Arcoíris de Emociones

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La

Bella

Durmiente

tiene miedo

Carlos Perrault

adaptado por MABEL ZIMMERMANN

Había una vez un rey y una reina que no tenían hijos, y


estaban muy tristes. Recurrieron a todas las curas habidas y por
haber, pero en vano.
Al fin un día la reina quedó embarazada y nació una niña. Se
eligieron para madrinas de la princesita a todas las hadas que
pudieron encontrarse en la comarca, que fueron siete, para que
cada una le otorgase un don.
En el palacio, el rey hizo preparar un banquete en honor de
las hadas. En el lugar de cada una en la mesa había un
magnífico estuche de oro macizo adornado con diamantes y
rubíes; contenía cubiertos de oro fino. Pero, cuando los
comensales estaban sentándose, entró una vieja hada, a quien
nadie había invitado porque hacía más de cincuenta años que
vivía recluida en su torreón y la creían muerta o encantada.
El rey hizo agregar un lugar, pero no hubo posibilidad de
regalarle el estuche: no se habían encargado más que siete.
El hada recién llegada lo tomó como un desprecio y se puso
a rezongar maldiciones. Otra de las hadas la oyó y, temiendo
que pudiese desear algo dañino, en cuanto se levantaron de la
mesa, se escondió detrás de unos cortinajes para ser la última
en hablar y contrarrestar las maldiciones de la rezongona.
Las hadas formularon sus buenos augurios para la princesa.
La primera le vaticinó que no habría en el mundo un ser más
hermoso; la segunda, que sería muy buena; la tercera, que
desempeñaría con gracia admirable todo cuanto se pusiera a
hacer; la cuarta, que bailaría a las mil maravillas; la siguiente,
que cantaría como un ruiseñor, y la sexta, que tocaría a la
perfección toda clase de instrumentos musicales. Cuando llegó
su turno, el hada anciana, temblando por el enojo, dijo que la
princesa se atravesaría la mano con un huso y moriría.
Esta terrible maldición atemorizó a los presentes y no hubo
nadie que no llorara. Entonces, el hada joven salió de detrás de
la cortina y dijo:
—No se aflijan, mis señores; su hija no morirá. No poseo el
poder suficiente para deshacer por completo ese maleficio. La
princesa se atravesará la mano con el huso; pero, en vez de
morir, dormirá durante cien años; luego, el hijo de un rey la
despertará.
El rey anunció que se prohibía tener husos o ruecas bajo
pena de muerte.
Al cabo de quince o dieciséis años, un día, la princesita, que
andaba recorriendo el castillo, subió por la angosta escalera
caracol hasta lo alto de la torre: había un pequeño desván
donde encontró a una viejecita que estaba hilando en su rueca.
A sus oídos no había llegado la prohibición del rey.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó la princesa.
—Estoy hilando —contestó la anciana, que no la conocía.
—¿Hilando? ¿Puedo probar a ver si me sale a mí?
No había hecho más que tomar el huso cuando, un poco
atolondrada como era, y obedeciendo, por otra parte, a la
premonición del hada, se atravesó la mano y cayó al suelo como
desmayada.
La pobre anciana gritó asustada pidiendo socorro. Llegó
gente, le echaron a la princesa agua en la cara, le aflojaron las
ropas, le dieron golpecitos en las manos, le frotaron las sienes
con agua de la reina de Hungría, pero fue inútil: nada conseguía
hacerla volver en sí. Temieron lo peor.
El rey, que había acudido al tumulto de las voces, revivió la
predicción de las hadas, y comprendiendo que lo que había
ocurrido era irreparable, hizo trasladar a la princesa a la
habitación más hermosa del palacio y la acostaron sobre una
cama de marfil con colcha de terciopelo azul, bordada en oro y
plata. Parecía un ángel de bella que estaba, porque su
desvanecimiento no había conseguido robarle los colores: tenía
las mejillas sonrosadas y los labios, rojos; los ojos estaban
cerrados, pero la respiración que se escapaba de sus labios
mostraba que no estaba muerta. El rey ordenó que la dejasen
dormir hasta que llegase su hora de despertar.
Cuando la princesa sufrió este accidente, el hada buena que
le había salvado la vida, aun a costa de condenarla a dormir cien
años, se encontraba en el reino de Mataquín, a doce leguas de
aquel lugar, pero fue avisada al instante por un enanito que
poseía las botas de siete leguas, capaces de recorrer esa
distancia de una sola zancada. El hada se puso en camino de
inmediato y, al cabo de una hora, llegó en una carroza de fuego
tirada por dragones. Enseguida el rey se adelantó a ofrecerle la
mano para ayudarla a bajar.
Ella aprobó todo cuanto el rey había dispuesto, pero como
era previsora, imaginó lo temerosa que se sentiría la princesa
cuando llegara la hora de despertar, al encontrarse
completamente sola en el viejo castillo.
Todo lo que había allí, menos el rey y la reina, lo tocó con su
varita mágica: damas de honor, caballeros, mayordomos,
cocineros, ayudantes, mucamas, jardineros, guardias, soldados,
pajes, criados; tocó también a los caballos que estaban en las
caballerizas y a sus cuidadores, a los mastines del patio de
entrada y a Puf, la perrita de la princesa, que estaba a su lado,
echada en la cama; a las palomas en los techos y a las moscas
en las paredes. Y se iban quedando dormidos con un sueño que
habría de durar tanto como el de su ama, con el fin de que ella
no se atemorizara por estar sola al despertar y pudieran
presentarse listos para servirla cuando los volviera a necesitar.
Los mismos asadores que estaban al fuego con perdices y
faisanes ensartados se quedaron dormidos, y el fuego igual. El
viento se detuvo y no se movía ni una hoja de los árboles.
Después, el rey y la reina, tras haber besado a su hija, salieron
del castillo, dejando antes publicada la prohibición de que nadie
se volviera a acercar por allí. Esta prohibición, por otra parte,
resultaba inútil, porque en el transcurso de un cuarto de hora
fue tal la cantidad de árboles, arbustos, zarzas y matorrales
espinosos que crecieron en torno al parque, entrelazándose
unos con otros, que a ningún hombre ni animal le hubiera sido
posible acceder al castillo, del cual solo se veían las torres entre
la fronda, y para eso tenía que ser desde muy lejos.
La historia de la Bella Durmiente se conoció en los
alrededores y se presentaban príncipes que querían atravesar
los zarzales, pero quedaban atrapados entre las espinas y allí
morían.
Al cabo de cien años, el hijo de un rey, yendo de caza, se
sintió intrigado ante la vista de las torres y preguntó a unos
habitantes del lugar qué era aquello. Cada uno dio una
respuesta diferente, de acuerdo con las versiones que habían
escuchado: que era un viejo castillo por el que vagaban
fantasmas; que servía a los brujos de la comarca para celebrar
sus reuniones; que lo habitaba un ogro que llevaba al castillo a
los niños para comérselos, sin que nadie hubiera sido capaz de
seguirlo, pues solo él podía abrirse camino a través de la
espesura. Entonces, un anciano lugareño tomó la palabra:
—Hace cincuenta años, oí referir a mi padre que allí se
encuentra la princesa más bella del mundo, condenada a
permanecer dormida durante cien años; y que el hijo de un rey,
para quien está destinada, habrá de despertarla.
El príncipe decidió ver con sus propios ojos qué pasaba en
ese lugar.
No hizo más que acercarse al bosque, cuando la vegetación
se apartó para dejarle paso: se encaminó hacia el castillo, y cuál
no sería su sorpresa al notar que ninguno de sus acompañantes
había podido ir tras él: la maleza se volvía a enmarañar detrás en
cuanto el muchacho pasaba. Su valentía no impidió que por un
instante se asustara y tembló. Pero, a pesar de todo, siguió: a un
príncipe joven y enamorado jamás lo abandona la valentía.
Entró en un amplio patio, donde todo lo que veía lo helaba de
terror. Reinaba un silencio sepulcral y hombres, mujeres y
animales, inmóviles y tendidos por todos lados, parecían evocar
la imagen de la muerte. Pero luego, al reparar en la cara roja de
los soldados, notó que parecían estar vivos; en el fondo de los
vasos abandonados descubrió restos de vino: debían de haberse
quedado dormidos mientras bebían.
Atravesó otro gran patio con piso de mármol, subió las
escaleras, llegó a la sala de guardias y los vio en fila, con las
armas al hombro y roncando. Atravesó varias habitaciones
donde había gentilhombres, damas de honor y sirvientes
durmiendo, unos de pie, sentados otros. Al fin entró en una
habitación toda de oro y allí, en un lecho, contempló lo más
hermoso que había visto en su vida: una joven princesa
dormida.
Se arrodilló junto a ella. En ese momento, como el final del
hechizo había llegado, ella se despertó y le dijo:
—¿Eres tú, príncipe mío? ¡Cuánto te hiciste esperar!
El príncipe le juró que la amaba más que a sí mismo.
Hablaron cuatro horas y todavía no se habían dicho ni la mitad
de las cosas que tenían para decirse.
A todo esto, con la princesa se había despertado el castillo en
pleno y cada cual atendía sus tareas; pero como no todos
estaban enamorados, ¡tenían hambre! Una dama de honor vino
a anunciar a la princesita que la comida estaba servida. El
príncipe la ayudó a levantarse; ella llevaba un vestido tejido con
hilos de oro y bordado en perlas.
Pasaron a un salón de espejos y se sentaron a cenar; los
violines y los oboes tocaron piezas que hacía cien años que
nadie interpretaba; y una vez que cenaron, se casaron en la
capilla del castillo. A la mañana siguiente, el príncipe volvió a la
corte de su padre, pues debía de estar preocupado por él.
Explicó que, estando de caza, se había perdido en el bosque y
había hecho noche en la choza de un leñador, con quien había
cenado pan negro y queso. El rey le creyó, pero la reina no se
quedó convencida. Al ver que casi todos los días salía de caza y
que cuando pasaba dos o tres días fuera del palacio inventaba
un pretexto para excusarse, no le quedó duda de que andaba
en amores; así, entre idas y venidas, pasaron más de dos años y
tuvieron dos hijos: una niña a quien pusieron de nombre Aurora
y un niño a quien llamaron Día.
El príncipe nunca se atrevió a compartir su secreto. Le temía
a su madre (aunque la quería), porque era de raza de ogros y el
rey solo se había casado con ella por su fortuna, ya que así se
hacía, a veces, en esa época. Se había llegado a cuchichear en la
corte que tenía inclinaciones de ogresa y que, cuando veía
niños pequeños, le costaba no comérselos. Así que el hijo nunca
le dijo nada.
Pero a la muerte del rey, viéndose señor de todo el reino,
declaró su matrimonio y partió a buscar a su familia. Le
prepararon un gran recibimiento en la corte, donde entró en
medio de sus dos hijos.
Algún tiempo más tarde, el nuevo rey fue a guerrear contra
el emperador Cantalabutte y dejó a cargo del reino a su madre,
pidiéndole que cuidara de su esposa y sus hijos. Tendría que
luchar todo el verano. En cuanto el rey se marchó, la reina
madre mandó a su nuera y a sus nietos a una casa en medio del
bosque para satisfacer su terrible deseo. Después, ella fue a la
casa y dijo a su cocinero:
—Mañana quiero comerme a Aurorita —dijo con tono de
ogresa que desea carne fresca—. Y la quiero en salsa verde.
El pobre hombre, aterrorizado, tomó su gran cuchillo y fue
en busca de Aurorita. La niña tenía cuatro años y vino saltando
y riendo a echarle los brazos al cuello. Él se puso a llorar y se
dirigió al corral para matar un corderito, que preparó con una
salsa tan buena que la ogresa aseguró que nunca había comido
nada tan delicioso. Al mismo tiempo, llevó a Aurorita con su
esposa para que la escondiera en la vivienda que tenía al fondo
del corral, lejos del palacio y de la reina madre.
Días después, la perversa reina dijo a su cocinero:
—Hoy quiero, para cenar, al pequeño Día.
El hombre no contestó y decidió engañarla otra vez. Fue a
buscar a Día y lo encontró con una espada en la mano, aunque
solo tenía tres años, ensayándose en las armas como un
soldado. Se lo llevó a su mujer y lo escondió junto con Aurorita.
A la ogresa le dio de cenar otro cabrito más pequeño, que ella
encontró delicioso.
Hasta aquí todo había ido bien, pero una tarde la malvada
reina dijo al cocinero:
—Quiero que me sirvas a la reina.
El pobre hombre perdió las esperanzas de volver a engañarla.
La joven reina tenía veinte años, sin contar los cien que había
dormido. ¿Cómo encontrar en el rebaño un animal para
reemplazarla? Así que, para salvar su propia vida, el cocinero
optó por ir a degollar a la reina joven y, sin pensarlo dos veces,
entró en su cuarto. Pero como no quería matarla por sorpresa,
le explicó la orden que había recibido de la reina madre.
A pesar del miedo que sintió, la joven le dijo:
—Cumple con tu deber; iré a reunirme con mis hijos a
quienes tanto amé —ya que los creía muertos desde que el
cocinero los había secuestrado sin decirle.

—Ni morirá, ni dejará de ver a sus niños. La llevaré a mi casa,


donde los tengo escondidos; y volveré a engañar a la ogresa,
presentándole una cierva joven.
La llevó a su casa, donde la dejó llorando abrazada a sus hijos,
mientras él iba a preparar una cierva que la reina madre cenó
con el mismo apetito que si de la reina joven se tratara. La
ogresa pensaba contarle a su hijo, al regreso, que los lobos
furiosos se habían comido a su mujer y a sus hijos.
Una noche que andaba dando vueltas por los patios y los
corrales, olfateando en busca de carne fresca, oyó llorar a Día, a
quien su madre retaba, y también la voz de Aurora.
La ogresa reconoció por la voz a la reina y a sus hijos y,
enojada por haber sido engañada, a la mañana siguiente y con
una voz terrible, ordenó que trajeran al medio del patio un
gigantesco tonel que mandó llenar de sapos, víboras, culebras y
serpientes, para que fueran arrojados en ella la reina y sus hijos,
junto con el cocinero, su mujer y su criada, todos con las manos
atadas a la espalda.
Ya estaban todos allí y los verdugos se disponían a echarlos
en el tonel.
En ese momento, el rey, a quien nadie esperaba tan pronto,
preguntó qué significaba ese horrible espectáculo. Nadie se
atrevía a aclarárselo, hasta que la ogresa, enfurecida por lo que
estaba pasando, dio un gran salto y se tiró de cabeza al tonel:
fue inmediatamente devorada por las espantosas alimañas que
había hecho meter adentro.
El rey no dejó de sentir pena, pues era su madre; pero pronto
se consoló con Talía, su hermosa mujer, y sus niños.
Quizás, alguna vez, también tuviste miedo, como la Bella
Durmiente; te atemorizaste por algo que pensabas que podía
pasar; te asustaste porque te quedaste solo un ratito; a lo mejor
hasta te aterrorizaste porque no te gusta la oscuridad y justo
escuchaste un ruido. O sentiste miedo de que algo no te saliera
o de no poder terminarlo a tiempo; o de que te mordiera un
perro...
A veces, uno tiene tanto miedo que hasta llora o tiembla. Si
tuviste miedo, ¿qué hiciste? ¿A quién pediste ayuda en ese
momento o después? Porque por acá no hay hadas, pero
siempre alguien está cerca: solo hay que mirar con atención
para ver quién puede darnos una mano, un consejo, sugerirnos
qué hacer para prevenir los temores, para vencer el miedo.
¿Está mal tener miedo?, ¿hay que avergonzarse cuando uno
siente temor? No, todos tuvimos miedo alguna vez. Todos los
adultos se atemorizaron cuando escucharon la maldición del
hada enojada; la anciana que hilaba en la rueca se asustó
cuando la princesa se pinchó la mano con el huso y ¿qué hizo?:
pidió socorro. El príncipe, que era valiente, tuvo su poquito de
miedo al atravesar los matorrales espinosos, pero se animó a
seguir adelante venciendo su temor, porque quería llegar al
castillo de la princesa. Muchos valientes han tenido miedo o
miedazo o miedito. Valentía y miedo no son opuestos. ¿Y si les
preguntas a los adultos que conoces a qué le tienen o tuvieron
miedo?
Lo principal es que tratemos de darnos cuenta de qué cosas
nos atemorizan y busquemos ayuda para que no nos vuelva a
pasar: así nos sentiremos mejor.
La

alegría

de Aladino

Antonio Galland

adaptado por MABEL ZIMMERMANN

Aladino era un joven feliz que vivía en el Lejano Oriente con su


padre, el sastre Mustafá, y su madre, que era tejedora. Pero
todo cambió cuando murió el padre y un hombre se presentó
diciéndole que era su tío que venía de Marruecos.
El hombre lo invitó a caminar. Al llegar al valle, hizo una
fogata sobre la que arrojó polvos mágicos. Entonces, la tierra se
abrió y en el fondo pudo verse una puerta de mármol.
—Solo tú puedes abrirla. ¡Debajo te espera un tesoro
maravilloso! —dijo el hombre—. Baja y encontrarás una caverna
con cuatro grandes ollas repletas de monedas de oro; luego,
llegarás a un jardín magnífico con árboles llenos de frutas
brillantes; más adelante, por una escalera de treinta peldaños,
subirás a una terraza y hallarás una lámpara. ¡Tráemela! Cuando
estés regresando, puedes cortar frutas de los árboles del jardín.
Antes de bajar, el tío le entregó un anillo que lo protegería. Y
el sobrino bajó.
No bien el hombre vio de regreso al muchacho en la boca del
pozo, le pidió la lámpara. Pero Aladino tenía tantas frutas entre
sus ropas, que le contestó que esperara a que saliera de la
caverna para dársela. El tío se enojó muchísimo y lo encerró en
el pozo. Echó otros polvos mágicos y se marchó sin que
quedara ni un rastro en el valle.
El joven advirtió que la pesada puerta de mármol no se abría
y volvió al jardín para buscar otra salida. Después de varios
intentos sin resultado, entendió que moriría allí y se puso a
llorar.
Mientras secaba sus lágrimas, frotó sin querer el anillo que
llevaba y vio surgir ante él un gigantesco genio de ojos
llameantes que, con voz de trueno, se presentó:
—¡Soy el servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!
¿Qué quieres?
—¡Sácame de esta cueva!
En un abrir y cerrar de ojos estuvo fuera.
Al llegar a su casa, cansado y casi sin voz, le contó todo a su
madre, le mostró las frutas y se quedó dormido.
Al día siguiente, le pidió a su madre que vendiera la lámpara
para comprar comida. La madre comenzó entonces a lustrarla
para obtener mejor precio, y en cuanto la frotó, otro genio
apareció y también se presentó:
—¡Soy el servidor de la lámpara! ¿Qué quieres?
La madre se desmayó, pero Aladino sabía qué hacer:
—¡Tráenos muchas exquisiteces para comer!
En un instante el mago apareció llevando en la cabeza una
gran bandeja con doce platos de oro llenos de manjares; luego
desapareció.
Madre e hijo se pusieron a comer con mucho apetito.
Cuando se iban quedando sin provisiones, Aladino vendía uno
a uno los platos de oro. Al vender el último, recurrió a la
lámpara mágica. La frotó y el mago apareció ante él, y
nuevamente le trajo una docena de platos de oro llenos de
comidas riquísimas.
El joven, cuando estaba en la ciudad vendiendo los platos,
escuchaba a los mercaderes. Así aprendió que lo que creía que
eran simples frutas de cristal, en realidad eran rubíes,
esmeraldas, diamantes, topacios, corales, perlas, jades,
azabaches y zafiros inmensos.
Un día en que Aladino estaba entre los comerciantes,
escuchó decir que Badrú’l-Budur, la hija del sultán, iría hasta el
templo. La orden era no mirar a la princesa, pero Aladino se
escondió para conocer a la joven, que, decían, era de una
belleza inigualable.
Cuando apareció cubierta con sus velos de seda, le pareció
ver la luna en el cielo, y en cuanto se destapó el rostro,
reconoció en ella una hermosura que superaba cuanto pudiera
decirse. Otra vez una sonrisa inmensa le ocupó el rostro. Esa
muchacha le hacía saltar el corazón.
Pero cuando Aladino volvió a su casa, estuvo abatido hasta el
día siguiente.
Al despertar, con voz muy triste, dijo a su madre:
—¡Ayer vi a la hija del sultán, y conocí la belleza! ¡Y no tendré
alegría hasta que me case con ella!
La madre advirtió a su hijo que desposar a la hija del sultán
era una locura; sin embargo, Aladino insistió para que ella fuera
a pedir la mano de la princesa en su nombre. La mujer explicó a
su hijo que la hija de un sultán nunca se casaría con alguien
humilde.
El joven contestó:
—¡Si se trata solo de hacer un buen regalo, ningún hombre
puede competir conmigo! Porque esas frutas de colores que
traje del jardín subterráneo son piedras preciosas inestimables,
como no las posee ningún sultán en la tierra.
Convencida por las palabras del hijo, la mujer fue al palacio
con una fuente de porcelana blanca repleta de esas frutas
extraordinarias. Sin embargo, no se animó a hablar.
Seis días consecutivos fue al palacio sin tener más éxito que la
primera vez. El propio sultán, el séptimo día, acabó por fijarse
en ella y le pidió que le comunicara su pedido.
La madre de Aladino, con un poco de temor, habló:
—Mi hijo desea casarse con su hija y por ello me manda traer
este obsequio.
El sultán se echó a reír y le dijo:
—¡Oh, pobre!, ¿y qué traes en esa fuente?
Entonces la madre de Aladino presentó al sultán las frutas de
piedras preciosas. Él quedó deslumbrado por su brillo. Y
consultó, aparte, a su gran visir:
—¿No es verdad que Aladino merece que reciba su solicitud
de matrimonio con mi hija?
—¿Olvidas que has prometido la princesa a mi hijo? ¡Solo te
pido que me concedas tres meses para traerte un regalo más
hermoso que este, en nombre de mi hijo!
—¡Te concedo el plazo!
Y el sultán, entonces, dijo a la mujer:
—¡Avisa a tu hijo que su solicitud ha sido recibida! ¡Pero que
no podrá celebrarse el matrimonio hasta pasados tres meses,
para preparar el ajuar que corresponde a una princesa!
A Aladino se le iluminó la cara al escuchar las palabras de la
madre y su sonrisa volvió a resplandecer de alegría. La dicha lo
inundaba.
Pasaron dos meses, y una mañana, entre los mercaderes,
Aladino se enteró del casamiento inminente de la princesa.
Estando después solo en su habitación sacó la lámpara
mágica y la frotó. Enseguida se le apareció el esclavo y dijo:
—¡Aquí tienes a tu servidor! ¿Qué quieres?
—Esta noche, en cuanto la pareja se case, los traerás aquí.
Y así lo hizo el genio: y en un abrir y cerrar de ojos se vieron
transportados hasta la habitación de Aladino.
A la mañana siguiente, el joven le ordenó al genio de la
lámpara que los llevara al palacio nuevamente.
Cuando los padres fueron a despertar a la princesa, ella contó
lo que le había sucedido la noche anterior. Pero el sultán y su
esposa no le creyeron. Cuando llegó la siguiente noche, Aladino
le ordenó al genio de la lámpara que volviera a hacer lo mismo.
A la mañana, la joven volvió a contar a su padre los detalles
de lo vivido. El sultán pidió explicaciones a su gran visir y este, a
su hijo, quien aclaró que prefería la nulidad de su matrimonio a
vivir otra noche semejante a las anteriores. Y así fue.
Aladino, feliz, envió a su madre el día en que se cumplieron
los tres meses solicitados para dar en matrimonio a la princesa.
Cuando la madre estuvo en palacio, el sultán le pidió a la
mujer como dote cuarenta fuentes de oro llenas con las mismas
piedras preciosas en forma de frutas y que esas fuentes fueran
traídas al palacio por cuarenta esclavas precedidas por cuarenta
esclavos.
Cuando la madre de Aladino llegó a su casa, llorando, trató de
convencer a su hijo de abandonar los planes.
Aladino la consoló, ocultando su alegría. Sabía que podía
cumplir con ese pedido. A solas, frotó la lámpara y solicitó al
genio todo lo requerido como dote.
En cuanto el sultán recibió en el patio de palacio la dote
solicitada, le dijo a la madre de Aladino:
—¡Te ruego que avises a tu hijo que desde este instante ha
entrado en mi familia!
Aladino, al conocer las noticias que traía su madre, la besó y
corrió al palacio, lleno de alegría. La felicidad casi lo hacía volar.
Allí fue recibido por el sultán, que sin dudar pidió que el
casamiento se realizara inmediatamente.Entonces Aladino
exclamó:
—¡Sultán de los sultanes! Antes construiré un palacio para la
princesa. ¡Permíteme edificarlo frente al tuyo para que puedas
visitar a tu hija cada día, si lo deseas!
Y así lo hizo con ayuda del genio de la lámpara.
Todo el palacio festejó la boda. La princesa quedó encantada
al ver tan hermoso a su amado, que le hablaba siempre con una
sonrisa encantadora. Y la felicidad que vivieron juntos no tuvo
par en los tiempos de los tiempos.
Lejos de allí, el tío que había abandonado a Aladino bajo la
puerta de mármol, sabiendo de su felicidad, resolvió vengarse.
Llegó a la ciudad cuando el joven se había ido de caza. Supo,
además, que su lámpara mágica estaba en el palacio.
Entró en un negocio, compró doce lámparas muy brillantes y
recorrió las calles gritando:
—¡Cambio lámparas nuevas por viejas!
Al oír los gritos del mercader, una esclava informó a la
princesa:
—Mi señora, ¡al limpiar el cuarto de mi amo Aladino, he visto
una lámpara vieja!
Así consiguió el tío la lámpara mágica, y entonces la frotó y
dijo:
—¡Genio de la lámpara!, te ordeno que transportes el palacio
de Aladino, con todo lo que contiene, a mi país. ¡Y también me
transportarás a mí!
Y contestó el esclavo de la lámpara:
—¡Escucho y obedezco!
Al día siguiente, el sultán quiso visitar a su hija, pero el palacio
había desaparecido.
El gran visir dijo al sultán:
—Y ahora, mi señor, ¿vacilas en creer que ese palacio sea otra
cosa que la obra de la más admirable hechicería?
—¿Dónde está ese impostor que se llama Aladino?
—¡Cazando!
Inmediatamente el sultán hizo buscar a Aladino, encadenarlo,
llevarlo al palacio y cortarle la cabeza.
Al llegar los guardias, el joven no entendía qué pasaba. Recién
cuando vio que su casa y su mujer habían desaparecido
comprendió el enojo del sultán.
A punto de ser decapitado, solicitó clemencia al padre de su
amada y cuarenta días para encontrar a su esposa y su palacio.
Ya liberado por orden del sultán, recurrió al anillo y pidió al
mago que lo llevara adonde estaban ahora el palacio y la
princesa.
En el tiempo en que se tarda en cerrar y abrir un ojo, el
genio lo transportó hasta donde se alzaba el palacio, y donde
estaba su bienamada.
La princesa todos los días al levantarse lloraba pensando en
su padre y en su esposo, pero cuando vio desde la ventana a su
amor, le dijo:
—¡Querido mío, ven pronto! ¡El mago maldito está ausente
por el momento!
Aladino subió al aposento de su esposa, la abrazó y su
corazón volvió a latir con alegría.
Luego, ella le contó lo acontecido con la lámpara y Aladino
entendió quién estaba detrás de todo; y cuando le preguntó por
la lámpara, ella respondió que el hombre siempre la llevaba
debajo de las ropas.
Sin dudarlo, le pidió a su amada que ese día recibiera a su
raptor simulando agrado, que lo invitara a beber una copa de
vino y que colocara adentro, sin ser vista, un polvo que le había
pedido al genio del anillo. De esa manera, el maligno hombre
quedó dormido en cuanto lo tomó. Entonces Aladino se
precipito sobre él, le desabrochó la parte superior de sus
vestiduras y recuperó la lámpara. Enseguida la frotó y al
aparecer el genio, Aladino le ordenó:
—¡Transporta este palacio al mismo lugar de donde lo
quitaste!
—¡Escucho y obedezco!
Después de comprobar que el palacio y su esposa estaban
otra vez frente al del sultán, Aladino le dijo a la princesa:
Y al ver el sultán el palacio en su sitio, corrió hacia él, besó a
su hija derramando lágrimas de alegría, agradeció a Aladino y le
pidió disculpas.
Enseguida, el sultán hizo anunciar la boda a su pueblo y hubo
festejo toda la noche.
Seguramente alguna vez sentiste alegría, como Aladino,
porque alguien te ayudó a resolver un problema, porque
lograste algo que deseabas... ¡Hay muchísimas razones para
sentir alegría!
¿Cómo te diste cuenta de que estabas alegre? ¿Quizá te latió
rapidito el corazón? ¿Qué hiciste en ese momento? ¿Con quién
compartiste tu alegría?
Las personas que te rodean en la escuela o en tu casa, ¿se
ponen alegres por los mismos motivos? ¿Qué puedes hacer para
que los que están cerca sientan alegría?
La Bella

y el enojo

de la Bestia

Juana María Le Prince de Beaumont

adaptado por MARÍA ALEJANDRA LUMIA

Había una vez un mercader viudo y rico que tenía tres hijos
varones y tres hijas mujeres, a los que dio grandes riquezas y en
cuya educación invirtió mucho dinero. Las tres hijas eran muy
hermosas, pero la más joven, Meldina, lo era tanto, que todos la
apodaban “la Bella”, por lo que las hermanas la envidiaban
muchísimo. Tenía los ojos claros y el pelo castaño.
Era la más bonita y también la más bondadosa. Las mayores
se vanagloriaban de sus riquezas y rechazaban a los que tenían
menos que ellas. Solo se reunían con otras personas ricas.
Asistían a todos los bailes, reuniones, funciones de teatro y
paseos; y despreciaban a la menor porque buena parte de su
tiempo lo utilizaba en leer.
Pero una vez, de golpe, el mercader perdió toda su fortuna:
solo le quedó una pequeña casa de campo alejada un poco de la
ciudad.
Llorando, contó lo sucedido a sus hijos y les dijo que debían
irse a vivir a esa casita y trabajar en las tareas rurales.

Como eran tan orgullosas nadie simpatizaba con las hermanas


mayores y sus conocidos no se compadecieron de su desgracia.
Pero al mismo tiempo se lamentaron mucho por la menor.
Todos expresaban su dolor:
—¡Qué pena! ¡Es tan buena hija!
Hubo caballeros dispuestos a casarse con ella, pero la joven
respondía que no podía abandonar a su padre en desgracia, que
lo seguiría hasta el campo para consolarlo y ayudarlo en sus
trabajos.
Cuando llegaron a la casita, el mercader y sus tres hijos con
ropa de campesinos se dedicaron a arar la tierra. La hija menor
se levantaba a las cuatro de la mañana, limpiaba toda la casa y
preparaba la comida de la familia. Al principio, le resultaba
agotador, porque no estaba acostumbrada a trabajar tanto, pero
a medida que pasaron los meses, empezó a sentirse mejor y
cuando terminaba sus tareas, leía, tocaba el piano o cantaba
mientras tejía en el telar para hacer la ropa de su familia. Sus
hermanas, en cambio, se levantaban tarde, se aburrían y
paseaban el día entero: su única diversión era lamentarse de sus
perdidos lujos y visitas.
Miraban a la hermana menor diciendo que siempre estaba
contenta porque era tan tonta como para conformarse con su
miseria.
El padre, en cambio, la admiraba: sabía que era trabajadora,
constante, tesonera y capaz de brillar en los bailes también.
Admiraba la paciencia que les tenía a sus hermanas, que no
hacían nada y se burlaban de ella.
Hacía ya un año que vivían así cuando el mercader recibió la
noticia de un barco que llegaba de Oriente con mercaderías
para él. Las mayores empezaron a encargarle vestidos, peinetas,
etc. No veían la hora de volver a la ciudad, a las fiestas y a los
teatros. Bella pensaba que todo el oro de las mercancías no iba
a alcanzar para los encargos de sus hermanas.
El padre le dijo a la menor:
—¿No me pides algo?
—Quiero que me traigas una rosa.
En realidad, no la deseaba, pero no quería hacer quedar mal
a sus hermanas: decían que si no pedía nada era para darse
importancia.
Cuando llegó a la ciudad, el mercader supo que había
problemas con sus mercaderías y, a pesar de sus esfuerzos, tuvo
que volver a su casa pobre como antes.
Nevaba con fuerza y el viento impetuoso lo tiró del caballo. Al
caer la noche, temió morir de hambre o frío, o que lo devoraran
los lobos que escuchaba cerca. De repente, vio a lo lejos una
luz.
Se encaminó hacia allí y al acercarse vio que la luz salía de un
enorme palacio. Su caballo entró en la caballeriza y se puso a
comer. Después de dejarlo atado, el mercader entró al palacio,
donde no vio a nadie. Llegó a una sala gigantesca, en la que
había una chimenea encendida y una mesa con comida y un
solo cubierto. La luz la daban velas perfumadas en candelabros
de diamantes y rubíes. El hombre estaba helado y se acercó al
fuego; pensó que cuando llegara el dueño de casa, le
perdonaría el atrevimiento.
Esperó largo rato, buscó en otras habitaciones, pero no
encontró a nadie. Cuando sonaron once campanadas, ya no
resistió el hambre: comió el pollo que estaba sobre la mesa y
bebió una copa de vino. Con nuevas fuerzas dejó la sala y
recorrió amplios aposentos con lindos muebles. En uno
encontró una cama y, como ya era pasada la medianoche y
estaba cansado por el viaje, cerró la puerta y se acostó.
Eran las diez de la mañana cuando se levantó; se sorprendió
al ver que allí había un traje de su medida en lugar de las
gastadas ropas que él traía. Se dijo: “No desperté o este palacio
pertenece a un hada buena que se apiadó de mí”. Miró por la
ventana y vio que ya no había nieve en el hermoso jardín
florido. Luego, entró al lugar donde había cenado y encontró
una taza de chocolate caliente. En voz alta, dijo:
—Le doy las gracias, señora hada, por haber tenido la bondad
de alojarme en una noche tan inhóspita y pensar en mi
desayuno.
Después de tomar el chocolate, el mercader salió a buscar su
caballo y, al pasar por un cantero lleno de rosas blancas, recordó
el pedido de su hija menor y cortó la mejor para llevársela. En
ese instante, oyó un gran estruendo: hacia él se dirigía una
horrenda bestia, como un gran cerdo blanco con escamas, con
una guirnalda de flores alrededor del cuello y un collar de
diamantes.
Con una voz terrible, el animal le dijo:
El mercader se arrojó a sus pies y le rogó:
—Señor, perdóneme; no quise ofenderlo al cortar la rosa: es
para una de mis hijas, que me la pidió.
—No me llamo señor, sino Bestia. No creas que me vas a
conmover, porque estoy lleno de cólera y hasta desilusionado.
Dijiste que tienes hijas: te perdonaré con la condición de que
una sea valiente y te ame lo bastante como para que venga a
morir en tu lugar. Parte de inmediato y si ellas se niegan a morir
por ti, júrame que regresarás en tres meses, después de
despedirte de tus hijos para siempre. Si no, iré a buscarte y te
destruiré junto con tu familia, aunque te defiendan cien mil
hombres. Estoy irritado y muy indignado.
El padre no pensaba en sacrificar a sus hijas, pero quería
darles un último abrazo. Juró que regresaría y Bestia le dijo que
se fuera ya, pero que antes volviera a la habitación donde había
dormido, que encontraría un cofre y que pusiera dentro lo que
quisiera llevarse. El mercader pensó que, aunque tuviera que
morir, al menos sus hijas no pasarían hambre.
En el cuarto había una cantidad de monedas de oro que
guardó en el cofre, se abrigó con la capa que le regaló Bestia,
fue a la caballeriza y abandonó la mansión con tristeza.
En pocas horas estuvo en su pequeña granja. Al llegar, sus
hijas lo rodearon; él, lejos de alegrarse con sus caricias, lloró
amargamente. Traía la rosa para su hija menor y, al entregársela,
le dijo:
—Toma esta rosa que tanto me ha costado.
Luego, contó a su familia lo sucedido. Las mayores
reprocharon a la menor que el padre moriría a causa de su
pedido. Y todo por querer ser distinta.
—¡Y ni siquiera llora! —decían.
—¿Por qué voy a llorar? Mi padre no morirá por mi causa: me
quedaré con la bestia furibunda.
Sus hermanos aclararon que no era necesario, que ellos
matarían al monstruo, pero el padre les informó que el poderío
del animal era enorme, que no tuvieran esperanza.
Partieron padre e hija al palacio de Bestia, porque no hubo
forma de convencerla de que no lo acompañara. Al despedir a
su padre y hermana, las mayores se frotaron los ojos con
cebollas para derramar unas lágrimas; en cambio, los hermanos
lloraron sinceramente.
Al atardecer, padre e hija llegaron: el caballo fue directo a la
caballeriza y ellos entraron: encontraron una mesa
hermosamente servida y con dos cubiertos. El mercader no
tenía apetito, pero la hija se esforzó en parecer tranquila y sirvió
para ambos. Pensó que Bestia la quería engordar y por eso
había dispuesto una mesa llena de comida.
Al terminar de cenar, escucharon un terrible estruendo; el
mercader, llorando, le avisó a su hija que Bestia se acercaba.
Al ver tan horrible figura, la muchacha se estremeció, pero
disimuló su miedo. Bestia le preguntó si había venido por
voluntad propia u obligada. Ella respondió que estaba allí
porque quería.
Bestia le contestó que era muy buena y que se lo agradecía.
Y al hombre le indicó que a la mañana siguiente partiera y no
regresara jamás. Podía llevarse dos cofres con vestidos, piedras
preciosas y oro.
Bestia saludó a la joven y se retiró.
El padre insistió en quedarse en lugar de la muchacha, pero
la hija se negó.
Al dormir, la hija vio en sueños a una mujer que le dijo que su
buen corazón la haría muy feliz, que tendría una recompensa
por arriesgar la vida para salvar la de su padre.
Al despertar, la hija le contó el sueño al padre, quien sintió
algún consuelo, aunque su pena era inmensa y lloró
amargamente.
Cuando el hombre se marchó, la hija se puso a llorar, pero
como era valiente no quiso estar triste mientras permaneciera
allí; pensaba que el monstruo pronto la devoraría y decidió
antes recorrer el palacio. Anduvo por cuartos decorados con
oro y plata, con grandes espejos y cuadros.
No poca fue su sorpresa al encontrar este cartel sobre una
puerta: “Aposento de la Bella”.
Al abrir la puerta, vio que era magnífico, que tenía biblioteca,
un piano y libros de música, todo lo que necesitaba para que su
vida fuera placentera. Pensó entonces que quizá no moriría. En
la biblioteca encontró un libro que decía en letras de oro:
“Desead, ordenad; aquí eres la dueña”.
En ese momento, exclamó:
—¡Cuánto desearía ver a mi padre!
Enorme fue su asombro al ver que en un espejo podía verlo
llegando a la casita con tristeza, y a las hermanas mayores que
querían parecer afligidas, pero que en realidad estaban
contentas de haberse deshecho de la menor, a la que
envidiaban.
Al mediodía, la muchacha comió escuchando un concierto,
aunque no sabía de dónde venía la música.
Por la tarde, al sentarse a la mesa, escuchó el tremendo
estruendo que hacía Bestia al acercarse, y se estremeció.
Bestia le preguntó si podía verla comer. Ella, temblando, le
contestó que él era el dueño de casa. Pero Bestia respondió que
ella lo era, y que si le molestaba, no tenía más que decírselo y
se iría.
Le preguntó:
—¿No me encuentras muy feo?
—Sí, pero demuestras bondad.
—Come y trata de pasarlo bien en tu casa.
—Tu buen corazón me hace feliz.
—Tendré buen corazón, pero no soy más que una bestia.
—Hay muchos hombres más bestiales; te prefiero con tu
aspecto antes que a otros con apariencia de hombres, pero de
corazón burlón, falso e ingrato.
La muchacha apenas le tenía miedo ya. Pero casi se muere al
escuchar la pregunta de Bestia:
—¿Querrías casarte conmigo?
—Me apeno por ti, pero no puedo mentirte. Por favor,
conténtate con que sea tu amiga.
Él respondió que sabía que era horrible, pero quería que
supiera que su amor era inmenso. Y que, a pesar de todo, se
sentía feliz de saber que ella deseaba estar allí.
La joven le contestó que quería visitar a su padre, porque lo
había visto enfermo de tristeza; agregó que se moriría de dolor,
si no la dejaba partir para verlo.
Bestia le dijo que prefería morir antes que causarle algún
pesar. Que la dejaría partir y que él moriría de pena. Pero la
muchacha no quería eso y prometió que volvería en ocho días.
Que lo quería demasiado como para perderlo.
Él le indicó que, cuando quisiera regresar, pusiera su anillo
sobre la mesa de luz.
—Mañana estarás con tu padre, pero acuérdate de tu
promesa.
Al despertar, la joven se halló en la casa de campo; pensó que
no tendría ropas, pero Bestia le había hecho llegar hasta el
dormitorio cuatro cofres con bellos vestidos y también tesoros
para su familia. El padre por poco desfallece de alegría al verla.
Las mayores fueron a verla con sus flamantes esposos; las dos
eran desdichadas con ellos: uno era bello y vanidoso, y el otro
siempre mortificaba a los demás, incluso a la esposa.
Cuando vieron a su hermana vestida como una princesa
creyeron morir de dolor. Aunque la menor las trató dulcemente,
esto no pudo calmar sus tremendos celos.
Juntas planearon que se quedara más de ocho días, así Bestia
creería que lo había abandonado y al regreso, se la comería.
Planearon mostrarse tan terriblemente tristes por su partida
que la menor se quedaría más tiempo.
Y así fue, el buen corazón de la muchacha no soportó verlas
tan angustiadas y se quedó unos días más.
Sin embargo, se reprochaba el dolor que causaba a Bestia, a
quien tanto amaba. La décima noche soñó que Bestia estaba en
el jardín, cerca del rosedal, a punto de morir, gimiendo
horriblemente. Se despertó sobresaltada y con lágrimas en los
ojos.
Supo que estaba siendo mala con Bestia, que le causaba
dolor a quien tanto la quería y que, en realidad, su buen
corazón era más importante que su fealdad.
Puso el anillo sobre la mesa de luz y volvió a acostarse. Se
quedó dormida enseguida y al despertar estaba en el palacio. Se
vistió esplendorosamente para esperar a Bestia, pero este no
aparecía. Creyó que le había causado la muerte y lo buscó por
todo el castillo. Hasta que recordó su sueño y fue hacia el
rosedal.
Allí lo vio en el suelo; creyéndolo muerto se arrojó a su lado.
Escuchó que aún le latía el corazón, sacó agua de la fuente y le
dio de beber. En ese momento, advirtió que no podía vivir sin él
y, llorando, le dijo que aceptaba ser su esposa.
En el instante en que las lágrimas de Meldina cayeron sobre
Bestia, la residencia se iluminó y Bestia se convirtió en el
hermoso príncipe Pedro. El príncipe le contó a su prometida
que había sido encantado por un hada maligna. Y que ese
hechizo se rompería después de cinco años, cuando una bella
joven deseara casarse con él.

En ese momento, llegaron dos damas en una carroza tirada


por cuatro ciervos blancos: una era el hada Ragotte y la otra, la
madre del príncipe. Pronto se celebró la fastuosa boda.
Astrid y Ana, las hermanas mayores, fueron convertidas en
estatuas, que estarían en las puertas del palacio hasta que se
arrepintieran de sus actitudes.
Tal vez, en alguna ocasión te enojaste tanto como Bestia
cuando cortaron la rosa de su jardín. A lo mejor, te rompieron
algo que querías mucho o perdieron alguna cosa que prestaste
o no hicieron lo que querías o algo te salió mal. ¿Cómo
reaccionaste en ese momento?
Si el enojo fue con una persona, ¿pudiste darle otra
oportunidad? De alguna manera, Bestia se la dio al mercader.
¿Es posible no enojarse nunca? Sería muy difícil: las cosas no
siempre son como las deseamos, o nos equivocamos y eso nos
enoja; pero lo más importante es que ese enojo no se convierta
en furia, ni en ira, que nos hace daño a nosotros y a los demás.
Hay que pensar cómo nos conviene actuar cuando nos inunda
esa emoción. Probablemente podemos intentar algo que nos
vuelva a la calma o buscar a otra persona: la compañía y las
palabras de los otros nos pueden ayudar.
Pulgarcito

sorprende

a todos

Santiago y Guillermo Grimm

adaptado por IVANA CALAMITA

A la noche, un pobre leñador sentado junto a su mujer frente al


fuego, le decía:
—¡Qué triste, no tener hijos! Nuestra casa es silenciosa,
mientras en las casas vecinas hay ruido y alegría.
Su mujer lo miró; suspirando y con un cierto brillo de
esperanza en los ojos, le respondió:
—Sí, aunque fuese solo un niño pequeño como mi pulgar,
estaría satisfecha. Traería la risa a este hogar, lo querríamos
tanto, tanto. Más que a nuestra propia vida.
Al otro día, una mendiga que pasaba pidió un plato de
comida. Y, mientras se lo daba, la leñadora le comentó:
—A nosotros no nos sobra, pero donde comen dos, comen
tres.
—Quiero premiar su generosidad: soy un hada. Pídame lo que
quiera.
—Un hijo, aunque sea pequeño como mi pulgar.
Dicho y hecho: a los siete meses nació el bebé.
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! Los
padres no salían de su asombro.
Resultó ser que el niño era chiquitísimo, minúsculo,
insignificante. Perfecto y completo en todas sus partes, pero
todo era diminuto en él.
Sobresaltados, y deslumbrados a la vez, la pareja de leñadores
exclamaba:
—¡Es tal cual lo habíamos deseado! Cómo podrá tanto amor
caber un su pequeño cuerpito…
En total, de la cabeza a los pies, tenía el tamaño de un pulgar.
Decidieron ponerle Pulgarcito.

Lo alimentaban tanto como podían, pero no dejaban de


extrañarse al ver que el pequeño no crecía. Sin embargo, tenía
una mirada vivaz y era extremadamente inteligente.
Un día el padre tenía que ir al bosque a hachar leña, y antes
de salir, pensando en voz alta, dijo:
—¡Si tuviese alguien que pudiera llevar el carro para cuando
yo haya terminado…!
—¡Yo te ayudaré! —contestó Pulgarcito.
El buen hombre sonrió, creyendo que Pulgarcito no podría,
pero decidió dejarlo intentar de todos modos.
Llegado el momento, la mamá preparó el carro, enganchó el
caballo y colocó al pequeño sobre la oreja del animal.
—¡Arreeee! ¡Sooo! —le iba gritando Pulgarcito, abrazado a la
oreja del caballo. Derecha, izquierda, derecha y girando,
adelante… el carro tomó el camino del bosque.
Todo iba muy bien hasta que el carro se cruzó con dos
forasteros. Los hombres, al ver el carro y el caballo, y no ver al
carretero, quedaron estupefactos. Desconcertados, se miraban
uno a otro y se preguntaban:
—¿Cómo puede ser? ¡Aquí hay algún misterio! Sigamos el
carro y veamos adónde va.
Y así lo hicieron. El carro entró en el bosque, dirigiéndose al
sitio en que el padre estaba cortando leña.
Al verlo, Pulgarcito gritó:
—¡Padre, bájame!
El hombre bajó de la oreja del animal a su hijo y lo sentó
sobre una piedrita en el suelo.
Al ver los dos forasteros a Pulgarcito, quedaron mudos.
Pasmados, no les salía una sola palabra de la impresión.
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! Los
hombres no salían de su asombro.
Cuando pudieron salir del estupor, se les ocurrió que llevando
a Pulgarcito como una curiosidad de ciudad en ciudad, podrían
ganar mucho dinero. ¡Presentarían al pequeño para sorprender
a todos quienes lo vieran! ¡Lo comprarían!
Y, dirigiéndose al leñador, dijeron:
—Véndenos a este hombrecito, lo cuidaremos, lo pasará bien
con nosotros.
—¡No! —respondió el padre—. Es mi hijo y no lo daría ni por
todo el oro del mundo.
Pero Pulgarcito se trepó por el pantalón del padre hasta
llegar al hombro y, sujetado a su oreja, le dijo en secreto:
—Padre, déjame ir, que el oro te vendría muy bien; yo
volveré.
Entonces el padre aceptó y lo cedió a los forasteros por una
gran moneda de oro.
Pulgarcito pidió a los hombres que lo colocasen en el ala del
sombrero, desde donde contemplaría todo el paisaje como en
primera fila. Se sujetó fuerte y los tres partieron.
Anduvieron todo el día atravesando el bosque, hasta que, de
pronto, Pulgarcito exclamó:
—¡Necesito bajar, tengo que ir al baño!
Y aunque el hombre no estaba muy preocupado por lo que
pudiera llegar a salir de cuerpo tan pequeñito sobre su
sombrero, de todos modos lo bajó. Y depositó al niño sobre el
pasto al borde del camino.
No bien apoyó sus diminutos pies, Pulgarcito dio un salto y se
escondió entre unos arbustos. Cuando estuvo seguro de que los
hombres no podían encontrarlo, comenzó a gritarles:
—¡Buenas noches, caballeros, pueden seguir sin mí!
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! Los
hombres no salían de su asombro.
Buscaron y requetebuscaron entre los pastos sin suerte,
hasta que tuvieron que partir, enojados, con las manos vacías.
Cuando el pequeño estuvo bien seguro de que los hombres
se habían marchado, salió de su escondite. Andar por el campo a
oscuras y siendo tan chiquitito era peligroso. Por suerte,
encontró un caparazón de caracol abandonado y se metió
adentro para pasar la noche.
Al rato, cuando estaba a punto de dormirse, escuchó que
pasaban unas personas y conversaban acerca de cómo quedarse
con las cosas y el dinero de un hombre rico.
Pulgarcito, viendo que podía sacarle provecho a su reducido
tamaño, gritó:
—¡Yo puedo ayudarlos!
—¿Qué es esto? —preguntó, asustado, uno de los ladrones—.
¿Oíste lo mismo que yo? Los ladrones se quedaron en silencio,
tratando de escuchar…
Entonces Pulgarcito volvió a gritar:
—¡Yo puedo ayudarlos! ¡Estoy aquí, en el suelo!
Miraron y requetemiraron, hasta que lo encontraron.
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! Los
ladrones no salían de su asombro.
—¡Mira este pequeño microbio! ¿Cómo nos ayudará? —dijo
uno.
—Al ser tan chiquito, paso entre los barrotes de la reja, así
podré entrar y alcanzarles todo lo que se quieran llevar.
—Está bien, veremos si funciona.
Al llegar a la casa, Pulgarcito se deslizó entre los barrotes.
Una vez adentro empezó a gritar y gritar:
—¿Quieren llevarse todo? ¿Les alcanzo todo lo que hay?
La cocinera, que dormía en el cuarto de al lado, se despertó
con los gritos, al tiempo que los ladrones echaban a correr para
no ser descubiertos, maldiciendo al pequeño hombrecito.
La mujer prendió una vela, miró por todos los rincones, pero
no vio nada… Los dos bandidos se habían ido y a Pulgarcito, por
ser tan chiquito, tampoco lo divisó. Volvió a su cama, convencida
de que había soñado. Pulgarcito aprovechó para irse de un salto
al pajar y buscar un lugar cómodo para dormir. Su idea era
descansar hasta el amanecer y luego tomar el camino a la casa
de sus padres.
Cuando se hizo de día, la cocinera se levantó y se dirigió al
pajar, a buscar un poco de alimento para las vacas. Justo, justo
sacó un montoncito donde el pequeño dormía, convencido de
estar a resguardo; y dormía tan plácidamente que no se
despertó hasta hallarse en la boca de la vaca…
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era él! Pulgarcito
no salía de su asombro.
Pulgarcito se deslizó, esquivando los dientes, hasta el
estómago. Viendo que no había salida posible, empezó a gritar
con todas sus fuerzas:
—¡Basta de pasto, basta de pasto!
La mujer, que estaba ordeñando la vaca, oyó la voz, pero no
vio a nadie, igual que la noche anterior.
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! La
cocinera no salía de su asombro.
Se asustó tanto que se cayó del banquito y volcó la leche.
¡Corrió a buscar a su amo para contarle, alborotada, que la vaca
había hablado!
El amo la creyó loca, pero de todas formas fue hasta el
establo. Entonces Pulgarcito volvió a gritar:
—¡Basta de pasto, basta de pasto!
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! El
amo no salía de su asombro.
El hombre, sin saber qué hacer, indicó que mataran a la vaca.
Así lo hicieron y los restos, entre los que se encontraba aún
Pulgarcito, fueron tirados en una montaña de basura.
Cuando estaba recuperando el aliento, otra desgracia: ¡un
lobo!
Sí: aunque no puedan creerlo, un lobo hambriento se comió
el estómago de la vaca, junto con Pulgarcito, de un solo bocado.
Pulgarcito estaba exhausto, pero no se desanimó. Su
estrategia fue hacerse amigo del lobo ofreciéndole aún más
comida para su insaciable apetito:
—Amigo lobo, sé de un lugar donde encontrar mucha y
riquísima comida; podrás llenarte la panza hasta cansarte.
Y le dio indicaciones para dirigirse a la despensa de la casa de
sus padres.
El lobo, tentado por la idea, fue, entró sigiloso por una
hendija y comió y comió. Se llenó tanto que ya no podía salir
por donde había entrado.
El niño, que había previsto esto, empezó a gritar llamando a
sus padres:
—¡Papáaaaaaa! ¡Mamáaaaaaaa! ¡Estoy aquí, en la panza del
lobo!
Sus padres corrieron a ver de qué se trataban los gritos.
¡Tan grande fue su sorpresa como pequeño era el niño! Los
padres no salían de su asombro.
Su padre, maravillado, exclamó:
—¡Ha aparecido nuestro hijo!
Sin dudarlo, tomó un palo y le dio tal golpe al animal, que
este murió en el acto. Su mujer fue a buscar cuchillos y tijeras
para rescatar por fin a Pulgarcito de la panza de la bestia.
—¡Ay! —exclamó el papá, ¡cuánta angustia nos has hecho
pasar y qué sorpresa nos has dado!
—Sí, padre, he recorrido mucho mundo.
—¿Y dónde estuviste?
—¡Pasé mil aventuras! Estuve escondido entre arbustos,
oculto en el caparazón de un caracol, atrapado en el estómago
de una vaca y encerrado en la panza del lobo. Pero desde hoy
me quedaré con ustedes.
—¡No volveremos a venderte ni por todos los tesoros del
mundo! —dijeron los padres, besando a su querido Pulgarcito.
Le dieron de comer y de beber y le pusieron ropita nueva,
pues la que llevaba se había ensuciado mucho en tantas
aventuras.
Probablemente, alguna vez, también te sorprendiste por algo,
como les pasó a todos los que conocieron a Pulgarcito; te
asombraste porque alguien era más pequeño o más grande de
lo que esperabas, o por un regalo que ni te imaginabas, o
porque vino a verte sin avisar alguien a quien quieres mucho,
porque encontraste una solución insospechada…
A veces, uno se sorprende tanto que hasta se le llenan los
ojos de lágrimas. Y, también a veces, después de la sorpresa,
puede sentir miedo o alegría, según qué sea lo inesperado.
Y, claro, uno puede hacer cosas lindas para sorprender a
otros.
La mamá

de Jack

está disgustada

José Jacobs

adaptado por ELENA LUCHETTI

Había una vez una viuda que vivía con su hijo Jack, en una
pequeña cabaña. Solo tenían una vaca lechera. Pero la madre se
enfermó y no pudo cultivar la huerta, ni ordeñar la vaca por
mucho tiempo. Entonces, empezaron a pasar hambre y
decidieron que Jack fuera al pueblo a vender la vaca para
comprar alimentos.
El muchachito volvió pronto. Su madre se sorprendió, pero,
como regresó sin la vaca, creyó que la había vendido; el hijo
enseguida le contó que la había cambiado por un puñado de
semillas de habichuelas mágicas, que un anciano le ofreció en el
camino hacia el pueblo. La madre le dijo mientras tiraba las
semillas de habichuelas por la ventana:
Jack se fue muy triste a dormir y soñó que las semillas
crecían. Después, el tallo de la planta crecía y crecía tanto que
golpeaba su ventana…
Por la mañana, el muchacho descubrió que el sueño era
realidad: la enorme planta era tan alta que se perdía entre las
nubes. Antes de que su madre se levantara, escapó por la
ventana y trepó por la gran planta.
Subió, subió y subió hasta más arriba que las nubes. Vio que
la planta terminaba en un lugar raro. Cerca, sobre una colina, en
medio de un espléndido bosque, había un enorme castillo.
En la puerta estaba parada una enorme mujer que lo miraba
sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, Jack le
preguntó quién vivía en el castillo. La mujer le respondió:
—Es de mi esposo, un ogro malvado. Mejor es que te vayas: le
gusta desayunar niños.
Jack tenía bastante hambre y le preguntó si podía comer algo
antes de bajar. La mujer lo hizo pasar, le dio leche de cabra y un
pan. Mientras el muchachito comía, sintieron un fuerte temblor:
¡pum, pum, pum!
Jack se quedó petrificado de miedo y no pudo seguir
comiendo. La mujer le explicó que llegaba su marido y lo
escondió en el horno.
—¡Viene muy hambriento! —le advirtió.
Cuando llegó el ogro, le pidió a su mujer el desayuno, que era
una torta, enorme, por supuesto, y ya se sentaba para
devorarla, pero comenzó a oler el aire:
—Huelo carne de niño… ¿No tienes guardado alguno que
pueda comer como pan?
La mujer le contestó que el olor era del niño que se había
comido a la noche, porque no había tenido tiempo de limpiar el
horno.
Después de desayunar, el ogro se fue a dormir y el
muchachito salió del horno. Silenciosamente, en puntitas de pie,
se acercaba a la puerta…, pero se detuvo porque vio que, en la
sala, el ogro tenía tesoros: bolsas repletas con monedas de oro,
estatuas y jarrones de oro también. Entre todos los tesoros, le
llamó la atención un ganso que ponía huevos de oro y un arpa
también de oro, que tocaba sola.

Se llevó una bolsa llena de monedas. Quería dársela a su


madre para que lo perdonara y se le fuera el disgusto y la
desilusión por no haber vendido la vaca. Abandonó el castillo.
Fue hasta la planta y bajó, bajó y bajó.
En el jardín lo esperaba su madre, muy preocupada y todavía
disgustada. Jack le contó su aventura en el mundo de los
gigantes y le dio la bolsa. Con ese oro vivieron por un tiempo,
hasta que volvieron a quedarse sin alimento, porque la mamá
seguía enferma y no podía ni siquiera cultivar la huerta. El hijo
pensó en visitar nuevamente el enorme castillo. Esta vez traería
el ganso de los huevos de oro.
Sin decir nada, subió y subió por el tallo de la planta de
habichuelas hasta llegar al enorme castillo. Otra vez encontró
parada frente a la puerta a la enorme mujer, que lo miraba más
que sorprendida. Cuando estuvo casi debajo de ella, otra vez
Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo.
La mujer le respondió:
—Mejor es que te vayas. Sabes que a mi esposo le gusta
comer niños y está por llegar.
Jack nuevamente le preguntó si podía comer algo antes de
bajar. La mujer, igual que antes, lo dejó pasar, le dio leche de
cabra y un trozo de pan. Mientras el muchachito comía,
sintieron un fuerte temblor: ¡pum, pum, pum!
Jack no comió más y se escondió en el horno.
Al entrar, el ogro le pidió a su mujer la comida y ya se sentaba
para devorarla, pero comenzó a oler el aire:
—Huelo carne de niño… ¿No tienes guardado alguno que
pueda comer como pan?
La mujer le contestó que el olor era del niño que se había
comido a la noche, porque no había tenido tiempo de limpiar el
horno.
Después de comer, el ogro se fue a dormir y el muchachito
salió del horno. Silenciosamente, en puntitas de pie, se acercó a
la sala de los tesoros. Tomó el ganso de los huevos de oro y
abandonó el castillo.
Fue hasta la planta de las habichuelas y bajó, bajó y bajó. En
el jardín lo esperaba su madre, muy preocupada. Se sorprendió
al ver el maravilloso ganso.
—Con sus huevos no tendremos más necesidades —comentó
la madre.
Y era cierto…, pero el hijo pensó en visitar nuevamente el
enorme castillo para llevarse el arpa mágica de cuerdas de oro
que tocaba sola. Sin decir nada, subió, subió y subió por el tallo
de las habichuelas hasta llegar al enorme castillo.
Nuevamente encontró parada en la puerta a la enorme mujer
que lo miraba sorprendidísima. Cuando estuvo casi debajo de
ella, Jack le preguntó si el ogro estaba en el castillo. La mujer le
respondió:
—Mejor es que te vayas. Como bien sabes, a mi esposo le
gusta comer niños en el desayuno y está por venir.
Jack, como antes, le preguntó si podía comer algo antes de
bajar. La mujer, como antes, lo dejó pasar. Le dio leche de cabra
y un pan. Cuando Jack estaba comiendo, sintieron un fuerte
temblor: ¡pum, pum, pum!
Jack dejó de comer y se escondió, por tercera vez, en el
horno.
Cuando llegó, el ogro le pidió a su mujer la comida y ya se
sentaba a devorarla, pero comenzó a oler el aire:
—Huelo carne de niño… ¿No tienes guardado alguno que
pueda comer como pan?
—Es el olor del niño que cociné la otra noche. No he tenido
tiempo de limpiar el horno —le contestó la mujer.
Después de comer, el ogro le pidió a su mujer que le
alcanzara el arpa. Cuando la tuvo cerca, le ordenó:
—¡Toca!
El arpa comenzó a hacer sonar sus cuerdas y el ogro se
durmió arrullado por la música.
El muchachito aprovechó para salir. Silenciosamente, en
puntitas de pie, se acercó al ogro, que roncaba como un trueno
ensordecedor, y tomó el arpa. Al igual que las dos veces
anteriores, se encaminó a la puerta.
Pero el arpa comenzó a tocar llamando a su amo, pues no
quería ser llevada por un hombrecillo. Y gritó con voz
melodiosa, pero muy, muy fuerte:
—¡Eh, señor amo, despierte, que me roban!
El ogro se despertó sobresaltado, mientras seguían
escuchándose los gritos:
—¡Señor amo, que me roban!
Jack escapaba a todo correr hacia la planta de las
habichuelas.
Como al ogro le dio trabajo darse cuenta de lo que sucedía, el
muchachito empezó a bajar, bajar y bajar, mientras la planta de
habichuelas se sacudía terriblemente.
Antes de llegar a su jardín, Jack le gritó a la madre que
acercara un hacha y, apenas tocó el suelo, se puso a cortar el
tallo. El ogro bajaba, bajaba y bajaba; y ya se veía, aterrador y
enfurecido, descolgándose de entre las nubes.
En ese momento, la planta mágica se quebró. El ogro
Blunderbore, grande como era, cayó con un espantoso ruido y
se hundió haciendo un pozo inmenso y sin fondo. Nadie supo
nunca nada más de él. En cuanto a Jack, se divirtió con su arpa
y, gracias a los huevos de oro, él y su madre no tuvieron más
necesidades.
Puede ser que, alguna vez, también te hayas disgustado,
como le pasó a la mamá de Jack. Esperabas que alguien hiciera
o no hiciera algo, y no fue así. Esa persona te desilusionó.
Cuando uno se disgusta, lo primero es darse cuenta de por qué
se disgustó y buscar con quién hablar de eso. Quizás con la
misma persona que nos provocó el disgusto, si podemos; o con
un adulto que tengamos cerca en la familia, en la escuela, en el
club… Y con ese adulto, tratar de descubrir qué aprendizaje
obtener de la situación. Y después, intentar olvidar lo sucedido.
El Gato

con Botas

y su triste amo

Carlos Perrault

adaptado por IVANA CALAMITA

Esta historia comienza cuando un molinero deja su molino, su


burro y su gato como única herencia a sus tres hijos. El reparto
fue sencillo, no hubo abogados, escribanos, ni mediadores. La
división de los bienes entre los hermanos fue de mayor a
menor: el más grande, muy contento, recibió el molino; el
segundo, bastante conforme, se quedó con el burro, y al más
chico le tocó solo el gato.
Consternado y abatido, el menor se lamentaba de lo que le
había tocado en suerte, pensando:
Sentado en el suelo, frente al gato que lo miraba expectante,
siguió, apenado, en voz alta:
—Mis dos hermanos podrán trabajar juntos, continuar con la
molienda y el transporte de los granos. ¡En cambio, yo…! ¿Qué
podré hacer solo con este gato? ¿Comerlo? ¿Venderlo?... Pobre
de mí, pronto moriré de hambre: estoy perdido.
El gato escuchaba con atención sus palabras y pensaba
rápidamente cómo hacer para aliviar la tristeza del muchacho y
no terminar sus felinos días en una olla. Entonces, rodeó a su
nuevo amo, se ubicó frente a él y le dijo, decidido:
—No se entristezca, ni se desanime, ni se acongoje: ¡tengo la
solución a sus pesares! Consiga una bolsa y un par de botas
para andar por los campos, y verá que su herencia no es tan
poca como piensa: se sorprenderá.
Su amo seguía profundamente desilusionado, pero, como no
tenía mucho que perder, decidió depositar su última esperanza
en aquel gato, al que de pequeño había visto dar muestras de
astucia y destreza cazando velozmente ratones y ratas,
trepando a las pilas de bolsas de harina o escondiéndose con
habilidad en algún rincón oscuro.
El amo consiguió las botas y la bolsa. El gato agarró la bolsa,
se calzó las botas y fue a un campo vecino, donde abundaban
los conejos.
Abrió la bolsa, puso adentro unas zanahorias y se escondió
detrás de los arbustos, haciéndose el muerto. Esperó con toda
la paciencia a que algún conejito distraído, hambriento y
curioso, ajeno a las picardías del gato, metiera su hocico en la
bolsa, guiado por las tentadoras verduras. Entonces sucedió: de
repente, un ingenuo conejo sucumbió ante el inesperado manjar
y en cuanto estuvo completamente dentro de la bolsa, el gato la
cerró sin vacilar.
Satisfecho con el resultado de su cacería, se dirigió adonde se
encontraba el rey y pidió hablar con él. El gato fue recibido,
realizó una gran reverencia ante el monarca y le dijo:
—Su Majestad, le traigo de regalo este conejo de campo que
el marqués de Carabás –nombre y cargo que le inventó a su
amo– le ha enviado especialmente. Será un manjar, porque es
muy tierno.

El soberano, encantado y desconcertado, agradeció el


obsequio.
En otra oportunidad, el gato se dirigió a un trigal cercano; de
nuevo colocó su bolsa abierta, se escondió detrás de los
arbustos y esperó con toda la paciencia. Dos perdices distraídas,
hambrientas y curiosas habían caído esta vez en la trampa.
Cerró su bolsa deprisa y corrió otra vez a visitar al rey.
El gato fue recibido, realizó una gran reverencia ante el
monarca y le dijo:
—Su Majestad, le traigo de regalo, en esta oportunidad, estas
perdices de campo que el marqués de Carabás le ha enviado
especialmente.
El soberano recibió con alegría el obsequio, agradeció y
ordenó que atendieran al gato.
Durante los siguientes meses, el gato continuó visitando al rey
y llevándole presentes de parte de su amo: peces del mar,
pájaros que capturaba en el bosque…
Un buen día, mientras estaba en el castillo llevando otro de
los múltiples regalos, escuchó decir que el monarca iría de
paseo con su bella hija (¡la más hermosa princesa del mundo!);
entonces se le ocurrió algo genial.
Volvió, rodeó a su amo, se ubicó frente a él y le dijo:
—Ya no esté triste, siga mi consejo y su suerte cambiará.
Deberá ir al río y bañarse en el lugar que yo mismo le voy a
indicar: lo demás déjelo en mis manos.
Entregado a su destino, el “marqués de Carabás” siguió al pie
de la letra lo que su gato le dijo…, aunque no terminaba de
entender cuál era el plan del gato para sacarlo por fin de su
penosa vida.
Se tiró al río exactamente donde el gato le mostró y, mientras
se bañaba, el soberano pasó justamente por ese lugar. El gato
empezó a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socoooorroooooooo! ¡El marqués de
Carabás se ahoga!
El rey, que escuchó los gritos desesperados y reconoció al
gato, no dudó un instante en mandar a sus guardias a rescatar
al misterioso marqués que tantos regalos le había enviado.
Mientras sacaban del río al falso marqués, el gato le hizo
creer al monarca que un ladrón le había robado las ropas
mientras se bañaba (aunque, en realidad, él mismo las había
escondido debajo de una piedra).
El soberano, queriendo devolver las gentilezas del marqués,
ordenó que le trajeran de sus arcones personales las más lujosas
vestiduras. Con tan distinguido traje, el marqués se veía muy
apuesto y la princesa quedó impactada.
El marqués subió a la carroza, invitado por el rey, y los
acompañó en el paseo.
El gato seguía con su plan… Se adelantó y encontró
campesinos cultivando un campo a la orilla del camino. Bajo
fuertes amenazas, los obligó a que, cuando se detuviera allí la
carroza del rey y les preguntaran por el dueño de esas tierras,
dijeran que eran propiedad del marqués de Carabás.
La carroza llegó adonde estaban los trabajadores y el
monarca les preguntó:
—¿De quién son estas tierras?
—Son del señor marqués de Carabás –dijeron todos al
instante (las tremendas advertencias del gato habían resultado).
El soberano quedó complacido y el marqués contó cómo sus
tierras cada año eran más y más productivas.
El gato otra vez se adelantó hasta que encontró otro grupo
de campesinos cosechando y repitió su terrible amenaza.
Cuando la carroza llegó adonde estaban los aldeanos, el rey
les preguntó:
—¿De quién son estas tierras?
—Son del señor marqués de Carabás –dijeron todos al
instante.
¡El monarca estaba aún más complacido!
El gato corría bien adelante de la carroza y a todos los
lugareños les iba repitiendo lo mismo, con las mismas amenazas.
Mientras tanto, el rey seguía preguntando y asombrándose de
las riquezas del marqués.
Luego de un buen rato de viaje, el gato encontró un castillo
habitado por un ogro. Era el castillo más rico, suntuoso y
espléndido que existía por esos lugares; todas esas tierras que
habían atravesado eran suyas.
El gato, bien informado, pidió hablar con el ogro. Lo
reverenció y le dijo que era un honor conocerlo. El ogro, que no
acostumbraba recibir tales elogios, lo invitó a descansar en su
castillo.
—Me dijeron que usted es tan poderoso que puede convertirse
en cualquier animal, incluso en los más grandes de la selva,
como el león o el elefante.
—Es verdad –dijo el ogro, y al instante se transformó en el león
más grande que se hubiera visto nunca: enorme.
El gato se asustó y trepó de un salto al techo; al rato, cuando
el ogro volvió a su forma habitual, le confesó que había tenido
miedo.
—Me dijeron que usted también puede convertirse en los
animalitos más pequeños, como un ratón, por ejemplo… Pero no
puedo creer que sea capaz de hacerlo.
—¿No puedes creerlo? ¡Ya verás!
En ese mismísimo momento se transformó en un
insignificante, minúsculo, casi invisible ratoncito, que se puso a
correr por el piso. El gato no perdió tiempo, se tiró sobre él y se
lo comió de un solo bocado.
Al llegar la carroza al castillo, el gato salió a recibir al rey y le
dijo:
—Su Majestad, sea bienvenido al castillo del señor marqués de
Carabás.
El monarca, admirado, exclamó:
—¿Este increíble castillo también le pertenece?
El marqués invitó a pasar al rey y a la joven princesa. Por
fuera el castillo era ostentoso y, por dentro, aún más
deslumbrante. En su interior se veía un banquete servido, que el
ogro había estado preparando para sus amigos.
El rey, al igual que la princesa, estaba impresionado por los
lujos y las riquezas que poseía el marqués. Mientras comían y
bebían, el rey le ofreció que se casase con su hija, asignándole
como dote diez mulas cargadas de oro y piedras preciosas; y
cinco, con bellísimos y costosos vestidos.
Haciendo grandes reverencias, y sin poder creer aún lo que
había logrado el gato con botas, el marqués aceptó y ese mismo
día contrajeron matrimonio ante todos los nobles. Los festejos
duraron un mes.
El gato también se dio la gran vida, tuvo tantos ratones como
quiso y más: horneados, fritos o asados. Demostró, contra todo
pronóstico, que él era la mejor herencia y, en pago por cambiar
la suerte de su amo, pidió que, al morir, lo enterraran con sus
botas en un ataúd de oro.
A lo mejor, alguna vez, también te pusiste triste por algo,
como le pasó al hijo menor del molinero: te dio pena una cosa;
te desanimaste porque te quedaste sin un amigo que se cambió
de escuela o se fue a vivir a otro lugar, lejos; te desilusionaste
porque no lograste eso que esperabas... ¿Cómo te diste cuenta
de que estabas triste?
A veces, uno está tan triste que hasta llora o se le llenan los
ojos de lágrimas. Si te pasó, ¿que hiciste en ese momento? ¿A
quién pediste ayuda?, ¿a quién le contaste? Porque por acá no
hay gatos mágicos, pero siempre, siempre hay personas cerca,
listas para darnos la mano: solo hay que mirar alrededor para
descubrirlas.
¿Está mal estar triste? ¿Hay que tener vergüenza cuando uno
está triste? No, claro que no, nos ha pasado a todos alguna vez.
Lo importante es que tratemos de darnos cuenta de por qué
estamos tristes y busquemos ayuda para no quedarnos solos
con nuestra tristeza.
El soldadito

de plomo

siente asco

Hans Christian Andersen

adaptado por ELENA LUCHETTI

Había una vez veinticinco soldaditos de plomo. Fusil al hombro


y la mirada al frente, con sus espléndidas chaquetas rojas y sus
pantalones azules a cuadros. Lo primero que oyeron, cuando se
levantó la tapa de la caja en que venían, fue:
—¡Soldaditos!
El niño gritó, aplaudiendo, porque eran su regalo de
cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.
Cada soldadito era igual a los otros, con excepción de uno,
que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna,
pues al fabricarlos, había sido el último y el material no alcanzó
para terminarlo. Así y todo, allí estaba, tan firme sobre su única
pierna como los otros sobre las dos. Y de este soldadito vamos a
contar la historia.
En la mesa donde el niño los acababa de poner en fila había
muchos juguetes, pero el más interesante era un espléndido
castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los
salones en su interior. Al frente había unos árboles alrededor de
un pequeño espejo que hacía de lago, en el que se reflejaban,
nadando, varios cisnes. El castillo resultaba muy hermoso, pero
lo más bonito de todo era una joven de pie en la puerta. Ella
también era de papel, con un vestido de clara y vaporosa
muselina, y una cinta anudada sobre el hombro, en la que lucía
una brillante estrella tan grande como su cara. La muchacha
tenía los dos brazos en alto, porque era bailarina, y había alzado
tanto una pierna, que el soldadito no podía ver dónde estaba, y
creyó que, como él, solo tenía una.
“Esta es la mujer que me conviene para esposa —pensó—.
¡Pero qué rica es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, solo
tengo una caja de cartón en la que ya vivimos veinticinco: no es
un lugar adecuado para ella. De todos modos, trataré de
conocerla”.
Y se acostó cuan largo era detrás de una caja sobre la mesa.
Desde allí, podía mirar a la linda muchacha, que seguía parada
sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.
A la noche, a los otros soldaditos los guardaron en su caja y
toda la familia se fue a dormir. A esa hora, los juguetes
comenzaron sus juegos, a las visitas, a la guerra y a bailar. Los
soldaditos, que también querían participar del alboroto, se
esforzaron dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la
tapa. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se
despertó y contribuyó al escándalo con su canto. Los únicos
que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la
bailarina. Ella permanecía sobre la punta del pie, con los dos
brazos hacia arriba; él seguía firme sobre su única pierna, y sin
apartar un solo instante sus ojos de ella.
De pronto, el reloj dio las doce campanadas de la medianoche
y ¡crac!, se abrió la tapa de la caja detrás de la cual se había
escondido el soldadito… Salió un duende negro.
—¡Soldadito! —gritó el duende—. ¿Me harías el favor de no
mirar más a la bailarina?
Pero el soldadito se hizo el sordo.
—Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende.
Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguno puso al
soldadito en el marco de la ventana; y porque la empujó el
duende o una corriente de aire, la ventana se abrió de repente y
el soldadito cayó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída
terrible. Quedó con su única pierna en alto, sobre el gorro
militar y con el fusil clavado entre dos adoquines de la calle.
La mucama y el niño bajaron rápidamente a buscarlo; pero no
pudieron encontrarlo, aunque casi lo aplastan sin verlo. Si el
soldadito hubiera gritado: “¡Aquí estoy!”, lo habrían visto. Pero
él creyó que no debía gritar, porque estaba de uniforme.
Luego, empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que
la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando paró,
pasaron dos chicos por la calle.
—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito!
Vamos a hacerlo navegar.
Y construyendo un barco con una hoja de diario, ubicaron allí
al soldadito, que se fue por el agua de la cuneta, mientras los
dos muchachos corrían a su lado contentos. ¡Cómo se
arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte
había! El barquito a veces giraba con tanta velocidad que el
soldadito se mareaba. Pero continuaba firme y sin mover un
músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.
De buenas a primeras, el barco entró por una alcantarilla tan
oscura como su propia caja de cartón.
“¿Adónde iré a parar? Apostaría a que el duende tiene la
culpa. Si al menos la bailarina estuviera aquí en el bote conmigo,
no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro”.
Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que
vivía en el túnel de la alcantarilla.
—¿Dónde está tu documento? —preguntó la rata—. ¡A ver, tu
documento!
Pero el soldadito no respondió una palabra, sino que apretó
su fusil con más fuerza que nunca. El barco seguía adelante,
perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! Había que ver cómo
rechinaba los dientes y cómo les gritaba a otros animales que
andaban por allí.
—¡Deténganlo! ¡Deténganlo! ¡No pagó el peaje! ¡No ha
enseñado el documento!
La corriente se hacía más fuerte y más fuerte, y el soldadito
podía ver la luz del día allá, donde acababa el túnel. Pero a la
vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más
valiente. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la
alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal.
Estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se
abalanzó al canal. El pobre soldadito se mantuvo tan derecho
como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado
siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta
los bordes; se hallaba a punto de hundirse. El soldadito tenía ya
el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de
tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba
cerrando sobre la cabeza del soldadito… Y él pensó en la linda
bailarina a la que no vería más, y una antigua canción resonó en
sus oídos:

¡Adelante, guerrero valiente!


¡Adelante, te espera la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y


el soldadito se hundió, y al instante un gran pez se lo tragaba.
¡Oh, qué oscuridad había allí adentro! Era peor aún que el túnel,
y terriblemente incómodo por lo angosto. Pero el soldadito se
mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba
acostado cuan largo era.
De repente, el pez se agitó, haciendo las más extrañas
contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó
inmóvil. Al poco rato, una luz que parecía un relámpago lo
atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien
gritaba:
—¡El soldadito!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se
encontraba ahora en la cocina, donde la cocinera lo había
abierto con un cuchillo. Tomó con dos dedos al soldadito por la
cintura y lo llevó al comedor, donde todo el mundo quería ver al
hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un
pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo
eso.
Lo ubicaron sobre la mesa y allí…, en fin, ¡cuántas cosas
maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo
se encontró en el mismo lugar donde había estado. Allí lo
rodeaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la
mesa y el mismo hermoso castillo con la bailarina, que
permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra
extendida, muy alto: ella había sido tan firme como él. Esto
conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar. La
contempló y ella le devolvió la mirada, pero ninguno dijo una
palabra.
De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo
arrojó de cabeza a la chimenea, sin motivo alguno.
El soldadito sintió un calor terrible. Había perdido sus
brillantes colores. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito
sintió que se derretía, pero continuó sin moverse con su fusil al
hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire hizo volar a
la bailarina hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de
plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció.
Después, el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana
siguiente la mucama removió las cenizas, lo encontró en forma
de un pequeño corazón de plomo; de la bailarina no había
quedado sino su estrella, que era ahora negra como el carbón,
pero seguía brillando.
Posiblemente, alguna vez, algo te dio asco, como le pasó al
soldadito; sentiste repugnancia por un olor muy desagradable,
como él; te produjo repulsión un animal...
Si algo te dio asco, ¿que hiciste?, ¿a quién le contaste?, ¿a
quién acudiste en ese momento o después? Porque seguro que
alguien cerca puede acompañarnos.
Las cosas, los animales, ¿son asquerosos? No: por eso algunas
personas rechazan, por ejemplo, las cucarachas, porque las
relacionan con suciedad, mientras que en ciertas comunidades
orientales hasta las incluyen entre sus comidas como un manjar:
las fríen dos veces; así el exterior se vuelve crujiente y el interior
es delicioso. Y mucho, pero muchísimo antes, las personas que
vivían en las cavernas de las montañas en los Estados Unidos y
México las comían. ¿Cómo lo sabemos? Porque se hallaron
residuos en caca seca que se encontró allí.
¿Y si les preguntas a los adultos que conoces o a otros chicos
qué les da asco?
Índice

La Bella Durmiente tiene miedo


La alegría de Aladino
La Bella y el enojo de la Bestia
Pulgarcito sorprende a todos
La mamá de Jack está disgustada
El Gato con Botas y su triste amo
El soldadito de plomo siente asco
Ivana Calamita

Desde chica siempre dibujé, dibujé y dibujé.


Ahora, que soy un poquito más grande,lo sigo haciendo. Trabajo
dibujando y enseñando a dibujar, para que otros también pinten
e ilustren, y disfruten tanto como yo.
Siempre me acompañó mi consentido gato Magritte y ahora
también mi hija Nina.

Elena Luchetti

Soy maestra, profesora en Letras, licenciada en Educación y


maestranda en Literatura para niños. Justamente en este libro
compartí tarea con Alejandra y Mabel, compañeras en esa
maestría.
Me encantan los cuentos clásicos (y de los otros), las novelas y
los antiguos mitos.
Arcoíris de emociones / Charles Perrault... [et al.] ; adaptado por Elena
Luchetti ... [et al.] ; coordinación general de Elena Luchetti ; ilustrado por
Ivana Calamita. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Ateneo,
2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-02-1093-5
1. Literatura Infantil. 2. Cuentos Clásicos Infantiles. 3. Desarrollo
Emocional. I. Perrault, Charles. II. Luchetti, Elena, adap. III. Calamita,
Ivana, ilus.
CDD 863.9282

Arcoíris de emociones
Autores: Carlos Perrault, Antonio Galland, Juana María Le Prince de
Beaumont, Santiago y Guillermo Grimm, José Jacobs, Hans Christian
Andersen
Adaptación: Elena Luchetti, Mabel Zimmermann, María Alejandra Lumia,
Ivana Calamita
Ilustraciones: Ivana Calamita
Coordinación: Elena Luchetti
Diseño de tapa e interiores: Claudia Solari

Derechos exclusivos mundiales de edición en castellano


© Grupo ILHSA S.A. para su sello Editorial El Ateneo, 2020
Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires - Argentina
Tel.: (54 11) 4983 8200 - Fax: (54 11) 4308 4199
editorial@elateneo.com - www.editorialelateneo.com.ar
Dirección editorial: Marcela Luza
Edición: Marina von der Pahlen
Producción: Pablo Gauna

1ª edición: marzo de 2020


ISBN 978-950-02-1093-5

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.


Libro de edición argentina.

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