Fadeyev La Derrota

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Alexander Fadéyev

La derrota
Un destacamento rojo en el Extremo Oriente

ediciones
mnemosyne
NOTA EDITORIAL

Se dice de LA DERROTA que es la obra maestra de la literatura


proletaria soviética de los años 20, e incluso un clásico a la al-
tura de GUERRA Y PAZ de Tolstói. Dejamos ese juicio para los lec-
tores y, sobre todo, para la generación a la que se le presente el
reto de escudriñar detalladamente el arte revolucionario del pa-
sado para construir el del futuro. Nuestro interés en rescatar
esta novela, relativamente desconocida para el público hispa-
nohablante del presente, es la lección moral que destila: la acti-
tud de la clase obrera revolucionaria frente a la peor de las de-
rrotas –y los trabajadores sufrimos hoy una derrota sin igual en
la historia– debe ser el optimismo revolucionario. Creemos que
la psicología realista de los personajes, las relaciones políticas
que entre ellos se tejen y, particularmente, el soberbio emotivo
final de la obra –a pesar de toda su crudeza– no pueden dejar
otro poso que ése; pues no son construcciones meramente litera-
rias, sino cristalizaciones de la vida real que hace un siglo atra-
vesaba el que otrora fue el imperio de los zares.
Por cierto que el autor, quizá más conocido entre los castellano-
parlantes por LA JOVEN GUARDIA –obra que también esperamos
publicar en el futuro–, terminó con su vida en 1956, no pudiendo
soportar la deriva burocrática de su amada Unión Soviética.
Respecto a los criterios de nuestra edición, tomamos como base
la temprana versión castellana, directa del ruso, de Ediciones
Europa-América aparecida en París a finales de 1929, inclu-
yendo tanto la breve autobiografía del autor como el interesan-
tísimo prólogo de la traductora y respetando la división de la
obra en tres partes. Hemos corregido y contrastado el texto con
la magnífica traducción publicada por la Editorial Planeta en
1962 en el volumen octavo de sus MAESTROS RUSOS, usando la in-
formación que proporcionan sus notas al pie y consultando, así,
sólo puntualmente el original ruso. De este modo, más allá de los
cambios de estilo operados sobre la versión original que utiliza-
mos, las únicas modificaciones que hemos hecho han consistido
en modernizar la transliteración de los nombres y topónimos ru-
sos de la obra, que hemos homogeneizado también en los anexos
de Mariátegui y Anguiano que nuestra edición incluye al final.

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AUTOBIOGRAFÍA

Nací en la ciudad de Kimraj, gobierno de Tver, el 11 de diciem-


bre del año 1901. Durante la niñez he vivido en Vilna, luego en
Ufa. La mayor parte de mi infancia y mi juventud la he pasado en
la parte asiática de Rusia, en la región sur de Ussuriisk, adonde
mis padres se trasladaron en 1903-1918. Mi padre murió en el
frente en 1917; fue enfermero y mi madre también. Ellos trabaja-
ron en distintos puntos de la región de Ussuriisk, a orillas del mar
japonés, cerca del río Imán y del río Daubije; últimamente, en la
aldea de Chuguev de la provincia de Imanski, aldea situada a 120
verstas de la línea del ferrocarril de Ussuriisk. Mi padre estaba
inscrito en esa aldea, tenía una parcela de tierra y se ocupaba en
las labores del campo.
Yo hice mis estudios en la ciudad de Vladivostok, en la escuela
de comercio (salí de ella sin terminar el octavo año); el verano lo
pasaba en la aldea y ayudaba a mi familia.
En el otoño del año 1918 comencé a trabajar en el Partido Co-
munista en la organización ilegal creada en las filas del ejército de
Kolchak. He tomado parte en el movimiento de guerrilleros con-
tra Kolchak y los demás ejércitos de la intervención armada (1919-
1920); después de la derrota de Kolchak estuve en las filas del
Ejército rojo (en ese tiempo llamado Ejército revolucionario po-
pular de la Rusia oriental), en la lucha contra la intervención del
ejército japonés, en abril de 1920, en Primorie, y contra el caudillo
Semiónov, en el invierno del año 1920, en Zabaikalie.
Llegué a Moscú en la primavera de 1921 como delegado al dé-
cimo Congreso del Partido bolchevique, junto con otros camara-
das. Con la tercera o cuarta parte de todo el Congreso, tomé parte
en sofocar la sublevación de Kronstadt. Fui herido por segunda
vez, y durante mucho tiempo, desmovilizado ya, me curaba. Co-
mencé a estudiar en la Academia de Minas de Moscú, pero por
razones que no dependían de mí, salí el segundo año. Durante
todo el tiempo, desde el otoño de 1921 hasta el otoño de 1926,
realicé distintos trabajos de Partido en Moscú, en Kuban y en Ros-
tov del Don.

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El primer relato acabado que escribí fue El desbordamiento,
en 1922-23, luego el cuento Contra la corriente, en 1923, y la no-
vela La derrota, en 1925-26.
Desde 1924 tengo en preparación una novela titulada: El úl-
timo de Udegué.

A. Fadéyev
6 de marzo de 1928

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PRÓLOGO

Al traducir La derrota hemos tratado de satisfacer, en parte,


la enorme curiosidad que existe en los países de habla española
por la nueva literatura revolucionaria rusa.
La obra de Fadéyev apareció cuando ya la literatura proletaria
se había asentado y demostrado sus conquistas en obras como La
semana, de Lebedinsky; El cemento, de Gladkov; El torrente de
hierro, de Serafimovich; Chapáev, de Fúrmanov; Barsuki, de
Leónov, etc.
Cada una de estas obras trata uno de los aspectos de la gran
Revolución proletaria. Lebedinsky describe una de las heroicas
semanas de la insurrección de los obreros en la ciudad. Serafimo-
vich pinta, con sencillez y maestría cautivadoras, la avalancha in-
contenible y poderosa del Cáucaso. Fúrmanov, con gran talento,
cuenta en su Chapáev el glorioso período de la guerra civil. El pro-
pio Fúrmanov actuó como uno de los mejores soldados del ejér-
cito del Sur, su nombre quedará como uno de los más queridos en
la historia de la literatura y de la Revolución.
El cemento da comienzo, en la literatura, al período de recons-
trucción, tan lleno de esfuerzos heroicos como el período de la
guerra civil. El cemento es la ligazón fuerte e inseparable que une
a los obreros constructores del socialismo; es la lucha contra la
inercia y la pereza; es un canto al trabajo colectivo. Sobre las rui-
nas de una fábrica de cemento destruida por la burguesía, los
obreros levantan con esfuerzos inauditos una nueva fábrica. ¡Ésta
ha de sostenerse contra viento y marea!
Sin detenernos en el análisis de cada una de estas obras, que
merecen ser tratadas por separado, podemos decir que La de-
rrota, de Fadéyev, por su contenido y por su forma, es un triunfo
en la literatura proletaria.
Al hacer esta constatación, confirmamos una vez más la exis-
tencia de la literatura proletaria, a despecho de todos los que han
querido demostrar que el período transitorio de la dictadura pro-
letaria no crearía su cultura y por ende sus escritores proletarios.

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Todas las afirmaciones que tienden a demostrar que «el arte
proletario no existirá jamás, puesto que el régimen proletario es
transitorio»1 han encontrado contestación histórica a sus profe-
cías pesimistas.
No cabe duda que con el triunfo completo del Comunismo se
creará un arte comunista que abarcará toda la humanidad. Pero
nosotros sabemos que ese arte surgirá como resultado de una so-
ciedad sin clases, como resultado de una sociedad comunista, en
la que la psicología de la lucha del hombre contra el hombre, como
combatientes de clase, desaparecerá; no se reflejará por lo tanto
en la literatura. Pero los comunistas también saben que para lle-
gar a esa sociedad tendrán que pasar por la dictadura proletaria,
que ya vive y crece desde hace once años en la Rusia roja y que
seguirá abrazando en el seno de su Unión Soviética a todos los
países del mundo que se levanten bajo la bandera de la Revolu-
ción.
¿Y nuestra época?
¿Acaso nuestra época, que destruirá las bases de la sociedad
clasista de miles y miles de años, no se reflejará en el arte, en la
literatura?
Cada época deja sus huellas en todos los órdenes de la vida.
¿Cómo es posible admitir la idea de que los poetas, los artistas
y escritores permanezcan indiferentes ante la lucha heroica,
nunca vista en el transcurso de la historia?
Y, en efecto: los artistas no han permanecido ciegos, los escri-
tores no han callado, y hasta los músicos entonan ya sinfonías
proletarias en los teatros de Moscú.
Bien es verdad que la literatura no ha dado todavía una obra
épica de tal trascendencia en la historia literaria que corresponda
a la obra gigantesca que llevaron a cabo los obreros y campesinos
rusos, creando la primera dictatura proletaria triunfante en la his-
toria de la humanidad. Pero sería una ingenuidad exigir ya una
obra semejante.
Los artistas, además de la conciencia de clase que les ayuda a
comprender la esencia de todos los acontecimientos, necesitan la

1 Trotsky: Literatura y revolución. | Hay traducción castellana a


cargo de Ruego Ibérico (1969): Literatura y revolución, tomo 1, p. 6.
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perspectiva histórica para ver y abarcar con mayor nitidez los con-
tornos del enorme paisaje del año 1917, en el horizonte de los
tiempos. Sin embargo, a siete años de distancia de la guerra civil,
escriben ya sobre el noviembre [octubre, según el viejo calenda-
rio] rojo con talento extraordinario. No sería raro que Fadéyev,
Leónov o Shólojov, autores aún muy jóvenes, lleguen a darnos la
obra cumbre que tanto esperamos.
A los lectores de lengua española, que por vez primera abren
las páginas de un escritor proletario, les extrañará que se les
ofrezca un episodio de la derrota de un destacamento siberiano,
cuando la historia está llena de triunfos de los ejércitos revolucio-
narios rusos.
La situación en que coloca Fadéyev a su destacamento es la
situación de muchos de los regimientos mal armados, mal equi-
pados y hambrientos, que lucharon durante la guerra civil, empu-
jados por el enorme deseo de acabar para siempre con la clase
opresora. Ellos supieron romper la cadena de enemigos que les
rodeaba, conservando a fuerza de sacrificios inauditos unidades
de combate que, como los diecinueve de esta obra, siguieron ade-
lante, agrupando alrededor suyo nuevas fuerzas hasta llevarlas al
triunfo definitivo.
La historia de la Revolución ha demostrado que los destaca-
mentos de los Levinson o de los Chapáev triunfaron gracias a la
fuerza disciplinada y consciente del Ejército rojo, bajo la dirección
del Partido bolchevique y con el apoyo de todo el proletariado
ruso.
¿En qué momento histórico transcurren los episodios de La
derrota, de Fadéyev?
Cuando el proletariado ruso del campo y de la ciudad se le-
vantó en el año de 1917, bajo la dirección de los bolcheviques, to-
mando el poder los soviets, las fuerzas contrarrevolucionarias na-
cionales encontraron el apoyo de todas las potencias capitalistas
extranjeras para sofocar la Revolución, sabiendo que si Rusia pa-
saba definitivamente a manos de los bolcheviques, ellos perderían
todas las posibilidades de repartirse sus riquezas.
El capitalismo inglés, japonés, francés, yanqui se colocó tras
de los generales contrarrevolucionarios, prestándoles todo su
apoyo para tratar de derrocar el poder soviético.

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Eligieron la Siberia, el Ural, el Sur de Rusia y el Cáucaso como
centros de sus «hazañas» militares. Siberia, Ural, etc., en el len-
guaje económico, significan pan, hierro, petróleo, carbón, etc.
Las potencias de la Entente miraban con ojos rapaces cada una
de estas zonas, de las cuales Rusia sacaba los alimentos para su
vida económica industrial.
Ellos sabían que, posesionándose de esas regiones, la nueva
Rusia bolchevique no podría sostenerse largo tiempo. Pero no
contaron con el deseo de libertad que alentaba al pueblo trabaja-
dor y al Ejército rojo, decidido a acabar para siempre con sus
enemigos interiores y exteriores para sostener su propio Go-
bierno. El Japón era uno de los anillos de la cadena de las poten-
cias imperialistas que rodearon Rusia, acercándose por Siberia.
¿Qué quería el Japón al entrar con sus tropas en Siberia? Quería
establecer la hegemonía en las orillas del Océano Pacífico, tomar
en sus manos la línea del ferrocarril transiberiano y chino-orien-
tal, desligando así la Manchuria y la Mongolia de la Rusia euro-
pea, apoderarse de la isla de Sajalín.
¿Con qué pretexto el Japón desembarcó sus tropas en Vladi-
vostok?
En Marzo de 1918, de acuerdo con el tratado ruso-checo, los
checoslovacos retiraron sus tropas de Siberia. El ejército checos-
lovaco, mantenido por el capitalismo checo, luchaba en su reti-
rada contra el poder soviético. En esa oportunidad, el Japón, so
pretexto de ayudar a los checoslovacos y proteger la vida de sus
ciudadanos, intervino con su ejército, desembarcando en Vladi-
vostok 80.000 hombres. Las tropas japonesas actuaban en Sibe-
ria, bajo la dirección del caudillo Semiónov y en completa alianza
con el ejército inglés y su representante, el almirante Kolchak.
Inglaterra era, de todos los países capitalistas, el que más em-
peño tenía en atacar al régimen soviético, invadiendo con sus ejér-
citos mercenarios todas las fronteras. Es claro que ni Inglaterra,
ni el Japón, ni ninguno de los países de la Entente mantuvieron
gratuitamente a los generales contrarrevolucionarios. Inglaterra
hizo pacto con ellos con objeto de conseguir, si llegaban a triunfar,
el dominio económico sobre las riquezas naturales de Rusia, es
decir, la nafta, el oro, el carbón, etc., pensando aún hacerles pagar
a los obreros y campesinos el costo de su aventura. Pero todas las

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ilusiones del imperialismo se desvanecieron. Las tropas del almi-
rante Kolchak, junto con las del caudillo Semiónov, mantenían en
nombre de la «civilización», bajo un terror increíble, a las pobla-
ciones que caían en su poder. En los archivos del Museo del
R.K.K.A. [siglas en ruso del Ejército rojo] se pueden encontrar,
con frecuencia, documentos de esta índole:

Después de que las tropas de Kolchak volvieron a entrar en el


pueblo de Irojedze —pueblo mencionado en La derrota— vinie-
ron armados con siete ametralladoras, dos cañones y 700 hom-
bres, bajo la dirección del capitán Martinov. En su camino, los
bandidos asaltaban y robaban a la población, pegando, fusilando
y colgando a más de 100 hombres. Violaron a las mujeres, a las
niñas y a las viejas. Las víctimas estaban tan desfiguradas por los
golpes de los machetes que era imposible identificarlas. Cuando
entraron en la aldea, aunque los campesinos indefensos se rindie-
ron, los obsequiaron con bombas explosivas y organizaron un
banquete sangriento. Fusilaban y colgaban en los postes a los
campesinos pobres. Hay que decir que era ésta una buena propa-
ganda en contra de ellos mismos. Los campesinos se levantaban
indignados, y hasta los enemigos del Gobierno soviético, viendo
estos horrores, pasaban a nuestras filas. (Carta del minero Simón
Dubanov, 14 diciembre de 1918, conservada en los archivos del
Museo del R.K.K.A.)

Cuadros como éste que pinta casualmente este minero se re-


petían continuamente durante el paso de los blancos. El terror, el
incendio de poblaciones enteras, la destrucción de puentes, escue-
las y fábricas, la violación de mujeres, todo se hacía por los ejérci-
tos burgueses en nombre de «la civilización, la paz y el orden». El
proletariado ruso rechazó esa «civilización destructora y feroz»,
implantando su dictadura, la más culta y civilizadora del mundo.
El recuerdo de los días gloriosos de la reconquista, de la guerra
civil, se hizo imborrable.
Quedaron en el pasado las heridas cicatrizadas de los obreros
y campesinos que sufrieron los golpes feroces de los verdugos bur-
gueses. Y quedó también el mal recuerdo para los culpables. En el
caso de que el capitalismo haga nuevas tentativas de ataque con-
tra las fronteras de la Rusia Soviética, el pueblo ruso, que guarda

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vivo el recuerdo de las «hazañas civilizadoras de los aliados», los
arrojará una vez más, con la conciencia de haber luchado por el
triunfo del comunismo.

***

Digamos algunas palabras sobre el valor artístico de La de-


rrota.
Uno de los méritos mayores de la obra de Fadéyev es el haber
abandonado el esquematismo de algunas de las obras de la litera-
tura proletaria. Ante el lector pasan personajes vivos y palpitan-
tes, con defectos y virtudes, con debilidades y cualidades positi-
vas.
Es que Fadéyev conoce la psicología de los personajes que
pinta. Fadéyev conoce la psicología humana y el ambiente que
describe. Penetra en la conciencia, y hasta en la subconciencia de
sus héroes, revelando su vida interior con maestría poco co-
rriente. El cariño de compañero y su amor profundo de clase son
la llave mágica que le sirve para abrir los secretos psicológicos de
sus protagonistas.
Fadéyev ha dado en este sentido un paso hacia adelante en re-
lación a Fúrmanov y Serafimovich.
Fadéyev no ha elegido como héroes de su obra a jefes gloriosos
del Ejército rojo, como Frunze o Budiony, ni a jefes del movi-
miento de guerrilleros como el viejo Kojtun o Chapáev. Tomó un
destacamento de montoneros, con representantes de todas las ca-
pas oprimidas, bajo la dirección de un comunista. Pero Levinson
no es un caudillo de montoneros. Levinson es el ojo más abierto y
responsable de esa masa; es el bolchevique consciente de la mi-
sión histórica de su clase, fuerte, intrépido, con voluntad inque-
brantable y contagiosa, con la voluntad indeclinable y ejemplar
que caracteriza la psicología de los bolcheviques.
Ha elegido como figura central de su novela a uno de los hé-
roes anónimos de la multitud.
Las figuras de Morozka, Dubov y Goncharenko son reales,
exentas de adorno literario. Morozka es primitivo, tosco y poco
cultivado, como las selvas septentrionales de Siberia. Morozka
tiene muchos defectos. Se emborracha y hasta roba, pero sabe que

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hace mal y su conducta es juzgada por todo el destacamento, lla-
mándole «la vergüenza de la tribu del carbón». Sin embargo, de-
bajo de todo eso vive en él un buen instinto de clase, que le hace
amar sobre todo su vida de revolucionario.
Metelitsa es uno de los tipos más musculosos y seductores de
la obra. Metelitsa es todo ardor, vigor y arrojo.
Su muerte, bajo los machetazos de los soldados de Kolchak, es
uno de los crímenes más evidentes de los blancos. Con profundo
dolor se lee ese pasaje de la obra en que después de acribillarle a
balazos, aún sangrando, lo arrastran atado a la pata de un caballo,
que galopa por el camino polvoriento.
Figuras como Miechik retratan la psicología débil de los inte-
lectuales pequeñoburgueses, que pudieron caer en el torrente re-
volucionario, pero que no supieron mantenerse firmes, ocupados
siempre en el círculo estrecho de sus pobres cavilaciones. Miechik
concluye como han terminado la mayoría de los intelectuales pe-
queñoburgueses: traicionando a la Revolución.
¿Qué se puede decir de Varia? Varia es un tipo real, cálido, que
huele a juventud, a tierra húmeda. Varia no es el tipo de una re-
volucionaria, como Morozka no es el tipo de un revolucionario. La
falta de control sobre sus ímpetus, la vida sexual disoluta con sus
lados negativos, que palidecen, sin embargo, ante el buen instinto
de clase que la orienta, colocándola en las avanzadas de su desta-
camento.
Todos los personajes de la obra de Fadéyev hablan un lenguaje
natural, simple, tal como hablan y piensan las personas sin saber
que pasarán a la historia: sin pompa y sin gestos teatrales.
Las siluetas de Levinson, Blakánov, Metelitsa, Dubov y Mo-
rozka se perfilan en la multitud, entre el viento y la sombra de las
estepas y selvas siberianas, en medio del fragor de las batallas en-
tre el galope de sus caballos briosos.
Viven, aman, luchan y mueren, y el lector no puede permane-
cer indiferente. Fadéyev los muestra en el heroísmo cotidiano de
la vida cruda y severa del soldado rojo. Fadéyev es un gran talento
realista, penetrante, que no en vano hizo recordar a los críticos
rusos el nombre de Tolstói. En La derrota demuestra conocer,
además de la psicología del individuo, la psicología colectiva que,
bajo su pluma de artista, palpita con vigor extraordinario.

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Hace sentir la fuerza potente e invencible de las masas revolu-
cionarias que no se detienen ante la muerte ni se ahogan en los
remolinos del pánico. La justicia de sus combatientes es la fuerza
que los lleva hacia el triunfo. ¡Nadie pudo ni podrá detenerlos!
Fadéyev transmitió con enorme dinamismo la atmósfera electri-
zada de esos días gloriosos de combate. Supo sentir y comprender
la avalancha invencible de todas esas masas desorganizadas que
con valentía sin igual, mal armadas, mal vestidas, se alistaron vo-
luntariamente en las filas del ejército de los guerrilleros, ayu-
dando al triunfo de la Revolución para conquistarse una vida más
humana y más justa.
Sus diecinueve quedaron vivos para luchar hasta vencer.
La obra de Fadéyev ha sido uno de los mejores regalos de la
literatura proletaria en el décimo aniversario de la Revolución de
Octubre.

Lila Guerrero

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PRIMERA PARTE

MOROZKA

Levinson salió al patio haciendo sonar su vieja espada japo-


nesa. Del campo llegaba un olor a miel de trigo sarraceno. El sol
de julio brillaba envuelto en espuma ardiente, de color blanco y
rosa.
El ordenanza Morozka secaba sobre una lona la avena recién
recogida, y a la vez espantaba con un látigo a las endiabladas ga-
llinas.
—Llévalo al destacamento de Shaldiba —dijo Levinson ten-
diéndole un sobre—. Además, transmíteles... Bueno, no es nece-
sario: ahí va todo escrito.
Morozka no tenía ganas de ir. Chasqueó el látigo en el aire y,
descontento, volvió la cabeza. Estaba harto de hacer aquellos via-
jes aburridos, de llevar aquellos sobres inservibles, que a nadie
interesaban. Pero aún estaba más harto de ver los ojos extraños
de Levinson que como dos lagos grandes y profundos absorbían a
Morozka, con las botas puestas.
Esos ojos alcanzaban a ver en Morozka hasta aquello que él
mismo no sospechaba.
«¡Pillo! —pensó el ordenanza ofendido, y bajó los párpados.
Pero enseguida generalizó, como de costumbre—: Todos los ju-
díos son unos pillos».
¿Qué haces ahí parado? —dijo, fastidiado, Levinson.
—Es que... camarada comandante, cada vez que hay que ir a
algún lado, allá va Morozka... como si no hubiese nadie más en el
destacamento.
Morozka lo llamaba de costumbre sencillamente por el ape-
llido; pero esta vez, para que resultase más oficial, le dijo a propó-
sito «camarada comandante».
—Quizá piensas que debo ir yo, ¿eh? —dijo Levinson con iro-
nía.
—No tiene por qué ir usted mismo... Hay gente de sobra...

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Levinson metió el sobre en el bolsillo y, con gesto resuelto, que
no daba lugar a dudas, dijo con voz tan tranquila que daba frío
oírla:
—Anda, entrégale tu arma al jefe de la intendencia y puedes
irte a los cuatro vientos. Yo no necesito díscolos como tú.
El viento acariciaba los rizos indóciles de Morozka. Entre las
plantas secas de ajenjo, y alrededor de los depósitos, zumbaban
en el aire incandescente los grillos infatigables.
—Espérate... —dijo Morozka en tono áspero—. Dame la carta...
Cuando hubo guardado el sobre en el bolsillo, añadió para
aclararse más a sí mismo que para explicarle a Levinson:
—Yo no puedo irme del destacamento, y menos entregar el fu-
sil. —Echó hacia atrás la gorra llena de polvo y dijo a plena voz,
inesperadamente alegre—: ¡No es por tu cara bonita por lo que la
hemos armado, amigo Levinson! Te hablo con franqueza, con pa-
labras de minero...
—Eso es, precisamente —dijo sonriendo el comandante—. Em-
pezaste por hacer muecas, y al final… ¡Mendrugo!
Morozka atrajo a Levinson por las solapas y, en voz baja, le
dijo:
—Yo, hermano, me había preparado ya para ir al puesto sani-
tario, a ver a Variuja1, y me vienes ahora con el sobre. Lo que re-
sulta es que el mendrugo eres tú...
Guiñó pícaramente sus ojos de color marrón verdoso y sonrió.
En su sonrisa, aun cuando estuviera hablando de su esposa, se
sentía un deje obsceno, como herrumbre creada por los años.
—¡Timosha! —gritó Levinson al muchachito encaramado en el
alero—. Ven a vigilar la avena, pues Morozka se va.
En la cuadra, sentado sobre una montura echada en el suelo,
Goncharenko, el zapador, componía un fardo de cueros. Tenía la
cabeza descubierta y tostada por el sol; la barba obscura, con rojos
matices, compacta y enroscada como si estuviese hecha de fieltro.
Cuando, sentado entre los fardos, con la cabeza gacha, Goncha-
renko levantaba la aguja y la clavaba en el cuero, parecía que en

1 Aumentativo despectivo, pero familiar, del nombre de Varia.

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vez de una pequeña aguja empuñaba un tridente. Debajo de su
blusa de lienzo se movían sus negros y grandes omóplatos.
—¡Qué...! ¿De nuevo de viaje? —preguntó.
—Sí, excelencia.
Morozka se enderezó como una viga e hizo el saludo, colo-
cando la mano en el lugar donde la espalda cambia de nombre.
—Haces mal —dijo Goncharenko. Y agregó—: yo, antes, tam-
bién era un tonto como tú. ¿Por qué te mandan?
—Así, porque sí, al puro cohete. El comandante afirma que
debo estirar un poco las piernas, pues de lo contrario, dice:
«pronto vas a parir hijos aquí».
—Imbécil... —rezongó el zapador, mordiendo el bramante de
zapatero. Y agregó—: ¡atorrante de Suchán!2
Morozka sacó el caballo del establo. El potro levantó las orejas
en señal de alerta. Era fuerte, de crin larga, y trotador como su
dueño.
Tenía, igual que él, los ojos de color marrón verdoso y claro;
era rechoncho y patizambo y, como él, mañoso, pillo y disoluto.
—¡Mishka-a-a!... ¡Eh!... ¡Satanás! —rezongaba cariñosamente
Morozka apretándole la cincha. ¡Mishka-a-a... animalito de
Dios!...
—Si apostáramos a ver cuál de los dos es el más inteligente, te
aseguro por Dios —dijo el zapador— que no serías tú el que debe-
ría montar encima de Mishka, sino Mishka encima de ti.
Morozka salió al trote por detrás del corral.
En la otra orilla se extendía, todo cubierto de sol, un campo de
trigo candeal y de centeno. Más allá, como gorros azules, me-
cíanse los picos de la cordillera de Sijoté-Alín, entre las nubes del
atardecer.
Al aspirar el olor a miel de los trigales, a Morozka se le hincha-
ban las aletas de la nariz, se le aflojaban las arrugas de la cara y
sus ojos brillaban como ascuas; en su pecho, ya carcomido por el
polvo, florecía su alma con la fuerza potente de sus antecesores.
Morozka pertenecía a una familia de mineros. Dos generacio-
nes de antepasados suyos habían trabajado en las minas.

2 Ciudad enclavada en las estribaciones meridionales de la cordillera

de Sijoté-Alín, en el Extremo Oriente.


21
Su abuelo, ofendido por Dios y por las gentes de Suchán, la-
braba la tierra; el padre, por el contrario, prefirió el carbón a la
tierra negra.
Morozka nació en una covacha oscura, en la mina número 2,
en el momento en que el ronco silbido de la sirena llamaba a los
del turno de la mañana.
«¿Un hijo? —preguntó el padre cuando el médico de la mina
salió del cuartucho y le comunicó el resultado del parto—. Enton-
ces es el cuarto ya —concluyó el padre en tono sumiso y tran-
quilo—. ¡Qué divertida es la vida!...»
Luego se echó encima el saco ennegrecido por el carbón y se
fue al trabajo.
Morozka, a los doce años, comenzó a levantarse al son de la
sirena, y aprendió también a hacer rodar las vagonetas, a pelearse
con palabras obscenas y a beber vodka.
En las minas de Suchán había más tabernas que hulleras. A
cien sazhen3 del pozo de las minas terminaba la llanura y comen-
zaba un grupo de volcanes. De allí miraban hacia la villa cercana
los pinos altos, severos y solemnes.
En las mañanas grises y nubladas, los corzos de la selva trata-
ban con sus gritos de superar a las sirenas.
Por entre las quebradas azules de la cordillera y los espinosos
desfiladeros trepaban día tras día, sobre los interminables rieles,
las vagonetas cargadas de carbón, en dirección a Kangauz. En los
picos, temblaban los tambores bajo la continua tensión de las co-
rreas.
En medio de la vegetación perfumada, a los pies de la mon-
taña, se levantaban las construcciones de piedra y trabajaba la
gente sin cesar. Con voz multiforme cantaban los grillos y silba-
ban las grúas eléctricas. Efectivamente: la vida allí era muy diver-
tida.
Morozka vivía sin buscar nuevos senderos en la existencia. Se
conformaba con los viejos y hollados caminos.
Un día se compró una blusa de satín, botas en forma de canuto
y empezó a frecuentar las fiestas del pueblo del valle. Allí, con los

3Antigua medida rusa de longitud que equivale a poco más de dos


metros.
22
muchachos, tocaba el acordeón, se peleaba con ellos, y a veces en-
tonaba cantos indecentes y «arruinaba» a las chicas de la aldea.
Al volver del trabajo robaban, en las huertas del camino, pepi-
nos redondos y se bañaban en la corriente de un río montañés.
Sus voces alegres rompían el silencio sombrío de la taiga. Por en-
cima de un peñasco asomaba la luna en cuarto menguante y mi-
raba con envidia. Sobre el río flotaba la humedad nocturna.
Cuando llegó su hora, lo metieron en una comisaría seccional,
mugrienta, llena de chinches, hediendo a calcetines sucios. Esto
le sucedió a Morozka en los días más febriles de la huelga de abril.
Las aguas corrían por los caños subterráneos y nadie las pom-
peaba. Era agua turbia, como lágrimas de caballo cegado por el
trabajo de las minas. Le metieron en la comisaría no porque hu-
biese cometido alguna hazaña valerosa, sino porque era simple-
mente un charlatán, con la esperanza de que denunciase a los ins-
tigadores de la huelga. En el infecto cuartucho en donde se hallaba
había también unos vendedores clandestinos de alcohol de la pro-
vincia de Maijin. Morozka les contaba un sinnúmero de picantes
anécdotas, pero no denunció a nadie.
Más tarde lo mandaron al frente de guerra entre los soldados
de caballería.
Allí, como todos, aprendió a mirar con desprecio a los quintos.
Lo hirieron seis veces, lo magullaron dos, y luego fue relevado del
servicio militar antes de los comienzos de la Revolución.
Al volver a su casa, anduvo emborrachándose durante dos se-
manas seguidas. Luego se casó con una obrera de la mina número
1, que trabajaba en el transporte del mineral: bondadosa libertina,
bien parecida, pero estéril. Todo lo que Morozka hacía, lo llevaba
a cabo sin pensar. La vida le parecía una cosa tan sencilla, tan poco
complicada, como los pepinitos redondos de las huertas de Su-
chán.
Puede ser que fuera ésta la razón por la cual llevó consigo a su
mujer al frente de batalla, en 1918, para defender el poder de los
Soviets. Hay que decir que como el Gobierno soviético no se
afirmó al principio en el poder, a Morozka le fue imposible bajar
de nuevo a las minas, pues al nuevo Gobierno no le caían en gracia
los muchachos del temple de Morozka.

23
Mishka, enojado, hacía resonar los cascos herrados en las pie-
dras del camino. Los tábanos de color anaranjado le zumbaban
fastidiosamente junto al oído, se le metían en el pelo y le mordían
hasta hacerle sangrar.
Morozka atravesó a caballo el campo de batalla de Sviaguin.
Detrás de una colina de nogales, siempre verdes, se escondía la
aldea de Krilov. Allí paraba el destacamento de Shaldiba.
—Vzzz…vzzz... —zumbaban con ardor los tábanos infatigables.
De pronto se oyó un sonido extraño, como un fuerte estam-
pido, y rebotó detrás de las colinas. Luego, uno detrás de otro,
como si una bestia recién liberada de sus cadenas destrozase con
sus garras los arbustos espinosos.
—Espera —dijo Morozka con voz apenas perceptible, tirando
de las riendas al caballo.
Mishka, obediente, quedó inmóvil al instante, con el cuerpo
tendido hacia adelante.
—¿Oyes? Están disparando… —dijo el ordenanza irguiéndose
sobre la montura—. ¡Están disparando..., sí!
«Tac-tac-tac», hacían las ametralladoras. Al mismo tiempo se
oía el ruido ensordecedor de los cañones y el llanto de las carabi-
nas japonesas.
—¡Al galope! ¡Arre! —gritó Morozka con voz opaca, afirmando
las botas en los estribos y desabrochando la caja de balas con los
dedos temblorosos. Mishka subió a la cumbre a todo galope. An-
tes de llegar a la cima del cerro, Morozka saltó del caballo—. Es-
pérame aquí —le dijo, echando las riendas por delante de la mon-
tura. Mishka, como un fiel esclavo, no necesitaba que lo ataran.
Morozka se arrastró a tientas hasta la cúspide del montículo.
A la derecha, dejando a un lado la aldea de Krilov, formando
una cadena como preparada para un desfile, corrían en desorden
figuras pequeñitas, amarillas, todas iguales, con gorras de borde
verde amarillento. A la izquierda, entre las espigas doradas de la
cebada, corría envuelto en terrible pánico, hacia un lado y otro, un
grupo de gente en desorden, tratando aún de defenderse, dispa-
rando los fusiles. Shaldiba (Morozka lo reconoció por su caballo
overo), al frente de su destacamento derrotado, trataba de detener
a los que huían, fustigándolos con un látigo. Pero nadie se detenía.
A escondidas, algunos se quitaban los brazaletes rojos.

24
—¿Qué hacen esos canallas? ¿Qué es lo que hacen? —gritaba
Morozka cada vez más excitado por el tiroteo.
Entre el grupo de los que huían llenos de pánico corría fatigo-
samente un muchachito huesudo, con la cabeza vendada con un
pañuelo blanco y vestido a la manera de la ciudad. Al correr, mo-
vía torpemente su espada. Los demás, por lo visto, trataban de
amoldar expresamente su carrera para no dejarle solo. En el
grupo iban aumentando los heridos. El muchachito del pañuelo
blanco cayó también herido. Se arrastraba por el suelo, trataba de
levantarse, y tendiendo las manos hacia adelante gritaba, pero na-
die oía su voz. Los demás aceleraron el paso y, sin volverse, le de-
jaron detrás.
—¡Canallas! ¿Qué es lo que hacen? —gritó de nuevo Morozka
apretando la carabina nerviosamente con los dedos.
—¡Mishka, ven acá! —gritó de pronto con voz completamente
extraña. El potro, lleno de rasguños, salió disparado hacia la cima,
relinchando despacio. Al cabo de algunos minutos, Morozka vo-
laba como un pájaro por el campo de cebada.
—¡Al suelo! —gritó Morozka tirando hacia un lado las riendas
y excitándole locamente con las espuelas. Mishka no quería tum-
barse bajo el zigzag de las balas.
Brincaba con sus cuatro patas en torno de un hombre que ge-
mía y que tenía la cabeza ensangrentada.
—¡Al suelo! —gritaba Morozka enfurecido, con voz ronca, ti-
rándole de las riendas.
Mishka era duro de boca, pero al fin encogió sus patas temblo-
rosas por la tensión que realizaban sus rodillas, y se echó a tierra.
—¡Ay!... ¡Me duele..., me duele! —se quejaba el herido cuando
el ordenanza lo echó por encima de la montura. El rostro imberbe
del muchacho estaba pálido.
—¡Cállate, quejica! —murmuró Morozka.
Y minutos después, con la carga entre los brazos, salió al ga-
lope por detrás de las colinas hacia la aldea donde paraba el des-
tacamento de Levinson.

25
II

MIECHIK

A primera vista, a Morozka no le gustó, a decir verdad, el he-


rido. A él no le entusiasmaba la gente acicalada.
La experiencia de su vida le había enseñado que es gente in-
constante, inservible, gente en la cual no se puede creer. Además,
desde el primer momento, el herido demostró que no era un hom-
bre viril.
—Es un niño bien… —comentó irónicamente el ordenanza
cuando acostaron al muchachito desmayado en la isba de Ria-
bets—. ¡Unos cuantos arañazos y ya se ablandó! —Morozka quiso
decirle algo muy ofensivo, pero no encontró las palabras necesa-
rias para expresarse—. Desde luego, es un mocoso —rezongaba,
descontento.
—No refunfuñes —le interrumpió severamente Levinson—.
¡Blakánov! Por la noche, lleven al muchacho al hospital militar.
Al herido le cambiaron los vendajes. En uno de los bolsillos de
la americana hallaron mucho dinero y unos documentos. Su nom-
bre era Pavel Miechik. Además, entre otras cosas, encontraron un
envoltorio con cartas y la fotografía de una mujer. Unos veinte
hombres barbudos, de caras toscas y tostadas por el sol, examina-
ron la carita delicada de la niña de cabellos rubios ensortijados.
La fotografía, ruborizada, volvió a su lugar.
El herido estaba acostado, sin conocimiento, con los labios
exangües y con las manos estiradas, sin vida, sobre la colcha. No
sintió las sacudidas del carrito cuando lo trasladaron al hospital
militar, en aquella noche calurosa de cielo negro-azulado. Volvió
de su desmayo cuando lo colocaron en la camilla. Se confundía en
él la sensación imprecisa del balanceo de la camilla con la vaga
impresión que le causaba el cielo poblado de estrellas. Las som-
bras nocturnas avanzaban por doquier. De todas partes llegaba
olor a tierra húmeda y a hojas tiernas.
Miechik sentía un agradecimiento infinito hacia la gente que
lo llevaba con tanto cuidado y suavidad. Quiso hablarles, pero al
mover los labios volvió a perder el conocimiento.

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Cuando Miechik se despertó, era ya de día. El sol de la ma-
ñana, con pereza y pompa, iluminaba las ramas de un cedro.
Miechik se hallaba acostado en la sombra. A su derecha se erguía
un hombre alto, delgado, firme, seco y con delantal gris. A su iz-
quierda, inclinada sobre la cama, había una figura delicadamente
femenina, con un par de gruesas trenzas rubias sobre la espalda.
Lo primero que impresionó a Miechik fue la infinita bondad y ter-
nura que respiraba toda su figura, de ojos grandes y aterciopela-
dos, de trenzas magníficas, de manos morenas y tibias.
—¿Dónde estoy? —preguntó Miechik con voz queda.
El hombre alto estiró su mano huesuda de palma áspera y le
tomó el pulso.
—Pasará —dijo tranquilamente—. Varia, prepare todo lo nece-
sario para hacerle un nuevo vendaje y llame a Jarchenko—. Hizo
una pausa y luego agregó, no se sabe para qué—: Ya, de paso...
Miechik levantó los párpados doloridos y miró a quien ha-
blaba. Tenía la cara larga y amarillenta, de ojos brillantes y ojero-
sos, que miraban con indiferencia el cuerpo del herido; uno de
ellos, inesperadamente, le hizo un guiño.
Cuando a Miechik le colocaban las vendas ásperas en las secas
heridas, produciéndole muchísimo dolor, no sentía más que el
contacto suave y cuidadoso de unas amorosas manos femeninas,
y no gritaba.
—Listo —dijo el hombre alto terminando el vendaje—. Tres
agujeros auténticos, pero en la cabeza solamente un arañazo. ¡O
se cura dentro de un mes, o yo no soy Stashisnki!
Se animó un poco y movió rápidamente los dedos. Los ojos,
sin embargo, continuaban mirando cansados y llenos de angustia;
el derecho parpadeaba con regularidad.
Después de que lavaran a Miechik, se apoyó en los codos y
miró a su alrededor. En el cobertizo caminaban unas cuantas per-
sonas con aspecto preocupado. De la chimenea se escapaban es-
pirales de humo azul. En el techo, las vigas se cubrían de resina.
Un pájaro enorme, de pico negro, golpeaba el borde del alero.
Apoyado en un bastón, un viejecito de barba blanca y delantal gris
lo observaba todo con mirada bondadosa. Sobre el viejecito, sobre
la barraca, sobre Miechik, envuelta en olor a resina, flotaba la
calma silenciosa de la taiga.

27
Tres semanas antes, cuando Miechik andaba por la ciudad con
el salvoconducto metido en la bota y el revólver en el bolsillo, no
se imaginaba claramente lo que le aguardaba.
Andaba de buen humor, entonando un cuplé alegre de moda
entonces. En cada músculo, en cada vena, le hervía la sangre jo-
ven, sedienta de actividad y de lucha.
Veía levantarse, en su imaginación, a la gente de las trincheras
del Extremo Oriente (que conocía sólo por los diarios) envuelta
en humo de pólvora y llevando a cabo heroicas hazañas. Recor-
dando a la chica de los bucles dorados se le llenaba la cabeza de
imágenes atrevidas. En ese momento, como de costumbre, sin
duda, ella tomaba su café con bizcochos e iba a estudiar con su
paquete de libros forrados con papel azul...
Cuando Miechik llegó a la aldea de Krilov, de los matorrales
saltaron unos cuantos hombres apuntando con los fusiles.
—¡Alto! ¿Quién va? —preguntó un muchacho de cara angosta
y con una gorra de marinero.
—Me envían de la ciudad.
—¡Documentos!
Miechik tuvo que descalzarse para sacar el pase.
—«Comité... de... la... marina... pro... vin... cial... de... socialis-
tas... re... vo... lu... cio... na... rios...» —leyó silabeando el marinero
contemplando a Miechik, con mirada más punzante que la flor de
cardo—. Así es que... —dijo en tono indefinido.
Pero de repente agarró a Miechik por el cuello y le gritó con
voz chillona:
—¡La puta madre que te parió!
—¿Qué?, ¿qué? —preguntó Miechik atolondrado, agregando
luego—: Pero si aquí dice «maximalistas»4. Fíjese, por favor...
—¡Registradlo!...
Al cabo de unos minutos, Miechik estaba desarmado y maltre-
cho, de pie delante de un hombre con una gorra puntiaguda de
seminarista, de ojos negros y de mirada tan penetrante que lo
atravesaba de parte a parte.

4 Grupo semianarquista escindido de los socialistas revolucionarios


(eseristas) en 1904.
28
—Ellos no se dan cuenta... —balbuceaba Miechik, nerviosa-
mente, con voz entrecortada y casi entre sollozos—. Pero si ahí
dice «maximalistas». Lea, camarada...
—A ver, dame el papel...
El hombre del gorrito se detuvo un momento con el pase. Bajo
su mirada parecía que humeaba el arrugado papel. Después miró
al marinero y dijo en tono severo:
—¡Estúpido!... ¿No ves que dice «maximalistas»?
—¡Eso es, claro! —exclamó contento Miechik—. ¡Si yo les decía
que ahí dice «maximalistas»! Es una cosa completamente dife-
rente.
—Así, pues, resulta que le pegamos en vano... —dijo desilusio-
nado el marinero—. ¡Vaya!
A partir de ese día, Miechik entró a formar parte del destaca-
mento con todos los derechos y deberes.
Los hombres que le rodeaban no se parecían en nada a los que
había creado su ardiente imaginación. Éstos eran más sucios, más
piojosos, más rudos, más brutales. Se robaban mutuamente los
cartuchos. Por cualquier insignificancia se insultaban desaforada-
mente, barajando el nombre de la madre y el de la abuela. Se pe-
leaban hasta hacerse sangrar por un simple pedazo de tocino.
Cualquier pretexto bastaba para que ellos se burlasen de Miechik.
Si no era por su ropa de ciudad, lo hacían por su modo correcto
de hablar o porque no sabía limpiar su fusil, y hasta se burlaban
cuando en el almuerzo comía menos de una libra de pan.
Pero, en cambio, no eran hombres como se ven en los libros;
eran de carne y de hueso, auténticos, vivos.
Miechik, acostado ahora en la explanada, en medio de la tran-
quilidad del bosque, revivía su pasado. Al recordar el sentimiento
sincero, bueno e ingenuo con que entró en el destacamento, se
puso triste. Estaba impresionado de una manera enfermiza por
los cuidados y el cariño de todos y hasta por el silencio de la taiga.
El hospital se hallaba en la confluencia de dos arroyos. En los
linderos del bosque picoteaba el pájaro carpintero, susurraban las
hojas color púrpura de los arces de Manchuria y, abajo, en el ba-
rranco, cantaban infatigables las aguas cristalinas.
No había muchos enfermos ni heridos; graves estaban sola-
mente Frolov, guerrillero de Suchán, y Miechik. Todas las

29
mañanas, cuando sacaban a Miechik de la barraca sofocante, se le
acercaba el viejecito Pika, el de la barba clara. Recordaba a uno de
esos antiguos cuadros, por todos olvidado, en el que se ve sentado
a un viejo de barba blanca, con gorrito, pescando a la orilla verde
esmeralda de un lago ya cubierto de moho en medio de un silencio
imperturbable. El cielo está apacible sobre el anciano; alrededor,
los pinos en cálida pereza a la orilla de las aguas quietas, las cañas
crecidas, la paz, el sueño, el silencio...
¿No es eso lo que extrañaba el alma de Miechik?
El viejecito Pika le contaba, con vocecita de chantre de aldea,
que su hijo estuvo en la guardia roja.
—Pues sí... viene a verme. Yo, naturalmente, estoy sentado en
el colmenar. Y, claro está, como hacía mucho tiempo que no nos
veíamos, nos besamos. Le miro, pero él está muy tristón... «Padre
—me dice—, me voy a Chitá». «¿Para qué?», le pregunto. «Es que
los checoeslovacos se sublevaron de nuevo.» «¿Y qué puedo de-
cirte yo de los checoeslovacos? —le contesto—. Puedes vivir aquí;
mira que bendición a nuestro alrededor...» Y de veras, en mi
granja, entre los colmenares, era todo un paraíso: abedules, ¿sa-
bes?, los tilos en flor, las abejitas... vzzz… vzzz…
Pika, algo más animado, se quitó el gorro negro y peludo, y
nuevamente con vocecita de diácono continuó:
—¿Y qué crees que hizo? Se fue. No quiso quedarse... Se fue...
Luego, los soldados de Kolchak saquearon la granja y me dejaron
sin el hijo... ¡Vaya vida ésta!
Terminó su relato con un suspiro. A Miechik le gustaba oírle,
le satisfacía la musical placidez de su voz, sus gestos que parecían
salirle del interior.
Pero prefería más aún ver venir la enfermera. Ella ordenaba y
limpiaba el hospital. Irradiaba un gran amor a las gentes y en par-
ticular a Miechik. Lo trataba con un cariño especial. Poco a poco
él comenzó a mirarla con ojos «terrenales». Era pálida, algo en-
corvada, y sus manos eran demasiado grandes para ser manos de
mujer. Pero, en cambio, tenía un andar que era una delicia; no era
muy rítmico, pero estaba lleno de fuerza y de vigor. Su voz parecía
siempre prometer algo.

30
Cuando se sentaba en la cama, a su lado, él no podía seguir
tranquilamente acostado. (Eso nunca se lo confesaría a la chica de
los bucles dorados.)
Cierto día el viejo Pika le dijo, hablando de Varia:
—Varia es una desvergonzada. Morozka, su marido, está en el
destacamento, y ella anda siempre por ahí...
Miechik miró al lado donde señalaba el viejo. La enfermera la-
vaba la ropa en el prado. Alrededor de ella andaba dando vueltas
Jarchenko, el cabo del hospital. Él se inclinaba hacia ella, y por lo
visto le decía cosas muy graciosas, porque ella cada vez con más
frecuencia dejaba el trabajo y le miraba de una manera extraña
con sus ojos aterciopelados. La palabra «desvergonzada» excitó
vivamente la curiosidad de Miechik.
—¿Y por qué es ella… así…? —le preguntó a Pika, tratando de
disimular su turbación.
—¡Vaya usted a saber por qué es tan cariñosa!... No puede re-
chazar a nadie, y, claro está, todos acuden...
Miechik recordó la primera impresión que le produjo la enfer-
mera, y sintió un despecho incomprensible. Desde ese momento
comenzó a observarla atentamente.
En realidad, ella se arrimaba demasiado a los hombres apenas
comenzaban a caminar sin la ayuda de nadie. Al fin y al cabo era
la única mujer que había en el hospital.
A la mañana siguiente, después de cambiar las vendas a
Miechik, ella se detuvo más que de costumbre para arreglarle la
cama.
—Siéntate a mi lado... —le dijo poniéndose colorado.
Ella le miró atentamente, como aquel día cuando lavaba la
ropa y miraba a Jarchenko
—¿Qué…? —dijo ella sin querer, algo extrañada.
Sin embargo, después de arreglarle las mantas, se sentó a su
lado.
—¿Te gusta Jarchenko? —le preguntó Miechik.
Ella no oyó la pregunta, y atrayéndolo con su mirada fascina-
dora le dijo:
—¡Tú eres tan jovencito!...
Y luego agregó, cayendo en la cuenta:

31
—¿Jarchenko?... Tanto me da. Todos vosotros estáis hechos en
el mismo molde.
Miechik metió la mano debajo de la almohada y sacó un pa-
quete envuelto en papel de diario. De la pálida fotografía le miraba
la chica de los bucles dorados, pero esta vez a él no le pareció tan
agradable como antes. Ella sonreía con alegría artificial, y aunque
Miechik tenía miedo de confesárselo a sí mismo, le pareció raro
que hubiese podido pensar tanto en ella. No sabía, en realidad, si
es que hacía bien en enseñar a la enfermera el retrato de la chica
de los bucles dorados.
La enfermera observó de cerca la postal. De pronto dejó caer
la fotografía y lanzó un grito. Saltó de la cama y rápidamente vol-
vió la espalda.
—¡Bonita fulana! —dijo una voz ronca y burlona.
Miechik miró de reojo hacia el lado desde donde venía la voz y
vio la cara conocida de Morozka. Debajo de la visera le asomaba
un mechón de pelo indócil. Sus ojos burlones de color marrón ver-
doso tenían esta vez una expresión completamente distinta.
—¿Por qué te asustaste? No lo dije por ti, sino por el retrato...
He conocido muchas mujeres, pero de ninguna he guardado el re-
trato... ¿Cuándo me vas a regalar el tuyo?
Varia se compuso y empezó a reír, con voz chillona, distinta de
la de costumbre.
—¡Qué susto me diste…! ¿De dónde has venido, muchacho de
Dios?
Y dirigiéndose a Miechik:
—Es Morozka, mi marido. Siempre gasta estas bromas...
—Sí, nos conocemos... un poquito —dijo el ordenanza, con
cierta voz burlona, y remarcando lo de «un poquito».
Miechik se hallaba acostado como si lo hubiesen aplastado.
Por lo ofendido que estaba y por la vergüenza que le daba, no en-
contraba palabras para contestar. Varia se había olvidado de la
fotografía y, conversando con su marido, la pisó con descuido.
Miechik no osó pedirles que se la recogieran.
Cuando ellos se fueron al bosque, él, apretando los dientes por
el dolor que le causaban las piernas al inclinarse, tomó la arrugada
foto del suelo y la hizo pedazos.

32
III

BUEN OLFATO

Morozka y Varia volvieron por la tarde. Caminaban perezosa-


mente, cansados, sin mirarse.
Morozka salió a la explanada, y metiendo dos dedos en la boca
silbó tres veces de una manera estridente, como acostumbran a
hacerlo los bandidos de las grandes películas. Y cuando, como en
los cuentos, apareció entre los matorrales, haciendo sonar los cas-
cos, un potro redomón, Miechik recordó dónde había visto juntos
por primera vez al caballo y al caballero.
—¡Mishka-a-a..., hijo de perra! ¿No me esperabas?... —gruñó
cariñosamente el ordenanza.
Al pasar delante de Miechik, Morozka le miró maliciosamente.
Después se perdió entre las sombras verdes del monte, pen-
sando con frecuencia en Miechik. «¿Para qué vendrá con nosotros
esta clase de gente? —pensaba inseguro y con despecho—. Cuando
comenzamos no había nadie... Vienen ahora cuando todo está he-
cho...». A él le parecía que Miechik vino en realidad cuando todo
estaba «hecho». Sin embargo, la cruzada difícil estaba aún por re-
correr.
«Llega uno de esos pobres diablos, se ablanda por cualquier
cosa, lo arruina todo, y después, la carga sobre nosotros... ¿Qué es
lo que habrá encontrado en él la tonta de mi mujer?»
Pensaba, además, que la vida se vuelve cada vez más compli-
cada, más astuta; creía que los viejos caminos de Suchán ya no le
servían y que precisaba trazarse una nueva ruta.
Sin notarlo, se sorprendió con esos dolorosos pensamientos
cabalgando en la llanura. Allí, entre el aroma de la correhuela y
entre el trébol salvaje y ensortijado, sonaban las guadañas y sobre
las gentes flotaba el día de trabajo. Los segadores tenían la barba
larga, hasta el borde de la camisa, y rizada como el trébol que cor-
taban. Caminaban lentamente por el terreno segado. El pasto per-
fumado se acostaba perezosamente bajo sus pisadas.

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Al ver al jinete armado, dejaron sin prisa su trabajo; pusieron
a modo de visera sus manos callosas sobre los ojos, y le siguieron
con la mirada largo rato hasta que se perdió en lontananza.
—¡Como una vela…! —exclamaban, admirados del porte de
Morozka cuando éste, afirmándose en los estribos, irguió el
cuerpo y lo inclinó hacia delante. Se alejó con un trote regular que
apenas lo sacudía en la montura, como la llama de una vela.
Morozka detuvo su caballo detrás de la curva del río, en la
huerta del presidente rural, el camarada Riabets. En la huerta se
hacía sentir la falta de un buen administrador. Mientras el patrón
se ocupaba de los problemas sociales, en la huerta crecían las ma-
las hierbas y se desmoronaba la cabaña. Los melones barrigudos
maduraban mal entre el ajenjo amargo y, en medio de la huerta,
el espantapájaros parecía un ave moribunda. Mirando hacia un
lado y hacia otro con suspicacia, giró hacia la choza desmoronada.
Miró con cuidado adentro. No había nadie. Por tierra, trapos, una
vieja guadaña y cáscaras secas de pepinos y de melones.
Desatando un saco de la silla, Morozka se apeó, recorriendo a
rastras un sendero de la huerta. Metía los melones en el saco,
rompiendo los tallos febrilmente. Allí mismo comió algunos,
abriéndolos de un golpe sobre las rodillas.
Mishka movía la cola y lo miraba con ojos astutos y compren-
sivos. De pronto oyó un ruido y, alzando sus orejas peludas, rápi-
damente dio la vuelta en dirección hacia el río. En la orilla, entre
los sauces, apareció un viejo alto, de barba larga, con pantalones
de tela y sombrero marrón. Retenía entre las manos con evidente
esfuerzo una red entre cuyas mallas se agitaba en estertores de
agonía un enorme pez. Sobre los pantalones y sobre los pies des-
calzos caían el agua mezclada con sangre color frambuesa.
Mishka reconoció en la figura de Joma Yegorovich Riabets al
dueño de la yegua de trasero ancho que vivía y comía en la misma
caballeriza que él, separada solamente por un tabique de madera.
Mishka languidecía de ardientes deseos. Al reconocerlo, amisto-
samente, abrió de par en par las orejas y echando hacia atrás la
cabeza relinchó alegremente.
Morozka, asustado, dio un salto y quedó inmóvil en posición
encorvada con el saco en las manos.

34
—¿Qué haces… aquí…? —dijo Riabets, ofendido, con voz tem-
blorosa y contemplándolo con una mirada terriblemente severa.
No soltaba la red de las manos, tirante a causa de las sacudidas
del pez. A sus pies se agitaba el pescado con igual furia que latía
su corazón lleno de ira, al verse impotente para expresar en pala-
bras iracundas todo el furor que guardaba encerrado.
Morozka soltó el saco y, medrosamente, con la cabeza gacha,
se fue corriendo hacia su caballo. Cuando ya estaba sentado en la
silla, pensó que hubiera sido mejor sacar los melones del saco y
llevarlos consigo para no dejar ningún rastro. Pero compren-
diendo que era tarde, espoleó fuertemente y se lanzó en loca ca-
rrera por el camino polvoriento.
—¡No te preocupes, te ajustaremos las cuentas!... ¡Ya verás!
¡Ya verás!... —gritaba Riabets, no encontrando otras palabras. No
podía creer que un hombre a quien se le dio como a un hijo casa y
comida durante varios meses le robase los melones de su huerta,
sobre todo cuando su dueño trabajaba por el bien de la sociedad.

En el jardincito de Riabets, en la sombra, estaba sentado Le-


vinson delante de una mesa redonda, cubierta con un plano de
guerra, e interrogaba al explorador recién venido.
Estaba vestido con ropas de mujik y calzado con alpargatas.
Había estado en el mismo centro del acantonamiento de las tro-
pas japonesas. Su cara redonda tostada por el sol ardía alegre-
mente, excitada por el peligro experimentado.
Según él, el Estado Mayor japonés estaba en Yakovliev. Dos
compañías de Spassk-Primorie se movían hacia Sandagoy. La vía
de Sviaguin estaba libre. Él había hecho un viaje en tren hasta la
vertiente de Shabanovski junto con dos guerrilleros armados del
destacamento de Shaldiba.
—¿Hacia dónde se retiró Shaldiba?
—Hacia las haciendas de Corea.
El escucha trataba de encontrar los puntos en el plano. La ta-
rea era algo difícil, pero como no quería pasar por incompetente
señaló con el dedo una provincia vecina.
—En la aldea de Krilov les arrearon de lo lindo —continuó vi-
vamente, paseando el dedo por las narices—. Ahora, la mitad de
los muchachos se dispersaron por las aldeas, y Shaldiba, en el

35
invernadero de Corea, se pasa el tiempo tragando panizo. Dicen
que bebe mucho. Está chalado...
Levinson comparó estas noticias con las que le transmitió el
día anterior Stirksha, el vendedor clandestino de alcohol de Dau-
bijinsk, con las que le habían enviado de la ciudad, y se dio cuenta
de que había gato encerrado. Para estas cuestiones, Levinson te-
nía un olfato especial, un sexto sentido, como los murciélagos. El
hecho de que el presidente de la cooperativa que fue a Spassk lle-
vaba dos semanas sin volver a su casa, el hecho de que tres días
antes se escaparan del destacamento unos cuantos campesinos de
Sandagoy con el pretexto de que sentían nostalgia, y el hecho de
que el cojo jun-juz5 Li-Fu, que iba con el destacamento hacia
Uborka, por causas desconocidas cambiase de dirección hacia Fu-
xin, demostraba que había gato encerrado.
Levinson volvió a comenzar unas cuantas veces el interrogato-
rio, y nuevamente metía la cabeza entre los planos. Él, como po-
cos, tenía la paciencia y la constancia que suelen tener esos viejos
lobos de la selva que, aunque le falten algunos dientes, saben con-
ducir su manada por la fuerza de la invencible sabiduría de mu-
chas generaciones.
—A ver, dime: ¿no has notado algo… especial?
El explorador le miró sin comprender.
—¡Con el olfato, con el olfato!... ¿me comprendes? —exclamó
Levinson, acercando los cinco dedos a la nariz.
—Yo no me olí nada... Ésta es la verdad —contestó el explora-
dor con cara de culpable. «¿Qué? ¿Acaso soy un perro?», pensó
ofendido y extrañado al mismo tiempo, y su cara se puso de súbito
colorada y estúpida, como la cara de los vendedores del mercado
de Sandagoy.
—Bien, vete... —dijo Levinson, y le despidió haciendo un gesto
con la mano y acompañándole con la mirada mientras se alejaba,
guiñando maliciosamente los ojos, azules como un remanso.
Al quedarse solo, se paseó, pensativo, por el jardín; se detuvo
frente a un manzano, y observó atentamente cómo un escarabajo

5 Del chino hunghutzû, literalmente «barba roja». Nombre que se le


da a los miembros de las bandas de saqueadores en Manchuria y en
la China del Norte.
36
cabezón de color arena trepaba por la corteza y, sin notarlo, por
caminos desconocidos, llegó a la conclusión de que si no se pre-
paraban a tiempo, el destacamento iba a ser golpeado por los ja-
poneses.
En la puerta del jardín, Levinson se encontró con Riabets y con
su ayudante Blakánov. Blakánov era un muchachote robusto, de
unos diez y nueve años. Llevaba un traje militar, color caqui, y en
el cinturón un revólver siempre alerta.
—¿Qué hacemos con Morozka? —espetó de golpe Blakánov,
frunciendo el entrecejo y mirando con sus ojos, negros como as-
cuas—. A Riabets le robó unos melones... ¿Qué te parece?
Hizo un gesto con las manos como si fuese a presentar Riabets
al comandante. Hacía mucho tiempo que Levinson no veía a su
ayudante tan excitado.
—No grites —le dijo el jefe tranquilamente, pero con tono im-
perioso—. No hay por qué gritar. ¿Qué pasa?
Riabets alargó el saco con manos temblorosas.
—Me ha echado a perder más de la mitad de la huerta, cama-
rada comandante. ¡Palabra de honor! Yo, sabes... después de
tanto tiempo, decidí revisar la huerta y cuando salí de los juncales
me encuentro a...
Explicó largamente la importancia de su asunto, haciendo re-
marcar el hecho de que si él descuidaba sus cultivos era porque
trabajaba para la sociedad.
—Las mujeres de mi casa, en vez de escardar, como hacen las
mujeres decentes, trabajan en la siega del heno. ¡Como condena-
das!
Levinson le escuchó pacientemente y con atención. Luego
mandó llamar a Morozka. Éste apareció con la gorra echada hacia
atrás y con aire de culpable. Morozka siempre se presentaba con
esa cara cuando sabía que no tenía razón, pero, sin embargo,
siempre venía dispuesto a mentir si era necesario para defen-
derse.
—¿Este saco es tuyo? —preguntó el comandante, que ense-
guida clavó a Morozka con sus ojos imperturbables.
—Sí...
—Blakánov, quítale el revólver...
—¿Cómo «quítale»?... ¡Si me lo diste tú!

37
Morozka se hizo a un lado y desabrochó la funda.
—Déjate de bromas, no juegues —dijo Blakánov con severidad
y moderación, frunciendo aún más las cejas.
Morozka se ablandó enseguida al verse desarmado.
—A ver, ¿de qué se trata? ¿Cuántos melones he echado a per-
der, al fin y al cabo, Joma Yegorovich?
Riabets esperaba todo el tiempo con la cabeza gacha y mo-
viendo los dedos de sus pies descalzos.
Levinson ordenó que reuniera esa noche a los campesinos, que
junto con el destacamento, decidirían el asunto de Morozka.
—¡Que lo sepan todos!...
—Iósif Abrámich... —dijo Morozka sordamente y con voz
opaca—. Que vaya el destacamento me lo explico... pero los mu-
jiks, ¿para qué?
—Escucha, querido —dijo Levinson, dirigiéndose a Riabets y
dejando de lado a Morozka—, tengo que hablar contigo, pero com-
pletamente a solas.
Levinson se llevó a un lado al presidente, y le pidió que en el
término de dos días juntase el trigo de la aldea y secase diez puds6
de pan.
—Cuida de que nadie sepa para qué y para quién es ese pan
seco.
Morozka comprendió que la conversación había terminado y
se dirigió todo abatido al pabellón de guardia.
Al quedarse Levinson solo con Blakánov, le ordenó que a par-
tir del día siguiente aumentase la porción de avena para los caba-
llos.
—Dile al intendente que les dé las medidas llenas.

6 Medida rusa equivalente a 16 kilogramos.


38
IV
SOLO

La llegada de Morozka destruyó el equilibrio espiritual que ya


se había establecido en Miechik bajo la influencia de la vida uni-
forme y tranquila del hospital.
«¿Por qué me miró tan despectivo? —pensó Miechik cuando
se fue el ordenanza—. Vale que él me sacó del fuego, pero ¿acaso
eso da derecho a burlarse de mí?... ¡Y todo por...!» Contempló sus
dedos finos y flacos. El dolor de sus piernas heridas y entablilladas
debajo de la colcha, junto con las viejas ofensas que guardaba muy
profundamente, se acentuó con tal fuerza que su alma se contrajo
como se encoge por el dolor un animal herido.
Desde el día en que el muchacho de cara larga y ojos tan pun-
zantes como la espina de cardo lo agarró cruelmente, brutal-
mente, por el pescuezo, todos se burlaban de él y nadie se le acer-
caba para consolarle y compadecerle. Hasta en el hospital, en
donde el silencio soñoliento respiraba paz y amor, la gente lo aca-
riciaba como por obligación. Pero lo más penoso, lo más terrible
para Miechik, era sentirse solo después de que regara con su san-
gre el campo de batalla.
Hubiera tenido deseos de conversar con Pika, pero éste dor-
mía tranquilamente debajo de un árbol, a la entrada del bosque.
El viejo se había extendido sobre la ropa del hospital, y debajo de
la cabeza había puesto su blando gorrito. Su calvicie redonda y
brillante espejeaba hacia todos los lados. Sus escasos pelitos pla-
teados se dispersaban sobre su cabeza como un nimbo refulgente.
De la selva salieron dos muchachos, uno con el brazo vendado y
otro cojeando. Se detuvieron al lado del viejo y se guiñaron píca-
ramente los ojos. El rengo cogió una paja y haciendo un gesto,
como si fuese a estornudar, le hizo al viejo cosquillas en la nariz
con ella.
Pika, en sueños, rezongó, se rascó la nariz y con las manos hizo
un gesto como para espantar una mosca. Por fin, para contento de
los muchachos, estornudó fuertemente varias veces. Ellos solta-
ron una carcajada sonora. El viejo, apoyándose en los codos, miró
a uno y otro lado y vio cómo se alejaban los muchachos hacia las
39
barracas. Uno se apretaba el brazo con cuidado, y el otro arras-
traba la pierna.
—¡Eh, tú, ayudante de la muerte! —gritó el primero, viendo
que Varia y Jarchenko estaban sentados juntos—. ¿Qué haces, por
qué manoseas a nuestras mujeres?... ¡A ver, a ver... déjame un lu-
garcito a mí también! —dijo en tono zalamero, sentándose al lado
de la enfermera y abrazándola con su brazo sano—. Nosotros te
queremos, tú eres la única que tenemos. Oye, a ese cara sucia, a
ese hijo de perra, échalo..., échalo..., que se vaya con la madre que
lo parió...
Y con esa misma mano trataba de empujar a Jarchenko; pero
el cabo del hospital se arrimaba más y más a Varia, enseñando sus
dientes regulares, amarillos de tanto mascar el tabaco de Manchu-
ria.
—¿Y yo a dónde me arrimo? —dijo el cojo con voz nasal y llo-
rosa—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Es esto justo? ¿No se le tiene consi-
deración a este pobre herido? ¿Qué os parece, compañeros, ilus-
tres ciudadanos?...
Seguía hablando como si le hubieran dado cuerda. Guiñaba
con sus párpados húmedos, gesticulando, sin sentido, con los bra-
zos.
Su compañero amenazaba pataleando para que nadie se acer-
case. El cabo del hospital reía a carcajadas, pero su risa era artifi-
cial. Poco a poco, sin que lo notasen, metía las manos debajo de la
blusa de Varia. Ella les miraba sumisa y tan cansada que no tra-
taba siquiera de apartar las manos de Jarchenko. De pronto sor-
prendió la mirada vaga de Miechik. Roja como una amapola, se
levantó y arreglándose la blusa exclamó:
—Se le vienen a una encima como moscas a la miel... ¡Perros
hambrientos!
Lo dijo enfadada, e inclinando la cabeza escapó hacia el cober-
tizo. En la puerta se le enganchó la falda; fastidiada, dio un tirón
y cerró la puerta con tal fuerza y ruido que crujió, cayendo polvo
de las rendijas.
—¿Qué te parece la «hermana», ¡eh!? —balbuceó el rengo, ha-
ciendo mueca como si olfatease tabaco, y soltó una risita llena de
bajeza y villanía.

40
Desde la cama, el herido, el guerrillero Frolov, miraba con la
cara amarillenta y extenuada por la enfermedad. Su mirada era
severa y perdida, sin brillo, opaca, vacía como la de un muerto. La
herida de Frolov no daba ninguna esperanza de curación. Él
mismo lo supo desde aquel momento, cuando crispado por un do-
lor mortal en el vientre le pareció ver con sus propios ojos que el
cielo sin fondo rodaba sobre su cabeza. Miechik sintió sobre él la
mirada inmóvil de Frolov y se estremeció; luego desvió los ojos
hacia otro lado.
—Los muchachos... están haciendo travesuras —dijo con voz
ronca Frolov, y movió los dedos como si quisiera demostrar a al-
guien que todavía estaba vivo.
Miechik se hizo el sordo.
A pesar de que Frolov ya se había olvidado de él, durante largo
rato no pudo volver la mirada hacia ese lado. Le parecía que el
herido le seguía mirando con su sonrisa de labios finos y secos,
con su cara huesuda y amarilla.
El doctor Stashisnki salió torpemente del galpón, encorván-
dose al pasar la puerta. Enseguida se enderezó como la hoja de un
cortaplumas. Parecía increíble que hubiese podido pasar por esa
puerta. A grandes pasos se acercó a los muchachos, pero de
pronto se olvidó a qué había venido; se quedó de pie, algo extra-
ñado, guiñando el ojo derecho.
—¡Qué calor…! —dijo al fin, pasando las manos por su cabeza
rapada. Había salido para decirles que hacían mal en fastidiar a
una persona que no podía reemplazarles a la vez a la madre y a la
esposa.
—¿Es aburrido permanecer acostado? —le preguntó a
Miechik, acercándose a él y poniéndole sobre la frente su mano
seca y caliente.
A Miechik le conmovió la inesperada intervención; le pareció
que se le había desatado un nudo en la garganta.
—Poca cosa... Cuando esté curado, me marcharé —dijo
Miechik—. Pero, ¿y usted? ¡Siempre en el bosque!...
—¿Y si es necesario?...
—¿Qué es lo que es necesario? —pregunto Miechik sin com-
prender.
—Que yo esté en el bosque...

41
Stashisnki retiró la mano y por primera vez le miró fijamente
con sus ojos negros y brillantes, llenos de curiosidad «humana».
Su mirada parecía venir de lejos, triste y llena de ansiedad. ¡Como
si se hubiese concentrado en ella todo el mudo afán de ver gentes,
con la misma febril inquietud que suele roer a la gente solitaria,
cuando está sentada a la hoguera, en la soledad de los montes de
Sijoté-Alín.
—No comprendo —dijo Miechik con melancolía, y se sonrió,
afable y melancólico—. ¿Acaso no se podría establecer en la aldea?
No digo usted personalmente —añadió comprendiendo lo inopor-
tuno de su pregunta—, sino junto con el hospital...
—Aquí hay menos peligro... ¿Y usted de dónde es?
—Yo vine de la ciudad.
—¿Hace mucho?
—Sí, hace ya más de un mes.
—¿Conoce a Kraiselman? —dijo Stashisnki animado.
—Le conozco un poco...
—¿Cómo le va allí? ¿A quién más conoce?
El médico guiñó el ojo con más fuerza que de costumbre e ines-
peradamente se dejó caer sobre la silla como si le hubieran pegado
en las piernas a la altura de las rodillas. Durante largo rato no
pudo encontrar una posición cómoda y continuamente se movía
en su asiento.
—Conozco a Bonsik, a Yefrémov... —empezó a enumerar
Miechik— a Gúriev, Frenkel, no el que lleva anteojos sino el otro;
al pequeño...
—¡Pero si todos esos son «maximalistas»! —exclamó extra-
ñado Stashisnki—. ¿De qué los conoce?
—Es que yo solía andar con ellos... —murmuró inseguro
Miechik, y sin saber por qué se ruborizó.
«¡Ah!», parecía querer decir Stashisnki, pero no dijo nada.
—Está bien —exclamó secamente con voz completamente dis-
tinta y se levantó—. ¡Que se mejore! —le dijo a Miechik sin mi-
rarlo; y temiendo que lo volviese a llamar, se fue a paso rápido.
—¡A Vasiutin también lo conozco! —gritó Miechik, tratando de
detenerlo de algún modo.
—Sí... sí... —repitió Stashisnki mirando de reojo y apresurando
el paso.

42
Miechik comprendió que había dicho algo que no le había sa-
tisfecho y se volvió a ruborizar.
De pronto todo lo que había vivido durante el último mes se le
agolpó en la cabeza. Quiso asirse a algún pensamiento para vencer
su estado y no pudo. Los labios le temblaron y empezó a parpa-
dear tratando de retener las lágrimas, pero ellas, desobedientes,
se deslizaron una tras otra por sus pálidas mejillas. Se cubrió la
cabeza con la colcha y se puso a llorar a rienda suelta. Lloró silen-
cioso, muy silencioso, tratando de no temblar ni sacudirse debajo
de la manta para que no notasen su debilidad. Lloró largo rato;
sus pensamientos, como sus lágrimas, eran muy amargos.
Después de tranquilizarse continuó acostado, inmóvil, con la
cabeza tapada. Varia se le acercó unas cuantas veces. Él reconocía
sus pisadas fuertes. Ella se paraba indecisa delante de la cama y
luego se iba. Después se acercó Pika.
—¿Duermes? —preguntó cariñosamente.
Miechik se hacía el dormido. Pika esperó un poco.
Se oía el zumbido de los mosquitos nocturnos sobre la colcha.
—Bueno, duerme...
Cuando oscureció se acercaron nuevamente Varia y algunos
más. Con cuidado levantaron la cama y la llevaron al cobertizo. En
el interior, la atmósfera era cálida y pegajosa.
—Anda, tráeme a Frolov... yo voy enseguida —dijo Varia. Per-
maneció algunos segundos de pie delante de la cama, con cuidado
levantó la colcha que lo cubría, y preguntó—: ¿Qué es lo que te
pasa, Pavlusha?... ¿Te sientes mal?
Le llamaba por primera vez con ese diminutivo cariñoso.
Miechik no alcanzaba a verla en la oscuridad, pero sentía su
presencia y sentía también que estaban solos en la barraca.
—Sí, no me siento bien —dijo con voz sombría.
—¿Te duelen las piernas?
—No, casi nada... Es más bien…
Ella se inclinó rápidamente y, apretándose a él con sus senos
grandes y tibios, lo besó en los labios.

43
V

LOS MUJIKS

Con el objeto de comprobar sus sospechas, Levinson fue a la


reunión antes de tiempo para mezclarse con los campesinos y
prestar oído a los rumores. La asamblea se realizó en el local de la
escuela. Cuando llegó Levinson había todavía poca gente. Sólo
unos cuantos hombres que volvieron temprano del campo con-
versaban a la entrada.
Desde la puerta entreabierta se veía cómo Riabets andaba por
la sala poniendo un vidrio ahumado a una lámpara que tenía en
sus manos.
—Salud, Iósif Abrámich —decían inclinándose respetuosa-
mente los mujiks, extendiendo a Levinson sus dedos toscos, oscu-
ros y endurecidos por el trabajo del campo. Levinson los saludó a
cada uno por separado y luego se sentó modestamente en uno de
los escalones.
En la orilla opuesta del río cantaban alegremente las mucha-
chas; se sentía olor a heno fresco, mezclado con el polvo y con el
humo de las hogueras. Se oía el revolcar de los caballos fatigados
en el vado del río vecino. En la tibia penumbra de la tarde, entre
el chirrido de las carretas cargadas y entre el largo mugido de las
vacas sin ordeñar, moría el día campesino.
—Pocos han venido —dijo Riabets saliendo a la antepuerta—.
Pero hoy no puede ser de otro modo; la mayoría pasa la noche en
el campo a causa de la siega.
—¿Y por qué se reúnen un día de trabajo? ¿Es que corre prisa?
—Sí... es que hay aquí un asuntito... —contestó algo turbado el
presidente—. Uno de ellos armó aquí una de las suyas; está en mi
casa. El asunto en realidad carece de importancia, una bagatela,
pero resultó toda una historia...
Miró a Levinson, se ruborizó, y se quedó callado.
—Si es un asunto sin importancia, no había por qué reunirse
—gritaron a coro los mujiks—. Vivimos en un tiempo en que para
nosotros cada hora vale más de un cópec.

44
Levinson expuso la cuestión. Entonces ellos comenzaron atro-
pelladamente sus quejas campesinas, especialmente sobre la
siega y la falta de productos.
—Date una vuelta por la siega, Iósif Abrámich, y verás con qué
siega la gente. No hay uno que tenga una guadaña entera. No hay
una ni para muestra, todas están remendadas. Eso no es trabajo,
eso es un tormento.
—¡La que estropeó Semion hace unos días! Para él todo es dale
que dale, prisa que prisa. Resuella como una máquina, y de
pronto…, ¡zás… contra una piedra! Desde hace tiempo, por más
que se remiende no resulta...
—Era una magnífica dalla lituana...
—Y qué, ¿cómo andan las cosas?... —preguntó pensativo Ria-
bets—. ¿Se arreglaron o no?... El pasto ahora es bueno... Ojalá
para el domingo lo cortasen todo... Esta maldita guerra nos cos-
tará más de un cópec.
En la zona temblorosa de luz aparecían desde las sombras cada
vez nuevos campesinos con blusas largas, sucias; algunos venían
directamente del trabajo con un hato al hombro.
—¡Salud!
—¡Ja, ja, ja! Iván... A ver, muestra tu facha a la luz... ¡Lindo te
dejaron las abejas! Yo vi cómo huías de ellas, agarrado al traste...
—Oye tú, malasombra, ¿por qué has segado mi hierba?
—¡Cómo! ¿La tuya? ¡No mientas! Yo no me excedo nunca. No
me hace falta lo ajeno, lo mío me basta...
—Te conocemos, pájaro... ¡Tienes bastante…! A tus cerdos no
hay manera de echarlos de la huerta... Dentro de poco van a criar
cochinitos entre mis melones... ¡Y dice que tiene bastante con lo
suyo! ¡Qué gracia!
Un hombre rechoncho y rígido, con un solo ojo que brillaba en
la oscuridad, apareció por entre la multitud y dijo:
—Anteayer los japoneses pasaron por Sandagoy. Lo han con-
tado los muchachos de Chuguev: «Vinieron, ocuparon la escuela
y enseguida se metieron con las chicas: señolita lusa, señolita
lusa... ¡aquí, aquí!». ¡Uf! ¡Hasta hartarse!... —gritó con odio e hizo
con su brazo un gesto rápido, cortante, como si fuese un hacha.
—Con seguridad que ellos llegarán hasta aquí...
—¿Por dónde caerán esos?

45
—¡No hay tranquilidad para los mujiks!
—¡Todo se lo cargan al mujik!... ¡Todo cae sobre él! Si al fin
esto se acabara de un modo o de otro...
—¡El caso es que no hay salida…! Si te mueves por aquí te en-
tierran, si por allá... te espera el ataúd... ¡La misma distancia!
Levinson escuchaba sin intervenir. Ellos se olvidaron de él. Su
aspecto era de poca importancia. Era tan pequeño que se perdía
entre la gorra, la barba rojiza y las botas que le llegaban por en-
cima de las rodillas. Sin embargo, prestaba oído a todo lo que de-
cían las voces desordenadas de los mujiks. Levinson pescaba
aquellas notas alarmantes que sólo para él eran comprensibles y
de importancia.
«Nos echarán... Irremisiblemente nos echarán… —pensaba
ensimismado. Esta idea le sugería otras bien claras y precisas y de
carácter práctico—: hay que escribir mañana a Stashisnki para
que distribuya a los heridos por donde sea posible... Hay que ha-
cerse el muerto durante un tiempo, como si no existiésemos... Hay
que aumentar la cantidad de centinelas...»
—¡Blakánov! —dijo en voz alta a su ayudante—. Ven acá un mi-
nuto... El asunto es el siguiente... Siéntate más cerca, arrímate. Me
parece poco tener una guardia detrás de los canales. Hay que co-
locar un piquete de ronda a caballo hasta la misma aldea de Kri-
lov... De noche, sobre todo... Nos estamos descuidando dema-
siado...
—¿Qué pasa? ¿Acaso hay algo alarmante... o qué? —dijo Bla-
kánov volviendo hacia Levinson su cabeza rapada, de ojos angos-
tos y oblicuos como los de un tártaro, de mirada aviesa y escruta-
dora.
—En la guerra, querido, siempre se ha de estar alerta —con-
testó Levinson cariñosamente, con cierta ironía—. La guerra no es
lo mismo que pasearse con Marusia para ir a tumbarse sobre la
hierba seca...
Sonrió de pronto bondadosamente, de buen humor, pelliz-
cando a Blakánov.
—¡Qué listo!... —dijo Blakánov agarrando a Levinson por el
brazo y transformándose de repente en un muchacho bonachón,
alegre y pendenciero—. No te hagas el remolón, es inútil... No te
soltarás... —murmuraba cariñosamente entre dientes,

46
apretándole a Levinson la mano y, sin notarlo, le hizo caminar ha-
cia atrás arrimándolo contra la pared.
—Anda, anda... te está llamando Marusia... —bromeaba Levin-
son—. Pero déjame, diablo de muchacho. Es incómodo, en la
reunión...
—Si no fuera por eso, las ibas a pasar canutas...
—Anda, anda... allí te llama Marusia... ¡Vete!
—¿Bastará con una patrulla solamente? —preguntó Blakánov,
levantándose.
Levinson, sonriendo, le acompañó con la mirada.
—Es todo un héroe tu ayudante —dijo uno de los mujiks—. No
bebe, no fuma, y lo más importante es que es joven todavía. Entró
hace tres días en la isba para pescar algo... ¿sabes? «¿Y qué, una
copita, no más, bien cargada?», le pregunto. «No —dice—, no
bebo. Si es que piensas invitarme, dame leche. A mí me gusta la
leche. Lo que es cierto, es cierto». Y bebió, ¿sabes? como un chi-
quillo. En fin, es un buen luchador, lo que se dice un buen mucha-
cho...
Entre la multitud brillaban cada vez más los cañones de los
fusiles. Por fin llegaron los mineros. A la cabeza de ellos, iba Ti-
moféi Dubov, uno de los mejores mineros de Suchán. Es él quien
dirigía un pelotón. Se mezclaron amistosamente con la multitud,
sin disolverse. Solamente Morozka, sombrío, se sentó aparte, en
un rincón.
—¡Ah! ¡ah!... Tú también estás aquí —exclamó contento Dubov
al notar la presencia de Levinson, como si no lo hubiese visto ha-
cía mucho tiempo y como si no esperase encontrarlo allí—. ¿Qué
es lo que nuestro amigo armó por ahí? —preguntó con voz espesa
y agradable, alargando a Levinson su negra manaza...— ¡Hay que
enseñarles, hay que enseñarles!... Para que sirva de lección a los
demás —volvió a repetir sin escuchar las explicaciones de Levin-
son.
—Hace ya mucho tiempo que había que prestarle atención a
ése... Es la mancha de todo nuestro destacamento —dijo un mu-
chacho de voz dulzona, apodado Chizh, con gorra de estudiante y
botas relucientes.
—Nadie te ha preguntado nada —le contestó Dubov seca-
mente, sin mirarlo.

47
El muchacho hizo un mohín de dignidad ofendida, pero sintió
la mirada burlona de Levinson, y se perdió entre la multitud.
—¿Viste al ganso ése? —preguntó Dubov con voz sombría—.
¿Para qué lo tienes?... Dicen por ahí que fue expulsado por robo
de su instituto.
—No hay que creer siempre lo que se murmura por ahí —dijo
Levinson.
—¿Qué hacen que no entran? ¡Ya es hora! —gritó Riabets, lla-
mándolos con un gesto que demostraba que el viejo no esperaba
que el asunto de sus melones pudiese atraer tanta gente.
—Habría que empezar, camarada comandante... O vamos a es-
tar aquí hasta que canten los gallos...

48
VI

LA TRIBU DEL CARBÓN

En la sala empezó a hacer mucho calor; el humo tiñó el aire de


un color verdoso. Faltaban asientos. Los mujiks y los guerrilleros,
como siempre en desorden, llenaron los corredores y se agolparon
en la puerta soplando sobre la propia nuca de Levinson.
—Comienza, Iósif Abrámich —dijo Riabets con tono frío.
Estaba descontento de sí mismo y del jefe; le parecía que toda
esta historia había dejado de tener importancia.
Morozka trataba de introducirse por entre la multitud; se de-
tuvo en la puerta, al lado de Dubov, sombrío y malhumorado.
Levinson subrayó en su discurso que nunca hubiera arrancado
del trabajo a los mujiks si no considerase que el asunto a tratar
era de interés general; para los guerrilleros también, pues muchos
de ellos eran de la localidad.
—Lo que ustedes resuelvan se hará —concluyó, e imitando el
andar cadencioso de los mujiks, fue lentamente a sentarse en un
banco. Se encogió en el asiento y se hizo pequeñito e insignifi-
cante. Se apagó como una mecha, dejando la reunión a oscuras
para resolver el asunto.
Al comienzo hablaron algunos campesinos sin seguridad y em-
brollándose en los detalles. Al cabo de un rato intervinieron otros,
y al fin la reunión fue animándose. Poco después ya no se com-
prendía de lo que se hablaba. Los mujiks charlaban más que los
guerrilleros, que callaban sordamente en ademán de espera.
—¡Orden! ¡Orden! —campanilleaba seriamente el abuelito
Evstafi, canoso y lleno de arrugas, como piedra enmohecida—. En
tiempos pasados, cuando mandaba Mikolashka7, por asuntos se-
mejantes se paseaba a la gente por la aldea. Les colgaban al cuello
lo que habían robado y había música de cacerolas...

7Forma despectiva de Nicolás. Alusión al zar Nicolás II (1868-1918),


último emperador ruso, que gobernó el país desde 1894 hasta su ab-
dicación tras la Revolución de febrero de 1917.
49
—¡No compares estos tiempos con los de Mikolashka!... —gri-
taba un muchacho encorvado y tuerto, el mismo que relató lo que
sabía sobre los japoneses. Él quería a todo trance mover los bra-
zos, pero como no había lugar se enojaba.
—¡Siempre con tu Mikolashka!... Pasó ese tiempecito... y ya no
volverá.
—Y con Mikolashka o sin Mikolashka, esto no es orden —decía
el viejo—. Ya hay bastante con alimentarlos a todos. Si aún tene-
mos que cargarnos con los ladrones, es demasiado.
—Pero, ¿quién habla de mantener ladrones? ¡Puede ser que tú
los críes!... —decía el tuerto, haciendo alusión al hijo del abuelo,
desaprecido hacía diez años—. ¡Lo que hace falta es una medida!
El chico hace ya cerca de seis años que pelea en el frente... Y qué,
¿no puede pagarse el lujo de tomar un melón?...
—Al fin, ¿qué es lo que hizo? —decía otro—. Y, en último tér-
mino, ¿qué gran fortuna le ha robado?... Si hubiese venido a mi
casa, yo le hubiera llenado el saco de melones enseguida.
«¡Toma!», le hubiese dicho, «les damos de comer a los cerdos, y
¿no ha de haber para un buen hombre como tú?».
En las palabras de los mujiks no había enfado. La mayoría es-
taba conforme en que las leyes viejas no servían y que era necesa-
rio crear otras nuevas.
—Dejemos que ellos mismos lo resuelvan con el presidente...
—gritó alguien—. No tenemos por qué meternos en ese asunto.
Levinson se levantó de nuevo, y golpeó con los puños en la
mesa.
—¡Camaradas! Un poco de orden —dijo despacio, pero con
tanta claridad que todos le oyeron—. Si es que vamos a hablar to-
dos al mismo tiempo no resolveremos nada. ¿Y dónde está Mo-
rozka?... Vamos, ven acá.
—Yo desde aquí veo bien —dijo sordamente Morozka.
—¡Anda, anda! —dijo Dubov, empujándole.
Morozka vacilaba. Levinson se inclinó y agarrándolo de re-
pente como con tenazas, sin pestañear, lo sacó de entre la multi-
tud.
El ordenanza se adelantó, agachando la cabeza, sin mirar a na-
die. Sudaba mucho y las manos le temblaban. Al saber que le con-
templaban curiosamente centenares de ojos, quiso levantar la

50
cabeza, pero se encontró con la cara severa de Goncharenko. Mo-
rozka no pudo soportar su mirada severa y dando media vuelta
hacia la ventana, se quedó como alelado apoyado en el vacío.
—Vamos a tratar el asunto —dijo Levinson muy despacio, pero
con sorprendente claridad. Su voz se oyó bien en la sala y hasta
más allá de la puerta.
—¿Quién quiere hablar?... A ver tú, abuelito, tú querías ha-
blar... ¿No es así?
—¿Y de qué he de hablar? —dijo turbado el abuelo Evstafi—.
Se charla así entre nosotros...
—No hay por qué hablar tanto, resuélvanlo solos... —murmu-
raron de nuevo los mujiks.
—A ver, viejo, pido la palabra... —dijo inesperadamente Du-
bov, con fuerza contenida, mirando no se sabe por qué al abuelo
Evstafi, razón por la cual llamó equivocadamente viejo a Levin-
son. En la voz de Dubov había algo que hizo atraer la mirada de
todos. Se abrió paso hacia la mesa y se puso de pie junto a Mo-
rozka, tapando a Levinson con su figura enorme y pesada.
—¿Debemos resolverlo solos?... ¿Tenéis miedo? —gritó irri-
tado con su voz apasionada, que salía de su pecho ancho, rom-
piendo el silencio—. ¡Pues lo resolveremos solos! —Rápidamente
se inclinó hacia Morozka como si lo absorbiera con los ojos—. ¿Di-
ces, Morozka, que eres minero, de los nuestros?... —preguntó con
voz concentrada y algo envenenada—. ¡Huy! ¡huy!... ¡No es limpia
la sangre de esas minas de Suchán!... ¿No quieres ser de los nues-
tros? ¿Te perviertes? Avergüenzas a la tribu del carbón. ¡Está
bien!...
Las palabras de Dubov cayeron en el silencio con ruido pe-
sado; como la antracita cuando arde.
Morozka, blanco como el papel, lo miraba sin pestañear como
si le hubieran arrancado el corazón.
—¡Está bien!... —repitió Dubov—. ¡Como quieras! Veremos
cómo te las vas a arreglar sin nosotros. Por lo que respecta a no-
sotros... ¡tenemos que echarlo! —terminó con voz cortada, vol-
viéndose rápidamente hacia Levinson.
—¡Mira, te equivocas! —gritó alguien entre los guerrilleros.
—¿Qué? —preguntó Dubov con voz terrible, dando unos pasos
hacia adelante.

51
—Un poco más de silencio, ¡recristo!... —dijo desde un rincón
la voz lastimera y nasal de un viejo. Levinson agarró a Dubov por
la manga.
—Dubov, Dubov...—le dijo en voz baja—. Apártate un poco. No
me dejas ver a la gente.
Todo el ímpetu de Dubov se apagó enseguida, quedando algo
perplejo.
—¿Y cómo vamos a echar a ese idiota? —dijo de repente Gon-
charenko, levantándose por sobre la multitud con su cabeza tos-
tada por el sol—. Yo no voy a hablar en defensa suya porque no se
puede estar de los dos lados a la vez; el muchacho ha hecho una
porquería, yo mismo me peleo cada día con él. Pero la cuestión es
que el muchacho es un buen luchador; a eso no hay que darle vuel-
tas. Yo hice con él todo el frente de Ussuriisk, en las mismas avan-
zadas. Es de los nuestros; no nos traicionará nunca, no nos ven-
derá...
—¿De los nuestros?... —interrumpió Dubov—. ¿Crees acaso
que para nosotros no es de los nuestros?... En un mismo agujero
nos hemos criado... Hace tres meses que dormimos bajo un
mismo capote. ¡Aquí hay cada infeliz —dijo recordando de pronto
la voz dulce del Chizh— que me va a venir con lecciones!
—Justamente a eso mismo voy yo —siguió Goncharenko, mi-
rando a Dubov de reojo, algo inseguro—. Dejar este asunto sin
consecuencias es imposible, echarlo enseguida tampoco. Sería un
error. Mi opinión es la siguiente: preguntarle a él mismo... —E
hizo un ademán pesado como si pretendiera alejar todo lo que era
inútil y extraño de aquello que les pertenecía y era justo.
—¡Claro!... ¡Claro!... ¡Que le pregunten a él mismo! ¡Que diga
él si es consciente!...
Dubov, que había empezado a volver a su lugar, se paró de-
lante de Morozka y lo contempló con altivez. El otro miraba sin
comprender, nerviosamente, arrugando su blusa con los dedos
sudorosos.
—Di, ¿qué es lo que piensas?
Morozka miró a Levinson y comenzó:
—Acaso yo... —empezó despacito, pero no encontró palabras
para continuar.
—¡Habla, habla...! —gritaron todos.

52
—Acaso yo... hice eso... —y de nuevo miró a Riabets de reojo y
no encontró la palabra necesaria para continuar—. Y esos mismos
melones... lo hice acaso pensando... ¿Quise hacer un mal o qué?...
Si es que todos hacen lo mismo. Si todos lo saben y yo, natural-
mente, también... Acaso yo, como dijo Dubov, avergüenzo a nues-
tros muchachos... Acaso yo... ¡hermanos! —Este grito brotó de lo
más profundo y se inclinó hacia adelante con las manos en el pe-
cho; sus ojos brillaban—. ¡Sí, estoy dispuesto a dar mi última gota
de sangre por cada uno de vosotros, y no ser motivo de vergüenza!
Por la puerta entreabierta llegaban los ruidos de la calle. Un
perro ladraba en las callejas vecinas, cantaban las muchachas, y
en la casa del pope se oía algo que golpeaba sin parar como un
martillo pilón.
—¡En marcha…! —gritaban en el vado del río.
—¿Cómo me voy a castigar yo mismo? —dijo Morozka con do-
lor, con voz más fuerte y más segura, pero menos sincera—. Sólo
puedo darles mi palabra de minero... no volveré a ensuciarme...
—¿Y si no guardas tu promesa? —preguntó Levinson pruden-
temente.
—La mantendré...
Morozka frunció el entrecejo, avergonzado de la presencia de
los mujiks.
—¿Y si no?...
—Entonces, lo que quieran... pueden fusilarme...
—¡Se te fusilará! —dijo severamente Dubov, pero sus ojos bri-
llaban ya sin ira, afectuosos, irónicos.
—¡Entonces, se acabó! ¡Andando! —gritaron desde los bancos.
Los mujiks, contentos de que la reunión se terminara pronto,
se pusieron a hablar entre sí.
—Sobre esto no nos detendremos más, ¿qué les parece?... ¿No
hay más proposiciones?
—Pero acaba de una vez, ¡diablo!... —gritaron los guerrilleros
después de la tensión con que habían escuchado—. Ya estamos
cansados, queremos comer, tenemos el estómago que silba...
—No, esperen —dijo Levinson, levantando la mano y parpa-
deando—. Este asunto está terminado; ahora viene otro...
—¿Otro más?

53
—Yo pienso que hay que tomar una resolución... —se volvió y
miró alrededor—. No hemos tenido secretario de actas... —dijo
sonriendo cariñosamente—. Ven acá, Chizh, y escribe la resolu-
ción que hay que tomar: que en tiempo libre de las maniobras de
guerra no hay que correr tras de los perros por la calle, ¿compren-
des?, sino ayudar a los campesinos aunque sea poco...
Lo dijo en tono tan resuelto y persuasivo como si él mismo cre-
yese que entre sus hombres hubiera alguno que acudiese a ayudar
a los campesinos.
—¡Si nosotros no queremos eso!... —gritó uno de los mujiks.
Levinson pensó: «Han picado…».
—Cállate, tú —le interrumpieron los otros mujiks—. Oye. Dé-
jalos que trabajen un poco. ¡No se les caerán las manos por eso!...
—A Riabets lo trataremos de un modo particular...
—¿Y por qué? —protestaron intranquilos los mujiks—. ¿Quién
es ése? No es gran trabajo el ser presidente. ¡Cualquiera puede
serlo!
—Terminen, terminen... ¡De acuerdo! ¡Apunta!...
Los guerrilleros se fueron levantando y saliendo sin prestar
atención a lo que decía el comandante.
—¡Eh! ¡Tú..., Vania!... —exclamó un muchacho melenudo con
nariz fina, acercándose a Morozka, haciendo ruido con las botas y
tirándole de la mano hacia la salida—. ¡Chiquillo mío, angelito,
hijito mío!...
El muchacho pateaba de alegría y abrazaba a Morozka con en-
tusiasmo.
—Déjame en paz —le dijo empujándolo el ordenanza.
Por su lado pasaron rápidamente Levinson y Blakánov.
—¡Y qué roble, ese Dubov! —decía el ayudante, excitado, escu-
piendo y agitando los brazos—. ¡Habría que hacer que se batiera
con Goncharenko! ¿Quién crees tú que ganaría?
Levinson pensaba en otra cosa y no escuchaba. El polvo hume-
decido se puso blando bajo las pisadas.
Morozka, sin darse cuenta, se quedó atrás. Los últimos mujiks
le alcanzaron. Hablaban tranquilamente sin apurarse, como si
volvieran del trabajo y no de una reunión general.
—Es un judío decente —dijo uno de ellos refiriéndose a Levin-
son.

54
En el caserío de la aldea se encendían las luces invitando ama-
blemente a cenar. El río cantaba con cien voces cristalinas, en me-
dio de la niebla del atardecer.
«Mishka todavía no ha bebido», pensó Morozka pasando poco
a poco al círculo de los asuntos diarios.
Al entrar en la caballeriza, Mishka lo reconoció; relinchó des-
pacito. Parecía que le preguntaba: «¿dónde anduviste?». Morozka
le acarició la crin, en la obscuridad, y lo sacó del establo tocándole
el cuello cariñosamente.
—¿Estás contento, eh?... —le dijo empujando a un lado su testa
melenuda, cuando atrevidamente quiso meter las narices húme-
das en el cuello del patrón.
Morozka rezongó en voz baja:
—Sólo sabes andar por ahí, Mishka querido, pero cuando hay
que responder, después de las andadas, los platos rotos los pago
yo...

55
VII

LEVINSON

El destacamento de Levinson descansaba desde hacía un mes.


Tenía mucho material nuevo: caballos, riendas y calderas para la
cocina. Alrededor de todo esto se apretujaban los desertores ha-
rapientos de otros destacamentos. La gente empezó a hacerse pe-
rezosa y a dormir más de lo necesario, incluso haciendo la guar-
dia. Las noticias alarmantes que llegaban impedían a Levinson
cambiar de lugar con toda esa enorme maquinaria. Tenía miedo
de dar un paso en falso. Cada nueva noticia confirmaba sus sos-
pechas o las desmentía. Más de una vez se acusaba de prevención
excesiva, sobre todo cuando supo que los japoneses abandonaban
la aldea de Krilov y los exploradores no pudieron descubrir al
enemigo en muchas decenas de verstas a la redonda.
Sin embargo, nadie, sin contar con Stashisnki, conocía estas
indecisiones de Levinson. Hay que decir que en el destacamento
no había una persona que pudiese imaginarse que Levinson estu-
viera indeciso frente a una situación planteada. Él parecía siem-
pre resuelto. Contestaba «sí» o «no» secamente. Todos creían,
con excepción de personas como Dubov, Stashisnki y Goncha-
renko, que conocían su verdadero valor, que poseía una natura-
leza excepcional. Cada guerrillero, y en particular el joven Blaká-
nov, trataba de parecerse al comandante. Blakánov hasta había
adquirido sus ademanes y pensaba aproximadamente así: «Desde
luego, yo soy un hombre pecador lleno de debilidades; hay mu-
chas cosas que no comprendo, hay mucho que no puedo dominar
en mí; he dejado a mi esposa o a mi novia que me espera en casa;
a mí me gustan los melones dulces, o la leche con panecillos; me
satisfaría llevar las botas lustradas para conquistar a las mucha-
chas en las fiestas. Levinson, en cambio, es otra cosa completa-
mente diferente. No es posible sospechar en él nada semejante; lo
comprende todo y todo lo hace como es debido, no va detrás de
las muchachas, como Blakánov, no roba melones, como Morozka.
Sólo piensa en una cosa: en nuestra causa. Por eso es imposible
no confiar en un hombre tan recto. Tiene siempre razón...».

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Desde el momento en que Levinson fue elegido comandante
nadie se lo imaginaba en otro puesto; a cada uno de ellos le pare-
cía que justamente lo característico en él era la dirección de su
destacamento. Si Levinson contase que en su niñez ayudaba a su
padre a vender muebles viejos, y cómo su padre toda su vida había
soñado con enriquecerse, que tenía miedo a las ratas y tocaba mal
el violín, nadie lo hubiese creído. Todos hubieran pensado que se
trataba de una broma. Levinson no relataba nunca esas cosas. No
porque fuese hombre poco comunicativo, sino porque sabía que
pensaban de él que era un hombre de «naturaleza excepcional».
Conocía bien muchas de sus debilidades y las de los demás, y sabía
esconder las suyas. Nunca se burlaba del joven Blakánov por el
hecho de que le imitase continuamente. En su juventud él tam-
bién había imitado a las personas que le sirvieron de ejemplo y
que asimismo le parecían tan perfectas como él a Blakánov. Des-
pués se convenció de que, en realidad, no eran como él pensaba,
pero, sin embargo, les guardaba mucha gratitud. De hecho, Bla-
kánov no sólo adquiría sus gestos, sino también su experiencia en
la vida, en la lucha, en el trabajo y en su norma de conducta. Le-
vinson sabía que los ademanes se borraban con el tiempo, pero
los hábitos, completados con la experiencia personal, podían
transformar a otros Levinsones y a otros Blakánov. Eso sin duda
era lo importante y necesario.
En una noche húmeda de los primeros días del mes de agosto,
llegó al destacamento una estafeta a caballo. Lo enviaba el viejo
Sujovéi-Kovtún, jefe del Estado Mayor de los regimientos de gue-
rrilleros. El viejo Sujovéi-Kovtún les escribía sobre el asalto de los
japoneses en Anuchino, donde estaban concentradas las fuerzas
más importantes de los rojos. Les hablaba también de la batalla
terrible en Izviestska y de los miles de hombres martirizados. Les
decía que él mismo se escondía en un invernadero de caza, herido
por nueve balazos y que seguramente le restaba poco tiempo de
vida...
Los rumores de la derrota corrían por el valle con espantosa
velocidad. Cada uno de los enlaces comprendía que ésa era una de
las noticias más alarmantes que les hubiese correspondido trans-
mitir desde el comienzo del movimiento. La intranquilidad de las
personas se comunicaba a los caballos. Los corceles de larga crin

57
de los guerrilleros galopaban veloces de pueblo en pueblo, de al-
dea en aldea, por rutas y senderos casi intransitables, salpicando
de barro a su paso.
Levinson recibió el aviso a las doce y media de la noche. Al
cabo de media hora, el pelotón de Melelitsa, a caballo, dejando a
un lado la aldea de Krilov, corría por los caminos secretos de Si-
joté-Alín, distribuyendo entre los regimientos la noticia de la ba-
talla de Sviaguin.
Durante cuatro días seguidos, Levinson recogía las diversas
nuevas que daban los regimientos. Su imaginación trabajaba in-
tensamente, tanteando como si prestara oído a los rumores. No
obstante, continuaba tranquilamente como antes, conversando
con las personas, seguía frunciendo el ceño irónicamente y bro-
meaba con Blakánov a propósito de la espléndida Marusia...
Cuando Chizh, enardecido por el terror, le preguntó una vez por
qué no tomaba las medidas necesarias, Levinson amablemente le
acarició la frente y le contestó que éste no era asunto para su ca-
beza de chorlito. Por su aspecto, Levinson parecía demostrar a la
gente que él sabía perfectamente el origen de los acontecimientos
y adónde conducía todo; que en todo eso no había nada de extra-
ordinario ni terrible, y que él, Levinson, hacía mucho que tenía un
plan preciso de salvación. En realidad, él no solamente no tenía
ningún plan, sino que en general se sentía algo perdido, como un
colegial a quien le obligasen a resolver una serie de problemas con
varias ecuaciones. Aguardaba las noticias que debía traerle el gue-
rrillero Kanunnikov, que había salido una semana antes de la lle-
gada del alarmante correo.
Volvió cinco días después de la llegada del emisario, con la
barba crecida, cansado, hambriento, pero tan listo y colorado
como antes de salir del viaje; en ese sentido era incorregible...
—En la ciudad todo se ha perdido... Kraiselman está en la cár-
cel… —dijo sacando la carta de un bolsillo con la habilidad de un
jugador de naipes; se sonrió solamente con los labios. No le cau-
saba, ciertamente, ninguna gracia lo que decía, pero se sonrió por-
que no sabía hablar sin hacerlo—. En Vladimirovo-Alexandrovka
y en el Olga está la escuadrilla japonesa... Toda la región de Su-
chán ha sido destruida. ¡Está que arde!... ¿Fumas?... —Y alargó a
Levinson un cigarrillo de punta dorada. Lo dijo de tal forma que

58
no se sabía si sus palabras «está que arde» se referían a los ciga-
rrillos o a los asuntos que traían entre manos.
Levinson miró las direcciones, y se guardó en el bolsillo una
carta; la otra la abrió. La carta confirmaba las palabras de Kanun-
nikov. Los renglones oficiales respiraban valor y seguridad, pero
entre líneas se hacía sentir la desgracia de la derrota y la impoten-
cia de remediar el asunto inmediatamente.
—Anda mal, ¿eh?... —preguntó varias veces Kanunnikov.
—¡Bah!... ¿Quién escribió la carta? ¿Sedij?
Kanunnikov agachó afirmativamente la cabeza.
—Se ve. ¡Él siempre con sus apartados!... —Levinson remarcó
burlonamente con la uña «Apartado IV: Tareas inmediatas», y
olió la cigarrera—. El tabaco no sirve para nada, ¿verdad? Dame
un cigarrillo. Tú no charles entre los muchachos a propósito de la
escuadrilla y sobre lo demás... ¿No me compraste la pipa?
Y sin escuchar la explicación de Kanunnikov sobre las razones
por las cuales no había comprado la pipa, se metió de cabeza en
los papeles. El apartado de «Tareas inmediatas» constaba de
cinco puntos, cuatro de los cuales le parecieron a Levinson estú-
pidos e irrealizables. («¡Ay, ay! Andan mal sin Moiséi», pensó; so-
lamente ahora comprendió el significado de la detención de Krai-
selman.) El quinto punto decía:
«...Lo más importante que se exige inmediatamente de los co-
mandantes guerrilleros es que conserven, cueste lo que cueste,
unidades de combate que aunque no sean grandes, sean fuertes y
disciplinadas, en torno a las cuales, luego...»
—Llama a Blakánov y al intendente —dijo rápidamente Levin-
son.
Metió la carta en la cartera sin acabar de leer lo que resultaba
«en consecuencia» de la creación de unidades disciplinadas de
combate. Entre tantos problemas, se dibujaba sólo uno, el «más
importante». Levinson tiró el cigarrillo apagado y martilleó con
los dedos sobre la mesa... «Conservar unidades de combate»...
Esa idea no se le escapaba de la mente. Le quedó grabada en forma
de cuatro palabras escritas con lápiz tinta sobre papel satinado.
Maquinalmente acercó la mano al bolsillo donde tenía la segunda
carta, miró el sobre y recordó que era de su esposa. La guardó de

59
nuevo. Y pensó: «Eso después. Hay que conservar las u-ni-da-des
de combate...»
Cuando llegaron Blakánov y el administrador, Levinson sabía
ya qué es lo que debían hacer él y las personas que se hallaban
bajo su dirección; había que hacerlo todo para conservar el desta-
camento como unidad de combate.
—Nosotros tendremos que irnos pronto de aquí —dijo Levin-
son—. ¿Está todo en orden?... Tiene la palabra el intendente.
—Sí, tiene la palabra el administrador —repitió como un eco
Blakánov, y se apretó el cinturón con ademán tan decisivo como
si supiera de antemano cómo iba a terminar el asunto.
—¿A mí, qué? Por mí no se detendrán. Yo estoy siempre listo...
Sólo que, ¿qué es lo que haremos con la avena? Porque...
Y empezó a hablar largamente sobre la avena mojada, sobre
los cueros rotos, sobre los caballos enfermos y que toda la avena
no podrían llevarla. En una palabra, se veía que no estaba prepa-
rado y que, en general, consideraba el traslado como una aventura
indeseable. Trataba de no mirar al comandante, porque estaba se-
guro de que su argumentación no iba a ser convincente. Arrugaba
la cara con gesto de dolor, pestañeaba y carrasqueaba con la voz.
Levinson le agarró de un botón y le dijo:
—¡Nada de bromas, eh!...
—No, es verdad, Iósif Abrámich; es mejor fortificarse aquí...
—¿Fortificarse... aquí? —Levinson movió la cabeza en ademán
de compasión al ver la estupidez del intendente—. Ya peinas ca-
nas. ¿Tú piensas con la cabeza o con qué…?
—Yo...
—¡Basta de cháchara! —Levinson le dijo con energía tirándole
del botón—: Hay que estar preparado para partir en cualquier mo-
mento. ¿Está claro?... Blakánov: tú comprobarás que eso se cum-
pla. ¡Qué vergüenza! Lo de tus sacos es una pequeñez, ¡una pe-
queñez!
Sus ojos se enfriaron, y bajo su mirada aguda, el intendente
quedó decididamente convencido de que el asunto de los sacos era
en realidad una pavada.
—Sí, desde luego... bueno, está claro... la cuestión no es ésta...
—murmuró él, ya dispuesto a llevar sobre su propia espalda la
avena si el comandante lo creía necesario—. ¿Qué es lo que nos lo

60
puede impedir? ¡No hay por qué detenerse! Hoy mismo, si quie-
res, volando...
—¡Eso, eso!... Está bien, está bien, puedes irte —dijo sonriendo
Levinson dándole una palmada en el hombro y agregó—: Listos
para salir en cualquier momento, ¿eh?...
«¡Es listo este demonio!», pensó con admiración el intendente
saliendo del cuarto.
Por la noche, Levinson reunió al Soviet del destacamento y a
los jefes de pelotón.
Las noticias que les comunicó provocaron distintas reaccio-
nes: Dubov pasó la noche de la reunión sentado en un rincón ca-
llado y acariciándose los bigotes. Se veía de antemano que estaba
de acuerdo con Levinson. El que protestaba más en contra del
traslado era el comandante del segundo pelotón. Kubrak era el
más viejo, el más estimado, y el menos inteligente de toda la pro-
vincia. Nadie estaba de acuerdo con él. Pertenecía a la aldea de
Krilov y todos, cuando él habló, comprendieron que se inquietaba
más por los campos de Krilov que por los intereses generales del
destacamento.
—¡Ya basta! ¡Se acabó! —interrumpió el pastor Metelitsa—.
¡Ya va siendo hora, Kubrak, de que te olvides de las faldas de las
mujeres! —Como siempre, Metelitsa se enardeció hablando; dio
un puñetazo sobre la mesa y su cara pecosa se cubrió de sudor—.
Aquí nos cogerían como si fuéramos gallinas; sería un desastre...
Iba y venía por la habitación arrastrando su lanudo calzado.
—A ver, tú, un poco más despacio, si no te vas a cansar muy
pronto —aconsejó Levinson.
Pero, íntimamente, él admiraba los ademanes impetuosos de
su cuerpo elástico, ajustado en sus ropas como en un guante de
gamuza. Ese hombre no podía permanecer sentado ni un minuto;
era todo movimiento y ardor, y sus ojos de ave de rapiña ardían
en constante deseo, ansiosos de pelear o de jugarle una treta a al-
guien.
En el plan de retirada que propuso Metelitsa se veía que su
cabeza ardiente, además de comprender algo de la táctica de gue-
rra, no temía ni las grandes distancias ni los mayores peligros.
—¡Muy bien!... ¡Se ve que le trabajan los sesos! —exclamó Bla-
kánov, admirado y al mismo tiempo un poco ofendido por el vuelo

61
demasiado atrevido de los pensamientos independientes de Me-
telitsa—. Hace poco arreaba a los caballos y, mírenlo, dentro de
unos dos añitos nos va a dirigir a todos...
—¿Metelitsa?... ¡Sí, es un tesoro! —confirmó Levinson—. Pero,
cuidado: ¡que no se le suban los humos!
Sin embargo, aprovechando las acaloradas discusiones en que
cada uno pensaba que era más inteligente que el otro y no escu-
chaba a nadie, Levinson cambió el plan de Metelitsa por el suyo,
que era más sencillo y más prudente. Pero hizo el cambio con
tanta habilidad que, sin notarlo, ellos votaron por unanimidad sus
nuevas proposiciones como si fueran hechas por Metelitsa. En las
cartas de contestación que envió a la ciudad y a Stashisnki, Levin-
son comunicaba que en esos días trasladaba el destacamento a la
aldea de Shibishi, en las montañas de Irojedze, y que el hospital
se iba a quedar en su lugar hasta que llegase una nueva orden.
Levinson había conocido a Stashisnki en la ciudad y ésta era la
segunda carta alarmante que le escribía.
Terminó su trabajo a altas horas de la noche; en la lámpara se
acababa el petróleo. Por la ventana abierta entraba la humedad.
Se oía cómo tras de la estufa andaban las cucarachas y cómo Ria-
bets roncaba en la isba vecina. Levinson se acordó de la carta de
su mujer, y poniendo petróleo a la lámpara la leyó. En ella no ha-
bía nada nuevo, ni nada que alegrase. Como antes, nadie le daba
empleo; vendieron todo lo que fue posible; ahora vivían a costa de
la «Cruz Roja Obrera». Los pequeños estaban anémicos, y el es-
corbuto había hecho mella en ellos. Toda la carta estaba llena de
preocupaciones por la vida de los hijos. Levinson quedó pensativo
rascándose la barba, luego comenzó a escribir la respuesta. Al
principio no quería entrar en el círculo de los pensamientos de su
vida íntima, pero poco a poco comenzó a entusiasmarse; su rostro
aflojó la tensión de los músculos y llenó dos carillas con letra casi
ilegible, empleando palabras que nadie hubiera imaginado que
Levinson conocía.
Después, estirando sus miembros entumecidos, salió al patio.
En la caballeriza pateaban los caballos, algunos mascaban el
heno. El guardia dormía abrazando su fusil. Levinson pensó: «¿Y
si duermen así también los centinelas…?». Quedó parado un mo-
mento y con esfuerzo venció el deseo de acostarse y dormir; sacó

62
el caballo de la cuadra y lo ensilló. El guardia seguía durmiendo.
«¡Hijo de perra!», pensó Levinson; y con cuidado le sacó la gorra
y la escondió entre el heno, y montando su cabalgadura fue a re-
visar los puestos de guardia.
Siguió por el sendero bordeado de arbustos, y dobló a la dere-
cha.
—¿Quién vive? —preguntó severamente el centinela de guar-
dia.
—Soy yo...
—¿Levinson?... ¿Cómo andas por aquí de noche?
—¿Estuvieron las patrullas por aquí?
—Hace quince minutos que uno de ellos se fue.
—¿No hay nada de nuevo?
—Por ahora todo está tranquilo... ¿Tienes un cigarrillo?
Levinson le dio tabaco y, atravesando el río, salió por la otra
orilla.
El arco menguante de la luna miraba ciegamente; desde las
sombras avanzaban los pálidos arbustos. Se veía claramente cómo
las aguas cristalinas del río caían en la pendiente sobre las piedras
toscas.
Allá lejos aparecieron con poca precisión las figuras cabalgan-
tes de unos cuantos jinetes. Levinson dobló hacia la derecha y se
escondió entre unos árboles. Las voces se oyeron cerca. Levinson
reconoció a dos de ellos; eran de la patrulla.
—A ver, esperen —dijo saliendo al camino.
Los caballos hicieron alto y levantando las patas delanteras se
echaron a un lado. Uno de los caballos relinchó al reconocer al de
Levinson.
—Por poco nos das un susto —dijo el de adelante con voz in-
quieta y alegre—. ¡Quieto! —le dijo al caballo tirándole de las rien-
das.
—¿Quién es el que viene con vosotros? —preguntó Levinson.
—Exploradores de Osokin... Los japoneses están en Ma-
rianovka...
—¿En Marianovka? ¿Dónde está Osokin con su destacamento?
—En la aldea de Krilov —dijo uno de la patrulla—. Hicimos re-
tirada; la batalla fue terrible, no pudimos sostenernos. Nos man-
daron para establecer relación con vosotros. Mañana nos vamos

63
hacia las granjas coreanas... —Se inclinó sentado en la montura,
como si se agachara por el peso de sus propias palabras—. Todo
quedó destruido. Hubo cuarenta bajas. En todo el verano no tuvi-
mos una pérdida semejante.
—¿Levantan el vuelo pronto de la aldea de Krilov? —preguntó
Levinson—. ¡Dad media vuelta! Yo voy con vosotros...
…Regresó a su destacamento casi de día, enflaquecido, con los
ojos inflamados y la cabeza pesada por el insomnio.
La conversación tenida con Osokin confirmaba de forma defi-
nitiva que la resolución de Levinson era buena. Había que reti-
rarse sin dejar rastro. Con más elocuencia todavía hablaba el as-
pecto del mismo destacamento de Osokin; se desmoronaba por
los cuatro costados, como un barril viejo con duelas podridas y
con anillos herrumbrosos al que le hubieran pegado una patada.
La gente dejó de obedecer al comandante; andaban todos errantes
y muchos se emborrachaban. Sobre todo se acordaba de uno, del-
gado y cabezón, sentado en la plaza, al lado del camino, con los
ojos turbios, fijos en tierra y que con ciega desesperación dispa-
raba bala tras bala al aire de esa mañana sombría.
Al volver a su destacamento, Levinson envió inmediatamente
las cartas a las direcciones necesarias, pero sin decir a nadie que
había decidido que la salida de la aldea tendría lugar aquella
misma noche.

64
VIII

LOS ENEMIGOS

En la primera carta que envió a Stashisnki al día siguiente de


la famosa reunión de los mujiks, Levinson le hablaba de sus te-
mores y le proponía el traslado de los enfermos del hospital mili-
tar para no tener después una carga demasiado pesada. El doctor
releyó la carta varias veces. El hecho de que parpadeara su ojo de-
recho con especial frecuencia y de que en su rostro pálido se le
marcaran aún más las mandíbulas hizo que todo el mundo empe-
zara a alarmarse y a sentirse mal. Como si del sobre gris que Stas-
hisnki tenía en sus manos secas saltasen chispas de alarma…
…Sin saber cómo, de pronto cambió el tiempo; el sol se tur-
naba con las lluvias, los pájaros de Manchuria anunciaban con su
canto agorero el cercano otoño. El viejo pájaro de pico negro gol-
peaba las vigas del techo con más brío. El viejo Pika comenzó a
cavilar y se hizo hermético y poco amable. Andaba durante días
enteros errando por la selva, y venía cansado e insatisfecho. Se
ponía a coser, y los hilos se le embrollaban y se le rompían a me-
nudo. Se sentaba a jugar a las damas y perdía. Tenía la sensación
de que chupaba agua pantanosa por el caño de una pajita. Las
gentes se iban a las casas de las aldeas y envolvían sus bultos su-
cios de soldados y se sonreían tristemente. La enfermera, después
de revisar los vendajes, al despedirse por última vez, besaba a los
«hermanitos». Y ellos partían con sus alpargatas nuevas, por el
camino cubierto de barro, hacia la ignota lejanía…
El último que acompañó Varia fue el cojo.
—¡Adiós, hermano! —dijo ella besándole en los labios—. ¿Ves
cómo Dios te quiere? Ha hecho un buen día... No te olvides de
nosotros, pobrecillos...
—¿Dónde está ese Dios? —dijo sonriendo el rengo—. No hay
Dios... no. ¡Tanto vale un piojo!...
Quiso todavía añadir algo gracioso como de costumbre, pero
de pronto cambió de expresión, hizo un gesto de despedida con la
mano y dando una vuelta se fue andando por el sendero angosto,
haciendo sonar su carga.

65
De los heridos se quedaron solamente Frolov y Miechik. Pika,
que, en realidad, no tenía ninguna enfermedad, no quería irse
tampoco. Miechik, apoyado en la almohada, estaba medio sen-
tado, con una camisa nueva que le había cosido la «hermana» en-
fermera. No llevaba ya vendajes en la cabeza. El cabello le había
crecido y se le ensortijaba con bucles espesos y amarillos.
La cicatriz en la sien le hacía parecer más serio y de más edad.
—Tú te curarás pronto y te irás... —dijo tristemente la enfer-
mera.
—¿Adónde voy a ir? —preguntó él, inseguro, extrañándose de
sus propias palabras.
Miechik por primera vez se hacía esa pregunta, y enseguida le
aparecieron algo veladas imágenes conocidas que le daban poca
alegría. Frunció el entrecejo, y con voz áspera dijo:
—No tengo adónde ir.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó extrañada Varia—. Irás al
destacamento de Levinson. ¿Sabes montar a caballo? Nuestro
destacamento es de caballería... No es nada; puedes aprender...
Ella se sentó a su lado, en la cama, y le acarició las manos.
Miechik pensó que tarde o temprano tendría que irse de allí,
pero dejó ese pensamiento a un lado; le pareció innecesario y
amargo como un veneno.
—No tengas miedo —dijo Varia, como si lo comprendiese—.
¡Tan hermoso, tan joven, pero tan tímido!... —añadió con ternura,
besándole amorosamente en la frente. En sus caricias había algo
maternal—. Eso pasa en Shaldiba, pero aquí no se está mal. Allí
todos son campesinos, aquí nosotros tenemos más mineros, son
muchachos de los nuestros con los que siempre uno se puede arre-
glar... Ven a verme con frecuencia... ¿Vendrás?
—¿Y Morozka?
—¿Y la otra, la de la fotografía? —contestó ella y se sonrió, sol-
tando a Miechik porque Frolov se había vuelto hacia ellos.
—¡Oh!... Ya me olvidé de pensar en ella... Rompí la fotografía
—dijo él súbitamente—. ¿Viste los pedazos entonces?
—Por lo que se refiere a Morozka no hay que inquietarse. Está
ya acostumbrado... Por otra parte, te aseguro que no pierde el
tiempo... No te preocupes... Ven a verme lo más a menudo posible.
No te acobardes. A los muchachos nuestros no hay que tenerles

66
miedo; ellos son malos solamente a la vista; sólo muerden si les
meten el dedo en la boca. Pero todo eso no es terrible, únicamente
es apariencia. Lo que hay que hacer es también enseñar los dien-
tes...
—¿Acaso tú los enseñas?
—Es diferente. Puede ser que a mí eso no me haga falta, puedo
valerme del amor. Las mujeres somos distintas. Pero los hombres
no pueden prescindir de sus dientes... Aunque presumo que tú no
sabrás imponerte —agregó pensativa, y nuevamente inclinándose
hacia él, le susurró al oído—: Quizá sea por eso por lo que te
quiero… no sé…
«Es verdad, no soy nada valiente», pensó Miechik después, co-
locando las manos debajo de la cabeza y fijando la mirada en el
cielo. «¿Por qué yo no he de poder si los demás pueden?» Sus pen-
samientos habían perdido la inquietud, la angustia y la tristeza de
antes. Podía ya mirar hacia todos lados con ojos diferentes. Eso
sucedió porque la crisis de su enfermedad había pasado ya. Las
heridas se cicatrizaban rápidamente; su cuerpo se fortalecía y se
llenaba de sangre nueva e impetuosa. Toda su fortaleza le venía
de la tierra, que olía a alcohol y a hormigas... y de Varia, cuyos ojos
eran más sensibles que el humo. Ella hablaba de un buen amor en
el que él quería creer…
«...En realidad, ¿de qué voy a quejarme? —pensó Miechik, y le
parecía que, en efecto, no había razones para estar triste—. Hay
que colocarse desde un principio a la altura de los demás; “planta
cara a todo el mundo”. Ella tiene razón. Aquí la gente es otra. Yo
debo también, en alguna forma, cambiar... Y lo haré —pensó él
con resolución, sintiendo agradecimiento casi filial hacia Varia,
hacia sus palabras y hacia su buen amor—. Todo va a ir por nuevos
caminos... Y cuando vuelva a la ciudad, nadie me va a reconocer.
Voy a ser completamente otro.»
Sus ideas volaban lejos, hacia el futuro lleno de luz; y por eso
sus pensamientos eran ligeros y se fundían con las nubes serenas
y rosadas de ese atardecer. Pensaba que volvería a la ciudad junto
con Varia, en un vagón de segunda clase, y que por las ventanas
abiertas flotarían en el cielo esas mismas nubes rosadas sobre la
cadena de montañas que se dibujaba en el horizonte. Y estarían
juntos, sentados y abrazados. Varia le diría palabras agradables y

67
él le acariciaría sus cabellos, cuyas trenzas serían completamente
doradas como el sol de mediodía... Y Varia, en sus pensamientos
y en su imaginación, no se parecía a la minera de espalda encor-
vada de la mina número 1, porque lo que pensaba Miechik no era
real, sino como él quería que fuese.
...Unos cuantos días después llegó la segunda carta del desta-
camento; la trajo Morozca, que armó un alboroto de mil demo-
nios. Salió de la taiga haciendo sonar el látigo, hostigando al ca-
ballo y gritando algo incomprensible. Hizo eso porque le sobraban
energías y, sobre todo, para reírse.
—Por fin, diablo, ¿qué es lo que te trae por aquí? —le dijo Pika
asustado—. Aquí la gente se muere, dijo refiriéndose a Frolov, y
tú gritas...
—¡Ah, ah, padre Serafín! —gritaba Morozca saludándole—.
¡Mis respetos!...
—Yo no soy tu padre, y me llamo Fedor —replicó Pika,
enojado.
Desde hacía algún tiempo se enfadaba con frecuencia y se po-
nía intratable.
—No es nada, Fedoséi, no te pongas tonto que si no se te va a
caer el pelo... Esposa, ¡mis respetos! —dijo Morozka saludando a
Varia, sacándose la gorra y poniéndola en la cabeza de Pika—. No
te enojes; la gorra te va bien. Solamente debes levantarte los pan-
talones que te cuelgan como a un espantapájaros. Eso no está bien
para un intelectual decente como tú...
—Y qué, ¿tendremos pronto que levantar el vuelo? —preguntó
Stashisnki, rompiendo el sobre—. Ven luego a la barraca a por la
contestación —dijo escondiendo la carta de Jarchenko.
Varia estaba de pie delante de Morozka, teniendo el delantal
en la mano, y por primera vez se sentía cohibida delante de él.
—¿Por qué hace tanto tiempo que no vienes? —preguntó al fin
con fingida indiferencia.
—¿Acaso te aburrías? —preguntó en tono irónico, notando su
incomodidad incomprensible—. Bien, bien, no es nada; ahora re-
cibirás tu ración... Iremos al bosque... —y, tras callar un instante,
agregó con sarcasmo—: a sufrir juntos...
—Es todo lo que te interesa —respondió ella secamente, sin
mirarlo y pensando en Miechik.

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—¿Y a ti…?
Morozka revoleó el látigo en son de espera.
—Para mí no es la primera vez. Yo creo que nos conocemos
algo...
—Entonces, ¿vamos?... —dijo él sin moverse del lugar.
Ella dejó caer el delantal y echando a la espalda las trenzas do-
radas, se fue hacia adelante por el sendero, con un andar sencillo,
tratando de contenerse para no mirar a Miechik. Ella sabía que él
la contemplaba y que nunca comprendería que ella cumplía una
obligación fastidiosa...
Esperaba a cada momento que Morozka la abrazase, pero él
no se acercaba. Así continuaron durante largo rato, callados y
conservando cierta distancia. Al fin ella no pudo soportar más y
se paró mirándolo con extrañeza y esperando su actitud.
Él se acercó más aún, pero no la tomó del brazo.
—¿Qué astucias son éstas, muchacha?... —dijo de repente con
voz ronca y pausada.
—¿Te interesa saberlo? —contestó ella levantando la cabeza y
mirándole a los ojos, frente a frente, con desenfado y valentía.
Morozka sabía hacía mucho que ella «paseaba» con otros du-
rante su ausencia, como paseaba cuando era muchacha. Lo sabía
desde el primer día que se unieron, cuando una mañana se des-
pertó ebrio aún, con dolor de cabeza, y vio a su «esposa», a su
«mujer legítima», que dormía en brazos del pelirrojo Guerasim,
un picador de la mina número 4. Pero, aquella vez como las que
le sucedieron, permaneció ante ese hecho con actitud indiferente.
La cuestión es que él no había hecho vida de casado y hay que de-
cir que nunca se sintió hombre de familia. Pero ahora, la idea de
que un hombre como Miechik fuera el amante de su esposa le
ofendía profundamente.
—Sería interesante saber con quién te has divertido... —dijo
con intencionada amabilidad, sosteniendo su mirada con tran-
quila y despectiva sonrisa, pues no quería demostrar que se sentía
ofendido—. ¿Con ese niño que aún no le han crecido los dientes?
—Con el mismo, ¿y qué?...
—Sí, no está del todo mal... es limpito —dijo Morozka confor-
mándose—. Va a ser más dulce. Bórdale unos pañuelos para que
se seque los mocos...

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—Si es necesario, los bordaré y le secaré... ¡le secaré yo misma!
¿Me oyes? —Ella se acercó tanto que su aliento le rozaba la cara y
le dijo rápidamente con voz animada—. ¿Y qué vas a hacer tú, va-
liente? ¿Qué es lo que vale tu arrogancia? En tres años no fuiste
capaz de hacerme un hijo. Todo lo arreglas con la lengua, y con
eso no se va muy lejos...
—¡Cómo! ¿Hacerte un chico? ¡Pero si aquí maniobra todo un
pelotón!... ¡Y no grites! —le dijo furioso—. Si no...
—¡A ver, qué si no!... —respondió ella desafiándolo—. ¿Puede
ser que me quieras pegar? A ver prueba, veremos...
Él, extrañado, levantó el látigo, como si esa idea era la que sin-
ceramente le preocupaba, y lo bajó de nuevo.
—No, pegarte no te pegaré —dijo inseguro, como si como re-
flexionando si no debía, en verdad, azotarla—. Eso es lo que me-
reces, pero yo no estoy acostumbrado a pegar a las mujeres. —En
su voz se oyeron acentos desconocidos para ella—. En fin, puedes
vivir como te plazca. Es posible que él te haga una señora...
Y dio media vuelta y se fue hacia el galpón fustigando el látigo
sobre las flores silvestres.
—Escucha, espérame... —gritó ella embargada de pronto por
una lástima infinita—. ¡Vania!...
—No necesito las sobras de la comida de los señores —dijo con
tono agrio—. Que ellos aprovechen las mías si quieren...
Ella dudó un instante si correr tras él o no, pero al fin no se
movió. Esperó hasta que él hubo desaparecido tras el recodo del
camino. Entonces, mordiendo sus labios secos, lentamente, se
puso a andar. Morozka marchaba moviendo exageradamente las
manos, con expresión de profundo disgusto. Cuando Miechik vio
que Morozka regresaba tan pronto del bosque no tuvo lugar a du-
das. Comprendió que entre Morozka y Varia «no había pasado
nada», y que él era la causa de todo. Al ver a Morozka en ese es-
tado se alegró un instante. Un sentimiento de culpabilidad sin
causa se agitó dentro de él y de pronto tuvo miedo de encontrarse
con la mirada terrible y destructora de Morozka...
La cama de Miechik estaba colocada al lado de la puerta, en
donde crecía la hierba que el caballo de Morozka comía tranqui-
lamente. Parecía que Morozka se dirigía al encuentro de su caba-
llo, pero en realidad una oscura fuerza interior le empujaba hacia

70
Miechik. Sin embargo, trataba de ocultarse a sí mismo ese senti-
miento, cubriéndolo de orgullo y de infinito desprecio. A cada
paso de Morozka, a Miechik le crecía la sensación de culpabilidad,
y huía de él la alegría. Miraba a Morozka con mirada temerosa,
pero no podía aparta de él la vista. El ordenanza tomó el caballo
por las riendas. El jaco, como apropósito, dio vuelta hacia la cama
de Miechik. Los ojos de Miechik se llenaron inesperadamente de
odio terrible, la mirada se hizo pesada. En ese instante se sintió
tan humillado, tan insoportablemente abyecto, que se puso a mu-
sitar con incoherencia, sin pronunciar las palabras.
—Estáis muy bien sentados en los campamentos de retaguar-
dia —dijo Morozka con odio, al son de sus pensamientos oscuros,
sin tratar de escuchar las explicaciones de Miechik—. Vistieron al
niño con camisa nueva...
Se sintió de pronto ofendido al pensar que Miechik podría su-
poner que los celos eran la causa de su furor. En realidad no sabía
los motivos verdaderos de su estado y, para reponerse, empezó a
insultar a diestro y siniestro, empleando las expresiones más gro-
seras.
—¿Por qué insultas? —exclamó Miechik, sintiendo un alivio
después de que Morozka soltara su diatriba—. Yo tengo las pier-
nas acribilladas y no fue en la retaguardia... —dijo él irritado y con
el amor propio herido. En ese momento él mismo creía que tenía
las piernas rotas y en general se sentía de tal manera como si no
fuese él, sino Morozka, el que llevaba la camisa nueva—. Nosotros
también los conocemos a ustedes, soldados del frente —agregó,
poniéndose colorado—. Yo también te contestaría si no te debiera
una...
—¡Ah! Te pica, ¿eh? —dijo Morozka, casi saltando sin escuchar
y sin desear oír sus palabras—. ¿Te olvidaste acaso de cómo te
salvé?... Recogemos gentes como tú sólo para crearnos dificulta-
des... —Y gritó tan fuerte como si cada día levantase heridos del
campo como castañas caídas del árbol—. Sí, para crearnos di-fi-
cul-ta-des... ¡Y después se la pasan aquí sentados, montados sobre
nuestra chepa! —Y se golpeó el cuello con increíble crueldad.
Stashisnki y Jarchenko salieron apresudaramente del galpón.
Frolov volvió la cabeza con una mueca de dolor en el rostro.

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—¿Por qué grita? —le preguntó a Stashisnki, parpadeando con
increíble rapidez.
—¿Que dónde está mi conciencia?... —gritaba Morozka en con-
testación a una pregunta de Miechik—. ¿Dónde? ¡Aquí la tengo,
aquí, aquí, mira! —gritaba furioso haciendo gestos indecentes.
Del bosque, por caminos distintos, aparecieron la enfermera y
Pika. Gritando, Morozka montó de un salto al caballo y lo fustigó
con todas sus fuerzas. Eso le ocurría en momentos de extraordi-
naria excitación. Mishka se encabritó y partió veloz, como escal-
dado.
—¡Espera, lleva una carta!... ¡Morozka!... —gritó Stashisnki
con voz opaca; pero Morozka ya había desaparecido.
Detrás del monte se oyó el loco galopar de los cascos que se
alejaban, despertando el silencio de la taiga.

72
IX

EN MARCHA

El camino corría a su encuentro como una cinta elástica e in-


finita. Las ramas azotaban el rostro de Morozka, pero él, lleno de
ira y de deseos de venganza, espoleaba a su caballo casi desbo-
cado. Algunas frases de la estúpida conversación con Miechik le
molestaban aún más que las ramas del camino. Creía que no había
demostrado suficientemente todo su desprecio hacia esa clase de
gente.
Hubiera podido recordarle a Miechik, por ejemplo, cómo él
trataba de salvarse agarrándose a sus ropas en aquel campo de
cebada, y cómo en sus ojos brillaba un terror cerval a perder su
insignificante vida. Hubiera podido burlarse del amor de Miechik
a la señorita de los bucles, de la cual, seguramente, todavía guar-
daba el retrato en el bolsillo al lado del corazón, y hubiese podido
llamarla con los calificativos más insultantes... En ese momento
de sus cavilaciones recordó que Miechik estaba en relación con su
mujer; y que, probablemente, no se hubiera ofendido si él hubiese
insultado a la señorita de los rizos dorados. En vez de experimen-
tar la malévola alegría de haber humillado a su enemigo, Morozka
sintió de nuevo su irreparable agravio.
…Mishka, dolorido por la injusticia de su dueño, disparaba a
la carrera, hasta que notó que las riendas se aflojaron. Entonces
hizo más lento su galope, y como no sintió nuevas órdenes de su
patrón, siguió trotante con paso rápido, como un hombre ofen-
dido que no ha perdido su dignidad. No prestaba atención a las
lechuzas que esa noche gritaban demasiado, como siempre, sin
motivo. A Mishka le parecieron esta vez, más que de costumbre,
pretenciosas y estúpidas.
El bosque se abría en la pendiente entre las sombras lilas del
atardecer. Allí todo era luz transparente, alegría, esplendor. Eso
era muy distinto de la agitación de los grupos humanos. La ira de
Morozka se enfrió. Las palabras insultantes que le había dicho o
que le había querido decir a Miechik hacía mucho que perdieron
su agudeza vengativa, y se le presentaron en su verdadero aspecto:

73
eran inútiles, chillonas y triviales. Hasta se lamentó de haberse
peleado con Miechik y de no haber sostenido su dignidad hasta el
final. Comprendió que Varia, a decir verdad, no le era tan indife-
rente como creía antes. Sin embargo, estaba seguro de que nunca
más volvería a ella. Y por la misma razón de que Varia le era la
persona más cercana, que le vinculaba con su vida anterior en las
minas, cuando él vivía «igual que todos», cuando a él le parecía
todo simple y claro, ahora, al separarse de ella, sentía como si toda
esa enorme etapa de su vida hubiese concluido y comenzara una
nueva.
El sol asomaba por entre las cordilleras, sin brillo, sin pasión,
sin parpadeo, iluminándole la cara debajo de la visera. A pesar de
que el sol no se había ocultado todavía, los campos desiertos, de-
solados, estaban ya tristes y sombríos.
Vio entre las espigas de cebada no recogidas un delantal de
mujer olvidado durante las prisas de la siega. Entre los montones
de paja cubiertos estaba solo, huérfano y agorero, un cuervo silen-
cioso... pero todo esto pasaba a su lado sin llegarle a la conciencia.
Morozka se volvió, extendió el fardo polvoriento de sus recuerdos
lejanos y encontró que no eran nada alegres. Por el contrario, sin-
tió que su vida era triste, insoportable. Se vio solo y abandonado.
Le parecía que flotaba sobre un enorme campo devastado, y el va-
cío alarmante hacía remarcar su soledad.
Dejó a un lado sus tristes reflexiones al oír el trote de un caba-
llo que, inesperadamente, apareció por el recodo del camino. Ape-
nas levantó la cabeza, vio por delante la figura bien formada de
cintura ceñida de un patrullero, sobre un caballito overo, que por
lo inesperado del encuentro pegó un brinco apoyándose en las pa-
tas traseras.
—¡Vamos, inútil, más que inútil! —dijo el patrullero reco-
giendo al vuelo la gorra que se le había caído con la sacudida—.
¿Eres tú, Morozka? Anda rápido a tu casa, rápido, pues se está
armando algo terrible; nadie entiende lo que pasa, te lo juro...
—Pero, ¿qué pasa?
—Los desertores pasaron por allí, ellos soltaron todo un rollo,
todo un rollo de noticias... Han dicho que los japoneses van a lle-
gar, que están a dos pasos. Los mujiks dejaron el trabajo del
campo, las mujeres chillan que se las pelan... Hicieron pasar los

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carros por el vado. ¡Chico, que jaleo! ¡Por poco no matan al bar-
quero porque no los pasaba con rapidez a la otra orilla! Nuestro
Grischka anduvo diez verstas alrededor, y los japoneses no se
oyen por ningún lado, por ningún lado. ¡Qué embusteros! ¡Min-
tieron, los desgraciados! Había que fusilarlos por cosas semejan-
tes. Sólo que es una lástima gastar balas para matarlos, es una lás-
tima, como hay Dios...
El patrullero echaba saliva y, revoloteando el látigo, se sacaba
la gorra y se la volvía a poner, sacudiendo su hermosa cabellera
como queriendo decir entre otras cosas: «¡Mira, querido, como
me adoran las muchachas!».
Morozka recordó cómo dos meses atrás ese mismo muchacho
le robó un jarro de estaño y después juraba que lo conservaba «del
frente alemán». A pesar de que él no lamentaba la pérdida del ja-
rro, esos recuerdos, que aparecieron más rápidamente que las pa-
labras del patrullero, al cual Morozka, ocupado en sus pensamien-
tos, no escuchaba, le hicieron entrar en la corriente ordinaria de
la vida del destacamento. La estafeta enviada con urgencia, la ve-
nida de Kanunnikov, la retirada de Osokin, los rumores graves
que circulaban entre la tropa desde hacía unos meses; todo ello le
cubrió con una ola de inquietud borrando las huellas de los negros
pensamientos de ese día.
—¡Qué desertores ni qué ocho cuartos! ¿Por qué dices tonte-
rías? —dijo Morozka interrumpiéndole.
El otro, extrañado, levantó la ceja izquierda y quedó inmóvil
con la gorra a medio poner. Acababa de sacársela y no había te-
nido tiempo de encasquetársela de nuevo...
—¡A ti lo único que te interesa es pavonearte! —agregó Mo-
rozka con desprecio. Enojado, soltó las riendas y al cabo de unos
minutos estuvo en la orilla del río donde se hacía el traslado hacia
la balsa.
El barquero, melenudo, con los pantalones recogidos por so-
bre las rodillas, con enormes bultos en los brazos, iba de aquí para
allá, cubierto de sudor. En la orilla se agolpaba más gente todavía.
Apenas regresaba del lado opuesto, la multitud se le echaba en-
cima, con sus sacos y sus bultos, con sus hijos en llanto. Cada uno
trataba de que lo trasladasen primero. Toda esa masa rugía presa
de terror. Se empujaban los unos a los otros. Los bultos caían, los

75
niños lloraban y el barquero gritaba hasta perder la voz, tratando
de restablecer el orden. Pero todo era en vano. Una mujer de nariz
chata y respingada que había conseguido hablar con los deserto-
res iba de un lado al otro, con un bulto más grande que ella, con-
tando a los demás las novedades. Ella no sabía si relatarlo a todos
o formar cola para que la trasladasen. En sus constantes idas y
venidas perdía cada vez el turno y rezongaba: «¡Dios mío! ¡Dios
mío!», y volvía a contar a los recién llegados las últimas noticias.
Morozka, al caer en medio de ese gallinero alborotado, quiso
asustar a la gente como hacía de costumbre para después reírse,
pero esta vez saltó del caballo y empezó a tranquilizarlos.
—¡Hay que tener ganas de mentir! ¡No hay tales japoneses!
La mujer que gritaba dijo:
—¡Que sueltan gases!
—¡Qué gases ni qué ocho cuartos! —interrumpió Morozka.
Quizá los coreanos quemaron paja... y eso les parecen gases...
Los mujiks, olvidándose de la mujer, lo rodearon. Morozka de
pronto se sintió un hombre de importancia y responsabilidad.
Contento de su nuevo papel así como el de haber vencido el deseo
de asustarlos, desautorizó los rumores propalados por los deser-
tores hasta que se enfrió el ánimo de la multitud. Cuando llegó la
barca en busca de una nueva partida, ya no se agolpaban en la
misma forma. Morozka mismo empezó a dirigir el traslado de los
campesinos. Los mujiks se lamentaban de haber dejado sin segar
los campos, y enojados contra sí mismos se desquitaban con los
caballos. Hasta la mujer de nariz chata respingada se acomodó, al
fin, con su gran paquete entre dos testas de caballo y el ancho tra-
sero de un mujik.
Morozka se apoyó en la baranda y miró cómo se dibujaban en
el agua círculos concéntricos de espuma blanca. Veía que cada cír-
culo no podía alcanzar al otro y el orden natural de ellos le hacía
recordar la forma como él organizó a los mujiks. Esta asociación
le causó mucho placer.
Detrás de los corrales encontró a cinco muchachos del piquete
de guardia del pelotón de Dubov. Le saludaron con risas y con in-
sultos, contentos de haberse topado con él. Se insultaron porque
no tenían de qué hablar. La tarde era fría y perfumada, y los mu-
chachos eran jóvenes, sanos y fuertes.

76
—¡Arread, gandules! —les gritó Morozka cuando se alejaban,
mirándolos con envidia. Tuvo ganas de irse con ellos, para reír y
bromear y largarse a todo galope por la llanura, esa tarde alegre y
fría. El encuentro con los guerrilleros le hizo recordar a Morozka
que al irse del hospital se olvidó de llevar la carta de contestación
de Stashisnki, e inesperadamente se le apareció delante de los ojos
el cuadro de la asamblea rural, cuando casi lo expulsaron del des-
tacamento. En ese instante, Morozka comprendió que aquel acon-
tecimiento era probablemente el más importante en el último mes
de su vida, mucho más importante que lo que le había pasado en
el hospital.
—¡Mishka mío! —dijo cariñosamente a su potro, mientras éste
seguía trotando detrás de la colina—. Estoy cansado de todo; de
todo, hermanito, por la madre que...
Mishka movió la cabeza y relinchó.
Al acercarse al Estado Mayor, Morozka tomó la firme resolu-
ción de mandarlo todo al diablo y relevarse de la obligación de
enlace para irse con los muchachos del destacamento.
En la galería de delante estaba Blakánov interrogando a los de-
sertores. Ellos estaban desarmados y bajo la custodia de unos
cuantos soldados. Blakánov, sentado en los escalones, apuntaba
los nombres.
—Iván Filimónov... —dijo uno con vocecita lastimera, esti-
rando el cuello con todas sus fuerzas.
—¿Cómo?... —preguntó con voz terrible Blakánov, dando me-
dia vuelta en dirección del interrogado, como solía hacer Levin-
son.
Blakánov pensaba que Levinson lo hacía así porque quería re-
marcar la importancia de sus preguntas; en realidad, Levinson
procedía de ese modo porque no hacía mucho que le habían he-
rido en el cuello y no podía volverse de otra manera.
—¿Filimónov?... ¡El patronímico!
—¿Dónde está Levinson? —preguntó Morozka. Le indicaron
con la cabeza la puerta vecina. Se arregló el mechón de pelo que
le salía por debajo de la visera y entró.
Levinson estaba ocupado en el rincón y no lo notó. Morozka,
inquieto, pegó un latigazo en el aire. Como a todos los del desta-
camento, Levinson le parecía a Morozka un hombre extra-

77
ordinariamente correcto. Pero como su experiencia le indicaba
que hombres correctos en general no existen, quería convencerse
de que Levinson, por el contrario, era un pillo de tres pares. Sin
embargo, estaba seguro de que el comandante lo sabía todo, y en-
gañarle era una cosa casi imposible. Cuando Morozka quería pe-
dirle algo, experimentaba una inquietud incomprensible. Al fin,
dijo:
—¡Siempre metido entre los papeles, como las ratas!... He en-
tregado el paquete con toda exactitud.
—¿No hay contestación?
—No...
—Bien —dijo Levinson extrañándose y dejando a un lado el
plano.
—Oye, Levinson... —empezó Morozka—. Tengo algo que pe-
dirte... Si accedes, serás mi eterno amigo...
—¿Eterno amigo? —preguntó Levinson con una leve sonrisa
en los labios.
—A ver, habla, dime de qué se trata.
—Déjame ir al pelotón...
—¿Al pelotón?... ¿De dónde te vino esa idea?
—Hace mucho. Estoy cansado de ser enlace... Con esto que
hago ahora me da la impresión de que no soy guerrillero... Me re-
muerde la conciencia...
Morozka hizo un gesto de explicación con la mano y frunció el
entrecejo para no insultar y arruinar todo el asunto.
—¿Y quién se quedará de enlace?
—Podría encargarse Efimka —dijo Morozka apretando los
dientes—. ¡Oh! Es un excelente jinete. ¡Hasta ganaba premios en
el viejo ejército!
—¿Dices que eternos amigos...? —preguntó Levinson con un
tono como si de eso dependiese su resolución.
—¡No te rías, demonio!... —dijo Morozka sin poder conte-
nerse—. Uno le viene con un asunto, y él lo toma a cachondeo.
—No pierdas los estribos. Haces mal en acalorarte... Dile a Du-
bov que me mande a Efimka, y tú... puedes irte.
—¡Esto sí que es favor de amigo!... —exclamó contento Mo-
rozka—. Has estado a la altura, Levinson... ¡Esto es colosal!...
Se quitó la gorra y la tiró al suelo.

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Levinson recogió la gorra y dijo:
—¡Majadero!
…Morozka llegó al pelotón cuando ya anochecía. Encontró en
la cabaña doce hombres. Dubov estaba sobre un banco, revisando
su fusil a la luz de un farol.
—¡Ah!, ¡carcamal!... —refunfuñó Dubov por debajo de los bi-
gotes.
Al ver el bulto que traía Morozka en las manos, dijo extrañado:
—¿Qué haces con tu macuto? ¿Te echaron o qué?
—¡Al revés! —gritó Morozka—. ¡Estoy libre! ¡Libre sin pen-
sión! Anda, manda a Efimka. Es orden del comandante.
—Seguramente ya le prestaste suficientes servicios... —dijo
Efimka con ironía. Era éste un muchacho de carácter agrio, cu-
bierto de granos.
—Anda, anda, después vamos a ver... ¡Por el ascenso de
Efimka Semionovich! ¡Hurra!...
La alegría de encontrarse de nuevo entre los compañeros no
dejaba a Morozka quieto ni un solo instante. Andaba dando vuel-
tas de un lado a otro. A cada uno le hacía un chiste, pellizcaba a la
cantinera. Después volvió a la isba donde se encontraba el jefe, y
por descuido, le vertió una lata llena de grasa en donde había
puesto las piezas del fusil...
—¡Inútil, taladro sin engrasar!... —gritó Dubov pegándole en
la espalda un golpe tan fuerte que la cabeza de Morozka se con-
fundió con el cuerpo. A pesar de que le dolió mucho, Morozka no
se ofendió. Hasta le gustaba cómo insultaba Dubov, utilizando sus
palabras y expresiones, cuyo significado nadie entendía. Para él,
aquí, entre los voluntarios, todo estaba bien.
—Sí, sí... ya era hora, ya era hora... —dijo Dubov—. Está bien
que estés de nuevo entre nosotros, porque si no te echarías a per-
der del todo, te cubrirías de herrumbre como un perno olvidado
al aire; nos hemos cubierto de vergüenza por tu culpa...
Todos estaban de acuerdo en alegrarse por su regreso, pero
justamente por otro motivo. A la mayoría le gustaba de Morozka
justamente aquello que a Dubov no le placía.
Morozka trataba de no recordar su viaje al hospital; tenía
miedo de que alguien le preguntase: «¿Qué tal, como está tu mu-
jercita?».

79
Después, junto con todos, fue al río a bañar los caballos. En los
postes gritaban con voz sorda las lechuzas, entre la niebla; sobre
el río, flotaban las cabezas silenciosas de los caballos, con el cuello
estirado y las orejas alerta. En la orilla se erizaban los arbustos
espinosos entre las gotas de rocío de esa noche fría...
«¡Esto sí que es vida!...», pensaba Morozka, y cariñosamente
silbaba a su caballejo...
De regreso unos empezaron a componer las monturas y otros
a limpiar los fusiles. Dubov leyó en voz alta las cartas que recibie-
ron de las minas, y al acostarse, festejando la vuelta de Morozka,
le eligieron para que estuviese de guardia toda la noche.
Morozka se sentía buen soldado, hombre decidido y valiente.
Dubov se despertó de un fuerte empujón en el costado.
—¿Qué hay, qué pasa?... —preguntó asustado, y se sentó.
No alcanzó a frotarse los ojos para ver la luz del farol, y oyó, o
mejor dicho, sintió el disparo lejano de un fusil, y al cabo de un
rato otro y otro...
Delante de su cama estaba parado Morozka y gritaba:
—¡Levántate, rápido! ¡Están disparando en la otra orilla!
Se oía un disparo tras otro con pausas cada vez más cortas.
—¡Despiértalos! —dispuso Dubov, y enseguida avisó por todos
los puestos...—. ¡Rápido!...
Unos cuantos segundos después salió al patio preparando las
armas para el combate. El cielo se despejaba frío y sin viento. En-
tre la niebla de los senderos nunca atravesados de la Vía Láctea
caminaban inquietas las pálidas estrellas. Del agujero oscuro de
los cenagales aparecían, una tras otra, las figuras peludas de los
guerrilleros que caminaban abrochando las cartucheras, tirando
de las riendas a los caballos. Los perros ladraban; las gallinas vo-
laban espantadas. Los caballos relinchaban en son de guerra. Los
guerrilleros insultaban a diestro y siniestro.
—¡A las armas!... ¡A caballo! —ordenaba Dubov—. Mitri, Se-
nia... Id por las casas, despertad a la gente... ¡Rápido!
En la plaza, al lado del Estado Mayor, se encendieron los cohe-
tes de dinamita, rodando por el cielo y dejando una estela de
humo. Una mujer medio desnuda asomó la cabeza por la ventana
y desapareció rápidamente.
—¡Cómo está el patio!... —dijo una voz temblorosa.

80
Efimka salió disparado y gritó desde la tranquera:
—¡A las armas!... ¡Todos preparados en el lugar de concentra-
ción! —y desapareció haciendo relinchar al caballo, gritando algo
incomprensible.
Cuando volvieron los soldados que fueron a tocar diana, dije-
ron que más de la mitad del pelotón dormía fuera. La noche ante-
rior se habían ido de juerga y se habían quedado con las mucha-
chas. Dubov, algo perdido, no sabía si comenzar el ataque o ir al
Cuartel General a averiguar lo que pasaba; en realidad, cagándose
en Dios, en la virgen y en todos los santos de la corte celestial,
mandó buscar a cada uno por separado. Dos veces se le habían
presentado los enlaces con la orden de acudir enseguida con todos
sus hombres al punto de encuentro, y él no podía dar con su gente.
Dubov andaba por el patio como fiera enjaulada. Estaba dispuesto
a pegarse un tiro en la frente, y quizás lo hubiera hecho de no sen-
tir toda la responsabilidad que recaía sobre él. Muchos sufrieron
los golpes implacables de sus puños.
Por fin, acompañado del ladrido entrecortado de los perros,
salió disparado el pelotón hacia el Cuartel General, llenando de
terror las calles, con el galope loco de los caballos briosos y con el
resonar de los aceros.
Dubov encontró con la mirada la pequeña figura de Levinson
que estaba conversando tranquilamente con Metelitsa, al lado de
unas vigas iluminadas por un farol.
—¿Por qué llegas tan tarde? —le reprendió Blakánov —. Y aún
dices: «¡Nosotros... los mi-ne-ros!».
Estaba fuera de sí. En contestación, Dubov le hizo un gesto con
la mano. Lo más ofensivo para él era el saber que este muchacho
joven tenía derecho a reprenderle y que cada observación no sería
suficiente para pagar su culpa. Además, Blakánov le había herido
en lo más sensible.
Tenía la profunda convicción de que el nombre de minero era
el nombre mejor y más honorable que podía tener un hombre en
la tierra. Estaba convencido de que había deshonrado al pelotón,
a sí mismo, a las minas de Suchán y a toda la «tribu del carbón»
hasta la séptima generación.
Blakánov se fue insultando a llamar a las patrullas.

81
A Dubov le dijeron cinco de sus muchachos que regresaban del
río que no había ningún enemigo y que eran unos chicos del des-
tacamento que tiraban al aire por mandato de Levinson. Entonces
comprendió que Levinson quería comprobar la preparación mili-
tar de sus destacamentos y sintió con más amargura todavía su
culpa y el hecho de que no confirmó la confianza que le tenía el
comandante, y de que no fue ejemplo para los demás.
Cuando los pelotones estuvieron formados y comenzaron a lla-
mar, resultó que faltaban muchos todavía, sobre todo muchos de-
sertores del destacamento de Kubrak. El mismo Kubrak había ido
a despedirse de sus parientes y todavía no había vuelto en sí des-
pués de la borrachera. Unas cuantas veces se dirigió a la tropa di-
ciendo si podrían respetarle siendo como era «un cerdo infame»,
y lloraba después. Todo el destacamento veía que Kubrak estaba
ebrio. Levinson hacía como si no lo viera, porque si no debía
echarlo de su puesto y no había quien lo reemplazara.
Levinson pasó por entre las filas y colocándose en el centro,
levantó su mano fría y severa. Se oyó en el silencio nocturno el
murmullo secreto de la taiga.
—Camaradas... —empezó Levinson con su voz no muy fuerte
pero clara, tan clara que cada uno de los soldados la oyó tan cerca
como los latidos de su corazón—. Nosotros nos vamos de aquí...
¿Adónde? No vale la pena hablar de eso ahora. Las tropas japone-
sas se aproximan; no hay que exagerar su número, su importan-
cia. Sin embargo, es mejor no encontrarse con ellas. Eso no quiere
decir que nosotros nos escapemos completamente del peligro. No.
El peligro está siempre por encima de nuestras cabezas, y cada
voluntario lo sabe. ¿Respondemos con honor al nombre de desta-
camento de guerrilleros?... No, no respondemos. Nos hemos por-
tado como muchachos licenciosos. ¿Qué es lo que habría pasado
si, en efecto, se hubiera tratado de los japoneses?... Ellos nos hu-
bieran estrangulado a todos como a polluelos... ¡Es una ver-
güenza!...
Levinson se echó hacia adelante, y sus últimas palabras se es-
tiraron como un resorte hacia ellos, y cada uno sintió como si un
latigazo le azotara el rostro. Cada uno se sintió como un polluelo
al cual inesperadamente lo ahogaran en la obscuridad unas ma-
nos con dedos férreos.

82
Hasta Kubrak, que no comprendió nada, dijo convencido:
—¡Cierto!... ¡Verdad!... —y ladeó su cabeza cuadrada, con un
hipo fuerte y sonoro.
Dubov esperaba cada minuto que Levinson dijese: «Ved el
caso de Dubov, que ha venido el último al punto de concentración.
¡Y yo que tenía en él más fe que en los otros! ¡Es una vergüenza!».
Habló poco, pero con insistencia. Machacaba en un punto, y
justamente en el lugar necesario, como si clavase un clavo grande
de mala punta, pero que debía servir para siempre.
Después de convencerse de que sus palabras habían surtido el
efecto necesario, miró en dirección de Dubov e inesperadamente
dijo:
—El pelotón de Dubov irá acompañando el convoy de avitua-
llamiento... Por lo que se ve no es muy diestro que digamos...
Se irguió luego en la montura, apoyándose en los estribos y
sacudiendo el látigo, ordenó:
—¡Fi-ir-mes!... ¡De a cuatro por la derecha!... ¡Mar… chen!
Se oyó al unísono el chasquido de los frenos y el chirrido de las
monturas. Ese enorme tropel compacto de gente se lanzó a la ca-
rrera moviéndose en la noche como un pez enorme en un remanso
negro, hacia las viejas montañas de Sijoté-Alín, donde resplande-
cía el amanecer, joven, lleno de color y de esperanza.

83
SEGUNDA PARTE

MIECHIK EN EL DESTACAMENTO

Stashisnki supo que el destacamento salía de Shibishi por boca


del ayudante del intendente, que fue al hospital para preparar las
provisiones para el viaje.
—Levinson es sesudo, ¿eh?... —dijo el ayudante poniendo al
sol su espalda encorvada—. Sin él hubiéramos perecido todos... Él
pensó, por ejemplo: «El camino hacia el hospital nadie lo conoce;
en el caso en que nos persiguiesen, nosotros nos largamos por allí
con todo el destacamento. Y ¡zás! Y nadie se acuerda más de su
nombre... Aquí, provisiones, gorras y capotes... hay de sobra».
¡Bien pensado! —exclamó meneando la cabeza en ademán de ad-
miración.
Stashisnki vio que no solamente alababa a Levinson porque
era «sesudo», sino además por el gusto de hablar de las buenas
cualidades que él mismo no tenía.
Ese mismo día Miechik se levantó de la cama por primera vez.
Sosteniéndolo de los brazos lo pasearon por el corredor. Contento
y extrañado, notaba bajo sus pies el piso firme y se reía sin motivo.
Después, ya acostado en la cama, sentía los fuertes latidos de su
corazón, acelerados por el cansancio o por la alegría que causa
cuando se tiene la tierra viva bajo las plantas. Las piernas le tem-
blaban todavía de debilidad, y por todo el cuerpo le pasaba una
comezón alegre como un mudo murmullo de placer.
Mientras Miechik caminaba, Frolov lo miraba con envidia.
Miechik, sintiendo su mirada, no podía dominar una sensación de
culpabilidad ante él. Frolov hacía tanto tiempo que estaba en-
fermo que ya no inspiraba lástima a los vecinos. A él le parecía oír
en cada caricia, en cada gesto cuidadoso y atento, una pregunta
constante: «¿Cuándo vas a morirte, por fin?». Pero él no quería
morir. Sus deseos de agarrarse en vano a la vida parecían aplastar
a todos como la losa de una tumba.

85
Hasta el último día de permanencia en el hospital las relacio-
nes de Miechik y Varia tenían un carácter raro, parecido a un
juego en que cada uno sabía que quería una parte y temía la otra,
y, sin embargo, no se atrevía a dar un paso audaz, definitivo.
En la vida difícil e inquieta de Varia habían pasado tantos
hombres que no se los hubiera podido distinguir por el color de
los ojos ni de los cabellos, ni tampoco por sus nombres. Sin em-
bargo, a nadie le pudo decir «querido, amado». Miechik era el pri-
mero al que dijo sinceramente estas palabras. A ella le parecía que
únicamente él era hermoso, sencillo, tierno y delicado, capaz de
satisfacer su ansiedad maternal, y que lo quería justamente por
eso... (En realidad, esta idea le vino después de que se enamoró
de Miechik; su esterilidad provenía de causas orgánicas que no
dependían de sus deseos.) Con inquietud silenciosa, Varia lo lla-
maba de noche y lo buscaba de día. Sin descanso, sedienta, trataba
de llevárselo lejos de las gentes para ofrecer su amor tardío; sin
embargo, nunca se atrevió a decirlo directamente, a pesar de que
Miechik deseaba lo mismo que ella con todo el ardor de su juven-
tud desbordante. Él procuraba no quedarse a solas con ella. Lle-
vaba consigo al viejo Pika, o a veces se quejaba de que no se en-
contraba bien. Se turbaba porque nunca había tenido relaciones
íntimas con una mujer, y no porque le pareciera feo y vergonzoso,
sino porque creía que le iba a salir mal la cosa.
Cuando llegaba a dominar su turbación, se le aparecía de re-
pente, delante de los ojos, la figura terrible de Morozka, saliendo
del bosque, fustigando con el látigo los capullos en flor, y experi-
mentaba una sensación mezcla de terror y de remordimiento de
haber pagado mal su deuda...
En este juego adelgazó y creció, pero hasta el último momento
no pudo vencer esta debilidad. Se fue junto con Pika, después de
despedirse de todos como si fuesen extraños. Varia lo alcanzó en
el camino.
—Aunque sea ahora, despidámonos como es debido —dijo ella
con voz entrecortada por la turbación y la caminata—. Allí no me
atreví... Eso nunca me ha pasado... De repente me avergoncé, me
sentí cohibida... —y con gesto culpable le metió en el bolsillo un
pañuelo bordado, como hacían todas las muchachas jóvenes de
Suchán.

86
Su turbación y su regalo parecían extraños. Miechik le tuvo
lástima y se avergonzó ante Pika. Apenas rozó sus labios con los
de ella. Varia lo contempló con su última mirada dulce y atercio-
pelada, y sus labios se torcieron en una mueca nerviosa.
—¡No dejes de venir por aquí! —gritó cuando ellos desapare-
cieron tras de los árboles del monte. Y sin oír la contestación, allí
mismo se dejó caer sobre la hierba y lloró.
Su amado, rehecho ya de sus penosos recuerdos, se sintió de
pronto un verdadero guerrillero y hasta se arremangó para tos-
tarse al sol; le parecía que esto era muy necesario en su nueva
vida, que comenzaba después de su conversación con la enfer-
mera.
La desembocadura del Irojedze estaba ocupada por los japo-
neses y las bandas de Kolchak. Pika flaqueaba, se ponía nervioso
y se quejaba durante el camino de dolores que en realidad no te-
nía. Miechik no lo podía convencer de que debían de hacer un ro-
deo por la llanura. Tuvieron que escalar las montañas por sende-
ros conocidos solamente por las cabras. Descendieron al río en la
segunda noche, por unos peñascos escabrosos corriendo el peligro
de perder sus vidas. Miechik no sentía aún bien firmes sus piernas
cicatrizadas. Casi por la mañana llegaron a las alquerías de los co-
reanos; tragaron ávidamente arroz hervido sin sal. Al mirar la fi-
gura haraposa y lamentable de Pika, Miechik no pudo reconstruir
la imagen que se había hecho de él; la de un viejo silencioso sen-
tado a la orilla de un lago verde y tranquilo. Con su aspecto, Pika
parecía remarcar la inseguridad y la falsedad de ese silencio en el
cual no había ni descanso, ni salvación posible.
Anduvieron después por el valle, pero nadie había visto a los
japoneses. Cuando preguntaban si había pasado el destacamento,
ellos querían saber las últimas novedades y los convidaban con
aguamiel, y las muchachas miraban a Miechik con admiración.
Los caminos se perdían entre las espigas crecidas de trigo candeal.
Por las mañanas se cubrían de gotas de rocío las telas de araña, y
el aire se llenaba del zumbido almibarado de las abejas.
Llegaron a Shibishi al atardecer. La aldehuela estaba al pie de
una montaña oscura. En frente, tras un cerro, se ocultaban los úl-
timos rayos del sol. En una explanada cubierta de hongos y pasto,

87
jugaban a los bolos unos cuantos muchachos alegres, de gargantas
fuertes, y con cintas rojas en las viseras de sus gorras.
El último que había pasado a tirar era un hombrecito pequeño
con botas altas y con barba colorada y larga, parecida a la de los
gnomos que se dibujan en las ilustraciones de cuentos infantiles.
No pudo acertar ni una sola vez. Todos los muchachos se reían de
él. El hombrecito, algo turbado, se reía también, pero en una
forma tal como si quisiera decir que no se reía porque estaba tur-
bado sino porque le causaba mucha gracia.
—Mira, allí está Levinson —dijo Pika.
—¿Dónde?
—Pues allí, hombre, el pelirrojo... —y dejando a Miechik inde-
ciso salió inesperadamente dirigiéndose con paso rápido hacia Le-
vinson.
—Mirad, muchachos, ¡Pika!
—¡El mismo!
—¡Ya llegaste, viejo pelado!...
Los muchachos dejaron el juego y rodearon al viejo. Miechik
se quedó a un lado sin saber si acercarse o esperar a que lo llama-
ran.
—¿Quién es el que está contigo? —preguntó, al fin, Levinson.
—Es un chico del hospital... ¡Buen muchacho!...
—El herido que trajo Morozka —dijo uno del grupo que le ha-
bía reconocido. Miechik al oír que hablaban de él se acercó un
poco más.
Este hombre pequeñito que jugaba tan mal a los bolos resultó
tener ojos grandes y penetrantes. Esa mirada se apoderó de
Miechik, le dio la vuelta del revés y le tuvo así algunos instantes,
como si penetrase toda su intimidad.
—Y aquí me vine a vuestro destacamento —comenzó Miechik
poniéndose colorado—. Antes estaba con los de Shaldiba... antes
de que me hubiesen herido —agregó para que tuviesen más peso
sus palabras.
—¿Cuándo anduviste con los de Shaldiba?
—Desde la mitad de junio...
Levinson le echó de nuevo una mirada curiosa, investigadora
y preguntó:
—¿Sabes disparar?

88
—Sí... —dijo Miechik inseguro.
—Efimka... trae un fusil...
Mientras corrían a buscar el fusil, Miechik sentía, como si lo
palpasen por todos lados, una docena de ojos curiosos. Su silen-
cio, en ese momento de espera, lo tomó por hostilidad.
—Veamos, ¿adónde vas a disparar? —preguntó Levinson, bus-
cando al mismo tiempo con los ojos un objeto adecuado para
blanco.
—¡A la cruz!... —propuso uno alegremente.
—No, a la cruz no vale la pena... Efimka, pon uno de los bolos
en el poste, allí...
Miechik tomó el fusil y apenas pudo disimular el terror que se
apoderó de él, no porque tuviese que tirar, sino porque le pareció
que todos deseaban su fracaso.
—Acerca más la mano izquierda, que es más fácil —recomendó
uno.
Estas palabras, dichas con deseo sincero de ayudarle, le dieron
ánimo. Apretó el gatillo y ¡pum!... Disipado el humo, vio como el
bolo había caído del poste.
—¡Bravo, chico! —dijo sonriendo Levinson—. ¿Tuviste ocasión
de tratar con caballos?
—No —contestó Miechik, dispuesto a confesar todos sus peca-
dos después del éxito del disparo.
—Es una lástima —dijo Levinson contrariado—. Blakánov,
dale la Ziuchija.8
Guiñó maliciosamente los ojos y agregó:
—Cuida bien este animal. Alguien del pelotón te enseñará
cómo tienes que hacerlo—. ¿A cuál de los pelotones lo mandamos?
—Yo creo que al de Kubrak, pues le faltan algunos —dijo Bla-
kánov—. Estará junto con Pika.
—De acuerdo —contestó Levinson—. Hala, pues…
La primera mirada que dirigió Miechik a la Ziuchija le hizo ol-
vidar enseguida su éxito y todas sus esperanzas llenas de orgullo
infantil. Era una yegua llorosa, de color blanco sucio, con la es-
palda encorvada y con la panza caída. Era más mansa que un buey
que hubiese pasado su vida arando hectárea tras hectárea. Para

8 En castellano, lánguida, flaca o decrépita.


89
colmo de desdichas estaba preñada, y su apodo le iba como a un
Cristo dos pistolas.
—¿Eso es para mí?... —dijo Miechik con voz tristona.
—La yegua es fea —contestó Kubrak acariciándole la grupa—.
Tiene los cascos débiles, no sé si es por la educación que ha reci-
bido o por los malos cuidados... Sin embargo, aún se puede mon-
tar... —Volvió su cabeza cuadrada y repitió con voz seca—: Aún se
puede montar...
—¿Acaso no tienes otra?... —preguntó Miechik, henchido de
odio impotente contra la Ziuchija y contra la indicación de que
podía montarla.
Kubrak, sin contestarle, empezó a contarle en tono monótono
y aburrido qué es lo que se debía hacer con esa potranca por las
mañanas, durante el almuerzo y por la tarde para evitar las posi-
bilidades de que enfermase.
—Al volver de una marcha —decía Kubrak— no la desensilles
enseguida; déjala para que se enfríe un poco, y apenas la desensi-
lles sécale la espalda con la mano o con un poco de heno. Al ensi-
llarla, también...
Miechik, con temblor en los labios, miraba a lo lejos por en-
cima del caballo y no escuchaba. Todo su buen humor flamante
de guerrillero se le hizo humo. Le parecía que le habían dado esta
yegua a propósito para rebajarlo desde un principio. Última-
mente, cada nuevo acto de su vida lo consideraba desde el nuevo
punto de vista que se había trazado, el de comenzar otra existen-
cia. A él le parecía que ahora, con esa yegua asquerosa no podría
comenzar nada; pensaba que nadie iba a ver en él otro hombre
completamente distinto, fuerte, seguro de sí mismo, y que pensa-
rían que era el mismo de antes, el ridículo Miechik, al que no se le
puede confiar ni siquiera un buen caballo.
—Esta potranca, además, está llena de aftas —dijo Kubrak
poco convincente, sin querer saber si es que Miechik estaba ofen-
dido o no, o si sus palabras las escuchaba como es debido—. Ha-
bría que curarla con azufre, pero azufre no tenemos. Las aftas no-
sotros las curamos con una mezcla especial que hay que envolver
con un trapito. Eso ayuda mucho...
«¡Qué! ¿Acaso soy un chiquillo o qué? —pensaba Miechik sin
escucharle—. Voy a decir a Levinson que yo no quiero andar en un

90
jamelgo semejante... No estoy obligado a sufrir por los demás (le
causaba agrado el pensar que era víctima de alguien). No, se le voy
a decir todo, directamente, para que no piense que...»
Cuando Kubrak terminó, y el destino de la yegua quedó en sus
manos, Miechik lamentó no haber escuchado sus explicaciones.
Ziuchija, bajando la testa, movía su boca blanca. Miechik al mi-
rarla comprendió que la vida de ella dependía de él. Sin embargo,
como antes, Miechik no sabía cómo arreglarse con ese pobre ani-
mal inofensivo. Ni siquiera supo cómo atar a la yegua; anduvo me-
tiéndose por todas las caballerizas y comiendo alfalfa ajena. Los
caballos se irritaban, y los guerrilleros también.
—¿Dónde está ese infeliz, ese caloyo?... ¿Por qué no ata a la
yegua?... —gritaban en la cochera, y se oían los chasquidos de un
látigo—. ¡Fuera, fuera, carroña! Oye, echa a esa yegua, que se vaya
al diablo....
Miechik sudaba tinta agitado por un calor intenso. Mientras
iba en busca del Estado Mayor por callejuelas angostas, llenas de
arbustos espinosos, le pasaban por la mente las ideas más estra-
falarias. Tropezó con un grupo de muchachos que iban de juerga,
tocando el acordeón, al estilo de los de Sarátov, y fumando ciga-
rros. Sonaban los machetes y las espuelas, las chicas chillaban y
la tierra temblaba bajo el taconeo de una danza loca. A Miechik le
dio vergüenza preguntarles dónde se encontraba el Estado Mayor,
y se fue por otro camino. Hubiera errado toda la noche en busca
de Levinson, si no hubiera dado con alguien que le informara.
—¡Camarada! ¿Cómo hay que hacer para llegar al Estado Ma-
yor? —gritó Miechik, acercándose. Y reconoció a Morozka—.
¡Hola! —dijo muy turbado.
Morozka se detuvo, soltó unas palabras incomprensibles y
luego contestó:
—El segundo patio a la derecha.
Sus ojos brillaban de manera extraña. Sin detenerse y sin vol-
verse siguió adelante su camino.
«Morozka..., sí..., era él..., y está aquí...», pensó Miechik y,
como en los días anteriores, se sintió solo, rodeado de peligros, y
cada peligro tenía la cara de Morozka. Luego las calles oscuras y
desconocidas; la potranca inconmovible... sin saber cómo tra-
tarla...

91
Al llegar al Estado Mayor se le enfrió por completo su ánimo
agresivo; ya no sabía para qué había venido, qué es lo que iba a
hacer y qué iba a decir.
En el patio vacío y enorme como una plaza estaban acostados
en torno a una hoguera unos veinte soldados. Levinson se hallaba
junto al fuego con las piernas encogidas al estilo oriental, entre el
humo embrujado y las chispeantes llamaradas. A Miechik le hizo
recordar aún más al gnomo de los cuentos infantiles. Se acercó.
Quedó de pie detrás; nadie lo notó. Los guerrilleros contaban por
turno anécdotas picantes, en las cuales sin falta intervenían un
pope poco perspicaz, su lujuriosa mujer y un joven hábil que se
las pasaba bien en este mundo, engañando al pope gracias a los
favores amorosos de la mujer. A Miechik le parecía que se conta-
ban esos cuentos no porque fueran en realidad graciosos, sino
porque no tenían otra cosa que decir y se reían por obligación. Sin
embargo, Levinson escuchaba todo el tiempo con atención y se
reía fuertemente, por lo visto con sinceridad. Cuando le llegó su
turno contó unas cuantas historias cómicas y, como de entre los
allí reunidos era el más culto, sus relatos resultaron los más inge-
niosos, pero también los más verdes. Pero Levinson no se sentía
cohibido en absoluto; hablaba tranquilamente y en tono burlón.
Las palabras indecentes brotaban sencillamente, como si carecie-
ran de significación torcida.
Mirándolo, a Miechik le entraron ganas de relatar también
algo. A decir verdad, a él le gustaba oír esos relatos, a pesar de que
los consideraba vergonzosos y de que trataba de demostrar que
estaba por encima de ellos. Le pareció, sin embargo, que si se sen-
taba alrededor de la hoguera, todos le mirarían extrañados y se
sentiría muy incómodo.
Se fue sin adherirse a la compañía de estos jóvenes guerrille-
ros, llevando en el corazón una sensación de amargura y de agra-
vio, sobre todo en contra de Levinson. «¡Y bien! —pensó Miechik
mordiéndose, ofendido, los labios—. ¡Yo no la cuido! ¡Que se
muera!... Veremos qué es lo que él dice. ¡Lo que es yo, no tengo
miedo...!»
En los días siguientes, Miechik dejó de prestar atención a su
potranca. La llevaba sólo durante las horas de ejercicio y la bañaba
con poca frecuencia. Si él hubiera caído en un pelotón donde el

92
comandante fuera más escrupuloso, no se le hubiera permitido,
pero Kubrak no se interesaba jamás de lo que pasaba en su pelo-
tón y dejaba que las cosas marcharan por sí solas.
Ziuchija se llenó de garrapatas, estaba hambrienta, sucia. A
veces conseguía la lástima de alguien, pero Miechik sólo obtuvo
que nadie lo quisiera por ser un perezoso.
En todo el pelotón sólo había dos personas que le eran más o
menos cercanas: Pika y Chizh. Trabó amistad con ellos no porque
le satisficieran, sino porque no supo intimar con otros. El mismo
Chizh trató de acercársele y se hizo su amigo. Aprovechando el
momento en que Miechik, después de una pelea con algunos por
un fusil sin limpiar, quedó acostado solo, con la mirada clavada
en el techo, Chizh se acercó a él con andar resuelto.
—¿Se ha enojado?... No se preocupe... ¿Acaso vale la pena de
prestarle atención a un analfabeto?
—Yo no me enojo —dijo Miechik suspirando.
—Entonces, ¿se aburre?... Eso es otro cantar... Lo com-
prendo... —Chizh se echó al suelo y con gesto acostumbrado estiró
sus botas fuertemente lustradas—. ¡Y qué quiere!... Yo también
me aburro; gente instruida hay muy poca por aquí. Solamente Le-
vinson, pero él también... —Chizh hizo un gesto con las manos y
clavó la mirada en sus botas.
—¿Qué pasa?... —preguntó Miechik con curiosidad.
—¿Sabe? Yo creo que no es un hombre tan instruido que diga-
mos. Es un pillo. Sobre nuestras espaldas se quiere crear un capi-
tal. ¿No me cree? —Chizh se sonrió amargamente—. Natural-
mente, usted cree que él es «estratega», muy valiente y con gran
talento... —La palabra «estratega» la pronunció con un tono es-
pecial—. ¡Déjese de cuentos!... Todo eso lo hemos inventado no-
sotros solos, se lo aseguro... A ver, por ejemplo: tomemos un caso
concreto, nuestra retirada. En vez de dar un golpe de contraata-
que al enemigo, nosotros nos fuimos a no sé dónde… a un agujero.
¡Y eso en nombre de altas razones estratégicas! Allá quizá perecen
camaradas nuestros, y nosotros no nos movemos «por altas razo-
nes estratégicas».
Miechik no creía que Levinson fuera así como se lo presentaba
Chizh, pero lo escuchaba con interés. Hacía mucho tiempo que no
había oído una conversación tan gramaticalmente correcta, y no

93
sabía por qué, pero hubiera querido que en esas palabras hubiese
algún fondo de verdad.
—¿Es posible? —preguntó Miechik levantándose un poco—. A
mí me parecía que era un hombre muy decente.
—¿Decente? —dijo asustado Chizh, y su voz perdió su acos-
tumbrado timbre dulce y adquirió un tono en el que sentía la con-
ciencia de su superioridad—. ¡Qué equivocación!... No tiene usted
más que ver la gente que elige... Dígame, ¿quién es Blakánov, al
fin y al cabo? Un chiquillo. Tiene gran opinión de sí mismo, pero,
¿qué es lo que representa como ayudante del comandante? ¿Acaso
no se hubiera podido encontrar a otro? Naturalmente, yo mismo
estoy enfermo, soy un hombre herido, herido por siete balas y
sordo de una oreja por una bomba explosiva, pero yo no ando en
busca de un empleo con tantas ocupaciones, aunque en cualquier
forma yo no sería peor que él, se lo aseguro; lo digo sin alabarme...
—Puede ser que él no sepa que usted comprende tan bien los
asuntos militares...
—¡Dios mío, que no lo sabe!... ¡Si todos están convencidos de
eso! Pregúntelo a cualquiera. Claro que muchos por envidia le di-
rán lo contrario, pero eso es un hecho...
Poco a poco Miechik, cautivado por la conversación, empezó a
compartir su estado de ánimo. Todo el día lo pasaron juntos. Y a
pesar de que después de unas cuantas conversaciones, a Miechik
le empezó a disgustar la compañía de Chizh y lo que decía, no po-
día separarse de él. Hasta él mismo lo buscaba cuando hacía mu-
cho tiempo que no lo veía. Chizh le enseñó lo que debía hacer para
esquivar las guardias y cómo podía librarse de los trabajos de la
cocina. Todo eso ya había perdido su novedad y se convertía en
fastidiosa obligación.
Desde este momento, la vida febril empezó a pasar de lado. Él
no veía ni sentía los resortes motrices de todo el mecanismo del
destacamento. No comprendía la necesidad de cada una de las re-
soluciones que se tomaban. Aislado, en ese ambiente ajeno a sus
intereses y a los que llenaban la vida de los mineros, se ahogaron
todas sus ilusiones de una vida nueva y valiente... a pesar de que
aprendió a insultar, a no tener miedo a las personas, a tostarse al
sol y vestir sencillamente, confundiéndose con los demás.

94
II

EL COMIENZO DE LA DERROTA

Al encontrar a Miechik, Morozka no experimentó ni odio ni


hostilidad. Él mismo quedó extrañado al confirmar sus senti-
mientos. Morozka no pudo comprender por qué volvía a toparse
en la vida con un hombre como éste, y por qué no se irritó. Sin
embargo, el encuentro le impresionó de tal manera que tuvo ne-
cesidad de compartir enseguida su estado de ánimo.
—Iba por el camino —le dijo a Dubov— y apareció en la es-
quina... se vino directamente hacia mí... ¿me comprendes? El mu-
chacho de Shaldiba, el que traje yo, ¿te acuerdas?...
—Bueno, ¿y qué?
—¡Pues nada!... Me dice: «¿Dónde está el Estado Mayor?» Y
yo le digo: «Allí, segundo patio a la derecha...».
—¿Y después? —preguntó Dubov con curiosidad, no encon-
trando en las palabras de Morozka nada de particular y pensando
que lo interesante no lo había contado aún.
—Pues que nos encontramos, ¡eso es todo! ¿Qué más quieres?
—contestó Morozka con irritación incomprensible.
Y de repente experimentó un aburrimiento terrible, tuvo un
deseo enorme de hablar con alguien. En vez de ir de juerga, como
lo había pensado, se tiró sobre un montón de paja; pensó que
Miechik se le había aparecido para desviarle de su camino recto.
Todo el día siguiente anduvo errando, sin encontrarse bien en
ninguna parte y tratando de vencer el deseo enorme de ver a
Miechik.
—¿Y qué hacemos aquí sentados? —le preguntó a uno de los
soldados del pelotón—. Uno se puede pudrir aquí de aburri-
miento... ¿En qué está pensando Levinson?
—Él piensa todo el tiempo cómo poder divertir a Morozka. Se
le han roto los pantalones de tanto estar sentado pensando en ello.
Dubov no sospechaba qué clase de sentimientos amargaban la
vida de Morozka, y él, sin tener apoyo de nadie, se moría de an-
gustia por hablar a alguien de sus cosas. Sabía que se iba a embo-
rrachar si es que no se entretenía activamente en algo. Era la pri-
mera vez en su vida que Morozka luchaba en contra de sus deseos.
95
Sólo una situación casual pudo salvarle de una caída irremedia-
ble. Levinson, al acampar con sus fuerzas en este lugar, perdió
toda relación con los demás destacamentos. Las escasas noticias
que a veces lograba conseguir daban una idea cruelmente desas-
trosa de la situación. La bota de la muerte destruía sin reparo el
hormiguero, y las espantadas hormiguitas o se lanzaban desespe-
radas bajo la bota, o se escapaban en tropel desordenado por ca-
minos desconocidos para morir al fin. El viento huracanado de
Ulajín arrastraba un confuso olor a sangre.
Por los senderos desconocidos de la taiga, donde desde hacía
años no pisaba la planta del hombre, Levinson se puso en relación
con la vía férrea; allí le comunicaron que dentro de poco debía
pasar un tren con armamentos y municiones. Los trabajadores de
la vía férrea prometieron indicar puntualmente el día y la hora en
que pasaría. Sabiendo que tarde o temprano iban a descubrir al
destacamento, y que invernar en la selva sin balas ni ropas era
imposible, Levinson resolvió hacer la primera tentativa. Goncha-
renko componía los preparativos con urgencia. En una noche nu-
blada, el pelotón de Dubov apareció en la línea del ferrocarril atra-
vesando el campo enemigo sin ser visto.
…Pasaron los vagones de carga enganchados al tren correo.
Goncharenko los separó de los de pasajeros sin que nadie se diese
cuenta. En el estampido, entre el humo de la dinamita, por sobre
las cabezas, volaban los rieles hechos trizas. Algunos trozos fueron
a parar al terraplén. El resorte de un barreno enganchado en una
cuerda quedó colgado en uno de los alambres telegráficos, obli-
gando a muchos de los que pasaron después a romperse la cabeza,
pensando para qué habrían puesto allí una cosa semejante.
Hasta que volvieron todas las patrullas, Dubov estuvo espe-
rando con sus caballos cansados en el bosque al lado de la casa de
Sviaguin. De noche desapareció por uno de los desfiladeros.
Al cabo de unos cuantos días llegó a Shibishi sin perder ni un
solo hombre.
—Ahora, mi buen Blakánov, prepárate... —dijo Levinson, y en
su mirada no se podía leer si es que hablaba en serio o en broma.
Ese mismo día repartió entre los soldados capotes, cartuchos,
sables y galletas.

96
Toda la llanura de Ulajín hasta Ussuri estaba ocupada por el
adversario. Hacia las cadenas de Irojedze iban nuevas fuerzas
enemigas. Los espías japoneses andaban palpando por todos la-
dos y con frecuencia se encontraban con los de Levinson. A fines
de agosto, los japoneses empezaron a moverse hacia arriba. Iban
lentamente, haciendo grandes pausas, andando de aldea en aldea,
tanteando cada paso y colocando en los flancos reservas de de-
fensa. En la férrea tenacidad de su movimiento, a pesar de la len-
titud, se percibía una fuerza consciente de sí misma, racional, y al
mismo tiempo ciega.

Los exploradores de Levinson volvían con los ojos espantados;


las noticias eran todas contradictorias.
—¿Cómo es eso? —les preguntaba fríamente Levinson—. Ayer
dices que estaban en Solomiennaia, y hoy que están en Monakin...
¿Qué es eso? ¿Retroceden?
—No sé —decía tartamudeando el centinela—. Puede ser que
las avanzadas estén ya en Solomiennaia...
—¿Cómo sabes que las tropas principales están en Monakin?
—Los mujiks dicen...
—¡Dale con los mujiks!... ¿Cuál fue la orden que se te dio?
El centinela enseguida empezó a inventar una historia compli-
cada para explicar el por qué no había podido penetrar más.
En realidad, asustado por los cuentos de las mujeres campesi-
nas, no llegó hasta el frente enemigo. Se detuvo a diez verstas de
distancia, y anduvo tirado entre los árboles y los arbustos, que-
mando tabaco y esperando la ocasión para volver. «¡Haber ido
tú...!», pensó mirando a Levinson con sus ojos parpadeantes y pi-
llos de mujik.
—Tendrás que ir tú mismo —dijo Levinson a Blakánov—. Por-
que, si no, nos van a matar como a moscas. No se puede hacer
nada con esa gente, llévate a alguien contigo y sal al amanecer.
—¿A quién llevo conmigo? —preguntó Blakánov. Trataba de
poner la cara seria y preocupada, aunque todo en su interior se
agitó con la inquieta alegría del combate: igual que Levinson, él
consideraba necesario no exteriorizar sus verdaderos sentimien-
tos.

97
—Llévate a quien quieras... aunque sea a ese caloyo del pelotón
de Kubrak, a Miechik, ¿qué te parece? Al mismo tiempo compro-
barás qué clase de muchacho es. Suelen hablar mal de él, y a lo
mejor no es cierto...
La salida con Blakánov le vino a Miechik de maravilla. En el
corto tiempo de su permanencia en el destacamento se le juntaron
tantas cosas, tantos asuntos y promesas que no había cumplido y
deseos irrealizados, que cada uno de ellos aparte perdía toda su
importancia aun cuando se cumplieran, pero todos juntos le pe-
saban tanto que no le daban la posibilidad de salir de ese círculo
estúpido y estrecho. Le parecía que saliendo con Blakánov, podría
romper de una sola vez ese anillo sin sentido.
Partieron antes de que despuntase el día. Las copas de los ár-
boles apenas se cubrían de luz rosada. En la aldea, al pie de la
montaña, cantaban por segunda vez los gallos. Estaba oscuro, ha-
cía frío, daba miedo. La situación poco acostumbrada, la amenaza
del peligro, y la esperanza del triunfo, creaban a los dos un ánimo
guerrero en el que todo lo demás era innecesario. En el cuerpo
sentían la leve comezón de la sangre hirviente, los músculos en
tensión, y el aire frío, pero tenso, parecía que crujía.
—Se te ha echado a perder la potranca... —decía Blakánov—.
¿Es que no la cuidas, o qué? Haces mal... Seguramente ese tonto
de Kubrak no te enseñó cómo debes cuidarla y qué debes hacer
con ella... —Blakánov no podía pensar nunca que un hombre que
sabe cómo se debe tratar a un caballo pudiera dejarlo a que llegara
a ese estado—. No te enseñó, ¿no es cierto?
—Sí... ¿cómo te explico?... —contestó turbado Miechik—. Él,
en general, no ayuda mucho. Uno no sabe a quién dirigirse.
Avergonzado de su mentira, se movía incomodado en su mon-
tura y no miraba a su compañero.
—Deberías habernos preguntado a cualquiera de nosotros.
Hay muchos que saben lo que hay que hacer. Hay buenos comba-
tientes...
A pesar de la opinión de Chizh, que él iba dejando a un lado, a
Miechik le empezaba a gustar Blakánov.
Blakánov era fuerte y robusto y estaba sentado en la montura
como si lo hubieran clavado. Sus ojos pardos y aviesos lograban
avizorarlo todo y enseguida distinguían lo que era digno de

98
atención y lo que no tenía importancia, y qué consecuencias prác-
ticas podían sacarse de ello.
—¡Eh, eh, muchacho! ¿Qué veo? ¿Por qué te baila la montura?
Es que la cincha de atrás la apretaste demasiado y la de delante
cuelga. Hay que hacer al revés. Espera, la arreglaremos...
Cuando Miechik aún no se había dado cuenta de lo que se tra-
taba, Blakánov ya se ocupaba de la montura.
—Pero... ¡claro! ¡Si tenías floja también la carona!... ¡Baja,
baja! Vas a matar al caballo. Hay que ensillarlo de nuevo.
Al cabo de unas cuantas verstas, Miechik se convenció por
completo de que Blakánov era mucho mejor y más inteligente que
él, y que debería acatar siempre sus órdenes. Blakánov, que se
acercó a Miechik sin la menor prevención, a pesar de que al poco
rato sintió su superioridad, conversaba con él como con un igual,
observando simplemente para darse cuenta de su valor.
—¿Quién te mandó a las montañas?
—Yo solo... El pase me lo dieron los maximalistas...
Al recordar la actitud extraña de Stashisnki, Miechik trataba
de cambiar en alguna forma la importancia de la organización que
lo enviaba.
—¿Los maximalistas?... En vano te metiste con ellos... son
unos charlatanes.
—A mí me da lo mismo... Entre ellos hay compañeros míos del
Instituto Nacional y por eso...
—¿Terminaste el bachillerato?
—¿Cómo?... Sí, lo terminé...
—Eso está muy bien. Yo también estudiaba para ebanista, pero
no pude terminar. Empecé tarde, como ves —dijo como si quisiera
disculparse—. Antes de eso, trabajaba en la construcción de un
barco hasta que mi hermanito creció un poco; después se vino
toda esta jarana encima...
Al cabo de un rato volvió a repetir, pensativo:
—Sí... Yo también quería estudiar desde chico, pero se ve que
no he tenido suerte...
Se veía que las palabras de Miechik le habían hecho nacer mu-
chos pensamientos inútiles.
Miechik, con apasionamiento incomprensible, comenzó a de-
mostrar que no era un mal, sino, al revés, una gran suerte, que

99
Blakánov no hubiese estudiado en el Instituto. Sin darse cuenta,
Miechik le demostraba a Blakánov todo lo bueno e inteligente que
era a pesar de su falta de instrucción. Blakánov, sin embargo, no
creía que fuese una gran suerte no ser instruido. Lo demás no lo
había entendido. La conversación no terminó con intimidades.
Los dos aceleraron el trote y durante un rato estuvieron callados.
Durante todo el trayecto encontraron vigías que mentían. Bla-
kánov los escuchaba meneando la cabeza. En una choza, a tres
verstas de la aldea de Solomiennaia, dejaron atados los caballos y
fueron a pie. El sol empezaba a declinar. Encontraron una carreta.
Blakánov preguntó al conductor si los japoneses estaban en Solo-
miennaia.
—Dicen que esta mañana llegaron como cinco hombres, pero
hoy no se oye nada todavía... Si dieran tiempo aunque sólo fuera
para recoger el trigo... ¡Que el diablo se los lleve!
A Miechik se le aceleraron los latidos del corazón, pero no tuvo
miedo.
—Quiere decir que van hacia Monakin —dijo Blakánov—. Esos
cinco que vendrán deben ser del espionaje japonés... ¡Adelante,
pues!
Entraron en la aldea bajo el ladrido perezoso de unos perros.
En uno de los patios donde había un montón de hierba seca, to-
maron leche al estilo de Blakánov, en un plato con unos pedazos
de pan. Después, cuando Miechik recordaba con horror toda la
travesía, veía siempre delante de sus ojos a Blakánov saliendo a la
calle, con la cara alegre y con unas cuantas gotitas de leche en el
labio superior.
Habían dado tan sólo unos pasos cuando en una de las esqui-
nas apareció corriendo una mujer gorda, con la falda recogida. Al
dar con ellos, se paró al lado de un poste, puso los ojos en blanco
y con la boca tragaba aire como si fuese un pescado. De repente
empezó a chillar con la voz más penetrante que sea posible imagi-
nar.
—Queriditos míos, ¿ande van ustedes?... ¡Una fuerza enorme
de japoneses! ¡Están en la escuela! ¡Vienen para acá!, ¡vienen ha-
cia aquí!...
Miechik no había acabado de oír sus palabras, cuando apare-
cieron por la misma esquina cuatro japoneses marcando al paso,

100
con los fusiles al hombro. Blakánov empuñó con rapidez su revól-
ver y disparó sobre dos a quemarropa. Miechik vio como brotaba
la sangre y cayeron al suelo. La tercera bala pasó entre ellos y el
revólver «Colt» dejó de funcionar. Uno de los japoneses quiso dis-
parar. El otro pretendió tomar el fusil de uno de los heridos.
Miechik, alentado por una fuerza superior a su terror, disparó
contra ellos varias veces seguidas. Las últimas balas cayeron sobre
el japonés cuando aún se revolcaba en el polvo.
—¡Corramos! —gritó Blakánov—. ¡Al carro!...
Al cabo de unos segundos, desatando los caballos del poste, se
largaron por en medio de la calle, levantando grandes espirales de
polvo. Blakánov, en el carro, hostigaba con todas sus fuerzas con
el látigo a los caballos, volviéndose de tanto en tanto para ver si
les perseguían.
En uno de los puntos centrales de la aldea, unos cinco o seis
cornetas tocaban a rebato.
—¡Aquí están... to-o-dos!... —gritaba Blakánov con cierto furor
solemne—. ¡To-o-dos!... ¡El grueso de las fuerzas!... ¿Oyes cómo
tocan la alarma?
Miechik no oía nada. Echado sobre el carro sentía una alegría
salvaje de haber eliminado a ese japonés, que debía revolcarse co-
bardemente en el polvo, en los últimos estertores de la agonía.
Cuando Miechik vio la cara de Blakánov, le pareció asquerosa y
terrible al mismo tiempo. Al cabo de un rato, Blakánov ya se reía:
—Ha salido bien la cosa, ¿eh? Ellos se venían a la aldea y no-
sotros también. Y tú, hermano, ¡muy bien! Yo no lo esperaba de
ti, de veras. Si no fuera por ti, nos hubieran acribillado...
Miechik, amarillo y pálido, con manchas obscuras en el rostro,
estaba tumbado, con la cabeza bajo el brazo, tratando de no mi-
rarle. Después que se alejaron unas dos verstas sin oír que los per-
seguían, Blakánov detuvo los caballos al lado del único árbol caído
que encontraron en el camino.
—Tú quédate aquí, y yo subiré al árbol. Vamos a ver...
—¿Para qué?... —dijo Miechik con voz entrecortada—. Es me-
jor marchar rápidamente. Hay que comunicar... Es evidente que
aquí está el grueso de las fuerzas...
Él quería obligarse a creer en lo que decía, pero no pudo. Le
daba un miedo terrible quedarse cerca del enemigo.

101
—No, es mejor que esperemos. No hemos venido sólo para vol-
tear a aquellos tres papanatas. Hay que olfatear con precisión.
Al cabo de media hora salieron de Solomiennaia unos veinte
hombres a caballo. «¿Y si nos descubren?», pensó Blakánov con
oculto temor. «No podremos escapar en el carro». Dominándose,
resolvió esperar hasta que fuese posible. La caballería había salido
y estaba en la mitad del camino. Miechik no la pudo ver, porque
pasó por detrás de las colinas. Blakánov notó la infantería que sa-
lía de la aldea en columnas espesas, haciendo relucir las armas...
Luego, en carrera vertiginosa, se lanzaron por el camino hasta el
punto donde habían dejado los caballos. Allí hicieron el relevo, y
al cabo de unos segundos continuaron su marcha en dirección de
Shibishi. Levinson, con carácter preventivo, aun antes de su lle-
gada, redobló las patrullas de guardia con los soldados del pelotón
de Kubrak. El otro pelotón estaba con los caballos, y los demás
hacían guardia en la aldea detrás de una de las viejas murallas
mongolas. Blakánov y Miechik llegaron de noche. Miechik en-
tregó la potranca a Blakánov y él se quedó con el pelotón.
A pesar del enorme cansancio que experimentaban, no podían
dormirse. Una niebla espesa venía del río. Hacía frío. Pika se re-
volcaba como un cerdo. Lejos, el bosque susurraba enigmática-
mente. Miechik estaba acostado sobre sus espaldas, mirando las
estrellas. Apenas se veían a través de la gasa de espesa niebla. Y
este vacío se sentía dentro de sí mismo. Pensó que eso debía ex-
perimentarlo siempre Frolov, y le pareció terrible que el destino
de este hombre se pareciera al suyo. Trataba de desechar esa idea,
pero por más que hiciera por alejarla, le volvía a aparecer. Lo veía
todo el tiempo, acostado en la cama con las manos sin vida colo-
cadas sobre la manta, con la cara seca. Los pájaros de pico negro
estaban golpeando sordamente en las rejas de la ventana. «¡Pero
si se ha muerto!...», pensó con horror Miechik. Pero Frolov movía
los dedos y volviéndose hacia él, le decía con sonrisa huesuda:
«Los muchachos… están haciendo travesuras». De repente saltó
de la cama y vio que no era Frolov el que lo miraba, sino un japo-
nés. «Es horrible...», pensó de nuevo sacudiendo todo el cuerpo,
pero Varia se inclinó hacia él y le dijo: «No tengas miedo». Ella
estaba fría y suave. Miechik se sintió aliviado. «No te enojes por-
que me despidiera un poco secamente —dijo cariñosamente—, te

102
amo». Ella se estrechó contra su cuerpo tibio, y de pronto todo
desapareció por completo; al cabo de unos segundos, Miechik es-
taba ya sentado en la hierba, parpadeando, palpando el fusil. Al-
rededor clareaba el amanecer. A su lado iba y venía la gente, en-
vuelta en los capotes; Kubrak, que acababa de despertarse, mi-
raba con unos anteojos de larga vista y todos agolpados en derre-
dor le preguntaban:
—¿Dónde?... ¿Dónde?...
Miechik, dando al fin con el fusil, fue hacia el grupo y com-
prendió que hablaban del enemigo, pero como él no lo veía, pre-
guntó igual que todos:
—¿Dónde?...
—¿Qué hacéis aquí amontonados? —gritó de repente Kubrak,
dándole un empellón a uno que estaba a su lado—. ¡Desplegaos en
guerrilla!
Mientras bajaban de la muralla, Miechik, estirando el cuello,
trataba de distinguir al enemigo.
—Pero… ¿dónde está? —le preguntó varias veces al vecino.
El otro estaba acostado sobre el vientre, y sin escucharlo se ti-
raba de la oreja. De repente se volvió y le insultó. Miechik no tuvo
tiempo de contestarle cuando se oyó la orden:
—¡Pelotón! ¡Marchen!
Miechik sacó el fusil y, como antes, sin ver nada, enojado por
lo que todos veían y él no, disparó al aire cuando oyó el «¡Fuego!».
Él no sabía que más de la mitad no veía nada tampoco, pero cada
uno lo ocultaba para que no se burlasen después.
—¡Fuego!... —ordenó Kubrak, y nuevamente Miechik disparó.
—¡Cómo huyen!... —gritaron alrededor, y de repente todos
empezaron a hablar fuerte y sin sentido. Las caras se les pusieron
alegres y excitadas.
—A ver, ¡basta! —gritaba Kubrak—. ¿Quién dispara ahí?
¿Quién gasta balas?
Preguntando, Miechik supo que se acercaba la avanzada japo-
nesa. Muchos de aquéllos que no la habían visto llegar se reían de
Miechik, jactándose de que muchos de los jinetes japoneses ha-
bían caído de sus monturas bajo los disparos de sus fusiles. En
este momento se oyó el estampido sordo de un cañón, llenando
con su eco la llanura. Unos cuantos hombres cayeron del susto.

103
Miechik se encogió como si lo hubiesen golpeado. Éste era el pri-
mer disparo de cañón que había oído en su vida. La bala fue a pa-
rar detrás de la aldea; luego se oyó el loco ladrido entrecortado de
las ametralladoras y el estornudo de los disparos de armas de me-
nor calibre. Los guerrilleros no contestaban.
Un minuto después o quizás una hora, pues era difícil contar
el tiempo, Miechik comprobó que cada vez había más guerrilleros;
vio a Blakánov y a Metelitsa bajando de la muralla. Blakánov lle-
vaba unos prismáticos, a Metelitsa le temblaban las mejillas y se
le hincharon mucho las narices.
—¿Estás acostado? —preguntó Blakánov, desarrugando la
frente—. ¿Qué tal?
Miechik se sonrió con cara de atormentado, y haciendo un es-
fuerzo increíble preguntó:
—¿Dónde están nuestros caballos?
—Nuestros caballos están en la taiga, y nosotros también esta-
remos pronto allí; si pudiéramos contener un poco al enemigo...
Nosotros no estamos mal… —agregó para alentar a Miechik—.
Pero el pelotón de Dubov, que está en la llanura... ¡Ah, diablos…!
—exclamó de pronto, estremeciéndose al oír una explosión cer-
cana—. Levinson también está allí...
Y salió corriendo a un lado de las columnas, agarrando los
prismáticos con ambas manos.
Cuando tuvieron que disparar la segunda vez, Miechik ya vio
a los japoneses. Avanzaban en columna por entre los arbustos.
Los vio tan cerca que pensó que, aunque tuviesen que huir, no po-
drían. Lo que él experimentaba no era miedo, sino la ansiedad
torturante de esperar el fin de todo aquello. En uno de estos mo-
mentos apareció Kubrak desde no se sabe de dónde y gritó:
—¿Adónde disparas?
Miechik se volvió y comprendió que esas palabras no se diri-
gían a él sino a Pika, al que todavía no había visto.
Pika estaba acostado, mirando a tierra, moviendo el gatillo sin
sentido, apuntando hacía un árbol que tenía por delante. Seguía
disparando sin oír las palabras de Kubrak. En realidad, conti-
nuaba apretando el gatillo sin tener más balas. Kubrak le golpeó
con el pie, pero Pika permaneció en la misma posición sin levantar
la cabeza.

104
Después, todos empezaron a correr hacia un lado, al principio
en desorden, después al trote. Miechik también corría, sin com-
prender para qué, sin ver que hasta en los momentos de mayor
turbación, no todo es tan casual ni insensato, y que varios hom-
bres, que tal vez no experimentaban lo que él, orientaban sus ac-
tos y los de quienes le rodeaban.
Cuando estuvo sentado en la silla, sin querer, empezó a buscar
con los ojos quién era el que le dirigía. Adelante marchaba Levin-
son, pero parecía tan pequeño, y movía en forma tan rara el
enorme máuser, que era difícil creer que él era la fuerza dirigente.
Mientras Miechik dilucidaba esas contradicciones, silbaron de
nuevo las balas; parecía que la metralla acariciaba los cabellos y
susurraba en las orejas. La cadena de gente se movió hacia ade-
lante; cayeron unos cuantos hombres. Miechik oyó que había que
disparar de nuevo.
Una de las impresiones vagas e imprecisas que le quedaron de
ese día era la figura de Morozka, cabalgando sobre su potro em-
bravecido, con las crines de fuego echadas al viento. Después supo
que Morozka estaba en el número de los de la caballería que man-
tuvieron ligados los pelotones en los momentos de lucha.
Miechik volvió en sí al encontrarse en la taiga cuando cabalga-
ban por un sendero montañoso, abierto para el paso de las caba-
llerías en retirada. Allí todo estaba oscuro y silencioso. La figura
augusta de los cedros los cubría a su paso heroico con el tupido
follaje de sus solemnes ramas.

105
III

DÍAS DIFÍCILES

Los días pasaron como la llanura de un campo bajo la fuerza


poderosa y cruel de una máquina. Cada trozo se parecía al otro,
como fruto de noches de insomnio y de esfuerzos inhumanos. La
lanzadera infatigable de las vidas humanas iba y venía.
Escondido después de la batalla, en un barranco cubierto de
helechos y plantas, Levinson revisaba los caballos. De pronto se
encontró con la Ziuchija.
—¿Qué es esto?
—¿Qué? —preguntó Miechik.
—A ver, desensíllala, muéstrame el lomo...
Miechik aflojó la cincha con las manos temblorosas.
—Está claro, tiene lastimado el lomo —dijo Levinson con un
tono como si no esperase nada bueno—. ¿O es que te crees que
sólo hay que montar, sin que nadie cuide el caballo, eh?
Levinson trataba de no subir la voz, pero no lo conseguía. Es-
taba muy cansado. La barba se le sacudía a ratos. Entre las manos
estrujaba una rama.
—Kubrak, ven aquí... ¿Con qué ojos miras tú?
Kubrak, sin pestañear, clavó la mirada en la montura de
Miechik y dijo con voz sombría:
—Cuántas veces le he dicho a este zote que...
—Sí, me lo maginaba... —dijo Levinson tirando la rama. La mi-
rada que dirigió a Miechik era fría y severa—. Vas a ir al inten-
dente y la cambiarás por uno de los caballos de tiro hasta que la
cures.
—Oiga, camarada Levinson —dijo Miechik con voz trémula y
humillante, aunque la humillación que experimentaba no era por-
que había cuidado mal su caballo, sino porque tenía la pesada
montura entre las manos—. Yo no tengo la culpa... Escuche... es-
pere... Ahora... puede usted creerme, voy a tratarla bien...
Pero Levinson, sin escucharlo, pasó hacia el otro lado a obser-
var el caballo siguiente.

106
Pasados unos días, la falta de provisiones les obligó a salir a la
llanura vecina. Durante algún tiempo el destacamento anduvo
errando por los innumerables caminos de Sijoté-Alín, debilitado
por los combates continuos y por la tormentosa travesía.
Cada vez quedaban menos aldeas no ocupadas por el enemigo,
cada pedazo de pan y cada puñado de avena se conseguían a costa
de una lucha cruenta. Nuevamente se abrían las heridas, la gente
se hacía más tosca, más seca, más mala y silenciosa.
Levinson tenía una fe profunda en la fuerza que los alentaba.
Sabía que no era sólo el instinto de conservación lo que los con-
ducía, sino otro instinto no menos importante que éste, que pa-
saba desapercibido para una mirada superficial, y aun para la ma-
yoría de ellos, pero por el cual todos los sufrimientos, hasta la mis-
ma muerte, se justificaban: era la meta final, sin la que ninguno
de ellos hubiera ido voluntariamente a morir en la taiga de Ulajín.
Pero sabía también que ese profundo instinto vive en los hombres
bajo el peso de las pequeñas pero innumerables necesidades y
preocupaciones de cada día, bajo las exigencias de cada persona,
también pequeña, pero viva. Es que todo hombre quiere comer y
dormir, porque todo hombre es débil... La gente, abrumada por
todos los quehaceres diarios, sintiendo su propia debilidad, pare-
cía confiar su preocupación más elevada a esas personas más fuer-
tes, al estilo de Levinson, Blakánov o Dubov, obligándolos a pen-
sar más en su meta final que en la necesidad de comer y dormir,
encargándoles que se la recordasen a los demás.
Levinson vivía ahora continuamente alerta. Él en persona los
conducía a las batallas, comía con los soldados en un mismo plato,
no dormía de noche por revisar las guardias y a los centinelas y,
sin embargo, era casi el único hombre que no se había olvidado de
reír. Hasta cuando hablaba con las personas de las cosas más in-
significantes parecía oírse una de sus frases: «Mirad, yo también
sufro como ustedes; a mí también me pueden matar mañana o
puedo morirme de hambre, pero soy constante y estoy lleno de
energía, y creo que la difícil situación presente no tiene importan-
cia».
Sin embargo, cada día iban rompiéndose más los hilos invisi-
bles que le unían con lo más íntimo de su destacamento de gue-
rrilleros... y cada vez era menor la confianza hacia él. Tenía que

107
hacer verdaderos esfuerzos para imponerse. Se transformaba en
una fuerza que quedaba por encima del destacamento.
Generalmente, cuando iban a pescar para poder comer, nadie
quería meterse en el agua fría; mandaban a los más débiles, con
frecuencia al porquero Lavruschka, hombre sin apellido, tímido y
tartamudo. El agua le daba un miedo terrible. Cada vez que se me-
tía en el río, lo hacía temblando y se persignaba. Miechik miraba
con dolor su espalda cubierta de manchas terrosas, parecidas a un
campo de patatas en el momento de la cosecha.
Un día Levinson lo notó.
—¡Espera…! —le dijo a Lavruschka—. ¿Por qué no te metes tú?
—preguntó al muchacho que empujaba a Lavruschka.
El joven era torcido como si le hubieran quitado una parte del
cuerpo. Levantó sus ojos embravecidos, de pestañas blancas, e
inesperadamente dijo:
—Ve tú, prueba lo delicioso que es eso...
—Yo no iré —contestó tranquilamente Levinson—. Tengo
otros asuntos que hacer, pero tú sí que irás... Sácate los pantalo-
nes... que los peces no están en la orilla.
—¡Y a mí qué! ¿Por quién me has tomado?
El muchacho dio media vuelta y lentamente se fue de la orilla.
Unas cuantas decenas de ojos lo miraban apoyándolo y, a la vez,
burlándose de Levinson.
—¡Qué gente más imposible! —dijo Goncharenko desabro-
chándose la blusa; pero se detuvo de repente al oír el grito fuerte,
nunca oído, del comandante.
—¡Ven! —y el timbre de su voz se oyó fuerte y poderoso.
El muchacho se detuvo y se arrepintió de haber comenzado la
disputa, pero como no quería humillarse delante de los otros, dijo
de nuevo:
—Dije que no voy, y se acabó...
Levinson avanzó pesadamente, la mano puesta en el revólver,
y la mirada penetrante. Sus ojos, encajados en órbitas profundas,
se le hicieron extraordinariamente pequeños y punzantes.
El muchacho empezó a sacarse los pantalones, con desgana,
lenta y perezosamente.
—¡Rápido! —dijo Levinson con voz amenazadora.

108
El muchacho lo miró de reojo, asustado. Comenzó a darse
prisa; se le engancharon los pantalones y temiendo que Levinson
no tomara en cuenta esta casualidad y lo matara, dijo rápido:
—Voy, voy… Este diablo no quiere salir...
Cuando Levinson observó a su derredor, vio que todos lo mi-
raban con respeto y terror; pero en estas miradas no había apro-
bación. En este momento, él mismo se sintió como una fuerza
hostil que estaba por encima del destacamento. Pero se hallaba
dispuesto a todo; estaba convencido de que su fuerza era necesa-
ria, imprescindible.
Desde ese día Levinson no reparó en nada con tal de obtener
las provisiones o dar un día de descanso. Echaba mano de las va-
cas, quitaba a los campesinos parte del campo o de la huerta para
alimentar a sus soldados. Pero hasta Morozka veía que eso se di-
ferenciaba del robo de los melones en el huerto de Riabets.
...Después de una larga marcha a través de los desfiladeros de
Udeguinsk, Levinson salió hacia el desfiladero de Trigóvais, cerca
de una aldea de Corea, a veinte verstas de la desembocadura de
Irojedze. Durante el trayecto se alimentaban exclusivamente de
uvas y hongos asados al fuego. Encontraron allí a un hombre
enorme, sin gorra, peludo como sus botas, con un revólver oxi-
dado en la cintura. Levinson lo reconoció. Era el contrabandista
de alcohol de la provincia de Daubijinsky, Vasíliev Stirksha.
—¡Ah! ¡Levinson! —exclamó Stirksha saludándolo con su voz
resfriada. Su boca sonreía amargamente en ademán de burla—.
¿Estás vivo todavía?... Está bien... Justamente es por aquí que te
andan buscando...
—¿Quién me busca?
—Los japoneses, los de Kolchak... a quienes haces mucha falta.
—A lo mejor no me encuentran... ¿No habrá por aquí algo de
comer para nosotros?
—Puede ser que le encuentren —dijo Stirksha enigmática-
mente—. Ellos tampoco son tontos. Tu cabeza tiene precio... En
las reuniones rurales, en el ayuntamiento, en todas partes hay car-
teles pegados que dicen: «A quien lo traiga vivo o muerto se le
recompensará».
—¡Oh!... ¿Y dan mucho?
—Quinientos rublos siberianos.

109
—¡Barato! —dijo sonriendo Levinson—. ¿Hay algo de comer
para nosotros o no?
—El diablo lo sabe... Los mismos coreanos viven sólo de pa-
nizo. Tienen un cerdo de unos diez puds, y todos lo reverencian,
pues creen que tiene carne para todo el invierno.
Levinson fue a buscar al dueño. El viejo coreano, con un som-
brero de alambre con agujeros, temblando, empezó a suplicarle
que no le tocasen el cochinillo. Levinson sintió a su espalda más
de ciento cincuenta bocas hambrientas, y a la vez le daba lástima
el viejo, tratando de convencerlo de que no podía hacer otra cosa.
El viejo no comprendía y continuaba suplicándole alargando los
brazos:
—No llevar comer-comer… no llevar...
—Pegadle un tiro, da lo mismo —dijo Levinson arrugando la
cara como si se tratara de fusilar al coreano y no al puerco.
El coreano se puso a llorar. Se hincó de rodillas, arrastrando
la barba por el suelo, empezó a besar las piernas a Levinson. No
lo hizo levantar porque temía que si lo hacía no podría contenerse
y cambiaría la orden.
Miechik veía todo eso y su corazón se le oprimía de dolor. Se
fue corriendo tras de la choza y se tumbó sobre la paja. Pero aun
así se le aparecía la cara llorosa del viejo canoso, arrastrándose a
los pies de Levinson. «¿Acaso no se puede pasar sin eso?», pen-
saba febrilmente Miechik, y se le aparecía toda la fila de mujiks
sumisos a los cuales se le quitaba el último cacho de pan. «Esto es
cruel, demasiado cruel», pensaba nuevamente y se cubría de paja.
Miechik sabía que él mismo nunca hubiera tratado así al co-
reano, pero, sin embargo, comió su porción de carne como todos,
con mucho gusto, porque estaba hambriento.
Por la mañana temprano, Levinson se vio sitiado. Después de
una batalla que duró dos horas, pasaron a la llanura de Irojedze,
perdiendo más de treinta hombres. La caballería de Kolchak los
perseguía pisándoles los talones. Levinson abandonó todos los ca-
ballos de carga y al mediodía llegó al camino conocido del hospital
militar.
Allí sintió que casi no podía sostenerse sobre el caballo. Su co-
razón, después de una tensión tan increíble, le latía despacio, muy
despacio; parecía que iba a extinguirse. Quiso dormir. Dejó caer

110
la cabeza y enseguida se encontró bien en la montura; todo le pa-
recía sencillo y sin importancia. De pronto, se sacudió como si lo
hubieran empujado de adentro, y miró... Nadie había notado que
dormía. Todos veían delante de sí su figura conocida, algo encor-
vada. Acaso alguien pudiera suponer que estaba cansado y que,
como todos, tenía ganas de dormir... «¿Me alcanzarán las fuer-
zas?», pensó como si se lo hubiese preguntado otro y no él mismo.
Sacudió la cabeza y sintió un desagradable temblor en las rodillas.

—Bueno… pronto verás a tu mujercita —dijo Dubov hablando


con Morozka cuando se acercaban al hospital.
Morozka callaba. Consideraba que este asunto había termi-
nado, a pesar de que cada día tenía más ganas de ver a Varia. En-
gañándose a sí mismo, tomaba sus deseos por curiosidad natural
de observador, como si quisiese saber: «¿Cómo se las apañarán
ellos?». Pero cuando la vio, todo cambió a su alrededor. Varia,
Stashisnki y Jarchenko estaban al lado del cobertizo, extendiendo
los brazos adelante. Sin detenerse, pasó junto con su pelotón;
luego anduvo largo rato dando vueltas al lado de su potro afloján-
dole la cincha.
Varia, buscando con los ojos a Miechik, contestaba de pasada
a los saludos, sonriendo algo turbada. Miechik encontró la mirada
de Varia, la saludó de lejos, se puso colorado y agachó la cabeza;
temía que viniese corriendo y todos adivinaran lo que había entre
ellos. Pero ella, con gran tacto, no descubrió su gran satisfacción.
Miechik ató su Ziuchija y desapareció en el monte. Después de
algunos pasos se encontró con Pika, que estaba acostado al lado
de su caballo. Sus ojos parecían perderse en el vacío.
—Siéntate... —dijo en tono cansado.
Miechik se dejó caer a su lado.
—¿A dónde vamos a ir ahora?...
Miechik no le contestó.
—Ahora estaría yo pescando... —dijo pensativo Pika, y luego
agregó—: Allí, en el colmenar... Los peces ahora siguen el curso de
la corriente hacia la cascada... Haría una pequeña presa y pesca-
ría… cuanto quisiera… —Quedó callado un rato y agregó con voz
melancólica—: Pero ya no existe el colmenar... Ahora allí reina el
silencio, y las abejas están tranquilas…

111
De pronto se levantó apoyándose en los codos y, agarrando a
Miechik, habló con voz trémula por el dolor y la nostalgia:
—Escucha, Pavlusha... escucha, chico mío... Pavlusha... ¿Acaso
no hay un lugar así?... ¿Cómo vamos a vivir, cómo vivimos, que-
rido chiquillo, Pavlusha?... Si yo no tengo a nadie... yo solo, solo...
viejo... pronto he de morir...
Sin encontrar otras palabras para expresarse, febrilmente se
agarraba a la hierba y tragaba aire.
Miechik no lo miraba ni lo escuchaba, pero a cada palabra se
le sacudía algo dentro, como si alguien con dedos finos le arran-
case del alma, como de un tallo todavía vivo, las hojas temprana-
mente marchitas. «Todo eso ha terminado y no volverá nunca
más...», pensaba Miechik, y sintió lástima sus propias hojas mar-
chitas.
—Me voy a dormir... —le dijo a Pika para deshacerse de él—.
Estoy cansado.
Se fue al monte y se echó bajo un árbol, olvidándose en un
sueño intranquilo. De pronto se despertó, como si le hubiesen em-
pujado. El corazón le latía apresuradamente, y la camisa, sudada,
se le había pegado al cuerpo. Tras del árbol conversaban Stas-
hisnki y Levinson. Separó cuidadosamente las ramas y miró.
—…Da lo mismo —decía Levinson con voz sombría—. Que-
darse en esta región es un absurdo. El único camino que tenemos
es hacia el norte, hacia la llanura de Tudo-Vaka... —Abrió la car-
tera y sacó un plano—. Ves... aquí se puede pasar entre los desfi-
laderos, bajaremos por Jaunijedza. Es lejos, cierto, pero qué le va-
mos a hacer...
Stashisnki no miraba el plano, pues sus ojos se perdían en la
profundidad de la taiga como si midiese cada versta cubierta de
sudor humano. De súbito parpadeó varias veces seguidas rápida-
mente con el ojo derecho, y dijo a Levinson mirándolo:
—¿Y Frolov?... Tú te olvidas otra vez...
—Sí… Frolov...
Levinson se dejó caer sobre la hierba pesadamente. Miechik
vio a dos pasos el perfil pálido de Levinson.
—Desde luego, yo puedo quedarme con él... —dijo Stashisnki
con voz sorda después de una pausa larga—. Al fin y al cabo, ésta
es mi obligación...

112
—¡Sería una tontería! —repuso Levinson—. A lo más tardar
mañana al mediodía estarán aquí los japoneses, siguiendo nues-
tras huellas frescas. ¿O es que tu obligación es dejarte matar?
—¿Qué hacer, entonces?
—No sé...
Miechik no había visto nunca en la cara de Levinson una ex-
presión tan impotente.
—Parece que es lo único que queda... Ya pensé en esto...
Levinson calló un rato apretando los dientes.
—¿Sí?... —preguntó con ansiedad Stashisnki.
Miechik comprendió que pasaba algo malo, y se inclinó hacia
adelante. Levinson quiso pronunciar en voz alta aquello que, en
una palabra, era lo único que quedaba por hacer. Pero, por lo
visto, le era tan difícil que quedó callado. Stashisnki lo miró extra-
ñado... y comprendió.
Sin mirarse, temblando, con voz entrecortada y sufriendo al
mismo tiempo, siguieron hablando de lo mismo, de aquello que
era comprensible para los dos, pero que no podían pronunciar.
Sin embargo, con una sola palabra acabarían sus tormentos.
«Lo quieren matar…», pensó Miechik, y palideció. El corazón
le latió con tal fuerza que parecía que se oiría tras del follaje.
—¿Y cómo está? ¿Mal? ¿Mucho? —preguntó varias veces Le-
vinson—. Si es que no fuese... Si es que nosotros no lo... En resu-
men, ¿hay acaso alguna esperanza de que se salve?
—Esperanza, ninguna... ¿Pero acaso se trata de esto?
—Sin embargo, sería más fácil —reconoció Levinson. Al ins-
tante se avergonzó de engañarse a sí mismo. En realidad, se sintió
más aliviado. Después de una pausa dijo despacio—: Habrá que
hacerlo hoy mismo... pero mira que nadie lo adivine, y menos él
mismo... ¿Es posible?
—¡Oh! No se dará cuenta... Hay que darle bromo en vez de li-
món. Pero ¿no podemos dejarlo para mañana?
—¿Para qué…? Si, igualmente... —Levinson guardó el plano y
se levantó—. Es necesario. ¡Qué se le va a hacer!
Y, sin querer, buscaba el apoyo del hombre al cual él mismo
debía apoyar.
«Sí, es necesario...», pensó Stashisnki, pero no dijo nada.

113
—Escucha —empezó lentamente Levinson—, dímelo franca-
mente: ¿estás dispuesto? Dímelo con sinceridad...
—¿Si estoy dispuesto? —dijo Stashisnki—: Sí, lo estoy.
—¡Vámonos!
Levinson le cogió del brazo y se fueron lentamente hacia la ba-
rraca.
«¿Cómo es posible que hagan eso…?» Miechik se echó a tierra
con la cabeza entre las manos; quedó así acostado largo tiempo y
le parecía que flotaba sobre una enorme vaciedad muerta, como
en una pesadilla ante el comienzo de una batalla. Luego se le-
vantó, agarrándose a las ramas y balanceándose como un herido.
Siguió caminando tras Stashisnki y Levinson.
Los caballos desensillados volvieron hacia él sus cabezas can-
sadas; los guerrilleros roncaban en la explanada, algunos prepa-
raban el rancho.
Miechik buscaba a Stashisnki y como no lo encontró, salió co-
rriendo hacia el galpón.
Llegó a tiempo. Stashisnki estaba de espaldas a Frolov, ver-
tiendo algo en una probeta con las manos temblorosas.
—¡Espere!... ¿qué es lo que hace? —gritó Miechik, echándose
encima de él con las pupilas agrandadas por el terror—. ¡Espere!
¡Yo sé todo!...
Stashisnki se estremeció, volvió la cabeza y las manos le tem-
blaron aún más fuertemente... De pronto se dirigió hacia Miechik,
y una vena violácea se le hinchó en la frente.
—¡Fuera!... —dijo con voz sostenida—. ¡Si no te vas, te mato!...
Miechik se mordió los labios, olvidándose de sí mismo, y salió
del galpón. Stashisnki se dominó y se volvió hacia Frolov.
—¿Qué... qué es eso?... —preguntó el enfermo con cierta pre-
vención, mirando la probeta con recelo.
—Es bromo, tómatelo... —dijo Stashisnki severo e imperativo.
Las miradas de ambos se encontraron, y comprendiéndose
mutuamente quedaron absortos y ensimismados, fijos en la
misma idea. «Es el fin», pensó Frolov, y no se extrañó. No experi-
mentó ni terror, ni intranquilidad, ni dolor. Todo le parecía sen-
cillo. Hasta encontró raro que hubiese sufrido tanto tiempo y con
tanta insistencia se agarrara a la vida cuando sólo le daba sufri-
mientos, y que tuviese miedo de la muerte cuando la muerte sería

114
la suprema liberación... Indeciso, pasó la mirada a su alrededor,
como si buscase algo, y se detuvo en el almuerzo que tenía servido
sobre un taburete. Consistía en una taza de leche que se había en-
friado; las moscas volaban a su alrededor. Por primera vez en el
período de su enfermedad, los ojos de Frolov miraron con expre-
sión humana, expresión de lástima hacia sí mismo, o puede ser
que hacia Stashisnki. Dejó caer los párpados y cuando volvió a
abrirlos su rostro estaba tranquilo, sereno.
—Si por casualidad... llegan a ir a Suchán —dijo lentamente—
...diles... que no sufran demasiado... Además... todos vendrán a
parar a este sitio... ¿verdad?... Todos vendrán... —repitió, como si
para él no estuviese completamente clara y demostrada la idea de
la inevitable muerte de los hombres; pero era justamente esa idea
la que despojaba a la muerte personal —la de él, la de Frolov— de
sentido particular, único y terrible, convirtiéndola en algo habi-
tual y propio de todos los hombres. Pensó un poco y continuó—:
Allí tengo un hijito... en las minas... se llama Fedia... Que se acuer-
den de él cuando cambie todo... ayúdenle en algo, como puedan...
Venga, dame, ¿a qué esperas?... —dijo cortando la voz.
Torciendo los labios lívidos, tiritando y parpadeando con el ojo
derecho, Stashisnki le acercó la probeta. Frolov lo tomó con las
dos manos y lo bebió.

Miechik tropezaba con todo, se caía, se levantaba, seguía co-


rriendo por la taiga sin fijarse por qué camino iba; perdió la gorra,
y los cabellos le caían sobre los ojos como una tela de araña fina y
pegajosa. En las sienes le golpeaba la sangre y a cada golpe repetía
palabras consoladoras e inútiles asiéndose a ellas como si pudie-
sen ayudarle: ya no tenía nada más a lo que aferrarse. De pronto
chocó con Varia; pegó un salto hacia atrás. Los ojos le brillaban
salvajes.
—¡Y yo que te buscaba!... —dijo ella contenta, y calló al ver su
aspecto enloquecido.
Él la tomó de las manos y habló desordenadamente.
—Oye... lo envenenaron... a Frolov... ¿sabes?... Ellos le...
—¿Qué?... ¿Lo envenenaron?... ¡Calla!... —gritó comprendién-
dolo todo. Se acercó más, e imperiosamente le cerró la boca con
la palma de la mano—. ¡Calla!... No hables... ¡Vámonos!...

115
—¿Adónde?... ¡Ah, déjame!... —y apretando los dientes la
apartó de su lado.
Ella nuevamente lo cogió del brazo, obligándole a seguirla y
repitiendo con insistencia:
—¡No hables!... Vámonos de aquí..., nos verán...; aquí andaba
un muchacho como al acecho...; ¡vámonos, enseguida!
Miechik dio un tirón y escapó corriendo.
—¿Adónde vas?... Espera... —gritó ella corriendo detrás de él.
En este momento apareció Chizh tras de un árbol; ella se hizo
a un lado y saltando por sobre unas matas desapareció por entre
los arbustos.
—¿Qué, es que no se ha dejado? —preguntó Chizh acercándose
a Miechik—. ¡A ver, a lo mejor yo tengo más suerte! —exclamó
dándose una palmada en un muslo, y, como un sátiro, se lanzó en
busca de Varia.

116
IV

LOS CAMINOS DE LA VIDA

Morozka se había acostumbrado desde la niñez a ver que las


personas como Miechik, cuando tienen sentimientos tan sencillos
y pequeños como los suyos, los encubren con palabras bellas y
pomposas. Ésta era la diferencia que los distinguía de las personas
como Morozka, que no saben expresar sus sentimientos en forma
tan perfecta como ellos. No se daba cuenta de que el fondo del
asunto era en realidad ése, y no podría expresarlo con sus propias
palabras. Pero sabía que entre él y esas personas existía una pared
impenetrable de palabras sonoras y actos falsos.
En el memorable encuentro entre Morozka y Miechik, este úl-
timo trataba de demostrar que cedía en nombre de la gratitud que
le guardaba porque le había salvado la vida. La idea de que él do-
minaba sus bajos instintos por un hombre que no merecía ni si-
quiera eso le llenaba de agradable y paciente melancolía. No obs-
tante, en el fondo de su alma, Miechik estaba descontento de sí y
de Morozka. En realidad, deseaba a Morozka todo el mal posible,
pero no podía causárselo por cobardía o por esa sensación de pa-
ciente melancolía que encontraba hermosa y agradable.
Morozka sabía que, justamente por esa hermosura que él no
tenía, Varia prefería a Miechik, considerando que en Miechik no
sólo había hermosura exterior, sino verdadera belleza de espíritu.
Es por eso que cuando Morozka la vio de nuevo, involuntaria-
mente, volvió al mismo círculo de ideas sin salida: ella, él y
Miechik.
Notó que Varia andaba perdida no sabía por dónde y «segura-
mente —pensaba él— andaba con Miechik». Absorto en este pen-
samiento no podía dormirse, a pesar de que trataba de conven-
cerse de que todo ya le era indiferente. Al menor ruido levantaba
con cuidado la cabeza y miraba en la oscuridad para ver si apare-
cían las dos figuras que tanto le interesaban.
De pronto lo despertó un murmullo cercano. En la hoguera
crepitaban las ramas húmedas; en la pendiente danzaban las som-
bras gigantescas de la noche; la ventana se iluminaba a ratos y se

117
apagaba: era alguien que encendía un fósforo. Después salió Jar-
chenko del cobertizo; cambió unas cuantas palabras con alguien
invisible y se fue hacia la fogata.
—¿A quién buscas? —preguntó Morozka con voz ronca, y como
no entendió la respuesta volvió a preguntar—: ¿Qué?
—Se murió Frolov —contestó Jarchenko con tono sombrío.
Morozka se envolvió mejor en su capote de soldado y se dur-
mió nuevamente.
Al amanecer lo enterraron. Morozka entre otros, indiferente,
cavó la fosa.
Cuando ensillaron los caballos se dieron cuenta de que Pika
había desaparecido. Su pequeño caballo de nariz encorvada es-
taba parado lánguidamente bajo un árbol, sin desensillar. Tenía
un aspecto lamentable. «Se escapó el viejo, no resistió», pensó
Morozka.
—No lo busquen —dijo Levinson un poco triste, pues un dolor
en el costado le atormentaba desde la mañana—. No se olviden del
caballo... No, no... ¿Dónde está el intendente?... ¿Listo? ¡A los ca-
ballos!...
Suspiró profunda y gravemente, como si cargase con algo muy
grande y pesado; se arrimó a su caballo y lo montó de un salto.
Nadie lamentó la ausencia de Pika. Solamente Miechik sintió
con dolor su ausencia. Aunque durante el último tiempo el viejo
no le hacía venir a la memoria más que tristes recuerdos, sin em-
bargo le quedó la sensación de que con Pika se le había ido una
parte de sí mismo.
El destacamento se puso en marcha por un camino tortuoso
por la cresta de estas montañas donde sólo las cabras pueden
brincar, bajo un frío cielo grisáceo.
A lo lejos, abajo, chorreaban algunas fuentes; a sus pies roda-
ban con sordo ruido las piedras por la pendiente angulosa.
Les abrazaba la taiga espinosa de hoja seca, muda, en su silen-
cio otoñal. En el fondo del paisaje de la enramada miraban inquie-
tos los corzos de barba canosa; cantaban las fuentes cristalinas y
las gotas transparentes de rocío cubrían las hojas amarillas, tiñén-
dose del mismo color como amatistas titilantes. Las bestias rugían
todo el día, aullaban en forma angustiosa, apasionada,

118
insoportable. En la taiga marchita parecía sentirse el aliento po-
deroso de un ser grande y eterno.
El que primero notó que entre Morozka y Varia las cosas an-
daban mal fue el enlace Efimka, que habían mandado al pelotón
de Kubrak, antes del almuerzo, con la orden siguiente: «Mantener
unida la cola de la columna, para que nadie se escape».
Efimka pasó con mucho trabajo por entre la línea. Se rompió
los pantalones en los arbustos espinosos y comenzó a refunfuñar.
Kubrak le recomendó no preocuparse de la cola de los demás sino
que conservase su picada nariz. Entre otras cosas Efimka notó que
Morozka no iba al lado de Varia, y que el día anterior tampoco
habían estado juntos.
Al volver se acercó a Morozka y le dijo:
—¿Qué veo? ¿Andas huyendo de tu mujer? ¿Qué os pasa, ha-
céis malas migas?
Morozka, enojado y algo turbado, le miró a la cara, amarilla y
seca, y dijo:
—¿Si hacemos malas migas? No tenemos nada que hacer... La
he dejado.
—¡La has dejado!... —Efimka calló un rato con mirada sombría
como si pensase si venía al caso la palabra «dejado», cuando las
relaciones entre Morozka y Varia no tenían el carácter firme de
lazos de familia—. ¿Y qué? Así suele ocurrir —dijo Efimka—, es
decir, eso depende de cómo le toca a uno la suerte... ¡A ver!...
¡Arre, yegua!... —y pegando un latigazo a su caballo salió al trote.
Morozka lo acompañó con la mirada fija en la blusa de lana;
vio como le decía algo Levinson y después marchó con paso igual
a su lado.
«¡El tipo ése… qué pena!», pensó Morozka desconsolado, y se
puso muy triste al sentirse atado a algo que no lo dejaba libre-
mente correr de un lado a otro con el mismo ánimo de Efimka. «A
ellos les va bien, marchan sin ninguna preocupación, —pensó Mo-
rozka con envidia—. ¿Por qué se han de lamentar ellos? Aunque
sea el mismo Levinson... Quien tiene el poder es respetado, hace
lo que quiere... Así se puede vivir.» No sospechaba que a Levinson
le dolía el costado, que era responsable de la muerte de Frolov,
que su cabeza tenía precio y que podría separársele del tronco an-
tes que al resto. Morozka pensaba que todos, excepto él, eran

119
dichosos y vivían tranquilos, sin preocupaciones. «Verdadera-
mente, yo no he tenido suerte en la vida...»
Todos estos pensamientos embrollados y fastidiosos, que por
primera vez le nacieran al volver del hospital en un claro día de
junio, cuando los campesinos se maravillaban de su manera se-
gura de andar a caballo, volvieron a reaparecer con fuerza espe-
cial. Sobre todo aquéllos que le dominaron cuando iba por aquel
campo desierto cabalgando después de la pelea con Miechik y un
cuervo negro miraba triste sobre un espantapájaros... Todos estos
pensamientos adquirieron en este momento una agudeza y viva-
cidad atormentadora. Morozka se sentía engañado y de nuevo
sólo veía alrededor suyo falsedades y mentiras... Estaba seguro de
que toda su vida, desde niño, había sido pesada, negra y sin sen-
tido. Toda la sangre y sudor que él había derramado, y hasta sus
propias insolencias, no eran alegría sino un trabajo de condenado
que nadie apreciaría y que nunca sería recompensado.
Pensaba, con una cólera para él desconocida, triste, cansada y
casi senil, que tenía ya veintisiete años y que nunca podría volver
a vivir de otro modo. Tampoco veía delante de sí nada bueno. Pu-
diera ser que muriera cualquier día de un balazo y nadie le tendría
lástima. Le parecía ahora que durante toda su vida había tratado
con toda la fuerza posible e imaginable de ir por un camino nuevo
que le parecía bueno y recto, por el que iban también Levinson,
Blakánov, Dubov, e incluso Efimka... Pero alguien se lo impedía.
Jamás se hubiera imaginado que el enemigo que le inquietaba lo
tenía dentro de sí mismo. Pensaba con alegre amargura que sufría
por culpa de la maldad de la gente, de Miechik, en primer término.
Después del almuerzo, cuando le daba de beber a su potro, se
acercó con aspecto enigmático el mismo muchacho valentón y de
cabello ensortijado que le había robado el jarro de estaño.
—¿Qué te puedo decir?... —dijo hablando rápido y guiñando el
ojo izquierdo—. Esa mujer tiene el diablo en las entrañas, te lo
juro, Varia, ella misma... ¡Lo que es yo, tengo buen olfato para es-
tas cosas!
—¿Qué?... ¿Para qué cosas? —preguntó Morozka en tono gro-
sero levantando la cabeza.
—Para las mujeres; yo las comprendo muy bien —aclaró el mu-
chacho un poco turbado—. Aunque todavía no hay nada, que

120
digamos, a mí no me la pega, hermano… ¡Ella lo mira con unos
ojos!... ¡Si se ve que ya no puede más!
—Y él, ¿qué? —preguntó Morozka excitado poniéndose colo-
rado al comprender que se trataba de Miechik, olvidando que de-
bía demostrar una completa indiferencia.
—¿Él, qué? Pues nada… —contestó el joven en tono cauto e in-
sincero, como si todo lo que estaba diciendo no tuviese, en reali-
dad, importancia y hablara sólo por expiar viejos pecados ante
Morozka.
—Pues que les vaya bien. ¿A mí que me importa?... —dijo Mo-
rozka, añadiendo con desprecio—: Puede ser que tú también te
hayas acostado con ella. ¡Yo que sé!
—¡Ésa sí que es buena! Pero si yo...
—¡Anda, vete… la madre que te…! —gritó Morozka desespera-
damente—. ¡Para qué te has de meter en esas cosas, infeliz!...
¡Largo de aquí! —le dijo propinándole un inesperado puntapié en
las asentaderas.
Mishka, asustado por este movimiento brusco, dio un brinco
hacia un lado y al caer con sus patas traseras en un charco de agua
quedó tieso un instante con las orejas alerta.
—¡Con que tú... hijo de...! —dijo el muchacho, extrañado, y con
furia se echó sobre Morozka.
Se agarraron como dos tejones. Mishka dio media vuelta asus-
tado por la pelea.
—¡Te voy a dar, desastrado, con tu olfato!... ¡Te voy a...! —gri-
taba Morozka, metiéndole puñetazos por todas partes, enfurecido
porque el otro le apretaba sin dejarle mover los brazos como él
quería.
—¡Eh, muchachos! —dijo una voz extrañada—. ¡Hay que ver lo
que están haciendo!
De pronto dos manos grandotas, nudosas, se interpusieron en-
tre ellos y tomándolos a ambos por el cuello, los separaron. Ellos,
sin comprender lo que pasaba, volvieron a tirarse el uno sobre el
otro, pero esta vez recibieron ambos un puñetazo tan formidable
que Morozka fue a parar de espaldas a un tronco y el muchacho
cayó sentado en el charco.
—Dame esa mano, que te ayude... —dijo Goncharenko sin iro-
nía—. ¡La que habéis armado!

121
—¡Ese canalla!... ¡Matarlo aún es poco!... —gritaba Morozka
tratando de arrojarse otra vez sobre el muchacho mojado y estu-
pefacto, que, cogido de la mano que Goncharenko le había ten-
dido, le decía algo, mientras se golpeaba el pecho.
—No, dime; pero no... dime —repetía sacudiendo la cabeza
casi en sollozos—: ¿hay derecho a esto? A cualquiera… a cual-
quiera se le antoja meterte una patada en el trasero, y puntapié al
canto... ¿hay derecho?... —Y notando que se agrupaba gente a su
alrededor, gritó con voz chillona—: ¿Acaso yo tengo la culpa?...
¿Tengo la culpa de que su mujer... sea así?
Goncharenko, temiendo un escándalo, y más aún sobre lo que
podría pasar con Morozka si Levinson llegaba a enterarse, dejó al
muchacho chillón y agarrando del brazo a Morozka se fue con él.
—Vamos, vámonos —dijo severamente apoyándose en su
brazo—. Te van a echar, hijo de perra…
Morozka comprendió, al fin, que este hombre fuerte y severo
quería sinceramente su bien; dejó de resistirse y se fue con él.
—¿Qué es lo que pasó? —preguntó el alemán de ojos azules del
pelotón de Metelitsa, que venía a su encuentro.
—Han cazado un oso —dijo tranquilamente Goncharenko.
—¿Un o-oso?... —preguntó el alemán abriendo los ojos extra-
ñado y deteniéndose un rato; luego salió disparado con tal rapidez
como si quisiese cazar otro oso.
Morozka por primera vez miró a Goncharenko con curiosidad
y luego sonriendo dijo:
—Eres fuerte, ¡recristo! —y tuvo una especie de satisfacción de
que Goncharenko fuese robusto, poderoso.
—¿Por qué le pegaste? —preguntó el zapador.
—Porque es un miserable... —dijo Morozka nuevamente agi-
tado—. A ése habría que...
—A ver, a ver —interrumpió Goncharenko tranquilizándolo—.
¿Había algún motivo acaso?...
—¡Formen en columna! —gritó Blakánov de no se sabe dónde,
con voz mitad chillido de adolescente y mitad voz grave de hom-
bre.
En este momento apareció por entre unos arbustos la cabeza
peluda de Mishka que los miró con sus ojos verdosos e inteligen-
tes, y relinchó despacito.

122
—¡Eh!... —exclamó Morozka.
—Buen caballo…
—¡Daría la vida por él con gusto!... —dijo Morozka admirado,
palmeándole el cuello.
—Guarda la vida para mejor oportunidad, te servirá... —Gon-
charenko sonrió entre su barba negra ensortijada—. Yo tengo que
dar de beber a mi caballo, anda —y se fue a tranco largo hacia su
caballo, moviendo los brazos hacia uno y otro lado.
Morozka lo acompañó con la mirada, lleno de curiosidad, pen-
sando por qué antes no había prestado atención a un hombre tan
extraordinario.
Luego, cuando se puso en fila con su pelotón, sin notarlo, se
colocó al lado de Goncharenko. Todo el camino, hasta Jaunijedza,
no se separó de él.
Varia, Stashisnki y Jarchenko estaban en el pelotón de Ku-
brak, casi en la cola. En los recodos de la montaña se veía todo el
destacamento estirado formando columna a lo largo del camino;
a la cabeza, algo encorvado, iba Levinson; tras él, Blakánov imi-
tando inconscientemente su gesto. Varia sentía cerca de ella a
Miechik; la ofensa del día anterior, cuando se encontraron, aho-
gaba en ella, a pesar suyo, el cálido sentimiento que experimen-
taba hacia él.
Desde el día en que Miechik se fue del hospital ella vivía con
un solo pensamiento: volver a encontrarse con él. Ese día lo tenía
relacionado con las ilusiones más profundas y secretas de su alma,
que a nadie se pueden contar, pero que a la vez son tan vivas y
terrenales que se las podría palpar. Se imaginaba cómo él apare-
cería en la cima del cerro, esbelto, guapo, rubio y un poco rubori-
zado. Ella sentía sobre sí su aliento, su cabello acariciado por sus
dedos, y escuchaba su voz tierna llena de amor. Trataba de no re-
cordar los malos momentos que había habido entre ellos, le pare-
cía que no podrían repetirse. En fin, se imaginaba sus relaciones
con Miechik distintas de lo que habían sido, pero en la forma
como ella quisiese que fuesen; hacía esfuerzos por no pensar lo
que en realidad pudiera ocurrir.
Al encontrarse con Miechik, comprendió que él estaba dema-
siado nervioso y excitado para dominarse, y que el hecho que lo
había conmovido era muy superior a su ofensa. Sin embargo,

123
como el encuentro fue completamente distinto de lo que ella se
imaginaba, se sentía ofendida por la actitud grosera de Miechik.
Varia comprendió por primera vez que esa grosería no era una
casualidad, y que Miechik posiblemente era completamente dis-
tinto del que ella había estado esperando largos días y largas no-
ches; pero tampoco tenía otro.
No tenía fuerza para reconocer de una vez que no era tan fácil
echar a un lado lo que durante tantas noches y tantos días le había
hecho sufrir y le había dado placer. Y sentía en su alma, inespera-
damente, un vacío terrible. Quería pensar como si nada hubiese
pasado, y que el malestar y la inquietud venían de la muerte de
Frolov, que todo se arreglaría y todo iría por un buen camino,
pero, sin embargo, toda la mañana pensó que Miechik no tenía
derecho a ofenderla cuando ella se le acercó llena de ilusiones y
de amor.
Durante todo el día, Varia experimentaba un deseo irresistible
de ver a Miechik y conversar con él. Pero ni una sola vez se volvió
para mirarlo, ni se le acercó en el intervalo del almuerzo. «¿Voy a
correr tras de él como una chiquilla? —pensaba—. Si es que él en
realidad me quiere, como me dijo, que se acerque primero; yo no
le reprocharé nada. Y si no se acerca, es lo mismo, me quedaré
sola... Y esto se acabará así...»
Después de una parada larga, el camino se hizo más ancho y
Chizh se acomodó a su lado. El día anterior no pudo alcanzarla,
pero él era en estos asuntos insistente y no perdía la esperanza.
Ella sintió la pierna de él a su lado y su aliento en su oreja junto
con unas palabras atrevidas; pero ella, ensimismada en su pensa-
miento, no le escuchó.
—¿Qué le parece a usted? —insistió Chizh, que trataba a todo
el sexo femenino de «usted», sin diferencia de edad, situación, ni
las relaciones que tuviese con ellas—. ¿Qué, sí o no?
«...Lo comprendo todo... ¿Acaso yo le exijo algo? —pensaba
Varia—. ¿Le era difícil respetarme?... Puede ser que él mismo su-
fra ahora y piense que yo estoy ofendida... ¿Qué pasaría si yo le
hablase?... ¡Cómo!... ¿Ir yo? ¿Después de que me echara?... No, no
y no... Todo quedará así...»
—¿Pero qué le pasa, querida? ¿Se ha vuelto sorda o qué? ¿Está
conforme? —le preguntó.

124
—¿Conforme con qué? —dijo Varia, volviendo en sí—. ¡Vete a
los mil demonios!
—¿Qué tal está usted? —insistía Chizh ofendido y extendiendo
las manos—. Pero, querida, usted finge como si se tratara de la
primera vez o fuese una muchachita…
Y, nuevamente, comenzó a susurrarle al oído, convencido de
que ella escuchaba encantada, pero que se hacía rogar, de acuerdo
con la costumbre femenina, para darse mayor importancia.
Caía la noche con manto oscuro, cubriendo los barrancos. Los
caballos relinchaban, la niebla se espesaba entre los arbustos y
lentamente se deslizaba por la llanura. Sin embargo, Miechik no
se acercaba a Varia, ni por lo visto tenía pensado hacerlo. Y
cuando ella se convencía de que él no vendría, sentía la angustia y
el sufrimiento de sus ilusiones pasadas y más difícil aún le era se-
pararse de él.
El destacamento descendió por una ladera, en plena oscuri-
dad, mezclándose abigarradamente las siluetas de los caballos y
las de los hombres. Dormirían esta noche en la llanura.
—Así, pues, no se olvide, preciosa querida —dijo Chizh con
amable e insolente insistencia—. Haré una pequeña hoguera algo
apartada. Téngalo presente…
Poco después, gritó alguien:
—¿Qué quieres decir? ¿Que dónde me meto? ¿Y a ti qué te im-
porta?
—¿Y tú por qué te introduces en un pelotón que no es el tuyo?
—¿Quién te ha dicho que no es el mío?... Abre los ojos, tonto...
Después de una pausa breve, en la que los dos seguramente
abrían los ojos, dijo con voz de culpable:
—La madre que te... ¡Tal vez sí que somos del mismo pelo-
tón!... ¿Y Metelitsa dónde está?
Y como si hubiese borrado su falta, agregó:
—¡Metelitsa-a-a!
Más abajo, un hombre, irritado de tal modo que se le hubiese
creído capaz de matarse o de matar a los demás si su demanda no
fuese oída, vociferaba:
—¡A ver, fuego! ¡Haced fuego-o-o!
De pronto, en lo más hondo de la vertiente, se encendió una
llama silenciosa y se destacaron las cabezas melenudas de los

125
caballos y las caras cansadas de las personas, entre el brillo frío de
los fusiles y las cartucheras.
Stashisnki, Varia y Jarchenko se separaron para apearse.
—Ahora descansaremos y haremos fuego —dijo Goncharenko
con voz alegre pero que a nadie animaba—. A ver, unas ramas...
Siempre pasa lo mismo, no paramos a tiempo y después sufrimos
en balde... —comentaba Jarchenko en voz alta, frotándose las ma-
nos en la hierba húmeda y sufriendo por el miedo de que le picase
una víbora, y por el silencio sombrío de Stashisnki—. Recuerdo
que una vez veníamos también de Suchán: ya era hora de pernoc-
tar, hacía rato; no se veía nada a dos pasos, nosotros…
«¿Por qué está diciendo todo eso? —pensó Varia—. Suchán…
iban a alguna parte… no se veía nada a dos pasos… ¿A quién le
interesa todo eso ahora? Todo ha terminado, todo, y no pasará
nada.» Ella quería comer, y este deseo se añadía a la sensación de
un vacío insoportable que no podía llenar con nada. Estuvo a
punto de llorar.
Sin embargo, después de comer y de calentarse, los tres se pu-
sieron contentos y les pareció que ese ambiente extraño, frío y os-
curo, se hacía agradable, acogedor y tibio.
—¡Ah, tú, capote mío! —decía Jarchenko con voz llena, exten-
diendo los bártulos en el suelo y preparándose para dormir—. En
el fuego no se quema, en el agua no se hunde. ¡Si yo tuviese ahora
una mujer a mi lado!... —Guiñó el ojo y se rio como si quisiese
decir: «Eso es completamente imposible, pero vosotros estáis de
acuerdo en que sería muy agradable»—. ¿Quisieras tú dormir con
una mujer, camarada doctor? —le preguntó a Stashisnki.
—Naturalmente —contestó seriamente Stashisnki sin com-
prender, no oyendo las últimas palabras de Jarchenko.
«¿Por qué me habré enamoriscado? —pensaba Varia, sin-
tiendo que le volvía su bondad acostumbrada al oír el crepitar de
los leños en el fuego, digiriendo la cena y escuchando las palabras
familiares de Jarchenko—. ¿Por qué estoy tan nerviosa si es que
nada ha pasado? Seguramente el muchacho está solo, aburrido y
me extraña... Y todo porque soy una tonta... Tengo que ir hacia él
y todo irá como al principio.»

126
De pronto no quiso guardar dentro de sí mismo nada de malo,
de ofensivo, ni sufrir por esto cuando todo a su alrededor estaba
tan sereno. Decidió dejarlo todo de lado e ir a ver a Miechik.
«Yo no necesito nada —pensó contenta—, sólo que él me
quiera y me desee, sólo que esté a mi lado... Sí, yo lo daría todo
para que él cabalgue junto a mí, hable y duerma conmigo... tan
guapo y tan jovencito...»
Miechik y Chizh encendieron una hoguera aparte. Les dio pe-
reza hacerse la cena, y asaron simplemente un poco de grasa, y
como comieron sin pan, se quedaron con hambre.
Miechik aún no había vuelto en sí después de la muerte de Fro-
lov y la desaparición de Pika. Todo el día andaba como si nadase
entre una niebla tejida con pensamientos severos sobre la muerte
y las personas, que lo separaban de los demás. Al anochecer, ese
velo cayó, pero no quería ver a nadie y tenía miedo de todo.
Varia encontró su hoguera con dificultad. Todo el barranco vi-
vía con semejantes hogueras y canciones envueltas en humo.
—¡Vaya, dónde os habéis escondido! —dijo saliendo por entre
unas matas con el corazón palpitante—. ¡Buenas noches!...
Miechik se estremeció y la miró asustado, con la cabeza incli-
nada al fuego.
—¡Ah!... —dijo Chizh contentó—. Lo que faltaba era solamente
usted. Siéntese, querida, siéntese...
Extendió su capote sobre la hierba y la invitó a que se sentase
a su lado. Pero ella no aceptó. La vulgaridad acostumbrada de este
hombre, que ella comprendió en cuanto trabó conocimiento con
él, le chocó aún más este momento.
—Vengo a verte... Tú te has olvidado por completo de nosotros
—dijo Varia con voz melodiosa que denotaba su nerviosidad, diri-
giéndose a Miechik, sin ocultar que había venido exclusivamente
por él—. Allí hasta Jarchenko pregunta por tu salud: «¿Cómo está
aquel joven malherido? Parece que va bien». Ya no hablo por mí…
Miechik, sin responder, se encogió de hombros.
—Dígales que vivimos espléndidamente. ¿A quién se le ocurre
esta pregunta? —exclamó Chizh, tomando todas las palabras de
Varia como si trataran de él—. ¡Pero siéntese usted a mi lado; no
hay que avergonzarse!

127
—No vale la pena. Vengo sólo por un rato —dijo ella, ofendida
al ver que Miechik movía los hombros en señal de indiferencia—.
Vosotros, por lo visto, no habéis comido nada, la cacerola está lim-
pia... —agregó Varia sin saber qué decir.
—¿Qué? ¿Que no hemos comido? ¡Si al menos lo que dan fuese
bueno!... Pero todo son porquerías...
Chizh hizo un gesto despectivo.
—¡Pero siéntese a mi lado! —y cogiéndola de un brazo, la tiró
hacia él—. ¡Pero siéntese!...
Ella se dejó caer sobre el capote.
—¿Se acuerda lo que convenimos? —dijo Chizh guiñando el
ojo.
—¿Qué es lo que convenimos? —preguntó ella, acordándose
alarmada de algo. «¡Ah! ¡No debía haber venido!», pensó de
pronto, y algo grande y pesado irrumpió en su corazón.
—Habíamos acordado... Espere un momento... —Chizh se
acercó a Miechik y le dijo poniéndole la mano en la espalda—:
Aunque en sociedad no debe de haber secretos, tengo que de-
cirte...
—¡Qué secretos ni qué cuentos!... —dijo ella con sonrisa ner-
viosa, arreglándose los cabellos con los dedos temblorosos e indó-
ciles.
—¿Por qué diablos te quedas ahí sentado como una marmota?
—murmuró Chizh a la oreja de Miechik—. Aquí ya está todo con-
venido. A la muchacha le gusta hacer favores a todos... Nos ali-
viará a los dos... aquí mismo, y tú...
Miechik, apartándose a un lado, la miró de reojo y se puso muy
colorado. «¿Qué esperabas, esto? Ya ves lo que pasa», decía la mi-
rada ardiente de Varia.
—No, no; me voy... no —murmuró Varia cuando Chizh se diri-
gió a ella otra vez, como si ya le estuviera proponiendo algo ver-
gonzoso y humillante—. No, no; me voy… —Dio un salto y se fue a
paso breve y rápido, con la cabeza gacha, desapareciendo entre las
sombras.
—Otra vez se nos escapó por tu culpa... ¡Idiota!... —rezongó
Chizh enojado y con desprecio. Y de repente, pegó un brinco como
si una fuerza violenta y misteriosa lo hubiera empujado, y salió
corriendo detrás de ella.

128
La alcanzó después de algunos pasos, y sujetándola con una
mano y agarrándola con la otra de los senos, la arrastró bajo unos
arbustos.
—Pero queridita... pero chiquita...
—¡Déjame..., suéltame..., voy a gritar! —suplicaba ella, débil y
casi sollozando, pero dándose cuenta de que no tenía fuerzas para
gritar, y que ahora tampoco era necesario. ¿Para qué y por quién?
—¡Anda, querida! ¿Por qué no…? —le murmuraba Chizh, ta-
pándole la boca con las manos, excitado cada vez más por su pro-
pia delicadeza.
«Es verdad, ¿para qué? ¿A quién le importa esto ahora? —pen-
saba ella, cansada—. Pero si éste es Chizh, pero si éste es Chizh...
¿De dónde ha salido?... ¿Por qué es él?... ¡Ay!, ¿qué más da?»
Y, realmente, todo le pareció indiferente. Sintió en el cuerpo
una debilidad no desconocida y, sometiéndose a ella, sumisa, se
dejó caer sobre la tierra, calentada por un aliento masculino y ar-
diente.

129
V

LA CARGA

—¡No me gustan los mujiks, no tienen el alma tranquila! —de-


cía Morozka, balanceándose en la montura, en el mismo mo-
mento en que Mishka pisaba con las patas delanteras las hojas
secas de color amarillo que alfombraban el camino—. Me acuerdo
que yo iba a casa de mi abuelo... Allí tengo dos tíos míos que aran
la tierra... No, no, esas gentes no me resultan simpáticas... Son
otra cosa, otra cosa; la sangre es otra; avara, astuta, todos son
unos cobardes... Con ellos no vamos a ninguna parte —Morozka
arrancó una rama seca de un álamo blanco y, rítmicamente, al
paso del caballo, se golpeaba las botas—. ¿Por qué son avaros, as-
tutos y cobardes? —preguntó levantando la cabeza—. Si ellos mis-
mos no tienen nada, nada. ¡Viven con el culo al aire! —Y se rio con
sonrisa ingenua y con burla compasiva.
Goncharenko lo escuchaba, mirando a través de las orejas de
los caballos. Sus ojos grises de mirada inteligente tenían esa ex-
presión que suelen tener las personas que saben escuchar bien y
mejor saben pensar sobre lo que han oído.
—Yo creo que si rascas en cada uno de nosotros —dijo de re-
pente, subrayando «de nosotros», y miró a Morozka—, en mí, por
ejemplo, en Dubov, en fin, en cada uno de nosotros, se puede en-
contrar al mujik... Se le puede encontrar —repitió convencido—.
Entero, en carne y hueso, tal como el mujik es.
—¿De qué habláis? —preguntó Dubov.
—La conversación es a propósito de los mujiks. Yo digo que en
cada uno de nosotros hay un mujik...
—¡Anda! —dijo Dubov en tono de duda.
—¿Acaso no es así?... Morozka tiene al abuelo en su pueblo,
por ejemplo; y tú...
—Yo, querido amigo, no tengo a nadie, gracias a Dios —inte-
rrumpió Dubov—. No me gusta, lo digo francamente, esta fami-
lia... Mira a Kubrak: él es un tío que se las trae... Es obvio que no
se le puede exigir a cada uno que sea inteligente. ¿Pero qué pelo-
tón ha reunido? Desertores y desertores... ¡Qué familia!

130
Dubov escupió con desprecio.
Era el quinto día de viaje que el destacamento hacía en direc-
ción de la cañada de Jaunijedza. Marchaba por el camino viejo de
invierno que se extendía cubierto de hierba blanda. Aunque a nin-
guno de ellos le había quedado un pedazo de pan, todos estaban
con un ánimo exaltado, presintiendo la proximidad de un techo y
del descanso.
—¡Eh! ¿Qué te parece? —dijo Morozka, guiñándole el ojo—.
Dubov es de los nuestros...
—Está bien —dijo el zapador sin desanimarse—. No importa
que tú no tengas a nadie, no es ése el asunto. Yo tampoco tengo a
nadie ahora... Tomemos, por ejemplo, nuestra mina... Bien es ver-
dad que tú eres un verdadero tipo ruso... ¿Pero Morozka? No ha
visto en su vida nada más que la mina...
—¿Cómo que no he visto? —protestó, ofendido, Morozka—. Yo
también estuve en el frente...
—Bueno, bueno —hizo Dubov con gesto indiferente—; admi-
tamos que no has visto nada...
—Si vuestra mina es una aldea —dijo tranquilamente Goncha-
renko—. En primer lugar, cada uno tiene su huerto; la mitad del
año, es decir, todo el verano, lo pasan en la aldea... Los corzos an-
dan por allí como si estuvieran en su casa... Conozco eso, estuve
allí.
—¿Una aldea? —se extrañó Dubov, interrumpiéndole.
—Pues ¿qué es, si no?... Las mujeres trabajan en los huertos,
la gente de los alrededores es aldeana... ¿Acaso eso no tiene in-
fluencia?... ¡Ya lo creo que la tiene!... —El minador cortó el aire
con la mano entreabierta, como solía hacer habitualmente.
—Influye… naturalmente —dijo inseguro Dubov, pensando si
en eso no había nada vergonzoso para la «tribu del carbón».
—Y bien, tomemos ahora la ciudad. ¿Son grandes nuestras ciu-
dades? ¿Hay muchas, acaso? Una, dos y se acabó... En mil verstas
a la redonda, todo son aldeas y aldeas... ¿No influye?
—Espera, espera —dijo confundido Dubov—. ¿En mil verstas
a la redonda?... ¿Que sólo hay aldeas?... Bueno, sí… ¿influye?
—Y así resulta que en cada uno de nosotros hay un grano de
mujik —dijo Goncharenko volviendo al punto de partida y termi-
nando seguro de haber refutado lo que decían los demás.

131
—¡Qué tío! —exclamó admirado Morozka, que observaba
desde el momento que intervino Dubov, con interés de ver cómo
demostraba cada uno su habilidad en la discusión—. Te batió,
¿eh? Te ha dejado sin poder contestar siquiera...
—Todo lo dije porque —aclaró Goncharenko sin dejar hablar a
Dubov— no hay por qué enorgullecerse delante del mujik, ni Mo-
rozka tampoco. Sin el mujik tampoco nosotros vamos a ninguna
parte… —Balanceó la cabeza y quedó callado. Por lo visto todo lo
que agregó Dubov no pudo convencerle.
«Es inteligente este tío», pensaba Morozka mirándole cada
vez con mayor respeto.
—No hay vuelta de hoja —dijo en voz alta.
Morozka sabía que Goncharenko, como todas las personas,
podía equivocarse y cometer una injusticia. Morozka, en particu-
lar, no sentía esa carga de mujik de la cual hablaba tan seguro
Goncharenko. Sin embargo, él tenía más fe en el zapador que en
cualquier otro. Goncharenko era «de los suyos», «podía compren-
der», «se daba cuenta», y además no un charlatán ni un hombre
ocioso. Sus grandes manos nudosas estaban sedientas de trabajo,
que lo sabía cumplir lentamente a primera vista, pero con seguri-
dad, porque cada uno de sus movimientos era preciso y bien or-
denado.
Las relaciones de Morozka y Goncharenko llegaron a la pri-
mera etapa amistosa que los guerrilleros suelen definir así: «dor-
mir bajo un mismo capote», «comer en la misma gamella».
De tanto andar diariamente con él, Morozka empezó a pensar
que él mismo era un buen guerrillero: su caballo estaba a punto,
las riendas en orden, el fusil siempre limpio y brillante como un
espejo. En las batallas era el primero y el más seguro, y por eso los
compañeros lo querían y lo respetaban. Al pensar así, sin darse
cuenta, se acostumbró a la existencia sana y con sentido que lle-
vaba Goncharenko.
—¡Al-to-o!... —gritaron en la cabeza de la columna. El grito se
transmitió por toda la línea. Cuando los primeros ya estaban pa-
rados, los de atrás seguían empujando aún, y hubo un momento
de desorden.
—¡Eh!... ¡Llaman a Metelitsa!...

132
Nuevamente el grito se transmitió por la columna. Al cabo de
unos segundos, encorvado como un buitre, pasó Metelitsa a la ca-
rrera. Todo el destacamento lo acompañó con la mirada, mientras
pasaba veloz sobre su caballo brioso. En cada una de las miradas
brillaba una chispa de orgullo inconsciente.
—Iré yo también para saber lo que pasa... —dijo Dubov.
Poco después volvió irritado, tratando de no demostrarlo.
—Metelitsa va a explorar el camino. Pasaremos aquí la noche
—dijo con voz fría y opaca.
—¡Cómo! ¿Sin comer nada? ¿En qué piensan?... —gritaron al-
rededor.
—A esto se le llama descanso…
—¡Es para llamarle cualquier cosa, y mentar a la madre de
Dios! —soltó Morozka.
Los de adelante se apeaban y rompían filas.
Levinson decidió pasar la noche en la taiga, pues no estaba se-
guro de que el camino estuviese libre de enemigos. Sin embargo
tenía la esperanza de que aunque el enemigo se encontrara por
allí conseguiría, después de haber explorado los alrededores, se-
guir adelante hasta el valle Tudo-Vaka, rico en caballos y pan.
Durante toda la marcha le atormentaba un dolor en el costado
que, en vez de disminuir, crecía haciéndose a veces insoportable.
Sabía que ese dolor era resultado de una larga fatiga y que se po-
dría curar sólo con descanso y buena alimentación. Pero no igno-
raba tampoco que debía aún pasar mucho tiempo antes de tener
esta posibilidad. Y se acomodó a su nueva situación, tratando de
convencerse de que «esa enfermedad era una tontería» y que ese
dolor lo tenía siempre y, por lo tanto, no debía impedirle el cum-
plimiento de su misión, que él consideraba ineludible.
—A mi juicio, hay que seguir la marcha... —repetía por cuarta
vez Kubrak sin escuchar lo que decía el jefe; se manifestaba con la
insistencia de un hombre que no quiere saber más que tiene ham-
bre y desea acallarla.
—Bueno, si es que tienes tanta impaciencia, ve solo... Deja un
sustituto y vete. Pero poner en peligro a todo el destacamento sin
saber..., ¡de ninguna manera!
Levinson hablaba como si Kubrak pensase conducir el desta-
camento a un peligro muy cercano.

133
—Oye, hermano, sería mejor que prepararas una patrulla de
guardia —agregó obviando una nueva observación de Kubrak.
Pero viendo que el otro se preparaba a insistir, arrugó el ceño y
preguntó severamente—: ¿Qué?...
Kubrak parpadeó y levantó la cabeza.
—Coloca delante, en el camino, un piquete de guardia a caballo
—continuó Levinson, con leve ironía en la voz—. Y atrás, a media
versta, pon una guardia a pie. Lo mejor es que se sitúen en la orilla
del arroyo que atravesamos. ¿Comprendes?
—Comprendo —contestó Kubrak con voz sombría, extrañado
de soltar palabras completamente distintas de las que se había
propuesto decir. «¡Que diablo de hombre!», pensó al alejarse, cu-
briendo inconscientemente de respeto el odio hacia él y de com-
pasión hacia sí mismo.
De noche, al despertarse, Levinson se acordó de la conversa-
ción con Kubrak. Tomó un cigarrillo y se fue a revisar los piquetes
de guardia. Tratando de no pisar los capotes de los soldados que
dormían, pasó por entre las brasas de las hogueras que estaban
apagándose. La fogata de la derecha ardía más vivamente que las
demás; a su lado estaba sentado en cuclillas un centinela calen-
tándose las manos. Por lo visto se había olvidado por completo de
lo que hacía. Su gorra de piel de cordero estaba echaba hacia atrás.
Los ojos miraban pensativos. Los labios sonreían levemente con
ingenuidad infantil. «¡Qué bien!», se dijo Levinson. Y, con estas
palabras, quiso expresar el sentimiento vago, severo, pero lleno
de admiración al ver estas hogueras azules, humeantes, y al cen-
tinela sonriente.
Se fue aún más despacio y con más cuidado, no para pasar
desapercibido, sino para no asustar al centinela y borrarle la son-
risa de sus labios. El centinela no lo notó y seguía sonriendo mi-
rando el fuego. Seguramente ese fuego y el rumor imponente de
la taiga le hacían recordar las noches de su infancia: el prado cu-
bierto de rocío, el canto lejano de los gallos, el pataleo de un tropel
de caballos, la llamarada viva de unos ojos infantiles, admirados,
oyendo un cuento extraño...
Apenas Levinson se separó del campamento lo envolvieron las
sombras húmedas de la noche. Se sentía olor a hongos y a madera
podrida. Los pies se le hundían en algo blando pero resistente.

134
«¡Qué miedo!», pensó mirando a su alrededor. Detrás ya no se
veía el resplandor dorado de las hogueras. Parecía que la oscuri-
dad se había tragado al campamento, junto con el centinela son-
riente. Levinson suspiró y siguió adelante con paso alegre.
Luego sintió el murmullo del arroyo. Se detuvo escuchando el
silencio nocturno, y sonriendo se fue a paso rápido tratando de
que sus pisadas no se oyesen.
—¡Alto!... ¿Quién vive?... —gritó una voz cortando el aire.
Levinson reconoció a Miechik, y fue hacia él sin contestar. En
el silencio se oyó el ruido metálico del cerrojo del fusil que, atas-
cándose, chirrió quejumbrosamente; luego la nerviosidad de unas
manos que introducían un cartucho en la recámara.
—Hay que engrasarlo más a menudo —dijo Levinson en tono
burlón.
—¡Ah!, ¿es usted? —exclamó con alivio Miechik—. No, no es-
taba descuidado...; no sé, algo me ha pasado con el fusil... —y, tur-
bado, miró al comandante y bajó el fusil olvidándose de cerrarlo.
Miechik había caído de centinela en el tercer turno, a media
noche. No transcurrió aún media hora cuando oyó en el césped
los pasos rápidos de Levinson; a Miechik le parecía que hacía mu-
chísimo tiempo que se encontraba allí. Estaba solo con sus pensa-
mientos en un mundo enemigo, donde todo se movía con cuidado
y con astucia.
En realidad, le preocupaba todo el tiempo una sola idea: no
sabía dónde y cuándo le había nacido, pero continuamente le vol-
vía a la mente. No se la comunicaría a nadie, estaba persuadido de
que era algo feo y vergonzoso, pero sabía también que no se sepa-
raría de ella; al contrario, trataría con todas las fuerzas de cum-
plirla. Era lo último y lo único que le quedaba.
La idea se reducía a huir en cualquier forma, lo más pronto
posible, del destacamento.
Su vida anterior en la ciudad, que antes le parecía tan aburrida
y monótona, ahora, cuando pensaba en ella y en la posibilidad de
hacer de nuevo la misma vida, encontraba que era la única, la me-
jor de todas las felicidades.
Al ver a Levinson, Miechik quedó turbado, no porque el fusil
no estuviese en orden, sino porque se sintió sorprendido en sus
pensamientos.

135
—¡Vaya guerrero! —dijo Levinson bondadosamente. Después
de contemplar al centinela sonriente, no quería enfadarse con na-
die—. ¿No tienes miedo aquí?
—No... ¿Por qué? —dijo Miechik turbado—. Ya estoy acostum-
brado.
—Lo que es yo, no puedo habituarme —dijo sonriendo Levin-
son—. Por más que ando solo día y noche, todo me da miedo… ¿Y
qué, todo tranquilo por aquí?
—Calma completa —respondió Miechik, mirándolo con cierta
extrañeza y timidez.
—No es nada. Pronto vas a estar más aliviado —dijo Levinson,
como si contestase no a las palabras, sino a los pensamientos de
Miechik—. En cuanto lleguemos a Tudo-Vaka, ya estaremos me-
jor... ¿Fumas? ¿No?
—No, no fumo... A veces lo hago por divertirme —agregó apre-
suradamente al recordar la tabaquera que le había regalado Varia,
seguro de que Levinson debía conocer ese cuento.
—¿No te aburres sin fumar? «El tabaco es una gran cosa»,
como diría Kanunnikov, que era un buen guerrillero de nuestro
destacamento. No sé si pudo llegar a la ciudad...
—¿Y para qué fue allá? —preguntó Miechik, y el corazón le la-
tió apresuradamente ante un pensamiento vago e impreciso.
—Lo mandé con un informe. El momento es muy difícil, y en
el informe se da una explicación detallada de nuestra situación.
—Entonces se puede mandar a otro —dijo Miechik con voz ar-
tificial, tratando de aparentar que en sus palabras no había nada
de particular—. ¿No piensa mandar a nadie?
—¿Por qué? —preguntó Levinson algo desconfiado.
—Por nada... Si es que piensa mandar a alguien, yo puedo ir...
Conozco todo aquello...
De repente a Miechik le pareció que había ido demasiado lejos
y que Levinson había comprendido todo.
—No, no pienso... —dijo Levinson reflexionando—. ¿Qué es lo
que tienes tú allí, parientes?
—No, yo trabajaba allí... Quiero decir, tengo allí parientes,
pero no lo decía por eso... Usted puede confiar en mí; cuando yo
trabajaba en la ciudad precisamente con frecuencia transmitía
mensajes secretos.

136
—¿Con quién trabajabas?
—Trabajaba con los maximalistas, pues entonces creía que era
lo mismo...
—¿Cómo lo mismo?
—Sí, trabajar con cualquiera que fuese...
—¿Y ahora?
—Pues, ahora, estoy algo desorientado —dijo lentamente, no
sabiendo aún qué se esperaba de él.
—Bien... —dijo Levinson como si eso fuera lo que quería sa-
ber—. No, no pienso..., no pienso mandar —repitió de nuevo.
—¿No sabe usted por qué le hablo de esto?... —comenzó
Miechik con inesperada nerviosidad y voz temblorosa—. No
piense mal de mí, creyendo que le oculto algo... Voy a ser con us-
ted completamente sincero...
«Ahora se lo voy a decir todo», pensó Miechik, sin saber si ha-
cía mal o bien.
—Yo le hablé de esto, además, porque a mí me parece que no
sirvo para nada y que soy un guerrillero innecesario y que sería
mejor que usted me licenciase... No crea que tengo miedo y que le
oculto algo. No. Es que, a decir verdad, no sé hacer nada y no com-
prendo nada... Aquí no puedo trabar amistad con nadie, nadie me
apoya. ¿Acaso tengo yo la culpa? Me acerqué a todos con el alma
abierta, pero siempre me estrellaba contra alguna grosería, o una
burla, a pesar de que yo también participé en las batallas y fui he-
rido gravemente, usted lo sabe... Ahora no creo a nadie; sé que si
fuese más fuerte me escucharían y hasta me tendrían miedo, por-
que aquí cada uno tiene solamente en cuenta eso, cada uno piensa
solamente en eso, en llenarse el estómago aunque sea robándole
a su compañero... De lo demás nadie se preocupa... A mí, a veces,
me parece que si ellos cayeran en manos de Kolchak, aunque fuera
mañana, le servirían fielmente y fusilarían a quien se les pusiera
delante..., pero yo no puedo, yo no puedo hacer lo mismo...
Miechik sintió como si con cada palabra se le cayera el velo que
llevase puesto. Cada palabra le salía con tanta facilidad que lo de-
jaba aliviado. Quería hablar más y más; ahora ya le era indiferente
la actitud que tomase Levinson.

137
«Ésta sí que es buena… ¡vaya lío!», pensó Levinson escuchán-
dolo con curiosidad creciente y prestando atención a lo que palpi-
taba por debajo de las palabras de Miechik.
—¡Basta! —dijo Levinson al fin, tomándolo de la manga.
Miechik sintió cómo se clavaban en él los ojos grandes y oscuros
de Levinson—. Chico, lo que dijiste es demasiado grave para
echarlo en saco roto... Por el momento detengámonos aquí, to-
mando lo que haya de más importante... Tú dices que cada uno se
ocupa solamente de llenar la panza...
—¡Oh, no! —exclamó Miechik. Le pareció que lo más impor-
tante de sus palabras era justamente otra cosa: que vivía mal, que
todos le ofendían injustamente y que él hacía muy bien en decirlo
sinceramente.
—Yo quería decir...
—No... espera, ahora voy a hablar yo —le interrumpió delica-
damente Levinson—. Tú dijiste que cada uno aquí piensa sólo en
hartarse y que si cayéramos en manos de Kolchak...
—No, yo no quise de ningún modo referirme a usted... ¡No!...
—Es lo mismo... Si ellos cayeran en manos del enemigo, ¿crees
acaso que cumplirían lo que les ordenara Kolchak? Estás en un
error. Eso no es cierto...
Levinson comenzó a explicarle. Cuanto más hablaba, com-
prendía con más claridad que perdía el tiempo inútilmente. Por
las fragmentarias observaciones que hacía Miechik, advirtió que
había que hablar con él de otras cosas más básicas y elementales,
que él había adquirido con esfuerzo pero que ahora eran sangre
de su sangre. Pero ahora era imposible hablar detenidamente de
ellos porque cada minuto, en estos instantes, exigía que la gente
actuase consciente y decididamente.
—¿Qué hacer contigo? —dijo él al fin con severidad y bondad
compasiva al mismo tiempo—. Haz lo que quieras. ¿Adónde vas a
ir? No lo sabes. Sería una tontería. Te matarían por ahí y eso es
todo... Piensa bien lo que te dije, que no te hará mal...
—No pienso más que en eso —dijo Miechik sordamente. La
nerviosidad que lo obligó a hablar sin freno, con atrevimiento, le
abandonó de súbito.
—Y sobre todo no consideres a tus camaradas peores que tú
mismo. No son peores, puedes estar seguro de ello...

138
Levinson sacó la petaca, y empezó a liar un cigarrillo.
Miechik, abatido, melancólico, le observaba.
—En espera de lo que pueda ocurrir, harías bien cerrando el
cerrojo del fusil —dijo de pronto Levinson, que durante todo el
tiempo de la conversación no había perdido de vista el cerrojo—.
Ya es tiempo de acostumbrarse a pensar que no estamos en casa.
Encendió un fósforo y por un instante aparecieron en la oscu-
ridad sus párpados entreabiertos, con pestañas largas, las aletas
finas de su nariz y su barba rojiza.
—¿Y qué tal, cómo está tu yegua? ¿Sigues montando en ella?
—Sí...
—Escucha: mañana te daré a Nivka, ¿sabes? Era el caballo de
Pika... La Ziuchija se la daremos al intendente. ¿Te place la cosa?
—No está mal —respondió tristemente Miechik.
«¡Qué tío más imposible!», pensó luego Levinson mientras ca-
minaba con cuidado por el césped blanco, haciendo brillar con
frecuencia el cigarrillo. Levinson quedó algo interesado por la
conversación. Pensaba que Miechik era débil, perezoso y sin vo-
luntad, y que era una lástima que en el país nacieran personas
como él, inservibles e innecesarias. Apresuró el paso y echó unas
cuantas bocanadas seguidas. «Eso ocurre, naturalmente, en nues-
tra tierra —pensaba Levinson—, en nuestro país, donde millones
de hombres viven, desde hace muchos siglos, al ritmo lento y pe-
rezoso del sol, en la suciedad y en la pobreza; labran la tierra con
arados primitivos: creen en un dios malvado y tonto… Precisa-
mente en una tierra así sólo pueden crecer hombres tan indolen-
tes y abúlicos, nulidades como ésta…»
Y Levinson se conmovía porque todo aquello en que pensaba
era lo más profundo e importante en que se podía pensar; porque
en la superación de toda aquella escasez y pobreza radicaba el sen-
tido fundamental de su propia vida; porque no habría existido
ningún Levinson, sino que habría existido otro cualquiera, de no
vivir en él una sed inmensa, con la que no podía compararse nin-
gún otro deseo, de que existiera un hombre nuevo, excelente,
fuerte y bueno. Pero ¿cómo hablar de un hombre nuevo y exce-
lente, mientras muchos millones se ven obligados a llevar una
existencia primitiva y miserable, de una inaudita estrechez?

139
«¿Es posible que yo también haya sido alguna vez como él?»,
se dijo Levinson pensando en Miechik. Trató de recordar su niñez
y su juventud. Pero lo consiguió difícilmente; pesaban muy pro-
fundamente los sedimentos de sus últimos años, en los que se ha-
bía transformado en ese Levinson que todos conocían como el
hombre que estaba siempre a la vanguardia.
Pudo recordar solamente una vieja fotografía familiar donde
un esmirriado niño hebreo, con los ojos abiertos e ingenuos y una
blusita negra, miraba con insistencia poco infantil el lugar de
donde, según le habían dicho, debía salir un lindo pajarillo.
El pajarillo no salió y él recordaba que casi lloró de desilusión.
¡Cuántas veces tuvo que desilusionarse todavía!
Y cuando realmente se convenció de ello, comprendió cuán
perniciosas son para la gente las fábulas de los bonitos pajarillos,
de los pajarillos que deben salir volando de algún sitio, y a los cua-
les muchos esperan inútilmente toda su vida… ¡No; él ya no nece-
sitaba tale pajarillos! Ahogó en sí implacablemente la irreal y
dulce nostalgia por ellos, todo lo que quedaba en herencia de las
generaciones periclitadas, educadas con las falsas fábulas de los
lindos pajarillos… «Verlo todo tal como es, para transformar lo
existente, aproximarse a lo que nace y a lo que debe ser»: he aquí
la conclusión, sencilla y nada fácil, a que llegó.
«...No, yo, sin embargo, era mucho más valiente que él. Yo era
un muchacho fuerte —pensó con inexplicable alegría... con alegría
que nadie hubiera podido comprender ni sospechar en él—. Yo,
no solamente deseaba mucho, sino que podía mucho; he ahí la
cuestión...» Andaba sin fijarse en el camino. Las ramas humede-
cidas por el rocío nocturno le refrescaban el rostro; sentía el aflujo
de una fuerza extraordinaria que lo empujaba con fuerza irresis-
tible, como si le levantase sobre su propia envoltura (¿no sería ha-
cia el hombre nuevo, que él deseaba con toda su alma?), y con esa
elevación humana, terrenal y extensa, dominaba sus achaques, el
débil cuerpo suyo…
Cuando salió de la taiga y vio de nuevo el campamento, las ho-
gueras ya se habían apagado y el centinela ya no sonreía. Se oía
que alguien andaba limpiando un caballo, y calladamente refun-
fuñaba. Levinson se acercó a su hoguera, casi extinguida. Al lado,
envuelto en su capote, dormía con sueño tranquilo su ayudante

140
Blakánov. Echó unas cuantas ramas sobre el rescoldo, y sopló
para que se encendiesen. Por la fuerte tensión se desvaneció un
poco. Blakánov, en sueños, sintió el alegre calorcillo que daban las
llamas y se volvió. Su rostro estaba descubierto. Los labios entre-
abiertos como la boca de los niños cuando duermen, la gorra apre-
tada a las sienes, con la visera en alto. Parecía un ternero grande
y satisfecho. Contemplándolo, Levinson se sonrió cariñosamente.
Después de la conversación con Miechik, no sabía por qué, pero
le causó suma satisfacción mirar la cabeza sana de Blakánov.
Luego se acostó a su lado, y apenas cerró los ojos, quedó in-
grávido, flotando en regiones desconocidas, sin sentir su cuerpo,
hasta que quedó sumergido de repente en la negrura sin límite.

141
TERCERA PARTE

LA DESCUBIERTA DE METELITSA

Al enviar a Metelitsa de descubierta, Levinson le ordenó que a


toda costa volviese la misma noche. La aldea a la cual había sido
mandado, en realidad, quedaba mucho más lejos de lo que se ima-
ginaba Levinson. Metelitsa dejó el destacamento cerca de las cua-
tro de la tarde. Encorvado sobre el caballo, como un ave de rapiña,
abría con alegría y sensualidad las aletas finas de su nariz agui-
leña, como si se embriagase en loca carrera después de cinco días
de viaje lento y aburrido. Tras él corría la taiga otoñal, con el sus-
piro de sus hojas amarillas y el murmullo de sus hierbas secas,
envuelta en la luz fría y triste de la tarde moribunda. Cuando ya
había oscurecido completamente, Metelitsa salió al fin de la espe-
sura del bosque, detuvo su caballo al lado de una choza vieja con
el techo caído, olvidada por las gentes.
Ató el caballo a un tronco. Entró en la choza, y por poco no cae
en un agujero del cual salía un olor terrible a madera podrida y a
paja mojada. Apoyado en la punta de sus pies, estuvo parado unos
diez minutos sin moverse, sin estremecerse, escuchando el silen-
cio de la noche. Ante él se extendía una llanura sombría con las
manchas oscuras de unos bosquecillos que se perdían en el fondo
de un cielo estrellado y poco hospitalario. Montó nuevamente el
caballo y salió trotando. Las huellas apenas se marcaban en el cés-
ped crecido del camino. Los troncos finos de los abedules blan-
queaban con luz suave en la oscuridad, como velas apagadas.
Subió por la colina; a la izquierda se veía una cadena de volca-
nes encorvados, semejante a la espina dorsal de un animal gigan-
tesco. Más allá murmuraba la corriente de un río.
A dos verstas, poco más o menos, ardía una hoguera. Eso le
hizo recordar la orfandad solitaria de la vida pastoril; más allá,
atravesando el camino, se extendían las luces amarillas de la al-
dea. La cadena de volcanes se extendía hacia la derecha y se perdía
en la oscuridad; en este lugar, el terreno sufría un gran declive.

143
Seguramente allí había un enorme barranco. A sus costados en-
negrecía un bosque sombrío.
«Allí debe de haber terreno pantanoso», pensó Metelitsa, y
sintió frío; tenía la camiseta desabrochada y la chaqueta de cuero
sin botones. Decidió ir primero hacia la hoguera.
Por si acaso, sacó el revólver de la funda y se lo puso en el cin-
turón. De este modo daba la impresión de que no llevaba fusil, y
parecía un mujik que venía del campo; después de la guerra con
Alemania, muchos campesinos solían andar así.
Se acercó a la hoguera. De pronto se oyó en la oscuridad el re-
linchar alarmante de un caballo. El potro salió disparado, sacu-
diendo su cuerpo magnífico. En este instante se vio la sombra de
un hombre detrás del fuego. Metelitsa tiró con fuerza las riendas
del caballo; el potro levantó las patas delanteras.
Al lado de la hoguera estaba parado un chiquillo delgado, de
cabellos negros, con los ojillos asustados, teniendo en una mano
un látigo y la otra, perdida en una manga ancha, levantada como
si quisiese defenderse. El muchachito llevaba alpargatas y tenía
los pantalones rotos; se cubría con una chaqueta desmesurada-
mente grande, atada a la cintura por un cinturón de cáñamo tren-
zado.
Metelitsa detuvo bruscamente su potro ante las propias nari-
ces del chiquillo. Casi lo aplastó. Quiso gritarle algo en tono gro-
sero y altanero, pero al ver delante de sí los ojos asustados del za-
gal, la manga ancha, los pantaloncitos que dejaban ver las rodillas
y el enorme chaquetón, del cual salía su cuello delgado de niño,
quedó algo turbado.
—¿Qué haces ahí de pie? ¿Te asustaste?... ¡Vaya pájaro! ¡Está
quieto, y no se mueve!... ¿Y si te hubiese aplastado?... ¡Ay, qué
tonto! —añadió viendo que delante del pequeño y de todos sus ha-
rapos se volvía también un chiquillo.
El muchacho, asustado, no lograba responder; luego bajó el
brazo, y dijo, ruborizándose, en tono serio, tratando de hablar
como una persona mayor:
—¿Por qué te me echaste encima volando como un loco?
¡Cómo no me iba a asustar!... Yo tengo aquí mis caballos...
—¿Caballos? —dijo sonriendo Metelitsa—. ¡Estás de broma!

144
Metelitsa colocó las manos en la cintura echando el cuerpo ha-
cia atrás, observando al chiquillo con los ojos medio cerrados. De
pronto se rio tan fuerte y con un timbre tan sincero y tan bonda-
doso que hasta se admiró que le hubiesen podido salir sonidos se-
mejantes.
El muchacho, desconcertado e incrédulo, se metió los dedos
en la nariz y comprendió que no había nada de terrible, y que, por
el contrario, resultaba todo muy divertido; arrugó la frente de tal
modo que la nariz se le alzó llena de mocos. Por lo inesperado del
cuadro, Metelitsa volvió a reírse con una carcajada aún más estre-
pitosa. El chico se rio también, y así pasaron algunos minutos.
Metelitsa se balanceaba sobre su caballo, mostrando sus esplén-
didos dientes que brillaban al reflejo de las llamas de la hoguera.
El pequeño, tumbado en el suelo, apoyado con los manos en tie-
rra, se echaba hacia atrás a cada carcajada.
—¡Cómo me has hecho reír, tunante! —dijo Metelitsa sacando
los pies de los estribos—. Eres un tío con todas las de la ley —y
saltó a tierra, acercando las manos al fuego.
El muchachito dejó de reírse y lo miraba extrañado y alegre al
mismo tiempo, como si aguardase de él las cosas más inesperadas
y estupendas.
—¡Qué divertido es usted! ¡Qué diablo de hombre! —dijo, al
fin, claramente, como si hubiera hecho el resumen de sus obser-
vaciones.
—¿Yo? —preguntó sonriendo Metelitsa—. ¡Yo, divertido!
—La verdad, me asusté un poco —confesó el muchacho—. Los
caballos están por allí mientras estoy asando las patatas...
—¿Patatas? ¡Eso sí que es bueno! —Metelitsa se sentó a su lado
sin dejar las riendas de la mano—. ¿De dónde las sacas?
—Por allí... Hay muchas, todo está lleno de patatas...
Y el chiquillo indicaba los alrededores.
—¿Qué haces, las robas?
—Naturalmente que las robo... Deja que te tenga el caballo...
¿o es un potro?... Yo no lo voy a soltar, no tengas miedo... ¿Sabes
que tienes un buen caballo? —dijo contemplándolo con mirada
experta—. ¿Y tú de dónde vienes así tan de sopetón?
—No está mal el caballejo —contestó asintiendo Metelitsa—.
¿Y tú de dónde eres?

145
—De allá —contestó el chico señalando hacia las hogueras le-
janas—. Mi aldea es Jaunijedza... Hay ciento veinte casas, grandes
como mi puño —dijo repitiendo la frase de alguien, y escupió.
—¡Ah! Yo soy de Vorobiovka, que está detrás de las montañas.
Puede ser que hayas oído hablar de mi pueblo.
—¿De Vorobiovka? Debe estar lejos eso...
—Sí, muy lejos.
—¿Y para qué viniste por aquí?
—¿Cómo decirte?... Es muy largo de contar... Pienso comprar
caballos... Dices que aquí hay muchos. Yo adoro los caballos —dijo
Metelitsa con malicia—; toda la vida he cuidado caballos, pero los
de los otros...
—¿Acaso piensas que estos son míos? Son de mi amo...
El muchacho, sacando de la manga su manita delgada y sucia,
empezó a escarbar las cenizas con un palo para sacar las patatas
cocidas.
—¿Quizá quieres comer? —le dijo—. Tengo pan; poco, pero...
—Gracias, acabo de hartarme, estoy lleno hasta aquí... —y Me-
telitsa señaló el cuello como si todavía sintiese gusto a comida. En
realidad, estaba hambriento.
El chico sacó las patatas del fuego, las sopló un rato, las metió
en la boca sin mondarlas y comenzó a mascar con apetito, mo-
viendo las orejas puntiagudas. Cuando acabó, miró a Metelitsa
con la misma expresión que cuando dijo extrañado que era un
hombre divertido, y agregó:
—Yo soy huérfano hace ya medio año. A mi padre los cosacos
lo mataron a golpes, a mi madre la violaron y la azotaron, a mi
hermana también...
—¿Los cosacos? —preguntó bruscamente Metelitsa.
—¿Y quiénes iban a ser, pues? Pegaban hasta más no poder,
incendiaron la casa y el pajar, no solamente la nuestra, unas
doce... Vienen cada mes. Ahora están allí unos cuarenta hombres,
y en el pueblo vecino, en Rakitnoe, hay desde el verano todo un
regimiento. ¡Qué malos son! ¡Cómo pegan!... Toma una patata,
hombre...
—¿Cómo es que no huisteis? Allí tenéis un bosque enorme...

146
—¿Y qué con el bosque? Uno no se va a pasar todo un siglo en
el bosque. Además allí la tierra es tan pantanosa que después de
entrar, no hay manera de salir.
«¡Lo sabía!», pensó Metelitsa recordando sus sospechas.
—Oye —dijo levantándose—. Cuida mi caballo, yo me acercaré
a pie hasta la aldea. Veo que aquí no hay nada que comprar...
—¿Volverás pronto? ¡Quédate un rato más!... —dijo el pastor-
cito entristecido, levantándose también—. Uno solo se aburre
aquí —agregó con voz lastimera mirando a Metelitsa con sus ojos
grandes, suplicantes y húmedos.
—No puedo, querido —exclamó Metelitsa—. Para explorar,
hay que ir durante la noche... Volveré pronto. ¿Dónde vive el jefe
de ellos?
El muchacho le explicó cómo debía encontrar la isba en que
paraba el jefe del regimiento.
—¿Hay muchos perros en la aldea?
—Perros hay de sobra, pero no son malos.
Metelitsa ató el caballo, se despidió, y se fue por el sendero de
la orilla del río.
El pequeño lo miró entristecido mientras se alejaba, hasta que
se perdió entre las sombras.
Al cabo de media hora, Metelitsa llegó a la entrada de la aldea.
El camino doblaba a la derecha, pero él, de acuerdo con las indi-
caciones del pastorcito, siguió a la izquierda, atravesando los te-
rrenos que rodeaban las huertas de los mujiks. La aldea dormía.
Las luces se habían apagado y apenas se veían los techos de paja
de las isbas en medio de los jardines desiertos y silenciosos bajo
la luz pálida de las estrellas. De las huertas venía un olor a tierra
húmeda recién removida.
Metelitsa pasó de largo dos callejuelas y se internó en la ter-
cera. Los perros le acompañaban con un ladrido perezoso y ronco
como si ellos mismos estuviesen asustados, pero nadie salió para
ver quién pasaba. Por lo visto, allí estaban acostumbrados a que
anduvieran por sus caminos gentes desconocidas. No se veía a na-
die, ni siquiera parejas de novios que justamente en el otoño sue-
len pasearse antes del casamiento. Durante ese otoño, bajo la
sombra de los setos, nadie hablaba de amor.

147
Metelitsa, como siempre en los momentos de peligro, se lle-
naba de desprecio hacia todo, dispuesto a cualquier cosa; apre-
taba los labios despectivamente, mirando los bancos vacíos y se
enojaba sin saber por qué.
De acuerdo con las instrucciones del pastorcillo, atravesó to-
davía unas cuantas callejuelas, dando una vuelta alrededor de la
iglesia y al fin encontró la valla pintada del jardín del pope, en
cuya casa paraba el jefe del escuadrón.
Metelitsa echó una mirada, escuchó un rato y como no notó
nada sospechoso, saltó, sin hacer ruido, por encima de la cerca.
El jardín era espeso y lleno de ramas, pero las hojas ya se ha-
bían caído. Metelitsa, conteniendo los fuertes latidos de su cora-
zón, casi sin respirar, avanzó. Los setos se acabaron y comenzó
una alameda. A unos veinte pasos hacia la izquierda, vio una ven-
tana iluminada. Estaba abierta. Allí había gente. Una luz uniforme
iluminaba las hojas caídas, y los manzanos, de color dorado, bri-
llaban.
«¡Aquí están!», pensó Metelitsa, y nerviosamente le tembló la
mejilla. Ardía en un sentimiento intraducible de valor, que lo lan-
zaba a las hazañas más atrevidas. Pensaba: «¿Qué falta hace que
yo escuche la conversación de esa gente que habla en una habita-
ción iluminada?». Sin embargo, sabía que no se iría hasta haber
escuchado. Al cabo de unos minutos, se paró debajo del manzano,
junto a la misma ventana, escuchando afanosamente lo que ha-
blaban, y viendo todo lo que allí pasaba.
Eran cuatro alrededor de una mesa y jugaban a los naipes en
la profundidad del cuarto. A la derecha estaba sentado el pope,
viejo y pequeño con unos cuantos pelitos bien peinados; barajaba
los naipes con habilidad extraordinaria, tratando de mirar cada
una de las cartas. El vecino recibía los naipes y apresuradamente
los escondía debajo de la mesa. Frente a Metelitsa estaba sentado
un oficial de cara gruesa y perezosa, de aspecto bondadoso, con
una pipa en la boca. Seguramente por su gordura, Metelitsa lo
tomó por jefe del regimiento. Sin embargo, durante todo el tiem-
po, sin saber por qué, le interesaba más el cuarto de los jugadores,
de cara pecosa y pálida, con pestañas inmóviles. Éste llevaba un
gorro negro y un capote peludo de fieltro como el que usan las

148
gentes del Cáucaso, en el que se envolvía cada vez que tiraba las
cartas.
Al revés de lo que esperaba oír Metelitsa, hablaban de cosas
comunes y poco interesantes; más de la mitad de la conversación
era sobre el juego.
—Ochenta juego —dijo el que daba la espalda a Metelitsa.
—Poco, su excelencia, poco —dijo el del gorro negro—. Yo,
cien, a ciegas.
El grueso, frunciendo las cejas, miró de nuevo las suyas y, sa-
cándose la pipa, agregó:
—Ciento cinco.
—Paso —dijo el primero al pope, que era quien tenía la banca.
—Me lo suponía... —repuso sonriéndose el del gorro negro.
—¿Acaso tengo yo la culpa si las cartas son malas? —dijo el
primero dirigiéndose al cura.
—Poquito a poco, poquito a poco —bromeaba el pope, rién-
dose para demostrar con su sonrisa la poca importancia de la ga-
nancia de su vecino—. Se apuntó usted doscientos tantos... ¡Vaya,
vaya!
Y con pillería amable y poco sincera lo amenazó con el dedo.
«¡Qué nido de piojos!», pensó Metelitsa.
—¡Ah! ¿También pasa usted? —preguntó el curita, mirando al
oficial perezoso—. En ese caso yo apuesto... —agregó dirigiéndose
al del gorro negro. Durante un minuto, apasionadamente, tiraron
las cartas sobre la mesa, hasta que el del gorro negro perdió. «Y
se daba importancia, ese tonto», pensó despectivamente Meteli-
tsa sin saber qué hacer, si irse o esperar todavía. Pero no pudo
alejarse porque el que había perdido se volvió hacia la ventana, y
Metelitsa sintió sobre sí su mirada penetrante y terrible.
Al mismo tiempo, el que estaba sentado de espaldas a la ven-
tana empezó a cartear de nuevo. Lo hacía con el cuidado con que
suelen rezar los viejos.
—Y Niechitailo sin venir... —dijo bostezando el perezoso—. Se
ve que le va bien. Mejor hubiera ido con él...
—¿Los dos? —preguntó el del gorro negro, volviéndose—. Aun-
que también hubiera podido ella con los dos… —agregó haciendo
una mueca desagradable.

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—¿Vasenka? —preguntó el pope—. ¡Ya lo creo que hubiera po-
dido! Aquí tuvimos un tejedor..., ya les conté... Sólo que Serguei
Ivánovich no hubiera estado de acuerdo. Jamás... ¿Saben lo que
me dijo ayer, en secreto? «Yo la voy a llevar conmigo, no tengo
miedo a casarme con ella...» ¡Oh! —exclamó de pronto el pope,
cerrando la boca con las manos y mirando con ojos de pillo—.
¡Qué memoria! No quería contar esto y lo dije. ¡No importa! Es-
tamos entre los suyos —agregó juntando las manos en una pal-
mada. Y a pesar de que todos, igual que Metelitsa, vieron la hipo-
cresía de sus palabras y de sus gestos, nadie lo hizo notar y se rie-
ron al mismo tiempo.
Metelitsa se encogió debajo de la ventana, haciéndose a un
lado. Dio media vuelta para salir por la alameda cuando se encon-
tró frente a frente con el hombre del capote caucásico, echado so-
bre el hombro. Tras él iban dos más.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó extrañado recogiendo el ca-
pote.
Metelitsa saltó hacia un lado detrás de unos árboles.
—¡Párenlo! ¡Deténganlo! ¡Agárrenlo! ¡Aquí!... ¡Eh! —gritaron
varias voces. Se oyeron algunos tiros que resonaron secamente
tras de él.
Metelitsa salía embrollándose entre las ramas de los arbustos,
eligiendo al azar el camino de escape, pero delante gritaban ya
otras voces y en la callejuela ladraban con furia los perros.
—¡Aquí estás, te pillé! —dijo alguien, tirándose sobre Metelitsa
con los brazos extendidos. Una bala le silbó junto al oído. Meteli-
tsa contestó disparando también. El hombre que lo perseguía
cayó.
—Mentira, no me cogerás... —dijo Metelitsa, seguro hasta el
último momento de que nadie lo podría agarrar.
Pero alguien, de fisionomía corpulenta y pesada, se abalanzó
sobre él por detrás y le sujetó. Metelitsa quiso sacar los brazos,
pero un golpe fuerte y cruel lo aturdió…
Luego, los unos después de los otros le pegaron todos; y a pe-
sar de haber perdido el conocimiento, sentía un golpe tras otro...

150
El lugar donde dormía el destacamento era oscuro y húmedo;
por las cordilleras de Jaunijedza, teñidas de color anaranjado,
asomaba el sol y nacía el día perfumado de aromas otoñales.
El centinela de guardia que estaba al lado de los caballos oyó
en sueños un sonido insistente y monótono, parecido al tiro de las
ametralladoras cuando se oyen a lo lejos, y asustado se despertó,
pegó un salto y tomó el fusil. Pero el que golpeaba era simple-
mente un pájaro carpintero sobre un tronco cerca del río. El cen-
tinela se encogió y se cubrió de nuevo con su capote raído. Nadie
se había despertado; la gente dormía, sorda y sin temor, con el
sueño con que duermen las personas hambrientas y atormentadas
por el cansancio, cuando no tienen nada nuevo que esperar.
«Metelitsa no viene... seguramente está comiendo o dur-
miendo en alguna isba, y aquí nosotros estamos esperando sin co-
mer...», pensó el centinela. De ordinario él, como todos, admiraba
el arrojo de Metelitsa y tenía hasta orgullo de que él dirigiera su
pelotón, pero en este momento le parecía que Metelitsa era un
hombre sin mérito a quien injustamente habían elegido como jefe.
El centinela de pronto quiso dejar de sufrir en esta taiga al pensar
que otros como Metelitsa estaban gozando de todos los placeres
humanos. No se decidió inquietar a Levinson, pero resolvió des-
pertar a Blakánov.
—¿Cómo…? ¿Que no ha vuelto? —preguntó Blakánov tratando
de abrir los ojos—. ¿Cómo que no ha regresado? —gritó de pronto,
sin volver en sí, sin comprender aún lo que pasaba—. No, no digas
eso. ¡No puede ser!... ¡Eh! Hay que despertar a Levinson.
Saltó con gesto rápido, se ajustó el cinturón, restregó su nariz,
y su expresión se hizo dura e impenetrable.
Levinson, por más profundamente que dormía, al oír que lo
llamaban se sentó y abrió los ojos. Al ver al centinela de guardia
junto a Blakánov, comprendió enseguida que Metelitsa no había
vuelto y que era hora de iniciar algo. Primero se sintió tan molido
y cansado que hubiera querido envolverse en el capote, olvidarse
de Metelitsa y de todo; pero, al mismo tiempo, puesto de rodillas,
contestaba secamente con voz indiferente a las preguntas alar-
mantes de Blakánov.
—Bueno, ¿y qué pasa? ¡Ya me lo imaginaba!... Naturalmente,
le encontraremos por el camino.

151
—¿Y si no le encontramos?...
—¿Si no le encontramos?... Oye, ¿no tendrás un cordel de más
para el capote?...
—¡Levantarse, levantarse! —gritaba el centinela de guardia
despertando con su bota a los que dormían. Las cabezas peludas
de los guerrilleros se alzaban y comenzaban los gemirles y las bro-
mas. En los buenos tiempos, Dubov llamaba a eso «plegarias ma-
tutinas».
—Están enojados —pensó Blakánov—. Quieren comer...
—¿Y tú? —preguntó Levinson.
—De mí no hay que hablar. Como tú estés, así estoy yo; no hay
diferencia, ¿sabes?...
—Sí, ya lo sé… —dijo Levinson con expresión tan delicada que
Blakánov por primera vez lo miró atentamente.
—Y tú, hermano, has enflaquecido —dijo él con lástima—. Te
has quedado sólo con la barba. Yo en tu lugar...
—Vamos a lavarnos —le interrumpió Levinson sonriendo.
Fueron hacia el río. Blakánov se sacó la camisa y empezó a la-
varse. Se veía que no tenía miedo al agua fría.
Blakánov tenía el cuerpo fuerte, robusto, moreno, relleno, la
cabeza redonda y bondadosa como la de un niño. Se lavaba tam-
bién con gesto ingenuo e infantil. Echando agua con la palma de
una mano y frotando con la otra.
«Ayer hablé mucho, he prometido algo y ahora parece que las
cosas andan mal», pensó Levinson, recordando vagamente con
desagrado la conversación con Miechik y los pensamientos que
después le habían surgido. «Sí, yo le prometí otro caballo... ¿Acaso
en eso hay algo malo? No, hoy hubiese hecho lo mismo... ¿De qué
se trata, pues?... Se trata de...»
—¿Qué haces que no te lavas? —preguntó Blakánov frotándose
la piel con una toalla sucia hasta ponerse colorado—. ¡Qué fría y
que buena está el agua!
Después de lavarse y vestirse, al palpar en el cinturón el peso
del revólver, se dio cuenta de que al menos había descansado du-
rante la noche.
«¿Qué le habrá pasado a Metelitsa?»; ahora, esta idea se había
apoderado de él por completo.

152
Levinson no se pudo imaginar a Metelitsa preso o muerto. Ex-
perimentaba siempre un vago apasionamiento hacia este hombre,
y más de una vez había notado que le era agradable andar a su
lado, conversar con él y hasta mirarlo simplemente. Le gustaba no
por sus méritos, socialmente útiles, que al fin y al cabo no tenía
muchos, sino por su increíble fuerza física, vital, animal, que se
sentía en él como torrente inagotable. Cuando veía delante de sí
su figura rápida y siempre dispuesta a luchar o sentía que Meteli-
tsa estaba cerca, sin querer se olvidaba de su propia debilidad, y
le parecía que podía ser tan fuerte e incansable como él. Íntima-
mente hasta se enorgullecía al pensar que dirigía a un hombre se-
mejante.
Nadie admitía como posible la idea de que Metelitsa pudiese
haber caído en manos del enemigo. Sin embargo, el mismo Levin-
son se iba convenciendo de ello. Cada guerrillero echaba ese pen-
samiento de la mente como última idea que podría traerles des-
gracia, sufrimiento y, por lo mismo, completamente inadmisible.
Al revés, la sospecha del centinela que suponía que Metelitsa es-
taba comiendo o se había ido a dormir, tenía cada vez más acep-
tación, a pesar de que parecía imposible en un Metelitsa que siem-
pre cumplía fielmente los encargos que le encomendaban. Mu-
chos hasta murmuraban abiertamente que «era una bajeza y una
falta de conciencia» de parte de Metelitsa. Continuamente fasti-
diaban a Levinson insistiendo para que el destacamento fuese a
su encuentro. Cuando Levinson, después de cumplir con esmero
todos los asuntos del día, entre ellos el de cambiarle a Miechik el
caballo, dio la orden de salir, todo el destacamento se alegró de tal
manera como si con dicha orden acabasen en realidad todas las
necesidades y desgracias.
Anduvieron una hora, dos, y Metelitsa no aparecía por el ca-
mino mostrando el mechón negro de cabellos sobre la frente.
Siguieron avanzando otras dos horas, y no lo encontraron. La
mayoría, aun los más envidiosos, comenzó a dudar del éxito de la
descubierta de Metelitsa.
Al llegar a la linde del bosque, el destacamento avanzaba ca-
llado, en severo y significativo silencio.

153
II

TRES MUERTES

Cuando Metelitsa volvió en sí se encontró en un tugurio, acos-


tado sobre tierra húmeda. La primera impresión que experimentó
fue la sensación de humedad pegajosa que le penetraba el cuerpo.
Enseguida recordó todo lo que le había pasado. Los golpes que
había recibido le hacían aún ruido en la cabeza. La sangre se le
había secado en los cabellos, y la sintió también en las sienes y en
las mejillas.
La primera idea más o menos definida que le brotó fue la de si
había o no posibilidades de escapar. No podía creer que después
de todo lo que había experimentado en la vida, después del éxito
que le había acompañado siempre en todas las hazañas que le die-
ron fama entre la gente, iba finalmente a caer y a pudrirse allí
como un perro. Revisó el cuartucho, palpó todos los agujeros y
hasta trató de romper la puerta, pero sus esfuerzos fueron en
vano... Chocaba con la madera fría y muerta; los agujeros eran tan
pequeños que ni siquiera podía ver a través de ellos; a duras penas
dejaban pasar la luz pálida del amanecer de esa mañana de otoño.
Sin embargo, buscaba y revisaba más y más hasta que se con-
venció con precisión indiscutible de que realmente su situación
no tenía salida. Y cuando se hubo convencido de ello, dejó de in-
teresarle la cuestión de su propia vida o muerte. Todas sus fuerzas
físicas y espirituales se concentraron en resolver cómo él, Meteli-
tsa, del cual se contaban leyendas de fama y valor, podía demos-
trarles a quienes lo tenían preso todo el desprecio y el nulo temor
que por ellos sentía.
No alcanzó a terminar este pensamiento cuando tras la puerta
se oyeron unos pasos. El cerrojo dejó escapar un chirrido, y junto
con una luz gris y trémula entraron en la cueva dos cosacos arma-
dos, con chillones galones amarillos.
Metelitsa, de pie, con las piernas entreabiertas, los miraba
tranquilamente.
Al notarlo, ellos se encogieron indecisos al lado de la puerta;
el que estaba detrás se pasó la manga por la nariz.

154
—¡Vamos, paisano! —dijo al fin el de delante, sin maldad y con
aire algo culpable.
Metelitsa bajó la cabeza y con gesto displicente salió. Al cabo
de un rato se encontraba delante de un hombre conocido, de gorro
negro y capote de fieltro; el mismo que había visto en la habitación
que él observó la noche anterior desde el jardín del pope. Allí
mismo, estirado en un sillón, extrañado, estaba sentado el oficial
grueso y de cara bondadosa. Lo miraba sin severidad. Era el
mismo a quién él había tomado por jefe del regimiento. Ahora,
observándolos, comprendió por detalles casi invisibles que el jefe
no era justamente el oficial sino el otro, el del capote de fieltro.
—Pueden irse —dijo el otro, con voz cortada, mirando a los co-
sacos parados en la puerta.
Los dos, empujándose torpemente, salieron de la estancia.
—¿Qué hacías anoche en el jardín? —preguntó rápido frente a
Metelitsa y mirándolo con precisión y sin parpadear.
Metelitsa, callado, resistía su mirada, moviendo apenas sus ce-
jas negras y demostrando con todo su aspecto que sin tener en
cuenta las preguntas que se le hicieran no iba a contestarlas satis-
factoriamente para sus captores.
—Tú, déjate de tonterías —dijo de nuevo el jefe sin enfadarse
y sin levantar la voz, pero en un tono que parecía comprender lo
que pasaba dentro de Metelitsa.
—¿Para qué hablar en vano? —dijo el guerrillero, sonriendo.
El jefe del regimiento, durante unos segundos, analizó la cara
ensangrentada de Metelitsa.
—¿Hace mucho que estuviste enfermo de viruela? —le dijo
inesperadamente.
—¿Cómo? —preguntó algo desconcertado. Se desconcertó por-
que en la pregunta del jefe no había ninguna burla; se veía que se
interesaba simplemente por su cara. Sin embargo, cuando Mete-
litsa hubo comprendido, se enojó más aún que si se hubiese bur-
lado de él; la pregunta del jefe del escuadrón pretendía establecer
con exactitud la posibilidad de cierto vínculo humano entre am-
bos.
—¿Eres de por aquí o forastero?
—¡Déjelo, excelencia!... —dijo furioso y con voz decidida Me-
telitsa, apretando los puños y poniéndose colorado. Con gran

155
esfuerzo dominó el deseo de tirársele encima. Quiso añadir algo,
pero pensó: ¿por qué no agarrar a este hombre de gorro negro, de
tranquilidad asquerosa, de cara arrugada y barba rojiza, y estran-
gularlo?
Esta idea se hizo tan fuerte en él que cortando la palabra dio
un paso hacia adelante, con los puños crispados y de súbito su
frente se cubrió de sudor.
—¡Vaya! —exclamó extrañado el jefe, y por primera vez habló
fuerte, pero sin dar un paso hacia atrás y sin bajar los ojos.
Metelitsa, indeciso, se detuvo y parpadeó rápidamente. El
hombre del gorro negro empuñó el revólver y lo sacudió delante
de la nariz de Metelitsa. El guerrillero se dominó y volviéndose
hacia la ventana quedó callado con un silencio indiferente.
Después, por más que le amenazaron con el revólver prome-
tiéndole los castigos más horribles; por más que le suplicaban que
hablara francamente, asegurándole inmediata libertad, no pro-
nunció ni una sola palabra, y ni siquiera los miró una sola vez.
En el momento más álgido del interrogatorio, se abrió lenta-
mente la puerta y apareció la cabeza peluda de un hombre con los
ojos tontos y asustados.
—¡Ah! —dijo el jefe—. ¿Ya se han reunido? ¡Que vengan a bus-
carlo!
Los dos cosacos reaparecieron y lo hicieron pasar al patio in-
dicándole una puerta abierta.
Metelitsa entró sin mirar hacia atrás, pero notó que le seguían.
Salieron hacia la plaza de la iglesia. Allí, al lado de la casa parro-
quial, se agolpaba la gente, rodeada por todos lados por una ca-
dena de cosacos a caballo.
A Metelitsa le había parecido siempre que no amaba a la gente
y que la despreciaba con todo su monótono y mezquino afán, y
con todo cuanto la rodeaba. Pensaba que para él era indiferente la
forma cómo le tratase la gente o lo que se dijera de él. No tenía
amigos y jamás había tratado de tenerlos. Pero, sin embargo, lo
mejor y lo más importante que hacía en su vida, sin que él mismo
se diese cuenta, lo hacía por los otros, para que lo admiraran y le
crearan una aureola de fama. Pero ahora, cuando echó una mi-
rada y abarcó no sólo con los ojos, sino con el corazón, a toda esa
multitud pintoresca de mujiks callados, de chiquillos, de mujeres

156
asustadas y de niños con pañuelos de colores abigarrados, con
mechones de pelo rizado, con las caras coloreadas, límpidas como
en los cuadros, y veía además sus sombras largas saltando sobre
la verde hierba, y las viejas cúpulas de la iglesia, cubiertas de sol
dorado, solemnes, truncadas en el cielo frío, quiso exclamar:
«¡Qué hermoso!», y miró con alegría toda esa vida brillante y po-
bre que se movía, respiraba y resplandecía alrededor suyo. Siguió
adelante rápido con paso seguro, firme, resuelto y libre, balan-
ceando su cuerpo como una fierecilla ágil, poco apegada a la tie-
rra. Cada uno de los hombres que estaban en la plaza se volvió
para mirarlo y sintió, deteniendo el aliento, la enorme fuerza que
albergaba su cuerpo elástico, sediento de actividad.
Metelitsa pasó por entre la multitud, mirando por encima del
hombro, pero sintiendo su silencio concentrado; se detuvo ante la
casa del pope. Los oficiales subieron la escalinata.
—¡Ponte ahí! —dijo el jefe del escuadrón, indicándole un lugar
a su lado. Metelitsa de un salto pasó los escalones y se colocó a su
vera. Todos lo vieron bien. Estaba de pie, erguido y bien formado,
de cabellos negros, con botas de cuero blando de ciervo, con la
camisa desabrochada, atada con un cordón de borlas verdes. Me-
telitsa miraba con los ojos brillantes de ave de rapiña perdidos
entre la niebla matutina, contemplando el sol tras de las cumbres
de la cordillera.
—¿Quién conoce a este hombre? —preguntó el jefe del escua-
drón mirando a todos, con sus ojos agudos y fijando unos segun-
dos la mirada en cada una de las caras presentes.
Cada cual parpadeaba y bajaba la cabeza. Solamente las muje-
res se atrevían a no quitarle los ojos de encima, mirándole muda-
mente con curiosidad sedienta y cobarde.
¿Nadie lo conoce? —preguntó nuevamente el jefe, subrayando
la palabra «nadie» en tono burlón como si él supiese que todos lo
conocían o debieran conocerlo—. Lo aclararemos enseguida...
¡Niechitailo! —gritó haciendo un ademán con la mano en direc-
ción a un árbol donde estaba atado un caballo, al lado de un oficial
alto, de capote largo.
Una inquietud sorda agitó la multitud. Los que estaban de-
lante se volvieron hacia atrás. Uno, de chaleco de terciopelo,

157
avanzó resueltamente, agachando la cabeza en forma tal que sólo
se le veía su gorro de piel.
—¡Dejen pasar, dejen pasar! —decía abriéndose paso con una
mano, y con la otra arrastrando a alguien que venía tras él.
Al fin se acercó hasta la misma gradería. Se vio que llevaba a
un chiquillo delgadito, de cabeza negra, con un chaquetón enorme
y que miraba con ojos asustados ya a Metelitsa, ya al jefe del es-
cuadrón. La multitud se inquietó más aún. Se oyó el susurro con-
tenido de las mujeres. Metelitsa miró hacia abajo y reconoció al
mismo pastorcito, a quien la noche anterior había dejado su caba-
llo.
El mujik que lo tenía sujeto por el brazo se quitó la gorra mos-
trando su cabeza rubia con manchas de pelo canoso. Se inclinó
ante el jefe del escuadrón y comenzó:
—Aquí tengo al pastorcito de mi casa...
Por lo visto, asustado de que no lo escucharan, se inclinó hacia
el chiquillo y mostrando con el dedo a Metelitsa preguntó:
—¿Es o no es ése?
Durante unos cuantos segundos el pastorcito y Metelitsa se
miraron fijamente: Metelitsa con gesto de indiferencia, el pastor-
cito con terror y compasión. Luego el muchacho pasó la mirada al
jefe del escuadrón, y por un segundo se sintió petrificado; después
miró al mujik que lo tenía sujeto de la mano y que esperaba su
respuesta inclinado hacia él. Suspiró profundamente y movió la
cabeza en señal de negación... La multitud guardó silencio repen-
tinamente en tal forma que se oyó cómo llevaban un ternero a la
casa del cura. Luego murmuró algo y volvió a callar como un solo
hombre, con silencio mortal.
—Pero, tontito, no tengas miedo —decía el mujik tratando de
convencerle con voz tierna y trémula. Él mismo estaba perdido y
señalaba todo el tiempo con el dedo a Metelitsa—. ¿Quién va a ser
sino él?... Dilo, dilo, no tengas miedo, ¡infeliz!... —decía cortando
la voz, enojado y tirándole con toda la fuerza de la mano—. Sí, es
él, excelencia, ¿quién va a ser? —dijo fuerte como si quisiese jus-
tificarse y se quitó la gorra humillándose—. Sólo que el muchacho
tiene miedo... ¿Quién va a ser si en la montura tenía guardada la
cartuchera? Se presentó de noche ante este muchacho y le dijo:
«Cuídame el caballo. Voy a ir solo a la aldea». El chico no esperó;

158
y se vino con el caballo. En la montura tenía la cartuchera. ¿Quién
va a ser sino él?...
—¿Quién llegó? ¿Qué cartuchera? —preguntó el jefe tratando
de comprender de qué se trataba.
El mujik, nuevamente perdido, se echó la gorra hacia atrás y
comenzó de nuevo a contar embrollándose cómo el pastorcito le
trajo esta mañana un nuevo caballo y en la montura tenía guar-
dada la funda de un revólver.
—¿Con que esas tenemos? —dijo el jefe—. ¿Él no quiere reco-
nocerlo? —agregó mirando al chiquillo—. Dénmelo, nosotros lo
vamos a interrogar con nuestro método...
El chiquillo, empujado por el mujik, se acercó a la escalinata,
sin decidirse a entrar. El oficial bajó corriendo los escalones, lo
agarró por los hombros sacudiéndolo; lo acercó y le clavó su mi-
rada terrible y penetrante.
—¡Ay…! —gritó de pronto el chico poniendo los ojos en blanco.
—Pero ¿qué van a hacer? —exclamó una mujer sin poder con-
tenerse.
En este momento una figura ágil y segura saltó de la galería.
La multitud murmuró agitando su enorme cuerpo de muchas ca-
bezas; el jefe del escuadrón había caído por la fuerza de un empe-
llón...
—¡Péguenle un tiro!... ¿Qué es esto? —gritó un oficial, exten-
diendo impotente la palma de su mano. Se veía cada vez más per-
dido y por lo visto se olvidaba que él mismo sabía disparar.
Unos cuantos cosacos a caballo avanzaron sobre la multitud
echando al suelo algunas personas. Metelitsa se había tirado so-
bre el enemigo con todo el cuerpo, y quería agarrarlo por el cuello,
pero el otro daba vueltas, echando su capote de fieltro que pare-
cían dos alas negras... Al fin consiguió desabrocharle la funda del
revólver, y cuando Metelitsa quiso estrangularle, él le pegó varios
tiros seguidos...
Cuando se acercaron los otros cosacos y arrastraron a Meteli-
tsa por las piernas, todavía se agarraba a la hierba, apretaba los
dientes tratando de levantar la cabeza, pero caía impotente, pe-
sada, destrozada...
—¡Niechitailo! —gritó el oficial grueso.

159
—¡Junten el escuadrón! ¿Usted también va a ir? —preguntó al
jefe del escuadrón sin mirarlo.
—Sí.
—¡Traigan un caballo para el jefe!...
Al cabo de media hora, el escuadrón de cosacos, armado y en
orden, salió de la aldea por el mismo camino que Metelitsa había
venido la noche anterior.

Blakánov, junto con los demás, experimentaba una tremenda


inquietud; al fin, sin poder contenerse, dijo a Levinson:
—Oye, deja que me adelante. Sólo el diablo sabe lo que puede
haber pasado…
Fustigó a su caballo y salió más rápido de lo que se imaginaba
por la pendiente donde estaba la isba en ruinas. No tuvo que subir
al techo para ver lo que pasaba; a menos de media versta bajaban
por la colina cincuenta hombres a caballo. Comprendió que era
caballería regular por sus uniformes con ribetes amarillos. Tra-
tando de refrenar el deseo de volver y prevenirles el peligro, pues
Levinson podía aparecer en cualquier momento, Blakánov esperó
escondiéndose tras unos arbustos para confirmar si es que por la
colina aparecería otro escuadrón más. El escuadrón avanzaba len-
tamente, rompiendo filas. Por lo visto habían venido al trote por-
que aún sacudían la cabeza y cabalgaban como lo hacen los jinetes
después de una carrera rápida.
Blakánov dio media vuelta a la derecha y chocó casi con Levin-
son, que bajaba por la pendiente. Hizo una seña para que se detu-
viese.
—¿Muchos? —preguntó Levinson tras escucharle.
—Unos cincuenta.
—¿Infantería?
—No, caballería...
—¡Kubrak, Dubov! —ordenó en voz baja—. Kubrak, al flanco
derecho; Dubov, al izquierdo... ¡Ya te daré yo!... —gritó de pronto,
notando que un guerrillero se iba por otro camino atrayendo tras
de sí a otros—. ¡Quito ahí! —y lo amenazó con el látigo.
Después de entregar a Blakánov el mando del pelotón de Me-
telitsa y de ordenarle que se quedase allí, se fue a la vanguardia de
la columna sacudiendo el máuser. Sin salir de entre los árboles,

160
dispuso que se colocaran en fila y, acompañado de otro guerri-
llero, se dirigió a la isba en ruinas.
El escuadrón estaba cerca. Por los ribetes y galones amarillos,
Levinson comprendió que eran los cosacos. Vio al jefe de capote
de fieltro negro.
—Diles que avancen hacia aquí —le dijo al guerrillero—. Pero
que no se levanten… ¿qué miras? ¡Rápido!... —Y lo empujó.
Aunque los cosacos eran pocos, Levinson sintió de pronto la
misma inquietud que había experimentado en los primeros tiem-
pos de su actividad militar.
En su vida guerrera distinguía dos períodos no separados por
un trazo nítido, pero distintos para él por las sensaciones que ha-
bía experimentado.
En el primer tiempo, cuando, sin tener ninguna preparación
militar, e incluso sin saber manejar un fusil, se vio obligado a
mandar masas de hombres, sentía que, en realidad, él no man-
daba a la gente, sino que los acontecimientos se desarrollaban in-
dependientemente de él, es decir, al margen de su voluntad. Y no
porque él no cumpliese honradamente con su deber, no —él pro-
curaba dar de sí lo más que podía—, y tampoco porque pensara
que al individuo no le sea dado influir en los acontecimientos en
que participan masas de hombres, no —él consideraba ese punto
de vista como el peor fenómeno del cinismo en los hombres, que
encubre su debilidad, es decir, su ausencia de voluntad y de acti-
vidad—; sino porque en aquel breve primer período de su activi-
dad militar casi consumía todas sus fuerzas espirituales en su-
perar y ocultar ante la gente el miedo que experimentaba, a pesar
suyo, durante el combate.
Sin embargo, muy pronto se acostumbró al ambiente, y al-
canzó tal punto cuando el miedo por su propia vida dejó de estor-
barle para disponer de la vida de los demás. Y en este segundo
período obtuvo la posibilidad de dirigir los acontecimientos, y
esto de manera tanto más completa, con éxito, cuanto mayor
fuera la claridad y el acierto con que llegara a percibir su verda-
dero desarrollo, la correlación de fuerzas y hombres en cada caso.
Pero ahora experimentaba de nuevo una fuerte inquietud, y
sentía que ello se debía en cierto modo a su nuevo estado, y a todos
sus pensamientos sobre sí mismo y sobre la muerte de Metelitsa.

161
Mientras la fila fue acercándose a rastras, desplegada entre los
arbustos, él, a pesar de todo, continuó manteniendo el dominio de
sí mismo, y su menuda figura, de seguros y exactos movimientos,
seguía como antes representado ante la gente la materialización
de un inequívoco plan, en el que aquellos hombres creían por cos-
tumbre y por la íntima necesidad de creer en él.
El escuadrón estaba tan cerca que se oía el galopar de los ca-
ballos y la conversación de los jinetes; hasta se podía distinguir la
cara de algunos. Levinson alcanzaba a ver sobre todo la expresión
de un oficial grueso que iba delante con una pipa entre los dientes
y que andaba muy mal a caballo.
«Debe ser una fiera —pensó Levinson, deteniendo en él la mi-
rada, y atribuyéndole sin querer todas las peores cualidades que
en general se le suelen suponer al enemigo—. ¡Cómo me late el
corazón!... ¿No será el momento de disparar?... No, cuando pasen
por ese álamo blanco... Pero ¿por qué andan tan mal a caballo?
Que poca habilidad…»
—¡Sección! —gritó, estirando la voz en el preciso momento en
que los cosacos pasaban por delante del álamo blanco con la cor-
teza caída—. ¡Fuego!
El gordo oficial, al oír por primera vez la voz, levantó extra-
ñado la cabeza. Pero en este mismo instante se le escapó la gorra
de la cabeza y su cara adquirió una expresión de susto y de estu-
pefacción.
—¡Fuego!... —gritó nuevamente Levinson, y disparó apun-
tando a ese oficial.
El escuadrón fue presa del desorden; muchos cayeron a tierra,
entre ellos el oficial grueso. Durante algunos segundos, la gente,
perdida, gritaba algo incomprensible y los caballos, encabritados,
saltaban. Después del remolino, se vio aparte un jinete con gorro
y capote de fieltro negro que dio unas vueltas delante de su escua-
drón, reteniendo su caballo brioso y agitando su espada en el aire.
Por lo visto, los demás no le obedecían: algunos se alejaban al ga-
lope, hostigando sus caballos; todo el escuadrón les siguió. Los
guerrilleros salieron de su lugar. Algunos más valientes siguieron
corriendo y disparando sus fusiles.
—¡A los caballos!... —gritaba Levinson—. ¡Blakánov, por aquí!
¡A los caballos!...

162
Blakánov, con semblante desencajado y todo el cuerpo tenso
en la montura, teniendo en la mano la espada brillante, pasó
raudo con el pelotón de Metelitsa con los fusiles a punto.
Al poco rato todo el destacamento salió tras el enemigo.
Miechik, arrastrado por la corriente general, corría en el cen-
tro de esa pléyade de valientes. No sólo no experimentaba miedo
sino que había olvidado sus propios pensamientos y la posibilidad
de apreciarlos objetivamente, como desde fuera, como le solía
ocurrir a menudo; veía sólo delante de sí una espalda conocida.
Sentía además que su Nivka no quedaba atrás, que el enemigo
huía de ellos, y junto con los demás trataba sinceramente de al-
canzarlos y no rezagarse de aquella espalda conocida...
El escuadrón de cosacos desapareció por entre un bosque de
abedules. Al cabo de poco tiempo se oyeron allí disparos frecuen-
tes de los fusiles, pero el destacamento seguía cabalgando, enar-
decido aún más por el tiroteo.
De pronto el caballo de crines largas que corría delante de
Miechik cayó de cabeza a tierra y la espalda conocida con el me-
chón en la frente pasó volando hacia adelante con los brazos esti-
rados. Miechik, junto con los otros, alcanzó la figura grande y ne-
gra que se revolcaba en el suelo. Al no ver más delante de sí la
espalda conocida, clavó la mirada en el bosquecillo que avanzaba
decididamente sobre él... Un soldado pequeño, con barba, sobre
un caballo overo, pasó gritando algo, blandiendo en el aire el ma-
chete... Unos cuantos jinetes que galopaban a su lado doblaron a
la izquierda, pero Miechik no comprendiendo de qué se trataba;
siguió en la misma dirección, estando a punto de romperse la ca-
beza contra un tronco. Se arañó la cara en las ramas desnudas y
con gran esfuerzo pudo detener a Nivka, que saltaba enloquecido
de un lado a otro...
Miechik quedó solo en medio del silencio de los álamos blan-
cos, entre el dorado de las hojas otoñales y la hierba seca... Pero a
él le pareció que el bosque estaba lleno de cosacos. Rechinó los
dientes y se volvió sin fijarse en que las ramas espinosas le azota-
ban el rostro.
Cuando salió al campo, el destacamento había desaparecido.
A unos doscientos pasos estaba estirado un caballo muerto. Cerca
se encontraba sentado, sin moverse, un hombre, con las piernas

163
recogidas. Era Morozka. Miechik, avergonzado, se acercó a paso
lento. Mishka estaba tumbado, con los ojos exorbitados y vidrio-
sos, con las patas delanteras dobladas, con los cascos puntiagu-
dos, como si aún quisiese galopar. Morozka miraba con los ojos
secos, sin ver nada.
—¡Morozka!... —dijo quedamente Miechik, deteniéndose de-
lante de él y llenándose de pronto de bondad compasiva hacia él
y hacia el caballo.
Morozka no se movió. Unos cuantos minutos permanecieron
callados sin cambiar de posición; luego Morozka suspiró lenta-
mente, juntó las manos, se levantó apoyado en las rodillas, y sin
mirar a Miechik empezó a desensillar el caballo. Miechik no se
decidía a entablar conversación y seguía mirando.
Morozka aflojó las cinchas, una de las cuales estaba rota, ob-
servó atentamente la correa ensangrentada, le dio vuelta varias
veces entre las manos y luego la tiró. Luego, se echó la montura al
hombro y se fue en dirección al bosque, encorvado, pisando tor-
pemente con sus piernas patizambas.
—¡A ver, deja que yo te la lleve, o si quieres monta... yo iré a
pie! —dijo Miechik.
Morozka no se volvió; se inclinó aún más bajo el peso de la
silla.
Miechik no quiso encontrarse más con él; dio una vuelta alre-
dedor del bosque y vio no muy lejos una aldea en la mitad de la
llanura. Hacia la derecha, por encima del valle, se extendía un
bosque, que seguía hasta perderse la cordillera. El cielo, que por
la mañana estaba tan claro, se puso nublado, pesado, gris y poco
alegre; el sol apenas se asomaba por entre las nubes.
A unos cincuenta pasos del camino yacían, muertos, unos
cuantos cosacos. Uno todavía vivía, y con dificultad se apoyaba en
los codos y volvía a caerse quejándose lastimosamente. Miechik
trató de pasar lejos de él para no oír sus lamentos. De la aldea
venían en dirección a él algunos guerrilleros a caballo.
—A Morozka le mataron el caballo... —dijo Miechik cuando
ellos se acercaron.
Nadie le contestó. Uno le echó una mirada sospechosa como si
quisiera preguntarle: «¿Y tú dónde estabas cuando nosotros

164
peleábamos aquí?». Miechik se encogió y siguió adelante. Estaba
embargado por malos presentimientos.
Cuando entró en la aldea, muchos de los soldados del destaca-
mento se habían dispersado por entre las isbas; los demás se agol-
paban alrededor de una casa grande, de paredes y ventanas altas.
Levinson estaba de pie en la escalinata con la gorra ladeada,
sudoroso, cubierto de polvo y dando órdenes a derecha e iz-
quierda. Miechik estaba al lado de la empalizada donde se encon-
traban los caballos.
—¿De dónde vienes? —preguntó uno de los soldados—. ¿An-
duviste buscando setas, o qué?
—No; me perdí —contestó Miechik. Le era indiferente lo que
pensasen de él, pero por costumbre trataba de justificarse—. Fui
a parar al bosquecillo de abedules… Creo que vosotros doblasteis
a la izquierda, ¿no?
—¡A la izquierda, a la izquierda! —afirmó uno de los soldados
de cabellos claros, de ojos ingenuos y con un remolino de pelitos
en coronilla—. Yo te gritaba, pero tú, por lo visto, no oíste...
Y lo miró, recordando con evidente placer los detalles. Des-
pués de atar su caballo, Miechik se sentó a su lado.
De una de las callejuelas salió Kubrak acompañado de una
multitud de mujiks que llevaban a dos hombres con las manos
atadas a la espalda. Uno, con chaleco de terciopelo y el cabello ca-
noso, se estremecía y suplicaba durante todo el camino. El otro
era el pope; iba con la sotana destrozada, dejando ver sus panta-
lones arrugados y la faltriquera colgante. Miechik notó que Ku-
brak llevaba atada a la cintura una cadenita de plata, seguramente
la de la cruz.
—Es ése, ¿no? —preguntó Levinson palideciendo e indicando
con el dedo al hombre de chaleco de terciopelo, cuando se acercó
a la galería.
—¡El mismo!... —gritaron los mujiks.
—¡Mirad a ese canalla!... —dijo Levinson, dirigiéndose a Stas-
hisnki, que estaba sentado a su lado, y añadió—: Metelitsa no re-
sucitará jamás... —De pronto parpadeó varias veces seguidas y,
callado, con la mirada perdida en lontananza, trataba de olvidar a
Metelitsa.

165
—¡Camaradas! ¡Hermanos!... —lloraba el preso mirando con
ojos de perro fiel a los mujiks y a Levinson—. ¿Acaso yo lo hice por
voluntad propia?... Señores... Compañeros, camaradas...
Nadie le escuchaba. Los mujiks le daban la espalda.
—¿Qué? ¡Todos vieron cómo obligabas a confesar al pastor-
cito! —dijo uno, echándole una mirada severa.
—Él mismo tiene la culpa... —confirmó otro, y ruborizándose
escondió la cabeza.
—¡Fusiladlo! —dijo fríamente Levinson—. Pero llevadle lejos.
—¿Y qué hacemos con el pope? —preguntó Kubrak—. Es un
perro también. Ayudaba a los oficiales.
—Suéltenlo... y que se vaya al diablo.
La multitud, a la que se habían agregado muchos guerrilleros,
se volvió en la misma dirección que Kubrak conducía al hombre
del chaleco de terciopelo que no quería marchar y pataleaba y llo-
raba estremeciendo la mandíbula inferior.
Chizh, sucio pero con aspecto triunfante, se acercó a Miechik.
—¿Estás aquí? —dijo orgulloso y contento—. ¡Vaya cara llevas!
Vamos a comer a algún lado... A ése le van a ajustar las cuentas
ahora…... —dijo estirando la voz con acento significativo, y co-
menzó a silbar un aire popular.
La isba donde se quedaron a almorzar era sucia, hacía calor y
se sentía olor a pan y a repollo ahumado.
Todo el rincón del lado de la chimenea estaba lleno de coles
podridas. Chizh se ahogaba comiendo a grandes bocados. Con-
taba sin parar sus éxitos, y al mismo tiempo miraba de reojo a la
chica delgada de trenzas largas que le servía la comida. Ella unas
veces se ruborizaba y otras se sonreía.
Miechik trataba de oír, pero durante todo el tiempo estaba
alerta y se estremecía por el menor ruido.
En ese momento se sacudieron los vidrios y se oyó un disparo
lejano. Miechik se estremeció, dejó caer la cuchara y palideció.
—¿Pero cuándo va a terminar todo esto?... —dijo desesperado,
y cubriéndose el rostro con las manos, salió de la isba.
«Han fusilado a ese hombre de chaleco de terciopelo —pensó
él, ocultando la cara en los pliegues del capote. Más tarde, acos-
tado sobre el césped, no recordaba cómo había venido a parar
allí—. Ellos me matarán a mí también tarde o temprano… —seguía

166
pensando—. Pero yo así no puedo vivir, estoy como si hubiese
muerto; no veré más a mis padres y a la chica de los cabellos ru-
bios y ensortijados, cuyo retrato hice pedazos... ¡Oh!... Dios mío,
¿por qué lo rompí?... ¡Quizá nunca podré volver a verla! ¡Qué des-
dichado soy!»
Anochecía cuando salió de entre los setos, con los ojos secos y
con una expresión de sufrimiento en la cara. Cerca se oyeron al-
gunas voces ebrias. Tocaban el acordeón. Encontró en la puerta a
la muchachita delgada de las trenzas largas. Ella, elegante y gra-
ciosa como una flor de junco, llevaba agua en unos baldes...
—¡Cómo se divierte uno de los vuestros con nuestros mozos!
—dijo sonriendo y levantando las pestañas oscuras—. Es él,
¿oye?... Y al son de la música que se oía en el camino, inclinó su
simpática cabeza. Los baldes se balancearon salpicando de agua.
La chica se avergonzó y desapareció tras la empalizada.
Una voz ebria, conocida, se desbordaba cantando:

Nosotros somos los condenados;


Y por eso esperamos...

Miechik miró por la esquina y vio a Morozka con el acordeón;


un mechón de pelo le caía sobre los ojos, pegado a su cara, enro-
jecida y sudorosa.
Morozka iba con andar cínico, con el acordeón por delante, es-
tirándolo «con toda el alma», con una expresión como si pecara y
se arrepintiese a cada rato. Tras él iba un grupo de muchachos que
gritaban del mismo modo, ebrios, sin cinturones y sin gorras. A
los lados vociferaban como endiablados unos chiquillos descalzos.
—¡Ah…, mi querido amigo!... —exclamó Morozka con fingido
arrobamiento de borracho—. ¿Adónde vas? ¿Adónde? No tengas
miedo; no te vamos a pegar... Ven con nosotros... ¡Bebe con noso-
tros… de todos modos, juntos hemos de morir!
Rodearon a Miechik, lo abrazaron e inclinaban hacia él cada
uno sus caras bondadosas de ebrios envolviéndolo con vapores de
vino. Uno le metió en el bolsillo una botella y un pepino mordido.
—No, no; yo no bebo —decía Miechik, apartándose—. No
quiero beber...

167
—¡Ven! ¡Bebe, ya estás sin alma! —gritaba Morozka casi llo-
rando de frenesí—. ¡Celebremos los funerales… en la sangre…, en
la Santísima Trinidad! ¡Hemos de perecer juntos!
—Sólo un poco, por favor… No soy bebedor —dijo Miechik, ce-
diendo al fin.
Miechik echó unos tragos; Morozka estiró el acordeón y cantó
con voz ronca; los muchachos le hicieron coro.
—Ven con nosotros —dijo uno tomándolo del brazo—. «…Que
yo, vi-vo aquí-í...» —gritó alguien con voz nasal, pescando al vuelo
unas palabras del canto, y se arrimó a Miechik con su cara bar-
buda.
Continuaron andando a lo largo de la calle, bromeando, dando
traspiés, alarmando a los perros, maldiciendo hasta los mismos
cielos, que pendían sobre sus cabezas cual bóveda oscura y sin es-
trellas, maldiciendo a sus padres, a sus personas más queridas y a
esta dura y traidora tierra.

168
III

EL PANTANO

Varia no tomó parte en el ataque. Se quedó en el bosque con


las provisiones. Llegó a la aldea cuando todos se dispersaban por
las isbas. Notó que el reparto se había hecho desorganizadamente;
los pelotones se mezclaron; nadie sabía dónde se encontraba su
vecino; nadie escuchaba a los comandantes. Parecía que el desta-
camento se hubiese disuelto por completo.
Varia encontró en el camino de la aldea el caballo muerto de
Morozka; pero nadie pudo decirle con precisión qué es lo que le
había pasado a su jinete. Unos aseguraban que lo habían matado
y que lo habían visto con sus propios ojos; otros que estaba sola-
mente herido. Todo ello aumentaba el estado de decaimiento es-
piritual y de desesperación de Varia, después de su tentativa de
unirse con Miechik. Atormentada por las persecuciones conti-
nuas, por el hambre y por sus propios pensamientos y reproches,
extenuada ya, casi llorando, encontró al fin a Dubov; la primera
persona que, con su severa y compasiva sonrisa, la animó y la ale-
gró.
Cuando ella vio su cara envejecida y sombría, de bigotes espe-
sos, negros y colgantes, y todas las otras caras conocidas, agrada-
bles y rudas, grises, cubiertas de polvo alrededor suyo, le tembló
el corazón de angustia. Sintió dulce tristeza y amor hacia ellos y
lástima hacia sí misma: le recordaban los días de su temprana ju-
ventud, cuando, hermosa e ingenua, con trenzas rubias, largas y
espesas, con los ojos tristes, empujaba las vagonetas por caminos
oscuros, y que bailaba por la noche en los festivales y todos la ro-
deaban llenos de deseo...
Desde que se enojó con Morozka se separó algo de ellos y, sin
embargo, ellos eran las únicas personas cercanas que habían tra-
bajado y vivido junto con ella como verdaderos mineros y la ha-
bían cortejado. «¡Cuánto tiempo sin verlos! ¡Ya me olvidaba de
ellos!... ¡Ah, mis queridos amigos!», pensaba la mujer, con dolor
y arrepentimiento, y sintió tan dulce latir en las sienes que apenas
pudo dominar las lágrimas.

169
Solamente Dubov consiguió esta vez repartir el pelotón orde-
nadamente. Su gente estaba de guardia a la entrada del pueblo
ayudando a Levinson a juntar las provisiones. Ese día se confirmó
lo que no se supo en los momentos de tumulto general: que el des-
tacamento se apoyó sobre todo en el pelotón de Dubov.
Varia supo por los muchachos que Morozka vivía y que ni si-
quiera había sido herido. Le enseñaron el nuevo caballo que ha-
bían tomado a los cosacos. Era un potro alto de patas finas con las
crines recortadas y el cuello delgado. Tenía un aspecto que no
daba confianza. Parecía capaz de traicionar. Lo habían bautizado
con el nombre de Judas.
«Quiere decir que está vivo... —pensó Varia, con los ojos per-
didos en dirección al potro—. Bien, me alegro…»
Después de la cena, cuando ella se encaramó a un pajar y se
acostó, en medio del sueño, trataba de escuchar si alguien se le
acercaba recordando su «vieja amistad»... Volvió nuevamente a
dormirse con la sensación cálida y agradable de que Morozka es-
taba vivo... y se durmió con ese pensamiento.
Se despertó inesperadamente muy alarmada, con las manos
heladas. La noche, completamente negra, agarrándose a las tinie-
blas, miraba por el techo. Un viento frío agitaba el heno, las ramas
y las hojas del jardín...
«¡Dios mío!, ¿dónde estará Morozka, dónde estarán los de-
más? —pensó Varia inquieta—. ¿Será posible que otra vez me haya
quedado sola, como una hierbezuela, aquí, en este negro agu-
jero?...» Rápidamente, temblando, se puso el capote y descendió
del montón de hierba en donde se había acostado.
Cerca de las puertas pasó el centinela de guardia.
—¿Quién está de guardia? —preguntó ella acercándose—. ¡Ah!
¿eres tú, Kostia?... ¿Morozka volvió? ¿Sabes si ha vuelto Morozka?
—Has estado durmiendo en el pajar, ¿eh? —dijo Kostia, desilu-
sionado—. ¡Si lo hubiera sabido!... A Morozka no lo esperes... Está
de francachela... celebra los funerales de su caballo... Hace frío,
¿eh? Dame un fósforo...
Ella buscó una caja de cerillas. Él encendió el cigarrillo cu-
briendo el fuego con la palma enorme de su mano, y luego, ilumi-
nando a la mujer, dijo:
—Tendrías que dármelos, jovencita… —y se sonrió.

170
—Quédate con ellos... —dijo ella, y levantándose el cuello del
capote salió de los portales.
—¿Adónde vas?
—¡Voy a buscarlo!
—¿A Morozka?... ¡Menuda!... ¿No puedo yo reemplazarlo?
—¡No, imposible!...
—¿Desde cuándo imposible?
Ella no contestó. «¡Qué chica ésta!», pensó el centinela.
Estaba tan oscuro que Varia veía el camino con dificultad. Co-
menzó a lloviznar. Los jardines murmuraban alarmados. Cerca,
junto a una empalizada, se quejaba un perrito recién nacido. Varia
palpando lo encontró y lo metió debajo del capote; el cachorro
temblaba de frío, ocultando su hocico entre los pliegues. En una
de las isbas encontró a Kubrak. Le preguntó si sabía por dónde
andaba Morozka. Kubrak le contestó que cerca de la iglesia. An-
duvo por media aldea sin ningún resultado. Se puso de mal humor
y volvió hacia atrás. Cambió de callejuelas tan a menudo que se le
olvidó el camino. Al volver, caminaba casi al azar, sin pensar en el
fin de sus andanzas; solamente apretaba más y más al cachorrito
contra su pecho sediento de ternura. Pasó seguramente no menos
de una hora hasta que encontró el camino que la conducía a su
casa, dobló hacia ella agarrándose a los setos para no caerse; hizo
así unos cuantos pasos y casi tropezó con Morozka.
Estaba acostado sobre el vientre, la cabeza en dirección al seto,
con las manos debajo y quejándose. Por lo visto había vomitado.
Varia, más que reconocerle, presintió que era él; no era la primera
vez que lo encontraba en situación parecida.
—¡Vania! —le dijo ella cariñosamente, colocándose en cuclillas
y poniéndole sobre su hombro la mano blanda y bondadosa—.
¿Qué haces aquí? ¿Te sientes mal, verdad?
Levantó la cabeza y ella vio su cara atormentada, pálida e hin-
chada. Le tuvo compasión... ¡Parecía tan pequeño y débil!... Al re-
conocerla, él se sonrió y trató de dominar sus movimientos, se
arrimó hacia el seto y estiró las piernas.
—¡Ah!... ¿Es usted?... Mis… saludos respetuosos... —balbuceó
con voz debilitada, tratando, no obstante, de hablar con normali-
dad—. Mis respetos... camarada... Morozova…

171
—Ven conmigo, Vania —dijo ella, cogiéndole del brazo—.
¿Quizá no te ves con fuerzas?... Espera, enseguida lo arreglare-
mos, voy a llamar a alguien... —Ella se levantó con la intención de
pedir ayuda a la isba vecina. Ni un segundo pensó si era incómodo
o no, en esa noche oscura, molestar a gente extraña; ni qué es lo
que podrían pensar de ella cuando entrara con un hombre borra-
cho. Nunca prestó atención a cosas semejantes.
Pero Morozka, asustado, balanceó la cabeza y eructó:
—No-no-no… ¡No quiero! ¡Cállate!... —Y con los puños cerra-
dos se golpeó en las sienes. Varia creyó que él se había despabi-
lado del susto—. Ahí vive Goncharenko, ¿acaso no lo sabes?...
¿Cómo se te ocurre?...
—¿Y qué que sea Goncharenko? ¡Vaya un señorito!...
—No, tú no sabes... —Con gesto de sufrimiento se cogió la ca-
beza con ambas manos—; te digo que no sabes, ¿para qué lla-
mar?... Si él me tiene por persona... y yo... bueno, ¿cómo puede
ser?... No... acaso es posible…
—¡Pero qué tonterías dices, querido! —dijo ella arrodillándose
a su lado—. Mira, está lloviendo, está húmedo, y mañana hay que
salir de la aldea. Vamos, queridito...
—No, estoy perdido —dijo él en tono completamente triste y
ya sereno—. ¡A ver! ¿Qué es lo que soy yo ahora? ¿Quién? ¿Para
qué sirvo?... —Y de pronto miró alrededor con sus ojos hinchados
y llenos de lágrimas.
Entonces ella le abrazó, y tocándole casi con sus labios las pes-
tañas le murmuró con voz tierna y en tono protector:
—¿Por qué estás tan triste? ¿De qué puedes quejarte?... Estás
triste por la muerte del caballo, ¿no? Ya te han preparado otro que
es muy hermoso... No te pongas triste, no llores; ¡mira qué perrito
encontré, mira que cachorro!
Abrió su capote y le mostró el perrito soñoliento con las orejas
caídas. Ella estaba tan conmovida que no solamente su voz era
dulce, sino que toda ella respiraba bondad.
—¡Ay, el chucho! —dijo Morozka con la delicadeza de un bo-
rracho, y lo manoseó tocándole de las orejas—. ¿Dónde lo has en-
contrado? ¡Cómo muerde!...
—¿Ves? Vamos, queridito...

172
Ella le ayudó a levantarse, sosteniéndolo y tratando de disi-
parle los malos pensamientos; lo llevó a su casa; él no se resistió.
Durante todo el camino, ni una vez le hizo recordar a Miechik
y ella tampoco habló de él, como si entre ellos no hubiese existido
ningún Miechik. Luego Morozka quedó callado; iba recobrando el
conocimiento.
Así llegaron a la isba donde estaba Dubov. Morozka se engan-
chó a los escalones tratando de subir al pajar, pero las piernas no
le obedecían.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Varia.
—¡No, me basto solo, tonta! —contestó groseramente turbado.
—Entonces, adiós...
Él dejó la escalera y, asustado, la miró:
—¿Cómo que «adiós»?
—Naturalmente —y se rio en forma artificial y triste.
De pronto él dio unos pasos hacia adelante y torpemente la
abrazó acercando su mejilla a la de ella. Sintió que quería besarla,
pero le daba vergüenza; los muchachos de las minas acariciaban
con poca frecuencia a las chicas. En toda su vida de esposos él la
besó solamente una vez, el día de su casamiento, cuando él estaba
muy ebrio y los vecinos gritaban «amargo».9
«…Y, al fin, todo vuelve a su antiguo cauce, como si no hubiese
pasado nada», pensó Varia con tristeza y angustia, cuando Mo-
rozka, ya saciado, se durmió con la cabeza apoyada en su hombro.
«De nuevo por el viejo sendero, con la misma carga, y hacia un
mismo fin…. Pero, ¡oh, Dios mío!, qué poca felicidad hay en ello.»
Ella se volvió dando la espalda a Morozka, cerrando los ojos y
apretando las piernas como una niña, pero no pudo dormirse...
Lejos, tras la aldea, al otro lado donde comenzaba Jaunijedza y
estaban puestos los centinelas, se oyeron tres disparos en señal de
alarma... Varia despertó a Morozka y, apenas levantó su cabeza,
nuevamente se oyeron los disparos de los fusiles de los centinelas;
al instante, en contestación a ellos, se oyó otra descarga, y luego,
en el silencio y las sombras de la noche, el aullido del ataque de
las ametralladoras...

9 Es tradición, en las bodas rusas, gritar «amargo», para que los no-
vios lo «endulcen» besándose.
173
Morozka hizo un gesto extraño y bajó del pajar detrás de Varia.
Había dejado de llover, pero el viento era más fuerte todavía. Se
oía lejos cómo golpeaba una persiana, y las hojas amarillas y mo-
radas se arremolinaban en la oscuridad. En las isbas ardían las
chimeneas. El guardia corría por las calles golpeando en las ven-
tanas.
Al cabo de unos cuantos minutos, mientras Morozka llegó a la
caballeriza y sacó su Judas, recordó de nuevo todo lo que pasó el
día anterior. Se le oprimía el corazón cada vez que pensaba que
Mishka había muerto, y al recordar de pronto con horror y asco
toda su conducta indigna del día anterior, cómo anduvo borracho
por las calles y cómo todos vieron a un guerrillero ebrio gritando
por toda la aldea canciones indecentes... Con él estaba Miechik,
su enemigo, con quien había paseado como si fuese su hermano.
Morozka le había pedido perdón. ¿Por qué? ¿Para qué?... Él sentía
ahora toda la falsedad insoportable de sus actos. ¿Qué diría Le-
vinson? ¿Y acaso podría presentarse delante de Goncharenko des-
pués de semejante conducta?
La mayoría de sus compañeros ensillaban sus caballos y salían
de las isbas. Morozka todo lo tenía en desorden: la montura, sin
cincha, y el fusil, en la isba de Goncharenko...
—Timoféi, amigo, sácame de ésta —le dijo Morozka a Dubov
con voz llorosa y suplicante, cuando le vio por el patio cami-
nando—. Dame una cincha de las de reserva, te la he visto…
—¿Qué? ¿Dónde has estado hasta ahora? —gritaba Dubov re-
zongando como un loco, separando los caballos en tal forma que
ellos, asustados, levantaban las patas delanteras. Buscó una cin-
cha debajo de su caballo—. Toma —dijo furioso, acercándose al
cabo de un rato a Morozka y pegándole un golpe con la cincha.
«Naturalmente, ahora puede pegarme, y me lo merezco»,
pensó Morozka, y no refunfuñó; no sintió ningún dolor, pero el
mundo le pareció aún más sombrío. Esos disparos, esas sombras
y el destino que le esperaba, le parecían justo castigo por todo lo
que había hecho en su vida.
Mientras se reunía el pelotón, los disparos les rodearon en
forma de semicírculo hasta el mismo río. Se oyó próximo el esta-
llido de las bombas y cayó sobre la aldea una lluvia de cohetes lu-
minosos.

174
Blakánov, con el capote ajustado y el revólver en la mano, se
acercó corriendo a la entrada del pueblo y gritaba:
—¡Pie en tierra! ¡Formen fila!... Deja veinte hombres con los
caballos —le dijo a Dubov.
—¡Seguidme! ¡Corriendo! —gritó unos segundos después, y sa-
lió sumergiéndose en la oscuridad. Tras él corrían los soldados
abrochándose los capotes y abriendo las cartucheras...
En el camino, encontraron a los centinelas que venían hu-
yendo.
—¡Es una fuerza enorme! —gritaban ellos, levantando los bra-
zos llenos de pánico.
Retumbó un tiro de cañón. Las balas silbaban en el centro de
la aldea, iluminando por un segundo el cielo. Los obuses estalla-
ban seguidos y con intervalos regulares. Al borde de la aldea se
elevó una gran llama: se incendió un pajar o una isba.
Blakánov debía detener al enemigo mientras Levinson ganaba
tiempo para reunir al destacamento disperso. Pero Blakánov no
logró conducir su pelotón hasta la pendiente; al reflejo de las
bombas vio que los soldados enemigos corrían a su encuentro. Por
la dirección de los disparos y por el silbido de las balas compren-
dió que el enemigo les atacaba por el flanco izquierdo, desde el
río, y seguramente enseguida haría lo mismo por el otro lado de
la aldea.
El pelotón empezó a disparar, retirándose en diagonal por el
ángulo derecho, corriendo por las callejuelas, los jardines y las
huertas. Blakánov prestaba oídos al tiroteo que se oía desde el río;
los disparos se acercaban hacia el centro; por lo visto el otro ex-
tremo estaba ocupado por el enemigo. De pronto, por el camino
más importante se vio salir al trote la caballería enemiga, que se
echó por la calle como torrente negro y atronador con muchas ca-
bezas y caballos.
Blakánov no se preocupaba ya de detener al enemigo. Juntó su
pelotón, que había perdido ya diez hombres, hacia el lugar aún no
ocupado de la aldea, cerca del bosque, donde se extendía la última
fila de isbas. Allí se encontró con el destacamento a cuya cabeza
estaba Levinson, que había tenido muchas bajas.
—¡Aquí están! —dijo Levinson algo aliviado—. ¡Rápido! ¡A los
caballos!

175
Montaron y con todo el ímpetu se lanzaron a la carrera por el
bosque que se ensanchaba a su paso. Seguramente los vieron, por-
que inmediatamente crepitaron tras ellos las ametralladoras. En-
seguida sobre sus cabezas comenzaron a zumbar los zánganos de
plomo. Las estrellas de fuego surcaron nuevamente el firma-
mento, sumergiéndose desde las alturas, desplegando sus colas
brillantes con gran estrépito; luego se hincaban en la tierra a los
pies de los caballos que, encabritados, alzaban sus cabezas de fau-
ces ardientes y ensangrentadas. El destacamento seguía adelante
dejando a su paso los cuerpos caídos.
Mirando hacia atrás, Levinson vio el resplandor de un incen-
dio enorme. La aldea ardía. En el fondo, se veían vagar las siluetas
pequeñitas y negras de las personas. Stashisnki cayó del caballo;
durante unos segundos seguía arrastrándose con la pierna engan-
chada en un estribo: luego cayó del todo. El caballo siguió ade-
lante. Todo el destacamento pasó por allí sin atreverse a pisar su
cuerpo.
—¡Levinson, mira! —gritó Blakánov excitado señalando a su
derecha.
El destacamento estaba ya en la hondonada y rápidamente se
acercaba al bosque. Arriba, atravesando la línea que dividía el
campo, se acercaba la caballería enemiga.
—¡Rápido! ¡Rápido! —gritaba Levinson, dando vueltas conti-
nuamente y hostigando a su caballo.
Al fin, llegaron al lindero del bosque y echaron pie a tierra.
Blakánov, con el pelotón de Dubov, quedó de nuevo para cubrir la
retirada; los demás se lanzaron a la profundidad de la selva, lle-
vando a los caballos de las riendas.
En el bosque silenciaban los disparos; la lluvia de las ametra-
lladoras, el estallido de los fusiles y el estampido de los cañones
quedaron atrás. Parecían extraños, como si no perturbaran ya la
calma. Solamente se oía a veces cómo caían con estrépito los pro-
yectiles derribando los árboles a lo lejos. En otros lugares, el res-
plandor del incendio avanzaba proyectando luces sombrías, ama-
rillas, rojas, negras; los árboles brillaban cubiertos de rocío en-
sangrentado.

176
Levinson entregó su caballo a Efimka y dejó pasar a Kubrak
indicando qué dirección debía seguir. Se hizo a un lado para ver
cuánta gente le quedaba.
Pasaban, maltrechos y mojados, con las rodillas muy encorva-
das y los ojos alerta mirando en la oscuridad. Bajo sus pies salpi-
caba el agua. A veces los caballos se hundían hasta la cincha. La
tierra era muy cenagosa. Sobre todo era difícil para los soldados
del pelotón de Dubov, cada uno de los cuales tenía tres caballos.
Varia llevaba dos: el suyo y el de Morozka. Tras ese tropel de gente
atormentada quedaba un reguero maloliente, ondulante, como si
hubiese pasado por allí un reptil asqueroso, infecto...
Levinson, cojeando de ambos pies, pasó el último. De pronto
el destacamento se detuvo…
—¿Qué pasa ahí? —preguntó él.
—No sé —contestó el guerrillero que iba delante. Era Miechik.
—Transmite mi pregunta a la columna.
Al cabo de un rato, volvió la contestación pronunciada por de-
cenas y decenas de labios pálidos que temblaban.
—Imposible seguir, es terreno pantanoso…
Levinson, dominando un ligero temblor en las rodillas, se fue
corriendo hacia Kubrak. Apenas él se ocultó tras los árboles, toda
esa masa de gente se dispersó en distintas direcciones, pero por
todas partes los rodeaba un pantano infranqueable. Solamente
había un camino: el que acababan de recorrer, que conducía hacia
donde luchaba heroicamente el pelotón de mineros. Pero los dis-
paros que se oían desde la entrada del bosque ya no parecían le-
janos: tenían íntima relación con ellos y parecía que se acercaban
más y más...
La gente, desesperada, se enfureció. Buscaban al culpable de
su desgracia. ¡Naturalmente que era Levinson!... Si todos ellos lo
hubieran podido ver a la vez, se hubieran arrojado sobre él con
toda la fuerza del terror que los dominaba. ¡Puesto que él los con-
dujo, él debía sacarlos de allí!
De pronto, en el mismo centro donde la gente se agolpaba,
apareció Levinson con una antorcha encendida que iluminaba su
cara barbuda y pálida, de ojos grandes, redondos y ardientes. Pasó
su mirada penetrante de una cara a la otra.

177
Se produjo un silencio repentino. Se oyó solamente el ruido
del fuego mortífero que se desarrollaba a la entrada del bosque.
Su voz fina, nerviosa, brusca y algo ronca comenzó:
—¿Quién siembra alarma entre las filas?... ¡Atrás!... Solamente
los chiquillos pueden tener miedo... ¡Callaos! —dijo tomando el
máuser. Las protestas cesaron al instante—. ¡Escuchad mis órde-
nes! Atravesaremos el pantano: no tenemos otra salida. ¡Borísov
—era el nuevo comandante del tercer pelotón—, deja los caballos
y ve a prestar ayuda a Blakánov! Dile que no se detenga hasta que
yo se lo ordene... ¡Kubrak, designa tres hombres como enlace con
Blakánov! ¡Escuchad todos: atad los caballos! ¡Dos secciones para
ir a buscar ramas! Sin contemplación por los sables… Los demás
bajo la dirección de Kubrak. Obedecedle incondicionalmente.
Volvió la espalda a la gente y, encorvado, se fue hacia el pan-
tano, teniendo por encima de la cabeza su antorcha encendida.
Esa masa callada de gente que hacía poco agitaba las manos
dispuesta a matar y llorar, de pronto empezó a moverse obe-
diente, con rapidez increíble, inhumana. En unos cuantos segun-
dos, todos los caballos estuvieron atados y empezó el golpe de las
hachas; chirriaba la madera bajo los golpes de los sables; el pelo-
tón de Borísov salió disparado haciendo sonar las armas y las bo-
tas. Del frente venían corriendo unos soldados llevando las pri-
meras vigas húmedas... Se oía el estrépito de los árboles al caer,
con sus enormes ramas cubiertas de follaje que hacían salpicar
algo blando y terrible... Bajo la luz que esparcía la antorcha se veía
cómo la tierra verde oscura se hinchaba en grandes olas como el
cuerpo de una boa.
Allí, agarrados a las ramas, se movían las espaldas encorvadas,
en el barro, iluminados por la antorcha. Trabajaban dejando ver
por entre los capotes y las camisas rotas el cuerpo cubierto de su-
dor y ensangrentado. Perdieron la noción del tiempo, del lugar y
la sensación de la existencia de sus cuerpos doloridos y cansados.
Trabajaban con furia sobre el barro, lleno de huevos de ranas, y
bebían ávidamente el agua sucia como bestias heridas...
Mientras, el tiroteo se acercaba cada vez más y ya calentaba el
aire. Blakánov mandaba un enlace tras otro, preguntando: «¿nos
retiraremos pronto?». Perdió la mitad de sus soldados, entre ellos
a Dubov, que murió desangrado por numerosas heridas. Blakánov

178
se retiraba lentamente, cedía el terreno palmo a palmo al
enemigo. Al fin se acercó al lugar donde cortaban los árboles. Los
proyectiles silbaban ya sobre el pantano. Unos cuantos hombres
de los que trabajaban en la construcción del puente cayeron heri-
dos. Varia les ataba las vendas. Los caballos, asustados por los dis-
paros, relinchaban encabritándose; algunos, rompiendo las rien-
das, trotaban de un lado a otro del bosque y al caer en el pantano
se quejaban pidiendo ayuda.
Cuando los guerrilleros que cubrían la retirada vieron que el
puente estaba terminado, empezaron a correr. Blakánov, con los
ojos congestionados y negros del humo de la pólvora, corría tras
ellos, amenazando con su revólver sin balas, llorando de rabia.
Gritando, agitando las antorchas y las armas, tirando tras de
sí los caballos, se lanzó el destacamento por el puente improvi-
sado. Los caballos excitados no escuchaban a sus jinetes y pata-
leaban como epilépticos. Los de atrás, enloquecidos, se tiraban
sobre los de delante. A la salida, ya en la orilla opuesta, el caballo
de Miechik se metió en el fango. Los soldados lo sacaron blasfe-
mando de impaciencia. Miechik se agarraba febrilmente a las
riendas temblorosas por el movimiento del caballo, y tiraba, ti-
raba, enredando los pies entre las ramas. Cuando al fin salió el
caballo, Miechik no pudo deshacerle el nudo que le rodeaba las
patas delanteras y, al fin, con rabiosa fruición, hincó los dientes
mordiendo ese nudo, cubierto de barro y oliendo a ciénaga...
Los últimos que pasaron fueron Levinson y Goncharenko. El
zapador pudo poner un cartucho de dinamita y, casi en el mo-
mento en que el enemigo llegaba, el puente saltó hecho trizas.
Al cabo de un rato la gente volvió en sí y se dio cuenta de que
ya amanecía. La taiga aparecía por delante envuelta en la luz ro-
sada de la aurora. Entre las ramas de los árboles se veían trozos
de cielo azul oscuro. Allá lejos, delante del bosque, asomaba el sol.
La gente tiró los tizones calientes que todavía seguían llevando sin
saber por qué, vieron sus manos rojas, destrozadas, y los caballos
mojados, cansados, que despedían un vapor sudoroso, y se admi-
raron de lo que habían hecho aquella noche.

179
IV

LOS DIECINUEVE

A cinco verstas del lugar donde atravesaron el pantano se ex-


tendía la carretera que llegaba hasta Tudo-Vaka. La tarde ante-
rior, temiendo que Levinson pernoctara en la aldea, los cosacos
prepararon una emboscada en la misma carretera, a unas ocho
verstas del puente.
Allí estuvieron toda la noche, esperando al destacamento y
oyendo el estampido lejano de los cañones. A la mañana siguiente
volvió un enlace diciendo que se quedasen allí mismo porque el
enemigo había atravesado el pantano y venía en su dirección.
Unos diez minutos después de haber pasado el enlace, el destaca-
mento de Levinson, que nada sabía de la emboscada ni de que
acababa de pasar por allí un enlace enemigo, salió también a la
carretera de Tudo-Vaka.
El sol se levantó cubriendo el bosque. Hacía rato que la escar-
cha se había derretido. El cielo se coloreaba de un azul celeste
puro y transparente. Los árboles inclinaban sus ramas doradas y
resplandecientes sobre la carretera. El día se presentaba tibio; no
parecía un día otoñal.
Levinson echó una mirada distraída por todo ese paisaje, her-
moso, limpio, claro y resplandeciente, y no lo admiró. Vio a su
destacamento atormentado, reducido a la tercera parte de sus
miembros, extendiéndose, abatido, a lo largo del camino... y com-
prendió cuán mortalmente fatigado se encontraba él mismo y
cuán impotente se sentía ahora para poder hacer algo por aquellos
hombres que, desalentados, le seguían. Ellos eran lo único que
para él no era indiferente. Esa gente atormentada y fiel le era más
querida que todo, más querida que él para sí mismo, porque ni
por un segundo dejó de pensar en la gran responsabilidad que le
incumbía. Pero le parecía que ya no podía hacer nada por ellos; ya
no los dirigía; ellos mismos lo ignoraban todavía y, sumisos, iban
tras él como el rebaño sigue a su cabestro. Eso era lo más terrible,
lo que él había temido sobre todo cuando el día anterior había es-
tado meditando acerca de la muerte de Metelitsa...

180
Trataba de dominarse, de concentrarse en algo necesario y
práctico, pero las ideas se le embrollaban, los ojos se le cerraban
e imágenes raras, recuerdos y vagas sensaciones de lo que le ro-
deaba, contradictorias, se agolpaban en su mente, cambiando con
rapidez vertiginosa, como un enjambre eternamente móvil, afó-
nico, inmaterial... «¿Para qué ese camino interminable, esas hojas
mojadas y el cielo tan muerto e inútil para mí?... ¿Qué es lo que
debo hacer ahora?... ¡Ah, sí!, debo llegar al valle de Tudo-Vaka...
va-lle de Tu-do-Va-ka..., qué extraño es esto de tu-do-va-ka…
¡Pero qué cansado estoy, cómo quisiera dormir un poco! ¿Qué es
lo que puede exigir de mí esa gente cuando yo tengo tantas ganas
de dormir?... Ése está diciendo: “La patrulla... sí, sí, la patrulla...”.
Tiene la cabeza tan despierta y redonda como la de mi hijo, y na-
turalmente, hay que mandar una patrulla, y luego hay que dor-
mir..., dormir...»
—¿Qué dijiste? —preguntó de súbito Levinson, levantando la
cabeza.
A su lado estaba Blakánov.
—Decía que hay que mandar una patrulla de reconocimiento.
—Sí, sí, hay que mandarla; encárgate de eso, por favor...
Al cabo de unos minutos, alguien se adelantó a Levinson, al
trote de un caballo cansado. Levinson lo siguió con la mirada; al
ver la espalda encorvada reconoció a Miechik. Le pareció mal que
Miechik fuese de vigía, pero él no pudo distinguir en qué consistía
dicho desacierto, y enseguida se olvidó de eso. Luego, pasó tam-
bién otro adelante.
—¡Morozka! —gritó Blakánov cuando se alejaban—. ¡No os
perdáis de vista!...
«¿Aún vive Morozka? —pensó Levinson—. Y Dubov murió...
¡Pobre Dubov!... Pero ¿qué es lo que había pasado con Morozka?
¡Ah, sí, eso fue ayer por la noche! Menos mal que no le vi en aquel
momento…»
Miechik, cuando estaba ya bastante lejos, se volvió; Morozka
le seguía a unos cincuenta pasos; el destacamento se veía aún.
Luego Morozka y el destacamento se perdieron en un recodo.
Nivka no quería correr al trote, y Miechik, mecánicamente, le
hostigaba. En las subidas iba al paso. Miechik se dormía sentado
en la montura. A veces, de pronto, volvía en sí y veía extrañado el

181
mismo bosque que no tenía ni comienzo ni fin, en su estado
soñoliento, amodorrado, sin relación con lo que le rodeaba...
De pronto Nivka, asustada, relinchó y se tiró hacia los arbus-
tos, apretando a Miechik contra unas ramas espinosas. Levantó la
cabeza. El estado soñoliento se le transformó en un estado de te-
rror incomparable: en la carretera, a pocos pasos, había unos co-
sacos.
—¡Baja! —le dijeron en voz baja y sibilante. Alguien tomó a Ni-
vka de las riendas. Miechik gritó sin fuerzas, bajó de la montura
haciendo algunos movimientos humillantes con el cuerpo, y de
pronto cayó rodando por la pendiente. Se golpeó fuertemente
contra un tronco mojado. Se levantó, resbaló y quedó acalam-
brado de terror; volvió a andar a cuatro patas y, al fin, irguiéndose,
siguió corriendo por el borde de la pendiente sin sentir su cuerpo,
agarrándose a cualquier cosa y dando saltos inverosímiles. Le per-
seguían. Tras él crujían las ramas y alguien murmuraba enojado,
con aliento retenido...
Como Morozka sabía que por delante de él iba otro soldado no
se fijaba bien en lo que ocurría a su alrededor... Se encontraba en
un estado de cansancio sin límites, como cuando desaparecen por
completo los pensamientos humanos de mayor importancia y
queda solamente el deseo de descansar a cualquier precio. Ya no
pensaba ni en su vida, ni en Varia, ni en cómo lo iba a tratar Gon-
charenko; hasta le faltaban fuerzas para compadecer la muerte de
Dubov, a pesar de que Dubov era uno de las personas más queri-
das por él. Pensaba solamente en el momento en que tendría de-
lante de los ojos un pedazo de tierra para acostarse y apoyar la
cabeza. Ese pedazo de tierra se lo imaginaba como una aldea
grande y llena de paz, cubierta de sol, con muchas vacas y buena
gente, oliendo a hierba seca. De antemano se imaginaba cómo ata-
ría el caballo, tomaría leche, se subiría a un pajar y se dormiría
profundamente, con los pies y la cabeza cubiertos por el capote...
Cuando de pronto le aparecieron delante dos cosacos con go-
rras ribeteadas de amarillo, Judas se echó atrás por entre unos
arbustos. A Morozka se le confundió la imagen de la aldea cu-
bierta de sol con la sensación instantánea pero precisa de una mi-
serable traición que acababa de consumarse allí.

182
—¡Se ha escapado, el canalla!... —dijo Morozka, representán-
dose con gran nitidez los ojos odiosos y limpios de Miechik, y ex-
perimentó al mismo tiempo una enorme piedad angustiosa hacia
sí mismo y hacia la gente que venía detrás.
No sentía el tener que morir enseguida. Iba a dejar de sufrir y
de moverse... Era incapaz de imaginar que podía estar alguna vez
en una situación tan rara y extraordinaria, porque todavía en ese
instante vivía, sufría y sentía, pero comprendía claramente que
nunca más vería ni esa aldea cubierta de sol, ni a esos hombres
tan cercanos y queridos que venían detrás de él. Morozka sintió
tan vivamente dentro de sí a esa gente cansada, que avanzaba sin
sospechar nada confiando en él, que ni se le ocurrió pensar en sus
posibilidades de salvación, sino sólo en la forma de poder prevenir
al destacamento del peligro... Tomó el revólver, levantó la mano
muy alto, por encima de la cabeza, para que se oyera mejor, y dis-
paró tres veces, como habían convenido...
En el mismo instante, algo brilló sonoramente, momentánea-
mente, como si el mundo se partiera en dos mitades, y él, junto
con Judas, se desplomó sobre unos arbustos con la cabeza destro-
zada...
Cuando Levinson oyó los tres disparos, sonaron tan inespera-
damente para él y eran tan inverosímiles para la situación en que
se encontraba que no podía comprenderlos. Se dio cuenta de su
significación sólo cuando se oyó el disparo contra Morozka. Los
caballos levantaron las cabezas poniendo las orejas alerta.
Levinson miró a su alrededor, buscando por primera vez, im-
potente, la ayuda de alguien. Su rostro, mudo y suplicante, quedó
frente a las caras pálidas y lacias de los guerrilleros. Todos mira-
ron con expresión de terror y de impotencia... «He aquí lo que yo
temía», pensó, e hizo un ademán con la mano, como si buscara
algo y no encontrase nada donde agarrarse...
De pronto, vio con precisión delante de sus ojos la cara sencilla
de Blakánov, parecida a la de un chiquillo, ingenua, pero negra y
arrugada a causa del cansancio y del humo. Blakánov tenía en una
mano el revólver, con la otra apretaba fuertemente la montura de
tal manera que quedaron las marcas de sus dedos. Todo en ten-
sión, miraba hacia el lado donde se habían oído las descargas. En
su cara de pómulos salientes, inclinada algo hacia adelante,

183
esperando la orden, ardía esa pasión grandiosa y verdadera en
nombre de la cual habían caído los mejores soldados del destaca-
mento.
Levinson, estremeciéndose, se irguió, sintió que algo doloroso
pero dulce resonaba en sus adentros... De pronto, blandiendo la
espada, echado hacia adelante con los ojos brillantes, preguntó
con voz ronca a Blakánov:
—A abrir brecha, ¿eh?
Y su espada, levantada, resplandeció al sol. Al verla, cada gue-
rrillero también se estremeció y afirmó los pies en los estribos.
Blakánov miró de reojo la espada, dio media vuelta brusca-
mente y gritó algo hacia el destacamento, que sonó penetrante
como los bronces de un clarín. Levinson ya no lo pudo oír; en el
mismo instante, arrastrado por la misma fuerza interior que vivía
en Blakánov y que le hizo a él mismo levantar la espada, echó a
cabalgar por el camino, sintiendo que todo el destacamento se
lanzaría tras él inmediatamente...
Cuando unos minutos después miró hacia atrás, todos, efecti-
vamente, le seguían, agachados sobre sus monturas, viendo en
cada uno el mismo fulgor en los ojos que él había notado antes en
Blakánov.
Ésta fue la última impresión coherente que conservó Levin-
son, porque en el mismo instante, algo terrorífico, resplande-
ciente, cayó sobre él, le golpeó, le hizo dar unas vueltas y le
aplastó; y él, sin conciencia de sí mismo, pero sintiendo que aún
estaba con vida, se precipitó hacia un insondable abismo de fuego.

Miechik no se volvió ni oía que lo siguiesen, si bien sabía que


lo perseguían; cuando oyó uno tras otro los tres disparos y luego
la descarga, pensó que disparaban sobre él y siguió corriendo aún
más ligero, a derecha y a izquierda, hasta que por fin cayó por un
barranco. Enseguida, se oyó otra descarga más fuerte; luego otra,
y otra. Todo el bosque se llenó de ruido y revivió bajo el estruendo
infernal de las bombas y de los fusiles.
«¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!... ¡Ay, ay!... ¡Dios mío!», murmu-
raba y gritaba Miechik, estremeciéndose ante cada detonación en-
sordecedora, torciendo su cara, llena de arañazos. Quería llorar,

184
pero los ojos estaban asquerosa y desvergonzadamente secos. Co-
rría todo el tiempo poniendo en tensión sus últimas fuerzas.
El tiroteo fue apagándose, como si tomara otra dirección.
Luego cesó por completo.
Miechik miró hacia atrás; ya no lo perseguían. No había nada
que rompiese el silencio que invadía desde lejos las profundidades
del bosque. Sofocándose, se dejó caer bajo el primer árbol. Su co-
razón palpitaba febrilmente. Encogido como un rollo, poniendo
las manos debajo de las mejillas, Miechik estuvo acostado unos
cuantos minutos sin moverse. A diez pasos de él, sobre un álamo
blanco desnudo, delgadito y encorvado hasta el suelo, iluminado
por el sol, estaba sentada una ardilla que lo miraba con sus ojos
ingenuos y amarillos.
De pronto, Miechik se sentó, agarrándose de la cabeza y gri-
tando fuertemente. La ardilla, asustada, chilló y saltó, desapare-
ciendo. Los ojos de Miechik miraban enloquecidos; con los dedos
entre los cabellos, con quejidos y lamentos rodó por la tierra...
«¿Qué he hecho?... ¡Oh!... ¡Qué he hecho! —repetía, rodando, gol-
peándose en el vientre y comprendiendo cada vez con más clari-
dad el verdadero significado de su huida, de los primeros tres dis-
paros y de todo el tiroteo subsiguiente. Luego volvió a gritar—:
¡Qué he hecho! ¡Cómo pude hacer eso! ¡Yo, que soy tan bueno y
honrado..., que no deseo mal a nadie! ¡Oh! ¡Cómo he podido ha-
cerlo!»
Cuanto más infame y miserable le parecía su huida, mejor,
más bueno y noble creía haber sido en el período anterior a su
crimen.
No se atormentaba sólo porque a causa de su huida murieron
decenas y decenas de personas que habían confiado en él, sino
porque la mancha imborrable y repulsiva de aquel acto contrade-
cía todo lo bueno y limpio que él sentía en sí mismo.
Maquinalmente, sacó su revólver, que contempló con horror y
perplejidad durante un buen rato. Pero sintió que nunca se mata-
ría ni podría matarse, porque lo que más apreciaba en este
mundo, a pesar de todo, era su persona: su blanca y sucia mano
impotente, su voz quejumbrosa, sus sufrimientos, sus actos, in-
cluso los más repelentes. Y, con furtiva y disimulada infamia, ate-
rrado al notar simplemente la grasa del arma, hizo como si no se

185
diera cuenta de nada y escondió apresuradamente el revólver en
el bolsillo.
Ya no gemía, ya no lloraba. Se cubrió la cara con las manos y
se quedó inmóvil, tendido boca abajo, y todo lo que había pasado
en los últimos meses, a partir del momento en que salió de la ciu-
dad, fue desfilando ante él con triste y fatigado paso: sus ingenuos
ensueños, de los cuales ahora se avergonzaba; el dolor de los pri-
meros momentos y de las primeras heridas; Morozka; el hospital;
el viejo Pika, con sus pocas hebras plateadas en la cabeza; el di-
funto Frolov; Varia, con sus grandes, bellos y melancólicos ojos,
de los que no se encuentra uno dos veces en la vida; y este último
paso terrible a través del pantano, ante el cual se ensombrecía
todo lo demás...
«Yo no quiero soportar más esto —pensó Miechik con inespe-
rada franqueza, y se tuvo lástima—. No estoy en condiciones de
aguantar más, no puedo vivir más, llevando esta vida inhumana y
horrible», pensó nuevamente para lamentarse aún más y, a la luz
de estos míseros pensamientos, enterrar su propia desnudez y su
infamia.
Se reprochaba, se arrepentía, pero no pudo dominar en sí sus
esperanzas y alegrías individuales, pensando en que ahora estaba
completamente libre de ir a donde se le antojase, adonde hay otra
vida y donde nadie conocería su huida. «Ahora me voy a la ciudad;
no me queda otra que ir allí», pensó, tratando de dar un acento
especial a sus palabras, como si fuese una triste necesidad, y al
mismo tiempo dominaba el sentimiento de alegría que se apode-
raba de él, junto con la vergüenza y el miedo de que su deseo pu-
diera fracasar.
El sol brillaba al otro lado del álamo blanco, encorvado, que
ahora estaba en la sombra. Miechik sacó el revólver y lo tiró lejos
entre los arbustos. Luego buscó una fuente, se lavó y se sentó a su
lado. No se decidía a salir por el camino. «¡A lo mejor allí están
los blancos!», pensó asustado, y se oyó cómo las aguas de la fuen-
tecilla murmuraban tranquilas...
«Pero ¿qué más da?», pensó de pronto Miechik, con la fres-
cura con que le solían brotar sus mejores pensamientos y senti-
mientos de piedad.

186
Suspiró profundamente, se abrochó la camisa y se encaminó
lentamente hacia donde había quedado la carretera de Tudo-
Vaka.

Levinson no sabía cuánto tiempo había durado su estado de


inconsciencia; le parecía que había sido largo, pero en realidad no
había pasado más de un minuto. Pero cuando volvió en sí, extra-
ñado, se dio cuenta con gran sorpresa de que, como antes, se ha-
llaba aún sentado en la montura y que solamente le faltaba la es-
pada. Delante de él estaba la cabeza de crines negras de su caballo
con una oreja ensangrentada.
Levinson oyó por primera vez el tiroteo y comprendió que dis-
paraban sobre ellos. Las balas silbaban sobre sus cabezas; enten-
dió que disparaban desde atrás, pero también que el momento
más terrible había pasado. En ese instante, dos jinetes se acerca-
ron. Reconoció a Varia y a Goncharenko. Las mejillas del zapador
estaban ensangrentadas. Levinson recordó a su destacamento y
miró hacia atrás, pero no existía ya ningún destacamento. Todo el
camino estaba cubierto de cadáveres de hombres y caballos; unos
cuantos jinetes, a cuya cabeza iba Kubrak, trataban con esfuerzo
de alcanzarlos; tras él se veían otros grupos, pero menguaban rá-
pidamente. Alguien que iba en un caballo que renqueaba gritaba
haciendo señales con la mano; los cosacos le rodearon y empeza-
ron a darle culetazos hasta que le derribaron del caballo. Levinson
contrajo el rostro y volvió la espalda.
En ese momento, junto con Varia y Goncharenko, alcanzó el
recodo de la carretera. El tiroteo fue disminuyendo. Las balas de-
jaron de silbar junto a las orejas. Levinson automáticamente em-
pezó a frenar a su caballo. Los guerrilleros que habían escapado
con vida poco a poco lo alcanzaron. Goncharenko contó dieci-
nueve hombres, incluidos él mismo y Levinson. Bajaron por la
cuesta sin hablar, ensimismados de horror, pero ya con la mirada
alegre, clavada en el horizonte angosto, amarillo y silencioso que
junto con ellos galopaba por delante como un perro azuzado.
Paulatinamente los caballos pasaron al trote y comenzaron a
distinguirse algunos tocones quemados, los arbustos, los postes
telegráficos y, en la lejanía, el cielo despejado por sobre el bosque.
Luego, los caballos marcharon al paso.

187
Levinson cabalgaba algo adelantado, pensativo y cabizbajo. A
veces se volvía y miraba impotente, como si quisiera preguntar
algo y no pudiera recordar de qué se trataba y, de un modo ex-
traño y atormentador, los miraba todos, cara a cara, largamente,
con mirada de ciego. De pronto, detuvo en seco su caballo, se vol-
vió, y por primera vez miró con plena conciencia a aquellos hom-
bres, con sus grandes y profundos ojos azules. Dieciocho personas
se detuvieron como si fuesen un solo hombre. Se hizo un gran si-
lencio.
—¿Dónde está Blakánov? —preguntó Levinson.
Dieciocho hombres le miraron, silenciosos y confusos.
—A Blakánov le han matado... —dijo al fin Goncharenko, y
miró sus manos grandes y nudosas, agarradas a las riendas.
Varia, que iba a su lado, inclinada sobre la montura, cayó de
pronto sobre el cuello del caballo y lloró histéricamente; sus tren-
zas despeinadas llegaron casi hasta el suelo, pareciendo vibrar. El
caballo movió las orejas y recogió el belfo inferior. Chizh, mirando
de soslayo a Varia, se puso también a sollozar y volvió la espalda.
Los ojos de Levinson permanecieron unos segundos más con-
templando a su gente. Después, se encorvó y se encogió; de
pronto, todos se dieron cuenta de que estaba muy débil y enveje-
cido. Pero él ya no se avergonzaba de su debilidad ni la ocultaba;
permaneció cabizbajo, movió lentamente sus largas pestañas hú-
medas, y las lágrimas le corrían por la barba… Los hombres vol-
vieron la vista a un lado, para no conmoverse también ellos.
Levinson dio la vuelta al caballo y, en silencio, siguió adelante.
El destacamento se puso en marcha tras él.
—No llores. ¿Para qué ya…? —dijo Goncharenko con voz cul-
pable, levantando a Varia por el hombro.
Cada vez que Levinson trataba de olvidar, volvía a mirar, des-
concertado, en torno suyo y, recordando que faltaba Blakánov,
empezaba de nuevo a llorar.
Así salieron del bosque aquellos diecinueve hombres.
El bosque se abrió de un modo inesperado ante ellos: en un
espacio inmenso del alto cielo azul y del campo color ocre, bañado
de sol y regado, que se extendía a los costados hasta perderse en
lontananza. En la parte del salcedo, a través del cual azuleaba la
gran superficie del río, se divisaba una era, engalanada con los

188
gorros dorados de los rechonchos almiares y hacinas. Allí hervía
el bullicio de la vida, una vida laboriosa, alegre y ruidosa. Como
pequeños escarabajos abigarrados hormigueaban las personas,
volaban las gavillas, golpeaban seca y precisamente los tambores
de las máquinas, y de la nube ensortijada de dorada cáscara y
polvo salían voces excitadas y la cascada cristalina de las risas de
las mozas.
Más allá del río, cortando el horizonte, se levantaban los picos
azulados de la cordillera junto a los árboles de follaje amarillento.
Por entre los picos puntiagudos asomaba una transparente es-
puma de nubes sonrosadas, salobres por la proximidad del mar,
burbujeantes y hermosas, como la leche recién ordeñada.
Levinson pasó su mirada silenciosa y aún húmeda por el in-
menso cielo y la tierra, que prometía pan y descanso a aquella le-
jana gente de la era a quienes muy pronto debería convertir en
amigos suyos, como lo eran los dieciocho que, silenciosos, cabal-
gaban tras él; y dejó de llorar: había que vivir y cumplir con su
deber.

189
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI

«LA DERROTA», POR A. FADÉYEV

Las ediciones Europa-América, que nos han dado la mejor ver-


sión del extraordinario libro de John Reed Diez días que estreme-
cieron el mundo y que anuncian una serie de escogidas traduccio-
nes, han publicado en español La derrota de A. Fadéyev. Gorki
decía no hace mucho en el primer Congreso de Escritores Campe-
sinos: «En toda la historia de la humanidad no será posible en-
contrar una época parecida a estos últimos diez años, desde el
punto de vista de resurgimiento creador de las grandes masas.
¿Quién no escribe entre nosotros? No hay profesión que no haya
producido un escritor. Poseemos ya dos o tres docenas de escrito-
res auténticos cuyas obras durarán y serán leídas durante muchos
años. Tenemos obras maestras que no ceden en nada a las clási-
cas, aunque esta afirmación puede parecer atrevida. Nunca han
seguido tan de cerca las editoriales españolas la producción lite-
raria rusa. Por primera vez quizás una novela encuentra editor en
español a los dos o tres años de su aparición en ruso. El remarca-
ble muestrario de novelas de la nueva Rusia que tenemos tradu-
cidas al español no alcanza, sin embargo, a representar sino frag-
mentariamente algunos sectores de la literatura soviética. Al me-
nos veinte de los autores citados en las crónicas de esta literatura
como puntos imprescindibles de un buen itinerario, permanecen
ignorados por el público hispano y también, en gran parte, por el
público francés e italiano, a cuyas lenguas se traduce solícita y di-
rectamente las obras más importantes.
Fadéyev, el autor de La derrota, pertenece a uno de los equi-
pos jóvenes de novelistas. No procede de la literatura profesional.
Tiene sólo veintiocho años. Su juventud trascurrió en la Rusia
oriental, donde Fadéyev, como mílite de la Revolución, se batió
contra Kolchak, contra los japoneses y contra el atamán Semio-
nov, de 1918 a 1920. En 1921 asistió como delegado al décimo
Congreso del Partido Bolchevique en Moscú. Su primer relato es
de 1922-23; La derrota de 1925-26.

191
Esta novela es la historia de una de las patrullas revoluciona-
rias que sostuvieron en Siberia la lucha contra la reacción. El he-
roísmo, la tenacidad de estos destacamentos explican la victoria
de los Soviets en un territorio inmenso y primitivo sobre enemi-
gos tan poderosos y abastecidos. La Revolución se apoyaba, en la
Siberia, en las masas trabajadoras y, por eso, era invencible. Las
masas carecían de una conciencia política clara. Pero de ella salie-
ron estas partidas bizarras que mantuvieron a la Rusia oriental en
armas y alerta contra Kolchak y la reacción. Nombres como Le-
vinson, el caudillo de la montonera de La derrota, representaban
la fuerza y la inteligencia de esas masas; entendían y hablaban su
lenguaje y les imprimían dirección y voluntad. La contrarrevolu-
ción reclutaba sus cuadros en un estrato social disgregado e ines-
table, ligado a la vieja Rusia en disolución. Su ejército de merce-
narios y aventureros estaba compuesto, en sus bases, de una sol-
dadesca inconsciente. Mientras tanto, en las partidas revolucio-
narias, el caudillo y el soldado fraternizaban, animados por el
mismo sentimiento. Cada montonera era una unidad orgánica,
por cuyas venas circulaba la misma sangre. El soldado no se daba
cuenta como el caudillo de los objetivos ni del sentido de la lucha.
Pero reconocía en éste a su jefe propio, al hombre que sintiendo y
pensando como él no podía engañarlo ni traicionarlo. Y la misma
relación de cuerpo, de clase, existía entre la montonera y las ma-
sas obreras y campesinas. Las montoneras eran simplemente la
parte más activa, batalladora y dinámica de las masas.
Levinson, el admirable tipo de comandante rojo que Fadéyev
nos presenta en su novela, es tal vez en toda la pequeña brigada el
único hombre que con precisión comprendía la fuerza real de sus
hombres y de su causa y que, por esto, podía tan eficazmente ad-
ministrarla y dirigirla. «Tenía una fe profunda en la fuerza que los
alentaba. Sabía que no era sólo el instinto de conservación el que
los conducía, sino otro instinto no menos importante que éste,
que pasaba desapercibido para una mirada superficial, y aun para
la mayoría de ellos, pero por el cual todos los sufrimientos, hasta
la misma muerte, se justificaban: era la meta final, sin la que nin-
guno de ellos hubiera ido voluntariamente a morir en las selvas
de Ulajín. Pero sabía también que ese profundo instinto vivía en
las personas bajo el peso de las innumerables necesidades de cada

192
día, bajo las exigencias de cada personalidad pequeñita, pero
viva». Levinson posee, como todo conductor, don espontáneo de
psicólogo. No se preocupa de adoctrinar a su gente: sabe ser en
todo instante su jefe, entrar hasta el fondo de sus almas con su
mirada segura. Cuando en una aldea siberiana, se encuentra per-
dido entre el avance de los japoneses y las bandas de blancos, una
orden del centro de relación de los destacamentos rojos se con-
vierte en su única y decisiva norma: «hay que mantener unidades
de combate». Esta frase resume para él toda la situación. Lo im-
portante no es que su partida gane o pierda escaramuzas; lo im-
portante es que dure. Su instinto certero se apropia de esta orden,
la actúa, la sirve con energía milagrosa. Algunas decenas de uni-
dades de combate como la de Levinson, castigadas, fugitivas, diez-
madas, aseguran en la Siberia la victoria final sobre Kolchak, Se-
mionov y los japoneses. No hace falta sino resistir, persistir. La
Revolución contaba en el territorio, temporalmente dominado
por el terror blanco, con muchos Levinson.
La patrulla de Levinson resiste, persiste, en medio de la tor-
menta contrarrevolucionaria. Se abre paso, a través de las selvas
y las estepas, hasta el valle de Tudo-Vaka. Caen en los combates
los mejores soldados. Mineros fuertes y duros, que se han apres-
tado instintivamente a defender la Revolución y en cada uno de
los cuales está vivo aún el mujik. A Tudo-Vaka llegan sólo, con
Levinson a la cabeza, dieciocho hombres. Y entonces, por primera
vez, este hombre sin desfallecimientos ni vacilaciones, aunque de
ingente ternura, llora como Varia, la mujer que ha acompañado
en su anónima proeza, en su ignota epopeya a esta falange de mi-
neros. Mas con el valle su mirada tocaba un horizonte de espe-
ranza. Y Levinson se recupera. Él y sus 18 guerrilleros son la cer-
tidumbre de un recomienzo. En ellos la Revolución está. Levinson
echó una vez más su mirada aún húmeda y brillante al cielo y a la
tierra serena que daba pan y descanso a ésa de la lejanía y dejó de
llorar: había que vivir y cumplir con su deber.

Variedades, 25 de diciembre de 1929

193
DANIEL ANGUIANO

LA DERROTA

Ha sido traducida a nuestro idioma la novela La derrota, ori-


ginal del joven literato ruso A. Fadéyev. Se hace preceder la publi-
cación de una autobiografía del autor: en el original, escasamente
cuatro cuartillas escritas de su puño y letra. Suficientes para que
el lector construya una vida juvenil, llenando con pensamientos y
sentimientos las épocas que el autor señala con fechas. Por ejem-
plo, os dice, poniendo al final la fecha de 6 de marzo de 1928:
«Nací el 11 de diciembre de 1901.» Quiere decirse: «Tengo esca-
samente veintisiete años cuando dejo terminado este trabajo en
que me ocupo de mí mismo ante el lector.» Después continúan las
fechas episódicas. Las convertimos nosotros en años de edad, y
dejamos los hechos concretos, tal cual se nos dan a conocer.
Tenía dieciséis años cuando su padre murió en el frente, donde
actuaba de enfermero. Comenzó a trabajar en el Partido Comu-
nista a los diecisiete años. Realizaba sus trabajos en la organiza-
ción ilegal creada en las filas del ejército de Kolchak. Para dar al-
guna significación a esos trabajos, no estará de más recuerde el
lector que Kolchak restableció la pena de muerte para dificultar la
obra que se llevaba a cabo en las filas de su ejército. De los dieci-
siete a los dieciocho años tomó parte en el movimiento de guerri-
lleros contra Kolchak y las demás fuerzas de la intervención ar-
mada. Derrotados estos ejércitos, estuvo en la lucha contra la in-
tervención de los japoneses. Cuando tenía veinte años dejó las ta-
reas del Congreso del partido bolchevique, en el que actuaba como
delegado, y en unión de la tercera o la cuarta parte del Congreso,
se incorporó a las fuerzas empleadas en sofocar la sublevación de
Kronstadt. Fue herido por segunda vez. Lo desmovilizaron. Co-
menzó a estudiar en la Academia de Minas; pero por razones que
no dependían de su voluntad, salió el segundo año y realizó tra-
bajos del Partido en Kuban, Moscú y Rostov del Don. El desbor-
damiento fue el primer relato que escribió. Comenzó a escribirlo
cuando tenía veinte años. Lo terminó cuando tenía veintitrés. A
los veintitrés años también escribió el cuento Contra la corriente.
Y La derrota la escribió entre sus veinticuatro-veinticinco años.
195
Substancialmente, el autor no dice más en los restallantes tra-
llazos de su autobiografía. Pero parece como si al final se encarase
con el lector y le hiciese esta pregunta, mirándole con fijeza a los
ojos: «¿Qué piensas de mi vida juvenil? ¿Y qué piensas de la tuya?
¿Ha sido divertida mi juventud?» Dios nos libre de poner al juz-
garla ni un pensamiento ni un sentimiento de compasión. Parece,
leyendo a Fadéyev, que si lo adivinase en la mirada nos contes-
tarla con la suya, diciéndonos: «¡Idiota!». Y le veríamos alejarse
de nosotros con un justificado gesto de desprecio. Su vida de joven
ha sido y es de renunciamiento individual. De entrega personal a
la obra colectiva. De profundo dolor físico y moral; pero de vida
intensa interior y de hondas emociones humanas. Renunciacio-
nes de alegrías efímeras de cada día a cambio de la silenciosa sa-
tisfacción de sentirse, con todos, constructor de una nueva vida
de insospechadas posibilidades de felicidad individual y colectiva.
La traductora, Lila Guerrero, en el prólogo que puso a la obra
sitúa al autor y a los episodios de la narración. La conquista del
Poder por el proletariado ruso del campo y de la dudad, bajo la
dirección de los bolcheviques, tuvo en los hechos inmediatas rea-
lizaciones de una esperanza internacional de la pobreza, que en
nuestro romance popular se expresa diciendo: «¡Cuándo llegará
el día... en que la tortilla se vuelva!...».
Demasiada tosquedad de lenguaje y de propósitos para ser
aceptada por la civilización presente, tan pulcra y exquisita en pa-
labras. Contra el nuevo Poder se lanzaron las fuerzas civilizadas
de la burguesía derrumbada en Rusia. Tras de los generales con-
trarrevolucionarios se situaron, prestándoles todo su apoyo, el ca-
pitalismo inglés, japonés, francés y yanqui. Llenos de romántica
generosidad, el Japón, al entrar con sus tropas Siberia, quería es-
tablecer la hegemonía en los orillas del Océano Pacífico, tomar en
sus manos la línea del ferrocarril transiberiano y chino oriental, y
apoderarse de la isla de Sajalín. Inglaterra hizo pacto con los ejér-
citos contrarrevolucionarios para conseguir, si triunfaban, el do-
minio económico sobre las riquezas naturales de Rusia: nafta, car-
bón, oro, etc. En los archivos del Museo bolchevique se encuen-
tran documentos que perpetúan la obra de la civilización derrum-
bada, en su lucha para recuperar el dominio perdido. Irojedze es
uno de los pueblos que se mencionan en las narraciones de La

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derrota. Con los guerrilleros victoriosos unas veces, derrotados
otras, marchaba Fadéyev como uno de tantos, luchando y obser-
vando para dejar más tarde en sus novelas parte de las impresio-
nes recogidas y seguramente no las mejores. Desde Irojedze escri-
bía el 14 de diciembre de 1918 el minero Simón Dubanov una carta
en que se perpetúan estos actos:
«En su camino... asaltaban y robaban a la población, pegando,
fusilando y colgando a más de cien hombres. Violaron a las muje-
res, a las niñas y a las ancianas. Las víctimas estaban tan desfigu-
radas por los golpes de los machetes, que era imposible identifi-
carlas. Cuando entraron en la aldea, aunque los campesinos inde-
fensos se rindieron, los obsequiaron con bombas explosivas, y or-
ganizaron un banquete sangriento. Fusilaban y colgaban en los
postes a los campesinos pobres...»
En este ambiente y contra aquellas fuerzas luchaba Fadéyev
cuando a la sazón tenía sus buenos dieciocho-diecinueve años.
Pocos para que temple el ánimo la experiencia y lo fortalezca la
claridad de las propias convicciones forjadas por la reflexión. Bas-
tantes, sin duda, cuando incendia el corazón una ansiedad de re-
dención colectiva humana. Cuando se vislumbra la posibilidad de
poner término a todos los dolores remediables por el esfuerzo del
hombre contra el privilegio económico, que en gran parte los pro-
duce. Sin duda, el alzamiento de los que soportan las pesadum-
bres de una vida de eternos sometidos a las exigencias económicas
del régimen capitalista, crea necesidades de lucha y sacrificio, y
ambientes de ilusiones y esperanzas, que alumbran al espíritu con
rapidez de instantes y descubre lo que no se es capaz de hallar en
la reposada serenidad del estudio y la meditación. La vida con sus
hechos, producto de las turbulencias de un sistema que se de-
rrumba y se defiende contra otro que quiere levantarse sobre sus
escombros, debe contener tal fuerza aleccionadora, que un hom-
bre de dieciocho-diecinueve años puede percibir lo que no ve ni
verá un viejo espíritu acomodado a las exigencias de nuestra civi-
lización. ¿Se precisará estar envuelto por aquellas luchas cruen-
tas, aparentemente ciegas, entre fuerzas sociales de intereses y as-
piraciones opuestas, para comprender la resistencia del hombre,
el poder del hombre, la indiferencia del hombre ante el dolor y el
sacrificio?

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En La derrota, Fadéyev es un autor sin participación personal
en los episodios objeto de sus narraciones. A pesar de lo que des-
cubre en su autobiografía, y lo que, más acusadamente, señala su
traductora, aparece como un hombre aparte, que acompaña, ob-
serva, anota y cuenta lo que presencia, y sorprende dentro de cada
hombre en los pensamientos que no se expresan y en los verdade-
ros estados de ánimo que muchas veces ignora y no comprende
quien los posee.
La novela no es otra cosa que unas salpicaduras fuertes y ex-
presivas, que un convencido y un temperamento artístico hace
saltar del conjunto inmenso de esfuerzos y sacrificios por los que
ha pasado, pasa y pasará aún un grupo humano ruso que cons-
truye un medio social de mayores posibilidades de libertad para
la vida del cuerpo y del espíritu. La inquietud de no encontrarse
con un enemigo más fuerte en número y en elementos de lucha,
los peligros de las exploraciones, con sus sorpresas y sus traicio-
nes; el hambre, el cansancio, el sueño, pocas veces satisfecho; la
variedad de pensamientos que crea este malestar físico, todo ello
queda consignado en palabras que el lector traslada a su sensibi-
lidad, y llega a participar de aquellas angustias, aquellas inquie-
tudes y aquellos pensamientos. La traición misma, no obstante lo
trágico de sus consecuencias, hace pensar y concluir con un gesto
de desdén y de desprecio para el traidor. En la narración es el
hombre de inquietudes intelectuales, que se siente atraído por la
grandeza de la lucha y el sacrificio, y se ablanda y flaquea al con-
tacto con la dura realidad. La lectura de la obra hace participar de
las pesadumbres, comprender las situaciones, sentir el escalofrío
de las resoluciones que por abundancia de amor a la Humanidad
parecen y son poco humanas.
Y se comprende, por lo que se cuenta al lector, y más por lo
que se le obliga a pensar, que el tránsito del capitalismo al socia-
lismo es una necesidad de la evolución económica, un hecho pre-
visto, deducido por la ciencia social; pero un hecho que ejecutan
los hombres de corazón y de pensamiento.
No es, ciertamente, un maná que se nos envía del cielo.

La libertad, 9 de enero de 1930

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ÍNDICE

9 / Autobiografía (A. Fadéyev)


11 / Prólogo (Lila Guerrero)

LA DERROTA

Primera Parte:

19 / I. Morozka
26 / II. Miechik
33 / III. Buen olfato
39 / IV. Solo
44 / V. Los mujiks
49 / VI. La tribu del carbón
56 / VII. Levinson
65 / VIII. Los enemigos
73 / IX. En marcha

Segunda parte:

85 / I. Miechik en el destacamento
95 / II. El comienzo de la derrota
106 / III. Días difíciles
117 / IV. Los caminos de la vida
130 / V. La carga

Tercera parte:

143 / I. La descubierta de Metelitsa


154 / II. Tres muertes
169 / III. El pantano
180 / VI. Los diecinueve

Apéndices

191 / «La derrota», por A. Fadéyev (José Carlos Mariátegui)


195 / La derrota (Daniel Anguiano)

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