Cadena Trófica Ebook
Cadena Trófica Ebook
Cadena Trófica Ebook
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Copyright © 2021 María Eugenia Aguilar
ISBN: 9798749679342
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DEDICATORIA
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ÍNDICE
CUESTIÓN DE PROPORCIONES
PLÁCIDA TARDE
CADENA TRÓFICA
TINNITUS
PISCIS
EL VUELO DEL CORMORÁN
PIPO
DUENDES
SACRIFICIO
UNA CASA EN EL BOSQUE
CARCOMA
PIEL
COMUNIDAD
FINAL CASI FELIZ
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CUESTIÓN DE PROPORCIONES
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había gustado. Apenas le habría lanzado dos o tres
patadas desde que Mónica lo había acogido y ahora
se arrepentía. Sí, debería haberlo envenenado y no
tendría que soportarlo ahí delante, mirándolo con
esa estúpida superioridad de tamaño triplicado.
Intentó mover una tabla para interponer una nueva
defensa entre su piel desnuda y las uñas malditas,
pero las fuerzas eran escasas y el resultado podía
suponer un derrumbe que lo sepultara en su propio
cobijo. Decidió esperar. Mónica no podía tardar
mucho y ella sabría qué había que hacer.
Volvió a pellizcarse por si, como había oído
de siempre, el pellizco lo despertaba del sueño. Vio
el moratón que se había hecho en el brazo con el
anterior intento de despertar. Aun así, volvió a
pellizcarse. No cabía duda, estaba despierto o
soñaba que se pellizcaba y le dolía. Pero los ojos
que seguían frente a él eran reales. No le quedó más
remedio que romper a llorar. El bicho rebuscaba
ahora con su pata tratando de abrir un camino hasta
él. Lo hacía de una manera lánguida, desganada,
como si el juego empezase a aburrirlo.
La sensibilidad acallada por la urgencia de
salvarse empezaba a rebelarse. Las ramas más
pequeñas lo arañaban y se le clavaban en la piel
desguarnecida, tenía sed y ganas de mear. No quería
descender más en su propia degradación orinando
de cualquier manera en su cubículo. Aguantó hasta
que no pudo más y llorando, sentadito como un niño
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en su orinal, dejó caer aliviado y roto un chorro
inacabable mientras Belcebú, situado en la cima del
montón de maderas, lanzaba una lluvia de hedor
inaguantable que se fue filtrando por entre las ramas
y le cubrió de un amarillento líquido pegajoso con
un olor tan penetrante que le aturdía.
Se le escapó una carcajada desesperada,
ridículo amante de la limpieza, pensando que, solo
unas horas antes, estaba tarareando feliz bajo otra
ducha que era para él todo un rito de la cultura de la
higiene. Cuando salió de la ducha y oyó el delicado
susurro de Belcebú, que tanto le molestaba, había
intentado cerrar la puerta del baño. La manija
parecía haberse movido, estaba en una posición
nueva y en décimas de segundo quedó fuera de su
alcance. Algo le estaba pasando. Los sigilosos pasos
del animal no le dieron más opción que echar a
correr hacia su única posibilidad de salvación.
Llevaba cinco años con el culo pegado a una silla,
los artículos de las leyes, las sentencias de casación,
las interpretaciones de doctrina se le salían por las
orejas, sus poderosas piernas de atleta juvenil
estaban olvidadas, sacrificadas en aras del goloso
puesto de fiscal que acababa de conseguir, pero
logró ponerse a salvo.
Las plantas de los pies le sangraban. La
huida desesperada desde la casa, por la única salida
de la que pudo disponer, lo había herido no solo en
su orgullo. A toda la velocidad que su naturaleza
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actual le permitía, había pasado al lado del felpudo
pisando un montón de arenilla que se le había
clavado como agujas en los pies desnudos. Fue
Mónica la que insistió en instalar la gatera en la
puerta de salida al jardín. Para proporcionar a
Belcebú independencia, alegó. El derecho a la
independencia de Belcebú lo había salvado. Eso y
que Belcebú en los últimos meses hubiese ganado
unos kilos que dificultaron su salida los segundos
precisos.
Se había duchado para ir a celebrar con
Mónica su nombramiento. Ahora ella estaría
saliendo del trabajo, lo habría llamado como
siempre, pero el móvil se había quedado en la casa,
en algún lugar de imposible acceso, menos aún con
Belcebú esperando cualquier despiste. No tenía más
que resistir un poco más. Aun acorralado por la
angustia, desde su llegada a la cabaña improvisada
había sido capaz de fijarse en un palo que se
mantenía en posición vertical, al que se arrimaba de
vez en cuando para comprobar si su cuerpo seguía
reduciéndose. No había más cambios. No sabía si
alegrarse o sentirse estúpido por agarrarse a la
victoria de seguir conservando la décima parte de su
tamaño. Debía alegrarse, no había crecido nada
desde su primer acercamiento al palo que utilizaba
de medida, pero tampoco había menguado más y
eso era una buena señal.
Por un momento, acurrucado y maloliente,
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su cerebro entrenado se puso en marcha. Amadeo
necesitaba entender para buscar una solución. Había
salido a pasear. Como de costumbre, se había
colado en la fábrica abandonada. Le gustaba
fisgonear, encontrar algún frasco olvidado, algún
tubo con restos sin identificar, alguna caja
herméticamente cerrada. Eran sus únicos minutos
de evasión de la realidad en los años de estudio.
Hoy había ido a despedirse. Desde su puesto de
fiscal no estaría bien levantar la valla metálica e
invadir una propiedad privada, como había estado
haciendo estos años. Se llevó un matraz como
recuerdo. Una vez fuera del recinto, al agacharse
para despejar el hueco de la valla por el que
accedía, salió de estampida un animal pequeño, no
le dio tiempo ni a ver qué era, y el movimiento
inesperado lo pilló desprevenido y el matraz acabó
hecho añicos. Su contenido se esparció en un
estallido de nube púrpura que roció su cuerpo. La
misma rabia con la que había lamentado la pérdida
del suvenir lo atormentaba ahora amargamente. La
certeza de que había sido la lluvia de polvo la que lo
había convertido en la criatura grotesca que era
ahora, o eso combinado con el agua de la ducha.
Tenía que haber sido así.
Los restos del matraz habían quedado allí.
Tendría que explicarlo en el hospital en cuanto
Mónica lo llevara. Él les explicaría el lugar exacto
donde había caído. Lo analizarían y descubrirían
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cómo devolverle a la normalidad, su apreciada
normalidad. Fantaseó con la idea de una
recuperación espontánea, dejarse caer en un sopor
repentino, despertar tras un instante y ser de nuevo
Amadeo, el joven nuevo fiscal de metro ochenta
con toda la vida por delante.
La zarpa se apoyó en su cabeza a través de
un hueco abierto entre dos ramas. Solo estaba
palpando, era un aviso. Amadeo encogió el cuello,
cayó de rodillas, dobló la espalda y se cubrió la
cabeza con las manos. No, no podía distraerse ni un
mínimo segundo, tenía que concentrar todas sus
fuerzas en vigilar los movimientos de su enemigo.
Fue entonces cuando oyó el motor del coche. Era
ella. Sin duda, era ella. Estaba salvado. Ella haría lo
necesario, lo llevaría al hospital y todo volvería a
ser como debía ser. Belcebú salió de estampida a
recibirla.
Amadeo, desnudo, meado, sangrando,
asomó por entre las ramas. El camino estaba
despejado. No tenía más que aprovechar el tiempo
que el maldito Belcebú pasaría restregándose contra
las piernas de su dueña para alcanzar un lugar
seguro en la casa, a la vista de Mónica. Prefiguró el
recorrido, se metería en la torre de los DVD, en el
salón. Desde allí gritaría hasta que Mónica lo oyera.
Belcebú, con su adorada dueña delante, no se
atrevería a romper la norma de no tocar la torre.
Respiró profundamente un par de veces y comenzó
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a correr a la velocidad máxima. Fue capaz de
recorrer la mitad de la distancia que lo separaba de
la casa antes de que Belcebú girara sobre sí mismo
y le dedicara una sonrisa que se fue abriendo hasta
mostrar los colmillos aterradores. Aguantando el
profundo dolor que le provocaba posar los pies en el
suelo, el minúsculo corazón latiendo desbocado,
alcanzó de nuevo la entrada al chamizo en el que
había pasado las últimas horas. Ya no había ni
rastro de Belcebú, pero no se atrevió a volver a
intentarlo, tenía que recuperar el aliento.
Desde su madriguera vio a Mónica. Gritó
con todas las fuerzas que le quedaban. Su voz
recorrió los diez metros que lo separaban de
Mónica, que volvió la cabeza buscando el origen de
aquel débil lamento que sonaba como un lejano
maullido de gato recién nacido; sonrió, como solía
hacer cuando se burlaba de sí misma por su
obsesión con los animales, y regaló unas carantoñas
a Belcebú mientras abría la puerta de la casa.
No podía arriesgarse a recorrer el camino a
casa mientras Belcebú estuviera dentro. Le
aguardaría al otro lado de la gatera si no asomaba
antes a darle su bienvenida. Tendría que esperar a
que Mónica saliera a dar una vuelta por el jardín.
Entonces sí le oiría. Se la imaginaba enfadada por el
estado en que habría encontrado el baño, por el
plantón. Oyó sonar su teléfono, el que había dejado
en el dormitorio. Seguro que Mónica lo estaba
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llamando, ya un poco desesperada. Sí, era ella
porque solo dejó sonar las primeras notas del
Highway to hell. Mónica odiaba profundamente
«esa absurda pasión tuya por la música heavy». En
ese momento estaría yendo en busca del teléfono y
se daría cuenta de que algo raro pasaba.
No, no podía quedarse esperando sin más.
Fue arrancando las ramas más finas de los leños.
Las partió en trozos. Se despellejó las manos, pero,
a cambio, se hizo con unas cuantas piezas con las
que iba a escribir su mensaje de socorro. Después
de darle unas cuantas vueltas, se decidió por el
clásico S.O.S. Debía componerlo cerca de la puerta
de salida. Luego dejaría unas cuantas flechas que
llevaran al montón de leña. Las flechas eran lo más
sencillo de hacer, con tres trozos de rama bastaba.
Con todas las precauciones, salió del escondite y
justo al lado colocó la primera flecha. Animado por
el resultado, avanzó un par de metros y colocó otra
flecha. Volvió a su guarida, se mantuvo alerta un
rato. La tarea, el sentirse ocupado le estaba
devolviendo la fe en sí mismo. Saldría de esta. Cada
vez estaba más seguro. Emergió otra vez de entre la
leña y construyó dos nuevas flechas cada vez más
cerca de la puerta. Solo le quedaba formar las tres
letras. Le quedaron con trazos demasiado
cuadrados, pero era suficiente para que Mónica
comprendiera el mensaje en cuanto las viera. Con
un punto de orgullo emprendió el regreso hacia su
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choza. Ni se enteró de la presencia de Belcebú que,
sorteando con exquisito cuidado las extrañas figuras
construidas con ramas que adornaban el suelo
arenoso del jardín, lo atrapó bajo la ventana de los
geranios. Estuvo jugando con él diez interminables
minutos.
Mónica estaba sentada en el sofá, haciendo
llamadas a todos sus conocidos, preguntando por
Amadeo, cuando vio entrar a Belcebú con un
sanguinolento despojo en la boca que dejó a sus
pies como obsequio. Cerró los ojos. Salió hacia la
cocina. Volvió con un cepillo y un recogedor. Con
los ojos cerrados, a palpas, fue empujando con el
cepillo el regalo hasta el recogedor. Cuando notó el
peso, levantó la vista hacia el techo y así fue
caminando hasta el cubo de basura en el que
depositó, con asco y sin dedicarle la más mínima
ojeada, la presa ofrendada por su gato. Repasó con
la fregona algunas motitas de sangre. Maldijo a
Amadeo por no estar allí cada vez que Belcebú le
traía un bicho y acarició a su gato, con cuidado de
no tocarle la boca, para agradecerle el detalle.
Volvió a la cocina, cerró la bolsa de basura
sin atreverse a lanzar ni una sola ojeada a su interior
y la llevó al cubo grande que habían instalado fuera
de la casa por idea de Amadeo, incapaz de soportar
restos de cualquier tipo dentro de la casa. A Mónica
no le molestaban los restos de comida de un día
para otro, pero no podría convivir con el cadáver de
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un ratón o murciélago o lo que fuera que hubiese
cazado su gato. Con la bolsa apenas pinzada por dos
dedos, separada lo más posible del cuerpo, apretó el
interruptor de la luz exterior. Las cuatro flechitas la
llevaron con un enfado creciente hasta la pila de
leña. Pasaron horas hasta que la rabia por el
plantón, por la broma, por el abandono dio paso al
pánico. Como por una revelación, a Mónica le vino
al pensamiento el rústico y pequeñito «S.O.S.»,
elaborado con el esmero de un perfeccionista.
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PLÁCIDA TARDE
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campestre. Yo había ido con mi amiga Irene en su
coche por hacerle un favor, por más que yo hubiese
preferido que cada una llevara el suyo, pero ella
estaba recomponiendo sus lazos con un antiguo
amor, casualmente dueño de la casa y anfitrión del
evento. Habíamos sido invitadas a una comida en el
jardín como fiesta de inauguración. El plan trazado
era ir acompañando a Irene y, según se sucedieran
los acontecimientos, debía decidir si retirarme
discretamente, pero no podía llevar mi propio coche
para no hacer pensar al ex que lo de Irene era pan
comido. Así que seguí la estrategia preconcebida y,
tras estudiar el estado de la situación, lancé la
pregunta al aire, después de contestar una falsa
llamada en el móvil. Un desconocido levantó la
mano y todo su ser para ofrecerse a llevarme de
vuelta a casa. Supuse que no podía ser mala gente si
era amigo del exnovio de mi amiga. ¿Quién le había
mandado meterse por lo que él definió como un
atajo? Cuando me negué en redondo a tener sexo
me pidió perdón por haber interpretado mal mi
empeño en querer dejar la celebración
anticipadamente y se puso a hablar de cosas
insustanciales, aunque por debajo de sus palabras se
olía un odio iracundo. Yo le dije claramente que no
me parecía buena idea continuar por el camino por
el que se había metido —más por sus expectativas
de sexo que por tratar de buscar un atajo—.
—Yo no retrocedo ni para tomar impulso,
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guapa —respondió a mi ofrecimiento de salir del
coche e ir guiándolo en la maniobra.
Cuando quiso darse cuenta de que el camino
no llevaba a ningún lado y que cada vez estaba
menos transitable era demasiado tarde. El coche se
quedó atravesado, atrapado en dos charcos de barro
espeso.
—No te muevas, que con dos maniobras lo
saco —dijo ante mi intento de salir a inspeccionar la
situación.
Siguieron los acelerones cada vez más
desesperados. La mandíbula se le crispaba hasta el
punto que me preparé para ver saltar todos sus
dientes como un espray. Soltaba blasfemias
mojadas en saliva.
Salimos, por fin, a comprobar el desastre. El
tiempo era apacible a esa primera hora de la tarde,
óptimo para que se sosegara el ambiente caldeado
del interior de su cabeza. Le ayudé a colocar unas
cuñas improvisadas con piedras. Parecía imposible
que hubiese logrado acertar con los dos únicos
charcos del camino. Uno de ellos apresaba las
ruedas traseras. Tras unos cuantos intentos de
sacarlo, el otro charquito atrapó la rueda delantera
derecha. Lo único que conseguimos fue que los
charcos se hicieran cada vez más profundos,
conforme se iban adaptando a las ruedas que
patinaban en ellos y escupían cascarrias a la
carrocería y a todo lo que se pusiera a tiro —yo, sin
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ir más lejos—.
Después del fracaso de las piedras, se alejó
mascullando maldiciones. Lo perdí de vista un
momento y busqué el móvil dentro del coche para
hacer unas fotos.
—¡Ni se te ocurra! —gritó mientras se
acercaba con unas ramas. Levanté las manos con el
teléfono como si me estuviera apuntando con un
arma—. Solo me faltaba el pitorreo de toda la peña
—añadió.
Le pedí disculpas, aunque íntimamente
consideré que en todas las guerras hay quien pelea y
quien deja constancia gráfica, pero me pareció que
no era el momento de fomentar discrepancias.
Comenzó a meter las ramas entre las ruedas
y el barrizal con patadas más furiosas a cada
fracaso. Jugándome el tipo, le dije que valorara la
posibilidad de llamar al teléfono de asistencia del
seguro.
—Que no, que tiene que salir.
—Si quieres digo que conducía yo —me
ofrecí en un arranque de generosidad que acrecentó
su humillación.
Llamó a su seguro. Al poco sonó su móvil.
Con los nervios, pulsó el altavoz. La llamada era del
taller que debía mandar a alguien a rescatarnos. Con
muy buenas palabras decían que si el camino estaba
intransitable, la grúa se daría media vuelta y nos
tendríamos que ocupar de buscar un tractor que
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tirara del vehículo. Veía una vena de su cuello
engrosarse tanto que contesté por él. «El coche ha
caído en los dos únicos charcos del camino», le dije,
«así que la grúa no va a tener problemas». «Ah,
claro, que conducía usted», aventuró el tipo. No me
molesté en desdecirle para no complicar la
situación. «Usted mande la grúa, por favor. Lo antes
posible. Muchas gracias».
Aproveché la espera para dar un paseo por
los alrededores. El camino conducía hasta el río. El
lugar era bastante bucólico, se atisbaba a lo lejos la
hilera de árboles paralelos al cauce, se oían los
cantos de los pájaros que debían de ser variados,
porque cada uno cantaba una melodía distinta en
una especie de batiburrillo de gorgoritos. También
comprobé que si hubiésemos conseguido pasar de
los dos charcos, habríamos caído en otra trampa
peor, debido a que el camino se estrechaba hasta
convertirse en una senda para ir en fila de a uno, sin
ninguna posibilidad de maniobra. El conductor se
quedó un poco de morros pegado al coche. Cuando
vi acercarse el camión de la grúa, me apresuré para
asistir a la maniobra de salvamento. La simpatía de
su conductor chocó con la brusquedad del
siniestrado, al que noté aún más ofendido. Y
también lo irritó la pericia que mostró al decidir
recorrer marcha atrás todo el camino de tierra,
incluidas sus curvas, hasta donde se encontraba
nuestro coche, una vez que calculó que la estrechura
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del camino no daba para maniobrar con un camión.
Que esperara al ralentí al principio del camino,
después de rescatar el coche de la trampa, para
asegurarse de que no íbamos a necesitar su ayuda de
nuevo, acabó de desquiciarlo.
—Se irá directo a contarlo, el cabrón —
dictaminó él en cuanto desapareció el camión de
nuestra vista.
—No creo que seas el primero que se queda
atascado, hombre. Además acuérdate que he dicho
que era yo la que conducía.
—Acuérdate tú que al rubio teñido ese de la
grúa le has explicado entre risas lo que ha pasado.
No se te ha olvidado ni un detalle.
La verdad es que el chico estaba muy bien,
con la parte superior del mono atada por las mangas
a la cintura lo que permitía disfrutar del espectáculo
de una camiseta adherida como un pulpo codicioso
a cada centímetro de su anatomía. Puede que
hubiese hablado de más pero quizá yo llevara
también mi porción de nerviosismo acumulado.
Le pedí que parase antes de entrar en la
autovía para poner un poco de orden en mi
indumentaria. Con un palo traté de sacar el barro
incrustado entre los surcos de las deportivas. Con
un trapo que me prestó froté las salpicaduras de
barro y solo conseguí ponerlas peor. Fue entonces
cuando él llamó mi atención para que me fijara.
—Mira qué casa tan chula.
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Se trataba de una casa en ruinas, que de
chula no tenía nada.
—Es una casa como cualquier otra que
además está en ruinas.
—Qué mujer, ¿no te gusta un poco de
aventura?, no veas las cosas que puedes encontrar
en estas casas viejas.
Por supuesto, me miró con una cara de «no
tienes ni idea, mujercita de ciudad».
—Me hago una idea de lo que puedo
encontrar ahí —dije sin ahorrar un gesto de
repugnancia.
—¿Tienes mucha prisa? —preguntó con un
intento de resultar gracioso que me molestó.
—Hombre, tú dirás, no sé si recuerdas que
nos hemos venido nada más terminar de comer
porque teníamos cosas que hacer. Al menos yo, sí.
—Será un momento. ¿Verdad que me vas a
dejar que eche un vistazo?
Sin esperar mi respuesta, comenzó a
caminar entre hierbajos hasta la casa.
—Evidentemente, te voy a dejar —murmuré
para mí.
—No te preocupes que más de lo que me he
manchado no me puedo manchar, que estoy perdido
de barro.
Me hizo gracia que me supusiese
preocupada por las manchas de su ropa. Lo vi como
un niño enrabietado que se ahoga en su propia
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rabieta, quería hacer olvidar el pasado reciente con
otra excentricidad. Lo seguí con la mirada. Estaba
claro que quería mejorar su imagen deteriorada por
el asunto del coche, porque trepó por el único tramo
de la tapia de adobe que se mantenía en pie con
ademanes de gran aventurero, en vez de salvarla
unos metros más allá y atravesarla por un lugar en
el que la tapia estaba desintegrada y los ladrillos se
desparramaban entre las hierbas.
—Venga, cobardica, atrévete a subir, no ves
que no pasa nada –gritó desde la cumbre sentado a
horcajadas sobre la tapia.
Una especie de hastío se apoderó de mí. El
tipo parecía elegir siempre la senda más complicada
para hacer cualquier cosa. Caminé por entre los
ladrillos y pasé al otro lado de la tapia sin más
adornos gimnásticos. Él saltó hasta el suelo, se
acercó a mí, sacudió los pantalones con un gesto
exagerado, me lanzó una mirada retadora y
comenzó a caminar hacia la casa. Yo tenía fresco el
recuerdo de haberme llenado de bichos un día que
en mi adolescencia me había colado con la pandilla
en un lugar parecido al que mi compañero de viaje
se disponía a asaltar, así que me quedé sentada en el
tocón de un árbol, recopilando todas las cosas que le
iba a echar en cara a mi amiga Irene en cuanto
tuviera oportunidad —no quise llamarla por si
interrumpía la reconciliación—.
—Oye —le grité—, ¿cómo te llamas?
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Debió de pensarse que, por fin, me había
cautivado. Ni se imaginaba que todo mi interés era
poder preguntar a Irene —que no me había visto
marchar— si sabía algo de él.
—Me llamo Javier —dijo acercándose con
una sonrisa llena de intención.
—No, no —dije—, sigue con tus cosas, no
te distraigas, que era pura curiosidad.
Aleteé las manos como espantándole de mi
lado, se le borró la sonrisita y dio media vuelta.
Javier se ayudaba de un palo que cogió del suelo
para despejar el camino hacia la entrada en la casa
entre cardos, ortigas y hierbajos varios, cual
explorador en una intrincada selva. Con el mismo
palo golpeó en un canalón que no se le cayó encima
por puro milagro. Y entonces lo descubrió.
—Ven, que seguro que esto no lo has visto
nunca.
—Prefiero quedarme aquí y tú ándate con
cuidado que nunca se sabe lo que te puedes
encontrar.
—Ven, mujer, que no te voy a comer.
Desde donde me encontraba, me pareció que
lo que estaba señalando con el palo era un avispero.
Lo tocó, lo recorrió con el palo, lo golpeó un par de
veces. Corrí hacia el coche, lo vi venir rodeado por
demasiadas avispas como para dejarlo entrar, pulsé
el botón de cierre centralizado, intentó abrir un par
de puertas, yo cerré los ojos y me tapé los oídos con
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las manos. Cuando sentí que la tarde volvía a su
placidez, recogí mi bolso, cerré el coche, dejé caer
la llave al suelo y, sin mirar a ningún lado que
pudiera perturbarme, caminé hacia la autovía. Ya
había tenido bastante. Llamé a una amiga, le mandé
la ubicación para que me recogiera en la entrada a la
autovía y me dediqué a tratar de olvidar la tarde que
me había hecho pasar mi amigo Javier.
Y en mi ratito para el café, en el que suelo
aprovechar para leer las noticias en el único bar por
los alrededores de mi trabajo en el que siguen
comprando periódicos de papel, me he encontrado
la noticia, la muerte de un tipo, con las iniciales
J.C.R. por múltiples picotazos de avispas que lo
atacaron en una casa abandonada. He cerrado el
periódico y he apurado el café, por cierto, muy
bueno.
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CADENA TRÓFICA
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hinchazón de los párpados. Tenedor y cuchillo los
tenía tan agarrados que parecían haber pasado a
formar parte de su cuerpo.
—Esto está de vicio, Javierito —la voz de
Enrique se alzó desde la boca llena hacia la barra
del bar.
Javier no lo escuchó. A la hora de la comida,
las seis mesas que cabían en el local estaban
ocupadas. El cruce de conversaciones unido a una
tele parlante, a la que nadie hacía el más mínimo
caso, se interpuso. Su barucho de barrio, a un paso
del polígono industrial, tenía fama. Mucha gente del
centro se acercaba hasta allí para comer los platos
simples y deliciosos que salían de sus manos,
aunque fuera sobre manteles de papel y en vajilla de
oferta. Además, en ese preciso momento, Javier se
ocupaba de otra cosa: acababa de ver una polilla.
Llevaba días investigando de dónde salían las
malditas polillas que revoloteaban de vez en cuando
por entre las botellas del expositor. Tenía que pedir
a su mujer que le buscara en el ordenador cómo
acabar con ellas. Como le gustaba decir, ella se
manejaba en las redes. No eran muchas, veía a lo
sumo dos cada día, pero un bar no podía permitirse
el lujo de tener polillas saliendo de no se sabía
dónde.
Disimuladamente lanzó a la polilla un
zurriagazo con la bayeta mojada. Erró el golpe.
Frustrado y con la preocupación de que alguien
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hubiese asistido a esa pérdida de papeles, revisó su
imagen en el espejo que tenía a su espalda.
Mantenerse impecable era uno de los mandamientos
que regían su comportamiento profesional. Llevaba
veinte años vistiendo camisa blanca inmaculada y
discreto pantalón negro, indumentaria que
combinaba con cabello perfectamente engominado,
para evitar cualquier rebelión, y uñas siempre
limpias y cortadas al límite. Volvió la mirada hacia
la clientela y le hizo recuperar la sonrisa ver al
tragador de Enrique disfrutando del solomillo. «A
ese le dan lo mismo las polillas», pensó. Salió de la
barra y se acercó a la mesa. Enrique era uno de sus
clientes fijos.
—¿Está en su punto? —preguntó Javier para
que le regalaran los oídos, porque sabía de sobra la
respuesta.
A las tres y diez, Javier abrió el bote de
canela para espolvorearla sobre el arroz con leche
que Enrique había pedido de postre. No podía
creerlo. ¿Había salido una polilla del bote? No
podía ser, sería una miga de algo, que llevaría él
pegada a la mano o a la manga y que habría salido
volando al hacer el esfuerzo de despegar la tapa.
—No sé qué le has echado al arroz con leche
hoy. Sabe distinto. Sabe mejor. Como más
sustancioso.
Javier se comió sus sospechas. Pero cuando
vio a Enrique levantar su corpachón y encaminarse
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con las carnes bamboleantes hacia la puerta de
salida, se aseguró a sí mismo que, en el peor de los
casos, poco mal le podían hacer a Enrique unos
huevecillos de polilla.
La alarma vino más tarde, mientras Enrique,
en casa, dormía una siesta de las suyas, larga y
profunda, amenizada con ronquidos que hacían
retemblar el tejido adiposo tan abundante en su
tórax. El bar estaba vacío salvo por un cliente no
habitual. Javier lo había clasificado entre vendedor
de pisos en precario de alguna inmobiliaria o
desempleado que acudía a una entrevista de trabajo.
Lo delataba la indumentaria formal que llevaba a
disgusto, como si no fuera la suya propia,
estirándose las mangas de la camisa que se le
debían de retorcer por dentro de la americana, y la
forma en que no sabía qué hacer con la cartera de
polipiel desgastada por las cantoneras que colocaba,
a ratos sobre sus rodillas, a ratos sobre un taburete.
Javier depositó en la barra, delante del cliente, un
café con leche con su punto de espuma cremosa.
Eran las cinco y cuarto.
—¡Eh! —gritó tras rasgar el sobrecito de
azúcar— ¿qué demonios ha salido de aquí?
—¿Tiene algún problema, señor?
—Joder —exclamó el tipo, no tanto
indignado como sorprendido— que ha salido algo
volando del puto sobre.
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—Le puedo preparar otro café, si usted
quiere —sugirió Javier, aplicando otro de sus
principios profesionales: mantener la calma y la
educación en todo momento.
Repuesto de la primera impresión,
mostrándose ligeramente avergonzado de haber
llamado la atención por algo que seguramente se
había imaginado, Julián rechazó la oferta, vació el
sobre sobre el cremoso café con leche, que en
ningún caso se le había pasado por la cabeza
desdeñar, se lo bebió y dejó una pequeña propina
como desagravio por la escena que había
protagonizado. Una discusión era lo último que
necesitaba antes de intentar convencer a
Ultracongelados Mirán de que él era el trabajador
que buscaban.
Julián se arrepintió de no haber pedido
información en el bar. Le tocó dar un par de vueltas
por las calles desangeladas del polígono. No se veía
a nadie a quien preguntar y el móvil le señalaba
como destino un lugar al que no había forma de
acceder, un callejón sin salida. Tomando como guía
su propia intuición y dejando de lado las
instrucciones que le llegaban a través de la
aplicación del móvil, rodeó una manzana de naves
de ladrillo y hormigón sin ningún indicio de
actividad y, al volver la esquina, encontró lo que
buscaba. Era más pequeño y más nuevo de lo que
había imaginado, la piedra blanca, el aluminio y el
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cristal que resaltaban en su construcción transmitían
una impresión de limpieza que le llegó como un
buen augurio.
Tomó aire antes de empujar la puerta. Eran
las seis menos diez. La puerta no se abrió. Tuvo que
apretar el timbre. Salió a recibirle un señor
sonriente y calvo que le pareció insignificante hasta
que se presentó como gerente. Se respiraba un
ambiente de limpieza, de asepsia. Hacía frío.
Llegaba un rumor de actividad, de movimiento,
aunque no vio a ningún trabajador en el trayecto por
el pasillo que conducía a la oficina, blanca y
desinfectada como todo el recinto. En ese ambiente
higienizado, lo que sucedió le pilló por sorpresa y
no pudo reprimir el aspaviento. Julián no estaba
preparado para ver revoloteando —sin ninguna
posibilidad de duda— una polilla enorme, con sus
alas parduzcas, su aspecto polvoriento. En uno de
sus vuelos rasantes, le rozó a Julián la cabeza.
—¿No tendrá usted ornitofobia? —preguntó
el gerente visiblemente contrariado.
No era buen momento para mostrar
conocimientos sobre la etimología de la palabra
que, con tanta suficiencia, había pronunciado la
persona de la que dependía que su vida se
encaminara por la senda de las tres comidas diarias.
No lo era tampoco para confesar su pánico a
cualquier animal que volara, no solo a las aves.
—No, no señor, es que creí que era una
31
avispa. Lo siento.
—No sé por dónde se habrá colado, no
debería estar aquí —dijo el gerente de
Ultracongelados Mirán a modo de disculpa—, pero
seguro que acabará chamuscada en un momento. Ya
sabe cómo les gusta pegarse a la luz —añadió más
relajado.
A las seis y media, la hora en que Julián,
feliz y esperanzado, firmaba el contrato para
empezar a trabajar esa misma jornada, en el turno
de noche, Enrique jadeaba dormido sobre los
cojines vencidos de su sofá, sufriendo una extraña
pesadilla en la que viajaba, a través de un laberinto
de pequeñas habitaciones en un hotel sucio y
destartalado, buscando desesperadamente algo que
no llegaba a saber qué era, sintiéndose perseguido
en todo momento por un enemigo desconocido.
A las siete de la tarde, Julián recorría las
instalaciones acompañado del gerente, que se
frotaba una y otra vez las manos, como reforzando
las explicaciones de las tareas básicas que le
encomendaba a su nuevo trabajador. Salieron juntos
del edificio y enseguida el gerente presionó el
mando a distancia. A Julián le pareció de un
exhibicionismo cruel y más cuando un momento
después le saludó desde el cochazo al pasar por su
lado. El turno comenzaba a las diez de la noche. No
tenía dónde ir. Las últimas monedas las había
gastado en el café y la propina que se había sentido
32
obligado a dejar, lo que quería decir que la vuelta a
casa tendría que hacerla a pie y sin previo desayuno.
No le atraía dar vueltas por los desabridos
alrededores del edificio, además tenía una rara
sensación, un malestar que no era capaz de situar en
un lugar determinado de su anatomía y que achacó a
la necesidad imperiosa de que, por una vez, todo le
saliera bien. Se tragó su orgullo, volvió sobre sus
pasos, llamó de nuevo al timbre y explicó su
situación. Sus nuevos compañeros le invitaron a un
café de máquina y a un bocadillo, le prestaron algo
de dinero y, por primera vez en muchos meses,
Julián encontró sentido a su vida.
A las diez Julián se quedó solo. A esa hora
la iluminación estaba programada para bajar en
intensidad, la justa para la vigilancia de las distintas
áreas, vacías de otra actividad laboral. El sueño le
atosigaba. Paseaba por la fábrica desierta sin más
objetivo que mantenerse despierto en su primera
jornada de trabajo tras demasiados meses de
búsqueda. A esa hora Enrique seguía tumbado en su
sofá de cojines hundidos. Ya no dormía. No había
llegado a despertar de la siesta. Todo había acabado
con un estallido. Su pesadilla y él. Algunas
acertaron a salir por la boca, por la nariz, por cada
uno de los orificios que encontraron en su búsqueda
alocada del aire libre. Otras, urgidas por la
necesidad imperiosa de dejar de ser larvas, reunidas
en enjambre, optaron por empujar cada pared con la
33
que se tropezaban hasta lograr abrir con sus voraces
mandíbulas un mínimo agujero por el que escapar
convertidas en adultas.
A medianoche, después de dos horas de
estricta guardia, Julián se apoyó en uno de los
bancos corridos del vestuario —ahí no había cámara
de vigilancia—, y se dejó caer en un duermevela
involuntario. Notó sobre su brazo un leve escozor,
la presencia de algo extraño. Aún adormilado, sin
atreverse a mirar, se golpeó con la mano contraria,
fuerte, muy fuerte, una y otra vez, tratando de matar
la polilla enorme que se imaginaba posada en él con
sus patas asquerosas, mirándolo con sus ojos
descomunales. Le dolía el brazo. Le dolía la mano.
Hasta que recordó la quemadura que se había hecho
el día anterior. La sartén puesta al fuego con aceite
en la que habían quedado unas gotas de agua.
Levantó la vista para cerciorarse de nuevo de que
no había cámaras de vigilancia. Buenas risas se
habrían podido echar a cuenta suya si se hubiese
grabado la escena.
A esa misma hora, la mujer de Javier
preparaba mecánicamente la mezcla de hierbas —
valeriana, manzanilla, té verde, jengibre y regaliz
que hacía ella misma y guardaba en un precioso
tarro de lata decorado con flores—, para la infusión
de antes de irse a la cama. No quitaba la vista de su
marido. No podía esconder la repugnancia que le
causaban las noticias que le estaba relatando sobre
34
los bichos instalados en el bar, le recriminó que
hubiese elegido el momento de la cena para «hablar
de esas cochinadas». No vio el aleteo de la polilla
que salió del tarro.
—Tíralo todo. O pon trampas. Mañana las
busco en el súper.
—No puedo tirarlo todo. Es muchísimo
dinero. Es imposible. Y las trampas… No sé, si es
que han salido de sitios herméticamente cerrados.
¿No te digo que una ha salido de un sobre de
azúcar?, que yo no dije nada, pero lo vi
clarísimamente.
—Pues te compro trampas y alguna caerá.
Total, tampoco creo yo que sea para tanto. Si fueran
sus primas hermanas, te harías famoso y para bien.
Fíjate: el bar de las mariposas.
A las siete, a esas primeras horas de la
mañana en que el sol iluminó tenuemente el sofá
donde durmió su última siesta, Enrique se había
convertido en un pellejo vacío. El gran festín había
durado toda la noche. En una imparable orgía
reproductiva, entraban y salían del cuerpo generoso.
El jersey de lana que llevaba puesto, los pantalones,
la ropa interior yacían como guiñapos,
menospreciados por las polillas codiciosas de carne.
A esa misma hora, el trabajador del turno de
mañana encontró lo que quedaba de Julián.
Refunfuñaba porque el nuevo no hubiese tenido la
decencia de esperar a que él apareciera para hacer el
35
cambio. Recogió un uniforme de trabajo
completamente agujereado que descansaba sobre el
banco del vestuario. Lo observó desconcertado y lo
tiró a la papelera. Las reservas alimenticias que
Julián había podido aportar no fueron suficientes
para nutrir a sus huéspedes, que se vieron obligados
a rebañar el algodón como postre antes de que una
avanzadilla diera con la forma de introducirse en los
alimentos congelados. Se habían ganado una buena
siesta a temperatura bajo cero. Reposarían allí el
tiempo que fuera necesario hasta despertar en un
nuevo cuerpo fresco, carnoso, vivo.
El despertador sonó a las siete de la mañana
en casa de Javier. Sobre las mesillas reposaban las
infusiones que habían olvidado tomar. Era una
alegría tener al lado una mujer capaz de ver siempre
el lado positivo de cualquier acontecimiento. «El
bar de las mariposas», recordó Javier sonriendo
mientras rebuscaba las zapatillas con los pies.
.
36
TINNITUS
37
fuera.
Los chirridos comenzaron en el baño por la
mañana, mientras se secaba tras la ducha. Un
silbido al principio débil, apagado, al que se fueron
añadiendo otros bisbiseos, otros leves chasquidos,
como si se fueran sumando los músicos de una
orquesta a la nota de afinación. Pensó en algún
vecino haciendo trabajos de bricolaje. Él mismo se
fijaba ahora en detalles de la casa en los que no
había reparado en los cinco años que llevaban allí.
La inacción daba para eso y más. Pero el sonido,
una vez que le prestó más atención, no le pareció
mecánico. Tenía una vibración, una palpitación que
solo algo vivo produciría.
Con curiosidad y una pizca de inquietud,
revisó cualquier rincón del baño, cualquier agujero
entre los azulejos. Descubrió una rendija en el
suelo, por la parte de atrás del inodoro. «Pues hoy
ya tienes algo que hacer», dijo en voz alta. Desde
que lo despidieron del trabajo, desde que las salidas
al exterior y sus contactos con la gente se habían
reducido a casi la nada, se había sorprendido a sí
mismo hablando solo. Al principio le hizo gracia,
luego le pareció tan de loco que se prometió, en
silencio, no volver a hacerlo. Hasta que aceptó que
no podía ni quería evitarlo. Había días que hablaba
más consigo mismo que con Sara, que llegaba casi
siempre agotada del trabajo en el hospital. Salió a
comprar un tubo de silicona con la satisfacción del
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que tiene un objetivo claro y preciso en la vida,
aunque no fuera más que por un rato. Últimamente
se había propuesto no pedir mucho más que alguna
pequeña recompensa que le mantuviera la ilusión de
que merecía la pena vivir, la esperanza en que todo
cambiaría a mejor. Rellenó el hueco con la silicona.
El resultado era estéticamente dudoso, pero, al
menos, estaba sellado.
Y el ruido cesó. Pero a media película había
vuelto. Apoltronado en el sofá, con los pies
huesudos de Sara entre las manos, disfrutando con
la placidez de ella por efecto del masaje, lo último
que quería era estropear el momento, pero un
murmullo ajeno a la película estaba comenzando.
—Fer, cariño, esta es una mala época para
todos. Mañana te traeré algún relajante para que te
ayude a controlar ese zumbido de oídos.
Sara se incorporó en el sofá y con sus manos
sedosas y cálidas guio la cabeza de Fernando a su
regazo. Le acarició la cara, el cuero cabelludo, le
revolvió el pelo. Sara le convenció de que todo iría
bien. Los acontecimientos del último mes, la
decepción del despido del primer trabajo decente
que conseguía, el confinamiento solo roto para ir a
comprar era lo que le provocaba la tortura con
nombre de chiste: tinnitus, bonito nombre para un
suplicio.
—¿Se me quitará?
—Pues claro, bobo. Mañana te pido una cita
39
con el otorrino y chimpún.
Con Sara a su lado la suerte la tenía siempre
de cara. Le hubiese gustado estar dentro de Sara
eternamente. Le hubiera gustado mantenerse toda la
noche en el limbo del sexo, ese lugar donde todo
desaparece salvo la excitación, el deseo, el placer.
Le hubiera gustado despertar a Sara, no dejar que se
durmiera con la calma con la que ella dormía, tan
expuesta, tan desarmada. La contempló a la tenue
luz que se colaba entre las rendijas de la persiana.
No provenía de la farola de la calle. El noveno piso
quedaba fuera del alcance de su foco. Debía de
haber luna llena. Se levantó a beber un poco de
agua y, de paso, echar una ojeada desde la ventana
del salón. Le fascinaba desde niño ver la luna
redonda como un botón nacarado brillando en la
noche.
Al entrar en la cocina lo volvió a oír. El
rumor de suaves chasquidos. «Está dentro de tu
oído, está dentro de tu oído», repitió en voz alta,
tratando de convencerse de ello, por más que no lo
creyera. Con el pie descalzo pisó algo. Notó la débil
resistencia primero y el crujido de ese algo
desbaratándose bajo el peso del aplastamiento.
Encendió la luz de la cocina. El cuerpo estrujado
yacía en medio del suelo blanquísimo como un
adorno de azabache. Se tragó el asco y arrancó del
rollo de papel de cocina un trozo con el que se frotó
compulsivamente la planta del pie y recogió
40
después el cadáver de la cucaracha. Al levantar la
tapa del cubo de la basura le pareció oír redoblado
el zumbido, el maldito tinnitus insoportable. Pasó
por el baño con intención de lavarse el pie causante
de la muerte del bicho. El clic del interruptor
funcionó como la batuta del director de orquesta.
Fernando asistió mudo a los siseos de siete u ocho
cucarachas que desaparecieron de su vista sin darle
tiempo a reaccionar. Le entraron ganas de despertar
a Sara, de enseñarle la cucaracha muerta, de
demostrarle que no eran invenciones suyas. No lo
hizo. Se vistió, se calzó y comenzó a investigar por
dónde salían las malditas cucarachas. Se imaginaba
a sí mismo a la mañana siguiente diciéndoselo a
Sara: «No necesito relajantes, necesitamos trampas
para cucarachas».
La silicona de detrás del inodoro estaba
removida. Rebuscó entre los productos de limpieza
más venenosos e introdujo por la rendija, otra vez
abierta, un generoso chorro de lejía, otro de
amoniaco y otro de limpiacristales. «Disfrutad del
cóctel», dijo con una sonrisa cruel. Volvió a
extender la silicona, esta vez sin preocuparse del
resultado estético. Cerró la puerta del baño, colocó
una toalla enrollada por la parte de fuera a modo de
burlete y se dirigió a la cama con la satisfacción del
deber cumplido. Al pasar por el salón le paralizó el
grito. Un grito angustioso, mortecino. Venía de la
escalera.
41
—¿Qué pasa, Fer? ¿Estás bien? —la voz
adormecida de Sara le obligó a reaccionar.
—Sí, no te preocupes. Sigue durmiendo que
voy a enterarme de qué ha pasado.
Fernando pegó el ojo a la mirilla. No
estaban los tiempos para abrir la puerta sin más. La
luz de la escalera estaba apagada y la ventana daba
al patio interior del que poca iluminación se podía
esperar. Permaneció con la oreja pegada a la puerta
por si oía algo más. Apenas tenía relación con los
vecinos, salvo con los de las otras dos viviendas de
su planta, pero podía asegurar que era una
comunidad tranquila en la que cada cual se ocupaba
de su vida sin meterse en la de los demás. Se
imaginó a sus dos vecinos de planta pegados a la
puerta como él, sin atreverse a salir al rellano y
sintió vergüenza por ellos y por sí mismo. Abrió lo
justo para que el detector de movimiento se activara
y volvió a cerrar. No se veía ni se oía nada fuera de
lo normal. Decidió quedarse observando hasta que
la luz del rellano se apagara de nuevo. Y en esa
espera desencantada, aburrida, por respeto a la
desazón que inicialmente le había producido el grito
que ahora ya le parecía una minucia, antes de que
volviera la oscuridad al rellano, entrevió un insólito
movimiento, una extraña transformación de los
últimos peldaños de la escalera, los que alcanzaba a
ver. Fue un instante, pero tenía la total certeza de
que el color arena de los peldaños se había cubierto
42
de negro. Se empeñó en creer que habría sido el
raro efecto de una sombra, pero no se atrevió a abrir
de nuevo para comprobarlo. De vuelta a la cama,
volvió a escuchar un tímido rechinamiento
procedente del baño. Cerró la puerta del dormitorio
sintiéndose un poco ridículo y más cuando colocó la
alfombra enrollada tapando cualquier fisura entre la
puerta y el piso. Se tendió en la cama convencido de
que no dormiría esperando que la luz del día
espantara los fantasmas que le estaban paseando por
la cabeza. Un grito apagado llegó otra vez desde la
lejanía de la escalera. No se movió. No quería
moverse. Y al cabo de unos minutos sonó el timbre.
No el del telefonillo del portal. No, era el timbre de
arriba.
—¿Han llamado a la puerta? —preguntó
Sara dormida y sobresaltada.
—Sí —contestó Fernando sombrío.
—¿Qué hora es? —dijo Sara mientras
trataba de enfocar los ojos aturdidos al reloj de
pulsera.
Fernando se levantó de la cama movido por
una oscura intuición.
—Voy a ver quién es.
Sara se despojó de los tapones de los oídos.
—Espera, Fer. ¿No oyes un ruido raro?
—¿Raro? —La carcajada histérica,
desesperada de Fernando la asustó—. Es lo que
llevo escuchando todo el día. El puto tinnitus. Te lo
43
he contagiado.
Sara le miró desconcertada.
—Fer, ¿qué te pasa?
—He ido a la cocina y he pisado una
cucaracha.
—Uf, qué asco, tío —dijo Sara, sin esconder
una sonrisa condescendiente—. Debe de haber
plaga, porque hoy al coger el coche he visto un par
de ellas en el garaje.
—Pero es que en el baño había lo menos
diez.
—Habrán venido al entierro de la de la
cocina.
A Sara se le heló la sonrisa burlona.
Fernando estaba afectado, a punto de perder el
control de la situación. No le gustaba verlo así.
—Bueno, mañana compramos trampas.
¿Vamos a ver quién ha llamado o nos hacemos los
suecos?
Saltó de la cama con una pirueta casi
cómica. Tras una ojeada atónita a la alfombra
enrollada, su cuerpo se tensó, incapaz de desactivar
por más tiempo lo que veía en Fernando, incapaz de
neutralizar con sus bobadas el incomprensible
desasosiego que lo envolvía. Un timbrazo largo,
impaciente los estremeció.
—Habrá que ir a ver —murmuró Fernando,
abatido por una corazonada fatídica.
Sara le acompañó a la puerta de entrada.
44
Todo estaba en un espeso silencio.
—¿Hay alguien? —preguntó Sara con
desconfianza—. No se te ocurra abrir —añadió
dirigiéndose a Fernando que con un gesto de
aceptación fatalista, de rendición a lo que tuviera
que venir, estaba a punto de girar la cerradura.
Sara trató de impedírselo y, a pesar de
acabar con algún rasguño, su mano venció a la
mano nerviosa de Fernando. Volvieron a la cama
sin mirarse, sin hablarse, sin entenderse.
Permanecieron así, tendidos, con la mirada perdida
en el techo, sin atreverse a apagar la luz. Sara alargó
la mano luchadora buscando la mano de Fernando
para firmar la paz. Aceptaron como natural el
sonido que venía de algún sitio cercano, los
delicados silbidos, los chirridos más vigorosos.
Siguieron de la mano cuando una fuerza invisible
comenzó a empujar la alfombra enrollada a modo
de burlete. Fernando contempló el prodigio
extasiado, incapaz de reaccionar. Cuando el
enjambre inacabable cubrió el suelo de la
habitación, cuando los más arrojados cazadores
treparon hasta la cama y enseñaron el camino que
los demás debían seguir para alcanzar la presa, el
ruido se hizo tan intenso que apenas se oyeron los
gritos apagados, mortecinos.
45
PISCIS
46
en la que amarraba el cabello, canoso desde
siempre. Con la misma falta de gracia se encargaba
de cortar el pelo al padre y al hijo. Lucio nunca se
atrevió a esperar un regalo. Ni siquiera sabía el
significado de esa palabra hasta que pasó lo de
Regalo.
—Vaya, el niño nos ha salido caprichoso,
quiere un regalo —comunicó la madre al padre, con
la voz de falsete que le salía cada vez que un
disgusto de «vais a acabar conmigo» la embargaba.
Fue la tarde que, después de merendar un
par de mandarinas tocadas, Lucio le susurró al oído
lo que quería. En casa se ahorraba hasta en palabras.
Le costó acercarse a su madre que reposaba sentada
en su butaca favorita, la que rescató de la basura en
uno de los recorridos que acostumbraban a hacer de
noche entre los contenedores de las «calles de
ricos».
—No quiero un regalo. Quiero un pez. Es
que soy piscis, mamá —expuso al amparo de la
lógica más aplastante con su media lengua de tres
años.
Se ganó un bofetón.
—La culpa es de tu hermana —sentenció la
madre señalando con un dedo acusador hacia el
padre.
La tía Cuca era hermana del padre. Aparecía
por la casa muy de vez en cuando con sus ropas de
colores chillones, sus peinados estrafalarios y sus
47
perfumes orientales. Nunca era bien recibida, pero
ella no parecía darle importancia a ese hecho. Para
Lucio las visitas de la tía Cuca suponían oler a algo
diferente a la lejía, a la que su madre era muy
adicta. La tía Cuca lo estrujaba, lo achuchaba a cada
momento bajo la mirada ácida de su padre que, en
cuanto cerraba la puerta tras despedir a su hermana,
lo mandaba a darse una ducha rápida. No habría
necesitado añadir nunca el adjetivo en una casa en
que el agua caliente se usaba solo en las grandes
ocasiones. «Quítate el olor a vagabunda, que dan
ganas de vomitar». La tía Cuca era gran lectora de
horóscopos semanales, partidaria de esoterismos,
echadora de cartas aficionada y cleptómana.
—Eres piscis, Lucito —le había anunciado
en su última visita.
Añadió al anuncio su característico guiño de
ojo, con lo que se le llenaba de arrugas el lado
derecho de la cara, un floreo de manos que
convertían las uñas multicolores en mariposas, y
una explicación somera de lo que el hecho
trascendental de ser piscis implicaba. Lucio no
entendió nada de lo que era un signo del zodiaco,
tampoco de lo que su tía Cuca definió como «notas
predominantes de su personalidad»: espiritualidad,
imaginación y nostalgia. Lo único que sacó en
limpio de las palabras ampulosas y fascinantes de su
tía, acostumbrada a aderezar con muchos epítetos
sus predicciones como si las vendiera a peso, fue
48
que él era algo relacionado con los peces y que por
eso tenía que vivir entre ellos.
La pataleta que siguió a la férrea negativa de
la madre y al bofetón poco tuvo que ver con la
espiritualidad, la imaginación o la nostalgia, pero
fue suficiente para conseguir a Regalo. Porque a los
pocos días, la tía Cuca, en vez de amilanarse por la
reprimenda que recibió de su hermano mayor, se
presentó con una caja que guardaba una esfera de
cristal abierta en la parte superior, distraída con
profesional habilidad de un centro comercial de
renombre.
—Vamos a llenarla de agua, Lucito, que se
le vaya el olor a cloro para cuando llegue tu regalo
—alentó la tía Cuca al niño bajo las miradas
reprobatorias de padre y madre.
Al día siguiente, llegó Regalo flotando en el
agua que medio llenaba una bolsita de plástico,
apenas sin espacio para moverse. La ceremonia fue
seguida por Lucio con el corazón acelerado. Así que
eso era un pez. Escurridizo y torpe fuera del agua.
Pero Lucio descubrió, cuando la tía Cuca lo
introdujo dentro de la pecera, que un pez en el agua
era orgulloso, rítmico, perfecto. Lucio juntaba su
ojo a la pecera para mantenerlo abierto
permanentemente como el del pez y Regalo se
pegaba a él por el otro lado del cristal. Se deslizaba
agitando su cola y sus aletas como tules de espuma
roja y negra. Con Regalo podía hablar de lo que
49
quisiera, siempre en voz muy baja para que no le
oyeran. Lucio sentía que Regalo lo comprendía, lo
quería, eran amigos. Pero Lucio no entendió lo que
le pasaba hasta que fue demasiado tarde. Los
momentos más felices de su vida acabaron pronto.
Regalo no sobrevivió más de cinco días en aquella
esfera de cristal. Lucio recordaba las vueltas sin fin
del pobre pez el último día que vivió, buscando una
salida a su cárcel. No fue lo que había pretendido, él
quería un pez que le hiciera compañía, no un pez
torturado en aquellas vueltas sin fin. La tía Cuca no
se había ocupado de traer comida para Regalo, que
apareció flotando boca arriba en el agua turbia.
—¡Mamá, Regalo no se mueve!
La madre no se lo pensó dos veces. Vació la
pecera en la taza del váter, la volvió llenar de agua
para deslavarla y antes de volcarla sobre el cadáver
del pez, atendiendo a la desolación del niño, le dijo
que se despidiera de Regalo que se iba a vivir al río
que era donde debía estar. Que no llorara, que allí se
encontraría con sus amigos los otros peces. Las
lágrimas le ahorraron ver a Regalo desaparecer por
el desagüe.
Nunca volvió a pedir nada. Ni siquiera pidió
una explicación cuando a los dieciocho años sus
padres le dijeron que había llegado la hora de que se
fuera de casa. Por nada en particular. Como si
despidieran a un extraño. Pasó días durmiendo
donde podía, comiendo de la caridad. Sobrevivió
50
como pudo. Nada de lo que pasaba en el mundo de
fuera llegaba a ser tan doloroso como la
incomprensión de lo que había pasado en su casa.
Hasta que vio en el escaparate de una pescadería un
cartel: «Se necesita ayudante». A la clientela le
cayó en gracia el nuevo chico un poco rarito,
callado, tristón. Les gustaba el mimo con el que
Lucio limpiaba el pescado. Mientras los atendía
canturreaba una salmodia inaudible en la que pedía
perdón y se despedía de sus hermanos. Les raspaba
las escamas que les protegían del frío, les cortaba
las colas que habían guiado su rumbo en el mar, les
amputaba las hermosas aletas, los descabezaba, les
arrancaba las tripas. Lloraba por cada uno de los
peces que envolvía y pesaba enteros, descabezados,
convertidos en pedazos de carne o abiertos en canal.
Habían pasado seis meses de la salida de
casa de sus padres cuando recibió en la pescadería
la misteriosa visita de un tipo que no quería
comprar pescado. El desconocido, que se presentó a
sí mismo como abogado y que le recriminó
cariñosamente las dificultades que había sufrido
hasta conseguir ponerse en contacto con él, le dijo
muchas palabras que estuvieron bailando por los
entresijos de su cerebro: seguro de accidentes,
persona de contacto, el destino nos espera en los
lugares más insospechados, te acompaño en el
sentimiento... A Lucio le costó, si es que alguna vez
llegó a conseguirlo, asimilar el significado. El
51
accidente que acabó con la vida de sus padres le
provocó, por encima de cualquier otro sentimiento,
desorientación, una absoluta perplejidad. Nunca se
le hubiera ocurrido imaginar que sus padres, los
siempre austeros, los que eran capaces de vivir entre
tinieblas antes de encender una bombilla, se
dedicaran a viajar por todo el mundo en cuanto se
deshicieron de él.
Su única familia, la tía Cuca, había fallecido
años atrás en un ritual mitad espiritista mitad
orgiástico, así que solo el abogado sonriente y
obsequioso, que dedicaba sus ratos libres a buscar
herederos de los accidentados que hubiesen suscrito
un seguro de viajes en la agencia en la que trabajaba
su mujer para, por un módico porcentaje, ayudarles
en los engorrosos trámites que el fallecimiento
acarrea, y que le prestó un traje para la ocasión, lo
acompañó en la despedida de aquellos seres que lo
habían traído al mundo y luego lo habían
abandonado a su suerte. Cuántas veces se había
sentido como el pobre Regalo, encerrado en su
mazmorra de agua sucia. Tantas y tantas veces se
había preguntado para qué lo habrían querido
engendrar. La pregunta se había quedado
definitivamente sin respuesta.
El abogado lo citó para la siguiente semana.
Estaba exultante. Le habló de concertar un tres por
ciento como tarifa. A Lucio, despegado de la
realidad, incapaz de comprender el sentido de su
52
vida, le hubiese dado lo mismo otra cantidad. El
abogado le desveló la herencia suculenta. Lucio
pasaba a ser propietario de quince pisos en alquiler
y diez millones de euros en el banco. Lo cegaba un
odio retrospectivo por tanta miseria, tanta privación.
Comenzó por comprar todos los juguetes con los
que había soñado en silencio durante años. Una vez
en su poder, los tiró a la basura. Fue entonces
cuando acarició la idea de instalarse un acuario
dentro casa. Esa sería la definitiva compensación
por la penuria de su etapa infantil.
Tuvo que esperar a que le construyeran una
casa que lo pudiera albergar. Contrató profesionales
expertos, los más prestigiosos, pero él mismo eligió
con mimo los detalles, las plantas, las rocas, cada
uno de los elementos que convertirían su acuario en
el hogar ideal. Un universo en miniatura, el gran
cilindro que ocuparía el centro de su salón. La
llegada de los peces fue seguida con expectación
por toda la ciudad, revuelta previamente con la
noticia de la construcción de un acuario gigante en
la mansión de un nuevo rico, pero la inauguración
del acuario fue una celebración íntima. Solo Lucio
contempló el trasvase de los peces desde la cisterna
del camión especializado en la que habían viajado,
al tanque que sería su nuevo hogar.
Y el ojo redondo seguía mirándolo y él
seguía ahí, tratando de no parpadear, fascinado,
porque el pez, pegado a la pared del acuario, ya no
53
jugaba con él, parecía querer decirle algo con su
boca en forma de «o» que se abría y se cerraba, con
sus ojos, como agujeros negros bordeados de un
nimbo amarillo. Le recordaba tanto a Regalo…
Hasta que Lucio entendió el mensaje. Al fin y al
cabo él era piscis. Subió con calma la escalera de
caracol que rodeaba el cilindro y que llevaba al piso
superior de la casa. Los peces, excitados, se
arremolinaban siguiendo su ascensión,
acompañándolo, lanzando burbujas alegres,
agitando las aletas como en un saludo de
complicidad. Lucio no quería perderse la belleza de
cada color, la armonía de cada movimiento. Se
asomó a la barandilla en la que terminaba la
escalera y que remataba la boca del acuario. Estaba
conmovido por el baile sereno de sus hermanos los
peces. Despacio, se descalzó sus zapatos exclusivos,
se despojó de la ropa nueva, la más cara que había
encontrado en la tienda. Tomó impulso para subirse
al borde del acuario y se dejó caer hasta el fondo.
Los peces, curiosos, lo rodearon. Tres metros de
profundidad. Nadie le había enseñado a nadar y
tampoco hizo esfuerzo alguno por subir a la
superficie. No lo necesitó, por fin había encontrado
su sitio. Antes de ahogarse, le dio tiempo a ser feliz.
54
EL VUELO DEL CORMORÁN
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altiva, tan grotesca, tan muerta.
—Le daremos un entierro digno —le había
susurrado yo al sentir su escalofrío.
Me di cuenta de que lo que nació con
ambición de broma no ahuyentó el olor a muerte
que flotaba diluido en el aire. Elena abrió
impaciente —huyendo del animal disecado— la
puerta de doble hoja que separaba el vestíbulo del
resto de la casa. Recuerdo, vuelta hacia mí, su cara
de asombro ante la pared blanca del pasillo que
parecía no tener fin. Se topó con ella a medio metro
de distancia de sus ojos. A partir de ahí, donde yo
veía habitaciones espaciosas, Elena lamentaba lo
insólito de una distribución errática: el pasillo
dividía la casa a lo largo, pero colocado de tal forma
que en la parte oeste las habitaciones eran enormes
y en la otra mitad, minúsculas. Yo celebraba los
grandes ventanales y Elena se fijaba en los pesados
cortinajes polvorientos. Me dediqué a atender las
explicaciones de los propietarios, sorda como una
tapia, ella; prostático y con una dentadura postiza
que se le quedaba grande por momentos, él.
Sonreían como niños tímidos al mostrar con orgullo
las bondades de la construcción, el aislamiento, la
fontanería. Elena vagaba por las habitaciones.
La convencí, o debería decir que creí
convencerla. La compramos. La renovaríamos
como renovaríamos nuestra relación. Nueva ciudad,
nueva casa. Atrás quedaba Inma. Se acababa para
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Elena la tortura de cruzarse con ella en el trabajo
cada día. Desaparecería de nuestras vidas.
Íntimamente me sentí liberado de la carga de
mantener un idilio más por orgullo que por ganas.
Sobre todo cuando habían comenzado las
exigencias de compromiso y demás aditamentos de
lo que yo me había tomado como poco más que una
aventurilla, un polvo clandestino, una distracción.
Sobre todo, cuando Inma se lo contó a Elena. Con
eso sí que di por zanjado el asunto. Poco me
imaginaba que, como me echaría en cara después,
Elena, en un oscuro rincón, mantenía agazapada la
certeza de que yo seguiría siendo el mismo, que en
cualquier momento aparecerían otras Inmas,
siempre más jóvenes, siempre más divertidas,
siempre más deseables que ella.
Pero esos días me había impuesto la
obligación de ocuparme con ímpetu de todos los
trámites de la compra y veía a Elena entusiasmada
con el proyecto de transformar espacios, de dar un
nuevo aspecto a la vivienda. Se entregó con pasión
a la modernización de la casa como si se tratara de
su propia reconstrucción. Había que derruir
tabiques, abrir espacios, aplicar nuevos colores.
Quería cambiar las ventanas, quitar las molduras de
escayola que se enroscaban por las paredes y los
techos de los dormitorios, modificar los puntos de
luz. Yo la seguía complaciente en todas sus ideas.
Me abrumaba un poco con sus planos, los
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presupuestos, los muestrarios de pinturas. Fueron
días alegres y atareados revisando a qué parte de lo
que los antiguos propietarios habían dejado atrás,
por falta de espacio en su nuevo piso, le dábamos
una segunda oportunidad.
Por entonces fue cuando Elena me contó,
con una risa enternecida, que se había dado cuenta
de que la pareja de ancianos había hecho la vida
metida en lo que habíamos bautizado como «el
cuchitril». Era un cubículo de tres por dos metros
separado de la cocina por una puerta corredera. La
mesa camilla, bajo cuyas faldas se ocultaba un
brasero, las dos butacas de escay horrorosas, el
pequeño aparador en estado ruinoso y el sofá-cama,
también de escay, pero de otro color aunque tan feo
como el de los sillones, ocupaban un espacio en el
que apenas podíamos movernos. Eran los únicos
elementos de la casa que mostraban un uso
continuado. Los restantes metros, de apelmazadas
escayolas, paredes tapizadas y muebles rutilantes,
debían de haber estado dedicados a la exhibición
ante posibles visitas. Elena se empeñó en pasar un
rato allí antes de desmantelarlo e incorporarlo al
espacio de la cocina. Era extraño verse encerrados
en seis metros cuadrados en una casa de doscientos.
Llegamos a la conclusión de que incluso dormían en
el pequeño cuarto.
—Esclavos de su propia miseria —ironicé.
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—¿Acabaremos nosotros así? —murmuró
Elena con un hilillo de voz, como si, sin querer, se
le hubiera escapado un pensamiento.
Miré su semblante sombrío. Ella dijo que no
había elegido bien las palabras, que quería hacer un
chiste. Traté de que no notara mi enfado. Era
especialista en sacar un soplo de pesimismo que
echaba por tierra el más prometedor jolgorio. Era
una de esas cosas que a Inma no se le pasarían
nunca por la cabeza. Me apresuré a salir del
cuartito, no me fuera a contagiar de amargura.
La casa se nos llenó enseguida de una legión
de trabajadores. Debería haber insistido con más
ahínco en mi idea de refugiarnos en un hotel
mientras albañiles, pintores, fontaneros, electricistas
no daban tregua. Elena prefería controlar las obras
en primera línea de fuego. Para ello adelantó las
vacaciones en su nuevo destino. Reservamos una
parte de la casa para intentar sobrevivir mientras
derruían y volvían a construir la otra parte. Yo,
mientras tanto, en cuanto nos dejaban solos, jugaba
a quererla con la fogosidad de otro tiempo, buscaba
el roce de su cuerpo, buscaba que ese roce
despertara una pasión olvidada. Ella todo lo
aceptaba en silencio, y yo tomaba ese silencio como
parte del castigo, como una forma de cumplir
condena por lo de Inma. Yo jugaba al amante
insaciable, ella, a la indiferente. Pensé que
cambiaría cuando acabara la invasión de ruidos,
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golpes, escombros, nubes de polvo. Percibía que le
estaba afectando por más que me lo negara a mí y a
ella misma.
Al cabo de unos días de obras, yo me sentía
cansado, Elena comenzó a cancelar algunas de las
reformas proyectadas. Del jardín y la piscina nos
ocuparíamos más adelante. Y el viernes de la
segunda semana pasó lo del cormorán. Otra vez el
cormorán. Apareció de pronto, en una vitrina, uno
de los pocos muebles que se salvaron de la vieja
decoración. La habíamos cubierto con un plástico
protector, sin embargo, el pájaro estaba dentro. Ella
lo vio recién levantada. Se puso histérica. Gritó a
todos los operarios según fueron llegando a la casa.
Nadie sabía cómo había llegado el cormorán a uno
de los estantes de la vitrina. Nadie lo entendía. Tuve
que jurar y perjurar que me había deshecho de él,
pero el maldito pajarraco, que algún gracioso había
rescatado de la basura, nos miraba con sus ojos de
mentira en medio del salón. La reforma acabó así de
manera un poco abrupta.
—Ya buscaremos a otros. Si nos engañan
con lo del cormorán, ¿qué no harán con todo lo
demás?
Elena me dio la razón y yo me sentí aliviado
por volver a ser dueño de mi espacio.
El batallón de limpieza fue mucho menos
invasivo y mucho más fugaz. El sosiego llegó a la
casa. Tanto que la primera noche que la oí, no dije
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nada, no quise romper la calma. La siguiente noche
que volví a oírla, encendí la luz. Elena lloraba.
Estaba dormida y lloraba. La contemplé en silencio.
—Anoche llorabas dormida —le dije en el
desayuno.
Me habló de su miedo a caer en un sueño
vacío como un pozo de niebla fría, en una soledad
de hielo. Yo no entendía. No podía escucharla. Me
causaba angustia que tomara tan a pecho un sueño
estúpido. La abracé para no seguir oyéndola.
Llegó el nuevo mobiliario. Elena no quiso
recuperar ninguno de los muebles de nuestra
antigua casa. Se quedaron encerrados en un intento
de sellar con ello los malos tiempos. Nunca se me
ocurriría confesarle que a veces me sentía huérfano
de recuerdos, que quería sentarme a leer en mi
butaca de la biblioteca, que echaba de menos
asomarme al pequeño balcón que daba al parque. Y
mucho menos podría contarle que añoraba la Inma
de los primeros tiempos, su piel, su risa, su
contagiosa alegría por el simple y mágico hecho de
estar viva. Cada día la pensaba, la deseaba. Quizá
Elena lo sabía mejor que yo mismo.
—Cuánto me gustaría que me dijeras las
cosas que me decías antes —me insinuó una noche
—. Esas cosas tan bonitas. No sobre el ruido que
hace el coche, no sobre tus compañeros de trabajo,
no sobre el dinero, o el café tan malo que ponen en
un bar. Esas cosas que contabas sobre ti y sobre mí.
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Esas cosas de dentro, las verdaderas. Contarme tu
encuentro con una mirada limpia, hablarme de una
ráfaga de viento que te llevara a tu infancia, de un
color imposible que te recordó algo hermoso.
Le dije que la amaba y que eso era lo que
tenía que importarle. No me quedaban palabras para
ella, así que la abracé. Permanecimos así, en
silencio. De madrugada, Elena me despertó.
—¿No lo oyes?
A lo lejos se oía el aullido de un perro.
Elena parecía atenazada por una pesadilla.
—Cariño, no es más que un perro —dije,
tratando de tranquilizarla.
Elena se tapó los oídos cuando intenté
hacerle ver que en la zona había mucha afición a la
caza y por eso era bastante normal oír aullidos de
perro.
—Quiero que lo recuperes.
—¿Qué quieres que recupere?
—Al cormorán. Es como si lo hubiese oído
llorar. Quiere estar aquí. En su sitio. Estaba aquí
antes que nosotros, ¿no te parece?
No podía estar hablando en serio. Me aferré
a la idea de que esas palabras formaban parte de una
broma que Elena me gastaba. Volvía a ser parte de
mi condena por la infidelidad. El juego comenzaba
a desesperarme.
—Mañana lo buscaré en el contenedor —
contesté antes de darle la espalda y apagar la
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lámpara de mi lado de la cama.
Rebusqué al día siguiente en el contenedor
de escombros, que aún no habían retirado de la
puerta de casa. Las alas semi-abiertas habían sufrido
durante el enterramiento entre ladrillos y cascotes.
Llevé al pajarraco a reparar. El taxidermista —me
informó de él un compañero de trabajo— recibió al
cormorán como a un viejo amigo. Al poco volvió a
su sitio en el vestíbulo, pero sobre una consola de
líneas rectas y escuetas, y encerrado en un cubo de
metacrilato para evitar el hedor.
Poco después ocurrió lo del antiguo
propietario. Lo había encontrado a menudo
merodeando por los alrededores al volver del
trabajo. Charlaba con él un rato. Él me preguntaba
si había dado con tal o cual llave de paso, si
funcionaba bien la caldera, si quería que hablara
con uno para podar los rosales… Intuía que, en
realidad, vigilaba que tratásemos bien la que
seguramente seguía considerando su casa. Había
hablado con Elena sobre si debíamos invitarlo a
entrar, a enseñarle las reformas.
—Más adelante —decía siempre—. Cuando
la casa sea más nuestra.
Por eso me sorprendió verlo salir de allí.
Parecía descompuesto, exasperado. Hizo apenas un
gesto de saludo con la mano y continuó su camino
murmurando maldiciones. Elena estaba en el
vestíbulo. Tuve que llamar su atención para que me
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hiciera caso. Estaba absorta, mirando hacia el
cormorán, sonriendo.
—¿Qué hacía él aquí? —pregunté al tiempo
que dejaba un tenue beso en sus labios.
—Me lo ha contado. Fueron su hijo y él.
Aprovecharon que estaba secándose las alas y no
podía volar y le dispararon. Me ha descubierto el
agujero del cartucho. Buscaban otro más colorido,
pero se conformaron con este. Paraguas viejo puesto
a secar, así lo ha llamado. Y lo he echado de casa.
Me reí. Me hizo gracia la situación. Elena
echando de su antigua casa a un viejo por asesino de
pájaros. Festejé que le hubiese hecho pasar para
preguntarle exclusivamente por el origen del
cormorán. Hasta le interrogó por el lugar donde lo
habían cazado. «Furtivamente, por supuesto»,
añadió muy seria. Cuando esa tarde Elena
compartió conmigo la intención de volver al trabajo,
me alegré del regreso a la rutina. Suponía el cierre
de una etapa. Nuevos compañeros, nuevas tareas,
nuevas anécdotas, nuevas amistades. Me pareció
también que Elena daba por cumplida mi condena.
Esa noche se mostró dispuesta a querer y dejarse
querer. Nos quedamos dormidos, unidos en un
abrazo como no sucedía desde hacía demasiado
tiempo. Me despertó un mal sueño en el que Inma
se reía de mí y me insultaba mientras yo me
arrodillaba ante ella, que me daba la espalda y se
alejaba riendo a carcajadas. Encendí la lámpara y la
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vi. Elena estaba sentada, con los ojos cerrados. De
pronto los abrió, creo que se asustó al ver la cara
con que yo la estaba mirando. Trató de consolarme,
no tenía de qué preocuparme, no podía dormir y se
había sentado por ver si así le entraba el sueño, me
pedía perdón por haberme despertado, había tenido
una pesadilla. Yo dudaba si hacerle saber lo que me
atemorizaba. Al final, me atreví:
—Cariño, ¿qué haces abrazada al pájaro?
Arrojó el animal con un chillido. Tras unos
minutos de caos, de gritos, de enloquecido
paroxismo, Elena cayó en una quietud abúlica. Yo
la miraba impotente. Recogí al cormorán y lo metí
en una bolsa de basura. Lo dejé al lado de la puerta
de entrada. Al día siguiente lo tiraría al contenedor
más distante de casa para asegurarme de que no
regresara. Dejamos la luz encendida. La voz de
Elena me despertó de nuevo.
—No lo tires, pobrecillo. Lo mataron a
traición, con las alas a medio desplegar, como un
paraguas destartalado puesto a secar. Y luego lo
convirtieron en una parodia de sí mismo. No lo
tires.
Renuncié conscientemente a preguntarme
cómo había llegado el cormorán a los brazos de
Elena, pero no renuncié a hacerlo desaparecer a
primera hora. A la mañana siguiente, Elena, contra
su costumbre, se levantó cuando sonó mi alarma.
Esgrimió la necesidad de ir acostumbrándose a
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madrugar con la incorporación al trabajo en ciernes.
Los dos sabíamos que, de nuevo, quería salvar de la
basura al pajarraco. No hablamos de él.
Sencillamente, después de desayunar, recogió la
bolsa y me miró con una sonrisa con la que pedía
una comprensión que no podía darle.
Con la reincorporación al trabajo y alegando
que tenía que ponerse al día en las nuevas tareas que
había asumido, Elena tomó una de las habitaciones
pequeñas que no habíamos llegado a reformar como
su refugio. Allí pasaba la mayor parte del tiempo.
Advertí que el dichoso pajarraco había pasado a
formar parte de la decoración del minúsculo
estudio, pero no dije nada. Me reía de mí mismo al
sentir celos de un bicho con el que mi mujer parecía
entenderse mejor que conmigo.
—Voy a dormir sola —anunció Elena a la
semana de volver a trabajar.
—Llévate al cormorán para que te haga
compañía.
¿Debí haber mostrado alguna oposición en
lugar de sarcasmo? No lo hice. Eligió un dormitorio
pequeño. La cama de noventa y el armarito
empotrado dejaban un pequeño espacio para una
mesilla de noche y un escritorio donde buscó hueco
para colocar el cubo de metacrilato y su ocupante.
Desde ese día, el distanciamiento se fue
convirtiendo en algo cotidiano que no me
molestaba. Elegí la cobardía de decirme a mí mismo
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que todo pasaría pronto. Aunque tampoco me
importaba si lo que realmente había sucedido era
que, por fin, habíamos aceptado la verdadera
naturaleza de nuestra relación. Podría dejar de
fingir. La situación me permitía trabar nuevas
amistades y relaciones sin el sentimiento de culpa
de tener que dar cuenta a Elena. Nos instalamos en
una confortable rutina. Nos saludábamos con esos
besos que, cada vez más, se quedaban en el aire, sin
posarse en nuestros labios. El espejismo duró hasta
el día en que en el trabajo recibió la llamada de
Inma interesándose por su salud. Elena llegó a casa
descompuesta.
—¿Qué le importa a ella mi salud? ¿Qué le
has contado de mí?
En eso Inma era especialista. La llamaría
más tarde e intentaría enfadarme por meterme
siempre en apuros, le prometería unos buenos
azotes. No podía callarse nada, tenía que demostrar
que lo sabía todo de su enemigo. Y Elena era su
enemiga. De nada sirvió que le jurara que no
hablaba con ella desde hacía siglos, que no quería
saber nada de ella. Elena solo me miraba. Me
miraba muy adentro.
—Qué sola estoy. Como él. Así, como un
paraguas desvencijado puesto a secar. Abro mis alas
para secarme. Pero yo nunca me seco. Nunca acabo
de estar seca. Siempre siento una humedad pegajosa
que no se me quita. Tendría que ponerme al sol.
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Necesitaría que tú fueras mi sol, pero no puedes
serlo porque tú no estás conmigo. Sigues sin estar
conmigo. Y yo quiero volar, pero no puedo.
Le reproché que me dijera eso a mí cuando
era ella la que había cambiado de cama. «Es que no
es eso, no es eso. No entiendes nada», contestó
antes de romper a llorar. No, no lo entendía. Y me
molestaban sus lágrimas.
No llegué a saber cuándo comenzó a vestirse
de negro. Me lo hizo ver un compañero al
preguntarme si mi mujer iba de luto. A pesar de que
no le di el menor crédito, sirvió para que me fijara
en la ropa que elegía para vestirse. Iba de negro de
la cabeza a los pies, cada día. Lo que me sacó de
quicio fue que no supo explicarme el motivo cuando
le pregunté. Ni siquiera se había dado cuenta, me
dijo.
—¿No te has dado cuenta que vas de negro
como tu amiguito, el pajarito?
Elena me miró como si no fuera consciente
de lo que le hablaba. Eso me irritó aún más. Al día
siguiente, volví a casa antes que ella. Cogí el
maldito pajarraco que con sus plumas negras había
traído el luto a mi casa y me lo llevé a dar un paseo.
Como homenaje póstumo, tuve el detalle de
arrojarlo al río, tras sacarlo de la urna, en el lugar en
el que Elena me había dicho que lo habían cazado.
Disfruté verlo hundirse en el agua. Regresé a casa
con la convicción de que le había quitado a Elena
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un peso de encima. No tuve ocasión de festejarlo
con ella. Su cuerpo estaba en el fondo de la piscina,
muy quieto, demasiado quieto, boca abajo, con los
brazos despegados del tronco, como si quisiera
iniciar el vuelo.
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PIPO
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verde mar que perfila sus ojos oscuros y se aplica
una barra de brillo a los labios. Su madre, desde el
asiento trasero, sigue con fascinación los precisos
movimientos rituales en la imagen de su hija
reflejada en el espejo.
—Y pensar que yo, en un coche en marcha,
no soy capaz ni de aplicarme con un mínimo de
dignidad ni siquiera un poco de colorete…
—Está visto que la raza va mejorando,
mamá.
—Bueno, eso habría que discutirlo —
interviene la conductora—. No hay más que ver lo
flojilla de esfínteres que nos ha salido la niña.
La pregunta de «quién me habrá mandado
venir» vuelve a cruzar por séptima vez la cabeza de
Eva desde que iniciaron los preparativos para las
vacaciones.
—No voy a soportar las típicas
impertinencias de la tía Isabel —le anunció muy
digna a su madre antes de acceder a viajar con ellas.
—Cariño —contestó su madre—, saber
aguantar las impertinencias de los demás es un
síntoma de madurez. Te lo digo yo, que llevo
aguantando las tuyas prácticamente desde que
empezaste a hablar. ¿Te acuerdas de aquel día en el
que salí del probador de la tienda para que me
dieras tu opinión y me recibiste con un «estás
patética»? Y eso que era un vestido de los que
quedan bien a todo el mundo y yo con mis cuarenta
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años recién estrenados tenía un cuerpo bastante
aceptable, según opinión general.
—Pues bien que te enfadaste, maja.
—No. Me enfadé cuando pretendiste que
comprara el vestido para ti, que a tus doce años sí
que estabas patética con ese vestido.
—Pues haberlo dicho.
—Eso es difícil que una madre lo haga.
Cerró la conversación con una de sus
sonrisas. Esas sonrisas que herían a Eva más que
cualquier insulto, más que una bofetada. Su madre
siempre perfecta, siempre humillando con una
sonrisa beatífica, siempre convenciendo con una
espada invisible en la mano. «Si no te apetece que
vayamos, llamo a tu tía y se lo explico, tendré que
buscar una excusa porque ya sabes lo ilusionada que
está con su primer viaje después de la operación, no
sé cómo se lo va a tomar; pero lo más probable es
que luego te arrepientas, que es tu madrina y de
sobra te ha demostrado cuánto te quiere».
Y el área de servicio surge como un
despropósito de cristal y hormigón en medio de la
nada. Parece difícil que alguna clase de vida se
desenvuelva en su interior, aunque los coches
aparcados en el exterior dan pistas de que hay unas
cuantas personas dentro. Eva, como impulsada por
un resorte, sale del coche y corre hacia la cafetería
sin esperar a sus compañeras de viaje.
La cafetería, que incluye un área de
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autoservicio y otro de ventas de recuerdos de la
zona, seguramente hechos a miles de kilómetros de
allí, es un espacio tan grande que retumban en su
interior todos los ruidos imaginables, vasos sobre la
barra, choque de cubiertos al caer al cajón, la voz de
los camareros haciendo los pedidos de la barra a la
cocina. Los clientes reposan desperdigados, algunos
apoyados en su codo derecho o izquierdo según
presten atención al vociferante televisor o a la
puerta de acceso desde la calle, como si esperaran a
alguien que no llega o a su propio destino.
—Este sitio es horroroso —dice Isabel.
—A vosotras todo os parece mal. Pues el
baño está bien limpio.
—Oye, que yo no he dicho ni palabra, que
«vosotras las jóvenes» —remarca Piedad, la madre,
con intención— metéis en el mismo cajón a todos
los que nos sois «vosotras».
—Vale, me voy a callar… —amenaza Eva,
medio en broma, medio en serio.
Los cafés, «por tomar algo», están, como
sospechaban las dos hermanas, imbebibles, pero
apelando al ferviente deseo de no dejar de ser
felices ni un solo momento en sus vacaciones de
mujeres solas, se ríen de lo malo que está, lo dejan a
medio beber, pagan un precio desorbitado, se hacen
un selfie para el grupo de la familia y vuelven hacia
el coche. Isabel insiste en no dejarse reemplazar por
su hermana.
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—A mí me gusta conducir. A ti, no. Y ya
está.
—No te vas a hacer el viaje tú sola. En eso
quedamos. Y ya está.
Piedad nunca se ha llevado bien con la
acción cotidiana, casi automática de encender un
motor y moverse por la ciudad o por una carretera.
Para ella siempre hay una lucha previa, una batalla
contra sus miedos. Aprendió a conducir porque no
iba a ser menos que Nicolás, su novio de entonces y
ahora exmarido. Empezó a coger el coche por
demostrarle que no se le ponía nada por delante.
Pero ese buscar tragar saliva inexistente en su boca
seca, ese temblor que va subiendo por las piernas al
pisar los pedales, como si una corriente eléctrica las
recorriera, sigue acechándola cada vez que se sienta
al volante. Ha creído que nadie lo percibía, que lo
disimulaba con su máscara de mujer autosuficiente,
siempre mirándose en el espejo de Isabel,
superviviente, autónoma, dueña de su vida.
—Mira, mamá, qué pobre, se parece a Pipo.
Un perro famélico, desvalido deambula
alrededor del bar.
—Será de los del bar —dice Isabel.
Piedad calla. Lo de Pipo pasó hace años. Fue
a raíz del divorcio. No lo quería ninguno de los dos.
Pipo había estado con ellos desde que empezaron a
vivir juntos. Rechazarlo era la manera de castigarse
uno al otro. Al final, Pipo recibió la parte más cruel
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del castigo. Se encargó Nicolás de llevarlo a donde
fuera. Nunca le preguntó. Nunca se ha perdonado el
abandono.
—Sí, seguro que es de los del bar —apoya a
su hermana, porque están de vacaciones y nada les
va a estropear la fiesta y se esfuerza en sonreír
cuando añade—: A ver esa llave, hermanita.
Piedad echa una última mirada al perro. A
Isabel no se le escapa, conoce la cara de su
hermana, el gesto ausente de tener la cabeza lejos,
muy lejos. Con alguna reticencia, cede el volante a
su hermana y se coloca en el asiento de detrás del
conductor para seguir conduciendo de modo virtual.
—Está cayendo la niebla, a ver si vamos a
atropellar a algún perro vagabundo —observa la
nueva conductora al incorporarse de nuevo a la
carretera.
Las otras dos, con los ojos regados del
paisaje de verdes encendidos que las envuelve, le
ríen la ocurrencia. Tras andar unos cuantos metros,
se les oscurece la sonrisa cuando Piedad alza la voz:
—¿Dónde están las luces en este maldito
coche?
Tía y sobrina se miran con una brizna de
asombro en la mirada.
—¿Pero hablas en serio, mamá?
La conductora se revuelve inquieta. Su hija
gira hacia atrás la cabeza de nuevo en busca de la
tía. Isabel, por más que se sienta obligada a
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devolver a su sobrina más querida la tranquilidad
que parece estar perdiendo, no es capaz de sonreír.
Se siente responsable de haber dejado conducir a la
hermana sabiendo de su incomodidad al volante de
un coche ajeno. Está buscando la manera de ponerse
al volante sin crear un conflicto. Al menos —y eso
le reduce el agobio— llevan un buen tramo sin
encontrarse con ningún vehículo.
—Maripi, cariño —Isabel se permite una
risita nerviosa—, para el coche, si quieres, y lo cojo
yo, anda.
—Solo te estoy preguntando —contesta
mirándola por el retrovisor demasiado fijamente
como para que no circule veloz un pequeño
escalofrío— dónde están las luces en este maldito
coche, nada más, que no se ve nada y no quiero
tener un accidente porque se me vaya a cruzar un
perro. Y no me llames Maripi, que no tengo cinco
años.
Las últimas palabras salen como pueden de
una garganta aprisionada por la emoción. No es el
momento de pedir perdón por haberse olvidado del
nombre oficial de su hermana, el que solo usan
cuando ella está presente. Para toda la familia sigue
llamándose Maripi, pero ella no lo sabe. A poco de
separarse comunicó que pasaba a llamarse Piedad.
Los nervios le han jugado una mala pasada a Isabel
que teme haber enfadado a su hermana en el peor
momento.
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—Las luces están en la palanca a la
izquierda del volante. Tienes que apretar y girar —
dice con una calma fingida desde el asiento trasero.
Por un momento, ha estado a punto de hacer
un chiste sobre el día radiante, sobre las ganas que
tiene de conducir, pero de nuevo la mirada a través
del retrovisor hace que se coma sus palabras.
—¡No funcionan!— grita la conductora.
—¡Mamá! —interviene la hija desde su
asiento de copiloto— ¿quieres parar y que coja el
coche la tía?
—Yo tengo la culpa, Piedad, tenía que
haberte enseñado dónde está cada artilugio, que
estos coches tan modernos son un tanto liosos.
Venga, Piedad, ya te lo dejaré cuando lleguemos
para movernos por allí.
—No puedo llegar a los pedales. Hay algo
ahí abajo. Alguien ha debido de meter algo.
—Pero, mamá…
La hija está desconcertada. Una lágrima
recorre la mejilla de la conductora y cae sobre su
camiseta burdeos como fugaz estallido de una gota
de sangre.
—Sí, algo, es como una tela, como una
sábana, que ahora estará manchada con mis zapatos.
—Tú, no sueltes el volante, no lo sueltes —
consigue decir la hermana, que se ha aferrado al
respaldo del asiento de delante. La boca y los ojos
abiertos de par en par.
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—Mamá —estalla la hija en una risa
desacompasada— ¿cómo seguimos avanzando si no
pisas el acelerador?
—Está en automático— susurra la tía desde
atrás con un suspiro de desesperación.
—¡Sí! —grita la conductora— y ahora no lo
puedo quitar porque esa sábana se me enreda en los
pies y no me deja hacer nada. Y esta niebla…
—Mamá, voy a intentar quitar la sábana, no
te asustes, ¿vale? —dice mientras se suelta el
cinturón y dobla su ágil cuerpo de adolescente por
si hubiese alguna remota posibilidad de que su
presentimiento no se cumpliese. —No hay ninguna
sábana, mamá —solloza asomando su cabeza de
muñequita asustada y corroborando lo que ya intuía
—. No hay ninguna sábana, ay, mamá. No hay
nada, mamá, nada.
—Tú no lo ves pero está ahí, es algo como
un bulto, un peluche blandito, no, no es un peluche.
¡Es Pipo! ¡Mi Pipo que ha vuelto a casa!
—Eva —exclama Isabel tratando de
mantener la serenidad que la va abandonando por
segundos—, pisa tú el freno. Es el pedal del medio.
Písalo.
—Ni se te ocurra, ¿qué quieres, aplastar a
Pipo? Él es tan bueno, tan cariñoso.
Las crispadas manos de Piedad se agarran al
volante, los nudillos, blancos por la presión que está
ejerciendo sobre ellos. Adelanta la cabeza, sostenida
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por el cuello tenso y palpitante, como si dedicase
toda su atención a ver a través de la niebla que solo
para ella existe.
—Eva, pisa el freno antes de que lleguemos
a esa curva, es nuestra única oportunidad —grita
desencajada Isabel.
La madre golpea a la hija con el puño
derecho. Eva la esquiva y se agacha de nuevo
buscando el pedal. Trata de pisarlo con la mano,
con el pie. El coche se mueve como zarandeado por
un huracán. Sin tener clara consciencia de lo que
está pasando, Isabel se libera de su cinturón, alarga
los brazos e intenta hacerse con el volante. Piedad
se resiste, clava las uñas en las manos de Isabel.
Después de zigzaguear durante unas decenas de
metros el coche se empotra contra el guarda-rail,
que sirve de base para el vuelco y la caída sobre la
cuneta. Los cuerpos de las tres quedan allí,
relajados, tranquilos, esperando que el coche
fúnebre los recoja. Justo al lado de donde retiraron
hace años el cadáver de Pipo.
79
DUENDES
80
cuidado.
—Mamá, ¿habrá ruiditos hoy?
La pregunta hizo regresar a la madre del
lugar incierto por el que su mente se encontraba
viajando. Era una mujer joven. No había rasgos
similares entre las dos, ni los ojos, ni la nariz, ni los
labios, ni el óvalo de la cara y, sin embargo, nadie
habría dudado que eran madre e hija. Quizá fuera la
luz que irradiaban, un halo de delicadeza, de
fragilidad. Pasó sonriente la mano protectora por el
pelo suave de la niña y se acercó a entreabrir la
puerta del cuarto para evitar el aturdimiento por el
tufo que despedía la estufa de butano, con la que
intentaban achicar el frío intenso que parecía nacer
desde dentro de los muros de la casa.
—Voy por el pijama, corazoncito.
La madre se arrebujó en la chaqueta de lana
gruesa para enfrentarse a la violenta bajada de
temperatura y a la carrera subió al dormitorio de la
niña. Dudó un momento antes de alzar la almohada
bajo la que guardaba el pijama de la niña, como si
temiera encontrarse con algo extraño, musitó una
exclamación al contacto desagradable de la ropa
gélida y se abrió la chaqueta un instante para darle
cabida y calentarla con su propio cuerpo. Pasó por
la cocina a prepararle la cena y regresó al cuarto de
estar. Tras la cena, tras vestir a la niña con su
pijamita rosa, estampado de lunas blancas y
estrellas amarillas, con ella en brazos, volvió a subir
81
las escaleras y la acostó. La niña reclamó su perrito
de peluche.
—No se ha secado aún, mi niña. ¿Te
acuerdas que quisiste bañarlo contigo?
—Frótalo fuerte con una toalla como a mí,
mamá, verás cómo se seca.
—Vale, cariño, voy a secarlo y te lo subo.
—Lo metes en la cama, a mi lado que no me
despierto, ¿eh?
La madre bajó la escalera enjugándose una
lágrima. Poco después, una palabra atravesó sus
oídos. Era una petición de ayuda, acuciante,
somnolienta: «¡Mamá!»
Dejó el vaso a medio fregar, echó a correr
escaleras arriba, sin secarse las manos. Encendió la
luz del pasillo por no desvelar a la niña. Estaba
sentada en la cama, frotándose los ojos dormidos.
—Mamá, he oído los ruiditos. Otra vez.
La ternura de la voz la hería, la inocencia de
los tres años, la confianza ciega con que recurría a
ella. La madre arropó a la niña que dormía sobre un
chaquetón de piel de cordero. El último vestigio de
tiempos mejores, de día, era el abrigo de la madre,
de noche, el de la hija, la única forma de quitarle el
frío en esa casa gélida, con una humedad que
congelaba las sábanas y traspasaba los cuerpos.
—No te preocupes, mi niña. No es nada. Me
quedo contigo hasta que te duermas otra vez.
Cruzó los brazos y escondió las manos bajo
82
las axilas para darse calor.
—Cuéntame lo de los duendecillos, anda.
La madre había descubierto que los ruidos
los hacían unos duendes que vivían en el hueco
entre el techo del dormitorio y el suelo del desván.
Eran duendes pequeños y bulliciosos que
cambiaban de color según la hora del día, hasta el
punto de que había momentos en que eran
totalmente transparentes. La madre revestía la
ficción de los minúsculos vecinos cada vez con
algún detalle nuevo que alimentaba la fantasía de la
niña.
—Como ya sabes, hay unos duendes que
viven aquí hace muchos años. Como la casa ha
estado deshabitada tanto tiempo, ellos ya se habían
acostumbrado a vivir solos y cuando llegamos se
pusieron un poco nerviosos. Por eso juegan por la
noche, porque durante el día todavía se asustan de
los ruidos que nosotros hacemos y están metidos en
sus camitas. Pero muy pronto se acostumbrarán y
algún día, cuando vean tu carita dulce, se harán
amigos tuyos y podréis jugar juntos con las pelotitas
que ellos se fabrican con cemento, que es un
material muy duro y por eso hace tanto ruido. Son
pelotas muy pequeñas. Juegan a botarlas, otras
veces las ruedan por el suelo. Verás qué bien lo
pasarás con ellos.
—¿Y qué comen, mamá?
—Se alimentan del aire, de miguitas
83
pequeñísimas de pan y de manzana y de queso que
vuelan por el aire.
—¿Y galletas?
—Claro que sí, también de migas de
galletas.
— Yo quiero verlos ¿Serán amigos míos?
—Pronto, mi niña, ya lo verás.
La niña se quedó dormida. La madre se tapó
los oídos cuando volvieron las carreras alocadas por
encima de su cabeza. Se levantó de la cama con
sumo cuidado y bajó a acabar de recoger la cocina,
mugrienta por más que la fregara, como si guardara
en su fregadero de cemento descascarillado, en sus
paredes de azulejos descasados, en el suelo de
baldosas renegridas por el tiempo, a pesar de la
lejía, el secreto de un olor que iba más allá de la
podredumbre de lo viejo. En uno de los vasares de
obra que hacían las veces de armario, justo entre las
dos pilas de platos, descubrió lo que preveía
inevitable: el excremento, como un asqueroso grano
de arroz negro e hinchado. Se sentó por un
momento en una banqueta, incapaz de mantenerse
en pie por el temblor de las piernas. Sabía que
encontraría más, que tras el primero vendría el
segundo y llegaría a un rincón donde habrían dejado
un montoncito. Otra vez. No oyó el movimiento de
la llave en la cerradura. El marido se acercó y le
dejó un beso brusco y cansado.
—¿Qué pasa? ¿Otra vez llorando?
84
—Han vuelto.
—Los mismos no creo que hayan vuelto,
¿eh?
El marido frenó la risa cuando vio el gesto
angustiado en la cara de ella, su arcada ante el
recuerdo de lo que encontró aquel día. Los
cadáveres esparcidos por toda la cocina, en el suelo,
en la mesa, entre los dos fuegos del infernillo, en el
fregadero, decenas de cuerpos, unos panza arriba,
enseñando las patitas ridículas, otros de lado, como
resignados, las colas como alambres colocadas de
cualquier manera, perdido el nervio de la vida.
—Vámonos de esta casa.
El marido la miró impotente. Había llorado,
suplicado, se había arrodillado para que un antiguo
amigo le dejase vivir en esa casa gratis hasta que
acabara de pagar sus otras deudas, las de su pasado.
Ella no lo sabía ni lo sabría nunca. Quedaría
enterrado como toda su vida anterior a ella, a ellas.
—Volveré a poner veneno.
La recorre un escalofrío.
—Han vuelto para vengarse. Había bebés.
Había ocurrido una semana antes. Habría
sido capaz de dejar que se quemara la casa. Tenía la
comida al fuego. Volvía de acompañar a la niña al
colegio. Su marido le había asegurado que se irían a
morir a su nido, que ni se enteraría. No fue capaz ni
de apagar el fuego. No conocía a nadie en el pueblo,
la vergüenza de mostrar cómo vivían la impedía
85
pedir ayuda. Se sentía pobre, sucia, vil, idiota y
aterrada. Anduvo zigzagueando por las calles del
pueblo hasta que acumuló el valor suficiente para
volver a entrar en casa. Con los ojos entrecerrados y
el cuerpo tembloroso abrió la puerta de la cocina y
acertó a girar la llave de la bombona de gas tratando
de esquivar los cuerpos. Dejó aquellos zapatos
dentro de la cocina porque no habría soportado ver
cualquier resto en las suelas, y se encerró en la
salita de estar hasta la hora de recoger a la niña.
Compró algo para la merienda pero el dinero no le
llegó para más. Luego tuvo que inventar juegos para
tenerla fuera de la cocina, sin cena, hasta que
regresó él.
—Buscaré los nidos y pondré allí el veneno.
La mujer lo miró con el agotamiento del
callejón sin salida.
—¿Has cenado?
—He comido algo en el bar.
Al hombre se le animó la cara de pronto.
Salió hacia la entrada y volvió con un paquete que
ofreció a la mujer con una sonrisa.
—¿Qué es?
—Tarta de manzana, para que desayune
mañana la niña. No lo he sisado, ¿eh? que me lo ha
dado el jefe para vosotras. Venga, vamos a probarla.
Y olvídate de los putos bichos que mañana queda
solucionado.
—Yo le cuento mentiras a nuestra hija, tú
86
me las cuentas a mí. Quizá sea así como funciona el
mundo. No se van a ir nunca. Viven aquí. Vivían
aquí antes de que nosotros viniéramos. Se van a
vengar.
De la habitación de la niña llegó un suspiro,
un aleteo de cosas en movimiento.
—¡Mamá! —gritó. En su voz se
transparentaba la alegría— ¡han venido!
—¿Quiénes han venido? —las palabras le
salieron a la madre a través de una garganta
estrangulada por el terror.
—Los duendes, mamá. Pero son muchos,
muchos —la alegría se había convertido en angustia
—. Son demasiados, mamá. ¡Mamá!
87
SACRIFICIO
88
lo de antes, lo que, mientras estaba pasando, no
había sido capaz de desentrañar si era verdad o
formaba parte del sueño inducido por el ordenador
de a bordo, debía de haber sido igualmente real.
¿Había sido real el repugnante ejército de
coleópteros gigantes que se había introducido en la
cápsula? Él se había quedado inmovilizado,
debatiéndose entre la náusea y el terror, no había
podido hacer otra cosa que escapar del horror
dedicándose a clasificarlos mecánicamente:
barrenillos, gorgojos rayados, carcomas pardas.
Eran copias gigantes de los que de niño consiguió
reunir en su colección de artrópodos poco antes de
que desaparecieran para siempre de la faz de la
Tierra. ¿Había sucedido realmente la entrada en la
cápsula a golpe de mandíbula? Él los había visto
cómo desmenuzaban paredes, supuestamente
indestructibles. Si había sido real el estruendo de las
mandíbulas gigantes que habían rasgado el traje de
astronauta, era también cierto el recuerdo de unos
enormes ojos de araña que le escrutaban del mismo
modo, con la misma curiosidad infantil con la que él
había observado a cada uno de los ejemplares de su
colección.
Era un hecho que no estaba en la nave, era
un hecho su desnudez, y que se encontraba en un
lugar desconocido al que no sabía cómo había
llegado. Era un hecho que seguía con vida. Se palpó
de nuevo el cuerpo desnudo. No había heridas ni
89
huesos rotos. Respiraba con normalidad el aire del
planeta. Era tan limpio que no echaba en falta el
filtro que en los últimos años tenía que usar en la
Tierra hasta para dormir, y eso le produjo la dudosa
satisfacción de haber cumplido con la primera fase
de la misión encomendada sin tener seguridad
alguna en completar la segunda. El capitán Sinclair,
fiel a sus automatismos aprendidos en décadas de
servicio, comenzó a examinar el entorno. En el
lugar en el que se hallaba no había ni rastro de los
insectos gigantes. La hamaca, o nido —buscaba la
palabra adecuada para incluirla en el informe de su
situación, que había empezado a redactar
mentalmente como forma de aproximarse a los
acontecimientos desde fuera, con la frialdad
necesaria— se alzaba a unos tres metros del suelo
en la copa de un árbol y su construcción se
asemejaba a la de una tela de araña. A pesar de lo
extraño del entorno, a pesar de la angustia, de la
incertidumbre, algún resorte escondido dentro del
capitán se regodeó a la vista de los mil matices de
verde que lo rodeaban. Por primera vez en su vida
veía árboles de verdad, no simulaciones virtuales en
una pantalla, árboles a los que podía tocar y oler,
con ramas que siseaban al moverse por el empuje de
la suave brisa.
Atisbó la nave. Estaba a la derecha de su
posición, a unos cien metros. En el descenso había
derribado unos cuantos árboles que aparecían
90
tumbados y chamuscados a su alrededor. No parecía
muy dañada, al menos la parte que podía ver. Un
chispazo recorrió su cerebro: el aterrizaje frustrado
por una red invisible que desconectó todos los
sistemas de navegación, la pérdida de contacto
visual. No recordaba nada más hasta que después,
no sabía cuánto tiempo había transcurrido,
aparecieron los insectos. Era evidente que había
conseguido hacer descender la nave con éxito,
aunque no tenía ni la más mínima idea de cómo lo
había logrado. Temía que el destrozo hecho por los
escarabajos le impediría despegar de nuevo hacia el
espacio. En su mente se acumulaban las preguntas,
pero las respuestas dependían de la posibilidad de
alcanzar la nave, conectar los sistemas de
comunicación, contactar con la base. Barajó la
posibilidad de que el batallón de coleópteros
gigantes fueran robots al servicio de una
inteligencia racional. Debía prepararse para
comunicarse con los verdaderos propietarios del
planeta.
Un rumor creciente lo obligó a volver la
cabeza al lado opuesto a la nave. Algo se estaba
moviendo a lo lejos. Le llegó un perfume dulce y
perturbador. Achicó los ojos. Desde su atalaya, a
través de un hueco entre dos ramas, el capitán
contempló la llegada de decenas, cientos de
pulgones alados. Eran del tamaño de gorriones
terrestres, extinguidos, como los insectos, en los
91
tiempos en que el capitán era niño. Acudían atraídos
por la fragancia dulzona que lo inundaba todo. El
lugar de donde emanaba, que estaba oculto entre la
hojarasca, se iba cubriendo de pulgones. Emmanuel
Sinclair presenció, cautivado y alerta, cómo el color
verde claro de los recién llegados al festín se iba
tornando ámbar cada vez más oscuro. Saciados,
incapaces de volar, se quedaban reposando sobre el
bulto de donde libaban el néctar. Con un lento
movimiento, aquello que permanecía cubierto de
hojas y pulgones se elevó sobre sus patas. Era una
araña, enorme, majestuosa, aterradora. Con un leve
temblor se sacudió los pulgones que caían
borrachos, aplastándose unos a otros, sin poder
soportar el peso de su glotonería. La araña se giró
un segundo a contemplar la catástrofe que había
ocasionado. Un batallón de mariquitas se hizo cargo
de los dulces cadáveres. Algo en la forma en que se
giró, en la forma en que continuó andando sin
prestar atención a la orgía de sangre que dejaba
atrás, estremeció al capitán. Aquellos no eran
robots, era una masacre de seres vivos.
La araña se movía rozando apenas el suelo
con sus poderosos cuatro pares de patas elásticas.
Iba dejando el rastro del líquido viscoso que fluía de
su vientre abultado. Nuevos enjambres de pulgones
se peleaban por conseguir su hueco para chupar el
reguero de néctar. El bullicio se volvió aterrador a
medida que la gran araña se iba acercando a él. El
92
capitán era consciente del destino que lo esperaba
como presa. El instinto de supervivencia del capitán
despertó. Los intentos por liberarse de la red, en la
que se enmarañaba cada vez más, acrecentaron su
cólera, pero Emmanuel Sinclair estaba adiestrado
para afrontar situaciones poco convencionales. La
araña, espantosa, callada, trepó hasta el nido donde
el capitán seguía luchando por liberarse. Lo miró
con sus ocho ojos de azabache, tan bellos como
terroríficos. El capitán recordó. Era la mirada que le
había examinado cuando los escarabajos rasgaron el
traje de astronauta en el que se había introducido
antes de intentar el descenso al planeta. No era solo
curiosidad lo que había despertado en la araña.
Quizá fue el encuentro con lo que creerían una
extraña crisálida de la que emergió un macho de
olor espeso y penetrante después del tiempo
encerrado en el traje de astronauta. Al capitán no le
cabía duda: la araña estaba en celo y él era la pareja
elegida.
Sin más armas que sus propios cuerpos, la
araña le destruiría en segundos, pero el capitán
Sinclair lo sabía todo del comportamiento de las
arañas e intuía que esa, de abultado abdomen
dorado, que separaba los hilos para liberarlo
blandamente, con cuidado de no dañar antes de
tiempo el delicado regalo que había venido del
espacio, ignoraba la ilimitada capacidad de
violencia de un ser humano. El capitán Emmanuel
93
Sinclair se deslizó con sigilo hasta el suelo ayudado
por los hilos que lo sujetaban y se levantó sobre sus
pies. La araña bajó por el tronco a la par que él, sin
dejar de observarlo. Al capitán, después de tanto
tiempo sin pisar sobre suelo firme, caminar le
produjo una felicidad efímera, rota por la evidencia
de lo que sucedía en el primitivo cerebro del
monstruo.
La araña debía de estar convencida de que
su macho estaba bailando para ella con sus dos
únicas patas. Se quedó por un momento paralizada,
como embelesada, contemplando el simple acto de
andar, cómo levantaba una pierna, la doblaba por la
mitad, la posaba en el suelo y repetía el brusco
movimiento con la otra pierna. Los torpes
movimientos del capitán Sinclair, el macho exótico,
parecieron cautivar a la hembra que se sumó al
extraño cortejo. El color marrón tostado de la piel
del capitán se fundió en una danza extravagante con
el dorado de la araña, que usaba sus pedipalpos para
recorrer con suavidad la piel oscura de su macho.
La analítica mente del capitán se desligó del
terror que su cuerpo estaba experimentando. Era el
momento de actuar. La araña estaría a su merced
hasta que consiguiera su semilla. No había un solo
animal más a la vista. Habían desaparecido
silenciosamente, como si respetaran la intimidad del
monstruo. Podría matarla, escabullirse entre la
vegetación, correr los cien metros que lo separaban
94
de la nave, poner en funcionamiento el sistema de
comunicación y dar a la base la esperada y buena
noticia. Sí, había encontrado un planeta limpio,
sano, intacto. Una vez que tuvieran las coordenadas
exactas de su posición podrían continuar las
exploraciones. Por fin los terráqueos más poderosos
conseguirían escapar de su propia obra. Comenzaría
la selección de los individuos humanos con los que
se reiniciaría la nueva Tierra. Reducirían o
exterminarían fácilmente a los animales del nuevo
planeta y, en caso de que hubiese una civilización
similar a la humana, era bastante probable, dado su
escaso impacto en la naturaleza, que no hubiesen
alcanzado el grado de evolución de la civilización
terráquea, por lo que igualmente podrían ser
reducidos.
Tendría tiempo suficiente antes de que
acabaran con él. Sería el descubridor del nuevo
mundo. Había resultado elegido entre muchos
candidatos. Era el momento de demostrar que no se
habían equivocado al asignarle la misión que iba a
suponer la salvación de una pequeña parte de la
Humanidad. El capitán Sinclair preveía un futuro de
reconocimiento, de honor, moriría como un héroe.
Por algo se llamaba como su antepasado, aquel otro
Emmanuel Sinclair que muriendo en batalla compró
la libertad de todos sus descendientes. Sería su
digno heredero. Alzó el rostro hacia el cielo. Se le
hizo raro no encontrar sobre su cabeza la nube de
95
contaminación que coronaba cada población en la
Tierra. Era extraño y hermoso el cielo azul
purísimo, el que mucho tiempo atrás había
desaparecido del planeta del capitán. Encerrado en
ciudades grises de acero y hormigón, desconocía
que pudiese ser real y tangible el mundo diseñado
en películas que reproducían la antigüedad, cuando
el mundo estaba subdesarrollado.
Su pareja de baile requirió su atención.
Trataba de imitar los movimientos del capitán. Le
acarició con sus patas peludas. Debía estar atento
para actuar en el momento preciso. Atacaría su
abdomen. Fijó su vista en una rama desprendida que
podría usar como arma para herir de muerte a la
araña. Movía sus piernas para preparar el momento
de la carrera hacia la nave. Al tiempo que calculaba
sus posibilidades de huida, nacía en el capitán una
rara pesadumbre por tener que acabar con esa bestia
que en el fondo se mostraba tan inocente, tan
inerme. Y entonces la araña comenzó a emitir un
canto misterioso, como una nota sostenida y
vibrante que salía de alguna parte de su cuerpo y
penetraba en los oídos del capitán Emmanuel
Sinclair. Le embargó un bienestar nunca antes
sentido. No podía hacerlo. Decidió en ese momento
que sería un héroe, pero nadie lo sabría. Su deber
era proteger el planeta de la invasión. Su
desaparición, su silencio retrasaría temporalmente el
programa, quizá lo suficiente para dar tiempo a la
96
extinción total de la raza humana.
La araña, ajena a la decisión que iba a
preservar su mundo, ante la falta de respuesta
sexual del hermoso pene que palpaba, aproximó la
boca salvaje a los labios apetitosos del capitán
presintiendo el delicioso sabor de la carne.
Emmanuel Sinclair, dispuesto al sacrificio, inclinó
la cabeza.
97
UNA CASA EN EL BOSQUE
98
antes su hija había despertado con el traqueteo del
coche al entrar al camino. Ana había estirado los
brazos perezosamente hacia el techo, primero y
hacia el asiento del copiloto, después, para
despeinar repetidamente y a dos manos la melena de
su madre a la vez que un largo y relajado bostezo se
escapaba de la boca.
—¿Alguna vez dejarás de ser una gamberra?
—se había quejado Julia, consentidora del desastre.
—Que a ese corte le viene bien el
despeinado, mamá.
Santiago, ajeno en ese instante a todo lo que
no fueran sus propios pensamientos, conducía en
silencio por el sendero entre pinos que, según las
indicaciones, les llevaría hasta un pequeño claro
desde el cual se accedía a la casa.
—Habrá wifi. No me digáis que no.
—Ana, que aquí hemos venido a
desconectar —había dicho Julia para desesperación
de su hija.
Ana se había vuelto hacia Santiago.
—Papá, por favor, necesito estar en contacto
con mis amigos. Papá, por favor, que se van a
enfadar.
—Puedes ir paseando hasta el pueblo.
Seguro que allí habrá acceso a Internet.
La sugerencia del padre parecía haberla
reconciliado con el mundo momentáneamente,
aunque no se planteó preguntar la distancia que la
99
separaba del pueblo más cercano. Había ayudado a
sacar el equipaje del coche y a colocarlo dentro de
la casa, que desde fuera se mostraba como una
sencilla casa de madera, pero adquiría una
dimensión nueva en su interior. Se notaba que no
habían escatimado en la decoración, en los muebles
de diseño de última generación, en los cuadros y
murales que colgaban de las paredes, en la cocina
de aspecto futurista.
—Guau, papis, esto es una pasada.
Ana había recorrido la casa con los ojos tan
abiertos como su sonrisa, girando como una
bailarina, a pesar del sobrepeso que se acumulaba
sobre todo en los muslos embutidos en un mínimo
pantalón dos tallas por debajo de la suya, hasta que
se había dejado caer en el sofá de un blanco
impoluto.
—Aquí tiene que haber wifi. Seguro. ¿Puedo
sacar ya el móvil?
—Ana, cariño, ten un poco de cuidado, no
me gustaría devolverle la casa a Rosa con tus
huellas en todos los muebles.
—Habrá que poner una funda en el sofá —
había mediado Santiago—. ¿A quién se le ocurre
poner un sofá blanco radiante en una casa en el
campo? A tu hermana Rosa, claro.
—Peor habría sido encontrarnos toda la casa
del color de su nombre. La creo capaz —había
zanjado entre risas Julia, mientras dirigía una
100
mirada sazonada con su pizquita de resentimiento a
Santiago, especialista en lanzar puyas dirigidas
siempre a su familia.
Se había mordido la lengua para no decirle
lo que pensaba, para no llamarle «cuñao» con el
mismo tono sarcástico que usaba él para hablar de
su hermana, pero las vacaciones habían sido
preparadas para pasar unos días relajados, no para
perseverar en una guerra de reproches declarada no
recordaba cuándo. Y entonces fue cuando Ana
había comenzado a despotricar de los dormitorios.
—¡No digas tantos tacos! —alcanzó a decir
Julia antes de que su hija abriera la puerta con más
energía de la necesaria y la cerrara ruidosamente.
Julia no tuvo tiempo de recriminar de nuevo
la rudeza del portazo cuando la puerta volvió a
abrirse. Ana irrumpió en el salón cubriéndose la
cabeza con las manos y gritando fuera de sí algo
que su madre no lograba descifrar.
—¿Qué te pasa, cariño? Tranquila.
Julia trataba de abrazar a Ana, que iba dando
tumbos entre los muebles del salón, manteniendo
agarrotadas las manos en la cabeza y gritando
incoherencias con una voz rota por los gritos y el
llanto. Se sumó Santiago. Entre los dos
consiguieron interrumpir el deambular sin sentido
de Ana. La abrazaban no tanto por calmarla como
por calmarse ellos mismos.
—Ya, ya. ¿Qué te pasa?
101
—¡Hay un pájaro en mi habitación! ¡Un
pájaro! ¡Un pájaro! ¡Qué miedo, mamá! ¡Me ha
rozado! —explicó Ana entre hipos descontrolados y
escalofríos—. ¡Vámonos de aquí, por favor, por
favor!
—¿Todo esto por un pájaro? —gritó para
imponer la voz sobre los llantos de Ana un
incrédulo Santiago, que dejó, sin más, a madre e
hija para acabar de cambiarse de ropa.
—Odio los pájaros. Los odio. Siempre
pienso que se me van a enredar en el pelo o que me
van a picar en los ojos. Los odio. ¡Los odio! —
sollozó Ana, un poco más calmada, sentada en el
blanco sofá, los brazos cubriendo aún la cabeza.
Julia, haciendo de tripas corazón, entró en el
dormitorio. No quiso mirar hacia ningún lado
porque, al igual que su hija, sentía un íntimo y
secreto terror por todo lo que volara y no fuera
construcción humana. Se preguntó si los miedos se
heredarían a pesar de todos los esfuerzos por
ocultarlos. Abrió la ventana con la esperanza de que
el pájaro desapareciera por voluntad propia. Se
aseguró de que la puerta del armario estuviera bien
cerrada e hizo lo mismo con la puerta de la
habitación al salir. Su primera intención fue
dirigirse al dormitorio principal a agradecer a
Santiago su ayuda inestimable, pero, tras tomar aire
y contar hasta diez, se acercó a sugerirle que
salieran a dar un paseo para que se terminara de
102
pasar el susto y fue a negociar con Ana un
aplazamiento de un día para decidir si se volvían a
casa.
La actitud despreocupada del padre rebajó
definitivamente la ansiedad de Ana. La indiferencia
que mostraba en el asunto del pájaro la hizo sentirse
un poco ridícula, pero también protegida. Dejaron la
tarea de deshacer el equipaje y salieron, en
expresión de Santiago, «a explorar el territorio». A
Ana la propuesta le recordaba a libros de aventuras
y pronto, a pesar del maldito pájaro, a pesar de su
imperiosa necesidad de encontrar algún lugar donde
funcionara Internet, no pudo evitar sentirse
arrastrada por el espíritu del scout que sus padres
guardaban de sus años jóvenes. Por si acaso,
decidieron seguir el camino de tierra que llevaba a
la carretera, no querían arriesgarse a perderse entre
los pinos el primer día.
—Mejor será que volvamos cuanto antes,
me huele a lluvia —anunció Santiago arrugando la
nariz cuando no habrían recorrido más de
doscientos metros—. Damos un paseo para
despejarnos del viaje y volvemos a la casa.
—Pues vaya —protestó Ana—, para eso no
me muevo.
Se movió, con la promesa de que si
empezaba a llover, cogerían el coche para acercarse
al pueblo que debería aparecer un poco más
adelante por la misma carretera desde la que se
103
habían desviado para llegar a la casa. Siguieron las
huellas de su propio coche. El camino que se había
abierto entre los pinos no parecía muy frecuentado.
—¿Pero cómo encontró tu hermana esta casa
tan escondida? No llego a explicármelo.
—No lo sé, Santi. Creo recordar que fue a
través de un compañero de trabajo. Ya sabes que
Rosa siempre ha sido muy especial.
Santiago lo sabía. De hecho, habían dejado
de hablarse años atrás. Los motivos amenazaban
con volver a atormentarlo pero, después de haberse
oído llamar Santi, tras tanto tiempo de haber pasado
a ser Santiago para su mujer, se concentró en
disfrutar del momento. Julia seguía gustándole a
pesar de los años de convivencia, de rutinas, de
peleas sordas. Cuidaba su cuerpo, él sospechaba que
más para ella misma que para él, pero él disfrutaba
de igual modo, aunque fuera vicariamente, que lo
mantuviese deseable.
—Por aquí tiene que haber agua —aventuró
Julia.
Se salió del camino hacia el lugar desde el
que provenía el sonido. Padre e hija la siguieron a
su ritmo hasta un pequeño valle entre dos pinares
por donde corría un riachuelo.
—Esto es «el campo de Heidi» —exclamó
Julia con un guiño de complicidad a su marido—.
Dan ganas de dejarse caer rodando.
Y procedió a hacer realidad su deseo. Desde
104
abajo los animaba a seguirla convertida ella misma
en una Heidi cuarentona. Santiago y Ana aplaudían
atónitos, pero no parecían dispuestos a seguirla en
su juego, que se convirtió en duro ejercicio cuando
tuvo que subir la empinada pendiente.
—Date prisa, que nos mojamos —profetizó
Santiago.
—Pero si hay sol —protestó Ana.
A los pocos minutos de iniciar el camino de
vuelta, Ana sintió la primera gota en su frente.
—Llueve —dijo lacónica.
El aviso de aquella única gota se convirtió
en una catarata despeñándose desde un cielo en el
que se podrían haber admirado todos los tonos de
gris si alguien se hubiera atrevido a mirar de frente
lo que se le venía encima.
—Os lo dije —gritó para hacerse oír entre
truenos un triunfante Santiago—. A correr.
Recorrieron el camino de vuelta cubriéndose
entre los árboles por más que Julia insistiera, voz en
grito, que había que tener cuidado con los rayos.
Exhaustos y empapados, llegaron hasta la casa.
Hubo que convencer a Ana, que hizo intención de
meterse en el coche, de la conveniencia de
cambiarse de ropa y secarse antes de continuar con
el programa de la tarde y cumplir la promesa hecha.
—No hay luz —constató Julia al pulsar un
interruptor.
Aún no había anochecido, pero la tormenta
105
había conseguido adelantar la oscuridad. Los
grandes ventanales dejaban entrar la tímida luz que
se filtraba entre los nubarrones.
—Ahora compraremos velas en el pueblo. Y
un par de linternas.
—No me digas que no has traído ni una
linterna. ¡Oh el gran boy scout! —ironizó Julia.
—Me estoy divirtiendo como nunca —
gimoteó Ana.
—Me doy una ducha rápida y voy a comprar
o vamos los tres, como queráis.
Medio a palpas, Santiago se dirigió al baño.
—Por cierto, Julia, cariño, ¿sabes si el agua
caliente va por electricidad?
—Ni idea —replicó Julia—. Ahora miro a
ver si alguna de estas puertas esconde la caldera —
añadió mientras abría los módulos de la cocina.
—¡El agua está helada! —aulló desde el
baño Santiago.
—¡Pues ya puedes entrar tú a buscarme otra
ropa, mamá, que yo no entro hasta que no tenga
claro que se ha ido el bicho! —aulló desde el otro
baño Ana.
Julia se acercó al baño a pedirle a Ana el
móvil, tomó aire y entró en la habitación de su hija.
Concentrada en mantener una respiración regular,
dirigió la linterna a todos los posibles escondrijos
del cuarto, cerró la ventana y lamentó el agua de
lluvia que había mojado el suelo de madera. Abrió
106
la maleta y arrambló con lo primero que pilló al
sentir un leve aleteo sobre su cabeza. Salió de la
habitación. Cerró la puerta y le entregó en silencio
la ropa a Ana. Le temblaban las piernas.
—Sigue ahí. No se ha ido —susurró Julia a
su marido al que fue a buscar al baño. Y añadió al
ver en él un gesto de incomprensión—: el maldito
pájaro.
—Vale —dijo Santiago, apartando la
linterna que le deslumbraba—. Vamos a hacer una
cosa: os cambiáis de ropa, nos vamos al pueblo a
comprar todo lo que necesitemos y de paso nos
informamos de lo que ha podido pasar con la
electricidad y cuánto tardarán en arreglarlo. Y
cuando volvamos, con luz o con linternas, ya me
encargo del pajarito ese que ha asustado a mis
niñas.
—No me has cogido el pantalón que quería
—protestó Ana desde el salón—. Da igual. Estos
están bien —rectificó, una vez que vio la expresión
de enfado en la cara de su madre, recrudecida a la
luz del móvil—. Y apaga la linterna que me voy a
quedar sin batería.
Abandonaron la casa con el alivio mal
disimulado de reencontrarse con el entorno más
familiar e incluso más acogedor, al menos por el
momento, del coche.
—¿La llave? ¿La tienes tú?
—La llave creo que la dejaste en el
107
compartimento entre los dos asientos. Juraría que te
vi meterla allí.
—No puede ser, porque está cerrado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó
lánguidamente Ana.
—Déjame tu móvil a ver si puedo ver algo
—sugirió Santiago a su hija.
—Ya estoy harta. Me vais a gastar la batería.
Coge el tuyo, jo.
—Ana, mi móvil y el de tu madre están en
el coche porque —ya sabes esas ideas brillantes que
tiene tu madre de vez en cuando— nos prometimos
que ahí se iban a quedar estos días. Y el coche está
cerrado y no encontramos la llave, ¿entiendes
ahora? ¿Me dejas tu móvil para entrar en la casa y
buscar la llave del coche?
—Pero si dice mamá que la dejaste dentro.
—Si estuviera dentro, el coche estaría
abierto y ves —dijo aferrado con la mano crispada a
la manija y tirando de la puerta frenéticamente—,
¡está cerrado!
Ana alargó el móvil resignada. Santiago
entró en la casa a zancadas y cerró tras de sí con un
portazo. Madre e hija se quedaron esperando bajo el
pequeño porche de la entrada porque, aunque con
menos furia, seguía lloviendo.
—Tienes que entenderlo, hija, se ha puesto
muy nervioso. Seguro que luego te pedirá perdón
por haberte hablado así.
108
—Estoy harta. Yo no quería venir. Me
habéis obligado.
—Bueno, verás cómo cambias de opinión
cuando vayamos al pueblo y hagamos nuestros
paseos por el campo. Esto es precioso, Ana. Y a
todos nos venía bien cambiar un poco de aires.
Julia abrazó a su hija y la besó en el pelo.
—Si tú lo dices…
—¡Puaj!, qué mal huele el pelo mojado —
bromeó en un intento de levantar el ánimo a Ana.
Dentro de la casa se oyó una blasfemia y al
poco se abrió la puerta.
—No encuentro la llave y el móvil se ha
quedado sin batería —dijo Santiago reprimiendo un
enfado perceptible solo en el latido de una vena en
el cuello, oculto en la cada vez más profunda
oscuridad.
Ana empezó a llorar incapaz de contener las
lágrimas.
—Os dije que se iba a quedar sin batería. Yo
no quiero estar aquí.
Julia empujó a los dos hacia la casa.
—Vamos a calmarnos, chicos —ordenó con
autoridad—. Sentaos en el sofá blanco radiante de
mi hermanita mientras yo rebusco por todos los
sitios de esta preciosa casa. ¡Y no discutáis más!
El trabajo de investigación tuvo sus frutos.
Unas cuantas velas encontradas alrededor de la
bañera de uno de los cuartos de baño y una caja de
109
cerillas olvidada en una repisa los sacó de las
tinieblas. Julia encendió tres velas sin preocuparse
si la cera mancharía la mesa de centro sobre la que
las colocó.
—Tengo hambre —se atrevió a decir Ana
una vez que Julia se hubo sentado a su lado.
—Cuánto lo siento, hija. Mañana
desayunaremos en el pueblo todo lo que nos
apetezca. Ya verás.
—Pero yo tengo hambre ahora, mamá.
—Mira a ver si sigue el pájaro en la
habitación y lo asamos con una vela.
Ana se refugió en los brazos de Julia.
—Ay, Santiago, de verdad.
—Me voy a la cama. Mañana será otro día.
¿Puedo coger una vela para ver por dónde piso? —
preguntó Santiago sin disimular la ira que lo
dominaba.
A Julia no le atraía lo más mínimo la
perspectiva de quedarse sola con su hija en la
penumbra. Tomó la mano de Santiago, que ya se
levantaba del sofá.
—Espera, hombre, que podemos intentar
jugar a algo o contar alguna historia. Aguarda un
poco, no seas así.
—Si me prometes —estalló— que la
próxima vez que tu hermanita te ofrezca pasar unos
días en esta casa, que seguro que ella no ha visto
más que en plano, le contestas, con la buena
110
educación que caracteriza a toda vuestra familia,
que se la meta por donde le quepa.
—¡Vaya! —Julia soltó la mano de su marido
y se puso en pie—. Vamos a intentar dormir y
mañana con el nuevo día, todos nos levantaremos y
encontraremos la llave del coche y nos reiremos de
las tonterías que se llegan a decir cuando estamos
enfadados.
—Mamá, yo no quiero dormir sola.
—No, cariño, tú te vienes con nosotros.
Cabemos los tres de sobra. ¿Te parece bien,
Santiago?
—Haced lo que queráis.
Julia entendió como buena señal que
Santiago no hubiera decidido dormir solo en otra
habitación. Al fin y al cabo, eran una familia.
Apagó las velas innecesarias e iniciaron un triste
desfile hacia el dormitorio. Santiago iba delante con
la vela, Julia, con la mano sobre el hombro de Ana,
detrás. Ana insistió en meterse en medio de los dos.
Julia, que habitualmente necesitaba una total
oscuridad para dormir, descorrió las cortinas
anhelando cualquier mínimo destello de la luna que
consiguiera asomarse entre las nubes. Ana rogó que
dejaran encendida la vela hasta que se consumiera,
pero tanto Julia como Santiago fueron tajantes: era
peligroso. Y así permanecieron los tres, oyendo las
respiraciones de los otros dos, conscientes de que el
enfado y el hambre les iba a hacer difícil dormir.
111
Cuando a la mañana siguiente la nítida luz
del sol atravesó sus párpados, a pesar de que se los
había cubierto con la sábana, Julia la recibió como
un regalo después del horrible sueño que la había
acompañado por la noche. Escondida bajo la
sábana, con los ojos aún cerrados recordó la
pesadilla, a su hija susurrando primero y gritando
después que el pájaro estaba allí, recordaba a su
marido bramando ¡calla la puta boca!, una lucha de
brazos y manos entrechocando en la oscuridad,
mientras los sollozos de su hija eran cada vez más
débiles, se recordaba chillándole a su marido ¡estás
haciendo daño a tu hija! al tiempo que intentaba
separar las manos de él del cuello y la boca de su
hija, cómo palpó un objeto que le pareció
contundente y lo descargó contra el bulto que sabía
que era su marido y así logró que se separara y
quedara en silencio, recordaba la paz que sintió
cuando se abrazó a su hija. Y su terror cuando soñó
que despertaba y la encontraba como dormida
profundamente con sus hermosos ojos picoteados,
su carita salpicada de gotas de sangre y en el cuello
las huellas amoratadas de los dedos. Y al lado,
Santiago, acurrucado como un bebé, sobre un
charco de su propia sangre que el colchón no había
logrado empapar.
El estruendo de un objeto estrellándose
contra el suelo la sobresaltó en el silencio extraño,
helador del dormitorio. Se sentó sobre la cama. Un
112
maravilloso vaso de cristal, que le había llamado la
atención al recorrer la casa, había caído desde su
pedestal metálico, sobre el que ahora descansaba,
asomando por el borde parte de sus garras huesudas,
un pájaro de plumaje negro, resplandeciente, que la
miraba desafiante. La llave del coche colgaba de su
pico. Julia volvió la mirada hacia su hija. Con las
manos ensangrentadas se tapó los ojos.
113
CARCOMA
114
luz incierta que le regalaban las llamas, y sintió que,
como él, había necesitado el calor natural de la leña
chispeando en la chimenea para recobrar su
naturaleza de refugio, de lugar apacible, de hogar.
Porque sucedería allí, en la cabaña que habían
tomado prestada, escondida entre árboles que aún
era incapaz de nombrar y lo suficientemente alejada
del pueblo como para que no se viera el humo de la
chimenea durante la noche. Un antiguo refugio de
pastores abandonado hacía años. La madera de la
que estaba construido le daba buenas sensaciones.
«Sí», fantaseaba, «ocurrirá aquí, al calor de la leña
ardiendo desnudaré por fin el deseo escondido;
aquí, en donde el mundo se reducirá a nosotros dos,
nuestros cuerpos se encontrarán, se reconocerán, se
complementarán. Mi piel será correspondida por su
piel. Nuestro nido de amor».
Esperaba a Hugo. Recordaba aquella tarde
en que recibió la noticia y lo ahogó el pánico de la
ausencia presentida. No se había atrevido y no se
atrevió aquel día, pero fue el último empujón que le
faltaba, el definitivo impulso para dar el paso:
Hugo, su compañero de piso, le comunicó que se
volvía al pueblo con sus padres, que no aguantaba
más tiempo el trabajo de mierda en el bar, estaba
harto de ser un esclavo no reconocido como tal,
trabajando para pagarse una comida miserable, una
ropa que no le gustaba, el transporte saturado, y
llegando a su cuarto tan cansado que no podía
115
apreciar la penuria de un cuchitril en el que no
entraba el sol ni apenas la luz natural, la infamia de
un colchón en el que habrían mal dormido unos
cuantos desgraciados como él. Lo de triunfar como
arquitecto brillante lo dejaba para la siguiente
reencarnación. Se volvía a trabajar con su padre en
el taller. No daba para mucho, pero al menos tendría
una buena comida, una habitación decente. Y a él,
que lo escuchó y no se derrumbó gracias a la
placidez que le prestaba la hierba que se estaba
fumando, lo inundó la nostalgia de no volver a
verlo, de no oír su voz, de olvidar su olor, su
malhumor al despertarse.
Hugo terminó con un «te voy a echar de
menos, tío» que despertó su esperanza. ¿Y si Hugo
sentía algo por él y, como él, no se había atrevido a
decirlo? Quizá, como él, había tenido alguna mala
experiencia con algún compañero de piso. No
quería acordarse de la paliza que le dieron en la
última casa. «Y eso que no me caíste bien al
principio. Ya sabes, el ser humano es desconfiado
por naturaleza y más si el de enfrente lleva rastas,
que no digo yo que no haya calvos cabrones,
pero…», había seguido hablando Hugo,
repantingado en el sillón, amparado en su sonrisa de
ángel, la que lo libraba de cualquier enfado. Él,
sonriendo también, lo acusó de tener demasiados
prejuicios.
—Bueno, pues sí. Pero es que hacer casting
116
de compañero de piso se las trae. Ya lo verás tú,
ahora que me voy.
Contempló cómo Hugo dejaba su sillón y se
acomodaba en el sofá, a su lado, con cuidado de no
sentarse justo sobre el muelle suelto que ya les
había dado más de un susto. Le cedió el cigarrillo.
—Entonces si tan mala espina te di, ¿por
qué me elegiste? —preguntó, tras recuperar el
cigarrillo.
Hugo simuló cómicamente el gran esfuerzo
con el que estaba elaborando una complicada
respuesta. Le gustaba la teatralidad que de repente
poseía a Hugo, cuando abombaba la voz como un
locutor de documentales.
—Pues mira, eras universitario, como yo,
aunque, como yo, trabajabas en hostelería
esperando, como yo, conseguir trabajo de lo tuyo.
Ya sabes, esa utopía.
—Ya sé que no te gusta que hable de esto,
pero supe que me elegirías cuando vi tu aura —
contestó tras unos instantes de duda.
Sus creencias ya habían provocado otras
veces el sarcasmo de Hugo, el cartesiano, el
racional.
—Bueno —sonrió burlonamente Hugo—,
tú dirás que es el aura; yo, que me convenciste
cuando confesaste que llevabas cuatro años
compartiendo pisos y que te hacía ilusión poder
pelearte por la limpieza, los ruidos, los horarios, con
117
una sola persona en vez de con dos, tres o cuatro.
Me hizo gracia. Me caíste bien por eso.
Se quedó pensativo. ¿Y si se lo decía ahora?
Era su oportunidad. De todos los modos ya lo estaba
perdiendo. No se atrevió.
—Y…, pensándolo bien, si tú te vas, yo me
voy.
Hugo soltó una carcajada.
—Pero si siempre dices que a ti te va muy
bien, hombre. Busca otro compañero de piso y ya
está, que al dueño del piso le va a dar igual, eso sí,
para hablar con él, recógete el pelo, que es un tío
viejo y lo mismo desconfía.
—No, no voy a recogerme el pelo ni voy
buscar otro compañero de piso. Esto es el aviso para
cambiar de vida. Llevo luchando por salir adelante
cinco años, sin vacaciones, sin descansos,
pedaleando noche y día, a cualquier hora, llevando
comidas a gentes de todo tipo con una característica
común: no me miran a los ojos cuando les entrego
su comida, no quieren verme, hubieran preferido
que les llevara la comida un robot.
—¿Te vuelves a casa de tus padres?
Negó con la cabeza. «No, Hugo, lo que
quiero es irme contigo, ¿no te das cuenta?»,
pensaba.
—No, no tengo donde volver. En casa de
mis viejos no hay buena energía, se me
desequilibran los chacras. Ese es el problema. Llevo
118
dando vueltas a la idea de irme a algún pueblo
perdido, al campo, ya sabes: árboles, verdor, agua
cristalina, aire puro. Me gustaría probar. Claro, que
hasta que sepa cómo ganarme la vida, tendré que
buscar una casa gratis, que algo tengo ahorrado,
pero me gusta comer todos los días.
En la mirada de Hugo quiso ver algo más
que la simpatía, la aceptación de la inocencia con la
que los urbanitas hablaban del campo como un
paraíso. Y llegó la invitación:
—El campo, como tú dices, tiene sus cosas,
no te creas, pero, si lo que quieres es probar… no sé
si mi pueblo será lo bastante perdido para ti. Es una
mierda de pueblo, no hay más que vejestorios…
Arriba, en el monte hay un refugio de pastor que te
podría servir un tiempo. Yo, por mí, te llevaría a mi
casa, pero no quiero presionar a mis padres, que
bastante tienen con que yo vuelva a chupar de la
teta como para, además, llevarles un invitado de
gorra.
No estaba seguro si era una declaración de
amor. No quiso estropear el momento preguntando
abiertamente, pero la propuesta de Hugo era una
señal, una promesa de que algo que no había pasado
podía pasar. No vio las dudas, los miedos. Le podía
la ilusión. Llevaría víveres para una semana, su
bicicleta y su mente abierta para ganarse la vida en
contacto con la tierra, con la madre tierra. Su vida
daría un vuelco.
119
¿Y qué más daba la desilusión de su llegada
al pueblo en ese momento en que atizaba el fuego
con un hierro que alguien había dejado en la
cabaña? En ese momento en que esperaba que Hugo
abriera la puerta y le mirara con su sonrisa digna de
una pintura de Leonardo, ¿qué le importaba ya lo
que había pasado? Sucedió que cuando se bajó del
autobús en el que había viajado hasta la parada más
cercana —a diez kilómetros de su destino— y se
presentó en el pueblo montado sobre su bicicleta, lo
recibió un día nublado, tristón, una calle desnuda,
deshabitada, que se alborotó con sus rastas al
viento. Hubo algunas miradas de prevención,
tamizadas por visillos blancos. Lo alarmó el silencio
que permitía oír a los pájaros, al viento moviendo
las hojas de los árboles. Un silencio que lo abocó al
recuerdo del tráfago en la ciudad, le pareció que
entraba en un pueblo fantasma, como un decorado
de película antigua. No había ni rastro de Hugo.
Hugo se lo explicó después; la madre
deslizándose silenciosa por la puerta que
comunicaba la casa con el taller y avisando en voz
baja a sus hombres: «Hay uno en bicicleta con unos
pelos muy raros, parece que va buscando algo. Será
un turista. Sal tú, niño, que sabes inglés». El agobio
que le impidió hablarles a sus padres de él, cómo
salió en busca del «turista» y por qué lo saludó con
la afabilidad propia de un pueblerino hacia un
desconocido.
120
—¿Qué hay? ¿Buscas a alguien? —
pronunció primero en versión original y luego
traducido al inglés, con buena voz, para que llegara
al lugar donde se agazapaba su madre, y no quedara
lugar a dudas.
—Tío, que soy yo —contestó él, en un
susurro, apabullado aún por el silencio, por la
actitud desconcertante de Hugo, tocándose el
esternón con el índice, dolorosamente sorprendido
por la forma de tratarlo, como a un desconocido.
Paralizado en medio de la calle principal del
pueblo, miraba a Hugo con una intensidad amarga y
a punto estaba de echarse a llorar. Había algo
nuevo, una oscuridad que lo intimidó.
—La tienda está por ahí —dijo entonces
Hugo elevando la voz para acallar cualquier sonido
que osara emitir él, y añadió—: Ven, que te
acompaño.
Cuando lo agarró del brazo, él se dejó llevar,
indefenso, hasta que Hugo se aseguró de estar a
salvo de miradas y le contó por qué había insistido
en irse antes que él: para que sus padres no
sospecharan que se conocían de antes. Necesitaba
tiempo antes de presentarlo como amigo. No quería
problemas. Le señaló el camino por el que
encontraría la cabaña, le prometió una visita en
cuanto pudiera.
Llegó al mediodía, distinto, como si
realmente se hubiese encontrado con él en el monte
121
por casualidad, aunque llevaba unos periódicos
atrasados y una botella de líquido inflamable con
los que ayudarse a encender el fuego, y algo de
comida. Le enseñó cómo colocar la leña en la
chimenea, aunque tendría que esperar a que
anocheciera para encender fuego, le ayudó a recoger
ramas secas, le pidió que fuera discreto y se fue. Las
dos primeras noches no había conseguido producir
más que una humareda que impregnó de tufo su
ropa y su piel. El día lo pasaba vagando por los
alrededores de la cabaña, sin atreverse a bajar al
pueblo. Esperaba a Hugo.
Esa noche, en la que estaba orgulloso de
haber sido capaz de encender un fuego rotundo,
daba lo mismo que la chimenea soltara un poco de
humo, lo tenía todo preparado, él estaba preparado
para dar el gran paso, pero Hugo no apareció. Se
obligó a no darle importancia, había mucho tiempo
por delante. Meditó durante treinta minutos para
relajarse. Tendió el saco de dormir lo bastante cerca
de la chimenea para calentarse y lo bastante lejos
como para que no saltase una chispa. No recordaba
haber estado nunca tan solo como en esa cabaña en
medio del monte y, sin embargo, sentía la compañía
de la naturaleza. Incluso creía oír la vida a su
alrededor, una especie de ligeros crujidos que lo
acompañaban.
Hugo asomó su cara amable, de
compromiso, por la ruinosa puerta de la cabaña a la
122
mañana siguiente.
—Acabas de apaciguar mis chacras —le dijo
sonriendo como un condenado a muerte al que
acaban de indultar— creí que me habías
abandonado.
—Solo vengo a ver qué tal estás. No puedo
quedarme mucho, que me esperan, ¿vale? —
contestó Hugo, nervioso, acelerado.
—Tío, que oigo moverse a la vida —explicó
emocionado y tratando de retener a Hugo.
Después de echar un vistazo al precario
hogar, Hugo señaló unos minúsculos agujeros que
salpicaban las paredes.
—Carcoma.
Lo miró desconcertado.
—No sé de qué me estás hablando, tío. La
madera tiene poros o algo así, ¿eso es lo que me
dices?
—No, lo que creo que tiene son bichos,
muchos, muchísimos.
—¿Cada agujero es un bicho? —preguntó
perdiendo la sonrisa.
—¿No querías naturaleza? Pues te has
topado con la naturaleza de bruces.
—Bueno, si hasta hace bonito. ¿Y a qué se
dedican estos bichitos?
—A comer madera.
—Pues no entiendo qué han estado haciendo
hasta ahora porque no creo que hayan llegado
123
conmigo.
—Yo tampoco. Puede que los hayas
despertado con el calorcillo de la chimenea. Si
quieres quedarte aquí, tendrás que darle una buena
mano de gasoil a las paredes y al techo.
—No voy a dar esa mierda, tío, ya he
respirado bastante gasoil en mi vida para ahora
meterme en este agujero a seguir respirando gasoil.
Viviré con mis carcomas.
—Tú verás. Mis padres me han dado un
toque. Tienen miedo de que vuelva a las andadas.
Tío, creo que ha sido un error que hayas venido. Lo
siento.
Se fue. Dejó tras sí el vacío. Nada era como
lo imaginado. Se sentó fuera de la cabaña tratando
de recomponer sus planes. Su esperanza de
compartir su vida con Hugo quedaba ahora tan
lejana como si no lo hubiese conocido nunca. Había
pasado una semana metido en un agujero, haciendo
penitencia, postrado ante un dios que no era más
que una marioneta hueca. Lo había roído por dentro.
No le quedaba más que desandar lo andado y
comenzar otra vez. Esa noche, antes de meterse en
su refugio, se despidió de las estrellas, a la mañana
siguiente se iría de allí. Se acostó llorando. Los
crujidos en las paredes, en el techo, se aceleraron,
hasta le pareció que le llovía una especie de serrín
del techo. Al fin, se durmió. Miles de insectos
siguieron desquitándose del hambre atrasada.
124
Cuando le cayó encima la primera tabla, trató de
incorporarse. No le dio tiempo. El techo entero se
derrumbó sobre él. Nadie supo explicarse qué hacía
ese desconocido perdido en el monte. Hugo guardó
silencio.
125
PIEL
126
La mujer no se movía. El más joven de los dos
trabajadores intentó palpar con su dedo el pulso de
la carótida de la mujer. La estola de piel debía de
habérsele enredado de tal forma en la caída, que era
imposible separarla del cuello. Desde las oficinas
apremiaron a los trabajadores a que la retiraran de la
vista de los clientes sin dilación, no podía permitirse
más espectáculo. Los dos empleados, en óptima
forma física, levantaron el cuerpo menudo y lo
montaron sin dificultad en el propio carro que la
mujer había abandonado en su caída, lo cubrieron
con una manta de mudanzas que otra trabajadora
acercó «con pasó apresurado pero sin llegar a
escandaloso» —siguiendo la advertencia de su
superior jerárquico— y se lo llevaron a buen paso,
dejando sin excusa a la reunión, que se disolvió
entre la corriente de compradores, con la excitación
alegre de tener una buena anécdota que contar a sus
allegados.
Lo que más sorprendió al forense fue la
adherencia de la piel de zorro que rodeaba su cuello.
Era una de esas con patitas y cabeza, como un
animal planchado, y se había enrollado de tal
manera que no hubo forma de desprenderlo más que
desgarrando la fina piel del cuello y el escote de la
finada. Las dos pieles se habían fusionado, como si
algo las hubiese convertido en una sola, que acabó
en el cubo de desechos sanitarios. La mujer había
muerto fulminada, se había roto el cuello. El forense
127
dio por bueno que habría sido al caer al suelo en
una desafortunada posición. No se había golpeado
con ningún objeto, no había heridas ni hematomas.
El desvanecimiento podría haberlo causado una
bajada o subida de tensión o de glucosa. Nadie se
preocupó del asunto más de dos días después del
acontecimiento. Nadie lo relacionó con el raro
accidente sufrido ese mismo mes por el alcalde de
la ciudad, un hombre de muy buena percha y hueca
cabeza, que, sin embargo, siempre tenía una frase
amable para cada ocasión, lo que le proporcionaba
buen número de votos de una población incapaz de
recordar las promesas de un alcalde que las daba
por incumplidas antes de proponerlas. Era un martes
lluvioso el día en que el alcalde se precipitó por las
escaleras del consistorio. Todos lo achacaron a un
resbalón propiciado por la lluvia. El accidente
sucedió cuando el edil se dirigía a una importante
reunión en la que, junto al concejal de urbanismo,
sellaría un importante convenio con una empresa de
servicios que les iba a reportar, aparte de muchas
molestias y alguna mejora a la población, unos
buenos caudales de dinero en efectivo a los
firmantes, sin intermediación de transferencias ni
recibos, todo lo más se interpondría un sobre de
tamaño regular. Iban hablando discretamente, en
voz queda, de las vacaciones que tenían previsto
disfrutar en cuanto cerraran el trato. Según declaró
su amigo el concejal de urbanismo, «fue un visto y
128
no visto». Rodó escaleras abajo. Para tranquilidad
del concejal y en evitación de habladurías
relacionadas con ligeros empujoncitos, zancadillitas
y otros medios de ascender en la jerarquía —que ya
se sabe lo mal pensada que es la gente—, en ese
momento, bajando y subiendo la ancha escalinata,
había unas cuantas personas que fueron testigos de
la misma escena. Al traje que le pusieron para su
último viaje le añadieron la bufanda de piel de visón
que llevaba anudada al cuello, con mucho estilo, el
día del accidente, porque no hubo forma humana de
quitársela. Se había adherido de tal forma que, en
un intento de separar las dos pieles, causaron un
desgarramiento en el sólido cuello del desdichado
alcalde y decidieron que tampoco le quedaba tan
mal al cadáver una bufanda, que hasta le daba un
aire distinguido. No le dieron más vueltas.
Fue en el tercer accidente, después de
redactar la necrológica en el diario local en el que
trabajaba, cuando a Elsa se le encendió la chispa de
la sospecha. Escribía el obituario de Carmela Sáez,
benefactora de la cultura de la ciudad, mujer de un
empresario de la construcción. Obvió los detalles
escabrosos del caso. El estado en que quedó la
fallecida. Nadie necesitaba saber de los pezones
arrancados, de la sangre derramada sobre la
blancura del magnífico abrigo de piel de foca recién
regalado por su marido. El encargado del
guardarropa del teatro y su marido fueron los únicos
129
que asistieron horrorizados al desarrollo de los
acontecimientos. El primer mordisquito del que se
quejó. «Es como si me mordiera un bebé con mucha
hambre». Todavía pudo sonreír al tratar de quitarse
el abrigo y no lograrlo. Llegó el segundo mordisco.
Y los nervios desatados. Y la histeria, y el marido
gritando al encargado del guardarropa que hiciera
algo, cada uno tratando de tirar de una manga del
fastuoso abrigo que no quería separarse del cuerpo
de Carmela, que gritaba, aullaba de dolor, se
retorcía tambaleándose, perdiendo los zapatos,
cayendo de rodillas, el marido impotente llevándose
las manos a la cabeza, lanzando puñetazos a las
paredes, el encargado del guardarropa, más
efectivo, llamando a emergencias, tratando de
explicar lo inexplicable.
Elsa estaba releyendo el texto que acababa
de escribir —lo encontraba excelente, en su opinión
— cuando le llegó una notificación en el móvil. Su
amiga de comisaría la alertaba de dos muertes
extrañas. Se trataba de una pareja que regentaba el
quiosco de prensa y chucherías de la Plaza Nueva.
Un matrimonio, cercano a la edad de jubilación, que
había contribuido a la adicción a la glucosa de
varias generaciones. Un chaval se había llevado el
susto de su vida al acercarse al quiosco y
encontrarse con dos gorros de piel de castor
reposando sobre los periódicos que la pareja dejaba
por costumbre sobre el pequeño mostrador. La
130
compra de los gorros había sido idea del marido
para protegerse del frío que estaba siendo intenso en
los últimos días y, aunque dentro del quiosco
enchufaban un pequeño calefactor eléctrico, el calor
no llegaba hasta la frente muy despejada del hombre
ni a las orejas siempre heladas de la mujer. El niño
los llamó por sus nombres y, al no recibir
contestación y teniendo delante esos bonitos gorros
de piel sedosa y acogedora que no parecían
pertenecer a nadie, tuvo la inocente idea de cogerlos
para su propio uso y disfrute mientras no apareciera
el propietario. Pensó que alguien los había olvidado.
Fue al tirar de ellos y no conseguir moverlos del
mostrador cuando se percató que dentro de los
gorros se encontraban las cabezas de sus
propietarios. Dio unos golpecitos en el mostrador
para despertarlos y, al no obtener ningún resultado,
se asomó a la parte de dentro. La quietud de los dos
quiosqueros no podía deberse a estar disfrutando
una siesta. Echó a correr por la plaza con un
«¡Aaaaaaaaaah!» a voz en grito, tan histérico que
alertó a un municipal que lo paró en seco y, una vez
que consiguió imponer orden con su autoridad y un
uso proporcional de la fuerza materializado en
zarandeo de hombros, logró que el chaval farfullase
lo que había visto. El agente se acercó al quiosco
para confirmar los hechos y dio parte a la comisaría.
De nuevo actuó el forense, que determinó
que la muerte de ambos se había debido a un infarto
131
cerebral. A la sorpresa de que ambos cónyuges
coincidieran en causa, tiempo y lugar de abandono
del mundo de los vivos, se añadió de nuevo la
imposibilidad de desprender la suave piel de castor,
tan agradable al tacto, de la piel de la frente y del
cuero cabelludo. Sintiéndose en parte culpable, en
parte niño jugando a los apaches, el forense sajó con
destreza gorro y piel de las cabezas de los
infortunados quiosqueros. Todo fue depositado en
el cubo de desechos. Para el velatorio, el personal
del tanatorio les colocó, a petición de los familiares,
unas pelucas que les prestaban un aspecto
carnavalesco muy celebrado entre algunos
asistentes.
Elsa se hizo la encontradiza. El forense la
vio entrar en el bar. Los unía una antigua relación
amorosa, frustrada por incompatibilidades horarias,
que había derivado en una amistad con cierta
tensión sexual que ninguno de los dos tenía previsto
deshacer. Elsa le tiró de la lengua para que hablara
del tema. Le parecía que había un vínculo claro
entre las últimas muertes acaecidas. El forense
discrepaba.
—No hay nada que rascar, Elsa. No hay
relación alguna. Lo siento, pero no hay noticia. La
señora Martínez murió estrangulada, la señora Sáez,
por múltiples heridas incisas, ¿qué ves en común?
El forense no le dijo lo que en realidad
pensaba, para él el caso de Carlota Sáez era un raro
132
caso de autolesiones, por más que no se hubiesen
encontrado las tenazas con las que estaba seguro
que se habría causado las terribles heridas que
acabaron con su vida, un caso de autolesiones
vinculadas —casi con total seguridad, teniendo en
cuenta los órganos dañados— con su deseos de
maternidad frustrada. Nada tenía que ver con el
caso de la señora del supermercado, ni con el de los
quiosqueros, que podían haber muerto
prácticamente a la vez al sufrir uno un ataque al
comprobar que el otro lo estaba sufriendo, una
especie de mortal empatía.
—¿Y el alcalde?
—El alcalde cayó rodando por las escaleras.
¿Qué tiene que ver?
—¿No lo ves, Arturo? Abre tu mente,
Arturo.
El forense se negó en redondo a seguir
hablando de temas conspiranoicos, según calificó
las teorías de Elsa.
—No me vengas con fantasías que no estoy
de humor, Elsa. ¿Qué quieres, que te saquen
cantares? ¿Qué es lo que sugieres? ¿La venganza de
los animales despellejados? Anda, ven que te invito
a un gin-tonic y hablamos de otras cosas más
agradables.
Elsa se guardó sus sospechas. No respondía
a la lógica lo que estaba pensando, pero tampoco lo
que estaba pasando. A la salida del bar, se reprimió
133
de ponerse unos guantes recién comprados, prefirió
resguardar las manos en los bolsillos de la cazadora
y dejar los guantes colgando de la mochila que
llevaba a la espalda. «Por si acaso», pensó. El gesto
no pasó inadvertido al forense.
—Cómo eres, Elsa —dijo con una sonrisa
socarrona—. Siempre en el lado trágico de la vida.
Trae, vas a ver.
Arturo desenganchó de la mochila los
guantes rechazados por Elsa y se los puso.
—No hagas bobadas —advirtió Elsa.
—Me los llevo puestos, mañana te los
devuelvo, ¿vale? Investigación empírica de la
buena.
134
COMUNIDAD
135
hombre se endereza. «Ay, estas piernas», se queja.
Hace ademán de agacharse. El perro se
adelanta a él y le marca el camino hacia el sofá. Una
vez sentados, el perro coloca la cabeza sobre las
rodillas del hombre que le pasa la mano por encima,
se entretiene en los rizos rojizos que cubren las
largas orejas. «Mira, Rufo, yo te voy a explicar lo
que pasa, para que lo entiendas». El perro ha
cerrado los ojos. «¿Te acuerdas del 8 de enero?
Claro que no, ¿Cómo te vas a acordar si para ti no
hay paso del tiempo? Tú vives en un presente único,
en el instante. Ese fue el día que nos encontramos
con el cartel en el tablón de anuncios. Que ya te
digo yo que lo tuvieron que poner mientras
estábamos en nuestro paseo».
El perro se rebulle al oír la palabra que le
despierta las ganas. «¿Qué pasa, Rufo?». El hombre
se da cuenta de que ha pronunciado la palabra
mágica. «Ay, mi pobre Rufo, quieto, quieto». El
perro se resigna y vuelve a tumbarse con la cabeza
sobre el muslo izquierdo del hombre. «Sería el
secretario, que ya sabes el miedo que te tiene.
Estaría esperando a que nos alejáramos, porque yo
me fijé al salir y no había nada. Conociendo al
secretario, no me extrañaría, no fueras a morderlo.
Mi pobre Rufo, que no se ha metido nunca con
nadie, ni con los de su misma especie. Menudo
miedo te tiene, que cada vez que hemos coincidido
los tres, o sea él, tú y yo, se le ha escapado la
136
desconfianza por el rabillo del ojo con el que está
permanentemente controlando tus movimientos. Ya
ves, tú, que, cuando no se te requiere para nada
concreto, te tumbas a dormir. Pues aparte de ser un
miedoso, es tacaño hasta para elegir el tamaño de la
letra de los carteles que nos pone en el tablón de
anuncios. En ese solo fui capaz de leer la palabra
“AVISO”. Ya estaba resignado a subir a buscar las
gafas de cerca y bajar otra vez a leerlo cuando nos
encontramos a Fulgencio».
El perro alza la cabeza y dirige hacia la
puerta una mirada de ojos grandes y vivarachos.
Mueve la cola peluda con leves espasmos nerviosos.
«¡Qué listo eres, Rufo! Que no, que no va a venir
Fulgencio, ni nadie». Hay una tristeza resignada en
la forma en que habla el hombre, como una
nostalgia escondida en una tosecilla que de vez en
cuando usa para aclararse la garganta. «Pues eso,
que fue ese —evita pronunciar el nombre para no
espolear al perro—, ese vecino de toda la vida, el
que me contó lo que ponía en el cartel con pelos y
señales. Era un aviso para una reunión. “De
propietarios”, me recalcó. Hasta ese día las
reuniones siempre se habían anunciado como
reuniones de vecinos. “Es por los morenitos” me
aclaró. ¿Sabes a quiénes llamaba morenitos, Rufo?
A los del 4ºC, que, claro, vivían de alquiler, por más
que F… —no pronuncia el nombre completo por no
incitar al perro— apostillara “o eso dicen ellos”,
137
que entonces no lo entendí, pero luego, en la
reunión ya vi por dónde iban. Que aquí donde me
ves, Rufo, yo siempre he sido un ignorante, que tú
serás igual de ignorante que yo pero tú, al no hablar,
no quedas en ridículo, como yo uno de los días que
coincidimos en el ascensor con la chica del 4ºC, que
siempre te decía algún piropo con ese acento tan
dulce, como de azúcar y, a pesar de no estar yo muy
acostumbrado a la gente de color café con leche, se
me alegraba el ojillo de ver tanta lozanía. Y voy yo
y le pregunto de qué país era, que no sé ni lo que me
dijo, que de la vergüenza se me olvidó porque, acto
seguido, inculto de mí, le digo que para ser
extranjera hablaba muy bien español. Le entró la
risa, Rufo, tú no te acuerdas, pero yo sí porque era
una risa tan limpia, tan llena de dientes blancos y
fuertes, una risa tan joven que creo que hasta un
poco colorado me puse. “Ay, caballero”, me dijo,
“que en Cuba, o Colombia —no me acuerdo bien
del apuro que pasé— se habla español”.
»Bueno, pues dos días después, en la
reunión aprobaron por mayoría cambiar la cerradura
del portal para impedir que los no propietarios
hicieran uso de las zonas comunes. No te creas,
Rufo, que yo pregunté cómo pretendían que
entraran los del 4ºC a casa sin pasar por el portal.
“Que se busquen la vida”, me contestó el
presidente. Para ti es difícil comprender las normas
que nos damos para convivir en paz, ya lo sé, pero
138
las cosas son así. También te digo que tanto el
presidente como el secretario llevan en el puesto un
montón de años, porque nadie quiere serlo y a ellos
parece que no les importa seguir en el cargo, pero
hace tiempo que se les subió a la cabeza. No vayas a
pensar que no intenté seguir la discusión, Rufo, pero
es que eché una ojeada a la cara del resto de
asistentes y vi que tenía las de perder. Eso sí, me
abstuve de firmar el escrito que figuraba como
punto dos a tratar, una carta dirigida a la propietaria
del 4ºC en la que la comunidad expresaba su queja
por las actividades muy molestas de sus inquilinos:
risas y músicas. Yo me excusé de firmar porque
aseguré que no había oído nada de nada. Me escudé
en que vivo en el 7º y soy un poco duro de oído.
»Pero no acabó ahí. El 30 de enero hubo
nueva reunión. ¿Sabes para qué era? Yo te dejé en
casa porque sabía que iba a haber gresca. El
presidente, con sus aires de chupatintas, nos
amonestó a “aquellos que, saltándose el acuerdo
democrático han permitido el acceso a los no
propietarios”. Yo era uno de los infractores. Y bajé
la cabeza como el resto, al fin y al cabo, pensé, lo
mismo tienen razón y son unos festeros que no
dejan vivir a nadie. Desde ese día, traté de no
cruzarme en el ascensor con la chica del 4ºC para
evitarme problemas, que el cotilla de Fulgencio —
de nuevo el perro se agita buscando con la vista y el
hombre lo sosiega con la mano— el cotilla me llegó
139
a decir que corría el rumor de que la chica y yo
teníamos algo. Vamos, a estas alturas me iba yo a
meter en líos, ¿eh, Rufo? Lo que es capaz de
inventar la gente.
»Al mes siguiente hubo otra reunión, el 26,
creo que fue. Yo iba con tranquilidad, creyendo
que, como habían conseguido que los chicos del 4ºC
se marcharan, iba a volver la calma, pero me
equivoqué. Otra vez se aprobó por mayoría, por más
que la reunión fue muy acalorada. Lo que se decidió
no lo entenderías, Rufo. Yo tampoco lo entendí,
pero vivir en comunidad tiene estas paradojas. Lo
que se transcribió al acta fue en resumen, que se
prohibía que los vecinos —volvimos a ser vecinos
— permitieran el paso a las zonas comunes a nadie
a quien no les uniera relación de amistad o
parentesco comprobados. De nada sirvió que yo
insinuara que en cincuenta y dos años no había
habido en el edificio un solo robo, ni pelea, ni nada.
“¿Sugieres que hay que esperar a que pase algo
irremediable para tomar medidas al respecto?” Eso
contestó el secretario, que hay que reconocer que es
un pico de oro. Todos los presentes asentían. Al
menos, admitieron hacer una excepción con los
servicios sanitarios. Pero no con los repartidores
porque “si se levanta la mano con uno, se nos puede
colar cualquier delincuente. Sale en la tele un día sí
y otro también”. Se acabó entonces el que me
trajeran la compra desde el supermercado, ¿sabes,
140
Rufo? Fue cuando me compré el carrito. Dos veces
por semana me ha estado tocando salir a la compra,
que no creas que es fácil con la artrosis arrastrar un
carro lleno y por eso he preferido traerlo a la mitad.
»No sé si te acuerdas de un día que tú me
notaste raro y no te separaste de mí. Fue el día que
al volver de la compra me encontré con la carta.
Hacía mucho que no sacaba del buzón una carta que
no fuera del banco, así que subí entusiasmado a casa
a coger las gafas para leerla. Ni te hice carantoñas al
entrar, ansioso como estaba de ver quién me
escribía. ¿Cómo no me di cuenta de que no llevaba
ni sello? Era del presidente. Usaba verbos como
“manifiesto”, como “encarezco”, en un estilo…
cómo te diría… presidencial, sí, presidencial. Te la
puedo repetir palabra por palabra, se me quedó
grabada: “Como presidente de la comunidad de
vecinos a la que usted pertenece tengo el deber de
manifestarle mi malestar y el de la comunidad por
ciertas charlas informales que se mantienen entre
algunos vecinos en las que se critican y atacan
decisiones tomadas por mayoría. Encarezco a usted,
como parte de esos vecinos a los que me he
referido, que exteriorice sus quejas en la siguiente
reunión y que, mientras tanto, se abstenga, por el
mantenimiento del buen ambiente en el edificio y a
fin de no provocar la adopción de nuevas medidas,
de difundir críticas maliciosas”. Era 15 de marzo. El
día de mi cumpleaños. Había comprado alguna
141
cosilla porque esperaba que, como todos los años,
pasaran algunos vecinos a felicitarme, pero ninguno
subió, ninguno llamó a mi puerta. Tú comiste más
de la cuenta, yo bebí más de la cuenta. Así
celebramos el cumpleaños. Y menos mal que te
tenía a ti.
»A la reunión del 19 de abril bajé con
miedo. Te lo confieso, Rufo. Me daba miedo
enfrentarme cara a cara a vecinos que habían dejado
de saludarme si de casualidad me cruzaba con
alguno al entrar o salir. Lo que más me dolía era no
saber el motivo, no encontrar explicación porque
nadie me hablaba, ni siquiera F…, que fue
compañero mío de pupitre en la escuela y llevaba
días volviendo la cara cuando se encontraba
conmigo. No te lo he dicho hasta ahora, pero iban
contra ti, contra el ser más bueno y cariñoso de toda
la comunidad, que ni un ladrido habrán oído nunca,
que solo has dado cariño al que te lo pedía y respeto
o indiferencia al que no quería saber nada de ti.
Pero en esa reunión se sometió a votación una
ruindad: la prohibición de que las mascotas hicieran
uso del ascensor. Tú sabes que eres el único perro
del edificio, así que podían haber borrado
“mascotas” y escribir tu nombre. Protesté, expliqué,
supliqué. No sirvió de nada. Se aprobó por mayoría.
Y ahora comprenderás a qué vino el nuevo juego
que hemos practicado desde entonces. Y eres tan
bueno que te amoldaste a bajar a fuerza de ir yo
142
parando el ascensor en cada piso e irte llamando
para animarte a bajar por las escaleras. Pobrecito,
tan mayor, llegabas al portal tan reventadito, entre
el esfuerzo y la angustia por encontrarme, que
íbamos acortando cada vez el paseo, pensando en la
subida que te esperaba a la vuelta. Vivir en un 7º
piso fue una decisión de Amelia, ¿te acuerdas,
Rufo, cuánto te quería? ¿Y tú a ella? Siempre
dormido en sus pies. “Qué calorcillo más rico me
da”, decía ella, la friolera. Ni discutir podíamos.
“No hables alto que se asusta Rufo”, me advertía
sonriendo. Y a mí se me pasaba el enfado, ¿cómo
no? A ella le gustaban las alturas. Por las vistas.
Hablaba de las vistas que tenía su piso como si
formaran parte de él, de su estructura: tiene salón,
tres dormitorios y buenas vistas. Ahora, cada vez
que me asomo a la ventana me acuerdo de ella. Y
cuando no me asomo también. Fíjate que yo, que no
había cogido un libro en mi vida, leo ahora los
libros que ella leía y voy recomponiendo su
emoción en algún pasaje y la oigo reír y la veo
sonreír y no puedes ni imaginar mi alegría cuando
me encuentro una página con un doblez en una
esquina, es como un tesoro. La echamos mucho de
menos, ¿verdad, Rufo?
»Y ahora tengo que contarte lo del 19 de
este mes. Me dieron de plazo una semana y el plazo
se ha terminado. Yo sé que todo fue por defender a
los del 4ºC, esos chicos que ahora ni sé dónde
143
estarán, que nunca sabrán lo que me ha supuesto
defenderlos. Se han cebado en mí. Me he dado
cuenta demasiado tarde. Yo no era el único que les
abría la puerta, pero fui el único que lo reconoció, el
resto podía no estar de acuerdo pero en las
reuniones no decían ni pío. Ay, mi Rufo. Han
prohibido que haya animales sueltos por las zonas
comunes. Se acabó el juego de los siete pisos. Ni
siquiera protesté, ¿para qué?, ¿para que me subiera
la tensión? He hecho gestiones, Rufo. He
consultado. Pero lo ha aprobado la mayoría y no
hay nada que hacer. ¿Sabes a quién he llamado? A
mi amigo Antonio. Hacía tiempo que no hablaba
con él. Últimamente me he vuelto un poco huraño.
¿Recuerdas ese hombre renqueante que jugaba
contigo en el parque, el que te llamaba Rufianito?
Ese es Antonio. Lo han operado de la cadera y
desde entonces no usa las escaleras, así que yo
pensé que le daría lo mismo vivir en un 1º que en un
7º. Ha sido toda la vida un poco vivalavirgen así
que me atreví a plantearle mi idea. Una idea
peregrina, si ya lo sé, pero ¿por qué no
intercambiarnos el piso? No tenía por qué ser
definitivo. Una solución temporal, hasta que se me
ocurriera algo. Yo un piso lo puedo bajar y subir,
pero no siete. No tuvimos suerte, Rufo. Me asustó
lo vieja que tenía la voz —no me había dado cuenta
de lo viejo que es—. Me contestó que en su
comunidad hace meses que no admiten perros, que
144
tienen normas muy estrictas y que así se siente muy
protegido. ¿De qué mierda se siente protegido? ¿De
su propio miedo? ¿Sabes qué más me dijo? Que me
deshiciera de ti. “Muerto el perro se acabó la rabia”,
me dijo. Colgué sin despedirme».
El perro se despereza y con un gruñido salta
del sofá y va despacio hacia la puerta de la calle.
Vuelve la cabeza como esperando que el hombre lo
acompañe. Con un sordo gañido regresa al sofá,
pero la necesidad lo obliga a volver hacia la puerta
de la calle a la que rasca débil, tímidamente, como
consciente de lo difícil que va a ser salir. «Rufo,
deja de trastear, no revuelvas, anda». El hombre se
incorpora del sofá con dificultad y se acerca a la
ventana. La abre, mira hacia abajo. Arrastra una
silla hasta la ventana y apoya el respaldo en la
pared. Se detiene como haciendo algún cálculo
mental y decide arrastrar otra silla que coloca junto
a la otra.
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FINAL CASI FELIZ
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cretinos».
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