Muerte Por Suicidio

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MUERTE POR SUICIDIO

Todas las muertes inesperadas provocan un impacto emocional que desborda a la

mayoría de los sobrevivientes, como ya he mencionado en otro apartado del libro. Pero

si hay una muerte que provoca un shock intenso y duradero, con sentimiento de culpa,

rabia, incertidumbre, frustración y perplejidad, es el suicidio de tu ser querido. El duelo

puede ser más complejo que en otro tipo de fallecimientos, porque surgen preguntas que

no tienen respuesta y se tarda más en aceptar la realidad y asumir que, aunque no

estemos de acuerdo con su decisión, es la que ha tomado. ¿Cómo no me di cuenta de lo

que estaba pasando? ¿Cómo ha podido hacer esto y hacernos sufrir de esta manera? ¿Por

qué? Intentamos buscar explicaciones, podemos interpretar lo que queramos, pero es

muy difícil llegar a una conclusión convincente sobre los motivos que le han llevado a

terminar con su vida. Estas conjeturas provocan una afectación emocional muy intensa

que no nos lleva a ninguna parte, únicamente a posponer el proceso de aceptación de lo

que ha sucedido e iniciar un proceso de duelo más normalizado. Algunas familias se

sienten señaladas por los demás y tienen vergüenza a la hora de explicar la muerte de su

ser querido. ¿Qué le digo a los que me pregunten de qué ha muerto? Se sienten

estigmatizados. Siempre les digo que no estén pendientes de esta circunstancia, lo más

adecuado es que cada uno decida qué respuesta dar y, en todo caso, no tienen que

sentirse obligados a dar ninguna explicación de lo sucedido, pero si quieren darla, que la

den, lo que decidan estará bien.

Todo se complica si además un miembro de la familia o un amigo es el que

encuentra el cuerpo del fallecido, esa imagen le va a acompañar y le va a provocar

ansiedad y tristeza. No hay que hacer nada, no hay que luchar contra esta imagen,

simplemente hay que aceptarla y entender que, en ocasiones, puede venir el recuerdo y

sentirnos incómodos. Hay que hacer vida normal, retomar las actividades cotidianas y

acceder a situaciones agradables. Progresivamente será un recuerdo que vendrá con

menos frecuencia y menos intensidad.

Como en el resto de las situaciones que he descrito, durante el proceso de duelo es

importante que el doliente exprese sus emociones, que hable de la persona fallecida, que
llore. Ya he comentado que estas reacciones emocionales no son una psicopatología, son

normales y así debe entenderlo la persona afligida. Por eso la mayoría de las veces no es

necesario tomar medicación, salvo en los casos en los que se esté cronificando un estado

emocional que impide hacer una vida normal a la persona doliente, es decir, si no

soporta los sentimientos intensos después de varios meses, siente ansiedad elevada,

vacío, si piensa en su propio suicidio, solo en estos casos, tiene que acudir a una ayuda

psicológica, y a veces psiquiátrica. Es posible que desarrolle un trastorno por estrés

postraumático, que luego explicaré.

No es correcto, en mi opinión, buscar repetidamente explicaciones sobre lo

sucedido, ni siquiera los expertos sabemos el porqué ni tampoco cómo evitarlo en la

mayoría de los casos. Por eso, el sentimiento de culpabilidad tiene que ir desapareciendo,

ya que es muy difícil prevenir e impedir una acción suicida. Aunque deje una nota

escrita, normalmente no explica los motivos reales. Con el paso del tiempo, los

familiares y amigos tienen que asumir la pérdida y aceptar que tenemos que hacer una

vida compatible con las emociones de tristeza, pena, añoranza del fallecido… realizando

poco a poco las actividades que hacíamos antes del fallecimiento. Es muy duro, pero

tenemos que hacerlo.

EL INFIERNO DE ALBERTO

«Llegando a casa a la hora de comer, vi a mi hijo asomado en la ventana de su habitación. Cuando


abrí la puerta y le llamé, no me contestó, la habitación estaba vacía y mi hijo inerte en el patio del
edificio, se precipitó al vacío desde un sexto piso. Un vecino que escuchó un fuerte golpe en el
patio se asomó y llamó al 911. En pocos minutos las asistencias médicas y policiales se personaron
y certificaron su muerte. Se lo llevaron para hacerle la autopsia. Solo recuerdo esa imagen de mi
hijo en el patio, del resto de lo que sucedió posteriormente no me enteré, no recuerdo lo que
hablé con los sanitarios ni con la policía. En el tanatorio volví a ser consciente de que mi hijo
estaba muerto, que todo había terminado».

Esto me comentaba Alberto en mi despacho, llorando, con muchas dificultades para articular
palabra, los ojos cansados, con expresión de tristeza en la cara y postura encorvada, encogida.
Hacía cinco meses que había enterrado a su hijo, de diecisiete años. Estaba de baja laboral por
depresión. Alberto trabaja en una multinacional en el departamento de contabilidad y desde lo
ocurrido no volvió a la oficina. También refiere en el despacho que su mujer falleció a
consecuencia de un cáncer cuando su hijo, Javier, tenía cinco años. A duras penas fue
normalizando su vida para sacar adelante al niño, y pensaba que las cosas marchaban bien, con
trabajo estable, con salud y su hijo estudiando. Todo estaba bien y no entiende por qué su hijo
hizo lo que hizo. Me explica que es muy creyente, colabora en su parroquia en labores
administrativas y participa en grupos de padres cristianos. A pesar de todo el sufrimiento, dice que
nunca ha pensado en el suicidio y necesita reconducir todo esto. Tiene el apoyo de su familia y sus
amigos, pero le gustaría recibir tratamiento psicológico.

Le expliqué a Alberto que, aunque hubieran pasado cinco meses, el tiempo cronológico no tiene
nada que ver con el tiempo emocional, y que su afectación era un proceso normal, pero que tenía
que aprender a convivir con el dolor mientras normalizaba su vida. Le aconsejé que volviese a
trabajar lo antes posible, le facilitaría tener la atención dirigida a estímulos que nada tenían que
ver con los acontecimientos vividos; cumplir con sus responsabilidades laborales y relacionarse en
ese entorno era necesario. Diseñamos objetivos realistas y la forma para conseguirlos.
Supervisábamos la ejecución de dichos objetivos. Aprendió a centrarse en el presente y retomar
sin ayuda las tareas de casa. Planificamos actividades gratificantes, aunque las viviera con menos
intensidad. Era importante retomarlas y facilitar momentos para desconectar y estar tranquilo.
Trabajamos la aceptación de la realidad, de no resistirse ante lo que había pasado ni intentar
comprenderlo, simplemente aceptar sus emociones y convivir con lo que ocurrió, lo que llamamos
desensibilización a sus propios sentimientos negativos. Le enseñé a relajarse para disminuir la
sintomatología de ansiedad, lo que aplicaba para dormir mejor. Fortalecimos pensamientos
positivos, realistas, y aprendió a controlar los pensamientos automáticos. También trabajamos
sobre cómo canalizar su ira, expresar su indignación en un contexto íntimo con familia o amigos.
Alberto retomó su actividad cotidiana, rodeado de su gente.

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