Duffau Historia de La Locura en Uruguay 1860 1911 FHCE

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Nicolás Duffau

Historia de la locura
en Uruguay (1860-1911)
Alienados, médicos y representaciones
sobre la enfermedad mental

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La publicación de este libro fue realizada con el apoyo
de la Comisión Sectorial de Investigación Científica (csic) de la Universidad de la República.

Los libros publicados en la presente colección han sido evaluados


por académicos de reconocida trayectoria en las temáticas respectivas.

La Subcomisión de Apoyo a Publicaciones de la csic,


integrada por Luis Bértola, Carlos Carmona, Carlos Demasi, Mónica Lladó, Alejandra López,
Sergio Martínez, y Aníbal Parodi ha sido la encargada de recomendar
los evaluadores para la convocatoria 2017.

© Los autores, 2017


© Universidad de la República, 2019

Ediciones Universitarias,
Unidad de Comunicación de la Universidad de la República (ucur)

18 de Julio 1824 (Facultad de Derecho, subsuelo Eduardo Acevedo)


Montevideo, cp 11200, Uruguay
Tels.: (+598) 2408 5714 - (+598) 2408 2906
Telefax: (+598) 2409 7720
Correo electrónico: <infoed@edic.edu.uy>
<www.universidad.edu.uy/bibliotecas/>

isbn: 978-9974-0-1633-0

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Contenido

Presentación de la Colección Biblioteca Plural, Roberto Markarian...........................5

Agradecimientos............................................................................................................................................................7

Introducción......................................................................................................................................................................9
Metodología y fuentes........................................................................................................................14

Institucionalizar........................................................................................................................................................19
Del Asilo de Dementes al Hospital Vilardebó..................................................................21

Estudiar..............................................................................................................................................................................75
El desarrollo de la psiquiatría en Uruguay............................................................................77
La definición y las causas de las enfermedades mentales.........................................107
El tratamiento........................................................................................................................................145

Señalar.............................................................................................................................................................................185
Las causas sociales de la locura.................................................................................................187

Reprimir y contener.............................................................................................................................................247
Relación entre medicina y derecho.........................................................................................249

Síntesis y consideraciones finales...........................................................................................................277

Colofón............................................................................................................................................................................285

Fuentes..............................................................................................................................................................................287
Bibliografía..................................................................................................................................................................295

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Presentación de la Colección Biblioteca Plural

La Universidad de la República (Udelar) es una institución compleja, que


ha tenido un gran crecimiento y cambios profundos en las últimas décadas. En
su seno no hay asuntos aislados ni independientes: su rico entramado obliga a
verla como un todo en equilibrio.
La necesidad de cambios que se reclaman y nos reclamamos permanen-
temente no puede negar ni puede prescindir de los muchos aspectos positivos
que por su historia, su accionar y sus resultados, la Udelar tiene a nivel nacional,
regional e internacional. Esos logros son de orden institucional, ético, compro-
miso social, académico y es, justamente, a partir de ellos y de la inteligencia y
voluntad de los universitarios que se debe impulsar la transformación.
La Udelar es hoy una institución de gran tamaño (presupuesto anual de
más de cuatrocientos millones de dólares, cien mil estudiantes, cerca de diez mil
puestos docentes, cerca de cinco mil egresados por año) y en extremo heterogé-
nea. No es posible adjudicar debilidades y fortalezas a sus servicios académicos
por igual.
En las últimas décadas se han dado cambios muy importantes: nuevas fa-
cultades y carreras, multiplicación de los posgrados y formaciones terciarias, un
desarrollo impetuoso fuera del área metropolitana, un desarrollo importante de
la investigación y de los vínculos de la extensión con la enseñanza, proyectos muy
variados y exitosos con diversos organismos públicos, participación activa en las
formas existentes de coordinación con el resto del sistema educativo. Es natural
que en una institución tan grande y compleja se generen visiones contrapuestas
y sea vista por muchos como una estructura que es renuente a los cambios y que,
por tanto, cambia muy poco.
Por ello es necesario:
a. Generar condiciones para incrementar la confianza en la seriedad y las
virtudes de la institución, en particular mediante el firme apoyo a la
creación de conocimiento avanzado y la enseñanza de calidad y la plena
autonomía de los poderes políticos.
b. Tomar en cuenta las necesidades sociales y productivas al concebir las
formaciones terciarias y superiores y buscar para ellas soluciones supe-
radoras que reconozcan que la Udelar no es ni debe ser la única institu-
ción a cargo de ellas.
c. Buscar nuevas formas de participación democrática, del irrestricto ejer-
cicio de la crítica y la autocrítica y del libre funcionamiento gremial.
El anterior rector, Rodrigo Arocena, en la presentación de esta colección,
incluyó las siguientes palabras que comparto enteramente y que complemen-
tan adecuadamente esta presentación de la colección Biblioteca Plural de la

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Comisión Sectorial de Investigación Científica (csic), en la que se publican tra-
bajos de muy diversa índole y finalidades:
La Universidad de la República promueve la investigación en el conjunto de
las tecnologías, las ciencias, las humanidades y las artes. Contribuye, así, a la
creación de cultura; esta se manifiesta en la vocación por conocer, hacer y
expresarse de maneras nuevas y variadas, cultivando a la vez la originalidad, la
tenacidad y el respeto por la diversidad; ello caracteriza a la investigación —a
la mejor investigación— que es, pues, una de las grandes manifestaciones de
la creatividad humana.
Investigación de creciente calidad en todos los campos, ligada a la expansión
de la cultura, la mejora de la enseñanza y el uso socialmente útil del conoci-
miento: todo ello exige pluralismo. Bien escogido está el título de la colección
a la que este libro hace su aporte.

Roberto Markarian
Rector de la Universidad de la República
Mayo, 2015

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Agradecimientos

El trabajo que aquí se presenta es una adaptación de la tesis de doctorado


realizada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires y defendida en junio de 2016. El libro respeta las ideas centrales de ese
texto, pero ha sufrido modificaciones que permiten la lectura fluida de un pro-
ducto elaborado inicialmente para cumplir con los requerimientos académicos
de un posgrado. Ha sido necesario unir capítulos, eliminar otros, reordenar
partes significativas del texto y desbrozar diversas consideraciones historiográ-
ficas o teóricas.
La edición no modificó las innumerables deudas que he contraído con dis-
tintas personas que me ayudaron a lo largo del proceso y que, en los últimos seis
años, me han escuchado hablar con insistencia sobre «locos», trementina, simu-
laciones o sillones de Darwin.
Deseo agradecer a mis amigos Ernesto Bohoslavsky y Vania Markarian,
quienes, además, oficiaron de tutor y cotutora de la tesis respectivamente.
Ambos, desde el inicio del proceso, depositaron en mí su confianza, estímulo y
apoyo, además de que fueron atentos lectores de cada párrafo. Vania ofició origi-
nalmente de directora de mi proyecto de Iniciación a la Investigación, financia-
do por la Comisión Sectorial de Investigación Científica de la Universidad de la
República, en el cual abordé algunos aspectos parciales tratados en profundidad
en la tesis.
Cualquier investigación individual es también colectiva, por lo que soy tribu-
tario de comentarios, críticas y sugerencias de distintas personas. Las deudas acu-
muladas son numerosas, por lo que sería imposible nombrar aquí a todos los que
merecen mi agradecimiento, ni corresponder con una frase ascética sus ayudas.
Debo reconocer, en primer lugar, a Daniel Fessler, por las sugerencias, las
recomendaciones bibliográficas y el permanente envío de fuentes. Sin su amistad
y estimulo este trabajo sería otro.
Asimismo, debo retribuir la generosidad de amigos y colegas, quienes
aportaron fuentes, bibliografía y opiniones: Martín Albornoz, Ismael Apud,
Andréz Azpiroz, Cecilia Baroni, Alex Borucki, Mauricio Bruno, Gerardo
Caetano, Agustín Cano, Santiago Delgado, Mario Etchechury, Magela Fein,
Diego Galeano, Mercedes García Ferrari, Daniel Gil, Aldo Marchesi, Mónica
Maronna, Guillermo Milán, Lourdes Peruchena, Raquel Pollero, Rodolfo
Porrini, Soledad Prieto, Pablo Rocca, Ana María Rodríguez, Marcelo Rossal,
Ana Sosa, Florencia Thul, Georgina Torello, Yvette Trochon e Isabel Wschebor.
Daniel Vidal me orientó en el estudio sobre el vínculo entre locura y anarquis-
mo; lo mismo hicieron Inés Cuadro y Diego Sempol, quienes me asistieron en
el apartado dedicado a la relación entre locura y sexualidad. Gianella Bardazano
me ayudó a entender algunas complejidades de la codificación jurídica uruguaya.

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Entre los médicos, debo agradecer a Luis Broquetas, Pablo Fidacaro,
Ángel Ginés, Antonio Turnes y Margarita Wschebor, quienes, desde sus es-
pecialidades, brindaron información a alguien ajeno al campo de la medicina
y la psiquiatría. Gracias a ellos, pude entender los efectos del tratamiento y las
características de las instituciones hospitalarias.
Álvaro Rico, decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la
Educación de la Universidad de la República, colaboró en distintas gestiones
que me permitieron acceder a los archivos del Hospital Vilardebó.
Quiero agradecer también a Ana Frega, quien ha sido un apoyo fundamen-
tal y una fuente de orientación permanente.
Mi amiga Nairí Aharonian leyó la versión final de la tesis y corrigió buena
parte de mis errores de redacción. Me devolvió el texto «y un montón de comas».
En Buenos Aires, Silvia Pérez me auxilió cada vez que la necesité con ges-
tiones y trámites en la laberíntica Universidad de Buenos Aires.
He participado como expositor en distintos eventos académicos, en los cua-
les presenté avances de la investigación y algunos subproductos fueron enviados
a revistas especializadas; gracias a los comentarios y los arbitrajes realizados,
pude mejorar partes sustanciales de la tesis o corregir algunas imprecisiones.
Graciela Sapriza, Lila Caimari y Eduardo Zimmermann integraron el tribu-
nal de defensa de tesis. Quiero agradecer especialmente a Lila y Eduardo, quie-
nes, como desde hace varios años, hicieron aportes sustanciosos para mejorar la
versión final del texto y para pensar en nuevos caminos de investigación.
Sin la ayuda de los funcionarios del Hospital Vilardebó no hubiera sido
posible llevar a cabo la tarea de relevamiento documental. También agradezco
a Analaura Collazo de la biblioteca de la Facultad de Humanidades y Ciencias
de la Educación y del Museo Histórico, a los funcionarios del Archivo General
de la Nación, del Departamento de Historia de la Medicina de la Facultad
de Medicina de la Universidad de la República, del Archivo General de la
Universidad, del Archivo Nacional de la Imagen y a Daniel Sosa del Centro de
Fotografía de Montevideo.
Hago una dedicatoria especial a Álvaro Alexander el Chino Recoba, por-
que la angustia de escribir una tesis y el nerviosismo que me generó esperar la
defensa de doctorado solo se apaciguaron cada vez que me convenció de que el
fútbol es cuestión de magia y la fuerza de gravedad, un invento.
Finalmente, quiero reconocer a mi familia por el apoyo de siempre, por
brindarme soportes logísticos mientras realizaba esta investigación y escribía la
tesis; fundamentalmente, a mi esposa Magdalena Broquetas, quien me apoyó
desde el principio y con todo su amor y paciencia se encargó de Juan y Catalina
mientras yo trabajaba. Ella acompañó, como en otras oportunidades, cada paso
de mi trabajo con su inteligencia, sus consejos y su afecto incondicional. Les
dedico este libro a ella, a Juani y a Cata, a sabiendas de que cualquier dedicatoria
es insuficiente para retribuir todo lo que ellos hacen por mí.

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Introducción

El 26 de junio de 1889, dos personas, un hombre y una mujer, plasmaron la


impresión que les había generado la visita al Manicomio Nacional: «Muy bien»,
firmó el médico argentino Eduardo Wilde, y «¡Qué tristeza!», afirmó Ernestina
Costa.1 Estas dos manifestaciones, tan distintas entre sí, seguramente poco tuvie-
ran que ver con las cualidades atribuidas a uno y a otro género durante la época.
En las palabras de la mujer, podríamos ver cierta empatía con la situación de
subordinación de los enfermos psiquiátricos, dado que, como sobre ellos, sobre
las mujeres recayeron con más fuerza los condicionamientos de la época que in-
tentaron (no siempre con éxito) disciplinar a la sociedad. Podríamos preguntar:
¿qué impresiones despertaba en la sociedad la presencia de un establecimiento de
reclusión manicomial?, e, incluso, ¿qué factores contribuyeron a su legitimación?
Y, al mismo tiempo, cuestionar: ¿qué trato se daba a los llamados «locos» o «ena-
jenados» a comienzos del siglo XIX y a lo largo de toda la centuria? ¿Quiénes iban
al Manicomio Nacional?, ¿solo aquellos que tenían algún tipo de psicopatología
pasaron por la institución que durante cincuenta años —si contamos los veinte
(entre 1860 y 1880) durante los que se llamó Colonia de Alienados— rigió los
destinos de los «anormales»? En otras palabras, ¿no pudo haber algún tipo de etio-
logía social por la cual travestidos, revolucionarios, delincuentes y mujeres que
causaran «disgustos» también fueran enviados a dicha institución?
La historiografía uruguaya se ha concentrado en la ampliación de los de-
rechos sociales y políticos a comienzos del siglo XX (asistencia sanitaria, legis-
lación laboral, fin de la restricción política para ejercer el voto), pero no se ha
referido prácticamente al trato conferido por ese mismo Estado a los enfermos
mentales y a la protección brindada a los ciudadanos con enfermedades psiquiá-
tricas (lo mismo podríamos decir de los internos de otros establecimientos de
reclusión y aislamiento). Al mismo tiempo, no ha analizado de forma sostenida
el desarrollo de la psiquiatría, la evolución de sus principales instituciones, ni la
vinculación entre determinadas políticas sociales y el desarrollo de esta rama,
en un principio, menor, de la medicina. Los trabajos elaborados en Uruguay se
encuentran rezagados en los análisis retrospectivos de las corrientes de ideas que
legitimaron el funcionamiento de diversas instituciones de control social.
Nuestro trabajo apunta a saldar, en parte, este déficit, mediante el abordaje
historiográfico de uno de esos aspectos: la disciplina psiquiátrica, las corrientes
de ideas que la sustentaron y la construcción de la figura del loco como uno de
los elementos que era necesario erradicar de un pensado país modélico. Este
libro pretende analizar en perspectiva histórica la principal institución de re-
clusión psiquiátrica del período, ya que su presencia en la vida cotidiana de
los uruguayos lleva a que consideremos su existencia como algo dado (con la

1 Hospital Vilardebó, Manicomio Nacional. Libro de visitantes, f. 1, 26 de junio de 1899.

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recurrencia a chistes o latiguillos en relación con los locos) e imbricado con
la cultura local, pero su análisis histórico sigue siendo una ausencia significa-
tiva en el desarrollo de otras instituciones de salud y del Estado en general.
Más problemático aun si tenemos en cuenta que el Hospital Vilardebó sigue
siendo, como hace cien años, el nosocomio público al que asisten los enfermos
psiquiátricos de menores recursos. Con ese punto de partida, nuestra inves-
tigación plantea estudiar el desarrollo de la psiquiatría como disciplina entre
1860 y 1911 y analizar las articulaciones existentes entre la construcción del
poder estatal y la asistencia sanitaria. El tramo cronológico abordado abarca la
fundación del Asilo de Dementes en 1860, su redenominación como Hospital
Vilardebó en 1910, pasando por la formación en 1907-1908 de la Cátedra y
Clínica Universitaria de Psiquiatría, dependiente de la Facultad de Medicina.
Nuestro trabajo trata, en el marco espaciotemporal precisado, de penetrar en
los comportamientos vividos y confesados de la sociedad uruguaya de la época
sobre la locura, y, a la vez, de ver de qué forma esa percepción sobre los locos
fue mutando con el tiempo en paralelo a las transformaciones en la vida médica
y jurídica del país.2
Las transformaciones económicas de la segunda mitad del siglo XIX, el
nuevo modo de producción, consecuencia de las modificaciones tecnológicas
en el medio rural, el aluvión inmigratorio y la inserción del país en el mercado
capitalista mundial provocaron cambios en la moral dominante, que se traslada-
ron a distintos planos de la vida social y cultural, y convirtieron a los enfermos
psiquiátricos en figuras de rechazo, en hombres y mujeres que habían perdido la
razón, que eran improductivos y desinhibidos. Ese mismo contexto fue modifi-
cando la conceptualización jurídica del loco, imponiendo nuevas leyes y códigos.
Para solucionar la existencia de esos hombres y mujeres considerados impro-
ductivos e inadaptables a la sociedad moderna, «degenerados» o «alienados menta-
les» —como se los comenzó a llamar desde la segunda mitad del siglo XIX—, fue
necesario que el Estado creara una institución de contención y aislamiento. Esta
problemática empezó a subsanarse en junio de 1860 con el primer traslado de
enfermos psiquiátricos internados en el Hospital de Caridad hacia la quinta de la
sucesión de Miguel Antonio Vilardebó en la zona del Arroyo Seco. En ese perío-
do, nació el primer manicomio local, llamado Asilo de Dementes, establecimiento
en el cual los enfermos psiquiátricos eran enviados para ser cuidados y en el que
los médicos ocupaban una aparente función secundaria, ya que la institución era
regenteada por la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública que otorgó plena
potestad para el tratamiento de los asilados (en este y en varios nosocomios) a la
Hermandad de Caridad.
El asilo funcionó en la órbita del catolicismo, que entabló una relación es-
trecha entre la existencia de hospicios de alienados y las prácticas de control

2 La referencia a palabras como locos, locura, alienados, enajenados, descendencia mórbida, entre
otras, conexas a la temática tratada, no responde a una nosografía psiquiátrica, sino a la forma
en que fueron llamados los enfermos psiquiátricos en el período aquí considerado.

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social, pero, al mismo tiempo, legitimó el discurso médico al aplicar el principio
de aislamiento pregonado por la escuela francesa, en especial por Philippe Pinel
y Jean-Étienne Dominique Esquirol. Esta orientación no se modificó el 25 de
mayo de 1880 cuando, con la presencia de la plana mayor del Gobierno, entre
ellos, el presidente y médico Francisco A. Vidal, el asilo pasó a denominarse
Manicomio Nacional, nombre que llevó hasta 1911, año en el que por un de-
creto del Poder Ejecutivo fue redenominado Hospital Vilardebó, centro estatal
para enfermos mentales pertenecientes a los estratos sociales más bajos (y, en
algunos casos, no tan bajos).
De forma paralela, la Universidad Mayor de la República comenzó a for-
mar médicos y juristas especializados en el trabajo con enfermos psiquiátricos.
Desde la década del setenta del siglo XIX, trabajos elaborados en la Facultad de
Medicina y en la Facultad de Derecho de la Universidad plantearon la proble-
mática de los enfermos psiquiátricos y sugirieron la implementación de políticas
específicas para el tratamiento (clínico y jurídico) de los alienados.
Como una de las hipótesis de nuestro trabajo, podríamos pensar que los
médicos utilizaron instituciones ya existentes y que gozaban de cierto presti-
gio entre la población, en tanto eran vistas como casas de salud que alejaban
la anormalidad, para legitimar las nuevas prácticas y anular procedimientos de
otra época. Ese proceso no fue meramente institucional, sino que precisó de un
marco de ideas que también lo legitimara, aunque importa señalar que el Asilo
de Dementes no surgió de forma aislada, sino que, por el contrario, se inscribió
en el contexto de las transformaciones económicas, sociales y culturales por las
que comenzó a atravesar el Uruguay en la segunda mitad del siglo XIX. A su
vez, la medicalización dependió de la actuación de los juristas, que empezaron a
considerar a los enfermos psiquiátricos como sujetos de derechos, pero a los que
era necesario inhabilitar en su capacidad civil y contener en instituciones de re-
clusión. Por tanto, planteamos como otra hipótesis de trabajo que el campo de la
psiquiatría en el ámbito local dependió de la actuación de los abogados, quienes
elaboraron propuestas específicas para la contención de los alienados.
Otra de las hipótesis, establecida como base de esta investigación, propone
que, en ese contexto, los enfermos psiquiátricos, entre otras figuras de la margi-
nalidad (como los inmigrantes pobres, los delincuentes rurales y las prostitutas),
fueron expuestos por las elites ilustradas como responsables de prácticas censu-
rables (y, muchas veces, punibles) que era necesario eliminar para imponer otro
tipo de valores, entre los cuales sobresalían el ahorro, el trabajo, una vida orde-
nada, una sexualidad contenida o el respeto irrestricto a la propiedad privada.
En estos intentos de «normalización», resultaron fundamentales el par binario
normalidad/patología y el concepto de degeneración, que permitieron construir
la imagen del otro no normalizado como peligroso para la población. El discurso
disciplinante incorporó a los enfermos psiquiátricos para irradiar temor y seña-
lar aquello que no se ajustaba a lo previsto por la moral establecida y al nuevo
modelo de subordinación que se instaló en la segunda mitad del siglo XIX. En

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la mayor parte de las historias clínicas que se publicaron en las revistas especiali-
zadas en medicina, el enfermo mental mostraba alguna psicopatía; sin embargo,
también era presentado como un transgresor de las convenciones que comen-
zaron a regir en el Uruguay moderno y que ordenaron a las mujeres obedecer a
los hombres y a la población económicamente activa a trabajar y sujetarse a la
racionalidad burguesa, y que ciñeron la actividad sexual a estrictas normas de
base católica (pese a que el catolicismo, de a poco, perdió su influencia en otros
aspectos de la vida pública y privada, como consecuencia del proceso de secu-
larización). Por tanto, atacando el medio social, los psiquiatras buscaban retrasar
o evitar que los «anormales» despertaran su anormalidad y, al mismo tiempo,
combatir aquellos focos del vicio (alcohol, mala alimentación, promiscuidad)
que generaban una «descendencia mórbida».
De esta manera, la psiquiatría habría dejado de ser el mero poder para con-
trolar, e, incluso, corregir la locura, y se convertiría en el poder para controlar
aspectos de la vida cotidiana —prácticas condenables— de la población en ge-
neral, pero en especial de los sectores populares. La prensa o la literatura que
señalaban a los locos como portadores de rasgos bárbaros también colaboraron
en la emergencia de esas nuevas figuras temidas y en la aparición de diversos
estigmas. En este sentido, es posible sostener que la categorización de enfermo
psiquiátrico excedió la enfermedad y contribuyó a conformar un estereotipo de
inadaptado social al que, por su modo de vida o sus prácticas, se intentó margi-
nar de la civilización a través de un discurso que rechazó la no productividad en
el mercado económico (y los locos no eran productivos), la enfermedad en una
sociedad cada vez más medicalizada y un estilo de vida muchas veces asociado
a prácticas sexuales o hábitos como el consumo de alcohol u otras drogas que,
para los sectores ilustrados, se oponían al valor supremo del trabajo. La posibi-
lidad de defender a la sociedad de esos pacientes con psicopatologías permitió
desarrollar un concepto de defensa social que intentó proteger a la población de
los individuos peligrosos que podían constituir un riesgo para la seguridad pú-
blica. Esa noción de defensa resultó fundamental para la consagración del poder
psiquiátrico y habría permitido el confinamiento de los enfermos psiquiátricos
en el Manicomio Nacional. No obstante, huelga aclarar que una interpretación
unívoca que explique la existencia de asilos o manicomios solo como lugares de
reclusión anula la complejidad de instituciones que también tuvieron una vin-
culación estrecha con la construcción de saberes científicos y con la divulgación
del conocimiento.
Ese temor a los enfermos psiquiátricos no se restringió de forma exclu-
siva a la enfermedad, sino que también dio cuenta de un temor colectivo a lo
desconocido en un contexto de inmigración masiva, de transformaciones y de
construcción de un Estado unificado y moderno.3 Por eso, el miedo a la locura

3 La idea de modernidad sintetiza la percepción de las elites reformistas del período para las
cuales ser modernos (o, al menos, aparentarlo) implicó poner en práctica una serie de medi-
das que permitieran romper con un desarrollo social pasado al que consideraban atrasado.

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o a la enfermedad en general apareció entrelazado con críticas a la inmigración
y a los nuevos hábitos que esta traía. Ahora bien, ¿solo el crecimiento demográ-
fico explicaría el pasaje de 0,53 internos cada 10 000 habitantes en 1862 (una
treintena) a 3,15 entrado el siglo XX (más de mil pacientes)? Ese aumento de
la población manicomial, ¿implicó algún cambio en la detección de la locura o
una modificación de connotaciones no solo orgánicas, sino también morales,
en la forma de identificar los trastornos psiquiátricos? ¿Solo el crecimiento en
el número de internos justificaría la necesidad de construir un establecimiento
más adecuado, como lo intentó ser, en 1880, el Manicomio Nacional, sustituto
del Asilo de Dementes fundado en 1860? ¿No podríamos encontrar también
razones que explicarían el ascenso de los médicos en el interior de los estableci-
mientos hospitalarios? Esto no supone negar la existencia de las psicopatologías
como un dato objetivo, pero sirve para tratar de ver posibles hechos de resis-
tencia por parte de los pacientes y para decantar los cuestionamientos que los
médicos podían hacer al estilo de vida o hacia algunas prácticas de los sectores
populares. Es decir, ¿por qué se internó a meretrices por algunos días o meses sin
ningún síntoma de enfermedad psiquiátrica, como le ocurrió a A. A. de 34 años
el 31 de octubre de 1894? ¿Por qué se internaba a mujeres a pedido del padre
o del esposo? Situaciones de esta índole, ¿indicarían que es posible encontrar un
tratamiento diferenciado de los pacientes según el género al que pertenecieron?
Pero, al mismo tiempo, ¿por qué se internó a hombres y mujeres jóvenes de
«vida desarreglada» que causaron «disgustos»? Es decir, ¿solo el género marcó la
solicitud de internación o cualquier conducta desviada resultó causal suficiente
para el confinamiento?
Una investigación sobre la psiquiatría no puede ser comprendida fuera del
orden social y cultural que la determinó y analizó. En otras palabras, partimos de
la premisa de que todo conocimiento científico tiene una base social y política
que reproduce y en la que se refleja. Pero, a la vez, consideramos e intentaremos
demostrar en nuestro trabajo que el Estado moderno no fue únicamente una má-
quina de control social que solo recurrió a la coerción, sino que, por el contrario,
buscó la cooperación de intelectuales competentes que ofrecieron sus conoci-
mientos administrativos, culturales y técnicos para, al mismo tiempo, divulgar
ese saber entre la población. Ello no implica establecer una suerte de relación
mecanicista entre el discurso y el éxito de las propuestas disciplinadoras den-
tro de los manicomios y otras instituciones de control.4 Sin embargo, importa

Las epidemias, la movilización social, la inmigración no deseada y el delito fueron vistos


como amenazas al proyecto político nacionalista y al crecimiento económico.
4 En Uruguay, la historiografía ha estado ausente del debate sobre la posible vinculación entre
el control social y el desarrollo de determinadas corrientes científicas como la psiquiatría,
por lo cual no abundan los trabajos monográficos en esa dirección. Sin embargo, cualquier
trabajo que se proponga estudiar la relación entre el control social y el positivismo cien-
tificista debe tomar como base la obra de José Pedro Barrán, Medicina y sociedad en el
Uruguay del Novecientos. El historiador uruguayo planteó, en los tres tomos de este trabajo,
que desde la segunda mitad del siglo XIX la sociedad uruguaya avanzó hacia un proceso

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cuestionar: ¿hacia quiénes se dirigían las políticas públicas implementadas por
los médicos y abogados positivistas?, ¿cómo lograron que sus iniciativas (de fun-
dar un manicomio, por ejemplo) cuajaran en una sociedad en pleno proceso
modernizador e identitario?

Metodología y fuentes

Nuestra investigación se asienta en el tercero de los enfoques propuestos


por el historiador Diego Armus dentro de abordajes posibles de la historia de
la medicina. Armus señaló que la historia de la medicina, en primer lugar, busca
conocer aspectos de la historia natural de una patología y el desarrollo biomé-
dico, y, al mismo tiempo, discutir el contexto científico, social, cultural y polí-
tico; en segundo lugar, implica analizar la asistencia pública, las instituciones, el
desarrollo de la profesión médica y las políticas públicas para preservar la salud
colectiva, y, por último —el enfoque que consideramos se acerca más a nuestra
perspectiva—, el autor entiende que la historia sociocultural de una enferme-
dad es abordada «no solo como problema, sino también como excusa o recurso
para discutir otros tópicos». Este último abordaje posible se concentra en lo que
Armus llama «metáforas asociadas a una cierta enfermedad», que incluyen los
procesos de profesionalización, los avatares de la medicalización, las institucio-
nes y prácticas de asistencia, la función social de los médicos en el disciplina-
miento (y la consiguiente perspectiva de los enfermos) y la posición del Estado
en la construcción de infraestructura sanitaria. Adscribir a uno de los puntos no
implica desconocer los otros dos; incluso, podríamos hablar de una combinación
de todos ellos, aunque tenga mayor énfasis el último mencionado.5
El trabajo se centrará en el estudio de fuentes históricas primarias a tra-
vés de las cuales analizaremos el funcionamiento del Asilo de Dementes, del
Manicomio Nacional y de los espacios universitarios que se vincularon a es-
tas instituciones. La mayor parte de las fuentes se ubica dentro del período

de medicalización que provocó una creciente presencia de los médicos en la vida cotidiana,
hacia una monopolización del ejercicio de curar y de su influencia en las decisiones esta-
tales (José Pedro Barrán, Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos, vols. i y ii,
Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1992-1993). Una reseña crítica al análisis de
Barrán sobre el poder médico y el poder psiquiátrico en concreto se puede encontrar en:
Nicolás Duffau, «El tratamiento de la “locura” en la obra de José Pedro Barrán a través
del análisis de Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos» [en línea], en Culturas
Psi/Psy Cultures, n.o 1, Buenos Aires, 25 de setiembre de 2013, pp. 108-125, <http://
www.culturaspsi.org/#!Número-1-Culturas-PsiPsy-Cultures-Psicoanálisis-y-Ciencias-
Humanas/c16ee/556E462F-DDF8-401E-9CBE-42A7987A1D65> (última consulta:
21/02/2015).
5 Diego Armus, La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-
1950, Buenos Aires, Edhasa, 2007, pp. 17-18.

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cronológico 1860-1911, aunque utilizaremos algunos textos del período pos-
terior, porque fueron redactados con anterioridad a nuestra fecha límite pero
se publicaron a posteriori o expresan continuidad con ideas del pensamiento
político o científico que se elaboraron en la primera década del siglo XX.
La documentación disponible en el Hospital Vilardebó, en un estado de
deterioro avanzado, comprende libros de registros de ingresos y legajos de ano-
taciones médicas con fichas personalizadas de los pacientes que se inician el día
de su ingreso y dan cuenta del pedido de internación (familiar, judicial, policial,
médico), de los antecedentes familiares del interno, de las enfermedades que ha
padecido, de los resultados de la observación clínica, del diagnóstico y de un tra-
tamiento. Estas fuentes son importantes porque facilitan el acercamiento a los
tratamientos que los médicos dispensaron a los enfermos, pero también porque
se registran los motivos de la internación, que no siempre estaban asociados a
algún tipo de enfermedad mental. Por acuerdo con las autoridades del hospital,
que nos permitieron acceder a estos registros, no citaremos nombres propios
contenidos en este tipo de documentación.
En el caso de las historias clínicas, utilizamos las correspondientes a la sec-
ción femenina para el período 1893-1895 y 1904-1907, lo que conlleva, es
cierto, la dificultad de contar con registros médicos completos. Además, los do-
cumentos presentan omisiones en la información, por lo que es muy elemental
lo que sabemos sobre esas personas. A su vez, no se realizaba un seguimiento del
paciente: por lo general, el diagnóstico de ingreso se mantenía inamovible hasta
la fecha del alta médica o de la defunción.6 Sin embargo, la fuente nos permitirá
estudiar causales de internación y aspectos clínicos, características asistenciales
y a los propios médicos, ya que, pese a la información escueta, son varios los
registros donde se aprecian prejuicios, valores y convicciones. En otros casos,
nos brindan algunas pistas para conocer el relato de los propios pacientes que
describían su situación o su enfermedad, aunque, claro está, siempre accedemos
a esa versión por la mediación médica. Como señala Arlette Farge, esas historias
fragmentarias, no lineales, truncas, revelan acontecimientos y permiten al histo-
riador contar con una especie de «observatorio social».7
Recurriremos a la documentación de la Comisión de Caridad y Beneficencia
Pública y del Hospital de Caridad que se preserva en el Archivo General de la
Nación de Uruguay (agn). Esas fuentes, en su mayoría informes administrati-
vos y actas de sesiones, dan cuenta del funcionamiento interno del manicomio.
Para estudiar la relación entre la Comisión de Caridad y el Estado, usaremos

6 En fecha posterior a nuestra investigación, un grupo de voluntarios, con Magela Fein al fren-
te, inició tareas de recuperación de un voluminoso cuerpo de documentos (más de quinientos
libros de registro, por ejemplo) que se inicia en 1880 y finaliza en la década del sesenta.
Dichas fuentes históricas, que probablemente nos llevarían a realizar una nueva investigación
y a escribir un texto diferente, no fueron utilizadas para la elaboración de este trabajo.
7 Arlette Farge, O sabor do arquivo, San Pablo, Editora da Universidade de São Paulo, 2009,
pp. 79-85.

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papelería del Ministerio de Gobierno. En el agn, y para el seguimiento de per-
sonas con alguna patología psiquiátrica acusadas de haber cometido delitos, será
fundamental el análisis de la documentación de las jefaturas policiales en las que
se efectuó la detención, de la papelería de la Cárcel del Crimen y de la Cárcel
Correccional y Penitenciaria, y de los expedientes judiciales abiertos durante la
causa, que se conservan en la Sección Judicial.
Otras fuentes importantes son las revistas dedicadas a cuestiones criminoló-
gicas y médicas, en las que se publicaban casos científicamente interesantes que,
por un lado, favorecen la aproximación a las posturas en boga y a los métodos
aplicados por los médicos tratantes de los pacientes psiquiátricos, y, por otro,
contribuyen a conocer en detalle a los pacientes expuestos como ejemplos. La
concentración en revistas locales no implica descuidar la circulación transnacio-
nal de saberes, técnicas, revistas y especialistas, ver qué ideas irradiadas desde
los centros europeos tuvieron mayor aceptación en el Río de la Plata, así como
aquellas consideradas inaplicables. Contamos, para ello, en nuestro acervo par-
ticular, con un importante número de libros y revistas que pertenecieron a la
biblioteca del Manicomio Nacional y del Hospital Vilardebó y que abarcan el
tramo cronológico 1863-1912.
Asimismo, las tesis presentadas ante un tribunal examinador de la Facultad
de Derecho o de la Facultad de Medicina son herramientas importantes para
conocer los debates y discursos científicos de la época. En esos escritos, los estu-
diantes de ambas carreras desarrollaban una temática que tomaban de una serie
de sugerencias realizadas año a año por las autoridades de las respectivas facul-
tades. La idea central de la prueba final con que egresaban consistía en llevar a
cabo una investigación sobre las temáticas sugeridas, pero desde una perspectiva
original. Los estudiantes de Medicina podían optar por seguir una enfermedad
y relatar una experiencia clínica o trabajar con problemáticas de índole social,
como la prostitución, las objeciones contra la vacunación obligatoria o la ausen-
cia de una legislación sobre alienados. Por su parte, los estudiantes de Derecho
podían abordar un caso judicial, las características de una normativa específica y
también tratar temáticas de interés general. Para ser aprobado, el alumno debía
presentar el trabajo ante un tribunal examinador compuesto de tres miembros.
Las tesis constituyen un grupo de fuentes significativo, ya que permiten conocer
las ideas imperantes en cada momento histórico e, incluso, seguir la evolución
de algunos conceptos.
Las tesis con que trabajaremos se restringirán al universo de aquellas que
trataron temáticas relacionadas con las enfermedades psiquiátricas y su herencia
o con campos jurídicos como el derecho penal o civil en directo vínculo con el
tratamiento de los alienados. En estos trabajos, la enfermedad psiquiátrica se
presentó como un fenómeno a la vez biológico y social, y se elaboraron diversos
instrumentos y mecanismos conducentes al combate de estas patologías, pero
también de aquellos casos de indisciplina atentatoria contra la propiedad o la
vida de otros, que eran asociados con la locura.

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Al mismo tiempo, prestaremos atención a los trabajos de médicos —na-
cionales y extranjeros— publicados como libros o folletos de divulgación.
También analizaremos la papelería que se conserva en el Museo Histórico
Nacional (mhn) y que perteneció a algunos médicos destacados como Enrique
Castro o Francisco Soca. Podemos encontrar, en esa documentación, apuntes
de clases de su período como estudiantes, historias clínicas o borradores de
trabajos científicos.
Los locos que cobraron cierta notoriedad pública, por vivir en la calle,
protagonizar escándalos o por cometer algún tipo de delito, pasaron rápida-
mente a la sección «policial» o de «gacetilla» de los diarios tanto de Montevideo
como del interior del país. El tratamiento de las páginas policiales de algunos
diarios o semanarios contribuirá a una mayor comprensión del vínculo entre
la prensa y la locura, que, creemos, se extendió más allá de los gabinetes. El
seguimiento de casos específicos, sobre todo relacionados con hechos de san-
gre, y su correcto contraste con la documentación judicial permitirán ver las
diversas visiones sobre los episodios y la relevancia que este tipo de noticias
tuvo en las páginas periodísticas.

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Institucionalizar

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Del Asilo de Dementes al Hospital Vilardebó

En este capítulo, contextualizaremos la situación de los enfermos psiquiá-


tricos en Montevideo y, luego de 1830, en el Uruguay, para explorar a posteriori
la formación de la institución de reclusión de enfermos mentales en sus distintas
etapas entre 1860 y 1911. Nuestra intención es brindar un marco general sobre
la historia de la institución que sirva como contexto de los capítulos subsiguien-
tes. Decidimos dividir en tres grandes tramos la historia del asilo-manicomio,
opción que nos permitirá trabajar en detalle algunas particularidades. Para ello,
periodizaremos el capítulo en un primer tramo desde comienzos del siglo XIX
hasta 1860, una segunda etapa de 1860 a 1880 y un momento final que se inicia
en 1880 y finaliza con la aprobación de la Ley de Asistencia Pública en 1910.
La primera parte se detendrá en la situación de los enfermos psiquiátricos
desde comienzos del siglo XIX hasta 1860. En el segundo apartado, estudia-
remos los inicios de una institución dedicada exclusivamente al tratamiento de
personas con enfermedades psiquiátricas, seguiremos a la Comisión de Caridad
como institución rectora del hospicio y analizaremos la relación entre las auto-
ridades religiosas y los médicos que reclamaron —sin éxito— mayor autoridad
dentro del establecimiento y la posibilidad de tomar decisiones sobre el desti-
no de los pacientes. Al mismo tiempo, estudiaremos los problemas y tensiones
existentes entre la Comisión de Caridad, la policía y la justicia por la admisión
de pacientes que llegaban al hospicio sin aparentes síntomas de enfermedad
psiquiátrica. El tercer apartado se inicia con el estudio de la transformación
del Asilo de Dementes en Manicomio Nacional y finaliza con la creación de la
Asistencia Pública Nacional y la estatización de todos los servicios hospitala-
rios, incluido el establecimiento aquí estudiado.
Abordaremos las conflictivas relaciones entre las religiosas y los médicos
que, de forma paulatina, comenzaron a reclamar mayores potestades y lograron
desplazar a los religiosos de la dirección y administración del hospicio. El influjo
de los médicos no se dio de forma aislada, sino que se vinculó a distintas trans-
formaciones que atravesó el naciente Estado local, que intentó cumplir con un
número cada vez más creciente de funciones, dentro de las que se encontraba
la asistencia sanitaria, y aprobó nuevos reglamentos y disposiciones para la ad-
misión y el tratamiento de los pacientes. Esa voluntad por incidir en la admi-
nistración de los asilos enfrentó, en pleno proceso de secularización, a médicos
de distintas tendencias ideológicas y a las autoridades religiosas, y se profundizó
con el clima de confrontación que generó la propuesta de la Ley de Asistencia
Pública, aprobada finalmente en 1910, que laicizó los establecimientos hospita-
larios y, según nuestra visión, inició una nueva etapa en la historia del país.

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El tratamiento a los enfermos psiquiátricos
en la primera mitad del siglo XIX
El Montevideo colonial no contaba con ningún establecimiento para el tra-
tamiento de los enfermos psiquiátricos. Según diversos memorialistas y cronistas
del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX, los locos podían ser recluidos en
los calabozos del Cabildo, junto a personas detenidas o procesadas por distintos
delitos. En el caso de las mujeres, y cuando se trataba de familias pudientes, po-
dían ser enviadas a las celdas del Convento de San Francisco, donde mayoritaria-
mente se dispensaba como tratamiento la recurrencia al ceremonial religioso que
intentaba combatir la presencia demoníaca en la persona afectada por alguna
patología psiquiátrica.8
Entre 1779 y 1780, se instaló en Buenos Aires el Tribunal del Real
Protomedicato para regular las actividades vinculadas a la salud pública y dar tí-
tulo habilitante a los médicos. En 1806, se creó una delegación en Montevideo,
tarea que asumió Cristóbal Martín de Montúfar (teniente protomédico), médico
de la ciudad. Hacia 1788, comenzó a funcionar en Montevideo, a iniciativa de la
católica Cofradía de San José y la Caridad, el primer hospicio, conocido como
Hospital de Caridad.9 El establecimiento fue, hasta fines del siglo XIX, un espa-
cio social en el que se combinaron (y confrontaron) religión y medicina, caridad
católica y avance científico.
De acuerdo al relevamiento de los psiquiatras uruguayos e historiadores
de la disciplina Daniel Murguía y Augusto Soiza Larrosa, entre los ocho pri-
meros enfermos que recibió el Hospital de Caridad, el 17 de junio de 1788,
se encontraba un hombre, Juan de Acosta, catalogado como «demente», pese a
que carecemos de mayores datos al respecto.10 Asimismo, durante esta etapa, no
encontramos peritajes psiquiátricos, dado el escaso avance de la disciplina y la
vinculación de las enfermedades asociadas a la conducta con la superstición o la
posesión diabólica.
El siguiente registro sobre un enfermo psiquiátrico, relevado por Soiza
Larrosa, da cuenta del ingreso el 8 de marzo de 1816 de Joaquina Lorente
—esposa de Julián Genes, un acaudalado propietario de Montevideo—, quien
fue internada en el hospital en calidad de «pudiente», por lo que debió abonar

8 Museo Histórico Nacional (mhn), Legislación sobre alienados. Manuscrito de la tesis de


Enrique Castro para optar al título de doctor en Medicina y Cirugía (1898), Manuscritos
del Dr. Enrique Castro, t. 1436, f. 131. En adelante, citaremos como mhn en referencia al
texto manuscrito de Castro utilizado.
9 Isidoro de María, Memoria Histórica del Hospital de Montevideo desde su fundación.
Presentada el 17 de Abril de 1864 a la Comisión de Caridad y Beneficencia Auxiliar de
la J. E. A. del Departamento de la Capital, Montevideo, Imprenta Tipográfica A Vapor,
1864, pp. 6 y 19.
10 Daniel Murguía y Augusto Soiza Larrosa, «Desarrollo de la Psiquiatría en el Uruguay»,
en Revista de Psiquiatría del Uruguay, vol. lii, n.os 309-310, Montevideo, 1987, p. 170.

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hospitalidades (obligación nunca cumplida por su esposo, lo que derivó en un
sonado juicio con la hermandad).11
En 1817, dos fincas linderas al hospital fueron incorporadas y utilizadas
como enfermería femenina y «loquería». Según Soiza Larrosa, la «loquería» es-
taba formada por «cuatro habitáculos, con puerta provista de rejilla, contando
cada uno con una “bandola” o lecho (simple o de cuero) y colchón, sin más
mobiliario».12 Según las crónicas de Isidoro de María, estas dependencias eran
para los «locos furiosos», mientras los llamados «mansos» vagaban por las inme-
diaciones del hospital e, incluso, cumplían con algunas tareas dentro de él.
La Memoria instructiva del hospital —fechada en 1826, aunque de mo-
mento no fue posible encontrarla en los archivos—, citada por Murguía y Soiza
Larrosa, señalaba que desde el 15 de octubre de 1821 al 15 de mayo de 1826
habían ingresado al establecimiento 3130 enfermos, 11 de los cuales tenían
alguna patología psiquiátrica.13 En 1898, el joven psiquiatra Enrique Castro, al
realizar una retrospectiva sobre la situación de los alienados en la primera mitad
del siglo XIX, sostuvo que el escaso número de internos por motivos psiquiá-
tricos se debía a la ignorancia sobre la utilidad del aislamiento, puesto que, de
lo contrario, su presencia habría sido mayor. Sin embargo, y de forma paradojal,
durante este período, el único tratamiento recomendado para la «locura agitada»
era la reclusión forzada (lo que explicaría también la existencia de las llamadas
«loquerías»). Al mismo tiempo, las crónicas y memorias de época dan cuenta de
la presencia de los locos en las calles, lo que reafirmaría la presunción de Castro
acerca de la internación.
Son varios los testimonios que muestran la presencia de enfermos psiquiá-
tricos en sus hogares o en las calles, estos últimos librados a la buena voluntad de
la población que los asistía con dinero, vestimenta o alimentos, aunque también
los hostigaba con burlas y humillaciones. Uno de los memorialistas más impor-
tantes del siglo XIX, Antonio N. Pereira (hijo del presidente Gabriel Antonio),
recordaba que con los «locos mansos» «se entretenían los muchachos», como
pasaba con el llamado Lotas, que recorría la ciudad «muy liviano de ropa, abra-
zando a cuanta mujer encontraba en el camino». La libertad era tal que convivía
incluso con los niños. Recuerda Pereira:
Una vez estando en el colegio de Mr. Rey, casi todos los muchachos en el patio
a la espera de que abriesen las clases, entró Lotas y se convirtió en poco tiempo
aquel patio en una verdadera plaza de toros, hasta que vino Mr. Rey y pudo
conseguir llevarlo afuera.14

11 Augusto Soiza Larrosa, «Antecedentes históricos sobre el desarrollo de la Psiquiatría en


el Uruguay. 1788-1912», en Revista de Psiquiatría del Uruguay, n.o 267, Montevideo,
mayo-junio de 1980, p. 101.
12 Ib., p. 102.
13 Ib., p. 104.
14 Antonio N. Pereira, Recuerdos de mi tiempo, Montevideo, 1891, pp. 150-151.

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Pero también había «locos terribles», como un tal «Giménez, [que] andaba
por las calles vociferando todo rotoso, y siendo el terror de los muchachos que lo
respetaban», o Enrique El Hojalatero, «que andaba con un cobertor prendido y
una camisa que se ataba a la cabeza y que no tenía muy buenas pulgas, pues a las
primeras de cambio le acomodaba a cualquiera un garrotazo o un trompazo».15
El relato de Pereira demuestra que la recurrencia a la violencia por parte de en-
fermos psiquiátricos, indefensos, además, podía constituir un problema para las
autoridades. Un ejemplo, en ese sentido, es el de «un estrangero loco nombrado
Juan Papareti, que continuamente se halla en las calles de la Capital, llamando
la atención con sus continuos gritos dirigiéndose muchas veces con insultos [a]
determinadas personas», quien, en julio de 1834, golpeó y lastimó a la hija de
don Andrés Durán y resistió cualquier intento de detención, al punto de que
el comisario de la ciudad debió golpearlo con «una hastilla de leña [sic]» para
«reducirlo».16 En otras ocasiones, la situación de los enfermos psiquiátricos ter-
minó peor; tal fue el caso de un «demente», cuyo nombre no figura en la docu-
mentación, quien «como a las 10 de la noche» del 24 de febrero de 1843 «subió
a las azoteas inmediatas [a su domicilio] y desde ellas arrojó piedras a las personas
que estaban en las casas y a las que pasaban por las calles, de las cuales hirió dos».
Los vecinos y el cuerpo de serenos de Montevideo dispararon al hombre y lo
hirieron «gravemente» de «dos tiros».17
Situaciones que vinculaban a los locos a la violencia no fueron exclusivas de
la primera mitad del siglo. En 1878, el médico alemán Carl Brendel recordó en
su diario que el presidente de la República, el coronel Lorenzo Latorre, había
participado de una broma colectiva «a un enfermo mental» en los baños de «una
casa de salud». El enfermo, que era atendido por el alemán, quedó tan excita-
do «que sufrió un ataque de rabia, lo cual le hizo mucho daño».18 El periodista
Rómulo Rossi, de proverbial memoria, se refirió, en 1924, a distintas «modali-
dades que contribuyeron a endulzar las horas de nuestros mayores» y recordó la
broma gastada al capitán Virutas, quien, en «su insana», corría «paralelamente
a los tranvías, que en aquellos tiempos eran tirados por caballos, haciéndose
preferentemente su recorrido por 18 de Julio». Según Rossi, Virutas era capaz
de correr al costado de un tranvía 10 kilómetros o más, «con la consiguiente
alegría de los pasajeros y especialmente del elemento joven que, con sus gritos y
chanzas, lo estimulaban para que excediese en velocidad a los trenes».19 Sobre el
mismo personaje también escribió el periodista y político Daniel Muñoz, a tra-
vés de su alter ego Sansón Carrasco. Describió, en 1885, a Viruta (sin s al final,
15 Antonio N. Pereira, Novísimas y últimas cosas de antaño, Montevideo, 1899, pp. 49-51.
16 Archivo General de la Nación (agn), Documentos de la Administración Central (dac),
Fondo Ex Ministerio de Gobierno (mg) y Ministerio del Interior, caja 858, documento 268.
En adelante, se citará como agn, dac y mg.
17 agn, dac y mg, caja 943, documento 461.
18 Carl Brendel, El gringo de confianza. Memorias de un médico alemán en Montevideo entre
el fin de la Guerra del Paraguay y el Civilismo. 1867-1892, Montevideo, s. i., 1992, p. 205.
19 Rómulo Rossi, Recuerdos y crónicas de antaño, vol. ii, Montevideo, La Mañana, 1924, pp. 68-69.

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como lo escribe Rossi), quien padecía una «neurosis hípica» y «se creía caballo,
especialmente caballo de tramway, y como tal recorría al trote distancias enor-
mes». Carrasco confirma las burlas de las que era objeto y de las que se defendía
arrojando piedras «contra los pilluelos que [le] salían al paso». Nuevamente, un
texto que intenta ser costumbrista aporta algunas pistas sobre la presencia de los
enfermos psiquiátricos en las calles y el estado de abandono en el que se encon-
traban (y, al mismo tiempo, cuestiona la idea según la cual el manicomio recluyó
a los locos que vagaban por la ciudad).20
En las crónicas sobre casos de enfermos psiquiátricos en estado de vagancia,
encontramos numerosas referencias al trato que la sociedad de la época les dis-
pensaba. En relatos que parecen superficiales, hallamos significados interesantes
para interpretar la sociedad de la época.
En las clases medias y altas, el loco de la familia era «escondido en el rincón
más apartado de las casas, privado de toda libertad», o llevada, si era mujer, a
algún convento o colegio religioso según reveló Enrique Castro en su tesis pre-
sentada en 1898 para egresar de la Facultad de Medicina.21 El encierro domici-
liario podía llevar a que el enfermo escapara, incluso armado, como ocurrió con
Nicolás Guarch en diciembre de 1829, quien atacó a su madre y luego ingresó
a una de las escuelas de la ciudad de Montevideo, por lo que las autoridades
solicitaron, para salvaguardar «la seguridad de tales personas», que el enfermo
fuera encerrado en «la carcel de la Ciudadela i otros parages [sic] semejantes».22
Es probable que situaciones de este tipo se hayan vivido en más de un caso, con
el consiguiente problema para las autoridades, en particular en las localidades
demográficamente reducidas del interior del país. La presencia de un pariente
con una psicopatía era algo vergonzante para la familia, sin importar su situación
socioeconómica, porque podía ser interpretado como una insinuación de pose-
sión diabólica e, incluso, de relaciones entre consanguíneos que habían generado
una descendencia mórbida.
Si avanzamos en el tiempo, observamos cómo un testimonio del poeta y
dramaturgo Fernán Silva Valdés da cuenta de una situación de este tipo en-
tre las clases altas al relatar una velada en la familia del transgresor poeta del
Novecientos Julio Herrera y Reissig. Una noche, presuntamente a comienzos
del siglo XX, mientras la poetisa María Eugenia Vaz Ferreira tocaba el piano,
ingresó al salón principal un desconocido «alto y flaco, vestido con un traje os-
curo muy viejo», «con algo de Diablo en sus gestos y en sus manos de huesudos
dedos». Se trataba de Alfredo Herrera y Reissig, hermano del poeta, séptimo
hijo de una familia perteneciente al decadente patriciado uruguayo, que vivía
«semioculto» en una habitación y al cual «algunos de los presentes no habían

20 Sansón Carrasco, «El capitán Viruta», en La Razón, 27 de junio de 1885, tomado de


Sansón Carrasco, Personajes montevideanos, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental,
2000, pp. 19-24.
21 mhn, o. cit, t. 1436, f. 131.
22 agn, dac y mg, caja 791, carpeta 11, documento 316.

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visto nunca».23 Todavía en 1914, el médico psiquiatra Santín Carlos Rossi (uno
de los profesionales más importantes del período) insistía en que, ya fuera «por
honor o mengua del sentimiento», «la mayoría de las familias no quieren des-
prenderse del pariente enfermo, a quien sin embargo no pueden asistir como el
médico lo indica».24 Esto también pone en cuestión la idea planteada por Barrán
de la medicalización como un proceso que de forma paulatina incorporó a los
establecimientos sanitarios a todas las personas con alguna patología.25 El recha-
zo a la intervención del médico o a la reclusión del familiar imperó entre algunos
sectores sociales, actitud que los médicos interpretaron como una manifestación
de atraso intelectual.

La necesidad de un asilo
Los psiquiatras Murguía y Soiza Larrosa, en su análisis sobre los orígenes
de la psiquiatría en el país, dan cuenta de la Memoria instructiva del Hospital,
fechada en 1826, en la cual se dispone la edificación de una Casa de Locos que
al parecer no se llegó a construir.26 En la misma Memoria…, citada por Soiza
Larrosa, la hermandad sostenía que:
Los objetos de este piadoso establecimiento fueron, en su principio, solo los
enfermos pobres, algo después las mujeres de la misma clase, y modernamente
los expósitos: agréguese que poco a poco nos vamos cargando también con los
impedidos y los locos y vendrá V. E. a parar en que la Hermandad tiene sobre
sí, y es la única que atiende a todos los objetos de pública beneficencia.27
Sin embargo, la posibilidad de contar con un establecimiento exclusivo para
dementes debió esperar varias décadas. En parte, por el calamitoso estado de
las arcas públicas y, en parte, por los sucesivos conflictos armados que atrave-
só la región al menos hasta 1852. En 1852, se creó, bajo la órbita de la Junta
Económico Administrativa de Montevideo, la primera Comisión de Caridad y
Beneficencia Pública. La integraban algunos de los hombres más distinguidos
del patriciado uruguayo, entre ellos: Juan Ramón Gómez, el político Doroteo
García, el llamado primer médico uruguayo Teodoro Miguel Vilardebó, los
abogados y políticos Florentino Castellanos y Manuel Herrera y Obes, el mé-
dico Juan García Wich y el comerciante Jacobo Varela (padre de José Pedro,
23 Fernán Silva Valdés, «Autobiografía [segunda parte]», en Revista Nacional, n.o 2,
Montevideo, octubre-noviembre de 1957, pp. 513-514. No era Alfredo el único integrante
de la familia Herrera y Reissig con algún tipo de patología psiquiátrica. Por el contrario, al
caso mencionado debemos agregarle a su hermano Julio y a su hermana mayor María Luisa.
Los tres eran sobrinos políticos del eminente psiquiatra Bernardo Etchepare, quien atendió
a Julio. Al respecto, véase: Aldo Mazzucchelli, La mejor de las fieras humanas. Vida de
Julio Herrera y Reissig, Montevideo, Taurus, 2010, pp. 47 y 89.
24 Santín Carlos Rossi, El alienado y la sociedad, Montevideo, Administración de Lotería,
1914, p. 16.
25 Barrán, o. cit., vol. II, p. 57.
26 Murguía y Soiza Larrosa, o. cit., p. 170.
27 Citado por Soiza Larrosa, o. cit., p. 104.

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responsable de la reforma educativa iniciada en 1877). Si bien no es posible des-
gajar la mirada de Fernando Mañé Garzón de su condición de médico, encontra-
mos certera su lectura respecto a las características de la Comisión de Caridad,
a la que considera como:
Administradora de un depósito de desamparados que la sociedad segregaba de
su seno y a los que solo cabe el consuelo de la resignación bajo el amparo de la
caridad cristiana, que una institución al cuidado de la cual estuviera el promo-
ver la salud, luchar por la mejor asistencia, brindar a los pacientes las mejores
oportunidades de curación, así como a los médicos las mejores condiciones
para ejercer con provecho su magisterio.28
El Hospital de Caridad quedó en manos de una Comisión Auxiliar, que
también se encargaría de velar por los enfermos psiquiátricos que, según cifras
del médico francés Louis Saurel, no pasaban de cuarenta en 1851.29 Pese al
reducido número de «dementes», su ubicación constituía un problema para la
Comisión de Caridad. El 23 de junio de 1852, la organización envió una nota a
la Junta Económico Administrativa de Montevideo con una propuesta impositi-
va para el financiamiento del hospital. La misiva es interesante por dos motivos.
En primer lugar, porque evidencia las dificultades generadas por las múltiples
funciones del nosocomio, entre las que se hallaba la asistencia sanitaria a los
enfermos psiquiátricos. Según la nota, el problema central era que el «local […]
reúne en si [sic] el Hospital Civil, el Hospital Militar, Cuna y dementes», tareas
«que en otros paises [sic] forman otros tantos establecimientos separados, bien
rentados».30 En segundo lugar, la solicitud de un subsidio para el mantenimiento
de sus dependencias expresa una característica que marcó el funcionamiento de
la institución desde sus orígenes: la recurrencia a fondos estatales. Por tanto, si
bien se trató de una Comisión de Caridad, no debemos tener una visión estricta
en relación con el auxilio voluntario a los necesitados. Desde sus orígenes, estas
instituciones dependieron de los fondos que aportó el Estado local, los cuales,
si bien eran magros, fueron creciendo y, hacia fines del siglo, provocaron que
las autoridades políticas reclamaran (como veremos) nuevas atribuciones en la
organización hospitalaria.
Con el ingreso de funciones en la Comisión de Caridad, quedó constitui-
da, al mismo tiempo, la Comisión de Señoras, fundada por iniciativa del cató-
lico presidente de la Comisión de Caridad e integrante de la Junta Económico
Administrativa Juan Ramón Gómez (quien presidió la comisión entre 1852 y
1870) y formada por mujeres pertenecientes al sector económico más podero-
so, en su mayoría, esposas de acaudalados comerciantes y estancieros. Las rifas,

28 Fernando Mañé Garzón, Pedro Visca: fundador de la clínica médica en el Uruguay,


Montevideo, Talleres Gráficos Barreiro, 1983, p. 135.
29 Luis Julio Saurel, «Un ensayo sobre Climatología Médica de Montevideo y del Uruguay
publicado en Francia en 1851», en Revista Histórica, t. xxxvii, año lx, n.os 109-111,
Montevideo, diciembre de 1966, p. 618.
30 agn, dac y mg, caja 995, documento sin número [23 de junio de 1852].

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bazares y veladas artísticas permitieron acumular importantes sumas que fueron
utilizadas para refaccionar distintas partes del establecimiento. Esta Comisión de
Damas —apelativo utilizado para definir a las mujeres de la elite— quedó a cargo
de la sala de mujeres del Hospital de Caridad, así como de la sección de niños
expósitos y femenina de dementes, al menos hasta el arribo de las hermanas de
caridad. La comisión estaba compuesta por las esposas o hijas de algunos de los
hombres más ricos de la época: María Antonia Agel de Hocquard (se mantiene
el apellido tal como aparece en la fuente), María Quevedo de Lafone (esposa del
rico comerciante, saladerista y traficante de esclavos Samuel Lafone), Valentina
Illa de Castellanos, Emilia Aguilar de Pérez, Rosalía Artigas de Ferreira (espo-
sa del médico Fermín Ferreira), Eusebia Vidal y Zabala, Pascuala C. de Lecoq
(esposa del comerciante de origen francés José Lecoq), Juana Silva de Vidal,
Joaquina Navia de Tomkinson, Fortunata Acevedo de Gowland, Pascuala Obes
de Álvarez (perteneciente a una de las familias más importantes de la época),
Carmen Nieto de Gómez (esposa de Juan Ramón Gómez), Carolina Álvarez de
Zumarán, Eumenia Lima de Castellanos y Agueda Susbiela de Rodríguez.31
Fue la Comisión de Caridad la responsable del arribo al país de las primeras
hermanas de caridad, provenientes de Génova. En junio de 1855, la comisión
autorizó al presbítero D. Isidoro Fernández
Para que negocie en cualquier puerto de España o Europa el transporte para
esta ciudad, de cuatro o más Hermanas profesas de Caridad, con el fin de
poner a su cargo el Hospital de esta ciudad, en lo concerniente a la asistencia
de enfermos.32
El 1.o de diciembre de 1856, arribó el primer contingente de ocho religiosas
pertenecientes a la Orden de Nuestra Señora del Huerto y, en 1857, lo hicieron
24 más.33 El 18 de mayo de 1860, presentaron sus votos definitivos las primeras
cinco novicias nacidas en Uruguay.34 El punto es interesante también para plan-
tear que, originariamente, las instituciones sanitarias locales no surgieron como un
espacio medicalizado (pese al prestigio que comenzaron a gozar los médicos en
Europa, por ejemplo), sino que se vincularon, sobre todo, a la religiosidad.
Podríamos cuestionar si la recurrencia a las religiosas era solo una manifes-
tación del catolicismo de los hombres y mujeres que integraban las comisiones de
caridad. Probablemente, la decisión estuviera asociada a un modelo de gestión,
pero también a la experiencia de las religiosas en establecimientos hospitalarios

31 Datos tomados de: De María, o. cit., p. 23.


32 Citado por Fernando Mañé Garzón y Ricardo Pou Ferrari, El doctor Julepe. Vida y obra del
Dr. Francisco Antonino Vidal (1827-1889), Montevideo, Plus-Ultra Ediciones, 2012, p. 88.
33 Facundo Zuviría, Las Hermanas de la Caridad, Montevideo, Imprenta del Mercurio,
1858.
34 Herman Kruse, «Las Damas de la Caridad y los Caballeros de la Filantropía. Un estudio
sobre caridad, filantropía y beneficencia en el Uruguay del siglo XIX», en Sandra Burgues
Roca y Fernando Mañé Garzón, Sesiones de la Sociedad Uruguaya de Historia de la
Medicina (correspondiente al año 2004), vol. xxiv, Montevideo, Sociedad Uruguaya de
Historia de la Medicina, 2004, p. 234.

28 Universidad de la República

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europeos, así como a la ausencia total de personal capacitado en el país. Así,
su arribo implicó que se convirtieran en las únicas mujeres con capacidad para
tomar decisiones sobre la marcha administrativa interna de los establecimientos,
y si bien quedaban sometidas a la comisión, veremos que esa situación ocasionó
tensiones y enfrentamientos.35
Esa presencia religiosa nos lleva a cuestionar —tal vez introduciendo una
discusión estéril— si la decisión de crear un asilo respondió a presiones médicas
o si primero se tomó la decisión de crear un establecimiento para los enfermos
psiquiátricos y luego se desarrolló la psiquiatría como disciplina. Las fuentes
son escasas, pero todo parece conducir a esa segunda interpretación. Incluso,
las ideas en torno a la enfermedad psiquiátrica fueron inocuas y abstractas, lo
mismo que el tratamiento —que, en ocasiones, recurrió al abuso de medidas vio-
lentas—, hasta que los médicos adquirieron experiencia y conocimientos sobre
las psicopatologías y su posible cura.36

El Asilo de Dementes
Según cifras aportadas por Soiza Larrosa, la población interna con alguna
psicopatía llegaba, en 1856, a 34 personas y, dos años más tarde, a 40 (16 hom-
bres y 24 mujeres).37 Sin embargo, y al igual que en nuestros días, los médicos se
resistían a la convivencia de pacientes con enfermedades de naturaleza somática
con aquellos con enfermedades de tipo psíquico. Ese mismo año, se abrió en el
hospital el llamado Departamento de Dementes.38
Una de las iniciativas de la Junta Económico Administrativa fue la de so-
licitar al Gobierno nacional el edificio del llamado Colegio de la Villa de la
Restauración, ubicado en la zona ocupada por el ejército sitiador de Montevideo
durante la guerra Grande. El objetivo era no solo recluir allí a los dementes, sino
convertirlo en un asilo educativo para niños huérfanos o con padres abandónicos
o enfermos psiquiátricos. Sin embargo, según Soiza Larrosa, por intervención de

35 Gerardo Caetano y Roger Geymonat señalan que el arribo de la hermandad tuvo como con-
texto el enfrentamiento interno dentro de la Iglesia católica entre la corriente jesuítica, con
un proyecto «ultramontano», y otra que los autores denominan «católico-masónica», con una
propuesta de sesgo liberal que acompañó el ingreso de las religiosas al país, como la influencia
de la cofradía en otros ámbitos, ya que les permitió ganar posiciones en la disputa intesti-
na (Gerardo Caetano y Roger Geymonat, La secularización uruguaya (1859-1919).
Catolicismo y privatización de lo religioso, Montevideo, Taurus, 1997, p. 54).
36 Importa realizar la siguiente precisión: el tratamiento a los enfermos psiquiátricos implica
cierto grado de recurrencia a la violencia, ya que, por ejemplo, el confinamiento en una
cama o la inmersión en un estanque de agua fría eran parte de la rutina terapéutica avalada
por los propios médicos. Realizamos esta aclaración puesto que es importante diferenciar
la violencia como parte del tratamiento del abuso de esta que llevó a que los internos fueran
golpeados, atados o castigados físicamente de otras formas.
37 Soiza Larrosa, o. cit., p. 107.
38 Osvaldo Do Campo, «La “locura” del virrey y otras “locuras”», en Revista de Psiquiatría del
Uruguay, vol. 67, n.º 1, Montevideo, agosto de 2003, p. 43.

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Juan Ramón Gómez y del médico Francisco A. Vidal (quien había realizado sus
estudios secundarios y la Facultad de Medicina en París entre 1843 y 1857), la
junta resolvió crear un asilo exclusivo de alienados. Con ese objetivo, las autori-
dades de la ciudad arrendaron una casa quinta perteneciente al rico comerciante
Miguel Vilardebó, padre del médico Teodoro Miguel, en la zona del Reducto
sobre la calle Burgues.
El 17 de junio de 1860, fue inaugurado el primer Asilo de Dementes
con 25 o 28 enfermos (el número varía según las fuentes).39 La dirección del
establecimiento quedó en manos de un homeópata, el sueco Agustín Cristiano
D’Kort, pero un facultativo no especializado en psiquiatría, el doctor Joaquín
Nogueira, se encargaba del tratamiento médico de los internos. D’Kort era
responsable de los hombres y Nogueira, de las mujeres. Los acompañaban en
las tareas un capellán, las hermanas de caridad, un ecónomo, el farmacéutico,
los practicantes, el jefe de vigilancia y los sirvientes para los diferentes servicios.
Funcionaba, al igual que en otros establecimientos, una Comisión Auxiliar de
la Comisión de Caridad, a la que se le delegaban algunas tareas administrativas.
El nosocomio era mixto (y lo seguirá siendo a lo largo de toda su historia), por
lo que no se fundaron, como en otros países, establecimientos específicos para
hombres o mujeres.
De este modo, Uruguay se ponía a tono con la reforma iniciada en Francia
luego de que, en 1838, Jean-Étienne Dominique Esquirol impulsara la ley que
obligaba al Estado a asistir a los enfermos psiquiátricos, ya fuera a través de
una red pública de asilos o apoyándose en instituciones de tipo privado. En
ese sentido, consideraba el médico francés del Hospital de Caridad, Adolphe
Brunel, que Uruguay «ha dado un gran paso» y destacaba que, además de estar
aislados, «ahora los dementes reciben buena ropa y una alimentación abundante
y bien preparada; tienen agua abundante y un buen jardín bien ventilado donde
en verano pueden ponerse a la sombra de los árboles». Sin embargo, y apenas a
dos años de la inauguración del asilo, también sostuvo que «todo esto no basta,
puesto que el local en que se encierra es demasiado estrecho por el número
de dementes a que está destinado».40 Según el galeno francés, «las condiciones
primordiales que deben distinguir el carácter físico de un establecimiento para
dementes» eran el aislamiento, para evitar así las molestias ocasionadas a una
«vecindad incómoda», la provisión de agua potable, «construcciones subdividi-
das y arregladas y separadas según lo exiga [sic] el tratamiento de cada clase de

39 Con respecto a los países vecinos, encontramos que, en 1852, fue inaugurada, en Santiago de
Chile, la Casa de Orates Nuestra Señora de los Ángeles, mismo año en que abrió sus puertas
el primer manicomio en el territorio del Imperio del Brasil, en la ciudad de San Pablo. En
Argentina, la Casa de Mujeres Dementes de Buenos Aires data de 1854. Datos tomados de:
Valeria Pita, La casa de las locas: una historia social del Hospital de Mujeres Dementes:
Buenos Aires, 1852-1890, Rosario, Prohistoria, 2012, p. 28.
40 Adolphe Brunel, Consideraciones sobre higiene y observaciones relativas a la de Montevideo,
Montevideo, Imprenta de la Reforma Pacífica, 1862, p. 290.

30 Universidad de la República

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demencia y el de cada demente en particular», y no descartaba la posibilidad de
«construir un establecimiento para cada sexo».41
De acuerdo a esta visión, las hermanas de caridad debían ser consideradas
por los sirvientes «como superiores» y estarían presentes en las visitas realizadas
por el médico «para poder darle todos los pormenores que pida sobre cada en-
fermo». Asimismo, de ellas dependía «la distribución de los alimentos», la limpie-
za y la vigilancia de «la conducta de los empleados inferiores y con especialidad
la comportación [sic] de los enfermeros para con los dementes, haciendo que
estos sean tratados con paciencia y dulzura». Por su parte, el médico
Será el director y deberá residir en el asilo por ser indispensable su presencia
a toda hora del día y de la noche, si cumple con su deber de consagrarse ente-
ramente a la observación y alivio de los desgraciados confiados a sus cuidados
científicos y de hacer un estudio especial de cada enfermo.42
En el caso del galeno francés, era una reafirmación del poder médico, pero,
al referirse al asilo, el planteo no era inocente. La presencia de D’Kort, sobre
todo por su condición de homeópata, fue foco de numerosas controversias. En
1863, el presidente de la Junta de Higiene, el doctor Fermín Ferreira, denun-
ció la poca preparación del homeópata para trabajar con enfermos psiquiátricos
y solicitó que fuera suspendido, así como el presbítero Santiago Estrázulas,
otro homeópata de la época. Sin embargo, la decisión generó un escándalo, ya
que varias voces se levantaron en su defensa, lo que provocó que la junta diera
marcha atrás con lo resuelto y que D’Kort permaneciera en su puesto hasta
1875. La disputa sobre quién tenía las potestades para el tratamiento de los
enfermos (en el caso del asilo, pero también en otros hospicios) da cuenta de la
presencia del poder médico que se iba acrecentando en distintos ámbitos públi-
cos. El punto es interesante porque permite ver la competencia, pero también
los intercambios entre el pensamiento médico, que pugnaba por convertirse en
hegemónico, y los conocimientos alternativos, que compartían el mismo campo
de aplicación. El poder médico aún debía sortear varios obstáculos para ser
reconocido de forma pública.
En el asilo, la influencia de los médicos, como en otros establecimientos
sanitarios, aún era escasa. Durante el período considerado en este apartado, el
médico visitaba a los pacientes dos veces a la semana (sin importar el grado de
la patología) y se encargaba, sobre todo, de las dolencias físicas. Incluso, la apli-
cación de castigos o chalecos de fuerza debía ser autorizada por las religiosas,
quienes, por lo general, no se mostraban indulgentes.
En 1874, atendían a los 325 pacientes del asilo dos médicos, 12 sirvientes y
siete hermanas de caridad.43 Esas siete hermanas prueban que la presencia religiosa

41 Ib., p. 322.
42 Ib., pp. 320-329.
43 Proyecto del presupuesto general de gastos del Hospital de Caridad y sus dependencias para el
año de 1875, confeccionado por la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública, Montevideo,
Tipográfica de El Mensajero, 1874, en agn, Colección de Folletos, n.o 116, planilla n.o 3.

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dentro del establecimiento no era significativa; sin embargo, la correlación de fuer-
zas se modificaba, ya que los sirvientes solo respondían a las religiosas.
En 1877, fue nombrado como médico del Asilo de Dementes Pedro Visca,
quien había realizado sus estudios en Francia, cargo que ocupó hasta 1878, año
en que renunció y fue sustituido por Ángel Canaveris. Sin embargo, las cifras dan
cuenta de que, probablemente, la presencia de pocos médicos —pese a sus limi-
tadas funciones— no alcanzaba para cubrir la creciente demanda generada por el
aumento de pacientes. El crecimiento en las internaciones se constata al relevar
las discontinuadas cifras anuales entre 1860 y 1879 (sin tomar en cuenta 1862,
1863, 1868, 1870, 1873 y 1875, años para los cuales no obtuvimos cifras).44

Cuadro 1
1860 28

1861 68

1864 130

1865 102

1866 127

1867 124

1869 64

1871 181

1872 115

1874 325

1876 400

1877 420

1878 486

1879 542
Elaboración propia a partir de: Adolfo Vaillant, La República Oriental del Uruguay en la expo-
sición de Viena, Montevideo, La Tribuna, 1873, p. 106; Memoria de la Comisión de Caridad pre-
sentada a la Comisión E. Administrativa correspondiente a los años 1876, 77 y 78, Montevideo,
Imprenta a Vapor de La Nación, 1879; Eduardo Acevedo, Anales Históricos del Uruguay, vol.
iv, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1934, p. 140.

44 Importa destacar, para la siguiente serie de datos, así como para todas las que realizaremos a
lo largo del trabajo, que las cifras proporcionadas por las fuentes varían. Hemos seguido las
reconstrucciones realizadas por la bibliografía, cotejando con la documentación consultada.
En cuanto a los datos proporcionados por la Comisión de Caridad, pudimos corroborar que
los conteos anuales se realizaban con el total de pacientes existentes en diciembre de cada
año, por lo que no se tomaban en cuenta las altas o las internaciones de pocos meses, lo que
hacía que la cifra se redujera de forma considerable (en más de doscientos casos). Optamos,
por lo tanto, por tener en cuenta el movimiento de todo el año y realizar sobre esa base un
promedio. En todos los casos, se indica la procedencia de la información.

32 Universidad de la República

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Aunque incompletas (y, probablemente, con subregistro), las cifras demues-
tran el evidente aumento de la población interna. Esto provocó una situación de
hacinamiento y de precariedad, por lo que fue imprescindible anexar terrenos
linderos y ocupar construcciones de la quinta que no estaban en el mejor estado.
En 1868, el médico Germán Segura afirmó que, en 1866, los «dementes estaban
alojados en cuatro piezas pequeñas y húmedas».45 Según las cifras de la gráfica,
había, en ese entonces en el asilo, 127 personas internadas.
El aumento nos ayuda a elaborar algunas conjeturas relacionadas con las
causas de remisión. Por ejemplo, del año 1874 en adelante, el número de inter-
nos creció a casi el doble y, si bien carecemos de datos para 1873, podríamos
pensar que, desde esa fecha, el aumento de las personas enviadas al asilo se
vinculó al endurecimiento de los deberes punitivos del Estado, situación que
se agudizó luego del golpe de Estado que nombró al coronel Lorenzo Latorre
como presidente provisorio y que contó con el apoyo de comerciantes, ban-
queros y, sobre todo, terratenientes, quienes exigieron el respeto irrestricto a la
propiedad privada en el medio rural.46 Por tanto, el asilo-manicomio también
fue utilizado como una alternativa para la reclusión carcelaria.
Para los propietarios rurales, los desocupados o los hombres libres de la
campaña resultaban peligrosos en la medida en que se podían convertir en la
base de las huestes caudillescas que destruían alambres y consumían animales
de forma indiscriminada o en hombres que asaltaban las estancias para robar y
matar. Por ello, los pobres eran considerados peligrosos, puesto que los actos
delictivos que podían protagonizar eran una subversión al orden establecido.
Contra ellos recayó la persecución policial, pero también —y como lo probó el
historiador Raúl Jacob— contra hombres que, sin incurrir en el mundo delicti-
vo, carecían de vivienda o trabajo estable y que, muchas veces, fueron víctimas
de la leva que los reclutó con destino a los batallones o a los trabajos públicos.47
Podríamos pensar que algunos de esos hombres y mujeres también fueron envia-
dos al Asilo de Dementes.
Como veremos en el apartado siguiente, contra esa situación intentó luchar,
no siempre con éxito, Ángel Canaveris, médico del asilo primero y del manico-
mio después, quien se opuso a que la policía enviara personas sin ningún síntoma
psiquiátrico solo para no continuar superpoblando el edificio del Cabildo, único
(y reducido) establecimiento penitenciario de la época. En sintonía con esta vi-
sión, se encontraban los planteos de Barrán, pues él sostenía que, a diferencia de
Argentina, donde se encerraba, sobre todo, a los inmigrantes indigentes y «dís-
colos», en Uruguay, el interno típico del asilo y del manicomio fue el «migrante

45 Germán Segura, Cólera morbus epidémico. Tesis de la Facultad de Medicina. Universidad


de Buenos Aires, Buenos Aires, Imprenta del Plata, 1868, p. 11.
46 La nueva legislatura electa en 1878 lo designó presidente constitucional en febrero de 1879
(Acevedo, o. cit., p. 25).
47 Raúl Jacob, Consecuencias sociales del alambramiento, Montevideo, Ediciones de la Banda
Oriental, 1969.

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interno», perteneciente al «pobrerío rural».48 La historiadora italiana Eugenia
Scarzanella señaló que, en el caso de Buenos Aires, dos tercios de los internos
en hospitales psiquiátricos eran extranjeros.49 Es probable que una situación si-
milar se haya vivido en Montevideo, ya que el flujo migratorio fue sostenido
durante cuarenta años, a lo que debemos agregar cierta reticencia de una parte
de la sociedad y de la policía hacia los inmigrantes, en especial a aquellos que
formaban parte de los estratos sociales más bajos. Esto no implica desconocer la
posición de Barrán, pero sí hace necesario complementar ambas visiones, ya que,
al proceso demográfico que vivió la campaña con el desplazamiento masivo de
población sin trabajo estable y las consecuencias de la desocupación tecnológica
por el alambramiento de los campos y el mestizaje de las razas vacunas y ovinas,
debemos agregarle el arribo constante de población migrante, principalmente
desde los puertos italianos y españoles.
El crecimiento del número de pacientes llevó a que, entre 1865 y 1879,
la Comisión de Caridad incorporara terrenos linderos y comenzara a discutir
la construcción de un establecimiento de reclusión más adecuado. En 1873,
el médico alemán Carl Brendel llamó al asilo «establo para humanos, indigno e
insuficiente» y resaltó las numerosas fugas que se producían entre los internos.50
La presencia masiva de pacientes presentó algunos problemas de seguridad
tanto en el interior del edificio (peleas entre los internos o con los guardias)
como para el resto de la población, debido al envío de criminales o ladrones
afectados por patologías psiquiátricas. Por ejemplo, en mayo de 1879, Canaveris
comunicó a las autoridades de la Comisión de Caridad que:
Durante el mes que hoy termina hemos tenido cinco fugados lo que no es de
estrañar [sic], pues a pesar de la vigilancia que se observa puede hacerse esta
con la mayor facilidad dadas las condiciones de poca seguridad que tiene hoy
el establecimiento.51
Advertía, además, que una de las personas prófugas, José María Rojas,
Había ingresado a este Establecimiento [el 10 de febrero de 1879] en el pleno
goze [sic] de sus facultades intelectuales y como venía con la nota de criminal
creía el que suscribe que a dicho individuo no le pertenecía permanecer en
este manicomio.52
Situaciones de este tipo motivaron que la Comisión de Caridad le escribiera
al ministro de Gobierno, José María Montero hijo, el 11 de julio de 1879, para
expresarle su preocupación por «la falta de seguridad que se nota en el Asilo de

48 Barrán, o. cit., vol. ii, p. 52.


49 Eugenia Scarzanella, Italiani malagente. Inmigrazione, crminalitá, razzismo in
Argentina, 1890-1940, 7.a ed., Milán, Franco Angeli, 2007, p. 47. También véase: Pita, o.
cit., p. 200, quien arriba a conclusiones similares.
50 Brendel, o. cit., p. 129.
51 Archivo General de la Nación (agn), Historia de la Administración (ha), Ministerio de
Salud Pública (msp) y Archivo del Hospital de Caridad de Montevideo (hcm), libro 4837, fs.
180-181. En adelante, se citará como agn, ha, msp y hcm.
52 Ib.

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Alienados, respecto de los individuos que se hallan allí asistiéndose en calidad
de presos sometidos a la acción de los juzgados del Crimen».53 Podríamos pensar
que el problema no era solo locativo, sino que se vinculaba al flujo permanente
de delincuentes comunes hacia el asilo y a las desavenencias que tal circunstan-
cia generaba entre la Comisión de Caridad y la policía. Podemos pensar que la
renuencia de los médicos del asilo a trasladar a los enfermos se debía a la sobre-
población y, por ende, a la falta de lugar, pero también a la ausencia de proto-
colos sobre la remisión de delincuentes con alguna patología que derivó en un
enfrentamiento constante entre la policía y la Comisión de Caridad.
Más allá de las situaciones concretas que se vivieron con la policía, el sig-
nificativo incremento en el número de pacientes no se puede explicar solo por
el confinamiento de vagos o presuntos delincuentes. El aumento de los internos
podría revelar las soluciones institucionales canalizadas a través del creciente
Estado uruguayo, generador de nuevas dinámicas sociales y punto nodal de re-
des e intereses diversos (religiosos, profesionales, familiares, policiales, locales).
Al mismo tiempo, la existencia de un asilo permitió que los profesionales médi-
cos orientaran sus carreras en el conocimiento de la enfermedad, avanzaran en
definiciones y encontraran nuevos síntomas para señalar la psicopatía.

«El palacio de locos»54


Pese a la estrechez en sus dimensiones y a los innumerables problemas que
comenzó a presentar el hacinamiento de pacientes, así como las dificultades de
convivencia entre médicos y religiosos —que veremos más adelante—, el esta-
blecimiento era para el país motivo de orgullo, progreso y admiración. Si revi-
samos la documentación del período, encontraremos numerosas alabanzas a su
existencia, muy vinculadas a la voluntad caritativa, pero con un incipiente sesgo
cientificista que buscaba curar a los enfermos psiquiátricos de uno de los males
más temidos por los hombres del período.
En los libros de actas del Hospital de Caridad, donde se registra todo lo con-
cerniente al funcionamiento administrativo del asilo, se da cuenta de solicitudes
de litografías y de daguerrotipos para distribuir en la población.55 El 22 de julio
de 1878, el litógrafo Luis Peña le reclamó a la Comisión de Caridad el pago por
la realización de 20000 reproducciones de una postal con un grabado en la que se
copiaba el edificio del asilo.56 Es probable que esas litografías o grabados fueran
distribuidos entre las personas que de forma voluntaria aportaron dinero para la
construcción del edificio. También se convirtieron en frecuentes las notas perio-
dísticas, escritas en un tono costumbrista, donde se relataba la vida cotidiana en el

53 Ib., f. 184.
54 Nombre utilizado por un periodista del diario La República para referirse al nuevo estable-
cimiento. La recurrencia al manicomio como un «palacio» o una «mansión» era frecuente.
55 De momento, no fue posible encontrar ninguno.
56 agn, ha, msp y hcm, libro 4836, f. 449.

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asilo y, posteriormente, en el manicomio. Seguramente, las litografías, fotografías
y notas de prensa respondieron a la necesidad de mostrar el asilo-manicomio
como hospital antes que como casa de aislamiento, y su exhibición es la consta-
tación del convencimiento entre los sectores dirigentes de la época de un avance
urbano pero también científico. El nuevo edificio era propio de una sociedad
«civilizada». En lugar de calabozos, tenía habitaciones con camas y jardines con
flores, y —según se dijo— no se utilizaría la violencia contra los pacientes, sino
un tratamiento que permitiera la cura de los internos.

Imágenes 1 y 2. Anverso y reverso de una postal entregada a los visitantes


del Manicomio Nacional, s. f.

Fuente: Departamento de Historia de la Medicina, Facultad de Medicina, Universidad de la


República, s. f.

Imagen 3. Litografía del proyecto de manicomio realizada por Luis Peña

Fuente: José María Fernández Saldaña, «Para la historia del Hospital Vilardebó», en El Día
[suplemento dominical], 20 de diciembre de 1942, p. 5.

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El edificio del Manicomio Nacional fue proyectado por el ingeniero
Eduardo Canstatt, director general de Obras Públicas de Montevideo, quien,
en 1876, presentó los planos inspirados en el parisino hospicio de Sainte-Anne,
inaugurado ese mismo año en la capital francesa y que el profesional visitó en un
viaje de estudio. Los trabajos de construcción insumieron unos cuatro años. Los
materiales utilizados en la construcción fueron de lujo para un establecimiento
de esas características. Aún hoy se conservan algunas escaleras y pisos del már-
mol original, no así los azulejos importados o los aparatos higiénicos con los que
no contaban ni las residencias más pudientes de la capital.
El edificio proyectado tenía 15 000 m2, 132 m de fachada, 100 m de fa-
chadas laterales y 150 m en la parte posterior, todas rodeadas de jardines. En
el pabellón central, se concentraban los servicios de administración, que se
continuaban hacia la derecha con la farmacia y el alojamiento de las religiosas.
A la izquierda, se encontraban los pabellones de hombres y de mujeres, todos
con dormitorios, comedores, servicios higiénicos y enfermería. Sin embargo, los
pensionistas estaban separados en otro pabellón, también dividido por sexos.
Frente al vestíbulo de entrada, se ubicaban la capilla, de estilo románico, y otras
dependencias de uso común, como las cabinas de baño, la piscina, los talleres y
depósitos y la torre con el tanque de agua. Entre las «comodidades» del edificio,
podemos destacar los ventiladores de techo en la sala de internación, aunque
carecía de calefacción. La iluminación era a kerosene al menos hasta 1899.57
Los problemas entre el ingeniero Canstatt y la Comisión de Caridad se do-
cumentan en los libros de actas de esta última. El retraso en las obras generó nu-
merosos problemas en las instalaciones linderas al asilo que se quería abandonar, y
así lo hizo saber el integrante de la Comisión de Caridad e inspector del Asilo de
Dementes, Urbano Chucarro, quien consideró «imperiosa la necesidad de trasla-
dar los dementes de la casa vieja a la nueva, por la falta de suficiente comodidad y
malas condiciones de aquella».58 Canstatt renunció a su función por la suspensión
en el envío de materiales para continuar las obras. La decisión de la comisión se
debió al elevado presupuesto de la construcción, aunque el ingeniero y arquitecto
atribuyó esa situación a la «falta de competencia» y a las «impertinentes órdenes»
de los integrantes de la organización de la beneficencia pública.59
Otro rasgo distintivo de la obra fue el uso de internos que trabajaron en
la albañilería, en un anuncio del uso de la laborterapia como elemento clave
en la reinserción de los enfermos psiquiátricos. Incluso, luego de inaugurado
el establecimiento, muchos pacientes siguieron cumpliendo tareas a razón de
57 Los datos del edificio fueron tomados de: Juan Giuria, La arquitectura en el Uruguay. De
1830 a 1900, t. ii, vol. i, Montevideo, Instituto de Historia de la Arquitectura, Facultad de
Arquitectura, Universidad de la República, 1958, p. 66; Nora Pons, Hospitales y hospita-
lidad: apuntes de ayer, reseña de la arquitectura hospitalaria en el Uruguay desde 1878 a
1928, Montevideo, Editorial Dos Puntos, 1997, pp. 31-34.
58 agn, ha, msp y hcm, libro 4839, f. 10.
59 agn, ha, msp y hcm, libro 4840, f. 633. Canstatt fue también el responsable de la construc-
ción de la Cárcel Correccional y Penitenciaria que se terminó de edificar en 1888.

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«dos reales diarios los días que trabajan como peones». Los enfermos no podían
retirar el dinero, puesto que se guardaba en una caja de ahorros, y solo se hacían
de él luego de que recibían el alta médica.60
La financiación de las obras provocó la intervención del Gobierno nacional
que cursó «un llamado a los sentimientos filantrópicos de nuestro pueblo» a los
jefes políticos de los departamentos para que promovieran «suscripciones en el
territorio de la República» que permitieran finalizar la construcción. La fina-
lización de las obras colocaría al uruguayo «entre los pueblos que han llegado
a un estado relativamente perfecto de civilización, que no es otra cosa que la
práctica de las doctrinas luminosamente moralizadoras». Según el documento
oficial, esa pretensión moralizadora se combinaba con el accionar de las ins-
tituciones de beneficencia que «han alcanzado un desarrollo tal que debemos
convenir en que la caridad, esa virtud cristiana que nos inclina a ir en ayuda de
nuestro prójimo, es un voto y una necesidad de nuestros tiempos»,61 digresión
no menor si tomamos en cuenta que el gobierno de Latorre se caracterizó por
decisiones que secularizaron, al mismo tiempo, otras esferas administrativas.
Podríamos considerar esa insistencia en la caridad y en la beneficencia como
una consecuencia de la carencia de recursos. Es una posibilidad, no hay duda,
pero también es una constatación de los espacios institucionales en los que se
empezaba a acorralar al catolicismo.
El manicomio se inauguró el 25 de mayo de 1880 y contó con la presen-
cia de la plana mayor de las autoridades civiles, incluido el presidente interi-
no Francisco A. Vidal, y de religiosas. En su discurso inaugural, Julio Pereira,
presidente de la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública, luego
de saludar a todas las autoridades, llamó al nuevo edificio un «verdadero monu-
mento» que «la caridad ha levantado después de muchos afanes, para Asilo de la
Humanidad que viene a reclamar un consuelo y un alivio a su inmensa desgra-
cia». La construcción de un «suntuoso edificio» fue señalada como la práctica
«de la caridad con verdadero lujo». Lo particular de la alocución es la ausencia
de consideraciones médicas y científicas. Por el contrario, Pereira destacó a «las
hermanas de Caridad, bella y benéfica institución, tipo sublime de la mujer com-
pañera fiel e inseparable siempre, en nuestras desgracias y padecimientos». Y
cerró con la promesa de hacer
Votos para que bajo los auspicios de la administración actual podamos encon-
trar la paz y el progreso, la fraternidad para construir al fin los cimientos de
una gran nación, que estamos llamados por la Providencia, tan pródiga en todo
sentido, para nuestro privilegiado país.62

60 «Memoria presentada al Señor Don Antonio Silveira miembro de la Comisión de Caridad,


Inspector del Manicomio Nacional, por el secretario del mismo Asilo en 1.o de enero de
1881», en agn, ha, msp y hcm, libro 4842, f. 134.
61 agn, ha, msp y hcm, libro 4836, f. 452.
62 Discurso reproducido en: Rubén Gorlero Bacigalupi, «A un siglo de la inauguración del
Hospital Vilardebó», en Revista de Psiquiatría del Uruguay, n.o 267, Montevideo, mayo-
junio de 1980, pp. 92-93.

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La concurrencia a la inauguración fue masiva (José María Fernández Saldaña
habla de 12000 personas)63 e, incluso, empresas privadas enviaron saludos o re-
galos en ocasión de «un acontecimiento digno de un pueblo pródigo y culto que
sabe elevarse aún en medio de las mayores calamidades a la altura de los pueblos
más adelantados».64 El día de la inauguración «se veían [personas] de las más
distinguidas de nuestra sociedad que como los demás concurrentes admiraban la
organización y régimen interno de aquel palacio, levantado por los esfuerzos de
la caridad».65 En la memoria presentada por Antonio Silveira, «miembro de la
Comisión de Caridad, Inspector del Manicomio Nacional», en enero de 1881,
se afirmaba que, desde el día de su inauguración, el establecimiento había recibi-
do la visita de «más de doscientas personas, la mayor parte Estrangeras [sic], las
que han firmado en el libro correspondiente».66
De los 399 enfermos que residían hacinados en el lindero edificio del Asilo
de Dementes, 309 fueron trasladados pese a que, según las proyecciones, el edi-
ficio estaba en condiciones de albergar a 800.67 Todavía en 1881, el inspector
general del manicomio reclamaba por «los 90 dementes que existen en Vilardebó
en pésimas condiciones»,68 y el 25 de diciembre del mismo año, las actas de la
Comisión de Caridad dan cuenta de que aún quedaban «en el antiguo [edificio]
cincuenta [enfermos] denominados sucios».69 Si nos guiamos por los planteos de
Andrés Crovetto, uno de los principales críticos de toda la gestión manicomial,
el establecimiento rápidamente careció de espacio. En su tesis de 1884, sostuvo
que los dormitorios eran inadecuados y nocivos para el tratamiento: «En nuestro
manicomio hay seis dormitorios de cuarenta camas cada uno y dos de setenta;
por lo que se puede ver lo lejos que está de cumplir con lo indicado por las
primeras autoridades psiquiátricas». Esos aposentos eran «anti-higiénicos», en
primer lugar, porque cada uno contaba con ocho lavatorios y el enfermo respi-
raba «los miasmas que se desprenden de las orinas y excrementos», y, en segundo
lugar, porque la convivencia sometía a los pacientes tranquilos o en proceso de
recuperación a los «desórdenes y perjuicios» que podían ocasionar los agitados.70

63 Fernández Saldaña, o. cit., p. 5.


64 Salutación de la empresa Penadés y Rodríguez en: agn, ha, msp y hcm, libro 4839, f. 303.
65 La Nación, 27 de mayo de 1880, p. 2.
66 «Memoria presentada al Señor Don Antonio Silveira miembro de la Comisión de Caridad,
Inspector del Manicomio Nacional, por el secretario del mismo Asilo en 1.º de enero de
1881», en agn, ha, msp y hcm, libro 4842, f. 131.
67 La Ilustración Española y Americana, 30 de octubre de 1880, pp. 251-252.
68 agn, ha, msp y hcm, libro 4843, f. 5.
69 agn, ha, msp y hcm, libro 4844, f. 448.
70 Andrés Crovetto, Algo sobre manicomios, Montevideo, Facultad de Medicina, 1884,
pp. 28-34.

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Imagen 4. Tapa de La Ilustración Uruguaya

Fuente: Publicación realizada por los internos en la Escuela de Artes y Oficios. Edición dedicada
al Manicomio Nacional, 15 de noviembre de 1883.

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La administración interna del manicomio fue confiada a 12 hermanas de
caridad. Las tareas de las hermanas, secundadas por sirvientes y sirvientas, se
repartían en la supervisión de la higiene, del régimen alimenticio, del tratamien-
to terapéutico y de la actuación médica. Además, administraban la despensa, la
cocina, el lavadero y los primeros talleres, así como la capilla.
El número de médicos tampoco aumentó. El primer director médico fue
el doctor Ángel Brian, y el primer médico del establecimiento, el doctor Ángel
Canaveris, a quien podríamos considerar un especialista en el área psiquiátrica.71
Canaveris nació en Buenos Aires en 1851 (y murió en Montevideo el 24 de fe-
brero de 1897), pero se radicó en Uruguay en 1875 y fue, entre 1878 y 1888,
el médico estable del Asilo de Dementes primero y del Manicomio Nacional a
posteriori. El título de doctor en Medicina lo obtuvo en la Universidad de Buenos
Aires entre 1874 y 1875 (la dificultad en la precisión de la fecha se debe a que
Canaveris retardó su reclamo) e, inmediatamente, se trasladó a Montevideo, donde
rindió examen ante el Consejo de Higiene Pública el 13 de mayo de 1875. Su tesis
de grado trataba sobre la lactancia materna, por lo que no era un médico con for-
mación específica en psiquiatría. En agosto del mismo año, ingresó al Hospital de
Caridad, y, el 6 de diciembre de 1878, el Consejo de Higiene, por disposición de
la Junta Económico Administrativa de Montevideo, lo designó médico del Asilo
de Dementes, en reemplazo del renunciante Pedro Visca.
Le corresponde a Canaveris el primer proyecto de reglamento para el Asilo
de Dementes, solicitado por la Comisión de Caridad el 11 de julio de 1879.
Soiza Larrosa encontró en el archivo particular de Canaveris (conservado, en la
década del ochenta, por su nieta Olga Canaveris) «al menos 3 manuscritos con
el reglamento solicitado».72 En los tres casos, divididos en capítulos y artículos,
se intentó fijar un marco normativo para el asilo y para el proyectado manicomio
a través de disposiciones sobre funciones y atribuciones de los directores, prac-
ticantes, boticarios, capataces, sirvientes, así como de las autoridades religiosas
presentes en el establecimiento. Al mismo tiempo, en los tres casos, se propuso
reglamentar el régimen de altas y bajas, la vida interna y el relacionamiento con
las instituciones encargadas de la remisión de enfermos.
Suponemos que la voluntad del médico de establecer un régimen interno
nuevo y con mayores atribuciones para los facultativos fue una de las causas
de enfrentamiento con las autoridades religiosas que, a la postre, lo llevaron a
renunciar a su cargo. Al mismo tiempo, podríamos pensar que la intención de
la comisión de incidir en la confección de ese reglamento fue lo que provocó
que Canaveris dejara truncas las propuestas. Tampoco sería extraño pensar que,

71 A la fecha (y de forma un tanto presuntuosa si consideramos que las barreras entre las espe-
cialidades prácticamente no existían), Canaveris sigue siendo reconocido como el primer psi-
quiatra de la historia del Uruguay (Centenario de la Suprema Corte de Justicia 1907-2007,
Montevideo, ceju-scj, 2007, p. 134).
72 Augusto Soiza Larrosa, «Esbozo histórico sobre la Psiquiatría y sus servicios hospitalarios en el
Uruguay 1788-1907», en Revista de Psiquiatría del Uruguay, n.o 283, Montevideo, 1983, p. 6.

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antes que nada, debía rendir ante las hermanas de caridad, responsables de la
administración del asilo y, probablemente, reacias a que la comisión o un par-
ticular aprobaran un reglamento sin su consentimiento o influencia. En 1881,
Antonio Silveira, inspector del establecimiento, reclamó «para la debida marcha
en el orden interno del Manicomio» «una ley que reglamente y normalice todos
los movimientos». Para eso, exigió un reglamento
Tan necesario que puede decirse que es el verdadero motor que imprime y
dirije [sic] sus movimientos, regularizándolos y armonizándolos de tal modo
que el empleado cumple sus prescripciones y mandatos, sin esfuerzos y con
verdadero estímulo. [Solo de ese modo] […] se podrá afirmar con orgullo que
en el Manicomio Modelo de nuestro país se encuentran ya introducidos todos
los adelantos del progreso moderno.73
La desestimación del reglamento no impidió que Canaveris elaborara algu-
nos criterios administrativos y de organización interna que, según su visión, con-
tribuyeron al mejor funcionamiento del establecimiento. En la Memoria… que
presentó en febrero de 1881, reivindicó la dirección del manicomio como una
potestad de los médicos «para la buena organización y marcha regular de esta
clase de hospicio […], pues es la manera de conseguir una buena disciplina, que
no se alcanza siempre que haya más de una primera autoridad».74 Nuevamente,
realizó propuestas para todos los aspectos cotidianos del manicomio, desde la
iluminación al régimen alimenticio, y ordenó la separación de los enfermos según
la patología (disposición que, por el espacio físico, no se cumplió y, por tanto,
dividió los pabellones para un máximo de 30 personas).
En febrero de 1881, decía que en el manicomio «el número de sus habi-
tantes es muy crecido», por lo que «uno de los puntos que debe llamar más la
atención es la higiene», que implicó la disposición de un sirviente por patio y
habitación, que se encargaría de la limpieza con la colaboración de «un núme-
ro de los mismos asilados, compuesto de aquéllos [sic] que se encuentran en
aptitud de poder ser destinados a este género de ocupaciones».75 Los internos
solo estaban autorizados a trabajar en el día: durante la noche, las tareas eran
exclusivas de los guardias y los sirvientes. «El objeto de este servicio, como
fácilmente se comprende, es evitar las fugas que en otro tiempo no dejaban
de ser numerosas y que en la actualidad han disminuido notablemente.»76 Al
mismo tiempo, se reguló, por disposición de la Comisión de Caridad, el régi-
men de visitas, que debía ser autorizado por la dirección o por las hermanas y
se restringió solo a «los deudos de los incapaces que allí se amparan», medida

73 «Memoria presentada al Señor Don Antonio Silveira miembro de la Comisión de Caridad,


Inspector del Manicomio Nacional, por el secretario del mismo Asilo en 1.o de enero de
1881», en agn, ha, msp y hcm, libro 4842, fs. 138-139.
74 Ángel Canaveris, «Memoria presentada al Sr. Inspector del Manicomio Nacional y que
corresponde al año 1880 por el doctor Don Ángel Canaveris», en Anales del Ateneo del
Uruguay, n.o 4, Montevideo, 5 de diciembre de 1881, p. 310.
75 Ib., p. 306.
76 Ib., p. 307.

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difícil de aplicar habida cuenta de la ausencia total en el país de registros iden-
tificatorios, pero elocuente a los efectos de mostrar la intención de ordenar
algunas situaciones irregulares.77
También es significativo el interés de Canaveris por establecer un vínculo
diferente con las autoridades ajenas al asilo y manicomio y por romper con la
concepción de meros espacios de reclusión que pesaba sobre estas instituciones.
Un ejemplo podría ser la intención de frenar la remisión permanente de perso-
nas sin domicilio, sin documento o presas, muchas sin síntomas de enfermedad
alguna. Detrás de la posición de Canaveris se encontraba una visión ‘científica’
de los establecimientos hospitalarios que debían ser espacios para el tratamiento
médico y la cura de las patologías.

Etapas de una relación compleja


La remisión constante de personas no era una actitud privativa de la po-
licía; algunos ejemplos lo demuestran. El 3 de agosto de 1878, «por orden del
S. E. el Sr. Ministro de Gobierno», se envió al asilo «a la mujer Manuela Núñez,
destinada por un año en calidad de sirvienta por incorregible y criminal, con
expresa recomendación de no permitirle que hable con ninguna persona que no
sea de las que se encuentran en ese Establecimiento».78 No se daba cuenta de
un diagnóstico médico y las causales de remisión de la mujer eran «por incorre-
gible y criminal». ¿Alcanzaba para ser internada con personas que sí tenían una
patología psiquiátrica? Nuevamente, el 14 de noviembre de 1878, el ministro
de Gobierno (y mano derecha del dictador Latorre), José María Montero hijo,
intercedió a favor de Santiago Muñoz para que su hermana Concepción fuera
internada en el asilo «en caso de serlo presentada por su hermano». El petitorio
no contaba con ningún aval facultativo, sino que era la disposición de un minis-
tro político que daba la orden de internar a una persona.79
Incluso, pese al contexto dictatorial (en el cual podemos encontrar nu-
merosos pedidos de internación realizados desde el Ministerio de Gobierno),
no sería de extrañar que, en más de una ocasión, las medidas tomadas hayan
generado inconvenientes con la familia y, por supuesto, con los médicos. Por
ejemplo, el 24 de octubre de 1878, María Boutdon fue enviada al asilo «por
vía de corrección». Sin embargo, en el libro de entradas, figura que, el mismo
día, el ministro de Gobierno solicitó que la mujer fuera «entregada al portador
de la presente nota».80 Desconocemos quién intercedió, pero nuevamente ve-
mos que una persona (otra vez mujer) fue enviada al asilo, al parecer por indis-
ciplina, sin que, como en otros casos, se acompañara el pedido de internación

77 La Gaceta de Medicina y Farmacia, año i, n.o 6, Montevideo, 15 de marzo de 1882,


pp. 207-208.
78 agn, ha, msp y hcm, libro 4836, f. 394.
79 Ib., f. 360.
80 Ib., fs. 413-414.

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de una ficha médica. Los casos de este tipo son significativos para entrever la
posición de los médicos, ya que era el poder político el que intercedía ante las
religiosas que administraban el asilo para solicitar la liberación sin consultar
antes a los diplomados.
La remisión, ya fuera por parte de la policía, de familiares o políticos, sin
un aval judicial o médico habla, por un lado, de los abusos o atropellos que se
podían cometer contra la población indefensa (y, en esa categoría, no entraban
solo los sectores más humildes, sino también niños, mujeres y ancianos) y, por
otro, de la visión imperante sobre el manicomio, considerado un espacio al que
se podía enviar supuestos pacientes de forma discrecional como un mecanismo
para saldar conflictos de índole social, familiar e, incluso, política. Robert Castel
señala que, en Francia, las familias negociaban con las congregaciones religiosas
la internación de los pacientes.81 En el caso local, no tenemos fuentes que nos
permitan estudiar situaciones similares, pero sí podríamos pensar que en las
detenciones e internaciones arbitrarias existió cierta connivencia entre la policía
y las hermanas de caridad.
La condición de incorregible de la primera mujer aludida podría ser inter-
pretada como una forma de castigo, pero también da cuenta de una visión muy
particular del asilo como espacio de disciplinamiento. Seguro lo era, pero, como
veremos —y de ahí nuestras diferencias con Barrán—, no se redujo solo a eso.
Sin embargo, también encontramos casos en los que es más probable que pri-
mara el disciplinamiento que la decisión médica. Un ejemplo en ese sentido es el
de Juana Santos, «oriental, edad 19 años, sirvienta, soltera, procedente del asilo
maternal n.o 3, con certificado del Dr. Samaran, declarada atacada de enajena-
ción mental» y enviada al manicomio en agosto de 1880. La observación médica
realizada por Canaveris concluyó que la mujer presentaba
[Una] fisonomía tranquila pero excitada en la conversación, […] el rostro ligera-
mente escariado, particularmente las conjuntivas, cabello arreglado y lustrado,
mirada tranquila, globos oculares brillantes y húmedos. Cabeza caída hacia
delante. Tronco erecto, palabra clara.
Según la indagada, el motivo de su envío al manicomio era «haber desobe-
decido varias veces en el Asilo Maternal n. o 3 de donde procede», ya que se
negó a cumplir con las tareas asignadas por las religiosas que regenteaban ese
establecimiento.
La primera medida fue tomada en el propio Asilo Maternal: encierro y gol-
pes («fue agarrada por el cabello, tirada al suelo pateándola como una pelota»).
Ante la madre superiora «pidió perdón», pero, al mismo tiempo, «manifestó que
se portaría lo peor posible y que con la rabia que tenía a la primera criatura que
se le puso por delante le ensució la cara con las materias fecales». Por tanto, las
religiosas decidieron enviarla al manicomio «diciéndole que la había de mandar
[…] para que le dieran baños de lluvia». Según Santos, cuando fue examinada por
81 Robert Castel, El orden psiquiátrico. Edad de oro del alienismo, Buenos Aires, Nueva
Visión, 2009, pp. 29-31.

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el médico del Asilo Maternal, las propias monjas «le pusieron el cabello en com-
pleto desorden y al descubierto». Señaló Canaveris que la mujer realizaba fatigo-
sas y numerosas tareas en el asilo y que esa podía ser la causa del «mal humor» y
las escasas «ganas de trabajar», sobre todo «algunas veces cuando le aparecen las
reglas». Es significativo el uso realizado por las religiosas de las características
que se le atribuían a un enfermo psiquiátrico (excitación, mal aspecto) para que
fuera considerada loca (más allá de la impericia del primer médico que la remitió
solo por el aspecto, aunque allí podríamos entrever una red de complicidades).
Pese a que Canaveris mostró conmiseración con la mujer, algunas de las pregun-
tas realizadas, como la indagatoria sobre «si había tenido amores» o «algún dis-
gusto», expresan los valores presentes entre los médicos que buscaban, además
de causas orgánicas, posibles causas de tipo moral, vinculadas al contacto con el
sexo opuesto (el mismo sexo, como veremos, no entraba dentro de las variables,
ya que, de lo contrario, hubiera quedado internada).82
La religiosa declarante, la madre superiora Marinaria Macia, aludió a la vida
sexual de la joven Santos al afirmar «que la referida menor se quejaba de irregu-
laridad en la menstruación. Indagando las causas de esa irregularidad, declaró la
referida haber cometido desarreglos que en creencia habían dado lugar a seme-
jante disturbio». El «semejante disturbio», o sea, la posibilidad de un embarazo,
era, sin dudas, la causa que había generado el malestar de las autoridades del asilo
con la joven.
Es probable que casos como los expuestos hayan llevado a Canaveris a
avizorar una nueva época en el tratamiento de los enfermos psiquiátricos, para
lo cual era necesario aprobar una «legislación apropiada». De lo contrario, los
enfermos (y también los médicos) seguirían sometidos al régimen de la «infor-
malidad» que
Exponía a esos desgraciados a que, además de tener el infortunio de la pérdida
de la razón, se cometiese con ellos todo género de abusos, cuando el hombre en
esas condiciones tiene más derecho a ser protegido por las leyes, por lo mismo
que se encuentra en las de un menor de edad.83
Ya en marzo del año anterior, Canaveris manifestaba su malestar porque
«vienen a ingresar a este establecimiento individuos con certificado médico, cla-
sificándoles como atacados de enajenación mental no padeciendo de tal afec-
ción», y daba cuenta de dos casos, un hombre y una mujer que ingresados como
dementes tenían «sus facultades intelectuales perfectamente integras [sic]». En
el caso del hombre retenido, José María Rojas, aún permanecía en el asilo por
disposición del jefe político de Montevideo, Apolinario Gayoso, pero Canaveris
reclamaba su liberación porque «este individuo tiene sus facultades intelectuales
integras [sic]». En todo caso, el médico solicitaba que, si el jefe político lo quería
apresar, lo hiciera, pero no en el asilo.84 Podríamos pensar que, para Canaveris, el
82 agn, ha, msp y hcm, libro 4842, fs. 2-3.
83 Canaveris, o. cit., p. 309.
84 agn, ha, msp y hcm, libro 4837, f. 297.

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traslado de pacientes desde todos los confines del país y desde la zona fronteriza
hacia Montevideo provocó, además de una emigración forzada, la interrupción
de los vínculos con el espacio de residencia y con la familia, y el inicio, para
muchos enfermos psiquiátricos, de un trayecto de vagancia sin retorno con per-
manentes entradas y salidas del asilo y manicomio. En su informe de febrero de
1881, Canaveris planteó las dificultades aún existentes para «conocer y clasificar
cada uno de los enfermos», ya que «no hace mucho tiempo entraban [al Asilo
de Dementes] muchos [enfermos] en cuyo parte y por todo dato se leía N. N.,
lo que hacía de todo punto imposible tomar los antecedentes necesarios». A la
fecha del informe, los médicos desconocían el nombre de algunos pacientes que
eran llamados por un número asignado «en relación con la cama que ocupa y el
asiento que se hace a su entrada en el registro que se lleva por Secretaría».85
El 23 de junio de 1880, el Gobierno aprobó la instrumentación de un formu-
lario clínico de ingreso al manicomio, diseñado por Canaveris. El médico elaboró
un protocolo para los jefes políticos de todos los departamentos, quienes
Darán instrucciones a sus delegados para que apenas tengan conocimiento de
la existencia de un enajenado en el departamento, se trasladen al punto donde
se encuentre y recojan todos los antecedentes de familia, como también los
actos cometidos por él y que hagan sospechar la enfermedad mental.
Con esos antecedentes, el posible enfermo sería remitido a la capital de
cada departamento (y no a Montevideo) donde sería examinado por el médico
de policía. Solo cumpliendo con esos pasos «se podrá formar con más seguridad
su historia clínica, independientemente de evitar un sinnúmero de abusos que
pueden cometerse por la falta de formalidades con que son remitidas». La plani-
lla tipo, luego aprobada, decía:
Jefatura Política del Departamento de…
El que suscribe Médico de Policía certifica que Dn… en vista de los ante-
cedentes que acompaña y después de un detenido examen se deduce que se
halla atacado mentalmente por cuyo motivo debe ser remitido al Manicomio
Nacional.
Expedido en…
Departamento de…
Sr. Jefe Político…
Filiación
Nombre… Nacionalidad… Edad… Estado… Profesión… Domicilio…
Antecedentes
1o Paraje o sitio donde ha sido encontrado el enfermo y porque [sic] motivo
(expresar si es a instancias de la familia que justifiquen la petición y en el se-
gundo requiérase por la Policía los que se puedan obtener).

85 Canaveris, o. cit., p. 306.

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2o Noticias acerca del estado de salud del enfermo (pasiones, vicios, hábitos).
3o Percances que le hayan sucedidos [sic] (pérdidas, disgustos, sustos).
4o Datos de sus ascendientes (si alguno ha padecido enfermedad semejante
o bien que [sic] enfermedades ha padecido, si es hijo de matrimonio entre
consanguineos [sic] y en ese caso qué grado de parentesco tenían, si ha habido
alcohólicos).
Firma de la autoridad que lo remite
Fecha.86
Desconocemos si la policía cumplió con el pedido médico y llenó los for-
mularios correspondientes. En el caso de Montevideo, contamos con una nota
del jefe político, del día 4 de agosto de 1880, en la que le reclamó al presidente
de la Comisión de Caridad, Julio C. Pereira, mayor cantidad de
Ejemplares impresos de los modelos adoptados para la remisión de los de-
mentes al Manicomio Nacional, […] un número adecuado a la cantidad de
individuos que con frecuencia son remitidos por encontrarse atacados de ena-
jenación mental.87
Podríamos pensar que, pese a los intentos por protocolizar la función policial,
los agentes del orden seguían enviando a personas de forma indiscriminada
tal como dan cuenta las numerosas protestas de Canaveris, incluso luego de la
aprobación de la planilla.
Es probable que la carencia de lugares de reclusión para enfermos psiquiá-
tricos en el interior del país (en lugares donde tampoco había hospitales de-
partamentales) llevara a que la policía no siempre supiera qué hacer con los
enfermos o a situaciones desafortunadas. A modo de ejemplo, se puede hacer
mención al caso relatado por el diario El Norte de Tacuarembó, que dio cuenta
de las dificultades existentes para contener al «individuo alienado que se halla
desde hace casi un mes» en «la cárcel pública, de esta Villa», quien intentó «fu-
garse atropellando al centinela, el cual cumpliendo la consigna militar le plantó
un balazo traspasándole el cuerpo, y se cree morirá por ser de mucha gravedad
la herida». Reflexionaba el periódico que «ese desgraciado loco pud[o] haberse
librado de la mala suerte que tan rudamente le ha cabido si hubiera sido enviado
ya al Manicomio Nacional, para lo que ha habido sobrado tiempo».88
La Guía policial, que entró en funcionamiento en 1883, incorporó el for-
mulario de Canaveris, así como una serie de disposiciones sobre el tratamiento
de la policía para con los enfermos psiquiátricos. Entre ellas, se encontraba la
orden de peritaje médico-legal previo a la derivación al manicomio y la necesi-
dad de comunicarle al juez departamental la detención y la remisión. El artículo
53 establecía que «ninguna persona debe ser detenida por demente sino [sic]
86 agn, ha, msp y hcm, libro 4839, f. 287. Destacado en el original. En la documentación rele-
vada, no fue posible encontrar una planilla con datos filiatorios.
87 agn, ha, msp y hcm, libro 4840, f. 540.
88 El Norte, 28 de octubre de 1880, p. 3.

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produce escándalo en las calles o sitios públicos, o siendo al parecer furiosa su
locura, hiciera temer con fundamento que pudiera ser causa de alguna desgra-
cia», mientras el 54 determinaba que «inmediatamente de detenido el demente
debe ser reconocido por el Médico de Policía y pasado al Manicomio Nacional,
dándose cuenta del hecho al Juez Departamental».89
Pese a estos intentos de formalización, Canaveris convivió con prácticas
arraigadas y con la égida permanente de las autoridades religiosas dentro del
establecimiento. Distintas situaciones hicieron que el camino de Canaveris al
frente de los médicos y practicantes del establecimiento fuera sinuoso.90 De
forma simultánea, la necesidad de la firma del médico de policía tampoco se
convirtió en una garantía, ya que quienes ejercían esa función no eran especia-
listas ni en medicina legal ni en psiquiatría. Por ende, no siempre podían distin-
guir con claridad a un enfermo mental de un alcohólico que podía generar un
escándalo público. Si tales diferencias no eran claras para los primeros médicos
que comenzaron a especializarse en este tipo de enfermedades, menos aún lo
eran para quienes no tenían contacto con la incipiente disciplina. Asimismo,
los diplomados que trabajaban en la policía estaban sometidos a una serie de
complejas situaciones, entre ellas, las presiones y amenazas policiales para que
firmaran certificados. Un ejemplo es la situación que, en marzo de 1882, vivió
el médico de policía Diego Pérez —hombre importante para nuestra investiga-
ción— cuando, según su declaración, fue obligado a firmar un certificado médi-
co que fue utilizado para demostrar que, contrariamente a lo que decía la prensa,
dos italianos detenidos por la policía de Montevideo no habían sido torturados
(luego se demostró que sufrieron golpizas y otros castigos).91 Si bien este caso
no involucra a enfermos psiquiátricos, es demostrativo de las presiones que se
ejercían sobre los médicos, constatación también de la poca estima que algunos
agentes estatales tenían sobre la profesión.

89 Proyecto de guía policial aprobado por el superior gobierno, Montevideo, Tipográfica de la


Escuela de Artes y Oficios, 1883, p. 25.
90 Su primera renuncia se produjo el 25 de junio de 1885 por diferencias sobre la periodicidad
de las visitas médicas. Desconocemos qué frecuencia intentó establecer, pero, al parecer,
no coincidía en ese sentido ni con el doctor Brian (recordemos, director del manicomio) ni
con las hermanas de caridad. La superpoblación del establecimiento (y, probablemente, su
compromiso con la disciplina) lo llevaron a regresar al manicomio, en condición de segundo
médico, en julio de 1887. Quedó a cargo de la sección femenina, mientras que el doctor
Alejo Martínez (quien lo había sustituido en 1885) fue nombrado responsable de los hom-
bres. Sin embargo, una nueva disputa con la comisión encargada del manicomio, esta vez en
noviembre de 1888, lo llevó a renunciar de forma definitiva en diciembre del mismo año. A
partir de ese momento, se dedicó a la actividad profesional en su despacho particular ubicado
en la calle Queguay 213 (hoy calle Paraguay). Datos tomados de: Soiza Larrosa, «Esbozo
histórico…», o. cit., pp. 7-8.
91 Trabajamos con el caso señalado en: Nicolás Duffau, «¿El Infierno en Babel? Inmigración
y delincuencia durante el período de la modernización en Uruguay: el caso Volpi-Patrone»,
en Naveg@mérica. Revista Electrónica de la Asociación Española de Americanistas, n.o 6,
Universidad de Murcia, 2011.

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Las propuestas y denuncias sobre remisión de personas no pusieron fin a
una práctica arraigada, tal como evidencia un texto del abogado Carlos María
de Pena editado en 1893, donde reafirmó que:
En el Reglamento de Policía para Montevideo[, lo mismo que en el artícu-
lo 116 del Reglamento de Policías rurales,] se dispone que ninguna persona
pueda ser detenida como demente si no produce escándalo en calles o sitios
públicos, o siendo al parecer furiosa su locura.
Fuera de esos casos, la policía no podía detener por supuesta o aparente
demencia si no se cumplía con el artículo 54 del reglamento. De lo contrario,
sostenía De Pena:
No basta que se haga una denuncia a la Policía; no basta que conste del certifi-
cado del médico policial o forense que una persona está demente. Para detenerla
y para secuestrarla como tal por la Jefatura Política se requieren las precisas
condiciones previstas en el reglamento. Fuera de ellas no hay más que abuso.
Además, todas las personas ingresadas al manicomio debían cumplir un pe-
ríodo precaucional de observación.92 Esta idea de la necesidad de observar al pa-
ciente se condecía con los principios de la biología positivista, ya que era a través
del peritaje sostenido sobre la conducta que el médico sería capaz de establecer
el tipo de afección que aquejaba a la persona.
Para el abogado, no en todos los casos era necesario remitir al manicomio,
ya que «si los supuestos dementes no pueden ser detenidos por otras causas que
las demás personas, debieran ser, como estas, detenidos en las cárceles de deten-
ción», pero la policía, en especial en el interior del país,
Encuentra más humanitario y más cómodo enviar a los supuestos dementes
desde luego y directamente al Manicomio Nacional, con lo cual quedan sub-
vertidas todas las disposiciones del Código Civil relativas a la incapacidad de
las personas.93
Esos envíos de personas, muchas veces, ocurrían a espaldas de los jueces de-
partamentales, por lo que «el supuesto incapaz es traído al manicomio, enclaus-
trado y, como tal, atendido y mejorado generalmente en el establecimiento»,
pero «no ha sido declarado incapaz por la autoridad competente».94 Lo mismo
sucedía cuando el incapaz era llevado por la familia: no se favorecía ni «al ma-
gistrado en su ministerio» para «declarar la incapacidad o al hacerla cesar», ni
al médico en su tratamiento «para aliviar o sanar al enfermo» ni a la estadística
«general y fenotípica, para conocer el proceso de estas dolencias y evitar o dis-
minuir sus causas».95
De Pena reafirmó la vigencia del Estado de derecho, demostró su oposición
a todo tipo de abuso y denunció las contradicciones de un sistema policial que

92 Carlos María De Pena, Principios de organización de la Beneficencia Pública, Montevideo,


Imprenta Artística y Librería de Dornaleche y Reyes, 1893, p. 39.
93 Ib., p. 40.
94 Ib., p. 41.
95 Ib., p. 43.

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no se atenía a una serie de protocolos que, según su interpretación, no funciona-
ban por prácticas arraigadas, sino a «demoras y a tramitaciones engorrosas por
exhortos de Juez a Juez o por oficios a la Comisión Nacional de Caridad para la
práctica de todas aquellas diligencias que no son personales del Juez en el juicio
de incapacidad».96 En el argumento del abogado, podemos ver una tensión entre
las «demandas punitivas» y las garantías y derechos de los insanos, pero también
de la población humilde en general. En esta visión, las pesquisas debían ser diri-
gidas o controladas por un magistrado. La intervención de la policía, sin requerir
las condiciones o formalidades, podía provocar pesquisas arbitrarias o ilegales.
Este aspecto no es menor si tenemos en cuenta que se inscribe en un proceso de
construcción del sistema jurídico moderno.
En abril de 1895, la Comisión de Caridad estableció algunas disposiciones,
de acuerdo al artículo 400 del Código Civil, para que los alienados no fueran
«conducidos ni admitidos en el Manicomio sin previa autorización judicial».97
El 31 de mayo de 1895, el Ministerio de Gobierno promulgó una disposi-
ción que permitió el envío de detenidos al Manicomio Nacional «en todos los
casos que las Jefaturas Políticas se vean precisadas», pero obligó a la Policía a
adjuntar «los antecedentes respectivos, a fin de ser sometidos a la observación
médica que corresponde» y a avisar al Juzgado Letrado Departamental.98 En el
caso de las jefaturas políticas del interior,
Los enviarán directamente al Manicomio Nacional a los efectos determinados
en el inciso anterior, mandando aviso telegráfico al Jefe Político de Montevideo
con el objeto de que facilite la ambulancia y elementos necesarios que deben
servir para la conducción de los alienados al Manicomio, ya tenga que hacerse
esa conducción de la Capitanía o de la Estación del Ferro-Carril Central.99
Según Enrique Castro, «hasta el [18]95, los insanos entraban y permane-
cían en el Manicomio sin que de ello tuviera conocimiento la justicia», por lo
que la disposición promulgada en mayo de ese año fue un primer punto para

96 Ib., p. 41.
97 Archivo General de la Nación y Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública,
Libro de actas, del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, f. 16. En adelante, se citará
como agn y cncbp.
98 «Manicomio Nacional. Remisión Directa de Alienados desde los departamentos», en
Retrospecto Económico y financiero de El Siglo seguido de la Colección Legislativa de la
República Oriental del Uruguay por Matías Alonso Criado, vol. xviii, Montevideo, Imprenta
a Vapor de El Siglo, 1896, p. 120.
99 agn y cncbp, o. cit., fs. 32, 33. El problema también era el regreso de los enfermos psi-
quiátricos enviados desde los departamentos a su lugar de residencia. El 19 de febrero de
1896, la Comisión de Caridad se refirió a «los numerosos enfermos y dementes que, de
los Departamentos de Campaña [de donde] son remitidos para su asistencia a las Casas de
Caridad, se encuentran, las más de las veces al ser dados de alta, faltos de recursos, extravia-
dos y sin familia en la Capital» (agn y cncbp, paquete 1890-1896, carpeta 452). El proble-
ma persistió hasta entrado el siglo XX. Véase: agn y cncbp, Libro de actas, del 10 de enero
de 1902 al 5 de diciembre de 1910, fs. 2-13.

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reorganizar la remisión de enfermos psiquiátricos al manicomio.100 Los inconve-
nientes que presentaba esta práctica, en especial en el interior del país, eran la
ausencia de médicos de policía o el traslado de un supuesto enfermo psiquiátrico
desde el medio rural del departamento hasta la ciudad capital. Los «alienados»
eran encerrados en las comisarías y podían permanecer varios días hasta que lle-
gara el médico de policía o hasta que tuviera tiempo de realizar una observación
durante, al menos, quince días. Mientras, convivían con delincuentes comunes
y, en ocasiones, quedaban sometidos a la actitud de los oficiales y guardias.101

Los intentos de formalización para la reclusión de alienados


El problema señalado por De Pena y Castro, y que no solucionaba la dispo-
sición promulgada en 1895, se debía a la ausencia de legislación específica sobre
la organización de los establecimientos para enfermos psiquiátricos. Corresponde
a Castro, en su tesis de grado, titulada Legislación sobre alienados,102 el primer
intento por sistematizar la normativa concerniente a los enfermos psiquiátricos.
Lo que el médico realizó en su trabajo fue una síntesis de varias de las ordenan-
zas que regían el relacionamiento del Estado con los enfermos psiquiátricos y
propuso nuevas disposiciones que, en su visión, brindarían mayores garantías a
médicos, pacientes y familiares.
Castro se desempeñaba como practicante del manicomio. En 1896, par-
tió de viaje de estudios a Francia, pero no finalizó la carrera en París, sino en
Uruguay en el año 1898. Según Castro, su intención era proteger a los enfermos,
pero también a los médicos, ya que «su competencia y hasta su honradez han
sido seriamente puestas en duda» y se pretendía avasallar el accionar profesional
a través de restricciones «con que se pretende rodear sus prerrogativas[, las cua-
les] serían tan perjudiciales a la dignidad y a la consideración del cuerpo médico
como a la curación de los enfermos y a la seguridad pública».103 El proyecto
colocó los establecimientos manicomiales de carácter público y privado bajo la
égida del Ministerio de Gobierno, que debía aprobar su existencia y controlar su
funcionamiento. Asimismo, eliminaba la intervención de las autoridades religio-
sas y ponía la dirección técnica y administrativa a cargo de un médico.104

100 mhn, o. cit., t. 1436, f. 207.


101 Véase: Mhn, o. cit., t. 1436, fs. 243, 244, y la ya citada edición de El Norte, 28 de octubre
de 1880, p. 3.
102 El texto fue editado en 1899 con el mismo título: Enrique Castro, Legislación sobre alie-
nados, Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1899. El mismo año, la revista de la Universidad,
Anales, publicó, en dos ediciones sucesivas, el trabajo completo: Anales de la Universidad,
año viii, t. x, Montevideo, 1899, tercera entrega, pp. 293-365 y cuarta entrega, pp. 417-
480. Optamos por utilizar el manuscrito por su riqueza en anotaciones y comentarios al
margen; además, no sufrió modificaciones de envergadura en relación con las versiones editas.
103 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 10, 11.
104 Ib., f. 492.

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Entre las disposiciones «con verdadera utilidad» que Castro pidió se pusie-
ran en práctica enseguida, se destacaban:
Los documentos de identificación del enfermo, un formulario para los cer-
tificados médicos en que se expresen los antecedentes y síntomas en que se
formula el diagnóstico, registros especiales, llevados con la forma que esta-
bleceremos, la comunicación de la admisión al Poder Judicial [realizada por la
autoridad sanitaria].105
Para Castro, «la necesidad de una Ley de Protección de alienados se impone
con toda la fuerza», porque permitía pensar al alienado «bajo un doble punto
de vista: 1.o en sí mismo, 2.o en relación con la sociedad». El paciente era consi-
derado «como enfermo y como hombre», «herido en su órgano más noble» que
había perdido «la preciosa facultad que lo coloca a la cabeza de la creación,
haciéndose incapaz de cuidarse a sí mismo». También permitía pensar en la
sociedad, ya que el hombre también constituía «un ser no solo extra social, sino
antisocial y por lo tanto peligroso».106 Era imprescindible una normativa clara
que les permitiera a las autoridades contar con herramientas legales para, por
ejemplo, internar a un enfermo.
El artículo 18 del proyecto de Castro establecía que «no podrá recibirse
ningún enfermo en un establecimiento público-privado destinado al tratamiento
de las enfermedades mentales» sin una solicitud de admisión cursada al director
médico del manicomio, toda la información personal del paciente y «un informe
[médico] sobre el estado mental de la persona cuya admisión se solicita». Esa so-
licitud «debe ser firmada por el que la hace y certificada por el Juez o Jueces de
Paz de la Sección o Secciones a que pertenecen el peticionario y el enfermo».107
El jefe político y de policía de cualquier departamento podía ordenar «de ofi-
cio la colocación en un establecimiento de alienados de toda persona, interdic-
ta o no, cuyo estado de locura» atentara contra «la seguridad, la decencia o la
tranquilidad pública o su propia seguridad», pero solo se podía admitir con un
«certificado de un Médico de Policía».108 El proyecto también atacó el problema
del secuestro (casos de pacientes cuyos familiares se oponían a la internación)
al autorizar, en el artículo 8, el tratamiento de un alienado en domicilio privado
siempre que se hiciera una declaración e informes médicos periódicos.
En el comentario al texto de Castro publicado en la Revista Médica del
Uruguay y firmado por el «Dr. A. L.», se señalaron algunas de las «deficien-
cias penosas [que] pueden dar lugar a que se retenga por varios meses en el
Manicomio a un hombre sano» y se consideró como un adelanto la propuesta
realizada por el joven psiquiatra. Sin embargo, el comentarista, partidario de una
legislación para los alienados, puso en duda la viabilidad del proyecto de Castro,
no por la falta de talento o voluntad del especialista, sino por la coyuntura de «un

105 Ib., fs. 16, 17.


106 Ib., fs. 121, 122. Destacado en el original.
107 Ib., fs. 509-512.
108 Ib., fs. 528, 529.

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país donde la estabilidad política anda todavía buscando los puntos de apoyo»,
por lo que «trabajos de la índole del que apuntamos necesitan mucha atención
de parte de los que leen para que merezca alguna de parte de los que mandan».109
Finalmente, el proyecto de Castro no se concretó, pero sirvió como base para
disposiciones futuras.110 Al mismo tiempo, demuestra que la discusión sobre la
situación legal de los enfermos psiquiátricos en el ámbito local estaba en sintonía
con los debates médicos internacionales, tal como se puede apreciar al realizar
un análisis de la revista Annales Médico-Psychologiques que llegaba por suscrip-
ción a la biblioteca médica del manicomio.
En 1905, el ingreso al manicomio dependía de una autorización judicial, en
cumplimiento con el artículo 400 del Código Civil, acompañada del certificado
de dos facultativos. Esto no evitó, según informe de la propia comisión, conflic-
tos entre los jueces de origen y los de la capital que iniciaban nuevos expedientes
desautorizando al magistrado actuante en el inicio de la causa. En las remisio-
nes por parte de las jefaturas de policía, de las otras casas dependientes de la
Comisión Nacional de Beneficencia, del Consejo Penitenciario o de los jefes
militares en caso de soldados, era suficiente la pericia efectuada por el médico
de esas corporaciones.
Pese a las pretensiones científicas y modernizadoras, entre la población,
el manicomio era visto como un lugar de reclusión, más allá de la patología
psiquiátrica que presentaba la persona que era confinada en la institución. En
enero de 1905, Carmelo Gaitan pidió que Antonio González fuera internado
en el establecimiento, quien trabajaba en su casa como sirviente, porque «tiene
alienadas sus facultades mentales», lo que «constituye un serio peligro para él y
su familia».111 Más allá de la enfermedad que, como el informe médico certifica,
mostraba González, lo interesante es que en la solicitud de remisión impera la
necesidad de alejar al alienado de la sociedad, lo que también da cuenta de que,
para parte de la población, el manicomio seguía siendo un espacio de reclusión
y no de tratamiento médico. Todavía en 1914, Santín Carlos Rossi decía que la
población «considera el asilo como una prisión».112
En ocasiones, señalaba la propia comisión, los diversos trámites generaban
engorrosas situaciones. Pongamos por caso: «Mientras que se da cuenta de la ad-
misión del incapaz en el Manicomio, se procede por el Juzgado con intervención

109 Revista Médica del Uruguay, vol. i, Montevideo, 1898, pp. 132-133. Castro falleció en
agosto de 1901, hecho que, probablemente, limitó el impulso del proyecto.
110 En 1914, Santín Carlos Rossi presentó un proyecto sobre alienados para el que se basó en
la propuesta de Castro (el texto íntegro se encuentra en: Rossi, o. cit.). El problema siguió
existiendo incluso entrado el siglo XX. La primera ley de psicópatas aprobada en el país data
de 1936.
111 Archivo General de la Nación, Sección Judicial, Juzgado Civil del 4.o Turno, González,
Antonio, incapacidad. En adelante, se citará como agn-sj. En algunos casos, será posible
citar con el folio correspondiente, aunque en la mayor parte de la documentación el estado
de deterioro avanzado impidió la tarea.
112 Santín Carlos Rossi, o. cit., p. 93.

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fiscal al nombramiento de curadores» de forma paralela al examen del enfermo,
quien podía no ser internado en el manicomio, de modo que, al presentarse el
juez o el curador nombrado, «en muchos casos, los enfermos [ya] han salido de
él, sea porque los han retirado sus familias, sea por haberse mejorado, desde
que algunos, especialmente los que son víctimas del alcoholismo, ingresan por
perturbaciones mentales transitorias».113 Y, pese a los esfuerzos, la combinación
de trámites con prácticas policiales de larga data podía provocar situaciones
desagradables para las personas remitidas. Por ejemplo, I. C., de 22 años, fue
remitida al manicomio por la policía el 22 de junio de 1906 por haber sido
«encontrada en la calle en ropas menores» (¿una prostituta tal vez?). Aunque
el diagnóstico médico ordenó el alta «por no presentar signos de enajenación
mental», permaneció en el establecimiento hasta el 30 de julio de ese año, ya que
debió esperar el cumplimiento del trámite judicial y la observación médica.114
Entre las «faltas contra la moral y las buenas costumbres» que la policía
debía perseguir se encontraban los casos de personas que «ofendiese[n] públi-
camente el pudor con palabras o ademanes obscenos».115 Este argumento del
atentado a las buenas costumbres fue muy utilizado por los policías de la época
para detener a personas supuestamente por «locos» que cometían escándalo
público. Y si bien Santín Carlos Rossi diría que «las fronteras de la locura
son lo bastante inciertas para permitir un mandato o consejo de observación
en casos sospechados, aunque un estudio posterior establezca la normalidad
psíquica del internado»,116 podríamos pensar que, en muchos casos, la deten-
ción y el ingreso al manicomio podía estar motivados por los prejuicios de los
policías a la hora de determinar si una persona estaba cometiendo un atentado
contra la moral y las costumbres.
En 1904, la Revista de Policía, publicación oficiosa del cuerpo, amonestó a
«algunos señores comisarios» que «siguen un procedimiento erróneo al intervenir
en la remisión de alienados, recargándose con una obligación que no les incumbe
y molestando también inútilmente a otros empleados». Según la publicación, «es
la Policía la que remite la casi totalidad de los locos», pero lo hacía de forma
errónea, ya que los oficiales solo podían y debían intervenir «en los casos que los
alienados produzcan escándalo en calles o sitios públicos, o cuando siendo al
parecer furiosos, su locura hiciera temer con fundamento que pudiera ser causa
de alguna desgracia». Pero los policías no lo entendían así, lo mismo que la po-
blación que, «con su tendencia a abusar de los servicios públicos tan difundidos
entre nosotros, acuden a la comisaría más próxima para evitarse molestias».117
113 Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública. Sus establecimientos y servicios,
Montevideo, Comisión Nacional de Caridad, 1905, p. 33.
114 Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, f. 358.
115 Departamento de Policía de la Capital, Prontuario consultivo policial. Administración del
coronel Juan Bernassa y Jerez, vol. I, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1904, p. 103.
116 Santín Carlos Rossi, o. cit., p. 78.
117 «La policía y la remisión de alienados», en Revista de Policía, año i, n.o 3, 15 de enero de
1904, p. 1.

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La propia comisión pidió modificar el sistema legal por un tratamiento «razo-
nable y científico» y una ley de alienados, para evitar problemas entre todas las
instituciones partícipes en el ingreso (o no) de un enfermo psiquiátrico en el
manicomio.118
Otro problema acuciante era la dificultad que generaba la no intervención
del Estado en las situaciones en las que la familia se negaba a la internación
del enfermo o no comunicaba a las autoridades la patología de un pariente. Sin
embargo, decía Rossi, «nuestra rudimentaria legislación sobre alienados no ins-
tituye nada al respecto» y reclamó al Estado potestades para obrar en los casos
en los que la familia se oponía a la internación para «responder a una exigencia
real de la sociedad», «la que coloque bajo la salvaguardia de la ciencia seres que
no pueden ser impunemente abandonados».119 En su afán por expandir su radio
de acción a toda la sociedad, los médicos, en colaboración con los abogados,
insistieron en la configuración del delito de secuestro para los casos en que la
familia no declaraba la inasistencia de un paciente. Esta posición se exacerbó,
como puede verse al consultar las fuentes, cuando esa situación tenía lugar en los
sectores populares o en el medio rural.120
El retiro de los pacientes del hospital —algo que no estaba previsto por
ley y se debía atener, si la familia quería, a la prescripción médica— generó
numerosos inconvenientes entre las autoridades y los médicos o entre estas y
las familias. Según los médicos, el alienado podía ser retirado del manicomio de
tres maneras: «en el curso de la asistencia», aunque el médico no lo aconsejara,
ya que nada impedía a una familia reclamar a un pariente (y, muchas veces,
contaban con el respaldo de un juez o de un abogado que alegaban el respeto a
la libertad individual); con autorización médica, por considerar que el enfermo
mostraba un tipo de «cronicidad inofensiva», o durante la «convalecencia». La
ausencia de una disposición clara permitía que «se retire un alienado de nuestro
manicomio contra la opinión del médico. Tal autorización va contra el interés
del enfermo y contra la sociedad».121 Rossi puso como ejemplo de «una señora,
madre de familia radicada en el Cerro de Montevideo, [que] […] fue retirada
hace un par de años del Hospital Vilardebó, en pleno acceso de melancolía» y
contra la opinión del facultativo. A pocas semanas de la liberación, la policía
impidió que la mujer ahogara en la playa a sus dos hijos.122 En otros casos, los
médicos pudieron hacer valer su opinión e impedir la salida del paciente pese
a la insistencia familiar. Tal fue el caso de la enferma María Carmen Castro, a
quien se le negó el alta a pesar de la insistencia de su esposo Francisco Santullo
Rodríguez en febrero de 1900. Un dato significativo de la negativa es que,
además «[d]el estado de la enferma [que] no permite su salida», se agregó que

118 Comisión Nacional de Caridad…, o. cit., p. 35.


119 Santín Carlos Rossi, o. cit., p. 27.
120 Ib., pp. 16-17. Volveremos sobre el punto al referirnos a los juicios por incapacidad.
121 Ib., p. 102.
122 Ib., pp. 102-103.

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«el esposo realmente no cuenta con los medios necesarios para prestarle la de-
bida asistencia».123 Ambas razones, pero sobre todo la situación económica de
Santullo, seguramente se convirtieron en un argumento de peso para que el juez
competente negara la liberación.
De todos modos, no debemos pensar la carencia de codificación o nor-
mativa como una ausencia de prácticas judiciales, sino que, por el contrario, el
Estado se valió de los escasos mecanismos con los que contaba. Esas carencias
habrían permitido que se fuera delineando un campo profesional en torno a los
enfermos psiquiátricos y que incluyó, en palabras de Santín Carlos Rossi, a «dos
entidades científicas» que «determinan la situación del alienado en la sociedad
contemporánea: el médico y el abogado».124 En esa dirección, los jueces, a través
de sus fallos, intentaron cubrir la falta de legislación específica y resolver los
conflictos mediante la intervención estatal. De esta forma, el campo de la psi-
quiatría se legitimó en torno a los profesionales de la medicina y del derecho que
formaron un espacio médico-legal para proteger al enfermo, al que consideraban
un desvalido. Claro está que ello no evitó que los enfermos psiquiátricos pade-
cieran todo tipo de abusos dentro y fuera del manicomio.

Del Manicomio Nacional al Hospital Vilardebó:


medicina y secularización
En 1882, La Gaceta de Medicina y Farmacia reclamó mayor presencia
de médicos en el manicomio e insistió en que «mientras los hospitales no estén
dirigidos por médicos en todos los ramos de la administración, no podrá haber
jamás un buen servicio administrativo e higiénico», porque ellos eran «los únicos
llamados a guiar la marcha regular de esos establecimientos» en «armonía con las
necesidades y el adelanto diario de las ciencias médicas».125
Incluso, eran varios los políticos que, guardando las formas, destacaban el rol
de lo religioso y caritativo, pero comenzaban a dar mucha relevancia a la presencia
de los médicos y a las consecuencias de su actuación. Una síntesis conciliadora se
encuentra en el discurso pronunciado por el ministro de Gobierno Julio Herrera
y Obes en 1888 durante la celebración de los cien años del Hospital de Caridad.
En su alocución, destacó que en los asilos públicos —«refugios abiertos a toda
hora y en todo tiempo al dolor y a la miseria»—, «la Medicina tiene como el
astrónomo sus grandes observatorios para buscar en la oscuridad de las enferme-
dades remedio y alivio para las dolencias del cuerpo», pero, al mismo tiempo, «la
religión su culto para derramar sobre las heridas del alma el bálsamo dulcísimo de
la resignación y de la fe». Podríamos pensar que, pese a ese intento por relacionar
los dos polos que comenzaban a marcarse y enfrentarse, los médicos no estaban

123 agn y cncbp, o. cit., del 5 de enero de 1900 al 26 de junio de 1901, f. 14.
124 Santín Carlos Rossi, o. cit., p. 3.
125 La Gaceta de Medicina y Farmacia, año i, n.o 4, Montevideo, 1882, p. 143.

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de acuerdo con la idea de «resignación», sino que, por el contrario, comenzaban
a mostrar una legítima intención de curar a los enfermos, asentada en una visión
científica de su tarea alejada de la «suntuosidad de la filantropía tradicional de
nuestro pueblo, filantropía que heredó con sus demás virtudes características, de
la magnánima raza a que pertenecemos».126
El proceso por el cual lo religioso comenzó a perder potestades en la vida
pública del Uruguay fue paulatino: tuvo inicio a fines de la década del setenta
del siglo XIX y se intensificó en la del ochenta y duró hasta la segunda década
del siglo XX.127 Algunas decisiones de la época fueron moldeando las nuevas
características de los establecimientos hospitalarios y de la vida sanitaria del país.
El 31 de mayo de 1878, el gobernador provisorio, coronel Lorenzo Latorre,
cesó en sus funciones a la Sociedad de Beneficencia Pública de Señoras como
primer paso para una nueva «organización que tiene proyectada en beneficio de
los Establecimientos de Caridad».128 La medida quedó sin efecto luego de la
renuncia del gobernador, pero el proceso por el cual los hombres y las mujeres
vinculados al catolicismo y una importante actuación en la comisión perdieron
influencia ya se había tornado incontenible, aunque no fue abrupto.
Otro paso fue el decreto promulgado por el Ministerio de Gobierno el 31
de diciembre de 1886 por el cual cesó la intervención de la Junta Económico
Administrativa de Montevideo en los hospitales y casas de beneficencia, que pa-
saban a ser dependencias nacionales regidas por las disposiciones del Ministerio
de Gobierno. De este modo, el Estado intervenía en pleno y convertía la comisión
en un ente nacional y no solo en una institución municipal. El segundo artículo
del decreto estableció que pasaría a manos del ministerio «la superintendencia
del Hospital de Caridad, casas de Beneficencia y Administración de Lotería y
Administración de las Rentas adscritas a esos ramos».129 Podríamos pensar que el
penoso estado del fisco fue un motivo para generar una decisión de este estilo, ya
que el propio Estado suplía de forma mensual las deudas generadas por los hos-
picios y asilos públicos. La comisión se negaba a la intervención del Estado en sus
decisiones, pero dependía de las instituciones estatales para subsistir. Seguramente,
la intención de los gobernantes fue poner un freno a esa situación. Sin embargo,
como señalamos, el proceso fue paulatino y la Comisión de Caridad no desapare-
ció, sino que siguió en funciones y se integró con hombres que venían actuando
en ese ámbito y con otros que se incorporaron como consecuencia de los cambios.

126 Hospital de Caridad de Montevideo. Reseña retrospectiva desde su fundación escrita con motivo
de celebrarse el primer centenario el día 17 de Junio de 1888, Montevideo, Establecimiento
Tipográfico La Nación, 1889, en agn, Colección de Folletos, n.o 116, p. 99.
127 Sostienen Caetano y Geymonat que el debate entre Iglesia católica y Estado fue uno de los
más radicales del proceso modernizador que transformó la sociedad uruguaya desde la se-
gunda mitad del siglo XIX (Caetano y Geymonat, o. cit., p. 45).
128 Colección Legislativa de la República Oriental del Uruguay, Montevideo, Imprenta Rural,
1878, pp. 100-101.
129 Colección Legislativa de la República Oriental del Uruguay, vol. x (segunda parte),
Montevideo, Manuel Alonso Criado, 1886, p. 324.

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Otra transformación importante que introdujo el decreto fue la que nombró al
ministro de Gobierno como presidente de la Comisión de Caridad y la que su-
jetó los movimientos económicos a la fiscalización de la Contaduría General del
Estado. La nueva comisión «estará bajo la inmediata dependencia del Ministerio
de Gobierno, al cual propondrá, para su nombramiento, los empleados que juzgue
necesarios», y duraría «tres años en el ejercicio de sus funciones, pudiendo ser ree-
lectos los ciudadanos que la formen».130
Deberíamos asignar cierto nivel de relevancia a las características y atri-
butos de la estatidad, que no pasó solo por la marginación de las instituciones
religiosas en tanto religiosas, sino en la voluntad de comenzar a controlar to-
das las instituciones públicas. Por eso, más que un mero reemplazo, en el caso
aquí estudiado (pero que podríamos extrapolar a otros ámbitos públicos), lo que
hubo fue también nuevos significados para viejas prácticas, como el apoyo a los
pobres y un clima de negociación política y tensión entre el Estado, sus agentes
y las viejas instituciones.
Una nueva ley del 20 de julio de 1889 estableció que la Comisión de
Caridad y Beneficencia Pública tendría carácter nacional y debería rendir
«cuentas trimestralmente al P. E. de la inversión de los fondos y rentas cuya
administración se le confía». A esta comisión le incumbiría la administración
de la Lotería de la Caridad y de los demás bienes y rentas destinados al sostén
de los establecimientos.131 Podríamos considerar esta disposición como parte
de una etapa que marcó el involucramiento del Estado en las políticas sanita-
rias a través de su voluntad por apropiar todos los servicios. Un Estado mínimo
y con grandes carencias económicas, pero dispuesto a batallar para evitar la su-
perposición administrativa y, muchos así lo entendieron, restar injerencia a la
Iglesia católica. El 15 de setiembre de 1890, la comisión y la Institución de las
Hijas de María del Huerto firmaron un convenio por el cual se les daba a dichas
hermanas la dirección del Hospital de Caridad, del Manicomio Nacional, del
Asilo de Huérfanos y Expósitos y de los Asilos Maternales.132 Probablemente,
la decisión se debió a que, si bien la nueva comisión creada por la ley de 1889
marcaba un punto de ruptura, sus integrantes seguían siendo católicos de larga
actuación, como el rico hacendado Juan D. Jackson —quien, en 1885, había
cerrado el Asilo Maternal costeado por su familia antes de permitir que fue-
ra inspeccionado de forma mensual por el Estado—, Juan Ramón Gómez,
Urbano Chucarro, Luis Piñeyro del Campo, entre otros. Los dos primeros
presidieron la comisión hasta 1897 cuando fueron sustituidos por el médico
Mariano Ferreira, quien fue reemplazado, entre 1899 y 1905, por el médico
católico Luis Piñeyro del Campo.

130 Ib., p. 325


131 «Establecimientos Nacionales. Se declaran los de Caridad y Beneficencia de Montevideo»,
en Colección Legislativa de la República Oriental del Uruguay, vol. xii, Montevideo, Editor
Pedro Ortiz, 1889, pp. 191-192.
132 agn y cncbp, paquete 1890-1896, carpeta 284.

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El 31 de octubre de 1895, se formó un nuevo Consejo Nacional de Higiene
—dependiente del Ministerio de Gobierno— que reemplazó a la Junta de
Sanidad y al Consejo de Higiene Pública. La nueva institución se encargaría
de «la administración sanitaria, marítima y terrestre de la República, y será la
autoridad superior de higiene pública». Entre sus 16 integrantes, se encontra-
ban el presidente de la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública,
el profesor titular de Medicina Legal de la Facultad de Medicina, el presidente
de la Junta Económico Administrativa de la capital y el profesor de Derecho
Administrativo de la Universidad. La normativa disponía que, en cada departa-
mento de la república, se estableciera un Consejo Departamental de Higiene,
con excepción del de la capital, cuyas atribuciones quedaron a cargo del Consejo
Nacional. Sin embargo, el artículo 20 aclaraba:
No se entenderán las disposiciones de esta ley como derogatorias o limitativas
de las atribuciones que actualmente ejercen las Juntas E. Administrativas en
materia de salubridad y limpieza y la Comisión Nacional de Caridad en mate-
ria de asistencia pública.133
El 18 de agosto de 1898, se creó, a iniciativa del Poder Ejecutivo, el Tesoro
de la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública, que sustituía la caritas por
una nueva forma de contar con fondos propios. Ese tesoro constituyó, a la pos-
tre, la base financiera de la asistencia pública, además de los ingresos por los pre-
supuestos anuales. La caridad como un impuesto al que podríamos considerar
moral para el hombre patricio, católico y decimonónico se convirtió, a fines del
siglo XIX y entrando el siglo XX, en una obligación impositiva para el hombre
laico, burgués —y, por ende, defensor de la racionalidad económica—, ahorra-
tivo y defensor de un contrato de obligaciones y derechos con el Estado.
Al mismo tiempo, diversas disposiciones gravaron algunos artículos de con-
sumo y el abasto de carne o cobraron patentes adicionales a las compañías de
extranjeros, y se usó lo recaudado para financiar el mantenimiento de las casas
dependientes de la Comisión de Caridad. Según los datos elaborados por Luis
Eduardo Morás, ese auge impositivo provocó el descenso del financiamiento ca-
ritativo, que pasó de ser el 69,4% del presupuesto total de la comisión en 1891
al 41,2% en 1912 cuando la Ley de Asistencia Pública ya estaba vigente.134 Sin
embargo, importa señalar que más del 40 % del presupuesto dependía aún de
donaciones y de beneficencia (aunque no se las llamara así), lo que reafirma una
vez más nuestra idea del proceso de sustitución paulatino de la caridad por una
mayor presencia estatal. Incluso, ayuda a cuestionar si el reemplazo fue total o se
trató simplemente de la aplicación de viejas prácticas con un nuevo sesgo ideo-
lógico y político. Por eso, discrepamos con el historiador inglés Henry Finch,
quien no advierte las transformaciones políticas e ideológicas que implicó el
batllismo cuando sostiene: «Batlle hizo poco más que aceptar un sistema fiscal
133 «Consejo Nacional de Higiene. Se crea», en Retrospecto…, o. cit., pp. 378-386.
134 Cifras tomadas de: Luis Eduardo Morás, De la tierra purpúrea al laboratorio social,
Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2000, p. 20.

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preexistente, darle una racionalidad que no poseía originalmente y que tampoco
marchó bien después de sus modificaciones».135 Como lo demostró José Rilla,
el enfrentamiento de los estancieros con el batllismo no fue precisamente por la
carga impositiva sobre las tierras o por el aumento fiscal sobre las exportaciones,
que casi no crecieron, sino que se debió a la oposición a políticas sociales que
beneficiaran a sectores más vastos de la población, así como a una prédica polí-
tica que entendieron «radicalizada».136 Las reformas fiscales del batllismo —que
habían comenzado en 1898 con el gobierno de Cuestas y quizás antes— «no
alcanzaron a afectar la arquitectura financiera, pero en cambio sí bastaron para
remover las ideas admitidas, para contribuir al alineamiento de diversos sectores
políticos», lo que permitió replantear el problema acerca del rol del Estado.137
El debate de la fiscalidad se imbricó con una reconceptualización sobre la
función del Estado, el cual abandonó el abstencionismo, característico del libe-
ralismo decimonónico, por una visión que, con el batllismo, concibió al Estado
como un instrumento de conciliación. No obstante, consideramos pertinentes
las puntualizaciones sobre el rol no interventor del Estado que realizaron los
historiadores José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, puesto que sostenían que,
en algunos planos, el Estado tuvo una participación muy fuerte (leyes fiscales y
de protección aduanera, creación de un banco nacional, colonización de tierras
fiscales, puertos, ferrocarriles, carreteras, primeras discusiones con la Iglesia en
la década del setenta del siglo XIX, etcétera), lo que cuestiona la idea de un libe-
ralismo ortodoxo.138 A ello, podríamos agregar que, probablemente, al igual que
en todo el continente, el naciente Estado uruguayo se debatió entre la inestabili-
dad política y las arcas fiscales disminuidas, que le impidieron hacerse cargo de
todas las funciones para asistir a la población.
Pese a ello, las nuevas potestades y la injerencia estatal no pusieron fin al
enfrentamiento entre la Comisión de Caridad y la Facultad de Medicina. En
1890, el rector de la Universidad, Alfredo Vázquez Acevedo, seguía conside-
rando como un «gran desiderátum» la «imposibilidad de formar buenos y ex-
pertos médicos, sin una práctica constante, amplia y variada en los Hospitales»,
debido a que la Comisión de Caridad «entiende —continuaba Vázquez— que
no debe acordar a la Universidad toda la amplitud que requiere el servicio clí-
nico, restringiendo las concesiones a los más estrechos límites». En el caso del
manicomio, sostenía que la asistencia de estudiantes «se encuentra sometida a
una multitud de trabas injustificadas». Otros documentos de la época dan cuenta

135 Henry Finch, La economía política del Uruguay contemporáneo 1870-2000, 2.a ed. (corre-
gida y aumentada), Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2005, p. 90.
136 José Rilla, La mala cara del reformismo. Impuestos, Estado y política en el Uruguay.
1903-1916, Montevideo, Arca, 1992.
137 Ib., p. 277.
138 José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Batlle, los estancieros y el Imperio Británico, vol. iii,
Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1982, pp. 18-20. También véase: Ana Frega e
Yvette Trochon, «Los fundamentos del Estado empresario (1903-1933)», en Cuadernos del
Claeh, n.os 58-59, Montevideo, 1991.

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de que las gestiones ante la comisión eran continuas, tal como se puede ver en
las memorias del rectorado o de los sucesivos decanatos.139 Esta discusión y la
resistencia de la comisión se mantuvieron hasta el siglo XX, cuando enseñanza y
asistencia, como veremos, pasaron a ser deberes del Estado.
En el manicomio, desde la segunda mitad de la década del ochenta del
siglo XIX —y en forma paralela a la consolidación de otros espacios de represión
y control social—, las religiosas (y, por ende, los religiosos) fueron desplazadas
de la conducción y administración de la casa de salud a favor de una adminis-
tración científica y, sobre todo, laica. El cambio no fue solo administrativo, sino
que los médicos impusieron su voluntad de sustituir el cuidado del paciente
por el tratamiento. Los médicos abandonaron su subordinación a los religiosos;
incluso, se sublevaron y consolidaron su presencia, y, como en toda lucha de
posiciones, la presencia garantizó su poder.
La posición médica se acompañó con una construcción jurídica en rela-
ción con la cuestión de la beneficencia pública y la caridad, tal como queda
de manifiesto en un texto de Carlos María de Pena, especialista en derecho
administrativo, editado en 1893. En el texto, el jurista defendió el crecimiento
estatal al señalar la coexistencia de dos doctrinas opuestas sobre los fines del
Estado. Según el abogado, en el Uruguay, convivían dos posiciones divergentes
en cuanto a la «creación y funcionamiento de las instituciones de beneficencia»:
una que «limita la intervención del Estado a la protección general del Derecho y
deja librada a la actividad social o a la iniciativa individual la fundación y soste-
nimiento de los instintos benéficos», y otra que
Proclama la necesidad de que el Estado, para responder a fines de protección y
tutela, de policía, bienestar y comodidad social, complemente, estimule y fun-
de el [sic] mismo casas de servicio que no tienen más objeto que el tratamiento
y alivio de desvalidos, la protección de desamparados, el asilo de inválidos, el
cuidado de ciegos y [la] asistencia de pobres.
La primera doctrina era, siguiendo esta visión, «indiferente a las desigual-
dades sociales y sus naturales consecuencias». Por el contrario, la segunda con-
sideraba que «la vida jurídica» era de plena incumbencia del Estado, a través de
resoluciones que «ennoblecen y dignifican a la especie, a la vez que concurren a
su conservación y a su perfeccionamiento físico y moral».140 Sin desconocer «los
nobilísimos servicios de las Hermanas de Caridad, a veces irremplazables», De
Pena pedía modificar el sistema a favor «de los principios de administración y del
buen régimen de los establecimientos de Beneficencia», que debían reducir la in-
jerencia de cofradías y hermandades y potenciar «la misión del Estado al fundar
y sostener los establecimientos de beneficencia con fines laicos, humanitarios,
sociales, no con fines religiosos».141

139 Citado en: El libro del Centenario del Uruguay, Montevideo, Capurro y Cía., 1930, p. 498.
140 De Pena, o. cit., p. 6.
141 Ib., pp. 20-21.

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La contienda que enfrentó a religiosos y sus seguidores contra anticleri-
cales, laicos o directamente contra quienes se oponían al poder político de la
Iglesia católica (al menos en ese plano, las ideologías importaron poco, pues
en algunas áreas el «progreso» invitó al consenso) implicó la disputa por el re-
emplazo de la caridad privada y la beneficencia pública por la incorporación
al Estado de los servicios de salud, que hasta entonces habían sido gobernados
por comisiones de caridad. Del mismo modo, la piedad religiosa se sustitu-
yó por conceptos de tratamiento y de reorganización llamados científicos. Por
ejemplo, el proceso de sustitución de las hermanas de caridad llevó a la necesi-
dad de formar personal calificado (nurses, enfermeras y enfermeros) de manera
sistemática y a través de una institución pública. Las dificultades en torno a la
formación del personal de apoyo médico y de cuidado de los enfermos llevaron
a que las religiosas se mantuvieran incluso luego de su expulsión. La escuela de
enfermeros entró en funcionamiento en febrero de 1905 en el pabellón Germán
Segura del Hospital de Caridad.
En 1903, algunos integrantes de la Comisión de Caridad presentaron un
primer proyecto por el cual se rompían los contratos vigentes con las comuni-
dades de María del Huerto y de San Vicente. El argumento era que el Estado
debía asumir sus potestades y modificar el funcionamiento interno de los es-
tablecimientos sin esperar el dictamen de las hermanas, tal como establecía
el convenio firmado en 1890. Al mismo tiempo, se opusieron a que el fisco
mantuviera capillas, oratorios y demás establecimientos religiosos dentro de
los hospitales y asilos.142

142 Kruse, o. cit., pp. 240-241.

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La creación de la Asistencia Pública Nacional
Los actores y agentes involucrados en el sistema se arrogaron la potestad de
establecer las nuevas reglas de funcionamiento. La asistencia pública fue el nue-
vo concepto con el que el Estado y los políticos oficialistas comenzaron a tratar a
los sectores sociales más desprotegidos (enfermos pobres, niños expósitos, vejez
abandonada), un tipo de asistencia social que no se remitió en forma exclusiva al
ámbito de la salud, sino que lo excedió (y esa sería la tónica durante la primera
mitad del siglo XX).
El inicio del proceso marcó un segundo momento en la modernización es-
tatal que había comenzado en la década del ochenta del siglo XIX. Con los
establecimientos creados por las instituciones religiosas como punto de partida,
el Estado laicizó y reorganizó la atención sanitaria pública. Al mismo tiempo,
tuvo lugar un proceso de imbricación entre la actividad médica y la política, ya
que varios de los médicos que comenzaron a regir los destinos de la asistencia
sanitaria del país iniciaron sus carreras políticas (tal es el caso de José Scosería
o de Santín Carlos Rossi, entre otros). Esa situación estuvo a tono con varias
transformaciones en todos los ámbitos de la vida pública, en los cuales, y si
seguimos a Barrán y Nahum, una elite con «base económica sólida y duradera
en los puestos públicos» de «diferentes orígenes social y nacional que los de las
clases conservadoras» fue capaz de convertirse en una nueva «clase burocrática»
y en «el brazo político del Estado».143
La Universidad cumplió un papel importante como canal de reclutamien-
to de esos nuevos dirigentes que ingresaban a la vida política amparados en su
carrera profesional. En el caso argentino, Eduardo Zimmermann interpretó esta
situación como una forma de superar las diferencias políticas, ya que, más allá
de la ideología que pregonaban, los hombres del pasaje de siglo encontraron
acuerdos en la fundamentación científica de las propuestas de reforma social
o sanitaria elaboradas.144 Podríamos pensar que una situación similar se dio en
Uruguay, aunque las reacciones no fueron unívocas. Es decir, las transformacio-
nes en el elenco gobernante y en distintos espacios de la esfera pública fueron
interpretadas por algunos grupos (el alto comercio, los terratenientes, la Iglesia
católica) como parte de un ataque, consecuencia directa de la acción «jacobina»
(como se comenzó a llamar al batllismo). Sobre la propuesta de transformación
estatal opinó una pluralidad de voces a favor o en contra de los esfuerzos refor-
mistas que vivió el país en el pasaje de siglo.
La historiografía uruguaya ha insistido mucho en la posición anticlerical de
buena parte de la clase política de la época, dispuesta a romper cualquier vincu-
lación entre el Estado y la Iglesia. Si bien esa visión es absolutamente certera, es

143 José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Batlle, los estancieros y el Imperio Británico, vol. i,
Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1979, pp. 62-79.
144 Eduardo Zimmermann, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-
1916, Buenos Aires, Sudamericana-Universidad de San Andrés, 1995, pp. 59-60.

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imprescindible pensar que, en el caso de las instituciones sanitarias, también influ-
yó el relevo de poder que pasó de los religiosos a los médicos, muchos de los cuales
no eran anticlericales decididos, pero sí entendieron que la ciencia y la medicina
debían recaer en sus manos. En ese sentido, mostraron una posición celosa, de-
fensora de su condición y se negaron a cualquier injerencia externa y religiosa, así
como a la participación en la asistencia sanitaria pública o privada de personas que
no eran facultativas. Por tanto, en materia sanitaria, los deseos de secularización no
pasaron solo por una cuestión ideológica de rechazo a lo místico o religioso, sino
que también incidió sobre ellos el posicionamiento corporativo.
No obstante, deberíamos pensar que la secularización podría ser interpre-
tada por los reformistas no solo como un enfrentamiento al poder religioso,
sino como un tipo de modernización que permitiría frenar y, eventualmente,
controlar los cambios sociales que podían ser interpretados como peligrosos. No
hay que olvidar que la actuación de estos médicos tuvo lugar en un contexto de
transformaciones importantes, con el aumento del flujo migratorio transocéani-
co, el crecimiento de la planta urbana o la aparición de organizaciones sindicales,
que provocaron la preocupación de los sectores dirigentes. A su vez, las preo-
cupaciones por la reforma social y las transformaciones en el mundo jurídico
afectaron el proceso de secularización, no solo el mero rechazo a la injerencia
de la religión en todos los planos sociales y en la administración de instituciones
que debían ser públicas.
La designación, en 1905, del médico José Scosería como presidente de la
Comisión de Caridad y Beneficencia Pública fue interpretada por los sectores
católicos como «el resultado de una abierta campaña de intransigencia, de tiem-
po atrás llevada a cabo por ciertos elementos adversos al régimen actual de las
casas de caridad de nuestro país».145 Acompañarían a Scosería en la tarea varios
reconocidos anticlericales como Ramón Montero y Paullier, Alfredo Vidal y
Fuentes, Alfredo Navarro, Eugenio J. Lagarmilla, Guillermo West (jefe de po-
licía de Montevideo) y Manuel Quintela.
El diario El Día consideró el hecho como un «triunfo de la tendencia liberal
sobre la tendencia católica».146 En su edición, el católico El Bien, y en una clara ac-
titud clasista, sostuvo que la medida era una manifestación de división social y dis-
cordia «que fácilmente se encarna en las masas populares». Scosería era, según esta
visión, predicador de «un falso liberalismo» formado por la «intolerancia en ma-
teria religiosa».147 El mismo año entró en funciones un nuevo Consejo de Higiene
Pública presidido por el médico Gabriel Honoré y que tenía por vicepresidente al
psiquiatra Andrés Crovetto, férreo defensor de la secularización.148 También una

145 «Comisión Nacional de Caridad», El Bien. Órgano de la Unión Católica del Uruguay,
Montevideo, 5 de agosto de 1905, p. 1.
146 «La Comisión de Caridad. Ideas sanas e ideas absurdas», El Día, Montevideo, 5 de agosto de
1905, p. 1.
147 «Más anomalías», en El Bien, 6 de agosto de 1905, p. 1.
148 agn y Consejo de Higiene Pública, paquete 1904-1906, carpeta 397.

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Comisión Interina del Hospital de Caridad —integrada por los médicos Alfredo
Navarro, Manuel Quintela y Joaquín Canabal— que entre sus primeras medidas
estableció «la libertad religiosa» dentro del nosocomio.149
Poco antes de su sustitución, el hasta entonces presidente de la comisión,
Luis Piñeyro del Campo, elaboró una memoria retrospectiva que podríamos
considerar una defensa católica de la institución. En ella, enumeró algunas de las
«nobles y vastas tareas», desde 1852 a la fecha, que habían permitido cumplir
con los sectores más desvalidos de la sociedad.150 Consideró que la sucesión de
leyes que colocaron a la comisión en la órbita estatal habían roto «el espíritu de
cuerpo y de tradición, dos grandes elementos de recta administración», y puesto
«a merced de los intereses o de las doctrinas del momento la suerte de los esta-
blecimientos públicos de Caridad».151
Entre las medidas adoptadas por Scosería como nuevo presidente, se en-
cuentra la designación al frente de las instituciones hospitalarias de varios de
sus colegas de tendencia liberal, nuevo paso de la política pública que Barrán
llamó «medicalización de la sociedad».152 Otra disposición fue la «resolución por
la cual queda absolutamente prohibido obligar a los pacientes que allí se asisten
a confesarse», como «asimismo a los enfermeros y sirvientes concurrir a misa los
domingos y días festivos, debiendo ser todos estos actos absolutamente volun-
tarios» sin que «se ejerza presión alguna sobre enfermos y sirvientes», algo que,
según el diario católico que informaba, «no innova en absoluto, pues no es un
misterio para nadie que la misión de las beneméritas hermanas se ha concretado
en este particular a un mero consejo, jamás a una imposición».153
El 6 de julio de 1906, la Comisión Nacional de Caridad prohibió en las casas
bajo su dependencia «la ostentación de emblemas de ninguna religión positiva»,
con excepción «de los lugares destinados al culto y al alojamiento del personal
religioso». Esto afectaba directamente a las religiosas católicas que debieron retirar
los crucifijos de todas las salas hospitalarias.154 La polémica también se trasladó al
libro de visitas del establecimiento, tal como se puede ver en las consideraciones
realizadas por Emilia T. de Forteza el 24 de diciembre de 1906, quien conside-
ró a las hermanas de caridad mujeres «dignas de estimación y respeto», víctimas
de «almas innobles […] que ignoran los beneficios que estas queridas Hermanas
reportan a la humanidad doliente».155 El símbolo característico de la Comisión
de Caridad, heredado de la Cofradía de San José, formado por un corazón con
una cruz al frente y un ancla por debajo, se sustituyó por el escudo nacional.156

149 El Día, 16 de setiembre de 1905, p. 1.


150 Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública…, o. cit., p. 10.
151 Ib., p. 16.
152 Barrán, o. cit., vol. i, p. 114. También véase: Caetano y Geymonat, o. cit., pp. 87-98.
153 El Bien, 29 de agosto de 1905, p. 1.
154 El Siglo, Montevideo, 7 de julio de 1906, p. 4.
155 Hospital Vilardebó, Manicomio Nacional. Libro de visitantes, f. 61.
156 Los protestantes apoyaron la secularización impulsada desde el Estado porque defendie-
ron la libertad de cultos. Véase: Roger Geymonat, «Tercero en discordia. Protestantismo

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José Enrique Rodó publicó en La Razón un artículo para criticar la medida y
obtuvo una respuesta de Pedro Díaz, integrante del Centro Liberal.157
En 1908 (año en que se laicizó la enseñanza en los establecimientos asila-
res), se comenzó a discutir la reforma sanitaria. El diario oficialista El Día inició
una campaña sobre el proyectado sistema de asistencia, desde una posición en
sintonía con las nuevas autoridades de la Comisión de Caridad y de los médicos.
En una entrevista concedida a ese diario, Scosería sostuvo que «en materia de
asistencia pública estamos atrasados de 30 años por lo menos», consecuencia de
la «factura actual» de la Comisión de Caridad, «organismo arcaico, una máquina
vieja y pesada llena de inútiles y complicados engranajes que solo sirven para
entorpecer su marcha». Sin embargo, y de allí que planteamos que dentro de
un mismo campo político las reacciones no fueron unívocas, Scosería mostró
su molestia con el diario porque entendía que la campaña se basaba en «el más
absoluto descrédito a los establecimientos de caridad, recargando inútilmente
las tintas y exagerando sus deficiencias y defectos de organización».158
Bajo la administración del presidente Claudio Williman se creó, en 1908,
una comisión compuesta por médicos, legisladores y funcionarios, con el come-
tido especial de estudiar la reorganización de la asistencia pública en sus diversas
ramas y elaborar un plan de trabajo para cambiar el funcionamiento de todos
los establecimientos. El resultado del trabajo de ese grupo fue el proyecto de
Ley de Asistencia Pública, «cuyo rasgo dominante es el de haber quitado a esta
importantísima función pública el aspecto humillante de la caridad, para hacer
de ella, de acuerdo con las ideas modernas, un primordial deber del Estado».159
Los batllistas discutieron la posible reforma en función de la racionalidad
económica y de la existencia de múltiples e innecesarias comisiones auxiliares,
y combinaron la discusión con ataques hacia la Iglesia católica, a la que con-
sideraban como la principal responsable de una institucionalidad vetusta y de
un concepto de caridad perimido y funcional a la injusticia social. Según la
visión del diario oficialista, el concepto caritativo imperante no contemplaba las
«graves injusticias que provienen casi todas ellas de la causa de que emanan las
divisiones más profundas que existen en los hombres, de la desigual distribución

y secularización», en Gerardo Caetano et ál., El «Uruguay laico». Matrices y revisiones


(1859-1934), Montevideo, Taurus, 2013, pp. 116-117.
157 La polémica finalmente derivó en un libro de cada uno: Pedro Díaz, El crucifijo; su retiro
de las casas de beneficencia, Montevideo, Tipográfica Jiménez, 1906; José Enrique Rodó,
Liberalismo y jacobinismo, Montevideo, Librería La Anticuaria, 1906. Un estudio del epi-
sodio y sus resonancias se encuentra en: Pablo Da Silveira y Susana Monreal, Liberalismo
y jacobinismo en el Uruguay batllista. La polémica entre José E. Rodó y Pedro Díaz,
Montevideo, Taurus, 2003.
158 «Los establecimientos de Asistencia Pública y la Comisión Nacional de Caridad. Reportaje
al Dr. Scosería», en El Día, Montevideo, 15 de febrero de 1908.
159 Santín Carlos Rossi, «La Colonia de Alienados de Santa Lucía, por el doctor Santín C.
Rossi, director de la Colonia», en Primer Congreso Médico Nacional patrocinado por la
Sociedad de Medicina de Montevideo y celebrado en Montevideo del 9 al 16 de abril de 1916,
Montevideo, Imprenta El Siglo Ilustrado, 1916, p. 372.

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de las riquezas», por lo que la caridad debía dejar «de ser un principio de moral
cristiana en su fondo y en su forma, para convertirse en un principio de justicia
social». Era el Estado el garante de esa justicia y no la «gracia de Dios». Es pro-
bable que en la voluntad de los impulsores de la reforma también se encontrara
la intención de evitar que la Iglesia hiciera propaganda con los fondos públicos
que se destinaban a solventar la Comisión de Caridad.160
Este clima de confrontación fue el preludio de la aprobación de la Ley de
Asistencia Pública que provocó enconados debates en la prensa y en el Parlamento
en relación con la conveniencia o no de modificar el sistema imperante.
Diarios como El Día y El Tiempo o publicaciones socialistas y anarquistas
aludieron a la situación de los establecimientos hospitalarios, aunque la preo-
cupación central del espíritu reformista era la presencia religiosa. Sin embargo,
también podemos encontrar manifestaciones favorables a una reforma admi-
nistrativa que permitiera mejorar las condiciones de asistencia médica y el de-
sarrollo científico. Pero no había propuestas concretas de cómo solucionar el
hacinamiento y la mala atención, más allá del objetivo común, no menor, es
cierto, de que pasaran de forma total a manos del Estado.
En este clima de debate, el manicomio no permaneció indemne. El Tiempo
dedicó dos notas (de una serie sobre las «casas de caridad») donde denunció la
situación de los enfermos psiquiátricos:
Entre las personas no iniciadas en el estado actual de nuestra Asistencia Pública
es opinión muy generalizada la de suponer que el Manicomio Nacional es un
establecimiento modelo en su género y que quizá marca el jalón más avanzado
como asilo de alienados en la América del Sur. Por desgracia, esta creencia,
que a fuerza de ser equivocada parece ser ridícula, ha predominado durante
muchos años en el seno del gobierno y entre las personas dirigentes de nuestras
casas de caridad, a quienes no ha llegado nunca la verdadera situación en que
se encuentran los socorridos por la sociedad. […] El establecimiento del [barrio
del] Reducto puede considerarse tan dejado a la mano de Dios, por así decirlo,
como el Hospital de Caridad. El pie en que se encuentra hoy es no solo la ne-
gación más absoluta de la moderna psicoterapia, sino también cual la casa de
Maciel, la más absoluta negación de la higiene.
El artículo, probablemente escrito por un médico o con la guía de un espe-
cialista, reviste interés, puesto que su redactor considera que en el manicomio
se negaba «la moderna psicoterapia». El primer problema era la falta de espacio
y los salones comunes en lugar de pabellones, que impedían «el tratamiento de
las distintas clases de psicosis, que reclaman una clasificación rigurosa de en-
fermos y una separación absoluta entre los afectados de las diversas formas de
alienación».161 En la nota siguiente, el articulista insistió en la falta de espacio

160 «La asistencia pública. Pensando en su reorganización», en El Día, Montevideo, 26 de febre-


ro de 1908.
161 El Tiempo, Montevideo, 1 de marzo de 1908, p. 1.

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que provocaba, según sus cifras, que 1500 enfermos se alojaran «en dormitorios
que solo tiene capacidad para seiscientos asilados».
Hay que ver durante la noche los patios y corredores atestados de colchones
pelados, colocados directamente sobre el duro suelo, en los cuales hacen que
descansan amontonados la mayor parte de los enfermos, para quienes apenas
alcanza una frazada como único abrigo durante el invierno en aquella intem-
perie. Dentro de los dormitorios se colocan entre las camas filas de colchones
escalonados como las tejas en un tejado y donde las cabezas de los unos se ven
necesariamente descansando entre los pies de los otros. Para penetrar en estos
antros es preciso andar a saltos entre los lechos improvisados, corriendo el
riesgo de magullar un cráneo o dislocar un miembro.162
La vigilancia de todos los enfermos hombres estaba a cargo de 14 serenos,
lo que llevaba a la suspicaz pregunta sobre qué sucedería en caso de una movi-
lización o sublevación de los internos. «Hay que pensar qué significa el esfuerzo
de catorce hombres distribuidos en todo el manicomio para vigilar a novecien-
tos hombres desequilibrados». Y «hay que convenir en que si poca puede ser su
eficacia, no lo será mayor la que puedan ejercer en el servicio de mujeres una
hermana de caridad y dos o tres serenas». Las malas condiciones favorecían el
desarrollo de otro de los temores más extendidos de la época: la tuberculosis,
«que aquí, mejor que en el Hospital, halla un medio espléndido para su pro-
pagación por la desnutrición permanente de organismos, cuyo funcionamiento
está mal regulado por el sistema nervioso enfermo». Finalizaba la nota realizando
algunas consideraciones sobre el tratamiento y la vinculación entre psiquiatría y
medicina legal, que veremos más adelante, y reclamaba la construcción de una
«colonia de alienados» que «desahogaría el establecimiento de gran cantidad de
enfermos, haciéndolos útiles por sus aptitudes, ya que no pueden ser destinados
a los talleres existentes en la casa».163
La Cámara de Representantes comenzó a discutir el proyecto de Ley de
Asistencia Pública el 11 de junio de 1910. El proyecto aprobado, y promulga-
do el 7 de noviembre del mismo año, dispuso en su primer artículo que «toda
persona que carezca de recursos proporcionados a la asistencia o amparo que
requieran sus circunstancias tiene derecho a la asistencia gratuita por cuenta
del Estado con arreglo a la presente ley y su reglamentación». Esto compren-
día a los enfermos pobres, a los «alienados», los «ancianos inválidos y crónicos»,
«niños expósitos y huérfanos», «embarazadas y parturientas», y a la infancia en
general. Quedaban «bajo la dirección y administración de la Asistencia Pública
Nacional todos los establecimientos nacionales o municipales» que funcionarían
en la órbita del Ministerio del Interior (sustituto del Ministerio de Gobierno el
12 de marzo de 1907). De este modo, la Asistencia Pública Nacional sustituyó

162 El Tiempo, Montevideo, 3 de marzo de 1908, p. 1. Una nota muy similar, con pasajes casi
idénticos, publicó el diario montevideano La Tribuna Popular el 31 de mayo de 1910 (p. 2).
163 El Tiempo, Montevideo, 3 de marzo de 1908, p. 1.

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a la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública.164 El nuevo Consejo de la
Asistencia Pública quedó constituido por 21 miembros honorarios, designados
por el Poder Ejecutivo, que durarían seis años en sus funciones:
14 ciudadanos que reúnan las condiciones necesarias para ser electo senador,
dos profesores de clínica de la Facultad de Medicina, un miembro del Consejo
Nacional de Higiene, el director de Salubridad de la Capital y tres médicos de
los hospitales o asilos dependientes de la Asistencia Pública.165
La contabilidad de la comisión pasaba a manos de la Asistencia Pública,
«efectuándose los balances de todas las cajas y formándose estados demostrati-
vos con intervención de empleados que determinan los reglamentos vigentes de
contabilidad».166 El local de la comisión fue «ocupado por la Dirección General
de la Asistencia Pública».167
Con la aprobación de la Ley de Asistencia Pública Nacional quedó consa-
grado el derecho de asistencia, considerado el «más alto solidarismo científico».168
Para los redactores del proyecto de ley aprobado, la justicia social «no puede ser
patrimonio exclusivo, ni consecuencia de las enseñanzas de determinada reli-
gión», ni la caridad era una «obligación moral», sino «un deber estricto de la
sociedad» y del «Estado laico que lo reconoce y lo proclama inscribiéndolo en la
ley». En una visión que refutaba las teorías de Malthus, Spencer y Darwin y «la
llamada Escuela liberal en economía política»,169 sostuvieron que:
Las sociedades modernas están muy lejos, por su organización, de respetar y
favorecer la verdadera selección natural y no representan tampoco la encarna-
ción del principio de la proporcionalidad que debe existir entre méritos y re-
compensas, pues son muchos los que trabajan sin alcanzar una compensación
proporcionada a sus esfuerzos y viven en la miseria por las fallas e injusticias
de nuestra organización social.170
El derecho a la asistencia era «una reparación parcial y quizá tardía de esas
injusticias», una defensa del «derecho de vivir» y un auxilio «a aquellos que no
pueden por sí mismos proveer a las necesidades de su familia».171 De este modo,
derecho y limosna se contrapusieron y el primero sustituyó al segundo.
La nueva ley implicó un cambio conceptual, pero también de tipo material,
ya que el nuevo modelo de gestión debía encontrar recursos para subsistir y fi-
nanciar obras y servicios. El financiamiento dejó de depender de la contribución

164 Diario de sesiones de la H. Cámara de Representantes, Montevideo, El Siglo Ilustrado,


1911, p. 282.
165 La Asistencia Pública Nacional. Publicación oficial de la Dirección General, Montevideo,
Barreiro y Ramos, 1913, p. 8.
166 «Asistencia Pública Nacional. Decreto reglamentario [21 de noviembre de 1910]», en
Revista de los Hospitales, t. iv, n.o 3, Montevideo, abril de 1911, p. 166.
167 Ib., p. 167.
168 Diario de Sesiones…, o. cit., p. 21.
169 Ib., pp. 21-22.
170 Ib.
171 Ib.

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voluntaria (y sin tope) y el Estado buscó mecanismos colectivos y obligatorios
para presupuestar su accionar.
La Comisión redactora del Proyecto proclamó el derecho a la asistencia como
una compensación de las injusticias sociales y una consecuencia de la solidari-
dad que existe entre los hombres. Y sostuvo —siendo aceptada su doctrina—
que un derecho que así se inspira en un precepto de justicia social no puede
ser patrimonio exclusivo ni consecuencia de las enseñanzas de determinada
religión, pues la Caridad predicada por el Cristianismo es una caridad ejercida
a título de obligación moral, entregada a la voluntad del individuo, congrega-
ción o corporación que hace las donaciones, en tanto que el derecho a la asis-
tencia presupone un deber estricto de la sociedad, es obligación exigible, y ese
carácter de ser exigible —extraño a la doctrina del Evangelio— lo desvincula
de todo principio religioso y lo pone a cargo del Estado laico que lo reconoce
y lo proclama inscribiéndolo en la ley.172
Como señalamos, hasta la década del setenta del siglo XIX, el concepto
generalizado sostenía que la atención a las personas de escasos recursos y a los
enfermos era una cuestión de caritas que correspondía a intereses privados. Por
el contrario, los hombres públicos de la última década del siglo XIX y primera
del xx entendían que el problema era estatal. De hecho, es significativo que en
sus discursos o notas recurrieran poco a la idea de caridad: no nombrarla era una
forma de negarla. Este aspecto se relaciona, al mismo tiempo, con un elemento
que advirtió Eduardo Zimmermann sobre el fin del pensamiento jurídico clásico,
que se caracterizó por su defensa del individualismo, y el pasaje, en el cambio de
siglo, a una tendencia jurídica con preocupación por lo social que favoreció el
surgimiento de nuevas competencias estatales.173 Ese cambio conceptual facilitó
la discusión acerca de la viabilidad de un proyecto estatal sobre las atribuciones
y objetivos del Estado, en especial en aquellas políticas destinadas a los sectores
sociales más vulnerables.
Por decreto del Poder Ejecutivo del 13 de febrero de 1911, elaborado a
iniciativa del doctor José Scosería, el Manicomio Nacional pasó a denominarse
Hospital Vilardebó, «en recuerdo y como homenaje a las altas virtudes y rele-
vantes méritos del sabio y filántropo» —además de católico, podríamos agre-
gar— «doctor Teodoro Vilardebó», nombre que lleva actualmente.174 En mayo
de 1911, se presentó un reglamento para el hospital que debía ser aprobado
por la Dirección de la Asistencia Pública Nacional, el cual, según una nota de

172 La Asistencia Pública Nacional…, o. cit., pp. 21-22.


173 Eduardo Zimmerman, «“Un espíritu nuevo”: la cuestión social y el Derecho en la Argentina
(1890-1930)», en Revista de Indias, vol. LXXIII, n.o 257, 2013, p. 82.
174 «Asistencia Pública Nacional. Reglamentación sancionada por el H. Consejo de la Asistencia
Pública y aprobada por el Ejecutivo por decreto de 13 de febrero de 1911 establecimiento
de Asistencia de Montevideo. Su denominación y sus fines», en Revista de los Hospitales, t.
IV, n.o 3, Montevideo, abril de 1911, p. 170.

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prensa, imitaba el del Hospicio de las Mercedes y el del Hospital Nacional de
Alienados de Buenos Aires.175 Entre las disposiciones, se estableció que
Impera en todos los establecimientos la más completa libertad de conciencia y
de opiniones, estando absolutamente prohibido a todo empleado el pretender
ejercer presión en forma alguna sobre la voluntad de asilados, enfermos, en-
fermeros o sirvientes en cuanto se refiera a ideas religiosas o políticas o a actos
de conciencia, no pudiendo tampoco empleado alguno hacer diferencias en el
trato y cuidados por razón de esas mismas ideas.176
Según cifras aportadas por el historiador Juan Rial, ese año, el hospital
contaba con 1502 pacientes, pero la capacidad higiénica del establecimiento
era de 600 personas y faltaban 453 camas.177 En 1913, la sección masculina del
hospital contaba con 4 salas de observación, 32 cuartos y 28 salas dormitorio
con un total de 750 camas; por su parte, la sección femenina disponía de 3 salas
de observación, 12 cuartos y 34 salas dormitorio con 567 camas. El servicio
médico dependía de cinco profesionales, parte de la primera generación de psi-
quiatras uruguayos: Bernardo Etchepare, Eduardo Lamas, Rafael E. Rodríguez,
Abel Zamora y Camilo Payssé, y de cinco practicantes encargados de las guar-
dias nocturnas. También trabajaba un médico «de enfermedades intercurrentes»,
Gerardo Arrizabalaga. El servicio de Etchepare formaba parte de sus actividades
en la Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina. Aún se mantenían en fun-
ciones las 16 hermanas de caridad que se encontraban en el hospital antes de la
promulgación de la Ley de Asistencia Pública.

175 «En el Manicomio Nacional. Presentación de un nuevo reglamento», en El Día, Montevideo,


12 de mayo de 1911.
176 «Asistencia Pública Nacional. Reglamentación sancionada…», o. cit., p. 171.
177 Juan Rial, Estadísticas Históricas de Uruguay 1850-1930, Cuaderno N.o 40, Montevideo,
Centro de Informaciones y Estudios del Uruguay, 1980, p. 138.

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Cuadro 2. Cantidad de asistidos por año

Año Manicomio Total en obras de caridad


1880 399 6674
1881 448 6285
1882 717 6072
1883 740 6033
1884 807 5766
1885 770 6006
1886 744 5885
1887 801 5866
1888 881 6279
1889 898 8071
1890 1012 9454
1891 987 8552
1892 1045 8084
1893 1091 8037
1894 1152 8214
1895 1167 7752
1896 1254 8413
1897 1323 8959
1898 1304 9399
1899 1355 10371
1900 1503 11327
1901 1561 11241
1902 1570 11976
1903 1659 12622
1904 1606 13409
1905 1679 13554
1906 1790 15170
Elaborado a partir de: Anuario estadístico de la República Oriental del Uruguay, Montevideo,
Tipografía Oriental, 1885, pp. 407-410;178 «Cuadro n.o 10», en Comisión Nacional de Caridad
y Beneficencia Pública. Sus establecimientos y servicios, Montevideo, Comisión Nacional de
Caridad, 1905.179

Finalmente, la Constitución que se aprobó en 1917 garantizó el derecho a


la asistencia sanitaria de todos los ciudadanos y cerró la contienda entre católicos
y secularizadores en relación con la salud pública. Llegaba a su fin la disputa
entre el Estado y los privados por las problemáticas relativas a la salud pública.
Sin embargo, el modelo de gestión impulsado por los nuevos profesionales de la
medicina no distaba, secularización mediante, de las propuestas que se llevaban
178 El Anuario reúne cifras de 1880 a 1885.
179 Con un porcentaje de población notoriamente menor a lo largo de todo el período conside-
rado, las cifras de internos en el manicomio son muy similares a las que presenta Jonathan
Ablard para el Hospital Nacional de Alienados argentino entre 1890 y 1910. Véase:
Jonathan Ablard, Madness in Buenos Aires: Patiens, Psychiatrists and the Argentine State,
1880-1983, Calgary, University of Calgary Press, 2009, p. 210.

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adelante bajo el imperio del catolicismo. Esa situación comenzó a desarmarse no
tanto por el auge de la función médica —en el Hospital Vilardebó y en otros
nosocomios públicos— con la puesta en funcionamiento de las colonias de alie-
nados y con la posibilidad del tratamiento ambulatorio.
Al mismo tiempo, los médicos lograron ser reconocidos como los expertos
legítimos en materia sanitaria, ganaron en autonomía profesional y científica y
continuaron con el señalamiento de los valores considerados más importantes
para el desarrollo higiénico del país. Los psiquiatras conseguían, de este modo,
definir un campo profesional y alcanzar legitimidad y consenso en el ejercicio de
una profesión que se presentaba como científica. Pero antes debieron montar la
estructura que les permitió contar, a comienzos del siglo XX, con una serie de
instituciones (hospitales públicos, Facultad de Medicina, etcétera), redes (que
abarcaban desde la prensa popular a publicaciones científicas) y recursos econó-
micos, todos coadyuvantes en la concreción de su propuesta de modernización
social y en el estudio de las enfermedades psiquiátricas. Esto no ocurrió con la
plena potestad del Estado en las instituciones sanitarias, sino que, por el con-
trario, durante cincuenta años, los médicos encabezaron un proceso paulatino
que les permitió contar con el dominio de las instituciones de asistencia pública,
pese a que ese dominio y control lejos estuvieron de ser absolutos. Al explorar
también sus limitaciones, intentaremos matizar la visión según la cual el médico
psiquiatra fue la «clave de bóveda» de un orden psiquiátrico normalizador.180

El significativo aumento en el número de internos dentro del nosocomio


El pasaje de sesenta internos en 1860 a más de mil quinientos cincuenta
a comienzos del siglo XX significa, desde nuestro punto de vista, un avance de
la psiquiatría como una disciplina que fue generando condiciones para ganar
legitimidad y favorecer un proceso por el cual las familias, de forma paulatina,
decidieron enviar a sus integrantes al manicomio, del mismo modo que las auto-
ridades policiales —aunque siguieron considerando el hospicio como un lugar
de reclusión— comenzaron a señalar las ventajas científicas de la internación.
Esa transformación no fue abrupta; se debió, primero, eliminar el poder religioso
dentro de la institución y, en paralelo, construir un campo científico con reglas
que le eran específicas, con espacios de discusión y divulgación del saber.
De a poco, los galenos fueron conformando un campo que se arrogó para
sí las potestades en el tratamiento de las enfermedades llamadas mentales. Su
desarrollo implicó cuestionar a otros colegas y las decisiones de la justicia y
montar, en torno al renombrado Hospital Vilardebó, una estrategia científica
(y política) para cumplir con sus cometidos e institucionalizar sus saberes. Las
ideas que los motivaron, luego de la aprobación de la Ley de Asistencia Pública,

180 Según Barrán, en el manicomio, «el poder médico era totalitario y no meramente absoluto.
Allí, todo era posible y la única limitación real del poder era la conciencia del médico»
(o. cit., vol. ii, p. 34).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 73

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se basaban en la convicción de que «el Estado debe considerar la asistencia de
los alienados —sin distinción de clases sociales— como ineludible función so-
cial», de que esa asistencia «debe ser obligatoria y precoz», y de que «la tutela del
Estado no debe terminar en el asilo».181 Los médicos tenían una clara función
moralizante para toda la sociedad. Su tarea salía de los muros del manicomio,
pero, antes de eso, debieron crear un campo de especialización. En el capítulo
próximo, indagaremos las distintas instancias de ese impulso. Sin embargo, por
momentos, la formación del campo y su legitimación no fueron respetadas por
los funcionarios policiales, diversos agentes estatales, la prensa y una parte de la
población, para quienes el manicomio primero y el Hospital Vilardebó después
seguían siendo espacios de reclusión y exclusión para un grupo indiferenciado
de hombres y mujeres que alteraban el orden público.
Imagen 5. Manicomio Nacional, comienzos del siglo XX

Fuente: Centro de Fotografía de Montevideo, Fondo Histórico Municipal, serie A.

181 Rossi, El alienado…, o. cit., pp. 75-76.

74 Universidad de la República

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Estudiar

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El desarrollo de la psiquiatría en Uruguay

En este capítulo, estudiaremos la aparición de un cuerpo médico nacional


—integrado por numerosos profesionales extranjeros o que estudiaron fuera de
Uruguay—, la creación de la Facultad de Medicina, la formación de una cátedra
específica sobre psiquiatría y la convivencia de varios modelos psiquiátricos con
distintas respuestas a las enfermedades mentales, así como los intentos por parte
de los médicos locales para establecer una nosografía.
Resulta imposible analizar la conformación de un campo de médicos psi-
quiatras en Uruguay sin considerar con antelación los rasgos más sobresalientes
del proceso que permitió la instauración en el país de una Facultad de Medicina
en 1875. Por tanto, la primera parte de este capítulo estará dedicada a indagar
en la creación de la Facultad de Medicina, el complejo camino que debió atra-
vesar, los ahogos presupuestales y las distintas modificaciones curriculares que
permitieron, a comienzos del siglo XX, la creación de la Cátedra de Psiquiatría.
La intención es que este capítulo permita analizar algunos de los hechos más
significativos que caracterizaron la formación de un grupo de profesionales de-
dicado al estudio de las afecciones mentales.
Al mismo tiempo, observaremos de qué modo los médicos locales contribu-
yeron a la formación de ese campo sobre las enfermedades psiquiátricas a partir
de la participación en redes científicas regionales e internacionales, en publica-
ciones y con su asistencia a congresos internacionales, así como con obligadas
visitas a centros médicos europeos (en especial, franceses). Intentaremos ubicar
los debates médicos del período en relación con los antecedentes extranjeros,
para lo que se impondrá realizar una breve referencia a las corrientes imperantes
en la psiquiatría internacional y a las contiendas entre las visiones acerca de la
herencia, la degeneración y la introducción de la criminología positivista.

La Facultad de Medicina
La creación de una Facultad de Medicina fue una aspiración de los ámbitos
universitarios desde que comenzó a funcionar la Universidad de Montevideo el
18 de julio de 1849. Sin embargo, en esta primera etapa, solo se desarrollaron
algunos cursos correspondientes a la Facultad de Derecho. La instalación de
una institución dedicada a la formación de médicos debió esperar hasta 1876.182
Entre fines de la década del cuarenta del siglo XIX y 1876, el Estado uru-
guayo analizó, en más de una ocasión, cómo formar profesionales en el campo
de la medicina sin que hubiera un acuerdo en la clase política. En 1873, los

182 En otras regiones, ya funcionaban una o más facultades de medicina: en Brasil desde 1808 y
en Buenos Aires desde 1822.

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parlamentarios discutieron sobre la conveniencia o no de enviar estudiantes a
Europa, con apoyo estatal, para que recibieran formación entre las principales
instituciones médicas de aquel continente. La posibilidad de enviar estudiantes
uruguayos a Francia o Alemania, sin embargo, no siempre alcanzó unanimidades
e, incluso, generó rechazos, no sabemos si por la presión de los primeros médicos
con que contó el país (egresados en el exterior), por la de profesionales extran-
jeros que tenían larga actuación y podían ver competencias en su mercado de
trabajo o simplemente por temas administrativos y de un fisco decadente. Este
último argumento parece campear en las intervenciones, en junio de 1873, de
los diputados Pedro Bustamente y José Pedro Ramírez. El primero, que se había
desempeñado como rector de la Universidad, manifestó su desacuerdo con que
el Estado costeara pensiones «para ir a subsistir a Europa y a hacerse de una
profesión» porque era «un verdadero privilegio», «un privilegio, no como el que
tienen los que estudian en el país en la Universidad de la República, sino de un
privilegio especialisimo [sic]». Al mismo tiempo, sostuvo que
De la Universidad de la República no sale ningún estudiante graduado sin ha-
ber pagado su grado. Así por lo menos percibe o reembolsa el Estado algo de
lo que gasta en la educación profesional y científica que se da en la Universidad
de la República.
Por el contrario, si se enviaba a los bachilleres a Europa, «no sucederá eso,
absolutamente; no recibiría nada en recompensa el Estado, nada en retribución
—ni aún siquiera una mínima parte de los sacrificios que hiciera—».183 La mis-
ma posición mantuvo Ramírez, pero fue más a fondo y llegó a manifestar ribetes
del elitismo que caracterizaría a la Universidad de la época. Para el diputado,
El país no puede costear la educación superior, la educación científica pro-
fesional a los ciudadanos que no tengan los medios de costeársela por sí mis-
mos. Este es un inconveniente —muy desagradable— social, que el Estado no
puede corregir, porque no tiene esa misión; so pena de que proclamemos el
comunismo.
Asimismo, enviar a los estudiantes becados a Europa era un peligro por-
que «mañana mismo acudirán infinidad de personas pidiendo gracias y pen-
siones; tendríamos que volver a hacer el sacrificio de nuestros sentimientos
generosos».184 Por lo que quienes realizaron ese viaje fueron los hijos de las fa-
milias más acomodadas, en especial de Montevideo. Por el contrario, quienes no
podían costear el viaje debieron esperar a la inauguración formal de los cursos
de la Facultad de Medicina a partir de 1876.
Los orígenes de la Facultad fueron muy modestos desde el punto de vista aca-
démico: el decreto considerado fundador de la institución, promulgado el 15 de
diciembre de 1875, preveía la formación de una Cátedra de Anatomía Descriptiva
y otra de Fisiología. Sin embargo, como señala Arturo Ardao, la fundación de la

183 Diario de Sesiones de la H. Cámara de Representantes. Primer período de la 11.a legislatu-


ra, t. xix, Montevideo, s. i., 1879, en especial pp. 185-187.
184 Ib., p. 224.

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nueva institución resultó potencial porque permitió la organización de la ense-
ñanza superior de las ciencias naturales y, al mismo tiempo, consagró la cultura
científica moderna y el positivismo como corriente hegemónica.185
En 1876, comenzaron a funcionar las dos primeras cátedras de la Facultad:
la de Anatomía, a cargo del médico polaco Julio Jürkowski, y la de Fisiología,
a cargo del médico español Francisco Suñer y Capdevilla, ambos exiliados en
Uruguay. Al año siguiente, el número de cátedras aumentó con el inicio del
curso de Patología General, otro de Materia Médica y Terapéutica, el curso de
Higiene y Medicina Legal, a cargo del médico uruguayo Diego Pérez (egresado
de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en 1872), y las
clases de Patología Quirúrgica.186 El número de alumnos, según distintas refe-
rencias, oscilaba en una cifra cercana a la veintena.
En 1877, se aprobó, por un decreto-ley, el principio de libertad de es-
tudios. En la Facultad de Medicina, ya funcionaban cursos (tal vez sea un
poco pretencioso llamarlos cátedras), la mayoría a cargo de médicos extran-
jeros (marcados con un asterisco): Anatomía Descriptiva (a cargo de Julio
Jürkowski*), Fisiología (Francisco Suñer y Capdevilla*), Higiene Pública y
Privada (Diego Pérez), Patología General (Antonio Serrastosa*), Patología
Quirúrgica (Joaquín Miralpeix*), Materia Médica y Terapéutica (Emilio
Kemmerich*), Química (Juan José González Vizcaíno), Física (Juan Álvarez),
Botánica (el vasco José Arechavaleta*).187
Ese mismo año, los docentes de la Facultad de Medicina iniciaron la publi-
cación de La Gaceta Médica, Periódico Bi-Mensual, cuya dirección fue ejercida
por Alejandro Fiol de Pereda y cuyo cuerpo de redacción estaba integrado por
Suñer y Capdevilla, Jürkowski, Serrastosa, Kemmerich, Pérez, Miralpeix, y D.
Aguirre. La publicación duró apenas seis meses: el primer número salió el 18
de setiembre de 1877 y el último, el 28 de febrero de 1878. Sin embargo, la
decisión de publicar una revista sobre la disciplina es un dato importante que
da cuenta de la voluntad de formar un cuerpo que discutiera de forma pública
aspectos relacionados con el desarrollo científico y con las tareas en el ámbito
profesional.188 A partir de ese momento fundacional, los médicos comenzaron
a editar cada vez más publicaciones hasta llegar, en 1898, a la edición de la
185 Arturo Ardao, Espiritualismo y positivismo en el Uruguay, Montevideo, Biblioteca
Artigas, Ministerio de Educación y Cultura, 2008, pp. 139-140. El «imperio oficial del
positivismo», según el autor, tuvo lugar durante los rectorados de Alfredo Vázquez Acevedo
que se sucedieron desde 1880 a 1899 casi de forma ininterrumpida (solo de 1882 a 1884
y de 1893 a 1895 no ocupó el cargo) (Ardao, o. cit., pp. 233-237). Véase también: Juan
Oddone y Blanca Paris, Historia de la Universidad de Montevideo: la universidad vieja
1849-1885, Montevideo, Universidad de la República, 1963, pp. 72-90.
186 Acevedo, o. cit., pp. 121-122; Mañé Garzón, o. cit., p. 12.
187 Datos tomados de: Mañé Garzón, o. cit., p. 140. Es probable que, en este caso, como en otros,
los nombres de pila estén castellanizados; sin embargo, no fue posible obtener información
biográfica de todos los mencionados.
188 «Nuestro programa», en La Gaceta Médica, año i, n.o 1, Montevideo, 18 de setiembre de
1877, p. 1.

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Revista Médica del Uruguay, tal vez la publicación científica más importante
del período, que destinó un lugar destacado al estudio de historias clínicas de
enfermos psiquiátricos. La revista estaba dedicada a aspectos médicos y clínicos,
pero abarcó variadas temáticas vinculadas, de algún modo, a la cultura científica:
criminología, derecho penal, biografías u obituarios de médicos o científicos
destacados del plano local o internacional, estadísticas, bibliografía, novedades,
información sobre congresos.
La situación económica, material y administrativa de la facultad era penosa.
Según Oddone y Paris, en los primeros años de historia de la casa de estudios,
el establecimiento estuvo sumido en sucesivas crisis. Diversas circunstancias
provocaron esa situación, como la carencia de formación docente de algunos
profesores, las ausencias, las interrupciones constantes de las clases o la falta de
material científico y de laboratorio.
Cabe agregar aún las dificultades con el Ejecutivo, reacio a la dotación de
recursos y a la creación de cátedras indispensables, pródigo en designacio-
nes directas resistidas por el Consejo Universitario; y, por último, la celosa
oposición de la Comisión de Caridad, que obstará con toda clase de trabas e
inconvenientes al desarrollo de la escuela médica.189
En su primer año de funcionamiento, la nueva facultad tuvo 18 estudian-
tes; en 1878, se inscribieron 13 personas, misma cifra que al año siguiente. En
la generación del 82, había 12 alumnos, y fue en ese mismo año en el que se
produjeron los primeros egresos.190 Los orígenes sociales, las motivaciones y el
capital cultural de estos estudiantes y de quienes los seguirían en la carrera eran
muy variados. No todos pertenecían a la elite intelectual e, incluso, muchos eran
hijos de inmigrantes pobres. Las primeras generaciones de médicos convivieron
con los inmigrantes que habían revalidado su título en el país. El médico alemán
Carl Brendel, quien llegó a Uruguay el 30 de setiembre de 1867, recordó, en su
diario de viaje, que cuando inició su actuación médica, a fines de la década del
sesenta del siglo XIX y a comienzos de la siguiente, en el país, «no había muchos
médicos» y «los médicos éramos de todas las nacionalidades». Sin embargo, en
1886, la presencia inmigratoria en el cuerpo médico se había reducido consi-
derablemente, a lo que se agregaba que «su habilitación como tales está frenada
por chicanerías» de los diplomados nacionales, que hacían todo lo posible por
preservar para los egresados de la Facultad de Medicina los puestos de traba-
jo.191 También había problemas entre los nuevos egresados y los médicos más
encumbrados, de larga actuación, «que no deseaban se modificara su situación
profesional un tanto descuidada».192 A eso se añadía, según Mañé Garzón, que
muchos de esos médicos no estaban actualizados en los adelantos de la ciencia.

189 Oddone y Paris, o. cit., p. 199.


190 Cifras tomadas de: Oddone y Paris, o. cit., p. 419.
191 Brendel, o. cit., pp. 9 y 235.
192 Mañé Garzón, o. cit., p. 141.

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Por tanto, el recelo hacia la facultad se podía vincular al peligro de quedar en
evidencia por su falta de preparación.193
En 1886, había inscriptos 263 galenos, mientras 32 personas sin título uni-
versitario fueron autorizadas para ejercer la medicina y la cirugía. Muy pocos de
esos 295 médicos estaban especializados en enfermedades psiquiátricas, de las
que conocían la sintomatología general descripta en los manuales más divulgados.
La presencia de uruguayos en el cuerpo docente se tornó evidente en
1885, cuando seis cursos de 13 estaban en manos de médicos nacidos en el
país: Anatomía i y Fisiología, a cargo de Eugenio Piaggio, Anatomía ii, a car-
go de José María Carafi, Clínica Médica, a cargo de Pedro Visca, Higiene y
Medicina Legal, a cargo de Elías Regules, y Química Médica, a cargo de José
Scosería. El rector de la Universidad, Alfredo Vázquez Acevedo, decía, en su
memoria de 1885, que la nacionalización del cuerpo docente se debió a la de-
cisión institucional de la conducción universitaria para que «desde el primer
momento […] se llenaran todas las vacantes con médicos orientales bien pre-
parados y competentes».194 Los cursos restantes, Química Médica, Patología
General, Anatomía Patológica, Patología Quirúrgica, Patología Médica, Clínica
Quirúrgica y Materia Médica, eran dictados por José Arechavaleta, Antonio
Serrastosa, Guillermo Leopold, José Miralpeix, Juan Crispo Brandis (italiano),
José Pugnalini y Eduardo Kemmerich, respectivamente.195
Uno de los problemas más importantes que debieron afrontar los primeros
médicos egresados en el país fue el no reconocimiento de su título por la Junta
de Higiene Pública, que se arrogó el derecho de expedir los títulos y solicitó que
los egresados revalidaran el diploma ante esa institución. La situación generó
una larga polémica entre el rector de la Universidad y el fiscal de Gobierno,
quien juzgó correcta la posición de la junta. En 1882, se puso fin al diferendo,
que provocó, entre otras situaciones, que el primer egresado, José María Muñoz
Romarate, fuera encarcelado por negarse a pagar la multa por ejercer la profe-
sión sin autorización.196
En 1885, la Ley Orgánica de la Universidad estableció que solo la Facultad
de Medicina podía expedir título habilitante. La polémica no es menor, ya que
evidenció que varios de los médicos que trabajaban en el país no estaban dis-
puestos a permitir el ingreso al mercado de los diplomados más jóvenes. Por
ende, acorralados por los colegas que los miraban con recelo, pero también por
la Comisión de Caridad que establecía las pautas en los servicios de hospital,
la nueva generación de médicos, que despuntaría a comienzos del siglo XX,

193 Es particularmente llamativo que, en distintos trabajos de historia de la medicina, esa rela-
ción entre los egresados locales y los del exterior no sea recordada como problemática pese
a que las fuentes son inequívocas en señalar los problemas que se suscitaron entre médicos
nacionales y extranjeros.
194 Citado en: El libro del Centenario…, o. cit., p. 499.
195 Datos tomados de: Mañé Garzón, o. cit., p. 183.
196 Oddone y Paris, o. cit., p. 249.

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decidió iniciar una cruzada para modificar las condiciones laborales y profesio-
nalizar la función. En ese camino, la creación de la facultad fue un punto de par-
tida importante, porque institucionalizó y nacionalizó la carrera, pero también
porque contribuyó a la formación de un campo médico.
En la primera década del siglo XX, el número de alumnos estaba cercano
a los trescientos. Sin embargo, la cantidad de estudiantes inscriptos (es decir,
aquellos que podían llegar a anotarse pero no cursaban) se disparó superando
de forma sostenida los mil. La cifra da cuenta de que el estudio de la medicina,
la mejora de las condiciones de trabajo, la aprobación de un sistema de salud
que pretendió ser nacional y la expansión de la alfabetización y de la educación
secundaria —a lo que deberíamos agregar las expectativas de ascenso social
y prestigio que generaba la realización de una carrera universitaria— hicieron
que un importante número de jóvenes optara por inscribirse en la Facultad de
Medicina.
No todos los actores universitarios estaban de acuerdo con la ampliación
general de la matrícula. Por ejemplo, en la discusión del 6 de noviembre de
1909, el consejero y abogado Ramón Montero y Paullier sostuvo que la «de-
mocratización» de la enseñanza universitaria era «perniciosa para el progreso del
país, pues facilitando el ingreso a la Universidad se atraería a los elementos de
la campaña que abandonarían las tareas industriales para obtener un título».197

Cuadro 3. Facultad de Medicina

Estudiantes Estudiantes inscriptos en la


Años
activos carrera de Medicina
1909 247 1112
1910 238 1092
1911 237 1136
1912 223 1080
1913 226 1060
1914 219 1241

Fuente: Universidad de la República, Memoria universitaria correspondiente a los años 1909-


1914. Informe presentado por Claudio Williman, rector de la Universidad, Montevideo,
Universidad de la República, 1915, p. 311.

197 Universidad de la República, Memoria universitaria correspondiente a los años 1909-


1914. Informe presentado por Claudio Williman, rector de la Universidad, Montevideo,
Universidad de la República, 1915, p. 425.

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De la formación de un campo psiquiátrico a la Cátedra de Psiquiatría
Resulta difícil definir una identidad de los psiquiatras de fines del siglo XIX
y comienzos del XX. En este apartado, nos abocaremos a tratar de reconstruir
con perspectiva histórica la evolución de algunas ideas que, por momentos, re-
sultaron comunes a generaciones de médicos que comenzaron a especializarse
en la disciplina, desarrollaron una nueva nosografía psiquiátrica, investigaron
sobre sus posibles causas, definieron los tipos de enfermedad e intentaron curar
y reinsertar al enfermo a través del tratamiento médico y moral. La constitución
de un grupo profesional con intereses científicos y políticos sirvió para convertir
el dispositivo manicomial y la terapéutica aplicada en una plataforma dirigida a
la normalización de los pacientes, mientras que contribuyó a la expansión de la
nueva disciplina médica y a su legitimación científica y social. Asimismo, no de-
bemos perder de vista la intención de los médicos de incidir en las políticas im-
pulsadas por un Estado que aumentaba sus funciones. En ese sentido, la relación
entre los médicos (en todas sus especialidades) y el Estado fue recíproca; los
primeros buscaron la consolidación de su campo de actuación mientras que las
instituciones públicas buscaron un sustento científico y político para aplicar de-
terminadas decisiones. Como sostiene el historiador Ricardo González Leandri
para el caso de los médicos argentinos, podríamos decir que los profesionales
uruguayos, «al mismo tiempo que se “construían” a sí mismos», colaboraron «en
la creación de las dimensiones del Estado a las que se asociaban».198
Del mismo modo que encontramos dificultades para definir el campo, te-
nemos problemas para datar un momento o un período concreto en el cual los
estudiantes de Medicina comenzaron a recibir una formación específica en ma-
teria psiquiátrica. La fundación de una Cátedra de Psiquiatría data de 1908, por
lo que durante el siglo XIX no existió en el país formación en la materia, pero
varios de los médicos mencionados anteriormente mostraron un creciente y sos-
tenido interés por desarrollar un campo de trabajo en relación con los estudios
de las enfermedades llamadas mentales. A ello se sumó la participación de estu-
diantes como practicantes dentro del manicomio y la formación fuera del país
—en especial en Francia— de varios jóvenes profesionales que, desde la década
del ochenta del siglo XIX, se reinsertaron en el medio local. Tampoco existía en
el mundo una formación tan específica en materia psiquiátrica y las afecciones
llamadas mentales se relacionaban con una comprensión total del enfermo y de
la enfermedad. El psiquiatra era, al menos hasta la segunda década del siglo XX,
un polígrafo que se movía entre diversas especialidades que tampoco tenían
fronteras totalmente definidas. Eso explica que un pediatra como Luis Morquio,
un oftalmólogo como Joaquín de Salterain e, incluso, alguien especializado en
cirugía como Bernardo Etchepare se destacaran, a comienzos del siglo XX, en el
campo de los estudios psiquiátricos.
198 Ricardo González Leandri, «La consolidación de una inteligentzia médico profesional
en Argentina: 1880-1900», en Diálogos. Revista Electrónica de Historia, vol. 7, n.o 1,
Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, febrero-agosto de 2006, p. 39.

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Los primeros médicos con formación en psiquiatría del país estudiaron en
Francia. Como señala el historiador José Babini, a mediados del siglo XIX, París
se convirtió en el centro de estudios mundial de clínica médica199 y los descen-
dientes de las elites políticas y económicas uruguayas que realizaron estudios de
medicina se incorporaron a ese circuito académico. Teodoro Miguel Vilardebó,
llamado «el primer médico uruguayo», concluyó sus estudios de medicina en
París, al igual que Francisco Antonino Vidal, compañero de generación de dos
distinguidos médicos, Pierre Carl Edouard Potain (1825-1901) —considera-
do uno de los precursores de la cardiología— y Jean-Martin Charcot (1825-
1893).200 Vidal también fue alumno de Claude Bernard; incluso, se preserva una
carta que el primero le envió a Vilardebó en 1850 con algunos apuntes tomados
durante el curso.201
Entre 1864 y 1865, Pedro Visca estudió en la Salpêtrière distintas afec-
ciones del sistema nervioso como alumno de Jean-Martin Charcot (con quien,
según Mañé Garzón, trabó una larga amistad) en las clases sobre neurología
clínica básica.202 Egresó como médico en 1870. Además de Vilardebó, Vidal y
Visca, otros médicos egresados en aquel país fueron Gualberto Méndez (1857),
Emilio García Wich (1863), Florentino Ortega (1876), Juan L. Héguy (1881),
José Máximo Carafí (1881), Francisco Soca, Eugenio Piaggio y Enrique Figari
(1884), Enrique Pouey (1888), Antonio Harán (1890), Gerardo Arrizabalaga,
Alfredo Navarro y Bernardo Etchepare (1894), Carlos de Oliveira Nery e Isidoro
Rodríguez (1896).203 Podríamos agregar a esta lista a Enrique Castro, quien no
egresó en Francia, pero realizó en aquel país parte de sus estudios de grado.
Por supuesto que ello no implica considerar a todos estos profesionales
como meros seguidores de los médicos franceses. Por el contrario, como vere-
mos, agregaron sus opiniones al desarrollo de la disciplina psiquiátrica y con-
templaron distintas situaciones suscitadas en el plano local. Algunos de esos
profesionales fueron quienes se encargaron de la divulgación y profesionaliza-
ción de la disciplina psiquiátrica en Uruguay, como, por ejemplo, Francisco
Soca, cuarto egresado de la Facultad de Medicina, quien, en 1883, partió hacia
Francia con una beca de estudios gubernamental y resolvió repetir toda la ca-
rrera de grado en París, donde egresó en 1888. Entre sus docentes se encontraba
Charcot, quien dirigió su tesis de graduación sobre la enfermedad de Friedreich
(un tipo de ataxia motora y vascular hereditaria). Luego de haber regresado a
Uruguay, Soca permaneció en constante vínculo con los psiquiatras y neurólo-
gos franceses y retornó varias veces a París. Según el médico e historiador de la
medicina Eduardo Wilson, la influencia de Visca primero y de Soca después

199 José Babini, Historia de la Medicina, 2.a ed., Barcelona, Gedisa, 2000, p. 123.
200 Mañé Garzón y Pou Ferrari, o. cit., p. 56.
201 La carta se reproduce en Mañé Garzón y Pou Ferrari, o. cit., pp. 257-259.
202 Mañé Garzón, o. cit., p. 77.
203 Las cursivas indican quiénes tuvieron actuación en el campo de la psiquiatría.

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resultó fundamental para la difusión de las principales corrientes psiquiátricas
en el medio uruguayo.204
En los primeros años de funcionamiento de la Facultad de Medicina, los
alumnos se acercaban al campo psiquiátrico en el abordaje que hacían en dis-
tintas asignaturas curriculares. Tal es el caso de Medicina Legal, materia que, a
través de la función docente de Diego Pérez primero y de Elías Regules a partir
de 1885, comenzó a realizar tareas de orientación médico-legal con los pacientes
internados en el Manicomio Nacional.205 Según dos historiadores de la medi-
cina, y psiquiatras, Regules «concurría con sus alumnos del curso de Medicina
Legal a enseñar, al pie de la cama de los pacientes, conceptos psiquiátricos y
forenses».206 Sin embargo, los estudiantes interesados en la psiquiatría conside-
raban insuficiente la formación en la materia. En 1898, Enrique Castro sostuvo
que «el elemento médico preparado para esta clase de trabajos y de estudios es
evidentemente insuficiente», a lo que se sumaban, como vimos, las restricciones
impuestas a los estudiantes por las religiosas y la Comisión de Caridad. Según el
practicante del manicomio, la facultad, de común acuerdo con las autoridades,
debía romper con «una vieja y absurda preocupación» y abrir «de par en par
al estudio las puertas de su asilo de alienados», y pidió que la casa de estudios
formara una «una clínica de enfermedades mentales, cátedra que no falta en casi
ninguna facultad. Esto llenaría un gran vacío».207 La discusión era, en cierta me-
dida, notoriamente más profunda, ya que el reclamo de Castro, como el de otros
de sus contemporáneos, no se restringió solo al campo de la psiquiatría, sino a la
formación de los estudiantes en todas las áreas competentes a la medicina.
El cuestionamiento no pasó solo por las dificultades generadas en mate-
ria de enseñanza, sino que se vinculó a la función asistencial que los estudian-
tes de la facultad entendían debían cumplir, la cual se veía lesionada por las
disposiciones impuestas por las autoridades religiosas. Tal vez una expresión
de esa disconformidad con la Comisión de Caridad y una manera de presionar
para alcanzar una mejor formación fue la creación, el 5 de mayo de 1904, de la
Asociación de Internos de las Casas de Caridad. Esta entidad, situada entre lo
corporativo y el centro estudiantil, seguramente tenía entre sus objetivos ven-
cer las dificultades en el trato con las religiosas y la comisión para cumplir con
normalidad el trayecto curricular. El primer punto de sus bases estableció que
buscaban «prestarse mutua ayuda en la observación de los enfermos existentes

204 Eduardo Wilson, «Influencia de la neurología francesa en la neurología uruguaya», en


Sesiones de la Sociedad Uruguaya de Historia de la Medicina (correspondiente al año
2005), Montevideo, Facultad de Medicina, 2007, p. 21.
205 Ángel Ginés, «Noventa años de la Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina» [en
línea], en smu, 1997, <http://www.smu.org.uy/publicaciones/noticias/noticias94/art11.
htm> (última consulta: 21/02/2015).
206 Daniel Murguía y Héctor Puppo, «La Cátedra de Psiquiatría. Su evolución histórica», en
Sesiones de la Sociedad de Historia de la Medicina, Montevideo, s. i., 1988, p. 183.
207 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 424, 425.

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en los establecimientos de caridad».208 Un año más tarde, crearon el Servicio
Permanente de Practicantes, un centro
donde, turnándose, pudieran atender a cualquier hora del día o de la noche,
los llamados urgentes de cualquier facultativo que necesitara la colaboración
de un practicante, ya fuera para una operación, ya para cuidar un paciente.209
Desde 1905, Bernardo Etchepare, profesor de Anatomía, cumplía funcio-
nes en el Servicio de Mujeres del Manicomio y estaba acompañado por uno de
sus principales discípulos, el doctor Rafael Rodríguez, responsable de la sección
de niños.210 De forma voluntaria, Etchepare empezó a invitar a los alumnos a que
participaran de exámenes clínicos dentro del manicomio. El 28 de octubre de
1904, Etchepare solicitó autorización para que los estudiantes ingresaran al ma-
nicomio para participar «semanalmente [de] una lección sobre Medicina mental».
La Comisión Delegada autorizó la clase «siempre que la clínica se haga de acuer-
do con las disposiciones reglamentarias y demás que se tienen al respecto».211
La necesidad de contar con personal docente en el establecimiento fue
planteada por los integrantes de la Comisión Delegada y por las autoridades
de la Facultad de Medicina. El 24 de marzo de 1905, la Comisión Delegada
sostuvo que «si no se quiere que el Manicomio sea un simple depósito de locos,
es preciso hacer posible su tratamiento», para lo cual era imperioso crear «nue-
vos puestos de médicos adjunto o médicos de sección», una «remuneración más
elevada y exigiéndoles una dedicación mayor». La falta de estímulos materiales
y profesionales llevaban a que «nadie, o muy pocos, sean los que se dedican al
estudio de estas enfermedades», ya que
Solo lo hacen aquellos que obtienen su puesto en el Manicomio, pues faltando
el legítimo interés personal (ya que no se vive de la ciencia pura), es necesario
que intervenga el estímulo que representa el material científico que proporcio-
na un número considerable de enfermos y el aliciente de una remuneración que
permita descuidar el ejercicio profesional en sus otros ramos.212
La habilitación para que los estudiantes de la Facultad de Medicina co-
menzaran a realizar trabajos prácticos en el establecimiento fue, probablemen-
te, una solución para los problemas de asistencia. En ese sentido, podríamos
pensar que, antes que una pretensión secularizadora, el fin de la tensión entre
la comisión y la facultad estuvo marcado por la urgente necesidad de contar
con más personal, en lo posible gratuito, que se encargara de asistir al cada vez
más creciente número de internos.

208 Estatutos de la Asociación de Internos de las Casas de Caridad, Montevideo, Tipográfica


Verdi, 1904, citados en: Kruse, o. cit., p. 239. Al mismo tiempo, los estudiantes comenzaron
a discutir las características y los niveles de exigencia que presentaba la formación; véase:
Juan Pou Orfila, Observaciones sobre la enseñanza de la Medicina, Montevideo, El Siglo
Ilustrado, 1906.
209 El Día, Montevideo, 25 de noviembre de 1905, p. 2.
210 agn y cncbp, Libro de actas, del 28 de octubre de 1904 al 11 de octubre de 1905, fs. 123, 124.
211 Ib., fs. 6, 7.
212 Ib., fs. 90, 91.

86 Universidad de la República

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En abril de 1905, Joaquín de Salterain planteó, en la reunión de la comi-
sión, que el número de guardias era «excesivo» en relación con el número de
médicos efectivos, que no pasaban de tres,213 aunque insistió en que el número
de guardianes era muy bajo para la cantidad de internos.214 Al mismo tiempo,
aún se mantenía la tensión con las religiosas acerca de a quién le correspondía
el tratamiento de los pacientes, ya que, muchas veces, las hermanas de caridad
asumían tareas que los médicos entendían que no les correspondían. A modo de
ejemplo, el 17 de julio de 1908, el doctor Vidal y Fuentes informó sobre «un
hecho desagradable ocurrido en el manicomio» tras la muerte de «una enferma
—Concepción Fernández— ingresada ayer y que días antes había pretendido
intoxicarse con pastillas de bicloruro», quien murió luego de que una de las mon-
jas utilizara «la sonda para alimentar a la enferma». El médico Eduardo Lamas se
negó a firmar el certificado de defunción y las autoridades manicomiales avisaron
«a la justicia, la que de inmediato ha procedido a instruir el correspondiente su-
mario y dispuesto la autopsia del cadáver».215 La hermana Petronila, responsable
de aplicar la sonda gástrica sin ninguna prescripción médica y autorización, fue
separada de su cargo y retirada de la institución el 31 de julio de 1908.216
El lugar de los médicos dentro del establecimiento se comenzó a modificar
a partir de la creación de la Cátedra de Psiquiatría, ya que, además de consoli-
dar un equipo facultativo estable en el nosocomio, inició el proceso de estricta
formación de doctores en medicina con especialidad en psiquiatría. Podríamos
encontrar allí un punto de inflexión que les permitió a los médicos empezar a
gozar de autonomía para el desempeño de sus funciones.
La creación formal de la Cátedra de Psiquiatría tuvo lugar en 1907, pero
recién al año siguiente contó con un responsable académico, tarea que recayó
sobre Bernardo Etchepare (de ahí que la fecha fundacional reconocida por la
historiografía de la psiquiatría sea 1908). Contaba también con un jefe de clínica
—Francisco Garmendia—, un médico adjunto honorario —Camilo Paysée— y
un médico agregado honorario —Abel Zamora—. Además, trabajaba en el la-
boratorio de análisis clínicos un médico laboratorista —Pablo Vechelli.
Los médicos e historiadores de la psiquiatría Puppo y Murguía sostienen que:
[Etchepare] traía de la escuela gala los fundamentos anátomo-funcionales
que en tal momento tenían allí vigencia; por esa tendencia biologista que les
animaba es que recibió con plácemes los aportes de las nuevas doctrinas ale-
manas que en el momento trataban de abrirse paso en el panorama científico
de la época.217
En setiembre de 1910, se aprobó un préstamo de $ 1000 para la construc-
ción de un nuevo pabellón de la cátedra y un «laboratorio de Clínica Psiquiátrica

213 Ib., f. 113.


214 Ib., f. 115.
215 agn y cncbp, o. cit., del 21 de febrero al 20 de octubre de 1908, f. 151.
216 Ib., f. 164.
217 Murguía y Puppo, o. cit., p. 186.

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de la Facultad de Medicina». El nuevo local tendría «doce camas para enfermos
tranquilos, dos piezas separadas para aislar a los enfermos agitados, un cuarto de
baño y otro que ocupará el laboratorio».218
En el comienzo de la cátedra, la asistencia a las clases de Psiquiatría no era
obligatoria y el examen se rendía en el cuarto año de la carrera, junto con los exá-
menes de Higiene y Medicina Legal. Por disposición del Consejo de la Facultad
de Medicina del 26 de abril de 1912, se estableció la concurrencia obligatoria al
curso y se situó el examen en el quinto año de la carrera.219
No sabemos cuál fue el número de estudiantes en el período considerado,
aunque estimamos que no se trataba de un grupo cuantioso. En sus primeros
años, el curso se impartió tres veces por semana: dos clases semanales estaban
dedicadas a la presentación de casos clínicos por parte de los alumnos y la ter-
cera se destinaba a la lección del profesor Etchepare. Varias de esas clases fueron
registradas por los estudiantes a modo de apuntes y luego se editaron en las
distintas publicaciones médicas del Uruguay.
Dentro del manicomio, la cátedra contaba con dos servicios para la observa-
ción, uno de hombres y otro de mujeres. Además, los estudiantes tenían contacto
con enfermos crónicos o tranquilos y de forma ocasional también podían reci-
bir pacientes llamados agitados. Hasta la secularización definitiva del estable-
cimiento, con la aprobación de la Asistencia Pública Nacional, los estudiantes
seguían sometidos a las disposiciones de las religiosas, quienes, entre otras cosas,
se mostraban reacias a la observación de mujeres.
La evolución en la consideración social de los psiquiatras también se puede
apreciar en la documentación del manicomio. A fines del siglo XIX y comien-
zos del siguiente, era frecuente que los familiares solicitaran la internación de
un paciente por carecer de medios para su subsistencia. Sin embargo, desde
la segunda década del siglo XX, podemos ver que había en las solicitudes un
reconocimiento a la labor profesional de los especialistas en relación con las
llamadas enfermedades mentales. No se trató de un proceso homogéneo, pero
sí es una pista interesante para apreciar la estima social con la que empezaban
a contar los psiquiatras luego de consolidar su campo de trabajo y extender su
radio de influencia. De todos modos, es significativo realizar una puntualización:
esa importancia conferida al tratamiento científico siempre figura en las fuentes
—sobre todo en los artículos de la Revista Médica— mediada por la posición
de los médicos, quienes destacan, en varios trabajos, el interés de los familiares
por contar con su ayuda.
Desde comienzos del siglo XX, varios de los psiquiatras uruguayos se volvie-
ron, de forma paulatina, referencias en el ámbito regional y montaron un sistema
de vínculos y redes académicas que se plasmaron en intercambios, en la publica-
ción en revistas argentinas, brasileras y chilenas, y en la participación en los con-
gresos científicos latinoamericanos y panamericanos organizados por distintas
218 agn y cncbp, o. cit., del 2 de setiembre al 10 de diciembre de 1910, fs. 24, 25.
219 Universidad de la República, o. cit., pp. 262-264.

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sociedades científicas del continente. Esos vínculos y la preocupación por estar
en sintonía con la disciplina en Europa y en el resto de América dan cuenta de la
situación del campo psiquiátrico en el país, que se encontraba en pleno proceso
de crecimiento.220 Si consideramos que la circulación del pensamiento médico
también dependía de las publicaciones científicas internacionales, la presencia
en la biblioteca del manicomio de libros y revistas actualizados permite ver que
los médicos y los estudiantes uruguayos estaban interiorizados de las discusiones
que tenían lugar en los principales centros científicos mundiales.

La evolución en la nosografía psiquiátrica


En este apartado, intentaremos definir el modo en que los médicos de la
época trataron las diferentes enfermedades psiquiátricas. Al estudiar la concep-
tualización de la enfermedad y la constitución de un campo profesional sobre la
psiquiatría, desplazaremos nuestra atención hacia la formación de una corriente
científica in statu nascendi, que se moldeó con las transformaciones institu-
cionales y administrativas y que se mostró atenta a las discusiones científicas
internacionales que no siempre llegaban al Río de la Plata con celeridad. Pero la
formación de médicos en el exterior, en Francia sobre todo, la vinculación con
expertos bonaerenses y los espacios de circulación de ideas dan cuenta de un
estrecho margen de relación entre las teorías imperantes en el mundo, que no
deben ser vistas como un cuerpo homogéneo, sino como distintas líneas frag-
mentadas, parte de un espacio científico en discusión y construcción. Por tanto,
intentaremos ubicar los debates médicos del período en relación con los ante-
cedentes extranjeros, para lo que se impone realizar una breve referencia a las
corrientes vigentes en la psiquiatría internacional.
Durante la primera mitad del siglo XIX, predominó la visión psiquiátri-
ca pineliana, que se había expresado en el Traité médico-philosophique sur
l’aliénation mentale de 1801. El enfoque fue continuado por su discípulo Jean-
Étienne Dominique Esquirol (1772-1840), cuyo trabajo sobre enfermedades
mentales de 1838 se convirtió en otro de los textos de referencia. Ambos autores
analizaron las causas de la enfermedad mental y fueron sentando las bases de una
nosografía moderna que, conforme avanzó el siglo XIX, sufrió drásticos e innu-
merables cambios. Esquirol llegó a plantear que las enfermedades psiquiátricas
podían tener un componente hereditario.
Pinel y Esquirol destacaron, en primer lugar, las causas físicas, ya fueran
cerebrales o simpáticas, vinculadas al comportamiento y los humores; en se-
gundo lugar, la herencia, que permitía la transmisión de la enfermedad entre las
generaciones, y, por último, las llamadas causas morales, entre las que señalaron
las pasiones o los excesos de todo tipo. Podríamos decir que, con matices, ese
modelo de tres causales fue el que predominó a lo largo del siglo XIX. Los dos

220 La Sociedad de Psiquiatría del Uruguay se fundó el 8 de noviembre de 1923.

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médicos mencionados dividieron las enfermedades mentales y neurodegenera-
tivas en cuatro grandes categorías: la melancolía simple (un delirio parcial), la
manía (un delirio generalizado con agitación), la demencia (debilitamiento inte-
lectual generalizado) y la idiocia (perturbación total de las funciones intelectua-
les, incluso desde el nacimiento).
Continuador de ambos fue Jean-Martin Charcot (1825-1893), especialista
en el sistema nervioso en la Salpêtrière, quien se convirtió en el profesional más
reputado en los análisis neuropatológicos. En distintos trabajos y en sus clases,
estableció la nosología de los trastornos neurológicos que también contribuyeron
a delinear el campo de la psiquiatría.221 Charcot no solo fue un especialista en
las llamadas enfermedades mentales, sino que, ante todo, se desempeñó como
neurólogo, aunque ganó trascendencia científica por sus estudios sobre la histe-
ria, en especial femenina (consecuencia también de la actuación de uno de sus
discípulos más renombrados, el austríaco Sigmund Freud).
En Uruguay, el introductor de estos tres autores fue el ya mencionado
médico francés Brunel, quien vivió durante algunos años en Uruguay. En su
obra, el profesional galo demostraba el desconocimiento imperante acerca de
las enfermedades psiquiátricas. «No se sabe todavía lo que sea la locura», suena
resignado Brunel, a quien, analizando su texto, también podríamos considerar
el primer médico que en el país realizó una sostenida reflexión sobre las psico-
patologías. Incluso, es significativo que se refiera en singular («locura») a lo que
Pinel, Esquirol y Charcot habían señalado como distintas afecciones de variado
tipo. No obstante, hay que reconocer que el libro de Brunel editado en Uruguay
para ser leído por un cuerpo médico reducido y desactualizado tal vez buscaba
cumplir con una función didáctica y formativa para los primeros profesionales.
Según el diplomado francés, la naturaleza de las enfermedades mentales «ha
escapado a todas las averiguaciones» y «las clasificaciones que se han hecho de
ella no tienen fundamento alguno sólido».222 No sabemos si la reflexión del médi-
co era en relación con el medio local —parece poco probable— o con los avan-
ces mundiales del alienismo y con su país en concreto, considerado la cuna de los
avances en la clínica psiquiátrica. En todo caso, es ilustrativa para cuestionar la
historiografía uruguaya sobre la psiquiatría, que ha intentado mostrar un proce-
so ininterrumpido y claro en el conocimiento de las enfermedades psiquiátricas.
Para Brunel, el tema de la psiquiatría era también un problema de la más mo-
derna anatomía y de la neurología, ya que «los descubrimientos que se han hecho
sobre las funciones del cerebro y del sistema nervioso» tampoco eran útiles para el
mejor conocimiento de «esa enfermedad tan frecuente y tan grave».223 De hecho,
en la interpretación del francés, aún primaban las causas de tipo moral que carac-
terizaron el pensamiento psiquiátrico mundial y, por ende, el incipiente uruguayo

221 Roy Porter, Breve historia de la locura, Madrid, Fondo de Cultura Económica-Turner,
2003, p. 135.
222 Brunel, o. cit., p. 284.
223 Ib., p. 284.

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en la segunda mitad del siglo XIX (incluso, uno de los capítulos relativos a la
higiene está dedicado a la vida cultural del país). Decía el francés:
Que la frecuencia en la alienación y la diversidad de sus formas están en razón
directa con el grado de civilización de los pueblos y según se vayan desarro-
llando las facultades intelectuales, las pasiones, la industria, la riqueza, la mise-
ria de los pueblos civilizados.224
Por eso —nuevamente aflora lo moral—, los gobiernos debían «socorrer
a aquellos a quienes una enfermedad tan triste mantiene alejados de su seno
colocándolos en la imposibilidad de serle útiles».225 De ahí la importancia con-
ferida a los asilos para enfermos psiquiátricos, muy difundidos en Europa, y la
trascendencia de la inauguración de uno en Uruguay, defendido por Brunel,
quien también se mostró partidario de la actuación de las religiosas en este. La
reclusión era una forma de socorrer a los enfermos «en la más afligiente [sic] de
las enfermedades humanas» y de «preservar a la sociedad de los desórdenes que
pueda cometer un individuo que tenga estraviada [sic] su razón», pero también
era el modo que se había encontrado para evitar que los enfermos fueran vícti-
mas de «los abusos» contra «su persona y sus bienes».226 Con esto, condensaba
una de las principales ideas que caracterizaron la naciente psiquiatría en el me-
dio local: que la enfermedad era pasible de ser tratada y que el paciente psiquiá-
trico se podía rescatar. En ese sentido, influenciado como vimos por la idea de
moralidad, sostuvo que el «demente» podía «recobrar la razón» y convertirse en
«un ser que vuelve a la vida pasando por una convalecencia indeterminada, en la
que reaparecen la claridad en las ideas, la seguridad en la memoria, la rectitud en
el juicio, el raciocinio y la sensibilidad moral y física».227
Sin embargo, el ingreso de las teorías de la degeneración y de la psicopato-
logía hereditaria puso en cuestión la visión según la cual el enfermo psiquiátrico
era completamente curable —o convaleciente— y reforzó la función del mani-
comio como un espacio fundamental para preservar el orden social.
A comienzos del siglo XIX, el francés Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829)
formuló la primera teoría sobre la evolución de las especies. Según su visión, los
seres vivos se adaptaban al ambiente de forma progresiva y los cambios fenotí-
picos que tenían lugar, consecuencia de la influencia del entorno, se transmitían
de una generación a la siguiente.
En 1850, el francés Philippe Joseph Buchez (1796-1865) acuñó el término
degeneración para referirse a la transmisión hereditaria de los elementos genéticos
mórbidos. El concepto de degeneración ganó trascendencia científica gracias a
Bénédict Morel (1809-1873), quien determinó, en su Traité des dégénérescences
physiques, intellectuelles et morales de l’espèce humaine et des causes qui produisent
ces variétés maladives de 1857, las consecuencias de lo que llamó «degeneración

224 Ib., p. 285.


225 Ib.
226 Ib., p. 287.
227 Ib., p. 331.

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hereditaria», producto de factores orgánicos y sociales. El pensamiento de Morel
estaba imbuido de fuertes convicciones religiosas y sostenía que, en el origen de
la especie humana, hubo un hombre primitivo perfecto creado por Dios. Por eso,
el hombre decimonónico era una desviación del original primitivo. En este libro,
el médico tomó las consideraciones de la tesis de otro galeno francés, Prosper
Lucas (1814-1899), quien planteó los trastornos psíquicos —y, en general, todas
las anomalías del comportamiento humano— como expresión de la constitución
anormal del organismo de los sujetos que las presentaban.
Para Morel, la degeneración era resultado de la herencia, en la que se com-
binaban los caracteres morfológicos y fisiológicos heredados y los incorporados
por el medio ambiente (esto sentó las bases de las psicosis endógenas y exógenas).
Asimismo, la alienación mental era el estado más avanzado de la degeneración:
Las condiciones de degeneración, en las cuales se encuentran los herederos
de ciertas disposiciones orgánicas viciosas, no solo se revelan por caracterís-
ticas exteriores fáciles de descubrir, como la baja estatura, la conformación
defectuosa de la cabeza, el predominio de un temperamento malsano, las de-
formidades, las anomalías orgánicas y la imposibilidad de reproducirse, sino
aún más profundamente en las más extrañas aberraciones en el ejercicio de las
facultades intelectuales y de los sentimientos morales.228
Los asilos de alienados eran para el médico francés un repositorio para los
principales degenerados de la especie humana. Allí podían apreciarse las conse-
cuencias no solo de la degeneración, sino los estragos que podían llegar a causar
el exceso de alcohol, la miseria, el trabajo insalubre y todos aquellos hechos
morales que degradaban a la especie. Por ende, eran el último eslabón de una
cadena de degeneración, pero también eran una consecuencia del medio social.
Para Morel, el medio podía despertar ese estado psiquiátrico. En su libro más
reconocido, lo planteó de este modo:
[E]n el seno de esta civilización donde tenemos el derecho de ser fieras, la di-
solución de las costumbres constituye causa activa de degeneración intelectual,
física y moral y que fracciones más o menos considerables del cuerpo social
estén expuestas a contraer las afecciones cuyo germen fatal se transmite a las
generaciones del porvenir, desarrollando en ellas los tipos propios de una de-
generación progresiva.229
No todos los pacientes mostraban los mismos estigmas físicos o morales,
por lo que planteó la idea de una herencia disimilar. Por eso, distinguió distintos
tipos de alienados que se podrían dividir en dos grandes categorías: los que pa-
decían degeneraciones congénitas (débiles mentales, demenciados o paralíticos)
y los que mostraban patologías como consecuencia de la degeneración adquirida

228 Bénédict Morel, Tratado de degeneración de la especie humana, 1857, p. 62, citado en:
Sandra Caponi, «Para una genealogía de la anormalidad: la teoría de la degeneración de
Morel», en Scientiæ Studia, vol. vii, n.o 3, San Pablo, p. 433.
229 Bénédict Morel, Traité des maladies mentales, París, Librairie Victor Masson, 1860, p. 89,
citado en: Josefina Di Filippo, La sociedad como representación. Paradigmas intelectuales del
siglo XIX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 106.

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a pesar de mostrar cierta propensión a ellas. Allí entrarían los maniáticos, por
ejemplo. Hasta entonces, quienes integraban el primer grupo no eran internados
en las instituciones asilares, pero Morel insistió en que todos eran enfermos
mentales y que, por ende, precisaban algún tipo de asistencia sanitaria:
En la medida que la palabra degeneración posee una acepción amplia, exten-
diéndose a todos los que por una u otra causa se alejan más o menos del tipo
normal de la humanidad, de igual modo quiero aplicar a un mayor número de
variedades de enfermedad los beneficios de esas instituciones hospitalarias.
Yo no encuentro ningún inconveniente para que los sordo-mudos y ciegos de
nacimiento, cuyas enfermedades congénitas están asociadas a causas degene-
radoras de la especie, y cuyo estado intelectual, físico y moral presenta ano-
malías especiales (asociadas a esa deficiencia), sean admitidos en los mismos
establecimientos que los alienados. Allí esos desdichados se transformarán en
miembros útiles para la sociedad.230
Todos los casos de degeneración, sin importar su gravedad, se producían
como resultado de la combinación de lesiones físicas, pero también morales y
sociales, con las cuales estaban interrelacionados. Los enfermos psiquiátricos
mostraban una predisposición degenerativa estimulada por el medio.
La teoría tuvo amplia aceptación, en especial en Francia, aunque también
en otras regiones de Europa, que la convirtieron en un poderoso instrumen-
to de legitimación del campo de la psiquiatría y en la referencia para explicar
problemáticas sociales. La teoría de la degeneración aunó en un mismo haz los
fundamentos organicistas que se referían a lesiones cerebrales o a predisposicio-
nes hereditarias a la enfermedad mental, pero también permitió atacar las causas
morales que le permitieron a la psiquiatría opinar sobre distintos aspectos de la
vida pública. Morel estableció algunos criterios generales sobre la prevención
de la enfermedad, en particular vinculados a los elementos morales que podían
desencadenar la degeneración, como ser el consumo de alcohol. La concurrencia
de estudiantes de medicina uruguayos a distintas instituciones educativas fran-
cesas, pero en particular a París, probablemente contribuyó a la divulgación de
la teoría degeneracionista en nuestro medio.
Hacia la década del ochenta del siglo XIX, la interpretación profiláctica se
combinó con las consideraciones eugenésicas de Francis Galton (1822-1911),
quien proponía, sobre la base del control de poblaciones en pleno auge del
industrialismo, la responsabilidad estatal en la limitación de la reproducción
entre los degenerados. Para los eugenistas, la presencia de ciertos genes podía
potenciar o degenerar a la especie humana, por lo que era imprescindible evitar
la reproducción de personas con enfermedades o taras hereditarias. Para los eu-
genistas más duros, las medidas de higiene y la existencia de casas o asilos que
respondían a la beneficencia pública eran contraproducentes, porque retrasa-
ban el destino inexorable de los degenerados que, por su constitución orgánica,
no podían (ni debían) sobrevivir.
230 Bénédict Morel, Tratado de degeneración de la especie humana, 1857, p. 695, citado en:
Caponi, o. cit., p. 441.

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En Uruguay —como señala la historiadora Yvette Trochon—, la eugenesia
alcanzó «legitimación académica ingresando en la Facultad de Medicina», pero
también «se infiltró triunfadora en otros campos», aun en aquellos «que pertene-
cían a los sectores políticos de izquierda como los anarquistas y los socialistas».231
En Uruguay, la idea de raza (o de especie, que pasó a ser un eufemismo) trascen-
dió las divisiones y los enfrentamientos ideológicos y se incorporó como elemen-
to fundamental para explicar el desarrollo (o, por el contrario, la no evolución)
de las sociedades. Esta visión también legitimó la existencia de razas superiores o
de naciones (europeas) que se encontraban en un estadio de desarrollo avanzado,
mientras que los países de América del Sur mostraban un atraso estructural a
consecuencia de la mezcla racial que los caracterizaba.
Médicos y abogados elaboraron propuestas para evitar los enlaces matrimo-
niales y la reproducción de personas a las que consideraban enfermas o con taras
hereditarias. Pero, además, ese mismo discurso tuvo un sentido administrativo,
ya que la indiferencia de los sectores populares que se reproducían pese a su
situación económica implicaba una carga para el fisco, porque, muchas veces,
tenían hijos con taras o que no podían mantener. En 1917, el médico batllista
Mateo Legnani señaló que:
La superioridad mental y moral limita la reproducción porque los sujetos su-
periores piensan en el porvenir de su descendencia y evitan los hijos o limitan
su número. De ahí que quienes más se reproduzcan sean los mal dotados, los
imprevisores.232
Graciela Sapriza, quien estudió el discurso eugenista de los médicos loca-
les, sostiene que «el deseo de “imaginar” la nación en términos biológicos, de
“purificar” la reproducción de las poblaciones», sirvió para «definir en nuevos
términos quiénes podían pertenecer a la nación y quiénes no». De esta forma, los
eugenistas «produjeron propuestas intrusivas o prescripciones para nuevas polí-
ticas del Estado hacia los individuos», que, al mismo tiempo, se ligaron, en plena
discusión sobre las bases de la nacionalidad, a la identidad colectiva.233
Morel vinculó los síntomas y signos degenerativos con el medio moral que
degeneraba al individuo. Ese es el soporte de su ley o teoría de la doble «fecunda-
ción» de las enfermedades mentales. La decadencia se manifestaba a través de la
progresividad; es decir, la primera generación de degenerados mostraba solo una
arista de la enfermedad mental (por ejemplo, «nerviosismo»), la segunda ya estaba
formada por neuróticos, la tercera por psicóticos, y, en la cuarta generación, los
niños nacían con retardo y estaban, por ende, condenados a desaparecer.

231 Yvette Trochon, Las mercenarias del amor. Prostitución y modernidad en el Uruguay
(1880-1932), 2.a ed., Montevideo, Taurus, 2003, p. 269.
232 Mateo Legnani, Catecismo de higiene, Montevideo, Imprenta Artística Dornaleche, 1917,
p. 106.
233 Graciela Sapriza, La «utopía eugenista». Raza, sexo y género en las políticas de población
en el Uruguay (1920-1945), tesis de maestría [inédita], Montevideo, 2001, p. 41.

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La degeneración era un fenómeno acumulativo del cual derivaban enfer-
medades psiquiátricas o cuadros de «imbecilidad». Por eso, era tan importante
estudiar la genealogía de los degenerados y de los enfermos psiquiátricos, ya que
permitía encontrar cuadros de neurastenia, alcoholismo, prostitución, crimina-
lidad, relaciones entre consanguíneos, entre otros, que explicaban la situación
del paciente pero que también afectaban a toda la sociedad. Asimismo, su visión
evolucionista planteó la inconveniencia del mestizaje humano por producir de-
generación, es decir, seres desequilibrados híbridos, lo que era altamente funcio-
nal al colonialismo de la época.
En la segunda mitad de la década del sesenta del siglo XIX, el psiquia-
tra inglés Henry Maudsley (1835-1918) publicó su trabajo The Physiology and
Pathology of Mind, donde estableció la predisposición hereditaria como una de
las causas fundamentales para entender los trastornos psiquiátricos.234 Según su
posición, la abrumadora mayoría de las enfermedades mentales tenían un origen
hereditario y en ellas era posible detectar elementos transmitidos por enfermeda-
des «nerviosas», pero también por intervención de otro tipo de afecciones.
Otro seguidor de las tesis de Morel fue Valentin Magnan (1835-1916),
quien le atribuyó a la degeneración un desequilibrio entre los centros inferiores
y superiores del cerebro.235 En otras palabras, la degeneración era una patología
mental que se expresaba a través de un estado mórbido que provocaba el mal
funcionamiento del órgano cerebral. Su diferencia sustancial con Morel radicaba
en que no admitía un tipo perfecto en el pasado, sino que entendía que la per-
fección se lograba en la evolución —estaba en el futuro— y que la degeneración
consistía en la reducción de la voluntad, entendida como capacidad de lucha
para sobrevivir y adaptarse. Según esta visión, había dos tipos de evolución: la
normal y la que profundizaba los estigmas degenerativos, que se encargaba de
poner fin a los tipos degenerados, ya que la especie no podía continuar con su
reproducción. Su concepto de degeneración hereditaria se complementó, en la
década del ochenta del siglo XIX, con el análisis de las enfermedades psiquiátri-
cas que se despertaban en el individuo «normal».
Lo relevante de estos avances en el campo psiquiátrico durante la primera
mitad del siglo XIX fue que permitieron que la enfermedad mental se alejara
de la idea de ser algo supraterrenal, demoníaco. Por el contrario, plantearon un
carácter biologicista asociado a la heredodegeneración y, en concreto, como lo
había planteado Esquirol, al órgano de la razón: el cerebro. Lo que la nueva con-
ceptualización psiquiátrica ganó de científica la alejó de la religión: las ideas del
terreno patógeno, la predisposición, el atavismo o los estigmas serán una parte
central del discurso psiquiátrico de la segunda mitad del siglo XIX. Con Morel
y Magnan como los dos pensadores más sobresalientes, asistimos al momento

234 Las obras de Maudsley, editadas en francés, se encuentran entre los textos de la biblioteca
que perteneció al manicomio.
235 Porter, o. cit., p. 145.

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de expansión de la idea de degeneración y a la nueva conceptualización de la
nosografía psiquiátrica.
El despertar de una enfermedad dependía de una disposición individual, en
la que actuaban el sistema nervioso y la herencia patológica. Asimismo, se bus-
caban lesiones físicas en todas las patologías y también en las llamadas nerviosas,
aunque las lesiones cerebrales no eran tan evidentes. A ello se sumaban las causas
morales. La herencia no fue solo una corriente médica, sino que la idea de de-
generación comenzó a reflejarse en las páginas de periódicos y en la publicidad.
Como señaló el historiador Gabo Ferro —quien siguió la trayectoria intelectual
de algunos degeneracionistas argentinos—, la combinación de estas corrientes
permitió que resultara degenerado «todo aquel individuo cuyas anomalías físicas
o morales atenten no solamente contra la especie y la raza, sino también con-
tra los elementos propios del proyecto de la elite: nacionalidad, clase, género,
familia y sociedad».236 Si bien el concepto de degeneración era impreciso y eso
favorecía su carácter polimorfo, podría señalarse como:
Un tránsito del hombre, la mujer y el niño hacia lo in-humano, como la tras-
lación desde un estado original íntegro, higiénico, moral, limpio y saludable
hacia una condición subsumida a su corrupción, o como la manifestación de
ciertos signos de una irreversible herencia genética por fin manifiesta.237
Al decir de Foucault, la degeneración fue «la gran pieza teórica de la medi-
calización del anormal» y brindó a la psiquiatría la posibilidad de «referir cual-
quier desviación, diferencia, retraso, a un estado de degeneración», lo que le
permitió su «injerencia indefinida en los comportamientos humanos».238
En Uruguay, nuevamente, el francés Brunel fue uno de los primeros intro-
ductores de la idea de la herencia y «la predisposición a las enfermedades» en «las
generaciones sucesivas de una misma familia», consecuencia de «los principios
mórbidos hereditarios». Para atacar ese tipo de situación, el médico propuso
corregir «la constitución física de las razas» a través de un abordaje social y mo-
ral que despejara «los vicios de la población que tienden a deteriorarla».239 En
ese sentido, podríamos sostener que la idea de degeneración entre los alienistas
durante el tramo histórico considerado tomó en cuenta los aspectos orgánicos
y clínicos, pero con una fuerte vinculación con el análisis de las circunstancias
sociales de los enfermos.
El médico de origen polaco Julio Jürkowski sostuvo, en una serie de artí-
culos dedicada al cerebro, que «todos los casos de alienación mental, como está
probado hoy por millones de autopsias, siempre dependen de una lesión material

236 Gabo Ferro, Degenerados, anormales y delincuentes: gestos entre ciencia, política y represen-
taciones en el caso argentino, Buenos Aires, Marea, 2010, p. 22.
237 Ib., p. 189.
238 Michel Foucault, Los anormales. Curso en el College de France (1974-1975), Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 293.
239 Brunel, o. cit., p. 174.

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del cerebro», que se combinaba con las llamadas «causas morales».240 Desde sus
orígenes, los médicos locales mostraron un fuerte interés por las causas físi-
cas, pero sin un determinismo biológico radical. Estas posiciones reafirmaron
el estudio sobre las familias y no solo del individuo afectado por una patología
concreta, aunque la seguridad demostrada por el médico polaco en su artículo
no era compartida por todos los diplomados del período. En 1881, Diego Pérez
—como vimos, catedrático de Medicina Legal— sostuvo que «las causas orgá-
nicas cerebrales de la locura se ignoran en Medicina» y que hasta ese entonces la
ciencia solo conocía causas que se podían «llamar influencias secundarias».241 De
hecho, los intentos por visualizar los trastornos psiquiátricos a través de lesio-
nes cerebrales no produjeron bases anátomo-patológicas relevantes. De la mano
del degeneracionismo, una visión organicista fue ganando terreno, pero nunca
desconoció las causas morales. Podríamos pensar que el tardío aggiornamiento
de los médicos locales no provocó, como en otros lados, una contienda entre las
posibles etiologías de las enfermedades psiquiátricas.
El degeneracionismo se reforzó con la aparición de la teoría del naturalista
británico Charles Darwin (1809-1882) sobre la herencia y la evolución de las
especies, y con los aportes de las primeras leyes de la herencia y la hibridación
propuestas por el religioso austriaco Gregor Mendel (1822-1884) en 1865.242
La combinación de ambas posiciones originó el llamado darwinismo social, muy
influyente en la medicina, la sociología y la criminología de cuño positivista entre
1870 y 1900, en especial en las consideraciones de Cesare Lombroso (1836-
1909), Francis Galton y el pensamiento racista que pasó de la psiquiatría a la
criminología y la política.243 En esta forma de mirar a los enfermos psiquiátricos
(y a los delincuentes), concluyeron varias líneas de pensamiento moderno, como
la frenología (que escrutaba la esencia interna mediante la palpación de lo exter-
no), la teoría de la degeneración y, la más decisiva, el lombrosismo, así llamada
240 Julio Jürkowski, «El cerebro», en Revista Científico-Literaria, n.os 7 y 8, Montevideo, 11 de
marzo de 1877, pp. 166 y 201.
241 Diego Pérez, «La enajenación mental y el suicidio», en Revista Científica de Medicina
y Ciencias, t. I, Montevideo, Imprenta El Siglo Ilustrado, 1888, p. 74. La edición es de
1888, pero el texto al que hace referencia fue presentado por su autor en noviembre de
1881 a pedido de «la Jefatura de Policía» «por la frecuencia de los suicidios llevados a
cabo» en Montevideo.
242 Según las memorias del médico alemán Carl Brendel, El origen de las especies se difundió
en Montevideo a mediados de la década del sesenta del siglo xix, datación que tiene sen-
tido si pensamos que la primera edición de la obra en inglés se realizó en 1859 (Brendel,
o. cit., p. 165). Arturo Ardao sitúa las resonancias del darwinismo en la década del setenta
del siglo XIX (Ardao, o. cit., pp. 108-109).
243 Sostiene Rafael Huertas García-Alejo que «los preludios de la crisis económica y del neo-
colonialismo ponen en marcha mecanismos ideológicos que preparan el terreno. Y en este
contexto, el médico dirigirá una mirada dura encaminada fundamentalmente a los criminales
y a los enfermos mentales en un intento de dar un soporte científico —e incluso filosófi-
co— a las exigencias de la sociedad burguesa finisecular» (Rafael Huertas García-Alejo,
«Valentin Magnan y la teoría de la degeneración», en Revista de la Asociación Española de
Neuropsiquiatría, vol. v, n.o 14, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1985, p. 361).

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por su mentor, Cesare Lombroso, el médico italiano autor de L’uomo delinquen-
te de 1876, que sustentaba sus hipótesis sobre criminalidad en la observación de
las características fisonómicas. Su particular visión articuló ciertas ideas y teorías
ya clásicas de la fisonomía y la frenología para afirmar la existencia de individuos
anormales que por su particular constitución física y psíquica mostraban cierta
tendencia al delito, la cual se manifestaba mediante algún tipo de anormalidad
orgánica. Para Lombroso —que rescataba los planteos evolucionistas del darwi-
nismo y los ensayos de fisonomía de John Caspar Lavater (1741-1801)— este
tipo de hombres portaba evidencias físicas primitivas e involucionadas, que se
podían medir en formas o dimensiones anormales del cráneo o de la mandíbula
o en asimetrías de la cara y del cuerpo. Al mismo tiempo, sostenía que algunos
delincuentes presentaban una ausencia congénita del sentido moral, por lo que
constituían el delincuente nato.
Como «criminales natos» se catalogaba a los travestidos, homosexuales, mili-
tantes anarquistas, enfermos psiquiátricos, alcohólicos, drogadictos y algunos ti-
pos de inmigrantes. Para combatirlos, se propusieron diversas tentativas que iban
desde la prohibición de ingresar al país, la expulsión, la reclusión o la formación
de escuelas especiales hasta la esterilización. En este sentido, tal como advierte
Foucault, al inscribir las infracciones en el campo del conocimiento científico,
el campo legal proporcionó un asidero justificable sobre los individuos, «no ya
sobre lo que han hecho, sino sobre lo que son, serán y pueden ser».244
Dos discípulos de Lombroso, el sociólogo y criminólogo Enrico Ferri
(1856-1929)245 y el jurista Raffaele Garófalo (1851-1934) replantearon la
cuestión criminal como un fenómeno sociológico e histórico al negar la dimen-
sión antropológica y biológica sostenida por su mentor. Para estos autores, el
aumento del delito debía buscarse en la situación política, en el crecimiento
exponencial de la población y en las condiciones económicas de la sociedad.
Más allá de las diferencias entre la perspectiva antropológica lombrosiana y la
teoría sociológica de Ferri y Garófalo, además de otras corrientes menores, en
los dos casos, se estableció como prioritario el combate a los «anormales» o «de-
generados» para convertir a una determinada sociedad en «civilizada». Con estas
presunciones, la medicina y la psiquiatría decimonónicas crearon dos nuevas
categorías: el individuo a corregir (en el ejército, en la escuela, en los talleres) y
el incorregible, aquel que escapa a cualquier tipo de normatividad y no respeta
la soberanía de la ley.246
Estas consideraciones criminológicas se combinaron con el evolucionismo
darwiniano, en particular con su vertiente social. La teoría de Darwin reposa-
ba en tres conceptos fundamentales, según los cuales, en primer lugar, todas

244 Michel Foucault, Vigilar y castigar, 2.a ed., Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, p. 28.
245 Ferri estuvo en Uruguay a comienzos del siglo XX y su presencia despertó una polémica
entre los liberales que se opusieron a las vertientes más extremas del evolucionismo.
246 Michel Foucault, «Los anormales», en La vida de los hombres infames, La Plata, Editorial
Altamira, 2008, p. 62.

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las especies proceden de la transformación de otras anteriores; la causa de la
evolución es la lucha por la supervivencia, en la cual sobreviven solo los más
aptos, y, por último, los caracteres morfológicos y fisiológicos se transmiten de
generación en generación. Esta misma visión se trasladó al plano social porque
se entendió que en la vida en comunidad ocurría un fenómeno similar al de la
naturaleza, donde solo sobrevivían y sobresalían los más aptos. Por eso, además
de la herencia, la psiquiatría comenzó a prestar atención a las llamadas causas
morales que podían acentuar el proceso hereditario.
En 1886, tuvo lugar en la Société Médico-Psychologique una discusión
sobre la locura hereditaria, en la que se intentó alcanzar acuerdos para dis-
tinguir la herencia de la degeneración. De esa discusión salió el trabajo de
Magnan, Leçons cliniques sur les maladies mentales de 1887, en el que se
recogían sus clases y las conferencias impartidas en el asilo de Sainte-Anne y
en el que defendía la posición de Morel sobre la transmisión de las afeccio-
nes mentales y la degeneración irrefrenable de los descendientes.247 En 1895,
junto a su discípulo Paul Legrain (1860-1939), Magnan, en un libro titulado
Les dégénérés (Etat mental et syndromes épisodiques), expuso los elementos
fundamentales y definitivos de su interpretación.
Rafael Huertas García-Alejo divide la visión magniana en cuatro grandes
ideas: 1) la predisposición es el estado inicial del degenerado; 2) los estigmas
se pueden dividir en morales (retraso intelectual o afectivo, inadaptación so-
cial) y físicos (atrofias, hipertrofias, distrofias); 3) los degenerados presentan un
desequilibrio entre las diferentes funciones orgánicas, y 4) los degenerados no
necesariamente tienen que ser crónicos, sino que pueden adolecer de síndro-
mes episódicos que se dividen en obsesiones, impulsiones y accesos delirantes.248
Asimismo, una idea central planteaba que era posible ser un degenerado no he-
reditario sobre el que habían pesado más las causas accidentales (el alcoholismo
o la drogodependencia, por ejemplo), enfermedades agudas en la primera infan-
cia (escarlatina, sarampión, paludismo) o traumatismos craneanos. Ello llevó a los
dos autores a concluir que:
El término degeneración aplicado a la patología mental designa el estado mor-
boso de un sujeto cuyas funciones cerebrales acusan un estado de imperfección
notorio, si se les compara con el estado cerebral de sus progenitores. Es más,
este estado morboso constitucional se agrava progresivamente, y del mismo
modo que la degeneración de un tejido procede a su desaparición, a su muerte,
la degeneración del individuo procede a su aniquilamiento en la especie; la es-
terilidad es, en efecto, el sello último de la degeneración; está inmediatamente
precedida y acompañada del abastardamiento del tipo. La degeneración es,
pues, un estado patológico y no un estado regresivo, una anomalía reversiva
como la comprenden ciertos autores.249

247 Huertas García-Alejo, o. cit., p. 362.


248 Ib., p. 363.
249 Valentin Magnan y Paul Legrain, Les dégénérés (Etat mental et syndromes épisodiques),
París, 1895, citado por Huertas García-Alejo, o. cit., p. 364.

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La protopsiquiatría uruguaya combinó todos los avances que estaban te-
niendo lugar en las discusiones científicas mundiales. En primer lugar, avanzó en
una conceptualización organicista de la enfermedad e insistió en su origen físico-
cerebral, aunque jamás abandonó, desde sus inicios, la obsesión por las llamadas
causas morales. En este sentido, podríamos decir que lograron una síntesis de
ambas posturas. Según Enrique Castro, «hay dos maneras de entrar al vasto cam-
po de la degeneración mental: por herencia o por adquisición»:
Los idiotas, imbéciles, etc., reciben este triste legado, como consecuencia de
una pena impuesta por la justicia inexorable de las leyes naturales, a la des-
cendencia de los seres que, por ignorancia o por un secreto e inconciente [sic]
impulso, no las respetaran.
Sin embargo, la herencia también era, para este médico, adquirida en la
primera generación de degenerados; por eso, «habría que remontarse muy lejos
entre los ascendientes para encontrar el primer culpable, aquel que adquirió por
su culpa, por su sola culpa, el primer germen de degeneración».250 En otros ca-
sos, para Castro, la organización social podía provocar el estado degenerado al
privar a los hombres de «medios de subsistencia», en especial entre los hombres
desocupados que podían «tomar malas costumbres» o «hacerse holgazán y como
se ha dicho con razón, la haraganería es la madre de todos los vicios». También
estaba contra el
Trabajo excesivo, lo que puede llevarlo por dos caminos distintos a la adqui-
sición de un mismo estado: la degeneración, sea debilitando el organismo por
la sola acción del exceso de fuerzas consumidas y no reparadas, sea empobre-
ciéndolo, modificándolo, por medio de sustancias a las cuales se pide más que
inspiración, el excitante, la fuerza para poder dar pronto y bien el exceso de
trabajo que de él se requiere.251
Los protopsiquiatras locales rompieron con concepciones que consideraban
anticientíficas, como la que atribuía responsabilidad en la enfermedad a entele-
quias como el alma o el espíritu. Lo importante ahora era la realidad material,
los síntomas, el trabajo anatómico y forense, el estudio de la anamnesis del pa-
ciente. La conducta importaba como exteriorización de la enfermedad, pero,
sobre todo, como antecedente hereditario. En ese sentido, la preocupación de
estos médicos no eran los hijos, sino, ante todo, los padres. Podríamos cuestionar
si la relación directa entre la enfermedad de un progenitor o un familiar ascen-
dente no generó preconceptos en los médicos. La fórmula tradicional, del estilo
«la madre padeció igual enfermedad y la abuela materna también»,252 ¿ocultaba
un prejuzgamiento del profesional? Si bien resulta difícil responder a esta inte-
rrogante, podríamos pensar que, en ocasiones, esa relación tan estrecha entre

250 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 438, 439.


251 Ib., fs. 440, 441.
252 Referencia a la historia clínica de D. R. de 20 años, internada el 8 de diciembre de 1904,
enviada desde el departamento de Soriano (Hospital Vilardebó, Libro de entrada de muje-
res 1904-1907, f. 40).

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anamnesis y degeneración puede haber influenciado a los médicos. Por lo menos
hasta entrado el siglo XX, existía pleno convencimiento de que la madre era la
principal transmisora de la enfermedad, como lo señaló, a comienzos de la déca-
da del ochenta del siglo XIX, en un artículo publicado luego a fines del decenio,
Diego Pérez, especialista en medicina legal:
Si se tiene en cuenta la mayor influencia que la mujer tiene en las cuestiones
de la propagación de la especie; si recordamos la simpatía que existe entre las
facultades intelectuales de la mujer y el útero en un estado de gestación, no es
extraño que la estadística pruebe que es más frecuente la demencia heredada
por la madre, que por el padre. La mirada del médico, para evitar esta causa,
se dirige hacia el matrimonio, y como un medio de impedir la frecuencia de la
enajenación mental, debiera empezarse por informarse bien, antes del matri-
monio, de la salud de las familias: los locos, los epilépticos, los escrofulosos y
los tísicos no debieran unirse entre sí; circunstancia que debe siempre tenerse
en cuenta en atención al mejoramiento y conservación de las razas.253
A tono con las consideraciones sobre la reproducción de la raza, algunos
médicos sostuvieron que «la locura debe ser siempre un motivo de impedimen-
to para la procreación, y a los que estén afectados de ellas, debe prohibírseles
terminantemente que contraigan lazos matrimoniales».254 También se planteó la
inconveniencia sobre los matrimonios entre consanguíneos:
¿Ofrece inconvenientes el matrimonio entre personas de próximo parentesco?
Asunto es este que tiene dividida la opinión y que ha dado como pocos lugar
a interminables controversias. Afirman algunos que los matrimonios consan-
guíneos no tienen consecuencias desagradables; sostienen otros, con no menos
fuerza de convicción, que estos enlaces ofrecen verdadero peligro: los niños
que nacen de ellos son, dicen estos últimos, linfáticos, contrahechos, epilépti-
cos, tartamudos, sordos, idiotas, etc.255
Entrado el siglo XX, se continuó señalando el carácter de consanguíneos de
los internos: A. C., uruguaya de 18 años, internada el 14 de noviembre de 1904,
fue señalada como una degenerada hereditaria porque era «hija entre consanguí-
neos», ya que «el padre y la madre son primos hermanos».256
De esta manera, se impuso que los contrayentes «deben tener el desarrollo
fisiológico necesario para llenar este fin» y que «ciertos estados físicos congéni-
tos o mórbidos deben considerarse por la ley como impedimentos impedientes
o dirimentes».257 En 1902, la revista Vida Moderna reseñó el texto del médico

253 Pérez, o. cit., p. 76.


254 Pedro Hormaeche, La herencia y las enfermedades hereditarias (tesis presentada para op-
tar al grado de Dr. en Medicina y Cirugía), Montevideo, Imprenta La Colonia Española,
1883, p. 15.
255 Enrique De Parville, «Matrimonios consanguíneos», en Boletín Jurídico-Administrativo.
Revista Hebdomadaria Enciclopédica, año iii, t. iii, n.o 114, Montevideo, 5 de agosto de
1877, p. 533.
256 Hospital Vilardebó, o. cit., f. 24.
257 Manuel Adolfo Olaechea., «Necesidad de la intervención de médicos en la confección de
las leyes. Crítica del Código Civil relativa al matrimonio», en La Gaceta de Medicina y

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italiano Angelo Zucarelli, publicado en enero de ese año en la revista bonaeren-
se Archivos de Criminología, Medicina Legal y Psiquiatría, que proponía una
serie de medidas para «impedir la reproducción de los degenerados» a través de
la «selección artificial» que pusiera «un dique a tan desbordante multiplicación
de seres orgánicamente degenerados». Entre las propuestas de Zucarelli, se en-
contraba la esterilización masiva de mujeres y hombres degenerados, alcoholis-
tas, epilépticos, sifilíticos, tuberculosos y a los delincuentes por instinto o por
hábito. Además, y de acuerdo a una ley promulgada en el estado norteamericano
de Indiana (que mencionaremos más adelante), pedía la «prohibición del matri-
monio a las personas afectas de enfermedades graves» y evitar «una falanje [sic]
cada vez más numerosa de sujetos mayormente degenerados».258
En las historias clínicas relevadas, podemos ver que el análisis médico co-
menzaba con un estudio del cuerpo del enfermo y de los antecedentes familiares
para pasar luego a las consideraciones morales que se convertían también en
causales del trastorno mental. Este tipo de análisis —y su difusión— también
legitimó el rol del psiquiatra como un moralista, como un reformador social.
Los estudios médicos publicados en la Revista Médica del Uruguay o en otras
publicaciones similares tomaban como punto de partida los antecedentes fami-
liares. La herencia, la transmisión de factores que podían desestabilizar el com-
portamiento del individuo y su combinación con aspectos morales afloran en los
estudios clínicos relevados y utilizados.
Una posición similar mostraron los abogados (como veremos en el apartado
dedicado a la relación entre criminalidad y locura), con consideraciones muy
cercanas al terreno médico, que nos llevan a plantear la existencia de un campo
sanitario-legal en relación con los enfermos psiquiátricos. Por eso es que, en
nuestro trabajo, sostenemos que abogados y médicos delinearon de forma con-
junta las relaciones entre los alienados, el Estado, la policía y la justicia, y que,
pese a que no siempre estuvieron de acuerdo entre sí, contribuyeron a la promul-
gación de disposiciones vinculadas al tratamiento de los enfermos psiquiátricos.
En 1892, al estudiar las «causas de la delincuencia», el joven abogado Félix Ylla
se refirió a la «trasmisibilidad» (sic) de la locura de padres a hijos:
La locura —sostuvo— que invade y destruye todas las facultades se manifiesta
en la descendencia, sino que también las locuras parciales, las manías, las mo-
nomanías y la idiotez causan el mismo efecto, reproduciéndose en la prole los
mismos caracteres e inclinaciones existentes en los padres. 259
En esa línea, mostró sus consideraciones La Revista de Derecho,
Jurisprudencia y Administración al asegurar que «los padres enfermos engen-
dran hijos enfermizos que no pueden perpetuar una raza fuerte, [que] mueren

Farmacia, año ii, t. i, n.o 14, Montevideo, 15 de noviembre de 1882, p. 450. El artículo
142 del Código Civil impedía la unión matrimonial de personas con «incapacidad mental».
258 Angelo Zucarelli, «Necesidad y medios de impedir la reproducción de degenerados», en
Vida Moderna, año ii, vol. vi, Montevideo, abril de 1902, pp. 280-281.
259 Félix Ylla, Causas de la delincuencia, Montevideo, Imprenta Rural, 1892, pp. 84-85.

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como las plantas que sucumben antes de haber florecido y dado su semilla»,
y, a tono con el darwinismo social, que «en la tierra permanece la herencia de
los fuertes».260 También José P. Colombi, en su tesis para optar por el grado
de doctor en Derecho y Ciencias Sociales presentada en el año 1905, sostuvo
que «todos los seres dotados de vida tienden a repetirse en sus descendientes,
a transmitirles las particularidades de su naturaleza física y moral». Esa trans-
misión era «la herencia», que «se refiere no solamente a la estructura orgánica y
a las funciones de los individuos, o sea, a la parte fisiológica, sino también a la
parte psicológica, es decir, a las diversas operaciones que constituyen la vida
mental».261 La herencia no era «fatal», aunque «existe en muchos casos, y una vez
trasmitida, la enfermedad puede manifestarse en el descendiente en la misma
forma que en el ascendiente o en otra forma distinta».262 La preocupación del
abogado era la relación entre herencia y criminalidad que, como veremos más
adelante, descartaba.
Algunos de estos planteos fueron defendidos por quienes dirigían las
instituciones penales. Alfredo Giribaldi, médico de los establecimientos pe-
nitenciarios, fue partidario del análisis hereditario en el caso de los enfermos
psiquiátricos. Según su visión, «las causas generadoras del desequilibrio mental»
descansaban «sobre un trípode: la herencia, el surmenage, el alcoholismo», a los
que llamó «un factor genuinamente físico, un factor puramente social, un fac-
tor mixto», pero «si vamos más a lo hondo, encontraremos un factor único: la
degeneración; degeneración hereditaria o degeneración adquirida, para el caso
es lo mismo». De este modo, los «caracteres físicos se heredan», tal como «los
psíquicos, y así se transmiten de padres a hijos las disposiciones intelectuales,
las modalidades del carácter y hasta las tendencias».263 Giribaldi se mostró muy
cercano a los planteos iniciales de Morel al sostener que «la locura» «es tal vez
la enfermedad que con mayor fuerza imprime el sello degenerativo a la raza, por
transmisión hereditaria», que provoca «la esterilidad y la extinción completa de
la familia así marcada, en la quinta y aún en la cuarta generación».264 Aunque
advertía que «desgraciadamente tenemos que confesar que tan vago es degenera-
ción como locura, y que poco hemos ganado con el cambio de términos»,265 del
mismo modo se preguntaba: «¿Es realmente la herencia la causa esencial de los
trastornos mentales entre nosotros? Yo me permito dudarlo».266

260 «¿Los tísicos pueden casarse?», en La Revista de Derecho, Jurisprudencia y Administración,


año iv, n.o 14, Montevideo, 31 de marzo de 1898, p. 216.
261 José P. Colombi, El atavismo y la herencia. Explicación patológica del delito, Montevideo,
Imprenta Rural, 1905, p. 23.
262 Ib., p. 31.
263 Alfredo Giribaldi, El régimen penitenciario en Montevideo, Montevideo, El Siglo Ilustrado,
1901, pp. 94-95.
264 Ib., p. 97.
265 Ib., p. 95.
266 Ib., p. 97.

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Esta posición fue acompañada con el paulatino abandono de la noción de
degenerado, al menos en el campo de la psiquiatría (no así, como veremos, en
la prensa). Etchepare destacaba, a comienzos del siglo XX, la inconveniencia de
utilizar la expresión degenerado, porque consideraba que no significaba
Nada preciso, o quizás por eso mismo, ha hecho camino y etiquetado situa-
ciones muy diferentes, muy heterogéneas, abarca demasiado, todo lo que es
anormal, toda desviación congénita de lo que se considera normal o común,
comprendiendo así en el mismo y absurdo abrazo desde el idiota más completo
hasta el genio.267
Probablemente, el psiquiatra buscaba definir de forma más precisa las dis-
tintas manifestaciones psiquiátricas y, al mismo tiempo, cuestionar la idea de in-
curabilidad de la enfermedad mental, que chocó con la posición de los médicos,
quienes debían legitimar su actuación, no solo para tratar a los pacientes, sino
también para eventualmente reinsertarlos en el medio social. El medio, es cierto,
podía ser pernicioso, pero, como veremos, los médicos de fines del siglo XIX y
comienzos del XX también se propusieron reformar la sociedad.
Al iniciar el siglo XX, existía entre los médicos cierta incomodidad para
seguir hablando de herencia degenerativa, y, probablemente, de ahí el interés por
buscar nuevas explicaciones para los orígenes de las enfermedades psiquiátricas
y la incorporación, como veremos, de métodos de sugestión más cercanos a las
teorías de Freud.268
Los médicos ya estaban preparados para el descubrimiento de lo que co-
menzaba a llamarse psicogénesis, salto epistemológico iniciado por Charcot en
sus estudios sobre las histerias y consolidado por la corriente psicoanalítica, que
diferenció la sintomatología neurológica de las afecciones de tipo psíquico.269
Sin embargo, y hasta nuestros días, la idea de la degeneración hereditaria había
ganado legitimidad entre los facultativos y en la prensa, como analizaremos.
Podríamos pensar que la ausencia de organicistas exacerbados entre los médicos

267 Bernardo Etchepare, «Los débiles mentales», en Revista Médica del Uruguay, vol. xvi,
Montevideo, 1914, pp. 266-267. En 1913, Etchepare publicó también un libro del mis-
mo título cuyos capítulos se incorporaron a distintos volúmenes de la Revista Médica del
Uruguay: Bernardo Etchepare, Los débiles mentales, Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1913.
268 Encontramos la primera referencia a Freud en el año 1900 en el artículo de Luis Morquio,
quien, en realidad, se refiere a Freud como neurólogo (Luis Morquio, «Coxalgia histérica», en
Revista Médica del Uruguay, n.o 3, Montevideo, 1900, p. 136). Barrán señaló que la primera
referencia a Freud databa de 1913 (Barrán, o. cit., vol. ii, p. 46).
269 Por eso, en el caso uruguayo, no podemos estar de acuerdo con la idea de Foucault según la
cual «el psicoanálisis puede interpretarse como el primer gran retroceso de la Psiquiatría»
y parte de un movimiento de despsiquiatrización (Michel Foucault, El poder psiquiátrico.
Curso en el College de France (1973-1974), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2008, p. 164). Por el contrario, en el caso local, los médicos incorporaron rápidamente las
ideas freudianas y las combinaron con interpretaciones propias de las corrientes psiquiátricas
convencionales. El fenómeno de expansión del psicoanálisis tuvo lugar recién en la segunda
década del siglo XX.

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locales favoreció la difusión de las ideas de la psicogénesis y una posterior recep-
ción del psicoanálisis.
Es posible que entre los médicos influyeran las dificultades para aceptar solo
la teoría de la degeneración, en especial por sus ligaduras con la incurabilidad de
la enfermedad mental. En otras palabras, aceptar que la enfermedad mental era
irreversible (y llevaba a la desaparición inexorable de los grupos degenerados) era
un cuestionamiento para la función profesional. No obstante, no descartaron del
todo esa vertiente, sino que, como ya adelantamos, la combinaron con el análisis
de las causas morales y la situación social del enfermo. Esta adaptación de las dos
posiciones estuvo presente en la psiquiatría uruguaya desde sus orígenes.
La mixtura de causas se aprecia en las historias clínicas presentadas por
los psiquiatras: si bien la herencia o el medio social podían ser determinantes,
su influencia era recíproca. Luis Morquio, uno de los primeros pediatras de la
historia del Uruguay, analizó, de este modo, la afasia de un niño de 3 años. En
el informe, sobresale la situación física del paciente («ataques convulsivos que se
repitieron varias veces en el día»), la herencia («madre con manifestaciones ner-
viosas no definidas, pero de un temperamento excesivamente impresionable»; «el
niño que ha heredado esa hiperexitabilidad [sic]»), a lo que se agrega un aspecto
moral («es además, vicioso, se le ha enseñado a fumar»).270 La combinación de
esos tres elementos provocó, según el médico, «la predisposición neuropática
del niño, por sus antecedentes propios y hereditarios».271 Sin embargo, «dentro
de la mayor o menor fatalidad de la ley de herencia», existía cierta posibilidad
de combatirla «y preparar una vida ulterior en que queden neutralizados, en lo
posible, los efectos hereditarios». Para eso, según Bernardo Etchepare, era fun-
damental controlar la «dinámica moral» en la que estaban inmersas las personas
que ya tenían un terreno hereditario patógeno.272
Si bien era «evidente que una herencia cargadísima no podrá ser resistida
con facilidad», tampoco había que negar que era posible atenuarla «en cierto
grado» a través de un «tratamiento preventivo de la[s] neuro- y psicopatías».273
Una posición similar defendió Santín Carlos Rossi, para quien «la predisposición
sigue reinando soberana en la orientación de la enfermedad; pero es más conso-
lante porque, poniendo de relieve los factores secundarios, permite pensar en la
profilaxis de las causas ocasionales». En ese sentido, avizoraba como no lejano
«el día en que el alienado tendrá, como el cardíaco, como el hepático, como el
renal, su cartilla de higiene».274

270 Luis Morquio, «Un caso de afasia psíquica en un niño de tres años», en Revista Médica del
Uruguay, vol. i, Montevideo, 1898, p. 143.
271 Ib., p. 150.
272 Bernardo Etchepare, «Educación de los niños nerviosos [trabajo presentado en el II
Congreso Científico Panamericano, Washington, el 3 de enero de 1916], en Revista Médica
del Uruguay, vol. xix, Montevideo, 1916, p. 208.
273 Ib., p. 211.
274 Santín Carlos Rossi, «Régimen de convalecencia de los alienados», en Revista Médica del
Uruguay, vol. xix, Montevideo, 1916, pp. 622-623.

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La nosografía elaborada por los médicos locales, si bien siguió los pará-
metros establecidos por las corrientes provenientes de Europa, evolucionó de
acuerdo a las particularidades que atravesó el campo local. Los psiquiatras loca-
les rompieron con concepciones que consideraban anticientíficas, como la que
atribuía la responsabilidad de la enfermedad a entelequias como el alma o el
espíritu, la intervención de concepciones religiosas o mágicas. Al mismo tiempo,
adoptaron las nociones de herencia o degeneración para explicar las enfermeda-
des psiquiátricas, conocer los antecedentes de los familiares de sus pacientes y
tratar de brindar un continuum biológico que no desconoció las causas morales
de la enfermedad, la existencia de espacios sociales o prácticas que era necesario
eliminar o combatir para evitar la adquisición de una psicopatología. En esta
idea, se condensa una actitud clave de los psiquiatras de fines del siglo XIX y
comienzos del xx, ya que la neutralización dependía de la capacidad existente
para controlar el medio social. Tal visión se resume en la siguiente idea de Santín
Carlos Rossi, para quien «al lado de la predisposición y de la herencia» la etio-
logía de la enfermedad psiquiátrica debía comprender la situación moral del
paciente.275 De ahí que los psiquiatras, como los médicos en general, se pusieran
a la cabeza de un proceso de reforma social que buscaba modificar hábitos y
costumbres de los sectores que, según se entendía, tenían cierta tendencia a la
degeneración. En palabras de Santín Carlos Rossi, «el médico alienista debe te-
ner, más que ningún otro médico, autoridad moral indiscutible sobre el enfermo,
autoridad que debe manejar afectuosamente pero sin mengua».276

275 Ib., p. 623.


276 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 22.

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La definición y las causas
de las enfermedades mentales

En forma paralela a las transformaciones en la delimitación de las causas de


la enfermedad, se comenzaron a definir grados en los trastornos psiquiátricos y en
las distintas manifestaciones dentro de ese campo que, a mediados del siglo XIX,
solo se llamaba «locura» o «enajenación». Entre 1860 y 1910, se sucedieron distin-
tos sistemas que explicaban los desórdenes mentales y los médicos locales fueron
tomando nota y adaptando las principales discusiones científicas al contexto en
que actuaban. La «locura» dejó de ser una definición general y se avanzó en una
clasificación de distintos estados psicopáticos. En este capítulo, analizaremos qué
implicó para los médicos del período la mayor parte de las categorías en las que
fueron definiendo la enfermedad y sus síntomas.
Nuestra sistematización no será acabada ni exhaustiva: al seguir las fuen-
tes, nos referiremos a algunos rasgos de la sintomatología y a características
de afecciones que, en muchos casos, no eran claras tampoco para los médicos.
Podremos definir rasgos generales para la llamada «debilidad mental», la «epi-
lepsia», la «parálisis» y la «demencia», así como para las neurosis, que incluían la
histeria y los distintos tipos de manía.
La etiología de las enfermedades combinó las causas biológicas con las so-
ciales; por tanto, resultará fundamental alcanzar un equilibrio entre las posi-
ciones para ver qué rasgos orgánicos encontraron en las enfermedades y qué
importancia atribuyeron al medio social en la aparición de la psicopatía. Las
primeras enfermedades que trabajaremos (debilidad mental, epilepsia, parálisis y
demencia) se asociaban a causas orgánicas, mientras el rubro de las neurosis (que
incluía la histeria y los distintos tipos de manía) estaban más emparentadas con
la combinación de causas biológicas y sociales.

Los primeros intentos de clasificación de las enfermedades


La visita que realizó Adolphe Brunel al recién creado Asilo de Dementes da
cuenta de las dificultades para establecer una nosotaxia certera, aunque ya había
una definición por grandes grupos de enfermedad, que imperó hasta entrado
el siglo XX. Podríamos dividir los tipos de enfermedades en: debilidad mental
o idiocia, epilepsias y distintos grados de neurosis, entre los que se destacaban
las manías delirantes, las parálisis parciales o generales y la histeria. Pero esta
separación entre tipos —que no siempre era tal, ya que estos se tocaban o rela-
cionaban (es decir, un epiléptico podía terminar sus días padeciendo una paráli-
sis)— no estaba clara en los inicios del Asilo de Dementes.

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La inespecificidad es evidente en la descripción que realizó Brunel sobre
los internos que vio y sobre las causas de su reclusión.277 De los 36 hombres
internados que observó en el asilo, «9 eran idiotas, 3 tenían delirium tremens, 4
el delirio alegre, 2 locura hereditaria y 20 mono-manías», mientras que, de las
30 mujeres, «4 eran idiotas, 2 tenían delirius [sic] tremens, 3 el delirio alegre, 4
agitadas y 17 maniáticas o monomanías».278 Si bien en sus consideraciones ya iba
delimitando una clasificación, no queda claro qué era, por ejemplo, el «delirio
alegre», que, ya desde la década del ochenta del siglo XIX, se incluiría dentro de
las manías generales o de la histeria.
La falta de clasificación también se relacionaba con la situación administrati-
va del asilo, puesto que allí los enfermos solo estaban divididos por sexos en «lo-
querías» y no por el tipo de síntoma que presentaban, de modo que los llamados
«agitados» podían convivir con los enfermos que ingresaban al hospicio de forma
transitoria e, incluso, como vimos y seguiremos viendo, con aquellos sin psicopa-
tologías evidentes. Decía Brunel que, con la fundación del asilo, la
Situación de los dementes ha mejorado [pero] no se ha hecho bastante al divi-
dir los sexos; cada división debería tener también su clasificación metódica se-
gún la intensidad y la especie de delirio que tuviesen los enfermos; los idiotas,
por ejemplo, no deberían estar confundidos con los agitados, pues aquellos,
generalmente inofensivos y muchas veces privados del sentimiento de la propia
conservación, se hallan expuestos a ser maltratados por estos.279
Sin embargo, la mezcla de los internos siguió siendo un problema hasta la
construcción de un observatorio y de nuevos pabellones a comienzos del siglo XX.
El trabajo de Brunel es de 1862; las cifras siguientes que de momento ob-
tuvimos datan del año 1879 y fueron aportadas por la Comisión de Caridad.
Según estos datos, entre los hombres internados a la fecha de la publicación de
la Memoria… en el último año de la década del setenta del siglo XIX, había 38
pacientes hombres con síntomas de estupor, 4 con estupor melancólico, 10 con
delirio crónico, 36 con manías (divididas en comunes, impulsivas, suicidas, re-
ligiosas, homicidas, «circular» [sic], persecutorias), 3 internos con incoherencia,
15 con excitación maníaca, 1 con idiotismo, 5 con alcoholismo, 3 con imbecili-
dad, 5 epilépticos, 4 con delirio asténico, 1 con delirio generalizado, 1 con aura
epiléptica, 1 con vitiligo, 2 sordomudos, 1 tuberculoso, 1 con hemiplejia, 1 con

277 Una definición menos precisa todavía que la de Brunel fue la de la revista Anales de la
Sociedad de Medicina Montevideana que, en 1854, se refirió simplemente a «enfermeda-
des cerebrales» para los pacientes con trastornos psiquiátricos internados en el Hospital de
Caridad (Anales de la Sociedad de Medicina Montevideana, primer año, t. 1.o, n.o 2, enero de
1854, p. 19). Todavía en 1879 algunas publicaciones médicas se referían, por ejemplo, a «la
enfermedad del sueño del África Occidental» en relación con un trastorno de sonambulismo
(Boletín de la Sociedad Ciencias y Artes, año I, n.o 25, 29 de julio de 1877, p. 220).
278 Brunel, o. cit., p. 292.
279 Ib., pp. 290-291.

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delirio ambicioso y 1 vago.280 Entre las mujeres, habían ingresado, en 1878, 14
mujeres atacadas por estupor, 2 por melancolía, 3 por delirio crónico, 39 ma-
niáticas (puerperal —posparto—, lipemanía, histéricas, manía religiosa y manía
de nodriza [sic]), 3 mujeres demenciadas, 1 con excitación, 1 con afasia, 1 con
alucinaciones, 1 epiléptica, 1 con delirio asténico.281
En la década del ochenta del siglo XIX, Canaveris insistía en los inconve-
nientes generados por la ausencia de clasificación de los enfermos psiquiátricos
y de distribución en pabellones por patología.282 El estudiante de Medicina
Andrés Crovetto, en su tesis de 1884, también se refirió a las dificultades ma-
nicomiales, aunque no las atribuyó a la falta de una clasificación o al descono-
cimiento sobre las patologías, sino al aumento del número de internos y a las
características del edificio que impedían dividir a los pacientes o contar con
salas de observación.283
Pese a que parecía haber más claridad hacia fines del siglo XIX, aún en 1898
Enrique Castro señaló las dificultades para distinguir las diferentes enfermedades
y sostuvo que «algunas veces, se asocian hasta tres enfermedades distintas: epi-
lepsia, una manía cualquiera (melancolía, delirio crónico, locura hereditaria, etc.)
y alcoholismo, conservando cada uno sus caracteres particulares».284 También
es frecuente encontrar en las hojas de ingreso categorías poco específicas como
«pobreza de espíritu», probablemente un cuadro depresivo, que se diagnosticó a
M. F., italiana de 33 años e internada el 19 de febrero de 1894.285
A fines de la década del noventa del siglo XIX, observamos que ese incon-
veniente ya se había solucionado de forma parcial si seguimos a Joaquín Canabal
en su «clasificación de enfermos por grupos vesánicos», que dividía las patologías
en 10 tipos, que se representan en el siguiente cuadro:

280 Memoria de la Comisión de Caridad presentada a la Comisión E. Administrativa corres-


pondiente a los años 1876, 77 y 78, Montevideo, Imprenta a Vapor de La Nación, 1879.
281 Ib.
282 Canaveris, o. cit., p. 306.
283 Crovetto, o. cit., p. 24.
284 mhn, o. cit., t. 1436, f. 339.
285 Hospital Vilardebó, Libro de ingresos mujeres. 14 de noviembre de 1893 al 18 de junio de
1895, f. 33.

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Cuadro 4

Grupos vesánicos Por cada 100 asistidos Hombres Mujeres


Manía 32,29 47,52 52,47
Melancolía 27,65 63,38 36,61
Estupor 1,67 73,68 26,31
Locura sistematizada 4,79 71,66 28,33
Degeneración mental 5,75 69,44 30,55
Demencia 5,19 43,07 56,92
Locura paralítica 2,55 84,37 15,62
Locura neurótica 3,77 59,57 40,42
Locura tóxica 7,59 89,47 10,52
Idiocia e imbecilidad 7,91 51,51 48,48

Fuente: Joaquín Canabal, «Cuadro n.o 84», en Estadística sanitaria del Uruguay 1887-1896,
Montevideo, Tipográfica de la Escuela Nacional de Artes y Oficios, 1899.

En la tabla de Canabal, aún persisten algunas definiciones generales («me-


lancolía» o «locura paralítica»), pero los médicos comenzaron a elaborar de-
finiciones cada vez más precisas. Esta situación se profundizó con la creación
de la Cátedra de Psiquiatría, en la que sus partícipes elaboraron una nosotaxia
considerada moderna, la cual, entre otras cosas, reunió distintas definiciones
de locura en clasificaciones generales de manía o histeria. La revista Annales
Médico-Psychologiques, editada en París, contaba con una sección dedicada a
analizar la evolución de los diversos síntomas y su clasificación. Es probable
que los médicos uruguayos tomaran como referencia las discusiones de sus
colegas franceses.
Como en varios aspectos de esta historia, sobresale la figura de Bernardo
Etchepare, quien intentó sentar una clasificación de las enfermedades mentales.
Al mismo tiempo, cada una de estas afecciones contaba con un tratamiento
posible para el caso específico, pero también había procedimientos generales
que eran comunes a todas las afecciones (como veremos en el próximo capítu-
lo). Importa señalar también que, en la lectura de los textos publicados, fue-
ran de Etchepare o de otro profesional, no siempre es evidente la claridad de
ideas, sino que, por el contrario, para algunas patologías, hay cierto nivel de
desconocimiento.
En la década del sesenta del siglo XIX, Maudsley, quien defendía la idea de
la transmisión hereditaria, sostuvo que la naturaleza de la enfermedad mental era
única y que las distintas definiciones y formas clínicas para su tratamiento eran
variaciones para el mismo trastorno. En 1860, Morel discutió con Buchez sobre
la clasificación de la locura, situación que da cuenta de que también en Europa
la clasificación sobre los distintos estados patológicos estaba en constante revi-
sión.286 Mientras que, hacia fines del siglo, Legrain y Magnan advirtieron que

286 Huertas García-Alejo, o. cit., p. 362.

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«una clasificación no tiene razón de ser en tanto que de ella no se pueda sacar un
provecho práctico», ya que «el producto degenerado no varía sensiblemente en
sus caracteres, sea cual sea la causa de su estado», en particular «cuando se trata
de una degeneración hereditaria».287 Sin embargo, hecha esta salvedad, pode-
mos establecer un listado de enfermedades posibles, siguiendo, sobre todo, las
consideraciones de Etchepare, no con intención de demostrar que los médicos
uruguayos fueron unos adelantados, sino simplemente para ver cómo elaboraron
una clasificación a tono con algunas de las discusiones internacionales.

Los débiles mentales


La llamada «debilidad mental» era una de las enfermedades psiquiátricas
considerada más común y la que los médicos más relacionaban con el concepto
de degeneración, ya que se creía que era congénita. Los cuadros de «imbeci-
lidad» o de «idiocia» —términos de época— eran causales suficientes para la
internación de una persona en el establecimiento. De ahí la presencia de niños
enviados desde los asilos maternales o de huérfanos hacia el manicomio. El punto
no es menor, ya que con la incorporación de la «debilidad mental» a las psicopa-
tologías también se incorporó el estadio vital de la niñez a la labor de los psiquia-
tras.288 Los higienistas y educadores positivistas tampoco escaparon a esa visión
que se combinó con la idea del niño como un ser «malo» por naturaleza —que la
higiene, la medicina y la educación debían corregir—. La posición del médico
Luis Bergalli sintetiza esos argumentos sobre el niño «malo»:
No creo que el niño venga al mundo con tendencias y gérmenes de bondad;
por el contrario, opino, y tengo a mi favor mi propia experiencia, que el niño
trae, en general, de la naturaleza, inclinaciones, móviles, instintos que lo im-
pulsan hacia el mal. Sin embargo, dicho modo de ser de los niños es transitorio
y puede ser modificado por la sociedad, por la educación. En una palabra, creo
que sucede en el mundo moral lo que en el mundo físico, del cual el primero
no es más que un reflejo. La biología, en efecto, ha demostrado que el carácter
de todos los hombres atraviesa por las mismas fases que la raza de que procede
atravesó exactamente lo mismo que sucede con las facciones externas del in-
dividuo. ¿No vemos cuan [sic] parecido es el aspecto del niño que recién ve la
luz al del salvaje, al del hombre primitivo? Sus facciones, su nariz aplastada, su
frente, etc., etc., ¿no recuerdan al tipo de nuestros más remotos antepasados?289

287 Citado en: Huertas García-Alejo, o. cit., p. 366.


288 En la década del ochenta del siglo XIX, Charcot comenzó a estudiar los casos de niños: «La
psiquiatrización del niño pasó por un personaje muy distinto: el niño imbécil, el niño idiota,
a quien pronto se calificaría de retrasado» (Foucault, o. cit., pp. 230-231).
289 Luis Bergalli, Maternidad. Consejos a las Madres y Jóvenes Esposas sobre la Educación
Físico-Psíquico-Higiénica de los Niños por Luis Bergalli Doctor en Medicina, Cirujia [sic]
y Obstetricia, especialista en las enfermedades de los niños, Montevideo, Imprenta a Gas La
Hormiga, 1892, pp. 385- 386.

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El problema fue abordado en sucesivos trabajos por varios de los médicos
de la época y, en particular, por Etchepare, quien, en 1911, viajó, enviado por
el Gobierno, a Europa, para estudiar cómo distintos países de aquel continen-
te habían resuelto el tratamiento a este tipo de enfermos. La debilidad mental
—término expresivo de algunas obsesiones de los hombres del Novecientos so-
bre los fuertes y los débiles— fue el nombre que propuso para los cuadros que,
hasta ese entonces, se llamaban «idiocias» o «imbecilidad». Estos casos, sobre
todo de niños, no se trataban de «locos», pero tales sujetos presentaban un tipo
de enfermedad que los privaba de la razón y, por ende, era necesario protegerlos
del medio, al tiempo que proteger a la sociedad de su presencia.
Luego del viaje científico, el médico uruguayo elaboró un extenso informe
que presentó a las autoridades y a la Sociedad de Medicina Nacional, el cual
fue publicado por la Revista Médica del Uruguay en sucesivos números. El
escrito condensa algunas de las consideraciones más significativas tanto de la
medicina nacional como de las discusiones científicas internacionales sobre
qué era la llamada debilidad mental. La preocupación de médicos y autorida-
des se asentaba en la idea según la cual «la debilidad mental es fuente copiosa
de criminalidad y locura»,290 a todas luces, un resabio de la criminología posi-
tivista, que asociaba a los enfermos psiquiátricos con un estado atávico que los
convertía en delincuentes.
Etchepare estableció una división entre varios tipos de debilidad mental,
aunque fue poco preciso en la explicación de las características de cada una,
probablemente a causa del absoluto desconocimiento de algunos de esos es-
tados. Pero, al mismo tiempo, el punto es interesante porque permite ver que
los médicos uruguayos estaban actualizados en relación con los estados inter-
nacionales de la cuestión en materia de investigación sobre las enfermedades
psiquiátricas, pero no siempre contaban con experiencia clínica para estudiar
la sintomatología.
A su vez, las dificultades para nombrar los estados de debilidad mental, pero
también otras afecciones psiquiátricas, dan cuenta de la incipiente consolidación
en los principales centros científicos mundiales de un campo que contaba con al-
gunos síntomas no siempre evidentes para definir, por ejemplo, la histeria, pero
que mostraba posiciones divergentes frente a otros cuadros. Con respecto a este
punto, Etchepare reconoció que
Las definiciones que se han dado hasta ahora sobre estos estados no son con-
cordantes y muchas veces ni siquiera paralelas. Idiotez completa, idiotez pro-
funda, imbecilidad profunda, imbecilidad ligera, debilidad mental simple,
retardo mental, degeneración, todos estos términos han sido profundamente
empleados, no significando siempre lo mismo según los diversos autores, se-
gún las épocas y hasta según los países. […] La palabra «anormal», si puede
aplicarse en cierto modo a los estados que estudiamos, abarca otros que no se

290 Bernardo Etchepare, «Los débiles mentales», en Revista Médica del Uruguay, vol. xv,
Montevideo, 1913, p. 191.

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le parecen. El término «retardado» o «atrasado» indica más bien, o por defini-
ción, un simple retardo o atraso en la marcha de la inteligencia, suponiendo o
dejando suponer, más bien, la idea de una normalidad posible, susceptible de
ser alcanzada siempre, lo que no es cierto en la inmensa mayoría de los casos.291
La opción por referirse a distintas enfermedades que marcaban un «retardo»
intelectual como «debilidad mental», siguiendo la psiquiatría francesa, era, para
Etchepare, una «denominación genérica que designa bien todos estos estados, y
que en su sencillez dice la verdad sin presumir causas ni provocar conflictos de
interpretación». Al adoptar esa terminología,
Llamaremos debilidades mentales en general los diversos grados de retraso
mental, prefiriendo el término debilidad a los de idiotez, imbecilidad o dege-
neración, porque tiene una extensión, una elasticidad tan grandes como estos,
y porque, por otra parte, dirigiéndose al eslabón más elevado de la serie en
lugar de dirigirse, como el término «idiotez», al escalón inferior, presenta para
el empleo corriente y general un sentido menos injusto y denigrante.292
Entre los síntomas comunes a todos los cuadros de debilidad mental,
Etchepare destacó la insensibilidad física y también la moral. Con el análisis de
distintos cuadros clínicos, concluyó que «la sensibilidad general está también
muy atenuada, al extremo de que en los inferiores puede pincharse al sujeto
sin despertar un movimiento», que los individuos «permanecen indiferentes o
insensibles a la acción de las temperaturas algo elevadas o muy bajas» y que,
incluso, son capaces de desarrollar «una pneumonía [sic] mortal o una meningitis
supurada, sin determinar un dolor, un solo grito, y cuya existencia solo se ha
comprobado por la autopsia».293 Las diferentes manifestaciones de insensibili-
dad abrían un abanico de estados de retardo de distinta índole, ya que «no es-
casean los ejemplos de percepción obtusa en algunas sensaciones, en los sujetos
superiores, como también otros de percepciones especiales sutiles en algunos
sujetos bien inferiores».294 En cuanto a la falta de sensibilidad moral, siempre de
acuerdo a la definición del mismo médico y su perspectiva de darwinismo social,
«las dificultades de la lucha por la existencia no son comprendidas, casi no son
sospechadas». Es por eso que Etchepare sostuvo que los «débiles mentales» su-
frían «la ignorancia del peligro o del obstáculo», lo que los convertía en hombres
y mujeres que perjudicaban a la sociedad.
Una posición similar mostró el médico del cuerpo escolar Sebastián B.
Rodríguez, para quien los niños «retardados» se podían clasificar en dos tipos:
los que llamaba «retardados verdaderos» y los «retardados falsos». Los primeros
eran los débiles mentales por herencia, que ya tenían un cerebro enfermo innato.

291 Bernardo Etchepare, «Los débiles mentales», en Revista Médica del Uruguay, vol. xvi,
Montevideo, 1914, p. 266.
292 Ib.
293 Ib., p. 267.
294 Ib., p. 268.

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Por el contrario, los «falsos» tenían un cerebro sano, pero vivían en un medio
social impuro que los convertía en «retardados pedagógicos». Para Rodríguez,
el medio en que se ha criado el niño influye notablemente sobre su desarrollo
intelectual, pues tanto la instrucción y profesión de los padres, como el alo-
jamiento que ha tenido, su alimentación, etc., son factores dignos de tomarse
en cuenta.295
La preocupación de los psiquiatras, si seguimos a Etchepare, empezaba por
la familia:
El hogar de una familia desequilibrada, que ofrece sus penosos espectáculos
de reyertas, de exaltaciones o discusiones, etc., no es el más propicio para
organizar debidamente el carácter de un niño nervioso. Al contrario, es la pro-
secución acumulada de la tara nerviosa hereditaria.296
Una forma de detectar los retardos mentales era el análisis de la inteligencia
del niño, ya que, de acuerdo a la sintomatología que estableció Etchepare, dos
características propias de esta afección eran la «atención débil e inestable» y una
memoria «deficiente». «Desde el punto de vista de la inteligencia propiamente
dicha, desde el idiota vegetativo que carece casi en absoluto de ideas, hasta el
sujeto casi normal, existen infinidad de gradaciones». Así,
El idiota menos completo puede llegar y llega a adquirir la noción concreta,
siendo aún incapaz de generalizar y sobre todo incapaz de concebir una idea
abstracta. El débil mental un poco más elevado, el llamado imbécil, generaliza
sin llegar fácilmente a la idea abstracta.297
Esto alejaba a los débiles mentales de las manifestaciones psicóticas o ma-
niáticas, ya que la falta de memoria y la dificultad para asociar ideas los tornaba
«incapaces de formular un delirio medianamente compacto, y si alguna vez for-
mulan un delirio sistematizado, es muy frecuentemente bajo la influencia de la
sugestión».298 Sin embargo, no evitaba que mostraran una «tendencia fácil a caer
en plena fantasía o en absurdo» por la dificultad que implicaba «la adaptación al
medio, la comprensión de la realidad, cosas que requieren una inteligencia com-
pleta». Esto aportaba, en parte, a su peligrosidad, porque las dificultades para
entender e interpretar la realidad los podía convertir en mitómanos, capaces de
elaborar «las mentiras más extrañas, amplificando todo sin medida; a veces con
el simple deseo de glorificarse o de asombrar».299
Al mismo tiempo, esa disociación con la realidad los volvía rebeldes a toda
autoridad, y el mantenimiento de las jerarquías sociales y de la autoridad fue una
de las principales preocupaciones de los hombres del Novecientos.

295 Sebastián B. Rodríguez, «Educación médico-pedagógica de los retardados», en Revista


Médica del Uruguay, vol. xiii, Montevideo, 1910, p. 49.
296 Etchepare, «Educación de los niños…», o. cit., p. 218.
297 Etchepare, «Los débiles mentales», o. cit., 1914, p. 275.
298 Ib., p. 279.
299 Ib., p. 281.

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Es asunto de todos conocido que [los débiles mentales] en las calles y plazas
encabezan bandadas de pilluelos y vagos, en los asilos organizan insubordina-
ciones y fugas, en las escuelas son la desesperación de los maestros con el doble
motivo de su indisciplina y del mal ejemplo.300
En ese sentido, los retrasados mentales, al rebelarse «contra toda disposi-
ción que implique orden y disciplina», no se diferenciaban de otros enfermos
psiquiátricos. Sin embargo, su sugestión resultaba más sencilla para aquellos que
querían, por ejemplo, convencerlos de participar en hechos delictivos.
Así se ven arrastrados al crimen por simple sugestión, porque debemos hacer
notar que desgraciadamente esta sugestión es tanto más fácil cuando más aca-
ricia las tendencias inferiores del sujeto, lo que pueden hacerla temible, como
se ve, en sus consecuencias.301
Es cierto que el investigador puede cuestionarse por qué los delincuentes
podían sugestionar a los débiles mentales y no así el médico o el maestro. Eso se
explicaba, según Etchepare, por la disociación de la realidad que los impulsaba a
cometer actos reñidos con la moral y las buenas costumbres. Pero, en todo caso,
y al igual que la demencia, la debilidad mental era un proceso crónico.
Los débiles mentales tenían alguna distancia con el resto de los enfermos psi-
quiátricos. Decía Etchepare que «los débiles mentales no son todos propiamente
locos, puesto que la locura implica un proceso activo», pero sí se los debía con-
siderar «alienados, desde que la mayor parte son sujetos que, por el hecho de una
enfermedad o de un estado mórbido mental, son susceptibles de entrar en conflic-
to con la sociedad a causa de su deficiencia psíquica».302 Los vagos, por ejemplo,
eran, para Etchepare, un tipo característico de débil mental, ya que:
[El] deseo de vagancia denota una notable instabilidad mental que se traduce
por la misma instabilidad corporal, el grado más ligero consintiendo el deseo
continuo de cambiar de sitio para cambiar de ocupación y el grado más eleva-
do por la vagancia.303
Con relación a «las causas de la debilidad mental», estas no distaban del es-
tudio etiológico de otras enfermedades y fueron divididas por el médico en dos
grupos: causas hereditarias y causas personales. Para las primeras, estableció un
vínculo entre la debilidad mental y la herencia, ya que, de acuerdo a «la ley de
Morel», «el último producto de la degeneración es el idiota que termina la serie
por esterilidad». Sin embargo, y en uno de los cuestionamientos más fuertes a
los planteos hereditarios de los médicos europeos, Etchepare sostuvo que los
abordajes de Morel adolecían de algunos problemas, porque proponía una ley
«demasiado absoluta en todos sus términos» y «la degeneración progresiva por
acumulación de herencia patológica no es siempre posible», ya que podía haber

300 Ib., p. 282.


301 Ib., p. 285.
302 Ib., p. 286.
303 Bernardo Etchepare, «Los débiles mentales», en Revista Médica del Uruguay, vol. xvii,
Montevideo, 1915, p. 328.

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—como había— débiles mentales en «una sola generación».304 No obstante, sí
dio relevancia al terreno familiar neuropático, aunque sin desconocer que no
había necesidad de una acumulación de herencia anormal para que se produzca
la debilidad mental.
Entre las causas hereditarias, destacó «la edad avanzada de uno o de los dos
padres» y el rango del niño en la descendencia, ya que, «según el doctor Ley,
de Bruselas, más de[l] 15 % de los retardados escolares se encuentran entre los
primogénitos», pero también entre los dos últimos hijos de las familias numero-
sas donde había disminuido el «poder procreador». Asimismo, tenían un papel
sustancial «las enfermedades toxi-infecciosas de los padres», en particular, el
alcoholismo, «no ya solamente respecto del alcoholismo crónico, habitual, sino
también respecto del estado de ebriedad, o de intoxicación pasajera de uno de
los padres en el momento de la concepción». Lo mismo ocurría en los casos de
tuberculosos, como comprobaban «las estadísticas abundantes de Shuttleworth,
Ley, Piper […] mostrando la relación directa de la debilidad, del infantilismo de
muchos sujetos con la tuberculosis de uno o de ambos padres». Una situación
similar generaban la sífilis, la neumonía, la fiebre tifoidea, la viruela, que se trans-
mitían «durante el embarazo» y «desmejora[ban] el producto».305
Al mismo tiempo, era «importante conocer el pasado personal remoto del
sujeto», ya que, «cuando no se tiene un pasado hereditario, se hereda de sí mis-
mo». Con esto, Etchepare se refería a las causas —agrupadas en las que deno-
minamos personales— que podían surgir en la primera infancia, en particular,
enfermedades o infecciones, constituir un obstáculo para el desarrollo e iniciar
«un proceso degenerativo».306 El médico relacionó la «inferioridad mental» con
la «inferioridad física». Dentro de las enfermedades infecciosas posibles, se en-
contraban los procesos meníngeos, la fiebre tifoidea, la sífilis, el sarampión, la tos
convulsa, el reumatismo agudo, la osteomielitis, la poliomielitis y las encefalitis
difusas. Asimismo, se refirió a las deformaciones craneanas que «tienen cierta
importancia como causa o efecto de una enfermedad mental».
El simple examen físico podía alertar al médico sobre si se encontraba ante
un débil mental, por ejemplo, cuando el paciente presentaba «proporciones
enormes», ya fuera en el tamaño de la cabeza o en parte de ella. La «plagioce-
falía (asimetría de las dos mitades laterales del cráneo) representa un verdadero
signo patológico porque es el resultado de la falta de paralelismo en el proce-
so de sinostosis a derecha e izquierda del plano vertical mediano». Del mismo
modo, eran signos patológicos «el ancho o la longitud exagerada de la cabeza
(ultrabraquicefalía y ultradolicocefalía), mientras que la simple predominancia
del diámetro antero-posterior sobre el diámetro transverso o viceversa no tiene
ningún valor».307 Posición similar defendió Américo Ricaldoni al sostener que

304 Ib., pp. 321-322.


305 Ib.
306 Ib.
307 Ib., pp. 334-335.

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«quien dice idiota, dice lesión orgánica, chica o grande, esclerosis u otra cosa del
cerebro», por lo que, sostuvo, «se llega al idiotismo por no haber podido desarro-
llar la propia inteligencia, o sea, por haberla perdido antes de poseerla».308 Ese
contraste, como veremos, distinguía el idiotismo de la demencia.
Otro foco constitutivo de debilidad mental podía ser la «alimentación de-
fectuosa, por cantidad menor de la necesaria», que «puede, por inanición, por
falta de nutrición, provocar retardos o defectos en las funciones psíquicas». Lo
mismo sucedía con la alimentación defectuosa por falla o mala calidad del régi-
men o por exceso de ella que «producirá defectos del mismo orden». «Si esta si-
tuación se prolongara, la debilidad mental permanente no tardaría en producirse
y así sucede, en muchos casos, en la práctica».309
Etchepare y Ricaldoni incorporaron la epilepsia a las causales de la debili-
dad mental y la consideraron como otra de las enfermedades de tipo hereditario,
aunque, en más de un caso, aclararon que no necesariamente porque hubiera un
padre o madre epilépticos, sino que la enfermedad mental de uno o de los dos
progenitores podía derivar en un cuadro epiléptico en la descendencia. A co-
mienzos del siglo XX, Etchepare sostuvo que la enfermedad, «por la frecuencia
y repetición de sus manifestaciones, puede conducir a un debilitamiento cada
vez más acentuado de la inteligencia y producir la demencia epiléptica».310 En
ese sentido, no era estrictamente una enfermedad mental pura, sino que algunas
de sus manifestaciones podían derivar en cuadros neuropáticos.

Epilepsia
La epilepsia formaba parte del listado de enfermedades mentales desde co-
mienzos del siglo XIX, pero sus causas y características eran aún desconocidas
para la psiquiatría organicista. Llamada popularmente en Europa «la enferme-
dad sagrada», se creía que las convulsiones eran la consecuencia de la lucha entre
el cuerpo del enfermo y el demonio que lo había poseído.311
Podemos atribuirle a Brunel la introducción en el país de la definición de
tal enfermedad, a la que consideró una «anomalía del espíritu y los sentimien-
tos». Para el médico francés, «todos los epilépticos —sin excepción— presentan
cierto grado de perturbación en su inteligencia o en su genio», ya que «ninguno
de ellos puede ser considerado mentalmente sano», de ahí la inclusión de esa
enfermedad dentro de los trastornos de tipo mental. Sin embargo, el epiléptico
se podía diferenciar de los otros enfermos porque «los desórdenes intelectuales
de la epilepsia» se manifestaban, sobre todo, en los ataques que aquejaban al

308 «Dr. Américo Ricaldoni. Paraplejías espasmódicas y Enfermedad de Little. Lección clí-
nica recogida por el interno D[omingo] Prat», en Revista de los Hospitales, año i, n.o 4,
Montevideo, octubre de 1908, p. 107.
309 Etchepare, «Los débiles mentales», o. cit., pp. 338-339.
310 Ib., p. 344.
311 Porter, o. cit., p. 26.

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enfermo, los que conducían «poco a poco [a] una debilidad intelectual cada
vez más pronunciada» que derivaba en «la demencia y el idiotismo». Entre sus
características, los epilépticos eran personas «irritables, coléricos, insociables
y que así presentan, en su modo de ser y en su conducta, anomalías y extrava-
gancias que los hacen diferentes de los demás hombres y de lo que eran ellos
mismos antes de enfermarse». Por lo tanto, y de ahí la inclusión de quienes la
padecieran en el conjunto de enfermos psiquiátricos, la epilepsia podía ser la
puerta de entrada a «monomanías que siguen a los accesos epilépticos o que al-
ternan con ellos y que llevan a los enfermos a los actos más violentos y muchas
veces mismo peligrosos».312
Una crisis epiléptica llevaba a que el enfermo se manifestara «incoheren-
temente», a una agitación constante con «movimientos más bien desordenados
que violentos» y a «ideas delirantes impresas de satisfacción que alternan rápi-
damente en ellas con pensamientos de naturaleza triste o con alucinamientos,
particularmente de la vista, que son aterradores».313 Por eso, para el diplomado
francés, no siempre era posible establecer si los epilépticos estaban sanos o no en
sus intervalos, ya que a los ataques les sucedían períodos de excitación.
Sea lo que fuere de esa cuestión general que no puede ser decidida de una
manera absoluta en el estado actual de la ciencia, nadie contesta hoy que los
epilépticos no presenten frecuentes alteraciones del espíritu y del carácter en
el intervalo de sus ataques.314
Fuera en períodos de ataque o no, por lo general, los epilépticos se carac-
terizaban por un «estado de turbación de las ideas, de ansiedad general y de
impulsos instintivos», lo que los llevaba a entregarse «del modo más inesperado
y más repentino a toda clase de actos violentos, como el suicidio, el robo, el
incendio y el homicidio». El suicidio era, según el francés, la única forma que
encontraban «para sustraerse a la ansiedad interior que los devora».315 De ahí la
necesidad de internarlos en dependencias donde tratar la afección, lo que no
evitaba, como señalaba Brunel, problemas para establecer quiénes debían ir a un
asilo de dementes, ya que la epilepsia era una enfermedad diferente a la «locura»,
pese a que la primera podía llevar a la segunda o viceversa. En todo caso, eran
«manifestaciones diversas de un mismo estado mórbido», que tenían «en el fondo
la misma significación patológica».316
Hasta la década del noventa del siglo XIX, los epilépticos no eran enviados
solamente al manicomio, sino que aquellos que no eran considerados peligrosos
tenían como destino el Asilo de Mendigos. En 1896, los médicos Juan Héguy y
Pedro Visca, del asilo y del Hospital de Caridad respectivamente, solicitaron a
la comisión que los epilépticos fueran enviados al manicomio, ya que «padecen

312 Brunel, o. cit., p. 295.


313 Ib., p. 301.
314 Ib., p. 302.
315 Ib., p. 307.
316 Ib., pp. 314-315.

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por lo general de mania [sic] impulsiva, en cuyo caso se tornan peligrosos, y re-
quieren suma vigilancia y la aplicación de medios represivos».317
En 1908, el diario El Tiempo, en la serie de notas analizadas en otra parte
de nuestro trabajo, insistió en la necesidad de contar con un pabellón especial
para los epilépticos,
porque se trata de una psicosis bien definida que tiene su tratamiento espe-
cial y porque estos enfermos son los que poseen al maximum [sic] el don de
la excitabilidad, y la vista de un agitado produce en ellos frecuentemente
ataques terribles.318
La misma posición mostró Santín Carlos Rossi, para quien «los epilépticos
tienen una fisonomía clínica que está en los límites de la alienación mental y de
la Medicina general», aunque era necesario alejarlos de la familia y de la sociedad
por los «riesgos desgraciadamente a menudo comprobados».319 Los epilépticos
formaban una «casta aparte», porque «la clínica demuestra que, pasado el acceso
—ataque clásico o equivalente psíquico que define su síndroma [sic] mórbido—,
estos enfermos pueden y deben vivir separados de los demás alienados», pero
no libres en la sociedad por «cierta característica del acceso, que es la rapidez
con que estalla».320 Pero, en el hospicio, «su lucidez, sin ser de una mentalidad
normal, les permite notar la diferencia entre ellos y los alienados», por lo que era
necesario destinar «establecimientos especiales, por lo general, colonias rurales»,
en los que se aplicara «el régimen de la libertad vigilada y el trabajo».321
Una variante peligrosa era la «epilepsia psíquica», que «se manifiesta por es-
tallidos bruscos de excitación, que va de la manía simple a la manía furiosa, con o
sin depresión consecutiva, y con impulsiones violentas e irreprimibles». El acceso
Puede revestir varias formas, hasta la simple fuga o paseo inconsciente, du-
rante el cual el epiléptico, aguijoneado por ansiedades incoercibles, sin con-
ciencia, ciego, marcha hacia delante como un resorte implacable e incansable,
chocando en su marcha avasalladora todos los obstáculos.322
Etchepare planteó que una de las causas de la epilepsia podía ser el «alcoho-
lismo crónico» de uno de los progenitores.323 En ese sentido, la epilepsia podía
llegar a ser hereditaria, aunque también adquirida, como sostenía el penalista
Lorenzo Vicens Thievent en un trabajo de claro sesgo lombrosiano, donde rela-
cionó el crimen con la epilepsia.324

317 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, fs. 173, 174.
318 El Tiempo, 1.o de marzo de 1908, p. 1.
319 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 50.
320 Ib.
321 Ib., p. 51.
322 Ib.
323 Etchepare, o. cit., p. 321.
324 «[E]l crimen y la epilepsia son dos fenómenos inseparables y el segundo no es sino la explica-
ción del primero. No todos los epilépticos son criminales, pero en el fondo de cada criminal
vive un epiléptico» (Lorenzo Vicens Thievent, El crimen y la epilepsia, San José, Talleres
La Mañana, 1913, pp. 25-26).

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En algunos casos, como vimos, los médicos consideraron que la epilepsia
podía ser la puerta de entrada a otro tipo de manifestaciones psiquiátricas como
manías o parálisis. Sin embargo, las parálisis también eran una manifestación
psiquiátrica en sí misma que podía tener dos variantes: la congénita y la que se
manifestaba a consecuencia de la neuropatía de la persona. En el apartado que
sigue, nos ocuparemos de la primera.

Parálisis
En 1822, Antoine Laurent Bayle distinguió la parálisis general progresiva
como una manifestación avanzada de la sífilis terciaria. Si bien los microorganis-
mos causantes de la sífilis aún no se habían descubierto, se comenzó a vincular
esta enfermedad con causas neurológicas que provocaban parálisis, pero también
estados eufóricos. El análisis en pacientes sifilíticos fue clave en el desarrollo de
la anatomía patológica y en el estudio de los trastornos neurológicos. De todos
modos, la parálisis era, en su forma más frecuente, de origen sifilítico, aunque
no siempre dependía de esta: «La sífilis es así causa a menudo necesaria, pero no
siempre suficiente».325 La causa más común de la parálisis, como había demostra-
do Magnan, era la encefalitis generalizada por infección que, en muchos casos,
se debía a atrofias cerebrales hereditarias.
Por lo general, los paralíticos eran proclives a las hemorragias, ya que «se
presume que todos los vasos sanguíneos de la economía están dilatados; se adivina
que todos los órganos tienen más sangre que la que acostumbran tener», lo que
generaba hematomas, muchas veces internos y cerebrales, que provocaban una
meníngeo-encefalitis y, por ende, la muerte.326 De ahí que, como señalaba Paysée,
la mortalidad en esos cuadros fuera mayor que en otros. Lo que hoy llamaríamos
aneurisma o hemorragia cerebral, que, en la mayor parte de los casos, generaba una
atrofia o parálisis total de una parte del cuerpo o de todos los músculos motores,
era considerada, durante este período, como una enfermedad de tipo psiquiátrico.
Sin embargo, la parálisis no dependía solo de causas congénitas. Otro motivo para
la parálisis general o parcial era la ingesta excesiva de alcohol.
Además de la parálisis, otro rasgo característico de la mayoría de los paralí-
ticos era la «pérdida de emotividad». Etchepare se refirió al caso de una enferma
que se mostró indiferente cuando escuchó que los médicos le decían que «es
paralítica general», pronóstico que «conoce […], puesto que una hermana murió
id. [sic]».327 En ese sentido, la ausencia de «moralidad» y de conciencia sobre su

325 Camilo Paysée, «Sobre el tratamiento de la parálisis general. Notas recogidas en la clínica
psiquiátrica a cargo del doctor Bernardo Etchepare», en Revista Médica del Uruguay, vol.
xv, Montevideo, 1913, p. 94.
326 Ib., p. 96.
327 «Manicomio Nacional. Diagnóstico precoz de la parálisis general. Lección clínica del Dr.
B. Etchepare recogida por el interno N. Saitone», en Revista de los Hospitales, año i, n.o 2,
Montevideo, agosto de 1908, p. 38.

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situación no distanciaba a los paralíticos de otros enfermos psiquiátricos. «Que
hay pérdida de la afectividad lo demuestra la manera cómo se expresa respecto
de su marido y de su hijo: nada les importa de ellos.» Esta frase resume, en alguna
medida, la preocupación de los médicos sobre la función social y biológica de la
mujer, y la centralidad atribuida a las familias como célula básica de la sociedad.
Según Etchepare, en notas recogidas por el bachiller José May,
La psicología de los paralíticos general [sic] puede reconocerse por las si-
guientes alteraciones, que constituyen una tetriada [sic] […] [con] debilitamien-
to progresivo de la autocrítica, […] debilitamiento de la atención voluntaria y
de la dirección del pensamiento, […] dismnesia progresiva, hasta la amnesia […]
[y] debilitamiento progresivo de la afectividad.328
El debilitamiento del pensamiento también provocaba que la mayoría de los
paralíticos no recordara datos elementales como nombre y edad.
También era posible hablar de una forma de parálisis de tipo «delirante»,
que algunos autores de la época llamaban «demencia paralítica» y que incluía
distintos grados de «euforia y optimismo exagerado», megalomanía «con ideas
de grandeza, ideas de poder, ideas de divinidad, el sujeto creyéndose un Dios
con poder ilimitado». Incluso, aspecto interesante, Etchepare asociaba algunos
cuadros de delirios paralíticos con los reclamos de los obreros contra sus patro-
nes que se iniciaban por «aumento de sueldo» y finalizaban «en proporción, hasta
el gran delirio de grandeza». El reclamo de mejoras salariales se debía, según el
médico, por la necesidad del paralítico delirante de «tener riquezas, cantidad
enorme de dinero, palacios, edificios, etcétera».329
Podríamos preguntar cuál era la causa etiológica que provocaba el inicio
de una parálisis general. Según Etchepare, podía comenzar como consecuencia
de una «demencia simple, por un debilitamiento intelectual insidioso», pero
también por estados delirantes, algunas veces acompañados de ataques epilép-
ticos. «Puede empezar también por un estado neurasténico o histeriforme, o
maníaco, melancólico.»330 También se podía dar por causas orgánicas asociadas
a malformaciones cerebrales o a ictus «apoplejiformes, epileptiformes, afási-
cos», que no siempre se diferenciaban, pero se caracterizaban por ser violentos
y provocar hemorragias.
El tratamiento era un problema para los paralíticos, ya que se realizaba a
base de mercurio o yodo, que, según la interpretación de la época, lesionaba el
cerebro, conducía a la demencia y profundizaba la parálisis. Para Paysée, «en el
ambiente de nuestra clínica psiquiátrica esta cuestión tiene ya toda la autoridad
de la “cosa juzgada”», por lo que los paralíticos y sifilíticos no sufrían más las in-
toxicaciones provocadas en el tratamiento. En el manicomio, «todo tratamiento
medicamentoso es dejado de lado» a favor de «la higiene en todos sus matices» que

328 «Parálisis general. Sintomatología psíquica. Lección recogida por J[osé] May. Dr. Bernardo
Etchepare», en Revista de los Hospitales, t. iv, n.o 3, Montevideo, abril de 1911, p. 122.
329 Ib., pp. 126-127.
330 «Manicomio Nacional. Diagnóstico precoz de la parálisis general…», o. cit., p. 40.

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Tiende a provocar el desiderátum que desea Dupré en la terapéutica de los pa-
ralíticos generales; esto es, tratar de provocar remisiones consoladoras, evitar
las infinitas y probables complicaciones, e impedir las nefastas consecuencias
sociales que la dolencia paralítica quiere producir a cada instante.331
En 1917, el austríaco Julius Wagner-Jauregg descubrió un método eficien-
te para el tratamiento de la parálisis general a través de la aplicación del shock
insulínico y el electrochoque.

Las demencias
El médico uruguayo más destacado en el estudio de las llamadas demencias
fue Etchepare. Si bien no fue el único especialista en este tipo de enfermedades,
sus estudios sobre las demencias y sobre la idiocia hacen de este profesional la
referencia científica ineludible a comienzos del siglo XX.
En sucesivos artículos, Etchepare se dedicó a estudiar las demencias que
eran consideradas parte del repertorio de psicopatologías que, a diferencia de
otro tipo de afecciones, eran un proceso pasivo, irreversible, que convertía al
enfermo en un paciente crónico.
La preocupación de Etchepare no pasó solo por el estudio de casos clínicos
que involucraban ancianos, sino también por el de manifestaciones demenciales
complejas. Así, estudió la llamada «demencia precoz», que ocurría a edades tem-
pranas y que, por lo general, tenía un origen etiológico orgánico.332 Tal fue el
caso de «A. M., uruguaya, 29 años, casada, labores, entrada al manicomio el 11
de octubre de 1902», quien desarrolló una demencia precoz como consecuencia
de una «infección puerperal», aunque también
Hay alguna herencia directa y colateral, pero en todo caso creo que la enferma
no ha presentado síntomas físicos ni psíquicos de degeneración, lo que me da
la convicción de que su herencia no ha sido bastante grave como para originar
una afección mucho más grave; en este caso, la infección tiene una importancia
por lo menos tan grande como la herencia.333
La demencia, pese a ser considerada una enfermedad psiquiátrica, tenía,
para los médicos organicistas, un síntoma novedoso: no encontraban, al analizar
los cadáveres de los enfermos, lesiones cerebrales de envergadura, en especial
entre la población más joven. Según Etchepare, «las pocas autopsias publicadas
de dementes precoces, hasta hace poco, solo demostraron lesiones banales y que
se presentan en muchas psicosis».334 La demencia precoz se caracterizaba por:

331 Paysée, o. cit., p. 95.


332 Fue Morel el primero en referirse a la «demencia precoz».
333 Bernardo Etchepare, «Sobre dos casos de demencia precoz», en Revista Médica del
Uruguay, vol. vi, Montevideo, 1904, p. 424.
334 Ib., p. 425.

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Un debilitamiento intelectual primario, de aparición rápida, que pasa por fases
desiguales de excitación y depresión, con o sin ideas delirantes, de sistematiza-
ción poco acentuada o nula, y presentando, además, alteraciones profundas de la
afectividad y de la voluntad, traducida por reacciones especiales.335
La demencia precoz, para Etchepare, no siempre se caracterizaba por apa-
recer a edad temprana, sino por la celeridad con la que actuaba. Del mismo
modo, no había una definición etiológica para ella y era, además, un caso para el
cual Etchepare descartaba la intervención hereditaria y se mostraba partidario de
su generación a causa de la «autointoxicación» como consecuencia de una infec-
ción generada por otra enfermedad (sífilis, sarampión, escarlatina): un enfermo
sifilítico, por ejemplo, podía terminar padeciendo una demencia orgánica.336
Para Etchepare, este tipo de demencia —la precoz— era la más peligro-
sa, ya que el enfermo, además de carecer de lesiones orgánicas, no mostraba
comportamientos diferentes al de una persona libre de afecciones psiquiátricas.
Según su descripción, el primer período de la enfermedad se caracterizaba por
un trastorno
De la actividad y sobre todo de la afectividad, que se presentan de manera tan
insidiosa por lo general que aún [sic] en la familia del sujeto solo se despierta
la idea de que surge una nueva faz del carácter, pero que no acusa la sospecha
de una enfermedad.
Sin embargo, tras lo que parece un estado de indocilidad o alteración, se
encontraba «un estado demencial de los más graves» y difícil de detectar. Por
lo general, esos casos de demencia precoz iniciaban la manía del paciente, que
podía derivar en trastornos de conducta de distinto tipo. En los casos estudiados
por Etchepare, lo más común eran «odios raros que pueden ser terribles, deter-
minando reacciones que suelen ser criminales».337
También se podía originar una demencia por senilidad del paciente. Un
estudio realizado por el reconocido psiquiatra argentino José Tiburcio Borda se
concentró en las características anatomoclínicas de la llamada «demencia senil»,
«afección mental de la vejez que clínicamente se caracteriza, de un modo funda-
mental, por la decadencia progresiva de las facultades intelectuales» y, a diferen-
cia de la demencia precoz, por «lesiones cerebrales suficientemente apreciables».
En estos casos, la edad «en que se inicia la demencia senil es muy variable según

335 Bernardo Etchepare, «La demencia precoz», en Revista Médica del Uruguay, vol. vii,
Montevideo, 1904, p. 261.
336 Etchepare, «Anomalías del sistema nervioso…», en Revista Médica del Uruguay, Montevideo,
vol. viii, 1905.
, p. 63. Ventura Darder señala que el cuadro clínico descripto por Etchepare luego se pasó a llamar
«ezquizofrenia [sic]», pese a que el médico uruguayo permaneció firme en mantener el nom-
bre que había propuesto. Horacio Gutiérrez Blanco, «Bernardo Etchepare», en Horacio
Gutiérrez Blanco (ed.), Médicos uruguayos ejemplares, vol. I, Montevideo, Asociación
Médica del Uruguay, p. 160.
337 Bernardo Etchepare, «La responsabilidad en los alienados», en Revista Médica del Uruguay,
vol. xiv, Montevideo, 1911, p. 63.

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los individuos y según las múltiples circunstancias por las cuales ellos han atrave-
sado», pero el acuerdo médico internacional establecía que pasados los 60 años
de edad el enfermo podía ser considerado un senil, «límite entre el fin de la edad
madura y el comienzo de la decrepitud orgánica general en el hombre». Fuera
de la edad, otros factores que incidían en este tipo de demencia y que, por lo
general, finalizaban con un cuadro de demencia senil eran «herencia, predisposi-
ción, intoxicaciones, autointoxicaciones, infecciones diversas». Por eso, y ante el
proceso de estudio de sus causas, algunos autores opinaban que la demencia senil
era una afección cerebral orgánica más, pero que se desarrollaba «en la época de
la vejez independientemente del factor edad».338
Podía presentar dos variantes: la demencia simple, que alteraba las faculta-
des intelectuales y motoras, y la demencia «bajo la forma delirante», que, además
de limitar el intelecto y los movimientos, se acompañaba de manía, paranoias y
cuadros melancólicos. No siempre era un proceso repentino, sino que el enfermo
ingresaba al estado demencial paulatinamente, con «focos de desintegración ce-
rebral» que la tornaban «incurable».339 La discusión pasaba por establecer cuán-
do el comportamiento del enfermo mostraba un cuadro maníaco y cuándo era
propio del estado demenciado.

Neurosis
El término neurosis fue desarrollado por el escocés William Cullen a fines
del siglo XVIII para englobar todos los trastornos sensoriales y motores causa-
dos por alguna afección del sistema nervioso. Desde su origen, se lo emparentó
con un heterogéneo conjunto de trastornos mentales que incluían obsesiones,
actitudes de excentricidad, manifestaciones de nerviosismo, etcétera. Lo carac-
terístico de una neurosis era que su presencia no siempre se vinculaba con una
lesión orgánica evidente. La división más generalizada de las neurosis las dife-
renciaba de las manifestaciones del histerismo y las manías, aunque todas las
escuelas psiquiátricas del mundo discutieron durante la época la distinción entre
estas afecciones. En las historias médicas que utilizamos, la diferencia entre una
neurosis y una manía era muy sutil, y, en ocasiones, parecería que la última sería
un estadio superior de la primera.
En 1878, el médico argentino José María Ramos Mejía (uno de los psiquia-
tras más influyentes en el Río de la Plata) sostuvo que por neurosis era posible
entender «desde la simple pobreza de espíritu o la extravagancia poco acentuada
de un carácter, comúnmente inapreciable para un ojo profano, hasta las más

338 José T. Borda, «Estudio anátomo-clínico de la demencia senil», en Revista de los Hospitales,
año iii, t. iii, n.o 26, Montevideo, noviembre de 1910, p. 288.
339 Ib., pp. 288-289.

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profundas y terribles perturbaciones de la inteligencia humana».340 Asimismo,
planteó que los hombres y mujeres neuróticos eran «seres híbridos», ya que no
siempre mostraban síntomas psicopatológicos evidentes. Sin embargo, al anali-
zar caso a caso, era posible ver que mostraban una «curiosa manera de ser del
espíritu» que
Tiene sus modos especiales y caprichosos de manifestarse […] sin concepciones
delirantes, sin alucinaciones que la justifiquen, cometen casi automáticamente
actos ridículos, irracionales, extravagantes y hasta agresivos, con una tranqui-
lidad, con una impudencia que solo explica un estado de desequilibrio mental.
Pero no había ningún fenómeno fisiológico, sino lo que Ramos Mejía lla-
maba «desigualdades de carácter bajo el punto de vista moral». Los neuróticos
constituían «una clase de seres aparte, verdaderos “mestizos” intelectuales que
tienen mucho de loco pero que también poseen algo de hombre razonable, o
bien del uno y del otro en grados diversos».341 El descubrimiento de esos nuevos
cuadros supuso «una renovación en las representaciones de diversos trastornos
subjetivos, la aparición de otro tipo de demandas y, en fin, la entrada en escena
del neurótico, un actor que llega para quedarse definitivamente».342
Las neurosis podían ser de dos tipos: en primer lugar, los tics, muecas «que
son producidas por ligeras convulsiones de los diferentes músculos de los pár-
pados, de los labios, etc.», y, en segundo lugar, las manías, «que a menudo atri-
buimos a distracciones, preocupaciones de espíritu, etc.». Las del primer tipo
estaban ligadas con las segundas por «una solidaridad mórbida indudable y pro-
bada», y las de la «primera categoría pueden por vía de herencia transformarse
en accidentes puramente morales, como muy frecuente sucede».343 Las neurosis
se emparentaban con la moral, por lo que los médicos prestaban más atención a
los comportamientos que a los aspectos biológicos.
Los médicos locales, si bien tomaron aspectos del concepto —y estaban
muy actualizados en materia bibliográfica—, hicieron un uso mayor de la divi-
sión más frecuente de las neurosis, dentro de la cual incorporaron —de acuerdo
a la incipiente escuela psicológica— a la histeria.

340 José María Ramos Mejía, Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina,
Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915, p. 103.
341 Ib., p. 114.
342 Hugo Vezzetti, Aventuras de Freud en el país de los argentinos. De José Ingenieros a
Enrique Pichon Rivière, Buenos Aires, Paidós, 1996, p. 30.
343 Ramos Mejía, o. cit., p. 109.

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Histeria
La histeria era definida durante el período como una afección que se ma-
nifestaba a través de distintos trastornos físicos (parálisis, ceguera) o conduc-
tuales. Los médicos del período consideraban que, en ocasiones, el paciente
podía manifestar una disociación de la realidad, pero, por lo general, esta tenía
lugar mientras duraba el período histérico y no después. Por eso, era considerada
una afección que, tratada a tiempo, era reversible. Los síntomas histéricos, de
naturaleza física o psíquica, se manifestaban con un aspecto paroxístico, inter-
mitente o duradero. La numerosa cantidad de artículos destinados a estudiar sus
características y su sintomatología da cuenta de que la histeria era una de las
enfermedades mentales que despertaba mayor preocupación entre los primeros
psiquiatras locales.
En 1859, el médico Pierre Briquet relacionó la histeria con una manifes-
tación del encéfalo femenino que provocaba la constitución débil de la mujer
y una mayor sensibilidad que la tornaban impresionable.344 Esa relación entre
mujeres e histeria se profundizó más aún con los trabajos de Charcot, quien se
dedicó a estudiar numerosos casos clínicos de mujeres supuestamente aqueja-
das de histeria.
De lo que no se dio cuenta —sus críticos no fueron tan crédulos— era que
los comportamientos que mostraban sus histéricas predilectas, jóvenes obreras
que ahora se habían vuelto «estrellas», lejos de ser fenómenos objetivos ade-
cuados a la investigación científica eran en realidad artefactos producidos en el
interior de la sobrecargada atmósfera teatral de la Salpêtrière.345
Como lo señala Hugo Vezzetti para el caso argentino, la recepción de
Charcot también resultó fundamental para que varios de los médicos del período
comenzaran a discutir un cambio en la nosografía psiquiátrica al incorporar un
tipo de enfermedad que no necesariamente respondía a una lesión orgánica.346
En el caso uruguayo, las referencias son, en su mayoría, de los últimos años
del siglo XIX y de comienzos del xx. En 1906, el médico uruguayo Juan Carlos
Dighiero envió una nota a la Revista Médica del Uruguay desde París en la que
resumió algunas de las ideas más importantes sobre la histeria. La definición
aportada por Dighiero sintetizó las consideraciones planteadas por los médicos
uruguayos que habían tratado con histéricos e histéricas, lo que muestra la sin-
tonía de la medicina local con las corrientes científicas imperantes en Europa.
La histeria era:
Una neurosis provocada por agentes diversos (traumatismos, infecciones, in-
toxicaciones, emociones, etc.) y que se manifiesta por síntomas fijos, estigmas,

344 Alain Corbin y Michelle Perrot, «Entre bastidores», en Historia de la vida privada. De la
Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial, vol. iv, Madrid, Taurus, 2001, p. 539.
345 Porter, o. cit., pp. 178-179.
346 Vezzetti, o. cit., p. 31.

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que el enfermo ignora generalmente, y por síntomas móviles, accidentes que
serían pasajeros y susceptibles de substituirse unos a otros.347
Los estigmas o síntomas fijos eran: anestesia faríngea, hemianestesia sensiti-
vo-sensorial (anestesia al tacto, anestesia al dolor, anestesia al frío), perturbación
del sentido muscular, estrechamiento del campo visual, discromatopsia, poliopía
monocular, micropsia, macropsia, perturbación o abolición del gusto de uno o
ambos lados de la lengua, anosmia unilateral y sordera. A estos se sumaban los
estigmas móviles «provocados muchas veces por causas mínimas, como ser la
emoción, que aparecerían y desaparecerían fácilmente y que podrían sustituirse
unos a otros». Ese «campo de los estigmas móviles, accidentes, es vastísimo», ya
que «la histeria puede simular todo». Entre los principales accidentes atribuidos
a la histeria, Dighiero destacó todo tipo de parálisis, contracturas, temblores,
trastornos cutáneos, «trastornos viscerales» («cardíacos, palpitaciones, falsa an-
gina de pecho»), pulmonares, gastrointestinales («úlceras», «hematemesis», «dia-
rrea», «constipación», «anorexia») y renales, fiebres y una inespecífica categoría
para los «trastornos mentales». En todos los casos, y siguiendo la definición del
neurólogo francés Joseph Babinski, el médico debía ser muy cauteloso al tratar
esos estigmas, ya que el enfermo estaba «predispuesto a autosugestionarse» ante
«la más leve indicación del médico [que] produce el síntoma indicado».348
Otro estigma pasajero, pero que rozaba la manía, era el llamado «síntoma
de [Sigbert] Ganser», descripto en 1897, que consistía en la incapacidad del en-
fermo para responder «sino de la manera más absurda imaginable a la pregunta
que se le formula por mucha que sea la sencillez de esta, aunque la forma de la
respuesta denote que ha comprendido bien el significado de la frase interroga-
dora». Etchepare observó un caso así en el manicomio al examinar la situación de
«F. O., uruguaya, soltera, labores», quien ingresó al establecimiento «el día 18 de
octubre de 1906 en un estado de excitación».349
En el comienzo del análisis, los médicos insistieron en que el cerebro his-
térico no estaba enfermo aunque ciertas regiones eran sede de una actividad
anormal. Por ejemplo, César A. Díaz, integrante del servicio de Francisco Soca
(desconocemos si se trataba de un médico o de un estudiante), planteó, a tono
con las corrientes científicas imperantes, la idea de «zonas histerógenas». El
ejemplo utilizado por Díaz era el de «Leticia C. de 16 años de edad, soltera,
uruguaya y domiciliada en esta ciudad», quien sentía dolor ante «la compresión
moderada del ovario izquierdo», pero se reía ante la presión aplicada en el lado
derecho, mientras «la compresión de una zona situada debajo del surco tóraco-
mamario de los dos lados, y comprendiendo solamente tres o cuatro centímetros
cuadrados, origina un ataque de risa fatigante, más intensa del lado derecho que

347 Carlos Dighiero, «Cartas de París. Nuevas ideas sobre la histeria», en Revista Médica del
Uruguay, vol. ix, Montevideo, 1906, p. 275.
348 Ib., p. 277.
349 Bernardo Etchepare, «Histeria y síntoma de Ganser», en Revista Médica del Uruguay, vol.
xi, Montevideo, 1908, p. 393.

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del izquierdo».350 Para Díaz, la risa era una manifestación histérica que podía
ser interpretada como la histeria o como una risa precedente a un ataque. La
misma posición sobre las zonas histerógenas tuvo Joaquín de Salterain, médico
que logró que una mujer recuperara la visión luego de realizar una «compresión
enérgica de la región ovárica».351
Hacia comienzos del siglo XX, fueron dando paso a la idea según la cual
las manifestaciones histéricas no siempre tenían un origen orgánico e, incluso,
se producían por motivos no siempre conscientes. Esto fue consecuencia de la
difusión de un crítico de Charcot, el médico francés Hippolyte Bernheim, quien
sostuvo que la histeria era una manifestación de la autosugestión. Lo que no mo-
dificó fue el rol de la mujer, que comenzó a ser considerada más sugestionable
que el hombre.
La sugestión era la presión que un agente exterior ejercía sobre otra persona
por medio de ideas y emociones. En ese sentido, las causas «morales» también
cumplieron una función determinante en los análisis clínicos.
En 1898, el médico oftalmólogo Joaquín de Salterain atendió a una joven
de 22 años completamente ciega. Para el médico, la ceguera era una manifesta-
ción histérica, que había tenido lugar por «la influencia de las grandes emociones
morales». Lo que la ceguera explicaba era
La influencia que ha ejercido el miedo, el temor, el pánico; en una palabra,
los grandes traumatismos morales que, si no destruyen los tejidos en su cons-
titución íntima y molecular, perturban su funcionalidad y alteran el equilibrio
cuando el terreno se presta para no resistir al choque de aquellos agentes.352
De acuerdo a esta visión, «la amaurosis histérica» no era «una afección
duradera», sino que, como todas las manifestaciones histéricas, era posible tra-
tarla a través de «la persuasión, la sugestión, o la influencia moral y no por los
medios de otro orden».353 Pese a las causas morales, el mismo médico destacó
la presencia de elementos físicos y hereditarios que podrían explicar la pro-
clividad de la joven hacia las manifestaciones histéricas. El médico procedió a
realizarle un examen físico a la mujer, a quien consideró «de aspecto enfermi-
zo» que se combinaba con la «mezcla indudable del consorcio de varias razas
de caracteres distintos».354
Jacinto de León, médico uruguayo especializado en neurología, planteó la
conveniencia del estudio del histerismo, ya que entre sus manifestaciones se en-
contraba la simulación «de las enfermedades orgánicas». Según este médico,

350 César A. Díaz, «Histeria-Zonas generadoras de la risa», en Revista Médica del Uruguay, vol.
x, Montevideo, 1907, pp. 252-253.
351 Joaquín De Salterain, «Amaurosis histérica doble», en Revista Médica del Uruguay, año
2, vol. x, Montevideo, 1899, p. 104.
352 Ib., p. 103.
353 Ib.
354 Ib., pp. 103-104.

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La neurosis se asocia a la enfermedad orgánica, esta provoca y alimenta a
aquella, y si no se procede con un tacto especial combatiendo convenien-
temente al mismo tiempo las dos afecciones, sin contribuir a ninguna, no es
posible la curación de ninguna de las dos enfermedades.355
Para los primeros psiquiatras, las causas de la histeria podían ser materiales
o físicas, «por ejemplo, una caída de a caballo, que produce una hemiplegia [sic]
histero-traumática [sic]», o de carácter «moral, psíquico», como ser:
Un susto, una pesadilla que turba el sueño y desequilibra el estado mental, y
provoca lo mismo que aquél [sic], ora una parálisis, ora una contractura, una
anestesia generalmente segmentaria, algias diversas, un temblor rítmico, una
amenorrea tenaz, una afasia absoluta, una ambliopía repentina [y] […] otras mu-
chas manifestaciones, teniendo todas un fondo común, que permite diagnosti-
carlas, a condición de saberle descubrir en los diversos y muy variados casos.356
En otros casos, la histeria se podía despertar por una idea fija que no al-
canzaba el grado de manía, pero provocaba trastornos en el comportamiento.
Es el caso de una mujer que no orinaba, tratada por el médico Pablo Scremini.
Al analizar la historia clínica, el profesional responsabilizó a la familia porque,
debido a problemas renales de todos sus integrantes, medían «su orina de las 24
horas, y cada vez que esta descendía de su volumen normal, se producía la alarma
consiguiente». Por lo que la «enferma vivía por así decir en un ambiente renal
(permítaseme la palabra)». Lo que «grabó el síntoma más aparente, el más os-
tensible, la disminución de la cantidad de orina, e hizo una oliguria histérica».357
El problema de las ideas fijas, para lo cual los médicos debían dialogar con los
pacientes, era fundamental para determinar la naturaleza de la afección.
Una situación similar a la relatada por Scremini atendió el médico A. J.
Aguerre, quien trató a una mujer de 22 años que no controlaba los movimientos
de su brazo izquierdo. Para saber el porqué de ese tic, le preguntó «a la enferma
si había visto a alguien con alguna enfermedad análoga» y la joven «respondió
que, constantemente, ella y una amiga solían desde el balcón reírse de un pasante
que al caminar hacía toda clase de muecas y contorsiones, habiendo más de una
vez ella llegado a temer el tener algo parecido».358
En las historias clínicas citadas y en otras que utilizamos, es significativo
que las pacientes evaluadas y curadas fueran mujeres. A eso se agrega que se las
consideraba más impresionables ante distintas situaciones, por lo que las ideas
fijas tenían un terreno más fértil que en los hombres. Esto asociaba, por ejemplo,

355 Jacinto De León, «Sobre un segundo caso de histerismo traumático (Pithiatismo)», en


Revista Médica del Uruguay, vol. ix, Montevideo, 1906, p. 39.
356 Ib., pp. 39-40.
357 Pablo Scremini, «Un caso de oliguria histérica», en Revista Médica del Uruguay, año 2, vol.
x, Montevideo, 1899, pp. 314-315.
358 A. J. Aguerre, «Un caso de tic del brazo de naturaleza histérica», en Revista Médica del
Uruguay, vol. vi, Montevideo, 1904, pp. 181-182. Otro ejemplo: Jacinto De León, «Un
caso de histero traumatismo: cura maravillosa», en Revista Médica del Uruguay, vol. viii,
Montevideo, 1905.

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la menstruación con la histeria. La relación entre locura y menstruación, como
señaló Etchepare, no estaba probada e, incluso, su asociación carecía de sentido.
Todo se ha dicho: que la menstruación es causa de la locura, que su supresión
también lo es, que su reaparición cura la alienación, que su desaparición du-
rante el embarazo puede curar algunas formas mentales; que el flujo menstrual
calma la excitación, que la exacerba, en fin, todas las opiniones más contradic-
torias han hecho aparición en este terreno. Hasta se ha llegado a afirmar que el
estado menstrual de una mujer puede tener una influencia bizarra, misteriosa,
sobre otra mujer.
Esto llevaba a que «la mayor parte de los médicos» no pudieran «despren-
derse de las ideas comunes a las gentes de que la supresión del menstruo es un
peligro, un mal real, y que debe evitarse a todo precio ese mal con precaucio-
nes de todo género».359 A su vez, facilitaba la relación entre la menstruación o
su ausencia y algún tipo de enfermedad y permitía el desarrollo de manifesta-
ciones histéricas.
Una mujer puede sufrir, tener dismenorrea, y naturalmente no está conten-
ta, pero no por eso hay que definir ese estado con el nombre de melancolía. Del
mismo modo una mujer nerviosa o predispuesta puede tener cierto grado de exci-
tación que nada tiene de particular, pero de eso a una manía va [una] distancia.360
En algunas historias clínicas, la distinción entre una manifestación histérica
y una manía era muy sutil, e, incluso, algunos médicos indicaron que la primera
podía conducir a la segunda. Tal es el caso de Violeta Rocha, de 16 años, trata-
da por Francisco Soca en 1903. Sin antecedentes hereditarios evidentes, pero
tampoco claros, la joven huérfana había sido criada por un padrino, «sujeto alco-
holista (forma agresiva) de quien ha recibido grandes sustos y castigos con arrea-
dor». En sus ataques, la mujer convulsionaba, arrojaba espuma sanguinolenta o
«daba grandes gritos de terror, pues en su delirio veía víboras y arañas que iban
contra ella». Además, mostraba un comportamiento «irascible» que la llevaba a
«castigar sin motivo a los niños» o «a todo el que se le presentaba por delante».
Para Soca, la mujer había empezado con una manifestación histérica que derivó
en una manía persecutoria con alucinaciones, para finalizar con una parálisis en
la pierna izquierda e «imposibilidad para hablar».361
El último caso expresa que no siempre las manifestaciones histéricas eran
tan inofensivas. Algunas formas de comportamiento que lindaban con la manía y
los delirios podían generar severas perturbaciones en el orden público, ya que en
un ataque histérico el paciente no siempre era consciente de su comportamiento.

359 Bernardo Etchepare, «La menstruación en las alienadas», en Revista Médica del Uruguay,
1904, vol. vii, Montevideo, p. 459.
360 Ib., p. 466.
361 mhn, «Sala “San José” n.o 24. Violeta Rocha, 16 años, oriental, soltera, labradora. Viene
de Rivera. Octubre de 1903», en Papeles del doctor Francisco Soca. Anotaciones y testi-
monios de carácter científico. Copia de trabajos sobre temas de Medicina, carpeta n.o 1863.
Destacado en el original.

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Un caso relatado por el psiquiatra Camilo Paysée es elocuente en ese senti-
do, ya que trataba sobre «una fuga histérica» protagonizada por un adolescente
que no recordaba nada sobre el comportamiento que había tenido horas antes.
El protagonista del caso, de 13 años, estuvo desaparecido de su casa durante
cuatro horas hasta que fue detenido por un policía que lo «castigaba con ahínco,
dirigiéndole toda clase de reproches con gruesas palabras». Conducido hacia la
comisaría, «el niño, me dice la hermana, “hizo como si se despertara, se restregó
los ojos” y después, preguntó, “con todo sentido”, cómo estaba ella allí, de dónde
venían, dónde lo había encontrado, qué había hecho, etc.». El médico procedió
al examen y concluyó:
Que me hallaba frente a un sujeto en perfecto estado de inconsciencia, que
solo respondía con monosílabos, contestando que ignoraba cuanto [sic] había
pasado en la tarde, que no me reconocía absolutamente (a pesar de que hacía
ya varios meses que estaba bajo mi asistencia), que tampoco reconocía a un
cierto viejo amigo de la casa que estaba allí presente, que no sabía dar ningún
dato sobre su persona, ni sobre nada de lo que lo rodeaba.362
El profesional transcribió el relato de lo que el joven había vivido en su esta-
do de inconsciencia en un artículo de la Revista Médica. Según su propio relato,
el paciente histérico, pero aquejado por una manía persecutoria, se encontraba
«en la cocina de su casa, con varias personas de su familia», cuando «tuvo de
repente una alucinación: un hombre, cuyo traje y ademanes me señala, que es-
grimía en su diestra un fornido garrote, y con toda la actitud de querer darle un
palo. Asustado, va a su cuarto, se pone su blusa y su sombrero, y dispara hacia la
calle». Comenzó a correr sin parar; primero, atropelló a «un vendedor ambulante
de vasijas de hojalata», luego, a unos peones que se encontraban trabajando en
«las obras que para las aguas corrientes del Cerro hace una empresa», hasta que
finalmente se metió «en una pieza donde una buena vieja hacía su tarea», «lo que
obliga a la vieja a armarse un bastón para defenderse del incómodo visitante».363
De esto, Paysée infirió que se encontraba ante un histérico con «fobias de la
muerte» e «ideas de persecución, sin ninguna sistematización».
Reviste interés asimismo el análisis de las causas hereditarias pero también
sociales que habían provocado la enfermedad en esta persona. El alcoholismo
del padre o el «nerviosismo» de la madre no eran causal suficiente, y el médico
se detuvo en un aspecto curioso del medio social que nos habla, antes que del
enfermo, del profesional. «Hay en la familia», decía, «un dato» que «nos demues-
tra el medio ambiente, la herencia, la educación, el ejemplo vividos por nuestro
enfermo en su niñez. Hubo en estos ascendientes un caso de bigamia».364 Se
refería a que la madre se casó en España y emigró a América, donde nuevamente
contrajo matrimonio, pero no disolvió el enlace europeo.

362 Camilo Paysée, «Una fuga histérica», en Revista Médica del Uruguay, vol. xiii, Montevideo,
1910, pp. 414-415.
363 Ib., p. 415.
364 Ib., p. 417.

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El medio social era clave en la interpretación sobre diversas manifestaciones
histéricas. En 1910, Santín Carlos Rossi presentó un caso de «histero-traumatis-
mo», consecuencia, entre otras cosas, del abuso de alcohol y drogas. La paciente,
una bailarina de café concert (cuyo caso veremos más adelante en profundidad),
mostraba episodios amnésicos selectivos: «Por ejemplo, sabe su edad, su pro-
fesión, su familia; pero ignora la provincia en que nació y la ciudad en que se
halla, la fecha en que vino, el teatro en que trabajó», que Rossi interpretó como
manifestaciones histéricas.365 Si bien los antecedentes eran confusos, la paciente
no parecía tener parientes directos con alguna manifestación psicopática. Por el
contrario, creía Rossi, la ingesta permanente de alcohol y drogas habían provo-
cado primero la histeria y luego las diferentes manías persecutorias.

Manía
Podríamos preguntarnos qué era ser un maníaco en el siglo XIX. La manía
estaba comprendida en la paranoia, enfermedad definida en 1818 por Johann
Henrioth, profesor de Medicina en la Universidad de Leipzig. Entre sus sínto-
mas, presentaba la fijación permanente en una idea o en un conjunto de ideas, y
de ahí su cercanía con la histeria. No obstante, era una definición tan extensa que
podía abarcar diferentes tipos de alteración psiquiátrica.
De forma paralela a la obra de Henrioth, el francés Esquirol, a la postre
de mayor renombre que su colega sajón, propuso la categoría de monomanía,
aplicada a sujetos con ideas fijas, pero cuyo relato mantenía cierta lógica inter-
na. El psiquiatra francés desarrolló el concepto para referirse a algunas formas
«parciales» de locura que se identificaban con trastornos afectivos, en particular,
los que involucraban la paranoia o los delirios persecutorios. El maníaco mos-
traba algunas características evidentes: por un lado, la multiplicidad de ideas
delirantes; por otro, la ausencia de alucinaciones y la coherencia en el relato, que
podían evolucionar en función de las circunstancias o del tiempo, lo que llevaba
a los médicos a plantear que tenían cierta relación con el entorno, y, por último,
la incurabilidad de la afección, que podía culminar en una demencia terminal,
característica en la que coincidían los profesionales. Aunque había diferencias
en los enfoques de los médicos europeos y americanos, también coincidencias,
en la medida en que todas las enfermedades llamadas mentales se manifestaban
a través de distintos tipos de manías.
En los orígenes de la asistencia psiquiátrica en Uruguay, los maníacos eran
considerados seres inofensivos que «pueden ser dejados en completa libertad,
sus actos siendo por lo común más excéntricos que perjudiciales, y su necesidad

365 Santín C. Rossi, «“Un caso de histero-traumatismo, desequilibrio mental y toxicomanía”.


Comunicación leída en la Sociedad de Medicina de Montevideo, en sesión de 28 de diciem-
bre de 1910 por el bachiller Santín C. Rossi», en Revista Médica del Uruguay, vol. xiii,
Montevideo, 1910, p. 422.

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de actividad desordenada en una indicación que es preciso respetar en la medi-
da mayor posible».366 Pero, hacia fines del siglo XIX, el maniático pasó a ser el
prototipo de enfermo psiquiátrico peligroso, ya que, como ocurría, podía pro-
tagonizar hechos de violencia e, incluso, generar la disyuntiva sobre su paradero:
la cárcel o el manicomio.
En 1881, el médico legista Juan Héguy los describió como aquellos enfer-
mos cuyo comportamiento se caracterizaba por una «impulsión violenta de la
que el individuo tiene conciencia, pero que, a pesar de todos sus esfuerzos y del
horror que esa impulsión le inspira, lo arrastra a cometer actos criminales», como
el homicidio, el suicidio, la «pyromania [sic]» o «la ninfomanía».367 En el mismo
período, Ángel Canaveris definió los distintos tipos de manía existentes: erótica,
con excitación, con delirio, razonada, con estupor, con alucinación, impulsiva,
intermitente, circular, suicida, religiosa, exótica, de delirio asténico, parálisis ge-
neral progresiva, melancolía (estuporosa, lipemaníaca, con alucinación, con hi-
pocondría), lo que da cuenta de la amplia gama de variables maníacas existentes,
aunque todas se concentraban bajo un mismo tipo de enfermedad con distintas
manifestaciones.368 Sin embargo, es también reflejo de que dentro de la categoría
de manía podía entrar una amplia variedad de formas de comportamiento y de
conducta no siempre asociadas con una psicopatía.
Por ejemplo, el preso Macario Estevan [sic] Sayes, español de treinta y dos
años, responsable de herir, en 1895, a cuatro personas y de asesinar de dos pu-
ñaladas a un cabo de policía, mostró, según la pericia realizada por el médico
Florentino Felippone, un comportamiento maniático. Ante el médico, se pre-
sentó «en continuo estado de agitación y extravío», «moviendo continuamente las
manos y sin alzar jamás la vista a la persona que le hablaba». Asimismo, y como
un síntoma general de este tipo de afección, «contestaba erróneamente a muchas
preguntas» o brindaba información inexacta, como, por ejemplo, varios nombres
«porque la tierra le obligaba a ello varias veces por día». También «tenía alucina-
ciones de la vista y del oído, viendo mujeres y hombres que le dirigían palabras
que no se atrevía a repetir por considerarlas obscenas o demasiado hirientes», «le
pasaban cueros con aceite caliente por la cara» o «le echaban veneno en la co-
mida, pero que a pesar de eso comía, porque ya había muerto, resucitando des-
pués». El facultativo concluyó que Sayes era «una víctima del delirio, perseguido
por las creaciones anormales de su imaginación enferma y por cuantos objetos
lo rodean», que lo tornaban un hombre peligroso que «mata para defenderse de
peligros que para el [sic] son reales y huye por la misma causa». Finalizaba el
médico sosteniendo que el preso mostraba el «delirio sistematizado de los de-
generados hereditarios, bajo la forma de manía de las persecuciones, siendo los

366 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 36, 37.


367 «Monomanía suicida y homicida. Informe médico-legal, por el Dr. Juan L. Héguy [24 de
marzo de 1881]», en La Gaceta de Medicina y Farmacia, año i, n.o 3, Montevideo, 15 de
diciembre de 1881, p. 90.
368 Canaveris, o. cit., p. 407.

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crímenes por él cometidos, a juicio de los infrascriptos, producto y expresión
de dicha manía».369 Nuevamente, vemos la intervención de la discusión sobre las
patologías hereditarias que atravesó todas las enfermedades tratadas durante el
período considerado.
En el tratamiento de los maniáticos, también era importante para los médi-
cos determinar cuál era la idea fija o la combinación de ellas.370 Para desentrañar
la idea fija, los médicos entendieron que era fundamental su actuación, ya que,
muchas veces, los jueces, a decir de Enrique Castro, podían contribuir a pro-
fundizar el cuadro psicótico con preguntas del estilo: «¿Es Ud. muy rico? ¿Tiene
Ud. enemigos?», que acentuaban «las dos formas de delirios más comunes, de
grandeza y de persecución».371
Además de conocer la idea fija, era imprescindible estudiar los antecedentes
familiares y sociales del paciente. A. P., un maniático «paranoideo» tratado por
Camilo Paysée, mostraba «delirio sistematizado de persecución». El paciente
había herido a una persona que supuestamente lo perseguía. En la historia clí-
nica, el médico dejó constancia del episodio que generó la manía en la perso-
na. Según manifestaciones de los hermanos de A., «hubo en realidad un sujeto
que, en aquel entonces, tuvo un pequeño altercado con él; pero fue asunto de
simples palabras, banal, sin importancia de ninguna especie», pero que había
despertado, sin embargo, la idea delirante que perturbó «la tranquilidad de sus
días». Entre los maniáticos, «un hecho en realidad simple juega papel de espina
irritativa para su cerebro mórbido, que después de provocar, mantiene, y más
tarde exacerba a su idea delirante, todo bajo el imperio de su desconfianza y de
su susceptibilidad».372 En este caso, el relacionamiento social había despertado la
manía, que también podía ser hereditaria por la afección de los ascendentes o, a
decir de Etchepare, «comunicada». El profesional, quien retomaba las ideas he-
reditarias de Dupré sobre la «familia neuropática», planteó, en más de uno de sus
trabajos, que la psicopatía —cuando se trataba de manías— podía comunicarse
entre las personas. La misma posición sostuvo Santín Carlos Rossi, para quien
«el fondo psicopático del enfermo puede ser el de toda la familia».373
Los componentes hereditarios se combinaban con el espacio social que
compartían los enfermos que se comunicaban la psicopatía. Un caso, conside-
rado poco frecuente, de «locura comunicada» y «simultánea» fue expuesto por

369 agn-sj, Juzgado del Crimen de 2.o Turno, Macario Estevan Sayes Orduña, por desacato,
heridas y muerte de Antonio Borges, expediente n.o 183, 17 de diciembre de 1895.
370 Hemos estado tentados de buscar una relación entre las «manías religiosas» descriptas a co-
mienzos de siglo y el enfrentamiento de médicos y políticos secularizadores con la Iglesia
católica. ¿Por qué los médicos incorporaban a las historias clínicas frases del estilo: «Ha sido
siempre sana, ahora tiene fanatismo religioso» o «[la mujer] es católica ferviente al extremo que
raya el fanatismo» (Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, fs. 129, 191)?
371 mhn, o. cit., t. 1436, f. 160.
372 Camilo Paysée, «Un informe médico legal», en Revista Médica del Uruguay, vol. xv,
Montevideo, 1913, pp. 35-36 [el informe data de enero de 1909].
373 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 16.

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Etchepare en la Revista Médica del Uruguay. Era la historia de dos hermanas,
Adelaida y Diamantina G. de 18 y 14 años respectivamente, «que han vivido
siempre juntas, sufriendo las mismas penalidades, teniendo las mismas condicio-
nes de vida».374 Según el médico, los progenitores no mostraban ningún tipo de
psicopatía, pero las cinco hijas, de las cuales Etchepare estudiaba a dos, habían
padecido distintas enfermedades: una hermana había muerto de neumonía, otra
de crup y la tercera, y al parecer influyente sobre la conducta de las dos pacien-
tes, se había suicidado.
Esta última hermana se escapó hace cuatro años de la casa del padre, con el
dinero de este. Era de carácter raro, extravagante, sombrío, no se llevaba bien
con su padre, no era nada afectuosa y sin motivo se escapó robando al padre,
no pudiendo averiguarse qué clase de vida hizo en Buenos Aires, y al poco
tiempo se suicidó.375
La muerte de la hermana afectó a Diamantina, quien, en los últimos ocho
meses, antes de ser llevada al médico, se negó a alimentarse y «se puso muy
triste». El padre señaló que «discutía muy frecuentemente con la hermana pre-
tendiendo ordenarle siempre, imponiéndole su voluntad en todo». Al mismo
tiempo, «abandonó su tarea, se hizo descuidada, habiendo sido siempre activa
y hacía mal la comida». También «hacía gala de su falta de religión» y mostraba
una permanente «agitación motriz, iba sin cesar de un lado para otro en la casa,
sin detenerse un momento, sin querer explicar su conducta, hasta que por fin
manifestó a su padre que se iba a pegar un tiro con un revólver».376 Adelaida, la
hermana mayor, también mostraba una conducta similar, lo que provocó que el
padre solicitara el ingreso de las hijas al manicomio.
La internación permitió a Etchepare observar un caso de locura comunica-
da, con una clara ascendencia de Diamantina en Adelaida. La hermana mayor de-
mostraba manifestaciones psicopáticas que se plasmaban, por ejemplo, en «ideas
de hipocondría que la otra no tenía, es decir, que introduce un elemento nuevo
y propio en su estado mental común».377 El médico tratante resolvió, no sin re-
sistencia, la separación de las dos hermanas para «comenzar el tratamiento eficaz,
contra lo que opinan algunos autores que no aconsejan el aislamiento para que el
delirio se disuelva entre varios enfermos». La situación de ambas hermanas ponía
en cuestión el tema de la herencia y llevó al médico a cuestionar, siguiendo al
psiquiatra francés Charles Féré, si la locura podía mostrarse en la familia «fuera
de toda herencia».378

374 Bernardo Etchepare, «Locura comunicada entre dos hermanas», en Revista Médica del
Uruguay, vol. vii, Montevideo, 1904, p. 408. Varios psiquiatras franceses planteaban, desde
fines del siglo XIX, esta idea de la familia neuropática. Véase, por ejemplo: A. Mathieu,
Neurasthénie, París, Rueff et Cia. Éditeurs, 1894. Este último libro formaba parte de la
biblioteca del manicomio.
375 Etchepare, o. cit., p. 408.
376 Ib., p. 409.
377 Ib., p. 414.
378 Ib., p. 415.

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En 1909, publicó un artículo sobre un caso de «locura familiar» «comunicad[a]
entre siete personas». La historia clínica se inició con el ingreso al manicomio,
el 15 de abril de 1908, de Manuela E., «uruguaya, soltera, de profesión labores,
y de 25 años de edad, con el cuadro clínico de un estado melancólico». Una vez
internada, el profesional recibió «la visita de dos hermanas», «Francisca y María,
de 31 y 38 años respectivamente, que me contaron una bien extraña historia
que tiene atingencia con la de la enferma citada». Según el médico, el relato
de una de las hermanas se concentró en la situación de la interna, quien «había
caído enferma a raíz del fallecimiento reciente de un hermanito y por obra de
agentes misteriosos» —«causas poco naturales»—. Eso se combinaba con el re-
chazo de la mujer hacia los médicos, con sospechas de «procederes suspectos y
acaso criminosos de médicos, farmacéuticos, vecinos y de la sociedad filantró-
pica “Cristobal [sic] Colón”». Etchepare interpretó la actitud como una manía
persecutoria y planteó la posibilidad de la internación para esta hermana. Al día
siguiente de la primera entrevista, citó nuevamente a la mujer para continuar
con el interrogatorio, «y es esa historia la que consigno como un ejemplo poco
común de locura familiar».379
Según el relato de la mujer, la historia de los padecimientos familiares se
había iniciado con la muerte del padre, «consecuencia de una puñalada que le
fue inferida en el vientre por un socio suyo», aunque, de acuerdo con Etchepare,
el crimen nunca fue aclarado y, por ende, el asesino no fue identificado. «Nos
dijo, su padre era un hombre de gran bondad, muy amigo de la justicia, que se
interesaba por los débiles y los desgraciados, a los que defendía generosamente
aun cuando no tuviera interés personal en ello.» Por eso, «frecuentemente de-
nunciaba a alguna persona o se presentaba en queja defendiendo a un amigo o a
un vecino. Tenía varios pleitos, en todos los cuales siempre tenía razón, y, aunque
lograba demostrarla, no siempre obtenía justicia».380 Finalmente, «se organizó, y
no en su favor, una persecución encarnizada que terminó con la vida del altruista
personaje y de la cual fue instrumento su socio», quien convenció al médico que
lo atendió luego de ser apuñalado para que precipitara «el triste desenlace de
ese drama». La muerte del progenitor inició una serie de persecuciones, inespe-
cíficas o no atribuidas a personas o colectivos, que llevaron a que la familia se
mudara de forma permanente.
El primer familiar en ser recluido en el manicomio fue un hermano de 16
años, que «era muy retraído, pero un día, con gran sorpresa de todos, salió,
pasando todo el día con el hijo de su vecino el procurador». Desde entonces,
«cambió de carácter, odió a los vecinos diciendo que lo perseguían y se indispuso

379 Bernardo Etchepare, «Locura familiar; delirio de interpretación “antilógico” comunica-


do entre siete personas», en Revista Médica del Uruguay, vol. xii, Montevideo, 1909,
pp. 105-106. El mismo artículo fue publicado en: Annales Médico-Psychologiques, vol. xi,
París, enero de 1910, pp. 5-17.
380 Ib., p. 106.

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con todos, propios y extraños».381 Al mismo tiempo, la madre, «que en vida del
marido se resistía a creer en tanta maldad, ha venido después, poco a poco, en
presencia de tanta insistencia y razonamientos de sus hijas, a participar en un
todo de las creencias filiales».382
Para demostrar que la locura era comunicada, el médico separó a la hermana
internada de la familia, quien, «después de una separación de más de un mes, ha
flaqueado mucho en su convicción» sobre las persecuciones. Sin embargo, no
sabemos si, a modo de prueba, «vuelta a la familia por un tiempo sobradamente
largo para recaer en sus antiguas preocupaciones, ha desfallecido y vuelto a
ingresar al manicomio». Etchepare concluyó que las tres hijas, el hijo varón y
la madre padecían un «delirio interpretativo de persecución» que se había ex-
tendido, además, «a un tío y a un primo». Según el médico, los casos de «locura
familiar» podían ser frecuentes con una intervención decisiva de los caracteres
degenerativos hereditarios y la fijación de ideas. Esto quedaba constatado al co-
rroborar que «el padre era seguramente un paranoico con delirio y con ribe-
tes de perseguido-perseguidor», que transmitió esas ideas «de una persecución
universal» a sus descendientes, quienes, a su vez, convencieron a la madre. A la
herencia se agregaban la convivencia y la influencia del medio social entre los
siete enfermos:
Si se quiere observar que estas personas, siendo de la misma familia, han venido
viviendo, como es natural, la misma vida, sufriendo las mismas influencias, las
mismas vicisitudes, etc., se estará de acuerdo en que han existido evidente-
mente las condiciones requeridas para la producción de la locura comunicada,
estudiada por Laségue y Falret en su memoria célebre. 383
Etchepare concluyó que la familia,
De la que los hijos son ciertamente hereditarios, vale decir predispuestos, vi-
viendo en un ambiente creado y sostenido por el jefe de ella, en cierto modo,
símil del héroe de Cervantes, ambiente de inquietud, de zozobra, de hostilidad
supuesta por parte de vecinos y relaciones, ha sentido turbarse su bienestar,
e interpretándolo todo al través de un criterio malo, han visto brotar y cons-
tituirse el estado actual, continuación y consecuencia de la locura paterna.384
Por lo tanto, en este proceso, como en otros casos, había una «asociación
de la herencia y de la educación», «por acción directa, por influencia inmediata»,
que hacía del ambiente un factor más determinante que la herencia.385
Otra forma maniática era el puerilismo mental, enfermedad estudiada por
Etchepare entre los pacientes del Manicomio Nacional y que lindaba con la de-
mencia. Aunque no constituía exactamente una demencia, se trataba de «un es-
tado delirante particular» por el cual la enferma que analizó sufría una regresión

381 Ib., pp. 106-107.


382 Ib., p. 110.
383 Ib., p. 111.
384 Ib.
385 Ib.

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a la infancia. Una sintomatología similar había sido estudiada por el psiquiatra
francés Dupré, quien «relacionó el origen y desarrollo de ese estado raro a una
idea fija onírica y post onírica, y propuso para esta regresión de la mentalidad
hacia las primeras etapas el nombre de puerilismo».386 De todos modos, el pue-
rilismo como tal podía ser un fenómeno histérico, una modalidad clínica de los
estados demenciales o una consecuencia de la intoxicación por infección o por
el consumo de alcohol.
El caso estudiado por Etchepare fue el de «una viejita con una senilidad ya
avanzada, representando más de los 63 años que deducimos que tiene en este
momento, sin que estemos nada seguros de su edad», completamente «desden-
tada, con los bordes alveolares de sus maxilares en regresión ya terminada»,
con «un arco senil completo, con su piel arrugada en toda la cara, su cabello
enteramente blanco y un árbol vascular completamente esclerosado». Las mani-
festaciones de puerilismo databan desde hacía seis años cuando «comenzaron los
síntomas» que «dominan actualmente y de una manera casi completa el cuadro
sintomático de su enfermedad». Según el médico, en este caso, se combinaban
la demencia producida por la senilidad de la mujer con la «excitación maníaca».
Se trataba de una paciente crónica. Sin embargo, el profesional no era capaz de
establecer por qué se producían esas alucinaciones o regresiones infantiles, de
modo que se dedicó simplemente a describir su comportamiento:
Produce un efecto raro ver en medio de sus compañeras a una pequeña per-
sona de aspecto a primera vista respetable a causa de su ancianidad, con la
cabeza llena de cintitas unas veces, otras con el pelo dispuesto en copete re-
cogido con una cinta, del mismo modo que los niños, con una o dos muñecas
de fabricación personal (de las que presentó algunos spécimenes [sic]) en los
brazos, meciendo esas muñecas al arrullo de un canto ininteligible —o bien
bailando y saltando, o corriendo el patio de extremo a extremo, emitiendo
gritos y chillidos que recuerdan los gritos de los niños.387
Este tipo de casos era un desafío para los médicos, ya que los pacientes no
mostraban voluntad alguna de colaborar o de aportar su testimonio, a lo que se
agregaba que la patología se los impedía, de modo que cualquier comentario de los
enfermos siempre estaba mediatizado por las consideraciones (y, por ende, por los
valores) del profesional. A su vez, estamos ante testimonios que se obtenían sin que
los enfermos hablaran de forma voluntaria. Etchepare concluyó que la paciente
padecía una forma de «puerilismo bien ligado a la histeria», que provocaba
Disturbios de la memoria y de la personalidad relacionados con el fenómeno
de la ecmnesia, es decir, de esa forma de amnesia parcial, en la cual el recuer-
do de los sucesos anteriores a un cierto período de la vida es íntegramente

386 Bernardo Etchepare, «Puerilismo mental», en Revista Médica del Uruguay, vol. ix,
Montevideo, 1906, p. 63.
387 Ib., p. 67.

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conservado, mientras que el recuerdo de los sucesos posteriores a este período
esta [sic] totalmente abolido.388
Otra variante, que no se podía comprobar hasta no realizar una autopsia,
era la posible presencia de un tumor cerebral capaz de provocar un «déficit
intelectual» que «puede traducirse por una obliteración más o menos extendida
de los recuerdos».389
Otro ejemplo de combinación entre el histerismo y la manía delirante fue
estudiado también por Etchepare. En el caso de F. O., se combinaba la «herencia
atávica y colateral», ya que «su bisabuelo y varios tíos han sido alienados», con las
«modificaciones de la voluntad, del carácter y de la afectividad, modificaciones
que son conocidas como las descriptas en el carácter histérico con algún raro
paroxismo convulsivo» y el «traumatismo moral reciente por cuestión de amo-
res», causal de «su psicosis actual». El estado maníaco incluía «abundancia de
alucinaciones visuales» y «agitación», probablemente consecuencia «más bien de
la herencia que de la histeria». Asimismo, la enferma presentaba una manifesta-
ción histérica, el ya señalado síndrome de Ganser, que hacía del caso un ejemplar
singular. «Esta singularidad no fue otra que una serie de respuestas tan extrañas y
ajenas a las preguntas que se le hacían, que llamaron justamente la atención.» El
médico señaló algunas de esas respuestas, que se pueden apreciar en el diálogo
que se transcribe a continuación:
P. —¿Cuántos años tiene?
R. —Los mandamientos de la ley de Dios son diez.
P. —¿Soltera o casada?
R. —Tengo siete hijos. (No tiene hijos).390
Etchepare, quien señaló la actitud de la paciente como una burla hacia el
médico, intentó, al mismo tiempo, desentrañar el significado de las respuestas
de la enferma. Interrogada sobre su nivel de alfabetización, contestó: «¡Pobre
tío Sandalio, le sacaron los ojos!», respuesta que, según el médico, traducía una
idea sobre la pérdida de la visión, capacidad ineludible para la lectura. A su vez,
en la respuesta sobre su estado civil en la que detallaba la cantidad de hijos que
decía tener pese a no tener ninguno, el médico vislumbraba un «concepto que
dentro de la moralidad corriente supone el estado matrimonial».391 Por más que
las respuestas fueran absurdas, Etchepare encontraba entre la interrogante plan-
teada y la devolución de la paciente cierta asociación de ideas dentro de su ma-
nifestación psicopática. Esto lo llevó a preguntarse si estaba ante «un fenómeno
puramente histérico» o si era parte de otra afección similar a la histeria.

388 Ib., p. 71.


389 Ib., p. 72.
390 Etchepare, «Histeria y síntoma…», o. cit., p. 394.
391 Ib., pp. 395-396.

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La duda del profesional, máxima autoridad psiquiátrica del Uruguay de la
época, no es menor y resulta interesante para plantear las dificultades para de-
finir la enfermedad en los círculos médicos, pero también los límites difusos
entre una psicopatía y otra. En algunos casos, el «terreno histérico» era evidente,
pero, en otros, no era seguro dónde empezaba la manía y qué la distinguía, por
ejemplo, de un estigma transitorio. Sobre ese terreno discutieron los primeros
médicos uruguayos y, más complejo aún, buscaron encontrar un tratamiento
idóneo que, a lo largo del proceso considerado, pasó de acciones brutales a un
refinamiento de los métodos curativos.
En otros casos, los estados maniáticos no se caracterizaban por la locuaci-
dad del enfermo, sino por la catatonia o la melancolía. Este síndrome se distin-
guía por la rigidez muscular, aunque, algunas veces, podía estar acompañado de
una gran excitación. La interrogante era la misma: ¿cómo distinguir una manía
con parálisis de una parálisis sin manía? El límite seguía siendo extremadamente
difuso. En su forma más simple, se encontraba la llamada «depresión melancó-
lica», en la cual «el enfermo conserva aparentemente toda su lucidez», pero se
encontraba invadido por «un estado emocional doloroso, un desaliento indoma-
ble y que no se explica».392 En esos cuadros de depresión, había distintos grados,
desde los enfermos que se negaban a levantarse de la cama hasta aquellos que
mostraban niveles de excitación considerable.
Etchepare trabajó con los dos tipos de casos clínicos, es decir, con catató-
nicos sedados o inmóviles y también con cuadros de excitación.393 En el primer
caso clínico, estudió a un enfermo con un «estado de sueño aparente durante
ocho meses», luego del cual el enfermo murió por una serie de «ictus epilepti-
formes». El paciente, «A. Fr., uruguayo, de 18 años de edad, soltero, labrador»
del departamento de Cerro Largo, había ingresado al manicomio el 16 de marzo
de 1903 y no presentaba entre sus antecedentes familiares personas con psico-
patologías, aunque «sus padres y hermanos son nerviosos, gente sentimental y
emotiva», a lo que se agregaba que el padre era «algo alcoholista». En cuanto a
la conducta del enfermo, el médico confirmó que se trataba de un «onanista» «de
carácter reservado, pero afectuoso» y «muy trabajador».394 Su estado se inició por
«un trauma moral (su novia lo dejó)» «después del cual se entristeció, se encerró,
perdiendo toda actividad». Es decir, el enfermo inició un período de «depre-
sión» que inicialmente «duró alrededor de quince días» y culminó con un estado
delirante e «ideas de grandeza», ya que «decía ser el general [Aparicio] Saravia
y que mataría a sus contrarios políticos». Luego de ese «período de agitación
grande» y tras el «enchalecamiento», fue conducido a Montevideo. Al llegar a la
capital, mostró una «tendencia visible a la catatonia», ya que durante el proceso
de clinoterapia «adoptó de una manera casi ininterrumpida, durante ocho me-

392 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 23.


393 Bernardo Etchepare, «Demencias catatónica y paranoidea», en Revista Médica del Uruguay,
año xii, n.o 9, Montevideo, 1909.
394 Ib., p. 219.

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ses, la actitud de sueño aparente» hasta «el día de su fallecimiento».395 Durante
los ocho meses que permaneció en cama, se negó a colaborar con los médicos
y el personal: «Al sacarlo de la cama se deja caer con todo su peso». Asimismo,
resultó «inútil toda tentativa para obtener que permanezca sentado o parado.
Dejado sobre una alfombra en el suelo, al acabar de recostarlo, echa los codos
hacia atrás para no golpearse y después queda inerte». Sin embargo, y pese al
estado, el médico tratante consideró que el enfermo no era del todo inconsciente
sobre su actitud o movimientos, ya que cada vez que era depositado en el suelo
se arrastraba hacia la cama para volver a acostarse y adquirir «eterna actitud de
sueño».396
Un caso completamente diferente era el de «H. F., uruguayo, de 23 años,
soltero, pintor», quien mostró una excitación maníaca permanente, que se tradu-
cía a sus movimientos y también a los cuadros que pintaba y que fueron inter-
pretados por Etchepare como manifestaciones de la psicopatía.
Por esa época, en algunos cuadros que pudo hacer, se notó y así se lo obser-
varon todos, que las cabezas eran de proporciones demasiado grandes, y excu-
saba su proceder, aduciendo que así había que hacer las cosas, que lo raquítico
no sirve para nada.397
Asimismo, el paciente se negó a ser atendido y a alimentarse, por lo que el
primer médico tratante, Julio Nin y Silva, le proporcionó inyecciones de caco-
dilato de sodio, que buscaban combatir la anemia. La resistencia de este paciente
era total y, para Etchepare, la manifestación de la psicopatía: «Al pasar la visita
el médico, suele ponerse intensamente pálido, enviándole una mirada en que se
adivina odio reconcentrado».398 El rechazo al médico también se expresaba en
los dibujos realizados por el paciente. En su bitácora de trabajo, Etchepare se
sintió identificado con el personaje realizado en uno de los bosquejos e inter-
pretó la imagen como «la suprema venganza que imagina para el médico que lo
asiste». Sin embargo, psicopatologizó lo que el interno retrató:
El enfermo ha sido, a no dudarlo, bastante buen pintor. Pero la producción
que exhibimos, que denota fecunda imaginación corsa y un gusto bien singu-
lar, como se ve, demuestra que —no obstante esa imaginación, por la calidad
del dibujo, por las proporciones mal calculadas y otros detalles fáciles de juz-
gar— ha periclitado en su apreciación justa de las cosas en sus dimensiones
y aspecto, lo que confirma lo que ya se ha dicho, que, en casos de remisión,
esta sobreviene con tal déficit que el ingenio se vuelve un simple artesano y el
estudiante de nota, un vulgar copista.399

395 Ib., p. 220.


396 Ib., pp. 222-223.
397 Ib., p. 226.
398 Ib., p. 228.
399 Ib., p. 230.

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Imagen 6

Fuente: Bernardo Etchepare, «Demencias catatónica y paranoidea», en Revista Médica del


Uruguay, año xii, n.o 9, Montevideo, 1909.

¿Podríamos interpretar la imagen como una subversión del tratamiento des-


tinado a los pacientes? ¿Las ataduras pueden ser desentrañadas como las mismas
que ligaban al enfermo a una cama? La sonda gástrica, o algo similar, ¿no se
puede interpretar como un acto de resistencia ante la obligación impuesta al
enfermo para que comiera? ¿Los «hilos conductores de la electricidad» no eran
utilizados por los médicos en el tratamiento electroterápico? El caso clínico
descripto nos ayuda a cuestionar qué entendían los pacientes de las instituciones
manicomiales sobre el tratamiento. Es decir, que no hayan sido capaces de en-
tender los sucesos que estaban viviendo ni de mostrar la habilidad necesaria para
reaccionar individual o grupalmente frente a las instituciones que avanzaban
sobre ellos no significa que fueran incapaces de desarrollar algunas estrategias
de resistencia. Tal vez el hombre del dibujo no sea Etchepare, ¿pero si lo fuera?
¿Si la intención del paciente era manifestar su disconformidad con la situación
en que se encontraba? No resulta sencillo el estudio de la resistencia planteada
por los pacientes. A lo largo de la investigación, seguimos las consideraciones del
historiador estadounidense Jonathan Ablard cuando sostiene que «los pacientes,
y también a veces sus familias, frecuentemente rechazaban o cuestionaban la
autoridad médica psiquiátrica». Los pacientes «no aceptaron pasivamente los
diagnósticos psiquiátricos y las reclusiones». La resistencia «adquirió varias for-
mas: negativas a contestar preguntas o de participar en las “terapias de trabajo”
ordenadas en el hospital, huida, cartas de solicitud, respuestas estratégicas a
cuestionarios médicos e, incluso, actos de violencia».400

400 Jonathan D. Ablard, «¿Dónde está el delirio? La autoridad psiquiátrica y el Estado ar-
gentino en perspectiva histórica», en Ernesto Bohoslavsky y María Di Liscia (coords.),
Instituciones y formas de control social en América Latina. Una revisión, Buenos Aires,
Prometeo, 2005, pp. 212-213.

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Etchepare examinó los escritos del enfermo, a los que consideró «verdadera-
mente curiosos», ya que combinaban la escritura telegráfica con cierta «tenden-
cia al verso». Era de destacar la «ausencia de los puntos sobre las íes y las jotas,
además de los trazos transversales de las tes»; la incoherencia de los párrafos que
revelaban «su delirio de persecución». También en los escritos se manifestaba su
resistencia hacia el médico, ya que,
Como me juzga malo y perverso, no me llama sino cirujano, a causa del dolor
que puede producir el bisturí, interpretándose al mismo tiempo en la forma
siguiente, que muestra su falta de criterio: sordos al loco sano que intelectual
cultura difiere.401
Más allá del estudio particular, son pocos aquellos casos en los que el médi-
co permitió que el paciente tomara la palabra, elemento interesante no solo para
comprender a los profesionales, sino también para saber cómo vivía un enfermo
su situación. Cualquier cuestionamiento al saber médico fue descifrado como
parte de la patología, como en el caso de R. C., mujer de 27 años enviada desde
Florida e internada el 20 de setiembre de 1906 con una psicosis maníaco-depre-
siva. Al entrevistarse con el profesional que la recibió en el manicomio, la mujer
afirmó que «ha estado loca», pero que por su propia voluntad «[¡]se mejoró!»,
actitud que el médico interpretó como parte del delirio, ya que correspondía a
su autoridad determinar el estado de la paciente.402
El caso del pintor que supuestamente retrató a Etchepare y al que el médi-
co consideró «peligroso» nos sirve para plantear una división existente entre los
maniáticos inofensivos y los considerados peligrosos. A decir de José Sáenz y
Criado, en las monomanías inofensivas, «el individuo no atenta contra la propie-
dad ni contra sus semejantes; no es agresivo, en una palabra», sino que su rasgo
distintivo sería la excentricidad. Por el contrario, «las monomanías peligrosas
suponen que el sujeto puede cometer actos penados por los Códigos civil o
criminal».403 Por eso, era fundamental, para el caso de los maníacos y para otro
tipo de enfermedad, conocer al paciente, su historia y sus antecedentes. El con-
sultorio fue el recinto en el cual los médicos descubrieron las historias de los
internos, un espacio donde se iniciaban el tratamiento y las consideraciones del
profesional, aumentaba la ascendencia sobre el enfermo y su familia, y cualquier
acto de resistencia era interpretado como parte de la psicopatía. No obstante,
ayuda a cuestionar la visión de los hospitales como agentes de control social
acabados. Esto no implica negar la capacidad coercitiva que podían ejercer tales

401 Etchepare, o. cit., pp. 230-231. Pintores, escritores y artistas en general formaban parte de
una asociación de época muy estrecha que vinculaba la genialidad con la locura.
402 Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, f. 386.
403 José Sáenz y Criado, Elementos de Medicina Legal y toxicología. Escritos con arreglo a
las explicaciones de D. Teodoro Yáñez, catedrático de esta asignatura en la Universidad
de Madrid. Publicados con autorización del Profesor, y completados con numerosos datos
obtenidos de los autores más principales que tratan de esta ciencia: Orfila, Mata, Briand,
Taylor, Tardieu, Lacassagne, Hofmann, etc., por D. José Sáenz y Criado, Médico del Registro
Civil, Madrid, Imprenta de Enrique Rubiños, 1884, p. 160.

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instituciones, pero ayuda a plantear la existencia de conflictos y disputas, las
debilidades estatales, y permite analizar la formación de un campo médico psi-
quiátrico como parte de un proceso en el cual sus integrantes fueron definiendo
sus objetos de estudio y lo que se debía o no hacer con ellos. Las ideas médicas
tampoco funcionaron como un esquema perfecto, sino que, por el contrario, se
moldearon conforme pasó el tiempo. Las propuestas terapéuticas de las que nos
ocuparemos en el próximo capítulo son elocuentes para estudiar dicha evolución.
Al seguir las principales discusiones también es posible apreciar la evo-
lución desde ideas generales acerca de la locura a una posición que dividió y
conceptualizó distintos estados psicopatológicos que, a su vez, se vinculaban a
formas de cuidado, asistencia y tratamiento diferentes. Nos interesó, sobre todo,
analizar qué significaba para los médicos del período cada una de esas psicopa-
tologías y poner de manifiesto que las fronteras entre los estados de alteración
mental no siempre resultaron evidentes. Es decir, ¿qué diferenciaba a un para-
lítico de un histérico? ¿Cómo podían alcanzar los médicos una distinción? Para
ello, fue necesario que desarrollaran herramientas que iban desde la división de
los enfermos en pabellones o secciones a enfoques del tratamiento o peritajes
llevados adelante por más de un facultativo.
Al mismo tiempo, sobre todo al referirnos a la manía, fue posible apreciar
cómo se modificó la idea sobre peligrosidad de algunos estados psiquiátricos.
Este punto es interesante, ya que los médicos comenzaron a dividir a los en-
fermos entre violentos y quienes no lo eran, quienes podían estar eximidos de
cumplir penas por algún delito y aquellos a los que era imprescindible contener
y aislar. De esta forma, los enfermos psiquiátricos comenzaron a ser considera-
dos sujetos peligrosos y su control se tornó indispensable. Esto permitió que la
psiquiatría se presentara no solo como una rama de la medicina, sino como una
empresa de protección social. La internación o el seguimiento de los enfermos
no era solo un problema asistencial, sino también de protección social. Contener,
aislar y asistir fueron tres de los pilares que sustentaron el poder psiquiátrico. En
esos tres aspectos nos detendremos en el capítulo siguiente.

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El tratamiento

Además de establecer un esquema clasificatorio para cada patología, los


médicos se propusieron una terapéutica y una profiláctica adecuada a cada una
de ellas. Esto abrió la posibilidad de comenzar a pensar cuál era la mejor forma
de atender y de tratar a los pacientes con enfermedades psiquiátricas, para lo
cual, primero, debieron montar diversos dispositivos o propuestas de cura o de
contención en los casos crónicos y que, al mismo tiempo, permitieran erradicar
la violencia directa sobre el cuerpo del paciente. Sin embargo, como ocurría en
varios países, los médicos locales aplicaron diversas experiencias posibles para
tratar enfermedades que no siempre conocían a cabalidad. En este capítulo, nos
detendremos, sobre todo, en la terapéutica, ya que las medidas profilácticas serán
tratadas en el próximo, cuando trabajemos con las «causas morales» de la locura.
Que los médicos del período se preocuparan por el tratamiento permi-
te pensar que, contrariamente a lo que sostenían algunos autores como Morel,
entre los facultativos uruguayos, existía cierto convencimiento acerca de la po-
sibilidad de obtener algún tipo de cura para la enfermedad psiquiátrica o, al
menos, alcanzar tratamientos que se convirtieran en un paliativo. En este punto,
podemos observar una evolución en las ideas, pero también un avance en las
posiciones de los profesionales que, de a poco, comenzaron a combatir los mé-
todos imperantes y a reemplazarlos por los suyos. En el capítulo, analizaremos
las propuestas terapéuticas del período, sin desconocer que tuvo lugar una evo-
lución que pasó de diversos intentos por contener a los pacientes a posiciones a
través de las cuales se entendió que, mediante el trabajo y el ejercicio intelectual
y físico, los internos eran capaces de modificar su situación psicopatológica. Al
mismo tiempo, analizaremos los primeros pasos de la psicoterapia en el país, así
como los intentos por poner un límite al encierro manicomial y buscar otro tipo
de alternativas como las colonias llamadas de open door.

El poder del dispensario


Las visitas a los pacientes, las observaciones clínicas realizadas, las conclu-
siones a las que se arribó, así como su divulgación en las distintas (y sucesivas)
revistas científicas, se convirtieron en la forma en la que los noveles psiquiatras
continuaban con su formación profesional. Sin embargo, nada se acercó al po-
der que los médicos en general y los psiquiatras en particular obtuvieron en el
dispensario, en sus consultorios o en las visitas particulares realizadas a distintos
pacientes, donde recogieron información sobre las historias clínicas, conven-
cieron al enfermo de la necesidad de un tratamiento (o, al menos, intentaron
hacerlo) y buscaron desarrollar sus investigaciones científicas. Es por esto que
no estamos completamente de acuerdo con los planteos de Foucault acerca de

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la persuasión al paciente como la última instancia para que el médico tuviera el
poder absoluto sobre los enfermos.
En el caso uruguayo, los médicos, que, sin duda, buscaron un control sobre
la conducta de los internos, también aspiraron a alcanzar el desarrollo científico
y estaban convencidos de que eran capaces de lograr, mediante el tratamien-
to, una cura para aquellos pacientes que no mostraban cronicidad.404 Por ende,
esa capacidad de control sobre internos (y de convencimiento de las dirigencias
políticas y de la población en general) es correcta pero incompleta, ya que no
debemos olvidar el influjo que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, tuvo
la idea de ciencia y progreso y el avance que esta generaba en la humanidad. La
necesidad de avanzar en el conocimiento para curar a los pacientes fue lo que
permitió a los psiquiatras gozar de estatus científico e, incluso, incorporarse a las
decisiones en política social y sanitaria que el país fue adoptando.
En 1862, decía el médico francés Brunel que dentro del asilo el psiquia-
tra debía moverse con «suavidad» y «justicia», «medios que abren al médico
el camino para el tratamiento moral». Era fundamental para la tarea clínica
ganar la «confianza» del enfermo, para «después, con sus conocimientos psi-
cológicos, combatir con mejores ventajas las pasiones desordenadas, la exalta-
ción, el vicio, oponiéndoles ideas de orden, inclinaciones moderadas y mejores
pensamientos». Para obtener esa confianza, el médico debía valerse «algunas
veces de engaños con sus enfermos» «alabándoles en su delirio» para «poder
llegar oportunamente por medios calculados con habilidad a un sistema de
oposición que haga volver al demente de sus errores».405 Es significativo de la
definición que el llamado demente estuviera atacado por «sus errores». Era, en
ese sentido, una forma de vincular la enfermedad no solo a las causas orgánicas,
sino a aspectos relacionados con el estilo de vida y con la moralidad. ¿Desliz?
¿Lapsus de Brunel? Esta es una nueva constatación de la relación que estableció
la protopsiquiatría de la época entre lo moral y lo físico. El programa de trabajo
del médico se asemejaba al propuesto por «una casa de educación», «porque los
dementes pueden considerarse como niños grandes que necesitan una nueva
educación para enseñarles y acostumbrarlos a raciocinar».406 Esta visión opti-
mista que asociaba la educación o la reeducación con la curación colocó a los
médicos en una posición de superioridad, ya que, al ser educados de nuevo, los
pacientes podían pensar correctamente.
El punto central de la propuesta terapéutica de Brunel se basaba en la ob-
servación, que acompañaba el desarrollo de la psiquiatría desde sus orígenes y,
por supuesto, desde los primeros pasos de la disciplina en Uruguay. En el mismo
año, el profesional francés sostuvo que el asilo ideal debería tener «en la pared o
en el techo de las celdas aberturas que formen observatorios secretos, con el fin

404 Foucault, o. cit., pp. 54, 156.


405 Brunel, o. cit., p. 338.
406 Ib., p. 338.

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de poder examinar y estudiar al enfermo a toda hora sin que él lo sepa».407 Las
entrevistas realizadas a los pacientes sirven para percibir los criterios sociales
de los propios médicos, sus consideraciones en relación con el orden social. La
construcción de una biografía del enfermo instruyó a los médicos en el desa-
rrollo de técnicas de interrogatorio, fundamentales en una clínica psiquiátrica
incapaz de contar con mayores recursos que la observación y el cuestionario.
¿Cómo trabajaban los médicos al momento de realizar un examen médico-legal?
Veamos el caso, ya usado, de Juana Santos, que sirve no solo por su utilidad para
aproximarnos a la pericia, sino también porque se cruza con algunas de las con-
sideraciones de clase y género antes señaladas.
Los tres diplomados que hicieron la pericia asistieron al manicomio acom-
pañados de dos estudiantes de Medicina, junto a quienes realizaron un examen
que interrumpieron porque duró varias horas. «No satisfechos con este primer
examen y no debiendo, por otra parte, en casos de esta naturaleza, proceder
por la primera impresión», los médicos regresaron al establecimiento para una
segunda observación, en la que encontraron a Santos «completamente tranquila».
En esta ocasión, los tres facultativos hicieron cada uno por separado su observa-
ción y elaboraron un informe. La intención era, según consta en el documento,
«investigar si se ratificaba o contradecía en todo lo espuesto [sic] anteriormente»,
para lo cual «variamos las formas de las preguntas lo más posible, habiéndonos
contestado de una manera completamente satisfactoria». Al día siguiente, los
tres médicos asistieron nuevamente, pero esta vez en la noche, lo que provocó,
en la interna, «sorpresa y alguna agitación a causa, según nos lo expresó, de
haberla despertado y hecho salir del lecho con precipitación». Nuevamente, el
examen estableció que Santos no presentaba alteración psiquiátrica alguna, afir-
mación corroborada por los practicantes del establecimiento. El dato es signi-
ficativo, porque en su informe los médicos basaron su versión en la observación
diurna, nocturna y «en el sueño». Esta aseveración es una constatación de que,
por un lado, la observación comprendía los momentos de supuesta tranquilidad
de los enfermos, pero, al mismo tiempo, implicaba un análisis nocturno en la
sala de mujeres (pese a las restricciones impuestas por las religiosas). Luego de
tres pericias, ante más de un facultativo, por separado y en distintos momentos
del día, los médicos concluyeron que la mujer «es de carácter fuerte, irritable
especialmente en épocas menstruales», pese a lo cual «no se encuentra atacada
de forma alguna de enajenación mental».408 Casos como el citado, que data de
1881, dan cuenta de la tónica imperante en la observación médica, con pregun-
tas relacionadas con la vida privada, con las relaciones sexuales, con múltiples
interrogatorios que, en situaciones de encierro, podían generar excitación, una
rebelión siempre somatizada.

407 Ib., p. 326.


408 agn, ha, msp y hcm, libro 4842, fs. 15-17.

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La observación del enfermo era parte fundamental del análisis clínico.409 A
lo largo de todo el período, se puede apreciar la preocupación de los integran-
tes de la Comisión de Caridad y de los médicos por la necesidad de contar con
habitaciones de observación en buenas condiciones. El paciente, al ser internado
en el establecimiento, era sometido a una evaluación por parte de uno o más
médicos, quienes se encargaban de observar su conducta. Ese era el primer con-
tacto que la mayor parte de los internos tenía con el asilo-manicomio entre 1860
y 1910. Luego de eso, se procedía a la entrevista, al examen físico y al estudio
de los antecedentes hereditarios, para realizar la sugerencia de internación y el
posible tratamiento. El régimen aplicado también varió con el tiempo, aunque
algunos procedimientos se mantuvieron (no siempre con aceptación por parte
de los médicos).
En la primera década del siglo XX, los facultativos desarrollaron, como
vimos en el capítulo anterior, pruebas para determinar distintos grados de debi-
lidad mental. Nuevamente, Etchepare, quien siguió el modelo europeo, fue pio-
nero en el campo al practicar cuestionarios para explorar áreas que permitieran
observar y estudiar los sentidos y la percepción de los pacientes. De esta forma,
combinó extensos interrogatorios con pruebas del oído, del tacto, del olfato, de
las funciones intelectuales o de la memoria que lo ayudaron a diagnosticar si se
encontraba o no ante un débil mental.

El imperio del orden…


¿Qué tratamiento destinaron los médicos de la época a los enfermos psiquiá-
tricos? La psiquiatría, que comenzó a moldearse en los siglos XVII y XVIII,
introdujo nuevos modelos no solo en el tratamiento, sino también en las con-
cepciones de cuerpo, cerebro y enfermedad psiquiátrica. Antes de enumerar las
características del tratamiento destinado a los enfermos psiquiátricos, importa
señalar que todo el herramental terapéutico con que contaban médicos y religio-
sos estaba regido por una obsesión entre los responsables de los hospitales psi-
quiátricos: la necesidad de mantener el orden. Sostenía Brunel que el orden era
una «expresión de la verdad y por consiguiente de la razón».410 En el caso local,
la presencia de las religiosas era una forma de garantizar ese orden hasta que los
médicos asumieron que el equilibrio de las instituciones hospitalarias dependía
en exclusividad de su actuación. Pinel, entre otros reformadores, planteó que la
locura era una crisis disciplinaria y de la razón del enfermo, y que, por ende, una

409 A esto debemos agregar que las confesiones realizadas en el dispensario, muchas veces, eran
utilizadas para su publicación en las revistas médicas. De este modo, los enfermos psiquiá-
tricos —en caso de saber leer— podían ver su historia de vida publicada en las numerosas
revistas científicas que se sucedieron a lo largo del período. Un rasgo a señalar de estos artí-
culos es que su mayor parte estaba dirigida a los casos de mujeres, consideradas de naturaleza
inferior, con un carácter débil y, por ende, predispuestas a los desbordes mentales.
410 Brunel, o. cit., p. 338.

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forma de tratar la afección era reestablecer las facultades morales (de ahí la idea
propuesta por Brunel del médico como un «educador») para revivir el autocon-
trol, el freno de las pulsiones.
En los orígenes del Asilo de Dementes, la presencia de las religiosas fue
defendida por los propios médicos, ya que se consideraba a las hermanas de
caridad como el instrumento imprescindible para mantener el orden dentro de
los establecimientos de reclusión. Las carencias de personal y la falta de médicos
hicieron, en este primer momento, que podríamos calificar de imperio del orden,
que la presencia de las religiosas fuera trascendente.
Decía Brunel, punto de apoyatura básico por encontrarse en el primer ex-
tremo de nuestra cronología, que les correspondía a las hermanas de caridad
vigilar «el aseo, la seguridad del hospital y la conducta de los enfermeros» y el
relacionamiento con los médicos. Según el francés, «la influencia de este servicio
de vigilancia es inmensa en nuestro hospital, por el buen orden del estableci-
miento, el bienestar y la moralidad de los enfermos». Gracias a las religiosas, era
posible «mantener en la línea de sus deberes a los agentes inferiores, como los
enfermeros con frecuencia perezosos, o que abusando de la posición de los en-
fermos a veces les hacen pagar servicios a que están gratuitamente obligados».411
Sin embargo, y pese a su buena consideración de la presencia de las hermanas,
cuando se detuvo en las distintas formas del tratamiento, dio cuenta de que, en
algunos casos, era necesario emplear «medios rigorosos que antes formaban la
base de todo tratamiento de enajenación mental». Incluso, reclamó a las auto-
ridades «algunas menudencias que no dejan de tener suma importancia», entre
las que se encontraban «un sillón de corrección, camisas largas para aquellos
que despedazan su ropa y que tienen que ser abandonados desnudos en celdas,
por decencia, cuando podrían salir de paseo y respirar el aire libre si hubiese de
esas camisas».412 Por tanto, si bien parece evidente que Brunel era partidario de
«dulcificar» el tratamiento, el señalamiento de algunos métodos más rigurosos o
el empleo de camisas de fuerza dan cuenta de que la violencia aplicada contra los
pacientes era frecuente en el asilo. Los médicos fueron los primeros en impulsar
la abolición de los castigos físicos en el manicomio.
Brunel señaló la división del tratamiento en cuatro tipos: «higiénico, medi-
cal, físico y moral», que «deberán confundirse en un solo pensamiento para el
médico, en una idea fija, la de indagar y estudiar los medios de volver a la vida
intelectual a uno de sus semejantes». En primer lugar, los enfermos debían ser
asilados en un «local seco, favorablemente dispuesto para la ventilación y situado
más bien al norte que al sur», con habitaciones que los dividieran según las pato-
logías. Los internos no violentos tendrían «libertad de movimientos» y desarro-
llarían «ocupaciones o entretenimientos que exijan cierto desenvolvimiento de
fuerzas musculares, como: el cultivo de la tierra, la equitación, el juego de pelota,
el baile, la natación, la gimnástica». Por el contrario, a los enfermos agitados o
411 Ib., p. 97.
412 Ib., pp. 288-290.

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potencialmente peligrosos «hay que cortarles los movimientos, sea atándolos,
sea por medio de la camisola de fuerza o por medio de ligaduras».413 Asimismo,
hablaba de un «sillón disciplinario», que no sabemos si se trata del tristemente
célebre sillón giratorio de Erasmus Darwin o de una modalidad similar.
También planteó como una necesidad intervenir en el régimen alimentario
de los internos, ya que esto garantizaba el orden del tratamiento. Según el galeno
francés, «los locos tienen una gran pérdida de fuerza vital y, por eso, necesitan
una buena alimentación». «Vemos en apoyo de esta opinión que los imbéciles, los
paralíticos y, en general, todos los que están dispuestos a congestiones cerebra-
les comen con voracidad, debiendo limitárseles el alimento».414 Desde la Grecia
clásica, los médicos creían que el exceso de sangre en el hígado podía generar
una contaminación del organismo con toxinas, la asepsia, que afectaba a todo
el cuerpo, incluido el cerebro. En esos casos, era posible practicar flebotomías
o venesecciones, recursos profilácticos o terapéuticos en los asilos psiquiátri-
cos.415 Por eso, era importante someter a los pacientes a una dieta «disolvente» o
«refrescante» que consistía en ensaladas de verduras, bebidas de cebada o leche.
En tal régimen, quedaba prohibido el alcohol —en especial, el vino— o el con-
sumo de carnes rojas. De ahí, como veremos, la importancia de la huerta en el
establecimiento.
Los médicos también tenían que ser rigurosos con la vestimenta empleada
por los pacientes e, incluso, facilitar «vestirlos y desnudarlos».416 El tema del
atuendo no es menor, ya que los profesionales consideraban que la locura se
manifestaba en la apariencia (idea reforzada en representaciones pictóricas y li-
terarias durante la época) y los locos eran considerados individuos desaliñados,
capaces de abandonar cualquier hábito de higiene. A modo de ejemplo, se puede
ver el contraste elaborado por una revista bonaerense sobre el caso del médico
uruguayo Adrián Méndez, quien pasó de ser un hombre bien vestido y acicalado
a una persona que no distaba mucho de un indigente.

413 Brunel, o. cit., pp. 331-332.


414 Ib., pp. 330-331.
415 Benjamin Rush, considerado el padre de la psiquiatría estadounidense, sostenía que los tras-
tornos mentales se debían a la sangre contaminada, por lo que el médico debía practicar
sangrías (Porter, o. cit., p. 126).
416 Brunel, o. cit., p. 332.

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Imagen 7

Fuente: «Vida y muerte de un personaje uruguayo», en Caras y Caretas, n.o 408, Buenos Aires,
28 de julio de 1906.

En 1898, al realizar una retrospectiva y enumerar algunos de los medios


de tratamiento dominantes en la región durante la primera mitad del siglo XIX,
Enrique Castro señaló «la ineficacia o más bien el efecto desastroso y la mayor
parte de las veces contrario a las verdaderas consecuencias de los tratamientos
empleados».417 Casi cuarenta años antes, Brunel había considerado insuficientes
los «agentes terapéuticos» empleados.
El más importante utilizado a comienzos de la década del sesenta del si-
glo XIX era el agua, administrada «de todas maneras y a toda temperatura»,
ya fuera con «baños simples fríos, tibios de inmersión, por chorros y pedi-
luvios». De este modo, defendió el modelo hidroterápico, que «debe ocupar
en la terapéutica de la alienación mental un lugar más importante aún que el
que ha sabido conquistarse en la terapéutica de las enfermedades crónicas en
general».418 Ese mismo modelo formaba parte del tratamiento sugerido por
Pinel y Charcot, quienes propusieron utilizar las duchas frías.419
En la década del ochenta del siglo XIX, Canaveris sostenía que la hidrotera-
pia era uno de «los últimos adelantos realizados en el tratamiento de las enferme-
dades frenopáticas» y «uno de los principales medios de curación».420 El uso del

417 mhn, o. cit., t. 1436, pp. 85-86.


418 Brunel, o. cit., pp. 333-334.
419 Christian Dunker, Estrutura e Constituição da Clínica Psicanalítica, San Pablo, Annablume,
2011, p. 563.
420 Canaveris, o. cit., p. 307.

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agua no era algo novedoso: la técnica de sumergir o mojar a los enfermos databa
del período medieval. El historiador Roy Porter señaló que la inmersión en agua
fría era utilizada para probar si una mujer era o no bruja: en caso de flotar, se la
consideraba culpable, y, en caso de hundirse, inocente. Esa misma práctica deri-
vó luego en la psiquiatría, y, desde el siglo XVIII, se cuenta con testimonios que
demuestran la creencia difundida acerca de la inmersión en agua helada y la cura
de la psicopatología.421 La recurrencia a la hidroterapia unió a los médicos que
intentaban profesionalizarse con tratamientos que consideraban ajenos al campo
de la medicina —y, por ende, de la psiquiatría—, como aquellos utilizados por
quienes eran llamados hidrópatas.
Dos de los manuales hidropáticos más difundidos durante las décadas del
sesenta y del setenta del siglo XIX fueron los libros del catalán Pedro Mombrú
Práctica elemental de hidro-sudo-terapia… de 1862 y El regenerador de la natu-
raleza… de 1869.422 Mombrú, quien nació en 1818 en San Feliú de Codines, se
radicó en el Río de la Plata en 1849 y, con su prédica como hidrópata, recorrió
distintas zonas de la región supuestamente «curando» a personas con distintas
afecciones, entre ellas, las psiquiátricas. Sin embargo, la existencia de hidrópatas
(u homeópatas, como el caso ya visto de uno de los médicos del asilo) da cuenta
de que el campo médico no estaba ocupado en exclusividad por profesionales
titulados, sino que, por el contrario, la legitimidad sobre la actuación de distin-
tas modalidades terapéuticas aún estaba en disputa. En el caso de las afecciones
mentales, el método de Mombrú pasaba por el tratamiento a base de la ingesta
de agua y lavativos. Por ejemplo, Gregorio Varela, quien padecía «ataques ner-
viosos» e hipocondría, que se traducían en «mucha dificultad en hablar» y amne-
sias, recibió «un sistema general de ablución, con lavativa, vendaje en la cintura,
baño de asiento y de pies». A los pocos días de haber comenzado el tratamiento y
«principiado dos o tres sudores por semana y sorber agua», «fue mejorando mu-
cho en el modo de hablar», recobró «la memoria y el apetito, agilidad y fuerza;
en el día se encuentra bastante bien, y él mismo dice que nunca hubiera creído
que con la hidropatía se obtuviesen tan felices resultados, y es uno de sus más
acérrimos partidarios».423 El tratamiento citado no distaba del impuesto para
otro tipo de afecciones como una inflamación de útero o un tumor en el tobillo.

421 Porter, o. cit., p. 17.


422 Pedro Mombrú, Práctica elemental de hidro-sudo-terapia o modo de curar las enfermedades
por medio del agua fría, sudor, ejercicio y régimen, Montevideo, Imprenta la República,
1862; El regenerador de la naturaleza. La panacea universal o sea el agua fría, modo fácil
y seguro de conservar la salud y curar las enfermedades con solo agua, aire, ejercicio y régi-
men, basado en los sólidos cimientos de la higiene o sea la ley natural, vols. i y ii, Barcelona,
Imprenta del Heredero, 1869. Sobre este personaje, véase: José María Fernández Saldaña,
«Mombrú, el médico del agua fría», en El Día [suplemento dominical], Montevideo, 31 de
mayo de 1936.
423 Mombrú, El regenerador…, o. cit., vol. ii, pp. 392-393.

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En el primer caso, dice Mombrú:
Principié por prescribirle un baño de ablución todas las mañanas, un vendaje
constante en la cintura, un baño de asiento antes de comer, y después del baño
una lavativa y una inyección, es decir, una lavativa por cada vía, y otro baño de
asiento antes de cenar.
Para el segundo,
Le prescribí por tratamiento un baño de ablución todas las mañanas, con un
vendaje constantemente puesto en la cintura. […] Tres o cuatro veces al día
tomaba un baño en el pie y parte de la pierna por quince minutos, con agua
templada como de verano, y usaba constantemente un vendaje en el pie, tobillo
y seis pulgadas más arriba, con tres o cuatro sudores por semana, seguía un
sistema de nutrición higiénico, y bebía bastante agua.424
Podríamos cuestionar si la hidroterapia era utilizada como un medio cu-
rativo o como práctica higiénica, ya que, a decir de Brunel, «el aseo reclama
cuidados particulares en vista de que los locos, no teniendo el sentimiento de sus
actos, ignoran qué es la limpieza».425 En 1884, el joven médico Andrés Crovetto
—que, como veremos, era partidario de suprimir los castigos— defendió los
baños con agua fría por «los resultados higiénicos y terapéuticos» y por tratarse
de «un excelente medio de disciplina» que permitía el aseo del paciente, pero
también lo tranquilizaba (o, al menos, lo obligaba a quedarse tranquilo, porque,
de lo contrario, era sumergido o mojado con agua helada).
Los pacientes no siempre se mostraban dóciles ante la insistencia de ser
bañados. El 25 de setiembre de 1908, el médico Eduardo Lamas presentó la pe-
ricia forense de un interno que denunció malos tratos en la Cárcel Correccional
y en el manicomio y sostuvo que era frecuente que «todo alienado venga con
contusiones de más o menos importancia, producidas por ellos mismos al chocar
con los objetos o por las personas que los contienen, al sujetarlos, los enfermeros
encargados del baño higiénico de entrada».426 En su intervención, el médico dio
cuenta de la resistencia planteada por los internos al ser sometidos al baño o ra-
pados contra su voluntad, lo que, muchas veces, implicaba cuadros de agitación
que terminaban en su aislamiento. Pero, al mismo tiempo, Lamas bregó por
poner fin al uso de la violencia, discusión que atravesó todo el período aquí con-
siderado. Al decir de Etchepare, «los castigos corporales son contraproducentes
y en más de un caso originan una situación inútil de odio».427
Los baños se seguían utilizando hasta entrado el siglo XX con fines terapéu-
ticos, probablemente vinculados a la necesidad de higienizar a los pacientes. En
1908, el diario El Tiempo denunció que:
La instalación de los baños, fundamentalísimo medio terapéutico en el trata-
miento de las enfermedades mentales, es mala. Sumamente reducida, para el

424 Ib., pp. 442 y 514.


425 Brunel, o. cit., p. 332.
426 agn y cncbp, o. cit., del 21 de febrero al 20 de octubre de 1908, fs. 131, 132.
427 Etchepare, «Educación de los niños nerviosos», o. cit., p. 223.

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número de enfermos existentes, esta sección está muy mal ubicada, pues se
halla separada del alojamiento de los enfermos. Pocas bañeras, repartidas en
el servicio de observación de mujeres y de pensionistas completan los escasos
medios de hidroterapia que, a fuerza de ser deficientes y pocos, hacen irrisoria
la aplicación del medio terapéutico más importante día a día en la curación de
los alienados.428
Otra violencia frecuente que sufrían el enfermo o la enferma era el corte de
pelo al ras. Algunas fotografías utilizadas para ilustrar los artículos científicos
son elocuentes en ese sentido.

Imagen 8

Página completa y detalle de: Bernardo Etchepare, «La menstruación en las alienadas», en
Revista Médica del Uruguay, vol. vii, Montevideo, 1904, p. 475.

Por ejemplo, las imágenes usadas por Etchepare en su artículo sobre las
«alienadas en período de menstruación» muestran a un grupo de personas rapa-
das en las que resulta difícil distinguir a hombres y mujeres, no solo por el pelo
cortado al ras, sino también por los uniformes utilizados, que, muchas veces,
eran varios talles más grandes de lo que la persona necesitaba. A ello podríamos
agregar las fotografías tomadas de forma directa al rostro de los pacientes, sin
importar su situación física o psíquica. Como señala Isabel Wschebor:
Si bien la fotografía había cobrado en el período un papel significativo como
medio de identificación, preservar la privacidad de los pacientes procedentes

428 El Tiempo, Montevideo, 3 de marzo de 1908, p. 1.

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de las clases bajas que se atendían en hospitales públicos no pareció ser una
preocupación para los médicos tratantes en esos años.429
La misma autora identifica a Etchepare como uno de los principales impul-
sores en la Sociedad de Medicina de Montevideo del uso de la fotografía en los
artículos científicos:
[E]l tramo entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX expre-
só una relación siempre dual de la fotografía con el conocimiento. Así como
estas imágenes daban cuenta de campos de desarrollo, cambios y novedades
en el ámbito científico, también constituían mecanismos de legitimación de
discursos que promulgaban o ratificaban ciertos valores morales o ideologías
de época.430

… Y la violencia
Desde los orígenes del asilo, y pese a las múltiples recomendaciones acerca
del tratamiento a los enfermos asilados y la aplicación de disposiciones cada vez
más ‘científicas’, los hechos de violencia no finalizaron a lo largo del período
considerado. No obstante, como señalamos con anterioridad, es importante di-
ferenciar la violencia aplicada en los tratamientos del abuso de los funcionarios
contra los internos. En este apartado, nos detendremos en el último punto.
En diciembre de 1878, el diario montevideano La Razón denunció que
«una persona de esta ciudad, que paseaba anteayer por el Reducto, nos informa
que fue testigo de un acto salvaje» al presenciar la forma «bárbara e inhumana»
en que era castigado un interno del asilo: «La persona que nos informa nos dice
que en el acto que referimos solo ha habido un lujo de crueldad, pues no había
necesidad de castigar de tal modo a quien pedía entre llantos que lo dejaran y
que no lo castigaran». El diario reclamó un tratamiento humanitario para los in-
ternos y mayor decisión a «la autoridad respectiva [para] intervenir en el asunto,
amonestando severamente a los que creen que un hombre, por el hecho de ser
demente, se debe castigar peor que a una bestia». En una edición posterior, el
diario publicó las declaraciones de las autoridades de la Comisión de Caridad,
del capataz del establecimiento Alfredo Navarro y de la madre superiora, quie-
nes negaron la información sobre los castigos. Lo significativo del punto es que,
pese a que no se asumió de forma directa la aplicación de la violencia, todas las
autoridades del asilo reconocieron que, en ocasiones, se empleaban «medios de
contención y de intimidación» «aconsejados por la ciencia».431
En 1879, probablemente haciendo eco de una posición extendida entre
los médicos, Ángel Canaveris propuso en su proyecto de reglamento que el
429 Isabel Wschebor, «Mostrar lo invisible y revelar la cura. Los orígenes de la fotografía cien-
tífica en Uruguay. 1890-1930», en Magdalena Broquetas (coord.), Fotografía en Uruguay.
Historia y usos sociales 1840-1930, Montevideo, Centro de Fotografía, 2011, p. 137.
430 Ib., p. 140.
431 Véanse las ediciones de La Razón del 13 y del 17 de diciembre de 1878.

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capataz del establecimiento fuera el responsable de la integridad física de los in-
ternos y velara para «que los sirvientes no den mal tratamiento a los enajenados».
Podríamos cuestionar por qué el médico pidió eso en el reglamento. ¿No habla
de la frecuencia y de la reiteración de los castigos? Probablemente sí. En el pro-
yecto, detalló que «los medios de sujeción que se usarán para con los furiosos y
dañinos serán: la camisa de fuerza, los cuartos fuertes, el cinturón con manoplas,
las manijas en las extremidades, con exclusión de todo otro medio violento».432
Desconocemos si existe una relación entre las defunciones anuales y la apli-
cación de violencia, ya que, en los registros oficiales, hay algunas categorías ines-
pecíficas señaladas como causales de defunción (fracturas, muerte súbita, «causas
de defunción no especificadas» o «enfermedades mal definidas»). No obstante,
creemos que la proporción de internos muertos por la aplicación de violencia
directa probablemente fue muy limitada, aunque contribuyó a acrecentar cierta
«leyenda negra» sobre el trato que recibían los internos del hospicio.

Cuadro 5. Fallecimientos en el Manicomio Nacional433

Total de
Año Defunciones
pacientes
1889 66 898
1890 74 1012
1891 58 987
1892 78 1045
1893 90 1091
1894 98 1152
1895 82 1167
1896 117 1254
1897 134 1323
1898 115 1304
1899 107 1355
1900 188 1503
1901 168 1561
1902 133 1570
1903 120 1659
1904 111 1606
1905 145 1679

Elaborado a partir de: Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública. Sus establecimientos
y servicios, o. cit., pp. 122-123; La Asistencia Pública Nacional…, o. cit., p. 305.

432 Citado en: Barrán, o. cit., vol. ii, p. 35.


433 No contamos con cifras para el período anterior, en el cual el asilo primero y el manicomio
después sufrieron las consecuencias de distintas epidemias que vivió Montevideo. Al parecer,
ante cada epidemia —y desde 1860 y hasta comienzos del siglo XX fueron recurrentes—,
en el hospicio, morían varios pacientes.

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De las distintas categorías relevadas a lo largo de los años por la Comisión
de Caridad, no hay un casillero específico para las muertes por golpes o muertes
violentas. Probablemente, incorporarlo fuera visto como una forma de reconocer
esa posibilidad. En todos los casos, las defunciones siempre se relevaron por causas
orgánicas. Lo más cercano a una causa de defunción violenta podría ser la consun-
ción del enfermo por desnutrición o deshidratación. A esa situación deberíamos
agregar la negativa de numerosos internos a alimentarse o hidratarse.
Tenemos fuentes relevadas que nos permiten afirmar que el cepo, el calabo-
zo y otro tipo de castigos fueron aplicados hasta entrada la década del ochenta
del siglo XIX. En un artículo publicado en 1906, Etchepare presentó a una
paciente estudiada como una de las mujeres que hacía más tiempo se encontraba
en el asilo. «Ingresó, en efecto, en el año 1874 a la antigua casa de Vilardebó,
que la enferma recuerda aún muy bien», pues,
Como todos los seniles, posee neto el recuerdo de los tiempos pasados, y se-
gún dice ella, a causa de las ratas que existían en esa casa y del cepo de que se
hacía generosamente uso en aquellos benditos tiempos en que se contemplaba
el aforismo: el loco por la pena es cuerdo.434
El psiquiatra Andrés Crovetto relató en su tesis de 1884 un episodio que
habla tanto de la interacción entre pacientes y guardias, de las vejaciones a las
que estaban sometidos los internos como de la indefensión de los cuidadores.
Según el testimonio del, en ese entonces, estudiante de Medicina, «había en el
establecimiento tres hermanos enfermos [que] cansados de los malos tratos a que
diariamente estaban sujetos» golpearon «al capataz» y «seguramente lo hubieran
muerto a no ser socorrido».
[El funcionario] prometió desquitarse y después de haberse restablecido y
puesto bastante fuerte, según decía él, mandó hacer unas varas de membrillo
de buen grosor e hizo traer uno a uno a los tres hermanos y les dio tal número
de palos que los dejó echados.435
Según Crovetto, esta práctica no disentía de lo que hacían otros funciona-
rios con los internos a los que les daban tales «tranzazos» que, con frecuencia, les
fracturaban algún miembro.
No es menos cierto que el personal subalterno del manicomio (enfermeros
y guardias) era poco calificado. El trabajo en el asilo primero y en el manicomio
después no resultaba atractivo debido al atraso en el abono de los sueldos (algo
común en la administración pública de la época). Por ejemplo, en 1882, los fun-
cionarios no médicos ni religiosos del manicomio protagonizaron una huelga en
protesta por el atraso de cuatro meses en sus salarios. La comisión respondió que
el retraso se debía a las erogaciones que demandaba la terminación del edificio
manicomial, así como la construcción del Asilo de Mendigos.

434 Etchepare, «Puerilismo mental», o. cit., pp. 65-66.


435 Crovetto, o. cit., p. 17.

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De acuerdo con Crovetto, el establecimiento contaba con dos piezas de
pavimento que estaban destinadas al encierro de los enfermos catalogados como
«furiosos».436 Además del encierro, se recurría al cepo que la policía uruguaya
llamaba «colombiano», en el que quedaba aprisionada la cabeza y los brazos del
detenido.437
Los médicos comenzaron a cuestionar los llamados métodos brutales (ahí
entraban la violencia directa, las sangrías, la inmersión en agua o los vomitivos)
y a instalar su forma de trabajo. Los cambios en el cuerpo médico del asilo
generaron modificaciones en el tratamiento. Por ejemplo, el ingreso de Pedro
Visca como médico del hospicio marcó el inicio de la aplicación de bromuro de
potasio y de vino de quina, así como de inyecciones hipodérmicas de morfina
para situaciones de agitación. Probablemente, otros métodos pusieron fin a la
violencia directa, aunque se continuaron aplicando los baños. En ese sentido,
el Manicomio Nacional, que tenía, en principio, pretensiones más científicas
que el asilo, tampoco renunció a la aplicación de la violencia. Sin embargo, hay
algunos síntomas interesantes para pensar que, de a poco, se fue prescindiendo
de los castigos físicos.
Según la información suministrada por la Comisión de Caridad, en 1899,
los chalecos de fuerza se habían abandonado y todo el establecimiento contaba
con solo dos o tres de tales prendas. Si bien el número de chalecos —y, proba-
blemente, de enchalecados— disminuyó, contrariamente a lo que sostienen las
fuentes oficiales, podríamos decir que se trató de una práctica recurrente.
El chaleco tenía una función ejemplarizante, porque el resto de los inter-
nos podía ver al enchalecado constreñido en sus habilidades manuales y físicas.
Además, impedía sus movimientos: no podía tocarse o pegarse y evitaba que
atacara a pacientes y funcionarios. De todos modos, hasta fines del período cro-
nológico tratado, los médicos denunciaron que los celadores hacían un uso abu-
sivo del artefacto. Si el número de chalecos era escaso, podríamos pensar que,
ante la ausencia de otros mecanismos, los guardias podían recurrir a otro tipo
de castigos. Para «el personal secundario encargado de cuidar los enfermos», no
había «nada más cómodo, más seguro y menos responsable que atar un enfermo
y abandonarlo, echándose a dormir si posible es», sostuvo Castro en 1898.438 Sin
embargo, «no son pocas las muertes que ha ocasionado y ocasiona la aplicación
del chaleco de fuerza» por «la presión que ejerce sobre el cuello», que dificultaba
la circulación sanguínea y provocaba un aumento de la «congestión cerebral».439
Las memorias de la Comisión de Caridad publicadas en 1905 insistían en
que el chaleco se había suprimido como mecanismo de contención. La publica-
ción puso como ejemplo la presencia en el manicomio de «dementes penados o
recluidos por los tribunales», por ende, muchos de ellos, peligrosos, contra los

436 Ib., p. 38.


437 Ib., p. 20.
438 mhn, o. cit., t. 1436, f. 38.
439 Ib., f. 39.

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cuales tampoco se utilizaba el chaleco «completamente eliminado de todos los
servicios».440 En 1910, el libro de propaganda El Uruguay a través de un siglo,
editado por Carlos Maeso, sostuvo que «el chaleco de fuerza ha sido eliminado
por completo».441 Pese a la introducción de nuevos métodos terapéuticos, a la
incorporación de nuevas técnicas de tratamiento, aún pesaba, y pesaría durante
varias décadas, la aureola del manicomio y del Hospital Vilardebó como un
establecimiento donde se castigaba a los internos. Luego de 1910, podemos
encontrar distintas denuncias sobre malos tratos y torturas. Fuera de nuestro
período, el periódico anarquista El Hombre reveló la muerte de pacientes «a
consecuencia de malos tratos recibidos» y responsabilizó a «las altas autoridades
de la Asistencia Pública»,
Verdaderos delincuentes que, eliminando a los buenos porque eran exigen-
tes, llenaron los hospitales con gente inepta, agresiva para los infortunados en-
fermos, pero mansa, dúctil y servil para con los superiores de hospitales y asilos
nacionales.442
En el manicomio, también se utilizó una máquina que daba descargas eléc-
tricas de forma directa. En principio, servía para despertar a los pacientes de
catatonias o parálisis. En 1896, Jacinto de León, uno de los primeros neurólo-
gos y, al parecer, introductor de este método terapéutico al Uruguay, publicó
un artículo en la revista oficiosa de la Facultad de Medicina en el cual describió
de forma general las ventajas de la aplicación electroestática.443 Carecemos de
información exacta sobre la fecha en que se inauguró la «sección de electrote-
rapia», aunque, en la documentación institucional, la sala figura desde 1899.444
Junto con estos métodos y otros alternativos desarrollados durante el período, se
comenzaron a utilizar estrategias que buscaban atacar la enfermedad pero a tra-
vés de un refinamiento en los métodos. Dentro de esas posibilidades, se encon-
traban la hipnosis y los primeros pasos de la psicoterapia, así como la recurrencia
a distintos calmantes.

440 Comisión Nacional de Caridad…, o. cit., p. 319.


441 Carlos Maeso, El Uruguay a través de un siglo, Montevideo, Tipográfica Moderna, 1910,
p. 182.
442 El Hombre, año i, n.o 6, Montevideo, 2 de diciembre de 1916, p. 3.
443 Jacinto De León, «Electricidad médica», en La Facultad de Medicina, año i, n.o 1,
Montevideo, 20 de junio de 1896, p. 2.
444 agn y cncbp, o. cit., del 5 de enero de 1900 al 26 de junio de 1901, f. 69; Comisión Nacional
de Caridad…, o. cit., p. 321.

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Hipnosis, psicoterapia y sedantes
La hipnosis fue otra vertiente terapéutica que formó parte del herramental
médico desde que comenzaron a actuar en el asilo-manicomio. El hipnotismo
fue utilizado por Charcot, quien lo adoptó para curar la histeria, ya que asegura-
ba que solo los histéricos podían ser hipnotizados. Las noticias sobre los experi-
mentos hipnóticos de Charcot llegaron a Uruguay en la década del ochenta del
siglo XIX y fueron divulgadas por las publicaciones científicas, que destacaron
que el reconocido médico francés «produce fácilmente en enfermos de histeris-
mo accesos de sonambulismo y catalepsia», que llevaban al paciente inconsciente
a «ejecutar actos mecánicos, como coser, escribir y aún contestar a preguntas
algunas veces con notable lucidez».445
En 1888, el médico napolitano Pascual Viscido solicitó la reválida de su
título de doctor en Medicina por la Universidad de Nápoles, para lo cual debió
presentar una tesis de grado ante las autoridades uruguayas. La tesis trataba
sobre el hipnotismo como cura para «las diversas formas de enajenaciones men-
tales», pero, en concreto, para la hipocondría, la lipemanía y la monomanía
impulsiva, ya que permitiría inducir en el paciente «ideas opuestas a las fijas
en el cerebro; infundiendo sentimientos generosos en vez de otros pervertidos,
para modificar de esta manera los instintos perversos».446 Nuevamente, estamos
ante una tensión entre el campo médico que comenzaba a profesionalizarse y
a recurrir a análisis patológicos cada vez más sesudos —y a sus consiguientes
técnicas curativas— y la supervivencia de formas de tratamiento que databan
de principios del siglo XIX y cuya efectividad era puesta en cuestión. Para
Viscido, el hipnotismo era una cura certera, ya que:
Produce un efecto inmediato e importante: el sueño y la calma que ningún
medicamento puede producir de una manera tan completa sin ofrecer peli-
gros, […] efectúa una serie de fenómenos consecutivos sobre los cuales debe
colocarse la disminución y supresión del hábito morboso, […] permite utilizar
las sugestiones; provocar con su influencia modificaciones en las ideas, en el
carácter, en el instinto; radicar el hábito al trabajo intelectual y material, en los
que se han abandonado, […] hace cesar las alucinaciones y delirios, […] restable-
ce las funciones orgánicas; suprime las gastralgias, y de aquí la posibilidad de
una regular alimentación en los dementes y neuropáticos que rehúsan alimen-
tarse, […] [y, por último,] logra obtener también de los enfermos que rehúsan
decir algo que pueda orientar al médico, confidencias que permiten reconocer
la causa y patogénesis de su enfermedad nerviosa o mental y prestar las medi-
caciones físicas y morales más oportunas y favorables.447

445 Boletín de la Sociedad Ciencias y Artes, año v, n.o 44, 30 de octubre de 1881, p. 526.
446 Pascual M. Viscido, La hipnoterapia. Tesis presentada para obtener la revalidación de su
título en la Facultad de Montevideo por Pascual M. Viscido, médico-cirujano de la Facultad
de Nápoles, Montevideo, Imprenta Elzeviriana de C. Becchi, 1888, pp. 26-27.
447 Ib., pp. 34-35.

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Según el médico italiano, la hipnosis no solo era efectiva para el tratamien-
to de las manías, sino que, en su experiencia clínica, había logrado curar a un
epiléptico, Juan Cometa, de 14 años y con ataques convulsivos. La hipnosis se
produjo «con la simple presión de los dedos sobre los párpados», lo que permitió
el cese de las convulsiones y el inicio de un «estado sonambólico [sic]» para «ha-
cerle sugestiones con fines terapéuticos».448
En Uruguay, y en casos de mujeres, algunos médicos recurrieron a sesiones
hipnóticas para los casos de histerismo. A ello se agregó, como ya apuntamos, la
visión de la histeria como una consecuencia de la sugestión y, por ende, capaz de
ser tratada a través de la hipnosis y de una acción correctiva. En 1910, Sebastián
Rodríguez y Santín Carlos Rossi aplicaron sobre una enferma histérica el trata-
miento hipnótico (que se complementó con «píldoras innocuas y obleas de azul
de metileno») para combatir una supuesta coxalgia y una parálisis en la pierna,
que los médicos interpretaron como una manifestación histérica. El procedi-
miento hipnótico consistió básicamente, tal como relata el médico, en una orden
para que la paciente durmiera y en «presión ocular». Desconocemos si, como
sostiene Porter para el caso de Charcot, la enferma teatralizó su situación o si
también, en el clima generado en el consultorio, la mujer se decidió a relatar su
vida y, por ende, finalizar con la llamada «amnesia histérica».
El resultado feliz se hizo notar […]. La enferma narró su vida, relató con todos
sus detalles el incidente, y en cuanto a sus dolores y a su coxalgia, se le ordenó
que olvidara aquellos y se le aseguró que esta cedería a los baños y a los reme-
dios que tomaría.
Durante seis sesiones, y siempre según los médicos, lograron curar a la mujer
y obtener información fundamental para el mejor tratamiento del caso.449 Rossi
afirmó que la historia era «interesante a dos títulos» por «el fárrago patológico
que es, y por el ensayo feliz de una terapéutica que está reclamando la atención
de la ciencia médica, la sugestión hipnótica, fecunda en resultados brillantes para
la Terapéutica y la Medicina Legal».450 Sin embargo, a comienzos del siglo XX, y
en especial a partir de la segunda década, la hipnosis dio paso a la llamada psico-
terapia, que buscó la sugestión de los pacientes para encontrar causas personales
y familiares que permitieran destrabar problemas de comportamiento.
La psicoterapia fue el tratamiento para tratar manifestaciones histéricas,
ya fuera para curar a una mujer ciega o a una persona que se negaba a orinar.
Con esta técnica, los médicos recurrieron a la sugestión a través del conven-
cimiento del paciente. El caso de la histérica incapaz de controlar su brazo
izquierdo fue resuelto del siguiente modo por el médico A. J. Aguerre: «Hice
aislar a la enferma prometiéndole una visita al día siguiente», durante la cual
amenazó a la mujer «con un encierro más riguroso». «Al día siguiente volví y
cuál no sería mi sorpresa al oír de boca de la madre y de la misma enferma que
448 Ib., pp. 62-63.
449 Rossi, «Un caso de histero-traumatismo…», o. cit., p. 424.
450 Ib., p. 425.

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sus movimientos habían desaparecido.»451 Podríamos preguntarnos si no fue
la amenaza ante el encierro lo que motivó a la mujer a abandonar el tic y no la
capacidad sugestiva del médico.
En otros casos, los médicos simularon la intervención quirúrgica. De esta
forma, Luis Morquio trató una «apendicitis histérica» al realizar una «pseudoo-
peración» (que incluyó anestesia y cloroformo) sobre «la niña Rosa B., de 13
años». Luego de la supuesta intervención, los síntomas de apendicitis desapare-
cieron, lo que demostró que la afección había nacido «por sugestión del contagio
de una parienta, operada por apendicitis grave».452 La persuasión, el aislamiento
y la «vigilia» sobre la conducta de los enfermos, en especial, de los histéricos,
eran aprobados por todos los médicos y todas las orientaciones político-ideoló-
gicas. En sus cartas desde París, Dighiero sostuvo que
la psicoterapia ha prestado reales servicios en este caso, pero no habrá sido el
único agente de curación como en la histeria y habrá necesitado, además, la
ayuda de otros medios, como ser el reposo cerebral absoluto, la hidroterapia, etc..
Esto hacía de la histeria «una neurosis cuyas manifestaciones pueden ser
reproducidas por sugestión en sujetos predispuestos, y curados exclusivamente
por persuasión».453
A la psicoterapia combinada con descargas eléctricas recurrió Bernardo
Etchepare. El médico inició el tratamiento a través de sucesivas conversaciones
con la paciente «usando del procedimiento de Freud».454 En los intercambios, se
enteró que la mujer «estuvo a punto de estudiar para maestra», que era «muy ca-
riñosa» y que su menstruación era «buena y regular». Asimismo, supo que «tenía
pesadillas terroríficas» y «leía exageradamente, con ansia, de todo lo romántico,
muy amiga de novelas, como las de Carolina Invernizzio y otras de ese calibre».455
Por medio de la conversación, «pude hacerle recordar que en un cinematógrafo
había visto una escena, que había olvidado completamente; esa escena represen-
taba una niña que en un accidente había perdido la vista, habiéndola recobra-
do gracias a un oculista». El médico concluyó que se encontraba «en presencia
de una histérica indudable» con «una histeria negativa, a base de simulación».
Etchepare se convenció de que la mujer buscaba «hacerse interesante en forma
alguna» o «sacar partido de una situación cualquiera de superchería».456
La incorporación del psicoanálisis, y de la corriente freudiana, provocó un
cambio radical en la conceptualización de las enfermedades mentales, ya que,

451 A. J. Aguerre, «Un caso de tic del brazo de naturaleza histérica», en Revista Médica del
Uruguay, vol. vi, Montevideo, 1904, pp. 181-182.
452 Luis Morquio, «Pseudo apendicitis histérica», en Revista Médica del Uruguay, vol. xiii,
Montevideo, 1910, p. 300.
453 Dighiero, o. cit., p. 280.
454 En 1890, Freud planteó sus ideas principales en el texto, considerado fundador del psicoa-
nálisis, Tratamiento psíquico-tratamiento del alma (Dunker, o. cit., p. 19).
455 Bernardo Etchepare, «Ceguera histérica», en Revista Médica del Uruguay, vol. xv,
Montevideo, 1913, pp. 113-114.
456 Ib., pp. 117-118.

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además de las explicaciones tradicionales que combinaban la herencia, lo mo-
ral y lo orgánico, ganó terreno la psicologización del individuo. Aunque huelga
aclarar que esa adaptación no fue uniforme ni inmediata.
El paulatino ingreso del psicoanálisis se debió a la actuación de los médicos
que comenzaron a estudiar las propuestas del especialista vienés, aunque sus
consideraciones recién se divulgarían a partir de fines de la tercera década del
siglo XX. Sin embargo, el hecho de nombrar el psicoanálisis como parte de la
disciplina da cuenta de que, desde comienzos de siglo, la psiquiatría comenzó a
tomar elementos propuestos por Freud y sus seguidores, y que su divulgación en
Uruguay fue inicialmente muy cercana a los círculos médicos.457
En 1916, Santín Carlos Rossi defendió el psicoanálisis contra aquellos que
lo consideraban «cosas de taumaturgia» y «un arte de palabras». Por el contrario,
sostuvo que, sin abandonar el examen clínico y patológico, «no hay razón para
que la terapéutica de esos cuadros no pueda tener un lugar noble e indicado
en el libro y en la clínica» y reafirmó que, gracias a este método, había logrado
«algunos hechos clínicos incontrovertibles» («no admito accidente histérico sin
origen emotivo»).458 En el caso de Ángela M., ante los ataques histéricos, que
derivaron en una amenorrea, la aparición de una manía y depresión, Rossi en-
trevistó a la mujer en varias ocasiones y encontró «que la joven tuvo una amiga
y vecina que falleció hace algún tiempo con pertinaz amenorrea, y que era voz
corriente en el vecindario que la amenorrea había causado dicha muerte» y que
la «enferma creyó, por su parte, que su amenorrea tendría el mismo fin, y de esa
idea derivaba todo el cuadro». Por ello, y en una clara manifestación de apropia-
ción sobre la paciente, se sintió «dueño de todo el proceso de la enfermedad —
etiología, naturaleza, marcha—» y «resolví dejar de lado la amenorrea y emplear
un criterio exclusivamente psicoterápico» para demostrar a la joven «el error de
su interpretación sobre la amenorrea», «las diferencias entre su caso y el de su
amiga que parece haber muerto tuberculosa» y «me empeñé en convencerla de
que sus temores eran exclusivamente emotivos y que deberían desaparecer por
su simple convicción».459
En general, las sesiones de psicoterapia sustituyeron el aislamiento y el re-
poso, del mismo modo que permitieron que los pacientes fueran tratados de
forma ambulatoria aunque, en ocasiones, por decisión médica, se buscara sus-
traerlos de su medio social. La psicoterapia complementaba, entonces, otras for-
mas del tratamiento. Además de las sesiones, Rossi recetó a la enferma «ovocitina
Aster y un régimen tónico» que provocarían la menstruación y, eventualmente,

457 Es interesante que la historiografía de la medicina escrita por los médicos no haga alusión
al ingreso de Freud al país, situación más llamativa aún porque han construido relatos
sobre los vínculos de los primeros psiquiatras con, por ejemplo, Charcot u otros célebres
alienistas de la época.
458 Rossi, «Contribución al estudio del Psico-análisis», en Revista Médica del Uruguay, vol. xix,
Montevideo, 1916, pp. 725-726.
459 Ib., p. 726.

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tranquilizarían a la mujer. Las «funciones menstruales» se reestablecieron «y ya
han pasado dos períodos en que se siguen cumpliendo regularmente», mientras el
«estado nervioso no ha presentado particularidad alguna: la joven está curada».460
Con terapéuticas como la recomendada por Rossi, nos encontramos en el
inicio de la «psicologización» de la medicina en el país. El psicoanálisis era, según
Rossi, una teoría introducida en las ciencias psíquicas por Josef Breuer (1842-
1925) y por Freud, que afirmaba la relación entre las «psiconeurosis» y «un
traumatismo psíquico» que, «a veces, es lejano, a menudo inconsciente, siempre
emotivo y del cual derivan más o menos directamente todos los síntomas».461
Esto no excluía del tratamiento el «hipnotismo, ni la sugestión, ni la percusión,
ni la medicación coadyuvante, ninguno de esos agentes que por lo mismo que
existen tienen todos razón de ser, todos sus indicaciones y todos sus ventajas».462
Sí existía la posibilidad de no «dar algún medicamento que pudiera servir aun-
que fuera de sugestión indirecta».463 Pese a esa consideración de Rossi, al mismo
tiempo, hicieron su aparición los primeros sedantes.
Entre los sedantes más frecuentes, se encontraba la inyección de tremen-
tina, que creaba un absceso local muy doloroso que desencadenaba reacciones
sistémicas como fiebre elevada. Se sostenía que la fiebre calmaba la actividad
cerebral y así se controlaba la conducta del paciente. Asimismo, en ambos ca-
sos, se apuntaba a que el dolor físico pusiera término a las situaciones de exci-
tación o de congestionamiento. Por ejemplo, la trementina fue utilizada para
descongestionar el cerebro en casos de parálisis, ya que se entendía que favore-
cía la leucocitosis y contribuía así a la defensa del organismo ante posibles in-
fecciones cerebrales. Estas afirmaciones provienen de una posición claramente
materialista de la enfermedad.
El uso de drogas no era nuevo en el manicomio, aunque tampoco era fre-
cuente su recurrencia. En un informe presentado en 1881 sobre la situación de
la farmacia del manicomio durante el primer semestre de ese año, podemos ver
drogas y productos naturales utilizados para múltiples objetivos. Las sustancias,
en su mayoría orgánicas, demuestran que probablemente aún no se recurría a
otro tipo de químicos y que, en muchos casos, las llamadas «drogas» cumplían
una función meramente accesoria. Así, las «almendras dulces» o las «amapolas»
convivían con el «acido [sic] bórico», el «cloroformo» o un inespecífico «bálsa-
mo tranquilizante». La labor médica o farmacéutica no se distanciaba mucho
de algunas prácticas frecuentes y consuetudinarias de la farmacopea popular.464
Una situación similar podemos encontrar en la referencia, realizada en 1874 por
el Boletín Médico-Farmacéutico, a un medio empleado en un caso de «delirium
tremens», para el que se empleó «polvo de pimienta roja a la dosis de 30 gramos»

460 Ib., pp. 726-727.


461 Ib., p. 728.
462 Ib., p. 729.
463 Ib., p. 728.
464 agn, ha, msp y hcm, libro 4844, f. 177.

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que permitió que el enfermo se calmara y durmiera por seis horas, luego de lo
cual «no volvió a presentar delirio».465
No todos los médicos eran partidarios de la aplicación de la «contención
medicamentosa» «practicada de una manera inconveniente», porque colocó «al
enfermo en una situación peor que la que crea la coerción física», ya que lo vol-
vía dependiente a la administración de alguna droga. En 1898, Enrique Castro
pidió reaccionar «contra esta práctica abusiva» que había provocado «acciden-
tes» mortales entre los pacientes, que «he tenido ocasión de presenciar», por la
administración de
Altas dosis de cloral, morfina, bromuro, etc., que tienen como acción unas
veces provocar la demencia, es decir la incurabilidad de la enfermedad, dadas
que serían curables y otras, las más, anticipar una demencia fatal que debe
retardarse por todos los medios posibles.
A ello agregó «la acción peligrosa de algunos de ellos sobre el corazón como
el cloral, que impide pueda administrarse muchos días seguidos y se juzgará del
mal que ocasiona su acción contaminada diariamente durante tiempo»; todos
eran medicamentos «heroicos» pero «peligrosísimos», que «hay que saber mane-
jar», por lo que les correspondía solo a los médicos su administración.466
Para la segunda década del siglo XX, podríamos decir que todos los médi-
cos estaban en sintonía con las apreciaciones de Santín Carlos Rossi, para quien
«la locura es una enfermedad semejante a todas las demás en el proceso patológi-
co, y distinta de ellas en que el enfermo no puede presidir a su propia curación»,
por lo que «el éxito de la terapéutica en los alienados depende en gran parte de
la precocidad de la asistencia», para la que se contaba con distintos medios te-
rapéuticos, relacionados con atacar las causas orgánicas y también las llamadas
morales que buscaban ceñir al paciente a la disciplina laboral y rutinaria.467

Laborterapia
Recurrir al trabajo de los internos no era una práctica nueva. Pinel sostuvo
que el trabajo era una terapéutica fundamental en el tratamiento de los enfer-
mos psiquiátricos porque mantenía activo al paciente y era, según su visión, una
garantía de moralidad al permitir la incorporación de hábitos y rutinas. Desde
los orígenes de la reclusión asilar, los pacientes realizaban distintas tareas en el
Hospital de Caridad (y en todos los nosocomios del mundo). Por ser pobres no
podían pagar la internación ni su manutención en el establecimiento, por lo que
las distintas comisiones de caridad que se sucedieron en el siglo XIX encontra-
ron que, mediante el trabajo en el establecimiento, podían realizar una retribu-
ción. Los hombres eran utilizados en tareas que requerían mayor desgaste físico

465 Boletín Médico-Farmacéutico, año i, n.o 1,Montevideo, junio de 1874, p. 4.


466 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 39-42.
467 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 75.

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y las mujeres, en el servicio de limpieza, cocina y lavado. El trabajo era entendido
como un derecho inalienable de los «pobres», los cuales, a través de su esfuerzo
personal, lograrían superar su situación de adversidad. Por ende, el concepto de
trabajo, promovido dentro del asilo de alienados o del manicomio, combinaba
la importancia conferida a diversas labores y la utilidad de las actividades que
podían realizar los pacientes.468
En el caso de los enfermos psiquiátricos, desde la fundación del Asilo de
Dementes, los médicos insistieron en la capacidad del trabajo —en especial, en
el medio rural— para contribuir con la terapéutica. La laborterapia pasó a ser
uno de los elementos sobresalientes en la terapéutica aplicada a los internos y
era, al mismo tiempo, un instrumento para desarrollar actividades que los pa-
cientes podían realizar en su vida cotidiana fuera del asilo. Como lo señaló el so-
ciólogo francés Robert Castel, tras este proyecto de reinserción de los pacientes
en el medio productivo, a través de pequeñas tareas que luego del alta podían
desarrollar en la sociedad, se encontraba una especie de «utopía constructivista»,
una pedagogía manicomial que forjó «un auténtico proyecto de conductismo
anticipado» y que buscó
Controlar todas las variables del medio, al aplicar constantemente un conjunto
coherente de medios racionales para taponar todas las brechas por las que se
manifiesta el desorden; se construirá enteramente un perfil normalizado del
hombre enfermo.469
En 1862, Brunel sostenía que el asilo debía contar con «terrenos disponi-
bles para el cultivo con el objeto de emplear los dementes en trabajos de agricul-
tura, trabajos que facilitan mucho el tratamiento de la locura». La intención del
profesional era que los internos realizaran actividad física «gastando así el acceso
de su actividad cerebral» para alcanzar «la tranquilidad y el sueño tan necesarios
a su tratamiento y que les evite las correcciones que con otras circunstancias
se tendrían que emplear».470 La misma posición defendió en su tesis de grado
Andrés Crovetto, quien encontraba en el trabajo de los enfermos una explica-
ción orgánica, ya que era «necesario activar la acción de sus órganos físicamente
para dar reposo al cerebro».471
Brunel también insistió en que los internos debían tener tiempo para el es-
parcimiento y para cumplir con las tareas religiosas. Con relación a lo primero,
defendió que no hubiera «inconveniente en establecer una sala de billar y otra
para diferentes juegos en los jardines que fuesen especialmente destinados a los
convalecientes».472 El galeno francés sostuvo que «los juegos y los trabajos en co-
munidad de los dementes que tengan un delirio moderado les fortifica el espíritu

468 Diana Bianchi, La ilustración española y la pobreza: debates metropolitanos y realidades


coloniales, Montevideo, fhce, 2001, pp. 131-134.
469 Castel, o. cit., p. 252.
470 Brunel, o. cit., pp. 324-325.
471 Crovetto, o. cit., p. 44.
472 Brunel, o. cit., p. 325.

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de sociabilidad que pierden casi enteramente cuando se les deja vivir en la ociosi-
dad». Las relaciones frecuentes y la participación en actividades comunes podían
despertar en los internos «sentimientos de benevolencia y de afecto», pese a lo cual
era imprescindible evitar el contacto.473 El ejercicio físico e intelectual permitían
«menos desorden en su espíritu y, por consiguiente, mucha disminución en el nú-
mero de los furiosos», mayor apetito, «tranquilidad y orden en el servicio», y pocas
ideas suicidas gracias «al bienestar del que gozan y a las ocupaciones continuas que
absorben todo su tiempo». Esto hacía que los locos que participaban de activida-
des fueran «más disciplinados que aquellos que son incurables, encontrándose más
facilidad para emplearlos en trabajos útiles que se armonicen, sin embargo, con su
estado moral».474 Eran parte del tratamiento moral, a través de
Todos los medios generales e individuales que pueden obrar, directa o indirec-
tamente, la comunidad, la educación, la disciplina, el trabajo físico e intelec-
tual, las penas y recompensas, las diversiones, el canto, la música, la lectura, los
paseos, los ejercicios gimnásticos.475
La quinta del asilo era, según las autoridades, un espacio modelo que, de
acuerdo a las cifras presentadas en 1880, había contribuido «al sostenimiento
del establecimiento y del Hospital de Caridad con sus abundantes verduras».
El trabajo de los internos permitía ahorrar «salarios de peones», pero, al mismo
tiempo, se convertía en «uno de los tantos medios de curación que se aplican
al alienado».476 Por su parte, Canaveris consideró la laborterapia como uno de
los «varios sistemas de curación para esta clase de enfermedades». Por eso, en
la memoria anual de 1880, propuso «la organización de algunos talleres para la
confección de ropas y calzados» con los que «se obtendría en la práctica inmen-
sas ventajas, ya para la curación y [el] entretenimiento del enfermo como [para]
la economía y utilidad que reportaría el Establecimiento».477 Algunos productos
elaborados en la hilandería del manicomio participaron de una exposición in-
dustrial que se realizó en Buenos Aires en el año 1882, dato significativo para
afirmar que la propuesta de Canaveris fue tenida en cuenta.478
De acuerdo con el médico Ernesto Fernández Espiro, a quien ya veremos en
acción por la relación que estableció entre locura y prostitución, era imprescin-
dible que los médicos le «inculcar[an] a la gente pobre el amor al trabajo», ya que
las «costumbres honestas» permitían «ahogar en su origen una mala pasión».479

473 Ib., p. 343.


474 Ib., p. 344.
475 Ib., p. 337.
476 agn, ha, msp y hcm, libro 4844, f. 440.
477 «Memoria presentada al señor don Antonio Silveira miembro de la Comisión de Caridad,
Inspector del Manicomio Nacional, por el secretario del mismo Asilo en 1.o de enero de
1881», en agn, ha, msp y hcm, libro 4842, f. 134.
478 agn, ha, msp y hcm, libro 4844, f. 265.
479 Ernesto Fernández y Espiro, Contribución al estudio etiológico y profiláctico de la prostitu-
ción en Montevideo. Tesis para optar al grado de doctor en Medicina y cirugía, Montevideo,
Imprenta a Vapor de la Nación, 1883, p. 14.

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El orden en el trabajo era una forma de obligar al paciente a obedecer a las auto-
ridades y su disciplina. A decir de Canaveris, de esta forma,
Se ha conseguido que la vigilancia del alienado sea más prolija […], [y] es sor-
prendente la disciplina que se ha logrado realizar en un número tan crecido
de enfermos, pues, tanto para las horas de comida como en las de paseo, cada
alienado conoce su puesto, conservándose tranquilo, obediente y con el orden
más perfecto.480
Podríamos pensar que la laborterapia era importante porque convertía a los
internos en hombres y mujeres productivos (y generaba un ahorro significativo
para el establecimiento), permitía valorar el trabajo (entre personas que, muchas
veces, no contaban con un empleo estable o habían sido internados por «vagos»),
era una forma de mantener el orden y las rutinas, y le permitía al médico estudiar
al paciente en el desarrollo de distintas aptitudes (fuera trabajando o en los ratos
de ocio). Era un «instrumento de curación» que los médicos debían «emplear con
discernimiento».481
En 1895, bajo la dirección de Rafael Maggio y la construcción de Pedro
Sartori, comenzó la edificación del lavadero y de los talleres del manicomio, que
se inauguraron en enero de 1896. En el lavadero, por ejemplo, la Comisión de
Caridad se ahorraba el pago de la ropa de cama de todos los establecimientos
dependientes de ella, puesto que eran los propios internos quienes se encargaban
de limpiar y planchar las prendas.482
En mayo de 1897, la Comisión del Manicomio realizó la primera muestra
De los artículos que se confeccionan en los talleres de escobería, cepillos
y canastería, afin [sic] de que las Comisiones Delegadas de los demás es-
tablecimientos puedan hacer los pedidos que necesitan, previa orden de la
Dirección General.483
En 1905, funcionaban talleres de escobería (en los que se fabricaba unas
12000 escobas y cepillos anuales y también coronas fúnebres), de zapatería (con
1500 pares de zapatos por año), de cigarrería (con 5000 a 6000 cigarros para
consumo interno), de colchonería, de sastrería (con cerca de 10000 prendas anua-
les), de carpintería, de herrería, de pintura y de albañilería.484 Los únicos internos
que tenían prohibida la participación en los talleres eran los que se encontraban
en aislamiento y los presos destinados al manicomio por su estado de «enajenación
mental», ya que podían adquirir «instrumentos de uso peligroso procedentes de los
talleres, para servirse de ellos contra los guardianes o los compañeros».485

480 Canaveris, o. cit., p. 306.


481 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 56, 57.
482 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, f. 143.
483 agn y cncbp, o. cit., del 7 de agosto de 1896 al 24 de mayo de 1898, f. 156.
484 Información y cifras tomadas de: Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública…, o.
cit., p. 323.
485 José Irureta Goyena, «Sobre establecimientos para los criminales delincuentes», en La
Revista de Derecho, Jurisprudencia y Administración, año ii, n.o 18, Montevideo, 31 de
mayo de 1905, p. 280.

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Entre las mujeres, pese a las cifras discontinuadas y a las omisiones, entre
1879 y 1907, la principal concentración en una franja etaria se encontraba entre
los 20 y los 40 años. Si tomamos en cuenta los promedios de esperanza vital de
la época, podríamos decir que se trataba de personas económicamente activas.
La esperanza de vida entre las mujeres pasó de 42,3 años promedio en 1883 a
52,2 en la primera década del siglo XX. Entre los hombres, el fenómeno fue muy
similar, pero las cifras de esperanza de vida eran menores, aunque no de forma
significativa (de 41,7 años en 1883 a 50,8 entre 1908 y 1909).486 En la sección
de hombres, y para el mismo período, la concentración se produjo en la misma
franja etaria que en las mujeres, aunque el número de pacientes masculino era
superior al femenino.487 En cuanto a las ocupaciones, el establecimiento de re-
clusión manicomial estuvo destinado a los sectores más pobres de la población,
por lo que se destacaban aquellas ocupaciones desempeñadas precisamente por
los estratos sociales más bajos. Según nuestros cálculos, la mayor parte de los
internos hombres trabajaban como jornaleros, albañiles, carpinteros, herreros,
marineros y sirvientes, o bien carecían de oficio. En el caso de las mujeres, las
«labores» —sinónimo en la época para las tareas de empleadas domésticas, co-
cineras, lavanderas y planchadoras— eran la ocupación mayoritaria.488 La situa-
ción no se modificó a comienzos del siglo XX; las cifras oficiales en el registro
de ingresos anuales dan cuenta de una fuerte presencia de los jornaleros entre
los hombres y de mujeres dedicadas a «quehaceres domésticos», amplia categoría
donde se englobó desde amas de casa hasta sirvientas, pasando por lavanderas o
planchadoras (la feminización se debe a que solo se registraron mujeres desem-
peñando esta tarea).
En todos los casos, la ocupación de jornalero o las tareas domésticas llegan a
guarismos que superan el 50%.489 Y, en el caso de las mujeres, los quehaceres os-
cilan entre el 70 % y el 80% de las ocupaciones. No obstante, al analizar el libro
de ingresos de mujeres para los años comprendidos entre 1904 y 1907, pudimos
corroborar que también se señaló la realización de «labores» como ocupación en
casos de niñas de 3, 4 o 5 años y de ancianas demenciadas, por lo que es probable

486 Cifras tomadas de: Ana María Damonte, Uruguay: transición de la mortalidad en el período
1908-1963, Montevideo, Facultad de Ciencias Sociales-Universidad de la República, 1994.
487 Elaborado según: Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública…, o. cit., p. 328; La
Asistencia Pública Nacional…, o. cit., p. 295.
488 Con relación al total de las personas asistidas durante el período considerado, los pensio-
nistas, cuyas familias pagaban por una internación, nunca llegaron a ser más del 20 %. Por
ende, para un 80% de los pacientes, la atención era gratuita, aunque es cierto que muchos de
estos últimos internos realizaban distintas labores para pagar su estadía. Datos tomados de:
Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública…, o. cit., p. 318.
489 Luis Alberto Romero e Hilda Sábato señalaron que la categoría jornalero, al menos en el caso
argentino, pero que podríamos extender al Uruguay, era utilizada para identificar a las personas
que realizaban trabajos de escasa calificación y para incluir las ocupaciones tanto urbanas como
rurales (Luis Alberto Romero e Hilda Sábato, Los trabajadores de Buenos Aires: la experien-
cia del mercado, 1850-1880, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1992, pp. 111-146.

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que, si tomamos en cuenta las características de esa población, se tratara de un
formulismo antes que de una información real.
Imagen 9. Taller de pintura

Fuente: «Imagen n.o 487», en Archivo Nacional de la Imagen, sodre, Colección Fitz-Patrick.

El trabajo se complementaba con otras tareas regladas: levantarse, asearse,


desayunar, almorzar, cenar a horas fijas y trabajar con horario, las cuales acos-
tumbraban al interno a seguir una rutina. Sería lo que Foucault llamó «régimen
disciplinario», que se caracterizó por distintas técnicas de coerción ejercidas para
un encasillamiento sistemático del tiempo, el espacio y el movimiento de los indi-
viduos. En 1862, Brunel decía que era imprescindible someter al demente «a una
disciplina regular para reanimar o para que renazcan en él las primeras ideas de
orden».490 Barrán sostiene que el trabajo, y su función disciplinante, evolucionaron
desde un lugar marginal hasta transformarse, en el pasaje de siglo, en la «panacea»
terapéutica.491 De acuerdo con el mismo autor, en 1899, ya trabajaba el 20% de
los internados en la huerta, el lavadero, la zapatería, la cigarrería y la cocina, y otros
hacían de albañiles.492 Convendría matizar estas afirmaciones del historiador, ya
que la laborterapia no fue la única ni la exclusiva alternativa terapéutica, aunque sí
una muy importante que buscaba más la inserción de los pacientes en el mercado
laboral y en el medio social.

490 Brunel, o. cit., p. 339.


491 Barrán, o. cit., vol. ii, p. 49.
492 Ib., p. 50.

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La historiadora argentina Lila Caimari493 señaló que las ideas de trabajo y
encierro estaban asociadas desde tiempos coloniales, por lo que la novedad pasó
por un «enérgico giro de racionalidad utilitaria», un proceso por el cual la cárcel
—y, podríamos agregar, el manicomio— pasó a ser un agente transformador. A
decir de Barrán:
El enfermo era un ser con los derechos recortados y un formidable capítulo
de deberes que buscaba saliera del nosocomio no solo un hombre sano, sino
enteramente otro hombre desde el punto de vista moral, mejor dotado que el
que había entrado, para el autocontrol de sus pulsiones y rebeldías.494
El paciente debía respetar los horarios y trabajar, y tenía absolutamente
prohibido cometer cualquier desliz, desde robar comida hasta masturbarse o
mantener relaciones. Bajo la férrea mirada de las hermanas de caridad —que, en
ese punto, coincidían con los médicos—, las rutinas en el asilo primero y en el
manicomio después no se alteraban. Era, en cierta medida, una forma de intentar
recuperar el orden de hombres y mujeres que, por su estilo de vida o patología,
tenían trastornada la razón.
No solo el trabajo fue visto como una tarea terapéutica. Dentro de las acti-
vidades formativas o de ocio, se encontraban la asistencia a misa y la participa-
ción en distintas actividades litúrgicas del rito católico, tal como se puede ver en
la siguiente imagen.
Imagen 10. «Las locas en misa»

Fuente: «En un triste cuadro, copiado del natural, el que representan esas infelices privadas de
razón, asistiendo en la capilla del manicomio el santo sacrificio de la misa», en La Ilustración
Uruguaya, año I, número 7, Montevideo, 15 de noviembre de 1883.

493 Lila Caimari, Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en Buenos Aires, 1880-
1955, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, pp. 42-43.
494 Barrán, o. cit., vol. ii, p. 24.

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Brunel consideró esa práctica muy conveniente, aunque, conforme avanzó
el proceso de secularización, fueron varios los médicos que se refirieron a estas
actividades como inadecuadas. Podríamos pensar que los médicos —incluso
los más anticlericales— vieron la participación en las misas o en las festividades
católicas como un complemento de las tareas que se desarrollaban en los talleres.
Es significativo, por ejemplo, que Andrés Crovetto, quien no dudó en enjuiciar
la presencia de las monjas en el establecimiento, no se pronunciara en contra de
las actividades religiosas. Lo mismo podríamos decir de otros facultativos del
período, algunos militantes anticlericales conocidos, como Santín Carlos Rossi.
Otra forma de practicar el ocio era la lectura, ya que la Comisión Auxiliar
del Manicomio se preocupó por conformar una «Biblioteca recreativa», hecho
para el cual cursó «circulares a varias personas de la Capital y se han conseguido
algunos volúmenes».495 Desconocemos cómo siguió funcionando ese lugar; sin
embargo, la intención de formarla expresa la preocupación de médicos, religio-
sos y administradores por «ilustrar» a los internos, no solo por enfermos, sino
también por pobres y, de acuerdo a una expresión de época, por «viciosos».

La educación
Otra alternativa, en especial entre los pacientes con cuadros de idiocia o
retardo, era apostar a la educación especial. El artículo del integrante del cuer-
po médico escolar Sebastián Rodríguez es ilustrativo de las propuestas realiza-
das para la educación de los alienados y también permite ver el convencimiento
del cuerpo médico sobre su función educativa. Según Rodríguez, quien seguía
las propuestas de los psiquiatras y médicos europeos, era imprescindible la par-
ticipación de los expertos de la salud en las instituciones educativas, especial-
mente en primaria. Los médicos propusieron una suerte de catecismo higiénico
que favoreciera «la salud corporal», pero también «la salud intelectual» para
alcanzar «un doble saneamiento, el del cuerpo y el de la mente, y garantiendo
[sic] un desarrollo sinérgico y científico, adaptable a las aptitudes físicas y a
las capacidades físicas de cada escolar». Todos los alumnos debían pasar por
un examen físico e intelectual que permitiría detectar a los niños con alguna
anomalía. Para Rodríguez:
La marcha normal de una escuela puede verse seriamente comprometida tanto
por la presencia de un niño enfermo del cuerpo como del intelecto, y se ha
dicho que así como se toman disposiciones de seguridad personal y colectiva
y se hace profilaxis para los unos, hay que tomarlas también para los otros; así
como se aleja o se aísla del medio escolar un tuberculoso, diftérico, escarlati-
noso, etc., así también hay que aislar o alejar a un atrasado mental o retardado,
a un débil de espíritu o a un anormal, porque tanto infectan y hacen peligrar
495 «Memoria presentada al Señor Don Antonio Silveira miembro de la Comisión de Caridad,
Inspector del Manicomio Nacional, por el secretario del mismo asilo en 1.º de enero de
1881», en agn, ha, msp y hcm, libro 4842, f. 131.

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el conjunto los primeros como los segundos; aquellos contagiando y transmi-
tiendo a sus compañeros los síntomas de su enfermedad, y estos contagiando
y transmitiendo su despreocupación, su indisciplina en el medio escolar que
afecta el desarrollo intelectual de los niños normales.496
No se trataba, por lo tanto, de un problema biológico, sino también discipli-
nario. Dentro de la necesidad de respetar el orden, cualquier «reacción en contra
del principio de autoridad» fue psicopatologizada por los médicos.497 Sobre esa
base, el médico escolar debía velar por «la salud de nuestra inteligencia», función
que «crece y se agiganta», «se hace más noble y más simpática aún su misión»,
porque «se preocupa de la parte más noble e importante de nuestro ser, de la
que depende nuestra gran supremacía sobre el resto de todos los seres vivientes
que pueblan nuestro globo».498 El cuerpo médico escolar se debía dedicar, en
primer lugar, a la detección de aquellos estudiantes con un «desarrollo mental
defectuoso» para sustraerlos de la escuela común y enviarlos a instituciones don-
de recibirían «una educación especial» que buscaría corregir «esa anormalidad
mental» y «hacer alcanzar a esos mismos retardados el mismo ideal de saber y
conocer a que [sic] aspiran todos los normales».499
Las «escuelas para retardados» buscaban cumplir con dos objetivos: brin-
dar a los niños aquejados de idiocias de distinta índole un tipo de educación y,
al mismo tiempo, «producir una higienización intelectual en el medio escolar,
alejando o retrayendo de dicho medio elementos nocivos y perjudiciales para la
buena marcha de las escuelas comunes».500
La pericia psiquiátrica a los escolares no se debía reducir solo a los débiles
mentales, sino que, de acuerdo a la propuesta de Etchepare, era imprescindible
investigar «prolijamente el estado psíquico o nervioso de todos los niños». En
particular, buscaba detectar a los que llamaba «nerviosos», que no eran «los ver-
daderos débiles mentales», sino los niños que
Se han caracterizado, desde su entrada a la existencia, por circunstancias que
no son normales […], [que] han tenido períodos de excitabilidad fácil, en forma
de llantos constantes, rabietas, a veces, episodios convulsivos, con retardo o
anomalías en el establecimiento de la dentición, de la marcha y del lenguaje.501
Si bien esos comportamientos hoy nos parecen típicos de niños, en la segun-
da década del siglo XX, el médico citado sostenía que conductas de ese estilo
delataban «una insuficiencia psicológica que es, en realidad, una manifestación
de herencia patológica». Por eso, era imprescindible estudiar a todos los niños en
edad escolar, pero en especial a

496 Rodríguez, o. cit., pp. 46-47.


497 Paysée, «Un informe…», o. cit., p. 36.
498 Rodríguez, o. cit., pp. 46-47.
499 Ib.
500 Ib., p. 48.
501 Etchepare, «Educación de los niños…», o. cit., p. 208.

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Los hijos de gotosos, diabéticos, artríticos, en general, que presentan signos de
una constitución patológica manifestada ya por una sensibilidad desarreglada,
una emotividad excesiva, un humor pasando, casi sin motivo, por todas las
fases de la alegría y del descorazonamiento, no siendo esta situación otra cosa
más que una manifestación previa de un estado constitucional de excitación y
depresión que amenaza la vida entera y que convendría combatir con tiempo.502
Esto incluía a:
Los niños que, por normales que parezcan, cuenten en sus antecedentes fami-
liares con enfermos nerviosos o mentales sobre todo y también los que en la
época de gestación pueden haber sufrido por el hecho de molestias del emba-
razo, [los que] han nacido en malas posiciones, en estado asfíxico o de muerte
aparente, los géminos, los convulsos de la primera hora, los que han sido víc-
timas de una afección cerebral o meningítica, o que han sufrido traumatismos
craneanos en la edad temprana.503
Al igual que en las propuestas pedagógicas para los débiles mentales, médi-
cos y abogados del período no solo se preocuparon por los establecimientos de
reclusión, sino por la educación de los niños. La labor pedagógica se hermanó
con la criminología, porque la educación era una de las formas de evitar el cri-
men entre los niños sanos y también en aquellos que mostraban algún tipo de
anormalidad.
El objetivo era contener a los anormales y alejarlos de la criminalidad, por
lo que era muy importante reforzar las escuelas, los talleres y evitar que los niños
vagabundearan en la calle. La educación era la forma de reformar a los niños que
estaban a un paso de la delincuencia por mostrar algún tipo de psicopatología o
vivir en un medio inmoral. Esos niños «indóciles, malos, crueles» por sus actos
eran expulsados «de los establecimientos de educación» y terminaban «en las
cárceles y prisiones». Entre esos «degenerados superiores», se reclutaba el «ma-
yor contingente» de «la criminalidad y delincuencia», y, «muchas veces, el que
empezó siendo delincuente y encerrado en una prisión concluye pasando a un
manicomio como verdadero alienado, lo que prueba una vez más que crimen y
locura tienen un mismo punto de partida».504
En esa asociación, ingresaron consideraciones sobre el consumo de alcohol,
los espacios sociales perniciosos y la necesidad de frenar la aparición de patolo-
gías que condujeran al crimen a un significativo número de niños.
Dos abogados que buscaron solución a la problemática de la criminalidad
infantil fueron Vicente Borro y Washington Beltrán. Ambos negaron la relación
directa entre la génesis del delito y la herencia. El niño mostraba tendencia de
inmoralidad no porque naciera con inclinación a la maldad (como sostenían los
positivistas), sino porque no había incorporado las nociones de responsabili-
dad y de propiedad que lo llevaban, muchas veces, a cometer actos violentos

502 Ib., pp. 209-210.


503 Ib.
504 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 299, 300.

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o a robar. Al decir de Beltrán, el crimen «es un fenómeno muy complejo, que
no es posible derivar de una sola causa como la ley hereditaria», ya que había
que considerar «la influencia del medio». En todos los casos, la criminalidad se
podía «neutralizar» con una «educación adecuada, ejemplos sanos, imitación de
prácticas morales y fecundas».505 De este modo, el niño, otro sujeto a disciplinar
durante el período, incorporaría las nociones más elementales de propiedad y
pondría un freno a los «deseos» que, muchas veces, lo conducían a la violencia.506
Todavía en 1914, Santín Carlos Rossi (quien en la década del treinta del
siglo XX se desempeñó como ministro de Instrucción Pública) reclamaba un
«instituto médico-pedagógico» para la evaluación de todos los niños en edad
escolar y la detección de «débiles mentales» que «sirva de filtro a tantas cabecitas
que se agotan en el colegio bajo un régimen pedagógico de fuertes, quedando
luego a merced de la demencia precoz o los procesos mentales periódicos que los
acechan».507 En suma, los niños que mostraban algún tipo de debilidad mental o
eran inmorales o incapaces de dimensionar la gravedad de sus actos también de-
bían ser objeto de estudio de los psiquiatras, quienes, si seguimos la propuesta de
Rodríguez, se encargarían de clasificarlos y derivarlos a instituciones especiales,
ya fuera a modo de educación especial o como reformatorios.

Las variantes del aislamiento508


Desde los orígenes del asilo, el aislamiento podía ser «absoluto o relativo,
según fuere la afección mental que lo hiciere necesario». El primer tipo implica-
ba encerrar al paciente «en una celda o cuarto donde quede absolutamente solo»,
mientras que, por el contrario, «el aislamiento relativo consiste únicamente en
separarlo de su familia, de sus amigos, de sus servidores, con el fin de cambiar
enteramente sus hábitos». En este tipo de aislamiento, el paciente era sometido a
una «disciplina regular» para que «renazcan en él las primeras ideas de orden».509
Para los médicos, era fundamental alejar al enfermo de su entorno social, de
su familia (más si era neuropática, como planteaba Etchepare), de los vicios. En
ese sentido, el aislamiento era irrenunciable en el tratamiento e, incluso, llevaba
a que los profesionales se enfrentaran con las autoridades judiciales y policiales.
Por ejemplo, en febrero de 1896, el juez letrado departamental de Montevideo

505 Washington Beltrán, Cuestiones sociológicas. Lucha contra la criminalidad infantil. Artículos
periodísticos y discursos, Montevideo, Cámara de Representantes, 1990 [1910], p. 70.
506 Vicente Borro, La delincuencia en los menores. Causas-remedios. Bosquejo presentado con
motivo de la invitación hecha por el Honorable Consejo de Protección de Menores a los can-
didatos a ocupar el puesto de Director del Reformatorio de Varones, Montevideo, Talleres
Gráficos Giménez, 1912, pp. 21-22.
507 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 53.
508 No trataremos aquí el caso de los «alienados criminales», que abordaremos en un apartado
específico.
509 Brunel, o. cit., p. 339.

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exigió que fuera remitido ante su presencia el paciente Bernard Guerrino, quien
se encontraba internado en el manicomio. La Comisión Delegada del estable-
cimiento, en representación de los médicos, se negó a que el interno fuera tras-
ladado a otro lugar porque se encontraba «sometido al tratamiento médico por
su estado mental», que consistía, «según la opinión unánime de todos los alie-
nistas modernos», en «su aislamiento absoluto en una casa de salud como lo es
el Manicomio, donde puede ser sometido el enfermo al régimen que su afección
reclama». Si Guerrino era retirado del manicomio, «el plan de curación adopta-
do» se vería afectado, por lo que le pedían al juez que concurriera
Personalmente a este Manicomio para verificar dicho interrogatorio, a seme-
janza de lo que hacen los Sres. Jueces del Crimen y Correccional con los pre-
venidos, heridos o imposibilitados fisicamente [sic] de concurrir a su presencia,
los cuales son también interrogados por los Magistrados en el propio local
donde se hallan asilados.
Para los médicos del establecimiento, «el alienado es un enfermo que en ri-
gor para no contrariar o interrumpir su plan de curación debe continuar aislado,
separado del mundo o medio exterior donde contrajo su enfermedad, mientras
esta no desaparezca».510
El primer retiro era la internación en el hospicio, pero había otras formas
de aislamiento que también cumplían una labor terapéutica. Por ejemplo, la
clinoterapia era un tipo de sedación que tranquilizaba al paciente al atarlo a
los bordes de la cama, incluso por períodos prolongados, con el argumento de
que «el alienado es primero un enfermo que requiere observación continua y
asistencia en cama».511 Esta situación no siempre era aceptada por los internos.
Por ejemplo, en 1904, Etchepare recibió una carta firmada por dos hermanas
(cuya historia de «locura comunicada» ya analizamos) que le pedían disculpas
al profesional por los «muchos desprecios» que le habían hecho cuando estu-
vieron recluidas en el manicomio. Las dos mujeres afirmaron que su conducta
se debía a «la rabia que teníamos de ver todo lo que nos hicieron, sin haber
tenido la culpa de nada» y finalizaban la misiva pidiéndole al médico que «nos
perdonen, como también le perdonamos nosotras los tres meses y medio que
nos tuvo en la cama». Sin embargo, para el médico, la actitud de las dos escri-
toras era una manifestación psicopática.512
Asimismo, separar al individuo de su entorno social más cercano abría las
puertas al programa de resocialización, ya que lo alejaba de los espacios que
habían contribuido a la aparición o profundización de la psicopatología. En ese
sentido, disentimos con la interpretación de Barrán, para quien «el discurso mé-
dico oficial prefería como ámbito curador a la familia y no al hospital». Según
él, en parte «por acuerdo con el orden mental establecido que asignaba a la
familia el rol de célula social básica, en parte porque la asistencia domiciliaria

510 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, fs. 157, 158.
511 Rossi, El alienado…, o. cit., pp. 67-68.
512 Etchepare, «Locura comunicada…», o. cit., p. 416.

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sería menos costosa para el Estado, se buscaba llevar la cura al cuarto del nece-
sitado y no trasladar a este al nosocomio».513 Contrariamente a lo que planteó
el historiador, los médicos del período consideraban que el ambiente social, y,
por ende, el familiar, era uno de los focos más significativos en la aparición de
la enfermedad. El paciente debía ser aislado de todo contacto con sus parientes
biológicos o rituales.514
Los reclamos presentados ante los juzgados civiles en los que se solicitaba
autorización para contactarse con un paciente son elocuentes en ese sentido, ya
que los familiares reclamaban poder ver al interno o a la interna. Muchas veces,
esas solicitudes lidiaron con la negativa de los médicos. Otro ejemplo podrían
ser las sucesivas solicitudes de internación realizadas a pedido del esposo, del pa-
dre o de los hijos. Quienes pedían la reclusión, ¿lo hacían por propia voluntad o
por consejo médico? Es probable que la prédica de los profesionales incidiera en
ese sentido, pero también los familiares buscaron, en muchas ocasiones, que el
enfermo recibiera un tratamiento que consideraban adecuado. En estos términos
lo expresó Santín Carlos Rossi:
Somos devotos de la libertad individual, si bien no nos detendrá el umbral
de la familia cuando debamos llevarles el bien, escudándonos en la valiente
declaración de Larnaude, cuando se pregunta si no sería necesario proteger
al alienado contra su propia familia […], [ya que,] en la inmensa mayoría de los
casos, se concibe, sin esfuerzo, [que] la primera etapa de una afección mental
tiene por escenario el ambiente familiar.515
Al mismo tiempo, como ya vimos, desde fines del siglo XIX, médicos y
abogados desarrollaron la idea de secuestro que obligó a las familias a denunciar
los casos de enfermos psiquiátricos y limitó la asistencia domiciliaria. Esta posi-
ción obtuvo mayor respaldo con la aprobación de la ley sobre asistencia pública
nacional, que, en sus consideraciones, sostuvo que los enfermos psiquiátricos
debían «ser separados del ambiente familiar desde que aparecen los síntomas
de su psicosis, sustrayéndolos con fines terapéuticos a su medio habitual y cam-
biándoles completamente su manera de vivir». No es menos cierto que alejar al
enfermo de su ámbito familiar permitía que los médicos fueran los únicos res-
ponsables y, por ende, los únicos capaces de tomar decisiones sobre la situación
de los pacientes. En este sentido, el manicomio no era solo un lugar de reclusión,
sino también un espacio pedagógico, moralizante, que reeducaba y readaptaba
a los pacientes. Sin embargo, no hubo entre los médicos uruguayos, a tono con
la discusión psiquiátrica en el ámbito internacional, una defensa irrestricta del
aislamiento absoluto. Por el contrario, plantearon la posibilidad de establecer
513 Barrán, o. cit., vol. ii, p. 23.
514 Será recién a partir de la década del veinte del siglo XX que ingrese a consideración de
los psiquiatras el discurso sobre la familia como espacio terapéutico (Rafael Rodríguez,
Asistencia Familiar de Alienados. Lo que podría hacerse en Uruguay. Conferencia presen-
tada y aprobada en la Sociedad de Psiquiatría en Marzo de 1924, Montevideo, J. García
Morales-Impresor, 1929, p. 36).
515 Rossi, El alienado…, o. cit., pp. 14-15.

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un nuevo sistema manicomial que tomara en cuenta el open door pregonado por
la psiquiatría británica y propusieron la creación de una colonia de alienados.516
En 1884, Crovetto se preguntaba por qué el responsable de la construc-
ción del manicomio había poblado las ventanas con un «sinnúmero de rejas» que
«están desechadas» «de los establecimientos frenopáticos y que todo en él debe
respirar alegría y la mayor libertad». Esto se debía, según su visión, a que era
común la confusión de «un manicomio con un presidio».517 Los cuestionamien-
tos médicos sobre el sistema de aislamiento manicomial pueden ser tenidos en
cuenta para ver ciertas dudas de los profesionales sobre las ventajas terapéuticas
del encierro prolongado.
Es probable que también buscaran eliminar el estigma de los manicomios
como cárceles. Esta visión afloró en el período que estamos trabajando, pero,
primero, fue necesario consolidar un asilo tradicional, para, en una segunda eta-
pa, que coincidió con el pasaje de siglo, se buscara una alternativa al aislamiento
más estricto. Trasladar pacientes al campo también era una forma de alejar a los
enfermos de las ciudades y de las familias. En otras palabras, los médicos busca-
ban que los pacientes psiquiátricos no estuvieran en contacto con algunas de las
causas (el espacio familiar y social, el alcohol, los bares, la dinámica urbana) que
podían haber despertado la patología.
A partir de 1900, cobró fuerza la idea de la «colonia rural».518 Según Santín
Carlos Rossi, los elementos propios de «una colonia de alienados» en el medio
rural serían la «ausencia de muros, de galerías cubiertas, de barrotes y fosos»,
y el fin del hacinamiento, ya que esta se caracterizaría por el «gran número
de pequeños pabellones, diseminados sin orden, con estilos variados y rústicos;
autonomía de cada pabellón, con sus servicios de alimentación, de hidroterapia,
de vestuario, etc.». Los internos desarrollarían un estilo de «vida libre», con una
«vigilancia suave».519
Bajo la dirección de Rossi, fue inaugurada, en 1912, la Colonia de Alienados
de Santa Lucía, que se convirtió en el establecimiento agrícola para pacientes con
enfermedades psiquiátricas.520 La nueva institución permitiría «disminuir el haci-
namiento en que se encuentran los asilados en el Hospital Vilardebó». El terreno,
de 498 hectáreas (del que se usarían 150), estaba ubicado en el departamento de

516 En 1837, el médico W. A. F. Browne, alumno de Esquirol y director del Montrose Royal
Lunatic Asylum de Escocia, publicó su trabajo Asilos: lo que fueron, son y deberían ser,
donde insistió en la necesidad de poner fin a los establecimientos tradicionales y propugnó
por el método open door (Porter, o. cit., p. 118).
517 Crovetto, o. cit., p. 25.
518 El mismo sistema se comenzó a aplicar en Argentina. Al respecto, véase: «El Asilo de Las
Mercedes y la Colonia de Alienados», en Caras y Caretas, 20 de mayo de 1899.
519 Santín Carlos Rossi, «Colonias de alienados. La terapéutica de la libertad y el trabajo»,
en Evolución. Órgano de la Federación de los Estudiantes del Uruguay, año vi, n.o 3,
Montevideo, enero de 1912, p. 8.
520 La colonia de Santa Lucía (o Etchepare, como se la conoce popularmente tras la redenomina-
ción que obtuvo luego del deceso del reconocido psiquiatra) no cuenta con un archivo propio.

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San José, lindero con Montevideo. En diciembre de 1912, fueron trasladados los
primeros 100 pacientes crónicos. Sin embargo, en 1913, las autoridades de la
Asistencia Pública, en la Memoria... oficial, sostuvieron que:
No puede llamarse todavía Colonia de Alienados el establecimiento […] [por-
que] hasta hoy no se ha hecho otra cosa que aliviar un poco el trop-plein del
manicomio y preparar el terreno para el comienzo de una obra de aliento que
exigirá algunos años de dedicación y de trabajo al director [Rossi] que ha to-
mado a su cargo la tarea de realizarla.521
Según los médicos e historiadores de la medicina Margarita Arduino y
Ángel Ginés, no todas las personas derivadas a la colonia padecían trastornos
psiquiátricos. Por el contrario, también fueron frecuentes los ingresos «por falta
de recursos económicos y sociales», por internación policial «con rótulo de “va-
gabundo”, y los adolescentes y jóvenes traídos por sus familias que declaraban
no poder hacerse cargo de sus cuidados», que constituían un alto porcentaje.522
Lejos de cualquier interpretación bucólica, los manicomios del tipo co-
lonias rurales eran una reafirmación de la disciplina y del orden que obligó a
los pacientes al trabajo (en especial, en tareas rurales).523 Al decir de Erving
Goffman, eran «instituciones totales […] híbridas, […] en parte comunidad re-
sidencial y en parte organización formal».524 Según Rossi, la inauguración del
establecimiento era «la última conquista de la Psiquiatría: el tratamiento de
la locura por la libertad y el trabajo para los enfermos crónicos, mientras se
ahonda en la etiología para llegar á [sic] la terapéutica racional de las afecciones
mentales».525 Esa voluntad científica, expresada por su primer director, son las
que nos llevan a desestimar los planteos de Arduino y Ginés cuando sostienen
que la inauguración de la colonia solo buscó ser una «medida de “salvataje” ante
la superpoblación del Manicomio Nacional».526
El orden y la disciplina eran la «base fundamental» del nuevo «hospicio de
alienados». Para eso, los internos debían cumplir con una rutina y trabajar, no
solo con un objetivo terapéutico, sino también para autofinanciar la economía del
establecimiento, que dependió de la venta de lo producido por los pacientes. La
colonia fue utilizada, sobre todo, para los pacientes crónicos —los más caros—
que precisaban una internación a largo plazo o de por vida. Asimismo, asumir
la cronicidad era una forma de sostener que algunas enfermedades psiquiátricas

521 La Semana, s. n., Montevideo, 17 de junio de 1911.


522 Arduino y Ginés, o. cit., p. 1.
523 Si bien carecemos de datos, podríamos pensar que los primeros pacientes enviados tenían ha-
bilidades para tareas rurales o en oficios relacionados con las labores agrícolas. En Argentina,
tuvo lugar un fenómeno de características similares. Véase: Daniela Bassa, «De La Pampa a
Open Door. Terapias y tratamientos hacia los insanos en la primera mitad del siglo XX», en
Bohoslavsky y Di Liscia, o. cit., p. 129.
524 Erving Goffman, Internados, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1964, p. 25.
525 Rossi, «Colonias de alienados…», o. cit., p. 7.
526 Arduino y Ginés, o. cit., p. 1.

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eran incurables y que, por ende, el Estado debía garantizar un refugio para ese
tipo de pacientes.
El proyecto original contaba con varios pabellones que dividían a los en-
fermos en:
Tranquilos, que pueden gozar de la máxima libertad, […] enfermos agudos, que
pasan crisis transitorias de agitación […], y enfermos nuevos, que requieren
un período de observación y vigilancia continua y cuya libertad se ve así res-
tringida temporariamente. […] [Había] pabellones de transición para enfermos
que, sin ser aún aptos para el trabajo, no exigen ya un tratamiento riguroso y
pueden trabajar en las salas de su villa o en la huerta anexa, […] pabellones para
ancianos inválidos paralizados […] [y, por último,] pabellones para aislamiento
de infecto-contagiosos agudos y tuberculosos.527
De esta forma, los pacientes crónicos y los débiles mentales recibieron otro
tipo de tratamiento, mientras que el Hospital Vilardebó quedó destinado a los
llamados «enfermos transitorios». Sin embargo, en pocos años, llegó a tener cerca
de mil pacientes y nuevamente presentó problemas de hacinamiento; situación
más problemática aún si tomamos en cuenta que, hasta 1921, solo ingresaron
hombres al establecimiento.
La colonia servía también como espacio de readaptación a la sociedad, ya
que permitía que el paciente interactuara con otras personas y recuperara hábi-
tos de trabajo que, a través de actividades dentro del predio, los médicos busca-
ron impulsar. Por eso, cada paciente que recibía la externación «pasa a trabajar
y vivir en comunidad con los empleados obreros del asilo, en el local que a
estos se destina, conservando su calidad de internado para el efecto de la liber-
tad, que va reconquistando gradualmente». De esta forma, Rossi, responsable de
la propuesta, buscaba reafirmar «la disciplina sin sumisión humillante»,528 pero
también incorporar al enfermo de forma procesual para que, una vez liberado,
encontrara «trabajo remunerado y metódico» y «lo bastante seguro para alejar el
factor ansiedad».529 Su «sueño» era «un pueblo de colonos laboriosos, que em-
plearán las desviaciones de su inteligencia en una obra útil á [sic] la sociedad que
los recluye».530 Si en la readaptación «el enfermo recae, debe volver a la sección
hospital». De lo contrario, «volverá al medio social».531 La propuesta de Rossi
fue planteada por Castro en 1899, quien al pensar en la reinserción social de
los pacientes recuperados manifestó su preocupación por las dificultades que
podían encontrar para conseguir un trabajo (actividad a la que otorgaba un valor
terapéutico insuperable). Fue por ello que propuso crear
Una oficina de información, intermediaria entre la sociedad y los establecimien-
tos, especie de agencia oficial de trabajo, donde se ofreciese al público el número

527 La Asistencia Pública Nacional…, o. cit., p. 181.


528 Rossi, «Régimen de convalecencia…», o. cit., pp. 630-631.
529 Ib.
530 Rossi, «Colonias de alienados…», p. 9.
531 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 39.

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de trabajadores disponibles según su oficio, y el público, a su vez, haciendo obra
de verdadera caridad, recurriese a buscar los brazos de trabajo necesario.532
El médico se tenía que comportar de forma «semejante al maestro, que mol-
dea en cada débil niño el alma y la inteligencia de un futuro ciudadano —acaso
reformador, acaso destructor de la mentalidad social que lo preparó—».533 Para
eso, era fundamental transformar el medio social que podía desencadenar una
nueva recaída del enfermo:
Consideremos un ex alienado cualquiera: vuelve a su antiguo oficio con el
mismo organismo físico que no supo resistir la vez primera, y halla el hogar mi-
nado por la miseria; la clientela hosca por el prejuicio estúpido que suscita la
locura; los actos enfriados, acaso perdidos; los hijos desviados por el abandono
fatal de un padre que estuvo ausente y una madre que debió descuidarlos para
ganarse el pan; acaso el [sic] mismo se ve sustituido en el empleo que le ase-
guraba el presupuesto o en el afecto conyugal que le aseguraba la dicha: es en
todas partes el reo o el intruso. […] La reacción es fácilmente presumible: suici-
dio, homicidio, recidiva. Y ese es el primer temor del médico que debe otorgar
un alta. Ante el punto de interrogación que presenta el porvenir del enfermo
—de su enfermo, pues difícilmente se cura un loco sin tomarle cariño— se
alza el torturante dilema: o dejar el convaleciente en el asilo corriendo los al-
bures de una eterna convalecencia y cometiendo casi un secuestro arbitrario o
abandonarlo a su destino incierto, con un resabio amargo en la conciencia.534
Por eso, la readaptación debía ser gradual. Una variante que permitía un ais-
lamiento parcial era el sistema mixto de colonia agrícola bajo cuidados familiares
que tomaba como referencia el modelo asilar belga, el cual permitía
La colocación en casas particulares sin más unidad de organización que la ins-
pección común de los alienados […], [o] un sistema intermediario que consiste
en colocar los crónicos inofensivos de un asilo en el vecindario, en cuyas casas
quedan sometidos a la administración y vigilancia del asilo originario […], fór-
mula que predomina en Alemania, Rusia, Holanda, Austria, Suiza.535
Para Uruguay, Rossi propuso «una sección especial en la Colonia de
Alienados» a la que llamó «pequeña república», en la que
Habría un departamento para los alienados convalecientes, que por prudentes
y sucesivos cambios pasarían a ser colonos, huéspedes de las familias de los em-
pleados, huéspedes de los vecinos, obreros de los alrededores y, en fin, ciuda-
danos libres, devueltos a la sociedad como elementos aptos para incorporarse
a la vida creadora e intensa.536
Contamos con algunas cifras para la elaboración de series sobre el núme-
ro de personas que obtuvieron el alta médica luego de sufrir alguna interna-
ción, aunque carecemos de datos o de porcentajes que permitan medir distintos

532 mhn, o. cit., t. 1436, f. 104.


533 Ib., p. 106.
534 Rossi, El alienado…, o. cit., pp. 106-107.
535 Ib., p. 69.
536 Ib., pp. 111-112.

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niveles de reincidencia.537 Para el tramo cronológico 1893-1897, según Enrique
Castro, las reincidencias oscilaron entre el 14 % y el 20 % sobre el total de pa-
cientes curados.538

Cuadro 6. Altas médicas anuales


1890 209
1891 161
1892 146
1893 183
1894 209
1895 210
1896 220
1897 233
1898 237
1899 204
1900 251
1901 310
1902 296
1903 382
1904 272
1905 294
1908 158
1909 182
1910 178
1911 218
1912 131
1913 218
Elaborado a partir de: Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública…, o. cit., pp. 116-
117; La Asistencia Pública Nacional…, o. cit., p. 298; Castro, o. cit.

Rossi reclamó, al mismo tiempo, un asilo especial para los «débiles menta-
les» y para todos aquellos pacientes «crónicos que no son aptos para el trabajo»
(«a quienes un clínico sagaz llamó amputados del cerebro, y a quienes otro más
cruel, pero no menos exacto, llamó tubos digestivos»), sobre los cuales ningu-
na terapéutica tenía efecto. «En el hospital estorban; en la colonia no sirven;
la libertad les es indiferente o dañina, pues fugan y se pierden o atacan.»539
El mismo médico destacó la inconveniencia de un hospital montevideano en

537 Además, faltan los años 1906 y 1907, pero al analizar la documentación preservada en el
hospital podemos apreciar, como ya señalamos, que una persona podía ingresar hasta cinco
veces en un año. Tampoco contamos con información sobre las fugas, que, obviamente, no
constituyen una liberación, pero contribuye a un número global sobre los enfermos salidos
del establecimiento.
538 Mhn, o. cit., t. 1436, fs. 223, 224.
539 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 40.

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exclusividad, que «no tendrá mayor eficacia para acortar una psicosis que estalle
en la campaña lejana», por lo que reclamó «la creación de salas de Psiquiatría en
todos los centros del interior donde sea posible su instalación, donde se pres-
ten a los alienados los primeros cuidados, a semejanza de las salas de auxilio y
hospitales para afecciones comunes».540 De esta forma, también se pondría fin a
la «prisión temporaria que se hace de los enfermos en los momentos más graves
de su afección» en algunas localidades del interior del país. Prisión «anticientí-
fica», porque el enfermo «no recibe los cuidados que necesita, por una parte, y
sufre los tratamientos coercitivos del chaleco y el calabozo, abolidos desde hace
cien años»,541 aunque también se mantuvo el aislamiento absoluto para algunos
pacientes, tal como se puede ver en la construcción de nuevos pabellones de
aislamiento en el año 1908.542
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, los médicos locales siguieron
las prácticas emanadas de los centros científicos internacionales, pero confor-
me avanzó el tiempo fueron profesionalizando su vinculación con el paciente
y proponiendo métodos alternativos a aquellos que solo servían para controlar
la agitación corporal. La incorporación del sistema open door, el fin del uso de
algunos elementos que, con una finalidad terapéutica, agitaban a los locos (por
caso, el chaleco de fuerza) y el uso de la psicoterapia —a lo que podríamos agre-
gar la profesionalización del campo con el egreso de la primera generación de
psiquiatras formados en el país— marcaron el inicio de una nueva época para la
psiquiatría uruguaya. Los médicos encontraron en el trabajo y la educación una
alternativa regeneradora de quienes presentaron síntomas de debilidad mental
o alguna psicopatía. Este último punto expresa que la intención de los médicos
era alcanzar la reinserción social (y laboral) de los internos, quienes saldrían del
hospicio como promotores y defensores de nuevos hábitos y valores.
La vinculación de los psiquiatras locales con la terapéutica estaba marcada
por una fuerte pretensión científica, pues había en los médicos uruguayos una
genuina voluntad de alcanzar un tratamiento exitoso. Probablemente, la recu-
rrencia a más de un sistema exprese esa búsqueda de propuestas terapéuticas. A
comienzos del siglo XX, los protocolos de funcionamiento y de aplicación tera-
péutica ya habían alcanzado cierto grado de consolidación. Ello fue de la mano
con la forma que adquirió la comunidad de psiquiatras locales. En otras palabras,
los psiquiatras ya habían ganado legitimidad en el campo médico primero y en
los hospicios de enfermos psiquiátricos luego, y algunas de sus consideraciones
o reflexiones en el campo de la higiene —y la salud mental dependía mucho de
ella— fueron divulgadas a través de distintos medios con los que los profesiona-
les de la conducta buscaron incidir en la población en general.
Hacia fines del siglo XIX, la psiquiatría dejó de ser una rama menor y
asistencial de la medicina y se convirtió en una disciplina encargada también de

540 Ib., p. 43.


541 Ib., p. 44.
542 agn y cncbp, o. cit., del 21 de febrero al 20 de octubre de 1908, f. 132.

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la vigilancia y de la prevención de conductas y de grupos sociales. Desde ese
entonces, los psiquiatras estaban muy preocupados por atender a sus pacientes,
pero también por lo que pasaba fuera del recinto manicomial, en la sociedad
sobre la que buscaron incidir. En este punto, también encontraron un fuerte
aliado en los abogados. A comienzos de la década del ochenta del siglo XIX,
el legista Manuel Adolfo Olaechea planteó que, «bajo la influencia del adelan-
tamiento progresivo de todos los ramos de las ciencias médicas y sociales, se
han acabado de estrechar las relaciones entre los principios de la Medicina y
los de la legislación y la jurisprudencia».543 Apreciaciones como la citada son
las que nos llevan a afirmar que, en el campo de la psiquiatría, imperó una vi-
sión médico-legal, que tomó aportes de galenos y juristas para tratar de legislar
sobre los «enfermos mentales». Sin embargo, sus objetivos y las atribuciones
que entendieron tenían iban más allá de estos, puesto que se conectaban con las
propuestas de reforma social que atravesaron todas las corrientes ideológicas
durante el período, aunque cada una aportó su impronta y resistencias (como
fue el caso de los anarquistas, por ejemplo).
La voluntad de reforma social permitió que mancomunaran esfuerzos to-
das las disciplinas médicas, los abogados, los políticos y la prensa de mayor
circulación (utilizada para traducir a un lenguaje no técnico los rasgos que había
que combatir). El historiador Diego Armus se ha referido al «descubrimiento
de la enfermedad como problema social» que fue «una suerte de ideología urba-
na articulada en torno a los temas del progreso, la multitud, el orden, la higiene
y el bienestar», que habría marcado el ritmo institucional desde mediados del
siglo XIX y se habría pronunciado aún más con el fin de los conflictos bélicos
de envergadura.544 La higiene, ideología médica de fines del siglo XIX, adqui-
rió un rol cada vez mayor porque fue utilizada no solo para prevenir cualquier
tipo de enfermedad, sino como un instrumento de disciplinamiento social que
indicaba qué estaba bien y qué no. En su triunfo, tuvieron mucho que ver los
psiquiatras, tal como veremos en el próximo capítulo.

543 Olaechea, o. cit., p. 449.


544 Diego Armus, «El descubrimiento de la enfermedad como problema social», en Mirta
Lobato (dir.), El progreso, la modernización y sus límites, vol. v. Nueva Historia Argentina,
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2000, pp. 507-551.

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Señalar

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Las causas «sociales» de la locura

Este capítulo explorará las llamadas causas sociales de la «locura» y el rol


de los psiquiatras en distintas propuestas de reforma moral. En ambos casos,
apuntamos a conocer de qué manera los médicos psiquiatras fueron ganando
legitimidad a través de diferentes proyectos de reforma social y de la divulgación
de su saber en publicaciones periódicas que destinaron un espacio a considera-
ciones sobre higiene.
La higiene se convirtió en parte de los valores dominantes y, como la lla-
mó Armus, en un «catecismo laico» sobre lo prohibido y lo permitido.545 Las
tasas descendentes de mortalidad, la ampliación de la cobertura médica y las
campañas sanitarias de carácter popular son indicadores inequívocos del invo-
lucramiento de todos los sectores sociales en el proceso de medicalización. En
ese sentido, consideramos que, por ello, es importante dejar de pensar que las
ideas científico-jurídicas están separadas por un abismo de la apropiación de
nociones y del sentido que la población les dio. En buena medida, la eficacia de
la disciplina administrativa dependía de lo que pasaba afuera de las institucio-
nes hospitalarias, y los médicos de todas las disciplinas lo comprendieron bien
cuando recurrieron, entre otras formas de divulgación, a la prensa para promover
sus ideas.
El capítulo contará con una introducción sobre la idea de higiene y luego
se dividirá en cuatro partes en las que nos concentraremos en analizar distintas
formas sociales que asumió la enfermedad mental durante el período. Si bien
pueden parecer comportamientos o actitudes disímiles, lo que las aúna es su ca-
pacidad, desde la perspectiva médica, para cuestionar o intentar subvertir (aun-
que no siempre de forma deliberada) el orden establecido.
En primer lugar, el alcoholismo, considerado como uno de los problemas
más acuciantes de la época y una de las causales fundamentales de la «locura» o
de la «descendencia mórbida». Por tanto, estudiaremos qué relación establecie-
ron los médicos entre alcoholismo y enfermedad mental, y las campañas para
combatir una práctica que, como decía un artículo científico del período, «ame-
naza la raza».546
En segundo lugar, estudiaremos la sexualidad del período, en especial, la que
se consideraba excesiva —la prostitución— o las actitudes «invertidas», como
ser la masturbación o la homosexualidad. Los psiquiatras mostraron mucha pre-
ocupación por los estados patológicos que entendieron eran consecuencia del
exceso de sexualidad, pongamos por caso, la prostitución, o de la inversión; si

545 Armus, «El descubrimiento…», o. cit., pp. 546-547.


546 «El alcoholismo mental en el Uruguay» [informe presentado a la Comisión Nacional de
Caridad y Beneficencia Pública por el doctor Eduardo Lamas], en Boletín del Consejo
Nacional de Higiene, año IV, n.o 36, Montevideo, octubre de 1909, p. 520.

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bien mostraron preocupación por las causas orgánicas (ginecomastía, reducción
testicular, etcétera), consideraron que cualquier conducta sexual desviada era
una consecuencia del vínculo entre una predisposición y el terreno social pató-
geno que permitía que la persona no controlara sus impulsos.
En tercer lugar, estudiaremos la psicopatologización de las opciones políti-
cas, en especial, las que buscaban subvertir el orden establecido o recurrían a la
violencia como una alternativa. La historiografía latinoamericana sobre control
social se ha concentrado en los anarquistas, y seguiremos esa perspectiva, sin
descuidar a otros sujetos o colectivos políticos que no comulgaron con el ideario
ácrata, pero que también cometieron atentados o desconocieron a los partidos
Nacional y Colorado. En este último punto, trabajaremos con los intentos de
asesinato de los presidentes Juan Idiarte Borda y José Batlle y Ordóñez para
mostrar que la psicopatologización de la política no pasó solo por el enjuicia-
miento a los anarquistas.
En cuarto lugar, estudiaremos la neurastenia como una enfermedad que ge-
neraba nerviosismo en el hombre moderno y que se analizó, por parte de los mé-
dicos, como consecuencia del crecimiento urbano y el aluvión inmigratorio. En
esa parte del capítulo, analizaremos la relación que los médicos del período es-
tablecieron entre inmigración o trabajo excesivo y la aparición de determinadas
enfermedades mentales que podrían conducir al suicidio, otra de las preocupa-
ciones de los psiquiatras. No en vano los psiquiatras insistieron en la necesidad
de contener o seleccionar a los inmigrantes que llegaban al país y contribuyeron
al impulso de la legislación social que permitió, entre otras cosas, reglamentar
los horarios laborales.

Higiene
Desde mediados del siglo XIX, la psiquiatría insistió en que las enferme-
dades no estaban asociadas únicamente a causas fisiológicas, sino también a cir-
cunstancias sociales que podían ser consideradas causales de la enfermedad. Los
psiquiatras definieron prácticas, comportamientos y hábitos que —al igual que
todos los médicos e higienistas no médicos— entendieron que debían controlar-
se y restringirse para evitar el aumento de la enfermedad en general y de las en-
fermedades mentales en concreto. El consumo de alcohol, todo tipo de excesos,
la sexualidad y la homosexualidad y las opciones políticas sirvieron para com-
binar las causas orgánicas y las llamadas morales. Como vimos, Morel —luego
junto con Legrain— había planteado que no todos los degenerados lo eran por
herencia, sino que admitió casos de desequilibrio mental por otro tipo de causas
(dentro de las que incluía infecciones que lesionaban el cerebro, traumatismos o
hábitos perniciosos). Según el médico francés:
[E]s imposible enumerar las causas de la degeneración: toda acción suficien-
temente enérgica y suficientemente duradera para retardar y, sobre todo, para

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detener el movimiento evolutivo de la especie es una causa degeneratriz. Estas
causas son las mismas que las de la enfermedad, tanto del mal moral como del
mal físico, del mal que ataca al hombre solo como el que ataca al hombre co-
lectivo, es decir, al que vive en sociedad. Y son tantos los males que no tardan
en marcar al hombre y a las sociedades con estigmas indelebles que se repro-
ducen agravándose en generaciones ulteriores hasta su desaparición completa
por causa de una insuficiencia notoria en la lucha por la vida; son las guerras, la
escasez, el hambre, la miseria, las enfermedades profesionales, el agotamiento,
los excesos de una civilización avanzada, los venenos sociales (y sobre todo el
alcohol), etc.547
La escuela psiquiátrica uruguaya se caracterizó, desde sus orígenes, por la
combinación etiológica de las causas, posición que se exacerbó aún más en el
pasaje de siglo. Podríamos pensar que el aluvión inmigratorio, las transformacio-
nes en la planta urbana —en especial, en Montevideo—, la incertidumbre que
generó la modernidad (que incluía, pero excedía, el temor al delito) provocaron
preocupación en los psiquiatras, que profundizaron sus consideraciones socia-
les. Como señala Armus, los temores que despertó el mundo urbano «fueron
dibujando los caracteres más gruesos de una Medicina colectiva y social» que
comenzó a ser pensada también como «una empresa político-médica»548 y que,
podríamos agregar, atravesó todas las orientaciones ideológicas, que solo se dis-
tinguieron por los aspectos en los cuales ponían los énfasis. Sostiene Armus:
La idea de salud se recortó así como una abarcadora metáfora que terminó
dejando marcas en situaciones bien diversas, de la educación física y el tiempo
libre a la moral matrimonial […], [así como] de la alimentación a la vestimenta,
de la vivienda al mundo del trabajo.549
La nueva escuela psiquiátrica que nació en el pasaje de siglo no solo se con-
centró en la reclusión de los enfermos, sino que inició un proceso de divulgación
y publicidad sobre las causas morales de la locura, los vicios como el alcohol
y la droga, el hacinamiento habitacional o la necesidad de «cuidar» el cuerpo
y los hábitos. Al inquietarse por un número indeterminado de causas sociales,
también pudo opinar sobre un amplio abanico de situaciones. De esta forma,
los profesionales de la psiquiatría se convirtieron en traductores culturales, en
intermediarios entre el lenguaje técnico y la población. En esa tarea, estuvieron
acompañados por pedagogos, abogados y médicos de otras especialidades (pese
a que las fronteras entre los conocimientos médicos eran difusas).
Como señala Barrán, higiene fue el nombre que asumió la medicina pre-
ventiva durante el siglo XIX y comienzos del XX. Este aspecto fue, para el
historiador uruguayo, otro puntal en el proceso de medicalización, ya que «evi-
tar la enfermedad significaba vigilar y preservar la salud y convertir a los sanos
en objeto de la Medicina y no solo a la minoría enferma».550 De este modo, la
547 Citado por: Huertas García-Alejo, o. cit., p. 365.
548 Armus, «El descubrimiento…», o. cit., pp. 528-529.
549 Armus, La ciudad impura…, o. cit., pp. 217-218.
550 Barrán, o. cit., vol. iii, p. 227.

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higiene se convirtió en una fuerza disciplinante y contribuyó con el desarrollo de
la medicina en general y de la psiquiatría en particular. Su objetivo era, al decir
del médico de la penitenciaría Alfredo Giribaldi, el «amoral», el «vicioso», «el
vagabundo», «el contraventor de las leyes morales» que, «como tal, es induda-
blemente un ser peligroso y nocivo, contra quien la solidaridad social necesita y
exige medidas de legítima defensa».551
En procura de prevenir posibles enfermedades mentales y con ánimo de
promover hábitos y prácticas saludables, los médicos montaron distintos dispo-
sitivos. En ese contexto, la higiene se trasformó en una temática vinculada no
solo a quienes hacían de ella su área profesional, sino en una preocupación públi-
ca que se tradujo en manuales escolares o de puericultura para mejorar la salud
de los individuos. Las recomendaciones que allí aparecían se relacionaban con la
nosografía de tipo moral que buscó, y encontró, causas sociales para explicar la
enfermedad, aunque también había un espacio de preocupación sobre la situa-
ción de determinados órganos como los que componían el «sistema nervioso»,
que, a decir del médico Mateo Legnani, reclamaban la «reconcentrada atención
del higienista».552
En este capítulo, nos concentramos en las preocupaciones atinentes a
nuestra investigación, pero se impone dar cuenta de que el campo de acción de
la higiene abarcó desde el saneamiento hasta el entierro de los muertos, pasan-
do por los mataderos públicos y, por supuesto, por todo tipo de enfermeda-
des infectocontagiosas, temor recurrente en los habitantes de la época, habida
cuenta de las epidemias vividas en el Río de la Plata a lo largo del siglo XIX.
La puntualización no es menor, ya que las tareas emprendidas por reforma-
dores e higienistas también promovieron un nuevo rol asumido por el Estado,
encargado del control de poblaciones, de las políticas sanitarias y del discipli-
namiento individual y colectivo. La higiene y el derecho a la asistencia pasaron
a ser problemas colectivos, públicos (por ende, no religiosos ni consecuencia
de la actitud pecaminosa). No comulgamos con la visión de los médicos como
meros reproductores de una ideología conservadora o de la moral dominante,553
sino que, en su visión, el homosexual, el alcoholista o el criminal pasaron a ser
deficiencias de toda la organización social y responsabilidad del Estado, el cual
debía garantizar un tratamiento, en lo posible, una cura, y la contención. Ese
poder etático debía regular comportamientos privados que también lesionaban
el cuerpo social y promover el self control (o «autodefensa», si usamos el térmi-
no sugerido por Mateo Legnani). Sobre esa base, se afincó la capacidad de los
médicos para inmiscuirse en asuntos que, en las primeras seis o siete décadas del

551 Alfredo Giribaldi, «Sobre establecimientos para los criminales alienados», en La Revista de
Derecho, Jurisprudencia y Administración, año ii, n.o 21, Montevideo, 15 de julio de 1905,
p. 329.
552 Mateo Legnani, Ensayos de higiene social, Montevideo, Dornaleche, 1915, p. 28.
553 Véase, por ejemplo: Alción Cheroni, El pensamiento conservador en el Uruguay,
Montevideo, claeh, 1986, pp. 36-43.

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siglo XIX, les correspondían al fuero individual o religioso. A su vez, el mayor
acceso a la asistencia sanitaria permitió que una porción cada vez más signifi-
cativa de la población conociera los protocolos imprescindibles que formaban
parte de las políticas promovidas por los médicos.
Los psiquiatras de nuestro período, pero, sobre todo, los del pasaje de siglo,
somatizaron todas las conductas que iban contra los valores dominantes, contra
la cultura «civilizada». Al decir de Santín Carlos Rossi, los enfermos psiquiátri-
cos eran «restos humanos», «productos del vicio, la miseria o la enfermedad de
alguna generación anterior», que advertían «lo que serán nuestros hijos si las cos-
tumbres no se perfeccionan».554 Estos profesionales pasaron a ser guardianes no
solo de la «anormalidad» de los pacientes, sino de la normalidad social, del orden
vigente. Atacar las causas sociales permitía plantear que la enfermedad mental
era pasible de ser tratada e, incluso, curada gracias a la intervención del médico y
de las instituciones que representaba. Esto provocó una reconceptualización de
la figura del enfermo, ya que algunos estados psiquiátricos que se despertaban en
un medio social pernicioso se podían tratar si se atacaban las causas que los ha-
bían originado. De esta manera, y al igual que como había ocurrido en Francia,
la psiquiatría dejó de ser el mero poder para controlar e, incluso, corregir la «lo-
cura» y se convirtió en el poder para controlar aspectos de la vida cotidiana y las
prácticas condenables de las cuales podían surgir los enfermos psiquiátricos. Ese
doble poder de la psiquiatría de detectar y curar la «locura» y, al mismo tiempo,
de convertirse en un instrumento de defensa social se resume en la siguiente
explicación de Santín Carlos Rossi:
El problema de la locura, como el de la tuberculosis y el de la criminalidad,
suscita algo más que la atención del médico y hay que atacarlo en lo más recio
de la vida, donde surgen las dificultades, se chocan los intereses sociales, hier-
ven las pasiones y palpita el vicio. Habrá que salir de los hospitales e invadir de
ideas el parlamento, la cátedra popular y la Escuela, para preparar por la ley, la
educación y la instrucción el advenimiento de una vida cautivante y fácil, que
inmunice a las razas del porvenir.555
Los sectores populares pasaron a ser para el saber médico el principal ob-
jeto de observación, porque entendió que en esa parte de la población —mayo-
ritaria, por cierto— anidaban los vicios y hábitos que conducían a la locura. Las
historias clínicas publicadas en las revistas médicas son elocuentes, ya que sus
protagonistas pertenecen a los estratos más bajos de la sociedad.
Este «código higiénico» —al decir de Armus— se extendió en la vida co-
lectiva —desde las ligas contra el alcoholismo hasta la asepsia en los hospitales y
la vacuna obligatoria—, en la privada —donde la higiene se asoció a la limpieza,
la ventilación, la contención sexual, la alimentación sana— y en el mundo del
trabajo —donde se la vinculó a las mejoras en las condiciones laborales y a la
necesidad de descansar el cuerpo y la mente—. Al decir del abogado Ramón

554 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 25.


555 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 5.

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Montero y Paullier, «si queremos aumentar nuestras probabilidades de resguar-
darnos contra las enfermedades contagiosas, no solamente debemos ser aseados,
sino que también debemos usar de templanza o moderación». Para eso, era im-
prescindible evitar «todos los excesos: excesos de bebida como excesos de mesa,
excesos de trabajo como exceso de placeres».556 La misma posición sostuvo la
revista anarquista Natura al defender
Las prescripciones del sistema natural de vida, que no tienen nada de bárba-
ro, de ascético, complejo ni dispendioso, y que no excluyen las comodidades
legítimas, ni los goces moderados, si bien se hallan en pugna con todo vicio y
exceso.557
Por supuesto que el código higiénico no fue respetado por todos los des-
tinatarios y, muchas veces, los comportamientos o las conductas consideradas
desviadas (por antihigiénicas o inmorales) fueron vistas como una manifestación
de la enfermedad solo porque se salían del discurso moral que se buscó imponer.
El higienismo generó una tensión permanente entre el comportamiento subje-
tivamente deseado y el comportamiento socialmente requerido. La libertad (o
la voluntad de tal) y la restricción inclinaron la balanza hacia un lado y hacia el
otro. El punto es que el único de los platos que contaba con medios para repri-
mir (y un discurso público que lo avalaba) era el que contenía la restricción. Pese
a ello (y como vimos en el caso del loco pintor tratado por Etchepare), los secto-
res subalternos resignificaron los saberes científicos, los moldearon de acuerdo a
sus intereses e, incluso, mostraron franca oposición a algunas medidas.

«El alcoholismo amenaza la raza»558


Alcoholismo fue un concepto acuñado en 1852 por el sueco Magnus Huss
(1807-1890), que proporcionó el primer modelo de enfermedad psiquiátrica
degenerativa, pero que combinaba lo fisiológico con lo moral.559 Durante el
siglo XIX, fue Magnan el principal estudioso del alcoholismo y de sus cau-
sas y sus consecuencias sobre la población.560 A mediados del siglo XIX, el
consumo excesivo de alcohol comenzó a ser considerado una enfermedad por
los alienistas.

556 Ramón Montero y Paullier, Guerra a la tuberculosis y el alcohol. Cartilla de Educación y


de Enseñanza Antituberculosa y Antialcohólica, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1903, p. 50.
Mayúsculas en el original.
557 «Nuestros propósitos», en Natura. Revista Mensual para la Propaganda del Método Natural de
Vida: Higiene-Temperancia-Vegetarianismo, año i, n.o 1, Montevodeo, enero de 1904, pp. 4-5.
558 «El alcoholismo mental…», o. cit., p. 520. Decidimos dejar por fuera el análisis relativo al
consumo de drogas, ya que las fuentes médicas no abundan en descripciones de drogodepen-
dientes, aunque señalan que su presencia constituye un problema.
559 Porter, o. cit., p. 145.
560 Huertas García-Alejo, o. cit., p. 362.

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¿Cómo se llegaba al consumo excesivo de alcohol? Médicos y abogados
oscilaron entre las causas sociales y las hereditarias. A comienzos de la década
del ochenta del siglo XIX, la «embriaguez» se podía dividir entre aquella «pro-
ducida por una enfermedad mental que impulsa al sujeto a hacer uso de bebidas
alcohólicas» y el «vicio», que no mostraba estados psiquiátricos evidentes.561 Los
alcoholistas eran enfermos psiquiátricos o mostraban un terreno patógeno para
despertar algún tipo de enfermedad mental.
En 1892, el abogado Félix Ylla señaló que «la ebriedad» era transmisible
«en los casos en que los padres lo son consuetudinariamente» e, incluso, que una
persona podía heredar la propensión al consumo de alcohol si «en el momen-
to de la generación se halle uno de ellos en ese estado para que el hijo herede
disposiciones a ella».562 La misma posición sostuvo en 1901 Alfredo Giribaldi,
para quien «el vicio alcohólico no ha sido más que un epifenómeno en el curso
de una afección mental». Señaló su descreimiento en la herencia del alcoholis-
mo «como entidad patológica», pero sí se mostró partidario de que «se hereda,
o más bien dicho, se transmite, la degeneración adquirida así por el padre a sus
hijos, quienes, a su vez, generan otros hijos congénitamente más débiles, más
degenerados todavía que los de la segunda rama».563 En 1905, José P. Colombi
sostuvo que «una categoría de individuos» consumía alcohol «por el hecho de la
herencia nerviosa o vesánica, o del alcoholismo de los padres», que provocaba
«una tara hereditaria, una degeneración, que da lugar a una verdadera perversión
de las facultades mentales».564 En 1910, Washington Beltrán planteó que «los
hijos de los alcoholistas» «son de una debilidad moral inconcebible» aunque res-
catables y que, por lo tanto, «orientados en buen sentido harán el bien», pero si
un ambiente nocivo «los rodea, si una mala influencia quiere obrar sobre ellos,
se transforman en juguetes de las pasiones, como esos barcos desarbolados con
que el océano juega en sus horas de borrasca». Lo importante es que, para el
abogado, en estos casos hereditarios, los niños se podían rescatar, de modo que
«no tienen razón los autores italianos al opinar que, frente a uno de estos casos
de herencia, lo único que debe hacer la sociedad es lamentar el infortunio de la
víctima y cruzarse de brazos ante ella, impotente de conjurar la catástrofe».565
Las formas en que obraba el alcohol se podían dividir en dos tipos: por
un lado, la llamada «intoxicación aguda», «conocida con el nombre de embria-
guez», y, por otro, el que debían atacar las instituciones públicas, el «alcoholismo
crónico», que «se refiere a los accidentes determinados por el uso excesivo y
prolongado de las bebidas espirituosas» que podía provocar «desórdenes físicos

561 Teófilo Gil, La embriaguez en sus relaciones con la imputabilidad. Tesis presentada a
la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales para optar al doctorado en jurisprudencia,
Montevideo, Tipográfica a Vapor de La España, 1884, pp. 27-28.
562 Ylla, o. cit., p. 76.
563 Giribaldi, El régimen penitenciario…, o. cit., pp. 102-103.
564 Colombi, o. cit., p. 31.
565 Beltrán, o., cit., pp. 69-70.

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y morales» y un «proceso orgánico» capaz de desarrollarse sin el consumo de
alcohol, pero terreno fértil para los estados psicopatológicos.566
Santín Carlos Rossi clasificó a los alcoholistas en tres grupos. Un primer
grupo reunía a «los alcoholizados que van al delirio, conscientes de que se intoxi-
can e incapaces de resistir a su apetito por el tóxico». Este tipo de alcoholistas se
podía dividir, a su vez, en los que consumían «por impulsiones mórbidas, [llama-
dos] dipsómanos», los que lo hacían «por falta de voluntad, [llamados] abúlicos»,
y los consumidores «por inclinación a todo lo anormal, [a los que llamó] dege-
nerados». Esta última categoría era la de «los alcoholistas mentales, que deben
ser considerados como alienados y asistidos como tales». Un segundo grupo era
El de los alcoholistas inconscientes, clientes del bar, partidarios del aperitivo
y del licor digestivo, que no llegan a la embriaguez y sostienen la eficacia del
alcohol a pequeñas dosis, sin saber que van minando su organismo y que algún
día el tóxico hará claudicar alguna víscera, hígado, riñón, cerebro.
A estos estaba destinada «la instrucción anti-alcohólica», ya que podían con-
cebir hijos con algún trastorno psiquiátrico. El último grupo comprendía a «los
ebrios consuetudinarios, que sin delirar hasta el síndroma llenan los despachos de
bebidas, juegan y riñen, engendran “cerebrales” y promueven escándalos»; eran
los alcoholistas «antisociales» a los que la ley debía penar o proteger «secues-
trándolos en un asilo».567 Todos los grupos demostraban, al decir de Etchepare,
quien también compartía la división, que «el alcoholismo no es solo un vicio, es
una enfermedad, y esa enfermedad es de las peores porque afecta al individuo,
a la familia y a la sociedad», porque minaba «las fuerzas vivas de la Nación, po-
blando sus hospitales, sus hospicios de alienados, sus cárceles, y preparando para
el porvenir multitud de seres que fracasan desde la escuela, para ser parias».568
En 1908, Etchepare presentó una estadística sobre el promedio de alcoholis-
tas que ingresaron al manicomio entre 1899 y 1908. De acuerdo a los datos del
titular de la Cátedra de Psiquiatría, que no contaba a los internos existentes, el
porcentaje de alcoholistas en el manicomio llegaba al 21,60% promedial entre los
hombres sobre el total de nuevos ingresos en un año (los ingresos anuales oscilaban
entre 200 y 300 personas según el año). La cifra descendía significativamente para
las mujeres alcoholistas, que eran solo el 2,62% del total de ingresos anuales (que
en todo el período no pasaron de 200).569 Sin embargo, también aclaró que «una
buena parte de [los alcoholistas] no pasan por el manicomio», ya que varios, luego
de ingerir alguna bebida alcohólica, regresaban al «estado normal, lo que impide
naturalmente que la reclusión se produzca». A eso se agregaba que «las familias de
566 Juan Giribaldi Héguy, El alcoholismo ante el Derecho penal. Tesis presentada por Juan
Giribaldi Heguy para optar al grado de Doctor en Jurisprudencia, Montevideo, Imprenta
Artística y Librería de Dornaleche y Reyes, 1892, pp. 9-10.
567 Rossi, El alienado…, o. cit., pp. 53-54.
568 Bernardo Etchepare, «La lucha contra el alcoholismo», en Revista Médica del Uruguay,
vol. xv, Montevideo, 1913, pp. 12-13. Se trata de un fascículo publicado como anexo al n.o
15 de la revista.
569 «El alcoholismo mental…», o. cit.

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los alcoholistas» rechazaban la internación porque la «consideran desdorosa para
el intoxicado y sobre todo para ellas», por lo que «no adoptan una actitud radical,
sino cuando el consejo médico reiterado y la aparición evidente de fenómenos
sombríos como significado comprometen su responsabilidad y más que nada su
bienestar».570 La edad promedio de «la intoxicación alcohólica» en ambos sexos «es
la de 30 a 40 años», porque «para llegar a la intoxicación es, por lo regular, nece-
sario una ingestión prolongada del tóxico».571
Esos hombres y mujeres se encontraban en edad fértil, por lo que era fre-
cuente que entre sus descendientes hubiera un número crecido de «idiotas» o
epilépticos, entre otras manifestaciones psiquiátricas posibles. La misma posi-
ción que Etchepare tenía Eduardo Lamas, quien utilizó a Morel para justificar
su punto de vista. Decía Lamas:
La impregnación alcohólica del feto por el alcoholismo crónico es un hecho
indudable, modificando su aparato nervioso. Siendo un hecho probado que el
alcoholista crónico sufre en su aparato genital modificaciones, atrofia testicu-
lar relativa (Rossche), disminución de los ovarios, manopausa [sic] anticipada,
abortos (Lancereaux) […]. La herencia alcohólica se realiza no solamente en
razón de la debilidad del organismo de los procreadores y de las modificacio-
nes nerviosas y mentales que son producidas por el alcoholismo, sino también
porque el alcohol ejerce directamente su acción nociva, en primer lugar, por
la acción del padre con su sangre cargada de alcohol desde que aparece el re-
cién nacido, y posteriormente a medida que el embrión se desenvuelve, por la
placenta, por donde puede pasar el alcohol, absorbido por la madre; más tarde
en la lactancia, donde el alcohol pasa en la leche de la madre.572
No obstante, como apuntaba Rafael Rodríguez en el mismo informe:
No siempre existe dicha herencia; no es fatal la existencia de uno de esos tras-
tornos graves en los hijos de alcoholista, porque puede quedar neutralizada por
la salud de uno de los procreadores; pero si la herencia alcohólica es doble, es
convergente, entonces, la herencia es casi fatal.573
Incluso, podía ocasionar una demencia precoz, como el caso de M. M., de
16 años, internada el 2 de diciembre de 1904, quien era hija de alcoholistas. Ese
antecedente fue interpretado por los médicos como la causa incuestionable de la
enfermedad.574 En el caso de las mujeres que simplemente consumían alcohol, la
condena social era mayor. El cronista, literato y letrista de tango Ramón Collazo
recordó su vecindad con la poetisa María Eugenia Vaz Ferreira, perteneciente
a una de las familias de la elite y, probablemente, aquejada por algún tipo de
enfermedad psiquiátrica, quien asistía a un «boliche» de la Ciudad Vieja en el
que compartía espacio con otros hombres.

570 Ib., p. 2.
571 Los casos de ancianos alcoholistas eran escasos, porque la mayoría no superaba el umbral de
los 50 años, lo mismo que el consumo entre los niños (ib., p. 12).
572 «El alcoholismo mental…», o. cit.
573 Ib., p. 528.
574 Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, f. 37.

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Yo era un niño, pero me acuerdo perfectamente de una señorita bien que
alguna mañana que otra se tomaba una copita en nuestro negocio […]. Decían
que era una mujer inteligente, pero la consideraban no muy normal, pues los
vecinos del barrio no comprendían cómo una dama de su categoría podía to-
mar en un boliche.575
Otro dato significativo señalado por los médicos de la época es que los
internados por causas alcohólicas formaban parte de los sectores populares y
sus ocupaciones más frecuentes eran la de jornalero para los hombres y de «la-
bores», sirvientas y planchadoras, para las mujeres. La presencia de jornaleros o
sirvientas entre los alcoholistas probablemente incidió en la percepción de los
médicos acerca de los sectores populares, ya que era en esos estratos donde más
plena y vigilante debía estar su asistencia. Así lo manifestó Etchepare, para quien
«la estadística señala con dedo inexorable al jornalero, al obrero», y el origen de
esta «flaqueza» no era el exceso de trabajo, como señalaban los agitadores anar-
quistas y socialistas, ya que, «desde hace algún tiempo, casi todos los gremios
han obtenido en su trabajo un horario que está lejos de ser penoso y largo».576 El
problema radicaba en que, «desgraciadamente, nuestros obreros permanecen in-
activos fuera de esas horas, sin dar otra derivación a sus energías sanas», y en que
los «pobres» «frecuentan más asiduamente los cafés o las tabernas», por lo que
el «pauperismo» era una causa importante de «esta enfermedad social». A eso se
sumaba «la ignorancia», que los llevaba a pensar, por ejemplo, que el alcohol era
un alimento.577 Misma posición defendió Santín Carlos Rossi, en el prólogo del
libro de su colega Mateo Legnani, al afirmar que era imprescindible sacar a los
obreros de «la miserable pieza de conventillo» en la que vivían «con sus cuatro o
cinco hijos sucios y mal olientes, que le suscitan lástima o rebeliones», y ofrecer
para ellos «un jardín con bancos para las noches de verano y un conservatorio por
barrio para los noches de invierno», «un conferenciante [que] les de [sic], algunas
noches por semana, nociones de arte, de ciencia, de geografía e historia en sus
conservatorios, y veréis como [sic] pronto su conciencia se iluminará».578
Con el paulatino descubrimiento de las enfermedades mentales en general y
de su etiología (o lo que se creía era tal), podemos ver que, para el caso del alco-
holismo, los médicos aún no sabían cuál era el efecto del alcohol sobre el cerebro.
Establecieron una relación entre la ingesta y las enfermedades psiquiátricas, pero
no sabían las consecuencias en la patología general. En estos términos lo expresó el
psiquiatra argentino Amable Jones en una publicación uruguaya, al sostener que,

575 Tomado de: Rosario Peyrou, «María Eugenia Vaz Ferreira. Su paso en la soledad», en
Mujeres uruguayas. El lado femenino de nuestra historia, Montevideo, Alfaguara, 1997, p.
197. Destacado nuestro.
576 Es probable que se refiera a los acuerdos alcanzados entre sindicatos y empleadores de dis-
tintas ramas de la industria y el comercio para regular la jornada laboral. En 1915, se fijó
en ocho la cantidad de horas que podía trabajar un obrero (salvo excepciones) en el medio
urbano.
577 «El alcoholismo mental…», o. cit., p. 15.
578 Prólogo de Santín Carlos Rossi a: Legnani, Ensayos…, o. cit., p. x.

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sin duda, «el alcohol complica, agrava y acompaña casi todas las formas de enfer-
medad mental», pero que, hasta el momento, la medicina carecía de «una fórmula
anatómica que nos explique satisfactoriamente los trastornos funcionales que del
lado del cerebro nos muestra la clínica en el alcoholismo».579 Tal desconocimiento
no impidió que los médicos pudieran describir la sintomatología.
El estado más grave del alcoholismo crónico era el delirio o delirium tre-
mens, pero había estados previos o subagudos que Bernardo Etchepare se encar-
gó de describir. La forma subaguda «se presenta con delirio, por lo general triste,
con alucinaciones terroríficas, con aparición de delirio onírico, de ensueño», que
se podía convertir en una paranoia con «ideas de persecución y alucinaciones
abundantes». En ese estado, «debe considerarse la dromomanía alcohólica, cu-
rioso estado caracterizado por una fuga inmotivada, inexplicable, con desorien-
tación, pero sin amnesia consecutiva, y fenómeno siempre pasajero». También
había una forma de «epilepsia alcohólica», sobre todo entre «los bebedores de
aguardiente [o] caña», que se caracterizaba por ataques «más largos que los de
la epilepsia ordinaria». Sin embargo, la manifestación más grave del delirio al-
cohólico era el delirium tremens, en el que «hay obnubilación de la conciencia,
excitación acentuada y un temblor intenso», que podía provocar una «parálisis
general alcohólica».580
El delirium mostraba una serie de síntomas que para médicos y aboga-
dos conducían de forma inexorable a estados psiquiátricos severos. Según el
abogado Francisco García y Santos, ese delirio se originaba con pérdida de
apetito y «sueño» «ligero, corto, turbado por ensueños y visiones». El corre-
lato físico era «un aspecto atontado», «vómitos biliosos» y «temblor». En un
segundo momento, el enfermo padecía «insomnio tenaz», «alucinaciones de
la vista que a menudo ofrecen la imagen de animales, de ratas, de ratones que
corretean sobre el lecho del enfermo, y complicado con agitación extrema, y a
veces furor y tendencia al suicidio». En ocasiones, «la totalidad del cuerpo es
presa de convulsiones epilepti-formes».581 Los mismos síntomas describió en
1908 Etchepare. En la última etapa de este estado, «el sujeto se vuelve díscolo,
pendenciero, celoso, y ya no está lejos del humor patibulario o crapuloso que
Kraepelin señala en los delirantes alcoholistas». En estos casos, la autoridad
pública avalaba la internación o reclusión.582
El alcoholismo también era una preocupación para los abogados, porque
dentro de las «influencias sociales» que llevaban a que una persona rompiera con
la ley se encontraba el consumo excesivo de alcohol. Los juristas establecieron
una relación entre «alcoholismo y embriaguez» y «suicidio y locura», relación

579 Amable Jones, «Psicosis alcohólicas», en Revista de los Hospitales, año iii, t. iii, n.o 9,
Montevideo, octubre de 1910, p. 285.
580 «El alcoholismo mental…», o. cit., pp. 4-5.
581 Francisco García y Santos, El alcoholismo: «locura» y criminalidad, Montevideo, Imprenta
A Vapor de La Nación, 1899, pp. 21-22.
582 «El alcoholismo mental…», o. cit., p. 3.

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utilizada por el catedrático José Irureta Goyena para presentar las distintas
«condiciones doctrinarias de la irresponsabilidad».583
Desde la década del ochenta del siglo XIX, el problema del alcoholismo
ambientó una importante campaña de prensa de la que participaron todas las
elites sociales. La campaña contra el alcohol alimentaba otras preocupaciones
de los sectores dominantes que impulsaron políticas (leyes contra el abigeato en
1882, contra los juegos de azar o fortuna el mismo año y de vagancia en 1886)
para combatir los males atribuidos a la ociosidad y a la supuesta criminalidad
generalizada entre la población rural que, muchas veces, abrevaba en el alcohol.
Esta nueva «moral de la obediencia» —al decir de Foucault— se complementó
con un discurso que intentó articular el tiempo, regular su control y garantizar
su buen uso. De esta forma, pequeños hechos como el consumo de alcohol pa-
saron a la dimensión de lo penable y se incorporaron a un aparato disciplinario
que atrapó a los individuos en una nueva «infrapenalidad» correspondiente al
desorden, a la agitación, a la desobediencia y a la mala conducta.584
En contrapartida, se glorificó el trabajo, que se convirtió en un «arma social»,
en elemento de la integración compulsiva de los sectores rurales a los nuevos
valores burgueses y productivistas que, en ese entonces, también estaban deli-
neando la mentalidad del grupo dominante en la Asociación Rural del Uruguay
(aru).585 La Feria de Mercedes, órgano oficioso de la aru en aquella localidad,
sostuvo que las pulperías eran los «focos donde tienen su origen todas las reyer-
tas, la mayor parte de los crímenes que se cometen», consecuencia del «espendio
[sic] de bebidas al mostrador, costumbre que reúne a una porción de individuos
desocupados que no tienen más trabajo que la holgazanería», «por lo general de
conducta irregular, inclinados siempre al mal». Como solución, propuso prohibir
«el espendio [sic] de bebidas al mostrador en las pulperías de campaña, pues con
esto se cortaría ese mal que nosotros señalamos».586
Los ruralistas nucleados en la aru prestaron atención al consumo de alcohol
y a las enfermedades psiquiátricas que podía despertar. Un texto de contenido
técnico, escrito por el abogado mexicano Rafael de Zaya Enríquez, publicado
a instancias de Pablo Antonini y Díez y Modesto Cluzeau Mortet (dos de los
dirigentes más conspicuos), es ilustrativo del tipo de material que podían llegar a
leer los terratenientes sobre el alcoholismo. En el texto, abundan las definiciones
especializadas que, probablemente, buscaban, a través de un lenguaje compren-
sible, interiorizar sobre el punto. Podríamos pensar que la preocupación de los
propietarios rurales se debía a la propensión de muchos de sus empleados al

583 Archivo de la Facultad de Derecho, Programa de Derecho penal 1.er curso (presentado por
el Dr. José Irureta Goyena y aprobado el 23 de diciembre de 1905), en Serie Expedientes de
Secretaría, Subserie Planes de Estudio, carpeta 19, p. 4.
584 Véase al respecto: Foucault, o. cit., pp. 186 y 248.
585 José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, Historia rural del Uruguay moderno, vol. I,
Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1967, p. 384.
586 «Pulperías de campaña», en La Feria, Mercedes, 5 de octubre de 1884, p. 1.

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consumo de alcohol, lo que los llevó, durante el mismo período, a encabezar
una campaña contra la presencia de pulperías y «mercachifles» que recorrían las
estancias para vender diversos productos.
Zaya Enríquez seguía las consideraciones de la psiquiatría alemana para de-
finir la «manía ebriorum» que «se manifiesta por un conjunto de síntomas de
manía aguda, que puede llegar hasta el furor más violento, y la impulsión a
destruir». La «predisposición» al consumo de alcohol era «congénita» porque «el
ascendiente [ha] padecido de locura, epilepsia, histeria», aunque también podía
provenir «de enfermedades desarrolladas en los primeros años de la vida, como
la meningitis y el hidrocéfalo». Este tipo de manía era capaz de producir «un
verdadero delirio sistematizado» por el cual «la percepción se extingue com-
pletamente o da lugar a falsas ideas por las alucinaciones y las ilusiones que se
padecen». Luego de ese acceso,
Viene un olvido completo de todos los actos ejecutados, cuyo carácter es im-
portante, porque sirve para distinguir la manía ebriorum de la embriaguez or-
dinaria, en la que el individuo recuerda, aunque sea someramente, lo ocurrido
durante ella.
Sin embargo, «la repetición de ataques semejantes a la continuación de los
excesos son causa de la demencia, cuyo estado se considera de todo punto de vis-
ta incurable», y también podía generar estados de «imbecilidad» o «epilepsia».587
En el caso de los «imbéciles», el efecto del alcohol era «más poderoso», ya que
«su embriaguez va acompañada comúnmente de accesos violentos de cólera y
a veces de furor», mientras que «la demencia llega en ellos más temprano que
lo que es de costumbre en los ebrios, y la mayor parte de los imbéciles que
concluyen en paralíticos deben a la embriaguez ese fin». Una situación similar
vivían los epilépticos.588
Los anarquistas participaron, a través de distintas publicaciones, de la campa-
ña antialcoholista, puesto que entendían que el consumo de alcohol no favorecía
una vida saludable, pero esto tenía también una dimensión de tipo político, porque
el obrero que se embriagaba con frecuencia se «embrutecía» y, por ende, quedaba
más expuesto a la explotación patronal. Nuevamente, asociaron consumo de alco-
hol, enfermedad mental y descendencia degenerada. Despertar, la publicación de
los «obreros sastre» de tendencia anarquista, lo señaló en estos términos:
El alcohol, al producir una excitación que no repara el organismo agotado,
exajera [sic] la postración consecutiva, y apoderándose del oxígeno de nuestros
tejidos, dificulta la alimentación e impide que los alimentos sean bien aprove-
chados. El resultado de esta nutrición viciada es la degradación paulatina, que
se manifiesta en enfermedades del hígado, del estómago y en la depravación
moral y la locura. Por la decadencia vital que produce el alcohol, el alcoholista
esta [sic] predispuesto a todas las enfermedades, que en él toman una gravedad

587 Rafael De Zaya Enríquez, «El alcoholismo agudo», en Asociación Rural del Uruguay, año
xiv, n.o 4, Montevideo, 28 de febrero de 1885, pp. 107-108.
588 Ib., p. 112.

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particular que convierte en mortales afecciones ordinariamente benignas. Esa
degradación de todo el organismo se trasmite por herencia a los hijos de alco-
holistas, débiles, depravados, y con frecuencia epilépticos o idiotas.589
También los obreros agremiados participaron de la campaña a través de la
publicación de trabajos sobre las consecuencias del alcohol. Fueron varios los
sindicatos, algunos de tendencia anarquista, que poblaron las páginas de sus
periódicos con noticias o información relativa al tema.590
A fines del siglo XIX, el abogado José Velázquez señaló, a tono con consi-
deraciones médicas del período, que para combatir el alcoholismo era necesario
«un saneamiento educativo de las masas», «una reconstitución adecuada de todo
el organismo social» y plena libertad a los responsables de «una higiene pública
severa que ayude a cegar las verdaderas fuentes de un vicio cosmopolita».591
Durante todo el período considerado, se repitieron las propuestas que pedían
limitar la venta de alcohol, vigilar con asiduidad los expendios, prohibir las mez-
clas o falsificaciones, aumentar los impuestos, no pagar los jornales los días sába-
do o domingo u ofrecer «recreos populares honestos (teatros, circos, ecuestres,
gimnásticos, exposiciones zoológicas, etc.)», además de una campaña educativa
«acerca de los grandes daños originados por el alcohol».592 Sin embargo, no siem-
pre se logró aplicar medidas de este estilo, por lo que se volvió sobre ellas una
y otra vez.
Dos de las soluciones propuestas para el problema del alcoholismo eran la
rectificación de todo tipo de bebidas alcohólicas y una férrea inspección estatal.
En su tesis presentada en la Facultad de Derecho, Francisco García y Santos
propuso «la restricción del alcoholismo» por «los beneficios morales y materiales
que produciría». Pero, antes de eso, era imprescindible realizar una sostenida
campaña educativa, ya que
Acaso no muchos se hayan dado cuenta cabal, más o menos aritméticamente,
de los grandes estragos que hace ese vicio, esa calamidad peor que la peste y
el cólera, porque es endémica y porque son mayores los daños que causa y más
numerosas sus víctimas.593
Tampoco descartó «la rectificación del alcohol», que «está probado […] dis-
minuye el número de los asilados en las cárceles y manicomios, y aún más, y lo
que es más importante, evita la degeneración de la raza». Para eso, reclamó una

589 Despertar. Publicación mensual de conocimientos generales, editada para la enseñanza po-
pular por la sociedad de resistencia «Obreros Sastres», año i, n.o 4, Montevideo, octubre de
1905, p. 32.
590 Véase, por ejemplo: El Obrero en Calzado. Periódico Defensor del Gremio, Montevideo, 1.o
de diciembre de 1905, p. 1.
591 José Velázquez, «¿La embriaguez es delito?», en La Revista de Derecho, Jurisprudencia y
Administración, año v, n.o 2, Montevideo, 30 de setiembre de 1898, p. 24. El artículo se basa
en el texto de Lombroso Il vino nel delitto.
592 R. P. M., «El alcoholismo, la locura y la criminalidad», en La Revista de Derecho,
Jurisprudencia y Administración, año vi, n.o 4, Montevideo, 31 de octubre de 1899, p. 59.
593 García y Santos, o. cit., p. 21.

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actitud enérgica al legislador y a los distintos poderes del Estado que tenían «el
supremo e ineludible deber de posponerlo todo a la salud pública».594 La mis-
ma posición adoptó el Congreso Científico Latino Americano que se celebró
en Montevideo en el año 1901. La reunión de técnicos y profesionales, en su
sección médica, solicitó a todas las autoridades del continente «medidas de pro-
filaxia y de curación aconsejadas por la ciencia, instruyendo a las masas sobre sus
perniciosos efectos y llegando, en caso necesario, hasta dictar leyes represivas de
este flagelo».595
Desde 1903, los escolares recibieron una cartilla elaborada por el presiden-
te de la Liga Uruguaya contra la Tuberculosis (institución fundada en 1902),
el abogado Ramón Montero y Paullier, que brindaba instrucciones para com-
batir la tuberculosis y el alcoholismo. El material didáctico era una adaptación
local del «trabajo de los franceses doctor Brouardel y E. Lagrue» y buscaba que
los enseñantes «reserven un espacio o un tiempo mayor y más importante a las
nociones de higiene» para «poner a nuestra juventud en condiciones de luchar
eficazmente contra una de las plagas más terribles que azotan a la humanidad».596
Los niños de las escuelas públicas recibían información suficiente para saber
que el alcohol era una de las causales de enfermedad psiquiátrica, perjudicial,
en especial, «para los niños y para las mujeres, cuyo sistema nervioso es muy
impresionable».597 También era una forma de ingresar al mundo de la criminali-
dad, porque «el alcohol absorbido, arrastrado por la sangre y por ella distribuido
en todo el cuerpo acude preferentemente al cerebro y lo ataca sordamente». El
alcoholista perdía «todos los más nobles atributos de la humanidad» y terminaba
en «la holgazanería», «la deshonra», «el robo» y «el crimen», conductas anatemi-
zadas por la moral dominante del período.
En la visión de Montero y Paullier, cumplía una función esencial la familia,
«escuela de las virtudes cívicas y sociales» sin las cuales «la vida colectiva sería
imposible: la buena fe, la sinceridad, la confianza, el respeto recíproco, la obe-
diencia primero, después el hábito de mandar, la previsión». Bienes que el alco-
holismo «mata» porque «destruye la familia misma».598 Los hijos de alcoholistas,
muchos de los cuales trabajaban con esa cartilla en clase, «tienen malos instintos,
son viciosos, pendencieros, propensos a la bebida, futuros borrachos», y,
por lo general, cargaban con alguna enfermedad hereditaria, entre las que se
encontraban las de tipo psiquiátrico.599

594 Ib., p. 41.


595 Segunda Reunión del Congreso Científico Latino Americano celebrada en Montevideo del
20 al 31 de marzo de 1901. Trabajos de la vi.a Sección (Ciencias Médicas), vol. ii,
Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1903, p. 405.
596 Montero y Paullier, o. cit., p. 5.
597 Ib., p. 50.
598 Ib., pp. 76-77.
599 Ib., p. 77. Mayúsculas en el original.

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La cartilla y la campaña de prensa formaban parte de lo que Etchepare
llamó «medios morales» para combatir el alcoholismo. La tarea era meramente
educativa y, además de enseñar hábitos saludables, tenía que ser capaz de «des-
truir» nociones populares que, por ejemplo, consideraban «que el alcohol es un
alimento», así como la «creencia difundida [de] que el obrero pobre, que se ali-
menta mal, que se alimenta de modo insuficiente, necesita alcohol para ser fuerte
para la tarea, resistente a la fatiga».600 Por eso, «no basta luchar por el mejora-
miento y el bienestar físico del obrero», sino que también «es preciso instruirlo y
educarlo». En la tarea, «el esfuerzo médico puede ser grande porque la sugestión
que provoca su palabra es la persuasión basada en la ciencia: debe tener y tiene
más autoridad que la de un profano».
Etchepare reclamó la creación de un asilo para alcoholistas, similar al que
dirigía Legrain en Francia (que el médico uruguayo visitó en 1912). La misma
posición tuvo, en 1914, el director de la Colonia de Alienados cuando solicitó la
fundación de un asilo especial para los alcoholistas y la sanción de una normativa
que le permitiera a la Asistencia Pública el tratamiento de quienes padecían el
«hábito de beber, [que] constituye una enfermedad mental», e, incluso, su reten-
ción en dicho asilo. Esos establecimientos debían funcionar como una «escuela
de redención y de trabajo». Pidió también una carga impositiva elevada que gra-
vara el expendio «del tóxico» para hacer «del alcohol un artículo imposible». Otra
solución era la prohibición total de su venta para consumo individual.601 Según
Etchepare, los impuestos permitirían «disminuir el consumo de una mercadería
haciéndola difícilmente accesible al bolsillo y especialmente al del pobre», aun-
que advirtió que «nadie ignora que desgraciadamente a menudo el mal ejemplo
viene de la clase pudiente, y que el alcoholista, no por ser distinguido, deja de
ser alcoholista».602
Los médicos de todas las especialidades mostraron la preocupación por
temas que entendían eran de interés general, pero, además, insistieron, en este y
en otros casos, sobre la necesidad de contar con legislaciones adecuadas que per-
mitieran actuar sobre las enfermedades sociales. Podríamos decir que miraban
a Europa, donde habían estudiado o a donde habían acudido para conocer otras
experiencias, pero, sobre todo, pensaban en Uruguay y en lo que creían era la
necesaria actuación pública de los profesionales sanitarios. Esa actitud se replicó
en las otras enfermedades sociales del período.

600 Etchepare, «La lucha contra…», o. cit., pp. 14-15.


601 Rossi, El alienado…, pp. 53-57.
602 Etchepare, «La lucha contra…», o. cit., pp. 10-12.

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Urano, Onán y Venus: la sexualidad psicopatologizada
Michael Foucault estudió el control de la sociedad burguesa sobre la sexua-
lidad y lo consideró un dispositivo emanado de las relaciones de poder como eje
normativo para regular la vida sexual de las personas. De esta forma, cualquier
discurso transgresor se ocultó a favor de una moral dominante que, a partir del
siglo XVIII, comenzó a regir la actividad sexual.603 Ese discurso repercutió en
la ciencia que, según el teórico francés, terminó subordinada a la moral domi-
nante y multiplicó los sermones sobre lo prohibido. La homosexualidad pasó a
ser, así, un problema, porque cuestionaba el dominio del hombre sobre la mujer,
la virilidad y las jerarquías sociales, y se convirtió en una práctica que, si bien se
cuestionaba desde lo biológico y la salud mental, tuvo mucho de cultural.
En el caso uruguayo, Barrán señaló que para la cultura civilizada —que
también comprendía a los médicos— los «excesos de la sexualidad», que, en la
primera mitad del siglo XIX, solo podían llegar a constituir pecados o delitos al
honor, pasaron, en la segunda mitad del siglo XIX, a constituir delitos penales
perseguibles de oficio por la policía. Para abogados, médicos y policías de la
época, «exceso» era «todo aquello que no caía dentro de los fines de la repro-
ducción, o sea, que merecía el rótulo de actividad infecunda: homosexualidad
y “actos inmorales” en general e indiscriminadamente».604 Los psiquiatras se
preocuparon por la homosexualidad, la masturbación y la prostitución, a las que
consideraron no solo delitos, sino también manifestaciones psicopatológicas. Si
bien no siempre quedó claro e, incluso, se ocultó tras pudorosos eufemismos,
parecería que inversión fue la forma que los médicos uruguayos del período
utilizaron para definir la relación sexual entre personas del mismo sexo, mientras
que homosexualidad daba cuenta del fenómeno en general y de todas las formas
de desviación de conducta que encerraba. Como sea, no fue menor el papel de
los discursos psi en el abordaje de las prácticas sexuales y su normativización.605
En el caso de la homosexualidad, como la abrumadora mayoría de los hom-
bres de su época, también los médicos creían que las relaciones sexuales debían
ser solo entre el hombre y la mujer. Pero, hombres al fin, se preocuparon más por
las relaciones entre hombres que por aquellas que podían tener las mujeres entre
sí. Probablemente, se vieron reflejados más en los casos clínicos protagonizados
por hombres que por aquellos de las mujeres.

603 Michel Foucault, Historia de la sexualidad, vol. I, 25.a ed., Ciudad de México, Siglo XXI,
1998.
604 José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en el Uruguay, vol. ii, Montevideo, Ediciones
de la Banda Oriental, 1990, p. 225.
605 La historiografía uruguaya muestra notorias carencias en el estudio de la homosexualidad. Un
trabajo significativo, y pionero en el área, es el de José Pedro Barrán, Amor y transgresión,
que trata sobre adulterio y homosexualidad. Una investigación reciente sobre un período his-
tórico posterior, pero que cuenta con una contextualización desde comienzos del siglo XX,
se encuentra en: Diego Sempol, De los baños a la calle. Historia del movimiento lésbico, gay,
trans uruguayo (1984-2013), Montevideo, Debate, 2013, en especial pp. 21-56.

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De todos modos, y tal vez como una manifestación pudorosa de los médi-
cos, los casos publicados no son numerosos, pero los existentes brindan algunas
pistas muy sugerentes. Este último punto también se vinculó a la vivencia de
la intimidad y al pasaje de una sociedad donde las actividades sexuales no se
ocultaban, y eran reguladas por la iglesia Católica, a un momento histórico en
el que lo personal cobró cada vez mayor autonomía. Por lo tanto, si bien la
homosexualidad correspondía a la esfera pública —porque los invertidos eran
«enfermos»—, podríamos pensar que la ausencia de publicaciones médicas sobre
el asunto se debió a ese tipo de manifestaciones pudorosas. Esto no evitó que
los médicos elaboraran distintas consideraciones en relación con los «invertidos».
La visión sobre las relaciones heterosexuales estaba acompañada por una
idea rectora: la necesidad de reproducir, en las mejores condiciones, a la especie.
Por lo tanto, la idea de sexualidad o de heterosexualidad que desarrollaron los
médicos del período estaba asociada a la necesidad de formalizar las relaciones
de pareja a través de algún tipo de enlace (fuera civil, religioso o ambos). La
tensión entre los sexos y la solución del matrimonio estaban presentes en las con-
sideraciones de Brunel, en 1862, cuando planteó que, al llegar «el hombre a la
edad procreadora, se ve arrastrado hacia la muger [sic] por un instinto casi irre-
sistible», pero que esto podía generar algunos problemas de comportamiento,
sobre todo por «la crisis del cuerpo» que se desataba al entrar a la vida adulta. La
solución, «sencilla y moral», para este problema era «el matrimonio», «favorable a
la sociedad y al individuo».606 El revés de esta actitud, sostuvo el francés, eran la
prostitución y la homosexualidad, puerta de entrada a las enfermedades mentales
y a otros vicios como el delito.607 Por el contrario, el matrimonio y «la influencia
habitual de la muger [sic]» eran «una escuela de perfección moral, de moderación
y de longevidad»; «el preservativo y el correctivo de las pasiones que destruyen
la salud ahogan la conciencia, trastornan el espíritu, y precipitan al suicidio y a
la locura».608 El matrimonio era, por lo tanto, «la más preciosa garantía contra
la degeneración y las enfermedades que concluyen con la especie humana» y
«el medio más poderoso y tal vez el único para perfeccionarla».609 Otro aspecto
significativo de la relación sexualidad-locura es el vínculo con la sífilis, ya que
la enfermedad podía provocar trastornos psiquiátricos y, lo que era peor, «se
perpetúa de familia en familia por una serie fatal de transmisiones».610 En ese
caso, no importaban solo las relaciones homosexuales, sino también combatir la
prostitución («lepra […] de las sociedades modernas»).611

606 Brunel, o. cit., p. 172.


607 Ib.
608 Ib., p. 173.
609 Ib., p. 175.
610 Ib., pp. 180-181.
611 Ib., p. 181.

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Estos tanteos iniciales, que insistían en cuestiones morales antes que médi-
cas (aunque se unían como un metal en aleación), aún no habían alcanzado una
psicopatologización certera de los comportamientos sexuales.
Por ejemplo, en agosto de 1880, los tres médicos que examinaron a la in-
terna Juana Santos, que, como vimos, fue liberada luego de la pericia, señalaron
que era común en la mujer «vestirse de hombre de una manera poco decente».612
Sin embargo, los facultativos no consideraron que esta actitud fuera parte de
una sintomatología psiquiátrica evidente. Esta ausencia de una definición con-
creta se terminó pocos años después gracias, sobre todo, a la obra del psiquiatra
Richard von Krafft-Ebing (1845-1902), quien alcanzó celebridad en el mundo
médico por sus estudios sobre la perversión sexual.613 Expositor del pensamien-
to degeneracionista, en particular con su trabajo Psychopathia sexualis (1886),
estableció conceptos como «perversión sexual» (bestialismo, fetichismo, exhibi-
cionismo, sadomasoquismo, travestismo) y clasificó las degeneraciones sexuales
en distintos tipos de trastorno psiquiátrico, a las que, además, en algunos casos,
consideró hereditarias. De esta forma, continuó con una línea de la psiquiatría
alemana que había iniciado Karl Westphal (1833-1890) en la década del setenta
del siglo XIX al estudiar casos de lesbianismo, para diferenciar la «anormalidad»
adquirida de la congénita.614 Estudios de este tenor se multiplicaron en todos
los países europeos (con Charcot y Magnan en Francia, por ejemplo, pese a que
le confirieron un rol preponderante a la «herencia mórbida»).615 Sin embargo, la
historiografía considera que fue gracias a Krafft-Ebing y al apoyo de los médi-
cos occidentales que comenzaron a utilizar sus conceptos que se estableció una
relación directa entre el desenfreno sexual y la violación al código de conducta
social, una perversión, la enfermedad psiquiátrica y, por último, el delito.616 No
todos los médicos del período eran partidarios de la visión de la homosexuali-
dad como una enfermedad y, como Havelock Ellis (1859-1939) en Inglaterra,
defendieron la atracción hacia el mismo sexo como una característica propia
de la estructura psíquica de varias «razas». Esto no evitó que Ellis se refiriera a
los 38 casos de homosexuales que abordó como hombres que mostraban una

612 agn, ha, msp y hcm, libro 4842, fs. 2, 3.


613 Estamos ante una de las referencias ineludibles de los psiquiatras locales de nuestro período.
Para su trabajo El alienado y la sociedad, Santín Carlos Rossi utilizó una versión en francés
de Médecine légale des aliénés del médico alemán. Krafft-Ebing también estudió la histeria
femenina en su obra La debilidad mental fisiológica de las mujeres, publicada en 1900,
en la que planteó el carácter inferior de las mujeres y su propensión a las enfermedades
psiquiátricas.
614 Foucault consideró a Westphal como quien acuñó la visión psiquiátrica de la homosexuali-
dad (Los anormales…, o. cit., p. 158).
615 Corbin y Perrot, o. cit., p. 552.
616 Porter, o. cit., p. 147. En sus escritos finales, tal vez consecuencia de la aparición del psicoa-
nálisis, Krafft-Ebing abandonó la idea de la homosexualidad como una enfermedad o una
degeneración psíquica.

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«constitución anormal». Asimismo, señaló que la «falta de repugnancia por las
prácticas homosexuales» se daba, sobre todo, en las «clases bajas».617
El Código penal uruguayo de 1889 castigó el delito de «sodomía» con pe-
nitenciaría de cuatro a seis años; el «ultraje al pudor o a las buenas costumbres
con actos impúdicos u obscenos produciendo escándalo», con prisión de nueve
a doce meses, y «las relaciones incestuosas mantenidas con escándalo público
entre ascendiente y descendiente […] entre hermano y hermana consanguíneo o
uterino», con penitenciaría de dos a cuatro años.618 No obstante, desde antes de
la aprobación de la codificación, la policía, amparada en la normativa colonial,
ya detenía y sancionaba a homosexuales y travestidos. La prensa daba publicidad
a estas noticias en la mayor parte de los casos con los datos identificatorios de
los involucrados, situación compleja para quienes vivían en localidades de baja
densidad de población. Tal era el caso de Salto, donde, en 1882, el diario La Voz
del Norte informó:
Cambio de sexo. El individuo Tomás Conte se andaba divirtiendo, disfrazado
de mujer, pero la policía, que no se conforma con la inversión de sexos, ha te-
nido la poca delicadeza de darle alojamiento en el hotel del poco trigo —era la
forma popular de llamar al local de la Jefatura Política y de Policía.619
La idea sobre las «buenas costumbres» podía ser aplicada de forma laxa,
por lo que el relacionamiento entre homosexuales, sin relación sexual median-
te, ya alcanzaba para su criminalización y su persecución. Eran «degenerados»,
«perjudiciales al equilibrio social», contra los que la función policial debía ser
más firme.620 La aprobación del Código permitió que el delito de sodomía
fuera penado con penitenciaría, algo que hasta entonces no ocurría con fre-
cuencia, lo que no quiere decir que, en la primera mitad del siglo XIX, quienes
incurrían en prácticas sexuales consideradas desviadas no fueran detenidos e,
incluso, encarcelados.
Además de la codificación o tipificación penal, había también una suerte de
acuerdo social que se rompía cuando el hombre o la mujer no cumplían con el
rol que la sociedad esperaba. La función del médico era, a decir de Etchepare,
lograr «el respeto y la consagración de las leyes naturales, la normalidad y la
moral de la función genética».621 El mismo médico estudió el caso de X. X., pa-
risina, de 28 años y bailarina de café concert, quien se internó en el manicomio
de forma voluntaria para tratar su adicción a la morfina y al opio. Sin embargo,
en la sexualidad de la mujer, una lesbiana confesa, el médico encontró rasgos
psiquiátricos que entendió debía tratar y, por ende, mantener a la paciente la
mayor cantidad de tiempo posible dentro del hospicio. Se trataba, en palabras

617 Havelock Ellis, La inversión sexual, 2.a ed., Buenos Aires, Editorial Partenón, 1949
[1897], pp. 7 y 19.
618 Código penal, artículos 278, 282, 283 y 287.
619 La Voz del Norte, Salto, 27 de febrero de 1882, p. 1.
620 Giribaldi, «Sobre establecimientos…», o. cit., p. 329.
621 Etchepare, «Educación de los niños nerviosos», o. cit., p. 227.

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del profesional, de «un cerebro de hombre en un cuerpo de mujer».622 Si bien en
esa idea del cerebro masculino en el cuerpo de mujer podemos encontrar una
posición cercana al organicismo, había, para el médico, causas de tipo moral.
Desde niña, la interna se mostró «refractaria a la costura y al bordado» y prefirió
juegos y divertimentos que el médico consideraba propios de varones, por lo que
entendió que había una predisposición innata.623
La historia de la enferma tratada por Etchepare se combinó con causas
de índole moral, ya que había sido criada por una «madrastra» y por el padre
de esta, «un senil erótico de 70 años», quien a los nueve años «la depravó efec-
tuando en ella la succión clitoridea». La niña no denunció la situación porque
«experimentó placer sexual desde los primeros ensayos y fue tal su satisfacción
que obligaba todas las noches al anciano a que saciara en esa forma su deseo»
y «llevó su entusiasmo hasta la bestialidad, pues se hacia [sic] lamer los órganos
genitales por un perro». A los 13 años, «un joven, huésped de la casa en que
vivía, por sobre los vestidos y por el tocamiento, la hizo experimentar gran
placer sexual» y la introdujo en el mundo del onanismo. «Desde entonces con-
tinuó masturbándose, ya con el dedo, ya con una botellita que llenaba de agua
caliente, pero sin penetrar en la vagina. Conservaba su virginidad aún por esa
época.» Si bien Etchepare no es explícito, la recurrencia a la masturbación de
la mujer nos podría llevar a pensar que, para el médico, la autosatisfacción sin
presencia masculina era algo intolerable.
La presencia del hombre que depravó a la niña será una constante en este
tipo de historias, protagonizadas por ambos sexos, es decir, la presencia de un
sujeto capaz de despertar la «desviación». Por eso, sobre todo cuando involu-
craba a hombres, los médicos se preocuparon por saber si participaba de for-
ma activa o pasiva de la relación sexual. La homosexualidad podía ser orgánica
(también llamada natural) o «adquirida» en el medio social. Etchepare sostuvo
que había una predisposición que se despertaba por hechos fortuitos (una vio-
lación, por ejemplo, pero también vestirse con ropas del sexo opuesto) o por la
sugestión de un tercero. La inversión era adquirida y no solo congénita (como
sostenía, entre otros, Krafft-Ebing). Nuevamente, el medio era fundamental,
porque si existía predisposición, el agente activo podía depravar a una persona,
pero también conducirla hacia el delito o a prácticas condenables por la moral

622 Bernardo Etchepare, «Desequilibrio mental; hiperestesia e inversión sexual; sadismo, her-
mafrodismo [sic] psico-sexual; morfinomanía, mitridatización; histeria», en Revista Médica
del Uruguay, vol. ix, Montevideo, 1906, p. 97. La historia clínica de la mujer se encuentra
en: Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, fs. 283, 290. En la historia
publicada, Etchepare unificó información que la mujer le brindó en su segunda internación,
durante la que confesó su lesbianismo. El mismo texto fue publicado en 1906 por la revista
argentina Archivos de Psiquiatría y Criminología. La idea de hermafrodismo (o hermafrodi-
tismo, como también aparece en otros textos) fue planteada por Krafft-Ebing para los casos
en los que el individuo era abiertamente homosexual, pero conservaba «vestigios del instinto
normal heterosexual» (Ellis, o. cit., p. 38).
623 Etchepare, «Desequilibrio mental; hiperestesia e inversión sexual…», o. cit., p. 97.

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dominante. Esto no evitó que Etchepare realizara una genealogía de la mujer
—de madre desconocida y padre abandónico— para conocer la relación con una
posible herencia mórbida.
A su vez, hay que tener en cuenta la preocupación entre los médicos por
la sexualidad infantil —que, a partir de este período, comenzó a incorporar los
aportes freudianos— y la relación estrecha entre la práctica masturbatoria en la
adolescencia y las perversiones de la vida adulta. Estas situaciones se combina-
ban por el interés de la niña en la «literatura pornográfica», con especial afec-
ción en «los cuentos de Bocaccio».624 Siendo adolescente, escapó de su casa y se
dedicó a la prostitución. Sin embargo, no encontraba placer en el «acto genital
normal», por lo que recurrió nuevamente al sexo oral practicado por mujeres,
que era, para el médico, una manifestación histérica, consecuencia del trauma
ocasionado por el primer contacto generado por el padre de su madrastra.
La mujer tenía, además, tendencias suicidas y en más de una ocasión había
hecho tentativas frustráneas de autoeliminación, que, sin embargo, acentuaron
«más su carácter varonil». Como ejemplo de las actividades que no le correspon-
dían a una mujer, Etchepare señaló:
[La paciente] ha aprendido a montar a caballo, en bicicleta, tira las armas, po-
see muy bien el juego del florete y tira la carabina a la perfección, al extremo
de hacer blanco con frecuencia en las golondrinas […], [y] en este momento
anda con un revólver.625
Sin embargo, varios comentarios del facultativo nos permiten sospechar
acerca del estado mental de la interna. Por ejemplo, destaca que se preocupó,
durante su estadía, por dejar en claro que se encontraba de forma «voluntaria»
en el establecimiento e, incluso, tuvo «un acceso de desesperación» cuando fue
reasignada a una habitación con otras alienadas. Tres meses después del ingreso,
salió del manicomio también de forma voluntaria, luego de oponerse «a la des-
morfinización brusca».626
La relación entre la homosexualidad y la locura apareció no solo en las
publicaciones médicas o en la cultura popular a través de la prensa, sino en ma-
nifestaciones de la cultura erudita. Ejemplo en ese sentido es la réplica pública
firmada por el poeta Roberto de las Carreras (y escrita por su, en ese entonces,
inseparable contertulio Julio Herrera y Reissig), destinada a responder al poeta
Álvaro Armand Vasseur, quien había tenido «la inconsciente osadía de provo-
carme» por criticar en el diario El Tiempo una de sus obras. Los autores de la
réplica, que pertenecían a dos de las familias más distinguidas de la época, deja-
ron constancia de que Vasseur era un conocido homosexual y, por ende, un «alie-
nado inferior».627 Las respuestas del aludido se llenaron de términos propios de

624 Ib., p. 93.


625 Ib., pp. 94-95.
626 Ib., pp. 95-96.
627 Roberto de las Carreras, «Personal/ Explicación de una silueta/ Acta en un acto/
Armandito Vasseur (Esfumino)», en El Día, Montevideo, 13 de junio de 1901, p. 1.

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la psiquiatría. La primera de ellas, titulada «Siluetas de open-door» y firmada por
Vasseur bajo el seudónimo de Esfumino, se refirió a la «chifladura hereditaria»
de su contrincante, a quien consideró «suficientemente interesante como caso de
clínica patológica».628 En un breve folleto, Vasseur llamó «pobre alienado», «de-
mente», «desdichado alienado», «criminaloide nato», «carroña de presidio», «flor y
nata de la Amoralidad Humana», «bastardo de Open-door» a «Roberto García de
Zúñiga (a) de las Carreras», en alusión a la condición de hijo natural del poeta.629
En la réplica, encontramos otra de las consideraciones frecuentes o comunes
sobre los hijos naturales, ya que, en tanto tal, De las Carreras
Lleva en su psiquis como en un círculo infernal los morbos irreductibles de una
triple herencia alcohólica, sifilódea y prostibular de cuya imanación genealógica
[sic] fluyen como tentáculos fenomenales sus tendencias morbosas, sus hábitos
inconfesables, sus vicios prohibidos y hasta su latente albúmina criminal.630
La relación entre algunos conceptos o términos de la criminología positivis-
ta y las polémicas del período se vincula a la activa participación de los médicos
en estas. Un año después de su polémica con De las Carreras, Vasseur protago-
nizó otro colérico debate, esta vez con el médico italoargentino José Ingenieros
por la crítica del primero a un texto del segundo. En su réplica, publicada en
un periódico anarquista, Ingenieros afirmó que, más allá de la respuesta al jui-
cio de Vasseur, tenía «un motivo moral» para «descalificar a la firmante del ar-
tículo». Además del uso deliberado del artículo femenino, el médico sostuvo
que rechazaba a su contendiente porque padecía una «de las psicopatías de los
degenerados», una «dismenorrea psíquica» que «en Roma fueron de pertinencia
de las fellatrices [sic]». Lo interesante es que tras una polémica literaria tam-
bién ingresaron conceptos médicos que señalaban la homosexualidad como una
conjunción de «factores hereditarios y educativos», ya que, «cuando la herencia
es mórbida y la educación deficiente, debe esperarse una resultante enfermiza y
antisocial», y, por tanto, deberían hacer «que el manicomio hospede a la señori-
ta». Por su parte, la redacción del periódico (de tendencia anarquista y obrerista)
afirmó que publicó el texto porque sus columnas estaban abiertas «siempre que
se trate de dilucidar un punto filosófico o exclarecer [sic] el sexo a que pertene-
cen determinados individuos».631
El rechazo a la homosexualidad atravesó todos los sectores sociales. Una
crónica aparecida en el diario El Siglo, referida a un grupo de obreros albañiles
y panaderos en huelga, instalados en un barracón de las calles Miguelete y Minas
en 1895, relató la censura del presidente del sindicato de albañiles, el socialis-
ta Pedro Denis, cuando increpó a unos obreros hombres que bailaban entre sí

628 El Tiempo, Montevideo, 10 de junio de 1901, p. 1.


629 Álvaro Armando Vasseur, Folleto de ultra tumba para hombres solos. El incidente ha-
bido entre A. Armando Vasseur y Roberto García de Zúñiga [Roberto de las Carreras],
Montevideo, s. i., 1901.
630 Ib., p. 24.
631 La Rebelión, Montevideo, 31 de agosto de 1902, p. 2. Destacado nuestro.

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por no respetar la «moralidad»,632 mientras que los anarquistas se pronunciaron
contra el «afeminamiento» y la «degeneración por exceso de goces» que vivía la
sociedad burguesa.633
Una crónica «costumbrista», publicada en 1901, sobre Venturita, enfermo
psiquiátrico e indigente del pueblo de Porongos en Flores, resulta ilustrativa
para ver la relación que la población podía establecer entre locura y homose-
xualidad o travestismo. En los desfiles de carnaval, los pobladores jóvenes que
asistían, pero que también apedreaban al personaje, vestían a Venturita de mujer:
Desde la madrugada del primer día de locuras, Venturita se presentaba con
su traje de mujer, arrastrando la cola por calles y plazas, sujetándose a duras
penas sobre la cabeza un sombrero de hombre, cuando no conseguía alguno
femenino de paja, lleno de plumas y flores, y bailando una extraña danza.634
No siempre la homosexualidad se vivió como un torneo verbal como el que
llevaron adelante De las Carreras y Vasseur o un divertimento popular como
en el caso de Venturita. Por lo general, el honor y su defensa estaban en juego
ante la sospecha o amenaza de una relación homosexual. De ahí la necesidad de
internar a quienes tenían una opción sexual que, se entendía, comprometía el
desarrollo social. La participación de los psiquiatras permitió que los excesos
y las «inversiones», y su consiguiente descripción como patologías orgánicas y
sociales, se incorporaran al lenguaje científico.
Al analizar la documentación producida dentro del manicomio, no encon-
tramos la remisión directa a «inversión» (lo que dificulta la construcción de una
estadística), pero sí figura, como veremos más abajo, en otras fuentes. A eso, se
agregan algunas pistas sugerentes como las solicitudes de internación a pedido
familiar por «desarreglos» o «disgustos» en personas que luego no mostraban una
patología psiquiátrica. En ese sentido, podemos cuestionar si la asociación de la
homosexualidad o de cualquier desviación sexual con la salud mental no podía
llevar a que los parientes pidieran el ingreso de una persona en el manicomio.
Los «disgustos» como causales de internación tienen un potencial interesante
para pensar qué tipo de situaciones las familias pensaban que resolvían enviando
a uno de sus integrantes al hospicio.
Lo mismo podríamos preguntarnos en el caso de las prostitutas, es decir, ¿por
qué se internó a las meretrices por algunos días o semanas? Veamos, por ejemplo,
el periplo de A. A., «meretriz» paraguaya de 34 años, quien fue internada alcoho-
lizada el 31 de octubre de 1894 y dada de alta el 7 de diciembre de ese año sin
mostrar síntomas evidentes de psicopatía, pero que reingresó al manicomio el 29

632 El Siglo, Montevideo, 8 de diciembre de 1895, p. 1.


633 La Voz del Trabajador, Montevideo, 1.o de diciembre de 1889, p. 2. También definieron a
la mujer como «un término medio entre el niño y el adulto masculino» que se encontraba
en «algunos grados de inferioridad de inteligencia» («La mujer», en La Voz de los Rebeldes,
Montevideo, 3 de marzo de 1907, p. 2).
634 «Venturita», en Rojo y Blanco. Semanario Ilustrado, año ii, n.o 8, Montevideo, 17 de febrero
de 1901, p. 189.

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de enero de 1895 hasta su liberación el 23 de mayo del mismo año.635 Cuando
la policía descubría y detenía a prostitutas u homosexuales, los enviaba de forma
directa al manicomio sin que pasaran ante un juez. En plena discusión sobre cómo
proceder ante los casos de alienados que eran remitidos al manicomio, cuando esos
«enfermos» eran detenidos por aspectos vinculados a la sexualidad, los médicos
se mostraron permisivos y autorizaron la internación sin que pasaran por juez,
incluso aunque carecieran de síntomas patológicos evidentes. Por ejemplo, el 2 de
abril de 1895, fueron internados en el manicomio Alejandro Mendoza de 28 años
y Antonio López de 25 porque fueron hallados por la policía mientras realizaban
desnudos un acto de «inmoralidad».636 La internación se hizo de forma inmediata
y también llama la atención del investigador que, en este caso, como en otros,
los escribientes de la Comisión de Caridad prefirieran no nombrar qué tipo de
relaciones se escondían tras la idea de «inmoralidad», «inversión» o, también, otra
expresión común del período, «desarreglos».
El historiador de la medicina Antonio Turnes señala que, en la primera
década del siglo XX, el médico Miguel Becerro de Bengoa, que era inspector
del Servicio de la Prostitución, propuso que los homosexuales debían «perse-
guirse, castigarse o eliminarse de la sociedad», ser juzgados por «la Policía como
a los delincuentes» e, incluso, «dictarse leyes penales» que permitieran desterrar-
los.637 Becerro pidió la sanción de una ley similar a la de residencia aprobada en
Argentina en 1902 (utilizada para expulsar del país a anarquistas y socialistas).
En otros casos, encontramos soluciones notoriamente más extremas. En 1913,
el médico —y enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Uruguay
en Cuba— Rafael J. Fosalba informó en forma reservada a su par en Bélgica,
Alberto Guani, que el Consejo Penitenciario del Uruguay, y a propuesta del
suscrito, había resuelto adoptar una medida de «mejoramiento social»: el llamado
«Plan de Indiana», que permitiría «la esterilización de los criminales o reinciden-
tes y de los degenerados» mediante la vasectomía, y que evitaría «la procreación
y transmisión de la herencia morbosa que tanto influye en la producción de la
delincuencia». Aclaraba que la propuesta «nada tiene en común con el bárbaro
método de la castración» y «con el cual la vida del individuo no corre el menor
peligro», sino que, por el contrario, apuntaba a que los «idiotas», «locos», «in-
curables» «pervertidos sexuales» o «degenerados» sometidos a ese tratamiento
«mejoraran» «moralmente».638

635 Hospital Vilardebó, Libro de ingresos mujeres. 14 de noviembre de 1893 al 18 de junio de


1895, fs. 112, 146.
636 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, f. 3.
637 Antonio Turnes, La sífilis en la Medicina. Una aproximación a su historia, Montevideo,
Ediciones Granada, 2007, p. 174.
638 Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores del Uruguay, «Carta de Rafael J. Fosalba,
enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Uruguay en Cuba, a Alberto Guani,
enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay en
Bélgica, 11 de octubre de 1913», Fondo Alberto Guani, caja 12, carpeta 7.

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Pese al cuestionamiento moral, los médicos también intentaron establecer
causas orgánicas de la homosexualidad. La pericia psiquiátrica realizada por
Alfredo Giribaldi y Enrique Castro a A. G., uxoricida y epiléptico, para probar
si estaba aquejado por una psicopatía, constató que «la conformación de sus ór-
ganos genitales es normal», que «la presión de los testículos no provoca sensación
dolorosa extrema» y que
La función a que están destinados ha sido también normal, según dice, no
habiéndola nunca efectuado contra-natura, ni presentado, ante o durante el
acto, alguna de esas perversiones del instinto tan frecuentes a los degenera-
dos epilépticos.639
En 1909, Juan Carlos Brito Foresti, especializado en sífilis, se refirió a
la homosexualidad de un ginecomasta de testículos reducidos y con trastornos
hormonales (al que retrató de cuerpo entero y a cara descubierta para ilustrar el
artículo) como una situación propia de «seres de inteligencia mediocre», «débiles
de espíritu, desalmados, en los que la voluntad puede menos que los hechos; por
eso se ha dicho con mucha razón que la dignidad del hombre reside en gran parte
en sus testículos». El joven, de 19 años, había sido hasta hacía poco soldado, por
lo que su comportamiento también lesionaba al Ejército.
Los médicos buscaron, para algunos casos, causas de tipo orgánico. Además
de Brito Foresti, en 1915, el médico y político batllista Mateo Legnani afirmó
que los testículos segregaban «un tónico nervino», por lo que su uso «contrana-
tural» podía provocar «la degeneración de todo el sistema nervioso».640 Havelock
Ellis señaló que los hombres utilizados como ejemplo para su trabajo tenían el
pene muy grande o poco desarrollado, mientras los testículos «son pequeños y
blandos», que daban la pauta de un «desenvolvimiento» orgánico «incompleto».641

639 «Informe médico-legal presentado en la causa del homicida A. G. por los doctores Alfredo
Giribaldi y Enrique Castro», en Revista Médica del Uruguay, vol. iv, Montevideo, 1901, p. 62.
640 Legnani, Ensayos…, o. cit., p. 68.
641 Ellis, o. cit., p. 160.

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Imagen 11

Fuente: Juan Carlos Brito Foresti, «Un caso de ginecomastia», en Revista Médica del Uruguay,
vol. xii, Montevideo, 1909.

Las causas orgánicas no impedían la combinación con consideraciones sobre


la herencia o el medio social. En su trabajo sobre el ginecomasta, Brito Foresti
reparó en los antecedentes familiares y encontró en el alcoholismo del padre y en
la violencia doméstica de la que había sido víctima el paciente otro causal deci-
sivo en el desarrollo anormal de las glándulas mamarias, así como en las manifes-
taciones de «pederastia pasiva».642 Según el diplomado, era la ginecomastia, que
provocaba problemas hormonales, la que conducía a la pederastia pasiva. Aquí
entra en relación otro elemento fundamental: en las historias clínicas relevadas,
podemos apreciar que la condena hacia el comportamiento invertido («anormal»,
como lo llamó Brito Foresti) era mayor en los casos de pasividad, es decir, entre
hombres que no penetraban. Esa distinción entre activos y pasivos fue constante,
e, incluso, en la tensión entre las causas orgánicas de la inversión y las adquiridas,
el hombre «activo» fue señalado como el corruptor. Es decir, la mayoría de los
homosexuales eran enfermos congénitos, pero la «inversión» permanecía latente
hasta que se manifestaba, por lo general, tras el contacto con otro invertido o
depravado, tal como había pasado con la mujer estudiada por Etchepare y en el
caso del ginecomasta de Brito Foresti. En esos casos, la herencia (alcoholismo

642 Brito Foresti, «Un caso de ginecomastia», o. cit., pp. 1-6.

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familiar, violencia, padres desconocidos) caracterizaba la predisposición (que se
asociaba más a causas morales). Pero, ¿cómo se determinaba la tendencia? Los
médicos no establecieron una relación tan estrecha y simplemente plantearon
que todo «invertido» tenía inclinación a conductas sexuales anormales que se
despertaban por el contacto con otro anormal. La idea de adquisición del hábito
en un terreno social patógeno sirvió como una forma de excomulgar al resto de
la sociedad, ya que frecuentar determinados espacios sociales, como los prostí-
bulos, podía llevar a la homosexualidad que se encontraba latente. Quien no lo
hacía no corría riesgo.
Ver la homosexualidad como una enfermedad que nacía por adquisición y en
determinados espacios sociales podía servir para tranquilizar a los sanos que, al
no frecuentar esos espacios, evitaban el contagio. En todas las historias que uti-
lizamos, sobrevuela el quiebre de la función moral, la violación a la idea del sexo
masculino como el dominante. Por eso, podríamos decir que, para los médicos del
período, la homosexualidad constituyó tanto un problema fisiológico y moral (de
allí las nociones de homosexualidad orgánica o adquirida) como un temor.
Otro mal de la sexualidad (aunque no un delito), combatido por los médicos
del período, era la masturbación. Los profesionales de la salud establecieron un
vínculo entre la debilidad física y moral y el derroche de líquido seminal o la
sexualidad no contenida que se iniciaba en la pubertad y que era capaz de con-
ducir a los jóvenes, fueran hombres o mujeres, a estados de semiidiocia, pero,
peor aún, a descuidar las tareas asignadas a sus géneros y roles sociales. En otros
casos, podía pasar, como la lesbiana atendida por Etchepare, que la masturba-
ción compulsiva condujera a prácticas sexuales invertidas.
La opinión de Krafft-Ebing era que la masturbación conducía a toda clase
de perversiones, y el psiquiatra francés Jacques-Joseph Moreau de Tours (1804-
1884) vinculó esta práctica a la homosexualidad, porque los homosexuales te-
nían menos oportunidades para satisfacer sus instintos sexuales y recurrían a la
masturbación.643 En cierta medida, podríamos pensar que, para los médicos del
período, «inversión» sexual y masturbación tenían un punto de contacto porque
no contribuían al desarrollo de la especie, y, en ambos casos, existía un conven-
cimiento médico, pero también popular, sobre la estrecha relación entre actos
sexuales desviados y las enfermedades psiquiátricas.644
En el apartado dedicado al suicidio, veremos el caso de Antonio
Campodónico, quien tras un supuesto período de largo padecimiento optó

643 Ellis, o. cit., p. 153. Sería recién con Sigmund Freud y con la difusión de su obra que la
masturbación abandonara su carácter de enfermedad y se considerara como una etapa más
del desarrollo infantil.
644 El único estudio histórico local que contempla la masturbación como objeto de investiga-
ción, en el marco del análisis sobre la construcción social de la figura del adolescente en el
Novecientos, fue realizado por Barrán: «El adolescente, ¿una creación de la modernidad?», en
José Pedro Barrán, Gerardo Caetano y Teresa Porzecanski, Historias de la vida privada
en el Uruguay. El nacimiento de la intimidad 1870-1920, vol. ii, Montevideo, Santillana,
1996, pp. 174-199.

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por quitarse la vida en 1880. Es probable que la persona aludida tuviera una
manía persecutoria. Pese a ello, resulta por demás interesante la relación que
Campodónico estableció entre masturbación y enfermedad psiquiátrica al refe-
rirse a una aparente psicopatía de su segundo hijo (quien habría muerto por una
congestión pulmonar). Entre las causas de la enfermedad, el padre señaló que el
joven, estudiante de escultura en Génova, «fue a un Museo de Historia natural
donde hay muchas figuras de cera de mujeres que parecen naturales en todas las
posiciones de la vida humana y tarde me apercibí en que [sic] vicio había caído
y se arruinó la salud».645 En 1881, el pedagogo Francisco Berra puntualizó, en
su manual de higiene, que «el placer —forma elíptica de nombrar la autosatis-
facción— ha enloquecido también a muchos». Para eso, había que evitar «los
hechos rápidos e intensos del sistema nervioso» y graduar «las impresiones de
todos los sentidos y las operaciones de la voluntad, del sentimiento y de las otras
facultades mentales».646 La misma posición mantuvo el militante protestante
Celedonio Nin y Silva (que pertenecía a una familia de médicos) en su manual
para combatir «la impureza», pero hizo una asociación incluso más estrecha en-
tre masturbación y locura.
El texto de Nin y Silva cuenta con un prólogo del pastor bonaerense Pablo
Bessón, quien sostuvo que «la perversión sexual es agente de disolución y de de-
generación física, intelectual y moral», en especial en «la raza latina como en la
negra». Los jóvenes, «al entregarse al vicio y la ociosidad», «malgastan las fuentes
de la vida, el capital de su energía», «causa de su extenuación prematura, de su
enajenación mental».647 Por su parte, el autor del libro señaló una serie de esta-
dos que atravesaba el onanista, que incluía la decadencia física, moral y también
mental. Las últimas dos nos interesan más que la primera. Según Nin y Silva, el
«onanista» vivía en un estado permanente de «confusión» y «desconcierto», así
como estaba «continuamente distraído, no logra fijar su pensamiento; pronto
se fatiga y a menudo le ocurre leer u oír sin comprender; parece que hubiera
un velo entre la idea y su espíritu». Asimismo, el onanista «huye del trato de sus
semejantes y busca la soledad», se muestra siempre «triste, inquieto y temeroso»,
«atormentado por la melancolía y la desesperación», que lo llevan al alejamiento
de sus pares y a un estado de «completa apatía» que, en algunos casos, «puede
llegar al idiotismo, la locura y a extremos muy deplorables».648 Un ejemplo basta
para pensar cómo podía repercutir en los jóvenes, o en sus padres, que vivían el
proceso de represión sexual:

645 agn-sj, Sumario instruido sobre suicidio de Antonio Campodónico, expediente n.o 122, octu-
bre 2/880, f. 27.
646 Francisco Berra, Nociones de higiene, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1881, pp. 32-33.
647 Celedonio Nin y Silva, La impureza. Sus causas, efectos, medios de combatirla. Obra espe-
cialmente destinada a los padres, maestros y jóvenes de más de 16 años, 2.a ed., Montevideo,
Librería Americana de A. Monteverde y Cía., 1906, p. 9.
648 Ib., p. 41.

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Un joven del departamento de Montevideo se entregó, creo que desde la pu-
bertad, a la funestisima [sic] práctica del onanismo. En vano fueron consejos y
amonestaciones: el pobre joven enflaqueció extraordinariamente a pesar de su
desmedido apetito; pocos años después comenzó a tartamudear; las piernas le
flaqueaban, por lo que más de una vez cayó en la calle, y pronto fue un objeto
de burla e irrisión para los pilluelos, y de compasión para los que lo estimaban.
El mal hizo rápidos progresos: le sobrevino un ataque de parálisis; perdió la
voz y el uso de la razón; su cara revelaba idiotez; repugnante baba caía de sus
labios, y para ser más idéntico al ejemplo citado por Tissot, defecaba invo-
luntariamente en la cama, lo que añadía hediondez a aquel cuadro lastimoso y
repelente. El pobre mozo, después de sufrir los más crueles dolores, murió a
los 17 años de edad.649
Estos eran algunos de «los terribles resultados de ese vicio», pero había uno
aun peor: la prostitución, que «favorece también el desarrollo de la locura», po-
sición compartida, según Nin y Silva, por «todos los médicos alienistas», para
quienes «el libertinaje es una de las causas más frecuentes de las enfermeda-
des mentales», por causas análogas a las que generaba la masturbación (soledad,
«desorden en el estado moral», decadencia física).
En su tesis de 1883, el médico Ernesto Fernández y Espiro ya había se-
ñalado que la prostituta tenía un instinto «natural pervertido» que la llevaba a
mantener relaciones sexuales a cambio de dinero.650 Era, tal como lo consideraba
la psiquiatría europea, una enferma: «Las mujeres que se reúnen ocultamente en
las casas de cita son, en su mayor parte, perezosas e indolentes y gustan más de
esa vida licenciosa que de la sujeción inherente a una tarea cotidiana».651 Por eso,
era importante impulsar «en las clases bajas, en donde la mujer es por excelencia
ignorante», las ideas «de bien, virtud y castidad».652 En efecto, para los médicos
del período, la prostitución (como la masturbación) era un problema de «vicio»,
que se podía corregir a través de la educación.
Podía pasar que muchos jóvenes entraran en contacto con mujeres que
se prostituían. Según Nin, había casos, al parecer conocidos, de jóvenes que
habían entablado una relación sentimental con meretrices e, incluso, tenido
hijos a los que no reconocían. En otros casos, el mundo de la prostitución era
la puerta de entrada a la homosexualidad, ya que las prostitutas compartían el
mismo medio social con los «invertidos» o desarrollaban gustos sexuales «anor-
males». Para el moralista protestante, los peligros eran dos: por un lado, la pro-
creación de «hijos naturales», entre los que abundaban los «alienados», y, por
otro, el alejamiento que la prostitución provocaba en «numerosos solteros». En
ambos casos, «puede, pues, asegurarse que tanto directa como indirectamente
[frecuentar prostitutas] favorece el desarrollo de la locura».653 Esta posición,

649 Ib., pp. 44-45.


650 Fernández y Espiro, o. cit., p. 10.
651 Ib., p. 13.
652 Ib., p. 15.
653 Nin y Silva, o. cit., p. 123.

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según la cual el vicio de la prostitución engendraba un problema social de en-
vergadura y podía conducir a la locura, era compartida por médicos y varios
hombres públicos durante el período.
Obviamente, estos catecismos no fueron interpretados del mismo modo por
los jóvenes de la época (¡ni por sus padres!) que continuaron concurriendo a la
zona del «bajo montevideano», donde se ubicaba la mayor parte de los prostíbu-
los.654 El diplomático Pedro Erasmo Callorda, que había estudiado en el Colegio
Pío, estricta institución educativa católica solo para varones, recuerda de este
modo los días libres en sus primeros años de la Facultad de Derecho a comien-
zos del siglo XX:
Los sábados íbamos unos cuantos amigos a recorrer las calles que bordean
el mar desde la de Sarandí hasta la de Florida, haciendo estaciones ante los
canceles de las vendedoras del amor a precios populares. Era un desfile inte-
resante a donde acudían todas las clases de Montevideo, desde el soldado de
línea hasta los tenedores de libros de las casas comerciales. […] Por regla gene-
ral terminábamos nuestros paseos yendo a bailar algunas horas a una de esas
casas elegantes donde las mujeres se presentaban al cliente en traje de baile.
Previamente arreglábamos con la patrona el tiempo que bailaríamos, y luego
pasábamos a la sala ornada de espejos de barbería.655
Pese a que, como ya hemos señalado, no toda la población interpretó el
discurso dominante del mismo modo, desde comienzos de la década del ochenta
del siglo XIX, los médicos, junto con políticos, abogados e higienistas en general
(como Berra o Nin y Silva), asumieron el rol de reformadores sociales y morales.
Para combatir todos los excesos o desviaciones sexuales, los higienistas otorgaron
un rol fundamental a la educación (a la que no llamaban «sexual»),656 que debía
prevenir el desarrollo de «perversiones». Partieron de la idea de que el ambiente
social y cultural en la mayor parte de los casos provocaba el exceso de sexualidad,
por lo cual era imprescindible atacar esos espacios. A su vez, tenían presente la
sífilis, según Barrán, una de las enfermedades más temidas del período y, como
vimos, capaz de provocar distintos estados de alteración mental e, incluso, pa-
rálisis severas. Si bien la sífilis era la más temida, las enfermedades venéreas más
importantes del período eran tres: el chancro blando, la gonorrea y la sífilis.
Una medida adoptada contra las sifilíticas —y ser prostituta durante el pe-
ríodo permitía la asociación directa con la enfermedad— fue la internación en
el Sifilicomio Germán Segura. La prensa participó de la campaña contraria a la
prostitución e incorporó algunos términos propios de la medicina y de la cri-
minología del período. A modo de ejemplo, en 1909, el diario montevideano

654 Sobre el bajo montevideano véase: Trochon, Las mercenarias…, o. cit., pp. 207-231.
655 El tiempo viejo: cronistas y memorialistas [selección, ordenación y títulos de Carlos Real
de Azúa], Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968, p. 101. Destacado en el
original.
656 El único texto del período en que se hace referencia de forma explícita a la educación sexual
es un artículo de Etchepare sobre la educación de los «niños nerviosos» publicado en 1916
(Etchepare, «Educación de los niños nerviosos», o. cit., pp. 226-227).

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La Razón llamó a la «legítima defensa» de la sociedad para combatir ese
«cáncer social que ataca las raíces de la salud del pueblo y la constitución de
la familia humana».657
En 1906, mismo año de la reedición del texto de Nin y Silva, el Consejo
Nacional de Higiene elaboró una breve cartilla para «prevenir a los jóvenes» so-
bre las consecuencias de las «enfermedades venéreo-sifilíticas» y
El peligro que corren andando por ciertas casas, donde no debe entrarse sino
tomando grandes precauciones, pues siempre hay la posibilidad de poder
contraer enfermedades graves que son muy dolorosas y que producen, la
mayor parte de las veces, feas deformidades, parálisis incurables, la locura,
cuando no la muerte.658
La idea del político del Partido Nacional, médico, presidente entre 1905
y 1907 de la Comisión del Manicomio y profesor de Patología General de la
Facultad de Medicina, Alfredo Vidal y Fuentes, quien escribió el texto en nom-
bre del Consejo Nacional de Higiene, era «exponer con la mayor claridad el
asunto» a través de
Un estilo sencillo y vulgar, para poder ser comprendido por todos, pues no se
trata en este caso de escribir una obra de carácter científico, sino simplemente
se ha tenido en vista el hacer un librito que pueda ser de utilidad a los jóvenes
que lo lean, dándoles un prudente ¡alerta! para que se detengan a meditar ante
el peligro que corren en algunas aventuras de su vida.659
Además de la sífilis, los jóvenes podían contraer otro tipo de enfermedades
como blenorragia o gonorrea, tuberculosis o tisis, que también provocaban alar-
ma durante este período. La sífilis era (y sigue siendo) una enfermedad capaz de
atacar todo el organismo «en el tercer grado» —la etapa más avanzada— que
provocaba «tumores sifilíticos llamados sifilomas, que pueden atacar la médula
espinal (tuétano, colocado dentro del espinazo), el cerebro (los sesos), el hígado,
los huesos, los testículos, los ojos». Las tumoraciones craneanas podían llevar a
los enfermos a «quedarse idiotas, locos, paralíticos, mudos o sujetos a ataques de
convulsiones». Como vimos, para los médicos del período, la presencia del tumor
era capaz de detener la actividad orgánica, provocar hemorragias y conducir a
estados irreversibles que «acaban con la vida del enfermo». Además, «en este
período de la enfermedad es cuando se presentan otra vez los dolores de cabeza
(cefalagias) revistiendo una intensidad tan grande que en ciertos casos algunos
enfermos se han suicidado por no poderlos tolerar».660 Asimismo, y a tono con
otras consideraciones del período, el médico pidió también evitar (o, al menos,
vigilar) los enlaces matrimoniales que involucraban a uno o dos sifilíticos.

657 La Razón, Montevideo, 10 de abril de 1909, p. 1.


658 Consejo Nacional de Higiene [Alfredo Vidal y Fuentes], Profilaxia de las enfermedades
venéreo-sifilíticas, Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1906, p. 5. Nótese nuevamente la idea de
«ciertas casas», elíptica forma para nombrar los prostíbulos.
659 Ib., pp. 5-6.
660 Ib., p. 20.

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El problema, nuevamente, era la descendencia posible. Los hijos de sifilíti-
cos podían nacer muertos o presentar «desde el primer día de su vida la heredo-
sífilis», que provocaba manifestaciones dérmicas, «saliendo todo entecado y lleno
de lacras». En otros casos, «nace el niño con buen aspecto, pero a medida que
pasan los meses, se ve que la cabecita no es normal», «presentan convulsiones» y
«se mueren de ataques a la cabeza (meningitis)», «que es lo mejor, pues si vivie-
ran, quedarían imbéciles».661
El texto de Vidal y Fuentes es interesante porque no niega las relaciones
sexuales e, incluso, hace referencia a las «visitas» que se hacían a los prostíbulos.
Además de alertar sobre los problemas que podía causar la enfermedad, buscó
transmitir una serie de consejos acerca del modo de mantener contacto solo
entre hombres y mujeres. Por ejemplo, sugería evitar las llamadas «posiciones
forzadas o viciosas», porque «predisponen a enfermedades, no solo venéreas por
la irritación producida en los órganos genitales (miembro), sino también de la
médula espinal».662 Al mismo tiempo, la cartilla estaba dirigida a los hombres
impotentes, que podían llegar a ser potenciales enfermos psiquiátricos, ya que
esa disfunción privaba «al hombre de su más hermosa cualidad, la virilidad»,
que obraba «sobre el cerebro» y llegaba a «desorganizar las facultades mentales,
produciendo en ciertos casos ideas de suicidio».663 Ya fuera por disfunción o por
exceso de sexualidad, los médicos siempre condenaron, en particular cuando los
casos involucraron a mujeres.
Los comportamientos sexuales femeninos fueron psicopatologizados. La
ninfomanía era considerada una manifestación maniática. Sin embargo, en pos
de contener todo tipo de exceso sexual, un amplio conjunto de comportamien-
tos femeninos entraron dentro de esta supuesta psicopatía; incluso, en algunos
estados, la masturbación femenina, al igual que la masculina, se asoció con la
idiocia. Y, claramente, estaba a tono con visiones de época sobre la inferioridad
mental de las mujeres. Uno de los máximos divulgadores de esta visión durante
el período fue el médico alemán Paul Julius Moebius (1853-1907), autor del
libro titulado La inferioridad de la mujer de 1901, el cual rápidamente alcanzó
amplia difusión en círculos científicos occidentales. Además de la inferioridad
moral, de la falta de preparación para el trabajo intelectual, Moebius insistió en
otros rasgos fisiológicos (como el peso del cerebro) que también explicarían esa
inferioridad. Detrás de este tipo de posiciones, se encontraba una visión política
sobre el feminismo, que consideraba cualquier reclamo de género como planteos
atrasados y exóticos. En España, por ejemplo, las militantes feministas fueron
equiparadas a las prostitutas.664 Como sostiene la historiadora Nerea Aresti, «a
lo largo del último cuarto del siglo XIX, la ciencia se convirtió en la forma de

661 Ib., pp. 22-23.


662 Ib., p. 13.
663 Ib., pp. 21-22.
664 Véase: Nerea Aresti, «Pensamiento científico y género en el primer tercio del siglo XX», en
Vasconia, n.o 25, Bilbao, 1998, pp. 53-62.

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conocimiento más autorizada para explicar, justificar y perpetuar la supremacía
masculina en todos los niveles de la vida social».665 Esta «ola de radicalización
misógina que recorrió la comunidad científica»666 tenía un correlato político-
social, según el cual la mujer tenía una función procreadora que revalorizó la ma-
ternidad, pero al mismo tiempo, a decir de la historiadora Lourdes Peruchena,
estimuló «el modelo de mujer-madre para quien la maternidad debía constituirse
en destino único».667
El manual de Sáenz y Criado sostenía que era más «repugnante» una «nin-
fomaníaca» que un «satiriaco [sic]», «porque parece que lo último que pierde la
mujer es el pudor, y hasta las mismas prostitutas le tienen». Por el contrario, «la
mujer que le pierde por completo se convierte en un animal inmundo».668 Al
decir del higienista Luis Bergalli, la promiscuidad sexual provocaba
Enflaquecimiento, debilidad muscular, palpitación del corazón, contraccio-
nes epileptiformes, verdadera epilepsia, parálisis parciales o generales y, mu-
chas veces, psicosis, que se hacen después causa ocasional para el desarrollo
de la locura.669
Etchepare sostuvo que la promiscuidad era una manifestación de debili-
dad mental que se revelaba como «apetencia sexual»: en los hombres, como un
«placer solitario», mientras que, en las mujeres, como una forma de ninfomanía
que las llevaba a «ofrecerse» «fácilmente con entera ingenuidad, sin pudor, como
piden de comer o de beber».670 La mujer debía ser un «aparato genital», pero con
«todas las energías» en la reproducción de la especie.671 Desde esta perspectiva,
si no había una concentración en ese sentido, si la mujer no frenaba su instinto
sexual, afectaría a su descendencia y, por ende, a la raza. En ese punto, coin-
cidieron varios especialistas del período. En 1908, Américo Ricaldoni asoció
convulsiones frecuentes en una mujer adulta y el temprano desarrollo, a los 13
años, de su instinto sexual «con todos los caracteres de la morbosidad y de la
exageración» que la llevaban «a la calle a provocar y a buscar a los hombres para
satisfacer sus impulsiones genésicas» o «al onanismo desenfrenado». Esto incitó
que la niña no adquiriera «un desarrollo intelectual y moral normal».672
El pedido de refrenar los excesos, la contención en el contacto sexual,
fue utilizado por los médicos no solo como un argumento para explicar las
665 Nerea Aresti, Médicos, donjuanes y mujeres modernas. Las ideas de feminidad y masculi-
nidad en el primer tercio del siglo XX, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2001, p. 55.
666 Ib.
667 Lourdes Peruchena, Buena madre, virtuosa ciudadana. Maternidad y rol político de las muje-
res de las élites (Uruguay, 1875/1905), Montevideo, Rebeca Linke Editoras, 2010, p. 283.
668 Sáenz y Criado, o. cit., p. 175.
669 Bergalli, o. cit., pp. 596-597.
670 Etchepare, «Los débiles mentales», o. cit., pp. 282-283.
671 Legnani, Ensayos…, o. cit., p. 118. El argumento se acompañaba con una oposición momen-
tánea a conceder mayores derechos civiles, políticos y sociales a las mujeres, ya que desaten-
derían las tareas inherentes a su condición. La «libertad» podía llevar a la mujer a «extraviarse
por los perversos andurriales».
672 «Dr. Américo Ricaldoni…», o. cit., p. 107.

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enfermedades psiquiátricas, sino también para refrendar un sistema de jerar-
quías sociales. En otras palabras, la sexualidad psicopatologizada era clave en
el mantenimiento del sistema patriarcal, aunque —por algo tenemos casos
de desobediencia— no siempre fue acatado. A su vez, cualquier referencia al
contacto sexual de forma previa al matrimonio abría la puerta a un estigma
irreversible e, incluso, permitía que los médicos escrutaran cuál había sido la
falla que condujo a esa situación. Por algo los estudios que iniciaban los facul-
tativos en el dispensario, sobre todo en los casos de histerismo, comenzaban
con un tacto vaginal (siempre que la paciente no se resistiera, como a veces
ocurría). Además de buscar zonas histerógenas y estudiar «la sensibilidad de
la vagina», los médicos como Francisco Soca intentaban saber si las pacientes
habían mantenido relaciones sexuales.673
Un ejemplo interesante es el de una «joven loca» de 17 años, que pertene-
cía a una «familia bastante conocida». La «perturbación de las facultades inte-
lectuales» de la mujer se debía a una «desgracia». Esa situación se generó luego
de que la «alienada, a tan temprana edad», escapara con un hombre del hogar
paterno. El aludido era «un joven, el único tal vez con quien se había tratado,
que tenía fijada en la puerta de su casa las tablillas de médico», que abandonó a
la mujer luego de mantener relaciones. Al regresar a su casa, el padre solicitó el
ingreso de la hija en el Asilo del Buen Pastor «a fin de que no siga por el sende-
ro que ha trillado». Esto provocó que la mujer prorrumpiera en gritos y golpes.
El médico de policía certificó que se encontraba ante una persona «atacada del
delirio». La crónica del diario finalizaba: «¡Miraos en ese espejo, jóvenes inex-
pertas que os dejais [sic] seducir por los que solo buscan vuestra perdición! Sed
más cautas si quereis [sic] ser felices».674 Interesa al investigador cuestionarse
si el escándalo público pudo ocasionarse por defenderse ante la amenaza de ser
internada. Que la mujer desobedeciera al padre, a la policía y al médico, ¿no
puede ser visto, como en otros casos, como una somatización de la conducta
sin síntoma psiquiátrico evidente? ¿Pudo ser el diagnóstico de «delirio» un
recurso de la familia para sobrellevar la actitud «reñid[a] con la dignidad y la
honra», tal como decía la nota de prensa citada? No sabemos cómo concluyó la
historia, pero el cuestionamiento a los diagnósticos médicos y a las actitudes
familiares, en algún sentido, nos ayuda a comprender la sociedad del período
y sus valores dominantes —pero no por dominantes incuestionables (aunque
quien los violara no siempre fuera consciente)—.
Un caso tratado por Etchepare aporta otras pistas sobre prácticas de inter-
nación frecuentes entre las mujeres (y, como vimos, también de hombres) de vida
«desarreglada». El ejemplo, que ya utilizamos para hablar sobre el puerilismo, es
el de quien era, en 1906, la interna más antigua del manicomio. Si bien la mujer

673 mhn, «Sala “San José” n.o 24. Violeta Rocha, 16 años, oriental, soltera, labradora. Viene de
Rivera. Octubre de 1903», en Papeles del doctor Francisco Soca. Anotaciones y testimonios de
carácter científico. Copia de trabajos sobre temas de Medicina, carpeta n.o 1863.
674 La Tribuna Popular, Montevideo, 23 de junio de 1882, p. 1.

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mostraba una clara demencia y un estado maníaco que la llevaba a creerse una
niña, al ser interrogada por el médico sobre el motivo de su reclusión en el es-
tablecimiento en la década del setenta del siglo XIX, sostuvo que las causas de
su reclusión se debían a que «tuve un nene con ojos grandes, rubio, bonito» con
un familiar, por lo que el padre decidió la internación. Más allá de que puede
que la historia no sea certera y de que estemos ante el testimonio de una enferma
psiquiátrica severa, no deberíamos descartar que prácticas de este tipo tuvieran
lugar durante el período.675 Ya que las pasiones podían despertar una patología,
los médicos psiquiatras cumplieron una función central para desentrañar formas
de comportamiento, pero también para señalar lo que estaba mal.
El interrogatorio sobre los hábitos sexuales no incluía solo a las pacientes,
sino a sus familiares más directos, a los que interrogaban acerca de la moralidad
de su pariente. Etchepare interrogó al padre de Adelina y Diamantina G., caso
que ya vimos, para saber todo lo referente acerca de la «pureza» de las dos her-
manas.676 En otro caso, Santín Carlos Rossi destacó que uno de los problemas
de la paciente a la que trató por histero-traumatismo era la familia disfuncional,
la cual, pese a no tener «neurópatas ni suicidas», presentaba la separación de los
progenitores. Esto había llevado a que la mujer abandonara la casa familiar a los
16 años «en amable compañía, y, desde entonces, lleva la vida nómade y acciden-
tada que la acercó a nuestras playas».677
En la historia clínica de M. L., uruguaya de 19 años enviada desde el de-
partamento de Soriano e internada el 5 de febrero de 1905 en el manicomio,
Etchepare anotó como parte de la anamnesis la siguiente e ilustrativa frase:
«Amores contrariados. El padre es alcoholista y también lo fue el abuelo».678
¿Por qué un médico ponía en una historia clínica que una paciente «es desobe-
diente con sus padres» porque salía «de su casa a altas horas de la noche»?679 ¿O
que la paciente L. P., de 23 años, estaba internada porque «ha tenido un disgusto
por haber quebrado con un joven con quien tenía relaciones amorosas»?680 Esa
preocupación por el estilo de vida de las mujeres se agudizaba con las lesbia-
nas. Tal fue el caso de la mujer morfinómana, que vimos más arriba, tratada por
Etchepare. La actitud de la paciente era una forma de cuestionar la sociedad
patriarcal, el poder médico y lo que se esperaba de las mujeres.

675 Etchepare, «Puerilismo mental», o. cit., p. 68.


676 Etchepare, «Locura comunicada…», o. cit., p. 409.
677 Rossi, «Un caso de histero-traumatismo…», o. cit., p. 420.
678 Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, f. 80.
679 Ib., f. 208.
680 Ib., f. 318.

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«La plaga de los demoledores europeos»681
La homosexualidad o la sexualidad no contenida eran distintas formas de
subvertir o, al menos, cuestionar los valores dominantes. Sin que parezca forza-
do, la asociación entre «locura» y política, en especial entre los colectivos que
proponían la destrucción del orden vigente, tiene un punto de contacto con los
planteos realizados sobre las relaciones sexuales.
El historiador Roy Porter señaló que la Comuna de París (1871) sirvió para
que el degeneracionismo francés psicopatologizara las opciones políticas contes-
tatarias.682 Esto abrió un amplio abanico de análisis que relacionaban las opciones
políticas con la enfermedad mental. Asimismo, el proceso iniciado en 1881 contra
Charles Guiteau, asesino del presidente estadounidense James Garfield, destacó
cuestiones sobre la herencia, la criminalidad y la locura del personaje.
La criminología positivista jugó un papel muy importante en ese sentido
porque permitió la patologización de los disidentes políticos, a los que asoció
con conductas similares a las de los hombres delincuentes o a las de los enfermos
psiquiátricos. Así lo defendió Lombroso en su tratado criminológico de 1894
titulado Los anarquistas, en el que estudió el anarquismo (al que consideró una
«plaga») como parte de una tipología criminal y desarrolló el vínculo entre el
anarquista y el criminal nato (categoría que veremos en el próximo capítulo).
Desde el año de publicación del texto de Lombroso, se consumaron una serie de
atentados encabezados por anarquistas, como ser los asesinatos del presidente
francés Sadi Carnot en 1894, del primer ministro español Antonio Cánovas
del Castillo en 1897, de la emperatriz de Austria un año más tarde, del rey
italiano Humberto I de Italia en 1900 y del presidente estadounidense William
McKinley en 1901.683
La transición de fines del siglo XIX y comienzos del xx estuvo marcada
por el convencimiento sobre una especie de conspiración anarquista internacio-
nal que buscaba imponer el caos en todo el mundo. Ante una amenaza de esa
magnitud, los Estados Unidos, acompañados por países europeos, respondieron
con congresos, tratados de extradición, expulsiones masivas y represión poli-
cial. Luego del asesinato de McKinley, su sucesor Theodore Roosevelt impulsó
un acuerdo internacional que declaró el anarquismo como un crimen contra el
derecho internacional, medida apoyada, entre otros países, por Argentina.684
En 1902, 1907 y 1911, distintos acuerdos panamericanos permitieron la ex-
tradición de los anarquistas que habían cometido hechos violentos en un país,
681 Consideraciones sobre el anarquismo publicadas en: La Razón, Montevideo, 24 de abril de
1897, p. 1.
682 Porter, o. cit., p. 145.
683 Según cifras del historiador inglés Paul Knepper, entre 1880 y 1914, los atentados anarquistas
provocaron 150 muertes y 460 heridos (Paul Knepper, The Invention of International Crime.
A Global Issue in the Making, 1881-1914, Londres, Palgrave-Macmillan, 2010, p. 128).
684 Mercedes García Ferrari, Ladrones conocidos/sospechosos reservados. Identificación poli-
cial en Buenos Aires, 1880-1905, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2010, p. 164.

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pero también facilitaron la expulsión de los elementos que, se presumía, podían
perturbar el orden público.685
En el Río de la Plata, esta situación se destacó luego del proceso inmigra-
torio que no solo trajo hombres, mujeres y nuevas costumbres, sino también
ideas foráneas que comenzaron a preocupar a los sectores políticos gobernantes,
los cuales iniciaron un proceso de «criminalización del anarquismo».686 Aunque
importa aclarar que, en Uruguay, la represión contra el anarquismo no tuvo la
virulencia que mostró en otros países (como Argentina) e, incluso, muchos anar-
quistas se plegaron a la vida política de la mano del batllismo. Del mismo modo,
la actividad ácrata no alcanzó los niveles de violencia ni recurrió a atentados
con la intensidad con que lo hizo en otros lugares del orbe. El diario batllista
El Día publicó varias biografías de anarquistas célebres que se encontraban en
Argentina (como Enrico Malatesta o Pietro Gori). Esa actitud encontró reci-
procidad en filas ácratas y puntos de contacto para analizar la situación de los
trabajadores e, incluso, el vínculo entre las exigencias de la vida moderna y la
locura.687 El historiador Patricio Geli puntualiza que:
[La] ansiosa sensibilidad del anarquismo rioplatense por estar a la altura del
espíritu de los tiempos y de los desafíos por hacer inteligibles los fenómenos
introducidos por la modernidad lo vuelcan a una desprolija adopción de series
argumentales provenientes de paradigmas diversos.688
El abogado y criminólogo italiano Pietro Gori (conferencista frecuente en
tertulias y veladas anarquistas en Montevideo y uno de los principales divulgado-
res del lombrosianismo en Argentina) visitó el Manicomio Nacional y estampó su
firma en una nota de admiración en el libro de salutación del hospicio de alienados:
Con sentimiento di tenerezza per l’infinito dolore umano qui pure racconto con
ammirazione per la pieta infinita e per la scienza illuminata die tanto dolore
qui ura a consola.689
Pietro Gori.
15 de diciembre de [18]99.690

685 Richard Bach Jensen, «The International Anti-Anarchist Conference of 1898 and the
Origins of Interpol», en Journal of Contemporary History, vol. xvi, n.o 2, abril de 1981, p. 331.
686 Eduardo Zimmermann, «La criminología y la criminalización del anarquismo», en o. cit., pp.
126-149.
687 Importa señalar que el anarquismo atravesó distintas tensiones internas en relación con al-
gunos de los puntos más sobresalientes de su prédica, como fue el uso de la violencia. Al
repasar la prensa del período, podemos apreciar que no todos los anarquistas celebraron los
magnicidios.
688 Patricio Geli, «Los anarquistas en el gabinete antropométrico. Anarquismo y Criminología
en la sociedad argentina del 900», en Entrepasados, vol. ii, Buenos Aires, 1992, p. 18.
689 «Con sentimiento de ternura por el infinito dolor humano que es historia pura, con admi-
ración por la piedad infinita y por la ciencia iluminada de tanto dolor que busca consuelo»
(traducción del autor).
690 Hospital Vilardebó, Manicomio Nacional. Libro de visitantes, f. 23.

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A eso podríamos agregar que el país asiló a los militantes ácratas expulsa-
dos de Buenos Aires o Rosario luego de la aplicación de la Ley de Residencia.
La sintonía entre el batllismo y los principales líderes locales del pensamiento
anarquista se evidencia en la incorporación a las filas del Partido Colorado de
dirigentes como Ángel Falco, Francisco Corney, Edmundo Bianchi y Domingo
Arena —este último, hombre de extrema confianza de Batlle y Ordoñez y uno
de los ideólogos de algunas de las medidas más radicales del batllismo—. Esto
no evitó que la policía tuviera una relación compleja con los militantes sociales
y, en particular, con los ácratas.691
Desde la década del ochenta del siglo XIX, para los psiquiatras, el proto-
tipo de «loco político» fue el militante anarquista. El anarquismo como opción
política fue patologizado por los médicos del período y, en concreto, por los
psiquiatras, que consideraban esta opción como parte de una neurosis más
general. Según la visión médica, el anarquista estaba fuera de la realidad, y allí
nuevamente encontramos la vinculación entre enfermedad y las causas morales.
Lo que el ideario ácrata —con sus vertientes— proponía era la subversión
e, incluso, la destrucción del orden social y político tal como se lo conocía. Sin
embargo, los psiquiatras también intervinieron en otros casos —que rozaban el
delito común— que no fueron protagonizados por anarquistas (o en los que no
siempre fue clara su inclinación ideológica), como, por ejemplo, en los intentos
de asesinato a los presidentes Juan Idiarte Borda y José Batlle y Ordóñez.
El loco, por su conducta y su actitud y por desobediente, subvertía el
orden social, mientras que el militante político revolucionario o violento tam-
bién planteaba, a su modo, la destrucción de ese mismo orden y la desobedien-
cia a las autoridades.692 En marzo de 1882, el diario católico y conservador El
Bien Público avisó que «acaba de aparecer un papel titulado La Revolución
Social que seguro nos dicen es redactado por un señor que tiene revolvidos
[sic] los sesos». Para la publicación, el anarquista que editaba el medio de difu-
sión del ideario libertario debía realizar «una visita al Manicomio Nacional».693
Esta asociación, que parece casual, escrita en tono costumbrista, se vincula
íntimamente con la creencia generalizada de que anarquismo y locura eran
equivalentes. Los ácratas eran, además, contrarios al sentimiento de propiedad
que, para médicos y abogados del período (así como para comerciantes y te-
rratenientes), era un derecho inalienable.
Los anarquistas eran considerados locos no solo por su intención de sub-
vertir el orden establecido, sino porque podían recurrir, como lo hicieron, a la
violencia para cumplir con sus objetivos políticos. Como señaló el investiga-
dor argentino Pablo Ansolabehere, el anarquista se definía por «su tendencia

691 Véase: Gerardo Caetano, La república batllista, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental,
2011, pp. 197-205.
692 Sin profundizar en la temática, Barrán elaboró algunas pistas muy sugerentes sobre ese vín-
culo entre locura y política. Véase: Barrán, Medicina y sociedad, o. cit., vol. II, p. 158.
693 El Bien Público, Montevideo, 21 de marzo de 1882, p. 2.

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impulsiva y constante a la agitación social, al desorden, al caos», de modo que
el ácrata era un delincuente y un ser patológico porque se enfrentaba a las leyes
del orden social, pero también a las de la evolución, que hacían funcionar el
mundo de determinada manera.694 Los significados políticos que vertebraban el
anarquismo fueron acallados y considerados fuera de contexto. De esta forma,
los militantes anarquistas no tenían ideales, sino rencores; no generaban hechos
políticos, sino que practicaban una forma de terror vacía de contenido.
El anarquismo era para los sectores gobernantes del período una ideología
foránea que, en buena medida, respondía a sus postulados de internacionalis-
mo y a la oposición a toda manifestación del Estado nación en el momento
en el que las bases nacionales comenzaban a delimitarse. La recurrencia a me-
táforas médicas como la idea de una «plaga» protagonizada por «demoledores
europeos» —para seguir la frase que da título a este apartado— es ilustrativa
en ese sentido y da cuenta de «el temor a la invasión extranjera que suscita en
muchos sectores el fenómeno inmigratorio en general y el movimiento liber-
tario en particular».695 Podríamos agregar el miedo a la multitud urbana y la
necesidad de encontrar rasgos patológicos también en las formas de compor-
tamiento colectivo. Reflejo de ello fue la publicación del texto de José María
Ramos Mejía Las multitudes argentinas en 1899, en el que proponía el estu-
dio de la multitud para su neutralización.696
La prédica ácrata también atacaba la moral dominante al preconizar el con-
cepto de «amor libre» que los sectores gobernantes entendían que contribuía a
la degeneración de la raza, ya que, según una interpretación un tanto laxa, los
libertarios podían mantener relaciones sexuales sin importar la carga patológica
hereditaria de la otra persona. Para los militantes, el «amor libre» expresaba sim-
plemente la necesidad de establecer relaciones de pareja al margen de cualquier
tipo de sanción legal como el matrimonio (punto en el que también coincidían
los batllistas).697 En 1902, el periódico La Rebelión explicó que «lo que hacemos
[los anarquistas] es unirnos sin pasar por la alcaldía ni por la iglesia, sin pedir
permiso más que a nuestras voluntades».698 Contrariamente a lo que pensaban
los sectores gobernantes, para los ácratas, el matrimonio, fuera religioso o civil
(este último era obligatorio desde 1885, no así el religioso), era causa de «unio-
nes imposibles, determinadas por interés» que conducían a la prostitución, al

694 Pablo Ansolabehere, «El hombre sin patria: historias del criminal anarquista», en Lila
Caimari (comp.), La ley de los profanos. Delito, justicia y cultura en Buenos Aires: 1870-
1940, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 174.
695 Ib., p. 188.
696 El texto estaba inspirado en la obra del pensador francés Gustave Le Bon, quien había
teorizado sobre la necesidad de contener a las multitudes y evitar la reproducción de los de-
generados determinados por la raza o la herencia (José María Ramos Mejía, Las multitudes
argentinas, Buenos Aires, J. Lajouane & Cía., 1912).
697 Caetano, o. cit., p. 215.
698 «Del Libre Amor», en La Rebelión, Montevideo, 9 de noviembre de 1902, p. 3.

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«celibato forzoso», así como a «delitos pasionales, suicidio, infanticidio, Sífilis,
onanismo» y a la consiguiente «degeneración de la especie».699
La reacción antianarquista se puede apreciar, por ejemplo, en las cober-
turas de prensa luego de algún asesinato renombrado, como el del rey italiano
Humberto I a manos del militante ácrata Gaetano Bresci en julio de 1900. En
una nota del 11 de agosto de 1900, la versión argentina de Caras y Caretas se-
ñaló que «los anarquistas del Plata rechazan la lucha política» y el «Estado», que
pensaban destruir a través de «la revolución social».700 La asociación constante
con ideas insólitas y misteriosas también era una forma de colocar a los anarquis-
tas fuera de cualquier capacidad de raciocinio. Fue la prensa antes que los médi-
cos la que se encargó de delinear las características psicóticas de los anarquistas.
Ante cualquier atentado que tuviera lugar en Buenos Aires o en algún lugar del
mundo, periódicos vernáculos de distintas orientaciones político-ideológicas (e,
incluso, enfrentados entre sí) se encargaron de esta ideología política. Pero los
médicos no se mostraron ajenos a esa prédica.
El médico Carlos Dighiero, que, como señalamos, estudió Psiquiatría
en París, fue uno de los que encabezó la marcha en homenaje al monarca
Humberto I que tuvo lugar en Montevideo. También desfilaron en grupo los
estudiantes de la Facultad de Medicina.701 Por su parte, Etchepare sostuvo,
catorce años más tarde —lo que demuestra que la asociación aún tenía vigen-
cia—, que «los caballeros del anarquismo» reclutaban a sus integrantes entre
los «débiles mentales» que estaban «en el límite de lo normal y cuya actividad
puede, hasta cierto punto, equipararse a lo normal, en la mayor parte, la acti-
vidad intelectual y las reacciones».702
La asociación con la violencia tenía otros ribetes que vinculaban la ideolo-
gía con el delito común, ya que ambos anidaban entre los sectores trabajadores,
en la «gente ignorante» y en los «proletarios», al decir del psiquiatra argentino
Francisco de Veyga (uno de los fundadores de la disciplina en su país). El mismo
médico planteó, en 1897, que el anarquismo era una «derivación de la crimi-
nalidad ordinaria», en una asociación que se haría imperante entre médicos y
abogados de la época que relacionaron el delito político con la criminalidad.703
Si el delincuente mostraba algún tipo de patología, al asociar su figura con el
anarquista, lograron vincular esa opción política con la anormalidad. Así re-
sultó más fácil cualquier intento de descalificación (que, además, se combinó
con campañas antiinmigratorias). El anarquista era un anormal, por lo que les
correspondía a los médicos su estudio, contención o represión. Al mismo tiem-
699 Ib.
700 «El anarquismo en el Río de la Plata», en Caras y Caretas, Buenos Aires, 11 de agosto de
1900.
701 «Actualidad uruguaya. Homenaje a Humberto I», en Caras y Caretas, Buenos Aires, 11 de
agosto de 1900.
702 Etchepare, «Los débiles mentales», o. cit., p. 286.
703 Francisco De Veyga, «Anarquismo y anarquistas», en Anales del Departamento Nacional de
Higiene, año vii, n.o 20, Buenos Aires, setiembre de 1897, pp. 446-447 y 455.

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po, permitió que los médicos se convirtieran en observadores de los conflictos
sociales y propusieran distintas disposiciones para contener cualquier desborde.
La asociación anarquismo-locura fue muy difundida en la prensa del perío-
do. Los anarquistas se defendieron con vehemencia de este tipo de ataques. En
mayo de 1901, el ácrata Lucrecio Espíndola respondió a la publicación satírica
El Uruguay Risueño que había publicado una nota en la que se refería al com-
portamiento de los anarquistas como una manifestación psiquiátrica. Decía el
texto inicial —que no pudimos consultar, pero que aparece citado en la répli-
ca— que «los anarquistas son unos pobres diablos» que «gritan, chillan, luchan
(con la lengua) y hacen mil morisquetas al santo cuete». Al igual que en el affaire
entre Vasseur y De las Carreras, Espíndola utilizó terminología psiquiátrica para
llamar a sus oponentes «pobres abortos de los numerosos cerebros enfermos que
tanto abundan en esta maltrecha sociedad».704 En la respuesta, nos encontramos
ante otro aspecto común de las luchas políticas del período, y es la introducción
de términos propios de la ciencia en general y de la psiquiatría en concreto para
descalificar a los oponentes políticos.
En el mismo periódico, se realizó el retrato de un policía que había ingre-
sado a un club anarquista, con términos propios del lombrosianismo que nos
ayuda a pensar en los cruces entre distintas vertientes políticas y que, inclu-
so, complejizan la relación epistemológica entre el positivismo y las corrientes
contestatarias que también eran objeto de observación de la criminología. Se
describió al agente del orden (al que se refirió como «espía lame-culos») como un
ser de «frente deprimida, arcos zigomáticos desmesuradamente pronunciados,
mirada aviesa, recelosa, color cetrino, orejas en forma de asa (cual cumple a los
degenerados)». En síntesis, un hombre de «andares simiescos» que, «si lo atrapa
Lombroso, no pierde el día».705
No solo la conducta de los anarquistas fue psicopatologizada. Cualquier
indicio de aplicar la violencia directa contra las autoridades fue considerado una
manifestación psiquiátrica, aunque, en algunos casos, se comprobó que los im-
plicados mostraban algún tipo de desequilibrio. Ese fue el caso de Juan Antonio
Raveca, que intentó asesinar al presidente Idiarte Borda.706 La administración
presidencial de este último atravesaba un momento muy delicado, en parte por
los levantamientos nacionalistas de 1897, por el clima de inestabilidad política
general y por distintas denuncias de corrupción y mal manejo de los fondos que
pesaban sobre el presidente y su círculo más cercano.
Borda fue atacado por Raveca al descender de su carruaje en la principal
calle de Montevideo, 18 de Julio, y, aunque apuntó al cuello del presidente, el
arma no disparó y permitió que el edecán presidencial, coronel Juan Turenne,

704 Tribuna Libertaria, año ii, n.o 29, Montevideo, 12 de mayo de 1901, pp. 1-2.
705 Ib., p. 3.
706 En la documentación, el apellido figura con una c o con dos. Utilizaremos solo una c, porque
así aparece con más frecuencia en las fuentes, pero, en los casos de cita textual, respetaremos
la forma de escribir el apellido tal como aparece en el original.

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desarmara y detuviera al agresor. Al explicar al juez su actitud, el agresor afirmó
«que quería matar al presidente, porque no hacía la felicidad del país, ni conse-
guía la paz, ni gobernaba con los dos partidos».707 La prensa presentó al joven
como un «loco». Sin embargo, y según el historiador Eduardo Acevedo (nunca
ecuánime o medido en sus juicios), no actuó de forma aislada, sino que contaba
con el respaldo de algunos compañeros de la Universidad:
Ravecca estaba matriculado en el aula de Geografía General de la Universidad.
Al tomarse la lista y pronunciarse su nombre hubo aplausos, sin que el cate-
drático, don Fausto Sayagués Lasso, asumiera alguna actitud. El Presidente de
la República se apresuró a destituir al profesor.708
En la papelería de Raveca, se encontró un pasaporte falso y documentación
que, según un cronista del diario El Día, llevaban a sospechar que el plan invo-
lucró a más personas que el detenido.709
En una declaración brindada a la prensa pocos días después de su detención,
Raveca afirmó que era anarquista. Pero, ¿lo era? ¿Declararse anarquista no era
una forma de alcanzar la inimputabilidad porque mostraba una ideología pato-
logizada? La prensa insistió en su condición de anarquista:
En el registro que se hizo de la casa paterna de Rabecca [sic], se han encon-
trado escritos suyos que tratan de las teorías anarquistas, y diarios nacionales y
extranjeros con referencias a la doctrina o a los corifeos del anarquismo euro-
peo, así como hojas clandestinas que alguna vez han circulado en Montevideo
con programas incendiarios de revolución social.710
Más allá de su convicción política, y de cierta patología que probablemente
afectó al acusado, el descubrimiento (o la supuesta confesión) de ese dato servía
para relacionar de forma directa el anarquismo con un estado de locura que
llevaba a la violencia política. «Su fanatismo doctrinario», como alertó un diario
montevideano, «le quita la conciencia del crimen».711 Por eso, y como se trataba
de un anarquista, se lo podía llegar a declarar inimputable, porque su opción
política era un estado patológico.
Si bien hasta la fecha sigue en cuestión por qué Raveca actuó de ese modo y
si tuvo o no ayuda, todo parece indicar que el hecho involucró a otros partícipes
no necesariamente libertarios. Se llegó a sospechar de una conspiración dentro
del propio Partido Colorado al que Borda pertenecía. El juez de Instrucción
Criminal estableció que «la agresión de Ravecca resulta un acto personal, sin
ninguna trascendencia, motivado por algún estado patológico del agresor».712
Pero el relacionamiento de la actitud del imputado con la locura se agudizaba al

707 Testimonio en: Acevedo, o. cit., vol. v, p. 27.


708 Ib.
709 El Día, Montevideo, 22 de abril de 1897, p. 1.
710 La Razón, Montevideo, 24 de abril de 1897, p. 1.
711 Ib. También: «Raveca continúa en estado de inconciencia moral», en La Razón, Montevideo,
28 de abril de 1897, p. 1.
712 El Día, Montevideo, 28 de abril de 1897, p. 1.

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tener en cuenta las respuestas brindadas en su declaración (en un procedimiento
dudoso en el que intervino el propio presidente). La prensa señaló la actitud
del joven como consecuencia de su estado patológico, ya que, al aportar su tes-
timonio, afirmó desconocer los dos partidos imperantes en el país, algo que lo
colocaba por fuera de cualquier forma racional de comprender la política. A ello
se agrega que varios de los psiquiatras de nuestro período formaron parte del
Partido Nacional o del Colorado e, incluso, llegaron a participar como médicos
de campaña en las guerras civiles de 1897 y 1904.
El interrogatorio realizado a Raveca fue reproducido por el diario El Día, y
las respuestas que brindó se encuentran en sintonía con esa idea de emparentar la
locura con la ausencia de reconocimiento de las colectividades políticas.
El señor Idiarte Borda le preguntó entonces por qué había atentado contra su vida.
—Para salvar a la patria —contestó Raveca.
Al preguntársele su nombre, quien lo mandaba o por consejo de quien obraba,
respondió: «¿Y a usted que [sic] le importa?».
Le preguntaron a Raveca si era blanco o colorado, y contestó:
—Odio tanto a un partido como al otro.
—¿Entonces cuál es su opinión?
—Pertenezco al partido del bien.713
Así, Raveca fue condenado a tres años de prisión y el tribunal que lo juzgó
dejó constancia de
Que el encausado se encontraba en un estado patológico próximo al desequi-
librio de sus facultades mentales, influyendo también en su ánimo los sucesos
que por ese entonces se desarrollaban en el país a inducirlo a realizar el delito
que se le imputaba.714
Finalmente, el presidente fue asesinado en agosto de 1897 por otro jo-
ven, Avelino Arredondo, quien, al parecer, no tenía conexión con Raveca.715
Arredondo, según su testimonio, actuó sin cómplices. La prensa no se refirió a
su caso como una manifestación psicopática o un acto propio de su ideología
anarquista, aunque algunos diarios destacaron su «cinismo» y la «sangre fría»,
propia de un asesino.716
En noviembre de 1905, en otro confuso incidente, Osvaldo Cervetti intentó
atentar contra la vida del presidente José Batlle y Ordóñez. El juez del caso orde-
nó un informe médico para conocer «el estado de salud del encausado», que que-
dó a cargo de «los doctores Giribaldi, Héguy, Morelli y Vidal y Fuentes». Según
el abogado defensor, Cervetti presentaba un desequilibrio psiquiátrico, pero los
médicos que actuaron concluyeron que el detenido no mostraba afección mental
713 El Día, Montevideo, 22 de abril de 1897, p. 1.
714 Acevedo, o. cit., vol. v, p. 28.
715 El Día, Montevideo, 31 de agosto de 1897, p. 3.
716 La Nación, Montevideo, 28 de agosto de 1897, p. 1.

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alguna.717 Tampoco son claros los motivos del intento de asesinato, pero la pren-
sa manejó la hipótesis según la cual se trataba de un militante anarquista (algo
que luego quedó descartado).718 Lo interesante es que, nuevamente, un abogado
pedía la pericia psiquiátrica para solicitar la imputabilidad de su defendido. No
importa la veracidad del recurso (o si Cervetti era un «enajenado»); por el con-
trario, lo interesante del caso es que el jurista pensara que, por tratarse de un
anarquista, ese alegato fuera de recibo, es decir, fuera común considerar loco a
un militante libertario que atentó contra la vida del presidente.
En estos dos últimos casos, sus protagonistas no eran extranjeros, sino que
ambos habían nacido en Uruguay, por lo que no se trataba de delincuentes traí-
dos por la inmigración europea. Por tanto, la problemática de la violencia po-
lítica —pese al interés por emparentarlo con causas foráneas— se nacionalizó
y provocó alerta entre médicos, abogados, políticos y todas las autoridades del
orden. Sin embargo, siguieron pesando los argumentos que responsabilizaban
a los extranjeros de varias de las problemáticas sociales del período, las cuales
permitieron el cruce entre inmigración y enfermedad psiquiátrica, tal como ve-
remos en el apartado siguiente.

Modernidad, inmigración y neurastenia


El médico estadounidense George M. Beard (1839-1883) popularizó el
concepto de neurastenia, es decir, un ataque nervioso producido por las frené-
ticas presiones de la civilización que agotaban al individuo. Según este mismo
autor, el predominio de la neurastenia era una consecuencia de las transforma-
ciones que vivía la sociedad occidental y que habían tornado la vida intensa y es-
tresante. Beard delimitó de forma poco clara los síntomas de la enfermedad que
iba desde dolores generales o localizados hasta desórdenes gástricos o fatigas.
Sin embargo, la categoría se impuso en varios lugares del mundo y, en especial,
en América Latina, donde la noción tuvo buena acogida, ya que se comenzó a
vincular este tipo de afección con la modernidad y la inmigración.719
A comienzos del siglo XX, el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel
(1858-1918) escribió un breve pero interesante artículo sobre el tipo de indivi-
dualidad predominante en las ciudades y las consecuencias psicológicas deriva-
das de la vida moderna. De acuerdo a su interpretación, el cambio permanente de
impresiones e imágenes en la calle, en las esquinas, en las avenidas y en los espec-
táculos públicos generaba una «intensificación del estímulo nervioso» que acele-
raba el ritmo de vida, pero también provocaba cierta inmediatez y transitoriedad
717 El Pueblo, Montevideo, 24 de noviembre de 1905, p. 1; La Razón, Montevideo, 23 de
noviembre de 1905, p. 5.
718 En el caso de Raveca, Arredondo y Cervetti, los expedientes judiciales se extraviaron.
719 Sobre el punto, véase: Fernando José Ferrari, «Historia cultural de la Psiquiatría en
Córdoba, Argentina: recepción y decadencia de la neurastenia», en Trashumante. Revista
Americana de Historia Social, n.o 5, México, d.f., enero-junio de 2015, pp. 288-309.

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de las relaciones humanas («estructura impersonal») que contrastaba con «la vida
aldeana y rural» de personas provenientes del medio rural (nacionales y extran-
jeros). Por ello, «la reserva aparece como necesaria debido parcialmente a este
hecho sicológico y, en parte, al derecho de desconfiar que tienen los hombres
frente a los elementos “pisa y corre” de la vida metropolitana». Como resultado
de esta «reserva», el hombre moderno no se vinculaba con sus pares (lo que lo
dejaría «sujeto a presiones psíquicas inimaginables»), sino que, por el contrario,
sus conciudadanos le eran extraños y, por ello, le generaban rechazo, lo que
anulaba cualquier contacto cercano.720 Si bien la visión de Simmel no es más que
una interpretación, discutible es cierto, podemos encontrar algunos de los rasgos
señalados por el teórico alemán en el vínculo entablado entre los montevideanos.
Barrán y Nahum advirtieron que los cambios que sufrió Montevideo a
fines del siglo XIX y comienzos del xx repercutieron directamente en las re-
laciones que los habitantes de la ciudad tenían entre sí y rompieron «con el
antiguo vínculo de tipo aldeano» tan estrecho, «que engendró la figura social del
“vecino” y entrelazó la relación entre el poblador y el espacio que habitaba “tan
profundo en su cotidianeidad y familiaridad”».721 En ese mundo en transforma-
ción, ganaron terreno las ideas del control social que buscaban extirpar el mal
que se alojaba en la multitud. El discurso médico participó de la construcción
que presentó a la modernidad urbana como foco de posibles enfermedades
nerviosas. El médico higienista Mateo Legnani llegó a argumentar con mu-
cho énfasis por qué era necesario «disolver las ciudades», a las que consideraba
foco de enfermedades contagiosas, de los males contemporáneos. Era a partir
de la reforma urbana y del predominio de la higiene, a la que consideró como
«la protección científica del sistema nervioso», que desaparecerían parte de los
problemas que aparejaba la modernidad.722
Este último punto es interesante, ya que la historiografía sobre la medici-
na, y, en particular, la obra de Barrán, presentó el discurso médico como una
continuación de los postulados o ideales del batllismo que apuntaban a la mo-
dernización y urbanización del Uruguay. Sin embargo, en planteos como el de
Legnani, quien era, además, batllista, podemos ver cierta disconformidad con
esas posibilidades, y, si bien apoyaron algunas de las propuestas del oficialismo,
podríamos pensar que tuvieron un matiz con los puntos más sobresalientes del
ideario mayoritario. De ahí que sea interesante buscar rupturas entre el discurso
médico y el político.
Los distintos actores tuvieron variadas posiciones al momento de discutir sobre
cómo superar los males sociales que afectaban a la sociedad de la época.
Las miserias de la campaña, los pobres urbanos, la incipiente cuestión obrera,
los inmigrantes, la intolerancia política y no en menor medida la situación

720 Georg Simmel, «La metrópolis y la vida mental», en Sobre la individualidad y las formas socia-
les. Escritos escogidos, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2002, pp. 388-402.
721 Barrán y Nahum, Batlle, los estancieros…, o. cit., vol. i, pp. 114-116.
722 Legnani, Ensayos, o. cit., p. 89.

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generalizada de “desmoralización” fueron las principales herejías que parecían
traer consigo la modernización.723
Modernización que, como señala Caimari, provocó lo mismo que en toda
sociedad «sometida a procesos de cambio tan rápidos y profundos»:
[Una] ansiosa preocupación por el desorden y el descontrol, […] la nostalgia
de la restauración de las reglas de algún orden ideal que ha sido violentado o
bien la utopía de creación de un nuevo orden que se imponga en el magma de
posibilidades abiertas por el cambio.724
En 1901, el médico Alfredo Giribaldi señaló las consecuencias de un estilo
de vida vertiginoso que generaba numerosas impresiones e inseguridades. Según
el profesional, el hombre moderno se encontraba «viviendo ligero, muy ligero,
como si temiéramos llegar tarde a la meta, en este movimiento vertiginoso fin de
siglo». Y «allá vamos, con los conocimientos elementales prendidos con alfileres
en un lugar más o menos recóndito de nuestra memoria», con los conocimientos
generales «hilvanados, como vestido de novia que solo debe durar el espacio
de una noche», y con «los conocimientos profesionales incompletos, zurcidas
[sic] más o menos bien». Tal vez, si repasamos su experiencia vital, vemos que,
para Giribaldi, esto era responsabilidad de las transformaciones modernas, pero
también de un sistema educativo que obligaba a convertirse en «colegiales a los
5 años», «bachilleres a los 15» y «médicos o abogados a los 20 o 21». Luego de
eso, «nos casamos, formamos hogar, cuando no lo hemos hecho antes, y llega-
mos a ser padres de numerosa prole». La presión social también provocaba el
debilitamiento de la raza, ya que antes de los 25 años, edad a la que se había
pasado por varias de las etapas vitales señaladas, estaba «incompleto […] el pro-
ceso de osificación de nuestro esqueleto», por lo que «luchamos constantemente
contra la naturaleza en vez de secundar su acción lenta pero segura sobre el
desarrollo armónico de nuestro organismo».725 Las apreciaciones de Giribaldi,
responsable de la reclusión penitenciaria y partidario de la «profilaxis física y
moral», nos ayudan a pensar que el discurso civilizador o la moral dominante no
fueron homogéneos, sino que, en su seno, convivieron distintos proyectos sobre
cómo mejorar la raza y evitar las enfermedades psiquiátricas llamadas leves que
podían generar la modernización o el cambio de país o región. En ese sentido,
la higiene, en determinadas coyunturas, se convirtió en un recurso válido para
quienes pedían controlar la inmigración, porque la mezcla de razas podía ge-
nerar una combinación perniciosa para la nación, con habitantes débiles en su
constitución física y moral.
El abogado Justino Jiménez de Aréchaga elaboró un trabajo sobre las ten-
dencias suicidas a comienzos del siglo XX e, incluso, les brindó un tono de tinte
político, ya que no todos los suicidas se autoeliminaban, sino que otros optaban
por tratar de cometer atentados. De este modo, se refirió a:
723 Morás, o. cit., p. 23.
724 Caimari, «Presentación», en La ley de los profanos…, o. cit., p. 17.
725 Giribaldi, El régimen penitenciario…, o. cit., pp. 100-101.

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La raza de los vencidos, de los inútiles, el montón anónimo de fracasados,
que constituyen hoy un peligro inmenso para el orden social […] [y] que son
una amenaza permanente de rebeliones sangrientas, de disoluciones fatales; […]
[un] mal acecho, algo que se mueve en la sombra y que caerá sobre nosotros
con la violencia de los grandes huracanes.726
Para el abogado, los suicidas eran los menos aptos para «la lucha por la
vida». «El suicida, lo dicen todos los criminalistas y todos los psiquiatras, es un
vencido; […] [los suicidas son] obstáculos que se apartan del camino para evitar
tropiezos, en su marcha triunfal, al carro de los vencedores.»727 Esto ocurría,
según el mismo autor, y de acuerdo a las consideraciones de Enrico Ferri, en
todas las sociedades «avanzadas» donde había grupos sociales incapaces de so-
brevivir. En sus primeros trabajos, publicados durante la década del setenta del
siglo XIX, el pensador británico Herbert Spencer ya había insistido en que la
sociedad era la más alta manifestación del proceso evolutivo y que en ella los
menos aptos eran eliminados.
El análisis social de Aréchaga se combinó con apreciaciones sobre la heren-
cia. Había un grupo de individuos que heredaban «el cansancio de la cruel labor
de varias generaciones», «que tienen el estigma hereditario alcohólico, histero-
epilépsico» [sic], «los que llevan la marca ancestral de la locura y el vicio», sobre
los que la tendencia suicida «germina rápidamente», sobre todo para los que «se
desenvuelven como una flor enferma en ambientes malsanos». Pero la preocupa-
ción de Jiménez de Aréchaga eran «aquellos en quienes no descubrimos estigmas
degenerativos», supuestos hombres normales que podían suicidarse. Y la preo-
cupación no pasaba por que pusieran fin a sus vidas, sino porque en el interregno
podían atentar contra otras personas o perturbar el orden social. En esos casos,
el suicidio era, tal como lo había señalado Giribaldi, una consecuencia de «los
refinamientos de la vida moderna» y de «la influencia de los centros urbanos»
que obligaban a la temprana escolarización y al cumplimiento de numerosas res-
ponsabilidades sociales, de los «cambios de fortuna» y de «una infinita variedad
de enfermedades nerviosas» que finalizaban en el suicidio como «rebelión última
contra un orden social que hiere su infinita egolatría».728 El suicidio era, «para los
que creemos en la verdad de la tesis darwiniana, una forma de selección» y «una
preciosa conquista de la moral desinteresada que predicó Spencer».729 Era, desde
esta perspectiva, una forma de contener la inmigración indeseable.
La inmigración había provocado que las ciudades capitales del Río de la
Plata se vieran desbordadas por la presencia de desconocidos, de muchedumbres
—para hacer gala de un término de época—, que se podían tornar incontro-
lables. Fue también la constatación del fracaso de las propuestas migratorias

726 Justino Jiménez De Aréchaga, «Suicidio y selección», en Evolución, año i, n.o 2, Montevideo,
10 de noviembre de 1905, p. 74.
727 Ib., p. 75.
728 Ib., p. 76.
729 Ib., p. 77.

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impulsadas por las agencias estatales. A su vez, en el caso del manicomio, la
inmigración generaba un problema administrativo. Durante parte del período
considerado, la mayoría de los internos eran inmigrantes pobres (asociación que
surge si tomamos en cuenta que la mayoría de los hombres eran jornaleros y las
mujeres se dedicaban a labores), por lo que la masiva presencia de inmigrantes
disminuyó de forma considerable la capacidad de un establecimiento ya de por
sí reducido. En junio de 1896, la Comisión Delegada del manicomio discutió
sobre la situación que generaba la masiva internación de inmigrantes pobres,
ya que, en palabras del abogado Alfredo García Lagos, estos ocasionaban un
perjuicio a «los enfermos y pobres nacionales radicados en el país». La misma
posición manifestó otro abogado, Juan José Segundo, cuando opinó sobre «la
inconveniencia de que se haga gravitar sobre nuestras rentas el cuidado de los
menesterosos extranjeros». Por su parte, los médicos Joaquín Canabal y Manuel
Quintela reclamaron al Gobierno el cumplimiento de disposiciones sobre in-
migración que impidieran «el ingreso al país de individuos reconocidamente
inhábiles, sean ellos pobres o pudientes».730 En agosto de 1896, la Comisión
Delegada aprobó una propuesta de García Lagos que prohibió la internación
de los enfermos psiquiátricos extranjeros. La fundamentación de la resolución
partía de consideraciones administrativas, según las cuales:
Si [sic] es cierto que cada País con sus recursos propios debe asistir a sus
ancianos, huérfanos y enfermos desvalidos, en una palabra, curar sus llagas so-
ciales, no es lo menos que la verdadera caridad debe empezar por casa. Fuera
de desear que los recursos de nuestra asistencia pública bastaran para socorrer
a todos los desgraciados del Universo, pero obra tan laudable no cabe en la
posible y por muy grandes y nobles que sean nuestros sentimientos de filantro-
pía debemos resignarnos a hacer o producir todo el bien posible dentro de las
fronteras de nuestro País, en la medida de nuestros recursos.731
Pero, al mismo tiempo, se asentó en consideraciones raciales y xenófobas
que excedían lo administrativo y lo financiero. El texto reclamó «la más estricta
vigilancia» para que «no ingresen al País desde el extranjero personas inutilizadas
e incapaces indigentes que bajo cualquier pretexto vengan a pesar sobre las re-
ducidas rentas de la beneficencia pública».732 En paralelo, algunas publicaciones
se refirieron a los enfermos psiquiátricos con aspecto de «gringo[s]» que vivían
en la calle y, muchas veces, perturbaban el orden público. Nuevamente, esas
referencias se realizaron a modo de crónica costumbrista sobre los tipos sociales
que convivían en una ciudad o un pueblo.733
El argumento administrativo acerca de la sobrepoblación siguió presente
en el discurso de las autoridades del manicomio y de la prensa. En 1910, el
730 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, f. 196.
731 agn y cncbp, o. cit., del 7 de agosto de 1896 al 24 de mayo de 1898, f. 14.
732 Ib.
733 Por ejemplo, la historia de los italianos Modesto Sagazte y Francisco Solomando, publicada
en: Rojo y Blanco. Semanario Ilustrado, año i, n.o 24, Montevideo, 25 de noviembre de
1900, p. 593.

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diario montevideano La Tribuna Popular responsabilizó a los inmigrantes del
hacinamiento en el hospicio: «Ese contingente extranjero es el que contribuye
a empeorar la situación de los enfermos de nuestro país que necesitan asilarse
en aquel establecimiento». El diario pidió la aprobación de una disposición que
permitiera «fiscalizar severamente la procedencia de los asilados para evitar lo
que ahora está ocurriendo».734
Argumentos de este tenor se vincularon a la preocupación de las autorida-
des y de la opinión pública sobre la propagación de enfermedades que provenían
del extranjero y que, a lo largo del siglo XIX, generaron numerosas epidemias.
La administración sanitaria e higiénica se debía preocupar por el tránsito migra-
torio portuario y fronterizo. El discurso higienista se combinó con la inquietud
que, desde la década del ochenta del siglo XIX, médicos y abogados mostraron
hacia el tipo de inmigrantes que podían llegar al país y que eran capaces de, en
su visión, degenerar el porvenir de la raza. En ese sentido es que, con insistencia,
durante este período, pero también en otros, se bregó por la contención de la
inmigración llamada indeseable o de rechazo. Sectores nacionalistas y conserva-
dores demostraron una acentuada hostilidad, fundada en motivos raciales, cul-
turales y religiosos, hacia la inmigración que consideraban «de rechazo», porque
su presencia podía transformar el país desde el punto de vista cultural o étnico,
distorsionar la estructura social o modificar el sistema político, ya que reprodu-
cía las corrientes políticas europeas consideradas perniciosas.735 Por el contrario,
los representantes del liberalismo propusieron un tipo de inmigración selecta,
pero abierta a los más diversos componentes migratorios. Nacionalistas y libe-
rales alcanzaron un punto de acuerdo al mostrar preocupación por las posibles
infecciones foráneas, que iban desde enfermedades infectocontagiosas a taras
físicas o morales que degenerarían la especie o podían llevar al delito.
Desde su experiencia clínica, Enrique Castro sostuvo que los períodos de
«prosperidad material entre nosotros se han marcado» porque el país «se cons-
tituye en una verdadera bomba aspirante, que atrae a su seno, en una corriente
inmigratoria, los elementos más livianos y menos arraigados de los otros países».
Estos elementos «no son otros que aquellos que, a causa de sus vicios, encuentran
serias dificultades en la lucha diaria por la vida en sus países de residencia».736
Por su parte, Alfredo Giribaldi estableció una fuerte relación entre el crecimiento

734 La Tribuna Popular, Montevideo, 31 de mayo de 1910, p. 2.


735 Véase: Juan Oddone, Los gringos, Enciclopedia Uruguaya, vol. xxvi, Montevideo, Arca,
1969; Clara Aldrighi, «La ideología antisemita en Uruguay. Su contexto católico y conser-
vador (1870-1940)», en Antisemitismo en Uruguay. Raíces, discursos, imágenes (1870-
1940), Montevideo, Ediciones Trilce, 2000, p. 146; Silvia Rodríguez Villamil, Las
mentalidades dominantes en Montevideo (1850-1900), 2.a ed., Montevideo, Ediciones de la
Banda Oriental, 2008, p. 44; Duffau, «¿El Infierno…?», o. cit.
736 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 428, 429.

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demográfico —y la inmigración era una de sus causas— y el aumento de los índi-
ces delictivos, otra de las preocupaciones de los gobernantes del período.737
No solo los extranjeros fueron responsabilizados por esa situación, también
se enjuició la «fusión que se ha operado en nuestras capas sociales inferiores en-
tre individuos de las razas caucásica, cobriza y negra», que había provocado «hí-
bridos» con «anomalías de carácter» que se podían asociar con las «razas» nativas,
como los charrúas.738 Desde una perspectiva positivista, esa equiparación buscó
establecer una relación con núcleos sociales (raciales para la época) como los
charrúas o los afrodescendientes que eran considerados inferiores y, por ende,
propensos al delito.
La modernidad, el aumento de la dinámica productiva y la extensión del
sistema fabril llevaron a que los médicos asociaran las afecciones mentales con
el trabajo excesivo. Los facultativos combatieron todo tipo de excesos, ya fuera
en el consumo de alcohol, en el sexo, o ya fuera en el trabajo. En este aspecto,
el rol de reformadores que los médicos entendían tenían se profundizó al estu-
diar causas sociales que conducían a estados psiquiátricos. Los psiquiatras, al
igual que otros médicos, comenzaron a mostrar preocupación por la situación
habitacional de los trabajadores, la extensión de la jornada laboral y la higiene.
El trabajo excesivo y los ritmos de producción reclamados llevaban a que fuera
entre los trabajadores sobre quienes más pesaba la posibilidad de aparecer algún
tipo de enfermedad psiquiátrica.
El debilitamiento por el exceso de fuerza afectaba, según los médicos, el físi-
co, pero también el intelecto, ya que el hombre o la mujer perdían energías y no
contaban con el descanso suficiente para reponerlas, causal inequívoco de neuras-
tenia. A comienzos del siglo XX, «el excesivo trabajo de ese día» fue utilizado para
explicar la etiología de la enfermedad mental.739 A eso se agregaba, más que nada
entre los médicos, que la idea de la pérdida desmesurada de energía lindaba con su
posición, partidaria de la racionalización de todas las funciones vitales.
Hacia fines del período aquí tratado, los psiquiatras cuestionaron qué hacer
con los casos de neurastenia, de «afecciones simplemente nerviosas», en el medio
urbano que no necesariamente debían provocar una internación.
En la discusión sobre los distintos tipos de aislamiento, Santín Carlos Rossi
señaló que «el régimen del manicomio completo es nocivo del punto de vista
moral» para los neurasténicos. Sin embargo, estos debían ser motivo de preo-
cupación para los médicos, ya que su situación de nerviosismo mostraba cierta
predisposición que, aunque fuera de forma ambulatoria, era imperioso atender.
Allí, según el mismo profesional, la higiene tenía un papel central porque «estos
sujetos requieren una profilaxia de vida fácil y sencilla, y una terapéutica de

737 Una síntesis de la exposición de Giribaldi en el Congreso Científico Latino Americano de


1901 se encuentra en: La Tribuna Popular, Montevideo, 28 de marzo de 1901, p. 2.
738 Giribaldi Héguy, o. cit., p. 9.
739 Eduardo Lamas, «Delirio tabagico [sic]», en Revista de los Hospitales, t. iv, n.os 28, 29, 1 y 2,
Montevideo, febrero y marzo de 1911, p. 13.

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reposo y sobrealimentación, auxiliada por la psicoterapia».740 Entre esos hom-
bres y mujeres, se encontraban «los agotados por el “surmenage” que les impone
la conquista del pan, ora tras el mareante mostrador de comercio, entre monta-
ñas de género y depósitos de aire confinado», quienes trabajaban «en reducidos
escritorios haciendo cálculos interminables a la luz mortecina de una claraboya»
o «en las empresas ferroviarias o tranviarias, de pié [sic] en sus puestos duran-
te catorce horas al día». El médico, batllista después de todo, bregó por «una
legislación que impusiera límites al horario y al trabajo», «límite a la ganancia
y al alquiler», «límite al período anual de labor, obligando a las vacaciones se-
mestrales», «el seguro de enfermedad y pensión de retiro obligatorios», «en una
palabra, una legislación que realizara las aspiraciones del socialismo de Estado».
Aunque también aclaró, en una postura propia del batllismo que buscó atenuar
los conflictos sociales, que «el Estado no es responsable de que los capitalistas
agoten los cerebros o los músculos».741 La jornada laboral se intentó legislar des-
de 1904; sin embargo, un proyecto presentado el 26 de julio de 1911 se aprobó,
pese a la resistencia de los industriales, el 17 de noviembre de 1915. La norma
no rigió para el medio rural.
Importa recordar que, en 1897, el sociólogo francés Émile Durkheim
(1858-1917), referencia ineludible entre médicos y abogados rioplatenses, ha-
bía publicado El suicidio, donde hacía referencia a la anomia y al egoísmo como
causales fundamentales para quitarse la vida, pero, además, catalogó el suicidio
como un acto inmoral contra la sociedad.742 La modernidad urbana también
había modificado los parámetros referenciales de los habitantes del medio rural.
Un escrito del médico argentino Lucas Ayarragaray fue publicado en 1902 por
la revista montevideana La Alborada. El texto, en el que se estudiaban las «con-
secuencias psicológicas y morales que tiene para el espíritu del hombre la vida
en los grandes centros urbanos» y «las aberraciones de ideas y sentimientos, las
monstruosas perversiones que suscita la vida de las metrópolis», es un contra-
punto entre las características psicológicas imperantes en el hombre del medio
rural (al que llamó «gaucho») y el impacto que habían generado las transforma-
ciones que atravesó el Río de la Plata en los últimos cincuenta años.
Para el médico argentino, los habitantes del medio rural habían sufrido el
impacto de la incorporación de nuevas tecnologías (como el ferrocarril), del
aluvión inmigratorio y del desplazamiento interno del campo a la ciudad. A eso
se agregaba la condición «semibárbara» del gaucho, que lo tornaba poco hábil
para la vida en las nuevas sociedades y, por ende, resolvía suicidarse. «El gaucho,
desviado del tipo original, sufre ya lo que la civilización importa primero en las
razas inferiores y vírgenes: sus deformidades y sus vicios, antes que sus ventajas

740 Rossi, El alienado…, o. cit., pp. 47-48.


741 Ib., pp. 48-49.
742 En Europa, el suicidio aumentó de forma considerable en el transcurso del siglo XIX, aunque,
como señalan Corbin y Perrot, cabe la posibilidad de que el ascenso en las cifras fuera una
consecuencia de una mejora en el relevamiento estadístico (Corbin y Perrot, o. cit., p. 556).

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materiales y morales.» Para Ayarragaray, el hombre rural traspasado a la ciudad
quedaba preso «de las ansiedades violentas de la irritabilidad nerviosa, producto
de la lucha constante y diaria» por la existencia. En la ciudad, el habitante rural
perdía su libertad y, por lo tanto, su felicidad, ya que quedaba constreñido a la
necesidad de mantener a su familia a través de un trabajo, cuando antes podía
emplearse en forma esporádica. En otros casos, quienes sí se acostumbraban a
la nueva situación rápidamente se desencantaban por no poder cumplir con el
umbral de expectativas de ascenso económico o social y, por ende, se apercibían
de que «la vida [es] incompleta y estéril». «Y entonces, ¿qué hacer, cuál es la so-
lución? He ahí planteado bruscamente el suicidio, como resultado de una lógica
fatal.» A ello se sumaban «los tres virus» surgidos gracias al desarrollo urbano: «la
politiquería, el alcohol y el prostíbulo».743
En otros casos, las expectativas económicas y el afán inescrupuloso de con-
seguir más dinero, propio de ese contexto de materialismo, podían llevar al hom-
bre al suicidio o a algún tipo de psicopatología. El caso más sonado en Uruguay
fue el de José María Rosete, rico empresario, propietario del diario El Ferro-
Carril y de su imprenta, que luego de que se fundiera la empresa «enloqueció» y
fue internado en el manicomio, donde permaneció hasta su muerte.744
Otro ejemplo, esta vez literario, pero que da cuenta de la disociación en-
tre salud psíquica y riqueza, es La bolsa de Julián Martel, nom de plume de
José María Miró, importante testimonio sobre la crisis económica rioplatense
de comienzos de la década del noventa del siglo XIX. La novela se centra en
el abogado Luis Glow, ambicioso personaje que se dedica a diversas operacio-
nes bursátiles (algunas de ellas turbias) que le permiten enriquecer rápidamen-
te. Glow es afecto a las fiestas, a las prostitutas, a la mentira, a las carreras de
caballos y, obviamente, al dinero. Todo el texto es un argumento contra lo que
Martel-Miró entendía era la decadencia moral y social de su época, sazonada,
según su visión, por la presencia de inmigrantes, en especial judíos, a los que en-
juició por sus apetencias económicas (en uno de los pasajes del texto, contrapone
dinero con patriotismo). Finalmente, Glow enloquece y la obra se cierra con un
proceso alucinatorio por el cual una mujer —al parecer, hermosa— mutaba y se
convertía en la monstruosa bolsa.745
Detrás de argumentos como los citados arriba, se encontraba el malestar ge-
neralizado a la situación social y a lo que se entendía era un afán de lucro perma-
nente, que, además, se agudizaba entre los extranjeros que, supuestamente, venían
a hacer dinero fácil a América. Los médicos no fueron inmunes a esa situación.
Ejemplos son el de P. R., oriental de 46 años, internada el 22 de noviembre de

743 Lucas Ayarragaray, «El suicidio en las campañas del Plata. Psicología del gaucho», en La
Alborada, año vi, n.o 212, Montevideo, 6 de abril de 1902.
744 José María Fernández Saldaña, «José María Rosete y “El Ferrocarril”», en El Día,
Montevideo, 28 de junio de 1936.
745 Julián Martel, La bolsa, Buenos Aires, W. M. Jackson Inc. Editores, s. a. La novela fue
publicada en 1891 como folletín por el diario La Nación de Buenos Aires.

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1894 con una manía, quien, además, «ha sufrido pérdidas de fortuna», o el de C.
D., italiana de 42 años, internada el 14 de julio de 1905 con una parálisis general.
Entre los antecedentes que habían causado una manía catatónica y una parálisis
total, se señaló, en la historia clínica, que la mujer «ha tenido pérdidas de dinero».746
¿No expresa esa breve frase cierto grado de malestar? Como lo ha indicado Ablard
para Buenos Aires, las pérdidas económicas señaladas en la historia clínica podían
expresar el rechazo de la familia que pedía la internación de uno de los integrantes
que había dilapidado los recursos del grupo.
Los médicos atribuyeron al dinero un rol central en la aparición de, por
ejemplo, manías; no obstante, hombres de su época tal vez también vivían en esa
inseguridad permanente e incomodidad que, en algunos grupos sociales, fueron
ocasionadas por la modernidad y el pasaje de siglo. Varios de los médicos del
período (Rossi, Soca, por ejemplo) cuestionaron la idea de desigualdad natural.
Por el contrario, llegaron a debatir el contenido ético de la riqueza cuando no
era bien utilizada y contribuía a la miseria de la mayor parte de la población. La
degeneración se debía, por un lado, a la miseria en que vivían los sectores más
pobres, y, por otro, al egoísmo de los más acaudalados, incapaces de distribuir
mejor la riqueza o preparados para explotar casi hasta la extenuación a los traba-
jadores, que podían terminar con una psicopatía o directamente en el suicidio.
Ese enjuiciamiento al materialismo tenía puntos de contacto con la prédica de
representantes de la Iglesia católica, quienes también elaboraron numerosas dia-
tribas contra el afán de lucro o las apetencias económicas.

El suicidio patologizado
Desde la década del ochenta del siglo XIX, la disposición a quitarse la
vida era considerada una manifestación patológica que podía responder a causas
orgánicas que despertaban una manía suicida, pero también a causas sociales,
es decir, podía ser consecuencia de los vínculos entre las personas. Un suelto
publicado en la revista oficiosa de la policía de Montevideo es elocuente acerca
del análisis físico que los médicos realizaban a los suicidas. El análisis forense
del francés «A. L.», realizado por el doctor Tagle, constató que el occiso, que se
había quitado la vida por impacto de bala el 12 de octubre de 1885, mostraba
un «aspecto externo» que constataba que «ha sido siempre enfermizo, de consti-
tución orgánica débil, como también el sistema óseo con falta de desarrollo».747
Según el informe, esa persona era un maniático con delirios de persecución e
impulsos suicidas.
La «monomanía suicida y homicida» fue señalada por los médicos del perío-
do al menos desde la década del ochenta del siglo XIX. En 1881, Juan Héguy

746 Hospital Vilardebó, Libro de ingresos mujeres. 14 de noviembre de 1893 al 18 de junio de


1895, f. 117; Libro de entrada de mujeres 1904-1907, f. 155.
747 La Policía de Montevideo. Órgano de los intereses de la policía del departamento de Montevideo,
año i, n.o 7, Montevideo, 31 de octubre de 1885, p. 3.

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presentó su informe legal sobre el caso de M. C., mujer suicida que «se hallaba
siempre poseída de la idea de quererse matar», aunque «tener que suicidarse le
causa mucha tristeza, llanto y un abatimiento orgánico profundo». El estado de
la mujer fue calificado por el médico como parte de una «demencia impulsiva»
que la «arrastra a cometer actos criminales». En ese cuadro clínico, había que
incluir a los homicidas, los suicidas, los piromaníacos y las ninfómanas, por lo
que el médico solicitó la internación inmediata de la paciente.748
Pese a la firmeza con la que el médico describió el cuadro y solicitó la in-
ternación, las causas del suicidio eran poco conocidas, aunque siempre se las
asociaba a un estado patológico, que podía ser orgánico o social. El peligro de
atentar contra la propia vida llevó a que los suicidas fueran tratados por espe-
cialistas en medicina legal primero y luego por los psiquiatras. Por lo general,
concluyeron que los intentos de suicidio se debían a la manía impulsiva con
una tendencia irresistible a la autoeliminación. ¿Qué llevaba a ello? Las causas
podían ser numerosas. Orgánicas, pero también morales y sociales. El suicida
podía tener predisposición a una enfermedad psiquiátrica, pero el impulso sui-
cida no era hereditario, sino que circunstancias vitales despertaban, en palabras
de Jiménez de Aréchaga, la «obsesión» que provocaba un «debilitamiento de
las síntesis mentales y del poder de adaptación al medio».749 Estudiar el medio
social del suicida se convirtió en una obsesión para los médicos de la época. Las
causas fueron varias, desde la incertidumbre que ocasionaba la economía urbana
a la inestabilidad que la vida moderna generaba en el plano emocional.
La familia podía llegar a ser el foco infeccioso que provocaba que la per-
sona atentara contra su vida. Un ejemplo en esa dirección es el de Antonio
Campodónico, italiano, quien se suicidó el 1.o de octubre de 1880 en las afueras
del antiguo cementerio de Montevideo, al dispararse un balazo en la cabeza. Esta
historia es significativa porque nos encontramos ante uno de los pocos casos
en los que el enfermo psiquiátrico toma la palabra.750 Entre las pertenencias de
Campodónico, la policía encontró una libreta en la que el suicida relataba su
vida. Inicialmente, según consta en el expediente, las autoridades no tomaron en
cuenta los apuntes del occiso, pero el juez pidió un examen de la libreta luego de
la insistencia de la familia para que devolvieran esa pertenencia.
En trece fojas, escritas en italiano y que llevan el abelardiano título de
«Memoria de mi dolorosa vida», Campodónico relató el periplo que había vivi-
do con la familia de su esposa. El traductor José E. Pesce consideró que, en el
escrito, «no hay hilación en los párrafos, existe un galimatías completo de ideas
y pensamientos», aunque, «por lo que he podido deducir de todo este memorial,

748 Juan L. Héguy, «Monomanía suicida y homicida», en La Gaceta de Medicina y Farmacia,


año i, n.o 3, Montevideo, 15 de diciembre de 1881, pp. 89-90.
749 Jiménez de Aréchaga, o. cit., p. 77.
750 Además, estamos ante un caso donde la justicia resolvió investigar el hecho, ya que, en la
mayor parte de los suicidios, y siguiendo una solicitada del Tribunal Superior de Justicia, los
magistrados archivaban la causa.

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el referido individuo se suicidó a consecuencia de los graves disgustos que le
ocasionaba la conducta de su esposa e hijos».751 El médico forense certificó que
se trataría, probablemente, de un alienado con ideas de persecución y destacó
también el rol de la familia que colaboró en la aparición del estado mental altera-
do. En los apuntes, figuraban los engaños permanentes de la esposa, con quien se
había casado en 1853, la posible relación incestuosa de esta con uno de los her-
manos que era prófugo de la justicia y la muerte de un hijo enfermo psiquiátrico.
Al mismo tiempo, el texto expresa el desencanto y el impacto que podían
generar la migración hacia América. Los locales mostraban preocupación por el
tipo de inmigración que podía llegar al Río de la Plata e, incluso, lo considera-
ban una característica preocupante del flujo masivo de población. Sin embargo,
para los migrantes, también significó un impacto emocional muy profundo que,
en algunos casos, pudo conducir al suicidio. En su relato, Campodónico sostuvo
que «busqué trabajo, así como enseñé a mis dos hijos, quienes no pudieron hallar
otra ocupación sino la de zapatero, no obstante de ser bastante instruidos». El
primer año en Montevideo pudieron ahorrar «200 pesos», aunque la esposa les
robaba y «hacía mayores gastos para vivir que los del año anterior».752
Viendo yo que ella hacía mis gastos, la reconvení manifestándole que no po-
díamos seguir de esa manera porque los gastos eran mayores que las entradas;
ella me contestó que si no me gustaba, que me separase, que ahora no le im-
portaba nada.
Para Campodónico,
Así no deben contestar las mujeres honradas, sobre todo cuando tienen un
marido cuyo único afán es sostenerlas y que no tiene más dinero, y que cuando
lo tenía, lo gastaba siempre para sostener a su familia y hacerla instruir, puesto
que ni por nuestra posición debía hacerlo máxime cuando no he tenido sino la
fortuna de la salud para poder ganar con solo mi trabajo.753
Aclaró también que no era alcoholista y que, por ende, su estilo de vida era
el de una persona con «buena conducta», interesante para ver cómo, paulatina-
mente, la campaña antialcoholista, que se llevaba adelante no solo en Uruguay,
sino en Europa, de donde provenía el propietario de la libreta, iba ganando te-
rreno entre los sectores populares. «Siempre me ocupé en trabajar y con mi tra-
bajo hice más de lo que debía para con mis hijos, siempre con los buenos deseos
y esperanzas de hacerles el bien», aunque ahora, «demasiado viejo», «no sirvo»
«por que [sic] ya no tengo más dinero».754 En este caso, en el cual Campodónico
estaba claramente afectado por una manía persecutoria, el suicidio podía ser

751 agn-sj, Sumario instruido…, o. cit., fs. 22, 23.


752 Ib., fs. 16-21.
753 Ib., fs. 25, 26.
754 Ib., f. 33.

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la manifestación final de otra psicopatología que se combinó con un ambiente
familiar que lo condujo a la autoeliminación.755
En otras situaciones, la combinación de «patologías sociales» podía al-
canzar un punto de alarma extremo. No sabemos cuál fue el desenlace de la
historia, pero ese podría ser el caso de Enrique V. Erserguer, uruguayo de
22 años, anarquista, alcoholista y con impulsos suicidas, quien le escribió al
presidente Williman en marzo de 1910. En su misiva, le decía a la máxima
autoridad política que:
Desde el alcoholismo hasta el periodismo ácrata, he recorrido compleja gama
de tan dispares incidentes como la vagancia, proclive al hecho delictuoso, y la
prisión arbitraria por ideales causales de mi regeneración, ideales que, desde
hace tres otoños, heme propuesto depurar de toda mixtión [sic] sectaria, vio-
lenta o antisocial.756
El escribiente señala que sus comportamientos vinculados al consumo de
alcohol, las inclinaciones anarquistas o la vagancia reñían con las consideracio-
nes dominantes, significativo esto porque es otra demostración del modo en que
los sectores populares fueron incorporando lentamente las pautas impuestas.
«Regenerado» y dispuesto a «alcanzar un grado de perfección espiritual fatal-
mente incompatible con el cultivo de labores manuales», le solicitó al presidente
un empleo público que le permitiera costear su existencia y, al mismo tiempo,
editar los escritos que «tengo actualmente archivados», entre los que había «nu-
merosos trabajos cortos de fondo social, tres libros de tesis filosófica en avanzado
estado de formación», en los que «comento, analizo y creo ampliar la obra de los
grandes teóricos de la libertad superlativa, desde Reclus a Nietzche».757 Si obte-
nía una negativa presidencial, Erserguer amenazó con «la anulación premeditada
de mi combatida existencia». «Sería lamentable que sucediera lo último —no por
mí, que poco me afecta—, sino ¡por la pérdida de mis obras embrionarias!» Sin
embargo, sería una actitud de incomprensión social hacia «los videntes mientras
viven», tal como había ocurrido con «J. H. y R. [Julio Herrera y Reissig]», poeta
del Novecientos, afectado por una patología psiquiátrica,758 un «espíritu exqui-
sitamente anormal» que «no tenía dinero, pero tenía alma de superhombre, las
dos condiciones genitoras del propio desamparo y de la agena [sic] indiferencia».
La nota cerraba con el augurio de que el pedido, «justo y humano», encontra-
ría respuesta positiva por parte de las autoridades, porque «sobre los intereses
materiales de una nación siempre han de primar los intelectuales y morales».759
Desconocemos pormenores del desenlace de esta historia y si se trataba, como
755 En 1881, el fiscal del crimen descartó cualquier acusación a la esposa o a otros integrantes
de la familia y archivó la causa (agn-sj, Sumario instruido…, o. cit., f. 40).
756 Archivo General de la Nación, Archivos Particulares y Archivo del Dr. Claudio Williman,
Carta de Enrique Erserguer al presidente Claudio Williman, 29 de marzo de 1910. En
adelante, se citará como agn, ap y acw.
757 Ib. Destacado en el original.
758 Sobre este autor, y su vinculación con la locura, véase la obra de Aldo Mazzuchelli ya citada.
759 agn, ap y acw, Carta de Enrique Erserguer…, o. cit.

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parece evidente (aunque nuestra consideración parezca propia de un médico
del período), de un enfermo psiquiátrico o si simplemente era una persona que,
detrás de ese relato de sacrificios en aras de la «Idealidad», solo buscaba obtener
un empleo público.
Fueron varios los suicidas que concretaron su objetivo dentro de los mu-
ros del manicomio, constatación de las dificultades severas para controlar a los
enfermos y evitar que atentaran contra su vida. Las cifras con que contamos se
encuentran discontinuadas, a lo que se agrega que, para algunos períodos, se
hicieron campañas de prensa y sensibilización que buscaban no difundir datos
sobre las autoeliminaciones. Pese a ello, casi todos los diarios del país publica-
ron, a lo largo del período, innumerable cantidad de noticias sobre personas que
murieron por propia voluntad. El diario El Día, periódico del ala batllista del
gobernante Partido Colorado, contaba con una columna que titulaba «Un suici-
dio» en la que se daba cuenta de hechos de esta magnitud con detalle.
Una referencia oficial para el período 1893-1911 aporta cifras que consi-
deramos poco certeras. Llama la atención el exiguo número total anual de sui-
cidios para una población que, a comienzos del siglo XX, ya superaba el millón
de habitantes.

Cuadro 7. Suicidios 1893-1911


1893 65
1894 65
1895 65
1896 80
1897 65
1898 90
1899 100
1900 150
1901 85
1902 75
1903 100
1904 65
1905 90
1906 115
1907 90
1908 80
1909 75
1910 100
1911 130

Fuente: Anuario estadístico de la República Oriental del Uruguay. Años 1909-1910 con varios datos
de 1911, Montevideo, Imprenta Artística y Encuadernación de Juan J. Dornaleche, 1912, p. 433.

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La atención prestada a los casos de suicidas unió a los médicos psiquiatras
con la tarea de los abogados, quienes también delimitaron el campo de acción
sobre los enfermos. A mediados del siglo XIX, en los programas de Derecho
Penal (cátedra que se inauguró en 1871), el suicidio figuró como uno más de los
delitos tipificados.760 Sin embargo, hacia fines del siglo, esa conceptualización
del suicidio como un delito comenzó a ser considerada una combinación de cau-
sas tal vez más complejas, que podía incluir la alienación mental.
Los técnicos de los dos campos contribuyeron a la aprobación de pro-
tocolos y formas de actuación que se debían respetar. Desde comienzos del
siglo XX, las internaciones dependieron tanto de médicos como de abogados
que reafirmaron la vigencia del Estado de derecho. Si bien no existía una ley
sobre alienados, la escasa legislación existente y la aprobación de la Ley de
Asistencia Pública permitieron que los enfermos psiquiátricos gozaran de al-
gunos derechos no siempre respetados. En algunos casos, en los que los enfer-
mos psiquiátricos cobraron notoriedad pública porque sus actos quebraron la
ley, la actuación de los juristas resultó fundamental.
En el capítulo siguiente, veremos cómo se forjó esa relación entre medicina
y derecho en los juicios por incapacidad —que dictaminaban si una persona
podía administrar sus bienes, permanecer en libertad, etcétera— y en los casos
de delitos penales (a lo que se agrega la idea del enfermo psiquiátrico como un
criminal o como un protocriminal).

760 Archivo General de la Nación y Archivo de la Universidad de la República, Don Alberto Nin
adjunta programa de Derecho penal, caja 26, carpeta 46, [20 de julio de 1878]. En adelante,
se citará como agn y Udelar.

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Relación entre medicina y derecho

Como señalamos en otras partes del trabajo, a la formación de un cam-


po psiquiátrico concurrieron tanto médicos como abogados. Los dos grupos
profesionales fueron delineando un campo de acción que hacia comienzos del
siglo XX se homogeneizó. Es decir, los médicos se encargaron de la función
sanitaria, pero las internaciones, las altas o las libertades en el caso de los cri-
minales con una patología psiquiátrica dependieron de los abogados, porque la
«locura» también comenzó a ser una cuestión de derechos. El tutelaje adminis-
trativo de los enfermos fue una conjunción de planteos médicos y jurídicos. La
psiquiatría, como un escudo protector de la sociedad, si bien tuvo un origen
médico, se nutrió de elementos del derecho, considerado en la época como el
otro gran pilar en la conservación de la sociedad. La interdicción civil de los
enfermos, el debate sobre la competencia de médicos y abogados al momento
de la internación o la discusión sobre la imputabilidad fueron conformando el
saber técnico-político sobre los «locos».
Puede que, como sostuvo Barrán, el hospital se haya convertido en un ám-
bito exclusivo de los médicos, pero la práctica médica también dependió de una
serie de normativas, rituales y protocolos que reservó un lugar para los abogados.
Es en ese sentido que hablamos de una vinculación asistencial represiva. Si la lo-
cura se originaba por la constitución biológica de los pacientes o por el ambiente
social en el que estaban insertos, su combate dependía de políticas sociales ca-
paces de modificar aquellos factores determinantes. Médicos y abogados fueron
juntos parte del caudal de esa corriente de reforma.
En este capítulo, analizaremos la actuación conjunta de las dos áreas pro-
fesionales. En la primera parte, estudiaremos los juicios por incapacidad que
involucraron a enfermos psiquiátricos.761 En la segunda parte, nos concentrare-
mos en la relación que médicos y abogados establecieron entre criminalidad y
enfermedad psiquiátrica. El estudio de la intersección entre el dispositivo penal
y el alienista-psiquiátrico, tal como sostiene Máximo Sozzo para el caso argenti-
no, permitirá abordar los planteos que asociaban la delincuencia con trastornos
psiquiátricos, las discusiones en relación con la imputabilidad de los internos del
manicomio que habían cometido asesinatos, así como el debate en torno a los
establecimientos de reclusión de los «locos-criminales».762

761 El extravío o el deterioro de la documentación ha hecho prácticamente imposible dar con


papelería de contiendas por incapacidad psiquiátrica que hayan tenido curso en los juzgados
civiles.
762 Máximo Sozzo, Locura y crimen. Nacimiento de la intersección entre los dispositivos penal y
psiquiátrico, Buenos Aires, Didot, 2015.

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El incapaz
Durante todo el período considerado en nuestro trabajo, médicos, abo-
gados y autoridades discutieron acerca de los derechos civiles de los llamados
enfermos psiquiátricos. Esto permitió que se desarrollara un concepto médico-
jurídico, la incapacidad, noción utilizada, sobre todo, en las instancias judicia-
les (que luego se trasladó al uso cotidiano de la población). Desde la década del
setenta del siglo XIX, todo enfermo psiquiátrico era incapaz de administrar
sus bienes, de contraer enlace matrimonial, de tener familia a su cargo e, inclu-
so, de ejercer cualquier actividad.
En 1862, Brunel se preguntó: «Un demente colocado en un asilo, ¿puede
ejercer actos legales?». Según su visión, existían «algunos monomaniacos cuyo
delirio es muy parcial y que —salvo los errores propios de ese delirio— tienen
ideas muy justas sobre otros objetos». En ese sentido, consideró que «esta clase
de dementes podrían ejercer actos legales desde que el ejercicio que hiciesen de
sus derechos civiles en nada se relacionase con su monomanía». Sin embargo,
también planteó que era importante nombrar un «administrador provisorio» de
los bienes de los enfermos psiquiátricos, que podía ser un familiar, una persona
de confianza e, incluso, un abogado. Su función sería «velar sobre los bienes de
un demente para cuidarlos y gestionarlos». Esto se agudizaba en los casos en los
que «se hayan perdido todas las esperanzas de que el demente pueda recobrar sus
facultades intelectuales». Señaló que, por un lado, «las formalidades prematuras
de la interdicción pueden producir funestos efectos sobre el demente» y, por
otro, «viene a ser la declaración legal que borra a la vida civil a un hombre que
ha perdido para siempre el uso de su razón, por lo que no debe darse esa decla-
ración, ni iniciar esas formalidades mientras la ciencia médica de [sic] esperanzas
de curar al enfermo».763
En la década del sesenta del siglo XIX, una persona podía permanecer en
el asilo de dementes sin que se declarara su incapacidad civil. Sin embargo, ya a
fines del mismo decenio y en un proceso que se endurecería cerca del siglo XX,
cualquier paciente que ingresara al manicomio debía ser declarado incapaz. El
problema fue que, por lo general y durante todo el período considerado, esa
formalidad no siempre se cumplía pese a la insistencia de médicos y abogados.
Asimismo, podemos ver que, en los pacientes indigentes, por lo general, no se
hacía ningún tipo de juicio por incapacidad (y los abogados no demostraban
interés en el caso, ya que no cobrarían honorarios). La persona ingresaba al hos-
picio e, incluso, podía obtener el alta médica por la presión familiar. La situación
cambiaba si el juicio por incapacidad involucraba a una persona perteneciente a
los sectores económicamente más poderosos.

763 Brunel, o. cit., pp. 288-289.

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La primera norma que legisló sobre la situación civil de los enfermos psi-
quiátricos fue el Código Civil aprobado en 1868 y tomó como referencia otras
legislaciones internacionales, en especial, la que regía en Francia. Algunos artí-
culos estaban dedicados a la «alienación mental»: el 352 definió como incapaces
a «los menores de edad», a «las mujeres» (a excepción de la abuela del menor en
caso de que fuera viuda), a «los ciegos», a «los mudos» y a «los dementes», y el
artículo 432 estableció quiénes quedaban «sujetos a curaduría general», entre los
que se encontraban los «dementes» aunque «tengan intervalos lúcidos».
Determinar la incapacidad, según la norma, le correspondía al juez letrado
departamental, quien podía «interrogar por sí mismo al supuesto demente y oír
el dictamen de dos o más facultativos de su confianza». Esos médicos tenían que
concurrir al tribunal y aportar en sala su dictamen. «Aun cuando el demente se
encuentre recluido en el Manicomio, su incapacidad no es para la ley un hecho
averiguado. Legalmente, solo es un hecho averiguado la incapacidad cuando ha
mediado declaración judicial.»764 El magistrado podía decretar la privación de
libertad solo «en los casos en que sea de temer que, usando de ella, se dañe a sí
mismo o cause peligro o notable incomodidad a otro». «No podrá tampoco ser
trasladado a una casa de dementes, ni encerrado, ni atado, sino momentánea-
mente, mientras a solicitud del curador se obtuviere autorización judicial para
cualquiera de estas medidas.» Al igual que en la codificación indiana, las dispo-
siciones relativas al tutelaje del enfermo psiquiátrico recaían sobre el juez y no
sobre los médicos que prácticamente no tenían competencia sobre las causas.
En los casos de incapacidad con internación domiciliaria, era imprescindi-
ble el nombramiento de un curador, que podía ser un familiar o una persona de-
signada por los parientes e, incluso, por el propio juez. El curador se encargaría
de todos los aspectos relacionados con la vida civil del enfermo psiquiátrico y
de administrar los bienes. En otros casos, la curatela era una forma de alejar al
enfermo de su familia, donde se creía que había iniciado la psicopatía, pero eso
no garantizaba que el curador fuera un buen administrador. En las situaciones en
las que se trataba de una familia «sana», médicos y abogados apuntaron a que el
paciente permaneciera dentro de su ámbito. «El afecto entre ascendientes y des-
cendientes» o «entre esposos» era «la mejor garantía para el desempeño del car-
go» de curador.765 Le correspondía al juez de cada departamento la vinculación
con el curador designado. Esta decisión del Código, que los abogados pedían se
cumpliera, generó problemas, ya que, muchas veces, el magistrado que declaraba
la incapacidad dejaba de tener contacto con el enfermo porque este último era
trasladado al Manicomio Nacional en Montevideo.

764 «Las curatelas de los dementes asilados en el manicomio», en La Revista de Derecho,


Jurisprudencia y Administración, año 6, n.o 20, Montevideo, 30 de junio de 1900, p. 307.
765 José R. Habiaga, «La mujer curadora de su marido incapaz no está obligada a hacer in-
ventario de los bienes que administra como tal curadora», en Revista de la Asociación de
Escribanos del Uruguay, n.o 9, Montevideo, 1910, p. 408.

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Otro problema se generó porque, en muchas ocasiones, las familias —por
guardar el honor, evitar la maledicencia, etcétera— se negaban a solicitar la
actuación judicial y el enfermo era recluido en su propio domicilio sin ningún
tipo de asistencia. Por ello, como vimos en el primer capítulo, a comienzos del
siglo XX, los médicos comenzaron a hablar de la «secuestración», que constituía
cuando no se declaraba la presencia de un familiar enfermo.
El Código Civil también estableció, por el artículo 439, que los deudos de
un demente fallecido no podían impugnar las decisiones que el muerto hubiera
tomado en vida, siempre que no se produjeran dentro del período de demencia,
afección mental o incapacidad. El punto es interesante porque, en los juzgados
civiles, se sucedieron distintas demandas sobre herencia y testamentaria, y uno
de los alegatos utilizados por los abogados era que el escrito había sido hecho
por una persona que padecía una psicopatía.766 Pero los enfermos psiquiátricos
tampoco podían «disponer por testamento» de ningún bien que le fuera legado,
y esto incluía a los que «no gozaren actualmente del libre uso de su razón, por
demencia, ebriedad u otra causa».767
Algunas disposiciones conexas contenía el Código de Instrucción Criminal
de 1878, que, por ejemplo, consideraba a los enfermos psiquiátricos como «tes-
tigos inhábiles».768 Lo mismo ocurría cuando terceros entablaban demanda civil
o penal contra una persona que padecía algún trastorno. En esos casos, «deben
ejercer la personería sus representantes legales o personas que autorice el juez a
falta de ellos».769 La declaración de incapacidad y la restricción de «los derechos
del ciudadano» buscaban colocar al paciente «en las condiciones de la niñez» y,
al mismo tiempo, sustraerlo de la vida social porque podía ser «peligroso».770
A fines del siglo XIX y comienzos del xx, los médicos comenzaron a mi-
rar con desconfianza el Código y a reclamar su espacio en las declaracio-
nes de incapacidad. Entendieron que no era a los jueces —y, por ende, a los
abogados— a quienes les correspondía esa determinación, sino a un informe
facultativo. Los jueces reclamaron esa facultad e, incluso, desconocieron a
los médicos. Un ejemplo en ese sentido fue la actitud de los jueces civiles, los
cuales, en los juicios por incapacidad, llamaban a declarar a las hermanas de
caridad —encargadas de la observación de los pacientes dentro del hospicio
hasta comienzos del siglo XX— antes que a los médicos. Esto no implicó des-
conocer el informe médico obligatorio establecido por el Código Civil, pero
la complementariedad de la información con comentarios de las religiosas, ¿no

766 Elías Regules, Disposiciones nacionales con Interés Médico-Legal. Coleccionadas para los es-
tudiantes de Medicina por el profesor de la Asignatura, Montevideo, Facultad de Medicina-
Aula de Medicina Legal, 1915, pp. 33-34.
767 Ib., p. 35.
768 Ib., p. 37.
769 José A. Giménez, La tramitación de juicios. Manual de abogacía práctica, vol. I, Montevideo,
La Tribuna Popular, 1894, p. 36. El manual de Giménez fue uno de los más utilizados du-
rante el período considerado en nuestro trabajo.
770 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 122, 123.

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expresa cierto desconocimiento de la función de los profesionales de la salud?
Creemos que sí, pero también es interesante para pensar que la psiquiatría
como disciplina aún no se había consolidado.
En 1901 y 1902, el Tribunal Superior de Justicia resolvió que los enfermos
psiquiátricos declarados incapaces por un juez letrado departamental debían
trasladarse al lugar donde se había resuelto su destino, lo que generaba graves
complicaciones logísticas y el malestar de los facultativos, ya que el paciente era
retirado no siempre con un certificado médico.771 Por ejemplo, en 1910, la di-
rección del manicomio, «en virtud de oficio número 1623 del Juzgado Letrado
de Canelones, informa que el incapaz F. H. no puede salir de aquel asilo con ob-
jeto de declarar».772 Sin embargo, el juez letrado hizo primar su posición y obligó
a los médicos a que entregaran al paciente. La agitación que podía provocar el
traslado del interno no era considerada por los jueces, quienes, en casos como
estos, desoyeron los consejos de los psiquiatras.
Al igual que las historias clínicas sobresalientes fueron discutidas en las
revistas médicas, los casos de incapacidad permitieron un amplio debate ju-
rídico sobre la legislación local referente a los enfermos psiquiátricos. Varias
de esas historias tuvieron repercusión periodística porque las personas invo-
lucradas pertenecían a los sectores económicamente más poderosos. En esos
casos, médicos y abogados tenían una tarea delicada y se vieron envueltos en
disputas de tipo familiar, tensiones intestinas entre los grupos, espacios donde
los poderes públicos carecían de influencia directa, pero en los que podían
incidir gracias a los peritajes.
Los médicos debieron lidiar con la presión resultante de pedidos de interna-
ción y declaraciones de incapacidad para personas cuyos informes demostraban
que carecían de psicopatía evidente. Un caso sonado fue el del juez Luis Velazco,
para quien el fiscal del crimen del período solicitó una declaración de incapaci-
dad en 1883, pese a que los médicos que actuaron expresaron que el magistrado
no mostraba alteración de sus facultades mentales.773 En ese caso, Francisco
Antonino Vidal (quien, hasta el año anterior, se había desempeñado como pre-
sidente de la República) y Joaquín Canabal, en nombre del Consejo de Higiene
Pública, concluyeron que Velazco no era incapaz, ya que tenía un leve «reblan-
decimiento cerebral» que «nada tiene que ver, ni anatómica, ni sintomática, ni
nosológicamente con la enajenación mental o locura». Según los dos médicos, «la
pretendida similitud analógica o identidad que se ha querido establecer entre
ambos padecimientos» se debía a la actuación de enemigos políticos de Velazco,
«personas ajenas a la profesión e ignorantes de las cuestiones médico-legales».
El magistrado mostraba una «marcada ineptitud» y «morosidad en la expedición
de los asuntos y falta de tino en la redacción de sus sentencias», pero eso no lo

771 La Revista de Derecho, Jurisprudencia y Administración, año xvi, n.o 9, Montevideo, 15 de


enero de 1910, p. 132.
772 Ib.
773 La Revista Forense, año ii, n.o 7, 18 de febrero de 1883, p. 54.

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privaba de sus derechos civiles.774 En otros casos, la pericia médica estableció
que la persona era «incapaz de dirigir su persona y bienes», como ocurrió con
Juan Zapoli en febrero de 1906, luego de que fuera internado en observación a
pedido de la esposa y examinado por Alejandro Saráchaga.775
Lo interesante es ver cómo ante disputas familiares, económicas o políticas
el recurso de incapacidad fue utilizado como mecanismo para solucionar otro
tipo de conflictos. Casos de este tipo sirven para ver de qué forma la idea de
locura se incorporó en distintos estratos sociales que buscaban que la persona
con la que mantenían una relación tensa terminara encerrada en el hospicio.
Asimismo, podemos observar la asociación entre cualquier conducta que se con-
sideraba desviada y la enfermedad psiquiátrica, que llevaba a la consiguiente
solicitud de incapacidad por parte de la familia.
Médicos y abogados se mostraron celosos de la defensa de los derechos de
los alienados e insistieron en la necesidad de contar con reglas que permitieran
la internación en el hospicio o la salida de él. En ese sentido, podemos concluir
que los dos grupos de profesionales (aunque presentaron numerosas diferencias)
asumieron una posición garantista, de respeto de los derechos de los pacientes
y sus familias, aunque claramente eso no siempre fue bien visto o respetado por
las autoridades religiosas o la policía.

«Solo media un paso entre el criminal y el demente»776


En 1862, Brunel diferenció la actuación jurídica para los casos de incapaci-
dad que les correspondía a los juzgados civiles y los casos en los que actuaba la
justicia penal, en los que la sociedad «debe estar por la irresponsabilidad de los
enfermos cuando se trata de cuestiones criminales».777 El comentario del galeno
francés se vincula a un proceso que también fue característico del siglo XIX y que
atravesó la psiquiatría, pero también el derecho y la criminología. Nos referimos
a la psicopatologización de las personas que participaban de hechos que violaban
las leyes penales, en particular quienes cometieron crímenes que atentaron contra
la vida de terceros. Ese tipo de situaciones también conectó a los médicos con los
abogados y generó un tipo de relacionamiento no exento de disputas.
En este apartado, buscaremos conocer algunas de las causas que provo-
caron, en el ámbito local, la asociación entre crimen y locura, articular el

774 Manuel Olachea, Incidente de incapacidad mental del Señor Doctor Luis M. Velazco por
causa de reblandecimiento cerebral crónico, promovido en virtud de haber sido nombrado con-
juez por el Excelentísimo Superior Tribunal de Justicia de la R. O. del U., Montevideo,
Imprenta y Encuadernación de Rius y Becchi, 1883, pp. 40-41.
775 agn-aj, Juzgado Civil del 4.o Turno, Zapoli, Juan. Incapacidad. 1906.
776 Francisco Capella y Pons, La Medicina Legal y la jurisprudencia médica. Lijero [sic]
estudio presentado a la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Montevideo, Imprenta y
Encuadernación de Rius y Becchi, 1882, p. 39.
777 Brunel, o. cit., p. 319.

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discurso histórico sobre el período con los debates médico-jurídicos, y analizar
los discursos y prácticas que unieron el fenómeno de la criminalidad y el de la
enfermedad psiquiátrica. Asimismo, indagaremos en las propuestas de castigo,
en el tratamiento terapéutico de los criminales y en los espacios de contención
y aislamiento.
Desde inicios del siglo XIX, se comenzó a discutir sobre la imputabilidad
de los enfermos psiquiátricos. Una corriente sostuvo que, al no ser responsables
de sus actos, los locos que cometían un delito debían ser eximidos del castigo.
De todos modos, eso no evitaba que el enfermo-criminal fuera recluido en un
asilo o manicomio. Por el contrario, otra vertiente, característica de las primeras
cuatro décadas del siglo XIX, insistió en que merecían el mismo tratamiento que
cualquier criminal. No había una distinción clara entre locura y delito. Tanto el
delincuente cuerdo como el loco furioso compartían un mismo final: el presidio
o algún tipo de encierro, ya que las leyes equiparaban los hechos criminales per-
petrados por uno y otro. Esta posición imperó en la Provincia Oriental hasta la
década del cincuenta del siglo XIX. Si bien los ejemplos con que contamos son
limitados, algunas situaciones nos permiten afirmar lo anterior. Ejemplo de ello
es el caso de José Melgar, quien el 29 de julio de 1815 apuñaló y mató a su padre
Tomás y a su hermano Francisco delante de sus sobrinas. El caso es la primera
referencia cronológica con que contamos sobre un asesinato que involucró a un
enfermo psiquiátrico. Las autoridades recurrieron también a la declaración de
testigos que reafirmaron la locura del imputado, quien «había estado preso en la
Ciudadela de Montevideo por loco». En su declaración, Melgar afirmó recordar
el hecho, pero dijo desconocer si los heridos habían muerto.
Lo interesante del caso es que el fiscal desestimó el carácter de demente del
asesino, aunque fuese «loco con intervalos», porque el hecho lo había cometido
sin perturbación. En su intervención, afirmó que
Los crímenes […] que perpetró son delos [sic] más horrorosos, feroces y crue-
les por todas circunstancias: O ¡y quanto se resiente la humanidad de aten-
tado tan enorme! contra el Padre que le dio el ser y que hasta los iracionales
lo repugnan [sic].778
La defensa pidió internación domiciliaria «con las prevenciones correspon-
dientes» y que se considerara su situación mental.779 José Gervasio Artigas, jefe
político y militar de la revolución oriental y gobernador intendente de la Banda,
pidió la pena capital inmediata para el detenido. Antes de su decisión, Artigas
recibió una comunicación del comandante político y militar de Minas, Nicolás
Gadea, quien testificó que:
El Estado del Juicio que V. S. me pide del agresor José Melgar en el Acto
del Crimen digo que la tarde anterior del hecho Estube en su Casa [sic], y no

778 «Sumario del agresor José Melgar por haber dado muerte a su padre Dn. Tomás y a su
Hermano Dn. Francisco Melgar», en Archivo Artigas, vol. xxii, Montevideo, Comisión
Nacional Archivo Artigas, 1989, p. 156.
779 Ib., pp. 159-160.

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reconoci [sic] q.e estubiese [sic] alterado del Juicio, pues me hablo [sic] acor-
des, Siendo constante.780
Lamentablemente, desconocemos el desenlace de la historia, ya que el do-
cumento, publicado por el Archivo Artigas, se encuentra incompleto, aunque
también se puede ver que, en 1817, la causa seguía su curso. El caso nos sirve
para analizar el tipo de tratamiento que se podía destinar a los enfermos psiquiá-
tricos que cometían un crimen durante la primera mitad del siglo XIX. También
es una constatación de la ausencia de peritajes médico-legales para determinar la
responsabilidad de los criminales. En la documentación que se sucedió durante
dos años, no intervino, en ningún momento, un médico para afirmar o no que el
detenido mostraba alguna psicopatía.
En 1836, la flamante Junta de Higiene Pública confirió potestades a los
médicos que la integraban para actuar en los casos en los que el criminal mostra-
ba alguna psicopatía.781 Sin embargo, los enfermos psiquiátricos que cometían
algún delito no quedaban eximidos de la pena. La siguiente referencia la aporta
Adolphe Brunel en 1862, quien mostró preocupación en los casos en los que
un epiléptico cometía algún tipo de ilegalidad y defendió la irresponsabilidad
de los enfermos de ese tipo. Según el profesional francés, «el estado mental de
los epilépticos es enteramente subordinado a los ataques convulsivos» que po-
dían generar «violencia» o «excitación maniática», lo que los convertía en «los
más peligrosos de todos los dementes».782 Para determinar si el enfermo había
actuado en un intervalo lúcido o luego de una convulsión, era imprescindible la
actuación de «médicos llamados como peritos» y «magistrados» que se encarga-
rían de establecer «si un epiléptico era o no demente en el momento del acto
acriminado».783 El francés reclamó la actuación conjunta de médicos y abogados
para la realización de los peritajes legales. Podríamos pensar que la convocatoria
es una constatación de que, aún en la década del sesenta del siglo XIX, los dos
campos profesionales actuaban de forma separada en los tribunales. En la década
siguiente, esa distancia ya se había saldado y el relacionamiento entre medicina y
derecho se consolidó más aún con la creación de una cátedra de Medicina Legal
al entrar en funciones la Facultad de Medicina en 1876 (que, sin embargo, mos-
tró numerosos impedimentos para un normal desarrollo de la materia hasta la
década del ochenta del siglo XIX).
A inicios de la década del ochenta del siglo XIX, la gravedad del delito, aun-
que el imputado fuese un enfermo psiquiátrico, determinaba la comparecencia
judicial para que el juez de la causa dictara sentencia luego de interrogar al sos-
pechoso. La normativa vigente estipulaba ese pasaje judicial, tal como se puede

780 Ib., p. 146.


781 Colección Legislativa de la República Oriental del Uruguay, vol. i, Montevideo, La Idea,
1876, p. 351.
782 Brunel, o. cit., p. 300.
783 Ib., p. 315.

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apreciar al analizar las disposiciones penales y el accionar policial.784 El Código
de Instrucción Criminal determinó que, si en el transcurso del juicio o luego de
producida la sentencia el preso caía en «estado de demencia», la pena quedaba
suspendida hasta que recuperara sus facultades mentales.785 Pero la primera nor-
mativa en materia penal para los casos de enfermos psiquiátricos que sustituyó
las disposiciones indianas en todo el sistema jurídico local fue el Código Penal
aprobado en 1889. El artículo 17 consideraba «excento [sic] de responsabilidad
penal» al «loco o demente, a no ser que haya obrado en intervalo lúcido». Cuando
el delito cometido ameritara «pena de muerte o penitenciaría», el «juez decretará
su reclusión en uno de los establecimientos destinados a los enfermos de aquella
clase, del cual no podrá salir sin previa autorización del mismo». Si se trataba de
un delito menor, «el loco o demente», tal como pasaba en algunos casos, «será en-
tregado a su familia, bajo fianza de custodia, y, mientras no se preste dicha fianza»,
permanecería detenido.786
El artículo 87 de la norma intentó brindar ciertas garantías a los enfer-
mos psiquiátricos que estaban siendo juzgados. Si el detenido caía en «estado de
locura o demencia» durante el juicio, el magistrado debía suspender «los pro-
cedimientos». Si la psicopatía se despertaba mientras cumplía la condena, se
suspendían sus efectos y el juez podía disponer «la traslación del reo a los hospi-
tales destinados a los enfermos de aquella clase, a menos que se trate de un delito
leve, en cuyo caso podrá ser entregado a su familia, bajo caución de custodia y
de tenerlo a disposición de la justicia».787 La nueva arquitectura legal amplió el
campo de la responsabilidad/irresponsabilidad que por el Código Civil quedaba
restringida al derecho civil o comercial. La locura entró de lleno también en el
área penal, confirió distintos niveles de peligrosidad a los enfermos psiquiátricos
y puso a tono al país en las discusiones internacionales para saber si los crimina-
les podían ser considerados anormales o no.
El Código de 1889 resultó fundamental en el ascenso del poder psiquiá-
trico. Como vimos, durante buena parte del siglo XIX, los tribunales de justicia
actuaron y dictaron sentencias al margen de la opinión de los médicos. Sin em-
bargo, luego de la sanción de la norma penal, la pericia médico-legal pasó a ser
un dispositivo fundamental de las causas criminales, en particular, de aquellas
que habían tenido participación de enfermos psiquiátricos. Claro está que no
siempre los jueces respetaron el requisito.
La codificación penal del país no comulgó originariamente con la asocia-
ción directa entre la enfermedad psiquiátrica y la criminalidad. Por el contrario,
para los redactores del Código, el enfermo podía «perder el juicio» en prisión y
abrir una nueva etapa en las instancias penales. El problema lo generaron los crí-
menes cometidos por personas que inicialmente no mostraban ningún síntoma

784 Proyecto de guía policial…, o. cit., p. 26.


785 Código de Instrucción Criminal, artículo 316.
786 Regules, o. cit., p. 35.
787 Ib.

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psiquiátrico evidente. Pero también sirvió para demostrar que la locura no siem-
pre era nítida, sino que era capaz de permanecer invisibilizada hasta un estallido
furioso del enfermo. La enfermedad mental pasó a ser una patología compleja,
polimorfa, imprevisible y con distintos estadios de desarrollo. La nueva situa-
ción permitió, al decir de Foucault, el abandono de la noción de monomanía
homicida o de locura parcial que se desencadenaba en determinados momentos
y resultó «sustituida por la idea de una enfermedad mental» que «no es nece-
sariamente una patología del pensamiento o de la conciencia, sino que puede
afectar también a la afectividad, los instintos, los comportamientos automáticos,
dejando casi intactas las formas de pensamiento».788
El «loco criminal» aunó la necesidad de alcanzar un tratamiento para su
patología, pero también el deber de castigar si infringía la ley penal. En ese
sentido, podríamos pensar que el peritaje médico-legal sobre los enfermos psi-
quiátricos contribuyó, junto con la nueva arquitectura punitiva montada desde la
década del setenta del siglo XIX —si tomamos la periodización establecida por
Fessler—, al pasaje de una justicia penal inquisitorial, que simplemente buscaba
castigar al criminal, a un tipo de justicia que, más allá del castigo, intentó exa-
minar los rasgos de los imputados. De este modo, criminólogos y psiquiatras se
opusieron a la llamada escuela clásica del derecho penal que insistía en el libre
albedrío, según la cual todos los hombres eran cualitativamente iguales y por
su propia voluntad optaban por cometer un acto ilícito. Esta corriente estaba
representada, entre otros, por Cesare Beccaria (1738-1794) en Italia, Anselm
Von Feuerbach (1775-1833) en Baviera y Jeremy Bentham (1748-1832) en
Inglaterra. Sin embargo, sus posiciones en relación con el castigo del loco tam-
bién fueron diversas. Bentham, por ejemplo, fue explícito en la idea de no aplicar
castigos a quienes cometieran delito en estado de «locura», «intoxicación» o en
la «extrema infancia»,789 ya que era ineficaz, posición compartida por algunos
juristas católicos, para quienes niños y locos no poseían libre albedrío.
Fue Cesare Lombroso, junto con varios de sus seguidores, quien estableció
que no podía aplicarse en el derecho penal el criterio del libre albedrío, sino que
los criminalistas debían remitirse a múltiples causas, ya que el sujeto criminal se
encontraba determinado por factores biológicos, pero también por sociales y psi-
cológicos que impulsaban al delito. Por su parte, Magnan sostuvo que la degenera-
ción no conducía de forma inequívoca al crimen, sino que provocaba dificultades
de adaptación a las normas elementales de convivencia, pero que, en la aparición
de un hecho delictivo, había, sobre todo, causas de tipo moral.
En su obra de 1876 El hombre delincuente, Lombroso planteó que el delito
estaba determinado por causas biológicas de naturaleza hereditaria y que los
distintos tipos criminales eran regresiones no evolucionadas del hombre. Así,
distinguió dos clases de criminales: el criminal de ocasión, al cual había que

788 Foucault, «La evolución de la noción de “individuo peligroso” en la Psiquiatría legal», en La


vida…, o. cit., p. 169.
789 Ib., p. 119.

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combatir con leyes penales que contuvieran su accionar, y el criminal nato, ser
incorregible para el que solicitaba la detención perpetua en asilos especiales. El
hombre delincuente se caracterizaba por anomalías somáticas que daban cuenta
de rasgos de la personalidad criminal, como:
La escasez de pelo, la exigua capacidad craneal, la frente hundida, los senos
frontales muy desarrollados […], el mayor grosor de los huesos del cráneo, el
enorme desarrollo de las mandíbulas y de los pómulos, el prognatismo, la obli-
cuidad de las órbitas, la piel más oscura, el cabello más espeso y rizado, las
orejas voluminosas.790
Asimismo, presentaba rasgos atávicos de tipo moral, como:
La precocidad de los placeres venéreos y en el vino, y la pasión exagerada por
estos […], la escasa sensibilidad al dolor, la total insensibilidad moral, la apatía,
la ausencia de remordimientos […], la facilidad por la superstición, la suscep-
tibilidad exagerada del propio yo y hasta el concepto relativo de la divinidad
y de la moral.791
Según Lombroso, había individuos anormales que por su constitución física
y psíquica mostraban cierta tendencia al delito, que se manifestaba mediante
algún tipo de anormalidad orgánica. A su vez, su postura se combinó con el
evolucionismo racista, que consideraba las penas como un mecanismo del propio
organismo social para defenderse de los ataques de aquellos que alteraban el or-
den social.792 Desde Beccaria a Lombroso, la delincuencia se definía por el que-
branto de la ley. Sin embargo, el médico italiano sostuvo que existían hombres
no evolucionados que eran criminales por su mera existencia y que le competía
al Estado la necesidad de prevenir sus acciones.
Para Lombroso, los estigmas físicos no eran determinantes per se, sino que
tenían que estar acompañados por estigmas psíquicos, manifestaciones de con-
ducta que dieran cuenta del carácter atávico de la persona. Por eso, era importante
el estudio físico, pero también el análisis de las características hereditarias y del
medio social. Estas consideraciones identificaron patrones entre las características
biológicas y el comportamiento para aplicarlos en el estudio del crimen.
Dos discípulos de Lombroso, los igualmente criminólogos Enrico Ferri y
Raffaele Garofalo, asociaron la tendencia delictuosa no solo con los aspectos
antropológicos, sino también con las circunstancias sociales y económicas que
llevaban a un individuo al quebranto de la ley o a tener algún comportamien-
to desviado. Asimismo, negaron el carácter hereditario de la degeneración al
sostener que, a través de la educación, la sociedad se encontraba a tiempo de
salvar a los «anormales» de la delincuencia. El problema pasó a ser no solo el
790 De L’uomo delinquente in rapporto all’antropologia, alla giurisprudenza e dalla psichiatria,
citado en: Umberto Eco, Historia de la fealdad, Barcelona, Debols!illo [sic], 2011, p. 260.
791 Ib.
792 Durante el siglo XX, la investigación en psiquiatría, en especial, la genética molecular, demos-
tró que la conducta delictiva o antisocial estaba asociada a funciones neuroquímicas que no son
determinantes, pero que influyen en el temperamento, en la motivación de todas las conductas,
incluidas las delictivas. Eso no implicó dejar de lado las causas económicas o sociales.

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delincuente, sino el medio social defectuoso que era imprescindible controlar.
Esa noción de defensa social no buscaba castigar al delincuente como moral-
mente responsable del delito (tal como proponía la escuela clásica) porque la
criminalidad era irrefrenable (consecuencia de factores internos y externos aje-
nos a su voluntad), sino defenderse, contener y reprimir con anticipación para
preservar de su existencia a toda la sociedad. En Argentina, la defensa social
recurrió a la expulsión de los indeseables o anormales, mientras que Uruguay no
se caracterizó por recurrir al destierro o al impedimento de ingreso al país, sino
por el confinamiento en distintas instituciones que conformaron su archipiélago
disciplinario. La posibilidad de defenderse modificó la conceptualización sobre
los enfermos psiquiátricos que comenzaron a ser vistos como peligrosos. Esta
idea del riesgo que podía generar un enfermo psiquiátrico quedó consagrada en
la Ley de Asistencia Pública, que buscó «defenderse de un alienado que es un
peligro para la seguridad pública».793
Ferri agrupó a la multitud de delincuentes en cinco grandes categorías:
«Criminales locos, criminales natos, habituales o por hábito adquirido, crimina-
les por ocasión y criminales por pasión».794 Estas corrientes serán una constante
en la academia médica y jurídica uruguaya de fines del siglo XIX y comienzos
del siglo XX. El mismo proceso atravesó Argentina, donde la criminología po-
sitivista fue adoptada por un importante grupo de juristas e higienistas (lide-
rados por Ramos Mejía) que, en 1882, fundaron la Sociedad de Antropología
Jurídica, considerada una de las primeras del mundo en el estudio del delincuen-
te. Los criminólogos argentinos tuvieron contacto con los italianos. Lombroso
tradujo a su idioma la obra de algunos especialistas argentinos, y Enrico Ferri
visitó Buenos Aires —y también Montevideo—, donde dictó una serie de con-
ferencias (que en ambos países provocaron la réplica de médicos, abogados y
políticos locales).

Criminología local y enfermedad psiquiátrica


Las causas del crimen y su relación con la enfermedad psiquiátrica pasaron
a ocupar un lugar central en la Cátedra de Derecho Penal de la Universidad de
Montevideo. En 1878, el catedrático de Derecho Penal, Alberto Nin, incor-
poró al programa del curso una unidad dedicada a «las enfermedades menta-
les» y a las «circunstancias que deben revestir las enfermedades mentales para
que eximan de responsabilidad al agente». Tampoco descartó la idea de «lúci-
do intervalo», que ocasionaba la «controversia sostenida entre los criminalis-
tas sobre la responsabilidad criminal que incumbe al loco por tales actos».795
Probablemente, Nin buscó cuestionar esa idea del «intervalo lúcido», ya que,
para algunos penalistas y médicos que comenzaron a actuar en la década del

793 La Asistencia Pública Nacional…, o. cit., p. 23.


794 Enrico Ferri, Sociología criminal, Madrid, Centro Editorial de Góngora, s. a., p. 164.
795 agn y Udelar, Don Alberto Nin…, o. cit.

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setenta del siglo XIX, no había raptos de lucidez en las enfermedades psiquiá-
tricas. Es decir, el enfermo estaba o no estaba curado. El programa de Derecho
Penal de 1890 estableció una unidad para la distinción del delincuente y para
su caracterización desde el «punto de vista físico, intelectual, moral y social».796
Para los abogados, la oposición no era menor, porque si todos los delincuentes
o criminales eran enfermos psiquiátricos, todos quedaban eximidos de la pena.
Al mismo tiempo, se comenzó a discutir sobre qué hacer con los llamados anti-
sociales, es decir, aquellas personas aparentemente normales, pero cuyo trastor-
no los llevaba a ser manipuladores, agresivos, impulsivos. Ese tipo de criminal
era consciente de sus actos, pero no mostraba sentimiento de culpa.797
Al momento de considerar la etiología del delito, se mantuvo como criterio
preponderante la división en dos grandes factores. Por un lado, los factores en-
dógenos: atavismo, epilepsia, locura y degeneración, y, por el otro, las considera-
ciones exógenas, como el clima y el suelo, así como las influencias sociales: raza,
sexo, edad, religión, emigración, educación, moral, medio y profesiones.
El abogado Félix Ylla, al analizar las causas de la delincuencia a partir de los
aportes del positivismo, sostuvo la existencia de un tipo criminal que podía ser
identificado de un modo preciso por medio de minuciosos estudios y observa-
ciones. Es que, por su condición de seres degenerados —afirmaba este autor—,
no podían ser considerados en la misma categoría que el hombre normal, pero,
a su vez, lucían notorias diferencias entre sí que permitían clasificarlos en razón
de sus anomalías.
Las principales divisiones que pueden denominarse troncos de cada clase dis-
tinta de la delincuencia, y en cuyo contorno se agrupa la inmensa variedad
de delincuentes que existen, son: delincuentes de ocasión, por ímpetu de la
pasión, habituales, entre los que habrá que distinguir si son corregibles o inco-
rregibles, criminales natos y locos delincuentes.798
El individuo, «al realizar los distintos actos de su vida, no obra por una libre
decisión de su voluntad, sino que lo hace cediendo a un impulso» que
Dirige al hombre, el cual se ve por ella ciegamente impulsado a obrar, hasta en
los más insignificantes actos de su vida, manifestándose como produciendo un
desarreglo en las facultades mentales en aquellos que cometen actos crimino-
sos o cualquier otro, contrario al orden social establecido.799
La «fuerza irresistible» era la que determinaba «la no imputabilidad» por
La acción cometida y, por tanto, no existiendo imputabilidad, mal puede
imponérsele una pena, por no existir el verdadero delincuente, pues, para
que exista como tal, es necesario, más que necesario, indispensable, que en
796 Universidad de Montevideo, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Programa de Derecho
penal. Primer año, Montevideo, Imprenta El Siglo Ilustrado, 1890, p. 4.
797 En el apartado, nos detendremos, sobre todo, en aquellos que tenían una enfermedad psi-
quiátrica (o que se les despertó en la cárcel) y no en los pacientes que hoy llamamos psicóticos
o con conductas psicopáticas.
798 Ylla, o. cit., p. 110.
799 Ib., p. 56.

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la comisión del acto por el cual se le va a penar haya obrado libremente su
voluntad.800
Este hombre delincuente era absolutamente inconsciente de las consecuen-
cias de su proceder. Ejemplo de ello era la «reincidencia», que «demuestra aca-
badamente que no puede el individuo eximirse de cometer actos criminosos, por
la existencia de un poder invencible que lo domina»; se trataba de una persona
«que no tiene el poder moral suficiente de sustraerse a su acción».801
De acuerdo con los abogados y médicos que siguieron los postulados de la
escuela positivista, la línea que separaba al criminal y al demente era práctica-
mente inexistente. «El tipo criminal no pertenece, no se halla comprendido en
las mismas condiciones que el tipo del hombre normal, sino que se halla en una
escala intermedia entre el hombre loco y el hombre cuerdo.» 802 Esta definición
facilitó el estudio sobre un nuevo sector de la población que se caracterizaba
por su insania moral: hombres y mujeres que «tienen el crimen incrustado en
los huesos y diluido en la sangre».803 Este tipo de ideas tornó más complejo el
análisis sobre las causas de la criminalidad. No obstante, en el pasaje de siglo, y al
igual que ocurría en otras ramas del desarrollo científico local, el positivismo fue
perdiendo parte de su ascendencia sobre los profesionales médicos y jurídicos.
En 1902, en su tesis para optar al grado de doctor en Derecho, Mariano
Pereira, desde una perspectiva evolucionista que defendía la adaptación de los
más fuertes, planteó las dificultades que encerraba el pensamiento orgánico
positivista:
El criminal, según la concepción de la moderna escuela, si no un enfermo
moral, como lo aseguran algunos autores, es, al menos, un individuo que tiene
elementos congénitos distintos a los demás hombres, elementos que no deben
confundirse con los estados patológicos que llevan por nombre la imbecilidad,
la locura o el histerismo y la epilepsia, producto de una anomalía moral, no de
una enfermedad del organismo.804
Para este abogado, «la anomalía psíquica» del delincuente era moral.805 La
«anomalía de los criminales» no era «enajenación mental», sino que poseían «la
razón y el sentimiento, como los demás, residiendo en el sistema nervioso, pero
su potencia es distinta que en los otros hombres». Entre los criminales, lo que no
había era emotividad, «facultad» que «está atrofiada, disminuida o extinguida por
completo».806 Para Pereira, los locos criminales mostraban ausencia de emotivi-
dad, inconciencia absoluta sobre el crimen cometido, porque «las percepciones

800 Ib., pp. 59-60.


801 Ib.
802 Ib., pp. 55-56.
803 Miguel Rodríguez, «Tesis sobre el Código Penal», en La Revista Nueva, año i, n.o 4,
Montevideo, 20 de setiembre de 1902, p. 328.
804 Mariano Pereira, «La reincidencia criminal», en La Revista Nueva, año i, n.o 6, Montevideo,
20 de noviembre de 1902, p. 471.
805 Ib., p. 468.
806 Ib., pp. 472-473.

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del mundo exterior» producían «impresiones exageradas y dan lugar a un proceso
psíquico que no está en armonía con la causa exterior, de donde se sigue que hay
incoherencia entre dicha causa y la reacción del alienado». Así se podían explicar
«los horribles homicidios que se cometen con el solo fin de librarse de una sensa-
ción desagradable, del fastidio que produce la presencia de una persona».807
En 1903, el abogado Dionisio Ramos Suárez sostuvo que no estaban «de-
mostradas en absoluto» las ideas de «anormalidad de los delincuentes, la exis-
tencia del tipo del criminal nato, ya sea atávico, loco moral o epiléptico, la
incorregibilidad de los delincuentes de instinto». La incorregibilidad como la
anormalidad «son, a su vez, conclusiones demasiado absolutas para que puedan
aceptarse sin salvedades, cuando se ve todos los días surgir el delito por causas
de orden sociológico extrañas a toda causa fisiológica u orgánica». Sin embar-
go, le reconoció a la escuela antropológica haber evidenciado «la existencia de
causas orgánicas poderosas que llevan al crimen», «las relaciones del crimen con
la locura, especialmente en ciertos estados fronterizos no bien definidos», y, al
mismo tiempo, «la necesidad de estudiar al criminal y de adoptar no un patrón
uniforme, de a tal delito, tal pena, como la hiciera la escuela clásica, sino de mo-
dificar la pena y el régimen adaptándola [sic] a la naturaleza del delincuente».808
En 1905, otro abogado, José Pedro Colombi, desestimó las vertientes más
duras de la antropología criminal, pero también la postura de reconocidos psi-
quiatras como Morel o Henri Legrand du Saulle (1830-1886), quienes defendían
«la trasmisión por la vía hereditaria de ciertas formas de locura que conducen a
la comisión de actos criminales». Si bien «la trasmisión no es fatal», «existe, [y] en
muchos casos, y una vez trasmitida, la enfermedad puede manifestarse en el des-
cendiente en la misma forma en que en el ascendiente o en otra forma distinta»,
pero lo que se traspasaba era la enfermedad, «no la herencia del delito».809
Sin embargo, aquellos que adhirieron a la antropología criminal, quienes
la incorporaron de manera parcial y los que directamente la cuestionaron com-
partieron un punto de contacto: la necesidad de definir las características del
delincuente, las del enfermo psiquiátrico y la relación entre «locura y criminali-
dad». Como señaló el historiador Daniel Fessler, el problema del loco criminal
llevó a que, «en el terreno judicial», resultara «cada vez más necesario definir un
concepto que era utilizado con ciertos niveles de ambigüedad».810
En 1905, el programa de Derecho Penal —cátedra ahora en manos de José
Irureta Goyena— dedicaba una unidad a «las circunstancias eximentes o ate-
nuantes de penalidad». Entre ellas, se encontraban las «causas patológicas» como
«la locura», las «locuras idiopáticas», la «parálisis general» y las «monomanías».

807 Ib., p. 473.


808 Dionisio Ramos Suárez, Exposición crítica de nuestro sistema penitenciario, Montevideo,
Tipográfica Uruguay de M. Martínez, 1903, pp. 30-31.
809 Colombi, o. cit., p. 31.
810 Daniel Fessler, Derecho penal y castigo en Uruguay (1878-1907), Montevideo,
Universidad de la República-Comisión Sectorial de Investigación Científica, 2012, p. 75.

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Asimismo, contaba con una bolilla para las «locuras hereditarias», que com-
prendía a los «degenerados inferiores», y otra para las llamadas «locuras neuro-
páticas», como «la epilepsia» y «la histeria». Irureta Goyena buscó problematizar
quién era el encargado de declarar la locura, si «a) los jueces, b) el jurado o c)
los peritos», demostración de que la función de los médicos seguía sin resultar
evidente para los abogados.811

Los peritajes y el debate sobre el destino de los locos criminales


Examinar y reconocer una patología psiquiátrica entre los delincuentes co-
bró cada vez más relevancia en los procesos judiciales y en la intervención mé-
dica en las causas penales. Pero juristas y psiquiatras mantuvieron una compleja
relación epistemológica. Muchas veces, se debatieron entre la aplicación de las
leyes penales según cada caso y una visión defendida por los peritos psiquia-
tras, quienes intentaron llevar adelante una visión global sobre la situación del
paciente y la enfermedad. Los psiquiatras insistieron en que cualquier indivi-
duo que presentara una patología y cometiera un delito debía ser considerado
penalmente irresponsable y en que esa declaración correspondía a su actuación.
En algunos casos, las diferencias entre médicos y abogados se hicieron públicas,
ya que la discusión judicial se trasladó a la prensa. Eso ocurrió, por ejemplo,
en mayo y junio de 1895 cuando el abogado penalista Pedro Figari discutió el
examen clínico de su defendido, José Spagnamento o Pagnamento (acusado de
un doble homicidio), realizado por el médico del manicomio Óscar Ortiz. Según
Figari, el imputado era un enfermo psiquiátrico que tenía «lesiones cerebra-
les» que determinaban su irresponsabilidad. Finalmente, fue condenado a treinta
años de penitenciaría, la pena máxima prevista en el Código, y se desestimó que
fuera un enfermo psiquiátrico.812
Otra manifestación sobre el choque de intereses es la realización de cursos de
Medicina Legal simultáneos en la Facultad de Derecho y en la de Medicina, que,
incluso, compartían docentes y programas. En 1891, el programa de Medicina
Legal que se dictaba en la Facultad de Derecho comprendía la «alienación men-
tal» en todas sus manifestaciones y contaba con un espacio lectivo destinado a
estudiar la «idoneidad de los médicos para dictaminar sobre locura».813 Dentro
de los temas de tesis para la Facultad de Derecho, se encontraba, en el área de
Medicina Legal, la posibilidad de realizar una «crítica de nuestras leyes sobre

811 Archivo de la Facultad de Derecho, Programa de Derecho penal 1.er curso (presentado por
el Dr. José Irureta Goyena y aprobado el 23 de diciembre de 1905), en Serie Expedientes de
Secretaría, Subserie Planes de Estudio, carpeta 19. También véase: Archivo de la Facultad
de Derecho, Programa de Derecho penal, 1.o y 2.o Cursos, Montevideo, El Siglo Ilustrado,
1906, en Serie Expedientes de Secretaría, Subserie Planes de Estudio, carpeta 9: Universidad
de Montevideo.
812 Véase: Fessler, o. cit., pp. 81-82.
813 «Facultad de Derecho. Aula de Medicina Legal. Programa», en Anales de la Universidad,
año i, n.o 1, Montevideo, pp. 83-86.

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locura».814 ¿Podemos ver en esta situación una contienda en las competencias?
No lo sabemos con certeza, pero podríamos pensar que ese enfrentamiento se
mantuvo hasta entrado el siglo XX. Los abogados no abandonaron su sitial ni
lo abandonarían durante todo el período. No en vano, en 1898 Enrique Castro,
en 1911 Bernardo Etchepare y en 1914 Santín Carlos Rossi insistían en que
el loco criminal «pertenece más al médico alienista que a los tribunales».815
Situaciones de ese estilo ayudan a complejizar el fenómeno de medicalización o,
al menos, a pensar que solo pudo tener lugar en la medida en que se desarrolló de
forma colaborativa entre médicos y abogados en todas las áreas de intervención
pública (y, como hemos señalado, los médicos no restringieron su accionar solo
a sus disciplinas, sino que, de la mano del discurso higienista, trataron de influir
en múltiples esferas de la vida cotidiana).
Enrique Castro planteó, en 1898, que la legislación local seguía los pos-
tulados de las normas presentes en «todos los países civilizados» que «consagra
el principio de la irresponsabilidad legal de los alienados».816 A comienzos del
siglo XVIII, «y esto era ya un inmenso progreso, la exoneración de respon-
sabilidad solo alcanzaba a aquellos insanos desprovistos de toda razón, a los
que pudieran llamarse ciegos intelectuales, como los dementes completos y los
idiotas profundos». Pero, a partir del siglo XIX, «debido a los trabajos de los
sabios franceses, iniciándolos Pinel y continuándolos Esquirol y sus discípu-
los», fue posible extender
El campo y amparar no solo las monomanías, como la locura moral o de los
actos, la locura sin delirio, los trastornos y otras muchas de las variedad [sic]
del rico y variado cuadro de la degeneración hereditaria tal como la conciben
los alienistas contemporáneos.817
En el momento en el que Castro escribió su tesis, convivían «tres doc-
trinas principales», aunque contrapuestas que compartían «el campo médico
legal de la irresponsabilidad: la irresponsabilidad completa, la responsabilidad
parcial y la responsabilidad alternada».818 En Uruguay, solo se admitía la irres-
ponsabilidad absoluta; sin embargo, en algunos casos, el psiquiatra pedía la
aplicación de irresponsabilidad parcial. La idea se asentó en los casos en que el
alienado «discierne perfectamente el bien y el mal», «sabe perfectamente si un
acto particular cimentado por él es bueno o malo y que mismo lo sabría en el
momento de ejecutarlo». Lo que no tenía era «criterio moral», es decir, podía
«distinguir el bien del mal», pero carecía de «la fuerza o resistencia necesaria
para oponerse a la ejecución de ciertos actos, a los cuales se siente fatalmente

814 «Temas para tesis en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Años de 1891 y 1892», en
Anales de la Universidad, año i, n.o 1, Montevideo, p. 90.
815 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 54.
816 mhn, o. cit., t. 1436, f. 268.
817 Ib., fs. 270, 271.
818 Ib., f. 283.

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impulsado».819 Ejemplo en ese sentido fue el caso de Macario Estevan Sayes,
que, luego de herir a cuatro personas y asesinar a una en 1895, no logró di-
mensionar la gravedad de la situación.820
Era muy importante prestar atención a los llamados intervalos de lucidez,
es decir, a «la suspensión absoluta, aunque temporaria del delirio», durante los
cuales se podía cometer el crimen, aunque la responsabilidad se debía atenuar.821
Para el médico, la legislación uruguaya era contradictoria, ya que se movía en
función de la dicotomía absoluta responsable/irresponsable sin ninguna atenua-
ción en los casos de responsabilidad. Un mismo individuo «que a causa de su acto
mental (intervalo lúcido) se le desconoce suficiente capacidad para manejar sus
bienes (incapacidad civil, art.o 385 del Código Civil)» podía llegar a tener, en el
área penal, la capacidad «suficiente para que sea responsable de sus actos crimi-
nales. El mismo individuo es pues, a la vez, irresponsable civilmente y respon-
sable criminalmente».822 Esto podía ocurrir con los «desgraciados degenerados
hereditarios, que, como el nombre ya lo indica, cargan toda su vida con el pesado
e injusto fardo de las faltas paternales, llevando en su frente desde que nacen el
estigma de una maledicencia eterna». Sus deformaciones físicas «que exteriori-
zan las deformidades de su espíritu no son otra cosa sino la forma o sello que la
degeneración estampa en su organismo».823 A eso se agregaba
La deficiente e imperfecta organización social, […] [que] priva a muchos de sus
hijos de la instrucción alfabética y moral, esa verdadera luz de la existencia; esa
misma sociedad, que muchas veces quita a los miembros el trabajo remunera-
do que ha de permitirle llevar el pan a su hogar […] [o] que [obliga] a realizar
un trabajo excesivo.824
Estos eran las víctimas de las afecciones de tipo moral. En todos los casos,
cabía la responsabilidad atenuada.
Otro problema era saber cómo se sancionaba a ese tipo de enfermos. ¿Se los
enviaba al manicomio?, ¿se los recluía en el ámbito familiar? En la década del
ochenta del siglo XIX, el demente que cometía un delito que ameritaba pena de
penitenciaría era enviado a la cárcel común. Pero la enfermedad que lo aqueja-
ba lo hacía un preso diferente y, por ende, era necesario contemplar su estado
sanitario. Situaciones de este estilo marcaron la discusión sobre el destino de los
alienados criminales. Discusión que, por cierto, el país nunca saldó.
Como sucedió en otros temas, carecemos de cifras totales, pero el reducido
número de presos enviados al manicomio da cuenta de una discusión que no se
asentó en la cantidad de internos peligrosos, sino más bien en la necesidad de

819 Ib., fs. 284-286.


820 agn-sj, Juzgado del Crimen de 2.o Turno, Macario Estevan Sayes Orduña…, o. cit.
821 mhn, o. cit., t. 1436, fs. 289-292.
822 Ib., f. 327.
823 Ib., fs. 296, 297.
824 Ib., fs. 301-303.

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contar con pabellones o asilos especiales y, al mismo tiempo, saber si eran mé-
dicos o abogados los encargados de su tratamiento.

Cuadro 8. Movimiento de enfermos psiquiátricos enviados desde la cárcel


durante 1900 y 1905

1900 1901 1902 1903 1904 1905


Existencias al 1.o de enero 15 24 28 24 24 27
Ingresos 20 14 13 16 10 17
Altas 8 6 9 12 4 9
Fallecidos 3 4 8 4 3 4
Existencias al 31 de diciembre 24 28 24 24 27 31

Elaborado a partir de: Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública. Sus establecimientos
y servicios, o. cit., p. 347. Desconocemos si las «altas» tomaron en cuenta a los fugados y tampoco
es posible compararlas con el número de fugas, ya que el total es mayor. En 1898, Castro contó
35 «locos-criminales».

Bernardo Etchepare mostró una posición medida. Entendía el psiquiatra


que por más que se declarara la irresponsabilidad era importante cumplir con
la idea de justicia, aunque el condenado no consumara la pena en un presidio
común.825 Según esta visión, en algunos estados psicopáticos, el criminal sa-
bía lo que hacía, pero su estado mental le impedía dimensionar las consecuen-
cias de sus actos. En esos casos, el juez debía recoger la sugerencia médica de
«responsabilidad atenuada», que contemplaba la disminución de «las facultades
intelectuales», consecuencia de «la anomalía o la enfermedad».826 Este tipo de
responsabilidad parcial se podía aplicar en algunas situaciones. Por ejemplo, a
los «idiotas perfectibles» que podían, «poco a poco, adquirir alguna noción del
bien» o «de la propiedad», por lo cual era importante pensar castigos adecuados,
ya que, de lo contrario,
El mundo podría llenarse de imbéciles peligrosos con tanta mayor razón que
muchos de ellos se dan cuenta bastante bien de su inferioridad mental, y que,
por esta circunstancia, flaquearían en su lucha de motivos si no tuviera [sic] el
temor de lo que hoy todavía se considera y llama represión.827
En este caso, «no existiendo la represión, solo se alentaría la reincidencia»,
pero «una responsabilidad absoluta envuelve la misma injusticia».828 Por eso, le
correspondía al criterio médico «iluminar al magistrado para que esa represión
pueda basar su cantidad y su calidad sobre el diagnóstico de la responsabilidad» y
establecer una sanción medida. Para Etchepare, cualquier sanción judicial debía
estar acompañada con la construcción de «asilos especiales para alienados crimi-
nales» que permitieran la terapéutica y el régimen de «retención del criminal»,
825 Etchepare, «La responsabilidad en los alienados», o. cit., p. 60.
826 Ib., p. 66.
827 Ib., p. 68.
828 Ib., p. 77.

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pero también era importante que los médicos pensaran «medios de profilaxis de
la criminalidad» y «la reforma de las cárceles» para que se convirtieran «en sitios
de enmienda y de reforma de la personalidad».829
En 1905, el médico Alfredo Giribaldi sostuvo que no era posible «admi-
tir el calificativo de criminal para un alienado, sea cual fuere la forma de su
vesania».830 Sí existían, según esta interpretación, alienados peligrosos a los cua-
les era necesario aislar, incluso antes de la comisión de un crimen, pero Giribaldi
acercó su posición a Lombroso al sostener que algunos trastornos psiquiátricos
eran manifestaciones latentes de la delincuencia.
Yo no me explico, por consiguiente, el que pueda existir injusticia en mezclar
los alienados llamados criminales con alienados comunes, porque no encuen-
tro entre unos y otros más diferencia que la falta de oportunidad para delinquir
en los últimos; así es que no he comprendido nunca en qué se pueda ofender el
sentido moral del loco, de la familia o de la sociedad con dicha mezcla, y hasta
me permito afirmar que si se segregasen de nuestro Manicomio, como medida
profiláctica, todos aquellos locos capaces de cometer un delito, muy pronto
quedaría desierta aquella casa.831
Como prueba de esa relación entre locura y criminalidad, Giribaldi presentó
las cifras sobre «síntomas de enajenación mental» que se habían manifestado en
el «51% de los criminales locos asilados hasta la fecha en nuestro manicomio».832
Esa cifra crecía «si nosotros prolongásemos hasta los cuatro años el período de
dicha gestación», ya que la «estadística alcanzaría, entonces, a determinar que
aquellos criminales en los que el delito ha debido necesariamente conexionarse
con la vesania suman hasta llegar al 74 %». El hecho «de que un individuo sea
trasladado» desde la cárcel al manicomio «a los 6, 8 o 10 años de cometido su
delito» no quería decir, «en realidad científica», que «enloqueció dentro de los
10, 8 o 6 años de su reclusión, sino que la explosión anómala de su psiquis, la
exteriorización aguda en actos incompatibles con la disciplina interna, se han
revelado en esa época». Para Giribaldi, eran fundamentales las pericias previas a
toda la población que permitieran saber quiénes eran potenciales delincuentes y
quiénes no. Según el médico penitenciario, había un grupo de personas que por
su degeneración física, intelectual y moral mostraban todas las características del
«criminal nato».833
Por el contrario, el abogado José Irureta Goyena, director del Consejo
Penitenciario (y, durante la época, uno de los más enfáticos defensores de la
pena de muerte y los castigos físicos), consideró absurda y exagerada esa doctri-
na al sostener que «no es verdad que todos los criminales sean degenerados, ni
que todos los degenerados sean criminales», aunque no descartó que la «miseria

829 Ib., p. 71.


830 Giribaldi, «Sobre establecimientos…», o. cit., p. 326.
831 Ib.
832 Ib., p. 327.
833 Ib., p. 328.

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fisiológica del vicio y [de] la inmoralidad» tuviera una función protagónica en la
consumación del delito.834 Para Irureta, la teoría lombrosiana era una posibilidad
no determinante, aunque sí lo era para Giribaldi.
Este último advirtió que, además de la naturaleza patológica innata, el régi-
men penitenciario era un problema para la rehabilitación de los presos. En ese
sentido, señaló que el régimen penitenciario vigente provocaba la excitación de
los presos, que, muchas veces, terminaban maniáticos. La «reclusión celular» era
un problema, porque el penado empezaba «por hacerse taciturno dentro de la
celda» y desarrollaba «falsas ideas» sobre «el principio de autoridad». El vigilante
pasaba a ser «un perseguidor» que acentuaba su melancolía y provocaba el «esta-
do de delirio» y las «persecuciones». «El perseguido se hace perseguidor, rompe
todo lo que encuentra a mano, con el objeto de hacer útiles para su defensa, y, en
ese estado, nos vemos obligados a ordenar su traslado al Manicomio.»835
Además de la pericia, para que un preso fuera internado en el manicomio,
eran imprescindibles la autorización judicial y los informes médicos elaborados
por peritos en medicina legal o por el facultativo que actuaba en la policía. Esta
disposición no siempre funcionaba y, en más de una ocasión, las autoridades del
manicomio rechazaron a presos-alienados porque llegaban al establecimiento sin
informe médico. Desde fines de la década del ochenta del siglo XIX, los médicos
del manicomio por un lado y jueces y autoridades policiales por otro discutieron
sobre el procedimiento para examinar a un enfermo psiquiátrico apresado. Los
primeros consideraron que lo mejor era un primer examen en la cárcel, mien-
tras que, para jueces y policías, no era necesario un primer examen y el preso
debía ser remitido directamente al hospicio. Así lo hizo saber a los médicos del
manicomio el fiscal del crimen cuando sostuvo que, de acuerdo al «Reglamento
de la Cárcel Preventiva C. y Penitenciaria», la policía podía enviar a los presos
alienados al manicomio sin «la espedición [sic] del certificado» médico.836
Entrado el siglo XX, se seguían dando dos situaciones. Una era que muchos
presos pasaban de la cárcel al manicomio, incluso después de cumplir su con-
dena, y la otra era el caso de presos que finalizaban el cumplimiento de su pena
dentro del hospicio, pese a la indicación expresa del Código Penal según la cual
el tiempo pasado en un hospicio no descontaba la pena. En muchos casos, enviar
al preso al asilo u hospicio era una forma de esperar a que «recobrase la razón con
su restablecimiento».837 Esa fue la situación, por ejemplo, de R. B. M., uruguaya
de 35 años, presa en la cárcel de mujeres y enviada al manicomio el 7 de diciem-
bre de 1904. El informe médico decía que la «mujer ha cumplido su condena y,
una vez sea dada de alta en este Establecimiento, debe ser puesta directamente

834 José Irureta Goyena, «Exposición crítica de nuestro régimen penitenciario», en La


Revista de Derecho, Jurisprudencia y Administración, año xv, n.o 16, Montevideo, 30 de
abril de 1909, p. 243.
835 Giribaldi, o. cit., pp. 107-108.
836 Archivo General de la Nación y Cárcel Correccional, paquete 1888-1891, carpeta 208.
837 agn, ha, msp y hcm, libro 4837, f. 179, [29 de mayo de 1879].

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en libertad».838 El problema, y otra contienda entre jueces y médicos, pasó por
saber qué hacer con los presos-pacientes «una vez reintegrados en el uso de sus
facultades» e, incluso, a quién le correspondía dar el alta médica, pero también
la libertad civil.
En ocasiones, las autoridades policiales pidieron que el interno no fuera en-
viado nuevamente al establecimiento penitenciario y los jueces aprobaron el pe-
titorio. En mayo de 1895, las autoridades de la penitenciaría se negaron a recibir
al asesino Agustín Cordoves, quien, según el informe médico, se encontraba
restablecido de sus facultades mentales. El fiscal del crimen avaló la postura de la
dirección carcelaria y señaló que la Comisión de Caridad desconocía las decisio-
nes judiciales. A ese argumento, la comisión contestó de forma contundente con
una nota en la que se defendieron de la acusación que sostenía que «la Comisión
Nacional, bajo pretestos [sic] inadmisibles, viene resistiendo los mandatos judi-
ciales» y consignaron con algunos ejemplos que «ha prestado acatamiento a las
resoluciones que se encuadran dentro de las prescripciones legales que las rigen,
y, si ha observado otras, es porque las ha considerado improcedentes».839
En 1909, el director del Consejo Penitenciario, José Irureta Goyena, consi-
deraba «ilegal» la «resistencia» que «la dirección del manicomio opone al ingreso
al establecimiento de los dementes que se le envían de las cárceles».840 Aunque,
como veremos, para el penalista, el problema era la ausencia de establecimientos
especiales para los criminales con algún tipo de enfermedad psiquiátrica.
En la documentación, encontramos casos en los que el penado podía entrar
y salir de la prisión hacia el Manicomio Nacional y desde este último estableci-
miento hacia uno de reclusión penitenciaria en numerosas ocasiones. Tal fue la
situación que vivió Jacinto Olivera, quien, entre 1910 y 1915, fue enviado des-
de la penitenciaría al Manicomio-Hospital Vilardebó y devuelto a la cárcel por
una contienda entre las autoridades penitenciarias —quienes insistían en que era
un enfermo psiquiátrico— y los médicos del hospital, quienes consideraron que
el preso era un simulador que mostraba un «conjunto de síntomas» «tan confuso
que no permite llegar a hacer un diagnóstico exacto de su afección».841 Es que
la presencia en el manicomio de penados generaba numerosos inconvenientes y
temor entre médicos, guardias y el resto de los asilados.
En tal situación sucede lo que es de esperarse: la cárcel se esmera en mandar los
alienados al manicomio, y el Manicomio, en devolverlos a la cárcel en cuanto
les nota una pequeña mejoría […]. Los directores de la cárcel se sienten incli-
nados a tomar cualquier extravagancia por un caso definido de locura; los del
Manicomio, en cambio, divisan la salud en un signo cualquiera de mejoría.842

838 Hospital Vilardebó, Libro de entrada de mujeres 1904-1907, f. 39.


839 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, fs. 17, 18.
840 Irureta Goyena, «Exposición crítica…», o. cit., p. 245.
841 agn, Ministerio de Instrucción Pública, Eleva los antecedentes relativos a la instalación de
una sesión de electroterapia, otra de radiología y radiocipia y laboratorio clínico en la Cárcel
Penitenciaria, caja 130, carpeta 1220, 6 de octubre de 1916..
842 Irureta Goyena, «Sobre establecimientos…», o. cit., p. 280.

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La solución para el abogado era una ley sobre alienados que legislara sobre
todas esas situaciones.
Una de las preocupaciones de los médicos psiquiatras y de la policía de
la época era la simulación de los delincuentes que, aquejando trastornos psi-
cológicos, solicitaban el traslado desde la prisión al Manicomio Nacional. En
1900, el psiquiatra ítalo-argentino José Ingenieros presentó su tesis de doctora-
do Simulación de la locura por alienados verdaderos, trabajo que da cuenta de la
emergencia y de la preocupación por ese tema en la Argentina. El texto reboza
de metáforas biologicistas, ya que compara a algunos animales e insectos capaces
de simular su estado para evitar ataques con el criminal que simula los efectos de
la locura y obtiene así el amparo de la ley. Los «simuladores» eran, si seguimos
la definición de Ingenieros, aquellos que fingían «formas clínico-jurídicas» para
quedar eximidos de la responsabilidad de sus actos.843 La novel psiquiatría asu-
mió así un rol fundamental en el discernimiento de simuladores y personas con
una psicopatología que los tornaba realmente inimputables. El problema que
generó la simulación se debió a que los propios médicos no siempre tenían claros
los rasgos de las enfermedades, aunque algunos sostuvieron que no existían los
simuladores porque todos los delincuentes eran enfermos psiquiátricos. Así lo
sustentó, por ejemplo, Giribaldi, para quien, cuando el preso
Se hace procaz, irritable o agresivo, es sumamente difícil y hasta imposible en
la generalidad de los casos para el mismo perito el cerciorarse de si el preso,
con su procacidad o con su acto delictuoso, consolida su fisiología psíquica in-
dividual o, por el contrario, manifiesta el principio de dilución de la misma.844
Sin embargo, Giribaldi, como médico de la cárcel, participó de numerosos
peritajes para determinar si un preso era o no simulador. Ejemplo de un estu-
dio de este tipo es el artículo que publicó junto con Enrique Castro en 1901
sobre el caso del homicida A. G., quien pedía el traslado al manicomio porque,
según su opinión, se encontraba «loco» y al que los dos médicos consideraron
un simulador.845
En 1914, Santín Carlos Rossi propuso como solución realizar una división
entre «alienados absueltos por la justicia» y «alienados que sufren una condena».
Los primeros, luego de cumplir la pena, pasarían a la categoría de «enfermos
libres», pero permanecerían internados «por su calidad de antisociales». Su si-
tuación no correspondería a los jueces, sino que «pertenecen a la Asistencia
Pública, la que los recogerá en un asilo» donde podrán «curar, y volver a la vida
social, o pasar a la cronicidad y seguir entonces el destino correspondiente a los
crónicos, inofensivos o peligrosos». Por el contrario, los segundos «pertenecen a
la administración carcelaria, al igual que los penados que hacen un proceso pul-
monar o digestivo: ella debe procurarles asistencia, estudiando el mejor modo de

843 José Ingenieros, La simulación en la lucha por la vida, Buenos Aires, Roggero-Ronal
Editores, 1952, p. 181.
844 Giribaldi, «Sobre establecimientos…», o. cit., p. 327.
845 «Informe médico-legal presentado en…», o. cit.

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armonizar el interés del enfermo con el de la sociedad».846 Según esta visión, este
tipo de paciente no tenía necesariamente que terminar en el manicomio, sino
que era posible destinar un pabellón especial dentro de la penitenciaría.
En 1895, el Ministerio de Gobierno le solicitó a la Comisión de Caridad la
construcción de un pabellón específico que permitiera alojar a los presos con al-
gún tipo de alteración mental. Los integrantes de la comisión respondieron que era
Absolutamente imposible sin hacer nuevas construcciones destinar un local
aparente para ese objeto, tanto más que serían dos los locales especiales que
habrían que habilitarse, uno para el Departamento de hombres y otro para el
de Mujeres.847
Sin asilos especiales y con cárceles carentes de un ala o un pabellón espe-
cífico para enfermos psiquiátricos, los presos con patologías mentales que eran
enviados al manicomio, luego de un examen médico, eran separados de los pa-
cientes «por dos portones cerrados a llave» y vivían en celdas que no sabemos si
eran individuales o colectivas.848 Pese a las carencias locativas, el encierro puni-
tivo para los enfermos psiquiátricos que, además, eran criminales contribuyó, no
sin resistencias, a legitimar la actuación de los psiquiatras.
Entre mayo y junio de 1905, el abogado penalista José Irureta Goyena
y el médico de la penitenciaría Alfredo Giribaldi debatieron sobre el punto.
Para el primero, era importante que el Estado uruguayo creara un estableci-
miento especial, mientras que el segundo, como vimos desde una perspectiva
lombrosiana, sostenía que todos los delincuentes eran enfermos psiquiátricos
y, por ende, debían ser «asilado[s] en el manicomio común».849 Por el contrario,
Irureta Goyena planteó que «casi todas las naciones civilizadas tienen actual-
mente asilos criminales independientes, o secciones anexas a los manicomios o
a las cárceles ordinarias, destinados al cuidado de este género de delincuentes
psicopatológicos».850
Los penados eran un problema para guardias, médicos e internos, ya que
podían atentar contra terceros, pero también contra su propia vida. A eso, se
sumaban los graves problemas administrativos del establecimiento, que les im-
pedían a los guardias vigilar a todos los internos y, en particular, a los conside-
rados peligrosos. Son varios los ejemplos presentes en la documentación y en
las referencias de Irureta Goyena sobre asilados-presos que atentaron contra los
guardias u otros pacientes o se autoeliminaron. Además, con recurrencia, según
también consta en la documentación, los guardias respondían a esa violencia con
más violencia (aunque era una práctica habitual para todos los pacientes).851

846 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 62-63.


847 agn y cncbp, o. cit., del 26 de marzo de 1895 al 5 de agosto de 1896, f. 26.
848 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 60.
849 Giribaldi, «Sobre establecimientos…», o. cit., p. 326.
850 Irureta Goyena, «Sobre establecimientos…», o. cit., p. 279.
851 Véase: agn y cncbp, o. cit., del 27 de abril de 1906 al 19 de octubre de 1906, f. 135.

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Los dos contendientes no lograron un acuerdo, ya que, en 1909, aún man-
tenían la polémica iniciada cuatro años antes. Irureta mantuvo su posición al
sostener que «hay criminales que, por lo vago de su anomalía mental, no están
ubicados ni en el manicomio, ni en la cárcel», pero que, a su vez, existía «ver-
dadero peligro en otorgarles la libertad». Para ese tipo de presos, era impres-
cindible la creación de un asilo especial de contención, tratamiento y reclusión.
Asimismo, «no es posible congregar en un mismo establecimiento al demente
inofensivo y al criminal que se ha trastornado con posterioridad a su delito»,
porque «el primero es un enfermo» y el segundo «es siempre un criminal».
Los alienados criminales y los comunes no pueden tratarse en un mismo esta-
blecimiento porque aquéllos [sic] demandan generalmente una vigilancia más
estrecha que estos otros. Si se atiende a los primeros, el asilo va degenerando,
poco a poco, en prisión, contrariamente a lo que debe ser, según las modernas
conclusiones de la ciencia, si se cuida más de los últimos, aumentan las evasio-
nes, los suicidios y las agresiones en general, contra la vida de los guardianes y
de los coasilados.852
El 28 de junio de 1906, los diputados nacionalistas Carlos Roxlo y Luis
Alberto de Herrera insistieron en esta problemática y reclamaron una reforma
del sistema penitenciario dentro de la cual se contemplaba la creación de un
«asilo de alienados criminales» bajo la órbita del Manicomio Nacional. El pro-
yecto de ley trasladaría esa dependencia fuera de Montevideo, al este del país, en
uno de los puntos limítrofes con el Brasil: la antigua fortaleza colonial de Santa
Teresa (que se convirtió, décadas más tarde, en uno de los principales destinos
turísticos). La propuesta establecía que el lugar pasara a ser «una colonia agrícola
de penados» que contara, «bajo la dependencia del Manicomio Nacional», con
«un asilo de alienados criminales».853 En las consideraciones del proyecto, los
diputados se refirieron a la importancia de que hubiera un asilo de «alienados
criminales», tal como lo promovían «las escuelas de Criminología moderna», que
distinguiera al «delincuente loco» del «loco común», ya que el primero «necesita
una clínica y una terapéutica especial», un aislamiento más estricto y una sepa-
ración de «los locos de carácter general», a los que podía alterar.854
Una propuesta similar, pero sin ubicación geográfica, había hecho un año
antes José Irureta Goyena. En su exposición, el abogado penalista señaló que las
colonias agrícolas eran una forma de acercar a los penados del medio rural a su
hábitat natural, ya que, en la ciudad, no solo sufrían la reclusión penitenciaria,
sino también las consecuencias de pasar de un medio apacible al bullicio citadi-
no. Desde un punto de vista que podríamos incorporar al malestar que generaba

852 Irureta Goyena, «Exposición crítica…», o. cit., pp. 241-247.


853 «Sesión del 28 de junio de 1906», en Diario de Sesiones de la H. Cámara de Representantes,
Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1907, pp. 163-164.
854 Ib., p. 165.

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la «modernidad», y que analizamos en el capítulo anterior, sostuvo que «el am-
biente moral de las ciudades es siempre inferior al de los campos».855
En 1909, Irureta Goyena propuso recuperar el proyecto presentado por
Enrique Castro, que consideró «un excelente remedio».856 En 1914, Rossi de-
fendió la propuesta de Castro, aunque realizó algunas apreciaciones personales
sobre la situación de los «alienados llamados criminales», para los cuales reclamó
la construcción de «asilos especiales» que se encargarían de la «protección del
alienado» y de la «protección de la sociedad». «Ni el criminal por ser alienado
tiene derecho a gozar de una libertad que no merece, ni el alienado, por haber
agredido, pierde el derecho a una asistencia que necesita.»857 El artículo 37 de
su proyecto de ley estableció la creación de «un establecimiento especial a cargo
del Ministerio de Justicia».858 Allí, serían enviados «tres categorías de sujetos,
que deben ser estudiados aisladamente»: los «alienados en libertad, que se hacen
criminales», los «criminales en prisión, que se hacen alienados», y los «alienados
internados, que se hacen criminales».859 En 1916, los médicos de la penitenciaría
sostenían que, «si hay inhumanidad en tener un penado enfermo dentro de la
Penitanciaría, no es nuestra la culpa, sino de nuestros codificadores».860 El país
nunca llegó a saldar esa discusión y los alienados criminales o los criminales que,
en su reclusión, se les despertaba algún tipo de enfermedad psiquiátrica siguie-
ron deambulando entre el Hospital Vilardebó y los establecimientos penitencia-
rios que fue creando el país, tal vez como una consecuencia del enfrentamiento
persistente entre médicos y abogados.861
Ello no anula nuestra visión sobre la medicalización como un fenómeno del
cual participaron los especialistas en derecho civil y penal, tal como da cuen-
ta la evolución legislativa y judicial sobre la situación jurídica de los enfermos
psiquiátricos. La articulación de un discurso por momentos común a médicos y
abogados permitió sentar, durante el período, el debate médico-jurídico acerca
de qué hacer con aquellos criminales que cometían sus delitos en pleno acceso
de su enfermedad psiquiátrica o cuya patología se despertaba luego de recibir
condena penitenciaria. A su vez, pudimos ver la evolución de las ideas penales,
las cuales, durante la primera mitad del siglo XIX, consideraron que los enfer-
mos psiquiátricos que cometían un crimen no estaban eximidos de la pena, a

855 José Irureta Goyena, «Proyecto de Colonia Agrícola Penitenciaria», en Evolución, año i,
n.o 2, Montevideo, 10 de noviembre de 1905, pp. 65-67.
856 Irureta Goyena, «Exposición crítica…», o. cit., p. 245. La propuesta de Castro en: mhn, o. cit.,
t. 1436, fs. 363-367.
857 Rossi, El alienado…, o. cit., p. 58.
858 Ib., p. 123.
859 Ib., p. 60.
860 agn, Ministerio de Instrucción Pública, Eleva los antecedentes relativos a la instalación de
una sesión de electroterapia, otra de radiología y radiocipia y laboratorio clínico en la Cárcel
Penitenciaria, caja 130, carpeta 1220, 6 de octubre de 1916.
861 Uruguay sigue sin contar con un establecimiento específico para alojar presos con enferme-
dades psiquiátricas.

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posiciones que, hacia fines de la centuria, insistieron en la necesidad de dife-
renciar a aquellos criminales con una psicopatología de quienes no lo eran. El
enfermo psiquiátrico que cometía un crimen podía consumarlo en un intervalo
lúcido o podía estar aquejado por una locura parcial que generaba un acceso de
la psicopatía en que dicha persona no era plenamente consciente de sus actos.
En la determinación de la situación psíquica, adquirieron relevancia los peritajes
médico-legales, pese a que no siempre podían llegar a ser respetados por los
jueces que debían dictar sentencia.

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Síntesis y consideraciones finales

Institución y campo médico


El objetivo central de nuestro trabajo fue estudiar el inicio, el desarrollo y
las transformaciones institucionales y científicas que vivió la psiquiatría local en
el tramo cronológico comprendido entre 1860 y 1910. Para eso, nos concentra-
mos en la historia institucional del Asilo de Dementes-Manicomio Nacional y
en la situación de los primeros médicos que se especializaron en enfermedades
psiquiátricas. Consideramos que la temática estaba superficialmente estudiada
hasta entonces (más allá de los insustituibles y pioneros enfoques de Barrán),
directamente ausente de la narrativa histórica o recordada a través de trabajos
encomiásticos o canónicos sobre algunos médicos célebres. A partir de un cam-
bio en la perspectiva de análisis y en el manejo de documentación novedosa,
fue posible identificar distintas etapas en los orígenes de la institucionalización
manicomial y en la formación de un campo de profesionales de la psiquiatría.
Demostramos que el Asilo de Dementes no surgió de forma aislada, sino
que, por el contrario, se inscribió en el marco de las transformaciones económi-
cas, sociales y culturales por las que comenzó a atravesar el Uruguay en la segun-
da mitad del siglo XIX. Entre esas transformaciones, identificamos la ecléctica
incorporación de diversas corrientes científicas y un creciente proceso de secula-
rización. Sin embargo, la separación entre médicos y religiosos (inscripta en una
discusión más general sobre la laicización del Estado) no fue abrupta. Creemos
haber comprobado que la primera generación de médicos locales utilizó insti-
tuciones ya existentes, vinculadas a la Iglesia católica y administradas por laicos
consagrados (por ejemplo, la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública), que
gozaban de cierto prestigio entre la población. Consideramos que no hubo una
ruptura total, sino que, contrariamente, sobre esa base, los médicos aportaron un
nuevo sesgo ideológico al que enmascararon con ideas de cientificidad, aunque el
modelo de gestión mantuvo algunas características propias del período religioso.
La nueva posición de los médicos estuvo acompañada de la creación de otras
instituciones que también se encargaron de recibir a las personas que, otrora y
por motivos de conducta, podían ser enviadas al asilo o al manicomio. Durante
el período estudiado, se fundaron, desarrollaron y tuvieron los mismos proble-
mas administrativos y de hacinamiento el Asilo de Mendigos (1860), el Asilo
de Huérfanos (1875), la Escuela de Artes y Oficios (c. 1878), el Manicomio
Nacional (1880), la Cárcel Correccional y Penitenciaria (1887) y el Lazareto
(1890). La mayor parte de ellas, dependientes originariamente de comisiones de
caridad y beneficencia, pasaron a la órbita estatal conforme avanzó el proceso
de secularización. De este modo, el triunfo médico coincidió con la concreción
de un archipiélago de instituciones disciplinarias que suplieron las funciones de

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la reclusión y favorecieron la tarea de los médicos concentrada en el desarrollo
científico y en la curación.
La única institución para enfermos psiquiátricos con la que contó el país
hasta 1912 fue un ámbito de negociación y de tensión, pero también terreno
fértil para la experimentación científica y para instalar un proceso que apuntó
a normalizar todas las conductas desviadas. En ese sentido, consideramos que
nuestro trabajo como estudio de caso sienta un precedente para descomponer
los distintos espacios que conformaron el poder estatal durante el período (cár-
celes, hospitales, escuelas). El cruce entre religión, ciencia y estatalidad permitió
explicar las particularidades del asilo-manicomio; probablemente, las mismas
variables permitirán evidenciar las particularidades de otros establecimientos
durante el período estudiado.
Al mismo tiempo, analizamos la constitución de un grupo profesional, con
intereses científicos, pero también políticos, que convirtió el dispositivo mani-
comial y la terapéutica aplicada en una plataforma dirigida a la normalización
de los pacientes, y contribuyó a la expansión de la nueva disciplina médica y a
su legitimación científica y social. Fue a partir de la creación de la Cátedra de
Psiquiatría que esta labor se formalizó e inició el proceso de estricta formación
de doctores en medicina con especialidad en psiquiatría. Podríamos encontrar
allí un punto de inflexión que permitió a los médicos comenzar a gozar de au-
tonomía para el desempeño de sus funciones. La posición médica se acompañó
con una construcción jurídica sobre la situación de los enfermos psiquiátricos
y la necesidad de establecer disposiciones claras para el ingreso o egreso de los
pacientes de los establecimientos hospitalarios.
La nueva arquitectura legal reglamentó el tratamiento y la internación.
Contrariamente a lo que se ha sostenido, en Uruguay no tuvo lugar una interna-
ción masiva (al estilo de la Francia posrevolucionaria según Foucault). Si bien
entre 1860 y 1890 podemos encontrar un momento en el que la formalidad im-
portó poco, rápidamente la conflictiva alianza de médicos y abogados permitió
que los alienados gozaran de algunos derechos (aunque Uruguay no contó con
una ley específica hasta 1936). Las discusiones sobre la internación de facto,
la interdicción o la responsabilidad/irresponsabilidad de los locos expresan la
tensión entre las libertades individuales, la transparencia jurídica, las demandas
punitivas y los derechos de los pacientes. A comienzos del siglo XX, médicos y
abogados elaboraron un protocolo sobre las internaciones y ganaron una batalla
contra la policía, que hasta entonces no reconocía la autoridad de los faculta-
tivos y abandonaba a los supuestos enfermos en las celdas de las comisarías, en
la prisión o en el asilo. Nuestra aproximación permitió ver con mayor claridad
el vínculo entre el Estado y el individuo, entre los reclamos de una sociedad
temerosa ante lo «anormal» y los deberes asignados a estructuras burocráticas
nacientes, pero no por ello poco pretenciosas.
No todas las etapas estuvieron marcadas por el ascenso y el descenso del
positivismo científico (con su carga de evolucionismo y degeneracionismo)

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como la única idea imperante, sino que encontramos soluciones administra-
tivas bastante alejadas de cualquier cuerpo teórico e, incluso, un cuestiona-
miento cada vez más creciente al mero análisis de las causas orgánicas o a la
incorporación incuestionada de la teoría de la degeneración. Por eso, antes
que en la ruptura, preferimos insistir en la idea de itinerario que, finalmente,
consagró la asistencia sanitaria como un derecho durante el primer batllismo
(1903-1915). Esto también coincidió con la construcción de un Estado cada
vez más interventor que abandonó algunos de los rasgos liberales característi-
cos del período decimonónico.
En el cuestionamiento al positivismo imperante, apuntamos a encontrar una
visión intermedia entre las posiciones que consideran que instituciones como el
asilo-manicomio fueron parte de un mero proceso disciplinador sobre una so-
ciedad en fase de urbanización y modernización y otros enfoques, más cercanos
a la historia de la medicina, para los cuales los médicos del período simplemente
apostaron al desarrollo científico sin segundas intenciones.
Creemos que demostramos que los impulsores de la reforma sanitaria fue-
ron integrantes notorios del nuevo orden social que se intentó imponer en el
país, impulsores de mecanismos de control que intentaron (no siempre con éxi-
to) gobernar la vida privada de las personas. En este punto, importa señalar que
ese intento por regir la cotidianeidad atravesó todos los sectores sociales y no se
concentró solo en los más pobres. El problema es que las únicas fuentes con las
que contamos, los casos clínicos publicados por los médicos, sí se centralizaron
en esa porción de la sociedad. Sin embargo, hemos utilizado fuentes —sobre
todo, memorias— pertenecientes a un amplio abanico social. Aunque no es
menos cierto que inmigrantes pobres, prostitutas, enfermos psiquiátricos y niños
huérfanos fueron el objeto de observación preferente.
Además de ese afán por moralizar y controlar, pudimos ver la insistencia de
los médicos por establecer una nosografía cada vez más precisa sobre las enfer-
medades y las distintas propuestas de tratamiento civilizadas (que eliminaron los
castigos físicos), ya que los pacientes con una patología psiquiátrica comenzaron
a ser considerados, efectivamente, enfermos. Y, justamente, la noción de enfer-
medad, antes que la de alienación, vinculada al imperio católico, resultó clave
para que fueran ganando posiciones dentro del asilo.
Al insistir en la cientificidad de las ideas y en la capacidad para curar los
trastornos mentales, los médicos lograron dar un espaldarazo al proceso de se-
cularización. Ante las denuncias de malos tratos a los pacientes, la reclusión y
las promesas de sanación, estudio clínico y moralización de las costumbres, ¿a
quiénes respaldaron los gobernantes? A los médicos. ¿Y parte de la sociedad? No
sin resistencia, también a los médicos. Todo ello legitimado por un contexto de
ideas generado por la urbanización, el malestar ante la modernización, la movi-
lización obrera y la necesidad de vincular el país con el mercado económico in-
ternacional, el cual ambientó la necesidad de disciplinar a la población, algo que,
para las elites del período, la Iglesia católica no había logrado. Esta posición se

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consagró con la aprobación de la Ley de Asistencia Pública —aunque encontra-
mos antecedentes desde la década del noventa del siglo XIX—, que concibió la
salud como un derecho y una necesidad. De este modo, los psiquiatras —como
todos los médicos— comenzaron a ser responsables ante toda la sociedad, ya
que el discurso científico se convirtió en razón de Estado.
Aunque también huelga aclarar que, a lo largo del trabajo, dejamos en claro
que la formación de un campo de estudio sobre los enfermos psiquiátricos no
fue homogénea ni tuvo siempre claridad para definir conceptos o tratamientos.
En contacto con los centros científicos internacionales y regionales, partícipes
de algunas discusiones de la época y con posturas que se fueron redefiniendo en
función de los debates internacionales, los médicos locales buscaron incidir en
ese campo en construcción. En el ascenso de la razón médica, tuvo un rol pre-
ponderante la Universidad de la República a través de la Facultad de Medicina y
la Facultad de Derecho. Ambas instituciones cumplieron una función clave que
permitió la circulación, discusión y apropiación de un cuerpo de ideas que se
materializó en cursos, tesis de grado, artículos en revistas arbitradas y columnas
en la prensa periódica, que divulgaron los conceptos médicos y jurídicos sobre
los enfermos psiquiátricos, así como estereotipos sobre la locura.

El loco como contrafigura


Roy Porter sostuvo que «todas las sociedades juzgan locos a algunos indi-
viduos: dejando de lado cualquier justificación clínica estricta, esto forma parte
de la tarea de marcar lo diferente, lo desviado y lo potencialmente peligroso».862
Jean Delumeau señaló, a través de diversos ejemplos, que cada época y cada
sociedad se manejan dentro de un repertorio de imágenes de la amenaza y un
sentido común del peligro. Según este autor, cuando un colectivo se siente ame-
nazado, escoge enemigos, a los que resulta imperioso controlar, reprimir e, in-
cluso, erradicar. Es decir, elabora un estereotipo sobre un otro —externo o
interno— peligroso. Aquellas sociedades que creen de forma masiva en el poder
de Satán generaron, como en la Europa medieval, figuras de la amenaza que se
desprenden de esa creencia, como las brujas, a las que se les atribuía la respon-
sabilidad en la sequía, pestes o desgracias personales.863 Esas imágenes de temor
compartidas, por lo general, transcurren dentro de un repertorio de figuras: el he-
reje, el judío, la bruja, los demonios, los bandidos, el asesino o el loco. Según este
autor, esos temores no desaparecieron con la irrupción del progreso y la razón
como centrales en la vida del hombre moderno —y el consiguiente desprestigio
de la religión y la magia—. Por su parte, el sociólogo Erving Goffman planteó
la idea de «estigma», que define la situación de aquellos individuos carentes de
aceptación social porque llevan adelante prácticas consideradas repugnantes o

862 Porter, o. cit., p. 67.


863 Jean Delumeau, El miedo en Occidente, Madrid, Taurus, 2002, pp. 42-43.

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vergonzosas.864 Sin embargo, no siempre generan solo el rechazo, puesto que, de
acuerdo a esta noción, la repulsión origina temor.
Podríamos pensar que algo de eso ocurrió con los enfermos psiquiátricos en
el Uruguay entre 1860 y 1910. A lo largo de ese tramo cronológico, numerosas
conductas y formas de pensar fueron patologizadas por los médicos, pero tam-
bién por la población en general que, a través de la prensa, comenzó a escrutar
los rasgos del «loco». Siguiendo distintos medios de prensa, pudimos comprobar
cómo la opinión pública de la época (que se amplió con el aumento de la alfa-
betización) empezó a mostrar interés por la locura. Esta novedad sirvió para la
denuncia de la situación en los establecimientos de reclusión, pero también fue
definiendo conceptualizaciones populares en relación con la locura, formó estig-
mas y generó imágenes o tipos ideales de los locos, no solo en cuanto a sus causas
orgánicas, sino también en el vínculo entre la locura y la construcción moral
hegemónica. Podríamos pensar que, más que una comprensión de la locura, la
discusión profana sobre la enfermedad fue parte de la puja entre una moral que
se pretendía civilizada y hábitos y prácticas que la lesionaban.
En cierta medida, la polarización entre cuerdos y locos reprodujo la dife-
renciación existente desde los tiempos de Hipócrates. En ese sentido, la locura
tuvo un vínculo estrecho con construcciones culturales y con los temores colec-
tivos dentro de la sociedad. Asimismo, permitió que los psiquiatras, como todos
los médicos, se inmiscuyeran en la vida de sus pacientes y elaboraran un listado
de prácticas permitidas y prohibidas. Recurriendo a una ilustrativa expresión de
Foucault, utilizada para describir a los directores de la colonia penal de Mettray
en Francia, podríamos decir que fueron «ingenieros de la conducta, ortopedistas
de la individualidad».865
Nos concentramos en analizar cuatro formas sociales que asumió la enfer-
medad mental durante el período: el alcoholismo —considerado como uno de los
problemas más acuciantes de la época y «piedra de toque de la degeneración»—
,866 la sexualidad —en especial, la que se consideraba excesiva: la prostitución— o
las actitudes «invertidas» —la homosexualidad—, las opciones políticas —espe-
cialmente, las que buscaban subvertir el orden establecido o que recurrían a la
violencia como una alternativa— y, por último, la neurastenia, enfermedad que
generaba nerviosismo en el hombre moderno. En todos los casos, estas enfer-
medades sociales (que estaban relacionadas entre sí) fueron acompañadas por
recomendaciones, consejos o campañas, así como ligas (contra la tuberculosis o
el alcohol, por ejemplo), para combatir los males que provocaban, y tuvieron su
relato en la prensa, que se encargó de opinar, señalar y construir estereotipos so-
bre estas categorías. La divulgación de las propuestas no se restringió exclusiva-
mente a las revistas especializadas o a círculos técnicos, sino que ganó un espacio

864 Erving Goffman, Estigma: la identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu Editores,
2008.
865 Foucault, o. cit., p. 344.
866 «El alcoholismo mental…», o. cit., p. 4.

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en la prensa de circulación masiva. Era común que los diarios de Montevideo
de mayor tiraje (El Día, La Tribuna Popular, El Siglo, El Ferro-Carril, entre
otros) destinaran un espacio a consideraciones sobre higiene. Esa construcción
de un discurso para un público no especializado resultó fundamental para la di-
vulgación del saber médico y científico y para señalar a aquellas personas cuyos
comportamientos fueron psicopatologizados. Tal novedad sirvió para definir dis-
tintas conceptualizaciones populares en relación con la locura, formó estigmas y
generó imágenes o tipos ideales de los locos. De esta forma, a partir del discurso
de los facultativos, la prensa fue definiendo aquellos comportamientos que de-
bían controlarse e intentó moldear las conductas. Aunque, claro está, la actividad
moralizante no siempre resultó exitosa, ya que el nuevo código higiénico no
siempre fue respetado. La razón médica —y su réplica profana— era fuerte en
el discurso, pero, en la práctica, no siempre resultó efectiva. De todos modos, el
escrutinio de los rasgos de los enfermos psiquiátricos y de la degeneración a la
que podían conducir ciertos actos sirvió para reproducir los valores que, durante
la época, eran considerados civilizados y, al mismo tiempo, para justificar las
medidas (contra la vagancia, el juego, la inversión sexual, el alcoholismo, etcéte-
ra) que buscaban legitimar la autoridad y contener posibles desbordes o excesos.
Pero esto no implicó que los médicos locales solo se concentraran en la
locura como una consecuencia de las causas sociales. Por el contrario, creemos
que avanzamos en una explicación que contribuye a entender por qué los facul-
tativos fluctuaron entre la nosografía tradicional, que buscaba lesiones orgánicas
para entender la enfermedad mental, y las causas morales, que explicaban la
existencia de patologías latentes que se despertaban porque el paciente habitaba
un espacio social pernicioso. Para médicos y abogados, la comunidad debía ser
defendida ante amenazas externas y de aquellos que, desde adentro, pretendían
alterar el modo de vida y el orden jerárquico (allí entraban, por ejemplo, los
anarquistas, pero también los «invertidos»). Los elementos extraños, que, po-
tencialmente, podían desarrollar conductas nocivas para el colectivo, debían ser
apartados al otro lado de una frontera moral que garantizara la supervivencia
de la comunidad y evitara cualquier tipo de amenaza. Entre 1860 y 1910, de
forma paulatina y sin abandonar el estudio nosográfico, el enfermo psiquiátrico
fue expuesto como un antimodelo, ya que era improductivo, había perdido la
razón en una sociedad que la deificaba e, incluso, podía recurrir, no siempre de
forma consciente, al crimen y al delito. Por supuesto que estas consideraciones
no niegan el carácter objetivo de la enfermedad psiquiátrica, pero sí contribu-
yen a plantear que la locura como fenómeno y el loco en un sentido genérico
tuvieron, durante la época, mucho de construcción social a través de múltiples
miradas que buscaban enjuiciar distintas problemáticas que excedieron el plano
de la salud. El manicomio fue un pretexto que nos permitió estudiar a la socie-
dad uruguaya del período y algunos de los temores colectivos. Asimismo, fue
útil para preguntarnos si toda la población adoptó de forma pasiva las recomen-
daciones médicas, y concluimos que, por el contrario, y como en todo proceso

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hegemónico, encontramos porosidades que se expresaban en la desconfianza que
algunos sectores mostraban hacia el tratamiento. Si bien las pistas son episódi-
cas, su presencia sirve para cuestionar el proceso de medicalización como una
máquina que hizo tabla rasa con todas las conductas consideradas desviadas.
No obstante esta constatación, también importa señalar que el proyecto de
patologización de las conductas no representó una propuesta exclusiva de los
sectores dominantes, sino que se ligó a sectores sociales mayoritarios con dis-
cursos y políticas específicas que buscaron, dentro de lo posible, que todos los
habitantes del país incorporaran los rituales de salubridad y normalidad. De esta
forma, los jóvenes se enteraron de que la masturbación o frecuentar prostíbulos
los podía conducir de manera inequívoca a la locura. Lo mismo ocurrió con las
mujeres obligadas a obedecer a padres o esposos. Un número indeterminado de
personas comenzó a evaluar las consecuencias sociales de su conducta y a sope-
sar cuánto podían afectar al conjunto de la sociedad. En otras palabras, la psi-
quiatría de la época contribuyó a establecer un nuevo escenario de obligaciones
sociales y se complementó con otras instancias estatales como la escuela pública.
La locura dejó de ser un problema individual y pasó a ser una temática de toda
la sociedad, por ende, de un contexto histórico que la determinó, la irradió y,
por qué no, también la observó con cierto grado de fascinación ante el temor que
despertaba ser ese otro anormal.

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Colofón

A la fecha, no existe una única explicación sobre cómo se originan las enfer-
medades psiquiátricas. Incluso la medicina contemporánea habla de trastornos
antes que de enfermedad para definir las psicopatologías. Sin embargo, según
un manual reciente sobre enfermedades psiquiátricas, el número de diagnósti-
cos aumenta a diario y, actualmente, supera los trescientos tipos de enfermeda-
des.867 A ello se suma que, en Uruguay, casi nueve mil personas se encuentran
hoy internadas en los establecimientos de asistencia psiquiátrica pública,868 a lo
que deberíamos agregar los casos atendidos en hospitales privados y clínicas, las
internaciones domiciliarias, más un número indeterminado de personas que no
reciben ningún tipo de tratamiento. La sociedad uruguaya sigue conviviendo
con la locura que aún inspira temor, horror y ha legado imágenes inenarrables
sobre la desolación y el abandono. A su vez, la situación desconsoladora sobre la
ineficacia de los recursos invertidos para el tratamiento de la mayor parte de las
afecciones psiquiátricas no ha evitado que el tema del manicomio cobrara rele-
vancia en distintos momentos del siglo XX y en lo que va del XXI.
El sistema de salud mental del Uruguay —pese a la privatización de la me-
dicina y los intentos por restar funciones al Estado durante la década del noventa
del siglo XX— no ha logrado superar el peso del modelo manicomial y la inter-
nación de personas con sufrimientos psíquicos. Asimismo, el hacinamiento, la
internación compulsiva, los abusos físicos y sexuales afloran con periodicidad.869
Por eso, consideramos que la reconstrucción histórica sigue siendo relevante en
términos contemporáneos, ya que las personas consideradas «locas» continúan
al margen de la historia, pese a que, a diario, recibimos noticias sobre alguna si-
tuación que las tiene por protagonistas, y convivimos con el Hospital Vilardebó
sin cuestionar cuál ha sido su desarrollo histórico y por qué continúa siendo la
única alternativa posible para los enfermos psiquiátricos de menores recursos
económicos y sociales.

867 Véase: dsm-v Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales [cd-rom], Barcelona,
Masson-Sociedad de Psiquiatría de los Estados Unidos, 2013.
868 Cifras brindadas por Ariel Montalbán, director del Programa de Salud Mental del Ministerio
de Salud Pública, en: La Diaria, 15 de octubre de 2014, p. 6.
869 «Director de Salud Mental: «El Vilardebó es lo peor que le puede pasar a una persona»
[en línea], en El Observador, Montevideo, setiembre de 2014, <http://www.elobservador.
com.uy/noticia/289366/director-de-salud-mental-el-vilardebo-es-lo-peor-que-le-puede-
pasar-a-una-persona/>. Claro que la situación no es privativa del Uruguay.

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1906, en Serie Expedientes de Secretaría, Subserie Planes de Estudio, carpeta 9:
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Archivo General de la Nación y Archivo de la Universidad de la República.
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Archivo General de la Nación y Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública.
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Montevideo, Facultad de Medicina, 1884.
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Crovetto, Andrés, Algo sobre manicomios, Montevideo, Facultad de Medicina, 1884.

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Vapor de La Nación, 1899.
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Española, 1883.
Soca, Francisco, Historia de un caso de ataxia locomotriz sifilítica. Tesis para optar el grado de
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Vicens Thievent, Lorenzo, El crimen y la epilepsia, San José, Talleres La Mañana, 1913.
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Nápoles, Montevideo, Imprenta Elzeviriana de C. Becchi, 1888.
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Montevideo, Imprenta Artística de Dornaleche y Reyes, 1891.

Prensa
Revistas
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Anales de la Sociedad de Medicina Montevideana, 1854.
Anales de la Universidad, 1891-1910.
Annales Médico-Psychologiques, 1899-1916.
Boletín del Consejo Nacional de Higiene, 1909.
Boletín de la Sociedad Ciencias y Artes, 1877-1885.
Boletín Jurídico-Administrativo. Revista Hebdomadaria Enciclopédica, 1876-1877.
Boletín Médico-Farmacéutico, 1874-1882.
Evolución, 1905-1911.
La Facultad de Medicina, 1896.
La Gaceta de Medicina y Farmacia, 1881-1882.
La Gaceta Médica, 1877.
La Policía de Montevideo. Órgano de los intereses de la policía del departamento de Montevideo, 1885.
La Revista de Derecho, Jurisprudencia y Administración, 1898-1910.
La Revista Forense, 1883.
La Revista Nueva, 1902-1904.
Natura. Revista Mensual para la Propaganda del Método Natural de Vida: Higiene-Temperancia-
Vegetarianismo, 1904.
Revista Científica de Medicina y Ciencias, 1888.
Revista Científico-Literaria, 1877.
Revista de la Asociación de Escribanos del Uruguay, 1910.
Revista de los Hospitales, 1908-1911.
Revista Médica del Uruguay, 1898-1916.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 293

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Diarios o semanarios
Asociación Rural del Uruguay (Montevideo), 1885.
Caras y Caretas (Buenos Aires y Montevideo), varios años.
Despertar. Publicación mensual de conocimientos generales, editada para la enseñanza popular por
la sociedad de resistencia «Obreros Sastres» (Montevideo), 1905.
El Bien. Órgano de la Unión Católica del Uruguay (Montevideo), 1905.
El Bien Público (Montevideo), varios años.
El Día (Montevideo), varios años.
El Hombre (Montevideo), 1916.
El Liberal (Montevideo), 1908.
El Norte (Tacuarembó), 1880.
El Obrero en Calzado. Periódico Defensor del Gremio (Montevideo), 1905.
El Pueblo. Eco de los Intereses del Departamento de Canelones (Canelones), 1883.
El Pueblo (Montevideo), 1905.
El Siglo (Montevideo), varios años.
El Tiempo (Montevideo), 1905-1908.
La Alborada (Montevideo), 1902.
La Democracia (Montevideo), 1882.
La Feria (Mercedes), 1884.
La Ilustración Española y Americana (Madrid), 1880.
La Ilustración Uruguaya (Montevideo), 1883.
La Nación (Montevideo), 1880.
La Razón (Montevideo), 1878.
La Razón (Montevideo), 1897-1909.
La Rebelión (Montevideo), 1902.
La Semana (Montevideo), 1911.
La Tribuna Popular (Montevideo), varios años.
La Unión (Minas), 1881.
La Voz del Norte (Salto), 1882.
La Voz del Trabajador (Montevideo), 1889.
La Voz de los Rebeldes (Montevideo), 1907.
Revista de Policía (Montevideo), 1904.
Rojo y Blanco. Semanario Ilustrado (Montevideo), 1900-1901.
Tribuna Libertaria (Montevideo), 1901.
Vida Moderna (Montevideo), 1900-1911.

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