Trabajo Práctico Lengua y Literatura
Trabajo Práctico Lengua y Literatura
Trabajo Práctico Lengua y Literatura
Nunca le abras la
puerta a un chino
Hernán Casciari
El 12 de septiembre de 2098 Woung viajará
por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde
chico, había querido conocer a su tatarabuelo,
porque Woung también es escritor, un joven escritor de 23 años. Al
llegar a esta época, Woung me deja un mensaje en el contestador:
"Hola, estoy buscando a Hernán Casciari, mi nombre es Woung. Usted
no me conoce pero yo sí... Quisiera verlo. Llámeme por favor", y me da
el número de un teléfono móvil.
—Será un lector de Orsai —me dice Cris, mientras le cambia los pañales
a la Nina—, lo raro es que sepa el número del fijo. Esta gente
generalmente te llama al móvil.
—Y ni siquiera.
Es cierto. Suelen contactarse lectores conmigo, para quedar a comer en
el FreeWay o cosas por el estilo, pero siempre lo hacen por mail al
principio, tímidamente. Nunca llaman a casa, nunca dicen «quisiera
verlo». Pero a mí me extrañaban más otros detalles:
—Lo raro también es el nombre —le digo—: nombre chino, acento
argentino. Y además me trata de usted, pero tiene la voz de un pibe
joven.
Como soy un poco miedoso con los desconocidos y un poco indiferente
con los desvergonzados, no lo llamé un carajo. Entonces pasaron tres
días y el lunes (ayer) sonó otra vez el teléfono. Esta vez yo estaba en
casa jugando con la Nina.
—Hola, soy Woung, ¿está Hernán Casciari?
—Él habla.
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—Necesitaría verlo —me dice—. Me vuelvo esta noche y
solamente hice el viaje para conocerlo a usted. Si no le molesta paso
por su casa en un rato.
—No sé si voy a poder atenderte, mi mujer no está y yo estoy con mi
hija, y es un quilombo si viene gente...
—Mejor, mucho mejor —me dice—. También quiero ver a la bisabuela.
—¿A qué bisabuela?
—Yo le explico cuando nos veamos. Por favor, Hernán. Sería un rato
nada más, unos mates, hablamos un poco y me voy.
Lo del mate me da una cierta tranquilidad.
—Bueno, qué sé yo, como quieras. Te paso la dirección, ¿tenés para
anotar?
—Estoy acá cerca, en la Sagrada Familia, y la dirección me la sé de
memoria desde la otra vez —me dice—. Ahora mismo le toco el timbre.
Usted vaya poniendo el agua.
Casi no tuve tiempo de pensar cómo podía ser que tuviera mi dirección
«desde la otra vez». ¿Qué otra vez? No había pasado un minuto desde
la conversación telefónica y ya estaba sonando el portero eléctrico. En
vez de abrir desde adentro, como hago siempre, salí afuera para orejear
la cara del invitado través de la puerta de la calle.
Lo que vi fue a un muchacho medio chino, oriental mezclado con
cristiano, esa gente híbrida que hay ahora, esa gente moderna y
cosmopolita. Bien vestido, eso sí, y con una media sonrisa gigante en la
cara. Me estaba saludando con la mano.
Le abrí al puerta con un poco de miedo y me pegó un abrazo. Al verlo
hacer dos gestos, el corazón me dio un salto: su cara me sonaba
conocida, pero no recordaba de dónde. Me preocupaba sin embargo
esa familiaridad, sobre todo cuando él estaba serio. En cambio cuando
se reía era más chino que nunca, y eso me parecía mejor.
Después de los saludos en el rellano se metió en casa sin pedir permiso
y se fue derecho al sofá donde estaba la Nina. Mi hija lo miraba sin
miedo: cosa extraña en ella, que es muy fifí con los recién llegados.
Suele ponerle mala cara a toda la gente nueva hasta que no le dan
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caramelos o pan. Pero al chino lo miraba feliz, como si fuera un
juguete.
—Yo a usted no llegué a conocerlo —me dice Woung apretándole los
cachetes a mi hija—, pero a Nina sí. A ella sí que la conozco, ¿cierto,
Nina?
La Nina dice que sí con la cabeza. Es el colmo.
—¿De dónde la conocés a la Nina, del fotoblog? —le pregunto con algo
de resquemor, como si de pronto supiera que no tendría que haberle
abierto la puerta a ese hombre, al menos no con mi hija dentro.
—No, de ahí no —me dice—. Nina es mi bisabuela, por parte de madre.
Me recorre un frío por la espalda. Me dan miedo los locos, desde
siempre les tengo fobia, porque nunca sé cómo hay que reaccionar ante
su desdoblamiento. Hago un esfuerzo por entender de una manera
lógica lo que ha dicho:
—¿Tu bisabuela también se llama Nina? ¿Eso me querés decir? —
pregunto, y lo miro a los ojos, pidiéndole en silencio que no diga lo que
sospecho que está a punto de decir.
Pero va y lo dice, un segundo después de que yo adivine lo que va a
decir, él sonríe y lo dice:
—Nina es mi bisabuela, Hernán. Usted es mi tatarabuelo —se sienta en
una silla, como si estuviera cansado, como si ya no importara nada
más, y remata—: y yo vengo del futuro.
En la tele sin sonido hay dibujos animados que Nina observa sin
pestañear. Todo lo demás en mi casa es silencio, y un chino loco que
me mira.
—Venís del futuro —repito despacio, sin perder la calma, poniéndome
entre el recién llegado y mi hija, midiendo la puerta, buscando con la
vista algún tramontina para defenderme del ataque inminente del
desquiciado.
—Del año 2098 —me dice—. Este es el árbol, mírelo tranquilo.
Me pasa un pedazo de papel escrito a mano, con el dibujo de un árbol
genealógico muy desprolijo, como si hubiera sido redactado durante un
viaje en tren. Lleno de líneas, flechas y círculos que omito, el papel
viene a decir algo así:
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Nina se casa con Fernando (un abogado uruguayo) y da a luz a
Marc, en 2026. Marc se casa con Dai-ki, coreana, y tienen a los
gemelos Yuan y Andreu en 2051. Yuan se casa con con un abogado
argentino y nacen Li (2070), Lucas (2072) y Woung (2075).
Del otro lado del papel hay un mapa para llegar a la Sagrada Familia, al
Parque Güell y a otros centros turísticos de Barcelona. Le devuelvo el
«árbol» y lo miro a los ojos, sin gestos. Lo estoy estudiando
lentamente.
A decir verdad, el chino no parece peligroso en un sentido físico.
Quiero decir, no parece inquieto o desesperado por matarme. Toda su
locura, por el momento, es verbal. Pero yo me he cruzado muchas
veces con locos: sé que son paulatinos, sé que su alucinación va
siempre increscendo, que nunca hay que confiar en la serenidad de sus
manos. ¿Para qué mentir? Estoy cagado de miedo. Mi hija tiene un año
y medio, hace solamente dieciocho meses que la tengo conmigo. Yo me
he cruzado con locos muchas veces, y siempre supe defenderme,
siempre supe moderar una situación con una dosis de sicología, o por
lo menos supe salir disparando a tiempo. Pero ésta es la primera vez
que estoy poniendo en peligro algo más importante que mi vida. Nina
está ahí, en el sofá, con sus ojazos inocentes. Y yo estoy cagado de
miedo.
Tiempo. Necesito hacer tiempo para saber cómo actuar, de qué modo
sacarme de encima a este chiflado.
—No me cree —me dice el chino.
—¿Debería?
—En realidad, pensé que me iba a costar menos convencerlo, una vez
que viera el árbol genealógico —me dice—... Yo leí una teoría suya, ¿se
acuerda?, en la que usted dice que los extraterrestres no existen, que
somos nosotros mismos en el futuro. Usted mismo ha escrito alguna
vez eso.
—Suelo escribir muchísimas boludeces, demasiadas.
—Pero ésta era verdad —me alienta—. Déle, ¿por qué no se sienta y se
relaja un poco? —me acerca una silla—. ¿Quiere que ponga el agua, que
tomemos unos mates?
Entonces me decido por una estrategia y actúo.
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—Podríamos hacer lo siguiente —le digo, con mucho tacto,
fingiendo mirar el reloj con naturalidad—. Yo tendría que llevar a
Nina a la guardería ahora mismo. Si querés nos encontramos en el bar
de la esquina, en media hora. Me esperás ahí y charlamos. Toda la
tarde, ¿qué te parece?
—No vas a venir —me dice, y entonces me tutea.
—¿A dónde? —me empiezan a temblar las piernas— ¿A dónde no voy a
ir?
—Al bar. Te voy a esperar una hora, dos horas, y después llega un
guarda civil y me pide los documentos. Vos estás en la casa de tus
suegros. Me mandás a la policía por teléfono porque pensás que estoy
loco, que quiero hacerte daño.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Era ésa exactamente mi idea,
exactamente ésa, punto por punto.
—No, nada que ver... ¿Qué te hace pensar así? —le pregunto.
—Ésta es la segunda vez que vengo a verte. La primera me mandaste la
policía. Yo te estaba esperando en el bar. Ahora ya aprendí, por eso te
traje el árbol, para que me creas.
—¿Es tu segunda vez? —digo, sonriendo de pánico— ¿Esto es como «El
día de la marmota»?
—Sí... Y vos sos Andy McDowell —me dice, y se ríe como un chino
feliz—. Mirá. Vamos a hacer las cosas bien. Yo no pienso hacerte nada
malo, ni a vos y ni a ella. ¿Cómo voy a hacerles algo malo si son mi
sangre? Solamente vine para charlar un rato, para conocerte.
—Estás loco, hermano, no podés pedirme que te crea —le digo.
—En un minuto, justo en un minuto, va a llamarte tu mujer al móvil —
me dice—. Preguntando si yo vine. Eso pasó la primera vez, y va a pasar
ahora de nuevo. En cincuenta segundos, exactamente. Con ese dato te
convenzo de que es cierto todo lo que digo. ¿Te convenzo con ese dato?
Treinta segundos y suena el teléfono. ¿Con eso te quedás tranquilo?
No le respondo; me muerdo el labio. ¿Tranquilo, me quedo tranquilo
con eso? Miro el móvil que está sobre la mesa. No sé qué quiero que
pase. No sé si prefiero que no suene, y saber que estoy frente a un loco
peligroso que sabe karate; o si prefiero que suene, que sea Cris la que
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llame, y entonces saber que el chino que sonríe es, realmente, mi
tataranieto que ha llegado del futuro en una nave nodriza o algo así.
No sé qué quiero.
—Veinte segundos —dice Woung—. Cuando llame tu esposa, decile que
todavía estoy acá, que estamos charlando, que soy un lector de Orsai,
que está todo bien. No la alarmes, es al pedo... Yo mientras voy a poner
el agua para unos mates —me guiña un ojo y dice:—Diez segundos y
suena. Tranqui.
Woung se levanta y se mete en la cocina. Me quedo quieto. Escucho el
agua caer como una lluvia en el fondo de la pava, el fuego que se
enciende, y su voz, la del chino, que dice muy despacio: «cinco
segundos, y cuatro, y tres...». Todo parece un sueño.
Y entonces suena mi teléfono móvil. Es Cristina: quiere saber si vino el
lector raro, si ya se fue, que cómo era, que qué quería.
—A la noche te cuento —le digo—. Estamos tomando mates acá en
casa. Más tarde te llamo, la Nina está viendo la tele. Un beso.
Cuando cuelgo, Woung saca la cabeza por la puerta de la cocina,
sonriendo con su sonrisa de chino, y me dice:
—Tomás con sacarina y un chorrito de limón, ¿no? Como toda la
familia.
—Sí, Woung —le digo—, como lo toman ustedes.
Esta historia tiene una segunda parte llamada Tarifa plana de porro y otros avances.
Actividades:
1) ¿Qué elemento de la ciencia ficción se presenta en el cuento?
2) ¿Cómo influencia este avance tecnológico en la vida de las personas del futuro?
a. ¿Y del pasado?
3) ¿Cómo reacciona el narrador ante la aparición de su pariente?
4) ¿Qué lo lleva a confiar en él?
5) Anotá todas las frases del narrador referidas a las dos culturas del visitante.
6) ¿Cómo reaccionarías ante la visita de un familiar del futuro?
a. ¿Qué debería decirte para convencerte de que es parte del árbol
genealógico?
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