Miguel de Cervantes Entremeses
Miguel de Cervantes Entremeses
Miguel de Cervantes Entremeses
ENTREMESES
Prólogo al lector
Criado de V. Exc.
Miguel de Cervantes Saavedra
ENTREMÉS DEL JUEZ DE LOS DIVORCIOS
(Sale EL JUEZ, y otros dos con él, que son ESCRIBANO y PROCURADOR, y siéntase en una
silla; salen EL VEJETE Y MARIANA, su mujer.)
MARIANA. Aun bien que está ya el señor juez de los divorcios sentado en la silla
de su audiencia. Desta vez tengo de quedar dentro o fuera; desta vegada tengo de quedar
libre de pedido y alcabala, como el gavilán.
VEJETE. Por amor de Dios, Mariana, que no almodonees tanto tu negocio; habla
paso, por la pasión que Dios pasó; mira que tienes atronada a toda la vecindad con tus
gritos; y, pues tienes delante al señor juez, con menos voces le puedes informar de tu
justicia.
JUEZ. ¿Qué pendencia traéis, buena gente?
MARIANA. Señor, ¡divorcio, divorcio, y más divorcio, y otras mil veces divorcio!
JUEZ. ¿De quién, o por qué, señora?
MARIANA. ¿De quién? Deste viejo, que está presente.
JUEZ. ¿Por qué?
MARIANA. Porque no puedo sufrir sus impertinencias, ni estar contino atenta a
curar todas sus enfermedades, que son sin número; y no me criaron a mí mis padres para
ser hospitalera ni enfermera. Muy buen dote llevé al poder desta espuerta de huesos, que
me tiene consumidos los días de la vida; cuando entré en su poder, me relumbraba la cara
como un espejo, y agora la tengo con una vara de frisa encima. Vue sa merced, señor
juez, me descase, si no quiere que me ahorque; mire, mire los surcos que tengo por este
rostro, de las lágrimas que derramo cada día, por vernie casada con esta anotomía.
JUEZ. No lloréis, señora; bajad la voz y enjugad las lágrimas, que yo os haré
justicia.
MARIANA. Déjeme vuesa merced llorar, que con esto descanso. En los reinos y en
las repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de
tres en tres años se habían de deshacer, o confirmarse de nuevo, como cosas de
arrendamiento, y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo dolor de entrambas
partes.
JUEZ. Si ese arbitrio se pudiera o debiera poner en prática, y por dineros, ya se
hubiera hecho; pero especificad más, señora, las ocasiones que os mueven a pedir
divorcio.
MARIANA. El ivierno de mi marido, y la primavera de mi edad; el quitarme el
sueño, por levantarme a media noche a calentar paños y saquillos de salvado para ponerle
en la ijada; el ponerle, ora aquesto, ora aquella ligadura, que ligado le vea yo a un palo
por justicia; el cuidado que tengo de ponerle de noche alta cabecera de la cama, jarabes
lenitivos, porque no se ahogue del pecho; y el estar obligada a sufrirle el mal olor de la
boca, que le güele mal a tres tiros de arcabuz.
ESCRIBANO. Debe de ser alguna muela podrida.
VEJETE. No puede ser, porque lleve el diablo la muela ni diente que tengo en toda
ella.
PROCURADOR. Pues ley hay que dice, según he oído decir, que por sólo el mal
olor de la boca se puede descasar la mujer del marido, y el marido de la mujer.
VEJETE. En verdad, señores, que el mal aliento que ella dice que tengo, no se
engendra de mis podridas muelas, pues no las tengo, ni menos procede de mi estómago,
que está sanísimo, sino desa mala intención de su pecho. Mal conocen vuesas mercedes a
esta señora; pues a fe que, si la conociesen, que la ayunarían o la santiguarían. Veinte y
dos años ha que vivo con ella mártir, sin haber sido jamás confesor de sus insolencias, de
sus voces y de sus fantasías, y ya va para dos años que cada día me va dando vaivenes y
empujones hacia la sepultura, a cuyas voces me tiene medio sordo, y, a puro reñir, sin
juicio. Si me cura, como ella dice, cúrame a regañadientes; habiendo de ser suave la
mano y la condición del médico. En resolución, señores, yo soy el que muero en su
poder, y ella es la que vive en el mío, porque es señora, con mero mixto imperio, de la
hacienda que tengo.
MARIANA. ¿Hacienda vuestra? Y ¿qué hacienda tenéis vos, que no la hayáis
ganado con la que llevaste s en mi dote? Y son mío la mitad de los bienes gananciales,
mal que os pese; y dellos y de la dote, si me muriese agora, no os dejaría valor de un
maravedí, porque veáis el amor que os tengo.
JUEZ. Decid, señor: cuando entrastes en poder de vuestra mujer, ¿no entrastes
gallardo, sano, y bien acondicionado?
VEJETE. Ya he dicho que ha veinte y dos años que entré en su poder, como quien
entra en el de un cómitre calabrés a remar en galeras de por fuerza, y entré tan sano, que
podía decir y hacer como quien juega a las pintas.
MARIANA. Cedacico nuevo, tres días en estaca.
JUEZ. Callad, callad, nora en tal, mujer de bien, y andad con Dios; que yo no hallo
causa para descasaros; y, pues comistes las maduras, gustad de las duras; que no está
obligado ningún marido a tener la velocidad y corrida del tiempo, que no pase por su
puerta y por sus días; y descontad los malos que ahora os da, con los buenos que os dio
cuando pudo; y no repliquéis más palabra.
VEJETE. Si fuese posible, recebiría gran merced que vuesa merced me la hiciese de
despenarme, alzándome esta carcelería; porque, dejándome así, habiendo ya llegado a
este rompimiento, será de nuevo entregarme al verdugo que me martirice; y si no,
hagamos una cosa:
enciérrese ella en un monesterio, y yo en otro; partamos la hacienda, y desta suerte
podremos vivir en paz y en servicio de Dios lo que nos queda de la vida.
MARIANA. ¡Malos años! ¡Bonica soy yo para estar encerrada! No sino llegaos a la
niña, que es amiga de redes, de tornos, rejas y escuchas; encerraos vos que lo podréis
llevar y sufrir, que ni tenéis ojos con qué ver, ni oídos con qué oír, ni pies con qué andar,
ni mano con qué tocar: que yo, que estoy sana, y con todos mis cinco sentidos cabales y
vivos, quiero usar dello s a la descubierta, y no por brújula, como quínola dudosa.
ESCRIBANO. Libre es la mujer.
PROCURADOR. Y prudente el marido; pero no puede más.
JUEZ. Pues yo no puedo hacer este divorcio, quia nullam invenio causam.
GANAPAN. Señor juez: ganapán soy, no lo niego, pero cristiano viejo, y hombre
de bien a las derechas; y, si no fuese que alguna vez me tomo del vino, o él me toma a mí,
que es lo más cierto, ya hubiera sido prioste en la cofradía de los hermanos de la carga;
pero, dejando esto aparte, porque hay mucho que decir en ello, quiero que sepa el señor
juez que, estando una vez muy enfermo de los vaguidos de Baco, prometí de casarme con
una mujer errada. Volví en mí, sané, y cumplí la promesa, y caséme con una mujer que
saqué de pecado; púsela a ser placera; ha salido tan soberbia y de tan mala condición, que
nadie llega a su tabla con quien no riña, ora sobre el peso falto, ora sobre que le llegan a
la fruta, y a dos por tres les da con una pesa en la cabeza, o adonde topa, y los deshonra
hasta la cuarta generación, sin tener hora de paz con todas sus vecinas ya parleras; y yo
tengo de tener todo el día la espada más lista que un sacabuche, para defendella; y no
ganamos para pagar penas de pesos no maduros, ni de condenaciones de pendencias.
Querría, si vuesa merced fuese servido, o que me apartase della, o por lo menos le
mudase la condición acelerada que tiene en otra más reportada y más blanda; y prométole
a vuesa merced de descargalle de balde todo el carbón que comprare este verano; que
puedo mucho con los hermanos mercaderes de la costilla.
CIRUJANO. Ya conozco yo a la mujer deste buen hombre, y es tan mala como mi
Aldonza; que no lo puedo más encarecer.
JUEZ. Mirad, señores: aunque algunos de los que aquí estáis habéis dado algunas
causas que traen aparejada sentencia de divorcio, con todo eso, es menester que conste
por escrito, y que lo digan testigos; y así, a todos os recibo a prueba. Pero ¿qué es esto?
¿Música y guitarras en mi audiencia? ¡Novedad grande es ésta!
(Entran dos músicos.)
(Sale TRAMPAGOS con un capuz de luto, y con él, VADEMÉCUM, su criado con dos
espadas de esgrima.)
TRAMPAGOS ¿Vademécum?
VADEMÉCUM ¿Señor?
TRAMPAGOS ¿Traes las morenas?
VADEMÉCUM Tráigolas.
TRAMPAGOS Está bien: muestra y camina,
Y saca aquí la silla de respaldo,
con los otros asientos de por casa.
VADEMÉCUM ¿Qué asientos? ¿Hay algunos por ventura?
TRAMPAGOS Saca el mortero, puerco, el broquel saca,
Y el banco de la cama.
VADEMÉCUM Está impedido;
Fáltale un pie.
TRAMPAGOS ¿Y es tacha?
¡Y no pequeña!
(Entrase VADEMÉCUM.)
MOZO. ¡ Den por Dios, para la lámpara del aceite de señora Santa Lucía, que les
guarde la vista de los ojos. ¡Ha de casa! ¿Dan limosna?
SOLDADO. ¡Hola, amigo Santa Lucía! Venid acá. ¿Qué es lo que queréis en esa
casa?
MOZO. ¿Ya vuesa merced no lo ve? Limosna para la lámpara del aceite de señora
Santa Lucía.
SOLDADO. ¿Pedís para la lámpara, o para el aceite de la lámpara? Que, como
decís limosna para la lámpara del aceite, parece que la lámpara es del aceite, y no el
aceite de la lámpara.
MOZO. Ya todos entienden que pido para aceite de la lámpara, y no para la
lámpara del aceite.
SOLDADO. ¿Y suelen-os dar limosna en esta casa?
MOZO. Cada día, dos maravedís.
SOLDADO. ¿Y quién sale a dároslos?
MOZO. Quien se halla más a mano; aunque las más veces sale una fregoncita que
se llama Cristina, bonita como un oro.
SOLDADO. ¿Así que es la fregoncita bonita como un oro?
MOZO. ¡Y como unas pelras!
SOLDADO. ¿De modo que no os parece mal a vos la muchacha?
MOZO. Pues aunque yo fuera hecho de leño, no pudiera parecerme mal.
SOLDADO. ¿Cómo os llamáis? Que no querría volveros a llamar Santa Lucía.
MOZO. Yo, señor, Andrés me llamo.
SOLDADO. Pues, señor Andrés, esté en lo que quiero decirle:
tome este cuarto de a ocho, y haga cuenta que va pagado por cuatro días de la limosna
que le dan en esta casa y suele recebir por mano de Cristina; y váyase con Dios, y séale
aviso que por cuatro días no vuelva a llegar a esta puerta ni por lumbre, que le romperé
las costillas a coces.
MOZO. Ni aun volveré en este mes, si es que me acuerdo; no tome vuesa merced
pesadumbre, que ya me voy. (Vase.)
SOLDADO. ¡No, sino dormíos, guarda cuidadosa!
(Entra OTRO mozo vendiendo ypregonando tranzaderas holanda, de
Cambray, randas de Flandes y hilo portugués.)
GLOSA
Es amor tan gran tirano,
Que, olvidado de la fe
Que le guardo siempre en vano,
Hoy con la funda de un pie,
Da a mi esperanza de mano.
Estas son vuestras hazañas,
Fundas pequeñas y hurañas;
Que ya mi alma imagina
Que sois, por ser de
Cristina,
Chinelas de mis entrañas.
Sacristán de mi vida,
tenme por tuya, y,
fiado en mi fe,
canta alleluia
SOLDADO. ¡Oídos que tal oyen! Sin duda el sacristán debe de ser el brinco de su
alma. ¡Oh platera, la más limpia que tiene, tuvo o tendrá el calendario de las fregonas!
¿Por qué, así como limpias esa loza talaveril que traes entre las manos, y la vuelves en
bruñida y tersa plata, no limpias esa alma de pensamientos bajos y sota-sacristaniles?
(Entra EL AMO de CRISTINA.)
AMO. Galán, ¿qué quiere o qué busca a esta puerta?
SOLDADO. Quiero más de lo que sería bueno, y busco lo que no hallo. Pero ¿quién
es vuesa merced, que me lo pregunta?
AMO. Soy el dueño desta casa.
SOLDADO. ¿El amo de Cristinica?
AMO. El mismo.
SOLDADO. Pues lléguese vuesa merced a esta parte, y tome este envoltorio de
papeles; y advierta que ahí dentro van las informaciones de mis servicios, con veinte y
dos fees de veinte y dos generales debajo de cuyos estandartes he servido, amén de otras
treinta y cuatro de otros tantos maestres de campo que se han dignado de honrarme con
ellas.
AMO. ¡Pues no ha habido, a lo que yo alcanzo, tantos generales ni maestres de
campo de infantería española de cien años a esta parte!
SOLDADO. Vuesa merced es hombre pacífico, y no está obligado a entendérsele
mucho de las cosas de la guerra. Pase los ojos por esos papeles, y verá en ellos, unos
sobre otros, todos los generales y maestres de campo que he dicho.
AMO. Yo los doy pasados y vistos; pero, ¿de qué sirve darme cuenta desto?
SOLDADO. De que hallará vuesa merced por ellos ser posible ser en verdad una
que agora diré, y es, que estoy consultado en uno de tres castillos y plazas, que están
vacas en el reino de Nápoles; conviene a saber: Gaeta, Barleta y Rijobes.
AMO. Hasta agora, ninguna cosa me importa a mí estas relaciones que vuesa
merced me da.
SOLDADO. Pues yo sé que le han de importar, siendo Dios servido.
AMO. ¿En qué manera?
SOLDADO. En que, por fuerza, si no se cae el cielo, tengo de salir proveído en una
destas plazas, y quiero casarme agora con Cristinica; y, siendo yo su marido, puede vuesa
merced hacer de mi persona y de mi mucha hacienda como cosa propria; que no tengo de
mostrarme desagradecido a la crianza que vuesa merced ha hecho a mi querida y amada
consorte.
AMO. Vuesa merced lo ha de los cascos más que de otra parte.
SOLDADO. ¿Pues sabe cuánto le va, señor dulce? Que me la ha de entregar luego,
luego, o no ha de atravesar los umbrales de su casa.
AMO. ¿Hay tal disparate? ¿Y quién ha de ser bastante para quitarme que no entre
en mi casa?
(Vuelve el SOTA-SACRISTÁN PASILLAS, armado con un tapador de tinaja y una
espada muy mohosa, viene con él OTRO SACRISTÁN, con un morrión y una vara o
palo, atado a él un rabo de zorra.)
AMO. Pues llamen esos oficiales de mi vecino el barbero, para que con sus
guitarras y voces nos entremos a celebrar el desposorio, cantando y bailando; y el señor
soldado será mi convidado.
SOLDADO. Acepto:
MÚSICOS. Pues hemos llegado a tiempo, éste será el estribillo de nuestra letra.
(Cantan el estribillo.)
SOLDADO.
«Siempre escogen las mujeres
Aquello que vale menos,
Porque excede su mal gusto
A cualquier merecimiento.
Ya no se estima el valor,
Porque se estima el dinero,
Pues un sacristán prefieren
A un roto soldado lego.
Mas no es mucho: que ¿quién vio
Que fue su voto tan necio,
Que a sagrado se acogiese,
Que es de delincuentes puerto?
Que adonde hay fuerza, etc.»
SACRISTÁN
«Como es proprio de un soldado
Que es sólo en los años viejo,
Y se halla sin un cuarto
Porque ha dejado su tercio,
Imaginar que ser puede
Pretendiente de Gaiferos,
Conquistando por lo bravo
Lo que yo por manso adquiero,
No me afrentan tus razones,
Pues has perdido en el juego;
Que siempre un picado
tiene Licencia para hacer fieros.
Que adonde, etc.»
(Entranse cantando y bailando)
ENTREMÉS DEL VIZCAÍNO FINGIDO
( SOLÓRZANOy QUIÑONES.)
SOLÓRZANO. Estas son las bolsas, y, a lo que parecen, son bien parecidas, y las
cadenas que van dentro, ni más ni menos. No hay sino que vos acudáis con mi intento:
que, a pesar de la taimería desta sevillana, ha de quedar esta vez burlada.
QUIÑONES. ¿Tanta honra se adquiere, o tanta habilidad se muestra en engañar a
una mujer, que lo tomáis con tanto ahínco y ponéis tanta solicitud en ello?
SOLÓRZANO. Cuando las mujeres son como éstas, es gusto el burlallas; cuanto
más que esta burla no ha de pasar de los tejados arriba; quiero decir que ni ha de ser con
ofensa de Dios ni con daño de la burlada; que no son burlas las que redundan en
desprecio ajeno.
QUIÑONES. Alto; pues vos lo queréis, sea así. Digo que yo os ayudaré en todo
cuanto me habéis dicho, y sabré fingir tan bien como vos, que no lo puedo más encarecer.
¿Adónde vais agora?
SOLÓRZANO. Derecho en casa de la ninfa; y vos no salgáis de casa, que yo os
llamaré a su tiempo.
QUIÑONES. Allí estaré clavado, esperando.
(Éntranse los dos.)
(Salen DOÑA CRISTINA y DOÑA BRÏGIDA: Cristina sin manto, y
BRÍGIDA con él, toda asustada y turbada.)
CRISTINA. ¡Jesús! ¿Qué es lo que traes, amiga doña BRÏGIDA, que parece que
quieres dar el alma a su Hacedor?
BRÏGIDA. ¡Doña Cristina, amiga, hazme aire, rocíame con un poco de agua este
rostro, que me muero, que me fino, que se me arranca el alma! ¡Dios sea conmigo!
¡Confesión a toda priesa!
CRISTINA. ¿Qué es esto? ¡Desdichada de mi! ¿No me dirás, amiga, lo que te ha
sucedido? ¿Has visto alguna mala visión? ¿Hante dado alguna mala nueva de que es
muerta tu madre, o de que viene tu marido, o hante robado tus joyas?
BRÏGIDA. Ni he visto visión alguna, ni se ha muerto mi madre, ni viene mi marido,
que aun le faltan tres meses para acabar el negocio donde fue, ni me han robado mis
joyas; pero hame sucedido otra cosa peor.
CRISTINA. Acaba, dímela, doña Brígida mía; que me tienes turbada y suspensa
hasta saberla.
BRÏGIDA. ¡Ay, querida, que también te toca a ti parte deste mal suceso! Límpiame
este rostro, que él y todo el cuerpo tengo bañado en sudor más frío que la nieve.
¡Desdichadas de aquellas que andan en la vida libre, que, si quieren tener algún poquito
de autoridad, granjeadas de aquí o de allí, se la dejarretan y se la quitan al mejor tiempo!
CRISTINA. Acaba, por tu vida, amiga, y dime lo que te ha sucedido, y qué es la
desgracia de quien yo también tengo de tener parte.
BRÏGIDA. ¡Y cómo si tendrás parte! Y mucha, si eres discreta, como lo eres. Has
de saber, hermana, que, viniendo agora a verte, al pasar por la puerta de Guadalajara, oí
que, en medio de infinita justicia y gente, estaba un pregonero pregonando que quitaban
los coches, y que las mujeres descubriesen los rostros por las calles.
CRISTINA. ¿Y esa es la mala nueva?
BRÏGIDA. Pues para nosotras, ¿puede ser peor en el mundo?
CRISTINA. Yo creo, hermana, que debe de ser alguna reformación de los coches;
que no es posible que los quiten de todo punto. Y será cosa muy acertada, porque, según
he oído decir, andaba muy decaída la caballería en España, porque se empanaban diez o
doce caballeros mozos en un coche y azotaban las calles de noche y de día, sin
acordárseles que había caballos y jineta en el mundo; y, como les falte la comodidad de
las galeras de la tierra, que son los coches, volverán al ejercicio de la caballería, con
quien sus antepasados se honraron.
BRÏGIDA. ¡Ay, Cristina de mi alma! Que también oí decir que, aunque dejan
algunos, es con condición que no se presten, ni que en ellos ande ninguna... ya me
entiendes.
CRISTINA. Ese mal nos hagan; porque has de saber, hermana, que está en opinión,
entre los que siguen la guerra, cuál es mejor, la caballería o la infantería, y hase
averiguado que la infantería española lleva la gala a todas las naciones. Y agora
podremos las alegres mostrar a pie nuestra gallardía, nuestro garbo y nuestra bizarría, y
más yendo descubiertos los rostros, quitando la ocasión de que ninguno se llame a
engaño si nos sirviese, pues nos ha visto.
BRÏGIDA. ¡Ay, Cristina! ¡No me digas eso! ¡Qué linda cosa era ir sentada en la
popa de un coche, llenándola de parte a parte, dando rostro a quien y como y cuando
quería. Y en Dios y en mi ánima te digo, que cuando alguna vez me le prestaban, y me
vía sentada en él con aquella autoridad, que me desvanecía tanto, que creía bien y ver-
daderamente que era mujer principal, y que más de cuatro señoras de título pudieran ser
mis criadas.
CRISTINA. ¿Veis, doña Brígida, cómo tengo yo razón en decir que ha sido bien
quitar los coches, siquiera por quitarnos a nosotras el pecado de la vanagloria? Y más,
que no era bien que un coche igualase a las no tales con las tales; pues viendo los ojos
estranjeros a una persona en un coche, pomposa por galas, reluciente por joyas, echaría a
perder la cortesía, haciéndosela a ella como si fuera a una principal señora. Así que,
amiga, no debes acongoj arte, sino acomoda tu brío y tu limpieza, y tu manto de Soplillo
sevillano, y tus nuevos chapines, en todo caso, con las virillas de plata, y déjate ir por
esas calles; que yo te aseguro que no falten moscas a tan buena miel, si quisieres dejar
que a ti se lleguen: que engaño en más va que en besarla durmiendo.
BRÏGIDA. Dios te lo pague, amiga, que me has consolado con tus advertimientos y
consejos; y en verdad que los pienso poner en práctica, y pulirme y repulirme, y dar el
rostro a pie, y pisar el polvico a tan menudico, pues no tengo quien me corte la cabeza;
que este que piensan que es mi marido, no lo es, aunque me ha dado la palabra de serlo.
CRISTINA. ¡Jesús! ¿Tan a la sorda y sin llamar se entra en mi casa? Señor, ¿qué es
lo que vuestra merced manda?
(Entra SOLÓRZANO.)
SOLÓRZANO. Vuestra merced perdone el atrevimiento, que la ocasión hace al
ladrón: hallé la puerta abierta, y entréme, dándome ánimo al entrarme, venir a servir a
vuestra merced, y no con palabras, sino con obras; y si es que puedo hablar delante desta
señora, diré a lo que vengo y la intención que traigo.
CRISTINA. De la buena presencia de vuestra merced, no se puede esperar sino que
han de ser buenas sus palabras y sus obras. Diga vuestra merced lo que quisiere, que la
señora doña BRÏGIDA es tan mi amiga, que es otra yo misma.
SOLÓRZANO. Con ese seguro y con esa licencia, hablaré con verdad; y con
verdad, señora, soy un cortesano a quien vuestra merced no conoce.
CRISTINA. Así es la verdad.
SOLÓRZANO. Y ha muchos días que deseo servir a vuestra merced, obligado a
ello de su hermosura, buenas partes y mejor término; pero estrechezas, que no faltan, han
sido freno a las obras hasta agora, que la suerte ha querido que de Vizcaya me enviase un
grande amigo mío a un hijo suyo, vizcaíno, muy galán, para que yo le lleve a Salamanca
y le ponga de mi mano en compañía que le honre y le enseñe. Porque, para decir la
verdad a vuestra merced, él es un poco burro y tiene algo de mentecapto; y añádesele a
esto una tacha que es lástima decirla, cuanto más tenerla, y es que se toma algún tanto, un
si es no es del vino; pero no de manera que de todo en todo pierda el juicio, puesto que se
le turba; y cuando está asomado, y aun casi todo el cuerpo fuera de la ventana, es cosa
maravillosa su alegría y su liberalidad:
da todo cuanto tiene a quien se lo pide y a quien no se lo pide; y yo querría que, ya que el
diablo se ha de llevar cuanto tiene, aprovecharme de alguna cosa, y no he hallado mejor
medio que traerle a casa de vuestra merced, porque es muy amigo de damas, y aquí le de
sollaremos cerrado como a gato; y para principio traigo aquí a vuestra merced esta cadena
en este bolsillo, que pesa ciento y veinte escudos de oro, la cual tomará vuestra merced y
me dará diez escudos agora, que yo he menester para ciertas co sillas, y gastará otros
veinte en una cena esta noche, que vendrá acá nuestro burro o nuestro búfalo, que le llevo
yo por el naso, como dicen, y a dos idas y venidas se quedará vuestra merced con toda la
cadena, que yo no quiero más de los diez escudos de ahora. La cadena es bonísima y de
muy buen oro, y vale algo de hechura. Héla aquí; vuestra merced la tome.
CRISTINA. Beso a vuestra merced las manos por la que me ha hecho en acordarse
de mí en tan provechosa ocasión; pero, si he de decir lo que siento, tanta liberalidad me
tiene algo confusa y algún tanto sospechosa.
SOLÓRZANO. ¿Pues de qué es la sospecha, señora nia?
CRISTINA. De que podrá ser esta cadena de alquimia; que se suele decir que no es
oro todo lo que reluce.
SOLÓRZANO. Vuestra merced habla discretísimamente, y no en balde tiene
vuestra merced fama de la más discreta dama de la corte; y hame dado mucho gusto el
ver cuán sin melindres ni rodeos me ha descubierto su corazón; pero para todo hay
remedio, si no es para la muerte. Vuestra merced se cubra su manto, o envíe si tiene de
quién fiarse, y vaya a la Platería, y en el contraste se pese y toque esa cadena; y cuando
fuera fina, y de la bondad que yo he dicho, entonces vuestra merced me dará los diez
escudos, harále una regalaría al borrico, y se quedará con ella.
CRISTINA. Aquí, pared y medio, tengo yo un platero mi conocido, que con
facilidad me sacará de duda.
SOLÓRZANO. Eso es lo que yo quiero, y lo que amo y lo que estimo, que las cosas
claras Dios las bendijo.
CRISTINA. Si es que vuestra merced se atreve a fiarme esta cadena en tanto que
me satisfago, de aquí a un poco podrá venir, que yo tendré los diez escudos en oro.
SOLÓRZANO. ¡Bueno es eso! ¿Fío mi honra de vuestra merced y no le había de
fiar la cadena? Vuestra merced la haga tocar y retocar; que yo me voy, y volveré de aquí
a media hora.
CRISTINA. Y aun antes, si es que mi vecino está en casa.
(Entrase SOLÓRZANO.)
BRÏGIDA. Esta, Cristina mía, no sólo es ventura, sino venturón llovido.
Desdichada de mí, y qué desgraciada que soy, que nunca topo quien me dé un jarro de
agua sin que me cueste mi trabajo primero. Sólo me encontré el otro día en la calle a un
poeta, que de bonísima voluntad y con mucha cortesía me dio un soneto de la historia de
Píramo y Tisbe, y me ofreció trecientos en mi alabanza.
CRISTINA. Mejor fuera que te hubieras encontrado con un ginovés que te diera
trecientos reales.
BRÏGIDA. Sí, por cierto, ¡Ahí están los ginoveses de manifiesto y para venirse a la
mano, como halcones al señuelo! Andan todos malencónicos y tristes con el decreto.
CRISTINA. Mira, BRÏGIDA, desto quiero que estés cierta: que vale más un
ginovés quebrado que cuatro poetas enteros. Mas, ¡ay!, el viento corre en popa; mi
platero es éste. ¿Y que quiere mi buen vecino? Que a fe que me ha quitado el manto de
los hombros, que ya me le quería cubrir para buscarle.
(Entra el PLATERO.)
PLATERO. Señora doña Cristina, vuestra merced me ha de hacer una merced: de
hacer todas sus fuerzas por llevar mañana a mi mujer a la comedia, que me conviene y
me importa quedar mañana en la tarde libre de tener quien me siga y me persiga.
CRISTINA. Eso haré yo de muy buena gana; y aun si el señor vecino quiere mi
casa y cuanto hay en ella, aquí la hallará sola y desembarazada; que bien sé en qué caen
estos negocios.
PLATERO. No, señora; entretener a mi mujer me basta. Pero ¿qué quería vuestra
merced de mí, que quería ir a buscarme?
CRISTINA. No más sino que me diga el señor vecino qué pesará esta cadena, y si
es fina, y de qué quilates.
PLATERO. Esta cadena he tenido yo en mis manos muchas veces, y sé que pesa
ciento y cincuenta escudos de oro de a veinte y dos quilates; y que si vuestra merced la
compra y se la dan sin hechura, no perderá nada en ella.
CRISTINA. Alguna hechura me ha de costar, pero no mucha.
PLATERO. Mire cómo la concierta la señora vecina que yo le haré dar, cuando se
quisiere deshacer della, diez ducados de hechura.
CRISTINA. Menos me ha de costar, si yo puedo; pero mire el vecino no se engañe
en lo que dice de la fineza del oro y cantidad del peso.
PLATERO. ¡Bueno sería que yo me engañase en mi oficio! Digo, señora, que dos
veces la he tocado eslabón por eslabón, y la he pesado; y la conozco como a mis manos.
BRÏGIDA. Con eso nos contentamos.
PLATERO. Y por más señas, sé que la ha llegado a pesar y a tocar un gentil
hombre cortesano que se llama Tal de Solórzano.
CRISTINA. Basta, señor vecino; vaya con Dios, que yo haré lo que me deja
mandado. Yo la llevaré y entretendré dos horas más, si fuere menester; que bien sé que
no podrá dañar una hora más de entretenimiento.
PLATERO. Con vuestra merced me entierren, que sabe de todo, y adiós, señora
mía.
(Entrase el PLATERO.)
BRÏGIDA. ¿No haríamos con este cortesano Solórzano, que así se debe llamar sin
duda, que truj ese con el vizcaíno para mi alguna ayuda de costa, aunque fuese de algún
borgoñón más borracho que un zaque?
CRISTINA. Por decírselo no quedará; pero vesle, aquí vuelve:
priesa trae; diligente anda; sus diez escudos le aguijan y espolean. (Entra
SOLÓRZANO.)
SOLÓRZANO. Pues, señora doña Cristina, ¿ha hecho vuestra merced sus
diligencias? ¿Está acreditada la cadena?
CRISTINA. ¿Cómo es el nombre de vuestra merced, por su vida?
SOLÓRZANO. Don Esteban de Solórzano me suelen llamar en mi casa. Pero, ¿por
qué me lo pregunta vuestra merced?
CRISTINA. Por acabar de echar el sello a su mucha verdad y cortesía. Entretenga
vuestra merced un poco a la señora doña Brígida, en tanto que entro por los diez escudos.
(Entrase CRISTINA.)
BRÏGIDA. Señor don Solórzano, ¿no tendrá vuestra merced por ahí algún
mondadientes para mí? Que en verdad no soy para desechar, y que tengo buenas entradas
y salidas en mi casa como la señora doña Cristina; que, a no temer que nos oyera alguna,
le dijera yo al señor Solórzano más de cuatro tachas suyas: que sepa que tiene las tetas
como dos alforjas vacías, y que no le huele muy bien el aliento, porque se afeita mucho; y
con todo eso la buscan, solicitan y quieren; que estoy por arañarme esta cara, más de
rabia que de envidia, porque no hay quien me dé la mano, entre tantos que me dan del
pie; en fin, la ventura de las feas...
SOLÓRZANO. No se desespere vuestra merced, que si yo vivo, otro gallo cantará
en su gallinero.
(Vuelve a entrar CRISTINA.)
CRISTINA. He aquí, señor don Esteban, los diez escudos, y la cena se aderezará
esta noche como para un príncipe.
SOLÓRZANO. Pues nuestro burro está a la puerta de la calle, quiero ir por él.
Vuestra merced me le acaricie, aunque sea como quien toma una píldora.
(Vase SOLÓRZANO.)
BRÏGIDA. Ya le dije, amiga, que trujese quien me regalase a mí, y dijo que sí
haría, andando el tiempo.
CRISTINA. Andando el tiempo en nosotras no hay quien nos regale, amiga; los
pocos años traen la mucha ganancia, y los muchos la mucha pérdida.
BRÏGIDA. También le dije cómo vas muy limpia, muy linda, y muy agraciada, y
que toda eras ámbar, almizcle y algalia entre algodones.
CRISTINA. Ya yo sé, amiga, que tienes muy buenas ausencias.
BRÏGIDA.
parte.] ¡Mirad quién tiene amartelados, que vale más la suela de mi botín que las
arandelas de su cuello! Otra vez vuelvo a decir: la ventura de las feas...
(Entran QUIÑONES y SOLÓRZANO.)
QUIÑONES. Vizcaíno, manos bésame vuestra merced, que mándeme.
SOLÓRZANO. Dice el señor vizcaíno que besa las manos de vuestra merced y que
le mande.
BRÏGIDA. ¡Ay, qué linda lengua! Yo no la entiendo a lo menos, pero paréceme
muy linda.
CRISTINA. Yo beso las del mi señor vizcaíno, y más adelante.
QUIÑONES. Pareces buena, hermosa; también noche esta cenamos; cadena quedas,
duermes nunca, basta que doyla.
SOLÓRZANO. Dice mi compañero que vuestra merced le parece buena y hermosa;
que se apareje la cena; que él da la cadena, aunque no duerma acá, que basta que una vez
la haya dado.
BRÏGIDA. ¿Hay tal Alejandro en el mundo? Venturón, venturón y cien mil veces
venturón.
SOLÓRZANO. Si hay algún poco de conserva, y algún traguito del devoto para el
señor vizcaíno, yo sé que nos valdrá por uno ciento.
CRISTINA: ¡Y cómo si lo hay! Y yo entraré por ello y se lo daré mejor que al
Preste Juan de las Indias.
(Entrase CRISTINA.)
QUIÑONES. Dama que quedaste, tan buena como entraste. BRÏGIDA. ¿Qué ha
dicho, señor Solórzano? SOLÓRZANO. Que la dama que se queda, que es vuestra
merced,
es tan buena como la que se ha entrado.
BRÏGIDA. ¡Y cómo que está en lo cierto el señor vizcaíno! A fe que en este parecer
que no es nada burro.
QUIÑONES. Burro el diablo; vizcaíno ingenio queréis cuando tenerlo.
BRÏGIDA. Ya le entiendo: que dice que el diablo es el burro, y que los vizcaínos
cuando quieren tener ingenio le tienen.
SOLÓRZANO. Así es, sin faltar un punto.
(Vuelve a salir CRISTINA con un criado o criada, que traen una caja de conserva, una
garrafa con vino, su cuchillo y servilleta.)
CRISTINA. Bien puede comer el señor vizcaíno, y sin asco, que todo cuanto hay en
esta casa es la quinta esencia de la limpieza.
QUIÑONES. Dulce conmigo, vino y agua llamas bueno; santo le muestras; ésta le
bebo y otra también.
BRÏGIDA. ¡Ay, Dios, y con qué donaire lo dice el buen señor, aunque no le
entiendo!
SOLÓRZANO. Dice que con lo dulce también bebe vino como agua; y que este
vino es de San Martín, y que beberá otra vez.
CRISTINA. Y aun otras ciento; su boca puede ser medida.
SOLÓRZANO. No le den más, que le hace mal, y ya se le va echando de ver; que
le he yo dicho al señor Azcaray que no beba vino en ningún modo, y no aprovecha.
QUIÑONES. Vamos, que vino que subes y bajas, lengua es grillos y corma es pies.
Tarde vuelvo, señora; Dios que te guárdate.
SOLÓRZANO. ¡Miren lo que dice, y verán si tengo yo razón!
CRISTINA. ¿Qué es lo que ha dicho, señor Solórzano?
SOLÓRZANO. Que el vino es grillo de su lengua y corma de sus pies; que vendrá
esta tarde, y que vuestras mercedes se queden con Dios.
BRÏGIDA. ¡Ay, pecadora de mí, y cómo que se le turban los ojos y se trastraba la
lengua! ¡Jesús, que ya va dando traspiés! ¡Pues monta que ha bebido mucho! La mayor
lástima es ésta que he visto en mi vida. ¡ Miren qué mocedad y qué borrachera!
SOLÓRZANO. Ya venía él refrendado de casa. Vuestra merced, señora Cristina,
haga aderezar la cena, que yo le quiero llevar a dormir el vino, y seremos temprano esta
tarde.
(Entranse el vizcaíno y SOLÓRZANO.)
CRISTINA. Todo estará como de molde; vayan vuestras mercedes en hora buena.
BRÏGIDA. Amiga Cristina, muéstrame esa cadena, y déjame dar con ella dos filos
al deseo. ¡Ay, qué linda, qué nueva, qué reluciente y qué barata! Digo, Cristina, que sin
saber cómo ni cómo no, llueven los bienes sobre ti, y se te entra la ventura por las
puertas, sin solicitalla. En efeto, eres venturosa sobre las venturosas; pero todo lo merece
tu desenfado, tu limpieza y tu magnífico término: hechizos bastantes a rendir las más
descuidadas y esentas voluntades; y no como yo, que no soy para dar migas a un gato.
Toma tu cadena, hermana, que estoy para reventar en lágrimas, y no de envidia que a ti te
tengo, sino de lástima que me tengo a mí.
(Vuelve a entrar SOLÓRZANO.)
CRISTINA. Ahora bien, yo quedo burlada, y, con todo esto convido a vuestras
mercedes para esta noche.
QUIÑONES. Aceptamos el convite, y todo saldrá en la colada.
ENTREMÉS DEL RETABLO DE LAS MARAVILLAS
CASTRADA. Aquí te puedes sentar, Teresa Repolla amiga, que tendremos el Retablo enfrente; y
pues sabes las condiciones que han de tener los miradores del Retablo, no te descuides, que sería una gran
desgracia.
TERESA. Ya sabes, Juana Castrada, que soy tu prima, y no digo más. ¡Tan cierto
tuviera yo el cielo como tengo cierto ver todo aquello que el Retablo mostrare! ¡Por el
siglo de mi madre que me sacase los mismos ojos de mi cara si alguna desgracia me
aconteciese! ¡Bonita soy yo para eso!
CASTRADA. Sosiégate, prima, que toda la gente viene.
(Entran el GOBERNADOR, BENITO REPOLLO, JUAN
CASTRADO, PEDRO CAPACHO, EL AUTOR y LA AUTORA,y EL MÚSICO, y otra
gente del pueblo, y UN SOBRINO de Benito, que ha de ser aquel gentil hombre que
baila.)
BENITO. ¡El diablo lleva en el cuerpo el torillo! Sus partes tiene de hosco y de
bragado. Si no me tiendo, me lleva de vuelo.
JUAN. Señor Autor, haga, si puede, que no salgan figuras que nos alboroten; y no
lo digo por mí, sino por estas mochachas, que no les ha quedado gota de sangre en el
cuerpo, de la ferocidad del toro.
CASTRADA. ¡Y cómo, padre! No pienso volver en mí en tres días; ya me vi en sus
cuernos, que los tiene agudos como una lesna.
JUAN. No fueras tú mi hija, y no lo vieras.
GOBERNADOR. [Aparte.] Basta; que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré
de decir que lo veo, por la negra honrilla.
CHIRINOS. Esa manada de ratones que allá va, deciende por línea recta de
aquellos que se criaron en el arca de Noé; dello s son blancos, dello s albarazados, dello s
jaspeados y dello s azules; y, finalmente, todo son ratones.
CASTRADA. ¡Jesús! ¡Ay de mí! ¡Ténganme, que me arrojaré por aquella ventana!
¿Ratones? ¡Desdichada! Amiga, apriétate las faldas, y mira no te muerdan; ¡Y monta que
son pocos! ¡Por el siglo de mi abuela, que pasan de milenta!
REPOLLA. Yo sí soy la desdichada, porque se me entran sin reparo ninguno. Un
ratón morenico me tiene asida de una rodilla. ¡ Socorro venga del cielo, pues en la tierra
me falta!
BENITO. Aun bien que tengo gregüecos: que no hay ratón que se me entre, por
pequeño que sea.
CHANFALLA. Esta agua, que con tanta priesa se deja descolgar de las nubes, es de
la fuente que da origen y principio al río Jordán. Toda mujer a quien tocare en el rostro,
se le volverá como de plata bruñida, y a los hombres se les volverán las barbas como de
oro.
CASTRADA. ¿Oyes, amiga? Descubre el rostro, pues ves lo que te importa. ¡Oh,
qué licor tan sabroso! Cúbrase, padre; no se moje.
JUAN. Todos nos cubrimos, hija.
BENITO. Por las espaldas me ha calado el agua hasta la canal maestra.
CAPACHO. Yo estoy más seco que un esparto.
GOBERNADOR. [Aparte.] ¿Qué diablos puede ser esto, que aún no me ha tocado
una gota donde todos se ahogan? ¿Mas si viniera yo a ser bastardo entre tantos legítimos?
BENITO. Quítenme de allí aquel músico; si no, voto a Dios que me vaya sin ver
más figura. ¡Válgate el diablo por músico aduendado, y qué hace de menudear sin cítola
y sin son!
RABELÏN. Señor alcalde, no tome conmigo la hincha, que yo toco como Dios ha
sido servido de enseñarme.
BENITO. ¿Dios te había de enseñar, sabandija? ¡Métete tras la manta; si no, por
Dios que te arroje este banco!
RABELÏN. El diablo creo que me ha traído a este pueblo.
CAPACHO. ¡Fresca es el agua del santo río Jordán! Y aunque me cubrí lo que
pude, todavía me alcanzó un poco en los bigotes, y aposta-ré que los tengo rubios como
un oro.
BENITO. Y aun peor cincuenta veces.
CHIRINOS. Allá van hasta dos docenas de leones rapantes y de osos colmeneros.
Todo viviente se guarde, que, aunque fantásticos, no dejarán de dar alguna pesadumbre, y
aun de hacer las fuerzas de Hércules, con espadas desenvainadas.
JUAN. Ea, señor Autor, ¡cuerpo de nosla! ¿Y agora nos quiere llenar la casa de
osos y de leones?
BENITO. ¡Mirad qué ruiseñores y calandrias nos envía Tontonelo, sino leones y
dragones! Señor Autor, o salgan figuras más apacibles, o aquí nos contentamos con las
vistas, y Dios le guíe, y no pare más en el pueblo un momento.
CASTRADA. Señor Benito Repollo, deje salir ese oso y leones, siquiera por
nosotras, y recebiremos mucho contento.
JUAN. Pues, hija, ¿de antes te espantabas de los ratones, y agora pides osos y
leones?
CASTRADA. Todo lo nuevo aplace, señor padre.
CHIRINOS. Esa doncella que agora se muestra tan galana y tan compuesta es la
llamada Herodías, cuyo baile alcanzó en premio la cabeza del Precursor de la vida. Si hay
quien la ayude a bailar, verán maravillas.
BENITO. ¡Esta sí, cuerpo del mundo!, que es figura hermosa, apacible y reluciente.
¡Hideputa, y cómo que se vuelve la mochacha! - Sobrino Repollo, tú que sabes de
achaque de castañetas, ayúdala, y será la fiesta de cuatro capas.
SOBRINO. Que me place, tío Benito Repollo.
(Tocan la zarabanda.)
CRISTINA. ¡Oh, que bien hayan las bodas y las fiestas! En verdad, señor, que, si yo
fuera vuestra merced, que nunca allá fuera.
PANCRACIO. Entra, hija, por un vidro de agua para echársela en el rostro. Mas
espera; diréle unas palabras que sé al oído, que tienen virtud para hacer volver de los
desmayos.
(Dicele las palabras; vuelve LEONARDA diciendo.)
LEONARDA. Basta; ello ha de ser forzoso; no hay sino tener paciencia, bien mío;
cuanto más os detuviéredes, más dilatáis mi contento. Vuestro compadre Leoniso os debe
de aguardar ya en el coche. Andad con Dios: que él os vuelva tan presto y tan bueno
como yo deseo.
PANCRACIO. Mi ángel, si gustas que me quede, no me moveré de aquí más que una
estatua.
LEONARDA. No, no, descanso mío; que mi gusto está en el vuestro; y, por agora,
más que os váis que no os quedéis, pues es vuestra honra la mía.
CRISTINA. ¡Oh espejo del matrimonio! A fe que si todas las casadas quisiesen tanto
a sus maridos como mi señora Leonarda quiere al suyo, que otro gallo les cantase.
LEONARDA. Entra, Cristinica, y saca mi manto, que quiero acompañar a tu señor
hasta dejarle en el coche.
PANCRACIO. No, por mi amor; abrazadme, y quedaos, por vida mia.-Cristinica, ten
cuenta de regalar a tu señora, que yo te mando un calzado cuando vuelva, como tú le
quisieres.
CRISTINA. Vaya, señor, y no lleve pena de mi señora, porque la pienso persuadir de
manera a que nos holguemos, que no imagine en la falta que vuestra merced le ha de
hacer.
LEONARDA. ¿Holgar yo? ¡Qué bien estás en la cuenta, niña! Porque, ausente de mi
gusto, no se hicieron los placeres ni las glorias para mi; penas y dolores, si.
PANCRACIO. Ya no lo puedo sufrir. Quedad en paz, lumbre destos ojos, los cuales
no verán cosa que les dé placer hasta volveros a ver.
(Entrase PANCRACIO.)
LEONARDA. ¡Allá darás, rayo, en casa de Ana Diaz! ¡Vayas, y no vuelvas! La ida
del humo. ¡Por Dios, que esta vez no os han de valer vuestras valentias ni vuestros
recatos!
CRISTINA. Mil veces temi que con tus estremos habias de estorbar su partida y
nuestros contentos.
LEONARDA. ¿Si vendrán esta noche los que esperamos?
CRISTINA. ¿Pues no? Ya los tengo avisados, y ellos están tan en ello, que esta tarde
enviaron con la lavandera, nuestra secretaria, como que eran paños, una canasta de colar,
llena de mil regalos y de cosas de comer, que no parece sino uno de los serones que da el
rey el Jueves Santo a sus pobres; sino que la canasta es de Pascua, porque hay en ella
empanadas, fiambreras, manjar blanco, y dos capones que aun no están acabados de
pelar, y todo género de fruta de la que hay ahora; y, sobre todo, una bota de hasta una
arroba de vino de lo de una oreja, que huele que traciende.
LEONARDA. Es muy cumplido, y lo fue siempre, mi Reponce, sacristán de las telas
de mis entrañas.
CRISTINA. ¿Pues qué le falta a mi maese Nicolás, barbero de mis hígados y navaja
de mis pesadumbres, que así me las rapa y quita cuando le veo, como si nunca las hubiera
tenido?
LEONARDA. ¿Pusiste la canasta en cobro?
CRISTINA. En la cocina la tengo, cubierta con un cernadero, por el disimulo.
(Llama a la puerta el ESTUDIANTE CARRAOLANO, y, en llamando, sin esperar
que le respondan, entra.)
SACRISTÁN. ¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor! CRISTINA. Señor
sacristán Reponce, no es éste tiempo de danzar; dése orden en cenar, y en las demás
cosas, y quédense las danzas para mejor coyuntura.
SACRISTÁN. ¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor! LEONARDA. Déj
ale, Cristina; que en estremo gusto de ver su
agilidad.
(Llama PANCRACIO a la puerta, y dice.)
PANCRACIO. Gente dormida, ¿no ois? ¡Cómo! ¿Y tan temprano tenéis atrancada la
puerta? Los recatos de mi Leonarda deben de andar por aqui.
LEONARDA. ¡Ay, desdichada! A la voz, y a los golpes, mi marido Pancracio es éste;
algo le debe de haber sucedido, pues él se vuelve. Señores, a recogerse a la carbonera:
digo al desván, donde está el carbón.-Corre, Cristina, y llévalos; que yo entretendré a
Pancracio de modo que tengas lugar para todo.
ESTUDIANTE. ¡Fea noche, amargo rato, mala cena y peor amor!
CRISTINA. ¡Gentil relente, por cierto! ¡Ea, vengan todos!
PANCRACIO. ¿Qué diablo es esto? ¿Cómo no me abris, lirones?
ESTUDIANTE. Es el toque, que yo no quiero coner la suerte destos señores.
Escóndanse ellos donde quisieren, y llévenme a mi al pajar, que si alli me hallan, antes
pareceré pobre que adúltero.
CRISTINA. Caminen, que se hunde la casa a golpes.
SACRISTÁN. El alma llevo en los dientes.
BARBERO. Y yo en los carcañares.
(Entranse todos y asómase LEONARDA a la ventana.)
LEONARDA. ¿Quién está ahi? ¿Quién llama?
PANCRACIO. Tu marido soy, Leonarda mia; ábreme, que ha media hora que estoy
rompiendo a golpes estas puertas.
LEONARDA. En la voz, bien me parece a mi que oigo a mi cepo Pancracio; pero la
voz de un gallo se parece a la de otro gallo, y no me aseguro.
PANCRACIO. ¡Oh recato inaudito de mujer prudente! Que yo soy, vida mia, tu
marido Pancracio. Ábreme con toda seguridad.
LEONARDA. Venga acá, yo lo veré agora. ¿Qué hice yo cuando él se partió esta
tarde?
PANCRACIO. Suspiraste, lloraste y al cabo te desmayaste.
LEONARDA. Verdad; pero, con todo esto, digame: ¿qué señales tengo yo en uno de
mis hombros?
PANCRACIO. En el izquierdo tienes un lunar del grandor de medio real, con tres
cabellos como tres mil hebras de oro.
LEONARDA. Verdad; pero, ¿cómo se llama la doncella de casa?
PANCRACIO. ¡Ea, boba, no seas enfadosa: Cristinica se llama! ¿Qué más quieres?
LEONARDA ¡Cristinica, Cristinica, tu señor es; ábrele, niña!
CRISTINA. Ya voy señora; que él sea muy bien venido. -c,Qué es esto, señor de mi
alma? ¿Qué acelerada vuelta es ésta?
LEONARDA. ¡Ay, bien mio! Decídnoslo presto, que el temor de algún mal suceso
me tiene ya sin pulsos.
PANCRACIO. No ha sido otra cosa sino que en un bananco se quebró la rueda del
coche, y mi compadre y yo determinamos volvemos, y no pasar la noche en el campo; y
mañana buscaremos en qué ir, pues hay tiempo. Pero ¿qué voces hay?
(Dentro, y como de muy lejos, diga el ESTUDIANTE.)
ESTUDIANTE. ¡Abranme aquí, señores, que me ahogo!
PANCRACIO. ¿Es en casa o en la calle?
CRISTINA. Que me maten si no es el pobre estudiante que ence-né en el pajar para
que durmiese esta noche.
PANCRACIO. ¿Estudiante encerrado en mi casa, y en ausencia? ¡Malo! En verdad,
señora, que si no me tuviera asegurado vuestra mucha bondad, que me causara algún
recelo este encerramiento. Pero ve, Cristina, y ábrele; que se le debe de haber caído toda
la paja acuestas.
CRISTINA. Ya voy. [ Vase.]
LEONARDA. Señor, que es un pobre salamanqueso que pidió que le acogiésemos
esta noche, por amor de Dios, aunque fuese en el pajar; y ya sabes mi condición, quer no
puedo negar nada de lo que se me pide, y encerrámosle; pero veile aquí, y mirad cuál
sale.
(Sale el ESTUDIANTE y CRISTINA; él lleno de paja
las barbas, cabeza y vestido.)
ESTUDIANTE. Si yo no tuviera tanto miedo y fuera menos escrupuloso, yo hubiera
excusado el peligro de ahogarme en el pajar, y hubiera cenado mejor, y tenido más
blanda y menos peligrosa cama.
PANCRASIO. ¿Y quién os había de dar, amigo, mejor cena y mejor cama?
ESTUDIANTE. ¿Quién? Mi habilidad, sino que el temor de la justicia me tiene
atadas las manos.
PANCRACIO. ¡Peligrosa habilidad debe de ser la vuestra, pues os teméis de la
justicia!
ESTUDIANTE. La ciencia que aprendí en la Cueva de Salamanca, de donde yo soy
natural, si se dejara usar sin miedo de la Santa Inquisición, yo sé que cenara y recenara a
costa de mis herederos; y aun quizá no estoy muy fuera de usalla, siquiera por esta vez,
donde la necesidad me fuerza y me disculpa; pero no sé yo si estas señoras serán tan
secretas como yo lo he sido.
PANCRACIO. No se cure dellas, amigo, sino haga lo que quisiere, que yo les haré
que callen; y ya deseo en todo estremo ver alguna destas cosas que dice que se aprenden
en la Cueva de Salamanca.
ESTUDIANTE. ¿No se contentará vuestra merced con que le saque de aquí dos
demonios en figuras humanas, que traigan acuestas una canasta llena de cosas fiambres y
comederas?
LEONARDA. ¿Demonios en mi casa y en mi presencia? ¡Jesús! Librada sea yo de lo
que librarme no sé.
CRISTINA. ¡El mismo diablo tiene el estudiante en el cuerpo! ¡ Plega a Dios que
vaya a buen viento esta parva! ¡ Temblándome está el corazón en el pecho!
PANCRACIO. Ahora bien: si ha de ser sin peligro y sin espantos, yo me holgaré de
ver esos señores demonios y a la canasta de las fiambreras; y tomo a advertir que las
figuras no sean espantosas.
ESTUDIANTE. Digo que saldrán en figura del sacristán de la panoquia y en la de un
barbero su amigo.
CRISTINA. ¿Mas que lo dice por el sacristán Reponce y por maese Roque, el barbero
de casa? ¡Desdichados dellos, que se han de ver convertidos en diablos! Y dígame,
hermano, ¿y éstos han de ser diablos bautizados?
ESTUDIANTE. ¡Gentil novedad! ¿Adónde diablos hay diablos bautizados, o para
qué se han de bautizar los diablos? Aunque podrá ser que éstos lo fuesen, porque no hay
regla sin excepción; y apártense, y verán maravillas.
LEONARDA. [Aparte.] ¡Ay, sin ventura! ¡Aquí se descose! ¡Aquí salen nuestras
maldades a plaza! ¡Aquí soy muerta!
CRISTINA. [Aparte.] ¡Animo, señora, que buen corazón quebranta mala ventura!
ESTUDIANTE. Vosotros, mezquinos, que en la carbonera
Hallaste s amparo a vuestra desgracia,
Salid, y en los hombros, con priesa y con gracia,
Sacad la canasta de la fiambrera.
No me incitáis a que de otra manera
Más dura os conjure. Salid; ¿qué esperáis?
Mirad que si a dicha el salir rehusáis,
Tendrá mal suceso mi nueva quimera.
Hora bien: yo sé cómo me tengo de haber con estos demonicos humanos: quiero
entrar allá dentro, y a solas hacer un conjuro tan fuerte, que los haga salir más que de
paso; aunque la calidad destos demonios, más está en sabellos aconsejar que en
conjurallos. (Entrase el ESTUDIANTE.)
PANCRACIO. Yo digo que si éste sale con lo que ha dicho, que será la cosa más
nueva y más rara que se haya visto en el mundo. LEONARDA. Sí saldrá, ¿quién lo duda?
¿Pues habíanos de engañar?
CRISTINA. Ruido anda allá dentro; yo apostaré que los saca. Pero vee aquí do vuelve
con los demonios y el apatusco de la canasta. (Salen el ESTUDIANTE, el SACRISTÁN
y el BARBERO.) LEONARDA. ¡Jesús! ¡Qué parecidos son los de la carga al sacristán
Reponce y al barbero de la plazuela!
CRISTINA. Mirá, señora, que donde hay demonios no se ha de decir Jesús.
SACRISTÁN. Digan lo que quisieren; que nosotros somos como los penos del
herrero, que dormimos al son de las martilladas; ninguna cosa nos espanta ni turba.
LEONARDA. Lléguense a que yo coma de lo que viene de la canasta; no tomen
menos.
ESTUDIANTE. Yo haré la salva y comenzaré por el vino. (Bebe.) ¡Bueno es! ¿es de
Esquivias, señor sacridiablo? SACRISTÁN. De Esquivias es, juro a...
ESTUDIANTE. Téngase, por vida suya, y no pase adelante. ¡Ami-guito soy yo de
diablos juradores! Demonico, demonico, aquí no venimos a hacer pecados mortales, sino
a pasar una hora de pasatiempo, y cenar, y irnos con Cristo.
CRISTINA. ¿Y éstos, han de cenar con nosotros? PANCRACIO. Sí, que los diablos
no comen. BARBERO. Sí comen algunos, pero no todos, y nosotros somos de los que
comen.
CRISTINA. ¡Ay, señores! Quédense acá los pobres diablos, pues han traído la cena;
que sería poca cortesía dejarlos ir muertos de hambre, y parecen diablos muy honrados y
muy hombres de bien.
LEONARDA. Como no nos espanten, y si mi marido gusta, quédense en buen hora.
LORENZA. Algún espíritu malo debe de hablar en ti, sobrina, según las cosas que
dices.
CRISTINA. Yo no sé quién habla; pero yo sé que haría todo aquello que la señora
Ortigosa ha dicho, sin faltar punto.
LORENZA. ¿Y la honra, sobrina?
CRISTINA. ¿Y el holgamos, tía?
LORENZA. ¿Y si se sabe?
CRISTINA. ¿Y si no se sabe?
LORENZA. ¿Y quién me asegurará a mí que no se sepa?
ORTIGOSA. ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria; y, sobre todo, el
buen ánimo y mis trazas.
CRISTINA. Mire, señora Ortigosa, tráyanosle galán, limpio, desenvuelto, un poco
atrevido, y, sobre todo, mozo.
ORTIGOSA. Todas esas partes tiene el que he propuesto, y otras dos más, que es rico
y liberal.
LORENZA. Que no quiero riquezas, señora Ortigosa; que me sobran las joyas, y me
ponen en confusión las diferencias de colores de mis muchos vestidos; hasta eso no tengo
que desear, que Dios le dé salud a Cañizares; más vestida me tiene que un palmito, y con
más joyas que la vedriera de un platero rico. No me clavara él las ventanas, cerrara las
puertas, visitara a todas horas la casa, desterrara della los gatos y los perros, solamente
porque tienen nombre de varón; que, a trueco de que no hiciera esto y otras cosas no
vistas en materia de recato, yo le perdonara sus dádivas y mercedes.
ORTIGOSA. ¿Que tan celoso es?
LORENZA. ¡Digo! Que le vendían el otro día una tapicería a bonísimo precio, y por
ser de figuras no la quiso, y compró otra de verduras por mayor precio, aunque no era tan
buena. Siete puertas hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de la calle,
y todas se cierran con llave; y las llaves no me ha sido posible averiguar dónde las
esconde de noche.
CRISTINA. Tía, la llave de loba creo que se la pone entre las faldas de la camisa.
LORENZA. No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y jamás le he visto ni sentido
que tenga llave alguna.
CRISTINA. Y más, que toda la noche anda como trasgo por toda la casa; y si acaso
dan alguna música en la calle, les tira de pedradas porque se vayan. Es un malo, es un
brujo, es un viejo, que no tengo más que decir.
LORENZA. Señora Ortigosa, váyase, no venga el gruñidor y la halle conmigo, que
sería echarlo a perder todo; y lo que ha de hacer, hágalo luego; que estoy tan aburrida,
que no me falta sino echarme una soga al cuello, por salir de tan mala vida.
ORTIGOSA. Quizá con ésta que ahora se comenzará, se le quitará toda esa mala gana
y le vendrá otra más saludable y que más la contente.
CRISTINA. Así suceda, aunque me costase a mí dedo de la mano:
que quiero mucho a mi señora tía, y me muero de verla tan pensativa y angustiada en
poder deste viejo, y reviejo, y más que viejo; y no me puedo hartar de decille viejo.
LORENZA. Pues en verdad que te quiere bien, Cristina.
CRISTINA. ¿Deja por eso de ser viejo? Cuanto más, que yo he oído decir que
siempre los viejos son amigos de niñas.
ORTIGOSA. Así es la verdad, Cristina, y adiós, que, en acabando de comer, doy la
vuelta. Vuestra merced esté muy en lo que dejamos concertado, y verá cómo salimos y
entramos bien en ello.
CRISTINA. Señora Ortigosa, hágame merced de traerme a mí un frailecico pequeñito
con quien yo me huelgue.
ORTIGOSA. Yo se lo traeré a la niña pintado.
CRISTINA. ¡Que no le quiero pintado, sino vivo, vivo, chiquito, como unas perlas!
LORENZA. ¿Y si lo vee tío?
CRISTINA. Diréle yo que es un duende, y tendrá dél miedo, y holgaréme yo.
ORTIGOSA. Digo que yo le trairé, y adiós.
(Vase ORTIGOSA.)
CRISTINA. Mire, tía: si Ortigosa trae al galán y mi frailecico, y si señor los viere, no
tenemos más que hacer sino cogerle entre todos y ahogarle, y echarle en el pozo o
enterrarle en la caballeriza.
LORENZA. Tal eres tú, que creo lo harías mejor que lo dices.
CRISTINA. Pues no sea el viejo celoso, y déjenos vivir en paz, pues no le hacemos
mal alguno, y vivimos como unas santas.
(Entranse.)
(Entran CAÑIZARES, Viejo, y UN COMPADRE suyo.)
CAÑIZARES. Señor compadre, señor compadre: el setentón que se casa con quince,
o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar el otro mundo lo más presto que le sea
posible. Apenas me casé con doña Lorencica, pensando tener en ella compañía y regalo,
y persona que se hallase en mi cabecera y me cerrase los ojos al tiempo de mi muerte,
cuando me embistieron una turba multa de trabajos y desasosiegos; tenía casa, y busqué
casar; estaba posado, y desposéme.
COMPADRE. Compadre, error fue, pero no muy grande; porque, según el dicho del
Apóstol, mejor es casarse que abrasarse.
CAÑIZARES. ¡Qué no había que abrasar en mí, señor compadre, que con la menor
llamarada quedara hecho ceniza! Compañía quise, compañía busqué, compañía hallé;
pero Dios lo remedie, por quien él es.
COMPADRE. ¿Tiene celos, señor compadre?
CAÑIZARES. Del sol que mira a Lorencita, del aire que le toca, de las faldas que la
vapulan.
COMPADRE. ¿Dale ocasión?
CAÑIZARES. Ni por pienso, ni tiene por qué, ni cómo, ni cuándo, ni adónde: las
ventanas, amén de estar con llave, las guarnecen rejas y celosías; las puertas, jamás se
abren: vecina no atraviesa mis umbrales, ni los atravesará mientras Dios me diere vida.
Mirad, compadre: no les vienen los malos aires a las mujeres de ir a los jubileos ni a las
procesiones, ni a todos los actos de regocijos públicos; donde ellas se mancan, donde
ellas se estropean, y adonde ellas se dañan, es en casa de las vecinas y de las amigas. Más
maldades encubre una mala amiga que la capa de la noche; más conciertos se hacen en su
casa y más se concluyen que en una semblea.
COMPADRE. Yo así lo creo; pero, si la señora doña Lorenza no sale de casa, ni
nadie entra en la suya, ¿de qué vive descontento mi compadre?
CAÑIZARES. De que no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica en lo que le
falta; que será un mal caso, y tan malo, que en sólo pensallo le temo, y de temerle me
desespero, y de desesperarme vivo con disgusto.
COMPADRE. Y con razón se puede tener ese temor, porque las mujeres querrían
gozar enteros los frutos del matrimonio.
CAÑIZARES. La mía los goza doblados.
COMPADRE. Ahí está el daño, señor compadre.
CAÑIZARES. No, no, ni por pienso; porque es más simple Lorencica que una
paloma, y hasta agora no entiende nada de sas filaterías; y adiós, señor compadre, que me
quiero entrar en casa.
COMPADRE. Yo quiero entrar allá, y ver a mí señora doña Lorenza.
CAÑIZARES. Habéis de saber, compadre, que los antiguos latinos usaban de un
refrán, que decía: Amicus us que ad aras, que quiere decir: «El amigo, hasta el altar»;
infiriendo que el amigo ha de hacer por su amigo todo aquello que no fuere contra Dios;
y yo digo que mi amigo, us que adportam, hasta la puerta; que ninguno ha de pasar mis
quicios; y adiós, señor compadre, y perdóneme.
(Entrase CAÑIZARES.)
CAÑIZARES. ¡Oh, vecinas, vecinas! Escaldado quedo aun de las buenas palabras
desta vecina, por haber salido por boca de vecina.
LORENZA. Digo que tenéis condición de bárbaro y de salvaje; ¿Y qué ha dicho esta
vecina para que quedéis con la ojeriza contra ella? Todas vuestras buenas obras las hacéis
en pecado mortal. ¡ Dístesle dos docenas de reales, acompañados con otras dos docenas
de injurias, ¡boca de lobo, lengua de escorpión y silo de malicias!
CAÑIZARES. No, no; a mal viento va esta parva. No me parece bien que volváis
tanto por vuestra vecina.
CRISTINA. Señora tía, éntrese allá dentro y desenój ese, y deje a tío, que parece que
está enojado.
LORENZA. Así lo haré, sobrina, y aun quizá no me verá la cara en estas dos horas; y
a fe que yo se la dé a beber, por más que la rehuse.
(Entrase DOÑA LORENZA.)
CRISTINA. Tío, ¿no ve cómo ha cerrado de golpe? Y creo que va a buscar una tranca
para asegurar la puerta.
(DOÑA LORENZA, por dentro.)
LORENZA. ¿Cristinica? ¿Cristinica?.
CRISTINA. ¿Qué quiere, tía?
LORENZA. ¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena suerte! Mozo, bien
dispuesto, pelinegro y que le huele la boca a mil azahares.
CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! ¿Está loca, tía?
LORENZA. No estoy sino en todo mi juicio; y en verdad que, si le vieses, que se te
alegrase el alma.
CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Ríñala, tío, porque no se atreva, ni
aun burlando, a decir deshonestidades.
CAÑIZARES. ¿Bobeas, Lorenza? ¡Pues a fe que no estoy yo de gracia para sufrir
esas burlas!
LORENZA. Que no son sino veras; y tan veras, que en este género no pueden ser
mayores.
CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Y dígame, tía, ¿está ahí también mi
frailecito?
LORENZA. No, sobrina; pero otra vez vendrá, si quiere Ortigosa la vecina.
CAÑIZARES. Lorenza, di lo que quisieres, pero no tomes en tu boca el nombre de
vecina, que me tiemblan las cames en oírle.
LORENZA. También me tiemblan a mí por amor de la vecina.
CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!
LORENZA. ¡Ahora echo de ver quién eres, viejo maldito, que hasta aquí he vivido
engañada contigo!
CRISTINA. ¡Ríñala, tío; ríñala, tío; que se desvergüenza mucho!
LORENZA. Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía llena de
agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel pintado.
CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! ¡Despedácela, tío!
CAÑIZARES. No la despedazaré yo a ella, sino a la puerta que la encubre.
LORENZA. No hay para qué; véla aquí abierta. Entre, y verá como es verdad cuanto
le he dicho.
CAÑIZARES. Aunque sé que te burlas, sí entraré para de seno-j arte.
(Al entrar CAÑIZARES, dánle con una bacía de agua en los ojos; él vase a limpiar;
acuden sobre él CRISTINA y DOÑA LORENZA, y en este ínterin sale el galán y vase.)
CAÑIZARES. ¡Por Dios, que por poco me cegaras, Lorenza! ¡Al diablo se dan las
burlas que se arremeten a los ojos!
LORENZA. ¡Mirad con quién me casó mi suerte, sino con el hombre más malicioso
del mundo! ¡Mirad cómo dio crédito a mis mentiras, por su..., fundadas en materia de
celos, que menoscabada y asendereada sea mi ventura! ¡Pagad vosotros, cabellos, las
deudas deste viejo! ¡Llorad vosotros, ojos, las culpas deste maldito! ¡Mirad en lo que
tiene mi honra y mi crédito, pues de las sospechas hace certezas, de las mentiras
verdades, de las burlas veras y de los entretenimientos maldiciones! ¡Ay, que se me
arranca el alma!
CRISTINA. Tía, no dé tantas voces, que se juntará la vecindad.
ALGUACIL. (De dentro.) ¡Abran esas puertas! Abran luego; si no, echarélas en el
suelo.
LORENZA. Abre, Cristinica, y sepa todo el mundo mi inocencia y la maldad deste
viejo.
CAÑIZARES. ¡Vive Dios, que creí que te burlabas, Lorenza! Calla.
(Entran el ALGUACIL y los MÚSICOS, y el BAILAR!N y
ORTIGOSA.)
ALGUACIL. ¿Qué es esto? ¿Qué pendencia es ésta? ¿Quién daba aquí voces?
CAÑIZARES. Señor, no es nada; pendencias son entre marido y mujer, que luego se
pasan.
MÚSICOS. ¡Por Dios, que estábamos mis compañeros y yo, que somos músicos, aquí
pared y medio, en un desposorio, y a las voces hemos acudido, con no pequeño
sobresalto, pensando que era otra cosa!
ORTIGOSA. Y yo también, en mi ánima pecadora.
CAÑIZARES. Pues en verdad, señora Ortigosa, que si no fuera por ella, que no
hubiera sucedido nada de lo sucedido.
ORTIGOSA. Mis pecados lo habrán hecho; que soy tan desdichada, que, sin saber
por dónde ni por dónde no, se me echan a mí las culpas que otros cometen.
CAÑIZARES. Señores, vuestras mercedes todos se vuelvan norabuena, que yo les
agradezco su buen deseo; que ya yo y mi esposa quedamos en paz.
LORENZA. Sí quedaré, como le pida primero perdón a la vecina, si alguna cosa mala
pensé contra ella.
CAÑIZARES. Si a todas las vecinas de quien yo pienso mal hubiese de pedir perdón,
sería nunca acabar; pero, con todo eso, yo se le pido a la señora Ortigosa.
ORTIGOSA. Y yo le otorgo para aquí y para delante de Pero García.
MÚSICOS. Pues, en verdad, que no habemos de haber venido en balde: toquen mis
compañeros, y baile el bailarín, y regocíjense las paces con esta canción.
CAÑIZARES. Señores, no quiero música; yo la doy por recebida.
MÚSICOS. Pues aunque no la quiera.
(Cantan.)
FIN