándose de cosas fuertes, desde ahora le prevengo que
morirá de apoplejía.
Oblomov se estremeció ante aquel fúnebre anuncio.
—Entonces, ¿qué he de hacer? ¡Deme un consejo, por el amor de Dios! —
suplicó.
—Pues haga usted lo que los demás. Váyase al extranjero de viaje.
—¡Al extranjero! —exclamó Oblomov de veras sorprendido.
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—¿Por qué no?
—¡Por todos los santos, doctor! ¡Eso es imposible!
—¿Por qué es imposible?
Oblomov miró en silencio a su alrededor, acabando por repetir de un modo
mecánico:
—¡Al extranjero!
—¿Qué se lo impide?
—Sencillamente, todo…
—¿Qué entiende usted por todo? ¿Es que no tiene dinero?
—Eso es. No tengo dinero —repuso Oblomov aliviado ante aquella inesperada
excusa—. Vea usted lo que me escribe mi administrador… Pero ¿dónde está la carta?
¿Qué habré hecho de ella? ¡Siempre se está perdiendo! ¡Zajar!
—Es igual, es igual —murmuró el médico—. Eso no me interesa. Pero mi
obligación es decirle a usted que debe cambiar cuanto antes de manera de vivir, de
alojamiento, de aire y de ocupaciones. De todo, vamos.
—Bien, ya lo pensaré —repuso Oblomov—. ¿Dónde cree usted que debo ir y qué
debo hacer allí?
—Vaya a Kissingen —empezó a decir el médico— y pásese allí los meses de
junio y julio tomando las aguas. Luego vaya a Suiza o al Tirol, para seguir un
tratamiento a base de uva. En estos lugares puede pasar usted los meses de agosto y
septiembre…
—¡Al Tirol nada menos! —murmuró Ilia Illich con voz apenas perceptible.
—Luego váyase a un país seco, a Egipto, por ejemplo…
—¿Nada más? —preguntó Oblomov en tono de chanza.
—Evite las preocupaciones y los disgustos…
—Eso se dice muy fácilmente —exclamó Oblomov—. ¡Cómo se ve que no recibe
usted cartas de su administrador!
—Procure no pensar con exceso.
—¿Pensar?
—Sí. Realizar cualquier esfuerzo intelectual.
—¿Y qué hago con mis planes para la administración de mis propiedades? En
modo alguno puedo permanecer mano sobre mano mientras…
—Eso es cosa suya. Mi deber es prevenirle. Evite el apasionarse, pues con ello
puede retrasar y entorpecer su curación. Debe usted procurar distraerse montando a
caballo, bailando, haciendo un ejercicio moderado al aire libre o bien charlando con
la gente, sobre todo, con mujeres, de forma que su corazón «funcione» sin grandes
excesos y goce sólo de sensaciones agradables.
—¿Qué más me prescribe usted? —preguntó Oblomov.
—También nada de escribir y de leer. Eso queda terminantemente prohibido.
Alquile una casa al sur del país, donde haya muchas flores, haga vida de sociedad,
tenga algunas mujeres a su alrededor…
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—¿Y qué régimen cree usted que debo seguir en lo que respecta a la comida?
—Prescinda por completo de la carne y de toda clase de comidas fuertes. Tome
sopas ligeras y verdura. Eso sí, cuidado con el cólera… Debe usted andar ocho horas
al día. Cómprese un fusil…
—¡Dios mío! —No pudo por menos de exclamar Oblomov.
—Por último —terminó el médico—, en invierno haga por ir a París y láncese al
torbellino de la vida. Del teatro al baile o a cualquier otra fiesta. Haga excursiones al
campo, asista a reuniones. Mantenga siempre a su alrededor amigos, viva en medio
del bullicio y de la alegría…
—¿Queda algo más? —inquirió Oblomov en el colmo de su indignación.
El doctor meditó breves instantes.
—Acaso debería probar el aire del mar, y embarcarse para América… —Y
concluyó—: Si pone usted en práctica todo cuanto le he dicho…
—Claro que lo pondré en práctica. Inmediatamente —contestó Oblomov con
acento sarcástico, despidiendo al médico.
Éste abandonó la estancia dejando a Oblomov en un estado de completa
postración; el joven cerró los ojos, se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer en
el sillón, incapaz de ver ni de sentir nada.
Una tímida voz sonó detrás de Oblomov.
—¡Ilia Illich!
—¿Qué hay?
—¿Qué le digo al administrador de la casa?
—¿Qué le dices de qué? —preguntó Oblomov.
—De lo de la mudanza.
—¿Otra vez me vienes con eso? —exclamó Oblomov irritado.
—¿Qué puedo hacer? Juzgue el señor por sí mismo. Le aseguro que esta vida me
está matando.
—Tú eres el que me está matando a mí con tanto venirme a hablar del piso —
replicó Oblomov—. El médico acaba de decirlo ahora mismo.
Zajar no supo qué responder, limitándose a exhalar un profundo resoplido, lo que
hizo que se levantara la punta del pañuelo que rodeaba su cuello.
—¿Es que quieres matarme? —preguntó de nuevo Oblomov—. Ya te has cansado
de mí, ¿verdad?
—No, no. Por mí, el señor puede vivir cuanto quiera. Nadie quiere matarle —
masculló Zajar, perplejo ante el trágico giro que había tomado la conversación.
—Pues tú no haces otra cosa —repuso Oblomov—. Antes te he prohibido que me
hablaras del piso y, pese a ello, lo menos cinco veces has sacado a relucir el tema.
Esto me desazona, me inquieta, y mi salud se resiente de ello.
—Yo creía… —murmuró Zajar con voz suave—. Yo creía… ¿Por qué no nos
mudamos de piso de una vez?
—¿Que por qué no nos mudamos? No lo sabes, ¿verdad? —exclamó Oblomov
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haciendo girar el sillón para dar la cara a Zajar—. ¿Tú sabes lo que significa
mudarse? ¡No, no lo sabes!
—No, no lo sé —convino Zajar que, por encima de todo deseaba evitar una
escena dramática con su amo.
—Pues si no lo sabes, escucha atentamente y aprenderás lo que significa cambiar
de piso y por qué nosotros no podemos hacerlo. En primer lugar, supone que tu amo
tendría que pasar todo el día fuera de casa y andar vestido desde primeras horas de la
mañana…
—Bien —contestó Zajar—. ¿Y por qué no puede pasar el señor un día fuera de
casa? No es bueno para la salud permanecer constantemente encerrado. Le aseguro
que tiene usted muy mal aspecto. Antes estaba tan redondo como una calabaza. Pero
desde que se encerró en casa ha cambiado por completo. El señor debería salir a la
calle, ver gentes, cosas…
—¡Deja de decir estupideces y escucha! —repuso Oblomov—. ¡Salir a la calle!
¡Vaya ideas que se te ocurren!
—Pues sí —insistió Zajar con calor—. Dicen que ahí cerca hay unos que llevan
un monstruo marino. El señor debería echarle una mirada. O bien ir al teatro o ver
una mascarada… Mientras tanto, nosotros efectuaríamos la mudanza sin que el señor
se diera cuenta de nada.
—¿Quieres callarte de una vez? ¡Ésa es la forma que tienes de cuidar de tu amo,
enviándole a pasar el día fuera de casa, a la calle, sin saber dónde ni cómo comerá, si
podrá echarse a dormir un rato después de la comida!… ¡Y harías la mudanza sin que
yo me diera cuenta!… Si yo no me quedara aquí para vigilar, lo romperías todo. ¡Sé
de sobras lo que representa mudarse de piso! —continuó Oblomov cada vez más
enfadado—. Significa ruido, destrozos por doquier, todo amontonado en el suelo. El
portamantas, el respaldo del sofá, los cuadros, las pipas, los libros, una serie de
botellas y frascos que no se sabe de dónde han salido… Y hay que vigilar para que no
se rompa ni se pierda nada… Quieres sentarte un momento y no encuentras dónde
hacerlo. Todo está lleno de polvo. No puedes ni siquiera lavarte, y hay que andar con
las manos sucias como tú…
—Yo llevo las manos limpias —protestó Zajar, mostrando a su amo lo que más
parecían un par de suelas de zapatos.
—¡No me enseñes esas manos! —gritó Oblomov volviendo la cabeza—. Y si uno
siente sed, no encuentra el jarro para beber agua, o bien el vaso, o las dos cosas…
—También puede beberse directamente de la jarra —repuso Zajar tratando de dar
ánimos a su amo.
—¡Así va todo! A ti te parece que se puede beber sin vaso, vivir sin barrer, sin
quitar el polvo ni sacudir las alfombras. Pero en cuanto llegas al nuevo piso —
prosiguió Ilia Illich, dejándose llevar por la viva descripción que estaba haciendo de
la mudanza—, tienes que esperar por lo menos tres días antes de que todas las cosas
hayan vuelto a ser colocadas en su sitio. Los cuadros se encuentran en el suelo,
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apoyados contra la pared, el té y la pomada juntos. Se ha roto la pata de un sillón y un
jarrón se ha hecho cisco. No hay modo de encontrar lo que se busca. Puede que se
haya perdido o bien se haya quedado olvidado en el otro piso y tenga que volverse a
buscarlo…
—¡Oh! ¡Seguro que habría que volver al piso antiguo una docena de veces! —
afirmó Zajar.
—Como podrás ver —continuó Oblomov—, la primera mañana en el piso nuevo
también es muy agradable. En primer lugar, no encuentras agua, y si en invierno todo
está helado, porque no hay un tronco para la chimenea, tiene que buscarse, leña…
—Eso depende de los vecinos que Dios nos depare —repuso Zajar—. Quizá los
nuestros nos prestaran leña y agua por un día…
—¿E imaginas que por la noche ya todo estará listo? —preguntó Oblomov—.
Pasarán al menos quince días antes de que las cortinas y los cuadros estén colgados
en su sitio. Vamos, los suficientes para matar a cualquiera… ¡Además, está el gasto!
—La última vez, hace ocho años, la mudanza nos costó doscientos rublos. Lo
recuerdo como si fuera ayer —afirmó Zajar.
—Ya ves que no se trata de una bagatela —repuso Ilia Illich—. Además, si
supieras lo que cuesta acostumbrarse a un nuevo piso. Pasaría por lo menos cinco
noches sin poder dormir. Y luego, al despertarme, echaría a faltar la tienda de ahí
enfrente, y si antes de comer no veía a esa mujer que siempre está en la ventana,
creería que me faltaba algo… ¿Te percatas ahora de lo que le estabas proponiendo a
tu pobre amo? —dijo Ilia Illich en tono de reproche.
—Ya me percato —contestó Zajar humildemente.
—Pues bien, no vuelvas a hablar más de que tenemos que mudarnos de piso.
—Pero yo pensaba que puesto que otros lo hacen, también nosotros… —empezó
Zajar.
—¡Cómo! —exclamó Ilia Illich—. ¿Qué dices, mentecato?
Zajar pareció confundido. No tenía la menor idea de qué podía haber molestado
de aquel modo a su amo.
—«Pero yo pensaba que puesto que otros lo hacen» —repitió Ilia Illich
horrorizado, rojo de indignación—. ¡Es lo que me faltaba por oír! ¡Que me compares
con los demás, que me confundieras con la gente vulgar!
—¡Dios mío, Ilia Illich! —murmuró Zajar en tono de excusa—. Yo no he dicho
que fuera usted un cualquiera…
—¡Basta, basta! ¡Cállate! ¡Apártate de mi vista! ¡Bien, hombre, bien! ¡Pero
lárgate ya!
Zajar se encaminó a su refugio lanzando un profundo suspiro.
—¡Qué vida más perra! —masculló tornando a tomar asiento encima de la estufa.
—¡Dios mío! —Gruñó a su vez Oblomov—. ¡Me había propuesto pasarme la
mañana trabajando y este gaznápiro ha venido a sacarme de mis casillas con sus
estupideces! ¿Y quién ha sido el culpable? ¡Pues mi propio criado! ¡Un criado fiel y
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que me estima! Pero ¿cómo ha podido decirme semejante cosa?
Oblomov se sentía fuera de sí. Se echó en la cama, volvió a levantarse para dar
unos cuantos pasos por la habitación, y de nuevo se acostó en busca de descanso. Le
resultaba muy cuesta arriba aquello de que su criado le hubiera medido con el mismo
rasero que a la demás gente. Oblomov sentíase herido en su vanidad, y quería saber si
Zajar había dicho aquello conscientemente o si las palabras habían brotado de sus
labios sin él darse cuenta.
Al fin resolvió enseñarle a Zajar la diferencia que existía entre «él» y los «otros»
y apostrofarle debidamente por la ruindad de su conducta.
—¡Zajar! —gritó, dando a su voz una cierta solemnidad.
Esta vez Zajar no murmuró ni saltó de la estufa. Se limitó a deslizarse en silencio
hasta la puerta entreabierta, sin osar entrar en la habitación, igual que un perro que al
oír la voz de su amo presiente le llaman para regañarle.
—Entra —dijo Oblomov.
La puerta podía abrirse sin la menor dificultad. Pero Zajar hizo como si le fuera
difícil pasar por ella y se quedó en el umbral, sin avanzar un paso más.
Ilia Illich se encontraba sentado en la cama.
—¡Ven aquí! —ordenó.
Zajar se apartó de la puerta con dificultad, la cerró y se apoyó en ella.
—¡Aquí! —dijo Oblomov señalando con un dedo. Zajar avanzó un paso, pero de
nuevo se detuvo.
—¡Más cerca!
Zajar movió el cuerpo, aunque sin dar un solo paso, haciendo un ruido en el suelo
con los pies. Trataba de producir la sensación de que obedecía la orden de su amo. Al
ver que no podía conseguir que Zajar se aproximase más, Oblomov se limitó a
dirigirle una severa mirada. Confundido, Zajar intentó ahora hacer como que
ignoraba la presencia de su amo y desvió la mirada hacia la izquierda.
—¡Zajar! —dijo Ilia Illich con expresión digna.
Zajar, sin embargo, no respondió. Parecía pensar. «¿Qué quiere? ¿A qué Zajar
llama?». Y desvió la mirada hacia la derecha. Pero el espejo cubierto de polvo le
recordó su negligencia al propio tiempo que su desaliñado aspecto, reflejado
borrosamente en el espejo, parecía como si le reprochara algo.
Al fin, decidió mirar un momento a su amo. Sus ojos se encontraron entonces, y
Zajar, incapaz de resistir el mudo reproche que leía en los de su amo, bajó los suyos.
Sin embargo, en las manchas de la alfombra leyó otra acusación a sus cualidades
como criado.
—¡Zajar! —repitió Ilia Illich con evidente sentimiento.
—¿Qué desea, señor? —masculló Zajar esperando oír otro discurso patético.
—Tráeme un poco de kvas —pidió Ilia Illich.
Zajar suspiró como si se hubiera quitado un peso de encima. Alegre, corrió a la
cocina como un muchacho de quince años y volvió con el kvas.
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—Bien, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó amablemente Ilia Illich—. ¿Es que no
eres feliz a mi lado?
La sombría expresión que había poco antes en el rostro de Zajar se trocó en otra
de arrepentimiento que parecía emanar de todas sus facciones; luego clavó sus ojos
en los de Oblomov.
—¿Estás arrepentido? —preguntó Ilia Illich.
«¿Qué ocurre? —se preguntó Zajar—. Esperaba que me riñera por lo que le he
dicho y ahora me habla de un modo que casi me hace llorar».
—Bien, Ilia Illich —empezó a decir con la voz más suave que le fue posible—,
yo sólo pretendía decir…
—No corras —exclamó Oblomov, interrumpiéndole—. ¿Te das cuenta de lo que
has dicho? ¡Vamos, deja de una vez el vaso sobre la mesa y contesta!
Zajar no lo hizo, pues aún no había averiguado en qué estribaba su delito. No
obstante, continuó mirando con el mayor respeto a su amo, acabando por bajar la
cabeza en señal de arrepentimiento.
—¿Cómo puedes atreverte a decir que no eres un asesino? —inquirió Oblomov.
Zajar optó por seguir guardando silencio.
—Has ofendido e insultado a tu señor —prosiguió Oblomov gravemente, sin
dejar de mirarle y divirtiéndose con su confusión—. Le has ofendido. «¿Sí o no?»
—Sí, señor —murmuró Zajar conmovido de veras.
Y miró a derecha e izquierda una vez más, lleno de angustia al comprender que
no podría escapar a la patética escena que tanto temía. Sintió que se enternecía por
momentos y que las lágrimas acudían a sus ojos. Al fin no pudo por menos de decir:
—¿En qué he podido ofenderle, señor?
—¿Cómo en qué? —exclamó Oblomov—. ¿Es que no has pensado en lo que son
las demás personas, esos «otros» con los que has tenido la avilantez de compararme?
Oblomov calló, pero siguió mirando a Zajar.
—Quieres que te lo diga, ¿eh?
Zajar suspiró.
—Esos otros a los que tú te refieres —prosiguió Ilia Illich— son gentes
abandonadas de la mano de Dios, gente inculta y soez que habitan en buhardillas
miserables y en la mayor miseria. Son capaces de dormir en cualquier parte y nada
les importa un ardite. Por ejemplo, Liagaiev no tendría más que hacer un paquete con
su par de camisas y su pañuelo y ya estaría en condiciones de mudarse. Así son esos
«otros» de que tú hablas. ¿Crees que son de mi agrado?
Zajar miró a su amo de reojo, cambió la posición de sus pies y siguió guardando
silencio.
—¿Quién te parece que son esos «otros»? —continuó Oblomov—. Son personas
que se limpian ellos mismos los zapatos, se visten ellos mismos y, aunque en ciertas
ocasiones parecen caballeros, sólo lo son en apariencia. Jamás han tenido un criado y
han de hacerse ellos la compra y atender a la limpieza y…
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—Casi todos los alemanes son así —afirmó Zajar con aviesa intención.
—Exacto. Pero y yo, ¿crees que también soy así?
—¡Usted, señor, es muy distinto! —contestó Zajar, que al fin comprendía adonde
quería ir a parar su amo—. ¡Dios sabe lo que hubiera sido de usted si…!
—Soy distinto, ¿no? Bien, pues fíjate en lo que dices. Piensa en cómo viven los
«otros». Trabajan sin descanso, se pasan el día corriendo de un lado para otro —
prosiguió Oblomov—. Si no trabajan, no comen… ¿Y yo? ¿Soy como ellos?
¡Contéstame, vamos!
—¡Se lo suplico, señor, no me atormente más! ¡Me está tocando el corazón! —
suplicó Zajar.
—¡Compararme con esos «otros»! ¿Es que yo tengo que trabajar y esforzarme en
nada? ¿Estoy delgado y tengo la cara macilenta? ¿Vivo en la mayor penuria como
viven ellos? Tú me has visto crecer entre cuidados y ternuras, sin que jamás haya
padecido hambre, frío ni las más nimias necesidades. ¡Pero tú me has comparado con
los demás! ¿Crees posible que yo pudiera aguantar lo que ellos aguantan y sufrir lo
que ellos sufren?
Zajar ya no comprendía las palabras de su amo; sus labios, por otra parte,
temblaban de emoción. La patética escena retumbaba sobre su cabeza como una
furiosa tormenta, y le era imposible proferir una sola palabra.
—¡Zajar! —dijo Ilia Illich.
—Señor… —susurró el criado.
—Tráeme un poco más de kvas.
Zajar entregó el vaso de kvas a su amo y en cuanto éste se lo hubo bebido y le
devolvió el vaso vacío, se encaminó con rápido paso hacia la puerta.
—No, no te vayas aún —ordenó Oblomov—. Te estoy preguntando cómo te ha
sido posible insultar de ese modo a tu amo, a quien llevaste en tus brazos cuando era
niño, a quien has servido durante toda la vida y que es tu bienhechor.
Era demasiado para el pobre Zajar. La palabra «bienhechor» le llegó directamente
al corazón.
—Lo siento, señor —bisbiseó, sinceramente arrepentido—. Sólo mi estupidez ha
podido…
Pero como seguía ignorando en qué consistía su falta, le fue imposible concluir su
frase.
—Y aquí me tienes a mí, trabajando y preocupándome —continuó Oblomov en el
tono de una persona cuyos esfuerzos y sacrificios no son debidamente apreciados—.
Incluso me paso las noches en vela pensando en mejorar las cosas… ¿Y en beneficio
de quién? Pues de los campesinos y, por supuesto, de ti. Quizá cuando me ves
tumbado en la cama y con la cabeza bajo la sábana supones que estoy durmiendo
como un bendito. Pues no, estoy cavilando, cavilando en cómo conseguiré aliviar los
sufrimientos de mis campesinos, a fin de que no me maldigan y cuando llegue la hora
del Juicio Final se acuerden y aleguen en mi favor el bien que yo haya podido
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hacerles. ¡Ingratos! ¡Desagradecidos! —concluyó Oblomov con expresión amarga.
Zajar no tardó en empezar a llorar.
—¡Señor, por favor, no me diga esas cosas! —suplicó el hombre—. ¡El Señor le
bendiga! ¡Virgen Santísima, qué cosas se le ocurren al señor!
—¡Deberías sentirte avergonzado de hablar como lo haces! —continuó Oblomov
—. Eres una serpiente que he estado alimentando en mi propio lecho.
—¡Una serpiente! —exclamó Zajar juntando las manos devotamente—. ¡Yo no
he dicho nada de una serpiente! —consiguió decir entre sollozos—. ¡Ni siquiera lo he
soñado!
Habían dejado de comprenderse mutuamente y ya no volverían a entenderse.
—¡Cómo has podido decir eso! —prosiguió Ilia Illich—. ¡Y pensar que en mis
proyectos te tenía asignado una casita en el jardín y un salario soberbio! ¡Ibas a ser
mi ayudante, mi mayordomo y mi representante! ¡Los campesinos te harían
reverencias y te llamarían Zajar Trofimich! ¡Pero tú no estás satisfecho aún y me
comparas con los «otros»! ¡De ese modo correspondes a la benevolencia de tu amo!
Zajar continuaba sollozando, y Oblomov se sintió conmovido al hablar de los
beneficios que pensaba otorgar a Zajar y a todos sus criados y sirvientes, poniendo fin
a sus reproches con la voz rota por la emoción y los ojos arrasados en lágrimas.
—Vamos, vete tranquilo —concluyó en tono conciliador—. Espera, tráeme un
poco más de kvas. Tengo la garganta reseca. Pero ya debiste suponerlo. Bien, confío
que habrás comprendido tu falta y que jamás volverás a comparar a tu amo con los
«otros». Pero lo menos que debes hacer para reparar tu falta es convencer al dueño de
la casa para que no me obligue a marcharme de aquí. Me has dejado inútil para
pensar en nada provechoso, y sólo así podrían traer a mi corazón y a mi espíritu la
paz que tanto necesito. ¡Ya son las tres! Tan sólo faltan dos horas para la comida. En
dos horas es imposible hacer nada. Dejaré la carta para el próximo correo y mañana
acabaré de estructurar el plan de la finca. Ahora corre las cortinas y procura que nadie
venga a molestarme. Estoy deshecho y necesito dormir un rato. No dejes de llamarme
a las cuatro.
Zajar cubrió a su amo con la manta, corrió las cortinas, cerró la puerta y abandonó
la estancia procurando no hacer ruido.
—¡Ya podrías reventar! —rezongó Zajar tomando asiento junto a la estufa—.
¡Todo se le va en palabras tiernas y promesas! ¡Una casa, un jardín, un salario! ¡Ésta
es y será mi casa y aquí estiraré la pata! —murmuró golpeando la estufa con ira—.
En cuanto a lo del salario, si no me quedara con la calderilla, jamás podría invitar a
mi amiguita. ¿Por qué no me moriré de una vez?
Oblomov estaba echado boca arriba, pero tardó en dormirse, pues no dejaba de
reflexionar, preocupado de veras. «¡Dos desgracias a un tiempo! —se decía mientras
se cubría la cabeza con la manta—. ¿Quién puede soportarlo?».
Pero no eran las dos «desgracias», sin embargo, lo que le inquietaba. Éstas
estaban convirtiéndose en dos simples recuerdos desagradables. «Las desgracias que
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me anuncia el administrador aún se han de producir —pensaba—. Puede que la lluvia
salve las cosechas, que se puedan cobrar los atrasos, que los campesinos retornen a
sus casas. ¿Dónde pueden haber ido? —se decía y, de pronto, empezó a considerar la
cuestión desde un punto de vista puramente literario—. Tal vez anden
vagabundeando por esos mundos de Dios día y noche, sin tener nada que llevarse a la
boca y sin un lugar donde cobijarse. ¿Por qué razón habrán abandonado sus lugares,
donde por lo menos tenían un rincón caliente? Pero no debo preocuparme. Mi plan lo
resolverá todo inmediatamente».
La idea del cambio de piso le preocupaba mucho más, pues esta «desgracia» era
más inmediata. Pero el gran poder acomodaticio del espíritu de Oblomov hizo que a
no tardar considerase el problema como solucionado, al menos por una semana. «Y
es posible que Zajar consiga que no tengamos que abandonar este piso. De una forma
u otra, se arreglará la cosa. Después de todo, lo cierto e indubitable es que no puedo
marcharme de aquí». De este modo continuó preocupándose y tranquilizándose
alternativamente, acabando por acogerse a las palabras de siempre: «Esperemos.
Acaso se arregle por sí solo, etc.».
Estaba a punto de dormirse cuando se despabiló y abrió los ojos. «Pero ¿es
posible que todavía no me haya lavado? ¡Tampoco he hecho nada! —masculló entre
dientes—. Quería tomar unas notas sobre mi proyecto y aún no lo he hecho. No he
escrito a la policía ni al gobernador; no he concluido la carta para el dueño de la casa;
mucho menos he repasado las facturas y entregado el dinero a Zajar para que las
pagase. He perdido lastimosamente toda la mañana. ¿Cómo ha sido posible? Otros
habrían realizado ya todo eso —cruzó por su cerebro—. Otros… Pero ¿cómo eran
esos otros?».
De nuevo tornó a compararse con aquellos «otros». Pero lo hizo de una manera
muy distinta que la primera vez. Empezó reconociendo que aquellos «otros» habrían
encontrado tiempo para escribir las cartas, sin que los «que» y las «cuales» vinieran a
entorpecer su tarea; los «otros» se habrían mudado de piso, llevado adelante el
proyecto de nueva administración, ido en persona a visitar la finca…
«También yo podía hacerlo en otro tiempo. Entonces escribía cosas mucho más
difíciles que esas cartas… ¿Qué se ha hecho de todo eso? Otros no se ponen una bata
como yo… —se dijo, creyendo descubrir en esto una nota que le distinguía de los
demás—. Los otros duermen a la hora en que se debe dormir, y luego salen, ven a la
gente y todo lo que hay que ver, disfrutan de la vida… muestran interés por todo…
¿Y yo? —se preguntó bostezando ruidosamente—. Yo soy de otra manera», concluyó
con tristeza, y volvió a entregarse a sus pensamientos tras de sacar la cabeza de
debajo de la manta.
Fue aquél uno de los escasos momentos de lucidez que se producían en la vida de
Ilia Illich Oblomov. En tales ocasiones sentía un terror especial, pues no se le
escapaba lo distinta que era su vida de la que normalmente llevaban los demás
hombres. Envidiaba a aquellos cuya vida era provechosa y fructífera, en tanto que la
¿DÓNDE nos hallamos? ¿A qué rincón del mundo nos ha conducido el sueño de
Oblomov? ¡En qué bello país nos encontramos ahora!
Aquí no hay altas cumbres, ni mar, ni riscos ni abismos, así como tampoco selvas
vírgenes. No hay nada que sea enorme y selvático. Pero, en resumidas cuentas, ¿qué
tiene de bueno lo enorme y lo extraordinario? El mar, por ejemplo, siempre se nos
aparece triste. Su contemplación inspira tristes deseos de llorar. El corazón se nos
encoge ante la gran extensión de agua en la que no se descubre nada donde pueda
descansar la vista, fatigada por la inmensidad del panorama. El rumor de las olas, sus
salvajes rugidos, no están hechos para el oído humano. Produce una melodía
misteriosa, la misma desde que el mundo es mundo, siempre el mismo lamento,
semejante al de un monstruo sometido a tortura, que profiriera gritos siniestros. En el
mar no hay pájaros. Tan sólo gaviotas se agitan en silencio, sin alejarse demasiado de
la orilla, trazando sus melancólicos vuelos.
El rugido de las fieras resulta débil en comparación con el de la naturaleza, y la
voz humana se desvanece ante ella. El mismo hombre se siente débil y
empequeñecido, perdido entre los infinitos detalles del vasto escenario. No; no me
gusta el mar en absoluto. Su estado de calma y reposo tampoco es de mi agrado. En el
plácido rumor de las olas se presiente el latente poder oculto bajo su fingida
apariencia pacífica.
Tampoco los abismos y las montañas fueron creados para que complacieran al
hombre. Son tan horribles y amenazadores como los colmillos de las fieras. Nos
recuerdan con demasiada viveza nuestra fragilidad humana, y nos llenan de terror y
angustia. Y por encima de ellos el cielo aparece más alto e inalcanzable, como si se
hubiera olvidado de los hombres.
El tranquilo lugar adonde nuestro héroe fue transportado por sus sueños no se
parecía en nada a todo esto. En aquel lugar el cielo producía la sensación de
encontrarse más cerca de la tierra, aunque no con intención de dispararle sus flechas,
sino para abrazarla con entrañable amor. Allí el cielo se extiende sobre las cabezas y
los tejados como si quisiera protegerlos contra toda calamidad. Allí luce el sol en
todo su esplendor durante seis meses, para luego irse apagando lentamente, como si
se sintiera pesaroso por ello, no sin dedicar antes una o dos nostálgicas miradas a la
tierra.
Las colinas que rodean el lugar parecen modelos en miniatura de las altas
montañas que asustan de lejos a los que las contemplan, y ofrecen sus suaves laderas
al caminante para que pueda descansar en ellas contemplando la puesta de sol.
El río transcurre con gran mansedumbre, jugueteando libremente con todo lo que
EN cuanto el rumor de la respiración regular de Ilia Illich llegó a oídos de Zajar, éste
saltó de la estufa y tras de echar una mirada a su dormido amo, dejó la puerta
entornada y bajó al portal de la casa.
—¡Hola, Zajar Trofimich! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —dijeron los cocheros,
criados, mujeres y niños que se encontraban en aquel momento en el portal.
—¿Qué le ocurre a tu amo? ¿Ha salido? —preguntó el portero de la casa.
—Está durmiendo como un tronco —respondió Zajar.
—¿Cómo? —preguntó un cochero—. Si duerme a estas horas debe de ser que no
se encuentra bien.
—¿Bien? ¡Está completamente «inundado»! —repuso Zajar muy convencido—.
No lo creeréis, pero él solo se ha bebido una botella y media de Madeira y dos kvas.
Ésta es la razón de que duerma ahora.
—¡Qué Suerte! —exclamó otro cochero, con visible envidia.
—¿Y qué fiesta celebraba hoy? —inquirió una mujer.
—Ninguna, Tatiana Ivanovna —repuso Zajar, acompañando sus palabras con una
mirada de tristeza y conmiseración—. Todos los días ocurre igual. Ya no vale para
nada. Incluso da pena hablar con él.
—¡Lo mismo que mi señora! —suspiró la mujer.
—¿Sabes si tiene que ir a alguna parte tu señora, Tatiana Ivanovna? —preguntó el
cochero de antes—. Tengo que ir aquí cerca…
—¡Qué va a tener que ir! —contestó Tatiana—. ¡Está con su adorado,
contemplándose mutuamente!
—La visita con gran frecuencia —añadió el portero—. Todas las noches me
molesta, ¡maldita sea! Cuando todo el mundo ya está en sus casas, siempre queda él,
y me arma un escándalo si encuentra la puerta de la calle cerrada. ¡Como si yo tuviera
que estar de centinela ante la puerta, esperando que se vaya!
—¡Y hay que ver lo estúpido que es! —dijo ahora Tatiana—. Siempre le está
regalando cosas. Y ella se pone como un pavo real. ¡Pero si vierais las enaguas y las
medias que lleva, os avergonzaríais! A veces me entran ganas de decirla: «¡Vamos,
mujer, ponte un pañuelo en la cabeza y sal a pedir limosna!».
Todos se echaron a reír menos Zajar.
—¡Qué gracia tiene esa Tatiana! —afirmaron todos.
—¡Pues si es la pura verdad! —Siguió Tatiana—. No sé cómo algunos caballeros
se atreven a ir con ella.
—¿Y dónde vas tú ahora? —preguntó uno de los presentes—. ¿Qué llevas en ese
paquete?
—Voy a la modista para que le estreche este vestido. ¡Afirma que le está ancho!
¡Y cuando tenemos que apretarle el corsé, tanto a Duniacha como a mí nos duelen los
ERAN algo más de las cuatro de la tarde cuando Zajar, con el mayor tiento y sigilo,
procurando no hacer el más leve ruido, empujó la puerta del piso de su amo. Luego
miró por la puerta entornada hacia el despacho de Oblomov. Del interior venía una
respiración regular y pausada.
—Está durmiendo todavía —murmuró—. Pero tengo que despertarle. Van a dar
las cuatro y media.
Tosió y penetró en la estancia.
—¡Ilia Illich! ¡Ilia Illich! —dijo sin alzar la voz.
Le contestó un profundo ronquido.
«¡Cómo duerme! —se dijo Zajar—. ¡Parece un santo!».
—¡Ilia Illich! —repitió, tocando ligeramente en el hombro a su amo—.
Levántese, por favor, señor. Son ya las cuatro y media de la tarde.
Ilia Illich dejó escapar un sonido inarticulado, pero no se despertó.
—¡Despierta, Ilia Illich! ¡Ha ocurrido una desgracia! —dijo Zajar levantando más
la mano. Oblomov no respondió.
—¡Ilia Illich! —repitió Zajar sacudiéndole con gran cuidado.
Oblomov se volvió, al tiempo que dejaba escapar un suspiro, y abrió un ojo con
expresión estúpida.
—¿Quién es? —preguntó, todavía medio dormido.
—¡Soy yo, señor! ¡Levántese ya, es tarde!
—¡Déjame! —masculló Oblomov, y cerrando el ojo que había abierto, se sumió
de nuevo en el sueño.
Zajar golpeó ahora sobre la cómoda.
—¿Qué quieres? —preguntó Oblomov enojado, abriendo los dos ojos.
—El señor me ordenó que le llamara.
—Ya lo sé. Ya has cumplido con tu obligación. Ahora, déjame.
—No me iré —repuso Zajar tirando a Oblomov de la manga.
—No me molestes —dijo Ilia Illich suavemente, enterrando la cabeza en la
almohada y empezando de nuevo a roncar.
—No, no, Ilia Illich —insistió Zajar—. Yo bien quisiera dejar en paz al señor,
pero no puedo.
Y le tiró de la manga suavemente.
—Haz el favor de no molestarme más, te lo suplico —repuso Oblomov en tono
persuasivo, abriendo los ojos.
—Sí, y si hago lo que el señor dice, luego se enfadará conmigo por no haberle
despertado…
—¡Dios mio, qué hombre! —exclamó Oblomov enojado—. Déjame dormir un
minuto, un minuto nada más. Déjame, por favor…
STOLZ era alemán sólo a medias, por parte de padre. Su madre era rusa y él pertenecía
a la Iglesia ortodoxa. Rusa era también su lengua natal, que aprendió de labios de su
madre, en los libros, en las aulas universitarias, en sus juegos con los hijos de los
campesinos y en las calles de Moscú. El alemán lo había aprendido de su padre y en
otros libros.
Stolz había vivido de niño en la aldea de Verhliovo, de la que su padre era
administrador. Ya a los ocho años tomaba asiento ante su padre y contemplaba los
mapas, leía versículos de la Biblia y deletreaba las obras de Herder y de Wieland.
Asimismo repasaba las facturas de los campesinos y obreros y leía a su madre la
Historia Sagrada, las fábulas de Krilov e incluso se atrevía con el Telémaco.
Una vez dadas las lecciones, se iba con los hijos de los campesinos en busca de
nidos de pájaros, y con frecuencia, en mitad de las oraciones rezadas en el seno de la
familia o de las lecciones, se oía, procedente de sus bolsillos, el piar de una cría de
chovas.
De vez en cuando, a la caída de la tarde, mientras el padre fumaba su pipa bajo un
árbol del jardín y la madre hacía calceta o bordaba, se oía un rumor de voces y
algunos fuertes gritos, y un grupo de gente penetraba en la casa.
—¿Qué pasa? —preguntaba la madre, poseída por una repentina angustia.
—Deben de traer otra vez a Andrei —respondía el padre sin perder la serenidad.
Casi siempre acertaba. Aquella gente traía a Andrei a casa. ¡Pero en qué
lamentable estado, santo Dios! ¡Descalzo, con las ropas rotas y manchadas y
sangrando por la nariz, él o algunos de sus compañeros! La madre sufría
terriblemente cuando Andrei se encontraba fuera de casa, y de no habérselo prohibido
terminantemente su esposo, hubiera obligado a su hijo a permanecer pegado a sus
faldas. Ella le lavaba, le vestía y arreglaba, y hasta el mediodía, el muchacho aparecía
limpio y bien peinado. Pero al anochecer, con frecuencia le traían a casa sucio,
maltrecho y casi irreconocible. La madre lloraba de pena, pero el padre no concedía a
todo aquello la menor importancia. Por el contrario, le hacía gracia y se reía de buena
gana.
—¡Con el tiempo será un gran tipo! —decía a veces el alemán, lleno de
admiración.
—¡Pero, Iván Bogdanich! —exclamaba la madre—. No pasa día sin que venga
con algún chichón, y la semana pasada echó sangre por la nariz.
—¿Y qué muchacho sería si alguna vez no sangrara por la nariz o él no hiciera
sangrar a los demás? —contestaba el padre echándose a reír.
La madre sollozaba; luego tomaba asiento ante el piano para olvidar un poco sus
inquietudes y las lágrimas caían sobre el teclado. Al cabo, aparecía Andrei y
explicaba sus aventuras con tanta gracia y regocijo que la madre no podía por menos
STOLZ tenía la misma edad que Oblomov, es decir, algo más de treinta años. Primero
había estado al servicio del Gobierno, pero más tarde lo abandonó para dedicarse a
los negocios, hasta que al fin había logrado hacerse con un capital y una casa propia.
Pertenecía a una compañía dedicada a la exportación y andaba siempre de aquí para
allá. Si la compañía necesitaba enviar a un agente a Bélgica o a Inglaterra, le enviaba
a él; si había que preparar un nuevo proyecto o un nuevo plan, Stolz lo hacía. Sin
embargo, no por esto dejaba de frecuentar la sociedad y de leer. Sólo Dios sabe cómo
lograba disponer de tiempo para realizar tantas cosas.
Era todo huesos, músculos y nervios, semejante a un caballo de pura sangre.
Estaba muy delgado; tenía las mejillas descarnadas, pues aunque los músculos
cubrían sus pómulos, no había el menor rastro de grasa en ellos. El color de sus ojos
era de un verde expresivo y vivo, y el tono de su piel, moreno y sano, sin el menor
asomo de color rosado. Sus movimientos eran mesurados y graves, sin nada superfluo
en ellos. Si estaba sentado, permanecía inmóvil; si se movía, realizaba tan sólo los
movimientos indispensables. De igual modo que en lo físico, su espíritu estaba
equilibrado por un concepto práctico de la vida y las más delicadas inquietudes
espirituales.
El joven avanzaba por el camino emprendido con paso firme y cauteloso al
mismo tiempo. Vivía sometido a un plan fijado de antemano, empleando todos sus
días eficazmente, con objeto de no desperdiciar uno solo de ellos. Lo mismo que
otros suelen hacer con el dinero, a él no le gustaba despilfarrar el tiempo, así como
tampoco su trabajo, sus energías morales y mentales. Parecía gobernar sus penas y
alegrías del mismo modo que los movimientos de sus manos y de sus pies. Abría el
paraguas cuando llovía, es decir, que sufría mientras duraba el calor, pero lo
soportaba con buen ánimo y dignidad, buscando la causa del mal en sí mismo, no
intentando colgarlo en la percha de otro, como se hace con un abrigo viejo. Gozaba
de los placeres de la vida como de una flor recogida en el camino, sin marchitarla
antes de tiempo ni tampoco apurar la última gota de placer, que siempre deja un sabor
amargo. Su ideal era vivir una vida sencilla, y aunque a veces veíase obligado a
reconocer que no era tan fácil conseguirlo, luchaba con todas sus fuerzas.
A lo que más temía era a los excesos de la imaginación, esa amiga hipócrita que
nos adormece confiadamente y nos arrulla con su dulce murmullo. Huía de las
fantasías, y si en alguna ocasión se dejaba arrastrar por ellas, lo hacía como quien
penetra en una oscura cueva en cuya puerta estuviera escrito: Ma solitude, mon
ermitage, mon repos, seguro de que sabría salir de ella en el momento oportuno. En
su alma no quedaba espacio para los ensueños, los enigmas y los misterios. Todo lo
que no era factible de comprobación práctica, le parecía una simple ilusión óptica,
una confusión de colores en la retina o, todo lo más, un hecho susceptible de
—¿CÓMO te encuentras, Ilia? ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Cómo marchan tus cosas?
¿Continúas bien? —inquirió Stolz.
—No muy bien, querido amigo —repuso Oblomov suspirando—. Mi salud no es
muy buena que digamos.
—Pues, ¿qué te ocurre? —preguntó Stolz con súbita ansiedad.
—Acabarán matándome los orzuelos. La semana pasada tuve uno en el ojo
derecho, y ésta tengo otro en el izquierdo. Stolz se echó a reír.
—¿Eso es todo lo que te pasa? —preguntó—. El mal que tú padeces es que
duermes demasiado.
—¿Todo, dices? —replicó Oblomov en tono de protesta—. Sufro un ardor de
estómago insoportable. Tendrías que haber oído esta mañana al médico. «Tiene usted
que ir al extranjero —me ha dicho—, y si no lo hace, puede sufrir un ataque».
—Bien, ¿y piensas ir?
—Ni pensarlo.
—¿Por qué no?
—No puedo, Andrei. Me ha dicho que debo ir a la montaña, y luego a Egipto y a
América.
—¿Y qué? —repuso Stolz sin demostrar la menor sorpresa—. A Egipto puedes ir
en quince días, y a América en tres semanas.
—¿Tú también me aconsejas eso? Hasta ahora eras la única persona razonable
que conocía, pero veo que también has perdido la cabeza, como los demás. ¿Quién va
a Egipto y a América? Eso está bien para los ingleses. Dios los hizo de esa manera y,
además, no caben en su país. Pero ¿quién de nosotros se le ocurriría ir allá? En todo
caso, a un desesperado que no tenga dónde caerse muerto.
—Sí, en efecto, es demasiado para ti. Ir en coche o en barco, respirar los aires
puros del campo, contemplar los paisajes desconocidos, las ciudades, conocer otras
costumbres… tantas y tantas maravillas como existen por esos mundos de Dios…
Nada, nada, es imposible. Bien, ¿y cómo marchan las cosas en Oblomovka?
—¡Oh! —exclamó Ilia Illich haciendo un ademán de desesperación.
—¿Qué ha ocurrido?
—La vida que no quiere dejarme en paz.
—¡Gracias a Dios!
—¿Gracias a Dios, dices? Sí, si se limitara a cruzar por encima de mi cabeza.
Pero me atormenta como los chicos traviesos al alumno mimado por el maestro.
Pellizcos, arañazos por todas partes, tierra a la cara y a los ojos…
—Pero, explícate. ¿Qué ha ocurrido?
—Dos desgracias.
—¿Dos? ¿Cuáles son?
AUNQUE ya era algo tarde, fueron a hacer una visita de negocios. Más tarde, Stolz
invitó a comer con ellos al propietario de unas minas de oro, y por la tarde fueron a
tomar el té a su villa de verano, donde encontraron una animada reunión. De este
modo, Oblomov pasó de la más completa soledad a la animación de una fiesta
mundana, donde se vio rodeado por una multitud de gente. Aquella noche regresaron
muy tarde a casa.
Al día siguiente, al otro y al otro hicieron lo mismo, de forma que la semana pasó
rápidamente. Oblomov protestaba, se lamentaba, discutía, pero al final acababa
siguiendo a su amigo. En cierta ocasión, al regresar a casa, ya muy avanzada la
noche, las protestas de Oblomov fueron excepcionalmente insistentes.
—Ando desgastando las suelas de mis zapatos desde que me levanto hasta que me
acuesto —gruñó—, y los pies me duelen de un modo terrible. No puedo soportar más
esta clase de vida que me haces llevar.
—¿Qué clase de vida te gustaría llevar, entonces?
—Pues otra.
—Pero, concretamente, ¿qué es lo que te disgusta de ésta?
—Pues todo; el constante ir de un lado para otro, el juego incesante de las
pasiones viles, en especial la avaricia, la maledicencia, la forma de mirarle a uno de
arriba abajo que tiene la gente. Sus conversaciones son como para volverle a uno
loco. A primera vista parecen personas inteligentes, pero a su alrededor no se oyen
decir más que cosas de este jaez: «A Fulano le han dado esto y lo otro». «A Zutano le
han ascendido». «¿Y por qué ha tenido que ser él el agraciado?», protesta el otro.
«Éste perdió en el juego». «Éste de más allá ganó trescientos mil en el juego». ¡Qué
aburrimiento! ¿Dónde está el hombre de veras? ¿Qué se ha hecho de él? ¿Cómo ha
podido empequeñecerse hasta ese extremo?
—Después de todo, la sociedad tiene que ocuparse de algo —dijo Stolz—. Cada
cual tenemos nuestros propios intereses, nuestra vida…
—¡La sociedad! ¡Has hecho que volviera a ella para que la aborreciese aún más
de lo que ya la aborrecía! ¡La vida! ¡Vaya una clase de vida! ¿Qué hemos encontrado
en ella? ¿Intereses espirituales, sentimientos verdaderos? No existe nada en el centro
de esa vorágine, nada vital, nada auténtico. Todos esos seres son personas muertas,
hombres adormilados, mucho peores que yo. ¿En qué se cifran sus aspiraciones en la
vida? No permanecen acostados en la cama como yo. Se agitan y revolotean como
moscas, pero ¿para qué? Penetras en un salón y encuentras a la gente sentada con la
mayor corrección ante las mesas de juego. ¿Por qué has de echarme tú en cara que yo
permanezca en la cama y no me rompa los cascos con los ases y las espadas de la
baraja?
—Todo eso que dices carece de valor. Ya ha sido dicho infinidad de veces —
SIEMPRE que Oblomov yacía tendido en el sofá, entregado a sus vagos ensueños, en
su imaginación aparecía la figura de una mujer, su esposa, nunca su amante. Esta
mujer era esbelta, deliciosa, de ojos de mirar dulce, a la vez que orgullosa, y
permanecía sentada en la galería cubierta con los brazos cruzados sobre el pecho o
bien caminaba suavemente por la arena de la avenida central del jardín: una ideal
encarnación de la paz y del bienestar.
Primero la veía como novia ruborosa al pie del altar o junto al lecho conyugal, y
más tarde como una madre rodeada por un grupo de chiquillos.
Oblomov soñaba con una sonrisa, no una sonrisa de pasión, sino de comprensiva
simpatía hacia él, el esposo, y de indulgencia para con los demás. No deseaba que su
esposa fuera una mujer ardiente ni de extremados sentimientos. Nada de lágrimas
repentinas y de desmayos de felicidad. «Esta clase de mujeres suelen echarse un
amante —se decía—, y, además, dan mucho quehacer; médicos, balnearios, y otras
fantasías. ¡Con ellas no hay modo de dormir en paz!».
«Por el contrario, un hombre puede dormir apaciblemente al lado de una mujer
sencilla, orgullosa y serena. Puede meterse en la cama con la seguridad de que al
despertarse encontrará la misma mirada amable, y todo transcurrirá del mismo modo
durante veinte o treinta años. ¿Acaso no es la secreta aspiración de todos, hombres y
mujeres, el encontrar en su compañero un descanso y un sentimiento constante, sin
variaciones de ninguna clase? Ésta es la norma del amor, y si se produce alguna
desviación de la norma, una cierta frialdad o un cambio cualquiera, padecemos como
consecuencia de ello. Así, pues, yo no aspiro a nada más que a lo que aspiran todos
—se decía—. ¿Acaso el ideal no consiste en encontrar una suprema armonía en las
relaciones de ambos sexos? Dar a la pasión una salida legitima, dejarla fluir en
determinada dirección como un río, en beneficio de toda la tierra, éste es el problema
de la Humanidad entera».
«La solución de esta aspiración es la cima del progreso hacia el cual intenta
abrirse camino la gente de ideas avanzadas, aunque una y otra vez se desvíe de él.
Pero en cuanto se logra, ya no hay olvidos ni agravios, sino que el corazón late de un
modo sosegado, sin interrupciones ni sobresaltos. Existen algunos casos de este tipo
de vida infeliz, pero hay que reconocer que son extremadamente raros. La gente suele
comentarlos con auténtico asombro. Incluso suelen decir que hay que haber nacido
para ello. Pero… ¿no se podría conseguir por medio de la educación…?».
«¡La pasión! Está muy bien en la poesía y en el teatro, donde actores y actrices,
después de andar envueltos en capas y con los puñales en la mano, se van a cenar
juntos el asesino y su víctima.
»Todo estaría perfectamente si las pasiones concluyeran siempre de ese modo,
mas, por lo general, no dejan tras de sí más que recuerdos amargos y desastres sin
OBLOMOV permaneció allí unos instantes, con los ojos desmesuradamente abiertos,
sin mirar a ninguna parte. Por su lado pasaron unos desconocidos y voló un pájaro.
Una campesina se le acercó para preguntarle si deseaba fresas, pero él continuaba
inmóvil, sin saber lo que le sucedía.
Luego recorrió lentamente la avenida por donde había pasado momentos antes en
compañía de Olga y encontró en el suelo los muguetes y las lilas que ella había
arrojado allí. «¿Por qué lo habrá hecho? —pensó—. ¡Imbécil! —exclamó recogiendo
las flores del suelo—. Le he pedido que lo olvidase siendo así que ella… ¡Oh! Pero…
¿puede ser verdad?».
Feliz y radiante, corrió a su casa, tomó asiento en el sofá y escribió rápidamente
en la superficie cubierta de polvo, con letras muy grandes: «¡Olga!».
«¡Cuánto polvo!», se dijo, volviendo de su éxtasis.
—¡Zajar! ¡Zajar! —gritó.
Tuvo que llamar varias veces a su criado, pues Zajar estaba de palique con los
cocheros en la puerta que daba a la carretera.
—¡Sube en seguida! —dijo Anisia a su marido, agarrándole por una manga—. El
señor está llamándote hace rato.
—Bien, Zajar, mira esto —dijo Ilia con amabilidad, pues en aquellos instantes le
era imposible sentirse enfadado—. ¿También quieres que tengamos aquí polvo y
telarañas? Luego, Olga Sergeievna me dice que me gusta la suciedad.
—¡Oh! ¡Ella puede hablar! ¡En su casa tienen cinco criados! —repuso Zajar
dirigiéndose a la puerta.
—¿Dónde vas? Corre a buscar una escoba y un plumero y quita el polvo a todo
esto. Uno no puede sentarse en el sofá ni apoyarse en la mesa. Es muy
desagradable… Esto es… puro oblomovismo…
Zajar se volvió y miró a su amo de reojo. «¡Vamos! —se dijo—. Ya ha
encontrado otra palabreja ofensiva. Pero me suena a algo familiar».
—De prisa. Haz lo que te digo —insistió Oblomov.
—¿Para qué? Hoy ya he barrido el suelo —contestó Zajar con su tozudez
habitual.
—¿Pues de dónde ha salido este polvo? ¡No quiero verlo más! ¡Hazme el favor de
limpiarlo inmediatamente!
—Antes lo he limpiado todo —repitió Zajar—. ¡No puedo hacer la limpieza diez
veces cada día! El polvo entra de la carretera. Los campos están cerca y hay mucho
polvo por todas partes.
—Atiéndeme, Zajar Trofimich —dijo Anisia asomando la cabeza por la puerta—.
No debes barrer el piso y luego quitarle el polvo a los muebles, pues el suelo vuelve a
llenarse de polvo otra vez, sino…
PARA Oblomov fue un día de decepción progresiva. Lo pasó con la tía de Olga, una
mujer muy inteligente, de gran tacto y de excelente gusto en el vestir, que llevaba
siempre vestidos de seda admirablemente cortados, cuellos de encaje y un coquetón
gorrito que enmarcaba deliciosamente su rostro, terso y fresco a pesar de sus
cincuenta años. De una cadena que rodeaba su cuello pendían unos impertinentes de
oro. Su gestos y ademanes estaban llenos de dignidad. La dama solía envolverse en
un chal y permanecía sentada como una reina en el sofá, apoyada ligeramente en un
cojín de bordados muy historiados. Jamás se la sorprendía haciendo algo. Ninguna
clase de trabajo hubiera armonizado con su rostro y su imponente porte. Daba las
órdenes a los criados brevemente, con acento seco.
Algunas veces leía algo, pero jamás escribía. Hablaba muy bien, aunque por lo
común lo hacía en francés. Pero no tardó en darse cuenta de que Oblomov no se
sentía a sus anchas lidiando con el idioma galo y, luego de la primera visita, le habló
ya siempre en ruso.
No le gustaba dejar volar la imaginación ni sostener conversaciones demasiado
elevadas. Aquella dama producía la sensación de que se había trazado a sí misma una
línea imaginaria, al otro lado de la cual no deseaba pasar jamás. Se echaba de ver que
el amor y los sentimientos ocupaban un lugar en su corazón, aunque no más
importante que el que ocupaban otras cosas, lo contrario de lo que suele suceder con
muchas mujeres, para las que el amor lo es todo, si no en los hechos, cuando menos
en las palabras.
Lo que más le interesaba a aquella dama era el arte de vivir, el ser dueña de sí
misma, el saber mantener el equilibrio entre la mente y la intención, y entre la
intención y la ejecución. Cual un enemigo que espía con ojos alertas, era de todo
punto imposible sorprenderla desprevenida en ningún momento.
La vida de sociedad era su único elemento, y el tacto y la reserva inspiraban todos
sus pensamientos, sus palabras, sus movimientos y ademanes. Jamás abría su corazón
a nadie ni confiaba sus pensamientos a nadie. Tampoco se la sorprendía murmurando
con otra dama ante una taza de té.
La única persona con la que sostenía a menudo largas conversaciones a solas era
el barón de Langwagen, durante las veladas de invierno; el barón solía quedarse en
casa hasta medianoche y a veces Olga asistía a aquellas reuniones. Por lo general,
permanecían todos callados, pero guardaban un inteligente silencio, repleto de
sentido, como si todos supieran algo que el resto de las personas desconocían. Los
maliciosos, que siempre los hay, dieron en criticar aquella vieja amistad, pero nadie
pudo sorprender jamás entre ellos un especial modo de comportarse que pudiera
abonar tan malintencionadas sospechas.
El barón cuidaba de una pequeña finca de Olga sobre la que pesaba una hipoteca,
OBLOMOV era algo así como el hombre que contempla la puesta de sol de un atardecer
de verano, la vista fija en los últimos rayos de luz, pero se niega a observar que la
noche avanza por el otro lado del horizonte.
Ahora estaba tumbado en el sofá, gozando del recuerdo de su última entrevista
con Olga. Las palabras de la joven: «¡Le quiero, le quiero, le quiero!» resonaban en
sus oídos aún más dulcemente que las canciones que ella cantaba. Pensaba en estas
palabras, intentando medir por ellas el grado alcanzado por el amor de Olga cuando,
ya a punto de dormirse…
A la mañana siguiente Oblomov amaneció pálido y ojeroso. En su rostro se
marcaban las huellas de una noche de insomnio; su frente estaba surcada de arrugas y
sus ojos aparecían mortecinos y sin brillo. Bebió lentamente el té y se dejó caer en el
sofá para encender un cigarrillo. En otro tiempo se hubiera vuelto a echar sin duda,
pero ahora ya había perdido la costumbre y ni siquiera le seducía la blancura de la
almohada. No obstante, apoyó en ella el codo, en recuerdo de sus antiguas tendencias.
Se sentía completamente deprimido, de cuando en cuando dejaba escapar un suspiro
y movía la cabeza con desaliento. Algo le atormentaba, aunque, al parecer, no se
trataba del amor. La imagen de Olga aparecía en su imaginación, pero muy lejana y
como si fuera la de una mujer extraña. Oblomov la contempló con expresión triste y
tornó a suspirar.
«Vivir como Dios manda y no como uno desea es una regla excelente, pero…».
De nuevo se sumió en sus cavilaciones. «No, no se puede vivir como uno desea —
empezó a decirle una voz rebelde—. Uno es impelido por un caos de contradicciones
que ninguna inteligencia humana, por muy profunda que sea, es capaz de desentrañar.
Uno deseaba algo ayer, lucha desesperadamente por ello durante todo el día, y al
siguiente se sonroja por haberlo conseguido y maldice el momento en que se le
ocurrió la idea. ¡Tal es lo que sucede cuando uno se deja arrastrar por la propia
voluntad e impulso! Tenemos que caminar a tientas, con los ojos cerrados la mayoría
de las veces, no soñar con la felicidad, y no lamentarse si la perdemos. ¡Tal es la
vida! ¿Quién dijo que la vida significaba placer, felicidad? ¡Qué estupidez más
grande! La vida es simplemente eso, vida, deber, como dice Olga, obligación, y todos
los deberes son duros. Cumplamos, pues, con nuestro deber —suspiró—. No volver a
ver a Olga… ¡Dios mió, me has abierto los ojos y señalado el camino del deber! —
murmuró ahora levantando los ojos al cielo—. Pero ¿cómo conseguirlo?
¿Marchándome de aquí? Aún estoy a tiempo de hacerlo, aunque se me parta el
corazón. Pero de esta forma no tendré que maldecirme jamás por haberme quedado…
De un momento a otro me enviará un recado… Dijo que lo haría… Y ni siquiera
sospecha…».
¿Qué había sucedido? ¿Qué vientos habían soplado sobre Oblomov? ¿Qué negros
Sin duda le sorprenderá a usted, Olga Sergeievna, recibir una carta mía
siendo así que nos vemos tan a menudo. Léala hasta el final y confío que
comprenderá que no me es posible obrar de otro modo. Debí de haberla
escrito ya al principio. Pero haciéndolo ahora aún estamos a tiempo de
evitarnos muchos remordimientos de conciencia en el futuro. Nos hemos
enamorado tan súbita e inesperadamente que ha sido como si hubiéramos
contraído una enfermedad grave, y esto ha impedido que yo volviera en mí
hasta ahora. Por otra parte, ¿quién podría comprender, viéndola y
escuchándola durante horas enteras, el duro esfuerzo que representa recobrar
el juicio? ¿Quién tendría la fuerza de voluntad suficiente para detenerse al
borde del precipicio y no dejarse atraer por él vencido por la seducción?
Todos los días pasados he venido diciéndome: «No iré más allá. Debo
detenerme aquí». Sin embargo me sentía arrastrado; mas ahora ha llegado el
momento en que preciso de su ayuda. Hasta anoche no conseguí ver claro en
el fondo del abismo hasta el que me he dejado deslizar, y resolví detenerme en
Oblomov se sentía inspirado. La pluma volaba sobre el papel, mientras que sus
ojos despedían vivos destellos y las mejillas le ardían. La carta le salió
extremadamente larga, como son las de los enamorados, que, como ya se sabe, son
todos unos terribles charlatanes.
«¡Qué extraño! —se dijo al terminar—. ¡Ya no me siento desgraciado! Incluso me
parece que hasta cierto punto soy feliz. ¿Por qué motivo? Quizá porque he volcado en
la carta toda la angustia de mi alma».
Luego de releer la carta, la dobló y cerró el sobre.
—¡Zajar! —llamó—. Cuando venga el criado, dale esta carta para la señorita.
—Bien, señor —repuso Zajar.
En efecto, a Oblomov le faltaba muy poco para sentirse dichoso. Tomó asiento en
el sofá y encogiendo las piernas preguntó si había algo para comer. Le trajeron un par
de huevos y, luego de haber comido, encendió un cigarro. Su corazón latía
rápidamente, su mente trabajaba con gran actividad: en suma, estaba viviendo.
Imaginó el instante en que Olga recibiría la carta, su sorpresa al leerla y la actitud
que la joven adoptaría. ¿Qué sucedería después?
Le producía un vivo goce las posibilidades que ofrecía aquel día, la novedad de la
situación… Escuchaba con el corazón alerta, por si oía llamar a la puerta, y se
preguntaba si habría llegado ya el criado y si Olga estaría leyendo la carta en aquellos
instantes… Pero en el recibidor no se Oía el menor murmullo.
«¡Es raro que no venga el criado! —se dijo lleno de ansiedad, pero una voz
interior le susurró—. No te preocupes. Es lo que tú deseas precisamente, acabar con
esas relaciones».
Pero hizo callar a aquella voz. Media hora más tarde llamó a Zajar, que se hallaba
en la puerta charlando con el cochero.
CUANDO Oblomov llegó a su casa, encontró otra carta de Stolz que empezaba y
concluía con las palabras: «Ahora o nunca» y a lo largo de la cual su amigo le echaba
en cara su abulia. Stolz insistía para que fuera a reunirse con él en Suiza, adonde se
dirigía. Luego irían a Italia.
Pero por si esto no le seducía, Stolz sugería que se fuera a sus propiedades,
atendiera sus asuntos, impusiera orden entre los campesinos y comenzase la
construcción de la nueva casa. «Recuerda nuestro pacto —decía—. ¡Ahora o
nunca!». «¡Ahora, ahora, ahora! —se repetía Oblomov—. Andrei no sabe aún nada
de la novela que estoy viviendo en estos momentos. ¿Qué más quiere de mí? ¿Es que
no puedo estar más ocupado de lo que estoy? ¡Me gustaría verle a él en mi situación!
Todo el mundo afirma que los ingleses y los franceses son muy trabajadores, pero
todos ellos se pasan la vida realizando viajes de placer por Europa, Asia y África, so
pretexto de tomar apuntes del natural, desenterrar antigüedades y cazar serpientes o
leones. O bien se quedan en sus hogares, donde dan grandes comilonas a sus
amistades. ¡Éste es todo el trabajo que realizan! ¿Por qué, en cambio, se me ha
condenado a mí a un trabajo tan duro? ¡Andrei es la única persona en el mundo que
cree que el hombre tiene que trabajar como un caballo de carga! ¿Por qué habría de
hacerlo yo? Me basta con tener para comer y vestirme. Sin embargo, Olga me ha
preguntado si pienso ir a Oblomovka…».
Oblomov pasó algunas horas escribiendo febrilmente y trazando planes. Más
tarde se fue a visitar a un arquitecto. Pronto tuvo sobre la mesa el plano de la casa y
del jardín. Se trataba de una gran casa familiar con dos balcones.
«Aquí mi cuarto, aquí el de Olga, éste será el dormitorio, éste el cuarto de los
niños —se dijo sonriendo complacido—. Pero los campesinos… los campesinos…
—La sonrisa desapareció de sus labios y frunció el ceño—. En su carta mi vecino
expone toda suerte de detalles; habla de los campos arados, de la recolección… ¡Qué
aburrimiento! Y sugiere que entre los dos deberíamos pagar la construcción de una
carretera hasta la ciudad y un puente sobre el río; me pide tres mil rublos y me
aconseja que hipoteque Oblomovka… Pero ¿cómo puedo saber yo si es necesario
emprender esas obras? ¿Pueden reportar algún beneficio? ¿No tratará de engañarme?
Ya sé que es un hombre honrado; Stolz le conoce bien. ¡Pero pudiera ser que se
equivocara y entonces yo perdería todo mi dinero! Tres mil rublos es una suma muy
importante. Además, ¿de dónde los saco? ¡No, sería arriesgar demasiado! También
me dice que deberían trasladarse algunos campesinos a la parte de tierra inculta, y
que le conteste en seguida. ¡Siempre con prisas! Asimismo promete enviarme todos
los documentos necesarios para la hipoteca. ¡Tengo que enviarle poderes para que
pueda actuar ante los tribunales, pero ni siquiera sé dónde están los tribunales!».
Oblomov dejó pasar toda una semana sin contestar la carta. Durante todo aquel
A últimos de agosto cayeron las primeras lluvias y el humo empezó a salir de las
chimeneas de las casas que disponían de estufas. Los ocupantes de las que carecían
de calefacción se marcharon temblando de frío, y poco a poco las casas de veraneo
fueron cerrándose. Oblomov no había vuelto a la ciudad. Una mañana vio, a través de
la ventana de su habitación, los muebles de las Illinski. Aunque ya no consideraba
como un acto heroico el salir de casa, comer en un restaurante y no acostarse en todo
el día, no sabía cómo pasar las noches. Le venía muy cuesta arriba permanecer solo
en la villa de verano cuando tanto el parque como el bosquecillo se hallaban ahora
desiertos y los postigos de la casa de Olga cerrados.
Se paseaba por las solitarias habitaciones y por el parque, subía a la colina,
sintiendo su corazón oprimido por una profunda melancolía. Entonces ordenó a Zajar
y Anisia que se fueran a Viborg, donde había decidido instalarse hasta que encontrara
otro piso, y finalmente fue a la ciudad, comió rápidamente en un restaurante y pasó la
tarde en compañía de Olga.
Sin embargo, las tardes otoñales en la ciudad eran muy distintas de los largos días
soleados y de los atardeceres en el parque y en el bosquecillo. En la ciudad no podía
ver a la joven tres veces al día; Katia no iba a llevarle recados ni él tampoco enviaba
a Zajar.
El deslumbrante poema veraniego de sus amores parecía haberse desvanecido. A
veces Olga y él permanecían callados durante media hora. Olga se abstraía en su
labor, contando mentalmente los cuadros del modelo con la aguja, en tanto que
Oblomov se sumía en un caos de pensamientos, viviendo con la imaginación en un
lejano futuro. Sólo de cuando en cuando, al mirar a la joven, un estremecimiento
recorría todo su cuerpo, o bien ella le sonreía al mirarle, sorprendiendo entonces en la
mirada de Oblomov un destello de rendida sumisión y de completa felicidad.
Oblomov fue a la ciudad y comió en casa de Olga tres días seguidos con el
pretexto de que su casa aún no estaba en condiciones de ser habitada, y como su
intención era mudarse aquella misma mañana, no valía la pena de tomar ninguna
decisión.
Pero al cuarto le pareció violento volver a casa de la joven y después de
permanecer un rato paseando ante la casa de las Illinski, lanzó un suspiro y regresó a
la suya. El quinto día, las damas comieron fuera de casa. Al sexto, Olga le dijo que
fuera a determinada tienda donde ella tenía que ir, y el regreso lo hicieron a pie,
mientras el coche seguía lentamente tras ellos.
Pero todo aquello resultaba en extremo violento. Se encontraban a cada momento
con personas conocidas que les saludaban e incluso a veces se detenían para cambiar
algunas palabras con ellos. «¡Dios mío, es terrible!», se repetía Oblomov, dándose
cuenta de lo falso de su posición. La tía de Olga le miraba con sus lánguidos y
CONTÓ a Olga que había hablado con el hermano de la dueña de la casa, añadiendo
que posiblemente aquella misma semana encontraría un subarrendatario. Antes de
comer, Olga tuvo que salir con su tía para hacer una visita, y él estuvo buscando un
piso por los alrededores. Visitó dos casas. En la primera había un piso de cuatro
habitaciones, por el que pedían cuatro mil rublos, y en la segunda, uno de cinco, por
el que pedían seis mil.
«¡Es terrible, es terrible!», repitió ante los sorprendidos porteros. Al añadir estas
sumas al millar de rublos que tenía que pagar a la señora Pshenitsin, la cantidad
global resultaba descorazonadora, y corrió a reunirse con Olga. Había varios
invitados, y Olga se mostraba excitada; reía, hablaba, cantaba; y tan sólo Oblomov la
escuchaba distraído.
—Ven mañana al teatro. Tenemos un palco —dijo Olga.
«¡Por la noche y con tanto barro!», pensó Oblomov, pero la miró a los ojos y
contestó con una sonrisa de aceptación.
—Toma un abono semanal —añadió Olga—. La semana que viene llegan los
Maevski y mi tía los ha invitado a venir a nuestro palco.
Y miró a su novio a los ojos para ver si estaba contento. «¡Dios mío! —pensó
Oblomov horrorizado—. ¡Y tan sólo me quedan trescientos rublos!».
—Habla con el barón. Él conoce a todo el mundo y encontrará una butaca para ti.
Se sonrieron mutuamente y Oblomov habló con el barón, quien le prometió
enviar a buscar una butaca.
—De momento estarás en tu butaca, y cuando todo se haya solucionado, tendrás
tu sitio en nuestro palco —agregó Olga.
Y la joven sonrió como acostumbraba a hacerlo cuando sentíase feliz.
Una ráfaga de felicidad envolvió a Oblomov ahora que Olga había levantado el
velo del ansiado futuro.
Oblomov concluyó olvidando todos sus problemas económicos. Al día siguiente
vio pasar ante la ventana a Iván Matveich y le rogó que se ocupara de llevar la
escritura de poderes a la Cámara. El funcionario leyó el documento y dijo que había
una cláusula poco clara, ofreciéndose a redactarlo de nuevo.
Oblomov, orgulloso de sí mismo, explicó a Olga que todo estaba en marcha, y en
el fondo se sintió contento de no tener que andar buscando casa hasta que hubiera
recibido contestación de Oblomovka. Mientras tanto, podía continuar viviendo en su
actual alojamiento, por el cual, en último extremo, tendría que pagar una anualidad.
«Realmente se vive muy bien aquí —se decía—. ¡Todo está en perfecto orden y
muy limpio!».
Agafia Matveievna era una excelente ama de casa. Aunque Oblomov comía solo
también Agafia se ocupaba de sus comidas. Un día Oblomov entró en la cocina y
OBLOMOV no sabía ahora cómo mirar a Olga ni tampoco qué decirle, por lo que
resolvió no visitarla el miércoles y aplazar su entrevista hasta el domingo, cuando la
casa estuviera llena de extraños y no hubiera la menor posibilidad de hablar con ella a
solas. No deseaba contarle las estúpidas murmuraciones de los criados para no
inquietarla con cosas que ya no tenían remedio. Pero comprendía que resultaría difícil
no decirle algo, y estaba más que convencido de que Olga conseguiría sonsacarle
todo lo que ocultaba en lo más profundo de su corazón.
Tras de haber tomado esta decisión, Oblomov se sintió mucho más tranquilo, y
empezó a escribir una carta al vecino que se encargaba de su propiedad, suplicándole
que arreglara las cosas como mejor le pareciera y le contestara cuanto antes.
Después empezó a pensar en la forma de llenar el largo día, que tan repleto
hubiera estado con la presencia de Olga, sus canciones y la invisible comunicación de
sus espíritus.
Entonces acordó visitar el miércoles a Iván Gerasimovich para pasar el día lo
mejor posible. El domingo estaba aún lejos y quizá para entonces ya habría recibido
carta de Oblomovka.
Al día siguiente le despertaron los ladridos y los saltos desesperados del perro
atado a su cadena. Alguien había entrado en el patio y preguntaba no se sabía qué. El
portero llamó a Zajar, y Zajar entregó a Oblomov una carta con el matasellos de la
ciudad.
—De la señorita Illinski —dijo Zajar al entregársela.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Oblomov con voz áspera—. No es de ella.
—Las cartas que Olga Sergeievna le escribía este verano eran todas como ésta.
«¿Estará enferma? ¿Qué habrá sucedido?», se preguntó Oblomov mientras abría
el sobre. Olga escribía:
NI siquiera notó que Zajar le servía la comida completamente fría. Y luego de comer
se encontró, casi sin advertirlo, echado en el sofá, donde a poco se sumió en un
profundo sueño.
Al día siguiente se estremeció al simple pensamiento de que tenía que ir a ver a
Olga e imaginar las miradas intencionadas que le lanzarían todos.
El portero le recibía siempre en el tono más amistoso del mundo; Semion corría a
buscarle un vaso de agua en cuanto indicaba su deseo de beber, y tanto Katia como la
niñera le sonreían amistosamente. En todos los ojos podía leer: «¡Piensa casarse con
ella!». Y esto que aún no había hablado con la tía. Carecía de dinero, no sabía cuándo
podría tenerlo ni cuánto se le remitiría de Oblomovka, e incluso ni casa tenía aún.
¡Bella perspectiva para pensar en el matrimonio!
Al cabo decidió que mientras no recibiera dinero de Oblomovka, tan sólo vería a
Olga los domingos, en presencia de los invitados de su tía y de ella. En consecuencia,
al día siguiente no se preparó para la visita a Olga. No se lavó ni se vistió, y
permaneció tumbado, leyendo unos periódicos franceses que le habían prestado en
casa de las Illinski. Luego anunció a Zajar y a Anisia que en lo sucesivo comería
todos los días en casa, excepto algún que otro domingo, y Anisia tuvo que
apresurarse a ir al mercado para comprar comida para el señor.
Los hijos de la dueña de la casa entraron a verle, y durante un rato Oblomov
estuvo corrigiendo las cuentas del niño, y escribiendo modelos de caligrafía en el
cuaderno de la niña. Luego escuchó los trinos de los canarios, contemplando de
cuando en cuando, a través de la puerta entornada, los fascinadores codos de la dueña
de la casa.
Hacia la una, Agafia Matveievna le preguntó, desde el otro lado de la puerta, si
deseaba comer algo. Acababa de sacar del horno unos apetitosos pastelitos.
Inmediatamente le trajeron unos cuantos y un vaso de vodka. La agitación de Ilia
Illich fue apaciguándose y poco a poco se adueñó de él un sopor en el que
permaneció sumido hasta la hora de la comida. Después de comer, cuando ya estaba a
punto de dormirse en el sofá, se abrió la puerta y apareció la dueña de la casa,
cargada con dos montones de calcetines, que depositó sobre dos sillas. Ilia Illich le
ofreció la tercera para que la mujer se sentara. Pero Agafia Matveievna estaba
acostumbrada a trabajar de pie.
—Hoy me he ocupado de sus calcetines —empezó a decir la dueña de la casa—.
Cincuenta y cinco pares y casi todos agujereados.
—¡Qué amable es usted! —repuso Oblomov acercándose a ella y cogiéndola por
un codo, como si bromease. Agafia Matveievna sonrió.
—¿Por qué se toma esas molestias por mí? Hace usted que me sienta
avergonzado.
DE este modo transcurrió una semana entera. Todos los días, al levantarse, Oblomov
preguntaba lleno de ansiedad si ya habían montado los puentes sobre el Neva.
—Todavía no —le contestaron aquel día. Oblomov se pasó el día escuchando el
tictac del reloj, el ruido del molinillo de café y los trinos de los canarios. Las gallinas,
por el contrario, no daban señales de vida, pues se habían escondido en el gallinero.
No había tenido tiempo de leer los libros que Olga le envió. Tan sólo había leído
un centenar de páginas de uno de ellos, que luego abandonó.
La mayor parte de las horas se las pasaba con los hijos de la patrona. Vania era un
muchacho muy inteligente y en tres lecciones se aprendió las capitales de Europa, e
Ilia Illich le prometió regalarle un globo terráqueo la próxima vez que cruzara el río
para ir a la ciudad.
Masha le bordó tres pañuelos, muy mal por cierto. ¡Pero era tan divertido ver a la
niña correr hacia él para enseñarle cada puntada que daba en la tela!
Oblomov charlaba con la patrona siempre que a través de la puerta entornada veía
moverse unos blancos y gordezuelos codos. Por el movimiento de ellos pronto
aprendió a saber si molía café, planchaba o cosía.
Varias veces intentó hablar con la abuelita, pero le fue imposible entablar una
verdadera conversación con ella. La anciana se detenía en medio de una palabra y
comenzaba a toser.
El hermano de la patrona era la única persona de la casa a la que no veía jamás,
salvo cuando cruzaba ante la ventana, siempre llevando bajo el brazo el gran fajo de
papeles.
Un día Oblomov entró en la habitación donde estaban todos comiendo juntos.
Pero el hermano desapareció en el acto hacia su habitación del piso superior.
Al fin una mañana, cuando Oblomov se encontraba tomando el café matinal,
Zajar le anunció que los puentes sobre el Neva ya habían sido instalados. Al oír la
noticia el corazón de Zajar experimentó una fuerte sacudida. «¡Mañana es domingo!
—pensó inmediatamente—. Ahora tendré que ir a casa de Olga, soportar las
maliciosas miradas que me lanzará todo el mundo, y decirle a ella cuándo pienso
hablar con su tía, siendo así que continúo en el mismo impasse».
Imaginó el momento en que su noviazgo sería del dominio público, las
felicitaciones de todo el mundo, la comida de gala… Por otra parte, tendría que hacer
un regalo a Olga. ¡Un regalo, Dios mío! ¡Pero si solamente disponía de doscientos
rublos! No recibiría dinero de Oblomovka hasta después de Navidad, o quizá mucho
más tarde, una vez recogida la cosecha.
Todos estos pensamientos luchaban abiertamente con su deseo de volver a
contemplar el bello e interesante rostro de Olga, sus bellos ojos, sus finas y bien
arqueadas cejas… Pero ¿qué podría decirla? ¿Cómo solucionar lo del noviazgo?
SÓLO Dios sabe por dónde anduvo vagando Oblomov y lo que hizo durante el resto
de aquel día. Pero lo cierto es que regresó a su casa muy entrada la noche ya. La
patrona fue la primera en oírle llamar y avisó a Zajar y a Anisia que su amo acababa
de llegar.
Ilia Illich casi no se dio cuenta de que Zajar le desnudaba, le quitaba los zapatos y
le ponía sobre los hombros el viejo jalat.
—¿Qué ocurre? —preguntó finalmente.
—La patrona lo ha traído. Es la bata del señor, lavada y remendada —repuso
Zajar.
Al entrar, Oblomov se había desplomado en un sillón y allí seguía inmóvil. A su
alrededor todo estaba sumido en la mayor oscuridad. Mantenía la cabeza apoyada en
una mano, sin darse cuenta de la oscuridad ni oír el tictac del reloj. Un caos de
pensamientos, vagos e imprecisos, cruzaban por su cerebro como nubes dispersas.
De este modo pasó la noche. Permanecía despierto, sí, pero su espíritu se hallaba
ausente. No advirtió que el día apuntaba ya ni oyó la tos seca de la abuela, ni los
distintos rumores de la casa, que comenzaba a despertarse.
A las nueve entró Zajar con una bandeja con el desayuno y se acercó al lecho.
—¿Dónde está? —exclamó al ver el lecho vacío, dejando caer en el suelo lo que
llevaba en la mano.
Al ver a su señor sentado en el sillón, corrió hacia él.
—¿Por qué ha pasado la noche en el sillón, Ilia Illich?
Oblomov miró a su criado con expresión abstraída y murmuró:
—¿Por qué has tirado el café y roto la taza? Y poniéndose en pie se aproximó a la
ventana. Estaba nevando.
—¡Nieve, nieve, nieve! —repitió con expresión ausente—. Todo ha quedado
enterrado —murmuró para sí.
Luego se dejó caer en el lecho, sumiéndose en un profundo sueño del que no
despertó hasta el mediodía.
Poco después de las doce le despertó el ruido que hizo la puerta del departamento
de la patrona: un brazo desnudo, sosteniendo un plato, pasó a través de la puerta
entornada. En el plato había un trozo de pastel.
—Hoy es domingo —dijo una voz de tono amistoso—. Hemos hecho pastel.
¿Quiere usted probarlo?
Pero Oblomov no contestó. Se había adueñado de él una violenta fiebre.
HABÍA transcurrido un año desde la enfermedad de Ilia Illich. Este año produjo
muchos cambios en diversas partes del mundo. Un país se hallaba en plena agitación
mientras otro recobraba la paz. Algunas de las lumbreras que iluminaban el mundo se
habían apagado, pero otras nuevas surgieron para sustituirlas. Aquí se entronizaban
nuevos ídolos, allí se derrumbaban convertidos en polvo ciudades y pueblos. Donde
desaparecía una vieja vida, nacía otra nueva, como la hierba en la primavera…
En Viborg, en casa de la viuda Pshenitsin, los días y las noches seguían de un
modo pacífico, sin que se produjeran cambios violentos e inesperados en su
monótono curso; las cuatro estaciones se sucedieron como en el año anterior, aunque
la vida jamás permanece quieta. Sus formas varían de continuo, pero de un modo
gradual, como los movimientos geológicos que dan forma a nuestro planeta, del
mismo modo que una montaña va derrumbándose lentamente o como avanza el mar y
retrocede, siglo tras siglo, sumergiendo tierras y formando otras nuevas.
Ilia Illich se había restablecido de su enfermedad. Su administrador, Zatiorti,
había ido a la aldea y en su día le remitió el total cobrado por la venta del grano, cuya
suma sirvió a Oblomov para pagar a su nuevo empleado los gastos, la manutención y
una gratificación adecuada.
En cuanto a las rentas, Zatiorti escribió diciendo que no tenía modo de cobrarlas.
La mayor parte de los campesinos se habían marchado con rumbo desconocido, y él
estaba intentando averiguar dónde habían ido a parar.
Por lo que respecta a la carretera y a los puentes, aseguraba que no corrían la
menor prisa y que los campesinos preferían ir a la ciudad campo a traviesa a tener
que trabajar en las obras necesarias para su construcción.
En suma, tanto la cantidad de dinero que recibió como las noticias fueron del
agrado de Oblomov. Se dijo que ahora ya no tenía necesidad de ir a la finca, y quedó
tranquilo al respecto.
También el administrador cuidaba de la construcción de la casa. Con ayuda del
arquitecto municipal, Oblomov calculó las cantidades de materiales que se
necesitarían y ordenó al administrador que en cuanto llegara la primavera hiciera
llevar a la finca los ladrillos y la madera necesarios para la construcción del edificio;
mientras, debería levantar un cobertizo para guardar aquellos materiales. De este
modo, cuando el señor fuera a la aldea, al llegar la primavera, podría ver el comienzo
de las obras. Suponía que para entonces ya habría tenido tiempo de cobrar las rentas e
hipotecar la propiedad, de modo que dispondría de dinero suficiente para pagar todos
los gastos.
Durante mucho tiempo, luego de la enfermedad, Oblomov fue presa de una gran
melancolía y tristeza. Se pasaba las horas con la mirada extraviada, no respondía a las
preguntas de Zajar, no notaba cuándo dejaba caer una taza ni se apercibía del polvo
EL día de San Juan se organizó una gran fiesta. El anterior, Iván Matveich, en vez de
ir a la oficina, anduvo recorriendo la ciudad, y cada vez que regresaba a su casa lo
hacía cargado con una cesta o un saco. Por su parte, Agafia Matveievna vivía de café
solo desde hacía tres días y toda la familia comía mal y a cualquier hora. Sólo a
Oblomov le servían los tres platos de costumbre.
Anisia no se había acostado tampoco la noche anterior. Zajar, por el contrario,
durmió por los dos, y contemplaba todos aquellos preparativos con una especie de
orgulloso desprecio.
—En Oblomovka —decía a los cocineros del conde, que habían sido invitados—,
todas las fiestas se daban comidas como ésta. Solíamos comer cinco clases de dulces
y más salsas de las que un hombre puede contar. Los invitados comían todo lo que
querían el día de fiesta y el siguiente, y aún sobraba para seguir comiendo los cinco
restantes, hasta que empezaba de nuevo. ¡En cambio, aquí sólo se hace una vez al
año!
A la hora de comer, Zajar sirvió primero a Oblomov y no a un caballero que
llevaba una gran cruz en el pecho.
—¡Mi señor es un caballero de nacimiento —comentó más tarde con acento de
orgullo— y estos invitados son todos unos patanes!
A Tarantiev, sentado al final de la mesa, no le sirvió de todo, y cuando lo hacía le
ponía en el plato la cantidad que él consideraba conveniente. Los camaradas de Iván
Matveich eran una treintena. Comieron una gran trucha, pollos rellenos, codornices,
helado y un vino excelente, todo ello digno de la gran fiesta anual.
Terminada la comida, los invitados se abrazaron unos a otros, alabaron el
excelente gusto de su anfitrión, y se sentaron a jugar a las cartas. Iván Matveich se
inclinó para darles las gracias, afirmando que había sacrificado gustosamente un
tercio de sus ingresos anuales con el fin de poder ofrecer aquel banquete a sus
queridos invitados. Éstos se retiraron hacia la madrugada, casi sin poderse sostener en
pie, y la casa recuperó la paz en espera del día del santo de Oblomov.
Este día, los únicos invitados de Oblomov fueron Iván Gerasimovich y Alexeiev,
el silencioso e inofensivo Alexeiev que al principio de nuestro relato invitó a Ilia
Illich a ir con él a Ekaterinhof el día primero de mayo. Oblomov no quiso ser menos
que Iván Matveich y procuró dar a sus invitados platos desconocidos en aquella
región.
En lugar de pastel, se sirvieron delicadas pastas, tan ligeras como el aire. Antes de
la sopa comieron ostras. Luego, los pollos fueron presentados a la papillote, con
trufas. Comieron, además, las carnes más delicadas y verduras especialmente
apetitosas. En el centro de la mesa podía verse una enorme piña rodeada de
albaricoques, melocotones y cerezas. Además, la mesa estaba adornada con flores.
¡SANTO cielo, qué aspecto más tenebroso ofrecía la casa de Oblomov año y medio
después del día de su santo en que recibió la inesperada visita de Stolz!
Ilia Illich parecía haber envejecido varios años, y el tedio se asomaba a sus ojos
semejante a los estigmas de una enfermedad. Se paseaba arriba y abajo de la
habitación, más tarde, se tumbaba y permanecía contemplando el techo; luego cogía
un libro del estante, lo abría por cualquier página, leía unas cuantas líneas, dejaba
escapar un bostezo y empezaba a tabalear con sus dedos sobre la mesa.
Zajar andaba ahora más sucio y roto que nunca, ofreciendo un aspecto desastroso,
como si no comiera ni durmiera lo suficiente y trabajara por tres.
La bata de Oblomov estaba hecha jirones. Aunque se la remendaban sin cesar y
con el mayor cuidado, hacía ya tiempo que tenía que haberse comprado otra. También
la ropa de la cama estaba muy usada, y las cortinas, aunque nítidas, ofrecían un
aspecto deplorable.
Zajar entró en la habitación llevando una bandeja con la comida y un jarro de
vodka, colocó sobre la mesa un viejo mantel y un trozo de pan y abandonó la
estancia. A poco; se abrió la puerta de la patrona y Agafia Matveievna entró trayendo
una sartén en la que se veía una pequeña tortilla.
También en ella se había operado un cambio sorprendente. Estaba mucho más
delgada, el color de sus mejillas había desaparecido y sus codos ya no eran redondos
y brillantes como en otro tiempo. Lucía un vestido de algodón por demás sencillo, y
tenía las manos rojas y ásperas debido al calor, al agua o a ambas cosas a la vez.
Akulina ya no estaba en la casa. Anisia cuidaba ahora del huerto, de la cocina, del
gallinero y del jardín, fregaba los suelos y lavaba la ropa. Pero le era imposible
hacerlo todo sola, y Agafia había tenido que meterse definitivamente en la cocina. En
pocas ocasiones se la veía ahora moliendo, partiendo azúcar o tamizando, pues tanto
el café como la canela y todo lo demás andaba muy escaso ahora en la casa. Y en
cuanto a los encajes, ya no pensaba en ellos. Ahora se dedicaba a picar cebollas,
majar rábanos u otras cosas por el estilo, en tanto que su mirada estaba empañada por
una profunda tristeza. Pero no era por causa de ella, que ya no podía tomar café como
en otro tiempo, sino de Oblomov, que se veía obligado a tomarlo de la peor clase,
comprado en el almacén; porque la mantequilla que le servía no procedía de la granja
finlandesa, sino también del almacén, y porque en vez de comer chuletas, tenía que
contentarse con tortillas hechas con un poco de jamón, tan duro como cuero.
¿A qué debíanse todos estos cambios? Sencillamente, a que la renta de
Oblomovka que le era enviada puntualmente a Oblomov era destinada íntegra a
satisfacer el pagaré que Oblomov había firmado a la patrona. El «negocio
perfectamente legal» ideado por Iván Matveich le había salido a éste a las mil
maravillas.
AL día siguiente, Agafia Matveievna otorgó un testimonio escrito ante dos testigos en
virtud del cual certificaba que no tenía ninguna reclamación que hacer contra
Oblomov.
Stolz se presentó inesperadamente al hermano y le mostró el documento. La visita
de Stolz fue para Iván Matveich como un rayo. Él también exhibió el pagaré y señaló
con sus gruesos dedos la firma de Oblomov legalizada por un notario.
—¡Es legal! —exclamó—. ¡Yo no tengo nada que ver con ello! Me limito a
cuidar de los intereses de mi hermana, y no sé cuánto dinero le ha pedido prestado
Ilia Illich.
—¡Muy bien! ¡Esto no acabará aquí! —replicó Stolz en tono amenazador, al
tiempo que abandonaba la habitación.
—¡Es un asunto completamente legal, y yo no tengo nada que ver con él! —gritó
Iván Matveich, ocultando las manos dentro de sus mangas.
Al día siguiente, cuando se presentó en la oficina, le dieron el recado de que el
director general deseaba verle.
—¿El director general? —repitieron todos los empleados a un tiempo—. ¿Para
qué será? ¿Quiere ver algún expediente? ¿Cuál? ¡Pronto, pronto, cosed los
documentos! ¿Qué querrá?
Por la noche, Iván Matveich se presentó en la taberna de pésimo humor. Tarantiev
le estaba esperando hacía rato.
—¿Qué hay, compadre? —preguntó lleno de impaciencia.
—¿Que qué hay? —exclamó Iván Matveich con expresión sombría—. ¿Qué
imaginas que pueda haber?
—¿Te han amonestado en la oficina?
—¡Amonestado! —repitió Iván Matveich con acento despectivo—. ¡Hubiera
preferido que me pegaran! ¡Y todo por culpa tuya! —añadió en tono de reproche—.
¡No me habías explicado la clase de hombre que era ese alemán!
—Ya te dije que era un bribón.
—Eso es poco. Ahora le conozco bien. ¿Por qué no me dijiste que poseía una
gran influencia? Él y el director general son carne y uña, como tú y yo. De haberlo
sabido, no me hubiera enredado en ese asunto.
—¡Pero si todo es perfectamente legal! —exclamó Tarantiev muy convencido.
—¡Perfectamente legal! —dijo Iván Matveich en tono sarcástico—. Me gustaría
ver si eras capaz de decirlo delante de ellos. Te aseguro que se te pegaría la lengua al
paladar y no podrías decir esta boca es mía. ¿Sabes lo que me ha preguntado el
director general?
—¿Qué te ha preguntado? —inquirió Tarantiev con curiosidad.
—«¿Es cierto que usted y otro bribón como usted emborracharon a Oblomov y le
LA paz y el silencio más completos reinaban en Viborg, con sus calles sin empedrar,
sus aceras de madera y sus cunetas cubiertas de ortigas y hierbajos. Una cabra sujeta
por una cuerda pastaba junto a la acera y dormitaba a la sombra. Al mediodía se oían
los pasos de un escribano que golpeaba las tablas de la acera con los tacones de sus
botas y se levantaba la cortinilla de una ventana, a la que se asomaba una mujer
detrás de unos geranios; o bien, al otro lado de una cerca de madera, se veía asomar el
rostro de alguna muchacha, que desaparecía un instante y luego tornaba a aparecer.
Dos niñas se columpiaban, y sus frescas y sonoras risas se oían al otro lado de la
cerca que las ocultaba a la vista.
También en casa de la señora Pshenitsin todo estaba sumido en el mayor silencio.
Si se penetraba en el pequeño patio, podía observarse una escena realmente idílica;
gallos y gallinas corrían despavoridos a ocultarse en los rincones; el perro daba
saltos, tiraba de la cadena que le sujetaba y ladraba con el mayor desespero; Akulina
dejaba por un momento de ordeñar la vaca y el portero de cortar leña, y ambos
miraban con gran curiosidad al visitante.
—¿A quién desea usted ver? —preguntaba el portero, y cuando oía el nombre de
Ilia Illich o el de la patrona, señalaba en silencio la puerta principal de la casa y
seguía cortando leña.
El recién llegado avanzaba entonces por un limpio sendero enarenado hasta la
alfombrada escalinata, tiraba del brillante llamador de la puerta y ésta era abierta por
Anisia, los niños, la patrona o, en último extremo, por Zajar.
En la actualidad, todo denotaba en casa de Agafia Matveievna una abundancia y
un bienestar como ni siquiera se vio en los tiempos en que la señora Pshenitsin
llevaba la casa por cuenta de su hermano. La cocina, la despensa y las alacenas
estaban repletas de vajilla, platos grandes y pequeños, redondos y ovalados,
cacerolas, tazas, pucheros de hierro, cobre y barro.
La plata propiedad de Agafia Matveievna, recuperada hacía mucho tiempo y
jamás vuelta a empeñar, estaba guardada en el armario, junto a la de Oblomov. Allí
también podía verse una hilera de teteras y tazas, finas y corrientes, adornadas con
flores, corazones y figuras chinas. Asimismo había botes enormes de café, canela,
vainilla, cajas de cristal con té y botellas de aceite y de vinagre.
Los estantes rebosaban de paquetes, frascos y cajitas de remedios caseros,
hierbas, lociones, emplastos, alcanfor y polvos. Había también jabón, utensilios para
lavar y quitar manchas, en suma, todo cuanto una buena ama de casa necesita tener
siempre a mano.
Cuando Agafia Matveievna abría la puerta de la despensa, tenía que apartar el
rostro un momento, tan fuerte era el olor que despedía todo lo que la mujer guardaba
allí.
TRANSCURRIERON cinco años más. Muchos fueron los cambios que se produjeron,
tanto en Viborg como en el resto del mundo en ese espacio de tiempo. A ambos lados
de la solitaria calle que conducía a la casa de la señora Pshenitsin se habían
construido una serie de villas de verano entre las cuales se alzaba un enorme edificio
de ladrillo, de aspecto oficial, el cual privaba que los rayos del sol penetrasen
alegremente por las ventanas de aquel refugio de paz y pereza.
La casa había ido envejeciendo y ahora aparecía sucia y descuidada, semejante a
un hombre que no se ha lavado ni afeitado en mucho tiempo. La pintura de las
paredes estaba desconchada y los canalones del tejado rotos, por cuyo motivo el patio
aparecía completamente lleno de barro. Cuando alguien penetraba en él, el perro no
saltaba furioso, tirando de la cadena, sino que se limitaba a lanzar un ronco ladrido
sin moverse de su perrera. En el interior de la casa, ¡cuántos cambios habíanse
producido también! Otra mujer estaba ahora al frente de ella y eran otros los niños
que jugaban por sus habitaciones y en el patio. De nuevo veíase aparecer por allí el
rostro encarnado de Tarantiev, pero ya no comparecía el insignificante y amable
Alexeiev. Tampoco se veía a Anisia y a Zajar. Un obeso cocinero trabajaba en la
cocina, obedeciendo de mala gana las tímidas órdenes de Agafia Matveievna; y
Akulina, con sus faldas de siempre, tenía ahora a su cargo el lavado de la vajilla.
Incluso el portero, siempre adormilado, con la misma zamarra de piel de cordero,
pasaba lo que le restaba de vida en su pequeña habitación. Por la mañana, a primera
hora y a mediodía, la figura de Iván Matveich cruzaba la desvencijada puerta con un
gran fajo de papeles bajo el brazo.
¿Y qué se ha hecho de Oblomov? ¿Dónde estaba? ¿Dónde? Su cuerpo descansa
ahora bajo una sencilla losa rodeada de arbustos, en el silencioso cementerio más
próximo. Unas ramitas de lilas, plantadas por una mano amiga, adornan su tumba.
Parecía como si velara por su sueño el propio ángel de la paz.
Pese a los amorosos cuidados de su esposa, el reposo continuo y la indolencia
habían acabado por destruir la máquina de su vida. Ilia Illich había muerto en
apariencia sin experimentar el menor dolor, sin agonía, como un reloj que se para
porque se le ha terminado la cuerda. Nadie estuvo presente en sus últimos momentos
ni percibió su último suspiro. Un año después del primero tuvo un segundo ataque de
apoplejía, y tampoco éste le dejó el menor rastro. Pero Ilia Illich quedó más débil y
pálido, perdió el apetito y apenas si salía ya al jardín. Cada día se mostraba más
pensativo y callado, e incluso a veces se le veía llorar. Sentía que la muerte se
acercaba y la temía. Más tarde sufrió algunos desvanecimientos, pero también se
recobró de ellos. Hasta que una mañana Agafia Matveievna entró en su habitación
para servirle el café, como de costumbre, y le encontró muerto, descansando con la
misma serenidad que si estuviera durmiendo. Tenía la cabeza un poco retirada de la
UN mediodía, dos caballeros paseaban por la calle de Viborg, seguidos por un coche
que avanzaba lentamente. Uno de los caballeros era Stolz y el otro un amigo suyo,
escritor, un hombre grueso y apático, de ojos somnolientos. Caminando llegaron ante
una iglesia; la misa había concluido en aquel instante y los feligreses salían a la calle.
Los primeros en aparecer fueron dos mendigos.
—Me gustaría saber de dónde salen los mendigos —exclamó el escritor mirando
a los dos pordioseros.
—¿De dónde? Pues de todos los agujeros y las rendijas…
—No, no me refería a eso —repuso el escritor—. Me gustaría saber cómo un
hombre se convierte en mendigo. ¿Es algo que sucede de pronto, o bien se va
produciendo de un modo gradual?
—¿Por qué sientes tanto interés en saberlo? ¿Es que te propones escribir Los
misterios de San Petersburgo?
—Quizá… —contestó el escritor bostezando.
—Bien, entonces ésta es la ocasión. Interroga a uno de ésos. Por un rublo, te
contará toda su historia y podrás reproducirla en tu beneficio. Aquí tienes a un
anciano que parece el prototipo del mendigo… ¡Eh, amigo, ven aquí!
El viejo se volvió, se quitó el gorro y se aproximó a ellos.
—¡Dios les bendiga, señores! —murmuró—. ¡Ayuden a un pobre soldado viejo
herido en treinta batallas…!
—¡Zajar! —exclamó Stolz sorprendido—. ¿Eres tú, Zajar?
Zajar se interrumpió bruscamente y llevándose una mano a los ojos a guisa de
pantalla para evitar el sol, miró con atención a Stolz.
—Perdón, excelencia, pero no consigo reconocerle… Estoy casi completamente
ciego.
—¿Has olvidado a Stolz, el amigo de tu señor? —dijo Andrei Ivanich en tono de
reproche.
—¡Dios bendito! ¡Andrei Ivanich! ¡Realmente debo de estar completamente
ciego! ¡Padrecito mío!
Intentó coger la mano de Stolz, pero al no conseguirlo, le besó el borde de la
levita.
—¡Gracias sean dadas a Dios por haber concedido esta alegría a un ser miserable
y ruin como yo! —murmuró el viejo entre risas y lágrimas.
Su rostro ardía de emoción.
Zajar estaba casi completamente calvo. Continuaba conservando sus enormes
patillas, pero éstas habían encanecido por completo. Vestía un abrigo hecho harapos y
mugriento y calzaba unos viejos chanclos, rotos por todas partes.
—Bien, bien. El Señor me ha otorgado esta gracia para que pueda celebrar el día