Los Descendientes La Novela

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Adosaguas

Otros títulos de
Javier Barrera

Mal, Evie, Jay y Carlos son hijos


de algunos de los villanos más conocidos

la novela
de los cuentos de hadas. Viven encerrados junto Los descendientes - La novela

a otros villanos en la Isla de los Perdidos, un lugar —Tu madre es la Reina del
aislado y sin magia, mientras que los héroes, príncipes Mal. Yo tengo unos padres que Rústica solapas

y princesas viven felices en el idílico reino de Áuradon.


130 x 190

son la viva personificación 130 x 190


El príncipe Ben, hijo de Bella y de Bestia, ha declarado
de la bondad —explicó Ben
130 x 190

que los «inocentes» niños de la Isla de los 7,5 mm

Perdidos merecen una segunda oportunidad sonriendo—, pero eso no nos 11mm

y ha decidido traerlos a Áuradon.

LA NOVELA
convierte automáticamente en
Prepárate, Áuradon… ellos. Tenemos la oportunidad
¡Aquí llegan Los Descendientes! de elegir quiénes queremos ser.
Y ahora mismo, puedo mirarte
¡a b a j o a los ojos y decirte que no
con
á u ra d o n !
eres mala. Lo veo —aseveró,
mirando fijamente a los
ojos de Mal.
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
www.disney.es
© 2015 Disney Enterprises, Inc.
Todos los derechos reservados PVP 6,95 € 10127625

10 junio 2015

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LA NOVELA

Adaptada por Rico Green


Basada en Descendants, escrita por
Josann McGibbon y Sara Parriott

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© 2015 Disney Enterprises, Inc.
Todos los derechos reservados
© de esta edición: Editorial Planeta, S. A., 2015
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com
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Primera edición: septiembre de 2015
ISBN: 978-84-9951-712-4
Depósito legal: B. 17.056-2015
Impreso por Egedsa
Impreso en España

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CAPÍTULO UNO

M e llamo Mal y soy hija de la perversa hechicera


Maléfica. Sé lo que estaréis pensando: yo también
soy igual de malvada. Porque, claro, ¿qué otra cosa
podía ser teniendo una madre así? Mi madre luce unos
prominentes cuernos que denotan su inmensa maldad.
Además, hace muchos años lanzó una terrible maldición
a la Bella Durmiente y a todo su reino. Los rufianes más
sanguinarios que moran aquí, en la Isla de los Perdidos,
tiemblan ante su presencia, y te puedo asegurar que en
este lugar abundan los villanos, las madrastras y las
hermanastras más viles que han existido jamás.
En resumen, el tipo de gente a la que considero
interesante.
Hace veinte años, cuando Bestia decidió poner un
anillo en el dedo de Bella y tomarla como esposa, unificó
todos los reinos y se convirtió en el insigne rey de
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los viejos Estados Unidos de Áuradon (¡puaj!). Además,
reunió a todos los villanos y nos desterró a la Isla de
los Perdidos, un lugar rodeado por una barrera mágica
de donde es imposible escapar. Esta isla es mi hogar;
en ella no hay magia, ni tampoco wi-fi. No hay salida
para mí ni para mis tres malvados amigos. Aguardad
un momento, porque estáis a punto de conocerlos.
Pero primero sucedió lo siguiente...

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CAPÍTULO DOS

O s presento a Ben, hijo de Bella y Bestia.


Posee unos ojos hermosos y una melena leonina,
así que se podría decir que ha heredado lo mejor
de cada uno de ellos. Todo comenzó aquel día
en el que Ben tuvo una idea brillante...

En el castillo de Bella y Bestia, su hijo, Ben, miraba fija-


mente por la ventana.
A pesar de que lo separaba la inmensidad del mar
azul, desde su posición podía distinguir el resplande-
ciente destello de la barrera mágica que se levantaba
alrededor de la Isla de los Perdidos. Aquel lejano islo-
te donde se encontraban exiliados los prisioneros era
muy hermoso y, sin embargo, siempre que lo contem-
plaba le invadía una profunda sensación de tristeza.
El sastre real estaba muy ocupado en confeccionar
a Ben su traje de coronación azul, anotando con es-

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mero todas las medidas en su bloc de notas. En ese
momento, Bella y Bestia entraron en la habitación.
—Aún no me puedo creer que el mes que viene
vayas a ser coronado como nuevo rey —comentó
Bestia, moviendo sus ojos azules tras unas gafas de mon-
tura negra.
La corona de oro que portaba sobre la cabeza bri-
llaba con fuerza. En poco tiempo, se la cedería a Ben.
—No eres más que un crío —apostilló.
—Querido, está a punto de cumplir dieciséis años
—repuso Bella, cuyo vestido amarillo la hacía parecer
más hermosa que nunca.
—Hola, papis —saludó Ben.
—¿Dieciséis? —preguntó Bestia, quitándose las ga-
fas—. Es demasiado joven para ser rey. Yo no tomé
ninguna decisión madura hasta que cumplí al me-
nos... cuarenta y dos.
Su rostro se iluminó con una resplandeciente sonrisa
y guardó las gafas en el bolsillo de la chaqueta.
Bella frunció el ceño.
—Te recuerdo que a los veintiocho años tomaste la
decisión de casarte conmigo —le espetó.
—No tenía otra elección: o me quedaba con ella
o con la tetera —respondió Bestia mientras hacía un
guiño a Ben.

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Ben se rio entre dientes.
—Es broma —apostilló Bestia, arqueando las cejas.
—¡Papá, mamá, ya he decidido cuál va a ser mi
primer decreto oficial! —exclamó Ben.
Bella y Bestia se miraron entre sí y lucieron una
amplia sonrisa.
—He decidido que los niños de la Isla de los Perdi-
dos se merecen tener la oportunidad... de vivir aquí,
en Áuradon —explicó Ben.
Sus padres lo miraron con los ojos muy abiertos,
sin saber qué decir.
El sastre, consciente de la tensión que empezaba a
respirarse en la sala, decidió tomar asiento.
—Cada vez que contemplo la isla —prosiguió Ben,
haciendo un gesto hacia el islote que asomaba al otro
lado de la ventana—, me siento como si los hubiéra-
mos abandonado.
—¿Te refieres a los hijos de nuestros acérrimos
enemigos? —preguntó Bestia—. ¿Quieres que vivan
entre nosotros?
—Al principio podrían venir unos cuantos; aque-
llos que más precisen nuestra ayuda —argumentó
Ben—. Y debo confesar que ya los he elegido.
—¿Ya lo has hecho? —preguntó Bestia, frunciendo
las cejas.

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Bella apoyó lentamente una mano sobre el brazo de
Bestia.
—Querido, recuerda que yo también te di una
segunda oportunidad —repuso.
Luego dio media vuelta para mirar a Ben.
—Y dinos, hijo, ¿quiénes son sus padres? —preguntó
con una sonrisa sincera.
—Sus padres son Cruella de Vil, Jafar, la Reina
Malvada... —Ben hizo una pausa para tomar alien-
to— y Maléfica.
El sastre lanzó un grito ahogado y dejó caer la li-
breta.
—¡¿Maléfica?! —gritó Bestia—. ¡Es la peor villana
que existe sobre la faz de la Tierra!
—¡Papá, deja que te explique! —pidió Ben.
—¡No pienso escuchar una palabra más! —vociferó
Bestia, agitando el dedo—. ¡Toda esa gente ha cometido
crímenes abominables!
Los mayordomos abrieron la puerta y el sastre se es-
cabulló silenciosamente de la habitación.
—Pero sus hijos son inocentes —repuso Ben con
calma—. ¿No crees que se merecen la oportunidad de
llevar una vida normal?
Como respuesta, Bestia dedicó a su hijo una mirada
larga y severa.

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—Papá —rogó con ojos suplicantes.
Bestia miró a Bella y sentenció:
—Supongo que los niños son inocentes.

¡Ja!
Ahí lo tenéis.
¡Incautos!

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CAPÍTULO TRES

A lgunos niños crecen escuchando patéticas canciones


de cuna y estúpidos cuentos de hadas.
Pero en esta isla, nuestro lema siempre ha sido:
«Larga vida al mal».

En la Isla de los Perdidos, Mal pintaba con un aerosol


una de las desconchadas paredes que se levantaban en la
ciudad.
Con su pelo de color púrpura, su chaqueta de cue-
ro con dos dragones grabados en la espalda y sus botas
duras como el acero, Mal llevaba la palabra problemas
escrita en el rostro, y eso era precisamente lo que bus-
caba. La pintada que había realizado con el bote de
aerosol verde proclamaba: «LARGA VIDA AL MAL».
La joven guardó el bote de pintura, se deleitó con
su obra y decidió adentrarse en un bullicioso mer-
cado, perdiéndose rápidamente entre la multitud,

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mezclándose con una marea de rostros demacrados y
descompuestos.
Jay, el hijo de Jafar, observó atentamente cómo Mal
desaparecía entre la muchedumbre mientras él contem-
plaba el bazar desde la azotea de un edificio cercano.
Era un joven rebosante de confianza, tenía el pelo largo
y oscuro, y unos bíceps muy desarrollados que asoma-
ban a través de su chaleco de cuero. El rostro del joven
dibujó una sonrisa y sus ojos brillaron maliciosamente.
Moviéndose con la suavidad de una cobra, dio un salto y
se deslizó por una escalera oxidada que descendía desde
la azotea. Los que conocían a Jay afirmaban que era un
tipo sucio, despiadado y malo hasta la médula.
Evie, la hija de la Reina Malvada, observó cómo
Jay avanzaba por la calle y se dirigió pavoneándose
hacia una mesa, donde un grupo de niños desaliñados
intentaba llevarse algo a la boca. Se quedaron ensi-
mismados al contemplar la deslumbrante sonrisa de
Evie, su cabello oscuro y ondulado y su hipnotizan-
te mirada. La joven vestía de color azul y lucía un
collar que portaba una joya roja rematada por una
corona de oro. También llevaba un bolso rojo cuya
forma recordaba a una caja. Poseía una belleza na-
tural, pero era difícil atisbarla a través de su espesa
capa de maquillaje. Su madre le había enseñado que

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lo más importante en esta vida era cuidar las aparien-
cias. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que Jay había
desaparecido.
Carlos, el hijo de Cruella de Vil, espió a Evie mien-
tras saltaba por una ventana y se adentraba en la ruidosa
calle. Era un adolescente delgado, lucía un cabello canoso
salpicado de raíces negras e iba ataviado con una cha-
queta y un par de botas de cuero rojo, blanco y negro.
Mientras caminaba por el bazar, robó un pañuelo y acto
seguido cogió a hurtadillas una manzana. Los habitantes
de la isla lo consideraban un delincuente sin escrúpulos
y a él le encantaba que todos pensaran así.
Evie y Mal salieron de un callejón; Carlos corrió hacia
ellas y Jay saltó desde un edificio para reunirse con sus
compañeros. Los cuatro amigos se habían unido una vez
más. Penetraron a través de una alambrada y se aden-
traron en unos almacenes. Atravesaron varias hileras de
ropa colgada en percheros y rompieron algunos lavabos
desvencijados. Con la ayuda de su bote de aerosol, Mal
pintó una M en una cortina de baño. Jay robó una tete-
ra y Evie coqueteó con un comerciante. Carlos dio una
patada a una cesta de alimentos.
Cuando volvieron a poner los pies en la mugrienta
calle, los cuatro amigos inundaron de miedo y de
respeto el corazón de los vendedores ambulantes, de los

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carteristas y de los estafadores que pululaban por la ca-
lle. Era evidente que los cuatro adolescentes estaban
podridos hasta la médula.
Mal arrebató una piruleta de la mano de un niño, ha-
ciendo que se echara a llorar. La joven levantó la piruleta
con aire triunfal y, al verla, sus amigos se echaron a reír,
orgullosos de su proeza.
De repente, una sombra se cernió sobre sus cabezas,
haciendo que todos los comerciantes huyeran despavo-
ridos y se escondieran al abrigo de las tiendas. Aquello
sólo podía significar una cosa.
Un grupo de guardaespaldas apareció de la nada y
despejó el camino para dejar espacio a su Real Malvada
Majestad, Maléfica, la Dama del Mal. La abominable
villana llevaba los cuernos envueltos en un trozo de cue-
ro, en su mano portaba un cetro y sus ojos emitían un
fuerte destello verde.
—Hola, mamá —saludó Mal con una sonrisa pícara.
—¿Robando dulces, Mal? —preguntó Maléfica—.
Estoy muy decepcionada.
Mal arrugó la cara.
—Se lo he arrebatado a un bebé —dijo alegremente,
tendiéndole la piruleta.
Los amigos de Mal volvieron a echarse a reír al com-
probar lo increíblemente mala que podía ser.

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Maléfica sonrió.
—¡Esa es mi niña! —respondió.
Luego le arrebató la piruleta de la mano, escupió en
ella, la restregó por la axila y se la entregó a uno de sus
secuaces.
—Devuélvesela a esa criatura tan espantosa —ordenó
Maléfica, con un intenso brillo en la mirada.
—Mamá... —protestó Mal, molesta al ver que su
madre siempre necesitaba estar por encima de ella.
El guardaespaldas procedió a devolver la piruleta a la
madre del bebé.
—Mal, lo que marca la diferencia entre la mezquindad
y la verdadera maldad son los hechos —explicó Maléfica.
Luego sonrió y saludó a la madre agradecida. Volvió a
mirar a Mal y habló con gesto grandilocuente:
—Cuando yo tenía tu edad, lanzaba maldiciones a
reinos enteros.
Mal murmuró entre dientes, entornando los ojos:
—¡Lanzaba maldiciones a reinos enteros!
—Ven conmigo —ordenó Maléfica, poniendo una
mano sobre el hombro de su hija y guiándola hacia de-
lante—. Sólo trato de enseñarte lo único que verdadera-
mente importa: cómo puedes ser tan malvada como yo.
—Lo sé —repuso Mal, asintiendo con la cabeza—,
y prometo hacerlo mucho mejor.

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—¡Ah, y por cierto! Tengo una buena noticia —ex-
clamó Maléfica, agitando el cuerpo—. ¡Había reservado
lo mejor para el final! —Señaló a Mal y a sus amigos—.
Vosotros cuatro habéis sido elegidos para estudiar en
otro instituto... en Áuradon.
Al oír estas palabras, Evie, Jay y Carlos trataron de sa-
lir huyendo, pero los secuaces de Maléfica los sujetaron
a tiempo. Mal miró boquiabierta a su madre, con los
ojos muy abiertos. Sus amigos dejaron de luchar contra
sus captores.
—¿Qué has dicho? —preguntó Mal—. Mamá, debe
de ser una broma.
—¡En absoluto! —repuso Maléfica—. Os uniréis al
bastión del privilegio y la exclusividad del... Instituto de
Secundaria de Áuradon.
Esas palabras dejaron un poso de amargura en su boca.
—¡Mamá! ¡No pienso ir a ningún internado lleno de
remilgadas princesas vestidas de rosa! —protestó Mal.
—¡Y de príncipes perfectos! —añadió Evie, con la
mirada perdida, mientras Mal se colocaba a su lado.
Mal le dedicó un gesto, haciendo que la sonrisa de
Evie se desvaneciera al instante.
—¡Uf! —exclamó, fingiendo mostrar disgusto.
—No pienso ponerme un uniforme —apostilló Jay—.
A menos que sea de cuero. ¿Está claro?

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Luego sonrió y trató de chocar la mano con un Car-
los aterrorizado, que dio un paso hacia Maléfica.
—Recuerdo haber leído en alguna parte que en Áura-
don se permite la entrada a los perros —comenzó Car-
los—. Mi madre dice que son animales rabiosos que se
comen a los niños que no saben comportarse —explicó,
tragando saliva, sin pestañear.
Jay se acercó a Carlos y soltó un ladrido en su oreja.
Carlos dio un respingo hacia atrás, haciendo que Jay se
echara a reír.
—Sí, mamá, no estamos dispuestos a ir allí —aseguró
Mal con total naturalidad—. No me vas a ver haciendo
reverencias y tomando apuntes de literatura.
—Qué poca amplitud de miras tienes, mi pequeña
calabaza —atajó Maléfica—. ¡El único objetivo de todo
esto es dominar el mundo!
Se relamió los labios y, acto seguido, se volvió hacia
sus secuaces.
—¡Cabezas de chorlito! —Luego, giró sobre sus ta-
lones, agitando su capa, y se marchó por la calle vacía,
flanqueada por sus fieles matones.
—¡Mal! —gritó por encima del hombro, haciendo
señas a su hija para que la acompañara.
Mal y sus amigos se miraron entre sí y siguieron a
Maléfica.

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