Todavia Sueno Contigo Destino 2 Lina Galan
Todavia Sueno Contigo Destino 2 Lina Galan
Todavia Sueno Contigo Destino 2 Lina Galan
(Destino 2)
LINA GALÁN
Todavía sueño contigo
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
OTRAS OBRAS DE LA AUTORA
PRÓLOGO
Nunca volví a ese parque. Nos mudamos a una zona mucho más
privilegiada, cuando mi padre prosperó en su trabajo y fundó una gran
empresa.
Nunca más volví a verle.
A pesar del tiempo transcurrido, sigo soñando con aquel día y con aquel
chico. En mis sueños, su rostro ya me resulta difuso, pero la sensación que
siento cuando me mira me sigue pareciendo mágica. La magia de un cuento
infantil donde los príncipes salvan a las princesas.
Sé que después de casi veinte años es imposible encontrarlo, pero aun así,
en los sueños donde todo es posible, imagino que me vuelve a salvar, y que
cuando le miro a sus brillantes ojos, le digo:
William Shakespeare
Platón
CAPÍTULO 1
—Hola, chico guapo. Hacía tiempo que no teníamos el placer de verte por
aquí.
—Hola, Sandra. He estado muy ocupado. ¿Cómo va todo? —Álex paró sus
movimientos y bajó de la máquina para poder conversar más cómodamente
con la mujer.
—No me puedo quejar. Hemos abierto otro gimnasio en la ciudad. ¿Y qué
tal tú? Vuestra revista parece que funciona.
—Sí, tampoco me quejo. Aunque no me da para muchos lujos.
La mujer siguió allí parada, observando sin disimulo el cuerpo de Álex.
Siguió fascinada el sendero que iban dejando las gotas de sudor sobre los
músculos de sus brazos y su pecho, cubierto solo por una camiseta de tirantes
blanca que se le había adherido como una segunda piel. Contempló cómo
secaba con una blanca toalla de algodón la humedad de su rostro, su cuello y
sus axilas, y cómo la dejaba sobre sus hombros para beberse de un trago una
botella de agua helada. Eran movimientos muy masculinos, de los que fascinan
a las mujeres, sobre todo si el hombre no es consciente siquiera de su
atractivo.
Sobre todo en un hombre como Álex.
—¿Quieres que nos veamos esta noche? —preguntó ella, lo que había
deseado preguntarle desde que había divisado entre la multitud su larga
melena dorada.
—¿Y tu marido? —Álex sonrió. Sabía la repuesta.
—Está de viaje. Además, ya sabes que no le importa lo que yo haga, ni a mí
lo que haga él. Fue una relación abierta desde el principio.
—¿En tu casa?
—Sí —Sandra sonrió triunfal—. En mi casa a las ocho.
Cuando Sandra abrió la puerta de su moderno dúplex, hizo pasar a Álex y
comenzó a desabrocharle la camisa. No había que mantener una conversación
formal, ni romper el hielo tomando una copa. Sabían a lo que iban y no hacían
nada para disimular. Llevaban unos tres años con este tipo de relación:
acostarse cuando les apetecía y nada más. Apenas sabían lo básico el uno del
otro.
Álex llevaba bastante tiempo sin sexo, así que el encuentro con Sandra en el
gimnasio había sido muy oportuno. En su día, él le había dejado claro que no
quería nada serio, y ella le había respondido que nunca dejaría a su marido ni
a la buena vida que le ofrecía.
Pero la relación que mantenían era la ideal para él. Así no había peligro de
volver a enamorarse, de volver a ilusionarse, de volver a sufrir…
Sandra se tumbó sobre la mullida alfombra del salón y le lanzó los brazos,
ávida y ansiosa.
Y entonces Álex cerró los ojos. Tenía que excitarse y había llegado el
momento. Evocó la imagen de una hermosa mujer, de ojos oscuros y labios
carnosos, de larga y ondulada melena rubia y curvas exuberantes.
Y únicamente entonces comenzó a moverse. Imaginarse a Clara, su amor, era
la única manera de poder estar con una mujer.
CAPÍTULO 2
—Oh, Marta, vas a tener que olvidarte de aquello de una vez por todas. No
puedes dejar que algo que ocurrió hace tantos años siga traumatizándote y no
te deje seguir adelante con tu vida.
—No estoy traumatizada. Ya lo superé hace tiempo. Además, siempre
empieza bien. El chico me besa y yo a él, incluso dejo que comience a
quitarme la ropa, pero a la hora de la verdad, no puedo.
—Eso no es normal, Marta.
—¿Y qué sugieres que haga? Me habéis presentado a varios candidatos, he
conocido a muchos chicos en fiestas, clubes o viajes, y no ha habido manera.
Debe ser que ninguno de ellos me atraía, realmente.
—Pero, ¿nunca te apetece sexo? A mí me apetece bastante a menudo.
—Claro, pero tú tienes a tu novio a mano.
—Sí, el que a veces me imagino que es Paul Wesley. Y él seguro que alguna
vez fantasea con que soy Adriana Lima. ¿Has intentado algo parecido?
—Déjalo, Lidia, soy un caso perdido.
—Claro que no —Lidia suavizó su tono—. Ya verás, cuando alguien te
atraiga de verdad, no hará falta ni que lo pienses. Surgirá la atracción, sin más.
—Yo también lo creo. No quiero obsesionarme.
—Estaba pensando… —Lidia se llevó a la boca su dedo índice,
mordisqueando la uña con su perfecta manicura francesa—, ¿has probado con
alguien de nuestro círculo de amigos y conocidos? Tal vez la confianza te
ayude. Mira, por ejemplo, Rodri, que ya viene hacia aquí como cada día.
—Hola, chicas —saludó el joven—. Marta, guapa, mi chófer ha venido a
buscarme. Si quieres te llevo.
—No, gracias. También ha venido el mío.
—Pues ya nos veremos. Ciao —y se alejó de ellas con una sonrisa.
—¿Cómo lo ves? Es buen tío y no está mal.
—Lidia, por favor. Somos compañeros desde infantil. Le he visto comerse
los mocos.
—Vale, vale. ¿Y los del grupo?
—Unos tienen novia, otros son gais, otros son unos engreídos…
—¿Y del entorno de tu padre? ¿Algún amigo, socio, abogado…?
—Viejos, casados…
—¡Marta! ¡Deja de poner trabas! Ahora mismo soluciono yo esto como
cuando éramos pequeñas.
—¿Cómo?
—¿Recuerdas cómo conseguíamos que la otra hiciese cualquier cosa? ¡Con
una apuesta! Nunca fallaba.
—Lo recuerdo. Primero nos apostábamos muñecas, luego maquillaje,
perfume, ropa…
—Pues ahí va el desafío: tienes un mes para tener sexo, con quien tú
quieras, pero dentro de ese plazo.
—¡Lidia!
—Si no lo haces, tendrás que regalarme tu última adquisición de zapatos
Jimmy Choo, los negros destapados con adornos blancos…
—¡Ni hablar! ¡Aún no los he estrenado!
—…y si lo haces, te regalaré mi bolso color mandarina de Michael Kors a
juego con los zapatos y las gafas de sol, y que tampoco yo he estrenado. Creo
que sales ganando.
—Eres una mercenaria… —suspiró—. Está bien. Aunque no creo que sirva
de nada.
—¡Sí! —Abrazó Lidia a su amiga—. ¡Soy genial!
Aquella era una buena zona para vivir, tranquila y junto a la playa, y su casa
le parecía una de las más bonitas. Cuando se mudaron unos seis años atrás, le
pareció que hacían una buena elección, puesto que el resto de las
edificaciones eran demasiado angulosas y de líneas rectas, mientras que esta
era de un estilo más clásico, de obra vista y grandes ventanales rodeados de
molduras, y un gran porche con una larga hilera de arcos y columnas.
Eso era, precisamente, lo que le había dicho su amiga, que en cuanto tuviera
delante a la persona indicada, lo sabría.
Y lo sabía porque nada más tenerlo cerca se sintió aturdida, sin saber qué
decir, cosa que raramente le ocurría.
¿Acabo de excitarme con la hija de Mario Climent? ¿La hija del marido
de Clara? Para echarse a reír, si ello es posible…
—Bueno, tengo cosas que hacer. Ya nos veremos —le dijo Marta mientras
desaparecía escaleras arriba.
—Sí, claro —espero que no, musitó Álex para sí.
Álex se acercó para darle un beso en la mejilla y no pudo evitar sentir una
punzada en el corazón al rozar su suave piel y su hermoso cabello rubio, e
inhalar su inolvidable fragancia a fresa. Una sola vez la había besado de
verdad, con un beso de despedida, varios años atrás, y el recuerdo de ese beso
le había acompañado en un sinfín de noches en vela, en infinidad de momentos
de soledad. Aunque, en realidad, fuera él el único que puso la intención. Para
ella, siempre había sido un amigo, un querido amigo, pero nada más.
Ya habían pasado seis años desde que él le confesara sus sentimientos y ella
lo rechazara elegantemente, alegando estar enamorada de un rico empresario,
mujeriego y lleno de secretos. Para más inri, él había ayudado a destapar el
malentendido que los habría separado para siempre, puesto que Mario pensó
que eran amantes y se aprovechaban de él.
Pero Álex no permitió que pensara así de ella. Prefirió perderla a verla
sufrir por otro.
Ella le ofreció su amistad, sin ser consciente de que, de esa manera, sería él
el que sufriría.
Una mujer de unos cuarenta y pocos años les sirvió las bebidas y unos frutos
secos en la mesa del porche frente al bonito y cuidado jardín. La tarde había
relajado el calor del día para dar paso a un fresco más agradable, comenzando
a teñir el cielo de un tenue color lila. Se escuchaba el rumor del agua de la
depuradora de la piscina y los aspersores del césped al ponerse en marcha. El
aire se impregnó del olor de la hierba mojada y del jazmín que trepaba por las
celosías del porche.
—Gracias, Luisa —dijo Clara amablemente a la mujer.
—¿Ya llevas mejor lo de tener servicio?
—Creo que es algo a lo que no me acostumbraré nunca —Clara hizo una
mueca—. Pero que acepto porque esta casa es muy grande y todos tenemos
mucho trabajo y poco tiempo libre.
—Y tu marido está forrado. Debe de preservar su imagen —dijo Álex
irónico.
—Álex, no empieces. En cuanto tienes la oportunidad, te metes con Mario.
—No te enfades, guapa. Estoy un poco irascible. Justo cuando tenemos el
boceto de la revista, se nos va el fotógrafo. Ahora a ver cómo encontramos
otro de confianza.
—Yo conozco a uno —dijo Clara—, aunque no es profesional. Pero ha
expuesto alguna vez sus fotografías en alguna exposición y creo que es muy
bueno. Podrías probar.
—Ya tenemos la mayor parte del material, así que si sabe enfocar y
disparar, será suficiente hasta que encontremos a otro.
—Mañana te lo mando y a ver qué te parece.
—Gracias, Clara —dejaron pasar un momento de silencio—. Veo que te va
bien. ¿Qué tal tu trabajo en el centro? ¿Y qué tal la responsabilidad de ser la
nueva directora?
—Tú lo has dicho, mucha responsabilidad, pero a la vez aún más
gratificante. Es lo que siempre quise hacer, ayudar a niños y adolescentes con
problemas, sobre todo de familias sin recursos. Aunque las subvenciones del
gobierno cada vez son más escasas y tardan más en llegar, obtenemos
donaciones privadas que, sospechosamente, tienen alguna relación con
Empresas Climent, algo que mi marido no duda en negar.
—Ya, un santo tu marido.
—Creo que trabajas mucho, Álex. A ver cuándo te echas novia. Ya pronto
cumplirás la edad de Cristo.
—No quiero novia. Bueno, y ellas tampoco quieren novio.
—¿Pero qué les pasa a las chicas? Eres un cielo, trabajador y emprendedor
y encima eres guapo. ¿Qué más quieren?
—Dinero, clase. Yo no tengo un euro, visto con ropa de mercadillo y mi
coche se cae a pedazos.
—Pero tú vales mucho, Álex —le dijo Clara posando la mano en su mejilla
ligeramente áspera—. Sospecho que muy pronto alguna lo descubrirá.
—Me das miedo, Clara —dijo sonriendo—. ¿Es alguna de tus
premoniciones?
—Tal vez.
…
Clara, esa noche en su cama, comenzaba a traspasar el umbral del sueño,
justo en la frontera de la consciencia, cuando sintió hundirse el colchón tras
ella. Unas manos le bajaron los tirantes del camisón por los hombros, hasta
quitárselo del todo. Se sentía flotar, como si las sábanas sobre su cuerpo
desnudo fuesen nubes de algodón.
Con los dedos, le apartó el flequillo de los ojos. A sus cuarenta y cuatro
años mantenía su lustrosa cabellera negra y el rebelde mechón que tanto deseó
tocar nada más conocerle.
Un momento...
Clara frunció el ceño. Ese olor no era exactamente el olor de Mario. Lo era,
sí, pero mezclado con algo más...
Elevó la camisa al trasluz y su corazón dio un vuelco cuando reconoció una
mancha en el hombro izquierdo.
Era maquillaje. No había duda. Y un tenue rastro de perfume femenino.
Por fin, se detuvo frente al número que buscaba. Tiró de la pesada puerta y
le pareció que traspasaba el portal de otro mundo. Observó maravillada el
bullicio de aquel espacio, ocupado por una multitud de mesas abarrotadas de
ordenadores y papeles. Tras los monitores, cada persona tecleaba, leía,
hablaba por el móvil, daba sorbos a un café en vaso de plástico y
mordisqueaba un bocadillo. Todo a la vez. O eso le pareció a ella.
Eran los bajos de un edificio antiguo, de techos altos y un leve olor a
humedad. Las paredes estaban cubiertas de carteles que anunciaban
exposiciones, tertulias o temas culturales y de actualidad. En realidad, también
ayudaban a tapar los desconchones que sufría la pintura, de un color claro e
indeterminado.
—Hola, ¿puedo ayudarte? —se le dirigió un chico de unos treinta años, con
barba y cabello castaño y rizado.
—Hola. Busco a Álex.
—Al fondo a la derecha. Después de la máquina del café.
—Gracias.
Marta atravesó aquel mar de papeles, diarios y cajas, hasta llegar a lo que
en su día debió ser un pequeño patio trasero y que ahora hacían servir de
salita para tomar café. Estaba cubierto por una claraboya que dejaba pasar la
luz del día, dándole a aquella estancia el mismo tono verdoso de la cristalera.
Su mirada siguió observando, hasta que topó con lo que debía ser el
despacho de Álex, o simplemente, un hueco apartado del resto. Tenía la puerta
abierta y hablaba por teléfono.
Marta disimuló tras unas cajas y se quedó mirando unos instantes. Había
llegado a pensar que, tras la conversación con su amiga, había idealizado a
Álex, únicamente pensando en aquella ridícula apuesta.
—Marta, ¿verdad?
—Sí. Me ha enviado Clara.
—¿Perdón?
—Me ha dado esta dirección y me ha dicho que me esperabas.
—Supongo que debe de haber un error. Le comenté que necesitaba un
fotógrafo.
—Pues aquí estoy.
—¿Tú?
—Sí, yo —dijo claramente irritada.
—Pero, ¿tú has visto cómo vas vestida?
—¿Cómo? —dijo Marta bajando la vista para mirar su bonito y colorido
conjunto de Custo, lo mismo que sus zapatos estampados.
—Mira, guapa, no se trata de sacar fotos de un desfile de modas. Muchas
veces tenemos que salir corriendo o atravesar una multitud para llegar al
objetivo.
—Tranquilo, mañana vendré vestida en chándal —dijo airada, acercándose
a la mesa y apoyando las manos en ella—. ¿Algo más?
—¿Qué sabes de fotografía? —dijo Álex un poco tenso al tenerla casi
encima.
—Ah, sí, claro. Toma —le ofreció un pendrive—. Aquí traigo algo de lo
que he hecho.
¿No podría usar cualquier perfume caro? ¿Tiene que usar uno que me
haga la boca agua?
Álex la miró con admiración. Ese pensamiento era el resultado del instinto
propio de las personas de demostrar su valía, de no conformarse y querer algo
más, y él siempre había admirado a las personas luchadoras e inconformistas.
Álex sonrió, mirándola fijamente, con una media sonrisa blanca y sensual,
ladeando ligeramente la cabeza, rozándose la barbilla con los dedos.
Y lo que sintió Marta en el estómago no fueron mariposas volando, sino,
más bien, una estampida de elefantes pisoteando todos sus órganos.
Marta se acercó a ellos con paso resuelto. Esta vez vestía un sencillo
vaquero con una camiseta rosa y unas deportivas blancas. Se había recogido
su flamígera melena en una gruesa trenza y llevaba una mochila negra al
hombro donde guardaba su cámara.
Cuando la vio salir por la puerta, Álex sintió cómo sus pulmones
expulsaban el aire que habían estado conteniendo.
Marta, por su parte, salió de allí con una diabólica sonrisa en sus labios.
…
HOTEL MIRAMAR
Clara dejó caer la tarjeta de entre sus dedos, que cayó lentamente al suelo,
como una ligera pluma. Se le nubló la vista y un dolor agudo se le instaló en el
pecho. Se sentó en el filo de la cama, agarrándose a la colcha, temblando, y
llevándose las manos al vientre todavía plano, en gesto protector.
Silencio
Ya no pudo evitar cerrar los ojos y dejar salir un torrente de lágrimas que
parecía no tener fin.
CAPÍTULO 4
—Está bien. Pero déjame invitarte yo a ti. Todavía puedo permitirme pagar
una copa a una chica.
—Yo te he invitado a ti primero.
—Aceptaré si pago yo. No es necesario que gastes la asignación de tu
padre.
—Es eso, ¿verdad? —Dijo poniendo los brazos en jarras—. ¿Tu problema
conmigo se basa en nuestra diferencia económica? ¿Qué relación tienes
realmente con mi padre, que estás todo el tiempo a la defensiva?
—Ya hablaremos luego. Si te parece bien quedamos a las ocho en la calle
Francisco Giner, en un bar que se llama Le Journal. Ahora tengo trabajo —y
desapareció tras su montaña de papeles.
Esa misma tarde, ya en casa, Marta se dirigía volando hacia las escaleras
que llevaban a su habitación con la intención de arreglarse para su cita. Al
pasar por el salón, saludó a Clara y a su amiga Núria, que conversaban y
tomaban un refresco.
Clara y Núria eran amigas desde primaria y seguían igual de unidas. Las dos
habían estudiado psicología, trabajaban juntas en el centro infantil y se
contaban prácticamente todo.
—No puedo creer que Mario te esté engañando con otra —le decía Núria a
Clara después de asegurarse que Marta había desaparecido escaleras arriba.
—Tú misma has podido ver esa nota, aunque al final pasara por alto la
mancha de la camisa.
—Lo sé, pero recuerda aquella ocasión en que la él mismo te dejó por no
preguntarte primero. Aquel malentendido estuvo a punto de conseguir que os
dejarais para siempre. Procura no guiarte por el corazón, sino por tu cabeza.
—Por supuesto. Ya sabes que yo no huyo de los problemas, los enfrento de
cara. En cuanto vuelva a casa le hablaré del asunto.
—Ya verás como todo tiene una explicación, guapa —le dijo su amiga
cogiéndola de la mano.
—Gracias, Núria —creyó mejor cambiar de tema para no pensar demasiado
—. Tú y Sergio sí que estáis bien. Podríais casaros.
—Estamos bien así. No hay papel en el mundo que refleje lo que le quiero.
—Eso pensaba yo, la más acérrima detractora del matrimonio, y ya me ves.
Seis años ya de casada. Al menos de momento —suspiró con tristeza.
—No digas esas cosas, Clara. Todo se arreglará.
—Voy a por ti, Álex —le habló al espejo—. Así que no te resistas.
Desechó la idea de coger su coche. Luego no tendría donde dejarlo. Así que
llamó a un taxi, que apareció en la puerta de su domicilio en pocos minutos.
Cuando llegó a la calle que le había indicado Álex, Marta localizó el bar
enseguida. Pagó al taxista y se asomó a la puerta del local.
Ahí estaba él, sentado en uno de los taburetes de la barra, con su
inconfundible coleta rubia. Se había cambiado de ropa, algo que hizo que
sintiera una mezcla de euforia y felicidad a partes iguales.
Llevaba unos vaqueros negros y una camisa gris oscuro, esta vez abrochada,
un poco más formal. Se inclinaba sobre la barra, observando meditabundo su
vaso de cerveza, dándole vueltas, como si pudiese hallar alguna respuesta en
el interior del líquido ambarino.
Álex bajó del taburete, la cogió de la mano y la guio hasta un pequeño sofá.
Cuando se sentaron, Marta cerró la mano en un puño, cosquilleándole todavía
por el contacto provocado por la palma caliente de su mano, grande pero
suave.
Álex le indicó a la camarera que trajera dos cervezas más. La chica rubia
las dejó sobre la mesa, no sin antes lanzarle una mirada cáustica a su pelirroja
compañera.
—¿Por qué llevas el pelo tan largo? —le preguntó ella después de un
intervalo de silencio.
—Bueno, no tanto como tú —le contestó él con una tierna sonrisa.
—No, claro —se la devolvió ella sintiéndose un poco tonta.
—En realidad, siempre lo he llevado por los hombros, pero desde hace
unos años no he tenido tiempo de pensar en cortármelo y al final opté por
dejarlo crecer.
—¿Nunca te lo sueltas? —Dijo con la mirada perdida, como si se imaginara
la escena—. Debe de ser tan bonito...
—Solo para peinarme o ducharme —no pensaba darle otros detalles—. El
tuyo sí que es bonito.
—No creas. Ahora ya me he resignado, pero cuando era pequeña los niños
se metían conmigo y a mí me parecía el color de pelo más horrible del mundo.
—No digas eso. Es el color del fuego, de una puesta de sol... —dijo
embelesado, cogiendo unas finas hebras entre sus dedos.
—Será mejor que nos vayamos, Marta —dijo Álex serio, dejando un billete
sobre la mesa.
—¿Por qué, Álex? —Le dijo ella asiéndolo por la muñeca—. ¿Qué ocurre?
Sigo teniendo la impresión de que huyes de mí.
—Sabes que conozco a tu padre, a Clara…
—¿Y qué problema representa eso? Ya he salido con chicos antes.
—Y seguirás saliendo con ellos. Pero no conmigo.
—¿Por qué? —susurró—. ¿No te gusto?
—No es eso —contestó él desasiéndose de su mano y levantándose.
—¿Entonces? —preguntó la chica.
—Marta —se dirigió a ella al llegar junto al coche—, todavía estás
estudiando. Acaba tus estudios, diviértete. Sal con chicos de tu edad que se
muevan en el ambiente y en el nivel en el que tú lo haces.
—¿Ya estamos otra vez con eso? ¿Crees que únicamente puedo salir con
tíos ricos? ¿Que mi padre me tiene algún matrimonio concertado o algo
parecido?
—No lo sé —contestó él crispado mientras abría la puerta del coche—.
Pero en lo que mí concierne, se acabaron las tertulias contigo. Tendremos una
relación laboral y se acabó. Y ahora, sube al coche.
—No entiendo este repentino mal humor por tu parte —decía ella
peleándose con el enganche del cinturón del coche.
—Espera que te ayudo a abrocharlo. Hay que tirar un poco de aquí.
—No sé cómo funciona este dichoso trasto —dijo exasperada.
—Tal vez la señorita se esperaba un Ferrari. Pues lo siento, tendrá que
conformarse con una furgoneta Ford de diez años.
—Me refería al cinturón y lo sabes. ¿Qué coño te pasa?
—Nada —dijo arrancando la furgoneta e incorporándose al tráfico de la
ciudad—. Y modera ese lenguaje. No es propio de señoritas.
—Gilipollas —susurró entre dientes.
Siguió por las calles bordeadas de pinos hasta llegar a la bonita casa donde
vivían Mario y Clara. Sin parar el motor, estacionó el vehículo y se dirigió a
Marta por primera vez desde que comenzara el trayecto desde la ciudad.
Marta recitó el número, que el chico marcó para, a su vez, hacerle a ella una
llamada perdida. Al sonido del tono de llamada, Álex mostró una sonrisa
torcida, mirando de reojo el último modelo de iPhone que la chica sacó del
bolso.
—¿Qué? —gritó la chica.
—Nada —contestó él levantando los brazos sin dejar de sonreír irónico.
—Ya está —dijo Marta—. Entonces, hasta mañana, jefe —comentó burlona
—. Por cierto, si no es molestia, ¿podrías ayudarme a desabrochar el cinturón?
—Sí, claro.
Álex esperó a verla atravesar la verja metálica que daba acceso a su casa,
para hundir a fondo el pie sobre el acelerador y alejarse de allí como alma
que lleva el diablo.
…
Marta atravesó el salón de su casa en penumbra, con el único tenue
resplandor de una pequeña lámpara sobre una mesita al pie de las escaleras.
Ya era tarde y no se escuchaba ruido ni movimiento alguno.
Una fina línea de luz bajo la puerta del despacho de su padre llamó su
atención. Se acercó para abrirla y vio a su padre de pie, desanudándose la
corbata, aún con una pequeña maleta junto a él.
Mario se llenó las manos con su pelo para atraerla hacia él bruscamente,
como si quisiera castigarla. La besó desesperado en la boca, lamiendo,
succionando, mordiendo, bajando después por su cuello y sus pechos, que
lamió enfebrecido.
Cayeron sobre la cama, con sus cuerpos enlazados, sin dejar de besarse.
Mario le abrió las piernas y se introdujo en ella de un golpe, sin aminorar el
ritmo de sus acometidas, que ella aceptó en su cuerpo siguiendo aquel agitado
compás, y escalando inmediatamente, los dos juntos, la cima del más intenso
placer.
Más tarde, tras el arrebato de pasión, cuando Mario yacía dormido en los
brazos de Clara, esta miraba hacia la oscuridad, desvelada de cualquier
indicio de sueño, pensando que, en realidad, Mario no le había contestado a la
pregunta más crucial.
CAPÍTULO 5
Durante los siguientes días, Álex se las ingenió para no tener que coincidir
con Marta en la pequeña redacción de Futuro. Dejó buena parte del trabajo
administrativo a otros compañeros para dedicarse más al trabajo de campo,
preparado siempre para salir disparado hacia el lugar de los hechos de los que
se hubiera de informar. Dejaba recados en notas o mediante Alberto, Pablo o
Daniel, los reporteros con los que Marta solía coincidir.
¿Por qué había tenido que ser precisamente ella la que le hiciera sentir
aquellas sensaciones de nuevo?
Tal vez a cualquiera pudiera parecerle una reacción cobarde, pero lo único
que a él le parecía era una reacción sensata, huir de aquella chica, que le
obligaba a demasiadas duchas frías y a demasiadas noches sin dormir, porque
era la última del mundo por la que debería sentir nada parecido.
Marta llegó aquella tarde dispuesta a hablar con Álex de una vez por todas,
y decirle que se negaba a seguir sufriendo sus continuos desaires, sin darle un
motivo concreto.
Una vez todos reunidos en aquel local, Marta buscó a Álex con la mirada.
Lo localizó en una de las mesas, hablando y gesticulando, sonriente y feliz.
Durante una fracción de segundo sus miradas se encontraron, pero los ojos del
reportero se desviaron rápidamente de la trayectoria. Lo mismo ocurrió cada
vez que ella intentó acercarse a él. Siempre tenía a alguien con quien hablar, o
más cerveza que pedir al camarero.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Indiferencia? Pues la vas a tener —se dijo entre
dientes.
—¿Cómo voy a ignorarte? —Susurró Álex sin dejar de rozar con sus labios
las mejillas y el cuello de Marta—. No puedo hacerlo, aunque Dios sabe que
lo he intentado. Pero llevo semanas pensando en ti, durante todos los
momentos del día y de la noche, en besarte, en acariciarte —subió sus manos
por los costados de la chica, hasta posarlas en sus pechos y después tomarle el
rostro y mirarla a los ojos—. Me he estado volviendo loco pensando en las
mil razones que tengo para no sentirme atraído por ti. Pero ninguna me sirve en
este momento.
—¿Por qué, Álex? —dijo ella observando sus ojos dorados y atormentados
—. ¿Por qué? ¿Es por tu amistad con mi padre? ¿O hay algo más?
—Es por… varias razones.
—Pero tú mismo lo has dicho. En este momento no encuentras ninguna
importante —lo abrazó por la cintura y le besó en la barbilla, sintiendo el
cosquilleo en sus labios de la barba rasurada. Luego bajó por la suave piel de
su cuello, para besar su nuez de Adán, que se movió inquieta, y la parte del
pecho que se apreciaba por entre la abertura de la camisa—. Llévame a tu
casa, Álex.
—No me digas eso —dijo él volviendo a cerrar los ojos, como si se
debatiera consigo mismo y supiera de antemano que acabaría perdiendo.
—Somos adultos, ¿qué hay de malo? —rebuscó un momento en su bolso y
sacó una caja que mostró ante la atónita mirada de él.
—¿Siempre vas con una caja de preservativos encima? —dijo levantando
una ceja.
—Ya te lo he dicho, somos adultos —Marta trató de sonar lo más mundana
posible. Esa caja llevaba una eternidad en su bolso, como parte de un regalo
divertido de sus amigas. Solo esperaba que no estuviesen caducados.
Llegaron a su casa en unos minutos. Álex paró el coche frente a una de las
típicas casas antiguas de planta baja de aquel barrio de Barcelona. Mientras
Álex le abría caballeroso la puerta del coche, ella observó la fachada pintada
primorosamente de blanco, la pesada puerta de madera con el típico llamador
en forma de puño y, a cada lado, una ventana protegida por fuertes e
intrincadas rejas.
Sin hacer ningún comentario, Álex abrió la puerta y la hizo pasar, primero a
un pequeño recibidor que separaba el resto de la vivienda a través de una
doble puerta. Esta daba paso a un largo pasillo con suelo y puertas de madera,
y que acababa en un pequeño salón comedor.
La estancia resultaba muy acogedora, amueblada con muebles de madera
natural y sillones de mimbre con cojines estampados. Destacaban en las
paredes varias portadas enmarcadas de diarios antiguos, entre ellas alguna del
Diario de la Guerra Civil, donde informaban del comienzo o el final de la
misma.
Una fotografía sobre la repisa de la pequeña chimenea de piedra mostraba a
un Álex un poco más joven, alto, guapo y sonriente, pasando cada uno de sus
brazos sobre los hombros de una pareja mayor.
—Me la encontré una mañana bajo mi coche al ir a trabajar. Por más que
pregunté nadie sabía nada y no podía dejarla ahí. Hacía mucho frío.
—Hola, bonita, tuviste mucha suerte de toparte con este guapo salvador —
se dirigió Marta al animal mientras lo cogía en brazos y se lo dejaba caer en el
pecho para acariciarle, haciéndole ronronear—. ¿Tiene nombre?
—Pensé en la historia de Robinson Crusoe y en el día de la semana en que
la encontré. Como era lunes le puse Luna, aunque tal vez ya esté demasiado
visto.
—Luna es muy bonito.
Marta no estaba segura de que fuese buena idea. A pesar de las experiencias
vividas, aquello era nuevo para ella. Se sentía turbada e indecisa, por la
cantidad de sensaciones que saturaban sus sentidos. Mientras Álex la
despojaba de sus prendas una a una, su respiración se volvía cada vez más
frenética y sus párpados oprimían sus ojos, pensando en los anteriores
fracasos que había sufrido al intentar estar con algún chico.
Álex la tumbó sobre las frías sábanas de la cama, sin dejar de mirarla
mientras terminaba de desvestirse. Se situó sobre ella y pareció quedarse sin
respiración, contemplando aquella melena de fuego esparcida sobre la blanca
almohada.
—Dios, eres la chica más hermosa que he visto en mi vida —le pasó
tiernamente los dedos por el rostro y diseminó aún más la sedosa melena
llameante—. Eres igual que una sirena —sonrió divertido—. Eres La Sirenita
de Disney pero en versión para adultos.
Álex quedó desarmado durante unos instantes. Las mujeres nunca le habían
pedido permiso, simplemente lo exigían o tiraban de la cinta si les apetecía.
Pero Marta le hizo la pregunta en un tono tan inocente que sintió una
inquietante emoción parecida a la ternura.
—Sí, claro.
—No sé qué aspecto tendría exactamente el dios Thor, pero seguro que no
sería tan magnífico como tú.
—¿Un dios nórdico y una sirena? —dijo Álex divertido.
Ella le respondió con una sensual sonrisa, que él interrumpió cuando volvió
a besarla de nuevo, más profundamente todavía. Siguió bajando por su cuello
para ir directamente a sus pechos, duros y tersos, y besar sus tiernas puntas
rosadas. Se demoró unos instantes en ellos, alentado por los suaves gemidos
que ella emitía, hasta dejarlos húmedos y brillantes. Bajó luego hasta su
estómago, maravillado de la suavidad de aquella piel perfecta, dulce y tierna
como crema batida.
—¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así? —le preguntó con una tierna
sonrisa.
Sudorosos los dos, cayeron sobre las sábanas arrugadas, esperando que se
normalizara el acelerado latir de sus corazones.
Álex contempló con frustración los finos hilillos rosados que le bajaban por
las piernas, como recordatorio mudo de lo que no tenía que haber ocurrido
nunca.
—Creo que ya está aquí el taxi —y desapareció al fondo del pasillo, tras lo
cual, se oyó la puerta cerrarse suavemente.
La música estaba bien y el ambiente era ideal. Rostros conocidos, bailar sin
parar, tomar una copa… era el plan perfecto para una noche cualquiera.
Al menos eso era lo que siempre había opinado Marta de la conocida sala
de fiestas de la Diagonal. Pero aquella noche del sábado, ya estaba deseando
marcharse a casa.
—Marta —se le dirigió su amiga, que estaba sentada entre ella y su novio,
Gonzalo—. ¿Por qué no bailas un rato?
—No me apetece.
—Mira, ahí está Marcos, que no ha dejado de mirarte durante toda la noche.
Creo que quiere seguir contigo.
—Ni siquiera me había fijado.
Marta miró al chico y este le respondió con una sonrisa blanca y perfecta,
pero vanidosa y petulante. Como él mismo.
—Ya viene, ya viene. Gonzalo —le dijo a su novio cogiéndole por el brazo
—, tú y yo nos vamos a bailar —y dejaron que el otro chico se acercara a
Marta.
—Hola, pelirroja. Hace tiempo que no sé nada de ti.
Tal vez no era buena idea presentarse tan temprano en las oficinas de
Empresas Climent, pero Clara disponía de algo de tiempo esa mañana y sintió
el impulso de ver a su marido, aunque fuera un momento.
—Buenos días, Elisa —saludó Clara, que ahora se llevaba bastante mejor
con la veterana secretaria que cuando comenzó a salir con Mario—. Creo que
no vengo en buen momento.
—Por supuesto que sí —le dijo confidencialmente bajando la voz—. Su
marido lleva demasiados días entre aviones, hoteles y reuniones. Nadie
pondrá una queja porque se informe de que en estos momentos no puede
recibir visitas —y acabó con un guiño pícaro tras sus gafas color violeta.
—Gracias, Elisa.
Mario preparó el chocolate para ella y un café para él. Se apoyó sobre el
filo de su mesa, mirando hacia la ventana, y colocó a su mujer delante de él.
—Siempre me han encantado las vistas desde esta altura —murmuró Clara
apoyando la espalda en el pecho de su marido.
—Me hubiese gustado invitarte a alguna cafetería, en lugar de encerrarte
aquí. ¿Recuerdas la primera vez que tomamos un café juntos?
—Claro que me acuerdo. Fue nuestra primera cita y creo que ya me había
enamorado de ti.
—Pues yo, en lo único que pensaba era en meterte en la cama conmigo —
dijo Mario travieso mientras echaba a un lado la exuberante melena de su
mujer y la besaba en el cuello.
—Eso era para ti el pan de cada día —dijo Clara cerrando los ojos debido
al escalofrío de placer que le provocaba la exquisita caricia de Mario.
—Hasta que apareciste tú.
—¿No te arrepientes? —Preguntó Clara girándose entre sus brazos para
tenerlo de frente—. ¿Nunca has echado de menos el misterio de lo
desconocido? ¿O el encanto de la seducción?
—Clara, cariño —respondió aturdido—. Cómo se te ocurre… Por supuesto
que no.
—Creo que mi inseguridad responde al hecho de recordar que durante
muchos años pasaron por tu vida infinidad de mujeres, y ya llevas seis años
con la misma. A veces no dejan de asaltar mi mente inquietantes ideas, como
que te cansas de mí.
—Escúchame —le cogió el rostro entre las manos y la miró con sus
hermosos ojos plateados—. Aquello que yo tenía con otras mujeres era sexo
por sexo y estaba bien. Lo que tú y yo tenemos no se puede comparar. Es amor,
pasión, deseo, ternura. Tú sigues siendo para mí un misterio por descubrir. Y
no hay nada en este mundo que me resulte más apasionante que intentar
seducirte cada día.
—Bésame, Mario —Clara intentó infructuosamente no derramar una fina
lágrima que se deslizó por su mejilla.
A no ser que…
—Lo mismo digo, Shaila. Así que sabe usted chino. Supongo que le habrá
tocado viajar varias veces, con todos esos acuerdos en marcha.
—Por supuesto. Soy la intérprete —sonrió con una mueca que ya no tuvo
nada de natural.
—Claro —forzó Clara una sonrisa—. Tengo que irme.
—Yo también. Encantada de nuevo.
—Basta —se dijo Clara tapándose los oídos y cerrando los ojos—. No
sigas, o te volverás completamente loca.
Durante el resto del día procuró centrarse en su trabajo, colaborando en el
proyecto de un Centro Abierto Infantil, un espacio para niños después de la
escuela y que formaba parte de un programa para asesorar a familias. Anotó
mentalmente no olvidarse de hablar con el concejal del ayuntamiento para la
concesión de algún terreno municipal para ese proyecto, donde podrían hacer
juegos al aire libre y tener un pequeño huerto.
—Al final has venido pronto —dijo Clara recibiendo un beso de su marido
en los labios.
—Sí, he podido escaparme —dijo quitándose la chaqueta y deshaciéndose
la corbata—. Tendría que entrar un momento en el despacho y revisar un par
de cosas. En cuanto salga soy todo tuyo, ¿de acuerdo? Aunque posiblemente
tenga que marcharme un momento esta noche para una reunión de emergencia.
—De acuerdo.
Tras la reunión diaria del mediodía, Álex comenzó los preparativos para la
tarea que le esperaba esa tarde: nada menos que entrevistar a la escritora
Elena San Juan. Sonrió para sus adentros al recordar cómo se había
“decidido” entre todos en la reunión, que fuera él el que la entrevistara de
nuevo. Toda la redacción de “Futuro” recordaba las excentricidades de la
autora de las novelas más vendidas en los últimos años, y una de ellas era la
exigencia de que fuera Álex el que le hiciera todas las entrevistas.
Marta puso los ojos en blanco. Le estaba resultando realmente difícil hacer
una fotografía de aquella mujer donde no estuviera tocando a Álex o babeando
por él.
—¡Dios, Álex! ¿No temías que en cualquier momento fuera a echarse sobre
ti?
—Siempre sé hacia dónde llevar la conversación, no es la primera vez que
la entrevisto. Suele “pedir” que sea yo el que lo haga.
—Ya veo. Seguro que si hubieseis estado solos te habría arrastrado a su
dormitorio. No ha dejado de tocarte todo el tiempo —Marta pareció de pronto
dejar de reír.
—Es una cincuentona bastante agradable.
—Sí, lo es. Cada vez son más habituales las relaciones entre parejas donde
el hombre es bastante más joven que la mujer —intentaba sonar calmada,
aunque pensar en Álex en la intimidad con aquella mujer la llenaba de una
inmensa ira.
—Por supuesto. La edad no tiene por qué ser un obstáculo —siguió Álex
con su provocación.
—Pues ya sabes. Esa mujer no ha podido ser más explícita. Solo le ha
faltado echarme de su casa para poder lanzarse sobre ti. Aún estás a tiempo.
—¿No estarás celosa? —le dijo él todavía sonriente.
—Qué tonterías dices. Ni siquiera soy nada tuyo.
—Marta, mírame —él se puso más serio y ella le hizo caso—. Estaba
bromeando. No quiero nada con esa mujer. Únicamente es parte de mi trabajo
mostrarme amable con ella.
—No es necesario que me des explicaciones.
—Quiero dártelas —suspiró —. Además, me gustaría pedirte perdón por lo
de la otra noche.
—No tienes por qué. Fui yo la que comenzó.
—Me refiero a lo que te dije después. Lo siento de veras. Me enfadé
conmigo mismo por la posibilidad de haberte hecho daño.
—Pues deja de preocuparte. Estoy perfectamente.
—No puedo evitarlo. Yo no soy así, Marta. No suelo ir por ahí acostándome
con chicas inexpertas, ni me voy a la cama con mujeres que acabe de conocer.
Soy bastante más convencional.
—No creo que vivas como un monje.
—No —sonrió—, pero no soy un mujeriego.
—Lo sé, Álex. Has estado evitándome todo este tiempo. Cualquier otro se
hubiese aprovechado desde el primer momento. Pero tú no.
—Tengo mis razones.
—Ya he oído eso antes —dijo ella mirando por la ventanilla de nuevo.
—Marta —le giró el rostro hacia él con el dedo índice—, sabes que aquello
no debe volver a ocurrir.
—¿Acaso estás saliendo con alguien?
—No —dijo sorprendido—. Si hubiese estado con alguien no me habría
acostado contigo.
—¿Te has enamorado alguna vez? —preguntó ella tras una pausa, mirándole
fijamente a los ojos.
—Sí, una vez.
—¿Qué pasó?
—Únicamente sentía amistad por mí. Se casó con otro.
—Lo siento.
Álex arrancó el coche y puso rumbo a Barcelona. Sabía que había hecho lo
correcto, pero saberlo no le hacía librarse del sentimiento de pérdida que lo
embargaba.
Pasó las manos por su abdomen, duro y liso, por las protuberancias de los
huesos de su pelvis y por la suave piel de su duro miembro. Álex respiraba
con esfuerzo, quieto y rígido mientras ella seguía explorando su cuerpo, hasta
que la hizo tumbarse en la cama para poder comenzar de nuevo a besarla y
pasar sus manos y sus labios por aquella cremosa piel. Se colocó encima de
ella y la miró a los ojos.
—Tal vez esto no sea lo correcto, pero estoy cansado de hacer lo correcto
contigo —y despacio, la penetró hasta que sus caderas encajaron
perfectamente.
—Claro que es lo correcto —gimió la chica—. Es perfecto —y comenzó
con un vaivén de caderas, mientras él la besaba abriendo su boca, siguiendo
con su lengua el ritmo de su cuerpo.
Algo suave y peludo acariciaba la nariz de Marta. Abrió los ojos para
descubrir una pequeña felina ronroneando sobre su pelo. Era su única
compañía al despertar esa mañana, puesto que a su lado la cama estaba vacía.
—Hola, buenos días, Luna. ¿Te parece que busquemos a ese guapo salvador
nuestro?
Al levantarse, notó una pequeña punzada entre las piernas y sonrió
satisfecha. Álex le había hecho el amor durante toda la noche, diciéndole en
todo momento que nunca sería suficiente, que nunca acababa de saciarse de
ella. Sentía su cuerpo dulcemente colmado y un tanto exhausto, pero invadido
por una grata euforia.
Volvió a ponerse la camisa, que estaba sobre una silla. Supuso que Álex la
habría recogido del suelo del salón, lo mismo que el resto de prendas que
hubiese dejado tiradas la noche anterior.
Lo buscó por la casa sin éxito hasta que se asomó a la vidriera que daba a
un pequeño patio desde la cocina. Se quedó muy quieta, observando
maravillada la imagen que le ofrecía.
Estaba sentado en un balancín que él mismo movía rítmicamente apoyando
un pie en el suelo. Su dorada melena suelta descansaba sobre su espalda y
volvía a llevar únicamente un descolorido vaquero, con su torso y sus pies
desnudos. Sus ojos permanecían cerrados, mientras escuchaba música con
unos pequeños auriculares que provenían del móvil que descansaba en su
regazo.
—¿Piensas acercarte en algún momento? —le dijo el chico sin llegar a abrir
los ojos.
—Por supuesto —Marta dejó la cámara a un lado y se sentó en el balancín
junto a él—. ¿Qué escuchas? ¿Me dejas probar? —y se colocó uno de los
auriculares.
—No creo que te suene de nada esta música —dijo él irónico—. No
esperes escuchar a Enrique Iglesias o Alejandro Sanz. Es rap, un grupo
llamado Violadores del Verso.
—¡Ei! —dijo ella dándole con el codo en el costado—, claro que los
conozco. Recuerdo esta canción que suena ahora, que dice:
—Vaya —dijo Álex divertido, mirándola por primera vez esa mañana—,
eres una chica realmente sorprendente.
—¿Ya no te parezco una pija inútil?
—No, mi sirena —le dijo colocándole un pelirrojo mechón tras la oreja—,
nunca me lo has parecido. Perdóname de nuevo. Me pareces valiente, fuerte,
decidida, hermosa… Eres el sueño de cualquier hombre hecho realidad. Al
menos el mío.
—Gracias —contestó ella conmovida. Nunca un chico le había dicho
palabras más sinceras. Siempre se habían limitado a alabar su belleza, como
si dieran por hecho que ahí acababa todo. Álex no imaginaba lo que aquello
significaba para ella.
Lidia abrió mucho los ojos y las palabras que iban a salir por su boca se le
quedaron atascadas.
—Encantado, Lidia —el joven se inclinó sobre ella y le dio un beso en cada
mejilla.
—Igualmente —susurró—. Marta, ¿podemos hablar un momento? —y se
alejaron unos pasos de Álex, que volvió a meterse en el coche.
—¡Dios, Marta! ¡No me extraña que no te sintieras atraída por ninguno de
aquellos chicos! ¡Esto sí que es un tío! ¡Joder, he estado a punto de derretirme
cuando me ha hablado y me ha besado!
—Estoy loca por él, Lidia. Gracias por ayudarme —le dio un abrazo a su
amiga y se marchó hacia el coche.
—Pero, ¿a dónde vas?
—¡Ya te contaré!
Subieron durante largo rato, parando de vez en cuando para que Marta
hiciera bonitas fotografías del paisaje: de una ardilla camuflada entre las hojas
royendo una bellota, un arbusto de aulaga ocultando sus espinas tras sus flores
amarillas, el detalle de una rama de abeto cargada de piñas…
Tras un último impulso, Marta paró para descansar e inspirar aire y vio
cómo Álex le señalaba a su alrededor. Rio feliz y comenzó a girar sobre sí
misma cuando se dio cuenta de que estaban sobre una pequeña cumbre, desde
la que se divisaban otras montañas bastante cercanas. El día estaba claro, con
el cielo de un límpido azul y un luminoso sol que deslumbraba y te obligaba a
cerrar los ojos. No existía ruido alguno que enturbiara aquella paz y pese a
que no estuvieran a demasiada altura, a Marta le pareció que estaban en la
cima del mundo. Tenía ganas de reír y de gritar y así se lo hizo saber a Álex.
—Has dado en el clavo. Descubrí hace un tiempo que a esta altura, con la
lisa pared de las montañas de enfrente y con este silencio, se dan las
condiciones más favorables para obtener un buen sonido del eco. Cuando algo
me tiene frustrado, vengo aquí y grito durante un buen rato. Prueba y verás.
—¿Me estás diciendo que me ponga a gritar como una loca?
—Exacto. Puedes gritar simplemente, o decir lo que se te ocurra.
Comenzaré yo.
Álex tomó aire en sus pulmones y lanzó un tremendo grito al vacío, que le
fue devuelto al instante, y que reverberó en aquel valle de forma tan
espectacular que Marta sintió el vello de punta.
Marta, sintiéndose cada vez más exultante y un poco traviesa, miró de reojo
a Álex y comenzó a correr entre los árboles.
Pero ella siguió bajando y bajando, sin mirar prácticamente por dónde
pisaba. Hasta que, de la manera más simple, resbaló en una zona húmeda del
suelo y cayó sentada sobre su trasero, deslizándose como por un tobogán, y
cayendo sin parar hasta topar con un fragante colchón de hojarasca y pinaza.
Durante un instante se quedó sin respiración y mantuvo sus ojos cerrados, lo
que alarmó a Álex cuando la contempló allí tirada.
—Marta, para, por favor —dijo separándose de ella—. No creo que sea el
lugar más apropiado.
—Pues a mí me parece perfecto, en medio del bosque. No podría haber un
lugar más romántico. Y excitante —dijo seductora.
—Pero podría pasar alguien.
—Aquí arriba no subirá nadie.
—Algún excursionista despistado.
—No me seas mojigato —empezó a introducir la mano por la cintura de sus
pantalones.
—Para, cariño.
—¿Algo rapidito?
—Dios, te he convertido en una lujuriosa.
—Pero nada más que contigo.
—Eso espero.
Álex posó sus labios sobre un pecho de Marta para pasar su lengua a través
de la camiseta. Cuando la tela estuvo húmeda, le dedicó la misma atención al
otro, mordisqueando suavemente cada pezón. Bajó el escote de la camiseta y
Marta sintió que sus pezones se erguían al contacto de la humedad con la brisa
que movía las hojas de los árboles. Con la boca de Álex directamente sobre su
piel, Marta cerró los ojos e introdujo sus dedos en la larga y sedosa cabellera
del joven. Aquel contacto con su pelo la excitaba y al mismo tiempo la hacía
sentirse segura, confiada, como en casa, como si su lugar estuviera ahí, con él.
Sin separar la boca de sus pechos, Álex introdujo su mano bajo la cintura de
los vaqueros y la deslizó bajo el elástico de las braguitas. Encontró su sexo
hinchado y húmedo y comenzó a excitar su parte más sensible. Marta se vio
inundada de un calor líquido y denso, que a los pocos minutos la hicieron
retorcerse dominada por un intenso clímax.
—Creo que, si piensas que ya estás relajada del todo, sería un buen
momento para seguir nuestro camino —sintió decir a Álex, sonriente,
exhalando el aliento en su cuello.
—Mmm —murmuró ella satisfecha—. ¿Y tú, cariño?
—Más tarde, preciosa —dijo mirando sus ojos nublados de pasión—. Me
parece que por hoy ya hemos retozado bastante.
Álex la ayudó a incorporarse, agarrándola de los brazos, y ella se dejó caer
sobre su pecho. Lo miró a los ojos y una miríada de sensaciones pareció
agolparse en el interior de los dos jóvenes. Fue un momento intenso, después
de la intimidad vivida.
—Álex…
—Chsst —la acalló posando un dedo sobre sus labios, a lo que ella
respondió besándole la yema—, vámonos, sirena —entrelazó los dedos en su
mano—. Será mejor que vayamos bajando.
Para llegar hasta la playa desde su casa, Clara únicamente tenía que cruzar
la calle y atravesar un grupo de pinos, tras el cual ya podía caminar descalza
sobre la arena y dejarse invadir por el olor a salitre, por la brisa del mar, el
sonido del romper de las olas o el agudo graznido de las gaviotas.
Sabía de la casi dependencia de Mario a vivir cerca del mar. Era algo que
anteponía a cualquier comodidad o lujo de una vivienda. Ni se le pasaba por
la cabeza vivir en algún lugar apartado de su amada costa mediterránea. Él la
había contagiado de aquella necesidad de caminar por la fina arena, junto a la
espuma blanca de las olas, ya fuese invierno o verano, hiciese sol o el cielo
amenazara lluvia, como ese preciso día.
Sin decir nada, flexionó las piernas y se sentó junto a su marido. Posó la
mirada en su rostro y sintió su corazón latir más aprisa, como siempre que
admiraba la belleza de sus facciones. Aunque en ese momento, esos latidos
fueran acompañados de un deje de dolor, al apreciar la nota de cansancio en
sus ojeras, la barba de dos días y unas finas arrugas alrededor de sus ojos.
Mario siguió unos minutos más con la mirada fija en el mar grisáceo y
agitado por el viento. Después se levantó ágilmente y aferró la mano de su
mujer para levantarla del suelo.
Clara alargó la mano para tomar la caja y miró a su marido. Llevaba puesto
un traje oscuro con camisa blanca, corbata gris y gemelos de oro blanco.
Clásico y espectacular, como siempre.
Se había afeitado y parecía un poco más despierto gracias al litro de café
que había ingerido, aunque las sombras oscuras bajo sus ojos siguieran allí.
—Sé que no te gustan las joyas y apenas los regalos. Pero acéptame este,
por favor. No persigo ningún objetivo ni interés especial. Fue solo un impulso.
—Está bien. Pónmelos.
—Esta noche, en la cama —dijo Mario mientras se los ponía, en voz baja y
sensual— quiero verte con ellos. Únicamente con ellos.
—¿Dónde me vas a llevar? —preguntó Clara para intentar disimular el
calor que comenzó a inundarla.
—Donde tuvimos nuestra primera cita.
Tomaron un taxi que a los pocos minutos paró en el Paseo de Gracia. Mario
le abrió la puerta a Clara, que nada más poner los pies en la acera abrió
mucho los ojos y miró a su marido con mirada interrogante.
—No me he acostado con ninguna mujer que no seas tú en los últimos seis
años. Y no tengo intención de hacerlo nunca.
—Lo sé —contestó Clara peinando con los dedos el suave cabello de su
marido. En realidad siempre lo había sabido.
—¿Lo sabes? ¿Se puede saber entonces por qué me has estado atormentando
de esta manera? —dijo levantando de golpe el rostro de entre los suaves
pechos.
—He estado un poco susceptible.
—¿Por qué motivo?
—¿Crees que será un problema que Marta tenga un hermano con el que se
lleve veintitrés años?
—Por cierto —dijo Mario antes de que el sueño los reclamara—, no hemos
terminado de aclarar el tema de las notas y mensajes de móvil que te has ido
encontrando. ¿Crees que hay alguien detrás de todo esto?
—Debe de haberlo. No es ninguna coincidencia. Alguien debe desear que
tengamos problemas. ¿Me ayudarás a descubrirlo?
—Por supuesto, cariño. Siempre.
CAPÍTULO 9
Debía de darse prisa si quería llegar a tiempo a casa de Álex antes de irse a
trabajar. Clara llevaba varios días pensando en aquella visita, sobre todo
desde el día que había mantenido una conversación con Marta, en la que
hablaron de todo un poco, pero sobre todo de sentimientos. Hacía tiempo que
intuía algo, y sabía de la dificultad que entrañaría aquella relación, pensando
en la posible reacción de Mario.
—¿Qué tal con Álex? —le había preguntado Clara a Marta una mañana que
habían coincidido tomando el sol en el jardín.
—Muy bien —había contestado entusiasmada—. Aunque no tengo mucho
tiempo, busco hueco donde no lo hay para hacer fotografías de las noticias que
me encargan.
—Me refería a tu trato personal con él.
—Clara, no te voy a andar con rodeos. A ti no puedo engañarte. Todos
sabemos de tus intuiciones, que casi nunca fallan —pareció inhalar una
bocanada de aire—. Me gusta, me gusta mucho —suspiró—. En realidad, le
quiero.
—Ya —suspiró Clara—. Había tenido una de mis corazonadas con vosotros
dos, y la verdad, me hace feliz que estéis juntos. Álex es un chico
extraordinario. Pero creo que deberías esperar un poco a decirle algo a tu
padre.
—Sí —respondió Marta con una sonrisa cómplice—, de momento será un
secreto de chicas.
Cuando Álex abrió la pesada puerta de su casa, Clara temió por un momento
que se hubiese quedado congelado, pues parecía sorprendido de verdad.
—Estoy feliz por ti, Clara —le dijo pasando la mano por su mejilla—. Te lo
mereces.
—Gracias, Álex.
—No, Clara, gracias a ti.
Porque por fin, el joven periodista reconocía, en aquel preciso instante, que
sus sentimientos por Clara habían cambiado, que la noticia de su embarazo le
alegraba sinceramente. La miró, preguntándose cuándo habría ocurrido, pero
tenía la respuesta dentro de su propio corazón: cuando se enamoró de nuevo,
de forma súbita y fulminante, como algo que te estalla en la cara sin esperarlo,
volviendo todo su mundo del revés, relegando el cariño que sentía por Clara a
la categoría de primer amor o amor juvenil. Fue como quitarse de encima una
gran losa que hubiese estado encadenada a su espalda durante los últimos
años.
Aquel sentimiento de culpabilidad que lo inundaba cada vez que fantaseaba
con Clara sabiendo que ella era de otro, se iría para siempre.
—Así es, Álex —le dijo Clara como si le leyera el pensamiento—. A
veces, mientras más perseguimos algo, más se nos resiste, y cuando
pretendemos huir de ello, nos persigue, implacable. Pero recuerda: si es
nuestro destino, no podemos hacer nada, solo dejarnos llevar y esperar que
nos alcance.
Marta se giró hacia Álex. Había pensado muchas veces que un día le
contaría lo de la apuesta, como una anécdota divertida. Pero ahora la miraba
con una expresión que no le había visto nunca en su hermoso rostro, una
expresión parecida al odio.
Comenzaron aquel trayecto sin decir una palabra. Marta, mirando por la
ventanilla, con ganas de darle un buen puñetazo al chico terco y cabezota que
conducía a su lado, pero a la vez se sentía abatida, porque si él no le daba la
oportunidad de explicarse y se iba cada uno por su lado, tal vez luego le fuera
muy difícil volver a verlo y convencerle de que ella no era la persona horrible
que él imaginaba. Un nudo de pesar se le instaló en el abdomen al pensar que
él no quisiese volver a verla, en no volver a estar con él.
Álex se acercó a Marta en dos zancadas, pero ella volvió a apartarse, esta
vez más decidida.
Pero nada más asir el picaporte de la puerta de entrada, Marta sintió unos
brazos en su cintura, suaves en su abrazo pero fuertes para no dejarla ir.
—Déjame…
—No —le susurró Álex apoyando la barbilla en su hombro—. ¿Llamarte o
vernos por ahí? Ni hablar. No pienso dejarte, no dejaré que te vayas ahora de
mi lado.
—¡Marta! —la llamó él. Y por mucho que corrió, Álex la alcanzó en un
santiamén—. Marta, espera, por favor.
Esta vez no la tocó. Se quedó tras ella, esperando, respirando aún deprisa.
Esperó lo que le parecieron unos minutos eternos para ver cómo ella se daba
la vuelta, lo miraba con los ojos brillantes y se abalanzaba en sus brazos para
terminar de derramar en su hombro las lágrimas que aún le quedaban dentro.
Álex la dejó hacer, mientras le pasaba la mano por el pelo y sentía la humedad
en su camisa. Seguían en medio de la acera, en el hueco de sombras que se
formaba entre dos farolas titilantes demasiado antiguas. Apenas pasaba ya
nadie por la calle, pero eso a ellos no les importaba.
El joven la cogió por la cintura y la elevó del suelo, rozando su pelo con los
labios, susurrándole palabras de consuelo que ella apenas entendía pero que la
confortaban plácidamente. Mientras ella se afianzaba a sus hombros y sentía
anhelante su cercanía, él la cogió en brazos y entraron en la casa.
Una vez dentro, Álex le preguntó si quería que la llevara a su casa, a lo que
ella negó con la cabeza. La llevó a sentarse en el balancín del patio,
acomodando a Marta sobre su regazo, sin dejar de peinar sus rojas guedejas,
hasta que se quedó dormida.
Aquella tarde se había levantado un fuerte viento que agitaba los árboles,
silbaba sobre las ventanas y oscilaba el bonito llamador de ángeles que
colgaba en el techo de la entrada, y que producía su constante música metálica
y hechizante.
Mario entró en el salón, con su paso elegante y resuelto, vestido con un traje
gris y su cabello negro revuelto por el viento. Saludó a la pareja, acercándose
seguidamente a su mujer para darle un beso en los labios, donde se demoró
unos segundos más de la cuenta. Antes de separarse de ella, le rozó la mejilla
con la nariz y la barbilla con el pulgar, caricias que denotaban la complicidad
y el amor que se profesaban. Sonrió al verla con los ojos cerrados como
reacción a aquel leve y tierno contacto.
Luego ella abrió y fijó en él sus profundos ojos oscuros. Después de los
años transcurridos seguía sintiéndose invadida por aquel aleteo en su
estómago cada vez que su marido la tocaba y la miraba con su penetrante
mirada plateada. Era el privilegio de haber amado a ese hombre y saber que él
sentía lo mismo por ella. Un amor que parecía crecer con cada espacio de
tiempo que pasaba y con cada nuevo obstáculo que superaban.
—Vayamos ya a por el tema que nos trae —comenzó a decir Sergio. Luego
continuó argumentando como buen abogado—. Comenzaremos por remitirnos
a las pruebas físicas de que disponemos. Tenemos una nota y un mensaje, ya
que la camisa con supuestos restos de maquillaje y perfume ya fue lavada,
aunque creemos a Clara y sabemos que alguien tuvo que tomarse la molestia
de hacerla aparecer. Como prueba más subjetiva, tenemos una mujer que
trabaja en Empresas Climent y que podría ser sospechosa según —carraspeó
—, el sexto sentido que todos conocemos de Clara. Todo junto nos lleva a la
hipótesis más plausible de una amante despechada, lo que me hace preguntarte
—dijo mirando a Mario— lo que tal vez sea una mala pero inevitable
pregunta: ¿recuerdas haber mantenido una aventura con esa mujer en el
pasado?
—Y yo te contesto con lo que tal vez sea una peor respuesta: que no lo sé —
miró de reojo a su mujer—. En aquella época no me fijaba demasiado en el
rostro de las mujeres, mucho menos recuerdo sus nombres.
—Ya —contestó Sergio—. De todos modos creo que deberíamos empezar
por averiguar algo de la mujer. ¿Qué sabes de ella?
—No mucho —Mario sacó su móvil y marcó un número—. ¿Elisa? Sí,
escucha. Quiero que te encargues, con la ayuda de tus fuentes de confianza, de
averiguar todo sobre Shaila. No me importa si tenemos su currículum y una
docena de cartas de recomendación. Quiero saberlo todo sobre ella, su
familia, su pasado, donde ha vivido, estudiado, qué come y con quién duerme.
Sí, urgente. Gracias, Elisa —y colgó.
—Bien —prosiguió Sergio—. La otra cuestión es saber cómo pudieron
llegar las pruebas hasta vuestras manos. ¿El personal de servicio es totalmente
de confianza?
—Por supuesto —contestó Clara—. Jamás hemos tenido el más mínimo
problema con ellos.
—De todos modos —aclaró Sergio—, no estaría de más que os asegurarais
de ello.
—Hola, Álex.
—¡Hola, Marta! Mira, te presento a una amiga. Ella es Sandra, la dueña del
gimnasio.
—Encantada —la saludó la mujer con una sonrisa sincera.
—Lo mismo digo —contestó Marta con una sonrisa forzada.
—Nos seguiremos viendo —le dijo Sandra a Álex. Y acto seguido, y ante la
atónita mirada de Marta, le plantó al chico un beso en los labios, le guiñó un
ojo y se marchó.
—Qué sorpresa, sirena —le dijo Álex cuando la mujer se hubo marchado.
—¡Está claro que ha sido una sorpresa! —Exclamó Marta apretando los
puños—. ¡Vengo a verte y te encuentro besuqueándote con otra!
—¿Besuqueándome? —dijo asombrado—. Ven conmigo ahora mismo —y
tiró de ella hacia el interior de un portal, como si fueran un par de
adolescentes buscando un poco de intimidad.
Álex la cogió de la cintura, la apretó contra su cuerpo y comenzó a besarla
en la boca, abriéndosela directamente con los labios para introducirle la
lengua y lamerle los dientes, el paladar, el interior de las mejillas y acabar
succionando su lengua y sus labios.
Marta lo miró con ojos soñadores. Y con el cuerpo ansioso. Nada más sentir
el cuerpo duro encajado contra el suyo y aquel beso alucinante, todas sus
terminaciones nerviosas habían gritado y habían provocado un delicioso
anhelo y humedad entre sus piernas.
Pero no consiguió que olvidara la imagen de la mujer que le besaba.
Marta observó a la gente con la que se cruzaban, que saludaban a Álex con
simpatía y cariño, lo mismo un anciano, que una chica con su bebé o un grupo
de adolescentes con el pelo de punta y oxigenado. Y él, al mismo tiempo, les
devolvía el saludo, preguntando por la esposa del anciano, el bebé de la mujer
o bromeando con aquel grupo de jóvenes.
Pero también era un profundo anhelo cuando no estaba cerca, inquietud por
no saber a veces si él sentía lo mismo y, sobre todo, un profundo temor a
perderle, a que se desvaneciera de su vida para siempre.
El amor dolía, y mucho.
Mujeres o niñas. Con su físico y su carácter, Álex parecía tener imán para
las féminas de cualquier edad.
—¡Álex! ¿Dónde te habías metido? Más vale que haya cervezas en esas
bolsas, estamos secos.
—¡Marta! —saltó de pronto Alberto, que cada día quedaba más patente que
no sabía beber—. ¿No te hemos contado alguna de las tonterías que hizo tu
chico cuando estábamos en la universidad?
—No le interesan —dijo Álex con desgana.
—Sí que me interesan —dijo Marta—. Decidme, ¿era un ligón?
—¡Vaya si lo era! El muy egoísta arrastraba montones de chicas tras de sí,
pero el muy idiota las ignoraba casi todo el tiempo. Él andaba colgado de otra
chica que no le hacía caso y solo tenía ojos para ella.
—Alberto —quiso cortarle—. Ya está bien.
—No me importa, Álex —intervino Marta—. Hoy he visto cómo te besaba
una mujer y una chica ponerse colorada al hablarte. Imposible sentir más celos
por un día.
—Sí, tío —insistió el reportero—. Aquella rubia que estaba tan buena, que
luego resulta que se casó con otro. Cuando comenzamos el lío de la revista
parecías un muerto viviente por culpa de esa boda. ¿Cómo se llamaba…? ¡Ah,
sí...!
—¡Basta! —Álex les quitó a todos los botellines de cerveza que sujetaban
en sus manos—. Ya es hora de que os vayáis. Quiero estar a solas con mi
chica.
—Vale, vale —se quejaron—. Ya nos vamos. Pasarlo bien —dijeron
guiñando un ojo a Marta y marchándose ya de la casa.
Una vez en el dormitorio, Álex le bajó los tirantes del vestido y lo dejó caer
al suelo, lo mismo que su conjunto blanco de encaje de ropa interior, hasta
dejarla desnuda. A través de las cortinas entraba a raudales el sol del
mediodía, dejando patente la cremosidad de la piel de Marta, y convirtiendo
su melena en un halo de fuego.
Marta se encontró inmóvil con los brazos estirados hacia arriba, aunque
Álex le había dejado libres las piernas. En ningún momento se sintió
amenazada, pero una leve incertidumbre la invadía, sobre todo debido a la
oscuridad que la envolvía. Escuchó los susurros de tela que provocaba él al
desnudarse.
—¿Álex?
—Estoy aquí, cariño.
Álex emitió una sonrisa ladina. Ya había sufrido bastante. Apoyó los muslos
de Marta sobre sus hombros y comenzó a besarla entre las piernas, primero
suavemente, después con fruición, obligándola a clavarle los tobillos en la
espalda y a tirar con todas sus fuerzas de los pañuelos que la anclaban a la
cama. Siguió embebiendo de ella hasta que la oyó gritar y convulsionarse en
su boca. Después la tranquilizó con suaves besos en el vientre.
—Pero, ¿tú de qué vas? —gritó—. ¿Con qué derecho me haces esto?
—Lo siento, cariño —dijo contrito—. Yo solo pretendía…
—¡Qué! ¿Qué pretendías? ¿Hacerme sufrir? —comenzó a sujetar a Álex a
los postes de la cama con los mismos pañuelos que él había utilizado con ella,
tirando bien fuerte hasta que los músculos de sus brazos se marcaron, tensos y
duros.
—¿Y ahora qué hacemos con esto? —dijo la chica mirándole con pícara
sonrisa señalando su miembro hinchado.
—¡Joder, Marta! Me habías preocupado. A veces creo que disfrutas
angustiándome —la miró a los ojos—. Entonces, ¿todo está bien? —le
preguntó con un deje de preocupación.
—Claro que sí, tonto, ¿qué te creías? Ya te lo dije el otro día —lo miró con
el corazón en los ojos—, tú has sido mi mejor medicina y mi mejor terapia —
disimuladamente le pasó la uña del dedo índice a todo lo largo de su erección.
—Arpía —dijo él entre dientes—. ¿Qué se supone que vas a hacer ahora
conmigo? ¿No me taparás los ojos?
—No —dijo tamborileando con sus dedos sobre el vientre del chico—,
creo que dejaré que me mires, pero —cogió el pañuelo que debería haberle
cegado, para rodearle con él los tobillos y dejarle las piernas inmóviles —
nada de moverte. Por cierto, ¿qué era aquello tan suave con lo que me has
acariciado en primer lugar?
—Mi pelo.
—¿Tu pelo? —parpadeó confusa.
—Pues sí. ¿Te ha gustado?
—Mucho —contestó con voz sensual.
Marta sostenía una copa de cava frío en sus manos, contenta porque todo se
desarrollara según lo previsto, pero apesadumbrada por la ausencia de Álex,
ya que la había llamado en un último instante para decirle que no podría
asistir, porque debía cubrir el reportaje del partido de fútbol entre el Barça y
el Real Madrid en el Camp Nou. Parece ser que nadie más que él y Pablo
podían hacerlo.
Qué casualidad.
Aun así y lo melancólica que se había puesto, decidió que era su fiesta de
cumpleaños y que se lo pasaría bien. Todos bailaron, rieron, bebieron y
volvieron a bailar. Notaba ya el sudor en su espalda y los pies doloridos
cuando Marcos se situó frente a ella para bailar al ritmo de Enrique Iglesias.
Marcos la cogió de las manos para seguir el vaivén y ella se dejó hacer,
pero el grupo musical pareció querer dar un respiro a los invitados tocando a
continuación una melodía suave y lenta. Cuando el chico cogió a Marta entre
sus brazos, esta intentó desasirse de él.
Pero no llegó a posar sus labios en la copa. Álex había venido. Fue como
ver salir el sol un oscuro día de lluvia. Fue confirmar que lo que sentía por él
era muy intenso. Fue sentir alivio porque todo estaba bien y en su lugar.
Vestía un traje oscuro y una camisa negra sin corbata, que resaltaban su
rubia melena recogida y sus ojos dorados, que parecían refulgir en la
penumbra de la noche, como si formaran parte de las brillantes luces del
jardín. Se acercó a ella con pasos inseguros y una sonrisa tímida y se paró
justo delante. Llevaba en sus manos una bolsa de papel, blanca con corazones
rojos, que parecía no dejar de retorcer entre sus dedos.
Marta abrió la bolsa y extrajo de ella su regalo. Era una muñeca de tacto
blando y suave, con unos enormes ojos azules en su redonda cabeza y largo
cabello rojo, y cuya mitad inferior del cuerpo estaba formada por una plateada
cola de sirena.
La joven estrechó la muñeca contra su pecho, tratando de disimular la
humedad que se había formado en sus ojos, emocionada por la ternura que le
suscitaba aquel enternecedor regalo.
—Gracias, Álex. Es preciosa.
—La vi y no pude resistirme. Te compraré algo mejor con más tiempo.
—No importa, de verdad, yo…
—¿Es este el tío con el que sales ahora? —los interrumpió Marcos. La
borrachera que llevaba encima la delataban la botella que llevaba en la mano
y su ropa desaliñada. Varios amigos suyos, un poco más sobrios, parecían
escoltarle.
—Esta es una conversación privada, Marcos —le dijo Marta.
—¿Y tú de dónde has salido? —dijo el chico haciendo caso omiso—. ¿Eres
uno de los camareros?
—Marcos, lárgate —volvió a decir Marta.
—¿No serás tú el dueño de la mierda de furgoneta que hay fuera con el resto
de coches?
—Pues sí —dijo Álex tranquilo.
—¿Y qué haces aparcándola junto a mi Lotus? ¡Cómo le vea un simple
rasguño te parto la cara!
—Oye, tú, niñato —Álex empezaba a mosquearse con el puñetero pijo
borracho—, vete a casa de papá a dormir la mona.
—¿Qué has dicho, proletario de mierda? ¿Te crees que eres igual que
nosotros, vistiendo trajes de imitación y tirándote a nuestras tías?
—¡Basta! ¿Qué ocurre aquí? —gritó uno de los guardias para hacerse oír
entre el alboroto.
—Es tarde, Marta. ¿Qué haces aquí? —dijo con las llaves del coche en las
manos y asiendo ya la maneta de la puerta.
—¿Dónde vas con el coche así?
—Más tarde lo llevaré al taller.
—Siento mucho lo que ha pasado, cariño. Marcos es un inmaduro con
demasiado dinero.
—Déjalo ya, Marta, no necesito tus disculpas. Tú no tienes la culpa de
nada.
—Lo siento de todas formas. ¿Cómo está tu herida?
—No es nada. Ahora tengo que irme.
—¿A dónde vas?
—A ninguna parte. Vete a casa.
—No. Voy contigo —sin esperar su permiso, Marta se subió hasta las
rodillas el vestido negro que todavía llevaba puesto, y se montó en el lugar del
copiloto.
—Marta... —dijo el chico con voz cansada frotándose los ojos. Pero se
montó y arrancó el motor.
—¿Adónde ibas? —preguntó Marta mientras se desabrochaba los altos
tacones y frotaba entre sí los dedos doloridos de sus pies.
—A dar una vuelta.
—Espera —le dijo al ver que ella posaba un pie descalzo sobre el suelo
exterior—, aquí no puedes caminar descalza, te harás daño.
—Lo sé, pero nadie me obligará en este momento a ponerme otra vez esos
malditos tacones.
—Un momento —Álex se acomodó la bolsa a la espalda, se agachó y le
pasó un brazo por la cintura y otro tras las rodillas para cogerla en brazos y
sacarla del coche. Ella se dejó llevar y se abrazó a él, hasta que la depositó
suavemente sobre un banco de piedra frente a una barandilla que les separaba
del desnivel del terreno.
—Gracias —susurró—. Álex, estas vistas son espectaculares.
—Sí, lo son. Este lugar está muy cerca de mi casa y de vez en cuando me
gusta venir para observar la ciudad. Me siento relajado y me hace pensar que
diviso todo un mundo desde aquí, que ahí abajo hay miles de historias que
contar.
Marta pensó que ella no solía pararse a pensar en esas pequeñas cosas de
las que Álex era tan consciente. A solo unos minutos de la ciudad, desde ese
lugar, podías imaginar en abarcar con una sola mano toda aquella metrópoli
que se extendía hasta el mar, desde las tres chimeneas de Sant Adrià hasta el
puerto que desaparecía tras la montaña de Montjuic.
—¿Y qué sueles hacer aquí, además de mirar? ¿Tiene algo que ver esa
mochila que has cogido del coche?
—¿Esto? No, no tiene importancia, solamente es un pasatiempo.
—¿Puedo verlo? —le dijo ella con voz suave.
—Escribo… cosas.
—¿Escribes? A ver, déjame echar un vistazo.
Una sombra se paseó por los rostros de ambos al recordar de nuevo aquella
noche.
—Lo siento, cariño —le dijo su padre—. Pero él ya tenía que haberte
puesto en antecedentes. Creo que se ha comportado como un cobarde.
—Tal vez tengas razón, papá —se levantó de golpe de la silla y salió de la
cocina para dirigirse a las escaleras de la planta superior.
—¿Adónde vas? —gritó a su hija.
—Déjala, Mario —Clara lo agarró del brazo—. Tiene que arreglar sus
problemas ella sola. Deja que hablen y lo aclaren todo.
—No, Clara. Dejaré que se adelante, pero luego yo también le haré una
visita a nuestro querido y viejo amigo.
—Mario, no…
—Sí, Clara. Tengo pendiente una conversación con él que debería haber
tenido hace años —cogió su móvil y marcó un número—. Miguel, lleva a mi
hija a donde te indique. Cuando llegues me llamas y me dices dónde está.
¿Cómo podía ella imaginar que su amor secreto era Clara? ¿Que la relación
que mantenían hace años él y su padre era la de rivalidad por una mujer? ¿Que
esas eran las razones por las que había huido de ella todas aquellas ocasiones
en las que deseaba tanto estar con él?
—¿Álex?
—¡Marta! ¿No deberías estar durmiendo?
—Yo creía —comenzó Marta a hablar en voz baja— que cuando huías de
mí al principio era porque yo era de familia adinerada.
—¿A qué viene eso?
—Creía que te hacía sentir inferior, y no imaginas lo culpable que me sentía.
Me sentía la causante de que me evitaras cuando a mí no me importaba en
absoluto tu cuenta corriente ni el coche que tuvieras o la casa donde vivías.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—¡Y resulta —su voz subió de volumen— que no era por nada de eso, sino
porque estabas enamorado de la mujer de mi padre!
Silencio.
—Marta —se pasó las manos por el rostro—, es algo complicado, déjame
que te lo explique.
—¡Una chica rubia, que solo quería tu amistad y que se casó con otro!
¿Cómo he podido ser tan estúpida?
—Marta…
—¡Niégamelo, Álex! ¡Niégame que cuando yo andaba tras de ti esperando
que te fijaras en mí, tú todavía la querías! Y yo, mientras tanto, ansiando una
sonrisa tuya, como si aguardara a que me echaras una limosna en un ajado
sombrero. ¡Qué patética debía de resultar!
—¡Basta, Marta! ¡Escúchame!
—Adelante, Álex —se escuchó la voz de Mario en la puerta—. Todos
estamos ansiosos por escucharte.
—Mario…
Sin esperar a que siguiera hablando, Mario se acercó en dos zancadas y, sin
pensárselo dos veces, le asestó un fuerte puñetazo al joven periodista que lo
lanzó al suelo entre papeles y objetos que sembraban el despacho.
Ahora venía el momento más difícil. Mirar a Marta a la cara. Se levantó del
suelo y se quedó de pie frente a ella. Unas finas lágrimas manaban de sus ojos
y Álex sintió como si una mano le penetrara el pecho y le arrancara el corazón.
Pero el dolor también le vino del fuerte golpe que le hizo volver la cabeza
hasta casi ponérsela de revés. Marta le había asestado una fuerte bofetada que
le hizo arder la piel y ver puntitos brillantes ante sus ojos.
Clara observó a la chica por la que sentía verdadero afecto, desde que
entrara a formar parte de su vida, cuando era una adolescente. Al principio su
presencia la descolocaba un poco, por el gran parecido físico que compartía
con su madre. Pero, en poco tiempo, con su carácter extrovertido y su gran
corazón, se ganó totalmente su cariño.
...
Marta apartó a un lado por unos momentos los apuntes sobre Derecho Penal
y se estiró sobre la cama. Sin pensarlo, apretó contra su pecho la suave
muñeca sirena que ahora descansaba siempre sobre su cama. Se giró sobre un
lado para dirigir su mirada hacia la tenue luz del atardecer que entraba por la
ventana. Por más que quisiera evitarlo, su mente no dejaba de recordarle las
últimas palabras que le escuchara decir a Álex. Ella no había sido más que un
instrumento de venganza, un daño colateral en la historia de un triángulo
amoroso del pasado, cuyos protagonistas habían sido su padre —al que quería
con locura—, Clara —la mujer de aquel y amiga suya— y Álex, al que seguía
queriendo. Y esto último era lo que más la abrumaba, hasta oprimirle todo
pensamiento cuerdo, pues, a pesar de todo, ella continuaba amándole.
No podía hacer nada contra ello, el corazón no parece entender de secretos
o mentiras.
A veces el corazón te juega verdaderas malas pasadas.
Se removió inquieta y metió un brazo bajo la almohada. Sus dedos
afianzaron algo que ya no recordaba haber puesto ahí.
Era el pen con la novela.
Sin pararse a pensar en lo que hacía, se incorporó, se puso el portátil sobre
el regazo e introdujo el pen en el ordenador.
...
Habían sido dos semanas francamente duras. Mario se dejó caer sobre el
sillón de piel del despacho de su casa, se apartó el flequillo de la frente con
los dedos y cerró los ojos.
La empresa no dejaba de reclamar su tiempo, aun habiendo firmado ya el
contrato con los empresarios chinos. Todavía no había hallado nada
concluyente en los informes que le habían entregado sobre Shaila. Aún no
sabían quién habría intentado separarles ni cómo habían podido infiltrar todos
aquellos indicios en su propia casa.
Y ahora debía de añadir que su hija estaba más triste de lo que él recordaba
en su vida.
Lamentaba cómo habían tenido lugar los hechos relacionados con su hija y
el periodista. Cuando lo pensaba fríamente, le daba la razón a su mujer, que lo
había tachado de impetuoso e impulsivo, adjetivos que nunca se le habían
podido atribuir. Pero estaba en juego la felicidad de su hija y eso era lo más
importante.
Unos toques en la puerta lo devolvieron a la realidad.
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto, pasa hija.
—Quería hablar contigo un momento.
—Tú dirás —Mario intentó no fijar demasiado sus ojos sobre el rostro
pálido de su hija. Tenía profundas ojeras y su ánimo estaba mustio, sin brillo,
despojándola de la fuerza arrolladora que la acompañaba siempre.
—Voy a seguir tu consejo de cambiar un poco de aires. En cuanto termine
los exámenes me marcharé unos días con mi madre. Tal vez unas semanas.
—¿Con tu madre? —dijo Mario con voz estrangulada.
—Sí, creo que me irá bien, aunque no creo que sea durante todo el verano,
me marchitaría en esa ciudad.
—Está bien, princesa —su padre se levantó y le tocó la mejilla—. Aunque
solo sean unos días te echaré de menos.
—Y yo a ti, papá —intentó parecer serena, aunque en ese momento solo
deseó llorar sobre el hombro fuerte y confortable de su padre—. Querría
pedirte un favor antes de irme.
—Lo que quieras.
—Quiero que esta novela vea la luz —Marta le alargó a su padre el
pendrive con la lectura de la novela. Había pasado dos días y dos noches
enteras sin dormir, leyéndola. Se había emocionado, reído y llorado con ella.
Era lo mejor que había leído en mucho tiempo y no pensaba desperdiciar tanto
talento y sensibilidad acumulados en aquellas páginas—. Con tus contactos no
te será difícil —no solía exigirle a su padre ningún privilegio, pero aquella
vez haría una excepción.
—Veré lo que puedo hacer.
—Gracias papá.
Mario se hacía una idea de a quién podía pertenecer aquella novela, pero no
hizo ningún comentario. Se limitaría a ayudar a su hija con aquella petición.
…
Clara entró por la puerta, se quitó los zapatos y caminó descalza hasta llegar
a la cocina. Era el lugar de la casa donde siempre solía haber alguien y a ella
le encantaba que se hubiese convertido en el centro de reunión de la familia o
con cualquiera que trabajara en la casa. Tertulias a la hora del desayuno, o un
chocolate a media tarde, incluso un vaso de leche a media noche, eran la
excusa perfecta para encontrarte con alguien, sentarte y charlar. Le servían
también para recordar con nostalgia a su madre y sus hermanos mellizos, con
los cuales también se reunía en la cocina de su casa cuando vivía con ellos, y
a los que no veía todo lo que quisiera.
En ese momento, Luisa y María parecían tener una pequeña discusión entre
murmullos, los cuales cesaron cuando ella entró en la estancia.
—¿Qué haces aquí? —le dijo él—. Se suponía que no debías saber nada.
—Lo siento Mario, no pude evitarlo. ¿Eso que sujeta entre las manos es una
pistola?
—Basta de cháchara. Si te sirve de algo, Mario, siempre supe que ella
vendría. ¿Qué gracia tendría hacerte daño si ella no puede verte sufrir?
—¿Daño? —Susurró Clara—. ¿A qué te refieres?
—A ver —la mujer ladeó la cabeza—. Llevo un rato dudando si pegarle un
tiro en una rodilla o en los huevos. ¿Tú qué dices, Clara? ¿Cojo o castrado?
Claro que, seguro que tú eliges la rodilla —la mujer suspiró—. Si le hubieses
abandonado, que era lo que yo pretendía, no hubiésemos llegado a esto.
—¿Qué quieres? —preguntó Mario sin aparentar alterarse—. Déjala a ella
en paz y que se marche. Ya has dicho que solo me quieres a mí.
—¡Cállate, cabrón! ¡Deja de parecer un puto caballero andante! ¿Es eso lo
que haces para llevarte a las mujeres a la cama? Y luego, ¿qué? ¿Las
deshechas como si fuesen basura?
—¿Tuviste una aventura con mi marido? —preguntó Clara, para saber de
qué iba todo aquello y para distraerla un poco. Solo lo había visto en
películas, pero siempre parecía dar resultado.
—Contéstame, Mario —dijo la mujer ignorándola totalmente.
—Shaila, si tú y yo tuvimos algo en el pasado, siento mucho no poder
recordarlo. Siempre dejé muy claro a las mujeres lo que podían esperar de mí.
—¿Crees que estuvimos liados? ¿Tú y yo? —La mujer rompió a reír con
una carcajada siniestra—. ¡Qué egocéntrico eres! ¿Crees que tus amantes
despechadas van a comenzar a perseguirte y apuntarte con una pistola? ¿Para
qué? ¿Para lanzarte un guante y exigirte una satisfacción? No me seas estúpido.
—¡Pues explica de una vez qué coño quieres! —Mario empezaba a estar
harto de aquél rompecabezas. Si esa mujer y él no habían sido amantes no
sabía qué pretendía aquella loca.
—Supongo que es una pérdida de tiempo preguntarte si te suena de algo una
de tus amantes llamada Lorena. Modelo, alta, morena, ojos azules, muy guapa.
—No, lo siento —Mario miró a su mujer. A pesar de que ella estaba al día
de sus andanzas antes de conocerse, todavía le resultaba violento hablar
delante de ella de antiguas amantes. Sabía que eso seguía causándole malestar,
aunque lo disimulara perfectamente.
—Lorena es mi hermana —continuó la mujer—. Ella… está muy enferma.
—Lo siento —volvió a decir Mario. Recordaba parte del informe que
reflejaba la vida de esa mujer en la que mencionaba a una hermana—. Pero,
¿qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Qué está enferma por tu culpa, cabrón!
—¿Por mi culpa? ¿Por dejarla?
—Ya vuelves a comportarte como un egocéntrico —chasqueó la lengua—.
No fue por dejarla, sino porque le destrozaste la vida.
—¿Qué pasó? —Clara seguía en sus trece de entretenerla, aunque se ganó
una mirada reprobatoria de su marido, advirtiéndola de que no interviniera.
—Ella lo tenía todo —la mirada de la mujer pareció dulcificarse por
primera vez—. Era modelo, joven y guapa. Tenía una gran casa y un marido
rico que la idolatraba. Pero tuviste que aparecer tú en su vida y lo echaste
todo a perder. No sé qué les dabas a las mujeres para que se obsesionaran de
esa manera contigo.
—¿Se lio con mi marido? —preguntó de nuevo Clara dispuesta a llevar el
peso de la conversación.
—Parece ser que el cerdo de tu marido tenía debilidad por las modelos —
luego se dirigió a Mario—. Te la tirabas de lunes a jueves, que era cuando su
marido estaba de viaje. Y lo sé porque ella escribió un diario —con cuidado
de no dejar de apuntarles con el arma, sacó un cuaderno del bolso y lo echó
sobre la mesa—. Aquí se detallan vuestros escabrosos encuentros sexuales, lo
más repugnante que he leído nunca. Léetelo, Clara, te dará una visión
“diferente” de tu marido.
—Me importa una mierda lo que mi marido hiciera antes de conocerme —
Clara empezaba a enfadarse de verdad. Toda esa historia la estaba aburriendo,
pues no era la primera vez que escuchaba algo parecido de las aventuras de
Mario. No le gustaba escucharlas, pero porque ya estaba harta de que les
molestaran con un pasado muerto y enterrado. Estaba cansada de escuchar
aquella historia y empezaba a querer matar al mensajero.
—¿Tampoco te importa que le destrozara la vida?
—Dudo mucho que mi marido hiciese eso.
—Basta, Clara. Deja de hablar. Por si no te has dado cuenta, esa mujer ha
dejado de apuntarme a mí y ahora nos apunta a los dos —Mario ahogó una
exclamación al descubrir en el rostro de su mujer que era eso precisamente lo
que quería, distraerla como fuera.
—¡Callaos los dos! —Gritó la mujer—. Todavía no he terminado. Mi
hermana se enamoró de ti como una adolescente, creyendo que tendría un
futuro contigo, y empezó a tener menos cuidado de que su marido no se
enterase. Hasta que lo hizo.
—Shaila, no puedes hablar de amor, era solo sexo.
—Clara, coge el diario —ordenó—. Ábrelo por donde está marcado. Y
ahora lee en voz alta —Clara la obedeció y comenzó a leer.
—“… Amo a Mario como nunca he amado a ningún hombre. Le quiero
tanto que ese amor me oprime el pecho, me ahoga y no me deja respirar…
Hoy no ha podido esperar a que subiéramos a la habitación del hotel y me
ha follado en el ascensor, rodeados de espejos, tan excitante, tan rápido y
duro que he gritado como nunca… Solo necesito convencerle de que soy la
mujer de su vida y que me necesita tanto como yo a él…”.
Eso fue todo lo que necesitó Mario para echarse sobre ella y darle un
puñetazo en la mandíbula que la dejó sin sentido antes de cogerla en brazos y
dejarla en el suelo. Apartó el arma de un puntapié y se agachó junto a ella.
Mario tiró de ella hacia el pasillo y buscó un lugar discreto donde discutir
con ella. Encontró un cuarto con estanterías repletas de material de oficina.
Clara estaba estirada sobre la cama, desnuda, lo mismo que su marido que,
tendido junto a ella apoyado en un codo, observaba detenidamente los cambios
que el embarazo iba produciendo en el cuerpo de su esposa.
Trazaba lánguidamente con la yema de sus dedos dibujos imposibles sobre
la suave piel de su vientre levemente abultado.
No podía evitarlo. Se alegraba por él, a pesar de todo. Ella era la que había
confiado en su talento al leer aquella maravillosa historia.
Y ahí estaba, pensando todavía si llamar a su puerta, volver a ver su
hermoso rostro y decirle: —“Hola, Álex. Envié tu novela sin decirte nada y te
la van a publicar. Que tengas suerte y adiós”.
Que sí, que no, hasta que una persona que le resultaba familiar cruzó la calle
y paró ante la puerta del periodista. Picó con el llamador y al poco tiempo
Álex abrió la puerta y la mujer entró sonriente.
A Marta se le aceleró el corazón ante la expectativa de volverle a ver
aunque fuese de lejos, pero únicamente acertó a ver su brazo y un mechón de
su rubio cabello.
Pero, ¿en qué estaba pensando? Esa mujer del gimnasio, su antigua amante,
acababa de entrar en su casa y dudaba que fuese para hacer zumba.
No llores, no llores
¿Por qué estaba triste? ¿No le había dado una bofetada al escucharle decir
aquellas cosas horribles? ¿Por qué, entonces, se sentía tan desdichada al
imaginarle ya con otra?
Tal vez porque aún le quería. Tal vez porque no podía olvidarle. Tal vez
porque se había adueñado de sus sueños y sus recuerdos, donde seguía
mirándola con sus hermosos ojos dorados, sonriéndole con su sonrisa con
hoyuelos, rescatándola de una manifestación, llevándola a gritar a una
montaña, regalándole una muñeca mientras la miraba tímidamente, tan
adorable…
Pero ahora, tal vez le estuviera ofreciendo ya algunas de esas mismas cosas
a otra y ella solo era para él un vago recuerdo.
Miró hacia la pantalla del portátil que descansaba sobre su regazo. Tenía un
correo de Álex y no se atrevía a leerlo, aunque ya le especificaba de qué se
trataba.
Para: martacliment@gmail.com
De: alexvila@gmail.com
Asunto: publicación novela
—Buenos días —escuchó la voz de su madre—. ¿Qué haces tan temprano
levantada y en el salón?
—Nada. No podía dormir —Marta salió del correo y la pantalla se iluminó
de fondo con la imagen de Álex, sentado sobre aquel balancín donde, con su
torso desnudo y su dorada melena sobre los hombros, escuchaba música con
los ojos cerrados.
—Es muy guapo —dijo su madre mirando la pantalla—. ¿Es por él que
estás aquí?
—¿Te sentaría mal que te dijese que sí?
—No, claro que no. Nunca habías aguantado aquí tanto tiempo y me he
imaginado que era por algún motivo. Sabía que algún día ocurriría algo así. Te
pareces a mí físicamente, pero en el resto eres igual a tu padre, apasionada y
entusiasta con lo que deseas.
—¿Por qué estás aquí y no con ese chico tan sexy de la fotografía, al que
dan ganas de hacerle compañía en ese balancín?
—Ya lo he hecho, créeme —sonrieron las dos—, pero es una historia
complicada.
—¿Le quieres?
—Mucho —dijo sin pensar. Ni todo el Océano Atlántico de por medio iba a
ser capaz de hacerle negar una verdad tan evidente.
—Entonces ve por él. No soy una madre convencional, pero te conozco lo
suficiente para saber que cuando deseas algo vas a por ello.
—Lo sé, pero no sé si él siente algo por mí o simplemente ha estado
pasando un rato entretenido conmigo, o he sido parte de una absurda venganza.
—Pues averígualo. Deja de lamerte las heridas y haz algo de una vez —
siguieron unos minutos de silencio—. No he dejado de interesarme por la vida
de tu padre durante todos estos años —confesó Rebeca de repente—. Sabía
que llegaría alto y yo no tuve paciencia. Se lo merece.
—¿Te arrepientes de haberle dejado? —preguntó su hija.
—¡No!, por supuesto que no. Fue la mejor decisión que he tomado en toda
mi vida, todos salimos ganando con ella. Creo que la vida se compone de una
serie de decisiones que tomamos en un momento u otro, y el resultado depende
del camino que escojamos.
Más tarde, ya en la soledad de su habitación, Marta decidió abrir el correo
enviado por Álex.
Supongo que sabías que un día te diría algo sobre una carta que apareció
en mi buzón, así, de repente. Y también te imaginarás que mi primera
reacción fue tirarla a la basura. Pero al final no lo hice. Me puse en
contacto con la editorial y van a publicar mi novela. Ahora mismo tengo un
ejemplar en mis manos, con la portada en color azul oscuro pero con un
toque de color…, bueno ya la verás tú misma, espero.
Todo gracias a ti, solo quería que lo supieras.
Espero que todo te vaya bien.
Álex
Impersonal, neutro, como una carta del banco. Así le habían sonado a ella
esas palabras.
Era hora de volver a casa y seguir con su vida.
CAPÍTULO 17
—Marta, cielo, te estoy hablando y estás como ausente —le decía Lidia una
de esas tardes de compras.
Caminaban por la calle Portal del Ángel, con la mirada puesta ya en las
compras de los regalos de navidad. Sobre sus cabezas, cientos de bombillas
de colores adornaban la ciudad, los altavoces expulsaban roncos villancicos
que parecían engatusar para comprar más y más, todo a su alrededor estaba
engalanado, iluminado… aunque el mes de diciembre no hubiera hecho más
que empezar.
—Te estoy escuchando, Lidia —le respondió sin dejar de mirar los objetos
que saturaban los escaparates.
—¿Ah, sí? Dime de qué te estaba hablando.
—No sé —dijo desinteresada—, pero seguro que del chico que me
presentaste el otro día. Y para tu información, no me interesa.
—¡Ya lo sé! —Contestó su amiga con vehemencia—. ¡Ninguno de ellos está
a la altura de tu periodista-escritor, cachas, buenorro y perfecto! —Marta se
giró esta vez hacia ella con una sombra ante su rostro—. Lo siento, no lo
volveré a mencionar, como habíamos quedado.
—Tranquila, Lidia, no pasa nada.
Álex Vila
Cómo no, ahí estaba Marta, en las cercanías de la librería donde Álex
firmaba ejemplares de su libro, y lo tenía claro por la multitud de féminas que
se agolpaban en la entrada, intentando entrar todas al mismo tiempo,
entusiasmadas todas con un ejemplar de la novela en sus manos. También
había mujeres y hombres de todas las edades, parejas jóvenes, menos jóvenes,
adolescentes, personas de mediana edad…
Marta dejó que pasaran unos minutos, intentando decidir si entrar o no. Su
amiga no había dejado de animarla a ir, preocupada por ella en los últimos
meses al verla tan apagada. Su madre había insistido en lo mismo, y Clara…
bueno, Clara le había dicho claramente que si no iba se arrepentiría, puesto
que las cosas no eran siempre lo que parecían y que tal vez todo fuera un
malentendido donde no había mentiras o verdades. La típica frase de “no todo
es siempre blanco o negro, sino que existen muchos matices de gris”, aquí
parecía venir al pelo.
Debía de ser porque así se estaba volviendo su vida, de un anodino color
gris.
Cada vez estaba más cerca de llegarle su turno y estuvo tentada de salir
corriendo, creyendo que todo el mundo se daría cuenta de su inquietud y su
anhelo. Pero aguantó estoicamente, inspiró fuerte y dibujó una sonrisa perfecta
en su cara.
Álex levantó la vista y la miró de una forma tan intensa con sus inolvidables
ojos dorados, que ella creyó que se derretiría allí mismo.
Por fin, agradecimientos, aplausos, alguna que otra selfie, besos, apretones
de manos…
¿Cielo?
Al mirarla de cerca, Marta comprobó que era bastante joven, de unos treinta
años, rubia, delgada y muy arreglada, tipo Barbie Va a la Oficina.
Para Marta
Porque tú tampoco debes olvidar tus sueños
Álex
Se levantó de un salto del blanco sofá de su habitación dispuesta a
marcharse un rato de casa antes de empezar a compadecerse de sí misma.
Todavía era temprano, pero después de todo un día con el cielo tapado, la luz
parecía envuelta en una espesa capa y la amenaza de lluvia no había cesado.
No puede ser.
¿Álex?
Álex atrajo el rostro de Marta hasta unir sus labios con los de ella,
disfrutando de nuevo del sabor de su boca, mezclado ahora con la sal de
alguna lágrima y un toque de gotas de lluvia. Fue secando con sus besos la
humedad de aquel rostro que llevaba tanto tiempo acaparando sus
pensamientos y sus sueños.
Bajo aquel oscuro cielo, bajo la lluvia y el frío, una pareja se besaba,
abrazándose como si no pudieran dejar de hacerlo, en un parque solitario y
vacío, donde un día ya lejano se creyeron un príncipe y su princesa.
Los cristales de las ventanillas se llenaron del vapor del aliento que
emanaba de sus respiraciones, y el suave repiqueteo de la lluvia sobre el
vehículo proporcionaba una serena apacibilidad.
Él también introdujo sus manos bajo el jersey de Marta y recorrió con ellas
la suavidad de su espalda, mientras ella no dejaba de besarle el cuello y de
frotarse contra él, arriba y abajo, arriba y abajo. Hacía tanto tiempo…
Aquello debió de haberlo hecho mucho tiempo antes. Álex cruzó como una
exhalación la recepción de Empresas Climent, y atravesó el largo pasillo
sorteando mesas, despachos y personas. Al llegar a las puertas del despacho
de Mario, un rostro conocido le miró con expresión recriminatoria.
—¡Usted! ¿Se puede saber qué quiere ahora? —dijo la pelirroja secretaria
en tono de censura.
—Elisa, ¿verdad? —Preguntó Álex exhibiendo su sonrisa más encantadora
—. He de hablar con Mario.
—¿Me cree usted estúpida? ¿Cree que no recuerdo la escenita que montó
aquí mismo hace años? El señor Climent está ocupado. En este momento
mantiene una importante reunión en su despacho con varios clientes.
—Lo siento, pero lo mío es más importante —y como ya hiciera seis años
atrás, dio un salto sobre la mesa de la secretaria, abrió la doble puerta y se
plantó en el despacho de Mario.
—Señor Climent, lo siento —dijo la secretaria contrita—, pero parece ser
que este señor tiene una forma muy particular de pedirle cita. ¿Llamo a
seguridad? —dijo mirando a Álex ceñuda.
—No, tranquila, Elisa, ya habíamos terminado. Señores, mi secretaria les
acompañará a la puerta.
Entendía perfectamente que aquel día les hubiese hecho creer que era un
miserable, para que Marta le odiara y le fuese más fácil alejarse de él. Y lo
admiraba por ello. Aunque al final, parece ser que el amor vence los
obstáculos más adversos, como a él mismo le ocurrió.
—Te lo dije, cariño —siguió Clara con sus piruetas sobre la cama—, se
quieren de verdad, y el amor puede con todo, hasta con ricos mujeriegos que
ya no se acuerdan de todas las mujeres con las que han estado.
—Y con bonitas chicas que eran un cielo y han acabado con la lengua muy
larga —salió bromeando Mario del baño.
—Pero, ¿se puede ser más egoísta? —gritó Clara con visible indignación.
—¿Qué sucede, cariño?
—¡Mírame, parece que me haya tragado una sandía! —Exclamó señalando
su vientre de ocho meses de embarazo—. ¡Y tú, mientras tanto, mírate! ¡Estás
tan bueno que sería capaz de devorarte ahora mismo! —Le arrancó la toalla—.
Cosa que podría hacer en este momento, si no fuera porque estoy gorda como
una vaca.
Mario comenzó a pasar la lengua por sus pechos, cogiendo los pezones
entre sus labios, mientras le levantaba una pierna y la pasaba por encima de su
cadera, para poder penetrarla despacio, suavemente. No importaba la
apariencia física de Clara, que seguía excitándole y le haría desearla todos los
días de su vida.
Nada más entrar por la puerta, Marta y Álex habían comenzado a arrancarse
la ropa el uno al otro, dejando un reguero de prendas por el suelo, desde el
pasillo hasta el dormitorio, hasta caer los dos desnudos sobre la cama. Álex
comenzó a besarla con frenesí mientras ella se retorcía sobre las sábanas,
suplicando que la hiciera subir a lo más alto, como siempre. Pero el joven
escritor, a pesar de estar tan ansioso como ella, no pudo evitar parar un
instante para volver a admirar su belleza, resaltada por su impresionante
cabellera pelirroja extendida sobre las blancas sábanas.
Esta vez fue Marta quien quiso tenerlo sobre la almohada. Se dio la vuelta
para poder tenerlo debajo y observar con detenimiento aquel hermoso rostro y
su hermoso cuerpo. Sería ella la que esta vez le hiciera sentir su largo cabello
acariciando su piel, mientras besaba su duro tórax, su plano abdomen y su
henchido miembro. Cuando se lo introdujo en su cuerpo, no dejó de besarle
profundamente en la boca, mientras los dos movían sus lenguas y sus caderas
al unísono, experimentando un placer parecido al vértigo por poder volverse a
tocar de nuevo después de tanto tiempo. Sentirlo dentro de ella era como el
alivio de que todo estaba bien, de que todo estaba donde debía estar.
Amándose.
Y sintiendo de nuevo aquellas maravillosas sensaciones que un día
descubrió junto a él.
CAPÍTULO 20
María y Luisa ya se habían encargado esa tarde de dejar la cena a punto, así
que ahora le tocaba el turno a la familia de ayudar a la muy embarazada Clara,
que había insistido en hacer de anfitriona como siempre.
Risas, música, conversaciones, abrazos, besos y buenos deseos para el año
siguiente.
—Por favor —una enfermera bajita pero con cara de “qué hace aquí toda
esta gente en nochevieja”, los hizo parar a la señal de su mano como un
guardia de tráfico cualquiera—, ustedes se me quedan aquí, en la sala de
espera. Y ustedes dos —señaló a los futuros papás y arrugó la nariz cuando le
vino una bocanada de aire con olor a salsa de pescado—, vengan conmigo. Su
médico ya ha sido avisado.
Mario depositó a Clara en una camilla, donde comenzarían a prepararla,
mientras él se hacía a un lado pero sin dejar de permanecer todo lo cerca que
le permitían.
—Hasta con esa bata verde y ese horrible gorro estás guapo —sonrió
soñolienta—. Aunque parezca que no me entero de nada, he podido comprobar
que las enfermeras corretean detrás de ti todo el tiempo para obedecer
cualquier orden tuya al tiempo que intentan sonreírte.
—Relájate, cariño, y ahorra fuerzas para la que se te avecina.
—No me sueltes la mano mientras dure.
—Aquí me tendrás. Y no te soltaré nunca.
Si tuviera que haber una imagen en la vida de Clara que no olvidara nunca,
sería la de Mario cogiendo en brazos a su hijo recién nacido. Cuánto amor en
aquellos ojos grises que no perdían de vista al pequeño ser que era una parte
de él.
—¿Cómo están?
—¿Todo ha ido bien?
—¿Podemos entrar a verles?
—Sí, sí —contestó Mario—, pero poco a poco y de dos en dos. No vayáis a
entrar todos de golpe. Todavía está muy cansada.
Se decidió que primero entrarían las dos abuelas, que antes de dirigirse a la
habitación pararon delante de Mario y le dieron un abrazo y un beso cada una
en la mejilla para felicitarle. Lo mismo fueron haciendo los demás, como su
padre, su hermana, Núria y, sobre todo, su hija, que abrazó a su padre para
decirle al oído un “enhorabuena, papá. Te quiero”.
A veces echo de menos vivir en casa de mi padre, pero solo por la cercanía
que sentía del mar, inhalando el olor a salitre en el aire nada más salir a la
terraza de mi habitación. Pero es muy cómodo vivir en un piso del centro y,
sobre todo, es maravilloso compartirlo con el hombre que quiero.
—Quién me iba a decir a mí —me dice Álex sonriente— que un día me iba
a hacer cargo del hijo de Clara y su marido.
—Tampoco pensaste que acabarías con su hija, y aquí estoy.
—Y estarás siempre —me besa dulcemente los nudillos—. En realidad —
me dice—, no me importaría llevar sobre los hombros a un niño pelirrojo.
—¿En serio? —pregunto asombrada—. ¿Ya te has vuelto un señor
respetable, que quiere sentar la cabeza, casarse y tener hijos?
—Yo no he hablado de casarme, solo de tener un hijo contigo.
—Es cierto. No recordaba que tenías aversión por el matrimonio.
—¿Cuándo he dicho yo eso? —en ese momento, Mario da un grito al divisar
la atracción más grande de todo el recinto.
—¡Ahí, ahí! ¡Quiero montarme ahí! ¡Álex, bájame!
Rápidamente hay que sacar una ficha. Nos acercamos y compramos el bono
de seis viajes, sabiendo lo difícil que es convencer a un niño de que se monte
solo una vez. Álex ayuda a Mario a subirse al coche que no deja de emitir
destellos de luces azules, y la atracción comienza a girar. En cada vuelta, cada
vez que pasa por nuestro lado, Mario ríe feliz y nos saluda con la mano, hasta
que le parece mucho más interesante manejar los botones que hacen emitir el
inconfundible sonido de una sirena de policía.
Ay, ay, ay
Hemos vuelto otra vez al mismo lugar donde pasamos nuestra luna de miel,
un recorrido por las más bonitas calas de las Islas Baleares, a bordo del
Marta.
—¿Por qué estás tan sensible? —me murmura mientras besa mi cuello, y yo
siento agitar todo mi cuerpo.
—Porque vuelvo a estar embarazada.
Solo se vuelve a escuchar el rumor de las olas. Mario ha detenido sus besos
pero sus brazos estrechan más fuerte mi cintura. Las cosquillas de su aliento
me confirman que sonríe.
https://www.facebook.com/lina.galangarcia
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“Valentina”