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U5 t10. El Género

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II) El género i
II-1) Introducción
Cap 5 del libro Recomenzar. Amor y poder después del divorcio, de Meler,
irene, buenos Aires, Paidós, 2013

Mi investigación sobre las familias ensambladas se inscribe dentro del campo


interdisciplinario de los Estudios de Género. Por tal motivo resulta adecuado
realizar una actualización acerca de esta herramienta teórica.
Asimismo, se requieren algunas reflexiones sobre el modo en que funciona el
sistema de géneros, en tanto dispositivo de regulación social, como un
organizador mayor del orden simbólico y económico vigente y como una
poderosa usina de construcción subjetiva.

II-2) El carácter transdisciplinario del concepto

II-2/a) El género como categoría para el análisis social y subjetivo


El concepto de género es el resultado de una migración teórica que se ha
producido entre diversos campos del conocimiento. John Money (1955), su
creador, lo trasplantó desde el ámbito de la lingüística, donde se ha utilizado
para clasificar a los sustantivos en masculinos, femeninos y neutros, hacia la
medicina, y de modo específico hacia el estudio de los estados intersexuales.
La formación de Money, psiconeuroendocrinólogo, se inscribió en las ciencias
biológicas, por lo tanto, no es aventurado suponer que si existiera un sesgo en
sus estudios, este se inclinaría hacia el reduccionismo biologista, al que tantos
estudios médicos nos han acostumbrado. Sin embargo, el creador del concepto
se vio sorprendido por la predominancia de los factores adquiridos por sobre
las determinaciones innatas.
En efecto, el sexo era pasible de ser estudiado de acuerdo con un modelo que
Money creó: el sistema sexo- género. Este sistema está integrado por los
diversos factores biológicos que determinan el sexo de cada persona. El sexo
genético, el sexo gonadal, el sexo hormonal, los caracteres sexuales primarios
y los caracteres sexuales secundarios, fueron las categorías que estableció en
primera instancia. Sin embargo, advirtió que en los estados intersexuales no
2

existía una correlación significativa entre esos factores que integraban lo que
después denominaría como el sistema sexo-género y las características
subjetivas relacionadas con la masculinidad o con la feminidad. Lo que
determinaba de forma prioritaria el sentido de masculinidad o de feminidad de
cada sujeto estudiado, era un factor que Money denominó como “asignación de
género”. De este modo aludió a la creencia de los padres, informados por su
propia percepción y por el sistema médico, acerca del sexo del niño.
Si bien Money enfocó su estudio sobre los casos individuales, esta
constatación se extendió hasta la afirmación de la existencia de un sistema que
también abarca el ámbito de lo social - histórico. La respuesta humana ante los
infantes está polarizada; se trata a las niñas y a los varones de modos
diferentes. Esta actitud diferencial y polarizada, se extiende desde el
nacimiento1 hasta el momento de la muerte, tal como lo expresó el autor. Es
entonces la actitud parental, que a su vez es portadora del imaginario colectivo
(Castoriadis, 1992 y 1993) y de los sistemas simbólicos (Lacan, 1984 a y b;
1985) que organizan la experiencia social y subjetiva, la que plasma la psico
sexualidad del sujeto.
Robert Stoller (1968), un psicoanalista norteamericano, importó este concepto
al campo del psicoanálisis. Este autor creó el concepto de núcleo o carozo de
la identidad de género, con el cual se refiere a una noción inicial del sujeto
acerca de su feminidad o de su masculinidad, representación aún nebulosa,
que no se refiere a la percepción de la diferencia sexual anatómica, sino a la
identificación con el progenitor que opera como principal Modelo para el ser.
Una vez establecido el “gender core”, logro evolutivo que se establece de modo
inicial al año y medio de edad, si se realiza una asignación de género que
desde la perspectiva bio médica se descubre luego como errónea, la reversión
de este proceso se hace imposible cuando han transcurrido tres años de vida.
Por lo tanto los proyectos, las imágenes, las palabras del semejante, adquieren
mayor poder para plasmar la realidad subjetiva que el que se puede atribuir a
factores en apariencia más sustanciales, tales como los genes, los gametos o
las hormonas.

1
En la actualidad, desde el momento en que la ecografía brinda información acerca del sexo
del feto.
3

Es por eso que la denominación de “sistema sexo – género” fue utilizada por
Gayle Rubin (1975), una antropóloga feminista, ya no para referirse a la
fórmula que determina el sexo de un sujeto, sino para describir un dispositivo
de regulación social. Desde la perspectiva antropológica, el objeto de estudio
consiste en el análisis de la cultura, e incluye desde el modo de producción de
la existencia y el sistema de organización política, pasando por las
representaciones y valores colectivos, hasta la forma que adquieren el
parentesco, las familias y las subjetividades características de un lugar y una
época. Desde este abordaje macro - social y simbólico, Rubin consideró que
todas las sociedades humanas regulan de algún modo las uniones sexuales
permitidas y las que están prohibidas. Sobre la base de este modelo, que la
autora toma de la Antropología Estructural creada por Claude Lévi Strauss
(1945), se crea el parentesco. Son parientes aquellos sujetos relacionados de
modo genético o los que se alían porque su unión sexual está permitida. La
consanguinidad y la alianza, dos principios en constante tensión, como bien lo
captó Sigmund Freud cuando se refirió al Complejo de Edipo, contribuyen a
construir la organización social, que en las comunidades pre-estatales se ha
basado, de modo prioritario, en los lazos del parentesco. La posición ocupada
por las mujeres, en lo que la autora denominó “el tráfico de mujeres”
(parafraseando el concepto levistraussiano acerca de que las mujeres circulan
entre los varones como objetos de intercambio), difiere de modo radical de
aquella asignada a los varones. Las diferencias subjetivas entre mujeres y
hombres, que se han observado a través de la historia, derivan del estatuto
reificado de las mujeres y de la dominancia social de los varones. Son las
subjetividades que corresponden a los intercambiadores y a las
intercambiadas2.
El concepto de género, surgido de estudios biológicos, se extiende a todos los
niveles de análisis que configuran campos disciplinarios cuyo objeto se refiere
a los seres humanos. Este concepto nos asiste de modo muy productivo en los
abordajes socio - simbólicos, como los desarrollados por científicos sociales
tales como Maurice Godelier (1986) y Pierre Bourdieu (1991). Estos autores no
utilizan de modo explícito el concepto, pero sus estudios pueden muy bien
encuadrarse dentro del mismo campo, ya que se interesan por las relaciones
2
Para un análisis más detallado, ver la sección dedicada al estudio de las familias
4

de poder entre varones y mujeres. También resulta eficaz en los desarrollos de


las ciencias políticas, en los que las teorías feministas han sido muy prolíficas
(Pateman, 1995; Anderson, 1999; Birgin, 2000, entre otras). Igualmente lo
encontramos en estudios micro - sociales (Roldán y Benería, 1987; Geldstein,
1994 y 2004; Jiménez Guzmán y Tena Guerrero, 2007; Burin et. al; 1990;
Meler, 1996, entre muchos otros). El análisis de la subjetividad (Chodorow,
1984; Benjamin, 1996 y 1997; Burin y Meler, 1998 y 2000, etcétera), -ya sea
que se realice desde una perspectiva intersubjetiva o se enfoque en lo
intrapsíquico-, se beneficia con esta perspectiva. Dada la importancia que tiene
el psicoanálisis en mi marco teórico, debo destacar el esfuerzo realizado por
Emilce Dio Bleichmar (1985 y 1997) para refutar las posturas que consideran
que el concepto de género es exterior y no pertinente para el campo
psicoanalítico. En su extenso y cuidadoso trabajo de tesis (Dio Bleichmar,
1997) toma como interlocutores a los psicoanalistas agrupados en las
asociaciones internacionales con el fin de demostrar que la subjetividad se
construye, o como expresa la autora, se troquela, en un contexto donde la
asignación de género inaugura proyectos identificatorios disímiles para mujeres
y varones. Siguiendo un modelo inspirado en la obra de Laplanche, Dio
Bleichmar postula una implantación exógena de la sexualidad en las niñas,
quienes en su carácter de objetos de un deseo cargado de connotaciones
abusivas, son de algún modo violentadas en su inmadurez por una mirada
masculina deseante que de ese modo afirma un narcisismo sustentado en la
capacidad de dominación. En su obra anterior (1985) realizada con este
enfoque teórico y dedicada a las histerias, la autora ha estudiado la paradoja
que han enfrentado las mujeres en un orden cultural donde su deseo atenta
contra el narcisismo, entendido como estima de sí. El doble código de moral
sexual (Freud, 1908) y la consideración de las mujeres desde una perspectiva
androcéntrica, como objetos del deseo masculino, crea una situación en la cual
se les requiere ser deseables, pero no deseantes. Ante esta tensión
contradictoria, muchas mujeres han optado por hacerse amas de su deseo, tal
como lo expresa, con el fin de preservar su narcisismo, sacrificando la
satisfacción pulsional. Si el placer erótico se ofrece en un contexto de
degradación moral y social, las inhibiciones sexuales se instalan en el
psiquismo femenino.
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Es en Estados Unidos donde el psicoanálisis ofrece desarrollos importantes


que articulan el concepto de género con el enfoque intersubjetivo. Los trabajos
de Nancy Chodorow, de Jessica Benjamin; de Virginia Goldner y muchas
otras autoras, dan muestras de la fertilidad que ofrece este concepto cuando se
pone a trabajar al interior de un marco teórico psicoanalítico. Los objetos de
estudio han sido diversos, desde el Superyo femenino (Gilligan, 1982), el
ejercicio de la maternidad (Chodorow, 1984), la dominación erótica (Benjamin,
1996), el vínculo intersubjetivo (Benjamin, 1997), la relación analítica
(Chodorow, 1989, Benjamin, 1997) hasta revisiones del mismo concepto de
género (Goldner, 2003). Estos estudios aportan de modo muy relevante para
un desarrollo del campo del psicoanálisis con orientación en género.
Mi pensamiento ha sido influido por los aportes de todas esas autoras y he
realizado un trabajo de deconstrucción y de análisis crítico de los pilares del
edificio freudiano acerca de la sexualidad femenina y de la feminidad (Meler,
1987, 1992, 1993, 1998, 2000 a y b, 2005, 2007). He propuesto algunos
modelos alternativos para reflexionar sobre la atribución de pasividad que
Freud, a pesar de sus vacilaciones manifiestas, realiza acerca de las mujeres.
Otros aspectos sobre los que planteo relatos diferentes al psicoanálisis
freudiano se refieren al narcisismo y al masoquismo femenino. También he
dedicado algunos esfuerzos al estudio de la formación Super Yo, realizando un
análisis comparativo entre las características masculinas y las que predominan
en este aspecto entre las mujeres. Expondré estos desarrollos en el apartado
dedicado a la articulación entre Psicoanálisis y Género.

II-2/b) El binarismo moderno y su influencia en los debates sobre el concepto


de género
Como he expuesto en publicaciones anteriores, (Meler, 2000b), en los
numerosos debates que se plantean de modo constante sobre esta
herramienta teórica, se barajan algunas antinomias mediante las cuales la
tendencia hacia la polaridad, tan bien descrita por Bourdieu, (1991) intenta
ordenar la experiencia. La tensión entre la importancia asignada a los factores
innatos y la que se atribuye a los adquiridos, puede también conceptualizarse
como el debate ya clásico, entre Naturaleza y Cultura. Otros pares en
apariencia opuestos, se refieren al deseo, categoría teórica fundamental en los
6

discursos psicoanalíticos, y el poder, una categoría de análisis propia de los


estudios sociales. De hecho, existe una tensión entre los estudios de la
subjetividad y los estudios sociales, o sea, de modo más específico, entre el
psicoanálisis y la sociología. Dentro del campo de los estudios psicoanalíticos,
es interesante explorar la tensión opositora que se ha planteado entre los
conceptos de Narcisismo y el de Pulsión, así como la que opone el estudio del
carácter a la elección de objeto sexual. Finalmente, existe una cierta división
dentro de los estudios sobre la feminidad y la masculinidad, entre quienes
prefieren el concepto de diferencia sexual y quienes utilizamos el concepto de
género como categoría analítica.
Si intentamos identificar las ideas básicas que subyacen a estos debates
teóricos, veremos que, en el caso de Natura vs. Nurtura, lo que está en juego
es la posibilidad de cambio social. En efecto, si las características psíquicas de
varones y de mujeres se sustentan en última instancia en el cuerpo erógeno, o
sea, si adscribimos a un psicoanálisis endogenista e individualista, los
márgenes para la transformación de los roles de género y de las prácticas
sociales convalidadas son estrechos. Se confunden con facilidad las
tendencias culturales alternativas con trasgresiones a un supuesto orden
natural. Esta tendencia naturalista dentro del psicoanálisis fue discutida con
mucha eficacia por Gerard Mendel (1990), autor que cuestiona el recurso a una
pseudo biología, de carácter imaginario y alejada de los avances de las
ciencias biológicas contemporáneas, de lo que da testimonio la persistencia
freudiana en sostener la herencia de los caracteres adquiridos, una hipótesis
hoy caduca. También cuestiona la tendencia universalista de muchos trabajos
psicoanalíticos y su referencia a una supuesta naturaleza humana. Asimismo
plantea objeciones al determinismo estricto, que, de ser tomado a la letra,
pondría en cuestión el sentido de la terapia psicoanalítica.
La opción por la eficacia de los factores adquiridos es entonces una elección
que no se limita al campo de las ideas, sino que adquiere connotaciones
políticas, ligadas a las propuestas feministas a favor de un cambio social que
promueva la equidad entre los géneros. Si la posibilidad de transformaciones
en el orden simbólico ancestral y en las prácticas e instituciones sociales
básicas, tales como las familias, el mercado de trabajo y la participación
política, es amplia, queda abierto el camino para las transformaciones sociales
7

de las relaciones de género. Por el contrario, si se tiende a naturalizar


determinados arreglos colectivos y referirlos a un ordenamiento simbólico que
responde a estructuras invariantes, concebidas de modo descontextualizado
con respecto de las prácticas económicas y políticas, surgen, como ha ocurrido
al interior del campo del psicoanálisis, posturas que se enrolan en un
conservadorismo social.
La tensión entre el psicoanálisis y los estudios sociales deriva en buena medida
de una inevitable tendencia reduccionista, ya que los expertos en un campo de
estudios tienden a considerar que los otros niveles de análisis de los procesos
que toman como objeto, son subsidiarios con respecto de aquel en el que han
formado su pensamiento y desarrollan su tarea. Sin embargo, esta dificultad
puede superarse si nos planteamos una discusión sobre la índole de lo
inconsciente. Si lo concebimos estructurado como un lenguaje, y olvidamos
que los lenguajes son un producto cultural elaborado a través de la historia
social, o si lo pensamos como habitado por pulsiones que no acceden a la
representación por causa del conflicto entre instancias psíquicas, estamos
pensando un inconsciente endógeno, biológico y/o estructural - atemporal. Por
el contrario, si tomamos del campo de las ciencias sociales el concepto
bourdiano de inconsciente social (Bourdieu, 1991), y del campo de la escuela
psicoanalítica de las relaciones de objeto la idea de un inconsciente plasmado
sobre relaciones de objeto cargadas de afectividad y de deseos amorosos y
hostiles (Kernberg, 2005), estamos pensando en un inconsciente relacional,
cuyo contenido varía de acuerdo con los criterios históricos, o sea con los
modelos de pensamiento y con “los impensables” de cada época (Fernández,
A.M., 1993). De este modo la tensión opositora se diluye, porque lo
inconsciente es siempre, de algún modo, social 3. Esta es una perspectiva muy
diversa del planteo junguiano, que postulaba un inconsciente colectivo
sustentado sobre arquetipos atemporales.
Sobre esta cuestión, Emiliano Galende (1997) ofrece un modelo en el cual
plantea la existencia de tres órdenes de temporalidad histórica que considera
presentes en la subjetividad:

3
Esta postura contradice de modo explícito la aspiración freudiana, expresada en el Esquema
de Psicoanálisis (1938), de lograr que la psicología se convirtiera en una ciencia natural.
8

Una temporalidad referida a la filogénesis, a la que refiere el funcionamiento de


las organizaciones libidinales, gran parte de la erogeneidad, la satisfacción
sexual y la reproducción.
Un aspecto relacionado con los invariantes de la cultura, referidos a la función
del otro en la estructuración del psiquismo y que afectan el Edipo, la castración,
la represión, el inconsciente reprimido, etcétera.
Una temporalidad epocal ligada a aspectos tales como la organización de las
familias, la crianza, las identidades sexuales y su valoración, los ideales,
normas, formas de sociabilidad, etcétera.
Para los fines de este estudio, el aspecto que me resulta de mayor interés se
refiere a esta tercera temporalidad. Sin embargo, si aceptamos la existencia de
algunos invariantes estructurales que es necesario respetar para el logro de
una construcción psíquica compatible con cierto grado de satisfacción subjetiva
y con la reproducción e innovación social, deberemos considerar si las actuales
tendencias de las formas de familiarización los toman en consideración de
modo suficiente. Uno de los aspectos que considero de mayor importancia, se
refiere a la necesidad de apego a figuras de amparo durante la infancia. El
alcance de los aspectos considerados invariantes y los límites de la flexibilidad
de los sujetos para estructurar el psiquismo de modos alternativos, constituye
un tema de debate de gran importancia en las sociedades contemporáneas,
caracterizadas por el carácter vertiginoso de los cambios sociales, que sin
embargo, coexisten con modelos y valores tradicionales.
Si consideramos que el sujeto adviene a un mundo regulado por los sistemas
de género (y también de clase, de etnia, y de orientación sexual),
comprenderemos que, aunque los grandes principios organizadores del
psiquismo son semejantes para todos, los proyectos identificatorios de los
padres y las alternativas previamente instituidas favorecen que los destinos de
las pulsiones presenten tendencias diferenciales por género. Por supuesto, en
cada caso intervienen los factores idiosincrásicos del sujeto, que no es posible
reducir de modo totalizador a las determinaciones del contexto, y que son
responsables de las múltiples variantes subjetivas, entre las que resultan
relevantes las formas peculiares de construir el género. Pero esta
consideración no se contradice con la observación de tendencias subjetivas
diferenciales según el género.
9

Los mecanismos de defensa predominantes, tal como lo dijo Freud en 1908,


son: la represión para las mujeres, que por ese motivo presentan mayores
padecimientos neuróticos, y la desmentida para los varones, que suelen
caracterizarse por rasgos de perversión, o por trastornos de carácter, mas
lesivos para su entorno que para ellos mismos. La sexualidad femenina ha
tenido de modo ancestral, un destino de inhibición, aún no superado de modo
completo. La hostilidad femenina se ha vuelto contra el propio ser, lo que
explica, entre otros factores, la elevada prevalencia de estados depresivos
entre las mujeres (Burin et al, 1990, Meler, 1996). Entre los hombres, la
sexualidad ha sido objeto de un estímulo que se transforma con facilidad en
presión hacia un ejercicio sexual destinado al alarde narcisista, caracterizado
por el coleccionismo sexual y por la degradación del objeto erótico (Marqués, J.
V., 1987; Meler, 2000ª y b). La hostilidad ha sido estimulada y su eficaz
implementación confrontadora se transforma en un emblema del narcisismo
masculino (Burin, 2000; Meler, 2000b).
De modo que los destinos de las pulsiones y las defensas que predominan
difieren según el género, y esto se revela en las tendencias epidemiológicas
que aparecen en los estudios sobre salud mental (Burin, Moncarz y Velázquez,
1990; Meler, 1996 y 2007).
El concepto de género permite un abordaje que diferencia los aspectos
identitarios de la feminidad y de la masculinidad y el tipo de elección de objeto
sexual, o sea la heterosexualidad o alguna de las formas de elección de objeto
homosexual. Emilce Dio Bleichmar (1985) es quien ha sistematizado de modo
inicial, en la literatura en lengua castellana, las diversas combinaciones que es
posible encontrar entre la feminidad o la masculinidad subjetiva y la elección de
objeto. De este modo se cuenta con un concepto que al diferenciar entre el
sentimiento íntimo de masculinidad o de feminidad y el deseo erótico, permite
realizar análisis más finos sobre la subjetividad. Entre los casos de este
estudio, he descrito el modo en que un varón involucrado en una relación
heterosexual conyugal, está sin embargo en una posición femenina y es su
compañera quien ocupa la posición tradicional de los varones. Estos son los

i
Este trabajo forma parte de la Tesis doctoral “Relaciones de género en familias ensambladas” en curso, a
presentarse en el Doctorado en Psicología de UCES. Se ruega no difundir.
10

casos que he denominado en una publicación anterior (Meler, 1994), como


“parejas contraculturales”.
Finalmente, corresponde comentar el debate, a veces áspero, entre quienes
utilizan el concepto de diferencia sexual, que consideran como parte del corpus
teórico del psicoanálisis y aquellos/as que consideramos útil el concepto de
género. Desde mi punto de vista, se trata del conflicto entre dos tradiciones
intelectuales, la anglosajona y la francesa, y en el mismo se dirimen rivalidades
culturales ancestrales que no conciernen en absoluto a los investigadores que
desarrollamos nuestra labor en América Latina (Burin y Meler, 2000).
Se han realizado numerosas “imputaciones” al concepto de género, tales como
que resulta desmovilizante para las luchas feministas y que tiene como
propósito el logro de la aceptación en el ámbito académico, logro que se
obtendría a expensas de limar su radicalidad política (Rosenberg, 1996). Sin
embargo, encontramos ejemplos de un pensamiento conservador en algunos
teóricos franceses que hipertrofian la diferencia sexual al límite de realizar un
tratamiento teórico de varones y de mujeres como si se tratara de especies
diferentes (Badiou, 1993). Otro “cargo” contra este concepto es que se trata de
una categoría propia de las ciencias sociales. He demostrado su origen en
estudios biológicos, que remite de modo paradójico a la precedencia de lo
social, su índole transdisciplinaria, y hago explícito mi criterio acerca de que el
psicoanálisis es una ciencia social. Por lo tanto, la pertinencia del concepto de
género para este campo es evidente, siempre y cuando se suscriba una
perspectiva constructivista del psicoanálisis.
Por otra parte, el recurso a la categoría de diferencia sexual simbólica, resulta
conservador en un período en el cual existen muchos autores que cuestionan
el carácter binario de la diferencia y consideran más adecuado y fructífero el
empleo del concepto de diversidad. El recurso al concepto de diferencia no
permite captar los múltiples matices que existen en las subjetividades
sexuadas. Por el contrario, los somete a la invisibilidad, con lo que sostiene un
modelo normalizador y un criterio de salud mental demasiado apegado al
sentido común consensual moderno (Meler, 2006).

II-3) Los sistemas de género, y la forma en que organizan la vida privada y


la vida pública
11

Es necesario diferenciar cuándo nos referimos al género como herramienta


teórica, y en qué ocasiones utilizamos el concepto en su sentido de dispositivo
de regulación social. He realizado un análisis del género como concepto, y a
continuación, me referiré a la organización social y subjetiva relacionada con la
regulación cultural de las relaciones de género. Dejamos el territorio del análisis
teórico del concepto para pasar al análisis del sistema, o sea que vamos desde
la categoría conceptual hasta su referente.
Para ese propósito, encuentro de suma utilidad una definición sobre el sistema
género-sexo, que nos ofrece Seyla Benhabib (1990):

“El sistema género-sexo es la red mediante la cual el self desarrolla una identidad
incardinada, determinada forma de estar en el propio cuerpo y de vivir el cuerpo. El
self deviene yo al tomar de la comunidad humana un modo de experimentar la
identidad corporal, psíquica, social y simbólicamente. El sistema de género-sexo es la
red mediante la cual las sociedades y las culturas reproducen a los individuos
incardinados”. Pág 125.

Esta identidad no se plasma sólo sobre la ubicación del sí mismo en una de las
categorías disponibles en la diferencia sexual, generalmente binaria 4, sino que
implica diferencias en el poder que el sujeto se atribuye y en su actitud con
respecto de los otros. La subjetividad varía de acuerdo a muchos factores,
entre los cuales pertenecer al género dominante o al subordinado, es uno de
los de mayor eficacia para su construcción.
La historia humana se ha caracterizado por la dominación social masculina
(Badinter, 1987; Bourdieu, 1998; Lerner, 1990). Cada período histórico, a partir
del neolítico, ha presentado modalidades específicas de los diversos
regímenes de dominación. En sociedades estamentarias, carentes de
movilidad social, colonialistas y racistas, el estatuto social de las mujeres ha
sido legitimizado mediante una consideración de la diferencia entre los sexos
que ha hipertrofiado y a la vez, jerarquizado el dimorfismo sexual humano. Las

4
En algunas culturas existen categorías que dan cuenta de los sujetos que cruzan géneros,
tales como los “berdache” entre los indígenas de Norte Ämérica o los “hijra” de la India. Estas
categorías no implican de por sí, discriminación, sino que describen una forma de ser que es
aceptada. Sin embargo, la existencia de un tercer “casillero” no impide que las actitudes y
conductas esperadas para mujeres y para varones, estén claramente pautadas.
12

posiciones sociales eran asignadas al nacer, y restaba escaso margen para la


agencia subjetiva, en tanto la movilidad social no existía como concepto. El
sexo, la etnia, el lugar de nacimiento, fueron utilizados para construir categorías
sociales jerárquicas. La Modernidad, en tanto inauguró un período donde se
desplegó el afán por conocer y dominar la Naturaleza, implicó un avance hacia
la democratización social. Pero este no fue un camino lineal, sino que la
condición de las mujeres experimentó de algún modo un retroceso. Si bien en
tiempos pre-modernos la condición social de las mujeres consistió en una
subordinación explícita, los roles productivos y reproductivos que
desempeñaban en las unidades domésticas fueron múltiples y muy necesarios,
lo que les otorgó un cierto poder, no legal, pero sí práctico.
Cuando la producción se desarrolló fuera del ámbito de la residencia familiar,
las mujeres perdieron muchos de sus roles productivos. La urbanización
estimuló la nuclearización familiar y disminuyó el número de hijos. Aisladas en
las viviendas urbanas, privadas del acceso al dinero propio y a cargo de pocos
niños, el estatuto femenino se asemejó al de los menores.
Con posterioridad a la Revolución Industrial, en el siglo XIX, la vida social ha
quedado dividida en dos esferas, el ámbito público y el ámbito privado. Se
asignó a las mujeres la responsabilidad por este último, que fue considerado
como la esfera destinada de modo específico a las relaciones familiares.
Mientras que los hombres fueron responsabilizados por la provisión económica,
a las mujeres les fue asignada la atención de los cuidados personales de los
hijos y del esposo. La “reina del hogar” ha respondido tradicionalmente al “jefe
de familia”, considerado como titular de la sociedad conyugal (Lyndon Shanley,
M., 2001). Esto implica que la esfera del ámbito privado fue concebida como
subordinada a la del público.
El modelo familiar caracterizado por la jefatura masculina y la dependencia
económica y simbólica de las mujeres, fue cambiando con posterioridad a la
Segunda Guerra Mundial, debido a la incorporación de las mujeres al mercado
laboral. Estas transformaciones sociales generaron discursos que buscaron
construir sentidos y otorgar legitimidad a los nuevos modos de vida y a las
subjetividades alternativas que fueron surgiendo.
Los movimientos sociales feministas, y sus desarrollos académicos
representados por los Estudios de las Mujeres y por los Estudios de Género,
13

constituyen una manifestación de este proceso de cambio cultural y social, que


puede ser considerado como uno de los avances más logrados hacia la
democratización que se han producido durante el siglo XX y hasta la
actualidad.
El feminismo es un movimiento social, pero también una teoría social y una
postura filosófica. El proceso de transformación de los roles de género implica
búsquedas y dificultades. Se trata de la creación de nuevas regulaciones
legales e institucionales, de modos alternativos de vincularidad y de
subjetivación. Por ese motivo, más que una teoría monolítica, al estilo
moderno, podemos considerarlo como un campo de debates en el cual
dialogan diversas corrientes teóricas.
Los diversos órdenes de dominación y subordinación han caracterizado la
historia humana a lo largo de los siglos. De hecho, el relato de los sucesos
históricos se realiza habitualmente en clave de las luchas por el poder político y
el control de los recursos. En las últimas décadas han surgido corrientes
historiográficas alternativas, que enfocaron el relato histórico sobre la
existencia cotidiana (historia de la vida cotidiana), los modos de percibir y
valorar la experiencia (historia de las mentalidades), la existencia femenina
(historia de las mujeres), etcétera.
En ese contexto, las mujeres hemos sido consideradas como un objeto de
deseo, un bien supremo, como lo ha expresado Lévi Strauss (1945), pero no
como sujetos participantes en las luchas y tampoco como suscriptoras del
pacto social.
El concepto mismo de pacto o contrato social, que podemos remitir al
pensamiento de Hobbes (1651) y al de Rousseau (1762) (citados en Benhabib,
ob.cit.), ha sido cuestionado, en tanto supone la existencia de individuos
aislados que suscriben de forma autónoma un convenio de convivencia. La
individualidad sólo se hace posible como producto de un vínculo, y el vínculo
primario es aquél que el infante establece con su madre. Por lo tanto la
pretensión ilusoria de individualidad, exacerbada en nuestro tiempo, implica
una denegación de la deuda con la madre y de la inevitable interdependencia
entre los seres humanos. Se trata entonces de un relato androcéntrico, cuya
perspectiva no representa la experiencia social femenina. El pacto social,
14

modelo al que Freud recurrió en su obra Tótem y tabú (1913), no es más que la
regulación de la mortífera rivalidad característica del narcisismo fálico.
El feminismo ha planteado una situación que en principio puede caracterizarse
como una ampliación de la democracia, una genuina universalización del
sistema. Pero al poco tiempo de producirse las transformaciones relacionadas
con el voto femenino, la incorporación de las mujeres a los trabajos
remunerados y el acceso a la educación, se hizo evidente que no bastaba con
incorporarse a una cultura creada por los varones, sino que era necesario
reestructurar las instituciones, las normas y valores y los modos de crear
sentidos que estuvieron vigentes por largos siglos.
¿Cómo hacerlo? ¿En qué dirección debemos marchar? Las diversas corrientes
del pensamiento feminista buscan respuestas a estos interrogantes.
Las propuestas del feminismo de la igualdad se sustentan en el supuesto
cultural hegemónico durante la Modernidad, acerca de la predominancia del
ámbito público y del carácter subsidiario de la esfera privada, o sea del ámbito
familiar. Por ese motivo, el propósito organizador de esa corriente de
pensamiento ha consistido en lograr la incorporación de las mujeres al mundo
público. Sin embargo, existen estudios dentro de las teorías feministas, que
cuestionan o matizan esta asunción.
Linda Nicholson (1990) es autora de un trabajo donde analiza el modo en que
las diversas teorías económicas han replicado la separación de la economía
con respecto del parentesco y del Estado, sin tener en cuenta que no se trata
de una invariante transcultural, sino que éste ha sido un proceso histórico
característico de los siglos XVIII y XIX. Los autores que han construido el
campo de las teorías económicas, Smith, Ricardo y Marx, presentan diferencias
entre sí. Marx, según expresa la autora, era consciente de los nexos existentes
entre la familia, el Estado y la economía, pero su teoría no sostuvo de modo
cabal esta percepción inicial, lo que generó un economicismo que podemos
considerar de algún modo, como un vicio epistemológico. El modo de
producción económico, considerado como el sustrato de las modalidades de
organización social y política, habría sido considerado sobre el modelo
industrial, lo que produjo, de hecho, la exclusión de la producción económica
doméstica, y ocultó la importancia de la familia y el parentesco. El modo de
producción de la vida material, se tornó sinónimo de la producción de
15

mercancías. Nicholson considera, en cambio, que la familia debiera ser


considerada como un componente de la “economía”. Expresa que según su
criterio, Marx realizó una proyección transcultural de la autonomización y
primacía de lo económico en las sociedades capitalistas. Esta es una
hipertrofia injustificada de la importancia de la producción de bienes y servicios,
que va en desmedro de otros aspectos de la existencia social.
La creación de bienes con fines de auto - consumo, propia de las modalidades
económicas previas al capitalismo, queda reemplazada en el actual sistema por
la producción industrial con propósitos de intercambio y acumulación de
ganancias económicas. Lo “económico” emerge entonces como un objeto que
funda una disciplina específica, solo posible de ser creada en este contexto
social.
Las actividades reproductivas quedan naturalizadas en el enfoque marxista, y
de algún modo consideradas como subproductos de los cambios económicos.
Nicholson señala que a lo largo de la historia, ha existido una división sexual
del trabajo, pero que las mujeres han tenido un control menor, en relación con
los varones, de los medios y resultados de esa actividad, y que esta situación
se vincula con las reglas acerca de la sexualidad y del matrimonio en las
sociedades organizadas por el parentesco. Es sólo en ese sentido que las
relaciones de género implican relaciones de clase. Recordemos la analogía
que estableció Engels (1884) entre la situación de las esposas y la de los
proletarios. En la actualidad, existen autoras tales como Hirata y Kergoat
(1997), que prefieren el recurso a la categoría de “clases sexuales”, en lugar de
la de género. Esta opción enfatiza los aspectos económicos y aquéllos
relacionados con el poder en las relaciones entre varones y mujeres. Nicholson
por su parte, destaca la necesidad de considerar la importancia del parentesco
para evitar la tendencia marxista a realizar extrapolaciones a-históricas.
Resulta significativa la coincidencia de esta visión crítica de la teoría marxista,
con aquellas realizadas en el campo del psicoanálisis tomando por objeto los
textos freudianos, entre las cuales se incluye mi trabajo. Estas revisiones
críticas de las teorías clásicas que han fundado las disciplinas actuales,
constituyen parte del proceso de deconstrucción de los saberes convalidados,
propio de los Estudios de Mujeres/Género.
16

Corresponde recordar aquí la obra de un antropólogo marxista, Claude


Meillassoux (1984), que destacó el modo en que la economía capitalista se
apoya en modalidades pre-capitalistas de producción doméstica y de
reproducción, que son consideradas como exteriores al sistema, y por lo tanto,
tornadas invisibles.
En la misma línea de pensamiento, Nicholson nos recuerda que en las
sociedades previas al capitalismo:

(…) las prácticas de la crianza de los hijos, las relaciones sexuales y lo que
denominamos actividades “productivas” son organizadas conjuntamente mediante el
parentesco”, pág: 47.

Por lo mismo, propone aceptar al marxismo en tanto análisis histórico, pero lo


cuestiona como teoría transcultural.
Considero que esta tendencia economicista va más allá del campo teórico, en
tanto refleja una modalidad del ámbito social de nuestra época. La dinámica
social y las relaciones familiares se encuentran fuertemente influidas por una
perspectiva que asemeja, de modo paradójico, al liberalismo con el marxismo,
teorías que en otros aspectos plantean discursos antagónicos. La prevalencia
asignada a la economía contribuye de modo significativo al dominio masculino
en las sociedades contemporáneas. Este dominio se relaciona con el rol de
provisión económica y con la dependencia total o parcial en que se encuentran
todavía muchas mujeres. Pero también se asocia con representaciones acerca
de la feminidad y de la masculinidad, que construyen tanto el narcisismo, -o
sea la estima de sí-, de las personas, como su régimen deseante, en lo que se
refiere al erotismo, la sexualidad y las modalidades que adopta el amor.
La tendencia hacia la dominación masculina es trans-histórica, pero en cada
período adquiere características particulares que es necesario estudiar, así
como los modos complejos en que se estructura de acuerdo con las otras
variables tales como clase, edad y etnia. Los modelos heterosexuales
hegemónicos tiñen incluso las relaciones amorosas entre personas del mismo
sexo, que establecen con frecuencia relaciones de género semejantes al
modelo heterosexual moderno5.

5
No me extenderé en este aspecto por no ser pertinente a los fines del estudio
17

Resulta pertinente es destacar la forma en que la dominación social se ha


erotizado, ya que la erotización del dominio masculino constituye la forma de
inscripción transubjetiva de las relaciones de género, más persistente y
resistente al cambio (Meler, 2000ª). Es por eso que el estudio de la subjetividad
no puede estar aislado del contexto material y simbólico en que las tendencias
subjetivas contemporáneas han sido construidas por el colectivo social y han
incidido, a su vez, de modo recursivo sobre el mismo.
Si analizamos el universo social moderno, que está en vías de transformación
pero es muy influyente aún hoy, veremos que el estatuto de las familias ha
dependido de la inserción laboral del jefe varón. Esta situación se ha
modificado de modo gradual, mediante la incorporación progresiva de las
mujeres al ámbito de los trabajos remunerados. En la Argentina, mientras que
la participación laboral de los varones en edad y aptitud de trabajar ha ido
diminuyendo hasta llegar a una estimación aproximada al 70 %, las mujeres
han ido ingresando al mercado de trabajo hasta alcanzar un porcentaje que se
acerca al 60 %. Muchas de las mujeres que se incorporaron a los trabajos
pagos, han estado casadas o unidas (Wainerman, 2002), lo que sin duda
contribuyó a modificar las relaciones de poder al interior de las familias.
Sin embargo, el trabajo femenino se ha caracterizado, como tendencia mundial,
por los siguientes fenómenos. La brecha salarial es un concepto que expresa el
hecho de que se tiende a remunerar de modo inferior los trabajos realizados
por mujeres, sobre la base de la creencia de que ellas cuentan con el sostén de
un proveedor principal.
Existen trabajos preferidos por las mujeres, mientras que los hombres eligen
otros. Esta tendencia se relaciona con la impronta de la ancestral división
sexual del trabajo. Las mujeres suelen elegir ocupaciones relacionadas con
cuidar, enseñar, curar, o sea servicios personales que evocan, aunque sea de
modo lejano, sus funciones familiares. Los varones han elegido tareas donde
se maneja la tecnología, así como trabajos que impliquen conocimientos
financieros. Las tareas que implican riesgos, pero que a cambio de los mismos
ofrecen mejores ganancias, son preferidas por los varones, mientras que las
mujeres suelen optar por la seguridad de un sueldo estable.
Las pirámides ocupacionales suelen contar con mujeres en su base, pero la
presencia femenina disminuye a medida que se asciende. Las tendencias
18

observables cuando se analiza el mercado de trabajo desde la perspectiva de


los estudios de género denominan: segregación horizontal del mercado laboral,
al agrupamiento de las ocupaciones según el sexo y segregación vertical del
mercado, a la mayor facilidad que encuentran todavía los varones para
ascender en la escala ocupacional, mientras que cuestiones tales como las
obligaciones familiares y la socialización primaria menos competitiva, conspiran
aún contra el ascenso de las mujeres. Mabel Burin (1996) ha descrito “el techo
de cristal”, un obstáculo invisible para el desarrollo de la carrera laboral de las
mujeres, que implica aspectos objetivos y subjetivos cuya conjunción explica
las dificultades femeninas para ascender a los estamentos más altos de la
pirámide ocupacional.
En los estudios de caso veremos las complejas modalidades con que se
tramitan estas cuestiones en cada familia.
Estas tendencias generales reconocen muchos matices y excepciones, y se
observa un paulatino proceso de desgenerización laboral, que, sin embargo,
está lejos de haberse completado. A los fines de este estudio, la comprensión
de estas tendencias generales es de crucial importancia. Si consideramos que
las parejas establecen sus uniones sobre la base de relaciones eróticas,
amorosas, pero que a la vez son relaciones de poder, el estudio del modo en
que se generan los recursos económicos y el sentido que se asigna a los
mismos, así como la forma en que se administran, nos permitirá analizar la
dinámica de las relaciones de género, que son el verdadero objeto del análisis.
Las relaciones familiares sólo adquieren cabal sentido cuando se articulan con
una visión de la situación laboral de los cónyuges.
A su vez, la situación y el desarrollo laboral de las mujeres y de los varones se
relaciona con los ideales y valores que el colectivo social considera apropiados
para cada género. La aspiración por el logro, definido en términos de
recompensas económicas y de reconocimiento público, es en general menor
entre las mujeres (Markus, M., 1990). Eso se debe a las obligaciones
relacionadas con la crianza de los hijos y con los cuidados personales que
permiten la continuidad de la relación conyugal, que generalmente quedan a
cargo de las mujeres en una proporción considerable. Las condiciones de
existencia se relacionan con el hecho de que los ideales propuestos para el Yo
en las mujeres, no se acotan a los logros laborales sino que también se refieren
19

al bienestar de los otros miembros de la familia. Por ese motivo, las


definiciones femeninas del éxito en la vida implican la existencia de una
armonización entre las metas relacionales y los logros individuales. El sí mismo
femenino ha sido caracterizado como ser-en relación (Baker Miller, 1993), y
esta tendencia subjetiva, vinculada con el rol familiar, compite con las
condiciones para obtener éxito en el ámbito del trabajo y con la importancia
asignada a ese propósito. Si las organizaciones familiares fueran por lo general
estables, la modalidad femenina moderna de construcción subjetiva no
implicaría tantas dificultades. Pero, en la actualidad, las familias tienden a tener
una duración acotada, y las parejas conyugales no son indisolubles. En este
contexto, el privilegio que la mayor parte de las mujeres asigna a la relación
con los demás y al bienestar de los parientes, constituye un factor de riesgo. El
riesgo se refiere a la pobreza, que efectivamente es mayor entre las mujeres,
situación que se observa en todo el mundo (Maffía, 2004), y que afecta también
a las generaciones de niños y jóvenes, que quedan a cargo de las mujeres
cuando las parejas conyugales se rompen. Aún cuando el vínculo marital esté
vigente, el riesgo de empobrecimiento gravita como una amenaza implícita
sobre las mujeres e influye en sus actitudes emocionales y aún sexuales. Se
trata de uno de los modos sutiles en que la subordinación femenina se recicla y
a la vez se mistifica, disfrazándose con la apariencia de los sentimientos
amorosos.
En varias de las parejas conyugales de este estudio, las mujeres no producen
ni poseen recursos propios, lo que las ubica en una situación de dependencia
material y simbólica con respecto de sus compañeros. En otros casos, su
aporte económico es complementario, con lo cual el poder masculino se
morigera pero la titularidad de la jefatura del hogar continúa en manos del
varón. Existen algunas situaciones de relativa paridad, y en algún caso, las
relaciones de dominio se han invertido. Veremos esta situación a través del
análisis de los estudios de caso, en el apartado dedicado al trabajo.
Los efectos subjetivos y vinculares del sistema sexo-género, o sistema de
géneros, no se limitan a los aspectos relacionados con la división sexual del
trabajo. También las actitudes sexuales, el desarrollo de afectos en el seno de
la relación de pareja, y las modalidades de desempeño y vivencia de los roles
parentales, resultan profundamente influidos por los modos diferenciales de
20

socialización y subjetivación de género. Veremos estos aspectos en los


apartados dedicados al estudio de la sexualidad y de la parentalidad.
Wainerman (ob. cit.) cita a Potuchek (1997), autora que desplaza el énfasis
acerca de la construcción del género en la socialización temprana, (período en
que se produce el troquelado subjetivo), hacia un proceso constante de
construcción del género a lo largo del ciclo vital. En las investigaciones
realizados por el Programa de Estudios de Género y Subjetividad de UCES6,
dedicados al tema de género, trabajo y familia, y al análisis de los aspectos
subjetivos de la precariedad laboral masculina, hemos podido comprobar la
adecuación de este modelo para captar el dinamismo constante de la
construcción del género. Veremos la forma en que las modificaciones familiares
han afectado de modos diversos los desempeños laborales, así como también
el modo en que los desarrollos en el trabajo afectan las relaciones conyugales
y familiares, generando distintos posicionamientos subjetivos con respecto de
las relaciones de género.

II-4) El sistema de géneros y los modelos para el cambio


Como vimos, existe consenso entre los/as autores/as acerca de que las
relaciones sociales de género se han caracterizado por la dominación
masculina. La filosofía feminista implica algo más que esta constatación, ya
que supone una voluntad política de modificar esa situación, en tanto es
considerada como inaceptable (Maffía, D., 2004).
Se han planteado numerosos debates acerca de cuáles serían los modelos
más adecuados para el logro de la equidad y la paridad entre los géneros.
El feminismo igualitarista, que caracterizó al pensamiento de Simone de
Beauvoir (1957), autora que muchos consideran como la creadora del
feminismo moderno, se ha difundido sin embargo, con mayor éxito en los
Estados Unidos y en España (Friedan, 1983; Amorós, 1991). La pretensión de
incorporar a las mujeres a todas las esferas de la actividad social, si bien
resulta coherente con el concepto de democracia universal, deja sin cuestionar
los modos tradicionales de subjetivación y de participación social masculina. El
logos y el ethos masculinos continúan, al interior de esta postura, no

6
Este programa está dirigido por la Dra. Mabel Burin. Me desempeño en el mismo como
coordinadora docente e investigadora principal.
21

cuestionados como modelos del ideal humano, que simplemente se extiende


para incluir a las mujeres en la categoría de sujetos plenos. El planteo
igualitarista es necesariamente abstracto. Al reclamar derechos iguales para
todos, crea un sujeto ilusorio, una abstracción que sin embargo implica, con
frecuencia, la pervivencia del modelo de sujeto hegemónico, o sea el varón
adulto, blanco y propietario. Por ese motivo es que se ha planteado la
necesidad de combinar el reclamo de igualdad con el reconocimiento de la
diversidad de posiciones sociales y subjetivas. El desafío que enfrenta el ideal
de la igualdad, es su capacidad de inclusión genuina de sujetos muy diferentes
entre sí.
La diferencia sexual ha sido fundamental para establecer categorías sociales.
Las mujeres fueron asignadas a lo natural y por lo tanto, excluidas del pacto
social. Esa tendencia ideológica se encuentra, entre muchos otros, en el
discurso freudiano, sobre el cual expondré una revisión crítica. El
reconocimiento de las diversas posiciones subjetivas y de su valoración
equivalente, tiene consecuencias epistemológicas, que presentaré más
adelante.
El feminismo diferencialista, de mayor predicamento en Europa, en especial en
Italia y Francia, ha destacado la importancia de la diferencia sexual. La
experiencia social y subjetiva de las mujeres no es idéntica a la de los varones,
por motivos relacionados con el cuerpo y con las interpretaciones culturales y
valoraciones sociales acerca de la diferencia sexual. La exaltación de la
diferencia entre los sexos, se convierte en un valor organizador del
pensamiento diferencialista, tal como ocurre en la obra de Luce Irigaray (1974,
1994, 1998). Esta corriente de pensamiento plantea la necesidad de una ética
de la diferencia que implique el respeto por la alteridad irreducible del otro
sujeto. Esta ética constituye una precondición para la relación amorosa.
Para el feminismo de la diferencia, las características subjetivas relacionadas
con la feminidad son objeto de una valoración positiva, con la cual se pretende
cuestionar la idealización del modelo androcéntrico. Si bien esta corriente
teórica ilumina un aspecto no percibido por los planteos igualitarios, implica el
riesgo de esencializar las características subjetivas predominantes entre las
mujeres y entre los varones, con lo que se pierde de vista su carácter de
construcciones históricas contingentes y por lo tanto modificables. Más aún, a
22

través de este enfoque se corre el riesgo de idealizar algunas características


subjetivas que predominan entre las mujeres, y que pueden ser consideradas
como productos de la dominación masculina. El ideal de altruismo, contención
de la sexualidad y despliegue de sentimientos tiernos, cultivado durante la
Modernidad en el prolongado proceso de creación de la madre moderna, que
fue acertadamente descrito por Elizabeth Badinter (1981), se transforma en un
modelo con pretensiones de superioridad moral, tal como sucede en la obra de
Carol Gilligan (1982). Aún cuando estas pretensiones pueden parecer
justificadas, (y de hecho, ese es mi criterio), en tanto implican un mayor
compromiso con el bienestar del semejante, suponen una reviviscencia del
modelo femenino moderno, ante la cual debemos estar alertas debido a sus
connotaciones opresivas para las mujeres. Es posible caracterizar al altruismo
maternal moderno como un altruismo obligatorio, lo cual lo despoja de su
carácter de opción subjetiva autónoma. La ubicación de la empatía
intersubjetiva como ideal organizador del sistema de ideales propuestos para el
Yo, solo es deseable si se transforma en un universal ético, compartido por
ambos géneros y extendido a todos los sectores sociales.
El debate entre ambas corrientes del pensamiento feminista no debe ser
resuelto, sino que, a la manera winnicotiana, considero que debe mantenerse
como una paradoja irresoluble, cuya tensión resulta necesario mantener.
Algunas de las características sociales y subjetivas que se atribuyen a la
masculinidad, en realidad se refieren a cualquier sujeto que haya logrado
ubicarse en una posición de cierto poder al interior de la jerarquía social. De
modo que los reclamos igualitaristas no implican de modo necesario, una
idealización del modelo androcéntrico. Al mismo tiempo, aunque mujeres y
varones lleguemos a asemejarnos en lo que hace al reconocimiento, el poder y
el prestigio, algunas condiciones de existencia que derivan del rol diferenciado
en la reproducción humana, persistirán, y para que no se transformen en fuente
de desventajas, deberán ser reconocidas en su valor específico para el
colectivo social. La masculinidad hegemónica ya está dando espacio para el
surgimiento de formas alternativas de ser varón, algunas de ellas forzadas por
la crisis del empleo, y otras promovidas por reclamos genuinos por parte de los
hombres, acerca del derecho a disfrutar del ámbito privado y a sustraerse de la
alienación en el trabajo y en el consumo.
23

El planteo teórico feminista se torna más complejo debido a que, en la medida


en que estas teorías han ganado adeptas entre las mujeres provenientes de
sectores sociales subordinados y de etnias minoritarias, así como entre
mujeres cuya orientación homosexual resulta discriminada, fue posible advertir
la forma en que las posiciones de poder se establecen al interior del sistema de
géneros. Los aportes de las feministas negras, mexicanas, lesbianas, etcétera,
es decir todas aquellas que se han subjetivado en el contexto de una doble
opresión y discriminación, han hecho visible la diversidad que adquiere la
dominación masculina según el sector de mujeres de que se trate. También
han permitido tomar conciencia acerca de las formas que adoptan las
relaciones de poder intragénero. En este sentido coinciden con los expertos en
estudios sobre la masculinidad, quienes han destacado la existencia de
ordenamientos jerárquicos al interior del género masculino.
Sin embargo, esta complejidad no debe oscurecer el hecho de la persistencia y
continuo reciclado de la dominación social masculina, que es usufructuada aún
por los varones que integran los estamentos subordinados al interior de su
género. Veremos en el análisis de algunos casos de este estudio, donde el
poder está mayormente en manos de las mujeres de la pareja, los modos
sutiles en que, sin embargo, los varones conservan parte de su poder material
y simbólico.
Las consideraciones teóricas acerca de las corrientes feministas han dado
origen a una bibliografía muy prolífica de considerable sofisticación teórica.
Como hemos visto, a la tensión planteada entre las corrientes que enfatizan la
igualdad y aquellas que exaltan la diferencia entre los géneros, se agrega la
existencia de corrientes feministas que son tributarias de las diversas teorías
sociales, tales como el feminismo liberal, el marxista y el socialista. Existe
también un feminismo cultural, que asigna gran importancia explicativa a la
sexualidad y la reproducción en la comprensión de la subordinación social
femenina. Ciertas corrientes de feminismo radical son separatistas con
respecto de los hombres, situación considerada como inaceptable por las
feministas de la diferencia, que, como en el caso de Luce Irigaray (ob. cit.),
consideran que el desafío cultural contemporáneo reside en la creación de una
ética que regule la relación entre los sexos.
24

Excede los propósitos de esta tesis adentrarse en un análisis pormenorizado


de lo que constituye un campo de estudios en sí mismo, pero a la vez, una
mención de estas cuestiones resulta imprescindible. Esto es así porque de las
corrientes teóricas del feminismo se derivan modelos para el cambio social,
que afectan las propuestas respecto de la legislación, en este caso sobre
cuestiones de familia. Para dar un ejemplo, recordemos que Luce Irigaray
plantea la creación de una ciudadanía femenina que implicaría derechos
especiales para las mujeres, entre los cuales aparece una cierta prioridad
respecto de los hijos. Ese tipo de postura ha sido discutida por las asociaciones
de padres divorciados, que acusan a los jueces de sexismo, esta vez a favor de
las mujeres. La asignación de la crianza de los niños a las madres, ha llevado a
considerar que los hijos les pertenecen, supuesto cuestionado por los “nuevos
padres” (Sullerot, 1993). De modo que, como se ve, es necesario tomar en
cuenta las diversas corrientes feministas y su influencia en los debates actuales
acerca de los derechos de los diversos actores sociales, tanto en el ámbito
familiar como en el espacio público, para la discusión de cuáles serían nuevos
caminos hacia las formas de familia que generen condiciones de vida más
aceptables para todos.

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