Voluntad de Forma en Sanjines

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LA VOLUNTAD DE FORMA EN LAS ALEGORÍAS FÍLMICAS DE

JORGE SANJINÉS
Galo Alfredo Torres

El cine latinoamericano, para ponerlo en un esquema binario


reprochablemente reduccionista, se ha movido entre dos formas de
representación: las alegorías públicas y las privadas. Alegorías en el sentido de
figuración narrativa parcial que por personificación remite indirectamente a un
todo del mundo de las cosas. Y aunque existen mezclas y matizaciones, que
son las más, hay autores y corrientes del cine de América Latina que
inmediatamente tienden a alguno de los dos polos. Así, el Nuevo Cine, o más
específicamente, el cinema novo de los sesenta y setenta, Ismael Xavier lo lee
como un grupo de «alegorías del subdesarrollo»; las películas de Glauber
serían imágenes expresivas de Brasil en cuando «diagnóstico general de la
nación» ([1993] 2000:1944). Figura peculiar en este sentido es la del director
boliviano Jorge Sanjinés, miembro más bien marginal de la generación de
cineastas que salió a la luz bajo la bandera del Nuevo Cine Latinoamericano1.
Peculiar por el matiz andino que le aportó a aquel grupo de películas y
cineastas de los sesenta y setenta. Este boliviano, de confesión realista como
sus pares pero fuertemente estilizado, jamás abandonó su opción por la
alegoría pública de sesgo político-militante, de tinte marxista y, por tanto, de
las proclamas de revolución, nacionalismo, anticolonialismo y
antiimperialismo, derivadas del entusiasmo generado por la revolución cubana
de 1959.

1
Con sus tres variantes más conocidas: el Tercer cine argentino, el Cinema novo brasileño y el
Cine imperfecto cubano.
1
Es innegable que cierto ostracismo ha rodeado a Sanjinés 2. No solo por
venir de un país y una cinematografía pequeñas o por la especificidad
andina˗indígena˗minero-campesina de sus relatos, sino por su férrea militancia
izquierdista, que si fue comprensible para los años de su apogeo, hoy en día
resulta discutible y demodé, justamente porque esa militancia ha mellado el
ímpetu inicial de crítica (antiburguesa y anticolonial) y lo ha llevado al rol de
propagandista (como en su tiempo lo fue Santiago Álvarez del castrismo) que
no le hace nada bien ni al cineasta ni al pretendido príncipe indígena que
gobierna en Bolivia. Insurgentes (2012), no obstante su cuidada fotografía y
ese hibridismo de documental y ficción, tiene todo el aspecto de un álbum
patrio, con su dosis de hagiografía, su afán edificante del héroe nacional, que
lleva hasta las últimas consecuencias el proverbial nacionalismo boliviano. El
resultado es un discurso oficial, ciertamente distinto a la versión de la vieja
versión oficial, pero que mantiene el mismo tono épico que desemboca en la
afirmación de Evo como el heredero legítimo de un linaje de reyes y guerreros
(desconociendo o soslayado las pugnas radicales entre quechuas y aymaras).
No obstante, y más allá de estos sensibles aspectos de orden ideológico
y político, hay que decir que sus películas, si no todas, tienen un nivel
indiscutible que les cabe solo a los grandes realizadores de América Latina,
tanto a nivel de contenidos como, y sobre todo, de forma. Películas bolivianas
actuales tan bien concebidas como ¿Quién mató a mi llamita blanca? (2007)
de Rodrigo Bellott o Zona Sur (2009) de Juan Carlos Valdivia serían
inexplicables sin el antecedente de «agudezas del estilo» que animó a la
visualidad de Sanjinés. De lo que se aquí es precisamente de argumentar sobre
la voluntad de forma como elemento central de una poética que siempre

2
No es el único. En nuestro panteón hay varias voces que claman reposiciones y divulgación. Solo
un caso por ahora, y de un cineasta y videoasta extraordinario: el mexicano Rafael Corkidi .
2
estuvo en tensión con su política. Este texto, tratando de superar las
parcializaciones y cegueras en que la crítica suele recaer, aspira a ser una
aproximación que, sin desconocer las trampas ideológicas de Sanjinés, sea
capaz relevar y postular sus hallazgos formales. Es decir, que más allá de que
en efecto casi toda su obra, en cuanto a su perspectiva conceptual, nos parezca
discutible, lo que interesa es señalar que dichas inconsistencias se explican por
el momento histórico, político y cinematográfico en que le tocó vivir. Lo que,
al contrario, no tiene explicación es que no se haya valorado a Sanjinés como
el gran cineasta que es; y que si bien fue presa de aporías conceptuales, es
imperioso subrayar el hecho de que jamás renunció a los trabajos del estilo, y
esto ya es un mérito a destacar en el contexto de una tradición cinematográfica
latinoamericana injustamente tachada de contenidista y política. Sin
desconocer las diferencias ideológicas que se pueda tener con el cineasta, es
imperativo valorarlo en lo que tiene de agudo creador. Los ostracismos son
perversas máquinas de sesgo ideológico, cuyas primeras víctimas son los
artistas. Es ejemplar el caso del documentalista Nicolás Guillén Landrián,
discípulo estético aunque no ideológico de Santiago Álvarez, “borrado” por la
crítica cubana de los setenta y setenta. Este borramiento es revelador de cómo
la crítica y teoría cinematográficas pueden ser ideológicas y por ello tanto o
más represoras y totalitarias que el partido o el estado.
Es innegable que la obra de Sanjinés tiene singularidades con respecto a
sus pares generacionales e ideológicos del Nuevo Cine. Por supuesto,
comparte con ellos el realismo militante y cierta tendencia al experimento y la
complejización formal, cuyo ejemplo paradigmático es Birri, que como el
viejo dios bifronte, se movió entre la crudeza de Los inundados (1962) y los

3
delirios de Org (1979) 3 . Pero mientras los cubanos Tomás Gutiérrez Alea,
Santiago Álvarez y Julio Espinoza; los brasileños Néstor Pereira dos Santos y
Glauber Rocha; los argentinos Fernando Birri y Fernando Solanas; el chileno
Miguel Litin o el uruguayo Mario Handler, centraron su cine básicamente en
el medio urbano, y sus dramáticas alegorizaban el mundo obrero, popular e
intelectual comprometido y sus tomas de conciencia, el boliviano le imprimió
a su cine, además del sesgo obrero y minero, una orientación indigenista,
radicalmente indigenista. Indigenismo ya le generaron detractores, bajo los
argumentos de la imposibilidad de “dar la voz al que no tiene voz”, y de que
su indigenismo cinematográfico de los sesenta y setenta era pronunciadamente
anacrónico en relación al indigenismo literario de la primera mitad del siglo
XX latinoamericano (lo que Ángel Rama llama, en términos generales, la
“novela regional”) 4, y más aún, respecto a los problemas conceptuales que
implica ser un mestizo que hace un discurso sobre lo indígena.
Por ello, donde más productivo debe ser el debate a favor del boliviano
es en el de la voluntad de forma (que no formalismo), aunque esta voluntad
haya sido también fuente tensiones. Ya sus palabras revelan la fuente de la
tensión, es decir, la creencia de que el cine no es solo ideología, contexto y
contenidos, sino forma: “al cambiarse las relaciones de creación se dará un
cambio de contenido y paralelamente un cambio formal” (1978:61); o también
de que “forma y contenido se dan correctamente en una relación ideológica”
(1979:78). Su afán de forma y la tensión van más allá cuando llega a hablar

3
Este salto hacia la estilización radical de ciertos cineastas del Nuevo Cine, lleva a Paul Schroeder
Rodríguez a distinguir una «fase neobarroca». Véase: Paúl A. Schroeder Rodríguez, (2011). “La
fase neobarroca del Nuevo Cine Latinoamericano”. Revista de crítica literaria Latinoamericana,
Año XXXVII, N° 73, Lima-Boston, Primer semestre, pp. 15-35.
4
Habría que recordar aquí que este décalage entre corrientes literarias y cinematográficas no es
una novedad, y más bien parece una regla. El naturalismo poético de los años veinte de Clair,
Duvivier, Carné y Renoir, llegó con alrededor de cuarenta años de retraso con respecto Zolá y
Maupassant.
4
incluso de “belleza” en una época en que, supuestamente, solo se debía hablar
de revolución y antiimperialismo: “el cine político, para ser más eficaz, no
debe dejar ni abandonar jamás su preocupación por la belleza”, respondía
Sanjinés a una pregunta de Ignacio Ramonet (1978:156). Estos preliminares
obligan a plantear la pregunta de rigor: ¿Dónde exactamente radica la belleza
y el giro estetizante de la obra cinematográfica de Sanjinés? Creemos que
donde siempre estuvo y muy pocos se han atrevido a mirar: en las estructuras
tanto dramáticas como dramatúrgicas del filme.

Alegoría, emblema y cultura nacional

Resultado de lo anterior, y es la tesis que vamos a defender, son la serie


de conflictos e incomprensiones, retaliaciones y ostracismos, surgidos
básicamente de esa tendencia a complejizar sus filmes, al punto de crear una
tensión casi irresoluble entre su película, el mundo filmado y sus espectadores
ideales (incluido el partido). De aquí saldrá la explicación del por qué la
crítica de derechas atacó sus contenidos mientras la de izquierdas no le
perdonó su formalismo.
No solo Ismael Xavier para el caso brasileño, sino el argentino Gonzalo
Aguilar ha insistido (como Deleuze) en que “la alegoría ha sido el modo
privilegiado con que el cine argentino se ha referido al contexto” (2006:24), y
lo dice en el sentido de lo que desde la dramática barroca entendemos por
alegoría: la teatralización de situaciones humanas concretas, vicios y virtudes,
públicas o privadas, con intención moralizante (conceptos, diría Benjamin).
Carlos Monsiváis, al hablar del melodrama como género capital del cine de
América Latina, no emplea la noción figural de alegoría sino la pictórica de
emblema (1994:99-105), aquella composición de grafismos e iconos muy del

5
gusto barroco, en las que en vez de letras se empleaban “imágenes de cosas”,
como confirma Benjamin (2006:386), con fines satíricos y pedagógicos. Ya
como teatralización o iconización, como personificación fragmentaria, el cine
resulta alegórica y emblemática con respecto a la totalidad del contexto
histórico-cultural (Xavier, 2000: 1). Consecuentemente, con más o menos
distancia, podríamos traer al terreno cinematográfico los debates que tanto
Rama en Transculturación narrativa en América Latina (1984) como Cornejo
Polar en Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista (1980)
proponían acerca de los problemas que la «forma novela» habría tenido para
ficcionalizar la cultura indígena, sus formas narrativas autóctonas y su visión
del mundo; pues la dramática y la dramaturgia del cine enfrentan iguales
cuestionamientos de insolvencia a la hora de cinematografiar una cultura no
occidental, o de la legitimidad o no de devenir instrumento “del pueblo que se
expresaba y luchaba por nuestro medio” (Sanjinés, 1979:62), o de cuál es la
textura, el color y la sonoridad de esa «imagen» audiovisual que se autoriza a
retratar y hablar por el otro, o, si en efecto, ese otro indígena andino puede
hablar por esa voz estructurada por otro mestizo.
Muy al contrario de lo que dice Rama sobre la obra indigenista de
Arguedas, quien “no construyó su obra para los indígenas sino para los
sectores que pertenecían al “otro bando” (2008:233), las películas de Sanjinés
aparentemente (y materialmente) se hicieron “con” indígenas y mestizos y
“para” indígenas y mestizos5. Pero ya Deleuze decía que en el cine político
moderno es precisamente el pueblo el que falta ([1985] 20017: 291). Y aquí
está la tensión definitiva entre la poética y la política del boliviano. Es
probable que el espectador urbano mestizo, y dada la tradición

5
Siempre cabe la posibilidad de que como autor, haya otras audiencias más allá de lo que con
insistencia Sanjinés y el Grupo Ukamau llamaban “Pueblo”. Los festivales por ejemplo.
6
cinematográfica boliviana, estaba medianamente entrenado en el código
audiovisual; pero esto no ocurría con el sector indígena, familiarizado más
bien con la tradición narrativa oral su experiencia lectora de la imagen-
movimiento era mucho más restringida. Aquí se plantea un primer decalage
entre la representación fílmica y el mundo indígena y una minoría mestiza, ya
filmados o ya espectadores, en cuatro películas de Jorge Sanjinés: Ukamau
(1966), Yawar Mallku (1969), El coraje del pueblo (1971), La nación
clandestina (1989), en las que, Oscar Soria estuvo a cargo del guion y Jorge
Sanjinés asoma como autor del guion cinematográfico y director de la puesta
en escena. La producción general (dato clave para nuestra argumentación)
estuvo a cargo básicamente de todos los miembros del Grupo Ukamau.
Consciente del desfase y las distancias que implica, Sanjinés trató de
aplacarlas bajo el discutible argumento de un colectivismo estético:
Ya son numerosas las obras y los trabajos de grupo y los filmes colectivos y, lo que
es muy importante, la participación del pueblo, que actúa, que sugiere, que crea
directamente determinando formalmente las obras en un proceso en el que empiezan
a desaparecer los libretos cerrados o en el que los diálogos, en el acto de su
representación, surgen del pueblo mismo y de su prodigiosa capacidad. (1979: 60).

Es evidente el tono cómplice o paternalista del militante protector; esto lo


lleva a subvalorar el hecho de que, el director y su equipo (los miembros del
Grupo Ukamau), se acercaban a los potenciales colectivos protagonistas, y
como antropólogos, con libreta y cámara en mano, tomaban nota del material
que iba a servir para escribir el guion y la planificación, elementos estos que
eran madurados y llevados al punto de rodaje por el grupo de intelectuales
(letrados, diría Rama), y en última instancia, por el director que es quien
define el guion, controla el rodaje (dirigiendo a los indígenas como actores) y
el montaje. En términos prácticos, la antítesis del colectivismo estético o la
7
fractura entre pueblo y cine ocurre en el proceso de la escritura del guion (y
sus varias versiones), en la dirección de actores (que hacen lo que el guion y el
director dictan) y en la sala de montaje (cohesión final del relato y sus
posibles lecturas). Como productores de las películas, el grupo era el dueño y
tenía potestad sobre los contenidos y no tuvieron que enfrentar la presión de
molestosos inversores 6.

Alegoría, historia y mito

Ángel Rama afirma que los personajes de la novela indigenista


funcionaban “como cajas de resonancia de tipo colectivo” (2008:229); y más
adelante cita a Arguedas como el origen de su formulación: “el romance, la
novela de los individuos, queda borrada, enterrada, por el drama de las clases
sociales” (2008:229). El alegorismo cinematográfico coincide con el carácter
alegórico de la novela indigenista que:

mediante amplias y complejas estrategias metonímicas, basadas casi siempre


en cuestiones de identidad y filiación, resultan ser alegóricas tanto de la
construcción de las nuevas naciones andinas cuanto de sus reclamos de
modernidad (Cornejo Polar, 1995:19).

Así, para el caso concreto de la novela indigenista peruana, Cornejo


Polar habla del “modo de producción” de dichas obras y la manera en que
expresan y reproducen “las zonas más conflictivas de la nacionalidad” (1995:
VI). Insiste en señalar que en tanto alegóricos, los personajes del indigenismo
narrativo “no desarrollan ante el lector una aventura individual sino más bien,

6
A la vez que aquí yace el heroísmo de hacer cine en un país como Bolivia, también yace la
paradoja entre poética y política.
8
una historia colectiva simbólica” (1995:69), es decir, se trata de una
concepción y una práctica escriturales opuestas al canon occidental de la
novela moderna teorizado por Bajtin y Lukacs, en tanto universos dramáticos
tejidos en torno a personajes individuales, psicológicos e inmersos en un
tiempo histórico teleológico. Al contrario, como verremos, los modelos
narrativos autóctonos tenían un carácter oral, épico, no secuencial ni lineal, de
búsqueda del origen, de la magia, lo arcano, la naturaleza y lo divino, propios
del tiempo mítico circular.
Eso plantearía una distancia difícil de zanjar entre una cosmovisión
mítica que enfrenta a hombres contra dioses/naturaleza, propio de la épica y
sus conflictos externos, y un modelo de representación nacido y formulado por
un concepción moderna, dialéctica e histórica (de corte hegeliano-marxista) de
lucha entre hombres que propiciarían el cambio histórico con fines (teleología)
futuros. Y es más, la filiación mítico-alegórica de la cosmovisión indígena
habría diseñado su propio aparataje narrativo, en el sentido de que son suyas
ciertas formas de la tradición oral, del cuento o incluso de la canción (Rama,
2008:244), que llevados «forzadamente» a la escritura darían como resultado
la forma aditiva y no secuencial de la cierta novela indigenista, según Cornejo
Polar, cuyo ejemplo mayor es El zorro de arriba y el zorro de debajo, la obra
póstuma de José María Arguedas, libro en el que además asoma el
componente lírico de las canciones indígenas (1980: 73). Walter Ong comenta
sobre la narrativa oral en general y la narrativa oral quechua en particular, y
postula la tesis de que la narración oral podría emparentarse con la vieja
“epopeya oral” griega, en la que el narrador y la anécdota que contaba
obedecían a un orden que les era propio y diferente del drama escrito (2001,
130). Según Ong, ya en Aristóteles la epopeya oral exhibía una secuencialidad
anecdótica que estaba condicionada por la naturaleza verbal de lo contado,

9
que a su vez dependía de la memoria del relator, quien no se complicaba
intrigando con demasiado artificio, sino haciendo suceder acción tras acción
aleatoriamente. Los relatos indígenas reunidos por Francisco Ávila en Dioses
y hombres de Huarochirí (¿1598?) y traducidos por José María Arguedas son
un buen ejemplo. En el lado opuesto estaría la trama compleja, cerrada,
ordenada en actos, personajes y coro, codificada por la escritura, y que
Aristóteles la formula sobre las base de los dramas del teatro clásico. Esta
estructura compleja es la que andando el tiempo (mucho tiempo) llegaría, con
matices distintivos, a la novela y el guion clásico (a lo Hollywood).
La pregunta es de rigor: ¿Cómo conciliar la forma-guion clásico de base
aristotélica con la cosmovisión y narrativa indígenas? ¿Cómo conciliar la
ideología cerrada y causal del conflicto central, la progresión dramática, la
teleología, la anagnórisis y el desenlace climático, con la visión narrativa
acumulativa, episódica, inorgánica, casual y abierta de lo indígena? Una salida
posible sería decir que el cine moderno (al que pertenecía Sanjinés) sí permitía
ser más consecuente con la oralidad, justamente por las rupturas que la
modernidad cinematográfica planteó con respecto al cine de base aristotélica.
No obstante, la alternativa podía, al contrario, ser contraproducente.

El guion alegórico y el mundo indígena

Quizá no en los mismos términos, pero es seguro que Sanjinés volvía


con insistencia sobre estas cuestiones referidas a la dramática del guion
literario y la dramaturgia de guion técnico, pues el «pueblo» que miraba sus
películas inmediatamente transmitió sus “críticas, sugerencias, señalamientos,
reclamos y confusiones debidas a nuestros enfoques errados en su relación
ideológica de forma y contenido” (1979:62). No olvidemos que Sanjinés hizo

10
estudios formales de cine en Chile, y que allí adquirió lo básico y central sobre
el guion, la planificación, la puesta en escena y el montaje; y además se
contaminó del aire modernizante y renovado que recorría a todos los Nuevos
Cines de los sesenta. Sabía distinguir lo que es contar una historia libremente
o sometida al codificado molde del guion de hierro de exposición/nudo,
desarrollo y desenlace a partir de un conflicto central que debía finalmente
solucionarse. He hizo su elección. El guion de Ukmau, su primer largometraje
de 1966, está armado al más puro estilo del guion clásico norteamericano, en
cuanto a linealidad, progresión y psicologismo: luego de unos planos de
presentación y ubicación, ocurre el evento desencadenante (la brutal violación
y asesinato de Sabina), que genera un conflicto entre dos personajes, con un
motor bastante claro de las acciones (la venganza), y un desenlace que ocurre
con un duelo final muy “a la manera” de un filme policial, un western o un
filme de artes marciales. Se trata de personajes y acciones que con dificultad
podrían asimilarse a la alegoría pública, política o cultural.

Ukamau y los trabajos del estilo

Pero Sanjinés tuvo lecciones de modernidad, y asimiló enseñanzas


sobre la potencialidad de varios puntos de vista narrativo y visual, o el uso de
múltiples narradores, sobre las rupturas del eje, la cámara desencadenada y las
sutilezas de un montaje ya no al servicio del drama, aspectos que para bien o
para mal, los iba a cultivar hasta el amaneramiento. Tanto Ukamau como
Yawar Mallku rebozan de tecnicismos que asentados en el campo-
contracampo clásico despliegan una espiral que va desde el empleo de la
profundidad de campo hasta la formación de metáforas visuales (por vía del
inserto) de clara ascendencia rusa (efecto Kulechov), como cuando en

11
Ukamau, el mestizo golpea a su esposa y asoma la imagen de un santo, o el
gallo que aparece cuando el mismo mestizo hace negocios al borde del
camino. Tanto en la escena de ataque inicial como del duelo final, están
editados de forma tal que expresen el dramatismo psicológico (enardecimiento
sexual o miedo) y recuerdan al montage-sequence (montage-editting)7 a lo
Vorkapich o del montaje de choques de la vanguardia francesa (que también
está en la secuencia en que el viudo, junto a la tumba, recuerda a la difunta).
Claro que Sanjinés no usa la sobreimpresión, sino el corte directo. Estos
procedimientos gramaticales, que por principio provocan un distanciamiento
en tanto meta˗discursivos, revelan el dispositivo y anulan el sacrosanto
principio de transparencia del cine clásico; por tanto, la modernidad de
Sanjinés es incuestionable. Quizá el recurso más revelador de la tendencia
formalista del joven Sanjinés, no obstante proponer un filme lineal que incluso
usa a su manera el recurso de “salvación al último minuto” de Griffith8, sería
la música de Alberto Vallalpando que acompaña a Ukamau, que brilla por su
contemporaneidad y experimentalismo de cuño occidental, y
consecuentemente provoca distanciamiento y hasta desconexión entre la
instancia narradora, su personaje y el espectador indígena.
Es verdad que el recetario moderno de emplear actores naturales jugó a
favor de sus argumentos populistas y rompió con el molde que el “Indio”
Emilio Fernández había impuesto de embellecer al indígena por vía del bello
actor mestizo (Dolores del Río y Pedro Armendáriz, por ejemplo), pero
finalmente, su formalismo atentó contra su pretendida comunicabilidad. Las
7
El serbio Slavko Vorkapich, quien trabajó en Hollywood en los años 20 y 30, pasa por ser el
inventor de esta técnica de montaje expresivo en el que una breve secuencia de planos cortos
muestra una serie de acciones que resumen acciones y tiempos.
8
El célebre Griffith last minute rescue consiste en la narración por montaje alternado convergente
de dos acciones en las que la heroína es salvada del peligro justo antes del momento fatal. Sanjinés
lo usa al principio, alternando planos del viaje de regreso a casa del esposo con los de la violación
de la esposa: pero ahora sin salvación.
12
“confusiones” del pueblo-espectador eran comprensibles. Da allí los
propósitos de enmendar: “fuimos depurando ese lenguaje y fuimos
incorporando la propia creatividad del pueblo, cuya notable capacidad
expresiva, interpretativa, demuestran una sensibilidad pura, libre de
estereotipos y alienaciones” (1979:62). A estas alturas se podría pensar que el
dilema principal de Sajinés fue decidir si sus siguientes películas cederían a
las demandas de ese espectador dotado de “sensibilidad pura, libre de
estereotipos y alienaciones” y las demandas íntimas (su politique d’auteur) de
su tendencia al estilismo.

Yawar Mallku y el narrador

En el comprensible intento de mantener la “comunicabilidad” con su


espectador ideal, Sanjinés se plantea la siguiente premisa:
Para transmitir un contenido en su profundidad y esencia hace falta que la creación
se exija al máximo de su sensibilidad para captar y encontrar los recursos artísticos
más elevados que puedan estar en correspondencia cultural con el destinatario, que
inclusive capten los ritmos internos correspondientes a la mentalidad, sensibilidad y
visión de la realidad de los destinatarios (1979: 59-60)

Esta premisa, en la práctica, lo obligaba a mantenerse en la linealidad


narrativa y la fidelidad al reparto indígena de actores naturales o profesionales
y seguir el recetario del neorrealismo italiano (no es inocente insistir en las
nacionalidades de las fuentes: Rusia, Francia, EEUU e Italia, es decir
Occidente). E inclusive, como ocurre en Yawar Mallku, hacer que “la mirada
del narrador cinematográfico converja, aunque sea parcialmente, con la de un
narrador pensado según los parámetros culturales indígenas” (García Pabón,
1998:253) Pero, justamente aquí, en la construcción polifónica de narradores
13
que diseña para Yawar Mallku es que nuevamente se crea la tensión del
colectivismo estético y quizá otra insalvable grieta. Luego de los planos de
establecimiento, que nos informan sobre la muerte de los hijos de Ignacio y
Paulina y de la resistencia de la comunidad a cierta amenaza, viene el primer
giro, en el que Ignacio es herido y transportado a la ciudad (lugar que se ha
olvidado de los dioses: una pincelada mítica) y conocemos a Sixto, el hermano
de Ignacio, devenido obrero citadino. Aquí el narrador extradiegético cede la
narración a Paulina quien cuenta a Sixto (el narratario) la historia de Ignacio y
las sospechas de este de que en el centro médico regentado por
norteamericanos se esteriliza a las mujeres de la comunidad. En adelante, la
película tendrá varios narradores que se alternan entre la extradiégesis y la
diégesis, llevándonos del pasado al presente narrativos, y al revés. Aquí es
donde hay que preguntarse si ciertos espectadores indígenas (que no son los
mismos de Ciudadano Kane o The Killers) entenderían el hecho de que si
escenas antes Ignacio yace moribundo en un hospital cómo es posible que
ahora aparezca sano y activo en su pueblo. Es decir, la irrupción del flash back
es ya un recurso que rompe con el principio de linealidad y provoca
extrañamiento (es verdad que cada salto atrás está perfectamente justificado,
pues cada vez que vamos al pasado aparece Paulina para indicarnos que ella es
la que narra lo que estamos viendo). Avanzamos entonces con dos historias a
dos tiempos, contadas por montaje alternado. Pero hay un tercer narrador;
pues, luego del asalto al centro médico por el grupo de indígenas al mando de
Ignacio y su decisión de castrar a los gringos, la cámara funde a negro y abre
sobre el rostro moribundo de Ignacio en el hospital: todo lo que veníamos de
ver eran sus recuerdos. El espectador ideal de estos saltos no es el indígena.
En cuanto a la perspectiva visual, destaquemos algunas profundidades
del campo (la del hospital, cuando el médico Da a Sixto la dirección del

14
poseedor de sangre), algo que parece “efecto Kulechov” en la escena en que
Sixto está en su habitación y al menos dos planos nos muestran los afiches que
hay en las paredes, así como el montage-sequence en la escena en que Ignacio
es herido, o quizá, más logrado todavía, es el fragmento que trata de expresar
el estado de derrota en el que Sixto queda al no poder robar el dinero que
necesita en el mercado. De esta manera ha avanzado un filme que si
estilísticamente reitera un manierismo formal, incuestionablemente moderno,
temáticamente se ancla en una suerte de mestizaje tirando para mítico. Así, la
anagnórisis o revelación de la verdad que da inicio al clímax tiene una doble
fuente: la visualización que hace Ignacio en el centro médico (sorprende a los
gringos en plena intervención quirúrgica) y luego la confirmación de la
“Mama coca”, que además dicta las acciones del clímax.

La forma documental y el estilo

El coraje del pueblo (1971) lleva al extremo las búsquedas y hallazgos,


el afán de forma, la veta experimental. Pues esta película es un amplio
repertorio de recursos formales y el resultado de arduos debates sobre la forma
documental de los años setenta y ochenta. Sanjinés conoció y asimiló los
quiebres conceptuales y narrativos que en el documentalismo mundial estaban
ejercitando para entonces el ya veterano Jorins Ivens y los inventores del
cinéma verité, Marker, Varda y Rouch, en cuanto al intervencionismo y
experimentalismo, en abierta batalla estética contra los observacionales y
crudos Drew, Leacock, Wiseman, Maysles del direct cinema norteamericano.
Es decir, el afán de forma también estaba en el aire del documentalismo, y
América Latina lo receptó en los trabajos de los militantes Solanas, Getino,
Álvarez y Gillén Landrián. No se explican de otra manera los trabajos del

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estilo que acumula El coraje del pueblo: un documental atípico, que alterna
documento y ficción, que contrapuntea el espacio abierto con el plano
próximo de interiores; que va del plano generalísimo de multitudes al personal
(el personaje del estudiante); de un conflicto que al final lo resuelve con tomas
directas y dramatizaciones, es decir, apelando a actores y no actores, a escenas
halladas y escenas preparadas; de la fotografía documental y el narrador en
off al zoom in o out del western spaghetti; de la cámara en mano que le
permite literalmente llevar al espectador al centro mismo de la acción (como
en Rossellini o lo que se llama efecto de “inmersión”), a las entrevistas con
desincronización del sonido. Todo esto hace que esta película y sus proclamas
iniciales de veracidad histórica, basada además en la autoridad de sus testigos-
protagonistas, obligue a mirarla como el campo de batalla, no solo de mineros
contra patrones, sino de un cineasta que una vez liberado de las altísimas
exigencias de congruencia narrativa con los “ritmos internos correspondientes
a la mentalidad, sensibilidad y visión de la realidad” indígenas, ahora debía
armonizar su mirada con la ya occidentalizada del minero. Vista hoy esa
película, y a la distancia que no la tuvo Sanjinés, podemos decir que muy a su
pesar y justamente por el arsenal de recursos formales con que construye su
mirada, su misma práctica documental lo alejaba del objetivismo ingenuo que
postulaba.

La corona del marinero

Si otra de las características de la narrativa del cine clásico y su


transparencia es la linealidad y la unidad de lugar-tiempo-acción, con La
nación clandestina y sus rupturas del orden narrativo, Sanjinés no hace más
que confirmar su inagotable afán moderno y formalista. Acaso lector de

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Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes, y quizá más de Arguedas y El zorro de
arriba y el zorro de abajo, por lo que tiene de síntesis entre novela y narrativa
indígena, entre mito e historia, el director boliviano recae en la complejidad
narrativa, quizá incluso más afinado que en sus películas anteriores, y al hilo
de su desbordante impulso estilista, nuevamente va a atentar contra la
linealidad y transparencia clásicos, optando por los cambios espacio-
temporales y la alternancia de narradores.
Desde el punto de vista dramático, La nación clandestina es una
película de viajes, de viaje finalista, de un personaje que regresa a morir.
Organizada en tres actos como una iliada-odisea-iliada, no obstante, el guion
no es muy consecuente con la poética del viaje, pues la experiencia
pedagógica vital viajera (en el camino) no le interesa. Lo suyo es la expiación
final. De allí que todo el primer acto le sirva para plantear las razones del viaje
expiatorio. Viene enseguida la narración del retorno, a pie, durante el que no
ocurre mucho, salvo dos eventos en los que Sebastián Mamani tiene sendos
encuentros con la Historia Nacional. El viaje va a servir al narrador
omnisciente como pretexto para que el protagonista recuerde su pasado y la
cámara nos cuente esos recuerdos. Nuevamente el artificio de cambiar de
narrador y alternar el relato entre la diégesis y la extradiégesis. La tercera
parte cuenta la llegada a Willkani, sus encuentros y desencuentros con su
pasado y la gran danza purificadora.
Pero la verdad es que la película no avanza así exactamente. Pues ya
desde la iliada inicial asistimos a un contrapunto témporo-espacial entre lo
que ocurre en el presente con los personajes en La Paz (la ciudad y el drama
personal) por una parte, y por otra, lo que ocurre en la comunidad de Willkani
(lugar de la épica del pueblo indígena y minero), todo esto enfocado desde el
narrador extradigético. Una vez el protagonista puesto en camino el

17
contrapunto entre los dos presentes cambia, y vamos a ir del pasado (los
recuerdos de Sebastián, narrador intradiegético) al presente de su viaje y
llegada a la comunidad. Todo esto complejiza al filme. En términos
conceptuales, lo más sorprendente de esta película es la manera en que un
individuo es expulsado tanto de su cultura indígena como del mundo
civilizado, castigado por haberse contaminado con los «pecados» y
corrupciones citadinos. La muerte como acto purificatorio y su retorno final:
esta es la tesis aymara (que por cierto se parece bastante al martirio expiatorio
cristiano).
La nación clandestina nos ofrece una de las pruebas más fehacientes del
afán de forma y artificio que siempre ha animado a Sanjinés: el recurso al
plano-secuencia (integral). Sin descartar totalmente las explicaciones dadas
por Sanjinés y otros para el empleo del plano-secuencia en tanto “los planos
secuencia de integración y participación crean una distancia propicia para la
objetividad serena” (1979:64) o de que es “el recurso narrativo más adecuado
para la traducción visual de la concepción circular del tiempo aymara” 9, hay
que decir que el plano sostenido, al igual que la predominancia de planos
abiertos, cámara al hombro, la profundidad de campo espacial, etc. son
artificios narrativos ya empleados en otros lugares y otras culturas. De
Antonioni a Sokurov, de Snow a Benning, narrativa o descriptivamente, el
plano-secuencia implica siempre una duración que puede expresar tiempo,
descripción, mirada, contemplación, vagabundeo. Y cuando va a asociado, por
necesidades narrativas, a la profundidad de campo, como en Wells o Wyler,
pasamos al barroquismo figurativo y narrativo complejo que viene desde la
pintura (Las hilanderas, de Velázquez o Alegoría de la fe de Vermeer). Si el

9
Citado por Leonardo García Pabón, La patria íntima. Alegorías nacionales en la
literatura y el cine de Bolivia. Bolivia, CESU/Plural editores, Primera edición, 1998.
18
plano-secuencia es apto para representar el tiempo aymara, lo es también para
representar el tiempo ruso de Las voces espirituales, el norteamericano de
Diez cielos o el iraní de Five dedicated to Ozu. Pero además, ¿qué pasa con el
drama interno de Sebastián? Porque tanto su drama personal como la épica
minera son narrados de la misma manera. Tampoco Sanjinés hace uso de la
profundidad de campo dramática (a no ser que leamos el plano-secuencia
como síntesis de la historia personal y en segundo término ya sea la historia
nacional y el mito, que sí ocurre en varios planos). Paradójicamente, cuando el
filme necesita más plano sostenido, el plano-secuencia no es utilizado.
¿Cuánto tiempo se necesita para morir bailando?

CONCLUSIÓN
Hemos hablado de la escena de Yawar Mallku en la que Sixto está en su
habitación, sufriente, pensando cómo conseguir dinero para comprar las
medicinas para su hermano. El montaje alterna el plano general con primeros
planos de afiches que cuelgan de las paredes, en un intento por expresar la
urbanización del indígena. En las películas que vendrán, el peso dramático del
primer plano (lírico y psicológico) irá desapareciendo. Tampoco volveremos a
ver insertos de primerísimos primeros planos. Concomitantemente, el montaje
del corte puro y duro irá dando paso al plano-secuencia de tomas generales y
abiertas (de tipo epopéyico), con mucho espacio frente a la cámara, con el fin
de contar las luchas de masa del pueblo boliviano. El joven realizador que
también aparece como el virtuoso montajista de Ukamau abandona su rol
como editor y se concentra en la dirección. Este cambiante recorrido, que
aparece bastante nítido en las cuatro películas estudiadas, da cuenta de las
luchas internas en los que Sanjinés se vio enveuelto, atrapado entre dos
fuerzas que hacían sus demandas contrapuestas: una externa y otra interna, la

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de permitir que el pueblo se exprese a través de su películas en tensión con su
natural tendencia hacia el experimento forma. Esto significa que en su vida y
en su obra reedita el viejo debate entre el cine de autor y el cine por encargo
(obligación laboral o la militancia), en sus palabras:
Podríamos hablar de un tratamiento subjetivo que comulga con las necesidades y
actitudes de un cine de autor individual y un tratamiento objetivo, no psicologista,
sensorial, que facilita la participación y las necesidades de un cine popular
(1979:64)
Pero este drama, en aquellos años, no lo vivió solo él. Glauber Rocha,
otro formalista y experimentador, pasó también por los debates con el partido
(el compromiso político) y su posición estética que los distanciaba. Glauber
rompió con el compromiso político en aras de su poética personal. Sanjinés se
quedó, intentando resolver la aporía. Muestra de su fidelidad es Insurgentes. Y
al margen de los resultados bastante limitados observables en esta película, y
al margen de lo cuestionable y debatible del sentido y significación de las
historias de sus películas anteriores, hay que por fin restituirlo como el
virtuoso montajista y gran director que es; pues más allá, o más acá del
compromiso ideológico y su populismo, sus películas revelan un compromiso
con la forma˗cine. El modo elíptico en que emplea del plano sostenido o lo
que él llama “plano secuencia integral” (sutura de dos espacio-tiempos
narrativos en un solo espacio y sin corte) en cuatro momentos (69’, 86’,96’,
119’) de La nación clandestina (1989) quedan como las cotas del más alto
trabajo del ingenio del cine latinoamericano10. Y esto, en tiempos en que la
pantalla latinoamericana se llena de violencia gratuita y proclamas
elementales, hay que agradecer y loar. Como alegato final hay que decir que
en esta película probablemente esté una de las más sesudas elipsis del cine

10
Esto sin olvidar que, tal sutura por medio del plano sostenido de escenas separadas
temporalmente, ya en 1975 Antonioni lo instrumentaliza en El reportero.
20
latinoamericano: Sebastián, llegado ya a su pueblo, es mostrado por la cámara
en la cima de un monte mirando hacia abajo, a su comunidad; la cámara, sin
corte, deja a Sebastián y gira hacia el pueblo y lo vemos otra vez a él en una
escena clave de su infausto pasado. Y al mismo tiempo, este aplano, al mostrar
un indígena urbanizado e indígenas campesinos, revela la tesis deleuziana de
que el cine político moderno olvidó que «no había pueblo, sino siempre
varios pueblos». Y la mayoría de pueblos bolivianos se han quedado en el
fuera de campo de Jorge Sanjinés.

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