La Mision - Desty Moore
La Mision - Desty Moore
La Mision - Desty Moore
La misión
Primera edición, Junio 2024
Publicaciones Ricardo
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Sinopsis
Dividida entre el deber hacia su padre y su nación, o el
hombre que le ha robado su corazón.
Tras escapar de sus captores escoceses con una información
vital para su padre, Sophie Dupont debe encontrarlo antes de
que sus enemigos den con ella. Pero no contaba con toparse en
su camino con un escocés herido.
Duncan MacAlpin es herido en una misión para su rey. Sabe
que está rodeado de espías, y solo confía en la sanadora
francesa que le salvó la vida con sus cuidados, aunque algo en
ella le dice que le miente.
¿Podrá Duncan confiar sus secretos a la mujer que le debe la
vida? ¿Podrá perdonar a Sophie cuando descubra que es la hija
bastarda del rey, con información transcendental para los dos
países?
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
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Capítulo 1
Escocia, 1299
E lcaballeros
rumor de los cascos llenó el aire cuando el contingente de
se acercó.
Lady Sophie Eleonor Dupont corrió más deprisa. Cayó
de rodillas, apartó de un empujón la maraña de maleza y
empezó a escabullirse por debajo. Se detuvo.
Fragmentos de luz de luna dejaron al descubierto el
contorno de una forma masculina grande y musculosa.
El hombre se volvió. Su rostro, oscurecido por las
sombras, se centró en ella. Incluso a la débil luz, su mirada
ardía en la de ella con feroz intención.
Unas ramitas se enredaron en su pelo y ella retrocedió
bruscamente. Con la respiración acelerada, se atrevió a echar
un vistazo hacia los jinetes que avanzaban antes de enfrentarse
al guerrero solitario. No podía abandonar su cobertura, ni
ponerse en un nuevo peligro.
El retumbar de los cascos crecía.
Con una plegaria, y con cuidado de mantener la
distancia, se abrió paso bajo la maleza.
Los caballeros pasaron atronando, los cascos de sus
monturas arrojando polvo, hojas y palos a su paso.
A través de las ramas, la mirada del desconocido seguía
clavada en ella. Con el pulso acelerado, retrocedió.
El desconocido se abalanzó sobre ella. Con un gemido,
se desplomó en el suelo. Sophie vaciló.
Otro suave gemido resonó en la noche.
Estaba herido. Con los nervios de punta, escudriñó el
bosque oscurecido por donde los jinetes habían desaparecido
en el horizonte. ¿Quizás se había equivocado y los caballeros
estaban cazando a este hombre? Por mucho que quisiera
creerlo, no podía correr el riesgo. Furioso porque la hija
bastarda del rey Felipe había escapado de su encierro, nada
disuadiría al duque inglés de Bernard en su empeño por
recapturarla.
Con un gemido, el herido rodó sobre su espalda. Debía
marcharse. Huir mientras pudiera.
Sophie hizo una mueca. Como si pudiera alejarse del
herido sin preocuparse. El aroma de la tierra se fundió con el
de las hojas y el calor de la noche de primavera tardía mientras
se acercaba. Se detuvo a un palmo de distancia.
Una flecha se extendía desde su hombro izquierdo.
Por sus respiraciones agitadas y sus suaves gemidos, ella
podía decir que le dolía.
La flecha debía salir.
«¡Debe salir!». Aunque se permitiera el lujo de disponer
de tiempo, él era un desconocido y ella no sabía qué le había
llevado a ese final desesperado.
Pero, ¿y si era inocente de un crimen?
¡Maldita sea! Apretó los dedos contra los músculos bien
acordonados de su cuello. Su fuerte pulso latió contra su piel.
Un lobo aulló en la distancia, otro respondió cerca.
A la sedosa luz de la luna, sacó la daga asegurada entre
los pliegues de su vestido mientras escrutaba a su alrededor.
Un lobo podía detectar el olor de la sangre a gran distancia. Si
le atacaban, este hombre no tendría ninguna posibilidad de
sobrevivir.
Incapaz de discernir ningún peligro inmediato, envainó
su arma y volvió a centrarse en el desconocido. Toda su vida
se había dedicado a ayudar a los necesitados; ¿cómo podía
dejarle aquí para que muriera? Tampoco podía demorarse. Le
ayudaría hasta que su recuperación fuera segura y luego se
marcharía.
Ahora, a buscar un lugar donde esconderse. Sophie
escrutó el paisaje cubierto de hierba y árboles.
Una densa negrura asomaba entre la maraña de ramas
que tenía delante.
¡Una cueva!
Las ramitas crujieron mientras ella se arrastraba detrás
del guerrero. Con cuidado de mantener inmóvil su hombro
izquierdo, deslizó las manos por debajo de sus hombros.
Él gimió.
—Debo moverle, monsieur —susurró ella. El sudor
cubrió su frente y cada músculo se rebeló mientras ella lo
arrastraba a través de la maleza. Era un Goliath de hombre,
más alto y musculoso de lo que ella había creído al principio.
Tras varias breves paradas para descansar entre tirones,
llegó a la entrada de la cueva. Con los músculos doloridos, se
desplomó contra el saliente rocoso y miró hacia el cielo.
La luna se había puesto y los primeros rayos de sol
surcaban los cielos en un prisma de azules y morados. Sophie
frunció el ceño. Trasladarlo le había llevado más tiempo del
que esperaba. Ignorando las protestas de su cuerpo, lo arrastró
hacia el interior y luego lo colocó sobre su lado no herido.
Abriendo su bolsa de agua, se la puso en los labios.
—Beba.
Con una mueca, su boca trabajó al tragar, luego apartó el
agua.
Frotándose el cansancio de los ojos, Sophie aseguró su
bolsa y la dejó a un lado. Le serviría por ahora.
—Descanse. Volveré pronto.
Un rápido barrido de su camino con una rama de pino
borró cualquier señal de su presencia. Después, recogió varias
hierbas que necesitaría para curar las heridas del hombre y
luego juntó trozos de ceniza, madera que ardería sin dejar
rastro de humo.
La luz del sol se filtraba por el bosque para cuando
Sophie hizo arder las primeras brasas dentro del montón de
musgo y ramitas secas. Después de echar al fuego varias ramas
más grandes, se dio la vuelta.
Se le cortó la respiración.
Hasta ese momento, había vislumbrado al guerrero a
través de destellos de luz de luna. Ahora, abrazado por la luz
del día, contempló al feroz guerrero. Una larga cabellera color
whisky descansaba sobre unos anchos hombros afilados por la
musculatura. Planos duros e implacables esculpían su rostro.
La inquietud la recorrió. Hasta que no llegara hasta su padre y
le informara de la traición del duque de Bernard, no podría
confiar en nadie.
Volviéndose a su tarea, Sophie se arrodilló junto al
guerrero. Agarró firmemente la flecha con ambas manos.
Su boca se tensó mientras la miraba a través de los
párpados medio levantados. Su mirada, incluso resguardada
bajo unas pestañas oscuras, caló hondo en su conciencia con
un potente recordatorio del riesgo que suponía ayudar a aquel
desconocido.
No obstante, si quería tener alguna posibilidad de
sobrevivir por sí mismo, la flecha debía salir. Con un tirón,
encajó la flecha lo más cerca posible de la piel.
Él jadeó y luego se desplomó hacia atrás.
Agradecida cuando permaneció inconsciente, le despojó
de la cota de malla y el gambesón, con cuidado de no rozar la
flecha incrustada.
Cuando empezó a quitarle la camiseta interior, se
detuvo.
Espirales de pelo oscuro se arremolinaban alrededor de
cicatrices envejecidas, historias desconocidas cinceladas sobre
un campo de batalla de músculo nervudo.
Como sanadora, había ayudado a muchos hombres
heridos en combate, pero este luchador devastado por la guerra
desprendía un peligroso halo. Se alejó un poco más. Solo una
tonta se permitiría ofrecer su confianza a este curtido guerrero.
Confianza.
Su corazón se apretó al recordar el precio de permitirse
tener fe en cualquier hombre.
Un error que no volvería a cometer.
Sophie apartó sus pensamientos. Debía terminar de
quitar la flecha, no revolcarse en recuerdos dolorosos.
Tras quitarle la flecha del hombro, cauterizó la carne
desgarrada. Una vez hubo aplicado milenrama y linaria sobre
la herida, aseguró la cataplasma con tiras que había arrancado
de su vestido y rezó para que no le subiera la fiebre.
Con el cuerpo gritando su cansancio, Sophie se tumbó y
cerró los ojos. Una cálida bruma empañó su mente. Imágenes
de su huida de los caballeros de Bernard, del terror guiando
cada uno de sus pasos mientras huía, parpadearon en su mente.
Agotada, hizo a un lado sus temores y cayó en el bienvenido
abrazo del sueño.
Capítulo 2
uncan McAlpin, el conde de Donnells, se movió hacia su
D lado izquierdo. Un dolor le desgarró el hombro.
Maldiciendo, rodó sobre su espalda y su cuerpo se golpeó
contra una forma suave y flexible.
¿Qué demonios?
Mareado, abrió los ojos y se incorporó. La luz del sol
entraba a raudales en una cueva en la que no recordaba haber
entrado. Las cenizas de una hoguera recién encendida
humeaban a poca distancia. Y a su lado dormía una mujer
increíblemente hermosa.
Una mujer que no había visto en su vida.
El pelo del color de la miel caía en una masa sedosa a su
alrededor, y su boca llena se curvaba en una sonrisa mientras
su cuerpo ágil y bien formado se apretaba contra el suyo.
¿Quién era ella? Hubiera recordado haberse acostado con
semejante hechicera.
Y lo que era más importante, ¿cómo habían acabado los
dos aquí?
Luchó contra el dolor de su hombro mientras buscaba en
sus borrosos pensamientos para recordar. Como un asalto
despiadado, las imágenes acuchillaron su mente. El juramento
hecho a McNaughton, mientras su amigo yacía moribundo, de
que entregaría la cédula al rey Felipe. Siendo perseguido por
los hombres del duque de Bernard. Una flecha clavada en su
hombro y su escapada por los pelos.
Luego, la negrura.
¡El escrito!
Como un loco, Duncan se agarró la camisa interior,
agradecido cuando sus dedos chocaron con el documento
oculto. Con cuidado de no hacer ruido, retiró el cuero
encuadernado y extrajo el pergamino enrollado.
El sello de Robert Bruce, conde de Carrick, Guardián
del Reino de Escocia, permanecía intacto.
La pena le quemó la garganta al pensar en McNaughton.
Ni siquiera había tenido tiempo de enterrar a su amigo. La ira
de una espada, su vida no sería dada en vano. ¡La orden sería
entregada al rey Felipe de Francia!
La mujer a su lado soltó un largo suspiro.
Le lanzó una dura mirada. ¿Había visto ella la cédula? Si
era así, la había dejado intacta. ¿De dónde había salido la
muchacha?
Su sencillo atuendo atestiguaba su vida como mendiga.
O tal vez una sirvienta. Por su brillo saludable, él elegiría lo
segundo. ¿Se había tropezado con él mientras recogía hierbas
para su señor y le había salvado la vida? Si era así, se lo
agradecería. Pero antes de permitirle partir, descubriría si ella
había visto el documento del Guardián de Escocia.
Tras ocultar el escrito, Duncan dio un codazo a la
muchacha.
Su nariz se crispó en un delicado respingo y continuó
durmiendo.
—Muchacha— —murmuró, con la desconfianza
haciendo ásperas sus palabras.
—¿Qu’est-ce que tu fais? —murmuró ella.
Atónito, entrecerró la mirada. ¿Qué hacía una francesa
en los densos bosques de las Tierras Altas? La inquietud le
recorrió. La hija bastarda del rey francés había sido raptada
por los caballeros del duque inglés y escondida en las Tierras
Altas. Esta era la razón por la que llevaba el escrito al rey
Felipe, para explicarle que los escoceses no estaban detrás de
esta traición.
¿Podría tratarse de lady Sophie Dupont?
De nuevo, evaluó a la adormilada muchacha con su
mundano atuendo. Se burló. Sí, como si el duque inglés
permitiera que su cautiva, vestida con poco más que harapos,
vagara por las colinas sin escolta. Un mareo le invadió y
Duncan se esforzó por aclarar su mente. Dondequiera que el
duque de Bernard retuviera a la hija bastarda del rey, estaba
bien custodiada.
Como si la hubiera invocado un hada, la frente de la
mujer se arrugó en un delicado arco al levantar los párpados.
Unos ojos del color del musgo se clavaron en él y se aclararon.
La sorpresa y luego el miedo los ensancharon.
La muchacha se puso de rodillas y empezó a retroceder,
pero Duncan la agarró de la muñeca.
—No voy a hacerte daño.
—Suéltame —jadeó.
—¿Me has atendido? —preguntó él, con la voz áspera
por la impaciencia.
Unos ojos sagaces le estudiaron como si deliberaran
sobre la conveniencia de una respuesta.
—Bien, entonces. Primero, promete no huir. —Le dolía
el hombro por el escaso esfuerzo e inspiró hondo para
mantenerse alerta mientras su imagen empezaba a
difuminarse. Lentamente, su visión se aclaró. Maldita sea, con
las piernas tan largas como la potra más preciada de un rey, si
huía, Duncan dudaba que fuera capaz de perseguirla, y mucho
menos de permanecer consciente. Antes de desmayarse,
necesitaba descubrir si ella suponía algún tipo de amenaza
para su misión.
Ladeó la mandíbula.
—Podría haberte dejado solo y herido.
Lo que hablaba bien de su carácter. O indicaba que su
presencia aquí estaba planeada.
—Pero no lo hiciste.
—No. —Su mirada se desvió hacia los dedos de él
enroscados alrededor de su muñeca—. Ahora libérame.
—Tendré tu palabra de que no huirás.
Tras un largo momento, ella asintió.
—Tienes mi palabra.
Duncan la soltó y apoyó la mano en el suelo.
—¿Por qué te preocupaste por mí?
—Estabas herido.
La sinceridad de sus palabras le sorprendió.
—La mayoría habría dejado morir a un hombre herido.
Especialmente a un extraño.
Sus ojos se entrecerraron.
—Le expliqué mi razón. —Una razón que invitaba a
más preguntas—. Necesita descansar, monsieur. Si se mueve,
reabrirá su herida. Por favor. La flecha estaba profunda. Su
hombro tardará en curarse.
Se puso rígido. Tiempo que no tenía.
Una marca furiosa en su mejilla llamó su atención.
Duncan pasó el dedo por encima de la piel oscurecida, curiosa,
cuando ella se echó hacia atrás.
—Tiene un moratón.
Sus pestañas bajaron para proteger sus ojos, pero no
antes de que él viera el miedo.
—No es nada.
—Le han golpeado —afirmó él, indignado de que
alguien se atreviera a tocar a esta gentil mujer que había
ofrecido ayuda a un extraño…
— Yo… me caí.
Por su evasiva, tampoco ella admitiría la verdad. Duncan
la estudió y su instinto le aseguró que algo iba mal. Hacía
tiempo que había aprendido a hacer caso a sus instintos. Hasta
que se separaran, la vigilaría de cerca.
La mujer empezó a levantarse.
Él la cogió del brazo.
—¿Su nombre?
—¡Suélteme!
Ante la bofetada dictatorial de sus palabras, él obedeció
y ella se puso en pie. ¿Qué demonios? Se puso en pie de un
empujón, se revolvió y se estabilizó. Ella le había hablado
como una mujer acostumbrada a dar órdenes y a que las
cumplieran.
¿Estaba aliada con Bernard? Las sospechas de Duncan
se multiplicaron por diez. ¿Se había vuelto contra su rey y se
había unido a la lucha de Inglaterra para reclamar Escocia
como suya? Si era así, ¿por qué no había roto el sello del
escrito, leído su contenido y luego se lo había llevado al duque
inglés mientras Duncan yacía inconsciente?
Se puso en pie y se acercó, empequeñeciéndola en su
sombra.
—¿Quién es usted? —Ante la vacilación de ella, le lanzó
un ceño feroz—. ¡Ya me responderá!
—Soy misionera —soltó Sophie. «Mon Dieu». Aunque
el ceño fruncido del caballero declaraba su confusión, a juzgar
por la inteligencia de sus ojos, no era tonto. Pero una sierva de
Dios era la primera explicación lógica que se le había
ocurrido.
—¿Una misionera? —repitió el escocés, con su acento
rico en dudas.
—Oui. —«Por favor, créame».
—¿Una misionera francesa en las Tierras Altas
escocesas? —Lanzó una mirada escéptica hacia la abertura de
la cueva y luego volvió a ella—. ¿Sola?
Ella luchó por mantener la calma. ¿Qué más podía decir
para convencerle? Aunque parecía un dios, con sus ojos del
azul profundo del océano y sus mejillas insinuando hoyuelos,
la aguda mirada del guerrero le aseguró que no era un hombre
con el que se pudiera jugar.
—Estoy esperando —afirmó, su tono sonaba seco.
—Es difícil para mí. —Un eufemismo.
Su expresión se ensombreció.
—No voy a ninguna parte.
Al parecer, ella tampoco. Al menos no hasta que hubiera
recibido una explicación que le dejara satisfecho. Una vez que
lo hubiera apaciguado, le concedería otro día para recuperarse.
Luego, esa noche, mientras él dormía, ella se escabulliría.
Aunque con los hombres rastreando la zona para encontrarla,
el viaje sería difícil.
A través de las pestañas bajas, miró al fiero caballero, un
hombre con el poder de intimidar y la fuerza para respaldar sus
pretensiones. Su cota de malla finamente trabajada, que había
colocado contra la pared rocosa de la cueva, denotaba riqueza.
Seguramente llevaba los fondos necesarios para arreglar su
pasaje a Francia.
Sophie dudó.
¿Era este hombre demasiado peligroso para arriesgar no
solo su vida sino también la seguridad de Escocia? Tal vez
sería mejor que viajara sola.
Pero como escocés, conocería el terreno y, en caso
necesario, los lugares donde esconderse. Además, su presencia
añadiría otra capa de seguridad. Los caballeros que la
buscaban, buscaban a una mujer sola. A pesar de todo, ella
debía mantener oculta la verdad de su linaje real. Aunque era
escocés, aún podía ser enemigo de su país.
—Mientras regresábamos del Priorato de Beauly,
nuestro grupo fue atacado y nuestra gente masacrada. —
Sophie cerró los ojos contra su mirada, su dolor era real al
saber que si no conseguía llegar hasta su padre y decirle quién
la había secuestrado, morirían más escoceses.
Silencio.
Sophie levantó las pestañas y encontró su mirada
escéptica, aunque no totalmente despectiva.
—Durante el ataque, escapé —continuó—. Estaba
aterrorizada.
Él asintió.
—Sí, lo estaría.
—Volví a…
Ante su estremecimiento, él le levantó la barbilla, sus
ojos oscuros de pesar.
—Oh, Dios, muchacha. No es lo que una mujer debería
presenciar.
Cogida desprevenida por su simpatía, por un momento
se inclinó más hacia ella. Sacudida por que le ofrecieran
confianza cuando no se había ganado ninguna, retrocedió a
trompicones.
—Lo siento —dijo, arrepintiéndose ferozmente de su
mentira. Despreciaba las falsedades, pero la vida le había
mostrado hasta dónde era capaz de llegar la gente, mintiendo,
engañando y asesinando para conseguir sus objetivos.
—No lo haga.
La sincera preocupación en su rostro la tentó a admitir la
verdad, pero permaneció en silencio. No sabía nada de este
guerrero, excepto que sus acciones lo consideraban un hombre
compasivo. ¿Su conducta se extendía también al honor?
—Debo volver a casa con mi familia. —Sus tranquilas
palabras resonaron entre ellos, y la mirada de él se suavizó.
—Lo comprendo.
La esperanza se encendió.
—¿Entonces me ayudará?
La calidez de su expresión se desvaneció en cautela.
—¿Ayudarle?
—Oui. Como sabe, viajar sola para una mujer es
peligroso. —El rechazo apareció en sus ojos, y ella habló más
rápido—. Solo necesito que me acompañe hasta el puerto más
cercano. Desde allí yo…
—No.
Ella le tocó el brazo.
—Pero debe hacerlo.
Una seca diversión curvó sus labios.
—¿Debo? —Unos ojos azules la estudiaron con un
interés sin paliativos—. Muchacha, tiene predilección por dar
órdenes a la gente.
—Yo no… —Ella retiró la mano. El calor barrió sus
mejillas. Él tenía razón. La mujer que él creía que era se
centraría en servir a los necesitados. Miró hacia la entrada de
la cueva. Los hombres de Bernard, junto con kilómetros de
desierto, se interponían entre ella y una ciudad portuaria—.
Los últimos días han sido aterradores.
Era la verdad. Su secuestro, encarcelamiento y el
enterarse del complot del duque inglés para utilizarla como
peón con la esperanza de que su padre dejara de apoyar a
Escocia, habían destrozado su vida.
—Estoy angustiada y estoy siendo imposiblemente
grosera. —Hizo una pausa—. Perdóneme.
El dolor parpadeó a través del cansancio de sus ojos.
—Es la segunda vez que me pide disculpas, y sin razón.
Soy yo quien lamenta que haya sido sometida a tal carnicería.
—Yo…. Gracias. —Conmovida por su genuina
preocupación, se debatió entre qué decisión tomar. Por mucho
que no quisiera involucrarle, el destino no le ofrecía otra
opción. De algún modo debía convencerle para que la
acompañara a la costa.
Sus cejas se fruncieron de dolor cuando empezó a
girarse.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó.
Unos músculos afilados ondularon mientras él se
inclinaba para recoger su gambesón.
—Por mucho que desee descansar, no puedo.
Avergonzada por encontrarse mirando fijamente aquella
poderosa exhibición de fuerza, se dio la vuelta, pero no antes
de que él captara su mirada. Por la gracia de María, ¡estaba
actuando como si fuera una doncella de pocas luces! Frustrada
porque el hombre la confundiera, Sophie le arrancó de la mano
la prenda acolchada y se la arrojó encima de la cota de malla.
—Necesita descansar. Se está forzando demasiado.
La picardía calentó su mirada, como si le divirtiera su
muestra de voluntad.
—Siempre tengo cuidado con lo que hago, sea cual sea
la tarea.
La conciencia onduló por su piel ante su afirmación. De
eso ella no tenía ninguna duda.
—Voy a recoger algunas hierbas que ayudarán a aliviar
su dolor. —Caminó hacia la entrada de la cueva.
—Aún no le he dado las gracias por cuidar de mí. —La
suavidad de su voz hizo que se detuviera ante la entrada
desgastada por el tiempo. No se volvió; aunque era un extraño,
algo en él invitaba a la amistad, a la confianza. Ninguna de las
dos cosas estaba ella en condiciones de dar.
—De nada.
—No me ha dicho su nombre.
Todo su cuerpo se tensó. ¿Su nombre? Atraída por una
fuerza que no podía nombrar, se giró y se encaró con él. Un
error.
Cuando sus ojos se encontraron, la mirada del guerrero
se entrecerró.
—Me llamo Eleonor —soltó. El pánico la invadió
mientras esperaba el parpadeo del reconocimiento.
Tras un largo momento, él asintió.
Ella exhaló. ¿Por qué se había preocupado? Pocos
conocerían su segundo nombre, especialmente los de las
Tierras Altas escocesas, y más aún un hombre que vivía de la
espada.
—Eleonor. El nombre te sienta bien.
Su cuerpo se estremeció al ver cómo su profundo
rebuzno acunaba su nombre. Con la misma rapidez, desechó la
tonta idea. Era agotamiento, nada más. Curiosa, arqueó una
ceja.
—¿Me queda bien?
Inclinó la cabeza, con el aprecio cociéndose a fuego
lento en su mirada.
—Es fuerte y hermosa.
Insegura de cómo responder, permaneció en silencio.
—¿No desea saber mi nombre?
La salpicadura de humor en sus ojos le aseguró que era
un hombre cómodo con las bromas.
—Debe tener hermanas.
—¿Hermanas?
—Parece relajado en presencia de mujeres. —El calor
volvió a sus mejillas. ¿Y por qué no iba a estarlo? Un tonto
podría ver que era un hombre capaz de seducir fácilmente a
una mujer para llevarla a su cama. Mortificada, sacudió la
cabeza—. No quería decir…
—Sé lo que quería decir. —Una sonrisa se dibujó en su
boca, profundizando sus hoyuelos—. Y sí, tengo hermanas.
Tres, para ser exactos, y un hermano. Si quiere saberlo —
bromeó suavemente—, me llamo Duncan.
—Gracias. —Antes de que pronunciara algo más
humillante, Sophie se apresuró a salir, con el suave rumor de
su risa arrastrando a su paso.
Duncan sacudió la cabeza mientras la muchacha
prácticamente huía de la cueva. Cuando salió a la luz del sol,
los reflejos dorados burlados por el sol brillaron en su pelo
como un fuego majestuoso.
Aspiró el aliento. Por un momento había estado a punto
de perder el sentido común y acceder a escoltar a la atractiva
muchacha hasta la costa. Con una maldición, Duncan se frotó
la sien palpitante. ¿En qué estaba pensando? Desde que
Shenna se había casado con otro y le había roto el corazón, no
se había sentido atraído por otra muchacha. Shenna. Se le
oprimió el pecho al pensar en la mujer que amaba, una
muchacha a la que conocía desde su juventud, una mujer a la
que llevaría siempre en su corazón.
No, Eleonor no le inspiraba nada. Era la belleza de la
mujer lo que le intrigaba. Debía concentrarse en llegar a
Francia y en conocer lo que ella sabía de la escritura, nada
más.
Una oleada de vértigo le invadió mientras se arrodillaba.
Apoyando una mano en la rodilla, respiró hondo varias veces
hasta que su visión se aclaró. Sí, su viaje se vería ralentizado
por su herida, pero no podía evitarse. Cogió su gambesón.
—¿Qué cree que está haciendo?
Ante el reproche de Eleonor, el agarre de Duncan se
aflojó. El grueso acolchado cayó sobre la tierra. Le lanzó una
mirada tranquilizadora mientras ella permanecía en la entrada,
con hierbas amontonadas en la palma de la mano. Con un
juramento murmurado, le arrebató el gambesón.
—Me estoy poniendo la cota de malla. —El mareo
amenazó su equilibrio mientras las náuseas le roían las
entrañas. La irritación se apoderó de él cuando sus dedos
temblaron por el esfuerzo de sujetar su equipo.
—Está demasiado débil para moverse —le espetó—, y
mucho menos para entretenerse con ideas de viajar.
—¿Me ha traído aquí? —preguntó él.
Ella arqueó una ceja fría mientras caminaba hacia él y
luego depositaba el puñado de hojas sobre la superficie plana
de una roca cercana.
—Oui. Soy más fuerte de lo que parezco.
Tal vez, pero con su esbelta complexión y sin ayuda, la
tarea de moverle no había sido fácil. Era al menos un palmo
más alto que ella.
—¿Y quitó la flecha? —Su cabeza hizo una ligera
inclinación, pero él notó que con cada pregunta, su expresión
se volvía más cautelosa—. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
—Dos días.
La ira de una espada. Dos días de viaje muy necesarios
perdidos.
—Ha tenido fiebre —explicó—. Estará débil y
necesitará comida y descanso, no moverse.
Ignoró su reprimenda y se puso el gambesón. El hombro
herido le ardía por el esfuerzo.
—Lo que necesitaré o no es decisión mía.
Ella se burló.
—Si tuviera la mitad de ingenio que de encanto, sería…
—¿Encantador, lo soy? —desafió Duncan, complacido
por su espíritu.
La frialdad parpadeó en sus ojos mientras se acercaba y
le ponía la bolsa de agua en la mano.
—Beba esto.
No, no iba a dejarse desviar del tema tan fácilmente. Le
agitó el recipiente de cuero.
—Dijo que era encantador. Le he oído.
Sus ojos se entrecerraron.
—También creo que es…
—Espere, muchacha —la interrumpió él, seguro por el
fuego de sus ojos de que su comparación estaría lejos de ser
halagadora. Sus labios se crisparon de diversión ante la
acalorada respuesta de ella. Tomó un trago—. Le agradezco el
agua.
Eleonor le arrebató el saco de cuero de la mano y
aseguró la parte superior.
—Guarde sus encantos para quienes se dejen llevar por
ellos.
Ante la frialdad de su tono, se rió entre dientes, y
entonces Duncan se puso sobrio al ver con qué facilidad la
había desconcertado con sus burlas. Como misionera, ¿cómo
había manejado a los que se disputaban su atención? Dada su
belleza, muchos hombres lo habrían intentado.
Sacó de la bolsa un redondo plano hecho de avena y le
entregó el producto horneado.
—Muchas gracias.
Con una fría inclinación de cabeza, sacó una torta de
avena para ella y luego se sentó en el suelo.
Fuera de su alcance, observó. Intrigado, Duncan la
estudió. Incluso irritada, Eleonor se movía con una gracia
natural, como si la vida se lo hubiera dictado. Sin embargo, la
lana de estambre de su vestido indicaba una existencia más
sencilla, cosa que antes de que hablaran había creído. Ya no.
Ahora sospechaba que el sencillo atuendo era una treta, una
ligada a la razón por la que ella le había encontrado aquí.
—Me sorprende encontrar a alguien de su clase en las
Tierras Altas —dijo, formulándolo más como una observación
que como una pregunta, con la esperanza de que ella se abriera
a él—. Incluso voluntariamente.
Ella se concentró en su galleta y luego le dio un delicado
mordisco.
—Le expliqué por qué estoy aquí.
—Sí, lo hizo. —Pero la vacilación antes de su respuesta
le aseguró que algo en su historia no era cierto.
Los ojos verdes musgo se clavaron en los suyos.
—¿Y qué le lleva a un final en el que le encuentro
inconsciente con una flecha clavada en el hombro? —Ella
arrancó un trozo de su ronda plana, pero a él no se le escapó la
preocupación que escondía su pregunta, ni el sutil corte de que
ella también sabía poco de él y tenía sus propias sospechas.
—No soy un forajido.
Ella le miró como una reina sopesando la sentencia
sobre uno de sus súbditos.
—No creo que lo sea.
—Sabe poco de mí para sacar semejante opinión —dijo
él, curioso por saber cómo, de hecho, ella había llegado a una
conclusión tan acertada en tan poco tiempo. Como si hubiera
vivido una vida en la que su juicio sobre los que la rodeaban
fuera una necesidad.
—Sus acciones hablan claramente de su carácter —
explicó ella, sacándole de sus cavilaciones—. Si fuera un
canalla, no le habría importado un bledo mi desgracia.
—Ha discernido más sobre mí de lo que la mayoría haría
en nuestro corto conocimiento.
Por primera vez desde que había recuperado la
consciencia, su boca se curvó en una sonrisa, una que rozó
brevemente sus carnosos labios. Una mirada que insinuaba
pasión. Una que Duncan se encontró deseando saborear.
Sorprendido por su pensamiento, la miró fijamente.
Excepto Shenna, nunca una mujer había despertado su interés.
Hasta ahora.
¿Qué tenía Eleonor que le intrigaba? Sabía poco de ella,
y tenía dudas de que lo que le había revelado fuera la verdad.
La ira de una espada. Francia era su único objetivo. Hasta que
entregara el documento al rey Felipe, no podía confiar en
nadie.
Incluida ella.
—Aprender a deducir los motivos de una persona es una
necesidad con la vida que se me ha dado —explicó.
—¿Y qué es exactamente lo que le ha ofrecido la vida?
Eleonor se puso en pie.
—Debe de tener sed. Rellenaré la bolsa de agua.
La sedosa facilidad con la que desvió la conversación de
sí misma le aseguró a Duncan que había hecho lo mismo
muchas veces.
—Puede esperar.
Sin mirar atrás, recogió el cuero cosido y se encaminó
hacia la salida.
—¿Quién es usted? —A su orden silenciosa, ella se
detuvo, y a él tampoco le pasó desapercibido cómo su cuerpo
se tensó—. Puedo creer que es una misionera, pero hay algo
más que oculta.
Ella se encaró a él. Sus dedos aferrando el cuero se
volvieron blancos.
—Sus palabras. La elegancia con la que se mueve —dijo
mientras la estudiaba—, le han delatado. Y sus manos son
suaves y sin manchas, las de una dama bien educada, no las de
una plebeya.
Aunque lentamente, ella asintió con la cabeza.
—Una vez viajé en esos círculos —respondió, sus
palabras sonaban ricas en desagrado—. Ya no lo hago.
—¿No le gusta la nobleza? —preguntó él, curioso por
saber cómo reaccionaría ella si se enterara de que él era un
conde. ¿Le repelería su estatus? La idea le descorazonó.
—¿Nobleza? —repitió ella, sus palabras esgrimidas con
fría precisión—. Es un insulto a la palabra. Muchos de los que
ostentan títulos poderosos son a menudo un reflejo patético del
noble personaje que se esfuerzan por personificar. Tan
atrapados en su propio valor, no ven nada de los tontos
egoístas en los que se han convertido.
—¿Es por eso por lo que viajó a Escocia?
Con un fuerte tirón, ella aseguró el saco.
—Monsieur, lo que yo decida hacer o no hacer es asunto
mío.
—En efecto. —Eligió sus siguientes palabras con
cuidado para no levantar sus sospechas—. Es solo que
encuentro su aparición aquí…
—Ya le he explicado mis razones.
Ante el desaire en la voz de ella, él se abstuvo de hacer
más preguntas, pero antes de que se separaran, tendría sus
respuestas. Un rígido silencio cayó entre ellos mientras él
sopesaba un enfoque más sutil.
—Tomaré una segunda torta de avena.
La sospecha relampagueó en su rostro.
Él le ofreció una sonrisa pícara.
— Porque tengo hambre.
Ella arqueó una ceja dubitativa, pero se acercó, volvió a
abrir el saco y sacó otra ronda.
—Necesita varios días más de descanso antes de
empezar a moverse. —Eleonor señaló con la cabeza la
armadura cerca de su muslo—. Sin soportar el peso de su cota
de malla —añadió con énfasis—. Si no tiene cuidado, reabrirá
la herida que le he vendado. No necesito informarle de su
resultado si su herida se pudre. —Se acercó más y le arrojó la
torta de avena sobre el regazo.
Duncan le cogió la mano antes de que pudiera apartarse.
Sus ojos se entrecerraron con advertencia.
—Quiero darle las gracias. —Pero una parte de él había
querido tocarla. Y había acertado. Su piel le recordaba a la
seda.
La ira brilló en sus ojos mientras ella tiraba para
liberarse de su agarre. Él la soltó, pero no sin remordimiento.
—Y no tengo sed.
Tras un momento de vacilación, Eleonor se sentó al otro
lado de los restos ennegrecidos de su pequeña hoguera, con
expresión recelosa.
—Como está despierto y sin fiebre, mañana me iré.
—¿Irá sola?
Ella inclinó la cabeza en una regia inclinación.
—Monsieur, haré lo que deba.
En lugar de admirar su pura determinación, la ira se
encendió ante su estupidez.
—Con los disturbios entre Inglaterra y Escocia, viajar
será peligroso.
—Soy muy consciente de los desafíos a los que me
enfrento. —Ella levantó una ceja curiosa—. A menos que haya
cambiado de opinión y haya decidido escoltarme hasta la
costa.
La ira de una espada, no era un lujo que pudiera ofrecer.
—Es imposible. —La frágil esperanza de sus ojos se
desvaneció.
—Ya veo.
¡No, ella no! Era un hombre perseguido. Por lo que
sabía, los hombres de Bernard recorrían los bosques en un
radio de una legua de su posición. Sin quererlo, había puesto
su vida en peligro.
Si le atrapaban, perdería la vida.
Pero si encontraban a Eleonor con él, dudaba que sus
acciones fueran las del honor. Las visiones de los hombres
tomándose libertades con ella asolaron su mente, de su sed por
sus propias y bajas necesidades.
Quería ayudarla, pero por su seguridad debían separarse.
Mientras ella permaneciera con él, aumentaba el riesgo para su
vida.
—No lo entiende.
Su rostro se suavizó con preocupación.
—Entonces explíqueme.
El cansancio le inundó. Duncan deseaba poder
explicárselo, pero había demasiado en juego para correr
semejante riesgo.
—No, es mejor que no sepa nada.
—Pero… ¿por qué?
La preocupación en su voz hizo que él volviera a
condenar la situación. Con una maldición, Duncan se puso en
pie. Sus piernas temblaban, como burlándose de su debilidad.
No podía escoltar a Eleonor hasta la costa; era una extraña,
una mujer cuya presencia aquí planteaba numerosas preguntas.
Aun así, ¿cómo iba a permitir que viajara desprotegida?
Tampoco podía olvidar que ella le había salvado la vida.
—Bien —espetó Duncan—. Le llevaré hacia el este,
donde un amigo de confianza. Pero no más lejos. Él hará los
arreglos para que llegue a Francia.
Hizo una pausa como si estuviera meditando su oferta.
—Yo no dudaría si fuera usted —le advirtió—. Podría
cambiar de opinión.
—Entonces acepto su amable oferta —respondió ella,
con voz sombría, pero un hilo de risa bailaba en sus ojos.
La ira de una espada, ¡la muchacha jugaba con él! Y por
mucho que debiera sentirse irritado, Duncan sintió aprecio por
su atrevimiento, una táctica que él mismo había empleado
momentos antes.
La cadencia dura y constante de los cascos resonó en la
distancia. Duncan se volvió hacia la entrada. ¡Los hombres de
Bernard!
El rostro de Eleonor palideció.
—¡Han regresado! Debemos guardar silencio hasta que
hayan pasado.
¿Han vuelto? La culpa chocó con la sospecha. ¿Por qué
no le había dicho que los hombres habían registrado la zona
mientras él estaba inconsciente? Fuera cual fuera la razón,
gracias a Dios ella los había mantenido ocultos. Desenvainó su
espada, conteniendo el dolor de su hombro herido.
—Póngase detrás de mí.
La frustración brilló en sus ojos. Se acercó corriendo e
intentó arrancarle la espada de la empuñadura.
—Ale…
—¿Qué cree que está haciendo? —exigió. El rumor de
los cascos aumentó.
Incrédulo, Duncan miró fijamente la mano de ella
entrelazada sobre la suya.
—¡Suelte mi arma!
Ella dio un fuerte tirón.
—Está demasiado débil para empuñar una espada.
—Si nos descubren, será mejor que rece por mi fuerza.
—¿Por qué?
—Porque —gruñó Duncan—, los hombres me quieren
muerto.
Capítulo 3
uncan no había pensado que su rostro pudiera blanquearse
D aún más, pero lo hizo.
—¿Mi señora?
El pánico recorrió sus ojos mientras le miraba fijamente.
—¿Le quieren muerto?
—Escóndase detrás de la roca. —Ella no se movió—.
¡Ahora!
Con un sobresalto, Eleonor corrió hacia la gran roca
cercana al fondo de la cueva, y él la siguió.
El retumbar de los cascos se detuvo cerca de la entrada.
Con la espada preparada, Duncan se tensó.
—Ella no está aquí fuera —refunfuñó una áspera voz
inglesa.
—Nuestras órdenes son encontrarla —espetó otro
hombre.
—La hemos buscado durante tres malditos días —
afirmó un hombre más alejado—. Hace tiempo que se ha ido.
Un hombre cercano a la entrada gruñó.
—Si quiere conservar la cabeza, será mejor que rece
para que la encontremos.
Un caballo chilló, otro resopló, y el cuero y la cota de
malla tintinearon mientras los hombres se alejaban.
El rumor de los caballos se desvaneció.
Duncan exhaló un suspiro aliviado mientras salía de
detrás de la roca. Fueran quienes fueran los hombres, no le
estaban buscando a él. Pasada la amenaza, el cansancio le
invadió. Necesitaba descansar. Envainó su espada y se volvió
hacia Eleonor.
Y se detuvo.
Unos ojos abiertos de culpabilidad le observaron.
Y comprendió.
—Los hombres le persiguen. —Dio un paso atrás.
Irritado por no haber sospechado que buscaban a
Eleonor al mencionar a una mujer, se acercó más. Cuando ella
hizo ademán de alejarse, él la agarró del hombro.
—¡Dígame! —El sudor resbaló por su cara ante el
esfuerzo, pero la ira le dio fuerzas.
—Ou… oui.
Maldijo por lo bajo.
—Antes de que acabe haciendo que nos maten a los dos,
¡dígame qué demonios está pasando!
Ante la furiosa mirada del escocés, Sophie tembló.
Aunque creía que era un hombre de honor, ¿qué sabía
realmente de él? ¿Su nombre de pila? ¿Su creencia de que los
hombres le perseguían? Por muy tentada que estuviera de
admitir la verdad, la libertad de Escocia era un riesgo
demasiado grande para ella como para ofrecerle su confianza.
El agarre de Duncan en su hombro se tensó. Ella hizo
una mueca de dolor.
—Por favor, me está haciendo daño.
Su agarre se suavizó, pero no la soltó.
—¿Por qué le quieren los hombres?
Le vino a la mente la mentira del oro o alguna otra razón
viable de por qué los hombres la perseguían. No, no podía
decirle otra falsedad.
Sacudió la cabeza.
—No puedo.
—¿No puede o no quiere?
Ella no había creído posible que él pareciera más
peligroso, pero con sus ojos oscureciéndose como una
tormenta que se avecina y su cuerpo tenso como si estuviera
preparado para la batalla y encumbrado sobre ella, parecía
todo un guerrero.
—Las razones son solo mías.
Los ojos azules se entrecerraron.
—No es solo su vida la que está en peligro.
—Lo sé —respondió ella en voz baja.
—¿Lo sabe? —Un músculo trabajó en su mandíbula
mientras la estudiaba y, con un suspiro exasperado, la soltó.
Sophie no retrocedió, sino que permaneció humilde ante
él. Estaba herido. ¿Cómo podía haber sido tan egoísta como
para pedirle que pusiera aún más en peligro su vida
escoltándola hasta la costa?
—Monsieur…
—Duncan —dijo entre dientes apretados—. Creo que
podemos acordar pasar por alto las formalidades.
Ella asintió.
—Duncan, he decidido arriesgarme.
Sus fosas nasales se encendieron con fastidio.
—Dime, muchacha, ¿qué significa eso?
Sophie se movió, incómoda bajo su mirada demasiado
penetrante.
—Significa que continuaré mi viaje sola. Necesitas
descansar, tiempo para curarte. No estás en condiciones de
viajar, y mucho menos de poner más en peligro tu vida
escoltándome hasta la casa de tu amigo.
—¿Es un hombre?
—¿Qué quieres decir? —preguntó con cautela,
controlando a duras penas su creciente pánico.
Miró hacia la entrada de la cueva.
—¿Es un hombre el que envió a sus caballeros en tu
busca?
La tensión de su cuerpo disminuyó.
—Oui. —Dejó que creyera que sus razones para huir
eran personales. Lo simplificaría todo. Tampoco era una
mentira.
—¿Quién es?
Estaba lejos de comprender la importancia de la
pregunta que le hacía.
—¿Qué importa quién sea o la razón por la que sus
hombres me buscan?
Duncan le lanzó una sonrisa irónica.
—Si voy a arriesgar mi vida escoltándote, necesito saber
a qué peligros me enfrento.
La esperanza tropezó con ella.
—¿Me escoltarás? Pero…
El escocés levantó la mano, había desaparecido
cualquier rastro de humor.
—A casa de mi amigo, como te ofrecí antes. No más.
Una vez que estés en buenas manos, debo irme. Tengo mis
propios asuntos que atender.
La reacción de Duncan ante los caballeros que habían
pasado a caballo parpadeó en su mente. Inquieta, se aclaró la
garganta.
—¿Creías que los hombres te perseguían?
Su expresión se ensombreció.
Sophie se tensó. ¿Era este escocés una amenaza? No
quería creer que había calculado mal hasta tal punto. Pero si se
equivocaba…
Pasaron largos segundos mientras él la miraba fijamente,
con su profunda mirada evaluadora.
—Sí, lo hacían.
—¿Por qué?
Una sonrisa sombría tocó su boca.
—Bueno, muchacha, tengo mis propias razones. Unas
que no compartiré. Y —hizo una pausa—, tú también tendrás
que confiar en mí.
A Sophie le disgustó este giro de los acontecimientos.
—Parece que lo haré.
El humor suavizó los ángulos severos de su rostro.
—Un intercambio justo, ¿no estás de acuerdo?
Ante su burla, ella apartó la mirada, incapaz de encontrar
nada alegre en la situación. Aunque los hombres le perseguían
con intenciones mortales, no tenía el destino de un país en sus
manos.
Si él gozaba de mejor salud, ella aceptaría su oferta.
Como mujer a la que le gustaba el ingenio rápido, sería
interesante permanecer con Duncan un tiempo más, por sus
discusiones aunque solo fuera eso. Salvo que su palidez
delataba su estado debilitado. Tampoco podía olvidar cómo la
espada había temblado en sus manos cuando los caballeros
habían pasado a caballo. No estaba en condiciones de
protegerla, y mucho menos de viajar.
—Te agradezco tu oferta de escolta, pero debo
declinarla. —La boca de Duncan se ladeó en una media
sonrisa que le aceleró el pulso.
Turbada por su reacción, bajó la mirada. Al oír su suave
risita, levantó la vista.
—¿Qué?
—Solo tú debatirías esto.
—Yo no…
Su sonrisa se ensanchó.
—Lo eres.
—Lo soy —enmendó ella, encontrándose
irremediablemente encantada. Fue una tontería pensar en
aceptar su oferta. Estaba demasiado débil para viajar. Pero si
no aceptaba, se quedaría sola, una extraña en una tierra
devastada por la guerra. Aunque estaba lejos de confiar en él, a
pesar de su cautela, la trató con cortesía y respeto sin saber de
sus lazos reales—. Gracias. Si insistes, aceptaré tu oferta. Pero
debemos permanecer aquí otro día para darte tiempo a curarte
antes de viajar.
Él asintió, pero los ojos de Duncan recorrieron los
suyos, su cautela era fácil de leer.
Con su inteligencia, ella no había esperado menos.
—Dicen que cuando compartes tus preocupaciones, las
decisiones que debes tomar se vuelven mucho más claras.
La tristeza la invadió ante la sinceridad de su voz.
—Yo no puedo. —Y tristemente, nunca podría.
¿Podía? Podría, pero la muchacha temía a quien la
buscara. Duncan le miró el moratón de la mejilla, asqueado de
los hombres que encontraban fuerza en golpear a las mujeres.
Si el canalla que la había golpeado se presentaba ante él, le
serviría al bastardo su propia marca de justicia.
—Estás agotada y necesitas intentar dormir.
Eleonor miró hacia la entrada de la cueva.
—Los hombres…
—Yo vigilaré.
Se rascó con los dientes el labio inferior.
—Solo durante un rato.
—Ve a dormir —dijo él, eludiendo cualquier acuerdo
con su petición. A menos que fuera absolutamente necesario,
él la dejaría descansar hasta que despertara por sí misma.
Con un bostezo, caminó hacia el fondo de la cueva,
perdiéndose en las sombras.
—¿Adónde vas?
—Detrás de este saliente hay una pequeña cámara.
Mientras dormías, hice una cama con hierba seca y hojas. —El
rosa subió por sus mejillas en un tono halagador—. Para que la
usaras una vez que me hubiera ido. Si los hombres hacían un
registro rápido de la cueva mientras dormías, tenías la
posibilidad de que te pasaran por alto.
—¿Y por qué no has dormido allí? —preguntó él,
impresionado por su medida táctica—. Te habría ofrecido más
comodidad que en el frío y duro suelo.
—Mientras dormías, te dio fiebre, una fiebre que
afortunadamente desapareció antes de que despertaras. No
podía arriesgarme a dejarte solo.
Conmovido por su sacrificio, dio un paso hacia ella.
—¿Así que dormiste a mi lado hasta que me bajó la
fiebre?
Su rubor se hizo más profundo.
—Oui.
Cogido desprevenido por su repentina timidez, se
detuvo, imaginando con demasiada facilidad sus ojos color
musgo oscurecidos por la pasión.
—Vete a dormir —susurró. Antes de hacer una tontería
como besarla.
Con un rubor en las mejillas, ella se escabulló de su
vista. La hierba seca y las hojas crujieron mientras ella se
acomodaba tras la pared de roca irregular.
Duncan exhaló un áspero suspiro y salió al exterior. La
genuina naturaleza de Eleonor indicaba que era una criadora,
una mujer dada a ayudar a los demás. ¿Cómo se había
preguntado si era la hija bastarda del rey Felipe? No es que
ella no pudiera ser tan dadivosa, pero criada bajo una mano
real y sin haber tenido nunca una necesidad, él tenía sus dudas.
Tras una rápida inspección de los alrededores, se apoyó
en un peñasco en ángulo, desde donde podía divisar a los
jinetes en la distancia, pero lo bastante cerca de la entrada para
poder oírla si llamaba.
Se frotó la sien y trató de ignorar las palpitaciones de su
hombro izquierdo y el mareo del que no podía librarse.
Necesitaba entregar la misiva al rey Felipe, no cavilar sobre
los pensamientos que Eleonor le inspiraba. ¡La ira de una
espada! La única razón por la que había aceptado escoltarla
hasta su amigo era que era demasiado peligroso para ella estar
sola en las Tierras Altas.
Asqueado por esa mentira, lanzó una mirada fría hacia
donde sabía que ella yacía. Sí, ¿y qué si ella le intrigaba? No
eran los mismos sentimientos que había tenido por Shenna. El
dolor le punzó el corazón al pensar en la mujer que amaba.
Con una mueca, escrutó los alrededores. Ella era feliz ahora.
Él debía alegrarse por ella. Y lo haría. Cuándo era otra
cuestión.
Dos días después, Duncan atravesaba el bosque con
Eleonor a su lado. Aunque su cuerpo no se había recuperado
del todo y en contra de las objeciones de ella, había anunciado
que era hora de que se marcharan.
Una sonrisa sombría le rozó los labios. Por su cordura,
no podía permanecer atrapado en la cueva con ella ni un día
más. Había necesitado cada gramo de su fuerza de voluntad
para no satisfacer su pregunta de cómo se sentiría su boca bajo
la de él.
—¿Cómo está tu hombro? —preguntó ella, con su tono
quebradizo.
—¿Te estoy retrasando?
La impaciencia latía a fuego lento en sus ojos.
—De momento, no.
Duncan se rió. Debería haber encontrado desaprobación
en su forma de ser tan franca. En cambio, le fascinaba su
inteligencia, le impresionaba su capacidad para debatir con él
sobre las cuestiones más insignificantes y, en ocasiones, para
razonar hasta el punto de que él cediera a su punto de vista.
No tuvo valor para informar a la muchacha de que había
mantenido el paso lento más por preocupación por ella que por
su herida. Había soportado molestias peores en su vida, pero
viajar a pie por las Tierras Altas resultaba una ardua caminata
para un caballero familiarizado con tales exigencias, y mucho
más para una dama. Y las zapatillas que llevaba le ofrecían
poca protección contra los palos y rocas esparcidos por el
suelo del bosque.
En la ruptura de los árboles, se extendía ante ellos una
cañada, espesa de ricas briznas de hierba salpicadas de brezo.
Oteó la familiar y estrecha extensión de terreno. Pronto
llegarían a casa de Stephano. Su amigo le garantizaría un
pasaje seguro a Francia. Con una montura fresca y Eleonor en
manos de confianza, se pondría en camino.
Y la echaría de menos. Mucho.
—¿Dijiste que tenías tres hermanas y un hermano? —
Ella le echó un vistazo, con los ojos brillantes de interés—.
¿Son cercanos?
—Sí. ¿Y tu familia? ¿También son cercanos? —Ella
apartó la mirada y siguió caminando.
—¿Eres el mayor?
—No has respondido a mi pregunta —dijo él,
recordando que ella había evitado antes hablar de sí misma.
—Tengo muchos parientes —respondió finalmente—,
muchos de los cuales no estaban de acuerdo con mi decisión
de vivir por mi cuenta o de ayudar a los menos afortunados. —
Se encogió de hombros—. No debería entrometerme en tu
vida privada.
Una sonrisa rozó su boca.
—Deseo entrometerme en la tuya.
Eleonor miró fijamente al frente, sin permitir a Duncan
el lujo de discernir su reacción.
—He llevado una vida muy aburrida.
—Lo dudo —dijo él.
Cuando ella no respondió más, la sonrisa de él creció.
—Tu silencio solo hará que sienta más curiosidad.
Ella se detuvo y se volvió con el ceño fruncido.
—Este no es un juego al que debamos jugar. Hay
hombres ahí fuera que, por diversas razones, nos quieren
muertos a los dos. ¿Qué diferencia hay si sabes de mi familia,
o si he elegido vivir una vida más sencilla, sin los falsos fastos
de la nobleza?
—¿Es eso lo que has elegido? —Duncan le cogió la
mano cuando empezaba a darse la vuelta—. No era mi
intención molestarte.
—La culpa es mía. Fui yo quien preguntó por tu familia.
No volveré a hacerlo. —Ella lanzó una mirada fría a su mano
—. Ahora suéltame.
—¿De qué tienes miedo?
—Ambos tenemos secretos que ninguno de los dos está
dispuesto a compartir. En un día, dos como mucho, no
volveremos a vernos. —Su voz empezó a quebrarse.
Duncan se acercó, pero ella negó con la cabeza.
Como si erigiera un muro impenetrable entre ellos,
retrocedió.
—Eres una extraña para mí —susurró.
—Un hecho que no deseo cambiar.
—¿Es tan malo ofrecer amistad?
—Monsieur, ¿no podemos irnos?
—Contésteme. Por favor.
La tristeza ensombreció su rostro.
—Y si lo hiciera, ¿respondería también a las preguntas
que tengo sobre ti?
—¡La ira de una espada!
Los ojos de Eleonor se entrecerraron.
—¡Cómo te atreves a esperar respuestas cuando no me
darás ninguna!
Ante su tono regio, Duncan se echó a reír, incapaz de
hacer otra cosa.
El rojo acuchilló sus mejillas.
—Es bueno que uno de nosotros encuentre humor en
esta situación.
—Oh, muchacha. —Le cogió la mano y le dio un tierno
beso en los nudillos, complacido cuando ella no intentó
apartarse—. Solo buscaba amistad, nada más. ¿Es eso
demasiado pedir?
Pero cuando su mirada se dirigió al lugar donde sus
labios habían tocado su piel, él supo que mentía.
Como si le leyera el pensamiento, ella tembló.
—No lo hagas.
Él le soltó la mano, tembloroso. Por el deseo que
oscurecía su mirada, ella no era tan inmune a él como le
gustaría, lo que no ayudaba en nada.
—Ven. —La hierba alta rozó sus piernas mientras
Duncan avanzaba. A su lado, sus suaves pasos coincidían con
los de él, pero él no se volvió. Si ella no le hubiera detenido
momentos antes, él la habría besado.
Un error. ¿Qué sabía él de la muchacha? Poco, un hecho
que ella aseguraba. Aunque había nacido entre las filas de la
alta burguesía, por las razones que fueran, había desechado el
estatus que le ofrecía su nobleza y trabajaba para ayudar a los
menos afortunados.
Su elección.
Una que no cambiaba nada.
Debería alegrarse de su retirada. Al menos ella no tenía
el cerebro de un asno. Ese honor le pertenecía a él.
—¡Mon Dieu!
Duncan se volvió, sobresaltado por el miedo en su
mirada.
—¿Qué ocurre?
Su mano tembló mientras señalaba en la dirección en la
que se dirigían.
—¡Mira!
Más allá de la siguiente colina, una gruesa y negra
columna de humo se elevaba hacia el cielo.
El pavor se apoderó de Duncan. ¡Stephano! Por favor,
Dios, que no haya ocurrido.
—¡Espera aquí!
Ella le cogió del brazo.
—Voy contigo.
Furioso de que ella lo desafiara, él le quitó la mano.
—¡Te quedarás!
El rostro de Eleonor palideció.
—¿Qué ocurre?
Se negó a admitir sus sospechas. Si estaba en lo cierto,
ella no necesitaba presenciar la carnicería arrojada al otro lado
de la cañada.
Ella le miró fijamente, su expresión preocupada acabó
con su resistencia.
—Volveré. —Antes de que ella pudiera ofrecer más
objeciones, él echó a correr hacia la nube negra y agitada a la
carrera.
Y rezó para equivocarse.
Capítulo 4
ophie corrió tras Duncan, el hedor del humo crecía a cada
S paso. Al llegar a la cresta de un montículo, se abrió paso
entre los árboles. Se detuvo. El horror ante ella le robó el
aliento.
Cerca de la base de la ladera inclinada, Duncan se
arrodilló entre los escombros ennegrecidos. Los cuerpos
yacían esparcidos a su alrededor, algunos descuartizados, otros
con flechas sobresaliendo de sus espaldas. El empalagoso
hedor de la carne carbonizada casi la hizo caer de rodillas.
Un sollozo la desgarró.
La mirada de Duncan se clavó en ella. Su rostro, una
máscara de indignación y dolor, se puso en pie.
Pero sus ojos.
Señor misericordioso. Sus ojos contenían los horrores de
un hombre que había presenciado demasiada muerte.
Se rodeó el pecho con los brazos mientras su cuerpo
empezaba a temblar.
Se abalanzó hacia ella, con la cota de malla manchada de
sangre.
—¡Te dije que te quedaras!
—Yo… —La cabaña del campesino estaba envuelta en
llamas. El ganado yacía mutilado en una masa retorcida de
pieles y horror. Ni siquiera un cordero quedó indemne. Y la
gente. El pecho se le apretó de dolor—. ¿Quién pudo…?
—Los ingleses. —La condena atravesó sus palabras
como una cuchilla furiosa. La agarró por los hombros.
En lugar de sacudirla como ella había esperado, Duncan
la atrajo contra su pecho y la apartó de la bárbara matanza. Su
cuerpo tembló contra el de ella.
—Los bastardos creen que pueden doblegarnos hasta la
sumisión —ronroneó—, pero se equivocan. Su carnicería
alimenta nuestro odio.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras Sophie
lloraba, afligida por los masacrados, por su país bajo un asalto
despiadado, pero sobre todo por él. Por mucha que fuera su
propia desesperación, la de Duncan debía ser doble.
Esta parodia subrayó su urgente necesidad de llegar a
Francia. Hasta que no explicara que el duque Bernard estaba
detrás de su secuestro, su padre creería que los escoceses
rebeldes eran los culpables del incendiario acto. Y el futuro de
Escocia estaría en grave peligro. Sin el apoyo monetario de
Francia, las fuerzas de Escocia se marchitarían.
Su agarre se aflojó, y entonces empezó a susurrar en
gaélico. Por su suave fluir, eran palabras destinadas a calmar,
pero se derramaban crudas de angustia. Con un
estremecimiento se calló.
Mon Dieu, no debe fallar.
—Lo siento mucho —susurró, con la voz espesa por las
lágrimas.
—Tienes que volver a donde te pedí que te quedaras y
esperar. Una vez que haya terminado aquí, iré a buscarte.
—No te dejaré aquí solo.
Duncan levantó la cabeza. Las lágrimas llenaban sus
ojos y la angustia esculpía su rostro.
—Tú…
—No —lo interrumpió, furiosa porque Bernard la había
utilizado como peón para poner en peligro la libertad de
Escocia—. No te enfrentarás a esto solo. ¿Crees que esto no
me afecta?
Soltó un suspiro crudo.
—Deberías haberte quedado más allá del montículo.
—¿Por qué?
—Esta es mi gente.
—¡Fueron masacrados! Gente inocente degollada a
sangre fría. —Ella le cogió las manos, necesitaba que
entendiera que este acto de salvajismo era tan devastador para
ella como para él—. Si crees que me quedaré al margen y no te
ayudaré a enterrarlos, sabes poco de mí.
La atrajo hacia sí, sus ojos ardiendo en los de ella.
—He intentado… Lo siento. Lo siento mucho. —
Duncan reclamó su boca, exigiendo, tomando, destrozándola
con la intensidad de su beso. Pero bajo la ira, ella saboreó su
pena. No se trataba de pasión, sino de necesidad. De saber que
aún quedaba algo bueno en el mundo.
Sin previo aviso, él la soltó y ella retrocedió
tambaleándose.
—Duncan —dijo ella, sin aliento, con los labios aún
hormigueantes.
Levantó las manos, con el rostro pálido por la
conmoción.
—No debería haberte tocado.
—Tú…
La ira asaltó sus ojos.
—¡No tenía derecho! —Soltó las manos y se alejó.
La pena la embargó. Todo lo que podía ver era su error,
no al hombre devastado por la pérdida. Sophie corrió hasta
ponerse delante de él, obligándole a detenerse. Él la fulminó
con la mirada, pero ella se mantuvo firme.
—Lo comprendo —dijo, con su mente aún luchando
contra los horrores que la rodeaban. Apretó los dedos contra el
costado de su cara, sus lágrimas cálidas contra su mano.
Duncan se estremeció, pero no se apartó.
—No entiendes nada.
—Creo que eres un hombre de gran compasión.
Personas a las que amas han sido asesinadas. Te afliges.
¿Cómo podrías no hacerlo? —Sophie acarició el dorso de su
mano contra su mejilla mientras las lágrimas corrían por su
rostro. No había creído que la situación pudiera empeorar,
pero así había sido—. Los conocías.
Se dio la vuelta, pero no antes de que ella fuera testigo
de cómo se secaba las lágrimas.
—Oh, Duncan. —Ella se acercó, insegura de cómo
consolar a este guerrero compasivo, o si siquiera podría—.
Nunca te haría daño.
—Lo sé.
—Déjame ayudarte.
Su mirada buscó la de ella.
—¿Por qué nunca eres lo que espero encontrar? —Cerró
los ojos y la atrajo contra sí.
Durante un largo rato la abrazó, con sus corazones
desgarrados, su dolor una cosa viva, pero en su unidad
encontraron la fuerza.
Y dentro de su abrazo, Sophie comprendió que la
situación entre ellos había cambiado. Después de este
momento, por mucho que cada uno deseara permanecer
distante del otro, nunca podrían ser extraños.
Por mucho que le doliera la idea de dejarle, encontró
consuelo en los recuerdos que tendría de este galante hombre,
un hombre de honor, determinación y gran compasión.
Protegió a los que amaba. Lloró por los que perdió.
Comparados con Duncan, aquellos que la habían perseguido
en el pasado, hombres cuya codicia dictaba sus vidas, no eran
más que cáscaras vacías de humanidad.
Le apartó una lágrima de la cara.
—Ven. —Se volvió hacia la devastación.
Sin dudarlo, ella le siguió.