Virtud
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Virtud
VICTORIA CAMPS
Universidad Autónoma de Barcelona, España
El concepto de virtud nos remite a los orígenes de la filosofía moral. La ética griega es una ética
de las virtudes. El término griego que traducimos por ‘virtud’ es areté, que significa la excelencia
de una cosa. Todo tiene su areté, su virtud, determinable atendiendo al telos, fin o función que
debe realizar cada cosa. La virtud del padre de familia es proteger a los suyos; la de un rey,
gobernar; la virtud de un arpa, dar las notas adecuadas; la de un atleta, conseguir las mejores
marcas. Si cada cosa tiene su fin propio, ¿cuál es el fin del hombre? Conocer el fin es importante
para saber cómo vivir bien o cómo ser una buena persona. Las virtudes son aquellas cualidades
que debería adquirir la persona para comportarse debidamente.
Las virtudes se adquieren con esfuerzo y gracias a la educación. Nadie nace siendo virtuoso. El
término virtud está muy relacionado con “hábito” y con “costumbre”. Los hábitos y las
costumbres configuran nuestro carácter o ethos, de donde viene “ética”.
Aunque es Aristóteles el teórico por antonomasia de las virtudes, los diálogos platónicos ya tratan
la cuestión sobradamente. En el Protágoras, la virtud aparece conectada con los mínimos morales
que cualquier ciudadano debe tener y con la importancia de la educación moral. El sofista
Protágoras se enzarza en una discusión con Sócrates sobre la posibilidad de enseñar o no la
virtud. Para convencerlo de que la virtud debe ser enseñada, Protágoras cuenta el mito de
Prometeo, cuyo propósito es poner de manifiesto la necesidad de todos los humanos de adquirir
dos virtudes, la justicia —diké— y el sentido moral —aidos—, las bases del comportamiento
cívico. De esta forma, Protágoras quiere dejar claro que la virtud se adquiere con esfuerzo y
voluntad, y que es absolutamente necesaria para la vida en común.
El gran filósofo de las virtudes es Aristóteles. Sus tres textos sobre ética —Ética a Nicómaco, Ética
a Eudemo y Magna Moralia— son tres compendios de las virtudes que deben constituir la
personalidad humana. En concreto, la personalidad del ciudadano, ya que el hombre es definido
como animal político, que quiere decir que sólo en la polis, y de ser posible dedicándose a ella,
se realiza plenamente como ser humano. El fin del hombre es ser feliz viviendo en comunidad,
adquiriendo las virtudes necesarias no sólo para la felicidad individual sino para la felicidad
colectiva. Ni Platón ni Aristóteles piensan que todos los hombres deban tener las mismas
virtudes, ya que sus funciones en la vida son distintas y las sociedades antiguas están muy
jerarquizadas. Los miembros de los tres estamentos que distingue Platón en la República —los
artesanos, los guerreros y los gobernantes— deberán tener cada uno sus virtudes específicas
para cumplir bien su función. Aristóteles tiene una concepción de las funciones sociales algo
menos estática que la de su maestro Platón, pero entiende que las virtudes mayores son las del
ciudadano libre que puede permitirse la dedicación política.
Aristóteles distingue dos grandes categorías de virtudes: las éticas y las dianoéticas. Las primeras
son las virtudes morales y tienen que ver con la adecuación del sentimiento a la regla que impone
la razón. La fortaleza, la templanza o la justicia son virtudes morales.
Las virtudes intelectuales residen en la parte racional del alma y son las que imponen la regla de
la buena conducta. Las virtudes intelectuales son dos: la prudencia y la sabiduría. Salvo esta
última virtud, que se refiere al saber teórico —la vida contemplativa—, las demás virtudes tienen
que ver con una sabiduría práctica, consistente en la capacidad de actuar bien en todas las
situaciones en que uno pueda encontrarse.
Pero ¿cómo se reconoce la virtud? Deberá haber un criterio que permita medir la virtud de una
persona. Ese criterio lo define Aristóteles como el “justo medio”. La virtud consiste en el término
medio entre el exceso y el defecto. Ser valiente consiste en no ser ni temerario ni cobarde; ser
temperante consiste en no ser ni insensible ni inmoderado. La virtud consiste en saber elegir el
término medio que, como es fácil entender, no puede ser el mismo para todas las personas ni
para todas las situaciones. El valor que ha de mostrar el soldado no tiene que ver con el que
necesita el agricultor, de igual modo que el atleta necesita más alimento que el que no tiene que
competir corriendo. Con vistas a esa indeterminación, la única referencia que tenemos para
identificar la virtud es el comportamiento del hombre prudente: el político, el juez, el médico
prudentes son los que saben tomar la decisión justa cuando es necesario. El prudente no es sólo
el sabio, el que domina y conoce bien la teoría, sino el que además sabe aplicarla. La prudencia
se constituye, así, en la virtud nuclear de la ética aristotélica y la que representa la síntesis de
todas las demás virtudes. Así define Aristóteles la virtud: “La virtud es un modo de ser selectivo,
siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por lo que decidiría el
hombre prudente” (Aristóteles, 1998, p. ii). Es decir, ser virtuoso implica: 1) seleccionar una
manera de ser; 2) manera de ser relativa a cada uno de nosotros y a las situaciones y contextos
en los que cada cual se encuentre; 3) regulada por la razón; 4) o sea, por lo que decidiría el
hombre prudente.
Platón había dicho que en la ciudad debían desarrollarse cuatro virtudes fundamentales: la
prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Aristóteles se refiere aún con más detalles a
dichas cuatro virtudes, que serán luego recogidas por el pensamiento y la doctrina cristianas y
pasarán a la historia como “las virtudes cardinales”. El cristianismo interpreta la teoría griega de
las virtudes y completa las virtudes cardinales con otras tres virtudes, las teologales, que
expresan la relación directa del hombre con el Bien Supremo, y son fe, esperanza y caridad. Estas
últimas no son adquiridas, como las anteriores, sino infusas, un don divino. San Agustín ve todas
las virtudes desde la perspectiva de la caridad. Las define como ordo amoris (el orden del amor),
y de tal definición deriva la célebre máxima: “Ama y haz lo que quieras”.
A partir de la modernidad, la idea de virtud se debilita como elemento nuclear de las teorías
éticas. Se mantiene la vinculación de la virtud con el hábito y su definición como disposición a
actuar conforme a la norma moral. Pero las éticas modernas están mucho más centradas en la
idea de deber o de ley moral. De todas ellas, a propósito de la idea de virtud, cabe distinguir la
de Hume y la de Kant. Hume, a diferencia de la mayoría de los filósofos modernos, construye una
teoría moral basada no sólo en la razón sino en el sentimiento. Entiende que existe un
sentimiento o virtud natural, que es la sympatheia o la benevolencia, que es el fundamento y la
explicación de la disposición moral humana. Sin la hipótesis de un sentimiento que nos une a
nuestros semejantes, difícilmente se podrían explicar las actitudes morales, aunque ese
sentimiento no es suficiente para construir una sociedad justa. Hace falta, al mismo tiempo, una
“virtud artificial”, la justicia, que nos obligue a tratar a los demás como semejantes. Hume levanta
su ética sobre la base de las virtudes más que del deber, como hará Kant, si bien distingue entre
una disposición natural de los individuos a ser buenas personas, la virtud de la benevolencia, y
una disposición artificial, coactiva, la virtud de la justicia, que nos impone el Estado o el orden
jurídico.
A uno de los pioneros del comunitarismo, Alasdair MacIntyre, se debe el libro más significativo
de nuestro tiempo sobre el concepto de virtud, Tras la virtud. Su autor muestra allí su
escepticismo con respecto a la posibilidad de recuperar una ética de las virtudes a la vez que una
nostalgia por volver a ellas. Su tesis es que una ética de las virtudes presupone una definición del
ser humano y de su fin en esta vida, como hizo Aristóteles, lo cual ya no es posible en sociedades
plurales como las nuestras para las que el valor fundamental del individuo es la libertad para
elegir la forma de vida que cada cual prefiera. Pero ése es un defecto de las sociedades liberales
que han perdido la cohesión comunitaria. El retorno a formas de vida más cohesionadas haría
renacer las virtudes.
Otra propuesta en favor de la importancia de las virtudes es la del republicanismo, que trata de
recuperar el valor que tuvieron las virtudes cívicas para teóricos como Cicerón, Maquiavelo o
Rousseau. Piensan los republicanos que las democracias liberales necesitan el complemento de
una teoría de la virtud para funcionar adecuadamente. La socialización moral de la persona es
imprescindible para crear ciudadanía, como vio, por ejemplo, Tocqueville al hablar de esos
“hábitos del corazón” que contribuyeron a forjar la democracia en América. Pensar en términos
republicanos significa pensar en comunidades políticas, con ciudadanos activos y participativos,
con propósitos y valores comunes. Para ello son necesarias las virtudes cívicas.
La ética de las virtudes se entiende, pues, en nuestro tiempo, como un complemento de los dos
grandes paradigmas éticos ya clásicos: la ética de los principios, o deontológica, cuyo principal
exponente es Kant, y la ética de las consecuencias, o teleológica, propia de los utilitaristas. Los
kantianos piensan que los principios éticos se fundamentan en la razón, mientras los utilitaristas
pretenden derivarlos de la experiencia, identificándolos con la felicidad o el bienestar de la
mayoría. Lo que a ambas teorías éticas les falta es una aproximación a la moral más psicológica,
referida no tanto a los deberes o a los principios, sino a las actitudes, a las maneras de ser, a las
disposiciones para actuar, a la formación de la persona. Sin esa vertiente que nos dan las virtudes,
las teorías éticas se centran en los derechos o en los valores básicos, pero no especifican cómo
deberían ser los sujetos de la moral para que esos derechos se respeten y los valores prosperen.
El discurso actual en favor del civismo o de las virtudes cívicas es el intento más serio por
recuperar ese aspecto olvidado de la filosofía moral.
BIBLIOGRAFÍA