Suyo Afectísimo:Jack El Destripador

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Era una teoría increíble…

El criminalista y el psiquiatra habían probado que «El Destripador», en un tiempo


terror de las mujeres de Londres, erraba por las calles de Chicago…
Esperando realizar otro de sus «Sacrificios sangrientos» cuando la luna y las estrellas
estuvieran en la posición adecuada…
La reunión estaba salvajemente impresionada y su terror llegó al paroxismo cuando
las luces se apagaron…
Robert Bloch, autor de conocidas obras de terror, recientemente ha causado sensación
al colaborar en los programas de televisión que presenta Alfred Hitchcock.
Si sus nervios saben resistir, lea Suyo afectísimo, Jack el destripador.

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Robert Bloch

Suyo afectísimo, «Jack el


destripador»
ePub r1.2
Titivillus 20.03.2019

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Título original: Yours Truly, Jack the Ripper
Robert Bloch, 1962
Traducción: Juan J. García Guerrero

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0

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Índice de contenido
A modo de prólogo
La brujita
Los creadores de fantasías
Suyo afectísimo… «Jack el Destripador»
Los ojos de la momia
El absceso
La casa del hacha
La capa
Los escarabajos
El dios sin cara
Autor

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A MODO DE PRÓLOGO

¿De dónde saca usted sus argumentos?


Ésta es la pregunta que suele hacérsele a todo escritor.
Para contestarla, el autor corriente puede acudir a una explicación sencilla y
plausible; como por ejemplo, diciendo que es «un observador de la vida diaria», o
«un interesado en la naturaleza humana», o bien, que tiene afición a la investigación
histórica… o que se basa en su propia experiencia.
En contraste, el que escribe otras de tipo «fantástico» no puede fundamentar sus
argumentos en hechos de la vida real, puesto que se ocupa de asuntos relativos al
más allá. Tampoco puede afirmar que se interesa exclusivamente en la naturaleza
humana, ya que la naturaleza «inhumana» es objeto, muy a menudo, de su atención y
consideración. Y en cuanto a sus investigaciones históricas, quedan casi siempre
relegadas a lo referente a la leyenda y a la mitología.
El prólogo normal de una colección de cuentos de ficción consiste en una
disertación sobre literatura imaginativa; con abstracción de cualquier consideración
sobre los motivos que impulsan al autor para crear sus propias obras. En efecto: tan
reacio es el autor de cuentos fantásticos a explicar el origen de su inspiración, que
nunca he tenido ocasión de leer una explicación sobre tal tema. Por eso se me ocurre
sugerirle al lector la idea de que un autor de relatos de fantasía puede ser
considerado como si estuviera representando el doble papel del doctor Jekyll y
míster Hyde.
El doctor Jekyll, o sea, el autor en su vida corriente, es un hombre
completamente normal. Su esposa no le teme, sus hijos no chillan, horrorizados,
cuando él entra en casa, y sus amigos y compañeros de trabajo no tiemblan nunca en
su presencia; pero cuando este apacible individuo se recluye en la intimidad de su
estudio y empieza a escribir… entonces, y al conjuro del papel y de la máquina de
escribir, se transforma en una especie de monstruoso «míster Hyde». Al igual que
ocurría en el famoso relato de Stevenson, desaparece la máscara de humanidad con
que se envuelve diariamente, para mostrar otro aspecto muy distinto de su
personalidad. Y allí, encerrado a solas en su gabinete de trabajo, se olvida del
mundo exterior, del que le rodea constantemente, y piensa tan sólo en los mundos que
existieron, en los que existirán… y en los que podrían coexistir con el verdadero y
actual.
Pavorosa sabiduría, en verdad, la del autor de cuentos fantásticos, que está
enterado de a favor de qué vientos cabalgan las brujas sobre sus escobas, y de qué
artes se valen los hechiceros para maquinar sus encantamientos; que ha tenido tratos
con los inquilinos de las tumbas, y que ha yacido en un sepulcro, junto al horrendo

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Vampiro. El cráneo de un demente no encierra ningún secreto que él no conozca. Sus
ojos pueden mirar de frente y sin pestañear a la terrible Medusa; sus oídos perciben
el rumor que producen las larvas en sus festines; sus fosas nasales están saturadas
del hediondo olor procedente de las cárcavas; y su boca se halla conformada para
dar satisfacción a muy extraños apetitos.
Esencialmente, el autor de cuentos fantásticos está empeñado en la composición
de una especie de conferencia ilustrada con proyecciones: la historia de un viaje en
los dominios de la imaginación; algo así como una incursión en los entresijos de un
cerebro. Y cada uno de sus relatos viene a ser un capítulo de su interminable odisea.
Es posible que todo esto parezca muy pueril, e incluso excesivamente
melodramático. En caso de que así suceda, acháquese a la falta de franqueza que
hace tiempo se advierte en las declaraciones del autor con destino al lector. De modo
particular, el creador de obras fantásticas procura ocultar enteramente el
fundamento emotivo de su impulso literario. Recuérdese que el doctor Jekyll trataba
de negar, también, la existencia de míster Hyde; pero a pesar de su empeño, éste
existía.
Por lo tocante a mí mismo, he de decir que mi vida como Jekyll ha sido y es
extremadamente vulgar. Tengo hogar, familia, amigos, y un trabajo constante y
regular, así como un conjunto de distracciones y entretenimientos nada diferentes de
los de cualquier otro hijo de vecino; pero hay que tener en cuenta que pese a la
delatora evidencia de un sentido del humor un tanto extraño, sigo convencido de que
los que conocen al doctor Jekyll lo consideran como un tipo más bien insulso y
prosaico.
Por el contrario, míster Hyde es muy listo, muy activo. Su asociación con Jekyll
ha resultado, a la vez, grata y provechosa. Y sería yo muy injusto si permitiese que el
segundo recibiera todos los honores, todo el mérito que se deriva de sus obras, sin
agradecérselo a su alter ego.
En la mayoría de los cuentos seleccionados en este libro, Jeckyll desempeña el
papel de narrador consciente. Su estilo es a menudo seudoculterano; y sus productos
de su imaginación, espeluznantes y artificiosos. Es un apasionado de las palabras
polisílabas; y su técnica narrativa debe mucho a la influencia y dirección del difunto
H. P. Lovecraft; pero la inspiración proviene de míster Hyde. Éste es el verdadero
responsable del tema básico de todos los relatos… y de las ingratas consecuencias
que acechan a todo aquél que hurga en asuntos que deberían dejarse sin remover.
De cualquier forma que sea, temo que Hyde pueda ser objeto de reproches, a
causa de errores de juicio o de muestras de mal gusto. Con su prisa para efectuar
algunas revelaciones particularmente espantosas, ha pasado por alto muchas
amenidades literarias. Sobre esto, sólo puedo decir que se trata de una cuestión
ajena a mi control. Si alguna vez escribo un cuento que sea dictado enteramente por
la consciente personalidad del doctor Jekyll, el resultado será, sin duda, muy
diferente del que se registra en los relatos que aquí se presentan; pero aparte esta

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posibilidad, los trabajos que se publiquen con mi firma llevarán siempre la hórrida
impronta de Hyde.
Y cuando alguien me pregunte de dónde obtengo los temas para mis narraciones,
sólo me quedará el recurso de encogerme de hombros y responder: «De mi
colaborador… míster Hyde».

Robert Bloch

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LA BRUJITA

Sweets to the sweet (1947)

Irma no parecía una bruja. Tenía unas facciones pequeñas y bien proporcionadas, un
cutis aterciopelado, ojos azules y cabellos de un rubio muy claro. Y además sólo tenía
ocho años de edad.
—¿Por qué tendrá que tratarla así? —dijo miss Pall, sollozando—. Por eso se le
ocurrió a la pobre esa idea; porque él la llama brujita.
Sam Steever se recostó en su sillón y cruzó las manos sobre su voluminoso
abdomen. Su rostro no revelaba ninguna emoción; pero se sentía hondamente
turbado, pues opinaba que las mujeres como miss Pall no deberían llorar nunca.
Efectivamente: cuando una mujer como miss Pall se echa a llorar, sus gafas oscilan
sobre su delgada y crispada nariz, sus arrugados párpados se enrojecen, y sus cabellos
se desarreglan.
—Por favor, cálmese —respondió Steever—. Si pudiera contarme usted la
historia con toda tranquilidad…
—No me preocupa la historia ni lo que pueda suceder —contestó miss Pall—. No
voy a volver a esa casa. No puedo soportarlo. De todas formas, no hay nada que yo
pueda hacer. Ese hombre es hermano de usted, y la niña es la hija de su hermano. Yo
no soy responsable. He tratado de…
—Por supuesto que ha hecho usted lo posible —atajóla Sam Steever, sonriendo
afablemente—. Comprendo muy bien su situación; pero no me explico por qué está
usted tan alterada.
Pall se quitó las gafas y se frotó los párpados con un pañuelo. Luego abrió su
bolso y guardó el pañuelo y las gafas, para contestar a continuación:
—Muy bien, míster Steever. Usted, que es abogado, comprenderá fácilmente las
razones que me impulsan a abandonar mi empleo en casa de su hermano. Le contaré
toda la historia. Llegué a casa de John Steever hace dos años, como usted bien sabe,
en respuesta a un anuncio en que se solicitaba un ama de llaves. Cuando me enteré de
que iba a ser el aya de una niña de seis años, huérfana de madre, me sentí
preocupada. Y es que no sé cómo hay que cuidar a los niños.
—John tuvo una niñera en su casa durante los primeros seis años —dijo Sam
Steever—. Usted sabe que la madre de Irma murió al darla a luz.
—Lo sé. Y como es natural, no pude por menos que encariñarme con la
huerfanita. Estaba tan sola, míster Steever… Si usted hubiera visto entonces a la
pobrecilla, andando siempre como una tonta, por los rincones de ese viejo caserón…

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—La he visto, la he visto —apresuróse a decir el abogado, para prevenir otra
efusión de lágrimas—; y sé lo que usted ha hecho por ella. Mi hermano tiene
tendencia a comportarse irreflexivamente; e incluso de modo egoísta, en algunas
ocasiones. No es nada comprensivo.
—¡Es un hombre cruel! —declaró miss Pall, con vehemencia—. Cruel y perverso.
Cuando llegué a esa casa, los brazos de la niña presentaban cardenales, causados por
los golpes que le daba su padre con un cinturón.
—Ya lo sé. A veces pienso que John no se ha recobrado del dolor que le produjo
la muerte de su esposa. Por eso me alegré al saber que usted había ido a su casa. Creí
que usted podría arreglar la situación.
—Lo he intentado, míster Steever; y usted lo sabe. A lo largo de estos dos años, ni
una sola vez le he pegado a su sobrina; a pesar de que su hermano me ha dicho
muchas veces que la castigue. «Dele a esa brujita una buena paliza», solía decirme.
«Eso es todo lo que necesita: una buena tunda». Entonces, la pobre niña se escondía
detrás de mí y me pedía en voz baja que la protegiera; pero no lloraba, míster Steever.
Eso es lo más extraño: que nunca la he visto llorar.
Sam Steever se sentía levemente irritado y un tanto molesto. Deseaba que su
visitante fuera rectamente al nudo de la cuestión y se ahorrase circunloquios. Por eso
hizo un esfuerzo y en tono suave preguntó:
—En fin, ¿puede explicarme cuál es su problema, concretamente?
—Ahora se lo diré. Al principio, todo iba bien, en esa casa. Nos llevábamos
admirablemente. Empecé a enseñarle a Irma las primeras letras… y me sorprendí al
comprobar que ya había aprendido a leer por sí sola. Su padre me aseguró que él no
la había enseñado. Y cada vez que la veía sentada en un sillón, con un libro en las
manos, comentaba, burlonamente: «Fíjese. ¡Muy natural, en ella! Pero nada natural
en una niñita. ¡Es una bruja! No juega nunca con los otros chicos de su edad. ¡La
brujita!». Ésa era la forma en que se refería siempre a la pobre niña; como si ésta
fuera una especie de… no sé de qué. Y la pobre es tan buena… tan encantadora y
bonita… ¿Tiene algo de particular que haya aprendido a leer tan pronto? Yo también
era así, en mi niñez, porque… Bueno; no importa el porqué. El caso es que un día me
sentía impresionada al ver que Irma estaba leyendo un tomo de la Enciclopedia
Británica. «¿Qué lees?», le pregunté. Y ella me lo enseñó, el artículo referente a la
brujería. ¿Comprende usted qué morbosos pensamientos ha inculcado su hermano en
esa mente infantil?
Miss Pall suspiró y luego con expresión de sentimiento siguió diciendo:
—Yo hice todo lo que pude. Llegué, incluso, a comprarle a la chica algunos
juguetes; pues ya sabe usted que no tenía absolutamente nada, la pobrecita; ni
siquiera una muñeca. No es extraño que tampoco supiese lo que significa jugar.
Luego traté de interesarla en las otras niñas de la vecindad; pero no conseguí nada
positivo. Las demás chicas no la comprendían… y ella tampoco las comprendía.
Hubo algunas escenas bastante desagradables. Y es que los niños suelen ser crueles,

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despiadados y… desconsiderados. Y como su padre no la dejaba ir a la escuela, tuve
que enseñarla yo. Una vez le regalé un juego de modelar. Le gustó mucho, por cierto.
Se pasaba horas enteras haciendo caras con arcilla. Y desde luego que tenía verdadero
talento, cosa muy notable en una niña de sólo seis años de edad. Yo también
participaba en el juego, ayudándola a modelar muñecas, y confeccionando ropas para
ellas.
Después de una corta pausa, continuó miss Pall:
—Aquel primer año fue bastante agradable, míster Steever; sobre todo, durante
los meses que estuvo de viaje en Sudamérica; pero cuando volvió… ¡Oh! No puedo
soportarlo. Me cuesta hablar de eso.
—Por favor —animóla Sam Steever—. Trate de comprender el caso. John no es
feliz. La pérdida de su esposa; la baja de sus negocios de importación; y su afición a
la bebida… En fin, de sobra sabe usted todo eso…
—Lo único que sé es que aborrece a Irma —declaró miss Pall, secamente—. La
odia. Quiere que se porte mal, para tener una excusa para maltratarla. Siempre me
dice: «Si no le impone usted disciplina, se la impondré yo». Y luego se la lleva a su
cuarto y la azota con su cinturón… Tiene usted que hacer algo, míster Steever. De lo
contrario, acudiré a las autoridades.
«Desde luego que acudirás —pensó el abogado—; pero yo haré lo posible por
disuadirte». Y en tono amable, preguntó:
—¿Y cómo reacciona Irma?
—¡Oh! También ha cambiado desde que su padre regresó de Sudamérica. Ya no
quiere jugar conmigo; y apenas si me dedica alguna que otra mirada. Es como…
como si yo la hubiera decepcionado, al no protegerla de los malos tratos que le da su
padre; pero lo peor de todo es… que cree que es una bruja.
«Esta mujer está chiflada —se dijo Sam Steever, al tiempo que inclinaba hacia
delante, para acodarse en su escritorio—. ¡Loca de remate!».
Miss Pall se enderezó en su asiento y murmuró:
—No me mire usted así, míster Steever. Ella misma se lo diría… si usted fuese
alguna vez a esa casa. A mí me lo ha dicho; me ha dicho que si su padre quiere que
sea una bruja, lo será; y que no jugará conmigo ni con ninguna otra persona, porque
las brujas no juegan. Fíjese: el día de Todos los Santos me pidió que le regalase un
mango de escoba. ¡Oh! Sería gracioso… si no fuera tan trágico. Esa pobre niña está
perdiendo la razón, míster Steever. Hace unas semanas creí que había cambiado. Fue
cuando me dijo si algún domingo podía llevarla a la iglesia. «Quiero ver un bautizo»,
dijo. ¿Qué le parece a usted? Una chica de ocho años, interesada en los bautizos.
Todo es por culpa de leer demasiado. En fin, fuimos a la iglesia, y la pequeña se portó
admirablemente. Estaba preciosa, con su nuevo vestidito azul, y cogida de mi mano.
Me sentía orgullosa de ella, míster Steever; ¡verdaderamente orgullosa! Lo malo fue
que a continuación volvió a recluirse en sí misma. Y vuelta a leer y a leer… y a
leer… y a correr por el patio al anochecer… y hablar a solas. A veces he pensado que

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si su padre le regalase un gatito… Ha estado pidiéndole con insistencia un gato negro.
Y cuando él le preguntó para qué lo quería, le contestó que todas las brujas tienen un
gato negro. Entonces se la llevó a su cuarto, para azotarla… Yo no puedo
entremeterme, ya lo sabe usted. También volvió a maltratarla la noche en que se cortó
la corriente y no podíamos encontrar las velas. Dijo que la niña las había escondido.
¿Qué le parece? Acusar a una criatura de ocho años de haber robado unas velas. Eso
fue el principio del fin; porque hoy, cuando se dio cuenta de que le faltaba el cepillo
de la cabeza… la golpeó con él.
—Un momento. ¿Quiere usted decir que mi hermano le pegó a su hija con un
cepillo para el cabello?
—Efectivamente. Irma admitió que lo había robado. Dijo que lo necesitaba para
su muñeca.
—Pero… ¿no ha dicho usted que no tenía muñecas?
—Es que se ha hecho una, con sus propias manos, pequeña y… Yo lo sé, porque
he visto que la lleva algunas veces bajo el brazo. Le habla, la acaricia… pero no nos
la enseña ni a mí ni a su padre. Hoy, él le preguntó por qué se lo había quitado. Y ella
sonrió, respondiendo que ya podía devolvérselo. Entonces, él se enfadó
terriblemente… Había estado bebiendo durante toda la mañana, ¿sabe usted? Pues
bien: cogió el cepillo y empezó a golpearla bárbaramente en los hombros y en la
espalda, y luego le retorció un brazo, y…
Miss Pall abatió la cabeza entre las manos y prorrumpió en sollozos. Steever se
levantó de su asiento y se le acercó, y dándole unas palmaditas en un hombro, le dijo:
—Tranquilícese usted.
—Eso es todo, míster Steever —añadió luego miss Pall, enjugándose las lágrimas
—. Por eso he venido a verle a usted. No volveré a esa casa, ni siquiera para recoger
mis cosas. No puedo seguir allí ni un minuto más. La forma en que la golpea… Y
ella, sin llorar, sin quejarse. Lo único que hace es reírse bajito, entre dientes… Hay
veces en que creo que es bruja de verdad; que él la ha convertido en una bruja.

***

Sam Steever cogió el receptor del teléfono. El timbre del aparato había roto el
silencio que reinaba en el despacho desde que miss Pall se hubo marchado. Y el
abogado reconoció al punto la voz de su hermano:
—¿Eres tú, Sam?
—Sí, John.
—Supongo que esa vieja cotorra habrá ido a verte para despacharse a su gusto.
—Si te refieres a miss Pall, sí; acabo de hablar con ella.
—Pues no le hagas caso. Yo puedo explicártelo todo.
—¿Quieres que vaya a verte? Hace meses que no paso por tu casa.

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—Bueno… hoy, precisamente, no. Esta tarde he de ir a ver al médico.
—¿Qué te sucede?
—Un dolor en el brazo; reumatismo, o algo por el estilo. Desaparecerá con un
poco de diatermia. Te llamaré mañana y arreglaremos este lío.
—De acuerdo.
John Steever no telefoneó a su hermano al día siguiente. Tuvo que ser Sam quien
lo llamase alrededor de la hora de la cena; pero no le contestó John, sino la propia
Irma, que le informó:
—Papá está durmiendo. Ha estado con dolores.
—Bueno. No lo molestes. ¿Qué es lo que le duele? ¿El brazo?
—No. Ahora es la espalda. Tiene que volver a ver al médico.
—Muy bien. Dile que lo llamaré mañana. ¿Y qué tal, Irma? ¿Todo va bien?
Quiero decir, si no echas de menos a miss Pall.
—No. Al contrario: estoy contenta de que se haya marchado. Es una estúpida.
—Eh… bueno; sí. Ya entiendo. Llámame en caso de que necesites algo. Y que se
mejore tu papá.
—Ya veremos —dijo la niña.
Luego soltó una risita y colgó el receptor.
Al día siguiente, John Steever telefoneó a su hermano al despacho. Y su voz tenía
un acento grave, como la de un hombre aquejado por intenso dolor.
—Sam —díjole—, por el amor de Dios; ven a verme cuanto antes. Me está
ocurriendo algo terrible.
—¿De qué se trata?
—El dolor… ¡Me está matando! Tengo que verte enseguida, ¡enseguida!
—Muy bien. Estoy ahora con un cliente; pero terminaré inmediatamente y… Oye,
¿por qué no llamas al médico?
—¡Ese matasanos! No puede hacer nada. Ni con diatermia ni con ninguna otra
cosa.
—¿No te ha aliviado?
—Sí; el dolor desapareció entonces; pero ha vuelto a martirizarme otra vez; Y
ahora noto una opresión en el pecho… ¡como si me estrujaran! Casi no puedo
respirar.
—Tal vez sea pleuresía. ¿Por qué no lo avisas, de todas formas?
—No es pleuresía, Sam. Ya me examinó… y dijo que estaba completamente sano.
No… no hay nada enfermo en mi organismo. Y yo… yo no puedo decirle al médico
la verdadera causa de estos dolores.
—¿La verdadera causa?
—Sí… Los alfileres… El alfiler que esa arpía está clavando en la muñeca que
hizo. Lo clava en el brazo, en la espalda… Y ahora, sólo el cielo sabe cómo estará
ocasionándome esto.
—Escucha, John: no debes…

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—¡Oh! ¿De qué sirve hablar? No puedo moverme de la cama. Esa malvada me
tiene sentenciado. Y yo no puedo impedir que siga martirizándome, ni destruir su
muñeca. Nadie me creería, si lo dijera; pero se trata de la muñeca, sin ninguna duda;
la que hizo con la cera de las velas y las cerdas que quitó de mi cepillo. Oh… no
puedo hablar, apenas… Esa maldita bruja… De prisa, Sam. Dime que harás algo
para… Quítale la muñeca… quítale la muñeca…
Al cabo de media hora, Sam Steever llamaba a la puerta de la casa de su hermano.
Irma le recibió. Y al verla allí, con su rubia cabellera cuidadosamente peinada, con su
carita tan fresca y rosada, el abogado se dijo que parecía una muñeca; una verdadera
muñequita.
—Hola, tío Sam —dijo la niña.
—Hola, Irma. Tu padre me ha telefoneado. ¿Te lo ha dicho? Dijo que no se sentía
bien.
—Ya lo sé; pero ahora se encuentra mejor. Está durmiendo.
—¿Durmiendo? —repitió Sam, estremeciéndose—. ¿Dónde? ¿En su cuarto?
Y antes de que la niña hubiese tenido tiempo de responderle, echó a correr
escaleras arriba, atravesando un amplio salón irrumpió en el dormitorio de su
hermano. Allí estaba John, en efecto, profundamente dormido. Sam notó el regular
movimiento de su pecho, indicador de una reposada respiración, así como la
expresión tranquila de su rostro. Entonces se sintió aliviado. Y hasta fue capaz de
sonreír, incluso, y de murmurar, al tiempo de salir de la habitación:
—Tonterías…
Luego, al bajar al piso inferior, improvisó un plan, que consistiría en unas
vacaciones de seis meses para su hermano, y en una residencia para Irma, a fin de
alejar a la niña de aquella sórdida casa y de aquellos nefandos libros. De pronto, se
detuvo en seco y miró hacia el sofá, donde la niña estaba sentada… entretenida en
hablar en voz baja a algún objeto que escondía entre sus brazos; a una cosa a la que
acariciaba con cariño, mientras se mecía suavemente. «Así, pues —pensó Sam—, lo
de la muñeca era cierto». Y siguió bajando de puntillas, hasta que llegó junto al sofá.
Entonces dijo:
—Hola.
La chica se sobresaltó al oírle. Alzó los brazos hasta el pecho, a fin de ocultar lo
que en ellos sostenía, y los apretó fuertemente. Y su tío pensó en una muñeca a la que
se le apretaba el pecho… y se preguntó cómo era posible que aquella niña, que le
miraba con aire de inocencia… A menos que su expresión no fuera más que una
especie de máscara.
—¿Cómo está papá? —preguntó la chiquilla—. Mejor. ¿Verdad?
—Sí. Mucho mejor.
—Ya sabía yo que mejoraría.
—Pero tendrá que marcharse para descansar, Irma. Necesita un largo descanso.
Una sonrisa se filtró entonces a través de la máscara, cuando Irma comentó:

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—Mejor para él.
—Y tú —continuó Sam—, no podrás quedarte en esta casa, como es natural. Tal
vez tengas que ir a algún colegio… o a algún internado…
—¡Oh! No tienes que preocuparte por mí —interrumpióle Irma.
Luego se apartó un poco, para que su tío se sentase a su lado. Y Sam pudo ver
entonces lo que la niña llevaba en brazos: un monigote cuyas piernas estaban
enfundadas en unos pantalones.
—¿Qué es eso? —inquirió Sam—. ¿Un muñeco?
Y alargó una mano, como si fuera a cogerlo para examinarlo, pero la niña se retiró
hasta el extremo del sofá y dijo:
—No. No quiero que lo veas.
—¿Por qué no? Enséñamelo. Miss Pall dijo que hacías muñecas muy bonitas.
—Miss Pall es una estúpida. Y tú también. Vete.
—Por favor, Irma. Deja que lo vea.
Al decirlo, Sam vio la parte superior del muñeco, que había quedado al
descubierto, momentáneamente, al apartarse la niña. Era una cabeza, en efecto; y
tenía unos mechoncillos de pelo por encima de su blanca faz. A pesar de lo
escasamente iluminada que estaba la estancia, el abogado reconoció enseguida
aquella cara de cera; aquellos ojos, aquella nariz, y la barbilla… Y como no podía
seguir fingiendo por más tiempo, en tono severo exigió:
—Dame ese muñeco. ¡Irma! Ya sé de qué se trata. ¡Ya sé quién es!
Por un breve instante, la máscara que cubría el rostro de Irma desapareció por
completo, para mostrar la expresión de miedo con que la chica revelaba lo que
acababa de intuir: que su tío la había descubierto. Inmediatamente volvió a asumir su
expresión habitual, de niña traviesa, y sonriendo con picardía, respondió:
—Oh, tío Sam… No seas malo. Esto no es un muñeco de verdad.
—¿Qué es, entonces?
Irma soltó una risita y alzó el muñeco.
—No es más que un caramelo.
—¿Un caramelo? —repitió su tío.
La chiquilla hizo un gesto de asentimiento. Acto seguido, se introdujo en la boca
la cabeza del muñeco… y la arrancó de un bocado.
Un estridente alarido resonó en toda la casa, procedente del piso superior.
Mientras Sam Steever echaba a correr hacia la escalera, la pequeña Irma, sin dejar
de masticar, abrió la puerta de la calle y desapareció en las tinieblas de la noche.

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LOS CREADORES DE FANTASÍAS

The Dream-Makers (1953)

Podría comenzar este relato con el consabido tópico de que Hollywood es una ciudad
extravagante, llena de gente absurda, y donde ocurren las cosas más desatinadas del
mundo. Podría conferirle a este cuento un matiz acorde con dicho tópico; pero
existiría para ello una dificultad; una sola.
Y es que no se trata de un cuento, sino de un suceso verídico, del que yo fui
testigo.
Empecemos, por tanto, en el momento en que yo me sentaba ante el volante de mi
coche y partía en dirección a un lugar denominado Restlawn, en cumplimiento de una
nueva comisión. La revista Filmdom quería publicar una serie de reportajes acerca de
los «Grandes Veteranos de la Pantalla», y yo era el hombre más indicado para
realizarlos; el más indicado y el más decidido. Porque sólo contaba con ese trabajo
para seguir comiendo.
Después de rebasar el Miracle Mile, atravesé Beverly Hills y continué por la
carretera que lleva a Restlawn, mientras pensaba en la naturaleza de mi cometido, un
cometido que no me gustaba absolutamente nada. Los «Grandes Veteranos»… De
sobra sabía cómo habría de terminar: husmeando en el Hogar del Actor y en el
Reparto Central, antes de seguir unas pistas que me conducirían a unas baratas
pensiones y… y al arroyo, que eran los sitios en donde estaban casi todos los
«Ilustres e Ínclitos Veteranos Fundadores de la Industria Cinematográfica», hombres
y mujeres que habían ido creciendo, desarrollándose con dicha industria…, hasta que
ésta se desarrolló más que ellos.
Sí; ya sabemos que la Pickford, Cooper, Gable y algunos otros no tuvieron que
preocuparse demasiado, pues se retiraron con todos los honores para vivir de sus
ahorros. Tampoco se preocuparon Valentino, Chaney y Fairbanks, porque murieron
cuando estaban en la cumbre del éxito; pero… ¿y los que no tuvieron la suerte de
morir cuando aún eran famosos —Griffith, Langdon, Barrymore…— y hubieron de
prolongar su lucha por la vida hasta que la parca les cortó las alas? ¿Y los que no han
muerto todavía, como Sennett, Lloyd, Gish y tantos otros? También habrán de ser
considerados como «Ilustres Veteranos de la Pantalla».
Exhalé un suspiro, y doblé por una esquina de Wilshire, para internarme en las
zonas limítrofes de Westwood Village. Estaba enterado de ciertos pormenores
relativos a los «Grandes Veteranos», a quienes se otorgaban un día «premios
especiales» en el curso de un banquete en la Academia… y se les daba al siguiente

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con la puerta en las narices; de los humillantes «papeles secundarios» que se les
concedía en alguna película retrospectiva y ocasional; de la exagerada propaganda
que anunciaba su vuelta a la pantalla… en una sola producción, y que luego se
esfumaba, para dejarlos caer nuevamente en el olvido. Iba ser muy triste para ellos,
que un periodista fuese a interrogarles. Y también resultaría una tarea muy ingrata
para mí; pero como todos tenemos que comer y soñar…
A causa de mis sueños, de mi fantasía, nunca consideraré como «Grandes
Veteranos» a los citados actores, los cuales me regalaron esos sueños treinta años
atrás. Como mis sueños continúan con vida, lo mismo pienso de sus creadores. Y al
enfilar la autopista de Santa Mónica, recordé una de aquellas grandes ilusiones, que
más bien fue una pesadilla.

***

Fue en una templada noche del otoño, de 1925, allá en Maywood, estado de Illinois.
Yo me sentía muy excitado. Tenía entonces ocho años, e iba a ir al «Lido»,
completamente solo, como una persona mayor. Y aunque al día siguiente debía asistir
a las clases de la escuela, había logrado convencer a mi madre para que me dejara ir
al «Lido», prometiéndole que no volvería tarde a casa, que era sólo por una vez, y
que además, estaba tan ilusionado…
Ocho manzanas había que recorrer para llegar a aquel lugar; ocho cruces de
calles, todas ellas oscuras en la noche otoñal, mientras yo avanzaba, trémulo de
entusiasmo, con el dinero para la entrada en la mano derecha y la moneda para la
barra de caramelo en la izquierda. El «Lido» era un palacio; un auténtico palacio con
columnas de mármol de treinta metros de altura a ambos lados de la puerta principal;
pero uno no entraba allí enseguida. Había que pararse antes, a fin de mirar los
anuncios que se exhibían en el exterior; los anuncios grandes, de varios colores, y los
pequeños, que parecían fotografías. Allí vi aquella noche la imagen de una bella
mujer de larga cabellera, y la de un hombre enmascarado. Luego, la misma mujer, de
pie sobre la cúspide de un elevado edificio, y al lado de otro hombre, vestido con
uniforme militar y que llevaba bigote; el héroe, quizás. Y de nuevo, el de la máscara,
espiándolos a los dos. No se le vela la cara; y no obstante, se adivinaba que era un
malvado. «Éste debe de ser él», supuse entonces.
Eran ya casi las siete, y el espectáculo estaba a punto de empezar. Me acerqué a la
taquilla y le entregué el importe de la entrada a la atractiva joven que allí se
encontraba; y ella sonrió afectuosamente y apretó la palanca de una máquina, para
sacar el trocito rectangular de cartulina que me franquearía el paso al sugestivo
recinto. Había comprado ya la barra de caramelo en una tienda vecina, y lo único que
me faltaba por hacer era darle la entrada al hombre que guardaba la puerta de acceso
al salón. También sonrió el hombre. Y así quedaron cumplidos todos los requisitos.

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¡Qué hermoso era el «Lido»…! Hasta el vestíbulo era verdaderamente
maravilloso, con sus alfombras de color granate y aquellas sillas tapizadas… Y sobre
todo, con aquel surtidor del que manaba agua constantemente, al contrario de lo que
sucedía en casa, donde había que cerrar los grifos, después de usarlos, para que no
subiera la cuenta del agua. Más hermoso, incluso, era el «Lido» por dentro. Debía de
haber allí un millar de butacas para escoger, todas blandas y tapizadas de felpa. Lo
primero que hacía uno, al acomodarse en una de ellas, era mirar a las filas de delante
y de atrás, para ver si había allí algún otro chico de la escuela que nos viera solos, con
aire de persona mayor. Entonces se afectaba actitud indiferente y se miraba al techo.
¡Menudo techo tenía el «Lido»! Un techo con apariencia de firmamento, tan azul
como el de una noche despejada, y cuajado de estrellas que titilaban como las de
verdad. A lo largo de las paredes había estatuas tenuemente iluminadas. Y el conjunto
de esculturas, bajo aquel cielo artificial, tenía un aspecto admirable; más portentoso
que el de cualquier otro palacio del mundo.
Aquella noche… Empezaron a apagarse las luces, lentamente, como de
costumbre, al tiempo que una bella mujer de dorados cabellos comenzaba a
interpretar una dulce melodía en el órgano que estaba situado a la izquierda del
escenario. En aquellos momentos se arrellanaba uno en su butaca y contemplaba el
cielo azul, con sus brillantes estrellas, mientras disfrutaba con la música y pensaba
que aquel órgano debía de ser el mejor instrumento que existía en el mundo, pues con
él podía tocarse cualquier pieza: Valencia, Cielo Azul, Avalon, y esa otra canción
titulada Collegiate, que tocaban cuando Harold Lloyd aparecía en The Freshman.
Al cabo de un rato, todas las luces se habían apagado, con excepción de la que
iluminaba el teclado del órgano, del que brotaron entonces unos compases rápidos, al
tiempo que las cortinas que ocultaban el telón iban corriéndose a los lados…
La primera película se titulaba Temas del Día, y era una serie de chistes sucesivos
que hacían reír a los mayores, en tanto que el órgano emitía notas muy finas, en unas
melodías improvisadas y juguetonas, pero que no resultaban tan interesantes como la
proyección. Luego dieron una del gato Félix, en la que intervenía un ratoncito y aquel
viejo granjero de la barba y la calva. La parte más divertida era aquella en la que
Félix perseguía al granjero con un horcón a través del almiar. El granjero se caía a un
pozo; y al salir, soltaba una buchada de agua, y un pececillo saltaba de su boca.
A continuación, el film preliminar, en el que actuaba Billy Dooley con su
uniforme de marino. Billy Dooley era uno los mejores actores de aquellos tiempos;
mejor que Bobby Vernon y Al St. John, aunque no tanto como Lloyd Hamilton, Larry
Semon o Lupino Lane. La película era bastante buena y divirtió a todo el público;
sobre todo, en aquellas escenas en que Billy Dooley daba brincos y pataleaba tres
veces en el aire antes de tocar el suelo. ¿Cómo podría hacer eso?
Al terminar esta película, se encendieron algunas luces, para iluminar tenuemente
la sala, en espera de la gran obra: la que tanto ansiaba ver. Al cabo de un minuto, de
nuevo la oscuridad; y allá, en la pantalla, el hombre enmascarado, que quiere

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apoderarse de la chica y cuelga al otro personaje masculino de una viga del sótano.
Luego apresa a la muchacha y se la lleva a su secreto escondrijo, donde toca el
órgano y tiene un ataúd para dormir. Ahora está sentado ante el órgano, tocando una
melodía; y la chica se le acerca silenciosamente por detrás, despacito, despacito…
Yo sabía lo que iba a suceder, y estaba tenso de emoción, aguardando el
impresionante momento. Y cuando ella le quitó a aquel hombre la máscara, él se
volvió… y su cara fue agrandándose cada vez más, hasta que ocupó toda la pantalla,
hasta que lo único que para mí existía en el mundo, en aquel instante, era aquella cara
monstruosa, aquellos salientes colmillos y aquellos ojos llameantes, un horrendo
rostro con el que habría de soñar toda la noche… y que no olvidaría jamás.
Ésa era la clase de sueños que le inspiraba a uno Lon Chaney.
Desde luego que en aquella época sabían inspirar buenos sueños, fantásticos
desvaríos. No ha vuelto a existir otro monstruo comparable con Lon Chaney, ni un
malvado tan arrogante como Stroheim, ni una heroína tan adorable como Barbara La
Marr, ni un héroe tan «duro» y resuelto como William S. Hart.
Aquellos recuerdos parecían provenir de muy remota antigüedad. Y de pronto, se
esfumaron en mi memoria… y allí estaba yo otra vez, conduciendo mi coche a lo
largo de Caprice Drive, a la clara luz del sol, el mismo sol que arrancaba destellos del
letrero del asilo de Restlawn. Tras haber estacionado el coche, fui a apretar el botón
del timbre de la entrada. La mujer que acudió a recibirme vestía un uniforme
almidonado. También daban la impresión de estar almidonados sus cabellos y sus
ojos. Toda ella mostraba una tiesa y bien «planchada» apariencia sanatorial; sin
excluir su voz.
—Perdone —le dije—. Soy de la revista Filmdom. Querría hablar con míster
Franklin.
—¿Está citado con él?
—Sí. Llamé esta mañana.
—Habitación 216. Segundo piso, ala anterior.
Subí entonces por la escalera, en tanto me repetía que no me gustaba nada aquel
asunto, ni tampoco lo que iba a ver dentro de un par de minutos: la figura de un
anciano canoso y lleno de achaques, un anciano que estaría sentado junto a la ventana
de un cuarto de hospital particular, entretenido en mirar a los vivos que pasaban por
la calle, antes de volver sus ojos a las imágenes de los muertos que se alineaban en
las paredes; como por ejemplo, una vieja y amarillenta foto, con ésta o parecida
dedicatoria: «A Jeffrey Franklin, el mejor director cinematográfico del mundo». Y las
firmas de Mickey Neilan, Mabel Normand, Lowell Sherman, John Gilbert…
En fin, suponiendo que todos éstos hubieran muerto, y aun en el caso de que
Franklin estuviese viejo y achacoso, no por ello dejaría de ser este último el mejor
director del mundo; para mí, y para muchos otros. No había dirigido ni una sola
película desde 1929, que fue cuando se impuso el cine sonoro; pero hasta entonces,
había sido uno de los genuinos creadores de ilusiones y fantasías.

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Habían transcurrido más de veinticuatro años, desde aquellos días; casi
veinticinco. Por tanto, era extraño que Franklin siguiera viviendo. Debía de estar muy
viejo, el pobre. Y yo sabía que la entrevista iba a ser muy embarazosa; pero como
tenía que ganarme mi pan…
Llamé discretamente con los nudillos, y oí una voz que invitaba:
—Adelante.
Entonces abrí la puerta y entré en la habitación.
Y en aquel momento comenzó mi nuevo sueño.

***

En las fotos publicitarias que yo había visto hacía un cuarto de siglo, Jeffrey Franklin
aparecía como un hombre de elevada estatura y negros cabellos que fumaba en una
pipa de curva boquilla. Siempre lo mostraban de pie, bien plantado sobre sus piernas
abiertas, con la barbilla adelantada, en actitud agresiva.
No fue extraño que al ver allí a Jeffrey Franklin, veinticinco años después, me
sintiera fuertemente impresionado; porque el hombre que tenía frente a mí era de
elevada estatura y negros cabellos, fumaba en una pipa de curvada boquilla, y estaba
de pie, con las piernas separadas… y con la barbilla adelantada, desafiante y típica
actitud suya.
Creo que me quedé con la boca abierta, hasta que él dijo:
—Pase usted y póngase cómodo.
No resultaba difícil hacer esto último, pues la habitación 216 era, en realidad, un
pequeño departamento compuesto de varios cuartos. Había al menos, otras dos
estancias que comunicaban con la sala; y ésta era bastante espaciosa. Por lo demás,
no pude ver allí ni cama de hospital, ni viejos recortes de periódicos o deslucidas
fotografías en las paredes, ni ninguna clase de incómodos muebles de
establecimientos benéficos. Por el contrario, el lugar en que me hallaba tenía un
ambiente que muy bien podía haber sido calificado de lujoso y «actual».
Completamente actual; lo mismo que lo era el Jeffrey Franklin que estaba ante mí.
—¿Un trago? —me ofreció.
Y al advertir que yo me mostraba extrañado, agregó:
—Soy un huésped de pago, no un paciente. Y considero que un poco de alcohol
ayuda a entonarse. Evita el envejecimiento prematuro.
—Por lo visto —opiné—, es verdad.
Sonrió, comentando:
—Un calador de caracteres lo catalogaría a usted como aficionado al whisky con
agua. ¿Conforme?
—Así es.
—Y hablando de caladores de caracteres, ¿qué le ha parecido la Frisbie?

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—¿Quién?
—Miss Frisbie; el dragón que custodia la entrada. ¿Verdad que serviría para ese
papel?
Hice un gesto de asentimiento, y recogí el vaso que me entregaba, para sentarme
en una butaca, mientras mi interlocutor se acomodaba en el sofá, frente a mí. En tanto
le miraba, me dije que tenía ese tipo de distinguido caballero, tan en boga años atrás,
e incluso el de un personaje shakespeariano. Por su parte, volvió a sonreír, esta vez
con aire comprensivo, como si se diera cuenta de mi renacida cortedad, recobrada al
recordar el motivo de mi visita. ¿Qué edad podría tener aquel hombre? Cerca de
setenta años, desde luego. Y, sin embargo…
—No es fácil, ¿verdad que no? —me preguntó, en tono suave.
—¿Qué es lo que no es fácil?
—Representar el papel de vampiro. Bueno… no es que quiera ofenderle,
muchacho. Sé que está usted un poco molesto, por la clase de trabajo que le han
encomendado; mas para su tranquilidad, le diré que no es el primer periodista que ha
llegado aquí en estos últimos veinte años, con ánimo de remover las cenizas del
pasado.
—Veinte años… ¿Lleva usted aquí tanto tiempo?
—Exactamente. Desde que dirigí «Revolución».
—Su última película.
—En efecto, mi última película. Y el fracaso.
—Pero… ¿por qué vive aquí?
—Porque me gusta el sitio.
—Pero usted no está enfermo ni… si me permite que se lo diga claramente, no
parece que esté en mala situación económica. Además, podría haber dirigido otras
producciones. Había contratos pendientes y…
—Me gusta vivir aquí.
Franklin se inclinó hacia delante y añadió:
—Temo que no podré suministrarle un relato enternecedor. Tampoco podrán
hacer eso Walter Harland, Peggy Dorr, Danny Keene… ni ningún otro artista de mi
vieja compañía. Ninguno de nosotros fue expulsado del mundo del cine ni vive
actualmente de la beneficencia. Por tanto, le costará mucho conseguir que broten
lágrimas con esta escena.
También me incliné yo, para hacer notar:
—Escuche, míster Franklin, quiero que sepa una cosa, y es que no estoy buscando
ninguna historia sensiblera. Prueba de ello es que aunque me la contaran, no la
escribiría. Celebro muchísimo que esté usted aquí por propia voluntad; porque no me
gusta que fracasen mis sueños.
—¿Sus sueños? —inquirió interesado—. ¿Qué quiere decir?
Satisfecho al comprobar que el paso de los años no había dejado apenas huellas
en mi interlocutor, como lo reveló al cambiar ágilmente de postura, le expliqué, o al

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menos, traté de explicarle lo relativo a las fantasías que en mi mente había suscitado
Lon Chaney, con su genial interpretación en «El Fantasma de la ópera»; y Keaton con
la suya, en «El General», y Charlie, comiéndose uno de sus zapatos; y Renée Adorée,
corriendo tras aquel camión en «La Gran Parada»… Medio centenar de memorables
escenas que perduraban en mi memoria, con más vividez, incluso, que en los
momentos en que las había contemplado durante mi niñez.
Creo que hablé por espacio de un buen rato, acerca de las películas, actores y
directores de los tiempos del cine mudo, a propósito de los efectos que producía la
música del órgano, y de la autohipnosis así inducida en el espectador, y que quedó
bruscamente destrozada con el advenimiento de la artificiosa teatralidad del sonido.
También expresé mi ignorancia sobre si había sido yo el único que había
experimentado tales efectos y el que mantenía tal punto de vista, o si tal vez hubiera
centenares, millares o millones de espectadores (que debían ser todos de mediana
edad) que compartiesen mis ilusiones de aquellos días en que la «pantalla plateada»
era realmente de plata y rielaba con el sugestivo resplandor de un extraño hechizo.
Luego me pregunté, en voz alta, por qué habría cambiado todo aquello. ¿Sería,
quizás, porque yo no era ya un niño? No podía ser por esto, porque había vuelto a ver
algunos de aquellos films, en proyecciones retrospectivas; como por ejemplo,
«Caligari», «El Zorro», «Intolerancia», y unos cuantos más; y las últimas secuencias
de «El Forzudo» seguían pareciéndome tan magníficas como antes, al igual que
aquella escena de «El Ladrón», en que Doug evoca al ejército. Entonces, ¿tendría la
culpa la radio, la televisión, o la presuntuosa actitud adoptada hoy en día por todos
los que creen que ya están «al cabo de la calle»? O tal vez fuera a causa de la guerra,
de la posguerra, de esta nueva época de imprecisos temores con respecto al futuro.
¿Habría logrado escindir el hombre algo más que el átomo, con la obtención de la
bomba nuclear? ¿Las ilusiones, por ejemplo?
—Es extraño que haya reflexionado usted sobre todo esto —comentó luego
Franklin—. No sospechaba que nadie, aparte nosotros, hubiera notado el cambio.
Eh… Walter Harland, Tom Humphrey y algunos de los otros suelen reunirse aún,
para rememorar aquellos tiempos. Si va a escribir usted una serie de reportajes, será
posible que hable con ellos. Se sorprenderá al comprobar que llevan muy bien sus
años.
Aproveché entonces la oportunidad y dije:
—Espero que no se moleste si escribo lo mismo, acerca de usted. La verdad es
que todavía me dura la sorpresa. Esperaba verle…
—¿Así?
De un salto se puso en pie… y desapareció. Desapareció, sí; porque en su lugar
pude ver a un achacoso y encorvado anciano, cuyos flacos y crispados dedos
rascaban, temblorosamente, una afilada barbilla. Y entonces recordé que Franklin, a
fuer de consciente director, interpretaba brevemente a cada uno de los personajes ante
los actores, a fin de que éstos obtuviesen una idea clara de cómo habrían de actuar.

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Tras enderezarse y recobrar su aspecto habitual, volvió a sentarse y declaró:
—Los años han sido muy benignos con nosotros. Todo ha salido estupendamente,
desde el rodaje de «Revolución». Y ésa ha sido mi única equivocación: la de creer
que podría obrar contra sus deseos. Desde entonces, no he vuelto a alterar la trama. Y
tampoco la han alterado Walter, Tom, Peggy… ni ninguno de los demás.
En aquel momento, excitada mi curiosidad, intuí un buen tema de redacción. Y en
todo interesado, inquirí:
—¿La trama, ha dicho usted? Entonces, algo de verdad hay en esos rumores; los
que insinúan que intentaron despedirlos a ustedes cuando llegó el sonido y los
estudios iniciaron su reorganización. Supongo que los amenazarían con la lista
negra… y que los pondrían en una grave disyuntiva; ¿no fue así?
Jeffrey Franklin adoptó entonces una extraña actitud. Alzó la vista hasta el cielo
raso… y ofreció la impresión de que estaba escuchando algo atentamente, antes de
contestar con aire ligero:
—Siento decepcionarle otra vez. Ya le dije que no nos habían despedido, y es
verdad. Compruébelo si quiere, interrogando a los demás miembros de mi compañía.
Todos ellos recibieron ofertas, multitud de ofertas de trabajo. Muchos tenían
acrisolada experiencia como actores teatrales, y podrían haber continuado actuando
en el cine sonoro sin ninguna dificultad. Lo que ocurrió fue que coincidimos en que
había llegado el momento de retirarnos con todos los honores. Tal como le indiqué
antes, «Revolución» constituyó un fiasco. Y hubo otros por el estilo; eh… de gente
que no tuvo suficiente buen sentido para retirarse cuando debía.
—¿Se refiere a Gilbert, Lew Cody, Charles Bay… y otros como ellos?
—Tal vez; pero yo estaba pensando, concretamente, en Roland Blade, Fay Terris
y Matty Ryan.
Roland Blade, cuyo nombre databa de la misma época que los de Novarro, La
Roque y Ricardo Cortez. En efecto: Blade había realizado una o dos películas
habladas, antes de precipitarse por un barranco con su lujoso coche. Fay Terris era un
producto típico de su época; algo así como una Negri americana. También había
actuado en varias películas sonoras, para perecer luego en el incendio de su chalet de
la playa. En cuanto a Ryan, no le recordaba con mucha claridad. Sabía que había sido
un productor independiente; y bastante bueno, por cierto; como Thomas Ince. ¿Qué
podría haberle sucedido?… Entonces recordé aquellos titulares de la Prensa: Matty
Ryan, uno de los primeros entusiastas de la aviación al igual que el primer marido de
Mary Astor. Se había estrellado con su aparato; y cuando encontraron su cuerpo, casi
destrozado…
Todo aquello era muy extraño. Todos los citados habían muerto violentamente; y
no sólo ellos, puesto que en aquel momento empezaba a recordar a otros personajes
del mundo del cine que también habían desaparecido de modo similar; algunos de
ellos se habían suicidado y los demás, perecieron víctimas de asesinatos que
quedaron sin resolver, o en incendios de origen inexplicable, ahogados…

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—¿Quiere usted decir —pregunté— que sentía una especie de temor
supersticioso con respecto a esta nueva era del cine sonoro?
Franklin sonrió, comentando:
—¡No puede negarse que es usted periodista de vocación!; ¡siempre presumiendo
motivos! Por favor: no vaya a escribir eso que acaba de decir, porque es inexacto. En
todo caso, lo único que dije fue… o mejor dicho, lo único que tal vez quise decir fue
que todos nosotros coincidimos en el mismo punto de vista, cuando se verificó el
gran cambio en Hollywood. Todos habíamos empezado a trabajar en la misma época,
y cosechamos juntos nuestros triunfos. No quedaba más opción que admitir la
realidad; o sea, que los buenos tiempos se habían eclipsado para la mayoría de los
actores y actrices del cine mudo; y también, para los directores y productores de esas
obras. Y el resultado de la tensión de nervios consiguiendo al advenimiento de los
films sonoros fue muy triste para los que se empeñaron en mantenerse en su puesto…
Y trágico, en ocasiones. Supongo que recordará los comentarios acerca de las fiestas
que ofrecía Lloyd Hamilton, y el coche de dieciséis mil dólares que conducía Tom
Mix… y lo que le ocurrió al pobre Wally Reid, y a Arbuckle, y a tantos otros.
Asentí en silencio, y continuó:
—Es lo que le he dicho: nos pusimos de acuerdo para retirarnos de la vida
activa… y eso fue todo. Siento no poder ofrecerle una historia sensacional.
—Pero, bueno —insistí—, ¿no dijo antes algo relativo a «obrar contra sus
deseos»… y referente a una trama o un complot?
—Ha interpretado usted erróneamente mis palabras —repuso, poniéndose en pie
—. Yo me refería a nuestros deseos, como conjunto, de abandonar los estudios. Y ya
le dije antes que no existió ninguna trama. En fin, si es usted tan amable… Me siento
un poco cansado, pero le aseguro que he tenido mucho gusto en conversar con usted.
En vista de que ya nada más podía obtener de aquel hombre, opté por saludarle y
me dirigí a la puerta. Y al volverme para dedicarle una sonrisa de despedida, vi que
tenía la vista fija en el cielo raso.

***

Cuando entré en la librería, me pregunté si no me habría equivocado de dirección. La


única iluminación del local la suministraba una bombilla encendida sobre una mesa,
al fondo del salón. Y al avanzar hacia allí, vi que un hombre bajo y de mediana edad
dejaba sobre la mesa el libro que estaba leyendo y me miraba a través de los cristales
de sus gafas, al par que inquiría:
—¿Diga?
—Busco a Walter Harland —contesté.
El hombre se levantó de su asiento, y entonces comprobé que no era tan bajo
como me había parecido, así como tampoco tan mayor. Se quitó las gafas y me sonrió

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amigablemente… y en efecto: allí, frente a mí, estaba Walter Harland. La impresión
que me produjo esta revelación tenía algo de dramático, y en cierto modo, resultaba
inquietante; porque tanto Harland como Franklin se conservaban admirablemente
bien; como que tenían casi el mismo aspecto que en 1929 o 1930. Con un esfuerzo,
disimulé mi sorpresa y le saludé, para presentarme a continuación y explicarle el
motivo de mi visita, antes de mencionar mi reciente entrevista con Franklin. Hizo un
gesto de asentimiento y contestó:
—Ya lo sé. Estaba esperándole. Míster Fraklin me av… me dijo que usted
vendría, quizás, a visitarme.
—Ha sido muy amable, míster Franklin por haberle av… dicho que yo podría
venir a verle.
Apreció la sorna implícita en mis palabras… y bajó la vista.
—No hace falta que explique usted nada —continué—. Soy muy comprensivo;
pero ha de reconocer que el hecho no puede considerarse como… de buen gusto.
En respuesta, sonrió levemente y me invitó a tomar asiento. Acto seguido le dirigí
las mismas preguntas que a Franklin, para obtener casi el mismo género de
contestaciones. No fue extraño, por tanto, que empezara a sospechar absurdidades;
como por ejemplo, la posibilidad de que Franklin le hubiese enviado unas
instrucciones escritas acerca de cómo habría de responderme.
Sí; Harland había recibido otras ofertas de trabajo en la época en que la compañía
de Franklin quedó disuelta. No; no había querido aceptarlas. Por supuesto que
disponía de suficiente dinero para ir tirando; por eso había adquirido aquella
librería… y se sentía muy contento con su suerte; sobre todo, por haber comprobado
que le gustaba más leer las tramas en que intervenían otras personas, que tener que
representarlas ante las cámaras.
—A propósito de tramas —le interrumpí—: corría un rumor referente a que todos
ustedes fueron víctimas de una conjura, para obligarles a desaparecer de la vida
pública.
Bien querría decir que, en aquel instante, Harland palideció y se quedó
mirándome, visiblemente impresionado, pero no ocurrió nada de eso. Lo único que
hizo fue atragantarse con el humo del cigarrillo que estaba fumando y toser con
violencia, antes de aclararse la voz y responder:
—No crea todo lo que le digan. Le aseguro que nos retiramos porque había
llegado el momento. Desde luego que discutimos la cuestión; pero con sentido
común. Por eso convinimos en que ya era tiempo de recoger velas.
—O sea —apunté—, que por haber llegado todos ustedes a la cumbre de la fama,
quisieron evitarse una caída estrepitosa, ¿no es eso?
—Efectivamente. Ésa es la verdad.
Era obvio que Harland se sentía satisfecho por el giro que había adoptado nuestra
conversación. De buena gana me habría despedido en aquel momento, para dejarlo

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tranquilo; pero como todo ser humano ha de ganarse su pan, no tuve más remedio que
espetarle, aunque con una sonrisa de disculpa:
—Ya he oído ese disco en otra ocasión, mister Harland; y no me gusta la melodía.
Suena a falso. Escuche usted. Lo que voy a decirle no es más que un hecho
ampliamente conocido, por lo cual, no debe ofenderse. Allá por los años «veintes»,
usted tenía fama de ser una de las grandes figuras del cine. Y no es que ponga en
duda su capacidad como actor. A decir verdad, era usted un actor de primera, y todo
el mundo lo sabe, pero eso no impide que también fuese una figura. Siempre andaba
firmando autógrafos, exhibiéndose con aquellas batas de raso… y también recuerdo
que asistía a los grandes estrenos y dejaba su «Rolls» a la puerta del cine, donde sus
admiradores se atropellaban para besar las cubiertas del coche. Eso le satisfacía a
usted, ¿verdad que sí?
Soltó una risita y contestó:
—En efecto. Pero como todos tenemos que envejecer, tarde o temprano…
—Oiga… los actores no envejecen en ese sentido, y usted lo sabe muy bien. No
hay nada que pueda obligar a un ídolo a renunciar a una vida de esplendor como la
que usted llevaba… a no ser una causa de fuerza mayor; como por ejemplo, el miedo.
Miedo a algo terrible. Dígame ahora, ¿a qué temía usted?
Complacido conmigo mismo por mis aptitudes como fiscal, vi que Harland se
inmutaba visiblemente. Bajó la vista hasta el tablero de la mesa y permaneció en
silencio un momento. Luego dijo:
—De acuerdo en que hubo un motivo de temor; pero… ¿Recuerda usted las
películas en que yo actuaba? Aquellas luchas, aquellos duelos a espada, estilo
Douglas Fairbanks… Pues bien, eso era lo mío. Hasta que un día fui a ver al médico
para que me hiciera un reconocimiento general… Cuestión de rutina, nada más; pero
esa vez, el cardiograma señaló un cambio, un grave cambio. En resumen: que mi
corazón no andaba bien… y el médico me advirtió que si quería durar más tiempo
debería llevar una vida más descansada.
Confieso que por un instante me sentí avergonzado por haber insistido con mis
preguntas, pero enseguida creí captar el significado de las palabras «me advirtió»… y
me di cuenta de que si yo era capaz de representar el papel de fiscal, Walter Harland
podía interpretar muy fácilmente el de un hombre enfermo del corazón. Y también
recordé que mi interlocutor había elevado los ojos hacia el cielo raso antes de hablar.
Es posible que algo hubiera atraído su atención hacia allí; una mosca que anduviese
por el techo, o cualquier otra cosa; pero lo cierto fue que aquel hecho me dejó un
tanto intrigado.
Nada dije entonces. Me limité a mover la cabeza ligeramente, en gesto de vaga
comprensión, al tiempo que Harland, dispuesto a recitar la última parte del «guión»
que Jeffrey Franklin le había dictado, se ponía en pie y me ofrecía la mano, en señal
de despedida. A continuación, el ex actor murmuró, con aire vacilante:

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—Eh… usted quiere conocer la verdadera causa, ¿no es cierto? No para escribir
un artículo periodístico, sino por satisfacer su propia curiosidad.
Asentí, y siguió diciendo:
—Pues lamento decepcionarle, si esperaba alguna noticia sensacional.
Luego me puso una mano en un hombro y me preguntó:
—¿Le gusta saber?
—Mucho.
—También a mí. En estos últimos veinte años he dispuesto de suficiente tiempo
para disfrutar con la lectura. Me ha interesado, en especial, la obra de un tal Charles
Fort, un autor que tiene formadas sus ideas con respecto a períodos cíclicos y
acontecimientos… Un poco spengleriano, este Fort. En uno de sus libros dice que
cuando los acontecimientos empiezan a precipitarse, la gente procura apresurarse…
erróneamente, pues no se puede hacer nada para contrarrestar los efectos del destino.
Por eso creo que nosotros obramos acertadamente al retirarnos. Había llegado nuestra
hora y supimos admitir la realidad.
Minutos después, hallábame de nuevo en la calle, mirando al cielo del atardecer,
mientras Walter Harland se quedaba en su establecimiento, fija la vista en el cielo
raso; si es que era allí adonde miraba.

***

Encontré a Peggy Dorr en Pasadena. Danny Keene tenía una embarcación en Balboa;
y Tom Humphrey, precisamente Tom Humphrey, había instalado un taller de
reparaciones para televisores no muy lejos del mercado de Farmer. Supongo que el
lector intuirá al punto lo que conseguí cuando me entrevisté con estos últimos: las
mismas apariencias juveniles, idénticas respuestas evasivas, y relatos semejantes a los
ya escuchados de boca de Franklin y de Harland. Y muy parecidas expresiones de
vaga abstracción en los ojos de todos ellos.
Aquel asunto se veía amenazado por un rotundo fracaso. Sin contar el enigma que
el mismo implicaba. Por desdicha, las investigaciones detectivescas no constituían mi
fuerte. Lo único que yo ambicionaba era un buen reportaje, pero tal como se
presentaban las cosas, motivos tenía para no sentirme muy esperanzado. ¿Qué oscuro
drama se escondería tras tantos refugios? Era obvio que todo había terminado para
aquellos actores, allá por el año 1930; pero yo sospechaba que la explicación de la
historia debía de tener sus orígenes en una época anterior.
De regreso de mi visita a Tom Humphrey, comprendí que acababa de descubrir un
buen tema para reportaje; mejor aún: un magnífico tema para una película. Y
efectivamente lo mismo que las películas de Jolson habían obtenido considerable
éxito, como el conseguido con la reconstrucción cinematográfica de la villa de Will
Rogers y la serie de films biográficos relativos a otros actores del pasado, ¿por qué no

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podía utilizarse el mismo sistema con la vida de Jeffrey Franklin? Por ejemplo, la
representación de toda la historia de cine mudo, en espectacular tecnicolor,
«Warnecolor», «Ci-necolor»… o como fuese.
Algo así fue lo que hizo la «Twentieth» con su producción «Hollywood
Cavalcade»; pero eso había ocurrido más de veinte años atrás. Además, esta vez el
beneficiado podría ser yo, pues la idea valía millones. Ahí era nada producir un film
retrospectivo, pero no con imitadores, sino con los auténticos personajes cuya historia
se llevaba a la pantalla. Tanto me entusiasmó aquella perspectiva, que apenas hube
llegado a mi casa, me senté ante la máquina de escribir para dar forma a un guión. ¡Y
qué guión salió de mi máquina! No hace falta que lo alabe. Para alabanzas, bastan los
comentarios de Cy Charney, el cual se fumó dos puros mientras leía las cuartillas,
antes de emitir su juicio, el juicio de uno de los más cotizados agentes
cinematográficos de todos los tiempos:
—Desde luego que puedo colocar este esquema en cuanto quiera, aunque usted
no sea conocido todavía. Pero el caso es que la idea es verdaderamente fantástica.
Creo que podré iniciar la postura a… veamos… sí, a treinta o cuarenta de los grandes.
¿Treinta mil dólares, le parece bien? Incluso le prometo el asesoramiento de un
escritor para la confección del guión definitivo. Supongo que estará usted libre de
compromisos, para ocuparse de este asunto, ¿verdad?
Poco faltó para que me partiese el pescuezo, a fuerza de asentir vigorosamente
con la cabeza.
—Pues bien —añadió Charney—: manténgase en contacto conmigo, Y ahora,
déjeme solo, que le daré unos retoques a este esquema con mi estupenda mano
italiana.
Me marché enseguida a la calle, ilusionado con lo que acababa de escuchar…
aunque lo cierto era que me costaba dar crédito a mis oídos, a pesar de que gran parte
del asunto dependía de lo que yo pudiera seguir oyendo. Pero como también contaba
con la «mano italiana» de míster Charney…
La rapidez del éxito me dejó francamente asombrado, ya que míster Charney me
telefoneó al cabo de treinta y seis horas.
—Todo arreglado —me comunicó—. Freeman da brincos de puro gozo, y Jack se
siente interesado igualmente. Y yo…, yo podría conseguir cincuenta grandes de
cualquiera de los dos, en cuanto insinuara que existe competencia por parte del otro.
En fin, tendré firmado el contrato para antes del fin de esta semana. ¿Podrá
prepararlos para entonces?
—¿Prepararlos? —pregunté—. ¿A quiénes?
—¡A los intérpretes, muchacho! Al viejo Franklin y a Harland y los demás. Le
advierto que le creí cuando dijo que todos se encontraban en buena forma. Claro que
habrá que someterlos a un prueba. De todos modos, yo hago constar que se encuentra
en ideales condiciones, ¿de acuerdo? Muy bien, hable con ellos, y téngalos

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preparados para la primera prueba. Y si quiere que le acompañe para ayudarle a
convencerlos…
—No, no; no hace falta. Yo me las arreglaré.
—Conforme. Dígales que no se preocupen por lo tocante a dinero. Yo los
representaré… y eso significa mucho en esta ciudad. Otra cosa: procure que el viejo
Franklin le ceda toda clase de derechos para la publicación de esta historia. Ya sé que
no es la verdadera historia de su vida, precisamente, pero se le parece mucho. De
modo que puede ofrecerle una ligera participación en los beneficios. ¿Sabrá
convencerlo?
—Déjelo de mi cuenta.
Colgué el receptor… y me pregunté si sería capaz de cumplir esto último. Por eso
elevé los ojos hasta el cielo raso, pero no vi allí ningún mensaje. Al menos, para mí.
Entonces me puse a reflexionar… y me dije que yo no era supersticioso, a diferencia
de Franklin y sus compañeros. Luego entreví una posibilidad, que tal vez supusiese
una solución al problema: la de que casi todos los actores, además de ser
supersticiosos, seguían siendo siempre unas «figuras», unos «ídolos» en potencia. Por
tanto, no perdía tiempo en enviarle a cada uno de ellos una copia del guión,
acompañada por una carta en las que les explicaba todo el asunto y les pintaba, con
muy bonitos colores, la maravillosa perspectiva de revivir sus buenos tiempos, al
volver a actuar en un film tal como se hacía en aquellos días gloriosos: con brío, con
alma y sinceridad. También indiqué la posibilidad de que una gran parte de los
beneficios producidos por la obra fueran a engrosar los fondos para ayuda de los
cineastas veteranos menos afortunados. Y recalqué el hecho de que cada uno de los
intérpretes recibiría una cuantiosa cantidad en metálico.
Tras haber esperado por un tiempo que me pareció prudencial, y que fue de
veinticuatro horas, puse en práctica la segunda parte del plan y empecé mi nueva
serie de visitas. En primer lugar, fui a la librería de Walter Harland, donde me
sorprendió advertir que su dueño no llevaba gafas, como en la anterior ocasión, así
como que se había puesto un traje de elegante corte, lo cual me complació
sobremanera.
—¿Y bien? —le pregunté—. ¿Qué opina?
—Que es fantástico —respondióme—. Le felicito sinceramente. Confieso que su
fingida entrevista del otro día me engañó por completo. No podía sospechar lo que
realmente se proponía.
Luego me invitó a tomar asiento, me ofreció un paquete de «Players» y agregó:
—Le aseguro que al leer su carta me sentí rejuvenecido. Ahora tengo la impresión
de que me he quitado veinte años de encima.
—Y lo parece —observé, con toda sinceridad—. Eso es lo que dirá también la
nueva generación de aficionados al cine, cuando lo vean en la pantalla.
—Gracias, gracias —dijo Harland, sonriendo satisfecho—. Dam y Tom me
telefonearon anoche, y Lucas… ¿recuerda usted a Lucas? Uno que trabajaba en films

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de largometraje; siempre iba con patillas, y fumaba con boquilla muy larga… Todos
están muy excitados y…
Un rumor procedente del local de venta hizo que se interrumpiera y mirase hacia
allí. Acto seguido, oyóse una trémula vocecita, semejante a un balido de cordero:
—¡Eh, Walt! Perdona si te molesto, pero querría hablar contigo. No es más que
un minuto.
—Muy bien, Tiny —contestó Harland, al par que se levantaba.
Luego fue hasta el mostrador, abrió la caja registradora y puso algo en la
extendida mano del visitante, antes de decirle:
—Y ahora tendrás que perdonarme, pero…
—De acuerdo, de acuerdo, Walt. Muy agradecido. Que Dios te lo pague.
Harland volvió a la mesa y sonriendo, excusóse:
—Lo siento.
—¡Oh! No tiene importancia.
—Sí que la tiene.
—¿El qué? ¿Esta interrupción?
—Me refiero a su película. Lo siento, pero no puedo actuar en ella. Ni yo… ni
ninguno de los demás.
—Pero… escuche, ¿no comprende?…
—Espere. Ahórrese argumentos y charla inútil. No conseguirá nada. De sobra
sabe que tanto yo como los otros ansiamos cooperar con usted. Sería… como si
volviéramos a iniciar nuestras carreras. ¡Una nueva vida! Qué no daría yo por ver otra
vez mi nombre en los anuncios, para demostrarles a esos jóvenes peleles cómo se
trabaja ante las cámaras.
—Entonces, ¿por qué…?
—Sencillamente, querido amigo, porque tal como le dije, todos los de mi grupo
convinimos en retirarnos, y eso fue lo que hicimos. Hubo uno o dos que se negaron a
aceptar la realidad, pero ya no pertenecen a este mundo. Usted no está enterado, ya lo
sé.
—¿De qué?
—De lo referente a ese pobre diablo que vino a verme hace un momento. Ése fue
uno de los que no estuvieron conformes con la decisión general. No había hecho más
que un papel secundario, dirigido por Franklin, y por eso… por eso creo que salió
bien librado. Pero ya le digo, no vale la pena arriesgarse.
—¿Arriesgarse a qué? —inquirí extrañado—. ¡Pero si va a ser un éxito! No tienen
nada que perder. Al contrario, fíjese en lo que pueden ganar si aceptan los términos
de…
Pero Harland movió la cabeza en sentido negativo y declaró:
—Es inútil que insista. ¿Recuerda lo que le dije acerca de lo que ocurre cuando
los acontecimientos se precipitan? Es como en las épocas en que aparecen grandes
inventos. Tal como decía Fort: cuando aparece la máquina de vapor, todo el mundo la

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acepta inmediatamente y procura perfeccionarla y aprovecharse de sus ventajas. Pues
bien; nosotros pertenecemos a otra época anterior, a la de los coches de caballos, y
debemos quedarnos en ella. Sin contar con un argumento definitivo: que no habrá
película sin la participación de Franklin y puede estar seguro de que el viejo director
no participará jamás.
Después de tan rotunda declaración, poco me quedaba que hacer en aquella
librería. Me marché enseguida a la calle, dispuesto a aferrarme a mi última
oportunidad, una oportunidad cuyo nombre ya sabía: Tiny Collins, que a pesar de no
haber destacado nunca como actor, era también uno de los veteranos. Un veterano del
estilo de Heinie Mann, Billy Bevan y Jack Duffy. Por haberlo visto, siquiera
fugazmente, en la tienda de Harland, así como por haber escuchado la breve
conversación que mantuvieron, poco me costó figurarme dónde podría encontrarle:
no muy lejos de allí, cuatro puertas calle abajo.
Allí estaba, en efecto, en la otra punta del mostrador del bar, con un vaso pequeño
y una botella de cerveza como única compañía. Me acerqué a él, y empleé la vieja
fórmula de aproximación para entrar en contacto:
—¡Vaya! Pero… usted es Tiny Collins, ¿verdad que sí? Le invito.
Por fortuna, me acordaba de los títulos de algunas de las películas en que aquel
hombre había trabajado. Y por suerte, también, me encontraba en condiciones de
pagarle otros vasos de brandy y de cerveza. Minutos después, en la intimidad de un
reservado, tomé las riendas de la conversación, para conducirla por los derroteros que
me convenían. No mencioné para nada la cuestión de la película, pero sí insinué que
podía escribir un artículo sobre el «glorioso» pasado de Tiny Collins… y eso fue
suficiente para interesarle. Animado por el licor y la cerveza, Tiny soltó enseguida la
lengua, y pronto empezamos a tratarnos como dos viejos camaradas, y como a un
camarada se le puede pedir cualquier cosa con toda confianza, pregunté:
—Dime la verdad, ¿qué les ocurre a todos tus antiguos compañeros? ¿Por qué
temen tanto a la publicidad… y por qué se retiraron de la vida activa en el cine?
—¿Y a mí me lo preguntas? —repuso—. Eso es lo que me ha tenido intrigado en
estos veinte años: por qué se retiraron. Mi caso, es diferente, porque yo no era más
que un segundón; pero ellos…, ellos no tenían por qué haberse marchado. Que yo
sepa, se reunieron un día y decidieron retirarse, así, por las buenas.
—Ya lo sé, Tiny. Por eso me pregunto qué motivo pudo haberles inducido a dar
tal paso. No tiene sentido, ¿comprendes? Es ilógico.
—¡Oh! Todo es ilógico, en este mundo. Y si no, fíjate: ellos querían retirarse, y
recibieron ofertas a montones. Yo no quería irme… y ¡zas! ¡A la calle! Y ahora…
ahora no puedo encontrar empleo. ¡Yo, Tiny Collins, que actué con Turpin y con
Fidels… y con aquel otro que!…
—También lo sé, Tiny, también. De todas formas, creo que tendrás alguna teoría
sobre el caso.

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—¡Por supuesto que la tengo! —exclamó, antes de beberse de un trago el resto
del contenido de su vaso—. Y no una, sino varias.
Luego tomó la botella de brandy y vertió licor hasta el borde de los vasos de los
dos, para seguir diciendo:
—En primer lugar, todos ellos están muertos.
—¿Eh?
—Lo que has oído. Se reunieron aquella vez… y se comprometieron en uno de
esos… pactos de suicidio, creo que los llaman. Cuando se enteraron de lo que les
ocurrió a Blade, a Terris, y a Ryan y a Todd, y a todos los otros, que se mataron al
mismo tiempo, se figuraron que ellos también tendrían que marcharse. Entonces
llegaron a un acuerdo y se suicidaron.
Tiny soltó una risita que a poco se transformó en tos. Luego me miró, con los ojos
brillantes. Yo moví la cabeza y observé:
—Pero no están muertos, Tiny.
—¿Eh? Bueno… sí, no lo están. Pero parece que lo estuvieran. ¿No te has dado
cuenta? Fíjate en mí, sin ir más lejos. Tengo la misma edad que Tom Humphrey, y,
sin embargo, ya ves la diferencia. Yo estoy hecho polvo, y en cambio él tiene el
mismo aspecto que cuando filmó El Tigre Negro. Fue la última película que hizo.
Para la «First National» o para alguna otra productora, no me acuerdo muy bien. Y
todos los demás, por el estilo. Parece como si el tiempo se hubiera detenido para ellos
en el momento en que dejaron de actuar ante las cámaras. Como si se hubieran
muerto y alguien los hubiese embalsamado, ¿no crees?
Mientras mi interlocutor se llevaba a los labios el vaso de cerveza, consideré por
encima su asombrosa teoría. Pero también admití la posibilidad de que la costumbre
de alternar brandy con cerveza tuviera alguna relación con la diferencia de aspectos
entre Tiny y sus viejos compañeros. Luego pregunté:
—¿Y las otras teorías?
—Una de ellas, sobre todo —me contestó, aunque en tono más apagado—. Una
que es… Pero tendrás que prometerme que no se la revelarás a nadie.
—Prometido.
—Perfectamente. Verás, ya sé que parece absurdo, pero yo creo que todos ellos se
asustaron… ¡Muertos de miedo! Franklin fue el que los puso así. Y yo… no es que
vaya a confirmar o negar esa historia, no. Ni la confirmo ni la niego.
—¿Qué historia?
—¡Oh! Lo que le sucedió al viejo Franklin. Perdió la chaveta. Después del rodaje
de Revolución, con todo el lío que se había organizado a cuenta de la llegada del cine
sonoro… No fue extraño que temiese que pudiera sucederle algo grave. Franklin era
el jefe supremo de todo el conjunto. Lo que él decía se admitía sin discusión. Por eso,
cuando dijo que había que abandonar los Estudios, todos le obedecieron sin rechistar.
Además, ya conoces la mentalidad de muchos artistas, que se impresionan tan
fácilmente… Lo que quiero decir es que no sería extraño que Franklin se hubiera

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dejado influir por alguna de esas sectas religiosas o… Suponte que el alto potentado,
o como se llame el jefe de esa secta, le hubiese advertido que debía retirarse del cine,
que estaba escrito en el cielo.
«En el cielo —repetí, mentalmente—. ¡En el cielo raso!». Acto seguido, me puse
en pie y dije:
—Gracias, Tiny.
—¡Oye! —exclamó—. ¿Adónde vas?
—Tengo que hacer.
—Pero si ahora iba a invitarte yo…
—Otra vez, Tiny. Gracias por todo. Muchas gracias, de verdad.
En el trayecto hacia mi casa me entretuve en pensar sobre el nuevo giro que había
adquirido la cuestión. «In vino veritas», me dije. Y desde luego que las piezas de
aquel rompecabezas empezaban a ajustarse convenientemente. Recordé entonces
algunas peculiaridades de Franklin que hasta aquel momento habían permanecido
ocultas en los desvanes de mi memoria. Por ejemplo, la seriedad con que consideraba
a las supersticiones, cosa sabida por todos los que le trataban. Prueba de ello era que
en más de una ocasión había aplazado el rodaje de una escena por varios días… hasta
que encontraba al «extra» adecuado para un papel breve y sin importancia, y que
muchas veces repetía todo un pasaje de una obra por la sencilla razón de que había
«algo» que no acababa de convencerle. Por otra parte, la forma en que trataba a los
actores, rogando por ellos, en lugar de abrumarlos con exigencias. Y también, aquella
manía de mirar hacia arriba y quedarse con la vista en lo alto, como si estuviera
implorando auxilio divino. ¿Y si hubiera consultado a un astrólogo… y éste le
hubiese dicho que Cáncer estaba en conjunción con Urano o como quiera que se
digan estas cosas?
Podía haber sucedido eso. En consecuencia, debía averiguar inmediatamente si
alguno de esos escudriñadores del futuro había tenido relación con el asunto, para
ofrecerle un trato. O bien, persuadir a Franklin a ponerse en manos de otro astrólogo.
El caso era que debía hacer algo, y cuanto antes mejor.
Una vez en mi casa, me dispuse a actuar sin dilación. Como los astrólogos debían
de tener teléfono, consultaría la guía telefónica y llamaría a cada uno de los que en
ella estuviesen registrados… Pero no fue necesario que hiciera tal cosa, ya que antes
de que hubiese tenido tiempo de abrir la guía, sonó el timbre del teléfono… y oí lo
siguiente:
—Soy Jeffrey Franklin. He recibido su carta y querría hablar con usted. ¿Cuándo
puedo verle?
—¡Oh! Esta misma noche, si le parece, míster Franklin.
—De acuerdo. Tenemos que hablar de muchas cosas, porque he aceptado los
términos del contrato y voy a hacer su película.

***

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Nos sentamos en la salita donde antes habíamos estado hablando, y empezamos a
beber whisky escocés. Afuera, y como por especial gentileza de la «M. G. M.», el sol
descendió sobre el Pacífico, y a continuación, pareció como si la «Universal» hubiera
encendido una luna en tecnicolor.
—Ya lo ve usted —dijo Franklin—, no fue su idea lo que me convenció, aunque
reconozco que llegó a tentarme. Lo que ocurrió fue que cuando él me llamó y… el
jefe del estudio, quiero decir. Cuando me llamó y me dijo que iba a venir a verme,
que iba a ponerse en camino…
Yo asentí en silencio, al par que me sentía cada vez más admirado de la buena
«mano italiana» que míster Charney ponía en todos los asuntos que le interesaban.
—Puede suponerse cómo me sentí. Pensar que se me ofrecía la oportunidad de
volver a los viejos tiempos… Por supuesto que muchas cosas han cambiado, pero
estoy seguro de que tengo capacidad para asimilar enseguida las nuevas técnicas,
porque he procurado mantenerme constantemente al día, en tal sentido. Todavía leo
todas las ediciones del American Cinematographer y no se me escapa ningún
adelanto que se publique. Además, sé que él se fía de mí. Sabe lo que significa
tenerme de vuelta en los estudios, dirigiendo, de verdad…
—¿Dirigiendo?
—¡Naturalmente!, y será la mayor sorpresa para todos. Porque voy a dirigir, al
mismo tiempo que actuar, en el rodaje de mi propia historia.
«Desde luego —pensé—. ¡Qué fina mano italiana tiene Charney!». No cabía duda
de lo que aquello significaba para Franklin, el cual estaba embriagado con su propia
adrenalina, como siguió demostrándolo al decir, en tono de entusiasmo:
—¡Jamás habría sospechado que aún se acordasen de mí! Claro que hubo aquel
banquete de la Academia de hace varios años, pero así y todo, no fue más que un
simple acto figurativo. En cambio, volver a sentarme en el despacho principal,
sabiendo que todo el mundo… todo el mundo realmente importante, se agolpa a la
puerta y suplica una entrevista… ¡conmigo! Oh, hijo mío… Usted no puede figurarse
lo que esto supone para mí. Haberse acostumbrado uno a la idea de que todo ha
terminado… Y pensar, incluso, que uno no es más que una figura del pasado… En
fin, ahora estoy preparado. Por primera vez en muchos años, afirmo con toda
sinceridad que siempre me he encontrado en estado de perfecta preparación. Y creo,
de verdad, que al trabajar otra vez todos juntos pondremos en práctica una serie de
trucos que dejarán asombrada a toda la industria cinematográfica.
La exaltación se comunica fácilmente. Y así, poco tardé en sentirme
entusiasmado, a mi vez, al pensar que cincuenta mil dólares, descontado el diez por
ciento y otros picos, quedaban en cuarenta mil; y que deducidas las tasas, aún
sobrarían veinte mil, contantes y sonantes… más algún papelito en la misma película,
que el mismo Franklin se encargaría de proporcionarme, sin duda alguna. De esa
forma, me vería en la pantalla, actuando en una superproducción de especial

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magnitud, y… ¿quién podía decir lo que me reservaba el destino, con tan brillante
comienzo? Bendita la hora en que se me ocurrió la idea de aquella película, que se
titularía «Los Grandes Veteranos». Que la suerte la acompañase, a ella y a mí.
El timbre del teléfono interrumpió mis dorados sueños. Jeffrey Franklin se puso
en pie y avanzó hasta la mesilla donde estaba el aparato, para recoger el receptor y
acercarse el auricular a la oreja, todo ello con elegantes e impecables movimientos,
como corresponde a un actor de primera, como también sonó agradablemente
modulada su voz de veterano cineasta… aunque fuese de la época «muda»:
—Sí… Soy Jeffrey Franklin.
Acto seguido, operóse en él una increíble transformación, como si estuviera
representando una trágica escena. En tono balbuciente, respondió a su comunicante:
—No… No será grave… ¡Terrible! ¿Y cuándo?… Por supuesto que sí. Todo lo
que sea necesario… El viernes por la tarde, sí… ¿Dónde será? Sí, sí; es mañana.
Bueno… muchas gracias.
Luego dejó el receptor en su sitio y volvió a sentarse frente a mí, y por un
instante, pareció que representaba la edad que tenía.
—Malas noticias —dijo, en tono lúgubre—. Un viejo amigo mío ha muerto esta
tarde en un accidente. Lo atropelló un camión. El entierro será el viernes por la
tarde… y por supuesto que he de asistir. Siento que nuestra reunión en los estudios
deba ser aplazada hasta el lunes, pero ya ve. En fin, es triste ver cómo se van, uno tras
otro… Usted comprenderá también lo que son estas cosas, hijo mío, cuando llegue a
mi edad.
—Lo siento —murmuré—. ¿Quién era? ¿Alguien a quien yo conocía?
—No lo creo. Uno de los que trabajaban conmigo, en aquellos tiempos. El pobre
tuvo un papel secundario en una de mis películas. Se llamaba Tiny Collins.
Esto supuso el arranque de mi pista, Por eso decidí seguirla hasta el fin y cerrar el
pico. Y con el pico cerrado continué todo el resto de la noche y todo el día siguiente.
Cierto es que fui a ver a Charney, el cual aprovechó la ocasión para pasearse por el
recinto de su despacho y gesticular con sus dos magníficas manos «italianas», al par
que emitía halagüeños vaticinios sobre la película y sobre nuestro porvenir. Pero me
mantuve bien apartado de Harland y sus compañeros. No quería que ninguno de éstos
se enterase de que había estado hablando con Tiny Collins. No debían saber lo que yo
estaba empezando a sospechar… porque a mí mismo me costaba creerlo.
El viernes por la tarde asistí al funeral de Tiny Collins, al que también asistieron
Danny Keene, Peggy Dorr, Tom Humphrey y Walter Harland, así como otras cuatro
personas que yo no conocía. La Prensa local y el Reporter habían insertado en sus
páginas las corrientes esquelas, pero resultaba obvio que Tiny, vivo o muerto, no
constituía noticia en el mundo periodístico. Ni siquiera era uno de los «grandes
veteranos», ya que de haberlo sido, los estudios habrían mandado flores a la
ceremonia.

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Permanecí sentado junto a Jeffrey Franklin, mientras el clérigo llevaba a cabo los
usuales ritos, asistido por el sepulturero y otros dos ayudantes. Fue una ceremonia
bastante triste: triste, pobre y vulgar. Dos de las cuatro personas a las que yo no
conocía eran mujeres gordas y de mediana edad, y estaban llorando a lágrima viva y
con repetidos y fingidos sollozos. La ornamentación de la capilla daba la impresión
de que iba a venirse abajo en el momento más inesperado. Y en cuanto a la
iluminación, era insuficiente y del tipo más económico que se había podido disponer.
Ésa fue la clase de funeral que tuvo Tiny Collins, el actor que había trabajado con
Turpin y Fields y con quién sabe cuántos más; el que se había hundido en el arroyo…
y que en aquella ocasión representaba su última y mejor escena, en calidad de
protagonista. Lástima que el escenario hubiera sido tan mezquino. Seguro que Tiny
no lo habría aprobado.
Al tiempo de salir el cortejo de la capilla, el organista interpretó una fúnebre
melodía. Y sin saber por qué, recordé al punto los viejos días del cine mudo.
Seguidamente, la función continuó en el cementerio, donde poco se tardó para
finalizarla por completo. Bajo un cielo muy nublado y que amenazaba tormenta, el
reverendo musitó sus preces, y los enterradores descendieron el cuerpo a la fosa. A
continuación, todo el mundo se dirigió a la salida, cada uno en busca de su coche… y
con la vista fija en los nubarrones que se arremolinaban hacia el oeste. Yo seguía
junto a Franklin, tan callado como él. Y me sorprendí al advertir que no iba en
dirección al aparcamiento. Pasamos así al otro lado del cementerio, a una zona donde
había más árboles y multitud de monumentos funerarios, y después de caminar a lo
largo de un sendero, ascendimos a una pequeña elevación en cuya cumbre había un
banco de piedra; un banco que estaba frente a un imponente monumento que
representaba a un D’Artagnan, o algo por el estilo, subido en actitud heroica sobre un
globo de mármol. Miré entonces fijamente la estatua… y reconocí enseguida sus
facciones, antes de leer el nombre grabado a sus pies.
—¡Roland Blade!
—En efecto —asintió Franklin, sentándose en el banco de piedra, para llenar la
cazoleta de su pipa.
Silbaba el viento al pasar entre el follaje de los árboles y su sonido ominoso me
ponía los pelos de punta. Molesto por la abatida expresión de mi acompañante,
busqué inútilmente un adecuado tema de conversación, pero al no hallarlo a mi gusto
opté por decir lo que estaba pensando:
—Este funeral no ha sido precisamente un éxito, ¿verdad que no?
—¿Y por qué tenía que serlo? —repuso encogiéndose bruscamente de hombros
—. Tiny no era lo suficientemente importante como para justificar un buen guión.
Toda la escena ha sido convencional por demás.
No dejó de extrañarme el hecho de que Franklin hubiera juzgado al funeral lo
mismo que yo: comparándolo con una película. Luego le oí decir:
—Escuche, hijo mío: será preferible que se lo cuente todo.

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—Adelante, pues. Todavía tardará en llover y…
—¡Oh! Eso depende de lo que esté escrito en el guión.
—¿En qué guión?
—Eso es lo que quiero explicarle. No me resulta muy fácil, es la verdad, pero
ahora que vamos a participar juntos en la misma película, usted se verá envuelto en el
asunto, quiéralo o no. Y lo más probable será que no le guste, como tampoco me
gusta a mí.
Disimulé a duras penas mi nerviosismo, en tanto pensaba… «Ya está aquí. Ya está
aquí la solución del enigma, mezclada con astrología o con lo que sea. Por tanto, no
opongas argumentos ni te burles de lo que te diga».
—Omar Khyyama debe de haber conocido la verdad —continuó Franklin—, para
escribir aquellos conceptos acerca del juego de ajedrez. Shakespeare la expresó
también cuando dijo que todo el mundo no es más que un escenario; y es posible que
lo fuera, en sus tiempos. Por lo que a nosotros respecta, el mundo es una obra
cinematográfica. La era de las máquinas de vapor y la del cine. Por eso les divierte
tanto redactar un guión, repartir papeles y dirigir toda la producción.
—¿Les divierte? ¿A quiénes?
—A ellos. O a él. Uno… o varios. Poderes que pueden tener cualquier nombre:
dioses, demonios… hado… o inteligencias cósmicas. Lo único que sé, positivamente,
es que ese poder existe, que siempre ha existido y siempre existirá. Y también, que
los que lo tienen se divierten en escoger a determinados mortales para asignarles
papeles en las obras que ellos crean.
Echando por la borda mis buenos propósitos, inquirí de sopetón:
—¿Quiere usted decir que todo el mundo está regido por fuerzas ultraterrenas,
que dirigen las acciones de los hombres como se dirige la actuación de los actores en
un estudio cinematográfico?
—No las de todos los hombres —precisó Franklin—, sino las de unos cuantos
escogidos, las de los mejores, los cuales han de estar en contacto con ellos, por
necesidades de ajuste de la trama. Omar debe de haber sabido esto, y también
Shakespeare, porque eran seres superiores, pero la gran mayoría del género humano
no hace más que participar en la función con papeles secundarios, como «relleno».
Por eso, todo lo que hacen resulta poco convincente, incluidos sus delitos, sus
amores… y hasta su misma muerte. Sus parlamentos son vulgares y carentes de
inspiración. Y lo que es más importante: no tienen capacidad creadora. ¿Comprende
usted ahora? En eso radica, precisamente, el intríngulis de la cuestión. Si posee usted
capacidad creadora, tendrá alguna afinidad con esos poderes. Ellos se fijarán en
usted… y lo incluirán en el guión. Usted se ha referido a mí y a algunos de los otros,
considerándonos como fabricantes de sueños, de ilusiones. Pues bien, eso es lo que
somos… o mejor dicho, lo que éramos en los viejos tiempos, porque formaba parte
de la trama.

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Oíase el bramido del viento procedente del océano, pero ya no me preocupaba la
posibilidad de ser alcanzado por la tormenta. Otras preocupaciones acababan de nacer
en mi mente. Era obvio que Franklin había perdido la chaveta, pese a lo cual, trataba
de razonar conmigo. En tono abrupto, hice notar:
—Escuche. Todo lo que me ha dicho sobre esa cuestión parece absurdo.
Meneó la cabeza y prosiguió:
—Querría ser más elocuente, para hacerle comprender la importancia que tiene
este asunto, porque en cuanto haya admitido la verdad, aprenderá a ajustarse a la
misma. Entonces no cometerá el error de rebelarse contra el sumo productor, ni
contra el sumo director o el escritor de la obra. No querrá correr el riesgo de que lo
aparten del reparto, porque ahora, quiéralo o no, es usted un actor… y no puede
enmendar el guión. En caso de que tratara de alterarlo, el sumo director de la obra se
daría cuenta… y le ordenaría al gran cortador que empleara las tijeras para suprimir
las escenas en que usted se propusiera intervenir. Eso fue lo que le sucedió a Blade y
a tantos otros.
Sabido es que no se puede razonar con un guillado, pero yo intenté hacer tal cosa
e insistí:
—Escuche, míster Franklin. Por más que lo procuro, no consigo entenderle. Me
recuerda usted a Tiny Collins, cuando me dijo el otro día que…
Se me escapó. No pude evitarlo. Aunque tal vez estuviera escrito en las estrellas
que tenía que escapárseme. Con acento de ligera sorpresa, preguntóme:
—¿Conocía usted a Tiny Collins?
—Bueno… hablé una vez con él.
Seguidamente, referí todo lo que el infortunado Tiny me había dicho. Franklin
exhaló un suspiro y miró al tormentoso cielo, cual si esperase que le apuntaran desde
allí lo que tendría que decir a continuación. Luego bajó la vista y murmuró:
—Entonces… es posible que lo de Tiny no fuera… un accidente, que le hayan
hecho volver al guión original, y que ahora…
—Por favor, míster Franklin —le interrumpí—; querría que no hablara usted de
ese modo. ¿No comprende que la idea de que toda la gente importante de este mundo
forma parte de un gran espectáculo cósmico carece de sentido?
—¡Sentido! —repitió, despectivamente—. ¿Qué es lo que lo tiene, en este
mundo? ¿Las guerras mundiales, las bombas nucleares, las plagas, el hambre? Tal vez
no sea un espectáculo para la humanidad en general, pero sí lo es para nosotros, los
fabricantes de espectáculos. Es posible que ciertos poderes pongan en escena las
guerras, para que actúen los generales y los estadistas, y que otros organicen una
función de negocios para hacer actuar a los financieros y a los comerciantes. Si
conoce usted a altos jefes militares, o a algunos políticos o reyes de las finanzas,
puede preguntárselo. Si eso es cierto, ellos lo sabrán. Y si no lo saben… lo
descubrirán cuando traten de apartarse del guión para dirigir el espectáculo por su
cuenta. Omar lo sabía, y por eso escribió… lo que estaba dispuesto que tenía que

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escribir, antes de abandonar la pluma y retirarse a la oscuridad. ¿Por qué? ¡Vaya usted
a saber! Tal vez, porque esos poderes se cansaron de la escena que Omar representaba
y decidieron montar otra. También dejó de escribir Shakespeare. Y es para meditar,
seriamente, sobre tantos y tantos grandes hombres que después de rutilar por cierto
tiempo desaparecieron de la escena para siempre, a pesar de que se encontraban en
toda su plenitud creadora.
—¿Y los que han seguido actuando? —argüí, acudiendo a un argumento lógico
—. Piense en los millares de personas que no se retiraron…
—¡Oh! Es que algunos de ellos no eran lo suficientemente ilustres para ser
dirigidos por los altos poderes. No cabe duda de que algunos de esos personajes
conocían su propia inferioridad, pero se rebelaron. El papel que debía representar
Napoleón concluía en Elba, pero él se creyó superior al supremo productor… y
volvió a entrar en escena. ¿Y qué le ocurrió? Sencillamente, que no se puede volver
atrás en este mundo. Las segundas partes terminan en desastres. El tiempo de
Napoleón había llegado ya a su fin. Por eso no duró más que cien días.
Mientras hablábamos, el cielo se había ido oscureciendo, al par que empezaba a
oírse el retumbo de unos truenos lejanos. Franklin volvió a encender su pipa, y en
tono más bajo continuó:
—No crea usted que estoy exponiéndole una simple teoría, hijo mío. Es la pura
realidad. No tiene vuelta de hoja. Estoy hablándole de mí mismo y de los que
pertenecieron a mi compañía… y de muchos otros que deben de haber descubierto el
gran secreto en los días en que hacían… sueños mudos. Estaba escrito en el guión
que debíamos triunfar entonces, y nuestro éxito fue repentino y espectacular. Era la
época del cine mudo. Luego, con el advenimiento del cine sonoro, se dispuso un
nuevo guión… que necesitaba nuevos intérpretes. Se nos presentó entonces un
dilema: o retirarnos… o ser suprimidos por la suprema tijera, que cortaría los hilos
que nos unen a la vida terrena. Los más sensatos nos retiramos… y el sumo cortador
se encargó de los demás. ¿Va entendiendo usted el asunto?
—Tal vez —asentí—. Tal vez tenga usted razón, pero así y todo, ¿por qué me ha
contado todo esto?
Franklin esbozó entonces una sonrisa y contestó:
—Porque en estos últimos días me he dado cuenta de que soy algo más que un
actor. Soy un hombre, y todo hombre ha de regir su propia vida. Hubo un tiempo en
que pensé que podría saludar al público con una reverencia de despedida y sentarme
en la sala, mezclado con los espectadores por el resto de la función. Y por más de
veinte años he estado haciendo esto último, pero cuando apareció usted con su
guión… el guión que había escrito usted, y no ellos… entonces comprendí que debía
realizarlo. Quiero dirigir esa película. Porque después de todo… también soy un
director.
—Estupendo —comenté—. Así, pues, empezaremos enseguida, ¿verdad?
Sonrió y me dio una palmadita en un hombro, al paso que asentía:

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—Por supuesto que sí, muchacho. Pero antes de seguir adelante, quiero hacerle
una advertencia: que es preciso recordar siempre al supremo cortador, porque si el
gran director nos sorprendiera actuando por nuestra cuenta y levantase un dedo…
Cielo bendito. En aquel instante, Franklin, para dar énfasis a sus palabras, alzó
una mano y apuntó con un dedo a la estatua de Roland Blade. Y en el mismo
momento, un horrísono trueno retumbó sobre nuestras cabezas, como si formara parte
de la escena. Confieso que me sentí aterrado, y que empecé a pensar en Blade, en Fay
Terris, Matty Ryan… y en todos los que habían desafiado el advenimiento del sonido
en el cine, y que habían muerto violenta y prematuramente. ¿Prematuramente? Desde
luego que no. En todo caso, habían sido apartados de escena antes de tiempo,
cortadas sus ligazones con este mundo, una vez terminados sus respectivos papeles en
el guión.
También me pregunté entonces si «ellos» estarían observándonos, escuchando lo
que decíamos, para apreciar nuestra «actuación». Y puesto ya en plan de divagar,
poco me costó preguntarme, asimismo, si no habrían dado la tonante señal para que
empezara a funcionar la máquina de producir lluvia. Al notar los primeros goterones
me puse en pie y echó a andar sendero abajo, pero a los pocos pasos me detuve y me
volví a medias, para ver si Franklin me seguía.
—Enseguida —dijo el veterano, que acababa de levantarse y estaba mirando a la
estatua de Blade—. Quiero pensar…
—¡Oiga! —le grité, pues la lluvia arreciaba—. Recuerde que me prometió…
—¡Sí! —atajóme, bien plantado sobre sus piernas abiertas, erguido el tronco y
adelantada la mandíbula, en su típica actitud agresiva—. No hace falta que me lo
recuerde. Lo prometí a usted, y a mí mismo… y a «ellos». De ahora en adelante, seré
el dueño de mi propio destino. ¡Voy a dirigir esa película!
A pesar de la oscuridad del atardecer, pude ver claramente el rostro de Jeffrey
Franklin cuando alzó un poco la barbilla, para mirar al cielo. Entonces sucedió
«aquello».
Fue un rayo, por supuesto, una vulgar chispa eléctrica que en una fracción de
segundo redujo a cenizas a Jeffrey Franklin, a la proyectada película, a mis doradas
esperanzas… ¡a todo! Tal como luego referirían los periódicos, y como yo me lo
repetí más tarde, una y otra vez, tratando de convencerme, sólo fue una fortuita
desgracia. Pero no podré negar lo que vi con mis propios ojos: la revelación definitiva
de lo que Franklin había estado diciéndome. Porque aunque no discutiré que fue un
rayo, la forma que adoptó al incidir sobre Franklin resultó estremecedoramente
singular:

como las dos hojas de una gigantesca tijera.

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SUYO AFECTÍSIMO… «JACK EL DESTRIPADOR»

Yours truly, Jack the Ripper (1943)

Me quedé mirando a aquel inglés, mientras él hacía lo mismo conmigo; pero fui yo
quien primero hizo uso de la palabra, para preguntar:
—¿Sir Guy Hollis?
—En efecto —asintió—. ¿Y yo tengo el gusto de hablar con John Carmody, el
psiquiatra?
Asentí a mi vez, mientras seguía examinando discretamente la figura de mi
distinguido visitante. Típicamente inglés: alto, delgado y ligeramente encorvado,
rubio… y con el clásico y encrespado bigote. Además, el traje de tweed. Tuve la
sospecha de que guardaba un monóculo en uno de los bolsillos de su chaleco. Y
también me pregunté si no habría dejado su paraguas en el vestíbulo: pero lo que más
me intrigaba era la razón que habría impulsado a sir Guy Hollis, de la Embajada
británica, a ir a visitar a un psiquiatra de Chicago, desconocido para él.
Tras haber tomado asiento, el visitante se aclaró la voz, echó un vistazo a su
alrededor, dio unos golpecitos con su pipa sobre el tablero de mi escritorio y abrió la
boca, para preguntarme:
—Míster Carmody, ¿ha oído hablar de Jack «el Destripador»?
—¿Se refiere usted al famoso asesino?
—Efectivamente; al más monstruoso de todos los asesinos. Peor que
«Springheel» Jack y que Crippen. Jack «el Destripador». Jack «el Rojo».
—He oído hablar de él.
—¿Y conoce usted su historia?
—Escuche, sir Guy, creo que no llegaremos a ninguna parte, si empezamos a
charlar de esos crímenes.
—No se trata de ninguna charla, míster Carmody. Es un asunto importantísimo.
Cuestión de vida o muerte.
Con un suspiro me recliné en mi sillón. Al fin y al cabo, para eso estamos los
psiquiatras, para escuchar pacientemente a los que nos consultan.
—Adelante, pues —dije—. Oigamos esa historia.
Y sir Guy encendió un cigarrillo y empezó su relato.
—Londres, mil ochocientos ochenta y ocho. A fines de aquel verano… y a
principios del otoño. En esos días apareció la siniestra figura de Jack «el
Destripador», algo así como una sombra armada de un cuchillo, que merodeaba por el
East End de Londres, siempre al acecho en los distritos de Whitechapel y Spitalfields.

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Nadie sabía de dónde provenía, pero él… él era el portador de la muerte, la muerte
que producía con su cuchillo. Por seis veces empleó ese cuchillo, para cercenar los
cuellos de mujeres londinenses, andorreras y busconas. Su primer crimen lo cometió
el siete de agosto. El cuerpo de aquella víctima presentaba treinta y nueve puñaladas.
Fue un crimen bestial. Luego, el treinta y uno del mismo mes, el segundo asesinato.
La Prensa comenzó a interesarse en la cuestión, pero los habitantes de aquellos
sórdidos barrios estaban más interesados aún… por la cuenta que les traía. Por fin, el
ocho de septiembre, Scotland Yard designó personal especial para investigar el caso.
Lo único que se sabía era que el asesino usaba diestramente su cuchillo para rebanar
pescuezos… y para extirpar ciertas partes de los cadáveres de sus víctimas, a las que
escogía con evidente deliberación. Nadie lo había visto ni tenía la más mínima idea
sobre su identidad, pero los vigilantes nocturnos tropezaban de continuo con los
sangrientos despojos de su satánica obra. ¿Quién sería? ¿Quién podría ser aquel
criminal? ¿Un médico loco? ¿Un carnicero? ¿Algún científico que hubiera perdido el
juicio? ¿Un maníaco escapado de algún manicomio? O tal vez… un aristócrata
trastornado, o incluso, un miembro de la misma policía londinense.
Sir Guy movió la cabeza con aire de desconcierto, y siguió diciendo:
—Luego apareció aquella poesía en la Prensa, una estrofa, de autor anónimo, que
parecía que iba destinada a poner fin a la pública especulación… pero que por el
contrario, sirvió para acrecentar el interés de toda la población. Escúchela:

No soy carnicero ni judío,


ni tampoco marino o armador,
sino su mejor y más valioso amigo,
suyo, afectísimo… Jack «el Destripador».

En tono levemente burlón, comenté:


—Muy interesante.
Pero no logré desanimar al narrador, que sin inmutarse prosiguió:
—Por espacio de cierto tiempo no volvió a oírse hablar del criminal, aunque eso
no obstaba para que todo el mundo se preguntase cuándo daría «El Destripador» su
próximo golpe… y para que en los barrios sórdidos de Londres se continuara
especulando acerca de su identidad y paradero. Luego, el nueve de noviembre,
encontraron a aquella mujer en su cuarto. Descuartizada, sí, pero con los miembros
puestos en el lugar que les correspondía. A primera vista parecía que el asesino se
había contentado con seccionarle la cabeza y extirparle el corazón, que aparecían
colocados al lado del cadáver. Entonces cundió el pánico, verdadero pánico, en todo
Londres, porque aunque Prensa y policía, lo mismo que la gente de los barrios bajos,
aguardaban con expectación el siguiente crimen, Jack «el Destripador» no volvió a
dar señales de vida. Fueron pasando así los meses de aquel año, y los del siguiente…
y poco a poco fue declinando el interés que el asesino había suscitado, pero no su

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recuerdo. Decían algunos que Jack se había marchado a América, en tanto que otros
insinuaban la posibilidad de que se hubiera suicidado. Y entre cábalas y comentarios,
llegamos a estos días. Se ha escrito mucho sobre Jack, desde aquella época. Se han
expuesto infinidad de teorías, hipótesis y argumentos, mas lo cierto es que en la
actualidad, nadie sabe quién era Jack «el Destripador», ni por qué cometió aquellos
asesinatos… ni por qué desapareció de la escena tan imprevistamente.
Sir Guy se quedó callado, como si esperase que yo dijera algo. Y eso fue lo que
hice, al comentar, en tono de aburrimiento:
—Una historia bien narrada; pero con una ligera tendencia emotiva.
—Es que tengo todos los documentos existentes sobre el caso. He reunido los
datos relativos a aquellos crímenes y los he estudiado concienzudamente.
—Muy bien —dije, poniéndome en pie y ahogando un bostezo—. He pasado un
buen rato, escuchando su relato. Ha sido usted muy amable, al abandonar sus
obligaciones en la Embajada británica para venir y distraer a un humilde psiquíatra
con sus amenas anécdotas.
En lugar de picarse por la irónica observación, sir Guy frunció el entrecejo e
inquirió:
—¿Quiere saber por qué estoy interesado en el caso de Jack «el Destripador»?
—Desde luego que me gustaría saberlo. ¿Por qué está interesado?
—Porque he descubierto su pista. Creo que se encuentra aquí, en Chicago.
Sin disimular mi asombro, volví a sentarme y murmuré, al paso que parpadeaba
repetidamente:
—A ver… Repita eso que acaba de decir.
—Que Jack «el Destripador» está aquí, en Chicago. Y yo estoy dispuesto a
localizarlo, aunque…
—Un momento, por favor. Eh… un momentito. Dígame, ¿en qué fechas se
cometieron esos crímenes?
—De agosto a noviembre de mil ochocientos ochenta y ocho.
—¡En mil ochocientos ochenta y ocho! Pues si Jack «el Destripador» era
entonces un hombre maduro, a estas fechas debe de estar muerto. ¡Caramba! Incluso
aunque hubiera nacido en aquel año, hoy tendría cincuenta y siete años.
—¿Usted cree? Y además, no diga «un hombre maduro», porque puede haber
sido una mujer… o cualquier otra cosa.
Tras haber escrutado pensativamente el rostro de mi interlocutor, indiqué:
—Sir Guy, después de todo, creo que ha acertado usted al venir a verme, porque
lo que usted necesita es un tratamiento psiquiátrico, ¡sin duda alguna!
—Tal vez tenga usted razón, míster Carmody. Entonces… ¿cree que estoy loco?
Desvié la vista y me encogí de hombros, pero como tenía que darle una respuesta
sincera, le dije:
—No, no lo creo.

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—En ese caso, quizá debiera escuchar los motivos que me inducen a creer que
Jack «el Destripador» sigue vivo hoy en día.
—Quizá. ¿Qué motivos son ésos?
—Verá usted, a lo largo de estos últimos treinta años he estado estudiando
aquellos crímenes. Para ello me he entrevistado con las autoridades y he hablado con
los amigos y conocidos de las víctimas, así como con los vecinos de los barrios que
fueron escenario de la matanza. He reunido un copioso material de datos referentes a
Jack «el Destripador», y ahora dispongo de muchos conocimientos sobre la cuestión,
incluidas multitud de versiones inverosímiles y teorías sin fundamento. Así y todo,
sólo me he enterado de unos cuantos detalles precisos y fidedignos. No quiero
aburrirle con la relación de mis conclusiones, pero sí le diré que me he dedicado a
otras actividades más productivas, en este sentido: me he dedicado a estudiar
crímenes no resueltos. Podría mostrarle muchos recortes de periódicos de casi la
mitad de las grandes ciudades del mundo: de San Francisco, Shanghai, Calcuta,
Omsk, París, Berlín, Pretoria, El Cairo, Milán, Adelaida… En todas esas poblaciones
han ocurrido asesinatos por el estilo: mujeres con el cuello cortado con un cuchillo,
mujeres degolladas y que mostraban las mismas desfiguraciones, idéntica extirpación
de órganos. Sí; yo he seguido esta pista sangrienta, desde Nueva York hacia el oeste,
a través del Continente, desde San Francisco al Pacífico; y desde allí, a África.
Durante la guerra mundial de 1914-18, en Europa. Luego, en América del Sur. Y
desde 1930, otra vez aquí, en los Estados Unidos. Ochenta y siete asesinatos
cometidos con la misma pauta, y en los que el avezado criminólogo reconoce al punto
la inconfundible impronta de Jack «el Destripador». ¿Recuerda usted los
descuartizamientos ocurridos recientemente en Cleveland? Y en estos últimos seis
meses, dos asesinatos en Chicago, uno de ellos allá en South Dearborn, y el otro en
cierto lugar de Halsted. Y siempre el mismo tipo de crimen, la misma técnica. Le
aseguro que todos llevan el sello de Jack «el Destripador».
Sonreí entonces, y comenté:
—Una teoría muy limitada, en verdad. No voy a discutirle los resultados de sus
investigaciones ni las deducciones que haya obtenido, sir Guy. Usted es el
criminólogo y yo no puedo hacer otra cosa que aceptar lo que me dice. Sin embargo,
me gustaría que me aclarase un aspecto de la cuestión que queda un tanto oscuro.
—¿De qué se trata?
—De lo siguiente: ¿cómo es posible que un hombre de… digamos ochenta y
cinco años, cometa semejantes crímenes? Porque si Jack «el Destripador» tenía
alrededor de treinta años en mil ochocientos ochenta y ocho, ahora, en mil
novecientos cuarenta y tres, debería andar por los ochenta y cinco.
Sir Guy quedóse silencioso, lo que me produjo cierta satisfacción, pues supuse
que lo había arrinconado, pero enseguida le oír argüir:
—¿Y si no hubiera envejecido?
—¿Eh…?

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—Sí. Supóngase que Jack «el Destripador» no se hubiera vuelto viejo y siguiese
tan joven como entonces.
—Bueno… —dijo—. Supongámoslo por un momento. Porque a continuación,
dejaré de hacer suposiciones y llamaré a la enfermera, para que le ponga el chaleco
de fuerza.
—Se lo digo en serio —afirmó sir Guy.
—¡Sí! —exclamé yo—. Todos dicen lo mismo, que hablan en serio. Y es una
verdadera pena, ¿no le parece? Todos los que vienen a consultarme aseguran
formalmente que oyen voces raras y ven extrañas figuras, pero de todos modos, no
queda más remedio que encerrarlos.
No negaré que mis palabras resultaban bastante crueles, pero obraron el efecto a
que iban destinadas, ya que sir Guy se puso en pie y me miró fijamente, al par que
declaraba:
—Reconozco que es una teoría absurda. No obstante, tenga en cuenta que todas
las teorías que se han formulado acerca de Jack «el Destripador» son por el estilo, a
cuál más descabellada: que era un médico, un maníaco o una mujer. Por tanto, ¿por
qué ha de ser la mía distinta de las demás?
—Por una sencilla razón, porque la gente crece y se hace mayor, porque todo el
mundo envejece, sír Guy, incluso los médicos, los maníacos y las mujeres.
—¿Y los hechiceros? Los que practican la nigromancia, la magia negra…
—¿Adónde quiere usted ir a parar?
—He estudiado todos los detalles, míster Carmody. He examinado con
detenimiento las fechas en que se cometieron esos crímenes, y la pauta, el ritmo que
formaban esas fechas: el ritmo solar, lunar y estelar, o sea, su aspecto sideral, su
significado astrológico.
Aquel hombre estaba completamente loco, pero yo seguí escuchándole.
—Escuche usted, míster Carmody. Suponga que Jack «el Destripador» no matara
por el simple placer de matar, sino que lo impulsara el deseo de hacer… sacrificios.
—¿Qué clase de sacrificios?
—Pues… se ha dicho que si se ofrecen sacrificios a los espíritus de las tinieblas,
éstos otorgan mercedes. Sí, sí. Si se les ofrece un sacrificio cruento en el momento
adecuado, o sea, cuando la luna y las estrellas están en conveniente posición, y con
las debidas ceremonias, esos espíritus conceden grandes favores, por ejemplo, el don
de la juventud. ¡La eterna juventud!
—¡Eso no es más que un desatino!
—No, señor. Eso es… Jack «el Destripador».
Con reprimida impaciencia, volví a levantarme de mi asiento y dije:
—Sir Gury, repito que es una teoría muy interesante, pero lo único que a mí me
intriga es un aspecto de todo este asunto: ¿por qué ha venido a contármelo a mí? Yo
no soy ninguna autoridad en materia de brujería, y tampoco soy policía, ni
criminólogo, sino un médico psiquiatra.

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En respuesta, él sonrió sibilinamente y, a su vez, preguntó:
—Entonces, ¿se siente interesado en la cuestión?
—Bien, sí. Creo que debe de haber alguna causa seria para…
—La hay, míster Carmody, pero yo quería asegurarme previamente de su interés
en el asunto. Ahora puedo revelarle mi plan.
—¿Qué plan?
Sir Guy me miró a los ojos un momento. Luego anunció:
—John Carmody, usted y yo vamos a capturar a Jack «el Destripador».

***

Así sucedieron las cosas. Y si me he extendido en la relación de tantos detalles como


ocurrieron en la primera entrevista, sólo ha sido porque los considero muy
importantes, ya que ayudan a comprender el carácter de sir Guy Hollis. Y en vista de
lo que sucedió a continuación, más valdría que siga detallando las diversas partes de
nuestro convenio. Por supuesto, que la idea de sir Guy era bastante simple, aunque
más bien se trataba de una corazonada, y no de una idea.
—Usted conoce a la gente de aquí —me dijo la segunda vez que nos vimos—.
Me he informado al respecto, y por eso le he elegido como al hombre ideal para
secundarme en mi propósito. Sé que entre sus relaciones se cuentan muchos
escritores, pintores, poetas… en suma, lo que se llama la intelectualidad. Y por
ciertas razones, cuya naturaleza no hace al caso, tengo la sospecha de que Jack «el
Destripador» pertenece a esta comunidad. Es más, creo que le gusta aparecer como
un excéntrico. Y espero que si usted me lleva a los sitios donde suelen reunirse esos
intelectuales y me presenta a ellos, podré descubrirle y desenmascararle.
—Por mi parte —dije—, no tengo nada que oponer, pero no sé cómo se las va a
arreglar para buscarle. Tal como ha dicho antes, ese criminal puede tener cualquier
apariencia. Puede ser viejo o joven, rico o pobre. Puede ser un ladrón, un médico, un
abogado. ¿Cómo lo reconocerá?
—Eso se verá cuando llegue la ocasión, pero debo encontrarle enseguida, cuanto
antes.
—¿Y por qué tanta prisa?
—Porque dentro de dos días volverá a matar.
—¡Cómo! ¿Está usted seguro?
—Completamente, míster Carmody. Ya le dije que había estudiado bien el asunto
y que todos los crímenes coinciden con ciertas características astrológicas. Por eso, si
tal como sospecho, si ese hombre ha de ofrecer sacrificios para renovar su juventud,
tendrá que cometer otro asesinato en el término de dos días. Fíjese en la disposición
de sus primeros crímenes, en Londres: siete de agosto, treinta y uno de agosto, ocho
de septiembre, 30 de septiembre, 9 de noviembre. ¿Ve usted? Intervalos de

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veinticuatro días, de nueve días, de veintidós días… esta vez causó dos muertes… y
por último, de cuarenta días. Claro que en esos intervalos hubo también otros
crímenes, pero no se le achacaron a él. De todas formas, el caso es que he trazado un
esquema basado en mis cálculos, y por eso sé que Jack volverá a matar en el término
de dos días. En consecuencia, debo encontrarle antes de que cometa su nuevo crimen.
—Comprendido, sir Guy —asentí—, comprendido su interés, pero sigo
preguntándome qué papel desempeño yo en este asunto.
—Ya se lo dije, el de presentarme a sus amistades. Lléveme a todas las reuniones,
a todos…
—Pero ¿por dónde empiezo? Que yo sepa, mis relaciones artísticas, pese a sus
excentricidades, son todas excelentes personas, gente perfectamente normal.
—¡Ah, querido amigo! También lo es «El Destripador». Normal en todo sentido,
menos en ciertas y determinadas noches, que es cuando se transforma en un monstruo
patológico, en un ser sin edad que se oculta en las sombras, preparado para matar.
Porque en esas noches en que las estrellas irradian su fulgor letal e irrefragable…
—De acuerdo, de acuerdo —dije de pronto, interrumpiéndole—. Le llevaré a esas
reuniones. También necesito asistir a ellas para beber unos buenos tragos, porque
después de oírle a usted…

***

Aquella misma noche llevé a sir Guy a casa de Lester Baston. Mientras subíamos en
el ascensor al lujoso ático, juzgué oportuno advertirle.
—Baston es un verdadero excéntrico, y lo mismo puede decirse de sus invitados.
Por tanto, conviene que se prepare usted para recibir toda clase de sorpresas.
—Estoy preparado, no se preocupe.
Y en demostración de lo que decía, sacó un revólver del bolsillo posterior de su
pantalón. Alarmado, exclamé:
—¡Oiga! ¿Qué se propone?
—Estar preparado —explicó sir Guy, seriamente—, para el caso de que lo
descubra.
—Pero ¿cómo va a presentarse en una reunión de amigos con un revólver
cargado? ¿No comprende que…?
—Tranquilícese. No pienso hacer tonterías.
Eso era lo que yo me preguntaba, porque a mi entender, sir Guy Hollis no parecía
un hombre normal. Al salir del ascensor, avanzamos por el pasillo hacia la puerta del
departamento de Baston. Durante el corto trayecto volví a inquirir:
—Otra cosa, ¿cómo he de presentarle? ¿Puedo decirles quién es usted y lo que se
propone?

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—No tengo inconveniente. Y hasta es posible que convenga decir la verdad desde
el primer momento.
—Pero ¿no comprende usted que si «el Destripador», por increíble y peregrina
casualidad, estuviera presente, se apresuraría a ponerse en guardia?
—Eso es, precisamente, lo que yo deseo, míster Carmody, que la impresión que le
produzca el anuncio de lo que ando buscando lo deje desconcertado y le obligue a
delatarse a sí mismo.
No pude por menos que mirar de reojo a mi acompañante y murmuré:
—¿Sabe que serviría usted para psiquiatra? De todos modos, debo advertirle que
mis amigos son muy guasones. Prepárese para cualquier broma pesada, porque…
—Descuide —respondió, sonriendo—, estoy preparado. Y es más, he madurado
un plan que pienso poner en práctica. No se extrañe por nada de lo que yo haga, ¿de
acuerdo?
Asentí con un gesto y apreté el botón del timbre de la puerta, que fue abierta a los
pocos segundos por el propio Baston. Tenía éste los ojos enrojecidos, casi tan rojos
como las cerezas del cóctel «Manhattan» que llevaba en una mano. Tras habes
mirado alternativamente a mi sombrero y a los poblados bigotazos de sir Guy, dio un
paso atrás y comentó:
—¡Vaya! Tenemos aquí a «La Morsa y el Carpintero». Adelante, adelante.
Seguidamente, le presenté a sir Guy. Después de estrecharle la mano, indicó que
le siguiéramos hasta el amplio salón, donde se hallaban los demás concurrentes,
envueltos en densa nube de humo de cigarrillos. Todos los presentes tenían un vaso
en la mano, y las notas solemnes de la marcha del Amor de las naranjas, procedentes
del piano situado en un ángulo de la estancia, no lograban apagar por completo el
rumor del polo africano que unos jugadores practicaban en el ángulo opuesto. No
había nada que hacer. Prokofieff no podía rivalizar con las piezas de marfil, que
producían cada vez más ruido.
Sir Guy confirmó entonces mis anteriores sospechas al sacar un monóculo de un
bolsillo de su chaleco y ajustarlo en la órbita de su ojo derecho, para mirar primero a
la poetisa Laverne Gonnister, y luego a Hymie Kralik, el cual acababa de recibir un
golpe en un ojo, de parte de la anterior, y se había acostado en el suelo, chillando
como un condenado. Los chillidos de Hymie duraron hasta que alguien lo pisó
fuertemente en el estómago, al pasar por encima suyo, de camino hacia el comedor,
en busca de otra botella para que no faltara la bebida.
Seguidamente, sir Guy oyó que Nadia Vilinoff, la artista comercial, expresaba su
desagrado con respecto al tatuaje que Johnny Odcutt exhibía, y a continuación desvió
su vista hacia la mesa, debajo de la cual se encontraba Barclay Melton, en animado
coloquio con la esposa del tatuado. En esto, Lester Baston se plantó en el centro de la
sala y reclamó la atención general al estrellar un vaso en el suelo, antes de anunciar:
—Señoras y señores, tengo el gusto de presentarles a dos distinguidos visitantes,
nada menos que «La Morsa y el Carpintero». El primero es sir Guy Hollis, uno que

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tiene algo que ver con la Embajada británica, y el otro, como todos saben, no es más
que nuestro querido amigo John Carmody, el eminente curador de manías
inofensivas.
Acto seguido, asió a sir Guy por un brazo y lo llevó al centro de la estancia, para
indicarle:
—Ha de saber usted, sir Guy, que tenemos la costumbre de someter a discreto
interrogatorio a nuestros nuevos amigos. No es más que una sencilla formalidad,
¿comprende usted? Supongo que estará preparado para responder a nuestras
preguntas.
«Por supuesto que lo está —pensé yo—, viene preparado para todo». Baston, al
ver que el neófito asentía con aire afable, dio una palmada y exclamó:
—¡Amigos! ¡Aquí os entrego a este bulto procedente de la Gran Bretaña! ¡Tenéis
la palabra!
Comenzó inmediatamente el pitorreo que yo había anunciado a sir Guy, pero no
tuve ocasión de escucharlo, pues en aquel momento se acercó a mí Lydia Dare y me
enganchó por un brazo, para llevarme a remolque a la salita vecina y dedicarme uno
de los clásicos «discursos» que empiezan así: «Oh, cariño… Estuve esperando que
me telefonearas…». Cuando al fin pude librarme de ella, volví al salón y comprobé, a
juzgar por el alboroto general, que sir Guy tenía mucha correa y estaba
comportándose, en todos los aspectos, normal y sociablemente.
—Y si se me permite una pregunta —inquirió entonces Baston—, ¿puede
explicarnos a qué se debe su visita de esta noche, oh «Morsa»?
—Por supuesto que sí. Estoy buscando a Jack «el Destripador».
Nadie celebró esta vez con risas la respuesta de sir Guy, quizás porque todos los
presentes sufrieron la misma impresión que yo había experimentado al oírla por
primera vez. Miré entonces a los reunidos y empecé a preguntarme… No; no era
posible. Laverne Gonnister, Hymie Kralik, Dick Pool, Nadia Vilinoff, Johnny Odcutt
y su esposa, Barclay Melton, Lydia Dare… Todos eran inofensivos por demás. Y, sin
embargo, qué sonrisa más forzada, la que mostraba Dick Pool… ¿Y la mueca
sardónica que torcía los labios de Barclay Melton?
Ya sé que estos pensamientos eran absurdos, pero se daba el caso que hasta
entonces no me había dado cuenta de una evidente realidad: que todos los citados, al
igual que yo mismo y que todo el mundo, tenían secretos en su vida, hechos y
circunstancias que no se revelaban en el curso de aquellas festivas reuniones.
¿Cuántos de los allí presentes tendrían algo turbio que ocultar? ¿Quién, de entre ellos,
veneraría a la horrenda diosa Hécate y le ofrecería sangrientos sacrificios? Porque,
puestos en plan de sospechar, hasta el mismo Lester Baston podía estar fingiendo.
Volví a concentrar mi atención en el ambiente general, formado por el conjunto
de asombradas expresiones de Baston y sus invitados, en manifiesto contraste con la
que exhibía sir Guy, de completa complacencia, como si se sintiera satisfecho con la
expectación que acababa de suscitar. ¿A qué se debería la obsesión de aquel inglés

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por lo relativo a Jack «el Destripador»? ¿Sería, tal vez, un pretexto o pantalla para
encubrir otros secretos?
—La «Morsa» no bromea, amigos —advirtió Baston, dando una palmada en un
hombro a sir Guy, para romper así la tensión nerviosa que parecía haber paralizado a
los demás—. Nuestro pariente de la Gran Bretaña se encuentra, verdaderamente, en la
buena pista del «Destripador», cuya historia conocéis todos, ¿verdad que sí? Pues
bien; sir Guy está convencido de que ese asesino sigue viviendo… y cree que anda
merodeando por Chicago con un cuchillo de boy-scout. Y por si fuera poco… por si
fuera poco, queridos amigos, sir Guy tiene razones para suponer que Jack «el
Destripador» podría hallarse, incluso, en el seno de esta alegre reunión nocturna.
La declaración ocasionó las burlonas risitas que eran de esperar.
—¡Lydia Dare! —exclamó entonces Baston, en tono de cómico reproche—. Ni tú
ni las otras chicas tenéis motivo para reíros, porque habéis de saber que «El
Destripador» puede ser muy bien una mujer, una especie de Jill «la Destripadora».
Laverne Gonnister se aproximó a sir Guy, para mirarle de hito en hito y
preguntarle:
—¿Quiere usted decir que sospecha, realmente, de uno de nosotros? Pero ¡si ese
Jack «el Destripador» desapareció hace mucho tiempo! ¡En mil ochocientos ochenta
y ocho!
—Sí, ¿eh? —comentó Baston, burlonamente—. ¡Vaya, vaya! ¿Cómo es que estás
tan enterada de esa fecha? Resulta sospechoso, ¿verdad, sir Guy? Vigílela usted. No
la pierda de vista, que es posible que no sea tan joven como parece. Porque estas
poetisas esconden muchas cosas.
Recobrada a poco la tranquilidad, pronto renació el bullicio en el salón. El
invitado que había estado tocando el piano se dispuso a aporrear nuevamente las
teclas. Lydia Dare empezó a dar señales de desasosiego, fija la vista en la puerta del
pasillo que conducía a la cocina, con el evidente deseo de marchar a esta dependencia
en busca de otra bebida. De pronto, gritó Baston:
—¡Eli! ¿Sabéis una cosa? ¡La «Morsa» tiene un revólver!
Y, en efecto, su mano había rozado inadvertidamente el costado izquierdo del
inglés, notando el contacto del arma. Y antes de que sir Guy se hubiera dado cuenta
de lo que estaba sucediendo, se la había quitado de la funda sobaquera, para
enseñárnosla a todos los presentes. Por un momento, temí que las bromas hubiesen
llegado demasiado lejos, pero al mirar a sir Guy vi que me dirigía un guiño, y recordé
su anterior advertencia: que no debía alarmarme, ocurriera lo que ocurriese.
—Juguemos limpio con nuestro amigo la «Morsa» —siguió diciendo Baston—.
Sabemos que ha venido aquí desde Inglaterra para llevar a cabo su misión. Y yo
sugiero que en caso de que ninguno de vosotros esté dispuesto a confesar, le demos
una oportunidad de descubrir al criminal… ¡por las malas! Escuchad ahora
atentamente. Voy a apagar las luces durante un minuto, y si alguno de los presentes es

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Jack «el Destripador», podrá optar por dos salidas: escapar inmediatamente o
eliminar a su implacable perseguidor. ¿De acuerdo?
Pese a que la propuesta venía de un hombre achispado, no dejó de parecerme
bastante estúpida. En el consiguiente batiburrillo de exclamaciones y comentarios,
nadie concedió atención a las débiles protestas de sir Guy. Acto seguido, Lester
Baston se acercó a una pared y levantó una mano hasta el interruptor.
—¡Que nadie se mueva! —advirtió—. Estaremos a oscuras durante un minuto y
tal vez a merced de un asesino. Luego encenderé las luces y empezaré a recoger
cadáveres. Elijan a sus compañeros de aventuras, señoras y caballeros.
Apagáronse entonces las luces y alguien soltó una risita nerviosa.
Desde el sitio en que me encontraba, pude oír el rumor de unos pasos, así como
un ligero murmullo. Una mano me tocó la cara, provocándome un respingo…
Aquella situación era absurda; verdaderamente absurda. Estar allí de pie, en
silencio y en la oscuridad, en compañía de un grupo de chiflados… Claro que eso no
obstaba para que me sintiese extrañamente receloso, aterrorizado más bien, porque no
podía evitar una horrible idea: la de que Jack «el Destripador» debía de haber andado
así, por las calles de Londres, en medio de las tinieblas, entre infinidad de personas
que temían por sus vidas.
De modo imprevisto, alguien profirió un alarido, y yo reconocí la voz de sir Guy,
antes de oír el sordo golpe producido por un pesado cuerpo al caer al suelo. A
continuación, Lester Baston encendió las luces… y a todos se nos escapó un grito de
horror.
Sir Guy Hollis yacía sobre la alfombra, con los brazos abiertos y empuñando su
revólver en una mano. Entonces me maravillé al comprobar cuán diversas pueden ser
las expresiones de los seres humanos, confrontados con un espectáculo como aquél.
Todos los invitados de Baston se hallaban allí. Ninguno había aprovechado la
oportunidad para escabullirse, y, sin embargo, sir Guy estaba tumbado en el suelo,
inmóvil y…
—¡Estupendamente! —dijo sir Guy, poniéndose de rodillas, para levantarse y
dedicándonos una afable sonrisa—. No ha sido más que un experimento. Si Jack «el
Destripador» se hubiese encontrado entre ustedes y hubiera creído que me habían
asesinado, en este momento se habría delatado a sí mismo. Ahora he quedado
completamente convencido de la inocencia de todos ustedes, queridos amigos.
Perdónenme por el susto que acabo de proporcionarles.
Seguidamente, se dirigió a mí y me preguntó:
—¿Nos vamos, John? Creo que es un poco tarde.
Incapaz de reaccionar, le seguí en silencio hasta el vestíbulo para recoger nuestros
sombreros, mientras el resto de la concurrencia continuaba mirándonos sin decir
palabra.

***

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Conforme con nuestro previo acuerdo, a la noche siguiente me reuní con sir Guy en
la esquina de la Calle 29 y la avenida Halsted. Después de lo que había presenciado
veinticuatro horas antes, hallábame preparado para cualquier eventualidad, pero nada
extraño ocurrió en el momento del encuentro. Sir Guy estaba esperándome, al amparo
de las sombras de un portal, y lo único que reveló su actitud de alerta fue el instintivo
movimiento de su mano, en dirección de la funda de su revólver, cuando yo me le
aproximé sin ser visto y exclamé: «¡Buuu!».
—Buenas noches —me saludó.
—Muy buenas —le contesté—. ¿Qué? ¿Preparado para iniciar nuestra desatinada
partida de caza?
—En efecto —asintió, sonriendo amigablemente—. Y me alegro al comprobar
que concuerda usted conmigo, pues ha venido a la cita sin hacer preguntas. Eso
demuestra que se fía de mi intuición.
Luego, mientras íbamos andando a lo largo de la calle, observó:
—Hay niebla esta noche, míster Carmody, igual que en Londres. Y además,
también hace frío, a pesar de que estamos en noviembre. Es curioso. Niebla
londinense… y el mes de noviembre. El mismo lugar y la misma época que la de los
crímenes del «Destripador».
—No exactamente —hice notar—. Permítame que le recuerde que no estamos en
Londres, sino en Chicago, y que tampoco es el mes de noviembre de mil ochocientos
ochenta y ocho, sino más de medio siglo después.
—¿Usted cree? No estoy yo tan seguro. Fíjese en estos callejones que vamos
cruzando, estrechos, oscuros… como los del East End. Plaza Mitre… Seguro que
tienen más de medio siglo, por lo menos.
—Estamos en el barrio negro de South Clark —le indiqué—. Y la verdad es que
no sé por qué me habrá citado usted aquí.
—Una corazonada. Sólo un presentimiento, míster Carmody. Quiero dar una
vuelta por estos lugares, porque tienen una disposición muy semejante a la de la zona
por donde «El Destripador» solía deambular. Por eso espero encontrarle por aquí. No
crea que lo buscaré en los distritos bien iluminados, como el barrio bohemio, sino
aquí, entre las tinieblas, que es donde se mantiene al acecho.
No pude evitar que mi voz temblase un poco al preguntar, con fingido desparpajo:
—Entonces, ¿por eso va usted armado?
—Es posible que necesitemos un revólver. Al fin y al cabo, ésta es la noche en
que ha de volver a matar.
Seguimos caminando por aquellas calles desiertas y envueltas en niebla. De vez
en cuando se veía la claridad que brotaba del interior de una taberna, pero el resto del
barrio se encontraba sumido en densa oscuridad. Al cabo de un rato, impresionado
por aquel ambiente, empecé a temer la posibilidad de que me atacase a mí también la
chifladura de mi acompañante, y con acento un tanto irritado, señalé:

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—Pero ¿no ve usted que no hay ni un alma por estas calles?
—Tiene que aparecer. Tiene que venir aquí, aquí. Un lugar sórdido como éste
atrae a la maldad, y «El Destripador» es un espíritu maligno. Siempre ha cometido
sus crímenes en los barrios sucios. Tal vez se trate de un capricho suyo, pero lo cierto
es que parece sentir predilección por la mugre. Sin contar con que el tipo de mujer
que elige como víctimas es más fácil de encontrar en los tugurios y tabernuchos de
toda gran ciudad.
—Pues bien, entremos en algún tabernucho, porque lo cierto es que estoy
helándome.
Minutos después cruzábamos la puerta de una taberna, cuyo único ocupante era el
gigantesco negro que atendía el mostrador. Tras haber abonado el importe de una
botella de ginebra, fuimos a sentarnos en la intimidad de un reservado, donde nos
pusimos a charlar, en tanto sorbíamos el contenido de nuestros vasos.
Pasé así un cuarto de hora, y otro cuarto…, y al final, era sir Guy el único que
hablaba, y acerca de lo mismo que me había contado en mi consultorio el primer día
en que nos vimos. Como si no me lo hubiese referido entonces, pero es que los
pobres obsesos son así. No hay nada que los aparte de su idea fija. Yo me limitaba a
asentir de vez en cuando, pacientemente, y a llenarle su vaso. Hasta que me pregunté
si el exceso de alcohol, en lugar de aplacar a mi locuaz acompañante, no le desataría
aún más la lengua. A punto de perder la paciencia, le interrumpí para observar:
—Perfectamente, sir Guy. Admitamos que tiene usted razón, que su teoría es
correcta, aunque para ello debamos hacer caso omiso de las leyes de la Naturaleza y
tragarnos una porción de supersticiones. De acuerdo en que Jack «el Destripador»
descubrió la manera de prolongar su propia vida mediante el ofrecimiento de
sacrificios humanos, y en que ha viajado alrededor del mundo, tal como usted afirma.
Supongamos, también, que todo lo que usted cree es absolutamente cierto, y que Jack
está ahora aquí en Chicago. Bueno, ¿y qué?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sencillamente, sir Guy, que aunque todo lo que usted se empeña en creer fuera
verdad, no por ello hemos de esperar que Jack «el Destripador» vaya a presentarse
aquí, en esta taberna, para que usted lo mate o lo entregue a la policía. Y dicho sea de
paso, todavía no sé lo que se propone hacer con él, en caso de que lo encuentre.
Vació de un trago su mediado vaso y murmuró:
—Voy a atrapar a ese canalla. Voy a capturarlo y entregarlo a las autoridades,
junto con todos los documentos y pruebas que he reunido a lo largo de todos estos
años. He gastado una fortuna en esta investigación, míster Carmody, ¿o tal vez
prefiere que lo tutee y le llame John? Es usted tan joven…
—Como le parezca.
—De acuerdo, pues, John. Tal como iba diciéndote, la captura de este criminal
supondrá la solución de muchos asesinatos que han quedado sin resolver. Te aseguro

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que una bestia enloquecida anda suelta por el mundo, una bestia que carece y ofrece
sacrificios humanos a la diosa Hécate.
—No lo dudo. Sin embargo, me gustaría saber también cómo se las va a arreglar
para reconocerle. Y, sobre todo, cómo está tan seguro de que habrá de encontrarle.
—Sé que anda cerca de aquí. Lo sé, lo presiento. Es que yo soy… intuitivo,
¿comprende?
No. Sir Guy no era intuitivo. Era tonto y estaba borracho. Alargué entonces una
mano y puse la botella fuera de su alcance. Y al ver que trataba de arrebatármela, me
levanté y en tono destemplado, pues después de todo no era uno de mis pacientes, le
dije:
—Escuche, esto pasa ya de la raya. Voy a hacerle una sugerencia, tomemos un
taxi y marchémonos de aquí. Por lo visto, su amigo Jack se ha atemorizado y no
vendrá a verle. Mañana, cuando se haya despejado, podrá presentarse al F.B.I. con
todos sus documentos, para convencerles de lo acertado de su teoría, y si ellos le
creen… En fin, el F.B.I. es lo suficientemente competente para llevar a cabo una
investigación a fondo y localizar a ese criminal.
Con la obstinación del beodo, sir Guy murmuró:
—No; en taxi, no.
—¡Bueno! —exclamé—. Nos iremos andando, si quiere, pero salgamos ya de
aquí. ¿No sabe que son más de las doce?
En respuesta, se encogió de hombros, se puso en pie y fue conmigo hasta la
puerta, pero al llegar allí, dio un paso atrás y desenfundó su revólver.
—¿Qué hace usted? —exclamé, alarmado—. No pretenderá andar por la calle con
un revólver en la mano, ¿verdad que no? Traiga, démelo.
No se opuso sir Guy a que le quitase el arma y me la guardara en un bolsillo de
mi chaqueta. Una vez en la calle, donde la niebla se había vuelto más densa, echamos
a andar hasta la primera encrucijada, punto en que mi aturdido acompañante se
detuvo y se apoyó en la pared, fija la vista en el tenebroso callejón que partía de aquel
sitio. Impaciente, farfullé:
—Creo que esta broma está durando demasiado. ¡Jack «el Destripador»,
precisamente!
—No es ninguna broma —murmuró sir Guy, con grave entonación—. ¿Usted
creer que es una broma?
—¡O una manía! Llámela como quiera.
—John… he de decirte una cosa. Una cosa… En 1888, una de las desgraciadas
víctimas del «Destripador»… fue mi madre.
—¿Eh?
—Lo que has oído, mi madre. Luego, mi padre me reconoció, y me hizo
compartir su juramento de empeñar nuestras vidas en la búsqueda del asesino.
Empezó esa búsqueda, y murió en Hollywood, en 1929, cuando seguía la pista del
«Destripador». Sí, la Prensa dijo que lo habían matado en una reyerta, pero yo

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conozco la identidad de su matador. Por eso he continuado su trabajo, ¿comprendes,
John? Y seguiré buscando a ese monstruo hasta que lo encuentre y pueda matarlo con
mis propias manos. Porque Jack destruyó la vida de mi madre y la de muchas otras
personas, para mantener la suya. Igual que un vampiro, se revuelca en la sangre de
sus víctimas y se nutre de muerte. Igual que una fiera infernal, anda al acecho por el
mundo, en espera de matar, y matar… Es endiabladamente astuto, pero yo no
descansaré hasta que lo encuentre. No descansaré nunca, ¡nunca!
No hacía falta que lo afirmara con tanto énfasis para convencerme. Seguro estaba
de que jamás habría de renunciar a su propósito. Porque sir Guy era tan fanático y
tesonero en su obsesión como el mismo criminal al que buscaba. Al día siguiente,
quizás, cuando se hubieran disipado los efectos de su borrachera, iría a las oficinas
del F.B.I., para entregar allí sus documentos sobre el caso. Y seguiría investigando…
Y tal vez, algún día, más tarde o más temprano recibiría la recompensa a tanta
persistencia. Porque siempre, y a pesar de todo, había tenido la impresión de que
aquel hombre no andaba muy descaminado con sus teorías, por fantásticas que éstas
pareciesen.
—Vamonos —le apremié, asiéndole de un brazo—. Está haciéndose…
—Un momento. Devuélveme mi revólver. Me siento más tranquilo cuando lo
tengo en mi funda.
Y como yo insistiera en obligarle a caminar, se afianzó sobre sus pies y repitió:
—Devuélveme mi revólver, John. Deja que lo lleve yo ahora.
—Está bien —dije, al tiempo que sacaba una mano del bolsillo.
Sir Guy bajó la mirada… y abrió los ojos desmesuradamente, al par que balbucía:
—Pero… eso no es un revólver, es un cuchillo.
—Ya lo sé —asentí, derribándole al suelo.
—¡John! —gritó.
Y yo murmuré sordamente, al acercar la afilada hoja a su garganta:
—No me llames John. Llámame… ¡Jack!

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LOS OJOS DE LA MOMIA

The eyes of the mummy (1938)

Siempre me ha fascinado el estudio de Egipto, de su milenaria civilización, de sus


antiguos y misteriosos secretos. Había leído mucho acerca de pirámides y reyes;
había soñado con extensos imperios, ahora tan muertos como los ojos de la Esfinge.
Y en estos últimos años había escrito varias obras sobre las costumbres y cultos de
ese país.
Lo anterior no quiere decir que yo creyera en las leyendas de otros tiempos, ni
que participase de las creencias en aquellas deidades antropomorfas que tenían
cabezas y atributos de animales. No obstante, presentía que tras los mitos de Bast,
Anubis, Set y Troth se escondían las alegóricas implicaciones de unas revelaciones
perdidas en las nieblas del pasado. Por todo el mundo se han difundido relatos
referentes a hombres-bestias. La leyenda del «lobo humano» es universal y no ha
experimentado modificación desde los lejanos días en que Plinio la sugirió. Sin
embargo, nunca había creído en la existencia real de semejantes seres en los tiempos
del esplendor de Egipto. Lo más que admitía era la posibilidad de que dichas
leyendas proviniesen de mucho más remotas edades, de las épocas primarias de la
Tierra, cuando tal vez pudieran haberse producido tales monstruosidades, debido a
quién sabía qué evolutivas mutaciones.
El caso fue que en cierta ocasión, durante el carnaval, y en Nueva Orleans, hube
de enfrentarme con una terrible verificación de mi teoría. Hallábame en casa del
excéntrico Henricus Vanning, y tomé parte en una extraña ceremonia realizada con el
cuerpo de un sacerdote de Sebek, el dios egipcio de cabeza de cocodrilo. El
arqueólogo Weildam había introducido aquella momia de contrabando, y estábamos
examinándola con detenimiento, sin temor a maldiciones ni conjuros. Y la verdad es
que aún no he logrado explicarme qué fue lo que sucedió allí, realmente, pero lo
cierto es que cuando al fin pude escapar de aquella casa, Henricus Vanning había
muerto a manos del sacerdote de Sebek… o por los aguzados dientes de la máscara
de cocodrilo, si era que se trataba de una auténtica máscara, que todavía lo estoy
dudando.
No me extenderé en comentarios sobre el hecho. Baste saber que desde aquel día
resolví abandonar para siempre mis estudios sobre el antiguo Egipto, así como no
escribir nunca más un relato acerca de sus tradiciones, pero la aterradora experiencia
sufrida esta noche me ha impulsado a revelar por escrito ciertas cosas que deben ser
conocidas.

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***

El profesor Weildam, el que había pasado de contrabando la momia de aquel


sacerdote de Sebek, estaba enterado de mi pasión por Egipto y fue a visitarme poco
después de la muerte de Vanning para advertirme el peligro que acecha a todo aquel
que se dedica a escudriñar los misterios del pasado. Pese a mi evidente desagrado,
insistió sobre el tema y acabó por confesarme que no había renunciado a investigar la
leyenda de Sebek, y que por eso había ido a verme, porque ninguno de sus anteriores
asociados quería ayudarle a llevar a cabo el nuevo proyecto que había ideado. Con
natural reacción, provocada por el recuerdo de la trágica experiencia de Nueva
Orleans, me opuse decididamente a secundarle y le aseguré que había perdido interés
en lo concerniente a la egiptología, pero él se echó a reír y me explicó seguidamente
que el nuevo proyecto no tenía ninguna relación con las artes mágicas, antes al
contrario, se trataba, más bien, de ajustar cuentas con los poderes de las tinieblas. Y si
yo accediera a acompañarle a Egipto, no tendría que preocuparme por lo tocante a
gastos de viaje. En resumen, que tras larga argumentación, me encogí de hombros y
acepté la proposición.
Weildam había estudiado a conciencia las leyendas relativas al culto del
cocodrilo, lo que le indujo a investigar y a procurarse datos sobre los lugares en que
se encontraban las tumbas secretas de los sacerdotes de Sebek. Últimamente, y
merced a los indicios aportados por un guía nativo, el arqueólogo había descubierto
una sepultura subterránea, en la que se hallaba la momia de un adorador del dios-
cocodrilo. No perdió tiempo en suministrarme más detalles, pero hizo hincapié en la
circunstancia de que la momia se hallaba en lugar de fácil acceso, y que por tanto, no
había necesidad de practicar excavaciones, así como tampoco debíamos temer
maldiciones ni otras tonterías por el estilo. Además, nuestra secreta incursión podía
resultar muy productiva, ya que no sólo nos apoderaríamos de la momia sino también
de la colección de joyas sagradas que, según el mencionado informador nativo,
habían sido enterradas junto con el cuerpo del sacerdote. Era una oportunidad clara y
segura, recalcó Weildam, para enriquecernos rápidamente.

***

Cuando llegamos a El Cairo, no perdimos tiempo en dirigirnos a la estación, donde


tomamos el tren para Kartum, población en la que el profesor Weildam tenía que
entrevistarse con su «fuente informativa», el guía nativo que desempeñaba funciones
de espía a sueldo del arqueólogo. Resultaba emocionante deambular por las estrechas
callejuelas del barrio árabe, sobre todo por la noche, que fue cuando Weildam y yo
fuimos a visitar al guía. Después de atravesar un dédalo de callejones, entramos en un

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oscuro patio, del que pasamos a un departamento tenuemente iluminado, donde un
beduino de elevada estatura y aguileña nariz recibió a mi acompañante con muestras
de alegría. Seguidamente, el árabe y el arqueólogo se excusaron conmigo y entraron
en una habitación anexa, desde donde llegó a mis oídos el rumor de sus voces, en
tono excitado la de Weildam, en contraste con el gutural acento de su interlocutor.
Al cabo de un buen rato, el tono de las voces había cambiado por completo.
Vociferaba el nativo entrecortadamente, como si estuviera oponiendo objeciones a
alguna demanda, al paso que el arqueólogo hablaba más bajo, cual si tratara de
tranquilizar al otro. Luego oí unos pasos antes de que se abriera la puerta y apareciese
en el hueco la figura del nativo, que fijó en mí una mirada extraviada, propia de un
hechizado, en tanto murmuraba incomprensibles palabras, pronunciadas con solemne
entonación. No cabía duda de que aquel hombre estaba previniéndome en su lengua
natal, ¿pero contra qué? No pude saberlo, entre otras causas, porque inmediatamente
vi que una mano de Weildam le asía por un hombro y le obligaba a volver al interior
de la estancia, cuya puerta se cerró nuevamente. A continuación, sonaron gritos, unas
imprecaciones… y algo así como un disparo. Luego, silencio.
Minutos después, Weildam abrió la puerta y se acercó a mí, enjugándose la frente
con un pañuelo. Sin mirarme, murmuró:
—Ese imbécil… Quería que le diese más dinero. ¿Sabe para qué se asomó a la
puerta, hace un momento? Para pedírselo a usted. He tenido que llevarlo hasta la
salita trasera… y tuve que disparar un tiro al aire, para amedrentarlo. Estos nativos
son tan excitables…
Nada comenté yo, mientras salíamos de la casa y echábamos a andar de prisa por
los tortuosos callejones de aquel barrio. Ni tampoco, cuando vi que mi acompañante
guardaba furtivamente su pañuelo en un bolsillo. Podría haberse sentido molesto si le
hubiera preguntado a qué se debían las manchas rojizas que mostraba el pañuelo.
Confieso que fui débil. Debería haber abandonado la empresa en aquel mismo
instante, pero no podía adivinar los propósitos de Weildam, no podía saber que la
excursión por el desierto que a la mañana siguiente íbamos a realizar tendría por
objetivo la tumba secreta.
En apariencia, los preparativos para la excursión no podían ser más inocentes: un
par de caballos, con una frugal merienda en las carteras de arzón, una ligera tienda
para preservarnos «del sol del mediodía», y nada más. Nuestro equipaje quedó en el
hotel, donde teníamos alquiladas sendas habitaciones. Y nadie se enteró de lo que
íbamos a hacer ni del itinerario a recorrer.
Por espacio de una hora, el camino que seguimos nos llevó por una zona arenosa
y levemente ondulada. Weildam mostraba preocupada expresión, y no apartaba la
vista del horizonte, como si esperase divisar alguna señal determinada, pero nada de
particular notaba yo en aquella inmensa y desolada vastedad. Por eso me sorprendí
cuando inopinadamente nos encontramos ante aquellas rocas blanquecinas que
afloraban en las laderas de una pequeña loma. La forma de aquellas piedras indicaba

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que pertenecían a un conjunto cubierto por la arena del desierto, y así se lo dije a
Weildam, que se contentó con decir que debíamos desmontar y armar la tienda, pues
deseaba tomar un bocado, pero luego, cuando estábamos comiendo a la sombra de la
lona, se decidió a revelar la verdad. Las rocas señalaban, en efecto, la entrada de la
buscada tumba, cuya ubicación había descubierto el guía nativo… sin indicar el
origen de su información, según declaró el profesor.
Intrigado, pregunté por qué razón habría sido enterrado un sacerdote de Sebek en
tan solitario lugar. Weildam se encogió de hombros y dijo que porque tal vez le
hubiera sorprendido allí la muerte, cuando se dirigía hacia el sur en unión de su
séquito. Era posible que el sacerdote hubiera sido expulsado de su templo por un
nuevo faraón, o que los habitantes de la ciudad en que residía se hubiesen indignado
por sus prácticas de magia. De cualquier forma que hubiera sido, resultaba obvio que
aquel hombre había muerto allí, y allí había sido enterrado. Estas últimas
circunstancias explicaban la escasez de momias, de acuerdo con los informes de
Weildam. En un principio, los adoradores de Sebek enterraban a sus sacerdotes bajo
las secretas bóvedas de sus templos ciudadanos, pero como aquellos sepulcros habían
sido destruidos, ocurría que un sacerdote fugitivo era enterrado en el desierto, donde
su momia habría de permanecer sin ser descubierta durante siglos y siglos.
—¿Y las joyas? —inquirí.
Porque aquellos sacerdotes eran increíblemente ricos. Al verse obligados a huir,
se llevaban consigo todas sus pertenencias; y al morir, eran enterrados con las
mismas. Una particularidad de estos entierros consistía en que muchos de los difuntos
eran momificados con todos sus órganos, lo que probaba su creencia en la
resurrección. Y por cierto que los encargados de llevar a cabo tal labor debían de ser
muy diestros en su oficio. Aunque en el caso que a Weildam y a mí nos interesaba,
poco debíamos preocuparnos por el estado en que se encontrasen los restos del
sacerdote enterrado bajo aquellas rocas. En el curso de nuestra conversación, el
arqueólogo indicó lo fácil que le resultaría envolver a la momia en la lona de la tienda
y sacarla de Egipto sin conocimiento de las autoridades, con la cooperación de una
firma exportadora con la que mantenía relaciones.
Al terminar de comer, salimos de debajo de la tienda y fuimos hasta un lugar
situado a pocos metros de allí. Weildam me hizo entonces una seña, al par que
apoyaba ambas manos en una de las rocas, y entre los dos, movimos a uno y otro lado
la piedra, para dejarla luego sobre la arena. Tras haber repetido la operación con otras
cuatro rocas, apareció ante nosotros la oscura entrada de una caverna. ¡La entrada de
una antigua tumba egipcia!
Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo, al paso que renacían en mi mente
las pavorosas imágenes suscitadas por mis pasadas lecturas; las imágenes de aquellos
sacerdotes que preferían invocar a los espíritus malignos, antes que a las deidades
benéficas, y que veneraban a dioses provistos de cabezas de animales y de ambos
atributos, benignos y malignos. Sebek era uno de estos dioses, al que sus adeptos

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representaban con forma de cocodrilo. En uno de sus templos existía un ídolo de oro,
a cuyas fauces eran arrojadas las doncellas destinadas para el sacrificio, antes de que
los sacerdotes cerraran las mandíbulas de la horrenda estatua, para matar a la víctima.
No era extraño, por tanto, que aquellos bárbaros hubieran sido perseguidos y
expulsados de la comunidad, y que todos sus templos fueran destruidos a
continuación, y tampoco tuvo nada de particular que al disponerme a entrar en la
tumba de uno de ellos me sintiera sobrecogido de inquietud.
Weildam se ató un pañuelo al cuello, para cubrirse la nariz y la boca, y yo le seguí
al interior del pasadizo, tras haberle imitado. La luz de la linterna que llevaba el
profesor iba iluminando el suelo de piedra, que descendía en espiral. Al cabo de
varias vueltas, llegamos a un ensanchamiento del pasillo, que no era otra cosa que la
cámara mortuoria. Allí se encontraban las losas que cubrían el lugar donde reposaba
la momia. Y allí fue donde, por vez primera, y mientras mi acompañante sonreía
satisfecho, se me ocurrió la idea de que todo aquello, la expedición, el
descubrimiento de la tumba, la localización de su entrada… todo, en suma, había
resultado demasiado fácil, sin complicaciones de ninguna índole.
A una indicación del profesor, me agaché y le ayudé a levantar las losas, bajo las
cuales apareció la caja de la momia, profusamente tallada y exornada. Acto seguido,
Weildam procedió a abrir la caja. Con lentos movimientos, fue retirando los sellos y
la cera que cubría la juntura, abstraído en su labor, sin fijarse, siquiera, en los
jeroglíficos dibujados sobre la tapa exterior. Minutos después, continuó haciendo lo
mismo con la segunda envoltura, la más próxima al cadáver, y muy semejante a la
anterior, excepto que el rostro grabado en ella estaba más detallado. De pronto, y
simultáneamente, el arqueólogo y yo advertimos el mismo detalle: que la
representación de aquel rostro carecía de ojos.
—Era ciego —murmuré.
Pero Weildam, que seguía observando el grabado, hizo un gesto negativo.
—Nada de eso. El sacerdote gozaba de buena vista. Lo que ocurrió fue que le
sacaron los ojos.
Efectivamente. Junto a la imagen del rostro del difunto podían verse varios
jeroglíficos que testimoniaban aquella estremecedora verdad. Uno de ellos mostraba
al sacerdote en los umbrales de la muerte, extendido en una especie de diván, y a dos
esclavos provistos de tenazas e inclinados sobre él, el segundo representaba a los dos
esclavos arrancando los ojos del moribundo con las tenazas, y en el tercero, los
mismos esclavos introducían un par de brillantes objetos en las recién vaciadas
cuencas. El resto de los jeroglíficos consistía en una serie de figuras que reproducían
escenas funerarias, presididas por la imagen del horrendo dios Sebek, el de la cabeza
de cocodrilo.
—Es extraordinario —comentó Weildam, asombrado—. ¿Comprende usted el
significado de estos dibujos? Fueron realizados antes de que falleciera el sacerdote.

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Por tanto, indican que éste deseaba que le quitasen los ojos y le insertaran, en cambio,
esos objetos brillantes. ¿Por qué se sometería a tan dolorosa tortura?
—No lo sé —respondí—. Es posible que la explicación se encuentre dentro de
esta segunda envoltura.
El profesor siguió trabajando en silencio, a la mortecina luz de su linterna, cuya
pila estaba ya casi consumida, hasta que al fin, un intenso olor a especias atravesó
nuestros pañuelos protectores, al tiempo que unas emanaciones gaseosas enturbiaban
un poco la visión. Acto seguido, Weildam y yo nos echamos atrás, fijas las miradas
en el rostro de un hombre, de oscura tez y admirablemente conservado, pero lo que
había motivado nuestra estupefacción no fue el estado en que se hallaba aquel cuerpo,
sino los dos dorados discos que lucían en su cara, en el lugar que debían haber
ocupado los ojos.
Aquéllas eran las joyas que buscábamos, y por supuesto que había valido la pena
decidirse a buscarlas. Inclineme un poco para recogerlas, pero me contuve, al oír que
Weildam me advertía:
—Espere. Luego las recogeremos sin estropear la momia.
La voz del profesor parecía provenir desde muy lejos. Y mi vista no se apartaba
un instante de aquellas gemas que tanto me fascinaban, que daban la impresión de
estar vivas, como lo sugería su cambiante tonalidad, que de un amarillo intenso se
había transformado en rosado, y a continuación en rojo… No podía dejar de mirarlas.
Y lo curioso era que tampoco deseaba hacer esto último. A pesar de que notaba una
extraña sensación de calor en la parte posterior de la cabeza…
—No las mire, ¡no las mire! —exclamó entonces el arqueólogo, con excitada
entonación—. No son… no son naturales. ¡Regalo de los dioses! Por eso quiso el
sacerdote que se las pusieran antes de morir. Tienen propiedades hipnóticas y… esa
leyenda de la resurrección es…
Apenas si me di cuenta del brusco movimiento que hice para apartar a un lado a
mi acompañante, a pesar de que convenía con él en lo tocante al poder hipnótico de
las gemas. ¡Bien que percibía yo en mi sangre ese poder! En mi sangre, en los latidos
de mi corazón, en las palpitaciones que notaba en mis sienes… La linterna se había
apagado por completo, pero el recinto de la cámara se hallaba iluminado por el
fantástico resplandor que emitían aquellos redondos objetos, una rojiza luminosidad
que me atraía inexorablemente, me atraía, me atraía…
En aquel instante, me sentí libre de aquel extraño influjo. Libre, sí; y a oscuras.
En absoluta oscuridad. Supuse por un momento que me había desmayado. Por lo
pronto, era que no estaba de espaldas sobre las losas de la cámara subterránea… ¡sino
sobre madera! ¡Lo mismo que la momia!
Acto seguido, traté de hablar, de llamar a Weildam. Y una voz que no era la mía
brotó de mi garganta con áspero acento, con acento de ultratumba, para murmurar:
—Dios mío… ¡Estoy en el cuerpo de la momia!

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Luego oí una ahogada exclamación… y el golpe que produjo el arqueólogo al
caer al suelo… Y otro rumor, el de los pasos de aquel maléfico sacerdote de Sebek,
que había cambiado su cuerpo por el mío… ¡y estaba caminando! Creo que el horror
que me acometió entonces fue lo que me salvó. De modo instintivo, me apoyé sobre
descarnados antebrazos y me senté en la caja de madera, para alzar una de mis
momificadas manos y llevarlas hasta las cuencas de mis apagados ojos, seguro de lo
que habría de encontrar en ellas. Inmediatamente, arranqué de allí las luminosas
gemas… y perdí el sentido.

***

La vuelta a la realidad y a la conciencia fue tanto más terrible cuanto que ignoraba lo
que podría encontrar a mi alrededor… y en mí mismo, pero enseguida suspiré,
aliviado, al comprobar que mi espíritu estaba albergado nuevamente en un cuerpo
vivo. La momia yacía otra vez en su caja. Y resultaba espeluznante ver las vacías
cuencas de sus ojos, así como la confirmación de sus recientes movimientos,
evidenciados por la alterada posición de sus resecos miembros.
Weildam seguía en el suelo, inerte, muerto, a consecuencia, tal vez, de la
impresión recibida. Junto a él lucían las dos extrañas gemas. Con un estremecimiento
las recogí y las guardé en un bolsillo, mientras me decía que una vez separadas de la
momia, habrían perdido sus hipnóticas propiedades. La transmutación de las almas…
Horrenda idea, en verdad. Porque si el cambio se verificase al aire libre, donde el
cuerpo de la momia no tardaría en empezar a descomponerse… Si hubiera sucedido
ese fenómeno fuera de la tumba, sin darme tiempo a retirar de mis ojos las piedras…
en aquel momento me encontraría completamente deshecho, mientras el sacerdote
estaría andando, resucitado… ¡y con mi cuerpo!
Presa de intenso terror, eché a correr por el pasadizo, dejando allí los cuerpos de
Weildam y del sacerdote de Sebek, sin más miras que las de hallarme otra vez bajo el
cielo del desierto. Cuando al fin pude ver el estrellado firmamento, llené de aire mis
pulmones y continué hasta la tienda… para sacar de mi equipaje la botella de whisky
y tomar unos cuantos tragos, y mirarme luego al espejo durante varios minutos, feliz
al encontrarme sano y salvo… y en posesión de una fortuna. Aquellas gemas debían
de valer un dineral. Aunque las depositase en un museo, la gratificación consiguiente
ascendería lo menos a…
Entonces me sentí impulsado a poner por escrito las recientes experiencias, y me
senté ante mi máquina portátil y comencé a referir la presente historia, a la luz de un
farol de petróleo.

***

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Mañana mismo me marcharé de aquí. Abandonaré Egipto para siempre, dejando
detras esta tumba, cuya entrada volveré a cerrar, pero esta vez quedará bien oculta,
para que nadie más pueda encontrar el camino de esa subterránea cámara de horrores.
Mientras escribo, agradezco a los Cielos la existencia de la luz, la luz de mi farol,
que disipa el horrendo recuerdo de aquellas tinieblas, y también me felicito por haber
dejado frente a mí el espejo, que me devuelve la imagen de un rostro joven y sano y
me ayuda a olvidar el terrible momento en que los brillantes ojos de la momia me
miraban fijamente… y me hicieron cambiar mi cuerpo vivo por el reseco del
sacerdote. ¡Gracias a Dios que conseguí arrancarme esas joyas a tiempo!
He formado una teoría acerca de las dos gemas. Yo sé que resulta increíble pensar
en el poder hipnótico de un cerebro que se extinguió hace tres mil años, y que
deseaba volver a vivir. Aquel deseo de resurrección, transmitido a las gemas mágicas,
y retenido por éstas a lo largo de milenios, había de cumplirse cuando los ojos de otro
hombre mirasen las joyas, ¡y ese otro hombre había sido yo! ¡Yo! En aquel instante,
las gemas «vivientes» habrían de hipnotizar al intruso, para transmutar su alma con la
del difunto, que resucitaría en un nuevo cuerpo, un cuerpo que por unos minutos
había sido el mío. Repito: gracias al Cielo que logré reaccionar a tiempo y arrancar de
mis ojos esas malditas gemas.
Voy a examinarlas ahora con detenimiento. Desde luego que son extrañas,
amarillentas, brillantes, lisas… No parecen de este mundo. Es posible que los
expertos de los museos de El Cairo puedan clasificarlas. En todo caso, valen una
fortuna, por su rareza y… Pero no debo mencionar su procedencia. ¿Cómo iba a
explicar su descubrimiento… y la muerte de Weildam? Claro que a pesar de la
belleza de estas piedras, no puede admitirse la teoría que sobre las mismas formuló el
infortunado arqueólogo: la de que son un don de los dioses. ¡Sencillamente absurdo!
Y, sin embargo, ese color que va cambiando poco a poco, esa extraña luminiscencia
que irradian, como si estuviesen vivas…
Ahora están brillando tan intensamente como cuando las iluminaba el haz de la
linterna de Weildam, como lucían cuando estaban en el rostro de la momia. Y estoy
recibiendo el mismo influjo que antes. Sé que no debería seguir mirándolas, porque
me recuerda la horrible experiencia sufrida, pero… son tan atractivas… Ahora están
cambiando de color. Rojizo. Me siento más animado, con un agradable calorcillo en
las venas. ¿Para qué voy a apartar la vista, si no me hacen daño?
No; no me hacen daño… a no ser que conserven aún algo de su anterior poder.
¿Será posible que lo conserven, aunque ya no estén en las órbitas del sacerdote?
Vuelvo a sentir la misma sensación, más fuerte todavía. Sí; deben de seguir
ejerciendo su influjo. Y yo no quiero volver al cuerpo de la momia, pero es raro que
ahora que no puedo quitármelas, porque no las tengo puestas… Debo mirar hacia otro
sitio. Sé que puedo pensar, porque estoy pensando. También puedo escribir, pero esos
ojos luminosos, que me miran desde el tablero de la mesa, junto a la máquina, parece
que estén aumentando de tamaño, y su luz, cada vez más fuerte… cada vez más

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rojiza… Roja. Escarlata. Tengo que apartar la mirada. La aparto. Menos mal. He
podido dejar de mirar a las gemas, pero no veo nada. ¡Me he quedado ciego! Tal vez,
porque me las quité de las cuencas de mis ojos. Y como el sacerdote no tenía ojos…
¿Qué me está ocurriendo? Estoy sentado en la oscuridad, y pulso a tientas las
letras de mi máquina. Y ahora siento que pierdo peso, me noto más ligero. Ya sé lo
que me pasa. Estoy otra vez en el cuerpo de la momia. El deseo que conservaban las
gemas se está cumpliendo. Y yo… oh, Dios mío… Noto que mi cuerpo se está
desintegrando. Es el aire libre. Empieza la descomposición, y oigo el rumor de unos
pasos, cerca de la entrada de la tumba; pero no puedo ver quién viene, aunque ya lo
sé, no puedo respirar ni ver, pero tengo que seguir escribiendo a ciegas, no tengo
fuerza para mover los dedos, no alcanzo a apretar el botón de las mayúsculas, pero
me comprenderán, quienquiera que lea esto debe matar al que sale de la tumba, es
inútil, la carne se cae de mi cara, de mis dedos, estoy deshaciéndome a pedazos, no
puedo mover la palanca del carro que sepan que la maldita magia egipcia es
peligrosa, maldito sebek, que todos lo sepan cuidado con sebek se llama sebek sebek
seb seb se bse bsk s sssss s s s.

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EL ABSCESO

The mannikin (1937)

Ante todo, he de declarar que no puedo demostrar la autenticidad de esta historia. Tal
vez haya sido una pesadilla, o, lo que sería peor, un síntoma de algún grave
desequilibrio mental, pero yo sé que es verídica. Después de todo, ¿qué sabemos de
lo que puede ocurrir en este mundo? Estamos acostumbrados a leer diariamente
numerosas relaciones de increíbles monstruosidades y extrañas perversiones. Cada
guerra, cada nuevo descubrimiento científico o geográfico sirve para comprobar una
vez más que el mundo que habitamos no es el ameno lugar que tanto nos gusta
imaginarnos. Por tanto, ¿cómo vamos a estar seguros de nuestros conceptos
concernientes a lo que es, a lo que debe ser la realidad?
Un hombre, de entre un millón, recibe conocimientos y revelaciones que causan
verdadero espanto, mientras que el resto de sus semejantes sigue viviendo, por
fortuna, sin sospechar siquiera la existencia de ese «saber». Algunos de los sabios que
tras eventual desaparición vuelven a la luz pública son considerados como locos, al
paso que otros se reservan para sí lo que han aprendido, con lo que demuestran
sensatez y sagacidad. Todos hemos leído relatos de serpientes de mar, leyendas de
enanos y gigantes, horrendos informes de experimentos biológicos… Y, por otra
parte, estamos enterados de que aún existen caníbales y necrófilos, asesinos maníacos
y practicantes de la brujería y el espiritismo. Por eso… cuando pienso en lo que vi
con mis propios ojos y lo comparo con todas estas otras muestras de anormalidad,
temo por mis facultades mentales.
El doctor Pierce me recomienda siempre que tenga calma, que no me preocupe
demasiado. Y también fue él quien me aconsejó que escribiese este relato, a fin de
descargar mi mente y despojarme de mis temores, pero yo no puedo calmarme. No
me calmaré hasta que sepa la verdad, de una vez por todas. Hasta que me halle
completamente convencido de que esos temores no se fundan en una horrenda
realidad.
Ya tenía yo los nervios un poco alterados cuando llegué a Bridgetown para pasar
allí un período de reposo. Había trabajado mucho en mi clase de la universidad, en el
curso del año, y me sentía contento de encontrarme lejos de la rutina diaria, siquiera
por una corta temporada. Y si elegí el pueblo de Bridgetown para disfrutar mis
vacaciones, fue por el hecho de que en su lado abundan las truchas, y yo soy un
apasionado de la pesca. También era un veterano en este deporte el dueño del hotel
adonde fui a alojarme, míster Gates, cuyo padre había montado una industria

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pesquera a finales del pasado siglo. Y como las habitaciones eran limpias y
espaciosas, y la comida muy abundante y excelentemente preparada por la hermana
del hotelero, ¿qué más podía desear?
El primer día de mi estancia en Bridgetown me encontré casualmente con Simon
Manglore. Lo había conocido en la universidad, durante mi segundo año como
profesor de literatura. Incluso entonces me había impresionado su aspecto, y no sólo
por sus características físicas, pese a que éstas eran bastante inusitadas. Simon
Manglore era de elevada estatura y delgada complexión, pero siempre andaba
encorvado hacia delante, no como un verdadero jorobado, sino como si padeciera
algún tumor situado bajo el omóplato izquierdo. Resultaba obvio que hacía lo posible
por ocultar la deformidad, pero era tan prominente que sus esfuerzos no obtenían el
efecto apetecido.
Por lo demás, y aparte esta malformación, bien podría haberse considerado a
Simon como un hombre de grata presencia. Con sus oscuros cabellos y sus ojos
grises, parecía un ejemplar de la clase más inteligente de la humana sociedad. Y a
este respecto, he de indicar que fue su inteligencia, precisamente, lo que más me
impresionó. Sus trabajos eran verdaderamente singulares, pues en muchos casos
revelaban el genio de su autor. Pese a la morbosa tendencia de todas sus obras,
ensayos y poesías, no podía dejar de advertirse la notable imaginación capaz de
producir esos escritos. Uno de sus poemas, «La Bruja Ahorcada», le valió el premio
«Edsworth Memorial» del año en que lo presentó a concurso, y varios de sus mejores
trabajos fueron publicados en algunas colecciones privadas.
Otra de la facetas de la personalidad de Simon consistía en su propensión a la
soledad. No alternaba nunca con los demás estudiantes, a muchos de los cuales les
habría complacido su compañía, debido a su afable carácter y a su vasto
conocimiento en materia de arte y literatura. De todos modos, y paulatinamente, fui
ganándome su confianza, y con ella, su amistad, hasta el punto de que llegó a
invitarme a su alojamiento, donde mantuvimos interesantes conversaciones. Así me
enteré de su afición a las ciencias ocultas y de su ascendencia italiana. Uno de sus
antepasados había sido un agente secreto de los Medicis. Y gran parte de su familia
había emigrado a América, huyendo de ciertos cargos presentados contra sus
miembros por el tribunal de la Sagrada Inquisición.
También me habló Simon Manglore de sus estudios en los terrenos de lo
desconocido, y me enseñó dibujos que había realizado inspirándose en sus sueños, así
como una serie de extrañas imágenes de arcilla. Los estantes de su biblioteca
contenían infinidad de libros antiguos, entre los que vi el «De Masticatione
Motuorum (sic) in Tumulis», de Ranfts, publicado en 1734; el valiosísimo «Cabala of
Saboth», traducción griega de alrededor del 1686; los «Comentarios sobre Brujería»,
de Mycroft, la ignominiosa obra de Ludvig Prinn, «Misterios del Gusano».
Muchas visitas hice al departamento de Simon Manglore, antes de que éste
abandonara súbitamente sus estudios en la universidad, hacía ya dos años, a causa del

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fallecimiento de sus padres, acaecido en una ciudad del Este. Se había marchado sin
despedirse de nadie, pero eso no obstó para que yo siguiera respetándole y admirando
su capacidad de trabajo, y, sobre todo, para que me sintiese interesado en sus
proyectos, uno de los cuales era un libro sobre la historia de la supervivencia de
cultos mágicos en los Estados Unidos. No había vuelto a tener noticias suyas, porque
no me escribió ninguna carta, y por eso me sorprendí aún más, al tropezarme
inopinadamente con él en una calle de Bridgetown.
Simon me reconoció al punto. Y fue quien se dirigió a mí, para saludarme, porque
yo no le habría reconocido, debido al cambio experimentado en su aspecto. Al
estrecharle la mano, reparé en su descuidada apariencia, lo mismo que en la delgadez
de su rostro, más pálido que en la última ocasión en que lo había visto. Además,
mostraba violáceas ojeras y una mirada apagada y su voz sonaba con tono más ronco
que antes, mientras me preguntaba por mi estado de salud y por el motivo de mi
presencia en aquel pueblo. Tras haberle contestado, escuché a mi vez lo que me dijo,
al explicarme que vivía en Bridgetown, que había vivido allí desde la muerte de sus
padres, que estaba trabajando intensamente en la redacción de un libro, pero que los
resultados de su tarea justificarían sobradamente los esfuerzos que en aquellos días
realizaba. Luego añadió que le gustaría charlar un largo rato conmigo. Por desdicha,
se hallaba muy atareado, aunque era posible que fuese a verme al hotel la semana
próxima. A continuación, murmuró una frase de saludo y giró sobre sus talones, para
alejarse con rápidos pasos. Y entonces recibí otra impresión, al advertir que el bulto
de su espalda había aumentado de tamaño, hasta adquirir casi el doble del volumen
que tenía dos años atrás. Por lo visto, el exceso de trabajo le había costado a Simon
una buena parte de sus energías, porque aquel absceso… o lo que fuera, resultaba ya
imposible de disimular. ¿Y si se tratase de un sarcoma?
Con un estremecimiento, opté por volver al hotel. Y a lo largo del trayecto no
pude por menos de apiadarme por la desdicha que afligía a aquel amigo y ex alumno
mío, cuya salud se hallaba minada. Me propuse hacer lo que estuviese a mi alcance
para aliviar su situación, pero antes de llegar al hotel se me ocurrió otra idea: la de
interrogar a míster Gates acerca de Simon Manglore y sus trabajos, ya que el dueño
del establecimiento podía estar enterado de todo lo referente a él y facilitarme
algunos datos sobre su curiosa transformación. Minutos después, busqué a míster
Gates y le expuse mi deseo. Y lo que oí no me satisfizo en absoluto. Al parecer, los
habitantes del pueblo no simpatizaban con Simon Manglore, ni tampoco habían
mantenido cordiales relaciones con su familia, cuyo apellido seguía teniendo mala
fama desde los tiempos en que el primero de sus miembros había llegado a la
comarca. Brujas y hechiceros. Así calificaban los vecinos de Bridgetown a todos los
Manglores, los cuales habían procurado ocultar siempre sus actividades, mas sin éxito
alguno, pues las gentes del pueblo sabían fisgar en vidas ajenas. Por otra parte,
parecía que todos los miembros de esa familia estaban afectados por deformidades
físicas, que los ponían aún más en evidencia. Algunos de ellos habían nacido en

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extrañas circunstancias y con malformaciones; otros habían sido acusados de causar
«mal de ojo», y no faltaban entre ellos los que veían mejor de noche que de día. En
cuanto al propio Simon, no era el primero de su familia que padecía abscesos o
sarcoma en la espalda, ni mucho menos. Su abuelo había sufrido un tumor por el
estilo, y también el abuelo de su abuelo.
En opinión de Gates, los Manglores practicaban una especie de segregación
familiar, lo cual inducía a suponer que todos ellos se dedicaban a nefandas
actividades de brujería. Prueba de ello, según Gates y sus convecinos, era el hecho de
que los Manglores hubieran esquivado siempre el trato con la gente del pueblo,
apartados como vivían en su viejo caserón de la colina. Además, nunca asistían a las
ceremonias religiosas. Y por si fuera poco, todos estaban enterados de su afición a
pasearse por los campos durante las horas de la noche, cuando las personas
conscientes y respetables se hallaban entregadas al descanso.
Por mi parte, pensé que tal vez tuvieran los Manglores sus buenas razones para
desear que nadie fuese a visitarles, cosas que querían mantener ocultas en su casa,
quizás cosas de valor, pero la gente afirmaba que no había allí nada de valor, sino
libros, tratados de brujería, de los que sacaban fórmulas mágicas para obrar hechizos.
El caso era que todos los miembros de aquella familia habían actuado de modo
misterioso, y era lógico que suscitaran sospechas. Y por lo que pude escuchar de boca
de Gates, el peor de todos era el propio Simon.
Simon había venido al mundo en medio de desgracias. Su nacimiento ocasionó la
muerte de su madre. Luego, y por espacio de varios años, nadie le había visto. Su
padre y un tío suyo se habían encargado de criarle y cuando cumplió los siete años le
enviaron a un colegio de fuera de la población. En ese internado estuvo hasta los doce
años, que fue cuando volvió a su casa, para coincidir con el fallecimiento de su tío,
que según algunos, se había vuelto loco de repente y había sufrido una hemorragia
cerebral. Aparte el bulto que presentaba en la espalda, Simon era entonces un chico
de agradable apariencia. Habíase ausentado nuevamente, para regresar dos años atrás,
a la muerte de su padre, que murió en el caserón sin que nadie lo supiera. Su cuerpo
no había sido descubierto hasta varias semanas después, cuando un vendedor
ambulante llamó a la puerta y se decidió a abrirla para echar un vistazo al vestíbulo,
al no recibir respuesta. Allí estaba Jeffry Manglore, muerto en un sillón, con los ojos
abiertos y expresión aterrorizada. Frente a su cuerpo se encontró un enorme libro,
cuyas páginas mostraban extraños e indescifrables garabatos.
El médico que reconoció el cadáver dijo que la muerte había sido debida a un
colapso, pero el vendedor ambulante no estaba tan seguro de tal cosa… y habría
registrado gustosamente toda la casa, si no hubiera sido por otro hecho misterioso: la
inesperada llegada de Simon, aquella misma noche.
La gente del pueblo sabía que nadie le había avisado lo ocurrido, por la sencilla
razón de que todos ignoraban su paradero. Tampoco sirvió para aclarar la cuestión la
presentación por Simon de una carta escrita por su padre, en la que éste le advertía

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que se sentía muy enfermo y temía un fatal desenlace. En consecuencia, los vecinos
empezaron a murmurar y a rehuir a Simon, que acabó por recluirse en su casa y no
bajar al pueblo sino cuando tenía necesidad de comprar algunas cosas, entre las que
se contaban drogas sedantes. Por su parte, no se mostraba tampoco muy accesible, ya
que hablaba poco y solía responder escuetamente a lo que se le preguntaba, si bien
con cortesía. Y al paso que sus visitas iban haciéndose cada vez menos frecuentes, la
gente del pueblo aceptó el rumor de que estaba escribiendo un libro, antes de dedicar
sus comentarios al creciente bulto que deformaba su espalda.
Lo que más extraño resultaba era que Simon, pese al inconfundible mal que le
afectaba, no hubiera acudido nunca al médico. Por si fuera poco, notábase que su
constitución física se hallaba en declive. Cada vez que se le veía ofrecía la impresión
de estar más débil y avejentado, hasta el punto de que empezaba a parecerse a su tío.
Con todas estas circunstancias, compréndase que los vecinos de Bridgetown
prodigaran sus comentarios sobre aquel miembro de la familia Manglore, la cual
había provocado hablillas en el pueblo a lo largo de varias generaciones.
Más tarde, la especulación de la gente del pueblo tuvo nuevos y más tangibles
motivos en que basarse, a causa de las visitas que Simon realizaba a algunas aisladas
fincas de la comarca. Al presentarse en esas casas de campo, Simon declaraba que
estaba escribiendo un libro sobre folklore, e interrogaba a los ancianos acerca de
viejas leyendas y creencias, como por ejemplo, la del «Mensajero Negro». También
preguntaba si había allí alguna «casa encantada» o que tuviera fama de albergar
fantasmas, así como si recordaban historias concernientes a sacrificios de ganado
efectuados en algún aquelarre. Esta clase de preguntas no hizo más que despertar la
prevención de los campesinos, los cuales, aun en caso de haber dispuesto de tal
información, jamás la habrían revelado a aquel hombre que era un forastero para
ellos. Por eso tropezaba Simon con respuestas evasivas o rotundas negativas
dondequiera que fuese.
Uno de los granjeros, llamado Thatcherton, declaró que Simon se había
presentado en su casa una noche, a eso de las ocho, para preguntarle si sabía dónde se
encontraba un cementerio abandonado que debía de hallarse cerca de allí. Según
afirmó Thatcherton, el visitante daba señales de gran agitación y hacía constantes
alusiones a los «secretos de la tumba», al «decimotercer pacto», al «Banquete de
Ulder» y al «cántico de Doel». También se refirió al «ritual del tío Yig», y quiso
saber si se celebraban extrañas ceremonias en los bosques de los alrededores, y si de
vez en cuando faltaba alguna cabeza de ganado. Luego, al responder el dueño de la
casa negativamente y prohibir la entrada en su finca al desazonado Simon, éste había
montado en cólera y empezado a protestar. Pero entonces había ocurrido un hecho
misterioso, y fue que Simon palideció y se calló de repente, para excusarse y
marcharse enseguida. Por lo visto, debía de sentirse acometido por súbitos
retortijones, pues Thatcherton vio que se alejaba doblado por la cintura y con
expresión de intenso dolor. Y también…

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También creyó haber visto Thatcherton otra cosa, pero no quería dar crédito a sus
ojos. Al menos, le había parecido que el enorme bulto formado por el absceso de
Simon… ¡se movía! Algo así como si su visitante hubiera llevado algún animal a la
espalda, bajo su chaqueta, pero como se encontraba impresionado por el tema de la
conversación, no se fijó con suficiente atención como para poder asegurarlo más
tarde. Lo que no obstó para que se apresurase a difundir lo que había visto, o, mejor
dicho, lo que había creído ver. A partir de aquella vez, Simon se había recluido en su
casa y no había vuelto al pueblo hasta pocos minutos antes, que fue cuando yo lo
había encontrado.
No me sentía yo muy dispuesto a admitir aquellos datos. Mi larga experiencia me
había enseñado a desconfiar de tales rumores. Conocía de sobra la psicología rural
para saber que cualquier hecho inusitado suele suscitar recelos entre los campesinos.
¿Que la familia Manglore había vivido apartada del trato de los demás? Bueno, ¿y
qué? Casi todas las familias de origen extranjero acostumbran hacer eso. Y el hecho
de que algunos de sus miembros presentaran deformidades físicas no quería decir que
fuesen hechiceros. La fantasía popular ha tachado muchas veces de brujos a los
pobres contrahechos. ¿Que los Manglores leían libros raros? Nada de particular u
ofensivo tenía esta costumbre. Como tampoco, el hecho de que algunos de ellos
viesen mejor de noche que de día. En cuanto a la propensión a la locura que también
se les atribuía… era lógico que unos seres que vivían en casi perpetua soledad se
comportasen de modo desusado, pero Simon no tenía nada de desequilibrado. Al
contrario, siempre había revelado inteligencia y claridad de juicio, aparte su pasión
por el ocultismo, claro está. Su error había consistido en buscar informes para su libro
entre los iletrados y desconfiados campesinos, sin tener en cuenta que éstos
reaccionarían cazurramente, de acuerdo con su condición.
De todos modos, me propuse ir a hablar cuanto antes con mi ex alumno, para
tratar de persuadirle a librarse de tan desfavorable ambiente y convencerle de la
necesidad de someterse a los cuidados de un buen médico. Porque era una lastima
que su genio creador se perdiese en aquel pueblo. Con tal propósito, cené y me
acosté. Y a las cinco de la tarde del día siguiente eché a andar por la carretera, rumbo
a la casa de los Manglores. Confieso que al ver aquel enorme y viejo caserón, con sus
desencajadas ventanas y su general aspecto de abandono, no pude evitar un
estremecimiento, pero me repuse enseguida y me acerqué a la puerta, tirando del
cordón de la campanilla. Segundos después, el rumor de unos espaciados pasos me
indicó que alguien acudía a recibirme. Y al abrirse la puerta con inesperada
brusquedad…
Aquí estaba Simon, más encorvado que nunca, apretados los puños a ambos lados
de su escuálido cuerpo y mirándome con expresión de contenida rabia. Su aspecto
evocaba el de una fiera preparada para saltar sobre su presa. Y sus enrojecidos ojos se
fijaron en los míos, al par que su voz sonaba con acerba entonación:

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—Ya está viendo cómo me encuentro hoy. Márchese de aquí. No sea idiota y…
¡largo de aquí!
Y cerró de un portazo.

***

De regreso en la habitación del hotel, procuré sacudir mi aturdimiento, a fin de


razonar. Era muy posible que el pobre Simon se encontrase gravemente afectado por
algún trastorno nervioso, como parecía indicarlo uno de los rumores que circulaban
por el pueblo, con respecto a sus compras de productos sedantes, en la farmacia. Y
yo, un tanto influido por el relato del dueño del hotel, había llegado a creer que estaba
desequilibrado, a causa de su brusca reacción. Prometime entonces que volvería a
visitarle y me disculparía, y que a continuación haría lo posible por convencerle de
que debía marcharse del pueblo y ponerse en tratamiento, pues sus nervios lo estaban
consumiendo.
A la mañana siguiente, Simon Manglore me recibió de muy distinta forma que el
día anterior. A pesar de su aspecto enfermizo, su mirada y su voz eran los de siempre,
los que yo había conocido en la universidad. Tras haberse excusado por su actitud
hacia mí, me aseguró que estaba decidido a tomarse una temporada de reposo, ya que
comprendía el peligro que corría si se esforzaba demasiado con su trabajo. Por otra
parte, se sentía contento, porque estaba a punto de terminar el libro que escribía. Sólo
le faltaban unas cuantas páginas…
A poco, el tema de la conversación fue variando insensiblemente, hasta que
recayó en los recuerdos de la facultad, de los días en que él y yo cambiábamos
pareceres sobre diversas cuestiones y sobre muchos otros puntos que me impidieron
dirigirle preguntas directas acerca de su estado de salud, lo que no obstó para que
advirtiese que no era normal. En efecto, no dejó de notar la intensa palidez de su
rostro, reveladora de pobreza de sangre, tensión nerviosa y muchas otras causas, y
también el monstruoso aumento de volumen experimentado por aquel bulto en la
espalda, que tanto temía yo que dado su anormal y alarmante aspecto, fuese un tumor
canceroso.
Aprovechando una pausa, le interrogué a propósito de su trabajo. Y me contestó,
en tono vago, que era bastante complicado y que no quería excitarse con la relación
de sus interesantes descubrimientos en el campo de la brujería. Luego se refirió a sus
estudios e investigaciones sobre los demonios llamados «familiares», que según
creencia popular son los emisarios de Satanás y asisten a las brujas en sus prácticas,
adoptando forma de pequeños animales. Y seguidamente indicó que en su libro aludía
a la alimentación de estos familiares por medio de sangre extraída de los cuerpos de
brujas y hechiceros, así como a los efectos de ciertos desórdenes glandulares en los

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casos conocidos como de «posesión diabólica». Al llegar a este punto, Simon se calló
bruscamente y dijo que se sentía fatigado.
Mientras le seguía por el pasillo, en dirección al vestíbulo, pude notar la
extremada delgadez de aquel pobre joven que parecía un viejo achacoso, así como la
enorme hinchazón de su espalda y el temblor que agitaba su cuerpo, tan extraño, que
el bulto daba la impresión de moverse. Entonces recordé el relato que Thatcherton
había hecho circular en el pueblo, insinuando que aquel tumor fuese algún animal
escondido bajo la chaqueta de Simon. Claro que la suspicaz mentalidad de un
campesino podía inducirle a creer muchas cosas, incluso inverosímiles.
Una vez en la puerta, Simon se volvió hacia mí y me deseó buenos días, pero no
me ofreció la mano. Resultaba obvio que quería despedirse cuanto antes, y además,
no cabía duda de que había vuelto a acometerle el dolor que tanto había extrañado a
Thatcherton; un dolor que crispaba sus facciones y le obligaba a encorvarse
notablemente, como la noche anterior, como si se dispusiera a arrojarse contra mí.
Pese a que me hallaba prevenido, no pude evitar que mi expresión trasluciera la
sorpresa que me dominaba. Simon abrió la boca como si fuera a decirme algo, pero se
agachó aún más y emitió una estridente risotada, cuyo sonido me produjo un
estremecimiento, antes de echarse atrás y cerrar la puerta con violencia.
Perplejo y atemorizado, empecé a caminar hacia el pueblo, en tanto me
preguntaba si Simon Manglore no habría perdido la razón. Porque lo que acababa de
hacer no era propio de un hombre normal. ¿Hasta dónde le conducirían sus alterados
nervios?

***

Tras una noche de concienzudas reflexiones, decidí que no había tiempo que perder.
Tuviese o no que terminar su condenado libro, Simon Manglore debía marcharse
cuanto antes a un sanatorio, porque su equilibrio mental se hallaba en gravísimo
peligro. Y puesto que sabía lo inútiles que habrían resultado mis esfuerzos por
convencerle en tal sentido, me propuse emplear métodos más coercitivos que el
simple intento de obligarle a razonar. En consecuencia, aquella misma tarde fui en
busca del doctor Carstairs, el médico del pueblo, y después de referirle lo que había
llegado a mi conocimiento con respecto a Simon, le sugerí que me acompañase a su
casa. Accedió a mi petición y preparó inmediatamente su maletín con lo necesario
para efectuar un completo reconocimiento del enfermo.
Poníase el sol en el momento en que monté en el asiento posterior del coche del
doctor Carstairs. Al cabo de un rato nos aproximamos al caserón, y como ambos
íbamos en silencio, podíamos oír los graznidos de los cuervos que pululaban por los
alrededores. Por eso oímos también el escalofriante alarido que de pronto partió de
aquella aislada casa, y que hizo que asiese a mi acompañante de un brazo. Poco

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después corríamos por el sendero que llevaba a la escalinata, tirando con fuerza del
cordón de la campanilla y aporreando la puerta con los puños. En vista de que nadie
acudía, optamos por introducirnos por una ventana lateral y a continuación el doctor
Carstairs encendió su linterna y me precedió por las silentes y desiertas habitaciones,
hasta la puerta del estudio, donde Simon y yo habíamos estado hablando el día
anterior. Sin consultarnos previamente, empujamos la puerta… y proferimos una
horrorizada exclamación.
Simon Manglore yacía boca abajo en el suelo, sobre un charco de sangre. Sus
ropas aparecían desgarradas desde el cuello a la cintura, de modo que toda la espalda
quedaba al descubierto. Y cuando vimos… lo que vimos, nos apoyamos el uno en el
otro y luego procedimos a hacer lo único que podía realizarse en aquellas
circunstancias, pero con la vista apartada de aquella «cosa» monstruosa que estaba
sobre la espalda del muerto.
Por fortuna, las impresiones fuertes aturden a un hombre y le embotan los
sentidos, porque de lo contrario, la reacción podría resultar fatal. Ahorraré al lector
descripciones detalladas, y sólo diré que el doctor Carstairs y yo, de mutuo acuerdo,
destruimos sin tardanza los documentos y libros que encontramos en la biblioteca del
infortunado Simon, así como la obra que no había terminado de escribir. Los
quemamos en la chimenea, antes de ir en busca de la policía. Y si el doctor hubiera
hecho prevalecer su criterio, también debíamos haber destruido aquella
monstruosidad, pero la dejamos para que la viesen las autoridades. Y a continuación
nos marchamos al pueblo, donde aún me quedaba otra cosa que destruir: la carta que,
dirigida a mi nombre, encontré sobre el escritorio de Simon, y que entre otras cosas
decía lo siguiente:
«… y por eso me decidí a estudiar artes de brujería, porque eso me obligó a
hacerlo. Si yo pudiera expresarle el horror que sentí al saber que había nacido con ese
monstruo pegado a mi cuerpo… Al principio, era muy pequeño. Los médicos dijeron
que se trataba de un hermano gemelo cuyo desarrollo se había interrumpido durante
la gestación, ¡pero estaba vivo! Tenía cabeza y dos manos y sus piernas se hundían en
mi propia carne, como si fueran raíces…
»Por espacio de tres años los médicos lo tuvieron sometido a estudio,
secretamente, claro está. Su posición era siempre la misma, de cara a mi espalda y
con las manos sujetas a mis hombros. Tenía unos pulmones rudimentarios, pero
carecía de aparato digestivo. Por eso se nutría mediante un tubo flexible que lo
conectaba con mi cuerpo. ¡Y crecía! Fue creciendo poco a poco, y llegó el momento
en que abrió los ojos y le salieron los dientes. Una vez le mordió en la mano a uno de
los médicos, y éstos decidieron enviarme a casa, donde mi padre no conocía la verdad
del caso, ni se enteró hasta poco antes de mi llegada. Qué cambio hubo entonces en
casa… ¡Qué cambio infernal!
»El monstruo me hablaba. Movía sus ojos enrojecidos, en esa cara de mono, y me
pedía constantemente, con su vocecilla chillona: “Más sangre, Simon; quiero más

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sangre”. Y seguía creciendo. Yo tenía que alimentarlo dos veces al día y cortarle las
uñas de sus negras manecitas.
»Lo que nunca sospeché en mi niñez fue que llegara a dominar mi voluntad. Si lo
hubiera sabido, habría sido capaz de matarme, porque los médicos habían dicho que
la separación quirúrgica resultaría fatal para mí. El año pasado me ordenó que
escribiera este libro… y a veces me obligaba a salir de noche, con extraños
cometidos. Su sed de sangre era insaciable, y yo me sentía cada vez más débil. Traté
de resistirme, pero sin éxito alguno. Tampoco dieron resultado mis estudios sobre los
demonios familiares, con miras a desembarazarme de su dominio. Todo fue inútil.
Eso siguió creciendo y conforme adquiría vigor se volvía más atrevido, más
exigente… No sé si participar en un aquelarre para…
»Sé que estoy volviéndome loco. La constante pérdida de sangre… Ahora, eso ha
logrado dominarme por completo. Sabe que no puedo salir de casa, por temor a que
se mueva y asuste a la gente. Y aprovecha mis estados de inconsciencia para dictarme
lo que tengo que escribir en mi libro, el cual es obra suya, de su diabólico cerebro, y
no mía. Sé que usted pretende llevarme a un sanatorio, pero él se opondrá. Incluso en
este momento noto sus mandatos cerebrales, con los que me ordena que deje de
escribir esta carta, pero yo no le obedeceré. Quiero que destruya todos los libros
antiguos que están en mi biblioteca. Y por encima de todo, quiero que me mate, en
caso de que advierta que este horrible enano se ha apoderado totalmente de mi
voluntad, porque sólo Dios sabe lo que intentará hacer, si llegara a subyugarme por
completo. Le aseguro que me cuesta mucho escribir, con esas órdenes de que deje la
pluma y rompa el papel. No cederé. Debo seguir escribiendo, hasta que le ponga en
antecedentes de todo lo que esta horrenda criatura me ha comunicado: sus planes
demoníacos, lo que se propone hacer en el mundo, en cuanto haya acabado de
esclavizarme. No puedo ni siquiera pensar en lo que escribo, pero lo escribiré. Me ha
dicho… Me está clavando las uñas en el cuello, no pue…».
Así terminaba aquella carta, que Simon Manglore no pudo concluir porque cayó
muerto. El monstruo no quiso que sus secretos se divulgaran. Por eso habíase elevado
un poco más por la espalda de Simon, para abrazarse a su cuello… para mordérselo y
roérselo hasta que le produjo la muerte.

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LA CASA DEL HACHA

House of the hatchet (1941)

Daisy y yo estábamos disfrutando de una de nuestras corrientes peloteras. La


discusión se había originado con respecto a la póliza de seguros, pero al cabo de un
rato, agotado el tema, nos habíamos enzarzado en los acostumbrados argumentos.
—¿Por qué no te buscas un empleo, como todos los hombres normales —me
reprochó—, en lugar de pasarte la vida en casa, tecleando en la máquina de escribir?
—De sobra sabías que yo era un escritor —respondí— cuando te casaste
conmigo. Si tanto deseabas estar casada con un profesional, deberías haber
formalizado tus relaciones con aquel médico pobretón con quien salías entonces,
cuando nos conocimos. Ya sabías dónde se pasaba todo el día y podías encontrarle:
practicando cirugía con las salchichas que no paraba de comer en aquel bar.
—No tienes por qué burlarte de él. Al menos, George habría sabido lo que tendría
que hacer para traer provisiones a casa.
—¡Oh! Desde luego que era un gran proveedor. Siempre estaba proveyéndome de
motivos para reírme de él.
—Eso es lo peor que tú tienes, tu complejo de superioridad. Crees que eres mejor
que los demás… y aquí estamos, medio muertos de hambre. Pero tú continuarás
pagando los plazos de ese coche, para no darte de menos ante tus amigos del cine. Y
ahora tenías que subscribir esa póliza de seguro, para poder presumir ante todo el
mundo de que te preocupas por tu familia. Por supuesto que debería haberme casado
con George. Por lo menos, traería a casa algunas de esas salchichas, al terminar su
trabajo. ¿Con qué pretendes que me alimente? ¿Con papel carbón usado y con cintas
para máquina?
—¡Y qué culpa tengo yo de que no me compren mis obras! —exclamé
exacerbado—. Creí que aquel contrato iba a dar resultado, pero ya has visto que no.
Siempre pidiéndome dinero, siempre, ¿quién te crees que soy? ¿La gallina de los
huevos de oro?
—Muchos huevos de oro ponías últimamente, con los cuentos que mandaste a…
—¡Vaya, vaya! Menos mal que alguna vez… Lo malo es que no me gusta la
observación sobre el nuevo coche ni…
—Ya lo he notado. A ti te gusta cambiar de compañía y seguir bailando, ¿no es
eso? No creas que no me di cuenta de la forma en que bailabas con Jeanne Corey, en
la fiesta de Ed. Como que para estar más juntos… ¡ni aunque hubierais estado
metidos en un mismo corsé!

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—Bueno… no cites ahora a Jeanne, que no tiene ninguna relación con el asunto.
—No, ¿eh? Desde luego, tu esposa no tiene derecho a tomar el nombre de Jeanne
en vano. Muy bien, amigo. Siempre había sabido que eras un trabajador muy activo,
pero jamás habría sospechado que pudieras llegar tan lejos. ¿Le has dicho ya que es
tu nueva inspiradora?
—¡Diantres, Daisy! ¿Por qué has de interpretar torcidamente todo lo que digo?
—¡Oh! ¿Por qué no le suscribes un seguro, también? Seguro de bigamia, podría
llamarse.
—Déjate de pamplinas, ¿quieres? Menudo comienzo de aniversario.
—¿Qué aniversario?
—El nuestro, el de nuestra boda. ¿O es que no es hoy el 18 de mayo? Toma, mira
lo que te he traído.
—¡Oh, cariño! Un collar.
—Efectivamente, un pequeño dividendo de nuestra unión matrimonial.
—Pero ¿me lo has comprado… a pesar de todas las facturas que debemos?
—No te preocupes por eso. Y deja de hablarme junto al oído, que…
—Oh, querido, qué bonito es… Y pensar que me olvidé de que hoy era nuestro
aniversario de boda.
—Pues yo no lo olvidé. Escucha; he estado pensando en la posibilidad de dar un
paseo por ahí. Podríamos salir de excursión por la carretera de Prentiss, ¿qué te
parece?
—¿Como el día en que nos escapamos?
—Exactamente.
—Oh, querido… ¡Me encantaría! Y dime, ¿de dónde has sacado este collar?
Así eran nuestros corrientes diálogos, desde el día en que nos casamos: constantes
discusiones por cuestiones baladíes. Y lo curioso era que yo no sabía por qué. No
habría sido capaz de definir la situación como «incompatibilidad de caracteres», si
hubiera tenido que divorciarme. Tal vez aclare la cuestión si digo que yo estaba sin
un centavo y que Daisy era una mujer gruñona. Claro que la única manera de obligar
a Daisy a no rezongar, sin necesidad de taparle la boca, era la que yo había ideado
aquel día: regalo de aniversario de boda y recorrido de la ruta seguida en nuestra luna
de miel. Porque después de todo, mi esposa era bastante sentimental. Demasiado,
quizá, para mi gusto.
Admito que fuimos felices durante cierto tiempo. Yo acababa de vender una serie
de guiones a la agencia para la que trabajaba, y ella se había reunido conmigo, para
emprender juntos el viaje hacia Valos, donde habríamos de contraer matrimonio. Y
aquel día, tras el regalo del collar, me ilusioné pensando que volvíamos a los buenos
tiempos y que íbamos a hacer lo mismo. En efecto, estábamos recorriendo la misma
carretera, y Daisy se hallaba a mi lado, como entonces. Pero no era exactamente igual
que en aquel tiempo. Daisy había cambiado, aunque no mucho, físicamente. Su figura

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parecía la misma, al igual que la expresión de su rostro, pero sus ideas resultaban
muy distintas a las que solía expresar en la época en que nos conocimos.
Yo también era diferente del que había sido en aquellos días. Las primeras ventas
de guiones para la radio me habían ayudado a impulsar mi vida de casado. Luego
entré en relación con grandes personajes, y eso me costaba bastante dinero. Lo malo
era que últimamente no había conseguido vender ni una sola línea. Y no paraban de
llegar facturas a casa. Facturas y más facturas… y cada vez que me decidía a escribir
algo nuevo tenía que renunciar a mi propósito, pues no había forma de hilar
argumentos, por culpa de Daisy, que no cesaba de rezongar y rezongar… «¿Por qué
has tenido que comprar otro coche? ¿Por qué tenemos que pagar tanto alquiler? ¿Por
qué has subscrito una póliza de seguro? ¿Por qué te has comprado tres trajes?».
Por eso le compré el collar, para que dejara de fastidiarme. En fin, tal como iba
diciendo, suponía que aquel día podría olvidarme de las facturas, de los rezongos… y
de Jeanne. Por más que supiera que esto último habría de resultar más difícil, porque
Jeanne tenía un carácter apacible, a más de una buena renta, y nunca refunfuñaba y…
Con un esfuerzo, aparté de mi mente la idea de Jeanne y me concentré en lo que
estaba haciendo, conducir el coche por la carretera de Prentiss. Era obvio que Daisy
se sentía muy contenta. Llevábamos una maleta con los artículos necesarios para
pasar una noche fuera de casa, y de modo tácito, habíamos convenido en alojarnos en
el mismo hotel de Valos donde habíamos estado, tres años atrás, después de nuestra
boda. Al cabo de un rato, Daisy, que iba leyendo todos los letreros que
encontrábamos a ambos lados de la carretera, dio un grito y señaló:
—¡Fíjate, querido!
Sobresaltado, detuve el coche y leí:

¿PODRÁ SOPORTARLO?
LA CASA DEL TERROR

Y debajo, con caracteres más pequeños:

¡Visite la Mansión de Kluva! Entre en las Habitaciones Encantadas.


Vea el Hacha empleada por el Asesino Loco. ¿SE APARECEN LOS
MUERTOS?
Visite la CASA DEL TERROR, única atracción auténtica, en su género.
ENTRADA: 25 centavos.

Luego eché un vistazo al enorme y viejo caserón que estaba a pocos metros del
letrero, y que tanto se parecía a otros por el estilo, situados a lo largo de la carretera, y
ocupados por «mediums», magos indios y psicólogos yoguis; porque lo cierto era que
nos encontrábamos en una zona del país habitada por medicastros que se lucraban
con la credulidad de los turistas. Asi y todo, el dueño de la «Casa del Terror»
resultaba bastante original. Y lo mismo debió opinar Daisy, puesto que dijo:

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—Oh, querido, entremos. Estoy cansada de ir sentada tanto tiempo. Además, es
posible que vendan bocadillos y refrescos. Tengo hambre.
Otra de las particularidades de Daisy es su afición a las novelas y espectáculos
horripilantes, por las situaciones misteriosas y… «Tal vez —pensé— habríamos sido
más felices en nuestro matrimonio si me hubiera paseado por las habitaciones de mi
casa oculto el rostro detrás de un negro antifaz y acariciándole el pescuezo con un
hacha». Al ver la animada sonrisa con que me miraba, exhalé un suspiro de
resignación y puse el coche en marcha para llevarlo ante la puerta del caserón.
Seguidamente, bajamos y nos acercamos a la puerta, que en respuesta a nuestra
llamada se abrió con lentitud y con un chirrido escalofriante, al estilo de las mejores
películas «de miedo». En el hueco apareció la cara de un hombre de siniestra
expresión, que nos saludó con ronco acento:
—Buenas tardes, señores. Adelante, adelante. Bien venidos a la Mansión de
Kluva, bienvenidos. Son cincuenta centavos.
Pasamos al interior. Era un vestíbulo muy espacioso, que olía a humedad y a cosa
vieja, pero por lo demás, no impresionaba demasiado. Al menos, y al contrario que a
Daisy, a mí no me impresionó, más bien me indujo a pensar que si toda la casa estaba
encantada, los únicos «duendes» que la habitarían serían las cucarachas. En cuanto al
siniestro individuo que acababa de recibirnos, tendría que hacer algo fuera de lo
común, si pretendía convencerme. Por lo tanto, se limitó a decirnos:
—Es un poco tarde, pero creo que tendré tiempo para mostrarles la casa. Hace un
rato recibí a un grupo que venía de San Diego. ¿Qué les parece? Desde San Diego
hasta aquí, ¡sólo por ver la Mansión de Kluva! Les aseguro que no han gastado en
balde su dinero, no, señor.
«De acuerdo —pensé—. Ahórrate tus elogios y saca de una vez a tus fantasmas.
Dale un buen susto a Daisy, con ayuda de alguna batería eléctrica, y asunto
terminado, que no queremos perder más tiempo».
—¿Por qué está encantada esta casa? —preguntó entonces mi esposa—. ¿Y cómo
es que está usted aquí?
Una de las típicas preguntas de Daisy, a la que el hombre contestó:
—Muy sencillo, señora. Esta casa fue construida por Ivan Kluva, un director
cinematográfico ruso que vino aquí en el año «veintitrés», cuando el cine mudo, poco
después de que DeMille empezara a darse a conocer con sus películas. Kluva gozaba
ya de renombre en Europa y no le costó mucho conseguir un contrato. Construyó esta
casa y vivió aquí con su esposa. Dejando aparte sus actividades profesionales, en las
que no obtuvo muchos éxitos, les diré que lo primero que hizo fue enredarse con una
cantidad de ritos y cultos extraños… Ahora que recuerdo, había entonces en
Hollywood bastantes tipos raros. Era la época de la Ley Seca, y había muchos adictos
a las drogas, y escándalos y… y también había unos cuantos que practicaban la
brujería… No; no como esos embaucadores que tienen consultorios a los lados de la
carretera, no, señora. Los que yo digo eran auténticos. Y Kluva se relacionó con ellos.

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Tras haberse aclarado la garganta, nuestro guía, a quien yo había apodado ya
mentalmente «Pico de Loro», a causa de su ganchuda nariz, siguió diciendo:
—Yo creo que aquel hombre estaba un poco trastornado o que se volvió loco de
repente, porque el caso es que una noche, después de una reunión celebrada aquí,
mató a su esposa ante una especie de altar que había construido en uno de los cuartos
de arriba. Le cortó la cabeza con un hacha y desapareció. La policía vino aquí dos
días más tarde y encontró el cadáver, pero no halló ni el más leve indicio de Kluva.
Es posible que se tirase por el acantilado que está detrás de la casa, o que… En fin, el
caso es que mató a su mujer, como una especie de sacrificio que le permitiría
evadirse. Algunos de los miembros de aquel culto fueron detenidos, y hubo entre
ellos muchos comentarios referentes a la adoración de cosas o seres que otorgaban
dones, como por ejemplo, el de poder evadirse de la Tierra. Bueno, ya sé que todo eso
no es más que una idea fantástica, pero lo cierto es que la policía encontró una estatua
detrás del altar que no les gustó nada. La prueba es que no se la enseñaron a nadie y
que luego quemaron todos los libros que había por la casa. ¡Ah! También
persiguieron a los adictos a tal culto y los expulsaron de California.
Confieso que no soy más que un autor de cuentos cortos, pero aquella historia me
pareció inmensamente pueril. Creo que sería capaz de hilar un relato más interesante
que el referido por «Pico de Loro»; más interesante y más convincente. Luego calculé
la posibilidad de que la historia fuese verídica, pero así y todo, ¿qué tenía de
particular que un ruso chiflado y dado al ocultismo asesinara a su mujer? Esto
sucedía de vez en cuando. La obra de un loco, semejante a tantas otras como aparecen
diariamente en las columnas de la Prensa. «Pico de Loro» había comprado aquella
casa para explotar la negra fama que le había conferido el asesinato. Y nada más.
—A partir de entonces —agregó el guía—, la Mansión de Kluva quedó
deshabitada y… Bueno, no deshabitada por completo, porque aquí mora el espíritu de
la señora Kluva, sí, señor, ¡la Dama de Blanco!
«A la porra con esta trola —me dije—. ¡La “Dama de Blanco”! Por una vez, y
para cambiar, podía haber ido vestida de verde o de rosa, pero siempre ha de ser de
blanco. Parece el título de una película barata o de novela de tres al cuarto».
—Todas las noches anda por el corredor del piso de arriba —continuó «Pico de
Loro» con acento sepulcral—, en dirección a la cámara del sacrificio. Su cuello
cortado se ve a la luz de la luna, cuando pone otra vez la cabeza sobre el tajo… para
recibir el hachazo fatal. Luego lanza un alarido y se esfuma en el aire.
«Se esfuma en tu imaginación», pensé, aburrido.
El guía prosiguió:
—He dicho que la casa se quedó vacía, pero lo cierto es que de vez en cuando
entraban aquí vagabundos y maleantes para pasar la noche a cubierto. Pasaban la
noche, sí, pero no se marchaban, porque al día siguiente aparecían junto al tajo
fatídico, con el cuello cercenado por el hacha. Cuando se corrió el rumor de lo que
estaba ocurriendo, nadie se atrevía a acercarse a la casa. Y como la empresa

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propietaria no podía venderla, me la alquiló a mí. Yo conozco bien su historia. Sabía
que con ella atraería a los visitantes y, en fin, que soy un hombre de negocios.
Síganme ahora. Suban conmigo. Les enseñaré los cuartos del piso de arriba. Los he
dejado tal como estaban entonces.
Mientras subíamos por la oscura escalera, Daisy me dio un ligero pellizco en un
brazo y en voz baja me preguntó:
—¿No estás excitado? ¡Oh! Esto es…
—Electrizante, ya lo sé. Calla y no digas ahora más tonterías.
Habíase levantado fuerte viento y toda la casa retemblaba como si fuera a
desmoronarse de un momento a otro. Seguimos al guía a lo largo de un tenebroso
pasillo, a mitad del cual entró en una habitación pequeña para recoger una vela y
encenderla. Luego nos precedió hasta un cuarto, en cuya puerta se detuvo para
dejarnos pasar.
El resplandor de la vela hacía que movedizas sombras danzasen por las paredes
de la estancia, en un ángulo de la cual se veía una cama y en el centro un enorme
bulto, al que el guía se acercó.
—El tajo del sacrificio —dijo—. Aquí fue donde Iván Kluva mató a su esposa en
la noche del doce de enero de mil novecientos veinticuatro.
De modo sorprendente, aquellas palabras, pronunciadas en el ámbito del cuarto
del crimen, me parecieron distintas, verdaderas, portadoras de una realidad, y no
mera parte de una farsa destinada a engañar a incautos turistas. Un hombre, su
esposa… y un asesinato. Hay hombres que se creen dioses y quitan la vida a sus
semejantes. Y no me refiero a los casos en que se dispara un arma de fuego, en el
calor y apasionamiento de una reyerta, ni al golpe asestado por una persona
enloquecida de rabia, ni al atropello mortal ni a las muertes causadas en combate.
Todo eso forma parte de la vida vulgar y corriente, pero el pensar que un hombre
pueda premeditar la muerte de un semejante, con toda frialdad… Pensar que pueda
sentarse a cenar en compañía de su esposa y decirle: «Te quedan equis horas de vida,
querida. Nadie más que yo lo sabe. Yo, que soy la muerte para ti. Y tú has vivido
solamente para que llegara este momento, en que me convierto en dueño absoluto de
tu destino. Sólo has vivido para que yo te mate».
Luego me pregunté si Kluva habría odiado a su mujer, aunque a juzgar por la
historia, no debía de haberla aborrecido, puesto que la mató para ofrecerla en
sacrificio. A mi pesar, me estremecí, pero lo achaqué al frío ambiente de aquella
habitación, y seguí pensando en lo mismo, en la horrenda escena que allí se había
desarrollado. Era como si oyese un susurro junto a mi oído, como si alguien estuviera
diciéndome: «Aquí morí. Aquí acabó mi vida. Aquí cayó el hacha sobre mi cuello. Y
ahora espero que vengan otros y les ocurra lo mismo. Porque sólo me han dejado sed
de venganza. Ya no soy una persona ni un espíritu, sino un poder aniquilador. Sólo
me impulsa el odio que nació en mí a causa de la injusticia con que me trataron. Y la
única forma de liberarme de este odio consiste en hacer lo mismo, matar a otras

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personas, matar, matar… Por eso merodeo por estas habitaciones en busca de
víctimas. Quédense suficiente tiempo… y volveré a buscarles. Y entonces, en la
oscuridad, les cortaré el cuello con el hacha, para saborear de nuevo el éxtasis de la
realidad…».
En el ínterin, «Pico de Loro» seguía chachareando, aunque no pude enterarme de
lo que decía, ocupado con mis propios pensamientos. En aquel momento vi que le
mostraba un objeto a mi esposa, que dejó escapar una exclamación. Aquel objeto era
un hacha. Y su visión logró aterrorizar a Daisy hasta el extremo de paralizarla, de
quitarle la noción de la realidad y de provocarle un desmayo.
Al ver que vacilaba sobre sus pies, me apresuré a recogerla en mis brazos y
exclamé:
—¡Rápido! ¿Hay algún sitio donde pueda acostarla?
Antes de contestarme esbozó una sonrisa, como si le complaciera el efecto de su
relato, y luego respondió:
—El cuarto de mi esposa está al lado del salón.
¿Su esposa? Pero ¿no nos había dicho que en aquella casa no vivía nadie más que
él? ¡El muy embaucador!
—¿Quiere que le diga que suba a cuidarla? —me preguntó.
—No, no se moleste —le contesté, desabridamente—. Yo la atenderé. Es
propensa a estas cosas. Histerismo, ya sabe usted. Tendremos que dejar que descanse
durante un rato.
«Y tendremos que olvidarnos del hotel de Valos y de nuestra segunda luna de
miel», agregué, mentalmente.
Marchóse «Pico de Loro» y acomodé a Daisy en la cama de aquel tétrico cuarto,
mientras la increpaba en silencio por su inoportuno desmayo, aunque no tenía ella la
culpa. A continuación salí de la habitación y bajé al vestíbulo, pero al llegar al primer
descansillo de la escalera me detuve por un instante, sorprendido al oír el rumor de
las gotas de la lluvia, mezclado con el aullido del viento. «Lo que faltaba —pensé—,
un sonido apropiado para amenizar la función». Y en verdad que el ambiente de la
casa no podía ser más impresionante. Como el de una película terrorífica. Seguí
descendiendo y al pie de la escalera me encontré con el guía, que me preguntó si
quería que le preparase a mi esposa una ligera cena, para cuando recobrase el sentido.
Asentí con un gesto y le seguí a la cocina, donde me presentó a su mujer con estas
palabras:
—La señora Keenan.
Era tal como me la había imaginado: gruesa, de unos cuarenta y tantos años y de
aspecto bonachón. Poco después tuve ocasión de comprobar que era entendida en
asuntos culinarios, así como que tenía considerable paciencia y tolerancia con su
marido, ya que no opuso ninguna objeción cuando me invitó a beber un traguito, que
resultó ser una serie de tragos procedentes de una jarra llena de brandy. Confieso que

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el licor me ayudó a rechazar mis negros pensamientos, relativos a Kluva y su crimen,
pese a que míster Keenan se empeñaba en recordármelos.
—Sí, amigo —me dijo, tras varias libaciones—, es cierto que aquí vivió Ivan
Kluva, y que mató a su esposa; pero lo del fantasma que ronda por la noche, ¡puras
pamplinas! Lo único que hago yo es conservar el hacha y el tajo, como piezas de
museo. Nada más. Y hay días en que no damos abasto para atender a los turistas.
¿Otra copita?
No estaba yo muy seguro de que la historia del fantasma fuera una «pura
pamplina». Durante el rato que estuve en aquel cuarto había percibido el pensamiento
del asesino… y los de su víctima. Aquel cuarto estaba maldito, y al recordar que
había dejado allí a Daisy, me levanté inmediatamente, murmuré una excusa y subí a
toda prisa al piso superior, para ir junto al lecho en que reposaba mi esposa. Allí
estaba Daisy, plácidamente dormida, sin saber en dónde se encontraba, sin temor al
hacha ni a los aparecidos. Después de contemplarla por unos minutos, volví a la
cocina… y empecé a sentir los efectos del licor. Y como ocurre en estos casos, me dio
por hablar y referí a los Keenan muchas circunstancias de mi vida, de mi profesión y
hasta de mis tirantes relaciones con mi esposa.
Keenan me escuchaba pacientemente, pero sonrió con aire burlón al mencionar
yo la afición de Daisy a los relatos y espectáculos terroríficos. Esto le indujo a
bromear con su mujer, que, según afirmó, era muy miedosa y seguía mostrándose
recelosa, por lo tocante a los cuartos de arriba. Ella, picada por la observación, lo
negó vivamente y dijo que por qué iba a simular un miedo que no sentía. Al
contrario, para demostrar su valor, estaba dispuesta a subir al piso superior a
cualquier hora.
—¡Estupendo! —exclamó su marido—. ¿Por qué no lo demuestras ahora mismo?
Es medianoche. Una buena oportunidad. Podrías subirle una taza de café a esa pobre
mujer que tanto se impresionó con mi relato, ¿no te parece?
—No se molesten —tercié yo—. La lluvia está amainando. Subiré yo para
despertarla y marcharnos enseguida. Ya sabe usted, Keenan, que tenemos que ir a
Valos.
Pero la buena mujer insistió, mientras retiraba la cafetera de la lumbre.
—Usted también cree que tengo miedo, ¿no es eso? —inquirió—. Todos los
hombres piensan lo mismo de sus mujeres, pero yo les demostraré que están
equivocados.
Vertió café en una taza, la puso sobre una bandeja, la cogió, y con paso decidido
dirigióse al vestíbulo. En aquel instante…
En aquel instante se aclararon mis ideas y dejé de sentirme aturdido por el licor…
y por mis negros pensamientos.
—Keenan —murmuré.
—¿Qué pasa?
—Dígale que no suba.

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—¿Por qué?
—¿Ha subido usted a ese cuarto después de medianoche?
—Pues ahora que lo dice usted, no, nunca. ¿Para qué iba a tener que subir? Hay
allí mucho polvo, ya lo ha visto usted. Y es mejor que esté así para impresionar a los
visitantes.
—Entonces —inquirí—, ¿cómo sabe que esa historia no es verídica? ¿Cómo
puede asegurar que realmente no exista un fantasma?
—¿Fantasma? ¡Oh! No sea usted ingenuo.
—Keenan, le aseguro que la primera vez que estuve arriba presentí algo terrible, y
también después, cuando subí a ver cómo estaba mi esposa. Usted está tan
acostumbrado a este ambiente que no puede notar nada extraño, ¡pero yo sí! Yo noté
el odio de una mujer.
Presa de intensa excitación, aferré a Keenan por un hombro y lo llevé hasta el
vestíbulo para que llamase a su esposa y le impidiera seguir subiendo la escalera,
pero el dueño de la casa, atontado por las libaciones, persistió en su intento de
convencerme de que todo era una farsa destinada a distraer a los turistas.
—¡No es cierto! —disentí—. Lo que usted ha dicho es verdad. La mujer de Kluva
murió en esa habitación. Murió imprevistamente, cuando menos se lo esperaba, y
cuando un sentimiento de odio estaba formándose en su espíritu. Y ese odio perdura
todavía y adopta forma corpórea para empuñar el hacha y matar. ¡Por lo que más
quiera, Keenan, llame a su esposa!
—¿Y la suya? —observó con sarcástica risita—. ¿No teme por ella? Además, voy
a decirle algo que debería callarme, y es que esa historia es un cuento del principio al
final, ¿comprende? Todo inventado.
Era evidente que Keenan estaba completamente embriagado. No obstante, se las
arregló para continuar explicando:
—Sí, señor. No sólo es mentira lo del fantasma, sino todo lo demás. Aquí no se ha
matado a nadie, no, señor. Nunca ha existido ese Ivan Kluva, ni tampoco su mujer.
Ese tajo no es más que un vulgar picador de carne, que me regaló un carnicero amigo
mío para montar la escena, y el hacha es mía, ¿sabe usted? Pero no se lo diga a nadie,
porque el negocio…, ¿comprende? ¡Asesinato y fantasma! ¡Pamplinas y tonterías!
¿No se da cuenta que a la gente le gusta eso?
Entonces, el negro pensamiento que había estado atormentándome volvió a
enseñorearse de mi mente. Aterrado, di unos pasos hacia la escalera, pero fue
demasiado tarde, porque en aquel instante, un estridente alarido resonó en todo el
ámbito del viejo caserón.
A continuación oí el rumor de unos pasos apresurados, y en lo alto de la escalera
apareció la silueta de una mujer, que se detuvo allí unos segundos, para precipitarse
luego peldaños abajo y quedar inmóvil en el suelo del vestíbulo… Inmóvil, y con la
cabeza cercenada a medias por el hacha que seguía hundida en su cuello.

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Sí. Ya sé que debería haber huido sin tardanza, pero aquel pensamiento que
dominaba mi voluntad me impedía reaccionar normalmente. Me quedé allí, junto al
estupefacto Keenan, que contemplaba horrorizado el cadáver de su esposa, y
torpemente balbucí:
—Yo… yo la aborrecía… Usted no comprende cuánto llegan a fastidiar esas
cosillas… que se transforman en insoportable suplicio, Y además… saber que Jeanne
está esperándome… y que podía cobrar el seguro… Si lo hubiera hecho en Valos,
nadie habría sabido nunca… Aquí ha sido un accidente, pero… ha sido preferible.
Mejor que…
Sin hacerme caso, incrédulamente, el guía murmuró:
—Pero si… si no hay fantasmas… Si es imposible…
—No, Keenan. Ésta es la realidad. Cuando usted empuñó el hacha, ahí arriba, y
mi esposa se desmayó, esa idea me asaltó de repente. Podría haber seguido bebiendo
con usted en la cocina, hasta que hubiese acabado de emborracharse. Luego habría
subido a buscar a mi esposa, para llevármela, y usted no se habría enterado de nada.
—Pero ¿y mi mujer? ¿Por qué está aquí… muerta? ¿Quién la ha matado, si no
hay ningún fantasma en esta casa?
Y otra vez presentí el odio de una mujer que sobrevive a la muerte y adopta forma
corporal para ejercer su venganza sobre seres humanos. Me imaginé a dicho odio, en
el acto de empuñar el hacha y descargar un golpe mortal sobre la pobre señora
Keenan. Y en un susurro, expliqué:
—Ahora sí hay un fantasma en esta casa, Keenan, porque cuando subí por
segunda vez a la cámara del sacrificio, para ver cómo se hallaba mi esposa, ¡empuñé
esa hacha y la maté!

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LA CAPA

The cloak (1939)

Estaba poniéndose el sol y el viento del atardecer arremolinaba las hojas secas y las
impulsaba a lo largo de la estrecha calle, como si quisiera llevarlas hacia el oeste,
para que asistiera al entierro del astro del día.
—¡Tonterías! —murmuró Henderson.
Y procuró apartar de su mente las ideas que habían estado inquietándole. Tal vez
se debiesen a que aquel día era la víspera de la festividad de los Difuntos, y a que
pronto caería la noche, la noche tan temida, antaño; porque se creía que con las
primeras sombras empezarían a oírse los lúgubres lamentos de las almas en pena…
—¡Tonterías! —repitió Henderson, con aire tozudo.
Aquella noche no sería otra cosa que una más del otoño. Y la verdad era que ya
iba siendo hora de que la llegada de esa noche recobrara su significado, o adquiriese
uno nuevo. Que significase algo importante, en suma. En la Europa medieval,
invadida por la superstición, millones de puertas se cerraban aquella noche para
impedir la entrada de los espíritus y millones de plegarias eran musitadas por las
almas de los difuntos, al par que se encendían millones de velas. En aquellos tiempos,
pensaba Henderson, la llegada de la festividad resultaba impresionante. Los europeos
de entonces vivían en un ambiente de terror, en un mundo poblado por demonios y
vampiros. En aquellos tiempos, el alma de un ser humano tenía valor para sus
semejantes. En cambio, el escepticismo de la época moderna la había despojado de
ese valor, porque los hombres de los nuevos tiempos no concedían ya atención a los
asuntos de su alma.
—¡Tonterías! —volvió a decir Henderson.
Pero no dejó de reconocer la vaciedad del comentario expresado, tan corriente en
estos días de indiferencia total hacia los problemas anímicos. No obstante, y como
hijo de su época, admitió que los tiempos habían cambiado, y se concentró en la idea
que en aquel momento tenía más importancia para él: la de localizar la tienda de
disfraces cuya dirección había encontrado en la guía telefónica, pues deseaba
comprar una máscara para asistir al baile de aquella noche. Por eso siguió mirando
atentamente los números de las puertas de la calle, hasta que los rojizos rayos del sol
poniente, reflejándose en la fachada de un alto edificio, le mostraron el amplio cristal
de un escaparate.
De pronto, Henderson notó que un escalofrío le recorría la espalda. Por supuesto
que se encontraba frente a la tienda que buscaba y no ante la entrada del infierno.

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Entonces, ¿a qué se debía aquel rojizo resplandor que iluminaba todo el interior del
local? Un resplandor siniestro, que prestaba horrenda apariencia a las caretas
alineadas sobre el mostrador.
—El sol del atardecer —tranquilizóse, sonriendo levemente.
Y después de abrir la puerta avanzó hasta el fondo del local, sumido en profundo
silencio. Notábase ese inconfundible olor que se percibe en recintos largo tiempo
cerrados y mal ventilados; como debía de ser el de los sepulcros y…
—Tonterías —tornó a murmurar Henderson.
Y pensó que lo que su olfato percibía era el ambiente propio de un vulgar
comercio poco frecuentado: naftalina, pieles viejas, cartón, polvo… Allá en los días
de su niñez, Henderson había participado en funciones teatrales escolares y recordaba
que había representado el papel de «Hamlet», viéndose obligado a sostener en sus
manos una calavera. Pues bien, el recuerdo le sugirió una idea apropiada para la fiesta
de aquella noche. Puesto que era la víspera de la Festividad de los Difuntos, no se
disfrazaría de rajá ni de pirata ni de ninguna otra cosa por el estilo, sino de fiera,
brujo, hombre-lobo… ¡Eso era lo que habría de hacer! Causar una tremenda
impresión al snob de Lindstrom y a los cursis de sus invitados. Sonrió entonces, al
figurarse las expresiones de horror y sorpresa que provocaría, cuando entrase en
aquella casa vestido como un monstruo. Y un tanto impaciente, golpeó con los
nudillos sobre el mostrador.
—¡Eh! ¿No hay nadie que atienda a los clientes?
Al pronto, no recibió respuesta. Luego, un apagado rumor sonó a sus espaldas y
volvióse en redondo, mientras que pensaba que bien podrían encender la luz antes de
que acabase de caer la noche. Acto seguido, Henderson abrió la boca y los ojos, en
expresión de gran asombro, al ver un oscuro bulto que iba ascendiendo desde el
suelo, envuelto en un rojizo resplandor…
—Tonterías —dijo una vez más.
Desde luego, la aparición no tenía nada de sobrenatural. No era más que el dueño
de la tienda, un anciano de pálida faz, que subía por la escalera del sótano.
—Buenas noches —saludó el tendero—. Creo que me quedé dormido, ahí abajo.
¿Quería usted algo?
—Sí. He venido a buscar un disfraz para el baile de esta noche.
—Ya. ¿Qué desearía?
—Nada de particular, lo corriente en estos casos. Creo que en vista del carácter de
la fiesta, me convendría comprar un disfraz de monstruo. ¿Tiene algo que se le
parezca?
—Puedo enseñarle las máscaras.
—No, no. Yo me refiero a un disfraz completo, ¿comprende usted? Un disfraz de
lobo humano, o algo semejante, pero quiero que sea auténtico.
—Exactamente, sí, señor —respondió el viejo tendero—. Au-tén-ti-co.

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Henderson se preguntó por qué habría tenido que recalcar aquel viejo imbécil la
última palabra.
—Creo que tengo lo que usted necesita —añadió el comerciante, con ligera
sonrisa—, un disfraz adecuado para la fiesta de los difuntos.
—¿De qué se trata?
—Hum… ¿No ha considerado la oportunidad de disfrazarse hoy de vampiro?
—¿Como Drácula?
—Eso es, algo así como Drácula.
—No es mala idea, aunque, ¿cree que tengo tipo adecuado para ese disfraz?
El viejo observó por un instante al cliente y luego contestó:
—Los vampiros pueden tener cualquier aspecto, según tengo entendido. Y el suyo
no está mal, para ese disfraz.
—Gracias por el cumplido —repuso Henderson, en tono burlón—. De todos
modos, ¿cómo es el disfraz?
—¿Disfraz? No es más que un traje de etiqueta, o lo que quiera llevar puesto. Yo
le suministraré la capa, una capa au-tén-ti-ca.
—¿Nada más que una capa?
—Nada más, pero se usa como un sudario. Es una mortaja, en realidad. Espere,
ahora mismo se la enseñaré.
Se dirigió a la parte trasera del local, para bajar por la escalera del sótano. Al cabo
de un par de minutos volvió a aparecer por la puerta-trampa y después de sacudir el
polvo que la cubría, mostróle la capa, diciendo:
—Ésta es. ¡La auténtica!
—¿Auténtica?
—Efectivamente. Permítame que se la ponga. Obrará maravillas, ya lo verá.
Henderson notó el contacto del pesado paño en torno a sus hombros, antes de dar
unos pasos para plantarse frente al espejo. Tal como había indicado el viejo
comerciante, aquella prenda cambiaba notablemente su apariencia. Sus mejillas
aparecían más prominentes, en contraste con el resto de su rostro, y sus ojos brillaban
con extraño fulgor, sobre el fondo claro de su pálida tez, pero lo que más le
impresionó fue la súbita sensación de frío que había experimentado al ponerle la capa
el dueño de la tienda.
—Me la llevaré —dijo—. ¿Cuánto es?
—Se divertirá con ella, se lo aseguro.
—Así lo espero. ¿Cuánto cuesta el alquiler de esta capa?
—¿Qué le parecen cinco dólares?
—Bien.
El viejo recogió el dinero y retiró la capa de los hombros de Henderson, que
volvió a sentir entonces calor en su cuerpo. Era muy posible que hiciera mucho frío
en el sótano, porque la tela de aquella prenda estaba helada. Cuando el tendero le
entregó el paquete, Henderson prometió:

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—Mañana se la devolveré.
—¡Oh! No hace falta. La ha comprado usted. Ahora es suya.
—¿Mía? Pero…
—Es que voy a retirarme de los negocios, ¿sabe usted? Quédese con ella. Seguro
que le servirá para otras cosas.
Henderson se encogió de hombros y salió de la tienda con el paquete bajo un
brazo, un tanto inquieto por la fija mirada de aquel anciano, cuyos ojos no
parpadeaban en ningún momento. Y lo raro fue que su inquietud no sólo no se disipó,
sino que iba en aumento, hasta el punto de que al llegar las ocho, a punto estuvo de
telefonear a Lindstrom para decirle que no podría asistir a la fiesta.
Después de unos cuantos tragos de licor, Henderson se sintió más animado. Para
ensayar su papel dio unos pasos por la habitación, se envolvió en la capa y puso
varias veces expresión feroz ante el espejo. Y al fin, complacido con su terrorífico
aspecto, bajó a la calle y detuvo un taxi, cuyo conductor se quedó mirándole con aire
de asombro.
—Escuche bien la dirección que voy a indicarle —dijo Henderson, mientras se
acomodaba en el asiento posterior.
El taxista, visiblemente impresionado y con trémula voz murmuró:
—Ssss… sí, señor.
En cuanto hubo oído las señas, el chófer puso el coche en marcha y empezó a
recorrer las calles de la ciudad a gran velocidad. Divertido, el pasajero emitió una
risita, pues no había dejado de advertir el efecto producido por su disfraz. Luego
reparó en que el conductor no le perdía de vista, observándole por el retrovisor.
«Buena señal —se dijo—. Cuando llegue a casa de Lindstrom voy a dar el golpe». Y
sin darse cuenta, profirió una burlona carcajada, que sonó con acento sepulcral. El
impresionable taxista apretó el acelerador a fondo y no paró hasta que hubo llegado a
su destino. Sólo se detuvo el tiempo preciso para cerrar la portezuela cuando se apeó
el pasajero, y partió veloz, sin cobrar el importe del trayecto.
Al entrar en el ascensor, Henderson encontró a otros cuatro invitados y ninguno
pareció reconocerle, a pesar de haber hablado con ellos en otras ocasiones. Tal
circunstancia le satisfizo sobremanera y le indujo a sonreír torvamente. Resultábale
curioso el afán de la gente de adoptar disfraces según sus reprimidos deseos. Las
mujeres procuraban acentuar su figura, en tanto que los hombres se esforzaban por
destacar su masculinidad, como por ejemplo, el que se vestía de torero. En el fondo,
era triste que tantos seres humanos aprovechasen un baile de máscaras para
imaginarse que eran lo que no habían sido nunca.
Los que iban en el ascensor eran hombres y mujeres de aspecto saludable.
Henderson se sorprendió al darse cuenta de que estaba mirando intensamente uno de
los sonrosados y regordetes brazos de la dama que se hallaba a su lado. Y acto
seguido advirtió que los demás se habían apiñado en un ángulo, como si quisieran
apartarse de él, como si les amedrentase su siniestra apariencia. «¿Qué diantres estará

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sucediendo? —preguntóse—. Primero, el taxista, y ahora, estos tontos, que incluso
han dejado de hablar». No tuvo tiempo de buscar una explicación razonable, porque
en aquel momento se detuvo el ascensor. Abrióse la puerta y salieron todos al rellano,
donde el propio Lindstrom recibió a los visitantes y les hizo pasar al vestíbulo en un
lujoso departamento. Volvióse hacia Henderson y en tono de amigable sorpresa,
exclamó:
—¡Vaya! ¿Qué es lo que tenemos aquí?
Era obvio que el dueño de la casa había bebido ya bastante, y añadió:
—¡Tómate una copa, Henderson! Yo la tomaré de la misma botella. Estás
impresionante con ese disfraz. ¿De dónde has sacado un maquillaje tan…?
—¿Maquillaje? No me he maquillado.
—¿Ah, no? Bueno… claro, claro. Perdona, soy un tonto.
Henderson se preguntó si su amigo se habría vuelto loco. ¿Sería verdad, o se lo
habría parecido solamente, que Lindstrom acababa de dar un paso atrás? ¿Y aquella
mirada tan recelosa? Tal vez estuviese completamente borracho.
—Bueno —murmuró Lindstrom—. Te… te veré más tarde.
Y girando sobre sus talones, se alejó rápidamente en dirección al salón, de donde
provenía un confuso rumor de música, risa y conversaciones en voz alta. Henderson
se quedó con la vista fija en el abultado y rojizo cuello de su amigo, de su
aterrorizado amigo. Porque no cabía duda que Lindstrom estaba temblando de miedo.
Intrigado, Henderson se bebió de un solo trago el contenido de su copa, e
inmediatamente fue a mirarse al espejo que adornaba un rincón del vestíbulo, pero no
vio nada. Absolutamente nada.
¡La superficie del espejo no reflejaba su imagen!
«Debo de haber bebido de más —se dijo, con aviesa sonrisa—. Allá en casa
cuatro o cinco vasos de whisky, y ahora, este ron… Eso es lo que ocurre, que estoy
tan borracho que no veo. O mejor dicho, veo visiones, como la de este ángel que ha
llegado junto a mí». Y volviéndose a medias, saludó:
—Hola, ángel.
—Hola —respondióle la bella y rubia joven que acababa de detenerse a su lado.
Henderson advirtió que tenía ojos muy azules y labios muy rojos. En tono serio le
preguntó:
—¿Eres un ángel de verdad o se trata de una aparición?
—Es una aparición que se llama Sheila Darrly —respondió la joven—, y que le
agradecerá que se aparte un momento del espejo, pues necesita empolvarse la nariz.
—Con muchísimo gusto se aparta Stephen Henderson —dijo, sonriendo.
La joven le dedicó un picaresco guiño antes de comenzar a empolvarse, pero al
notar que la observaba con curiosidad, inquirió:
—¿No ha visto nunca cómo se ponen los polvos de tocador?
—No sabía que los ángeles los emplearan —contestóle Henderson—, pero no es
raro. Hay muchas cosas que ignoro, con respecto a los ángeles. De ahora en adelante

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procuraré informarme convenientemente. No le extrañe que la siga por todas partes
con una libreta de notas, para tomar apuntes y…
—¿Apuntes, un vampiro?
—¡Bueno! Pero soy un vampiro inteligente, no uno de aquellos monstruos de
Transilvania que… Estoy seguro de que le agradará mi compañía.
—No lo dudo. Y desde luego que tiene usted tipo de vampiro. Claro que un ángel
y un vampiro formarían una absurda pareja, ¿no cree?
—¡Oh! Podríamos reformarnos mutuamente. Por otra parte, tengo la sospecha de
que es usted un poco diabólica. Con esa capa negra encima de su manto angelical…
No será usted un ángel de las tinieblas, ¿verdad que no? Porque en lugar de haber
bajado del cielo, podría provenir de mis sombrías mansiones.
Pese a su desparpajo, Henderson se sentía aturdido. Recordaba muchas de sus
cínicas observaciones referentes al «flechazo», al enamoramiento instantáneo, así
como su concepto de que el amor no existía, de que la gente no hacía más que imitar
a los personajes de las novelas o películas cinematográficas en que se presentaban
idilios, para actuar en consecuencia y fingir unos sentimientos que no
experimentaban. Y he aquí que en aquel momento se sentía enamorado, perdidamente
enamorado de un ángel de rubios cabellos y mirada arrobadora.
Por lo visto, la chica notó lo que estaba sucediendo, pues con ligero retintín le
preguntó:
—Espero que le satisfaga lo que ve.
—Tiene usted una intuición maravillosa, pero hay algo interesante que querría
saber acerca de los ángeles: si saben bailar.
—Buena muestra de tacto, para proceder de un vampiro. ¿Pasamos al salón?
Tomados del brazo entraron los dos en la vasta estancia, donde los presentes
charlaban animadamente y bebían, pero nadie bailaba. Algunas parejas se paseaban,
en tanto que unos invitados disfrazados de gangsters simulaban atracos con risa y
jarana. En suma, la clase de ambiente que tanto detestaba Henderson, por lo que
reaccionando de súbito se envolvió en su negra capa e imprimió a sus facciones una
torva expresión, mientras echaba a andar en ominoso silencio. A su paso,
interrumpíanse las conversaciones y se oían algunos susurros:
—¿Quién es ese hombre?
—¿Has visto qué ojos?
—Es un vampiro…
El dueño de la casa, cada vez más embriagado, estaba junto a una llamativa
morena disfrazada de Cleopatra. Henderson era amigo de Lindstrom y le agradaba su
compañía, pero no podía soportarlo en fiestas como aquélla, a causa de su incorrecto
comportamiento en lo tocante a la bebida.
—¡Oh, Dracula! —exclamó Lindstrom, alzando un brazo—. Perrrmíteme que te
prrresente a una essstupenda be-beldad. Y tú… beldad… te prrrsentó a un buen
amigo mío… El conde Drácula, que viene con su hija. También invité a su abuela;

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pero esta noche se encuentra atareada. Está celebrando una Ceremonia Negra… En…
Hola, conde, ¿qué tal?
La morena abrió los ojos desmesuradamente y con fingido horror exclamó:
—¡Ooooh, Drácula! ¡Qué cara más espantosa! ¡Qué largos y afilados dientes!…
Lindstrom se dirigió a toda la concurrencia, para anunciar:
—¡Queridos amigos! ¡Aquí está el único vampiro auténtico que queda en
cautividad! ¡Drácula Henderson, el único vampiro con dentadura postiza!
En otras circunstancias, Henderson habría aplicado un potente y eficiente directo
a la mandíbula de su amigo, pero entonces, con Sheila a su lado y en medio de una
festiva reunión… Sería preferible soportar las bromas y mostrar buen talante. Y como
no le faltaba correa, ¿por qué no podía seguir la corriente y actuar como un auténtico
vampiro? Miró entonces a su bella acompañante y le dedicó una sonrisa. Luego se
irguió tiesamente y entreabrió su capa, que continuaba tan fría como horas atrás,
cuando la había comprado, y abrió los ojos, para fijar su penetrante mirada en el
grueso cuello de Lindstrom. Como en sueños, notó que sus manos salían proyectadas
hacia delante, en dirección a aquel carnoso cuello, cuyo dueño lanzó un alarido de
espanto, como el chillido de una rata, de una rata gorda y repleta de sangre, como la
sangre que sirve de alimento a los vampiros… sangre de aquella rata… del cuello de
aquella rata que seguía chillando… con la cabeza caída hacia un costado, mientras los
dientes de Henderson se acercaban a su cuello…
—¡Basta ya!
Había sido la seca y fría voz de Sheila. Y también fueron los dedos de la joven los
que apretaron fuertemente un brazo de Henderson, que se volvió a mirarla,
estupefacto. Lindstrom se había desplomado sobre una butaca y estaba enjugándose
el sudor, mientras los demás contemplaban la escena con estupor.
—Muy bien hecho —murmuró la chica—. Que le sirva de lección.
Henderson exhaló un suspiro antes de encararse con los presentes, para decirles
jocosamente:
—Señoras y caballeros, lo que acabo de hacer no ha sido más que una
demostración de lo que ha afirmado nuestro querido amigo Lindstrom. Soy, en efecto,
un vampiro. Y ahora que están ustedes advertidos, creo que no correrán peligro. Si
hay un médico entre ustedes, podríamos arreglarnos con una transfusión de sangre,
porque la verdad es que estoy desfallecido y necesito alimento.
La salida provocó risa general. Deshecha la tensión, todos reanudaron sus
interrumpidas charlas. Y uno de los asistentes, que había bajado a la portería en busca
de un periódico, aprovechó la oportunidad para imitar a un vendedor callejero y
empezó a pregonar:
—¡Extra! ¡Con el siniestro de la Noche de Difuntos! ¡Extra!
Muchos de los invitados se precipitaron a su encuentro para arrebatarle diarios de
las manos.

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—¡Extra! ¡Con las últimas noticias sobre el incendio de la tienda de disfraces!
¡Lean el extra de esta noche, con información completa!
—Hasta luego, vampiro —dijo Sheila.
—Hasta luego —murmuró Henderson, prendido en sus bellos ojos.
Pero enseguida se estremeció. ¿Qué era lo que estaba anunciando aquel hombre?
Un incendio en una tienda de disfraces. «Alrededor de las ocho de esta noche, los
bomberos tuvieron que acudir a un establecimiento de la calle… no pudo dominarse
el incendio… completamene destruido… se encontró un esqueleto en una…».
—¡No! —exclamó.
Pero siguió leyendo el resto de la información. Aquel esqueleto había aparecido
en una caja que estaba debajo del establecimiento. Era un ataúd. También se
encontraron otras dos cajas, vacías. El esqueleto estaba envuelto en una capa negra,
que no fue dañada por las llamas. Seguían relatos de testigos presenciales, de vecinos
que afirmaban que en aquella casa se habían verificado extraños ritos, que de vez en
cuando entraban allí algunos individuos de aspecto sospechoso para comprar objetos
raros, como filtros de amor, encantamientos y disfraces endemoniados.
«La auténtica capa», recordó Henderson. Eso era lo que había dicho aquel viejo.
Y también: «Voy a retirarme de los negocios… Tal vez le sirva para otras cosas».
Presa de honda desazón, encaminóse al vestíbulo, para detenerse ante el espejo.
Consternado, se llevó una mano a la cara, a fin de resguardarse de la mirada reflejada
que no podía ver. Porque los vampiros no se reflejan en los espejos. No era extraño
que asustara tanto a la gente. Ni que sus manos se sintiesen atraídas hacia los cuellos
de las personas, como sucedió con Lindstrom. ¿Qué era lo que le había ocurrido?
¡La capa! Aquella capa, que había estado en un féretro, de donde la sacó el viejo
cuando bajó al sótano para buscarla. Aquella capa helada con el frío de la muerte le
había transmitido sentimiento de un verdadero vampiro. Y estaba maldita, por haber
amortajado el cuerpo de un monstruo condenado.
—Hola, querido amigo.
Sheila. Allí estaba Sheila, mirándole con expresión invitadora. Henderson notó
una oleada de calor en el rostro, al par que se sentía invadido por una inefable
sensación, mezcla de amor, de deseo… y de hambre; hambre suscitada por aquella
nacarada piel, por aquellos labios tentadores. ¡Nunca! ¡Jamás haría semejante cosa!
Su amor debía triunfar sobre cualquier nefanda pasión.
Con brusco e instintivo movimiento, se despojó de la capa e inmediatamente se
sintió aliviado, libre de negros pensamientos. La joven sonrió levemente y se quitó la
suya, en tanto comentaba:
—¿Qué? ¿Cansado del disfraz?
—Ángel… —susurró él.
—Diablo —respondió Sheila, con tonillo burlón.
Un momento después estaban estrechamente abrazados. Henderson había
recogido la negra capa de la chica y la llevaba al brazo, junto con la suya. Cuando

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dejaron de besarse, Henderson, mientras llevaba a Sheila hacia el ascensor, propuso:
—¿Y si saliéramos a respirar un poco?
—¿Adónde? ¿A la calle?
—No. No quiero que vayamos a mis mansiones, sino a las tuyas.
—¿A la azotea?
—Exactamente, mi ángel. Quiero hablarte allí, sobre el fondo de tu propio cielo.
Quiero besarte cerca de las nubes y de las estrellas.
En la alta terraza Henderson enlazó a la chica por el talle y la condujo hasta el
parapeto.
—Un ángel y un diablo —murmuró la joven—. ¡Qué pareja! ¿Cómo saldrán
nuestros chicos? ¿Con halos o con cuernos?
—Con las dos cosas, quizás.
Abajo quedaron Lindstrom y sus bulliciosos invitados. En cambio, allí, en la
azotea, reinaba la templada noche del otoño, sin música estridente, sin bebidas ni
charla insustancial. Una noche como tantas otras, hecha para el amor y presidida por
el disco de la Luna. No obstante, la brisa que soplaba no resultaba muy agradable, y
la joven se estremeció levemente.
—Tengo frío —dijo—. ¿Me das la capa?
Henderson recogió la prenda del borde del parapeto, donde la había colgado, y la
deslizó sobre los hombros de su amada, a la que volvió a abrazar.
—Tú también tienes frío —advirtió Sheila—. Ponte la tuya.
«Ponerse otra vez aquella maldición…». Henderson dio un paso atrás, aterrado
con el simple pensamiento de revestirse nuevamente con la aborrecible prenda, pero
la chica tornó a pasarle los brazos alrededor del cuello y con mimosa entonación
insistió:
—Póntela, no vayas a resfriarte.
Frío… Eso era lo que volvía a sentir Henderson en todo su cuerpo. El extraño frío
que había percibido mientras llevaba puesta aquella capa. Bajó la vista hasta los
labios de la chica, y otra vez le acometió el insensato deseo de mordérselos, de beber
su sangre. No debía hacer eso. Amaba a Sheila como nunca habría supuesto que fuera
capaz de amar. Y su amor tenía que vencer aquel incomprensible impulso. Por tanto,
haciendo un esfuerzo la apartó de sí.
—Sheila —balbuceó—. Tengo que… tengo que decirte una cosa.
—Dime, querido.
—Sheila, por favor. Tú has leído la edición extra de esta noche…
—Sí —repuso la joven, sin dejar de mirarle a los ojos.
—Pues bien, yo… yo compré allí mi capa, ¿sabes? Y ya has visto lo que sucedió
con Lindstrom. No era ficción, sino realidad. Yo quería, realmente, chuparle la
sangre. No puedo explicarte a qué se debió eso ni… Creo que esa capa es la culpable
de tan extraña reacción.

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Sheila seguía mirándole con expresión de intenso cariño, sin inmutarse en
absoluto por lo que acababa de escuchar. ¿Es que no le creía? ¿O se figurarla, tal vez,
que estaba bromeando?
—Yo te quiero, Sheila. Créeme. Estoy loco por ti.
—Ya lo sé.
—Por eso quiero demostrártelo, y demostrármelo a mí mismo, que lo que siento
por ti es verdadero amor. Para convencerme necesito volver a ponerme esa capa. Si
mi amor es tan inmenso como yo creo, vencerá a todo otro impulso y te besaré, pero
en caso de que la maldición fuera más potente y yo… y yo empezara a morderte,
¡apártate enseguida y huye, cariño mío! ¿Comprendes el significado de este
experimento? Quiero comprobar que te quiero más allá de cualquier posible influjo
maligno, que te querré eternamente. ¿Tie… tienes miedo?
—No.
—Seguro que creerás que estoy loco.
—Tampoco.
—Entonces.
La impasible actitud de la joven desconcertaba a Henderson, que se quedó
mirándola en silencio, hasta que Sheila soltó una risita y se abrazó a él, acariciándole
suavemente la nuca y susurrando:
—Ya lo sabía, querido. Lo supe en cuanto te miré por el espejo, la primera vez.
Entonces me di cuenta de que tenías una capa igual que la mía… porque yo compré
la mía en el mismo comercio.
Henderson se sorprendió al ver que los labios de Sheila eludían los suyos cuando
intentó besarla. Luego notó el agudo contacto de los dientes de la chica en su
garganta, seguido por una sensación de debilidad… y por el negro abismo de la
completa inconsciencia.

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LOS ESCARABAJOS

Beetles (1938)

Cuando Hartley regresó de Egipto, sus amigos lo encontraron muy cambiado, pero
resultó difícil definir la naturaleza del cambio, por la sencilla razón de que ninguna de
sus relaciones tuvo tiempo suficiente para examinarle a fondo, ya que sólo apareció
en una sola ocasión por su club, antes de recluirse en su domicilio, como si no
quisiera tratos con sus antiguas amistades. A pesar de las apariencias, la actitud de
Hartley no tenía nada de hostil, sino que más bien parecía insociable; pero sus amigos
y conocidos, molestos porque se excusaba continuamente y se negaba a recibirles,
optaron por dejarle de lado.
Todos los que habían conocido a Arthur Hartley en los tiempos anteriores a su
expedición a Egipto se sentían intrigados por la notable transformación operada en su
forma de ser, ya que Hartley, aparte su reconocida solvencia en cuestiones
arqueológicas, era también un hombre afable y con mucho sentido del humor. Por lo
demás, sus relaciones le apreciaban, entre otros motivos, porque no obstante su
indudable erudición sobre asuntos referentes a su carrera, jamás hacía gala de sus
conocimientos ni los sacaba inoportunamente a colación, sino que, antes al contrario,
ridiculizaba la pedantería de algunos de sus colegas, pero siempre de modo amigable,
como corresponde a un perfecto caballero.
Calcúlese, por tanto, la sorpresa de todos sus amigos, al verle tan distinto a como
había sido. Lo único que se sabía era que había pasado ocho meses de estudio e
investigaciones en el Sudán, y que a su regreso había interrumpido todo contacto con
el instituto científico al que pertenecía. En cuanto a lo que podía haberle sucedido
durante aquel viaje, nadie estaba en condiciones de suministrar una opinión
aceptable, pero era indudable que algo extraño debía de haberle ocurrido. Prueba de
ello fue la breve visita que efectuó a nuestro club.
Hartley era, o mejor dicho, había sido un joven de elevada estatura y buena
presencia, cuyo carácter dinámico se revelaba siempre en cualquier circunstancia, en
sus modales, en su modo de hablar y moverse y hasta en la forma de entrar en una
estancia. Pues bien, aquella vez, Hartley había entrado en el salón del club de modo
muy discreto, en silencio, despaciosamente, sin que ninguno de los que allí estábamos
advirtiésemos su llegada. Sí; iba vestido de etiqueta, como de costumbre, pero la
chaqueta le caía flojamente de los hombros, sus cabellos mostraban bastantes canas y
su tez, pese al bronceado adquirido bajo los soles de África, no lograba disimular el

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aspecto enfermizo de aquel rostro, que normalmente nos habría saludado con
afectuosa sonrisa.
Sin dirigirnos ni un gesto de reconocimiento, se sentó solo, en una mesa aparte.
Como era lógico, todos los que le conocíamos nos apresuramos a acercarnos a él para
darle nuestra efusiva bienvenida, pero no nos invitó a que nos sentáramos junto a su
mesa. Con extraña reacción, ninguno de nosotros insistió en acompañarle. Tras unas
frases de saludo, volvimos a nuestros sitios y, naturalmente, empezamos a formular
comentarios sobre tan singular proceder. Algunos de los presentes aventuraron el
parecer de que el recién llegado debía haber contraído una enfermedad tropical en
Egipto, y que por eso se hallaba tan decaído. Pero no creo que estuviesen
completamente convencidos de lo que decían. Lo único cierto era que Arthur Hartley
parecía un extraño, un hombre al que acabábamos de ver por vez primera, que había
hablado con trémula vocecilla al contestar a las preguntas que se le dirigieron y que
daba la impresión de no reconocer a los que le saludaban. Porque, ¿qué otra cosa
puede decirse de un antiguo amigo que nos mira inexpresivamente cuando le
hablamos y cuyos ojos revelan cierto atisbo de miedo?
Esto era lo más intrigante de la actitud de Hartley, porque no cabía duda de que se
sentía atemorizado. Y su miedo se notaba en sus furtivas miradas, en el temblor de su
voz, en su aire medroso, propio de un ser perseguido. Cuando me informaron acerca
de esto último, decidí ir a verle a su casa, de donde no salía en ningún momento.
Según datos aportados por amigos comunes, todo parecía indicar que había
desconectado su teléfono. Por eso adopté el propósito de visitarle cuanto antes, y no
sólo por mi condición de amigo suyo, sino espoleado, también, por la curiosidad.
Nadie contestó a mi llamada, tras haber apretado el botón del timbre por espacio
de más de un minuto. Como la puerta de la calle estaba entornada, la empujé y pasé al
vestíbulo, donde me sentía asaltado por súbita aprensión. En efecto, el silencio que
reinaba en toda la casa me indujo a pensar en la posibilidad de un suicidio, pero
inmediatamente rechacé tal idea por considerarla absurda, a pesar de los informes
recibidos sobre la inquietante actitud de Hartley. Al cabo de un rato, y más como
simple rutina que con esperanzas de obtener positivos resultados, subí a tocar el
timbre de la puerta del departamento. Luego, con un encogimiento de hombros, bajé
por la escalera, y al atravesar el penumbroso vestíbulo…
Confieso que me llevé una sorpresa al tropezarme allí con Hartley. Acababa de
entrar procedente de la calle y llevaba un paquete en la mano, semioculto por su
amplio y raído abrigo. También se sorprendió él cuando oyó que le saludaba y le
llamaba por su nombre, pero una vez repuesto de la impresión, me invitó a subir a su
piso. Sin decir nada, le acompañé escaleras arriba. Abrió la puerta con su llavín, para
cerrarla seguidamente y atrancarla con doble cerrojo, precaución que no pudo por
menos que asombrarme, ya que Hartley había tenido siempre su puerta abierta, en
todo sentido de la palabra. Desde luego, por más que sus estudios le retuvieran en el
laboratorio hasta bastante tarde cualquier amigo suyo podía entrar y acomodarse en

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su casa con entera libertad. Y he aquí que en aquel momento cerraba la entrada como
si temiera que…
Eché un vistazo a mi alrededor, sin saber qué era lo que podría interesarme, a fin
de descubrir el origen de aquel misterio. No vi nada de particular. El mismo
mobiliario de siempre, los mismos cuadros en las paredes, las estanterías repletas de
libros… Hartley había entrado en el dormitorio para dejar allí su abrigo. Al volver a
la sala adonde me había invitado a pasar, fue hasta la chimenea y encendió una cerilla
ante una estatuilla de bronce que representaba al dios egipcio Horus, el dios del día,
que tenía cabeza de halcón. Inmediatamente se levó una nubecilla de humo gris,
mientras que un intenso perfume a incienso se expendía por toda la habitación.
—Es para que se disipe el olor —dijo mi amigo.
No le pregunté «qué olor», ni tampoco empecé a interrogarle acerca de su viaje,
ni sobre las causas que le indujeron a no contestarme cuando le escribí a Kartum, ni
por lo tocante a su incomprensible renuencia a hablar con los amigos desde su llegada
de Egipto. En cierta forma, me sentía como un detective que anda a la caza de
indicios, o quizá debiera decir como un psiquiatra que trata de averiguar las
tendencias psiconeuróticas de un paciente.
Al principio nuestra conversación versó sobre temas triviales. Luego, Hartley me
dijo que había renunciado a su profesión y que era posible que tuviese que marcharse
muy pronto de la ciudad, para volver con su familia, que residía en el campo. Había
estado enfermo, se sentía defraudado por las limitaciones que presentaba la
egiptología, no le gustaba la oscuridad… la plaga de langosta había aumentado en
Kansas…
Aquellas divagaciones indicaban, a las claras, un desequilibrio mental. Resultaba
obvio que el pobre Hartley estaba trastornado. Las «limitaciones» de la egiptología.
«Detesto la oscuridad». «La langosta que está asolando los campos de Kansas»… No
obstante, me abstuve de hacer comentarios. Encendió una serie de velas situadas en
distintos puntos de la habitación, para volver a sentarse frente a mí, fija la vista en el
suelo, cual si estuviera luchando consigo mismo, a fin de resistir el impulso de
franquearse conmigo… Pero el impulso fue más fuerte que su voluntad.
—Tú eres amigo mío, ¿verdad?
Más bien que una pregunta, era una afirmación. Asentí en silencio, y prosiguió:
—Sí. Tú eres un amigo. Por eso voy a decirte… ¿Sabes lo que hay en ese bulto
que traía de la calle?
—No.
—Insecticida. Nada más que eso, un vulgar líquido insecticida.
En tono más animado, siguió diciendo:
—No había salido de esta casa desde hacía una semana. No… no quería propagar
esa plaga. Porque me siguen, ¿sabes? Por todas partes. Y hoy pensé que podría
utilizar insecticida, y fui a comprarlo. Un producto líquido, más mortífero que el

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arsénico. Ya lo ves, un procedimiento de lo más elemental, pero su misma sencillez
puede contrarrestar a las fuerzas del mal.
Asentí otra vez, como un tonto que no entiende ni jota, pero quiere demostrar que
está al corriente de lo que le hablan, mientras que me proponía hacer lo que pudiera
por sacar a mi amigo de aquella casa, y aquella misma noche. Era posible que el
doctor Sherman pudiese diagnosticar fácilmente alguna dolencia, para…
—Y ahora —continuó Hartley—, ¡que vengan, si quieren! Es mi última
oportunidad. El incienso no les causa ningún efecto, y las velas, aunque las tenga
encendidas constantemente, no sirven para nada, porque se arrastran por los rincones
adonde no llega la luz y… Es curioso que el suelo de madera resista tanto. Debería
estar ya completamente agujereado. ¡Convertido en una criba!
Al parecer, mi amigo advirtió mi expresión de estupefacción, pues se apresuró a
decir:
—Bueno… me había olvidado de que no sabías nada de esto, de la plaga, quiero
decir, y de la maldición. Te advierto que antes me burlaba de estas cosas, pero la
arqueología no es una ocupación muy conveniente para los supersticiosos. Hay que
introducirse muchas veces en recintos oscuros, bajo las ruinas. De todos modos,
nunca me habían impresionado los anatemas escritos en vasijas de arcilla o en
estatuas antiguas, pero la egiptología, eso es diferente. Allí encuentra uno cuerpos
humanos, momificados, sí, pero no por ello menos humanos. Los egipcios fueron
muy importantes. Era una gran raza. Tenían secretos científicos que todavía no hemos
podido desentrañar. Y por supuesto, no estamos en condiciones de comprender,
siquiera someramente, sus conceptos sobre el misticismo.
«Ésta es la clave de la cuestión», me dije. Y seguí escuchando atentamente lo que
Hartley con gran detalle me explicaba:
—Muchas cosas he aprendido en este último viaje. ¡Oh! Conozco bastantes mitos
egipcios: la leyenda de Bubastis, la teoría de la resurrección, referente a Isis… los
nombres de Ra, la alegoría de Set… Esta vez descubrimos cosas muy interesantes en
aquellas tumbas excavadas río arriba, Pudimos retirar vajilla, muebles,
bajorrelieves… Pronto podrás leer en la Prensa la información completa del hallazgo.
Lo peor fue que también encontramos momias. Momias maldecidas. Y yo fui un
insensato, al hacer lo que hice. No debería haber hecho aquello y no sólo por razones
de ética, sino por otras más importantes, unas razones que pueden costarme la vida…
y el alma.
En aquel momento tuve que realizar un esfuerzo para mantenerme callado, para
recordar que el que hablaba estaba trastornado y que su acento convincente no era
más que un claro síntoma de su desequilibrio mental. De otro modo, en aquel
ambiente, con el resplandor de las velas que ardían a nuestro alrededor, y con tantas
historias sobre asuntos de la antigüedad, podría haber quedado fácilmente persuadido
de que el estado de extenuación en que se encontraba mi amigo era debido al influjo
de un maléfico poder.

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—Pero yo no resistí la tentación —continuó Hartley—. ¡A pesar de haber leído la
Maldición del Escarabajo Sagrado! No sospeché, siquiera, que aquellas palabras
pudieran ser verídicas. Ya te dije que era un escéptico. Todos lo somos, en cierta
forma, hasta que nos sucede algo grave. Y esas cosas son como el fenómeno de la
muerte. Sabemos que les ocurre a otras personas; pero no comprendemos que pueda
sucedemos también a nosotros. Y la Maldición del Escarabajo es algo por el estilo.
En fin, en el viaje de regreso comprobé lo que estaba ocurriéndome. Entonces los vi
por primera vez, arrastrándose por el suelo de mi camarote, todas las noches, todas
las noches… Cada vez que encendía la luz, se apresuraban a refugiarse en las
sombras que proyectaban la litera, las cortinas y otros objetos, pero cuando me
disponía a conciliar el sueño… entonces volvían, para trepar hasta mí y… Al
prinicipio quemé incienso, con intención de ahuyentarlos. Luego me cambié de
camarote, pero fue inútil, porque me siguieron, me seguían a todas partes.
Hartley exhaló un suspiro y bajó la voz al seguir diciendo:
—No me atreví a comunicar a nadie este secreto, por temor a que el pasaje se
burlase de mí. No me habrían creído. Y los otros miembros de la expedición no
habrían podido ayudarme. Sin contar con que yo no podía confesar mi delito. Por eso
decidí soportar a solas mi situación. Una noche en que estaba cenando en el comedor,
vi una de esas negras maldiciones en el momento en que caminaba sobre la comida
de mi plato. A partir de entonces, comí a solas en mi camarote, de donde procuraba
no apartarme más que en los pocos momentos imprescindibles. No quería que los
demás se dieran cuenta de lo que estaba sucediéndome. Porque me seguían por donde
quiera que yo fuese. ¡Es terrible! Te lo aseguro. Lo único que los mantenía alejados
de mí era la luz, fuese la del sol o la de una llama. No sé… no puedo explicarme
cómo consiguieron subir al barco. Por eso no te extrañe que en cuanto hube
desembarcado me faltó tiempo ir al instituto y presentar mi dimisión. De todas
maneras, habría de haberla presentado igualmente, cuando la verdad se hubiera
descubierto. Que se descubrirá, no te quepa duda, tarde o temprano. Y hace unas
noches, al entrar en el club, con el deseo de saludaros a todos… No sabes cómo me
sentía. Apenas me senté junto a aquella mesa, vi que uno de esos malditos se
arrastraba por la alfombra, hacia mí. ¡Y tuve que esforzarme por no chillar como un
condenado! Tengo que vencer a la maldición. Es lo único que me queda que hacer,
vencerla… o morir.
A punto estuve entonces de intercalar una frase de consuelo o de ánimo, pero me
detuvo con un ademán y excitadamente prosiguió:
—No; no puedo huir. Me han seguido a través del océano, me siguen por la calle.
¡Aunque me encerrase, llegarían hasta mí! Tú no sabes… Todas las noches se acercan
a mi cama. Suben por las patas y se arrastran hasta mi cara. Tengo que dormir. Tengo
que conciliar el sueño, de alguna forma, porque de lo contrario me volveré loco.
Porque no cesan de despertarme, arrastrándose sobre mi cara, todas las noches, ¡todas
las noches!

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Resultaba impresionante asistir a aquella demostración de voluntad, por parte de
un hombre inteligente que no quería sucumbir a la locura; que pugnaba por dominar
sus nervios y no echarlo todo a rodar. ¿O se trataría, quizá, de un verdadero estado
demencial?
—Es posible que el insecticida surta buenos efectos —añadió, con sorda
entonación—. Debería habérseme ocurrido antes este recurso, pero estaba tan
trastornado… Resulta ridículo, ¿verdad? Emplear insecticida contra una maldición
secular.
—Son escarabajos, ¿no es cierto? —inquirí, al fin, al ofrecérseme una ocasión de
hablar.
—En efecto —asintió Hartley—, escarabajos sagrados. Y como las momias
colocadas bajo su protección no podrán ser violadas sin que… Bueno, ya conoces la
maldición.
—Sí que la conozco. Una de las más antiguas de la historia. Lo que no
comprendo en absoluto, es cómo puede afectarte a ti.
Al cabo de corta pausa, respondió:
—Porque yo robé una momia. Robé la momia de una virgen del templo. Debo de
haber estado loco para hacer eso. A veces, el sol del desierto le ablanda los sesos a
más de uno. La, caja de la momia contenía, además, oro, joyas y ornamentos
religiosos, y también… la maldición escrita, pero yo me lo llevé todo. ¿Comprendes
ahora por qué no podía continuar en mi puesto? Robé una momia… y estoy maldito.
No lo creí, al principio. Luego, cuando aparecieron los escarabajos, supe que se
estaba cumpliendo la maldición. También supuse que eso sería todo, verme
perseguido por los escarabajos… de modo que no pudiera relacionarme con la gente.
Pero desde hace unos días estoy pensando que no se reducirá a eso. Ahora creo…
¡ahora creo que son mensajeros de la venganza y que me matarán!
—¿Y la momia?
—No me he atrevido a abrir la caja desde entonces. Temo volver a leer esa
inscripción. La tengo aquí, en casa, pero está cerrada y no te la enseñaré. Querría
quemarla, destruirla definitivamente, pero, por otra parte, conviene que esté aquí…
para que sirva como prueba, en caso de que algo me sucediese. Y si llegan a
matarme…
—¡Suéltalo ya de una vez! —exclamé entonces, incapaz de continuar
dominándome.
Acto seguido, le hablé rudamente, de modo alentador, para infundirle confianza
en sí mismo, con el deseo de excitar un poco su espíritu y devolverle a la realidad,
pero cuando hube terminado, sonrió con aire triste y movió la cabeza, mientras que,
como un obseso, insistía:
—No son figuraciones mías, por desdicha. Son reales, auténticos. Y no sé de
dónde pueden provenir, porque la verdad es que no hay ninguna grieta en el
entarimado ni en las paredes. Sin embargo, es así, todas las noches aparecen en mi

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dormitorio, millares y más millares… No muerden, desde luego. Se limitan a caminar
por ahí arrastrándose sobre la alfombra, trepando a la cama, sin dejarme conciliar el
sueño… Nunca he podido atrapar a uno solo de ellos. Se mueven muy ágilmente,
como si adivinasen mis intenciones… o como si el poder que los dirige supiera lo que
intento hacer. Y esto no puede durar mucho tiempo más. Alguna noche, tarde o
temprano, me quedaré dormido, rendido de fatiga, y entonces…
De súbito se puso en pie y extendió un brazo, gritando:
—¡Allí! ¡Fíjate! ¡Allí, en aquel rincón!
Las sombras proyectadas por las velas se movían por las paredes y el suelo del
aposento. Y de pronto, me pareció que algo se movía por allí, además de las sombras.
Me levanté entonces y fui a encender la luz eléctrica. Y al no ver ni el más mínimo
indicio de la presencia de un insecto, me volví hacia Hartley, que había abatido la
cabeza entre las manos y estaba murmurando palabras ininteligibles.
Eso fue lo que me decidió a marcharme enseguida, en busca del doctor Sherman.
El doctor Sherman no hizo más que confirmar el diagnóstico que yo había
previsto: fobia, acompañada de alucinaciones. Hartley se sentía abatido por el
convencimiento de su culpabilidad en el robo de la momia y consecuentemente
«veía» escarabajos. A continuación, el médico telefoneó al instituto científico donde
mi amigo había trabajado y obtuvo la verificación de la historia, al menos por lo
tocante al robo de la momia.
Aquella misma noche, horas después de mi conversación con Hartley, el doctor
Sherman y yo nos encaminamos a casa del desdichado egiptólogo. Temía yo que mi
amigo, agotada su resistencia nerviosa, acudiera al suicidio para liberarse de su
imaginaria persecución. Y no me costó convencer al facultativo de la necesidad de
intervenir con urgencia, a fin de prevenir una desgracia.
A eso de las once tocamos el timbre y aguardamos un momento, sin recibir
respuesta. Acto seguido, forzamos la puerta y entramos en el vestíbulo, para
dirigirnos a toda prisa al dormitorio. Allí estaba Arthur Hartley. Y sólo nos bastó una
mirada para comprender que había dejado de vivir.
Un extraño olor impresionó entonces mi olfato: olor a incienso, mezclado con el
procedente de un fuerte insecticida, pero además también se notaba otro, más acre,
casi pestilente.
—Quédese aquí —me dijo entonces el médico—, mientras voy a telefonear a la
policía. El aparato de aquí está estropeado.
En cuanto se hubo marchado, me sentí incapaz de permanecer a solas junto al
cuerpo de mi pobre amigo y pasé al vestíbulo, pero enseguida me venció la
curiosidad. ¿A qué se debería aquel extraño olor? Con objeto de averiguarlo eché a
andar por las habitaciones de la casa, pasando de una a otra, hasta que llegué al
segundo dormitorio, de donde surgía el olor con mayor intensidad que de los otros
cuartos. Abrí la puerta y me quedé inmóvil, fija la vista en la caja de la momia que

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estaba sobre la cama. Hartley había dicho que la tenía cerrada; pero fácilmente se
advertía que la tapa se hallaba entreabierta.
Obrando por puro impulso, sin reflexionar, me acerqué a la caja y alcé la tapa, en
cuya parte interior había unas inscripciones, pero no me detuve a examinarlas. Mi
atención la atraía la amortajada figura que allí yacía, envuelta en tiras de lienzo. Una
figura reseca que presentaba una cavidad en lugar donde había tenido el estómago. Al
forzar la mirada, pude notar un ligero movimiento en la cavidad. Y entonces…
Entonces vi unos cuantos bultitos oscuros, provistos de cuernecillos, que se
movían rápidamente en el interior del vacío abdomen de la momia… y me convencí
de lo acertado que había andado mi amigo con su temor a la maldición. Porque
aquellos bultitos eran escarabajos, efectivamente. Oí en aquel momento el rumor de
unos pasos por la escalera, pero no pude contener mi excitación. Sin dudar ni un
instante, corrí al cuarto en que estaba el cadáver de mi amigo, dispuesto a averiguar la
causa de aquella extraña muerte. Pronto sabría si ésta había sido provocada por un
colapso, por suicidio o… o por lo que hubiera sido.
Los pasos que se oían en la escalera sonaban cada vez más cerca. Con
apresurados movimientos pasé mis brazos bajo el cuerpo de Hartley y lo levanté, para
examinarlo por todas partes, mas sin descubrir ni una sola huella de sangre. Así, pues,
pensé, aliviado, no se trataba de muerte violenta, ya que tampoco había indicios de
envenenamiento. Con un suspiro, volví a dejarlo sobre la cama y me aparté un paso,
satisfecho por haber comprobado lo absurdo de mis temores. Porque era evidente que
no había por allí ni un solo escarabajo. Y, sin embargo…
Hartley temía a estos coleópteros, a los «mensajeros de la venganza», que
brotaban del vientre de la momia. Según su relato, salían de allí todas las noches, para
arrastrarse por el suelo de su dormitorio y trepar por las patas de la cama… y para
caminar sobre su rostro, impidiéndole dormir. ¿Dónde estarían en aquel momento?
Habían salido del cuerpo momificado de la virgen del templo egipcio… y Hartley
estaba muerto. ¿Dónde se habrían ocultado?
De pronto, volví a mirar al cadáver de mi amigo, y recordé que al levantarlo en
mis brazos me había parecido extraordinariamente ligero, para un hombre de la
contextura de Hartley. Mientras lo observaba, noté un extraño fenómeno… y me
estremecí, porque los músculos de su cuello estaban moviéndose convulsivamente y
su pecho se hinchaba y deshinchaba, como si estuviera respirando… como si
estuviera vivo… ¡o como si algo viviente se agitara en su interior! Y cuando también
se movió su rostro, cuando empezó a abrir la boca…
Entonces se agotó mi resistencia y lancé un grito de horror. Acababa de
comprender por qué había muerto Hartley, y qué era lo que lo había matado, así como
la forma en que se verificaba la venganza del escarabajo Sagrado. Aquellos millares
de coleópteros habrán salido de la momia, para trepar hasta él e introducirse en su
cuerpo; en aquel cuerpo que se agitaba trémulamente, repleto de negros escarabajos,
ejecutores de la milenaria maldición.

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EL DIOS SIN CARA

The Faceless God (1936)

El hombre que estaba extendido en el potro de tortura empezó a gemir. Y cuando la


palanca estrechó aún más el aparato, su gemido se convirtió en un penetrante alarido
de dolor.
—¡Bueno! —exclamó el doctor Carnoti, en tono satisfecho—. Parece que vamos
a persuadirle a hablar.
Luego se inclinó sobre el infeliz y le dijo:
—Muy bien, Hassan. Creo que no necesitarás más estímulos, ¿eh? Dime, pues,
dónde se encuentra ese ídolo.
Hassan emitió entonces una serie de sonidos guturales, y el doctor Carnoti se vio
obligado a arrodillarse a su lado, para poder entender su embarullado murmullo.
Aquel conjunto de frases incoherentes duró unos veinte minutos, y después el doctor
se enderezó, impresa en su semblante una expresión complacida, para dirigirse a la
única puerta del penumbroso recinto, mas no sin dirigir antes una elocuente seña al
negro que manejaba la máquina del tormento. Seguidamente salió, en tanto que el
verdugo asentía en silencio, desenvainaba su afilado sable y lo alzaba sobre su
cabeza, empuñado con ambas manos…

Motivos sobrados tenía el doctor Carnoti para sentirse contento. Durante varios años
había sido lo que vulgarmente se denomina «un aventurero». Sus actividades
comprendían diversos «negocios», entre los que contaban el contrabando de objetos
antiguos, e incluso la trata de negros, nefando comercio que se vereficaba en algunos
puertos del Mar Rojo. Carnoti había llegado a Egipto muchos años atrás, como
miembro de un expedición arqueológica, de la que había sido expulsado por causas
no muy bien conocidas, aunque se rumoreaba que tenían relación con un intento de
robo de valiosas antigüedades. Después de su expulsión, nada se había sabido de él…
hasta transcurridos varios años, en que apareció en El Cairo, al frente de su
establecimiento del barrio indígena, donde había adquirido la turbia reputación de
negociante sin escrúpulos que le acompañaba por dondequiera que fuese, así como
cuantiosos beneficios financieros. Y la verdad era que Carnoti parecía hallarse muy
satisfecho con las dos cosas.
En la época en que comienza este relato, tenía cuarenta y cinco años, y mucha
experiencia en asuntos reñidos con las leyes. Pese a lo que pudiera sugerir su
apariencia vulgar, pues era de mediana estatura y gruesa complexión, poseía

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considerable energía y tesón, cualidades que le procuraban el respeto o el temor de
los que con él se relacionaban y que a veces le servían para encubrir su carácter
solapado y ruin y su insaciable codicia.
Ese ambicioso natural fue lo que le incitó a emprender aquella nueva aventura.
Por lo general, no era Carnoti demasiado crédulo. Por eso no le impresionaban las
noticias que oía acerca de pirámides perdidas en el desierto, tesoros enterrados o
momias robadas. Prefería interesarse en cuestiones más remuneradoras, como lo eran,
por ejemplo, un alijo de alfombras, una partida de opio o un cargamento de
mercancía humana, pero sus últimos informes habían vuelto a suscitar su anterior
interés por los objetos antiguos. No en balde había aprendido a distinguir las simples
fábulas de las noticias fidedignas. Sabía que la mayor parte de los importantes
descubrimientos realizados por los arqueólogos se habían originado de aquella forma:
por un ligero comentario, captado al azar. Y la historia narrada por el desventurado
Hassan tenía el sello inconfundible de la verosimilitud.
Ésta era la historia, referida brevemente: un grupo de nómadas, portadores de
mercancías prohibidas, iba recorriendo una ruta secreta del desierto, apartada de las
que siguen normalmente las caravanas. Al pasar por cierto lugar, los camelleros
advirtieron una roca de forma extraña, que afloraba a medias de la arena.
Detuviéronse entonces, para examinarla de cerca, y realizaron un portentoso
descubrimiento. Lo que sobresalía de la arena era la cabeza de una antigua estatua
egipcia, adornada con la triple corona de una deidad. Ninguno de los nativos pudo
reconocer aquella imagen tan bien conservada en las zonas del sur del desierto, y
situada a más de trescientos kilómetros del más cercano poblado; ninguno había
podido penetrar su insondable misterio, pero a todos resultó evidente su incalculable
valor, como lo demostraron al señalar el sitio con dos grandes peñas, a fin de
encontrarlo fácilmente, en caso de que volvieran por allí. A continuación, reanudaron
la marcha, pues no tenían tiempo para desenterrar la estatua. Y cuando llegaron al
término de su viaje, refirieron la historia, que poco después era oída por el doctor
Carnoti, lo mismo que sucedía con todos los relatos procedentes de viajeros.
Poco tardó Carnoti en apreciar el descubrimiento en su verdadero significado. Si
se hubiera tratado de una historia relativa a algún tesoro, la habría considerado con
más cautela y escepticismo, pero un ídolo… eso era diferente. Recordaba los vagos
indicios que habían dirigido a los primeros exploradores, a aquellos hombres que en
el fondo no eran más que rapaces buscadores de riquezas, y comprendía que detrás de
la estatua negra podía hallarse una fabulosa fortuna, mucho más valiosa para él que
todos los tesoros de Egipto. Y si aquellos exploradores se habían enriquecido con sus
descubrimientos, ¿por qué no podía enriquecerse él también? Suponiendo que el
referido ídolo fuese totalmente desconocido como deidad, como parecía indicarlo el
hecho de haber sido descubierto en tan apartadas regiones, su exhibición ocasionaría
indescriptible interés y le abriría a él las puertas de la fama. Y además, tal vez pudiera
convertirle en iniciador de un nuevo camino para las exploraciones arqueológicas.

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Dispuesto a realizar un intento, el doctor Carnoti decidió obrar con las máximas
precauciones, a fin de no suscitar sospechas. Por eso se había abstenido de interrogar
abiertamente a los camelleros árabes que habían efectuado el descubrimiento. En su
lugar, dos de sus hombres habían secuestrado al viejo Hassan, a quien tuvo que
someter a tortura para obtener el relato completo. Hassan había estado presente en
aquella ocasión, y aunque al principio se mostró renuente a contestar, los
«persuasivos» métodos de Carnoti habían quebrantado al fin su resistencia.
Dos días más tarde, y una vez situado en el mapa el punto en que se encontraba la
estatua, el aventurero contrató a un reducido numero de nativos y explicó a sus
amistades que iba a emprender un viaje por el sur. Luego se procuró un intérprete
digno de su confianza, se aprovisionó de viveres y agua para seis días, pues tenía
intención de regresar por vía fluvial, y a la siguiente mañana se puso en marcha, al
frente de la expedición, en la que figuraban varios camellos ligeros y un tiro de asnos
que arrastraban una enorme y vacía carreta.

La llegada al lugar indicado en el mapa se efectuó en la mañana del cuarto día de


camino. Desde lo alto del camello en que iba montado, el doctor Carnoti avistó las
dos enhiestas peñas citadas por Hassan y ordenó que se instalara allí mismo el
campamento. A continuación, sin tener en cuenta el intenso calor ni conceder el más
mínimo descanso a sus hombres, los llevó hasta las piedras para obligarles a que las
retirasen. Segundos después, una múltiple exclamación de asombro y pavor brotó de
las gargantas de los nativos, al aparecer el remate de una negra y gigantesca corona,
cada una de cuyas puntas mostraba complicados dibujos.
Presa de creciente excitación, Carnoti se inclinó y examinó aquellas imágenes,
que representaban extraños monstruos sin cabeza, animales vestidos con túnicas y
dioses egipcios enzarzados en combate con horribles demonios. Nada tenía de
particular el hecho de que los nativos se sintieran consternados. Habían comenzado a
chacharear en tono bajo, mientras que se apartaban de la estatua y de la inclinada
figura de su jefe. Pero a éste no le impresionaban las reacciones de sus hombres ni
sus comentarios, entre los que le pareció haber oído mencionar a «Nyarlathotep», así
como algunas alusiones al «Emisario del Diablo». Por eso, tras haber examinado las
imágenes, volvió a dirigirse a los nativos y les ordenó que dieran comienzo a la
excavación, para repetir luego la orden en tono apremiador, mas sin ningún éxito,
pues ninguno se mostró dispuesto a obedecer.
Por último, el intérprete dio un paso al frente y se encaró con el «effendi», a fin
de hacerle saber lo siguiente: que ni él ni los demás le habrían acompañado si
hubieran sabido lo que iba a pedírseles que hicieran. Que ninguno de ellos tocaría la
imagen de aquella deidad, y que al mismo tiempo le aconsejaban a él que no la
tocase, para no incurrir en las iras del Viejo Dios, el Dios Secreto. Que tal vez no
hubiese oído mencionar nunca el «effendi» a Nyarlathotep, era el dios de la
resurrección, así como el Mensajero Negro de Karneter, y de acuerdo con cierta

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leyenda, un día habría de devolver la vida a los muertos, pero era necesario
substraerse a su maldición, porque…
Conforme escuchaba aquella perorata, el doctor Carnoti iba sintiéndose cada vez
más irritado. De pronto, interrumpió al que hablaba y volvió a ordenar a los nativos
que empezaran el trabajo inmediatamente. Y con objeto de dar énfasis a su orden,
desenfundó sus dos revólveres, mientras gritaba a voz en cuello que asumía la
responsabilidad por aquella profanación y que nadie tenía nada que temer de un
vulgar ídolo de piedra. Ante tales argumentos, pero más presumiblemente por
influencia de la vista de las armas, los nativos empezaron a cavar, aunque con la
mirada apartada del ídolo.
Al cabo de unas cuantas horas de trabajo, toda la estatua quedó al descubierto. Y
si la visión de su corona había impresionado tanto a los indígenas, no fue extraño que
quedaran luego casi paralizados de espanto. Imposible parecía que aquella masa de
piedra esculpida hubiera permanecido tanto tiempo enterrada. Su aspecto general
infundía terror, a causa de la sensación de misterio inescrutable que producía su
presencia en tan desolada inmensidad, así como por el increíble estado de perfecta
conservación en que se encontraba. Su forma evocaba la de una esfinge de regular
tamaño, una esfinge con alas de buitre y cuerpo de hiena. Sus miembros estaban
provistos de aguzadas garras. Y sobre su cabeza antropomorfa descollaba la triple
corona cuyos dibujos habían provocado el espanto de los nativos. No obstante, lo que
más impresionante resultaba era la carencia de rostro de aquella pavorosa imagen.
Era un dios sin cara, el alado dios Nyarlathotep, el «Emisario Poderoso», «El que
Camina entre las Estrellas», el «Señor del Desierto».
Ni que decir tiene que Carnoti no cabía en sí de puro gozo. Con sonrisa
complacida miraba aquel amplio espacio vacío, correspondiente al lugar que debía
haber ocupado el rostro del ídolo, y abstraído como estaba con su entusiasmo, no
prestó atención al constante murmullo de voces ni a las miradas que los nativos le
dirigían. No se enteró, por tanto, de lo que sus hombres estaban diciendo. Y más le
habría valido interesarse en sus conversaciones, porque aquellos hombres sabían,
como lo sabe todo Egipto, que Nyarlathotep es también el dios del mal. Por eso siglos
atrás sus templos y sus imágenes habían sido destruidos y sus adoradores condenados
a muerte y ejecutados. Por eso se había prohibido su culto y se había borrado su
nombre del «Libro de los Muertos». Aquel dios maligno era el protector de los
hechiceros y de la magia negra. Y de acuerdo con la leyenda, había salido del
desierto, y al desierto había vuelto. Luego, los hombres habían empezado a adorar a
otras divinidades menos ominosas, para terminar adorando a los dioses benéficos,
pero los que conocían la historia de Nyarlathotep afirmaban que al cabo de muchos
años, y coincidiendo con extraños fenómenos, el terrible dios volvería a aparecer
entre los hombres, procedente del desierto, sin que sus pasos dejaran huellas sobre la
arena, como no fueran los cadáveres de los desdichados incrédulos que se atreviesen
a mirarlo.

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Aquella leyenda se había difundido por Europa en tiempos de las cruzadas,
transmitida por los que regresaban de tierras sarracenas. Y en los relatos referentes a
la misma se aludía a la terrible deidad con diversos nombres, entre los que figuraba el
de «Emisario de Asmodeo» y «Hombre Negro». También se refería a Nyarlathotep el
Libro de Eibon, si bien en forma indirecta, porque en los tiempos en que fue escrito
no se permitía su culto. Aquella leyenda había perdurado a lo largo de los siglos. Y
los nativos que acompañaban a Carnoti la conocían, aunque de modo impreciso e
incompleto. En consecuencia, al advertir la corona de la estatua, se sintieron
sobrecogidos y decidieron huir, alejarse de aquel lugar maldito… ¡y cuanto antes!
Por su parte, Carnoti no hacía ningún caso de la excitación que dominaba a sus
hombres, a los que consideraba estúpidos por demás. No le interesaba en absoluto lo
que pudiesen comentar. Lo único que le importaba era lo que habría de hacer al día
siguiente: colocar la estatua en el carro y volver a la orilla del Nilo, para embarcarla
allí. Entonces empezaría su triunfo. Entonces reconocerían los funcionarios egipcios
su indudable perspicacia en materia de investigaciones arqueológicas. Sabía que le
llamaban charlatán, tramposo, aventurero, impostor y otras cosas por el estilo. Y se
regocijaba al pensar en el cambio que iba a operarse en los que hasta entonces habían
sido sus detractores. ¡Buena lección para todos aquellos imbéciles! En cuanto a la
maldición inherente a la leyenda… ¡pamplinas! ¿Qué era lo que estaba diciendo en
aquel momento el idiota del intérprete, con melodramática entonación?
—Nyarlathotep es el Negro Mensajero de Karneter. Procede del desierto. Camina
sobre las ardientes arenas y sigue a su presa, inexorablemente, a través de todo el
mundo, que es dominio suyo.
«Tonterías», pensó el doctor Carnoti. Como todas las leyendas egipcias. Estatuas
de personas con cabezas de animales… faraones que mandaban construir pirámides
para conservar momias… Sí; él conocía bastantes historias relativas a maldiciones, a
exploradores que habían muerto misteriosamente al entrar en una tumba que
acababan de profanar. No le extrañaba, así, que aquellos pobres nativos se sintieran
tan alarmados, pero a pesar de su alarma, tendrían que obedecerle y cargar el ídolo en
el carro, aunque tuviera que disparar sobre ellos.
Poco después, en el interior de su tienda, el aventurero se dispuso a comer con
toda tranquilidad. Luego se acostaría, a fin de levantarse muy temprano. Porque a la
mañana siguiente…

Carnoti se despertó sobresaltado, con la impresión de que sólo había dormido un par
de horas. Aún era de noche. Y no se oía ni un solo rumor en el campamento. De la
lejanía llegó a oídos de Carnoti el agorero aullido de un chacal, pero a continuación,
completo silencio. Extrañado, el aventurero se levantó y fue hasta la abertura de la
tienda… e inmediatamente empezó a desgranar una serie de airadas imprecaciones.
El campamento había desaparecido. Apagados los fuegos, hombres, animales y
carro fuera de la vista, sólo quedaba Carnoti, en medio de aquella desierta

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inmensidad. Y lo peor de todo era que lo habían dejado sin comida ni agua. Solo.
Completamente abandonado, rodeado por mares de arena y rocas, sumido en un
mundo de silencio. Silencio ominoso, como el de las tumbas, como el de los
sarcófagos en que yacían las momias, condenadas a eterna inmovilidad…
De pronto, Carnoti notó una especie de escalofrío, al recordar las palabras de los
nativos. ¡Nyarlathotep! ¡La venganza del dios del Desierto! Pero enseguida desechó
sus temores y se preparó para obrar de modo razonable. ¿Qué podía hacer un hombre
en semejante situación? Intentar un único recurso: el de tratar de llegar a un punto
habitado. Claro que para ello debería caminar sin descanso, día y noche, quizá
durante varios días ¡sin comer ni beber! ¡Y el tórrido sol del mediodía!
Con un esfuerzo, dominó su alterada imaginación y se aprestó a emprender
inmediatamente la marcha. En dirección al norte, como era lógico. Y al recordar lo
que había dicho el intérprete, en la tarde anterior, al indicar que la estatua miraba al
norte, fue hasta la excavación, pero sólo para recibir allí otra sorpresa. Antes de
marcharse, los nativos habían vuelto a cubrir con arena al ídolo, de modo que no
podía averiguarse hacia qué punto estaba orientado. Para colmo de desdichas, unas
nubes ocultaban por completo el firmamento, impidiendo también la orientación por
medio de las estrellas.
Presa de intenso furor, Carnoti maldijo entre dientes a aquellos nativos y empezó
a caminar sin rumbo, impresa en su mente una sola idea: la de no cejar en su empeño.
Debía aprovechar las horas de la noche para recorrer la mayor distancia posible de
incierto camino; para alejarse cada vez más de su solitaria tienda, que allí quedaba
como mudo testigo de la empresa, pero a pesar de que trató de olvidarse del dios
perseguidor, no lo consiguió. No podía negar que había violado un lugar sagrado, y
de acuerdo con la leyenda, la maldición de Nyarlathotep habría de alcanzarle, aunque
fuera a refugiarse en el otro extremo del planeta.

Horas después, las arenas del desierto adquirieron un matiz morado, que poco a poco
fue transformándose en violeta, y luego en rosado, como anuncio del amanecer, pero
Carnoti no se dio cuenta de tan bello fenómeno, porque estaba profundamente
dormido. Sus fuerzas le habían abandonado mucho antes de lo que había previsto, y
allí se encontraba en aquel momento, junto al comienzo de una pequeña ondulación
del terreno.
Se despertó al notar en su rostro la caricia de los primeros rayos solares. Y en su
extraviada mirada se traslucía el horror de la pesadilla que acababa de conturbar su
sueño… El dios sin cara avanzaba detrás suyo, sin apresurarse, como si estuviera
seguro de que tarde o temprano le alcanzaría… Y él corría y corría, hasta que sus pies
se negaban a soportarle… mientras la espantosa deidad se le aproximaba…
Carnoti se puso de rodillas y exhaló un suspiro, antes de levantarse y mirar en
todas direcciones. Luego reanudó la marcha, trabajosamente, hundiendo los pies en la
arena, inclinada, la cabeza hacia abajo… A su pesar, volvían a torturarle las imágenes

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de su pasado sueño. Veía otra vez al monstruoso ídolo negro, con su majestuoso
porte, con su cabeza desprovista de rostro, siguiéndole sin descanso. Y ni el intenso
calor del sol africano lograba distraerle de sus negros pensamientos. A eso del
mediodía se decidió a volverse a medias, para mirar hacia atrás… y se quedó
aterrado, al ver allí, en la cumbre de una colina, la amenazadora figura del ídolo…
¡pero esta vez con rostro, en el que lucían como brasas dos ojos que le miraban!
Aquello fue lo último que vio Carnoti, antes de caer sin sentido. Cuando se
despertó el sol brillaba con todo su esplendor, como si quisiera incendiar la bóveda
celeste. Empapado en sudor, el aventurero abrió los ojos, al par que se sentía aliviado,
al hallarse aún con vida. Luego se puso en pie y dio unos pasos vacilantes, mientras
volvía a desazonarle el tormento de la sed. Y como le cegaba el resplandor solar,
como los demonios de la locura empezaban a danzar en su aturdida mente, empezó a
caminar de modo maquinal, apretados los párpados, sin más interés que el de seguir
alejándose del último lugar en que había estado. Tal vez le sonriera la suerte, después
de todo. Tal vez coincidiese en su camino con alguna caravana, a pesar de que se
encontraba en una zona no frecuentada por los viajeros del desierto.
Horas después, una chispa de lucidez le obligó a pararse en seco. ¿Cómo era
posible que se hubiese olvidado? ¡El sol! Aquel sol radiante que estaba
achicharrándole podía haberle indicado la ruta hacia el norte. Si no hubiera estado tan
extenuado, en la tarde anterior… Pero esta vez no ocurriría lo mismo, esta vez,
cuando llegara el momento del ocaso, el sol le indicaría dónde se encontraba el oeste.
Y entonces, bien orientado, continuaría caminando hacia el norte, sin riesgo de
extravío.
Aquel día no parecía que fuera a tener fin. Horas y horas de calor abrasador;
horas y más horas de constante caminar sobre ardientes arenas, frente a un horizonte
que nunca cambiaba, y sin la distracción que podría proporcionarle un espejismo,
pese a su engañosa apariencia de vergel. Porque ni una sola sombra se veía en
muchos kilómetros a la redonda, ni una sola sombra que alterase la monotonía de
aquella inmensa extensión arenosa. ¿Ni una sola sombra? Entonces, ¿qué era aquello
que estaba allá, en la cima de una pequeña ondulación? «Aquello» que se movía
sobre la sinuosa línea que habían dejado sus pies… ¿Alguna alucinación?
Carnoti tornó a estremecerse, enfrentado con la horrenda realidad. Una sombra
que avanzaba sobre sus huellas, que le perseguiría hasta el fin… Todos se lo habían
advertido; los nativos, el intérprete… y el desventurado Hassan, antes de morir en la
sala de tortura. Y la leyenda le atormentaba en aquel momento; la leyenda de
Nyarlathotep, el Señor del Desierto, cuya aterradora figura aparecía sobre aquella
loma.
Maldiciendo su destino, Carnoti echó a correr. ¿Por qué habría tocado aquella
estatua? ¿Por qué se habría mofado ante los nativos de modo tan irreverente?
Propúsose entonces no volver nunca más al lugar en que se hallaba el ídolo, renunciar
a sus sueños de riqueza y… y seguir corriendo, aunque sus pies estuvieran llagados,

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aunque fuese cortándosele el resuello. A pesar de que sus ojos iban quedándose sin
vista, porque no podía explicarse de otra forma el extraño fenómeno que estaba
sucediendo. Aquellas estatuas, aquellas imágenes que de pronto habían surgido ante
él, cual si trataran de cortarle el paso, ¿serían efecto de su turbulenta fantasía?
Algunas estaban de pie, mirándole con aire impasible. Otras aparecían en diversas
actitudes, amenazadoras, como si se dispusieran a arrojarse sobre él para
despedazarle. Y todas carecían de rostro, todas mostraban un hueco vacío donde
debían haber tenido la cara.
Fueron pasando así las horas de aquella tarde, y llegó la puesta del sol, y se
encendieron en el cielo las estrellas, sin que Carnoti tuviera noción del tiempo que
transcurría ni de su propio cansancio. La sombra de Nyarlathotep continuaba a su
zaga, dirigiéndole, al parecer, en una determinada dirección. Hasta que de modo
imprevisto, se detuvo bruscamente y exhaló un gemido. Había llegado a la cumbre de
una loma, y allí, frente a él, podía ver la tienda y los restos del campamento, tal como
los había dejado en la noche anterior… o en la anterior a ésta… ¿qué importancia
tenían veinticuatro horas, comparadas con la eternidad? Entonces no dudó más de lo
que su sino le reservaba. Resignado, en medio de su locura, empezó a correr en
dirección a las dos peñas que marcaban el sitio en que estaba el ídolo.
Y entonces, también, sucedió lo que había estado temiendo: el espantoso acto
final de su tragedia. Con una especie de trueno, las arenas que rodeaban a las peñas
empezaron a deslizarse hacia él, al tiempo que la enterrada estatua ascendía sobre un
alto pedestal, iluminado por la claridad de la luna; para quedar elevada, para que los
brillantes ojos que lucían a través de la abertura de su rostro se clavasen en la figura
del extenuado caminante. No le importaba ya a éste el final de su aventura; antes al
contrario, deseaba que se cumpliese el castigo, para dejar de sufrir. Alzó entonces la
vista hacia la espantosa estatua, que desplegó sus alas… antes de volver a hundirse en
las arenas con horrísono fragor.

Nada quedó sobre la superficie de aquel lugar del desierto, a excepción de una cabeza
humana que se movía débilmente, mientras el cuerpo unido a la misma pugnaba por
librarse de la movediza arena que lo aprisionaba. Brotaban de sus labios airadas
imprecaciones, que a poco se convirtieron en angustiosos lamentos, para acabar con
una sola palabra, musitada en tono trémulo:
—Nyarlathotep…
Cuando llegó la mañana, Carnoti seguía con vida. Luego, los rayos del sol fueron
calentándole el cerebro, cada vez más intensamente, acentuándole el horror de su
agonía… pero no por mucho tiempo, porque poco después del mediodía, y como
atraídos por una fuerza sobrenatural, los buitres que habían estado volando en círculo
alrededor de aquel lugar empezaron a descender lentamente, para rematar la
venganza de Nyarlathotep, el dios sin cara, Señor del Desierto.

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ROBERT BLOCH, (5 de abril de 1917, Chicago, Illinois - 23 de septiembre de 1994,
Los Ángeles). Fue un novelista, cuentista y guionista estadounidense de literatura
fantástica y ciencia-ficción.
De ascendencia judía, escribió cientos de cuentos y alrededor de 20 novelas, la mayor
parte dentro del género negro, de terror y de ciencia-ficción. Al principio de su
carrera publicó ampliamente en las llamadas revistas pulp como Weird Tales. Escribió
además numerosos guiones cinematográficos.
Recibió los premios Hugo, Bram Stoker y el Mundial de Fantasía. Durante un tiempo
fue presidente de la asociación de escritores Mystery Writers of America.
Bloch asimismo elaboró fanzines de ciencia-ficción, e incluso trabajó durante un
tiempo en el teatro de variedades.
Una de sus primeras amistades literarias fue su maestro H. P. Lovecraft, con el que
mantuvo una larga correspondencia. Bloch escribió gran número de relatos
pertenecientes a los Mitos de Cthulhu. De hecho, se inventó dos libros
frecuentemente citados en los relatos del ciclo de los Mitos: De Vermis Mysteriis y
Cultes des Goules.
Llegó a aparecer transfigurado en uno de los personajes («Robert Blake») del relato
de Lovecraft The Haunter of the Dark (El morador de las tinieblas), que está
dedicado a Bloch. En esta historia, Lovecraft mata al personaje que representa a
Bloch. Éste, como contrapartida, hizo lo propio en The Shambler from the Stars (El

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vampiro estelar), en el que el personaje inspirado en Lovecraft tiene una muerte
horrible. Bloch más tarde escribiría un tercer relato, The Shadow From the Steeple
(La sombra que huyó del chapitel, como continuación de El morador de las
tinieblas).
La celebridad de Robert Bloch se debe principalmente a su autoría de Psycho
(Psicosis), novela adaptada fielmente por Joseph Stefano para el filme del mismo
título dirigido por Alfred Hitchcock en 1960. Su guión propio más conocido es el que
escribió para la película The Night Walker (Amor entre sombras, 1964), del director
William Castle. Bloch escribió asimismo guiones para la serie Star Trek, y trabajó
para varias series de televisión, como la presentada por el actor de cine de terror
Boris Karloff, titulada Thriller.
Robert Bloch murió en 1994 y fue enterrado en el Cementerio Westwood Village
Memorial Park de Los Ángeles. Aparte de a su considerable producción literaria, la
reputación de Bloch entre sus muchos seguidores se debe a su gran amabilidad, a su
generosidad y a sus cómicamente atroces juegos de palabras.

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