Todavia Sueno Contigo Destino 2 Lina Galan

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TODAVÍA SUEÑO CONTIGO

(Destino 2)

LINA GALÁN
Todavía sueño contigo

Copyright © LINA GALÁN, 2015


Primera edición digital: Abril de 2015
Diseño de portada: Sergi Villanueva
linagalan44@gmail.com
Twitter: @linagalan44
Facebook: Lina Galán García
https://www.facebook.com/lina.galangarcia

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o


parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su
transmisión en cualquier otra forma o por cualquier medio (electrónico,
mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito
de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede
constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Para Sergi.
Estoy orgullosa de ti
ÍNDICE

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
OTRAS OBRAS DE LA AUTORA
PRÓLOGO

—Hola, ¿puedo jugar con vosotros?


—¡No! Eres demasiado pequeña —dijo el niño más rechoncho de todos.
—¡Ya tengo cinco años!
—¡Pero nosotros tenemos siete! ¡Algunos tienen hasta ocho!
—¡Pero yo también sé jugar a la pelota! Solo tienes que cogerla y pasarla.
—¡Vete, pequeñaja! ¡Vete a casa a jugar a las muñecas!
—¡Si no me dejáis
jugar…!
—¿Qué? ¿Qué harás? ¿Decírselo a tu mamá? —dijo señalando hacia el
banco, donde dos mujeres conversaban ajenas al conflicto infantil.
—Es mi abuela. Mi mamá no está aquí, está en América.
—¡Ja, ja! ¡No me extraña que no quiera estar contigo!
—¡Sí que quiere! Ella me quiere.
—No lo creo. Mira qué color de pelo tienes —dijo aquel niño mofletudo
mientras tiraba de una de mis trenzas—. ¿Qué color de pelo es este? ¡Ya sé!
¡Es el color del pelo de las brujas!
—¡Sí, sí! —Corearon todos, tirando por cada lado, de las dos trenzas—.
¡Es una bruja, es una bruja!
—¡No! ¡Dejarme tranquila! —grité tapándome los oídos mientras todos se
cernían sobre mí y me hacían caer al suelo.
—¡Bruja, bruja, bruja…!
—¿Qué está pasando aquí? —De repente, todos callaron. Se trataba, nada
más y nada menos, que de uno de los chavales mayores que jugaban al fútbol
en la pista junto al parque infantil. Debía de tener, al menos, quince años—.
¿Por qué os metéis con esta niña? ¡Buscad a alguien más mayor para hacerlo!

Todos salieron corriendo en la misma dirección, y no pararon hasta que una


distancia prudencial los separó del peligro de los chicos mayores, que los
miraban ceñudos con los brazos cruzados.

—¿Te han hecho daño, pequeña? —me preguntó mi salvador agachándose


frente a mí.
—No. Pero me llamaban bruja.
—¿Por qué?
—Por el color de mi pelo.
—¿Tu pelo? —Dijo el chico cogiendo una de mis trenzas—. Pero si es un
color precioso.
—No, es feo, no me gusta. Es rojo, y nadie tiene el pelo rojo. Solo mi madre
y yo. Y las brujas —susurré—. Tienen razón.
—Por supuesto que no. Es muy bonito. Es el color del fuego, de una puesta
de sol…

Yo no entendía muy bien lo que me decía, pero al sentir sus dedos


acariciando mi pelo y sus ojos posarse en los míos, sentí algo muy especial,
algo que mi tierna edad aún no me permitía comprender. Pero para mí fue
como magia. Sus ojos eran de un color muy brillante, como el envoltorio de
las monedas de chocolate que dejaban los Reyes Magos en la cesta de las
chuches. Y su pelo era muy claro, casi del mismo color de sus ojos.
Era como el príncipe de mis cuentos.

—Ven, levanta —dijo ayudándome—. Y no te preocupes. No volverán a


molestarte mientras yo esté aquí.
—Ahora prefiero irme con mi abuela.
—Está bien —sonrió—. Cuando vuelvas otro día, aquí estaré.
—¿Y me salvarás, como el príncipe salva a la princesa?
—Más o menos —rio.

Comencé a correr hacia mi abuela, y en cuanto llegué a su lado y me aferré a


su seguridad, me giré para verle de nuevo. Me saludó con la mano y me
sonrió. Y yo le imité, mientras se alejaba ya con sus amigos, corriendo tras su
pelota, emulando a Guardiola, con el número cuatro en su camiseta azul grana.

Nunca volví a ese parque. Nos mudamos a una zona mucho más
privilegiada, cuando mi padre prosperó en su trabajo y fundó una gran
empresa.
Nunca más volví a verle.

A pesar del tiempo transcurrido, sigo soñando con aquel día y con aquel
chico. En mis sueños, su rostro ya me resulta difuso, pero la sensación que
siento cuando me mira me sigue pareciendo mágica. La magia de un cuento
infantil donde los príncipes salvan a las princesas.

Sé que después de casi veinte años es imposible encontrarlo, pero aun así,
en los sueños donde todo es posible, imagino que me vuelve a salvar, y que
cuando le miro a sus brillantes ojos, le digo:

—¿Sabes? Todavía sueño contigo.


Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer,
no has amado.

William Shakespeare

No hay hombre tan cobarde a quien el amor


no haga valiente y transforme en héroe.

Platón
CAPÍTULO 1

Álex se ejercitaba en una de las elípticas del Centro Deportivo próximo a su


casa, en el barrio de Horta de Barcelona. Prefería, con mucho, caminar por la
montaña, un bosque o un camino rural, pero sus preferencias chocaban con su
falta de tiempo. Le gustaba la naturaleza y el aire libre, pero también hacer
ejercicio, y mientras no llegase ese día ocioso que añoraba hacía tiempo, se
conformaría con los aparatos de un gimnasio.

—Hola, chico guapo. Hacía tiempo que no teníamos el placer de verte por
aquí.
—Hola, Sandra. He estado muy ocupado. ¿Cómo va todo? —Álex paró sus
movimientos y bajó de la máquina para poder conversar más cómodamente
con la mujer.
—No me puedo quejar. Hemos abierto otro gimnasio en la ciudad. ¿Y qué
tal tú? Vuestra revista parece que funciona.
—Sí, tampoco me quejo. Aunque no me da para muchos lujos.
La mujer siguió allí parada, observando sin disimulo el cuerpo de Álex.
Siguió fascinada el sendero que iban dejando las gotas de sudor sobre los
músculos de sus brazos y su pecho, cubierto solo por una camiseta de tirantes
blanca que se le había adherido como una segunda piel. Contempló cómo
secaba con una blanca toalla de algodón la humedad de su rostro, su cuello y
sus axilas, y cómo la dejaba sobre sus hombros para beberse de un trago una
botella de agua helada. Eran movimientos muy masculinos, de los que fascinan
a las mujeres, sobre todo si el hombre no es consciente siquiera de su
atractivo.
Sobre todo en un hombre como Álex.

Sandra llevaba mucho tiempo al frente de un gimnasio, así que la visión de


un cuerpo escultural no tendría que sorprenderla. Pero había algo en ese
hombre que la atraía y la excitaba. Aparte, claro está, de su cuerpo, duro y
fibroso. O de su atractivo rostro, con sus ojos amarillos y penetrantes. O de su
largo cabello rubio, recogido en una larga coleta a la espalda.
Había algo más aparte de su físico: era sencillo y buena persona.
Tenía un carácter afable, te hacía reír y era muy fácil ser amigo suyo. Tenía
buena conversación y sabía escuchar, y ella estaba harta de tipos engreídos
que se las daban de machos y viriles, cuando no eran más que unos capullos
arrogantes que presumían de sus músculos y sus coches.

Dime de qué presumes, y te diré de qué careces…

Álex no tenía dinero y conducía una desvencijada furgoneta, pero no le


hacía falta dárselas de nada.

—¿Quieres que nos veamos esta noche? —preguntó ella, lo que había
deseado preguntarle desde que había divisado entre la multitud su larga
melena dorada.
—¿Y tu marido? —Álex sonrió. Sabía la repuesta.
—Está de viaje. Además, ya sabes que no le importa lo que yo haga, ni a mí
lo que haga él. Fue una relación abierta desde el principio.
—¿En tu casa?
—Sí —Sandra sonrió triunfal—. En mi casa a las ocho.
Cuando Sandra abrió la puerta de su moderno dúplex, hizo pasar a Álex y
comenzó a desabrocharle la camisa. No había que mantener una conversación
formal, ni romper el hielo tomando una copa. Sabían a lo que iban y no hacían
nada para disimular. Llevaban unos tres años con este tipo de relación:
acostarse cuando les apetecía y nada más. Apenas sabían lo básico el uno del
otro.

Álex llevaba bastante tiempo sin sexo, así que el encuentro con Sandra en el
gimnasio había sido muy oportuno. En su día, él le había dejado claro que no
quería nada serio, y ella le había respondido que nunca dejaría a su marido ni
a la buena vida que le ofrecía.

Cuando ella ya le había desnudado, él prácticamente le arrancó la ropa y se


quedó mirándola unos instantes. Aunque gracias al ejercicio tenía un bonito
cuerpo y no aparentaba sus cuarenta años, no era ni mucho menos su tipo:
demasiado delgada, piel morena, cabello corto y negro y al menos un tercio de
su cuerpo cubierto de tatuajes.

Pero la relación que mantenían era la ideal para él. Así no había peligro de
volver a enamorarse, de volver a ilusionarse, de volver a sufrir…

Sandra se tumbó sobre la mullida alfombra del salón y le lanzó los brazos,
ávida y ansiosa.

—Aquí mismo, Álex. No puedo esperar a subir arriba.

Álex se colocó sobre su menudo cuerpo, mientras ella, como siempre,


comenzaba el ritual de tirar de la cinta de su pelo.

—Quiero tu melena suelta, sentirla sobre mis pechos y mis piernas…

Y entonces Álex cerró los ojos. Tenía que excitarse y había llegado el
momento. Evocó la imagen de una hermosa mujer, de ojos oscuros y labios
carnosos, de larga y ondulada melena rubia y curvas exuberantes.
Y únicamente entonces comenzó a moverse. Imaginarse a Clara, su amor, era
la única manera de poder estar con una mujer.
CAPÍTULO 2

—¿Qué tal anoche con Marcos? ¿Hubo suerte?


—Nada, Lidia. Como siempre.

Marta y su amiga Lidia conversaban al salir de clase, caminando por los


bonitos jardines del campus de la Universidad Internacional, donde cursaban
ADE y Derecho. Las dos eran hijas de importantes empresarios, así que lo
más natural era estudiar lo que les diera la oportunidad de trabajar en alguna
de sus empresas, como la mayoría de sus compañeros, de familias adineradas
y con un futuro cómodo y predecible.

—Oh, Marta, vas a tener que olvidarte de aquello de una vez por todas. No
puedes dejar que algo que ocurrió hace tantos años siga traumatizándote y no
te deje seguir adelante con tu vida.
—No estoy traumatizada. Ya lo superé hace tiempo. Además, siempre
empieza bien. El chico me besa y yo a él, incluso dejo que comience a
quitarme la ropa, pero a la hora de la verdad, no puedo.
—Eso no es normal, Marta.
—¿Y qué sugieres que haga? Me habéis presentado a varios candidatos, he
conocido a muchos chicos en fiestas, clubes o viajes, y no ha habido manera.
Debe ser que ninguno de ellos me atraía, realmente.
—Pero, ¿nunca te apetece sexo? A mí me apetece bastante a menudo.
—Claro, pero tú tienes a tu novio a mano.
—Sí, el que a veces me imagino que es Paul Wesley. Y él seguro que alguna
vez fantasea con que soy Adriana Lima. ¿Has intentado algo parecido?
—Déjalo, Lidia, soy un caso perdido.
—Claro que no —Lidia suavizó su tono—. Ya verás, cuando alguien te
atraiga de verdad, no hará falta ni que lo pienses. Surgirá la atracción, sin más.
—Yo también lo creo. No quiero obsesionarme.
—Estaba pensando… —Lidia se llevó a la boca su dedo índice,
mordisqueando la uña con su perfecta manicura francesa—, ¿has probado con
alguien de nuestro círculo de amigos y conocidos? Tal vez la confianza te
ayude. Mira, por ejemplo, Rodri, que ya viene hacia aquí como cada día.
—Hola, chicas —saludó el joven—. Marta, guapa, mi chófer ha venido a
buscarme. Si quieres te llevo.
—No, gracias. También ha venido el mío.
—Pues ya nos veremos. Ciao —y se alejó de ellas con una sonrisa.
—¿Cómo lo ves? Es buen tío y no está mal.
—Lidia, por favor. Somos compañeros desde infantil. Le he visto comerse
los mocos.
—Vale, vale. ¿Y los del grupo?
—Unos tienen novia, otros son gais, otros son unos engreídos…
—¿Y del entorno de tu padre? ¿Algún amigo, socio, abogado…?
—Viejos, casados…
—¡Marta! ¡Deja de poner trabas! Ahora mismo soluciono yo esto como
cuando éramos pequeñas.
—¿Cómo?
—¿Recuerdas cómo conseguíamos que la otra hiciese cualquier cosa? ¡Con
una apuesta! Nunca fallaba.
—Lo recuerdo. Primero nos apostábamos muñecas, luego maquillaje,
perfume, ropa…
—Pues ahí va el desafío: tienes un mes para tener sexo, con quien tú
quieras, pero dentro de ese plazo.
—¡Lidia!
—Si no lo haces, tendrás que regalarme tu última adquisición de zapatos
Jimmy Choo, los negros destapados con adornos blancos…
—¡Ni hablar! ¡Aún no los he estrenado!
—…y si lo haces, te regalaré mi bolso color mandarina de Michael Kors a
juego con los zapatos y las gafas de sol, y que tampoco yo he estrenado. Creo
que sales ganando.
—Eres una mercenaria… —suspiró—. Está bien. Aunque no creo que sirva
de nada.
—¡Sí! —Abrazó Lidia a su amiga—. ¡Soy genial!

—Gracias, Miguel —agradeció Marta al chofer al llegar a casa.


—De nada, señorita Marta.

Aquella era una buena zona para vivir, tranquila y junto a la playa, y su casa
le parecía una de las más bonitas. Cuando se mudaron unos seis años atrás, le
pareció que hacían una buena elección, puesto que el resto de las
edificaciones eran demasiado angulosas y de líneas rectas, mientras que esta
era de un estilo más clásico, de obra vista y grandes ventanales rodeados de
molduras, y un gran porche con una larga hilera de arcos y columnas.

Después de atravesar la gran verja metálica y el camino que llevaba hasta la


puerta principal, Marta se bajó del coche y giró hacia la parte derecha de la
casa. Entró por la puerta lateral que daba a la cocina para poder picar algo
como hacía cada día. María, la cocinera, la reprendió como siempre.

—¡Señorita Marta, haga el favor de esperar a la cena! —le dio un manotazo


que obligó a Marta a soltar la rodaja de zanahoria de la fuente de las verduras,
que iban destinadas al horno.
—No seas cascarrabias, María —dijo dándole un beso en su rosada mejilla
—. Sabes que me encanta picotear cualquiera de tus guisos. Eres la mejor.
—Zalamera… Anda coge lo que quieras.
—Gracias guapa —y se fue contenta hacia el salón mordisqueando la
crujiente hortaliza.

Soy una perfecta estratega en los negocios…

Sus pensamientos se disiparon y sus pies se clavaron en el suelo cuando


divisó una desconocida figura masculina observando el jardín a través de la
ventana del salón.

—Hola. ¿Quién eres? ¿Puedo ayudarte?


—Hola —respondió el hombre al girarse—. Yo soy Álex, ¿y tú?

Y en ese momento, el mundo dejó de girar sobre su eje.


¡Dios! ¿Quién era esa especie de dios escandinavo?

Eso era, precisamente, lo que le había dicho su amiga, que en cuanto tuviera
delante a la persona indicada, lo sabría.
Y lo sabía porque nada más tenerlo cerca se sintió aturdida, sin saber qué
decir, cosa que raramente le ocurría.

El tiempo pareció detenerse cuando contempló sus ojos dorados, su largo


cabello rubio recogido y su preciosa sonrisa. Lo vio dirigirse hacia ella, fuerte
y sigiloso como un tigre, y ya no tuvo ninguna duda. Su mente se inundó de
imágenes con ese hombre, donde él se le acercaba, la besaba con su apetecible
boca hasta dejarla sin aliento, y un nudo ardiente se le formó en el estómago.

Parpadeó. ¡Ni siquiera le conocía!

—Yo soy Marta. ¿Buscas a mi padre?


—¿Tu padre? ¿Eres la hija de Mario? —exclamó sorprendido.
—Sí. ¿Eres amigo suyo?
—Eh… sí, y de Clara.

¿Y algún amigo de tu padre…?


Recordó las proféticas palabras. Era una señal. Seguro.

—Ahora mismo no está. Está de viaje.


—Lo sé. Estoy esperando a Clara. Me han dicho que la esperase aquí.
—Vendrá enseguida —lo miró fijamente. Su brillante mirada pareció
envolverla en una nube de calor—. No recuerdo haberte visto por aquí.
—Vengo poco.
—Ya. Supongo que no habremos coincidido.
—Seguramente —dijo Álex.

¿Esa preciosa mujer era la adolescente y pelirroja hija de Mario?

Álex no podía dejar de mirarla. Hacía mucho tiempo que no contemplaba


semejante belleza en una mujer. Su larga melena de fuego, su piel blanca sin
mácula y sus rasgados ojos azules, por no hablar de su hermosa figura,
hicieron que tensara su cuerpo como hacía mucho tiempo que no le sucedía
con el simple hecho de mirar a una mujer.

¿Acabo de excitarme con la hija de Mario Climent? ¿La hija del marido
de Clara? Para echarse a reír, si ello es posible…
—Bueno, tengo cosas que hacer. Ya nos veremos —le dijo Marta mientras
desaparecía escaleras arriba.
—Sí, claro —espero que no, musitó Álex para sí.

—¡Álex, cuánto tiempo!


—Hola, Clara.

Álex se acercó para darle un beso en la mejilla y no pudo evitar sentir una
punzada en el corazón al rozar su suave piel y su hermoso cabello rubio, e
inhalar su inolvidable fragancia a fresa. Una sola vez la había besado de
verdad, con un beso de despedida, varios años atrás, y el recuerdo de ese beso
le había acompañado en un sinfín de noches en vela, en infinidad de momentos
de soledad. Aunque, en realidad, fuera él el único que puso la intención. Para
ella, siempre había sido un amigo, un querido amigo, pero nada más.

Ya habían pasado seis años desde que él le confesara sus sentimientos y ella
lo rechazara elegantemente, alegando estar enamorada de un rico empresario,
mujeriego y lleno de secretos. Para más inri, él había ayudado a destapar el
malentendido que los habría separado para siempre, puesto que Mario pensó
que eran amantes y se aprovechaban de él.
Pero Álex no permitió que pensara así de ella. Prefirió perderla a verla
sufrir por otro.
Ella le ofreció su amistad, sin ser consciente de que, de esa manera, sería él
el que sufriría.

—Recuerda que puedes venir a casa siempre que quieras. No es necesario


que esperes a que Mario no esté, ¿o te crees que no me he dado cuenta?
—Habrá sido una coincidencia.
—Álex…
—Está bien —sonrió—. Soy demasiado transparente. Lo siento. Entiende
que no es cómodo ni para él ni para mí.
—Eres tú el que no entiende. Mario ya te ha dejado claro que puedes venir
cuando quieras. Incluso quiso ayudarte invirtiendo en el proyecto de tu revista.
—No, gracias. Ya nos apañamos.

Precisamente, poco después de la boda de Clara, Álex decidió, junto con un


grupo de antiguos compañeros de facultad, hacer algo que les permitiera vivir
del periodismo y a la vez les hiciera sentir que hacían algo que les llenaba.
Aquella decisión llegó en un momento crucial de su vida, donde andaba algo
perdido, y le devolvió la ilusión, el empeño y la energía suficientes para
continuar adelante con aquel llamativo proyecto.
Al principio fue duro, apenas les quedaba para comer, pero poco a poco,
con esfuerzo y dedicación, habían conseguido que a su proyecto del diario de
noticias online “Futuro.es”, se le añadiera una revista mensual en papel,
gracias a las ayudas privadas y a los anunciantes y patrocinadores que ya
confiaban en ellos.

—De acuerdo, ya no insisto más. Al menos siéntate un rato y conversamos.


¿Quieres una cerveza?
—Sí, gracias.

Una mujer de unos cuarenta y pocos años les sirvió las bebidas y unos frutos
secos en la mesa del porche frente al bonito y cuidado jardín. La tarde había
relajado el calor del día para dar paso a un fresco más agradable, comenzando
a teñir el cielo de un tenue color lila. Se escuchaba el rumor del agua de la
depuradora de la piscina y los aspersores del césped al ponerse en marcha. El
aire se impregnó del olor de la hierba mojada y del jazmín que trepaba por las
celosías del porche.
—Gracias, Luisa —dijo Clara amablemente a la mujer.
—¿Ya llevas mejor lo de tener servicio?
—Creo que es algo a lo que no me acostumbraré nunca —Clara hizo una
mueca—. Pero que acepto porque esta casa es muy grande y todos tenemos
mucho trabajo y poco tiempo libre.
—Y tu marido está forrado. Debe de preservar su imagen —dijo Álex
irónico.
—Álex, no empieces. En cuanto tienes la oportunidad, te metes con Mario.
—No te enfades, guapa. Estoy un poco irascible. Justo cuando tenemos el
boceto de la revista, se nos va el fotógrafo. Ahora a ver cómo encontramos
otro de confianza.
—Yo conozco a uno —dijo Clara—, aunque no es profesional. Pero ha
expuesto alguna vez sus fotografías en alguna exposición y creo que es muy
bueno. Podrías probar.
—Ya tenemos la mayor parte del material, así que si sabe enfocar y
disparar, será suficiente hasta que encontremos a otro.
—Mañana te lo mando y a ver qué te parece.
—Gracias, Clara —dejaron pasar un momento de silencio—. Veo que te va
bien. ¿Qué tal tu trabajo en el centro? ¿Y qué tal la responsabilidad de ser la
nueva directora?
—Tú lo has dicho, mucha responsabilidad, pero a la vez aún más
gratificante. Es lo que siempre quise hacer, ayudar a niños y adolescentes con
problemas, sobre todo de familias sin recursos. Aunque las subvenciones del
gobierno cada vez son más escasas y tardan más en llegar, obtenemos
donaciones privadas que, sospechosamente, tienen alguna relación con
Empresas Climent, algo que mi marido no duda en negar.
—Ya, un santo tu marido.

En boca de otro hubieran parecido unas palabras demasiado cínicas, pero


viniendo de Álex, no tardaron en echarse a reír. Les unía una complicidad que,
ni el tiempo, ni el amor no correspondido por una de las partes, habían podido
borrar.

De todas formas, Clara seguía sintiendo en el alma que Álex se distanciara


de ella desde que se casara. Esperaba que lo que él había sentido por ella se
hubiese transformado en el típico amor platónico de juventud, y que siguieran
conservando su amistad. Confiaba en que no tardase mucho en darse cuenta de
ello, en cuanto conociese a una chica que le gustase lo suficiente. Cuando se
enamorase de verdad.

—Creo que trabajas mucho, Álex. A ver cuándo te echas novia. Ya pronto
cumplirás la edad de Cristo.
—No quiero novia. Bueno, y ellas tampoco quieren novio.
—¿Pero qué les pasa a las chicas? Eres un cielo, trabajador y emprendedor
y encima eres guapo. ¿Qué más quieren?
—Dinero, clase. Yo no tengo un euro, visto con ropa de mercadillo y mi
coche se cae a pedazos.
—Pero tú vales mucho, Álex —le dijo Clara posando la mano en su mejilla
ligeramente áspera—. Sospecho que muy pronto alguna lo descubrirá.
—Me das miedo, Clara —dijo sonriendo—. ¿Es alguna de tus
premoniciones?
—Tal vez.

Clara prefirió no contarle la visión que, por un único segundo, había


vislumbrado nada más entrar en el salón y verlo junto a Marta.


Clara, esa noche en su cama, comenzaba a traspasar el umbral del sueño,
justo en la frontera de la consciencia, cuando sintió hundirse el colchón tras
ella. Unas manos le bajaron los tirantes del camisón por los hombros, hasta
quitárselo del todo. Se sentía flotar, como si las sábanas sobre su cuerpo
desnudo fuesen nubes de algodón.

Las manos se deslizaban por todo su cuerpo, mientras la humedad de unos


labios marcaban a fuego su paso desde los hombros hasta la curva del cuello.
Quiso emitir un jadeo, sin conseguirlo, cuando sintió suaves pellizcos en sus
pezones, tan suaves como los dientes que se le clavaban en la nuca.
Abrió los ojos en cuanto sintió que él la llenaba, desde atrás, y experimentó
un inmenso placer, el placer que solo él podía proporcionarle.
Mario se desplomó sobre ella y hundió su rostro entre la fragante melena
mientras recuperaba la respiración.

—No te esperaba hasta mañana —le dijo Clara a su marido mientras se


daba la vuelta en el círculo de sus brazos para tenerlo de frente.
—¿No te ha gustado mi bienvenida?
—Me gustas tú.

Gracias al argentino resplandor que emitía la luna y que atravesaba los


cristales del ventanal, Clara podía contemplar el perfil del rostro de Mario.
Después de seis años juntos, seguía pareciéndole el más hermoso de los
hombres, y seguía estremeciéndose con una sola caricia de él.

Con los dedos, le apartó el flequillo de los ojos. A sus cuarenta y cuatro
años mantenía su lustrosa cabellera negra y el rebelde mechón que tanto deseó
tocar nada más conocerle.

—Gracias, cariño. Aunque no sé si seguirás pensando lo mismo cuando te


diga una cosa.
—No me lo digas. Vuelves a marcharte.
—Me levanto a las seis. He de coger el vuelo a Bruselas a las ocho de la
mañana. Pero volveré para el fin de semana.
—Oh, Mario —dijo ella abrazándole, sintiendo su tibieza—. ¿Cuándo va a
terminar esto? Estoy cansada de verte tan poco últimamente. Apenas paras en
casa. Dichosos chinos...
—Es muy importante el éxito de estas negociaciones con los empresarios
chinos. Nuestra empresa daría el gran salto internacional.
—¿Y para qué tanto? ¿No tenías suficiente con Europa?
—Clara, cariño, yo no soy el único que decide. Prometo compensarte con
un viaje en cuanto acabemos.
—Que será, ¿cuándo?
—Creo que todo se solucionará en un mes. Máximo dos.
—¡Dos meses! Genial —dijo enfurruñada.
—Vamos, cielo, duérmete.
—Llámame mañana.
—Lo haré todos los días.

Cuando a las ocho de la mañana la despertaron los “Imagine Dragons” con


su “Demons”, Clara dio un salto de la cama para meterse en la ducha. Al
salir, se dirigió al vestidor para coger su blusa blanca favorita, pero la dejó
caer con fastidio al advertir una mancha en el puño del color del café.

—Perfecto. Hoy que viene el inspector de Bienestar Social... Tendré que


ponerme la celeste.

Cuando estuvo vestida, cogió la blusa manchada y se dirigió al cuarto de la


lavadora. Podría tener un servicio que le recogiera y limpiara la casa, pero se
negaba a que fueran recogiendo su ropa sucia.

Entró en la pulcra estancia, con la lavadora, la secadora y un soleado


rincón para la plancha. Los rayos de sol de primera hora de la mañana
entraban por las altas ventanas para ir a dar directamente sobre varias pilas de
ropa cuidadosamente doblada.

Se acercó a la cesta de la ropa blanca para lavar. Dejó su blusa y no pudo


evitar coger una de las camisas blancas de Mario. Se la acercó al rostro y
cerró los ojos para inhalar su olor. ¡Lo echaba tanto de menos esos días!

Un momento...

Clara frunció el ceño. Ese olor no era exactamente el olor de Mario. Lo era,
sí, pero mezclado con algo más...
Elevó la camisa al trasluz y su corazón dio un vuelco cuando reconoció una
mancha en el hombro izquierdo.
Era maquillaje. No había duda. Y un tenue rastro de perfume femenino.

—Vale, vale, para —se dijo a sí misma en voz alta—. Tranquila. No


cometas el mismo error que al principio. Nada de celos. Él te quiere y no te
engañaría con otra. La mancha tiene una explicación racional, seguro. Un
abrazo de Elisa, su secretaria, que es como una madre para él; un roce
fortuito...

Clara devolvió la camisa a la cesta con dedos temblorosos. Dejó escapar


aquellas ideas imposibles de aceptar, dejando su mente en blanco, ocupándola
de nuevo con su agenda del día y su visita en el trabajo.
CAPÍTULO 3

Marta caminaba radiante por la acera de la calle de La Perla, en el barrio


de Gràcia, fijándose en las placas metálicas sobre los portales, buscando el
número treinta y seis.

La noche anterior, durante la cena, quiso preguntarle a Clara por su amigo


Álex, pero no fue necesario. Con el don que parecía poseer la mujer de su
padre —y buena amiga suya—, se adelantó y comenzó a hablar sobre él.

—Lo conozco hace muchos años y es un chico encantador. Por cierto, en su


pequeña redacción se han quedado sin fotógrafo y le dije que le enviaría uno
mañana. ¿Cómo lo ves?
—¿Le has hablado de mí? —dijo Marta tomando un sorbo de agua
intentando disimular su emoción.
—No exactamente. Solo le dije que le enviaría un fotógrafo bastante bueno.

Marta sonrió para sí. Esperaba con expectación la reacción de Álex al


verla aparecer por allí.

Por fin, se detuvo frente al número que buscaba. Tiró de la pesada puerta y
le pareció que traspasaba el portal de otro mundo. Observó maravillada el
bullicio de aquel espacio, ocupado por una multitud de mesas abarrotadas de
ordenadores y papeles. Tras los monitores, cada persona tecleaba, leía,
hablaba por el móvil, daba sorbos a un café en vaso de plástico y
mordisqueaba un bocadillo. Todo a la vez. O eso le pareció a ella.
Eran los bajos de un edificio antiguo, de techos altos y un leve olor a
humedad. Las paredes estaban cubiertas de carteles que anunciaban
exposiciones, tertulias o temas culturales y de actualidad. En realidad, también
ayudaban a tapar los desconchones que sufría la pintura, de un color claro e
indeterminado.

—Hola, ¿puedo ayudarte? —se le dirigió un chico de unos treinta años, con
barba y cabello castaño y rizado.
—Hola. Busco a Álex.
—Al fondo a la derecha. Después de la máquina del café.
—Gracias.

Marta atravesó aquel mar de papeles, diarios y cajas, hasta llegar a lo que
en su día debió ser un pequeño patio trasero y que ahora hacían servir de
salita para tomar café. Estaba cubierto por una claraboya que dejaba pasar la
luz del día, dándole a aquella estancia el mismo tono verdoso de la cristalera.

Su mirada siguió observando, hasta que topó con lo que debía ser el
despacho de Álex, o simplemente, un hueco apartado del resto. Tenía la puerta
abierta y hablaba por teléfono.

Marta disimuló tras unas cajas y se quedó mirando unos instantes. Había
llegado a pensar que, tras la conversación con su amiga, había idealizado a
Álex, únicamente pensando en aquella ridícula apuesta.

Pero no era así. Le seguía pareciendo guapísimo, de perfecta sonrisa y un


brillo especial en la mirada. En aquel momento se dejaba caer indolente, con
el móvil pegado a la oreja, sobre una desgastada silla, mientras daba vueltas
sobre sí mismo y garabateaba con un lápiz sobre una hoja de papel. La luz del
sol incidía en su cabello, dotándolo de un brillo áureo. Sus ropas eran
sencillas, pues, al igual que el día anterior, vestía un pantalón vaquero
desteñido, una camiseta blanca y una camisa de cuadros sin abrochar, pero que
puestas en él y en su musculoso cuerpo, parecían sacadas de cualquier
colección vintage.

¿Sería ella capaz de ligarse a un tío así?


Al menos, lo intentaría.

Marta inspiró aire, se acercó a su puerta y dio unos golpecitos aunque


estuviese abierta.

—Perdona —dijo Álex a su interlocutor cuando vio aparecer a Marta—,


luego te llamo.
—Hola, ¿me recuerdas? —dijo ella.

Como para no hacerlo

—Marta, ¿verdad?
—Sí. Me ha enviado Clara.
—¿Perdón?
—Me ha dado esta dirección y me ha dicho que me esperabas.
—Supongo que debe de haber un error. Le comenté que necesitaba un
fotógrafo.
—Pues aquí estoy.
—¿Tú?
—Sí, yo —dijo claramente irritada.
—Pero, ¿tú has visto cómo vas vestida?
—¿Cómo? —dijo Marta bajando la vista para mirar su bonito y colorido
conjunto de Custo, lo mismo que sus zapatos estampados.
—Mira, guapa, no se trata de sacar fotos de un desfile de modas. Muchas
veces tenemos que salir corriendo o atravesar una multitud para llegar al
objetivo.
—Tranquilo, mañana vendré vestida en chándal —dijo airada, acercándose
a la mesa y apoyando las manos en ella—. ¿Algo más?
—¿Qué sabes de fotografía? —dijo Álex un poco tenso al tenerla casi
encima.
—Ah, sí, claro. Toma —le ofreció un pendrive—. Aquí traigo algo de lo
que he hecho.

Álex lo introdujo en el ordenador y surgieron varia carpetas. Se tensó aún


más cuando ella se sentó en el borde de la mesa y se inclinó hacia la pantalla,
haciendo que algunas suaves hebras pelirrojas le cosquillearan en el brazo.

—¿Qué es ese olor? —dijo Álex frunciendo el ceño.


—¿Olor?
—Sí, huele como a bizcocho.
—Debo de ser yo. Me gustan los productos de cosmética que vende la
madre de Clara en las reuniones en su casa con sus amigas. Utilizo la gama de
olor a canela. Dicen que es afrodisíaca…

¿No podría usar cualquier perfume caro? ¿Tiene que usar uno que me
haga la boca agua?

—Bien —carraspeó—. Veamos qué tienes por aquí.

Abrió una de las carpetas del archivo y comenzaron a surgir fotografías en


color.

—Estos paisajes pertenecen a una exposición llamada “Paraísos


Cercanos”, expuesta hace un tiempo en Bilbao. Son fotografías de paisajes de
toda España, donde ya existen esos preciosos lugares sin necesidad de viajar
más lejos.
—Están muy bien.
—Y también te he traído una muestra de fotografías que forman parte de una
colección que llamé “Sonrisas” —y le ofreció un sobre.

Álex extrajo del sobre un recopilatorio de fotografías y hojeó aquellas


imágenes en blanco y negro, maravillado del realismo y del movimiento que
ofrecían. Mostraban personas sonrientes, lo mismo un niño que juega con una
caja de cartón, un vagabundo que ha encontrado un pequeño tesoro en un
contenedor de basura, o una prostituta del Raval ofreciendo sus servicios a un
grupo de estudiantes que la miran riendo pero asombrados.

—Son muy buenas, Marta. Pero no necesitamos a un artista.


—¿Ni siquiera piensas darme una oportunidad? Vengo recomendada —dijo
ella haciendo un mohín con su boca.
—¿Por qué estás interesada en trabajar aquí? No creo que te haga falta
trabajar, y mucho menos el dinero.
—Me encanta la fotografía y esta es una buena oportunidad para hacerlo de
forma diferente. Nunca he hecho nada relacionado con el periodismo y me
gustan los retos. Además, no puedo estarme quieta. Estudio dos carreras en la
universidad, estudio varios idiomas y llevo practicando en verano en la
empresa de mi padre desde el bachillerato. Podría estar satisfecha únicamente
con saber que tengo un futuro asegurado, pero quiero demostrar que puedo
hacer bien por mí misma otras cosas que no tengan nada que ver con mi padre.
Cuando estoy en su empresa soy la hija del dueño, pero con mi cámara paso a
ser simplemente Marta.
—Sabes que no podremos pagarte mucho.
—No importa. Como tú has dicho, el dinero no es una prioridad, no lo
necesito para vivir. Eso es una ventaja, ¿no crees? —y lo miró con una
expresión entre anhelante y esperanzada.

Álex la miró con admiración. Ese pensamiento era el resultado del instinto
propio de las personas de demostrar su valía, de no conformarse y querer algo
más, y él siempre había admirado a las personas luchadoras e inconformistas.

Ya en ese instante quiso besarla. Se imaginó dando el único paso que le


separaba de ella para atrapar su boca y besar aquellos maravillosos labios
rosados, seguir con su lengua la línea de su mandíbula y su cuello para
saborear aquella suculenta piel con esencia a canela, seguir bajando hasta el
valle de sus pechos e inhalar profundamente allí donde seguro el aroma sería
aún más intenso…

Movió su cabeza tratando de sacudir esos pensamientos y se pasó la mano


por el pelo. No la quería cerca de él. Le hacía sentir cosas que uno no debería
sentir por la hijastra de la mujer que aún sigue queriendo.

Pero necesitaban un fotógrafo y ella parecía realmente buena. Y tendría que


hacerlo por Clara. ¿Qué iba a decirle? ¿Me da igual que sea una profesional
pero no puedo ofrecerle el trabajo porque siento que me excito solo con
tenerla cerca?

—Está bien. Mañana irás con un compañero, Alberto, a la puerta de los


juzgados y sacarás alguna instantánea del momento en que salga Ramón
Cárdenas, el político corrupto más perseguido, tras saber su sentencia.
—¿No iré contigo?
—No, de momento tengo trabajo de despacho.
—¿Eres el jefe?
—Aquí cada uno tiene su cometido, sin jerarquías.
—¿Puedo invitarte a almorzar? —soltó de repente. Era ahora o nunca.

Álex sonrió, mirándola fijamente, con una media sonrisa blanca y sensual,
ladeando ligeramente la cabeza, rozándose la barbilla con los dedos.
Y lo que sintió Marta en el estómago no fueron mariposas volando, sino,
más bien, una estampida de elefantes pisoteando todos sus órganos.

—No. Gracias, pero no tengo tiempo. Seguramente comeré cualquier cosa


aquí mismo.
—¿Un café o una cerveza?
—Hasta mañana, Marta.

Esa misma noche, Álex le pedía explicaciones a Clara por teléfono.

—Confía en ella, Álex.


—Clara, no juegues conmigo. Es demasiado joven y demasiado… ¿fina?
—Dale tiempo. Te sorprenderá.

Al día siguiente, a media mañana, Álex intentaba despejarse con un café de


la máquina, sintiendo aquel amargor recorrer sus venas. Todavía estaban
pendientes de la maquetación y eran días de ajetreo, de noches sin dormir, de
montañas de vasos de café vacíos…
Si además se añadía la frustración de su cuerpo después de una noche
despierto pensando en una diosa pelirroja…
—Buenos días, Álex.
—¿Qué tal, Alberto? ¿Cómo os ha ido?
—Tu chica es una pasada, tío. Tendrías que haberla visto. Solo ha faltado
que el resto de reporteros le abrieran paso. Ya verás qué fotos nos ha hecho.
—No es mi chica —dijo Álex tenso—, solo es la hija de unos amigos.
—Entonces no te importará que intente algo con ella, ¿no? Menudo
pastelito.
—Ni se te ocurra. Respondo de ella.
—Vale, vale. Mira, por ahí viene.

Marta se acercó a ellos con paso resuelto. Esta vez vestía un sencillo
vaquero con una camiseta rosa y unas deportivas blancas. Se había recogido
su flamígera melena en una gruesa trenza y llevaba una mochila negra al
hombro donde guardaba su cámara.

A Álex se le encogió el corazón. Con ese atuendo le parecía una colegiala,


casi una niña, con aquel rostro de ángel. Aunque a veces le pareciera que sus
alas eran más bien las de una Harpía, enviada por Zeus para castigarle.

—Parece que ha ido bien —le dijo Álex.


—Sí. Ya estoy deseando que me encarguéis algo más.
—¿No tienes clase? —recordándose a sí mismo que todavía era una
estudiante.
—Sí, ahora mismo me voy. ¿Se puede decir que cuentas conmigo?
—De momento, sí.
—Bien. Me gustaría agradecértelo. Te invito a tomar algo.
—Marta, no puedo, de verdad que lo siento.
—Ya —dijo cabizbaja.

Aunque tratara de disimularlo, Marta volvía a tener el corazón acelerado


solo por volver a estar tan cerca del joven periodista. Desde el día anterior no
había dejado de pensar en él y durante la noche había tenido unos sueños tan
eróticos, que la habían hecho despertarse excitada y con el corazón
desbocado.
Pero no se conformaba con eso, quería algo más, aunque le estaba
resultando realmente difícil.

—Lo dejaremos para otro momento —siguió diciéndole ella mientras le


colocaba bien el cuello de la camisa con una mano. Estaban tan cerca que
podía apreciar sus iris dorados fijos en los suyos, el asomo de barba rubia en
su piel y su olor, limpio y masculino—. ¿Qué llevas aquí? —le dijo tirando de
una cadena que llevaba al cuello, hasta que aparecieron un par de chapas tipo
militar.
—Llevo grabado mi grupo sanguíneo. Cosas de mi madre —dijo él
aguantando prácticamente la respiración para no verse envuelto en aquel
aroma dulce y especiado.
—AB negativo. Entiendo a tu madre. Es el tipo de grupo sanguíneo más raro
—Marta cerró los dedos sobre aquel pequeño trozo de metal que aún
conservaba el calor de su cuerpo, como si así pudiera quedarse adherido a su
piel.
—Sí. En fin, tengo trabajo.
—Yo también —dijo ella volviendo a introducir las chapas bajo su
camiseta, rozando la piel de su cuello con el dorso de sus dedos.

Cuando la vio salir por la puerta, Álex sintió cómo sus pulmones
expulsaban el aire que habían estado conteniendo.

Marta, por su parte, salió de allí con una diabólica sonrisa en sus labios.

—Señora, en un momento llegará el chico de la tintorería. ¿Tiene ya


preparados los trajes del señor que necesitan limpieza y plancha?
—No estoy segura, Luisa, pero no te preocupes, ya subo yo.

Clara subió a su habitación y entró en el espacioso y luminoso vestidor, de


amplias puertas correderas con espejos y que con solo abrirlas se iluminaba
una larga hilera de pequeñas luces. Entre la interminable fila de trajes y
camisas, había varios trajes de su marido preparados para llevar al tinte,
excepto el que había traído puesto en su último viaje. Ella misma fue a
introducirlo en la funda, cuando se resbaló la chaqueta hacia el suelo,
pudiéndola coger al vuelo por la parte de abajo.

—Te tengo —dijo Clara cuando atrapó la prenda.

Un pedazo de papel cayó al suelo al mismo tiempo. Clara apartó el traje a


un lado y se agachó a recoger lo que parecía una tarjeta que había caído del
bolsillo interior de la chaqueta.

—Parece la tarjeta de un hotel…

HOTEL MIRAMAR

Y le dio la vuelta a la tarjeta. Estaba escrita por el reverso, con clara y


pulcra caligrafía

Esta noche a las 10 pm.


Espero que en Bruselas no me limites a unas pocas horas
Serás todo para mí
S

Clara dejó caer la tarjeta de entre sus dedos, que cayó lentamente al suelo,
como una ligera pluma. Se le nubló la vista y un dolor agudo se le instaló en el
pecho. Se sentó en el filo de la cama, agarrándose a la colcha, temblando, y
llevándose las manos al vientre todavía plano, en gesto protector.

—Ahora no, por favor —susurró—. No me hagas esto.

El sonido estridente de su móvil le hizo dar un respingo. El aparato sonaba


y vibraba sobre la cama, con la imagen en la pantalla del atractivo rostro de su
marido, y lo miró como si fuera una serpiente a punto de morderla.
Como una autómata, al fin, contestó.

—¿Clara? Pensé que no lo cogerías. ¿Qué tal todo, cariño?

Silencio

—¿Clara? ¿Estás ahí?


—Sí, sí, estoy aquí —por fin fue capaz de dejar salir algún sonido de su
garganta. Escuchar en esos momentos la voz profunda de Mario era como
recibir una puñalada en el corazón.
—Intentaré llegar a casa el viernes por la noche. Te echo mucho de menos,
cariño. En cuanto te vea, te arrastraré a nuestra habitación y no saldremos de
ella en todo el fin de semana.
—Parece un buen plan —intentó sonreír.
—Hasta el viernes, preciosa. Te quiero.

Clara dejó resbalar el teléfono hasta caer sobre la cama.

Ya no pudo evitar cerrar los ojos y dejar salir un torrente de lágrimas que
parecía no tener fin.
CAPÍTULO 4

La clase de Derecho Mercantil de ese día, estaba resultando especialmente


tediosa. Marta dejaba caer la cabeza sobre la mano, cogiendo perezosamente
algunos apuntes, deseando dejar de escuchar la irritante voz del profesor Sala.
En cuanto terminó, Lidia y ella se encaminaron a la cafetería para tratar de
despejarse un poco la cabeza.

—Esta mañana pareces un poco distraída. No me digas que sigues pensando


en ese chico. ¿Voy desenvolviendo mi bolso ya? —preguntó Lidia con pícara
sonrisa.
—Más que un chico es un hombre. Debe de haber pasado ya de los treinta.
—Siempre te han gustado mayores. ¿Recuerdas cuando te gustaba mi primo
Víctor?
—No pretenderás que me atraigan los de nuestra edad. La mayoría son unos
inmaduros, solo pendientes de ligar en las fiestas. Álex es diferente.
—A ver si me presentas a ese dechado de virtudes. Ahora solo falta que
encima esté bueno.
—Está buenísimo —susurró Marta—. Pero creo que hay muchas más cosas
que me atraen de él.
—Tic, tac, tic, tac… El tiempo corre, Marta. Ya ha pasado una semana.
Recuerda que la apuesta sigue en pie. Y recuerda para qué lo buscas. No es
necesario que te impliques más de la cuenta.
—¿Sabes una cosa? —Marta parecía estar mentalmente muy lejos de allí—.
Hoy mi cabeza ya no podrá con la próxima clase de Ética Empresarial. Me
voy a verle —dijo levantándose rápida de la silla arrastrando sus cosas.
—¿Y las clases? —le gritó su amiga.
—¡Cógeme los apuntes! —le contestó mientras desaparecía corriendo.

Los ánimos en la pequeña redacción de Futuro volvían a tranquilizarse un


poco. Álex repasaba tranquilamente el material del que disponían para el día
siguiente. Estaba satisfecho con el resultado, como siempre. El éxito de la
publicación se debía, sobre todo, a la forma clara y directa en la que estaban
redactadas las noticias. Iban dirigidas en su mayoría a un público joven,
cansado ya de leer siempre lo mismo y recibiendo agradecido cualquier
cambio que se les pudiera ofrecer a la hora de explicar lo que sucedía en su
entorno más cercano.

—Hola, ¿tienes un momento? —aquella voz parecía estar siempre en su


cabeza últimamente.
—Hola, Marta. ¿Qué te trae por aquí?
—Le he dejado a Alberto unas fotografías que me pidió.
—Gracias, Marta. Aprovecho para darte las gracias por el trabajo excelente
que realizas. Eres realmente buena con la cámara. ¿De dónde te ha salido esa
afición?
—Te lo explicaré mientras tomamos algo esta tarde. Te invito.
—Marta…
—Únicamente a tomar una cerveza cuando salgas. Déjame al menos
invitarte para agradecerte que hayas confiado en mí.
—No sé si podré… —dijo Álex pasándose la mano por la cara.
—No sé por qué, pero creo que me evitas, Álex.
—No quiero mezclar las cosas, Marta.
—Solo quiero que tomemos algo y conversemos. ¿Qué tiene de malo?
—Creo que no es buena idea, eso es todo.

No, para Álex no lo era, porque los dos percibían perfectamente la


atracción que flotaba entre ellos. El aire parecía volverse electrizante cada
vez que estaban cerca, cada vez que hablaban o simplemente al mirarse. Que
Álex se apartara con los dedos un mechón de rubio cabello del rostro, hacía a
Marta quedarse embobada con la boca abierta. Que Marta se pasara el dedo
índice por los labios mientras comprobaba unas fotografías, enloquecía a
Álex.
Hechos que parecían preocupar demasiado al joven periodista y nada en
absoluto a la joven estudiante.

—Álex —dijo ella acercándose demasiado, como siempre le parecía a él


—, déjame invitarte a conocerme. Y permíteme conocerte.

Si aceptaba aquella invitación, aparentemente inocente, Álex sabía que se


adentraría en aguas pantanosas. Se sentía irresistiblemente atraído por aquella
chica, por su belleza, su olor, su alegría contagiosa y su osadía. Realmente no
había nada de malo en conversar y conocerse. O eso era lo que deseaba creer.

—Está bien. Pero déjame invitarte yo a ti. Todavía puedo permitirme pagar
una copa a una chica.
—Yo te he invitado a ti primero.
—Aceptaré si pago yo. No es necesario que gastes la asignación de tu
padre.
—Es eso, ¿verdad? —Dijo poniendo los brazos en jarras—. ¿Tu problema
conmigo se basa en nuestra diferencia económica? ¿Qué relación tienes
realmente con mi padre, que estás todo el tiempo a la defensiva?
—Ya hablaremos luego. Si te parece bien quedamos a las ocho en la calle
Francisco Giner, en un bar que se llama Le Journal. Ahora tengo trabajo —y
desapareció tras su montaña de papeles.

Esa misma tarde, ya en casa, Marta se dirigía volando hacia las escaleras
que llevaban a su habitación con la intención de arreglarse para su cita. Al
pasar por el salón, saludó a Clara y a su amiga Núria, que conversaban y
tomaban un refresco.

Clara y Núria eran amigas desde primaria y seguían igual de unidas. Las dos
habían estudiado psicología, trabajaban juntas en el centro infantil y se
contaban prácticamente todo.

—No puedo creer que Mario te esté engañando con otra —le decía Núria a
Clara después de asegurarse que Marta había desaparecido escaleras arriba.
—Tú misma has podido ver esa nota, aunque al final pasara por alto la
mancha de la camisa.
—Lo sé, pero recuerda aquella ocasión en que la él mismo te dejó por no
preguntarte primero. Aquel malentendido estuvo a punto de conseguir que os
dejarais para siempre. Procura no guiarte por el corazón, sino por tu cabeza.
—Por supuesto. Ya sabes que yo no huyo de los problemas, los enfrento de
cara. En cuanto vuelva a casa le hablaré del asunto.
—Ya verás como todo tiene una explicación, guapa —le dijo su amiga
cogiéndola de la mano.
—Gracias, Núria —creyó mejor cambiar de tema para no pensar demasiado
—. Tú y Sergio sí que estáis bien. Podríais casaros.
—Estamos bien así. No hay papel en el mundo que refleje lo que le quiero.
—Eso pensaba yo, la más acérrima detractora del matrimonio, y ya me ves.
Seis años ya de casada. Al menos de momento —suspiró con tristeza.
—No digas esas cosas, Clara. Todo se arreglará.

Varios conjuntos de ropa se apilaban sobre la cama de Marta, que los


miraba con los brazos cruzados, sin poder acabar de decidirse. No quería
llevar un modelito de diseño exclusivo pero quería causarle buena impresión.
Para qué engañarse, quería gustarle. Quería que se fijara en ella y la mirara
como lo había hecho esa misma mañana, mientras ella intentaba descolocarle
tocándole de forma inocente y casual. Aunque su intención no había tenido
nada ni de lo uno ni de lo otro.

Al final se decidió por un pantalón negro estrecho que se le adhería


totalmente a su cuerpo, unas botas altas de tacón y una blusa color crema que
dejaba un hombro al descubierto.
Se miró al espejo. Bien. Sutil. Enseñar sin provocar.

Su larga y brillante melena pelirroja no aceptaba mucho maquillaje, pero


con la cara lavada parecía demasiado joven. Optó por un maquillaje ligero,
con un toque de color en los labios y máscara de pestañas. Unas gotas de
perfume —esta vez algo más atrevido, Parisienne à l’Extreme, de Yves Saint
Laurent— y el bolso. Perfecta.

—Voy a por ti, Álex —le habló al espejo—. Así que no te resistas.

Desechó la idea de coger su coche. Luego no tendría donde dejarlo. Así que
llamó a un taxi, que apareció en la puerta de su domicilio en pocos minutos.
Cuando llegó a la calle que le había indicado Álex, Marta localizó el bar
enseguida. Pagó al taxista y se asomó a la puerta del local.
Ahí estaba él, sentado en uno de los taburetes de la barra, con su
inconfundible coleta rubia. Se había cambiado de ropa, algo que hizo que
sintiera una mezcla de euforia y felicidad a partes iguales.
Llevaba unos vaqueros negros y una camisa gris oscuro, esta vez abrochada,
un poco más formal. Se inclinaba sobre la barra, observando meditabundo su
vaso de cerveza, dándole vueltas, como si pudiese hallar alguna respuesta en
el interior del líquido ambarino.

De pronto levantó la vista y sonrió. Una media sonrisa cálida, sensual,


demoledora para su estómago y el resto de sus órganos.
Claro que, no la sonreía a ella. Frente a él, una rubia camarera se lo comía
con los ojos y le obsequiaba con tontas sonrisas mientras pasaba un trapo por
la barra que estaba limpia hacía rato.
Era el momento de entrar. Marta se acercó a él resuelta y decidida.

—Hola, Álex. ¿Llevas mucho tiempo esperando? —dijo dándole un beso en


la mejilla.

Como si fuera uno de tantos.


Como si besarle no fuera su más ferviente anhelo.
En cuanto posó sus labios en aquella piel recién afeitada, con olor a jabón y
loción masculina, Marta cerró los ojos y mantuvo su boca en esa suave piel
durante un instante. ¡Dios, qué olor! Ni el perfume más caro de hombre podía
igualar aquella fragancia tan única, tan de él. Cuando los abrió, él la miraba
desconcertado, clavando en ella una mirada interrogante pero ardiente. Él le
apartó un suave mechón de rojo cabello que le había quedado enredado entre
las pestañas, deslizando sus dedos hacia la suave piel de su hombro desnudo,
convirtiendo aquel movimiento en una caricia tan íntima que le pareció que sus
dedos le quemaban la piel.

—Hola, Marta —sonrió al fin—. No, no llevo mucho tiempo esperando.


—¿Cómo dices? —le preguntó ella con ojos nublados, mirándole sin
recordar de qué hablaba.
—Ven, sentémonos en una mesa.

Álex bajó del taburete, la cogió de la mano y la guio hasta un pequeño sofá.
Cuando se sentaron, Marta cerró la mano en un puño, cosquilleándole todavía
por el contacto provocado por la palma caliente de su mano, grande pero
suave.

—¿Qué quieres tomar?


—Lo mismo que tú, gracias.

Álex le indicó a la camarera que trajera dos cervezas más. La chica rubia
las dejó sobre la mesa, no sin antes lanzarle una mirada cáustica a su pelirroja
compañera.

—Vaya, el lugar no podía ser más apropiado —dijo Marta mirando a su


alrededor, observando embelesada las paredes cubiertas por hojas de diarios
de todo el mundo.
—Sí, tienes razón —contestó él siguiendo la mirada de ella—. Poco
después de empezar con esta locura, entré un día aquí por casualidad y pensé
que era un buen presagio.
—Es una decoración muy original.

Marta estaba más acostumbrada a tomar un café con sus amigas en un


Starbucks, pero debía reconocer que el sitio estaba bien.
Junto a las hojas de diario, había juguetes antiguos, guitarras o teléfonos que
contribuían a la decoración de las paredes. Las sillas y sillones eran todos
diferentes, pero parecían armonizar perfectamente. La luz tenue y anaranjada
dotaba al lugar de la misma extraña tranquilidad que ella recordaba haber
sentido en un bar semejante en un bohemio barrio de París, durante uno de sus
viajes.

—Ibas a contarme cómo surgió tu afición por la fotografía.


—El verano que cumplí dieciséis años estaba un poco triste por un
desengaño amoroso, así que mi padre me regaló una cámara fotográfica
bastante buena. Me apunté a algunos cursos y descubrí un mundo nuevo a
través del objetivo. Era como si fuera yo la que creara esas imágenes, en vez
de existir realmente. Como si pintara un cuadro. Como si captara un sueño.
—Son magníficas, de verdad.
—Gracias.

Hablaron de los estudios de Marta, de “Futuro” y su próxima publicación


en papel. De recuerdos y de proyectos.

Mientras él hablaba, Marta no se perdía detalle de sus gestos, de cómo


movía sus manos, de cómo se acariciaba la barbilla cuando tenía que pensar
una respuesta, o de las expresiones de su rostro, con sus penetrantes ojos y su
boca deseable, que cuando sonreía formaba un adorable hoyuelo en la mejilla.
Le parecía casi injusto que la genética hubiese creado todos esos rasgos tan
hermosos en un solo hombre.

—¿Por qué llevas el pelo tan largo? —le preguntó ella después de un
intervalo de silencio.
—Bueno, no tanto como tú —le contestó él con una tierna sonrisa.
—No, claro —se la devolvió ella sintiéndose un poco tonta.
—En realidad, siempre lo he llevado por los hombros, pero desde hace
unos años no he tenido tiempo de pensar en cortármelo y al final opté por
dejarlo crecer.
—¿Nunca te lo sueltas? —Dijo con la mirada perdida, como si se imaginara
la escena—. Debe de ser tan bonito...
—Solo para peinarme o ducharme —no pensaba darle otros detalles—. El
tuyo sí que es bonito.
—No creas. Ahora ya me he resignado, pero cuando era pequeña los niños
se metían conmigo y a mí me parecía el color de pelo más horrible del mundo.
—No digas eso. Es el color del fuego, de una puesta de sol... —dijo
embelesado, cogiendo unas finas hebras entre sus dedos.

Junto al escalofrío de placer que le recorrió el cuerpo, Marta experimentó


también una sensación de déjà-vu. Aquellos ojos dorados mirándola fijamente,
el tacto de aquellos dedos en su pelo, aquella conexión, aquella magia...

Álex percibió una mezcla de excitación y ternura, de atracción física e


instinto de protección. Un cóctel de sensaciones contradictorias pero tan
apremiantes e intensas que hizo sacudir todo su cuerpo.

Llevaba toda la tarde envuelto en la bruma del intenso perfume de Marta,


sensual y apasionado como ella misma. Le hacía pensar en noches eróticas, en
misterio, en la tentación de lo prohibido…
De pronto, pareció despertar de un sueño. No podía ser. Aquella belleza de
pelo llameante y almendrados ojos azules era Marta Climent, la hija de Mario
Climent, el hombre que se adueñó del corazón de Clara, la única mujer que
había amado. Y todo se volvía demasiado complicado.

—Será mejor que nos vayamos, Marta —dijo Álex serio, dejando un billete
sobre la mesa.
—¿Por qué, Álex? —Le dijo ella asiéndolo por la muñeca—. ¿Qué ocurre?
Sigo teniendo la impresión de que huyes de mí.
—Sabes que conozco a tu padre, a Clara…
—¿Y qué problema representa eso? Ya he salido con chicos antes.
—Y seguirás saliendo con ellos. Pero no conmigo.
—¿Por qué? —susurró—. ¿No te gusto?
—No es eso —contestó él desasiéndose de su mano y levantándose.
—¿Entonces? —preguntó la chica.
—Marta —se dirigió a ella al llegar junto al coche—, todavía estás
estudiando. Acaba tus estudios, diviértete. Sal con chicos de tu edad que se
muevan en el ambiente y en el nivel en el que tú lo haces.
—¿Ya estamos otra vez con eso? ¿Crees que únicamente puedo salir con
tíos ricos? ¿Que mi padre me tiene algún matrimonio concertado o algo
parecido?
—No lo sé —contestó él crispado mientras abría la puerta del coche—.
Pero en lo que mí concierne, se acabaron las tertulias contigo. Tendremos una
relación laboral y se acabó. Y ahora, sube al coche.
—No entiendo este repentino mal humor por tu parte —decía ella
peleándose con el enganche del cinturón del coche.
—Espera que te ayudo a abrocharlo. Hay que tirar un poco de aquí.
—No sé cómo funciona este dichoso trasto —dijo exasperada.
—Tal vez la señorita se esperaba un Ferrari. Pues lo siento, tendrá que
conformarse con una furgoneta Ford de diez años.
—Me refería al cinturón y lo sabes. ¿Qué coño te pasa?
—Nada —dijo arrancando la furgoneta e incorporándose al tráfico de la
ciudad—. Y modera ese lenguaje. No es propio de señoritas.
—Gilipollas —susurró entre dientes.

No volvieron a dirigirse la palabra el resto del camino. Él, atento a la


carretera. Ella, sin dejar de mirar por la ventanilla.

Las grandes y lujosas construcciones rodeadas por altas vallas de brezo y


enredadera, recordaron al joven periodista que se adentraban en Gavà Mar,
territorio de la costa catalana casi exclusivo de famosos, futbolistas y altos
ejecutivos o empresarios.
Como el padre de Marta.

Siguió por las calles bordeadas de pinos hasta llegar a la bonita casa donde
vivían Mario y Clara. Sin parar el motor, estacionó el vehículo y se dirigió a
Marta por primera vez desde que comenzara el trayecto desde la ciudad.

—Ya nos veremos en el trabajo —murmuró.


—Creo que sería bastante práctico que nos diéramos el número de móvil.
Hasta ahora solo he podido contactar con Alberto o Pablo, pero tú aún no te
has molestado siquiera en llamarme cada vez que me habéis necesitado.
—Está bien —respondió Álex después de un momento. Hurgó apático en el
bolsillo hasta sacar el teléfono—. Dime el número.

Marta recitó el número, que el chico marcó para, a su vez, hacerle a ella una
llamada perdida. Al sonido del tono de llamada, Álex mostró una sonrisa
torcida, mirando de reojo el último modelo de iPhone que la chica sacó del
bolso.
—¿Qué? —gritó la chica.
—Nada —contestó él levantando los brazos sin dejar de sonreír irónico.
—Ya está —dijo Marta—. Entonces, hasta mañana, jefe —comentó burlona
—. Por cierto, si no es molestia, ¿podrías ayudarme a desabrochar el cinturón?
—Sí, claro.

Marta dejó que él acercara su rubia cabeza, y cuando sus cabellos se


rozaron, aprovechó la ocasión, buscó la boca de Álex con la suya, y la
encontró. Posó suavemente sus labios en aquellos que le habían parecido los
más apetecibles desde que los viera por primera vez. Contrariamente a lo que
pensaba, él no se retiró, sino que dejó su boca blanda, maleable, para que ella
hiciese su voluntad.

Marta se creyó un volcán en plena erupción, sintiendo un torrente de placer


correr por sus venas, a pesar de la ternura que entrañaba aquel beso. Percibió
cómo Álex succionaba su labio inferior, siguiendo después con la lengua el
trazo de su boca. Ella se aferró a su camisa y le abrió la boca con sus labios,
pero en cuanto él notó la humedad de su lengua, se apartó bruscamente. La
miró jadeante y ella le sonrió soñadora.

—Vete a casa, Marta —le dijo él volviendo a su lugar, apretando el volante


más de la cuenta.
—Sí, hasta mañana.

Álex esperó a verla atravesar la verja metálica que daba acceso a su casa,
para hundir a fondo el pie sobre el acelerador y alejarse de allí como alma
que lleva el diablo.


Marta atravesó el salón de su casa en penumbra, con el único tenue
resplandor de una pequeña lámpara sobre una mesita al pie de las escaleras.
Ya era tarde y no se escuchaba ruido ni movimiento alguno.

Pensando y sonriendo traviesa porque sus tácticas parecían dar resultado, se


encaminó a la cocina para picar algo que hubiese sobrado de la cena.

Una fina línea de luz bajo la puerta del despacho de su padre llamó su
atención. Se acercó para abrirla y vio a su padre de pie, desanudándose la
corbata, aún con una pequeña maleta junto a él.

—¡Papá! ¡Estás en casa! —y se lanzó velozmente a sus brazos.


—Hola, princesa —dijo Mario cerrando los brazos alrededor de su hija.
—Últimamente te veo tan poco… —suspiró ella sin desprenderse de su
abrazo.

Marta siguió apoyando su mejilla sobre el pecho de su padre, sintiendo el


tacto familiar del tejido de su chaqueta, inhalando el olor de su colonia,
dejándose envolver por aquella solidez y aquella firmeza donde siempre se
había sentido tan segura. Pensó en las ganas que había tenido siempre de
hacerse mayor, como todas las niñas, temiendo no llegar nunca al momento de
ser tratada como una adulta. Sin embargo, en esos momentos, añoró ser una
niña para sentarse en sus rodillas, para que la acompañase a la cama y leerle
un cuento o para ayudarla a completar un puzle inacabado que nadie más que
él era capaz de terminar.
Se desasió del abrazo y admiró el hermoso y todavía joven rostro de su
padre.

—¿Qué ocurre, princesa? ¿Algo te preocupa?


—No, papá, tranquilo. Todo va bien. Solo que, estos días te veo menos y
echo de menos a la abuela.
—Marta, ya lo habíamos hablado. Después de sacrificar por nosotros tantos
años de su vida, bien se merecía salir, viajar, recorrer todos aquellos lugares
que siempre quiso visitar y nunca pudo hacerlo. Ahora, que ya has crecido y
no la necesitas tanto, le devolveremos un poco de vida para ella misma —la
miró preocupado—. ¿Tienes algún problema con Clara?
—No, por supuesto que no. Nos llevamos de maravilla, pero solo tiene
ocho años más que yo y la veo como a una amiga o una hermana, no como a
una madre.
—¿Sabes algo de tu madre? —Mario se sobresaltó al escucharse a sí mismo
hacer una pregunta que hacía demasiado tiempo que no formulaba.

De todos modos, ya había quedado atrás el tiempo en que un simple


recuerdo o alusión a la madre de su hija, le crispaba todos sus nervios.
Con poco más de veinte años decidió casarse con Rebeca cuando ambos
estaban todavía en la universidad, al quedarse ella embarazada. Rebeca los
abandonó cuando Marta tenía solo dos años, viéndose obligado a recurrir a su
madre para criar a la niña y poder hacer realidad el sueño de crear su propia
empresa.

—Sí, le va bien —contestó Marta—. Continúa trabajando en la Universidad


George Washington como profesora de Relaciones Internacionales y parece
ser que su trabajo ocupa todo su tiempo. Como siempre ha sido. Pero sabes
que he sabido vivir con ello. He recibido más amor del que necesito.
—Ven aquí —la tomó su padre por los hombros y le dio un beso en la frente
—. A partir de ahora viajaré menos, así que cualquier cosa que te inquiete,
sabes que puedes hablar conmigo.
—Gracias, papá.
—Y ahora será mejor que nos retiremos. Es tarde y tengo una mujer arriba a
la que tengo que darle alguna explicación por llegar más tarde de la cuenta.
—Hasta mañana, papá.

Mario subió las escaleras y abrió la puerta de su habitación, la última del


pasillo. Las sombras de la estancia rodeaban un reducido círculo de luz
producido por la pequeña lámpara de la mesilla de noche. En él, Clara dormía
con un libro abierto sobre el regazo, sujeto todavía débilmente, como si
hubiese resbalado de entre sus dedos en el mismo instante en que el sueño la
reclamara.
Mario se sentó en el filo de la cama, cerró el libro y lo dejó sobre la
mesilla, sin dejar de observar a su mujer. La cascada de dorado cabello, las
suaves líneas de su rostro, sus labios llenos, sus generosos pechos casi
visibles con aquel diminuto camisón de encaje...

—Hola —dijo Clara con la voz espesa del sueño.


—Hola, cariño —dijo Mario, rozando con sus nudillos la suave piel del
hombro de su esposa.

Clara se incorporó sobre las almohadas y lo miró fijamente. La sangre


comenzó a fluir más rápido por sus venas por el mero hecho de volver a verle.
Llevaban días sin verse y la mera visión de su marido frente a ella la llenaba
de una felicidad absoluta. Era como volver a introducir oxígeno en sus
pulmones después de días sin respirar. Como volver a sentir el calor del sol
después de un largo invierno.
Nada era menos apetecible en esos momentos que una discusión con Mario,
pero nunca le había gustado dejar los problemas para más adelante.

—¿Sucede algo, cariño? —preguntó Mario.


—¿Por qué lo preguntas?
—Conozco todas las expresiones de tu rostro, y ahora mismo veo
determinación.
—He de hablar contigo.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.

Clara se levantó de la cama, obligando a hacer lo mismo a su marido. Se


dirigió a su cómoda y sacó un pequeño papel del primer cajón para
mostrárselo.

—¿Qué es esto? Parece la tarjeta de un hotel.


—Está escrita por el reverso.

Mario le dio la vuelta y leyó con el ceño fruncido.

—Sigo sin entender por qué me enseñas esto.


—Estaba en el bolsillo de tu chaqueta.

Mario releyó aquella escritura y acabó de comprender.

—¿Has pensado que es mía?


—¿De quién sino?
—No lo sé, pero no la había visto en mi vida.
—¿Y me vas a explicar cómo es posible que apareciera en tu bolsillo?
—No tengo ni idea —dijo Mario con la voz gélida que ella conocía
perfectamente de cuando algo no iba bien.
—Es la nota de una mujer, queda contigo a las diez —algo factible si
tenemos en cuenta que llevas una buena temporada en la que apareces a altas
horas de la noche—, y menciona tu viaje a Bruselas.
—¿Insinúas que tengo una amante? —el rostro de Mario permanecía serio e
inexpresivo.
—¡Y qué voy a pensar! ¡Esa nota no ha llegado volando por sí sola!
—No tengo ni puñetera idea de cómo ha llegado hasta ahí. ¿No te parece
que la desconfianza entre nosotros quedó atrás hace tiempo?
—¿Qué pensarías tú si encontraras algo así?
—Me bastaría con que me dijeras que no es cierto.
—Podría recordarte ciertas fotografías que te hicieron pensar lo peor de mí,
y sobre las que jamás se te ocurrió consultarme.
—Quedamos en olvidar aquel error por mi parte, pero, si es lo que quieres,
no tienes más que preguntarme.
—Muy bien, te haré la pregunta directamente: Mario, ¿has tenido relación
con otra mujer en este viaje? —el corazón le golpeaba fuerte en el pecho
mientras esperaba la respuesta.
—¿Cómo puedes hacerme semejante pregunta? —Mario le cogió la mano y
se la puso sobre su abultada entrepierna—. ¿Crees que estaría en este estado
desde que entré por esa puerta si viniera de acostarme con otra?
—No sé qué pensar, Mario —dijo ella frotando sus ojos cansados.
—¡No lo entiendo! —Se exasperó Mario—. ¡Después de todo lo que
pasamos! ¿Nunca vas a estar segura de mí?
—¡Quiero estarlo! ¡Pero primero encuentro tu camisa con restos de
maquillaje y luego esto!
—¿Maquillaje? ¿De qué coño hablas?
—¡No sé, dímelo tú! ¿Hay algo que deba saber? —Clara cerró los puños,
mirándolo desafiante.
—Sí —contestó Mario cerniéndose sobre ella, sacándose la chaqueta y
desabrochándose la camisa con rápidos movimientos—, hay algo que creo que
aún no sabes —tiró del camisón hacia abajo dejándola desnuda—. No sabes
que llevo pensando en esto desde que me marché. No sabes que apenas
duermo las noches fuera de casa añorando tu cuerpo. No sabes que te deseo
desesperadamente.

Mario se llenó las manos con su pelo para atraerla hacia él bruscamente,
como si quisiera castigarla. La besó desesperado en la boca, lamiendo,
succionando, mordiendo, bajando después por su cuello y sus pechos, que
lamió enfebrecido.

Clara primero intentó desasirse, emitiendo gruñidos de protesta que se


convirtieron rápidamente en gemidos de placer. Bajo el influjo de la misma
fiebre que su marido, terminó de desnudarle mientras no dejaba de
mordisquearle el cuello, donde el rápido latido del flujo de su sangre se hacía
más vívido.

Cayeron sobre la cama, con sus cuerpos enlazados, sin dejar de besarse.
Mario le abrió las piernas y se introdujo en ella de un golpe, sin aminorar el
ritmo de sus acometidas, que ella aceptó en su cuerpo siguiendo aquel agitado
compás, y escalando inmediatamente, los dos juntos, la cima del más intenso
placer.

Más tarde, tras el arrebato de pasión, cuando Mario yacía dormido en los
brazos de Clara, esta miraba hacia la oscuridad, desvelada de cualquier
indicio de sueño, pensando que, en realidad, Mario no le había contestado a la
pregunta más crucial.
CAPÍTULO 5

Durante los siguientes días, Álex se las ingenió para no tener que coincidir
con Marta en la pequeña redacción de Futuro. Dejó buena parte del trabajo
administrativo a otros compañeros para dedicarse más al trabajo de campo,
preparado siempre para salir disparado hacia el lugar de los hechos de los que
se hubiera de informar. Dejaba recados en notas o mediante Alberto, Pablo o
Daniel, los reporteros con los que Marta solía coincidir.

¿Por qué había tenido que ser precisamente ella la que le hiciera sentir
aquellas sensaciones de nuevo?

Tal vez a cualquiera pudiera parecerle una reacción cobarde, pero lo único
que a él le parecía era una reacción sensata, huir de aquella chica, que le
obligaba a demasiadas duchas frías y a demasiadas noches sin dormir, porque
era la última del mundo por la que debería sentir nada parecido.

Pero en ocasiones, no se puede huir del destino. Él mismo se encarga de


encontrarte.

Marta llegó aquella tarde dispuesta a hablar con Álex de una vez por todas,
y decirle que se negaba a seguir sufriendo sus continuos desaires, sin darle un
motivo concreto.

Cuando atravesó el umbral de la redacción, se topó con una alegre algarabía


de risas, palmadas en los hombros y rostros felices.

—¿Qué celebráis? —preguntó Marta a Pablo.


—Se ha vendido toda la tirada de ejemplares de la revista en unas pocas
horas. Después de tantos nervios necesitamos celebrarlo. Iremos a brindar a
El Glop, el bar que hay bajando esta misma calle, en la esquina con San Luís.
¿Vienes?
—Claro. Yo he aportado mi granito de arena, aunque la mayoría de
fotografías ya serán para el próximo número.
—Pues ven con nosotros. Ya vamos todos para allá.
—¿Y Álex?
—Creo que nos espera allí.

Una vez todos reunidos en aquel local, Marta buscó a Álex con la mirada.
Lo localizó en una de las mesas, hablando y gesticulando, sonriente y feliz.
Durante una fracción de segundo sus miradas se encontraron, pero los ojos del
reportero se desviaron rápidamente de la trayectoria. Lo mismo ocurrió cada
vez que ella intentó acercarse a él. Siempre tenía a alguien con quien hablar, o
más cerveza que pedir al camarero.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Indiferencia? Pues la vas a tener —se dijo entre
dientes.

Marta, muy enfadada, dibujó en su rostro una sonrisa de oreja a oreja,


riendo y abrazando a todos, ignorando premeditadamente al único hombre que
de verdad le interesaba. La cerveza, el cava y alguna que otra copa de más
hicieron todavía más desinhibido el ambiente, y Marta se vio rodeada de
pronto por un corrillo de admiradores. Sobre todo se unió a ella Alberto, con
quien había realizado más reportajes y sesiones de fotos.

Se acercó a ella y le habló con la boca pegada a su oreja, diciéndole una


retahíla de palabras que ella ni siquiera comprendió. Pero cuando vio cómo
Álex la observaba con el ceño fruncido, aprovechó para soltar una estridente
carcajada, riéndose de alguna gracia de Alberto que, en realidad, nunca había
existido.

Álex se acercó a ella, después de sortear al grupo de personas que seguían


bebiendo, y la cogió de la mano.

—Ven afuera conmigo —le susurró.


—No. Me lo estoy pasando genial.
—He dicho que vengas conmigo —y tiró de ella con fuerza, arrastrándola
hacia la calle y ocultándose en un portal para cualquiera que pasara por allí.
—¿Se puede saber qué haces? —le dijo ella tirando fuerte de su mano para
apartarse de él.
—No, qué coño haces tú.
—Pasármelo bien. Como tú y todos los demás.
—¿Crees que por ser compañeros tuyos con unos santos? Sobre todo si una
chica guapa se les echa encima.
—Yo no me he echado encima de nadie. ¿Qué insinúas?
—No sé, díselo a Alberto, que lo más probable es que crea que esta noche
le harás compañía en su cama.
—Tal vez lo haga —dijo ella con la mirada fija en él y apretando los puños.
—¿Qué pretendes con esa actitud?
—¡No lo sé! ¡Tal vez darte celos!
—¿Celos? ¿Por qué?
—¡Porque me ignoras todo el tiempo! ¡Porque trato de que te des cuenta
siquiera de que existo! ¿Por qué me ignoras? ¡Dime!
—Que te ignoro —dijo Álex apretando los dientes y cerrando los ojos—.
¡Qué te ignoro! ¡Joder!
Sin esperarlo, Marta se vio empujada contra la pared, sintiendo el fuerte
cuerpo de Álex rodeándola, y su boca apoderarse de la suya. La besó
febrilmente, explorando con los dientes y la lengua todo su húmedo interior.
Marta se aferró a sus anchos hombros, mientras saboreaba su boca, que sabía
a gloria y a pecado, mientras sentía el frenético latir de su corazón y el
bombear de su sangre por todo su cuerpo. Nunca un beso la había excitado de
esa manera. En realidad, nunca nada la había excitado así. Solo Álex. Solo sus
besos, sus caricias, sus palabras.

—¿Cómo voy a ignorarte? —Susurró Álex sin dejar de rozar con sus labios
las mejillas y el cuello de Marta—. No puedo hacerlo, aunque Dios sabe que
lo he intentado. Pero llevo semanas pensando en ti, durante todos los
momentos del día y de la noche, en besarte, en acariciarte —subió sus manos
por los costados de la chica, hasta posarlas en sus pechos y después tomarle el
rostro y mirarla a los ojos—. Me he estado volviendo loco pensando en las
mil razones que tengo para no sentirme atraído por ti. Pero ninguna me sirve en
este momento.
—¿Por qué, Álex? —dijo ella observando sus ojos dorados y atormentados
—. ¿Por qué? ¿Es por tu amistad con mi padre? ¿O hay algo más?
—Es por… varias razones.
—Pero tú mismo lo has dicho. En este momento no encuentras ninguna
importante —lo abrazó por la cintura y le besó en la barbilla, sintiendo el
cosquilleo en sus labios de la barba rasurada. Luego bajó por la suave piel de
su cuello, para besar su nuez de Adán, que se movió inquieta, y la parte del
pecho que se apreciaba por entre la abertura de la camisa—. Llévame a tu
casa, Álex.
—No me digas eso —dijo él volviendo a cerrar los ojos, como si se
debatiera consigo mismo y supiera de antemano que acabaría perdiendo.
—Somos adultos, ¿qué hay de malo? —rebuscó un momento en su bolso y
sacó una caja que mostró ante la atónita mirada de él.
—¿Siempre vas con una caja de preservativos encima? —dijo levantando
una ceja.
—Ya te lo he dicho, somos adultos —Marta trató de sonar lo más mundana
posible. Esa caja llevaba una eternidad en su bolso, como parte de un regalo
divertido de sus amigas. Solo esperaba que no estuviesen caducados.

Álex la miró detenidamente. Sintió un ligero malestar que no supo


interpretar al imaginarla como una chica fácil. Pero seguía sintiéndose
irremediablemente atraído por ella y lo inundó una oleada de posesión. Esa
noche sería suya y de ningún otro, y al diablo con cualquier pensamiento cabal
que se instalara en su mente.

—Ven —la tomó de la mano—, iremos a mi casa —soltó como en un


gruñido.

Se montaron en el coche y, por primera vez, desde que se fijara en él en el


salón de su casa, Marta tuvo un leve atisbo de incertidumbre.

¿Y si con él tampoco podía?


¿Y si no funcionaba como una mujer normal?

Llegaron a su casa en unos minutos. Álex paró el coche frente a una de las
típicas casas antiguas de planta baja de aquel barrio de Barcelona. Mientras
Álex le abría caballeroso la puerta del coche, ella observó la fachada pintada
primorosamente de blanco, la pesada puerta de madera con el típico llamador
en forma de puño y, a cada lado, una ventana protegida por fuertes e
intrincadas rejas.
Sin hacer ningún comentario, Álex abrió la puerta y la hizo pasar, primero a
un pequeño recibidor que separaba el resto de la vivienda a través de una
doble puerta. Esta daba paso a un largo pasillo con suelo y puertas de madera,
y que acababa en un pequeño salón comedor.
La estancia resultaba muy acogedora, amueblada con muebles de madera
natural y sillones de mimbre con cojines estampados. Destacaban en las
paredes varias portadas enmarcadas de diarios antiguos, entre ellas alguna del
Diario de la Guerra Civil, donde informaban del comienzo o el final de la
misma.
Una fotografía sobre la repisa de la pequeña chimenea de piedra mostraba a
un Álex un poco más joven, alto, guapo y sonriente, pasando cada uno de sus
brazos sobre los hombros de una pareja mayor.

—¿Son tus padres?


—Sí. Nada más jubilarse se marcharon al pueblo de mi madre, en
Andalucía, y me dejaron esta casa, que yo mismo remodelé con ayuda de
algunos amigos, aunque todo es muy sencillo. Compré los muebles en el
mercado de los Encantes y los restauré yo mismo, con un poco de lija y barniz.
—Hiciste un trabajo genial, Álex. Es muy bonita y acogedora.
—Aunque toda entera debe caber en el vestíbulo de tu casa…
—Álex, por favor…
—Lo siento. No venía al caso.
—Perdonado —siguió mirando la fotografía—. ¿No tienes hermanos?
—No. Mis padres me tuvieron bastante mayores, cuando ya no creían poder
tener descendencia. Mi madre se vino a Cataluña en busca de un trabajo, y
encontró sirviendo en una casa. Conoció a mi padre que regentaba una
pequeña ferretería, de la que han vivido toda su vida y que ahora han vendido
para poder volver al pueblo. Todos estos años se han sacrificado mucho para
que yo pudiera estudiar y poder dejarme esta casa.
—Eres muy afortunado, aunque yo también lo he sido al contar con mi padre
y mi abuela. Mi madre nos abandonó a mi padre y a mí cuando yo tenía dos
años.
—Conozco la historia. Lo siento.
—No te preocupes. No sufro de ningún trauma ni carencia afectiva por ello.
Simplemente creo que no todas las mujeres están capacitadas para ser madres.
—Tu padre y tu abuela hicieron un buen trabajo contigo.
—Gracias —contestó conmovida. Un pequeño movimiento sobre el sillón
frente a la chimenea le llamó la atención—. ¿Qué es esto?

Un pequeño felino blanco y negro se desenroscaba y desperezaba al advertir


su tranquilidad invadida.

—Me la encontré una mañana bajo mi coche al ir a trabajar. Por más que
pregunté nadie sabía nada y no podía dejarla ahí. Hacía mucho frío.
—Hola, bonita, tuviste mucha suerte de toparte con este guapo salvador —
se dirigió Marta al animal mientras lo cogía en brazos y se lo dejaba caer en el
pecho para acariciarle, haciéndole ronronear—. ¿Tiene nombre?
—Pensé en la historia de Robinson Crusoe y en el día de la semana en que
la encontré. Como era lunes le puse Luna, aunque tal vez ya esté demasiado
visto.
—Luna es muy bonito.

Volvió a dejarla sobre el sillón. Miró a Álex y un espeso silencio pareció


instalarse entre los dos.

—Creo que debería llevarte a casa, Marta. No sé qué me ocurrió antes.


Debo llevar demasiado tiempo sin estar con una mujer.

En respuesta, Marta se aproximó a él y comenzó a desabrocharle la camisa,


con dedos trémulos. Temía que él pudiera estar escuchando los latidos de su
corazón, que golpeaba contra sus costillas y parecía querer salirse del pecho.
Dejó que la camisa resbalara hacia atrás por sus anchos hombros y tiró hacia
arriba de la camiseta para sacársela por la cabeza, y dejar visible su
impresionante torso musculoso.
Marta abrió mucho los ojos al contemplar aquel cuerpo perfecto. Pasó las
yemas de los dedos por la suave piel de los músculos y el escaso vello rubio
que poblaba aquel duro tórax. Comenzó a sembrar aquella dura superficie de
pequeños besos, esquivando la cadena de plata que colgaba del cuello, para
poder besar los duros pezones.

Álex dejó escapar un gemido de su garganta e introdujo las manos entre la


sedosa cabellera pelirroja para atraer su boca hacia él y besarla, dulce pero
apasionadamente, deslizando los labios en los suyos, que se amoldaron
perfectamente. Su sangre pareció volverse más densa, el ritmo de su corazón
más pausado, y sin despegar su boca, la arrastró hacia su dormitorio y
comenzó a quitarle la ropa.

—Un momento —interrumpió Álex—. Quiero poder verte —y encendió la


pequeña luz del cabecero de la cama.

Marta no estaba segura de que fuese buena idea. A pesar de las experiencias
vividas, aquello era nuevo para ella. Se sentía turbada e indecisa, por la
cantidad de sensaciones que saturaban sus sentidos. Mientras Álex la
despojaba de sus prendas una a una, su respiración se volvía cada vez más
frenética y sus párpados oprimían sus ojos, pensando en los anteriores
fracasos que había sufrido al intentar estar con algún chico.

Pero consiguió abrirlos, y al hacerlo observó el hermoso rostro de Álex,


que la contemplaba como si fuese un raro tesoro.
Y todos sus nervios, inquietudes y miedos, desaparecieron, uno tras otro,
disolviéndose en el aire como ligerísimas pompas de jabón.

Álex la tumbó sobre las frías sábanas de la cama, sin dejar de mirarla
mientras terminaba de desvestirse. Se situó sobre ella y pareció quedarse sin
respiración, contemplando aquella melena de fuego esparcida sobre la blanca
almohada.

—Dios, eres la chica más hermosa que he visto en mi vida —le pasó
tiernamente los dedos por el rostro y diseminó aún más la sedosa melena
llameante—. Eres igual que una sirena —sonrió divertido—. Eres La Sirenita
de Disney pero en versión para adultos.

Marta no dejaba de seguir con la mirada cualquier palabra o gesto de Álex,


maravillada de tenerlo sobre ella, piel con piel, aturdida por el roce de su
poderoso cuerpo, y por las sensaciones que él le hacía experimentar, que
parecían envolverla en una espiral de fuego.

—¿Puedo soltarte el pelo? —preguntó ella con la voz ronca.

Álex quedó desarmado durante unos instantes. Las mujeres nunca le habían
pedido permiso, simplemente lo exigían o tiraban de la cinta si les apetecía.
Pero Marta le hizo la pregunta en un tono tan inocente que sintió una
inquietante emoción parecida a la ternura.

—Sí, claro.

Marta liberó la larga melena y la extendió por sus anchos hombros,


cubriéndolos a ambos con aquella sedosa y exuberante cortina dorada.

—No sé qué aspecto tendría exactamente el dios Thor, pero seguro que no
sería tan magnífico como tú.
—¿Un dios nórdico y una sirena? —dijo Álex divertido.

Ella le respondió con una sensual sonrisa, que él interrumpió cuando volvió
a besarla de nuevo, más profundamente todavía. Siguió bajando por su cuello
para ir directamente a sus pechos, duros y tersos, y besar sus tiernas puntas
rosadas. Se demoró unos instantes en ellos, alentado por los suaves gemidos
que ella emitía, hasta dejarlos húmedos y brillantes. Bajó luego hasta su
estómago, maravillado de la suavidad de aquella piel perfecta, dulce y tierna
como crema batida.

Cuando llegó a la leve hondonada del ombligo, Álex se aventuró a levantar


la vista, quedando descolocado un momento al advertir cómo aquellos
exóticos ojos azules lo miraban con fascinado interés, muy abiertos y
expectantes.

—¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así? —le preguntó con una tierna
sonrisa.

Porque me haces sentir cosas maravillosas que nunca antes había


imaginado.
Porque, gracias a ti, ya no tengo miedo.

—Por nada —susurró.

Álex continuó su exploración por los suaves muslos, atraído


imperiosamente por el pequeño remolino rojo que coronaba aquella parte tan
íntima. Le abrió las piernas y besó aquel montículo, mientras escuchaba los
fuertes gemidos de Marta, que sollozaba y se arqueaba, buscando algo,
suplicando…

—Dios mío, Marta —gimió Álex colocándose de nuevo sobre ella—. Si


sigues así no podré esperar más.
—¿Y quién te ha dicho que esperes? —gritó ella desesperada.

Álex perdió toda cordura. Respirando afanosamente, sin perder detalle de


su rostro, encajó en ella sus caderas y se introdujo en su cuerpo con una sola y
súbita acometida.
El corazón del joven periodista pareció dejar de pronto de latir al escuchar
el grito de la chica y ver su rostro demudado por la impresión del dolor.

—Oh, Marta —gimió Álex apoyando su frente perlada de sudor en la de


ella—. Ahora no puedo parar —le secó las lágrimas con los pulgares—.
Tranquila, tranquila, no llores. Dios, lo siento.
—Estoy bien —consiguió decir ella respirando más aprisa—. Ha sido solo
un momento. No ha sido para tanto —intentó sonreír.

El ansia y el deseo de Álex por embestir lo estaban matando. Intentando por


todos los medios no terminar en ese momento, comenzó de nuevo a besarla en
la boca, en los pechos, tirando suavemente con sus labios de los pezones,
hasta que volvió a escucharla gemir suavemente.

Marta volvió a verse inundada por aquel deseo ardiente y comenzó a


moverse, instando a Álex a que la acompañara, lo que él entendió enseguida,
entrando y saliendo de su cuerpo, cada vez más rápido, hasta que sintió el
grito de gozo de Marta, acompañado de las suaves convulsiones de su interior,
y que propiciaron que él también gritara por el éxtasis más sublime.

Sudorosos los dos, cayeron sobre las sábanas arrugadas, esperando que se
normalizara el acelerado latir de sus corazones.

—Me has mentido.

Marta tiró de un extremo de la sábana al quedar su cuerpo desprovisto del


calor de la piel de Álex. Este parecía molesto y, sentado ya sobre el filo de la
cama, la miraba sobre su hombro, recriminándole cosas que, aún aturdida y
maravillada por lo que acababa de suceder, no acababa de comprender.

Después, él se levantó y entró en el baño. Salió en pocos minutos y se


plantó de pie ante ella, vistiendo únicamente unos bóxers ajustados de color
negro.

—¿Por qué has dicho eso? —preguntó ella.


—¿Te recuerdo el numerito en el bar o el de los preservativos preparados
en tu bolso para cualquier emergencia?
—No te he dicho ninguna mentira. Simplemente he omitido algún detalle que
no era de tu incumbencia.
—¿Cuántos años tienes, Marta?
—En pocos días cumpliré veintitrés —dijo alzando la barbilla.
—Perfecto —dijo Álex llevándose las manos a su largo cabello, que
aprovechó para sujetarse de nuevo en una coleta.
—Creo que ya soy mayor de edad —dijo Marta con sarcasmo.
—¡Tengo diez años más que tú! —comenzó a caminar arriba y abajo—.
Joder, joder, joder, acabo de acostarme con la hija de Mario y encima era
virgen. ¿Qué coño he hecho? —se lamentaba el joven dejándose caer sobre la
silla que había en un rincón de la habitación.
—Álex —Marta se incorporó en la cama—, no te pongas así, tranquilo, no
pasa nada…
—¿Que no pasa nada? —Emitió una mueca de desprecio—. No eres más
que una cría —la acusó furioso—, una cría mimada y malcriada acostumbrada
a tener todo lo que se le antoja. Bueno, pues ya lo has conseguido. ¿Estás
contenta?
—¿Es eso lo que crees de mí? Pues entonces no eres como yo pensaba.
—¿Y qué te creías, niña rica? —Álex se levantó, cogió el bolso de la chica
y lo puso ante ella—. Louis Vuitton, cómo no. Con lo que pagaste por este
bolso, yo podría vivir durante tres meses.
—Ya basta, Álex.
—Quiero que te marches. Ahora. Te llamaré un taxi.
—Por supuesto —Marta apartó la sábana de un tirón dejando de nuevo a la
vista su cuerpo desnudo—. ¿Se me permite usar la ducha antes de irme?

Álex contempló con frustración los finos hilillos rosados que le bajaban por
las piernas, como recordatorio mudo de lo que no tenía que haber ocurrido
nunca.

—Sí —dijo secamente.

Antes de cinco minutos, Marta salía del baño vestida de nuevo.

—Creo que ya está aquí el taxi —y desapareció al fondo del pasillo, tras lo
cual, se oyó la puerta cerrarse suavemente.

Álex se quedó quieto, sin moverse, en medio de la habitación.


Preocupado. Confuso. Desconcertado.

Pero, ¿porque acababa de acostarse con la hija de Mario, o porque durante


ni un solo instante de esa noche inolvidable había pensado en Clara?

Ya era tarde, pero no le apetecía ir todavía a casa. Marta le dio al taxista la


dirección de su amiga Lidia, a la que avisó previamente por teléfono, y se
presentó a esas horas de la madrugada en la puerta de su casa. El personal de
servicio ya la conocía, así que la dejaron entrar sin problema y se encaminó
escaleras arriba hacia la habitación de su amiga.

—¡Marta! ¿Qué ocurre? —dijo Lidia parpadeando mientras intentaba


despejarse del sueño, todavía en el interior de su cama.
—Necesitaba verte —y quitándose únicamente los zapatos, se metió bajo
las sábanas, y se acurrucó junto a su amiga—. Vengo de casa de Álex.
—¿De Álex? ¿No me digas que por fin…? —al asentimiento de Marta,
Lidia la abrazó entusiasmada—. ¿Y qué tal? ¿Cómo ha ido?
—Ha sido lo más maravilloso que me ha pasado en la vida.
—Oh, cariño, me hace muy feliz que digas eso, de verdad. Temía que
arrastraras ese problema durante toda tu vida, y no te lo merecías. No por
culpa de aquellos cabrones malnacidos.
—Sabíamos que tenía que encontrar la persona adecuada —dijo con voz
extrañamente ausente y que Lidia captó.
—Un momento, Marta —encendió la pequeña lámpara de la mesilla—.
¡Estás llorando! ¿Por qué?
—Por nada —y se limpió la cara bruscamente con las manos.
—Marta, cielo, no me digas que te has enamorado.
—¿Yo? —contestó airada. Pero luego bajó la voz—. No lo sé…
—Pues ya te lo digo yo. Sí que lo estás. Hace tiempo que estás en Babia y
únicamente esperas a tener un momento libre para irte a esa redacción —Lidia
suspiró—. Pero cariño, se suponía que no sería más que una aventura
pasajera. Puede que esté todo lo bueno que tú quieras, pero tiene su vida, y es
distinta a la tuya.
—No me atrajo solo su físico. Es hermoso por fuera y por dentro. Es
amable, generoso, tierno, inteligente y, sobre todo, tiene ideales y objetivos.
Ya me cansan los chicos que conocemos, que en lo único que piensan es en
ocupar un buen puesto en la empresa de sus padres en el mejor de los casos.
Álex es diferente. Es especial.
—Entonces, ¿a qué venían esas lágrimas?
—Él no me quiere. Cree que soy una niña pija e inútil.
—Tal vez él sea, en este caso, el más sensato de los dos, al reparar en lo
diferentes que son vuestros mundos y vuestras vidas. Lo mejor será que
pienses en él como un bonito recuerdo de tu primera vez.

Marta se sintió invadida por la tristeza al pensar en Álex como un mero


recuerdo. Sentía que esa noche se había convertido en parte de ella, una parte
de la que se le hacía impensable desprenderse.

—Anímate —continuó Lidia—. Hace tiempo que no sales con el grupo.


Mañana te vendrás con nosotros y verás como ves las cosas desde otra
perspectiva.

La música estaba bien y el ambiente era ideal. Rostros conocidos, bailar sin
parar, tomar una copa… era el plan perfecto para una noche cualquiera.
Al menos eso era lo que siempre había opinado Marta de la conocida sala
de fiestas de la Diagonal. Pero aquella noche del sábado, ya estaba deseando
marcharse a casa.

—Marta —se le dirigió su amiga, que estaba sentada entre ella y su novio,
Gonzalo—. ¿Por qué no bailas un rato?
—No me apetece.
—Mira, ahí está Marcos, que no ha dejado de mirarte durante toda la noche.
Creo que quiere seguir contigo.
—Ni siquiera me había fijado.

Marta miró al chico y este le respondió con una sonrisa blanca y perfecta,
pero vanidosa y petulante. Como él mismo.

—Ya viene, ya viene. Gonzalo —le dijo a su novio cogiéndole por el brazo
—, tú y yo nos vamos a bailar —y dejaron que el otro chico se acercara a
Marta.
—Hola, pelirroja. Hace tiempo que no sé nada de ti.

Marta observó detenidamente al chico con el que había estado saliendo


durante un mes. Y ahora lo comprendió todo.
Era bastante guapo, moreno y de complexión fuerte, pero también un
engreído y un ególatra, sintiéndose siempre el centro del universo. Seguro que
la noche que se negó a acostarse con él debió de sentir que le daba una fuerte
patada en el centro de su enorme ego.

—Hola, Marcos. ¿Qué tal? —saludó desganada.


—Llevas semanas sin responder a mis llamadas o mensajes. Aunque veo
que al final me has echado de menos.
—No alucines, Marcos. Solo he venido a pasar el rato. No tardaré en irme a
casa.
—Vamos, pelirroja. Hay algo que tenemos aún por acabar.
—Hay algo que no debería ni haber empezado.
—Pero, ¿qué dices? ¿No me estarás rechazando?
—¡Sí! Y si otras hacen cola para tenerte, no las hagas esperar.
—No digas tonterías, Marta —se le acercó para susurrarle al oído—. Tú y
yo acabaremos juntos, ya lo verás —se levantó y se perdió entre la
muchedumbre.
—Nunca —susurró Marta.
CAPÍTULO 6

Tal vez no era buena idea presentarse tan temprano en las oficinas de
Empresas Climent, pero Clara disponía de algo de tiempo esa mañana y sintió
el impulso de ver a su marido, aunque fuera un momento.

Saludó a Amanda, la rubia recepcionista que, tras el pulido y brillante


mostrador, seguía custodiando la recepción. Los pasillos y accesos al interior
seguían proporcionando aquel aire de elegancia que ella recordaba de la
primera vez que entró allí, con suelos de mármol y paredes de madera, donde
seguían expuestos varios cuadros de artistas ambulantes de las Ramblas.
Ahora ella ayudaba a su marido a escogerlos y aportaban al entorno un toque
de arte y color.

Clara atravesó los pasillos repletos de mesas donde el personal parecía


inmerso en una vorágine de trabajo, con idas y venidas de los diversos
despachos. Los teléfonos parecían echar humo, y varias personas con rasgos
orientales entraban o salían de las diferentes salas de juntas.

Cuando alcanzó la mesa de Elisa, la secretaria personal de Mario, Clara


sintió una punzada de culpabilidad por presentarse allí un día tan complicado.

—Buenos días, Elisa —saludó Clara, que ahora se llevaba bastante mejor
con la veterana secretaria que cuando comenzó a salir con Mario—. Creo que
no vengo en buen momento.
—Por supuesto que sí —le dijo confidencialmente bajando la voz—. Su
marido lleva demasiados días entre aviones, hoteles y reuniones. Nadie
pondrá una queja porque se informe de que en estos momentos no puede
recibir visitas —y acabó con un guiño pícaro tras sus gafas color violeta.
—Gracias, Elisa.

Clara franqueó la doble puerta de roble y se quedó trabada en el suelo al


advertir la visita que conversaba con Mario ya de pie en el centro del elegante
despacho.

—Lo siento. No quería interrumpir.


—Pasa, Clara —dijo su marido—. El señor Martí ya se iba.
—Esa ha sido una forma bastante galante de echarme, señor Climent —
comentó el hombre—. Aunque yo también preferiría la compañía de esta
señorita a la mía.
—No saque conclusiones precipitadas. Es mi esposa.
—Encantado, señora —le besó galantemente el dorso de la mano—. Veo
que su marido es todo un experto en negocios y en mujeres.
—Ya nos veremos, señor Martí —sonrió Mario mientras abría la puerta y la
volvía a cerrar después de marcharse la visita.
—¿Ese era Gabriel Martí, el presidente del Banco de Crédito Nacional? ¿Y
lo has echado por mí? De verdad, Mario, yo no pretendía…
—Chsst, tranquila —le dijo acercándose a ella y cogiéndola por la cintura
—. Tú eres más importante. Además, he de aprovechar esta cita inesperada.
¿Ocurre algo?
—No, solo quería verte. Y decirte que siento lo de la otra noche. Estaba
muy nerviosa.
—Yo tampoco estuve muy amable —le cogió la mano y le besó los nudillos
—. No puedo salir del despacho sin que alguien me ataque por el camino, pero
tengo de todo aquí mismo. ¿Quieres tomar algo conmigo?
—Un chocolate caliente estaría bien.

Mario preparó el chocolate para ella y un café para él. Se apoyó sobre el
filo de su mesa, mirando hacia la ventana, y colocó a su mujer delante de él.

—Siempre me han encantado las vistas desde esta altura —murmuró Clara
apoyando la espalda en el pecho de su marido.
—Me hubiese gustado invitarte a alguna cafetería, en lugar de encerrarte
aquí. ¿Recuerdas la primera vez que tomamos un café juntos?
—Claro que me acuerdo. Fue nuestra primera cita y creo que ya me había
enamorado de ti.
—Pues yo, en lo único que pensaba era en meterte en la cama conmigo —
dijo Mario travieso mientras echaba a un lado la exuberante melena de su
mujer y la besaba en el cuello.
—Eso era para ti el pan de cada día —dijo Clara cerrando los ojos debido
al escalofrío de placer que le provocaba la exquisita caricia de Mario.
—Hasta que apareciste tú.
—¿No te arrepientes? —Preguntó Clara girándose entre sus brazos para
tenerlo de frente—. ¿Nunca has echado de menos el misterio de lo
desconocido? ¿O el encanto de la seducción?
—Clara, cariño —respondió aturdido—. Cómo se te ocurre… Por supuesto
que no.
—Creo que mi inseguridad responde al hecho de recordar que durante
muchos años pasaron por tu vida infinidad de mujeres, y ya llevas seis años
con la misma. A veces no dejan de asaltar mi mente inquietantes ideas, como
que te cansas de mí.
—Escúchame —le cogió el rostro entre las manos y la miró con sus
hermosos ojos plateados—. Aquello que yo tenía con otras mujeres era sexo
por sexo y estaba bien. Lo que tú y yo tenemos no se puede comparar. Es amor,
pasión, deseo, ternura. Tú sigues siendo para mí un misterio por descubrir. Y
no hay nada en este mundo que me resulte más apasionante que intentar
seducirte cada día.
—Bésame, Mario —Clara intentó infructuosamente no derramar una fina
lágrima que se deslizó por su mejilla.

Mario la estrechó entre sus brazos y la besó enardecido, saboreando


aquellos labios como si fuera la primera vez que los acariciaba, extrayendo de
aquella boca hasta la última gota de su esencia.

—Intentaré llegar hoy pronto a casa —dijo Mario con la respiración


entrecortada.
—Allí estaré —contestó Clara con el rostro arrebolado.

La cantidad de personas en el recorrido hasta la salida pareció haberse


incrementado desde que Clara entrara pocos minutos antes. Intentó por todos
los medios sortear todo aquel enjambre, pero no pudo evitar topar de frente
con una mujer que dejó caer un montón de papeles al suelo.

—Oh, lo siento —dijo Clara contrita, agachándose para ayudarla a recoger


aquel estropicio.
—No se preocupe —la tranquilizó la mujer con una sonrisa—. Eran unas
notas sin importancia. ¿Es usted la esposa del señor Climent?
—Sí —titubeó Clara—. ¿La conozco?
—No lo creo. Llevo solo unos tres meses trabajando aquí. Supongo que soy
una ingeniera bastante buena, aunque sospecho —bajó la voz como si le
hiciera una confidencia— que mis conocimientos del idioma chino han tenido
mucho que ver —sonrió—. Perdone, me llamo Shaila.
Clara observó a la elegante mujer que le ofrecía la mano. Sus rasgos no eran
especialmente bellos, pero sabía sacarse partido, con un elegante moño en la
nuca, el rostro maquillado, altos tacones y un traje de chaqueta color turquesa,
del que formaba parte la corta y estrecha falda que marcaba sus imponentes
curvas.

—Yo soy Clara —le ofreció la mano a su vez.


—Encantada, Clara.

Un destello de malas vibraciones sacudió de pronto el cuerpo de Clara al


unir su mano a la de la mujer, y una capa de inquietud pareció cubrirle la piel,
poniéndole el vello de punta.
Hacía mucho tiempo que Clara no sentía una evidencia tan patente de mala
conexión con otra persona. No entendía el porqué de aquel desasosiego.

A no ser que…

—Lo mismo digo, Shaila. Así que sabe usted chino. Supongo que le habrá
tocado viajar varias veces, con todos esos acuerdos en marcha.
—Por supuesto. Soy la intérprete —sonrió con una mueca que ya no tuvo
nada de natural.
—Claro —forzó Clara una sonrisa—. Tengo que irme.
—Yo también. Encantada de nuevo.

Bajando ya en el ascensor, Clara se vio forzada a inspirar aire lentamente, e


intentar calmar aquella desazón. Trató de tranquilizarse a sí misma, pero los
comentarios de aquella mujer le habían devuelto todas las dudas que su
marido había conseguido quitarle con sus hermosas palabras.

—Basta —se dijo Clara tapándose los oídos y cerrando los ojos—. No
sigas, o te volverás completamente loca.
Durante el resto del día procuró centrarse en su trabajo, colaborando en el
proyecto de un Centro Abierto Infantil, un espacio para niños después de la
escuela y que formaba parte de un programa para asesorar a familias. Anotó
mentalmente no olvidarse de hablar con el concejal del ayuntamiento para la
concesión de algún terreno municipal para ese proyecto, donde podrían hacer
juegos al aire libre y tener un pequeño huerto.

Pocos minutos después de que llegara a casa y se hubiese puesto cómoda,


Mario entró al salón, donde ella acariciaba cariñosamente a Nen, su gato
medio persa de dorado pelaje, enroscado en su regazo.

—Al final has venido pronto —dijo Clara recibiendo un beso de su marido
en los labios.
—Sí, he podido escaparme —dijo quitándose la chaqueta y deshaciéndose
la corbata—. Tendría que entrar un momento en el despacho y revisar un par
de cosas. En cuanto salga soy todo tuyo, ¿de acuerdo? Aunque posiblemente
tenga que marcharme un momento esta noche para una reunión de emergencia.
—De acuerdo.

Poco después de desaparecer Mario por la puerta, una vibración la


sobresaltó. Era el móvil de su marido, que habría olvidado sacarlo del
bolsillo de la chaqueta. La vibración siguió insistiendo y, aunque Clara no
tenía por costumbre contestar a sus llamadas, pensó que poca gente tenía su
número personal.
Dudó un instante más, pero ante la perseverancia del sonido, se decidió por
cogerlo. Deslizó el pulgar por la pantalla y aparecieron los símbolos de tres
llamadas perdidas y un mensaje anterior a las llamadas. Abrió el mensaje y
leyó:

Te has marchado sin decir nada


Te espero esta noche
Inventa una reunión

Clara tiró el teléfono al suelo, acompañando el gesto con un grito ahogado


de su garganta debido a la frustración y la rabia. El iPhone rebotó contra la
alfombra que cubría el suelo del salón, amortiguando de esa manera el golpe,
lo que provocó un mayor enojo en Clara, que hubiese ansiado escuchar el
estrépito de las piezas esparcidas por el suelo.

No quería esperar a Mario, no quería verle y no quería seguir en casa por


más tiempo. Sin apenas cambiarse, más que el calzado, cogió el Mercedes del
garaje y se marchó de casa sin informar a nadie de su destino.

Durante el trayecto en coche se negó a soltar más lágrimas, cosa harto


difícil debido a su estado. El sentimiento de rabia era el más presente en esos
momentos, haciéndola entrar en un torbellino de ira e indignación que parecía
envolverla en una absurda locura. Una risa histérica amenazaba con
apoderarse de su cordura, recordando la irracionalidad de aquel asunto.

Por inercia fue a dar al domicilio de su amiga Núria, en el barrio de San


Andrés. Subió las escaleras hasta el primer piso y tocó el timbre.

—Clara, qué sorpresa. Por favor, pasa.


—Gracias Sergio.

Clara dio un beso en la mejilla al novio de su amiga, por el que sentía ya


tanto cariño como por aquella. Pese a ser abogado vestía de forma informal,
con vaqueros y camisas por fuera. A instancias de Núria, se había dejado
crecer un poco su espeso cabello castaño, suavizando así sus marcadas
facciones. Junto a sus ojos azules y su bonita sonrisa, el conjunto ofrecía un
rostro atractivo y juvenil.
Era abogado laboralista, lo que no les daba para muchos lujos, pero se
sentía bien por realizar lo que le gustaba, lo mismo que Núria en su trabajo
con los niños del centro. Tuvieron algún problemilla al principio de su
relación, pero después de que todo se aclarara quedó patente que se querían y
eran felices, a pesar de tener por delante varios años de hipoteca.

—Núria no está. Ha bajado un momento a comprar algo al súper de la


esquina. No tardará en volver. ¿Quieres sentarte y tomar algo?
—Me sentaré, pero no me apetece nada. Como no sea tila o valeriana…
—Me temo que esta visita no es de cortesía, ¿verdad? Ahora hablarás con
Núria, tranquila. Cuando cuentas tus problemas, estos parecen ser menos
importantes. Tú misma eres psicóloga, y yo tengo experiencia con clientes que
a veces ven en su abogado a una especie de terapeuta.
—Gracias, Sergio. Eres un encanto.
—Podrías esperar a decirlo cuando estuviese mi mujer delante —rio.
—Nunca te refieres a ella como tu mujer —le dijo Clara suspicaz.
—Vaya, creo que ya estoy ensayando —se levantó y volvió al instante con
una pequeña caja de terciopelo en las manos—. Le voy a pedir que se case
conmigo.
—Oh, Sergio —Clara se emocionó contemplando el sencillo anillo de oro
con un diamante en el centro —. Es tan bonito… —y rompió a llorar en ese
momento.
—¡Clara! ¿Qué te ocurre? —dijo Sergio agachándose frente a ella.

En ese momento se oyó el chasquido de la llave de la puerta y Núria fue


directa a la cocina con unas cuantas bolsas de compra.

—Clara, cariño, ¿qué pasa? —Núria entró en el salón y se agachó también


frente a ella. Sergio decidió dejarlas a solas.
—Me estoy volviendo loca, Núria —habló Clara tratando de no llorar—.
Por un lado no dejan de aparecer indicios de que Mario tiene una amante, pero
por otro, cuando estoy con él, me lo niega de forma tan sincera, que las
sospechas se reducen a cenizas. Mi instinto me dice que Mario no me engaña,
pero ya no sé qué pensar.
—Primero cálmate. Mira, Sergio nos trae algo caliente.
—Un café para ti —se dirigió Sergio a Núria—, y una tila para ti.
—Gracias, Sergio. Eres un encanto —Sergio le guiñó un ojo y Clara sonrió
cómplice.
—Ahora bebe poco a poco y cuéntame.
—Después de lo que te conté el otro día, hay que sumarle un mensaje en su
móvil, que deja bien claro que ella le espera en el trabajo.
—Clara, entiendo que todos esos indicios pueden llevar a pensar lo peor,
pero, ¿no te parece extraño que aparezcan así, de golpe, dejando un rastro tan
evidente?
—¿Qué quieres decir?
—¿De verdad crees que Mario te está engañando? Piénsalo por un
momento. Acabas de decir que presientes que no es así.
—La verdad es que cuando estoy con él, mis sospechas me parecen
absurdas, pero luego vuelven a asaltarme las dudas.
—Te conozco hace muchos años, Clara, y creo que hay algo más, algo que te
preocupa y que estás deseando soltar.
—Eres muy perspicaz —sonrió y después suspiró—. Estoy embarazada,
aunque no ha podido ser en peor momento.
—Pero, Clara, ¡eso es maravilloso! Nunca es mal momento para eso,
aunque supongo que no se lo has dicho.
—Eres la primera en saberlo. Estos días no he tenido ánimos para
contárselo a nadie.
—Escúchame, cariño. Creo que ahí está la cuestión. Precisamente, el
embarazo te ha provocado una mayor sensibilidad, haciéndote más susceptible
y no dejándote ver más allá. Ahora, rebobina y piensa con lucidez. ¿No
encuentras todo esto un poco extraño? ¿Crees que Mario se comportaría de
una forma tan hipócrita si no te quisiese más en su vida? Si tu instinto te dice
que no, hazle caso. Casi nunca te ha fallado.
—Creo que tienes razón —ante Clara, un tupido velo que hasta ahora no le
había dejado ver la realidad, pareció abrirse de repente—. ¿Alguna
sugerencia?
—Habla con tu marido. Las dos sabemos que te quiere de verdad. Tú y yo,
por nuestra parte, podríamos intentar averiguar qué está pasando. Además, me
parece súper excitante, desentrañar un misterio.
—Estoy de acuerdo —Clara recuperaba poco a poco el color de su rostro, y
los ánimos, tantos días apagados, volvían a reconfortarla de nuevo—. Además
está esa mujer…
—¿Qué mujer? Cuéntamelo todo ahora mismo.
CAPÍTULO 7

Tras la reunión diaria del mediodía, Álex comenzó los preparativos para la
tarea que le esperaba esa tarde: nada menos que entrevistar a la escritora
Elena San Juan. Sonrió para sus adentros al recordar cómo se había
“decidido” entre todos en la reunión, que fuera él el que la entrevistara de
nuevo. Toda la redacción de “Futuro” recordaba las excentricidades de la
autora de las novelas más vendidas en los últimos años, y una de ellas era la
exigencia de que fuera Álex el que le hiciera todas las entrevistas.

—Hola, ¿estás listo?


—Marta... —Álex levantó la vista de su mesa—. No te esperaba.
—¿Por qué no? Hace días que quedamos en que yo haría las fotografías de
la entrevista.

Aprovechando que Marta no le miraba a los ojos mientras hablaba, Álex la


observó con cautela. Estaba tan bonita como siempre y su mera visión pareció
reconfortarle por dentro. Volvía a llevar su melena recogida en una trenza y
una indumentaria informal pero algo más sexy que las otras ocasiones. Los
vaqueros ajustados y la blanca camiseta de tirantes, se le amoldaban a su
delgado cuerpo como guantes de seda.
O tal vez ahora la miraba de forma diferente, al saber lo que había debajo
de aquella ropa. Sintió una opresión en el abdomen, y más abajo, como
durante todo el fin de semana, cada vez que recordaba la sensación de tener
debajo de él la suavidad de su cuerpo, la expresión de sus ojos azules, el
sabor de su piel…

—¿Nos vamos ya? —la orden de Marta lo sacó del ensueño.


—Sí, claro.

Subieron a la vieja furgoneta y Álex comenzó a dejar atrás Barcelona


tomando la C-17 para dirigirse a La Garriga, localidad de la comarca del
Vallés Oriental donde vivía la escritora. Atravesaron el bonito pueblo, famoso
por su balneario y por su entorno natural, para subir por una de sus calles de
las afueras y llegar, por fin, a la bonita casa de Elena San Juan.
Después de aparcar el coche, se acercaron a la verja de entrada, que se
abrió automáticamente en cuanto se identificaron.

—Pasen, por favor, al jardín —les comunicó una especie de mayordomo—.


La señora les recibirá en seguida.
—Parece un auténtico mayordomo inglés —susurró Marta a Álex cuando
estuvieron solos.
—Ya te lo dije. Es un poco excéntrica. Sonríe. Por ahí viene.
—¡Álex! —saludó efusivamente la escritora, demasiado, para el gusto de
Marta—. Un placer volver a tenerte aquí —y estiró la manos hacia el
periodista, que este tomó entre las suyas y besó en el dorso.
—Elena, el placer es mío.

Cogida de su brazo, la escritora se encaminó hacia una bonita pérgola, con


estructura de madera y tejado de pizarra, y donde ya habían sido dispuestas
dos tazas de té y galletas en la robusta mesa de forja y mármol.
Marta emitió una sonrisa torcida. Parecía ser que con ella no contaban.

Mientras entrevistador y entrevistada se iban acomodando, Marta preparó


su cámara y echó un vistazo a su alrededor. Era una bonita casa de estilo
mediterráneo, rodeada de un bucólico jardín, con frondosas adelfas, floreadas
hortensias y estructuras metálicas en forma de arco cubiertas por rosales
trepadores, glicinias y buganvillas, que contribuían a llenar el ambiente de un
recargado y punzante aroma floral. Un pequeño estanque con peces de
llamativos colores y nenúfares flotantes, completaba aquella especie de Jardín
del Edén.

Volvió a centrarse en la pareja que hablaba y reía como viejos conocidos, y


comenzó a hacer fotografías, escuchando aquella extravagante conversación.

—Ya no soy aquella jovencita alocada de antaño, me he tranquilizado con la


edad. Temo estar haciéndome mayor.
—No digas eso, Elena —decía Álex con su mejor sonrisa—. Tú nunca te
harás mayor. Únicamente, una mujer con experiencia.
—Estoy de acuerdo —contestó la mujer posando su mano sobre la pierna
del periodista—. A veces los hombres jóvenes no se dan cuenta de que una
mujer con experiencia resulta mucho más enriquecedora que todas esas
jóvenes inmaduras que no saben lo que quieren —fue la primera vez que miró
de reojo a la pelirroja acompañante.

Marta puso los ojos en blanco. Le estaba resultando realmente difícil hacer
una fotografía de aquella mujer donde no estuviera tocando a Álex o babeando
por él.

Tras aquella entrevista que Marta tachó de surrealista, se despidieron de la


mujer y se montaron en el coche. A los dos les temblaban los labios del tiempo
que llevaban conteniendo la risa. Por fin, estallaron los dos en carcajadas,
algo que les hizo sentir realmente bien, después de los días de tensión
acumulada.

—¡Dios, Álex! ¿No temías que en cualquier momento fuera a echarse sobre
ti?
—Siempre sé hacia dónde llevar la conversación, no es la primera vez que
la entrevisto. Suele “pedir” que sea yo el que lo haga.
—Ya veo. Seguro que si hubieseis estado solos te habría arrastrado a su
dormitorio. No ha dejado de tocarte todo el tiempo —Marta pareció de pronto
dejar de reír.
—Es una cincuentona bastante agradable.
—Sí, lo es. Cada vez son más habituales las relaciones entre parejas donde
el hombre es bastante más joven que la mujer —intentaba sonar calmada,
aunque pensar en Álex en la intimidad con aquella mujer la llenaba de una
inmensa ira.
—Por supuesto. La edad no tiene por qué ser un obstáculo —siguió Álex
con su provocación.
—Pues ya sabes. Esa mujer no ha podido ser más explícita. Solo le ha
faltado echarme de su casa para poder lanzarse sobre ti. Aún estás a tiempo.
—¿No estarás celosa? —le dijo él todavía sonriente.
—Qué tonterías dices. Ni siquiera soy nada tuyo.
—Marta, mírame —él se puso más serio y ella le hizo caso—. Estaba
bromeando. No quiero nada con esa mujer. Únicamente es parte de mi trabajo
mostrarme amable con ella.
—No es necesario que me des explicaciones.
—Quiero dártelas —suspiró —. Además, me gustaría pedirte perdón por lo
de la otra noche.
—No tienes por qué. Fui yo la que comenzó.
—Me refiero a lo que te dije después. Lo siento de veras. Me enfadé
conmigo mismo por la posibilidad de haberte hecho daño.
—Pues deja de preocuparte. Estoy perfectamente.
—No puedo evitarlo. Yo no soy así, Marta. No suelo ir por ahí acostándome
con chicas inexpertas, ni me voy a la cama con mujeres que acabe de conocer.
Soy bastante más convencional.
—No creo que vivas como un monje.
—No —sonrió—, pero no soy un mujeriego.
—Lo sé, Álex. Has estado evitándome todo este tiempo. Cualquier otro se
hubiese aprovechado desde el primer momento. Pero tú no.
—Tengo mis razones.
—Ya he oído eso antes —dijo ella mirando por la ventanilla de nuevo.
—Marta —le giró el rostro hacia él con el dedo índice—, sabes que aquello
no debe volver a ocurrir.
—¿Acaso estás saliendo con alguien?
—No —dijo sorprendido—. Si hubiese estado con alguien no me habría
acostado contigo.
—¿Te has enamorado alguna vez? —preguntó ella tras una pausa, mirándole
fijamente a los ojos.
—Sí, una vez.
—¿Qué pasó?
—Únicamente sentía amistad por mí. Se casó con otro.
—Lo siento.

Marta sintió un arrebato de celos de la mujer que había sido dueña de su


corazón y sus pensamientos, y al mismo tiempo, de incomprensión.
¿Qué clase de mujer sentiría únicamente amistad por un hombre como
aquél?
Ella todavía recordaba fielmente las sensaciones ardientes que le habían
proporcionado sus manos, sus labios y su lengua por todo su cuerpo. La
imagen de su rostro mirándola mientras se movía dentro de ella, su sensual y
larga melena dorada rozando su piel…
Sintió un pálpito entre las piernas y se obligó a cerrarlas. Él no quería que
aquello volviera a ocurrir, ni la quería a ella en su vida.
—Creo que sería mejor que no volviéramos a vernos —cogió a Marta del
rostro, la acercó hacia él y la besó en la frente—. Volvamos a casa.

Álex arrancó el coche y puso rumbo a Barcelona. Sabía que había hecho lo
correcto, pero saberlo no le hacía librarse del sentimiento de pérdida que lo
embargaba.

—¿Estás segura de que Álex está al corriente? —preguntó Daniel, uno de


los redactores.
—Por supuesto —mintió Marta—. Hace ya una semana concretamos que os
acompañaría a ti y a Pablo a cubrir la manifestación. ¿Hay algún
inconveniente?
—No, no, es solo que Álex no nos comentó nada, y ahora no podemos
preguntarle, puesto que está en el Mobile World Congress, como cada año.
—Vamos, chicos, ¿qué problema hay? No se trata más que de una pacífica
manifestación estudiantil. Vosotros grabáis, yo hago unas fotos y todos
contentos.
—Está bien, vámonos —rezongó Pablo.

Durante el trayecto, Marta observó de soslayo cómo el chico no dejaba de


enviar mensajes desde el móvil, supuso que destinados a Álex. Pero no le
importaba. Cuando él se enterase, ella ya estaría en el lugar de los hechos.
Hacer fotografías era algo que le gustaba y la satisfacía, y últimamente
disfrutaba con la fotografía periodística, con el reto de comprobar el impacto
emocional que representaba para el lector una buena imagen.

Además, ¿qué pensaba? ¿Que porque él no la quisiera, ella ya no iba a


volver por la redacción? ¿Que se marchitaría por él?
Ni hablar. Iba a demostrarle que ella no era una cría malcriada que no sabe
hacer nada. Tenía orgullo y agallas a partes iguales.

Aunque llevaba varios días ya sin verle y lo echaba de menos a rabiar.

Dejaron el coche bastante alejado de la manifestación, que tenía lugar en


aquel momento subiendo por la Vía Layetana. Había cordones policiales,
calles cortadas y tráfico que se desviaba por rutas alternativas.

La concentración estudiantil, que protestaba por la última reforma


educativa, llevaba ya varias horas en marcha y, lo que había comenzado de
forma pacífica, parecía crisparse por momentos.

Los tres compañeros se acercaron todo lo posible a donde parecían


producirse los primeros altercados. Marta se vio de pronto rodeada de gente
que corría de un lado para otro. La policía antidisturbios, con sus cascos y
escudos, intentaba disgregar a los manifestantes. De repente todo era caos.
Marta perdió cualquier contacto visual con sus compañeros y se vio arrastrada
por la multitud. Intentó por todos los medios proteger su cámara, ya dentro de
su mochila colgada de su pecho, pero no pudo evitar verse en el suelo de
rodillas. Hizo un esfuerzo por levantarse, pensando que lo mejor era colocarse
junto a la pared de algún edificio. Arrastrándose de rodillas, sintiendo golpes
por todo su cuerpo, alcanzó por fin una pared, aunque cada vez que intentaba
levantarse, algo o alguien se lo impedían. Su rostro se apretaba contra la dura
superficie y su espalda era diana de golpes y empujones que la presionaban
todavía más y le dificultaban la respiración.
Se puso tensa y abrió la boca para gritar cuando unos fuertes brazos se
cernieron sobre ella.

—¡Tranquila, Marta, tranquila! ¡Soy yo, Álex!


—¿Álex? —balbució—. ¿Eres tú?
—Sí, tranquilízate. Te sacaré de aquí. Rodéame el cuello con los brazos.

Marta se aferró a su cuello mientras Álex la protegía con su propio cuerpo,


y se dejó llevar a través de la multitud. Mantuvo el rostro completamente
apoyado en su pecho, escuchando el rítmico latir de su corazón. Sus fosas
nasales se inundaron del olor de su colonia y del leve rastro de sudor de su
camisa. Se tranquilizó al instante y se abrazó más fuerte, hasta que, pasados
unos minutos, se vio introducida en la furgoneta de Álex, que arrancó y salió
de allí a toda velocidad.

—¿Qué demonios hacías aquí? —le gritó el periodista mientras sorteaba


algunos contenedores volcados en medio de la calle.
—¡Pues sacar fotografías! ¿Y cómo me has encontrado?
—Gracias a Daniel, que me envió varios mensajes. Y al color de tu pelo,
que me ha permitido localizarte más fácilmente.
—¿Dónde están Pablo y Daniel? —le preguntó la chica alarmada por el
tiempo que hacía que los había perdido de vista.
—Tranquila, ellos están bien, pero muertos de preocupación porque la
última vez que te vieron estabas tirada en el suelo debajo de una
muchedumbre. ¿Tienes idea de que podrías haber acabado muy malherida?
—¡Lo sé, Álex! Pero también quería hacer ese reportaje y sé que se me da
bien.
—¡No tienes que demostrarle nada a nadie, sé lo que vales! —Observó su
rostro cuando pararon en un semáforo—. Pero, ¡mírate! ¡Tienes la cara llena
de magulladuras y cortes, por no hablar de tus manos! —le extendió las
palmas sucias y llenas de rozaduras.
—Estoy bien, solo son heridas superficiales.
—Ahora lo veremos.

Álex paró en la puerta de su casa, ayudó a bajar a Marta y la llevó


directamente al salón, abriendo las cortinas para dejar entrar la luz del día y
poder ver mejor sus heridas. Le miró el rostro, preocupado, al mismo tiempo
que pasaba las manos por su cuerpo en busca de golpes o fracturas. Le sacó
rápidamente la camiseta por la cabeza y le bajó los pantalones, dejándola en
ropa interior y agachándose frente a ella, con evidente angustia e inquietud al
palpar los moratones de las rodillas y los arañazos repartidos por su cuerpo.

—Tal vez debiéramos ir al hospital para que te vean y…


—¡Álex, basta! Estoy bien, de verdad —le cogió de un brazo y le instó a
que se levantara—. Por favor, tranquilo. Ya te he dicho que solo eran heridas
superficiales. Lo que necesito ahora mismo es una ducha caliente y estaré
como nueva.
—Está bien —dijo Álex indeciso—. Puedes ducharte en el baño del
dormitorio. Yo puedo hacerlo, mientras tanto, en la ducha del pequeño baño
del patio.

Cuando el vapor pareció empañarlo todo a su alrededor, Marta se puso bajo


la cascada de agua caliente, esperando que esta se llevase por el desagüe tanto
la suciedad de su piel como el miedo que se había apoderado de su cuerpo
durante aquellos momentos eternos. Había querido mostrarse fuerte frente a
Álex, cuando en realidad había pasado momentos de verdadero pánico.

Cuando apareció de nuevo en el salón, su piel seguía rosada por el efecto


del calor y su largo cabello todavía estaba húmedo. Estaba descalza y llevaba
puesta una camisa de cuadros de Álex que había encontrado colgada tras la
puerta del baño.

El joven periodista la esperaba intranquilo y con expresión seria. Apenas


había querido entretenerse, por si necesitaba su ayuda, y también seguía
descalzo, con un viejo vaquero que no se había llegado a abrochar del todo y
una camisa abierta. La cadena y las chapas de plata refulgían en el centro de su
tórax, y su largo cabello húmedo extendido por toda su espalda le confería un
aspecto tan magnífico que Marta se quedó sin aliento. Le pareció un ser
mitológico celta, mitad dios y mitad guerrero.

—¿Estás bien? —le volvió a preguntar preocupado, acercándose de nuevo a


ella.
—Ya te dije que solo necesitaba un buen rato bajo el agua caliente —su
preocupación la enternecía—. Por cierto, me he puesto tu camisa. Mi ropa
estaba un poco maltrecha.
—Te queda mejor que a mí —sonrió, y volvió al anterior semblante serio
mientras le pasaba el pulgar sobre un pequeño corte en la mejilla —. Siento
mucho lo que ha pasado.
—No ha sido culpa tuya.
—Nunca en mi vida había pasado tanto miedo como cuando te vi allí tirada
a punto de ser pisoteada —susurró apoyando su frente en la de ella.
—Álex… —Marta cerró los ojos y comenzó a respirar más aprisa. Se vio
de pronto rodeada por el cuerpo de Álex, su calor y su olor a limpio.
—Mi hermosa sirena —dijo enredando las manos en su flamígera melena—,
no podría soportar que algo te pasara —sus rostros estaban tan cerca que cada
uno aspiraba el aliento del otro—. Lo he intentado, ¿sabes? Lo he intentado de
veras, pero no me quedan fuerzas para seguir alejándome de ti.
—Pues no sigas intentándolo —dijo ella clavando sus iris azules en los
dorados de él—. Quédate conmigo, Álex —puso las manos en sus mejillas—.
Y déjame quedarme contigo.
—Te deseo, Marta —la envolvió entre sus brazos y se quedó a escasos
milímetros de su boca—. Te deseo desde el primer momento en que te vi. Te
deseo más allá de toda razón. Deseo sentirte, verte, escucharte, tocarte, y una
sola noche no será suficiente.
—Hazme el amor, Álex —suplicó ella—, ahora mismo —se desabrochó la
camisa y la dejó caer al suelo, quedándose totalmente desnuda ante él.

Álex gimió antes de tomarla de nuevo en sus brazos para besarla


apasionadamente. Se detuvo para mirarla un instante y tomar sus pechos con
las manos, acariciarlos suavemente y meterse uno de ellos en la boca.

Cuando Marta sintió la lengua de Álex en sus pezones, se aferró a su cabeza


para atraerlo aún más hacia ella. Aquella caricia la estaba enloqueciendo,
pues su cuerpo era mucho más consciente que la primera vez, donde aún había
sentido una pizca de temor. Cuando Álex buscó con sus dedos la humedad de
su sexo, experimentó un placer rayano al dolor. Enfebrecida, le bajó la camisa
por los hombros para poder besar su cuello y su tórax y comenzar a bajar la
cremallera de sus vaqueros. Álex la tomó en brazos, instándola a que le
rodeara la cintura con sus piernas y el cuello con sus brazos y, sin dejar de
besarla, la condujo hasta el dormitorio.
Sentada en el filo de la cama, le bajó los pantalones y lo dejó desnudo ante
ella.

—Déjame verte. La otra vez no tuve tiempo de mirarte o tocarte.

Pasó las manos por su abdomen, duro y liso, por las protuberancias de los
huesos de su pelvis y por la suave piel de su duro miembro. Álex respiraba
con esfuerzo, quieto y rígido mientras ella seguía explorando su cuerpo, hasta
que la hizo tumbarse en la cama para poder comenzar de nuevo a besarla y
pasar sus manos y sus labios por aquella cremosa piel. Se colocó encima de
ella y la miró a los ojos.

—Tal vez esto no sea lo correcto, pero estoy cansado de hacer lo correcto
contigo —y despacio, la penetró hasta que sus caderas encajaron
perfectamente.
—Claro que es lo correcto —gimió la chica—. Es perfecto —y comenzó
con un vaivén de caderas, mientras él la besaba abriendo su boca, siguiendo
con su lengua el ritmo de su cuerpo.

Cuando los dos estallaron en el clímax, enlazaron sus manos sobre la


almohada y, sin separar sus cuerpos, todavía en los vestigios del placer,
continuaron besándose hasta quedarse sin aliento.

—¿Hoy no me pides que me vaya a mi casa? —le preguntó Marta a Álex en


tono irónico unos minutos más tarde.
—No. Quédate conmigo, y deja que me quede contigo. Y recuerda que una
noche nunca será suficiente.

Algo suave y peludo acariciaba la nariz de Marta. Abrió los ojos para
descubrir una pequeña felina ronroneando sobre su pelo. Era su única
compañía al despertar esa mañana, puesto que a su lado la cama estaba vacía.

—Hola, buenos días, Luna. ¿Te parece que busquemos a ese guapo salvador
nuestro?
Al levantarse, notó una pequeña punzada entre las piernas y sonrió
satisfecha. Álex le había hecho el amor durante toda la noche, diciéndole en
todo momento que nunca sería suficiente, que nunca acababa de saciarse de
ella. Sentía su cuerpo dulcemente colmado y un tanto exhausto, pero invadido
por una grata euforia.

Volvió a ponerse la camisa, que estaba sobre una silla. Supuso que Álex la
habría recogido del suelo del salón, lo mismo que el resto de prendas que
hubiese dejado tiradas la noche anterior.
Lo buscó por la casa sin éxito hasta que se asomó a la vidriera que daba a
un pequeño patio desde la cocina. Se quedó muy quieta, observando
maravillada la imagen que le ofrecía.
Estaba sentado en un balancín que él mismo movía rítmicamente apoyando
un pie en el suelo. Su dorada melena suelta descansaba sobre su espalda y
volvía a llevar únicamente un descolorido vaquero, con su torso y sus pies
desnudos. Sus ojos permanecían cerrados, mientras escuchaba música con
unos pequeños auriculares que provenían del móvil que descansaba en su
regazo.

Marta sintió un aleteo en su corazón. Ahora sí estaba segura. Estaba


irremediablemente enamorada de aquel joven hermoso, fuerte, tierno, y
extraordinario como persona.
Anduvo unos pasos hacia atrás y buscó su mochila en el salón, de donde
sacó su cámara y volvió a la cocina. Enfocó y realizó varias fotografías de
aquella magnífica imagen en la que Álex era el protagonista. Pasara lo que
pasara, ella siempre podría volver a admirarle en aquellas imágenes y
recordar que un día, ella tuvo el privilegio de quererle.

—¿Piensas acercarte en algún momento? —le dijo el chico sin llegar a abrir
los ojos.
—Por supuesto —Marta dejó la cámara a un lado y se sentó en el balancín
junto a él—. ¿Qué escuchas? ¿Me dejas probar? —y se colocó uno de los
auriculares.
—No creo que te suene de nada esta música —dijo él irónico—. No
esperes escuchar a Enrique Iglesias o Alejandro Sanz. Es rap, un grupo
llamado Violadores del Verso.
—¡Ei! —dijo ella dándole con el codo en el costado—, claro que los
conozco. Recuerdo esta canción que suena ahora, que dice:

Y yo, voy a beberme hasta las copas de los árboles


voy a tomar de todo menos decisiones
suave como una nube, voy a ser vapor
un ave, que sube y sube, sin motor…

—Vaya —dijo Álex divertido, mirándola por primera vez esa mañana—,
eres una chica realmente sorprendente.
—¿Ya no te parezco una pija inútil?
—No, mi sirena —le dijo colocándole un pelirrojo mechón tras la oreja—,
nunca me lo has parecido. Perdóname de nuevo. Me pareces valiente, fuerte,
decidida, hermosa… Eres el sueño de cualquier hombre hecho realidad. Al
menos el mío.
—Gracias —contestó ella conmovida. Nunca un chico le había dicho
palabras más sinceras. Siempre se habían limitado a alabar su belleza, como
si dieran por hecho que ahí acababa todo. Álex no imaginaba lo que aquello
significaba para ella.

Apoyó la cabeza en su hombro musculoso y posó la mano en su pecho,


mientras escuchaban música, relajados. Entre ellos se erigió una especie de
placidez, como un suave envoltorio, donde ambos olvidaron por un momento
las preocupaciones o el pasado.

—Menuda pinta tiene este desayuno —dijo Marta mirando entusiasmada la


mesa de la cocina, cubierta de platos con tostadas de mermelada y
mantequilla, trozos de fruta, pastelillos de crema y zumo de naranja recién
hecho.
—Has tenido suerte. Me has pillado con la nevera llena. Aprovecha y come.
—Todo está delicioso —dijo echándose un pastelillo entero a la boca—.
Estoy hambrienta —dijo mirándole con los ojos brillantes.
—Me alegro —contestó él riendo—. Yo también. Pero mastica primero.
—Disfruto más comiendo así. En mi casa, María, la cocinera, siempre está
regañándome.
—Claro, la cocinera —el rostro del joven pareció ensombrecerse.
—Álex —le posó la mano en la mejilla—, como diría Ortega y Gasset, “yo
soy yo y mi circunstancia”. A mí no me importa en absoluto que tú no tengas
cocinera, pero a ti no debería importarte que la tenga yo.
—Tienes razón, lo siento —le besó las yemas de los dedos—. A veces me
comporto como un capullo. Es solo que me duele no poder ofrecerte a lo que
estás acostumbrada.
—Ahora mismo tú eres lo único que necesito.

Siguieron desayunando en silencio, acabando prácticamente con todo lo que


había sobre la mesa. Pero Marta no podía estar mucho tiempo sin conversar.
Le gustaba hablar con la gente —a veces demasiado—, expresar sus
pensamientos, y hablar con Álex se había convertido para ella en el mayor de
los placeres.

—¿Sabes? —le comentó—. Creo que un profesor me ha cogido manía.


—¿Por qué dices eso?
—Se trata del profesor Sala. Modestia aparte, saco muy buenas notas,
menos en su asignatura. Cuando he visto la calificación del semestre, me han
entrado ganas de romper cualquier cosa.
—Se me ocurre algo —dijo Álex levantándose—. ¿Sabes esos lugares
donde van los ejecutivos estresados, en los que gritan o rompen vajillas? Pues
yo tengo mi propio método y más barato. Te invito a mi cura antiestrés
particular.
—Pero no tengo ropa, Álex. La mía quedó estropeada, y preferiría no pasar
por mi casa, por si ven los rasguños de mi cara y me piden explicaciones.
—Es cierto. Y yo no tengo nada de tu… estilo —dijo bromeando.
—Tengo una idea. Llamaré a mi amiga Lidia y le diré que me prepare
algunas cosas. Por suerte usamos la misma talla.
—Pues coge tu cámara y pongámonos en marcha.

Cuando llegaron al domicilio de Lidia, próximo al suyo, pararon en un


cercano bosquecillo de pinos y en pocos minutos apareció la chica con una
pequeña mochila.

—¡Marta! —gritó su amiga al verla vestida únicamente con una camisa de


hombre—. ¿Se puede saber qué haces así? ¿Dónde están tus cosas? Me has
pedido ropa cómoda, calzado deportivo, ¡y hasta bragas!
—Ya te lo explicaré —observó cómo Álex salía del coche—. Mira, ya que
coincidimos los tres, aprovecho y te presento a Álex.

Lidia abrió mucho los ojos y las palabras que iban a salir por su boca se le
quedaron atascadas.

—Encantado, Lidia —el joven se inclinó sobre ella y le dio un beso en cada
mejilla.
—Igualmente —susurró—. Marta, ¿podemos hablar un momento? —y se
alejaron unos pasos de Álex, que volvió a meterse en el coche.
—¡Dios, Marta! ¡No me extraña que no te sintieras atraída por ninguno de
aquellos chicos! ¡Esto sí que es un tío! ¡Joder, he estado a punto de derretirme
cuando me ha hablado y me ha besado!
—Estoy loca por él, Lidia. Gracias por ayudarme —le dio un abrazo a su
amiga y se marchó hacia el coche.
—Pero, ¿a dónde vas?
—¡Ya te contaré!

Salieron de Barcelona para tomar la C-16 y llegar a un pueblo llamado


Castellbell i el Vilar, sobre el que se podía divisar de trasfondo la siempre
llamativa, mágica y espectacular montaña de Montserrat.
Se desviaron del pueblo por un camino serpenteante para llegar a una bonita
casa rural, una antigua masía del siglo XVII restaurada, rodeada de bosques,
montañas y vistas espectaculares.

—Siempre que puedo me escapo a este lugar —comentaba Álex mientras se


bajaban del coche—, aunque hacía ya bastante que no podía hacerlo por falta
de tiempo.
—Es un sitio precioso. Creo que llevo demasiado tiempo sin salir de la
ciudad.
—Hace años conocí al señor Ramón y me habló de este lugar, que regenta
junto a su familia, y me pareció ideal para estar en contacto con la naturaleza
sin alejarte demasiado de la ciudad. Ya me he recorrido estos bosques a pie o
en bicicleta, o he ayudado en el huerto ecológico del que disponen.
—¡Álex! ¿Qué tal? —un hombre delgado, con el cabello totalmente blanco y
de aspecto bonachón le dio un abrazo a Álex y le estrechó la mano a Marta.
—Muy bien, gracias, Ramón. He pensado que ya hacía tiempo que no venía
por aquí y ya era hora de dejar atrás el asfalto por un día. Necesito sudar un
poco sin tener que recurrir a la cinta de un gimnasio.
—Pues ya sabes, podéis trepar por el bosque todo lo que queráis, y más
tarde tendréis una buena comida preparada.

Álex tomó a Marta de la mano y comenzaron a subir por una de aquellas


montañas.

—Ahora entiendo lo de ponerme ropa y calzado cómodo —Lidia le había


prestado unos vaqueros, una camiseta roja y unas deportivas—. ¿Es así como
te libras del estrés? ¿Trepando por estos riscos?
—Vamos, sirena, que todavía queda un buen trecho hasta llegar al lugar que
quiero enseñarte.

Subieron durante largo rato, parando de vez en cuando para que Marta
hiciera bonitas fotografías del paisaje: de una ardilla camuflada entre las hojas
royendo una bellota, un arbusto de aulaga ocultando sus espinas tras sus flores
amarillas, el detalle de una rama de abeto cargada de piñas…

A veces no le era posible seguir el ritmo de su compañero, pero este tiraba


con fuerza de su mano y le parecía que subía volando.

—¿Queda mucho? —dijo Marta más tarde respirando con esfuerzo.


—Ya casi estamos.

Tras un último impulso, Marta paró para descansar e inspirar aire y vio
cómo Álex le señalaba a su alrededor. Rio feliz y comenzó a girar sobre sí
misma cuando se dio cuenta de que estaban sobre una pequeña cumbre, desde
la que se divisaban otras montañas bastante cercanas. El día estaba claro, con
el cielo de un límpido azul y un luminoso sol que deslumbraba y te obligaba a
cerrar los ojos. No existía ruido alguno que enturbiara aquella paz y pese a
que no estuvieran a demasiada altura, a Marta le pareció que estaban en la
cima del mundo. Tenía ganas de reír y de gritar y así se lo hizo saber a Álex.

—Has dado en el clavo. Descubrí hace un tiempo que a esta altura, con la
lisa pared de las montañas de enfrente y con este silencio, se dan las
condiciones más favorables para obtener un buen sonido del eco. Cuando algo
me tiene frustrado, vengo aquí y grito durante un buen rato. Prueba y verás.
—¿Me estás diciendo que me ponga a gritar como una loca?
—Exacto. Puedes gritar simplemente, o decir lo que se te ocurra.
Comenzaré yo.

Álex tomó aire en sus pulmones y lanzó un tremendo grito al vacío, que le
fue devuelto al instante, y que reverberó en aquel valle de forma tan
espectacular que Marta sintió el vello de punta.

—Ahora tú —dijo el chico satisfecho.

En un principio, la chica se mostró un poco cohibida y emitió un grito al


aire no demasiado fuerte. Pero cuando aquel sonido rebotó y volvió a
escucharse con tanta claridad, Marta se entusiasmó y decidió probar de nuevo.

—¡El profesor Sala es un capullo! —e instantáneamente se volvió a


escuchar el retorno de su voz.

El profesor Sala es un capullo, el profesor Sala es un capullo…

—¡Bien! Ahora sí que ha sido espectacular —la felicitó Álex.


Siguieron los dos unos minutos más, gritando e insultando a quien se les fue
ocurriendo en esos momentos, hasta que decidieron dejar de hacerlo por la
amenaza de una buena afonía.

Todavía pletóricos, comenzaron a bajar, ahora más tranquilos que durante la


subida. El camino que decidió emplear Álex para la bajada, estaba casi
cubierto de árboles, que tan solo dejaban pasar entre sus ramas espaciados
reflejos de sol, como focos naturales, contribuyendo a un ambiente más fresco
y relajado.

Marta, sintiéndose cada vez más exultante y un poco traviesa, miró de reojo
a Álex y comenzó a correr entre los árboles.

—¡Veremos quién llega antes ahora! —gritó mientras desaparecía sendero


abajo.
—¡Marta, espera! —le gritó él—. ¡Hay piedras y raíces y vas a tropezar!

Pero ella siguió bajando y bajando, sin mirar prácticamente por dónde
pisaba. Hasta que, de la manera más simple, resbaló en una zona húmeda del
suelo y cayó sentada sobre su trasero, deslizándose como por un tobogán, y
cayendo sin parar hasta topar con un fragante colchón de hojarasca y pinaza.
Durante un instante se quedó sin respiración y mantuvo sus ojos cerrados, lo
que alarmó a Álex cuando la contempló allí tirada.

—¡Marta! —Se arrodilló frente a ella—. ¡Marta, cariño!

Al cabo de un segundo, los labios de Marta dibujaron una sonrisa pícara en


su cara.

—¡Serás bruja! ¿Crees que puedes darme un susto por día?


—Te aseguro que no ha sido fingido —decía sin parar de reír.
—¿Estás un poco más relajada? —le preguntó apartando con suavidad una
hoja de encina de su rojo cabello.
—Sí —contestó ella abriendo por fin los ojos—. Pero me ocurre siempre
que estoy contigo.

Álex la contempló conmovido, y hechizado por aquellos hipnóticos ojos


azules. Tumbada en un lecho de hojarasca, con el cabello alborotado lleno de
hojas y pequeñas ramas, y con restos de algún arañazo todavía en su rostro, le
seguía pareciendo de una belleza extraordinaria.
Algo aleteó en su pecho al apreciar que aquellos ojos lo miraran con tan
intensa emoción.

—Aunque —continuó ella—, se me ocurre una forma mucho más atrayente


de relajarme contigo —y lo miró coqueta batiendo sus pestañas.
—Sí —contestó él riendo—, a mí también.

Álex se tumbó sobre ella apoyándose en sus antebrazos y bajó la cabeza


para posar la boca en sus labios. Y como siempre que comenzaban a besarse,
la pasión afloró en ellos como la leña seca en el fuego. Marta se aferró a su
cuello y hundió su lengua lo más profundo posible, saboreando aquella
humedad caliente que la hacía desear mucho más. Solo besarle la excitaba y la
enardecía, y presa del deseo comenzó a desatar la cinta que sujetaba la larga
melena dorada.

—Marta, para, por favor —dijo separándose de ella—. No creo que sea el
lugar más apropiado.
—Pues a mí me parece perfecto, en medio del bosque. No podría haber un
lugar más romántico. Y excitante —dijo seductora.
—Pero podría pasar alguien.
—Aquí arriba no subirá nadie.
—Algún excursionista despistado.
—No me seas mojigato —empezó a introducir la mano por la cintura de sus
pantalones.
—Para, cariño.
—¿Algo rapidito?
—Dios, te he convertido en una lujuriosa.
—Pero nada más que contigo.
—Eso espero.

Álex posó sus labios sobre un pecho de Marta para pasar su lengua a través
de la camiseta. Cuando la tela estuvo húmeda, le dedicó la misma atención al
otro, mordisqueando suavemente cada pezón. Bajó el escote de la camiseta y
Marta sintió que sus pezones se erguían al contacto de la humedad con la brisa
que movía las hojas de los árboles. Con la boca de Álex directamente sobre su
piel, Marta cerró los ojos e introdujo sus dedos en la larga y sedosa cabellera
del joven. Aquel contacto con su pelo la excitaba y al mismo tiempo la hacía
sentirse segura, confiada, como en casa, como si su lugar estuviera ahí, con él.

Sin separar la boca de sus pechos, Álex introdujo su mano bajo la cintura de
los vaqueros y la deslizó bajo el elástico de las braguitas. Encontró su sexo
hinchado y húmedo y comenzó a excitar su parte más sensible. Marta se vio
inundada de un calor líquido y denso, que a los pocos minutos la hicieron
retorcerse dominada por un intenso clímax.

—Creo que, si piensas que ya estás relajada del todo, sería un buen
momento para seguir nuestro camino —sintió decir a Álex, sonriente,
exhalando el aliento en su cuello.
—Mmm —murmuró ella satisfecha—. ¿Y tú, cariño?
—Más tarde, preciosa —dijo mirando sus ojos nublados de pasión—. Me
parece que por hoy ya hemos retozado bastante.
Álex la ayudó a incorporarse, agarrándola de los brazos, y ella se dejó caer
sobre su pecho. Lo miró a los ojos y una miríada de sensaciones pareció
agolparse en el interior de los dos jóvenes. Fue un momento intenso, después
de la intimidad vivida.

—Álex…
—Chsst —la acalló posando un dedo sobre sus labios, a lo que ella
respondió besándole la yema—, vámonos, sirena —entrelazó los dedos en su
mano—. Será mejor que vayamos bajando.

Cogidos de la mano comenzaron a descender de aquel idílico lugar, dejando


atrás un trocito de un mundo donde únicamente existían ellos dos, como si con
aquel descenso se fueran acercando cada vez más al mundo real.

El mundo real se le apareció a Marta en cuanto comenzó a subir las


escaleras del interior de su casa en dirección a su habitación y una voz
familiar a su espalda la hiciera detenerse.

—Hola, princesa —escuchó decir a su padre—. ¿Dónde vas tan aprisa?


—Voy a ducharme. Se me hace tarde —dijo sin darse la vuelta.
—¿Eso que llevas colgando del pelo son agujas de pino?
—Verás… —se dio la vuelta para intentar dar una explicación.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —Dijo su padre señalando la rozadura
rojiza que aún se apreciaba en su mandíbula—. También tienes marcas en los
brazos y en las manos —observó girando sus palmas hacia arriba.
—No te preocupes, papá, no me ha pasado nada grave —a Marta no le
gustaba mentir a su padre. Rara vez lo hacía. Simplemente omitía lo que
prefería no contar en ese momento—. ¿Clara no te ha comentado nada?
—No —una fugaz sombra pasó por el rostro de Mario al recordar lo poco
que hablaba últimamente con su mujer—. ¿Qué tendría que haberme
comentado?
—Hace unas semanas que trabajo como fotógrafo freelance para el diario
de tu amigo Álex. Me he metido en medio de un altercado y me han arañado un
poco.
—¿Álex? ¿Estás trabajando con él?
—No siempre. A veces acompaño a otros reporteros.
—¿Haciendo que te metas en líos?
—No es nada, papá, tranquilo.
—Ya tienes bastante con tus estudios, Marta. La fotografía como hobby está
bien, pero no tienes que correr ningún peligro. Deja de ir a esa dichosa
redacción.
—¿Por qué? Tú y Álex sois amigos, ¿no?
—Dejémoslo en conocidos —dijo con sarcasmo.
—Me gusta hacerlo, papá, y preferiría seguir.
—Hazme caso, Marta. Deja de ir allí. Yo puedo hablar con cualquier
periódico de mayor importancia y conseguirte algo mejor.
—Yo no quiero algo mejor. Me gusta “Futuro”, me gustan sus artículos y
opiniones, y la gente que trabaja allí. Ya no necesito ir siempre de tu mano.
Deja que haga algo por mi cuenta.
—No me gusta que estés allí.
—¿Por qué, papá?
—Tengo mis razones.
—¡Estoy más que cansada de escuchar esa frase! ¡Estoy harta de escuchar
hablar de unas razones que nadie me quiere explicar!
—Es algo complicado…
—¿Y crees que no voy a ser capaz de entenderlo? Perdona, papá, pero ya
soy mayorcita, y si me gusta hacer fotos para esa publicación, lo seguiré
haciendo, a menos que me des una razón válida para no hacerlo.
—Por muy mayor que seas sigo siendo tu padre, y te digo que te alejes de
ahí. Y de Álex.
—Si tuviste algún problema con él en el pasado, no es cosa mía. Allá
vosotros. Pero no me trates como cuando tenía dieciséis años. Incluso
entonces jamás me impusiste nada. En esta casa no ha existido nunca el
“porque yo lo digo”. No aceptaré que me lo impongas ahora —y se alejó
haciendo oscilar su llameante melena.
—¡No hemos acabado de hablar, Marta! —la llamó su padre.
—Yo sí —y desapareció escaleras arriba.
CAPÍTULO 8

Para llegar hasta la playa desde su casa, Clara únicamente tenía que cruzar
la calle y atravesar un grupo de pinos, tras el cual ya podía caminar descalza
sobre la arena y dejarse invadir por el olor a salitre, por la brisa del mar, el
sonido del romper de las olas o el agudo graznido de las gaviotas.

Sabía de la casi dependencia de Mario a vivir cerca del mar. Era algo que
anteponía a cualquier comodidad o lujo de una vivienda. Ni se le pasaba por
la cabeza vivir en algún lugar apartado de su amada costa mediterránea. Él la
había contagiado de aquella necesidad de caminar por la fina arena, junto a la
espuma blanca de las olas, ya fuese invierno o verano, hiciese sol o el cielo
amenazara lluvia, como ese preciso día.

Clara siguió caminando mientras el viento agitaba su pelo y enredaba su


fino vestido blanco alrededor de sus piernas. Por instinto supo que Mario
estaría allí, donde lo divisaba en esos momentos, sentado en la arena, con los
brazos apoyados sobre sus rodillas y la mirada fija en el horizonte. Su
chaqueta y sus zapatos parecían olvidados allí, tirados junto a él. La fuerte
brisa inflaba la camisa que cubría su ancha espalda, y revolvía los sedosos y
negros mechones de su cabello.

Sin decir nada, flexionó las piernas y se sentó junto a su marido. Posó la
mirada en su rostro y sintió su corazón latir más aprisa, como siempre que
admiraba la belleza de sus facciones. Aunque en ese momento, esos latidos
fueran acompañados de un deje de dolor, al apreciar la nota de cansancio en
sus ojeras, la barba de dos días y unas finas arrugas alrededor de sus ojos.

—Anoche no dormiste en casa.


—No. Estuve toda la noche trabajando. He estado dos días en la oficina
para adelantar unos asuntos. Si es que me crees.
—Te creo —dijo tranquila.
—¿Seguro? —dijo Mario levantando una ceja.
—Sí —sonrió divertida—. Solo puedes haber estado trabajando. Tienes una
pinta horrible.
—Hacía tiempo que no te veía sonreír así —susurró Mario pasándole el
pulgar por el labio inferior.
—Así, ¿cómo?
—Feliz.
—Es que lo soy.

Mario siguió unos minutos más con la mirada fija en el mar grisáceo y
agitado por el viento. Después se levantó ágilmente y aferró la mano de su
mujer para levantarla del suelo.

—Acompáñame a casa. Vamos a salir.


—¿Salir?
—Sí. Quiero invitarte a cenar —la cogió de la mano y comenzaron a
caminar hacia el pequeño bosque.
—¿Qué ha sido de aquel hombre misterioso que nunca invitaba a ninguna
mujer?
—Que ya no existe. Ahora hay otro en su lugar.
—No. Eres una mezcla de los dos, y a mí me gustas así —siguieron
caminando—. ¿Por qué quieres salir esta noche?
—Porque quiero recuperar a mi mujer.
Clara se miró al espejo y contempló su imagen. Mario le había
recomendado que se arreglara y optó por un vestido que solamente se había
puesto una vez, en color burdeos, con suaves pliegues que caían por la parte
delantera y un profundo escote que dejaba a la vista la totalidad de su espalda.
Con unos altos tacones y su exuberante melena rubia, ofrecía una visión
irresistible.
Al menos eso pensó Mario cuando apareció por la puerta del vestidor.
Clavó en ella sus claros ojos plateados, intensamente, como si con la
mirada fuera capaz de ver a través de la tela. Pero no dijo nada. Se limitó a
darle una pequeña caja forrada con brillante raso de color rojo.

—¿Qué es esto? —Preguntó Clara—. ¿Celebramos algo?


—Tal vez —sonrió Mario de forma enigmática.

Clara alargó la mano para tomar la caja y miró a su marido. Llevaba puesto
un traje oscuro con camisa blanca, corbata gris y gemelos de oro blanco.
Clásico y espectacular, como siempre.
Se había afeitado y parecía un poco más despierto gracias al litro de café
que había ingerido, aunque las sombras oscuras bajo sus ojos siguieran allí.

Clara abrió el pequeño estuche y se quedó sin respiración al descubrir en su


interior un par de pendientes, compuestos cada uno por una hilera de brillantes
de las que colgaban dos incandescentes lágrimas de rubí.
Abrió la boca y Mario le posó el dedo índice sobre los labios.

—Sé que no te gustan las joyas y apenas los regalos. Pero acéptame este,
por favor. No persigo ningún objetivo ni interés especial. Fue solo un impulso.
—Está bien. Pónmelos.
—Esta noche, en la cama —dijo Mario mientras se los ponía, en voz baja y
sensual— quiero verte con ellos. Únicamente con ellos.
—¿Dónde me vas a llevar? —preguntó Clara para intentar disimular el
calor que comenzó a inundarla.
—Donde tuvimos nuestra primera cita.

La velada estaba resultando realmente especial. Clara se sentía exultante


por estar en aquel restaurante que formaba parte de sus más maravillosos
recuerdos. Casi llegó a sentir los mismos nervios que la atenazaron durante
aquella primera cita formal con Mario, en aquel bonito restaurante circular
sobre la torre del teleférico, desde el que se podía divisar Barcelona en las
alturas y a todo su alrededor.

—¿Recuerdas las palabras que me dijiste antes de marcharnos de aquí?


—Por supuesto. Te dije que deseaba que todo el mundo desapareciera de
aquí para poder tumbarte sobre la mesa, quitarte el vestido y besarte entera.
—Uf, casi me desmayo al escucharte. Solo pensabas en llevarme a la cama,
¿no es cierto?
—¿No deseabas tú lo mismo?
—Sí. Desde el principio.
—Nos vamos —Mario se levantó y le retiró a ella la silla para que le
siguiera.
—¿Ya? ¿No tomamos postre?
—No.

Tomaron un taxi que a los pocos minutos paró en el Paseo de Gracia. Mario
le abrió la puerta a Clara, que nada más poner los pies en la acera abrió
mucho los ojos y miró a su marido con mirada interrogante.

—Pensé que habías vendido este apartamento.


—No lo hice. Lo tengo en manos de una inmobiliaria que ofrece este tipo de
viviendas en alquiler a empresarios y ejecutivos que viajan a la ciudad y no
les agrada alojarse en un hotel.

Nada más entrar por la puerta, Clara volvió a sentirse abrumada al


rememorar la primera vez que había entrado allí. En aquel moderno
apartamento, que seguía decorado prácticamente igual, en tonos tierra y
morado, Clara hizo el amor por primera vez con Mario. Y aquel lugar también
fue donde tuvieron sus siguientes encuentros, cuando ella aceptó ser la amante
de fin de semana de aquel misterioso hombre del que apenas sabía nada y del
que se había enamorado casi nada más conocerle.

—Y ahora, mi hermosa ninfa, voy a hacerte el amor —dijo Mario mientras


le quitaba el vestido y el resto de la ropa.

Y como ya le había asegurado, la cogió en brazos, apartó la colcha de la


cama, y la extendió sobre las sábanas de satén blanco, totalmente desnuda, a
excepción de los rojos rubíes que relucían entre las ondas doradas de su
cabello.

—¿Me quedan bien? —dijo Clara ondulando sensualmente su cuerpo sobre


las suaves sábanas.
—¿Bien? —rio Mario divertido—. ¿Crees que bien es la palabra para
definir lo que tengo ahora mismo delante de mis ojos?
—Quítate la ropa —susurró Clara.

Mario se despojó de todas sus prendas y cubrió con su metro noventa de


estatura el cuerpo de su esposa. Al contacto del vello del pecho de Mario
contra sus pezones y de su duro miembro contra su abdomen, Clara cerró los
ojos y emitió un profundo gemido. Mario comenzó por besar su boca,
lentamente, como si tuvieran por delante todo el tiempo del mundo, y siguió
besando sus pechos, su estómago y la longitud de sus piernas, excepto el lugar
que Clara más ansiaba que tocara. Arqueó su cuerpo, suplicando que la
llevara pronto a aquel lugar al que se desesperaba por llegar. Mario se
introdujo lentamente en su cuerpo y comenzó con un ritmo exasperantemente
lento, lo que le produjo a Clara la más dulce de las torturas.

—¡Mario, por favor! ¡Deja de atormentarme!


—Dime que me quieres —le dijo cogiéndola del rostro para que lo mirase a
los ojos.
—Te quiero… —gimoteó.
—¡Te quiero! —respondió él—. ¡Te quiero, te quiero! —siguió diciendo
mientras aceleraba el ritmo, cada vez más rápido, y escalaban los dos juntos a
la cúspide del más intenso placer.

Más tarde, Mario descansaba sobre su mujer, apoyando su rostro en el valle


de sus pechos. El sueño atrasado y el cansancio acumulado pronto empezarían
a pasarle factura, así que hizo un esfuerzo por aclarar de una vez por todas lo
que parecía haberlos distanciado.

—No me he acostado con ninguna mujer que no seas tú en los últimos seis
años. Y no tengo intención de hacerlo nunca.
—Lo sé —contestó Clara peinando con los dedos el suave cabello de su
marido. En realidad siempre lo había sabido.
—¿Lo sabes? ¿Se puede saber entonces por qué me has estado atormentando
de esta manera? —dijo levantando de golpe el rostro de entre los suaves
pechos.
—He estado un poco susceptible.
—¿Por qué motivo?
—¿Crees que será un problema que Marta tenga un hermano con el que se
lleve veintitrés años?

Mario la miró aturdido. ¿De qué estaba hablando? No parecía haber


comprendido ni una sola palabra.

—¿Vamos a tener un hijo? —susurró con la voz ronca.


—Eso parece. ¿Cómo te sientes? —Clara aguantó la respiración, expectante
a la reacción de Mario.

De pronto, Clara sintió una vibración sobre su cuerpo. Alarmada levantó la


cabeza de su marido para observar asombrada que reía, con aquel sonido tan
especial de su risa, que calentaba el corazón de Clara.

—Dios, Clara, cariño —dijo al acabar de reír—. Apenas disfruté del


nacimiento de mi hija. Esta vez es la mejor noticia que podrías darme en toda
mi vida —de repente pareció reaccionar—. Dios, un hijo, tuyo y mío…

Clara lo acunó entre sus brazos, esperando que la noticia dejara de


abrumarle con el paso de los días.

—Por cierto —dijo Mario antes de que el sueño los reclamara—, no hemos
terminado de aclarar el tema de las notas y mensajes de móvil que te has ido
encontrando. ¿Crees que hay alguien detrás de todo esto?
—Debe de haberlo. No es ninguna coincidencia. Alguien debe desear que
tengamos problemas. ¿Me ayudarás a descubrirlo?
—Por supuesto, cariño. Siempre.
CAPÍTULO 9

Debía de darse prisa si quería llegar a tiempo a casa de Álex antes de irse a
trabajar. Clara llevaba varios días pensando en aquella visita, sobre todo
desde el día que había mantenido una conversación con Marta, en la que
hablaron de todo un poco, pero sobre todo de sentimientos. Hacía tiempo que
intuía algo, y sabía de la dificultad que entrañaría aquella relación, pensando
en la posible reacción de Mario.

—¿Qué tal con Álex? —le había preguntado Clara a Marta una mañana que
habían coincidido tomando el sol en el jardín.
—Muy bien —había contestado entusiasmada—. Aunque no tengo mucho
tiempo, busco hueco donde no lo hay para hacer fotografías de las noticias que
me encargan.
—Me refería a tu trato personal con él.
—Clara, no te voy a andar con rodeos. A ti no puedo engañarte. Todos
sabemos de tus intuiciones, que casi nunca fallan —pareció inhalar una
bocanada de aire—. Me gusta, me gusta mucho —suspiró—. En realidad, le
quiero.
—Ya —suspiró Clara—. Había tenido una de mis corazonadas con vosotros
dos, y la verdad, me hace feliz que estéis juntos. Álex es un chico
extraordinario. Pero creo que deberías esperar un poco a decirle algo a tu
padre.
—Sí —respondió Marta con una sonrisa cómplice—, de momento será un
secreto de chicas.
Cuando Álex abrió la pesada puerta de su casa, Clara temió por un momento
que se hubiese quedado congelado, pues parecía sorprendido de verdad.

—¿Hola? ¿Puedo pasar o me vas a tener aquí todo el día?


—Perdona, Clara. Ha sido una sorpresa inesperada. Pasa, por favor.

Clara entró y lo siguió hasta la cocina, donde estaba tomando el desayuno.

—¿Quieres tomar algo? ¿Café, leche, zumo…?


—No, gracias, Álex, ya he desayunado y tengo que ir a trabajar. En realidad
solo quería conversar un momento contigo.
—Siéntate un minuto —dijo el chico mientras engullía su tostada—. Hacía
mucho tiempo que no venías a mi casa.
—Lo sé. ¿Cómo te va todo?
—Bien, bastante bien. “Futuro” parece tener buena aceptación entre los
jóvenes con una nota de rebeldía.
—¿Y con Marta?
—Pues… bien… —titubeó.
—Álex…
—Supongo que lo sabes —Álex se pellizcó el puente de la nariz, se levantó
y se puso a mirar por la ventana—. No he podido evitarlo, Clara.
—Es una chica excepcional, ¿verdad?
—Sí —sonrió—. Apareció en mi vida como un tsunami y me ha sido
imposible no dejarme arrastrar.
—Ya te dije que te sorprendería.
—Pero es demasiado joven.
—Siempre ha sido muy madura y responsable para su edad. El problema es,
¿le has contado algo de tus problemas con Mario en el pasado?
—No.
—Álex, debes hacerlo…
—¡Ya lo sé! Nunca pensé que sentiría esto por ella —apoyó su frente contra
el frío cristal de la ventana—. Creí que se me pasaría, que ella sería distinta,
una snob o una estirada. Pero nada ha resultado como yo esperaba.
—No te tortures. Yo puedo asegurarte de primera mano que no se puede
luchar contra el destino. Todo se solucionará, ya lo verás.
—Gracias, Clara —Álex le tomó la mano y la miró a sus amables ojos
castaños—. Te veo distinta, como más…
—Dilo, no te cortes. Más gorda —sonrió—. Estoy embarazada.
—¿Qué? ¡Pero eso es genial!

Álex la levantó de la silla, la cogió en brazos y comenzó a girar en medio de


la cocina, haciendo oscilar la larga melena y el vestido de Clara, hasta que
paró al escuchar las súplicas de la chica, que pedía clemencia entre risas.

—Estoy feliz por ti, Clara —le dijo pasando la mano por su mejilla—. Te lo
mereces.
—Gracias, Álex.
—No, Clara, gracias a ti.

Porque por fin, el joven periodista reconocía, en aquel preciso instante, que
sus sentimientos por Clara habían cambiado, que la noticia de su embarazo le
alegraba sinceramente. La miró, preguntándose cuándo habría ocurrido, pero
tenía la respuesta dentro de su propio corazón: cuando se enamoró de nuevo,
de forma súbita y fulminante, como algo que te estalla en la cara sin esperarlo,
volviendo todo su mundo del revés, relegando el cariño que sentía por Clara a
la categoría de primer amor o amor juvenil. Fue como quitarse de encima una
gran losa que hubiese estado encadenada a su espalda durante los últimos
años.
Aquel sentimiento de culpabilidad que lo inundaba cada vez que fantaseaba
con Clara sabiendo que ella era de otro, se iría para siempre.
—Así es, Álex —le dijo Clara como si le leyera el pensamiento—. A
veces, mientras más perseguimos algo, más se nos resiste, y cuando
pretendemos huir de ello, nos persigue, implacable. Pero recuerda: si es
nuestro destino, no podemos hacer nada, solo dejarnos llevar y esperar que
nos alcance.

Después de revisar todo el material del día y asistir a la reunión


correspondiente, Álex ya había mirado el reloj cientos de veces. Estaba
impaciente, desde que esa misma mañana hablara con Clara y se sintiera por
fin liberado. Esa misma libertad le dio alas para decidirse a plegar del trabajo
en plena jornada, coger su coche y empezar a recorrer el camino que lo
llevaría hacia la universidad donde estudiaba Marta. Deseaba verla en ese
momento, sin perder más tiempo, como un loco enamorado.
Iba a ir a buscarla a clase, como haría un novio, aunque aquello pareciese
una auténtica locura.
Pero, ¿qué es la vida, sino la más maravillosa de las locuras?

Aparcó su vieja furgoneta y se encaminó hacia los jardines que bordeaban


el campus. A aquella hora, varios grupos de alumnos salían del edificio
principal, todos ellos jóvenes, sonrientes y esperanzados.

Un destello rojo y brillante destacó en medio de aquel fluir de estudiantes.


Álex se apartó tras un frondoso abeto del jardín y la observó con una sonrisa
en los labios. Marta caminaba junto a un grupo de compañeros, que se iban
desviando hacia sus respectivos destinos, hasta quedar acompañada de su
inseparable amiga Lidia. Dejó que se acercaran, sin salir del refugio que le
proporcionaba el árbol, esperando a ver la cara de sorpresa que le pondría
cuando descubriera que había ido a buscarla a clase.
La conversación que traían las chicas, le hizo detenerse de golpe.

—Por fin ha llegado el día, Marta. Ya puedes venir a mi casa y recoger el


bolso y lo demás. Ganaste la apuesta y es todo tuyo.
—No te voy a decir que no. Una apuesta es una apuesta. Si no hubiese
conseguido acostarme con nadie tú no me habrías perdonado mis Jimmy Choo.
—¡Pero lo hiciste! ¡Y madre mía, con qué espécimen de hombre! Fue una
suerte que apareciera aquel día por tu casa, justo cuando habíamos hecho la
apuesta. Debió ser tu destino —dijo Lidia teatralmente llevándose una mano al
corazón.
—¡Cómo lo sabes! Nada más verle, me imaginé que se acercaba y me
besaba, y pensé: este es para mí —y rio divertida junto a su amiga.
—Pues sí —comenzó a decir Álex cuando apareció de repente de detrás del
abeto, lo que hizo que las dos chicas se sobresaltaran—, fue una suerte que
apareciera aquel día en tu casa, ¿no crees?
—¡Álex! ¡Nos has asustado! —Exclamó Marta—. ¿Qué… qué has dicho?
—susurró.
—¡Qué fue una jodida suerte que apareciera yo y no cualquier otro!
—Álex… no es lo que tú piensas…
—¿Ah no? ¡Pues yo creo que lo he entendido a la perfección! ¡Qué te
acostaste conmigo por una puta apuesta!
—Álex —intervino Lidia—, perdona, guapo, pero no hables de lo que no
sabes.
—Lidia —la interrumpió Marta—, déjalo, por favor. Yo hablaré con él.
Vete a casa.
—¿Seguro que estarás bien?
—¿Temes que al final resulte ser un psicópata asesino? —Ironizó Álex—.
Es lo que tiene acostarse con alguien a quien no conoces, que no sabes con lo
que te puedes encontrar —miró fijamente a Marta.
—Te llamaré —dijo Lidia mientras se marchaba, sin dejar de seguir al
joven clavándole la mirada.

Marta se giró hacia Álex. Había pensado muchas veces que un día le
contaría lo de la apuesta, como una anécdota divertida. Pero ahora la miraba
con una expresión que no le había visto nunca en su hermoso rostro, una
expresión parecida al odio.

—Déjame que te lo explique, por favor…


—Y yo creyendo que había pensado mal de ti —rio con amargura—. Acerté
de pleno cuando pensé que no eras más que una cría con demasiado dinero y la
vida demasiado resuelta, a la que no le importa llevarse por delante a
cualquiera a cambio de un bolso o unos zapatos —se dio media vuelta y
comenzó a caminar hacia el coche.
—¡Álex, espera! —corrió tras él—. ¿No me vas a dejar ni siquiera
explicarme?
—¿Vas a decirme que no es cierto? ¿Qué no te apostaste unos putos zapatos
a que te acostabas con un tío? Y dime, ¿cualquiera te servía o ganabas más
puntos con alguien de clase social baja? —no paró de aguijonear al llegar al
coche.
—Sí, lo de la apuesta es cierto, pero…
—¿Por qué, Marta? ¿Por qué yo? ¿Estabas aburrida y querías experimentar
con un pobre asalariado antes de encontrar tu príncipe azul, para poder luego
reírte un rato con tus amigas? ¿Es eso lo que he sido para ti? ¿Un experimento?
—¡No, joder! —Emitió un suspiro de exasperación—. Supongo que ahora
mismo no hay argumento posible que te sirva. ¡No me dejas hablar, ni
explicarme! Así que será mejor que me vaya y ya intentaré explicártelo en otro
momento. Si es que quieres escucharme —y se dio la vuelta para marcharse.
—¡Espera! —Álex le habló sin volverse—. ¿Cómo vuelves a casa?
—Lidia se habrá ido ya. Llamaré un taxi.
—Sube, ya te llevo yo.
—Ni hablar. Ahora mismo no me apetece tu compañía.
—Te aseguro que la tuya a mí tampoco, pero no voy a dejarte sola ahora que
ya no queda nadie por aquí.
—En este momento, cualquier perturbado que encuentre por el camino me
resultará más soportable que tú.
—Sube al puto coche —dijo cogiéndola de un brazo. La hizo sentarse y le
cerró la puerta.

Comenzaron aquel trayecto sin decir una palabra. Marta, mirando por la
ventanilla, con ganas de darle un buen puñetazo al chico terco y cabezota que
conducía a su lado, pero a la vez se sentía abatida, porque si él no le daba la
oportunidad de explicarse y se iba cada uno por su lado, tal vez luego le fuera
muy difícil volver a verlo y convencerle de que ella no era la persona horrible
que él imaginaba. Un nudo de pesar se le instaló en el abdomen al pensar que
él no quisiese volver a verla, en no volver a estar con él.

Hay decisiones que se deben tomar en el momento justo.

—¡Qué coño haces! —Gritó Álex cuando ella le agarró el volante y le


obligó a hacer un cambio de sentido—. ¿Estás loca? —gritó mientras dejaban
atrás toda una sinfonía de pitidos de claxon y algún que otro insulto.
—Si te hubiese pedido que fuéramos a tu casa me habrías ignorado —dijo
Marta muy tranquila, ajena al caos que había creado en medio de la ciudad.
—Joder —murmuró Álex, pero dirigiéndose a su casa.
Mientras recorría el pasillo que llevaba al salón, Marta comenzó a sentir
que la blusa de le adhería a la piel, notando cómo bajaban por su espalda
pequeñas gotas de sudor. Había llegado el temido momento que había estado
evitando durante muchos años. El momento de contarlo todo.

Álex no la miraba. Se le veía todavía furioso, dolido y, lo que más


lamentaba ella, decepcionado. Y esa decepción era lo que la hacía sentirse en
la obligación de explicarle un doloroso recuerdo. Para que lo entendiera todo.

—No sé cómo empezar, Álex…


—No es necesario que empieces nada. No sé siquiera qué hacemos aquí —
le dio la espalda y apoyó un brazo sobre la repisa de la chimenea.
—Yo tenía diecisiete años —su corazón comenzó a latir más aprisa y sus
manos, que retorcía nerviosa, sudaban copiosamente. Hablaba tan bajo que
Álex tuvo que hacer un esfuerzo por escucharla—. Empecé a salir con un
chico, Hugo, que era unos años mayor que yo y, como siempre, me pareció de
lo más interesante. Cuando llevábamos juntos un mes, más o menos, hizo una
fiesta en su casa, la típica fiesta desmadre, como en las películas americanas.
Al poco de que llegáramos mi amiga Lidia y yo, la gente ya había ingerido
demasiado alcohol y muchas otras cosas peores. No me sentía cómoda, pero él
se puso cariñoso conmigo y me llevó a la planta de arriba, donde estaban las
habitaciones, y muchas parejas ocupaban ya la mayoría de las camas.
Entramos en su habitación y empezó a quitarme la ropa, pero yo no quise
continuar. Le dije que todavía no estaba preparada, y aunque ya iba muy
borracho y colocado, seguía teniendo fuerza para sujetarme. Me tiró sobre la
cama, y aunque le arañé y pataleé como una posesa, me desnudó y me
inmovilizó con su cuerpo, después de abofetearme con todas sus fuerzas.
Alguien entró en la habitación y pensé que sería mi salvación, pero la cosa
empeoró, porque era su amigo, que, tan colocado como él, dijo que se quedaba
a mirar.
—Para, Marta, por favor —le dijo Álex, que se había dado ya la vuelta
cuando adivinó el camino que estaba tomando aquel relato—. No es necesario
que sigas, si no quieres. Tienes la cara empapada de sudor.
—Quiero seguir, Álex. Eres el primero al que se lo cuento. Solo lo sabe
Lidia y porque estaba allí.
—Está bien —se acercó un poco más a ella pero no demasiado, y Marta
continuó hablando.
—Aquel amigo suyo no paraba de reír y de animarle: —“Fóllatela ya, tío”,
le decía sin parar. Pero Hugo estaba tan borracho y colocado, que comenzó a
vomitar sin control y cayó redondo sobre mí, dejando su peso muerto sobre mi
cuerpo, impidiendo que pudiera moverme. Por más que le supliqué al amigo,
este me ignoró y, babeando, comenzó a tocarme y pellizcarme por todas partes,
mientras se bajaba la ropa y comenzaba a masturbarse. Cerré los ojos,
intentando pensar en otra cosa. Creo que me puse a cantar. Hasta que sentí algo
viscoso y caliente sobre mis pechos, y a él dejarse caer sobre mí y echarse a
roncar —hizo una pequeña pausa—. Ni siquiera recuerdo el tiempo que
permanecí así, mirando hacia el techo, apenas sin pestañear, cantando la
misma canción una y otra vez, una y otra vez… Solo sé que mi amiga me
encontró por fin y pidió ayuda para que me sacaran de allí.
—Marta, yo… —ella le detuvo con un ademán de su mano.
—Por eso, mi amiga, con toda la mejor intención, utilizó el único recurso
que se le ocurrió, aunque fuese una estúpida apuesta, después de estar a mi
lado todos estos años, preocupada por mí al ver que ni siquiera me había
puesto a llorar ni una sola vez. Cuando decidí que aquello ya había quedado
atrás, descubrí que no podía estar con un chico en la intimidad, puesto que
cuando llegaba el momento únicamente rememoraba asco y humillación —
miró por primera vez a Álex a los ojos, con el rostro bañado en lágrimas que
no se había molestado en secar—. Cuando te conocí, no solo me gustaste, te
deseé, y eso no lo había sentido por nadie. Nada más verte quise besarte.
Incluso tuve sueños eróticos contigo, y aunque para ti eso sea natural, para mí
fue descubrir, por fin, que yo era normal. Se acabó por fin el sentirme
humillada y asqueada, sino todo lo contrario, deseosa y deseada. Pero solo te
deseo a ti, Álex. Únicamente contigo siento esa ansia por tocarte y que me
toques. Debe ser porque me enamoré de ti nada más conocerte. Debe ser
porque te quiero.

Álex se acercó a Marta en dos zancadas, pero ella volvió a apartarse, esta
vez más decidida.

—¡No! No te acerques. No pretendía darte lástima ni nada parecido. Creo


que, de momento, será mejor que me vaya y ya nos llamaremos o nos veremos
por ahí.

Pero nada más asir el picaporte de la puerta de entrada, Marta sintió unos
brazos en su cintura, suaves en su abrazo pero fuertes para no dejarla ir.

—Déjame…
—No —le susurró Álex apoyando la barbilla en su hombro—. ¿Llamarte o
vernos por ahí? Ni hablar. No pienso dejarte, no dejaré que te vayas ahora de
mi lado.

Marta sintió su aliento en la mejilla, su nariz en su pelo y sus brazos


anudando su cuerpo. Aspiró su inconfundible aroma masculino a jabón y a él
mismo. Pero esperó que él bajara la guardia para abrir la puerta y salir
corriendo calle arriba.

—¡Marta! —la llamó él. Y por mucho que corrió, Álex la alcanzó en un
santiamén—. Marta, espera, por favor.
Esta vez no la tocó. Se quedó tras ella, esperando, respirando aún deprisa.
Esperó lo que le parecieron unos minutos eternos para ver cómo ella se daba
la vuelta, lo miraba con los ojos brillantes y se abalanzaba en sus brazos para
terminar de derramar en su hombro las lágrimas que aún le quedaban dentro.
Álex la dejó hacer, mientras le pasaba la mano por el pelo y sentía la humedad
en su camisa. Seguían en medio de la acera, en el hueco de sombras que se
formaba entre dos farolas titilantes demasiado antiguas. Apenas pasaba ya
nadie por la calle, pero eso a ellos no les importaba.

El joven la cogió por la cintura y la elevó del suelo, rozando su pelo con los
labios, susurrándole palabras de consuelo que ella apenas entendía pero que la
confortaban plácidamente. Mientras ella se afianzaba a sus hombros y sentía
anhelante su cercanía, él la cogió en brazos y entraron en la casa.
Una vez dentro, Álex le preguntó si quería que la llevara a su casa, a lo que
ella negó con la cabeza. La llevó a sentarse en el balancín del patio,
acomodando a Marta sobre su regazo, sin dejar de peinar sus rojas guedejas,
hasta que se quedó dormida.

—Yo también te quiero —susurró Álex levantando su rostro al cielo


nocturno salpicado de estrellas, como si al hacer esa confesión aceptara los
problemas que aún estaban por venir.
CAPÍTULO 10

Aquella tarde se había levantado un fuerte viento que agitaba los árboles,
silbaba sobre las ventanas y oscilaba el bonito llamador de ángeles que
colgaba en el techo de la entrada, y que producía su constante música metálica
y hechizante.

Esa tarde no habría reunión en el porche o junto a la piscina. Clara reunió a


Núria y a Sergio en el salón de su casa, dispuestos los dos a echarle una mano
en el misterio de la “supuesta infidelidad” de Mario.

Los tres amigos se acomodaron alrededor de una pequeña mesa de rincón,


donde ya se habían dispuesto varios platos con pequeños pastelillos y tazas de
café, menos para Clara, que se había tenido que acostumbrar a beber leche
únicamente con azúcar.

—¿Qué pretendes, Clara? —Dijo Núria con un bufido mirando la mesa


mientras se sentaba—. ¿Echar a perder mis últimos años de dieta, donde he
pasado tanta hambre que tenía que conformarme con comer en sueños?
—Núria, no empieces. Estás estupenda.
—Claro, porque no como. Pero hoy me daré un pequeño homenaje —y se
echó un pastelillo de nata a la boca—. Pero dejemos de hablar de mi peso y
vayamos a la cuestión.
—Un momento —dijo Clara—, parece que Mario acaba de entrar.

Mario entró en el salón, con su paso elegante y resuelto, vestido con un traje
gris y su cabello negro revuelto por el viento. Saludó a la pareja, acercándose
seguidamente a su mujer para darle un beso en los labios, donde se demoró
unos segundos más de la cuenta. Antes de separarse de ella, le rozó la mejilla
con la nariz y la barbilla con el pulgar, caricias que denotaban la complicidad
y el amor que se profesaban. Sonrió al verla con los ojos cerrados como
reacción a aquel leve y tierno contacto.
Luego ella abrió y fijó en él sus profundos ojos oscuros. Después de los
años transcurridos seguía sintiéndose invadida por aquel aleteo en su
estómago cada vez que su marido la tocaba y la miraba con su penetrante
mirada plateada. Era el privilegio de haber amado a ese hombre y saber que él
sentía lo mismo por ella. Un amor que parecía crecer con cada espacio de
tiempo que pasaba y con cada nuevo obstáculo que superaban.

—Por cierto —carraspeó Núria—. ¿Nadie me ve algo diferente? —y se


echó sobre el hombro su melena castaña, extendiendo su mano con un anillo en
su dedo anular.
—¡Por fin se lo has pedido! —exclamó Clara tomando la mano de su amiga
y mirando a Sergio—. Felicidades a los dos.
—Enhorabuena —Mario le dio la mano a Sergio y un beso en la mejilla a
Núria. Esta miró con disimulo a Clara con sus pequeños ojos verdes,
fingiendo un desmayo teatral debido al beso de Mario. Clara sonrió moviendo
la cabeza por la ocurrencia de su amiga.

Todos parecieron concentrarse, de pronto, ante la visión de la nota que


colocó Sergio sobre la mesa, la famosa tarjeta de un hotel.

—Vayamos ya a por el tema que nos trae —comenzó a decir Sergio. Luego
continuó argumentando como buen abogado—. Comenzaremos por remitirnos
a las pruebas físicas de que disponemos. Tenemos una nota y un mensaje, ya
que la camisa con supuestos restos de maquillaje y perfume ya fue lavada,
aunque creemos a Clara y sabemos que alguien tuvo que tomarse la molestia
de hacerla aparecer. Como prueba más subjetiva, tenemos una mujer que
trabaja en Empresas Climent y que podría ser sospechosa según —carraspeó
—, el sexto sentido que todos conocemos de Clara. Todo junto nos lleva a la
hipótesis más plausible de una amante despechada, lo que me hace preguntarte
—dijo mirando a Mario— lo que tal vez sea una mala pero inevitable
pregunta: ¿recuerdas haber mantenido una aventura con esa mujer en el
pasado?
—Y yo te contesto con lo que tal vez sea una peor respuesta: que no lo sé —
miró de reojo a su mujer—. En aquella época no me fijaba demasiado en el
rostro de las mujeres, mucho menos recuerdo sus nombres.
—Ya —contestó Sergio—. De todos modos creo que deberíamos empezar
por averiguar algo de la mujer. ¿Qué sabes de ella?
—No mucho —Mario sacó su móvil y marcó un número—. ¿Elisa? Sí,
escucha. Quiero que te encargues, con la ayuda de tus fuentes de confianza, de
averiguar todo sobre Shaila. No me importa si tenemos su currículum y una
docena de cartas de recomendación. Quiero saberlo todo sobre ella, su
familia, su pasado, donde ha vivido, estudiado, qué come y con quién duerme.
Sí, urgente. Gracias, Elisa —y colgó.
—Bien —prosiguió Sergio—. La otra cuestión es saber cómo pudieron
llegar las pruebas hasta vuestras manos. ¿El personal de servicio es totalmente
de confianza?
—Por supuesto —contestó Clara—. Jamás hemos tenido el más mínimo
problema con ellos.
—De todos modos —aclaró Sergio—, no estaría de más que os asegurarais
de ello.

Mario y Clara asintieron. Continuaron exponiendo y escuchando alguna que


otra opinión más de cada uno de ellos, haciendo cada vez la conversación más
distendida, pero sin olvidar la seriedad del asunto.

Tras la puerta entreabierta, alguien escuchó toda la conversación. Alguien


que estaba nervioso y con un sentimiento de culpabilidad que no dejaba de
atormentarle desde hacía ya semanas.
CAPÍTULO 11

Por fin encontraba Marta un aparcamiento para su Mercedes SLK en las


cercanías del domicilio de Álex. Salió a la calle, se colocó sus gafas de sol de
Prada y comenzó a caminar por la acera calle abajo. Esa mañana de domingo
lucía un sol radiante sobre Barcelona. Marta miró al cielo y se deleitó en
sentir su calor sobre el rostro. Como a mucha gente le pasaba, el buen tiempo
la había hecho sentirse optimista, y recordó haber escuchado que el ánimo se
refleja a la hora de vestirte. Escogió un bonito vestido claro con florecillas
estampadas, con tirantes que se cruzaban en la espalda, y unas sandalias
blancas. Los rayos del sol colisionaban contra su cabello y le extraían
brillantes destellos cobrizos.

Ralentizó sus pasos al divisar, al final de la calle, la entrada del gimnasio


del barrio, por cuya puerta acristalada salía Álex al exterior con un macuto al
hombro. Llevaba sus eternos vaqueros descoloridos y una camiseta negra que
marcaba sus pectorales y sus bíceps, y que hacía resaltar su colgante de plata y
su larga melena rubia aún húmeda y sin recoger.
¡Dios!, ¿podía ser un hombre más hermoso?
Miles de mariposas recorrieron todo el interior de su cuerpo, recordando
cuando se había despertado en sus brazos hacía tan solo unos días, después de
haberle contado lo que llevaba años avergonzándola, y cómo él, con sus
palabras de aliento, le había hecho sentirse más fuerte, segura de sí misma y
más valiente que nunca.
Marta frunció el ceño. Álex no estaba solo. Una mujer menuda de corto
cabello y un gran tatuaje en su espalda, hablaba con él de forma muy familiar.
Demasiado familiar para su gusto. Los dos reían mientras ella tocaba su pecho
y subía las manos por sus fuertes brazos, susurraba algo en su oído y él volvía
a sonreír.

Un monstruo comenzó a roer sus entrañas, haciendo que sintiera dolor, un


dolor que llegó a ser físico, mientras no dejaba de mirar a aquella pareja que
seguía con sus cómplices confidencias.
Celos, unos celos terribles que jamás había sentido al estar con ningún
chico.
Qué emoción tan amarga.

Levantó la barbilla y se acercó presurosa hasta la puerta del gimnasio.

—Hola, Álex.
—¡Hola, Marta! Mira, te presento a una amiga. Ella es Sandra, la dueña del
gimnasio.
—Encantada —la saludó la mujer con una sonrisa sincera.
—Lo mismo digo —contestó Marta con una sonrisa forzada.
—Nos seguiremos viendo —le dijo Sandra a Álex. Y acto seguido, y ante la
atónita mirada de Marta, le plantó al chico un beso en los labios, le guiñó un
ojo y se marchó.
—Qué sorpresa, sirena —le dijo Álex cuando la mujer se hubo marchado.
—¡Está claro que ha sido una sorpresa! —Exclamó Marta apretando los
puños—. ¡Vengo a verte y te encuentro besuqueándote con otra!
—¿Besuqueándome? —dijo asombrado—. Ven conmigo ahora mismo —y
tiró de ella hacia el interior de un portal, como si fueran un par de
adolescentes buscando un poco de intimidad.
Álex la cogió de la cintura, la apretó contra su cuerpo y comenzó a besarla
en la boca, abriéndosela directamente con los labios para introducirle la
lengua y lamerle los dientes, el paladar, el interior de las mejillas y acabar
succionando su lengua y sus labios.

—Esto es besuquearse. Esto es un beso.

Marta lo miró con ojos soñadores. Y con el cuerpo ansioso. Nada más sentir
el cuerpo duro encajado contra el suyo y aquel beso alucinante, todas sus
terminaciones nerviosas habían gritado y habían provocado un delicioso
anhelo y humedad entre sus piernas.
Pero no consiguió que olvidara la imagen de la mujer que le besaba.

—¡Muy buena maniobra de distracción! ¡Perdona si no estoy acostumbrada


a que las mujeres te vayan besando y tocando por ahí!
—Qué bonita estás cuando te enfadas —le dijo con una sonrisa que la
desarmó—. Hoy estás preciosa.
—¿Has tenido algo con esa mujer? —le preguntó con los brazos cruzados.
—Ya no.
—¿Ya no? ¿Qué significa eso?
—Marta —se puso un poco más serio—, aunque no soy un mujeriego, he
estado con alguna mujer. Sandra está casada, pero en una relación abierta, así
que sabía que nunca habría ningún tipo de compromiso por nuestra parte.
Tuvimos algo en el pasado, no voy a mentirte, pero ahora solo somos amigos.
Le he dicho que ahora tengo novia.
—Pero... pero, ¡ella no parece tu tipo!
—No —sonrió marcando sus hoyuelos—, no lo es. Hace poco tiempo que
me decanto por las jovencitas universitarias, sobre todo las pelirrojas con
carácter.
—¿Has dicho novia? —dijo ella notando su corazón dando saltitos.
—¿No lo eres?
—No lo sé. Dímelo tú.
—Muy bien, lo haremos de manera formal —carraspeó—. ¿Quieres salir
conmigo?
—Es una frase un tanto anticuada, pero me encanta —una sonrisa iluminó su
rostro, haciendo que Álex tensara su abdomen—. Sí, me gustaría salir contigo.
¿Me llevas a alguna parte? —dijo con voz coqueta.
—Había pensado en llevarte a mi casa —le susurró al oído abrazándola por
la cintura para después pasarle los dientes y la lengua por el lóbulo de la
oreja.
—¿No vas demasiado deprisa? —siguió con la broma con el corazón
acelerado.
—Tienes razón —le dijo con sus pícaros ojos dorados—. Tengo la nevera
vacía y pensaba ir a comprar, así que primero me acompañarás al
supermercado.
—¡Qué romántico! —dijo poniendo los ojos en blanco.

El joven periodista volvió a echarse la mochila al hombro y enlazó su mano


con la de Marta, para comenzar a caminar, un domingo cualquiera por la
mañana, por aquella calle del barrio de Horta.

Marta observó a la gente con la que se cruzaban, que saludaban a Álex con
simpatía y cariño, lo mismo un anciano, que una chica con su bebé o un grupo
de adolescentes con el pelo de punta y oxigenado. Y él, al mismo tiempo, les
devolvía el saludo, preguntando por la esposa del anciano, el bebé de la mujer
o bromeando con aquel grupo de jóvenes.

Nunca había conocido a nadie como él. Un doloroso escalofrío le recorrió


la piel, un atisbo de miedo, por los intensos sentimientos que se agolpaban en
su corazón. Estar con él, amarle, era sentir una radiante euforia al pasear con
él cogidos de la mano. Una idílica aventura al subir a una montaña y gritar
para liberar adrenalina. O descubrir con él el deseo y el placer.

Pero también era un profundo anhelo cuando no estaba cerca, inquietud por
no saber a veces si él sentía lo mismo y, sobre todo, un profundo temor a
perderle, a que se desvaneciera de su vida para siempre.
El amor dolía, y mucho.

Entraron en un pequeño supermercado y cogieron un carrito para ir echando


productos en su interior. Entre risas lo llenaron de cervezas, galletas, patatas
fritas y chocolatinas, aunque luego añadieron fruta, carne y todo lo necesario
para cualquier despensa que se precie.

—¿Se te da bien cocinar? —preguntó Marta mientras hacían cola para


pagar.
—Más o menos. Vivo solo, ¿recuerdas? ¿O crees que un hombre no sabe
apañárselas sin una mujer?
—Dios me libre de pensar eso.

Comenzaron a poner los productos en la cinta, y la cajera, una jovencita con


una alta coleta rubia, miró arrobada a Álex, como la que acaba de encontrarse
de frente con su cantante favorito.

—Hola, Álex —dijo sonrojada y emocionada—. ¿Qué tal?


—Hola, Paula. ¿Cómo va el instituto?
—Muy bien. El año que viene me matricularé en enfermería.
—Genial. Seguro que te irá bien. Que tengas mucha suerte.

Mujeres o niñas. Con su físico y su carácter, Álex parecía tener imán para
las féminas de cualquier edad.

¿Hoy es el día de los celos o qué?


Al acercarse a la puerta de la casa del joven, cargados con las bolsas,
divisaron un grupo de personas de rostros conocidos esperando impacientes.
Alberto, Pablo, Daniel y un par de chicas que a Marta le sonaban de haber
hecho algún trabajo para la revista, les saludaron sonrientes.

—¡Álex! ¿Dónde te habías metido? Más vale que haya cervezas en esas
bolsas, estamos secos.

La pareja primero sintió una leve irritación pensando que ya no podrían


estar solos, pero luego lo pasaron realmente bien. Entre risas y cervezas, la
camaradería entre ellos era innegable.

—¡Marta! —saltó de pronto Alberto, que cada día quedaba más patente que
no sabía beber—. ¿No te hemos contado alguna de las tonterías que hizo tu
chico cuando estábamos en la universidad?
—No le interesan —dijo Álex con desgana.
—Sí que me interesan —dijo Marta—. Decidme, ¿era un ligón?
—¡Vaya si lo era! El muy egoísta arrastraba montones de chicas tras de sí,
pero el muy idiota las ignoraba casi todo el tiempo. Él andaba colgado de otra
chica que no le hacía caso y solo tenía ojos para ella.
—Alberto —quiso cortarle—. Ya está bien.
—No me importa, Álex —intervino Marta—. Hoy he visto cómo te besaba
una mujer y una chica ponerse colorada al hablarte. Imposible sentir más celos
por un día.
—Sí, tío —insistió el reportero—. Aquella rubia que estaba tan buena, que
luego resulta que se casó con otro. Cuando comenzamos el lío de la revista
parecías un muerto viviente por culpa de esa boda. ¿Cómo se llamaba…? ¡Ah,
sí...!
—¡Basta! —Álex les quitó a todos los botellines de cerveza que sujetaban
en sus manos—. Ya es hora de que os vayáis. Quiero estar a solas con mi
chica.
—Vale, vale —se quejaron—. Ya nos vamos. Pasarlo bien —dijeron
guiñando un ojo a Marta y marchándose ya de la casa.

—¿Por qué te has enfadado? Ya me hablaste de aquella mujer de la que


estuviste enamorado y se casó con otro.
—No quiero hablar de ello —dijo Álex un tanto distraído. Sabía que más
tarde o más temprano debería hablar con Marta. Pero ya encontraría el
momento. Todavía no.
—Yo tenía pensado hacer en vez de hablar —le dijo ella con voz sensual
mientras le pasaba las manos por el pecho y los brazos.
—Yo también —volvió a sonreír el chico—. En realidad quería preguntarte
primero por aquello que te pasó, lo que me contaste la otra noche. ¿No has
vuelto a tener ningún mal momento desde que estás conmigo?
—No, solo un leve temor la primera vez. Pero nunca más. No contigo.
—¿Estás segura? —Preguntó Álex arrastrándola a la habitación—. Ven, me
gustaría probar algo contigo.

Una vez en el dormitorio, Álex le bajó los tirantes del vestido y lo dejó caer
al suelo, lo mismo que su conjunto blanco de encaje de ropa interior, hasta
dejarla desnuda. A través de las cortinas entraba a raudales el sol del
mediodía, dejando patente la cremosidad de la piel de Marta, y convirtiendo
su melena en un halo de fuego.

Marta se sintió vulnerable pero extrañamente excitada, al mostrar cada


detalle de su cuerpo desnudo a la ávida mirada de su amante. Notó la caricia
del sol en su piel, sintiendo sus pechos pesados y anhelantes. Álex la tumbó
sobre la cama y se separó de ella todavía vestido. A continuación sacó unos
pañuelos de su mesita de noche y se encaramó a la cama para atar con ellos
las muñecas de Marta a los postes del cabecero.
—¿Qué haces, Álex? —preguntó la joven perpleja y vacilante.
—¿Confías en mí? —le preguntó él.
—Por supuesto, pero...
—Tranquila, preciosa, solo quiero probar una cosa. Quiero estar seguro de
que no volverás a tener ningún mal recuerdo —seguidamente le tapó los ojos
con otro de los pañuelos—, aunque no me veas.

Marta se encontró inmóvil con los brazos estirados hacia arriba, aunque
Álex le había dejado libres las piernas. En ningún momento se sintió
amenazada, pero una leve incertidumbre la invadía, sobre todo debido a la
oscuridad que la envolvía. Escuchó los susurros de tela que provocaba él al
desnudarse.

—¿Álex?
—Estoy aquí, cariño.

Algo suave y ligero como una pluma se paseaba por su cuello y su


clavícula, rodeó sus pechos y bajó por su abdomen. Empezó a respirar más
aprisa, sintiendo después esa suavidad bajar por sus piernas, subir por el
interior de sus muslos y rozar ligeramente su pubis. Comenzó de nuevo el
recorrido, esta vez deteniéndose en sus pezones, que se tornaron duros y
ávidos, rodeó el ombligo y paró entre sus piernas, que ella abrió para que la
caricia fuese más intensa. Con frustración, advirtió que aquello solo la rozaba,
que tan solo la hacía arquearse cada vez más, levantando sus caderas del
colchón, buscando el contacto.
Por fin, algo húmedo y más firme la besaba en el cuello. Marta sonrió al
adivinar que se trataba de la boca de Álex que, húmeda, siguió el camino que
antes había acariciado. Sintió la humedad de la lengua en sus pezones,
deteniéndose allí un buen rato, hasta que notó que le quemaban por aquella
fricción. La palma de la mano del chico descansaba sobre su abdomen,
haciendo pequeñas incursiones hacia abajo, pero sin llegar al lugar que más le
dolía.

—¡Álex, desátame! —exigió—. ¡Quiero tocarte! ¡Al menos déjame verte!


—No —respondió, a lo que la chica gruñó frustrada.

Álex emitió una sonrisa ladina. Ya había sufrido bastante. Apoyó los muslos
de Marta sobre sus hombros y comenzó a besarla entre las piernas, primero
suavemente, después con fruición, obligándola a clavarle los tobillos en la
espalda y a tirar con todas sus fuerzas de los pañuelos que la anclaban a la
cama. Siguió embebiendo de ella hasta que la oyó gritar y convulsionarse en
su boca. Después la tranquilizó con suaves besos en el vientre.

—¿Estás bien? —le preguntó desatándole el pañuelo que le impedía la


visión.
—Desátame.
—De acuerdo —Álex la soltó de sus ataduras, temiendo que ella estuviese
enfadada, o peor, asustada.

En cuanto se vio libre, Marta dio un salto, estampó a Álex de espaldas en la


cama y se sentó a horcajadas sobre él.

—Pero, ¿tú de qué vas? —gritó—. ¿Con qué derecho me haces esto?
—Lo siento, cariño —dijo contrito—. Yo solo pretendía…
—¡Qué! ¿Qué pretendías? ¿Hacerme sufrir? —comenzó a sujetar a Álex a
los postes de la cama con los mismos pañuelos que él había utilizado con ella,
tirando bien fuerte hasta que los músculos de sus brazos se marcaron, tensos y
duros.

Álex se dejó hacer, contemplando sus movimientos rápidos y diestros,


observando sus ojos azules lanzando chispas. La tenía desnuda sobre él,
también desnudo, y su excitación se hacía cada vez más dolorosa.

—¿Y ahora qué hacemos con esto? —dijo la chica mirándole con pícara
sonrisa señalando su miembro hinchado.
—¡Joder, Marta! Me habías preocupado. A veces creo que disfrutas
angustiándome —la miró a los ojos—. Entonces, ¿todo está bien? —le
preguntó con un deje de preocupación.
—Claro que sí, tonto, ¿qué te creías? Ya te lo dije el otro día —lo miró con
el corazón en los ojos—, tú has sido mi mejor medicina y mi mejor terapia —
disimuladamente le pasó la uña del dedo índice a todo lo largo de su erección.
—Arpía —dijo él entre dientes—. ¿Qué se supone que vas a hacer ahora
conmigo? ¿No me taparás los ojos?
—No —dijo tamborileando con sus dedos sobre el vientre del chico—,
creo que dejaré que me mires, pero —cogió el pañuelo que debería haberle
cegado, para rodearle con él los tobillos y dejarle las piernas inmóviles —
nada de moverte. Por cierto, ¿qué era aquello tan suave con lo que me has
acariciado en primer lugar?
—Mi pelo.
—¿Tu pelo? —parpadeó confusa.
—Pues sí. ¿Te ha gustado?
—Mucho —contestó con voz sensual.

Marta se inclinó sobre él y comenzó a besarle los párpados y el resto de su


rostro, bajando por los músculos de su tórax y su abdomen, los muslos y las
pantorrillas. Álex temblaba excitado, observando aquella preciosidad
pelirroja besando su cuerpo, barriendo con su pelo la humedad que iba
dejando su lengua. La muy bruja había acertado de lleno al pensar que él
sufriría todavía más si la veía hacer todos aquellos sensuales movimientos.
Le mordisqueó los pezones y los huesos de las caderas, evitando en todo
momento el contacto con la parte del cuerpo que más llamaba su atención, y
que parecía palpitar con solo mirarla.
Por fin, ella la asió con sus dedos, y la acarició y observó como un niño que
practica con un juguete nuevo. Cuando advirtió una gota brillante que brotaba
del extremo, la atrapó con el dedo índice y se lo llevó a la boca, deleitándose
en aquel sabor salado.

—¿Quieres matarme? —jadeó Álex, intentando aspirar algo de oxígeno.


—No. Solamente hacer que me desees más que a ninguna otra.
—Eso ya sucede desde que te conozco —gimió.

Marta se colocó sobre él y se introdujo su erección palpitante dentro de su


cuerpo. Comenzó a moverse, marcando ella el ritmo, llevando las riendas,
mientras Álex la seguía alzando las caderas, haciendo temblar la estructura de
la cama, que crujía mientras tiraba de las ataduras. La visión de aquella
hermosa mujer sobre su cuerpo, cabalgando como una intrépida Valquiria,
desencadenó un intenso clímax que lo elevó a cotas casi insoportables. Ella le
acompañó poco después y se dejó caer sobre su pecho, exhausta pero feliz.

El sol vespertino comenzaba a ocultarse tras los altos edificios de aquella


parte de la ciudad, provocando que una leve brisa agitara las cortinas de la
ventana abierta de una habitación. En su interior, una pareja dormitaba,
mientras las sombras invadían la estancia. La mujer tiró del edredón para
cubrirlos a los dos, sintiendo que el calor que le proporcionaba su compañero
de cama ya no era suficiente. Las horas habían ido pasando entre besos, risas,
trozos de pizza y retazos de sueño.

—Álex, ¿estás despierto?


—Mmm, ahora sí.
—Quiero hablarte de algo —le dijo apoyándose en su pecho y cubriéndolos
a ambos con la púrpura cortina de su cabello.
—Tú siempre quieres hablar… ¡Ay! —Se quejó el joven cuando sintió que
ella tiraba del poco vello que cubría su torso—. Pero me encanta escucharte,
mi sirena —le dijo con una sonrisa burlona.
—Idiota —murmuró la chica aunque él besara su mano con ternura—.
Quería invitarte a una fiesta, a mi fiesta de cumpleaños.
—¿Tu cumpleaños?
—Sí, es este sábado. Mi amiga Lidia y yo los cumplimos el mismo día, así
que cada año lo celebramos en casa de una de nosotras. Este año toca en su
casa y vendrán todos nuestros amigos. Vendrás, ¿verdad?
—No sé, Marta. También es bueno que estés con tus amigos sin que yo ande
a tu alrededor.
—Pero yo quiero que vengas, Álex. Quiero que todos te conozcan y que tú
los conozcas a ellos.
—Es posible que tenga trabajo.
—¡Álex! ¿Estás negándote a ir a mi fiesta de cumpleaños? —dijo
pellizcándole su pequeño pezón.
—¡Ay! ¿Vas a torturarme hasta que acepte?
—Tenlo por seguro.
—Lo intentaré —dijo sin querer comprometerse.

El tiempo avanzaba, y su relación con Marta también. Ya no tenía excusa


para no aclararle cuál era la verdadera relación que había mantenido con
Mario en el pasado, y el papel decisivo que había jugado Clara en ciertos
acontecimientos. La misteriosa mujer de la que él había estado enamorado, los
problemas con su padre, los años que había estado alejado de ellos y por
qué… Todo muy complicado pero inevitable de afrontar.
Dejaría pasar su cumpleaños y su fiesta pero luego hablaría con ella.

—A propósito, cariño —comentó Marta como quien no quiere la cosa,


formando con sus labios una sonrisa maliciosa—. Todos los invitados irán
vestidos de traje.
—¿Traje? —se atragantó Álex.
—Sí, traje. Y corbata —le dijo ella clavándole el dedo en el pecho—. Así
te quiero ver.
—Lo que faltaba —bufó tapándose el rostro con el brazo.
CAPÍTULO 12

Los preparativos habían dado perfecto resultado, haciendo que la fiesta


resultara todo un éxito. Los jardines de la casa de Lidia estaban
impecablemente cuidados y decorados, ataviados con multitud de luces
colocadas sobre el espacio destinado a la fiesta, formando una brillante carpa
con la intrincada red luminosa que flotaba sobre los invitados. Largas mesas
elegantemente vestidas y adornadas con diversos centros florales y pirámides
de frutas, sostenían una ejemplar variedad de bandejas con canapés, diversos
platos fríos y toda clase de bebidas. Un grupo de música sobre un pequeño
escenario amenizaba el ambiente. De momento las canciones eran suaves para
ir entrando en calor, pero poco a poco las notas musicales iban tornándose
cada vez más bailables.

Marta sostenía una copa de cava frío en sus manos, contenta porque todo se
desarrollara según lo previsto, pero apesadumbrada por la ausencia de Álex,
ya que la había llamado en un último instante para decirle que no podría
asistir, porque debía cubrir el reportaje del partido de fútbol entre el Barça y
el Real Madrid en el Camp Nou. Parece ser que nadie más que él y Pablo
podían hacerlo.
Qué casualidad.

Recordó la ilusión y el esmero que había puesto ese año en su atuendo,


volcándose más que nunca en su aspecto, pensando en la cara de Álex cuando
la viera.
Llevaba puesto un vestido de fiesta de Rosa Clará, negro, con escote en
palabra de honor y corte griego. Se había recogido su llameante melena en un
moño a la altura de la coronilla, despejando su rostro y mostrando sus exóticas
facciones.

—Marta, cariño, acércate a la pista a bailar con todos y diviértete.

Su amiga Lidia se acercó para animarla, vestida también de negro, y su


cabello castaño recogido en una alta coleta de caballo. Iba acompañada de su
novio, Gonzalo, que la abrazó en ese instante para felicitarla. Era un chico alto
y delgado, bastante normalito, pero que tenía mucha afinidad con Lidia. A los
dos les gustaba la hípica, el tenis y esquiar, deportes que a Marta le gustaba
ver más que practicar. Ella era más de leer, escuchar música y, por supuesto,
hacer fotografías, y la actividad con la que quemaba más calorías era ir de
compras.

Y, últimamente —pensó—, también caminar por el bosque, pasear, charlar,


hacer el amor…

Aun así y lo melancólica que se había puesto, decidió que era su fiesta de
cumpleaños y que se lo pasaría bien. Todos bailaron, rieron, bebieron y
volvieron a bailar. Notaba ya el sudor en su espalda y los pies doloridos
cuando Marcos se situó frente a ella para bailar al ritmo de Enrique Iglesias.

Yo quiero estar contigo, vivir contigo


Bailar contigo, tener contigo
Una noche loca
Ay besar tu boca…

Marcos la cogió de las manos para seguir el vaivén y ella se dejó hacer,
pero el grupo musical pareció querer dar un respiro a los invitados tocando a
continuación una melodía suave y lenta. Cuando el chico cogió a Marta entre
sus brazos, esta intentó desasirse de él.

—Vamos, pelirroja, no sigas huyendo de mí —Marcos la pegó a su cuerpo y


clavó su aliento a alcohol en su cuello.
—Marcos, deja que seamos amigos, pero nada más.
—Me han dicho que andas por ahí con otro. ¿Es eso cierto? ¿Tan pronto me
has encontrado sustituto?
—Tú y yo salimos juntos un mes, nada más —llevaba ya tiempo
preguntándose cómo había sido capaz de salir con él y mucho menos
aguantarle tanto tiempo.
—Pero lo pasamos realmente bien esos días, ¿verdad? —cada vez la
aferraba más fuerte entre sus brazos.
—Si tú lo dices…
—Bésame —Marta arrugó la nariz al respirar el ebrio aliento.
—Un momento, Marcos —consiguió separarlo de ella—. Si no te importa,
voy a por algo de beber. Tengo la boca seca. Vuelvo ahora mismo —en vista
de lo pesado que se estaba poniendo con sus mimos, Marta logró escabullirse
para acercarse a una de las mesas y servirse un refresco.

Pero no llegó a posar sus labios en la copa. Álex había venido. Fue como
ver salir el sol un oscuro día de lluvia. Fue confirmar que lo que sentía por él
era muy intenso. Fue sentir alivio porque todo estaba bien y en su lugar.

Vestía un traje oscuro y una camisa negra sin corbata, que resaltaban su
rubia melena recogida y sus ojos dorados, que parecían refulgir en la
penumbra de la noche, como si formaran parte de las brillantes luces del
jardín. Se acercó a ella con pasos inseguros y una sonrisa tímida y se paró
justo delante. Llevaba en sus manos una bolsa de papel, blanca con corazones
rojos, que parecía no dejar de retorcer entre sus dedos.

—Hola —la saludó en un murmullo y con una media sonrisa que la


transportó al paraíso—, he tenido un problema con la corbata.
—No importa —susurró ella.
—Vengo tarde. No he podido venir antes.
—No importa —repitió.

Silencio. Solo miradas. El resto del mundo acababa de desaparecer. Solo


estaban ellos dos.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Marta.


—Nada, es una tontería. No he tenido tiempo de comprarte algo mejor.

Álex se había quedado atónito y desconcertado al entrar en aquel recinto y


distinguir a Marta sirviéndose una bebida. Le había parecido una auténtica
visión. Pero ahora que la tenía cerca, su corazón había dejado de latir. El
escote de aquel vestido dejaba ver sus hombros cremosos y su fino cuello, y el
pelo recogido en lo alto de la cabeza mostraba la pureza de sus rasgos. Se
deleitó en admirar sus rasgados ojos azules, sus altos pómulos, su boca
generosa y la elegante línea de su mandíbula. Casi se le cerraron los ojos al
imaginarse pasando la lengua por toda aquella extensión de piel.

Marta abrió la bolsa y extrajo de ella su regalo. Era una muñeca de tacto
blando y suave, con unos enormes ojos azules en su redonda cabeza y largo
cabello rojo, y cuya mitad inferior del cuerpo estaba formada por una plateada
cola de sirena.
La joven estrechó la muñeca contra su pecho, tratando de disimular la
humedad que se había formado en sus ojos, emocionada por la ternura que le
suscitaba aquel enternecedor regalo.
—Gracias, Álex. Es preciosa.
—La vi y no pude resistirme. Te compraré algo mejor con más tiempo.
—No importa, de verdad, yo…
—¿Es este el tío con el que sales ahora? —los interrumpió Marcos. La
borrachera que llevaba encima la delataban la botella que llevaba en la mano
y su ropa desaliñada. Varios amigos suyos, un poco más sobrios, parecían
escoltarle.
—Esta es una conversación privada, Marcos —le dijo Marta.
—¿Y tú de dónde has salido? —dijo el chico haciendo caso omiso—. ¿Eres
uno de los camareros?
—Marcos, lárgate —volvió a decir Marta.
—¿No serás tú el dueño de la mierda de furgoneta que hay fuera con el resto
de coches?
—Pues sí —dijo Álex tranquilo.
—¿Y qué haces aparcándola junto a mi Lotus? ¡Cómo le vea un simple
rasguño te parto la cara!
—Oye, tú, niñato —Álex empezaba a mosquearse con el puñetero pijo
borracho—, vete a casa de papá a dormir la mona.
—¿Qué has dicho, proletario de mierda? ¿Te crees que eres igual que
nosotros, vistiendo trajes de imitación y tirándote a nuestras tías?

De repente a Álex todo se le volvió rojo. Como un acto reflejo, apretó el


puño y se lo estampó en toda la cara a aquel niño rico, tirándolo de inmediato
al suelo, no sin antes llevarse por delante una mesa llena de copas y botellas
que cayeron al suelo en medio de un fuerte alboroto. Se frotó con satisfacción
el puño dolorido cuando vio manar la sangre de la nariz de su adversario.

—¡Álex, no le sigas el juego! ¡Está borracho!


—Hijo de puta —bramó el chico llevándose las manos a la herida de su
nariz. A un imperceptible gesto de su cabeza, sus amigos y esbirros, salieron
disimuladamente hacia la zona de estacionamiento de los coches.
—Siento si es tu amigo, Marta —dijo Álex—, pero ya me estaba tocando
los…

Antes de acabar la frase, un estrépito llenó el aire, el ruido inconfundible de


cristales haciéndose añicos.

—¡Joder! —Bramó Álex—. ¡Me están destrozando el coche!

El joven periodista no daba crédito. El resto de amigos, bajo la orden del


de la nariz ensangrentada, se dedicaban a destrozar los cristales laterales de la
furgoneta. Con semblantes de pura satisfacción, lanzaban contra las ventanillas
varias rocas que segundos antes habían contribuido a la ornamentación del
jardín.

—¿Te creías que te ibas a ir de rositas? —rio Marcos con satisfacción.


—Álex, Dios mío —dijo Marta angustiada nada más llegar junto a él. Pero
al instante su semblante cambió—. ¡Dejad el coche, cabrones! ¡Marcos, diles
que paren!

Pero Álex ya no escuchaba nada. Ajeno a todo cuanto le rodeaba, se lanzó


sin pensar contra aquellos chicos y empezó a repartir puñetazos a cualquier
parte del cuerpo, recibiendo él al mismo tiempo golpes en el rostro y en las
costillas, dado que los otros le triplicaban en número. No escuchó a Marta, no
escuchó a los demás, y no escuchó a los guardias de seguridad de la zona que
llegaban en aquel momento.

—¡Basta! ¿Qué ocurre aquí? —gritó uno de los guardias para hacerse oír
entre el alboroto.

Después de frases y palabras cruzadas que apenas se entendían, los agentes


tuvieron más o menos claro lo que había pasado y le instaron a Álex a poner
una denuncia.

—No es necesario. Ya me voy —abrió la puerta de su maltrecho vehículo,


sacudió los fragmentos de cristal del asiento y arrancó.
—¡Álex, espera! —gritó Marta acercándose a él—. ¡No te vayas! ¡Déjame
ir contigo!
—No, Marta. Creo que será mejor que desaparezca de aquí. Tal vez esto no
sea más que una señal inequívoca de que vivimos en mundos distintos.
—Pero, ¿vas a hacerle caso a estos gilipollas? —Decía con lágrimas en los
ojos, posando una blanca servilleta de lino sobre la sangre que manaba de su
ceja.
—Son tus amigos, Marta, tu mundo. Será mejor que me vaya y pídele
disculpas de mi parte a tu amiga Lidia.
—No… —susurró Marta observando atónita cómo la noche se tragaba el
desvencijado vehículo.
—Creo que te he hecho un favor —escuchó Marta la voz irritante de Marcos
—. Ese tío no te conviene en absoluto. ¿Has visto las pintas que me lleva? No
es más que un patán y un pobretón que nunca podrá darte lo mismo que yo.
—¡Cállate, estúpido! —gritó la joven, y a continuación le soltó un puñetazo
que volvió a hacerle sangrar la nariz y a tambalearse hasta una mesa.
—Maldita zorra —murmuró el agredido.

Marta dejó pasar un tiempo prudencial antes de irse en busca de Álex. Le


pidió disculpas a su amiga por lo que había pasado, a lo que la chica no le dio
importancia, puesto que el altercado había supuesto un entretenimiento
adicional para el resto de los invitados.
Se sentía fatal. Nunca hubiese imaginado que pasaría algo así, menos
todavía en su fiesta de cumpleaños. Ella había deseado que lo conociesen, que
supieran la clase de persona que era, algo de lo que ella se sentía realmente
orgullosa.
Ahora le debía ella a Álex una buena disculpa.

Se presentó en su domicilio cuando ya había amanecido. El día todavía


estaba envuelto en la tenue luz que sigue a la oscuridad de la noche,
comenzando a teñir los edificios de brillante color anaranjado con sus tenues y
madrugadores rayos de sol.

Álex se había cambiado de ropa y salía por la puerta de su casa, dispuesto a


montarse en su coche desprovisto de ventanillas laterales, ya limpio de los
trozos de cristal que salpicaban su interior poco antes. Sus ojos solo se
detuvieron un instante en ella.

—Es tarde, Marta. ¿Qué haces aquí? —dijo con las llaves del coche en las
manos y asiendo ya la maneta de la puerta.
—¿Dónde vas con el coche así?
—Más tarde lo llevaré al taller.
—Siento mucho lo que ha pasado, cariño. Marcos es un inmaduro con
demasiado dinero.
—Déjalo ya, Marta, no necesito tus disculpas. Tú no tienes la culpa de
nada.
—Lo siento de todas formas. ¿Cómo está tu herida?
—No es nada. Ahora tengo que irme.
—¿A dónde vas?
—A ninguna parte. Vete a casa.
—No. Voy contigo —sin esperar su permiso, Marta se subió hasta las
rodillas el vestido negro que todavía llevaba puesto, y se montó en el lugar del
copiloto.
—Marta... —dijo el chico con voz cansada frotándose los ojos. Pero se
montó y arrancó el motor.
—¿Adónde ibas? —preguntó Marta mientras se desabrochaba los altos
tacones y frotaba entre sí los dedos doloridos de sus pies.
—A dar una vuelta.

Álex enfiló el Paseo del Valle de Hebrón y giró hacia la Carretera de la


Arrabassada, para comenzar a subir por sus intrincadas curvas. A aquellas
intempestivas horas de un domingo por la mañana, apenas se cruzaron con
nadie en todo el trayecto.

—Este es el camino para ir a la Montaña del Tibidabo —señaló Marta.


—No llegaremos tan arriba —aclaró Álex taciturno.

Tras unos minutos, el joven estacionó su coche en uno de los primeros


miradores del camino. Desde allí ya se divisaba el Templo del Sagrado
Corazón sobre la cima de la montaña.
Álex cogió una pequeña mochila del asiento de atrás y bajó del coche para
abrirle la puerta a su acompañante inesperada.

—Espera —le dijo al ver que ella posaba un pie descalzo sobre el suelo
exterior—, aquí no puedes caminar descalza, te harás daño.
—Lo sé, pero nadie me obligará en este momento a ponerme otra vez esos
malditos tacones.
—Un momento —Álex se acomodó la bolsa a la espalda, se agachó y le
pasó un brazo por la cintura y otro tras las rodillas para cogerla en brazos y
sacarla del coche. Ella se dejó llevar y se abrazó a él, hasta que la depositó
suavemente sobre un banco de piedra frente a una barandilla que les separaba
del desnivel del terreno.
—Gracias —susurró—. Álex, estas vistas son espectaculares.
—Sí, lo son. Este lugar está muy cerca de mi casa y de vez en cuando me
gusta venir para observar la ciudad. Me siento relajado y me hace pensar que
diviso todo un mundo desde aquí, que ahí abajo hay miles de historias que
contar.

Marta pensó que ella no solía pararse a pensar en esas pequeñas cosas de
las que Álex era tan consciente. A solo unos minutos de la ciudad, desde ese
lugar, podías imaginar en abarcar con una sola mano toda aquella metrópoli
que se extendía hasta el mar, desde las tres chimeneas de Sant Adrià hasta el
puerto que desaparecía tras la montaña de Montjuic.

—¿Y qué sueles hacer aquí, además de mirar? ¿Tiene algo que ver esa
mochila que has cogido del coche?
—¿Esto? No, no tiene importancia, solamente es un pasatiempo.
—¿Puedo verlo? —le dijo ella con voz suave.

Álex extrajo de su mochila un pequeño portátil. Levantó la tapa y, como un


niño que no sabe cómo explicar su última travesura, le contó a Marta algo que
nunca le había contado a nadie.

—Escribo… cosas.
—¿Escribes? A ver, déjame echar un vistazo.

Marta se puso sobre el regazo el portátil después de que él se lo diera con


cierta reticencia. Comenzó a pasar las páginas de la pantalla y echó un vistazo
por encima, parándose a leer algunos párrafos aquí y allá.
—Álex —dijo conmovida—, esto es una novela.
—Yo no diría tanto. Ya te lo he dicho, solo es un entretenimiento.
—No puedo determinar ahora mismo su calidad ni soy quién para hacerlo,
pero algunos fragmentos me han llamado mucho la atención. ¿Se la has dado a
leer a alguien entendido?
—No —el chico le cogió de nuevo el ordenador y le bajó la tapa—.
Prefiero imaginar que es buena, solo para mí, antes de que algún editor me
devuelva a la realidad.
—He visto el título: Los Sueños Olvidados. Suena un poco triste.
—A veces es triste, pero también tiene humor, drama, misterio, amor… Un
poco de todo, pero sobre todo de esperanza.
—¿Puedo leerla?
—No sé —dijo el joven bajando la mirada al suelo—, nunca he permitido
que nadie lea nada de lo que escribo. Todavía me resulta algo muy íntimo, algo
que únicamente yo puedo ver y explorar porque forma parte de mis
pensamientos.
—Me gustaría mucho leerla. Por favor.
—Eres insistente ¿eh? —sacó un pendrive de la mochila, lo conectó al
portátil y copió el archivo.
—Sí —rio ella mientras cogía el pen y cerraba su mano sobre él—. Incluso
conseguí que te pusieras traje.

Una sombra se paseó por los rostros de ambos al recordar de nuevo aquella
noche.

—Sí, uno de imitación —dijo Álex sombrío.


—Lo siento —continuó Marta—, lo siento muchísimo.
—Marta —Álex volvió a dejar vagar su mirada sobre las vistas de
Barcelona—, creo que tal vez hemos sido un poco ingenuos al creer que
podíamos estar juntos.
—Álex, ¿por qué dices eso? —la joven se aferró a sus hombros y con la
mano sobre la barbilla le volvió el rostro hacia ella—. No entiendo qué
problema hay. Olvida a ese cretino que no tiene ninguna perspectiva del
mundo real y vive en el suyo propio. Jamás me ha importado tu ropa. Te
quiero.
—Lo sé, pero continuaremos teniendo problemas.
—¿Qué quieres decir?
—Que el capullo de tu amigo no es el único que piensa así.
—Me importa un pimiento el resto del mundo.
—Tengo que irme —dijo el joven después de un instante—. He de
solucionar algunos temas en la redacción.
—¿Ahora? Si no hay nadie.
—Por eso. Anda, vayamos al coche y te llevo a tu casa.

Volvió a cogerla en brazos y a depositarla en el asiento. Se encaminaron a


casa de Marta, donde la dejó tras un fugaz beso en los labios, y volvió a la
ciudad. Durante el camino reflexionó sobre la conversación mantenida con
ella en el mirador. En realidad, a él tampoco le importaba una mierda el resto
del mundo, pero incluso así, todavía tenían otro escollo que superar: una
historia del pasado.
Pensó con determinación que faltaba dar un último paso si creía tener algún
futuro con ella, que no era otro que hablar primero con Mario y después con
ella.

Si salía vivo de aquello, su relación con Marta tendría el futuro más


prometedor que hubiese imaginado jamás.
CAPÍTULO 13

Siempre que entraba en casa, Marta parecía poseer un instinto que la


llevaba directamente a la cocina. Todavía con su negro vestido de fiesta y los
zapatos colgando de una de sus manos, entró en busca de cualquier cosa que
llevarse a la boca. Al entrar topó de frente con su padre, vestido únicamente
con un pantalón de chándal, el torso desnudo y con Clara colgada de su cuello
que lo besaba apasionadamente.
Susurró un tímido “perdón” y se pegó media vuelta.

—Marta —la llamó su padre—. No te esperábamos todavía.


—Lo siento, no quería interrumpir.
—No seas tonta. Ven aquí y cuéntanos sobre tu fiesta. ¿No te quedabas a
dormir en casa de Lidia?
—Esta vez no —Marta se sentó en una silla frente a la mesa y los demás la
imitaron—. Hubo algún… contratiempo.
—¿Qué contratiempo? —preguntó Mario.
—Es un poco… raro de explicar.
—¿Por qué no empiezas por el principio? —la incitó Clara, como si le
leyera el pensamiento, como si la alentara a contarle por fin a su padre aquel
que habían llamado “secreto de chicas”.
—Verás, papá —inhaló todo el aire que pudo—. Estoy enamorada.
—Vaya —dijo su padre—. Supongo que era algo que tenía que llegar algún
día. Cuando iba pasando el tiempo y no nos presentabas a ningún novio
pensaba que todos los chicos debían estar ciegos. ¿Lo conozco?
—Sí —miró de reojo a Clara. Esta pareció hacer un leve gesto con la
cabeza dándole ánimos para que siguiera—. Se trata de Álex.
—¿Álex? —en un instante, Mario se quedó sin color en su semblante. La
sangre de su rostro decidió que tenía lugares mejores en los que estar en ese
momento—. ¿Álex? —volvió a repetir—. ¿No será…?
—Papá, creo adivinar que habéis tenido algún problema en el pasado,
pero…
—¿No te dije que te alejaras de él? —gritó.
—¡Y yo te dije que vuestros problemas no me importaban!
—¡Problema! ¿Llamas problema a que lleve años enamorado de mi mujer?
—¿Cómo dices? —Marta miró a Clara, que la miraba apesadumbrada, sin
negar la acusación de su padre.
—¿Cómo crees que nos conocimos? —Siguió gritando Mario—. En cuanto
tuve alguna dificultad en mi relación con Clara, ahí estaba él, dando vueltas en
círculo sobre nosotros como un buitre, esperando a que ella lo eligiera a él.
¿Por qué piensas que apenas ha aparecido por casa desde que nos casamos?
¡Pues por miedo a encontrarse conmigo y pueda leer en sus ojos lo que siente
todavía al mirar a mi mujer!
—¡Mario! —Lo interrumpió Clara—. Eso ya pasó.
—¿Estás segura? —Se giró hacia su hija—. ¿Te has acostado con él?
—Papá… —notó el calor en su rostro.
—¡Hijo de puta! —Gritó dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Tú lo sabías,
Clara, y no me dijiste nada!
—¡Mario! ¡Deja de ser tan obtuso! —Le increpó su mujer—. ¡Ellos se
quieren! Él también la quiere.
—¡O tal vez crea que si no pudo tirarse a mi mujer, bien está mi hija! ¿De
verdad crees que se ha acercado a ella por otro motivo que no sea el de
molestarme?
—¿No te das cuenta de lo que le estás haciendo a tu hija? —Gritó Clara—.
¡Le estás haciendo creer que la ha utilizado!

Mario observó a Marta. Estaba completamente pálida.

—Lo siento, cariño —le dijo su padre—. Pero él ya tenía que haberte
puesto en antecedentes. Creo que se ha comportado como un cobarde.
—Tal vez tengas razón, papá —se levantó de golpe de la silla y salió de la
cocina para dirigirse a las escaleras de la planta superior.
—¿Adónde vas? —gritó a su hija.
—Déjala, Mario —Clara lo agarró del brazo—. Tiene que arreglar sus
problemas ella sola. Deja que hablen y lo aclaren todo.
—No, Clara. Dejaré que se adelante, pero luego yo también le haré una
visita a nuestro querido y viejo amigo.
—Mario, no…
—Sí, Clara. Tengo pendiente una conversación con él que debería haber
tenido hace años —cogió su móvil y marcó un número—. Miguel, lleva a mi
hija a donde te indique. Cuando llegues me llamas y me dices dónde está.

Marta fue a su habitación a cambiarse de ropa. Cuando abrió su mano se dio


cuenta de que todavía llevaba aferrado entre sus dedos el pen que le había
dado Álex con su novela. Lo tiró sobre la cama y cambió su vestido por unos
vaqueros y una camiseta.

Tras montarse en el asiento trasero del coche conducido por el chofer,


Marta se apoyó contra el asiento y cerró los ojos. Su mente era un collage, una
amalgama de sonidos con los gritos de su padre, y de Álex diciendo una y otra
vez: “tengo mis razones”. Y de imágenes de Álex, con ella o con Clara.
Con ella o con Clara.

¿Cómo podía ella imaginar que su amor secreto era Clara? ¿Que la relación
que mantenían hace años él y su padre era la de rivalidad por una mujer? ¿Que
esas eran las razones por las que había huido de ella todas aquellas ocasiones
en las que deseaba tanto estar con él?

Bajó del coche y entró en la redacción de Futuro. Recordó la expectación


que sintió la primera vez que entró allí, los latidos acelerados de su corazón
cuando le vio sentado en aquel destartalado despacho, el anhelo que la invadió
cuando se sentó sobre su mesa y él respiró su olor a canela.

Y ahí estaba de nuevo, tras su ordenador y su montaña de papeles. El sol


volvía a arrancarle a su cabello radiantes destellos dorados. Su corazón gritó
de pesar al pensar en no volver a verle.
Pero había circunstancias y situaciones inevitables.

—¿Álex?
—¡Marta! ¿No deberías estar durmiendo?
—Yo creía —comenzó Marta a hablar en voz baja— que cuando huías de
mí al principio era porque yo era de familia adinerada.
—¿A qué viene eso?
—Creía que te hacía sentir inferior, y no imaginas lo culpable que me sentía.
Me sentía la causante de que me evitaras cuando a mí no me importaba en
absoluto tu cuenta corriente ni el coche que tuvieras o la casa donde vivías.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—¡Y resulta —su voz subió de volumen— que no era por nada de eso, sino
porque estabas enamorado de la mujer de mi padre!

Silencio.

—Marta —se pasó las manos por el rostro—, es algo complicado, déjame
que te lo explique.
—¡Una chica rubia, que solo quería tu amistad y que se casó con otro!
¿Cómo he podido ser tan estúpida?
—Marta…
—¡Niégamelo, Álex! ¡Niégame que cuando yo andaba tras de ti esperando
que te fijaras en mí, tú todavía la querías! Y yo, mientras tanto, ansiando una
sonrisa tuya, como si aguardara a que me echaras una limosna en un ajado
sombrero. ¡Qué patética debía de resultar!
—¡Basta, Marta! ¡Escúchame!
—Adelante, Álex —se escuchó la voz de Mario en la puerta—. Todos
estamos ansiosos por escucharte.
—Mario…

Sin esperar a que siguiera hablando, Mario se acercó en dos zancadas y, sin
pensárselo dos veces, le asestó un fuerte puñetazo al joven periodista que lo
lanzó al suelo entre papeles y objetos que sembraban el despacho.

—Eres un maldito hijo de puta. No tenías bastante con pensar en mi mujer


mientras te tirabas a otras que tuviste que ir también a por mi hija. ¿Tan fuerte
era tu rencor hacia mí que la involucraste en tu estúpida venganza? ¿Era eso lo
que pretendiste al acercarte a mi hija, vengarte de mí?

Álex se llevó la mano a la boca que no dejaba de sangrar con el labio


partido. Sonrió tristemente al pensar que esa noche ya había recibido por
varias partes y diferentes motivos que, al final, venían a ser lo mismo.
También podría devolvérsela a Mario y con más fuerza, pero no lo haría.
Miró a Marta que lo miraba con una expresión indescifrable en su precioso
rostro. Su flamígera melena se había soltado ya de su moño y la hacía parecer
una diosa pagana. Tan hermosa, tan valiente y decidida. Por todo ello la
amaba, con todo su corazón, y por eso estaba en la obligación de hacer lo que
iba a hacer. Pertenecían a mundos distintos, lo había sabido desde el
principio. Y había que añadir más obstáculos insalvables, pertenecientes a un
pasado que todavía le perseguía. Nunca se interpondría entre ella y su padre y
mucho menos la haría elegir. Por segunda vez en su vida iba a anteponer la
felicidad de una mujer a la suya propia.

—Por supuesto, Mario —intentó que resultara creíble su sonrisa cruel—,


has acertado de lleno. Llevo seis años pensando en cómo joderte la vida como
tú jodiste la mía, y qué mejor manera que tirándome a tu hija. Sobre todo
cuando ella se lanzó a mi bragueta con insistencia. Me lo puso en bandeja.
—¡Serás cabrón! —Mario agarró el monitor que había sobre la mesa y lo
estampó contra la pared, provocando un gran estrépito—. No vuelvas a
acercarte a mi familia, ¿me oyes? —Le dijo frente a él—. Si te vuelvo a ver
cerca de mi hija, te colgaré de los huevos —y se marchó por la puerta.

Ahora venía el momento más difícil. Mirar a Marta a la cara. Se levantó del
suelo y se quedó de pie frente a ella. Unas finas lágrimas manaban de sus ojos
y Álex sintió como si una mano le penetrara el pecho y le arrancara el corazón.

Pero el dolor también le vino del fuerte golpe que le hizo volver la cabeza
hasta casi ponérsela de revés. Marta le había asestado una fuerte bofetada que
le hizo arder la piel y ver puntitos brillantes ante sus ojos.

La vio marcharse y dejarle allí solo, frente a los pedazos de su ordenador y


de su maltrecho corazón.
CAPÍTULO 14

—Señorita Marta, le he guardado su ración de canelones caseros con


bechamel que tanto le gustan. Apenas pasa usted ya por la cocina ni sale de su
habitación —dijo la cocinera apesadumbrada.
—Gracias, María, pero no tengo hambre. Llevo varios días en mi cuarto
porque tengo que estudiar. Solo he bajado para despejarme un poco.
—Yo, sin embargo —intervino Clara—, no dejo de comer todo el día. Este
niño no para de exigirme alimento todo el tiempo.

Clara observó a la chica por la que sentía verdadero afecto, desde que
entrara a formar parte de su vida, cuando era una adolescente. Al principio su
presencia la descolocaba un poco, por el gran parecido físico que compartía
con su madre. Pero, en poco tiempo, con su carácter extrovertido y su gran
corazón, se ganó totalmente su cariño.

—¿Cómo estás, Marta?


—Estoy bien, Clara, no te preocupes. Ahora lo más importante son mis
estudios. ¿Y tu embarazo? —cambió radicalmente de tema.
—Genial. No tengo náuseas ni mareos. Solo hambre y sueño —hizo una
mueca.
—Me alegro, Clara —y se marchó de nuevo al santuario de su habitación.

Clara y María cruzaron la mirada. Habían pasado ya dos semanas desde


aquel desafortunado malentendido y Marta seguía sin su brillo y su luz
habituales.
Porque Clara estaba absolutamente segura de que aquello era un
malentendido. Había visto amor en los ojos de su amigo al hablar de la chica,
lo mismo que en las palabras de Marta al hablar de Álex.

De momento no había nada que hiciera cambiar de opinión a su marido y su


hija, pero ella estaba tranquila. Seguía creyendo en sus premoniciones y en su
intuición, que casi nunca fallaban. Como prueba fehaciente, el tiempo que
creyó que su marido tenía una amante. A pesar de todas aquellas pruebas
irrefutables, su instinto siempre le dijo que Mario no estaba con ninguna otra
mujer, solo que alguien se había tomado demasiadas molestias en hacerle
creer lo contrario.
Ahora estaba segura de que Marta y Álex estaban hechos el uno para el otro,
puesto que desde que se conocieron en el salón de casa, ella no había dejado
de tener sueños en los que estaban juntos.
Solo había que esperar.

Posó una mano en su vientre ligeramente redondeado, se echó el undécimo


pepinillo en vinagre a la boca y sonrió satisfecha.

...

Marta apartó a un lado por unos momentos los apuntes sobre Derecho Penal
y se estiró sobre la cama. Sin pensarlo, apretó contra su pecho la suave
muñeca sirena que ahora descansaba siempre sobre su cama. Se giró sobre un
lado para dirigir su mirada hacia la tenue luz del atardecer que entraba por la
ventana. Por más que quisiera evitarlo, su mente no dejaba de recordarle las
últimas palabras que le escuchara decir a Álex. Ella no había sido más que un
instrumento de venganza, un daño colateral en la historia de un triángulo
amoroso del pasado, cuyos protagonistas habían sido su padre —al que quería
con locura—, Clara —la mujer de aquel y amiga suya— y Álex, al que seguía
queriendo. Y esto último era lo que más la abrumaba, hasta oprimirle todo
pensamiento cuerdo, pues, a pesar de todo, ella continuaba amándole.
No podía hacer nada contra ello, el corazón no parece entender de secretos
o mentiras.
A veces el corazón te juega verdaderas malas pasadas.
Se removió inquieta y metió un brazo bajo la almohada. Sus dedos
afianzaron algo que ya no recordaba haber puesto ahí.
Era el pen con la novela.
Sin pararse a pensar en lo que hacía, se incorporó, se puso el portátil sobre
el regazo e introdujo el pen en el ordenador.

Los Sueños Olvidados


Por Álex Vila.

Contuvo la humedad de sus ojos, inspiró profundamente y comenzó a leer.

...

Habían sido dos semanas francamente duras. Mario se dejó caer sobre el
sillón de piel del despacho de su casa, se apartó el flequillo de la frente con
los dedos y cerró los ojos.
La empresa no dejaba de reclamar su tiempo, aun habiendo firmado ya el
contrato con los empresarios chinos. Todavía no había hallado nada
concluyente en los informes que le habían entregado sobre Shaila. Aún no
sabían quién habría intentado separarles ni cómo habían podido infiltrar todos
aquellos indicios en su propia casa.
Y ahora debía de añadir que su hija estaba más triste de lo que él recordaba
en su vida.
Lamentaba cómo habían tenido lugar los hechos relacionados con su hija y
el periodista. Cuando lo pensaba fríamente, le daba la razón a su mujer, que lo
había tachado de impetuoso e impulsivo, adjetivos que nunca se le habían
podido atribuir. Pero estaba en juego la felicidad de su hija y eso era lo más
importante.
Unos toques en la puerta lo devolvieron a la realidad.

—¿Puedo pasar?
—Por supuesto, pasa hija.
—Quería hablar contigo un momento.
—Tú dirás —Mario intentó no fijar demasiado sus ojos sobre el rostro
pálido de su hija. Tenía profundas ojeras y su ánimo estaba mustio, sin brillo,
despojándola de la fuerza arrolladora que la acompañaba siempre.
—Voy a seguir tu consejo de cambiar un poco de aires. En cuanto termine
los exámenes me marcharé unos días con mi madre. Tal vez unas semanas.
—¿Con tu madre? —dijo Mario con voz estrangulada.
—Sí, creo que me irá bien, aunque no creo que sea durante todo el verano,
me marchitaría en esa ciudad.
—Está bien, princesa —su padre se levantó y le tocó la mejilla—. Aunque
solo sean unos días te echaré de menos.
—Y yo a ti, papá —intentó parecer serena, aunque en ese momento solo
deseó llorar sobre el hombro fuerte y confortable de su padre—. Querría
pedirte un favor antes de irme.
—Lo que quieras.
—Quiero que esta novela vea la luz —Marta le alargó a su padre el
pendrive con la lectura de la novela. Había pasado dos días y dos noches
enteras sin dormir, leyéndola. Se había emocionado, reído y llorado con ella.
Era lo mejor que había leído en mucho tiempo y no pensaba desperdiciar tanto
talento y sensibilidad acumulados en aquellas páginas—. Con tus contactos no
te será difícil —no solía exigirle a su padre ningún privilegio, pero aquella
vez haría una excepción.
—Veré lo que puedo hacer.
—Gracias papá.

Mario se hacía una idea de a quién podía pertenecer aquella novela, pero no
hizo ningún comentario. Se limitaría a ayudar a su hija con aquella petición.

De nuevo unos toques en la puerta. Mario pareció irritado por la


interrupción, pero su hija le aseguró que ya se marchaba.

—Perdone la molestia, señor. ¿Podría hablar con usted un momento? —


Luisa se removía inquieta y nerviosa.
—Por supuesto, adelante —la mujer entró en el despacho flanqueada por
María, la cocinera, y Miguel, el chofer—. ¿Ocurre algo?
—Señor —se adelantó Miguel—, venimos a acompañar a Luisa porque a
ella le daba demasiado apuro venir a hablar con usted. Se siente avergonzada
y arrepentida y deseamos que no sea usted demasiado duro con ella.
—Siéntate, Luisa, y di lo que tengas que decir.
—Me quedaré mejor de pie, gracias —no dejaba de retorcer las manos—.
Verá señor, yo nunca quise que usted y la señora tuvieran ningún problema.
Aquella mujer me ofreció dinero y luego me amenazó con hacer daño a mis
hijos —se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo—. Sinceramente, me
daba miedo.
—¿De qué está usted hablando? —Mario presintió la sospecha.
—Esa mujer me obligó a manchar su camisa, a poner la nota en su chaqueta
y a que le avisara cuando la señora se quedara a solas con su teléfono.
—¿Esa mujer es alta, morena y elegante?
—Sí, señor, aunque no puedo decirle su nombre, nunca me lo dijo.
—¿Y por qué vienes a decirlo ahora?
—Porque me ha vuelto a hacer un nuevo encargo y ya no me parece bien.
Estoy contenta de trabajar aquí y ustedes se han portado de maravilla. Aunque
sigo sintiendo miedo.
—¿Cuál era ese encargo?
—Yo tenía que darle a usted el recado de que marchara urgentemente a su
despacho por una emergencia.
—Desde la empresa no llamarían a casa sino a mi móvil.
—Yo misma le quité la batería, lo siento muchísimo —dijo contrita.
—Está bien, Luisa, ya hablaremos. Miguel, prepara el coche que vamos al
despacho.
—Señor —le advirtió la mujer—, no puede usted ir. Es una trampa de esa
mujer. Sabe Dios cuáles serán sus intenciones. Cuando comprobó que ustedes
dos seguían juntos se puso como loca.
—Tranquila, Luisa. Tengo que acabar con esto de una vez por todas —se
puso la chaqueta y caminó decidido hacia la puerta—. Otra cosa. Cuando la
señora llegue a casa, sobre todo, no le diga usted nada del asunto. ¿Entendido?
—Sí… sí, señor.


Clara entró por la puerta, se quitó los zapatos y caminó descalza hasta llegar
a la cocina. Era el lugar de la casa donde siempre solía haber alguien y a ella
le encantaba que se hubiese convertido en el centro de reunión de la familia o
con cualquiera que trabajara en la casa. Tertulias a la hora del desayuno, o un
chocolate a media tarde, incluso un vaso de leche a media noche, eran la
excusa perfecta para encontrarte con alguien, sentarte y charlar. Le servían
también para recordar con nostalgia a su madre y sus hermanos mellizos, con
los cuales también se reunía en la cocina de su casa cuando vivía con ellos, y
a los que no veía todo lo que quisiera.

En ese momento, Luisa y María parecían tener una pequeña discusión entre
murmullos, los cuales cesaron cuando ella entró en la estancia.

—¿Sucede algo? —preguntó a las mujeres.


—No —titubeó Luisa sin dejar de observar a la cocinera, que la miraba
ceñuda.
—¿No? —Dijo María alzando una ceja—. Deberías decírselo, ya has
provocado suficiente lío.
—Decirme qué —preguntó Clara.
—Mire, señora, Luisa ya le ha contado al señor Mario que ella fue la que
provocó que ustedes dos se disgustaran. No fue con mala intención, sino por
culpa de una mujer que parece tener el demonio dentro.
—¿Dónde está mi marido ahora? —preguntó Clara visiblemente intranquila.
—Esa mujer le espera en su despacho de la empresa. Quiso que pareciera
que había algún problema para hacerle ir allí.
—Voy ahora mismo para allá —Clara salió corriendo de la cocina, cogió su
bolso y sus zapatos y fue en busca de su coche.
—¡Señora! ¡El señor nos dijo que no le dijésemos nada!
—¡Tranquilas, no le diré nada! —gritó desde la puerta.
Mientras conducía, Clara comenzó a sentir un terrible presentimiento. Algo
iba mal. Al subir en el ascensor del alto edificio, conforme se iban iluminando
los números de los pisos, su corazón latía más aprisa por el miedo que la
inundaba. No había nadie en los despachos de la sede de Empresas Climent, ni
en los pasillos o en la recepción. Todo estaba silencioso y extrañamente
tranquilo.
La doble puerta de roble del despacho de su marido permanecía cerrada. Se
aproximó sigilosa e intentó escuchar algo a través de la puerta. Nada.
Asió la brillante maneta y empujó. Su marido estaba ante la ventana y la
miró nada más advertir que ella aparecía. Quiso poder decirle algo solo con la
mirada pero ya era tarde.

—Pase, señora Climent. La estábamos esperando.

Clara entró y se puso junto a su marido.

—¿Qué haces aquí? —le dijo él—. Se suponía que no debías saber nada.
—Lo siento Mario, no pude evitarlo. ¿Eso que sujeta entre las manos es una
pistola?
—Basta de cháchara. Si te sirve de algo, Mario, siempre supe que ella
vendría. ¿Qué gracia tendría hacerte daño si ella no puede verte sufrir?
—¿Daño? —Susurró Clara—. ¿A qué te refieres?
—A ver —la mujer ladeó la cabeza—. Llevo un rato dudando si pegarle un
tiro en una rodilla o en los huevos. ¿Tú qué dices, Clara? ¿Cojo o castrado?
Claro que, seguro que tú eliges la rodilla —la mujer suspiró—. Si le hubieses
abandonado, que era lo que yo pretendía, no hubiésemos llegado a esto.
—¿Qué quieres? —preguntó Mario sin aparentar alterarse—. Déjala a ella
en paz y que se marche. Ya has dicho que solo me quieres a mí.
—¡Cállate, cabrón! ¡Deja de parecer un puto caballero andante! ¿Es eso lo
que haces para llevarte a las mujeres a la cama? Y luego, ¿qué? ¿Las
deshechas como si fuesen basura?
—¿Tuviste una aventura con mi marido? —preguntó Clara, para saber de
qué iba todo aquello y para distraerla un poco. Solo lo había visto en
películas, pero siempre parecía dar resultado.
—Contéstame, Mario —dijo la mujer ignorándola totalmente.
—Shaila, si tú y yo tuvimos algo en el pasado, siento mucho no poder
recordarlo. Siempre dejé muy claro a las mujeres lo que podían esperar de mí.
—¿Crees que estuvimos liados? ¿Tú y yo? —La mujer rompió a reír con
una carcajada siniestra—. ¡Qué egocéntrico eres! ¿Crees que tus amantes
despechadas van a comenzar a perseguirte y apuntarte con una pistola? ¿Para
qué? ¿Para lanzarte un guante y exigirte una satisfacción? No me seas estúpido.
—¡Pues explica de una vez qué coño quieres! —Mario empezaba a estar
harto de aquél rompecabezas. Si esa mujer y él no habían sido amantes no
sabía qué pretendía aquella loca.
—Supongo que es una pérdida de tiempo preguntarte si te suena de algo una
de tus amantes llamada Lorena. Modelo, alta, morena, ojos azules, muy guapa.
—No, lo siento —Mario miró a su mujer. A pesar de que ella estaba al día
de sus andanzas antes de conocerse, todavía le resultaba violento hablar
delante de ella de antiguas amantes. Sabía que eso seguía causándole malestar,
aunque lo disimulara perfectamente.
—Lorena es mi hermana —continuó la mujer—. Ella… está muy enferma.
—Lo siento —volvió a decir Mario. Recordaba parte del informe que
reflejaba la vida de esa mujer en la que mencionaba a una hermana—. Pero,
¿qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Qué está enferma por tu culpa, cabrón!
—¿Por mi culpa? ¿Por dejarla?
—Ya vuelves a comportarte como un egocéntrico —chasqueó la lengua—.
No fue por dejarla, sino porque le destrozaste la vida.
—¿Qué pasó? —Clara seguía en sus trece de entretenerla, aunque se ganó
una mirada reprobatoria de su marido, advirtiéndola de que no interviniera.
—Ella lo tenía todo —la mirada de la mujer pareció dulcificarse por
primera vez—. Era modelo, joven y guapa. Tenía una gran casa y un marido
rico que la idolatraba. Pero tuviste que aparecer tú en su vida y lo echaste
todo a perder. No sé qué les dabas a las mujeres para que se obsesionaran de
esa manera contigo.
—¿Se lio con mi marido? —preguntó de nuevo Clara dispuesta a llevar el
peso de la conversación.
—Parece ser que el cerdo de tu marido tenía debilidad por las modelos —
luego se dirigió a Mario—. Te la tirabas de lunes a jueves, que era cuando su
marido estaba de viaje. Y lo sé porque ella escribió un diario —con cuidado
de no dejar de apuntarles con el arma, sacó un cuaderno del bolso y lo echó
sobre la mesa—. Aquí se detallan vuestros escabrosos encuentros sexuales, lo
más repugnante que he leído nunca. Léetelo, Clara, te dará una visión
“diferente” de tu marido.
—Me importa una mierda lo que mi marido hiciera antes de conocerme —
Clara empezaba a enfadarse de verdad. Toda esa historia la estaba aburriendo,
pues no era la primera vez que escuchaba algo parecido de las aventuras de
Mario. No le gustaba escucharlas, pero porque ya estaba harta de que les
molestaran con un pasado muerto y enterrado. Estaba cansada de escuchar
aquella historia y empezaba a querer matar al mensajero.
—¿Tampoco te importa que le destrozara la vida?
—Dudo mucho que mi marido hiciese eso.
—Basta, Clara. Deja de hablar. Por si no te has dado cuenta, esa mujer ha
dejado de apuntarme a mí y ahora nos apunta a los dos —Mario ahogó una
exclamación al descubrir en el rostro de su mujer que era eso precisamente lo
que quería, distraerla como fuera.
—¡Callaos los dos! —Gritó la mujer—. Todavía no he terminado. Mi
hermana se enamoró de ti como una adolescente, creyendo que tendría un
futuro contigo, y empezó a tener menos cuidado de que su marido no se
enterase. Hasta que lo hizo.
—Shaila, no puedes hablar de amor, era solo sexo.
—Clara, coge el diario —ordenó—. Ábrelo por donde está marcado. Y
ahora lee en voz alta —Clara la obedeció y comenzó a leer.
—“… Amo a Mario como nunca he amado a ningún hombre. Le quiero
tanto que ese amor me oprime el pecho, me ahoga y no me deja respirar…
Hoy no ha podido esperar a que subiéramos a la habitación del hotel y me
ha follado en el ascensor, rodeados de espejos, tan excitante, tan rápido y
duro que he gritado como nunca… Solo necesito convencerle de que soy la
mujer de su vida y que me necesita tanto como yo a él…”.

Hubo un lapsus de silencio en el despacho y el ambiente se tornó un tanto


cargado. Clara cerró el diario. Mario no se atrevía a mirarla. Shaila seguía
apuntándoles con el arma.

—Menuda joya de marido. Si te hubieses tomado en serio las pruebas que


iba dejando y le hubieses dejado me estarías eternamente agradecida —la
mujer inspiró y continuó hablando—. Parece ser que mi hermana te confesó su
amor y te reíste de ella en su cara. ¿Vas recordando?
—Creo que sí —dijo en un murmullo.
—¿No tenías ni una pizca de sentimientos?
—Mi marido recibía confesiones de amor a diario, todavía le persiguen las
mujeres —Mario la miró sorprendido por defenderle—, no puede quedarse
con todas las que se echen llorando en sus brazos.
—Mi hermana no acabó así por un amor no correspondido. Su marido se
enteró de la infidelidad y la dejó en la calle, sin nada, incluso le cerró todas
las puertas para continuar trabajando de modelo. Ella, entonces, te pidió
ayuda, Mario, y se la negaste. Se vio sola, sin nada, y acabó cayendo en el
alcohol y las drogas, hasta que yo me enteré por casualidad. Está tan mal que
la han acabado encerrando en una institución.
—Sí intenté ayudarla. Le ofrecí un trabajo en la empresa, pese a que nunca
había hecho algo así por ninguna ex amante, pero no le pareció suficiente.
Pretendía vivir conmigo y continuar con la vida de lujo que llevaba, algo que
yo no estaba entonces dispuesto a hacer por ella ni por nadie. No sabía que
eso la llevaría a acabar tan mal.
—Le destrozaste la vida…
—¡No! ¡Se acabó! —Clara se soltó de su marido y se acercó más a ella—.
¡Tu hermana era débil! ¡Aquello no era amor, sino una obsesión enfermiza!
¡Mario no es culpable! —se acercó más todavía—. ¡Ella debió caer en una
depresión y necesitaba apoyo! ¡Tú ya has hecho todo lo que has podido, pero
no trates de culpar a mi marido, porque no hay culpables!
—¡Basta! ¡Tú no la conocías! Era tan sensible, tan frágil… si solo hubiese
habido alguien a su lado en aquellos duros momentos… —la mujer comenzó a
sacudir sus hombros por el llanto, mientras cerraba sus ojos, como si acabara
de reconocer la cruda realidad.

Eso fue todo lo que necesitó Mario para echarse sobre ella y darle un
puñetazo en la mandíbula que la dejó sin sentido antes de cogerla en brazos y
dejarla en el suelo. Apartó el arma de un puntapié y se agachó junto a ella.

—Rápido, Clara, pásame un rollo de cinta americana que hay en el cajón de


abajo y llama a seguridad.

Clara obedeció y en unos instantes apareció el vigilante.

—¿Qué ha pasado aquí? —Dijo el hombre—. Me habían asegurado que en


esta planta no había nadie.
—Pues aquí la tiene, envuelta para regalo y con el arma con que nos ha
amenazado.
—¿Quería robar? —preguntó el guardia.
—Sí —contestó Clara anticipándose a su marido y mirándole de soslayo—,
solo quería robar. Ya nos llamarán para declarar. Ahora mi marido y yo nos
vamos para reponernos de este shock.

Mario tiró de ella hacia el pasillo y buscó un lugar discreto donde discutir
con ella. Encontró un cuarto con estanterías repletas de material de oficina.

—¿En qué estabas pensando? —gritaba Mario mientras la zarandeaba—.


¿Cómo se te ocurre? ¡Has arriesgado tu vida y la de nuestro hijo! ¡No sabía si
estrangularla a ella o a ti!
—Yo también estoy asustada. ¿No vas a abrazarme? —le preguntó Clara
ignorando su reprimenda.
—Oh, Dios, Clara —Mario la estrechó contra su cuerpo, sintiendo su
tibieza, su olor y los latidos de su corazón contra su pecho, que demostraban
que estaba viva—. ¿Tienes idea del miedo que he pasado?
—Yo también, Mario, por mí y por ti.
—Si llega a hacerte algo esa mujer, ¿cómo iba a seguir viviendo sin ti? —
decía Mario besando su pelo y abrazándola más fuerte.
—No podía esperar a ver si decidía herirte o matarte, tenía que hacer algo.
Porque yo ya no puedo imaginarme la vida sin ti.
—¿Incluso después de todo lo que has vuelto a escuchar? —dijo Mario
apesadumbrado.
—Te quiero, Mario, por cómo eres. La clase de persona en la que te has
convertido conlleva todo lo que has vivido. No cambiaría ni un ápice de ti.
—¿Qué he hecho yo para merecerte? —Mario la miró con aquellos ojos
plateados que le atravesaban el alma y la besó profundamente, saboreando su
boca con tanta ternura que a Clara le dolió el corazón—. Vámonos a casa —
dijo nada más dejar su boca—, celebremos que estamos vivos.

Clara estaba estirada sobre la cama, desnuda, lo mismo que su marido que,
tendido junto a ella apoyado en un codo, observaba detenidamente los cambios
que el embarazo iba produciendo en el cuerpo de su esposa.
Trazaba lánguidamente con la yema de sus dedos dibujos imposibles sobre
la suave piel de su vientre levemente abultado.

—Aquí has cambiado —le dijo. Y a continuación sembró de besos el


contorno de su ombligo.
—No me digas —dijo ella poniendo los ojos en blanco.
—Aquí también —comenzó a rozar con los nudillos la fina piel de sus
pechos que transparentaba la tracería que formaban sus venas azules.
—No me lo recuerdes —dijo Clara—. Mis dos nuevas amigas ya no caben
en mi ropa. Si antes ya eran grandes…
—Me encantan tus dos nuevas amigas —respondió Mario amasando los
duros y generosos pechos—. Y esto también ha cambiado —pellizcó
suavemente los pezones.
—Están oscuros —Clara hizo una mueca.
—A mí me fascinan —se metió uno de ellos en la boca y a continuación el
otro, dejándolos duros y anhelantes. Siguió pasando la lengua por el valle de
su escote mientras sus manos abarcaban las costillas, bajaban por las caderas
y acababan aferrando sus suaves glúteos. Clara empezó a gemir y a retorcerse,
pero aunque él también estaba duro y muy excitado, paró un instante para mirar
a su mujer a los ojos—. Siento mucho las cosas que has tenido que escuchar
esta tarde. Lo que esa mujer ha explicado, lo que has tenido que leer… Lo
siento.
—Mario —Clara le puso las manos a ambos lados del rostro y lo acercó a
ella—, ya te lo he dicho miles de veces, te quiero por lo que eres, sin importar
lo que has sido. No voy a negarte que siento dolor dentro de mí cuando
escucho algunas cosas, pero, aunque parezca extraño, también hace que sienta
orgullo de lo que hemos conseguido tener los dos. A veces pienso que,
mientras más difícil nos lo ponen, más nos queremos nosotros.
—Estoy totalmente de acuerdo —sonrió.
—De todos modos, no he dejado de pensar en esa mujer, Lorena, que se vio
sola y perdida, acostumbrada como estaba a una vida de lujo. No puedo dejar
de sentir una especie de empatía por ella, al saber que te quería y acabara
enferma por ese amor.
—Tú misma has dicho que no era amor, sino obsesión, aunque yo también
me siento consternado. Después de escuchar la historia me he sentido como un
cabrón sin escrúpulos.
—No, ni se te ocurra pensar algo así, porque no lo eres. Aunque —Clara
volvió a intentar relajar un poco la conversación— vayas dejando por el
camino una estela de corazones rotos —y puso los ojos en blanco.
—Nunca será el tuyo —Mario la miró con dulzura—, porque hoy has
demostrado que me quieres como no me merezco.
—Pronto seré yo quien te ponga a prueba. ¿Me vas a querer igual cuando me
ponga muy gorda, muy gorda, se me hinchen las piernas, sude o me salgan
manchas en la piel?
—No, igual no. Cada vez te querré más —subió por su cuerpo y se puso a
un centímetro de su boca—. No recuerdo a ninguna otra mujer porque nada
más conocerte mi memoria las borró a todas. Te quiero como nunca creí
posible querer a nadie. Y pienso demostrártelo ahora mismo. ¿Por dónde
íbamos?

Mario continuó besando todo el cuerpo de Clara, sin olvidarse de un solo


centímetro, ávido por sentir el calor de su piel, por escuchar los latidos de su
corazón y aliviar la tensión vivida aquella tarde. Necesitaba sentirla
completamente. Sin poder esperar más, se fundieron en uno solo hasta dejarse
arrastrar por el placer que los consumía únicamente estando uno en los brazos
del otro.
CAPÍTULO 15

Con los dedos tamborileando sobre el volante, Marta esperaba sentada en el


interior de su Mercedes frente a la casa de Álex. Llevaba consigo la carta que
había recibido de una importante editorial y no estaba segura si entregársela
en mano o limitarse a echarla en el buzón.

Volvió a sacarla del sobre para releerla. La habían enviado a su correo


electrónico, el que había dado su padre a un amigo editor. El mensaje
solicitaba cómo ponerse en contacto con el escritor para hacerle saber que
estaban muy interesados en la novela. Marta había saltado de alegría al
recibirla, como si hubiese estado dirigida a ella misma.

No podía evitarlo. Se alegraba por él, a pesar de todo. Ella era la que había
confiado en su talento al leer aquella maravillosa historia.
Y ahí estaba, pensando todavía si llamar a su puerta, volver a ver su
hermoso rostro y decirle: —“Hola, Álex. Envié tu novela sin decirte nada y te
la van a publicar. Que tengas suerte y adiós”.
Que sí, que no, hasta que una persona que le resultaba familiar cruzó la calle
y paró ante la puerta del periodista. Picó con el llamador y al poco tiempo
Álex abrió la puerta y la mujer entró sonriente.
A Marta se le aceleró el corazón ante la expectativa de volverle a ver
aunque fuese de lejos, pero únicamente acertó a ver su brazo y un mechón de
su rubio cabello.
Pero, ¿en qué estaba pensando? Esa mujer del gimnasio, su antigua amante,
acababa de entrar en su casa y dudaba que fuese para hacer zumba.

No llores, no llores

¿Por qué estaba triste? ¿No le había dado una bofetada al escucharle decir
aquellas cosas horribles? ¿Por qué, entonces, se sentía tan desdichada al
imaginarle ya con otra?

Tal vez porque aún le quería. Tal vez porque no podía olvidarle. Tal vez
porque se había adueñado de sus sueños y sus recuerdos, donde seguía
mirándola con sus hermosos ojos dorados, sonriéndole con su sonrisa con
hoyuelos, rescatándola de una manifestación, llevándola a gritar a una
montaña, regalándole una muñeca mientras la miraba tímidamente, tan
adorable…

Pero ahora, tal vez le estuviera ofreciendo ya algunas de esas mismas cosas
a otra y ella solo era para él un vago recuerdo.

Lo mejor que podía hacer era marcharse, lejos.

Salió del coche con aquella carta en la mano, se acercó a la casa y la


deslizó en la ranura del buzón de la puerta. Volvió a su coche, arrancó y se
marchó sin mirar atrás.
CAPÍTULO 16

Amanecía sobre la ciudad de Washington. Desde las privilegiadas vistas del


gran ventanal del salón del apartamento de su madre, Marta podía ver la
cúpula del Capitolio iluminarse con los primeros rayos de sol, como si alguien
hubiese encendido un enorme fuego en su interior.
Pero no veía la línea del horizonte entre el cielo y el Mar Mediterráneo, ni
el bosquecillo de pinos, ni el sendero de fina arena hasta la playa, como
cuando miraba desde la ventana de su habitación.

Ya llevaba dos semanas allí, dos semanas de un caluroso y húmedo verano


con alguna que otra tormenta y, aunque la estancia con su madre estaba siendo
agradable, echaba muchísimo de menos su vida en Barcelona. Se mantenía en
contacto con su familia y amigos, pero estaba deseando volver. Su huida había
tenido un objetivo y un fin, poner tierra de por medio, aunque al final había
sido un océano entero.

Miró hacia la pantalla del portátil que descansaba sobre su regazo. Tenía un
correo de Álex y no se atrevía a leerlo, aunque ya le especificaba de qué se
trataba.

Para: martacliment@gmail.com
De: alexvila@gmail.com
Asunto: publicación novela
—Buenos días —escuchó la voz de su madre—. ¿Qué haces tan temprano
levantada y en el salón?
—Nada. No podía dormir —Marta salió del correo y la pantalla se iluminó
de fondo con la imagen de Álex, sentado sobre aquel balancín donde, con su
torso desnudo y su dorada melena sobre los hombros, escuchaba música con
los ojos cerrados.
—Es muy guapo —dijo su madre mirando la pantalla—. ¿Es por él que
estás aquí?
—¿Te sentaría mal que te dijese que sí?
—No, claro que no. Nunca habías aguantado aquí tanto tiempo y me he
imaginado que era por algún motivo. Sabía que algún día ocurriría algo así. Te
pareces a mí físicamente, pero en el resto eres igual a tu padre, apasionada y
entusiasta con lo que deseas.

A veces a Marta la desconcertaba ese gran parecido físico que compartía


con su madre. Era como mirarse en el espejo de “cómo serás dentro de veinte
años” y verse a sí misma reflejada en él. Aunque tenía razón en lo del carácter.
Su madre vivía por y para su trabajo, sintiéndose feliz únicamente al
reconocerse su éxito profesional, sin querer malgastar energía en cuestiones
tan banales como el amor o la familia.

—Mi padre también ha estado muchos años en los que únicamente


demostraba afecto de puertas para adentro. De cara a la galería era alguien
frío y distante.
—Supongo que por mi culpa. Hasta que conoció a la chica con la que se
casó.
—Sí, así fue. Por cierto, mamá, jamás había mantenido una conversación
contigo sobre mi padre. Nunca me lo habías mencionado, ni para bien ni para
mal.
—¿Qué te parece si conversamos desayunando en una bonita cafetería que
hay en esta misma calle?

Momentos después, madre e hija, tan iguales y tan distintas, se sentaban en


un bonito establecimiento de grandes cristaleras, desde donde se podía divisar
ya el ajetreo de la mañana en aquella agradable zona repleta de cafés y tiendas
de moda de grandes marcas. Sirvieron ante ellas dos cafés y dos grandes
trozos de tarta de manzana que atacaron sin compasión.

—¿Por qué estás aquí y no con ese chico tan sexy de la fotografía, al que
dan ganas de hacerle compañía en ese balancín?
—Ya lo he hecho, créeme —sonrieron las dos—, pero es una historia
complicada.
—¿Le quieres?
—Mucho —dijo sin pensar. Ni todo el Océano Atlántico de por medio iba a
ser capaz de hacerle negar una verdad tan evidente.
—Entonces ve por él. No soy una madre convencional, pero te conozco lo
suficiente para saber que cuando deseas algo vas a por ello.
—Lo sé, pero no sé si él siente algo por mí o simplemente ha estado
pasando un rato entretenido conmigo, o he sido parte de una absurda venganza.
—Pues averígualo. Deja de lamerte las heridas y haz algo de una vez —
siguieron unos minutos de silencio—. No he dejado de interesarme por la vida
de tu padre durante todos estos años —confesó Rebeca de repente—. Sabía
que llegaría alto y yo no tuve paciencia. Se lo merece.
—¿Te arrepientes de haberle dejado? —preguntó su hija.
—¡No!, por supuesto que no. Fue la mejor decisión que he tomado en toda
mi vida, todos salimos ganando con ella. Creo que la vida se compone de una
serie de decisiones que tomamos en un momento u otro, y el resultado depende
del camino que escojamos.
Más tarde, ya en la soledad de su habitación, Marta decidió abrir el correo
enviado por Álex.

Hola, ¿cómo estás? Iba a llamarte, pero no sabía si me colgarías y me


mandarías a… al infinito y más allá, así que mejor te lo escribo, todo sea
que nunca lo leas y estas palabras acaben en la papelera virtual de tu
ordenador.

Supongo que sabías que un día te diría algo sobre una carta que apareció
en mi buzón, así, de repente. Y también te imaginarás que mi primera
reacción fue tirarla a la basura. Pero al final no lo hice. Me puse en
contacto con la editorial y van a publicar mi novela. Ahora mismo tengo un
ejemplar en mis manos, con la portada en color azul oscuro pero con un
toque de color…, bueno ya la verás tú misma, espero.
Todo gracias a ti, solo quería que lo supieras.
Espero que todo te vaya bien.

Álex

Impersonal, neutro, como una carta del banco. Así le habían sonado a ella
esas palabras.
Era hora de volver a casa y seguir con su vida.
CAPÍTULO 17

El verano transcurrió entre días de sol, playa y amigos, helados y refrescos


en las terrazas, mañanas de piscina y noches de fiesta.
No había sido un verano especialmente caluroso, pero lo suficiente para que
Marta se embadurnara cada día de crema solar para no quemarse su blanca
piel. Y para que Clara se pasara los días con el aire acondicionado a toda
mecha, monopolizando un ventilador o abanicándose con cualquier artilugio
que realizara esa función. La próxima vez ya haría mejor el cálculo para
quedarse embarazada en invierno.
Aunque dudaba mucho de que hubiera próxima vez.
Se podría decir que acogieron con alivio al mes de septiembre, más fresco,
más tranquilo, más rutinario.

Había llegado el momento de que Marta hiciera sus prácticas más


continuadas trabajando en Empresas Climent. Tal vez era la hija del dueño,
pero ella iba a demostrar que se le daban tan bien las relaciones entre las
personas tanto como los números.
Su padre ya había comenzado confiando en ella al cien por cien, dejando
que asistiera a todas las reuniones, entrevistas o visitas importantes, y
pidiendo su opinión en la mayoría de situaciones. Marta había heredado de su
padre el don de llevarse a cualquiera hacia su terreno, provocando que
cualquier persona se viera estrechando su mano para sellar un acuerdo sin
apenas haberse parado a parpadear.
De todas formas, Mario y Clara ya habían hablado varias ocasiones con ella
advirtiéndole que no podía pasarse la vida entre las paredes de la oficina o las
de casa, saliendo únicamente con su amiga Lidia de compras o para tomar algo
muy de vez en cuando. Le habían presentado a varios chicos, incluso había
llegado a salir con alguno de ellos, pero más para que no siguieran insistiendo
que por que le interesara ninguno.

—Marta, cielo, te estoy hablando y estás como ausente —le decía Lidia una
de esas tardes de compras.

Caminaban por la calle Portal del Ángel, con la mirada puesta ya en las
compras de los regalos de navidad. Sobre sus cabezas, cientos de bombillas
de colores adornaban la ciudad, los altavoces expulsaban roncos villancicos
que parecían engatusar para comprar más y más, todo a su alrededor estaba
engalanado, iluminado… aunque el mes de diciembre no hubiera hecho más
que empezar.

Aun así, las dos amigas reían, compraban y esquivaban a la muchedumbre,


aunque en algunos momentos una de ellas pareciera estar con la mente en otra
parte. Llevaban varias bolsas colgando de sus manos para poder cogerse las
dos del brazo y tirar la una de la otra cuando veían algo interesante. Vestían
cada una un abrigo, Lidia en rojo, Marta en azul, con gorros y bufandas de lana
a conjunto.

—Te estoy escuchando, Lidia —le respondió sin dejar de mirar los objetos
que saturaban los escaparates.
—¿Ah, sí? Dime de qué te estaba hablando.
—No sé —dijo desinteresada—, pero seguro que del chico que me
presentaste el otro día. Y para tu información, no me interesa.
—¡Ya lo sé! —Contestó su amiga con vehemencia—. ¡Ninguno de ellos está
a la altura de tu periodista-escritor, cachas, buenorro y perfecto! —Marta se
giró esta vez hacia ella con una sombra ante su rostro—. Lo siento, no lo
volveré a mencionar, como habíamos quedado.
—Tranquila, Lidia, no pasa nada.

En ese momento, algo llamó la atención de Marta. Una librería saturaba su


exposición con las novedades de lectura para esas fiestas. Entre todas aquellas
pilas de libros, uno en concreto parecía gritar que se acercara. Lidia se vio
arrastrada por su amiga, sin soltarse de su brazo, hasta el interior del
establecimiento. Una vez dentro, la joven pelirroja se acercó a una de las
estanterías y tomó el ejemplar en sus manos.

Los Sueños Olvidados

Álex Vila

La portada era de un azul oscuro y brillante, representando el mar y el cielo


al anochecer. Al fondo, una ciudad brillaba plateada con el resplandor de la
luna. Pero lo que la hizo emocionarse de verdad fue el toque de color que
proporcionaba el largo cabello rojo de una sirena que se asomaba a la
superficie del agua, como espectadora silenciosa de aquellos sueños. Marta
pasó los dedos para acariciar el relieve de aquella figura. Era una portada
preciosa.

—¡Marta, es la novela de Álex! ¡Lo ha conseguido!


—Sí —respondió Marta—, lo ha conseguido.
—¿Se lo envuelvo para regalo? —preguntó la amable dependienta.
—No, gracias, no es necesario. Es para mí.
—Le ha llamado la atención, ¿verdad? Lo cierto es que se está vendiendo
muy bien. Y por si le interesa, la semana que viene el autor realiza una firma
de ejemplares en una librería cercana. Seguro que se presentan un montón de
admiradoras, puesto que el chico, además de escribir bien, es guapísimo. Ya
verá ya, venga y podrá comprobarlo.
—No creo que pueda, pero gracias —contestó Marta a la entusiasta señora.

—¿Vas a ir? —le preguntó Lidia cuando salieron de nuevo a la calle.


—No lo creo. ¿Para qué?
—Pues, por ejemplo… ¿Para verle? ¿Hablar con él? ¡Yo qué sé! ¡Pero haz
algo! —La joven suavizó su tono—. Marta, al menos habla con él, descubre
qué sientes, aclara las cosas, y si al hacerlo compruebas que ya no sientes lo
mismo o él es el desgraciado que te dijo ser, pues cierras página y a seguir
adelante.
—No sé, Lidia, no nos vemos desde hace varios meses —su amiga la miró
suplicante, batiendo las pestañas y poniendo morritos, lo que la hizo reír
relajada—. Está bien, lo pensaré.

Cómo no, ahí estaba Marta, en las cercanías de la librería donde Álex
firmaba ejemplares de su libro, y lo tenía claro por la multitud de féminas que
se agolpaban en la entrada, intentando entrar todas al mismo tiempo,
entusiasmadas todas con un ejemplar de la novela en sus manos. También
había mujeres y hombres de todas las edades, parejas jóvenes, menos jóvenes,
adolescentes, personas de mediana edad…

Marta dejó que pasaran unos minutos, intentando decidir si entrar o no. Su
amiga no había dejado de animarla a ir, preocupada por ella en los últimos
meses al verla tan apagada. Su madre había insistido en lo mismo, y Clara…
bueno, Clara le había dicho claramente que si no iba se arrepentiría, puesto
que las cosas no eran siempre lo que parecían y que tal vez todo fuera un
malentendido donde no había mentiras o verdades. La típica frase de “no todo
es siempre blanco o negro, sino que existen muchos matices de gris”, aquí
parecía venir al pelo.
Debía de ser porque así se estaba volviendo su vida, de un anodino color
gris.

Decidió, por fin, asomarse a la puerta. Todavía quedaban muchas personas


en la cola esperando a ver estampada en sus libros la firma del autor. Las que
lo iban consiguiendo, se iban sentando en unas pocas sillas dispuestas para la
ocasión, esperando a que, al acabar, el escritor dedicara unos minutos a
contestar algunas preguntas.

Marta entró, se puso al final de la fila y avanzó su mirada hasta la mesa


donde Álex firmaba sin parar. Hacía tiempo que su corazón no latía tan aprisa
y que no se sentía tan nerviosa. El chico esperaba que cada persona le dijese
su nombre, le hacía algún comentario con su hermosa sonrisa mientras firmaba
y le devolvía el libro sin dejar de sonreír.

Lo primero que le llamó la atención a Marta fue que se había cortado el


pelo. Ahora su brillante cabello rubio le llegaba solo hasta los hombros. Lo
llevaba suelto, y cada vez que se inclinaba para escribir, se le venía a la cara
y se veía obligado a apartárselo, con un movimiento de sus dedos, tan sexy, tan
suyo.

Cómo dolía verlo de nuevo, como si no hubiese pasado el tiempo, pero a la


vez como si hubiesen pasado años. Eran meses sin hablarse, sin tocarse, sin
caminar a su lado, sin reír con él, sin sus caricias, sin sus besos…
¿En qué estaría yo pensando para creer que no me afectaría, que podía
venir aquí, saludarle y pegarme media vuelta?

Cada vez estaba más cerca de llegarle su turno y estuvo tentada de salir
corriendo, creyendo que todo el mundo se daría cuenta de su inquietud y su
anhelo. Pero aguantó estoicamente, inspiró fuerte y dibujó una sonrisa perfecta
en su cara.

—Hola —le dijo cuando él todavía no la había mirado, mientras abría el


libro para comenzar a escribir—, mi nombre es Marta, por si lo habías
olvidado.

Álex levantó la vista y la miró de una forma tan intensa con sus inolvidables
ojos dorados, que ella creyó que se derretiría allí mismo.

—Marta… —le dijo él aparentemente turbado—, has venido.


—Sí —contestó ella simulando tranquilidad—, aquí estoy —el escritor
escribió algo en el libro y se lo devolvió—. Gracias, Álex. Que tengas mucha
suerte.
—Espera —dijo el chico—. ¿Ya te marchas? ¿Por qué no esperas y luego
hablamos?
—De acuerdo —eso era lo que ella quería, solo que no estaba segura si él
desearía lo mismo.

Llegó el turno de las preguntas y Álex estuvo muy desenvuelto, amable y


simpático —le pareció escuchar algún que otro suspiro entre la concurrencia
—, mientras Marta intentaba desaparecer en el rincón más apartado de la
pequeña sala. Se fijó por primera vez en una mujer que se mantenía
constantemente junto al escritor, posando la mano en su hombro, hablándole al
oído y sonriéndole. Le dieron ganas de cogerla del pelo y sacarla de allí a
rastras.
Álex no podía creerlo. A los nervios de la presentación, a la que creía que
no acudiría casi nadie, ahora había que añadirle que Marta había aparecido
para que le firmara un ejemplar de su novela.
A pesar de todo, a pesar de las últimas y horribles palabras que le dedicó,
de lo que ella habría pensado de él, del tiempo transcurrido, allí estaba,
preciosa, como siempre.

Mientras contestaba a las preguntas de los asistentes había adoptado una


pose y una sonrisa de tranquilidad, cuando en realidad se sentía de lo más
nervioso al estar más acostumbrado a entrevistar que a ser entrevistado. Para
colmo, su vista intentaba esquivar a la chica pelirroja del fondo, temiendo
desconcentrarse y soltar alguna estupidez.

¿Qué pensaría ella de la entrevista? ¿Y del libro?

Se descubrió a sí mismo ansiando saber su opinión y su punto de vista,


deseando escuchar su voz mientras le comentaba sus alabanzas o sus críticas.
Habían sido meses sin escucharla, sin tocarla, sin caminar a su lado, sin reír
con ella, sin acariciarla, sin besarla…

Por fin, agradecimientos, aplausos, alguna que otra selfie, besos, apretones
de manos…

Marta se dirige hacia la puerta y espera a un lado a que salga el pequeño


público asistente, hasta que le ve salir a él, que se le acerca y le lanza una de
sus tímidas sonrisas, directa al corazón.
Se mantienen unos segundos así, nerviosos, sin saber qué decir, tal vez
recordando la última vez que se vieron, o mejor, recordando los momentos
dulces que pasaron juntos. O quizás con la mente en blanco, ni ellos lo saben.
Las piernas de Marta parecen gelatina. El corazón de Álex se acelera.
—Te has cortado el pelo —es lo único que acierta a decir.
—Sí, a mis editores les pareció una imagen más moderna y yo ya no
recordaba lo cómodo que resulta.
—Me gusta —dijo Marta—, aunque también me gustaba antes.
—Tú estás igual de guapa.
—Gracias. Por cierto, enhorabuena, por todo.
—Sabes que es gracias a ti, por creer en mí.
—El talento es tuyo.
—¿Qué te pareció la novela? ¿Hubieses cambiado algo?
—No, está muy bien. Es tu punto de vista, tus sensaciones y sentimientos, y
los expresas a la perfección.
—Álex —se escuchó la voz de aquella mujer que había sido su sombra toda
la noche—, ¿me acercas a casa, cielo?

¿Cielo?

Al mirarla de cerca, Marta comprobó que era bastante joven, de unos treinta
años, rubia, delgada y muy arreglada, tipo Barbie Va a la Oficina.

—Un momento, Raquel —contestó el escritor a la rubia y aprovechó para


presentarlas—. Ella es mi editora, Raquel, y ella es… Marta.
—Encantada —dijeron la dos a la vez.
—Ahora he de irme, Marta. ¿Puedo llamarte?
—Sí, claro, ya nos veremos.

Álex estacionó frente a la portería del edificio de Raquel, en el Paseo San


Juan, y ella pareció reticente a salir del vehículo.
Todo el tiempo que habían pasado juntos trabajando en la novela había sido
muy agradable. Raquel era una profesional, muy entregada en su trabajo,
independiente y muy guapa. Él había entendido desde el primer momento que
ella buscaba algo más que una relación profesional y le había dado largas
alegando una relación reciente. Más tarde, cuando el tiempo había pasado y
Marta ni siquiera le había contestado al correo, pensó en la posibilidad de
probar con Raquel, dejarse llevar por el momento y olvidarse de Marta, Clara,
Mario y todo lo demás. Incluso se habían besado en varias ocasiones, besos
inocentes y besos apasionados, aunque el mero hecho de volver a ver a Marta
y hablar con ella, le había hecho estremecer mil veces más que cualquiera de
aquellos besos con la editora.

—¿Qué te parece si subes y tomamos algo para celebrarlo? —dijo Raquel


posando su mano en el muslo del escritor.
—Gracias por la invitación, pero estoy cansado y mañana me espera mucho
trabajo en la redacción.
—Necesitas relajarte, Álex, y sabes que yo puedo ayudarte —con su voz
seductora, Raquel fue envolviéndole, acercándose a él, posando sus labios en
los suyos, rozando con su lengua el contorno de su boca.
—Raquel —dijo el joven apartándose—, lo digo en serio, mañana tengo
trabajo. Es muy halagador por tu parte pero…
—Álex —dijo ella tensa—, llevamos meses jugando al gato y al ratón. ¿Qué
te sucede? ¿He hecho algo mal? ¿No te atraigo lo suficiente?
—No, claro que no has hecho nada mal. Te estoy muy agradecido por todo,
y eres una mujer preciosa, pero... —suspiró y se pasó la mano por el pelo—,
creí que todo había terminado con la otra chica, pero ha vuelto a aparecer esta
noche y ahora quisiera estar seguro de ello, antes de empezar otra relación.
—¿Era esa, la pelirroja que estaba en la firma?
—Sí, es ella.
—¡Pero si es una cría! ¡Aparenta poco más de veinte años!
—Veintitrés, y no es ninguna cría. Ella es… déjalo, no lo entenderías.
—Tú necesitas otra cosa, cielo, una mujer más experimentada, con varias
relaciones a sus espaldas, que sepa lo que quiere y que sepa valorarte.
—Y supongo que esa mujer eres tú.
—Y si además añadimos —dijo volviendo a pasar sus brazos alrededor de
su cuello y besándole en la mandíbula— que esa mujer te encuentra
irresistible…
—Basta, Raquel —se desasió de sus caricias—. Ya nos llamaremos.
—Eso ya lo veremos, guapito de cara. A ver si te crees que voy a rebajarme
una sola vez más contigo y suplicarte cuando jamás lo he hecho por nadie —
salió a la calle y pegó tal portazo que el coche no aguantaría otro igual sin
caerse a pedazos.
CAPÍTULO 18

Con el irritante sonido del último WhatsApp, Marta decidió apagar el


móvil. Álex la había llamado un par de veces esa mañana y enviado más tarde
algunos mensajes, pero ella se había quedado mirando la pantalla sin hacer
nada. No podía quitarse de la cabeza la noche anterior, con aquella mujer tan
unida a él durante todo el evento, llamándole cielo, cogiéndole después de la
mano para dirigirse al coche y acompañarla a su casa.
Por mucho que decidieran olvidar el pasado, estando con otra mujer, ¿qué
podía ofrecerle? ¿Amistad? Sí, muy bonita, pero imposible con él.

Después de volver a verle, durante la noche se había mantenido en vela, con


el cuerpo anhelante y la piel caliente, añorando aquellas exquisitas caricias
que él le prodigaba, ansiando sentir su peso y el roce de su pelo mientras
entraba en su cuerpo, deseando tocar de nuevo aquella suave piel de sus
músculos.
¿Amigos? ¿Mientras él hacía todas esas cosas con otra?
Ni hablar.

Abrió la primera página de su novela. Álex había escrito algo en aquel


espacio en blanco

Para Marta
Porque tú tampoco debes olvidar tus sueños
Álex
Se levantó de un salto del blanco sofá de su habitación dispuesta a
marcharse un rato de casa antes de empezar a compadecerse de sí misma.
Todavía era temprano, pero después de todo un día con el cielo tapado, la luz
parecía envuelta en una espesa capa y la amenaza de lluvia no había cesado.

Sobre sus pantalones y su jersey de cuello alto, se puso un grueso abrigo


marrón, unos guantes de lana, una bufanda y un gorro y bajó corriendo las
escaleras, derecha a la cocina.

—¡Miguel! ¿Puedes sacar el coche para llevarme a la ciudad?


—Por supuesto, señorita Marta, pero le advierto que tiene toda la pinta de
llover de un momento a otro.
—No importa, necesito salir para que me dé el aire.

Minutos más tarde, Marta se encontraba en el interior del coche observando


la ciudad tras el cristal, sin haberle dado al chofer un destino ni un rumbo a
seguir, simplemente dejando pasar los lugares, la gente, el tiempo...
Hasta que la visión de algo que le resultaba familiar la obligó a gritarle a
Miguel que parase el vehículo para bajarse allí mismo.

—Señorita Marta, está lloviendo.


—No importa, Miguel, solo está lloviznando. Para el coche que seguiré
caminando. Puedes volver a casa.
—Pero señorita, va a acabar empapada y hace frío, mejor la espero.
—No, Miguel, de verdad, no te preocupes, después llamaré un taxi, pero
ahora quiero caminar. ¿Nunca te ha apetecido pasear sin importarte si llueve o
hace frío? —dijo la chica tan entusiasmada como si hablara del mejor de los
planes para una tarde, a lo que el chofer no pudo hacer otra cosa que dejarla
con aquel entusiasmo y esperar que no pillara una pulmonía.
Sus pies la llevaron derecha al lugar que había divisado y que le había
hecho retroceder muchos años en el tiempo. Rodeado por altos edificios
grises, con sus fachadas descoloridas, con el único toque de color que
proporcionaban las ropas tendidas en los balcones, había un parque infantil.
Los columpios y balancines permanecían vacíos debido al tiempo reinante,
carentes de las risas y gritos de los niños que ese día sus madres preferían
tener en casa.

Marta se sentó en un columpio y comenzó a balancearse mientras el aire se


llenaba son aquel sonido chirriante. Y observó aquel entorno familiar y de
remotos recuerdos. Los antiguos y vetustos columpios habían sido sustituidos
por otros más modernos y coloridos, con casitas sobre escaleras de cuerda,
toboganes con diferentes alturas o balancines con cabezas de ranas y jirafas.

De pronto, un recuerdo agridulce: ella queriendo jugar con otros niños y


estos apartándola de allí porque era demasiado pequeña y además pelirroja,
dos detalles, al parecer, inaceptables. Sonrió al recordar a su salvador, su
príncipe, como ella le llamaba, como seguía haciéndolo en sus sueños, en los
que todavía aparecía aquel encantador paladín.

Levantó la vista al percibir un movimiento al fondo del parque, donde


todavía se ubicaba alguna canasta de básquet y un par de porterías de fútbol.
Un chico jugaba solo a la pelota, lanzándola contra la portería una y otra
vez. Marta parpadeó para tratar de quitar de sus pestañas las gotas de lluvia
allí acumuladas, y convencerse de que no podía estar viendo en ese momento
al chico de sus sueños, alto, de anchos hombros, con su rubia melena por los
hombros y su forma cautelosa de andar.

El chico pareció percatarse de aquella presencia, por lo que se dio la vuelta


y comenzó a caminar hacia ella. Conforme se iba acercando, fue como si
anduviera a través de la línea del tiempo, donde se iba transformando en un
hombre adulto. Marta no daba crédito.

No puede ser.
¿Álex?

—Marta, ¿qué haces aquí?


—No sé, ha sido casualidad que pasara por aquí. Solía venir a jugar de
pequeña. Vivía aquí cerca.
—¿Tú? ¿En este barrio?
—Sí, después de que mi madre se marchara, antes de que mi padre
comenzara con su empresa. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
—También solía venir de pequeño, a jugar a fútbol con mis amigos.
Tampoco sé por qué, pero hoy me ha apetecido dar una vuelta con este día tan
gris y mis pies me han traído a este lugar.
—A mí me ha pasado algo parecido.
—¿Sabes? —preguntó Álex, sonriendo e inclinando la cabeza mientras la
miraba—. Al acercarme a ti me has recordado a alguien.
—¿A quién?
—A una niña pequeña que solía venir a este parque también.
—¿Por qué te he recordado a ella? —susurró Marta.
—Porque tenía el mismo color de pelo que tú —le pasó suavemente los
dedos por los húmedos cabellos que asomaban bajo el gorro de lana,
sembrado de brillantes gotas de humedad—. Los niños se metían con ella y la
llamaban bruja.
—No puede ser, Álex —volvió a susurrar, sintiendo con aquella caricia de
sus dedos las mismas emociones que tantos años atrás, pero ahora consciente
de ellas—, no puede existir tal coincidencia.
—Llevabas dos largas trenzas —siguió diciendo el joven escritor sin dejar
de acariciarle el pelo—, del color del fuego y de una puesta de sol. Me
preguntaste si era el príncipe que salvaría a la princesa.
—Sí, mi príncipe —Marta cerró los ojos, invadidos por las lágrimas, sin
poder creer que aquello estuviese pasando de verdad, sintiendo de nuevo la
magia de un momento que creía perdido en el tiempo o en el mundo de sus
sueños.
—Marta —dijo Álex posando su frente en la de ella—, yo ya era un
adolescente, pero, ¿cómo puedes recordarlo tú, si eras muy pequeña?
—Porque —Marta levantó el rostro y lo miró a aquellos ojos que una vez le
parecieron del color del envoltorio de las monedas de chocolate—, todavía
sueño contigo.
—¿Todavía sueñas conmigo?
—Sí, durante todos estos años no he dejado de soñar con mi príncipe azul
de rubios cabellos.
—¿Crees que existe alguna razón por la que nos hemos encontrado hoy
aquí? —le dijo cogiendo su rostro entre las manos.
—¿La casualidad? ¿El azar? —preguntó ella.
—O tal vez el destino —contestó él.

Álex atrajo el rostro de Marta hasta unir sus labios con los de ella,
disfrutando de nuevo del sabor de su boca, mezclado ahora con la sal de
alguna lágrima y un toque de gotas de lluvia. Fue secando con sus besos la
humedad de aquel rostro que llevaba tanto tiempo acaparando sus
pensamientos y sus sueños.

Marta se aferró a la gruesa chaqueta de Álex, deseando que no hubiera


ninguna barrera entre ellos, deseando volver a sentirle en su piel, mientras
saboreaba el interior de su boca con ansiado anhelo.

Bajo aquel oscuro cielo, bajo la lluvia y el frío, una pareja se besaba,
abrazándose como si no pudieran dejar de hacerlo, en un parque solitario y
vacío, donde un día ya lejano se creyeron un príncipe y su princesa.

—Marta —suspiró Álex al separarse de ella—, nos vamos a empapar. Ven,


tengo el coche aquí cerca.
—Un momento, espera —le dijo posando las manos en su pecho,
bebiéndose su imagen, tan familiar y tan querida, observando las gotas de
lluvia bajar por su rostro y su pelo—. Lo que pasó entre nosotros, ¿fue real?
—Te contestaré en el coche, o pillaremos una pulmonía.

Tiró de su brazo hasta que llegaron corriendo a la vieja furgoneta. Le abrió


la puerta para que entrara ella primero y luego lo hizo él en el lugar del
conductor. Una vez dentro, la arrancó para poner en marcha la calefacción.

—Y ahora, te quitas ese abrigo mojado —dijo Álex quitándose también su


chaquetón y frotándose las manos.

Marta obedeció, colocándolo todo en el asiento de atrás, y emitió un


chillido cuando sintió que él la cogía por la cintura y la colocaba en su regazo.

—Y a continuación —prosiguió él, acomodando la cabeza de la joven sobre


su pecho y frotando sus brazos para que entrara en calor—, comienzas a
preguntarme lo que quieras.
—Antes te he preguntado si algo de lo que ocurrió entre nosotros…
—¿Fue real? Sí, absolutamente todo —se acabó guardar más la verdad o
sus sentimientos. Se acabó volver a sufrir si estaba en sus manos dejar de
hacerlo. Se acabó volver a dejar marchar a la persona que tenía ahora mismo
entre sus brazos, la persona que amaba.
—Cuando te conocí, ¿seguías enamorado de Clara? Sinceridad, por favor.
—No estoy seguro —apoyó su barbilla en la pelirroja cabeza—. Yo creía
que sí, pero ahora creo que aquello era más bien un deseo irrealizado, algo
que quise en su momento y que no pudo ser. Hace años sí la quise. Creo que es
una chica muy especial.
—Lo sé —en eso le daba la razón. Clara había devuelto la risa y la
felicidad a su padre hacía ya años y comprendía que Álex también se hubiese
enamorado de ella en su momento.
—Siguiente pregunta.
—¿Alguna vez viste en mí una manera de vengarte de mi padre?
—No, para nada. Desde que te conocí fue como despedirme de un
sentimiento y darle la bienvenida a otro, mucho más intenso y real. Sobre todo
desde la primera vez que hice el amor contigo.
—No parabas de moverte por tu habitación —comenzó a reír Marta a
carcajadas—, tirándote de los pelos porque acababas de desvirgar a la hija de
Mario Climent, nada menos —siguió hablando entre risas, incorporándose
para ver esta vez en el rostro de Álex la reacción a sus palabras.
—Calla, no me lo recuerdes —hizo una mueca—. Ya entonces pensé en el
despiadado destino que colocaba en mi camino a la última mujer que hubiese
debido desear.

Álex fue a besarla, pero Marta tenía alguna pregunta más.

—¿Estás saliendo con alguien?


—No.
—¿Ni siquiera con esa editora, Raquel?
—No.
—Pues no entiendo por qué —comenzó a decir la joven claramente molesta
—, si estabas libre y ella es tan guapa, elegante, te come con los ojos…
—Porque te quiero a ti.
—Álex… —susurró. Nunca le había oído decir esas palabras.
—Me enamoré de ti sin esperarlo, creyendo que mi corazón no volvería a
sentir nada por una mujer, pensando que algo tan fuerte no podía existir.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué tuviste que hacerme creer que
eras un miserable? Todo este tiempo perdido, sin ti, echándote de menos cada
día…
—No sé, fue todo muy rápido, muchas cosas a la vez, un caos en mi cabeza.
Llevo años queriendo a alguien y de repente me enamoro de otra, que es la
hija del que se llevó a la primera… Cuando quise darme cuenta, tú ya lo
sabías todo y yo no quise estropear tu relación con tu padre. Además, siempre
he creído que pertenecíamos a mundos distintos. Tú, con tus amigos
empresarios e influyentes, mientras que yo no tengo donde caerme muerto. Te
puedes permitir viajar, comprarte ropa cara, y yo no puedo proporcionarte ese
tipo de vida a la que estás acostumbrada. ¡Si tu padre hasta tiene un barco con
tu nombre! —suspiró—. Mientras tú y tus amigos vais a jugar al tenis o a
esquiar, mi entretenimiento consiste en ir a tomar cervezas con los amigos.
Pensé que si te alejaba de mí, en realidad te hacía un favor.
—Álex, escúchame —Marta se puso frente a él y lo miró a los ojos—.
Vales mil veces más que todos esos amigos influyentes de los que hablas.
Estudiaste sin apenas recursos, has trabajado no solo para mantenerte, sino
para perseguir tus metas, y las has conseguido. Una revista, una novela
publicada… Eres extraordinario, cariño, y por eso te quiero, por cómo eres, y
jamás vuelvas a sentirte inferior a nadie porque tengas menos dinero.
—Eres increíble y maravillosa, ¿lo sabías? —Le cogió el rostro entre sus
manos—. Solo lamento el tiempo que hemos estado separados.
—Ya nada de eso importa. Te quiero, Álex. No he dejado de quererte ni un
instante. Además —sonrió—, creo que estábamos predestinados, desde que
apareciste en ese parque hace tantos años y te convertiste en el príncipe de mis
sueños.
Marta metió la mano junto al asiento y tiró de la palanca que lo reclinaba
hacia atrás, aprovechando para situarse sobre Álex, y comenzar a besarle
profundamente mientras introducía la mano bajo su jersey. Ella misma emitió
un jadeo cuando sus manos tocaron la piel caliente de su pecho y de su
abdomen, mientras acomodaba su cuerpo sobre la dura excitación que
comprimía ya los pantalones de Álex. Lo había añorado tanto…

Los cristales de las ventanillas se llenaron del vapor del aliento que
emanaba de sus respiraciones, y el suave repiqueteo de la lluvia sobre el
vehículo proporcionaba una serena apacibilidad.
Él también introdujo sus manos bajo el jersey de Marta y recorrió con ellas
la suavidad de su espalda, mientras ella no dejaba de besarle el cuello y de
frotarse contra él, arriba y abajo, arriba y abajo. Hacía tanto tiempo…

—Marta, para, por favor. Estamos en medio de la calle.


—Te deseo, Álex, te deseo mucho. Llévame a tu casa. Ahora mismo.
—No.
—¿No? —dijo Marta incorporándose de repente.
—Eso he dicho. No.
—Pero, no lo entiendo. Tú también me deseas, es más que evidente —dijo
mirando el bulto de su pantalón.
—Yo no he dicho que no te desee, es más, te deseo tanto que creo que me va
a estallar la cabeza —y algo más—. Pero hoy no vamos a hacer nada.
—¿Por qué? ¿A qué viene esto? ¡Mira que podría comenzar ahora mismo a
quitarme la ropa y acabar los dos en comisaría si a alguien le diera por
asomarse al coche!
—Primero he de hacer algo.
—¿El qué? ¿Dejarlo con tu novia rubia y perfecta para no estar con las dos
a la vez? ¿O tal vez con la musculitos del gimnasio de tu barrio?
—Vamos, deja de refunfuñar y ponte el cinturón. Te llevaré a casa.
—Ya sabes que odio este cinturón —decía la joven mientras peleaba con
aquel enganche.
—No voy a volver a caer en aquella burda trampa que urdiste aquel día
para acercarme a ayudarte y me beses a traición.
—Pero… ¡serás engreído! ¡No voy a besarte, y menos después de dejarme
así!
—Así, ¿cómo? —le dijo con los ojos brillantes de regocijo.
—¿Te crees muy gracioso, verdad?
—Para nada. Por cierto, ya no tendrás que pelearte con el cinturón de aquí
en adelante. Voy a cambiarme el coche.
—¿Sí? ¿Y cómo vas a…? Quiero decir que…
—Tranquila, podré pagar una parte y el resto a plazos. Lo haré con el dinero
que me han adelantado. Ahora soy un escritor de éxito, ¿recuerdas?
—Y seguirás siéndolo. Ya verás cómo escribes más novelas tan buenas
como esta, y aún mejores. Y yo estaré orgullosa de ti. En realidad, siempre lo
he estado.
—¿Te he dicho alguna vez que te quiero?
—Sí, pero más te vale decírmelo más a menudo. Con unas cincuenta veces
al día me parecerá suficiente.
CAPÍTULO 19

Aquello debió de haberlo hecho mucho tiempo antes. Álex cruzó como una
exhalación la recepción de Empresas Climent, y atravesó el largo pasillo
sorteando mesas, despachos y personas. Al llegar a las puertas del despacho
de Mario, un rostro conocido le miró con expresión recriminatoria.

—¡Usted! ¿Se puede saber qué quiere ahora? —dijo la pelirroja secretaria
en tono de censura.
—Elisa, ¿verdad? —Preguntó Álex exhibiendo su sonrisa más encantadora
—. He de hablar con Mario.
—¿Me cree usted estúpida? ¿Cree que no recuerdo la escenita que montó
aquí mismo hace años? El señor Climent está ocupado. En este momento
mantiene una importante reunión en su despacho con varios clientes.
—Lo siento, pero lo mío es más importante —y como ya hiciera seis años
atrás, dio un salto sobre la mesa de la secretaria, abrió la doble puerta y se
plantó en el despacho de Mario.
—Señor Climent, lo siento —dijo la secretaria contrita—, pero parece ser
que este señor tiene una forma muy particular de pedirle cita. ¿Llamo a
seguridad? —dijo mirando a Álex ceñuda.
—No, tranquila, Elisa, ya habíamos terminado. Señores, mi secretaria les
acompañará a la puerta.

Salieron las visitas acompañadas de Elisa, y Mario permaneció sentado en


su sillón, tras su mesa de caoba, apoyando en ella los codos y la barbilla en
sus manos, mirando fijamente al hombre que hiciera lo mismo seis años atrás.

—Veo que sigues teniendo la costumbre de irrumpir en mi despacho a la


fuerza.
—He de hablar contigo, lo sabes muy bien.
—¿Y de qué esta vez, si puede saberse? —Mario, muy tranquilo, se sirvió
un vaso de agua de una pequeña botella y comenzó a beber.
—No voy a negarte que quise a Clara, y mucho, y la sigo queriendo.
—¿A eso has venido? ¿A decirme que sigues queriendo a mi mujer? —
Mario le lanzó una mirada que hubiese derretido un bloque de hielo.
—No, quiero decir, que sí, que la quiero, pero de otra forma. Es una mujer
maravillosa y especial, guapa y con un corazón que no le cabe en el pecho.
—Sé de las virtudes de Clara. ¿Por qué estás aquí?
—Esta vez es para hablarte de Marta. Tu hija es la mujer más excepcional
que he conocido en mi vida.
—¿Qué quieres de ella? Te dejé claro que no volvieras a acercarte.
—Pues voy a hacerlo, y mucho.
—¿Qué pretendes, Álex? Sabes que con solo mover un dedo puedo hacer
que cierre tu maldita redacción y no vuelvas a publicar una puta novela más en
tu vida.
—La quiero, Mario.
—Eso no puede ser, y lo sabes.
—Sí, sí puede ser, debería habértelo dicho hace tiempo, y nos hubiésemos
ahorrado estos meses, en los que he estado perdido sin ella. ¡La quiero!
¿Entiendes? ¡Y esta vez no voy a volver a dejarla ir! Entiéndeme, no quiero
problemas entre vosotros, pero no me vuelvas a pedir que me eche a un lado
porque no lo haré. Puedes cerrar mi redacción y boicotear mi novela y todas
las que escriba en el futuro. Puedes pegarme y volver a destrozarme la oficina,
aunque esta vez te devolveré el puñetazo. Puedes hacer lo que te dé la gana,
pero yo seguiré viniendo todos los días hasta aquí para decírtelo y
recordártelo. Todos y cada uno de los días, para que sigas viendo mi cara, y
para que sigas escuchando mi voz diciendo: ¡Quiero a tu hija!
—¡Basta! No quiero oír ni una palabra más sobre este asunto. Márchate por
dónde has venido.
—No, no pienso irme. La quiero, Mario, con todo mi corazón.

Mario miró fijamente al hombre que, a pesar de estar enamorado de Clara


años atrás, decidió aclarar un malentendido que los habría separado para
siempre. En su momento se lo agradeció, pero no le gustaba tenerlo cerca,
observando sus ojos de anhelo cuando miraba a Clara.

No pudo evitar sonreír para sus adentros. En realidad —procuraría que no


se enterase nunca— siempre le había caído bien. No podía evitar admirar su
capacidad de trabajo y su lucha por conseguir lo que quería. Incluso le
recordaba a él mismo.

Entendía perfectamente que aquel día les hubiese hecho creer que era un
miserable, para que Marta le odiara y le fuese más fácil alejarse de él. Y lo
admiraba por ello. Aunque al final, parece ser que el amor vence los
obstáculos más adversos, como a él mismo le ocurrió.

Debería haberle hecho caso a Clara desde el principio. Ella le había


advertido que Álex y Marta, a pesar de tener en contra algunos hechos del
pasado, se querían sinceramente.
Y tenía razón. Como siempre.

—¿No tenías a otra de quién enamorarte? —Dijo Mario pasándose la mano


por sus negros cabellos—. ¿Tenía que ser mi hija? ¿No voy a poder librarme
de ti en la vida?
—Intenté huir, Mario, lo intenté. Pero el destino me la tenía reservada para
mí. Me ha sido imposible resistirme. La quiero, la necesito, y nada me importa
si ella no está a mi lado.
—Deja de soltarme toda esa cháchara romántica. Tal vez le interese más a
ella escucharla —Mario hizo un ademán con su cabeza hacia la entrada del
despacho.

Álex se dio la vuelta para ver a Marta en el vano de la puerta.

—Marta, no sabía que estarías todavía por aquí —susurró Álex.


—¿Qué sucede aquí, papá? —preguntó la joven inquieta por lo que pudieran
haber hablado aquellos dos.
—No sé —respondió Mario levantándose para ponerse ante ella—, dímelo
tú. El chico este de la melena rubia que viene a decirme que te quiere y no
puede vivir sin ti. Hay que joderse —se lamentó.
—¿En serio? —Marta abrazó a Álex y lo miró a los ojos—. ¿Has venido a
decirle eso a mi padre?
—Haría lo que fuera por ti —y se inclinó para darle un beso en la mejilla,
algo con lo que Marta no estaba muy de acuerdo y le puso la boca en su lugar
—. Marta, tu padre…
—Hacedme el favor y largaos de aquí —soltó Mario con un ademán de su
mano.
—¡Papá! —Gritó Marta echándose en sus brazos—. Gracias por entenderlo.
Eres el mejor, y por eso te quiero —y le dio un sinfín de sonoros besos en la
mejilla.

Cuando hubieron salido por la puerta, Mario se dejó caer de nuevo en su


sillón, se apartó el flequillo de la frente y comenzó a reír a carcajadas.

Clara, haciendo contorsionar sus piernas para no tropezar con su vientre


abultado, se extendía sobre ellas su crema hidratante con olor a fresa. Estaba
sentada en el filo de la cama, escuchando el relato sobre Álex y Marta,
mientras su marido hablaba y se afeitaba delante del espejo del baño y ella
observaba atenta su perfil y su ancha espalda.
Cuánta sensualidad podía apreciarse en un acto tan cotidiano como ver
afeitarse a un hombre frente al espejo, observando las muecas que adopta su
rostro cubierto de blanca espuma mientras se desliza la cuchilla que va
trazando surcos de suave piel afeitada. A Clara siempre la había fascinado
aquel momento tan masculino y solía bajar la tapa del inodoro para sentarse y
mirarle mientras lo hacía.

—Te lo dije, cariño —siguió Clara con sus piruetas sobre la cama—, se
quieren de verdad, y el amor puede con todo, hasta con ricos mujeriegos que
ya no se acuerdan de todas las mujeres con las que han estado.
—Y con bonitas chicas que eran un cielo y han acabado con la lengua muy
larga —salió bromeando Mario del baño.

Mario acababa de ducharse y únicamente llevaba una blanca toalla


alrededor de sus caderas. Sus negros cabellos goteaban todavía sobre sus
hombros y sobre la suave mata de vello de su pecho. Bajo la toalla y su liso
abdomen, desaparecía una fina línea oscura y, sin embargo, asomaba parte del
vello crespo de su sexo.

—Pero, ¿se puede ser más egoísta? —gritó Clara con visible indignación.
—¿Qué sucede, cariño?
—¡Mírame, parece que me haya tragado una sandía! —Exclamó señalando
su vientre de ocho meses de embarazo—. ¡Y tú, mientras tanto, mírate! ¡Estás
tan bueno que sería capaz de devorarte ahora mismo! —Le arrancó la toalla—.
Cosa que podría hacer en este momento, si no fuera porque estoy gorda como
una vaca.

Mario le sacó el camisón por la cabeza, la tumbó desnuda sobre la cama y


se estiró a su lado.

—Estás preciosa, porque estás embarazada de mi hijo o hija —y comenzó a


darle besos sobre el vientre—. Has sonreído —dijo Mario suspicaz
levantando la cabeza—. Eso quiere decir que lo sabes, por eso no ha hecho
falta que te lo diga el médico.
—Tal vez —dijo Clara con pose interesante, mirándose de refilón el
contorno de sus uñas.
—Dímelo o te haré cosquillas.
—¡Ni se te ocurra, o me haré pis encima!
—Niño o niña —preguntó Mario—, aunque sabes que me da igual, pero si
lo sabes tendrás que compartir esa información conmigo.
—Está bien. Es un niño.
—Un niño —repitió—. Estoy acostumbrado únicamente a tener una hija.
Tendré que dejar de pensar en el rosa y las muñecas —le pasó el dorso de los
dedos por la piel aterciopelada de su mejilla—. Todavía no puedo creerme
que vaya a tener un hijo contigo.
—¿No? ¿Después de las cosas que hacemos juntos? —dijo Clara con
sonrisa pícara.
—Y que seguiremos haciendo. A pesar de tu gorda barriga.

Mario comenzó a pasar la lengua por sus pechos, cogiendo los pezones
entre sus labios, mientras le levantaba una pierna y la pasaba por encima de su
cadera, para poder penetrarla despacio, suavemente. No importaba la
apariencia física de Clara, que seguía excitándole y le haría desearla todos los
días de su vida.

Mientras tanto, en otro lugar de la ciudad, otra pareja hacía el amor en la


casa de él, pero en esta ocasión, de manera rápida y desesperada. No
esperaban preámbulos, tampoco los necesitaban en ese momento, ya habría
tiempo para ello. De momento bastaba con sentir el contacto del otro, el tacto,
el olor, el sabor. Habían sido meses separados, en los que se habían echado de
menos hasta sentir un vacío físico, y no habían dejado de pensar el uno en el
otro.

Nada más entrar por la puerta, Marta y Álex habían comenzado a arrancarse
la ropa el uno al otro, dejando un reguero de prendas por el suelo, desde el
pasillo hasta el dormitorio, hasta caer los dos desnudos sobre la cama. Álex
comenzó a besarla con frenesí mientras ella se retorcía sobre las sábanas,
suplicando que la hiciera subir a lo más alto, como siempre. Pero el joven
escritor, a pesar de estar tan ansioso como ella, no pudo evitar parar un
instante para volver a admirar su belleza, resaltada por su impresionante
cabellera pelirroja extendida sobre las blancas sábanas.

—Mi preciosa sirena —murmuró frotando su rostro sobre aquella fragante


melena.
—Mi dios nórdico —dijo ella aferrando su rubio cabello entre sus dedos—.
Aunque echo un poco de menos sentir tu largo cabello sobre mi cuerpo. Era
tan erótico…
—No importa, ya crecerá.
—No, déjatelo así una temporada, por los hombros. Me encanta cuando te
lo apartas de la cara de esa forma tan sexy. Estás tan guapo…

Esta vez fue Marta quien quiso tenerlo sobre la almohada. Se dio la vuelta
para poder tenerlo debajo y observar con detenimiento aquel hermoso rostro y
su hermoso cuerpo. Sería ella la que esta vez le hiciera sentir su largo cabello
acariciando su piel, mientras besaba su duro tórax, su plano abdomen y su
henchido miembro. Cuando se lo introdujo en su cuerpo, no dejó de besarle
profundamente en la boca, mientras los dos movían sus lenguas y sus caderas
al unísono, experimentando un placer parecido al vértigo por poder volverse a
tocar de nuevo después de tanto tiempo. Sentirlo dentro de ella era como el
alivio de que todo estaba bien, de que todo estaba donde debía estar.
Amándose.
Y sintiendo de nuevo aquellas maravillosas sensaciones que un día
descubrió junto a él.
CAPÍTULO 20

Noche de fin de año. El comedor de la casa de Mario y Clara había sido


escogido como lugar de encuentro familiar para aquella ocasión. Una larga
mesa presidía la estancia, perfectamente decorada por Clara, que no había
dejado de hacerlo cada año. Mantelería bordada, vajilla y cubiertos para la
ocasión, altas copas, servilletas con formas originales, centros con piñas y
velas rojas…
En un rincón, un alegre fuego encendido en la chimenea de mármol. Al lado,
un alto abeto que refulgía, majestuosamente engalanado con cintas plateadas y
toda clase de pequeños adornos de púrpura brillante, obteniendo un hermoso
contraste. Marta y Álex se habían encargado de decorarlo, mientras iban
llegando todas las visitas. Por parte de Clara, sus amigos Núria y Sergio, su
madre, Maite, con su pareja, Jordi, y sus hermanos mellizos Paula y Eric, cada
uno de ellos con su acompañante.
Por parte de Mario, su madre, Ester, su hermana Laura con su marido y sus
dos hijos adolescentes, y Andreu, su padre.

María y Luisa ya se habían encargado esa tarde de dejar la cena a punto, así
que ahora le tocaba el turno a la familia de ayudar a la muy embarazada Clara,
que había insistido en hacer de anfitriona como siempre.
Risas, música, conversaciones, abrazos, besos y buenos deseos para el año
siguiente.

—Vamos —gritó Mario por encima del alboroto—, todo el mundo a su


lugar que ya viene Clara con la bandeja del primer plato.

Clara apareció por la puerta portando una suculenta bandeja de rape a la


marinera. Sonreía encantada de tener a tanta gente querida en su casa aquella
noche. Su familia y la de Mario, sus amigos, incluso Álex.
No podía pedir más. O sí.

Porque de pronto, su semblante cambió, se tornó pálido, su cuerpo tembló y


toda aquella magnífica obra de arte de pescado y marisco cayó al suelo en
medio de un gran estrépito, salpicando su bonito vestido premamá, llenando de
salsa paredes, puerta, muebles, y alcanzando de lleno el pantalón de Mario,
que se acercó veloz hacia ella cuando la vio doblarse sobre sí misma de dolor.

—¡Clara! ¿Qué te ocurre?


—¡Tú qué crees! ¡Tu hijo, que no me va a dejar cenar esta noche!
—Pero, ¿no lo esperabas para dentro de dos semanas?
—¡Y yo qué sé! —Decía Clara aferrando su vientre con las manos—.
¡Habrá decidido no perderse las fiestas!
—Vamos ahora mismo al hospital. ¿Marta?
—Sí, papá, aquí lo tenéis todo. La canastilla con las cosas del bebé y de
Clara, y todos los papeles.
—Gracias, hija —y alargó la mano para aferrar toda aquella parafernalia
preparto.
—¡Ni hablar, papá! Tú encárgate de tu mujer que Álex y yo ya llevamos
todas las cosas. ¡No creerás que nos vamos a quedar aquí mientras nace mi
hermano!
—Está bien, como queráis. Los demás —dijo hablando al resto de la
concurrencia—, podéis cenar lo que haya quedado en la cocina o podéis
marcharos a casa.
—Pero, ¿de qué estás hablando? —Gritó Maite, la madre de Clara—.
¡Nosotros también vamos al hospital!
—¡Yo también! —Intervino Ester, la madre de Mario—. ¡Es mi nieto!
—Está bien, está bien. Haced lo que os venga en gana.
—¡Mario! —Gritó Clara con la voz impregnada de dolor—. Cuando te
parezca bien dejas tu vida social a un lado y te preocupas de tu mujer, que
acaba de romper aguas.
—Voy, cariño, lo siento. Ya no sé ni lo que digo ni lo que hago.

Mario se agachó, cogió a su mujer en brazos y comenzó a caminar


precipitadamente por la casa en dirección a la salida, donde alguien ya le
había sacado el coche del garaje y lo tenía preparado en la puerta. Del resto
de la multitud, unos ayudaban a Mario a ir abriendo puertas, otros iban
poniendo en marcha el motor de sus coches, alguien llamó al hospital para
avisar... Al final, cinco coches en fila, como una procesión, de camino al
hospital.

Se abrieron las puertas de urgencias del centro hospitalario, y apareció un


hombre portando en sus brazos una mujer embarazada que se aferraba a su
cuello. Tras ellos, todo un tropel de familiares vestidos con sus mejores galas,
los hombres con sus trajes y corbatas, las mujeres con sus altos tacones y
vestidos con encaje y lentejuelas. El poco personal sanitario que había tenido
la mala suerte de trabajar esa noche, se los quedó mirando como si fueran los
actores de una mala comedia.

—Por favor —una enfermera bajita pero con cara de “qué hace aquí toda
esta gente en nochevieja”, los hizo parar a la señal de su mano como un
guardia de tráfico cualquiera—, ustedes se me quedan aquí, en la sala de
espera. Y ustedes dos —señaló a los futuros papás y arrugó la nariz cuando le
vino una bocanada de aire con olor a salsa de pescado—, vengan conmigo. Su
médico ya ha sido avisado.
Mario depositó a Clara en una camilla, donde comenzarían a prepararla,
mientras él se hacía a un lado pero sin dejar de permanecer todo lo cerca que
le permitían.

Más tarde, ya en la sala de partos, Clara se relajaba a la espera de la


dilatación y el efecto de la anestesia epidural. Abrió los ojos y contempló a su
marido junto a ella, con todo el uniforme en regla de papá de parto.

—Hasta con esa bata verde y ese horrible gorro estás guapo —sonrió
soñolienta—. Aunque parezca que no me entero de nada, he podido comprobar
que las enfermeras corretean detrás de ti todo el tiempo para obedecer
cualquier orden tuya al tiempo que intentan sonreírte.
—Relájate, cariño, y ahorra fuerzas para la que se te avecina.
—No me sueltes la mano mientras dure.
—Aquí me tendrás. Y no te soltaré nunca.

Si tuviera que haber una imagen en la vida de Clara que no olvidara nunca,
sería la de Mario cogiendo en brazos a su hijo recién nacido. Cuánto amor en
aquellos ojos grises que no perdían de vista al pequeño ser que era una parte
de él.

—Está bien, ¿verdad? —preguntó Clara a su marido.


—Es perfecto —contestó Mario—. Y tú, ¿ya estás bien?
—Teniendo en cuenta que acabo de dar a luz a tu hijo, bastante bien.
—Te lo pregunto más que nada porque tienes a un montón de gente que te
quiere ahí fuera esperando a verte y conocer al pequeño.
—Claro, que pasen. Al fin y al cabo por nuestra culpa se han quedado sin
noche de fin de año.
—Toma, coge al niño y voy a avisarles —Mario dejó con cuidado al bebé
en el pecho de su madre y seguidamente le dio un beso en la cabecita cubierta
de pelo negro, y otro a la madre en los labios —ahora vuelvo.

Cuando Mario se asomó a la sala de espera, no pudo reprimir un acceso de


satisfacción y orgullo por tener a toda aquella gente tan querida allí, con ellos,
en una noche que debería haber sido de fiesta y que había acabado siendo una
eterna noche en unas horribles sillas que dejaban la espalda destrozada.

Su madre tomaba un café de la máquina y conversaba con Maite, Jordi y —a


pesar de estar separados hacía años— con su padre. Los más jóvenes juntaban
sus cabezas sobre las pantallas de sus móviles. Núria dormía sobre el hombro
de Sergio y Marta lo hacía sobre el regazo de Álex, mientras este acariciaba
su llameante cabello —Mario no sabía cuándo iba a acostumbrarse a verlos
así.

Al verlo aparecer allí, todos ellos se abalanzaron sobre él en un alegre


tropel que le rodeó sin piedad.

—¿Cómo están?
—¿Todo ha ido bien?
—¿Podemos entrar a verles?
—Sí, sí —contestó Mario—, pero poco a poco y de dos en dos. No vayáis a
entrar todos de golpe. Todavía está muy cansada.

Se decidió que primero entrarían las dos abuelas, que antes de dirigirse a la
habitación pararon delante de Mario y le dieron un abrazo y un beso cada una
en la mejilla para felicitarle. Lo mismo fueron haciendo los demás, como su
padre, su hermana, Núria y, sobre todo, su hija, que abrazó a su padre para
decirle al oído un “enhorabuena, papá. Te quiero”.

Cuando todos le habían felicitado y esperaban impacientes su turno para


entrar, ya solo Álex permanecía ante él. Los dos hombres se quedaron mirando
unos instantes, cautelosos, pero al final, sin dudarlo, Álex le tendió la mano.

—Felicidades, Mario. Me alegro mucho, por los dos.


—Gracias, Álex —Mario le estrechó la mano en un fuerte y firme apretón.
Solo podía apreciar una sincera felicidad en los ojos del hombre que había
pasado a formar parte de aquella familia. Al principio muy a su pesar, pero
después, haciéndose cada vez más a la idea, sobre todo al ver a su hija tan
feliz.

No hubo forma de organizar a todas aquellas personas. El personal del


hospital pareció ser más permisivo debido a la festividad y alegría que
entrañaba aquella noche, así que Mario no pudo evitar que se instalaran todos
juntos al final en la habitación de Clara, aunque esta era totalmente ajena a
todo aquel alboroto y no dejaba de dormitar y contemplar a su pequeño hijo.
Mario permanecía junto a ellos, sentado en la cama, sin dejar de coger entre
sus dedos la mano de su mujer —tal como le había pedido—, o la pequeña
manita de su hijo.

—¿Cómo le vais a llamar? —preguntó alguien que Mario no pudo


identificar.
—Todavía no lo hemos hablado. ¿Clara? —le pasó a su mujer un dedo por
su suave mejilla.
—He estado pensando —comenzó a decir Clara aún adormilada—, y sé que
un día tu hijo continuará con todo lo que has conseguido tener con tanto
esfuerzo, así que creo que lo mejor para la empresa es que sea otro Mario
Climent el que siga con tu legado.
—¿Una especie de Mario Climent II? —preguntó Mario divertido
levantando una ceja.
—¿Te parece bien? —preguntó Clara.
—Me parece perfecto.
—Pues entonces —dijo Clara acurrucándose de nuevo contra su bebé—,
haced el favor de dejarnos dormir de una vez.
EPÍLOGO

—Vamos, Clara o se nos hará tarde.


—Lo siento, no estoy acostumbrada a irme sin el pequeño Mario.
—Solo van a ser unos días y lo hemos estado haciendo cada aniversario.
Además, sabes que se queda en las mejores manos.
—Sí, es cierto, pero antes era más pequeño y no se daba cuenta, mientras
que ahora me mira con esa carita…
—Mario, cariño —se agachó el padre a la altura de su hijo—, ¿verdad que
querías ir a la feria esta tarde con Álex y Marta?
—Sí, papi, quiero montarme en el coche de policía.
—¿Lo ves? Asunto arreglado.
—¿Queréis hacer el favor de marcharos ya? Mario se lo va a pasar genial
con Álex y conmigo. Ahora mismo vamos a la feria y lo montamos en el coche
de policía y en todos los que quiera, ¿verdad, cariño?

El pequeño Mario ya tiene cuatro años, pero a su madre todavía le cuesta


dejarlo en casa cada vez que sale con mi padre, aun sabiendo que conmigo
estará perfectamente, que soy su hermana y lo quiero con locura.

Este fin de semana es el décimo aniversario de boda de mi padre y Clara y,


como ya hemos venido haciendo, Álex y yo nos desplazamos a su casa para
quedarnos con el niño. Nosotros vivimos en un bonito apartamento en el
centro, que compramos después de que Álex, muy a su pesar, vendiera la casa
de sus padres. Intenté convencerle de que me dejara ayudarle económicamente,
pero no aceptó. En realidad lo entiendo y le admiro por ello.

Yo tengo un buen puesto en la empresa de mi padre. Siempre pensé que me


sentiría mal por ello, pero no es así. He estudiado mucho y me he preparado a
conciencia para ser una buena ejecutiva, y junto a mi padre, nos hemos
convertido en una pareja invencible. Me siento orgullosa de trabajar con él.

Lo mismo que me siento orgullosa de Álex, mi novio. Su revista, Futuro, ha


ido ampliando mercado y lectores, aunque cada vez ha ido relegando más en
sus compañeros sus tareas de reportero, puesto que cada vez le dedica más
tiempo a escribir. Ha escrito dos novelas más y han sido todo un éxito.

A veces echo de menos vivir en casa de mi padre, pero solo por la cercanía
que sentía del mar, inhalando el olor a salitre en el aire nada más salir a la
terraza de mi habitación. Pero es muy cómodo vivir en un piso del centro y,
sobre todo, es maravilloso compartirlo con el hombre que quiero.

Esta vez, Álex y yo le hemos prometido al pequeño Mario que lo


llevaríamos a la feria que han montado cerca de casa con motivo del puente de
mayo, con toda clase de atracciones infantiles, atracciones para adultos,
tómbolas y puestos de algodón de azúcar. Después de haber sacado a Clara y a
mi padre a empujones por la puerta, nos hemos acercado al colorido recinto
de música estridente, comenzando por dar una vuelta y hacer inventario de la
oferta de coches de policía para elegir el mejor. Álex lleva a mi hermano
sobre sus fuertes y anchos hombros, mientras el pequeño se agarra a su rubio
cabello, que vuelve a llevar recogido en una coleta, pero no tan largo como
cuando le conocí. Ahora algunos mechones se le escapan hacia la cara,
dándole un aire travieso a su rostro, haciéndole irresistible, al menos para mí.
Y para otras, que no se me escapa cómo le miran por la calle chicas de
todas las edades, como siempre.
Yo, mientras tanto, enlazo mi mano con la suya, y le miro cuando él me mira.
Su sonrisa con hoyuelos me sigue pareciendo preciosa, y en mi estómago algo
sigue aleteando cuando me sonríe.

—Quién me iba a decir a mí —me dice Álex sonriente— que un día me iba
a hacer cargo del hijo de Clara y su marido.
—Tampoco pensaste que acabarías con su hija, y aquí estoy.
—Y estarás siempre —me besa dulcemente los nudillos—. En realidad —
me dice—, no me importaría llevar sobre los hombros a un niño pelirrojo.
—¿En serio? —pregunto asombrada—. ¿Ya te has vuelto un señor
respetable, que quiere sentar la cabeza, casarse y tener hijos?
—Yo no he hablado de casarme, solo de tener un hijo contigo.
—Es cierto. No recordaba que tenías aversión por el matrimonio.
—¿Cuándo he dicho yo eso? —en ese momento, Mario da un grito al divisar
la atracción más grande de todo el recinto.
—¡Ahí, ahí! ¡Quiero montarme ahí! ¡Álex, bájame!

Rápidamente hay que sacar una ficha. Nos acercamos y compramos el bono
de seis viajes, sabiendo lo difícil que es convencer a un niño de que se monte
solo una vez. Álex ayuda a Mario a subirse al coche que no deja de emitir
destellos de luces azules, y la atracción comienza a girar. En cada vuelta, cada
vez que pasa por nuestro lado, Mario ríe feliz y nos saluda con la mano, hasta
que le parece mucho más interesante manejar los botones que hacen emitir el
inconfundible sonido de una sirena de policía.

—Tú y yo tenemos una conversación pendiente —me dice Álex mientras


saluda a su pequeño cuñado—. Yo no tengo ninguna aversión por el
matrimonio, sencillamente creí que tú ya estabas cómoda con esta situación.
—Estoy bien así, Álex, pero tampoco te he mencionado nunca el tema
porque creí que no querías hablar de ello.
—¿Quieres decir que no te importaría casarte conmigo?
—Me encantaría, Álex, si algún día te decides a pedírmelo.

En ese momento me da un rápido beso en los labios, me suelta un “te


quiero” y da un ágil salto sobre la tarima de la atracción. Veo que se acerca a
la taquilla para hablar con la persona responsable y parecen llegar a algún
tipo de acuerdo.

Ay, ay, ay

De pronto, la atracción se para, la música cesa y Álex se sube al caballo


más alto del círculo central. Los niños le miran embelesados, incluido el
pequeño Mario, con sus caritas inocentes, y los adultos sonríen expectantes.

—¡Mi hermosa princesa! —Grita Álex elevando los brazos teatralmente—,


¿quieres casarte con este humilde príncipe?

Pongo mis manos sobre mi cara. ¡Qué vergüenza!


Pero no lo dudo ni un instante. En un par de saltos estoy subida en aquel
caballo, donde Álex me abraza y me mira con sus maravillosos ojos dorados.

—¿Qué respondes, mi sirena?


—Que sí. Mil veces sí —y nos besamos dulcemente.

El improvisado público aplaude y silba, y aquello empieza a girar


nuevamente. Nosotros, ajenos a cuanto nos rodea, seguimos subidos en aquel
caballo, con mi cabeza apoyada en su hombro, imaginando de nuevo que soy la
princesa salvada por un apuesto príncipe, como ya hiciera tantos años atrás.

—¿Estás más tranquila después de haber hablado con ellos?


—Sí, lo siento, estos días estoy un poco sensible.

Hemos vuelto otra vez al mismo lugar donde pasamos nuestra luna de miel,
un recorrido por las más bonitas calas de las Islas Baleares, a bordo del
Marta.

Diez años ya…

Estoy sentada en la orilla, contemplando las turquesas y cristalinas aguas,


mientras las pequeñas olas acarician mis pies. Mario, mi marido, está tras de
mí, enlazando mi cintura con sus brazos, tocando mi nuca con su aliento.

—¿Por qué estás tan sensible? —me murmura mientras besa mi cuello, y yo
siento agitar todo mi cuerpo.
—Porque vuelvo a estar embarazada.

Solo se vuelve a escuchar el rumor de las olas. Mario ha detenido sus besos
pero sus brazos estrechan más fuerte mi cintura. Las cosquillas de su aliento
me confirman que sonríe.

—Deberíamos de parar ya o al final pareceré su abuelo.


—Te queda mucho para parecer un abuelo —giro mi rostro para mirarle—.
Sigues siendo tan hermoso como cuando te conocí —sé que no le gustan los
halagos pero a veces no puedo contenerme—. Creo que solamente te he
localizado dos o tres canas.
—Me hará feliz otro hijo —dice después de unos segundos.
—Esta vez será una niña.
—Espero que esta vez se parezca a ti.

Volvemos a contemplar el horizonte unos instantes más.

—¿Crees en el destino? —le pregunto un poco después.


—Creo que somos un ejemplo patente.
—Alguien dijo alguna vez que el destino es el que baraja las cartas pero
nosotros los que jugamos.
—Tal vez, pero recuerda cómo comenzó todo entre nosotros —me gira la
cabeza para acercar sus labios a los míos y besarme profundamente. Luego
acerca su boca a mi oído y me susurra: —¿todavía sueñas conmigo?
—Sí —sonrío. Cierro los ojos y me dejo caer sobre su pecho—, todavía
sueño contigo.
AGRADECIMIENTOS

Como ya dije en otra ocasión, mis primeras palabras de agradecimiento


siempre serán para los lectores que emplean parte de su tiempo y sus vidas en
leer alguna de mis historias. Esta vez en concreto quisiera poner nombre a
alguna de ellas, ya que —tras insistencia de mi hermano— accedí a hacerme
página de Facebook, donde he tenido el honor y el placer de conocer a tantas
personas que me han dedicado alguna palabra de aliento (perdón si omito a
alguna):

Lidia López, José Barrabino, Madelyn Santiago, Ale Serrano Cotero,


Montse Salmerón Orozco, Lina Sanz, Paloma Jade, Nani Ruiz Ghersi, Àngels
González, Paula Guzmán.
Miriam Tatiana Hernández y Karen Moreira, que me felicitaron a través de
email.
Montse, mi amiga de la infancia.

Además, todas aquellas personas que me dedican opiniones positivas a


través de Amazon, que la mayoría de las veces me conmueven y me hacen
sentir instantes de auténtica emoción.

A todos, un GRACIAS enorme.

Y no puede faltar mi familia, el pilar donde me apoyo:


Mi hermana, que rebusca parte de su escaso tiempo para leer mis historias,
darme sus consejos y seguir alentándome.
Mi hermano, que siempre encuentra la palabra justa para devolverme el
ánimo.
Mis hijos, la fuerza que me empuja.
Mi taxista, que seguirá creyendo siempre en mí, desde el principio.
Mis padres, junto a mí en todos los momentos, ayudándome, ayudándome,
ayudándome (ellos me entienden).

GRACIAS de nuevo por ser los artífices de ver cumplido mi sueño.


SOBRE LA AUTORA

Lina Galán pasó su infancia en Cerdanyola del Vallés, aunque ya lleva


viviendo muchos años en Lliçà d’Amunt, ambas localidades cercanas a
Barcelona. Actualmente vive con su marido, sus dos hijos y tres gatos.

Hace poco consiguió el título de Educadora Infantil, que estudió por


vocación, aunque tal y como están las cosas se vea obligada a quedarse en
casa para cuidar de su familia y así aprovechar para continuar con su nueva
pasión por la escritura.

Espera seguir escribiendo más historias, que ya tiene en ciernes, gracias a


los lectores que le han dado la oportunidad de hacerlo.

Facebook: Lina Galán García

https://www.facebook.com/lina.galangarcia
OTRAS OBRAS DE LA AUTORA

“¿Todavía Sueñas Conmigo?” (Destino 1)


(Ahora en versión revisada)

La historia de Mario y Clara.


Un atractivo, mujeriego y misterioso empresario, y una joven y humilde
universitaria.
Dos mundos distintos. Una atracción irresistible.
¿Crees en el destino?

“En la Frontera del Tiempo”

Los Guardianes del Tiempo, encargados de supervisar el curso de la


historia, piden ayuda a Bea, una chica del siglo XXI, para que arregle un
“pequeño desorden” del pasado. La joven tendrá que retroceder al siglo
XIII y ser la esposa de un caballero medieval, Guillem, implacable
guerrero, señor feudal… y un hombre capaz de ofrecer el amor más puro y
sincero.

“Valentina”

No soporto a Ángel, el hermano de mi mejor amiga.


Y él no me soporta a mí.
Él es mi tormento y mi amargura.
Porque hace quince años que estoy perdidamente enamorada de él.
Es mi amor imposible y mi sueño de adolescente, pero ante su
indiferencia, no tuve más remedio que disfrazar mi amor por él por
desprecio y hostilidad, para que no me siguiera destrozando el corazón.

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